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La Llave de Salomón (Spanish Edition)

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El Tao llamado Tao no es el Tao eterno.

El nombre que puede ser nombrado no es el verdadero nombre

El eterno real es innombrable.

La atribución de nombres es el origen de las cosas múltiples.

Libres del deseo,

Sondearemos el misterio;

Prisioneros del deseo,

Solamente veremos las manifestaciones.

Misterio y manifestaciones tienen ambos el mismo origen.

Su fuente es el misterio.

Misterio dentro del misterio;

La puerta para toda comprensión

Lao Tzu, Tao Te Ching



A mis tres mujeres,

Florbela, Catarina e Inês.



La información científica y técnica

incluida en esta novela es genuina.

Las teorías y las hipótesis

que se presentan

están siendo defendidas por científicos.



Prólogo

El anciano de mirada glacial atravesó el atrio con paso firme y se acercó al

dispositivo de control de acceso al complejo del CERN. No se acordaba de

haber visto todo aquel aparato de seguridad cuando estuvo allí la última vez,

aunque unas banderitas tricolores en la esquina le hicieron recordar que el

presidente francés debería visitar las instalaciones la próxima semana.

“Fucking Frenchies...”, murmuró entre dientes.

Poniendo cara de desagrado, ignoró la cinta donde debería depositar los

objetos metálicos que llevaba en el bolsillo para la inspección de seguridad a

través de rayos X. En su lugar, se dirigió directamente a los torniquetes y

únicamente se detuvo delante del detector de metales. Se quedó inmóvil, casi

como una estatua, solo el movimiento impaciente de los dedos y de los ojos

azules, fríos y examinadores, daba señal de vida.

Un guardia de seguridad suizo le hizo un gesto para que avanzara. El

visitante dio dos pasos hacia delante y, atento al nombre Jean-Claude Bloch

que el guardia llevaba en la identificación colocada al pecho, cruzó el

detector. Sonó en ese momento una señal de alarma y se encendió una luz

roja sobre la máquina. El recién llegado llevaba objetos metálicos.

Con un escáner en la mano, Jean-Claude se aproximó al hombre de los ojos

azules.

“Levante los brazos, por favor”.

El anciano obedeció y el guardia le colocó el escáner en la cadera. De

inmediato, el aparato emitió un zumbido. El visitante metió las manos en el

bolsillo y, con una sonrisa sin humor, como un niño al que pillan robando

chocolate de la despensa, extrajo los objetos metálicos que llevaba.

“Son solo las llaves, unas monedas y el teléfono”, murmuró. “Nada de

especial, como puede ver”.

Jean-Claude le censuró con la mirada y, con una voz que empezaba a

irritarse, le señaló la cinta de la máquina de rayos X.

“La próxima vez que venga ponga los metales allí, si no le importa. Eso nos

facilita el trabajo”.

El desconocido refunfuñó algo imperceptible y Jean-Claude, indiferente y

concentrado en su trabajo, retomó el control con el escáner de metales.

Comprobó las piernas, mandó al recién llegado quitarse los zapatos y también

los revisó. Después le colocó el dispositivo en los hombros y en los brazos.


Al llegar al pecho el escáner volvió a emitir un zumbido.

“Damn!” maldijo el anciano, contrariado. “Me olvidé de mi fucking

amiguita”.

Metió la mano por debajo del abrigo y retiró un objeto metálico colocado en

la camisa. Los ojos del guardia no daban crédito al reconocer el objeto en la

mano del visitante.

Una pistola.

Jean-Claude dio un salto hacia atrás, la alarma estampada en su rostro y en

la postura de su cuerpo, y con un movimiento rápido extrajo de la funda su

propia arma.

“Freeze!”, gritó mientras agarraba con las dos manos una Glock que

apuntaba al anciano. “¡No se mueva!”.

Alertados por la reacción del compañero, los restantes guardias sacaron

también sus armas y las apuntaron hacia el visitante. La sirena comenzó a

sonar por todo el atrio, como un aullido ondulado y urgente, generando gran

revuelo. Algunas personas gritaban presas del pánico y otras corrían para

salir de ahí. Parecía como si se hubiera desencadenado súbitamente un

pandemónium. En el instante anterior estaba todo tranquilo y de repente se

generalizó el caos.

“Vamos, no exageren”, protestó el anciano, con la pistola en la mano y con

varias armas que le apuntaban. “¡Es tan solo mi viejo Colt, qué diablos! ¿Un

ciudadano honesto no puede andar protegido en este mundo tan violento?”.

“¡Quieto!”, insistió Jean-Claude, su Glock de servicio apuntaba al objetivo.

“Bájese muy despacio y ponga la pistola en el suelo”. Empuñó su arma,

reforzando el aviso. “Muy despacio, ¿entendido? Si realiza algún movimiento

repentino, tendré que disparar”.

“Está bien, está bien”, asintió el visitante, aparentemente poco impresionado

con toda la perturbación generada a su alrededor. “Conozco los

procedimientos, no se preocupen”.

El anciano se agachó despacio y posó el Colt en el suelo. Después volvió a

levantarse, los brazos al aire, hasta mirar fijamente a los hombres que le

apuntaban con las armas. Con un rápido movimiento, el guardia, delante de

él, dio una patada a la pistola para alejarla. Después, ya más tranquilo, hizo

una señal con el arma indicando el suelo.

“¡Agáchese. Ponga las manos detrás de la nuca!”.

El desconocido arqueó los ojos de enfado.

“Oiga, ¿no cree que está exagerando? Lo que ocurrió fue simplemente un


pequeño...”.

“¡Túmbese!”.

El visitante permaneció un largo instante de pie, los ojos helados e

inquisitivos desafiando a los guardias que le apuntaban y analizando

fríamente la situación, la mente haciendo cálculos sobre la mejor manera de

proceder. Por fin suspiró, la decisión estaba tomada, y bajó despacio los

brazos. Todos esperaban que se tumbase en el suelo como le ordenaron; pero

se quedó de pie, un anciano de traje azul oscuro y corbata roja rodeado por

guardias de seguridad que le apuntaban con las armas.

“¿No ha oído lo que le he dicho?”, insistió Jean-Claude, empuñando su

pistola. “¡Túmbese inmediatamente!”.

Siempre con gestos lentos y precisos, los ojos sin perder de vista a los

hombres que le acechaban, el desconocido se metió de nuevo la mano en el

interior del abrigo.

“¡Quieto!”, gritó el guardia, otra vez muy alarmado, temiendo que el

visitante sacase del abrigo una segunda arma. “¡Quieto o disparo! ¡Ningún

movimiento más!”.

Pero el anciano volvió a ignorar la advertencia. Introdujo los dedos en el

bolso interior del abrigo y, siempre sin prisa, extrajo el objeto que buscaba y

lo giró en dirección al guardia que le amenazaba.

Una tarjeta.

A pesar del nerviosismo, Jean-Claude desvió fugazmente los ojos y observó

la tarjeta, primero con miedo, después tan intrigado que la estudió más

detenidamente. El pequeño rectángulo plastificado tenía una fotografía en

color en el lado izquierdo, exhibiendo un rostro que el guardia comparó con

el de su portador; el iris azul, frío y calculador de sus ojos era el mismo, tal y

como las arrugas que los rodeaban, el rostro alargado y seco, la barbilla

cuadrada y el pelo tan blanco que parecía nieve. No había duda, se trataba del

visitante.

Analizó el resto de la tarjeta. A la derecha había un círculo azul con la

cabeza de un águila en el medio y abajo un largo código de barras. Entre la

fotografía y el círculo se encontraban los datos que identificaban al titular de

la tarjeta. En lo alto, la información Employee ID 1123-x0, en el medio la

indicación Status: Directorate of Science and Technology, Director, y abajo

el nombre y la referencia al nivel cinco de acceso de seguridad.

“Bellamy”, se presentó el anciano de mirada helada, la voz baja y ronca de

los que están habituados a mandar y a ser obedecidos con un chasquido de


dedos. “Frank Bellamy”.

El guardia suizo observaba la tarjeta, boquiabierto.

“El señor es de la... es de la...”.

“CIA”, confirmó Bellamy en un tono ácido. “Enhorabuena, parece que sabe

leer. Es usted un fucking genio”.

Un murmullo nervioso llenaba la gran sala de control del CERN.

Ingenieros, técnicos informáticos y físicos colmaban la sala, los primeros con

la atención puesta en los monitores, los últimos en silencio o intercambiando

observaciones en un susurro nervioso y expectante. La tensión era tan intensa

que parecía palpable. No era de extrañar. El trabajo que tenían entre manos

implicaba una gran responsabilidad, porque permitiría responder a las

cuestiones más fundamentales de nuestra existencia. ¿Cómo fue el momento

de la creación del universo? ¿Cuántas dimensiones existen? ¿Hay un

antiuniverso?

El zumbido de los ordenadores y el murmullo de los aparatos de aire

acondicionado funcionando al máximo llenaban la sala de control. El rumor

permanente solo era alterado por la voz seca del director coordinando la

operación y por las respuestas sincopadas de los técnicos a quienes dirigía las

preguntas una tras otra, como un maestro armonizando la orquestra.

“¿Booster?”, quiso saber el director, con la mano agarrada a un mug de café

con el logotipo del CERN. “¿Ya está funcionando al máximo?”.

“Negativo”, fue la respuesta del técnico que monitorizaba el Booster.

“Todavía se encuentra acelerando”.

“¿A qué valor?”.

“Energía setenta megaelectronvoltios y aumentando”.

“La próxima inyección será en el anillo uno, segmento uno, dos paquetes”.

“Check”.

El director se calló. Setenta megaelectronvoltios era una energía

relativamente baja, pero lo cierto es que las micropartículas acababan de salir

del Linac 2 a cincuenta megaelectronvoltios y era normal que el Booster

tardase tiempo en llegar a los uno punto cuatro gigaelectronvoltios necesarios

para que los protones se encaminasen hacia el acelerador más viejo de

partículas del CERN, el Proton Synchroton. Fue bebiendo a pequeños tragos

el café mientas seguía la información en su monitor.

“Paul, ¿cómo están los imanes?”, preguntó. “¿En línea con el ritmo de

aceleración de los protones?”.

“Afirmativo”, confirmó Paul, responsable de la monitorización del


funcionamiento de los imanes de niobio y titanio. “Se ha creado el campo

magnético y se está haciendo más fuerte a medida que los protones aceleran.

No hay problema en este sector”.

Los ojos cansados del director no dejaban la pantalla, en donde se sucedían

números a un ritmo que parecía creciente.

“Max, ¿el helio?”, cuestionó, dirigiéndose a un tercer técnico. “¿Permanece

estable?”.

“Afirmativo”.

Los ojos pegados al monitor se quedaron presos en una columna y lo que

vio claramente no le agradó. Hizo una mueca acompañada por un gruñido,

posó el mug de café junto a la pantalla y se volvió para el otro lado de la sala.

“¿Cómo va el PS, Heinrich?”, preguntó, impaciente, refiriéndose al Proton

Synchroton en la jerga coloquial del CERN. “¿Ya está listo para recibir los

protones?”.

“Negativo, Herr Direktor. Falta algo de tiempo para llegar a los uno punto

cuatro gigaelectronvoltios”.

“¿Cuál es el valor ahora?”.

“Energía noventa megaelectronvoltios y aumentando”.

“¡Mierda, Heinrich, está atrasado!”, protestó, consciente de que la

coordinación de tiempo era crucial para el éxito de la operación; el paso del

Booster para la fase siguiente no podía sufrir retrasos. “¡Date prisa con eso!

Quiero el PS en movimiento cuando los protones alcancen el valor de un

gigaelectronvoltio, ¿me has oído?”.

“Jawohl, Herr Direktor”.

La sensación de que le estaban siguiendo se había reforzado en los últimos

minutos y llevó a Frank Bellamy a detenerse junto a una esquina del pasillo y

a echar una larga y cuidadosa mirada hacia atrás. Examinó el espacio vacío

buscando movimientos reveladores o de sombras incriminatorias, pero no

detectó nada raro. Mantuvo la respiración y permaneció 30 segundos en

silencio absoluto, atento al más pequeño y extraño sonido que allí se pudiese

escuchar.

Lo cierto, sin embargo, es que el creciente rumor del acelerador de

partículas en plena operación hacía difícil distinguir cualquier ruido

sospechoso, lo que inutilizaba aquel ejercicio. Se dio cuenta que si alguien

realmente le seguía, no lo descubriría de esa forma.

Respiró hondo.

“I’ll be damned!”, maldijo entre dientes. “O me estoy volviendo senil y ya


veo fantasmas por todas partes o el tipo que me anda siguiendo es muy

bueno...”.

Dobló la esquina y siguió hacia delante, todavía atento a los espectros que

presentía ensombreciendo los pasillos. Sabía que la intuición raramente le

fallaba en estas cosas; si tenía la sensación de que alguien le perseguía era

porque de hecho ocurría. Ya había sentido cosas parecidas en Berlín Oriental

y en Adis Abeba, en los nostálgicos tiempos de la Guerra Fría; en aquel

entonces constató que tenía razón y consiguió liquidar a sus seguidores

gracias a un callejón escondido. ¿Quién le garantizaba que no le estaba

ocurriendo en ese momento lo mismo?

Incluso así, reconsideró. El lugar en el que estaba no era normal y quizás

eso le estuviese nublando la intuición y el razonamiento. ¿Quién sabe si en el

origen del problema no estaría el poderoso campo creado por los grandes

imanes que operaban en ese momento? Era consciente de que, a partir de

determinado umbral, el magnetismo puede interferir en los procesos

cognitivos de los seres vivos, y tal vez le estuviese sucediendo una cosa así.

El pasillo desierto desembocó en una puerta con un panel de teclas

incrustado en la pared y una pequeña tabla indicando el acceso al gran

acelerador de hadrones. Bellamy sabía que el acceso, además de estar

limitado al personal autorizado, se encontraba en ese instante prohibido por

causa de la operación en curso, aunque una pequeñez de esas no le detendría.

Él era el responsable de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la CIA, una

de las cuatro direcciones de la agencia de espionaje de los Estados Unidos, y

sabía muy bien dónde podía o no podía ir, cómo y en qué circunstancias.

Posó los dedos en el teclado embutido en la pared y tecleó el código de

acceso que le comunicaron días antes los responsables del CERN. La

pequeña pantalla del teclado respondió con dos palabras en inglés.

Access denied.

“Fuck!”, maldijo el responsable de la CIA, golpeando la pared reflejo de su

irritación. “Fuck!, Fuck!, Fuck!”.

Las palabras en la pantalla que le negaban el acceso al gran acelerador de

hadrones parpadeaban como luciérnagas, parecía incluso que se reían de él.

Viendo bien las cosas, sabía que no debía sorprenderse, por lo que dominó de

inmediato las emociones. El código que le entregaron le permitía el acceso a

todo el complejo, razonó, pero no al gran acelerador de hadrones cuando

estaba funcionando.

Tendría que improvisar.


Echó mano a la funda de la pistola por debajo del abrigo y, al sentirla vacía,

recordó que los guardias en el atrio de acceso al complejo se habían quedado

con el Colt. Se dio cuenta de que tendría que ir por otro camino. Sacó la llave

que traía en el bolsillo de los pantalones y con la punta se puso a destornillar

el teclado fijado a la pared. La operación le llevó unos escasos cinco minutos,

al final de los cuales el teclado cedió y cayó fuera, apenas sujeto por los

cables eléctricos.

Después de analizar los cables, Bellamy cogió el móvil y apretó una tecla.

Acto seguido, una lámina saltó con un crujido y el teléfono portátil se

transformó en algo que se parecía a una navaja suiza. El hombre de la CIA

sonrió. Aquellos móviles que la Dirección de Ciencia y Tecnología había

desarrollado para los operativos eran prácticos y traicioneros. Agarró un

cable negro y lo cortó con la lámina. Después hizo lo mismo al otro cable, el

rojo. Cuando los dos cables estuvieron sueltos, los cogió y los pegó por las

puntas, estableciendo contacto.

Se abrió la puerta con un zumbido suave.

“¡Ya está!”.

Atravesó la puerta, pero antes de seguir caminando volvió a detenerse y a

echar una mirada atenta al pasillo de donde venía. Tal vez fuese solo la

influencia del campo magnético, no sabía, pero la sensación de que alguien le

seguía se hacía cada vez más poderosa.

A medida que los grupos de protones iban siendo inyectados de acelerador

en acelerador, la tensión en la sala de control aumentaba. Los susurros entre

los físicos pararon totalmente y el ambiente se espesó considerablemente. El

momento más importante se aproximaba a pasos agigantados.

“¡Heinrich!”, gritó el director. “¿A qué velocidad están los protones?”.

“Energía cuatrocientos y cinco gigaelectronvoltios y aumentando, Herr

Direktor”.

El director se giró hacia el otro lado de la sala.

“Maurice, ¿está listo el gran acelerador de hadrones para recibir la carga?”.

“Oui”.

“Paul, ¿cómo van los imanes?”.

“El campo magnético crece en línea con la aceleración de los protones, sir”.

El poder del campo creado por los súper imanes tenía que aumentar para

acelerar los protones, forzándolos así a curvar su trayectoria y,

consecuentemente, a mantenerse dentro del gran acelerador de hadrones.

Todos los que estaban en la sala eran conscientes de que esta delicada


cuestión era un punto crítico de la operación.

“Heinrich, ¿ya estamos?”.

“Casi, Herr Direktor”.

“Haz la cuenta final”.

“Energía cuatrocientos quince gigaelectronvoltios y aumentando... energía

cuatrocientos veinte gigaelectronvoltios y aumentando... energía

cuatrocientos veinticinco gigaelectronvoltios y aumentando...”.

“Atención Maurice... modalidad en modo de paquete, preparad la rampa”.

“Energía cuatrocientos treinta gigaelectronvoltios y aumentando... energía

cuatrocientos treinta y cinco gigaelectronvoltios y aumentando... energía

cuatrocientos cuarenta gigaelectronvoltios y aumentando...”.

“Atención Maurice... modo de paquete, rampa. Iniciad el grupo de potencia

uno dos tres”.

“Energía cuatrocientos cuarenta y cinco gigaelectronvoltios y aumentando...

energía estabilizada en los cuatrocientos cincuenta gigaelectronvoltios”.

“¡Inyección!”.

Maurice apretó un botón y los protones fueron en ese instante desviados

hacia los dos haces de partículas dentro de los tubos del gran acelerador de

hadrones, iniciando la aceleración final.

“¡Inyección completa!”, gritó el ingeniero francés. “Energía estabilizada en

flat top”.

“Modo de paquete, ajustad”, ordenó el jefe de la operación. “Tenemos

veinte minutos para llegar a los siete teraelectronvoltios”.

Los siete teraelectronvoltios eran un despropósito, todos lo sabían en

aquella sala. La palabra griega tera significaba monstruo. Siete

teraelectronvoltios significaba que los protones iban a alcanzar en la última

aceleración la energía monstruosa de siete millones de millones de

electronvoltios, valor suficiente para transformar la energía en masa

equivalente a siete mil protones e igual a la energía que las partículas

subatómicas poseían en una pequeña fracción de segundo después del Big

Bang, la creación del universo. A siete teraelectronvoltios, los protones

acelerarían hasta por encima de noventa y nueve coma nueve por ciento de la

velocidad de la luz a lo largo de un haz con la espesura de un hilo de pelo que

recorría los veintisiete kilómetros de circunferencia del acelerador. Eso daba

una idea del gigantesco valor de aceleración conseguido en el gran acelerador

de hadrones del CERN, la más compleja y sofisticada máquina alguna vez

concebida por el ingenio humano.


“Paul, ¿los imanes todavía acompañan la aceleración?”.

“Afirmativo, sir. Conforme a lo previsto, dentro de veinte minutos los

tendremos al máximo”.

A partir de un cierto límite, los imanes superconductores conseguían crear

un campo magnético ciento setenta mil veces superior al del propio planeta,

valor indispensable para obligar a los protones a mantenerse a velocidad

próxima de la luz dentro del tubo del gran acelerador de hadrones. Si los

protones acelerasen por encima de los siete teraelectronvoltios, no podrían

tener una trayectoria curva adecuada al anillo de veintisiete kilómetros del

túnel del CERN y se dispersarían.

El director de la operación apretó un botón de intercomunicación.

“CMS beta”, llamó. “¿Preparados?”.

“Afirmativo”, respondió por un altavoz una voz femenina, evidentemente de

la jefa de operaciones en el Compact Muon Solenoid. “Estamos preparados

para el comienzo de las colisiones”.

Otro botón.

“Atlas beta”, llamó el director después. “¿Preparados?”. Se oyó primero un

sonido de estática, de pronto roto por una presencia humana.

“Nosotros... nosotros...”, dudó la voz en el altavoz, manifiestamente

desorientada. “Tenemos un... un problema”.

Las luces rojas comenzaron en ese momento a parpadear por toda la sala de

control, al mismo tiempo que la alarma rugía en los altavoces. Los ingenieros

y los científicos intercambiaban miradas perplejas, sin entender el origen del

problema ni su gravedad. ¿Habría algún incendio en el detector Atlas?

¿Habría el gran acelerador de hadrones reventado debido a la gigantesca

energía a la que estaba operando? Peor todavía, ¿se encontraban en peligro?

El primero en reaccionar, como correspondía, fue el director. Alzó el brazo

y, con la voz cubriéndose de desaliento y derrota, respiró hondo y dio la

orden inevitable.

“¡Abortar!”, gritó. “Paren todo”.

El teclado de la pared dio únicamente señal de vida en el momento en el que

el campo magnético fue desactivado. Entendiendo que el sistema se acababa

de desbloquear, Jean Claude Bloch tecleó el código y la puerta se abrió con

un sonido aspirado.

“On y va?”, preguntó su compañero de equipo de seguridad, buscando con

la pregunta animarse a sí mismo más que para pedir una respuesta.

“¿Vamos?”.


Los dos funcionarios de seguridad franquearon la puerta y entraron en el

perímetro donde se encontraban los tubos del gran acelerador de hadrones.

Después de pasar dentro del túnel, Jean-Claude se detuvo por un instante,

temiendo las poderosas fuerzas de la naturaleza que allí se concentraban. Sus

ojos se pararon en la ancha tubería de acero que ocupaba el centro del túnel,

buscando señales que denunciasen alguna anomalía. Los dos hombres sabían

que dentro de aquel tubo se escondían las mayores amenazas en caso de

avería, como los haces de protones, los imanes de niobio y titanio, y sobre

todo el sistema criogénico usado para mantener los imanes a menos de dos

Kelvin o doscientos setenta y un grados Celsius negativos, temperatura

próxima a cero absoluto y necesaria para asegurar las propiedades

superconductoras de los imanes. Si hubiese allí una ruptura y algo de helio

líquido escapase de los tubos y los alcanzase, la muerte sería rápida.

Jean-Claude encendió el intercomunicador que traía en la mano.

“Halcón Uno a Nido. Ya entramos. Over”.

El intercomunicador chasqueó.

“Nido a Halcón Uno. ¿Cuál es la situación? Over”.

“Parece que está todo bien, no vemos ninguna anomalía. ¿Qué hacemos

ahora? Over”.

“Sigan hacia el Altas, Halcón Uno. Allí está el problema. Out”.

El túnel estaba bien iluminado, pero incluso así los dos guardias de

seguridad mantuvieron las linternas encendidas para inspeccionar el largo

tubo mientras caminaban en dirección a su destino. Las luces de las linternas

iban bailando por el acero mientras los pasos de los dos guardias hacían eco a

lo largo del túnel.

“Brrr”, gimió Jean-Claude, los ojos zarandeados por las sombras

proyectadas en las paredes y recortadas por debajo del tubo. “Esto es

siniestro...”.

El compañero se estremeció, tenía la piel de gallina de miedo.

“¡A quién se lo dices!”.

Caminaron durante diez minutos, siempre atentos a la más pequeña

irregularidad que les pudiese amenazar. En cierto momento el túnel se

ensanchó y se transformó en una amplia caverna excavada en la roca. El

espacio estaba ocupado por una gigantesca máquina con veinticinco metros

de diámetro y formada por sucesivos cilindros concéntricos, un verdadero

titán de acero que parecía dormir por debajo de la tierra.

“El Atlas”.


Habían llegado al destino. El Atlas era uno de los más importantes

detectores de partículas del CERN, la máquina donde el famoso bosón de

Higgs, también conocido como partícula de Dios, fuera finalmente detectado.

Allí dentro estaba uno de los sitios donde los paquetes de protones se

estrellaban casi a la velocidad de la luz, en choques que producían miríadas

de micropartículas: quarks, electrones, muones, gluones, neutrinos, partículas

Z y W, fotones y tal vez hasta gravitones, lo que permitía identificar las

fuerzas y partículas fundamentales de la naturaleza.

Jean-Claude cogió de nuevo el intercomunicador y pegó los labios al

altavoz.

“Halcón Uno a Nido”, llamó. “Llegamos al objetivo. ¿Adonde nos debemos

dirigir? Over”.

“Nido a Halcón Uno” fue la respuesta. “El ordenador nos indica que el

problema está al lado del detector externo de los muones. Diríjanse hacia allí

y verifiquen, por favor. Over”.

La mirada de los dos guardias de seguridad se concentró de inmediato en la

gran pala circular donde se encontraba el detector externo de muones. Había

realmente algún movimiento. Sin atreverse a dar un paso más, giraron las

luces de las linternas hacia aquel punto y abrieron desmedidamente los ojos

de miedo cuando se dieron cuenta de la amenaza de la nube de vapor.

“¡El helio!”, exclamó Jean-Claude. “¡El helio se derramó del Atlas!”.

“¿Qué hacemos?”, quiso saber el compañero, aterrorizado con el

descubrimiento. “¿Pedimos apoyo?”.

“¡Nosotros somos el apoyo, idiota!”, le regañó Jean-Claude, conteniendo

difícilmente el nerviosismo y la ansiedad. “Tenemos que ir allí para saber con

precisión dónde se localiza la fuga”.

Los dos hombres se aproximaron al detector Atlas con gran cautela. La

máquina era realmente gigantesca; se sentían como enanos a su lado.

Rodearon la gran pala circular del detector externo de muones y fijaron la

atención en la nube de vapor que emanaba de una pequeña sección de aquel

monstruo de acero.

“Allí hay algo en medio del vapor”.

“¿Dónde?”.

Jean-Claude apuntó la luz hacia aquel lugar.

“Ahí, ¿no lo ves?”.

Intentaron identificar lo que era, pero a aquella distancia y con tanto vapor

les parecía imposible delimitar formas cuyos contornos mal adivinaban.


Tendrían que acercarse al detector Atlas. Cada paso que daban era tan difícil

que parecía que escalaban una montaña. Las luces de las linternas daban

saltos en medio del vapor mientras se dirigían hacia la gran máquina.

Se acercaron a dos metros de distancia, pero no se atrevieron a ir más lejos

para no ser alcanzados por el vapor de helio. Hacía frío, evidentemente por

causa de la fuga del helio líquido, pero lo peor no era la temperatura. Sabían

que en contacto con el aire el helio se vaporizaba y ocupa el lugar del

oxígeno, por lo que se arriesgaban a asfixiarse si se acercaban demasiado.

Les parecía que a aquella distancia habían llegado al umbral de seguridad. Un

paso más y se enfrentarían a un riesgo inminente de muerte.

Luchando contra el frío que le entorpecía los movimientos, Jean-Claude

apuntó la luz hacia la forma que estaba en la base de la fuga de vapor.

Un hombre.

“¡Qué diablos!”.

La figura humana se encontraba tumbada, el tronco fuera, las piernas dentro

de la máquina, la cara amoratada. Era evidente que el hombre había muerto

por asfixia; o por falta de oxígeno en aquella zona, expulsado por el helio que

se derramó hacia el exterior o incluso por la inhalación del vapor de helio,

que provocaba quemaduras internas letales. La autopsia determinaría lo que

había sucedido, pero lo cierto es que estaba muerto. La luz de las linternas se

paró sobre el rostro de la víctima, y acto seguido, Jean-Claude abrió la boca

estupefacto.

“¡Es el anciano de hace un rato!”, exclamó. “¡El tipo de la CIA!”.

“¿Quién?”.

“El tipo que quiso entrar esta mañana con un arma, ¿te acuerdas? ¡Es él!”.

“¿Estás seguro?”.

“¡Absolutamente! Fui yo quien trató con él y sé muy bien lo que estoy

diciendo. ¡Es el anciano de la CIA! Frank... Frank... Frank algo más”.

Oprimió los labios mientras se esforzaba por recordar. Tenía el nombre en la

punta de la lengua. “¡Bellamy! ¡Eso mismo! Frank Bellamy. Me parece que

es un peso pesado de la CIA”.

“¿Qué está haciendo este tipo metido en el Atlas?”.

La pregunta era retórica y Jean-Claude no respondió porque evidentemente

no tenía respuesta. Estudió con cuidado el tronco del cadáver con la luz de la

linterna hasta darse cuenta de que uno de los brazos estaba extendido y entre

los dedos había un papel.

“¿Qué es esto? ¿Lo estás viendo?”.


El colega centró su atención en la hoja.

“Sí. Tiene algo escrito. ¿Consigues leerlo?”.

Los dos hombres se giraron para colocarse en el sentido de la hoja y

verificar su contenido.

“¡Qué rayo de rompecabezas!”.

La luz de la linterna de Jean-Claude se desvió siguiendo hacia la zona donde

el helio líquido escapaba. El metal de los tubos del sistema de criogenia

estaba agujereado y en el suelo yacía un instrumento de perforación de alta

temperatura.

“Mira esto, ¿Has visto?”, observó con excitación. “Alguien provocó esta

rotura”.

“Mon Dieu!”, exclamó el colega, estupefacto. “La fuga... ¡la fuga del helio

fue deliberada!”.

Al tomar consciencia de lo que veía, Jean-Claude cogió inmediatamente el

intercomunicador y apretó el botón.

“Halcón Uno a Nido. Identificamos la fuente del problema. Hay un cadáver

metido en una apertura por detrás del detector externo de muones y

encontramos un instrumento de perforación de alta temperatura junto al lugar

de la fuga de helio. Esta fuga no ha sido un accidente. Repito, no es un

accidente. Aguardamos instrucciones. Over”.

Durante dos segundos el intercomunicador respondió con una parada. “Nido

a Halcón Uno. ¿Puede repetir? Over”.

La información era tan increíble que por lo visto los jefes que se sentaban

en la central de seguridad no se habían creído lo que les acababan de decir.

“Encontramos un cuerpo metido en el Atlas y un perforador de alta

temperatura junto al punto de fuga del helio líquido. El cadáver tiene un papel

en la mano con un nombre. Sospecho que haya identificado de esta forma a

su asesino. Over”.

Esta vez el ruido del intercomunicador se prolongó más de diez segundos.

Estaba claro que los miembros de la central de seguridad discutían la

información que habían recibido.

“Nido a Halcón Uno”, respondieron por fin. “Vuestra misión está concluida.

Regresen inmediatamente al Nido para la reunión. Queremos un informe


completo. Vamos a enviar a los bomberos para que se ocupen de la fuga de

helio y retiren el cuerpo. El detector y toda la caverna Atlas serán sellados

hasta orden contraria. Over”.

Los dos agentes de seguridad lanzaron una última mirada hacia el cadáver y

dieron media vuelta para alejarse y salir lo más deprisa posible de aquel

peligroso lugar. Volvieron a rodear la gran pala circular del detector externo

de muones, esta vez en el sentido contrario, y se adentraron en el túnel rumbo

a la puerta por donde habían entrado media hora antes.

A medida que caminaban, Jean-Claude iba recordando el incidente de esa

mañana en el atrio del complejo y lo que sintió cuando se dio cuenta de que

el anciano que entró en el edificio era una figura importante de la CIA.

“Quien quiera que sea ese Tomás Noronha”, murmuró con una sonrisa sin

humor, “la CIA le caerá encima con todo su peso”.

Pero ese ya no era su problema. Se encogió de hombros y aceleró el paso.

Cuanto más deprisa saliesen de allí mejor.



I

La hierba había sido regada momentos antes y sus puntas mojadas relucían

al sol; parecían una constelación de diamantes centelleando bajo la luz clara

de la mañana. El hombre de luminosos ojos verdes atravesó relajado el

césped, llevaba en la mano una cartera de ejecutivo, y entró en el edificio de

trazado moderno de la Fundación Calouste Gulbenkian cantando una melodía

que había oído en la radio. Después de lanzar un gesto jovial al personal de la

recepción, se dirigió hacia un despacho al fondo del atrio. Abrió la puerta y

se encontró con la secretaria tecleando en el ordenador.

“Hola Albertina. ¡Llegué!”.

La secretaria levantó los ojos del monitor y miró fijamente al recién llegado.

“¡Profesor Noronha! ¿Ha hecho buen viaje?”.

“Claro”, respondió Tomás Noronha, dirigiéndose hacia el gabinete donde

ejercía las funciones de consultor científico de la fundación. “Anticipé el

regreso a Lisboa para ayer por la tarde y así evitar la huelga de controladores

aéreos españoles. ¡Me libré por los pelos!”.

“¿Cómo estaba Ginebra? ¿Hacía mucho frío?”.

El historiador echó la mano al bolsillo.

“Helada”, dijo, extendiendo una cajita roja a la secretaria. “Mire, le traje un

chocolatito”.

Albertina cogió el regalo y sonrió.

“¡Ay, profesor! Me conoce bien pero no era necesario que se molestase...”.

El recién llegado posó la maleta a los pies de su mesa.

“Faltaría más, no fue ninguna molestia”, le dijo, colgando el abrigo en un

perchero junto a la ventana. Se giró hacia atrás y observó a través de la

puerta. “¿Alguna novedad?”.

Era una pregunta de trabajo, por lo que la secretaria asumió inmediatamente

una postura profesional y hojeó la agenda.

“Sí, llamaron de la Universidad Nueva de Lisboa. Les expliqué que estaba

de viaje y quedaron en volver a llamar mañana. No dijeron cuál era el

asunto”.

Tomás mal contuvo una sonrisa.

“Ni hacía falta. Andan detrás de mí para ver si regreso a la facultad...”.

“Creo que hacen bien”, sentenció Albertina. “¿Dónde se ha visto a un

académico de su categoría, uno de los mejores criptoanalistas del mundo y


profesor doctorado en no sé cuántas lenguas antiguas y demás, que no dé

clases en la facultad? ¡Un crimen, se lo digo yo!”.

El historiador no quiso continuar la conversación. Arrastró la silla, se sentó

y encendió el ordenador.

“Además de esa llamada, ¿algo más?”.

“El ingeniero Ferro pidió hablar con usted a las quince horas”, reveló.

“Sobre lo que fue a comprar a Ginebra”. Le lanzó una mirada interrogadora.

“¿Encontró lo que buscaba?”.

Tomás se inclinó en la silla y cogió la maleta de ejecutivo que había posado

a los pies de la mesa.

“Lo encontré, claro. Está aquí”.

La secretaria miró fijamente la maleta, la curiosidad le quemaba la mirada.

“¿De verdad? ¿Puedo ver?”.

Con una pequeña llave, Tomás abrió la maleta y retiró el paquete que había

traído de Ginebra.

“¡Mire esto!”, dijo moviendo el paquete. “Ni imagina el trabajo que me ha

dado esta compra”.

Acarició el paquete. La negociación con el comerciante de antigüedades de

Ginebra había sido muy dura, a fin de cuentas estaba en juego un manuscrito

raro que de forma insistente había recomendado adquirir a la Gulbenkian,

pero afortunadamente todo había salido bien. Después de un peritaje para

certificar la autenticidad del documento, realizó la propuesta que llevaba de

Lisboa y el valor final acabó por no ser excesivamente superior a la oferta

inicial de la negociación. Lo cierto es que se sentía de tal forma impaciente

que apenas podía esperar por la reunión con el ingeniero Ferro; el director del

museo de la fundación se iba a quedar encantado con aquella preciosidad.

“¿Puedo verlo?”, pidió Albertina. “¿O su tesoro debe permanecer

empaquetado?”.

Tomás respondió con una carcajada.

“¡Nunca he visto una persona tan curiosa!”, observó. “Está bien, se lo

enseño”.

Lo desempaquetó por las puntas de papel pegadas con cinta adhesiva y del

interior extrajo un códice en papel amarillento, evidentemente antiguo, dentro

de un plástico sellado para defenderlo de la contaminación del aire. Giró el

códice hacia la secretaria y le mostró el título, con las primeras líneas del

texto escritas por debajo en caligrafía medieval.


“¿Tabula Samri... Smiragda... na?”, titubeó Albertina intrigada. “¿Qué

diablos quiere decir esto?”.

“Tabula Smaragdina”, corrigió el historiador. “También conocida como La

tabla Esmeralda o El secreto de Hermes. Se trata de un texto atribuido a

Hermes Trismegisto, no sé si ya ha oído hablar de él”.

“Sí, claro. Es un mago antiguo, ¿verdad?”.

“En cierto modo. Hermes Trismegisto fue un célebre alquimista cuya

verdadera identidad permanece envuelta en misterio. Hay quien piensa que se

trata de una figura nacida de la combinación del dios griego Hermes con el

dios egipcio Toth, ambos divinidades de la magia y de la escritura. Se

especula que la figura histórica real por detrás de Hermes Trismegisto sea el

gran sacerdote Imhotep, un egipcio venerado por los griegos cuando

ocuparon Egipto en el periodo ptolemaico. Trismegisto significa tres veces

grande, y debió de ser un sabio, autor de innumerables textos de la

antigüedad. Los más famosos son la Hermética, un conjunto de diálogos de

los siglos II y III en donde un profesor, el propio Hermes Trismegisto, enseña

a un alumno la naturaleza de lo divino, de la mente y del universo”.

“¿Todavía existen esos textos?”.

“Claro. Fueron originalmente encontrados en papiros y tenemos

traducciones en latín que datan de los siglos XVI y XVII.” Metió la mano en

la carpeta y extrajo la documentación que había reunido en las últimas

semanas para preparar el peritaje del manuscrito que la fundación quería

adquirir. “La Hermética contiene sabiduría antigua de gran valor”. Buscó con

el dedo una línea de sus anotaciones. “Ahora oiga esta cita del libro XIII de la

Hermética”. Afinó su voz. “Salí de mí hacia un cuerpo inmortal y ahora no

soy lo que era antes. Yo nací en la mente”.


“¿Yo nací en la mente? ¿Qué quiere decir eso?”.

El historiador se encogió de hombros.

“Es sabiduría hermética. Significa que estamos delante de un conocimiento

oculto. Esta frase, yo nací en la mente, parece querer decir que la verdadera

realidad es la de la mente. Nosotros somos lo que nuestra mente concibe. Lo

real no existe más allá de la mente”.

La idea era demasiado extraña para que Albertina la tomase en serio, por lo

que rápidamente desvió la atención hacia el manuscrito en las manos de

Tomás.

“¿Y ese manuscrito que compró en Ginebra?”, preguntó, apuntando hacia la

Tabula Smaragdina. “¿De qué trata exactamente?”.

“La Tabla Esmeralda es el texto que dio origen a la alquimia, tanto islámica

como occidental, y mereció a Hermes el apodo de Trismegisto, una vez que

aquí el autor afirma conocer las tres partes de la sabiduría del universo. Una

de ellas es justamente la alquimia”.

“Más fantasías, por lo tanto”.

Tomás esbozó un gesto.

“No, no”, corrigió. “La alquimia es la ciencia de la transmutación de los

elementos. Por ejemplo, uno de los grandes proyectos de los alquimistas era

transformar el hierro en oro. Hoy sabemos que la transmutación de los

elementos, por increíble que parezca, es de hecho posible. El primer

científico que lo hizo fue el físico neozelandés Ernest Rutherford, que

convirtió nitrógeno en oxígeno y comenzó a descubrir los principios que

permiten a las estrellas producir carbono, hierro y oro a través de la

trasmutación de otros átomos”.

La secretaria meció afirmativamente la cabeza.

“Ah, qué interesante”. Apuntó hacia unas líneas escritas en latín en la

primera página del códice, por debajo del título Tabula Smaragdina. “¿Esas

frases explican la alquimia?”.

“La Tabla Esmeralda habla sobre alquimia, pero lo que está aquí escrito son

los principios generales del conocimiento hermético”. Tomás inclinó el

códice para verlo mejor y leyó las primeras líneas. “Verum, sine mendatio,

certum, et verissimum. Quod es inferius, est sicut quod est superius, et quod

est superius, est sicut quod est inferius, ad perpetranda miracula rei unius. Et

sicut omnes res fuerunt ab Uno, mediatione unius, sic omnes res natae

fuerunt ab hac uma re, adaptatione”.

Albertina se rio.


“Profesor, no entiendo nada. Mi latín, no sé si sabe, anda medio oxidado...”.

“Esto es verdad, sin mentira, cierto y muy verdadero”, tradujo él. “Lo que

está debajo es lo que está encima y lo que está encima es lo que está debajo,

para realizar los milagros de la cosa única. Y así como todas las cosas

vinieron del Uno, todas las cosas son únicas, por adaptación”.

“Continúo sin entender...”.

El historiador volvió a abrir la carpeta.

“Ya le dije que estamos ante conocimiento oculto”, explicó mientas metía

dentro el manuscrito. “El sentido de la segunda y de la tercera frase es

ambiguo, pero Hermes Trismegisto parece querer decir que lo real es único y

que las diferencias entre los átomos, nosotros y las estrellas son ilusorias,

todos somos la misma cosa. Lo que está debajo es lo que está encima y lo que

está encima es lo que está debajo. Todo, incluyendo nosotros, es la cosa

única, porque todas las cosas vinieron del Uno. O sea, la impresión que

nosotros tenemos de ser individuales no pasa de una mera ilusión. Todo en

verdad está relacionado, todo es la misma cosa, todo es uno”.

Cuanto Tomás se preparaba para explicar con más detalle las ideas

fundamentales del texto que adquiriera en Ginebra, la puerta se abrió y una

funcionaria de la fundación entregó a Albertina un encargo que acababa de

llegar por correo. La secretaria pasó los ojos por el paquete y se giró hacia su

jefe.

“Señor profesor, es para usted”.

“Ah, debe de ser el libro que pedí por Internet sobre hebreo antiguo. Viene

de Jerusalén, ¿verdad?”.

Albertina consultó la dirección.

“No tiene nombre en el remitente, profesor. Pero fíjese que los sellos son de

Suiza”.

El historiador lanzó una mirada inquisitiva.

“¿De Suiza?”, se sorprendió, extendiendo el brazo y solicitando el paquete.

“Si llegué ayer de allí...”.

La secretaria se levantó y se lo entregó con una sonrisa maliciosa

coloreando los labios.

“Debe de haber dejado abandonada a alguna admiradora...”.



II

Muy suavemente, un tenue destello violeta iluminaba el horizonte que los

grandes pinos americanos recortaban en Bethesda, como extraños espectros

que se fundían con las tinieblas que desaparecían. La noche estaba a punto de

ser sustituida por el sol, pero Walter Halderman todavía no se había acostado.

Había pasado las últimas ocho horas en el ordenador escribiendo y releyendo

el informe que tenía que enviar esa misma mañana a la Casa Blanca,

convencido de que apreciarían su esfuerzo y le dejaría en muy buena posición

en la Agencia para cuando le llegase la oportunidad.

El teléfono sonó.

No era hora de hacer llamadas, pero Halderman no pareció sorprenderse,

como si supiese quién le llamaba. Miró hacia la pantalla, vio el número,

apretó la tecla verde y atendió.

“Aquí Halderman”.

“Buenas noches, sir”, se identificó la voz al otro lado de la línea. “Perdone

por llamar a esta hora, pero tengo una llamada urgente de nuestro hombre en

la embajada en Berna. Insiste en que tiene que hablar con usted ahora.

¿Puedo pasarle la llamada?”.

“Pase”.

Se oyó un clic en la línea y apareció otra voz.

“¿Hola?”.

“Aquí Halderman, director adjunto de la Dirección de Ciencia y Tecnología

de la CIA. Me han dicho que necesita hablar conmigo urgentemente”.

“Sí, correcto. Soy Paul Zelazny, del Departamento de Informaciones de la

embajada de Suiza. Me acaba de llamar la policía de Suiza con una noticia

desagradable. Lamento informarle, pero hace cerca de una hora que su

director, Frank Bellamy, ha sido encontrado muerto en circunstancias...

¿cómo decirle?, extrañas”.

“¿Ha muerto Frank Bellamy?”.

“Yes, sir”.

Halderman cerró el puño, como si celebrase la noticia, pero mantuvo un

tono impasible.

“¿Cómo?”.

El interlocutor del otro lado de la línea respiró hondo, parecía que para

ganar fuerza.


“Su cadáver fue descubierto en un detector de partículas gigante del CERN.

Parece que murió asfixiado. La policía suiza está tratando el caso como si se

tratase de un homicidio”.

“¿De verdad? ¿Qué es lo que les lleva a pensar eso?”.

“Bien... me comunicaron que Frank Bellamy dejó una nota identificando al

hombre que lo mató”.

“¿Qué? ¿Quién es?”.

“La policía suiza está intentado identificar al sospechoso. Pero ya me dieron

el nombre y dentro de poco me envían una copia de la nota dejada por Frank

Bellamy. El asesino es un tal Thomas Norona. ¿Le resulta familiar?”.

“¿Thomas? ¿No será Tomás?”.

“O eso”.

“Sé quién es. ¿La policía ya le ha cogido?”.

“Están en ello”.

Halderman miró el reloj; ya eran casi las seis de la mañana.

“Oiga, señor...”.

“Zelazny. Paul Zelazny”.

“Oiga, Paul. Cuando reciba la nota dejada por Bellamy envíela para Langley

con carácter urgente, ¿de acuerdo? Quiero verla en mi gabinete en cuanto

llegue, porque quiero tratar el asunto personalmente. Gracias por llamar. Que

tenga un buen día”.

Sin esperar a que su interlocutor se despidiese, colgó. Levantó los ojos hacia

la ventana y admiró el destello de la mañana naciendo, una sonrisa de

satisfacción dibujada en los labios mientras la mente contemplaba las

magníficas perspectivas que se abrían delante de él.

Frank Bellamy estaba finalmente fuera de su camino.



III

Urgente. Con sorpresa, Tomás se concentró con curiosidad en el paquete

enviado por correo urgente, que le acababan de entregar. Lo cogió y se quedó

un largo rato mirándolo, intrigado. ¿Quién diablos se lo habría enviado de

Suiza? Lo primero que hizo fue verificar los sellos; no había duda, eran

realmente de la Confederación Helvética. Estudió las marcas sobre los sellos

y constató que habían mandado el paquete con fecha de la víspera en una

oficina de correos de Ginebra.

“Qué coincidencia...”.

Le sorprendió la casualidad, ya que el día anterior había estado en la ciudad

suiza. ¿Por qué no le habían entregado personalmente el paquete? Tal vez no

sabían que él estaba allí y todo no fuese más que una coincidencia; era la

única explicación razonable que se le ocurría. Pasada la sorpresa inicial,

decidió que el caso no merecía demasiada atención. Aunque estaba

acostumbrado a sospechar de las coincidencias, tenía consciencia de que a

veces existían, por lo que era mejor olvidarlo y ver lo que era.

Lo rasgó por los bordes y retiró el contenido del interior. A primera vista

parecía un disco espeso, pero como venía envuelto en papel celofán no se

percibía con exactitud de lo que se trataba. Por eso tuvo que desempaquetarlo

hasta por fin poder ver el objeto que le habían enviado.

“¡Vaya!”.

Se trataba de un artefacto de cobre con la forma de un yoyó gigante y

bordes de cuero, suficientemente grande para llenar la palma de la mano. Una

de las caras tenía esculpido un dibujo geométrico con dos círculos exteriores

cubiertos de caracteres hebreos y latinos y en el medio una estrella de David

protuberante con las líneas bañadas en oro.

La interjección de Tomás atrajo la atención de la secretaria. “¿Qué es,

profesor? ¿Pasa algo?”.


El historiador analizó el objeto y el diseño que contenía y después se volvió

en dirección a Albertina.

“Me mandaron un pentáculo, mire”.

“¿Qué es eso?”.

“Un pentáculo es un amuleto usado en invocaciones mágicas”. Pasó el dedo

por la geometría de la pieza. “Este es, en realidad, el gran pentáculo”. Apuntó

hacia los caracteres תחפמ המלש inscritos en lo alto del círculo exterior del

dibujo. “¿Ve esto? Es hebreo. Quiere decir Mafteah Shelomoh. Sospecho que

su hebreo no es mejor que su latín...”.

La secretaria se rio.

“Sospecha muy bien”.

“Pues Mafteah Shelomoh es el título en hebreo de la Clavis Salomonis, un

manual de magia generalmente atribuido al rey Salomón”. Bajó la voz, como

si estuviese compartiendo una confidencia. “Es lo que dice la leyenda, claro.

En realidad la Clavis Salomonis es un producto del Renacimiento italiano de

los siglos XIV y XV. Se cree que inspiró otros manuales de magia famosos,

como el Lemegeton y la Clavicula Solomonis Regis”.

La expresión de Albertina era de desconcierto.

“Ah, muy bien”, dijo, evidentemente sin entender nada. “¿Y por qué razón

le mandan esto?”.

Tomás investigó en el paquete desenvuelto, buscando alguna referencia al

remitente o cualquier carta o postal o mera nota manuscrita que le diese una

indicación, por mínima que fuese, sobre el origen y el motivo del envío, pero

no encontró nada.

“No sé”, se rindió. Volvió a analizar los sellos del paquete y el sello de

Ginebra e hizo un esfuerzo para entender quién había podido remitir el

pentáculo en esa ciudad. Al pensar en ello una idea le vino a la mente. “O

quizás... sí lo sé. ¡Solo ha podido ser monsieur Perrin! ¿Quién más me

enviaría una cosa de estas?”.

“¿Es algún amigo suyo?”.

“Monsieur Perrin es el comerciante de antigüedades a quien compré la

Tabula Smaragdina, de Hermes Trismegisto”.

“¿Y por qué le enviaría ese... ese amuleto?”.

El historiador cogió el pentáculo, como si al sentir el peso lo midiese.

“No tengo la menor idea”, respondió mientras lo pasaba de una mano a otra.

Tal vez me quiera convencer para que lo compre. Esta gente suele adoptar

este tipo de técnicas de marketing, ¿lo sabía?”.


“¡Ah!, ¿Quiere decir que eso es una copia?”.

Era una buena pregunta, se dio cuenta Tomás. Paró de lanzar el pentáculo

de una mano a otra y lo estudió mejor. Sintió la textura, lo olió y pasó los

dedos por la superficie del cobre y por el borde de cuero. Bien vistas las

cosas, parecía auténtico. Si se trataba de una copia, concluyó con ojo de

especialista habituado a realizar peritaje de artefactos antiguos, era realmente

muy buena. Incluso excepcional.

“Tal vez, no estoy seguro”. Se quedó por un momento parado,

reflexionando sobre el caso, pensando que no tenía sentido que el

comerciante le hubiese enviado un original así, sin más ni menos, sin

informaciones ni cualquier garantía de que lo fuese a comprar; únicamente

podía ser una copia, tenía que ser una copia. Con un gesto súbitamente

resuelto, guardó el objeto en el bolsillo de los pantalones. “Después lo veo.

Voy a llevarlo para enseñárselo a los tipos del laboratorio y quiero ver lo que

me dicen. Tal vez me hagan un análisis de carbono catorce, quién sabe”.

“Una vez que estuvo ayer en Ginebra con ese comerciante, ¿por qué razón

no le mostró el amuleto en ese momento? ¿Por qué lo ha enviado por correo

sin explicarle nada?”.

“No sé, no sé, como le dije puede formar parte de la técnica de venta, yo

qué sé...”.

Eran demasiadas preguntas para las cuales no tenía respuesta, por lo que

decidió archivar el asunto en un rincón de la mente; si el comerciante de

antigüedades le había remitido el pentáculo sin dar explicaciones, tendría sus

motivos. En el momento oportuno trataría el asunto, pero no en ese momento.

Tenía mucho que hacer y no tenía sentido concentrarse en una cosa que le

parecía irrelevante.

Encaró el monitor y se concentró en el correo electrónico. Leyó los e-mails

que le esperaban en su bandeja de entrada y respondió a todos. Después se

conectó con su página en la web interna de la Fundación Gulbenkian, se

dirigió a la función Informes de Compra y entró. “Adquisición de la Tabula

Smaragdina”. Comenzó a rellenar el informe con todos los datos solicitados

en el formulario.

“¿Profesor Noronha?”.

Consultaba a menudo sus anotaciones y, siempre que necesario, recurría a la

memoria para reconstruir la negociación que había tenido lugar en el

establecimiento de monsieur Perrin, al lado del lago Leman. Se acordó de la

propuesta inicial, de la contrapropuesta del anticuario, del teatro que hizo


protestando porque su interlocutor “pedía lo imposible”, de la...

“¿Profesor Noronha?”.

La imagen de la negociación en Ginebra se esfumó en ese instante y los ojos

aturdidos de Tomás se fijaron en Albertina.

“¡Ah!”.

La secretaria estaba sentada en su sitio y tenía en la mano el auricular del

teléfono fijo del gabinete.

“Una llamada para usted”, anunció. “Es la doctora María Flor que llama

desde Coimbra”.

Al ver el teléfono, varias ideas vinieron casi a la vez a la mente de Tomás.

La primera fue el recuerdo del teléfono sonando; era como si hubiese

escuchado el sonido pero no lo hubiera registrado; entonces la llamada le

entró en la consciencia. Le daba la sensación de ser una especie de eco

psicológico, parecía que el sonido se había quedado en lista de espera en

algún lado de su cabeza esperando su vez para entrar. La segunda fue que aún

en la víspera, después de desembarcar en Lisboa, había hablado con María

Flor por teléfono; se sentía cansado de una vida en la que saltaba

constantemente de mujer en mujer y necesitaba asentarse, pero no quería

avanzar demasiado deprisa con ella, no era ese el tipo de relación que

buscaba. Y la tercera idea, quizás idiota pero sin duda práctica, fue que tenía

su móvil apagado por falta de batería y que tenía que cargarlo en cuanto

pudiese; por eso ella solo había podido contactarle a través del teléfono fijo.

Fue una serie de pensamientos en una fracción de segundo, hasta salir de su

letargo y hacer una señal a la secretaria.

“Páseme la llamada”.

“Ahí va”.

Albertina apretó un botón del aparato y transfirió la llamada a la mesa de

Tomás. Antes de atender, él se levantó y cerró la puerta; las conversaciones

con María Flor eran personales y no quería que la secretaria las escuchase.

Después regresó a su sitio, delante del ordenador, y cogió finalmente el

auricular de su teléfono.

“Hola, Flor”, la saludó con voz cariñosa. “No me digas que estás deseosa de

ver el regalo que te traje de...”.

“Tomás”, cortó ella, con la voz cargada de tensión e incómoda. “Siéntate y

escucha con calma. Tengo que darte una mala noticia”.

Al oír estas palabras, al historiador se le paró la respiración. Sabía que un

anuncio de estos era un aviso para prepararse para algo muy grave. En


aquellas circunstancias, intuyó, solo podía tratarse de su madre. Estaba

viviendo hacía unos años en la residencia que María Flor dirigía en Coimbra

y el tono de voz de la directora no auguraba nada bueno.

“¿Mi madre?”, preguntó Tomás después de una pausa, casi ávido. ¿Ha

ocurrido algo?”.

“Me temo que sí”.

En el fondo esperaba que ella le tranquilizase, que le dijese que la llamada

no tenía nada que ver con su madre. Sintió la respuesta como una bofetada.

“¿Qué ha sido?”, quiso saber, mientras el estómago le dolía de ansiedad.

“¿Qué le ha pasado?”.

Hubo un corto silencio al otro lado de la línea, como si María Flor buscase

las palabras adecuadas para decir lo que le tenía que decir.

“Tu madre sufrió un ataque cardíaco”, le anunció en el tono más cariñoso

posible. “Ven deprisa. Deprisa, ¿me oyes?”.

La noticia dejó a Tomás estupefacto, sin reacción, los ojos vidriosos, la boca

entreabierta. Ya había perdido a su padre y sabía que un día perdería a su

madre, pero esperaba que faltase tiempo, que los días no pasasen tan rápido,

que lo inevitable fuese infinitamente aplazado, que la orfandad no le dejase

tan solo tan deprisa.

“Se...”, balbuceó Tomás, intentando decir la palabra terrible pero evitando

pronunciarla. Solo la idea de la muerte constituía una puñalada clavada en el

corazón. “Se...”.

Oyó un suspiro resignado al otro lado.

“Está en coma y le queda poco tiempo”.



IV

No estaba bien el nudo de la corbata, se dio cuenta al verse en el espejo. Lo

deshizo y lo volvió a hacer, esta vez equilibrándolo para coger mejor la parte

espesa del tejido de seda. El espejo le confirmó que por fin el nudo quedaría

perfecto, gordo y con un pliegue en medio. Miró el reloj y constató que ya

eran las siete de la mañana.

Había llegado la hora.

Cogió el móvil y buscó el nombre del director del Servicio Clandestino

Nacional de la CIA. Identificó el número de Harry Fuchs, apretó la tecla y el

móvil comenzó a llamar.

“Halderman, you sonnavabitch!”, atendió la voz del otro lado. “¿Qué

quieres?”.

“Bellamy ha muerto”.

“Ya lo sé. Una buena noticia, ¿eh? La agencia no necesitaba reliquias como

aquellas”.

“Los suizos están tratando el caso como un homicidio y eso puede

complicar las cosas. ¿Crees que hay cabos sueltos?”.

La respuesta al otro lado tardó, como si su interlocutor estuviese eligiendo

con juicio las palabras. Cuando por fin fue dada, el tono de Fuchs era de gran

cautela.

“¿Estás insinuando que fue mi servicio quien se deshizo del viejo?”,

preguntó en un tono sibilino. “Es que yo, por mi parte, ya me he puesto a

reflexionar con mis botones sobre quién ganaba más al deshacerse del

abuelito. ¿Y adivina en quién pensé en primer lugar?” La voz se endureció en

ese instante. “En ti, motherfucker!”.

“¡No eches la mierda encima de mí!”, rugió Halderman. “¡No te atrevas!”.

“La mierda tiene que caer encima de alguien, amigo mío”, avisó el director

del Servicio Clandestino Nacional. “Porque alguien lo mató y yo ya traté el

asunto para que nadie me incrimine”.

“Yo también tengo mis coartadas preparadas, por lo que ten cuidado con lo

que dices, ¿me oyes?”.

Se hizo una corta interrupción en la conversación, con ambos a los lados

midiendo la posición del otro.

“Oye, la nota dejada por el viejo puede ser la solución para el problema”,

sugirió Fuchs, conciliador. “¿Ya la has visto?”.


“Está en mi despacho esperándome, cortesía de nuestra embajada de Berna.

¿Por qué, qué idea tienes?”.

“Esa nota menciona un nombre, ¿verdad? Ha sido una suerte tremenda.

Tenemos que ir con fuerza detrás de ese tipo. ¿Sabes quién es?”.

“Es un historiador y criptoanalista portugués que, aunque contrariado, ya

trabajó dos veces para nosotros. Una con Irán, otra con Al-Qaeda. Un tipo

astuto, tenemos que tener cuidado con él”.

“¿Cuidado con él? ¿Bromeas conmigo o qué? Desde cuando un

motherfucker cualquiera mete miedo al director de Servicios Clandestinos

Nacionales de la CIA? No, ese fulano está en una situación difícil”.

“No te olvides de que él fue decisivo aquella vez que neutralizamos a Al-

Qaeda, ¿te acuerdas?”.

“¿Al-Qaeda? No, no me digas que fue el portugués que... que...”.

“Ese mismo. Por razones de seguridad nacional, el caso fue entonces

catalogado como top secret y no llegó a los periódicos. Pero yo le vi en

acción y te digo, querido amigo, que es un tipo muy lúcido. No debemos

subestimarle”.

“Hmm.. me pregunto por qué su nombre aparece en la nota dejada por el

anciano”.

“Yo también. Estoy harto de dar vueltas a la cabeza, pero no encuentro

respuesta. Frank lo trataba mal, es verdad, pero sé que apreciaba al tipo. Lo

que le llevó a nombrarle en el papel antes de morir es un misterio”.

Fuchs hizo una pausa mientras meditaba sobre la situación. Cuando volvió a

hablar, el tono de voz se transformó en afirmativo.

“Oye, mándame ese papel en cuanto lo recibas de Berna”, dijo. “Voy a

iniciar un proceso de acción clandestina y lo necesito como justificación”.

“De acuerdo”.

“Y no te preocupes más con el caso, ¿entendiste? Misterio o no, voy a hacer

las cosas de modo que la mierda no nos salpique, quédate tranquilo”.

