PABLO SANSONE 6 Se me nubló la vista. Más tarde voy a llover. (@fragmentario en Twitter) Todo es posible www.bit.ly/tposible Una vez me cagó un cóndor. Tenía unos cinco o seis años. Era un sábado de abril y mi abuela Lala me llevó al Parque Pueyrredón. Podría haber pasado en el Parque Las Heras o la Plaza Francia. Pero no fue en ninguno de esos lugares. Allí empezó a forjarse el primer eslabón de una cadena del destino que acabó conmigo aquí, escribiendo estas páginas. Yo por esa época la pasaba bastante mal en casa. Los fines de semana iba a lo de Lala, mi abuela. Llegaba las cinco de la tarde del viernes y yo sentía la inercia del fin de las pesadillas ¡Es tan vívida esa sensación ahora mismo! Todavía uso esa sensación para darle tela a mi imaginación cuando pienso en felicidad y buena suerte. Iba en el colectivo con los ojos cerrados, pensando en el fin de semana de sol. Después de cuarenta y cinco minutos de viaje en soledad, el colectivero me decía “Es tu parada, pibe” y yo me bajaba en una calle de adoquines en Barrio Norte y ahí estaba mi abuela, la persona más buena del mundo, dispuesta a hacerme pasar el mejor fin de semana del mundo. Nos abrazábamos, yo me sentía finalmente despierto. Lejos de la mufa. La acompañaba a hacer las compras. Comprábamos provisiones para el fin de semana en un supermercado de la calle Austria. Fiambrín, que era un queso con pintitas de fiambre, Nesquik, pan lactal Fargo y Coca Cola. Yo la acompañaba en la cocina mientras preparaba sus manjares para mí. Después mirábamos el informativo y ella me tapaba los ojos cuando la noticia era medio escabrosa. Comíamos, siempre delicioso, y yo me iba a leer un cuento a la cama y a dormir rapidito para despertarme temprano e ir a la plaza, que era un lugar de felicidad, pasto y arena. En Montevideo no hay cultura de “plaza”. Hay algunos parques muy lindos y la gente los usa, pero el mar se roba toda la atención. Bueno, en realidad la rambla, porque la gente de Montevideo va a la rambla y se sienta dándole la espalda al mar, nunca supe por qué. En Buenos Aires no te queda otra y la gente es muy “dominguera”, muy de la plaza. En verano se va en malla a tomar sol a las plazas. Los pastores evangélicos dan sus sermones en las plazas. Te alquilás un karting en las plazas. Te comprás una Cindor de vidrio bien fría en una plaza. Mi escuela en Buenos Aires quedaba adentro de una plaza. Mi abuela me acariciaba el pelo y yo sabía que era hora de despertarse y desayunar un Nesquik caliente y unas tostadas de pan Fargo (no toleraba otras marcas), apenas tostado –nunca quemado– con manteca y azúcar. Lala respetaba mis mañas infantiles como si se tratara de algo sagrado. Ahora, con la distancia de los años, entiendo que sí era sagrado todo ese ritual. Era mi momento de la semana para cargar el tanque de la alegría infantil a pleno y así contrarrestar los pesares de la semana. Mi abuela manejaba este código perfectamente y sabía que era lo único que podía hacer y por eso operaba con toda precisión. Antes de despertar yo tenía un segundo en el que pensaba que todo podía haber sido parte de un sueño y despertaría en mi casa con todo el mal humor y los malos tratos. Un sábado de esos fuimos al Parque Las Heras, pero vino el Trencito de la Alegría y nos llevó al Parque Pueyrredón. Lala charlaba con su compañera de banco, una señora con cara de poroto de soja y pañuelo en la cabeza y yo corría alrededor del banco haciendo avioncito con los brazos y ruidito a motor. De repente vi unos niños con una pelota que jugaban al veinticinco contra la Facultad de Ingeniería. Lala interrumpió por un instante su conversación sobre la lentitud de los trámites municipales y me puso cara de que fuera a jugar. Corrí hacia ellos y todo se puso negro. Al principio tuve miedo que fuera un sueño y fuera el momento de despertarse y sería un miércoles nefasto o peor, un lunes. Pero no me desperté. Algo había cubierto mi cara, algo pastoso. Era una especie de dulce de leche arenoso y olía muy mal. Me liberé los ojos para poder ver, tal como los tres chiflados cuando recibían pastelazos. Miré a mi abuela y ella vino corriendo hasta donde estaba. Me miró, estaba preocupada pero también un poco tentada, la situación era demasiado rara y graciosa. La señora con cara de poroto de soja corrió a un puesto de panchos y pidió servilletas, gritando como si me hubieran atropellado. Ambas, como pudieron, me limpiaron un poco, pero la cantidad de “dulce de leche” era enorme. Los gritos y corridas concitaron la atención de toda la plaza. Nos rodearon en círculo. Los más viejos deslizaban teorías sobre lo que me había pasado. Una señora gordita tenía la teoría de que se trataba de una paloma con diarrea, pero una parejita joven afirmó que el peso de toda esa materia era superior al de toda una paloma adulta. Yo comenté que el golpe había sido tremendo, incluso me dolía bastante la cara y estaba como atontado. Mi abuela paró un taxi y nos fuimos con la gente mirándonos. Se quedaron rascando la cabeza, discutiendo, tirando hipótesis. Llegamos a la casa y Lala me puso en la bañera y me lavó con cuidado. 7