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TOLEDO <strong>SEMANA</strong> <strong>SANTA</strong> 2013<br />
Despojado de sus ropas, fue colocado en el madero y clavado en él. Izado, cual estandarte al que todos los ojos contemplan,<br />
comienza a desgranar sus últimas palabras en la tierra, testamento de la Humanidad de todo un Dios: “de sus labios fluye<br />
una corriente limpia de perdón, de amor que ha derramado de sí mismo a lo largo de toda su vida. La melancólica tarde envuelve<br />
al centurión que mira sin comprender, al curioso que parpadea sin ver, a las mujeres que son espejos donde se refleja<br />
su agonía, a los hipócritas que ocultan su rostro entre sus manos asesinas, a su madre, que entrega su fruto generosamente<br />
para ampliar su maternidad y esparce sobre todos ellos pétalos de misericordia que les enseñarán a seguir sus huellas. La<br />
sed se apodera de su alma a medida que avanza el crepúsculo y los miembros se resquebrajan desde su gravidez vertical y<br />
no hay lago ni océano que pueda apagarla. Dominado por una angustia febril cerca de la hora nona increpa al firmamento<br />
su soledad y abandono, y poco después su Padre recibe en sus albas manos su espíritu”.<br />
Al pie de la cruz, dispuesta a recibir el cuerpo inerte de su hijo, se encuentra María. Cuando lo tiene sobre su seno, roto,<br />
violeta y carmesí, acaricia sus cabellos, limpia su frente y sus manos, la herida de su pecho y sus rodillas. Enjuga sus mejillas<br />
y entorna sus ojos. Abraza todo su ser y lo mece como hacía cuando era niño para que conciliara el sueño, y recuerda<br />
sus primeros pasos, sus primeras sonrisas, sus primeros llantos, sus primeras palabras, sus primeros juegos. Una lluvia de<br />
estrellas derraman sus ojos. Nadie puede consolar su profundo dolor, su honda tristeza, y toda la naturaleza llora la muerte<br />
de su hijo predilecto, que en su manto tembloroso y vacilante recoge la plegaria de la Humanidad silente:<br />
Ya no puedo mirar tus ojos<br />
porque los he sellado con mi indiferencia.<br />
el viento y rizaban las aguas,<br />
no me pueden acariciar porque las he clavado en un madero.<br />
Tu esbelto cuerpo, que exhala perfumes de Oriente,<br />
se ve amordazado y herido Ya no puedo mirar tus ojos<br />
porque los he sellado con mi indiferencia.<br />
Tus manos, que peinaban por el látigo cruel de mi impía mano.<br />
Tus pies han dejado de surcar los caminos y los mares<br />
para deshacerse en una cruz atravesados por un duro y frío espolón.<br />
De tu costado brota un espeso manantial de sangre<br />
que ahoga tu respiración y anega tu último aliento.<br />
Y estoy al pie del Gólgota llorando mi culpa<br />
con lágrimas ardientes e implorando tu perdón.<br />
Y estoy al pie del Gólgota, de hinojos,<br />
contemplando tu cárdeno rostro,<br />
enjugando tu frente de rubíes salpicada por las espinas de un trenzado rosal,<br />
abrazando tu cuerpo lacerado, hendido y humillado.<br />
Y estoy al pie del Gólgota, en silencio<br />
enlazando tu mano a la mía con el deseo de volver a pisar<br />
de nuevo contigo las serenas y amenas praderas que me regalaste,<br />
y en las que junto a Ti encontré la paz y la felicidad.