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El Tao llamado Tao no es el Tao eterno.
El nombre que puede ser nombrado no es el verdadero nombre
El eterno real es innombrable.
La atribución de nombres es el origen de las cosas múltiples.
Libres del deseo,
Sondearemos el misterio;
Prisioneros del deseo,
Solamente veremos las manifestaciones.
Misterio y manifestaciones tienen ambos el mismo origen.
Su fuente es el misterio.
Misterio dentro del misterio;
La puerta para toda comprensión
Lao Tzu, Tao Te Ching
A mis tres mujeres,
Florbela, Catarina e Inês.
La información científica y técnica
incluida en esta novela es genuina.
Las teorías y las hipótesis
que se presentan
están siendo defendidas por científicos.
Prólogo
El anciano de mirada glacial atravesó el atrio con paso firme y se acercó al
dispositivo de control de acceso al complejo del CERN. No se acordaba de
haber visto todo aquel aparato de seguridad cuando estuvo allí la última vez,
aunque unas banderitas tricolores en la esquina le hicieron recordar que el
presidente francés debería visitar las instalaciones la próxima semana.
“Fucking Frenchies...”, murmuró entre dientes.
Poniendo cara de desagrado, ignoró la cinta donde debería depositar los
objetos metálicos que llevaba en el bolsillo para la inspección de seguridad a
través de rayos X. En su lugar, se dirigió directamente a los torniquetes y
únicamente se detuvo delante del detector de metales. Se quedó inmóvil, casi
como una estatua, solo el movimiento impaciente de los dedos y de los ojos
azules, fríos y examinadores, daba señal de vida.
Un guardia de seguridad suizo le hizo un gesto para que avanzara. El
visitante dio dos pasos hacia delante y, atento al nombre Jean-Claude Bloch
que el guardia llevaba en la identificación colocada al pecho, cruzó el
detector. Sonó en ese momento una señal de alarma y se encendió una luz
roja sobre la máquina. El recién llegado llevaba objetos metálicos.
Con un escáner en la mano, Jean-Claude se aproximó al hombre de los ojos
azules.
“Levante los brazos, por favor”.
El anciano obedeció y el guardia le colocó el escáner en la cadera. De
inmediato, el aparato emitió un zumbido. El visitante metió las manos en el
bolsillo y, con una sonrisa sin humor, como un niño al que pillan robando
chocolate de la despensa, extrajo los objetos metálicos que llevaba.
“Son solo las llaves, unas monedas y el teléfono”, murmuró. “Nada de
especial, como puede ver”.
Jean-Claude le censuró con la mirada y, con una voz que empezaba a
irritarse, le señaló la cinta de la máquina de rayos X.
“La próxima vez que venga ponga los metales allí, si no le importa. Eso nos
facilita el trabajo”.
El desconocido refunfuñó algo imperceptible y Jean-Claude, indiferente y
concentrado en su trabajo, retomó el control con el escáner de metales.
Comprobó las piernas, mandó al recién llegado quitarse los zapatos y también
los revisó. Después le colocó el dispositivo en los hombros y en los brazos.
Al llegar al pecho el escáner volvió a emitir un zumbido.
“Damn!” maldijo el anciano, contrariado. “Me olvidé de mi fucking
amiguita”.
Metió la mano por debajo del abrigo y retiró un objeto metálico colocado en
la camisa. Los ojos del guardia no daban crédito al reconocer el objeto en la
mano del visitante.
Una pistola.
Jean-Claude dio un salto hacia atrás, la alarma estampada en su rostro y en
la postura de su cuerpo, y con un movimiento rápido extrajo de la funda su
propia arma.
“Freeze!”, gritó mientras agarraba con las dos manos una Glock que
apuntaba al anciano. “¡No se mueva!”.
Alertados por la reacción del compañero, los restantes guardias sacaron
también sus armas y las apuntaron hacia el visitante. La sirena comenzó a
sonar por todo el atrio, como un aullido ondulado y urgente, generando gran
revuelo. Algunas personas gritaban presas del pánico y otras corrían para
salir de ahí. Parecía como si se hubiera desencadenado súbitamente un
pandemónium. En el instante anterior estaba todo tranquilo y de repente se
generalizó el caos.
“Vamos, no exageren”, protestó el anciano, con la pistola en la mano y con
varias armas que le apuntaban. “¡Es tan solo mi viejo Colt, qué diablos! ¿Un
ciudadano honesto no puede andar protegido en este mundo tan violento?”.
“¡Quieto!”, insistió Jean-Claude, su Glock de servicio apuntaba al objetivo.
“Bájese muy despacio y ponga la pistola en el suelo”. Empuñó su arma,
reforzando el aviso. “Muy despacio, ¿entendido? Si realiza algún movimiento
repentino, tendré que disparar”.
“Está bien, está bien”, asintió el visitante, aparentemente poco impresionado
con toda la perturbación generada a su alrededor. “Conozco los
procedimientos, no se preocupen”.
El anciano se agachó despacio y posó el Colt en el suelo. Después volvió a
levantarse, los brazos al aire, hasta mirar fijamente a los hombres que le
apuntaban con las armas. Con un rápido movimiento, el guardia, delante de
él, dio una patada a la pistola para alejarla. Después, ya más tranquilo, hizo
una señal con el arma indicando el suelo.
“¡Agáchese. Ponga las manos detrás de la nuca!”.
El desconocido arqueó los ojos de enfado.
“Oiga, ¿no cree que está exagerando? Lo que ocurrió fue simplemente un
pequeño...”.
“¡Túmbese!”.
El visitante permaneció un largo instante de pie, los ojos helados e
inquisitivos desafiando a los guardias que le apuntaban y analizando
fríamente la situación, la mente haciendo cálculos sobre la mejor manera de
proceder. Por fin suspiró, la decisión estaba tomada, y bajó despacio los
brazos. Todos esperaban que se tumbase en el suelo como le ordenaron; pero
se quedó de pie, un anciano de traje azul oscuro y corbata roja rodeado por
guardias de seguridad que le apuntaban con las armas.
“¿No ha oído lo que le he dicho?”, insistió Jean-Claude, empuñando su
pistola. “¡Túmbese inmediatamente!”.
Siempre con gestos lentos y precisos, los ojos sin perder de vista a los
hombres que le acechaban, el desconocido se metió de nuevo la mano en el
interior del abrigo.
“¡Quieto!”, gritó el guardia, otra vez muy alarmado, temiendo que el
visitante sacase del abrigo una segunda arma. “¡Quieto o disparo! ¡Ningún
movimiento más!”.
Pero el anciano volvió a ignorar la advertencia. Introdujo los dedos en el
bolso interior del abrigo y, siempre sin prisa, extrajo el objeto que buscaba y
lo giró en dirección al guardia que le amenazaba.
Una tarjeta.
A pesar del nerviosismo, Jean-Claude desvió fugazmente los ojos y observó
la tarjeta, primero con miedo, después tan intrigado que la estudió más
detenidamente. El pequeño rectángulo plastificado tenía una fotografía en
color en el lado izquierdo, exhibiendo un rostro que el guardia comparó con
el de su portador; el iris azul, frío y calculador de sus ojos era el mismo, tal y
como las arrugas que los rodeaban, el rostro alargado y seco, la barbilla
cuadrada y el pelo tan blanco que parecía nieve. No había duda, se trataba del
visitante.
Analizó el resto de la tarjeta. A la derecha había un círculo azul con la
cabeza de un águila en el medio y abajo un largo código de barras. Entre la
fotografía y el círculo se encontraban los datos que identificaban al titular de
la tarjeta. En lo alto, la información Employee ID 1123-x0, en el medio la
indicación Status: Directorate of Science and Technology, Director, y abajo
el nombre y la referencia al nivel cinco de acceso de seguridad.
“Bellamy”, se presentó el anciano de mirada helada, la voz baja y ronca de
los que están habituados a mandar y a ser obedecidos con un chasquido de
dedos. “Frank Bellamy”.
El guardia suizo observaba la tarjeta, boquiabierto.
“El señor es de la... es de la...”.
“CIA”, confirmó Bellamy en un tono ácido. “Enhorabuena, parece que sabe
leer. Es usted un fucking genio”.
Un murmullo nervioso llenaba la gran sala de control del CERN.
Ingenieros, técnicos informáticos y físicos colmaban la sala, los primeros con
la atención puesta en los monitores, los últimos en silencio o intercambiando
observaciones en un susurro nervioso y expectante. La tensión era tan intensa
que parecía palpable. No era de extrañar. El trabajo que tenían entre manos
implicaba una gran responsabilidad, porque permitiría responder a las
cuestiones más fundamentales de nuestra existencia. ¿Cómo fue el momento
de la creación del universo? ¿Cuántas dimensiones existen? ¿Hay un
antiuniverso?
El zumbido de los ordenadores y el murmullo de los aparatos de aire
acondicionado funcionando al máximo llenaban la sala de control. El rumor
permanente solo era alterado por la voz seca del director coordinando la
operación y por las respuestas sincopadas de los técnicos a quienes dirigía las
preguntas una tras otra, como un maestro armonizando la orquestra.
“¿Booster?”, quiso saber el director, con la mano agarrada a un mug de café
con el logotipo del CERN. “¿Ya está funcionando al máximo?”.
“Negativo”, fue la respuesta del técnico que monitorizaba el Booster.
“Todavía se encuentra acelerando”.
“¿A qué valor?”.
“Energía setenta megaelectronvoltios y aumentando”.
“La próxima inyección será en el anillo uno, segmento uno, dos paquetes”.
“Check”.
El director se calló. Setenta megaelectronvoltios era una energía
relativamente baja, pero lo cierto es que las micropartículas acababan de salir
del Linac 2 a cincuenta megaelectronvoltios y era normal que el Booster
tardase tiempo en llegar a los uno punto cuatro gigaelectronvoltios necesarios
para que los protones se encaminasen hacia el acelerador más viejo de
partículas del CERN, el Proton Synchroton. Fue bebiendo a pequeños tragos
el café mientas seguía la información en su monitor.
“Paul, ¿cómo están los imanes?”, preguntó. “¿En línea con el ritmo de
aceleración de los protones?”.
“Afirmativo”, confirmó Paul, responsable de la monitorización del
funcionamiento de los imanes de niobio y titanio. “Se ha creado el campo
magnético y se está haciendo más fuerte a medida que los protones aceleran.
No hay problema en este sector”.
Los ojos cansados del director no dejaban la pantalla, en donde se sucedían
números a un ritmo que parecía creciente.
“Max, ¿el helio?”, cuestionó, dirigiéndose a un tercer técnico. “¿Permanece
estable?”.
“Afirmativo”.
Los ojos pegados al monitor se quedaron presos en una columna y lo que
vio claramente no le agradó. Hizo una mueca acompañada por un gruñido,
posó el mug de café junto a la pantalla y se volvió para el otro lado de la sala.
“¿Cómo va el PS, Heinrich?”, preguntó, impaciente, refiriéndose al Proton
Synchroton en la jerga coloquial del CERN. “¿Ya está listo para recibir los
protones?”.
“Negativo, Herr Direktor. Falta algo de tiempo para llegar a los uno punto
cuatro gigaelectronvoltios”.
“¿Cuál es el valor ahora?”.
“Energía noventa megaelectronvoltios y aumentando”.
“¡Mierda, Heinrich, está atrasado!”, protestó, consciente de que la
coordinación de tiempo era crucial para el éxito de la operación; el paso del
Booster para la fase siguiente no podía sufrir retrasos. “¡Date prisa con eso!
Quiero el PS en movimiento cuando los protones alcancen el valor de un
gigaelectronvoltio, ¿me has oído?”.
“Jawohl, Herr Direktor”.
La sensación de que le estaban siguiendo se había reforzado en los últimos
minutos y llevó a Frank Bellamy a detenerse junto a una esquina del pasillo y
a echar una larga y cuidadosa mirada hacia atrás. Examinó el espacio vacío
buscando movimientos reveladores o de sombras incriminatorias, pero no
detectó nada raro. Mantuvo la respiración y permaneció 30 segundos en
silencio absoluto, atento al más pequeño y extraño sonido que allí se pudiese
escuchar.
Lo cierto, sin embargo, es que el creciente rumor del acelerador de
partículas en plena operación hacía difícil distinguir cualquier ruido
sospechoso, lo que inutilizaba aquel ejercicio. Se dio cuenta que si alguien
realmente le seguía, no lo descubriría de esa forma.
Respiró hondo.
“I’ll be damned!”, maldijo entre dientes. “O me estoy volviendo senil y ya
veo fantasmas por todas partes o el tipo que me anda siguiendo es muy
bueno...”.
Dobló la esquina y siguió hacia delante, todavía atento a los espectros que
presentía ensombreciendo los pasillos. Sabía que la intuición raramente le
fallaba en estas cosas; si tenía la sensación de que alguien le perseguía era
porque de hecho ocurría. Ya había sentido cosas parecidas en Berlín Oriental
y en Adis Abeba, en los nostálgicos tiempos de la Guerra Fría; en aquel
entonces constató que tenía razón y consiguió liquidar a sus seguidores
gracias a un callejón escondido. ¿Quién le garantizaba que no le estaba
ocurriendo en ese momento lo mismo?
Incluso así, reconsideró. El lugar en el que estaba no era normal y quizás
eso le estuviese nublando la intuición y el razonamiento. ¿Quién sabe si en el
origen del problema no estaría el poderoso campo creado por los grandes
imanes que operaban en ese momento? Era consciente de que, a partir de
determinado umbral, el magnetismo puede interferir en los procesos
cognitivos de los seres vivos, y tal vez le estuviese sucediendo una cosa así.
El pasillo desierto desembocó en una puerta con un panel de teclas
incrustado en la pared y una pequeña tabla indicando el acceso al gran
acelerador de hadrones. Bellamy sabía que el acceso, además de estar
limitado al personal autorizado, se encontraba en ese instante prohibido por
causa de la operación en curso, aunque una pequeñez de esas no le detendría.
Él era el responsable de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la CIA, una
de las cuatro direcciones de la agencia de espionaje de los Estados Unidos, y
sabía muy bien dónde podía o no podía ir, cómo y en qué circunstancias.
Posó los dedos en el teclado embutido en la pared y tecleó el código de
acceso que le comunicaron días antes los responsables del CERN. La
pequeña pantalla del teclado respondió con dos palabras en inglés.
Access denied.
“Fuck!”, maldijo el responsable de la CIA, golpeando la pared reflejo de su
irritación. “Fuck!, Fuck!, Fuck!”.
Las palabras en la pantalla que le negaban el acceso al gran acelerador de
hadrones parpadeaban como luciérnagas, parecía incluso que se reían de él.
Viendo bien las cosas, sabía que no debía sorprenderse, por lo que dominó de
inmediato las emociones. El código que le entregaron le permitía el acceso a
todo el complejo, razonó, pero no al gran acelerador de hadrones cuando
estaba funcionando.
Tendría que improvisar.
Echó mano a la funda de la pistola por debajo del abrigo y, al sentirla vacía,
recordó que los guardias en el atrio de acceso al complejo se habían quedado
con el Colt. Se dio cuenta de que tendría que ir por otro camino. Sacó la llave
que traía en el bolsillo de los pantalones y con la punta se puso a destornillar
el teclado fijado a la pared. La operación le llevó unos escasos cinco minutos,
al final de los cuales el teclado cedió y cayó fuera, apenas sujeto por los
cables eléctricos.
Después de analizar los cables, Bellamy cogió el móvil y apretó una tecla.
Acto seguido, una lámina saltó con un crujido y el teléfono portátil se
transformó en algo que se parecía a una navaja suiza. El hombre de la CIA
sonrió. Aquellos móviles que la Dirección de Ciencia y Tecnología había
desarrollado para los operativos eran prácticos y traicioneros. Agarró un
cable negro y lo cortó con la lámina. Después hizo lo mismo al otro cable, el
rojo. Cuando los dos cables estuvieron sueltos, los cogió y los pegó por las
puntas, estableciendo contacto.
Se abrió la puerta con un zumbido suave.
“¡Ya está!”.
Atravesó la puerta, pero antes de seguir caminando volvió a detenerse y a
echar una mirada atenta al pasillo de donde venía. Tal vez fuese solo la
influencia del campo magnético, no sabía, pero la sensación de que alguien le
seguía se hacía cada vez más poderosa.
A medida que los grupos de protones iban siendo inyectados de acelerador
en acelerador, la tensión en la sala de control aumentaba. Los susurros entre
los físicos pararon totalmente y el ambiente se espesó considerablemente. El
momento más importante se aproximaba a pasos agigantados.
“¡Heinrich!”, gritó el director. “¿A qué velocidad están los protones?”.
“Energía cuatrocientos y cinco gigaelectronvoltios y aumentando, Herr
Direktor”.
El director se giró hacia el otro lado de la sala.
“Maurice, ¿está listo el gran acelerador de hadrones para recibir la carga?”.
“Oui”.
“Paul, ¿cómo van los imanes?”.
“El campo magnético crece en línea con la aceleración de los protones, sir”.
El poder del campo creado por los súper imanes tenía que aumentar para
acelerar los protones, forzándolos así a curvar su trayectoria y,
consecuentemente, a mantenerse dentro del gran acelerador de hadrones.
Todos los que estaban en la sala eran conscientes de que esta delicada
cuestión era un punto crítico de la operación.
“Heinrich, ¿ya estamos?”.
“Casi, Herr Direktor”.
“Haz la cuenta final”.
“Energía cuatrocientos quince gigaelectronvoltios y aumentando... energía
cuatrocientos veinte gigaelectronvoltios y aumentando... energía
cuatrocientos veinticinco gigaelectronvoltios y aumentando...”.
“Atención Maurice... modalidad en modo de paquete, preparad la rampa”.
“Energía cuatrocientos treinta gigaelectronvoltios y aumentando... energía
cuatrocientos treinta y cinco gigaelectronvoltios y aumentando... energía
cuatrocientos cuarenta gigaelectronvoltios y aumentando...”.
“Atención Maurice... modo de paquete, rampa. Iniciad el grupo de potencia
uno dos tres”.
“Energía cuatrocientos cuarenta y cinco gigaelectronvoltios y aumentando...
energía estabilizada en los cuatrocientos cincuenta gigaelectronvoltios”.
“¡Inyección!”.
Maurice apretó un botón y los protones fueron en ese instante desviados
hacia los dos haces de partículas dentro de los tubos del gran acelerador de
hadrones, iniciando la aceleración final.
“¡Inyección completa!”, gritó el ingeniero francés. “Energía estabilizada en
flat top”.
“Modo de paquete, ajustad”, ordenó el jefe de la operación. “Tenemos
veinte minutos para llegar a los siete teraelectronvoltios”.
Los siete teraelectronvoltios eran un despropósito, todos lo sabían en
aquella sala. La palabra griega tera significaba monstruo. Siete
teraelectronvoltios significaba que los protones iban a alcanzar en la última
aceleración la energía monstruosa de siete millones de millones de
electronvoltios, valor suficiente para transformar la energía en masa
equivalente a siete mil protones e igual a la energía que las partículas
subatómicas poseían en una pequeña fracción de segundo después del Big
Bang, la creación del universo. A siete teraelectronvoltios, los protones
acelerarían hasta por encima de noventa y nueve coma nueve por ciento de la
velocidad de la luz a lo largo de un haz con la espesura de un hilo de pelo que
recorría los veintisiete kilómetros de circunferencia del acelerador. Eso daba
una idea del gigantesco valor de aceleración conseguido en el gran acelerador
de hadrones del CERN, la más compleja y sofisticada máquina alguna vez
concebida por el ingenio humano.
“Paul, ¿los imanes todavía acompañan la aceleración?”.
“Afirmativo, sir. Conforme a lo previsto, dentro de veinte minutos los
tendremos al máximo”.
A partir de un cierto límite, los imanes superconductores conseguían crear
un campo magnético ciento setenta mil veces superior al del propio planeta,
valor indispensable para obligar a los protones a mantenerse a velocidad
próxima de la luz dentro del tubo del gran acelerador de hadrones. Si los
protones acelerasen por encima de los siete teraelectronvoltios, no podrían
tener una trayectoria curva adecuada al anillo de veintisiete kilómetros del
túnel del CERN y se dispersarían.
El director de la operación apretó un botón de intercomunicación.
“CMS beta”, llamó. “¿Preparados?”.
“Afirmativo”, respondió por un altavoz una voz femenina, evidentemente de
la jefa de operaciones en el Compact Muon Solenoid. “Estamos preparados
para el comienzo de las colisiones”.
Otro botón.
“Atlas beta”, llamó el director después. “¿Preparados?”. Se oyó primero un
sonido de estática, de pronto roto por una presencia humana.
“Nosotros... nosotros...”, dudó la voz en el altavoz, manifiestamente
desorientada. “Tenemos un... un problema”.
Las luces rojas comenzaron en ese momento a parpadear por toda la sala de
control, al mismo tiempo que la alarma rugía en los altavoces. Los ingenieros
y los científicos intercambiaban miradas perplejas, sin entender el origen del
problema ni su gravedad. ¿Habría algún incendio en el detector Atlas?
¿Habría el gran acelerador de hadrones reventado debido a la gigantesca
energía a la que estaba operando? Peor todavía, ¿se encontraban en peligro?
El primero en reaccionar, como correspondía, fue el director. Alzó el brazo
y, con la voz cubriéndose de desaliento y derrota, respiró hondo y dio la
orden inevitable.
“¡Abortar!”, gritó. “Paren todo”.
El teclado de la pared dio únicamente señal de vida en el momento en el que
el campo magnético fue desactivado. Entendiendo que el sistema se acababa
de desbloquear, Jean Claude Bloch tecleó el código y la puerta se abrió con
un sonido aspirado.
“On y va?”, preguntó su compañero de equipo de seguridad, buscando con
la pregunta animarse a sí mismo más que para pedir una respuesta.
“¿Vamos?”.
Los dos funcionarios de seguridad franquearon la puerta y entraron en el
perímetro donde se encontraban los tubos del gran acelerador de hadrones.
Después de pasar dentro del túnel, Jean-Claude se detuvo por un instante,
temiendo las poderosas fuerzas de la naturaleza que allí se concentraban. Sus
ojos se pararon en la ancha tubería de acero que ocupaba el centro del túnel,
buscando señales que denunciasen alguna anomalía. Los dos hombres sabían
que dentro de aquel tubo se escondían las mayores amenazas en caso de
avería, como los haces de protones, los imanes de niobio y titanio, y sobre
todo el sistema criogénico usado para mantener los imanes a menos de dos
Kelvin o doscientos setenta y un grados Celsius negativos, temperatura
próxima a cero absoluto y necesaria para asegurar las propiedades
superconductoras de los imanes. Si hubiese allí una ruptura y algo de helio
líquido escapase de los tubos y los alcanzase, la muerte sería rápida.
Jean-Claude encendió el intercomunicador que traía en la mano.
“Halcón Uno a Nido. Ya entramos. Over”.
El intercomunicador chasqueó.
“Nido a Halcón Uno. ¿Cuál es la situación? Over”.
“Parece que está todo bien, no vemos ninguna anomalía. ¿Qué hacemos
ahora? Over”.
“Sigan hacia el Altas, Halcón Uno. Allí está el problema. Out”.
El túnel estaba bien iluminado, pero incluso así los dos guardias de
seguridad mantuvieron las linternas encendidas para inspeccionar el largo
tubo mientras caminaban en dirección a su destino. Las luces de las linternas
iban bailando por el acero mientras los pasos de los dos guardias hacían eco a
lo largo del túnel.
“Brrr”, gimió Jean-Claude, los ojos zarandeados por las sombras
proyectadas en las paredes y recortadas por debajo del tubo. “Esto es
siniestro...”.
El compañero se estremeció, tenía la piel de gallina de miedo.
“¡A quién se lo dices!”.
Caminaron durante diez minutos, siempre atentos a la más pequeña
irregularidad que les pudiese amenazar. En cierto momento el túnel se
ensanchó y se transformó en una amplia caverna excavada en la roca. El
espacio estaba ocupado por una gigantesca máquina con veinticinco metros
de diámetro y formada por sucesivos cilindros concéntricos, un verdadero
titán de acero que parecía dormir por debajo de la tierra.
“El Atlas”.
Habían llegado al destino. El Atlas era uno de los más importantes
detectores de partículas del CERN, la máquina donde el famoso bosón de
Higgs, también conocido como partícula de Dios, fuera finalmente detectado.
Allí dentro estaba uno de los sitios donde los paquetes de protones se
estrellaban casi a la velocidad de la luz, en choques que producían miríadas
de micropartículas: quarks, electrones, muones, gluones, neutrinos, partículas
Z y W, fotones y tal vez hasta gravitones, lo que permitía identificar las
fuerzas y partículas fundamentales de la naturaleza.
Jean-Claude cogió de nuevo el intercomunicador y pegó los labios al
altavoz.
“Halcón Uno a Nido”, llamó. “Llegamos al objetivo. ¿Adonde nos debemos
dirigir? Over”.
“Nido a Halcón Uno” fue la respuesta. “El ordenador nos indica que el
problema está al lado del detector externo de los muones. Diríjanse hacia allí
y verifiquen, por favor. Over”.
La mirada de los dos guardias de seguridad se concentró de inmediato en la
gran pala circular donde se encontraba el detector externo de muones. Había
realmente algún movimiento. Sin atreverse a dar un paso más, giraron las
luces de las linternas hacia aquel punto y abrieron desmedidamente los ojos
de miedo cuando se dieron cuenta de la amenaza de la nube de vapor.
“¡El helio!”, exclamó Jean-Claude. “¡El helio se derramó del Atlas!”.
“¿Qué hacemos?”, quiso saber el compañero, aterrorizado con el
descubrimiento. “¿Pedimos apoyo?”.
“¡Nosotros somos el apoyo, idiota!”, le regañó Jean-Claude, conteniendo
difícilmente el nerviosismo y la ansiedad. “Tenemos que ir allí para saber con
precisión dónde se localiza la fuga”.
Los dos hombres se aproximaron al detector Atlas con gran cautela. La
máquina era realmente gigantesca; se sentían como enanos a su lado.
Rodearon la gran pala circular del detector externo de muones y fijaron la
atención en la nube de vapor que emanaba de una pequeña sección de aquel
monstruo de acero.
“Allí hay algo en medio del vapor”.
“¿Dónde?”.
Jean-Claude apuntó la luz hacia aquel lugar.
“Ahí, ¿no lo ves?”.
Intentaron identificar lo que era, pero a aquella distancia y con tanto vapor
les parecía imposible delimitar formas cuyos contornos mal adivinaban.
Tendrían que acercarse al detector Atlas. Cada paso que daban era tan difícil
que parecía que escalaban una montaña. Las luces de las linternas daban
saltos en medio del vapor mientras se dirigían hacia la gran máquina.
Se acercaron a dos metros de distancia, pero no se atrevieron a ir más lejos
para no ser alcanzados por el vapor de helio. Hacía frío, evidentemente por
causa de la fuga del helio líquido, pero lo peor no era la temperatura. Sabían
que en contacto con el aire el helio se vaporizaba y ocupa el lugar del
oxígeno, por lo que se arriesgaban a asfixiarse si se acercaban demasiado.
Les parecía que a aquella distancia habían llegado al umbral de seguridad. Un
paso más y se enfrentarían a un riesgo inminente de muerte.
Luchando contra el frío que le entorpecía los movimientos, Jean-Claude
apuntó la luz hacia la forma que estaba en la base de la fuga de vapor.
Un hombre.
“¡Qué diablos!”.
La figura humana se encontraba tumbada, el tronco fuera, las piernas dentro
de la máquina, la cara amoratada. Era evidente que el hombre había muerto
por asfixia; o por falta de oxígeno en aquella zona, expulsado por el helio que
se derramó hacia el exterior o incluso por la inhalación del vapor de helio,
que provocaba quemaduras internas letales. La autopsia determinaría lo que
había sucedido, pero lo cierto es que estaba muerto. La luz de las linternas se
paró sobre el rostro de la víctima, y acto seguido, Jean-Claude abrió la boca
estupefacto.
“¡Es el anciano de hace un rato!”, exclamó. “¡El tipo de la CIA!”.
“¿Quién?”.
“El tipo que quiso entrar esta mañana con un arma, ¿te acuerdas? ¡Es él!”.
“¿Estás seguro?”.
“¡Absolutamente! Fui yo quien trató con él y sé muy bien lo que estoy
diciendo. ¡Es el anciano de la CIA! Frank... Frank... Frank algo más”.
Oprimió los labios mientras se esforzaba por recordar. Tenía el nombre en la
punta de la lengua. “¡Bellamy! ¡Eso mismo! Frank Bellamy. Me parece que
es un peso pesado de la CIA”.
“¿Qué está haciendo este tipo metido en el Atlas?”.
La pregunta era retórica y Jean-Claude no respondió porque evidentemente
no tenía respuesta. Estudió con cuidado el tronco del cadáver con la luz de la
linterna hasta darse cuenta de que uno de los brazos estaba extendido y entre
los dedos había un papel.
“¿Qué es esto? ¿Lo estás viendo?”.
El colega centró su atención en la hoja.
“Sí. Tiene algo escrito. ¿Consigues leerlo?”.
Los dos hombres se giraron para colocarse en el sentido de la hoja y
verificar su contenido.
“¡Qué rayo de rompecabezas!”.
La luz de la linterna de Jean-Claude se desvió siguiendo hacia la zona donde
el helio líquido escapaba. El metal de los tubos del sistema de criogenia
estaba agujereado y en el suelo yacía un instrumento de perforación de alta
temperatura.
“Mira esto, ¿Has visto?”, observó con excitación. “Alguien provocó esta
rotura”.
“Mon Dieu!”, exclamó el colega, estupefacto. “La fuga... ¡la fuga del helio
fue deliberada!”.
Al tomar consciencia de lo que veía, Jean-Claude cogió inmediatamente el
intercomunicador y apretó el botón.
“Halcón Uno a Nido. Identificamos la fuente del problema. Hay un cadáver
metido en una apertura por detrás del detector externo de muones y
encontramos un instrumento de perforación de alta temperatura junto al lugar
de la fuga de helio. Esta fuga no ha sido un accidente. Repito, no es un
accidente. Aguardamos instrucciones. Over”.
Durante dos segundos el intercomunicador respondió con una parada. “Nido
a Halcón Uno. ¿Puede repetir? Over”.
La información era tan increíble que por lo visto los jefes que se sentaban
en la central de seguridad no se habían creído lo que les acababan de decir.
“Encontramos un cuerpo metido en el Atlas y un perforador de alta
temperatura junto al punto de fuga del helio líquido. El cadáver tiene un papel
en la mano con un nombre. Sospecho que haya identificado de esta forma a
su asesino. Over”.
Esta vez el ruido del intercomunicador se prolongó más de diez segundos.
Estaba claro que los miembros de la central de seguridad discutían la
información que habían recibido.
“Nido a Halcón Uno”, respondieron por fin. “Vuestra misión está concluida.
Regresen inmediatamente al Nido para la reunión. Queremos un informe
completo. Vamos a enviar a los bomberos para que se ocupen de la fuga de
helio y retiren el cuerpo. El detector y toda la caverna Atlas serán sellados
hasta orden contraria. Over”.
Los dos agentes de seguridad lanzaron una última mirada hacia el cadáver y
dieron media vuelta para alejarse y salir lo más deprisa posible de aquel
peligroso lugar. Volvieron a rodear la gran pala circular del detector externo
de muones, esta vez en el sentido contrario, y se adentraron en el túnel rumbo
a la puerta por donde habían entrado media hora antes.
A medida que caminaban, Jean-Claude iba recordando el incidente de esa
mañana en el atrio del complejo y lo que sintió cuando se dio cuenta de que
el anciano que entró en el edificio era una figura importante de la CIA.
“Quien quiera que sea ese Tomás Noronha”, murmuró con una sonrisa sin
humor, “la CIA le caerá encima con todo su peso”.
Pero ese ya no era su problema. Se encogió de hombros y aceleró el paso.
Cuanto más deprisa saliesen de allí mejor.
I
La hierba había sido regada momentos antes y sus puntas mojadas relucían
al sol; parecían una constelación de diamantes centelleando bajo la luz clara
de la mañana. El hombre de luminosos ojos verdes atravesó relajado el
césped, llevaba en la mano una cartera de ejecutivo, y entró en el edificio de
trazado moderno de la Fundación Calouste Gulbenkian cantando una melodía
que había oído en la radio. Después de lanzar un gesto jovial al personal de la
recepción, se dirigió hacia un despacho al fondo del atrio. Abrió la puerta y
se encontró con la secretaria tecleando en el ordenador.
“Hola Albertina. ¡Llegué!”.
La secretaria levantó los ojos del monitor y miró fijamente al recién llegado.
“¡Profesor Noronha! ¿Ha hecho buen viaje?”.
“Claro”, respondió Tomás Noronha, dirigiéndose hacia el gabinete donde
ejercía las funciones de consultor científico de la fundación. “Anticipé el
regreso a Lisboa para ayer por la tarde y así evitar la huelga de controladores
aéreos españoles. ¡Me libré por los pelos!”.
“¿Cómo estaba Ginebra? ¿Hacía mucho frío?”.
El historiador echó la mano al bolsillo.
“Helada”, dijo, extendiendo una cajita roja a la secretaria. “Mire, le traje un
chocolatito”.
Albertina cogió el regalo y sonrió.
“¡Ay, profesor! Me conoce bien pero no era necesario que se molestase...”.
El recién llegado posó la maleta a los pies de su mesa.
“Faltaría más, no fue ninguna molestia”, le dijo, colgando el abrigo en un
perchero junto a la ventana. Se giró hacia atrás y observó a través de la
puerta. “¿Alguna novedad?”.
Era una pregunta de trabajo, por lo que la secretaria asumió inmediatamente
una postura profesional y hojeó la agenda.
“Sí, llamaron de la Universidad Nueva de Lisboa. Les expliqué que estaba
de viaje y quedaron en volver a llamar mañana. No dijeron cuál era el
asunto”.
Tomás mal contuvo una sonrisa.
“Ni hacía falta. Andan detrás de mí para ver si regreso a la facultad...”.
“Creo que hacen bien”, sentenció Albertina. “¿Dónde se ha visto a un
académico de su categoría, uno de los mejores criptoanalistas del mundo y
profesor doctorado en no sé cuántas lenguas antiguas y demás, que no dé
clases en la facultad? ¡Un crimen, se lo digo yo!”.
El historiador no quiso continuar la conversación. Arrastró la silla, se sentó
y encendió el ordenador.
“Además de esa llamada, ¿algo más?”.
“El ingeniero Ferro pidió hablar con usted a las quince horas”, reveló.
“Sobre lo que fue a comprar a Ginebra”. Le lanzó una mirada interrogadora.
“¿Encontró lo que buscaba?”.
Tomás se inclinó en la silla y cogió la maleta de ejecutivo que había posado
a los pies de la mesa.
“Lo encontré, claro. Está aquí”.
La secretaria miró fijamente la maleta, la curiosidad le quemaba la mirada.
“¿De verdad? ¿Puedo ver?”.
Con una pequeña llave, Tomás abrió la maleta y retiró el paquete que había
traído de Ginebra.
“¡Mire esto!”, dijo moviendo el paquete. “Ni imagina el trabajo que me ha
dado esta compra”.
Acarició el paquete. La negociación con el comerciante de antigüedades de
Ginebra había sido muy dura, a fin de cuentas estaba en juego un manuscrito
raro que de forma insistente había recomendado adquirir a la Gulbenkian,
pero afortunadamente todo había salido bien. Después de un peritaje para
certificar la autenticidad del documento, realizó la propuesta que llevaba de
Lisboa y el valor final acabó por no ser excesivamente superior a la oferta
inicial de la negociación. Lo cierto es que se sentía de tal forma impaciente
que apenas podía esperar por la reunión con el ingeniero Ferro; el director del
museo de la fundación se iba a quedar encantado con aquella preciosidad.
“¿Puedo verlo?”, pidió Albertina. “¿O su tesoro debe permanecer
empaquetado?”.
Tomás respondió con una carcajada.
“¡Nunca he visto una persona tan curiosa!”, observó. “Está bien, se lo
enseño”.
Lo desempaquetó por las puntas de papel pegadas con cinta adhesiva y del
interior extrajo un códice en papel amarillento, evidentemente antiguo, dentro
de un plástico sellado para defenderlo de la contaminación del aire. Giró el
códice hacia la secretaria y le mostró el título, con las primeras líneas del
texto escritas por debajo en caligrafía medieval.
“¿Tabula Samri... Smiragda... na?”, titubeó Albertina intrigada. “¿Qué
diablos quiere decir esto?”.
“Tabula Smaragdina”, corrigió el historiador. “También conocida como La
tabla Esmeralda o El secreto de Hermes. Se trata de un texto atribuido a
Hermes Trismegisto, no sé si ya ha oído hablar de él”.
“Sí, claro. Es un mago antiguo, ¿verdad?”.
“En cierto modo. Hermes Trismegisto fue un célebre alquimista cuya
verdadera identidad permanece envuelta en misterio. Hay quien piensa que se
trata de una figura nacida de la combinación del dios griego Hermes con el
dios egipcio Toth, ambos divinidades de la magia y de la escritura. Se
especula que la figura histórica real por detrás de Hermes Trismegisto sea el
gran sacerdote Imhotep, un egipcio venerado por los griegos cuando
ocuparon Egipto en el periodo ptolemaico. Trismegisto significa tres veces
grande, y debió de ser un sabio, autor de innumerables textos de la
antigüedad. Los más famosos son la Hermética, un conjunto de diálogos de
los siglos II y III en donde un profesor, el propio Hermes Trismegisto, enseña
a un alumno la naturaleza de lo divino, de la mente y del universo”.
“¿Todavía existen esos textos?”.
“Claro. Fueron originalmente encontrados en papiros y tenemos
traducciones en latín que datan de los siglos XVI y XVII.” Metió la mano en
la carpeta y extrajo la documentación que había reunido en las últimas
semanas para preparar el peritaje del manuscrito que la fundación quería
adquirir. “La Hermética contiene sabiduría antigua de gran valor”. Buscó con
el dedo una línea de sus anotaciones. “Ahora oiga esta cita del libro XIII de la
Hermética”. Afinó su voz. “Salí de mí hacia un cuerpo inmortal y ahora no
soy lo que era antes. Yo nací en la mente”.
“¿Yo nací en la mente? ¿Qué quiere decir eso?”.
El historiador se encogió de hombros.
“Es sabiduría hermética. Significa que estamos delante de un conocimiento
oculto. Esta frase, yo nací en la mente, parece querer decir que la verdadera
realidad es la de la mente. Nosotros somos lo que nuestra mente concibe. Lo
real no existe más allá de la mente”.
La idea era demasiado extraña para que Albertina la tomase en serio, por lo
que rápidamente desvió la atención hacia el manuscrito en las manos de
Tomás.
“¿Y ese manuscrito que compró en Ginebra?”, preguntó, apuntando hacia la
Tabula Smaragdina. “¿De qué trata exactamente?”.
“La Tabla Esmeralda es el texto que dio origen a la alquimia, tanto islámica
como occidental, y mereció a Hermes el apodo de Trismegisto, una vez que
aquí el autor afirma conocer las tres partes de la sabiduría del universo. Una
de ellas es justamente la alquimia”.
“Más fantasías, por lo tanto”.
Tomás esbozó un gesto.
“No, no”, corrigió. “La alquimia es la ciencia de la transmutación de los
elementos. Por ejemplo, uno de los grandes proyectos de los alquimistas era
transformar el hierro en oro. Hoy sabemos que la transmutación de los
elementos, por increíble que parezca, es de hecho posible. El primer
científico que lo hizo fue el físico neozelandés Ernest Rutherford, que
convirtió nitrógeno en oxígeno y comenzó a descubrir los principios que
permiten a las estrellas producir carbono, hierro y oro a través de la
trasmutación de otros átomos”.
La secretaria meció afirmativamente la cabeza.
“Ah, qué interesante”. Apuntó hacia unas líneas escritas en latín en la
primera página del códice, por debajo del título Tabula Smaragdina. “¿Esas
frases explican la alquimia?”.
“La Tabla Esmeralda habla sobre alquimia, pero lo que está aquí escrito son
los principios generales del conocimiento hermético”. Tomás inclinó el
códice para verlo mejor y leyó las primeras líneas. “Verum, sine mendatio,
certum, et verissimum. Quod es inferius, est sicut quod est superius, et quod
est superius, est sicut quod est inferius, ad perpetranda miracula rei unius. Et
sicut omnes res fuerunt ab Uno, mediatione unius, sic omnes res natae
fuerunt ab hac uma re, adaptatione”.
Albertina se rio.
“Profesor, no entiendo nada. Mi latín, no sé si sabe, anda medio oxidado...”.
“Esto es verdad, sin mentira, cierto y muy verdadero”, tradujo él. “Lo que
está debajo es lo que está encima y lo que está encima es lo que está debajo,
para realizar los milagros de la cosa única. Y así como todas las cosas
vinieron del Uno, todas las cosas son únicas, por adaptación”.
“Continúo sin entender...”.
El historiador volvió a abrir la carpeta.
“Ya le dije que estamos ante conocimiento oculto”, explicó mientas metía
dentro el manuscrito. “El sentido de la segunda y de la tercera frase es
ambiguo, pero Hermes Trismegisto parece querer decir que lo real es único y
que las diferencias entre los átomos, nosotros y las estrellas son ilusorias,
todos somos la misma cosa. Lo que está debajo es lo que está encima y lo que
está encima es lo que está debajo. Todo, incluyendo nosotros, es la cosa
única, porque todas las cosas vinieron del Uno. O sea, la impresión que
nosotros tenemos de ser individuales no pasa de una mera ilusión. Todo en
verdad está relacionado, todo es la misma cosa, todo es uno”.
Cuanto Tomás se preparaba para explicar con más detalle las ideas
fundamentales del texto que adquiriera en Ginebra, la puerta se abrió y una
funcionaria de la fundación entregó a Albertina un encargo que acababa de
llegar por correo. La secretaria pasó los ojos por el paquete y se giró hacia su
jefe.
“Señor profesor, es para usted”.
“Ah, debe de ser el libro que pedí por Internet sobre hebreo antiguo. Viene
de Jerusalén, ¿verdad?”.
Albertina consultó la dirección.
“No tiene nombre en el remitente, profesor. Pero fíjese que los sellos son de
Suiza”.
El historiador lanzó una mirada inquisitiva.
“¿De Suiza?”, se sorprendió, extendiendo el brazo y solicitando el paquete.
“Si llegué ayer de allí...”.
La secretaria se levantó y se lo entregó con una sonrisa maliciosa
coloreando los labios.
“Debe de haber dejado abandonada a alguna admiradora...”.
II
Muy suavemente, un tenue destello violeta iluminaba el horizonte que los
grandes pinos americanos recortaban en Bethesda, como extraños espectros
que se fundían con las tinieblas que desaparecían. La noche estaba a punto de
ser sustituida por el sol, pero Walter Halderman todavía no se había acostado.
Había pasado las últimas ocho horas en el ordenador escribiendo y releyendo
el informe que tenía que enviar esa misma mañana a la Casa Blanca,
convencido de que apreciarían su esfuerzo y le dejaría en muy buena posición
en la Agencia para cuando le llegase la oportunidad.
El teléfono sonó.
No era hora de hacer llamadas, pero Halderman no pareció sorprenderse,
como si supiese quién le llamaba. Miró hacia la pantalla, vio el número,
apretó la tecla verde y atendió.
“Aquí Halderman”.
“Buenas noches, sir”, se identificó la voz al otro lado de la línea. “Perdone
por llamar a esta hora, pero tengo una llamada urgente de nuestro hombre en
la embajada en Berna. Insiste en que tiene que hablar con usted ahora.
¿Puedo pasarle la llamada?”.
“Pase”.
Se oyó un clic en la línea y apareció otra voz.
“¿Hola?”.
“Aquí Halderman, director adjunto de la Dirección de Ciencia y Tecnología
de la CIA. Me han dicho que necesita hablar conmigo urgentemente”.
“Sí, correcto. Soy Paul Zelazny, del Departamento de Informaciones de la
embajada de Suiza. Me acaba de llamar la policía de Suiza con una noticia
desagradable. Lamento informarle, pero hace cerca de una hora que su
director, Frank Bellamy, ha sido encontrado muerto en circunstancias...
¿cómo decirle?, extrañas”.
“¿Ha muerto Frank Bellamy?”.
“Yes, sir”.
Halderman cerró el puño, como si celebrase la noticia, pero mantuvo un
tono impasible.
“¿Cómo?”.
El interlocutor del otro lado de la línea respiró hondo, parecía que para
ganar fuerza.
“Su cadáver fue descubierto en un detector de partículas gigante del CERN.
Parece que murió asfixiado. La policía suiza está tratando el caso como si se
tratase de un homicidio”.
“¿De verdad? ¿Qué es lo que les lleva a pensar eso?”.
“Bien... me comunicaron que Frank Bellamy dejó una nota identificando al
hombre que lo mató”.
“¿Qué? ¿Quién es?”.
“La policía suiza está intentado identificar al sospechoso. Pero ya me dieron
el nombre y dentro de poco me envían una copia de la nota dejada por Frank
Bellamy. El asesino es un tal Thomas Norona. ¿Le resulta familiar?”.
“¿Thomas? ¿No será Tomás?”.
“O eso”.
“Sé quién es. ¿La policía ya le ha cogido?”.
“Están en ello”.
Halderman miró el reloj; ya eran casi las seis de la mañana.
“Oiga, señor...”.
“Zelazny. Paul Zelazny”.
“Oiga, Paul. Cuando reciba la nota dejada por Bellamy envíela para Langley
con carácter urgente, ¿de acuerdo? Quiero verla en mi gabinete en cuanto
llegue, porque quiero tratar el asunto personalmente. Gracias por llamar. Que
tenga un buen día”.
Sin esperar a que su interlocutor se despidiese, colgó. Levantó los ojos hacia
la ventana y admiró el destello de la mañana naciendo, una sonrisa de
satisfacción dibujada en los labios mientras la mente contemplaba las
magníficas perspectivas que se abrían delante de él.
Frank Bellamy estaba finalmente fuera de su camino.
III
Urgente. Con sorpresa, Tomás se concentró con curiosidad en el paquete
enviado por correo urgente, que le acababan de entregar. Lo cogió y se quedó
un largo rato mirándolo, intrigado. ¿Quién diablos se lo habría enviado de
Suiza? Lo primero que hizo fue verificar los sellos; no había duda, eran
realmente de la Confederación Helvética. Estudió las marcas sobre los sellos
y constató que habían mandado el paquete con fecha de la víspera en una
oficina de correos de Ginebra.
“Qué coincidencia...”.
Le sorprendió la casualidad, ya que el día anterior había estado en la ciudad
suiza. ¿Por qué no le habían entregado personalmente el paquete? Tal vez no
sabían que él estaba allí y todo no fuese más que una coincidencia; era la
única explicación razonable que se le ocurría. Pasada la sorpresa inicial,
decidió que el caso no merecía demasiada atención. Aunque estaba
acostumbrado a sospechar de las coincidencias, tenía consciencia de que a
veces existían, por lo que era mejor olvidarlo y ver lo que era.
Lo rasgó por los bordes y retiró el contenido del interior. A primera vista
parecía un disco espeso, pero como venía envuelto en papel celofán no se
percibía con exactitud de lo que se trataba. Por eso tuvo que desempaquetarlo
hasta por fin poder ver el objeto que le habían enviado.
“¡Vaya!”.
Se trataba de un artefacto de cobre con la forma de un yoyó gigante y
bordes de cuero, suficientemente grande para llenar la palma de la mano. Una
de las caras tenía esculpido un dibujo geométrico con dos círculos exteriores
cubiertos de caracteres hebreos y latinos y en el medio una estrella de David
protuberante con las líneas bañadas en oro.
La interjección de Tomás atrajo la atención de la secretaria. “¿Qué es,
profesor? ¿Pasa algo?”.
El historiador analizó el objeto y el diseño que contenía y después se volvió
en dirección a Albertina.
“Me mandaron un pentáculo, mire”.
“¿Qué es eso?”.
“Un pentáculo es un amuleto usado en invocaciones mágicas”. Pasó el dedo
por la geometría de la pieza. “Este es, en realidad, el gran pentáculo”. Apuntó
hacia los caracteres תחפמ המלש inscritos en lo alto del círculo exterior del
dibujo. “¿Ve esto? Es hebreo. Quiere decir Mafteah Shelomoh. Sospecho que
su hebreo no es mejor que su latín...”.
La secretaria se rio.
“Sospecha muy bien”.
“Pues Mafteah Shelomoh es el título en hebreo de la Clavis Salomonis, un
manual de magia generalmente atribuido al rey Salomón”. Bajó la voz, como
si estuviese compartiendo una confidencia. “Es lo que dice la leyenda, claro.
En realidad la Clavis Salomonis es un producto del Renacimiento italiano de
los siglos XIV y XV. Se cree que inspiró otros manuales de magia famosos,
como el Lemegeton y la Clavicula Solomonis Regis”.
La expresión de Albertina era de desconcierto.
“Ah, muy bien”, dijo, evidentemente sin entender nada. “¿Y por qué razón
le mandan esto?”.
Tomás investigó en el paquete desenvuelto, buscando alguna referencia al
remitente o cualquier carta o postal o mera nota manuscrita que le diese una
indicación, por mínima que fuese, sobre el origen y el motivo del envío, pero
no encontró nada.
“No sé”, se rindió. Volvió a analizar los sellos del paquete y el sello de
Ginebra e hizo un esfuerzo para entender quién había podido remitir el
pentáculo en esa ciudad. Al pensar en ello una idea le vino a la mente. “O
quizás... sí lo sé. ¡Solo ha podido ser monsieur Perrin! ¿Quién más me
enviaría una cosa de estas?”.
“¿Es algún amigo suyo?”.
“Monsieur Perrin es el comerciante de antigüedades a quien compré la
Tabula Smaragdina, de Hermes Trismegisto”.
“¿Y por qué le enviaría ese... ese amuleto?”.
El historiador cogió el pentáculo, como si al sentir el peso lo midiese.
“No tengo la menor idea”, respondió mientras lo pasaba de una mano a otra.
Tal vez me quiera convencer para que lo compre. Esta gente suele adoptar
este tipo de técnicas de marketing, ¿lo sabía?”.
“¡Ah!, ¿Quiere decir que eso es una copia?”.
Era una buena pregunta, se dio cuenta Tomás. Paró de lanzar el pentáculo
de una mano a otra y lo estudió mejor. Sintió la textura, lo olió y pasó los
dedos por la superficie del cobre y por el borde de cuero. Bien vistas las
cosas, parecía auténtico. Si se trataba de una copia, concluyó con ojo de
especialista habituado a realizar peritaje de artefactos antiguos, era realmente
muy buena. Incluso excepcional.
“Tal vez, no estoy seguro”. Se quedó por un momento parado,
reflexionando sobre el caso, pensando que no tenía sentido que el
comerciante le hubiese enviado un original así, sin más ni menos, sin
informaciones ni cualquier garantía de que lo fuese a comprar; únicamente
podía ser una copia, tenía que ser una copia. Con un gesto súbitamente
resuelto, guardó el objeto en el bolsillo de los pantalones. “Después lo veo.
Voy a llevarlo para enseñárselo a los tipos del laboratorio y quiero ver lo que
me dicen. Tal vez me hagan un análisis de carbono catorce, quién sabe”.
“Una vez que estuvo ayer en Ginebra con ese comerciante, ¿por qué razón
no le mostró el amuleto en ese momento? ¿Por qué lo ha enviado por correo
sin explicarle nada?”.
“No sé, no sé, como le dije puede formar parte de la técnica de venta, yo
qué sé...”.
Eran demasiadas preguntas para las cuales no tenía respuesta, por lo que
decidió archivar el asunto en un rincón de la mente; si el comerciante de
antigüedades le había remitido el pentáculo sin dar explicaciones, tendría sus
motivos. En el momento oportuno trataría el asunto, pero no en ese momento.
Tenía mucho que hacer y no tenía sentido concentrarse en una cosa que le
parecía irrelevante.
Encaró el monitor y se concentró en el correo electrónico. Leyó los e-mails
que le esperaban en su bandeja de entrada y respondió a todos. Después se
conectó con su página en la web interna de la Fundación Gulbenkian, se
dirigió a la función Informes de Compra y entró. “Adquisición de la Tabula
Smaragdina”. Comenzó a rellenar el informe con todos los datos solicitados
en el formulario.
“¿Profesor Noronha?”.
Consultaba a menudo sus anotaciones y, siempre que necesario, recurría a la
memoria para reconstruir la negociación que había tenido lugar en el
establecimiento de monsieur Perrin, al lado del lago Leman. Se acordó de la
propuesta inicial, de la contrapropuesta del anticuario, del teatro que hizo
protestando porque su interlocutor “pedía lo imposible”, de la...
“¿Profesor Noronha?”.
La imagen de la negociación en Ginebra se esfumó en ese instante y los ojos
aturdidos de Tomás se fijaron en Albertina.
“¡Ah!”.
La secretaria estaba sentada en su sitio y tenía en la mano el auricular del
teléfono fijo del gabinete.
“Una llamada para usted”, anunció. “Es la doctora María Flor que llama
desde Coimbra”.
Al ver el teléfono, varias ideas vinieron casi a la vez a la mente de Tomás.
La primera fue el recuerdo del teléfono sonando; era como si hubiese
escuchado el sonido pero no lo hubiera registrado; entonces la llamada le
entró en la consciencia. Le daba la sensación de ser una especie de eco
psicológico, parecía que el sonido se había quedado en lista de espera en
algún lado de su cabeza esperando su vez para entrar. La segunda fue que aún
en la víspera, después de desembarcar en Lisboa, había hablado con María
Flor por teléfono; se sentía cansado de una vida en la que saltaba
constantemente de mujer en mujer y necesitaba asentarse, pero no quería
avanzar demasiado deprisa con ella, no era ese el tipo de relación que
buscaba. Y la tercera idea, quizás idiota pero sin duda práctica, fue que tenía
su móvil apagado por falta de batería y que tenía que cargarlo en cuanto
pudiese; por eso ella solo había podido contactarle a través del teléfono fijo.
Fue una serie de pensamientos en una fracción de segundo, hasta salir de su
letargo y hacer una señal a la secretaria.
“Páseme la llamada”.
“Ahí va”.
Albertina apretó un botón del aparato y transfirió la llamada a la mesa de
Tomás. Antes de atender, él se levantó y cerró la puerta; las conversaciones
con María Flor eran personales y no quería que la secretaria las escuchase.
Después regresó a su sitio, delante del ordenador, y cogió finalmente el
auricular de su teléfono.
“Hola, Flor”, la saludó con voz cariñosa. “No me digas que estás deseosa de
ver el regalo que te traje de...”.
“Tomás”, cortó ella, con la voz cargada de tensión e incómoda. “Siéntate y
escucha con calma. Tengo que darte una mala noticia”.
Al oír estas palabras, al historiador se le paró la respiración. Sabía que un
anuncio de estos era un aviso para prepararse para algo muy grave. En
aquellas circunstancias, intuyó, solo podía tratarse de su madre. Estaba
viviendo hacía unos años en la residencia que María Flor dirigía en Coimbra
y el tono de voz de la directora no auguraba nada bueno.
“¿Mi madre?”, preguntó Tomás después de una pausa, casi ávido. ¿Ha
ocurrido algo?”.
“Me temo que sí”.
En el fondo esperaba que ella le tranquilizase, que le dijese que la llamada
no tenía nada que ver con su madre. Sintió la respuesta como una bofetada.
“¿Qué ha sido?”, quiso saber, mientras el estómago le dolía de ansiedad.
“¿Qué le ha pasado?”.
Hubo un corto silencio al otro lado de la línea, como si María Flor buscase
las palabras adecuadas para decir lo que le tenía que decir.
“Tu madre sufrió un ataque cardíaco”, le anunció en el tono más cariñoso
posible. “Ven deprisa. Deprisa, ¿me oyes?”.
La noticia dejó a Tomás estupefacto, sin reacción, los ojos vidriosos, la boca
entreabierta. Ya había perdido a su padre y sabía que un día perdería a su
madre, pero esperaba que faltase tiempo, que los días no pasasen tan rápido,
que lo inevitable fuese infinitamente aplazado, que la orfandad no le dejase
tan solo tan deprisa.
“Se...”, balbuceó Tomás, intentando decir la palabra terrible pero evitando
pronunciarla. Solo la idea de la muerte constituía una puñalada clavada en el
corazón. “Se...”.
Oyó un suspiro resignado al otro lado.
“Está en coma y le queda poco tiempo”.
IV
No estaba bien el nudo de la corbata, se dio cuenta al verse en el espejo. Lo
deshizo y lo volvió a hacer, esta vez equilibrándolo para coger mejor la parte
espesa del tejido de seda. El espejo le confirmó que por fin el nudo quedaría
perfecto, gordo y con un pliegue en medio. Miró el reloj y constató que ya
eran las siete de la mañana.
Había llegado la hora.
Cogió el móvil y buscó el nombre del director del Servicio Clandestino
Nacional de la CIA. Identificó el número de Harry Fuchs, apretó la tecla y el
móvil comenzó a llamar.
“Halderman, you sonnavabitch!”, atendió la voz del otro lado. “¿Qué
quieres?”.
“Bellamy ha muerto”.
“Ya lo sé. Una buena noticia, ¿eh? La agencia no necesitaba reliquias como
aquellas”.
“Los suizos están tratando el caso como un homicidio y eso puede
complicar las cosas. ¿Crees que hay cabos sueltos?”.
La respuesta al otro lado tardó, como si su interlocutor estuviese eligiendo
con juicio las palabras. Cuando por fin fue dada, el tono de Fuchs era de gran
cautela.
“¿Estás insinuando que fue mi servicio quien se deshizo del viejo?”,
preguntó en un tono sibilino. “Es que yo, por mi parte, ya me he puesto a
reflexionar con mis botones sobre quién ganaba más al deshacerse del
abuelito. ¿Y adivina en quién pensé en primer lugar?” La voz se endureció en
ese instante. “En ti, motherfucker!”.
“¡No eches la mierda encima de mí!”, rugió Halderman. “¡No te atrevas!”.
“La mierda tiene que caer encima de alguien, amigo mío”, avisó el director
del Servicio Clandestino Nacional. “Porque alguien lo mató y yo ya traté el
asunto para que nadie me incrimine”.
“Yo también tengo mis coartadas preparadas, por lo que ten cuidado con lo
que dices, ¿me oyes?”.
Se hizo una corta interrupción en la conversación, con ambos a los lados
midiendo la posición del otro.
“Oye, la nota dejada por el viejo puede ser la solución para el problema”,
sugirió Fuchs, conciliador. “¿Ya la has visto?”.
“Está en mi despacho esperándome, cortesía de nuestra embajada de Berna.
¿Por qué, qué idea tienes?”.
“Esa nota menciona un nombre, ¿verdad? Ha sido una suerte tremenda.
Tenemos que ir con fuerza detrás de ese tipo. ¿Sabes quién es?”.
“Es un historiador y criptoanalista portugués que, aunque contrariado, ya
trabajó dos veces para nosotros. Una con Irán, otra con Al-Qaeda. Un tipo
astuto, tenemos que tener cuidado con él”.
“¿Cuidado con él? ¿Bromeas conmigo o qué? Desde cuando un
motherfucker cualquiera mete miedo al director de Servicios Clandestinos
Nacionales de la CIA? No, ese fulano está en una situación difícil”.
“No te olvides de que él fue decisivo aquella vez que neutralizamos a Al-
Qaeda, ¿te acuerdas?”.
“¿Al-Qaeda? No, no me digas que fue el portugués que... que...”.
“Ese mismo. Por razones de seguridad nacional, el caso fue entonces
catalogado como top secret y no llegó a los periódicos. Pero yo le vi en
acción y te digo, querido amigo, que es un tipo muy lúcido. No debemos
subestimarle”.
“Hmm.. me pregunto por qué su nombre aparece en la nota dejada por el
anciano”.
“Yo también. Estoy harto de dar vueltas a la cabeza, pero no encuentro
respuesta. Frank lo trataba mal, es verdad, pero sé que apreciaba al tipo. Lo
que le llevó a nombrarle en el papel antes de morir es un misterio”.
Fuchs hizo una pausa mientras meditaba sobre la situación. Cuando volvió a
hablar, el tono de voz se transformó en afirmativo.
“Oye, mándame ese papel en cuanto lo recibas de Berna”, dijo. “Voy a
iniciar un proceso de acción clandestina y lo necesito como justificación”.
“De acuerdo”.
“Y no te preocupes más con el caso, ¿entendiste? Misterio o no, voy a hacer
las cosas de modo que la mierda no nos salpique, quédate tranquilo”.