Los dos hombres colgaron sin despedirse. Halderman volvió a levantar los

ojos hacia el paisaje de Bethesda con el sol naciente y admiró la forma en la

que en pocos minutos la luz límpida de la mañana había substituido a la

noche. Después se puso el abrigo azul oscuro, cogió la carpeta y camino de la

puerta volvió a parar delante del espejo. Se había pasado la vida entera

lamiendo botas y humillándose para agradar a las personas en el poder, con la

convicción de que, dentro de la organización, y sobre todo en una pública, no

asciende quien es recto y competente, sino quien sabe qué botas tiene que


abrillantar y cómo conspirar e intrigar para alejar a los que se le atraviesan en

el camino. Con Bellamy apartado del mapa, le faltaba un último paso para

llegar a jefe de la Dirección de Ciencias y Tecnología. Si jugase las cartas

apropiadas y si Fuchs hiciese lo que tenía que hacer, los últimos obstáculos

serían removidos y el lugar del difunto director sería suyo. Suyo y

únicamente suyo. Arregló su pelo despeinado y se dirigió a la puerta para

salir de casa, con una sonrisa en los labios.

Todo iba bien, el profesor portugués iba a cargar con las culpas.



V

Dando vuelta a la llave y todavía obsesionado por la noticia, Tomás puso el

motor del Volkswagen a funcionar. El conductor pisó el embrague, metió la

primera, aceleró y el coche arrancó con un rugido impaciente. Salió del

parque de la Fundación Gulbenkian para meterse por las calles de Lisboa

hasta llegar a la autopista en dirección al norte.

El principio del viaje fue todo lo que Tomás registró de las dos horas de

camino hasta Coimbra. De forma sucesiva pasó por su mente la conversación

telefónica con María Flor, intentando interpretar el tono de las frases que ella

había pronunciado y lo que se escondía en las entrelíneas para saber si había

esperanza, y después se centró en las palabras fatídicas, aquellas que le

anunciaron que su madre había tenido un ataque cardíaco, que se encontraba

en coma y que el tiempo apremiaba. ¿En coma? Con la edad que ella tenía,

eso significaba ciertamente que estaba en la antecámara de la muerte. Quizás

a esa hora ya había fallecido y él estaba encerrado en el coche sin saber nada.

No sabía ni podía saber por qué la víspera, demasiado cansado debido al viaje

a Ginebra, ¡se había olvidado de cargar la porquería del móvil!

“¡Estúpido, estúpido, estúpido!”, vociferó en un murmullo, maldiciéndose

mil veces por el imperdonable lapso mientras golpeaba el volante a cada

palabra. “¿Cómo me pude olvidar de cargar el móvil? ¿Por qué razón me pasa

el día que más lo necesito?”.

Esa era la realidad. Necesitaba hablar con María Flor, saber cuál era el

estado de su madre, conocer las circunstancias en las que había pasado todo,

oír lo que los médicos tenían que decir y cuál era el pronóstico clínico,

susurrar por el teléfono palabras a su madre moribunda y despedirse de ella

aunque no le consiguiese oír. El olvido de la víspera hacía que todo eso fuese

imposible. Tendría que soportar el aislamiento y el silencio y la ignorancia y

la angustia, aquella ansiedad terrible que en aquel momento le estaba

destruyendo, hasta llegar a Coimbra. Sabía que necesitaba información, pero

también sentía necesidad de desahogarse y sabía que la voz amiga de María

Flor al teléfono podría ayudarle anímicamente. Lamentaba no haberse

quedado más tiempo al teléfono con su amiga, para poder saber más cosas y

obtener algo de desahogo en aquel momento difícil, pero las prisas por salir

hacia Coimbra para ver a su madre se sobrepusieron a todo.

Sacudió la cabeza, como si quisiese expulsar los pensamientos que le


oscurecían el alma.

“Tengo que pensar en otra cosa”, rumió en un murmuro sordo. “¡Esto se

está volviendo obsesivo!”.

Hizo un esfuerzo para concentrarse en otro asunto. ¿Pero cuál? El

pentáculo, se respondió así mismo. Se esforzó en pesar en el paquete que

había recibido esa mañana de Ginebra e intentó imaginar lo que tendría en

mente el comerciante de antigüedades cuando se lo envió. El hombre realizó

una jugada arriesgada, a fin de cuentas nada le garantizaba que la fundación

quisiera adquirir tal artefacto. Además, si Tomás fuese deshonesto, hasta

podría quedarse con el gran pentáculo. El paquete no venía ni registrado ni

con aviso de recepción, por lo que ningún documento probaba que realmente

lo había recibido.

¿Sería genuino? El artefacto parecía realmente verdadero, consideró, pero

una cosa de esas no tenía lógica. ¿Por qué motivo el anticuario le remitiría

una antigüedad de aquellas sin decirle una sola palabra? Seguro que estaba

delante de una copia. El laboratorio de la Fundación Gulbenkian lo iba

probablemente a confirmar cuando pasase por allí para analizar el objeto. Lo

que ocurriría, claro, a su regreso de Coimbra donde su madre..., su madre...

“Está en coma y le resta poco tiempo”.

Las últimas palabras pronunciadas por María Flor al teléfono volvían a

resonarle en la mente. Está en coma. O estaba, a la hora que recibió la

llamada. ¿Quién sabría lo que ocurrió mientras? ¿No le dijo que le quedaba

poco tiempo? ¿Cuánto de poco? ¿Minutos, horas, días? Será que, con aquella

edad y después de un ataque cardíaco, ¿estaría todavía en coma? ¿Y si la

situación mientras había evolucionado? Y si, después de aquella llamada, y

mientras viajaba, su madre hubiese... hubiese...

“¡Ah, ya estoy otra vez!”, gritó de repente en el coche, furioso e impotente,

golpeando de nuevo sucesivamente con la palma de la mano el volante. “No

me sale de la cabeza...”.

Por más que se esforzase e intentase pensar en otras cosas, regresaba

siempre al gran problema, como si en su cabeza un disco rayado rodase en

loop. Su madre había sufrido un ataque cardíaco, estaba en coma y le

quedaba poco tiempo. Por poco tiempo se entendía que la muerte era

inminente. Hiciese lo que hiciese, pensase en lo que pensase, nada podía

alterar esa dura e inevitable realidad. Su madre estaba a las puertas de la

muerte y en breve él se quedaría huérfano. Sabía que la vida era lo que era,

un mero soplo en la eternidad, el instante fugaz del batir de las alas de una


mariposa, una chispa de luz que se encendía y apagaba en las tinieblas, una

victoria que termina siempre en derrota, un camino que por más curvas que

haga conduce inevitablemente al abismo, una sonrisa que se desvanece en

lágrimas.

Pero tenía esperanza, ¡cuánta tenía!, de que ella se quedase un poco más de

tiempo con él, solamente un poquito más...

La torre del campanario.

La imagen de la urbe, coronada allí en lo alto por la torre de la campana de

la vieja universidad, irrumpió en ese momento en su consciencia y los ojos se

le llenaron con el encanto de la ciudad que era su destino.

Había llegado a Coimbra.

Trepó las escaleras a paso acelerado y con la misma prisa recorrió el pasillo

de la enfermería y zigzagueó entre las camillas, la respiración ya jadeante,

inhalando el olor aséptico de mercurocromo y alcohol etílico que acechaba en

el aire, pero determinado en llegar lo antes posible a la habitación y saber el

estado en el que se encontraba su madre. Los números de las habitaciones

estaban señalados en las puertas, por eso se dio cuenta de que ya estaba cerca.

“¡Catorce... quince... dieciséis!”, murmuró, jadeante, mientras enumeraba

las habitaciones hasta llegar. “Es aquí”.

Entró impulsivo en el pequeño compartimento y a la primera persona que

vio fue a María Flor. Se encontraba sentada a los pies de una cama, bonita y

serena, los ojos grandes de chocolate, el pelo castaño dibujando un halo de

luz que le daba un toque dorado en las puntas. Le pareció un ángel iluminado

por una aureola, pero se trataba simplemente del efecto de la fuerte claridad

que entraba por la ventana.

“¡Tomás!”, exclamó, el rostro se abrió con una sonrisa aliviada.

“¡Finalmente!”.

El recién llegado avanzó junto a la cama, la mirada ansiosa buscando a la

persona que estaba allí tumbada. Se encontró con el rostro familiar de su

madre, que tenía una expresión inesperada.

Sonreía.

“¡Hola, hijo mío. Benditos los ojos que te ven!”.

Con la atención puesta en ella, Tomás abría y cerraba la boca sin emitir

ningún sonido, abismado. Parecía un pez en una pecera. Quería hablar pero

no sabía cómo; lo cierto es que no sabía lo que pensar. Esperaba encontrarla

mal, probablemente inanimada, tal vez ya muerta.

Y ella le sonreía.


“¡Madre!”, acabó por decir. “¿Estás bien?”.

“Claro que lo estoy”, respondió con gran jovialidad.

“¡Pero bueno! ¿Qué buena cara tienes?”.

La mirada estupefacta del hijo pasó de la madre a María Flor y de vuelta a

su madre, queriendo entender la situación sin comprender nada más. Se había

preparado para todo menos para eso.

“Mamá, no has tenido... no has tenido, en fin, un...”. Dudó, evitando

mencionar las palabras exactas, como si pronunciar la expresión ataque

cardíaco le estuviese prohibido. “Un... ¿problema?”.

Doña Gracia hizo un gesto, acompañado de una seña vaga con la mano.

“Oh, fue una cosa sin importancia”, respondió ella. “La doctora María Flor

se quedó preocupada, pero, para ser francos, todo esto no ha pasado de un

dramatismo sin sentido. Crean un gran revuelo a causa de una tontería. Basta

con que alguien tenga ningún problema, un achaque de nada, y... parece que

es el fin del mundo, y nos traen precipitadamente al hospital”, resopló.

“¡Válgame Dios! ¡Esto ha sido una gran exageración!”. Levantó el índice

derecho para subrayar la sentencia. “Una exageración, te lo digo yo”.

Exageración parecía realmente la palabra adecuada. ¿De qué otra forma se

podía explicar que en un momento diesen a entender a Tomás que su madre

estaba a las puertas de la muerte, cuando dos horas después la veía y ella

parecía estar bien y con aire sano?”.

Lanzó una mirada levemente crítica en dirección a María Flor, una

expresión de quien la riñe por haberle pegado un susto por una tontería.

Pero la directora de la residencia no se descompuso. Se levantó de la silla e

hizo una señal a Tomás.

“Ven conmigo, por favor”.

Cerraron la puerta de la habitación, para que Doña Gracia no les oyese y

miraron alrededor buscando un lugar tranquilo. El pasillo no era un sitio

discreto para mantener una conversación, el espacio estaba lleno de camillas

con pacientes sin sitio en las enfermerías, pero encontraron un rincón donde

podrían hablar tranquilos.

“Tu madre tuvo un colapso por la mañana y perdió la consciencia”,

comenzó explicando María Flor. “Mientras mi personal intentaba reanimarla

con el desfibrilador, llamé a la ambulancia y el paramédico le diagnosticó un

ataque cardíaco. La trajo inmediatamente al hospital y el cardiólogo de

servicio la llevó directamente a la sala de reanimación. Estuvieron allí unos

quince minutos largos. Mientras esperaba, llamé varias veces a tu móvil, pero


estaba apagado”.

“Perdona, me olvidé de cargarlo...”.

“En cierto momento el cardiólogo salió y vino a hablar conmigo”, añadió,

ignorando la justificación. “El doctor Colaço confirmó que tu madre sufrió un

ataque cardíaco y dijo que intentó reanimarla sin éxito. Como debes

imaginar, cuando me lo contó me quedé lívida. El doctor me explicó que, en

la práctica, ella realmente había muerto, aunque técnicamente todavía no

pudiese decretar el óbito, lo que haría poco después. Según él, el corazón se

había parado y el electroenfacelograma registraba hacía varios minutos

actividad cerebral cero. En ese momento una enfermera apareció en la puerta

gritando: “¡Doctor Colaço, venga aquí!, ¡deprisa, deprisa!”. El médico

regresó a la sala de reanimación y, cuando me quedé sola, comprendí que

tenía que hablar contigo como fuera. Recordé que debías estar en la

Gulbenkian y llamé al número de la fundación. Te iba a anunciar que tu

madre había muerto, pero no tuve coraje. Además, los gritos de la enfermera

me mostraban que tal vez hubiese esperanza, y fue por eso que opté por

decirte que estaba en coma”.

Tomás señaló la puerta del cuarto dieciséis.

“Parece evidente que no murió...”.

“Sí, pero no te olvides de que, en la práctica, tu madre murió y resucitó”,

avisó María Flor, preocupada en subrayar ese punto. “Es importante que

tengas eso en cuenta cuando hables con ella, ¿entiendes? Si no, nada va a

tener sentido”.

“¿Me estás diciendo que le afectó al cerebro?”.

“No, al contrario. Me parece mucho más lúcida que en la mayor parte del

tiempo que pasa en la residencia. Da la impresión de que su capacidad de

razonamiento mejoró, si algo así es posible. Para una persona que tiene

Alzheimer desde hace algunos años, incluso diría que tu madre está

excelente”.

“¡Eso... eso es magnífico!”.

“Sí, pero acuérdate de que ella murió y resucitó. No te olvides de eso,

¿oíste?”.

El historiador esbozó un gesto de incomprensión.

“¿De qué estás hablando?”, quiso saber. “Si ella se muestra más lúcida que

lo normal, si el raciocinio mejoró y su estado mental parece excelente, ¿cuál

es exactamente el problema?”.

María Flor respiró hondo y dio media vuelta, reencaminándose hacia la


habitación dieciséis.

“Cuando hables con ella lo entenderás...”.

Doña Gracia permanecía tumbada con la manta por el pecho. Continuaba

sonriente y mostraba un aire incluso beatífico que desconcertaba. Parecía en

paz consigo misma.

“¿Bueno, hijo, por dónde has andado?”, quiso saber con una voz lánguida.

“¿Continúas viajando por el mundo?”.

“Sí, ayer llegué de viaje”.

“No me digas que fuiste a uno de esos países mahometanos, de aquellos

donde explotan bombas todo el tiempo y pasan la vida cortando la cabeza de

las personas”, le reprendió en un tono preocupado. “¿Cuándo tendrás

cuidado, hijo? Tu padre me mandó velar por ti, pero mira que a mi edad hay

muchas cosas de las que no te puedo proteger. A fin de cuentas estoy mayor y

débil y me faltan fuerzas para ayudarte...”.

“Sí, no te preocupes conmigo”, respondió Tomás, intentando cambiar el

tema de la conversación. Acarició su mano; estaba sorprendentemente

caliente y suave. “Y tú mamá, ¿cómo te sientes?”.

La sonrisa beatífica regresó al rostro de Doña Gracia.

“De maravilla”, afirmó. “Para ser sincera, hacía mucho tiempo que no me

sentía tan bien”.

“¿De verdad?”, se animó el hijo. ¿Y por qué? Le guiñó el ojo, con una

expresión cómplice. No me digas que has estado comiendo chocolate a

escondidas...”.

La madre se rio.

“¡Qué chocolate ni qué ocho cuartos! Me siento bien porque estuve con tu

padre, claro. No le veía hacía mucho tiempo y le echaba mucho de menos. Si

quieres que te diga, le encontré muy bien”.

“¿Ah, sí? ¿Estuviste viendo los viejos álbumes de fotografía?”.

Nueva carcajada de Doña Gracia.

“¿Qué álbumes? Estuve con él, hijo mío. Intercambiamos algunas palabras

y todo”. Suspiró. “Fue una pena que fuese tan poco tiempo...”.

“Claro, los sueños buenos son siempre breves, ¿verdad? Queremos que se

prolonguen, que duren para siempre, pero acaban enseguida”. Hizo un crujido

con la lengua. “Es una pena”.

“Pero bueno, ¡si no fue ningún sueño!”, protestó, impacientándose con la

lentitud de razonamiento del hijo. “Ya te he dicho que estuve realmente con

tu padre. ¿No me crees?”.


Tomás le acarició la mano; el Alzheimer tenía aquellas cosas.

“Oye, mamá, papá ya no está con nosotros”, le explicó con dulzura. “Murió

hace unos años, ¿no te acuerdas?”.

“Lo sé, hijo, lo sé”, asintió la madre. “Recuerdo perfectamente haber ido al

funeral. Pero te estoy diciendo que he estado ahora con él”.

“¿Ahora? ¿Cuándo?”.

“Esta mañana. Hace dos horas”.

La mirada de Tomás se desvió hacia María Flor, que permanecía sentada en

la silla a los pies de la cama, como intentando que le explicase aquella

conversación. La directora de la residencia, sin embargo, se limitó a devolver

la mirada y a encogerse de hombros, indicando que ya le había avisado.

“Fue maravilloso”, murmuró Doña Gracia, un brillo soñador destellándole

en los ojos, tan verdes como los de su hijo. “Me morí y estuve con tu padre.

Fue maravilloso”.



VI

“Organizado y listo; esto es todo lo que tenemos, sir”.

Después de llamar a la puerta y pedir permiso para entrar, la secretaria había

atravesado el gabinete y posado sobre la mesa una carpeta gris rellena de

informes y fotografías, la portada indicaba el nombre de Tomás Noronha y el

sello top secret estampado en rojo por debajo del logotipo de la CIA.

“¿Es el documento de la Dirección de Ciencia y Tecnología?”, quiso saber

el jefe. “¿Halderman ya lo ha enviado?”.

La secretaria abrió la carpeta que había depositado en la mesa y mostró la

hoja que le habían pedido.

“Está aquí, sir”.

La mirada de Harry Fuchs se posó en la hoja.

“¿Así que esta es la pista que el viejo dejó?”, sonrió con maldad. “Una señal

con la que crucifica y responsabiliza a ese Thomas Norona.”. Movió la

cabeza afirmativamente, satisfecho con lo que veía. “Muy conveniente, sí

señor”.

“¿Es todo, sir?”.

El director cogió la carpeta que la secretaria le había traído y contempló lo

que estaba por debajo de la hoja remitida por la Dirección de Ciencia y

Tecnología. El primer documento que vio fue una fotografía del historiador

portugués en primer plano sonriendo a la cámara.

“Una cosa más, Tish”, dijo, atento a la fotografía. “Pásame

a nuestro hombre en la embajada en Lisboa. Es urgente”.

“Yes, sir”.

La secretaria salió del despacho y cerró la puerta. El director del Servicio

Clandestino Nacional hojeó los documentos guardados en la carpeta y se

detuvo en un informe sobre el caso de Irán. Después consultó el dossier que

tenía al lado, con el nombre de Frank Bellamy y analizó la lista de las

tecnologías que la Dirección de Ciencia y Tecnología había puesto a

disposición de los operativos del Servicio Clandestino Nacional en los


últimos años. Detuvo su atención en un descubrimiento que el director ahora

asesinado siempre recusó entregar a sus colegas de la CIA. Se llamaba

Quantum Eye, Ojo Cuántico y era un proyecto que el anciano nunca había

compartido con nadie.

“Tus secretitos acabaron, motherfucker”, murmuró

Fochs, contemplando la lista que mencionaba el Ojo Cuántico. “Ahora que la

palmaste, ese material va a pasar para mí”.

El teléfono sonó.

“Tengo en línea a nuestro hombre en Lisboa, sir”, anunció la secretaria. “Se

llama Jim Krongard”.

La línea hizo clic y la llamada fue transferida para la conexión con la

embajada americana en Lisboa.

“Mister Krongard”, dijo Fuchs como saludo mientras cerraba el dossier de

Bellamy. “Tenemos entre manos un problema de canalización y necesito que

me lo resuelva. Espero que sea un buen fontanero”.

“Precisamente estoy aquí para eso, sir. ¿Cuáles son los elementos?”.

“El blanco se llama Thomas Norona y asesinó en Ginebra al responsable de

nuestra Dirección de Ciencia y Tecnología. Algo muy grave, como ve.

Tenemos la información de que el cocksucker ya está de vuelta en Portugal.

Cójalo”.

“¿Cómo quiere que me articule con la policía portuguesa, sir? ¿Les paso

simplemente la información o pido también que acompañen el caso?”.

“No quiero a la policía local envuelta en esto. No quiero a nadie más que a

la Agencia. Tiene que ser una operación en acción”.

Se oyó una duda al otro lado de la línea.

“Pero... pero, sir, nuestra policía en Portugal y en los otros países de la

OTAN ha sido...”.

“¡El motherfucker mató a un director de la CIA!”, gritó Fuchs al teléfono.

“¿Cree que debemos ser delicados en un caso de estos? ¡Me parece que no!

El shithead va a pagar el precio por el crimen que cometió, ¿entendió?

¡Localícelo y deténgalo!”.

“¿Y después qué hago? ¿Lo mando para ahí? Si fuera así necesito que

autorice un avión de transporte a despegar de...”.

“Voy a autorizar el avión, tranquilo”, le interrumpió de nuevo el irascible

director del Servicio Clandestino Nacional. “Le mandaré también un informe

sobre el asunto y una orden confidencial para detenerlo. Pero eso no será más

que papeleo para cubrir nuestro rastro. No quiero que el hombre llegue aquí,


si es que me hago entender”.

La voz del otro lado de la línea volvió a vacilar, dudando del sentido

específico de esta última instrucción.

“Uh, no sé muy bien, en realidad. ¿Puede especificar más, sir?”.

La lengua de Harry Fuchs se enredó en un estallido impaciente.

“Oiga usted, ¿nació usted burro o está bromeando conmigo?”, se irritó.

“Detenga al tipo y déjele huir, ¿entendió? El cocksucker mató a uno de los

nuestros y por eso no quiero que venga para aquí y después vaya a la cárcel.

¡Eso sería demasiado bueno para él!”.

Su interlocutor parecía perplejo.

“¿Le dejo huir?”.

El director del Servicio Clandestino Nacional de la CIA desvió los ojos con

enfado y resopló, cansado del razonamiento lento del agente en Lisboa.

“Para que le pueda abatir”, clarificó con un nuevo grito, la cara enrojecida y

la carótida palpitándole en el cuello. “¡Déjelo huir para que pueda abatirlo!

¿Lo tiene claro ahora?”.

Su interlocutor asintió en un tono monótono.

“Clarísimo”.



VII

El aire soñador que bañaba el rostro pálido de Doña Gracia le daba vida a

pesar de las arrugas que lo rasgaban y de los años de desgaste. La paciente

parecía serena, tranquila y en paz, y hablaba despacio, como si saborease

cada palabra y cada idea. Al hablar se la veía más lúcida que en casi todo el

tiempo que el hijo la había visto en los últimos años.

“Todo comenzó en el momento en el que sentí un dolor agudo apretándome

el pecho”, contó ella, posando la mano sobre el corazón para indicar el lugar.

“El dolor era tan fuerte que únicamente me acuerdo de caer al suelo. Cuando

desperté, estaba dentro de una furgoneta. Había cables conectados a mí y un

hombre con gafas y bata blanca me hacía fuerza en el pecho”. Desvió la

mirada hacia María Flor. “La doctora estaba detrás de ese hombre y parecía

muy afligida, pobre. Tenía la mano en la boca mientras me observaba”.

“Ah, entonces recuperaste el sentido dentro de la ambulancia...”.

Acompañando la conversación desde los pies de la cama María Flor movió

la cabeza e intervino.

“No la recuperó”, aclaró. “Yo estaba allí dentro y asistí a todo. Doña Gracia

estaba con los ojos cerrados en el interior de la ambulancia en paro cardíaco.

Lo único que ocurrió fue que el paramédico pasó todo el viaje intentando

reanimarla. Sin éxito, por lo demás. Todas las líneas en el monitor de la

máquina que le medía las pulsaciones salieron en horizontal. Sufrió un paro

cardíaco, sobre ese punto no tengo la menor duda”.

“No tiene sentido”, contestó Tomás. “Si mi madre se acuerda de ver al

paramédico reanimándola es porque recuperó los sentidos y tenía los ojos

abiertos”, argumentó como si fuese una evidencia. “De lo contrario, ¿cómo

explican que le haya visto reanimarla y a ti sentada detrás de él?”.

Como respuesta a esta objeción, la directora de la residencia realizó un

gesto en dirección a la paciente.

“Doña Gracia, cuente el resto”.

La anciana mantenía una expresión angelical diseñada en el rostro. Nadie

diría que había sufrido esa misma mañana un infarto y que la hubiesen dado

por muerta.

“A cierta altura la puerta del coche se abrió y me pusieron en una camilla

con ruedas. Aparecieron nuevas personas de bata blanca que me llevaron

dentro de un edificio, imagino que era el hospital. Vi también más gente con


bata blanca a mi alrededor en un gran alboroto y después me pusieron en una

sala llena de artefactos”.

“La sala de reanimación”, identificó María Flor. “Vuelvo a recordar que la

vi dentro y sin la menor duda, cuando eso ocurrió estaba inanimada”.

Doña Gracia pasó la mano por el pelo, intentando en vano colocárselo.

“Fue cuando salí de mi cuerpo”.

“¿Perdón?”, interrumpió Tomás. “¿Te levantaste?”.

“No, no me levanté. Estaba tumbada en una camilla y tenía otro médico y

dos enfermeras a mi lado. Pero, no sé bien cómo explicar esto, lo que ocurrió

fue... que salí de mi cuerpo”.

“¿Cómo saliste de tu cuerpo?”.

Doña Gracia se encogió de hombros, como si no tuviese explicación y se

limitase a constatar un hecho.

“No sé. Me sentí levitar y salí de mi cuerpo, no sé explicarlo de otra

manera. Me encontré en el techo de la sala observando mi cuerpo tumbado en

la camilla y el médico y las enfermeras en un frenesí a mi alrededor. En cierto

momento el médico se golpeó una rodilla en la esquina de un mueble y gritó

de dolor, pobre. Había un desorden indescriptible, pero en medio de aquella

confusión conseguí oír lo que decían”.

“¿Oíste? ¿Qué oíste exactamente?”.

“Oh, yo que sé”, se rio. “Si quieres que te diga, ni me di cuenta de la

conversación. Ellos usaban aquellos términos clínicos incomprensibles que

los médicos utilizan a veces, ¿sabes?”. Cambió la voz, como si imitase a

alguien. “Entregue el no-sé-cuántos, prepare no-sé-qué, vea lo que el cardio

no-sé-qué está registrando, no está reaccionando a eso... esa conversación.

Después el doctor me apretó el pecho e hizo fuerza varias veces, exactamente

como en las películas”.

“Está bien, ya he entendido”, asintió su hijo. “Por lo tanto, sentías que

estabas asistiendo a todo esto desde el techo. ¿Y después?”.

“Después continué levitando y subiendo cada vez más, hasta que de repente

se quedó todo oscuro y entré en una especie de túnel. Fue cuando vi la luz al

fondo, como si estuviese en el metro”.

“Debías de estar asustada...”.

“Pues no. Me sentía incluso tranquila, me parecía todo muy agradable.

Llegué a pensar: ah, esto es lo que debe de ser morir. Para mi gran sorpresa,

no estaba nada preocupada con esa posibilidad”.

“¿Y qué ocurrió después?”.


“Floté en dirección a la luz, como si ella me arrastrase, hasta que salí del

túnel y me encontré con mis padres y mi hermana Lurdes en un lugar muy

bonito. Me abrazaron y Lurditas me llevó hasta un sitio donde vi pasar mi

vida; era toda la vida pero fue todo muy rápido, no sé cómo es posible

comprimir la vida entera en un instante, pero fue lo que sucedió. Asistí a

cosas que ocurrieron cuando era pequeña, mis ligues de adolescente, el

colegio, mi boda, tu nacimiento, tus juegos en la cama los domingos por la

mañana... Después apareció tu padre y me dijo que volviese hacia atrás, que

regresase a la vida porque todavía no había llegado mi hora. Como me sentía

tan bien le dije que no, quería quedarme allí con él, pero tu padre insistió en

que no podía ser y me explicó que podía ser necesaria para velar por ti,

porque ibas a pasar por un gran peligro en tu próximo viaje. Fue eso lo que

me convenció a regresar. Di media vuelta y en el momento siguiente me

encontré en la camilla de aquella habitación. La enfermera me vio con los

ojos abiertos y corrió hacia la puerta gritando y diciendo: “¡Doctor Colaço,

venga! ¡Deprisa, deprisa!”. La anciana abrió las manos, en un gesto de quien

había acabado lo que tenía que contar. “Y así fue todo lo que pasó”.

Las palabras de Doña Gracia se desvanecieron en un silencio solemne.

Tomás había sostenido la respiración mientras su madre hablaba y digería

todavía lo que acababa de escuchar. Cambió con María Flor una mirada

cargada de perplejidad y esperó un instante más para ver si había algo que no

le habían dicho. Cuando se dio cuenta de que su amiga no tenía nada que

añadir al relato, volvió su atención hacia su madre.

“¿Has contado esa historia al médico?”.

Doña Gracia suspiró.

“Mira, hijo, con sinceridad te digo que casi no se lo cuento. Tuve miedo de

que pensase que estaba totalmente tarada y me pusiese en la zona de los

locos. Pero el pobre apareció en el cuarto cojeando, y cuando le vi en aquel

estado, le aconsejé que pusiese el mueble en otro sitio porque si no iba a

golpearse otra vez con la esquina y hacerse daño de verdad. El doctor se

quedó muy sorprendido cuando le dije eso y preguntó cómo sabía que se

había golpeado la rodilla en la esquina del mueble”.

“La descubrieron”, sonrió María Flor.

“Pues sí, me descubrieron. De modo que le conté que le había visto hacerse

daño en la esquina del mueble. Él respondió que era absolutamente

imposible, que en ese momento yo tenía el corazón parado y los instrumentos

no registraban ninguna actividad en mi cerebro, por eso no podía haber visto


lo que pasó y estaba contando algo que había oído a las enfermeras”. Doña

Gracia frunció el ceño. “Ah, cuando me dijo eso, yo me puse... mira, ¡cómo

me puse, ni imaginas! ¡Loca, loca, loca!”.

“¿Por qué?”, se extrañó el hijo. “Esa historia es absolutamente

increíble. Me parece normal que dudase de lo que le contabas...”.

“¡El doctor me estaba llamando mentirosa!”, protestó. “¿Mentirosa yo? ¡Ah,

no! ¡Eso no lo podía admitir, de ningún modo! Antes prefiero que me tomen

por loca a que me llamen mentirosa. ¡Mentirosa no! ¡No admito una cosa así!

¡No admito tal cosa! Por eso me sentí mal y, mira, acabé por contarle todo.

Todo, todo, todo. Le relaté lo que pasó desde que me encontré dentro de la

ambulancia hasta el momento en el que volví atrás y abrí los ojos en la

camilla. No me olvidé de nada”.

“¿Y él? ¿Cómo reaccionó?”.

Doña Gracia esbozó un aire pensativo.

“Para decir la verdad, no hizo nada especial”, murmuró. “Me escuchó en

silencio y, cuando acabé, se limitó a darme las gracias y a comentar que había

vivido una experiencia muy especial. Mandó a las enfermeras hacerme unas

pruebas al corazón y después ordenó que me pusieran en este cuarto privado.

Y nada más”.

“¿Creyó lo que le contaste?”.

“¡Faltaría más!, protestó Doña Gracia con indignación. “¿Por qué razón no

lo iba a creer? ¡Quién te oiga va a pensar que el doctor fue un idiota por fiarse

de mí!”.

“No es eso”, se disculpó Tomás, entendiendo que tendría que tener más

cuidado con las palabras para no herir la susceptibilidad de su madre. “Lo

que quiero saber es si a él le pareció la historia normal. Mamá, debes

entender que no se oye una cosa de estas todos los días, ¿no te parece?”.

“Pues no”, aceptó ella, tranquilizándose. “Fue por eso por lo que el doctor

dijo que viví una experiencia muy especial. Yo no estaba mintiendo y según

me parece, él tampoco creyó que quisiese engañarlo”. Apuntó hacia su hijo.

“Además, si bien te conozco, creo que hasta tú tienes más dudas que él”.

Touché, pensó Tomás. Los acontecimientos estaban todavía muy frescos y

pensó que probablemente lo mejor sería ocultar su escepticismo, no fuese su

madre a ponerse nerviosa y sufrir un nuevo colapso cardíaco. Lo más

importante en aquel momento era impedir que una cosa de esas ocurriese.

“No, claro que no tengo ninguna duda”, acabó diciendo. “Estaba

únicamente... en fin, intentando entender cómo reaccionó el médico a todo


aquello”.

Doña Gracia movió la cabeza.

“Hijo, te conozco muy bien”, observó con una sonrisa condescendiente.

“¿Sabes una cosa?” ¡Eres igualito a tu padre! Igualito. Únicamente crees en

lo que dice la ciencia y en lo que se puede probar científicamente, y nada

más. Todo eso es muy bonito, lo admito, la ciencia y el racionalismo y el

método científico y todas esas cosas, pero hay realidades que vuestra santa

ciencia no puede explicar. Lo que me ocurrió esta mañana, por ejemplo, es

una de ellas. Tu padre ahora ya sabe eso, claro, pero tú, hijo, tú eres más

cazurro que un burro viejo, ¡caramba! A no ser que te ocurra a ti, nunca

creerás en nada. Y, si bien te conozco, aunque una cosa así te ocurriese,

continuarías sin creerla...”.

“Lo creo, lo creo”, insistió Tomás de la forma más convencida que le fue

posible. “Claro que lo creo”.

“Mentiroso”, repitió su madre. “Pero no pasa nada, te quiero igual, no te

preocupes”. Cogió el borde de la manta y tiró hacia arriba. “Ahora, si no les

importa, déjenme descansar, ¿vale? Tuve una mañana muy ocupada y ya no

tengo edad para estas cosas”. Hizo un gesto vago en dirección a la puerta de

la habitación. “Ve a dar una vuelta que quiero dormir un poco, ¿de

acuerdo?”.

Sin esperar respuesta, Doña Gracia colocó la almohada y se acomodó por

debajo de la manta, preparándose para dormir. El hijo se inclinó sobre ella, la

besó en la frente y se fue hacia la ventana para bajar las persianas. Después

hizo una señal a su amiga y salieron los dos del cuarto de puntillas.

Al llegar al pasillo, Tomás miró en los dos sentidos, buscando un

responsable clínico, pero las únicas personas que veía era pacientes tumbados

en camillas.

“Necesito hablar con el médico”, dijo. “Quiero entender mejor el estado en

el que se encuentra mi madre”.

“El doctor Colaço salió hace poco para comer, pero me dijo que regresaba

por la tarde”, explicó María Flor. “Creo que quiere hacer unos análisis más

pormenorizados a tu madre, incluyendo un electrocardiograma y también un

electroencefalograma. Va a ser una buena oportunidad para hablar con él”.

“¿El médico se fue a comer?”.

Su amiga levantó el brazo izquierdo y giró la esfera de su pequeño reloj

hacia él.

“Es casi la una de la tarde, ¿no te has dado cuenta? Hora de comer. El


doctor Colaço puede ser médico, pero no es tonto. Cuando el estómago

protesta, él sabe que tiene que llenarlo”.

“Entonces quizás sea mejor seguir su ejemplo”, sugirió. “Vamos, anda de

ahí”.

Tomás la cogió por el codo y se la llevó. Empezaron a recorrer el pasillo del

hospital lado a lado y María Flor, relajada y bromista, le empujó contra la

pared y lanzó una carcajada.

“Ah, también tienes hambre...”.

El historiador siguió el juego y le respondió con la misma moneda,

empujándola también.

“Tengo hambre y ganas de aclarar lo que ocurrió con mi madre”, dijo. Se

quedó de repente muy serio. “Sabes, aquello que ha contado no es nada

normal, ¿no crees?”.

“Normal no es, realmente”, reconoció su amiga. “Pero

me pareció sincero. ¿O no crees que esté diciendo la

verdad?”.

“No, seguro que contó la verdad”, respondió. “Mi madre estaba siendo

sincera y relató lo que cree que le ha ocurrido. La cuestión no es saber si

decía la verdad, porque la decía. La cuestión es determinar si le ocurrió

realmente lo que ella cree que le pasó”.

“Pues ya he leído libros de otras personas diciendo cosas semejantes cuando

estaban a las puertas de la muerte.

Lo que ella nos contó coincide con muchas historias parecidas”.

“Tal vez”, aceptó Tomás. “Soy historiador y ya me he cruzado con relatos

parecidos a lo largo del tiempo. Platón, por ejemplo, en la República, escrita

en el siglo IV antes de Cristo, contó la historia de un soldado que murió en el

campo de batalla y que, al resucitar en el velorio, habló de un viaje por las

tinieblas hasta una luz donde, acompañado por guías, hizo un balance de su

vida y vivió una experiencia de gran belleza, paz y alegría”.

“¿Entonces cuál es tu duda?”.

“No creo en nada de eso. Me quedo con la impresión de que estamos

tratando con narrativas míticas y engaños que explotan la creencia ridícula de

mucha gente. ¿A quién no le gustaría vivir después de la muerte? Las

personas dan crédito a estas mentiras y son fácilmente sugestionables porque

creen en lo que quieren creer”.

“¿Crees que tu madre fue sugestionada por alguien?”.

Tomás caminaba observando a los pacientes amontonados en las camillas


por el pasillo del hospital y tardó un poco en responder. Únicamente cuando

llegó al borde de las escaleras se detuvo y, con una expresión meditativa,

miró a su compañera y respondió a la pregunta.

“Mi madre sufre Alzheimer”, recordó. “De ahí a las alucinaciones hay un

paso”.



VIII

Siempre meticuloso y atento a los pormenores, James Krongard se quedó

quieto delante del edificio de Lisboa. El agente de la CIA observó con

cuidado el primer piso, buscando algún movimiento en el interior, pero no

detectó ninguno. Sabía que eso no quería decir nada, por lo que se aproximó

al telefonillo e identificó el botón del apartamento. Hubiera preferido

telefonear, pero había descubierto que el objetivo había cancelado el teléfono

fijo y tenía el móvil apagado, y eso le dejó sin opciones.

Llamó al timbre y esperó. No pasó nada. Tocó otra vez y de nuevo no

obtuvo ninguna respuesta. Insistió, siempre con el mismo resultado. Era

posible que el inquilino estuviese en el baño o disfrutando de un momento

más íntimo con una compañía femenina, claro, por lo que dejó pasar diez

minutos y después volvió a llamar al timbre.

Convencido finalmente de que el apartamento estaba vacío, apretó el botón

del segundo piso.

“¿Quién es?”, preguntó una voz en el telefonillo.

“Correo para el profesor Tomás Noronha”.

“No es aquí, es en el primer piso”.

“Lo sé, pero nadie responde y tengo un telegrama urgente del extranjero”.

Se oyó un sonido y un chasquido y la puerta del edificio se abrió. Krongard

entró y, caminando con calma y paso seguro, subió al primer piso por las

escaleras y paró delante del apartamento de su objetivo. Se puso los guantes y

sacó dos alambres del bolsillo. Se arrodilló y metió los alambres por el

agujero de la cerradura, manipulándolos hasta desatrancarla.

La puerta se abrió y el hombre de la CIA observó el interior del

apartamento. Estaba todo tranquilo. Se deslizó hacia el interior y cerró la

puerta con un movimiento suave. Después examinó el apartamento con paso

ligero e inaudible, revisando todas las habitaciones. Como ya imaginaba, no

había nadie.

Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Estaba casi vacío, pero había una lata

de cerveza portuguesa en la primera bandeja. La abrió y volvió a la sala,

donde se sentó en el sofá bebiendo a tragos espaciados. No le importaba

esperar. Las largas esperas formaban parte de la vida de un agente secreto y

las circunstancias en las que estaba eran incluso agradables, sin comparación

con la incomodidad que vivió en sus anteriores misiones en Kandahar y


Peshawar, donde estaba prohibida la compañía del alcohol. Incluso así, tenía

la esperanza de que el objetivo no le hiciese esperar demasiado; esa noche

quería ver el partido de los Boston Celtics en la televisión.

Y lo más importante, deseaba que la muerte de Tomás Noronha fuese rápida

y limpia.



IX

Una luz amarilla e inquieta, que las velas hacían mover, daba un cierto

ambiente medieval al sótano transformado en bodega y restaurante. Una

claridad inquieta proyectaba sombras fantasmagóricas en las paredes de

ladrillo y lo sorprendente era que eso hacía el lugar más acogedor y

agradable. El escenario montado en un rincón de la sala, sin embargo,

constituía la prueba de que aquel espacio tal vez no fuese el más adecuado

para quien, como Tomás y María Flor, tan sólo querían tener una comida

recatada y una conversación delicada.

Sentados en el escenario estaban también cuatro estudiantes de capa y

sotana negra, dos en una silla con guitarras portuguesas y dos de pie al

micrófono. Tenían voces melancólicas pero no melosas, como se requería en

el fado de Coimbra; porque la dulzura tenía que estar en los versos y no en la

garganta de quien los recitaban.

Adeus, Sé velha saudosa,

Com guitarras a rezar.

Minh´alma parte chorosa

No dia em que te deixar

O adeus da despedida

Não dura mais que un minuto,

Mas fica na minha vida

Como cem anos de luto

Los comensales aplaudieron con vigor el fado de los estudiantes. Al final de

la canción, los vocalistas callaron y, cuando se oyó el puntear de los acordes

punzantes de Años Verdes, una composición que hace que las guitarras lloren,

los guitarristas remitieron la sala al más profundo de los silencios. Los

espectadores acompañaban la melodía con los ojos brillantes; nunca se había

compuesto una música que expresase mejor el alma de Portugal y cuando los

estudiantes terminaron, la sala se levantó entusiasmada y los ovacionó. El

aplauso se prolongó hasta que abandonaron el escenario y el espacio se

volvió a parecer a lo que realmente era, un restaurante a la hora de la comida.

“Años Verdes siempre me conmueve”, observó María Flor, secándose una

lágrima. “Siempre que oigo esta música, es como si escuchase el sonido de


Portugal...”.

Tomás sonrió y le sirvió dos cucharadas de arroz de berberechos. Habían

pedido mientras se cantaban los fados y les habían servido una cacerola

hirviendo justo al acabar los acordes de Años Verdes. A pesar del ambiente

agradable, empezaron a comer en silencio; el semblante pensativo de ambos

mostraba que sus mentes viajaban lejos de allí.

“Después de escuchar la historia que mi madre me contó”, le cuestionó de

repente, como si continuase una conversación que no se había interrumpido,

“¿el médico no te dijo nada en privado?”.

“No, nada”, respondió su amiga. “¿Pero qué es lo que te preocupa

exactamente? ¿Encuentras todo así tan delirante?”.

El historiador tenía un tenedor de arroz en el aire, pero se quedó un largo

momento observando la comida delante de la boca, como si la decisión de

tragar el bocado dependiese de algún debate interno.

“Desde un punto de vista científico, la cuestión se plantea de una forma

muy clara”, dijo, todavía meditativo. “O tenemos dos cosas separadas en la

cabeza, el alma y el cerebro, o apenas tenemos una, el cerebro, que crea la

consciencia. La generalidad de las grandes religiones, con excepción del

budismo, dicen que tenemos dos”.

“El concepto de un alma separada del cuerpo me parece natural”, aceptó

María Flor. “Además, esa idea es intuitiva”. Levantó la mano. “Decimos ‘mi

mano’, ‘mi cabeza’, ‘mi cuerpo’, ¿verdad? Es como si separásemos las dos

cosas; y mi cuerpo también. Todos sentimos que somos dueños de nuestro

cuerpo y de nuestro cerebro, pero no que somos nuestro cuerpo y nuestro

cerebro, y ese dualismo alma-cuerpo nos resulta evidente. Ahora, si tengo la

fuerte impresión de que existe en mi cuerpo un yo interior que es único y

continuo, es porque existe realmente”.

“Pues sí. El problema es que la ciencia, por más que busque las dos cosas,

cerebro y alma, solo encuentra una, el cerebro”.

“Bien decía tu madre que solo crees en la ciencia...”.

“Soy un académico y no puedo aceptar las cosas sin que se demuestren

debidamente”, aclaró. “La cuestión es esta: si tenemos alma, ¿dónde está?

¿Cómo interacciona con el cerebro? Si nuestras memorias se quedan

registradas en células del cerebro, y si esas células mueren cuando morimos,

¿cómo es posible que las almas deambulen fuera del cuerpo, nos acordemos

de cosas que nos ocurrieron durante la vida y reconozcamos familiares que

murieron antes que nosotros? ¡Eso no es posible! La memoria está registrada


en las células del cerebro, no anda por ahí flotando en un espacio etéreo,

¿entiendes? Si las células cerebrales se mueren, la memoria también muere”.

“Puede haber algún mecanismo que explique la supervivencia de la

memoria”, argumentó María Flor. “Como sabes, hay muchas cosas en el

universo que parecen absurdas aunque tengan explicación”.

“Sí, pero no podemos aceptar una cosa simplemente porque alguien dice

que es así. Nos lo tienen que demostrar”.

“¿Entonces cómo se explica que tenga la sensación de que existo más allá

de mi cuerpo?”, preguntó ella. “¿Cómo justificas esta fuerte impresión que

cada uno de nosotros tenemos de que existe un yo interior consciente e

independiente del cerebro?”.

“Maya”.

“¿Quién?”.

“Maya es una palabra que los budistas usan para expresar ilusión, cuando

algo es diferente de lo que parece. Buda dice que el sufrimiento humano es

provocado por la falsa noción del yo, por lo que el sufrimiento solo acaba si

nos liberamos de los deseos y de las relaciones que constantemente recrean

ese yo engañoso”.

“¿Quiere decir que el yo interior no existe?”, se extrañó ella. “¿Mi

consciencia no pasa de una ilusión? ¡Eso es absurdo!”.

“Claro que el yo interior existe, cada uno de nosotros sabe que existe”,

replicó Tomás apresuradamente. “Lo que pasa es que es maya, o sea, existe

pero no es lo que parece. El yo interior constituye solo un nombre

convencional que se da a un fenómeno complejo que emerge de la actividad

del cerebro. Buda explicó que todo depende de todo y que nada es

independiente. La impresión de que existe un yo interior independientemente

de mi cuerpo es maya, de la misma forma que la impresión de que yo soy una

cosa, tú eres otra y el universo es otra también es maya. Y de hecho, los

estudios científicos sobre la consciencia apuntan hacia la misma dirección. El

yo interior no se refiere a algo continuo, eso es una ilusión creada por la

memoria”.

“Bueno, hijo, me estás hablando de materialismo, la convicción que los

científicos tienen de que todo se reduce a energía y materia. Pero el

materialismo no explica una cosa inmaterial como la consciencia. ¿Cómo

puede un cerebro hecho de materia orgánica generar algo tan complejo y rico

como la consciencia? Esa es la cuestión esencial y para la cual nadie ha

encontrado una explicación satisfactoria”.


Tomás sabía que no era un asunto fácil. Metió el tenedor en el arroz y le fue

dando vueltas, como si fuese la mejor forma de dar respuesta a la pregunta.

“Es curioso verificar que hoy sabemos cosas increíbles, como el origen de la

materia, la forma como el universo comenzó, las leyes de la física y todo eso,

pero todavía ignoramos lo que pasa verdaderamente en nuestro cerebro”,

observó con una expresión meditativa. “El cerebro humano es el objeto más

complejo que alguna vez hemos encontrado en el universo y el último gran

enigma de la ciencia. Tiene millares de millones de neuronas, dos hemisferios

y cuatro sectores, unidos por una estructura de superficie llamada córtex, y

está comprimido en una amalgama gelatinosa que pesa solamente un kilo y

medio. La gran pregunta es exactamente la que tú planteaste: ¿cómo es

posible que estas células cerebrales, las neuronas, cada una de ellas aislada e

incapaz de generar un pensamiento, produzcan cosas tan fantásticas como la

imaginación, el sueño, los sentimientos de amor y amistad, los ideales de

belleza, justicia y libertad y la noción del yo interior? ¿Cómo es eso

posible?”.

“Desde luego”, aceptó ella. “Es por eso que tiene que existir el alma. No

hay otra explicación”.

“Claro que hay. Tenemos la prueba de que la consciencia resulta de la

actividad cerebral, cuando vemos los efectos que un accidente produce en el

cerebro o lo que determinadas drogas producen en el temperamento de las

personas. Una lesión en el cerebro puede alterar profundamente los estados

de consciencia. Eso nos prueba que la consciencia resulta de la actividad

cerebral”.

“¿Pero cómo? Si el cerebro está constituido por células, ¿crean ellas la

consciencia? Para poder decir que la consciencia resulta exclusivamente de la

actividad cerebral, tienes primero que explicar cómo se produce la

consciencia”.

“Propiedades emergentes”.

La respuesta fue dada en un tono lacónico y seguida de un bocado que

Tomás se llevó a la boca de forma relajada. María Flor se quedó por un

instante inmóvil, esperando que él explicase sus dos palabras, pero el

historiador continuó masticando como si lo que había dicho fuese suficiente y

final.

“¿Qué quieres decir con eso?”, se impacientó ella. “¿Qué son las

propiedades emergentes?”.

Posando el tenedor en el plato, Tomás metió la mano en el bolsillo y sacó


un bolígrafo. La mesa estaba cubierta por una gran hoja de papel, sobre la

cual estaban los platos y los vasos; en ella escribió una letra.

“¿Qué es eso?.

“Es la letra B. ¿No?”.

Colocó la punta del bolígrafo delante de la B y escribió otras letras.

“¿Y ahora?”.

“Escribiste la palabra bonita. ¿Qué es lo que demuestra?”.

El académico no respondió de inmediato. En su lugar escribió otras palabras

detrás de la que ya había escrito.

“¿Y esto?”.

María Flor soltó una carcajada.

“Es una frase”, constató. “Es un piropo. Ya veo que no pierdes una

oportunidad...”.

“De hecho, no pierdo una oportunidad de decir la verdad”, replicó él. “Lo

que quiero demostrar con este pequeño ejemplo es que las letras aisladas

tienen un significado, pero cuando las asociamos de una cierta forma

adquieren propiedades adicionales. O sea, la palabra bonita no es más que la

simple suma de una t, una n, una i, una b, una a y una o. De esta manera, las

palabras tienen un significado cuando están todas aisladas y adquieren

propiedades nuevas cuando se asocian de una determinada manera. Esto es, la

frase La vida es bella y tú muy bonita es más que la mera suma de las

palabras muy, la, bonita, tú, es, bella y vida”.

“Ya entiendo. Eso son las propiedades emergentes. Un equipo de fútbol es

más que la suma de once jugadores, un grupo de fadistas de Coimbra es más

que la suma de cuatro estudiantes”.

“Eso mismo.

Lo importante, sin embargo, es subrayar que ese efecto no ocurre

únicamente en el lenguaje y en el contexto social, sino que es parte intrínseca

de la gramática de la naturaleza. Por ejemplo, descríbeme un átomo, por

favor”.

“Un átomo es una estructura elemental de la materia. Tiene un núcleo,


constituido por protones y neutrones y orbitado por electrones, un poco como

los planetas alrededor del Sol, sólo que en escala muy pequeña”.

“No diría que los electrones parecen planetas, sino nubes alrededor del

núcleo”, precisó el académico. “De algún modo, se trata evidentemente de

algo muy sencillo. Lo que separa los átomos de los diferentes elementos unos

de los otros es sólo, y para ser estrictamente riguroso, el número

de protones. Además, sólo esa diferencia constituye en sí una propiedad

emergente. El átomo de helio tiene un comportamiento diferente del átomo de

oxígeno, pero la única diferencia entre ambos es que el oxígeno dispone de

más protones, y todavía más neutrones y electrones. Cuando los diferentes

átomos se asocian en moléculas, adquieren propiedades nuevas, y algunas

veces inesperadas. Al asociarse al hidrógeno, el oxígeno da lugar al agua,

pero cuando se asocia al carbono produce una cosa totalmente diferente,

dióxido de carbono. Veamos otro ejemplo. La agregación de moléculas de

sodio da lugar a un metal gris plateado suave, pero cuando el sodio es

asociado a otras moléculas más tranquilas, como las del agua, se genera una

reacción de gran intensidad y violencia. ¿Cómo es posible que dos moléculas

relativamente tranquilas, las del sodio y las del oxígeno e hidrógeno, que dan

agua, cuando se asocian den lugar a algo turbulento? Para compensar, el

cloro es un gas verde venenoso, pero cuando se junta al mismísimo sodio

forma, ¡imagínate!, la sal que da sabor a nuestra comida.”

“Ya veo a dónde quieres llegar”, observó María Flor. “El todo es más que la

suma de las partes y la física y la química se deben a propiedades

emergentes”.

“Es eso, pero es más que eso”, subrayó Tomás. “Este fenómeno nos revela

una característica semántica profunda de la naturaleza. Cada vez nos damos

más cuenta de que el universo está constituido por capas sucesivas de

complejidad, que en cada nivel es más que la suma de las partes del nivel

anterior. La física es sencilla, se reduce a unas cuantas micropartículas todas

iguales que se asocian para formar átomos diferentes. Cuando los átomos se

relacionan unos con los otros, sin embargo, comienza a aparecer una gran

variedad de moléculas, todas con propiedades muy diversas. La materia entra

entonces en el campo de la química, pero no queda por ahí. Las moléculas

químicas se unen las unas con las otras para producir cosas cada vez más

complejas y diferentes. Algunas se asocian para formar aminoácidos y

proteínas y, gracias a una nueva propiedad emergente, comienzan a tener un

comportamiento todavía más complejo al que llamamos teleológico, es decir,


un comportamiento con propósito autónomo. La vida”.

“¿La vida es una propiedad emergente?”.

“¡Desde luego! Nuestro cuerpo está constituido por hidrógeno, oxígeno,

carbono y otros átomos exactamente iguales a los existentes en el aire, en las

rocas o en un planeta al otro lado de la galaxia o en la punta más distante del

universo. Los bloques elementales son los mismos, lo que distingue unas

cosas de las otras es la complejidad con la que esos átomos interaccionan y

las propiedades emergentes que cada nuevo nivel de complejidad trae en su

organización. La propia vida se constituye por sucesivas capas de

complejidad, y cada capa trae nuevas propiedades emergentes. Lo que separa

una bacteria de un insecto es el nivel de complejidad, y lo mismo ocurre entre

un insecto y un ratón, entre un ratón y un mono sagui y entre un sagui y un

ser humano. A nivel elemental todos somos iguales, aminoácidos y proteínas

y cosas por el estilo. Lo que nos separa es la complejidad de la organización

de las moléculas y las propiedades emergentes en cada nivel más complejo”.

“Eso es muy interesante, sí señor”, asintió María Flor. “¿Pero qué quieres

demostrar realmente?”.

El historiador se puso la punta del índice en la sien.

“La consciencia es una propriedad emergente”, sentenció. “Eso es lo que

quiero demostrar. La consciencia es un fenómeno que emerge de la

complicación del cerebro”.

“¿Cómo?”.

“La primera cosa que tienes que entender es que en cierto modo nosotros no

tenemos un cerebro único, sino varios. Están unos dentro de otros, todos

acoplados e integrados. O sea, heredamos los cerebros de nuestros

antepasados remotos, como los insectos y los reptiles, y con la evolución no

nos deshicimos de ellos, los metimos en un cerebro mayor”.

María Flor fingió estar escandalizada.

“¿Estás diciendo que tengo un cerebro de cucaracha y otro de lagartija

dentro de mí?”.

Tomás se rio, divertido con su sentido del humor.

“En cierto modo”, dijo. “Pero claro, el tuyo es mucho más interesante; eso

no se discute...”.

“Sí, sí, intenta arreglarlo con más piropos”, respondió ella, reprimiendo una

sonrisa. “¿Pero qué tiene que ver eso con la consciencia?”.

“Todo”, dijo él. “Viajemos en el tiempo y retrocedamos al momento en el

que la vida surgió en el planeta. Nadie sabe, en realidad, como eso ocurrió


exactamente, pero se supone que las moléculas existentes en la naturaleza se

asociaron de alguna forma y crearon células que empezaron a actuar

autónomamente en un sentido teleológico, logrando así que la química diese

lugar a la biología”.

“Estás hablando de los primeros microorganismos...”.

“Eso mismo. El comportamiento teleológico de los primeros

microorganismos se puede explicar como una computación binaria entre

ceros y unos. Cero significa una cosa buena, uno significa una cosa mala. Los

microorganismos primordiales se aproximaban a las cosas buenas para la

supervivencia y se alejaban de las cosas malas que los perjudicaban. Y eso es

todo. No tenían ninguna consciencia, se trataba de un mero comportamiento

automático de computación binaria: o se aproximaban o huían. Ocurre que

este proceso transformó los microorganismos en criaturas con intereses, es

verdad que primarios, pero intereses. Lo que ocurría en su exterior comenzó a

interesar al microorganismo y de ese modo creó una primera narrativa del

mundo. El exterior adquirió un sentido y el interior también. La criatura

estableció de esta forma una división entre ella y el mundo y eso fue algo

muy importante”.

“¿Por qué? ¿Qué hay de especial en eso?”.

Tomás miró a su amiga con la mente imaginando una experiencia.

“Mira, prueba a tragar un poco de saliva”, sugirió. “¿Puedes tragar ahora?”.

María Flor se rio, pero tragó; una pequeña contracción en el cuello señaló el

momento en el que ocurrió.

“Ya está. ¿Y ahora?”.

“Ahora prueba a escupir en este vaso y después a tragar lo que escupiste”.

“¡Ay qué horror!”, respondió con un cara de repulsa. “¡Qué asco! ¡Eso es

repelente, Tomás Noronha! ¡Totalmente asqueroso! ¡Pero bueno! Menuda

conversación para tener durante la comida...”.

Los labios de Tomás se curvaron con una sonrisa satisfecha por haber

tenido éxito.

“¿Ya viste que tu reacción, perfectamente natural y universal en los seres

humanos, no tiene el menor sentido?, le preguntó.” ¿Por qué razón tragar la

saliva que tienes en la boca no te provoca el menor asco, pero tragar la saliva

que echaste en el vaso es una idea absolutamente repugnante? ¿Por qué? ¿No

es al final la misma saliva? ¿Cuál es la diferencia entre una y otra?”.

“Realmente...”.

“La forma como los seres vivos hacen una distinción tan fuerte entre ellos y


el exterior parece programada a la fuerza en su cerebro y se sitúa en el meollo

de todos los procesos biológicos. Yo soy yo y lo que está fuera de mi cuerpo

no soy yo. Esta línea fundamental comenzó a trabajarse en los procesos

evolutivos y el sistema binario del ‘¡huye!’ porque es malo o ‘acércate’

porque es bueno evolucionó para algo más complejo y refinado a medida que

el sistema nervioso fue creciendo. El cálculo se volvió más complicado, dado

que las criaturas necesitaban obtener más y mejor información sobre el

mundo que las rodeaba para poder competir, sobrevivir y, si fuera posible,

proliferar. Inicialmente los seres vivos no tenían planes, se aproximaban o

sencillamente huían, era una reacción automática, pero la complejidad del

sistema nervioso les permitió empezar a planificar. ¿Cómo conseguir

comida? ¿Dónde? ¿Cómo abrigarse del frío? ¿Cómo identificar las

amenazas? ¿Cómo escapar a los predadores? ¿Cómo coger las presas? De

hecho, es en esta complejidad del cálculo primordial del ‘acércate’ o ‘huye’

que radica la génesis del pensamiento”.

“Bueno, ya veo a dónde quieres llegar”, asintió María Flor. “Primero

apareció la computación binaria elemental; después un cálculo más complejo;

siguieron los pensamientos elementales de supervivencia; más tarde la

planificación sencilla; y por fin, la consciencia. Cada nueva etapa es un

desarrollo de la anterior”.

“En suma, sí, es eso. Una parte importante de nuestro cerebro está

compuesta por cerebros más primitivos, cuyo funcionamiento remite para un

cálculo elemental y automático de tipo: ‘aproxímate’ o ‘¡huye’!”. Pero la

consciencia no constituye un fenómeno instantáneo. Fue apareciendo a

medida que nuestros cerebros fueron evolucionando y adquiriendo nuevas

competencias. Sabemos hoy que los insectos y los reptiles no tienen

consciencia, pero los mamíferos sí la tienen. La consciencia parece haber

despertado en nuestro planeta hace unos doscientos millones de años, cuando

aparecieron cortezas primitivas en los cerebros de los mamíferos, dándoles

así una ventaja evolutiva sobre los reptiles. Esos cerebros primitivos

permanecen dentro de nosotros, de tal modo que casi toda la actividad

cerebral es inconsciente. En el fondo, el cerebro regula los latidos del corazón

y coordina el funcionamiento de los intestinos y de los riñones y de casi todo

el cuerpo sin que la consciencia siquiera se dé cuenta de eso. Se calcula que

solamente cincuenta de los once millones de bits computados por el cerebro

humano resultan de información consciente”.

