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Canastones_La profecía dels escorpión

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CANASTONES VOL. 3

La profecía del escorpión

Primera edición: febrero de 2025

A mi hermano Ignacio,

que salta océanos para alcanzar sus metas

y corre hasta ellas quizá para recordarme

que no hay mayor inspiración

que el logro de un imposible.

A. C.

© Texto: Alberto Casamayor Otero, 2025

© Ilustraciones: Palma&Kako, 2025

© Editorial el Pirata, 2025

Sabadell (Barcelona)

info@editorialelpirata.com

editorialelpirata.com

Todos los derechos reservados.

ISBN: 978-84-19898-23-4

Depósito legal: B 21560-2024

Impreso en China

Con el apoyo de

El papel utilizado en este libro procede de fuentes responsables.

Editorial el Pirata apoya el copyright, que protege la creación de obras literarias y es, por tanto,

un elemento importante para estimular la labor de los artistas y la generación de conocimiento.

Os agradecemos que apoyéis a los autores comprando una edición autorizada de este libro y que

respetéis les leyes del copyright sin escanear ni distribuir de forma total o parcial esta obra,

por ningún medio, sin permiso. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,

www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento.


LA PROFECÍA

DEL ESCORPIÓN

Escrito por

Alberto Casamayor

Ilustrado por

Palma&Kako


SOY JOEL,

TENGO NUEVE AÑOS

Y, SI HAY ALGO

QUE NO SOPORTO,

SON LAS SITUACIONES

ESTRESANTES.


Para mí, no hay nada más agobiante que un partido

de baloncesto que llega a los minutos finales

con un marcador ajustado.

¿Qué hay peor que tener que ver, desde el banquillo,

un enfrentamiento que va a decidirse en los últimos

segundos? Pues por ejemplo… tener que jugarlo. Y aún

muchísimo peor si, además, el partido es una final.

Por eso no me gusta ni un pelo ver que mis compañeros

de equipo están tan cansados que parecen

dar la competición por perdida.

Y yo… ¡yo quiero ganar!

1

Cuando se agota el último tiempo muerto, el público

ruge nuestro nombre:

—¡CA-NAS-TO-NES! ¡CA-NAS-TO-NES!

—Quien quiera ganar —les digo a mis compañeros—,

que venga conmigo a la cancha. ¡Por todas

las almejas!

Desde el banquillo, Bermúdez, acalambrado y muy

cansado, me intenta animar:

—Y por todos los ajos, AMIGO, si perdemos, conoces

mi CASTIGO. No te preocupes DEMASIADO, pero,

si te roban el balón, habremos FRACASADO.

5


Bermúdez siempre habla haciendo rimas. Es mi

mejor amigo y el base del equipo; sabe hacer malabares

casi con cualquier cosa, pero no tiene ni idea

de dar ánimos.

Echo un vistazo al marcador sobre nuestras

cabezas, aunque sé perfectamente cómo vamos:

«Samuráis de Bronce, 63 - Canastones, 62».

Y faltan doce segundos para que se acabe todo.

A lo mejor te preguntas qué torneo estamos jugando

y por qué es tan importante. Te lo explico

superrápido.

Resulta que la familia más ricachona de la

ciudad, los Yari Sugi, es propietaria de una gran

empresa de almejas enlatadas y, después de cincuenta

años, el patriarca le va a ceder el puesto

de presidencia a su nieto. Para celebrarlo, han organizado

un torneo de baloncesto a partido único,

¿y sabes a quién han invitado?

¡Bingo! A los Canastones.

¡Para nosotros, es lo más de lo más! Lo que no

sabíamos era que, si perdemos, un montón de familias

pobres lo van a pagar muy caro.

6


—Venga, Joel —me anima Patrick, nuestro pívot—.

¡A machacarlos!

—Sobre todo, no la falles —me dice Nico, el chulito

del equipo, soplándose el flequillo—. Pásamela

y todo irá bien.

Laura, que juega de ala-pívot y es alta y elegante,

está en la línea de fondo, preparada para pasarme

el balón en cuanto pite el árbitro. Creo que se da

cuenta de que estoy aterrorizado, porque me guiña

un ojo y me sonríe.

