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La ultima
funcion
La ultima
funcion
Lesley Livingston
Traducido por Jordi Boixadós
www.editorialviceversa.com
NOTA DEL TRADUCTOR
La autora de la novela incluye en la narración pasajes de las obras teatrales de William Shakespeare
La tempestad y Sueño de una noche de verano. En la presente traducción estos fragmentos aparecen
siempre entrecomillados y corresponden a la Edición bilingüe del Instituto Shakespeare dirigida
por Manuel Ángel Conejero Dionís-Bayer y a la versión de Luis Astrana Marín,
respectivamente.
Título original: Tempestuous
© Lesley Livingston, 2011
Todos los derechos reservados.
Publicado en Estados Unidos por HarperTeen, un sello de HarperCollins Publishers.
© Editorial Viceversa, S.L.U., 2011
Àngel Guimerà, 19. 3º 2ª. 08017 Barcelona (España)
© de la traducción Jordi Boixadós, 2011
Primera edición en castellano: mayo 2011
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida,
sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra
por cualquier medio o procedimiento, sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros,
así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Printed in Spain — Impreso en España
ISBN: 978-84-92819-65-2
Depósito legal: M-15423-2011
Impreso por Dédalo Offset, S.L.
Para John. Y para Jack.
—PÁG. 58
SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
WILLIAM SHAKESPEARE
HIPÓLITA:
¿Cómo es que el Claro de Luna se marcha antes que vuelva
Tisbe y encuentre a su amante?
(Vuelve a entrar TISBE.)
TESEO:
Ya lo hallará a la luz de las estrellas. Aquí viene, y su desolación
dará fin a la obra.
viernes,
9 de abril, hoy
El negro carruaje de época surcaba la noche rozando
apenas la superficie del río con sus altas ruedas
radiadas, como si el caballo fantasmagórico
que tiraba de él cabalgara sobre un camino asfaltado.
A lo lejos, las luces de la ciudad brillaban en ambas
orillas, pero allí, en mitad del ancho río, reinaba la oscuridad.
El carruaje se acercó a la abultada silueta negra de
una isla y aceleró al cruzar por debajo del ruinoso arco de
la grúa de carbón de la dársena abandonada, como si se
tratara de una puerta hacia otro mundo.
Sobre las copas de los árboles se alzaba una chimenea
coronada por un nido de pájaros que levantaron el vuelo
al oír el estruendo de los cascos del caballo, que avanzaba
por entre los restos del muelle, a lo largo de una avenida
cubierta de maleza. Las hojas caídas durante el otoño se
arremolinaban danzando en el aire al paso del carruaje.
El conductor tiró de las riendas y el caballo se detuvo
frente a un edificio de piedra medio derruido cuyas
puertas estaban abiertas de par en par. Largos años
de abandono habían permitido que el follaje, espeso y
exuberante, creciese sin freno junto a los muros y trepase
por ellos hasta el tejado. La profusión de musgo y
enredaderas había difuminado el contorno del edificio,
sin llegar a ocultar totalmente las elegantes líneas de su
diseño original.
11
El conductor se apeó y un rayo de luz iridiscente
emergió del carruaje y transformó el deslucido aspecto del
edificio como si se tratara de un espejismo. Cuando el conductor
abrió la puerta de la cabina, varias figuras cubiertas
con capas esperaban al pie de las escalinatas para recibir
al ocupante.
El único hijo superviviente del Hombre Verde reposaba
en el asiento tapizado de terciopelo como un juguete
al que hubieran lanzado contra un muro hasta romperlo.
Sus miembros formaban ángulos imposibles, y
tenía manchas de sangre verde en las comisuras de los labios.
En la garganta destacaba una quemadura en forma
de trébol de cuatro hojas, y le costaba respirar.
El conductor se inclinó levemente hacia él.
—Llevadlo adentro —dijo.
Mientras dos de los que aguardaban subían al carruaje,
el conductor dio media vuelta y se encaminó hacia
las escaleras que conducían al edificio de piedra, que
ahora, a la luz procedente de las ventanas que flanqueaban
la puerta de roble tallado, había adquirido un
aspecto suave y reluciente como el mármol. Las figuras
sombrías alzaron el cuerpo inmóvil y lo llevaron escaleras
arriba. Sonidos de fiesta y alegría llegaban del interior
y un aroma a flores, atrayente y seductor, saturaba
el aire.
Antes de subir el primer peldaño de la escalinata, el
conductor del carruaje alzó la mirada hacia el cielo de la
noche y, en un tono de voz que parecía susurrar una sentencia
de muerte, dijo:
—Encontrad la magia verde y traedme a quien lleva
esa carga.
12
El aire se llenó de formas oscuras cuando las figuras
se despojaron de sus capas y se pusieron en movimiento.
De sus cuerpos, que parecían hechos de humo,
crecieron alas. Unas plumas surgidas del tejido del que
estaba hecha la noche se unieron a su piel y entonces
una bandada de garzas de ojos rojos alzó el vuelo con
gritos estridentes.
13
1
Loa muchedumbre de curiosos ya se había dispersado
cuando el cuerpo de bomberos de la ciudad
de Nueva York pudo finalmente controlar el incendio.