Garabateó en el papel de la mesa los números, para mostrar la diferencia de


escala.

“¿Entonces para qué sirve la consciencia? Si el cerebro puede regular todo

automáticamente, ¿para qué sirve el yo interior que es consciente de su propia

existencia?”.

“Para la planificación”, sentenció Tomás. “El cerebro humano es una

máquina de planificación y la consciencia es necesaria para que podamos leer

mejor el mundo y planificar con gran complejidad y abstracción. Por eso la

consciencia es un triunfo revolucionario decisivo. Sin consciencia no

habríamos inventado la rueda ni la escritura, sin ella no haríamos automóviles

ni telescopios ni ordenadores. Es la consciencia la que nos permite observar

el universo, entenderlo y dominar algunos de sus elementos”.

“¿Y lo que tu madre vio?”, quiso saber, regresando al punto de partida de la

conversación. “¿Cómo explicas que tu madre haya muerto y haya pasado por

aquella experiencia cuando su electroencefalograma registraba la casi total

ausencia de actividad cerebral?”.

Tomás consultó el reloj y, viendo la hora, levantó la mano para llamar al

camarero y pedir la cuenta.

“Se hace tarde”, constató. “Tenemos que ir al hospital. Sólo el médico

puede aclarar ese misterio”.



X

No dejó de llamarle la atención a James Krongard, mientras bebía su

cerveza, la espesa capa de polvo que se acumulaba en las mesas y en las

estanterías del apartamento. Se inclinó hacia la mesa de apoyo del sofá, pasó

el dedo índice por la superficie y observó el resultado. El dedo estaba más

sucio de lo que se podría esperar.

“O este Noronha es un verdadero cerdo”, murmuró mientras contemplaba la

imagen del índice sucio de polvo, “o entonces...”.

“¿Por qué no había pensado en eso?”, se preguntó en el instante en el que la

idea le vino a la cabeza. Todo aquel polvo era señal de que su objetivo no

acostumbraba a pasar mucho tiempo en casa. Por lo tanto, probablemente

sólo aparecía por la noche. Si era lo que parecía. ¿Quién le garantizaba que el

tipo no tenía una novia cualquiera e iba a pasar unos días en su casa para

recuperarse de las emociones de Ginebra? A fin de cuentas había estado fuera

algún tiempo y probablemente venía con ansias de estar con su mujer.

No, la espera podía ser demasiado larga, razonó el agente de la CIA. Tenía

que ser más activo para encontrar a su objetivo.

Sacó las hojas del bolsillo y las leyó con atención; era el dossier de Tomás

Noronha que el jefe de todos los agentes de la CIA en el terreno, el director

del Servicio Clandestino Nacional Harry Fuchs, le había remitido una hora

antes junto con la orden de detención y de transferencia del sospechoso para

Langley. Además de la hoja que Frank Bellamy dejó incriminando a Tomás

Noronha y de los datos elementales sobre la identidad del sospechoso,

incluyendo tres fotografías, el documento incluía el número de móvil, que

estaba apagado, y la dirección del apartamento, el lugar donde él mismo,

Krongard, se encontraba en ese momento. Pero había otras opciones. El

dossier indicaba que el objetivo había trabajado en la Universidad Nova de

Lisboa, aunque ya no estaba allí, y que era consultor de la Fundación

Gulbenkian, donde permanecía activo.

Esta era su pista.

A través de la conexión a Internet de su móvil localizó el número de la

fundación y llamó.

“Fundación Gulbenkian, buenas tardes”, atendió una voz femenina en voz

melódica. “¿En qué puedo ayudarle?”.

“¿Está el profesor Tomás Noronha?”.


“Voy a pasarle a su despacho. Aguarde por favor”.

Se oyó el pitido de una llamada y después surgió otra voz femenina, más

seca.

“¿Sí?”.

“Buenas tardes, llamo de la Universidad de Harvard”, mintió Krongard para

justificar su acento americano. “¿Está el profesor Tomás Noronha?”.

“Me temo que no. Vino por la mañana pero ya se ha ido”.

“¿Sabe decirme dónde puedo encontrarlo? Es un asunto de gran

importancia”.

“No me diga que es por causa de la... ay!, ¿cómo se llama eso? De la... de la

Tabula Smigri... Sagmari... ay!, de la Tabula algo más”.

El hombre de la CIA hizo una mueca. No entendió estas últimas palabras,

pero sentía que, al fingir que llamaba de Harvard, la mejor universidad de

América, asumir la ignorancia podía levantar sospechas. Por otro lado, el

entrenamiento le había habituado a mentir solo cuando era estrictamente

necesario lo que no le parecía el caso.

“Es otro asunto”.

“Mire, infelizmente va a ser difícil encontrarle hoy porque han llamado de

urgencia al profesor desde Coimbra. Su madre ha tenido un ataque cardíaco

en la residencia donde vive y está en coma. Yo he estado intentando

localizarlo para saber cómo está su madre, pero el profesor tiene el móvil

apagado. Quizás lo mejor sea llamar mañana”.

“Ah, pobre”, murmuró Kongard, fingiendo lástima. “Siendo así, trataré de

contactarle, no sólo por causa del importante asunto que tengo entre manos,

sino sobre todo para darle una palabra de apoyo y, quien sabe, ofrecerle mi

ayuda. Nuestra universidad cuenta con un cuerpo docente con algunos de los

mejores cardiólogos y cirujanos del mundo”.

“Ah, sí, la Universidad de Harvard es muy famosa. Tiene varios premios

Nobel en el equipo docente, ¿verdad?”.

“Así es, señora. Pero es importante que esas cosas sean atacadas lo más

rápidamente posible, como sabe. Por eso el tiempo urge. ¿Puede decirme

cómo se llama la residencia donde vive la madre del profesor?”.

“Casa de Reposo”, informó la secretaria rápidamente. “Estoy segura de que

el profesor Noronha le agradecerá mucho alguna ayuda que le pueda dar”.

“Quede tranquila. Muchas gracias”.

El hombre de la CIA colgó el móvil y, sabiendo que esa noche su objetivo

no volvería a casa, se dirigió a pasos largos hacia la salida. La misión ya tenía


una dirección y un escenario.

Coimbra.



XI

Sorprendidos, encontraron la cama de la habitación dieciséis vacía al llegar

a la enfermería del hospital. Tomás llegó a pensar que su madre se había

levantado para ir al baño y fue a ver, pero el WC estaba también desierto y se

quedó verdaderamente preocupado.

“¿Y mi madre?”, preguntó; la ansiedad le apretaba el estómago mientras

inspeccionaba la cama en busca de algún indicio. “¿Dónde estará? ¿Crees que

le habrá ocurrido algo?”.

Como era evidente, María Flor no tenía respuesta.

“Quizás sea mejor preguntar a una enfermera...”.

Salieron de la habitación con paso rápido, Tomás casi corriendo, y

recorrieron el pasillo hasta llegar a la sala de enfermeras que prestaban

servicio en aquella ala.

“¿Mi madre?”, preguntó él a la primera enfermera que vio en la sala, una

señora pelirroja y gordita sentada frente al ordenador. “¿Sabe decirme dónde

está?”.

La enfermera desvió los ojos del monitor y se quitó las gafas para mirar al

visitante.

“Buenas tardes”, le saludó con un tono tranquilo. “¿Puede decirme cómo se

llama la señora?”.

“Gracia Noronha. La dejé hace dos horas en la habitación dieciséis y ahora

no está ahí. ¿Sabe lo que ha pasado?”.

La enfermera se volvió a poner las gafas y consultó en el ordenador.

“¿Ha dicho habitación dieciséis? Espere, déjeme ver...”. Tecleó unas letras y

esperó a que apareciese la página en la pantalla. “Ah, aquí está, habitación

dieciséis” Frunció las cejas y se acercó al monitor, como si quisiese

cerciorarse de lo que estaba viendo. “Es Doña Gracia Noronha, ¿verdad? La

señora que murió”.

Las últimas palabras provocaron un golpe brusco en el pecho de Tomás.

Abrió con espanto los ojos, abriendo y cerrando la boca también, en estado de

choque con la noticia.

“¿Murió?”. Dio un paso atrás, debilitado por lo que acababa de oír. “Mi

madre... ¿se ha muerto?”.

La enfermera se quitó las gafas y le miró de nuevo.

“Murió, es un decir. Su madre está viva, quédese tranquilo. Pero nosotros


aquí la conocemos como la señora que murió y resucitó, es eso. Perdone si le

llevé al engaño pero vi la ficha de ella y asocié las ideas”.

Tomás respiró ruidosamente, aliviado por la equivocación.

“Ah, menos mal”, suspiró. “¡Uf, qué susto me ha dado usted! Por un

momento pensé que... que... en fin, no interesa. ¿Puede decirme dónde se

encuentra?”.

La enfermera volvió a mirar la pantalla.

“El doctor Colaço la ha llevado a hacer unos exámenes”, aclaró. “Puede

encontrarla en cardiología”.

Encontró a su madre tumbada en un sofá con cables que le salían de las

muñecas, del pecho y de los tobillos conectados a una máquina;

evidentemente estaban haciéndole un electrocardiograma. Una enfermera

estaba monitorizando el proceso y una secretaria tomando notas. Estaba un

hombre con bata blanca, de media edad, calvo con excepción de unos

mechones laterales, en particular por detrás de las orejas.

“Hola chicos”, saludó Doña Gracia al verles. “Ya estoy casi acabando el

examen”. Hizo un gesto con el pulgar señalando al hombre de la bata blanca.

“El doctor me ha dicho que, si estoy muy bien, me da el alta hoy mismo”.

“¿De verdad?”, se sorprendió el hijo. “¿Tan deprisa?”.

Doña Gracia sonrió, evidentemente animada con la perspectiva de salir del

hospital.

“Es lo que me ha dicho”.

La dejaron haciendo el examen y se dirigieron a la secretaría donde estaba

el médico. Al sentir que se aproximaban los visitantes, el doctor Colaço

levantó los ojos y reconoció a María Flor.

“Hola”, saludó. “Viene a saber noticias de Doña Gracia, ¿verdad?”.

“Sí, doctor. El profesor Tomás Noronha es su hijo. Acaba de llegar de

Lisboa para estar con su madre”.

Los dos hombres se dieron la mano y el médico les señaló dos sillas vacías

delante de su mesa.

“Siéntense”, propuso. Fijó su mirada en el hijo de la paciente. “Su madre se

está haciendo un electrocardiograma y, en principio, si está todo bien, le voy

a dar el alta”.

“¿No es algo arriesgado, doctor?”, preguntó Tomás. “A fin de cuentas, ella

ha tenido hoy un ataque cardíaco acompañado de parada prolongada del

corazón. En fin, ¿no le parece más prudente que se quede internada durante

algún tiempo?”.


“Ese sería el procedimiento habitual”, aceptó el cardiólogo. “Ocurre que los

exámenes a los que la he sometido están dando buenos resultados y... en fin,

para hablar con sinceridad, tenemos el hospital absolutamente repleto de

pacientes y nos faltan camas. Por otro lado, nos ha surgido hace poco un caso

muy delicado y necesitamos la habitación privada donde pusimos a su madre.

Claro que la podemos dejar en un pasillo”.

“¡Eso no puede ser!”, cortó el visitante. “No pueden poner a mi madre en

el...”.

“Es exactamente lo que pienso”, aceptó apresuradamente el doctor Colaço.

“Por eso, teniendo en cuenta los buenos resultados de los exámenes hasta

ahora efectuados al corazón y al cerebro y por el hecho de que la residencia

de la doctora María Flor está a dos pasos del hospital, consideré que su madre

estaría mejor y más a gusto en el sitio donde vive. Además, según me

informaron, la residencia dispone de un desfibrilador, lo que ayudará a

enfrentar cualquier situación más complicada hasta que la ambulancia llegue

con los paramédicos. Creo, además, que es justamente lo que ha ocurrido esta

mañana”.

“¿Pero no le parece que darle el alta tan pronto es correr un riesgo

demasiado grande?”.

“Creo que la situación está controlada. De cualquier forma, esta semana

tendrá que venir todas las mañanas para que la observe. Si noto algún

problema, esté tranquilo que vuelvo a internarla”.

El razonamiento del médico fue suficientemente persuasivo para convencer

a Tomás.

“De acuerdo”, accedió. “Además de los exámenes al corazón, habló de

exámenes al cerebro. ¿Los resultados han sido normales?”.

“Considerando que ella tiene Alzheimer, yo diría que sí. El TAC me pareció

conforme a esa realidad”.

Tomás se frotó el pelo mientras pensaba en la mejor manera de plantear el

asunto.

“Sabe, doctor, ella me relató una historia extraña que le habrá ocurrido

cuando sufrió el paro cardíaco”, dijo. “Sé que le contó la misma historia...”.

“¿Se refiere a la experiencia cercana a la muerte y al abandono del

cuerpo?”.

“Exacto. ¿Cree que es una manifestación del Alzheimer?”.

El médico movió la cabeza.

“No, no me parece”.


“¿Por qué no? A fin de cuentas, el Alzheimer es una degeneración

progresiva del sistema neurológico, ¿no es cierto? Me parece natural que una

enfermedad con esas características provoque alucinaciones...”.

El doctor Colaço lanzó una mirada en dirección al sofá donde la paciente

realizaba el electrocardiograma, evidentemente incómodo por abordar el

asunto tan cerca de ella.

“¿No quieren tomar un café?”, preguntó de repente, casi a despropósito,

indicando el pasillo exterior. “Estaremos más cómodos para contarle la

verdad sobre las experiencias cercanas a la muerte”.

“¿La verdad?”.

Con un movimiento decidido, el médico arrastró ruidosamente la silla y se

levantó.

“Su madre, por increíble que parezca, vivió una experiencia genuina”.



XII

Una gran cantidad de helicópteros de varios modelos y colores llenaba la

pista y el aire parecía temblar bajo el efecto de las rotaciones ritmadas del que

acababa de aterrizar en el aeródromo de Tires. James Krongard estaba en el

borde de la pista sujetando el maletín, la corbata moviéndosele como si

quisiese escaparse, las ropas agitándose como sábanas al viento, el polvo

ensuciando las gafas de sol.

Un hombre barrigudo con pullover amarillo se aproximó con paso rápido.

“¿Señor Krongard?”.

“Soy yo”.

El hombre señaló el Bell 206 blanco y azul que estaba parado en la pista.

Una puerta se abrió en el lugar del lado del piloto, aunque el helicóptero

continuase con las hélices rodando, preparado para despegar en cualquier

momento.

“Este es el transporte que su embajada nos pidió con urgencia”, anunció,

gritando para sobreponer su voz al ruido. “Tenga cuidado al aproximarse, las

hélices horizontales tienen tendencia a curvar hacia abajo y... en fin, si le

alcanzan pueden provocarle una gran jaqueca”. Sonrió, satisfecho con la

gracia. “Avance con la cabeza baja, ¿entendido?”. Le dio una palmada en la

espalda. “Buen vuelo!”.

Sin responder, el americano se curvó, como le recomendaron, y se dirigió

hacia el aparato. El sonido del motor en rotación era realmente ensordecedor,

pero al entrar y cerrar la puerta de la cabina se calmó, como si alguien

hubiese tirado una manta sobre las hélices para contener los golpes.

“¡El casco!, gritó el piloto a su lado, indicándole un objeto rojo a los pies

del asiento. “¡Póngase el casco! Y apriétese bien el cinturón. Cuando esté

listo despegamos”.

Krongard obedeció. Encajó el casco en la cabeza y se apretó el cinturón de

seguridad. La maniobra era diferente de la de los automóviles, pero el agente

de la CIA estaba habituado a volar en helicópteros. Aunque nunca hubiese

ido en un Bell 206, había probado todos los modelos que el ejército y la

fuerza aérea americana tenían en Afganistán para las misiones contra Al-

Qaeda y los talibanes alrededor de Kandahar y en las zonas tribales de

Paquistán, por lo que no tuvo problemas en adaptarse.

“Estoy listo”.


El piloto verificó la forma como el cinturón y el casco estaban colocados y

constató que los procedimientos del pasajero eran correctos; le pareció

evidente que el americano estaba habituado a volar en helicópteros.

Satisfecho, encendió la radio y pidió autorización para despegar.

La torre dio luz verde y algunos segundos después el sonido del motor

redobló de intensidad y el Bell 206 se elevó en el aire, empezando a ganar

altitud y proyectando hacia abajo bocanadas de polvo en todas las

direcciones.

Krongard consultó el reloj.

“¿Cuánto tiempo tardamos hasta Coimbra?”.

“Media hora”, respondió el piloto, girando el aparato hacia el norte. “O

menos”.



XIII

El lugar que el doctor Colaço escogió para hablar sorprendió a Tomás. El

anfitrión no llevó a los visitantes a la cantina del cuerpo clínico, como sería lo

normal, sino al comedor de psiquiatría. El local estaba lleno de enfermos

psiquiátricos y el médico invitó a los visitantes a sentarse en una mesa junto a

la ventana, al lado de un paciente que no paraba de babear. Mientras el

cardiólogo estaba en la barra pidiendo, Tomás se preguntó el porqué de la

elección del local. ¿Por qué aquel sitio? ¿Les había llevado allí su anfitrión

porque no quería discutir el asunto delante de otros médicos?

La expresión intrigada del historiador provocó una sonrisa en el doctor

Colaço cuando llegó con tres vasos de plástico de café echando humo y un

cesto de pan y mantequilla que puso sobre la mesa.

“Saben, siempre que un paciente me relata una experiencia cercana a la

muerte me gusta venir a la zona de psiquiatría para reequilibrarme”, dijo,

sentándose y haciendo un gesto que indicaba el espacio alrededor. “Esto me

ayuda a entender que la ciencia todavía existe, no sé si entienden lo que

quiero decir”.

“Más o menos”.

La mirada del médico se lanzó en varias direcciones hasta detenerse en un

punto junto a la entrada del comedor.

“¿Están viendo a aquel hombre sentado al lado de la puerta?”.

Los dos visitantes desviaron la atención hacia el sitio indicado.

“¿Cuál? ¿Aquél con la mano izquierda atada al pecho?”.

“Ese mismo. Se llama Jorge y vino por una consulta ¿Saben por qué tiene la

mano izquierda atada?”.

“¿Se hizo daño?”.

El médico movió negativamente la cabeza.

“La mano izquierda intentó matarle”.

“Es una persona con tendencias suicidas, quiere decir”.

“No, no, de ninguna manera. El señor Jorge Cristóvão es un hombre

perfectamente normal. Lo que ocurre es que vive aterrorizado porque la mano

izquierda ha intentado matarle. Una noche estaba durmiendo y se despertó

sobresaltado con falta de aire y un dolor agudo en la garganta. Era la mano

izquierda que le estaba estrangulando. Afligido, la agarró con la mano

derecha y, después de una tremenda lucha, consiguió liberarse. Desde


entonces, anda con la mano izquierda atada”.

Los visitantes observaron al hombre de la mano izquierda atada al pecho

con una mirada aterrorizada, intentando descubrir algún antagonismo entre él

y su mano izquierda. Sin embargo, el hombre y la mano estaban tranquilos;

tenía un aire hasta cierto punto melancólico y saboreaba distraídamente un té.

“¿Eso es posible?”, preguntó María Flor sin quitar los ojos del hombre.

“¿Una mano puede adquirir vida propia?”.

“Se llama síndrome de la mano extraña y es un fenómeno muy raro. Antes

de atar su mano izquierda, Don Jorge pasó por experiencias muy extrañas.

Por ejemplo, una vez estaba abrochándose la camisa con la mano derecha y

se dio cuenta de que la mano izquierda se entretenía desabrochando los

mismos botones. A veces cogía un objeto con la mano derecha y la mano

izquierda, ¡zas!, se lo tiraba. ¡El pobre ya no sabía qué hacer!”.

“Pobre...”.

“La pregunta que tengo que hacerles es esta: ¿cuál es el significado de este

fenómeno? A la luz de la experiencia cercana a la muerte vivida esta mañana

por Doña Gracia, ¿cómo se puede interpretar lo que ocurre con la mano

izquierda de este señor?”.

“Bien...”, dudó María Flor. “Seguro que algo se ha apoderado de su mano”.

“¿Pero el qué? ¿Un espíritu?”.

“Sí, en cierto modo. ¿Por qué no?”.

“¿Y si le dijese que esto le empezó a ocurrir a Don Jorge después de sufrir

un infarto en el lóbulo frontal izquierdo que le afectó el cuerpo calloso, una

parte del cerebro?”.

“Ah...”.

“O sea, a primera vista estamos ante el caso de un hombre a quien un

extraño espíritu se apoderó de la mano izquierda. Pero, analizando mejor las

cosas, comprendemos que este comportamiento extraño de la mano izquierda

comienza únicamente después de haber sufrido una lesión en el cerebro. Esto

es, lo que a priori parece un caso de espiritismo, a posteriori se revela un

caso puramente neurológico”. Se dio la vuelta en la silla y echó una mirada a

todo el comedor. “Fíjense ahora en aquella señora de azul junto a la maceta”.

Los ojos de los visitantes se desviaron hacia la mujer.

“¿Cuál? ¿Aquella que está hablando sola?”.

“Doña São tiene tres personalidades diferentes. Unas veces es la afirmativa

Vera, otras la tímida Alexandra y otras la desbocada Luisa, una sinvergüenza

insoportable. Cada personaje tiene un nombre, una biografía y una vida


propia. A la luz de la experiencia de esta mañana de Doña Gracia diríamos

que el cuerpo de Doña São está poseído por tres almas diferentes, ¿no es

verdad?”.

“Sí, diría que sí”.

“La verdad es que esta señora sufre una perturbación de personalidad

múltiple, una patología relativamente común. Existen millares de casos

semejantes de personas con dos, tres y hasta dieciséis personalidades

diferentes. Los estudios muestran que casi todos estos pacientes tienen una

cosa en común: durante la infancia fueron víctimas de violencia salvaje,

frecuentemente de naturaleza sexual. Se concluye que sus cerebros crearon

múltiples personalidades como mecanismo de defensa contra esa violencia,

como si estuviesen desarrollando fronteras internas en su personalidad,

subdividiéndola en varias partes para compartimentar mejor el trauma y fingir

que la violencia sólo ocurrió en una de sus personalidades y no en todas. O

sea, no existen espíritus, es el inconsciente que crea sucesivas personalidades

como un mecanismo de defensa”.

“Está bien, todas esas personalidades pueden explicarse por traumas de

infancia. Pero no se encontró ninguna característica física en el cerebro que

produzca diferentes personalidades en el mismo cuerpo”.

“Pues mire, sí se encontró”, corrigió el doctor Colaço, señalando a un

hombre delante de ellos que leía un libro. “¿Están viendo allí a Don Abel?

Por un problema grave de epilepsia tuvieron que cortarle el cuerpo calloso

que une los dos hemisferios de su cerebro. En una persona normal, los

hemisferios se unen entre sí, pero sin el cuerpo calloso dejan de comunicarse.

Mis compañeros de psiquiatría realizaron varias pruebas a Don Abel, ¿y sabe

lo que constataron? Que tiene dos entidades en la cabeza, cada una con sus

sensaciones y sus propios deseos, aunque sólo la del hemisferio izquierdo

posea voz porque es en ese hemisferio donde se encuentran las competencias

del lenguaje”.

María Flor respiró hondo.

“Bien, ya entendí”, dijo. “Usted cree que la experiencia cercana a la muerte

que vivió Doña Gracia esta mañana tiene una explicación clínica...”.

“No he dicho eso”, enfatizó el doctor. “Me limité a constatar que, viniendo

a psiquiatría, entendemos que ciertos fenómenos no son lo que parecen.

Pensamos que muchas cosas ocurren en el mundo exterior cuando realmente

ocurren exclusivamente en el cerebro”.

Con esta observación Tomás se movió en la silla.


“Eso me lleva a recordar aquella pregunta filosófica clásica”, dijo,

rompiendo el silencio que mantenía desde el comienzo de la conversación.

“Si un árbol cae en un bosque donde no hay nadie que pueda oír, ¿hará

ruido?”.

Su amiga miró al techo, como si la respuesta fuese evidente.

“Claro que sí”, exclamó. “El árbol no deja de hacer ruido porque no esté allí

nadie para escucharle. Que yo sepa, las cosas existen independientemente de

nosotros”.

“¿Lo crees realmente?”.

“¡Desde luego!”.

“Entonces vamos a ver”. El académico cambió de posición y se inclinó

hacia delante. “¿Qué es el sonido? Es el resultado del movimiento de

moléculas en cualquier medio, como el aire, el agua u otro medio cualquiera,

¿verdad? Cuando un árbol se cae al suelo, las moléculas del aire son

perturbadas y generan impulsos sucesivos que desencadenan alteraciones en

onda en la presión atmosférica de alrededor. Lo que ocurre es que, cuando

ocurren entre veinte y veinticinco mil impulsos por segundo, esa alteración

de la presión provoca una vibración en una membrana llamada tímpano, que

la transforma en impulsos eléctricos y la transmite a un nervio”. Levantó el

índice para subrayar un punto esencial. “Atención que el tímpano no registró

ningún sonido, solo vibró debido a los impulsos rápidos que alteraron la

presión del aire. Lo que ocurrió fue que el tímpano estimuló el nervio en

función del ritmo de esos impulsos de moléculas, creando una cosa que la

consciencia describe como sonido. El cerebro podría, es cierto, haber

transformado ese estímulo en una imagen, pero optó por hacer que las

alteraciones asumiesen forma de sonidos. Un sordo, por ejemplo, no es

receptivo a tal estímulo, pero sentiría igualmente las vibraciones de las

moléculas del aire, aunque, en este caso, en la piel”.

“O sea, el sonido como lo conocemos se crea en nuestra cabeza, no existe

fuera de ella”, resumió el doctor Colaço, retomando el control de la

conversación. “Lo mismo ocurre, como está implícito en la descripción del

profesor Noronha, con la visión”. Apuntó a una lámpara encendida en el

techo del comedor. “Lo que hace esa lámpara es emitir pequeños grupos de

ondas electromagnéticas. Nótese que ni la electricidad ni el magnetismo son

inherentemente visuales. Aun así, cuando estas ondas electromagnéticas

alcanzan un ser humano con longitud de onda de cuatrocientos a setecientos

nanómetros, su energía estimula las células cónicas de la retina y se


transforma en impulsos eléctricos que son enviados por un nervio al lóbulo

occipital del cerebro, en la parte de atrás de la cabeza. Al recibir esos

impulsos, las neuronas disparan y crean lo que designamos como una imagen.

Eso es la visión”.

“Además, basta observar lo que ocurre cuando vemos un arco iris”, recordó

Tomás. “El arco iris no pasa de una refracción de la luz provocada por el

contacto con el agua a partir de un determinado ángulo de visión. Si alguien

fuera al lugar donde vio el arco iris no encontraría nada; ese fenómeno se

reduce a un mero efecto visual captado por nuestros ojos a partir de

determinado punto. Una persona que esté a diez metros de distancia lo verá

con una intensidad de colores diferentes o ni siquiera lo verá. O sea, el arco

iris no está allí, es una ilusión”.

“Pero se puede fotografiar”, argumentó María Flor. “Ya vi muchas fotos del

arco iris...”.

“Es verdad. El arco iris no existe como objeto material, pero es de cierto

modo real, una vez que lo vemos y lo fotografiamos. Pero, y ese es el punto

esencial, no es real a no ser que sea observado. ¿Entiendes la sutileza? Es la

observación la que, asociada a la refracción de la luz en el agua, crea el arco

iris. Sin observación no hay arco iris”.

María Flor levantó los brazos en señal de rendición.

“Ya entendí”, dijo. “La imagen también se crea en nuestro cerebro”.

“Es importante entender eso”, asintió el médico, señalando de nuevo la

lámpara del techo. “Allí encima no hay ninguna luz. Lo que existe son ondas

electromagnéticas que nuestro sistema neurológico transforma en imágenes.

EL cerebro podría convertir esas ondas en... no sé, en cosquillas o en dolores

de barriga o en sonidos o en gustos o en cualquier otra cosa, pero optó por

imágenes”.

La dueña de la residencia cruzó los brazos.

“Todo eso es muy bonito y muy lógico, sí señor. Sin embargo, sigo

esperando una explicación razonable para lo que ocurrió esta mañana con

Doña Gracia”.

“Antes de confrontarnos con la experiencia de Doña Gracia, me parece

importante que entendamos hasta qué punto la consciencia domina nuestra

mente”, dijo el médico, extendiendo la mano hacia el cesto del pan que estaba

en la mesa. “María Flor, ¿usted cree que cuando toma una decisión

consciente, por ejemplo, levantarse para ir a la ventana a ver lo que pasa

fuera, ¿fue la consciencia quien la tomó?”.


“Claro. La respuesta está, además, dentro de la propia pregunta: si la

decisión es consciente, es obvio que fue tomada por la consciencia. ¿Cómo

podría ser de otro modo?”.

“¡Atención!”.

De forma repentina el doctor Colaço tiró un trozo de pan en dirección a su

interlocutora. María Flor reaccionó casi instantáneamente y se desvió del

panecillo volador.

“¿Qué... qué ha sido eso?”, balbuceó ella, con la mirada entre el pan caído

detrás de ella en el suelo y el médico y sin entender su comportamiento.

“¿Por qué me ha tirado el pan?”.

El cardiólogo sonrió.

“Para poder hacer una pregunta”, dijo. “Cuando se desvió del panecillo,

¿pensó previamente en esquivarlo o fue una reacción... como diría yo,

automática?”.

“Bien, fue refleja... o automática, como prefiera llamarla. No tuve mucho

tiempo para pensar”.

“Seguro que fue automática”, confirmó el doctor Colaço. “Una vez que

tenía que decidir muy rápidamente cómo enfrentar la amenaza, el cerebro

reaccionó sin remitir el asunto a la consciencia. No había tiempo para tal.

Pero, ¿si hubiese tiempo? ¿Cuánto tiempo de reacción sería necesario para

que el cerebro pudiese remitir el asunto para la consciencia? Para responder a

estas preguntas, un neurocientífico llamado Benjamín Libet llevó a cabo un

conjunto de experimentos que dieron mucho que hablar en el mundo

científico. Estimulando la superficie del cerebro con electrodos, Libet

comenzó por demostrar que las personas dicen lo que sienten sólo medio

segundo después de un estímulo eléctrico. O sea, nuestra consciencia está

siempre medio segundo desfasada de la realidad, aunque no notemos ese

efecto porque reconstruimos los acontecimientos como si estuviesen

sucediendo en ese preciso momento”.

“Es curioso”, observó María Flor. “Eso explica por qué razón mi respuesta

fue refleja. Si mi cuerpo estuviese esperando una decisión consciente, el pan

me habría dado en la cara”.

“No queríamos eso, ¿verdad?”, sonrió el cardiólogo. “Pero Libet no se

quedó ahí. Quiso saber también lo que habría ocurrido si hubiese tiempo

suficiente para que el cerebro remitiera la decisión para la consciencia. Por

ejemplo, si uno de nosotros fuese a mirar por la venta, esa decisión no

requeriría una respuesta inmediata. ¿Cómo sería el proceso de decisión? Libet


realizó un experimento en el que pidió a las personas que flexionasen el

puño, lo que le permitió medir tres cosas: el momento en que las personas

decidieron conscientemente flexionar la muñeca, el momento en que la

actividad cerebral se inició y el momento en que se flexionó la muñeca. El

experimento produjo resultados chocantes. Libet descubrió que la primera

cosa que ocurrió fue el inicio de la actividad cerebral. Un tercio de segundo

después se tomó la decisión consciente y doscientos milisegundos más tarde

se flexionó la muñeca”.

“¿La actividad cerebral ocurrió antes de la decisión consciente?”, se

sorprendió María Flor. “¿Antes? Quiere decir que la decisión consciente no

inició la acción?”.

“Fue lo que el experimento de Libet demostró”, confirmó el doctor Colaço.

“Las consecuencias de ese descubrimiento son, como puede calcular,

profundas. Parece que el cerebro toma primero una decisión y solo después

informa a la consciencia de esa decisión, teniendo el cuidado de convencerla

de que fue ella quien decidió. O sea, las decisiones conscientes nos parecen

conscientes, pero no lo son. La consciencia no pasa de una ilusión, no en el

sentido de que no existe, sino en el sentido de que es algo diferente de lo que

pensamos”.

La expresión en la mirada de la directora de la residencia era de shock.

“¡Dios mío!”, levantando las manos en un gesto de impotencia. “¡Eso quiere

decir que no pasamos de... de máquinas!”.

“Máquinas de cálculo. El cerebro es un ordenador bioquímico”.

“Pero entonces ¿cómo se explica esta sensación de que existo, de que

pienso, de que soy yo, que tengo un pasado, tomo decisiones, me gusta el

chocolate y el olor de las flores, que muchas cosas ocurrieron en mi vida y

continúan ocurriendo y yo soy el resultado de todo eso? ¿La noción de mí

misma no pasa de una ilusión?”.

“Me temo que sí. Además, no sólo nuestra consciencia está medio segundo

atrasada en relación al mundo real sino que también trata con un mundo

totalmente construido en nuestra cabeza. Por un lado, transformamos

estímulos electromagnéticos en imágenes, e impulsos de moléculas en

sonidos; creamos así algo que no existe de esa forma en la realidad, sino solo

en nuestra mente. Por otro lado, la percepción y la memoria distorsionan

también esos estímulos que recibimos. Numerosos estudios muestran que la

mente selecciona los estímulos exteriores y los altera constantemente”.

“¿Y cómo los altera?”.


“La memoria no es de fiar. Mire, el primer indicio de que la memoria no

puede considerarse un grabador fiel surgió en una experimento realizado en

1902 en Berlín. Durante una clase en la universidad, dos estudiantes iniciaron

una discusión acalorada que acabó con uno de ellos amenazando al otro con

una pistola y el profesor interponiéndose entre ambos. En realidad, todo el

incidente fue simulado y al final el profesor pidió a los otros alumnos, que

durante la discusión pensaban que era verdadera, que escribiesen un informe

sobre lo que había ocurrido. Cuando fue a leer los textos, el profesor

contabilizó tasas de errores factuales entre un mínimo de veintiséis por ciento

y un máximo de ochenta por ciento”.

“¡Caramba! ¿Tanto?”.

“Los informes omitían frases proferidas y actos cometidos por los dos

alumnos y, por otro lado, ponían palabras en la boca de colegas que habían

estado callados y actos en otros colegas que habían estado quietos. Este

experimento desencadenó una serie de otros exámenes, que sucesivamente

confirmaron la falibilidad de la memoria. Se descubrió que la memoria no se

fija en el momento en que registra, sino que se va reorganizando a medida

que pasa el tiempo. La mente apaga unos elementos, distorsiona otros e

incluso añade cosas nuevas. O sea, los acontecimientos que observamos en

nuestra mente no corresponden a un exterior real factual, son una

reconstrucción”.

“¿Quiere decir que la memoria que tengo de mi mesa es también una

ilusión?”.

“En cierto modo. Pero atención, porque memoria y consciencia son cosas

diferentes”.

“¿Cómo de diferentes?” Para tener consciencia necesito saber quién soy. La

memoria es una parte fundamental de la consciencia”.

El médico se recostó y sondó con la mirada a los pacientes que se

encontraban en el comedor. Su atención se detuvo en un hombre de media

edad, delgado y curvado, que se encontraba en la ventana mirando fijamente

al exterior.

“¿Ve aquel de allí, el señor Gonçalves?”, señaló. “También debido a graves

ataques de epilepsia, le operaron cuando tenía veinte años; el cirujano

cometió un error y, sin querer, le quitó el hipocampo. El señor Gonçalves

recuerda todo hasta los veinte años, pero a partir de ahí sólo tiene capacidad

para retener lo que ocurre hasta un máximo de diez minutos antes del

momento presente. Cuando un médico o un familiar vienen a hablar con él, es


como si les viese por primera vez. Para él la vida es un eterno presente, las

cosas le ocurren pero le desaparecen después de la memoria, los recuerdos

son como agua que se escurre por un colador. Su diario comienza todos los

días por la misma frase: ‘Hoy fui consciente por primera vez’.”

“¡Oh, pobre!”.

“El caso del señor Gonçalves muestra que es posible estar consciente sin

tener memoria, aunque eso produzca efectos extraños en su día a día. Es que

la consciencia, a pesar de parecernos que es continua, resulta en realidad una

competición entre diversas instancias de nuestra mente. En una secuencia

continua la instancia estética pude tomar el control mientras aprecio un

paisaje, pero si pasa una chica guapa, la instancia sexual asume el control de

la consciencia para después ser desalojada por la instancia del apetito, que me

informa de que estoy con hambre y me lleva a pensar en una buena fabada de

un restaurante próximo; y así sucesivamente. Es por eso que a lo largo de

cinco o diez minutos se nos ocurren tantos pensamientos diferentes. Son los

diversos yo que se imponen unos a otros. Lo que crea la ilusión de

continuidad de la consciencia es justamente la memoria, porque al acordarnos

de las cosas nos quedamos con la sensación de que somos una única

personalidad con un único hilo de consciencia y no múltiples entidades que

combaten por el dominio de la consciencia”.

La historia del paciente plantado delante de la ventana y el papel de la

memoria en la organización de la consciencia sacó a Tomás del silencio al

que se había remitido.

“Sin embargo hoy, al venir aquí, me ocurrió una cosa curiosa”, observó.

“Recuerdo haber entrado en el coche en Lisboa y haber llegado a Coimbra,

pero no me acuerdo de lo que ocurrió entre medias. Me puse a pensar en otras

cosas y no me acuerdo de ver la carretera, los otros coches, el paisaje, el

recorrido, nada de nada. Sin embargo, estaba despierto y concentrado en la

conducción, una actividad muy compleja que requiere múltiples tareas

especializadas: meter la marcha, pisar los pedales, garantizar que no choco

con los otros vehículos, seguir una ruta, respetar las reglas de tránsito, ver las

señales... y yo qué sé más”.

“Es un buen ejemplo”, observó el médico. “La cuestión es esta: ¿estaba

consciente cuando eso ocurrió?”.

“Seguro que estaba. El problema es que, tal como el señor Gonçalves, no

recuerdo haber hecho el camino entre Lisboa y Coimbra. No me acuerdo de

nada”.


“En realidad, y como demuestra el experimento de Libet, quien estaba

conduciendo no era su consciencia, sino un ordenador automático llamado

cerebro”, sentenció el doctor Colaço. “La consciencia se ocupó de otras cosas

y sólo sería llamada a la conducción si el cerebro concluyese que un evento

importante requería una atención especial, como por ejemplo la amenaza de

una colisión. Por lo demás, las experiencias de Libet muestran que, aunque

las decisiones voluntarias no sean tomadas conscientemente, la consciencia

tiene por lo menos el poder de vetarlas. En suma, la consciencia no pasa de

un efecto creado por el cerebro para controlar el cálculo bioquímico del

cerebro y planificar mejor”.

María Flor parecía estar a punto de rendirse. Algo, sin embargo, le decía

que debía persistir. No podía aceptar que la ciencia la redujese a una mera

máquina de cálculo y, como un náufrago agarrado a una boya frágil que el

mar tempestuoso llevaba de un lado para otro, se agarró a la cuestión que a

pesar de toda la conversación, todavía no se había explicado.

“¿Y la experiencia de Doña Gracia?”, preguntó en voz suave; parecía que se

refería a su última esperanza de rescatar el alma de la aniquilación a manos

de los científicos. “¿Alguien por favor me explica lo que ella vio cuando

estaba clínicamente muerta?”.

Las miradas del doctor Colaço y de Tomás se cruzaron, como si uno pidiese

al otro permiso para responder.

“¿Doña Gracia tiene Alzheimer, correcto?”.

Al intuir el camino que esta pregunta abría, la dueña de la residencia

estrechó los párpados con desconfianza: ¿estaría la enfermedad relacionada

con lo que Doña Gracia creía haber visto durante el paro cardíaco?

“Sí, ¿y eso que quiere decir?”.

“El caso de los pacientes con Alzheimer proporciona pistas interesantes

sobre la consciencia. Cuando interaccionamos con uno de estos enfermos,

podemos ver el yo de esa persona desapareciendo poco a poco. Quien

acompaña el deterioro gradual de un enfermo con Alzheimer sabe muy bien

que la consciencia no desaparece de un momento para otro, como si en un

momento la persona tuviese una mente y en el momento siguiente la perdiese.

Las cosas no pasan así”.

“Eso es verdad”, reflexionó María Flor. “En la residencia he seguido

muchos casos de enfermos con Alzheimer y de hecho constato que la

consciencia se va apagando poco a poco, no es un evento súbito. Es como si

el yo de esas personas se fuese desintegrando”.


“Exactamente”.

“Pero eso solo refuerza mi perplejidad”, observó ella.

“Si Doña Gracia se encuentra en proceso gradual de pérdida de consciencia

debido al Alzheimer, y si encima durante el paro cardíaco estaba clínicamente

muerta y con el cerebro inactivo, ¿cómo se explica que ella haya sentido que

salió del cuerpo? ¿Cómo observó al médico que se golpeó la rodilla en la

esquina de un mueble? ¿Cómo se metió en un túnel con una luz al fondo y

vio y habló con familiares que ya murieron, y hasta volvió a ver su vida en

calidoscopio? ¿Qué explicación tiene usted para todo eso?”.

El doctor Colaço se encogió de hombros y respiró hondo, como si fuesen

demasiadas preguntas y no tuviese capacidad de enfrentarse a ellas.

“Es un misterio”, acabó por reconocer. “Pero hay una cosa que insisto en

subrayar. La experiencia que ella vivió fue bien real”.



XIV

No muy seguro, el conductor aparcó en la plazoleta, bajo un roble y al lado

de la acera. Después de apagar el motor del coche, se quitó las gafas de sol y

analizó cuidadosamente la vivienda. Había un muro cubierto de arbustos

cortado por un portón de hierro con un azulejo blanco indicando un nombre

en azul.

La Casa de Reposo.

Al final de una zona verde se levantaba la casa, un edificio blanco de dos

pisos y con un bosque de pinos mansos al lado. Una vez estudiado el espacio,

James Krongard salió del Ford blanco que había alquilado a su llegada a

Coimbra y se dirigió a la propiedad a paso lento, siempre atento a los

pormenores. Empujó el portón, que rechinó, y atravesó el jardín por las

piedras esparcidas a lo largo del camino entre la hierba hasta detenerse

delante de la puerta. Tocó el timbre y un zumbido eléctrico sonó en el interior

de la casa.

La puerta se abrió y apareció una mujer con bata y toca blanca.

“¿Qué desea?”.

“Buenas tardes, señora”, saludó con su fuerte acento nasal. “Soy de una

universidad americana y me urge encontrar al profesor Tomás Noronha. Me

informaron de que su madre tuvo un problema de salud y que le encontraría

aquí en Coimbra”.

“Ah, sí, la señora es Doña Gracia y tuvo un ataque cardíaco, pobre”,

confirmó la auxiliar. “La señora directora la llevó en una ambulancia al

hospital y pienso que el profesor Noronha también está allí”.

“¿Sabe decirme a qué hospital fueron?”.

“Al de la universidad, claro. Me parece que en breve regresarán”.

“¿Ah sí?”.

“Llamamos a la doctora para saber cómo iban las cosas y ella nos dijo que

Doña Gracia ya está bien y que el hospital le va a dar el alta en breve. Viene

esta tarde”.

“¿El profesor Noronha también?”.

“Seguro. ¿Quiere que llamemos para darle el recado?”.

“No se preocupe”, respondió rápidamente el americano, nada interesado en

que su futura víctima supiese que alguien le buscaba. “Por favor, no le

moleste, ya debe de tener demasiadas preocupaciones. Regreso más tarde o


mañana. Gracias”.

Antes de que la auxiliar insistiese, el hombre de la CIA dio media vuelta y

abandonó el espacio de la Casa de Reposo. Regresó al coche y se sentó al

volante para reflexionar sobre la situación. ¿Qué debía hacer? ¿Ir al hospital?

Si su objetivo venía en breve a ver a la madre a la residencia, corría el riesgo

de perderlo. No, lo mejor sería quedarse quieto y esperar a que apareciese;

era la única manera de garantizar que el hombre que buscaba no se le

escapaba.

Tenía que preparar una emboscada.



XV

Olvidados de la hora, los tres comensales estaban sentados tranquilamente,

con los vasos de café vacíos encima de la mesa del comedor de psiquiatría.

La conversación había entrado en su parte crucial, la experiencia cercana a la

muerte de Doña Gracia, y Tomás quería saber lo que el médico pensaba sobre

el asunto.

“El siglo XIX fue un periodo de grandes descubrimientos científicos del

mundo invisible”, empezó por recordar el doctor Colaço. “Se descubrió la

relación entre la electricidad y el magnetismo, las ondas hertzianas, las

longitudes de onda de la luz, la radioactividad, los rayos X y otras cosas. Fue

en este contexto que se empezó también a hablar de sesiones para contactar

con los espíritus. Como se estaba descubriendo todo ese universo invisible al

ojo humano, la posibilidad de existir almas vagando por ahí sin que fuesen

detectadas no parecía nada extraordinario y el asunto llegó a atraer la

atención de científicos eminentes, que hicieron experimentos para entender lo

que pasaba en esas séances. Se pensaba que el alma tenía existencia física, lo

que significaba que ocupaba espacio y, consecuentemente, tenía un peso”.

“No está mal pensado”, observó María Flor. “El problema es que no hay

forma de pesarla, ¿verdad?”.

“No era lo que pensaba un cirujano americano llamado Duncan Mcdougall”,

corrigió el médico. “Pensó en una forma de medir su peso”.

“¿Eso es posible?”.

“Desde luego”, confirmó él. “La idea de Macdougall era muy sencilla.

Bastaba pesar una persona cuando estaba viva y después verificar su peso

cuando muriese. La diferencia entre las dos mediciones sería el peso del

alma”.

“¡Eso es absurdo! Las personas vivas varían de peso a lo largo del tiempo,

incluso varían de peso en un mismo día. ¿Cómo podía estar seguro de que la

diferencia de peso se refería al alma y no a las alteraciones en la dieta

mientras las personas están vivas?”.

El doctor Colaço señaló hacia su interlocutora como si indicase que esa era

la cuestión crucial.

“Justamente ese problema lo resolvió Macdougall de una forma muy

ingeniosa”, dijo. “Era necesario que la medición ocurriese en el momento

justo en el que los pacientes morían, ¿entiende? Macdougall tuvo la idea de


colocar una cama sobre una plataforma soportada por una balanza industrial y

tumbar allí un moribundo a punto de morir. Necesitaba pacientes que

muriesen tranquilamente y casi sin moverse, y por eso escogió ancianos que

fuesen víctimas de tuberculosis pulmonar. Sus cuerpos eran muy leves y la

enfermedad que padecían tenía la ventaja de permitir adivinar con algunas

horas de antecedencia la inminencia de la muerte”.

“¿Y realizó de verdad esas mediciones?”.

“Sí, claro. Una tarde de 1901 tuvo lugar la primera muerte en la cama de

Macdougall. En el momento de la muerte del paciente, y delante de varios

testimonios cualificados científicamente, la aguja de la balanza bajó de

repente y se mantuvo estable. Las mediciones permitieron concluir que la

caída de peso había sido de veintiún gramos”.

La revelación dejó a María Flor con la boca abierta.

“¿Veintiún gramos? ¿Ese es el peso del alma?”.

“Fue lo que reveló la medición de Macdougall. Hubo quien cuestionase la

validez del experimento invocando que cuando una persona muere, los

músculos pélvicos y el esfínter pierden tensión, por lo que la ligera pérdida

de peso puede estar relacionado con la pérdida de orina o de heces.

Macdougall desmontó ese argumento recordando que, de ser así, no se

registraría pérdida de peso, ya que la balanza industrial estaba pesando la

cama y, en tal circunstancia, la orina y las heces permanecerían en esa cama.

Otra objeción fue que la pérdida de peso registrada por la balanza se debía a

la exhalación final del moribundo, dado que la respiración envuelve

moléculas, y por eso tiene un peso. Al exhalar, el moribundo perdería peso.

Para probar esa hipótesis, Macdougall saltó encima de la cama y expulsó todo

el aire que tenía en los pulmones. La aguja de la balanza no se movió”.

“Por lo tanto, el alma pesa realmente veintiún gramos...”.

“Quizás. El problema es que los experimentos científicos, para poder

validarse, tienen que repetirse. Macdougall efectuó la experiencia en otros

cinco pacientes, aunque con resultados inconclusos. El segundo paciente que

fue medido solo bajó de peso quince minutos después. Macdougall reconoció

haber tenido dificultad en determinar el momento exacto de ese óbito y la

propia alteración de peso producida no fue de veintiún gramos, como en el

primer caso, sino de catorce gramos. El tercer paciente también perdió

catorce gramos en el momento de la muerte. El problema fue que perdió

veintiocho gramos adicionales minutos más tarde, lo que trajo más incertezas

a la medición. El peso de las muertes del cuarto y quinto pacientes, por otro


lado, fue comprometido por problemas en la balanza. Hechas las cuentas,

solo la primera experiencia había sido llevada a cabo en las condiciones

ideales”.

“Sea como sea, es interesante que haya habido siempre una pérdida de peso

en el momento de la muerte”, constató María Flor. “¿Por qué no realizó más

experimentos similares?”.

“Por razones éticas. Hacer mediciones científicas con una persona que se

está muriendo no es propiamente correcto, ¿no le parece?”.

La dueña de la residencia se ruborizó, chocada con su propia insensibilidad.

“Ah, desde luego”, aceptó. “Es una estupidez de mi parte no haber pensado

en eso, pero estaba de tal forma absorbida en la conversación que ni me

coloqué esa cuestión”.

“Las objeciones éticas planteadas por la comunidad científica fueron tales

que Macdougall optó por no volver a hacer el experimento con seres

humanos. En vez de eso, escogió el mundo canino. En los años siguientes

llevó a cabo quince experiencias con perros. Los envenenó y después los pesó

en el momento de la muerte. En ningún caso, sin embargo, la balanza registró

alguna pérdida de peso. Su conclusión fue que los perros, al contrario que los

seres humanos, no tienen alma...”.

La conclusión produjo una sonrisa irónica de María Flor.

“Hay quien piense exactamente lo contrario...”.

Tomás seguía en silencio la conversación, pero en esta parte decidió

intervenir.

“Es verdad que al principio los científicos hicieron algo de caso al

espiritismo”, reconoció. “Pero, si bien me acuerdo de lo que estudié sobre el

asunto, rápidamente se dieron cuenta de que se trataba de un negocio de

charlatanes que explotaban la creencia absurda de las personas y el tema

quedó totalmente desacreditado en la comunidad científica”.

“Sí, así fue”, asintió el doctor Colaço. “Pasado el furor inicial, los

científicos remitieron todo el tema de los espíritus y de las almas que parten

para otro mundo para el folclore y pasaron a ignorar la cuestión. Los relatos

de las personas que estuvieron a las puertas de la muerte fueron pura y

simplemente desvalorizados y catalogados como burla o producto de la

imaginación fértil de personas ingenuas influenciadas por tramposos”.

“Sí, esa es la idea que tengo”.

El médico levantó la mano, como si quisiera frenar a Tomás.

“Pero eso ha cambiado desde entonces”.


El historiador alzó una ceja.

“¿Cambió? ¿Cómo?”.

“La persistencia de los relatos de experiencias cercanas a la muerte a lo

largo del tiempo, la coherencia con que eran presentados por tantas y tan

diversas personas y el hecho de que numerosos médicos hayan confirmado

que muchos de esos pacientes estaban técnicamente muertos, o por lo menos

a las puertas de la muerte, cuando decían haber vivido tales experiencias

obligaron a repensar esa visión”.

“¿Habla en serio?”, preguntó Tomás, sorprendido.

“¿Los científicos creen de verdad que esas experiencias son verdaderas?”.

“La comunidad científica acepta hoy que corresponden a algo real”.

Levantó un dedo, como si hiciese una excepción. “Pueden no ser aquello que

parecen, claro. Eso es otra cuestión”.

“Ah”.

“Un estudio hecho durante dos años a supervivientes de paros cardíacos en

diez hospitales de Holanda permitió concluir que el doce por ciento de los

pacientes tuvieron una experiencia cercana a la muerte. Otros estudios

llevados a cabo en Estados Unidos también con supervivientes de paros

cardíacos registraron porcentajes entre el diez y el veintitrés por ciento de

pacientes con experiencias similares. Esas experiencias no son todas iguales,

aunque tengan elementos comunes. Unos supervivientes hablan de un túnel y

una luz, otros dicen que salieron del cuerpo y vieron a los médicos y a los

enfermeros intentando reanimarlos, otros que encontraron familiares muertos

y otros que revivieron toda su vida en breves instantes. Algunos suman dos o

tres de estos aspectos y ocasionalmente hay quien se acuerde de haber pasado

por todos los pasos de la experiencia”.

“Fue lo que ocurrió esta mañana con mi madre”.

“Exacto, es muy raro, pero a veces ocurre. De cualquier modo, es

importante subrayar que los investigadores son concluyentes al afirmar que

estos supervivientes son sinceros en lo que dicen y por lo que se han dado

cuenta, no buscan publicidad. Muchos pacientes incluso evitan hablar de eso,

por miedo a que les consideren locos. Sabemos que la experiencia tiende a

cambiarles. Se vuelven personas más serenas y felices, y parece que pierden

el miedo a la muerte. Eso muestra que están realmente convencidos de que

vivieron una experiencia genuina”.

“Muy bien, aceptemos que los testigos no están mintiendo y creen que les

ocurrió lo que dicen que ocurrió”, accedió el historiador. “¿No podemos estar


ante simples alucinaciones?”.

“Esa es la explicación preferida de la comunidad científica. Fíjese: la

inminencia de la muerte puede provocar en el moribundo un miedo extremo,

un fuerte estrés y falta de oxígeno del cerebro. Una situación de esas tiene el

potencial de activar descontroladamente las áreas responsables de la visión,

creando la ilusión de una luz en medio de una envolvente oscura, el referido

túnel. Se hicieron pruebas en pilotos de cazas supersónicos que revelaron

además que en situaciones de violenta aceleración, ocurre una disminución

del flujo sanguíneo hacia la cabeza y ellos se sumergen en estados de

ensoñación, euforia y alejamiento”.

“¡Entonces debe de ser eso!”, exclamó Tomás. “Los pacientes con paro

cardíaco también sufren de falta de sangre en el cerebro...”.

“Sí, el problema es que hay relatos de experiencias cercanas a la muerte

antes de que el paciente sufriera alguna lesión, por ejemplo en momentos que

antecedieron a un accidente de automóvil”, contraargumentó el médico.

“Otros casos ocurrieron en pacientes que no estaban en fase terminal y que no

sufrieron ninguna interrupción o disminución del flujo sanguíneo hacia el

cerebro. Además, la falta de oxígeno del cerebro provoca estados cognitivos

confusos y comportamientos de agitación, no situaciones estructuradas,

coherentes y serenas como las que encontramos en las experiencias cercanas

a la muerte”.

“Ah...”.

“Otra hipótesis discutida se relaciona con la administración de

medicamentos a los pacientes en riesgo de muerte. Se sabe que hay drogas

que provocan alucinaciones complejas, como por ejemplo el LSD, y esta

pista parece prometedora. El problema es que existen muchos casos de

pacientes que tuvieron una experiencia cercana a la muerte sin que se les

administrase ninguna droga o anestésico. Pero lo más importante es que los

estudios muestran que las experiencias cercanas a la muerte en pacientes

medicados tienden a ser menos complejas que las experiencias de los

pacientes no medicados. Su madre, por ejemplo, tuvo una experiencia muy

compleja y no estaba bajo el efecto de ninguna droga”.

“Pero no se olvide de que ella tiene Alzheimer y estaba medicada...”.

“La medicación del Alzheimer no produce alucinaciones. Cuando hablo de

drogas, me refiero a las alucinógenas”, aclaró el médico. “Otra posibilidad

para explicar las experiencias cercanas a la muerte es que se trata de todo un

mecanismo psicológico de defensa. Se sabe que ante un suceso asustador, las


personas pueden despersonalizarse”.

Tomás hizo un gesto señalando a la paciente de psiquiatría que se

encontraba junto a una maceta de plantas, al fondo del comedor, hablando

sola.

“¿Como aquella señora que tiene tres personalidades en la mente?”.

“Doña São es un ejemplo de despersonalización y de disociación, sí. En

situaciones extremas, para defenderse emocionalmente, las personas

abandonan su propia identidad y se disocian de la terrible agresión exterior

que están sufriendo para construir una fantasía agradable que las reconforte”.

“Eso puede explicar realmente estas experiencias”, observó el historiador.

“Me parece natural que personas que están a las puertas de la muerte fabulen

una realidad alternativa bastante más agradable, la de que ascendieron al

Cielo, encontraron familiares y entendieron que la muerte no es el fin del

mundo. La disociación de la realidad es un mecanismo de defensa evidente

cuando se está delante de una situación tan dramática”.

“Sí, pero esa hipótesis puede ser anulada por dos hechos”, contrapuso el

médico. “El primero es que, según refería hace instantes, hay experiencias

cercanas a la muerte en pacientes que no se encuentran bajo riesgo de la

muerte. Y el segundo es que todas esas experiencias son agradables. Aunque

en minoría, existen muchos relatos de experiencias cercanas a la muerte que

fueron penosas, lo que no es compatible con un escenario de substitución de

la realidad dolorosa por una fantasía agradable”.

Como si se sintiese incómodo, Tomás se revolvió en la silla. Las

explicaciones clínicas le parecían interesantes y prometedoras, pero

claramente enfrentaban deficiencias serias. Incluso así no estaba convencido

y permanecía dispuesto a dar lucha.

“Oiga, doctor, tengo idea de haber leído en una revista científica que fue

realizado un importante descubrimiento sobre el cerebro que explica la

sensación que muchas personas tuvieron, incluyendo mi madre, de que

salieron de su cuerpo”, recordó. “¿No cree que esto explica por lo menos esa

parte extraña de las experiencias cercanas a la muerte?”.

“¿Se refiere al descubrimiento realizado en Suiza?”.

“Ese, sí”.

“Es realmente un...”.

María Flor se dio cuenta de que la conversación estaba convirtiéndose en un

diálogo a dos y amenazaban excluirla, y actuó de inmediato.

“¡Eh...!”, interrumpió levantando la mano. “¿Pueden por favor explicarme


cuál es ese descubrimiento?”.

“Ah, perdone”, se sobresaltó el doctor Colaço, volviendo hacia ella su

atención. “El profesor Noronha se refiere a un descubrimiento realizado

accidentalmente por médicos suizos durante el tratamiento a una enferma que

sufría epilepsia extrema. Como parte del tratamiento le colocaron electrodos

en el cerebro, incluyendo un área designada gyrus angularis que es

responsable del control de la imagen que la persona tiene de su propio

cuerpo. Los médicos activaron los electrodos y de repente ella les informó de

que sentía que estaba flotando por el techo y que se veía a sí misma allí abajo.

Los suizos concluyeron que la sensación de la salida del cuerpo relatada por

muchos pacientes que vivieron experiencias cercanas a la muerte estaba

seguramente relacionada con alteraciones cerebrales que hacían disparar las

neuronas del gyrus angularis”.

“¿Lo ve?”, preguntó Tomás victorioso. “Al final existe una explicación

neurológica para esa sensación de salida del cuerpo”.

El médico hizo una mueca.

“No diría tanto”, contestó. “Se trata realmente de un descubrimiento

interesante. El problema es que la paciente suiza no tuvo una experiencia

fuera de su cuerpo con las características exactas a las vividas por quien

atravesó una experiencia cercana a la muerte. Ella sólo conseguía ver las

piernas y la parte inferior del tronco, pero no el resto del cuerpo, ni la sala, ni

los muebles, ni el material, ni a los médicos que estaban a su alrededor. Los

pacientes que viven experiencias cercanas a la muerte ven todo el cuerpo, la

sala y el personal clínico alrededor de su cama intentando reanimarlos.

Además, la paciente suiza estaba consciente, mientras que los relatos que

recibimos muchas veces son de personas que no tenían ninguna actividad

cerebral en el momento en el que decían que veían todo desde un punto alto.

Incluso, los pacientes observaron pormenores que desde la camilla no era

posible ver”.

“El doctor dándose un golpe en la rodilla con el mueble, por ejemplo”, atajó

María Flor. “Doña Gracia estaba inconsciente y con los ojos cerrados, por

tanto no podía ver que ocurría una cosa así”.