Los dos hombres colgaron sin despedirse. Halderman volvió a levantar los
ojos hacia el paisaje de Bethesda con el sol naciente y admiró la forma en la
que en pocos minutos la luz límpida de la mañana había substituido a la
noche. Después se puso el abrigo azul oscuro, cogió la carpeta y camino de la
puerta volvió a parar delante del espejo. Se había pasado la vida entera
lamiendo botas y humillándose para agradar a las personas en el poder, con la
convicción de que, dentro de la organización, y sobre todo en una pública, no
asciende quien es recto y competente, sino quien sabe qué botas tiene que
abrillantar y cómo conspirar e intrigar para alejar a los que se le atraviesan en
el camino. Con Bellamy apartado del mapa, le faltaba un último paso para
llegar a jefe de la Dirección de Ciencias y Tecnología. Si jugase las cartas
apropiadas y si Fuchs hiciese lo que tenía que hacer, los últimos obstáculos
serían removidos y el lugar del difunto director sería suyo. Suyo y
únicamente suyo. Arregló su pelo despeinado y se dirigió a la puerta para
salir de casa, con una sonrisa en los labios.
Todo iba bien, el profesor portugués iba a cargar con las culpas.
V
Dando vuelta a la llave y todavía obsesionado por la noticia, Tomás puso el
motor del Volkswagen a funcionar. El conductor pisó el embrague, metió la
primera, aceleró y el coche arrancó con un rugido impaciente. Salió del
parque de la Fundación Gulbenkian para meterse por las calles de Lisboa
hasta llegar a la autopista en dirección al norte.
El principio del viaje fue todo lo que Tomás registró de las dos horas de
camino hasta Coimbra. De forma sucesiva pasó por su mente la conversación
telefónica con María Flor, intentando interpretar el tono de las frases que ella
había pronunciado y lo que se escondía en las entrelíneas para saber si había
esperanza, y después se centró en las palabras fatídicas, aquellas que le
anunciaron que su madre había tenido un ataque cardíaco, que se encontraba
en coma y que el tiempo apremiaba. ¿En coma? Con la edad que ella tenía,
eso significaba ciertamente que estaba en la antecámara de la muerte. Quizás
a esa hora ya había fallecido y él estaba encerrado en el coche sin saber nada.
No sabía ni podía saber por qué la víspera, demasiado cansado debido al viaje
a Ginebra, ¡se había olvidado de cargar la porquería del móvil!
“¡Estúpido, estúpido, estúpido!”, vociferó en un murmullo, maldiciéndose
mil veces por el imperdonable lapso mientras golpeaba el volante a cada
palabra. “¿Cómo me pude olvidar de cargar el móvil? ¿Por qué razón me pasa
el día que más lo necesito?”.
Esa era la realidad. Necesitaba hablar con María Flor, saber cuál era el
estado de su madre, conocer las circunstancias en las que había pasado todo,
oír lo que los médicos tenían que decir y cuál era el pronóstico clínico,
susurrar por el teléfono palabras a su madre moribunda y despedirse de ella
aunque no le consiguiese oír. El olvido de la víspera hacía que todo eso fuese
imposible. Tendría que soportar el aislamiento y el silencio y la ignorancia y
la angustia, aquella ansiedad terrible que en aquel momento le estaba
destruyendo, hasta llegar a Coimbra. Sabía que necesitaba información, pero
también sentía necesidad de desahogarse y sabía que la voz amiga de María
Flor al teléfono podría ayudarle anímicamente. Lamentaba no haberse
quedado más tiempo al teléfono con su amiga, para poder saber más cosas y
obtener algo de desahogo en aquel momento difícil, pero las prisas por salir
hacia Coimbra para ver a su madre se sobrepusieron a todo.
Sacudió la cabeza, como si quisiese expulsar los pensamientos que le
oscurecían el alma.
“Tengo que pensar en otra cosa”, rumió en un murmuro sordo. “¡Esto se
está volviendo obsesivo!”.
Hizo un esfuerzo para concentrarse en otro asunto. ¿Pero cuál? El
pentáculo, se respondió así mismo. Se esforzó en pesar en el paquete que
había recibido esa mañana de Ginebra e intentó imaginar lo que tendría en
mente el comerciante de antigüedades cuando se lo envió. El hombre realizó
una jugada arriesgada, a fin de cuentas nada le garantizaba que la fundación
quisiera adquirir tal artefacto. Además, si Tomás fuese deshonesto, hasta
podría quedarse con el gran pentáculo. El paquete no venía ni registrado ni
con aviso de recepción, por lo que ningún documento probaba que realmente
lo había recibido.
¿Sería genuino? El artefacto parecía realmente verdadero, consideró, pero
una cosa de esas no tenía lógica. ¿Por qué motivo el anticuario le remitiría
una antigüedad de aquellas sin decirle una sola palabra? Seguro que estaba
delante de una copia. El laboratorio de la Fundación Gulbenkian lo iba
probablemente a confirmar cuando pasase por allí para analizar el objeto. Lo
que ocurriría, claro, a su regreso de Coimbra donde su madre..., su madre...
“Está en coma y le resta poco tiempo”.
Las últimas palabras pronunciadas por María Flor al teléfono volvían a
resonarle en la mente. Está en coma. O estaba, a la hora que recibió la
llamada. ¿Quién sabría lo que ocurrió mientras? ¿No le dijo que le quedaba
poco tiempo? ¿Cuánto de poco? ¿Minutos, horas, días? Será que, con aquella
edad y después de un ataque cardíaco, ¿estaría todavía en coma? ¿Y si la
situación mientras había evolucionado? Y si, después de aquella llamada, y
mientras viajaba, su madre hubiese... hubiese...
“¡Ah, ya estoy otra vez!”, gritó de repente en el coche, furioso e impotente,
golpeando de nuevo sucesivamente con la palma de la mano el volante. “No
me sale de la cabeza...”.
Por más que se esforzase e intentase pensar en otras cosas, regresaba
siempre al gran problema, como si en su cabeza un disco rayado rodase en
loop. Su madre había sufrido un ataque cardíaco, estaba en coma y le
quedaba poco tiempo. Por poco tiempo se entendía que la muerte era
inminente. Hiciese lo que hiciese, pensase en lo que pensase, nada podía
alterar esa dura e inevitable realidad. Su madre estaba a las puertas de la
muerte y en breve él se quedaría huérfano. Sabía que la vida era lo que era,
un mero soplo en la eternidad, el instante fugaz del batir de las alas de una
mariposa, una chispa de luz que se encendía y apagaba en las tinieblas, una
victoria que termina siempre en derrota, un camino que por más curvas que
haga conduce inevitablemente al abismo, una sonrisa que se desvanece en
lágrimas.
Pero tenía esperanza, ¡cuánta tenía!, de que ella se quedase un poco más de
tiempo con él, solamente un poquito más...
La torre del campanario.
La imagen de la urbe, coronada allí en lo alto por la torre de la campana de
la vieja universidad, irrumpió en ese momento en su consciencia y los ojos se
le llenaron con el encanto de la ciudad que era su destino.
Había llegado a Coimbra.
Trepó las escaleras a paso acelerado y con la misma prisa recorrió el pasillo
de la enfermería y zigzagueó entre las camillas, la respiración ya jadeante,
inhalando el olor aséptico de mercurocromo y alcohol etílico que acechaba en
el aire, pero determinado en llegar lo antes posible a la habitación y saber el
estado en el que se encontraba su madre. Los números de las habitaciones
estaban señalados en las puertas, por eso se dio cuenta de que ya estaba cerca.
“¡Catorce... quince... dieciséis!”, murmuró, jadeante, mientras enumeraba
las habitaciones hasta llegar. “Es aquí”.
Entró impulsivo en el pequeño compartimento y a la primera persona que
vio fue a María Flor. Se encontraba sentada a los pies de una cama, bonita y
serena, los ojos grandes de chocolate, el pelo castaño dibujando un halo de
luz que le daba un toque dorado en las puntas. Le pareció un ángel iluminado
por una aureola, pero se trataba simplemente del efecto de la fuerte claridad
que entraba por la ventana.
“¡Tomás!”, exclamó, el rostro se abrió con una sonrisa aliviada.
“¡Finalmente!”.
El recién llegado avanzó junto a la cama, la mirada ansiosa buscando a la
persona que estaba allí tumbada. Se encontró con el rostro familiar de su
madre, que tenía una expresión inesperada.
Sonreía.
“¡Hola, hijo mío. Benditos los ojos que te ven!”.
Con la atención puesta en ella, Tomás abría y cerraba la boca sin emitir
ningún sonido, abismado. Parecía un pez en una pecera. Quería hablar pero
no sabía cómo; lo cierto es que no sabía lo que pensar. Esperaba encontrarla
mal, probablemente inanimada, tal vez ya muerta.
Y ella le sonreía.
“¡Madre!”, acabó por decir. “¿Estás bien?”.
“Claro que lo estoy”, respondió con gran jovialidad.
“¡Pero bueno! ¿Qué buena cara tienes?”.
La mirada estupefacta del hijo pasó de la madre a María Flor y de vuelta a
su madre, queriendo entender la situación sin comprender nada más. Se había
preparado para todo menos para eso.
“Mamá, no has tenido... no has tenido, en fin, un...”. Dudó, evitando
mencionar las palabras exactas, como si pronunciar la expresión ataque
cardíaco le estuviese prohibido. “Un... ¿problema?”.
Doña Gracia hizo un gesto, acompañado de una seña vaga con la mano.
“Oh, fue una cosa sin importancia”, respondió ella. “La doctora María Flor
se quedó preocupada, pero, para ser francos, todo esto no ha pasado de un
dramatismo sin sentido. Crean un gran revuelo a causa de una tontería. Basta
con que alguien tenga ningún problema, un achaque de nada, y... parece que
es el fin del mundo, y nos traen precipitadamente al hospital”, resopló.
“¡Válgame Dios! ¡Esto ha sido una gran exageración!”. Levantó el índice
derecho para subrayar la sentencia. “Una exageración, te lo digo yo”.
Exageración parecía realmente la palabra adecuada. ¿De qué otra forma se
podía explicar que en un momento diesen a entender a Tomás que su madre
estaba a las puertas de la muerte, cuando dos horas después la veía y ella
parecía estar bien y con aire sano?”.
Lanzó una mirada levemente crítica en dirección a María Flor, una
expresión de quien la riñe por haberle pegado un susto por una tontería.
Pero la directora de la residencia no se descompuso. Se levantó de la silla e
hizo una señal a Tomás.
“Ven conmigo, por favor”.
Cerraron la puerta de la habitación, para que Doña Gracia no les oyese y
miraron alrededor buscando un lugar tranquilo. El pasillo no era un sitio
discreto para mantener una conversación, el espacio estaba lleno de camillas
con pacientes sin sitio en las enfermerías, pero encontraron un rincón donde
podrían hablar tranquilos.
“Tu madre tuvo un colapso por la mañana y perdió la consciencia”,
comenzó explicando María Flor. “Mientras mi personal intentaba reanimarla
con el desfibrilador, llamé a la ambulancia y el paramédico le diagnosticó un
ataque cardíaco. La trajo inmediatamente al hospital y el cardiólogo de
servicio la llevó directamente a la sala de reanimación. Estuvieron allí unos
quince minutos largos. Mientras esperaba, llamé varias veces a tu móvil, pero
estaba apagado”.
“Perdona, me olvidé de cargarlo...”.
“En cierto momento el cardiólogo salió y vino a hablar conmigo”, añadió,
ignorando la justificación. “El doctor Colaço confirmó que tu madre sufrió un
ataque cardíaco y dijo que intentó reanimarla sin éxito. Como debes
imaginar, cuando me lo contó me quedé lívida. El doctor me explicó que, en
la práctica, ella realmente había muerto, aunque técnicamente todavía no
pudiese decretar el óbito, lo que haría poco después. Según él, el corazón se
había parado y el electroenfacelograma registraba hacía varios minutos
actividad cerebral cero. En ese momento una enfermera apareció en la puerta
gritando: “¡Doctor Colaço, venga aquí!, ¡deprisa, deprisa!”. El médico
regresó a la sala de reanimación y, cuando me quedé sola, comprendí que
tenía que hablar contigo como fuera. Recordé que debías estar en la
Gulbenkian y llamé al número de la fundación. Te iba a anunciar que tu
madre había muerto, pero no tuve coraje. Además, los gritos de la enfermera
me mostraban que tal vez hubiese esperanza, y fue por eso que opté por
decirte que estaba en coma”.
Tomás señaló la puerta del cuarto dieciséis.
“Parece evidente que no murió...”.
“Sí, pero no te olvides de que, en la práctica, tu madre murió y resucitó”,
avisó María Flor, preocupada en subrayar ese punto. “Es importante que
tengas eso en cuenta cuando hables con ella, ¿entiendes? Si no, nada va a
tener sentido”.
“¿Me estás diciendo que le afectó al cerebro?”.
“No, al contrario. Me parece mucho más lúcida que en la mayor parte del
tiempo que pasa en la residencia. Da la impresión de que su capacidad de
razonamiento mejoró, si algo así es posible. Para una persona que tiene
Alzheimer desde hace algunos años, incluso diría que tu madre está
excelente”.
“¡Eso... eso es magnífico!”.
“Sí, pero acuérdate de que ella murió y resucitó. No te olvides de eso,
¿oíste?”.
El historiador esbozó un gesto de incomprensión.
“¿De qué estás hablando?”, quiso saber. “Si ella se muestra más lúcida que
lo normal, si el raciocinio mejoró y su estado mental parece excelente, ¿cuál
es exactamente el problema?”.
María Flor respiró hondo y dio media vuelta, reencaminándose hacia la
habitación dieciséis.
“Cuando hables con ella lo entenderás...”.
Doña Gracia permanecía tumbada con la manta por el pecho. Continuaba
sonriente y mostraba un aire incluso beatífico que desconcertaba. Parecía en
paz consigo misma.
“¿Bueno, hijo, por dónde has andado?”, quiso saber con una voz lánguida.
“¿Continúas viajando por el mundo?”.
“Sí, ayer llegué de viaje”.
“No me digas que fuiste a uno de esos países mahometanos, de aquellos
donde explotan bombas todo el tiempo y pasan la vida cortando la cabeza de
las personas”, le reprendió en un tono preocupado. “¿Cuándo tendrás
cuidado, hijo? Tu padre me mandó velar por ti, pero mira que a mi edad hay
muchas cosas de las que no te puedo proteger. A fin de cuentas estoy mayor y
débil y me faltan fuerzas para ayudarte...”.
“Sí, no te preocupes conmigo”, respondió Tomás, intentando cambiar el
tema de la conversación. Acarició su mano; estaba sorprendentemente
caliente y suave. “Y tú mamá, ¿cómo te sientes?”.
La sonrisa beatífica regresó al rostro de Doña Gracia.
“De maravilla”, afirmó. “Para ser sincera, hacía mucho tiempo que no me
sentía tan bien”.
“¿De verdad?”, se animó el hijo. ¿Y por qué? Le guiñó el ojo, con una
expresión cómplice. No me digas que has estado comiendo chocolate a
escondidas...”.
La madre se rio.
“¡Qué chocolate ni qué ocho cuartos! Me siento bien porque estuve con tu
padre, claro. No le veía hacía mucho tiempo y le echaba mucho de menos. Si
quieres que te diga, le encontré muy bien”.
“¿Ah, sí? ¿Estuviste viendo los viejos álbumes de fotografía?”.
Nueva carcajada de Doña Gracia.
“¿Qué álbumes? Estuve con él, hijo mío. Intercambiamos algunas palabras
y todo”. Suspiró. “Fue una pena que fuese tan poco tiempo...”.
“Claro, los sueños buenos son siempre breves, ¿verdad? Queremos que se
prolonguen, que duren para siempre, pero acaban enseguida”. Hizo un crujido
con la lengua. “Es una pena”.
“Pero bueno, ¡si no fue ningún sueño!”, protestó, impacientándose con la
lentitud de razonamiento del hijo. “Ya te he dicho que estuve realmente con
tu padre. ¿No me crees?”.
Tomás le acarició la mano; el Alzheimer tenía aquellas cosas.
“Oye, mamá, papá ya no está con nosotros”, le explicó con dulzura. “Murió
hace unos años, ¿no te acuerdas?”.
“Lo sé, hijo, lo sé”, asintió la madre. “Recuerdo perfectamente haber ido al
funeral. Pero te estoy diciendo que he estado ahora con él”.
“¿Ahora? ¿Cuándo?”.
“Esta mañana. Hace dos horas”.
La mirada de Tomás se desvió hacia María Flor, que permanecía sentada en
la silla a los pies de la cama, como intentando que le explicase aquella
conversación. La directora de la residencia, sin embargo, se limitó a devolver
la mirada y a encogerse de hombros, indicando que ya le había avisado.
“Fue maravilloso”, murmuró Doña Gracia, un brillo soñador destellándole
en los ojos, tan verdes como los de su hijo. “Me morí y estuve con tu padre.
Fue maravilloso”.
VI
“Organizado y listo; esto es todo lo que tenemos, sir”.
Después de llamar a la puerta y pedir permiso para entrar, la secretaria había
atravesado el gabinete y posado sobre la mesa una carpeta gris rellena de
informes y fotografías, la portada indicaba el nombre de Tomás Noronha y el
sello top secret estampado en rojo por debajo del logotipo de la CIA.
“¿Es el documento de la Dirección de Ciencia y Tecnología?”, quiso saber
el jefe. “¿Halderman ya lo ha enviado?”.
La secretaria abrió la carpeta que había depositado en la mesa y mostró la
hoja que le habían pedido.
“Está aquí, sir”.
La mirada de Harry Fuchs se posó en la hoja.
“¿Así que esta es la pista que el viejo dejó?”, sonrió con maldad. “Una señal
con la que crucifica y responsabiliza a ese Thomas Norona.”. Movió la
cabeza afirmativamente, satisfecho con lo que veía. “Muy conveniente, sí
señor”.
“¿Es todo, sir?”.
El director cogió la carpeta que la secretaria le había traído y contempló lo
que estaba por debajo de la hoja remitida por la Dirección de Ciencia y
Tecnología. El primer documento que vio fue una fotografía del historiador
portugués en primer plano sonriendo a la cámara.
“Una cosa más, Tish”, dijo, atento a la fotografía. “Pásame
a nuestro hombre en la embajada en Lisboa. Es urgente”.
“Yes, sir”.
La secretaria salió del despacho y cerró la puerta. El director del Servicio
Clandestino Nacional hojeó los documentos guardados en la carpeta y se
detuvo en un informe sobre el caso de Irán. Después consultó el dossier que
tenía al lado, con el nombre de Frank Bellamy y analizó la lista de las
tecnologías que la Dirección de Ciencia y Tecnología había puesto a
disposición de los operativos del Servicio Clandestino Nacional en los
últimos años. Detuvo su atención en un descubrimiento que el director ahora
asesinado siempre recusó entregar a sus colegas de la CIA. Se llamaba
Quantum Eye, Ojo Cuántico y era un proyecto que el anciano nunca había
compartido con nadie.
“Tus secretitos acabaron, motherfucker”, murmuró
Fochs, contemplando la lista que mencionaba el Ojo Cuántico. “Ahora que la
palmaste, ese material va a pasar para mí”.
El teléfono sonó.
“Tengo en línea a nuestro hombre en Lisboa, sir”, anunció la secretaria. “Se
llama Jim Krongard”.
La línea hizo clic y la llamada fue transferida para la conexión con la
embajada americana en Lisboa.
“Mister Krongard”, dijo Fuchs como saludo mientras cerraba el dossier de
Bellamy. “Tenemos entre manos un problema de canalización y necesito que
me lo resuelva. Espero que sea un buen fontanero”.
“Precisamente estoy aquí para eso, sir. ¿Cuáles son los elementos?”.
“El blanco se llama Thomas Norona y asesinó en Ginebra al responsable de
nuestra Dirección de Ciencia y Tecnología. Algo muy grave, como ve.
Tenemos la información de que el cocksucker ya está de vuelta en Portugal.
Cójalo”.
“¿Cómo quiere que me articule con la policía portuguesa, sir? ¿Les paso
simplemente la información o pido también que acompañen el caso?”.
“No quiero a la policía local envuelta en esto. No quiero a nadie más que a
la Agencia. Tiene que ser una operación en acción”.
Se oyó una duda al otro lado de la línea.
“Pero... pero, sir, nuestra policía en Portugal y en los otros países de la
OTAN ha sido...”.
“¡El motherfucker mató a un director de la CIA!”, gritó Fuchs al teléfono.
“¿Cree que debemos ser delicados en un caso de estos? ¡Me parece que no!
El shithead va a pagar el precio por el crimen que cometió, ¿entendió?
¡Localícelo y deténgalo!”.
“¿Y después qué hago? ¿Lo mando para ahí? Si fuera así necesito que
autorice un avión de transporte a despegar de...”.
“Voy a autorizar el avión, tranquilo”, le interrumpió de nuevo el irascible
director del Servicio Clandestino Nacional. “Le mandaré también un informe
sobre el asunto y una orden confidencial para detenerlo. Pero eso no será más
que papeleo para cubrir nuestro rastro. No quiero que el hombre llegue aquí,
si es que me hago entender”.
La voz del otro lado de la línea volvió a vacilar, dudando del sentido
específico de esta última instrucción.
“Uh, no sé muy bien, en realidad. ¿Puede especificar más, sir?”.
La lengua de Harry Fuchs se enredó en un estallido impaciente.
“Oiga usted, ¿nació usted burro o está bromeando conmigo?”, se irritó.
“Detenga al tipo y déjele huir, ¿entendió? El cocksucker mató a uno de los
nuestros y por eso no quiero que venga para aquí y después vaya a la cárcel.
¡Eso sería demasiado bueno para él!”.
Su interlocutor parecía perplejo.
“¿Le dejo huir?”.
El director del Servicio Clandestino Nacional de la CIA desvió los ojos con
enfado y resopló, cansado del razonamiento lento del agente en Lisboa.
“Para que le pueda abatir”, clarificó con un nuevo grito, la cara enrojecida y
la carótida palpitándole en el cuello. “¡Déjelo huir para que pueda abatirlo!
¿Lo tiene claro ahora?”.
Su interlocutor asintió en un tono monótono.
“Clarísimo”.
VII
El aire soñador que bañaba el rostro pálido de Doña Gracia le daba vida a
pesar de las arrugas que lo rasgaban y de los años de desgaste. La paciente
parecía serena, tranquila y en paz, y hablaba despacio, como si saborease
cada palabra y cada idea. Al hablar se la veía más lúcida que en casi todo el
tiempo que el hijo la había visto en los últimos años.
“Todo comenzó en el momento en el que sentí un dolor agudo apretándome
el pecho”, contó ella, posando la mano sobre el corazón para indicar el lugar.
“El dolor era tan fuerte que únicamente me acuerdo de caer al suelo. Cuando
desperté, estaba dentro de una furgoneta. Había cables conectados a mí y un
hombre con gafas y bata blanca me hacía fuerza en el pecho”. Desvió la
mirada hacia María Flor. “La doctora estaba detrás de ese hombre y parecía
muy afligida, pobre. Tenía la mano en la boca mientras me observaba”.
“Ah, entonces recuperaste el sentido dentro de la ambulancia...”.
Acompañando la conversación desde los pies de la cama María Flor movió
la cabeza e intervino.
“No la recuperó”, aclaró. “Yo estaba allí dentro y asistí a todo. Doña Gracia
estaba con los ojos cerrados en el interior de la ambulancia en paro cardíaco.
Lo único que ocurrió fue que el paramédico pasó todo el viaje intentando
reanimarla. Sin éxito, por lo demás. Todas las líneas en el monitor de la
máquina que le medía las pulsaciones salieron en horizontal. Sufrió un paro
cardíaco, sobre ese punto no tengo la menor duda”.
“No tiene sentido”, contestó Tomás. “Si mi madre se acuerda de ver al
paramédico reanimándola es porque recuperó los sentidos y tenía los ojos
abiertos”, argumentó como si fuese una evidencia. “De lo contrario, ¿cómo
explican que le haya visto reanimarla y a ti sentada detrás de él?”.
Como respuesta a esta objeción, la directora de la residencia realizó un
gesto en dirección a la paciente.
“Doña Gracia, cuente el resto”.
La anciana mantenía una expresión angelical diseñada en el rostro. Nadie
diría que había sufrido esa misma mañana un infarto y que la hubiesen dado
por muerta.
“A cierta altura la puerta del coche se abrió y me pusieron en una camilla
con ruedas. Aparecieron nuevas personas de bata blanca que me llevaron
dentro de un edificio, imagino que era el hospital. Vi también más gente con
bata blanca a mi alrededor en un gran alboroto y después me pusieron en una
sala llena de artefactos”.
“La sala de reanimación”, identificó María Flor. “Vuelvo a recordar que la
vi dentro y sin la menor duda, cuando eso ocurrió estaba inanimada”.
Doña Gracia pasó la mano por el pelo, intentando en vano colocárselo.
“Fue cuando salí de mi cuerpo”.
“¿Perdón?”, interrumpió Tomás. “¿Te levantaste?”.
“No, no me levanté. Estaba tumbada en una camilla y tenía otro médico y
dos enfermeras a mi lado. Pero, no sé bien cómo explicar esto, lo que ocurrió
fue... que salí de mi cuerpo”.
“¿Cómo saliste de tu cuerpo?”.
Doña Gracia se encogió de hombros, como si no tuviese explicación y se
limitase a constatar un hecho.
“No sé. Me sentí levitar y salí de mi cuerpo, no sé explicarlo de otra
manera. Me encontré en el techo de la sala observando mi cuerpo tumbado en
la camilla y el médico y las enfermeras en un frenesí a mi alrededor. En cierto
momento el médico se golpeó una rodilla en la esquina de un mueble y gritó
de dolor, pobre. Había un desorden indescriptible, pero en medio de aquella
confusión conseguí oír lo que decían”.
“¿Oíste? ¿Qué oíste exactamente?”.
“Oh, yo que sé”, se rio. “Si quieres que te diga, ni me di cuenta de la
conversación. Ellos usaban aquellos términos clínicos incomprensibles que
los médicos utilizan a veces, ¿sabes?”. Cambió la voz, como si imitase a
alguien. “Entregue el no-sé-cuántos, prepare no-sé-qué, vea lo que el cardio
no-sé-qué está registrando, no está reaccionando a eso... esa conversación.
Después el doctor me apretó el pecho e hizo fuerza varias veces, exactamente
como en las películas”.
“Está bien, ya he entendido”, asintió su hijo. “Por lo tanto, sentías que
estabas asistiendo a todo esto desde el techo. ¿Y después?”.
“Después continué levitando y subiendo cada vez más, hasta que de repente
se quedó todo oscuro y entré en una especie de túnel. Fue cuando vi la luz al
fondo, como si estuviese en el metro”.
“Debías de estar asustada...”.
“Pues no. Me sentía incluso tranquila, me parecía todo muy agradable.
Llegué a pensar: ah, esto es lo que debe de ser morir. Para mi gran sorpresa,
no estaba nada preocupada con esa posibilidad”.
“¿Y qué ocurrió después?”.
“Floté en dirección a la luz, como si ella me arrastrase, hasta que salí del
túnel y me encontré con mis padres y mi hermana Lurdes en un lugar muy
bonito. Me abrazaron y Lurditas me llevó hasta un sitio donde vi pasar mi
vida; era toda la vida pero fue todo muy rápido, no sé cómo es posible
comprimir la vida entera en un instante, pero fue lo que sucedió. Asistí a
cosas que ocurrieron cuando era pequeña, mis ligues de adolescente, el
colegio, mi boda, tu nacimiento, tus juegos en la cama los domingos por la
mañana... Después apareció tu padre y me dijo que volviese hacia atrás, que
regresase a la vida porque todavía no había llegado mi hora. Como me sentía
tan bien le dije que no, quería quedarme allí con él, pero tu padre insistió en
que no podía ser y me explicó que podía ser necesaria para velar por ti,
porque ibas a pasar por un gran peligro en tu próximo viaje. Fue eso lo que
me convenció a regresar. Di media vuelta y en el momento siguiente me
encontré en la camilla de aquella habitación. La enfermera me vio con los
ojos abiertos y corrió hacia la puerta gritando y diciendo: “¡Doctor Colaço,
venga! ¡Deprisa, deprisa!”. La anciana abrió las manos, en un gesto de quien
había acabado lo que tenía que contar. “Y así fue todo lo que pasó”.
Las palabras de Doña Gracia se desvanecieron en un silencio solemne.
Tomás había sostenido la respiración mientras su madre hablaba y digería
todavía lo que acababa de escuchar. Cambió con María Flor una mirada
cargada de perplejidad y esperó un instante más para ver si había algo que no
le habían dicho. Cuando se dio cuenta de que su amiga no tenía nada que
añadir al relato, volvió su atención hacia su madre.
“¿Has contado esa historia al médico?”.
Doña Gracia suspiró.
“Mira, hijo, con sinceridad te digo que casi no se lo cuento. Tuve miedo de
que pensase que estaba totalmente tarada y me pusiese en la zona de los
locos. Pero el pobre apareció en el cuarto cojeando, y cuando le vi en aquel
estado, le aconsejé que pusiese el mueble en otro sitio porque si no iba a
golpearse otra vez con la esquina y hacerse daño de verdad. El doctor se
quedó muy sorprendido cuando le dije eso y preguntó cómo sabía que se
había golpeado la rodilla en la esquina del mueble”.
“La descubrieron”, sonrió María Flor.
“Pues sí, me descubrieron. De modo que le conté que le había visto hacerse
daño en la esquina del mueble. Él respondió que era absolutamente
imposible, que en ese momento yo tenía el corazón parado y los instrumentos
no registraban ninguna actividad en mi cerebro, por eso no podía haber visto
lo que pasó y estaba contando algo que había oído a las enfermeras”. Doña
Gracia frunció el ceño. “Ah, cuando me dijo eso, yo me puse... mira, ¡cómo
me puse, ni imaginas! ¡Loca, loca, loca!”.
“¿Por qué?”, se extrañó el hijo. “Esa historia es absolutamente
increíble. Me parece normal que dudase de lo que le contabas...”.
“¡El doctor me estaba llamando mentirosa!”, protestó. “¿Mentirosa yo? ¡Ah,
no! ¡Eso no lo podía admitir, de ningún modo! Antes prefiero que me tomen
por loca a que me llamen mentirosa. ¡Mentirosa no! ¡No admito una cosa así!
¡No admito tal cosa! Por eso me sentí mal y, mira, acabé por contarle todo.
Todo, todo, todo. Le relaté lo que pasó desde que me encontré dentro de la
ambulancia hasta el momento en el que volví atrás y abrí los ojos en la
camilla. No me olvidé de nada”.
“¿Y él? ¿Cómo reaccionó?”.
Doña Gracia esbozó un aire pensativo.
“Para decir la verdad, no hizo nada especial”, murmuró. “Me escuchó en
silencio y, cuando acabé, se limitó a darme las gracias y a comentar que había
vivido una experiencia muy especial. Mandó a las enfermeras hacerme unas
pruebas al corazón y después ordenó que me pusieran en este cuarto privado.
Y nada más”.
“¿Creyó lo que le contaste?”.
“¡Faltaría más!, protestó Doña Gracia con indignación. “¿Por qué razón no
lo iba a creer? ¡Quién te oiga va a pensar que el doctor fue un idiota por fiarse
de mí!”.
“No es eso”, se disculpó Tomás, entendiendo que tendría que tener más
cuidado con las palabras para no herir la susceptibilidad de su madre. “Lo
que quiero saber es si a él le pareció la historia normal. Mamá, debes
entender que no se oye una cosa de estas todos los días, ¿no te parece?”.
“Pues no”, aceptó ella, tranquilizándose. “Fue por eso por lo que el doctor
dijo que viví una experiencia muy especial. Yo no estaba mintiendo y según
me parece, él tampoco creyó que quisiese engañarlo”. Apuntó hacia su hijo.
“Además, si bien te conozco, creo que hasta tú tienes más dudas que él”.
Touché, pensó Tomás. Los acontecimientos estaban todavía muy frescos y
pensó que probablemente lo mejor sería ocultar su escepticismo, no fuese su
madre a ponerse nerviosa y sufrir un nuevo colapso cardíaco. Lo más
importante en aquel momento era impedir que una cosa de esas ocurriese.
“No, claro que no tengo ninguna duda”, acabó diciendo. “Estaba
únicamente... en fin, intentando entender cómo reaccionó el médico a todo
aquello”.
Doña Gracia movió la cabeza.
“Hijo, te conozco muy bien”, observó con una sonrisa condescendiente.
“¿Sabes una cosa?” ¡Eres igualito a tu padre! Igualito. Únicamente crees en
lo que dice la ciencia y en lo que se puede probar científicamente, y nada
más. Todo eso es muy bonito, lo admito, la ciencia y el racionalismo y el
método científico y todas esas cosas, pero hay realidades que vuestra santa
ciencia no puede explicar. Lo que me ocurrió esta mañana, por ejemplo, es
una de ellas. Tu padre ahora ya sabe eso, claro, pero tú, hijo, tú eres más
cazurro que un burro viejo, ¡caramba! A no ser que te ocurra a ti, nunca
creerás en nada. Y, si bien te conozco, aunque una cosa así te ocurriese,
continuarías sin creerla...”.
“Lo creo, lo creo”, insistió Tomás de la forma más convencida que le fue
posible. “Claro que lo creo”.
“Mentiroso”, repitió su madre. “Pero no pasa nada, te quiero igual, no te
preocupes”. Cogió el borde de la manta y tiró hacia arriba. “Ahora, si no les
importa, déjenme descansar, ¿vale? Tuve una mañana muy ocupada y ya no
tengo edad para estas cosas”. Hizo un gesto vago en dirección a la puerta de
la habitación. “Ve a dar una vuelta que quiero dormir un poco, ¿de
acuerdo?”.
Sin esperar respuesta, Doña Gracia colocó la almohada y se acomodó por
debajo de la manta, preparándose para dormir. El hijo se inclinó sobre ella, la
besó en la frente y se fue hacia la ventana para bajar las persianas. Después
hizo una señal a su amiga y salieron los dos del cuarto de puntillas.
Al llegar al pasillo, Tomás miró en los dos sentidos, buscando un
responsable clínico, pero las únicas personas que veía era pacientes tumbados
en camillas.
“Necesito hablar con el médico”, dijo. “Quiero entender mejor el estado en
el que se encuentra mi madre”.
“El doctor Colaço salió hace poco para comer, pero me dijo que regresaba
por la tarde”, explicó María Flor. “Creo que quiere hacer unos análisis más
pormenorizados a tu madre, incluyendo un electrocardiograma y también un
electroencefalograma. Va a ser una buena oportunidad para hablar con él”.
“¿El médico se fue a comer?”.
Su amiga levantó el brazo izquierdo y giró la esfera de su pequeño reloj
hacia él.
“Es casi la una de la tarde, ¿no te has dado cuenta? Hora de comer. El
doctor Colaço puede ser médico, pero no es tonto. Cuando el estómago
protesta, él sabe que tiene que llenarlo”.
“Entonces quizás sea mejor seguir su ejemplo”, sugirió. “Vamos, anda de
ahí”.
Tomás la cogió por el codo y se la llevó. Empezaron a recorrer el pasillo del
hospital lado a lado y María Flor, relajada y bromista, le empujó contra la
pared y lanzó una carcajada.
“Ah, también tienes hambre...”.
El historiador siguió el juego y le respondió con la misma moneda,
empujándola también.
“Tengo hambre y ganas de aclarar lo que ocurrió con mi madre”, dijo. Se
quedó de repente muy serio. “Sabes, aquello que ha contado no es nada
normal, ¿no crees?”.
“Normal no es, realmente”, reconoció su amiga. “Pero
me pareció sincero. ¿O no crees que esté diciendo la
verdad?”.
“No, seguro que contó la verdad”, respondió. “Mi madre estaba siendo
sincera y relató lo que cree que le ha ocurrido. La cuestión no es saber si
decía la verdad, porque la decía. La cuestión es determinar si le ocurrió
realmente lo que ella cree que le pasó”.
“Pues ya he leído libros de otras personas diciendo cosas semejantes cuando
estaban a las puertas de la muerte.
Lo que ella nos contó coincide con muchas historias parecidas”.
“Tal vez”, aceptó Tomás. “Soy historiador y ya me he cruzado con relatos
parecidos a lo largo del tiempo. Platón, por ejemplo, en la República, escrita
en el siglo IV antes de Cristo, contó la historia de un soldado que murió en el
campo de batalla y que, al resucitar en el velorio, habló de un viaje por las
tinieblas hasta una luz donde, acompañado por guías, hizo un balance de su
vida y vivió una experiencia de gran belleza, paz y alegría”.
“¿Entonces cuál es tu duda?”.
“No creo en nada de eso. Me quedo con la impresión de que estamos
tratando con narrativas míticas y engaños que explotan la creencia ridícula de
mucha gente. ¿A quién no le gustaría vivir después de la muerte? Las
personas dan crédito a estas mentiras y son fácilmente sugestionables porque
creen en lo que quieren creer”.
“¿Crees que tu madre fue sugestionada por alguien?”.
Tomás caminaba observando a los pacientes amontonados en las camillas
por el pasillo del hospital y tardó un poco en responder. Únicamente cuando
llegó al borde de las escaleras se detuvo y, con una expresión meditativa,
miró a su compañera y respondió a la pregunta.
“Mi madre sufre Alzheimer”, recordó. “De ahí a las alucinaciones hay un
paso”.
VIII
Siempre meticuloso y atento a los pormenores, James Krongard se quedó
quieto delante del edificio de Lisboa. El agente de la CIA observó con
cuidado el primer piso, buscando algún movimiento en el interior, pero no
detectó ninguno. Sabía que eso no quería decir nada, por lo que se aproximó
al telefonillo e identificó el botón del apartamento. Hubiera preferido
telefonear, pero había descubierto que el objetivo había cancelado el teléfono
fijo y tenía el móvil apagado, y eso le dejó sin opciones.
Llamó al timbre y esperó. No pasó nada. Tocó otra vez y de nuevo no
obtuvo ninguna respuesta. Insistió, siempre con el mismo resultado. Era
posible que el inquilino estuviese en el baño o disfrutando de un momento
más íntimo con una compañía femenina, claro, por lo que dejó pasar diez
minutos y después volvió a llamar al timbre.
Convencido finalmente de que el apartamento estaba vacío, apretó el botón
del segundo piso.
“¿Quién es?”, preguntó una voz en el telefonillo.
“Correo para el profesor Tomás Noronha”.
“No es aquí, es en el primer piso”.
“Lo sé, pero nadie responde y tengo un telegrama urgente del extranjero”.
Se oyó un sonido y un chasquido y la puerta del edificio se abrió. Krongard
entró y, caminando con calma y paso seguro, subió al primer piso por las
escaleras y paró delante del apartamento de su objetivo. Se puso los guantes y
sacó dos alambres del bolsillo. Se arrodilló y metió los alambres por el
agujero de la cerradura, manipulándolos hasta desatrancarla.
La puerta se abrió y el hombre de la CIA observó el interior del
apartamento. Estaba todo tranquilo. Se deslizó hacia el interior y cerró la
puerta con un movimiento suave. Después examinó el apartamento con paso
ligero e inaudible, revisando todas las habitaciones. Como ya imaginaba, no
había nadie.
Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Estaba casi vacío, pero había una lata
de cerveza portuguesa en la primera bandeja. La abrió y volvió a la sala,
donde se sentó en el sofá bebiendo a tragos espaciados. No le importaba
esperar. Las largas esperas formaban parte de la vida de un agente secreto y
las circunstancias en las que estaba eran incluso agradables, sin comparación
con la incomodidad que vivió en sus anteriores misiones en Kandahar y
Peshawar, donde estaba prohibida la compañía del alcohol. Incluso así, tenía
la esperanza de que el objetivo no le hiciese esperar demasiado; esa noche
quería ver el partido de los Boston Celtics en la televisión.
Y lo más importante, deseaba que la muerte de Tomás Noronha fuese rápida
y limpia.
IX
Una luz amarilla e inquieta, que las velas hacían mover, daba un cierto
ambiente medieval al sótano transformado en bodega y restaurante. Una
claridad inquieta proyectaba sombras fantasmagóricas en las paredes de
ladrillo y lo sorprendente era que eso hacía el lugar más acogedor y
agradable. El escenario montado en un rincón de la sala, sin embargo,
constituía la prueba de que aquel espacio tal vez no fuese el más adecuado
para quien, como Tomás y María Flor, tan sólo querían tener una comida
recatada y una conversación delicada.
Sentados en el escenario estaban también cuatro estudiantes de capa y
sotana negra, dos en una silla con guitarras portuguesas y dos de pie al
micrófono. Tenían voces melancólicas pero no melosas, como se requería en
el fado de Coimbra; porque la dulzura tenía que estar en los versos y no en la
garganta de quien los recitaban.
Adeus, Sé velha saudosa,
Com guitarras a rezar.
Minh´alma parte chorosa
No dia em que te deixar
O adeus da despedida
Não dura mais que un minuto,
Mas fica na minha vida
Como cem anos de luto
Los comensales aplaudieron con vigor el fado de los estudiantes. Al final de
la canción, los vocalistas callaron y, cuando se oyó el puntear de los acordes
punzantes de Años Verdes, una composición que hace que las guitarras lloren,
los guitarristas remitieron la sala al más profundo de los silencios. Los
espectadores acompañaban la melodía con los ojos brillantes; nunca se había
compuesto una música que expresase mejor el alma de Portugal y cuando los
estudiantes terminaron, la sala se levantó entusiasmada y los ovacionó. El
aplauso se prolongó hasta que abandonaron el escenario y el espacio se
volvió a parecer a lo que realmente era, un restaurante a la hora de la comida.
“Años Verdes siempre me conmueve”, observó María Flor, secándose una
lágrima. “Siempre que oigo esta música, es como si escuchase el sonido de
Portugal...”.
Tomás sonrió y le sirvió dos cucharadas de arroz de berberechos. Habían
pedido mientras se cantaban los fados y les habían servido una cacerola
hirviendo justo al acabar los acordes de Años Verdes. A pesar del ambiente
agradable, empezaron a comer en silencio; el semblante pensativo de ambos
mostraba que sus mentes viajaban lejos de allí.
“Después de escuchar la historia que mi madre me contó”, le cuestionó de
repente, como si continuase una conversación que no se había interrumpido,
“¿el médico no te dijo nada en privado?”.
“No, nada”, respondió su amiga. “¿Pero qué es lo que te preocupa
exactamente? ¿Encuentras todo así tan delirante?”.
El historiador tenía un tenedor de arroz en el aire, pero se quedó un largo
momento observando la comida delante de la boca, como si la decisión de
tragar el bocado dependiese de algún debate interno.
“Desde un punto de vista científico, la cuestión se plantea de una forma
muy clara”, dijo, todavía meditativo. “O tenemos dos cosas separadas en la
cabeza, el alma y el cerebro, o apenas tenemos una, el cerebro, que crea la
consciencia. La generalidad de las grandes religiones, con excepción del
budismo, dicen que tenemos dos”.
“El concepto de un alma separada del cuerpo me parece natural”, aceptó
María Flor. “Además, esa idea es intuitiva”. Levantó la mano. “Decimos ‘mi
mano’, ‘mi cabeza’, ‘mi cuerpo’, ¿verdad? Es como si separásemos las dos
cosas; y mi cuerpo también. Todos sentimos que somos dueños de nuestro
cuerpo y de nuestro cerebro, pero no que somos nuestro cuerpo y nuestro
cerebro, y ese dualismo alma-cuerpo nos resulta evidente. Ahora, si tengo la
fuerte impresión de que existe en mi cuerpo un yo interior que es único y
continuo, es porque existe realmente”.
“Pues sí. El problema es que la ciencia, por más que busque las dos cosas,
cerebro y alma, solo encuentra una, el cerebro”.
“Bien decía tu madre que solo crees en la ciencia...”.
“Soy un académico y no puedo aceptar las cosas sin que se demuestren
debidamente”, aclaró. “La cuestión es esta: si tenemos alma, ¿dónde está?
¿Cómo interacciona con el cerebro? Si nuestras memorias se quedan
registradas en células del cerebro, y si esas células mueren cuando morimos,
¿cómo es posible que las almas deambulen fuera del cuerpo, nos acordemos
de cosas que nos ocurrieron durante la vida y reconozcamos familiares que
murieron antes que nosotros? ¡Eso no es posible! La memoria está registrada
en las células del cerebro, no anda por ahí flotando en un espacio etéreo,
¿entiendes? Si las células cerebrales se mueren, la memoria también muere”.
“Puede haber algún mecanismo que explique la supervivencia de la
memoria”, argumentó María Flor. “Como sabes, hay muchas cosas en el
universo que parecen absurdas aunque tengan explicación”.
“Sí, pero no podemos aceptar una cosa simplemente porque alguien dice
que es así. Nos lo tienen que demostrar”.
“¿Entonces cómo se explica que tenga la sensación de que existo más allá
de mi cuerpo?”, preguntó ella. “¿Cómo justificas esta fuerte impresión que
cada uno de nosotros tenemos de que existe un yo interior consciente e
independiente del cerebro?”.
“Maya”.
“¿Quién?”.
“Maya es una palabra que los budistas usan para expresar ilusión, cuando
algo es diferente de lo que parece. Buda dice que el sufrimiento humano es
provocado por la falsa noción del yo, por lo que el sufrimiento solo acaba si
nos liberamos de los deseos y de las relaciones que constantemente recrean
ese yo engañoso”.
“¿Quiere decir que el yo interior no existe?”, se extrañó ella. “¿Mi
consciencia no pasa de una ilusión? ¡Eso es absurdo!”.
“Claro que el yo interior existe, cada uno de nosotros sabe que existe”,
replicó Tomás apresuradamente. “Lo que pasa es que es maya, o sea, existe
pero no es lo que parece. El yo interior constituye solo un nombre
convencional que se da a un fenómeno complejo que emerge de la actividad
del cerebro. Buda explicó que todo depende de todo y que nada es
independiente. La impresión de que existe un yo interior independientemente
de mi cuerpo es maya, de la misma forma que la impresión de que yo soy una
cosa, tú eres otra y el universo es otra también es maya. Y de hecho, los
estudios científicos sobre la consciencia apuntan hacia la misma dirección. El
yo interior no se refiere a algo continuo, eso es una ilusión creada por la
memoria”.
“Bueno, hijo, me estás hablando de materialismo, la convicción que los
científicos tienen de que todo se reduce a energía y materia. Pero el
materialismo no explica una cosa inmaterial como la consciencia. ¿Cómo
puede un cerebro hecho de materia orgánica generar algo tan complejo y rico
como la consciencia? Esa es la cuestión esencial y para la cual nadie ha
encontrado una explicación satisfactoria”.
Tomás sabía que no era un asunto fácil. Metió el tenedor en el arroz y le fue
dando vueltas, como si fuese la mejor forma de dar respuesta a la pregunta.
“Es curioso verificar que hoy sabemos cosas increíbles, como el origen de la
materia, la forma como el universo comenzó, las leyes de la física y todo eso,
pero todavía ignoramos lo que pasa verdaderamente en nuestro cerebro”,
observó con una expresión meditativa. “El cerebro humano es el objeto más
complejo que alguna vez hemos encontrado en el universo y el último gran
enigma de la ciencia. Tiene millares de millones de neuronas, dos hemisferios
y cuatro sectores, unidos por una estructura de superficie llamada córtex, y
está comprimido en una amalgama gelatinosa que pesa solamente un kilo y
medio. La gran pregunta es exactamente la que tú planteaste: ¿cómo es
posible que estas células cerebrales, las neuronas, cada una de ellas aislada e
incapaz de generar un pensamiento, produzcan cosas tan fantásticas como la
imaginación, el sueño, los sentimientos de amor y amistad, los ideales de
belleza, justicia y libertad y la noción del yo interior? ¿Cómo es eso
posible?”.
“Desde luego”, aceptó ella. “Es por eso que tiene que existir el alma. No
hay otra explicación”.
“Claro que hay. Tenemos la prueba de que la consciencia resulta de la
actividad cerebral, cuando vemos los efectos que un accidente produce en el
cerebro o lo que determinadas drogas producen en el temperamento de las
personas. Una lesión en el cerebro puede alterar profundamente los estados
de consciencia. Eso nos prueba que la consciencia resulta de la actividad
cerebral”.
“¿Pero cómo? Si el cerebro está constituido por células, ¿crean ellas la
consciencia? Para poder decir que la consciencia resulta exclusivamente de la
actividad cerebral, tienes primero que explicar cómo se produce la
consciencia”.
“Propiedades emergentes”.
La respuesta fue dada en un tono lacónico y seguida de un bocado que
Tomás se llevó a la boca de forma relajada. María Flor se quedó por un
instante inmóvil, esperando que él explicase sus dos palabras, pero el
historiador continuó masticando como si lo que había dicho fuese suficiente y
final.
“¿Qué quieres decir con eso?”, se impacientó ella. “¿Qué son las
propiedades emergentes?”.
Posando el tenedor en el plato, Tomás metió la mano en el bolsillo y sacó
un bolígrafo. La mesa estaba cubierta por una gran hoja de papel, sobre la
cual estaban los platos y los vasos; en ella escribió una letra.
“¿Qué es eso?.
“Es la letra B. ¿No?”.
Colocó la punta del bolígrafo delante de la B y escribió otras letras.
“¿Y ahora?”.
“Escribiste la palabra bonita. ¿Qué es lo que demuestra?”.
El académico no respondió de inmediato. En su lugar escribió otras palabras
detrás de la que ya había escrito.
“¿Y esto?”.
María Flor soltó una carcajada.
“Es una frase”, constató. “Es un piropo. Ya veo que no pierdes una
oportunidad...”.
“De hecho, no pierdo una oportunidad de decir la verdad”, replicó él. “Lo
que quiero demostrar con este pequeño ejemplo es que las letras aisladas
tienen un significado, pero cuando las asociamos de una cierta forma
adquieren propiedades adicionales. O sea, la palabra bonita no es más que la
simple suma de una t, una n, una i, una b, una a y una o. De esta manera, las
palabras tienen un significado cuando están todas aisladas y adquieren
propiedades nuevas cuando se asocian de una determinada manera. Esto es, la
frase La vida es bella y tú muy bonita es más que la mera suma de las
palabras muy, la, bonita, tú, es, bella y vida”.
“Ya entiendo. Eso son las propiedades emergentes. Un equipo de fútbol es
más que la suma de once jugadores, un grupo de fadistas de Coimbra es más
que la suma de cuatro estudiantes”.
“Eso mismo.
Lo importante, sin embargo, es subrayar que ese efecto no ocurre
únicamente en el lenguaje y en el contexto social, sino que es parte intrínseca
de la gramática de la naturaleza. Por ejemplo, descríbeme un átomo, por
favor”.
“Un átomo es una estructura elemental de la materia. Tiene un núcleo,
constituido por protones y neutrones y orbitado por electrones, un poco como
los planetas alrededor del Sol, sólo que en escala muy pequeña”.
“No diría que los electrones parecen planetas, sino nubes alrededor del
núcleo”, precisó el académico. “De algún modo, se trata evidentemente de
algo muy sencillo. Lo que separa los átomos de los diferentes elementos unos
de los otros es sólo, y para ser estrictamente riguroso, el número
de protones. Además, sólo esa diferencia constituye en sí una propiedad
emergente. El átomo de helio tiene un comportamiento diferente del átomo de
oxígeno, pero la única diferencia entre ambos es que el oxígeno dispone de
más protones, y todavía más neutrones y electrones. Cuando los diferentes
átomos se asocian en moléculas, adquieren propiedades nuevas, y algunas
veces inesperadas. Al asociarse al hidrógeno, el oxígeno da lugar al agua,
pero cuando se asocia al carbono produce una cosa totalmente diferente,
dióxido de carbono. Veamos otro ejemplo. La agregación de moléculas de
sodio da lugar a un metal gris plateado suave, pero cuando el sodio es
asociado a otras moléculas más tranquilas, como las del agua, se genera una
reacción de gran intensidad y violencia. ¿Cómo es posible que dos moléculas
relativamente tranquilas, las del sodio y las del oxígeno e hidrógeno, que dan
agua, cuando se asocian den lugar a algo turbulento? Para compensar, el
cloro es un gas verde venenoso, pero cuando se junta al mismísimo sodio
forma, ¡imagínate!, la sal que da sabor a nuestra comida.”
“Ya veo a dónde quieres llegar”, observó María Flor. “El todo es más que la
suma de las partes y la física y la química se deben a propiedades
emergentes”.
“Es eso, pero es más que eso”, subrayó Tomás. “Este fenómeno nos revela
una característica semántica profunda de la naturaleza. Cada vez nos damos
más cuenta de que el universo está constituido por capas sucesivas de
complejidad, que en cada nivel es más que la suma de las partes del nivel
anterior. La física es sencilla, se reduce a unas cuantas micropartículas todas
iguales que se asocian para formar átomos diferentes. Cuando los átomos se
relacionan unos con los otros, sin embargo, comienza a aparecer una gran
variedad de moléculas, todas con propiedades muy diversas. La materia entra
entonces en el campo de la química, pero no queda por ahí. Las moléculas
químicas se unen las unas con las otras para producir cosas cada vez más
complejas y diferentes. Algunas se asocian para formar aminoácidos y
proteínas y, gracias a una nueva propiedad emergente, comienzan a tener un
comportamiento todavía más complejo al que llamamos teleológico, es decir,
un comportamiento con propósito autónomo. La vida”.
“¿La vida es una propiedad emergente?”.
“¡Desde luego! Nuestro cuerpo está constituido por hidrógeno, oxígeno,
carbono y otros átomos exactamente iguales a los existentes en el aire, en las
rocas o en un planeta al otro lado de la galaxia o en la punta más distante del
universo. Los bloques elementales son los mismos, lo que distingue unas
cosas de las otras es la complejidad con la que esos átomos interaccionan y
las propiedades emergentes que cada nuevo nivel de complejidad trae en su
organización. La propia vida se constituye por sucesivas capas de
complejidad, y cada capa trae nuevas propiedades emergentes. Lo que separa
una bacteria de un insecto es el nivel de complejidad, y lo mismo ocurre entre
un insecto y un ratón, entre un ratón y un mono sagui y entre un sagui y un
ser humano. A nivel elemental todos somos iguales, aminoácidos y proteínas
y cosas por el estilo. Lo que nos separa es la complejidad de la organización
de las moléculas y las propiedades emergentes en cada nivel más complejo”.
“Eso es muy interesante, sí señor”, asintió María Flor. “¿Pero qué quieres
demostrar realmente?”.
El historiador se puso la punta del índice en la sien.
“La consciencia es una propriedad emergente”, sentenció. “Eso es lo que
quiero demostrar. La consciencia es un fenómeno que emerge de la
complicación del cerebro”.
“¿Cómo?”.
“La primera cosa que tienes que entender es que en cierto modo nosotros no
tenemos un cerebro único, sino varios. Están unos dentro de otros, todos
acoplados e integrados. O sea, heredamos los cerebros de nuestros
antepasados remotos, como los insectos y los reptiles, y con la evolución no
nos deshicimos de ellos, los metimos en un cerebro mayor”.
María Flor fingió estar escandalizada.
“¿Estás diciendo que tengo un cerebro de cucaracha y otro de lagartija
dentro de mí?”.
Tomás se rio, divertido con su sentido del humor.
“En cierto modo”, dijo. “Pero claro, el tuyo es mucho más interesante; eso
no se discute...”.
“Sí, sí, intenta arreglarlo con más piropos”, respondió ella, reprimiendo una
sonrisa. “¿Pero qué tiene que ver eso con la consciencia?”.
“Todo”, dijo él. “Viajemos en el tiempo y retrocedamos al momento en el
que la vida surgió en el planeta. Nadie sabe, en realidad, como eso ocurrió
exactamente, pero se supone que las moléculas existentes en la naturaleza se
asociaron de alguna forma y crearon células que empezaron a actuar
autónomamente en un sentido teleológico, logrando así que la química diese
lugar a la biología”.
“Estás hablando de los primeros microorganismos...”.
“Eso mismo. El comportamiento teleológico de los primeros
microorganismos se puede explicar como una computación binaria entre
ceros y unos. Cero significa una cosa buena, uno significa una cosa mala. Los
microorganismos primordiales se aproximaban a las cosas buenas para la
supervivencia y se alejaban de las cosas malas que los perjudicaban. Y eso es
todo. No tenían ninguna consciencia, se trataba de un mero comportamiento
automático de computación binaria: o se aproximaban o huían. Ocurre que
este proceso transformó los microorganismos en criaturas con intereses, es
verdad que primarios, pero intereses. Lo que ocurría en su exterior comenzó a
interesar al microorganismo y de ese modo creó una primera narrativa del
mundo. El exterior adquirió un sentido y el interior también. La criatura
estableció de esta forma una división entre ella y el mundo y eso fue algo
muy importante”.
“¿Por qué? ¿Qué hay de especial en eso?”.
Tomás miró a su amiga con la mente imaginando una experiencia.
“Mira, prueba a tragar un poco de saliva”, sugirió. “¿Puedes tragar ahora?”.
María Flor se rio, pero tragó; una pequeña contracción en el cuello señaló el
momento en el que ocurrió.
“Ya está. ¿Y ahora?”.
“Ahora prueba a escupir en este vaso y después a tragar lo que escupiste”.
“¡Ay qué horror!”, respondió con un cara de repulsa. “¡Qué asco! ¡Eso es
repelente, Tomás Noronha! ¡Totalmente asqueroso! ¡Pero bueno! Menuda
conversación para tener durante la comida...”.
Los labios de Tomás se curvaron con una sonrisa satisfecha por haber
tenido éxito.
“¿Ya viste que tu reacción, perfectamente natural y universal en los seres
humanos, no tiene el menor sentido?, le preguntó.” ¿Por qué razón tragar la
saliva que tienes en la boca no te provoca el menor asco, pero tragar la saliva
que echaste en el vaso es una idea absolutamente repugnante? ¿Por qué? ¿No
es al final la misma saliva? ¿Cuál es la diferencia entre una y otra?”.
“Realmente...”.
“La forma como los seres vivos hacen una distinción tan fuerte entre ellos y
el exterior parece programada a la fuerza en su cerebro y se sitúa en el meollo
de todos los procesos biológicos. Yo soy yo y lo que está fuera de mi cuerpo
no soy yo. Esta línea fundamental comenzó a trabajarse en los procesos
evolutivos y el sistema binario del ‘¡huye!’ porque es malo o ‘acércate’
porque es bueno evolucionó para algo más complejo y refinado a medida que
el sistema nervioso fue creciendo. El cálculo se volvió más complicado, dado
que las criaturas necesitaban obtener más y mejor información sobre el
mundo que las rodeaba para poder competir, sobrevivir y, si fuera posible,
proliferar. Inicialmente los seres vivos no tenían planes, se aproximaban o
sencillamente huían, era una reacción automática, pero la complejidad del
sistema nervioso les permitió empezar a planificar. ¿Cómo conseguir
comida? ¿Dónde? ¿Cómo abrigarse del frío? ¿Cómo identificar las
amenazas? ¿Cómo escapar a los predadores? ¿Cómo coger las presas? De
hecho, es en esta complejidad del cálculo primordial del ‘acércate’ o ‘huye’
que radica la génesis del pensamiento”.
“Bueno, ya veo a dónde quieres llegar”, asintió María Flor. “Primero
apareció la computación binaria elemental; después un cálculo más complejo;
siguieron los pensamientos elementales de supervivencia; más tarde la
planificación sencilla; y por fin, la consciencia. Cada nueva etapa es un
desarrollo de la anterior”.
“En suma, sí, es eso. Una parte importante de nuestro cerebro está
compuesta por cerebros más primitivos, cuyo funcionamiento remite para un
cálculo elemental y automático de tipo: ‘aproxímate’ o ‘¡huye’!”. Pero la
consciencia no constituye un fenómeno instantáneo. Fue apareciendo a
medida que nuestros cerebros fueron evolucionando y adquiriendo nuevas
competencias. Sabemos hoy que los insectos y los reptiles no tienen
consciencia, pero los mamíferos sí la tienen. La consciencia parece haber
despertado en nuestro planeta hace unos doscientos millones de años, cuando
aparecieron cortezas primitivas en los cerebros de los mamíferos, dándoles
así una ventaja evolutiva sobre los reptiles. Esos cerebros primitivos
permanecen dentro de nosotros, de tal modo que casi toda la actividad
cerebral es inconsciente. En el fondo, el cerebro regula los latidos del corazón
y coordina el funcionamiento de los intestinos y de los riñones y de casi todo
el cuerpo sin que la consciencia siquiera se dé cuenta de eso. Se calcula que
solamente cincuenta de los once millones de bits computados por el cerebro
humano resultan de información consciente”.
