Relatos - Buensalvaje
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Collage: Muriel Holguín<br />
El mismo día que a Maradona lo echaron del Mundial<br />
me cansé de mi vida. Me compré una Olivetti<br />
Bambina colorada, una carpa canadiense, pastillas<br />
potabilizadoras y una mochila de setenta litros. Convencí al<br />
director del diario para que me siguiera pagando, pero por<br />
hacer crónicas de viajes. Aceptó, me subí en Once a un tren<br />
que se llamaba El tucumano y me fui al norte.<br />
Tenía veintitrés años y, aunque no era la primera vez que<br />
estaba en lo más hondo de una crisis, nunca había pegado<br />
semejante volantazo en medio de la tormenta. En el tren, aun<br />
antes de llegar a Rosario, pude percibir esa paz que nos invade<br />
cuando somos jóvenes y no sabemos, ni nos importa, lo que<br />
va a pasar con nuestra vida. Respiré igual que un resucitado y,<br />
mientras pasaban las estaciones como películas de trasnoche,<br />
recompuse mis pedazos por el reflejo de la ventanilla.<br />
Hasta aquel punto final, hasta la tarde que en un bar de<br />
Junín y Rivadavia escuché la sentencia más triste del mundo<br />
(«Me cortaron las piernas»), había puesto mi crisis en pausa<br />
a raíz del Mundial. El torneo empezó justo en medio de mi<br />
depresión, y fue la mejor excusa para postergar la debacle.<br />
Desde el dos de junio tuve algo en qué ocupar la cabeza.<br />
Todos los días había un partido, y por primera vez Argentina<br />
era un equipo que me gustaba. Lo dirigía Basile y estaba Maradona.<br />
No podíamos perder. Confiaba en el triunfo porque,<br />
si ganábamos, quizás me olvidaría –camuflado mi cuerpo<br />
entre festejos y bocinazos– que alguna vez había perdido la<br />
brújula. Pero no contaba con el dopaje, y la cortina de humo<br />
se disipó temprano. Chau al Mundial.<br />
Por herencia paterna, no había podido disfrutar de las dos<br />
finales anteriores. En casa somos de Racing en serio. Y un<br />
hincha de Racing no festeja los triunfos de Bilardo. Ahora me<br />
parece surrealista, incluso esnob esa postura, pero en las finales<br />
del ‘86 y del ‘90 en casa se gritaban los goles de Uruguay.<br />
Música ligera,<br />
canciones lentas Por Hernán Casciari<br />
Cuando por fin quise reivindicarme, se me acabó el<br />
Mundial en octavos y me reencontré de golpe con una vida<br />
vacía de epopeyas. Unos meses antes me habían caído del<br />
cielo mil dólares de un premio literario y los aproveché para<br />
escapar a la intemperie, solo, a ver si era capaz de encontrar<br />
la pasión esquiva.<br />
Yo pensaba que a los veinticinco años me sonaría la<br />
campanada final de la literatura; sentía que me quedaba<br />
poco trecho y que todavía no había escrito una sola novela<br />
decente. Ahora ya no me pongo esos límites temporales para<br />
casi nada. Tampoco escribo novelas, es cierto. Pero entonces<br />
era espantosamente necesario para mí ser escritor: lo deseaba<br />
con la misma fuerza que hoy deseo ser feliz.<br />
A principios de aquel ‘94 había empezado a leer como<br />
un loco a Juan Filloy. Además de Maradona y su desgracia<br />
mítica, el narrador cordobés había propiciado también ese<br />
viaje. En su novela de 1932, op oloop, había leído una frase<br />
que me empujó a desprenderme de todos los contextos:<br />
«La soledad es el placer de la propia perspectiva». Sigo<br />
pensando que es una de las verdades más redondas que se<br />
han dicho nunca.<br />
Entre los pocos libros que llevaba, había un par de mi<br />
admirado Filloy y la poesía de Vallejo. Casi nada más. El 18<br />
de julio, en un pueblo perdido de Santiago del Estero, leía<br />
«Los nueve monstruos» cuando una radio cercana me avisó<br />
del atentado en la AMIA. Me pareció una señal:<br />
«(...) jamás tan cerca arremetió lo lejos<br />
jamás el fuego nunca<br />
jugó mejor su rol de frío muerto.<br />
Jamás, señor ministro de salud,<br />
fue la salud más mortal».<br />
El viaje estuvo lleno de códigos como ese. Señales<br />
imperceptibles, guiños que a simple vista no querían decir<br />
nada pero que, tan frágiles mis huesos y tan necesitado<br />
yo de milagros, significaban muchas cosas y me hacían<br />
tener esperanza.<br />
Una tarde que nunca voy a olvidar terminé de leer, de un<br />
tirón, una novela de Filloy –cAtervA– y sentí una profunda<br />
reconciliación interior. Me supe casi feliz después de muchos<br />
meses. Estaba en Salta, a punto de pasar a Bolivia, sentado<br />
en la mesa de madera de un camping abandonado. Di vuelta<br />
el libro para revisar la solapa (esas cosas que hacemos para<br />
no concluir un libro, para que siga en nuestras manos un<br />
poco más) y allí, en la reseña, estaba la más grande todas<br />
las señales:<br />
«Filloy nació en Córdoba el 1 de agosto de 1894; de madre<br />
francesa y padre español, compartió la vida y el trabajo<br />
con sus seis hermanos en el...».<br />
Interrumpí la lectura biográfica con el corazón latiéndome<br />
en la yema de los dedos. «1 de agosto de 1894»: increíble.<br />
Hacía ya dos meses que vagaba por pueblos perdidos, haciendo<br />
reportajes a brujos y calesiteros, a todo marginal que<br />
tuviera algo extraño que contar, sacándole fotos a manchas de<br />
humedad que parecían la cara de Cristo, pescando bogas. No<br />
tenía idea de la fecha en que vivía. Casi de casualidad estaba<br />
al tanto de la provincia que pisaba, y a veces ni eso. Pero<br />
sí sabía algo: que hacía frío y que era invierno. Y otra cosa<br />
más. Que estábamos en 1994. Por eso tuve la corazonada.<br />
No sé a quién le pregunté:<br />
–Qué día es hoy, maestro– y crucé los dedos.<br />
Me dijeron que martes. Martes 31 de julio de 1994. Por<br />
primera vez me sentía apurado por llegar a algún sitio. Tan-