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de Francia no fue un

de Francia no fue un meursault excepcional, sino un muscadet común. Biraud no ha olvidado la primera vez que su padre le dejó probar este vino refrescante y salino, que siempre estaba presente en la mesa de todas las reuniones familiares; de hecho, ese momento fue el desencadenante de su fascinación por el muscadet, una pasión que perduró incluso después de que conociera su mala reputación. «Cuando me formé como sommelier a finales de los años 90, el muscadet rara vez se aceptaba en los mejores restaurantes», recuerda. Una excepción fue La Fontaine aux Perles, el histórico establecimiento de la ciudad bretona de Rennes, donde Biraud probó la botella que «cambió mi visión del muscadet»: un Clos des Rosiers de 1966. En el muscadet añejo, con sus tonos dorados y sus aromas de chablis maduro, Biraud reconoció al instante la noble procedencia que sugiere el nombre melón de Borgoña. Tal y como devela su ADN, esta uva es originaria de Borgoña, al igual que la chardonnay. Si bien un edicto del siglo xvi de Felipe II, conde de Borgoña, la exilió del lugar (al parecer, porque tendía a producir vinos amargos cuando estaba verde), la uva halló un hogar en el valle del Loira, donde el escritor renacentista François Rabelais mencionó el muscadet por primera vez en 1530. Allí, logró adaptarse a la perfección al clima fresco y oceánico y, con el tiempo, se convirtió en la única variedad de la denominación más occidental del Loira. En la década de los 80, el muscadet ya era popular como acompañamiento para los mariscos tanto en Francia como en el extranjero, llegándose a exportar hasta 2.2 millones de cajas en 1989. Debido a las grandes operaciones de négociants que controlaban la producción y el embotellado, los viticultores se centraban más en el tamaño de la cosecha que en la calidad. Pero fue en 1991 cuando la burbuja estalló a causa de una helada primaveral que diezmó la cosecha. Los négociants, incapaces de satisfacer los pedidos, tomaron la desafortunada decisión de embotellar 400,000 hectolitros de vino mal conservado y sin vender. Así pues, bastó una sola cosecha para arruinar la reputación del muscadet y, en consecuencia, reducir el número de hectáreas de viñedo de la región un 40 %, hasta pasar a ser de unas 8,000. FOTOGRAFÍAS DESDE ARRIBA: JIMMY DELPIRE, CHRISTOPHE BORNET 64 CENTURION-MAGAZINE.COM

FOTOGRAFÍA GUILLAUME MIRAND En retrospectiva, Nicolas Choblet, del Domaine du Haut Bourg, piensa, sin embargo, que el año 1991 fue una bendición. «Esa crisis obligó a los vignerons a replantearse su enfoque completo —explica—, a no producir solo por una cuestión de volumen, sino también de calidad y riqueza». Luego de un prolongado debate, quienes ejercían esta profesión concluyeron que, para salvar la reputación del muscadet, había que volver a retomar aquello que lo hace único: por un lado, el mosaico de terruños de la región, nacido de una tumultuosa historia geológica de volcanes, montañas y mares en continuo ascenso y descenso, y, por otro, la tradición ancestral de dejar envejecer el vino sobre sus propias lías, práctica que comenzó a principios del siglo xx, cuando los viticultores se percataron de que los vinos que permanecían en barrica después de la fermentación adquirían un mayor cuerpo y un sabor más intenso a medida que transcurrían los meses, debido a que las células muertas de las levaduras (las lías) experimentaban un proceso denominado autólisis. Los vignerons empezaron entonces a estudiar los beneficios de alargar los periodos de añejamiento. El Domaine du Haut Bourg marcó el camino con la creación de un cuvée llamado «Origine», un vino que se había dejado envejecer sobre sus lías durante diez años. Cuando el crítico Robert Parker cató en 2014 un caldo de 2003, se quedó perplejo ante la mezcla de frescura y complejidad, y lo describió como «uno Arriba: Jérôme Bretaudeau del Domaine de Bellevue; página opuesta desde arriba: el premiado sommelier David Biraud; el viticultor Jo Landron (izquierda) posa con Fred Niger, del Domaine de l’Écu de los vinos más peculiares que he probado nunca». Dos años después, el Domaine du Haut Bourg —una finca que en su día había vendido su producción a los négociants— ya servía sus vinos a los miembros de la alta sociedad que se reunían en el restaurante Balthazar de Nueva York. Mientras algunos innovaban en las bodegas, otros exploraban el potencial desaprovechado de los subsuelos del muscadet. Pioneros como Guy Bossard del Domaine de l’Écu (y su sucesor Fred Niger) o Jo Landron, del Domaines Landron, llegaron a la conclusión de que la única forma de expresar un terruño era renunciar a los pesticidas y trabajar la tierra a fin de fomentar el crecimiento de las raíces profundas. En los viñedos, adoptaron la viticultura biodinámica y, en las bodegas, demostraron que, con la uva melón de Borgoña, se pueden producir vinos con personalidades muy distintas en función de la geología del viñedo. Los cuvées tales como el «Orthogneiss» del l’Écu y el «Amphibolite» del Landron, que reciben su nombre de las piedras ígneas y metamórficas de sus tierras, se convirtieron en el punto de unión de una nueva generación interesada en los terruños. Uno de los representantes de esta generación es Jérôme Bretaudeau, de la reconocida finca Domaine de Bellevue, que pasó de tener solamente dos hectáreas de vides familiares en 2001 a alcanzar las 18 hectáreas. Bretaudeau ha conseguido elaborar una colección de CENTURION-MAGAZINE.COM 65

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