Garabateó en el papel de la mesa los números, para mostrar la diferencia de
escala.
“¿Entonces para qué sirve la consciencia? Si el cerebro puede regular todo
automáticamente, ¿para qué sirve el yo interior que es consciente de su propia
existencia?”.
“Para la planificación”, sentenció Tomás. “El cerebro humano es una
máquina de planificación y la consciencia es necesaria para que podamos leer
mejor el mundo y planificar con gran complejidad y abstracción. Por eso la
consciencia es un triunfo revolucionario decisivo. Sin consciencia no
habríamos inventado la rueda ni la escritura, sin ella no haríamos automóviles
ni telescopios ni ordenadores. Es la consciencia la que nos permite observar
el universo, entenderlo y dominar algunos de sus elementos”.
“¿Y lo que tu madre vio?”, quiso saber, regresando al punto de partida de la
conversación. “¿Cómo explicas que tu madre haya muerto y haya pasado por
aquella experiencia cuando su electroencefalograma registraba la casi total
ausencia de actividad cerebral?”.
Tomás consultó el reloj y, viendo la hora, levantó la mano para llamar al
camarero y pedir la cuenta.
“Se hace tarde”, constató. “Tenemos que ir al hospital. Sólo el médico
puede aclarar ese misterio”.
X
No dejó de llamarle la atención a James Krongard, mientras bebía su
cerveza, la espesa capa de polvo que se acumulaba en las mesas y en las
estanterías del apartamento. Se inclinó hacia la mesa de apoyo del sofá, pasó
el dedo índice por la superficie y observó el resultado. El dedo estaba más
sucio de lo que se podría esperar.
“O este Noronha es un verdadero cerdo”, murmuró mientras contemplaba la
imagen del índice sucio de polvo, “o entonces...”.
“¿Por qué no había pensado en eso?”, se preguntó en el instante en el que la
idea le vino a la cabeza. Todo aquel polvo era señal de que su objetivo no
acostumbraba a pasar mucho tiempo en casa. Por lo tanto, probablemente
sólo aparecía por la noche. Si era lo que parecía. ¿Quién le garantizaba que el
tipo no tenía una novia cualquiera e iba a pasar unos días en su casa para
recuperarse de las emociones de Ginebra? A fin de cuentas había estado fuera
algún tiempo y probablemente venía con ansias de estar con su mujer.
No, la espera podía ser demasiado larga, razonó el agente de la CIA. Tenía
que ser más activo para encontrar a su objetivo.
Sacó las hojas del bolsillo y las leyó con atención; era el dossier de Tomás
Noronha que el jefe de todos los agentes de la CIA en el terreno, el director
del Servicio Clandestino Nacional Harry Fuchs, le había remitido una hora
antes junto con la orden de detención y de transferencia del sospechoso para
Langley. Además de la hoja que Frank Bellamy dejó incriminando a Tomás
Noronha y de los datos elementales sobre la identidad del sospechoso,
incluyendo tres fotografías, el documento incluía el número de móvil, que
estaba apagado, y la dirección del apartamento, el lugar donde él mismo,
Krongard, se encontraba en ese momento. Pero había otras opciones. El
dossier indicaba que el objetivo había trabajado en la Universidad Nova de
Lisboa, aunque ya no estaba allí, y que era consultor de la Fundación
Gulbenkian, donde permanecía activo.
Esta era su pista.
A través de la conexión a Internet de su móvil localizó el número de la
fundación y llamó.
“Fundación Gulbenkian, buenas tardes”, atendió una voz femenina en voz
melódica. “¿En qué puedo ayudarle?”.
“¿Está el profesor Tomás Noronha?”.
“Voy a pasarle a su despacho. Aguarde por favor”.
Se oyó el pitido de una llamada y después surgió otra voz femenina, más
seca.
“¿Sí?”.
“Buenas tardes, llamo de la Universidad de Harvard”, mintió Krongard para
justificar su acento americano. “¿Está el profesor Tomás Noronha?”.
“Me temo que no. Vino por la mañana pero ya se ha ido”.
“¿Sabe decirme dónde puedo encontrarlo? Es un asunto de gran
importancia”.
“No me diga que es por causa de la... ay!, ¿cómo se llama eso? De la... de la
Tabula Smigri... Sagmari... ay!, de la Tabula algo más”.
El hombre de la CIA hizo una mueca. No entendió estas últimas palabras,
pero sentía que, al fingir que llamaba de Harvard, la mejor universidad de
América, asumir la ignorancia podía levantar sospechas. Por otro lado, el
entrenamiento le había habituado a mentir solo cuando era estrictamente
necesario lo que no le parecía el caso.
“Es otro asunto”.
“Mire, infelizmente va a ser difícil encontrarle hoy porque han llamado de
urgencia al profesor desde Coimbra. Su madre ha tenido un ataque cardíaco
en la residencia donde vive y está en coma. Yo he estado intentando
localizarlo para saber cómo está su madre, pero el profesor tiene el móvil
apagado. Quizás lo mejor sea llamar mañana”.
“Ah, pobre”, murmuró Kongard, fingiendo lástima. “Siendo así, trataré de
contactarle, no sólo por causa del importante asunto que tengo entre manos,
sino sobre todo para darle una palabra de apoyo y, quien sabe, ofrecerle mi
ayuda. Nuestra universidad cuenta con un cuerpo docente con algunos de los
mejores cardiólogos y cirujanos del mundo”.
“Ah, sí, la Universidad de Harvard es muy famosa. Tiene varios premios
Nobel en el equipo docente, ¿verdad?”.
“Así es, señora. Pero es importante que esas cosas sean atacadas lo más
rápidamente posible, como sabe. Por eso el tiempo urge. ¿Puede decirme
cómo se llama la residencia donde vive la madre del profesor?”.
“Casa de Reposo”, informó la secretaria rápidamente. “Estoy segura de que
el profesor Noronha le agradecerá mucho alguna ayuda que le pueda dar”.
“Quede tranquila. Muchas gracias”.
El hombre de la CIA colgó el móvil y, sabiendo que esa noche su objetivo
no volvería a casa, se dirigió a pasos largos hacia la salida. La misión ya tenía
una dirección y un escenario.
Coimbra.
XI
Sorprendidos, encontraron la cama de la habitación dieciséis vacía al llegar
a la enfermería del hospital. Tomás llegó a pensar que su madre se había
levantado para ir al baño y fue a ver, pero el WC estaba también desierto y se
quedó verdaderamente preocupado.
“¿Y mi madre?”, preguntó; la ansiedad le apretaba el estómago mientras
inspeccionaba la cama en busca de algún indicio. “¿Dónde estará? ¿Crees que
le habrá ocurrido algo?”.
Como era evidente, María Flor no tenía respuesta.
“Quizás sea mejor preguntar a una enfermera...”.
Salieron de la habitación con paso rápido, Tomás casi corriendo, y
recorrieron el pasillo hasta llegar a la sala de enfermeras que prestaban
servicio en aquella ala.
“¿Mi madre?”, preguntó él a la primera enfermera que vio en la sala, una
señora pelirroja y gordita sentada frente al ordenador. “¿Sabe decirme dónde
está?”.
La enfermera desvió los ojos del monitor y se quitó las gafas para mirar al
visitante.
“Buenas tardes”, le saludó con un tono tranquilo. “¿Puede decirme cómo se
llama la señora?”.
“Gracia Noronha. La dejé hace dos horas en la habitación dieciséis y ahora
no está ahí. ¿Sabe lo que ha pasado?”.
La enfermera se volvió a poner las gafas y consultó en el ordenador.
“¿Ha dicho habitación dieciséis? Espere, déjeme ver...”. Tecleó unas letras y
esperó a que apareciese la página en la pantalla. “Ah, aquí está, habitación
dieciséis” Frunció las cejas y se acercó al monitor, como si quisiese
cerciorarse de lo que estaba viendo. “Es Doña Gracia Noronha, ¿verdad? La
señora que murió”.
Las últimas palabras provocaron un golpe brusco en el pecho de Tomás.
Abrió con espanto los ojos, abriendo y cerrando la boca también, en estado de
choque con la noticia.
“¿Murió?”. Dio un paso atrás, debilitado por lo que acababa de oír. “Mi
madre... ¿se ha muerto?”.
La enfermera se quitó las gafas y le miró de nuevo.
“Murió, es un decir. Su madre está viva, quédese tranquilo. Pero nosotros
aquí la conocemos como la señora que murió y resucitó, es eso. Perdone si le
llevé al engaño pero vi la ficha de ella y asocié las ideas”.
Tomás respiró ruidosamente, aliviado por la equivocación.
“Ah, menos mal”, suspiró. “¡Uf, qué susto me ha dado usted! Por un
momento pensé que... que... en fin, no interesa. ¿Puede decirme dónde se
encuentra?”.
La enfermera volvió a mirar la pantalla.
“El doctor Colaço la ha llevado a hacer unos exámenes”, aclaró. “Puede
encontrarla en cardiología”.
Encontró a su madre tumbada en un sofá con cables que le salían de las
muñecas, del pecho y de los tobillos conectados a una máquina;
evidentemente estaban haciéndole un electrocardiograma. Una enfermera
estaba monitorizando el proceso y una secretaria tomando notas. Estaba un
hombre con bata blanca, de media edad, calvo con excepción de unos
mechones laterales, en particular por detrás de las orejas.
“Hola chicos”, saludó Doña Gracia al verles. “Ya estoy casi acabando el
examen”. Hizo un gesto con el pulgar señalando al hombre de la bata blanca.
“El doctor me ha dicho que, si estoy muy bien, me da el alta hoy mismo”.
“¿De verdad?”, se sorprendió el hijo. “¿Tan deprisa?”.
Doña Gracia sonrió, evidentemente animada con la perspectiva de salir del
hospital.
“Es lo que me ha dicho”.
La dejaron haciendo el examen y se dirigieron a la secretaría donde estaba
el médico. Al sentir que se aproximaban los visitantes, el doctor Colaço
levantó los ojos y reconoció a María Flor.
“Hola”, saludó. “Viene a saber noticias de Doña Gracia, ¿verdad?”.
“Sí, doctor. El profesor Tomás Noronha es su hijo. Acaba de llegar de
Lisboa para estar con su madre”.
Los dos hombres se dieron la mano y el médico les señaló dos sillas vacías
delante de su mesa.
“Siéntense”, propuso. Fijó su mirada en el hijo de la paciente. “Su madre se
está haciendo un electrocardiograma y, en principio, si está todo bien, le voy
a dar el alta”.
“¿No es algo arriesgado, doctor?”, preguntó Tomás. “A fin de cuentas, ella
ha tenido hoy un ataque cardíaco acompañado de parada prolongada del
corazón. En fin, ¿no le parece más prudente que se quede internada durante
algún tiempo?”.
“Ese sería el procedimiento habitual”, aceptó el cardiólogo. “Ocurre que los
exámenes a los que la he sometido están dando buenos resultados y... en fin,
para hablar con sinceridad, tenemos el hospital absolutamente repleto de
pacientes y nos faltan camas. Por otro lado, nos ha surgido hace poco un caso
muy delicado y necesitamos la habitación privada donde pusimos a su madre.
Claro que la podemos dejar en un pasillo”.
“¡Eso no puede ser!”, cortó el visitante. “No pueden poner a mi madre en
el...”.
“Es exactamente lo que pienso”, aceptó apresuradamente el doctor Colaço.
“Por eso, teniendo en cuenta los buenos resultados de los exámenes hasta
ahora efectuados al corazón y al cerebro y por el hecho de que la residencia
de la doctora María Flor está a dos pasos del hospital, consideré que su madre
estaría mejor y más a gusto en el sitio donde vive. Además, según me
informaron, la residencia dispone de un desfibrilador, lo que ayudará a
enfrentar cualquier situación más complicada hasta que la ambulancia llegue
con los paramédicos. Creo, además, que es justamente lo que ha ocurrido esta
mañana”.
“¿Pero no le parece que darle el alta tan pronto es correr un riesgo
demasiado grande?”.
“Creo que la situación está controlada. De cualquier forma, esta semana
tendrá que venir todas las mañanas para que la observe. Si noto algún
problema, esté tranquilo que vuelvo a internarla”.
El razonamiento del médico fue suficientemente persuasivo para convencer
a Tomás.
“De acuerdo”, accedió. “Además de los exámenes al corazón, habló de
exámenes al cerebro. ¿Los resultados han sido normales?”.
“Considerando que ella tiene Alzheimer, yo diría que sí. El TAC me pareció
conforme a esa realidad”.
Tomás se frotó el pelo mientras pensaba en la mejor manera de plantear el
asunto.
“Sabe, doctor, ella me relató una historia extraña que le habrá ocurrido
cuando sufrió el paro cardíaco”, dijo. “Sé que le contó la misma historia...”.
“¿Se refiere a la experiencia cercana a la muerte y al abandono del
cuerpo?”.
“Exacto. ¿Cree que es una manifestación del Alzheimer?”.
El médico movió la cabeza.
“No, no me parece”.
“¿Por qué no? A fin de cuentas, el Alzheimer es una degeneración
progresiva del sistema neurológico, ¿no es cierto? Me parece natural que una
enfermedad con esas características provoque alucinaciones...”.
El doctor Colaço lanzó una mirada en dirección al sofá donde la paciente
realizaba el electrocardiograma, evidentemente incómodo por abordar el
asunto tan cerca de ella.
“¿No quieren tomar un café?”, preguntó de repente, casi a despropósito,
indicando el pasillo exterior. “Estaremos más cómodos para contarle la
verdad sobre las experiencias cercanas a la muerte”.
“¿La verdad?”.
Con un movimiento decidido, el médico arrastró ruidosamente la silla y se
levantó.
“Su madre, por increíble que parezca, vivió una experiencia genuina”.
XII
Una gran cantidad de helicópteros de varios modelos y colores llenaba la
pista y el aire parecía temblar bajo el efecto de las rotaciones ritmadas del que
acababa de aterrizar en el aeródromo de Tires. James Krongard estaba en el
borde de la pista sujetando el maletín, la corbata moviéndosele como si
quisiese escaparse, las ropas agitándose como sábanas al viento, el polvo
ensuciando las gafas de sol.
Un hombre barrigudo con pullover amarillo se aproximó con paso rápido.
“¿Señor Krongard?”.
“Soy yo”.
El hombre señaló el Bell 206 blanco y azul que estaba parado en la pista.
Una puerta se abrió en el lugar del lado del piloto, aunque el helicóptero
continuase con las hélices rodando, preparado para despegar en cualquier
momento.
“Este es el transporte que su embajada nos pidió con urgencia”, anunció,
gritando para sobreponer su voz al ruido. “Tenga cuidado al aproximarse, las
hélices horizontales tienen tendencia a curvar hacia abajo y... en fin, si le
alcanzan pueden provocarle una gran jaqueca”. Sonrió, satisfecho con la
gracia. “Avance con la cabeza baja, ¿entendido?”. Le dio una palmada en la
espalda. “Buen vuelo!”.
Sin responder, el americano se curvó, como le recomendaron, y se dirigió
hacia el aparato. El sonido del motor en rotación era realmente ensordecedor,
pero al entrar y cerrar la puerta de la cabina se calmó, como si alguien
hubiese tirado una manta sobre las hélices para contener los golpes.
“¡El casco!, gritó el piloto a su lado, indicándole un objeto rojo a los pies
del asiento. “¡Póngase el casco! Y apriétese bien el cinturón. Cuando esté
listo despegamos”.
Krongard obedeció. Encajó el casco en la cabeza y se apretó el cinturón de
seguridad. La maniobra era diferente de la de los automóviles, pero el agente
de la CIA estaba habituado a volar en helicópteros. Aunque nunca hubiese
ido en un Bell 206, había probado todos los modelos que el ejército y la
fuerza aérea americana tenían en Afganistán para las misiones contra Al-
Qaeda y los talibanes alrededor de Kandahar y en las zonas tribales de
Paquistán, por lo que no tuvo problemas en adaptarse.
“Estoy listo”.
El piloto verificó la forma como el cinturón y el casco estaban colocados y
constató que los procedimientos del pasajero eran correctos; le pareció
evidente que el americano estaba habituado a volar en helicópteros.
Satisfecho, encendió la radio y pidió autorización para despegar.
La torre dio luz verde y algunos segundos después el sonido del motor
redobló de intensidad y el Bell 206 se elevó en el aire, empezando a ganar
altitud y proyectando hacia abajo bocanadas de polvo en todas las
direcciones.
Krongard consultó el reloj.
“¿Cuánto tiempo tardamos hasta Coimbra?”.
“Media hora”, respondió el piloto, girando el aparato hacia el norte. “O
menos”.
XIII
El lugar que el doctor Colaço escogió para hablar sorprendió a Tomás. El
anfitrión no llevó a los visitantes a la cantina del cuerpo clínico, como sería lo
normal, sino al comedor de psiquiatría. El local estaba lleno de enfermos
psiquiátricos y el médico invitó a los visitantes a sentarse en una mesa junto a
la ventana, al lado de un paciente que no paraba de babear. Mientras el
cardiólogo estaba en la barra pidiendo, Tomás se preguntó el porqué de la
elección del local. ¿Por qué aquel sitio? ¿Les había llevado allí su anfitrión
porque no quería discutir el asunto delante de otros médicos?
La expresión intrigada del historiador provocó una sonrisa en el doctor
Colaço cuando llegó con tres vasos de plástico de café echando humo y un
cesto de pan y mantequilla que puso sobre la mesa.
“Saben, siempre que un paciente me relata una experiencia cercana a la
muerte me gusta venir a la zona de psiquiatría para reequilibrarme”, dijo,
sentándose y haciendo un gesto que indicaba el espacio alrededor. “Esto me
ayuda a entender que la ciencia todavía existe, no sé si entienden lo que
quiero decir”.
“Más o menos”.
La mirada del médico se lanzó en varias direcciones hasta detenerse en un
punto junto a la entrada del comedor.
“¿Están viendo a aquel hombre sentado al lado de la puerta?”.
Los dos visitantes desviaron la atención hacia el sitio indicado.
“¿Cuál? ¿Aquél con la mano izquierda atada al pecho?”.
“Ese mismo. Se llama Jorge y vino por una consulta ¿Saben por qué tiene la
mano izquierda atada?”.
“¿Se hizo daño?”.
El médico movió negativamente la cabeza.
“La mano izquierda intentó matarle”.
“Es una persona con tendencias suicidas, quiere decir”.
“No, no, de ninguna manera. El señor Jorge Cristóvão es un hombre
perfectamente normal. Lo que ocurre es que vive aterrorizado porque la mano
izquierda ha intentado matarle. Una noche estaba durmiendo y se despertó
sobresaltado con falta de aire y un dolor agudo en la garganta. Era la mano
izquierda que le estaba estrangulando. Afligido, la agarró con la mano
derecha y, después de una tremenda lucha, consiguió liberarse. Desde
entonces, anda con la mano izquierda atada”.
Los visitantes observaron al hombre de la mano izquierda atada al pecho
con una mirada aterrorizada, intentando descubrir algún antagonismo entre él
y su mano izquierda. Sin embargo, el hombre y la mano estaban tranquilos;
tenía un aire hasta cierto punto melancólico y saboreaba distraídamente un té.
“¿Eso es posible?”, preguntó María Flor sin quitar los ojos del hombre.
“¿Una mano puede adquirir vida propia?”.
“Se llama síndrome de la mano extraña y es un fenómeno muy raro. Antes
de atar su mano izquierda, Don Jorge pasó por experiencias muy extrañas.
Por ejemplo, una vez estaba abrochándose la camisa con la mano derecha y
se dio cuenta de que la mano izquierda se entretenía desabrochando los
mismos botones. A veces cogía un objeto con la mano derecha y la mano
izquierda, ¡zas!, se lo tiraba. ¡El pobre ya no sabía qué hacer!”.
“Pobre...”.
“La pregunta que tengo que hacerles es esta: ¿cuál es el significado de este
fenómeno? A la luz de la experiencia cercana a la muerte vivida esta mañana
por Doña Gracia, ¿cómo se puede interpretar lo que ocurre con la mano
izquierda de este señor?”.
“Bien...”, dudó María Flor. “Seguro que algo se ha apoderado de su mano”.
“¿Pero el qué? ¿Un espíritu?”.
“Sí, en cierto modo. ¿Por qué no?”.
“¿Y si le dijese que esto le empezó a ocurrir a Don Jorge después de sufrir
un infarto en el lóbulo frontal izquierdo que le afectó el cuerpo calloso, una
parte del cerebro?”.
“Ah...”.
“O sea, a primera vista estamos ante el caso de un hombre a quien un
extraño espíritu se apoderó de la mano izquierda. Pero, analizando mejor las
cosas, comprendemos que este comportamiento extraño de la mano izquierda
comienza únicamente después de haber sufrido una lesión en el cerebro. Esto
es, lo que a priori parece un caso de espiritismo, a posteriori se revela un
caso puramente neurológico”. Se dio la vuelta en la silla y echó una mirada a
todo el comedor. “Fíjense ahora en aquella señora de azul junto a la maceta”.
Los ojos de los visitantes se desviaron hacia la mujer.
“¿Cuál? ¿Aquella que está hablando sola?”.
“Doña São tiene tres personalidades diferentes. Unas veces es la afirmativa
Vera, otras la tímida Alexandra y otras la desbocada Luisa, una sinvergüenza
insoportable. Cada personaje tiene un nombre, una biografía y una vida
propia. A la luz de la experiencia de esta mañana de Doña Gracia diríamos
que el cuerpo de Doña São está poseído por tres almas diferentes, ¿no es
verdad?”.
“Sí, diría que sí”.
“La verdad es que esta señora sufre una perturbación de personalidad
múltiple, una patología relativamente común. Existen millares de casos
semejantes de personas con dos, tres y hasta dieciséis personalidades
diferentes. Los estudios muestran que casi todos estos pacientes tienen una
cosa en común: durante la infancia fueron víctimas de violencia salvaje,
frecuentemente de naturaleza sexual. Se concluye que sus cerebros crearon
múltiples personalidades como mecanismo de defensa contra esa violencia,
como si estuviesen desarrollando fronteras internas en su personalidad,
subdividiéndola en varias partes para compartimentar mejor el trauma y fingir
que la violencia sólo ocurrió en una de sus personalidades y no en todas. O
sea, no existen espíritus, es el inconsciente que crea sucesivas personalidades
como un mecanismo de defensa”.
“Está bien, todas esas personalidades pueden explicarse por traumas de
infancia. Pero no se encontró ninguna característica física en el cerebro que
produzca diferentes personalidades en el mismo cuerpo”.
“Pues mire, sí se encontró”, corrigió el doctor Colaço, señalando a un
hombre delante de ellos que leía un libro. “¿Están viendo allí a Don Abel?
Por un problema grave de epilepsia tuvieron que cortarle el cuerpo calloso
que une los dos hemisferios de su cerebro. En una persona normal, los
hemisferios se unen entre sí, pero sin el cuerpo calloso dejan de comunicarse.
Mis compañeros de psiquiatría realizaron varias pruebas a Don Abel, ¿y sabe
lo que constataron? Que tiene dos entidades en la cabeza, cada una con sus
sensaciones y sus propios deseos, aunque sólo la del hemisferio izquierdo
posea voz porque es en ese hemisferio donde se encuentran las competencias
del lenguaje”.
María Flor respiró hondo.
“Bien, ya entendí”, dijo. “Usted cree que la experiencia cercana a la muerte
que vivió Doña Gracia esta mañana tiene una explicación clínica...”.
“No he dicho eso”, enfatizó el doctor. “Me limité a constatar que, viniendo
a psiquiatría, entendemos que ciertos fenómenos no son lo que parecen.
Pensamos que muchas cosas ocurren en el mundo exterior cuando realmente
ocurren exclusivamente en el cerebro”.
Con esta observación Tomás se movió en la silla.
“Eso me lleva a recordar aquella pregunta filosófica clásica”, dijo,
rompiendo el silencio que mantenía desde el comienzo de la conversación.
“Si un árbol cae en un bosque donde no hay nadie que pueda oír, ¿hará
ruido?”.
Su amiga miró al techo, como si la respuesta fuese evidente.
“Claro que sí”, exclamó. “El árbol no deja de hacer ruido porque no esté allí
nadie para escucharle. Que yo sepa, las cosas existen independientemente de
nosotros”.
“¿Lo crees realmente?”.
“¡Desde luego!”.
“Entonces vamos a ver”. El académico cambió de posición y se inclinó
hacia delante. “¿Qué es el sonido? Es el resultado del movimiento de
moléculas en cualquier medio, como el aire, el agua u otro medio cualquiera,
¿verdad? Cuando un árbol se cae al suelo, las moléculas del aire son
perturbadas y generan impulsos sucesivos que desencadenan alteraciones en
onda en la presión atmosférica de alrededor. Lo que ocurre es que, cuando
ocurren entre veinte y veinticinco mil impulsos por segundo, esa alteración
de la presión provoca una vibración en una membrana llamada tímpano, que
la transforma en impulsos eléctricos y la transmite a un nervio”. Levantó el
índice para subrayar un punto esencial. “Atención que el tímpano no registró
ningún sonido, solo vibró debido a los impulsos rápidos que alteraron la
presión del aire. Lo que ocurrió fue que el tímpano estimuló el nervio en
función del ritmo de esos impulsos de moléculas, creando una cosa que la
consciencia describe como sonido. El cerebro podría, es cierto, haber
transformado ese estímulo en una imagen, pero optó por hacer que las
alteraciones asumiesen forma de sonidos. Un sordo, por ejemplo, no es
receptivo a tal estímulo, pero sentiría igualmente las vibraciones de las
moléculas del aire, aunque, en este caso, en la piel”.
“O sea, el sonido como lo conocemos se crea en nuestra cabeza, no existe
fuera de ella”, resumió el doctor Colaço, retomando el control de la
conversación. “Lo mismo ocurre, como está implícito en la descripción del
profesor Noronha, con la visión”. Apuntó a una lámpara encendida en el
techo del comedor. “Lo que hace esa lámpara es emitir pequeños grupos de
ondas electromagnéticas. Nótese que ni la electricidad ni el magnetismo son
inherentemente visuales. Aun así, cuando estas ondas electromagnéticas
alcanzan un ser humano con longitud de onda de cuatrocientos a setecientos
nanómetros, su energía estimula las células cónicas de la retina y se
transforma en impulsos eléctricos que son enviados por un nervio al lóbulo
occipital del cerebro, en la parte de atrás de la cabeza. Al recibir esos
impulsos, las neuronas disparan y crean lo que designamos como una imagen.
Eso es la visión”.
“Además, basta observar lo que ocurre cuando vemos un arco iris”, recordó
Tomás. “El arco iris no pasa de una refracción de la luz provocada por el
contacto con el agua a partir de un determinado ángulo de visión. Si alguien
fuera al lugar donde vio el arco iris no encontraría nada; ese fenómeno se
reduce a un mero efecto visual captado por nuestros ojos a partir de
determinado punto. Una persona que esté a diez metros de distancia lo verá
con una intensidad de colores diferentes o ni siquiera lo verá. O sea, el arco
iris no está allí, es una ilusión”.
“Pero se puede fotografiar”, argumentó María Flor. “Ya vi muchas fotos del
arco iris...”.
“Es verdad. El arco iris no existe como objeto material, pero es de cierto
modo real, una vez que lo vemos y lo fotografiamos. Pero, y ese es el punto
esencial, no es real a no ser que sea observado. ¿Entiendes la sutileza? Es la
observación la que, asociada a la refracción de la luz en el agua, crea el arco
iris. Sin observación no hay arco iris”.
María Flor levantó los brazos en señal de rendición.
“Ya entendí”, dijo. “La imagen también se crea en nuestro cerebro”.
“Es importante entender eso”, asintió el médico, señalando de nuevo la
lámpara del techo. “Allí encima no hay ninguna luz. Lo que existe son ondas
electromagnéticas que nuestro sistema neurológico transforma en imágenes.
EL cerebro podría convertir esas ondas en... no sé, en cosquillas o en dolores
de barriga o en sonidos o en gustos o en cualquier otra cosa, pero optó por
imágenes”.
La dueña de la residencia cruzó los brazos.
“Todo eso es muy bonito y muy lógico, sí señor. Sin embargo, sigo
esperando una explicación razonable para lo que ocurrió esta mañana con
Doña Gracia”.
“Antes de confrontarnos con la experiencia de Doña Gracia, me parece
importante que entendamos hasta qué punto la consciencia domina nuestra
mente”, dijo el médico, extendiendo la mano hacia el cesto del pan que estaba
en la mesa. “María Flor, ¿usted cree que cuando toma una decisión
consciente, por ejemplo, levantarse para ir a la ventana a ver lo que pasa
fuera, ¿fue la consciencia quien la tomó?”.
“Claro. La respuesta está, además, dentro de la propia pregunta: si la
decisión es consciente, es obvio que fue tomada por la consciencia. ¿Cómo
podría ser de otro modo?”.
“¡Atención!”.
De forma repentina el doctor Colaço tiró un trozo de pan en dirección a su
interlocutora. María Flor reaccionó casi instantáneamente y se desvió del
panecillo volador.
“¿Qué... qué ha sido eso?”, balbuceó ella, con la mirada entre el pan caído
detrás de ella en el suelo y el médico y sin entender su comportamiento.
“¿Por qué me ha tirado el pan?”.
El cardiólogo sonrió.
“Para poder hacer una pregunta”, dijo. “Cuando se desvió del panecillo,
¿pensó previamente en esquivarlo o fue una reacción... como diría yo,
automática?”.
“Bien, fue refleja... o automática, como prefiera llamarla. No tuve mucho
tiempo para pensar”.
“Seguro que fue automática”, confirmó el doctor Colaço. “Una vez que
tenía que decidir muy rápidamente cómo enfrentar la amenaza, el cerebro
reaccionó sin remitir el asunto a la consciencia. No había tiempo para tal.
Pero, ¿si hubiese tiempo? ¿Cuánto tiempo de reacción sería necesario para
que el cerebro pudiese remitir el asunto para la consciencia? Para responder a
estas preguntas, un neurocientífico llamado Benjamín Libet llevó a cabo un
conjunto de experimentos que dieron mucho que hablar en el mundo
científico. Estimulando la superficie del cerebro con electrodos, Libet
comenzó por demostrar que las personas dicen lo que sienten sólo medio
segundo después de un estímulo eléctrico. O sea, nuestra consciencia está
siempre medio segundo desfasada de la realidad, aunque no notemos ese
efecto porque reconstruimos los acontecimientos como si estuviesen
sucediendo en ese preciso momento”.
“Es curioso”, observó María Flor. “Eso explica por qué razón mi respuesta
fue refleja. Si mi cuerpo estuviese esperando una decisión consciente, el pan
me habría dado en la cara”.
“No queríamos eso, ¿verdad?”, sonrió el cardiólogo. “Pero Libet no se
quedó ahí. Quiso saber también lo que habría ocurrido si hubiese tiempo
suficiente para que el cerebro remitiera la decisión para la consciencia. Por
ejemplo, si uno de nosotros fuese a mirar por la venta, esa decisión no
requeriría una respuesta inmediata. ¿Cómo sería el proceso de decisión? Libet
realizó un experimento en el que pidió a las personas que flexionasen el
puño, lo que le permitió medir tres cosas: el momento en que las personas
decidieron conscientemente flexionar la muñeca, el momento en que la
actividad cerebral se inició y el momento en que se flexionó la muñeca. El
experimento produjo resultados chocantes. Libet descubrió que la primera
cosa que ocurrió fue el inicio de la actividad cerebral. Un tercio de segundo
después se tomó la decisión consciente y doscientos milisegundos más tarde
se flexionó la muñeca”.
“¿La actividad cerebral ocurrió antes de la decisión consciente?”, se
sorprendió María Flor. “¿Antes? Quiere decir que la decisión consciente no
inició la acción?”.
“Fue lo que el experimento de Libet demostró”, confirmó el doctor Colaço.
“Las consecuencias de ese descubrimiento son, como puede calcular,
profundas. Parece que el cerebro toma primero una decisión y solo después
informa a la consciencia de esa decisión, teniendo el cuidado de convencerla
de que fue ella quien decidió. O sea, las decisiones conscientes nos parecen
conscientes, pero no lo son. La consciencia no pasa de una ilusión, no en el
sentido de que no existe, sino en el sentido de que es algo diferente de lo que
pensamos”.
La expresión en la mirada de la directora de la residencia era de shock.
“¡Dios mío!”, levantando las manos en un gesto de impotencia. “¡Eso quiere
decir que no pasamos de... de máquinas!”.
“Máquinas de cálculo. El cerebro es un ordenador bioquímico”.
“Pero entonces ¿cómo se explica esta sensación de que existo, de que
pienso, de que soy yo, que tengo un pasado, tomo decisiones, me gusta el
chocolate y el olor de las flores, que muchas cosas ocurrieron en mi vida y
continúan ocurriendo y yo soy el resultado de todo eso? ¿La noción de mí
misma no pasa de una ilusión?”.
“Me temo que sí. Además, no sólo nuestra consciencia está medio segundo
atrasada en relación al mundo real sino que también trata con un mundo
totalmente construido en nuestra cabeza. Por un lado, transformamos
estímulos electromagnéticos en imágenes, e impulsos de moléculas en
sonidos; creamos así algo que no existe de esa forma en la realidad, sino solo
en nuestra mente. Por otro lado, la percepción y la memoria distorsionan
también esos estímulos que recibimos. Numerosos estudios muestran que la
mente selecciona los estímulos exteriores y los altera constantemente”.
“¿Y cómo los altera?”.
“La memoria no es de fiar. Mire, el primer indicio de que la memoria no
puede considerarse un grabador fiel surgió en una experimento realizado en
1902 en Berlín. Durante una clase en la universidad, dos estudiantes iniciaron
una discusión acalorada que acabó con uno de ellos amenazando al otro con
una pistola y el profesor interponiéndose entre ambos. En realidad, todo el
incidente fue simulado y al final el profesor pidió a los otros alumnos, que
durante la discusión pensaban que era verdadera, que escribiesen un informe
sobre lo que había ocurrido. Cuando fue a leer los textos, el profesor
contabilizó tasas de errores factuales entre un mínimo de veintiséis por ciento
y un máximo de ochenta por ciento”.
“¡Caramba! ¿Tanto?”.
“Los informes omitían frases proferidas y actos cometidos por los dos
alumnos y, por otro lado, ponían palabras en la boca de colegas que habían
estado callados y actos en otros colegas que habían estado quietos. Este
experimento desencadenó una serie de otros exámenes, que sucesivamente
confirmaron la falibilidad de la memoria. Se descubrió que la memoria no se
fija en el momento en que registra, sino que se va reorganizando a medida
que pasa el tiempo. La mente apaga unos elementos, distorsiona otros e
incluso añade cosas nuevas. O sea, los acontecimientos que observamos en
nuestra mente no corresponden a un exterior real factual, son una
reconstrucción”.
“¿Quiere decir que la memoria que tengo de mi mesa es también una
ilusión?”.
“En cierto modo. Pero atención, porque memoria y consciencia son cosas
diferentes”.
“¿Cómo de diferentes?” Para tener consciencia necesito saber quién soy. La
memoria es una parte fundamental de la consciencia”.
El médico se recostó y sondó con la mirada a los pacientes que se
encontraban en el comedor. Su atención se detuvo en un hombre de media
edad, delgado y curvado, que se encontraba en la ventana mirando fijamente
al exterior.
“¿Ve aquel de allí, el señor Gonçalves?”, señaló. “También debido a graves
ataques de epilepsia, le operaron cuando tenía veinte años; el cirujano
cometió un error y, sin querer, le quitó el hipocampo. El señor Gonçalves
recuerda todo hasta los veinte años, pero a partir de ahí sólo tiene capacidad
para retener lo que ocurre hasta un máximo de diez minutos antes del
momento presente. Cuando un médico o un familiar vienen a hablar con él, es
como si les viese por primera vez. Para él la vida es un eterno presente, las
cosas le ocurren pero le desaparecen después de la memoria, los recuerdos
son como agua que se escurre por un colador. Su diario comienza todos los
días por la misma frase: ‘Hoy fui consciente por primera vez’.”
“¡Oh, pobre!”.
“El caso del señor Gonçalves muestra que es posible estar consciente sin
tener memoria, aunque eso produzca efectos extraños en su día a día. Es que
la consciencia, a pesar de parecernos que es continua, resulta en realidad una
competición entre diversas instancias de nuestra mente. En una secuencia
continua la instancia estética pude tomar el control mientras aprecio un
paisaje, pero si pasa una chica guapa, la instancia sexual asume el control de
la consciencia para después ser desalojada por la instancia del apetito, que me
informa de que estoy con hambre y me lleva a pensar en una buena fabada de
un restaurante próximo; y así sucesivamente. Es por eso que a lo largo de
cinco o diez minutos se nos ocurren tantos pensamientos diferentes. Son los
diversos yo que se imponen unos a otros. Lo que crea la ilusión de
continuidad de la consciencia es justamente la memoria, porque al acordarnos
de las cosas nos quedamos con la sensación de que somos una única
personalidad con un único hilo de consciencia y no múltiples entidades que
combaten por el dominio de la consciencia”.
La historia del paciente plantado delante de la ventana y el papel de la
memoria en la organización de la consciencia sacó a Tomás del silencio al
que se había remitido.
“Sin embargo hoy, al venir aquí, me ocurrió una cosa curiosa”, observó.
“Recuerdo haber entrado en el coche en Lisboa y haber llegado a Coimbra,
pero no me acuerdo de lo que ocurrió entre medias. Me puse a pensar en otras
cosas y no me acuerdo de ver la carretera, los otros coches, el paisaje, el
recorrido, nada de nada. Sin embargo, estaba despierto y concentrado en la
conducción, una actividad muy compleja que requiere múltiples tareas
especializadas: meter la marcha, pisar los pedales, garantizar que no choco
con los otros vehículos, seguir una ruta, respetar las reglas de tránsito, ver las
señales... y yo qué sé más”.
“Es un buen ejemplo”, observó el médico. “La cuestión es esta: ¿estaba
consciente cuando eso ocurrió?”.
“Seguro que estaba. El problema es que, tal como el señor Gonçalves, no
recuerdo haber hecho el camino entre Lisboa y Coimbra. No me acuerdo de
nada”.
“En realidad, y como demuestra el experimento de Libet, quien estaba
conduciendo no era su consciencia, sino un ordenador automático llamado
cerebro”, sentenció el doctor Colaço. “La consciencia se ocupó de otras cosas
y sólo sería llamada a la conducción si el cerebro concluyese que un evento
importante requería una atención especial, como por ejemplo la amenaza de
una colisión. Por lo demás, las experiencias de Libet muestran que, aunque
las decisiones voluntarias no sean tomadas conscientemente, la consciencia
tiene por lo menos el poder de vetarlas. En suma, la consciencia no pasa de
un efecto creado por el cerebro para controlar el cálculo bioquímico del
cerebro y planificar mejor”.
María Flor parecía estar a punto de rendirse. Algo, sin embargo, le decía
que debía persistir. No podía aceptar que la ciencia la redujese a una mera
máquina de cálculo y, como un náufrago agarrado a una boya frágil que el
mar tempestuoso llevaba de un lado para otro, se agarró a la cuestión que a
pesar de toda la conversación, todavía no se había explicado.
“¿Y la experiencia de Doña Gracia?”, preguntó en voz suave; parecía que se
refería a su última esperanza de rescatar el alma de la aniquilación a manos
de los científicos. “¿Alguien por favor me explica lo que ella vio cuando
estaba clínicamente muerta?”.
Las miradas del doctor Colaço y de Tomás se cruzaron, como si uno pidiese
al otro permiso para responder.
“¿Doña Gracia tiene Alzheimer, correcto?”.
Al intuir el camino que esta pregunta abría, la dueña de la residencia
estrechó los párpados con desconfianza: ¿estaría la enfermedad relacionada
con lo que Doña Gracia creía haber visto durante el paro cardíaco?
“Sí, ¿y eso que quiere decir?”.
“El caso de los pacientes con Alzheimer proporciona pistas interesantes
sobre la consciencia. Cuando interaccionamos con uno de estos enfermos,
podemos ver el yo de esa persona desapareciendo poco a poco. Quien
acompaña el deterioro gradual de un enfermo con Alzheimer sabe muy bien
que la consciencia no desaparece de un momento para otro, como si en un
momento la persona tuviese una mente y en el momento siguiente la perdiese.
Las cosas no pasan así”.
“Eso es verdad”, reflexionó María Flor. “En la residencia he seguido
muchos casos de enfermos con Alzheimer y de hecho constato que la
consciencia se va apagando poco a poco, no es un evento súbito. Es como si
el yo de esas personas se fuese desintegrando”.
“Exactamente”.
“Pero eso solo refuerza mi perplejidad”, observó ella.
“Si Doña Gracia se encuentra en proceso gradual de pérdida de consciencia
debido al Alzheimer, y si encima durante el paro cardíaco estaba clínicamente
muerta y con el cerebro inactivo, ¿cómo se explica que ella haya sentido que
salió del cuerpo? ¿Cómo observó al médico que se golpeó la rodilla en la
esquina de un mueble? ¿Cómo se metió en un túnel con una luz al fondo y
vio y habló con familiares que ya murieron, y hasta volvió a ver su vida en
calidoscopio? ¿Qué explicación tiene usted para todo eso?”.
El doctor Colaço se encogió de hombros y respiró hondo, como si fuesen
demasiadas preguntas y no tuviese capacidad de enfrentarse a ellas.
“Es un misterio”, acabó por reconocer. “Pero hay una cosa que insisto en
subrayar. La experiencia que ella vivió fue bien real”.
XIV
No muy seguro, el conductor aparcó en la plazoleta, bajo un roble y al lado
de la acera. Después de apagar el motor del coche, se quitó las gafas de sol y
analizó cuidadosamente la vivienda. Había un muro cubierto de arbustos
cortado por un portón de hierro con un azulejo blanco indicando un nombre
en azul.
La Casa de Reposo.
Al final de una zona verde se levantaba la casa, un edificio blanco de dos
pisos y con un bosque de pinos mansos al lado. Una vez estudiado el espacio,
James Krongard salió del Ford blanco que había alquilado a su llegada a
Coimbra y se dirigió a la propiedad a paso lento, siempre atento a los
pormenores. Empujó el portón, que rechinó, y atravesó el jardín por las
piedras esparcidas a lo largo del camino entre la hierba hasta detenerse
delante de la puerta. Tocó el timbre y un zumbido eléctrico sonó en el interior
de la casa.
La puerta se abrió y apareció una mujer con bata y toca blanca.
“¿Qué desea?”.
“Buenas tardes, señora”, saludó con su fuerte acento nasal. “Soy de una
universidad americana y me urge encontrar al profesor Tomás Noronha. Me
informaron de que su madre tuvo un problema de salud y que le encontraría
aquí en Coimbra”.
“Ah, sí, la señora es Doña Gracia y tuvo un ataque cardíaco, pobre”,
confirmó la auxiliar. “La señora directora la llevó en una ambulancia al
hospital y pienso que el profesor Noronha también está allí”.
“¿Sabe decirme a qué hospital fueron?”.
“Al de la universidad, claro. Me parece que en breve regresarán”.
“¿Ah sí?”.
“Llamamos a la doctora para saber cómo iban las cosas y ella nos dijo que
Doña Gracia ya está bien y que el hospital le va a dar el alta en breve. Viene
esta tarde”.
“¿El profesor Noronha también?”.
“Seguro. ¿Quiere que llamemos para darle el recado?”.
“No se preocupe”, respondió rápidamente el americano, nada interesado en
que su futura víctima supiese que alguien le buscaba. “Por favor, no le
moleste, ya debe de tener demasiadas preocupaciones. Regreso más tarde o
mañana. Gracias”.
Antes de que la auxiliar insistiese, el hombre de la CIA dio media vuelta y
abandonó el espacio de la Casa de Reposo. Regresó al coche y se sentó al
volante para reflexionar sobre la situación. ¿Qué debía hacer? ¿Ir al hospital?
Si su objetivo venía en breve a ver a la madre a la residencia, corría el riesgo
de perderlo. No, lo mejor sería quedarse quieto y esperar a que apareciese;
era la única manera de garantizar que el hombre que buscaba no se le
escapaba.
Tenía que preparar una emboscada.
XV
Olvidados de la hora, los tres comensales estaban sentados tranquilamente,
con los vasos de café vacíos encima de la mesa del comedor de psiquiatría.
La conversación había entrado en su parte crucial, la experiencia cercana a la
muerte de Doña Gracia, y Tomás quería saber lo que el médico pensaba sobre
el asunto.
“El siglo XIX fue un periodo de grandes descubrimientos científicos del
mundo invisible”, empezó por recordar el doctor Colaço. “Se descubrió la
relación entre la electricidad y el magnetismo, las ondas hertzianas, las
longitudes de onda de la luz, la radioactividad, los rayos X y otras cosas. Fue
en este contexto que se empezó también a hablar de sesiones para contactar
con los espíritus. Como se estaba descubriendo todo ese universo invisible al
ojo humano, la posibilidad de existir almas vagando por ahí sin que fuesen
detectadas no parecía nada extraordinario y el asunto llegó a atraer la
atención de científicos eminentes, que hicieron experimentos para entender lo
que pasaba en esas séances. Se pensaba que el alma tenía existencia física, lo
que significaba que ocupaba espacio y, consecuentemente, tenía un peso”.
“No está mal pensado”, observó María Flor. “El problema es que no hay
forma de pesarla, ¿verdad?”.
“No era lo que pensaba un cirujano americano llamado Duncan Mcdougall”,
corrigió el médico. “Pensó en una forma de medir su peso”.
“¿Eso es posible?”.
“Desde luego”, confirmó él. “La idea de Macdougall era muy sencilla.
Bastaba pesar una persona cuando estaba viva y después verificar su peso
cuando muriese. La diferencia entre las dos mediciones sería el peso del
alma”.
“¡Eso es absurdo! Las personas vivas varían de peso a lo largo del tiempo,
incluso varían de peso en un mismo día. ¿Cómo podía estar seguro de que la
diferencia de peso se refería al alma y no a las alteraciones en la dieta
mientras las personas están vivas?”.
El doctor Colaço señaló hacia su interlocutora como si indicase que esa era
la cuestión crucial.
“Justamente ese problema lo resolvió Macdougall de una forma muy
ingeniosa”, dijo. “Era necesario que la medición ocurriese en el momento
justo en el que los pacientes morían, ¿entiende? Macdougall tuvo la idea de
colocar una cama sobre una plataforma soportada por una balanza industrial y
tumbar allí un moribundo a punto de morir. Necesitaba pacientes que
muriesen tranquilamente y casi sin moverse, y por eso escogió ancianos que
fuesen víctimas de tuberculosis pulmonar. Sus cuerpos eran muy leves y la
enfermedad que padecían tenía la ventaja de permitir adivinar con algunas
horas de antecedencia la inminencia de la muerte”.
“¿Y realizó de verdad esas mediciones?”.
“Sí, claro. Una tarde de 1901 tuvo lugar la primera muerte en la cama de
Macdougall. En el momento de la muerte del paciente, y delante de varios
testimonios cualificados científicamente, la aguja de la balanza bajó de
repente y se mantuvo estable. Las mediciones permitieron concluir que la
caída de peso había sido de veintiún gramos”.
La revelación dejó a María Flor con la boca abierta.
“¿Veintiún gramos? ¿Ese es el peso del alma?”.
“Fue lo que reveló la medición de Macdougall. Hubo quien cuestionase la
validez del experimento invocando que cuando una persona muere, los
músculos pélvicos y el esfínter pierden tensión, por lo que la ligera pérdida
de peso puede estar relacionado con la pérdida de orina o de heces.
Macdougall desmontó ese argumento recordando que, de ser así, no se
registraría pérdida de peso, ya que la balanza industrial estaba pesando la
cama y, en tal circunstancia, la orina y las heces permanecerían en esa cama.
Otra objeción fue que la pérdida de peso registrada por la balanza se debía a
la exhalación final del moribundo, dado que la respiración envuelve
moléculas, y por eso tiene un peso. Al exhalar, el moribundo perdería peso.
Para probar esa hipótesis, Macdougall saltó encima de la cama y expulsó todo
el aire que tenía en los pulmones. La aguja de la balanza no se movió”.
“Por lo tanto, el alma pesa realmente veintiún gramos...”.
“Quizás. El problema es que los experimentos científicos, para poder
validarse, tienen que repetirse. Macdougall efectuó la experiencia en otros
cinco pacientes, aunque con resultados inconclusos. El segundo paciente que
fue medido solo bajó de peso quince minutos después. Macdougall reconoció
haber tenido dificultad en determinar el momento exacto de ese óbito y la
propia alteración de peso producida no fue de veintiún gramos, como en el
primer caso, sino de catorce gramos. El tercer paciente también perdió
catorce gramos en el momento de la muerte. El problema fue que perdió
veintiocho gramos adicionales minutos más tarde, lo que trajo más incertezas
a la medición. El peso de las muertes del cuarto y quinto pacientes, por otro
lado, fue comprometido por problemas en la balanza. Hechas las cuentas,
solo la primera experiencia había sido llevada a cabo en las condiciones
ideales”.
“Sea como sea, es interesante que haya habido siempre una pérdida de peso
en el momento de la muerte”, constató María Flor. “¿Por qué no realizó más
experimentos similares?”.
“Por razones éticas. Hacer mediciones científicas con una persona que se
está muriendo no es propiamente correcto, ¿no le parece?”.
La dueña de la residencia se ruborizó, chocada con su propia insensibilidad.
“Ah, desde luego”, aceptó. “Es una estupidez de mi parte no haber pensado
en eso, pero estaba de tal forma absorbida en la conversación que ni me
coloqué esa cuestión”.
“Las objeciones éticas planteadas por la comunidad científica fueron tales
que Macdougall optó por no volver a hacer el experimento con seres
humanos. En vez de eso, escogió el mundo canino. En los años siguientes
llevó a cabo quince experiencias con perros. Los envenenó y después los pesó
en el momento de la muerte. En ningún caso, sin embargo, la balanza registró
alguna pérdida de peso. Su conclusión fue que los perros, al contrario que los
seres humanos, no tienen alma...”.
La conclusión produjo una sonrisa irónica de María Flor.
“Hay quien piense exactamente lo contrario...”.
Tomás seguía en silencio la conversación, pero en esta parte decidió
intervenir.
“Es verdad que al principio los científicos hicieron algo de caso al
espiritismo”, reconoció. “Pero, si bien me acuerdo de lo que estudié sobre el
asunto, rápidamente se dieron cuenta de que se trataba de un negocio de
charlatanes que explotaban la creencia absurda de las personas y el tema
quedó totalmente desacreditado en la comunidad científica”.
“Sí, así fue”, asintió el doctor Colaço. “Pasado el furor inicial, los
científicos remitieron todo el tema de los espíritus y de las almas que parten
para otro mundo para el folclore y pasaron a ignorar la cuestión. Los relatos
de las personas que estuvieron a las puertas de la muerte fueron pura y
simplemente desvalorizados y catalogados como burla o producto de la
imaginación fértil de personas ingenuas influenciadas por tramposos”.
“Sí, esa es la idea que tengo”.
El médico levantó la mano, como si quisiera frenar a Tomás.
“Pero eso ha cambiado desde entonces”.
El historiador alzó una ceja.
“¿Cambió? ¿Cómo?”.
“La persistencia de los relatos de experiencias cercanas a la muerte a lo
largo del tiempo, la coherencia con que eran presentados por tantas y tan
diversas personas y el hecho de que numerosos médicos hayan confirmado
que muchos de esos pacientes estaban técnicamente muertos, o por lo menos
a las puertas de la muerte, cuando decían haber vivido tales experiencias
obligaron a repensar esa visión”.
“¿Habla en serio?”, preguntó Tomás, sorprendido.
“¿Los científicos creen de verdad que esas experiencias son verdaderas?”.
“La comunidad científica acepta hoy que corresponden a algo real”.
Levantó un dedo, como si hiciese una excepción. “Pueden no ser aquello que
parecen, claro. Eso es otra cuestión”.
“Ah”.
“Un estudio hecho durante dos años a supervivientes de paros cardíacos en
diez hospitales de Holanda permitió concluir que el doce por ciento de los
pacientes tuvieron una experiencia cercana a la muerte. Otros estudios
llevados a cabo en Estados Unidos también con supervivientes de paros
cardíacos registraron porcentajes entre el diez y el veintitrés por ciento de
pacientes con experiencias similares. Esas experiencias no son todas iguales,
aunque tengan elementos comunes. Unos supervivientes hablan de un túnel y
una luz, otros dicen que salieron del cuerpo y vieron a los médicos y a los
enfermeros intentando reanimarlos, otros que encontraron familiares muertos
y otros que revivieron toda su vida en breves instantes. Algunos suman dos o
tres de estos aspectos y ocasionalmente hay quien se acuerde de haber pasado
por todos los pasos de la experiencia”.
“Fue lo que ocurrió esta mañana con mi madre”.
“Exacto, es muy raro, pero a veces ocurre. De cualquier modo, es
importante subrayar que los investigadores son concluyentes al afirmar que
estos supervivientes son sinceros en lo que dicen y por lo que se han dado
cuenta, no buscan publicidad. Muchos pacientes incluso evitan hablar de eso,
por miedo a que les consideren locos. Sabemos que la experiencia tiende a
cambiarles. Se vuelven personas más serenas y felices, y parece que pierden
el miedo a la muerte. Eso muestra que están realmente convencidos de que
vivieron una experiencia genuina”.
“Muy bien, aceptemos que los testigos no están mintiendo y creen que les
ocurrió lo que dicen que ocurrió”, accedió el historiador. “¿No podemos estar
ante simples alucinaciones?”.
“Esa es la explicación preferida de la comunidad científica. Fíjese: la
inminencia de la muerte puede provocar en el moribundo un miedo extremo,
un fuerte estrés y falta de oxígeno del cerebro. Una situación de esas tiene el
potencial de activar descontroladamente las áreas responsables de la visión,
creando la ilusión de una luz en medio de una envolvente oscura, el referido
túnel. Se hicieron pruebas en pilotos de cazas supersónicos que revelaron
además que en situaciones de violenta aceleración, ocurre una disminución
del flujo sanguíneo hacia la cabeza y ellos se sumergen en estados de
ensoñación, euforia y alejamiento”.
“¡Entonces debe de ser eso!”, exclamó Tomás. “Los pacientes con paro
cardíaco también sufren de falta de sangre en el cerebro...”.
“Sí, el problema es que hay relatos de experiencias cercanas a la muerte
antes de que el paciente sufriera alguna lesión, por ejemplo en momentos que
antecedieron a un accidente de automóvil”, contraargumentó el médico.
“Otros casos ocurrieron en pacientes que no estaban en fase terminal y que no
sufrieron ninguna interrupción o disminución del flujo sanguíneo hacia el
cerebro. Además, la falta de oxígeno del cerebro provoca estados cognitivos
confusos y comportamientos de agitación, no situaciones estructuradas,
coherentes y serenas como las que encontramos en las experiencias cercanas
a la muerte”.
“Ah...”.
“Otra hipótesis discutida se relaciona con la administración de
medicamentos a los pacientes en riesgo de muerte. Se sabe que hay drogas
que provocan alucinaciones complejas, como por ejemplo el LSD, y esta
pista parece prometedora. El problema es que existen muchos casos de
pacientes que tuvieron una experiencia cercana a la muerte sin que se les
administrase ninguna droga o anestésico. Pero lo más importante es que los
estudios muestran que las experiencias cercanas a la muerte en pacientes
medicados tienden a ser menos complejas que las experiencias de los
pacientes no medicados. Su madre, por ejemplo, tuvo una experiencia muy
compleja y no estaba bajo el efecto de ninguna droga”.
“Pero no se olvide de que ella tiene Alzheimer y estaba medicada...”.
“La medicación del Alzheimer no produce alucinaciones. Cuando hablo de
drogas, me refiero a las alucinógenas”, aclaró el médico. “Otra posibilidad
para explicar las experiencias cercanas a la muerte es que se trata de todo un
mecanismo psicológico de defensa. Se sabe que ante un suceso asustador, las
personas pueden despersonalizarse”.
Tomás hizo un gesto señalando a la paciente de psiquiatría que se
encontraba junto a una maceta de plantas, al fondo del comedor, hablando
sola.
“¿Como aquella señora que tiene tres personalidades en la mente?”.
“Doña São es un ejemplo de despersonalización y de disociación, sí. En
situaciones extremas, para defenderse emocionalmente, las personas
abandonan su propia identidad y se disocian de la terrible agresión exterior
que están sufriendo para construir una fantasía agradable que las reconforte”.
“Eso puede explicar realmente estas experiencias”, observó el historiador.
“Me parece natural que personas que están a las puertas de la muerte fabulen
una realidad alternativa bastante más agradable, la de que ascendieron al
Cielo, encontraron familiares y entendieron que la muerte no es el fin del
mundo. La disociación de la realidad es un mecanismo de defensa evidente
cuando se está delante de una situación tan dramática”.
“Sí, pero esa hipótesis puede ser anulada por dos hechos”, contrapuso el
médico. “El primero es que, según refería hace instantes, hay experiencias
cercanas a la muerte en pacientes que no se encuentran bajo riesgo de la
muerte. Y el segundo es que todas esas experiencias son agradables. Aunque
en minoría, existen muchos relatos de experiencias cercanas a la muerte que
fueron penosas, lo que no es compatible con un escenario de substitución de
la realidad dolorosa por una fantasía agradable”.
Como si se sintiese incómodo, Tomás se revolvió en la silla. Las
explicaciones clínicas le parecían interesantes y prometedoras, pero
claramente enfrentaban deficiencias serias. Incluso así no estaba convencido
y permanecía dispuesto a dar lucha.
“Oiga, doctor, tengo idea de haber leído en una revista científica que fue
realizado un importante descubrimiento sobre el cerebro que explica la
sensación que muchas personas tuvieron, incluyendo mi madre, de que
salieron de su cuerpo”, recordó. “¿No cree que esto explica por lo menos esa
parte extraña de las experiencias cercanas a la muerte?”.
“¿Se refiere al descubrimiento realizado en Suiza?”.
“Ese, sí”.
“Es realmente un...”.
María Flor se dio cuenta de que la conversación estaba convirtiéndose en un
diálogo a dos y amenazaban excluirla, y actuó de inmediato.
“¡Eh...!”, interrumpió levantando la mano. “¿Pueden por favor explicarme
cuál es ese descubrimiento?”.
“Ah, perdone”, se sobresaltó el doctor Colaço, volviendo hacia ella su
atención. “El profesor Noronha se refiere a un descubrimiento realizado
accidentalmente por médicos suizos durante el tratamiento a una enferma que
sufría epilepsia extrema. Como parte del tratamiento le colocaron electrodos
en el cerebro, incluyendo un área designada gyrus angularis que es
responsable del control de la imagen que la persona tiene de su propio
cuerpo. Los médicos activaron los electrodos y de repente ella les informó de
que sentía que estaba flotando por el techo y que se veía a sí misma allí abajo.
Los suizos concluyeron que la sensación de la salida del cuerpo relatada por
muchos pacientes que vivieron experiencias cercanas a la muerte estaba
seguramente relacionada con alteraciones cerebrales que hacían disparar las
neuronas del gyrus angularis”.
“¿Lo ve?”, preguntó Tomás victorioso. “Al final existe una explicación
neurológica para esa sensación de salida del cuerpo”.
El médico hizo una mueca.
“No diría tanto”, contestó. “Se trata realmente de un descubrimiento
interesante. El problema es que la paciente suiza no tuvo una experiencia
fuera de su cuerpo con las características exactas a las vividas por quien
atravesó una experiencia cercana a la muerte. Ella sólo conseguía ver las
piernas y la parte inferior del tronco, pero no el resto del cuerpo, ni la sala, ni
los muebles, ni el material, ni a los médicos que estaban a su alrededor. Los
pacientes que viven experiencias cercanas a la muerte ven todo el cuerpo, la
sala y el personal clínico alrededor de su cama intentando reanimarlos.
Además, la paciente suiza estaba consciente, mientras que los relatos que
recibimos muchas veces son de personas que no tenían ninguna actividad
cerebral en el momento en el que decían que veían todo desde un punto alto.
Incluso, los pacientes observaron pormenores que desde la camilla no era
posible ver”.
“El doctor dándose un golpe en la rodilla con el mueble, por ejemplo”, atajó
María Flor. “Doña Gracia estaba inconsciente y con los ojos cerrados, por
tanto no podía ver que ocurría una cosa así”.
