La noche de la Séptima Luna, Victoria Holt - Alfaguara
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<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> <strong>la</strong> boda, empecé a dar señales <strong>de</strong> vida, con gran <strong>de</strong>sconcierto por parte <strong>de</strong> mis<br />
tías, y vine al mundo a los diez meses exactos <strong>de</strong> casarse mis padres.<br />
A éstos <strong>de</strong>bió parecerles fastidioso el tener que <strong>de</strong>mostrar a todo el mundo lo erróneo <strong>de</strong> los<br />
pronósticos, pero así lo hicieron; y fueron felices hasta <strong>la</strong> muerte <strong>de</strong> mi madre. Mis tías<br />
censuraban <strong>la</strong> acción <strong>de</strong>l <strong>de</strong>stino que, lejos <strong>de</strong> castigar tamaña irresponsabilidad, <strong>la</strong><br />
ga<strong>la</strong>rdonaba. Thomas Trebling, el viejo gruñón, incapaz <strong>de</strong> tener una pa<strong>la</strong>bra amable —ni aun<br />
con sus propios clientes—, se convirtió en el padrino provi<strong>de</strong>ncial <strong>de</strong> mis padres, legándoles, al<br />
morir, <strong>la</strong> tienda y <strong>la</strong> casita contigua que ocupaba. Cuando yo tenía seis años mi padre disponía<br />
<strong>de</strong> su propia librería que, aunque no constituía un negocio floreciente, permitía al menos llevar<br />
una vida <strong>de</strong>sahogada. Y vivió una vida dichosa con una esposa a <strong>la</strong> que adoraba y que le<br />
correspondía con rara <strong>de</strong>voción, y con una hija cuyo optimismo sería difícil <strong>de</strong> doblegar, a <strong>la</strong><br />
que ambos querían <strong>de</strong> una manera, eso sí, algo remota, pues sentían tanta pasión recíproca<br />
que no les quedaba <strong>de</strong>masiado tiempo disponible para mí. Mi padre no era hombre <strong>de</strong><br />
negocios pero le gustaban los libros, especialmente <strong>la</strong>s antigüeda<strong>de</strong>s, y ello le estimu<strong>la</strong>ba a<br />
interesarse por su oficio; contaba con muchos amigos en <strong>la</strong> universidad y en nuestro pequeño<br />
comedor solían organizarse cenas íntimas, en <strong>la</strong>s que <strong>la</strong>s conversaciones <strong>de</strong>stacaban por <strong>la</strong><br />
bril<strong>la</strong>nte erudición y, en ocasiones, por el ingenio.<br />
Mis tías venían a casa <strong>de</strong> vez en cuando. Mi madre <strong>la</strong>s l<strong>la</strong>maba <strong>la</strong>s sabuesas, pues <strong>de</strong>cía que<br />
siempre andaban husmeando todos los rincones y comprobando si <strong>la</strong> casa estaba limpia y<br />
aseada. Recuerdo que <strong>la</strong> primera vez que <strong>la</strong>s vi, a los tres años <strong>de</strong> edad, me eché a llorar y<br />
protesté diciendo que no eran tales sabuesos sino tan sólo un par <strong>de</strong> ancianas, lo cual era muy<br />
difícil <strong>de</strong> explicar y no me granjeó precisamente sus simpatías. Tía Caroline nunca perdonó a<br />
mi madre, actitud característica en el<strong>la</strong>; pero tampoco me perdonó a mí, y eso ya no era tan<br />
razonable.<br />
Así pues, mi infancia transcurrió en aquel<strong>la</strong> ciudad apasionante que me hizo <strong>la</strong>s veces <strong>de</strong><br />
hogar. Recuerdo los paseos por <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> <strong>de</strong>l río y a mi padre contándome que los romanos, al<br />
llegar a aquel paraje, habían fundado en él una ciudad, que fue incendiada posteriormente por<br />
los daneses. Me emocionaba ver correr a <strong>la</strong> gente por <strong>la</strong>s calles, a los colegiales con sus togas<br />
escar<strong>la</strong>tas y a los estudiantes con sus corbatines b<strong>la</strong>ncos y oír a los procuradores haciendo <strong>la</strong><br />
ronda nocturna callejera con sus bulldogs. De <strong>la</strong> mano <strong>de</strong> mi padre me encaminaba al<br />