En cuanto me acerco, me dice:

Yo sí creo que

eres el escorpión

de la profecía.


Quedan tres segundos. Entre compañeros y rivales,

veo un pasillo que lleva hasta la canasta. Soy

el peor lanzador del equipo, con diferencia.

¡Dos segundos!

No queda tiempo.

Por todos los supervillanos, ¡depende de mí!

Pongo el pie sobre la pintura, doy un paso hacia

la canasta, otro, y salto. El balón se me desliza de

los dedos y, cuando empieza a volar…

¡PATAPUM!

¡Piii!


El árbitro me pone el balón en las manos y señala

con un dedo hacia arriba. Durante un instante, el

público parece callarse y solo oigo mi corazón, latiéndome

como un elefante que aporrea un tambor.

—¡Recuerda que somos un equipo! —grita desde

el banquillo Providencia, nuestra jugadora misteriosa—.

Recuerda que eres el escorpión.

Otra vez… ¿De verdad soy el escorpión?

Mi mente retrocede en el tiempo, a cuando empezó

todo…

¡BOING!


Unos días antes de estar plantado sobre la línea

de tiros libres, con las rodillas temblándome como

sonajeros, los Canastones volvíamos de la costa

tras nuestra victoria en el torneo Campeones de

Campeones al derrotar a los Jóvenes de Oro.

Allí nos dijeron que, en realidad, aquel partido

había sido una prueba para ver si éramos dignos

de jugar contra el mejor equipo de baloncesto infantil

del mundo: los Samuráis de Bronce.

2

Así que, el primer día después de clase, los Canastones

nos reunimos frente a la puerta del vestuario

que nos presta el colegio, junto a la cancha

de baloncesto. Es donde siempre esperamos a que

llegue el coach para entrar a cambiarnos.

Por si todavía no nos conoces, los Canastones

somos:

13


¿El salto del

escorpión?


¿En serio no tiene nada mejor que hacer toda esta

gente? ¡Pero si es viernes por la noche! ¿Es que no

dan nada en la tele, ni en la de pago?

Incluso Samu está tan atento que ha dejado de

comer churros… ¿Y por qué Duna sigue cuchicheando

con los demás mientras me señala a mí y luego

a Samu?

En fin… Tomo aire, apunto, lanzo… La pelota rebota

contra el tablero… Debo saltar… ¡ahora!

Os aseguro que mi cerebro envía la orden de

saltar a mis piernas, pero… me quedo exactamente

igual que estoy. Igual que el día que tuve que

saltar el plinto en Educación Física. Clavado en el

mismo sitio como si fuera una maceta de casa de

mi abuela.

La pelota bota delante de mí, tan rápido que me

da un mamporro en la jeta.

—Pues vaya… —murmura la gente, decepcionada,

abandonando los balcones o siguiendo sus paseos.

—¡Eh! —oigo quejarse a Samu—, ¿quién se ha comido

mis churros?

Con la cara hinchada del balonazo, veo que en la

bolsa de Samu no queda ni un churro. Los demás se

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ríen mientras se tapan las bocas, llenas y rebozadas

de azúcar, con las manos.

Por eso cuchicheaban. Me han usado para despistar

a Samu y comerse sus churros.

¡Serán caraduras!

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—He nacido para esto —dice Nico, con el flequillo

al viento—. Para volar.

—Pues no sé. —A Patrick las gafas se le empañan—.

Yo no lo veo claro.

—Pues a mí esto de VOLAR me da ganas de… —

Bermúdez, pálido, da una arcada.

Por suerte, aterrizamos antes de que Bermúdez

pierda el control de sus tripas. Viene a buscarnos

un tren que parece antiguo, con una locomotora

delante.

—¡El último en subir es un cara de patata! —grita

Samu, y empieza a correr y a dar volteretas.

—Qué crío más… —Duna se muerde los nudillos—.

No sabe qué es el honor.

Los demás nos miramos y, no sé por qué, corremos

todos en tropel, ¡nadie quiere subir el último!

Ni que se fueran a acabar los asientos.

