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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong> <strong>Lolita</strong><br />
Con gran sorpresa, la encontré vestida. Estaba sentada al borde de la<br />
cama, con pantalones y blusa, y me miró como sin reconocerme. La brevedad de<br />
su blusa parecía destacar, más que disimular, la línea suave y audaz de sus<br />
pechos pequeños, y esa audacia me irritó. No se había lavado, pero tenía los<br />
labios recién pintados, aunque muy al descuido, y sus dientes anchos brillaban<br />
como marfil manchado de vino. Parecía encendido por una llama diabólica que<br />
nada tenía que ver conmigo.<br />
Dejé mi pesado envoltorio y miré los tobillos desnudos de sus pies con<br />
sandalias, después su cara inocente, después otra vez sus pies pecaminosos.<br />
—Has salido –dije.<br />
Había granos de granza en sus sandalias.<br />
—Acabo de levantarme –contestó–. He salido un segundo –agregó,<br />
interceptando mi mirada a sus pies–. Quería verte regresar.<br />
Advirtió las bananas y se dirigió hacia la mesa.<br />
¿Qué sospecha especial se insinuaba en mí? Ninguna, en verdad... Pero<br />
esos ojos melancólicos, cándidos, esa tibieza singular que manaba de ella... No<br />
dije nada. Miré los meandros del camino, tan distintos en el marco de la ventana.<br />
Quien deseara traicionar mi buena fe habría encontrado espléndida esa vista.<br />
Con apetito creciente, Lo se dedicó a las frutas. Súbitamente, recordé la sonrisa<br />
propiciatoria de Johnny, el vecino de la camioneta. Salí precipitadamente. Todos<br />
los automóviles habían desaparecido, salvo su camioneta. Su mujer encinta<br />
subía en ella con su criatura y el otro niño, más o menos inválido.<br />
—¿Qué pasa, a dónde vas? –gritó Lo desde la entrada.<br />
No dije nada. Empujé su blandura dentro del cuarto y la seguí. Le arranqué<br />
la blusa. Desnudé el resto de su persona. Le quité las sandalias. Pero el olor que<br />
busqué en toda ella era tan leve que no podía discernirse del antojo de un<br />
maniático.<br />
17<br />
El gros Gastón, con su estilo melindroso, era aficionado a hacer regalitos<br />
que salieran apenas de lo común. Una noche advirtió que la caja donde guardaba<br />
las piezas de ajedrez estaba rota, y al día siguiente me envió por uno de sus<br />
chicuelos una caja de cobre: tenía un complicado diseño oriental sobre la tapa y<br />
el cierre era seguro. Una mirada me bastó para comprobar que era una de esas<br />
cajas baratas, llamadas «luizettas» por algún motivo, que se compran en Argel y<br />
otras partes sin que sepa uno después qué hacer con ellas. Resultó demasiado<br />
chata para albergar mis voluminosas piezas, pero la conservé... destinándola a<br />
un fin totalmente distinto.<br />
Para alterar ese designo del destino en que oscuramente me sentía<br />
atrapado, había resuelto –con visible fastidio de Lo– pasar otra noche en el<br />
albergue «Los Castaños». Desperté a las cuatro de la mañana, me cercioré de<br />
que Lo estaba aún profundamente dormida (boca arriba, como en una especie de<br />
embotada perplejidad por la vida curiosamente inane que todos le habíamos<br />
deparado) y comprobé que el precioso contenido de la «luizetta» estaba a salvo.<br />
Allí, envuelta cuidadosamente en un paño de lana blanca, había una pistola de<br />
bolsillo calibre 32, para ocho cartuchos, de longitud algo menor que la novena<br />
parte de la longitud de <strong>Lolita</strong>, culata de nogal, pintada de azul. La había<br />
heredado del difunto Harold Haze, juntamente con un catálogo de 1938 que<br />
decía alegremente: «Particularmente adaptada para el uso del hogar y el<br />
automóvil, así como contra individuo». Allí estaba, dispuesta a un súbito servicio<br />
contra el individuo o individuos, cargada y con el seguro echado, evitando así<br />
cualquier descarga accidental. Debemos recordar que una pistola es el símbolo<br />
freudiano del miembro central del padre.<br />
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