“Es verdad”, asintió el doctor Colaço. “¿Cómo es posible que me haya visto

golpeándome con un mueble? La tesis de que todo no son más que

alucinaciones no logra explicar cosas que los supervivientes vieron, no se

entiende cómo. Está también el caso de una mujer que perdió la visión debido

a complicaciones quirúrgicas y fue llevada de emergencia a la sala de


operaciones. Tuvo una experiencia fuera del cuerpo y dice que vio a su novio

y al padre de su hijo observar cómo llevaban la camilla al ascensor. Los dos

confirmaron que estaban en el local cuando ella tuvo el paro cardíaco. Hay

otro caso de una mujer que tuvo un colapso cardíaco y que reveló a un

asistente social haber visto a los médicos intentar reanimarla. La mujer

informó haber flotado después hacia el exterior, y observado unas zapatillas

deportivas en un parapeto del tercer piso de la parte norte del edificio. La

asistente social subió en ese momento al tercer piso y descubrió unas

zapatillas en un parapeto de la parte norte”. Puso un aire pensativo.

“Curiosamente, muchos de los casos de mujeres que vieron cosas a partir de

ángulos que no podrían ver si estuviesen alucinando envuelven zapatos,

váyase a saber por qué”.

María Flor se rio.

“Se nota que no conoce bien a las mujeres”, observó con una mirada

burlona. “¿No sabe que lo primero que muchas de nosotras observamos en un

hombre es lo que calza? A las mujeres les gustan los zapatos como a los

hombres los coches”.

El médico consideró muy curiosa la observación, pero Tomás permaneció

impávido, con una expresión meditativa en los ojos, madurando todo lo que

acababa de escuchar.

“Ese pormenor sobre las cosas que los pacientes vieron y no podían haber

visto si estuviesen alucinando me parece importante”, subrayó. “¿Nunca hubo

una estudio que sistematizase ese fenómeno?”.

“Pues sí. Un profesor de la Universidad Emory, de Atlanta, por ejemplo,

realizó una investigación con dos grupos distintos. El primero era de

supervivientes de paro cardíaco que tuvieron la sensación de salir del cuerpo

y el segundo era un grupo de control de personas que pasaron algún tiempo

en unidades coronarias observando situaciones de emergencia cardíaca, pero

sin que hubiesen experimentado esas sensaciones de salida del cuerpo. El

investigador pidió a los elementos del primer grupo que describiesen los

procedimientos médicos que observaban alrededor de sus cuerpos y pidió a

los del segundo grupo que imaginasen la actuación de los médicos durante un

paro cardíaco, cosa que ya habían visto hacer a otros pacientes en la unidad

coronaria. Los resultados fueron asombrosos. Ninguna de las personas que

dijeron haber tenido una experiencia cercana a la muerte y visto lo que

ocurrió alrededor de su cuerpo cometió un único error en la descripción de

los procedimientos clínicos. Además, sus relatos correspondían a lo que


estaba efectivamente escrito en el informe médico elaborado por el personal

clínico después de la emergencia. Veintidós de las veinticinco personas del

grupo de control cometieron errores elementales cuando intentaron imaginar

a los médicos y a los enfermeros intentando reanimarlos”.

“Ahí está”, exclamó María Flor. “Eso es la prueba de que las personas que

tuvieron sensación de salir del cuerpo no fabularon durante su experiencia,

¿no cree?”.

El doctor Colaço abrió las manos, como si no supiese lo que pensar.

“No diré que es la prueba”, opinó. “Pero que es perturbador, no lo puedo

negar”.

Las miradas de ambos se volvieron hacia Tomás, a la espera de su

veredicto. El historiador se frotaba los ojos y la frente, en señal de que algo le

perturbaba.

“Doctor, aquí hay algo que no entiendo”, acabó diciendo. “Tanto cuanto sé,

la muerte no se produce en un instante. Se trata de un proceso biológico

continuo, de tal modo que determinar el momento exacto del óbito constituye

un problema médico que todavía no se ha resuelto por completo.

Antiguamente se consideraba que la muerte ocurría cuando el corazón dejaba

de latir, ¿verdad? Pero hoy es posible reanimar a una persona que estuvo

varios minutos con el corazón parado”.

“Fue justamente lo que ocurrió a su madre. Cuando el corazón para, el

oxígeno deja de irrigar el cerebro y la persona pierde la consciencia a los

veinte segundos. Las células cerebrales recurren entonces a un transmisor

químico de alta energía para permanecer vivas durante por lo menos cinco

minutos, periodo al fin del cual la fuente de energía se agota y las células

cerebrales comienzan a morir. Si el corazón no es reactivado entre los quince

y los veinte minutos, la pérdida de células cerebrales es muy amplia. Pasado

algo más de tiempo, la muerte es irreversible”.

“Sí”, reconoció el historiador, aprovechando lo dicho. “Es justamente ahí

que radica el problema. Estamos hablando de personas con paros cardíacos y

con consecuente pérdida de actividad cerebral, ¿cierto?”.

“Correcto”.

“Como ya se ha debido de dar cuenta, soy una persona muy escéptica en

relación a estas cosas, pero no soy ciego ni obtuso y hay aquí un pormenor

que me está perturbando en toda esta historia. Mi perplejidad se reduce a esta

cuestión: ¿cómo es posible que esos supervivientes tengan recuerdos tan

lúcidos y pormenorizados de lo que vieron y oyeron mientras su cerebro


estaba parado? ¿Cómo puede eso ocurrir?”.

El doctor Colaço se rascó la cabeza, claramente incómodo con la pregunta,

y respiró hondo.

“No lo sé”, acabó por reconocer con un gesto de impotencia. “Es una

excelente pregunta y, que sea de mi conocimiento, nadie ha presentado

todavía una respuesta satisfactoria. Lo cierto es que la generalidad de los

pacientes que recuerdan la experiencia cercana a la muerte no tiene ningún

recuerdo de las circunstancias que rodearon a su incidente cardíaco. La única

hipótesis que imagino es que exista alguna actividad cerebral no detectada,

una cosa tan mínima que nuestros instrumentos no disponen de sensibilidad

suficiente para identificarla”.

“Pero ¿es posible que, habiendo una actividad cerebral mínima no

detectada, sea suficientemente potente para producir una riqueza cognitiva

tan grande?”.

El cardiólogo movió la cabeza.

“No es posible. Si la producción cognitiva fuese rica tendría forzosamente

que ser registrada por el electroencefalograma. De eso no hay duda”.

Lo dijo de una forma perentoria, y después consultó el reloj. Vio que era

tarde y que tenía que darse prisa. Se levantó en ese momento de la mesa.

“Sin embargo”, le frenó Tomás, “los relatos de experiencia cercana a la

muerte son justamente mucho más ricos en pormenores y, por lo que he

entendido, incluyen una profusión de imágenes, sonidos, colores y

emociones. Estando el cerebro parado, ¿dónde se ha producido todo eso?”.

La pregunta provocó un momento de indecisión en el médico, que vaciló

antes de dar media vuelta y regresar al ala de cardiología. Su rostro se

contrajo en una mueca, expresando una extraña mezcla de perplejidad,

impotencia e incomprensión.

“Ese es el problema”, admitió. “De ahí el misterio”.



XVI

Siempre en el modo silencio, el móvil vibró y el hombre de las gafas de sol

bajó la mirada hacia la pantalla y verificó el número. El indicativo

internacional de la llamada era el uno, de Estados Unidos, y reconoció el

nacional, el doscientos dos, referente a Washington. D.C. Langley quería

hablar con él.

Apretó el botón verde y atendió.

“Aquí Krongard”.

“¿Ya ha cazado al motherfucker?”.

La voz agresiva al otro lado de la línea era inconfundible.

“Hola, mister Fuchs. Estoy esperando que el objetivo llegue al lugar donde

me encuentro, lo que puede ocurrir en cualquier momento”.

El director del Servicio Clandestino Nacional de la CIA no parecía contento.

“¿Por qué este retraso?”.

“No hay ningún retraso, mister Fuchs”, afirmó el agente en un tono

tranquilo que contrastaba con el de su interlocutor. “Lo que ha pasado es que

el objetivo estaba en otra ciudad y tuve que trasladarme para encontrarme con

él. Tranquilo, le voy a coger”.

La voz en el móvil refunfuñó.

“El avión de transporte ya salió de la base aérea de Hanscom para ir a

buscar el encargo y llevarlo para interrogatorio en Langley”, le informó.

“Pero vuelvo a subrayar que esto es solo una cortina de humo para

defendernos en el caso de que los fuckers del Congreso vengan aquí a meter

las narices. Quiero por eso asegurarme de que entendiste que debes dejar a

ese cocksucker huir para tener un pretexto para abatirlo. ¿Alguna duda sobre

eso?”.

“Ninguna, sir”.

“¿Está todo claro?”.

“Clarísimo, sir”.

“No te olvides de que ese tipo mató a uno de los nuestros, un director de la

Agencia por si fuera poco, y tiene que pagar por ello. No puedes fallar”.

“De acuerdo, sir”.

“Cuando acabes la misión, me llamas. Quiero estar informado de todo. Got

it?”.

“Sí, s...”.


Clic.

Antes de que Krongard completase la respuesta, el director del Servicio

Clandestino Nacional había colgado. El agente de la CIA se quedó por un

momento mirando el móvil mudo, irritado con los modos bruscos del jefe. En

circunstancias normales aquel bruto nunca le llamaría, sino que lo haría el

responsable de su sección operacional. Si un big shot como Harry Fuchs se

daba el trabajo de llamar personalmente, era porque atribuía la más alta

importancia a aquella misión. De hecho, Krongard entendió claramente que

no podía fallar.

Metió la mano en el interior del abrigo y, con un movimiento discreto, sacó

la Glock de servicio. Inspeccionó el cargador y el gatillo y se aseguró de que

el cañón permanecía limpio. Satisfecho, volvió a guardar el arma en su lugar.

Esa noche no iba a ver jugar a los Boston Celtics, se conformó. Le esperaba

otro tipo de juego.

Una caza al hombre.



XVII

Una vez en la calle, Tomás empujó la silla de ruedas saltando entre las

piedrecitas esparcidas por la rampa exterior del hospital y atravesó la acera

hasta el borde de la calle, justo al lado del sitio en el que tenía el coche

aparcado. El historiador rodeó la silla y extendió la mano para ayudar a la

ocupante.

“Vamos, madre. ¿Puedes andar?”.

“Claro que puedo”, replicó Doña Gracia, casi ofendida con la pregunta.

“Tranquilo, tuve un achaque sin importancia. Que yo sepa no estoy inválida”.

Pero a pesar de presumir de autonomía, la señora tuvo que apoyarse en la

mano que le extendió su hijo para poder levantarse.

María Flor ya había abierto las puertas del Volkswagen y les hizo una señal

para que se acomodasen en los lugares de delante, dando a entender que se

sentaría atrás, pero Tomás no estuvo de acuerdo.

“Sin querer hacer de ti mi chófer, me parece que es mejor que yo vaya atrás

con ella para hacerle compañía”, dijo, extendiendo la llave del coche.

“¿Puedes conducir?”.

La directora de la residencia aceptó naturalmente. Mientras madre e hijo se

instalaban en los asientos de atrás, ella se acomodó en el lugar del conductor

y metió la llave. Cuando iba a girarla, se fijó en un objeto extraño posado en

el asiento vacío de al lado. Lo cogió y se dio la vuelta en dirección a Tomás,

que estaba sentado atrás dando la mano a su madre.

“¿Qué es esto?”.

Los ojos del historiador se clavaron en el objeto que había recibido esa

mañana de Ginebra.

“Es un amuleto”.

María Flor se rio.

“No me digas que eres supersticioso...”.

“No creo en astrología ni en amuletos porque soy Aries”, replicó Tomás con

una sonrisa burlona. “No sé si sabes que los Aries son escépticos por

naturaleza...”.

La contradicción produjo una carcajada dentro del coche.

“Muy graciosillo, sí señor”, asintió su amiga. “Pero no me lo has aclarado”.

“Lo que tienes en la mano es el gran pentáculo. Fue descubierto en un

manuscrito llamado Clavis Salomonis, o La llave de Salomón, un libro de


magia cuya autoría se atribuye al rey Salomón”.

La explicación intrigó a María Flor. Aproximó el amuleto a los ojos y lo

estudió más de cerca, claramente fascinada con lo que le dijo su amigo.

“¿De verdad?” Qué interesante...”. Desvió los ojos hacia Tomás. “¿Pero qué

hace aquí una cosa de estas?”.

El historiador se encogió de hombros.

“Si quieres que te diga, no lo sé”.

El Volkswagen llegó a una plazoleta y aparcó frente a un Ford blanco, justo

delante del portón que daba acceso a la Casa de Reposo. Cuando Tomás y

María Flor iban a abrir las puertas para salir, un sollozo emocionado de Doña

Gracia les frenó.

“Mamá, ¿qué pasa?”.

Una lágrima corría por la cara de la señora, deslizándose desde el ojo hasta

la barbilla y dejando un rastro húmedo que le iluminaba la piel, arrugada por

el tiempo.

“Tu padre”, lloriqueó con voz debilitada, los ojos verdes brillando de

emoción. “Ver esta mañana a tu padre me ha dejado una nostalgia tan

grande...”.

El hijo se volvió y le agarró la mano.

“Tranquila, la vida es así, mamá”, intentó reconfortarla, cariñoso. “Al

menos sabes que está en un lugar mejor. ¿Verdad?”.

Doña Gracia suspiró y levantó los ojos hacia su hijo, como si estuviese

suplicando.

“¿Sabes lo que de verdad querría ahora?”.

Le hizo la pregunta cautelosamente, como para probar si Tomás estaba

realmente dispuesto a ayudarla.

“Dime, mamá”.

“Me gustaría ver el álbum de nuestra boda. ¿Sabes cuál es? Aquel que tiene

las fotografías de la ceremonia en la Catedral y del banquete”.

“Pues si quieres ver el álbum, me parece estupendo”.

La señora bajó los ojos, con pesar.

“El problema es que... el álbum no está aquí en la residencia”.

“¿Lo tienes en casa?”.

“Sí, en la maleta con alcanfor, al fondo del pasillo. ¿Sabes cuál es?”.

“¿Quieres que vaya a buscarlo?”.

El rostro de Doña Gracia se iluminó en una sonrisa.

“Ah, eres una joya, hijo mío”.


Observando la escena desde el asiento del conductor, María Flor intervino.

“¿Necesitáis algo?”.

“Bueno, creo que sería mejor que vinieras conmigo, si no es demasiada

molestia”, pidió Tomás. “Hay algunas cosas de las que tengo que hablarte,

sobre todo de la logística del acompañamiento médico que mi madre va a

necesitar en los próximos días, y sería una buena oportunidad para ver todo

eso”.

La directora de la residencia, que ya se había quitado el cinturón de

seguridad, se lo volvió a poner.

“Hoy voy a dedicar el día a Doña Gracia”, dijo. “Por eso no hay ningún

problema”.

Tomás abrió la puerta.

“Entonces estamos de acuerdo.”, dijo. “Voy a acompañar a mi madre hasta

la residencia y ya vuelvo”.

Se bajó y, después de ayudar a su madre a salir del coche, le dio la mano y

la llevó hacia el portón de la Casa de Reposo sin fijarse en el hombre con

gafas de sol que se aproximaba para cortarle el camino.



XVIII

Siguiendo con mucha atención la discreta llegada del Volkswagen azul a la

plazoleta James Krongard esperaba. El vehículo y la respectiva matrícula

estaban referenciados en el informe que Langley le había hecho llegar, por lo

que no tenía duda de que era el momento de pasar a la acción.

Las órdenes que había recibido del director del Servicio Clandestino

Nacional eran claras, pero la espera le hizo pensar y alimentó algunas dudas

sobre si debería obedecer ciegamente a las instrucciones de dejar al

sospechoso huir para abatirlo. No porque el hecho de matar fuera en sí un

problema, ya había liquidado a un jefe de reclutamiento de Al-Qaeda en

Peshawar y a dos talibanes en los alrededores de Kandahar, pero primero

necesitaba estar convencido de que Tomás Noronha había asesinado a Frank

Bellamy. La verdad era que el informe presentaba fuertes indicios en ese

sentido; pero le faltaba oír lo que el sospechoso tenía que decir en su defensa.

El objetivo tardó algún tiempo en abandonar el coche en el que había

venido, pero cuando lo hizo, el agente de la CIA saltó de su coche de alquiler

y aligeró el paso para interceptarlo en el camino, con el informe en una mano

y la tarjeta de identificación de la CIA en la otra, la pistola escondida por

debajo del abrigo.

“¿Profesor Noronha?”, le llamó. “¿Es usted el profesor Tomás Noronha?”.

Tomás se detuvo y giró los ojos en dirección al desconocido con gafas de

sol.

“Sí, soy yo”.

Viendo una anciana a su lado, y no deseando testigos de la conversación, el

hombre hizo una señal en dirección de un roble que se encontraba a unos

metros de distancia.

“Necesito hablar con usted en privado, si no le importa”.

El historiador dejó a su madre en el coche y obedeció automáticamente,

intrigado por ser interpelado en

aquel lugar por un desconocido con un evidente acento americano.

“¿Pasa algo?”.

Después de asegurarse de que estaban a una distancia suficientemente

segura para que la anciana no oyese lo que tenía que decirle, el hombre de las

gafas de sol extendió la mano y le mostró su tarjeta al interlocutor.

“Mi nombre es James Krongard”, se identificó en voz baja. “Central


Intelligence Agency”.

El nombre inglés de la Agencia confundió al historiador, que tenía la mente

bien lejos de ese lugar.

“¿Perdón?”.

“CIA”, precisó el americano, quitándose las gafas de sol para mostrar los

ojos azul oscuros. “Soy el encargado del desk de la CIA en Portugal”.

La declaración dejó a Tomás sin reacción durante un segundo, la mente

hirviendo por el esfuerzo de entender por qué motivo alguien de la agencia

americana de informaciones se daba el trabajo de ir hasta Coimbra a hablar

con él. La respuesta a la pregunta, la única posible, le llegó de repente como

una evidencia.

“¡Oh, no!”, exclamó. “Es por Frank Bellamy, ¿verdad?”.

¿Qué es lo que querría ahora el jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología

de la CIA?, se preguntó. Le parecía obvio que el viejo lobo contaba de nuevo

con sus servicios para otra misión loca. Cerró los dientes, decidido. Esta vez

Bellamy no conseguiría arrastrarlo para otra de sus aventuras insensatas,

pensó. Podían amenazarlo, tal vez hasta le apuntasen con un arma en la

cabeza y le amenazasen, pero esta vez estaba decidido a no ceder. No se

sometería.

“Menos mal que confiesa”, dijo Krongard. “Eso hace que las cosas sean

mucho más fáciles para mí”.

El historiador no entendió esa observación.

“¿Confieso? ¿Qué confieso?”.

“Que es usted el asesino. El hecho de entender que mi presencia aquí está

relacionada con Frank Bellamy constituye, como es evidente, una admisión

implícita”.

“¿Admisión de qué?”.

“Ahora no vale la pena intentar disimular”, dijo el americano, haciendo una

señal en dirección a su coche. “Creo que es mejor que me acompañe”.

La mirada de Tomás era de estupefacción.

“¿A dónde?” No entendía nada. “Oiga, ¿qué está pasando aquí?” La

irritación comenzó a subirle la voz. “¿Quién es usted para decirme que soy un

asesino y que admití implícitamente no-sé-qué? ¿Qué conversación es esta?”.

“Usted sabe muy bien lo que hizo”, gruñó Krongard. “La muerte de Frank

Bellamy no quedará impune. Haga el favor de acompañarme”.

El profesor portugués se quedó clavado en el sitio.

“¿Frank Bellamy ha muerto?”.


“No se haga ahora el desentendido. Acompáñeme, por favor”.

“Disculpe, pero aquí hay algún equívoco. En primer lugar, yo no sabía nada

de la muerte de Bellamy. En segundo lugar, no entiendo sus insinuaciones.

¿Está intentando sugerir que tengo algo que ver con esa muerte?”.

“No lo estoy sugiriendo, lo estoy afirmando”.

Tomás se rio incrédulo.

“¡Eso es ridículo!”, exclamó. “¡No veo a Bellamy hace años, ni vivo en

América! Admito que ya tuve ganas de estrangularlo, ese tipo me metió en

unos líos que sólo yo sé, pero eso es una forma de expresarse. Claro que

nunca le iba a matar, es absurdo plantear tal hipótesis”.

El americano mantuvo clavados en él sus ojos analíticos, con una expresión

desconfiada en el rostro.

“¿Podría decirme dónde estaba ayer?”.

“Por casualidad ni estaba por aquí”, dijo Tomás, como si la respuesta

arreglase la pregunta. “Estaba en Ginebra. Puedo probarlo porque todavía

tengo la tarjeta de embarque del vuelo”.

“Menos mal que lo admite. ¿Puede indicarme las instituciones que visitó en

Ginebra, por favor?”.

La reacción del americano desconcertó al historiador. Esperaba que la

revelación de que en la víspera se encontraba en Suiza resolviese aquella

confusión, pero claramente no era eso lo que estaba pasando. Su interlocutor

ni siquiera se sorprendió. Por primera vez, Tomás empezó a preocuparse.

“Oiga, aquí debe de haber un malentendido...”.

“¿Qué instituciones visitó en Ginebra?”.

Era mejor responder, decidió el investigador.

“Estuve en el Anticuario Perrin, junto al lago Leman. Por la tarde regresé a

Lisboa”.

La respuesta llevó a krongard a abrir el informe que traía en la mano.

“¿Sólo estuvo en el anticuario?”, indagó el agente de la CIA mientras

buscaba en el contenido de la carpeta. Localizó una hoja y la sacó. “¿Y esto?

¿Qué es esto?”.

Tomás miró la hoja y constató que se trataba de una imagen retirada de un

vídeo, evidentemente captada por una cámara de seguridad, mostrando su

entrada en un edificio que de inmediato reconoció.

“¡Ah, sí!”, exclamó, dándose con la palma de la mano en la cabeza. “Pasé

también por el CERN, ya me olvidaba”.


El americano le lanzó una mirada cargada de sospecha, como si indicase

que a él el académico no le engañaba.

“Un olvido conveniente, ¿no le parece?”.

El tono ofendió a Tomás.

“¿Está insinuando que omití a propósito esa visita? Oiga, visité realmente el

CERN, pero ya no me acordaba, porque fue de paso, no tuvo ninguna

importancia”.

Krongard dibujó una sonrisa llena de maldad.

“¿Ah, no? ¿Entonces qué fue a hacer allí?”.

La pregunta dejó a Tomás perturbado. No había pensado en eso, pero a la

luz de esas preguntas, y en particular de la sospecha que se comenzó a formar

en su espíritu de que había alguna relación entre la muerte de Frank Bellamy

y el CERN, los pormenores de su paso por el complejo científico podrían de

hecho ser considerados extraños.

“Fui... quiero decir, recibí una invitación para... para ir allí”.

“¿Quién le invitó?”.

Tomás tragó en seco. Cada pregunta era una zanja que iba a poner en

evidencia una tontería incómoda. O sea, las respuestas que tenía que dar,

aunque fuesen inocentes y verdaderas, podrían ser consideradas raras y solo

servirían para enterrarlo todavía más.

“De un anticuario”, dijo en voz baja, consciente de que la respuesta parecía

ridícula. “Me informó que tenía un artefacto antiguo que sería de mi interés y

me invitó a ir a verlo en el CERN”.

El agente de la CIA soltó una carcajada incrédula.

“¿Un artefacto antiguo en el CERN?”, se burló. “¿El CERN es alguna casa

de antigüedades o un museo? ¿Pretende que me crea una bola de esas?”.

“Yo sé que ahora parece absurdo, pero en el momento no cuestioné la

incongruencia. Me encontraba en Ginebra para adquirir objetos raros para la

colección del Museo Gulbenkian y lo miré como una nueva oportunidad. Me

dijeron que podían mostrarme un artefacto interesante, antiguo, en las

instalaciones del CERN y lo acepté de buena fe. Además tenía algo de tiempo

libre”.

“¿Y qué anticuario le dio esa información?”.

La pregunta casi obligó a Tomás a encogerse. Iba a decir otra tontería que le

iba a enterrar todavía más.

“No sé”.

“¿Perdón?”.


“En realidad no hablé con ningún anticuario”, aclaró, arrepentido por no

haber explicado todo pormenorizadamente desde el inicio. “Lo que ocurrió

fue que, al llegar a mi habitación del hotel, me encontré una nota metida por

debajo de la puerta que ponía a mi disposición ese artefacto antiguo y me

invitaba a ir al CERN para verlo. La nota indicaba la hora a la cual debía

dirigirme al complejo y el local del encuentro, la esquina de un acceso a la

zona del detector Atlas”.

“¿Dónde está la nota?”.

“La tiré”.

“¿Por lo menos estaba firmada?”.

“Sí”. Se rascó la cabeza, medio avergonzado. “Pero me temo que la firma

era ilegible”.

Krongard bufó; evidentemente ninguna de las respuestas le dejaba

convencido.

“Oiga, ¿y ese artefacto?”, preguntó como si le estuviese dando una última

oportunidad para probar lo que decía. “¿Dónde está?”.

Otra pregunta cuya respuesta sería difícil de tragar.

“Llegué al lugar donde, según la nota, el anticuario estaría esperándome,

pero nadie apareció. Esperé una hora y, después de ese tiempo, desistí y me

fui, una vez que tenía que coger el vuelo a Lisboa”.

El americano respiró hondo y movió la cabeza.

“Con sinceridad, profesor Noronha”, dijo en tono de un profesor que no

cree en las disculpas incoherentes presentadas por un alumno que le aparece

en la clase sin los deberes hechos. “No espera que me trague tantas patrañas

tan mal contadas, ¿verdad?”.

“Es la verdad”.

“Es la verdad que improvisó en este momento, pero está llena de mentiras”,

le acusó en un tono de repente afirmativo. “Aparezco aquí y de inmediato se

da cuenta que es por causa de Frank Bellamy. Le pregunto dónde estuvo ayer

en Ginebra y evita mencionar el CERN. Cuando le presento un fotograma

que muestra haber entrado en el CERN, alega que se olvidó de referir esa

visita porque se trató de un paso breve. Le interrogo sobre los motivos por los

cuales se trasladó a esas instalaciones y me viene a decir que fue allí porque

un anticuario le pidió ir a ver un artefacto antiguo, como si fuese normal

exponer ese tipo de piezas para la venta en un lugar como el CERN. Después,

cuando le pido el nombre de ese anticuario para ir a su encuentro y confirmar

lo que me dijo, se desmiente y afirma que al final no habló con ningún


anticuario y que recibió la información a través de una nota que le dejaron en

la habitación, y con una letra ilegible, lo que se muestra muy conveniente

para impedir la identificación de quien quiera que sea. Le pregunto por la

nota y declara que ya la tiró. ¿Dónde está el artefacto? Al final no lo compró

ni nadie apareció en el lugar a la hora del encuentro. ¡En fin, es una historia

que no tiene pies ni cabeza!”.

El sumario hecho por el hombre de la CIA, entendió Tomás, reflejó la forma

como cualquier policía desconfiado interpretaría sus palabras. No interesaba

cómo se habían producido realmente, sino solo lo que parecía y lo que se

podría probar.

“Sé que esto que le voy a decir parece una disculpa, pero la verdad es que

sus preguntas me cogieron por sorpresa”, se justificó. “Las cosas ocurrieron

como le dije, aunque en ese momento no asocié ningún significado al caso.

Tenía tiempo libre antes del vuelo, aproveché esas horas para ir detrás de una

posibilidad de compra y al final el intento no dio en nada. Nunca más pensé

en el asunto, tan irrelevante me pareció, y seguro que lo olvidaría si no

hubiese aparecido con todas esas preguntas”.

El americano irguió una ceja.

“No me va a decir que el hecho de que Frank Bellamy haya sido asesinado

justamente a la hora en que estuvo en el CERN es pura coincidencia,

¿verdad?”.

Tomás estrechó los párpados: la situación era peor de lo que alguna vez

podría imaginar.

“¡Frank Bellamy murió en el CERN a la hora en que yo estaba allí!”.

El agente de la CIA le miró con desdén: en ese instante estaba

absolutamente convencido de que su interlocutor era realmente el asesino.

“¿Ahora finge que no lo sabía?”.

“Deduje que Bellamy había muerto en el CERN a partir del momento en

que comenzó a hacer de mi visita al complejo científico un gran caso, pero

alimentaba la esperanza de que no fuese así”, dijo con un sentimiento de

resignación. “De cualquier modo, todo esto son indicios circunstanciales que

evidentemente no se aguantarán en tribunal. Tienen que conseguir pruebas

mejores que las de mi presencia en el CERN a la hora de la muerte de

Bellamy. A fin de cuentas, en aquel momento deberían de estar más de mil

personas en las instalaciones, ¿verdad? ¿Por qué sospechan de mí y no de

alguna otra de las personas que se encontraban allí?”.

La resignación del historiador y su exigencia de que presentasen pruebas


más concluyentes fueron interpretadas por Krongard como una admisión de

culpa. El hombre de la CIA había pasado las últimas horas estudiando bien el

informe del caso y le faltaba comprender si las explicaciones del sujeto eran

inatacables. La verdad es que Tomás no le convenció.

“Ya veo que ha decidido protegerse detrás de minucias jurídicas”, observó.

“Esa es la táctica utilizada habitualmente por los culpables...”.

“No tengo nada que ver con la muerte de Bellamy, cuya presencia en

Ginebra yo desconocía”, insistió el historiador portugués. “Pero ya me he

dado cuenta de que usted nunca me creerá, y para ser sincero, eso también me

resulta indiferente. Si creen que soy culpable, tienen que buscar una prueba”.

“Sabe, me gustaría creer en su inocencia, pero sus múltiples maneras de

mentir lo delatan”, respondió el hombre de la CIA. “Descubrimos que usted y

mister Bellamy estaban hospedados en el mismo hotel, el Four Seasons”.

Sacó un fotograma impreso más del informe que Langley le había enviado.

“Esta imagen fue sacada de una grabación del vídeo de seguridad del hotel.

Como puede ver, le muestra sentado en el atrio leyendo un periódico y mister

Bellamy pasando delante de usted”.

Tomás examinó la imagen, perplejo.

“¡Estábamos en el mismo hotel!”, se sorprendió. “Caramba, eso es una

enorme coincidencia”.

El americano guardó la impresión del fotograma.

“Si hay algo que ya aprendí es que en la vida, profesor Noronha, no hay

coincidencias”, sentenció. “Para nosotros es evidente que usted fingía leer el

periódico, pero en realidad estaba vigilándolo. Conozco bien la estrategia

del periódico porque es un viejo truco de mi profesión”.

“Le aseguro que nuestra presencia en simultáneo en el hotel es una mera

coincidencia”, repitió el historiador. “Sea como fuere, no pasa de otro indicio

circunstancial. Lo que me parece es que ustedes no tienen nada más concreto

que me relacione a la muerte de Bellamy y

están buscando la forma de engañarme para ver si me delato”.

Krongard incluso dudó, pero acabó por retirar un último papel del informe y

lo mostró al interlocutor.

“¿Cree que no tenemos nada en concreto que lo relacióne con el homicidio?

Entonces vea esto”.


La atención de Tomás incidió sobre todo en las palabras manuscritas debajo

del símbolo.

“¿Qué hace aquí mi nombre?”.

Los labios del americano dibujaron una sonrisa de cazador con la presa a su

merced.

“No contaba con esto, ¿verdad?”.

“No respondió a mi pregunta”, insistió el historiador, presintiendo un mar

de información oculta en aquella pequeña hoja. “¿Qué es esto? ¿Por qué está

aquí mi nombre?”.

“Esto es una copia que nos envió la policía de Ginebra”, aclaró. “Se trata de

un papel encontrado en las manos del cadáver de mister Bellamy. Su sentido

simbólico es evidente, en particular a la luz de sus movimientos en ese día.

La figura de encima simboliza la crucifixión. Mister Bellamy se refiere a su

propia muerte. Y debajo está el nombre del hombre que lo mató, y que él

designa como the key, o la llave, para identificar a su asesino”. Agitó el papel

en el aire. “Este documento, profesor Noronha, constituye una prueba

definitiva e irrefutable de que usted asesinó al jefe de la Dirección de Ciencia

y Tecnología de la CIA”.

Tomás mantenía los ojos clavados en la hoja, digiriendo todas las

implicaciones de lo que veía y lo que le decían. La presencia de su nombre en

un papel encontrado en la mano de la víctima constituía sin duda un indicio

claramente comprometedor. Sabía que era inocente, ¿pero cómo podía

explicar una cosa de esas? Lo cierto es que Fran Bellamy lo incriminaba de

una forma inequívoca y su último mensaje iba a pesar mucho en la mente de

un juez a la hora de dictar la sentencia.

“¿Está seguro de que fue Bellamy quien redactó esto?”, preguntó,

agarrándose a una última esperanza. “¿Cómo puede tener la seguridad de que

esta prueba no fue plantada por el verdadero asesino para incriminarme?”.

El americano señaló el informe que tenía en la mano.

“Sabemos que mister Bellamy es el verdadero autor de ese mensaje porque

hicimos pruebas de caligrafía a las palabras aquí manuscritas y analizamos la

tinta y el papel con mucho cuidado. Los resultados preliminares que tengo

aquí muestran que la letra es inequívocamente de él, la tinta corresponde a la

del bolígrafo que solía llevar con él y las únicas marcas de ADN encontradas

en el papel son justamente las de mister Bellamy. Puede

estar seguro, profesor Noronha. El mensaje fue dejado por él”.

Aquel camino también se cerró, para frustración y perplejidad del


historiador.

“Entonces no lo entiendo”, se desahogó. “Pero de algo estoy seguro: no hice

nada”.

Krongard se encogió de hombros.

“Sus mentiras no me interesan”, dijo. “Haga el favor de acompañarme”.

“¿A dónde?”.

Acabada la conversación, el americano lo agarró por el codo y lo arrastró

con rudeza en dirección al automóvil blanco estacionado debajo del roble.

“Está usted detenido”.



XIX

“Tomás, me siento débil”.

La voz de Doña Gracia sacó a Tomás del entorpecimiento en el que se había

sumergido mientras el desconocido lo arrastraba por el brazo. Cayendo en sí

cuando se preparaba a entrar en el coche del agente de la CIA, el historiador

se soltó con un movimiento brusco y se enfrentó a Krongard.

“¡Oiga, esto no puede ser así!”, protestó. “Mi madre ha sufrido esta mañana

un colapso cardíaco y tengo que ayudarla. Además, que yo sepa, en mi país

usted no tiene autoridad. Solo la policía portuguesa me puede obligar a ir a

algún sitio contra mi voluntad”.

Saltaban chispas de los ojos del americano.

“Usted mató a un agente de la CIA”, gruñó entre dientes. “En América se

trata de un crimen punible con la pena de muerte. ¿Cree que la Agencia se va

a preocupar ahora con temas burocráticos que no nos llevarán a ninguna

parte, una vez que Portugal jamás aceptará extraditar a uno de sus ciudadanos

para ser juzgado y ejecutado en Estados Unidos?”. Movió la cabeza. “Está

equivocado, profesor Noronha. En este preciso momento un Hercules C-130

está sobrevolando el Atlántico para venir a buscarlo. A partir de este

momento usted se encuentra bajo detención de la CIA y esta noche será

transferido clandestinamente a Langley, donde tendrá lugar el interrogatorio y

se formalizará su proceso”. Hizo un gesto con la mano señalando su coche de

alquiler. “Por eso, haga el favor de acompañarme”.

“¡Usted no tiene autoridad para detenerme!”.

El agente de la CIA abrió su chaqueta y dejó ver la funda de la pistola que

traía atada al pecho con la culata de la Glock fuera.

“Esta es mi autoridad”, murmuró con una sonrisa ácida, la voz llena de

amenazas y la mano acariciando la culata. “¿Viene por las buenas o por las

malas? La decisión es suya”.

El arma, incluso guardada en su funda, constituía un argumento formidable.

Los ojos de Tomás saltaban entre la Glock, la expresión firme del americano

con la mano posada en la culata y la figura frágil de su madre, que lo

aguardaba junto al portón.

“Está bien”, acabó por ceder, derrotado. “Pero déjeme primero llevar a mi

madre a la residencia, ¿vale? Como ve, ella se siente débil y necesita

descansar”.


La atención de Krongard se desvió hacia la señora.

“Bueno”.

Tomás volvió por fin junto a su madre. Le dio la mano disculpándose y la

ayudó a pasar por el portón y a llegar a la entrada de la Casa de Reposo. El

americano caminaba unos metros por detrás, satisfecho con la forma en la

que transcurrían los hechos. Con base en la información que había obtenido,

tenía previsto que el blanco apareciese en la plazoleta con su madre, como de

hecho acabó por ocurrir. La visita al interior de la residencia formaba parte de

su plan. Una vez convencido al sospechoso de su culpa, sabía que lo abatiría

sin la menor duda y para eso le bastaba motivarlo para huir y darle una

oportunidad para hacerlo.

“¡Doña Gracia!, exclamó la funcionaria que la recibió, abriendo los brazos y

sonriendo de forma calurosa al ver a la huésped delante de ella. “¿Cómo está?

¿Un poquito mejor?”.

“Gracias a Dios”, dijo la anciana con una sonrisa débil. “Aquí mi hijo me

fue a buscar al hospital, pobre. Es una joya de chico, ¿no cree, Ermelinda?”.

“¡Ay si lo es!”.

Atravesaron la puerta. Una vez en el atrio de la vivienda, Tomás vaciló

sobre lo que debería, o podría, hacer después. ¿Sería esposado y llevado al

coche? ¿O el americano le daría unos minutos más a solas con su madre?

Volvió atrás y miró a su captor.

“¿No ve inconveniente en que lleve a mi madre a su habitación, verdad?”,

preguntó. “Quiero acostarla y tranquilizarla”.

“Como quiera”, autorizó Krongard en voz alta, pero de inmediato aproximó

la boca al oído del historiador. “Despídase de su madre, despídase”, le

susurró. “Es la última vez que la verá porque en América le espera la silla

eléctrica”.

Al oír estas palabras, Tomás le dirigió una mirada ofendida; no podía creer

en la insensibilidad mostrada por el agente de la CIA en un momento de

aquellos.

“Fuck you!”, murmuró, la voz y la mirada impregnados de desprecio. “Fuck

you!”.

“Tsss, tsss...”, le devolvió el americano con expresión burlona. “Controle su

lengua”. Se volvió hacia la chica de la residencia, que ya se alejaba. “Señora,

¿tiene algo para comer? Ni imagina el hambre que tengo...”.

La funcionaria se detuvo, momentáneamente sorprendida

con el pedido, pero reaccionó en una fracción de segundo.


“Venga”, le dijo. “La cocinera ha hecho una fabada que está deliciosa.

Tiene que comer en la cocina, si no le importa. El comedor está reservada

para los huéspedes”.

El visitante echó una mirada a su alrededor.

“¿Y dónde están?”, quiso saber, más por razones operacionales que por

curiosidad. “Esto parece tan desierto...”.

La empleada se rio.

“Unos fueron a dar un paseo al pinar, otros están en las habitaciones”,

aclaró. “Pero la mayoría está en la sala de estar. Sabe cómo son las personas a

esta edad, es donde está la televisión...”.

“Me lo imagino”, asintió el americano, frotándose las manos y preparándose

para el banquete. “Vamos a la cocina a probar esa fabada”.

Mientras Tomás acompañaba a su madre por las escaleras hasta el piso

superior, Krongard siguió a la funcionaria hasta la cocina con una sonrisa en

los labios. Al subrayar que en América lo esperaba la silla eléctrica y al

dirigirse a la cocina para comer, el hombre de la CIA estaba motivando al

historiador para que huyese y dándole la ocasión para hacerlo. Había lanzado

la trampa.

La iniciativa estaba del lado de su presa.

El comportamiento del americano dejó a Tomás sorprendido. Mientras

subía los peldaños y ayudaba a su madre a llegar al primer piso, una densa

nube de perplejidad le llenaba la mente. ¿Cómo era posible que el agente que

lo venía a detener se mostrase de tal modo confiado que lo dejaba solo con su

madre? ¿No veía que le estaba ofreciendo una oportunidad para huir? ¿Qué es

lo que le hacía sentirse tan seguro de sí mismo? ¿Cómo podía tener la

seguridad de que Tomás no la aprovecharía?

Las interrogaciones se multiplicaban, pero las respuestas no. Se esforzó por

ver las cosas desde el punto de vista del agente de la CIA, para entender y

prever su comportamiento. Su intento fue infructífero. Fuese cual fuese la

perspectiva que adoptase, le parecía que solo había una respuesta

satisfactoria. Su captor le subestimaba. No había otra explicación. ¿Pensaría

que Tomás, por ser un académico habituado al mundo de los libros y pasar la

vida buscando manuscritos antiguos, no era más que un ratón de biblioteca,

un intelectual asustado delante de los desafíos de la vida real e incapaz de una

iniciativa físicamente arriesgada? Tal presunción le parecía casi un insulto.

“¡Uf, estoy cansada!”, se quejó Doña Gracia cuando

llegaron a lo alto de las escaleras, interrumpiéndole la cadena de


pensamientos. “Creo que me voy a tumbar un poco”.

“Haces bien, mamá”, asintió. “Tienes que descansar, fue una mañana muy

intensa. No se muere uno y resucita en el mismo día tan fácilmente, ¿verdad?

El propio Jesús tuvo que esperar tres días”.

El historiador lanzó una última ojeada al piso de abajo y se aseguró de que

el atrio estaba vacío. Después llevó a su madre por el pasillo hasta su

habitación. Entraron, la ayudó a quitarse la ropa y ponerse el camisón, a

tomar los medicamentos y a tumbarse en la cama.

“Gracias hijo”, murmuró ella mientras colocaba la manta y se acomodaba en

la almohada. “¿Te veo para cenar?”.

Tomás dudó; su idea inicial era permanecer en Coimbra una o dos semanas,

para acompañar la convalecencia de su madre y sus consultas en el hospital,

pero los acontecimientos se habían precipitado en una dirección inesperada y

nada de eso era viable.

“Infelizmente no”, respondió. “Ha surgido una cosa urgente y tengo que

regresar a Lisboa”.

“¡Ah, qué pena! Cuidado por el camino, ¿vale? A veces aceleras un poco y

es peligroso. Además hay muchos locos por la carretera”.

“Quédate tranquila, mamá”.

Vencida por el cansancio, Gracia cerró los ojos y se quedó casi

inmediatamente dormida. El hijo se inclinó y la besó en la frente,

perguntándose si la volvería a ver. La situación engañosa en que Bellamy le

había metido le podía costar muy caro.

Al incorporarse, regresó a su problema más urgente: su propia situación.

Los acontecimientos habían evolucionado de una forma absolutamente

extraordinaria cuando, algunos minutos antes, el agente de la CIA le había

interceptado a la puerta de la residencia. La nueva realidad le parecía

surrealista pero no la podía ignorar. Ante las perspectivas que tenía por

delante, y en particular la posibilidad de ser secuestrado y enviado

clandestinamente a los Estados Unidos, donde lo esperaba la silla eléctrica, su

única opción verdadera era huir. Sobre eso no le quedaban dudas.

Huir.

La decisión estaba tomada. Acercó el oído a la puerta de la habitación de su

madre para intentar darse cuenta de algún movimiento en el pasillo. No oyó

nada. Abrió despacio la puerta y observó el exterior. El pasillo estaba

desierto. Salió del cuarto, cerró la puerta con mil cuidados y avanzó con

pasos suaves a lo largo del pasillo, preocupado con cualquier movimiento


sospechoso. El suelo de madera rechinaba y parecían gemidos de melancolía,

por lo que a cada paso redobló la cautela. Al llegar a lo alto de la escalera se

inclinó hacia abajo y examinó el atrio. Permanecía vacío.

Había llegado el momento de intentar salir.

El ruido del suelo de madera rechinando en el piso de arriba no pasó

desapercibido a James Krongard. Se había mantenido atento a los sonidos

producidos en el piso superior cuando el blanco llevó a la madre a la

habitación y lo primero en que se había fijado fue justamente en el sonido de

la madera chirriando cuando alguien la pisaba. Tomó buena nota de ese

ruido, consciente de que volvería a producirse cuando el sospechoso

recorriese el pasillo en sentido contrario.

“¿Qué tal esa fabada?”, quiso saber la funcionaria. “Una maravilla,

¿verdad?”.

“Óptima”, respondió el americano mientras se metía en la boca el último

bocado. “Pero ya es suficiente”.

“¡Oh! ¿No come todo?”.

El hombre se levantó de su sitio y se dirigió al pasillo.

“Agradezco su gentileza, pero no quiero nada más. Voy a esperar al doctor

Noronha”.

Salió de la cocina y tomó posición en el pasillo que daba acceso al atrio. El

sonido del entablado dando de sí paró encima, señal de que el blanco

inspeccionaba el camino y se preparaba para intentar la huida. Los labios de

Krongard dibujaron una sonrisa que de inmediato reprimió, esforzándose por

estar concentrado. El desenlace era realmente previsible. Sabiendo que la

CIA lo iría a llevar clandestinamente a América, donde sería juzgado por el

asesinato de uno de los directores de la Agencia con pruebas altamente

comprometedoras, y considerando que parecía tener allí una oportunidad

inesperada para escapar de su captor, era inevitable que intentase huir.

“Vamos, chico”, susurró, casi convencido de que sus palabras inaudibles

llevarían a Tomás a escaparse.

“Avanza ahora”.

La mano derecha de Krongard se deslizó hacia el interior de la chaqueta y

acarició la culata fría de la Glock. No convenía retirarla de inmediato. Si

alguien lo viese con el arma en la mano haría saltar la alarma y la maniobra

fracasaría. Pero tenía que estar preparado para sacar deprisa la pistola y

usarla. Con la punta del índice, soltó la correa que mantenía la Glock presa a

la funda. Después usó el pulgar y destrabó el arma. Con los procedimientos


listos, agarró por fin la culata y puso el dedo en el gatillo. Estaba listo para la

acción y sabía que se produciría cuando el sospechoso comenzase a bajar las

escaleras, acción que sería también denunciada por los gemidos de la madera.

En ese instante, el entarimado en el piso de arriba volvió a rechinar.



XX

Estaba sintiendo que algo no iba bien.

La imagen del atrio desierto allá abajo inquietó a Tomás más de lo que

podría pensar. Fue como si un sexto sentido lo avisase de que no debería

aprovechar de aquella forma la oportunidad que tan inesperadamente se le

ofrecía. Ya se había habituado a confiar en su sexto sentido, no por estar

convencido de que se trataba de una capacidad extra sensorial de acceso al

mundo sobrenatural, sino justamente por saber que el sexto sentido resultaba

de un análisis complejo que envolvía los procesos cognitivos de su propia

mente, que, sin recurrir a la consciencia, procedían a la radiografía de la

situación. El resultado era, por lo visto, aquella alerta lanzada por su sexto

sentido. Tenía que revisar el plan de fuga.

Algo no cuadraba.

“Me estás esperando”, murmuró; la desconfianza de repente le removió las

entrañas mientras estudiaba el espacio junto a la puerta de la calle con otros

ojos. “Estás escondido en algún lugar esperando que intente huir...”.

Tal vez fuese exceso de cautela, pero Tomás decidió confiar en su intuición.

Echó un último vistazo al atrio vacío, esperando ardientemente no estar

cometiendo un error y desperdiciando una bella oportunidad para escapar.

Siempre con mil cuidados, retrocedió por el pasillo, esforzándose por

minimizar el denunciador crujido del entarimado, y regresó a la habitación de

su madre.

Cerró la puerta, rodó la llave en la cerradura y, con el corazón retumbando

en el pecho, miró el cuerpo tranquilo en la cama. Gracia dormía

profundamente, roncando suavemente, la manta subía y bajaba al ritmo lento

de la respiración. En otras circunstancias se reiría de aquel ronquido leve,

pero no en aquel momento; las circunstancias eran demasiado graves.

“¿Y ahora?”, se preguntó en voz baja, todavía dudando si había hecho bien

o si había perdido una posibilidad única para escapar de su captor. “¿Cómo

salgo de aquí?”.

Miró a su alrededor, como un animal acorralado, y su atención se fijó

inevitablemente en la terraza del cuarto. Si la puerta del pasillo no era el

mejor camino, como le indicaba su sexto sentido, sólo le quedaba aquella vía

de fuga. Se precipitó hacia la terraza y miró hacia abajo. Estaba en el primer

piso pero la altura era considerable y el suelo no parecía acogedor; eran


bloques de granito que separaban la pared exterior de la casa del tapiz verde

de hierba. Si se tirase por allí, lo más probable era partirse una pierna y

algunas costillas. Ni pensar en intentar el salto.

Fue cuando se dio cuenta del pinar.

Los nuevos crujidos de la madera en el piso superior inquietaron a James

Krongard. “¿Qué significaría aquello? Después de los primeros ruidos, había

esperado que su blanco bajase las escaleras, en silencio o muy rápido para

intentar la fuga. Pero nada de eso ocurrió. Al contrario, el rechinar adicional

del entablado mostraba que había actividad arriba, pero no había forma de

delimitar las razones.

“¿Qué estará haciendo este tipo?”.

El agente de la CIA esperó algunos segundos más, esperando que en breve

todo quedase aclarado y el sospechoso bajase por las escaleras en fuga, como

preveía desde el principio, pero eso no ocurrió. A medida que transcurrían los

segundos sin que nada ocurriese, se hacía evidente

que los acontecimientos habían evolucionado en otra dirección. Y lo más

grave era que Krongard sentía que esa dirección escapaba a su control. O los

nuevos ruidos significaban que había huéspedes circulando en el piso

superior, o entonces...

Abrió bien los ojos.

“No me digas que... que...”.

Solo en ese instante asaltó al americano la sospecha de que Tomás podía

haber elegido otro camino para la fuga. Sin perder más tiempo, abandonó la

posición que había ocupado para ocultarse del historiador y fue hacia las

escaleras para mirar hacia arriba. No vio a nadie. Con recelo de haber

cometido un error terrible, el agente de la CIA saltó los peldaños de dos en

dos y recorrió rápidamente el pasillo hasta la habitación número ocho, donde

la empleada le había dicho que se alojaba la madre de su presa.

Llamó a la puerta.

“¿Profesor Noronha?”, llamó, esforzándose por mantener la voz controlada

para no perturbar a los usuarios de la residencia. “¿Está ahí, profesor

Noronha?” Llamó de nuevo. “¿Profesor Noronha?”.

Como no tuvo respuesta, echó la mano al pomo y lo rodó. La puerta se

mantuvo cerrada.

“Goddman!”.

En el instante en que verificó que la puerta de la habitación se encontraba

cerrada, Krongard se convenció de que su objetivo se había fugado, pero por


otro camino. La situación estaba escapándose de su control y el agente de la

CIA entendió que no había modo de mantener la discreción; tendría que

recurrir a otros medios.

Se alejó dos pasos, sacó la Glock de la funda y apuntó a la cerradura.

El tiro provocó un alboroto en la residencia.

Cuando el disparo sonó, Tomás se agarraba al tronco de un pino. El toque

en la puerta ocurrió cuando estaba en la terraza inspeccionando el árbol y

verificando si era una vía segura hacia el suelo. Al oír al americano

llamándole, el fugitivo comprendió que ya no le quedaba mucho más tiempo.

La oportunidad se acabaría rápido y, si quería realmente escaparse, tendría

que ser en ese momento.

Se abrazó al tronco y, cuando empezó a bajar, oyó el tiro que deshizo el

cierre de la puerta de la habitación de Doña Gracia. Pensó en su madre y en el

susto que se habría llevado, receló incluso que la detonación le provocase un

nuevo colapso cardíaco y casi se arrepintió de haber intentado huir. No había

previsto que el hombre de la CIA empezase a disparar y era demasiado tarde

para deshacer lo que ya estaba hecho. La única opción que le quedaba era

seguir hacia delante.

Y deprisa.

“¿Profesor Noronha?”.

La voz con fuerte acento americano salía del interior de la habitación, pero

Tomás comprendió que en un instante su perseguidor aparecería en la terraza,

de modo que tendría que ser más rápido.

Iba por la mitad del tronco y la altura le pareció ya más segura. En ese

momento se dejó caer. Rodó por el suelo, se levantó y comenzó a correr por

el jardín en dirección a la plazoleta.

Sonó un nuevo disparo.

La detonación se propagó de manera diferente, evidentemente porque había

ocurrido en un espacio abierto al aire libre, y el fugitivo vio un trozo de

hierba levantarse delante de él. Se dio cuenta de que el americano disparaba a

matar. No lo mandó parar, no hizo siquiera un intento de detenerlo.

Simplemente, disparaba a matar. Y la espalda de Tomás era un blanco

magnífico y continuaría siéndolo durante cinco segundos más, el tiempo que

le llevaría doblar la esquina del edificio y dejar de estar en el punto de mira.

Cuatro segundos.

Miró hacia la izquierda y en ese momento sonó otro tiro. El agente de la

CIA era sin duda un tirador experto; la práctica de tiro formaba parte de su


entrenamiento, pero no esperaba aquel cambio en la dirección y falló de

nuevo el objetivo.

Tres segundos.

Dio algunos pasos más en línea recta, pero se sentía desprotegido y tuvo la

noción de que tenía que volver a hacer nuevos despistes para tener alguna

posibilidad de escapar. Simuló que giraba a la derecha y se flexionó otra vez

hacia la izquierda. El nuevo tiro volvió a fallar.

Dos segundos.

“Sonnavabitch!”.

Los tres tiros habían fallado y el fracaso arrancó un gruñido de frustración al

americano. Nunca en su vida de tirador había fallado dos tiros seguidos,

mucho menos tres. El primero era disculpable, había acabado de llegar a la

terraza y abrió fuego en la dirección del blanco en fuga sin apuntar

debidamente, pero los dos restantes le parecían errores inaceptables. Era

cierto que el súbito zigzag del fugitivo lo había cogido por sorpresa y le había

engañado, pero el error estaba en el blanco que había escogido. Había

apuntado a la cabeza, para provocar la muerte instantánea, pero las

condiciones no eran las ideales para intentar un tiro de esos con una pistola.

Si hubiese apuntado al tronco, no habría zigzag que salvase al sospechoso. Y

era justamente hacia allí que ahora abriría fuego. Acertaría con el cuarto tiro.

Un segundo.

El punto de mira de la Glock de James Krongard asentó en el tronco de

Tomás, donde sabía que, por más desvíos que el fugitivo diese, no fallaría.

Primero lo iba a derrumbar. Cuando estuviese en el suelo, el segundo tiro le

desharía el cráneo. Consciente de que solo disponía de unas fracciones de

segundo, contrajo el apuntador y apretó el gatillo.

“¡Bruto estúpido!”.

Un objeto llegado de ninguna parte alcanzó al americano en el instante en

que abría fuego, desequilibrándolo.

“Qué...”, balbuceó apoyado en la terraza. Vio al blanco desaparecer por

detrás de la esquina del edificio y se dio cuenta de que, una vez más, había

fallado el tiro. “Damn”.

“¡Ordinario!”.

El objeto que lo alcanzó volvió a darle en la cabeza. Se protegió con el

brazo e intentó entender lo que ocurría. Era Doña Gracia que lo atacaba con

el bolso, los pelos al viento y los ojos en furia, bombardeándolo con insultos

y con sucesivos golpes de bolsa.


“¡Anormal!”.

Se dio cuenta de que no debía haberse olvidado de la madre del sospechoso.

El tiro que destruyó la cerradura la había despertado de repente y, cuando vio

un hombre armado pasando por la habitación y llamando a su hijo, se puso en

guardia. Al darse cuenta de que el hombre estaba en el balcón abriendo

fuego, comprendió lo que ocurría y con su instinto de madre en vilo, actuó de

inmediato.

“¡Salga de delante!”, ordenó Krongard, poniéndose de pie y alejando a la

anciana con el brazo. “¡Déjeme pasar!”.

El agente de la CIA atravesó la habitación y el pasillo corriendo, con la

pistola en puño, rezando para no llegar demasiado tarde a la calle y con una

única pregunta martilleándole la cabeza; ¿cómo iba a explicar a Langley que

una vieja casi demente le había impedido matar al hombre que asesinó a

Frank Bellamy?



XXI

Sonando como una tormenta, los estampidos de los disparos sobresaltaron a

María Flor. Al principio pensó que se trataba de fuegos artificiales y se irritó,

preguntándose sobre la identidad y las intenciones de las personas que habían

tenido la idea de tirar cohetes a aquella hora junto a una residencia de

ancianos, pero cambió de idea en el momento que vio a Tomás aparecer en el

portón, jadeante y corriendo hacia el coche.

“¿Qué ha pasado?”, preguntó, sorprendida, cuando él abrió la puerta del

coche. “¿Pasa algo?”.

Tomás se tiró dentro del Volkswagen literalmente, golpeándose con la

cabeza en el hombro de ella.

“¡Arranca!”, gritó. “¡Arranca!”.

Su amiga lo miró, sin comprender.

“¿Arranco el qué?”.

El historiador apuntó al volante.

“¡Arranca inmediatamente!”, insistió. “¡Tenemos que salir de aquí lo antes

posible!”.

“¿Pero por qué? ¿Qué pasa?”.

Él hizo una señal con el pulgar, señalando el edificio de la Casa de Reposo

que se erguía después del muro y de los setos.

“¡El tipo... el tipo que me interpeló en la plaza me está disparando!, dijo en

el tono más controlado posible, sabiendo que la explicación era demasiado

extravagante para tener sentido. “Tenemos que salir de aquí inmediatamente.

Me quiere matar, ¿entiendes?”.

La cara de María Flor se contrajo en una mueca de estupefacción y absoluta

incredibilidad.

“¿Qué? ¿Qué historia es esa?”.

Tomás gimió de frustración.

“¡Arranca!, gritó fuera de sí, con la atención puesta en ella y en el portón de

la vivienda. ¡Arranca antes de que el tipo aparezca!”.

Lo cierto es que el motor estaba en marcha; María Flor no lo había apagado

pensando que Tomás volvería más deprisa de lo que realmente volvió. Ante

tan gran insistencia pisó el embrague y metió la primera, pero no tenía

intención de obedecer hasta entender lo que pasaba. ¿Había un hombre

disparando dentro de la residencia? No tenía sentido. ¿Tomás habría


enloquecido?

“Oye”, dijo ella en un tono sereno, como intentando tranquilizarlo. “Lo

que...”.

Se calló en el instante en el que vio al hombre aparecer por el portón con la

pistola en la mano. En realidad no entendió lo que vio, no tuvo tiempo para

eso porque el instinto, el tal sexto sentido que en realidad era la mente

analizando la situación sin implicar a la consciencia, reaccionó más deprisa y

en ese instante hizo lo que hacía falta. Soltó el embrague, apretó el acelerador

y con un traqueteo brusco y un chirrido loco, el coche arrancó a toda

velocidad.

La bala fue disparada en el momento en el que el Volkswagen salía. James

Krongard no esperaba que el automóvil azul se moviese en ese preciso

momento, y eso fue suficiente para errar de nuevo el objetivo. En realidad, la

bala partió los cristales laterales de los asientos traseros del coche, pero no

alcanzó a ninguno de los ocupantes. Por tanto, había fallado.

“Fuck!”, echó pestes el americano, que odiaba pronunciar palabras

obscenas. “Fuck! Fuck! Fuck!”.

Todo le salía mal ese día.

El automóvil fugitivo abandonó la plazoleta, dejando una nube de polvo

fundiéndose con el aire, y aceleraba ya en la calle de al lado. El agente de la

CIA cruzó rápidamente el portón y al llegar al centro de la plazoleta, a la

entrada de la calle, apuntó en dirección al coche, pero solo vislumbró la parte

trasera doblando la esquina y desapareciendo detrás de una vivienda.

“¡Oh, no!”.

Sin perder tiempo, Krongard corrió hacia el Ford blanco aparcado por

debajo del roble. Echó mano al bolsillo, sacó la llave y, con una nota musical

ridícula, desbloqueó las puertas. Se sentó al volante, encendió el motor y el

coche arrancó. Se arrepintió en aquel momento de no haber alquilado un

coche más potente, pero sabía que, hechas las cuentas, eso no influiría en el

resultado final. ¿No había pilotado en el circuito de Indianápolis, durante el

periodo de formación en la Finca, el centro de entrenamientos de la CIA? La

Agencia enseñaba a sus agentes las técnicas de conducción en alta velocidad,

lo que significaba que el fugitivo no tenía la menor posibilidad de escapar.

Además, reparó en que al volante estaba una mujer, y Krongard creía

firmemente que ellas tenían menos habilidad en la carretera.