Cornmarket, en el corazón mismo <strong>de</strong> <strong>la</strong> ciudad. A veces salíamos los tres a almorzar por los<br />
prados vecinos; yo siempre prefería salir con mi padre o con mi madre por separado, pues sólo<br />
así podía acaparar su atención, lo que no ocurría cuando íbamos los tres juntos. Mi padre solía<br />
hab<strong>la</strong>rme <strong>de</strong> Oxford y me llevaba a visitar <strong>la</strong> Tom Tower, con su gran campana y <strong>la</strong> aguja <strong>de</strong> <strong>la</strong><br />
catedral que, según me contaba con orgullo, era una <strong>de</strong> <strong>la</strong>s más antiguas <strong>de</strong> Ing<strong>la</strong>terra.<br />
Con mi madre <strong>la</strong>s cosas eran distintas. Me hab<strong>la</strong>ba <strong>de</strong> los pinares y los pequeños Schloss en<br />
don<strong>de</strong> transcurriera su infancia. Me hab<strong>la</strong>ba también <strong>de</strong> <strong>la</strong>s fiestas navi<strong>de</strong>ñas <strong>de</strong> su país,<br />
cuando se echaban al bosque a buscar abetos con que adornar <strong>la</strong> casa; en <strong>la</strong> Rittersaal, o sa<strong>la</strong><br />
<strong>de</strong> los caballeros, que es una estancia que no pue<strong>de</strong> faltar en ningún Schloss, gran<strong>de</strong> o pequeño,<br />
actuaban bai<strong>la</strong>rines por Nochebuena y a continuación cantaban vil<strong>la</strong>ncicos. Me<br />
<strong>de</strong>leitaba oyendo a mi madre cantar Stille Nacht, Heilige Nacht; su viejo caserón <strong>de</strong>l bosque se<br />
me antojaba un castillo encantado. A mí me extrañaba que nunca sintiera nostalgia y una vez<br />
que le hice una pregunta en este sentido, por <strong>la</strong> sonrisa <strong>de</strong> su rostro me di cuenta <strong>de</strong>l profundo<br />
amor que <strong>la</strong> unía a mi padre. Y creo que fue entonces cuando me persuadí <strong>de</strong> que habría<br />
alguien en mi vida que significara para mí lo que mi padre significaba para mi madre. Creía que<br />
aquel<strong>la</strong> profunda <strong>de</strong>voción, incondicional e inquebrantable, hubiera sido motivo <strong>de</strong> satisfacción<br />
para cualquiera. Acaso por ello resultara yo víctima fácil. Mi única disculpa es que, conociendo<br />
<strong>la</strong> historia <strong>de</strong> mis padres, confiaba yo encontrar en el bosque un embrujo simi<strong>la</strong>r y creía que<br />
todos los <strong>de</strong>más hombres eran tan buenos y cariñosos como mi padre. Pero mi amante resultó<br />
distinto. Debí suponerlo. Tempestuoso, irresistible, abrumador, eso sí. Pero cariñoso y<br />
sacrificado, no.<br />
Lo único que ensombrecía mi infancia feliz eran <strong>la</strong>s visitas <strong>de</strong> mis tías y, posteriormente, <strong>la</strong><br />
obligación <strong>de</strong> ir a <strong>la</strong> escue<strong>la</strong>. Pero luego llegaban <strong>la</strong>s vacaciones y podía regresar a <strong>la</strong> excitante<br />
ciudad, que para mí en nada había cambiado. En realidad, al <strong>de</strong>cir <strong>de</strong> mi padre, Londres fue<br />
siempre <strong>la</strong> misma durante siglos; y ahí estaba su encanto. De aquel<strong>la</strong> época lo que más<br />
recuerdo es aquel<strong>la</strong> maravillosa sensación <strong>de</strong> seguridad. Nunca se me había ocurrido pensar<br />
que pudiera cambiar algo. Parecía que siempre podría seguir saliendo con mi padre a pasear y<br />
escuchar sus re<strong>la</strong>tos <strong>de</strong> los años juveniles y estudiantiles. Escucharle era un p<strong>la</strong>cer, pues<br />
aunque hab<strong>la</strong>ra con orgullo no había nostalgia en sus pa<strong>la</strong>bras. Me encantaba oírle cuando<br />
hab<strong>la</strong>ba con unción <strong>de</strong> los días pasados en Balloil. El colegio me resultaba ya tan familiar a mí