La manzana entera permanecía acordonada
por las cintas amarillas de la policía y las alcantarillas
rebosaban agua ennegrecida por el hollín. Por fortuna,
se trataba de un edificio independiente, separado de las
tiendas vecinas y los edificios de apartamentos, por lo que
los daños se habían limitado al Gran Teatro Avalón, aunque
la palabra «daños» no alcanzaba en absoluto a reflejar
el estado de devastación en que aquella antigua iglesia
reconvertida en teatro había quedado a causa del fuego
que se había declarado en su interior a primeras horas de
la mañana, justo antes del alba.
Justo antes de… ¿qué?
Sonny Flannery se parapetaba en la penumbra de un
portal, frente al edificio asolado por las llamas, intentando
desesperadamente recordar. Él se encontraba en el Avalón
poco antes de que se declarara el incendio, esperando que
llegara la luz de la mañana, asediado por criaturas feéricas
malévolas. También recordaba que había estado luchando
contra las despiadadas doncellas verdes y sus hermanos los
leprechauns. Sonny y sus amigos estaban en inferioridad.
Y entonces… algo había sucedido. Algo malo. Pero por
más que se esforzaba, no conseguía recordar qué era.
15
Había estado luchando por conservar la vida, y al instante
siguiente había despertado en su apartamento con
la cabeza envuelta en algodones y vendas, sólo para descubrir
que el único lugar de ambos mundos que su amada
Kelley Winslow consideraba su casa ya no existía. Había
quedado destruido.
Ahora, mientras contemplaba las ruinas humeantes
del Gran Teatro Avalón, en la calle Cincuenta y Dos,
Sonny tenía la horrible sensación de que todo había sido
culpa suya, y eso le revolvía el estómago.
En uno de los muros de ladrillo había alguna ventana
con fragmentos de cristales multicolores aún sujetos a los
marcos, pero la mayor parte del edificio había quedado reducido
a escombros al desplomarse el campanario. En el
callejón lateral, donde la puerta de acceso a los bastidores
se mantenía estrafalariamente sujeta a su marco desvencijado,
Sonny vio espejos hechos añicos y percheros quemados
y ennegrecidos. De uno de esos percheros colgaba
un par de alas ligeramente chamuscadas.
Salió bruscamente del portal, sin mirar a los lados, y
estuvo a punto de chocar con una mujer de mediana
edad que iba en bata y que contemplaba la escena con lágrimas
en los ojos, apenas disimuladas tras sus gafas.
En ese momento se puso a llover. Primero unas gotas, que
enseguida se convirtieron en aguacero. Sonny hundió la
cabeza entre los hombros y echó a andar sin rumbo. El
viento helado empujaba la lluvia contra su cuerpo, y la camiseta
empapada se le pegaba al pecho. Pero aquel viento
no sólo traía un frío glacial, sino también un ligero perfume,
un suave aroma de plantas, brotes recientes y flo-
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res nuevas. Inspiró profundamente, como si quisiera beberse
el aire, en un intento por sobreponerse. Flores y…
¿humo? No. El humo no estaba en el viento, sino en su
cabeza. Era el recuerdo… ¿de qué? De una batalla que su
memoria no había retenido. Una batalla que, por lo visto,
había acabado con la destrucción por el fuego del teatro
de Kelley. Al menos eso era lo que había podido comprender
gracias a las imágenes de la televisión, grabadas
aquella mañana mientras el Gran Avalón se venía abajo,
convertido en una columna de humo negro, reducido a la
nada. Reducido a la nada... eso es lo que le había pasado
al propio Sonny tras escuchar de boca de Kelley Winslow
aquellas terribles palabras: «No amo a Sonny Flannery».
Flores y humo…
Miró a su alrededor. Sentía una necesidad imperiosa
de correr, de escapar, de esconderse. Le dolía el pecho y
le dolía el corazón, como si hubiera tragado agua de mar
y se le hubieran llenado los pulmones de sal, o como si
hubieran lanzado su cuerpo contra las rocas, batidas por
las olas.
Así es como debe de sentirse un náufrago, pensó. Aferrado a
la esperanza de un rescate que no llega…
Sonny se tropezó, perdió el equilibrio y fue trastabillando
hasta el centro de la calle, sin importarle los bocinazos
de los conductores encolerizados ni el chirrido estridente
de los neumáticos de los coches al frenar.
«No amo a Sonny», había dicho Kelley, ignorante, al
parecer, de que él se encontraba allí, a su espalda, lo bastante
cerca como para cruzar la puerta y tocar con los dedos
sus brillantes cabellos. No sabía por qué ella lo había
dicho, pero sí que tenía que ser cierto. Una de las verda-
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des universales del mundo de los duendes y las hadas era
que no podían mentir, y Sonny lo sabía muy bien.
Kelley era un hada.
«Nunca lo he amado y nunca lo amaré», había dicho.
El recuerdo de esas palabras le quemaba en su interior
del mismo modo que el viento helado mordía su piel. Había
crecido en la corte del rey del Invierno y pocas veces
tenía frío, pero ahora estaba temblando y le rechinaban los
dientes. La boca de la estación del metro en la esquina de
la calle Cincuenta con la Octava Avenida se abría ante él,
como dándole la bienvenida. Se dirigió tambaleándose hacia
la protección que le ofrecía el hueco de la escalera, bajó
hasta la estación y echó a andar por los pasillos subterráneos
como Orfeo a la búsqueda de su amada en el infierno.
Sólo que Sonny era plenamente consciente de la
cruda realidad: su Eurídice no le amaba.
Ella misma lo había dicho.
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