“Es verdad”, asintió el doctor Colaço. “¿Cómo es posible que me haya visto
golpeándome con un mueble? La tesis de que todo no son más que
alucinaciones no logra explicar cosas que los supervivientes vieron, no se
entiende cómo. Está también el caso de una mujer que perdió la visión debido
a complicaciones quirúrgicas y fue llevada de emergencia a la sala de
operaciones. Tuvo una experiencia fuera del cuerpo y dice que vio a su novio
y al padre de su hijo observar cómo llevaban la camilla al ascensor. Los dos
confirmaron que estaban en el local cuando ella tuvo el paro cardíaco. Hay
otro caso de una mujer que tuvo un colapso cardíaco y que reveló a un
asistente social haber visto a los médicos intentar reanimarla. La mujer
informó haber flotado después hacia el exterior, y observado unas zapatillas
deportivas en un parapeto del tercer piso de la parte norte del edificio. La
asistente social subió en ese momento al tercer piso y descubrió unas
zapatillas en un parapeto de la parte norte”. Puso un aire pensativo.
“Curiosamente, muchos de los casos de mujeres que vieron cosas a partir de
ángulos que no podrían ver si estuviesen alucinando envuelven zapatos,
váyase a saber por qué”.
María Flor se rio.
“Se nota que no conoce bien a las mujeres”, observó con una mirada
burlona. “¿No sabe que lo primero que muchas de nosotras observamos en un
hombre es lo que calza? A las mujeres les gustan los zapatos como a los
hombres los coches”.
El médico consideró muy curiosa la observación, pero Tomás permaneció
impávido, con una expresión meditativa en los ojos, madurando todo lo que
acababa de escuchar.
“Ese pormenor sobre las cosas que los pacientes vieron y no podían haber
visto si estuviesen alucinando me parece importante”, subrayó. “¿Nunca hubo
una estudio que sistematizase ese fenómeno?”.
“Pues sí. Un profesor de la Universidad Emory, de Atlanta, por ejemplo,
realizó una investigación con dos grupos distintos. El primero era de
supervivientes de paro cardíaco que tuvieron la sensación de salir del cuerpo
y el segundo era un grupo de control de personas que pasaron algún tiempo
en unidades coronarias observando situaciones de emergencia cardíaca, pero
sin que hubiesen experimentado esas sensaciones de salida del cuerpo. El
investigador pidió a los elementos del primer grupo que describiesen los
procedimientos médicos que observaban alrededor de sus cuerpos y pidió a
los del segundo grupo que imaginasen la actuación de los médicos durante un
paro cardíaco, cosa que ya habían visto hacer a otros pacientes en la unidad
coronaria. Los resultados fueron asombrosos. Ninguna de las personas que
dijeron haber tenido una experiencia cercana a la muerte y visto lo que
ocurrió alrededor de su cuerpo cometió un único error en la descripción de
los procedimientos clínicos. Además, sus relatos correspondían a lo que
estaba efectivamente escrito en el informe médico elaborado por el personal
clínico después de la emergencia. Veintidós de las veinticinco personas del
grupo de control cometieron errores elementales cuando intentaron imaginar
a los médicos y a los enfermeros intentando reanimarlos”.
“Ahí está”, exclamó María Flor. “Eso es la prueba de que las personas que
tuvieron sensación de salir del cuerpo no fabularon durante su experiencia,
¿no cree?”.
El doctor Colaço abrió las manos, como si no supiese lo que pensar.
“No diré que es la prueba”, opinó. “Pero que es perturbador, no lo puedo
negar”.
Las miradas de ambos se volvieron hacia Tomás, a la espera de su
veredicto. El historiador se frotaba los ojos y la frente, en señal de que algo le
perturbaba.
“Doctor, aquí hay algo que no entiendo”, acabó diciendo. “Tanto cuanto sé,
la muerte no se produce en un instante. Se trata de un proceso biológico
continuo, de tal modo que determinar el momento exacto del óbito constituye
un problema médico que todavía no se ha resuelto por completo.
Antiguamente se consideraba que la muerte ocurría cuando el corazón dejaba
de latir, ¿verdad? Pero hoy es posible reanimar a una persona que estuvo
varios minutos con el corazón parado”.
“Fue justamente lo que ocurrió a su madre. Cuando el corazón para, el
oxígeno deja de irrigar el cerebro y la persona pierde la consciencia a los
veinte segundos. Las células cerebrales recurren entonces a un transmisor
químico de alta energía para permanecer vivas durante por lo menos cinco
minutos, periodo al fin del cual la fuente de energía se agota y las células
cerebrales comienzan a morir. Si el corazón no es reactivado entre los quince
y los veinte minutos, la pérdida de células cerebrales es muy amplia. Pasado
algo más de tiempo, la muerte es irreversible”.
“Sí”, reconoció el historiador, aprovechando lo dicho. “Es justamente ahí
que radica el problema. Estamos hablando de personas con paros cardíacos y
con consecuente pérdida de actividad cerebral, ¿cierto?”.
“Correcto”.
“Como ya se ha debido de dar cuenta, soy una persona muy escéptica en
relación a estas cosas, pero no soy ciego ni obtuso y hay aquí un pormenor
que me está perturbando en toda esta historia. Mi perplejidad se reduce a esta
cuestión: ¿cómo es posible que esos supervivientes tengan recuerdos tan
lúcidos y pormenorizados de lo que vieron y oyeron mientras su cerebro
estaba parado? ¿Cómo puede eso ocurrir?”.
El doctor Colaço se rascó la cabeza, claramente incómodo con la pregunta,
y respiró hondo.
“No lo sé”, acabó por reconocer con un gesto de impotencia. “Es una
excelente pregunta y, que sea de mi conocimiento, nadie ha presentado
todavía una respuesta satisfactoria. Lo cierto es que la generalidad de los
pacientes que recuerdan la experiencia cercana a la muerte no tiene ningún
recuerdo de las circunstancias que rodearon a su incidente cardíaco. La única
hipótesis que imagino es que exista alguna actividad cerebral no detectada,
una cosa tan mínima que nuestros instrumentos no disponen de sensibilidad
suficiente para identificarla”.
“Pero ¿es posible que, habiendo una actividad cerebral mínima no
detectada, sea suficientemente potente para producir una riqueza cognitiva
tan grande?”.
El cardiólogo movió la cabeza.
“No es posible. Si la producción cognitiva fuese rica tendría forzosamente
que ser registrada por el electroencefalograma. De eso no hay duda”.
Lo dijo de una forma perentoria, y después consultó el reloj. Vio que era
tarde y que tenía que darse prisa. Se levantó en ese momento de la mesa.
“Sin embargo”, le frenó Tomás, “los relatos de experiencia cercana a la
muerte son justamente mucho más ricos en pormenores y, por lo que he
entendido, incluyen una profusión de imágenes, sonidos, colores y
emociones. Estando el cerebro parado, ¿dónde se ha producido todo eso?”.
La pregunta provocó un momento de indecisión en el médico, que vaciló
antes de dar media vuelta y regresar al ala de cardiología. Su rostro se
contrajo en una mueca, expresando una extraña mezcla de perplejidad,
impotencia e incomprensión.
“Ese es el problema”, admitió. “De ahí el misterio”.
XVI
Siempre en el modo silencio, el móvil vibró y el hombre de las gafas de sol
bajó la mirada hacia la pantalla y verificó el número. El indicativo
internacional de la llamada era el uno, de Estados Unidos, y reconoció el
nacional, el doscientos dos, referente a Washington. D.C. Langley quería
hablar con él.
Apretó el botón verde y atendió.
“Aquí Krongard”.
“¿Ya ha cazado al motherfucker?”.
La voz agresiva al otro lado de la línea era inconfundible.
“Hola, mister Fuchs. Estoy esperando que el objetivo llegue al lugar donde
me encuentro, lo que puede ocurrir en cualquier momento”.
El director del Servicio Clandestino Nacional de la CIA no parecía contento.
“¿Por qué este retraso?”.
“No hay ningún retraso, mister Fuchs”, afirmó el agente en un tono
tranquilo que contrastaba con el de su interlocutor. “Lo que ha pasado es que
el objetivo estaba en otra ciudad y tuve que trasladarme para encontrarme con
él. Tranquilo, le voy a coger”.
La voz en el móvil refunfuñó.
“El avión de transporte ya salió de la base aérea de Hanscom para ir a
buscar el encargo y llevarlo para interrogatorio en Langley”, le informó.
“Pero vuelvo a subrayar que esto es solo una cortina de humo para
defendernos en el caso de que los fuckers del Congreso vengan aquí a meter
las narices. Quiero por eso asegurarme de que entendiste que debes dejar a
ese cocksucker huir para tener un pretexto para abatirlo. ¿Alguna duda sobre
eso?”.
“Ninguna, sir”.
“¿Está todo claro?”.
“Clarísimo, sir”.
“No te olvides de que ese tipo mató a uno de los nuestros, un director de la
Agencia por si fuera poco, y tiene que pagar por ello. No puedes fallar”.
“De acuerdo, sir”.
“Cuando acabes la misión, me llamas. Quiero estar informado de todo. Got
it?”.
“Sí, s...”.
Clic.
Antes de que Krongard completase la respuesta, el director del Servicio
Clandestino Nacional había colgado. El agente de la CIA se quedó por un
momento mirando el móvil mudo, irritado con los modos bruscos del jefe. En
circunstancias normales aquel bruto nunca le llamaría, sino que lo haría el
responsable de su sección operacional. Si un big shot como Harry Fuchs se
daba el trabajo de llamar personalmente, era porque atribuía la más alta
importancia a aquella misión. De hecho, Krongard entendió claramente que
no podía fallar.
Metió la mano en el interior del abrigo y, con un movimiento discreto, sacó
la Glock de servicio. Inspeccionó el cargador y el gatillo y se aseguró de que
el cañón permanecía limpio. Satisfecho, volvió a guardar el arma en su lugar.
Esa noche no iba a ver jugar a los Boston Celtics, se conformó. Le esperaba
otro tipo de juego.
Una caza al hombre.
XVII
Una vez en la calle, Tomás empujó la silla de ruedas saltando entre las
piedrecitas esparcidas por la rampa exterior del hospital y atravesó la acera
hasta el borde de la calle, justo al lado del sitio en el que tenía el coche
aparcado. El historiador rodeó la silla y extendió la mano para ayudar a la
ocupante.
“Vamos, madre. ¿Puedes andar?”.
“Claro que puedo”, replicó Doña Gracia, casi ofendida con la pregunta.
“Tranquilo, tuve un achaque sin importancia. Que yo sepa no estoy inválida”.
Pero a pesar de presumir de autonomía, la señora tuvo que apoyarse en la
mano que le extendió su hijo para poder levantarse.
María Flor ya había abierto las puertas del Volkswagen y les hizo una señal
para que se acomodasen en los lugares de delante, dando a entender que se
sentaría atrás, pero Tomás no estuvo de acuerdo.
“Sin querer hacer de ti mi chófer, me parece que es mejor que yo vaya atrás
con ella para hacerle compañía”, dijo, extendiendo la llave del coche.
“¿Puedes conducir?”.
La directora de la residencia aceptó naturalmente. Mientras madre e hijo se
instalaban en los asientos de atrás, ella se acomodó en el lugar del conductor
y metió la llave. Cuando iba a girarla, se fijó en un objeto extraño posado en
el asiento vacío de al lado. Lo cogió y se dio la vuelta en dirección a Tomás,
que estaba sentado atrás dando la mano a su madre.
“¿Qué es esto?”.
Los ojos del historiador se clavaron en el objeto que había recibido esa
mañana de Ginebra.
“Es un amuleto”.
María Flor se rio.
“No me digas que eres supersticioso...”.
“No creo en astrología ni en amuletos porque soy Aries”, replicó Tomás con
una sonrisa burlona. “No sé si sabes que los Aries son escépticos por
naturaleza...”.
La contradicción produjo una carcajada dentro del coche.
“Muy graciosillo, sí señor”, asintió su amiga. “Pero no me lo has aclarado”.
“Lo que tienes en la mano es el gran pentáculo. Fue descubierto en un
manuscrito llamado Clavis Salomonis, o La llave de Salomón, un libro de
magia cuya autoría se atribuye al rey Salomón”.
La explicación intrigó a María Flor. Aproximó el amuleto a los ojos y lo
estudió más de cerca, claramente fascinada con lo que le dijo su amigo.
“¿De verdad?” Qué interesante...”. Desvió los ojos hacia Tomás. “¿Pero qué
hace aquí una cosa de estas?”.
El historiador se encogió de hombros.
“Si quieres que te diga, no lo sé”.
El Volkswagen llegó a una plazoleta y aparcó frente a un Ford blanco, justo
delante del portón que daba acceso a la Casa de Reposo. Cuando Tomás y
María Flor iban a abrir las puertas para salir, un sollozo emocionado de Doña
Gracia les frenó.
“Mamá, ¿qué pasa?”.
Una lágrima corría por la cara de la señora, deslizándose desde el ojo hasta
la barbilla y dejando un rastro húmedo que le iluminaba la piel, arrugada por
el tiempo.
“Tu padre”, lloriqueó con voz debilitada, los ojos verdes brillando de
emoción. “Ver esta mañana a tu padre me ha dejado una nostalgia tan
grande...”.
El hijo se volvió y le agarró la mano.
“Tranquila, la vida es así, mamá”, intentó reconfortarla, cariñoso. “Al
menos sabes que está en un lugar mejor. ¿Verdad?”.
Doña Gracia suspiró y levantó los ojos hacia su hijo, como si estuviese
suplicando.
“¿Sabes lo que de verdad querría ahora?”.
Le hizo la pregunta cautelosamente, como para probar si Tomás estaba
realmente dispuesto a ayudarla.
“Dime, mamá”.
“Me gustaría ver el álbum de nuestra boda. ¿Sabes cuál es? Aquel que tiene
las fotografías de la ceremonia en la Catedral y del banquete”.
“Pues si quieres ver el álbum, me parece estupendo”.
La señora bajó los ojos, con pesar.
“El problema es que... el álbum no está aquí en la residencia”.
“¿Lo tienes en casa?”.
“Sí, en la maleta con alcanfor, al fondo del pasillo. ¿Sabes cuál es?”.
“¿Quieres que vaya a buscarlo?”.
El rostro de Doña Gracia se iluminó en una sonrisa.
“Ah, eres una joya, hijo mío”.
Observando la escena desde el asiento del conductor, María Flor intervino.
“¿Necesitáis algo?”.
“Bueno, creo que sería mejor que vinieras conmigo, si no es demasiada
molestia”, pidió Tomás. “Hay algunas cosas de las que tengo que hablarte,
sobre todo de la logística del acompañamiento médico que mi madre va a
necesitar en los próximos días, y sería una buena oportunidad para ver todo
eso”.
La directora de la residencia, que ya se había quitado el cinturón de
seguridad, se lo volvió a poner.
“Hoy voy a dedicar el día a Doña Gracia”, dijo. “Por eso no hay ningún
problema”.
Tomás abrió la puerta.
“Entonces estamos de acuerdo.”, dijo. “Voy a acompañar a mi madre hasta
la residencia y ya vuelvo”.
Se bajó y, después de ayudar a su madre a salir del coche, le dio la mano y
la llevó hacia el portón de la Casa de Reposo sin fijarse en el hombre con
gafas de sol que se aproximaba para cortarle el camino.
XVIII
Siguiendo con mucha atención la discreta llegada del Volkswagen azul a la
plazoleta James Krongard esperaba. El vehículo y la respectiva matrícula
estaban referenciados en el informe que Langley le había hecho llegar, por lo
que no tenía duda de que era el momento de pasar a la acción.
Las órdenes que había recibido del director del Servicio Clandestino
Nacional eran claras, pero la espera le hizo pensar y alimentó algunas dudas
sobre si debería obedecer ciegamente a las instrucciones de dejar al
sospechoso huir para abatirlo. No porque el hecho de matar fuera en sí un
problema, ya había liquidado a un jefe de reclutamiento de Al-Qaeda en
Peshawar y a dos talibanes en los alrededores de Kandahar, pero primero
necesitaba estar convencido de que Tomás Noronha había asesinado a Frank
Bellamy. La verdad era que el informe presentaba fuertes indicios en ese
sentido; pero le faltaba oír lo que el sospechoso tenía que decir en su defensa.
El objetivo tardó algún tiempo en abandonar el coche en el que había
venido, pero cuando lo hizo, el agente de la CIA saltó de su coche de alquiler
y aligeró el paso para interceptarlo en el camino, con el informe en una mano
y la tarjeta de identificación de la CIA en la otra, la pistola escondida por
debajo del abrigo.
“¿Profesor Noronha?”, le llamó. “¿Es usted el profesor Tomás Noronha?”.
Tomás se detuvo y giró los ojos en dirección al desconocido con gafas de
sol.
“Sí, soy yo”.
Viendo una anciana a su lado, y no deseando testigos de la conversación, el
hombre hizo una señal en dirección de un roble que se encontraba a unos
metros de distancia.
“Necesito hablar con usted en privado, si no le importa”.
El historiador dejó a su madre en el coche y obedeció automáticamente,
intrigado por ser interpelado en
aquel lugar por un desconocido con un evidente acento americano.
“¿Pasa algo?”.
Después de asegurarse de que estaban a una distancia suficientemente
segura para que la anciana no oyese lo que tenía que decirle, el hombre de las
gafas de sol extendió la mano y le mostró su tarjeta al interlocutor.
“Mi nombre es James Krongard”, se identificó en voz baja. “Central
Intelligence Agency”.
El nombre inglés de la Agencia confundió al historiador, que tenía la mente
bien lejos de ese lugar.
“¿Perdón?”.
“CIA”, precisó el americano, quitándose las gafas de sol para mostrar los
ojos azul oscuros. “Soy el encargado del desk de la CIA en Portugal”.
La declaración dejó a Tomás sin reacción durante un segundo, la mente
hirviendo por el esfuerzo de entender por qué motivo alguien de la agencia
americana de informaciones se daba el trabajo de ir hasta Coimbra a hablar
con él. La respuesta a la pregunta, la única posible, le llegó de repente como
una evidencia.
“¡Oh, no!”, exclamó. “Es por Frank Bellamy, ¿verdad?”.
¿Qué es lo que querría ahora el jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología
de la CIA?, se preguntó. Le parecía obvio que el viejo lobo contaba de nuevo
con sus servicios para otra misión loca. Cerró los dientes, decidido. Esta vez
Bellamy no conseguiría arrastrarlo para otra de sus aventuras insensatas,
pensó. Podían amenazarlo, tal vez hasta le apuntasen con un arma en la
cabeza y le amenazasen, pero esta vez estaba decidido a no ceder. No se
sometería.
“Menos mal que confiesa”, dijo Krongard. “Eso hace que las cosas sean
mucho más fáciles para mí”.
El historiador no entendió esa observación.
“¿Confieso? ¿Qué confieso?”.
“Que es usted el asesino. El hecho de entender que mi presencia aquí está
relacionada con Frank Bellamy constituye, como es evidente, una admisión
implícita”.
“¿Admisión de qué?”.
“Ahora no vale la pena intentar disimular”, dijo el americano, haciendo una
señal en dirección a su coche. “Creo que es mejor que me acompañe”.
La mirada de Tomás era de estupefacción.
“¿A dónde?” No entendía nada. “Oiga, ¿qué está pasando aquí?” La
irritación comenzó a subirle la voz. “¿Quién es usted para decirme que soy un
asesino y que admití implícitamente no-sé-qué? ¿Qué conversación es esta?”.
“Usted sabe muy bien lo que hizo”, gruñó Krongard. “La muerte de Frank
Bellamy no quedará impune. Haga el favor de acompañarme”.
El profesor portugués se quedó clavado en el sitio.
“¿Frank Bellamy ha muerto?”.
“No se haga ahora el desentendido. Acompáñeme, por favor”.
“Disculpe, pero aquí hay algún equívoco. En primer lugar, yo no sabía nada
de la muerte de Bellamy. En segundo lugar, no entiendo sus insinuaciones.
¿Está intentando sugerir que tengo algo que ver con esa muerte?”.
“No lo estoy sugiriendo, lo estoy afirmando”.
Tomás se rio incrédulo.
“¡Eso es ridículo!”, exclamó. “¡No veo a Bellamy hace años, ni vivo en
América! Admito que ya tuve ganas de estrangularlo, ese tipo me metió en
unos líos que sólo yo sé, pero eso es una forma de expresarse. Claro que
nunca le iba a matar, es absurdo plantear tal hipótesis”.
El americano mantuvo clavados en él sus ojos analíticos, con una expresión
desconfiada en el rostro.
“¿Podría decirme dónde estaba ayer?”.
“Por casualidad ni estaba por aquí”, dijo Tomás, como si la respuesta
arreglase la pregunta. “Estaba en Ginebra. Puedo probarlo porque todavía
tengo la tarjeta de embarque del vuelo”.
“Menos mal que lo admite. ¿Puede indicarme las instituciones que visitó en
Ginebra, por favor?”.
La reacción del americano desconcertó al historiador. Esperaba que la
revelación de que en la víspera se encontraba en Suiza resolviese aquella
confusión, pero claramente no era eso lo que estaba pasando. Su interlocutor
ni siquiera se sorprendió. Por primera vez, Tomás empezó a preocuparse.
“Oiga, aquí debe de haber un malentendido...”.
“¿Qué instituciones visitó en Ginebra?”.
Era mejor responder, decidió el investigador.
“Estuve en el Anticuario Perrin, junto al lago Leman. Por la tarde regresé a
Lisboa”.
La respuesta llevó a krongard a abrir el informe que traía en la mano.
“¿Sólo estuvo en el anticuario?”, indagó el agente de la CIA mientras
buscaba en el contenido de la carpeta. Localizó una hoja y la sacó. “¿Y esto?
¿Qué es esto?”.
Tomás miró la hoja y constató que se trataba de una imagen retirada de un
vídeo, evidentemente captada por una cámara de seguridad, mostrando su
entrada en un edificio que de inmediato reconoció.
“¡Ah, sí!”, exclamó, dándose con la palma de la mano en la cabeza. “Pasé
también por el CERN, ya me olvidaba”.
El americano le lanzó una mirada cargada de sospecha, como si indicase
que a él el académico no le engañaba.
“Un olvido conveniente, ¿no le parece?”.
El tono ofendió a Tomás.
“¿Está insinuando que omití a propósito esa visita? Oiga, visité realmente el
CERN, pero ya no me acordaba, porque fue de paso, no tuvo ninguna
importancia”.
Krongard dibujó una sonrisa llena de maldad.
“¿Ah, no? ¿Entonces qué fue a hacer allí?”.
La pregunta dejó a Tomás perturbado. No había pensado en eso, pero a la
luz de esas preguntas, y en particular de la sospecha que se comenzó a formar
en su espíritu de que había alguna relación entre la muerte de Frank Bellamy
y el CERN, los pormenores de su paso por el complejo científico podrían de
hecho ser considerados extraños.
“Fui... quiero decir, recibí una invitación para... para ir allí”.
“¿Quién le invitó?”.
Tomás tragó en seco. Cada pregunta era una zanja que iba a poner en
evidencia una tontería incómoda. O sea, las respuestas que tenía que dar,
aunque fuesen inocentes y verdaderas, podrían ser consideradas raras y solo
servirían para enterrarlo todavía más.
“De un anticuario”, dijo en voz baja, consciente de que la respuesta parecía
ridícula. “Me informó que tenía un artefacto antiguo que sería de mi interés y
me invitó a ir a verlo en el CERN”.
El agente de la CIA soltó una carcajada incrédula.
“¿Un artefacto antiguo en el CERN?”, se burló. “¿El CERN es alguna casa
de antigüedades o un museo? ¿Pretende que me crea una bola de esas?”.
“Yo sé que ahora parece absurdo, pero en el momento no cuestioné la
incongruencia. Me encontraba en Ginebra para adquirir objetos raros para la
colección del Museo Gulbenkian y lo miré como una nueva oportunidad. Me
dijeron que podían mostrarme un artefacto interesante, antiguo, en las
instalaciones del CERN y lo acepté de buena fe. Además tenía algo de tiempo
libre”.
“¿Y qué anticuario le dio esa información?”.
La pregunta casi obligó a Tomás a encogerse. Iba a decir otra tontería que le
iba a enterrar todavía más.
“No sé”.
“¿Perdón?”.
“En realidad no hablé con ningún anticuario”, aclaró, arrepentido por no
haber explicado todo pormenorizadamente desde el inicio. “Lo que ocurrió
fue que, al llegar a mi habitación del hotel, me encontré una nota metida por
debajo de la puerta que ponía a mi disposición ese artefacto antiguo y me
invitaba a ir al CERN para verlo. La nota indicaba la hora a la cual debía
dirigirme al complejo y el local del encuentro, la esquina de un acceso a la
zona del detector Atlas”.
“¿Dónde está la nota?”.
“La tiré”.
“¿Por lo menos estaba firmada?”.
“Sí”. Se rascó la cabeza, medio avergonzado. “Pero me temo que la firma
era ilegible”.
Krongard bufó; evidentemente ninguna de las respuestas le dejaba
convencido.
“Oiga, ¿y ese artefacto?”, preguntó como si le estuviese dando una última
oportunidad para probar lo que decía. “¿Dónde está?”.
Otra pregunta cuya respuesta sería difícil de tragar.
“Llegué al lugar donde, según la nota, el anticuario estaría esperándome,
pero nadie apareció. Esperé una hora y, después de ese tiempo, desistí y me
fui, una vez que tenía que coger el vuelo a Lisboa”.
El americano respiró hondo y movió la cabeza.
“Con sinceridad, profesor Noronha”, dijo en tono de un profesor que no
cree en las disculpas incoherentes presentadas por un alumno que le aparece
en la clase sin los deberes hechos. “No espera que me trague tantas patrañas
tan mal contadas, ¿verdad?”.
“Es la verdad”.
“Es la verdad que improvisó en este momento, pero está llena de mentiras”,
le acusó en un tono de repente afirmativo. “Aparezco aquí y de inmediato se
da cuenta que es por causa de Frank Bellamy. Le pregunto dónde estuvo ayer
en Ginebra y evita mencionar el CERN. Cuando le presento un fotograma
que muestra haber entrado en el CERN, alega que se olvidó de referir esa
visita porque se trató de un paso breve. Le interrogo sobre los motivos por los
cuales se trasladó a esas instalaciones y me viene a decir que fue allí porque
un anticuario le pidió ir a ver un artefacto antiguo, como si fuese normal
exponer ese tipo de piezas para la venta en un lugar como el CERN. Después,
cuando le pido el nombre de ese anticuario para ir a su encuentro y confirmar
lo que me dijo, se desmiente y afirma que al final no habló con ningún
anticuario y que recibió la información a través de una nota que le dejaron en
la habitación, y con una letra ilegible, lo que se muestra muy conveniente
para impedir la identificación de quien quiera que sea. Le pregunto por la
nota y declara que ya la tiró. ¿Dónde está el artefacto? Al final no lo compró
ni nadie apareció en el lugar a la hora del encuentro. ¡En fin, es una historia
que no tiene pies ni cabeza!”.
El sumario hecho por el hombre de la CIA, entendió Tomás, reflejó la forma
como cualquier policía desconfiado interpretaría sus palabras. No interesaba
cómo se habían producido realmente, sino solo lo que parecía y lo que se
podría probar.
“Sé que esto que le voy a decir parece una disculpa, pero la verdad es que
sus preguntas me cogieron por sorpresa”, se justificó. “Las cosas ocurrieron
como le dije, aunque en ese momento no asocié ningún significado al caso.
Tenía tiempo libre antes del vuelo, aproveché esas horas para ir detrás de una
posibilidad de compra y al final el intento no dio en nada. Nunca más pensé
en el asunto, tan irrelevante me pareció, y seguro que lo olvidaría si no
hubiese aparecido con todas esas preguntas”.
El americano irguió una ceja.
“No me va a decir que el hecho de que Frank Bellamy haya sido asesinado
justamente a la hora en que estuvo en el CERN es pura coincidencia,
¿verdad?”.
Tomás estrechó los párpados: la situación era peor de lo que alguna vez
podría imaginar.
“¡Frank Bellamy murió en el CERN a la hora en que yo estaba allí!”.
El agente de la CIA le miró con desdén: en ese instante estaba
absolutamente convencido de que su interlocutor era realmente el asesino.
“¿Ahora finge que no lo sabía?”.
“Deduje que Bellamy había muerto en el CERN a partir del momento en
que comenzó a hacer de mi visita al complejo científico un gran caso, pero
alimentaba la esperanza de que no fuese así”, dijo con un sentimiento de
resignación. “De cualquier modo, todo esto son indicios circunstanciales que
evidentemente no se aguantarán en tribunal. Tienen que conseguir pruebas
mejores que las de mi presencia en el CERN a la hora de la muerte de
Bellamy. A fin de cuentas, en aquel momento deberían de estar más de mil
personas en las instalaciones, ¿verdad? ¿Por qué sospechan de mí y no de
alguna otra de las personas que se encontraban allí?”.
La resignación del historiador y su exigencia de que presentasen pruebas
más concluyentes fueron interpretadas por Krongard como una admisión de
culpa. El hombre de la CIA había pasado las últimas horas estudiando bien el
informe del caso y le faltaba comprender si las explicaciones del sujeto eran
inatacables. La verdad es que Tomás no le convenció.
“Ya veo que ha decidido protegerse detrás de minucias jurídicas”, observó.
“Esa es la táctica utilizada habitualmente por los culpables...”.
“No tengo nada que ver con la muerte de Bellamy, cuya presencia en
Ginebra yo desconocía”, insistió el historiador portugués. “Pero ya me he
dado cuenta de que usted nunca me creerá, y para ser sincero, eso también me
resulta indiferente. Si creen que soy culpable, tienen que buscar una prueba”.
“Sabe, me gustaría creer en su inocencia, pero sus múltiples maneras de
mentir lo delatan”, respondió el hombre de la CIA. “Descubrimos que usted y
mister Bellamy estaban hospedados en el mismo hotel, el Four Seasons”.
Sacó un fotograma impreso más del informe que Langley le había enviado.
“Esta imagen fue sacada de una grabación del vídeo de seguridad del hotel.
Como puede ver, le muestra sentado en el atrio leyendo un periódico y mister
Bellamy pasando delante de usted”.
Tomás examinó la imagen, perplejo.
“¡Estábamos en el mismo hotel!”, se sorprendió. “Caramba, eso es una
enorme coincidencia”.
El americano guardó la impresión del fotograma.
“Si hay algo que ya aprendí es que en la vida, profesor Noronha, no hay
coincidencias”, sentenció. “Para nosotros es evidente que usted fingía leer el
periódico, pero en realidad estaba vigilándolo. Conozco bien la estrategia
del periódico porque es un viejo truco de mi profesión”.
“Le aseguro que nuestra presencia en simultáneo en el hotel es una mera
coincidencia”, repitió el historiador. “Sea como fuere, no pasa de otro indicio
circunstancial. Lo que me parece es que ustedes no tienen nada más concreto
que me relacione a la muerte de Bellamy y
están buscando la forma de engañarme para ver si me delato”.
Krongard incluso dudó, pero acabó por retirar un último papel del informe y
lo mostró al interlocutor.
“¿Cree que no tenemos nada en concreto que lo relacióne con el homicidio?
Entonces vea esto”.
La atención de Tomás incidió sobre todo en las palabras manuscritas debajo
del símbolo.
“¿Qué hace aquí mi nombre?”.
Los labios del americano dibujaron una sonrisa de cazador con la presa a su
merced.
“No contaba con esto, ¿verdad?”.
“No respondió a mi pregunta”, insistió el historiador, presintiendo un mar
de información oculta en aquella pequeña hoja. “¿Qué es esto? ¿Por qué está
aquí mi nombre?”.
“Esto es una copia que nos envió la policía de Ginebra”, aclaró. “Se trata de
un papel encontrado en las manos del cadáver de mister Bellamy. Su sentido
simbólico es evidente, en particular a la luz de sus movimientos en ese día.
La figura de encima simboliza la crucifixión. Mister Bellamy se refiere a su
propia muerte. Y debajo está el nombre del hombre que lo mató, y que él
designa como the key, o la llave, para identificar a su asesino”. Agitó el papel
en el aire. “Este documento, profesor Noronha, constituye una prueba
definitiva e irrefutable de que usted asesinó al jefe de la Dirección de Ciencia
y Tecnología de la CIA”.
Tomás mantenía los ojos clavados en la hoja, digiriendo todas las
implicaciones de lo que veía y lo que le decían. La presencia de su nombre en
un papel encontrado en la mano de la víctima constituía sin duda un indicio
claramente comprometedor. Sabía que era inocente, ¿pero cómo podía
explicar una cosa de esas? Lo cierto es que Fran Bellamy lo incriminaba de
una forma inequívoca y su último mensaje iba a pesar mucho en la mente de
un juez a la hora de dictar la sentencia.
“¿Está seguro de que fue Bellamy quien redactó esto?”, preguntó,
agarrándose a una última esperanza. “¿Cómo puede tener la seguridad de que
esta prueba no fue plantada por el verdadero asesino para incriminarme?”.
El americano señaló el informe que tenía en la mano.
“Sabemos que mister Bellamy es el verdadero autor de ese mensaje porque
hicimos pruebas de caligrafía a las palabras aquí manuscritas y analizamos la
tinta y el papel con mucho cuidado. Los resultados preliminares que tengo
aquí muestran que la letra es inequívocamente de él, la tinta corresponde a la
del bolígrafo que solía llevar con él y las únicas marcas de ADN encontradas
en el papel son justamente las de mister Bellamy. Puede
estar seguro, profesor Noronha. El mensaje fue dejado por él”.
Aquel camino también se cerró, para frustración y perplejidad del
historiador.
“Entonces no lo entiendo”, se desahogó. “Pero de algo estoy seguro: no hice
nada”.
Krongard se encogió de hombros.
“Sus mentiras no me interesan”, dijo. “Haga el favor de acompañarme”.
“¿A dónde?”.
Acabada la conversación, el americano lo agarró por el codo y lo arrastró
con rudeza en dirección al automóvil blanco estacionado debajo del roble.
“Está usted detenido”.
XIX
“Tomás, me siento débil”.
La voz de Doña Gracia sacó a Tomás del entorpecimiento en el que se había
sumergido mientras el desconocido lo arrastraba por el brazo. Cayendo en sí
cuando se preparaba a entrar en el coche del agente de la CIA, el historiador
se soltó con un movimiento brusco y se enfrentó a Krongard.
“¡Oiga, esto no puede ser así!”, protestó. “Mi madre ha sufrido esta mañana
un colapso cardíaco y tengo que ayudarla. Además, que yo sepa, en mi país
usted no tiene autoridad. Solo la policía portuguesa me puede obligar a ir a
algún sitio contra mi voluntad”.
Saltaban chispas de los ojos del americano.
“Usted mató a un agente de la CIA”, gruñó entre dientes. “En América se
trata de un crimen punible con la pena de muerte. ¿Cree que la Agencia se va
a preocupar ahora con temas burocráticos que no nos llevarán a ninguna
parte, una vez que Portugal jamás aceptará extraditar a uno de sus ciudadanos
para ser juzgado y ejecutado en Estados Unidos?”. Movió la cabeza. “Está
equivocado, profesor Noronha. En este preciso momento un Hercules C-130
está sobrevolando el Atlántico para venir a buscarlo. A partir de este
momento usted se encuentra bajo detención de la CIA y esta noche será
transferido clandestinamente a Langley, donde tendrá lugar el interrogatorio y
se formalizará su proceso”. Hizo un gesto con la mano señalando su coche de
alquiler. “Por eso, haga el favor de acompañarme”.
“¡Usted no tiene autoridad para detenerme!”.
El agente de la CIA abrió su chaqueta y dejó ver la funda de la pistola que
traía atada al pecho con la culata de la Glock fuera.
“Esta es mi autoridad”, murmuró con una sonrisa ácida, la voz llena de
amenazas y la mano acariciando la culata. “¿Viene por las buenas o por las
malas? La decisión es suya”.
El arma, incluso guardada en su funda, constituía un argumento formidable.
Los ojos de Tomás saltaban entre la Glock, la expresión firme del americano
con la mano posada en la culata y la figura frágil de su madre, que lo
aguardaba junto al portón.
“Está bien”, acabó por ceder, derrotado. “Pero déjeme primero llevar a mi
madre a la residencia, ¿vale? Como ve, ella se siente débil y necesita
descansar”.
La atención de Krongard se desvió hacia la señora.
“Bueno”.
Tomás volvió por fin junto a su madre. Le dio la mano disculpándose y la
ayudó a pasar por el portón y a llegar a la entrada de la Casa de Reposo. El
americano caminaba unos metros por detrás, satisfecho con la forma en la
que transcurrían los hechos. Con base en la información que había obtenido,
tenía previsto que el blanco apareciese en la plazoleta con su madre, como de
hecho acabó por ocurrir. La visita al interior de la residencia formaba parte de
su plan. Una vez convencido al sospechoso de su culpa, sabía que lo abatiría
sin la menor duda y para eso le bastaba motivarlo para huir y darle una
oportunidad para hacerlo.
“¡Doña Gracia!, exclamó la funcionaria que la recibió, abriendo los brazos y
sonriendo de forma calurosa al ver a la huésped delante de ella. “¿Cómo está?
¿Un poquito mejor?”.
“Gracias a Dios”, dijo la anciana con una sonrisa débil. “Aquí mi hijo me
fue a buscar al hospital, pobre. Es una joya de chico, ¿no cree, Ermelinda?”.
“¡Ay si lo es!”.
Atravesaron la puerta. Una vez en el atrio de la vivienda, Tomás vaciló
sobre lo que debería, o podría, hacer después. ¿Sería esposado y llevado al
coche? ¿O el americano le daría unos minutos más a solas con su madre?
Volvió atrás y miró a su captor.
“¿No ve inconveniente en que lleve a mi madre a su habitación, verdad?”,
preguntó. “Quiero acostarla y tranquilizarla”.
“Como quiera”, autorizó Krongard en voz alta, pero de inmediato aproximó
la boca al oído del historiador. “Despídase de su madre, despídase”, le
susurró. “Es la última vez que la verá porque en América le espera la silla
eléctrica”.
Al oír estas palabras, Tomás le dirigió una mirada ofendida; no podía creer
en la insensibilidad mostrada por el agente de la CIA en un momento de
aquellos.
“Fuck you!”, murmuró, la voz y la mirada impregnados de desprecio. “Fuck
you!”.
“Tsss, tsss...”, le devolvió el americano con expresión burlona. “Controle su
lengua”. Se volvió hacia la chica de la residencia, que ya se alejaba. “Señora,
¿tiene algo para comer? Ni imagina el hambre que tengo...”.
La funcionaria se detuvo, momentáneamente sorprendida
con el pedido, pero reaccionó en una fracción de segundo.
“Venga”, le dijo. “La cocinera ha hecho una fabada que está deliciosa.
Tiene que comer en la cocina, si no le importa. El comedor está reservada
para los huéspedes”.
El visitante echó una mirada a su alrededor.
“¿Y dónde están?”, quiso saber, más por razones operacionales que por
curiosidad. “Esto parece tan desierto...”.
La empleada se rio.
“Unos fueron a dar un paseo al pinar, otros están en las habitaciones”,
aclaró. “Pero la mayoría está en la sala de estar. Sabe cómo son las personas a
esta edad, es donde está la televisión...”.
“Me lo imagino”, asintió el americano, frotándose las manos y preparándose
para el banquete. “Vamos a la cocina a probar esa fabada”.
Mientras Tomás acompañaba a su madre por las escaleras hasta el piso
superior, Krongard siguió a la funcionaria hasta la cocina con una sonrisa en
los labios. Al subrayar que en América lo esperaba la silla eléctrica y al
dirigirse a la cocina para comer, el hombre de la CIA estaba motivando al
historiador para que huyese y dándole la ocasión para hacerlo. Había lanzado
la trampa.
La iniciativa estaba del lado de su presa.
El comportamiento del americano dejó a Tomás sorprendido. Mientras
subía los peldaños y ayudaba a su madre a llegar al primer piso, una densa
nube de perplejidad le llenaba la mente. ¿Cómo era posible que el agente que
lo venía a detener se mostrase de tal modo confiado que lo dejaba solo con su
madre? ¿No veía que le estaba ofreciendo una oportunidad para huir? ¿Qué es
lo que le hacía sentirse tan seguro de sí mismo? ¿Cómo podía tener la
seguridad de que Tomás no la aprovecharía?
Las interrogaciones se multiplicaban, pero las respuestas no. Se esforzó por
ver las cosas desde el punto de vista del agente de la CIA, para entender y
prever su comportamiento. Su intento fue infructífero. Fuese cual fuese la
perspectiva que adoptase, le parecía que solo había una respuesta
satisfactoria. Su captor le subestimaba. No había otra explicación. ¿Pensaría
que Tomás, por ser un académico habituado al mundo de los libros y pasar la
vida buscando manuscritos antiguos, no era más que un ratón de biblioteca,
un intelectual asustado delante de los desafíos de la vida real e incapaz de una
iniciativa físicamente arriesgada? Tal presunción le parecía casi un insulto.
“¡Uf, estoy cansada!”, se quejó Doña Gracia cuando
llegaron a lo alto de las escaleras, interrumpiéndole la cadena de
pensamientos. “Creo que me voy a tumbar un poco”.
“Haces bien, mamá”, asintió. “Tienes que descansar, fue una mañana muy
intensa. No se muere uno y resucita en el mismo día tan fácilmente, ¿verdad?
El propio Jesús tuvo que esperar tres días”.
El historiador lanzó una última ojeada al piso de abajo y se aseguró de que
el atrio estaba vacío. Después llevó a su madre por el pasillo hasta su
habitación. Entraron, la ayudó a quitarse la ropa y ponerse el camisón, a
tomar los medicamentos y a tumbarse en la cama.
“Gracias hijo”, murmuró ella mientras colocaba la manta y se acomodaba en
la almohada. “¿Te veo para cenar?”.
Tomás dudó; su idea inicial era permanecer en Coimbra una o dos semanas,
para acompañar la convalecencia de su madre y sus consultas en el hospital,
pero los acontecimientos se habían precipitado en una dirección inesperada y
nada de eso era viable.
“Infelizmente no”, respondió. “Ha surgido una cosa urgente y tengo que
regresar a Lisboa”.
“¡Ah, qué pena! Cuidado por el camino, ¿vale? A veces aceleras un poco y
es peligroso. Además hay muchos locos por la carretera”.
“Quédate tranquila, mamá”.
Vencida por el cansancio, Gracia cerró los ojos y se quedó casi
inmediatamente dormida. El hijo se inclinó y la besó en la frente,
perguntándose si la volvería a ver. La situación engañosa en que Bellamy le
había metido le podía costar muy caro.
Al incorporarse, regresó a su problema más urgente: su propia situación.
Los acontecimientos habían evolucionado de una forma absolutamente
extraordinaria cuando, algunos minutos antes, el agente de la CIA le había
interceptado a la puerta de la residencia. La nueva realidad le parecía
surrealista pero no la podía ignorar. Ante las perspectivas que tenía por
delante, y en particular la posibilidad de ser secuestrado y enviado
clandestinamente a los Estados Unidos, donde lo esperaba la silla eléctrica, su
única opción verdadera era huir. Sobre eso no le quedaban dudas.
Huir.
La decisión estaba tomada. Acercó el oído a la puerta de la habitación de su
madre para intentar darse cuenta de algún movimiento en el pasillo. No oyó
nada. Abrió despacio la puerta y observó el exterior. El pasillo estaba
desierto. Salió del cuarto, cerró la puerta con mil cuidados y avanzó con
pasos suaves a lo largo del pasillo, preocupado con cualquier movimiento
sospechoso. El suelo de madera rechinaba y parecían gemidos de melancolía,
por lo que a cada paso redobló la cautela. Al llegar a lo alto de la escalera se
inclinó hacia abajo y examinó el atrio. Permanecía vacío.
Había llegado el momento de intentar salir.
El ruido del suelo de madera rechinando en el piso de arriba no pasó
desapercibido a James Krongard. Se había mantenido atento a los sonidos
producidos en el piso superior cuando el blanco llevó a la madre a la
habitación y lo primero en que se había fijado fue justamente en el sonido de
la madera chirriando cuando alguien la pisaba. Tomó buena nota de ese
ruido, consciente de que volvería a producirse cuando el sospechoso
recorriese el pasillo en sentido contrario.
“¿Qué tal esa fabada?”, quiso saber la funcionaria. “Una maravilla,
¿verdad?”.
“Óptima”, respondió el americano mientras se metía en la boca el último
bocado. “Pero ya es suficiente”.
“¡Oh! ¿No come todo?”.
El hombre se levantó de su sitio y se dirigió al pasillo.
“Agradezco su gentileza, pero no quiero nada más. Voy a esperar al doctor
Noronha”.
Salió de la cocina y tomó posición en el pasillo que daba acceso al atrio. El
sonido del entablado dando de sí paró encima, señal de que el blanco
inspeccionaba el camino y se preparaba para intentar la huida. Los labios de
Krongard dibujaron una sonrisa que de inmediato reprimió, esforzándose por
estar concentrado. El desenlace era realmente previsible. Sabiendo que la
CIA lo iría a llevar clandestinamente a América, donde sería juzgado por el
asesinato de uno de los directores de la Agencia con pruebas altamente
comprometedoras, y considerando que parecía tener allí una oportunidad
inesperada para escapar de su captor, era inevitable que intentase huir.
“Vamos, chico”, susurró, casi convencido de que sus palabras inaudibles
llevarían a Tomás a escaparse.
“Avanza ahora”.
La mano derecha de Krongard se deslizó hacia el interior de la chaqueta y
acarició la culata fría de la Glock. No convenía retirarla de inmediato. Si
alguien lo viese con el arma en la mano haría saltar la alarma y la maniobra
fracasaría. Pero tenía que estar preparado para sacar deprisa la pistola y
usarla. Con la punta del índice, soltó la correa que mantenía la Glock presa a
la funda. Después usó el pulgar y destrabó el arma. Con los procedimientos
listos, agarró por fin la culata y puso el dedo en el gatillo. Estaba listo para la
acción y sabía que se produciría cuando el sospechoso comenzase a bajar las
escaleras, acción que sería también denunciada por los gemidos de la madera.
En ese instante, el entarimado en el piso de arriba volvió a rechinar.
XX
Estaba sintiendo que algo no iba bien.
La imagen del atrio desierto allá abajo inquietó a Tomás más de lo que
podría pensar. Fue como si un sexto sentido lo avisase de que no debería
aprovechar de aquella forma la oportunidad que tan inesperadamente se le
ofrecía. Ya se había habituado a confiar en su sexto sentido, no por estar
convencido de que se trataba de una capacidad extra sensorial de acceso al
mundo sobrenatural, sino justamente por saber que el sexto sentido resultaba
de un análisis complejo que envolvía los procesos cognitivos de su propia
mente, que, sin recurrir a la consciencia, procedían a la radiografía de la
situación. El resultado era, por lo visto, aquella alerta lanzada por su sexto
sentido. Tenía que revisar el plan de fuga.
Algo no cuadraba.
“Me estás esperando”, murmuró; la desconfianza de repente le removió las
entrañas mientras estudiaba el espacio junto a la puerta de la calle con otros
ojos. “Estás escondido en algún lugar esperando que intente huir...”.
Tal vez fuese exceso de cautela, pero Tomás decidió confiar en su intuición.
Echó un último vistazo al atrio vacío, esperando ardientemente no estar
cometiendo un error y desperdiciando una bella oportunidad para escapar.
Siempre con mil cuidados, retrocedió por el pasillo, esforzándose por
minimizar el denunciador crujido del entarimado, y regresó a la habitación de
su madre.
Cerró la puerta, rodó la llave en la cerradura y, con el corazón retumbando
en el pecho, miró el cuerpo tranquilo en la cama. Gracia dormía
profundamente, roncando suavemente, la manta subía y bajaba al ritmo lento
de la respiración. En otras circunstancias se reiría de aquel ronquido leve,
pero no en aquel momento; las circunstancias eran demasiado graves.
“¿Y ahora?”, se preguntó en voz baja, todavía dudando si había hecho bien
o si había perdido una posibilidad única para escapar de su captor. “¿Cómo
salgo de aquí?”.
Miró a su alrededor, como un animal acorralado, y su atención se fijó
inevitablemente en la terraza del cuarto. Si la puerta del pasillo no era el
mejor camino, como le indicaba su sexto sentido, sólo le quedaba aquella vía
de fuga. Se precipitó hacia la terraza y miró hacia abajo. Estaba en el primer
piso pero la altura era considerable y el suelo no parecía acogedor; eran
bloques de granito que separaban la pared exterior de la casa del tapiz verde
de hierba. Si se tirase por allí, lo más probable era partirse una pierna y
algunas costillas. Ni pensar en intentar el salto.
Fue cuando se dio cuenta del pinar.
Los nuevos crujidos de la madera en el piso superior inquietaron a James
Krongard. “¿Qué significaría aquello? Después de los primeros ruidos, había
esperado que su blanco bajase las escaleras, en silencio o muy rápido para
intentar la fuga. Pero nada de eso ocurrió. Al contrario, el rechinar adicional
del entablado mostraba que había actividad arriba, pero no había forma de
delimitar las razones.
“¿Qué estará haciendo este tipo?”.
El agente de la CIA esperó algunos segundos más, esperando que en breve
todo quedase aclarado y el sospechoso bajase por las escaleras en fuga, como
preveía desde el principio, pero eso no ocurrió. A medida que transcurrían los
segundos sin que nada ocurriese, se hacía evidente
que los acontecimientos habían evolucionado en otra dirección. Y lo más
grave era que Krongard sentía que esa dirección escapaba a su control. O los
nuevos ruidos significaban que había huéspedes circulando en el piso
superior, o entonces...
Abrió bien los ojos.
“No me digas que... que...”.
Solo en ese instante asaltó al americano la sospecha de que Tomás podía
haber elegido otro camino para la fuga. Sin perder más tiempo, abandonó la
posición que había ocupado para ocultarse del historiador y fue hacia las
escaleras para mirar hacia arriba. No vio a nadie. Con recelo de haber
cometido un error terrible, el agente de la CIA saltó los peldaños de dos en
dos y recorrió rápidamente el pasillo hasta la habitación número ocho, donde
la empleada le había dicho que se alojaba la madre de su presa.
Llamó a la puerta.
“¿Profesor Noronha?”, llamó, esforzándose por mantener la voz controlada
para no perturbar a los usuarios de la residencia. “¿Está ahí, profesor
Noronha?” Llamó de nuevo. “¿Profesor Noronha?”.
Como no tuvo respuesta, echó la mano al pomo y lo rodó. La puerta se
mantuvo cerrada.
“Goddman!”.
En el instante en que verificó que la puerta de la habitación se encontraba
cerrada, Krongard se convenció de que su objetivo se había fugado, pero por
otro camino. La situación estaba escapándose de su control y el agente de la
CIA entendió que no había modo de mantener la discreción; tendría que
recurrir a otros medios.
Se alejó dos pasos, sacó la Glock de la funda y apuntó a la cerradura.
El tiro provocó un alboroto en la residencia.
Cuando el disparo sonó, Tomás se agarraba al tronco de un pino. El toque
en la puerta ocurrió cuando estaba en la terraza inspeccionando el árbol y
verificando si era una vía segura hacia el suelo. Al oír al americano
llamándole, el fugitivo comprendió que ya no le quedaba mucho más tiempo.
La oportunidad se acabaría rápido y, si quería realmente escaparse, tendría
que ser en ese momento.
Se abrazó al tronco y, cuando empezó a bajar, oyó el tiro que deshizo el
cierre de la puerta de la habitación de Doña Gracia. Pensó en su madre y en el
susto que se habría llevado, receló incluso que la detonación le provocase un
nuevo colapso cardíaco y casi se arrepintió de haber intentado huir. No había
previsto que el hombre de la CIA empezase a disparar y era demasiado tarde
para deshacer lo que ya estaba hecho. La única opción que le quedaba era
seguir hacia delante.
Y deprisa.
“¿Profesor Noronha?”.
La voz con fuerte acento americano salía del interior de la habitación, pero
Tomás comprendió que en un instante su perseguidor aparecería en la terraza,
de modo que tendría que ser más rápido.
Iba por la mitad del tronco y la altura le pareció ya más segura. En ese
momento se dejó caer. Rodó por el suelo, se levantó y comenzó a correr por
el jardín en dirección a la plazoleta.
Sonó un nuevo disparo.
La detonación se propagó de manera diferente, evidentemente porque había
ocurrido en un espacio abierto al aire libre, y el fugitivo vio un trozo de
hierba levantarse delante de él. Se dio cuenta de que el americano disparaba a
matar. No lo mandó parar, no hizo siquiera un intento de detenerlo.
Simplemente, disparaba a matar. Y la espalda de Tomás era un blanco
magnífico y continuaría siéndolo durante cinco segundos más, el tiempo que
le llevaría doblar la esquina del edificio y dejar de estar en el punto de mira.
Cuatro segundos.
Miró hacia la izquierda y en ese momento sonó otro tiro. El agente de la
CIA era sin duda un tirador experto; la práctica de tiro formaba parte de su
entrenamiento, pero no esperaba aquel cambio en la dirección y falló de
nuevo el objetivo.
Tres segundos.
Dio algunos pasos más en línea recta, pero se sentía desprotegido y tuvo la
noción de que tenía que volver a hacer nuevos despistes para tener alguna
posibilidad de escapar. Simuló que giraba a la derecha y se flexionó otra vez
hacia la izquierda. El nuevo tiro volvió a fallar.
Dos segundos.
“Sonnavabitch!”.
Los tres tiros habían fallado y el fracaso arrancó un gruñido de frustración al
americano. Nunca en su vida de tirador había fallado dos tiros seguidos,
mucho menos tres. El primero era disculpable, había acabado de llegar a la
terraza y abrió fuego en la dirección del blanco en fuga sin apuntar
debidamente, pero los dos restantes le parecían errores inaceptables. Era
cierto que el súbito zigzag del fugitivo lo había cogido por sorpresa y le había
engañado, pero el error estaba en el blanco que había escogido. Había
apuntado a la cabeza, para provocar la muerte instantánea, pero las
condiciones no eran las ideales para intentar un tiro de esos con una pistola.
Si hubiese apuntado al tronco, no habría zigzag que salvase al sospechoso. Y
era justamente hacia allí que ahora abriría fuego. Acertaría con el cuarto tiro.
Un segundo.
El punto de mira de la Glock de James Krongard asentó en el tronco de
Tomás, donde sabía que, por más desvíos que el fugitivo diese, no fallaría.
Primero lo iba a derrumbar. Cuando estuviese en el suelo, el segundo tiro le
desharía el cráneo. Consciente de que solo disponía de unas fracciones de
segundo, contrajo el apuntador y apretó el gatillo.
“¡Bruto estúpido!”.
Un objeto llegado de ninguna parte alcanzó al americano en el instante en
que abría fuego, desequilibrándolo.
“Qué...”, balbuceó apoyado en la terraza. Vio al blanco desaparecer por
detrás de la esquina del edificio y se dio cuenta de que, una vez más, había
fallado el tiro. “Damn”.
“¡Ordinario!”.
El objeto que lo alcanzó volvió a darle en la cabeza. Se protegió con el
brazo e intentó entender lo que ocurría. Era Doña Gracia que lo atacaba con
el bolso, los pelos al viento y los ojos en furia, bombardeándolo con insultos
y con sucesivos golpes de bolsa.
“¡Anormal!”.
Se dio cuenta de que no debía haberse olvidado de la madre del sospechoso.
El tiro que destruyó la cerradura la había despertado de repente y, cuando vio
un hombre armado pasando por la habitación y llamando a su hijo, se puso en
guardia. Al darse cuenta de que el hombre estaba en el balcón abriendo
fuego, comprendió lo que ocurría y con su instinto de madre en vilo, actuó de
inmediato.
“¡Salga de delante!”, ordenó Krongard, poniéndose de pie y alejando a la
anciana con el brazo. “¡Déjeme pasar!”.
El agente de la CIA atravesó la habitación y el pasillo corriendo, con la
pistola en puño, rezando para no llegar demasiado tarde a la calle y con una
única pregunta martilleándole la cabeza; ¿cómo iba a explicar a Langley que
una vieja casi demente le había impedido matar al hombre que asesinó a
Frank Bellamy?
XXI
Sonando como una tormenta, los estampidos de los disparos sobresaltaron a
María Flor. Al principio pensó que se trataba de fuegos artificiales y se irritó,
preguntándose sobre la identidad y las intenciones de las personas que habían
tenido la idea de tirar cohetes a aquella hora junto a una residencia de
ancianos, pero cambió de idea en el momento que vio a Tomás aparecer en el
portón, jadeante y corriendo hacia el coche.
“¿Qué ha pasado?”, preguntó, sorprendida, cuando él abrió la puerta del
coche. “¿Pasa algo?”.
Tomás se tiró dentro del Volkswagen literalmente, golpeándose con la
cabeza en el hombro de ella.
“¡Arranca!”, gritó. “¡Arranca!”.
Su amiga lo miró, sin comprender.
“¿Arranco el qué?”.
El historiador apuntó al volante.
“¡Arranca inmediatamente!”, insistió. “¡Tenemos que salir de aquí lo antes
posible!”.
“¿Pero por qué? ¿Qué pasa?”.
Él hizo una señal con el pulgar, señalando el edificio de la Casa de Reposo
que se erguía después del muro y de los setos.
“¡El tipo... el tipo que me interpeló en la plaza me está disparando!, dijo en
el tono más controlado posible, sabiendo que la explicación era demasiado
extravagante para tener sentido. “Tenemos que salir de aquí inmediatamente.
Me quiere matar, ¿entiendes?”.
La cara de María Flor se contrajo en una mueca de estupefacción y absoluta
incredibilidad.
“¿Qué? ¿Qué historia es esa?”.
Tomás gimió de frustración.
“¡Arranca!, gritó fuera de sí, con la atención puesta en ella y en el portón de
la vivienda. ¡Arranca antes de que el tipo aparezca!”.
Lo cierto es que el motor estaba en marcha; María Flor no lo había apagado
pensando que Tomás volvería más deprisa de lo que realmente volvió. Ante
tan gran insistencia pisó el embrague y metió la primera, pero no tenía
intención de obedecer hasta entender lo que pasaba. ¿Había un hombre
disparando dentro de la residencia? No tenía sentido. ¿Tomás habría
enloquecido?
“Oye”, dijo ella en un tono sereno, como intentando tranquilizarlo. “Lo
que...”.
Se calló en el instante en el que vio al hombre aparecer por el portón con la
pistola en la mano. En realidad no entendió lo que vio, no tuvo tiempo para
eso porque el instinto, el tal sexto sentido que en realidad era la mente
analizando la situación sin implicar a la consciencia, reaccionó más deprisa y
en ese instante hizo lo que hacía falta. Soltó el embrague, apretó el acelerador
y con un traqueteo brusco y un chirrido loco, el coche arrancó a toda
velocidad.
La bala fue disparada en el momento en el que el Volkswagen salía. James
Krongard no esperaba que el automóvil azul se moviese en ese preciso
momento, y eso fue suficiente para errar de nuevo el objetivo. En realidad, la
bala partió los cristales laterales de los asientos traseros del coche, pero no
alcanzó a ninguno de los ocupantes. Por tanto, había fallado.
“Fuck!”, echó pestes el americano, que odiaba pronunciar palabras
obscenas. “Fuck! Fuck! Fuck!”.
Todo le salía mal ese día.
El automóvil fugitivo abandonó la plazoleta, dejando una nube de polvo
fundiéndose con el aire, y aceleraba ya en la calle de al lado. El agente de la
CIA cruzó rápidamente el portón y al llegar al centro de la plazoleta, a la
entrada de la calle, apuntó en dirección al coche, pero solo vislumbró la parte
trasera doblando la esquina y desapareciendo detrás de una vivienda.
“¡Oh, no!”.
Sin perder tiempo, Krongard corrió hacia el Ford blanco aparcado por
debajo del roble. Echó mano al bolsillo, sacó la llave y, con una nota musical
ridícula, desbloqueó las puertas. Se sentó al volante, encendió el motor y el
coche arrancó. Se arrepintió en aquel momento de no haber alquilado un
coche más potente, pero sabía que, hechas las cuentas, eso no influiría en el
resultado final. ¿No había pilotado en el circuito de Indianápolis, durante el
periodo de formación en la Finca, el centro de entrenamientos de la CIA? La
Agencia enseñaba a sus agentes las técnicas de conducción en alta velocidad,
lo que significaba que el fugitivo no tenía la menor posibilidad de escapar.
Además, reparó en que al volante estaba una mujer, y Krongard creía
firmemente que ellas tenían menos habilidad en la carretera.