El Ford aceleró y frenó chirriando y derrapando en cada recta y en cada

curva, un cazador veloz en el rastro de su presa, serpenteando entre los


automóviles que le aparecían por las calles, corriendo riesgos y ganando

terreno porque los otros coches se apartaban, intimidados con su conducción

agresiva. A medida que se aproximaba al centro de Coimbra el tráfico

aumentaba, lo que en principio constituía un problema, pero en aquel caso era

una clara ventaja. Los fugitivos, sabía el hombre de la CIA, no tenían

experiencia en conducción competitiva, lo que significaba que el tránsito

intenso los atrasaría más que a él.

Al fin de unos cinco minutos de una carrera loca por las calles de la ciudad,

Krongard avistó por fin la mancha azul del Volkswagen encajada entre una

furgoneta y un utilitario.

“Ah, estás ahí...”, sonrió a pesar de los dientes cerrados por la furia de la

persecución. “¡Ya eres mío!”.

Pisó el pedal y adelantó en contramano a un puñado

de automóviles, ganando doscientos metros de una vez.

A aquel ritmo, calculó, en breve estaría al lado del automóvil azul.

Bastaría un minuto.

La rápida progresión del Ford estaba siendo atentamente acompañada por

Tomás, que se mantenía dado la vuelta con los ojos fijos en la mancha blanca

que iba adelantando a los automóviles rápidamente, corriendo grandes

riesgos pero acabando siempre por salir bien. Parecía suerte pero Tomás sabía

que era destreza.

“¡Más deprisa!”, pidió. “¡Más deprisa!”.

“¿Deprisa cómo? preguntó María Flor, apuntando hacia delante con un

gesto de frustración. “¿No ves que ahí hay un semáforo?”.

“¡Ignóralo! ¡Ponte en el otro carril y pasa el semáforo rojo!”.

“Pero... pero...”.

“¡Haz lo que te digo!”, insistió Tomás, con la voz alterada. “¡Tenemos que

correr el riesgo, si no nos coge!”.

El mensaje fue comprendido. La conductora respiró hondo, como si se

estuviese preparando mentalmente para cometer una locura, y fue hacia la

izquierda, a contramano. Se encontró de inmediato con un automóvil que

venía en aquel sentido, pero a pesar del susto consiguió escabullirse y pasar

próxima entre el coche contrario y un jeep parado en doble fila. Al llegar al

cruce del semáforo, aceleró y pasó entre la línea de los coches que venían de

la izquierda pero, cuando pensaba que también había cruzado de forma

segura la segunda línea de los de la derecha, se oyó un estruendo, el

Volkswagen giró violentamente y rodó como una peonza en el sentido de las


agujas del reloj.

Habían chocado.

“¡Arranca!”, gritó Tomás, el primero en reaccionar al choque. “¡Arranca

ya... deprisa!”.

La conductora abrió los ojos y se dio cuenta de que habían tenido un

accidente y estaban parados en medio de la calle. Por el retrovisor se dio

cuenta de la enorme confusión detrás de ellos. El coche que les había dado el

golpe había volcado, el siniestro había afectado a otros vehículos y el tráfico

estaba parado, pero el bulto blanco del perseguidor estaba a punto de pasar el

cruce. Por suerte, el Volkswagen se había quedado girado hacia delante y con

el motor todavía encendido. María Flor metió la primera y arrancó.

Al lado de ella, el historiador se volvía de nuevo hacia atrás para acompañar

la progresión del perseguidor. Las noticias no eran buenas. Tomás vio el

Ford blanco escabullirse entre los coches accidentados y retomar la caza unos

cortos trescientos metros detrás de ellos. Era evidente que jamás conseguirían

escapar del él y que en algunos segundos tendrían al americano pegado a

ellos. Había que tomar decisiones.

Tomás extendió la mirada por la calle en busca de una solución, de alguna

cosa que invirtiese el rumbo de los acontecimientos y les permitiese escapar

al agente de la CIA. ¿Pero el qué? Detrás de ellos, el perseguidor acortó la

distancia a doscientos metros.

“¡Oh, no!”, clamó María Flor con cara de susto y de desilusión. “¡Ahora

no!”.

El pasajero miró hacia el punto que ella fijaba y comprendió el problema.

Había obras de repavimentación en la acera de enfrente y el tráfico estaba

restringido. Solamente una vía funcionaba, pero era estrecha y solo un piloto

de competición conseguiría acelerar en un espacio de aquellos. Atrás, el Ford

se encontraba a cien metros y se aproximaba rápidamente. Estaban perdidos.

“¡Para!”, ordenó Tomás. “¡Para al lado de la obra!”.

La conductora abrió bien los ojos, en pánico por la decisión. Pero desde el

principio de la persecución se había dado cuenta de que era mejor obedecer

sin rechistar las instrucciones que recibía, por más absurdas que fuesen. Su

pasajero parecía tener el don de improvisar bajo presión. De modo que, a

pesar del recelo por la locura de parar el coche en un momento de aquellos,

pisó el freno y el Volkswagen chirrió hasta detenerse junto a los

empedradores, que los miraban con sorpresa.

Sin perder tiempo, Tomás saltó del automóvil, agarró dos piedras pesadas


trabajadas en cubo por los empedradores y las proyectó con toda la fuerza

sobre el Ford que frenaba ya pegado a ellos. El primer cubo hizo estallar el

cristal delantero del coche y el segundo alcanzó al conductor en el hombro y

le rebotó en la cabeza.

El historiador se metió de nuevo en el lugar del pasajero y el Volkswagen

partió de inmediato, dejando al perseguidor parado junto a las obras de

repavimentación de la acera, con la cabeza llena de sangre.



XXII

Observando la puerta, James Krongard se dio cuenta de que faltaba el

momento más difícil. La enfermera le había puesto una ligadura en el hombro

y ultimaba la cura en la cabeza, por encima de la oreja derecha, pero eso no

era nada. El americano vislumbró, justo en la puerta, el perfil barrigudo del

policía que permanecía apoyado pacientemente con varios papeles en la

mano.

“Ah, la burocracia”, murmuró con enfado. “Les gusta mucho la burocracia

en este país...”.

Pero eso tampoco era nada. El problema, el verdadero problema, sería la

llamada que tenía que hacer todavía a Langley. ¿Cómo podía explicar lo que

pasó? ¿Debería hablar de la anciana que le impidió, a golpes de bolso, acertar

en el blanco con éxito? ¿O de cómo dos listillos al volante le habían

derrotado en una carrera loca por las calles de Coimbra? ¿Tendría coraje para

contar lo que realmente había ocurrido? ¿O debería inventar una historia

cualquiera?

“Ya está”, dijo la enfermera en un tono maternal, alejándose un paso para

contemplar su trabajo. “Ya está. Las heridas en la cabeza provocan siempre

mucha sangre, pero al final vemos que no es nada especial. Por tanto, no se

preocupe”. Parecía un artista contemplando su obra de arte. “La cura ha

quedado una verdadera maravilla. Apuesto a que en América no lo hacen

mejor...”.

“¿Me puedo ir?”.

“Por nosotros sí. La radiografía mostró que no tiene nada partido, solo

sufrió unas contusiones y unos hematomas”. Señaló al panzudo de la policía

que esperaba en el pasillo. “Pero creo que aquel señor quiere hablar con

usted. Parece que hubo una gran confusión en el centro de la ciudad, ¿eh?”.

El americano no respondió de inmediato. Se colocó la funda alrededor del

pecho y se puso la chaqueta.

“¿Mi arma?”.

La enfermera volvió a señalar al hombre de la policía.

“Hable con el agente”.

Pensando bien, consideró Krongard, la aprehensión de la Glock era

inevitable en aquellas circunstancias. Se dio la vuelta y abandonó el servicio

de urgencias en dirección al policía. Al ver al americano, el agente se puso


firme y fue a su encuentro.

“Documentos, por favor”.

El agente de la CIA extrajo el pasaporte americano y los papeles de la

embajada de los Estados Unidos que le concedían inmunidad diplomática y

los entregó.

“¿Mi arma?”.

El policía estudió los documentos de ceja fruncida, como si todo aquello

fuese materia de gran complejidad y requiriese la más profunda ponderación.

“Aquí dice que usted es agregado cultural de la embajada americana en

Lisboa”.

“Correcto”.

Un brillo centelleó en los ojos del agente, como si hubiese cogido al

sospechoso en flagrante delito.

“Oiga”, dijo, “¿es normal que los agregados culturales de su embajada

anden armados?”.

“Usted ya debe de haber oído hablar de una cosa llamada Al-Qaeda,

presumo yo”, replicó Krongard, encogiendo los hombros despreocupado.

“Por razones de seguridad, voy armado. Nunca se sabe lo que puede

ocurrir...”.

El policía se quedó desconcertado con la respuesta. Sería mejor mantenerse

en las cuestiones estrictamente legales, concluyó.

“¿Tiene licencia de arma?”.

El agente de la CIA echó de nuevo la mano al bolsillo de la chaqueta y

extendió otro documento. El agente verificó el texto, el sello y la firma con

una expresión de desaliento en la cara.

“¿Todo en orden?”.

“Sí”, refunfuñó el policía en un tono contrariado. Parecía evidente que

quería echar mano al sospechoso pero se dio cuenta de que no lo podía hacer.

“Parece que sí”.

“¿Entonces, ya puede devolverme la pistola?”.

A pesar de estar contrariado, el policía cogió una bolsa y sacó la Glock del

interior, extendiéndola al americano. Krongard guardó el arma en la funda

que tenía presa al pecho y firmó un recibo confirmando que le habían

devuelto la pistola. Después el policía le devolvió los documentos, que el

americano guardó en otro bolsillo.

“Yo sé que el señor tiene inmunidad diplomática y por eso ni siquiera está

obligado a prestar declaraciones”, reconoció el policía. “¿Pero podrá


acompañarme a la comisaría para explicarnos lo que ocurrió?”.

El fantasma de una sonrisa burlona iluminó el rostro impávido del

americano antes de volver la espalda con soberbia y alejarse en dirección a la

salida del hospital.

“Tengo otras cosas que hacer”.



XXIII

Repentinamente cayó una noche impenetrable sobre la carretera. Tomás,

que estaba ahora al volante, seguía con atención la fila de luces que

serpenteaba delante de él, rojas de los automóviles que estaban en su fila,

blancas de los que venían en sentido contrario. Al lado, María Flor se

esforzaba por dominar los nervios. La persecución de aquella tarde por las

calles de Coimbra la había dejado hecha polvo y durante las dos últimas

horas se mantenía en silencio.

“¿Por qué has venido por la Nacional Uno?”, preguntó ella, rompiendo el

largo mutismo al que se había remetido. “¿No sería mejor ir por la autopista?

Sería mucho más rápido y seguro...”.

El conductor señaló hacia atrás con el pulgar, en una referencia a los vidrios

agujereados y a la abolladura trasera.

“¿Ya has visto el estado del coche? Seguro que la policía alertó a la guardia

nacional y a las compañías que controlan las autopistas. Apuesto a que están

todos atentos a un Volkswagen con estos daños. Las cámaras de vigilancia

están por todas partes. Si nos metemos por la autopista nos cogen en cuanto

el diablo se frota un ojo”.

La pasajera no dijo nada, sabía que el argumento era sólido. No estaba

segura de que huir de la policía fuese la mejor táctica; en realidad pensaba

que se debían dirigir directamente a las autoridades y exponer lo sucedido,

pero se imaginaba que Tomás sabía lo que estaba haciendo. Si había decidido

mantenerse lejos de la policía, tendría sus razones y solo le quedaba la opción

de confiar en él o abandonarlo.

“¿Quién era aquel hombre?”, quiso saber, lanzando así la pregunta que le

preocupaba desde que la historia había empezado en la plazoleta. “¿Por qué

va detrás de nosotros?”.

“No va detrás de nosotros”, rectificó el conductor. “El tipo anda solo detrás

de mí. Te afecta indirectamente por acompañarme”.

“Lo que sea. ¿Quién es él y qué es lo que quiere?”.

“Quiere detenerme... creo”. Vaciló, revalorando la conclusión. “O tal vez

quisiese simplemente matarme, no sé”.

“¿Por qué? ¿Qué has hecho?”.

Tomás suspiró; no sabía bien por dónde comenzar.

“No hice nada”, comenzó por decir. “Ocurre que hace unos años hice unos


trabajos para la CIA y por entonces traté con...”.

“¿Para quién?”.

“Para la CIA. La agencia americana de espionaje”.

María Flor le echó una mirada incrédula, esperando que se riese y

deshiciese la broma, pero el historiador mantuvo el semblante serio.

“¿Te burlas de mí?”, preguntó, dudando si debería tomarlo a broma.

“¿Trabajaste de verdad para la CIA?”.

“Estuve involucrado en dos operaciones, sí. Fue hace unos años. Por

entonces traté con un director de la CIA que por lo visto fue asesinado en

Ginebra. Los americanos creen que fui yo quien lo mató”.

“Tú ayer viniste de Ginebra...”.

“Sí, llegué ayer”, asintió él. “Eso no quiere decir nada. No maté al hombre,

ni siquiera sabía que él estaba en la ciudad. Fue una coincidencia”.

“¿Entonces por qué te acusan?”.

“Porque estábamos en el mismo hotel y él murió en el CERN cuando yo

visité el complejo”, explicó. “Y porque la víctima dejó un mensaje diciendo

que yo soy la clave”.

“¿La clave de qué?”.

“La CIA cree que él reveló así que yo soy la clave del homicidio”. Tragó en

seco. “O sea, el propio asesino”. Movió la cabeza. “Yo, sin embargo, creo

que la víctima quería decir otra cosa”.

“¿El qué?”.

Tomás mantuvo los ojos fijos en la carretera, el rostro iluminado de forma

rítmica por las luces de los automóviles que cruzaban la Nacional Uno en

sentido contrario.

“Déjame madurar mi razonamiento. Cuando todas las piezas encajen en mi

cabeza, te lo digo”.

La respuesta no agradó a María Flor, pero no insistió. “¿El mensaje que ese

director de la CIA dejó contenía solo tu nombre?”.

“Tenía también un símbolo”.

“¿Qué símbolo?”.

“La CIA por lo visto cree que es una referencia a él mismo”, explicó. “Se

trata de un símbolo que realmente parece el esquema de una persona

crucificada. El crucificado aquí sería la víctima”.

“¿Podrá ser una referencia religiosa de un hombre en agonía? A fin de

cuentas, cuando se habla de crucifixión, la primera imagen que nos viene a la

cabeza es la de Jesús en la Cruz”.


El historiador se encogió de hombros.

“Tal vez, ¿quién sabe?”.

Se lo dijo de una forma displicente, como un adulto respondiendo a un niño

que le hiciera preguntas sobre un asunto complejo y más allá de su

entendimiento. Ella entendió el tono y no aceptó la respuesta; quería datos

concretos, no medias palabras condescendientes.

“Ya vi que no estás de acuerdo”, observó. “Muy bien, si ese símbolo no

representa la crucifixión del tal director de la CIA o de Jesús, en tu opinión

¿qué es lo que representa?”.

Por primera vez en largos minutos, Tomás desvió los ojos de la carretera y

los clavó en ella, una expresión indescifrable que solo duró el tiempo de

responder a la pregunta.

“La más misteriosa ecuación científica alguna vez formulada”.



XXIV

Otra vez tendría que llamar. James Krongard seleccionó el número,

entrando en la página de las direcciones. Con la atención dividida entre la

autopista y el monitor del móvil, el agente repasó rápidamente lo que iba a

decir, respiró hondo y apretó el botón.

El móvil comenzó a llamar.

“Servicio Nacional Clandestino”, respondió una voz

femenina con una melodía mecánica. “¿En qué puedo ayudarlo?”.

“Habla James Krongard, en Lisboa. Creo que el director Harry Fuchs está

esperando mi llamada”.

“Un momento, mister Krongard”.

Siguió un interludio musical rápidamente interrumpido por la voz del

responsable de las operaciones clandestinas de la CIA.

“¡Mister Krongard!”, exclamó Fuchs con un toque de jovialidad. Parecía

contento. “¿Novedades?”.

Llegó el momento más temido por Krongard durante las últimas horas.

Volvió a llenar el pecho de aire, para ganar impulso, y se lanzó a la tarea.

“Infelizmente no son buenas noticias, mister Fuchs”, anunció. “El pájaro

escapó del nido”.

Se hizo un breve silencio en la línea mientras el superior jerárquico digería

la noticia.

“¿Qué ocurrió?”.

El tono de voz mudó de una forma radical; se volvió bajo y tenso, como el

ronronear traicionero de un felino antes de lanzarse sobre la gacela incauta.

“Dejé a nuestro sospechoso escapar para poder liquidarlo, según sus

instrucciones, pero la persecución corrió mal”, explicó el agente, ahorrando

palabras en los hechos que no le convenía exponer. “Hubo un terrible

accidente en un cruce y, me temo que acabé por perderle el rastro. Creo que

ahora tenemos que...”.

“What the fuck, Krongard!”, echó pestes Fuchs, elevando la voz a medida

que hablaba. “¿Qué rayo de disculpas son esas? ¿Desde cuándo un agente de

la CIA digno de ese nombre viene aquí lamentándose con cuentos de que

falló una porquería de misión de una sencillez infantil? ¿Cree que soy

tonto?”. El director del Servicio Clandestino Nacional ya gritaba. “No quiero

disculpas ni lamentaciones, ¿me ha oído? ¡Quiero resultados! Resultados, ¿lo


entendió? ¿Y qué es lo que me da? Unas bobadas de que tuvo un accidente y

no tiene ninguna culpa, pobrecito. ¡Disculpas idiotas! ¡Pórtese como un

agente digno de esta agencia, no como un maricón que viene a hablar

conmigo con el rabo entre las piernas! Le di una misión. ¡Cúmplala!”.

Varias gotas de sudor se deslizaban por las sienes de Krongard,

deslizándose hasta la barbilla.

“Yes, sir”.

La respiración del otro lado de la línea era pesada; por lo visto el ataque de

furia había dejado a Fuchs casi sin aliento.

“¿Y bien, gran cocksucker?”, preguntó, más controlado pero con la

irritación todavía trepándole por la voz. “¿Cómo va a resolver ahora este

problema?”.

“Necesito más agentes en la operación, sir. El efecto sorpresa pasó. El

pájaro sabe que le están persiguiendo y se va a esconder. Tengo que extender

una red para poder localizarlo, y eso no se hace sin más hombres”.

“Muy bien. Llame a los marines de la embajada. Yo mismo voy a contactar

al embajador para que colabore. ¿Alguna cosa más?”.

“La policía local, sir”.

“No meta a la policía en esta operación, idiota”, vociferó Fuchs, volviendo a

elevar el tono de voz. “¿Cuántas veces tengo que decirle que esto se debe

llevar de forma discreta?”.

“Lo sé, sir. El problema es que la policía ya está metida”.

“¿Qué quiere decir?”.

“No olvide que hubo un accidente y hubo disparos. Creo que la policía debe

de tener el coche de nuestro pájaro referenciado. Como yo no colaboré en la

investigación, invocando inmunidad diplomática, van a querer preguntar a los

ocupantes del otro coche”.

El director del Servicio Clandestino Nacional consideró esta información.

“Hmmm... ya veo”, murmuró. “Y existe el peligro de que el pajarito vaya

corriendo a la policía para pedir protección”.

“Afirmativo, sir. Pero no creo que ocurra”.

“¿Ah, no? ¿Por qué?”.

“Estuve leyendo el perfil en el informe que usted me envió y no me parece

que sea hombre para esconderse detrás de la policía. Por el contrario, va a

querer tomar el asunto en sus manos”.

Fuchs volvió a hacer una pausa para recordar lo que leyera en el perfil

trazado en el dossier de Tomás Noronha.


“Tal vez tenga razón”, admitió. “Siendo así, las cosas no están perdidas.

Oiga, esté atento a la policía local, pero no la meta directamente en la

operación. Si ellos echan mano al pajarito, nunca conseguiremos vengar la

muerte de Bellamy. El demonio del anciano podría ser un enorme pain in the

ass, pero era un director de la Agencia y nosotros tenemos la responsabilidad

de celar por los nuestros. Si alguien asesina a uno de los hombres de la CIA,

hay que derribarlo. Si no somos nosotros los que nos hacemos respetar,

¿quién lo hará?”.

“Yes, sir. Le aseguro que esta vez no...”.

En medio de la frase, Krongard se calló. El jefe ya había colgado.



XXV

Señalando la entrada en Lisboa, el anuncio era solo una formalidad, una vez

que hacía ya algún tiempo que la carretera Nacional Uno atravesaba el tejido

urbano junto al río. El viaje se aproximaba a su fin y había que tomar

decisiones.

“¿Qué vamos a hacer ahora?”, preguntó María Flor. “¿Tienes alguna idea en

mente?”.

Debido a la hora, el tráfico era denso para salir de la ciudad, pero para

compensar, la entrada era fácil.

“Lo primero es dejarte en la Estación de Oriente”, dijo Tomás, mirando el

reloj del coche. “Si no estoy equivocado, dentro de media hora sale el tren

Intercidades, con parada en Coimbra”.

“Ni lo pienses”.

El conductor desvió la mirada de la carretera y la miró fijamente.

“Oye, mi compañía es muy arriesgada en este momento. Hay gente

peligrosa detrás de mí y...”.

“Precisamente por eso. Necesitas ayuda y no va a ser en un momento difícil

como este que te voy a dar la espalda. Yo me quedo”.

“Pero eso no...”.

“Asunto encerrado”.

El tono con el que lo dijo fue de tal modo categórico que Tomás no se

atrevió a contrariarla. Pero sabía que las circunstancias eran muy peligrosas y

creía que no tenía el derecho de hacerla correr riesgos. Intentó otra vía de

argumentación.

“Te necesito en Coimbra”, alegó. “El colapso cardíaco de mi madre fue muy

serio y ella tiene que estar acompañada”.

“Ya llamé a la residencia y está todo bien”, contrapuso María Flor,

determinada a hacer valer su posición. “Dejé mis instrucciones y ella estará

acompañada con todas las atenciones. Margarita va a llevarla todos los días al

hospital y cuidará debidamente de tu madre, quédate tranquilo”. Hizo un

gesto perentorio. “Ese asunto está también resuelto”.

Tomás la miró fijamente de forma intensa, como dándole una última

oportunidad. Era sin duda una mujer encantadora y la perspectiva de pasar los

próximos días con ella sería muy interesante, si no fuesen las circunstancias.

“¿Estás segura?”.


“Absolutamente segura”, sentenció Su amiga. “Tenemos que resolver

cuestiones prácticas y la primera es saber dónde vamos a quedarnos. ¿Por

casualidad tienes habitación de invitados en tu casa? Es que, si no tienes,

tendrás que dormir en el sofá”.

Tomás movió la cabeza.

“No podemos ir a mi casa. Es evidente que los tipos de la CIA la van a tener

vigilada”.

“¿Entonces a dónde vamos? ¿A un hotel?”.

“Muy peligroso. Tendríamos que mostrar los documentos en la recepción y

esa información se quedaría guardada en el ordenador. Sería una pista que los

americanos podrían detectar”.

Una expresión de perplejidad pasó por el rostro de María Flor.

“Bueno, no se puede ir a tu casa ni se pu ede ir a un hotel. ¿Qué sugieres en

ese caso?”.

“La Gulbenkian”.

“¿A esta hora?”.

“A cualquier hora. El único problema es que este edificio está vigilado por

sistema de seguridad privada”.

“Ah, no nos dejan entrar...”.

“Claro que dejan. Pero no conviene que nos vean. Imagina que la CIA, que

seguro sabe que soy consultor de la Gulbenkian y tengo allí un gabinete,

manda a alguien a hablar con los de seguridad y, como quien no quiere la

cosa, les pregunta si por casualidad me vieron por allí. Era un lío”.

“¿Entonces cómo entramos?”.

A pesar de mantener la atención presa en el tráfico, el conductor echó la

mano al bolsillo y retiró tintineando un manojo de llaves, que exhibió con

una sonrisa.

“Tengo llaves”.

El aparcamiento subterráneo de la Gulbenkian estaba abierto;

probablemente había un concierto en el Gran Auditorio, pero Tomás prefirió

aparcar el coche al otro lado de la Avenida de Berna, en un pequeño

descampado que hacía esquina con la Plaza de España, para asegurarse de

que ningún guardia de seguridad de la Gulbenkian le veía entrar. Se bajaron y

atravesaron la avenida hasta llegar junto al muro del complejo.

El historiador se giró hacia un lado y hacia otro del paseo, cerciorándose de

que nadie los observaba.

“¡Salta!”.


María Flor obedeció y saltó el muro, entrando en el jardín de la fundación,

seguida por Tomás. Avanzaron entre los árboles y los arbustos, aprovechando

las barreras creadas por la vegetación y la noche para mantenerse invisibles, y

rodearon así el edificio principal. La progresión fue lenta y cautelosa, pero

acabaron por llegar a un punto próximo de la puerta de servicio lateral.

“¿Y ahora?”, suspiró ella. “¿Qué hacemos?”.

“Entramos”.

El historiador miró hacia la izquierda y la derecha, no vio a nadie y salió del

jardín caminando normalmente, evitando dar aspecto de sospechoso si fuese

visto. Su amiga entendió la táctica y le imitó, siguiéndolo con tranquilidad.

Llegaron a la entrada de servicio y Tomás introdujo la llave en la cerradura,

abriendo la puerta.

Entraron en el edificio y encontraron todo a oscuras.

“No conozco esto”, se quejó ella. “¿A dónde vamos?”.

“Apoya las manos en mi espalda para mantener el contacto y sígueme.

Cuidado que aquí hay unos escalones...”.

Tanteando las paredes, y con María Flor tocándole la espalda, Tomás fue

avanzando en la oscuridad hasta llegar a una puerta recortada en los bordes

por un rectángulo de luz. El espacio del otro lado ya estaba iluminado.

Esperaron un poco, intentando determinar si había ruido de personas. No

oyeron nada sospechoso, por lo que abrieron ligeramente la puerta, para crear

una grieta de unos dos dedos, y echaron un vistazo. Más allá de la puerta

estaba el atrio central.

“Hay una persona al fondo”, observó él en un susurro. “Pero tenemos el

camino abierto hacia el laboratorio”.

“¿No vamos a tu despacho?”, se sorprendió su amiga. “Sería un lugar más

familiar...”.

“La luz en el despacho denunciaría mi presencia. El laboratorio es un lugar

donde a veces hay gente trabajando toda la noche. Me parece el lugar

perfecto, ¿no crees?”.

La pregunta era retórica, pero mereció la aprobación de María Flor. Empezó

a entender que no valía la pena poner en causa los razonamientos del

compañero; estaba claro que Tomás pensaba en todo antes de actuar.

Abrieron la puerta y salieron de la zona de servicio hacia el atrio, caminando

relajadamente hacia la escalera. Subieron al primer piso, giraron en otro atrio,

a oscuras, y se metieron en un pasillo hasta llegar a una puerta metálica

ancha, que flanquearon. Estaba oscuro y Tomás extendió la mano y apretó los


interruptores. Varias filas de luces blancas y frías se encendieron en el techo,

iluminando una sala repleta de equipo electrónico.

“El laboratorio”.

María Flor contempló el espacio y los instrumentos sofisticados que lo

llenaban.

“No tenía la menor idea de que la Gulbenkian realizaba investigación

científica...”.

“Claro que sí. Pero este laboratorio aquí en la sede es únicamente un anexo.

La verdadera investigación se realiza en el Instituto Gulbenkian de Ciencia,

instalado en Oeiras”.

Ella desvió una mirada inquieta hacia la entrada.

“¿Crees que aquí estamos seguros?”.

“Claro. El laboratorio se usa solo de vez en cuando, tranquila. En principio

nadie vendrá aquí”.

Retiraron los almohadones de algunos asientos y los extendieron en el

suelo, para improvisar una especie de colchón. Había un cuarto de baño al

lado, que usaron ambos, y después de apagar las luces del techo se tumbaron

sobre las almohadas, instalados junto a una lámpara. El día había sido largo y

difícil y necesitaban recuperar fuerzas y prepararse para enfrentar el día

siguiente.

Tomás extendió el brazo hacia arriba y desconectó la luz. Se quedaron a

oscuras. Después de un minuto, ni tanto, se dio cuenta de que no le sería fácil

dormirse. La dificultad no estaba en los acontecimientos del día, como se

podría esperar, sino en la presencia de María Flor. Era la primera noche que

pasaba con ella y no la podía tocar; nunca pensó que pudiese ser la tortura en

que se estaba convirtiendo.

Tuvo ganas de pegarse a ella, se imaginó diciendo que tenía demasiado frío

y que sería mejor calentarse juntos, seguro que María Flor estaría de acuerdo;

y él se acurrucaría junto a ella, le pasaría las manos por la cintura, muy casto

e inocente, pero después, como quien no quiere la cosa, subiría despacio,

muy despacio hasta... hasta...

Suspiró.

“¡Ah, qué difícil iba a ser dormir con ella al lado!”.

“¿Tomás?”.

La voz murmuró en la oscuridad más de una hora después de haber apagado

las luces.

“¿Hmmm?”.


“¿Estás durmiendo?”.

Un suspiro profundo cortó el aire.

“Lo estoy intentando. Pero es difícil, ocurrieron demasiadas cosas y tengo la

mente hirviendo”.

Ni pensar en confesarle las ardientes fantasías que le pasaban por la cabeza.

“Yo también”, se rio, bajito. “Creo que no vamos a conseguir dormir tan

pronto. Por más que me diga a mí misma para no pensar en nada, me viene

enseguida a la cabeza todo este lío. Tengo sobre todo curiosidad por conocer

el misterio del que me hablaste”.

“¿Qué misterio?”.

“El del símbolo dibujado en el papel que el director de la CIA tenía en las

manos en Ginebra, ¿te acuerdas? Dijiste que se refería al mayor misterio

científico alguna vez encontrado y eso... bien, me picó la curiosidad. ¿De qué

estabas hablando?”.

La pregunta no tenía una respuesta sencilla y el historiador, después de un

momento de espera para ponderar lo que debería decir, si deberían esforzarse

por dormir o si sería mejor rendirse a la evidencia y aceptar el insomnio,

volvió a respirar hondo. Con un movimiento decidido, dio un salto para

levantarse y encendió la luz.

“¿Tienes un papel y un bolígrafo?”.

María Flor se levantó también. Estaba aliviada por haber desistido de forzar

el sueño y se dirigió a un cajón que había visto cuando entraron en el

laboratorio. Lo abrió y retiró del interior un bloc de notas con el logotipo de

Gulbenkian y un rotulador negro.

“Aquí está”.

Tomás quitó la tapa del rotulador y comenzó a garabatear en la primera hoja

del bloc de notas.

“No me quedé con la copia del papel dejado por Frank Bellamy”, explicó,

“pero era una cosa sencilla”.

“¿Recuerdas lo que estaba allí escrito?”.

El historiador no respondió de inmediato. Tardó algunos segundos mientras

escribía en el papel y cuando acabó se dirigió a ella.

“Era más o menos esto”.


María Flor acercó la vista al dibujo y analizó lo que veía. El texto por

debajo del símbolo era sencillo y señalaba a Tomás como La Llave. En el

contexto en el que el papel había sido encontrado, parecía significar

realmente que la víctima lo señalaba como la llave del homicidio. Pero, por lo

visto, el problema del mensaje estaba en el símbolo.

“Esto realmente me parece un diseño esquemático y muestra una persona

crucificada”, constató. “Vemos el tronco en vertical y los brazos erguidos

hacia cada lado, como si estuviesen clavados”.

“Fue justamente eso lo que los tipos de la CIA interpretaron”, aceptó el

historiador. “O quisieron interpretar”.

“¿Pero tú dices que este símbolo remite a un enigma científico?”.

Tomás puso el índice en la base del símbolo.

“Esto es un psi”.

“¿Psi de parapsicología?”, se sorprendió. “¿Estás hablando de la percepción

extra sensorial y de lo paranormal y todas esas cosas? ¿Tú que sólo crees en

las cosas científicamente probadas? ¡Eso ni parece tuyo!”.

“Es verdad que el psi es la primera letra de la palabra griega psique, que

significa mente o alma”, admitió él, cogiendo de nuevo el rotulador. “Pero lo

más importante en este enigma es entender que el psi es la vigésima tercera

letra del alfabeto griego. Se escribe así”.

Garabateó la palabra y el símbolo en letra pequeña, con la equivalencia en

caracteres latinos por delante.

“Ah, bueno. ¿Qué tiene eso de tan misterioso?”.

“El psi fue adoptado en física como símbolo de la función de onda, tal vez

el más extraño de los descubrimientos alguna vez realizados por la ciencia.

La función de onda describe una característica de la materia al nivel más

elemental, el subatómico, y permite que un fotón, un electrón, un átomo o

hasta una molécula estén en múltiples sitios al mismo tiempo. En última

instancia, la función de onda vino a revelarnos que la realidad sólo existe

porque nosotros la creamos”. Se posó el índice en la frente. “Tal y como la

imagen del arco iris o el sonido del árbol que cae en el bosque donde nadie

está oyendo, la realidad es psique, está en la mente. El psi se sitúa en el

centro del problema en el sentido en que simboliza la función de onda, la


misteriosa solución de la famosa ecuación de Schrödinger”.

“¿Qué Schrödinger?” ¿El físico austríaco?”.

Tomás contempló la letra griega diseñada en el bloc de notas como si

contuviese el secreto de los misterios del universo, del tiempo y de la materia.

“Eso mismo”, asintió. “La ecuación de Schrödinger es la formulación

científica más enigmática que existe. ¿Sabes por qué?”.

“No, pero estoy esperando que me lo expliques”.

El académico levantó los ojos hacia la ventana y, con rostro enigmático,

observó el menguante luminoso que llenaba el firmamento en aquella noche

límpida y cubierta de estrellas.

“De algún modo, si no hubiese nadie mirando la luna, esta, pura y

simplemente no existiría”.



XXVI

Una vez más en la carretera y conduciendo a gran velocidad, el nuevo

automóvil que James Krongard había alquilado en Coimbra ya se había

transformado en una verdadera central de comunicaciones. El agente de la

CIA tenía la mano izquierda agarrada al volante y con la derecha iba

escribiendo en el teclado del móvil mientras sus ojos seguían la sucesión de

nombres y números que desfilaban por la pantalla iluminada.

La conversación con Harry Fuchs había desencadenado una gran actividad,

ya que era necesario proceder a contactos para lanzar la red sobre el fugitivo.

Ya había hablado con dos portugueses jubilados de la Policía Judicial que

vivían en Coimbra y los contrató para vigilar la Casa de Reposo y el

apartamento de Doña Gracia. Estaba, aun así, convencido de que su presa se

escaparía a Lisboa, en cuyas calles sería más fácil desaparecer. Lo esencial de

la operación se tendría que montar en la capital portuguesa.

Identificó el número que buscaba y apretó el botón verde para hacer la

llamada.

“Aquí Swartz”, contestó la voz al otro lado. “¿Por dónde andas, Jim?”.

Era Greg Swartz, el responsable del contingente encargado de la seguridad

de la embajada americana en Lisboa.

“Estoy en la autopista. Te necesito y a dos de tus marines para una

operación delicada que la Agencia lanzó en Portugal. Es algo top secret, ¿me

oyes?”.

Su interlocutor bufó de irritación.

“Con los chicos de la CIA es siempre igual, ¿eh?”, protestó. “Tienen la

manía de que son muy listos, hacen las porquerías de siempre, y cuando están

en apuros llaman a los marines para que limpien toda la mierda. ¡No hay

forma de que aprendan!”.

“No me vengas con cuentos, Greg. En este momento Langley debe de estar

informando al embajador y vais a recibir en cualquier momento instrucciones

para poneros a mis órdenes. Por eso, escúchame con atención”. Afinó la voz.

“Estamos intentando localizar a un sospechoso llamado Tomás Noronha. El

embajador debe entregarte un informe sobre ese tipo. Es profesor

universitario y tiene un Volkswagen azul. La matrícula está en el informe. El

coche tiene un agujero de bala en los cristales laterales traseros y una

abolladura en la chapa trasera del lado derecho. ¿Registraste eso?”.


“Estoy tomando nota”.

“Es posible que el sospechoso esté acompañado por una tipa llamada María

Flor Sequeira, una babe con una carita, por lo que dicen, nada fea. Estamos

trabajando en un informe sobre ella, pero no debe de haber mucho. Por lo que

sé, no es una persona que se haya cruzado con nuestros radares. Además,

puede que su identificación ni siquiera sea importante, una vez que

probablemente a esta hora nuestro profesor ya ha debido de librarse de ella,

para no estar arrastrando por ahí un peso muerto”.

“Aun así conviene verificar...”.

“Es lo que estamos haciendo. En cuanto la babe aparezca, y probablemente

ocurrirá en Coimbra, será interceptada e interrogada por unos antiguos

policías que contraté. Es posible que ella nos proporcione alguna pista útil

sobre el paradero y las intenciones del sospechoso”:

“Muy bien”, asintió Swartz. “Tengo tres hombres disponibles aquí en la

embajada. ¿Qué necesitas que hagamos?”.

“Mándalos vestirse de paisano y envía un marine al apartamento del

sospechoso, otro a las instalaciones de la Universidad Nova de Lisboa, donde

el tipo daba clases y podrá haber buscado refugio, y el tercero a la Fundación

Gulbenkian, donde es consultor y dispone de un despacho. Son los tres sitios

que, a primera vista, nuestro profesor puede escoger para esconderse. Las tres

direcciones están en el informe que el embajador te va a entregar”.

“¿Qué hacemos cuando lo localicemos? ¿Le detenemos o llamamos a la

policía?”.

“¡Ni una cosa ni otra!, replicó Krongard, elevando la voz para subrayar

estas instrucciones. “En cuanto lo localicéis, y a menos que el tipo intente

huir, no intervengáis, ¿me oyes? Llamadme y yo aparezco para tratar el

asunto. Si intenta escapar, detenedlo y esperad a que yo llegue al local. ¡Ah!,

una cosa muy importante: la policía local no puede ser informada de nada,

¿de acuerdo? Eso es fundamental”.

“Afirmativo. Ya veo que estamos hablando de una operación clandestina...”.

“No quiero problemas con las autoridades locales; una cosa de esas llevaría

a abortar la operación. Tenemos que tener mucho cuidado porque es posible

que la policía esté también detrás del sospechoso y, en ese caso, necesitamos

usar eso a nuestro favor. Quiero que monitorices las comunicaciones con la

policía nacional y la judicial”. Hizo una pausa, dando una oportunidad a su

interlocutor para que formulase alguna pregunta, pero este no emitió ningún

sonido. “¿Alguna duda?”.


“Está todo claro”.

“Cuando llegue a la embajada iré a tu encuentro para coordinar la

operación”, dijo a modo de conclusión. “Hasta ahora”.

Krongard colgó el teléfono y miró fijamente a la autopista. Al fondo, sobre

el horizonte matizado de luces, se levantaba el destello luminoso de Lisboa,

como si la ciudad se hubiese engalanado para asistir a la operación de caza de

Tomás Noronha.



XXVII

“No hablas en serio, ¿verdad?”.

María Flor lanzó la pregunta mientras Tomás revisaba el equipo del

laboratorio, intentando identificar las máquinas una por una. Estudiaba sus

características e iba encendiendo algunas piezas para ver cómo se

comportaban; después se desinteresaba; a medida que no encontraba lo que

buscaba, apagaba la máquina e iba a ver la siguiente.

“No estoy bromeando”, respondió distraídamente. “Estoy buscando un

proyector de luz”.

“No me refiero a lo que haces ahora”, aclaró con un chasquido impaciente

de la lengua y una expresión de frustración. “Mi pregunta se refiere a lo que

dijiste hace poco”.

“¿A qué?”.

“De algún modo, si no hubiese nadie mirando a la Luna, esta, pura y

simplemente no existiría”, recordó, repitiendo la frase que él acababa de

pronunciar. “Claro que estás bromeando, ¿verdad? Una cosa de esas no puede

ser cierta, como es evidente. La Luna existe independientemente de que haya

alguien que mire hacia ella”.

El historiador paró de curiosear en la nueva máquina que tenía entre las

manos y se giró hacia la compañera.

“Estoy hablando muy en serio”, declaró de forma categórica y con gran

convicción. “Las cosas solo existen porque alguien las observa. Esto no es

una metáfora ni una broma. Lo creas o no, y por más extraño que te pueda

parecer, esa es la naturaleza más profunda de la realidad”.

Su amiga se encogió de hombros.

“¡Oh, vamos! Habla en serio...”.

Ignorando el tono de incredulidad que impregnaba las palabras de María

Flor, Tomás continuó con su búsqueda. Analizó algunos aparatos y después

pasó hacia el otro lado del laboratorio; solo después de diez minutos

indagando logró localizar la máquina que buscaba. Levantó el puño cerrado y

celebró el descubrimiento con una exclamación triunfal.

“¡Aquí está!”.

El académico cogió el aparato, que por el formato parecía un proyector de

cine, y lo arrastró hacia un espacio abierto en la esquina del laboratorio.

Instaló la máquina, la conectó y giró el foco hacia una pantalla de tela


instalada en una pared.

“¿Qué vas a hacer con eso?”.

“Esto es un proyector de luz”, indicó él. Apuntó hacia la tela en la pared.

“Aquello es una pantalla de detección de luz emitida por el proyector. Se

trata, en realidad, de una placa fotográfica”. Cogió una hoja negra de

cartulina y con la punta del bolígrafo rasgó en el centro dos ranuras paralelas,

ambas finas y largas, como la señal aritmética de igual. “Lo que vas a ver se

llama experimento de la doble rendija. Fue concebido en el siglo XIX y

perfeccionado a lo largo de los años. No tiene nada de esotérico, es sencillo,

puede realizarse con mayor o menor facilidad aquí o en una escuela y ya se

ha llevado a cabo millares de veces”.

María Flor cruzó los brazos, sin entender el propósito del ejercicio.

“¿Y?”, lanzó. “¿Qué tiene que ver eso con el psi dejado por el director de la

CIA y con la Luna que no existe si no hubiera nadie para verla?”.

Atareado y ultimando los preparativos, Tomás no respondió directamente a

la pregunta. Solo después de encender el proyector de luz y de asegurarse de

que estaba funcionando, dio la operación por concluida. Poniéndose derecho,

la miró por fin.

“¿Qué es la luz?”.

Su amiga se encogió de hombros, como si la respuesta fuese demasiado

elemental para merecer su entusiasmo.

“Es radiación electromagnética”, replicó. “Ya lo dijiste en Coimbra cuando

hablamos sobre la forma como la mente construye las imágenes”.

“Muy bien”, aprobó él. “Pero durante muchos años se desconoció la

verdadera naturaleza de la luz. ¿En qué consistía exactamente esa radiación

electromagnética? Isaac Newton pensaba que eran partículas, más tarde

designadas fotones, pero Christiaan Huygens defendía que se trataba de

ondas, en cierto modo semejantes a las del mar. El debate se prolongó

durante algunos años, hasta que el británico Thomas Young concibió en 1801

el experimento de la doble rendija y obtuvo la respuesta. O por lo menos una

respuesta. Vamos a ver lo que descubrió”.

Encendió el proyector y un haz de luz iluminó la pantalla de detección por

entero. Metió la cartulina con la doble rendija delante, de modo que la luz

únicamente pasase por las dos ranuras, y la imagen en la pantalla se alteró. En

vez de llenarlo por entero, la luz apareció en líneas sucesivas, unas de luz,

otras de sombra.

“Muy interesante, sí señor”, dijo entre bostezos María Flor. “¿Qué quieres


probar exactamente?”.

Tomás señaló las líneas de luz en la placa fotográfica que servía de pantalla.

“¿Ves la imagen?”, preguntó. “Si la luz fuese constituida por partículas,

como defendía Newton, solo aparecerían dos líneas en la pantalla, una que

pasaba por una rendija y la otra que pasaba por la de al lado. Pero no es eso lo

que estamos viendo, ¿verdad? No están ahí dos líneas de luz, una por cada

ranura, sino cinco. ¿Por qué motivo eso ocurre?”.

“Porque la luz no está constituida por partículas, sino por ondas”, explicó.

”Es como el agua. Si tiras una piedra al agua de un lago, se forman ondas en

círculo, ¿verdad? Pero si tiras dos piedras las ondas que se forman interfieren

unas con las otras de tal modo que llegan a la orilla en líneas sucesivas”.

“Entiendo la conclusión, pero no comprendo bien el mecanismo...”.

El historiador cogió el bloc de notas y, con un rotulador negro, hizo

rápidamente un dibujo esquemático.

“¿Lo ves?”, preguntó, mostrando el esquema. “Lo que ocurre es esto. La luz

del proyector parte del punto S y alcanza la cartulina, pero solo pasa a través

de dos rendijas, señaladas como S1 y S2. A partir de ahí, las ondas de luz que

pasan por S1 interfieren con las que pasan por S2, de tal modo que la luz

llega a la tela con mayor intensidad no en dos puntos, como ocurriría si

fueran partículas, sino en cinco, aquí identificados con las letras B y D”.

“O sea, la luz se comporta como una onda”.

“Eso mismo. La experiencia de Young fue la demostración de que Huygens

tenía razón y convenció a la comunidad científica. El debate pareció acabar.

Pero ocurrió que, para explicar las extrañas propiedades de la radiación de los

cuerpos negros, que contrariaban el comportamiento previsto en la física

clásica, el físico alemán Max Planck sugirió en 1900 que la energía

electromagnética no era emitida o absorbida de un modo continuo, sino en

paquetes, que designó como cuantos, inaugurando así inadvertidamente la

teoría cuántica que estudia el mundo microscópico de las partículas y de los


átomos. La solución de Planck resolvía el problema de la radiación de los

cuerpos negros, para la cual la física clásica no tenía una solución fiable,

aunque era tan extraña y surrealista que solo una persona le prestó verdadera

atención”. Arqueó las cejas. “Albert Einstein”.

“El más famoso científico del siglo XX...”.

“A pesar de la demostración realizada en el experimento de las dos rendijas,

Einstein creía que la luz estaba formada por partículas. Por eso recurrió a la

idea de Planck y en 1905 aplicó el concepto de cuantos a la explicación de

otro enigma de la física, el efecto fotoeléctrico. Einstein demostró que ese

enigma solo se resolvía si se partiese del principio de que la luz era

constituida por partículas emitidas o absorbidas en paquetes, los tales

cuantos”.

María Flor sacudió la cabeza e hizo un gesto en la dirección del proyector

laser y de la cartulina con las dos ranuras.

“Perdona, pero no estoy entendiendo nada. ¿Entonces la experiencia de la

doble rendija no probó que la luz era una onda? ¿Qué historia es esa de que

Einstein demostró que es al final una partícula? ¿Entonces es onda o es

partícula? ¿En qué quedamos?”.

Las interrogaciones arrancaron una sonrisa de Tomás.

“La luz es onda y es partícula”.

“Eso no tiene sentido. Yo soy un ser humano o no lo soy, tú vives en un

apartamento o no vives en un apartamento, Portugal está en Europa o está

fuera de Europa, la luz es una onda o es una partícula. No se puede ser las dos

cosas al mismo tiempo”.

“Parece la verdad, pero lo cierto es que la luz es una onda y una partícula”.

“¿Cómo es eso posible?”.

El historiador volvió a encender el aparato, y cuando la luz comenzó a ser

proyectada en la pantalla, puso de nuevo la cartulina con las dos ranuras

interceptando el haz luminoso.

“La respuesta a tu pregunta es muy extraña”, avisó. “Con la aparición de

esta extraña dualidad onda-partícula y con el desarrollo tecnológico, el

experimento de la doble rendija se fue perfeccionando para probar el

verdadero comportamiento de la luz. Entendiendo que la luz era también una

partícula, un fotón, los físicos encontraron la forma de poner los proyectores

a emitir, no paquetes de varios fotones, sino un fotón cada vez”.

“¿Se consigue emitir un fotón cada vez?”.

“Claro”. Se inclinó sobre el proyector. “Podemos hacer el experimento aquí,


si quieres. Ahora observa”.

Tomás recalibró el foco y disminuyó el haz de luz hasta apagarse por

completo. Comenzaron entonces a aparecer puntos en la pantalla, uno

primero, después otro, y otro, y así sucesivamente, siempre con intervalos

más o menos regulares.

“La luz desapareció”.

“No, el proyector continúa emitiendo luz. Lo que pasa es que reduje la

emisión para un único fotón, más o menos cada dos segundos. Un fotón es

tan pequeño que se vuelve prácticamente invisible para el ojo humano, como

debes calcular, pero fíjate que esta pantalla, equipada con un

fotomultiplicador, es en realidad un detector de fotones y está registrando la

llegada de los fotones uno a uno en un intervalo aproximado de dos en dos

segundos. Cada punto en la pantalla corresponde a un fotón en particular”.

“Ya lo voy entendiendo. ¿Y qué quieres probar con eso?”.

El académico señaló la pantalla.

“Fíjate en el patrón que se va formando en el detector...”.

La atención de María Flor se centró en la pantalla. Vio los puntos

acumularse y reparó en que adquirían un patrón de cinco líneas.

“Es el patrón de interferencia, típico de la onda”.

“Por lo tanto, la luz continúa comportándose como una onda, dado que los

fotones interfieren unos con los otros, ¿verdad?”.

Maria Flor no respondió de inmediato. Se quedó mirando el patrón de

interferencia que se había formado en el detector con la acumulación de

fotones, estrechó los párpados y el rostro se le fue contrayendo gradualmente

en una expresión de creciente perplejidad.

“Quiere decir... espera, hay aquí una cosa... en fin, una cosa extraña”,

balbuceó, intrigada. “¿Tú solo estás emitiendo un fotón cada vez, verdad?”.

“Exacto”.

“¿Entonces... entonces con qué está interfiriendo ese fotón?”.

Una sonrisa victoriosa apareció en el rostro de Tomás.

“Gran pregunta, ¿no?”, estuvo de acuerdo con un gesto de conocedor. “Si

únicamente estoy emitiendo un fotón cada vez y si la luz forma al mismo

tiempo un patrón de interferencia en la pantalla, ¿ese fotón con qué

interfiere?”.

“Claro, no hay otros fotones para interferir con este único fotón. ¿Entonces

con qué está interfiriendo ese fotón?”.

El historiador dejó en el aire la pregunta por unos momentos, para subrayar


la paradoja, y solo al cabo de algunos segundos dio por fin la respuesta.

“El fotón está interfiriendo consigo mismo”.

María Flor le devolvió una mirada de incomprensión.

“¿Perdona? ¿Cómo interfiriendo consigo mismo?”.

Tomás señaló las dos ranuras de cartulina que permanecían entre el

proyector y la pantalla.

“Por cuál de las rendijas crees que el fotón está pasando?”.

Ella volvió a encogerse de hombros, no con indiferencia sino exhibiendo

una ignorancia absoluta.

“¿Y yo que sé? Por una o por otra, da igual”.

El académico movió la cabeza.

“Quizás no te lo creas, pero el fotón está pasando por las dos rendijas al

mismo tiempo”.

“¿Cómo?”.

“La unidad elemental de la luz, que partió del proyector como un único

fotón, se encuentra en dos lugares al mismo tiempo, ¿sabes? Pasa

simultáneamente por la rendija S1 y por la rendija S2. Yo regulé el proyector

y estoy emitiendo un único fotón de cada vez, pero el patrón en la pantalla

me muestra que esa unidad elemental de la luz está interfiriendo con otra

unidad elemental que pasó por la otra rendija. ¿Pero qué otra unidad

elemental? No hay otro fotón porque estoy emitiendo uno de cada vez. ¡La

explicación encontrada por el inglés Paul Dirac, que ganó el premio Nobel de

Física junto con Schrödinger, es que la unidad elemental de luz está

interfiriendo consigo misma porque pasa por las dos rendijas al mismo

tiempo!”.

“¿Quieres decir que el fotón se dividió en dos?”.

“¡No! Salió del proyector como un único fotón y es indivisible. Se trata de

una unidad elemental de la luz, no se parte en dos. Pero cuando pasa por una

rendija esta unidad elemental interfiere consigo misma pasando por la otra

rendija. O sea, no coge el camino A o el camino B. Asumiendo el

comportamiento de onda, ¡la unidad elemental de la luz que partió del

proyector como un único fotón indivisible coge el camino A y el camino B al

mismo tiempo!”.

La explicación era demasiado increíble para ser verdadera y María Flor

abrió bien los ojos, mirando fijamente a su interlocutor esforzándose por

entender si había alguna trampa y cuál era.


“¡Eso no es posible!”.

“Es verdad que contraría toda lógica, pero es lo que ocurre en el

experimento de las dos rendijas. Hay incluso quien haya preconizado, como

es el caso de Richard Feynman, que el fotón no pasa solo por dos caminos,

sino simultáneamente por todos los caminos posibles”.

“¡¿Por todos..?! ¡¿Qué quieres decir con eso?”.

“Todos, quiere decir todos. Es necesario considerar las trayectorias más

obvias, como la línea recta entre los puntos A y B, pero también todas las

otras trayectorias posibles”. Hizo un gesto señalando la ventana. “Por

ejemplo, el fotón parte del proyector, va fuera, da dos vueltas a un árbol y

después regresa para alcanzar la pantalla. El fotón da la vuelta a Lisboa, a la

Tierra, va a Marte, va a Júpiter, va a todos los lados y después, vuelve y

alcanza la pantalla. Es preciso considerar incluso que el fotón retrocede en el

tiempo, retrocede hasta la época de los dinosaurios o a la del inicio del

universo y vuelve, para alcanzar la pantalla. Se deben considerar todas las

trayectorias posibles; incluso las más raras y menos probables tienen que

tenerse en cuenta. La trayectoria clásica de la línea recta entre el proyector y

la pantalla es sencillamente la más probable, pero no es la única”.

“¡Eso es... es ciencia ficción!”.

“Esto fue postulado por un premio Nobel de Física, Richard Feynman. Se

llama integral de caminos y

permite llegar a una derivación de la ecuación de Schrödinger”.

“¡Increíble!”.

El historiador levantó el índice, a modo de aviso.

“Y prepárate porque esto va a ser cada vez más extraño”.

“¿Qué quieres decir con eso?”.

Tomás acarició el proyector de luz, mientras una sonrisa provocadora le

bailaba en los labios.

“Voy a demostrarte cómo, por el mero acto de observar, la consciencia crea

parcialmente la materia”.



XXVIII

En el borde de la mesa, el mug con el águila americana echaba humo,

esperando que James Krongard la cogiese y bebiese a sorbos el café caliente

que había ido a buscar a la máquina de la embajada. El hombre de la CIA en

Lisboa permanecía atento a las informaciones intercambiadas en la frecuencia

de radio de la policía, pero los incidentes reportados no parecían tener

ninguna relevancia para la operación. Ardiendo de impaciencia, cogió el

teléfono y llamó al primer número de la lista que Swartz le había escrito.

“Aquí David”, atendió una voz masculina al otro lado de la línea. “Llevo

una hora en posición dentro del apartamento del sospechoso”.

“¿Alguna actividad?”.

“Negativo”.

Después de analizar la situación con el marine posicionado en el

apartamento de Tomás, contactó con el hombre que se encontraba en la

Universidad de Lisboa y obtuvo una respuesta semejante. El agente que

habían enviado a la Fundación Gulbenkian reveló que el gabinete del

historiador estaba cerrado con llave y las luces apagadas y que ningún

guardia lo había visto por allí aquella noche.

Terminada la ronda por los hombres posicionados en los puntos clave,

Krongard volvió a centrar su atención en la frecuencia de la policía.

“... CSP setenta y siete sesenta y cuatro, desplácese hacia la zona de

Damaia, existe una queja de destrozo de un cajero automático. Ya doy más

informaciones”.

“CSP veintiún, aquí CSP setenta y siete sesenta y cuatro. Éste informa que

controló la comunicación y está desplazándose hacia Damaia. Informe calle y

número”.

“CSP setenta y siete sesenta y cuatro, correcto. Calle Carvalho Araújo

con...”.

Nada de aquello interesaba, se trataba de la comunicación de una ocurrencia

sencilla entre la central de la policía de comando y control de las

comunicaciones y el coche patrulla cuya ronda incluía el barrio de Damaia,

pero no tenía otro remedio que esperar. La vida de un agente de la CIA, decía

para el cuello de su camisa siempre que se encontraba en un momento de

espera como ese, requería mucha paciencia y atención a los pormenores.

Sintió alguien atrás y se giró en esa dirección.


“¿Alguna novedad, Swartz?”.

El responsable de la fuerza de seguridad de la embajada americana en

Lisboa movió la cabeza.

“Contactamos todos los hoteles de la ciudad y de los alrededores”, dijo.

“Todo negativo. No hay registro de ningún huésped con los nombres de

nuestro fugitivos”.

“Damn”, echó pestes Krongard. “El tipo se esfumó por completo”.

Comenzó a frotarse la barbilla con una expresión pensativa. “Quizás el tipo

no vino a Lisboa y siguió hacia otro lado cualquiera”. Miró fijamente a su

colega de la embajada. “Extiende la búsqueda a todos los hoteles y posadas

del país”.

Swartz abrió unos ojos como platos.

“¿Estás loco? ¿Tienes noción de cuantos hoteles y posadas existen en todo

Portugal?”.

“Me da igual”, fue la respuesta dada con sequedad. “Empieza ya”.

Para evitar una discusión, el hombre de la CIA se dio la vuelta y se

concentró en el ordenador, mostrando así que la decisión estaba tomada y que

tenía cosas más importantes que hacer. Swartz gruñó unos fucks de

frustración, pero comprendió que no había alternativa y se retiró para cumplir

la orden. Tenían que encontrar a los fugitivos, costase lo que costase.

Esforzándose por dominar el nerviosismo que le atenazaba el espíritu,

Krongard contempló en la pantalla del ordenador el rostro femenino que le

había remitido por e-mail uno de los jubilados de la Policía Judicial

contratado para vigilar la Casa de Reposo. Era la directora de la residencia, la

mujer con quien su objetivo se había escapado.

“Nada mal”, murmuró, valorando el rostro dulce y sensual que la fotografía

había paralizado en el tiempo. “Una Babe con B mayúscula, esta Flor”.

Aquella mujer le recordaba a una actriz de Hollywood. Hizo un esfuerzo por

acordarse del nombre, lo tenía en la punta de la lengua, era una joven que

actuó con Russell Crowe en A Beautiful Mind... Damn!, ¿cómo se llamaba?

No le venía la respuesta y acabó por desistir. A fin de cuentas no tenía

importancia, probablemente la directora de la residencia a esa hora ya se

había separado del fugitivo y estaba regresando a casa.

El razonamiento le dio una idea. Cogió el móvil y localizó el número del

jubilado de la Judicial que había contratado en Coimbra. Cuando iba a apretar

el botón verde para hacer la llamada, una referencia familiar en una nueva

comunicación de la frecuencia de la policía lo llevó a interrumpir el gesto y a


volver su atención hacia el aparato de radio.

“... línea setenta. Informe controlado”.

“Afirmativo. CSP controlo la matrícula y estamos verificando... CSP treinta

y tres treinta y uno confirme: marca Volkswagen, ¿color azul?”.

“Afirmativo”.

“CSP treinta y tres treinta y uno, señale motivo de sospecha”.

“CSP veintiún, se trata de una coche parado en una vía pública con un

agujero en la parte de atrás, potencialmente hecho con arma de fuego, y una

abolladura en el lateral derecho trasero. Verifique si consta en el vehículo”.

“CSP treinta y tres treinta y uno, aguarde”.

La comunicación se interrumpió, para gran frustración de Krongard.

“¿Dónde, damn it?”, preguntó al aparato de radio, exasperado porque el

diálogo entre el coche patrulla treinta y tres treinta y uno y la central del

comando y control de comunicaciones no le había facilitado todo lo que

necesitaba. “¿Dónde diablos está ese Volkswagen?”.

El agente de la CIA permaneció inmóvil, con la atención centrada en el

aparato. La policía portuguesa había localizado el automóvil de Tomás

Noronha, sobre eso no había dudas, pero la comunicación no había

determinado el lugar. Sin esa información, solo sabía que el fugitivo se

encontraba en Lisboa, lo que hacía inútil buscarlo en los hoteles y posadas de

todo el país.

“¡Swartz!”, gritó, sin atreverse a levantarse para ir a llamar al jefe de

seguridad de la embajada por miedo a perder una nueva comunicación en la

frecuencia de la policía que le permitiese identificar el paradero de Tomás.

“¡Swartz! ¡Ven aquí!”.

Oyó la voz del colega de la embajada respondiendo, pero un chasquido en el

aparato de radio le indicó que iba a comenzar una nueva comunicación entre

los hombres de la policía.

“CSP treinta y tres treinta y uno, aquí CSP veintiuno”.

“CSP veintiuno, treinta y uno a la escucha. Informe”.

“CSP treinta y tres treinta y uno, ese coche estuvo esta tarde implicado en

un accidente de tráfico con fuga en Coimbra. Voy a contactar a Eco treinta y

uno para enviar a ese lugar un elemento que aguardará junto al coche.

