Luna creciente 3 (Fall 2014) - 60que la policía llevaba buscando durante meses,el hombre que había violado y matado a cincomujeres entrando en sus casas sin que nadiesupiera cómo lo había hecho?- Espera un momento. ¿Tú crees queyo...?- No. No lo creo. Sé que eres tú.Ambos se miraron sin decir nada. Y fueen aquel momento cuando César supo qué es loque había de diferente en Amelia. Era unaespecie de absoluto convencimiento acerca deque lo que creía era tan cierto que nada de lo quepudiera decir le haría cambiar de opinión. Estabadesconectada de la realidad como otras veces, sí,pero en aquel instante no estaba asustada osintiéndose indefensa. Pensó que lo mejor quepodía hacer era salir de allí cuanto antes.Entonces llegaron los primeros mareos ytuvo que apoyarse en la pared.- Primero te dolerá la cabeza y te sabrámal la boca –dijo Amelia-. Después te faltará elaire y finalmente se te parará el corazón.César empezó a toser. Sintió, en efecto,un sabor ácido en su lengua y un picorabrasador, como si cientos de hormigasestuvieran caminando por toda su boca. Cayó alsuelo, con la cabeza dándole vueltas. De no serél la víctima, aquello hasta le podía haberresultado divertido. Divertido pensar cómo unpobre hombre como él, queriendo aprovecharsede los traumas de una mujer reprimida, estabasiendo víctima de su mente enferma. Porque,¿cómo convencerla entonces de que él no era elhombre que la policía estaba buscando? ¿Cómoconvencerla de que le llevara al hospital paraque le hicieran un lavado de estómago, quedespués no diría nada de lo que había ocurridoentre ellos, que la dejaría en paz y que así ellapodría seguir con su vida monjil si así lodeseaba? Porque él solo había querido divertirse,jugar con ella y conseguir así algún capricho queno podía pagarse con su empleo de fontaneroque le parecía tan miserable, tan poca cosa paraalguien ambicioso pero que había tenido ladesgracia de nacer en una familia pobre, conunos padres conformistas y faltos de miras.¿Acaso se merecía un final así? ¿No había sidotodo aquello algo de mutuo acuerdo, como conlas otras mujeres con las que había estado?Porque no había sido la primera vez que se habíaencontrado con alguien como Amelia, tanenferma y víctima de unas creenciasequivocadas que, no obstante, ellas creíancorrectas. Todas habían querido lo mismo.Todas habían querido los golpes, la dominación.¿No era eso lo que todas las mujeres queríanaunque les pareciera una monstruosidad? ¿Noera ése, a su vez, el sueño de todo hombre? Lasniñas de veinte que había intentado ligarse variasveces para no convencerse que se hacía viejo nose lo permitían. Lo consideraban un acto propiode desviados. Su novia (una imbécil que solopensaba en casarse y que jamás se habíaenterado de sus correrías), tampoco se lopermitía. Pero Amelia, como las otras, habíaaccedido. Y ahora estaba allí, al otro lado delsalón, mirándole con la misma expresión de
Luna creciente 3 (Fall 2014) - 61reprobación que las demás, diciendo: “Tú eres elmonstruo”.- Ayú... Ayúdame –murmuró.Por un momento, Amelia dudó, pero secontuvo. Aunque seguía deseando su piel, era elhombre que la policía estaba buscando. Debíapagar por lo que había hecho con las demás.Había que parar los pies a los que eran como él;a la gente que forzaba a las mujeres a hacer loque no querían, a hacerlas sentirse... sucias.- Ayúdame... –repitió César.- No.- No soy el hombre que dices...- Mientes.- No soy el hombre que dices...- ¡Mientes!- Por favor...Amelia no se inmutó. Su rostro, cruceentre el asco y el sarcasmo, terminó de hacercomprender a César que, por mucho quesuplicara, nunca recibiría dicha ayuda.César volvió la vista a la vitrina decristales tintados. Aquellas formas indefinidasque no había podido reconocer la primera vezque intentó vislumbrarlas adquirieron, derepente, un sentido. El tarro de cristal que estabavacío en la estantería anexa era la prueba de sustemores.Haciendo un esfuerzo terrible (ya habíaempezado a faltarle el aire), se levantó y, dandotumbos, llegó a la vitrina. La llave aún seguía enla cerradura. Amelia, desde detrás del sofá, sehabía llevado las manos a la boca, expectante,tal vez temerosa de que se descubriera cómo eraen realidad y, al mismo tiempo, entendiendo queese momento era necesario si quería que lascosas volvieran a como eran antes de todaaquella situación. César la miró un momento,volvió la vista a la vitrina y giró la llave. Al abrirlas puertas, fue tal el impacto que recibió ante loque allí vio, que se desplomó contra el suelo.Apilados en una balda dentro de lavitrina, había cinco tarros de cristal. Aunque loscristales de los mismos hacían marcas de agua yemborronaban un poco el contenido, se veíaclaramente que lo que había dentro de cada unoeran, sumergidos en un líquido acuoso que nopodía ser otra cosa que formol, las cabezas decinco hombres, todos con edades comprendidasentre los veinticinco y los cincuenta años,apuestos y deseables, con un punto de rudezaque no hacía difícil imaginar cuán buenosamantes, cuán dominadores eran.Amelia corrió hacia la vitrina y la cerró.Vio que César yacía en el suelo y se cercioró deque no respiraba. Lo cogió de los brazos, loarrastró hasta el baño y lo metió en la bañera. Lodesnudó y fue a la cocina para coger un serruchode la caja de herramientas. Regresó al baño,volvió a comprobar que César estaba muerto, sedesnudó y extendió la cortina de la ducha por elsuelo. Moviendo la hoja del serrucho a lo largodel cuello de César, calculó por dónde tendríaque cortar y, para que no se oyera cómo serrabalos huesos del cuello, abrió el grifo del agua almáximo.Al no ser la primera vez que hacíaaquello, no le llevó mucho tiempo.
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