El Ford aceleró y frenó chirriando y derrapando en cada recta y en cada
curva, un cazador veloz en el rastro de su presa, serpenteando entre los
automóviles que le aparecían por las calles, corriendo riesgos y ganando
terreno porque los otros coches se apartaban, intimidados con su conducción
agresiva. A medida que se aproximaba al centro de Coimbra el tráfico
aumentaba, lo que en principio constituía un problema, pero en aquel caso era
una clara ventaja. Los fugitivos, sabía el hombre de la CIA, no tenían
experiencia en conducción competitiva, lo que significaba que el tránsito
intenso los atrasaría más que a él.
Al fin de unos cinco minutos de una carrera loca por las calles de la ciudad,
Krongard avistó por fin la mancha azul del Volkswagen encajada entre una
furgoneta y un utilitario.
“Ah, estás ahí...”, sonrió a pesar de los dientes cerrados por la furia de la
persecución. “¡Ya eres mío!”.
Pisó el pedal y adelantó en contramano a un puñado
de automóviles, ganando doscientos metros de una vez.
A aquel ritmo, calculó, en breve estaría al lado del automóvil azul.
Bastaría un minuto.
La rápida progresión del Ford estaba siendo atentamente acompañada por
Tomás, que se mantenía dado la vuelta con los ojos fijos en la mancha blanca
que iba adelantando a los automóviles rápidamente, corriendo grandes
riesgos pero acabando siempre por salir bien. Parecía suerte pero Tomás sabía
que era destreza.
“¡Más deprisa!”, pidió. “¡Más deprisa!”.
“¿Deprisa cómo? preguntó María Flor, apuntando hacia delante con un
gesto de frustración. “¿No ves que ahí hay un semáforo?”.
“¡Ignóralo! ¡Ponte en el otro carril y pasa el semáforo rojo!”.
“Pero... pero...”.
“¡Haz lo que te digo!”, insistió Tomás, con la voz alterada. “¡Tenemos que
correr el riesgo, si no nos coge!”.
El mensaje fue comprendido. La conductora respiró hondo, como si se
estuviese preparando mentalmente para cometer una locura, y fue hacia la
izquierda, a contramano. Se encontró de inmediato con un automóvil que
venía en aquel sentido, pero a pesar del susto consiguió escabullirse y pasar
próxima entre el coche contrario y un jeep parado en doble fila. Al llegar al
cruce del semáforo, aceleró y pasó entre la línea de los coches que venían de
la izquierda pero, cuando pensaba que también había cruzado de forma
segura la segunda línea de los de la derecha, se oyó un estruendo, el
Volkswagen giró violentamente y rodó como una peonza en el sentido de las
agujas del reloj.
Habían chocado.
“¡Arranca!”, gritó Tomás, el primero en reaccionar al choque. “¡Arranca
ya... deprisa!”.
La conductora abrió los ojos y se dio cuenta de que habían tenido un
accidente y estaban parados en medio de la calle. Por el retrovisor se dio
cuenta de la enorme confusión detrás de ellos. El coche que les había dado el
golpe había volcado, el siniestro había afectado a otros vehículos y el tráfico
estaba parado, pero el bulto blanco del perseguidor estaba a punto de pasar el
cruce. Por suerte, el Volkswagen se había quedado girado hacia delante y con
el motor todavía encendido. María Flor metió la primera y arrancó.
Al lado de ella, el historiador se volvía de nuevo hacia atrás para acompañar
la progresión del perseguidor. Las noticias no eran buenas. Tomás vio el
Ford blanco escabullirse entre los coches accidentados y retomar la caza unos
cortos trescientos metros detrás de ellos. Era evidente que jamás conseguirían
escapar del él y que en algunos segundos tendrían al americano pegado a
ellos. Había que tomar decisiones.
Tomás extendió la mirada por la calle en busca de una solución, de alguna
cosa que invirtiese el rumbo de los acontecimientos y les permitiese escapar
al agente de la CIA. ¿Pero el qué? Detrás de ellos, el perseguidor acortó la
distancia a doscientos metros.
“¡Oh, no!”, clamó María Flor con cara de susto y de desilusión. “¡Ahora
no!”.
El pasajero miró hacia el punto que ella fijaba y comprendió el problema.
Había obras de repavimentación en la acera de enfrente y el tráfico estaba
restringido. Solamente una vía funcionaba, pero era estrecha y solo un piloto
de competición conseguiría acelerar en un espacio de aquellos. Atrás, el Ford
se encontraba a cien metros y se aproximaba rápidamente. Estaban perdidos.
“¡Para!”, ordenó Tomás. “¡Para al lado de la obra!”.
La conductora abrió bien los ojos, en pánico por la decisión. Pero desde el
principio de la persecución se había dado cuenta de que era mejor obedecer
sin rechistar las instrucciones que recibía, por más absurdas que fuesen. Su
pasajero parecía tener el don de improvisar bajo presión. De modo que, a
pesar del recelo por la locura de parar el coche en un momento de aquellos,
pisó el freno y el Volkswagen chirrió hasta detenerse junto a los
empedradores, que los miraban con sorpresa.
Sin perder tiempo, Tomás saltó del automóvil, agarró dos piedras pesadas
trabajadas en cubo por los empedradores y las proyectó con toda la fuerza
sobre el Ford que frenaba ya pegado a ellos. El primer cubo hizo estallar el
cristal delantero del coche y el segundo alcanzó al conductor en el hombro y
le rebotó en la cabeza.
El historiador se metió de nuevo en el lugar del pasajero y el Volkswagen
partió de inmediato, dejando al perseguidor parado junto a las obras de
repavimentación de la acera, con la cabeza llena de sangre.
XXII
Observando la puerta, James Krongard se dio cuenta de que faltaba el
momento más difícil. La enfermera le había puesto una ligadura en el hombro
y ultimaba la cura en la cabeza, por encima de la oreja derecha, pero eso no
era nada. El americano vislumbró, justo en la puerta, el perfil barrigudo del
policía que permanecía apoyado pacientemente con varios papeles en la
mano.
“Ah, la burocracia”, murmuró con enfado. “Les gusta mucho la burocracia
en este país...”.
Pero eso tampoco era nada. El problema, el verdadero problema, sería la
llamada que tenía que hacer todavía a Langley. ¿Cómo podía explicar lo que
pasó? ¿Debería hablar de la anciana que le impidió, a golpes de bolso, acertar
en el blanco con éxito? ¿O de cómo dos listillos al volante le habían
derrotado en una carrera loca por las calles de Coimbra? ¿Tendría coraje para
contar lo que realmente había ocurrido? ¿O debería inventar una historia
cualquiera?
“Ya está”, dijo la enfermera en un tono maternal, alejándose un paso para
contemplar su trabajo. “Ya está. Las heridas en la cabeza provocan siempre
mucha sangre, pero al final vemos que no es nada especial. Por tanto, no se
preocupe”. Parecía un artista contemplando su obra de arte. “La cura ha
quedado una verdadera maravilla. Apuesto a que en América no lo hacen
mejor...”.
“¿Me puedo ir?”.
“Por nosotros sí. La radiografía mostró que no tiene nada partido, solo
sufrió unas contusiones y unos hematomas”. Señaló al panzudo de la policía
que esperaba en el pasillo. “Pero creo que aquel señor quiere hablar con
usted. Parece que hubo una gran confusión en el centro de la ciudad, ¿eh?”.
El americano no respondió de inmediato. Se colocó la funda alrededor del
pecho y se puso la chaqueta.
“¿Mi arma?”.
La enfermera volvió a señalar al hombre de la policía.
“Hable con el agente”.
Pensando bien, consideró Krongard, la aprehensión de la Glock era
inevitable en aquellas circunstancias. Se dio la vuelta y abandonó el servicio
de urgencias en dirección al policía. Al ver al americano, el agente se puso
firme y fue a su encuentro.
“Documentos, por favor”.
El agente de la CIA extrajo el pasaporte americano y los papeles de la
embajada de los Estados Unidos que le concedían inmunidad diplomática y
los entregó.
“¿Mi arma?”.
El policía estudió los documentos de ceja fruncida, como si todo aquello
fuese materia de gran complejidad y requiriese la más profunda ponderación.
“Aquí dice que usted es agregado cultural de la embajada americana en
Lisboa”.
“Correcto”.
Un brillo centelleó en los ojos del agente, como si hubiese cogido al
sospechoso en flagrante delito.
“Oiga”, dijo, “¿es normal que los agregados culturales de su embajada
anden armados?”.
“Usted ya debe de haber oído hablar de una cosa llamada Al-Qaeda,
presumo yo”, replicó Krongard, encogiendo los hombros despreocupado.
“Por razones de seguridad, voy armado. Nunca se sabe lo que puede
ocurrir...”.
El policía se quedó desconcertado con la respuesta. Sería mejor mantenerse
en las cuestiones estrictamente legales, concluyó.
“¿Tiene licencia de arma?”.
El agente de la CIA echó de nuevo la mano al bolsillo de la chaqueta y
extendió otro documento. El agente verificó el texto, el sello y la firma con
una expresión de desaliento en la cara.
“¿Todo en orden?”.
“Sí”, refunfuñó el policía en un tono contrariado. Parecía evidente que
quería echar mano al sospechoso pero se dio cuenta de que no lo podía hacer.
“Parece que sí”.
“¿Entonces, ya puede devolverme la pistola?”.
A pesar de estar contrariado, el policía cogió una bolsa y sacó la Glock del
interior, extendiéndola al americano. Krongard guardó el arma en la funda
que tenía presa al pecho y firmó un recibo confirmando que le habían
devuelto la pistola. Después el policía le devolvió los documentos, que el
americano guardó en otro bolsillo.
“Yo sé que el señor tiene inmunidad diplomática y por eso ni siquiera está
obligado a prestar declaraciones”, reconoció el policía. “¿Pero podrá
acompañarme a la comisaría para explicarnos lo que ocurrió?”.
El fantasma de una sonrisa burlona iluminó el rostro impávido del
americano antes de volver la espalda con soberbia y alejarse en dirección a la
salida del hospital.
“Tengo otras cosas que hacer”.
XXIII
Repentinamente cayó una noche impenetrable sobre la carretera. Tomás,
que estaba ahora al volante, seguía con atención la fila de luces que
serpenteaba delante de él, rojas de los automóviles que estaban en su fila,
blancas de los que venían en sentido contrario. Al lado, María Flor se
esforzaba por dominar los nervios. La persecución de aquella tarde por las
calles de Coimbra la había dejado hecha polvo y durante las dos últimas
horas se mantenía en silencio.
“¿Por qué has venido por la Nacional Uno?”, preguntó ella, rompiendo el
largo mutismo al que se había remetido. “¿No sería mejor ir por la autopista?
Sería mucho más rápido y seguro...”.
El conductor señaló hacia atrás con el pulgar, en una referencia a los vidrios
agujereados y a la abolladura trasera.
“¿Ya has visto el estado del coche? Seguro que la policía alertó a la guardia
nacional y a las compañías que controlan las autopistas. Apuesto a que están
todos atentos a un Volkswagen con estos daños. Las cámaras de vigilancia
están por todas partes. Si nos metemos por la autopista nos cogen en cuanto
el diablo se frota un ojo”.
La pasajera no dijo nada, sabía que el argumento era sólido. No estaba
segura de que huir de la policía fuese la mejor táctica; en realidad pensaba
que se debían dirigir directamente a las autoridades y exponer lo sucedido,
pero se imaginaba que Tomás sabía lo que estaba haciendo. Si había decidido
mantenerse lejos de la policía, tendría sus razones y solo le quedaba la opción
de confiar en él o abandonarlo.
“¿Quién era aquel hombre?”, quiso saber, lanzando así la pregunta que le
preocupaba desde que la historia había empezado en la plazoleta. “¿Por qué
va detrás de nosotros?”.
“No va detrás de nosotros”, rectificó el conductor. “El tipo anda solo detrás
de mí. Te afecta indirectamente por acompañarme”.
“Lo que sea. ¿Quién es él y qué es lo que quiere?”.
“Quiere detenerme... creo”. Vaciló, revalorando la conclusión. “O tal vez
quisiese simplemente matarme, no sé”.
“¿Por qué? ¿Qué has hecho?”.
Tomás suspiró; no sabía bien por dónde comenzar.
“No hice nada”, comenzó por decir. “Ocurre que hace unos años hice unos
trabajos para la CIA y por entonces traté con...”.
“¿Para quién?”.
“Para la CIA. La agencia americana de espionaje”.
María Flor le echó una mirada incrédula, esperando que se riese y
deshiciese la broma, pero el historiador mantuvo el semblante serio.
“¿Te burlas de mí?”, preguntó, dudando si debería tomarlo a broma.
“¿Trabajaste de verdad para la CIA?”.
“Estuve involucrado en dos operaciones, sí. Fue hace unos años. Por
entonces traté con un director de la CIA que por lo visto fue asesinado en
Ginebra. Los americanos creen que fui yo quien lo mató”.
“Tú ayer viniste de Ginebra...”.
“Sí, llegué ayer”, asintió él. “Eso no quiere decir nada. No maté al hombre,
ni siquiera sabía que él estaba en la ciudad. Fue una coincidencia”.
“¿Entonces por qué te acusan?”.
“Porque estábamos en el mismo hotel y él murió en el CERN cuando yo
visité el complejo”, explicó. “Y porque la víctima dejó un mensaje diciendo
que yo soy la clave”.
“¿La clave de qué?”.
“La CIA cree que él reveló así que yo soy la clave del homicidio”. Tragó en
seco. “O sea, el propio asesino”. Movió la cabeza. “Yo, sin embargo, creo
que la víctima quería decir otra cosa”.
“¿El qué?”.
Tomás mantuvo los ojos fijos en la carretera, el rostro iluminado de forma
rítmica por las luces de los automóviles que cruzaban la Nacional Uno en
sentido contrario.
“Déjame madurar mi razonamiento. Cuando todas las piezas encajen en mi
cabeza, te lo digo”.
La respuesta no agradó a María Flor, pero no insistió. “¿El mensaje que ese
director de la CIA dejó contenía solo tu nombre?”.
“Tenía también un símbolo”.
“¿Qué símbolo?”.
“La CIA por lo visto cree que es una referencia a él mismo”, explicó. “Se
trata de un símbolo que realmente parece el esquema de una persona
crucificada. El crucificado aquí sería la víctima”.
“¿Podrá ser una referencia religiosa de un hombre en agonía? A fin de
cuentas, cuando se habla de crucifixión, la primera imagen que nos viene a la
cabeza es la de Jesús en la Cruz”.
El historiador se encogió de hombros.
“Tal vez, ¿quién sabe?”.
Se lo dijo de una forma displicente, como un adulto respondiendo a un niño
que le hiciera preguntas sobre un asunto complejo y más allá de su
entendimiento. Ella entendió el tono y no aceptó la respuesta; quería datos
concretos, no medias palabras condescendientes.
“Ya vi que no estás de acuerdo”, observó. “Muy bien, si ese símbolo no
representa la crucifixión del tal director de la CIA o de Jesús, en tu opinión
¿qué es lo que representa?”.
Por primera vez en largos minutos, Tomás desvió los ojos de la carretera y
los clavó en ella, una expresión indescifrable que solo duró el tiempo de
responder a la pregunta.
“La más misteriosa ecuación científica alguna vez formulada”.
XXIV
Otra vez tendría que llamar. James Krongard seleccionó el número,
entrando en la página de las direcciones. Con la atención dividida entre la
autopista y el monitor del móvil, el agente repasó rápidamente lo que iba a
decir, respiró hondo y apretó el botón.
El móvil comenzó a llamar.
“Servicio Nacional Clandestino”, respondió una voz
femenina con una melodía mecánica. “¿En qué puedo ayudarlo?”.
“Habla James Krongard, en Lisboa. Creo que el director Harry Fuchs está
esperando mi llamada”.
“Un momento, mister Krongard”.
Siguió un interludio musical rápidamente interrumpido por la voz del
responsable de las operaciones clandestinas de la CIA.
“¡Mister Krongard!”, exclamó Fuchs con un toque de jovialidad. Parecía
contento. “¿Novedades?”.
Llegó el momento más temido por Krongard durante las últimas horas.
Volvió a llenar el pecho de aire, para ganar impulso, y se lanzó a la tarea.
“Infelizmente no son buenas noticias, mister Fuchs”, anunció. “El pájaro
escapó del nido”.
Se hizo un breve silencio en la línea mientras el superior jerárquico digería
la noticia.
“¿Qué ocurrió?”.
El tono de voz mudó de una forma radical; se volvió bajo y tenso, como el
ronronear traicionero de un felino antes de lanzarse sobre la gacela incauta.
“Dejé a nuestro sospechoso escapar para poder liquidarlo, según sus
instrucciones, pero la persecución corrió mal”, explicó el agente, ahorrando
palabras en los hechos que no le convenía exponer. “Hubo un terrible
accidente en un cruce y, me temo que acabé por perderle el rastro. Creo que
ahora tenemos que...”.
“What the fuck, Krongard!”, echó pestes Fuchs, elevando la voz a medida
que hablaba. “¿Qué rayo de disculpas son esas? ¿Desde cuándo un agente de
la CIA digno de ese nombre viene aquí lamentándose con cuentos de que
falló una porquería de misión de una sencillez infantil? ¿Cree que soy
tonto?”. El director del Servicio Clandestino Nacional ya gritaba. “No quiero
disculpas ni lamentaciones, ¿me ha oído? ¡Quiero resultados! Resultados, ¿lo
entendió? ¿Y qué es lo que me da? Unas bobadas de que tuvo un accidente y
no tiene ninguna culpa, pobrecito. ¡Disculpas idiotas! ¡Pórtese como un
agente digno de esta agencia, no como un maricón que viene a hablar
conmigo con el rabo entre las piernas! Le di una misión. ¡Cúmplala!”.
Varias gotas de sudor se deslizaban por las sienes de Krongard,
deslizándose hasta la barbilla.
“Yes, sir”.
La respiración del otro lado de la línea era pesada; por lo visto el ataque de
furia había dejado a Fuchs casi sin aliento.
“¿Y bien, gran cocksucker?”, preguntó, más controlado pero con la
irritación todavía trepándole por la voz. “¿Cómo va a resolver ahora este
problema?”.
“Necesito más agentes en la operación, sir. El efecto sorpresa pasó. El
pájaro sabe que le están persiguiendo y se va a esconder. Tengo que extender
una red para poder localizarlo, y eso no se hace sin más hombres”.
“Muy bien. Llame a los marines de la embajada. Yo mismo voy a contactar
al embajador para que colabore. ¿Alguna cosa más?”.
“La policía local, sir”.
“No meta a la policía en esta operación, idiota”, vociferó Fuchs, volviendo a
elevar el tono de voz. “¿Cuántas veces tengo que decirle que esto se debe
llevar de forma discreta?”.
“Lo sé, sir. El problema es que la policía ya está metida”.
“¿Qué quiere decir?”.
“No olvide que hubo un accidente y hubo disparos. Creo que la policía debe
de tener el coche de nuestro pájaro referenciado. Como yo no colaboré en la
investigación, invocando inmunidad diplomática, van a querer preguntar a los
ocupantes del otro coche”.
El director del Servicio Clandestino Nacional consideró esta información.
“Hmmm... ya veo”, murmuró. “Y existe el peligro de que el pajarito vaya
corriendo a la policía para pedir protección”.
“Afirmativo, sir. Pero no creo que ocurra”.
“¿Ah, no? ¿Por qué?”.
“Estuve leyendo el perfil en el informe que usted me envió y no me parece
que sea hombre para esconderse detrás de la policía. Por el contrario, va a
querer tomar el asunto en sus manos”.
Fuchs volvió a hacer una pausa para recordar lo que leyera en el perfil
trazado en el dossier de Tomás Noronha.
“Tal vez tenga razón”, admitió. “Siendo así, las cosas no están perdidas.
Oiga, esté atento a la policía local, pero no la meta directamente en la
operación. Si ellos echan mano al pajarito, nunca conseguiremos vengar la
muerte de Bellamy. El demonio del anciano podría ser un enorme pain in the
ass, pero era un director de la Agencia y nosotros tenemos la responsabilidad
de celar por los nuestros. Si alguien asesina a uno de los hombres de la CIA,
hay que derribarlo. Si no somos nosotros los que nos hacemos respetar,
¿quién lo hará?”.
“Yes, sir. Le aseguro que esta vez no...”.
En medio de la frase, Krongard se calló. El jefe ya había colgado.
XXV
Señalando la entrada en Lisboa, el anuncio era solo una formalidad, una vez
que hacía ya algún tiempo que la carretera Nacional Uno atravesaba el tejido
urbano junto al río. El viaje se aproximaba a su fin y había que tomar
decisiones.
“¿Qué vamos a hacer ahora?”, preguntó María Flor. “¿Tienes alguna idea en
mente?”.
Debido a la hora, el tráfico era denso para salir de la ciudad, pero para
compensar, la entrada era fácil.
“Lo primero es dejarte en la Estación de Oriente”, dijo Tomás, mirando el
reloj del coche. “Si no estoy equivocado, dentro de media hora sale el tren
Intercidades, con parada en Coimbra”.
“Ni lo pienses”.
El conductor desvió la mirada de la carretera y la miró fijamente.
“Oye, mi compañía es muy arriesgada en este momento. Hay gente
peligrosa detrás de mí y...”.
“Precisamente por eso. Necesitas ayuda y no va a ser en un momento difícil
como este que te voy a dar la espalda. Yo me quedo”.
“Pero eso no...”.
“Asunto encerrado”.
El tono con el que lo dijo fue de tal modo categórico que Tomás no se
atrevió a contrariarla. Pero sabía que las circunstancias eran muy peligrosas y
creía que no tenía el derecho de hacerla correr riesgos. Intentó otra vía de
argumentación.
“Te necesito en Coimbra”, alegó. “El colapso cardíaco de mi madre fue muy
serio y ella tiene que estar acompañada”.
“Ya llamé a la residencia y está todo bien”, contrapuso María Flor,
determinada a hacer valer su posición. “Dejé mis instrucciones y ella estará
acompañada con todas las atenciones. Margarita va a llevarla todos los días al
hospital y cuidará debidamente de tu madre, quédate tranquilo”. Hizo un
gesto perentorio. “Ese asunto está también resuelto”.
Tomás la miró fijamente de forma intensa, como dándole una última
oportunidad. Era sin duda una mujer encantadora y la perspectiva de pasar los
próximos días con ella sería muy interesante, si no fuesen las circunstancias.
“¿Estás segura?”.
“Absolutamente segura”, sentenció Su amiga. “Tenemos que resolver
cuestiones prácticas y la primera es saber dónde vamos a quedarnos. ¿Por
casualidad tienes habitación de invitados en tu casa? Es que, si no tienes,
tendrás que dormir en el sofá”.
Tomás movió la cabeza.
“No podemos ir a mi casa. Es evidente que los tipos de la CIA la van a tener
vigilada”.
“¿Entonces a dónde vamos? ¿A un hotel?”.
“Muy peligroso. Tendríamos que mostrar los documentos en la recepción y
esa información se quedaría guardada en el ordenador. Sería una pista que los
americanos podrían detectar”.
Una expresión de perplejidad pasó por el rostro de María Flor.
“Bueno, no se puede ir a tu casa ni se pu ede ir a un hotel. ¿Qué sugieres en
ese caso?”.
“La Gulbenkian”.
“¿A esta hora?”.
“A cualquier hora. El único problema es que este edificio está vigilado por
sistema de seguridad privada”.
“Ah, no nos dejan entrar...”.
“Claro que dejan. Pero no conviene que nos vean. Imagina que la CIA, que
seguro sabe que soy consultor de la Gulbenkian y tengo allí un gabinete,
manda a alguien a hablar con los de seguridad y, como quien no quiere la
cosa, les pregunta si por casualidad me vieron por allí. Era un lío”.
“¿Entonces cómo entramos?”.
A pesar de mantener la atención presa en el tráfico, el conductor echó la
mano al bolsillo y retiró tintineando un manojo de llaves, que exhibió con
una sonrisa.
“Tengo llaves”.
El aparcamiento subterráneo de la Gulbenkian estaba abierto;
probablemente había un concierto en el Gran Auditorio, pero Tomás prefirió
aparcar el coche al otro lado de la Avenida de Berna, en un pequeño
descampado que hacía esquina con la Plaza de España, para asegurarse de
que ningún guardia de seguridad de la Gulbenkian le veía entrar. Se bajaron y
atravesaron la avenida hasta llegar junto al muro del complejo.
El historiador se giró hacia un lado y hacia otro del paseo, cerciorándose de
que nadie los observaba.
“¡Salta!”.
María Flor obedeció y saltó el muro, entrando en el jardín de la fundación,
seguida por Tomás. Avanzaron entre los árboles y los arbustos, aprovechando
las barreras creadas por la vegetación y la noche para mantenerse invisibles, y
rodearon así el edificio principal. La progresión fue lenta y cautelosa, pero
acabaron por llegar a un punto próximo de la puerta de servicio lateral.
“¿Y ahora?”, suspiró ella. “¿Qué hacemos?”.
“Entramos”.
El historiador miró hacia la izquierda y la derecha, no vio a nadie y salió del
jardín caminando normalmente, evitando dar aspecto de sospechoso si fuese
visto. Su amiga entendió la táctica y le imitó, siguiéndolo con tranquilidad.
Llegaron a la entrada de servicio y Tomás introdujo la llave en la cerradura,
abriendo la puerta.
Entraron en el edificio y encontraron todo a oscuras.
“No conozco esto”, se quejó ella. “¿A dónde vamos?”.
“Apoya las manos en mi espalda para mantener el contacto y sígueme.
Cuidado que aquí hay unos escalones...”.
Tanteando las paredes, y con María Flor tocándole la espalda, Tomás fue
avanzando en la oscuridad hasta llegar a una puerta recortada en los bordes
por un rectángulo de luz. El espacio del otro lado ya estaba iluminado.
Esperaron un poco, intentando determinar si había ruido de personas. No
oyeron nada sospechoso, por lo que abrieron ligeramente la puerta, para crear
una grieta de unos dos dedos, y echaron un vistazo. Más allá de la puerta
estaba el atrio central.
“Hay una persona al fondo”, observó él en un susurro. “Pero tenemos el
camino abierto hacia el laboratorio”.
“¿No vamos a tu despacho?”, se sorprendió su amiga. “Sería un lugar más
familiar...”.
“La luz en el despacho denunciaría mi presencia. El laboratorio es un lugar
donde a veces hay gente trabajando toda la noche. Me parece el lugar
perfecto, ¿no crees?”.
La pregunta era retórica, pero mereció la aprobación de María Flor. Empezó
a entender que no valía la pena poner en causa los razonamientos del
compañero; estaba claro que Tomás pensaba en todo antes de actuar.
Abrieron la puerta y salieron de la zona de servicio hacia el atrio, caminando
relajadamente hacia la escalera. Subieron al primer piso, giraron en otro atrio,
a oscuras, y se metieron en un pasillo hasta llegar a una puerta metálica
ancha, que flanquearon. Estaba oscuro y Tomás extendió la mano y apretó los
interruptores. Varias filas de luces blancas y frías se encendieron en el techo,
iluminando una sala repleta de equipo electrónico.
“El laboratorio”.
María Flor contempló el espacio y los instrumentos sofisticados que lo
llenaban.
“No tenía la menor idea de que la Gulbenkian realizaba investigación
científica...”.
“Claro que sí. Pero este laboratorio aquí en la sede es únicamente un anexo.
La verdadera investigación se realiza en el Instituto Gulbenkian de Ciencia,
instalado en Oeiras”.
Ella desvió una mirada inquieta hacia la entrada.
“¿Crees que aquí estamos seguros?”.
“Claro. El laboratorio se usa solo de vez en cuando, tranquila. En principio
nadie vendrá aquí”.
Retiraron los almohadones de algunos asientos y los extendieron en el
suelo, para improvisar una especie de colchón. Había un cuarto de baño al
lado, que usaron ambos, y después de apagar las luces del techo se tumbaron
sobre las almohadas, instalados junto a una lámpara. El día había sido largo y
difícil y necesitaban recuperar fuerzas y prepararse para enfrentar el día
siguiente.
Tomás extendió el brazo hacia arriba y desconectó la luz. Se quedaron a
oscuras. Después de un minuto, ni tanto, se dio cuenta de que no le sería fácil
dormirse. La dificultad no estaba en los acontecimientos del día, como se
podría esperar, sino en la presencia de María Flor. Era la primera noche que
pasaba con ella y no la podía tocar; nunca pensó que pudiese ser la tortura en
que se estaba convirtiendo.
Tuvo ganas de pegarse a ella, se imaginó diciendo que tenía demasiado frío
y que sería mejor calentarse juntos, seguro que María Flor estaría de acuerdo;
y él se acurrucaría junto a ella, le pasaría las manos por la cintura, muy casto
e inocente, pero después, como quien no quiere la cosa, subiría despacio,
muy despacio hasta... hasta...
Suspiró.
“¡Ah, qué difícil iba a ser dormir con ella al lado!”.
“¿Tomás?”.
La voz murmuró en la oscuridad más de una hora después de haber apagado
las luces.
“¿Hmmm?”.
“¿Estás durmiendo?”.
Un suspiro profundo cortó el aire.
“Lo estoy intentando. Pero es difícil, ocurrieron demasiadas cosas y tengo la
mente hirviendo”.
Ni pensar en confesarle las ardientes fantasías que le pasaban por la cabeza.
“Yo también”, se rio, bajito. “Creo que no vamos a conseguir dormir tan
pronto. Por más que me diga a mí misma para no pensar en nada, me viene
enseguida a la cabeza todo este lío. Tengo sobre todo curiosidad por conocer
el misterio del que me hablaste”.
“¿Qué misterio?”.
“El del símbolo dibujado en el papel que el director de la CIA tenía en las
manos en Ginebra, ¿te acuerdas? Dijiste que se refería al mayor misterio
científico alguna vez encontrado y eso... bien, me picó la curiosidad. ¿De qué
estabas hablando?”.
La pregunta no tenía una respuesta sencilla y el historiador, después de un
momento de espera para ponderar lo que debería decir, si deberían esforzarse
por dormir o si sería mejor rendirse a la evidencia y aceptar el insomnio,
volvió a respirar hondo. Con un movimiento decidido, dio un salto para
levantarse y encendió la luz.
“¿Tienes un papel y un bolígrafo?”.
María Flor se levantó también. Estaba aliviada por haber desistido de forzar
el sueño y se dirigió a un cajón que había visto cuando entraron en el
laboratorio. Lo abrió y retiró del interior un bloc de notas con el logotipo de
Gulbenkian y un rotulador negro.
“Aquí está”.
Tomás quitó la tapa del rotulador y comenzó a garabatear en la primera hoja
del bloc de notas.
“No me quedé con la copia del papel dejado por Frank Bellamy”, explicó,
“pero era una cosa sencilla”.
“¿Recuerdas lo que estaba allí escrito?”.
El historiador no respondió de inmediato. Tardó algunos segundos mientras
escribía en el papel y cuando acabó se dirigió a ella.
“Era más o menos esto”.
María Flor acercó la vista al dibujo y analizó lo que veía. El texto por
debajo del símbolo era sencillo y señalaba a Tomás como La Llave. En el
contexto en el que el papel había sido encontrado, parecía significar
realmente que la víctima lo señalaba como la llave del homicidio. Pero, por lo
visto, el problema del mensaje estaba en el símbolo.
“Esto realmente me parece un diseño esquemático y muestra una persona
crucificada”, constató. “Vemos el tronco en vertical y los brazos erguidos
hacia cada lado, como si estuviesen clavados”.
“Fue justamente eso lo que los tipos de la CIA interpretaron”, aceptó el
historiador. “O quisieron interpretar”.
“¿Pero tú dices que este símbolo remite a un enigma científico?”.
Tomás puso el índice en la base del símbolo.
“Esto es un psi”.
“¿Psi de parapsicología?”, se sorprendió. “¿Estás hablando de la percepción
extra sensorial y de lo paranormal y todas esas cosas? ¿Tú que sólo crees en
las cosas científicamente probadas? ¡Eso ni parece tuyo!”.
“Es verdad que el psi es la primera letra de la palabra griega psique, que
significa mente o alma”, admitió él, cogiendo de nuevo el rotulador. “Pero lo
más importante en este enigma es entender que el psi es la vigésima tercera
letra del alfabeto griego. Se escribe así”.
Garabateó la palabra y el símbolo en letra pequeña, con la equivalencia en
caracteres latinos por delante.
“Ah, bueno. ¿Qué tiene eso de tan misterioso?”.
“El psi fue adoptado en física como símbolo de la función de onda, tal vez
el más extraño de los descubrimientos alguna vez realizados por la ciencia.
La función de onda describe una característica de la materia al nivel más
elemental, el subatómico, y permite que un fotón, un electrón, un átomo o
hasta una molécula estén en múltiples sitios al mismo tiempo. En última
instancia, la función de onda vino a revelarnos que la realidad sólo existe
porque nosotros la creamos”. Se posó el índice en la frente. “Tal y como la
imagen del arco iris o el sonido del árbol que cae en el bosque donde nadie
está oyendo, la realidad es psique, está en la mente. El psi se sitúa en el
centro del problema en el sentido en que simboliza la función de onda, la
misteriosa solución de la famosa ecuación de Schrödinger”.
“¿Qué Schrödinger?” ¿El físico austríaco?”.
Tomás contempló la letra griega diseñada en el bloc de notas como si
contuviese el secreto de los misterios del universo, del tiempo y de la materia.
“Eso mismo”, asintió. “La ecuación de Schrödinger es la formulación
científica más enigmática que existe. ¿Sabes por qué?”.
“No, pero estoy esperando que me lo expliques”.
El académico levantó los ojos hacia la ventana y, con rostro enigmático,
observó el menguante luminoso que llenaba el firmamento en aquella noche
límpida y cubierta de estrellas.
“De algún modo, si no hubiese nadie mirando la luna, esta, pura y
simplemente no existiría”.
XXVI
Una vez más en la carretera y conduciendo a gran velocidad, el nuevo
automóvil que James Krongard había alquilado en Coimbra ya se había
transformado en una verdadera central de comunicaciones. El agente de la
CIA tenía la mano izquierda agarrada al volante y con la derecha iba
escribiendo en el teclado del móvil mientras sus ojos seguían la sucesión de
nombres y números que desfilaban por la pantalla iluminada.
La conversación con Harry Fuchs había desencadenado una gran actividad,
ya que era necesario proceder a contactos para lanzar la red sobre el fugitivo.
Ya había hablado con dos portugueses jubilados de la Policía Judicial que
vivían en Coimbra y los contrató para vigilar la Casa de Reposo y el
apartamento de Doña Gracia. Estaba, aun así, convencido de que su presa se
escaparía a Lisboa, en cuyas calles sería más fácil desaparecer. Lo esencial de
la operación se tendría que montar en la capital portuguesa.
Identificó el número que buscaba y apretó el botón verde para hacer la
llamada.
“Aquí Swartz”, contestó la voz al otro lado. “¿Por dónde andas, Jim?”.
Era Greg Swartz, el responsable del contingente encargado de la seguridad
de la embajada americana en Lisboa.
“Estoy en la autopista. Te necesito y a dos de tus marines para una
operación delicada que la Agencia lanzó en Portugal. Es algo top secret, ¿me
oyes?”.
Su interlocutor bufó de irritación.
“Con los chicos de la CIA es siempre igual, ¿eh?”, protestó. “Tienen la
manía de que son muy listos, hacen las porquerías de siempre, y cuando están
en apuros llaman a los marines para que limpien toda la mierda. ¡No hay
forma de que aprendan!”.
“No me vengas con cuentos, Greg. En este momento Langley debe de estar
informando al embajador y vais a recibir en cualquier momento instrucciones
para poneros a mis órdenes. Por eso, escúchame con atención”. Afinó la voz.
“Estamos intentando localizar a un sospechoso llamado Tomás Noronha. El
embajador debe entregarte un informe sobre ese tipo. Es profesor
universitario y tiene un Volkswagen azul. La matrícula está en el informe. El
coche tiene un agujero de bala en los cristales laterales traseros y una
abolladura en la chapa trasera del lado derecho. ¿Registraste eso?”.
“Estoy tomando nota”.
“Es posible que el sospechoso esté acompañado por una tipa llamada María
Flor Sequeira, una babe con una carita, por lo que dicen, nada fea. Estamos
trabajando en un informe sobre ella, pero no debe de haber mucho. Por lo que
sé, no es una persona que se haya cruzado con nuestros radares. Además,
puede que su identificación ni siquiera sea importante, una vez que
probablemente a esta hora nuestro profesor ya ha debido de librarse de ella,
para no estar arrastrando por ahí un peso muerto”.
“Aun así conviene verificar...”.
“Es lo que estamos haciendo. En cuanto la babe aparezca, y probablemente
ocurrirá en Coimbra, será interceptada e interrogada por unos antiguos
policías que contraté. Es posible que ella nos proporcione alguna pista útil
sobre el paradero y las intenciones del sospechoso”:
“Muy bien”, asintió Swartz. “Tengo tres hombres disponibles aquí en la
embajada. ¿Qué necesitas que hagamos?”.
“Mándalos vestirse de paisano y envía un marine al apartamento del
sospechoso, otro a las instalaciones de la Universidad Nova de Lisboa, donde
el tipo daba clases y podrá haber buscado refugio, y el tercero a la Fundación
Gulbenkian, donde es consultor y dispone de un despacho. Son los tres sitios
que, a primera vista, nuestro profesor puede escoger para esconderse. Las tres
direcciones están en el informe que el embajador te va a entregar”.
“¿Qué hacemos cuando lo localicemos? ¿Le detenemos o llamamos a la
policía?”.
“¡Ni una cosa ni otra!, replicó Krongard, elevando la voz para subrayar
estas instrucciones. “En cuanto lo localicéis, y a menos que el tipo intente
huir, no intervengáis, ¿me oyes? Llamadme y yo aparezco para tratar el
asunto. Si intenta escapar, detenedlo y esperad a que yo llegue al local. ¡Ah!,
una cosa muy importante: la policía local no puede ser informada de nada,
¿de acuerdo? Eso es fundamental”.
“Afirmativo. Ya veo que estamos hablando de una operación clandestina...”.
“No quiero problemas con las autoridades locales; una cosa de esas llevaría
a abortar la operación. Tenemos que tener mucho cuidado porque es posible
que la policía esté también detrás del sospechoso y, en ese caso, necesitamos
usar eso a nuestro favor. Quiero que monitorices las comunicaciones con la
policía nacional y la judicial”. Hizo una pausa, dando una oportunidad a su
interlocutor para que formulase alguna pregunta, pero este no emitió ningún
sonido. “¿Alguna duda?”.
“Está todo claro”.
“Cuando llegue a la embajada iré a tu encuentro para coordinar la
operación”, dijo a modo de conclusión. “Hasta ahora”.
Krongard colgó el teléfono y miró fijamente a la autopista. Al fondo, sobre
el horizonte matizado de luces, se levantaba el destello luminoso de Lisboa,
como si la ciudad se hubiese engalanado para asistir a la operación de caza de
Tomás Noronha.
XXVII
“No hablas en serio, ¿verdad?”.
María Flor lanzó la pregunta mientras Tomás revisaba el equipo del
laboratorio, intentando identificar las máquinas una por una. Estudiaba sus
características e iba encendiendo algunas piezas para ver cómo se
comportaban; después se desinteresaba; a medida que no encontraba lo que
buscaba, apagaba la máquina e iba a ver la siguiente.
“No estoy bromeando”, respondió distraídamente. “Estoy buscando un
proyector de luz”.
“No me refiero a lo que haces ahora”, aclaró con un chasquido impaciente
de la lengua y una expresión de frustración. “Mi pregunta se refiere a lo que
dijiste hace poco”.
“¿A qué?”.
“De algún modo, si no hubiese nadie mirando a la Luna, esta, pura y
simplemente no existiría”, recordó, repitiendo la frase que él acababa de
pronunciar. “Claro que estás bromeando, ¿verdad? Una cosa de esas no puede
ser cierta, como es evidente. La Luna existe independientemente de que haya
alguien que mire hacia ella”.
El historiador paró de curiosear en la nueva máquina que tenía entre las
manos y se giró hacia la compañera.
“Estoy hablando muy en serio”, declaró de forma categórica y con gran
convicción. “Las cosas solo existen porque alguien las observa. Esto no es
una metáfora ni una broma. Lo creas o no, y por más extraño que te pueda
parecer, esa es la naturaleza más profunda de la realidad”.
Su amiga se encogió de hombros.
“¡Oh, vamos! Habla en serio...”.
Ignorando el tono de incredulidad que impregnaba las palabras de María
Flor, Tomás continuó con su búsqueda. Analizó algunos aparatos y después
pasó hacia el otro lado del laboratorio; solo después de diez minutos
indagando logró localizar la máquina que buscaba. Levantó el puño cerrado y
celebró el descubrimiento con una exclamación triunfal.
“¡Aquí está!”.
El académico cogió el aparato, que por el formato parecía un proyector de
cine, y lo arrastró hacia un espacio abierto en la esquina del laboratorio.
Instaló la máquina, la conectó y giró el foco hacia una pantalla de tela
instalada en una pared.
“¿Qué vas a hacer con eso?”.
“Esto es un proyector de luz”, indicó él. Apuntó hacia la tela en la pared.
“Aquello es una pantalla de detección de luz emitida por el proyector. Se
trata, en realidad, de una placa fotográfica”. Cogió una hoja negra de
cartulina y con la punta del bolígrafo rasgó en el centro dos ranuras paralelas,
ambas finas y largas, como la señal aritmética de igual. “Lo que vas a ver se
llama experimento de la doble rendija. Fue concebido en el siglo XIX y
perfeccionado a lo largo de los años. No tiene nada de esotérico, es sencillo,
puede realizarse con mayor o menor facilidad aquí o en una escuela y ya se
ha llevado a cabo millares de veces”.
María Flor cruzó los brazos, sin entender el propósito del ejercicio.
“¿Y?”, lanzó. “¿Qué tiene que ver eso con el psi dejado por el director de la
CIA y con la Luna que no existe si no hubiera nadie para verla?”.
Atareado y ultimando los preparativos, Tomás no respondió directamente a
la pregunta. Solo después de encender el proyector de luz y de asegurarse de
que estaba funcionando, dio la operación por concluida. Poniéndose derecho,
la miró por fin.
“¿Qué es la luz?”.
Su amiga se encogió de hombros, como si la respuesta fuese demasiado
elemental para merecer su entusiasmo.
“Es radiación electromagnética”, replicó. “Ya lo dijiste en Coimbra cuando
hablamos sobre la forma como la mente construye las imágenes”.
“Muy bien”, aprobó él. “Pero durante muchos años se desconoció la
verdadera naturaleza de la luz. ¿En qué consistía exactamente esa radiación
electromagnética? Isaac Newton pensaba que eran partículas, más tarde
designadas fotones, pero Christiaan Huygens defendía que se trataba de
ondas, en cierto modo semejantes a las del mar. El debate se prolongó
durante algunos años, hasta que el británico Thomas Young concibió en 1801
el experimento de la doble rendija y obtuvo la respuesta. O por lo menos una
respuesta. Vamos a ver lo que descubrió”.
Encendió el proyector y un haz de luz iluminó la pantalla de detección por
entero. Metió la cartulina con la doble rendija delante, de modo que la luz
únicamente pasase por las dos ranuras, y la imagen en la pantalla se alteró. En
vez de llenarlo por entero, la luz apareció en líneas sucesivas, unas de luz,
otras de sombra.
“Muy interesante, sí señor”, dijo entre bostezos María Flor. “¿Qué quieres
probar exactamente?”.
Tomás señaló las líneas de luz en la placa fotográfica que servía de pantalla.
“¿Ves la imagen?”, preguntó. “Si la luz fuese constituida por partículas,
como defendía Newton, solo aparecerían dos líneas en la pantalla, una que
pasaba por una rendija y la otra que pasaba por la de al lado. Pero no es eso lo
que estamos viendo, ¿verdad? No están ahí dos líneas de luz, una por cada
ranura, sino cinco. ¿Por qué motivo eso ocurre?”.
“Porque la luz no está constituida por partículas, sino por ondas”, explicó.
”Es como el agua. Si tiras una piedra al agua de un lago, se forman ondas en
círculo, ¿verdad? Pero si tiras dos piedras las ondas que se forman interfieren
unas con las otras de tal modo que llegan a la orilla en líneas sucesivas”.
“Entiendo la conclusión, pero no comprendo bien el mecanismo...”.
El historiador cogió el bloc de notas y, con un rotulador negro, hizo
rápidamente un dibujo esquemático.
“¿Lo ves?”, preguntó, mostrando el esquema. “Lo que ocurre es esto. La luz
del proyector parte del punto S y alcanza la cartulina, pero solo pasa a través
de dos rendijas, señaladas como S1 y S2. A partir de ahí, las ondas de luz que
pasan por S1 interfieren con las que pasan por S2, de tal modo que la luz
llega a la tela con mayor intensidad no en dos puntos, como ocurriría si
fueran partículas, sino en cinco, aquí identificados con las letras B y D”.
“O sea, la luz se comporta como una onda”.
“Eso mismo. La experiencia de Young fue la demostración de que Huygens
tenía razón y convenció a la comunidad científica. El debate pareció acabar.
Pero ocurrió que, para explicar las extrañas propiedades de la radiación de los
cuerpos negros, que contrariaban el comportamiento previsto en la física
clásica, el físico alemán Max Planck sugirió en 1900 que la energía
electromagnética no era emitida o absorbida de un modo continuo, sino en
paquetes, que designó como cuantos, inaugurando así inadvertidamente la
teoría cuántica que estudia el mundo microscópico de las partículas y de los
átomos. La solución de Planck resolvía el problema de la radiación de los
cuerpos negros, para la cual la física clásica no tenía una solución fiable,
aunque era tan extraña y surrealista que solo una persona le prestó verdadera
atención”. Arqueó las cejas. “Albert Einstein”.
“El más famoso científico del siglo XX...”.
“A pesar de la demostración realizada en el experimento de las dos rendijas,
Einstein creía que la luz estaba formada por partículas. Por eso recurrió a la
idea de Planck y en 1905 aplicó el concepto de cuantos a la explicación de
otro enigma de la física, el efecto fotoeléctrico. Einstein demostró que ese
enigma solo se resolvía si se partiese del principio de que la luz era
constituida por partículas emitidas o absorbidas en paquetes, los tales
cuantos”.
María Flor sacudió la cabeza e hizo un gesto en la dirección del proyector
laser y de la cartulina con las dos ranuras.
“Perdona, pero no estoy entendiendo nada. ¿Entonces la experiencia de la
doble rendija no probó que la luz era una onda? ¿Qué historia es esa de que
Einstein demostró que es al final una partícula? ¿Entonces es onda o es
partícula? ¿En qué quedamos?”.
Las interrogaciones arrancaron una sonrisa de Tomás.
“La luz es onda y es partícula”.
“Eso no tiene sentido. Yo soy un ser humano o no lo soy, tú vives en un
apartamento o no vives en un apartamento, Portugal está en Europa o está
fuera de Europa, la luz es una onda o es una partícula. No se puede ser las dos
cosas al mismo tiempo”.
“Parece la verdad, pero lo cierto es que la luz es una onda y una partícula”.
“¿Cómo es eso posible?”.
El historiador volvió a encender el aparato, y cuando la luz comenzó a ser
proyectada en la pantalla, puso de nuevo la cartulina con las dos ranuras
interceptando el haz luminoso.
“La respuesta a tu pregunta es muy extraña”, avisó. “Con la aparición de
esta extraña dualidad onda-partícula y con el desarrollo tecnológico, el
experimento de la doble rendija se fue perfeccionando para probar el
verdadero comportamiento de la luz. Entendiendo que la luz era también una
partícula, un fotón, los físicos encontraron la forma de poner los proyectores
a emitir, no paquetes de varios fotones, sino un fotón cada vez”.
“¿Se consigue emitir un fotón cada vez?”.
“Claro”. Se inclinó sobre el proyector. “Podemos hacer el experimento aquí,
si quieres. Ahora observa”.
Tomás recalibró el foco y disminuyó el haz de luz hasta apagarse por
completo. Comenzaron entonces a aparecer puntos en la pantalla, uno
primero, después otro, y otro, y así sucesivamente, siempre con intervalos
más o menos regulares.
“La luz desapareció”.
“No, el proyector continúa emitiendo luz. Lo que pasa es que reduje la
emisión para un único fotón, más o menos cada dos segundos. Un fotón es
tan pequeño que se vuelve prácticamente invisible para el ojo humano, como
debes calcular, pero fíjate que esta pantalla, equipada con un
fotomultiplicador, es en realidad un detector de fotones y está registrando la
llegada de los fotones uno a uno en un intervalo aproximado de dos en dos
segundos. Cada punto en la pantalla corresponde a un fotón en particular”.
“Ya lo voy entendiendo. ¿Y qué quieres probar con eso?”.
El académico señaló la pantalla.
“Fíjate en el patrón que se va formando en el detector...”.
La atención de María Flor se centró en la pantalla. Vio los puntos
acumularse y reparó en que adquirían un patrón de cinco líneas.
“Es el patrón de interferencia, típico de la onda”.
“Por lo tanto, la luz continúa comportándose como una onda, dado que los
fotones interfieren unos con los otros, ¿verdad?”.
Maria Flor no respondió de inmediato. Se quedó mirando el patrón de
interferencia que se había formado en el detector con la acumulación de
fotones, estrechó los párpados y el rostro se le fue contrayendo gradualmente
en una expresión de creciente perplejidad.
“Quiere decir... espera, hay aquí una cosa... en fin, una cosa extraña”,
balbuceó, intrigada. “¿Tú solo estás emitiendo un fotón cada vez, verdad?”.
“Exacto”.
“¿Entonces... entonces con qué está interfiriendo ese fotón?”.
Una sonrisa victoriosa apareció en el rostro de Tomás.
“Gran pregunta, ¿no?”, estuvo de acuerdo con un gesto de conocedor. “Si
únicamente estoy emitiendo un fotón cada vez y si la luz forma al mismo
tiempo un patrón de interferencia en la pantalla, ¿ese fotón con qué
interfiere?”.
“Claro, no hay otros fotones para interferir con este único fotón. ¿Entonces
con qué está interfiriendo ese fotón?”.
El historiador dejó en el aire la pregunta por unos momentos, para subrayar
la paradoja, y solo al cabo de algunos segundos dio por fin la respuesta.
“El fotón está interfiriendo consigo mismo”.
María Flor le devolvió una mirada de incomprensión.
“¿Perdona? ¿Cómo interfiriendo consigo mismo?”.
Tomás señaló las dos ranuras de cartulina que permanecían entre el
proyector y la pantalla.
“Por cuál de las rendijas crees que el fotón está pasando?”.
Ella volvió a encogerse de hombros, no con indiferencia sino exhibiendo
una ignorancia absoluta.
“¿Y yo que sé? Por una o por otra, da igual”.
El académico movió la cabeza.
“Quizás no te lo creas, pero el fotón está pasando por las dos rendijas al
mismo tiempo”.
“¿Cómo?”.
“La unidad elemental de la luz, que partió del proyector como un único
fotón, se encuentra en dos lugares al mismo tiempo, ¿sabes? Pasa
simultáneamente por la rendija S1 y por la rendija S2. Yo regulé el proyector
y estoy emitiendo un único fotón de cada vez, pero el patrón en la pantalla
me muestra que esa unidad elemental de la luz está interfiriendo con otra
unidad elemental que pasó por la otra rendija. ¿Pero qué otra unidad
elemental? No hay otro fotón porque estoy emitiendo uno de cada vez. ¡La
explicación encontrada por el inglés Paul Dirac, que ganó el premio Nobel de
Física junto con Schrödinger, es que la unidad elemental de luz está
interfiriendo consigo misma porque pasa por las dos rendijas al mismo
tiempo!”.
“¿Quieres decir que el fotón se dividió en dos?”.
“¡No! Salió del proyector como un único fotón y es indivisible. Se trata de
una unidad elemental de la luz, no se parte en dos. Pero cuando pasa por una
rendija esta unidad elemental interfiere consigo misma pasando por la otra
rendija. O sea, no coge el camino A o el camino B. Asumiendo el
comportamiento de onda, ¡la unidad elemental de la luz que partió del
proyector como un único fotón indivisible coge el camino A y el camino B al
mismo tiempo!”.
La explicación era demasiado increíble para ser verdadera y María Flor
abrió bien los ojos, mirando fijamente a su interlocutor esforzándose por
entender si había alguna trampa y cuál era.
“¡Eso no es posible!”.
“Es verdad que contraría toda lógica, pero es lo que ocurre en el
experimento de las dos rendijas. Hay incluso quien haya preconizado, como
es el caso de Richard Feynman, que el fotón no pasa solo por dos caminos,
sino simultáneamente por todos los caminos posibles”.
“¡¿Por todos..?! ¡¿Qué quieres decir con eso?”.
“Todos, quiere decir todos. Es necesario considerar las trayectorias más
obvias, como la línea recta entre los puntos A y B, pero también todas las
otras trayectorias posibles”. Hizo un gesto señalando la ventana. “Por
ejemplo, el fotón parte del proyector, va fuera, da dos vueltas a un árbol y
después regresa para alcanzar la pantalla. El fotón da la vuelta a Lisboa, a la
Tierra, va a Marte, va a Júpiter, va a todos los lados y después, vuelve y
alcanza la pantalla. Es preciso considerar incluso que el fotón retrocede en el
tiempo, retrocede hasta la época de los dinosaurios o a la del inicio del
universo y vuelve, para alcanzar la pantalla. Se deben considerar todas las
trayectorias posibles; incluso las más raras y menos probables tienen que
tenerse en cuenta. La trayectoria clásica de la línea recta entre el proyector y
la pantalla es sencillamente la más probable, pero no es la única”.
“¡Eso es... es ciencia ficción!”.
“Esto fue postulado por un premio Nobel de Física, Richard Feynman. Se
llama integral de caminos y
permite llegar a una derivación de la ecuación de Schrödinger”.
“¡Increíble!”.
El historiador levantó el índice, a modo de aviso.
“Y prepárate porque esto va a ser cada vez más extraño”.
“¿Qué quieres decir con eso?”.
Tomás acarició el proyector de luz, mientras una sonrisa provocadora le
bailaba en los labios.
“Voy a demostrarte cómo, por el mero acto de observar, la consciencia crea
parcialmente la materia”.
XXVIII
En el borde de la mesa, el mug con el águila americana echaba humo,
esperando que James Krongard la cogiese y bebiese a sorbos el café caliente
que había ido a buscar a la máquina de la embajada. El hombre de la CIA en
Lisboa permanecía atento a las informaciones intercambiadas en la frecuencia
de radio de la policía, pero los incidentes reportados no parecían tener
ninguna relevancia para la operación. Ardiendo de impaciencia, cogió el
teléfono y llamó al primer número de la lista que Swartz le había escrito.
“Aquí David”, atendió una voz masculina al otro lado de la línea. “Llevo
una hora en posición dentro del apartamento del sospechoso”.
“¿Alguna actividad?”.
“Negativo”.
Después de analizar la situación con el marine posicionado en el
apartamento de Tomás, contactó con el hombre que se encontraba en la
Universidad de Lisboa y obtuvo una respuesta semejante. El agente que
habían enviado a la Fundación Gulbenkian reveló que el gabinete del
historiador estaba cerrado con llave y las luces apagadas y que ningún
guardia lo había visto por allí aquella noche.
Terminada la ronda por los hombres posicionados en los puntos clave,
Krongard volvió a centrar su atención en la frecuencia de la policía.
“... CSP setenta y siete sesenta y cuatro, desplácese hacia la zona de
Damaia, existe una queja de destrozo de un cajero automático. Ya doy más
informaciones”.
“CSP veintiún, aquí CSP setenta y siete sesenta y cuatro. Éste informa que
controló la comunicación y está desplazándose hacia Damaia. Informe calle y
número”.
“CSP setenta y siete sesenta y cuatro, correcto. Calle Carvalho Araújo
con...”.
Nada de aquello interesaba, se trataba de la comunicación de una ocurrencia
sencilla entre la central de la policía de comando y control de las
comunicaciones y el coche patrulla cuya ronda incluía el barrio de Damaia,
pero no tenía otro remedio que esperar. La vida de un agente de la CIA, decía
para el cuello de su camisa siempre que se encontraba en un momento de
espera como ese, requería mucha paciencia y atención a los pormenores.
Sintió alguien atrás y se giró en esa dirección.
“¿Alguna novedad, Swartz?”.
El responsable de la fuerza de seguridad de la embajada americana en
Lisboa movió la cabeza.
“Contactamos todos los hoteles de la ciudad y de los alrededores”, dijo.
“Todo negativo. No hay registro de ningún huésped con los nombres de
nuestro fugitivos”.
“Damn”, echó pestes Krongard. “El tipo se esfumó por completo”.
Comenzó a frotarse la barbilla con una expresión pensativa. “Quizás el tipo
no vino a Lisboa y siguió hacia otro lado cualquiera”. Miró fijamente a su
colega de la embajada. “Extiende la búsqueda a todos los hoteles y posadas
del país”.
Swartz abrió unos ojos como platos.
“¿Estás loco? ¿Tienes noción de cuantos hoteles y posadas existen en todo
Portugal?”.
“Me da igual”, fue la respuesta dada con sequedad. “Empieza ya”.
Para evitar una discusión, el hombre de la CIA se dio la vuelta y se
concentró en el ordenador, mostrando así que la decisión estaba tomada y que
tenía cosas más importantes que hacer. Swartz gruñó unos fucks de
frustración, pero comprendió que no había alternativa y se retiró para cumplir
la orden. Tenían que encontrar a los fugitivos, costase lo que costase.
Esforzándose por dominar el nerviosismo que le atenazaba el espíritu,
Krongard contempló en la pantalla del ordenador el rostro femenino que le
había remitido por e-mail uno de los jubilados de la Policía Judicial
contratado para vigilar la Casa de Reposo. Era la directora de la residencia, la
mujer con quien su objetivo se había escapado.
“Nada mal”, murmuró, valorando el rostro dulce y sensual que la fotografía
había paralizado en el tiempo. “Una Babe con B mayúscula, esta Flor”.
Aquella mujer le recordaba a una actriz de Hollywood. Hizo un esfuerzo por
acordarse del nombre, lo tenía en la punta de la lengua, era una joven que
actuó con Russell Crowe en A Beautiful Mind... Damn!, ¿cómo se llamaba?
No le venía la respuesta y acabó por desistir. A fin de cuentas no tenía
importancia, probablemente la directora de la residencia a esa hora ya se
había separado del fugitivo y estaba regresando a casa.
El razonamiento le dio una idea. Cogió el móvil y localizó el número del
jubilado de la Judicial que había contratado en Coimbra. Cuando iba a apretar
el botón verde para hacer la llamada, una referencia familiar en una nueva
comunicación de la frecuencia de la policía lo llevó a interrumpir el gesto y a
volver su atención hacia el aparato de radio.
“... línea setenta. Informe controlado”.
“Afirmativo. CSP controlo la matrícula y estamos verificando... CSP treinta
y tres treinta y uno confirme: marca Volkswagen, ¿color azul?”.
“Afirmativo”.
“CSP treinta y tres treinta y uno, señale motivo de sospecha”.
“CSP veintiún, se trata de una coche parado en una vía pública con un
agujero en la parte de atrás, potencialmente hecho con arma de fuego, y una
abolladura en el lateral derecho trasero. Verifique si consta en el vehículo”.
“CSP treinta y tres treinta y uno, aguarde”.
La comunicación se interrumpió, para gran frustración de Krongard.
“¿Dónde, damn it?”, preguntó al aparato de radio, exasperado porque el
diálogo entre el coche patrulla treinta y tres treinta y uno y la central del
comando y control de comunicaciones no le había facilitado todo lo que
necesitaba. “¿Dónde diablos está ese Volkswagen?”.
El agente de la CIA permaneció inmóvil, con la atención centrada en el
aparato. La policía portuguesa había localizado el automóvil de Tomás
Noronha, sobre eso no había dudas, pero la comunicación no había
determinado el lugar. Sin esa información, solo sabía que el fugitivo se
encontraba en Lisboa, lo que hacía inútil buscarlo en los hoteles y posadas de
todo el país.
“¡Swartz!”, gritó, sin atreverse a levantarse para ir a llamar al jefe de
seguridad de la embajada por miedo a perder una nueva comunicación en la
frecuencia de la policía que le permitiese identificar el paradero de Tomás.
“¡Swartz! ¡Ven aquí!”.
Oyó la voz del colega de la embajada respondiendo, pero un chasquido en el
aparato de radio le indicó que iba a comenzar una nueva comunicación entre
los hombres de la policía.
“CSP treinta y tres treinta y uno, aquí CSP veintiuno”.
“CSP veintiuno, treinta y uno a la escucha. Informe”.
“CSP treinta y tres treinta y uno, ese coche estuvo esta tarde implicado en
un accidente de tráfico con fuga en Coimbra. Voy a contactar a Eco treinta y
uno para enviar a ese lugar un elemento que aguardará junto al coche.