Confirme dirección, treinta y tres treinta y uno”.

“CSP veintiuno, Avenida de Berna con Plaza de España, en el descampado

allí existente. Este aguarda la llegada del papa delta”.

Al escuchar la información sobre el paradero del Volkswagen azul,


Krongard dio un salto en la silla y levantó el puño, victorioso; acababa de

identificar el lugar donde Tomás se había escondido. Un descampado en el

cruce de la Avenida de Berna con la Plaza de España solo podía significar

una cosa.

“¡La Gulbenkian!”.



XXIX

Sonriendo con un trazo de incredulidad, la mirada de María Flor centelleó.

“¿La consciencia crea parcialmente la materia por el mero hecho de

observar?”.

La pregunta repetía la afirmación de Tomás, tan extraordinaria y

extravagante que requería una demostración concluyente. Para hacerlo, no

obstante, el material de proyección de luz que había montado en la esquina

del laboratorio no era suficiente. El historiador volvió hacia atrás, fue a

buscar un dispositivo que había dejado sobre una mesa y lo instaló entre el

proyector y la pantalla, alineado con la posición de la cartulina con las dos

ranuras.

“Este instrumento se usa para medir el paso de la luz por las rendijas”, dijo

mientras ultimaba los preparativos para el nuevo experimento. “Voy a

accionarlo y, cuando el proyector emita lo equivalente a un fotón, el

dispositivo de medición me dirá por cuál de las dos ranuras pasó”. Mostró el

monitor de la máquina. “La medición se registra en este sistema. ¿Me puedes

ayudar a verificar lo que aparece en el dispositivo?”.

“Claro”.

Terminó la instalación del nuevo sistema y lo encendió.

De inmediato se oyó un sonido metálico semejante a un

ping.

“Es el instrumento registrando el paso de un fotón por las rendijas”, explicó.

“Dime por cuál de ellas pasó la luz...”. Giró el aparato hacia María Flor, para

que ella pudiese observar el monitor.

“Fue por la de la derecha, la S2”, constató Su amiga. Puso las manos en

jarras, como si lo desafiase. “¿Ves? Al contrario de lo que decías hace poco el

fotón no pasó por las dos ranuras al mismo tiempo...”.

Permaneciendo callado durante algunos segundos, Tomás se limitó a dejar

que el proyector emitiese fotones y que el dispositivo fuese midiendo por

cuál de las rendijas pasaban, cada paso señalado por el mismo sonido

metálico y registrado en el monitor. Unas partículas de luz pasaban por la

ranura S1 y otras por la ranura S2. La compañera ostentaba una expresión

triunfante en el rostro, como afirmando que la experiencia desmentía el

absurdo que había escuchado instantes antes; la medición mostraba que el

fotón no pasaba por las dos rendijas al mismo tiempo sino sólo por una de


ellas. Sin embargo, él se mantuvo imperturbable. Al fin de algún tiempo,

Tomás hizo un gesto en la dirección de la pantalla.

“¿Qué patrón ves ahí?”.

Al contrario de lo que había ocurrido anteriormente, se había formado un

patrón de sólo dos franjas.

“Las cinco franjas desaparecieron”, constató ella con sorpresa. “Ahora hay

dos”.

“Lo que me estás diciendo es que ya no se da la interferencia. Los fotones

dejaron de interferir unos con los otros o con ellos mismos, ¿no?”.

“Sí... realmente”.

“Ahora voy a apagar el instrumento que mide el paso de las partículas de

luz por las dos rendijas”.

Apretó un botón y el sistema dejó de hacer la medición. Se formó en la

pantalla un patrón de cinco franjas. Después volvió a encender el instrumento

de medición de las ranuras y el patrón en la pantalla regresó a las dos franjas

de luz. Fue encendiendo y apagando sucesivamente el dispositivo de

medición, siempre con el mismo resultado: cuando el instrumento medía el

paso de los fotones por las ranuras, se formaba un patrón de dos franjas, pero

cuando se apagaba el aparato, el patrón aumentaba hasta cinco franjas.

“Qué cosa tan... tan singular”, reconoció ella después de algún tiempo,

todavía digiriendo la experiencia que acababa de observar. “¿Qué rayos está

pasando aquí? ¿Por qué motivo la medición de las rendijas altera el

comportamiento de la luz? No estoy entendiendo nada...”.

Tomás posó la cartulina de las dos rendijas, apagó el proyector y el

dispositivo de medición y se dirigió a ella.

“Este descubrimiento fue algo absolutamente extraordinario”, sentenció.

“Los científicos se dieron cuenta de que la luz altera su naturaleza en función

del tipo de experimento que se realiza para estudiarla, o sea, en función de

que se observen o no las rendijas. Cuando las rendijas no están siendo

observadas, la luz se comporta como una onda. Sin embargo, en el momento

en el que comenzamos a observarlas, la luz se revela como una partícula. Es

como si la luz supiese si la están observando o no”.

María Flor se metió los dedos entre los rizos castaños y se frotó

distraídamente la cabeza, en una expresión de perplejidad.

“¿Pero cómo lo sabe la luz?”.

Tomás no respondió de inmediato, la pregunta era demasiado interesante

para perderse en medio de la respuesta.


“Ese es el punto esencial”, dijo. “¿Cómo sabe la luz que la están

observando? En realidad no lo sabe, la pregunta no se puede poner así

porque, que sepamos, no tiene consciencia ni conocimientos. La verdadera

pregunta es otra: ¿por qué razón la observación altera la naturaleza de la luz?

¿Por qué razón la luz es una onda cuando no está siendo directamente

observada y se convierte en una partícula cuando la observamos

directamente? Se trata de un enorme misterio. Y todavía no te he contado

todo. La realidad al nivel subatómico, o cuántico, tiene cosas todavía más

extrañas”.

“¡¿Todavía más?!”.

“El experimento de la doble rendija fue originalmente realizada con fotones,

partículas de luz que no tienen masa ni carga y que transportan energía

electromagnética. Pero se descubrió que la propia materia también es así, por

lo que el mismo experimento fue realizado con electrones, o sea, unidades

elementales que compone la materia, con masa y carga”. Golpeó con la mano

en una mesa al lado. “¿Sabes de qué se compone esta mesa a nivel atómico,

¿no?”.

“De átomos, claro. Toda la materia está compuesta de átomos, constituidos

por un núcleo de neutrones y protones, con electrones girando alrededor

como los planetas orbitan alrededor del Sol. Eso es información elemental,

que se aprende en la escuela”.

“La imagen del átomo como un microsistema solar está un poco pasada,

pero lo que importa es que los electrones son unidades elementales con masa

y que entran en la constitución de la materia. En vez de proyectar fotones a

través de una barrera con doble rendija los científicos hicieron la experiencia

con electrones usando un filamento de tungsteno caliente como proyector de

electrones, una hoja fina de metal con dos rendijas paralelas y un detector de

electrones que servía de pantalla. Es un experimento técnicamente muy difícil

de llevar a cabo, más complicado que con fotones. Tal como ocurría con los

fotones, la pantalla registró que los electrones tenían un comportamiento de

onda cuando no se los observaba directamente Al disminuir el haz para lanzar

un único electrón en dirección del detector, se constató que ese electrón

pasaba también por las dos ranuras al mismo tiempo. Fíjate que ya no

estamos hablando de luz, sino de electrones, unidades elementales de

materia”.

“¿La materia pasó por las dos ranuras al mismo tiempo?”.

Los ojos verdes de Tomás emitieron un brillo de asentimiento.


“Extraño, ¿verdad? Y no solo los electrones. Se realizó la experiencia con

átomos enteros y ocurrió exactamente lo mismo. La experiencia se extendió a

moléculas y, de nuevo, los resultados fueron iguales. Más todavía: los

electrones, los átomos y las moléculas se comportaban siempre como onda

cuando no se observaban a través de las rendijas y como partícula cuando

pasaban a observarse”. Hizo una pausa para dejar asentar la información.

“¿Entiendes el significado de estos descubrimientos?”.

Con la boca entreabierta y los ojos medio incrédulos, María Flor intentaba

digerir lo que acababa de oír.

“¿Estás insinuando que... que la materia no existe como la conocemos si no

la observamos directamente?”.

Tomás balanceó la cabeza en señal afirmativa.

“El experimento de la doble rendija, que ya se realizó millares y millares de

veces y se puede reproducir en el laboratorio de cualquier escuela

debidamente equipada, nos revela que la realidad tiene una naturaleza

misteriosa. La observación de la realidad crea parcialmente la propia realidad.

Pero lo más importante es que la decisión consciente que yo tome sobre cómo

voy a observar la realidad alterará la propia realidad. Por ejemplo, si yo

observo el electrón sin contar con las rendijas y solo registrando su efecto en

la pantalla, será una onda, pero si decido observarlo pasando por las rendijas,

el electrón se convertirá en una partícula. O sea, y subrayo esto, al escoger el

tipo de experiencia que voy a hacer, mi consciencia decide cómo va a ser la

realidad, si onda o si partícula. ¿Consigues entender hasta qué punto es

profundo este descubrimiento?”.

Su amiga estaba boquiabierta.

“¡La observación crea en parte lo real!”.

“Esa conclusión es muy polémica y crea malestar entre muchos científicos,

pero está siendo defendida de hecho por físicos de gran renombre, incluyendo

premios Nobel de Física. La palabra observación es, bien vistas las cosas,

solo un eufemismo de la palabra consciencia, dado que solo sabemos que hay

una observación porque tenemos consciencia de ella. La materia es onda si yo

decido conscientemente observarla de una manera y se convierte en partícula

si yo decido conscientemente observarla de otra manera. Soy yo quien

decido, por mi libre y consciente voluntad, como va a ser la realidad. Esto

significa que, en último análisis, la consciencia es la que crea parcialmente la

realidad”.

“¡Eso es increíble!”.


“Pues sí. Las experiencias científicas muestran que, en cierto modo, la

consciencia crea parcialmente la realidad”, insistió él, batiendo de nuevo en

la misma tecla. “¡Los fotones, los electrones, los átomos y las moléculas no

existen como partículas a menos que se los observe! Repito esa idea y la

repetiré hasta agotarme siempre que hablemos de este asunto, porque el

descubrimiento es tan extraño e increíble que es normal que dejemos de

tenerlo presente cuando tratamos con la realidad de todos los días, de modo

que regresamos fácilmente al modo más tradicional de pensar. Juzgamos que

las cosas existen por sí mismas e independientemente de nosotros, que de un

lado estamos nosotros y del otro está el mundo, y al final descubrimos que,

sin la consciencia que observa la realidad, las cosas no existen realmente

como nosotros pensamos. No hay realidad independiente de la observación”.

“Realmente, eso no parece tener ningún sentido. ¿Cómo es posible que la

consciencia cree la realidad?”.

“Parcialmente”, corrigió. “La consciencia crea la realidad parcialmente. No

basta que yo mire hacia la rendija para que aparezca en seguida la partícula.

Es necesario que en esa rendija haya también una onda”.

“¿Una onda? ¿Pero una onda de qué?”, preguntó ella, confusa. “¿De

energía? ¿De materia? ¿De qué?”.

Tomás se frotó el rostro con la mano; esta parte era también difícil de

digerir.

“No sabemos exactamente”, admitió. “Se trata de una onda misteriosa. La

ecuación de Schrödinger nos presenta la función de la onda, que se interpreta

como una onda de probabilidad. Cuando están en causa cálculos de mecánica

cuántica, no nos encontramos delante de un campo ondulatorio de materia o

de energía, sino delante de un campo ondulatorio de probabilidad de haber

materia o energía”.

“¿Quieres decir que la onda no tiene existencia real?”.

El académico esbozó una mueca.

“Es difícil de decir. El electrón tiene carga y masa y esas no pueden

desaparecer así de un momento para otro, ¿no? Además de eso, todos vemos

que se forma en la pantalla un patrón de interferencia. Eso nos muestra que

alguna cosa existe en realidad. ¿Pero el qué? Schrödinger creía que el

electrón se esparcía por el espacio y así ondulaba. Sin embargo, ¿dónde están

su carga y su masa? Una ondulación como la que Schrödinger propuso

implicaría que ambas se esparciesen infinitamente por el universo,

encontraríamos un poco de masa aquí, otro poco allí y otro más allá, pero ya


se ha comprendido que no era eso lo que ocurría. Por lo tanto, Schrödinger se

equivocó”.

“Entonces si el electrón no se esparce por el espacio, ¿qué rayo de onda es

esa?”.

“Nadie lo sabe. El patrón de interferencia en la pantalla y el principio de

conservación, que exige el mantenimiento de carga y de masa, sugieren que

la onda es real, no es una mera formulación matemática abstracta. La carga y

la masa del electrón tienen que estar en algún lado, ¿correcto? ¿Pero dónde?

Einstein llamaba Gespensterfeld a esa onda, es decir, campo fantasma,

aunque yo prefiera la expresión onda virtual, o potencial, o sea, una onda que

encierra en paralelo todas las virtualidades o potencialidades posibles. El

propio Werner Heisenberg escribió que ‘los átomos o las partículas

elementales no son reales; forman un mundo de potencialidades o

posibilidades. Es como si viviesen en un limbo entre la existencia y la no

existencia, un limbo que se designa superposición, solo adquiriendo

existencia definida y real cuando son observados. Extrapolando a partir del

experimento de la doble rendija, podríamos decir que un átomo existe en

forma de onda de una manera casi fantasmagórica, para utilizar la expresión

de Einstein, pero cuando se observa se produce lo que los físicos designan

como colapso de la función de onda. La onda fantasmagórica en

superposición colapsa e instantáneamente se convierte en partícula real”.

María Flor se estremeció.

“Brrr... ¡Eso parece siniestro!”.

“Un poco”, asintió. “Por ejemplo, e ya que antes de la observación la

materia no pasa de una onda, imagina que colocamos la onda de un átomo en

una caja y después dividimos esa caja por la mitad y nos quedamos con dos.

O sea, tengo ahora una onda y dos cajas. La pregunta es esta: con la división

de la caja en dos, ¿en cuál de ellas se quedó la onda? ¿En la de la derecha o

en la de la izquierda?”.

“Bien... no sé, en una de las dos”.

El historiador arqueó las cejas, como se hubiese acabado de realizar un

truco de magia.

“La onda está en las dos”.

“Quieres decir que la onda se dividió al medio, una mitad se quedó en una

caja y la otra mitad fue a la otra caja”.

“¡No, no! Es una única onda, es indivisible y está al mismo tiempo en las

dos cajas. Pero, cuando abro una de ellas y observo el interior, la onda


colapsa y el átomo se convierte en una partícula que ocupa solo una de las

cajas”.

“Ah, entiendo. Es un poco como los ilusionistas de feria, que esconden una

moneda en una mano y tenemos que adivinar en qué mano está la moneda, si

en la izquierda o en la derecha”.

“No.” Volvió a negar, sabiendo que era difícil aceptar aquella realidad tan

perturbadora. “Cuando un ilusionista de feria hace su truco, la moneda se

encuentra efectivamente en una mano. Lo que ocurre es que nosotros,

visitantes de feria, no sabemos en qué mano está. Observar que la moneda se

esconde en una mano no la convierte de repente en algo real, la moneda ya

existía, solo que estaba escondida. Pero en el universo microscópico no existe

realmente ningún átomo en forma de partícula mientras yo no lo observo,

¿entiendes? En realidad, el átomo se encuentra en forma de onda al mismo

tiempo en las dos cajas — exactamente como el electrón y la unidad

elemental de luz. A pesar de que ambos sean indivisibles, están en las dos

rendijas al mismo tiempo”.

“O sea, y al contrario del ejemplo del ilusionista con la moneda, el átomo no

existe previamente en ninguna de las cajas en forma de partícula. Las

partículas solo se constituyen en una de las cajas en el instante en que

observamos directamente una de esas cajas, de la misma manera que la luz y

el electrón solo se convierten en partículas cando observamos directamente la

rendija por la que pasaron. ¿Entiendes? Aunque alejemos las dos cajas y

pongamos una de ellas en un lado del universo y la otra al otro lado, la onda

continuará al mismo tiempo en las dos cajas, única e indivisible, en

superposición. Es el observador, y por consecuencia la consciencia, quien,

por el mero acto de observar la realidad y así interferir con ella, obliga al

átomo a dejar de ser una onda y a convertirse en una partícula”.

“Eso es tan extraño...”.

“Esta rareza cuántica fue también sistematizada por Heisenberg en 1927,

momento en el que concibió el principio de incertidumbre. Ese principio

establece que no es posible determinar con exactitud y simultáneamente la

posición y la velocidad de una partícula. Tal imposibilidad no se debe a

ninguna dificultad técnica en la medición, sino a una característica intrínseca

de la realidad. Cuando determinamos la posición de una partícula, su

velocidad se vuelve intrínsecamente indefinida y cuando determinamos la

velocidad, su posición pasa a ser ontológicamente indefinida. Insisto que esa

incertidumbre sobre la posición y la velocidad exacta de las partículas no


resulta de nuestras limitaciones de observación, sino que describe la realidad

como es realmente”.

“Eso es increíble”.

“Es realmente muy extraño. En el fondo, el experimento de las dos rendijas

muestra la dualidad descrita por el principio de la incertidumbre. Cuando

medimos las rendijas determinamos con gran rigor la posición de un electrón,

pero en ese caso su movimiento, o sea, la onda, desaparece. Cuando dejamos

de medir las rendijas determinamos con rigor el movimiento, esto es, la onda,

pero la posición del electrón en ese caso se vuelve indeterminada y está

efectivamente en muchos sitios al mismo tiempo. Más o menos por la misma

fecha en que Heisenberg concibió la mecánica cuántica, Erwin Schrödinger

creó una ecuación que aborda la misma realidad pero con una fórmula

matemática diferente. Mientras Heisenberg usó la mecánica de los matices,

Schrödinger recurrió a una mecánica ondulatoria, aunque pronto se dio

cuenta de que ambas describían la misma realidad. La ecuación que

Schrödinger concibió permite calcular la probabilidad de que una onda se

convierta en un punto específico, probabilidad esa también designada por

función de onda”.

“Ah, y esa es la tal ecuación de Schrödinger...”.

Cogiendo de nuevo el bloc de notas y el bolígrafo, Tomás pintó una

secuencia de símbolos.

“Esta es la ecuación de Schrödinger en su versión independiente del

tiempo”. Apuntó al segundo símbolo en los dos lados de la ecuación. “¿Ves

esto? La letra griega psi se utiliza aquí para representar la característica más

extraña de la realidad”. Hizo una pausa dramática. “La función de onda”.

Los ojos de ella se fijaron, fascinados, en el símbolo de la función de onda.

“Este es el mismo símbolo que... que...”.

El historiador hojeó el bloc de notas, localizó la hoja donde había

reproducido de memoria el último mensaje de Frank Bellamy y apuntó al psi

diseñado en lo alto.

“El símbolo que Bellamy dejó en su último mensaje”, dijo Tomás,


completando la frase que ella dejó a medias. “Este símbolo no se refiere a

ninguna crucifixión, como erradamente concluyeron los idiotas de la CIA. Se

trata de una referencia directa a la función de la onda prevista por

Schrödinger en la famosa ecuación. El psi fue el símbolo elegido para

representar la función de onda, la solución de la ecuación de Schrödinger que

establece que un electrón puede encontrarse en dos o más sitios al mismo

tiempo y tiene como última consecuencia que la observación crea

parcialmente la realidad”.

“O sea”, se rindió María Flor, “la Luna y todas las otras cosas en el universo

solo existen realmente porque existe alguien para observarlas”.

“Más o menos es eso mismo. En última instancia, la Luna, pero también tú

y yo, somos en cierto modo funciones de onda”.

Ella lazó una carcajada incrédula.

“¿Yo? ¿Una función de onda?”.

“Claro que, en la práctica, no lo eres, una vez que existes a un nivel

macroscópico, por lo que tu función de onda se colapsó. Pero, en teoría, ¿por

qué no?”.

María Flor diseñó con las manos un gesto difuso delante del rostro.

“Si yo fuese una función de onda, ¿a qué me parecería? ¿A una nube?”.

“Probablemente serías como eres ahora. No te olvides de que la función de

onda nos presenta probabilidades. Si la función de onda es grande en un

determinado lugar, eso significa que hay una gran probabilidad de que el

átomo se defina ahí. Probablemente tu cuerpo se formó donde tu función de

onda era más elevada. Pero puede haber ocurrido que algunos de tus trazos se

hayan formado en zonas donde tu función de onda es menor, quién sabe. Es

todo una cuestión de probabilidades”.

Su amiga se rio.

“¡Eso es el colmo!”.

“Los físicos Bryce DeWitt y John Wheeler llegaron incluso a proponer la

existencia de una función de onda de todo el universo. Stephen Hawking

retomó esa idea para sugerir que el universo es lo que él designó como una

superfunción de onda, un concepto que trabajó con James Hartle”.

“¿El propio universo?”.

“¿Por qué no? Si el universo es una función de onda gigante, se encuentra

en superposición y acumula así todas las virtualidades posibles. Otro físico,

Hugh Everett, sugirió que la superfunción de onda universal resolvería las

rarezas cuánticas, aunque eso significase una rareza todavía mayor. Everett


propuso que el universo en superposición está constantemente dividiéndose a

una escala descomunal, creando a cada instante trillones de universos

paralelos en que cada universo corresponde al colapso de una función de

onda. ¿Entiendes? Cuando se observan las rendijas, el fotón tiene que escoger

por cual irá a pasar y en ese instante el universo se divide en dos. Lo que nos

parece un colapso de la función de onda es en realidad una ruptura de la

función de onda en múltiples nuevos universos. En un universo la partícula

pasa por la rendija derecha, en otro pasa por la izquierda. Ahora extiende esto

a todas las situaciones cuánticas donde es necesario hacer una elección. En el

metauniverso todo lo que es posible que ocurra, ocurre en realidad, pero en

universos paralelos”.

“¡Eso... eso es puro delirio!”, exclamó ella con un gesto incrédulo. “No pasa

de ciencia ficción de calidad sospechosa. ¡Qué disparate! ¿Qué más locuras

van a inventar?”.

“Admito que es extraño y reconozco que no hay la menor prueba de que

esto ocurra. Sin embargo, debo avisarte de que cada vez más físicos creen

que esta hipótesis del multiverso es muy real”.

“Bromeas...”.

“Hablo en serio. Y lo más increíble es que los misterios descubiertos por las

experiencias científicas sobre la extraña naturaleza de la realidad no se

quedan aquí”.

“¿Qué? ¿Todavía hay más?”.

A pesar de la expresión enigmática que le nublaba la mirada, los labios del

historiador esbozaron el fantasma de una sonrisa; no todos los días una

persona normal, como era el caso de su amiga, tenía contacto con

información científica de tal modo desconcertante que hasta muchos físicos

se negaban a aceptar sus consecuencias más profundas.

“El experimento de la doble rendija sugiere que el futuro puede influenciar

el pasado”.



XXX

Parado en el pequeño parking que hacía esquina entre la Avenida de Berna

y la Plaza de España, y mezclado con los restantes automóviles, el coche

patrulla de la policía todavía estaba allí cuando James Krongard y Greg

Swartz llegaron al local. El Chevrolet con la matrícula diplomática de la

embajada americana se detuvo en el último semáforo de la avenida y los dos

ocupantes examinaron el espacio que habitualmente servía de parking a dos

decenas de coches. Vieron un policía sentado dentro del coche patrulla y otro

agente de pie junto a un Volkswagen azul.

“Es él”, confirmó Krongard, que seguía al volante, señalando la ventana

trasera del automóvil. “¿Ves ahí el agujero en el cristal de atrás?”.

Los ojos de Swartz examinaron el cristal.

“Aquello fue un tiro”.

“Una bala mía”.

El jefe de seguridad de la embajada americana soltó una carcajada burlona.

“Necesitas entrenamiento”, observó con sarcasmo. Pasó los ojos por el

pequeño parque en que había algunos automóviles aparcados, aunque la

mayor parte del espacio permaneciese vacío. “¿Qué hacemos? ¿Aparcamos

aquí?”.

“¡No digas disparates! Lo último que necesitamos es que los policías nos

vean. Cuantos menos testigos haya de nuestra presencia, mejor. Esta

operación es clandestina, ¿me entiendes?”.

“¿Y el Volkswagen?”.

La luz del semáforo cambió en ese momento a verde, el agente de la CIA

pisó el pedal y el automóvil arrancó.

“¡Qué más me da!”. Lo importante no es el Volkswagen, sino la información

que su presencia aquí nos da”. Hizo un gesto señalando el edificio de línea

moderna que quedaba por detrás, a la izquierda, iluminado por pequeños

focos de luz. “¿No ves allí la Gulbenkian? Si este coche está aquí aparcado es

porque nuestro hombre se escondió ahí dentro. No te olvides de que él es

consultor de la fundación. Tenemos que entrar ahí y cogerlo”.

El Chevrolet dio la vuelta a la Plaza de España y aparcó en el inicio de la

Avenida Antonio Augusto Aguiar. El marine de paisano que Swartz había

enviado allí con órdenes de vigilar la fundación los recibió en la esquina,

enfrente de la estatua de bronce de Calouste Gulbenkian, sentado a los pies


de una representación gigante en piedra del dios egipcio Horus.

Al ver a su superior jerárquico llegar acompañado por el agente de la CIA,

el marine se puso firme, dio un taconazo para cuadrarse e hizo un saludo

militar.

“Buenas noches, sir”.

“Aquí en la calle no hagas el saludo, ¡idiota!”, le regañó Swartz con voz

tensa. “¿No ves que eso atrae atenciones?”.

Desconcertado con la reprimenda, el hombre perdió la formalidad y fingió

estar cómodo; sus jeans y la chaqueta de cuero no quedaban bien, realmente,

con su postura militar.

“Perdone, sir”.

El superior jerárquico miró alrededor.

“¿Alguna señal del sospechoso?”.

“Negativo, sir. Después de recibir su información de que se encontraba

probablemente aquí, fui allá dentro y volví a preguntar a los guardias de

seguridad de la fundación. Nadie lo ha visto esta noche. Después entré en el

edificio y desbloqueé la puerta de su despacho para ver si alguien se escondía

dentro. El despacho estaba vacío”.

Swartz se volvió hacia Krongard con una expresión expectante en los ojos,

como si aguardase instrucciones.

“¿Qué hacemos?”.

El agente de la CIA contempló el bulto oscuro del edificio de la fundación.

Se trataba de un complejo enorme, pero no tan grande que no se pudiese

revisar al detalle en menos de dos horas.

Se volvió hacia el marine que había hecho la inspección.

“¿Tiene un plano de la fundación?”.

El marine de paisano metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de cuero y

sacó una hoja doblada.

“Está aquí, sir”.

Krongard desdobló el plano y estudió el complejo, con la atención centrada

en la planta interior del edificio principal y en las salidas. En ese momento

oyeron voces que se aproximaban y se dieron cuenta de la llegada de dos

hombres. Se trataba de los marines que Swartz había enviado a vigilar la

Universidad Nova de Lisboa allí al lado, y también el apartamento de Tomás.

En conjunto, constató el hombre de la CIA, su unidad estaba ahora

constituida por cinco elementos; él, el jefe de seguridad de la embajada y los

tres marines. Eran suficientes.


Con el equipo al completo, dobló el plano y lo guardó en el bolsillo del

abrigo. Hizo una señal a Swartz, que entregó una Glock y un walkie-talkie a

cada hombre. Una vez completa la distribución, Krongard se volvió hacia los

que le rodeaban, señaló con la cabeza la fundación que los focos rescataban

de la oscuridad e hizo un gesto hacia delante.

“¡Vamos!”.



XXXI

Era de pura perplejidad la expresión de la mirada de María Flor. Por lo que

acababa de oír, le parecía que la conversación estaba adquiriendo un tono

completamente surrealista.

“¿El futuro puede influenciar el pasado?”, se asombró. Su rostro se

transformó en un enorme signo de interrogación. “¿Qué disparate es ese?

¡Eso no tiene ningún sentido! El transcurso normal del tiempo apunta hacia

una secuencia causa-efecto en donde las causas están siempre en el pasado y

los efectos en el futuro”. Señaló hacia el proyector láser. “Sería imposible que

este proyector se rompiese y solo después yo lo tirase al suelo. Lo normal es

que yo tirase la máquina al suelo y después se partiese. Primero ocurren las

causas, después vemos los efectos. ¿Cómo puede un acontecimiento en el

futuro ser causa de un efecto en el pasado? Una cosa de esas implica... yo qué

sé, que los viajes en el tiempo son posibles. ¡Eso no puede ser! ¡Es absurdo!”.

“Sin embargo, es lo que sugiere el experimento de la doble rendija. O por lo

menos una versión modificada de ese experimento”.

“¿Pero... pero cómo?”.

La atención de Tomás regresó al proyector láser, la cartulina con las dos

ranuras paralelas y la placa fotográfica que servía de pantalla, aunque

manteniendo el equipo apagado.

“Tienes que entender primero que, a un nivel microscópico que se designa

cuántico, las cosas ocurren de manera muy diferente de aquellas que estamos

habituados a ver al nivel macroscópico del día a día. Ya constatamos que la

realidad se altera en función de la observación y que para ir del punto A al

punto B sin ser vistos, los electrones, los fotones y los átomos no escogen un

camino único, sino todos los caminos al mismo tiempo. Por ejemplo, un

equipo de físicos consiguió colocar en 1996 un átomo de berilio en dos

lugares al mismo tiempo, exactamente como ocurre con los fotones y los

electrones que pasan simultáneamente por las dos rendijas. Pero además

fueron descubiertos otros comportamientos extraños de la materia

microscópica”.

Estas revelaciones la dejaron intrigada. Tomás se alejó algunos pasos y fue

a coger un viejo periódico que alguien había dejado en una estantería. Volvió

con el matutino junto al proyector láser y, después de examinar la primera

página, la giró en dirección a su interlocutora.


“Mira quién está ahí”, sonrió ella. “Nuestro primer...”.

El historiador apuntó hacia la imagen de un político ocupando la primera

página.

“¿Qué es esto?”.

“Es el primer ministro, claro. No me digas que andas tan distraído que ni le

reconoces...”.

Él esbozó una mueca contrariada.

“Me refiero a la técnica de impresión de la fotografía, no a su contenido”, la

corrigió, llevando la conversación hacia lo que pretendía demostrar. “Vista a

distancia, esta fotografía nos presenta una imagen continua, ¿no es cierto?”.

“Sí”, confirmó Su amiga, evidentemente sin entender bien dónde quería

llegar. “¿Y qué?”.

“Ahora analiza la fotografía muy de cerca”. Hizo un gesto con la mano.

“Ven, acércate”.

María Flor se acercó al periódico y casi pegó los ojos al papel.

“Continúa siendo una fotografía”.

“¿Pero la imagen permanece continua?”.

“Claro que no”. Estrechó los párpados, en un esfuerzo por interpretar la

textura de la impresión. “La fotografía está constituida por pequeños puntos,

unos mayores y otros menores. De lejos la imagen parece continua, pero de

cerca se vuelve granulada, y nos damos cuenta de que el conjunto está

formado por puntitos indistinguibles a lo lejos”. Tomás dobló el periódico y

lo puso en una mesa detrás de él; la demostración se había acabado.

“Pues los científicos descubrieron que en cierto modo la realidad también es

así”, declaró. “En nuestra experiencia cotidiana, las cosas se mueven

siguiendo una línea continua. Para avanzar en metro, por ejemplo, tenemos

que recorrer todo el espacio del medio. De hecho, ese problema ya lo planteó

el filósofo griego Zenón. Pero los científicos descubrieron que en el universo

microscópico la realidad es discontinua y las partículas saltan de un estado a

otro sin pasar por un estado intermedio y de un orbital a otro sin pasar por el

orbital intermedio”.

De nuevo, un gesto de incredulidad cubrió el rostro de María Flor.

“¿Cómo, cómo?”.

“Un electrón no fluye entre un estado y otro o entre un orbital y otro, como

sería de esperar, sino que salta instantáneamente entre estados u orbitales. A

eso se le llama salto cuántico. Y esto, que conste, no es un efecto ocasional,

sino una regla en el universo microscópico. El tejido de la realidad funciona


con este tipo de saltos”.

“Ya había oído hablar de saltos cuánticos, pero nunca había entendido

verdaderamente de lo que se trataba. Me pregunto, sin embargo, si esos saltos

no se deberán antes a nuestras limitaciones técnicas para determinar el orbital

intermedio por donde pasan los electrones. Es decir, ellos pasan por el orbital

intermedio ente el orbital A y el orbital B, pero como no conseguimos verlos

desplazarse, porque nuestra tecnología todavía tiene limitaciones, nos

quedamos con la impresión de que los electrones saltan”.

“En realidad fue eso mismo lo que muchos científicos pensaron

inicialmente”, reconoció él. “Pero ahora ya tenemos la seguridad de que los

electrones no recorren el orbital intermedio porque éste ni siquiera existe. No

hay ninguna limitación técnica en nuestra observación, lo que pasa es que

realmente saltan y lo hacen instantáneamente, no existe ningún intervalo de

tiempo para que se produzca el salto. Si condujésemos un coche a cincuenta

kilómetros por hora y quisiésemos acelerar a sesenta kilómetros por hora, en

la realidad cotidiana la velocidad aumentaría gradualmente, ¿verdad?

Pasaríamos a cincuenta y un kilómetros por hora, después a cincuenta y dos y

así sucesivamente hasta llegar a los sesenta. Incluso entre el cincuenta y el

cincuenta y uno hay un número infinito de velocidades intermedias. Pero si

estuviésemos en el mundo cuántico observando los estadios energéticos, el

automóvil iría a cincuenta kilómetros por hora y, de repente, pasaría a sesenta

kilómetros por hora sin pasar por las velocidades intermedias. Eso es en

cierto modo un salto cuántico”. Apuntó hacia el rotativo cuya primera página

habían estudiado minutos antes. “Es como aquella fotografía del periódico.

Vista desde aquí, la imagen del primer ministro parece continua, pero cuando

la observamos de cerca, constatamos que está granulada, constituida por

puntos separados los unos de los otros, y que su continuidad no pasa de una

ilusión creada por la distancia”.

“Ya veo”.

“Pero ocurre además otra cosa extraña en el mundo subatómico. Una

partícula puede ir de un punto a otro, aunque esos puntos estén separados por

una barrera insuperable. Salta aunque no tenga energía para tal y sin pasar a

través de la barrera, ¿entiendes? En un momento está dentro y en el momento

siguiente está fuera. A eso se llama efecto de tunelización cuántica. Es como

si la partícula se hubiese metido en un túnel invisible y apareciese en otro

lugar”.

“¿Es posible una cosa de esas?”.


“No solo es posible, sino que ocurre realmente. Por ejemplo, en el

decaimiento radiactivo o desintegración del uranio, una partícula alfa está en

el núcleo y de repente desaparece de allí y aparece fuera del núcleo, a pesar

de la barrera que constituye la fuerza nuclear fuerte”.

María Flor vaciló.

“Oye, hace poco mencionaste que en el universo microscópico el futuro

puede influenciar el pasado. ¿Qué querías decir con eso?”.

“Albert Einstein demostró en las teorías de la relatividad que el espacio y el

tiempo están unidos”, recordó Tomás. “Les llamó, por eso, espacio-tiempo.

Ahora veamos: si el experimento de la doble rendija muestra que la

consciencia altera parcialmente el comportamiento de la realidad en el

espacio, y si el tiempo está unido al espacio, entonces es posible que la

consciencia también altere parcialmente el comportamiento de la realidad en

el tiempo”.

“Parece lógico”, asintió ella, valorando el problema desde esta nueva

perspectiva. “Falta saber si existe alguna manera de demostrarlo...”.

La mano del académico se posó en el proyector de luz.

“La demostración se hace con una versión más sofisticada del experimento

de la doble rendija”. Cogió la cartulina que había usado en la primera

demostración y la colocó de nuevo entre el proyector y la pantalla, indicando

las dos ranuras paralelas rasgadas al medio. “Ya vimos que la luz y los

electrones pasan por las rendijas como ondas cuando no estamos observando

estas rendijas, pero se convierten en partículas cuando se observan las

rendijas, ¿verdad?”.

“Es un efecto extraño, pero admitamos que es verdadero”.

“Es verdadero”, insistió Tomás. “Tienes que aceptar e interiorizar que este

experimento fue realizado miles y miles de veces y los resultados, a pesar de

increíbles, sugieren que la observación crea parcialmente la realidad. La

cuestión que se nos plantea ahora es saber lo que pasa si la decisión de

observar se toma, no antes de que la luz llegue a la doble rendija, sino en el

espacio entre la doble rendija y la pantalla. O sea: imagina que colocamos un

detector después de las rendijas y solo decidimos si lo activamos o no

después de que la luz pase por las rendijas. Atrasando la decisión, ¿en qué

momento la onda de la luz se transforma en partícula? ¿En el momento de la

decisión de observar o antes de la decisión de observar? ¿Será posible que la

luz pase como onda por las rendijas, momento en el que todavía no ha habido

observación, y solo se transforma en partícula cuando la consciencia decide


intervenir observando?”.

Ella movió la cabeza, confusa.

“Perdona, pero no lo estoy entendiendo...”.

“Es confuso, lo sé”, admitió Tomás. “La duda, de forma sencilla, es esta:

¿será posible que el futuro influencie el pasado?”.

“Y ¿será?”.

“Este problema fue teorizado en 1984 por John Wheeler y probado de forma

experimental en el laboratorio de la Universidad de Maryland gracias a un

sistema electrónico ultrarrápido de generación de números aleatorios y con

recurso a un complicado dispositivo de espejos, un experimento repetido

varias veces a lo largo de los años y con instrumentos cada vez más

sofisticados. Se llama experimento de elección retardada”.

“¿Consiguieron hacer experimentos para probar eso?”, se sorprendió María

Flor. “¿Y cuál... cuál fue el resultado?”.

“Una cosa espectacular”, contestó él. “Los científicos consiguieron atrasar

la decisión a solo unas mil millonésimas partes de segundo, pero fue lo

suficiente para poder examinar el problema. Descubrieron que la luz se volvía

partícula antes de tomar la decisión de observarla”. Repitió la palabra clave.

“Antes”. Hizo una pausa para que la idea recorriese su camino. “¿Entiendes

las consecuencias de lo que te estoy contando?”.

Ella abrió y cerró la boca, atónita.

“¡Eso quiere decir que la luz se comporta como si supiese que va a ser

observada antes de que el observador decida observarla!”.

“¡Ni más ni menos! Las implicaciones de este descubrimiento son

extraordinarias. Dado que la onda solo se transforma en partícula cuando la

observan, da la impresión de que estamos ante una secuencia paradójica de

efecto-causa, en la que el efecto ocurre antes de la causa”. Volvió a poner la

mano en el proyector láser. “En cierto modo esta máquina se parte antes de

que la tires al suelo”.

“¡No puede ser!”.

“Pero es lo que las experiencias sugieren. En este experimento modificado

de la doble rendija, el efecto parece preceder a la causa. O sea, nos da la

sensación de que la información fue hacia el pasado para producir el efecto

antes de la causa. Es como si tuviésemos una palabra que decir para

influenciar lo que ya ha ocurrido. Da la idea de que, en el nivel microscópico

del universo cuántico, el tiempo desaparece y no existe un antes y un

después, es como si las partículas ignorasen la propia existencia del tiempo.


Las implicaciones de ese descubrimiento son profundas, como debes

imaginar”. Apuntó hacia el cielo estrellado al otro lado de la ventana. “La luz

que vemos allí en el firmamento salió hace millares de años de aquellas

estrellas y nos llega en forma de partícula porque, en cierto modo, en el

momento en el que salió es como si ya supiese que en un futuro iba a ser

observada por nosotros. Lo mismo sirve para la luz que fue emitida hace

cinco mil millones de años en galaxias distantes. Tenemos la impresión de

que el futuro envió para el pasado distante la información de que esa luz iba a

ser observada esta noche por nosotros, obligándola así a desplazarse a lo

largo de estos cinco mil millones de años en forma de partícula y no de onda.

O, dicho de otra manera, da la sensación de que decidimos lo que el fotón

será y él obedece en el pasado a esa decisión. Esto es, la observación hoy

puede afectar a la naturaleza de la luz en el pasado”.

María Flor movía la cabeza, todavía incrédula.

“¡No puede ser, no puede ser!”.

“Está errado pensar que el pasado existe de forma pormenorizada. El pasado

no tiene existencia definida, está en superposición y solo se define porque el

futuro lo obliga a tal. Por lo demás, la versión más completa de la ecuación

de Schrödinger, que tiene en cuenta los efectos relativistas, contiene una

solución que describe el flujo de energía negativa hacia el pasado, aspecto

para el cual ya Max Born había llamado la atención en 1926”. Levantó el

dedo. “La cosa se vuelve todavía más extraña, si todavía eso es posible, con

otra variante del experimento de la doble rendija”. Hizo un gesto hacia la

cartulina con las dos ranuras. “Se llama apagador cuántico. Después del

detector en las rendijas se coloca un dispositivo que marca los fotones, de

modo que, cuando cada fotón se examina más tarde, se puede identificar por

cuál de las rendijas pasó. En estas condiciones, ¿cómo piensas que se

comporta la luz?”.

“Bien, a creer en el experimento que me mostraste, hay una observación. No

hay patrón de interferencia, no hay onda. En ese experimento la luz es

partícula”.

“Correcto. Ahora repara en el truco: ¿y si, después de que el fotón pase la

rendija pero todavía antes de llegar a la pantalla, apagamos la marca que el

dispositivo imprime en cada fotón, de forma que sea imposible entender por

qué rendija pasó? Esto es, la partícula de luz se mide pasando por las rendijas

pero la información retenida de esta medición desaparece después”.

“¿Es posible hacer ese experimento?”.


“Es muy delicado y difícil, pero acabó por realizarse por primera vez en

1991 en la Universidad de Berkeley, en California. La marcación fue

ejecutada a través de la polarización de los fotones que pasaban por una de

las rendijas. La cuestión es esta: en esas condiciones, ¿qué crees que ocurrió?

¿La luz pasó por las rendijas como una onda o como partícula?”.

María Flor analizó el dispositivo montado delante de ella.

“Bien... hubo una observación, ¿verdad? Aunque se haya borrado la

información sobre esa observación, fue realizada una observación. En ese

caso, eso significa que no existe patrón de interferencia. La luz pasó como

partícula”.

El historiador sacudió la cabeza.

“Errado”, sentenció. “Lo que apareció en la pantalla, querida amiga, fue el

patrón de interferencia. La luz pasó como onda”.

Su amiga hizo un gesto de extrañeza.

“¿Cómo onda?”. Pero si la luz fue medida...”.

“Sí”, reconoció él. “Sin embargo, lo que parece ser aquí determinante para

la naturaleza de la luz no es estrictamente la medición de la luz en las

rendijas, sino la información extraída por esa medición o, si quieres de otra

manera, es nuestro conocimiento sobre la luz. A pesar de haberse medido

pasando por las rendijas, la luz mantiene el patrón de interferencia. El factor

determinante no es por lo visto la medición, es lo que podemos saber sobre la

medición. Como desapareció la posibilidad de que conociéramos la luz, ella

se comportó como onda. Es decir, da la impresión de que la luz solo se

preocupa con lo que alguien pueda saber sobre ella. Si nadie puede saber

nada, a pesar de haberse realizado la medición, la luz continúa siendo una

onda. Por lo visto, e insisto en este punto, la mera observación es irrelevante.

Es la posibilidad de conocer la partícula lo que la crea”.

“¡Esto es... increíble! ¡Absolutamente increíble!”.

“La realidad no es lo que pensamos que es, o lo que queremos que sea; la

realidad es lo que es. Cuando intuimos que la realidad es una cosa, pero la

observación y la matemática nos revelan algo diferente, la observación y la

matemática ganan siempre. De madrugada vemos el Sol nacer en el

horizonte, a lo largo del día lo observamos girar en el cielo en una trayectoria

lenta en arco y al final de la tarde constatamos que se pone al otro lado, ¿no?

Ante eso, ¿que nos dicen la intuición y el sentido común? Que el Sol gira

alrededor de la Tierra. Pero gracias a las observaciones astronómicas y a

cálculos matemáticos, Copérnico llegó a la conclusión de que es la Tierra la


que gira alrededor del Sol. O sea, la observación científica y los cálculos

matemáticos derrotaron a la intuición y al sentido común. Lo mismo sucede

aquí. La intuición y el buen sentido nos dicen, porque eso es lo que nos indica

la percepción que tenemos de lo que pasa alrededor, que el mundo existe

independientemente de nosotros. Pero la observación científica realizada a

través del experimento de la doble rendija y de las respectivas variantes

revela precisamente lo contrario. Cualquier científico sabe que, cuando eso

ocurre, la observación y la matemática prevalecen sobre el buen sentido. Por

eso, por favor, olvídate de esa idea de que las cosas microscópicas se

comportan de la misma manera que las cosas macroscópicas pero en otra

escala. El mundo microscópico funciona de forma diferente y extraña. En

ciencia tenemos que creer en la observación, incluso cuando contradice el

sentido común, y en este caso la observación nos muestra que a un nivel

elemental el universo es extrañísimo. Por más desconcertante y contra

intuitivo que eso nos pueda parecer, es nuestra consciencia la que crea

parcialmente la realidad, y lo hace no únicamente en el espacio sino también

en el tiempo”.

Su amiga levantó las manos.

“De acuerdo, me rindo”, exclamó. “Únicamente que todo esto es tan

perturbador que cuesta creerlo...”.

“Tienes razón”, asintió él. “Yo mismo tardé años en aceptar que la realidad

es así tan extraña, y solo me rendí cuando conocí en pormenor el experimento

de la doble rendija y sus respectivas variantes. Fíjate bien: la posibilidad de

que, a un nivel elemental de creación de la realidad, ocurran primero los

efectos y después las causas tiene consecuencias increíblemente

contraintuitivas. Esto significa que la consciencia hoy y en el futuro tiene

aparentemente el poder de generar, en parte, la realidad física del pasado, y

en particular, el pasado referente al tiempo en que todavía no existían seres

conscientes en el universo. O sea, hasta que el universo generó consciencia,

el Big Bang no pasó de una especie de acontecimiento virtual, casi como si

fuese una onda en que todas las potencialidades se acumulaban en paralelo.

Únicamente cuando el universo concibió la consciencia fue cuando la

consciencia convirtió en real una de esas potencialidades, la historia anterior

del universo. En cierto modo, no es solo el pasado el que genera el futuro: el

futuro también genera el pasado. El acto de observar la realidad no solo crea

parcialmente la realidad de hoy sino también crea el pasado que hizo posible

la realidad de hoy. Es como si futuro y pasado se creasen mutuamente y


ambos fuesen indeterminados: tal como hay varios futuros posibles, existen

varios pasados posibles”.

María Flor se rascó la cabeza.

“No me digas que eso que estás diciendo también está probado...”.

“Lo que te estoy explicando son las implicaciones profundas de los

descubrimientos realizados gracias al experimento de la doble rendija. Este

experimento nos muestra la ilusión que se esconde por detrás de la realidad.

A un nivel elemental, el universo resulta de una dualidad entre lo real y la

consciencia, en donde lo real se complica para generar la física, la cual se

complica para generar la química, la cual se complica para generar la vida, la

cual se complica para generar la consciencia, la cual se complica para

general... lo real”.

“Es como si cada nivel de complejidad trajese aquellas propiedades

emergentes de las que hablaste esta tarde en Coimbra”, observó María Flor,

reflexionando sobre lo que acababa de oír. “Pero... ¿cuál es el significado de

todo esto?”.

Con el razonamiento haciendo un círculo completo, Tomás cruzó los brazos

y respiró hondo, preparándose para exponer la extraña, desconcertante y

profunda naturaleza del universo.

“Lo real crea la consciencia y la consciencia crea lo real”.



XXXII

Jugando con el aire, mil puntos brillantes forraban una buena parte del cielo

en aquella noche casi límpida. Pero aunque las principales estrellas

centelleaban en el manto negro, la mancha brillante de la Vía Láctea

permanecía invisible debido al destello luminoso de la ciudad. La Luna

acechaba en lo alto en cuarto menguante y la iluminación pública a lo largo

del perímetro de la fundación y más allá de él liberaba un hálito, suave y

seguro, pero suficiente para ofuscar los brillos más tenues del polvo

reluciente que recorría el firmamento.

Buscando siempre mantenerse en las zonas de sombra, James Krongard

avanzaba despacio por el jardín de la fundación. Su atención, sin embargo,

estaba centrada en el edificio de líneas modernas que servía de sede a la

Gulbenkian, en busca de cualquier pormenor sospechoso que le pudiese

revelar el paradero del fugitivo.

El walkie-talkie que llevaba en la mano de repente ganó vida.

“Comanche Dos a Apache”.

El agente de la CIA se dio cuenta de que era uno de los dos marines

llamando. Los tres marines de paisano se habían quedado con los nombres de

código de Comanche Uno, Dos y Tres, Swartzs era Buffalo y él mismo, como

jefe de la operación, se adjudicó Apache.

“Apache a Comanche Dos”, respondió, pegando el intercomunicado a la

boca. “¿Alguna novedad?”. “Afirmativo, Apache. Registré actividad en el

primer piso. Las luces están encendidas y me pareció ver a alguien mirando

por la ventana”.

“¿En qué lugar ha ocurrido eso, Comanche Dos?”.

“No sé, Apache. No tengo el plano del edificio conmigo”.

Krongard gruñó. Quien tenía el plano era él. Consultó el reloj y verificó la

hora. Ya pasaba de medianoche y no le parecía normal que hubiese actividad

a aquella hora en la fundación, incluso porque el concierto en el Gran

Auditorio ya había terminado. Si la luz estaba encendida y había personas

mirando por la ventana, eso había que verificarlo.

“Comanche Dos, ¿cuál es la localización de la actividad?”.

“Esquina sudoeste, primer piso”.

Apretó todos los botones para comunicarse con todo el equipo.

“Buffalo, Comanche Uno, Comanche Dos y Comanche Tres”, llamó.


“Stand-by”.

Después de dar el aviso de alerta, el agente de la CIA se arrodilló y

desdobló sobre el césped el plano del edificio. Encendió la linterna y estudió

las líneas del primer piso de la sede de la Fundación Gulbenkian. Situó el

sudoeste y se fijó en la sala que hacía ahí esquina. El plano identificaba el

compartimento de grandes dimensiones como el laboratorio del Instituto

Gulbenkian de Ciencia.

Tomás era académico y había actividad en el laboratorio. Únicamente podía

significar una cosa. Cogió el intercomunicador y apretó de nuevo todos los

botones para convocar a sus hombres.

“En el laboratorio”, anunció. “El sospechoso está en el laboratorio”.



XXXIII

Increíble y desconcertante; la explicación sobre el comportamiento de la

materia, a nivel elemental, del mundo atómico agotó todos los sentimientos

de asombro que María Flor podría tener todavía de reserva. Llegó a un punto

en el que, a pesar de empezar a entender que el universo era una realidad

mucho más extraña de lo que alguna vez supuso, ya nada la sorprendía. Pero

no había perdido de vista la cuestión principal, aquella que había originado

toda la conversación.

“Todo esto que me contaste es realmente muy interesante y perturbador,

sobre todo porque, por lo visto, no se trata de fantasías esotéricas sino de

ciencia”, reconoció. “Sin embargo, nada de eso explica el asunto que nos

preocupa, ¿verdad?”.

“¿A qué te refieres?”.

“Me refiero al mensaje dejado por el tal director de la CIA, Tomás. ¿Por qué

razón en el momento de su muerte decidió reproducir el símbolo de la

función de onda de la ecuación de Schrödinger y dejar debajo una referencia

a tu nombre como llave? ¿La llave de qué?”.

Se trataba de dos preguntas excelentes. El historiador se dejó caer sobre una

silla, sabiendo que esas eran las cuestiones centrales y a las cuales, si quería

dejar de vivir como un fugitivo, necesitaba responder de forma urgente.

“Sí...”, contestó, cavilando sobre el problema. “Eso todavía no se ha

aclarado. Quizás valga la pena ver el rompecabezas y resumir lo que sabemos

sobre él. Puede ser que así consigamos entender lo que estaba en la cabeza de

Bellamy”.

María Flor se sentó a su lado y le vio hojear el bloc de notas que tenía en las

manos. Las hojas saltaban unas detrás de las otras hasta que el bloc se detuvo

en la página con el mensaje del fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y

Tecnología de la CIA.

“Esto, ya lo vimos, es el psi”, identificó su amiga en un tono mecánico,

indicando el enorme Ψ dibujado en lo alto del rompecabezas. “El símbolo de


la función de onda en la ecuación de Schrödinger”.

El dedo índice de Tomás batió insistentemente en el dibujo gigante del psi,

esforzándose por subrayar su importancia.

“Sabes, el psi es mucho más que un mero símbolo y Frank Bellamy, que

también era físico, tenía plena consciencia de eso. La función de onda que el

psi representa describe el mundo que nos rodea antes de ser observado,

dándonos una imagen completa y una especificación detallada de aquel limbo

entre existencia y no existencia que Einstein describió como un campo

fantasmagórico. El psi es lo que existe antes de existir, es el tejido de la cosa

en bruto, es la realidad virtual antes de ser real, es la onda y no la partícula.

O, si queremos, psi es el espectro de la realidad”.

“Sí, pero no existe solo. Conviene no olvidar que la función de onda

representada por el psi es la solución de la ecuación de Schrödinger, ¿no?”.

“Claro. Ocurre que la función de onda no describe solo los sistemas

subatómicos, atómicos y moleculares del mundo cuántico antes de la

observación, sino también los sistemas macroscópicos que vemos a nuestro

alrededor y, posiblemente, todo el universo”.

“Es la historia de que yo y la Luna somos una función de onda”, reconoció

María Flor. “Pero, si vemos bien la cosa, lo esencial de lo que dijiste hasta

ahora se refiere al comportamiento de la materia a nivel microscópico,

¿verdad?”. Hizo un gesto mostrando el espacio alrededor. “En la vida normal

las cosas no ocurren de esa forma tan extraña, como sabes”. Movió la mano

derecha de un lado hacia otro. “Mi mano no da saltos de un punto hacia otro:

recorre todo el espacio entre un punto y otro”. Señaló su silla. “Estoy sentada

aquí y no en toda la sala al mismo tiempo”. Se levantó y se giró de espaldas a

la ventana. “En este momento no estoy observando el cielo fuera, pero estoy

segura de que la Luna permanece allí arriba”. Dio tres pasos y rodeó el

proyector de luz por la izquierda. “Cuando doy la vuelta alrededor de esta

máquina, voy solo por la izquierda y no por la derecha al mismo tiempo”.

Paró y regresó, demostración concluida.

“Lo que quiero decir es que todas esas rarezas cuánticas de las que estás

hablando pura y sencillamente no existen en la realidad cotidiana. Nuestro

mundo, el mundo macroscópico, no está hecho de esa manera”.

“¿Por qué?”.

Ella se encogió de hombros.

“¡No sé por qué! Los científicos pueden haber descubierto que las leyes del

universo microscópico implican esos comportamientos extraños de la


materia, pero en el universo macroscópico la materia se comporta de manera

diferente. Mira a tu alrededor y lo entenderás”.

“¿Pero por qué?”, insistió él, abriendo los brazos en un gesto de perplejidad.

“¿Por qué? ¿Por qué razón el universo microscópico funciona según reglas

diferentes del macroscópico? Esta es una de aquellas preguntas que todos los

físicos se hacen, y seguramente Frank Bellamy también”. Se pellizcó la piel

de la mano. “¿Al final no estamos hechos de partículas, de átomos y de

moléculas? Fíjate, un conjunto de partículas forma átomos, un conjunto de

átomos forma células y un conjunto de células forma un ser humano. Si los

átomos existen en una onda descrita por la función de onda, y si estamos

hechos de átomos, ¿no seremos también una onda? Si la materia solo existe

como partícula si es observada, ¿eso quiere decir que yo también solo existo

como conjunto de partículas si fuera observado? ¿Por qué motivo los

electrones, los átomos y las moléculas obedecen a unas leyes y las células y

los seres vivos y las cosas inanimadas de gran dimensión, como las piedras y

el agua, obedecen a otras? ¿Será posible que las leyes del universo cambien

según la escala de los objetos?”.

“Por lo visto sí”.

“¿Pero cuál es el punto exacto en el que cambian? ¿Existe alguna frontera a

partir de la cual las leyes cuánticas dejan de repente de aplicarse y las leyes

clásicas entran en vigor? ¿Cuál es el mecanismo? ¿Dónde se sitúa

exactamente esa línea de frontera?”.

María Flor esbozó una expresión de ignorancia total.

“No tengo la menor idea”, confesó. “Tú eres el académico. Como

historiador, estudias la ciencia y su historia. ¿Cuál es la respuesta para todas

esas preguntas?”.

Esta vez fue Tomás el que se encogió de hombros.

“¡Es un misterio!”, admitió. “Ese problema fue analizado millares de veces

por los físicos, sin encontrar una explicación plausible. Quien estuvo más

cerca de la respuesta fue un físico austríaco llamado Paul Ehrenfest, autor de

un teorema que permite concluir que los saltos cuánticos de las partículas a

un nivel atómico se van haciendo más pequeños a medida que los objetos se

vuelven mayores, hasta llegar a un punto en el que esos saltos desaparecen

por completo”.

“¡Ahí está la explicación!”.

“Sí, ¿pero cuál es el punto en el que eso ocurre? Y, sobre todo, ¿por qué

razón el comportamiento cuántico deja de manifestarse? El teorema de


Ehrenfest es una constatación de que ese comportamiento va desapareciendo

a medida que entramos en la escala macroscópica, pero eso ya lo sabemos,

basta mirar alrededor. Lo que el teorema no explica es por qué razón eso

sucede”.

María Flor puso un aire pensativo.

“Bien, hay una manera de descubrir la línea de frontera en la que cambian

las reglas”, consideró. “Es cuestión de ir haciendo experimentos con objetos

cada vez mayores para entender cuál es la escala en la que las leyes cuánticas

dejan de aplicarse”.

“Es una buena idea y, a decir verdad, ya fue llevada a cabo en diversos

laboratorios de todo el mundo. Los científicos consiguieron colocar grandes

moléculas compuestas por setenta y dos átomos en un estado cuántico en el

que esas moléculas se encontraban en dos sitios al mismo tiempo. Fue

también posible colocar millares de millones de electrones moviéndose

simultáneamente en dos direcciones diferentes. Las experiencias se fueron

alargando y en 1977 se logró pasar al universo macroscópico, cuando los

físicos del MIT consiguieron poner millones de átomos de sodio en dos

lugares al mismo tiempo y separados por una distancia mayor que un pelo

humano. Puede parecernos una distancia muy corta, pero lo cierto es que ya

es visible a nuestros ojos y eso implica la presencia de rarezas cuánticas en el

universo macroscópico. Y en 2009 los físicos de California pusieron dos

pequeñas chapas de un chip de ordenador ambas invisibles al ojo humano,

entrelazadas en estado cuántico una a otra. Existen incluso proyectos para

colocar proteínas y un virus en dos lugares al mismo tiempo. De ese punto

hasta pasar a las células vivas será solamente un paso, como debes imaginar”.

“¡Caramba!”, exclamó ella, impresionada. “Eso significa que las rarezas

cuánticas están dejando de limitarse al mundo microscópico”.

Cansado de estar en la silla, Tomás se levantó, se aproximó a la ventana y

dirigió la mirada hacia el menguante luminoso de la luna que resplandecía en

el firmamento estrellado.

“Sí, claro”. “Si Frank Bellamy decidió diseñar en su último mensaje el psi

que simboliza la función de onda en la ecuación de Schrödinger, estoy seguro

de que tenía en mente todas esas cuestiones. ¿Pero por qué plantearlas en

aquellos momentos, cuando estaba cerca de su fin? Es de suponer que este

tipo de problemas sea la última de nuestras preocupaciones cuando

enfrentamos una cosa tan terrible como la inminencia de la muerte, ¿no te

parece? ¿Qué tendría él en la cabeza en un momento tan dramático?”.


“¿Ese hombre conoce los experimentos que muestran leyes cuánticas

funcionando en nuestro universo macroscópico?”.

“¡Claro que sí!”, exclamó Tomás. “Bellamy era físico, ya te lo he dicho.

Cuando era joven trabajó en el Proyecto Manhattan, que en la Segunda

Guerra Mundial construyó la primera bomba atómica. Tenía perfecta noción

de las novedades en esta materia, incluso por sus funciones en la CIA. Sabes,

cuando hace poco te dije que, si no hubiese nadie mirando hacia la Luna, esta

pura y simplemente no existiría, no estaba bromeando. Seguro que Bellamy

sabía que las anomalías cuánticas comenzaron a ser observadas en nuestra

escala cotidiana y...”.

