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de inquietud. Bajé el volumen de la grabadora. El clavo seguía golpeando contra la pared
en mi chaqueta colgada de la percha.
— ¿Quién es? ¿Abelardo?
—Sí padre Mutti, ¿está ocupado? Es urgente.
No abrí la puerta. Esperé un segundo. Había todavía crema de afeitar y pedazos de barba
por quitar de mi cuello.
— ¿Qué pasó, Abelardo? —le dije con temor. Se oía el viento soplar muy fuerte en ráfagas
aun cuando mi baño está lejos de la calle. Abelardo es el sacristán de los martes en la
iglesia de Santa Bárbara.
—Llamó el Monseñor Rodas y dijo que le había estado timbrando a su celular. Que el
operativo ya empezó. Que el comandante arrancó antes porque tiene afán de no sé qué.
Pero que padre Mutti, se apure que el operativo ya empezó.
— ¿Cómo que ya empezó? El comandante dijo que a las diez. —grité con tanta
desesperación que mi voz se agudizó en la última frase—. ¿Cómo que ya?
Miré entonces mi chaqueta, el clavo se movía pero no había visto en el otro bolsillo el
movimiento del celular. Tal vez estaba en silencio. O tal vez el mismo movimiento del
clavo opacó la vibración. Me limpié la mano de la crema, abrí el bolsillo y tenía tres
llamadas perdidas de Rodas y una del comandante Correa. Me sequé la mano y llamé a
Rodas. Timbró cuatro veces y se fue a buzón. Insistí. En ese momento mi cara tomaba
calor, mis manos estaban temblando. Habíamos acordado con Correa que el operativo
empezaba a las nueve para darle tiempo a toda la gente a abrir sus locales y poder sacarlos,
decomisar y registrar todo a puertas abiertas.
—Abelardo, ¿qué más le dijo Rodas?
—Monseñor dijo que le devolviera la llamada o que se fuera ya para el Pasaje. Que la cosa
se estaba poniendo pesada.
No encontré más que hacer que pasar la cuchilla más con agilidad. Todavía quedaba un
espiral de pelo enclavado en mi cuello, así que lo hice tan rápido que de un tajo me abrí una
herida de unos dos centímetros de largo y el agua y la espuma se volvieron rojos en el
lavamanos.
— ¡Vida de mierda! ¡Rodas de Mierda!
— ¿Está bien padre? —dijo el sacristán con voz temerosa. No era la primera vez que me
escuchaba alterado. Ya había tenido que soportar algunas rabietas mías en este cuarto.
—Abelardo, si vuelven a llamar dígales que paren eso, que yo ya voy para allá. O llame a
Rodas y pásemelo que no contesta.
—No tengo cómo llamarlo padre Mutti. No tengo celular acá y él llamó al número de la
curia.
Lavé rápido la herida, saqué un esparadrapo y lo pegué con una cinta microporosa que se
encrespaba por el vapor que rondaba el baño. Usé el alzacuello como refuerzo, aún quedaba
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