En cuanto nos sentamos, nos ponemos unos

cinturones de seguridad y el tren arranca. Los

asientos de cuero hacen que el tren parezca antiguo

de verdad, excepto porque… ¡se pone en

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funcionamiento un sistema antigravedad

que nos hace flotar!

Es una sensación superrelajante, pero es que

además los raíles… ¡entran en la mansión!

¡Dentro de la mansión!

Eh, Nico, no soy

Providencia, pero

déjamelo ADIVINAR,

esto tu padre también

lo va a COMPRAR.


Desde las ventanillas, vemos los pasillos, amplios

y luminosos, llenos de cuadros y esculturas.

Una me llama la atención porque da grima: su rostro

es una máscara con una sonrisa tan grande

que le parte la cara en dos.

De repente, el tren toma una curva que hace que

algunos gritemos y, sin previo aviso, baja a toda

velocidad. Todos gritamos, salvo Providencia. De

una sacudida, nos detenemos frente a una puerta.

El efecto antigravedad desaparece y el café que

flotaba sobre el coach le cae en la cabeza.

—Es vuestro vestuario —nos sonríe la azafata—.

Llevaremos los equipajes a vuestras habitaciones.

Tenéis una hora para entrenar.

El vestuario es de paredes de madera, bancos

de madera, techo de vigas de madera y suelo de

azulejos blancos y esponjosos como el algodón de

azúcar. Incluso han puesto una foto de cada uno

de nosotros en el sitio donde han dejado, perfectamente

doblada, nuestra horrorosa equipación.

Un momento… ¿Por qué no es de colores fluorescentes?

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¡Es una

maravilla!

Con esta ropa,

parece que seamos

profesionales

de verdad.

LAURA


Son camisetas y pantalones de un negro brillante

y líneas plateadas. En el pecho y en la espalda,

también plateados, brillan supermolones nuestros

dorsales.

—Esta vez no se han OLVIDADO, tenemos el número

SERIGRAFIADO —observa Bermúdez masticando

un diente de ajo.

—Nos quedan como guantes —dice Nico mirándose

en un espejo.

Pues la verdad es que sí. Por fin la tienda del padre

de Nico (Deportes Nicolás, Lo Petarás) ¡lo ha

petado!

Nos venimos arriba, ¡vamos a ganar!

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Salimos a la cancha con ganas de comernos el

mundo.

Las rayas plateadas de los uniformes brillan con

las luces del pabellón, ¡son una pasada!

—Vamos a calentar pasándonos el balón de tres

en tres. ¡Rápido! —nos ordena el coach, apretando

sus enormes abdominales.

Al segundo pase, Laura se tuerce una de sus uñas

postizas y, cuando le quiere devolver la pelota a

Patrick, lo encuentra sentado en el suelo.

—El aire está limpísimo —afirma mirando al infinito.

—¡Quiero más movimiento! ¡Despertad! —gruñe el

coach.

Bermúdez bota la pelota con una mano y con la

otra se mete un diente de ajo en la boca. Se tropieza

con el balón y se cae al suelo.

—El ajo me limpia la CIRCULACIÓN, pero da un

mareo que es un BAJÓN.

Samu está tan nervioso que no puede dejar de

dar volteretas y Duna, que le iba a pasar la pelota,

¡le da un mordisco al balón como si fuera un melocotón!

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8


Nos pica la garganta y nos lloran los ojos, por eso

tardo en darme cuenta de que falta alguien.

—¡Oh, no! ¡Samu!

Entonces, de entre las brumas mortales… aparece

Samu, dando volteretas como un agente secreto.

Lleva puesta su máscara antigás, la que usó la vez

que casi quemó un autobús, ¿os acordáis?

Veo que Duna empieza a concentrarse para atizarle

con su golpe desplumador.

—Así no dejaré marcas —masculla.


Antes de que haga nada, oímos unos pasos corriendo

por el pasillo. Y…

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!

Reconocemos la voz de Nico. ¡Parece desesperado!

¡Socorro!

¡Un fantasma!

¡Un fantasma!