Se calló, con la frase a medias, los ojos fijos en el espacio oscuro más allá

de la ventana.

“¿Qué pasa?”, quiso saber ella, sin entender la vacilación. “¿Pasa algo?”.

El historiador se giró de repente, la cara contraída en un gesto asustado, la

mirada incendiada por la alarma.

“¡La CIA!”, exclamó. “¡Los tipos de la CIA están fuera!”.



XXXIV

Señalando en el papel, la lámpara de la linterna bailaba por el plano pero

incidía sobre todo en el espacio del primer piso identificado como un anexo

en la sede de la fundación, reservado al Instituto Gulbenkian de Ciencia. Los

hombres rodeaban la hoja extendida en el césped húmedo y seguían con

atención las explicaciones del jefe de seguridad.

“Quienes vamos a entrar en el edificio somos yo y Greg”, anunció James

Krongard, señalándose a sí mismo y al jefe de seguridad de la embajada.

Puso el dedo en una puerta referenciada en el plano. “El acceso será por esta

entrada de servicio, para mantenernos fuera de la vista de los guardias.

Avanzamos hacia la escalinata y subimos al primer piso. Una vez en el

laboratorio, agarramos al sospechoso. ¿Alguna duda?”.

“Tengo una”, señaló Swartz, levantando la mano. “¿Y mis hombres? ¿No

vienen?”.

El agente de la CIA movió la cabeza.

“Negativo. No quiero una multitud entrando en el edificio, una cosa de esas

difícilmente pasaría desapercibida. Esta operación es clandestina y debe

llevarse a cabo con la máxima discreción. No tengo que recordaros que

estamos actuando en un país de la OTAN y no queremos crear problemas a

nadie”.

“¿Entonces qué hacen mis marines?”.

El dedo de Krongard señaló en la planta los tres puntos de entrada en el

jardín de la fundación.

“Os quiero vigilando estos tres pasajes”. Apuntó hacia los hombres de

paisano frente a él. “Comanche Uno en el portón nordeste, Comanche Dos en

el portón principal, Comanche Tres en el portón sudoeste”.

“¿Cuáles son las órdenes?”, preguntó uno de los marines de paisano. “Si el

sospechoso nos aparece por delante e intenta pasar por uno de los portones,

¿qué tendremos que hacer?”.

“Deténganlo”.

“¿Y si por algún motivo consigue escapar? ¿Debemos perseguirlo o esperar

por back-up?”.

“Mátenlo”.

Los tres marines se miraron los unos a los otros, sorprendidos con la orden,

y se volvieron casi en simultáneo hacia su superior jerárquico directo con un


gesto inquisitivo, queriendo evidentemente saber si él confirmaba lo que

acababan de oír.

“¿Tenemos autoridad para abatir al sospechoso?”, se sorprendió igualmente

Swartz, sintiendo las miradas expectantes de sus hombres sobre él. “¿Dónde

diablos está esa orden?”.

“La orden me fue dada verbalmente por el director del Servicio Clandestino

Nacional, Harry Fuchs, y se aplica únicamente en caso de fuga. Nuestras

instrucciones son detener al sospechoso. Pero si se escapa, por motivos de

seguridad nacional que aquí no puedo exponer, tendrá que ser abatido”.

“Necesito una orden escrita”, insistió el jefe de seguridad de la embajada.

“De lo contrario, podremos estar cometiendo un crimen y nosotros no

queremos que...”.

Krongard lo interrumpió e hizo un gesto señalando a los cuatro hombres a

su alrededor.

“Asumo la total responsabilidad y todos somos testigos de que lo hago”,

declaró. “En función de la autoridad de la que fui investido por el documento

proveniente de Washington y que el señor embajador hoy te entregó, mis

palabras valen tanto como una orden escrita, como bien sabes”. Miró

fijamente a los elementos del equipo uno por uno, para cerciorarse de que no

volvía a ser desafiado. “¿Alguna duda sobre esto?”.

Después de un momento de espera para reflexionar sobre lo que acababa de

oír, Swartz se sometió.

“Ninguna”.

Viendo a su jefe directo ceder, los hombres asintieron con un movimiento

de cabeza. Se había restablecido la autoridad del agente de la CIA y él respiró

hondo.

“Entonces voy a repetirlo”, dijo, con voz siempre firme. “Si el sospechoso

huye, tendrá que ser abatido. ¿Está claro?”.

Todavía con un rastro de desconfianza visible en el rostro, Swartz mantuvo

los ojos clavados en Krongard.

“¿Asumes la responsabilidad?”.

“Afirmativo”.

El jefe de seguridad miró a los hombres bajo su comando directo y asintió

con un leve movimiento de la cabeza.

“Le habéis oído, boys”, dijo. “Vamos”.

Cogieron las Glocks y verificaron las municiones. Destrabaron las armas y

apretaron los silenciadores. Después, como si interpretasen un baile bien


ensayado, se separaron al mismo tiempo, los marines en dirección a los

portones del perímetro de la fundación, Krongard y Swartz rumbo al interior

del edificio.



XXXV

Muy alarmado, Tomás se volvió y se dio cuenta de que también María Flor

estaba aterrorizada. Concluyó rápidamente que tendría que dominar sus

emociones si querían tener alguna posibilidad de escapar. Su amiga confiaba

en él y no podía por eso mostrar desorientación o se arriesgaba a enfrentar

efectos desastrosos si entrase en pánico. Sabía demasiado bien que en

momentos difíciles como aquel era fundamental conservar la sangre fría,

pensar con claridad y actuar con rapidez.

No podían quedarse paralizados.

“¡Vamos!”, dijo, tirándole del brazo. “¡Tenemos que salir de aquí lo más

deprisa posible!”.

Cruzaron el laboratorio a paso acelerado y llegaron a la puerta. El

historiador miró hacia el exterior y le pareció todo tranquilo. Incluso extendió

el brazo para apagar la luz, pero reconsideró y paró el gesto; atraer a sus

perseguidores hacia el laboratorio podría ser ventajoso si conseguían

escabullirse de allí a tiempo. Recogió el brazo y dejó las luces encendidas.

“¿Y ahora?”, quiso saber ella, con las manos temblando y la mirada

asustada. “¿Qué hacemos?”.

Concentrado en lo que pasaba en el atrio del primer piso, Tomás no

respondió. Le hizo una señal para que le siguiese y cruzó la puerta,

avanzando despacio en dirección a la escalinata. Si bajaban a la planta baja,

pensó, tendrían una buena posibilidad de escapar. Al acercarse a los

peldaños, sin embargo, vislumbró primero una sombra y después otra, ambas

subiendo al primer piso paso a paso. Evidentemente, alguien se esforzaba por

mantenerse silencioso.

“Cuidado”, murmuró, los ojos mirando en todas las direcciones en busca de

una escapatoria. “¡Ahí vienen!”.

No vio ningún escondite y las sombras continuaban subiendo la escalera.

Tenían menos de dos segundos para esconderse. ¿Pero dónde? ¿Dónde?

Retrocedieron hacia la sombra de la pared, acorralados, y para sorpresa de

Tomás su espalda no tropezó con ninguna superficie dura, como esperaba,

sino con un tejido que cedió al contacto.

Una cortina.

Con un movimiento rápido, se deslizaron ambos por detrás del telón espeso

en el momento exacto en que las sombras en la escalinata dieron lugar a dos


figuras en carne y hueso; eran probablemente los hombres de la CIA que

llegaban al primer piso. Ocultos por el tejido oscuro de la cortina, Tomás y

María Flor mal se atrevían a respirar. El historiador le puso la mano en el

hombro para tranquilizarla y sintió que su gesto la ayudaba. Después miró

por una abertura y observó a los dos hombres subir el último peldaño, a unos

tres metros de distancia.

“Oye Greg, tú te quedas aquí”, susurró el de delante. Parecía obvio que se

trataba del que mandaba. “Si alguien intenta bajar las escaleras, ¿sabes lo que

tienes que hacer?”.

“No te preocupes. ¿Y tú?”.

El jefe metió la mano en el abrigo y extrajo un objeto metálico con un tubo.

Al principio Tomás no entendió de lo que se trataba, pero por un reflejo del

metal vio que el hombre sujetaba una pistola con el cañón envuelto en un

cilindro.

“Voy a cogerlo en el laboratorio”, dijo. “Si oyes los plops de los tiros del

silenciador, no te preocupes. Limítate a desaparecer para que no te cojan los

de seguridad y di a tus hombres que abandonen rápidamente sus puestos y

vuelvan a casa. Yo voy a hacer lo mismo, quédate tranquilo. El próximo

punto de encuentro es la embajada”.

“¿Y si no hay tiros?”.

El jefe miró fijamente a su compañero con intensidad, como si la mirada lo

dijese todo.

“Va a haber, quédate tranquilo”.

El bulto de delante se giró y siguió en dirección al laboratorio, la pistola

disimulada en la mano, los pasos lentos y cautelosos. La puerta estaba

recortada por un rectángulo de luz, que le dio la seguridad de que había gente

dentro, por lo que redobló el cuidado a medida que se aproximaba.

Escondido detrás de las cortinas, Tomás seguía los acontecimientos con

creciente alarma. Las últimas palabras del diálogo de los intrusos mostraban

que la intención no era detenerle, sino matarle. Ya había intuido eso en

Coimbra, cuando el hombre de la CIA le había apuntado sin previo aviso,

aunque entonces no pudo estar seguro. Ahora era diferente, pronunciaron las

palabras de forma clara; aquellos hombres habían venido para matarle.

El problema era que las opciones de fuga estaban reducidas a cero. Salir del

laboratorio a tiempo solo les había concedido uno o dos minutos. El agente

de la CIA se preparaba para entrar en aquella zona del Instituto Gulbenkian

de Ciencia y en breve descubriría que ellos ya no estaban allí. ¿Qué sucedería


después? Era evidente que los desconocidos iban a examinar al detalle el

primer piso. Comenzarían por encender las luces de los pasillos y del atrio y

después inspeccionarían lo que se escondía por detrás del primer escondite

obvio, las cortinas.

No había duda, estaban perdidos. La única salida, pensó Tomás, era huir por

la escalera mientras el agente de la CIA examinaba el laboratorio.

El hombre que se había quedado en la escalera, sin embargo, constituía un

obstáculo. ¿Cómo se podrían librar de él? Tendrían que probar suerte,

concluyó. Tenían que escapar y había llegado el momento de arriesgarse.

Cerró los párpados y contó mentalmente hasta tres.

Uno.

Un ruido aparatoso señaló el momento en el que el agente de la CIA abrió

de par en par la puerta y entró en el laboratorio con la pistola en la mano, listo

para disparar. Sin embargo, el historiador sabía que él no estaría mucho

tiempo allí. Unos veinte, treinta segundos, como máximo, tiempo suficiente

para darse cuenta de que habían dejado el laboratorio.

Dos.

Tenían que aprovechar la pequeña ventana de oportunidad que se les abría.

Las posibilidades de que todo corriese bien eran muy pequeñas, lo sabía, pero

se trataba de la única salida, teniendo en cuenta las circunstancias. La

sorpresa jugaba a su favor y tal vez el hombre que estaba esperando en las

escaleras no fuese capaz de frenar una envestida inesperada proveniente de

un lugar imprevisto como la cortina escondida en la sombra.

Respiró hondo, preparándose para la acción. Había llegado la hora de

terminar la cuenta atrás y lanzarse hacia la salida.

Y tr...

“Damn!”, se oyó al hombre de la pistola echar pestes desde el laboratorio.

“What the fuck!”.

Las palabras inquietaron al hombre de las escaleras, que dio unos pasos en

dirección al laboratorio.

“¡Jim!”, llamó. “¿Qué pasa?”.

Esta evolución frenó a Tomás. No podía salir en ese momento porque su

adversario se había alejado. No tenía forma de derribarlo por sorpresa. Y se

dio cuenta de que si echase a correr e intentase bajar las escaleras, su espalda

se convertiría en un blanco fácil.

Palpó el espacio por detrás de ellos y de la cortina y se dio cuenta de que

había una puerta de cristal. Si había una puerta de aquellas allí,


probablemente habría un balcón. Era la oportunidad que buscaba. El hombre

de la escalera se alejó lo suficiente para no oírles si fuesen discretos, pero

tenían que actuar deprisa. Buscó a ciegas el picaporte y cuando lo encontró lo

giró y corrió la puerta. Echó una última mirada por la abertura de la cortina y

vio al hombre de las escaleras plantado a medio camino del laboratorio, a la

expectativa de lo que sucediera al agente de la CIA e intentando entender por

qué había gritado.

Era el momento.

“Ven”, le susurró a su amiga. “Pasa para ahí fuera”.

María Flor obedeció y se escabulló por la puerta que él había entreabierto.

Tomás hizo lo mismo y encontró una pequeña terraza. El corazón le

retumbaba en el pecho y sentía las pulsaciones increíblemente aceleradas,

pero incluso así no pudo contener una sonrisa. Tal y como había ocurrido en

Coimbra, se escapaba por la terraza. Sin embargo, el gesto de ironía

enseguida se deshizo cuando se dio cuenta de la enorme diferencia en

relación a su fuga de la Casa de Reposo. Aquí no había ningún árbol por el

cual se pudiese descolgar para llegar abajo. En realidad, no había nada.

Solo un salto en la oscuridad.

“¡Estamos acorralados!”, constató ella, con desesperación en la mirada.

“¡Nos van a coger!”.

Al verla al límite de la resistencia psicológica, Tomás se aproximó para

intentar tranquilizarla, pero en ese instante el cristal de la puerta por donde

acababan de pasar se iluminó. Se dieron cuenta de inmediato de que eso solo

podía significar que habían encendido las luces del atrio del primer piso y que

los desconocidos empezaban a revisar el piso. La cortina detrás de la cual se

habían escondido sería evidentemente el primer sitio obvio, lo que significaba

que los hombres también se iban a dar cuenta de que había una terraza detrás

de la cortina y por lo menos darían ahí un vistazo. Los fugitivos tenían un

máximo de diez segundos, probablemente menos.

Presionado, el historiador estudió de nuevo la terraza. No había, de hecho,

sitio por donde escapar, ni siquiera donde se pudiesen esconder. Cuando sus

perseguidores inspeccionasen el espacio por detrás de la puerta de cristal, era

inevitable que diesen con ellos. Echó una mirada exasperado hacia abajo,

sabiendo que las tinieblas escondían peligros y constató con sorpresa que el

destello de la iluminación que se había encendido en el atrio del primer piso,

aunque tenue, conseguía mostrar el suelo y deshacer el misterio de aquella

sombra, antes impenetrable.


Césped.

El suelo inmediatamente por debajo de la terraza estaba constituido, no por

piso duro, sino por césped. Bajo el efecto de la luz del primer piso, las puntas

de hierba relucían como piedras preciosas; parecían diamantes pero eran

gotas de agua. Había sido regado hacía poco y Tomás comprendió lo que eso

significaba.

“¡Salta!”, ordenó a su amiga, subiéndose a la barandilla de la terraza. “Es

nuestra única posibilidad”.

María Flor echó una mirada aterrorizada hacia el suelo.

“¿Estás loco? ¡Si saltamos desde esta altura, nos vamos a partir las

piernas!”.

“Abajo hay césped, ¿no ves?”, dijo él, apuntando hacia la vegetación. “Y el

riego acabó hace poco, lo que quiere decir que la tierra está mojada. O sea,

más blanda”. Señaló la puerta de cristal con el pulgar. “Van a aparecer en

cualquier momento. ¡O saltamos ahora o nos cogen!”.

Ella también había oído el diálogo de los dos desconocidos y sabían a lo que

habían venido.

“¡Vamos!”.

Venciendo una última vacilación, se subió a la barandilla al lado de él, llenó

el pecho de aire para ganar coraje y, casi al mismo tiempo, se lanzaron ambos

al vacío.

El impacto fue violento, pero la tierra estaba realmente empapada de agua y,

tal y como Tomás había previsto, amortiguó la caída. Los dos bultos rodaron

sobre sí mismos, para aflojar más el choque, y se detuvieron sobre el césped

para analizar los daños.

“¿Estás bien?”.

La pregunta que él había susurrado mereció como respuesta un gemido de la

compañera. María Flor sentía un dolor en la pierna y Tomás tenía la espalda

dañada. Examinaron con cuidado, ella la pierna y él la espalda, y constataron

que conseguían moverse a pesar de estar doloridos; no se habían partido

nada.

“Sí, estoy bien”, respondió María Flor. “¿Y tú?”.

Como si prefiriese responder a través de actos, el historiador se puso de pie

y le extendió la mano para ayudarla a levantarse.

“Tenemos que...”.

Se calló en ese momento y se detuvo. Oyó voces que irrumpieron desde

arriba. Los asesinos habían llegado a la terraza. Tomás levantó los ojos y vio


a los dos hombres con los brazos extendidos hacia delante y las pistolas en

las manos apuntadas en su dirección.



XXXVI

Oscuro completamente el jardín exterior por efecto del contraste con la

iluminación interior, los ojos de James Krongard y de Greg Swartz tardaron

bastante en adaptarse a las tinieblas. Las sombras de fuera les parecieron

uniformes y no consiguieron vislumbrar nada, más allá del gran manto de

oscuridad que se extendía alrededor.

“No están aquí”, concluyó Swartz dando la espalda a la barandilla. “Vamos a

ver el resto”.

El agente de la CIA todavía no quería desistir y con la mirada recorrió una

vez más todo el espacio envolvente, en un esfuerzo por ver a lo lejos algún

bulto o movimiento sospechoso, pero el jardín parecía realmente adormecido,

solo acariciado por una brisa fresca. Con un suspiro de resignación se rindió a

la evidencia y dio también media vuelta para ir tras el rastro del jefe de

seguridad de la embajada, entrando en el edificio sede de la Gulbenkian.

“Tenemos que inspeccionar todo el piso”, dijo en un tono un tanto

decepcionado. “El tipo debe de andar por alguna parte”.

Swartz apuntó hacia varias puertas situadas a lo largo del pasillo, unas a la

izquierda y otras a la derecha”.

“Quizás está en alguno de esos despachos”.

El razonamiento parecía lógico, pero Krongard se detuvo y miró hacia la

puerta abierta de par en par del laboratorio, con el interior todavía iluminado.

“Uno de tus hombres vio a alguien ahí dentro, ¿verdad? Pues si el

laboratorio está desierto, quien quiera que fuese que estaba ahí, abandonó

este espacio hace poco tiempo. Si ese alguien era nuestro sospechoso, como

cada vez me convenzo más que era, su retirada no fue una coincidencia”.

“¿Qué quieres decir con eso?”.

“Que él nos debe de haber visto y se ha escapado por alguna salida de cuya

existencia ni sospechamos”, sugirió. “No te olvides de que el tipo trabaja para

la fundación, debe de conocer todas las esquinas de la casa...”.

Swartz entendió rápidamente las implicaciones de esta observación.

“¿Crees que él estará fuera?”.

El agente de la CIA no respondió. En vez de eso sacó el walkie-talkie del

cinturón y apretó los tres botones que le permitían comunicarse con todos los

marines posicionados en el exterior.

“Apache a Comanche Uno, Dos y Tres”, llamó. “¿Me oyen?”.


“Comanche Uno a Alfa. Cinco por cinco”.

Los restantes marines también confirmaron la escucha y aguardaban

instrucciones.

“El pájaro puede haber escapado del nido”, avisó. “Redoblen la vigilancia y

no lo dejen abandonar el perímetro”.

Krongard sentía que Tomás se le escapaba como el agua entre los dedos,

pero no había jugado todavía su última carta. Los marines eran su red de

seguridad, aunque todavía alimentaba la esperanza de que no fueran

necesarios. A fin de cuentas, ¿quién sabe si el fugitivo no se escondía en uno

de los despachos del pasillo?”.



XXXVII

La puerta de cristal se cerró y Tomás respiró de alivio. Cuando vio a los

hombres en la terraza con las pistolas apuntadas hacia él, pensó que le habían

visto y llegó a cerrar los ojos, esperando dos tiros fatales, pero no sucedió

nada. Acabó por darse cuenta de que los desconocidos no tenían los ojos

adaptados a la oscuridad y que por eso no los habían visto, pero solo se quedó

tranquilo en el momento en el que desaparecieron en el interior del edificio.

“¿Crees... crees que ya nos podemos ir?”.

María Flor hizo la pregunta en un tono de voz trémulo y balbuceante. Los

corazones de ambos latían con tanta fuerza que pensaron ser capaces de oír

aquellos latidos, locos y casi descontrolados. Parecía incluso que algo dentro

de ellos quería salir del pecho. Lo curioso fue que solo entonces sintieron que

las piernas les temblaban y el estómago se les contrajo de miedo; la mente

tomaba plena consciencia de la amenaza.

“Sí”, dijo él, tragando en seco y volviendo a extender la mano para ayudarla

a levantarse. “Es mejor salir de aquí lo más deprisa que podamos. Van a

darse cuenta de que no estamos allí dentro y deben aparecer en cualquier

momento”.

María Flor se apoyó en la mano que le extendía Tomás y se levantó,

titubeante, con las piernas todavía temblorosas. Le parecía que estaban

hechas de gelatina. Dio un paso y casi se cae, atolondrada; pero con un gran

esfuerzo mantuvo el equilibrio y fue recuperando la compostura. Al verla

más restablecida, el compañero la arrastró hacia las zonas de vegetación alta

y la condujo por la sombra a lo largo del perímetro de la fundación en

dirección a la salida principal, la que daba hacia la Avenida de Berna.

“¿Cómo supieron que estábamos aquí?”, se preguntó ella. “¿Será que

alguien nos vio entrar?”.

Mientras andaba, con los ojos atentos a cualquier sorpresa que las sombras

les pudiesen preparar, Tomás iba reflexionando sobre el asunto. La pregunta

se justificaba, lo sabía. Revisó mentalmente los pasos que habían dado

cuando llegaron a la fundación y deprisa sacó conclusiones.

“Estoy seguro de que no nos vieron al entrar”, dijo. “Pero las luces en el

laboratorio estuvieron tal vez encendidas durante demasiado tiempo. Sabes lo

que pasó, la conversación estaba tan animada, que me olvidé de que nos

estaban buscando...”.


María Flor soltó un largo suspiro y una risita nerviosa.

“¡Uf! ¡Fue un susto de los buenos!”, se desahogó, intentado todavía digerir

la experiencia. “¡Ni sé cómo conseguí saltar desde aquella terraza y no

partirme nada!”. Las manos le temblaban, pero no fue capaz de contener una

risita. “¿Y cuando les vi con la pistola apuntada hacia nosotros? ¡Estuve a

punto de salir corriendo para cualquier lado!”. Soltó una carcajada nerviosa.

“¡Qué miedo!”.

Ahora que tenían la impresión de que el peligro ya había pasado, la

inyección de adrenalina en la sangre les dejó súbitamente en un estado de casi

euforia. Habían sobrevivido, el aire era puro, la luna en cuarto menguante

parecía un diamante en forma de C, las plantas despedían un intenso perfume

y el césped exhalaba un frescor embriagador; todo les parecía bonito y las

risitas se transformaron en risas y después en carcajadas. Parloteaban y reían,

habían escapado, respiraban libertad, estaban vivos y no interesaba nada más.

“Stop!”, rugió una voz nasal, evidentemente un extranjero.

“¡Identifíquense!”.

Se giraron y vieron que les cortaba el camino un joven corpulento, con el

pelo rubio cortado al estilo militar. No llevaba uniforme sin embargo; usaba

solo jeans y una chaqueta de cuero castaña. El acento parecía americano y no

era necesario ser superdotados para entender que formaba parte del equipo

que les buscaba.

Les habían cogido. La euforia de la adrenalina permanecía, sin embargo, y

Tomás, tal vez porque se trataba de un deseo largamente reprimido o porque

la excitación en ese instante le desinhibió, decidió que ya no tenía nada que

perder y que podía permitirse una última locura. Con un gesto impetuoso,

agarró a María Flor por los hombros, la atrajo hacia él e hizo lo que nadie

esperaría que hiciese.

La besó en los labios.

Fue un beso arrebatado, húmedo e intenso, pero breve. Cuando acabó apartó

la cabeza para contemplarla. Su amiga tenía los ojos muy abiertos y una

expresión incrédula en el rostro. Los últimos segundos habían sido un

carrusel de emociones, la euforia de la salvación transformada en susto al ser

interceptada por un americano y la sorpresa por aquel acto inesperado.

Tomás se rio en voz alta.

“Es preciosa, ¿verdad?”, preguntó, exhibiendo el rostro de ella al americano

paralizado. “¡Apuesto a que allí en América no hay nada así!”. La miró otra

vez y le contempló las líneas simétricas, los grandes ojos castaños con una


expresión atónita, los labios carnosos entreabiertos, las mejillas rosadas, los

pelos con las puntas rizadas. “Hmmm... bueno, tal vez aquella actriz, ¿cómo

se llama? ¡... Jeniffer Connelly!”. Volvió a coger su rostro y lo giró hacia el

americano. “¿No son parecidas?”.

Cogido por sorpresa, el marine incluso dudó.

“Afirmativo, sir”, acabó por afirmar, vencido por la semejanza de la mujer

que tenía delante con la actriz americana. “Su novia es la Jeniffer Connelly de

Portugal, all right”.

Tomás volvió a besarla en los labios.

“¡Preciosa!”.

El marine no sabía qué hacer. Le habían dicho que no dejase pasar al

sospechoso, pero lo cierto es que nunca le había visto la cara y quien apareció

no fue un hombre sino una pareja. Quería encender el walkie-talkie y solicitar

instrucciones a sus superiores. Las circunstancias, sin embargo, hacían que

ese gesto fuese un poco extraño. Sus órdenes eran las de mantener la mayor

discreción posible y evitar atraer las atenciones a no ser que fuera

estrictamente necesario. Además, se repitió así mismo que lo que tenía

delante no era un fugitivo desesperado sino una pareja de enamorados que

probablemente se estaban divirtiendo en los rincones oscuros del jardín de la

fundación y que ahora iban camino de casa. ¿Con qué argumento los podría

retener?

Estaba a punto de dejarlos pasar cuando, de repente, le surgió una última

duda.

“Disculpe, sir” dijo con una expresión súbitamente desconfiada,

aproximándose un paso para cortarles el camino. “¿Cómo ha sabido que soy

americano?”.

El portugués volvió a soltar una carcajada ruidosa y esbozó una expresión

burlona.

“¿Ya se ha oído hablando portugués?”.

El marine arqueó las cejas.

“¿Qué le pasa a mi portugués?”, preguntó, casi ofendido. “¿Hay algo mal?”.

“La gramática es perfecta”, lo tranquilizó Tomás. “El problema es ese

acento. Solo le faltan las espuelas de cowboy”.

Soltó una última carcajada y, con el brazo por el hombro de María Flor y

apretándola como si fuesen realmente un par de enamorados, gesticuló un

bye-bye de burla y abandonó el complejo de la Gulbenkian, adentrándose en

la noche de Lisboa.



XXXVIII

A pesar de todos los cuidados, la inspección al edificio sede de la

Gulbenkian terminó cuando los dos intrusos fueron interceptados por los

guardias que realizaban la ronda de seguridad de la fundación y en el

momento en el que registraban un cuarto de baño. James Krongard abría las

puertas de los compartimentos privados y Greg Swartz inspeccionaba el

armario de los productos de limpieza en el momento en el que tres hombres

entraron en los lavabos con porras en las manos.

“¿Quienes son ustedes?”.

Swartz, cogido por sorpresa, se quedó paralizado sin saber lo que decir, pero

el agente de la CIA estaba entrenado para aquellas situaciones y mantuvo la

compostura.

“Vinimos al concierto del Gran Auditorio y, al final, tuve una crisis de

cólicos y diarrea”, improvisó de forma muy natural. “Mi amigo tuvo la

gentileza de traerme aquí al cuarto de baño, para... en fin, para resolver el

problema”. La explicación fue dada en el tono convincente y perfectamente

razonable de quien tenía la consciencia tranquila, por lo que los guardias se

quedaron sin reacción. Pero el hecho de no haber ningún olor desagradable en

el aire en aquel momento, iba en contra de los argumentos de los intrusos.

“Identifíquense, por favor”.

Los americanos sacaron los pasaportes y los documentos de identificación

de la embajada de los Estados Unidos en Lisboa y se los entregaron a los

hombres de seguridad.

“Como pueden ver, soy el agregado cultural americano en Portugal”; dijo

Krongard. “No podía perder el concierto de esta noche, claro”. Puso la mano

en la tripa y, con un gesto dolorido, fingió desaliento. “El problema fue este

maldito cólico...”.

Los documentos estaban en orden, sus portadores tenían inmunidad

diplomática y nada parecía haber sido robado de las instalaciones, por lo que,

después de anotar la ocurrencia y registrar la identificación de los intrusos,

los guardias les acompañaron hasta la salida.

Una vez en la calle, los dos americanos se dirigieron directamente al marine

que se había quedado vigilando la salida principal. Era el joven rubio de pelo

al estilo militar y chaqueta de cuero.

“¿El sospechoso no pasó por aquí?”.


El marine movió la cabeza.

“Negativo, sir”.

“Damn!”, murmuró Krongard, frustrado. “¿Dónde diablos se escondió el

tipo? Recorrimos el edificio de la sede de una punta a otra...”.

“Solo nos faltó el museo”, consideró Swartz, con la mirada desviándose

hacia la estructura donde se guardaba la excelente colección del filántropo

que había creado la fundación. “Nos faltó verificar ese edificio”.

El agente de la CIA esbozó una mueca escéptica.

“Lo dudo mucho”, dijo. “El Museo Gulbenkian guarda cuadros de

Rembrandt, Rubens, Monet y otros artistas y hay mucha seguridad. Sería

imposible que nuestro hombre se escondiese allí dentro sin que nadie se diese

cuenta. Los guardias ya nos dijeron, cuando les interrogamos discretamente,

que no lo vieron todavía esta noche, ¿verdad? Eso elimina el museo”.

Parecía que habían llegado a un callejón sin salida. Krongard consideró la

posibilidad de que Tomás nunca hubiese estado esa noche en la Gulbenkian,

pero, siendo así, ¿cómo se explicaba la presencia de su automóvil al otro lado

de la calle? ¿Lo habría abandonado allí e ido después a otro lugar?

“Por lo tanto, Matt, ¿no pasó nadie por aquí?”, preguntó Swartz a su

subordinado mientras el agente de la CIA revisaba la situación. “¿Nadie,

nadie?”.

El marine dudó.

“Bien... pasó una pareja de novios. Deben de haber estado ligando en el

jardín de la fundación”. El rostro del marine se abrió en una sonrisa. “La

chica era una babe. Tenía la misma cara que Jennifer Connelly, pero con los

ojos castaños. Si yo cogiese una así...”.

Al oír el nombre, Krongard abrió bien los ojos.

“¿Qué es lo que has dicho?”.

Hizo la pregunta con tal brusquedad que el joven marine se puso a la

defensiva.

“¡No hice nada a la chica!”, se apresuró a aclarar, recelando haber violado

cualquier reglamento o código de conducta. “Me limité a...”.

“¿Jennifer Connely?” El hombre de la CIA comparó mentalmente el rostro

de la actriz americana con la fotografía de la directora de la residencia que el

jubilado de la Judicatura le había remitido por e-mail horas antes. Jennifer

Connelly era el nombre del que había intentado acordarse esa noche, la actriz

que actuó con Russell Crowe en A Beautiful Mind. Sintió un batacazo cuando

se dio cuenta de la verdad.


“¡Era él! ¡Era él!”.

“¿Él? ¿Quién?”.

“¡El sospechoso!”, exclamó, en un estado súbito de excitación. “¡El hombre

que buscamos! Damn!” Agarró al marine por los hombros y lo sacudió con

violencia. “¿Pero a dónde se fue?”.

El marine le devolvió una mirada de espanto, sin entender nada.

“Me temo que haya una equivocación, sir”, aclaró. “Estoy hablando de una

señora que se parecía a...”.

“El tipo que la acompañaba era nuestro sospechoso, ¡gran schmuck!, lo

interrumpió, sabiendo que no había tiempo que perder. “¿Lo estás

entendiendo ahora? ¿A dónde se fue?”.

Comprendiendo por fin la reacción de su interlocutor, el militar extendió el

brazo y apuntó hacia el pequeño espacio del otro lado de la calle donde

Tomás había aparcado su Volkswagen azul.


XXXIX

Siguiendo el camino hacia la salida, la cintura y la cadera de María Flor se

adaptaban de tal forma al abrazo que los unía, que su cuerpo parecía hecho

para estar pegado al de él; Tomás solo la soltó, y sin ganas, cuando llegaron

junto al parking y ya no tenía ningún pretexto para mantenerse agarrado a

ella. Encontró el Volkswagen aparcado en el mismo sitio donde lo había

dejado pero, cuando se preparaba para dirigirse al coche, notó la presencia de

un agente de la policía municipal en las proximidades. Algo en la postura del

hombre uniformado le dio a entender que había alguna relación entre él y el

coche, por lo que corrigió la dirección y siguió camino como si estuviese de

paso.

“¿Qué hay?”, se extrañó su amiga, sin comprender lo que pasaba. “¿No

vamos en tu coche?”.

“Ssssh”, susurró el compañero, señalando con los ojos la presencia del

policía. “Ten cuidado”.

Al ver al agente, María Flor comprendió el problema y también disimuló.

Pasaron el estacionamiento y caminaron a lo largo de la Plaza de España,

atentos al tráfico. Vieron un taxi aproximarse y levantaron los brazos para

llamarlo. El vehículo paró a su lado, se metieron en el asiento de atrás y

Tomás dio la dirección al conductor.

“Cais do Sodré, por favor”.

El taxi arrancó y de nuevo Maria Flor le echó una mirada extraña.

“¿Por qué el Cais do Sodré?”, quiso saber. “¿Vamos a coger el tren a

Cascais?”.

Tomás desvió los ojos, evitando mirarla.

“Cais do Sodré tiene pensiones cutres, de aquellas que usan algunas chicas

para llevar a los clientes. Son baratas y no piden identificación a nadie”. Se

encogió de hombros, un poco incómodo. “Disculpa, pero no tenemos

alternativa...”.


La información dejó a María Flor boquiabierta.

“Va a ser una bonita noche”, observó con ironía nada más recomponerse.

“Oye, no abuses, ¿vale? Aquellos besos que me diste a la salida de la

fundación... en fin, solo los pasé porque me pillaste de sorpresa debido a las

circunstancias. Pero que quede claro que no quiero ningún tipo de confianzas,

¿de acuerdo?”.

El historiador era la inocencia personificada.

“¿Yo? ¿Aprovecharme?”. Fingió un aire ofendido. “Francamente Flor, ¿me

consideras capaz de una cosa de esas?”.

“Te considero capaz de eso y de mucho más”, respondió ella, levantando el

dedo como si le hiciese un aviso. “¡Ni pienses en repetir la broma! Me

invitaste una vez a cenar, fue agradable y quedamos como amigos. Todo

bien. Pero no pasa de ahí”. Hizo un gesto señalando el taxi donde se

encontraban. “Si hoy estoy aquí contigo es porque creo que debo ayudarte en

este momento difícil Por eso, no te pases, ¿oíste?”. Movió la cabeza. “La

verdad, ya no sé si hice bien en meterme en esta aventura. Estaba tan

tranquila en mi rinconcito en Coimbra y ahora me encuentro arrastrándome

detrás de ti, con hombres armados siguiendo nuestro rastro y contigo

llevándome a una pensión de prostitutas. Empiezo a no encontrar gracia a

esta broma. No quiero que te tomes libertades conmigo. ¿Fui clara?”.

“Cristalina”.

El taxi les dejó en una callejuela por detrás de Cais do Sodré, donde había

bares y night clubs de tercera categoría. Recorrieron la calle con cierta

cautela, atentos a los hombres ebrios que se tambaleaban a lo largo de la

acera y a los otros que pasaban agarrados a mujeres delgaduchas con la cara

pintarrajeada. En medio de la calle vieron una pensión con aspecto sórdido,

un neón anunciando el Palacio de los Sueños, y se dirigieron hacia ella.

El interior era sombrío, con una decoración pobre y un ambiente

deprimente. En la recepción estaba una mujer gorda, con un cigarro en los

labios y un olor a perfume ordinario. Les recibió con modos indiferentes y no

les hizo preguntas. Tomás pagó anticipadamente y la recepcionista le

extendió con displicencia una llave oxidada.

“Es el doscientos seis”, les informó. “Segundo piso, tercera puerta a la

derecha. La ducha tiene un problema con el cilindro, pero creo que no será un

inconveniente”. Los labios se abrieron en una sonrisa y giñó un ojo cómplice.

“El agua fría puede venir al pelo después de una noche ardiente...”.

A María Flor no le hizo gracia la frase y no le agradaba aquel tipo de


equívocos, pero se mantuvo callada. Entendía que, considerando las

circunstancias, no había alternativa a aquel tugurio. Se metieron en el

ascensor, una caja de hierro antigua y cubierta por una red que le daba el

aspecto de una jaula, y apretaron el botón del segundo piso. El ascensor

sollozó al arrancar, gimió durante todo el viaje y terminó con un nuevo

traqueteo. Salieron al segundo piso y recorrieron la alfombra agujereada del

pasillo hasta entrar en la habitación.

Les esperaba un compartimiento minúsculo y deprimente, que olía a moho.

En una esquina había una vieja mesa y una silla de madera; había también un

espejo gastado colgado en la pared, una gran cama de hierro con una colcha

de color crema con manchas y un ventanuco con vistas hacia una pared. El

cuarto de baño estaba revestido de azulejos blancos y tenía un cierto aspecto

de hospital decrépito. La única cosa que desentonaba en aquel escenario

decadente era un ordenador sobre la mesa, un toque incongruente de

modernidad destacándose en aquel antro de decrepitud.

Después de inspeccionar la habitación, María Flor suspiró, abatida; le

costaba creer hasta qué punto se había rebajado en tan pocas horas.

“¡Qué antro!”, se desahogó, sentándose en la cama con aire infeliz. Miró a

su compañero, y viéndolo sin saber qué hacer, con la mirada indecisa

acariciando la cama, se levantó inmediatamente y apuntó hacia la moqueta

gastada. “Tú duermes en el suelo, ¿vale?”.

El mensaje fue claro, por lo que Tomás arrastró la silla y se sentó junto a la

mesa.

“Te has quedado muy traumatizada con el teatro que hice hace poco delante

del americano...”.

“Traumatizada, no diría”, dijo mientas colocaba la almohada y se

acomodaba. “Pero me gustan las cosas claras y poner todo en su lugar. No

quiero que piensen que...”.

Un sonido rítmico de los muelles de la cama chillando en algún lugar de la

pensión interrumpió a María Flor. A los chirridos acompasados de un

colchón les acompañaba una sucesión de gemidos femeninos que solo

terminaron unos treinta segundos después, en medio de un gran bramido

masculino final. Los dos ocupantes de la habitación doscientos seis evitaron

mirarse mientras duraron aquellos ruidos sospechosos y solo después de

regresar el silencio, rompieron el mutismo embarazoso en el que ambos se

habían quedado inmersos.

“Olé”, observó Tomás con una sonrisa nerviosa. “Esta pensión está... muy


animada”.

Su amiga levantó los ojos al techo, no muy satisfecha con la palabra elegida

para describir el agujero en el que se encontraban.

“¡Qué antro!”, suspiró de nuevo. Movió la cabeza, incrédula todavía por

haberse dejado arrastrar a un lugar de aquellos, y respiró hondo. “Mira,

tenemos que resolver nuestra situación, esto no puede continuar así. ¿Cuál es

tu plan?”.

El historiador la miró con desánimo.

“Gran pregunta”, reconoció, ponderando la cuestión. “Lo cierto es que no

veo salida para el problema. Los tipos de la CIA van detrás de mí y si me

cogen estoy frito. No tienen ninguna prueba real, pero admito que los indicios

son comprometedores”.

“Vamos por partes”, sugirió ella. “Para probar tu inocencia, ¿qué podemos

hacer?”.

El abordaje de su compañera no le pareció mal, pensó Tomás. Reflexionó

sobre la pregunta y la respuesta se impuso de inmediato.

“Para eso, tenemos primero que resolver el rompecabezas dejado por

Bellamy”, consideró. “Ya vimos que el símbolo que él escribió en su último

mensaje es la letra griega psi, una alusión directa e inequívoca a la función de

onda de la ecuación de Schrödinger, la formulación científica que tiene

implícito que la consciencia crea parcialmente lo real. En este rompecabezas

nos falta ahora desvelar el sentido de aquella línea misteriosa, ¿te acuerdas?

Se trata de la frase en la que él puso mi nombre y dijo que era la llave”. Abrió

las manos, en un gesto de impotencia. “¿Pero la llave de qué? ¿Qué llave... es

que...?”.

Se calló, concentrándose en el pensamiento que la conversación había

desencadenado, asociando palabras e ideas, explorando nuevos caminos,

contemplando posibilidades inesperadas.

“¿Qué?”, preguntó ella, viéndolo con la expresión vacía y ojos absortos.

“¿Qué fue? ¿Ocurrió algo?”.

Tomás se puso de pie de un salto, con el cuerpo lleno de energía, los ojos

incendiados por la llama del descubrimiento.

“¡Ya sé!”, exclamó, como quien dice ¡Eureka! “¡Ya sé!”.

“¿Ya sabes el qué? Explícate”.

Tomás se sentó en la cama al lado de ella y extendió el gran pentáculo que

había guardado en el bolsillo en Coimbra.

“Oye, esta mañana me entregaron en la Gulbenkian un paquete que venía de


Ginebra, pero con remitente desconocido. En el interior estaba este objeto, el

gran pentáculo. Pensé que me lo había enviado el anticuario que me vendió la

Tabula Smaragdina, un viejo manuscrito de Hermes Trismegisto también

conocido por Tabla Esmeralda o El Secreto de Hermes, que adquirí para la

colección Gulbenkian. La conclusión tenía sentido, el gran pentáculo era

también una antigüedad y venía de Ginebra, donde el anticuario vive. Pero

ahora me doy cuenta de que el remitente del gran pentáculo no fue el

anticuario. Fue Bellamy”.

“¿Cómo puedes estar tan seguro?”.

Tomás le señaló el objeto que le había puesto en las manos.

“Porque se trata del gran pentáculo. No te olvides de lo que Bellamy

escribió en el rompecabezas. La llave: Tomás Noronha”.

“¿Y? ¿Qué tiene que ver el gran pentáculo con esa frase?”.

Para el historiador todo aquello era de tal modo obvio que hasta se quedó

sorprendido de que ella no hubiera relacionado ambas cosas.

“¿No lo ves?”, casi protestó, apuntando al artefacto que le había entregado.

“¡Eso es el gran pentáculo! Es uno de los principales objetos mágicos

mencionados en el Mafteah Sholomoh”.

“¿En el Maf... qué?”.

Tomás le mostró el dibujo esculpido en la cara del pentáculo y apuntó hacia

los caracteres indicando המלש ‏,תחפמ inscritos en lo alto del círculo exterior.

“¿Ves esto?”, preguntó. “Es hebreo y significa Mafteah Sholomoh. Se

traduce en latín por Clavis Salomonis. ¿Lo entiendes ahora?”.

Ella movió la cabeza.

“No”.

“La Llave de Salomón”, aclaró él. “Es un texto mágico atribuido al rey

Salomón. Se trata de un manuscrito con informaciones sobre cómo llevar a

cabo experiencias de alquimia usando para el efecto la energía de Dios. Pero

esos pormenores son ahora irrelevantes. Lo que interesa es que Bellamy

escribió La llave: Tomás Noronha, una expresión con evidente doble sentido.


Por un lado me señaló a mí como la llave para resolver el misterio de su

muerte. Por otro, se trata de una referencia implícita a La Llave de Salomón,

o sea, al gran pentáculo que él mismo me envió por correo”. Volvió a coger

el objeto. “Este objeto debe de tener un papel muy importante en la

resolución del caso”.

Los ojos de María Flor se detuvieron en el diseño grabado en el gran

pentáculo, observándolo ahora con una nueva perspectiva. La llave: Tomás

Noronha era una referencia a Tomás como portador de la llave que Bellamy

había enviado por correo, el gran pentáculo mencionado en La Llave de

Salomón. Todo parecía más claro.

“Ah, estoy empezando a entender...”.

El historiador contempló igualmente el artefacto y lo examinó con detalle,

seguro de que todo allí desempeñaba una función. Tenía que comenzar su

lectura por algún lado. Optó por el círculo central del diseño, sobre el cual

posó el indicador.

“El centro del pentáculo está ocupado por un hexagrama, ¿ves?”, le llamó la

atención. “El hexagrama es una estrella de seis puntas y puede representar

dos cosas: O es una Magen David, o escudo de David, popularmente

conocida como la estrella de David, un símbolo usado hace muchos siglos

como título del Dios de Israel y presencia frecuente en textos mágicos

cabalísticos, como las tablas de segulot...”.

“Seguro que es eso”.

“No me parece”, hay una alternativa. “Fíjate que el hexagrama está dentro

de un círculo, una configuración que está más de acuerdo con otro símbolo

alquímico, el sello de Salomón, usado en la alquimia para representar la

combinación de los opuestos y la transmutación. Al asociar el símbolo

alquímico del fuego, el triángulo hacia arriba, con el símbolo alquímico del

agua, el triángulo hacia abajo, se crean símbolos alquímicos de la tierra y del

aire, lo que convierte al sello de Salomón en el símbolo del equilibrio

perfecto de la naturaleza. Por lo demás, es curioso observar que en la cultura

hindú el hexagrama es un símbolo del mandala, que representa el perfecto

equilibrio meditativo ente el hombre y Dios, que conduce al nirvana”.

Contemplaron por unos momentos el sello de Salomón, pero en poco

tiempo la atención de ambos se centró en los otros elementos constantes del

diseño del gran pentáculo, en particular en el anillo exterior, donde se

encontraban los caracteres hebreos תחפמ המלש y los caracteres latinos

TTVPYN4SOTPYRK.


“¿Y este círculo exterior?”, preguntó, señalando el anillo. “Estas dos

palabras redactadas en hebreo significan Llave de Salomón, ya lo explicaste.

¿Y las otras?”.

Tomás se frotó la barbilla, pensativo.

“Para ser franco, no sé”, acabó por reconocer. “Tendré que estudiar esto con

más tiempo”. Señaló la gran estrella de siete puntas encajada entre el círculo

exterior y el sello de Salomón en el centro del diseño. “De esta otra estrella

ya hay mucho que decir. Se trata de un heptagrama conocido por estrella de

Babalon. Representa los siete días de la Creación, aunque en alquimia se trate

de una referencia a los siete planetas conocidos por los antiguos alquimistas y

los siete elementos fundamentales identificados por las culturas occidental y

oriental”.

“¿Y qué hay de particular en eso?”.

El dedo del historiador saltó entre números, señales y letras dentro y fuera

de las puntas del heptagrama.

“Esta señalización tiene que tener algún significado”, observó en tono

meditativo. “Fíjate que dentro de las puntas aparecen unas señales extrañas,

círculos y trazos. Por fuera de las puntas, a su vez, se ve una secuencia de

números. ¿Lo ves? Aparece un treinta y ocho, un setenta y siete, un cincuenta

y siete, un ocho... en fin, nada de esto aparece por casualidad”.

María Flor indicó dos letras a la derecha.

“Y hay también estas letras, una N sobre una W”, observó. “¿Qué quiere

decir esto?”.

Los ojos de Tomás se fijaron en las dos letras. ¿Cómo era posible que una

cosa de aquellas se le hubiese escapado? La presencia del N y del W, pensó

mientras estudiaba de nuevo los números y las señales dentro de las puntas, le

habían dado la solución de inmediato. Abrió mucho los ojos, como si la

respuesta le hubiese alcanzado con la energía de un relámpago.

“¡Caramba!”, exclamó, mirando fijamente a su amiga. “¡Esto son

coordenadas! ¡Bellamy me envió coordenadas!”.

No fue preciso decir nada más, porque María Flor lo entendió a primera

vista. Barrió la habitación con la mirada, buscando un papel.

“¿No habrá por ahí nada que escriba?”.

En ese momento el historiador ya había echado la mano al bolsillo de la

chaqueta y extrajo su bloc de notas. Quitó la tapa de la estilográfica con los

dientes y, copiando a partir del dibujo esculpido en el gran pentáculo,

escribió la fórmula de las coordenadas.


Se quedaron ambos boquiabiertos apreciando las dos líneas, seguros de que

estaban delante de una verdadera pista. Parecía como si hubiesen recibido un

mensaje del Mas Allá. Tenían la impresión de que Frank Bellamy

comunicaba con Tomás a través del gran pentáculo diciéndoles que en el

planeta había un lugar donde podría encontrar la solución para el misterio de

su muerte. Ese lugar era referenciado por aquellas coordenadas.

La primera en reaccionar a ese descubrimiento desconcertante fue María

Flor. Desvió la mirada hacia la mesa y fijó la atención en el monitor.

“Al final, el ordenador va a servir para algo...”.

Lo enchufaron y aguardaron impacientemente a que se formase la imagen

en la pantalla. Hicieron clic en el icono de Internet y constataron con alivio

que se había establecido la conexión, y a una velocidad que les pareció

razonable.

“¡Excelente!”, murmuró Tomás, moviendo el ratón para que la flecha

llegase a la línea de conexiones. “¡Vamos!”.

Abrió la página de un motor de búsqueda y se inclinó sobre el teclado,

preparándose para escribir. Digitó las coordenadas referidas en las puntas del

heptagrama que estaba dentro del gran pentáculo y la página cambió a un

mapa del planeta. Amplió el mapa, para aproximar la imagen del destino

indicado, y el mapa de los EEUU ocupó la pantalla. Volvió a ampliar y la

imagen navegó de nuevo hasta fijarse en un punto específico, el sitio indicado

por las coordenadas que habían encontrado en el gran pentáculo.

Abrieron los dos la boca y así se quedaron durante tres largos segundos, las

caras inmóviles como en una foto, estupefactos con la identificación del

lugar, atónitos con el destino que Frank Bellamy les había indicado para

descifrar el misterio. Tomás juzgaba conocer al jefe de la Dirección de

Ciencia y Tecnología, sabía que era traicionero e implacable, pero nunca lo

había imaginado con un sentido del humor tan perverso. El mapa les

mostraba que tenían que dirigirse a Washington, DC; en particular a un

edificio pegado a la orilla sur del río Potomac.

La sede de la CIA.



XL

Cuando finalmente la puerta de la Sala Oval se cerró detrás de él y se quedó

solo en el pasillo, Harry Fuchs dejó que la aprensión se reflejase en su rostro.

El briefing de la noche, que el director del Servicio Clandestino Nacional de

la CIA realizara al presidente de los Estados Unidos en una reunión que había

contado con la presencia del Secretario de Defensa y del Consejero de

Seguridad Nacional, no había discurrido de la mejor manera.

Esa tarde había explotado una bomba delante de la embajada americana en

Trípoli, destruyendo un ala del edificio y provocando varias decenas de

muertos, y la CIA no disponía de datos relevantes sobre sus autores; solo

unas vagas suposiciones que envolvían a la Al-Qaeda del Magreb. El

presidente no se había quedado satisfecho con la falta de informaciones

concretas y había avisado de que una cosa de aquellas “no podía volver a

suceder”, bajo pena de “rodar cabezas”.

Irritado con la reprimenda, Fuchs sabía de quién era la culpa.

“Fucking Bellamy”, murmuró entre dientes. “Debías haber muerto despacio,

maldito motherfucker”.

Esperaba que la desaparición del jefe de la Dirección de Ciencia y

Tecnología le hubiese abierto el camino para el Ojo Cuántico, el gran

proyecto de la CIA que le permitiría saber todo en cualquier momento, pero

sus expectativas todavía no se habían realizado. ¿Dónde diablos habría

escondido el anciano el maldito Ojo Cuántico? El adjunto de Bellamy, Walter

Halderman, ya había consultado todos los informes de los proyectos secretos

elaborados en los últimos años por la Dirección de Ciencia y Tecnología y no

había encontrado nada. ¡Un inútil, aquel Walt!, pensó. ¿Cómo era posible que

aquel estúpido no encontrase el Ojo Cuántico?

Después de pasar por el pasillo delante de los despachos del vicepresidente

y del consejo de Seguridad Nacional, Fuchs atravesó el atrio y bajó las

escaleras hacia la planta baja. Cruzó la puerta principal del ala oeste y salió

de la Casa Blanca. El aire fresco le golpeó la cara, pero era revitalizante. La

noche ya había caído y la residencia oficial del presidente estaba iluminada

con los focos de luz colocados al nivel del césped.

Un Cadillac negro reluciente de cristales opacos se deslizó hacia delante y

un guardaespaldas le abrió la puerta trasera. El director de la CIA se instaló

en su lugar y lo primero que hizo fue indicar el destino al chófer.


“Langley”.

La limusina arrancó y Fuchs abrió la puerta del bar y se sirvió un whiskey.

¿Dónde diablos habría escondido el anciano el Ojo Cuántico?, se perguntó

repetidamente mientras bebía. El automóvil recorría la West Executive

Avenue y sus ojos examinaban las luces alrededor, pero su mente estaba

sumergida en la valoración de varias posibilidades. Consideró diversas

opciones relativas al paradero del proyecto secreto de Frank Bellamy y en la

última de ellas, por mera asociación de ideas, le vino a la cabeza la imagen

del rompecabezas encontrado en las manos del cadáver de su fallecido colega

de la CIA. El Director del Servicio Clandestino Nacional sabía muy bien que

el símbolo que allí se encontraba no representaba ninguna crucifixión, como

la Agencia había hecho constar para legitimar muy convenientemente la caza

al sospechoso portugués, sino que era una ecuación cuántica. Una ecuación

tan cuántica como... el Ojo Cuántico. Aquella asociación de ideas le hizo

pensar con más cautela sobre el asunto. ¿Y si...? ¿Y si...?

Apretó el intercomunicador para hablar con su ayudante, que seguía delante,

al lado del conductor.

“Bill, pásame con nuestro hombre en Lisboa”.

Bebió un trago más de whiskey y maduró la idea que estaba apareciendo en

su cerebro. Por debajo del símbolo cuántico, Bellamy había dejado una frase

señalando a Tomás Noronha como la llave. Fuchs sabía que el portugués no

era el asesino, solo alguien a quien les convenía atribuir la responsabilidad de

la muerte del jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología, pero la inclusión

del nombre del historiador en el rompecabezas comenzaba a perturbarlo. ¿Por

qué aquel nombre por debajo del símbolo cuántico? ¿Habría alguna relación?

Claro que la había, concluyó de inmediato. El anciano había establecido

intencionalmente la conexión entre las dos cosas, la investigación cuántica y

Tomás Noronha. Más que eso, había señalado al historiador portugués como

la llave. ¿La llave de qué? La respuesta se impuso gradualmente en su mente.

El académico tenía que ser la llave que conducía al Ojo Cuántico.

El teléfono sonó.

“Su llamada, sir”, le anunció el ayudante “Es James Krongard, en Lisboa”.

Se oyó un clic en el auricular, señalando la transferencia de la conexión

telefónica.

“Mister Krongard”, dijo Fuchs como saludo. “Sé que es de madrugada en

Lisboa, pero necesito saber lo que pasa. ¿Cogió a nuestro hombre?”.

La voz del otro lado vaciló, notoriamente embarazada.


“Tengo la operación en marcha”, respondió el agente de la CIA en la capital

portuguesa. “Dispongo de varias pistas y las estoy siguiendo. Esta noche

estuvimos muy cerca de cogerlo, pero el tipo tuvo suerte y consiguió escapar.

No será por mucho tiempo, sir. Le aseguro que en breve tendré buenas

noticias que darle”.

“Eso espero”, señaló el director del Servicio Clandestino Nacional en un

tono neutro. “Tengo, sin embargo, una alteración que hacer a sus órdenes. El

sospechoso no debe ser eliminado, sino capturado vivo y metido en un avión

para Langley. ¿Entendido?”.

“¿Se anula la orden de liquidación?”.

“Afirmativo. Será interrogado por nosotros y solo después sufrirá un...

accidente”.

Krongard suspiró de alivio al otro lado de la línea; la idea nunca le había

agradado.

“¡Sí, sir!”.

Sin una palabra más, Fuchs colgó el teléfono y se recostó en el asiento, y de

nuevo el whiskey le mojó los labios. El Ojo Cuántico era esencial para evitar

nuevos desastres, como el del atentado de esa tarde en Trípoli. Si quería

mantener su lugar, tendría que echar mano al proyecto. Y, pensándolo bien,

la mejor pista era ese Tomás Noronha. ¿No le había señalado el anciano

como la llave?



XLI

Observando discretamente a los lados y algo nervioso, el visitante miró por

fin al funcionario del guichet de la aduana.

“¿Cuál es el motivo de su visita?”.

La pregunta fue lanzada mecánicamente por el funcionario, un hombre de

cara oval y bigote con el nombre de Sánchez pegado al pecho. El visitante

tragó en seco, pero a pesar de la inquietud mantuvo el semblante relajado.

“Turismo”, respondió. “Siempre tuve curiosidad de visitar Washington e ir

a ver a...”.

“Ponga los dedos en esa placa, sir”, le cortó el funcionario aduanero, poco

interesado en la conversación. “Primero el pulgar de la mano izquierda,

después los restantes dedos y a continuación lo mismo con la mano derecha”.

El visitante obedeció, con la clara noción de que a partir de ese momento no

había retorno y estaba en manos del destino. La placa estaba registrando sus

impresiones digitales y la información sería enviada a la red de seguridad

nacional de los Estados Unidos y compartida por las varias agencias del país,

incluyendo la CIA.

“Ya está”.

“¿Puede mirar a la cámara, sir?”.

La cámara a la que el hombre del uniforme azul se refería era una máquina

fotográfica esférica con una pequeña lente. El visitante miró fijamente a la

lente y abrió el rostro en una sonrisa, seguro de que muy pronto alguien iría a

encontrar la imagen e investigar las circunstancias de su entrada en el país.

Ocurriese lo que ocurriese, le verían sonriendo.

“¿Ya acabó?”.

El funcionario aduanero asintió.

“Muchas gracias, mister Norona”, dijo el hombre, devolviéndole el

pasaporte. “Que tenga una estancia agradable”.

Era increíble como los americanos no acertaban nunca en la pronunciación

correcta de su apellido, pensó Tomás al pasar la aduana. Los de lengua

inglesa le llamaban siempre Norona. Pero para todos los efectos, las cosas

habían ido bien y debía sentirse satisfecho. Su nombre no constaba en la lista

de sospechosos cuya entrada no estaba permitida en los Estados Unidos.

Se giró hacia atrás y vio a María Flor salir del otro guichet con el rostro

pálido, pero con el pasaporte en la mano y el rostro aliviado. Como habían


previsto, la CIA no imaginaba que los fugitivos tuviesen el descaro de ir a

llamar a su puerta.

“¡Esto es una locura!”, dijo ella mientras movía la cabeza, todavía incrédula

con la insolencia que representaba aquel viaje. “¡Hemos venido a meternos en

la boca del lobo!”.

Tomás sonrió.

“Como el lobo nos quiera morder, se va a partir algunos dientes”.

Abandonaron el sector de la aduana y siguieron las señales hasta la zona de

desembarque. Las maletas de su vuelo ya se deslizaban por la cinta mecánica

y no fue difícil localizar el equipaje que les pertenecía. A pesar de tratarse de

dos maletas pequeñas y relativamente ligeras, las pusieron en un carro y se

dirigieron hacia la salida.

“¿Y ahora?”, quiso saber ella al meterse en la cola de los taxis. “¿Hacia

dónde vamos?”.

“Los hoteles continúan siendo un riesgo”, observó Tomás. “Cuando los

tipos de la CIA se den cuenta de que entramos en el país, lo primero que van

a hacer es verificar la lista de huéspedes de los hoteles, de las pensiones y de

los albergues de los alrededores y, si no encuentran nada, alargarán la

búsqueda a toda América”.

Su compañera se giró hacia el lado y frunció una ceja, súbitamente

desconfiada.

“Oye, no estarás pensando en meternos otra vez en una pensión cutre para

mujeres frescas, ¿no?”. Levantó la mano y movió el índice delante de la nariz

de él, como forma de aviso. “¡Esta vez no entro en el juego! Ya he

contribuido para esa colecta, ¿vale?”.

“Tranquila, mujer. El lugar que tengo en mente es respetable y no va a

exigir el registro de nuestros nombres”.

Llegó su vez en la fila y metieron las dos maletas en el maletero del taxi que

había parado delante de ellos.

“¿Ah, no?”, se admiró María Flor, entrando en la parte trasera del vehículo.

“¿Y donde es ese paraíso?”.