Confirme dirección, treinta y tres treinta y uno”.
“CSP veintiuno, Avenida de Berna con Plaza de España, en el descampado
allí existente. Este aguarda la llegada del papa delta”.
Al escuchar la información sobre el paradero del Volkswagen azul,
Krongard dio un salto en la silla y levantó el puño, victorioso; acababa de
identificar el lugar donde Tomás se había escondido. Un descampado en el
cruce de la Avenida de Berna con la Plaza de España solo podía significar
una cosa.
“¡La Gulbenkian!”.
XXIX
Sonriendo con un trazo de incredulidad, la mirada de María Flor centelleó.
“¿La consciencia crea parcialmente la materia por el mero hecho de
observar?”.
La pregunta repetía la afirmación de Tomás, tan extraordinaria y
extravagante que requería una demostración concluyente. Para hacerlo, no
obstante, el material de proyección de luz que había montado en la esquina
del laboratorio no era suficiente. El historiador volvió hacia atrás, fue a
buscar un dispositivo que había dejado sobre una mesa y lo instaló entre el
proyector y la pantalla, alineado con la posición de la cartulina con las dos
ranuras.
“Este instrumento se usa para medir el paso de la luz por las rendijas”, dijo
mientras ultimaba los preparativos para el nuevo experimento. “Voy a
accionarlo y, cuando el proyector emita lo equivalente a un fotón, el
dispositivo de medición me dirá por cuál de las dos ranuras pasó”. Mostró el
monitor de la máquina. “La medición se registra en este sistema. ¿Me puedes
ayudar a verificar lo que aparece en el dispositivo?”.
“Claro”.
Terminó la instalación del nuevo sistema y lo encendió.
De inmediato se oyó un sonido metálico semejante a un
ping.
“Es el instrumento registrando el paso de un fotón por las rendijas”, explicó.
“Dime por cuál de ellas pasó la luz...”. Giró el aparato hacia María Flor, para
que ella pudiese observar el monitor.
“Fue por la de la derecha, la S2”, constató Su amiga. Puso las manos en
jarras, como si lo desafiase. “¿Ves? Al contrario de lo que decías hace poco el
fotón no pasó por las dos ranuras al mismo tiempo...”.
Permaneciendo callado durante algunos segundos, Tomás se limitó a dejar
que el proyector emitiese fotones y que el dispositivo fuese midiendo por
cuál de las rendijas pasaban, cada paso señalado por el mismo sonido
metálico y registrado en el monitor. Unas partículas de luz pasaban por la
ranura S1 y otras por la ranura S2. La compañera ostentaba una expresión
triunfante en el rostro, como afirmando que la experiencia desmentía el
absurdo que había escuchado instantes antes; la medición mostraba que el
fotón no pasaba por las dos rendijas al mismo tiempo sino sólo por una de
ellas. Sin embargo, él se mantuvo imperturbable. Al fin de algún tiempo,
Tomás hizo un gesto en la dirección de la pantalla.
“¿Qué patrón ves ahí?”.
Al contrario de lo que había ocurrido anteriormente, se había formado un
patrón de sólo dos franjas.
“Las cinco franjas desaparecieron”, constató ella con sorpresa. “Ahora hay
dos”.
“Lo que me estás diciendo es que ya no se da la interferencia. Los fotones
dejaron de interferir unos con los otros o con ellos mismos, ¿no?”.
“Sí... realmente”.
“Ahora voy a apagar el instrumento que mide el paso de las partículas de
luz por las dos rendijas”.
Apretó un botón y el sistema dejó de hacer la medición. Se formó en la
pantalla un patrón de cinco franjas. Después volvió a encender el instrumento
de medición de las ranuras y el patrón en la pantalla regresó a las dos franjas
de luz. Fue encendiendo y apagando sucesivamente el dispositivo de
medición, siempre con el mismo resultado: cuando el instrumento medía el
paso de los fotones por las ranuras, se formaba un patrón de dos franjas, pero
cuando se apagaba el aparato, el patrón aumentaba hasta cinco franjas.
“Qué cosa tan... tan singular”, reconoció ella después de algún tiempo,
todavía digiriendo la experiencia que acababa de observar. “¿Qué rayos está
pasando aquí? ¿Por qué motivo la medición de las rendijas altera el
comportamiento de la luz? No estoy entendiendo nada...”.
Tomás posó la cartulina de las dos rendijas, apagó el proyector y el
dispositivo de medición y se dirigió a ella.
“Este descubrimiento fue algo absolutamente extraordinario”, sentenció.
“Los científicos se dieron cuenta de que la luz altera su naturaleza en función
del tipo de experimento que se realiza para estudiarla, o sea, en función de
que se observen o no las rendijas. Cuando las rendijas no están siendo
observadas, la luz se comporta como una onda. Sin embargo, en el momento
en el que comenzamos a observarlas, la luz se revela como una partícula. Es
como si la luz supiese si la están observando o no”.
María Flor se metió los dedos entre los rizos castaños y se frotó
distraídamente la cabeza, en una expresión de perplejidad.
“¿Pero cómo lo sabe la luz?”.
Tomás no respondió de inmediato, la pregunta era demasiado interesante
para perderse en medio de la respuesta.
“Ese es el punto esencial”, dijo. “¿Cómo sabe la luz que la están
observando? En realidad no lo sabe, la pregunta no se puede poner así
porque, que sepamos, no tiene consciencia ni conocimientos. La verdadera
pregunta es otra: ¿por qué razón la observación altera la naturaleza de la luz?
¿Por qué razón la luz es una onda cuando no está siendo directamente
observada y se convierte en una partícula cuando la observamos
directamente? Se trata de un enorme misterio. Y todavía no te he contado
todo. La realidad al nivel subatómico, o cuántico, tiene cosas todavía más
extrañas”.
“¡¿Todavía más?!”.
“El experimento de la doble rendija fue originalmente realizada con fotones,
partículas de luz que no tienen masa ni carga y que transportan energía
electromagnética. Pero se descubrió que la propia materia también es así, por
lo que el mismo experimento fue realizado con electrones, o sea, unidades
elementales que compone la materia, con masa y carga”. Golpeó con la mano
en una mesa al lado. “¿Sabes de qué se compone esta mesa a nivel atómico,
¿no?”.
“De átomos, claro. Toda la materia está compuesta de átomos, constituidos
por un núcleo de neutrones y protones, con electrones girando alrededor
como los planetas orbitan alrededor del Sol. Eso es información elemental,
que se aprende en la escuela”.
“La imagen del átomo como un microsistema solar está un poco pasada,
pero lo que importa es que los electrones son unidades elementales con masa
y que entran en la constitución de la materia. En vez de proyectar fotones a
través de una barrera con doble rendija los científicos hicieron la experiencia
con electrones usando un filamento de tungsteno caliente como proyector de
electrones, una hoja fina de metal con dos rendijas paralelas y un detector de
electrones que servía de pantalla. Es un experimento técnicamente muy difícil
de llevar a cabo, más complicado que con fotones. Tal como ocurría con los
fotones, la pantalla registró que los electrones tenían un comportamiento de
onda cuando no se los observaba directamente Al disminuir el haz para lanzar
un único electrón en dirección del detector, se constató que ese electrón
pasaba también por las dos ranuras al mismo tiempo. Fíjate que ya no
estamos hablando de luz, sino de electrones, unidades elementales de
materia”.
“¿La materia pasó por las dos ranuras al mismo tiempo?”.
Los ojos verdes de Tomás emitieron un brillo de asentimiento.
“Extraño, ¿verdad? Y no solo los electrones. Se realizó la experiencia con
átomos enteros y ocurrió exactamente lo mismo. La experiencia se extendió a
moléculas y, de nuevo, los resultados fueron iguales. Más todavía: los
electrones, los átomos y las moléculas se comportaban siempre como onda
cuando no se observaban a través de las rendijas y como partícula cuando
pasaban a observarse”. Hizo una pausa para dejar asentar la información.
“¿Entiendes el significado de estos descubrimientos?”.
Con la boca entreabierta y los ojos medio incrédulos, María Flor intentaba
digerir lo que acababa de oír.
“¿Estás insinuando que... que la materia no existe como la conocemos si no
la observamos directamente?”.
Tomás balanceó la cabeza en señal afirmativa.
“El experimento de la doble rendija, que ya se realizó millares y millares de
veces y se puede reproducir en el laboratorio de cualquier escuela
debidamente equipada, nos revela que la realidad tiene una naturaleza
misteriosa. La observación de la realidad crea parcialmente la propia realidad.
Pero lo más importante es que la decisión consciente que yo tome sobre cómo
voy a observar la realidad alterará la propia realidad. Por ejemplo, si yo
observo el electrón sin contar con las rendijas y solo registrando su efecto en
la pantalla, será una onda, pero si decido observarlo pasando por las rendijas,
el electrón se convertirá en una partícula. O sea, y subrayo esto, al escoger el
tipo de experiencia que voy a hacer, mi consciencia decide cómo va a ser la
realidad, si onda o si partícula. ¿Consigues entender hasta qué punto es
profundo este descubrimiento?”.
Su amiga estaba boquiabierta.
“¡La observación crea en parte lo real!”.
“Esa conclusión es muy polémica y crea malestar entre muchos científicos,
pero está siendo defendida de hecho por físicos de gran renombre, incluyendo
premios Nobel de Física. La palabra observación es, bien vistas las cosas,
solo un eufemismo de la palabra consciencia, dado que solo sabemos que hay
una observación porque tenemos consciencia de ella. La materia es onda si yo
decido conscientemente observarla de una manera y se convierte en partícula
si yo decido conscientemente observarla de otra manera. Soy yo quien
decido, por mi libre y consciente voluntad, como va a ser la realidad. Esto
significa que, en último análisis, la consciencia es la que crea parcialmente la
realidad”.
“¡Eso es increíble!”.
“Pues sí. Las experiencias científicas muestran que, en cierto modo, la
consciencia crea parcialmente la realidad”, insistió él, batiendo de nuevo en
la misma tecla. “¡Los fotones, los electrones, los átomos y las moléculas no
existen como partículas a menos que se los observe! Repito esa idea y la
repetiré hasta agotarme siempre que hablemos de este asunto, porque el
descubrimiento es tan extraño e increíble que es normal que dejemos de
tenerlo presente cuando tratamos con la realidad de todos los días, de modo
que regresamos fácilmente al modo más tradicional de pensar. Juzgamos que
las cosas existen por sí mismas e independientemente de nosotros, que de un
lado estamos nosotros y del otro está el mundo, y al final descubrimos que,
sin la consciencia que observa la realidad, las cosas no existen realmente
como nosotros pensamos. No hay realidad independiente de la observación”.
“Realmente, eso no parece tener ningún sentido. ¿Cómo es posible que la
consciencia cree la realidad?”.
“Parcialmente”, corrigió. “La consciencia crea la realidad parcialmente. No
basta que yo mire hacia la rendija para que aparezca en seguida la partícula.
Es necesario que en esa rendija haya también una onda”.
“¿Una onda? ¿Pero una onda de qué?”, preguntó ella, confusa. “¿De
energía? ¿De materia? ¿De qué?”.
Tomás se frotó el rostro con la mano; esta parte era también difícil de
digerir.
“No sabemos exactamente”, admitió. “Se trata de una onda misteriosa. La
ecuación de Schrödinger nos presenta la función de la onda, que se interpreta
como una onda de probabilidad. Cuando están en causa cálculos de mecánica
cuántica, no nos encontramos delante de un campo ondulatorio de materia o
de energía, sino delante de un campo ondulatorio de probabilidad de haber
materia o energía”.
“¿Quieres decir que la onda no tiene existencia real?”.
El académico esbozó una mueca.
“Es difícil de decir. El electrón tiene carga y masa y esas no pueden
desaparecer así de un momento para otro, ¿no? Además de eso, todos vemos
que se forma en la pantalla un patrón de interferencia. Eso nos muestra que
alguna cosa existe en realidad. ¿Pero el qué? Schrödinger creía que el
electrón se esparcía por el espacio y así ondulaba. Sin embargo, ¿dónde están
su carga y su masa? Una ondulación como la que Schrödinger propuso
implicaría que ambas se esparciesen infinitamente por el universo,
encontraríamos un poco de masa aquí, otro poco allí y otro más allá, pero ya
se ha comprendido que no era eso lo que ocurría. Por lo tanto, Schrödinger se
equivocó”.
“Entonces si el electrón no se esparce por el espacio, ¿qué rayo de onda es
esa?”.
“Nadie lo sabe. El patrón de interferencia en la pantalla y el principio de
conservación, que exige el mantenimiento de carga y de masa, sugieren que
la onda es real, no es una mera formulación matemática abstracta. La carga y
la masa del electrón tienen que estar en algún lado, ¿correcto? ¿Pero dónde?
Einstein llamaba Gespensterfeld a esa onda, es decir, campo fantasma,
aunque yo prefiera la expresión onda virtual, o potencial, o sea, una onda que
encierra en paralelo todas las virtualidades o potencialidades posibles. El
propio Werner Heisenberg escribió que ‘los átomos o las partículas
elementales no son reales; forman un mundo de potencialidades o
posibilidades. Es como si viviesen en un limbo entre la existencia y la no
existencia, un limbo que se designa superposición, solo adquiriendo
existencia definida y real cuando son observados. Extrapolando a partir del
experimento de la doble rendija, podríamos decir que un átomo existe en
forma de onda de una manera casi fantasmagórica, para utilizar la expresión
de Einstein, pero cuando se observa se produce lo que los físicos designan
como colapso de la función de onda. La onda fantasmagórica en
superposición colapsa e instantáneamente se convierte en partícula real”.
María Flor se estremeció.
“Brrr... ¡Eso parece siniestro!”.
“Un poco”, asintió. “Por ejemplo, e ya que antes de la observación la
materia no pasa de una onda, imagina que colocamos la onda de un átomo en
una caja y después dividimos esa caja por la mitad y nos quedamos con dos.
O sea, tengo ahora una onda y dos cajas. La pregunta es esta: con la división
de la caja en dos, ¿en cuál de ellas se quedó la onda? ¿En la de la derecha o
en la de la izquierda?”.
“Bien... no sé, en una de las dos”.
El historiador arqueó las cejas, como se hubiese acabado de realizar un
truco de magia.
“La onda está en las dos”.
“Quieres decir que la onda se dividió al medio, una mitad se quedó en una
caja y la otra mitad fue a la otra caja”.
“¡No, no! Es una única onda, es indivisible y está al mismo tiempo en las
dos cajas. Pero, cuando abro una de ellas y observo el interior, la onda
colapsa y el átomo se convierte en una partícula que ocupa solo una de las
cajas”.
“Ah, entiendo. Es un poco como los ilusionistas de feria, que esconden una
moneda en una mano y tenemos que adivinar en qué mano está la moneda, si
en la izquierda o en la derecha”.
“No.” Volvió a negar, sabiendo que era difícil aceptar aquella realidad tan
perturbadora. “Cuando un ilusionista de feria hace su truco, la moneda se
encuentra efectivamente en una mano. Lo que ocurre es que nosotros,
visitantes de feria, no sabemos en qué mano está. Observar que la moneda se
esconde en una mano no la convierte de repente en algo real, la moneda ya
existía, solo que estaba escondida. Pero en el universo microscópico no existe
realmente ningún átomo en forma de partícula mientras yo no lo observo,
¿entiendes? En realidad, el átomo se encuentra en forma de onda al mismo
tiempo en las dos cajas — exactamente como el electrón y la unidad
elemental de luz. A pesar de que ambos sean indivisibles, están en las dos
rendijas al mismo tiempo”.
“O sea, y al contrario del ejemplo del ilusionista con la moneda, el átomo no
existe previamente en ninguna de las cajas en forma de partícula. Las
partículas solo se constituyen en una de las cajas en el instante en que
observamos directamente una de esas cajas, de la misma manera que la luz y
el electrón solo se convierten en partículas cando observamos directamente la
rendija por la que pasaron. ¿Entiendes? Aunque alejemos las dos cajas y
pongamos una de ellas en un lado del universo y la otra al otro lado, la onda
continuará al mismo tiempo en las dos cajas, única e indivisible, en
superposición. Es el observador, y por consecuencia la consciencia, quien,
por el mero acto de observar la realidad y así interferir con ella, obliga al
átomo a dejar de ser una onda y a convertirse en una partícula”.
“Eso es tan extraño...”.
“Esta rareza cuántica fue también sistematizada por Heisenberg en 1927,
momento en el que concibió el principio de incertidumbre. Ese principio
establece que no es posible determinar con exactitud y simultáneamente la
posición y la velocidad de una partícula. Tal imposibilidad no se debe a
ninguna dificultad técnica en la medición, sino a una característica intrínseca
de la realidad. Cuando determinamos la posición de una partícula, su
velocidad se vuelve intrínsecamente indefinida y cuando determinamos la
velocidad, su posición pasa a ser ontológicamente indefinida. Insisto que esa
incertidumbre sobre la posición y la velocidad exacta de las partículas no
resulta de nuestras limitaciones de observación, sino que describe la realidad
como es realmente”.
“Eso es increíble”.
“Es realmente muy extraño. En el fondo, el experimento de las dos rendijas
muestra la dualidad descrita por el principio de la incertidumbre. Cuando
medimos las rendijas determinamos con gran rigor la posición de un electrón,
pero en ese caso su movimiento, o sea, la onda, desaparece. Cuando dejamos
de medir las rendijas determinamos con rigor el movimiento, esto es, la onda,
pero la posición del electrón en ese caso se vuelve indeterminada y está
efectivamente en muchos sitios al mismo tiempo. Más o menos por la misma
fecha en que Heisenberg concibió la mecánica cuántica, Erwin Schrödinger
creó una ecuación que aborda la misma realidad pero con una fórmula
matemática diferente. Mientras Heisenberg usó la mecánica de los matices,
Schrödinger recurrió a una mecánica ondulatoria, aunque pronto se dio
cuenta de que ambas describían la misma realidad. La ecuación que
Schrödinger concibió permite calcular la probabilidad de que una onda se
convierta en un punto específico, probabilidad esa también designada por
función de onda”.
“Ah, y esa es la tal ecuación de Schrödinger...”.
Cogiendo de nuevo el bloc de notas y el bolígrafo, Tomás pintó una
secuencia de símbolos.
“Esta es la ecuación de Schrödinger en su versión independiente del
tiempo”. Apuntó al segundo símbolo en los dos lados de la ecuación. “¿Ves
esto? La letra griega psi se utiliza aquí para representar la característica más
extraña de la realidad”. Hizo una pausa dramática. “La función de onda”.
Los ojos de ella se fijaron, fascinados, en el símbolo de la función de onda.
“Este es el mismo símbolo que... que...”.
El historiador hojeó el bloc de notas, localizó la hoja donde había
reproducido de memoria el último mensaje de Frank Bellamy y apuntó al psi
diseñado en lo alto.
“El símbolo que Bellamy dejó en su último mensaje”, dijo Tomás,
completando la frase que ella dejó a medias. “Este símbolo no se refiere a
ninguna crucifixión, como erradamente concluyeron los idiotas de la CIA. Se
trata de una referencia directa a la función de la onda prevista por
Schrödinger en la famosa ecuación. El psi fue el símbolo elegido para
representar la función de onda, la solución de la ecuación de Schrödinger que
establece que un electrón puede encontrarse en dos o más sitios al mismo
tiempo y tiene como última consecuencia que la observación crea
parcialmente la realidad”.
“O sea”, se rindió María Flor, “la Luna y todas las otras cosas en el universo
solo existen realmente porque existe alguien para observarlas”.
“Más o menos es eso mismo. En última instancia, la Luna, pero también tú
y yo, somos en cierto modo funciones de onda”.
Ella lazó una carcajada incrédula.
“¿Yo? ¿Una función de onda?”.
“Claro que, en la práctica, no lo eres, una vez que existes a un nivel
macroscópico, por lo que tu función de onda se colapsó. Pero, en teoría, ¿por
qué no?”.
María Flor diseñó con las manos un gesto difuso delante del rostro.
“Si yo fuese una función de onda, ¿a qué me parecería? ¿A una nube?”.
“Probablemente serías como eres ahora. No te olvides de que la función de
onda nos presenta probabilidades. Si la función de onda es grande en un
determinado lugar, eso significa que hay una gran probabilidad de que el
átomo se defina ahí. Probablemente tu cuerpo se formó donde tu función de
onda era más elevada. Pero puede haber ocurrido que algunos de tus trazos se
hayan formado en zonas donde tu función de onda es menor, quién sabe. Es
todo una cuestión de probabilidades”.
Su amiga se rio.
“¡Eso es el colmo!”.
“Los físicos Bryce DeWitt y John Wheeler llegaron incluso a proponer la
existencia de una función de onda de todo el universo. Stephen Hawking
retomó esa idea para sugerir que el universo es lo que él designó como una
superfunción de onda, un concepto que trabajó con James Hartle”.
“¿El propio universo?”.
“¿Por qué no? Si el universo es una función de onda gigante, se encuentra
en superposición y acumula así todas las virtualidades posibles. Otro físico,
Hugh Everett, sugirió que la superfunción de onda universal resolvería las
rarezas cuánticas, aunque eso significase una rareza todavía mayor. Everett
propuso que el universo en superposición está constantemente dividiéndose a
una escala descomunal, creando a cada instante trillones de universos
paralelos en que cada universo corresponde al colapso de una función de
onda. ¿Entiendes? Cuando se observan las rendijas, el fotón tiene que escoger
por cual irá a pasar y en ese instante el universo se divide en dos. Lo que nos
parece un colapso de la función de onda es en realidad una ruptura de la
función de onda en múltiples nuevos universos. En un universo la partícula
pasa por la rendija derecha, en otro pasa por la izquierda. Ahora extiende esto
a todas las situaciones cuánticas donde es necesario hacer una elección. En el
metauniverso todo lo que es posible que ocurra, ocurre en realidad, pero en
universos paralelos”.
“¡Eso... eso es puro delirio!”, exclamó ella con un gesto incrédulo. “No pasa
de ciencia ficción de calidad sospechosa. ¡Qué disparate! ¿Qué más locuras
van a inventar?”.
“Admito que es extraño y reconozco que no hay la menor prueba de que
esto ocurra. Sin embargo, debo avisarte de que cada vez más físicos creen
que esta hipótesis del multiverso es muy real”.
“Bromeas...”.
“Hablo en serio. Y lo más increíble es que los misterios descubiertos por las
experiencias científicas sobre la extraña naturaleza de la realidad no se
quedan aquí”.
“¿Qué? ¿Todavía hay más?”.
A pesar de la expresión enigmática que le nublaba la mirada, los labios del
historiador esbozaron el fantasma de una sonrisa; no todos los días una
persona normal, como era el caso de su amiga, tenía contacto con
información científica de tal modo desconcertante que hasta muchos físicos
se negaban a aceptar sus consecuencias más profundas.
“El experimento de la doble rendija sugiere que el futuro puede influenciar
el pasado”.
XXX
Parado en el pequeño parking que hacía esquina entre la Avenida de Berna
y la Plaza de España, y mezclado con los restantes automóviles, el coche
patrulla de la policía todavía estaba allí cuando James Krongard y Greg
Swartz llegaron al local. El Chevrolet con la matrícula diplomática de la
embajada americana se detuvo en el último semáforo de la avenida y los dos
ocupantes examinaron el espacio que habitualmente servía de parking a dos
decenas de coches. Vieron un policía sentado dentro del coche patrulla y otro
agente de pie junto a un Volkswagen azul.
“Es él”, confirmó Krongard, que seguía al volante, señalando la ventana
trasera del automóvil. “¿Ves ahí el agujero en el cristal de atrás?”.
Los ojos de Swartz examinaron el cristal.
“Aquello fue un tiro”.
“Una bala mía”.
El jefe de seguridad de la embajada americana soltó una carcajada burlona.
“Necesitas entrenamiento”, observó con sarcasmo. Pasó los ojos por el
pequeño parque en que había algunos automóviles aparcados, aunque la
mayor parte del espacio permaneciese vacío. “¿Qué hacemos? ¿Aparcamos
aquí?”.
“¡No digas disparates! Lo último que necesitamos es que los policías nos
vean. Cuantos menos testigos haya de nuestra presencia, mejor. Esta
operación es clandestina, ¿me entiendes?”.
“¿Y el Volkswagen?”.
La luz del semáforo cambió en ese momento a verde, el agente de la CIA
pisó el pedal y el automóvil arrancó.
“¡Qué más me da!”. Lo importante no es el Volkswagen, sino la información
que su presencia aquí nos da”. Hizo un gesto señalando el edificio de línea
moderna que quedaba por detrás, a la izquierda, iluminado por pequeños
focos de luz. “¿No ves allí la Gulbenkian? Si este coche está aquí aparcado es
porque nuestro hombre se escondió ahí dentro. No te olvides de que él es
consultor de la fundación. Tenemos que entrar ahí y cogerlo”.
El Chevrolet dio la vuelta a la Plaza de España y aparcó en el inicio de la
Avenida Antonio Augusto Aguiar. El marine de paisano que Swartz había
enviado allí con órdenes de vigilar la fundación los recibió en la esquina,
enfrente de la estatua de bronce de Calouste Gulbenkian, sentado a los pies
de una representación gigante en piedra del dios egipcio Horus.
Al ver a su superior jerárquico llegar acompañado por el agente de la CIA,
el marine se puso firme, dio un taconazo para cuadrarse e hizo un saludo
militar.
“Buenas noches, sir”.
“Aquí en la calle no hagas el saludo, ¡idiota!”, le regañó Swartz con voz
tensa. “¿No ves que eso atrae atenciones?”.
Desconcertado con la reprimenda, el hombre perdió la formalidad y fingió
estar cómodo; sus jeans y la chaqueta de cuero no quedaban bien, realmente,
con su postura militar.
“Perdone, sir”.
El superior jerárquico miró alrededor.
“¿Alguna señal del sospechoso?”.
“Negativo, sir. Después de recibir su información de que se encontraba
probablemente aquí, fui allá dentro y volví a preguntar a los guardias de
seguridad de la fundación. Nadie lo ha visto esta noche. Después entré en el
edificio y desbloqueé la puerta de su despacho para ver si alguien se escondía
dentro. El despacho estaba vacío”.
Swartz se volvió hacia Krongard con una expresión expectante en los ojos,
como si aguardase instrucciones.
“¿Qué hacemos?”.
El agente de la CIA contempló el bulto oscuro del edificio de la fundación.
Se trataba de un complejo enorme, pero no tan grande que no se pudiese
revisar al detalle en menos de dos horas.
Se volvió hacia el marine que había hecho la inspección.
“¿Tiene un plano de la fundación?”.
El marine de paisano metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de cuero y
sacó una hoja doblada.
“Está aquí, sir”.
Krongard desdobló el plano y estudió el complejo, con la atención centrada
en la planta interior del edificio principal y en las salidas. En ese momento
oyeron voces que se aproximaban y se dieron cuenta de la llegada de dos
hombres. Se trataba de los marines que Swartz había enviado a vigilar la
Universidad Nova de Lisboa allí al lado, y también el apartamento de Tomás.
En conjunto, constató el hombre de la CIA, su unidad estaba ahora
constituida por cinco elementos; él, el jefe de seguridad de la embajada y los
tres marines. Eran suficientes.
Con el equipo al completo, dobló el plano y lo guardó en el bolsillo del
abrigo. Hizo una señal a Swartz, que entregó una Glock y un walkie-talkie a
cada hombre. Una vez completa la distribución, Krongard se volvió hacia los
que le rodeaban, señaló con la cabeza la fundación que los focos rescataban
de la oscuridad e hizo un gesto hacia delante.
“¡Vamos!”.
XXXI
Era de pura perplejidad la expresión de la mirada de María Flor. Por lo que
acababa de oír, le parecía que la conversación estaba adquiriendo un tono
completamente surrealista.
“¿El futuro puede influenciar el pasado?”, se asombró. Su rostro se
transformó en un enorme signo de interrogación. “¿Qué disparate es ese?
¡Eso no tiene ningún sentido! El transcurso normal del tiempo apunta hacia
una secuencia causa-efecto en donde las causas están siempre en el pasado y
los efectos en el futuro”. Señaló hacia el proyector láser. “Sería imposible que
este proyector se rompiese y solo después yo lo tirase al suelo. Lo normal es
que yo tirase la máquina al suelo y después se partiese. Primero ocurren las
causas, después vemos los efectos. ¿Cómo puede un acontecimiento en el
futuro ser causa de un efecto en el pasado? Una cosa de esas implica... yo qué
sé, que los viajes en el tiempo son posibles. ¡Eso no puede ser! ¡Es absurdo!”.
“Sin embargo, es lo que sugiere el experimento de la doble rendija. O por lo
menos una versión modificada de ese experimento”.
“¿Pero... pero cómo?”.
La atención de Tomás regresó al proyector láser, la cartulina con las dos
ranuras paralelas y la placa fotográfica que servía de pantalla, aunque
manteniendo el equipo apagado.
“Tienes que entender primero que, a un nivel microscópico que se designa
cuántico, las cosas ocurren de manera muy diferente de aquellas que estamos
habituados a ver al nivel macroscópico del día a día. Ya constatamos que la
realidad se altera en función de la observación y que para ir del punto A al
punto B sin ser vistos, los electrones, los fotones y los átomos no escogen un
camino único, sino todos los caminos al mismo tiempo. Por ejemplo, un
equipo de físicos consiguió colocar en 1996 un átomo de berilio en dos
lugares al mismo tiempo, exactamente como ocurre con los fotones y los
electrones que pasan simultáneamente por las dos rendijas. Pero además
fueron descubiertos otros comportamientos extraños de la materia
microscópica”.
Estas revelaciones la dejaron intrigada. Tomás se alejó algunos pasos y fue
a coger un viejo periódico que alguien había dejado en una estantería. Volvió
con el matutino junto al proyector láser y, después de examinar la primera
página, la giró en dirección a su interlocutora.
“Mira quién está ahí”, sonrió ella. “Nuestro primer...”.
El historiador apuntó hacia la imagen de un político ocupando la primera
página.
“¿Qué es esto?”.
“Es el primer ministro, claro. No me digas que andas tan distraído que ni le
reconoces...”.
Él esbozó una mueca contrariada.
“Me refiero a la técnica de impresión de la fotografía, no a su contenido”, la
corrigió, llevando la conversación hacia lo que pretendía demostrar. “Vista a
distancia, esta fotografía nos presenta una imagen continua, ¿no es cierto?”.
“Sí”, confirmó Su amiga, evidentemente sin entender bien dónde quería
llegar. “¿Y qué?”.
“Ahora analiza la fotografía muy de cerca”. Hizo un gesto con la mano.
“Ven, acércate”.
María Flor se acercó al periódico y casi pegó los ojos al papel.
“Continúa siendo una fotografía”.
“¿Pero la imagen permanece continua?”.
“Claro que no”. Estrechó los párpados, en un esfuerzo por interpretar la
textura de la impresión. “La fotografía está constituida por pequeños puntos,
unos mayores y otros menores. De lejos la imagen parece continua, pero de
cerca se vuelve granulada, y nos damos cuenta de que el conjunto está
formado por puntitos indistinguibles a lo lejos”. Tomás dobló el periódico y
lo puso en una mesa detrás de él; la demostración se había acabado.
“Pues los científicos descubrieron que en cierto modo la realidad también es
así”, declaró. “En nuestra experiencia cotidiana, las cosas se mueven
siguiendo una línea continua. Para avanzar en metro, por ejemplo, tenemos
que recorrer todo el espacio del medio. De hecho, ese problema ya lo planteó
el filósofo griego Zenón. Pero los científicos descubrieron que en el universo
microscópico la realidad es discontinua y las partículas saltan de un estado a
otro sin pasar por un estado intermedio y de un orbital a otro sin pasar por el
orbital intermedio”.
De nuevo, un gesto de incredulidad cubrió el rostro de María Flor.
“¿Cómo, cómo?”.
“Un electrón no fluye entre un estado y otro o entre un orbital y otro, como
sería de esperar, sino que salta instantáneamente entre estados u orbitales. A
eso se le llama salto cuántico. Y esto, que conste, no es un efecto ocasional,
sino una regla en el universo microscópico. El tejido de la realidad funciona
con este tipo de saltos”.
“Ya había oído hablar de saltos cuánticos, pero nunca había entendido
verdaderamente de lo que se trataba. Me pregunto, sin embargo, si esos saltos
no se deberán antes a nuestras limitaciones técnicas para determinar el orbital
intermedio por donde pasan los electrones. Es decir, ellos pasan por el orbital
intermedio ente el orbital A y el orbital B, pero como no conseguimos verlos
desplazarse, porque nuestra tecnología todavía tiene limitaciones, nos
quedamos con la impresión de que los electrones saltan”.
“En realidad fue eso mismo lo que muchos científicos pensaron
inicialmente”, reconoció él. “Pero ahora ya tenemos la seguridad de que los
electrones no recorren el orbital intermedio porque éste ni siquiera existe. No
hay ninguna limitación técnica en nuestra observación, lo que pasa es que
realmente saltan y lo hacen instantáneamente, no existe ningún intervalo de
tiempo para que se produzca el salto. Si condujésemos un coche a cincuenta
kilómetros por hora y quisiésemos acelerar a sesenta kilómetros por hora, en
la realidad cotidiana la velocidad aumentaría gradualmente, ¿verdad?
Pasaríamos a cincuenta y un kilómetros por hora, después a cincuenta y dos y
así sucesivamente hasta llegar a los sesenta. Incluso entre el cincuenta y el
cincuenta y uno hay un número infinito de velocidades intermedias. Pero si
estuviésemos en el mundo cuántico observando los estadios energéticos, el
automóvil iría a cincuenta kilómetros por hora y, de repente, pasaría a sesenta
kilómetros por hora sin pasar por las velocidades intermedias. Eso es en
cierto modo un salto cuántico”. Apuntó hacia el rotativo cuya primera página
habían estudiado minutos antes. “Es como aquella fotografía del periódico.
Vista desde aquí, la imagen del primer ministro parece continua, pero cuando
la observamos de cerca, constatamos que está granulada, constituida por
puntos separados los unos de los otros, y que su continuidad no pasa de una
ilusión creada por la distancia”.
“Ya veo”.
“Pero ocurre además otra cosa extraña en el mundo subatómico. Una
partícula puede ir de un punto a otro, aunque esos puntos estén separados por
una barrera insuperable. Salta aunque no tenga energía para tal y sin pasar a
través de la barrera, ¿entiendes? En un momento está dentro y en el momento
siguiente está fuera. A eso se llama efecto de tunelización cuántica. Es como
si la partícula se hubiese metido en un túnel invisible y apareciese en otro
lugar”.
“¿Es posible una cosa de esas?”.
“No solo es posible, sino que ocurre realmente. Por ejemplo, en el
decaimiento radiactivo o desintegración del uranio, una partícula alfa está en
el núcleo y de repente desaparece de allí y aparece fuera del núcleo, a pesar
de la barrera que constituye la fuerza nuclear fuerte”.
María Flor vaciló.
“Oye, hace poco mencionaste que en el universo microscópico el futuro
puede influenciar el pasado. ¿Qué querías decir con eso?”.
“Albert Einstein demostró en las teorías de la relatividad que el espacio y el
tiempo están unidos”, recordó Tomás. “Les llamó, por eso, espacio-tiempo.
Ahora veamos: si el experimento de la doble rendija muestra que la
consciencia altera parcialmente el comportamiento de la realidad en el
espacio, y si el tiempo está unido al espacio, entonces es posible que la
consciencia también altere parcialmente el comportamiento de la realidad en
el tiempo”.
“Parece lógico”, asintió ella, valorando el problema desde esta nueva
perspectiva. “Falta saber si existe alguna manera de demostrarlo...”.
La mano del académico se posó en el proyector de luz.
“La demostración se hace con una versión más sofisticada del experimento
de la doble rendija”. Cogió la cartulina que había usado en la primera
demostración y la colocó de nuevo entre el proyector y la pantalla, indicando
las dos ranuras paralelas rasgadas al medio. “Ya vimos que la luz y los
electrones pasan por las rendijas como ondas cuando no estamos observando
estas rendijas, pero se convierten en partículas cuando se observan las
rendijas, ¿verdad?”.
“Es un efecto extraño, pero admitamos que es verdadero”.
“Es verdadero”, insistió Tomás. “Tienes que aceptar e interiorizar que este
experimento fue realizado miles y miles de veces y los resultados, a pesar de
increíbles, sugieren que la observación crea parcialmente la realidad. La
cuestión que se nos plantea ahora es saber lo que pasa si la decisión de
observar se toma, no antes de que la luz llegue a la doble rendija, sino en el
espacio entre la doble rendija y la pantalla. O sea: imagina que colocamos un
detector después de las rendijas y solo decidimos si lo activamos o no
después de que la luz pase por las rendijas. Atrasando la decisión, ¿en qué
momento la onda de la luz se transforma en partícula? ¿En el momento de la
decisión de observar o antes de la decisión de observar? ¿Será posible que la
luz pase como onda por las rendijas, momento en el que todavía no ha habido
observación, y solo se transforma en partícula cuando la consciencia decide
intervenir observando?”.
Ella movió la cabeza, confusa.
“Perdona, pero no lo estoy entendiendo...”.
“Es confuso, lo sé”, admitió Tomás. “La duda, de forma sencilla, es esta:
¿será posible que el futuro influencie el pasado?”.
“Y ¿será?”.
“Este problema fue teorizado en 1984 por John Wheeler y probado de forma
experimental en el laboratorio de la Universidad de Maryland gracias a un
sistema electrónico ultrarrápido de generación de números aleatorios y con
recurso a un complicado dispositivo de espejos, un experimento repetido
varias veces a lo largo de los años y con instrumentos cada vez más
sofisticados. Se llama experimento de elección retardada”.
“¿Consiguieron hacer experimentos para probar eso?”, se sorprendió María
Flor. “¿Y cuál... cuál fue el resultado?”.
“Una cosa espectacular”, contestó él. “Los científicos consiguieron atrasar
la decisión a solo unas mil millonésimas partes de segundo, pero fue lo
suficiente para poder examinar el problema. Descubrieron que la luz se volvía
partícula antes de tomar la decisión de observarla”. Repitió la palabra clave.
“Antes”. Hizo una pausa para que la idea recorriese su camino. “¿Entiendes
las consecuencias de lo que te estoy contando?”.
Ella abrió y cerró la boca, atónita.
“¡Eso quiere decir que la luz se comporta como si supiese que va a ser
observada antes de que el observador decida observarla!”.
“¡Ni más ni menos! Las implicaciones de este descubrimiento son
extraordinarias. Dado que la onda solo se transforma en partícula cuando la
observan, da la impresión de que estamos ante una secuencia paradójica de
efecto-causa, en la que el efecto ocurre antes de la causa”. Volvió a poner la
mano en el proyector láser. “En cierto modo esta máquina se parte antes de
que la tires al suelo”.
“¡No puede ser!”.
“Pero es lo que las experiencias sugieren. En este experimento modificado
de la doble rendija, el efecto parece preceder a la causa. O sea, nos da la
sensación de que la información fue hacia el pasado para producir el efecto
antes de la causa. Es como si tuviésemos una palabra que decir para
influenciar lo que ya ha ocurrido. Da la idea de que, en el nivel microscópico
del universo cuántico, el tiempo desaparece y no existe un antes y un
después, es como si las partículas ignorasen la propia existencia del tiempo.
Las implicaciones de ese descubrimiento son profundas, como debes
imaginar”. Apuntó hacia el cielo estrellado al otro lado de la ventana. “La luz
que vemos allí en el firmamento salió hace millares de años de aquellas
estrellas y nos llega en forma de partícula porque, en cierto modo, en el
momento en el que salió es como si ya supiese que en un futuro iba a ser
observada por nosotros. Lo mismo sirve para la luz que fue emitida hace
cinco mil millones de años en galaxias distantes. Tenemos la impresión de
que el futuro envió para el pasado distante la información de que esa luz iba a
ser observada esta noche por nosotros, obligándola así a desplazarse a lo
largo de estos cinco mil millones de años en forma de partícula y no de onda.
O, dicho de otra manera, da la sensación de que decidimos lo que el fotón
será y él obedece en el pasado a esa decisión. Esto es, la observación hoy
puede afectar a la naturaleza de la luz en el pasado”.
María Flor movía la cabeza, todavía incrédula.
“¡No puede ser, no puede ser!”.
“Está errado pensar que el pasado existe de forma pormenorizada. El pasado
no tiene existencia definida, está en superposición y solo se define porque el
futuro lo obliga a tal. Por lo demás, la versión más completa de la ecuación
de Schrödinger, que tiene en cuenta los efectos relativistas, contiene una
solución que describe el flujo de energía negativa hacia el pasado, aspecto
para el cual ya Max Born había llamado la atención en 1926”. Levantó el
dedo. “La cosa se vuelve todavía más extraña, si todavía eso es posible, con
otra variante del experimento de la doble rendija”. Hizo un gesto hacia la
cartulina con las dos ranuras. “Se llama apagador cuántico. Después del
detector en las rendijas se coloca un dispositivo que marca los fotones, de
modo que, cuando cada fotón se examina más tarde, se puede identificar por
cuál de las rendijas pasó. En estas condiciones, ¿cómo piensas que se
comporta la luz?”.
“Bien, a creer en el experimento que me mostraste, hay una observación. No
hay patrón de interferencia, no hay onda. En ese experimento la luz es
partícula”.
“Correcto. Ahora repara en el truco: ¿y si, después de que el fotón pase la
rendija pero todavía antes de llegar a la pantalla, apagamos la marca que el
dispositivo imprime en cada fotón, de forma que sea imposible entender por
qué rendija pasó? Esto es, la partícula de luz se mide pasando por las rendijas
pero la información retenida de esta medición desaparece después”.
“¿Es posible hacer ese experimento?”.
“Es muy delicado y difícil, pero acabó por realizarse por primera vez en
1991 en la Universidad de Berkeley, en California. La marcación fue
ejecutada a través de la polarización de los fotones que pasaban por una de
las rendijas. La cuestión es esta: en esas condiciones, ¿qué crees que ocurrió?
¿La luz pasó por las rendijas como una onda o como partícula?”.
María Flor analizó el dispositivo montado delante de ella.
“Bien... hubo una observación, ¿verdad? Aunque se haya borrado la
información sobre esa observación, fue realizada una observación. En ese
caso, eso significa que no existe patrón de interferencia. La luz pasó como
partícula”.
El historiador sacudió la cabeza.
“Errado”, sentenció. “Lo que apareció en la pantalla, querida amiga, fue el
patrón de interferencia. La luz pasó como onda”.
Su amiga hizo un gesto de extrañeza.
“¿Cómo onda?”. Pero si la luz fue medida...”.
“Sí”, reconoció él. “Sin embargo, lo que parece ser aquí determinante para
la naturaleza de la luz no es estrictamente la medición de la luz en las
rendijas, sino la información extraída por esa medición o, si quieres de otra
manera, es nuestro conocimiento sobre la luz. A pesar de haberse medido
pasando por las rendijas, la luz mantiene el patrón de interferencia. El factor
determinante no es por lo visto la medición, es lo que podemos saber sobre la
medición. Como desapareció la posibilidad de que conociéramos la luz, ella
se comportó como onda. Es decir, da la impresión de que la luz solo se
preocupa con lo que alguien pueda saber sobre ella. Si nadie puede saber
nada, a pesar de haberse realizado la medición, la luz continúa siendo una
onda. Por lo visto, e insisto en este punto, la mera observación es irrelevante.
Es la posibilidad de conocer la partícula lo que la crea”.
“¡Esto es... increíble! ¡Absolutamente increíble!”.
“La realidad no es lo que pensamos que es, o lo que queremos que sea; la
realidad es lo que es. Cuando intuimos que la realidad es una cosa, pero la
observación y la matemática nos revelan algo diferente, la observación y la
matemática ganan siempre. De madrugada vemos el Sol nacer en el
horizonte, a lo largo del día lo observamos girar en el cielo en una trayectoria
lenta en arco y al final de la tarde constatamos que se pone al otro lado, ¿no?
Ante eso, ¿que nos dicen la intuición y el sentido común? Que el Sol gira
alrededor de la Tierra. Pero gracias a las observaciones astronómicas y a
cálculos matemáticos, Copérnico llegó a la conclusión de que es la Tierra la
que gira alrededor del Sol. O sea, la observación científica y los cálculos
matemáticos derrotaron a la intuición y al sentido común. Lo mismo sucede
aquí. La intuición y el buen sentido nos dicen, porque eso es lo que nos indica
la percepción que tenemos de lo que pasa alrededor, que el mundo existe
independientemente de nosotros. Pero la observación científica realizada a
través del experimento de la doble rendija y de las respectivas variantes
revela precisamente lo contrario. Cualquier científico sabe que, cuando eso
ocurre, la observación y la matemática prevalecen sobre el buen sentido. Por
eso, por favor, olvídate de esa idea de que las cosas microscópicas se
comportan de la misma manera que las cosas macroscópicas pero en otra
escala. El mundo microscópico funciona de forma diferente y extraña. En
ciencia tenemos que creer en la observación, incluso cuando contradice el
sentido común, y en este caso la observación nos muestra que a un nivel
elemental el universo es extrañísimo. Por más desconcertante y contra
intuitivo que eso nos pueda parecer, es nuestra consciencia la que crea
parcialmente la realidad, y lo hace no únicamente en el espacio sino también
en el tiempo”.
Su amiga levantó las manos.
“De acuerdo, me rindo”, exclamó. “Únicamente que todo esto es tan
perturbador que cuesta creerlo...”.
“Tienes razón”, asintió él. “Yo mismo tardé años en aceptar que la realidad
es así tan extraña, y solo me rendí cuando conocí en pormenor el experimento
de la doble rendija y sus respectivas variantes. Fíjate bien: la posibilidad de
que, a un nivel elemental de creación de la realidad, ocurran primero los
efectos y después las causas tiene consecuencias increíblemente
contraintuitivas. Esto significa que la consciencia hoy y en el futuro tiene
aparentemente el poder de generar, en parte, la realidad física del pasado, y
en particular, el pasado referente al tiempo en que todavía no existían seres
conscientes en el universo. O sea, hasta que el universo generó consciencia,
el Big Bang no pasó de una especie de acontecimiento virtual, casi como si
fuese una onda en que todas las potencialidades se acumulaban en paralelo.
Únicamente cuando el universo concibió la consciencia fue cuando la
consciencia convirtió en real una de esas potencialidades, la historia anterior
del universo. En cierto modo, no es solo el pasado el que genera el futuro: el
futuro también genera el pasado. El acto de observar la realidad no solo crea
parcialmente la realidad de hoy sino también crea el pasado que hizo posible
la realidad de hoy. Es como si futuro y pasado se creasen mutuamente y
ambos fuesen indeterminados: tal como hay varios futuros posibles, existen
varios pasados posibles”.
María Flor se rascó la cabeza.
“No me digas que eso que estás diciendo también está probado...”.
“Lo que te estoy explicando son las implicaciones profundas de los
descubrimientos realizados gracias al experimento de la doble rendija. Este
experimento nos muestra la ilusión que se esconde por detrás de la realidad.
A un nivel elemental, el universo resulta de una dualidad entre lo real y la
consciencia, en donde lo real se complica para generar la física, la cual se
complica para generar la química, la cual se complica para generar la vida, la
cual se complica para generar la consciencia, la cual se complica para
general... lo real”.
“Es como si cada nivel de complejidad trajese aquellas propiedades
emergentes de las que hablaste esta tarde en Coimbra”, observó María Flor,
reflexionando sobre lo que acababa de oír. “Pero... ¿cuál es el significado de
todo esto?”.
Con el razonamiento haciendo un círculo completo, Tomás cruzó los brazos
y respiró hondo, preparándose para exponer la extraña, desconcertante y
profunda naturaleza del universo.
“Lo real crea la consciencia y la consciencia crea lo real”.
XXXII
Jugando con el aire, mil puntos brillantes forraban una buena parte del cielo
en aquella noche casi límpida. Pero aunque las principales estrellas
centelleaban en el manto negro, la mancha brillante de la Vía Láctea
permanecía invisible debido al destello luminoso de la ciudad. La Luna
acechaba en lo alto en cuarto menguante y la iluminación pública a lo largo
del perímetro de la fundación y más allá de él liberaba un hálito, suave y
seguro, pero suficiente para ofuscar los brillos más tenues del polvo
reluciente que recorría el firmamento.
Buscando siempre mantenerse en las zonas de sombra, James Krongard
avanzaba despacio por el jardín de la fundación. Su atención, sin embargo,
estaba centrada en el edificio de líneas modernas que servía de sede a la
Gulbenkian, en busca de cualquier pormenor sospechoso que le pudiese
revelar el paradero del fugitivo.
El walkie-talkie que llevaba en la mano de repente ganó vida.
“Comanche Dos a Apache”.
El agente de la CIA se dio cuenta de que era uno de los dos marines
llamando. Los tres marines de paisano se habían quedado con los nombres de
código de Comanche Uno, Dos y Tres, Swartzs era Buffalo y él mismo, como
jefe de la operación, se adjudicó Apache.
“Apache a Comanche Dos”, respondió, pegando el intercomunicado a la
boca. “¿Alguna novedad?”. “Afirmativo, Apache. Registré actividad en el
primer piso. Las luces están encendidas y me pareció ver a alguien mirando
por la ventana”.
“¿En qué lugar ha ocurrido eso, Comanche Dos?”.
“No sé, Apache. No tengo el plano del edificio conmigo”.
Krongard gruñó. Quien tenía el plano era él. Consultó el reloj y verificó la
hora. Ya pasaba de medianoche y no le parecía normal que hubiese actividad
a aquella hora en la fundación, incluso porque el concierto en el Gran
Auditorio ya había terminado. Si la luz estaba encendida y había personas
mirando por la ventana, eso había que verificarlo.
“Comanche Dos, ¿cuál es la localización de la actividad?”.
“Esquina sudoeste, primer piso”.
Apretó todos los botones para comunicarse con todo el equipo.
“Buffalo, Comanche Uno, Comanche Dos y Comanche Tres”, llamó.
“Stand-by”.
Después de dar el aviso de alerta, el agente de la CIA se arrodilló y
desdobló sobre el césped el plano del edificio. Encendió la linterna y estudió
las líneas del primer piso de la sede de la Fundación Gulbenkian. Situó el
sudoeste y se fijó en la sala que hacía ahí esquina. El plano identificaba el
compartimento de grandes dimensiones como el laboratorio del Instituto
Gulbenkian de Ciencia.
Tomás era académico y había actividad en el laboratorio. Únicamente podía
significar una cosa. Cogió el intercomunicador y apretó de nuevo todos los
botones para convocar a sus hombres.
“En el laboratorio”, anunció. “El sospechoso está en el laboratorio”.
XXXIII
Increíble y desconcertante; la explicación sobre el comportamiento de la
materia, a nivel elemental, del mundo atómico agotó todos los sentimientos
de asombro que María Flor podría tener todavía de reserva. Llegó a un punto
en el que, a pesar de empezar a entender que el universo era una realidad
mucho más extraña de lo que alguna vez supuso, ya nada la sorprendía. Pero
no había perdido de vista la cuestión principal, aquella que había originado
toda la conversación.
“Todo esto que me contaste es realmente muy interesante y perturbador,
sobre todo porque, por lo visto, no se trata de fantasías esotéricas sino de
ciencia”, reconoció. “Sin embargo, nada de eso explica el asunto que nos
preocupa, ¿verdad?”.
“¿A qué te refieres?”.
“Me refiero al mensaje dejado por el tal director de la CIA, Tomás. ¿Por qué
razón en el momento de su muerte decidió reproducir el símbolo de la
función de onda de la ecuación de Schrödinger y dejar debajo una referencia
a tu nombre como llave? ¿La llave de qué?”.
Se trataba de dos preguntas excelentes. El historiador se dejó caer sobre una
silla, sabiendo que esas eran las cuestiones centrales y a las cuales, si quería
dejar de vivir como un fugitivo, necesitaba responder de forma urgente.
“Sí...”, contestó, cavilando sobre el problema. “Eso todavía no se ha
aclarado. Quizás valga la pena ver el rompecabezas y resumir lo que sabemos
sobre él. Puede ser que así consigamos entender lo que estaba en la cabeza de
Bellamy”.
María Flor se sentó a su lado y le vio hojear el bloc de notas que tenía en las
manos. Las hojas saltaban unas detrás de las otras hasta que el bloc se detuvo
en la página con el mensaje del fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y
Tecnología de la CIA.
“Esto, ya lo vimos, es el psi”, identificó su amiga en un tono mecánico,
indicando el enorme Ψ dibujado en lo alto del rompecabezas. “El símbolo de
la función de onda en la ecuación de Schrödinger”.
El dedo índice de Tomás batió insistentemente en el dibujo gigante del psi,
esforzándose por subrayar su importancia.
“Sabes, el psi es mucho más que un mero símbolo y Frank Bellamy, que
también era físico, tenía plena consciencia de eso. La función de onda que el
psi representa describe el mundo que nos rodea antes de ser observado,
dándonos una imagen completa y una especificación detallada de aquel limbo
entre existencia y no existencia que Einstein describió como un campo
fantasmagórico. El psi es lo que existe antes de existir, es el tejido de la cosa
en bruto, es la realidad virtual antes de ser real, es la onda y no la partícula.
O, si queremos, psi es el espectro de la realidad”.
“Sí, pero no existe solo. Conviene no olvidar que la función de onda
representada por el psi es la solución de la ecuación de Schrödinger, ¿no?”.
“Claro. Ocurre que la función de onda no describe solo los sistemas
subatómicos, atómicos y moleculares del mundo cuántico antes de la
observación, sino también los sistemas macroscópicos que vemos a nuestro
alrededor y, posiblemente, todo el universo”.
“Es la historia de que yo y la Luna somos una función de onda”, reconoció
María Flor. “Pero, si vemos bien la cosa, lo esencial de lo que dijiste hasta
ahora se refiere al comportamiento de la materia a nivel microscópico,
¿verdad?”. Hizo un gesto mostrando el espacio alrededor. “En la vida normal
las cosas no ocurren de esa forma tan extraña, como sabes”. Movió la mano
derecha de un lado hacia otro. “Mi mano no da saltos de un punto hacia otro:
recorre todo el espacio entre un punto y otro”. Señaló su silla. “Estoy sentada
aquí y no en toda la sala al mismo tiempo”. Se levantó y se giró de espaldas a
la ventana. “En este momento no estoy observando el cielo fuera, pero estoy
segura de que la Luna permanece allí arriba”. Dio tres pasos y rodeó el
proyector de luz por la izquierda. “Cuando doy la vuelta alrededor de esta
máquina, voy solo por la izquierda y no por la derecha al mismo tiempo”.
Paró y regresó, demostración concluida.
“Lo que quiero decir es que todas esas rarezas cuánticas de las que estás
hablando pura y sencillamente no existen en la realidad cotidiana. Nuestro
mundo, el mundo macroscópico, no está hecho de esa manera”.
“¿Por qué?”.
Ella se encogió de hombros.
“¡No sé por qué! Los científicos pueden haber descubierto que las leyes del
universo microscópico implican esos comportamientos extraños de la
materia, pero en el universo macroscópico la materia se comporta de manera
diferente. Mira a tu alrededor y lo entenderás”.
“¿Pero por qué?”, insistió él, abriendo los brazos en un gesto de perplejidad.
“¿Por qué? ¿Por qué razón el universo microscópico funciona según reglas
diferentes del macroscópico? Esta es una de aquellas preguntas que todos los
físicos se hacen, y seguramente Frank Bellamy también”. Se pellizcó la piel
de la mano. “¿Al final no estamos hechos de partículas, de átomos y de
moléculas? Fíjate, un conjunto de partículas forma átomos, un conjunto de
átomos forma células y un conjunto de células forma un ser humano. Si los
átomos existen en una onda descrita por la función de onda, y si estamos
hechos de átomos, ¿no seremos también una onda? Si la materia solo existe
como partícula si es observada, ¿eso quiere decir que yo también solo existo
como conjunto de partículas si fuera observado? ¿Por qué motivo los
electrones, los átomos y las moléculas obedecen a unas leyes y las células y
los seres vivos y las cosas inanimadas de gran dimensión, como las piedras y
el agua, obedecen a otras? ¿Será posible que las leyes del universo cambien
según la escala de los objetos?”.
“Por lo visto sí”.
“¿Pero cuál es el punto exacto en el que cambian? ¿Existe alguna frontera a
partir de la cual las leyes cuánticas dejan de repente de aplicarse y las leyes
clásicas entran en vigor? ¿Cuál es el mecanismo? ¿Dónde se sitúa
exactamente esa línea de frontera?”.
María Flor esbozó una expresión de ignorancia total.
“No tengo la menor idea”, confesó. “Tú eres el académico. Como
historiador, estudias la ciencia y su historia. ¿Cuál es la respuesta para todas
esas preguntas?”.
Esta vez fue Tomás el que se encogió de hombros.
“¡Es un misterio!”, admitió. “Ese problema fue analizado millares de veces
por los físicos, sin encontrar una explicación plausible. Quien estuvo más
cerca de la respuesta fue un físico austríaco llamado Paul Ehrenfest, autor de
un teorema que permite concluir que los saltos cuánticos de las partículas a
un nivel atómico se van haciendo más pequeños a medida que los objetos se
vuelven mayores, hasta llegar a un punto en el que esos saltos desaparecen
por completo”.
“¡Ahí está la explicación!”.
“Sí, ¿pero cuál es el punto en el que eso ocurre? Y, sobre todo, ¿por qué
razón el comportamiento cuántico deja de manifestarse? El teorema de
Ehrenfest es una constatación de que ese comportamiento va desapareciendo
a medida que entramos en la escala macroscópica, pero eso ya lo sabemos,
basta mirar alrededor. Lo que el teorema no explica es por qué razón eso
sucede”.
María Flor puso un aire pensativo.
“Bien, hay una manera de descubrir la línea de frontera en la que cambian
las reglas”, consideró. “Es cuestión de ir haciendo experimentos con objetos
cada vez mayores para entender cuál es la escala en la que las leyes cuánticas
dejan de aplicarse”.
“Es una buena idea y, a decir verdad, ya fue llevada a cabo en diversos
laboratorios de todo el mundo. Los científicos consiguieron colocar grandes
moléculas compuestas por setenta y dos átomos en un estado cuántico en el
que esas moléculas se encontraban en dos sitios al mismo tiempo. Fue
también posible colocar millares de millones de electrones moviéndose
simultáneamente en dos direcciones diferentes. Las experiencias se fueron
alargando y en 1977 se logró pasar al universo macroscópico, cuando los
físicos del MIT consiguieron poner millones de átomos de sodio en dos
lugares al mismo tiempo y separados por una distancia mayor que un pelo
humano. Puede parecernos una distancia muy corta, pero lo cierto es que ya
es visible a nuestros ojos y eso implica la presencia de rarezas cuánticas en el
universo macroscópico. Y en 2009 los físicos de California pusieron dos
pequeñas chapas de un chip de ordenador ambas invisibles al ojo humano,
entrelazadas en estado cuántico una a otra. Existen incluso proyectos para
colocar proteínas y un virus en dos lugares al mismo tiempo. De ese punto
hasta pasar a las células vivas será solamente un paso, como debes imaginar”.
“¡Caramba!”, exclamó ella, impresionada. “Eso significa que las rarezas
cuánticas están dejando de limitarse al mundo microscópico”.
Cansado de estar en la silla, Tomás se levantó, se aproximó a la ventana y
dirigió la mirada hacia el menguante luminoso de la luna que resplandecía en
el firmamento estrellado.
“Sí, claro”. “Si Frank Bellamy decidió diseñar en su último mensaje el psi
que simboliza la función de onda en la ecuación de Schrödinger, estoy seguro
de que tenía en mente todas esas cuestiones. ¿Pero por qué plantearlas en
aquellos momentos, cuando estaba cerca de su fin? Es de suponer que este
tipo de problemas sea la última de nuestras preocupaciones cuando
enfrentamos una cosa tan terrible como la inminencia de la muerte, ¿no te
parece? ¿Qué tendría él en la cabeza en un momento tan dramático?”.
“¿Ese hombre conoce los experimentos que muestran leyes cuánticas
funcionando en nuestro universo macroscópico?”.
“¡Claro que sí!”, exclamó Tomás. “Bellamy era físico, ya te lo he dicho.
Cuando era joven trabajó en el Proyecto Manhattan, que en la Segunda
Guerra Mundial construyó la primera bomba atómica. Tenía perfecta noción
de las novedades en esta materia, incluso por sus funciones en la CIA. Sabes,
cuando hace poco te dije que, si no hubiese nadie mirando hacia la Luna, esta
pura y simplemente no existiría, no estaba bromeando. Seguro que Bellamy
sabía que las anomalías cuánticas comenzaron a ser observadas en nuestra
escala cotidiana y...”.
