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CARTAS DE NUEVA YORK EXPRESAMENTE ESCRITAS PARA

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vítores, y con acordes del himno portugués, deja el tren que<br />

acaba de entrar lentamente en la estación en que le esperaba<br />

Alfonso, un hombre vigoroso, ya entrado en años, de<br />

inteligentes ojos, y de afable sonrisa. Es el Rey Luis.<br />

Almuerzan los monarcas, al son de deliciosas músicas. Y<br />

comenzó un día de paz histórica, en que los corazones<br />

latieron con amor y los labios hablaron con ingenua alegría.<br />

“Por la salud de mi hermano el Rey don Luis brindo—dijo<br />

Alfonso—y porque unidos más estrechamente nuestros dos<br />

reinos, puedan hacer sentir con más brío que hoy su fuerza e<br />

influencia, y beneficiarse mutuamente en su riqueza, obrar de<br />

acuerdo en su política extranjera, y ver juntos por todo lo que<br />

hace al mediodía de Europa y a las orillas del Mar<br />

Mediterráneo”.<br />

En plática animada iban los soberanos cuando<br />

emprendieron camino para Cáceres. Esperábalos la ciudad con<br />

sus banderas mustias, plegadas a su asta por la lluvia, sus<br />

viejos tapetes colgando en los balcones, la alegre<br />

muchedumbre vitoreando por las calles, y la plaza de toros<br />

engalanada como en día de fiesta. Entre vivas y repiques de<br />

campanas inauguraron los reyes el ferrocarril. Llena estaba<br />

Cáceres de portugueses que habían cruzado la frontera para<br />

ver lidiar toros al lidiador famoso, el osado Frascuelo, traído a<br />

Cáceres por dar placer y hacer honor al Rey don Luis. A pesar<br />

de la terca lluvia, sobre los húmedos asientos del circo se<br />

movía en la tarde una multitud voceadora y frenética.<br />

Entiérranse en la arena mojada los pies de los aterrados<br />

lidiadores; el toro, merced a su mayor pujanza, se mueve con<br />

ventaja en la arena, que se tiñe a poco con la sangre de un<br />

infortunado picador. Frascuelo implora de los reyes que<br />

suspendan la corrida; y los reyes lo acuerdan; pero la airada<br />

muchedumbre amenaza con los puños a los toreros, alza<br />

vocerío inmenso, y los cubre de atroces injurias. A la corrida<br />

sigue magnífico banquete. Como el champagne corría<br />

espumosa de los labios la elocuente palabra. Para decir<br />

bellamente no hay como Moret; para envolver intención<br />

aguda en frase elegante, no hay como Sagasta.<br />

En Portugal, la elocuencia es don común. Del Rey Alfonso,<br />

dicen que habla bien. El rey don Luis goza fama de culto<br />

hombre de letras, y de galano decidor. Cambiáronse<br />

obsequiosos brindis por la paz, gloria y riquezas de los dos<br />

pueblos. Los Ministros del soberano portugués hablaron<br />

cordialmente con los Ministros del rey español. Celebró don<br />

Luis calurosamente la política de Sagasta, y la actitud de<br />

Moret, que estima sabia y noble; y colgó al cuello del Primer<br />

Ministro la más noble orden de la hidalga Lusitania. A la luz de<br />

numerosísimas antorchas, acompañó a la estación, entrada la

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