Tomás se sentó al lado de ella, cerró la puerta y al proporcionar la dirección

al motorista le dio la respuesta.

“A la Universidad de Georgetown, por favor”.

La ciudad de Washington, DC, les acogió con su sorprendente toque

europeo. Aunque la urbe estaba cortada por calles anchas paralelas y

perpendiculares, como ocurría en la generalidad de las ciudades americanas,


había abundantes espacios verdes y las fachadas de los edificios tenían líneas

clásicas que recordaban la arquitectura grecorromana. La mayor diferencia

con las otras grandes ciudades de América, sin embargo, estaba en el hecho

de que aquí no había edificios altos. La capital del país de los rascacielos era

una ciudad de construcciones bajas.

La atmósfera europea se volvió incluso más densa cuando entraron en la

parte antigua de Washington, DC, el sector de Georgetown. Allí las calles se

revelaron más estrechas y sinuosas, como sucedía en Europa, y estaban llenas

de comercios tradicionales, bares y pequeños restaurantes. Los transeúntes se

daban codazos en las aceras, unos eran jóvenes estudiantes de jeans, otros

serios personajes de traje y corbata.

El taxi les dejó a la puerta de la Universidad de Georgetown. Sacaron las

maletas, pagaron su viaje y entraron en la recepción, donde fueron acogidos

por un hombre calvo y de barba negra rizada.

“¡Bienvenidos!”, les saludó el hombre en portugués, encaminándose hacia

los recién llegados. “¿Todo bien? ¿qué tal ese viaje?”.

El historiador le dio un abrazo.

“Hola, Jorge. ¿Cómo estás?”. Hizo un gesto indicando a su acompañante.

“Esta es María Flor”.

Después de saludar a Tomás, Jorge desvió la mirada hacia ella y la

contempló con una mirada apreciativa.

“¡Vienes bien acompañado, amigo Tomás!”, exclamó dando dos besos a

María Flor. “Encantado. Ya era hora de que este joven se asentase y se echase

una novia en serio”.

“Es mi amiga”, corrigió el historiador ruborizado. Se volvió hacia su

compañera de viaje e hizo las presentaciones. “Jorge fue mi colega en la

Universidad Nova de Lisboa. Está realizando un posgrado en ordenadores.

Como sabía que se encontraba aquí en la Universidad Georgetown le llamé

antes de salir y le pedí un rinconcito donde podamos dormir. Jorge me dijo

que nos conseguía una suite de lujo en el campus universitario”.

“Es más bien un cuartito discreto”, se rio él, cogiendo la maleta de María

Flor. “Tengo un colega finlandés que se fue de viaje dos semanas a California

y me dejó la llave del cuarto para regarle las plantas. Como Tomás me

explicó que planeáis quedaros unos días, pensé en poneros allí”.

“¿No le va a molestar?”.

“Al contrario, si le regáis las flores, se quedará encantado”. Caminaban ya

por la universidad y volviéndose hacia atrás, Jorge le giñó el ojo. “Y si le


dejáis algún dinerito para pagar el alojamiento, mejor todavía”.

El matemático portugués hizo de anfitrión y los llevó al sector residencial

del campus universitario. El cuarto del finlandés era un cubículo pequeño en

un primer piso, con suelo de haya y muebles de roble, incluyendo una cama,

una mesa de trabajo con ordenador y un cuarto de baño minúsculo, sin bañera

pero con ducha. Orquídeas rojas llenaban una hilera de macetas en el alféizar

de la ventana y coloreaban el espacio con un toque exótico.

“No está mal”, aprobó María Flor. Lanzó una mirada en dirección a Tomás

y apuntó hacia el parquet, preocupada en marcar pronto el terreno. “Y tú,

como de costumbre, tendrás que dormir en el suelo”.

Fueron a cenar a la cantina del campus universitario. Al sentarse en la mesa

con la bandeja, Tomás pensó que la comida tenía un cierto aire plástico y se

preguntó a sí mismo si de allí en adelante no sería mejor ir a comer a uno de

los restaurantes de Georgetown.

Apartó rápidamente la idea. No habían venido a América por su

gastronomía, sino para aclarar el rompecabezas que Frank Bellamy había

remitido a Tomás y de ese modo alejar las sospechas que incidían sobre él. Se

daba cuenta de que cuanto más deprisa resolviesen el asunto, mejor sería, una

vez que el tiempo corría contra ellos y cada hora pasada en aquel país

representaba un riesgo adicional de ser localizados.

“Oye”, dijo Jorge cuando empezaron a comer. “¿Cuándo vuelves a nuestra

universidad?”.

“Todo depende de lo que ocurra en este viaje”.

Su amigo arqueó las cejas, sin entender el alcance de la respuesta.

“¿Qué quieres decir con eso?”.

El historiador respiró hondo, ganando coraje para abrir el juego con su

antiguo colega, y le explicó en trazos generales lo que había pasado desde su

viaje a Ginebra. La intervención de la CIA y el tiroteo de Coimbra, tan

increíbles que el anfitrión dudó que le estuviesen contando una historia

verdadera; pero la forma convencida y hasta asustada como María Flor

confirmó todos los pormenores acabó por disipar sus dudas.

“Oye, Jorge, necesito tu ayuda”, dijo Tomás cuando llegó a la parte en la

que tenía que explicar sus planes en América. “Tú sigues siendo un as de la

informática, ¿verdad?”.

El matemático se rio.

“¿Me estás tomando el pelo? No te olvides de que estoy haciendo un

posgrado en Matemática y el tema es justamente la programación de


ordenadores. Tengo que saber todo sobre informática”.

“¿Sabes entrar clandestinamente en una red de alta seguridad?”.

“Sé hacer todo lo que es posible hacer”, garantizó con algo de vanidad y

orgullo. “No te olvides de que cuando era adolescente entré en el sistema

informático del gobierno indonesio y metí allí un virus”. Soltó una carcajada

sonora. “¿Te acuerdas de aquel número?”.

“Fue cuando lo de Timor Oriental, ¿no?”.

“El virus decía Free East Timor, you, motherfuckers!”. Nueva carcajada.

“¡Lo que me reí! ¡Adoraba haber visto la cara de aquellos tipos!”.

La carcajada contagiosa pasó a sus dos interlocutores. Cuando las

carcajadas se acabaron, sin embargo, Tomás decidió que había llegado el

momento de enseñar sus cartas.

“¿Eres capaz de hacer lo mismo en una red de alta seguridad aquí en

América?”.

“¿Meter un virus que diga Free East Timor? ¿Para qué? Que yo sepa Timor

Oriental ya es un país libre...”.

“No estoy hablando de eso, idiota”, corrigió el recién llegado. “Quiero saber

si conseguirías entrar clandestinamente en un sistema de alta seguridad,

obtener una información confidencial y salir sin que nadie se diese cuenta.

¿Tienes conocimientos para hacer eso?”.

La pregunta provocó una mirada desconfiada de su interlocutor.

“¿De qué sistema estás hablando?”.

El historiador carraspeó, como si la mera enunciación del proyecto fuese ya

de por sí una locura.

“La CIA”.

Se hizo silencio en la mesa. El matemático miró fijamente a Tomás, después

a María Flor y de nuevo a Tomás. Las miradas expectantes de ambos

confirmaban que la propuesta iba en serio.

“¡Tú estás loco!”, exclamó Jorge, moviendo la cabeza y golpeando con la

punta del índice a un lado de la cabeza. Loco de remate”.

La ventaja de Tomás era que ya lo conocía hacía muchos años y sabía lo

que debería decirle para llevarlo a actuar contra lo que recomendaba la

prudencia y el más elemental sentido común.

“Te entiendo”, murmuró, apoyándose en la silla como si desistiese del plan.

“No te sientes capaz”.

“¿Quién te ha dicho eso?”, se levantó el matemático, herido en su amor

propio. “¡Claro que soy capaz! Ya te dije que, en materia de informática, ¡sé


hacer todo lo que es posible hacer! ¡Ni Bill Gates me ganaba!”.

“Entonces te falta coraje...”.

“¿Qué estás insinuando? ¿Qué soy un cobarde?”.

“Bueno, no es que seas cobarde, pero hay que tenerlos...”.

“¡Y yo los tengo!”.

El historiador supo en ese instante que tenía al antiguo

colega en la mano. Únicamente le faltaba llevarlo

con cuidado e inteligencia para conseguir de él lo que necesitaba.

“Entonces no lo entiendo”, exclamó con perplejidad fingida. “Si sabes cómo

entrar clandestinamente en la red informática de la CIA y si no tienes miedo

de hacerlo, ¿cuál es el problema?”.

El anfitrión comprendió que le había pillado.

“Quiero decir... en fin, no estamos hablando de una red cualquiera, como

debes de imaginar. Los sistemas de seguridad de la CIA son con toda

seguridad muy sofisticados, la codificación es muy compleja, existen

probablemente trampas y... y...”.

“Y no eres capaz”.

“Ya te dije que sí lo soy. Pero tienes que pensar que estamos tratando con la

red de la CIA. Si saben que alguien está intentando entrar en su sistema,

tienen medios para saber de quién se trata. No tengo muchas ganas de que

esos tipos me aparezcan en la puerta”.

“Eres un matemático, estás haciendo un posgrado relacionado con

programación de ordenadores y quisiste poner a prueba la calidad de la red de

la CIA. No te garantizo que no te molesten, pero tienes una buena disculpa.

Dices que entraste allí en el ámbito de tu investigación para la tesis”.

Jorge se mordió el labio inferior mientras meditaba sobre la sugerencia.

“No es mala idea”, consideró. “Tengo justamente un capítulo en la tesis

sobre la seguridad de las redes informáticas y seguro que mi orientador

confirmaría que una prueba al sistema de la CIA constituiría una experiencia

importante aunque controvertida, para llevar a cabo en el ámbito de mi

investigación académica”. Hizo un gesto. “Pero los tipos no van a creerse una

disculpa de esas. Y si me cogen me arriesgo a pasar unos buenos añitos en la

cárcel”.

“¿Cómo te pueden coger?”.

“Basta con identificar el ordenador que les entre clandestinamente en el

sistema, por ejemplo”.

“Pero puedes disfrazar tu rastro, como sabes”.


“Sí, claro, pero no te olvides de que estamos hablando de la CIA. Estos

tipos tienen gente y medios para localizar e identificar a cualquier intruso”.

Se recostó en la silla, dispuesto a rechazar la sugerencia. “No, el riesgo es

demasiado elevado”.

“Hay otras maneras de hacer esto. ¿Y sí lanzamos el ataque a través de otros

ordenadores?”.

La sugerencia hizo al matemático vacilar. Contempló el escenario y,

convencido, acabó por gesticular afirmativamente.

“En esas condiciones, creo que sí”, se levantó. “De hecho se puede hacer”.

Era todo lo que Tomás quería oír. Se levantó también de un salto e indicó la

puerta de la cantina.

“Llegó la hora de atacar a la CIA”.



XLII

Solo cuando la alerta intermitente en la pantalla llamó la atención de Don

Snyder, que con los pies posados encima de la mesa comía tranquilamente su

pizza, este se colocó bien en la silla, puso la comida en su embalaje, lamió la

grasa de los dedos y se inclinó sobre el monitor para intentar entender lo que

ocurría.

“What the fuck?!”, echó pestes en un murmullo mientras se esforzaba por

descubrir el significado de la línea intermitente.

“¿Qué viene a ser esto?”.

Un mensaje de aquellos constituía una advertencia que Snyder no podía

ignorar. Hacía quince años que trabajaba para el Servicio Clandestino

Nacional de la CIA como analista de contraterrorismo y la alerta que acababa

de ser enviada a su ordenador se relacionaba justamente con una correlación

de información que podía darle una pista relevante. ¿Serían novedades

relacionadas con el atentado de la víspera en Trípoli?

Apretó el icono de la alerta y fue direccionado a una página de acceso

restringido. Tecleó su password y la página confidencial ocupó toda la

pantalla. Leyó el texto, estableció la conexión con las otras dos páginas para

confirmar los datos, evaluó el nivel de prioridad de los elementos de la

agencia incluidos en la investigación y, convencido de que había encontrado

algo efectivamente relevante, imprimió las páginas.

Después de recoger las hojas salidas de la impresora, fue rápidamente por el

pasillo y solo paró en el gabinete del director del Servicio Clandestino

Nacional.

“Necesito hablar con mister Fuchs”.

La secretaria redactaba una misiva en su ordenador y ni levantó los ojos

para mirarlo.

“Me temo que el señor director está en una reunión”, respondió

maquinalmente. “Venga después de las...”.

“Necesito hablar con él ahora”.

“Ya le dije que...”.

Viendo que la secretaria no facilitaba las cosas, Snyder abrió la puerta del

despacho y echó un vistazo dentro. Vio al jefe de su dirección sentado en una

mesa con el equipo encargado de obtener información sobre el atentado de

Trípoli.


Al sentir la puerta abrirse, Fuchs se volvió hacia la entrada y miró al intruso.

“Fuck, Don! ¿No ves que estoy ocupado?”.

La secretaria apareció en la puerta, intentado sacar al analista de

contraterrorismo fuera del despacho.

“Perdone, señor director”, dijo a su jefe con una sonrisa avergonzada. “Yo

le informé de que estaba en una reunión, pero él...”.

Snyder la empujó hacia atrás e hizo señas con las hojas de papel que había

traído de la impresora.

“Me ha llegado información que puede considerarse muy relevante, sir”.

“¿Tiene algo que ver con el atentado de Trípoli?”.

El intruso movió la cabeza.

“No, sir”, reconoció. “Pero conseguí un dato que nos podrá poner en la pista

del Ojo Cuántico”.

La secretaria volvió a la carga e intentó de nuevo sacar a Snyder fuera del

despacho del director.

“Haga el favor de retirarse”, insistió ella. “No ve que...”.

Al escuchar la referencia del subordinado al proyecto de Frank Bellamy que

nadie conseguía encontrar en la Dirección de Ciencia y Tecnología, Fuchs

levantó la mano para frenarla.

“Déjele estar”, ordenó, levantándose de su lugar en la cabecera de la mesa

de reuniones y acercándose al analista de contraterrorismo. “Dijiste Ojo

Cuántico, ¿Don? ¿Qué ha pasado?”.

Después de lanzar una mirada victoriosa a la secretaria,

que se retiró refunfuñando, Snyder extendió las hojas al director.

“Recibí hace unos minutos un alerta del sistema, sir”, explicó. “Durante una

inspección de rutina de cruce de información con la base de datos del

Servicio de Inmigración y Aduanas el sistema registró una intercepción”.

Señaló una de las hojas. “Esta es la alerta referenciando la entrada de un

sospechoso que, por lo que entendí, podría estar relacionado con la

desaparición del Ojo Cuántico”. Sacudió otra hoja. “Aquí está la página que

encabeza el informe de la operación para detectar ese proyecto y a la cual no

tengo autorización para acceder, pero no pude dejar de constatar que el

acceso solo es posible con autorización a nivel de director. Presumí de

inmediato, no sé si bien, que se trata de un asunto de elevada importancia”.

“Correcto”, confirmó Fuchs. “Solo yo y dos personas más podemos ver ese

informe. ¿Y?”.

El analista señaló la tercera hoja que había traído.


“Esta es la lista del Servicio de Inmigración y Aduanas referente a las

entradas de hoy por el aeropuerto de Dulles, sir. Sugiero que eche una mirada

al nombre que se encuentra en la vigésima tercera línea”.

El director del Servicio Clandestino Nacional contó las líneas y se fijó en el

nombre ahí referido.

“I´ll be dammed!”, exclamó, estupefacto, al leer el nombre. Levantó los

ojos hacia su subordinado. “¿Esta lista es de hoy?”.

“Afirmativo, sir”.

Harry Fuchs se puso en pie y soltó una carcajada.

“¿Quién lo diría? El fucking Thomas Norona está en América”.



XLIII

Algunos símbolos de marcas electrónicas famosas llenaban los paquetes que

Tomás sacó de la tienda de ordenadores en el centro de Georgetown. Volvió

al campus universitario con los paquetes debajo de los brazos y pasó por el

cuarto, donde encontró a María Flor tumbada sobre la cama durmiendo. Se

retiró silenciosamente y se fue al cuarto de su amigo, que estaba dos puertas

más allá. Llamó al timbre y abrió de inmediato.

“Traje dos laptops”, anunció el historiador, exhibiendo los paquetes que

había adquirido en la tienda. “Espero que lleguen”.

Desempaquetaron los portátiles, los encendieron e hicieron download de los

programas estándar. Todo el proceso de preparación para que los ordenadores

estuviesen operacionales llevó una hora, que transcurrió casi sin intercambiar

palabra a no ser alguna ocasional referencia técnica. Cuando los laptops

estuvieron listos, contemplaron las pantallas iluminadas y se prepararon para

iniciar la operación.

“¿Y tu amiga?”, preguntó Jorge, como si solo en ese momento se hubiese

dado cuenta de que faltaba alguien. “¿No viene?”.

“Estaba muerta de sueño y se fue a dormir. Ya sabes, aquí son las diez de la

noche, pero en Portugal ya dieron las tres de la mañana”.

“Ah, el jet lag es muy traidor...”.

A partir de ese momento fue el matemático quien tomó las riendas de los

acontecimientos. Después de lamentar la ausencia de María Flor, que

describió como “una niña capaz de traer alegría a un cementerio”, se

concentró en el trabajo y se abstrajo del resto. Comenzó por establecer la

conexión a Internet, buscó un link extraño y se puso a operar con él.

“¿Qué estás haciendo?”, preguntó Tomás, que no reconoció la página. “¿No

deberías haber ido directo a la web de la CIA?”.

“Estoy disfrazando mi rastro. La idea es usar primero un proxy y después

enviar el mensaje por una red Tor”.

“Ah, quieres formar dos capas de seguridad...”.

“Eso mismo”. Señaló la pantalla. “Este proxy no guarda registros. Cuando

nos conectamos a él, todo lo que sale del ordenador pasa por aquí, dando la

impresión de que la conexión viene de la localización del proxy y no de su

verdadero origen. Ya la red Tor hace que los datos anden saltando por varios

ordenadores en todo el planeta antes de alcanzar la red de la CIA. Así, aunque


uno de esos datos quede comprometido, todo el sistema permanece intacto, al

contrario del proxy que, si estuviera comprometido, fastidiaba todo”. Se rio.

“Ya te aviso de que si nos descubren, los tipos de la CIA van a tener un

trabajo de mil demonios para desmontar este embrollo”.

“Sí, pero asegúrate de que vamos a usar un programa que no incluya el IP.

Es más seguro...”.

“Quédate tranquilo”.

El matemático se pasó más de una hora programando la proxy y la red Tor,

para camuflar el origen de sus laptops. Tomás empezó a ver que los ojos le

pesaban; a fin de cuentas el jet lag también le estaba afectando, pero se

mantuvo despierto a costa de dos vasos de café que fue a buscar a una

máquina del pasillo de la zona residencial del campus y que bebió de un

trago. El café no era fuerte, pero le permitió aguantar con estoicismo todo el

trabajo de su amigo.

En cierto momento vio a Jorge teclear una última vez, respirar hondo,

flexionar los brazos para distender los músculos y recostarse en la silla con

aire de haber cumplido su misión.

“¿Ya está?”.

El matemático se volvió hacia él, exhibió una sonrisa de satisfacción y le

giñó el ojo. Después se frotó las palmas de las manos y, poniéndose derecho,

volvió a mirar uno de los laptops”.

“Llegó la hora de meter la nariz en la red de la CIA”.

Estableció la conexión con la web de la agencia americana de espionaje, en

www.cia.gov, e hizo un examen preliminar para entender su estructura.

Después aplicó un programa que había descargado en el laptop y, mientras se

procesaba, cruzó los brazos y esperó”.

“¿Qué estás haciendo?”.

“Introduje un programa CGI para analizar el sistema y detectar

vulnerabilidades”.

“¿Crees que la red de la CIA tiene vulnerabilidades?”.

El anfitrión soltó una carcajada.

“Todas las redes tienen vulnerabilidades. El desafío es identificarlas y

explorarlas”. Dobló la pierna para ponerse más cómodo mientras esperaba los

resultados del CGI. “Hace algún tiempo los tipos del Pentágono lanzaron una

operación para probar la seguridad de su red y se quedaron en estado de

choque cuando descubrieron que cualquier hacker medianamente cualificado

era capaz de paralizar todo el sistema informático militar de América. Los


hackers llegaron al punto de asumir el control de los ordenadores de guerra

de la flota del pacífico, ¡para que veas!”.

“¡Caramba! ¿Es posible una cosa de esas?”.

“No solo es posible, sino que ya se ha hecho. Fíjate, solo el sistema

operativo Windows contiene decenas de millones de líneas de código.

Ningún sistema de seguridad logra tener un control cien por cien seguro en

un sistema de esa dimensión. Cualquier problema que implique una gran

carga de información contiene inevitablemente vulnerabilidades. Solo

tenemos que...”.

La pantalla se detuvo de repente en una página.

“¡Aquí está!”, exclamó Tomás. “El programa detectó una vulnerabilidad.

¡Tenías razón!”.

El amigo se puso derecho y analizó la página.

“Hay un agujero en el PHF”, constató. “Vamos a entrar por aquí”.

“¿Qué es eso?”.

“¿PHF? Se trata de una interfaz que acepta un nombre como imput y busca

la información respectiva en el servidor. Es una especie de lista telefónica, si

quieres. Vamos a ver a dónde nos lleva”.

Atacando el teclado como un pianista, Jorge exploró furiosamente el fallo

en el PHF. En cierto momento se concentró en la función escape_shell_cmd,

lo que despertó la curiosidad de su amigo.

“¿Qué estás haciendo?”.

“Esto es una función que limpia inputs”, aclaró. “El programador cometió

aquí un error y dejó una cosa fuera de la lista pero con un pie dentro. Estoy

explotando ese error”. Señaló las nuevas páginas que llenaban el monitor.

“¿Ves lo que he hecho? Entré en el sistema de e-mails de la red de la CIA”.

Sonrió. “Nada mal, ¿eh? ¡Un buen golpe!” Regresó al teclado. “Ahora voy a

camuflar mi presencia”.

Tecleó dos líneas de instrucciones y esperó la reacción del sistema. El

monitor registró actividad repentina y el intruso se giró hacia el segundo

laptop.

“¿Ahora trabajas con otro portátil?”.

“Correcto”, asintió. “Manipulé el sistema de la CIA de tal modo que ellos

enviaron un xterm a nuestro segundo ordenador. O sea, en vez de hacer

nosotros la conexión a la red de la CIA, es la red de la CIA la que establece la

conexión con nosotros. Genial, ¿eh?”.

Hizo un gesto grandioso, y como un mago que hubiese acabado un truco de


magia, exhibió el monitor del segundo laptop. La pantalla se llenó de líneas

aparentemente incomprensibles.

adm: x :4:4: Admin:/var/adm:

orion :x:1002:10:Christopher

Adams:/usr/users/cadams:/usr/ace/sdschell

monty:x:1004:101:Monty

Haymes:/usr/users/monty:/bin/sh

“¿Qué es esto?”.

“Es un archivo Linux de passwords”, respondió Jorge.

“Cada línea contiene el nombre de una persona con una cuenta electrónica

en la CIA”.

Tomás abrió unos ojos como platos; allí estaba su oportunidad para arrancar

del sistema lo que quería.

“Busca la línea con el nombre de Frank Bellamy”.

El matemático volvió al teclado y, después de apretar algunas teclas, la

página del sistema de la CIA cambió para otra lista.

bella_y:x:1139:101:Frank

Bellamy:usr/users/bella_y:/usr/ace/sdschell

“¡Joder!”.

“¿Qué ha ocurrido?”.

Jorge apuntó hacia la última palabra de la segunda línea. “¿Estás viendo este

sdschell? Los usuarios con esta referencia tienen una protección adicional que

envuelve un RSA SecurelD. Se trata de un dispositivo que selecciona un

número de seis dígitos y que lo cambia cada sesenta segundos. Un fastidio de

los grandes...”.

“¿Hay alguna manera de superar eso?”.

“Tenemos que insertar el número de seis dígitos que el dispositivo escoge

en cada minuto y añadirle un nuevo password de la persona”. Hizo un gesto.

“No va a ser fácil”.

“¿Pero es posible?”.

Jorge se mordió el labio, contemplando la tarea delante de él.

“O el password lo elige el usuario o se lo entrega la Agencia. La primera

hipótesis no es muy problemática, una vez que las personas acostumbran a

escoger contraseñas que les son familiares. Ya la segunda posibilidad es muy

complicada porque conlleva passwords aleatorios, más difíciles de recordar


por los usuarios pero también más seguros. Considerando que estamos

tratando con la CIA, que tiene la obsesión de la seguridad, yo diría que ellos

optaron por la segunda solución”.

“Mira que Bellamy ya tenía una edad muy avanzada y no sé si tendría

paciencia para recordar contraseñas complejas...”.

El matemático ponderó la información.

“En ese caso, es admisible que le hayan abierto una excepción”. Prestó

atención de nuevo al monitor y tecleó más instrucciones. “Voy a buscar datos

sobre la vida de él, como fecha de nacimiento, de boda y de cosas por el

estilo, e insertarlos como contraseña. Puede ser que tengamos suerte y

encontremos la correcta”.

Golpeando en el teclado con furor renovado, Jorge desencadenó la búsqueda

de la información personal que le permitiese deducir la palabra clave que

Bellamy había escogido. La operación era larga y fastidiosa, por lo que

Tomás se recostó en la cama del amigo mientras esperaba los resultados. Los

ojos volvieron a pesarle, sin que consiguiese impedirlo, se sintió relajado y se

dejó dormir.

Empezó a soñar con María Flor; quería agarrarla y ella huía por el pasillo

central de un avión. En cierto momento ya no estaban en el aparato sino en lo

alto de un rascacielos de Nueva York caminando sobre la barandilla de una

terraza. De repente ella se cayó y Tomás, en pánico, se precipitó por la

terraza sobre el precipicio gritando por un sniffer y la...

“¡Un sniffer!”.

El historiador se despertó de repente y se encontró al amigo de pie, mirando

asustado hacia la pantalla, el cuerpo en posición de alerta.

“¿Qué...?”, balbuceó. “¿Qué es lo que pasa?”.

Jorge tecleó rápidamente en el laptop y, pasados unos segundos, el

ordenador se apagó.

“¡Me apareció un sniffer!”.

Todavía confuso por esa súbita transición del sueño a la realidad en la que

las dos cosas parecían mezclarse, Tomás no entendió ni lo que pasaba ni lo

que oía.

“¿Un qué?”.

“¡Un sniffer!”, disparó el matemático, todo nervioso. “Un administrador

cualquiera del sistema de la CIA se dio cuenta de que alguien estaba en la red

y mandó un sniffer para saber quién era”. Respiró de alivio. “Felizmente que

tenía un programa para sniffar el sniffer, si no, estaba perdido”. Esbozó una


mueca, como si reconsiderase el asunto y al final juzgase injustificada tanta

angustia. “Incluso así, no sé. Espero haberlo detectado a tiempo...”.

Para entonces Tomás ya estaba bien despierto.

“Aunque te hayan detectado solo van a encontrarse con el proxy”, recordó.

“Si pasan esta primera red de seguridad, van a dar con la red Tor. Incluso si

pasan todos esos obstáculos no conseguirán llegar a nuestro laptop porque

usamos un programa sin IP. Mas, si por casualidad nos cazan, van a descubrir

que fueron ellos los que se conectaron con nosotros. Y finalmente, aunque

lleguen a este portátil, no existe nada que lo relacione contigo, ¿verdad? Yo

lo compré. Por lo tanto, estate tranquilo”.

Jorge respiró hondo.

“Sí, tienes razón”.

El historiador consultó el reloj; eran las tres de la mañana, había dormido un

buen rato y necesitaba descansar más. Se levantó de la cama y se acercó al

amigo.

“Y qué tal, ¿conseguiste algo?”.

“Sí, descubrí el password de Bellamy. Es su fecha de nacimiento, pero de

atrás para delante. Una cosa elemental y fácil de descubrir, como ves. Es un

error común de mucha gente utilizar datos personales para...”.

“Eso no interesa nada ahora”, se impacientó Tomás, ansioso por irse a

dormir. “Lo que quiero saber es si sacaste alguna información que me pueda

ser útil”.

La primera reacción de Jorge a esta pregunta fue una mirada de duda. El

matemático no parecía muy animado.

“Poca cosa”, acabó por admitir. “Obtuve unas informaciones generales y

cuando comencé a investigarle los e-mails, apareció el sniffer y tuve que

abortar la operación”.

No eran de hecho buenas noticias.

“¡Vaya!”, se irritó Tomás, levantando las manos en un gesto de impotencia.

“¡Tanto trabajo para nada!”.

Jorge parecía turbado con los resultados.

“Perdona, pero no tuve tiempo para nada más”.

El historiador dio un suspiro de contrariedad y posó los ojos en las

anotaciones escritas por Jorge.

“¿Qué es esto?”.

“Es lo poco que conseguí sacar”, dijo, extendiéndole el papel donde había

registrado algunos datos. “Las informaciones que recogí incluyen el número


de teléfono, la dirección de casa, unos extractos de cuenta del banco y una

cuenta de electricidad”.

“¿Solo eso?”.

“Nada más, me temo”, confirmó. “Sé que es poco, pero es lo que hay”. Miró

al amigo con una expresión interrogativa. “¿Qué piensas hacer ahora?”.

Tomás cogió la hoja garabateada con las pocas informaciones que el

matemático había logrado arrancar de la web de la CIA y, fijándose en la

dirección, su rostro se abrió en una gran sonrisa cargada de malas

intenciones.

“Entrar en su casa”.



XLIV

Sin dispensar sus rutinas, Don Snyder dejó el periódico sobre la mesa y la

primera cosa que hizo, como todas las mañanas al llegar a su despacho en

Langley para un nuevo día de trabajo, fue dirigirse a la máquina instalada en

el pasillo del Departamento de Contraterrorismo y comprar un café y un

muffin. Su mujer bien le decía todas las mañanas que aquello no era un

desayuno sano, que debía optar por fruta y ensaladas, que debía tener cuidado

con el colesterol, los triglicéridos y todas esas tonterías, que esto y que

aquello, pero lo que realmente le gustaba era lo que estaba a punto de

comerse. ¿Había algo más glorioso que comenzar el día con un café caliente

y un muffin?

Se sentó en su mesa y encendió el ordenador mientras masticaba la

madalena de chocolate. ¡Hmmm... que delicia!, pensó, disfrutando del

momento con los ojos cerrados. Cuando los abrió se dio cuenta de que había

documentos al lado del teclado. Por encima estaba un informe con la

información más reciente sobre el atentado de Trípoli. Lo que se encontraba

por debajo no era más que una carpeta amarilla muy fina y con aspecto

insignificante. Hojeó el informe y se dio cuenta de que los operativos en el

terreno estaban mandando a Langley solo pura especulación. Escribían sobre

todo acerca del arsenal del ejército libio que, en el calor de la revolución,

había caído en manos de los extremistas islámicos y les había capacitado para

realizar operaciones violentas en países de África y del Medio Oriente, como

Mali, Irak y Siria, entre otros puntos conflictivos.

“Damn!”, murmuró dando la última dentada al muffin y enfadado por la

falta de progreso en la recogida de información sobre el atentado. “¿Qué le

pasa a esta gente? Necesitamos información concreta, no rollos anunciando lo

obvio”.

Para no enfadarse, dejó el informe y abrió la carpeta amarilla. En el interior

se encontró con un documento de dos páginas que la Informática le había

dejado durante la noche. Leyó el texto e, intrigado con su contenido, abrió un

cajón y verificó la información que constaba en la alerta que había recibido la

víspera. No había duda, concluyó. Los dos asuntos parecían relacionados.

Pensando en el caso, tuvo una idea. Posó el vaso de café, se agarró al teclado

y se conectó a una página de verificación de números de compras; tecleó un

nombre y esperó por los resultados. Aparecieron al fin de unos segundos.


“Holy shit!”.

Sin perder tiempo, salió al pasillo para dirigirse al despacho del director. La

secretaria del jefe del Servicio Clandestino Nacional no mostró mucho agrado

por verlo allí; aún no había olvidado el incidente de la víspera, pero en esta

ocasión no puso ninguna objeción.

Llamó al despacho para anunciar al visitante y, sin dirigir una palabra a

Snyder, le hizo una señal indicándole que entrase.

El analista de contraterrorismo abrió la puerta y se asomó al interior.

“¿Se puede, sir?”.

Harry Fuchs se encontraba sentado leyendo The New York Times de esa

mañana con un puro humeándole en la boca, pero por su aire irritado se diría

que era él quien echaba humo. Una fotografía de los estragos provocados en

un ala de la embajada en Trípoli por el atentado de la víspera ocupaba la

primera página. Al ver al analista de contraterrorismo a la puerta del

despacho, agitó violentamente el periódico en su dirección.

“¿Ya viste esto, Don? ¡Estos motherfuckers de los periodistas nos están

llamando incompetentes! ¡Incompetentes!, ¿qué te parece? Mira lo que

escriben en el editorial”. Hojeó el periódico y fijó los ojos en la página de

opinión. “Como viene siendo habitual en los últimos tiempos, este atentando

cogió por sorpresa a la CIA y volvió a cuestionar la competencia y utilidad de

esta agencia que el Departamento de Estado ya apellida en voz baja por los

pasillos como “CIA — Colección de Idiotas y Analfabetos”. Levantó la

cabeza. “¿Ya viste el montón de shit que estos cocksuckers escribieron en

este periódico miserable? ¿Idiotas y Analfabetos? Fuck The New York Times!

Fuck el Departamento de Estado! Fuck toda esta gente!”.

“Es lamentable, sir”.

Snyder continuaba en la puerta esperando la autorización para entrar y se

quedó observando el espectáculo de su jefe teniendo un ataque de furia; sabía

que el responsable de su dirección era un hombre sanguíneo y que sus

accesos de rabia se habían hecho famosos en la Agencia. Furioso con el

editorial, el director lanzó el periódico al suelo y con un gesto colérico

aplastó en el cenicero el puro, como si éste fuera el articulista del New York

Times. Liberada su ira, hizo un esfuerzo por dominarse y, ya más tranquilo,

indicó al subordinado la silla delante de la mesa.

“Entra, Don”, dijo, todavía intentando dominar su frustración. “¿Tenéis

alguna novedad sobre el Ojo Cuántico?”.

Caminando con una pose bien sumisa, Synder cruzó el gabinete del jefe y se


sentó en el sitio que le habían señalado.

“Tengo novedades, sir”, confirmó. “Pero no son sobre el Ojo Cuántico, me

temo”. Puso la carpeta amarilla sobre la mesa del director. “Recibí ahora este

informe de Informática. Parece que tuvimos esta madrugada un incidente que

comprometió la seguridad en nuestra red”.

Fuchs alzó una ceja.

“¿Fue serio?”.

“Parece que no. Un firewall alertó al administrador del servidor y este lanzó

un sniffer que asustó al intruso. Después el administrador hizo una revisión al

material consultado y concluyó que no se trata de nada particularmente

importante”.

“Ah, bien”, descansó el director. “Solo me faltaba tener también problemas

en ese frente”. Frunció la ceja. “Pero si la intrusión no fue grave, ¿qué es lo

que te trae aquí?”.

Con un movimiento rápido de ojos, el analista de contraterrorismo indicó la

carpeta amarilla.

“Si yo fuese usted, sir, daba una hojeada al informe”.

El director del Servicio Clandestino Nacional cogió la carpeta y consultó el

documento de Informática.

“No veo nada particularmente relevante...”.

“Vea, por favor, el nombre del usuario cuya password fue violada por el

intruso”.

Los ojos de Fuchs enfocaron el nombre impreso en el log de la Informática

y le saltaron chispas cuando se dio cuenta de quien se trataba.

“¡Frank Bellamy!”. Miró a su subordinado con una expresión inquisitiva.

“¿Quién entró en la red con la contraseña del anciano?”.

“Conforme a lo previsto por el protocolo para situaciones semejantes, el

administrador del servidor se pasó toda la noche y la madrugada siguiendo el

rastro del intruso”, dijo. “Lo que descubrió está registrado en la segunda

página del informe”.

El director hizo un gesto de desprecio en dirección al documento.

“No entiendo nada de este lenguaje de locos”, admitió. “Hazme un

resumen”.

“El intruso usó un sistema proxy y una red Tor para tapar las huellas. El

administrador de nuestro servidor tuvo que andar saltando por el planeta

entero, de ordenador en ordenador, hasta darse cuenta de que iba a dar a un

callejón sin salida. Parece que el intruso usó un programa sin IP, por lo que


no conseguimos identificar el ordenador de origen”.

“¡Oh diablos!, eso es trabajo profesional...”.

“Sin duda, sir. Pero me puse a pensar quién estaría interesado en penetrar en

la web de la CIA e investigar la información relativa a Frank Bellamy. Fue

entonces cuando tuve una idea. Consulté el registro de todas las compras

hechas ayer aquí en Washington con el nombre de una cierta persona e...

imagine lo que descubrí”.

“Jeez!” No me digas que los cocksuckers del FBI ya andan encima de esa

historia...”.

Snyder movió la cabeza.

“Nada de eso, sir”.

“¿Entonces quién diablos andará buscando la password del viejo? ¿Será su

familia? Quieren ver que el sonnavabitch del hijo...”.

“Negativo, sir. Inténtelo otra vez”.

Fuchs improvisó mentalmente una lista de sospechosos y fue eliminando

cada nombre que se le formaba en la mente. Quién del exterior de la CIA

tendría interés en investigar el file de Frank Bellamy? Eliminados el FBI y los

familiares del antiguo director, no parecía sobrar mucha cosa. De repente,

como si hubiese sido alcanzado por un rayo, se quedó paralizado.

“¿Thomas Norona?”.

El subordinado sonrió.

“Bingo”.

“¿Norona? ¿Cómo puedes tener la seguridad de eso?”.

“No puedo”, reconoció el subordinado. “Pero fíjese en la secuencia de los

acontecimientos. A las nueve y media de la noche de ayer, nuestro amigo

Norona, el hombre que asesinó a mister Bellamy y que acababa de llegar a

Washington, usó su tarjeta de crédito para sacar dinero en un cajero cerca de

una tienda de electrónica en Georgetown. Verifiqué los registros de la tienda

y constaté que, diez minutos más tarde, fueron allí vendidos dos laptops,

ambos con dinero, lo que no es normal. Dos horas después, alguien entró

clandestinamente en nuestro sistema y ¿de quién usó la contraseña?

Justamente de mister Bellamy. ¿Y para qué? Para intentar obtener

información sobre, vea solo, nuestro fallecido jefe de la Dirección de Ciencia

y Tecnología. ¿Será todo esto mera coincidencia?”.

“Pero si él quería entrar en nuestra red con esos portátiles que acababa de

adquirir, ¿no sería natural que evitase usar la tarjeta de crédito en el cajero

automático?”.


“Tal vez”, admitió Snyder. “Pero dese cuenta de que el tipo puede haberse

descuidado o desconocer que también solemos verificar los movimientos de

los cajeros. O le da sencillamente lo mismo, yo qué sé. El hecho es que existe

una coincidencia perturbadora. En nuestra profesión sabemos que las

coincidencias son pistas, ¿verdad?”.

Finalmente convencido, el director del Servicio Clandestino Nacional

respondió con un murmullo de asentimiento. Hizo señal al subordinado para

salir y, cuando se quedó solo, giró su sillón y, desde la ventada del despacho,

contempló el río Potomac a lo lejos. El lienzo azul de agua parecía un espejo

reflejando las nubes. La ajardinada tranquilidad de Washington, DC, en

particular en aquel sector que rodeaba el complejo de la CIA, le daba el

ambiente adecuado para pensar. Durante cinco minutos ponderó la situación

con serenidad y por fin tomó una decisión.

Volvió a girar la poltrona y pulsó el intercomunicador, llamando a su

secretaria.

“Tish, pásame al mayor Fuentes”.

Iba a poner a su mejor hombre tras la pista de Tomás Noronha.



XLV

No había agitación a aquella hora de la noche, el tráfico en Dunpont Circle

ya se había calmado y la tranquilidad se había impuesto en la ciudad.

Sentados junto a la entrada de un coffee shop a media luz, Tomás y María

Flor iban vigilando el edificio del otro lado de la calle, atentos sobre todo al

guardia que permanecía sentado en el atrio leyendo un periódico. El café

americano no era de los mejores, pero iban saboreándolo distraídamente

mientras esperaban la evolución de los acontecimientos.

“¿Cuánto tiempo falta?”.

El historiador consultó el reloj.

“Seis minutos”.

El día había sido largo y bien aprovechado. Debido al jet lag, se despertaron

sobre las seis de la mañana, ella después de un buen sueño, él no tanto

porque, a fin de cuentas, se había acostado muy tarde. Pero a aquella hora en

Washington, DC, eran las once de la mañana en Lisboa y el despertador del

cerebro no le había dejado dormir más tiempo. Por eso salieron muy pronto

del campus de la Universidad de Georgetown y se fueron al Dupont Circle

antes de la hora punta matinal, para poder estudiar el edificio donde Bellamy

tenía su apartamento.

No fue necesario explorar el local durante mucho tiempo para darse cuenta

de que el principal problema estaba en el atrio. Cuando intentaron subir al

tercer piso, el guardia les bloqueó el camino y dejó claro que solo podrían

avanzar con una autorización expresa del inquilino al que querían visitar.

Balbucearon una disculpa incoherente, diciendo que se habían equivocado de

edificio y se marcharon. La retirada de los visitantes fue algo humillante, pero

lo importante es que les dio la noción de que el guardia de seguridad era un

obstáculo y que su prioridad esa noche sería despistarlo.

Sentado junto a la ventana del coffee shop bebiendo lentamente su café,

Tomás no pudo dejar de sonreír al acordarse de la estratagema que había

inventado para superar el problema. Mientras María Flor regresaba al campus

para cerciorarse por teléfono de que nadie ocupaba el apartamento de

Bellamy, Tomás había comprado al final de la mañana un periódico popular y

fue directo a la página de los pequeños anuncios buscando una...

“Atención”, exclamó María Flor, e interrumpió sus pensamientos. “¡Ahí

viene ella!”.


Vieron salir de un taxi una rubia despampanante, con un vestido rojo justo

que le realzaba la cintura estrecha y los enormes senos, y con las formas

sinuosas del cuerpo subrayadas por los zapatos de tacón, negros y relucientes.

La recién llegada pagó al taxista y comenzó a andar por la acera en dirección

a la entrada del edificio.

“Vamos”.

Sin perder tiempo, los dos portugueses salieron del coffee shop, atravesaron

la calle y se plantaron al lado de la puerta del edificio, pero en una zona fuera

de la vista del guardia. La rubia provocativa pasó ante ellos, dejando en el

aire un fuerte aroma vagamente dulce. Además de un cuerpo bien formado y

de un pelo liso y dorado que le caía hasta los hombros y llamaba la atención,

tenía unos vivos ojos azules y los labios sensuales; se diría que era una

conejita de Playboy.

Vieron a la rubia entrar en el edificio con paso tambaleante y desaparecer en

el atrio, que estaba lo suficientemente cerca para poder oír lo que pasaba.

“Hi, big boy!”, saludó con voz melosa. Soltó una carcajada sin sentido. Tú

eres nuevo aquí, ¿verdad?”.

“Uh... no”, respondió el guardia, dudando. “Trabajo en este edificio hace

unos años. ¿Puedo ayudarla?”.

La rubia se rio.

“¡Claro que puedes!”, exclamó. “¿Pero... pero no es este mi edificio? ¿Esta

no es la rotonda de Rhode Island Avenue?”.

“Me temo que no, señora... Estamos en Dupont Circle. La rotonda de Rhode

Island Avenue es en aquella dirección”.

“Damn!”, maldijo ella. “Siempre que bebo champán me pasa lo mismo. Me

desoriento, es una lata”.

“Si quiere le llamo un taxi para que la lleve a casa”.

“¡Oh, qué encantador! No te molestes”. La rubia se volvió a reír. “Oye,

pareces un chico simpático y... guapo. ¿Puedo contarte un secreto?”.

“Bueno... sí”.

“Sabes, el champán tiene dos efectos poderosos en mí. El primero es que me

desorienta completamente. Me quedo de tal forma liada que ni sé por dónde

ando. El segundo efecto es que... bueno, me pones a cien...”. Se rio de nuevo.

“¿Me entiendes lo que te digo?”.

“Uh...”.

“Por eso no me puedo ir ya para casa, ¿entiendes? Mi marido es un viejo”,

gimió. “Aaah, necesito a alguien para satisfacerme. Y tú... tú tienes un


aspecto tan viril, tan macho, tan potente...”.

“Pero...”.

“Oye, no aguanto más, esto es una tortura. Necesito un hombre. ¡Ahora! Mi

cuerpo está sediento de sexo. ¿No tendrás... no tendrás un sitio por ahí donde

me puedas resolver el problema?”.

“Pero yo estoy trabajando, señora, no puedo abandonar mi puesto. Dentro

de dos horas me sustituyen y entonces, si quiere, podemos...”.

“¡Ahora big boy! ¡Te necesito ahora! ¿No tienes un sitio aquí cerca donde

me puedas dar lo que necesito con tanta urgencia? Son solo cinco minutos,

¿me oyes? Cinco minutos en los que te voy a servir con las tetas, con la boca,

con la...”.

“Quieres decir...”, dudó el guardia, con la voz excitada. “Únicamente

tenemos... solo si fuera ahí, en mi gabinete. ¿Cinco minutos, dices?”.

“Cinco minutillos tórridos en los que te voy a enloquecer,

mi macho vigoroso, mi toro potente...” “Ven, ven... Allí estaremos

cómodos”.

Las voces se alejaron y se oyó cerrarse una puerta. Después de asomarse al

atrio, Tomás se volvió hacia atrás y miró a María Flor, que tenía la cara roja

como un tomate.

“El camino está libre”, anunció. “Vamos”.

Cruzaron la entrada del edificio con pasos leves y atravesaron el pequeño

atrio. Había dos puertas de ascensores, pero prefirieron dirigirse a las

escaleras, les pareció más discreto. Pasaron por el gabinete del portero y

oyeron gemidos y suspiros en el interior. María Flor no dijo nada en aquel

momento, porque era imperioso no hacer ruido, pero cuando llegaron a las

escaleras no se contuvo.

“Oye, ¿de dónde sacaste a esta... esta ordinaria?”.

La pregunta hizo reír a Tomás. Desde que había aparecido la rubia, esperaba

una pregunta de ese tipo.

“En el periódico”.

“¿La encontraste por el periódico?”.

“Los anuncios pequeños en el periódico incluyen servicios de prostitutas,

como sabes. Llamé a una de ellas y conseguí sacarle el nombre y la dirección

de un burdel de lujo, de aquellos que ofrecen chicas a los congresistas del

Capitolio. Fui allí y, después de ver a todas, escogí esta. Me costó un ojo de

la cara, ni te digo cuánto”.

Flor se detuvo entre dos peldaños del último tramo de las escaleras y lo


miró fija e intensamente, como si le quisiese escrutar el alma.

“¿Fuiste al burdel?”.

“Claro que fui”, respondió él. “Tenía que asegurarme de que conseguía una

chica capaz de quitarnos al guardia del camino”. Hizo un gesto indicando la

planta baja. “Y escogí bien, ¿no crees? Ella lo consiguió, ¿no? ¿Dónde está el

problema?”.

Su amiga no respondió. Recomenzó a subir las escaleras, mientras

refunfuñaba cosas más o menos ininteligibles pero que incluían frases como

“pfff, vaya sinvergüenza”, o “los hombres son todos iguales” y “¿qué será lo

que ven en estas ordinarias?”. Entretanto, llegaron al tercer piso y caminaron

por el pasillo hasta dar con la puerta del apartamento de Frank Bellamy.

“Te toca”, dijo Tomás delante de la puerta, invitándola a aproximarse.

“¿Crees que consigues abrirla?”.

María Flor dudó.

“¿Oye, estás seguro de que no hay ninguna alarma conectada?”.

“De eso no estoy seguro. Pero acuérdate de que el dueño del apartamento ya

ha muerto. Sin él por aquí, ¿quién vendría a activar la alarma?”.

“Incluso así...”.

“Oye, tenemos que correr el riesgo”, dijo el historiador, señalando la puerta.

“No hay alternativas”.

Con un suspiro de resignación, Flor se arrodilló en la moqueta del pasillo y

estudió la cerradura.

“Esta es de las complicadas”, constató. “Pero tranquilo, no voy a tardar”.

Sacó un gancho del maletín y lo metió en el agujero de la cerradura,

rodándolo en el interior para analizar la estructura y el mecanismo.

“¿Dónde aprendiste a desatrancar cerraduras de esa manera?”.

“En la policía”, explicó ella sin quitar los ojos del orificio. “Los usuarios de

la residencia a veces se encierran en las habitaciones y es un follón para

sacarlos de allí, ni te imaginas. Solemos tener copias de las llaves, claro, pero

a veces desaparecen y es un problema. Para resolverlo de una vez por todas,

fui a la policía y ellos me dieron un curso práctico sobre cómo desbloquear

cerraduras por fuera”.

“Muy útil, sí señora”.

María Flor se concentró en el trabajo que tenía entre manos y el silencio se

impuso en el pasillo. Acercó la oreja izquierda al agujero de la cerradura y

fue oyendo los sonidos del mecanismo interno respondiendo a los

movimientos de la punta del gancho. El proceso se prolongó sin que nada


sucediese y Tomás empezó a preocuparse. Si alguien apareciese por el pasillo

y los viese en aquella posición, concluiría inevitablemente que se trataba de

asaltantes. Había que acelerar el proceso, pero eso no dependía de él y no

sería por presionarla que ella iba a trabajar más deprisa o con más eficiencia.

Se llenó de paciencia y aguardó, esperando con ansiedad que nadie surgiese

por allí.

Casi sin aviso, se oyó un clic.

“Ya está”.

Tomás observó la cerradura con mirada inquieta, pero se dio cuenta de que

habían tenido éxito.

La puerta estaba entreabierta.



XLVI

Oyó el sonido de un zumbido nervioso. Justo cuando Peter preparaba el

informe que le había sido pedido la víspera y que tendría que presentar a su

jefe directo a la mañana siguiente, la señal de alarma se encendió en la

pantalla del ordenador con un brillo intermitente. Los ojos azul cristalino del

hombre en la casa se desviaron hacia la alerta y, con el ratón, pulsó el icono

del dispositivo de seguridad.

Las dos líneas que vio intermitentes en el monitor le quitaron las dudas.

Break-in in progress

Main door

“Fuck!”.

El sonido de la alarma general se encontraba apagado, pero el sistema

interno de seguridad permanecía activo e informaba de inmediato por alerta

informática si alguien forzaba la puerta de entrada y estaba entrando en el

apartamento.

Sin perder tiempo, y con el corazón acelerado, apagó apresuradamente la

fuente de energía del ordenador, cogió los papeles de forma atolondrada y

corrió hacia la sala de seguridad, el compartimento de alta seguridad que en

buena hora había sido construido al lado de la cocina. Entró jadeante, apretó

el botón de seguridad y cerró los ojos; la puerta metálica se trancó, aislándole

del exterior. Se escurrió despacio para el suelo y, acomodado, respiró hondo.

“¡Uf!”, suspiró. “Fue por poco”.

Estaba a salvo.

Ya era el segundo asalto al apartamento en el espacio de solo dos días. El

primero le pilló fuera de casa, retenido en el empleo por causa del estúpido

informe que el jefe había resuelto pedirle. Cuando esa noche llegó al

apartamento, comprendió por pequeñas señales que alguien había estado ahí.

Desde entonces vivía con miedo a que se repitiese el incidente. Había muchos

intereses envueltos en aquella historia y gente muy poderosa metida en el lío.

Su mejor arma era el disimulo. Dejó de atender llamadas, como había hecho

a lo largo del día. Sabía que los asaltantes tenían tendencia a llamar antes de

lanzar una operación, para cerciorarse de que su objetivo se encontraba

desierto, y estaba determinado a cogerlos in fraganti.

Ese momento había llegado.


Después de una pausa para recuperar la respiración, se levantó y encendió el

monitor. Todo el apartamento estaba cubierto por cámaras de vídeo

escondidas por detrás de espejos, en medio de las macetas o hasta en los

dispositivos contra incendio que se encontraban clavados en el techo. La

enorme pantalla se encendió y Peter, ya más tranquilo, observó la imagen

recortada en nueve secciones, cada una correspondiente a una cámara oculta

en un compartimiento o en un pasillo.

La cámara del hall de entrada mostraba dos personas entrando furtivamente

en el apartamento. El hombre en la casa cogió el mando y apretó el botón

para ampliar la imagen. El vídeo de la cámara del hall ocupó el monitor y

permitió a Peter estudiar a los asaltantes con más detalle. No reconoció a

ninguno, pero se dio cuenta de que uno de los intrusos era una mujer.

“Jeez!”, murmuró, asombrado. “Ahora también usan babes en estas

operaciones...”.

Un brillo de luz apareció de repente en la mano del hombre que parecía

estar al frente del dúo de asaltantes; se había encendido una linterna. Las

imágenes mostraban a los desconocidos avanzando con cuidado, explorando

tan lentamente el apartamento que tardaron cinco segundos en cruzar el

pequeño atrio y meterse en el pasillo.

Encerrado en la sala de seguridad, Peter consideró la mejor opción para

actuar. Podía llamar a la policía, claro; tenía allí el teléfono y la conexión con

la comisaría más próxima sería sencilla. Pero, si los intrusos eran quien él

pensaba que eran, eso no serviría de nada. Lo mejor sería seguir su plan

original. Iba a observarlos y esperar la evolución de los acontecimientos. Pero

lo más importante es que registraría todo. Nunca se sabía qué utilidad podría

tener la grabación, pero siempre sería un triunfo en caso de necesidad.

Abrió el panel que controlaba el sistema de videovigilancia e introdujo un

DVD virgen en el grabador. Después apretó el botón rojo indicando record,

esperó por la confirmación de que la máquina estaba de hecho grabando y

buscó el botón del sistema audio que se encontraba acoplado a las cámaras.

Rodó el botón y el sonido llenó los altavoces del compartimento blindado,

trayéndole las palabras que intercambiaban los asaltantes:

“Tenemos que revisar primero todo el apartamento”, dijo el intruso que

caminaba delante con la linterna. “Tenemos que asegurarnos de que no hay

nadie aquí”.



XLVII

“Tenemos que revisar primero todo el apartamento”, dijo Tomás mientras

caminaba delante con la linterna. “Tenemos que asegurarnos de que no hay

nadie aquí”.

El apartamento se encontraba inmerso en la oscuridad y no se atrevieron a

encender las luces. Su única fuente de orientación era el foco de la linterna

que rompía las densas tinieblas e iba bailando por las paredes y por los

muebles, como si aquel frágil chorro de luz abriese el camino. No era

agradable la sensación de estar explorando a escondidas la casa de otra

persona y sentían una presión constante, una inquietud permanente, la

incómoda sensación de que en cualquier momento alguien entraría en el

apartamento y los cogería in fraganti.

El deseo de huir era muy fuerte. Tomás movió la cabeza, como si de ese

modo pudiese echar también a los fantasmas que le asustaban. Qué ridículo,

pensó; el propietario, Frank Bellamy, ha muerto, es de noche, María Flor

llamó hace poco y se cercioró de que nadie atendía, señal de que el

apartamento está vacío; nadie vendrá aquí a una hora de estas, no habrá

problema. Se concentró en ese pensamiento, en ese deseo, en esa convicción,

y así fue domando el miedo permanente de ser encontrado por quien quiera

que allí entrase súbitamente. Pero incluso así el deseo de huir permanecía casi

irreprimible.

Recorrieron despacio el apartamento, moviéndose con mil cuidados por si

se encontraban con alguien, pero todas las habitaciones en las que entraron

estaban desiertas.

“Aquí no hay nadie”, susurró María Flor por fin, aliviada pero todavía

inquieta. No se sentía a gusto en el papel de asaltante. “¿Qué hacemos

ahora?”.

“Si hay alguna cosa importante, seguro que la encontraremos en el

despacho”, respondió él en el mismo tono de murmullo. “Cuando pasamos

por allí, ¿te fijaste? Aquello es una mina de posibilidades?”.

Flor se había fijado, pero no respondió. Recorrieron el pasillo central del

apartamento, ahora más tranquilos porque ya conocían la configuración

interior, y entraron en la habitación donde aparentemente el propietario

trabajaba cuando se encontraba en casa.

“¿Enciendo la luz?”, preguntó ella. “Ya hemos visto que aquí no hay


nadie...”.

“Muy bien”, aceptó el historiador. “Pero cierra primero las cortinas, no vaya

a ocurrir algo”.

Después de que María Flor corriese las cortinas, el historiador encendió la

luz. Fue como si el despacho se hubiese destapado y revelado sus secretos.

Aparecieron las paredes forradas de madera de roble, la misma de la que

estaba hecho el parquet por debajo de las alfombras persas; había además una

gran mesa de caoba dominando el espacio. A lo largo de las paredes se veían

colgadas varias fotografías enmarcadas.

Atraído por estas imágenes, Tomás las estudió con atención, intentando

entender la historia que contaban. Algunos retratos eran en blanco y negro,

evidentemente antiguos, y otros en color, más recientes. Detuvo los ojos en el

primer marco a su derecha y reconoció, en blanco y negro, un retrato de

Frank Bellamy joven, sentado en un laboratorio. La fotografía tenía escrito en

la esquina Los Alamos, 1944, lo que significaba que se la habían hecho en el

periodo en que el fallecido jefe de la Dirección de Ciencia y Tecnología de la

CIA había trabajado en el Proyecto Manhattan para construir la bomba

atómica. El marco de al lado lo confirmaba. Mostraba a Bellamy, igualmente

joven, al lado de Robert Oppenheimer en el ground zero de Trinity, el local

de la explosión de la primera bomba atómica en Alamogordo, Nuevo México.

“¿Este era Bellamy?”, preguntó María Flor mientras examinaba otras

imágenes enmarcadas. “¡Qué pedazo de pan de hombre! Parece Clint

Eastwood en versión joven”.

“Bueno, me criticas por la Marilyn Monroe que le lancé al portero, pero

después te pones a elogiar a Bellamy de ese modo”, protestó Tomás,

fingiéndose ofendido. Esbozó una mirada semejante a la que ella le había

echado solo unos minutos antes, cuando subían las escaleras. “Las mujeres

son todas iguales...”.

“Sí, sí”, asintió ella, mirándolo con una sonrisa burlona. “Tú sabes

mucho...”.

La atención de los dos intrusos volvió a las fotografías enmarcadas en las

paredes. Tomás examinó una imagen de Bellamy en un centro de tiro de la

CIA cuando era joven todavía pero evidentemente ya después de cerrar el

Proyecto Manhattan, y otra en color, mostrándolo al lado de una novia rubia

y sonriente, a la puerta de una iglesia”.

“Mira esto”, dijo, llamando la atención de su amiga. “Estoy seguro de que

fue hecha el día de su boda”.


Interesada, María Flor se aproximó de inmediato y miró por encima de su

hombro.

“Déjame ver”, pidió. Estudió la imagen. “Es bonita, la novia. ¿Sabes si vive

todavía?”.

“No tengo ni idea”. Hizo un gesto señalando el espacio alrededor. “Pero, a

juzgar por la decoración espartana de este apartamento, diría que no”.

Las restantes fotografías enmarcadas y colgadas en las paredes eran

igualmente muy instructivas sobre la vida del fallecido director de la CIA.

Una de ellas lo mostraba en su despacho en Langley. Otra lo colocaba al lado

de Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, delante de una pizarra negra

repleta de ecuaciones matemáticas escritas con tiza, y la siguiente con el

presidente Dwight Eisenhower en la Sala Oval.

A medida que las imágenes se sucedían, Frank Bellamy iba envejeciendo;

aunque siempre delgado, comenzaban a surgirle las primeras arrugas

rasgadas en las comisuras de los ojos y el pelo rubio se volvía gris. Ya con

mediana edad, aparecía en una recepción en Camp David saludando al

presidente John Kennedy; Jacqueline se encontraba al lado del marido con

una sonrisa claramente forzada. Otra lo colocaba en el cabo Cañaveral

delante de un cohete Saturno, al lado de Neil Armstrong y Buzz Aldrin, y

justo por encima, figuraba el retrato de Bellamy sentado a la mesa y cenando

con Richard Feynman y John Bell, los tres con aire alegre y agarrados a las

copas que rebosaban de champán. Las dos últimas fotografías eran más

recientes y lo mostraban ya anciano; la primera siendo condecorado por el

presidente Bill Clinton en los jardines de la Casa Blanca y la segunda al lado

del presidente Barack Oba