Se calló, con la frase a medias, los ojos fijos en el espacio oscuro más allá
de la ventana.
“¿Qué pasa?”, quiso saber ella, sin entender la vacilación. “¿Pasa algo?”.
El historiador se giró de repente, la cara contraída en un gesto asustado, la
mirada incendiada por la alarma.
“¡La CIA!”, exclamó. “¡Los tipos de la CIA están fuera!”.
XXXIV
Señalando en el papel, la lámpara de la linterna bailaba por el plano pero
incidía sobre todo en el espacio del primer piso identificado como un anexo
en la sede de la fundación, reservado al Instituto Gulbenkian de Ciencia. Los
hombres rodeaban la hoja extendida en el césped húmedo y seguían con
atención las explicaciones del jefe de seguridad.
“Quienes vamos a entrar en el edificio somos yo y Greg”, anunció James
Krongard, señalándose a sí mismo y al jefe de seguridad de la embajada.
Puso el dedo en una puerta referenciada en el plano. “El acceso será por esta
entrada de servicio, para mantenernos fuera de la vista de los guardias.
Avanzamos hacia la escalinata y subimos al primer piso. Una vez en el
laboratorio, agarramos al sospechoso. ¿Alguna duda?”.
“Tengo una”, señaló Swartz, levantando la mano. “¿Y mis hombres? ¿No
vienen?”.
El agente de la CIA movió la cabeza.
“Negativo. No quiero una multitud entrando en el edificio, una cosa de esas
difícilmente pasaría desapercibida. Esta operación es clandestina y debe
llevarse a cabo con la máxima discreción. No tengo que recordaros que
estamos actuando en un país de la OTAN y no queremos crear problemas a
nadie”.
“¿Entonces qué hacen mis marines?”.
El dedo de Krongard señaló en la planta los tres puntos de entrada en el
jardín de la fundación.
“Os quiero vigilando estos tres pasajes”. Apuntó hacia los hombres de
paisano frente a él. “Comanche Uno en el portón nordeste, Comanche Dos en
el portón principal, Comanche Tres en el portón sudoeste”.
“¿Cuáles son las órdenes?”, preguntó uno de los marines de paisano. “Si el
sospechoso nos aparece por delante e intenta pasar por uno de los portones,
¿qué tendremos que hacer?”.
“Deténganlo”.
“¿Y si por algún motivo consigue escapar? ¿Debemos perseguirlo o esperar
por back-up?”.
“Mátenlo”.
Los tres marines se miraron los unos a los otros, sorprendidos con la orden,
y se volvieron casi en simultáneo hacia su superior jerárquico directo con un
gesto inquisitivo, queriendo evidentemente saber si él confirmaba lo que
acababan de oír.
“¿Tenemos autoridad para abatir al sospechoso?”, se sorprendió igualmente
Swartz, sintiendo las miradas expectantes de sus hombres sobre él. “¿Dónde
diablos está esa orden?”.
“La orden me fue dada verbalmente por el director del Servicio Clandestino
Nacional, Harry Fuchs, y se aplica únicamente en caso de fuga. Nuestras
instrucciones son detener al sospechoso. Pero si se escapa, por motivos de
seguridad nacional que aquí no puedo exponer, tendrá que ser abatido”.
“Necesito una orden escrita”, insistió el jefe de seguridad de la embajada.
“De lo contrario, podremos estar cometiendo un crimen y nosotros no
queremos que...”.
Krongard lo interrumpió e hizo un gesto señalando a los cuatro hombres a
su alrededor.
“Asumo la total responsabilidad y todos somos testigos de que lo hago”,
declaró. “En función de la autoridad de la que fui investido por el documento
proveniente de Washington y que el señor embajador hoy te entregó, mis
palabras valen tanto como una orden escrita, como bien sabes”. Miró
fijamente a los elementos del equipo uno por uno, para cerciorarse de que no
volvía a ser desafiado. “¿Alguna duda sobre esto?”.
Después de un momento de espera para reflexionar sobre lo que acababa de
oír, Swartz se sometió.
“Ninguna”.
Viendo a su jefe directo ceder, los hombres asintieron con un movimiento
de cabeza. Se había restablecido la autoridad del agente de la CIA y él respiró
hondo.
“Entonces voy a repetirlo”, dijo, con voz siempre firme. “Si el sospechoso
huye, tendrá que ser abatido. ¿Está claro?”.
Todavía con un rastro de desconfianza visible en el rostro, Swartz mantuvo
los ojos clavados en Krongard.
“¿Asumes la responsabilidad?”.
“Afirmativo”.
El jefe de seguridad miró a los hombres bajo su comando directo y asintió
con un leve movimiento de la cabeza.
“Le habéis oído, boys”, dijo. “Vamos”.
Cogieron las Glocks y verificaron las municiones. Destrabaron las armas y
apretaron los silenciadores. Después, como si interpretasen un baile bien
ensayado, se separaron al mismo tiempo, los marines en dirección a los
portones del perímetro de la fundación, Krongard y Swartz rumbo al interior
del edificio.
XXXV
Muy alarmado, Tomás se volvió y se dio cuenta de que también María Flor
estaba aterrorizada. Concluyó rápidamente que tendría que dominar sus
emociones si querían tener alguna posibilidad de escapar. Su amiga confiaba
en él y no podía por eso mostrar desorientación o se arriesgaba a enfrentar
efectos desastrosos si entrase en pánico. Sabía demasiado bien que en
momentos difíciles como aquel era fundamental conservar la sangre fría,
pensar con claridad y actuar con rapidez.
No podían quedarse paralizados.
“¡Vamos!”, dijo, tirándole del brazo. “¡Tenemos que salir de aquí lo más
deprisa posible!”.
Cruzaron el laboratorio a paso acelerado y llegaron a la puerta. El
historiador miró hacia el exterior y le pareció todo tranquilo. Incluso extendió
el brazo para apagar la luz, pero reconsideró y paró el gesto; atraer a sus
perseguidores hacia el laboratorio podría ser ventajoso si conseguían
escabullirse de allí a tiempo. Recogió el brazo y dejó las luces encendidas.
“¿Y ahora?”, quiso saber ella, con las manos temblando y la mirada
asustada. “¿Qué hacemos?”.
Concentrado en lo que pasaba en el atrio del primer piso, Tomás no
respondió. Le hizo una señal para que le siguiese y cruzó la puerta,
avanzando despacio en dirección a la escalinata. Si bajaban a la planta baja,
pensó, tendrían una buena posibilidad de escapar. Al acercarse a los
peldaños, sin embargo, vislumbró primero una sombra y después otra, ambas
subiendo al primer piso paso a paso. Evidentemente, alguien se esforzaba por
mantenerse silencioso.
“Cuidado”, murmuró, los ojos mirando en todas las direcciones en busca de
una escapatoria. “¡Ahí vienen!”.
No vio ningún escondite y las sombras continuaban subiendo la escalera.
Tenían menos de dos segundos para esconderse. ¿Pero dónde? ¿Dónde?
Retrocedieron hacia la sombra de la pared, acorralados, y para sorpresa de
Tomás su espalda no tropezó con ninguna superficie dura, como esperaba,
sino con un tejido que cedió al contacto.
Una cortina.
Con un movimiento rápido, se deslizaron ambos por detrás del telón espeso
en el momento exacto en que las sombras en la escalinata dieron lugar a dos
figuras en carne y hueso; eran probablemente los hombres de la CIA que
llegaban al primer piso. Ocultos por el tejido oscuro de la cortina, Tomás y
María Flor mal se atrevían a respirar. El historiador le puso la mano en el
hombro para tranquilizarla y sintió que su gesto la ayudaba. Después miró
por una abertura y observó a los dos hombres subir el último peldaño, a unos
tres metros de distancia.
“Oye Greg, tú te quedas aquí”, susurró el de delante. Parecía obvio que se
trataba del que mandaba. “Si alguien intenta bajar las escaleras, ¿sabes lo que
tienes que hacer?”.
“No te preocupes. ¿Y tú?”.
El jefe metió la mano en el abrigo y extrajo un objeto metálico con un tubo.
Al principio Tomás no entendió de lo que se trataba, pero por un reflejo del
metal vio que el hombre sujetaba una pistola con el cañón envuelto en un
cilindro.
“Voy a cogerlo en el laboratorio”, dijo. “Si oyes los plops de los tiros del
silenciador, no te preocupes. Limítate a desaparecer para que no te cojan los
de seguridad y di a tus hombres que abandonen rápidamente sus puestos y
vuelvan a casa. Yo voy a hacer lo mismo, quédate tranquilo. El próximo
punto de encuentro es la embajada”.
“¿Y si no hay tiros?”.
El jefe miró fijamente a su compañero con intensidad, como si la mirada lo
dijese todo.
“Va a haber, quédate tranquilo”.
El bulto de delante se giró y siguió en dirección al laboratorio, la pistola
disimulada en la mano, los pasos lentos y cautelosos. La puerta estaba
recortada por un rectángulo de luz, que le dio la seguridad de que había gente
dentro, por lo que redobló el cuidado a medida que se aproximaba.
Escondido detrás de las cortinas, Tomás seguía los acontecimientos con
creciente alarma. Las últimas palabras del diálogo de los intrusos mostraban
que la intención no era detenerle, sino matarle. Ya había intuido eso en
Coimbra, cuando el hombre de la CIA le había apuntado sin previo aviso,
aunque entonces no pudo estar seguro. Ahora era diferente, pronunciaron las
palabras de forma clara; aquellos hombres habían venido para matarle.
El problema era que las opciones de fuga estaban reducidas a cero. Salir del
laboratorio a tiempo solo les había concedido uno o dos minutos. El agente
de la CIA se preparaba para entrar en aquella zona del Instituto Gulbenkian
de Ciencia y en breve descubriría que ellos ya no estaban allí. ¿Qué sucedería
después? Era evidente que los desconocidos iban a examinar al detalle el
primer piso. Comenzarían por encender las luces de los pasillos y del atrio y
después inspeccionarían lo que se escondía por detrás del primer escondite
obvio, las cortinas.
No había duda, estaban perdidos. La única salida, pensó Tomás, era huir por
la escalera mientras el agente de la CIA examinaba el laboratorio.
El hombre que se había quedado en la escalera, sin embargo, constituía un
obstáculo. ¿Cómo se podrían librar de él? Tendrían que probar suerte,
concluyó. Tenían que escapar y había llegado el momento de arriesgarse.
Cerró los párpados y contó mentalmente hasta tres.
Uno.
Un ruido aparatoso señaló el momento en el que el agente de la CIA abrió
de par en par la puerta y entró en el laboratorio con la pistola en la mano, listo
para disparar. Sin embargo, el historiador sabía que él no estaría mucho
tiempo allí. Unos veinte, treinta segundos, como máximo, tiempo suficiente
para darse cuenta de que habían dejado el laboratorio.
Dos.
Tenían que aprovechar la pequeña ventana de oportunidad que se les abría.
Las posibilidades de que todo corriese bien eran muy pequeñas, lo sabía, pero
se trataba de la única salida, teniendo en cuenta las circunstancias. La
sorpresa jugaba a su favor y tal vez el hombre que estaba esperando en las
escaleras no fuese capaz de frenar una envestida inesperada proveniente de
un lugar imprevisto como la cortina escondida en la sombra.
Respiró hondo, preparándose para la acción. Había llegado la hora de
terminar la cuenta atrás y lanzarse hacia la salida.
Y tr...
“Damn!”, se oyó al hombre de la pistola echar pestes desde el laboratorio.
“What the fuck!”.
Las palabras inquietaron al hombre de las escaleras, que dio unos pasos en
dirección al laboratorio.
“¡Jim!”, llamó. “¿Qué pasa?”.
Esta evolución frenó a Tomás. No podía salir en ese momento porque su
adversario se había alejado. No tenía forma de derribarlo por sorpresa. Y se
dio cuenta de que si echase a correr e intentase bajar las escaleras, su espalda
se convertiría en un blanco fácil.
Palpó el espacio por detrás de ellos y de la cortina y se dio cuenta de que
había una puerta de cristal. Si había una puerta de aquellas allí,
probablemente habría un balcón. Era la oportunidad que buscaba. El hombre
de la escalera se alejó lo suficiente para no oírles si fuesen discretos, pero
tenían que actuar deprisa. Buscó a ciegas el picaporte y cuando lo encontró lo
giró y corrió la puerta. Echó una última mirada por la abertura de la cortina y
vio al hombre de las escaleras plantado a medio camino del laboratorio, a la
expectativa de lo que sucediera al agente de la CIA e intentando entender por
qué había gritado.
Era el momento.
“Ven”, le susurró a su amiga. “Pasa para ahí fuera”.
María Flor obedeció y se escabulló por la puerta que él había entreabierto.
Tomás hizo lo mismo y encontró una pequeña terraza. El corazón le
retumbaba en el pecho y sentía las pulsaciones increíblemente aceleradas,
pero incluso así no pudo contener una sonrisa. Tal y como había ocurrido en
Coimbra, se escapaba por la terraza. Sin embargo, el gesto de ironía
enseguida se deshizo cuando se dio cuenta de la enorme diferencia en
relación a su fuga de la Casa de Reposo. Aquí no había ningún árbol por el
cual se pudiese descolgar para llegar abajo. En realidad, no había nada.
Solo un salto en la oscuridad.
“¡Estamos acorralados!”, constató ella, con desesperación en la mirada.
“¡Nos van a coger!”.
Al verla al límite de la resistencia psicológica, Tomás se aproximó para
intentar tranquilizarla, pero en ese instante el cristal de la puerta por donde
acababan de pasar se iluminó. Se dieron cuenta de inmediato de que eso solo
podía significar que habían encendido las luces del atrio del primer piso y que
los desconocidos empezaban a revisar el piso. La cortina detrás de la cual se
habían escondido sería evidentemente el primer sitio obvio, lo que significaba
que los hombres también se iban a dar cuenta de que había una terraza detrás
de la cortina y por lo menos darían ahí un vistazo. Los fugitivos tenían un
máximo de diez segundos, probablemente menos.
Presionado, el historiador estudió de nuevo la terraza. No había, de hecho,
sitio por donde escapar, ni siquiera donde se pudiesen esconder. Cuando sus
perseguidores inspeccionasen el espacio por detrás de la puerta de cristal, era
inevitable que diesen con ellos. Echó una mirada exasperado hacia abajo,
sabiendo que las tinieblas escondían peligros y constató con sorpresa que el
destello de la iluminación que se había encendido en el atrio del primer piso,
aunque tenue, conseguía mostrar el suelo y deshacer el misterio de aquella
sombra, antes impenetrable.
Césped.
El suelo inmediatamente por debajo de la terraza estaba constituido, no por
piso duro, sino por césped. Bajo el efecto de la luz del primer piso, las puntas
de hierba relucían como piedras preciosas; parecían diamantes pero eran
gotas de agua. Había sido regado hacía poco y Tomás comprendió lo que eso
significaba.
“¡Salta!”, ordenó a su amiga, subiéndose a la barandilla de la terraza. “Es
nuestra única posibilidad”.
María Flor echó una mirada aterrorizada hacia el suelo.
“¿Estás loco? ¡Si saltamos desde esta altura, nos vamos a partir las
piernas!”.
“Abajo hay césped, ¿no ves?”, dijo él, apuntando hacia la vegetación. “Y el
riego acabó hace poco, lo que quiere decir que la tierra está mojada. O sea,
más blanda”. Señaló la puerta de cristal con el pulgar. “Van a aparecer en
cualquier momento. ¡O saltamos ahora o nos cogen!”.
Ella también había oído el diálogo de los dos desconocidos y sabían a lo que
habían venido.
“¡Vamos!”.
Venciendo una última vacilación, se subió a la barandilla al lado de él, llenó
el pecho de aire para ganar coraje y, casi al mismo tiempo, se lanzaron ambos
al vacío.
El impacto fue violento, pero la tierra estaba realmente empapada de agua y,
tal y como Tomás había previsto, amortiguó la caída. Los dos bultos rodaron
sobre sí mismos, para aflojar más el choque, y se detuvieron sobre el césped
para analizar los daños.
“¿Estás bien?”.
La pregunta que él había susurrado mereció como respuesta un gemido de la
compañera. María Flor sentía un dolor en la pierna y Tomás tenía la espalda
dañada. Examinaron con cuidado, ella la pierna y él la espalda, y constataron
que conseguían moverse a pesar de estar doloridos; no se habían partido
nada.
“Sí, estoy bien”, respondió María Flor. “¿Y tú?”.
Como si prefiriese responder a través de actos, el historiador se puso de pie
y le extendió la mano para ayudarla a levantarse.
“Tenemos que...”.
Se calló en ese momento y se detuvo. Oyó voces que irrumpieron desde
arriba. Los asesinos habían llegado a la terraza. Tomás levantó los ojos y vio
a los dos hombres con los brazos extendidos hacia delante y las pistolas en
las manos apuntadas en su dirección.
XXXVI
Oscuro completamente el jardín exterior por efecto del contraste con la
iluminación interior, los ojos de James Krongard y de Greg Swartz tardaron
bastante en adaptarse a las tinieblas. Las sombras de fuera les parecieron
uniformes y no consiguieron vislumbrar nada, más allá del gran manto de
oscuridad que se extendía alrededor.
“No están aquí”, concluyó Swartz dando la espalda a la barandilla. “Vamos a
ver el resto”.
El agente de la CIA todavía no quería desistir y con la mirada recorrió una
vez más todo el espacio envolvente, en un esfuerzo por ver a lo lejos algún
bulto o movimiento sospechoso, pero el jardín parecía realmente adormecido,
solo acariciado por una brisa fresca. Con un suspiro de resignación se rindió a
la evidencia y dio también media vuelta para ir tras el rastro del jefe de
seguridad de la embajada, entrando en el edificio sede de la Gulbenkian.
“Tenemos que inspeccionar todo el piso”, dijo en un tono un tanto
decepcionado. “El tipo debe de andar por alguna parte”.
Swartz apuntó hacia varias puertas situadas a lo largo del pasillo, unas a la
izquierda y otras a la derecha”.
“Quizás está en alguno de esos despachos”.
El razonamiento parecía lógico, pero Krongard se detuvo y miró hacia la
puerta abierta de par en par del laboratorio, con el interior todavía iluminado.
“Uno de tus hombres vio a alguien ahí dentro, ¿verdad? Pues si el
laboratorio está desierto, quien quiera que fuese que estaba ahí, abandonó
este espacio hace poco tiempo. Si ese alguien era nuestro sospechoso, como
cada vez me convenzo más que era, su retirada no fue una coincidencia”.
“¿Qué quieres decir con eso?”.
“Que él nos debe de haber visto y se ha escapado por alguna salida de cuya
existencia ni sospechamos”, sugirió. “No te olvides de que el tipo trabaja para
la fundación, debe de conocer todas las esquinas de la casa...”.
Swartz entendió rápidamente las implicaciones de esta observación.
“¿Crees que él estará fuera?”.
El agente de la CIA no respondió. En vez de eso sacó el walkie-talkie del
cinturón y apretó los tres botones que le permitían comunicarse con todos los
marines posicionados en el exterior.
“Apache a Comanche Uno, Dos y Tres”, llamó. “¿Me oyen?”.
“Comanche Uno a Alfa. Cinco por cinco”.
Los restantes marines también confirmaron la escucha y aguardaban
instrucciones.
“El pájaro puede haber escapado del nido”, avisó. “Redoblen la vigilancia y
no lo dejen abandonar el perímetro”.
Krongard sentía que Tomás se le escapaba como el agua entre los dedos,
pero no había jugado todavía su última carta. Los marines eran su red de
seguridad, aunque todavía alimentaba la esperanza de que no fueran
necesarios. A fin de cuentas, ¿quién sabe si el fugitivo no se escondía en uno
de los despachos del pasillo?”.
XXXVII
La puerta de cristal se cerró y Tomás respiró de alivio. Cuando vio a los
hombres en la terraza con las pistolas apuntadas hacia él, pensó que le habían
visto y llegó a cerrar los ojos, esperando dos tiros fatales, pero no sucedió
nada. Acabó por darse cuenta de que los desconocidos no tenían los ojos
adaptados a la oscuridad y que por eso no los habían visto, pero solo se quedó
tranquilo en el momento en el que desaparecieron en el interior del edificio.
“¿Crees... crees que ya nos podemos ir?”.
María Flor hizo la pregunta en un tono de voz trémulo y balbuceante. Los
corazones de ambos latían con tanta fuerza que pensaron ser capaces de oír
aquellos latidos, locos y casi descontrolados. Parecía incluso que algo dentro
de ellos quería salir del pecho. Lo curioso fue que solo entonces sintieron que
las piernas les temblaban y el estómago se les contrajo de miedo; la mente
tomaba plena consciencia de la amenaza.
“Sí”, dijo él, tragando en seco y volviendo a extender la mano para ayudarla
a levantarse. “Es mejor salir de aquí lo más deprisa que podamos. Van a
darse cuenta de que no estamos allí dentro y deben aparecer en cualquier
momento”.
María Flor se apoyó en la mano que le extendía Tomás y se levantó,
titubeante, con las piernas todavía temblorosas. Le parecía que estaban
hechas de gelatina. Dio un paso y casi se cae, atolondrada; pero con un gran
esfuerzo mantuvo el equilibrio y fue recuperando la compostura. Al verla
más restablecida, el compañero la arrastró hacia las zonas de vegetación alta
y la condujo por la sombra a lo largo del perímetro de la fundación en
dirección a la salida principal, la que daba hacia la Avenida de Berna.
“¿Cómo supieron que estábamos aquí?”, se preguntó ella. “¿Será que
alguien nos vio entrar?”.
Mientras andaba, con los ojos atentos a cualquier sorpresa que las sombras
les pudiesen preparar, Tomás iba reflexionando sobre el asunto. La pregunta
se justificaba, lo sabía. Revisó mentalmente los pasos que habían dado
cuando llegaron a la fundación y deprisa sacó conclusiones.
“Estoy seguro de que no nos vieron al entrar”, dijo. “Pero las luces en el
laboratorio estuvieron tal vez encendidas durante demasiado tiempo. Sabes lo
que pasó, la conversación estaba tan animada, que me olvidé de que nos
estaban buscando...”.
María Flor soltó un largo suspiro y una risita nerviosa.
“¡Uf! ¡Fue un susto de los buenos!”, se desahogó, intentado todavía digerir
la experiencia. “¡Ni sé cómo conseguí saltar desde aquella terraza y no
partirme nada!”. Las manos le temblaban, pero no fue capaz de contener una
risita. “¿Y cuando les vi con la pistola apuntada hacia nosotros? ¡Estuve a
punto de salir corriendo para cualquier lado!”. Soltó una carcajada nerviosa.
“¡Qué miedo!”.
Ahora que tenían la impresión de que el peligro ya había pasado, la
inyección de adrenalina en la sangre les dejó súbitamente en un estado de casi
euforia. Habían sobrevivido, el aire era puro, la luna en cuarto menguante
parecía un diamante en forma de C, las plantas despedían un intenso perfume
y el césped exhalaba un frescor embriagador; todo les parecía bonito y las
risitas se transformaron en risas y después en carcajadas. Parloteaban y reían,
habían escapado, respiraban libertad, estaban vivos y no interesaba nada más.
“Stop!”, rugió una voz nasal, evidentemente un extranjero.
“¡Identifíquense!”.
Se giraron y vieron que les cortaba el camino un joven corpulento, con el
pelo rubio cortado al estilo militar. No llevaba uniforme sin embargo; usaba
solo jeans y una chaqueta de cuero castaña. El acento parecía americano y no
era necesario ser superdotados para entender que formaba parte del equipo
que les buscaba.
Les habían cogido. La euforia de la adrenalina permanecía, sin embargo, y
Tomás, tal vez porque se trataba de un deseo largamente reprimido o porque
la excitación en ese instante le desinhibió, decidió que ya no tenía nada que
perder y que podía permitirse una última locura. Con un gesto impetuoso,
agarró a María Flor por los hombros, la atrajo hacia él e hizo lo que nadie
esperaría que hiciese.
La besó en los labios.
Fue un beso arrebatado, húmedo e intenso, pero breve. Cuando acabó apartó
la cabeza para contemplarla. Su amiga tenía los ojos muy abiertos y una
expresión incrédula en el rostro. Los últimos segundos habían sido un
carrusel de emociones, la euforia de la salvación transformada en susto al ser
interceptada por un americano y la sorpresa por aquel acto inesperado.
Tomás se rio en voz alta.
“Es preciosa, ¿verdad?”, preguntó, exhibiendo el rostro de ella al americano
paralizado. “¡Apuesto a que allí en América no hay nada así!”. La miró otra
vez y le contempló las líneas simétricas, los grandes ojos castaños con una
expresión atónita, los labios carnosos entreabiertos, las mejillas rosadas, los
pelos con las puntas rizadas. “Hmmm... bueno, tal vez aquella actriz, ¿cómo
se llama? ¡... Jeniffer Connelly!”. Volvió a coger su rostro y lo giró hacia el
americano. “¿No son parecidas?”.
Cogido por sorpresa, el marine incluso dudó.
“Afirmativo, sir”, acabó por afirmar, vencido por la semejanza de la mujer
que tenía delante con la actriz americana. “Su novia es la Jeniffer Connelly de
Portugal, all right”.
Tomás volvió a besarla en los labios.
“¡Preciosa!”.
El marine no sabía qué hacer. Le habían dicho que no dejase pasar al
sospechoso, pero lo cierto es que nunca le había visto la cara y quien apareció
no fue un hombre sino una pareja. Quería encender el walkie-talkie y solicitar
instrucciones a sus superiores. Las circunstancias, sin embargo, hacían que
ese gesto fuese un poco extraño. Sus órdenes eran las de mantener la mayor
discreción posible y evitar atraer las atenciones a no ser que fuera
estrictamente necesario. Además, se repitió así mismo que lo que tenía
delante no era un fugitivo desesperado sino una pareja de enamorados que
probablemente se estaban divirtiendo en los rincones oscuros del jardín de la
fundación y que ahora iban camino de casa. ¿Con qué argumento los podría
retener?
Estaba a punto de dejarlos pasar cuando, de repente, le surgió una última
duda.
“Disculpe, sir” dijo con una expresión súbitamente desconfiada,
aproximándose un paso para cortarles el camino. “¿Cómo ha sabido que soy
americano?”.
El portugués volvió a soltar una carcajada ruidosa y esbozó una expresión
burlona.
“¿Ya se ha oído hablando portugués?”.
El marine arqueó las cejas.
“¿Qué le pasa a mi portugués?”, preguntó, casi ofendido. “¿Hay algo mal?”.
“La gramática es perfecta”, lo tranquilizó Tomás. “El problema es ese
acento. Solo le faltan las espuelas de cowboy”.
Soltó una última carcajada y, con el brazo por el hombro de María Flor y
apretándola como si fuesen realmente un par de enamorados, gesticuló un
bye-bye de burla y abandonó el complejo de la Gulbenkian, adentrándose en
la noche de Lisboa.
XXXVIII
A pesar de todos los cuidados, la inspección al edificio sede de la
Gulbenkian terminó cuando los dos intrusos fueron interceptados por los
guardias que realizaban la ronda de seguridad de la fundación y en el
momento en el que registraban un cuarto de baño. James Krongard abría las
puertas de los compartimentos privados y Greg Swartz inspeccionaba el
armario de los productos de limpieza en el momento en el que tres hombres
entraron en los lavabos con porras en las manos.
“¿Quienes son ustedes?”.
Swartz, cogido por sorpresa, se quedó paralizado sin saber lo que decir, pero
el agente de la CIA estaba entrenado para aquellas situaciones y mantuvo la
compostura.
“Vinimos al concierto del Gran Auditorio y, al final, tuve una crisis de
cólicos y diarrea”, improvisó de forma muy natural. “Mi amigo tuvo la
gentileza de traerme aquí al cuarto de baño, para... en fin, para resolver el
problema”. La explicación fue dada en el tono convincente y perfectamente
razonable de quien tenía la consciencia tranquila, por lo que los guardias se
quedaron sin reacción. Pero el hecho de no haber ningún olor desagradable en
el aire en aquel momento, iba en contra de los argumentos de los intrusos.
“Identifíquense, por favor”.
Los americanos sacaron los pasaportes y los documentos de identificación
de la embajada de los Estados Unidos en Lisboa y se los entregaron a los
hombres de seguridad.
“Como pueden ver, soy el agregado cultural americano en Portugal”; dijo
Krongard. “No podía perder el concierto de esta noche, claro”. Puso la mano
en la tripa y, con un gesto dolorido, fingió desaliento. “El problema fue este
maldito cólico...”.
Los documentos estaban en orden, sus portadores tenían inmunidad
diplomática y nada parecía haber sido robado de las instalaciones, por lo que,
después de anotar la ocurrencia y registrar la identificación de los intrusos,
los guardias les acompañaron hasta la salida.
Una vez en la calle, los dos americanos se dirigieron directamente al marine
que se había quedado vigilando la salida principal. Era el joven rubio de pelo
al estilo militar y chaqueta de cuero.
“¿El sospechoso no pasó por aquí?”.
El marine movió la cabeza.
“Negativo, sir”.
“Damn!”, murmuró Krongard, frustrado. “¿Dónde diablos se escondió el
tipo? Recorrimos el edificio de la sede de una punta a otra...”.
“Solo nos faltó el museo”, consideró Swartz, con la mirada desviándose
hacia la estructura donde se guardaba la excelente colección del filántropo
que había creado la fundación. “Nos faltó verificar ese edificio”.
El agente de la CIA esbozó una mueca escéptica.
“Lo dudo mucho”, dijo. “El Museo Gulbenkian guarda cuadros de
Rembrandt, Rubens, Monet y otros artistas y hay mucha seguridad. Sería
imposible que nuestro hombre se escondiese allí dentro sin que nadie se diese
cuenta. Los guardias ya nos dijeron, cuando les interrogamos discretamente,
que no lo vieron todavía esta noche, ¿verdad? Eso elimina el museo”.
Parecía que habían llegado a un callejón sin salida. Krongard consideró la
posibilidad de que Tomás nunca hubiese estado esa noche en la Gulbenkian,
pero, siendo así, ¿cómo se explicaba la presencia de su automóvil al otro lado
de la calle? ¿Lo habría abandonado allí e ido después a otro lugar?
“Por lo tanto, Matt, ¿no pasó nadie por aquí?”, preguntó Swartz a su
subordinado mientras el agente de la CIA revisaba la situación. “¿Nadie,
nadie?”.
El marine dudó.
“Bien... pasó una pareja de novios. Deben de haber estado ligando en el
jardín de la fundación”. El rostro del marine se abrió en una sonrisa. “La
chica era una babe. Tenía la misma cara que Jennifer Connelly, pero con los
ojos castaños. Si yo cogiese una así...”.
Al oír el nombre, Krongard abrió bien los ojos.
“¿Qué es lo que has dicho?”.
Hizo la pregunta con tal brusquedad que el joven marine se puso a la
defensiva.
“¡No hice nada a la chica!”, se apresuró a aclarar, recelando haber violado
cualquier reglamento o código de conducta. “Me limité a...”.
“¿Jennifer Connely?” El hombre de la CIA comparó mentalmente el rostro
de la actriz americana con la fotografía de la directora de la residencia que el
jubilado de la Judicatura le había remitido por e-mail horas antes. Jennifer
Connelly era el nombre del que había intentado acordarse esa noche, la actriz
que actuó con Russell Crowe en A Beautiful Mind. Sintió un batacazo cuando
se dio cuenta de la verdad.
“¡Era él! ¡Era él!”.
“¿Él? ¿Quién?”.
“¡El sospechoso!”, exclamó, en un estado súbito de excitación. “¡El hombre
que buscamos! Damn!” Agarró al marine por los hombros y lo sacudió con
violencia. “¿Pero a dónde se fue?”.
El marine le devolvió una mirada de espanto, sin entender nada.
“Me temo que haya una equivocación, sir”, aclaró. “Estoy hablando de una
señora que se parecía a...”.
“El tipo que la acompañaba era nuestro sospechoso, ¡gran schmuck!, lo
interrumpió, sabiendo que no había tiempo que perder. “¿Lo estás
entendiendo ahora? ¿A dónde se fue?”.
Comprendiendo por fin la reacción de su interlocutor, el militar extendió el
brazo y apuntó hacia el pequeño espacio del otro lado de la calle donde
Tomás había aparcado su Volkswagen azul.
XXXIX
Siguiendo el camino hacia la salida, la cintura y la cadera de María Flor se
adaptaban de tal forma al abrazo que los unía, que su cuerpo parecía hecho
para estar pegado al de él; Tomás solo la soltó, y sin ganas, cuando llegaron
junto al parking y ya no tenía ningún pretexto para mantenerse agarrado a
ella. Encontró el Volkswagen aparcado en el mismo sitio donde lo había
dejado pero, cuando se preparaba para dirigirse al coche, notó la presencia de
un agente de la policía municipal en las proximidades. Algo en la postura del
hombre uniformado le dio a entender que había alguna relación entre él y el
coche, por lo que corrigió la dirección y siguió camino como si estuviese de
paso.
“¿Qué hay?”, se extrañó su amiga, sin comprender lo que pasaba. “¿No
vamos en tu coche?”.
“Ssssh”, susurró el compañero, señalando con los ojos la presencia del
policía. “Ten cuidado”.
Al ver al agente, María Flor comprendió el problema y también disimuló.
Pasaron el estacionamiento y caminaron a lo largo de la Plaza de España,
atentos al tráfico. Vieron un taxi aproximarse y levantaron los brazos para
llamarlo. El vehículo paró a su lado, se metieron en el asiento de atrás y
Tomás dio la dirección al conductor.
“Cais do Sodré, por favor”.
El taxi arrancó y de nuevo Maria Flor le echó una mirada extraña.
“¿Por qué el Cais do Sodré?”, quiso saber. “¿Vamos a coger el tren a
Cascais?”.
Tomás desvió los ojos, evitando mirarla.
“Cais do Sodré tiene pensiones cutres, de aquellas que usan algunas chicas
para llevar a los clientes. Son baratas y no piden identificación a nadie”. Se
encogió de hombros, un poco incómodo. “Disculpa, pero no tenemos
alternativa...”.
La información dejó a María Flor boquiabierta.
“Va a ser una bonita noche”, observó con ironía nada más recomponerse.
“Oye, no abuses, ¿vale? Aquellos besos que me diste a la salida de la
fundación... en fin, solo los pasé porque me pillaste de sorpresa debido a las
circunstancias. Pero que quede claro que no quiero ningún tipo de confianzas,
¿de acuerdo?”.
El historiador era la inocencia personificada.
“¿Yo? ¿Aprovecharme?”. Fingió un aire ofendido. “Francamente Flor, ¿me
consideras capaz de una cosa de esas?”.
“Te considero capaz de eso y de mucho más”, respondió ella, levantando el
dedo como si le hiciese un aviso. “¡Ni pienses en repetir la broma! Me
invitaste una vez a cenar, fue agradable y quedamos como amigos. Todo
bien. Pero no pasa de ahí”. Hizo un gesto señalando el taxi donde se
encontraban. “Si hoy estoy aquí contigo es porque creo que debo ayudarte en
este momento difícil Por eso, no te pases, ¿oíste?”. Movió la cabeza. “La
verdad, ya no sé si hice bien en meterme en esta aventura. Estaba tan
tranquila en mi rinconcito en Coimbra y ahora me encuentro arrastrándome
detrás de ti, con hombres armados siguiendo nuestro rastro y contigo
llevándome a una pensión de prostitutas. Empiezo a no encontrar gracia a
esta broma. No quiero que te tomes libertades conmigo. ¿Fui clara?”.
“Cristalina”.
El taxi les dejó en una callejuela por detrás de Cais do Sodré, donde había
bares y night clubs de tercera categoría. Recorrieron la calle con cierta
cautela, atentos a los hombres ebrios que se tambaleaban a lo largo de la
acera y a los otros que pasaban agarrados a mujeres delgaduchas con la cara
pintarrajeada. En medio de la calle vieron una pensión con aspecto sórdido,
un neón anunciando el Palacio de los Sueños, y se dirigieron hacia ella.
El interior era sombrío, con una decoración pobre y un ambiente
deprimente. En la recepción estaba una mujer gorda, con un cigarro en los
labios y un olor a perfume ordinario. Les recibió con modos indiferentes y no
les hizo preguntas. Tomás pagó anticipadamente y la recepcionista le
extendió con displicencia una llave oxidada.
“Es el doscientos seis”, les informó. “Segundo piso, tercera puerta a la
derecha. La ducha tiene un problema con el cilindro, pero creo que no será un
inconveniente”. Los labios se abrieron en una sonrisa y giñó un ojo cómplice.
“El agua fría puede venir al pelo después de una noche ardiente...”.
A María Flor no le hizo gracia la frase y no le agradaba aquel tipo de
equívocos, pero se mantuvo callada. Entendía que, considerando las
circunstancias, no había alternativa a aquel tugurio. Se metieron en el
ascensor, una caja de hierro antigua y cubierta por una red que le daba el
aspecto de una jaula, y apretaron el botón del segundo piso. El ascensor
sollozó al arrancar, gimió durante todo el viaje y terminó con un nuevo
traqueteo. Salieron al segundo piso y recorrieron la alfombra agujereada del
pasillo hasta entrar en la habitación.
Les esperaba un compartimiento minúsculo y deprimente, que olía a moho.
En una esquina había una vieja mesa y una silla de madera; había también un
espejo gastado colgado en la pared, una gran cama de hierro con una colcha
de color crema con manchas y un ventanuco con vistas hacia una pared. El
cuarto de baño estaba revestido de azulejos blancos y tenía un cierto aspecto
de hospital decrépito. La única cosa que desentonaba en aquel escenario
decadente era un ordenador sobre la mesa, un toque incongruente de
modernidad destacándose en aquel antro de decrepitud.
Después de inspeccionar la habitación, María Flor suspiró, abatida; le
costaba creer hasta qué punto se había rebajado en tan pocas horas.
“¡Qué antro!”, se desahogó, sentándose en la cama con aire infeliz. Miró a
su compañero, y viéndolo sin saber qué hacer, con la mirada indecisa
acariciando la cama, se levantó inmediatamente y apuntó hacia la moqueta
gastada. “Tú duermes en el suelo, ¿vale?”.
El mensaje fue claro, por lo que Tomás arrastró la silla y se sentó junto a la
mesa.
“Te has quedado muy traumatizada con el teatro que hice hace poco delante
del americano...”.
“Traumatizada, no diría”, dijo mientas colocaba la almohada y se
acomodaba. “Pero me gustan las cosas claras y poner todo en su lugar. No
quiero que piensen que...”.
Un sonido rítmico de los muelles de la cama chillando en algún lugar de la
pensión interrumpió a María Flor. A los chirridos acompasados de un
colchón les acompañaba una sucesión de gemidos femeninos que solo
terminaron unos treinta segundos después, en medio de un gran bramido
masculino final. Los dos ocupantes de la habitación doscientos seis evitaron
mirarse mientras duraron aquellos ruidos sospechosos y solo después de
regresar el silencio, rompieron el mutismo embarazoso en el que ambos se
habían quedado inmersos.
“Olé”, observó Tomás con una sonrisa nerviosa. “Esta pensión está... muy
animada”.
Su amiga levantó los ojos al techo, no muy satisfecha con la palabra elegida
para describir el agujero en el que se encontraban.
“¡Qué antro!”, suspiró de nuevo. Movió la cabeza, incrédula todavía por
haberse dejado arrastrar a un lugar de aquellos, y respiró hondo. “Mira,
tenemos que resolver nuestra situación, esto no puede continuar así. ¿Cuál es
tu plan?”.
El historiador la miró con desánimo.
“Gran pregunta”, reconoció, ponderando la cuestión. “Lo cierto es que no
veo salida para el problema. Los tipos de la CIA van detrás de mí y si me
cogen estoy frito. No tienen ninguna prueba real, pero admito que los indicios
son comprometedores”.
“Vamos por partes”, sugirió ella. “Para probar tu inocencia, ¿qué podemos
hacer?”.
El abordaje de su compañera no le pareció mal, pensó Tomás. Reflexionó
sobre la pregunta y la respuesta se impuso de inmediato.
“Para eso, tenemos primero que resolver el rompecabezas dejado por
Bellamy”, consideró. “Ya vimos que el símbolo que él escribió en su último
mensaje es la letra griega psi, una alusión directa e inequívoca a la función de
onda de la ecuación de Schrödinger, la formulación científica que tiene
implícito que la consciencia crea parcialmente lo real. En este rompecabezas
nos falta ahora desvelar el sentido de aquella línea misteriosa, ¿te acuerdas?
Se trata de la frase en la que él puso mi nombre y dijo que era la llave”. Abrió
las manos, en un gesto de impotencia. “¿Pero la llave de qué? ¿Qué llave... es
que...?”.
Se calló, concentrándose en el pensamiento que la conversación había
desencadenado, asociando palabras e ideas, explorando nuevos caminos,
contemplando posibilidades inesperadas.
“¿Qué?”, preguntó ella, viéndolo con la expresión vacía y ojos absortos.
“¿Qué fue? ¿Ocurrió algo?”.
Tomás se puso de pie de un salto, con el cuerpo lleno de energía, los ojos
incendiados por la llama del descubrimiento.
“¡Ya sé!”, exclamó, como quien dice ¡Eureka! “¡Ya sé!”.
“¿Ya sabes el qué? Explícate”.
Tomás se sentó en la cama al lado de ella y extendió el gran pentáculo que
había guardado en el bolsillo en Coimbra.
“Oye, esta mañana me entregaron en la Gulbenkian un paquete que venía de
Ginebra, pero con remitente desconocido. En el interior estaba este objeto, el
gran pentáculo. Pensé que me lo había enviado el anticuario que me vendió la
Tabula Smaragdina, un viejo manuscrito de Hermes Trismegisto también
conocido por Tabla Esmeralda o El Secreto de Hermes, que adquirí para la
colección Gulbenkian. La conclusión tenía sentido, el gran pentáculo era
también una antigüedad y venía de Ginebra, donde el anticuario vive. Pero
ahora me doy cuenta de que el remitente del gran pentáculo no fue el
anticuario. Fue Bellamy”.
“¿Cómo puedes estar tan seguro?”.
Tomás le señaló el objeto que le había puesto en las manos.
“Porque se trata del gran pentáculo. No te olvides de lo que Bellamy
escribió en el rompecabezas. La llave: Tomás Noronha”.
“¿Y? ¿Qué tiene que ver el gran pentáculo con esa frase?”.
Para el historiador todo aquello era de tal modo obvio que hasta se quedó
sorprendido de que ella no hubiera relacionado ambas cosas.
“¿No lo ves?”, casi protestó, apuntando al artefacto que le había entregado.
“¡Eso es el gran pentáculo! Es uno de los principales objetos mágicos
mencionados en el Mafteah Sholomoh”.
“¿En el Maf... qué?”.
Tomás le mostró el dibujo esculpido en la cara del pentáculo y apuntó hacia
los caracteres indicando המלש ,תחפמ inscritos en lo alto del círculo exterior.
“¿Ves esto?”, preguntó. “Es hebreo y significa Mafteah Sholomoh. Se
traduce en latín por Clavis Salomonis. ¿Lo entiendes ahora?”.
Ella movió la cabeza.
“No”.
“La Llave de Salomón”, aclaró él. “Es un texto mágico atribuido al rey
Salomón. Se trata de un manuscrito con informaciones sobre cómo llevar a
cabo experiencias de alquimia usando para el efecto la energía de Dios. Pero
esos pormenores son ahora irrelevantes. Lo que interesa es que Bellamy
escribió La llave: Tomás Noronha, una expresión con evidente doble sentido.
Por un lado me señaló a mí como la llave para resolver el misterio de su
muerte. Por otro, se trata de una referencia implícita a La Llave de Salomón,
o sea, al gran pentáculo que él mismo me envió por correo”. Volvió a coger
el objeto. “Este objeto debe de tener un papel muy importante en la
resolución del caso”.
Los ojos de María Flor se detuvieron en el diseño grabado en el gran
pentáculo, observándolo ahora con una nueva perspectiva. La llave: Tomás
Noronha era una referencia a Tomás como portador de la llave que Bellamy
había enviado por correo, el gran pentáculo mencionado en La Llave de
Salomón. Todo parecía más claro.
“Ah, estoy empezando a entender...”.
El historiador contempló igualmente el artefacto y lo examinó con detalle,
seguro de que todo allí desempeñaba una función. Tenía que comenzar su
lectura por algún lado. Optó por el círculo central del diseño, sobre el cual
posó el indicador.
“El centro del pentáculo está ocupado por un hexagrama, ¿ves?”, le llamó la
atención. “El hexagrama es una estrella de seis puntas y puede representar
dos cosas: O es una Magen David, o escudo de David, popularmente
conocida como la estrella de David, un símbolo usado hace muchos siglos
como título del Dios de Israel y presencia frecuente en textos mágicos
cabalísticos, como las tablas de segulot...”.
“Seguro que es eso”.
“No me parece”, hay una alternativa. “Fíjate que el hexagrama está dentro
de un círculo, una configuración que está más de acuerdo con otro símbolo
alquímico, el sello de Salomón, usado en la alquimia para representar la
combinación de los opuestos y la transmutación. Al asociar el símbolo
alquímico del fuego, el triángulo hacia arriba, con el símbolo alquímico del
agua, el triángulo hacia abajo, se crean símbolos alquímicos de la tierra y del
aire, lo que convierte al sello de Salomón en el símbolo del equilibrio
perfecto de la naturaleza. Por lo demás, es curioso observar que en la cultura
hindú el hexagrama es un símbolo del mandala, que representa el perfecto
equilibrio meditativo ente el hombre y Dios, que conduce al nirvana”.
Contemplaron por unos momentos el sello de Salomón, pero en poco
tiempo la atención de ambos se centró en los otros elementos constantes del
diseño del gran pentáculo, en particular en el anillo exterior, donde se
encontraban los caracteres hebreos תחפמ המלש y los caracteres latinos
TTVPYN4SOTPYRK.
“¿Y este círculo exterior?”, preguntó, señalando el anillo. “Estas dos
palabras redactadas en hebreo significan Llave de Salomón, ya lo explicaste.
¿Y las otras?”.
Tomás se frotó la barbilla, pensativo.
“Para ser franco, no sé”, acabó por reconocer. “Tendré que estudiar esto con
más tiempo”. Señaló la gran estrella de siete puntas encajada entre el círculo
exterior y el sello de Salomón en el centro del diseño. “De esta otra estrella
ya hay mucho que decir. Se trata de un heptagrama conocido por estrella de
Babalon. Representa los siete días de la Creación, aunque en alquimia se trate
de una referencia a los siete planetas conocidos por los antiguos alquimistas y
los siete elementos fundamentales identificados por las culturas occidental y
oriental”.
“¿Y qué hay de particular en eso?”.
El dedo del historiador saltó entre números, señales y letras dentro y fuera
de las puntas del heptagrama.
“Esta señalización tiene que tener algún significado”, observó en tono
meditativo. “Fíjate que dentro de las puntas aparecen unas señales extrañas,
círculos y trazos. Por fuera de las puntas, a su vez, se ve una secuencia de
números. ¿Lo ves? Aparece un treinta y ocho, un setenta y siete, un cincuenta
y siete, un ocho... en fin, nada de esto aparece por casualidad”.
María Flor indicó dos letras a la derecha.
“Y hay también estas letras, una N sobre una W”, observó. “¿Qué quiere
decir esto?”.
Los ojos de Tomás se fijaron en las dos letras. ¿Cómo era posible que una
cosa de aquellas se le hubiese escapado? La presencia del N y del W, pensó
mientras estudiaba de nuevo los números y las señales dentro de las puntas, le
habían dado la solución de inmediato. Abrió mucho los ojos, como si la
respuesta le hubiese alcanzado con la energía de un relámpago.
“¡Caramba!”, exclamó, mirando fijamente a su amiga. “¡Esto son
coordenadas! ¡Bellamy me envió coordenadas!”.
No fue preciso decir nada más, porque María Flor lo entendió a primera
vista. Barrió la habitación con la mirada, buscando un papel.
“¿No habrá por ahí nada que escriba?”.
En ese momento el historiador ya había echado la mano al bolsillo de la
chaqueta y extrajo su bloc de notas. Quitó la tapa de la estilográfica con los
dientes y, copiando a partir del dibujo esculpido en el gran pentáculo,
escribió la fórmula de las coordenadas.
Se quedaron ambos boquiabiertos apreciando las dos líneas, seguros de que
estaban delante de una verdadera pista. Parecía como si hubiesen recibido un
mensaje del Mas Allá. Tenían la impresión de que Frank Bellamy
comunicaba con Tomás a través del gran pentáculo diciéndoles que en el
planeta había un lugar donde podría encontrar la solución para el misterio de
su muerte. Ese lugar era referenciado por aquellas coordenadas.
La primera en reaccionar a ese descubrimiento desconcertante fue María
Flor. Desvió la mirada hacia la mesa y fijó la atención en el monitor.
“Al final, el ordenador va a servir para algo...”.
Lo enchufaron y aguardaron impacientemente a que se formase la imagen
en la pantalla. Hicieron clic en el icono de Internet y constataron con alivio
que se había establecido la conexión, y a una velocidad que les pareció
razonable.
“¡Excelente!”, murmuró Tomás, moviendo el ratón para que la flecha
llegase a la línea de conexiones. “¡Vamos!”.
Abrió la página de un motor de búsqueda y se inclinó sobre el teclado,
preparándose para escribir. Digitó las coordenadas referidas en las puntas del
heptagrama que estaba dentro del gran pentáculo y la página cambió a un
mapa del planeta. Amplió el mapa, para aproximar la imagen del destino
indicado, y el mapa de los EEUU ocupó la pantalla. Volvió a ampliar y la
imagen navegó de nuevo hasta fijarse en un punto específico, el sitio indicado
por las coordenadas que habían encontrado en el gran pentáculo.
Abrieron los dos la boca y así se quedaron durante tres largos segundos, las
caras inmóviles como en una foto, estupefactos con la identificación del
lugar, atónitos con el destino que Frank Bellamy les había indicado para
descifrar el misterio. Tomás juzgaba conocer al jefe de la Dirección de
Ciencia y Tecnología, sabía que era traicionero e implacable, pero nunca lo
había imaginado con un sentido del humor tan perverso. El mapa les
mostraba que tenían que dirigirse a Washington, DC; en particular a un
edificio pegado a la orilla sur del río Potomac.
La sede de la CIA.
XL
Cuando finalmente la puerta de la Sala Oval se cerró detrás de él y se quedó
solo en el pasillo, Harry Fuchs dejó que la aprensión se reflejase en su rostro.
El briefing de la noche, que el director del Servicio Clandestino Nacional de
la CIA realizara al presidente de los Estados Unidos en una reunión que había
contado con la presencia del Secretario de Defensa y del Consejero de
Seguridad Nacional, no había discurrido de la mejor manera.
Esa tarde había explotado una bomba delante de la embajada americana en
Trípoli, destruyendo un ala del edificio y provocando varias decenas de
muertos, y la CIA no disponía de datos relevantes sobre sus autores; solo
unas vagas suposiciones que envolvían a la Al-Qaeda del Magreb. El
presidente no se había quedado satisfecho con la falta de informaciones
concretas y había avisado de que una cosa de aquellas “no podía volver a
suceder”, bajo pena de “rodar cabezas”.
Irritado con la reprimenda, Fuchs sabía de quién era la culpa.
“Fucking Bellamy”, murmuró entre dientes. “Debías haber muerto despacio,
maldito motherfucker”.
Esperaba que la desaparición del jefe de la Dirección de Ciencia y
Tecnología le hubiese abierto el camino para el Ojo Cuántico, el gran
proyecto de la CIA que le permitiría saber todo en cualquier momento, pero
sus expectativas todavía no se habían realizado. ¿Dónde diablos habría
escondido el anciano el maldito Ojo Cuántico? El adjunto de Bellamy, Walter
Halderman, ya había consultado todos los informes de los proyectos secretos
elaborados en los últimos años por la Dirección de Ciencia y Tecnología y no
había encontrado nada. ¡Un inútil, aquel Walt!, pensó. ¿Cómo era posible que
aquel estúpido no encontrase el Ojo Cuántico?
Después de pasar por el pasillo delante de los despachos del vicepresidente
y del consejo de Seguridad Nacional, Fuchs atravesó el atrio y bajó las
escaleras hacia la planta baja. Cruzó la puerta principal del ala oeste y salió
de la Casa Blanca. El aire fresco le golpeó la cara, pero era revitalizante. La
noche ya había caído y la residencia oficial del presidente estaba iluminada
con los focos de luz colocados al nivel del césped.
Un Cadillac negro reluciente de cristales opacos se deslizó hacia delante y
un guardaespaldas le abrió la puerta trasera. El director de la CIA se instaló
en su lugar y lo primero que hizo fue indicar el destino al chófer.
“Langley”.
La limusina arrancó y Fuchs abrió la puerta del bar y se sirvió un whiskey.
¿Dónde diablos habría escondido el anciano el Ojo Cuántico?, se perguntó
repetidamente mientras bebía. El automóvil recorría la West Executive
Avenue y sus ojos examinaban las luces alrededor, pero su mente estaba
sumergida en la valoración de varias posibilidades. Consideró diversas
opciones relativas al paradero del proyecto secreto de Frank Bellamy y en la
última de ellas, por mera asociación de ideas, le vino a la cabeza la imagen
del rompecabezas encontrado en las manos del cadáver de su fallecido colega
de la CIA. El Director del Servicio Clandestino Nacional sabía muy bien que
el símbolo que allí se encontraba no representaba ninguna crucifixión, como
la Agencia había hecho constar para legitimar muy convenientemente la caza
al sospechoso portugués, sino que era una ecuación cuántica. Una ecuación
tan cuántica como... el Ojo Cuántico. Aquella asociación de ideas le hizo
pensar con más cautela sobre el asunto. ¿Y si...? ¿Y si...?
Apretó el intercomunicador para hablar con su ayudante, que seguía delante,
al lado del conductor.
“Bill, pásame con nuestro hombre en Lisboa”.
Bebió un trago más de whiskey y maduró la idea que estaba apareciendo en
su cerebro. Por debajo del símbolo cuántico, Bellamy había dejado una frase
señalando a Tomás Noronha como la llave. Fuchs sabía que el portugués no
era el asesino, solo alguien a quien les convenía atribuir la responsabilidad de
la muerte del jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología, pero la inclusión
del nombre del historiador en el rompecabezas comenzaba a perturbarlo. ¿Por
qué aquel nombre por debajo del símbolo cuántico? ¿Habría alguna relación?
Claro que la había, concluyó de inmediato. El anciano había establecido
intencionalmente la conexión entre las dos cosas, la investigación cuántica y
Tomás Noronha. Más que eso, había señalado al historiador portugués como
la llave. ¿La llave de qué? La respuesta se impuso gradualmente en su mente.
El académico tenía que ser la llave que conducía al Ojo Cuántico.
El teléfono sonó.
“Su llamada, sir”, le anunció el ayudante “Es James Krongard, en Lisboa”.
Se oyó un clic en el auricular, señalando la transferencia de la conexión
telefónica.
“Mister Krongard”, dijo Fuchs como saludo. “Sé que es de madrugada en
Lisboa, pero necesito saber lo que pasa. ¿Cogió a nuestro hombre?”.
La voz del otro lado vaciló, notoriamente embarazada.
“Tengo la operación en marcha”, respondió el agente de la CIA en la capital
portuguesa. “Dispongo de varias pistas y las estoy siguiendo. Esta noche
estuvimos muy cerca de cogerlo, pero el tipo tuvo suerte y consiguió escapar.
No será por mucho tiempo, sir. Le aseguro que en breve tendré buenas
noticias que darle”.
“Eso espero”, señaló el director del Servicio Clandestino Nacional en un
tono neutro. “Tengo, sin embargo, una alteración que hacer a sus órdenes. El
sospechoso no debe ser eliminado, sino capturado vivo y metido en un avión
para Langley. ¿Entendido?”.
“¿Se anula la orden de liquidación?”.
“Afirmativo. Será interrogado por nosotros y solo después sufrirá un...
accidente”.
Krongard suspiró de alivio al otro lado de la línea; la idea nunca le había
agradado.
“¡Sí, sir!”.
Sin una palabra más, Fuchs colgó el teléfono y se recostó en el asiento, y de
nuevo el whiskey le mojó los labios. El Ojo Cuántico era esencial para evitar
nuevos desastres, como el del atentado de esa tarde en Trípoli. Si quería
mantener su lugar, tendría que echar mano al proyecto. Y, pensándolo bien,
la mejor pista era ese Tomás Noronha. ¿No le había señalado el anciano
como la llave?
XLI
Observando discretamente a los lados y algo nervioso, el visitante miró por
fin al funcionario del guichet de la aduana.
“¿Cuál es el motivo de su visita?”.
La pregunta fue lanzada mecánicamente por el funcionario, un hombre de
cara oval y bigote con el nombre de Sánchez pegado al pecho. El visitante
tragó en seco, pero a pesar de la inquietud mantuvo el semblante relajado.
“Turismo”, respondió. “Siempre tuve curiosidad de visitar Washington e ir
a ver a...”.
“Ponga los dedos en esa placa, sir”, le cortó el funcionario aduanero, poco
interesado en la conversación. “Primero el pulgar de la mano izquierda,
después los restantes dedos y a continuación lo mismo con la mano derecha”.
El visitante obedeció, con la clara noción de que a partir de ese momento no
había retorno y estaba en manos del destino. La placa estaba registrando sus
impresiones digitales y la información sería enviada a la red de seguridad
nacional de los Estados Unidos y compartida por las varias agencias del país,
incluyendo la CIA.
“Ya está”.
“¿Puede mirar a la cámara, sir?”.
La cámara a la que el hombre del uniforme azul se refería era una máquina
fotográfica esférica con una pequeña lente. El visitante miró fijamente a la
lente y abrió el rostro en una sonrisa, seguro de que muy pronto alguien iría a
encontrar la imagen e investigar las circunstancias de su entrada en el país.
Ocurriese lo que ocurriese, le verían sonriendo.
“¿Ya acabó?”.
El funcionario aduanero asintió.
“Muchas gracias, mister Norona”, dijo el hombre, devolviéndole el
pasaporte. “Que tenga una estancia agradable”.
Era increíble como los americanos no acertaban nunca en la pronunciación
correcta de su apellido, pensó Tomás al pasar la aduana. Los de lengua
inglesa le llamaban siempre Norona. Pero para todos los efectos, las cosas
habían ido bien y debía sentirse satisfecho. Su nombre no constaba en la lista
de sospechosos cuya entrada no estaba permitida en los Estados Unidos.
Se giró hacia atrás y vio a María Flor salir del otro guichet con el rostro
pálido, pero con el pasaporte en la mano y el rostro aliviado. Como habían
previsto, la CIA no imaginaba que los fugitivos tuviesen el descaro de ir a
llamar a su puerta.
“¡Esto es una locura!”, dijo ella mientras movía la cabeza, todavía incrédula
con la insolencia que representaba aquel viaje. “¡Hemos venido a meternos en
la boca del lobo!”.
Tomás sonrió.
“Como el lobo nos quiera morder, se va a partir algunos dientes”.
Abandonaron el sector de la aduana y siguieron las señales hasta la zona de
desembarque. Las maletas de su vuelo ya se deslizaban por la cinta mecánica
y no fue difícil localizar el equipaje que les pertenecía. A pesar de tratarse de
dos maletas pequeñas y relativamente ligeras, las pusieron en un carro y se
dirigieron hacia la salida.
“¿Y ahora?”, quiso saber ella al meterse en la cola de los taxis. “¿Hacia
dónde vamos?”.
“Los hoteles continúan siendo un riesgo”, observó Tomás. “Cuando los
tipos de la CIA se den cuenta de que entramos en el país, lo primero que van
a hacer es verificar la lista de huéspedes de los hoteles, de las pensiones y de
los albergues de los alrededores y, si no encuentran nada, alargarán la
búsqueda a toda América”.
Su compañera se giró hacia el lado y frunció una ceja, súbitamente
desconfiada.
“Oye, no estarás pensando en meternos otra vez en una pensión cutre para
mujeres frescas, ¿no?”. Levantó la mano y movió el índice delante de la nariz
de él, como forma de aviso. “¡Esta vez no entro en el juego! Ya he
contribuido para esa colecta, ¿vale?”.
“Tranquila, mujer. El lugar que tengo en mente es respetable y no va a
exigir el registro de nuestros nombres”.
Llegó su vez en la fila y metieron las dos maletas en el maletero del taxi que
había parado delante de ellos.
“¿Ah, no?”, se admiró María Flor, entrando en la parte trasera del vehículo.
