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Pinto, a la cual no amaba, según juró. En su simpleza,
Rosalía le preguntó por qué se iba a unir a una mujer que
no quería; Esteban no contestó y escondió la mirada.
Arrebatada por los celos y la furia de saber cobarde y frívolo
a su amante, le espetó que era un mal hombre y que
no volvería a verlo.
Meses después, Esteban supo que Rosalía esperaba un
hijo suyo. Él ya se había casado con Celia, que también
estaba embarazada. Su vida transcurría suspendida entre
los recuerdos de su amor perdido y la esperanza del hijo
que Rosalía iba a darle. Y pese a que luchó por enamorarse
de Celia, la frialdad y superficialidad de su mujer le impidieron
siquiera tomarle cariño. Desesperado, hizo acopio
de valentía y fue a buscar a Rosalía, que, celosa y herida en
su orgullo, lo rechazó. Durante días Esteban la visitó en el
bar sin lograr que su actitud claudicara, pero Rosalía continuaba
amándolo, tanto que semanas más tarde le concedió
el perdón. La muchacha que llegó a casa de los Martínez
Olazábal con una maleta vieja y un bebé en brazos
llamado Onofrio pasó a formar parte de la servidumbre de
la mansión. Nadie supo nunca la verdad, ni siquiera el pequeño
niño, hasta aquel día en que Antonina los sorprendió
besándose en la cocina.
Francesca regresó cambiada y aseada. Sin hablar, cada
una inmersa en recuerdos y planes, se dedicaron a cortar
fruta para la macedonia, condimentar salsas, glasear jamones,
batir las claras del merengue italiano y macerar
frutillas.
Sofía entró en la cocina y sorprendió a su amiga por
detrás. Hacía semanas que no se veían y, en medio de la
emoción, las palabras se les agolpaban con desorden en la
boca. Antonina recibió su porción de cariño sin sorpresas;
sabía que Sofía la quería como a una madre, pues, en el desamor
de Celia, la joven se había aferrado casi con desesperación
a ella, una mujer simple, más bien ignorante, aunque
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