Nico, despavorido y más pálido que una sábana,

se me echa encima y me abraza. Samu, sin quitarse

la máscara antigás, pregunta:

—¿Un fantasma? ¿En serio? ¿Dónde?

—Por allí. —Nico señala pasillo abajo—. Estaba

caminando, pensando en lo bueno que soy, y… he

notado una corriente de aire a mi espalda, me he

dado la vuelta y ¡estaba allí! Observándome con

una sonrisa horrible. He empezado a correr,

me he girado y… ¡ya no estaba!

15

¡Lleva el flequillo enmarañado! Si aún no ha

pensado en peinárselo, es que lo debe de haber

pasado muy mal…

Bermúdez, que hace malabares con tres figuras

de jade, también está nervioso:

—Me da miedo hacer la PREGUNTA, porque tengo

los pelos de PUNTA.

—Lo que Bermúdez quiere saber es… cómo era el

fantasma —le aclaro a Nico.

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—Sí, tú… —jadea Nico a mi lado—. ¿No dices que

solo queda un último esfuerzo?

Laura me pone una mano en el hombro.

—Se acabó el tener miedo, ¿recuerdas?

¡Sí, claro que lo recuerdo!

Alzo los brazos hacia el público, que parece

entender nuestro esfuerzo. La gente se levanta y

empiezan a corear nuestro nombre:

—¡CA-NAS-TO-NES! ¡CA-NAS-TO-NES!

—Quien quiera ganar —les digo a mis compañeros—,

que venga conmigo a la cancha. ¡Por todas

las almejas!

—Y por todos los ajos, AMIGO, si perdemos, conoces

mi CASTIGO. No te preocupes DEMASIADO, pero,

si te roban el balón, habremos FRACASADO.

El árbitro pita y empiezan los doce segundos más

importantes de nuestras vidas.

129


¡El partido estaba en mis manos! ¿Os acordáis?

Volvemos al principio de esta historia.

He entrado a canasta, el número doce me ha dado

un manotazo y el árbitro ha pitado tiros libres.

Los números gigantísimos del marcador señalan:

«Samuráis de Bronce, 63 - Canastones, 62», ¡y quedan

dos segundos!

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Planto los pies en la línea de tiros libres. Tengo

que encestar los dos lanzamientos, porque es imposible

que sobrevivamos a una prórroga.

Nico, mirando a las gradas abarrotadas y a las

cámaras que transmiten el partido a nivel mundial,

me dice al oído:

—Joel, ¿te acuerdas de que antes te he pedido

que me pasaras la pelota? Pues no sabes cómo me

alegro de que no lo hayas hecho…

—Anda que ayudas mucho…

El árbitro me da el balón y señala con un dedo

hacia arriba. El público enmudece, el corazón me

late como un elefante aporreando un tambor.

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Providencia me grita desde el banquillo:

—¡Recuerda que somos un equipo! ¡Recuerda que

eres un escorpión!

Pero… ¿qué tendrá que ver una cosa con la otra?

Providencia dice cada disparate… Tomo aire y

pienso en las familias que dependen de mí. Apunto.

Lanzo, rogando que esta vez la suerte caiga de mi

lado.

La pelota vuela. Aprieto los puños, parece que va

a entrar. Toca el aro y gira a su alrededor, dandovueltas

cada vez más deprisa.

¡Qué emoción! ¡Va a entrar! ¡Va a entrar!


Y… ¡sale despedida hacia fuera!

En las gradas, la gente se lleva las manos a la cabeza,

una pareja que está comiendo chucherías se

arroja una lluvia de ositos de gominola por encima.

—¡Ánimo, AMIGO, mis ajos y yo estamos CONTI-

GO! —grita Bermúdez en el banquillo.

Los demás Canastones intentan poner buena

cara, pero no les quedan fuerzas y veo la derrota

en sus gestos. Aunque me queda otro tiro libre, empatar

no nos servirá de nada. En la prórroga, los

Samuráis de Bronce nos barrerán.

Como por arte de magia, vuelvo a tener la pelota

en las manos.

¿A quién quiero engañar? Es más probable una

lluvia de rosquillas que yo encestando una canasta.

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