“¿Y donde es ese paraíso?”.
Tomás se sentó al lado de ella, cerró la puerta y al proporcionar la dirección
al motorista le dio la respuesta.
“A la Universidad de Georgetown, por favor”.
La ciudad de Washington, DC, les acogió con su sorprendente toque
europeo. Aunque la urbe estaba cortada por calles anchas paralelas y
perpendiculares, como ocurría en la generalidad de las ciudades americanas,
había abundantes espacios verdes y las fachadas de los edificios tenían líneas
clásicas que recordaban la arquitectura grecorromana. La mayor diferencia
con las otras grandes ciudades de América, sin embargo, estaba en el hecho
de que aquí no había edificios altos. La capital del país de los rascacielos era
una ciudad de construcciones bajas.
La atmósfera europea se volvió incluso más densa cuando entraron en la
parte antigua de Washington, DC, el sector de Georgetown. Allí las calles se
revelaron más estrechas y sinuosas, como sucedía en Europa, y estaban llenas
de comercios tradicionales, bares y pequeños restaurantes. Los transeúntes se
daban codazos en las aceras, unos eran jóvenes estudiantes de jeans, otros
serios personajes de traje y corbata.
El taxi les dejó a la puerta de la Universidad de Georgetown. Sacaron las
maletas, pagaron su viaje y entraron en la recepción, donde fueron acogidos
por un hombre calvo y de barba negra rizada.
“¡Bienvenidos!”, les saludó el hombre en portugués, encaminándose hacia
los recién llegados. “¿Todo bien? ¿qué tal ese viaje?”.
El historiador le dio un abrazo.
“Hola, Jorge. ¿Cómo estás?”. Hizo un gesto indicando a su acompañante.
“Esta es María Flor”.
Después de saludar a Tomás, Jorge desvió la mirada hacia ella y la
contempló con una mirada apreciativa.
“¡Vienes bien acompañado, amigo Tomás!”, exclamó dando dos besos a
María Flor. “Encantado. Ya era hora de que este joven se asentase y se echase
una novia en serio”.
“Es mi amiga”, corrigió el historiador ruborizado. Se volvió hacia su
compañera de viaje e hizo las presentaciones. “Jorge fue mi colega en la
Universidad Nova de Lisboa. Está realizando un posgrado en ordenadores.
Como sabía que se encontraba aquí en la Universidad Georgetown le llamé
antes de salir y le pedí un rinconcito donde podamos dormir. Jorge me dijo
que nos conseguía una suite de lujo en el campus universitario”.
“Es más bien un cuartito discreto”, se rio él, cogiendo la maleta de María
Flor. “Tengo un colega finlandés que se fue de viaje dos semanas a California
y me dejó la llave del cuarto para regarle las plantas. Como Tomás me
explicó que planeáis quedaros unos días, pensé en poneros allí”.
“¿No le va a molestar?”.
“Al contrario, si le regáis las flores, se quedará encantado”. Caminaban ya
por la universidad y volviéndose hacia atrás, Jorge le giñó el ojo. “Y si le
dejáis algún dinerito para pagar el alojamiento, mejor todavía”.
El matemático portugués hizo de anfitrión y los llevó al sector residencial
del campus universitario. El cuarto del finlandés era un cubículo pequeño en
un primer piso, con suelo de haya y muebles de roble, incluyendo una cama,
una mesa de trabajo con ordenador y un cuarto de baño minúsculo, sin bañera
pero con ducha. Orquídeas rojas llenaban una hilera de macetas en el alféizar
de la ventana y coloreaban el espacio con un toque exótico.
“No está mal”, aprobó María Flor. Lanzó una mirada en dirección a Tomás
y apuntó hacia el parquet, preocupada en marcar pronto el terreno. “Y tú,
como de costumbre, tendrás que dormir en el suelo”.
Fueron a cenar a la cantina del campus universitario. Al sentarse en la mesa
con la bandeja, Tomás pensó que la comida tenía un cierto aire plástico y se
preguntó a sí mismo si de allí en adelante no sería mejor ir a comer a uno de
los restaurantes de Georgetown.
Apartó rápidamente la idea. No habían venido a América por su
gastronomía, sino para aclarar el rompecabezas que Frank Bellamy había
remitido a Tomás y de ese modo alejar las sospechas que incidían sobre él. Se
daba cuenta de que cuanto más deprisa resolviesen el asunto, mejor sería, una
vez que el tiempo corría contra ellos y cada hora pasada en aquel país
representaba un riesgo adicional de ser localizados.
“Oye”, dijo Jorge cuando empezaron a comer. “¿Cuándo vuelves a nuestra
universidad?”.
“Todo depende de lo que ocurra en este viaje”.
Su amigo arqueó las cejas, sin entender el alcance de la respuesta.
“¿Qué quieres decir con eso?”.
El historiador respiró hondo, ganando coraje para abrir el juego con su
antiguo colega, y le explicó en trazos generales lo que había pasado desde su
viaje a Ginebra. La intervención de la CIA y el tiroteo de Coimbra, tan
increíbles que el anfitrión dudó que le estuviesen contando una historia
verdadera; pero la forma convencida y hasta asustada como María Flor
confirmó todos los pormenores acabó por disipar sus dudas.
“Oye, Jorge, necesito tu ayuda”, dijo Tomás cuando llegó a la parte en la
que tenía que explicar sus planes en América. “Tú sigues siendo un as de la
informática, ¿verdad?”.
El matemático se rio.
“¿Me estás tomando el pelo? No te olvides de que estoy haciendo un
posgrado en Matemática y el tema es justamente la programación de
ordenadores. Tengo que saber todo sobre informática”.
“¿Sabes entrar clandestinamente en una red de alta seguridad?”.
“Sé hacer todo lo que es posible hacer”, garantizó con algo de vanidad y
orgullo. “No te olvides de que cuando era adolescente entré en el sistema
informático del gobierno indonesio y metí allí un virus”. Soltó una carcajada
sonora. “¿Te acuerdas de aquel número?”.
“Fue cuando lo de Timor Oriental, ¿no?”.
“El virus decía Free East Timor, you, motherfuckers!”. Nueva carcajada.
“¡Lo que me reí! ¡Adoraba haber visto la cara de aquellos tipos!”.
La carcajada contagiosa pasó a sus dos interlocutores. Cuando las
carcajadas se acabaron, sin embargo, Tomás decidió que había llegado el
momento de enseñar sus cartas.
“¿Eres capaz de hacer lo mismo en una red de alta seguridad aquí en
América?”.
“¿Meter un virus que diga Free East Timor? ¿Para qué? Que yo sepa Timor
Oriental ya es un país libre...”.
“No estoy hablando de eso, idiota”, corrigió el recién llegado. “Quiero saber
si conseguirías entrar clandestinamente en un sistema de alta seguridad,
obtener una información confidencial y salir sin que nadie se diese cuenta.
¿Tienes conocimientos para hacer eso?”.
La pregunta provocó una mirada desconfiada de su interlocutor.
“¿De qué sistema estás hablando?”.
El historiador carraspeó, como si la mera enunciación del proyecto fuese ya
de por sí una locura.
“La CIA”.
Se hizo silencio en la mesa. El matemático miró fijamente a Tomás, después
a María Flor y de nuevo a Tomás. Las miradas expectantes de ambos
confirmaban que la propuesta iba en serio.
“¡Tú estás loco!”, exclamó Jorge, moviendo la cabeza y golpeando con la
punta del índice a un lado de la cabeza. Loco de remate”.
La ventaja de Tomás era que ya lo conocía hacía muchos años y sabía lo
que debería decirle para llevarlo a actuar contra lo que recomendaba la
prudencia y el más elemental sentido común.
“Te entiendo”, murmuró, apoyándose en la silla como si desistiese del plan.
“No te sientes capaz”.
“¿Quién te ha dicho eso?”, se levantó el matemático, herido en su amor
propio. “¡Claro que soy capaz! Ya te dije que, en materia de informática, ¡sé
hacer todo lo que es posible hacer! ¡Ni Bill Gates me ganaba!”.
“Entonces te falta coraje...”.
“¿Qué estás insinuando? ¿Qué soy un cobarde?”.
“Bueno, no es que seas cobarde, pero hay que tenerlos...”.
“¡Y yo los tengo!”.
El historiador supo en ese instante que tenía al antiguo
colega en la mano. Únicamente le faltaba llevarlo
con cuidado e inteligencia para conseguir de él lo que necesitaba.
“Entonces no lo entiendo”, exclamó con perplejidad fingida. “Si sabes cómo
entrar clandestinamente en la red informática de la CIA y si no tienes miedo
de hacerlo, ¿cuál es el problema?”.
El anfitrión comprendió que le había pillado.
“Quiero decir... en fin, no estamos hablando de una red cualquiera, como
debes de imaginar. Los sistemas de seguridad de la CIA son con toda
seguridad muy sofisticados, la codificación es muy compleja, existen
probablemente trampas y... y...”.
“Y no eres capaz”.
“Ya te dije que sí lo soy. Pero tienes que pensar que estamos tratando con la
red de la CIA. Si saben que alguien está intentando entrar en su sistema,
tienen medios para saber de quién se trata. No tengo muchas ganas de que
esos tipos me aparezcan en la puerta”.
“Eres un matemático, estás haciendo un posgrado relacionado con
programación de ordenadores y quisiste poner a prueba la calidad de la red de
la CIA. No te garantizo que no te molesten, pero tienes una buena disculpa.
Dices que entraste allí en el ámbito de tu investigación para la tesis”.
Jorge se mordió el labio inferior mientras meditaba sobre la sugerencia.
“No es mala idea”, consideró. “Tengo justamente un capítulo en la tesis
sobre la seguridad de las redes informáticas y seguro que mi orientador
confirmaría que una prueba al sistema de la CIA constituiría una experiencia
importante aunque controvertida, para llevar a cabo en el ámbito de mi
investigación académica”. Hizo un gesto. “Pero los tipos no van a creerse una
disculpa de esas. Y si me cogen me arriesgo a pasar unos buenos añitos en la
cárcel”.
“¿Cómo te pueden coger?”.
“Basta con identificar el ordenador que les entre clandestinamente en el
sistema, por ejemplo”.
“Pero puedes disfrazar tu rastro, como sabes”.
“Sí, claro, pero no te olvides de que estamos hablando de la CIA. Estos
tipos tienen gente y medios para localizar e identificar a cualquier intruso”.
Se recostó en la silla, dispuesto a rechazar la sugerencia. “No, el riesgo es
demasiado elevado”.
“Hay otras maneras de hacer esto. ¿Y sí lanzamos el ataque a través de otros
ordenadores?”.
La sugerencia hizo al matemático vacilar. Contempló el escenario y,
convencido, acabó por gesticular afirmativamente.
“En esas condiciones, creo que sí”, se levantó. “De hecho se puede hacer”.
Era todo lo que Tomás quería oír. Se levantó también de un salto e indicó la
puerta de la cantina.
“Llegó la hora de atacar a la CIA”.
XLII
Solo cuando la alerta intermitente en la pantalla llamó la atención de Don
Snyder, que con los pies posados encima de la mesa comía tranquilamente su
pizza, este se colocó bien en la silla, puso la comida en su embalaje, lamió la
grasa de los dedos y se inclinó sobre el monitor para intentar entender lo que
ocurría.
“What the fuck?!”, echó pestes en un murmullo mientras se esforzaba por
descubrir el significado de la línea intermitente.
“¿Qué viene a ser esto?”.
Un mensaje de aquellos constituía una advertencia que Snyder no podía
ignorar. Hacía quince años que trabajaba para el Servicio Clandestino
Nacional de la CIA como analista de contraterrorismo y la alerta que acababa
de ser enviada a su ordenador se relacionaba justamente con una correlación
de información que podía darle una pista relevante. ¿Serían novedades
relacionadas con el atentado de la víspera en Trípoli?
Apretó el icono de la alerta y fue direccionado a una página de acceso
restringido. Tecleó su password y la página confidencial ocupó toda la
pantalla. Leyó el texto, estableció la conexión con las otras dos páginas para
confirmar los datos, evaluó el nivel de prioridad de los elementos de la
agencia incluidos en la investigación y, convencido de que había encontrado
algo efectivamente relevante, imprimió las páginas.
Después de recoger las hojas salidas de la impresora, fue rápidamente por el
pasillo y solo paró en el gabinete del director del Servicio Clandestino
Nacional.
“Necesito hablar con mister Fuchs”.
La secretaria redactaba una misiva en su ordenador y ni levantó los ojos
para mirarlo.
“Me temo que el señor director está en una reunión”, respondió
maquinalmente. “Venga después de las...”.
“Necesito hablar con él ahora”.
“Ya le dije que...”.
Viendo que la secretaria no facilitaba las cosas, Snyder abrió la puerta del
despacho y echó un vistazo dentro. Vio al jefe de su dirección sentado en una
mesa con el equipo encargado de obtener información sobre el atentado de
Trípoli.
Al sentir la puerta abrirse, Fuchs se volvió hacia la entrada y miró al intruso.
“Fuck, Don! ¿No ves que estoy ocupado?”.
La secretaria apareció en la puerta, intentado sacar al analista de
contraterrorismo fuera del despacho.
“Perdone, señor director”, dijo a su jefe con una sonrisa avergonzada. “Yo
le informé de que estaba en una reunión, pero él...”.
Snyder la empujó hacia atrás e hizo señas con las hojas de papel que había
traído de la impresora.
“Me ha llegado información que puede considerarse muy relevante, sir”.
“¿Tiene algo que ver con el atentado de Trípoli?”.
El intruso movió la cabeza.
“No, sir”, reconoció. “Pero conseguí un dato que nos podrá poner en la pista
del Ojo Cuántico”.
La secretaria volvió a la carga e intentó de nuevo sacar a Snyder fuera del
despacho del director.
“Haga el favor de retirarse”, insistió ella. “No ve que...”.
Al escuchar la referencia del subordinado al proyecto de Frank Bellamy que
nadie conseguía encontrar en la Dirección de Ciencia y Tecnología, Fuchs
levantó la mano para frenarla.
“Déjele estar”, ordenó, levantándose de su lugar en la cabecera de la mesa
de reuniones y acercándose al analista de contraterrorismo. “Dijiste Ojo
Cuántico, ¿Don? ¿Qué ha pasado?”.
Después de lanzar una mirada victoriosa a la secretaria,
que se retiró refunfuñando, Snyder extendió las hojas al director.
“Recibí hace unos minutos un alerta del sistema, sir”, explicó. “Durante una
inspección de rutina de cruce de información con la base de datos del
Servicio de Inmigración y Aduanas el sistema registró una intercepción”.
Señaló una de las hojas. “Esta es la alerta referenciando la entrada de un
sospechoso que, por lo que entendí, podría estar relacionado con la
desaparición del Ojo Cuántico”. Sacudió otra hoja. “Aquí está la página que
encabeza el informe de la operación para detectar ese proyecto y a la cual no
tengo autorización para acceder, pero no pude dejar de constatar que el
acceso solo es posible con autorización a nivel de director. Presumí de
inmediato, no sé si bien, que se trata de un asunto de elevada importancia”.
“Correcto”, confirmó Fuchs. “Solo yo y dos personas más podemos ver ese
informe. ¿Y?”.
El analista señaló la tercera hoja que había traído.
“Esta es la lista del Servicio de Inmigración y Aduanas referente a las
entradas de hoy por el aeropuerto de Dulles, sir. Sugiero que eche una mirada
al nombre que se encuentra en la vigésima tercera línea”.
El director del Servicio Clandestino Nacional contó las líneas y se fijó en el
nombre ahí referido.
“I´ll be dammed!”, exclamó, estupefacto, al leer el nombre. Levantó los
ojos hacia su subordinado. “¿Esta lista es de hoy?”.
“Afirmativo, sir”.
Harry Fuchs se puso en pie y soltó una carcajada.
“¿Quién lo diría? El fucking Thomas Norona está en América”.
XLIII
Algunos símbolos de marcas electrónicas famosas llenaban los paquetes que
Tomás sacó de la tienda de ordenadores en el centro de Georgetown. Volvió
al campus universitario con los paquetes debajo de los brazos y pasó por el
cuarto, donde encontró a María Flor tumbada sobre la cama durmiendo. Se
retiró silenciosamente y se fue al cuarto de su amigo, que estaba dos puertas
más allá. Llamó al timbre y abrió de inmediato.
“Traje dos laptops”, anunció el historiador, exhibiendo los paquetes que
había adquirido en la tienda. “Espero que lleguen”.
Desempaquetaron los portátiles, los encendieron e hicieron download de los
programas estándar. Todo el proceso de preparación para que los ordenadores
estuviesen operacionales llevó una hora, que transcurrió casi sin intercambiar
palabra a no ser alguna ocasional referencia técnica. Cuando los laptops
estuvieron listos, contemplaron las pantallas iluminadas y se prepararon para
iniciar la operación.
“¿Y tu amiga?”, preguntó Jorge, como si solo en ese momento se hubiese
dado cuenta de que faltaba alguien. “¿No viene?”.
“Estaba muerta de sueño y se fue a dormir. Ya sabes, aquí son las diez de la
noche, pero en Portugal ya dieron las tres de la mañana”.
“Ah, el jet lag es muy traidor...”.
A partir de ese momento fue el matemático quien tomó las riendas de los
acontecimientos. Después de lamentar la ausencia de María Flor, que
describió como “una niña capaz de traer alegría a un cementerio”, se
concentró en el trabajo y se abstrajo del resto. Comenzó por establecer la
conexión a Internet, buscó un link extraño y se puso a operar con él.
“¿Qué estás haciendo?”, preguntó Tomás, que no reconoció la página. “¿No
deberías haber ido directo a la web de la CIA?”.
“Estoy disfrazando mi rastro. La idea es usar primero un proxy y después
enviar el mensaje por una red Tor”.
“Ah, quieres formar dos capas de seguridad...”.
“Eso mismo”. Señaló la pantalla. “Este proxy no guarda registros. Cuando
nos conectamos a él, todo lo que sale del ordenador pasa por aquí, dando la
impresión de que la conexión viene de la localización del proxy y no de su
verdadero origen. Ya la red Tor hace que los datos anden saltando por varios
ordenadores en todo el planeta antes de alcanzar la red de la CIA. Así, aunque
uno de esos datos quede comprometido, todo el sistema permanece intacto, al
contrario del proxy que, si estuviera comprometido, fastidiaba todo”. Se rio.
“Ya te aviso de que si nos descubren, los tipos de la CIA van a tener un
trabajo de mil demonios para desmontar este embrollo”.
“Sí, pero asegúrate de que vamos a usar un programa que no incluya el IP.
Es más seguro...”.
“Quédate tranquilo”.
El matemático se pasó más de una hora programando la proxy y la red Tor,
para camuflar el origen de sus laptops. Tomás empezó a ver que los ojos le
pesaban; a fin de cuentas el jet lag también le estaba afectando, pero se
mantuvo despierto a costa de dos vasos de café que fue a buscar a una
máquina del pasillo de la zona residencial del campus y que bebió de un
trago. El café no era fuerte, pero le permitió aguantar con estoicismo todo el
trabajo de su amigo.
En cierto momento vio a Jorge teclear una última vez, respirar hondo,
flexionar los brazos para distender los músculos y recostarse en la silla con
aire de haber cumplido su misión.
“¿Ya está?”.
El matemático se volvió hacia él, exhibió una sonrisa de satisfacción y le
giñó el ojo. Después se frotó las palmas de las manos y, poniéndose derecho,
volvió a mirar uno de los laptops”.
“Llegó la hora de meter la nariz en la red de la CIA”.
Estableció la conexión con la web de la agencia americana de espionaje, en
www.cia.gov, e hizo un examen preliminar para entender su estructura.
Después aplicó un programa que había descargado en el laptop y, mientras se
procesaba, cruzó los brazos y esperó”.
“¿Qué estás haciendo?”.
“Introduje un programa CGI para analizar el sistema y detectar
vulnerabilidades”.
“¿Crees que la red de la CIA tiene vulnerabilidades?”.
El anfitrión soltó una carcajada.
“Todas las redes tienen vulnerabilidades. El desafío es identificarlas y
explorarlas”. Dobló la pierna para ponerse más cómodo mientras esperaba los
resultados del CGI. “Hace algún tiempo los tipos del Pentágono lanzaron una
operación para probar la seguridad de su red y se quedaron en estado de
choque cuando descubrieron que cualquier hacker medianamente cualificado
era capaz de paralizar todo el sistema informático militar de América. Los
hackers llegaron al punto de asumir el control de los ordenadores de guerra
de la flota del pacífico, ¡para que veas!”.
“¡Caramba! ¿Es posible una cosa de esas?”.
“No solo es posible, sino que ya se ha hecho. Fíjate, solo el sistema
operativo Windows contiene decenas de millones de líneas de código.
Ningún sistema de seguridad logra tener un control cien por cien seguro en
un sistema de esa dimensión. Cualquier problema que implique una gran
carga de información contiene inevitablemente vulnerabilidades. Solo
tenemos que...”.
La pantalla se detuvo de repente en una página.
“¡Aquí está!”, exclamó Tomás. “El programa detectó una vulnerabilidad.
¡Tenías razón!”.
El amigo se puso derecho y analizó la página.
“Hay un agujero en el PHF”, constató. “Vamos a entrar por aquí”.
“¿Qué es eso?”.
“¿PHF? Se trata de una interfaz que acepta un nombre como imput y busca
la información respectiva en el servidor. Es una especie de lista telefónica, si
quieres. Vamos a ver a dónde nos lleva”.
Atacando el teclado como un pianista, Jorge exploró furiosamente el fallo
en el PHF. En cierto momento se concentró en la función escape_shell_cmd,
lo que despertó la curiosidad de su amigo.
“¿Qué estás haciendo?”.
“Esto es una función que limpia inputs”, aclaró. “El programador cometió
aquí un error y dejó una cosa fuera de la lista pero con un pie dentro. Estoy
explotando ese error”. Señaló las nuevas páginas que llenaban el monitor.
“¿Ves lo que he hecho? Entré en el sistema de e-mails de la red de la CIA”.
Sonrió. “Nada mal, ¿eh? ¡Un buen golpe!” Regresó al teclado. “Ahora voy a
camuflar mi presencia”.
Tecleó dos líneas de instrucciones y esperó la reacción del sistema. El
monitor registró actividad repentina y el intruso se giró hacia el segundo
laptop.
“¿Ahora trabajas con otro portátil?”.
“Correcto”, asintió. “Manipulé el sistema de la CIA de tal modo que ellos
enviaron un xterm a nuestro segundo ordenador. O sea, en vez de hacer
nosotros la conexión a la red de la CIA, es la red de la CIA la que establece la
conexión con nosotros. Genial, ¿eh?”.
Hizo un gesto grandioso, y como un mago que hubiese acabado un truco de
magia, exhibió el monitor del segundo laptop. La pantalla se llenó de líneas
aparentemente incomprensibles.
adm: x :4:4: Admin:/var/adm:
orion :x:1002:10:Christopher
Adams:/usr/users/cadams:/usr/ace/sdschell
monty:x:1004:101:Monty
Haymes:/usr/users/monty:/bin/sh
“¿Qué es esto?”.
“Es un archivo Linux de passwords”, respondió Jorge.
“Cada línea contiene el nombre de una persona con una cuenta electrónica
en la CIA”.
Tomás abrió unos ojos como platos; allí estaba su oportunidad para arrancar
del sistema lo que quería.
“Busca la línea con el nombre de Frank Bellamy”.
El matemático volvió al teclado y, después de apretar algunas teclas, la
página del sistema de la CIA cambió para otra lista.
bella_y:x:1139:101:Frank
Bellamy:usr/users/bella_y:/usr/ace/sdschell
“¡Joder!”.
“¿Qué ha ocurrido?”.
Jorge apuntó hacia la última palabra de la segunda línea. “¿Estás viendo este
sdschell? Los usuarios con esta referencia tienen una protección adicional que
envuelve un RSA SecurelD. Se trata de un dispositivo que selecciona un
número de seis dígitos y que lo cambia cada sesenta segundos. Un fastidio de
los grandes...”.
“¿Hay alguna manera de superar eso?”.
“Tenemos que insertar el número de seis dígitos que el dispositivo escoge
en cada minuto y añadirle un nuevo password de la persona”. Hizo un gesto.
“No va a ser fácil”.
“¿Pero es posible?”.
Jorge se mordió el labio, contemplando la tarea delante de él.
“O el password lo elige el usuario o se lo entrega la Agencia. La primera
hipótesis no es muy problemática, una vez que las personas acostumbran a
escoger contraseñas que les son familiares. Ya la segunda posibilidad es muy
complicada porque conlleva passwords aleatorios, más difíciles de recordar
por los usuarios pero también más seguros. Considerando que estamos
tratando con la CIA, que tiene la obsesión de la seguridad, yo diría que ellos
optaron por la segunda solución”.
“Mira que Bellamy ya tenía una edad muy avanzada y no sé si tendría
paciencia para recordar contraseñas complejas...”.
El matemático ponderó la información.
“En ese caso, es admisible que le hayan abierto una excepción”. Prestó
atención de nuevo al monitor y tecleó más instrucciones. “Voy a buscar datos
sobre la vida de él, como fecha de nacimiento, de boda y de cosas por el
estilo, e insertarlos como contraseña. Puede ser que tengamos suerte y
encontremos la correcta”.
Golpeando en el teclado con furor renovado, Jorge desencadenó la búsqueda
de la información personal que le permitiese deducir la palabra clave que
Bellamy había escogido. La operación era larga y fastidiosa, por lo que
Tomás se recostó en la cama del amigo mientras esperaba los resultados. Los
ojos volvieron a pesarle, sin que consiguiese impedirlo, se sintió relajado y se
dejó dormir.
Empezó a soñar con María Flor; quería agarrarla y ella huía por el pasillo
central de un avión. En cierto momento ya no estaban en el aparato sino en lo
alto de un rascacielos de Nueva York caminando sobre la barandilla de una
terraza. De repente ella se cayó y Tomás, en pánico, se precipitó por la
terraza sobre el precipicio gritando por un sniffer y la...
“¡Un sniffer!”.
El historiador se despertó de repente y se encontró al amigo de pie, mirando
asustado hacia la pantalla, el cuerpo en posición de alerta.
“¿Qué...?”, balbuceó. “¿Qué es lo que pasa?”.
Jorge tecleó rápidamente en el laptop y, pasados unos segundos, el
ordenador se apagó.
“¡Me apareció un sniffer!”.
Todavía confuso por esa súbita transición del sueño a la realidad en la que
las dos cosas parecían mezclarse, Tomás no entendió ni lo que pasaba ni lo
que oía.
“¿Un qué?”.
“¡Un sniffer!”, disparó el matemático, todo nervioso. “Un administrador
cualquiera del sistema de la CIA se dio cuenta de que alguien estaba en la red
y mandó un sniffer para saber quién era”. Respiró de alivio. “Felizmente que
tenía un programa para sniffar el sniffer, si no, estaba perdido”. Esbozó una
mueca, como si reconsiderase el asunto y al final juzgase injustificada tanta
angustia. “Incluso así, no sé. Espero haberlo detectado a tiempo...”.
Para entonces Tomás ya estaba bien despierto.
“Aunque te hayan detectado solo van a encontrarse con el proxy”, recordó.
“Si pasan esta primera red de seguridad, van a dar con la red Tor. Incluso si
pasan todos esos obstáculos no conseguirán llegar a nuestro laptop porque
usamos un programa sin IP. Mas, si por casualidad nos cazan, van a descubrir
que fueron ellos los que se conectaron con nosotros. Y finalmente, aunque
lleguen a este portátil, no existe nada que lo relacione contigo, ¿verdad? Yo
lo compré. Por lo tanto, estate tranquilo”.
Jorge respiró hondo.
“Sí, tienes razón”.
El historiador consultó el reloj; eran las tres de la mañana, había dormido un
buen rato y necesitaba descansar más. Se levantó de la cama y se acercó al
amigo.
“Y qué tal, ¿conseguiste algo?”.
“Sí, descubrí el password de Bellamy. Es su fecha de nacimiento, pero de
atrás para delante. Una cosa elemental y fácil de descubrir, como ves. Es un
error común de mucha gente utilizar datos personales para...”.
“Eso no interesa nada ahora”, se impacientó Tomás, ansioso por irse a
dormir. “Lo que quiero saber es si sacaste alguna información que me pueda
ser útil”.
La primera reacción de Jorge a esta pregunta fue una mirada de duda. El
matemático no parecía muy animado.
“Poca cosa”, acabó por admitir. “Obtuve unas informaciones generales y
cuando comencé a investigarle los e-mails, apareció el sniffer y tuve que
abortar la operación”.
No eran de hecho buenas noticias.
“¡Vaya!”, se irritó Tomás, levantando las manos en un gesto de impotencia.
“¡Tanto trabajo para nada!”.
Jorge parecía turbado con los resultados.
“Perdona, pero no tuve tiempo para nada más”.
El historiador dio un suspiro de contrariedad y posó los ojos en las
anotaciones escritas por Jorge.
“¿Qué es esto?”.
“Es lo poco que conseguí sacar”, dijo, extendiéndole el papel donde había
registrado algunos datos. “Las informaciones que recogí incluyen el número
de teléfono, la dirección de casa, unos extractos de cuenta del banco y una
cuenta de electricidad”.
“¿Solo eso?”.
“Nada más, me temo”, confirmó. “Sé que es poco, pero es lo que hay”. Miró
al amigo con una expresión interrogativa. “¿Qué piensas hacer ahora?”.
Tomás cogió la hoja garabateada con las pocas informaciones que el
matemático había logrado arrancar de la web de la CIA y, fijándose en la
dirección, su rostro se abrió en una gran sonrisa cargada de malas
intenciones.
“Entrar en su casa”.
XLIV
Sin dispensar sus rutinas, Don Snyder dejó el periódico sobre la mesa y la
primera cosa que hizo, como todas las mañanas al llegar a su despacho en
Langley para un nuevo día de trabajo, fue dirigirse a la máquina instalada en
el pasillo del Departamento de Contraterrorismo y comprar un café y un
muffin. Su mujer bien le decía todas las mañanas que aquello no era un
desayuno sano, que debía optar por fruta y ensaladas, que debía tener cuidado
con el colesterol, los triglicéridos y todas esas tonterías, que esto y que
aquello, pero lo que realmente le gustaba era lo que estaba a punto de
comerse. ¿Había algo más glorioso que comenzar el día con un café caliente
y un muffin?
Se sentó en su mesa y encendió el ordenador mientras masticaba la
madalena de chocolate. ¡Hmmm... que delicia!, pensó, disfrutando del
momento con los ojos cerrados. Cuando los abrió se dio cuenta de que había
documentos al lado del teclado. Por encima estaba un informe con la
información más reciente sobre el atentado de Trípoli. Lo que se encontraba
por debajo no era más que una carpeta amarilla muy fina y con aspecto
insignificante. Hojeó el informe y se dio cuenta de que los operativos en el
terreno estaban mandando a Langley solo pura especulación. Escribían sobre
todo acerca del arsenal del ejército libio que, en el calor de la revolución,
había caído en manos de los extremistas islámicos y les había capacitado para
realizar operaciones violentas en países de África y del Medio Oriente, como
Mali, Irak y Siria, entre otros puntos conflictivos.
“Damn!”, murmuró dando la última dentada al muffin y enfadado por la
falta de progreso en la recogida de información sobre el atentado. “¿Qué le
pasa a esta gente? Necesitamos información concreta, no rollos anunciando lo
obvio”.
Para no enfadarse, dejó el informe y abrió la carpeta amarilla. En el interior
se encontró con un documento de dos páginas que la Informática le había
dejado durante la noche. Leyó el texto e, intrigado con su contenido, abrió un
cajón y verificó la información que constaba en la alerta que había recibido la
víspera. No había duda, concluyó. Los dos asuntos parecían relacionados.
Pensando en el caso, tuvo una idea. Posó el vaso de café, se agarró al teclado
y se conectó a una página de verificación de números de compras; tecleó un
nombre y esperó por los resultados. Aparecieron al fin de unos segundos.
“Holy shit!”.
Sin perder tiempo, salió al pasillo para dirigirse al despacho del director. La
secretaria del jefe del Servicio Clandestino Nacional no mostró mucho agrado
por verlo allí; aún no había olvidado el incidente de la víspera, pero en esta
ocasión no puso ninguna objeción.
Llamó al despacho para anunciar al visitante y, sin dirigir una palabra a
Snyder, le hizo una señal indicándole que entrase.
El analista de contraterrorismo abrió la puerta y se asomó al interior.
“¿Se puede, sir?”.
Harry Fuchs se encontraba sentado leyendo The New York Times de esa
mañana con un puro humeándole en la boca, pero por su aire irritado se diría
que era él quien echaba humo. Una fotografía de los estragos provocados en
un ala de la embajada en Trípoli por el atentado de la víspera ocupaba la
primera página. Al ver al analista de contraterrorismo a la puerta del
despacho, agitó violentamente el periódico en su dirección.
“¿Ya viste esto, Don? ¡Estos motherfuckers de los periodistas nos están
llamando incompetentes! ¡Incompetentes!, ¿qué te parece? Mira lo que
escriben en el editorial”. Hojeó el periódico y fijó los ojos en la página de
opinión. “Como viene siendo habitual en los últimos tiempos, este atentando
cogió por sorpresa a la CIA y volvió a cuestionar la competencia y utilidad de
esta agencia que el Departamento de Estado ya apellida en voz baja por los
pasillos como “CIA — Colección de Idiotas y Analfabetos”. Levantó la
cabeza. “¿Ya viste el montón de shit que estos cocksuckers escribieron en
este periódico miserable? ¿Idiotas y Analfabetos? Fuck The New York Times!
Fuck el Departamento de Estado! Fuck toda esta gente!”.
“Es lamentable, sir”.
Snyder continuaba en la puerta esperando la autorización para entrar y se
quedó observando el espectáculo de su jefe teniendo un ataque de furia; sabía
que el responsable de su dirección era un hombre sanguíneo y que sus
accesos de rabia se habían hecho famosos en la Agencia. Furioso con el
editorial, el director lanzó el periódico al suelo y con un gesto colérico
aplastó en el cenicero el puro, como si éste fuera el articulista del New York
Times. Liberada su ira, hizo un esfuerzo por dominarse y, ya más tranquilo,
indicó al subordinado la silla delante de la mesa.
“Entra, Don”, dijo, todavía intentando dominar su frustración. “¿Tenéis
alguna novedad sobre el Ojo Cuántico?”.
Caminando con una pose bien sumisa, Synder cruzó el gabinete del jefe y se
sentó en el sitio que le habían señalado.
“Tengo novedades, sir”, confirmó. “Pero no son sobre el Ojo Cuántico, me
temo”. Puso la carpeta amarilla sobre la mesa del director. “Recibí ahora este
informe de Informática. Parece que tuvimos esta madrugada un incidente que
comprometió la seguridad en nuestra red”.
Fuchs alzó una ceja.
“¿Fue serio?”.
“Parece que no. Un firewall alertó al administrador del servidor y este lanzó
un sniffer que asustó al intruso. Después el administrador hizo una revisión al
material consultado y concluyó que no se trata de nada particularmente
importante”.
“Ah, bien”, descansó el director. “Solo me faltaba tener también problemas
en ese frente”. Frunció la ceja. “Pero si la intrusión no fue grave, ¿qué es lo
que te trae aquí?”.
Con un movimiento rápido de ojos, el analista de contraterrorismo indicó la
carpeta amarilla.
“Si yo fuese usted, sir, daba una hojeada al informe”.
El director del Servicio Clandestino Nacional cogió la carpeta y consultó el
documento de Informática.
“No veo nada particularmente relevante...”.
“Vea, por favor, el nombre del usuario cuya password fue violada por el
intruso”.
Los ojos de Fuchs enfocaron el nombre impreso en el log de la Informática
y le saltaron chispas cuando se dio cuenta de quien se trataba.
“¡Frank Bellamy!”. Miró a su subordinado con una expresión inquisitiva.
“¿Quién entró en la red con la contraseña del anciano?”.
“Conforme a lo previsto por el protocolo para situaciones semejantes, el
administrador del servidor se pasó toda la noche y la madrugada siguiendo el
rastro del intruso”, dijo. “Lo que descubrió está registrado en la segunda
página del informe”.
El director hizo un gesto de desprecio en dirección al documento.
“No entiendo nada de este lenguaje de locos”, admitió. “Hazme un
resumen”.
“El intruso usó un sistema proxy y una red Tor para tapar las huellas. El
administrador de nuestro servidor tuvo que andar saltando por el planeta
entero, de ordenador en ordenador, hasta darse cuenta de que iba a dar a un
callejón sin salida. Parece que el intruso usó un programa sin IP, por lo que
no conseguimos identificar el ordenador de origen”.
“¡Oh diablos!, eso es trabajo profesional...”.
“Sin duda, sir. Pero me puse a pensar quién estaría interesado en penetrar en
la web de la CIA e investigar la información relativa a Frank Bellamy. Fue
entonces cuando tuve una idea. Consulté el registro de todas las compras
hechas ayer aquí en Washington con el nombre de una cierta persona e...
imagine lo que descubrí”.
“Jeez!” No me digas que los cocksuckers del FBI ya andan encima de esa
historia...”.
Snyder movió la cabeza.
“Nada de eso, sir”.
“¿Entonces quién diablos andará buscando la password del viejo? ¿Será su
familia? Quieren ver que el sonnavabitch del hijo...”.
“Negativo, sir. Inténtelo otra vez”.
Fuchs improvisó mentalmente una lista de sospechosos y fue eliminando
cada nombre que se le formaba en la mente. Quién del exterior de la CIA
tendría interés en investigar el file de Frank Bellamy? Eliminados el FBI y los
familiares del antiguo director, no parecía sobrar mucha cosa. De repente,
como si hubiese sido alcanzado por un rayo, se quedó paralizado.
“¿Thomas Norona?”.
El subordinado sonrió.
“Bingo”.
“¿Norona? ¿Cómo puedes tener la seguridad de eso?”.
“No puedo”, reconoció el subordinado. “Pero fíjese en la secuencia de los
acontecimientos. A las nueve y media de la noche de ayer, nuestro amigo
Norona, el hombre que asesinó a mister Bellamy y que acababa de llegar a
Washington, usó su tarjeta de crédito para sacar dinero en un cajero cerca de
una tienda de electrónica en Georgetown. Verifiqué los registros de la tienda
y constaté que, diez minutos más tarde, fueron allí vendidos dos laptops,
ambos con dinero, lo que no es normal. Dos horas después, alguien entró
clandestinamente en nuestro sistema y ¿de quién usó la contraseña?
Justamente de mister Bellamy. ¿Y para qué? Para intentar obtener
información sobre, vea solo, nuestro fallecido jefe de la Dirección de Ciencia
y Tecnología. ¿Será todo esto mera coincidencia?”.
“Pero si él quería entrar en nuestra red con esos portátiles que acababa de
adquirir, ¿no sería natural que evitase usar la tarjeta de crédito en el cajero
automático?”.
“Tal vez”, admitió Snyder. “Pero dese cuenta de que el tipo puede haberse
descuidado o desconocer que también solemos verificar los movimientos de
los cajeros. O le da sencillamente lo mismo, yo qué sé. El hecho es que existe
una coincidencia perturbadora. En nuestra profesión sabemos que las
coincidencias son pistas, ¿verdad?”.
Finalmente convencido, el director del Servicio Clandestino Nacional
respondió con un murmullo de asentimiento. Hizo señal al subordinado para
salir y, cuando se quedó solo, giró su sillón y, desde la ventada del despacho,
contempló el río Potomac a lo lejos. El lienzo azul de agua parecía un espejo
reflejando las nubes. La ajardinada tranquilidad de Washington, DC, en
particular en aquel sector que rodeaba el complejo de la CIA, le daba el
ambiente adecuado para pensar. Durante cinco minutos ponderó la situación
con serenidad y por fin tomó una decisión.
Volvió a girar la poltrona y pulsó el intercomunicador, llamando a su
secretaria.
“Tish, pásame al mayor Fuentes”.
Iba a poner a su mejor hombre tras la pista de Tomás Noronha.
XLV
No había agitación a aquella hora de la noche, el tráfico en Dunpont Circle
ya se había calmado y la tranquilidad se había impuesto en la ciudad.
Sentados junto a la entrada de un coffee shop a media luz, Tomás y María
Flor iban vigilando el edificio del otro lado de la calle, atentos sobre todo al
guardia que permanecía sentado en el atrio leyendo un periódico. El café
americano no era de los mejores, pero iban saboreándolo distraídamente
mientras esperaban la evolución de los acontecimientos.
“¿Cuánto tiempo falta?”.
El historiador consultó el reloj.
“Seis minutos”.
El día había sido largo y bien aprovechado. Debido al jet lag, se despertaron
sobre las seis de la mañana, ella después de un buen sueño, él no tanto
porque, a fin de cuentas, se había acostado muy tarde. Pero a aquella hora en
Washington, DC, eran las once de la mañana en Lisboa y el despertador del
cerebro no le había dejado dormir más tiempo. Por eso salieron muy pronto
del campus de la Universidad de Georgetown y se fueron al Dupont Circle
antes de la hora punta matinal, para poder estudiar el edificio donde Bellamy
tenía su apartamento.
No fue necesario explorar el local durante mucho tiempo para darse cuenta
de que el principal problema estaba en el atrio. Cuando intentaron subir al
tercer piso, el guardia les bloqueó el camino y dejó claro que solo podrían
avanzar con una autorización expresa del inquilino al que querían visitar.
Balbucearon una disculpa incoherente, diciendo que se habían equivocado de
edificio y se marcharon. La retirada de los visitantes fue algo humillante, pero
lo importante es que les dio la noción de que el guardia de seguridad era un
obstáculo y que su prioridad esa noche sería despistarlo.
Sentado junto a la ventana del coffee shop bebiendo lentamente su café,
Tomás no pudo dejar de sonreír al acordarse de la estratagema que había
inventado para superar el problema. Mientras María Flor regresaba al campus
para cerciorarse por teléfono de que nadie ocupaba el apartamento de
Bellamy, Tomás había comprado al final de la mañana un periódico popular y
fue directo a la página de los pequeños anuncios buscando una...
“Atención”, exclamó María Flor, e interrumpió sus pensamientos. “¡Ahí
viene ella!”.
Vieron salir de un taxi una rubia despampanante, con un vestido rojo justo
que le realzaba la cintura estrecha y los enormes senos, y con las formas
sinuosas del cuerpo subrayadas por los zapatos de tacón, negros y relucientes.
La recién llegada pagó al taxista y comenzó a andar por la acera en dirección
a la entrada del edificio.
“Vamos”.
Sin perder tiempo, los dos portugueses salieron del coffee shop, atravesaron
la calle y se plantaron al lado de la puerta del edificio, pero en una zona fuera
de la vista del guardia. La rubia provocativa pasó ante ellos, dejando en el
aire un fuerte aroma vagamente dulce. Además de un cuerpo bien formado y
de un pelo liso y dorado que le caía hasta los hombros y llamaba la atención,
tenía unos vivos ojos azules y los labios sensuales; se diría que era una
conejita de Playboy.
Vieron a la rubia entrar en el edificio con paso tambaleante y desaparecer en
el atrio, que estaba lo suficientemente cerca para poder oír lo que pasaba.
“Hi, big boy!”, saludó con voz melosa. Soltó una carcajada sin sentido. Tú
eres nuevo aquí, ¿verdad?”.
“Uh... no”, respondió el guardia, dudando. “Trabajo en este edificio hace
unos años. ¿Puedo ayudarla?”.
La rubia se rio.
“¡Claro que puedes!”, exclamó. “¿Pero... pero no es este mi edificio? ¿Esta
no es la rotonda de Rhode Island Avenue?”.
“Me temo que no, señora... Estamos en Dupont Circle. La rotonda de Rhode
Island Avenue es en aquella dirección”.
“Damn!”, maldijo ella. “Siempre que bebo champán me pasa lo mismo. Me
desoriento, es una lata”.
“Si quiere le llamo un taxi para que la lleve a casa”.
“¡Oh, qué encantador! No te molestes”. La rubia se volvió a reír. “Oye,
pareces un chico simpático y... guapo. ¿Puedo contarte un secreto?”.
“Bueno... sí”.
“Sabes, el champán tiene dos efectos poderosos en mí. El primero es que me
desorienta completamente. Me quedo de tal forma liada que ni sé por dónde
ando. El segundo efecto es que... bueno, me pones a cien...”. Se rio de nuevo.
“¿Me entiendes lo que te digo?”.
“Uh...”.
“Por eso no me puedo ir ya para casa, ¿entiendes? Mi marido es un viejo”,
gimió. “Aaah, necesito a alguien para satisfacerme. Y tú... tú tienes un
aspecto tan viril, tan macho, tan potente...”.
“Pero...”.
“Oye, no aguanto más, esto es una tortura. Necesito un hombre. ¡Ahora! Mi
cuerpo está sediento de sexo. ¿No tendrás... no tendrás un sitio por ahí donde
me puedas resolver el problema?”.
“Pero yo estoy trabajando, señora, no puedo abandonar mi puesto. Dentro
de dos horas me sustituyen y entonces, si quiere, podemos...”.
“¡Ahora big boy! ¡Te necesito ahora! ¿No tienes un sitio aquí cerca donde
me puedas dar lo que necesito con tanta urgencia? Son solo cinco minutos,
¿me oyes? Cinco minutos en los que te voy a servir con las tetas, con la boca,
con la...”.
“Quieres decir...”, dudó el guardia, con la voz excitada. “Únicamente
tenemos... solo si fuera ahí, en mi gabinete. ¿Cinco minutos, dices?”.
“Cinco minutillos tórridos en los que te voy a enloquecer,
mi macho vigoroso, mi toro potente...” “Ven, ven... Allí estaremos
cómodos”.
Las voces se alejaron y se oyó cerrarse una puerta. Después de asomarse al
atrio, Tomás se volvió hacia atrás y miró a María Flor, que tenía la cara roja
como un tomate.
“El camino está libre”, anunció. “Vamos”.
Cruzaron la entrada del edificio con pasos leves y atravesaron el pequeño
atrio. Había dos puertas de ascensores, pero prefirieron dirigirse a las
escaleras, les pareció más discreto. Pasaron por el gabinete del portero y
oyeron gemidos y suspiros en el interior. María Flor no dijo nada en aquel
momento, porque era imperioso no hacer ruido, pero cuando llegaron a las
escaleras no se contuvo.
“Oye, ¿de dónde sacaste a esta... esta ordinaria?”.
La pregunta hizo reír a Tomás. Desde que había aparecido la rubia, esperaba
una pregunta de ese tipo.
“En el periódico”.
“¿La encontraste por el periódico?”.
“Los anuncios pequeños en el periódico incluyen servicios de prostitutas,
como sabes. Llamé a una de ellas y conseguí sacarle el nombre y la dirección
de un burdel de lujo, de aquellos que ofrecen chicas a los congresistas del
Capitolio. Fui allí y, después de ver a todas, escogí esta. Me costó un ojo de
la cara, ni te digo cuánto”.
Flor se detuvo entre dos peldaños del último tramo de las escaleras y lo
miró fija e intensamente, como si le quisiese escrutar el alma.
“¿Fuiste al burdel?”.
“Claro que fui”, respondió él. “Tenía que asegurarme de que conseguía una
chica capaz de quitarnos al guardia del camino”. Hizo un gesto indicando la
planta baja. “Y escogí bien, ¿no crees? Ella lo consiguió, ¿no? ¿Dónde está el
problema?”.
Su amiga no respondió. Recomenzó a subir las escaleras, mientras
refunfuñaba cosas más o menos ininteligibles pero que incluían frases como
“pfff, vaya sinvergüenza”, o “los hombres son todos iguales” y “¿qué será lo
que ven en estas ordinarias?”. Entretanto, llegaron al tercer piso y caminaron
por el pasillo hasta dar con la puerta del apartamento de Frank Bellamy.
“Te toca”, dijo Tomás delante de la puerta, invitándola a aproximarse.
“¿Crees que consigues abrirla?”.
María Flor dudó.
“¿Oye, estás seguro de que no hay ninguna alarma conectada?”.
“De eso no estoy seguro. Pero acuérdate de que el dueño del apartamento ya
ha muerto. Sin él por aquí, ¿quién vendría a activar la alarma?”.
“Incluso así...”.
“Oye, tenemos que correr el riesgo”, dijo el historiador, señalando la puerta.
“No hay alternativas”.
Con un suspiro de resignación, Flor se arrodilló en la moqueta del pasillo y
estudió la cerradura.
“Esta es de las complicadas”, constató. “Pero tranquilo, no voy a tardar”.
Sacó un gancho del maletín y lo metió en el agujero de la cerradura,
rodándolo en el interior para analizar la estructura y el mecanismo.
“¿Dónde aprendiste a desatrancar cerraduras de esa manera?”.
“En la policía”, explicó ella sin quitar los ojos del orificio. “Los usuarios de
la residencia a veces se encierran en las habitaciones y es un follón para
sacarlos de allí, ni te imaginas. Solemos tener copias de las llaves, claro, pero
a veces desaparecen y es un problema. Para resolverlo de una vez por todas,
fui a la policía y ellos me dieron un curso práctico sobre cómo desbloquear
cerraduras por fuera”.
“Muy útil, sí señora”.
María Flor se concentró en el trabajo que tenía entre manos y el silencio se
impuso en el pasillo. Acercó la oreja izquierda al agujero de la cerradura y
fue oyendo los sonidos del mecanismo interno respondiendo a los
movimientos de la punta del gancho. El proceso se prolongó sin que nada
sucediese y Tomás empezó a preocuparse. Si alguien apareciese por el pasillo
y los viese en aquella posición, concluiría inevitablemente que se trataba de
asaltantes. Había que acelerar el proceso, pero eso no dependía de él y no
sería por presionarla que ella iba a trabajar más deprisa o con más eficiencia.
Se llenó de paciencia y aguardó, esperando con ansiedad que nadie surgiese
por allí.
Casi sin aviso, se oyó un clic.
“Ya está”.
Tomás observó la cerradura con mirada inquieta, pero se dio cuenta de que
habían tenido éxito.
La puerta estaba entreabierta.
XLVI
Oyó el sonido de un zumbido nervioso. Justo cuando Peter preparaba el
informe que le había sido pedido la víspera y que tendría que presentar a su
jefe directo a la mañana siguiente, la señal de alarma se encendió en la
pantalla del ordenador con un brillo intermitente. Los ojos azul cristalino del
hombre en la casa se desviaron hacia la alerta y, con el ratón, pulsó el icono
del dispositivo de seguridad.
Las dos líneas que vio intermitentes en el monitor le quitaron las dudas.
Break-in in progress
Main door
“Fuck!”.
El sonido de la alarma general se encontraba apagado, pero el sistema
interno de seguridad permanecía activo e informaba de inmediato por alerta
informática si alguien forzaba la puerta de entrada y estaba entrando en el
apartamento.
Sin perder tiempo, y con el corazón acelerado, apagó apresuradamente la
fuente de energía del ordenador, cogió los papeles de forma atolondrada y
corrió hacia la sala de seguridad, el compartimento de alta seguridad que en
buena hora había sido construido al lado de la cocina. Entró jadeante, apretó
el botón de seguridad y cerró los ojos; la puerta metálica se trancó, aislándole
del exterior. Se escurrió despacio para el suelo y, acomodado, respiró hondo.
“¡Uf!”, suspiró. “Fue por poco”.
Estaba a salvo.
Ya era el segundo asalto al apartamento en el espacio de solo dos días. El
primero le pilló fuera de casa, retenido en el empleo por causa del estúpido
informe que el jefe había resuelto pedirle. Cuando esa noche llegó al
apartamento, comprendió por pequeñas señales que alguien había estado ahí.
Desde entonces vivía con miedo a que se repitiese el incidente. Había muchos
intereses envueltos en aquella historia y gente muy poderosa metida en el lío.
Su mejor arma era el disimulo. Dejó de atender llamadas, como había hecho
a lo largo del día. Sabía que los asaltantes tenían tendencia a llamar antes de
lanzar una operación, para cerciorarse de que su objetivo se encontraba
desierto, y estaba determinado a cogerlos in fraganti.
Ese momento había llegado.
Después de una pausa para recuperar la respiración, se levantó y encendió el
monitor. Todo el apartamento estaba cubierto por cámaras de vídeo
escondidas por detrás de espejos, en medio de las macetas o hasta en los
dispositivos contra incendio que se encontraban clavados en el techo. La
enorme pantalla se encendió y Peter, ya más tranquilo, observó la imagen
recortada en nueve secciones, cada una correspondiente a una cámara oculta
en un compartimiento o en un pasillo.
La cámara del hall de entrada mostraba dos personas entrando furtivamente
en el apartamento. El hombre en la casa cogió el mando y apretó el botón
para ampliar la imagen. El vídeo de la cámara del hall ocupó el monitor y
permitió a Peter estudiar a los asaltantes con más detalle. No reconoció a
ninguno, pero se dio cuenta de que uno de los intrusos era una mujer.
“Jeez!”, murmuró, asombrado. “Ahora también usan babes en estas
operaciones...”.
Un brillo de luz apareció de repente en la mano del hombre que parecía
estar al frente del dúo de asaltantes; se había encendido una linterna. Las
imágenes mostraban a los desconocidos avanzando con cuidado, explorando
tan lentamente el apartamento que tardaron cinco segundos en cruzar el
pequeño atrio y meterse en el pasillo.
Encerrado en la sala de seguridad, Peter consideró la mejor opción para
actuar. Podía llamar a la policía, claro; tenía allí el teléfono y la conexión con
la comisaría más próxima sería sencilla. Pero, si los intrusos eran quien él
pensaba que eran, eso no serviría de nada. Lo mejor sería seguir su plan
original. Iba a observarlos y esperar la evolución de los acontecimientos. Pero
lo más importante es que registraría todo. Nunca se sabía qué utilidad podría
tener la grabación, pero siempre sería un triunfo en caso de necesidad.
Abrió el panel que controlaba el sistema de videovigilancia e introdujo un
DVD virgen en el grabador. Después apretó el botón rojo indicando record,
esperó por la confirmación de que la máquina estaba de hecho grabando y
buscó el botón del sistema audio que se encontraba acoplado a las cámaras.
Rodó el botón y el sonido llenó los altavoces del compartimento blindado,
trayéndole las palabras que intercambiaban los asaltantes:
“Tenemos que revisar primero todo el apartamento”, dijo el intruso que
caminaba delante con la linterna. “Tenemos que asegurarnos de que no hay
nadie aquí”.
XLVII
“Tenemos que revisar primero todo el apartamento”, dijo Tomás mientras
caminaba delante con la linterna. “Tenemos que asegurarnos de que no hay
nadie aquí”.
El apartamento se encontraba inmerso en la oscuridad y no se atrevieron a
encender las luces. Su única fuente de orientación era el foco de la linterna
que rompía las densas tinieblas e iba bailando por las paredes y por los
muebles, como si aquel frágil chorro de luz abriese el camino. No era
agradable la sensación de estar explorando a escondidas la casa de otra
persona y sentían una presión constante, una inquietud permanente, la
incómoda sensación de que en cualquier momento alguien entraría en el
apartamento y los cogería in fraganti.
El deseo de huir era muy fuerte. Tomás movió la cabeza, como si de ese
modo pudiese echar también a los fantasmas que le asustaban. Qué ridículo,
pensó; el propietario, Frank Bellamy, ha muerto, es de noche, María Flor
llamó hace poco y se cercioró de que nadie atendía, señal de que el
apartamento está vacío; nadie vendrá aquí a una hora de estas, no habrá
problema. Se concentró en ese pensamiento, en ese deseo, en esa convicción,
y así fue domando el miedo permanente de ser encontrado por quien quiera
que allí entrase súbitamente. Pero incluso así el deseo de huir permanecía casi
irreprimible.
Recorrieron despacio el apartamento, moviéndose con mil cuidados por si
se encontraban con alguien, pero todas las habitaciones en las que entraron
estaban desiertas.
“Aquí no hay nadie”, susurró María Flor por fin, aliviada pero todavía
inquieta. No se sentía a gusto en el papel de asaltante. “¿Qué hacemos
ahora?”.
“Si hay alguna cosa importante, seguro que la encontraremos en el
despacho”, respondió él en el mismo tono de murmullo. “Cuando pasamos
por allí, ¿te fijaste? Aquello es una mina de posibilidades?”.
Flor se había fijado, pero no respondió. Recorrieron el pasillo central del
apartamento, ahora más tranquilos porque ya conocían la configuración
interior, y entraron en la habitación donde aparentemente el propietario
trabajaba cuando se encontraba en casa.
“¿Enciendo la luz?”, preguntó ella. “Ya hemos visto que aquí no hay
nadie...”.
“Muy bien”, aceptó el historiador. “Pero cierra primero las cortinas, no vaya
a ocurrir algo”.
Después de que María Flor corriese las cortinas, el historiador encendió la
luz. Fue como si el despacho se hubiese destapado y revelado sus secretos.
Aparecieron las paredes forradas de madera de roble, la misma de la que
estaba hecho el parquet por debajo de las alfombras persas; había además una
gran mesa de caoba dominando el espacio. A lo largo de las paredes se veían
colgadas varias fotografías enmarcadas.
Atraído por estas imágenes, Tomás las estudió con atención, intentando
entender la historia que contaban. Algunos retratos eran en blanco y negro,
evidentemente antiguos, y otros en color, más recientes. Detuvo los ojos en el
primer marco a su derecha y reconoció, en blanco y negro, un retrato de
Frank Bellamy joven, sentado en un laboratorio. La fotografía tenía escrito en
la esquina Los Alamos, 1944, lo que significaba que se la habían hecho en el
periodo en que el fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la
CIA había trabajado en el Proyecto Manhattan para construir la bomba
atómica. El marco de al lado lo confirmaba. Mostraba a Bellamy, igualmente
joven, al lado de Robert Oppenheimer en el ground zero de Trinity, el local
de la explosión de la primera bomba atómica en Alamogordo, Nuevo México.
“¿Este era Bellamy?”, preguntó María Flor mientras examinaba otras
imágenes enmarcadas. “¡Qué pedazo de pan de hombre! Parece Clint
Eastwood en versión joven”.
“Bueno, me criticas por la Marilyn Monroe que le lancé al portero, pero
después te pones a elogiar a Bellamy de ese modo”, protestó Tomás,
fingiéndose ofendido. Esbozó una mirada semejante a la que ella le había
echado solo unos minutos antes, cuando subían las escaleras. “Las mujeres
son todas iguales...”.
“Sí, sí”, asintió ella, mirándolo con una sonrisa burlona. “Tú sabes
mucho...”.
La atención de los dos intrusos volvió a las fotografías enmarcadas en las
paredes. Tomás examinó una imagen de Bellamy en un centro de tiro de la
CIA cuando era joven todavía pero evidentemente ya después de cerrar el
Proyecto Manhattan, y otra en color, mostrándolo al lado de una novia rubia
y sonriente, a la puerta de una iglesia”.
“Mira esto”, dijo, llamando la atención de su amiga. “Estoy seguro de que
fue hecha el día de su boda”.
Interesada, María Flor se aproximó de inmediato y miró por encima de su
hombro.
“Déjame ver”, pidió. Estudió la imagen. “Es bonita, la novia. ¿Sabes si vive
todavía?”.
“No tengo ni idea”. Hizo un gesto señalando el espacio alrededor. “Pero, a
juzgar por la decoración espartana de este apartamento, diría que no”.
Las restantes fotografías enmarcadas y colgadas en las paredes eran
igualmente muy instructivas sobre la vida del fallecido director de la CIA.
Una de ellas lo mostraba en su despacho en Langley. Otra lo colocaba al lado
de Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, delante de una pizarra negra
repleta de ecuaciones matemáticas escritas con tiza, y la siguiente con el
presidente Dwight Eisenhower en la Sala Oval.
A medida que las imágenes se sucedían, Frank Bellamy iba envejeciendo;
aunque siempre delgado, comenzaban a surgirle las primeras arrugas
rasgadas en las comisuras de los ojos y el pelo rubio se volvía gris. Ya con
mediana edad, aparecía en una recepción en Camp David saludando al
presidente John Kennedy; Jacqueline se encontraba al lado del marido con
una sonrisa claramente forzada. Otra lo colocaba en el cabo Cañaveral
delante de un cohete Saturno, al lado de Neil Armstrong y Buzz Aldrin, y
justo por encima, figuraba el retrato de Bellamy sentado a la mesa y cenando
con Richard Feynman y John Bell, los tres con aire alegre y agarrados a las
copas que rebosaban de champán. Las dos últimas fotografías eran más
recientes y lo mostraban ya anciano; la primera siendo condecorado por el
presidente Bill Clinton en los jardines de la Casa Blanca y la segunda al lado
del presidente Barack Oba