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vida_de_flavio_josefo

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territorio a los romanos y que les había engañado al decirles que guardaba el

producto del robo para la reconstrucción de los muros de Jerusalén, cuando en

realidad había decidido devolver lo robado a su dueño. En esto al menos no se

equivocaban, pues en cuanto se marcharon, mandé llamar a dos personas

notables, Dasión y Janeo, hijo de Leví, que se contaban entre los mejores

amigos del Rey, y les ordené que tomaran los objetos robados y se los

enviaran a éste, amenazándolos con la muerte si se lo decían a alguien más.

Complot para asesinar a Josefo en Tariquea

Se había difundido por toda Galilea el rumor de que yo iba a entregar la

región a los romanos, y la población entera, exaltada, exigía mi castigo. Los

habitantes de Tariquea también creían que los jóvenes decían la verdad y

convencieron a mi guardia personal y a mis soldados de que me abandonasen

mientras dormía y se presentaran inmediatamente en el hipódromo para

discutir allí con todos la suerte de su general. Se dejaron convencer y

acudieron al lugar, donde ya se había congregado una gran multitud; todos,

unánimemente, gritaban que se castigase a quien tan vilmente les había

traicionado. El que más les incitaba era Jesús, hijo de Safias, entonces arconte

de Tiberíade, un hombre perverso y capaz de provocar graves desórdenes,

agitador y revolucionario sin igual. Pues bien, con las Leyes de Moisés en sus

manos, avanzó entonces hacia el centro y dijo: «Ciudadanos, si no sois

capaces de odiar a Josefo por vuestro propio interés, mirad las leyes

ancestrales que vuestro general estaba dispuesto a traicionar, y por respeto a

ellas, manifestad vuestra aversión al crimen y castigad al autor de semejante

audacia».

Después de pronunciar estas palabras, aplaudidas por la multitud, Jesús,

con algunos soldados, corrió hacia la casa donde me alojaba con intención de

matarme. Yo, ajeno a todo, me había quedado dormido antes del tumulto a

causa de la fatiga. Simón, el encargado de mi seguridad personal y el único

que se había quedado conmigo, al ver cómo venía la gente hacia nosotros, me

despertó y me advirtió del inminente peligro; me pedía que muriera a sus

manos, honrosamente, como corresponde a un general, antes de que llegasen

los enemigos y me obligasen a suicidarme o me mataran ellos mismos. Eso

decía él, pero yo, encomendándome a Dios, me dispuse a comparecer ante el

pueblo. Cambié mi vestido por uno negro y, con la espada colgada al cuello,

me dirigí al hipódromo por un camino por donde pensaba que no tropezaría

con ningún enemigo. Aparecí de repente, me postré en tierra y,

humedeciéndola con mis lágrimas, conseguí suscitar la compasión de todos.

Al darme cuenta del cambio producido en la gente, traté de dividir sus

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