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ISABEL SETON - Somos Vicencianos

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I.- PRIMERA PARTE<br />

<strong>ISABEL</strong> <strong>SETON</strong><br />

Marie-Dominique Poinsenet<br />

1.- HIJA DE «LA LIBRE AMERICA»<br />

Tú a quien elegí...<br />

a quien escogí desde los confines de la tierra,<br />

y a quien llamé desde el límite del mundo,<br />

...no temas, pues Yo estoy contigo...<br />

1<br />

CEME<br />

1977<br />

Octubre de 1778. Sobre los peldaños de la escalinata, ante una casa de dimensiones<br />

modestas, a la que rodea un pequeño jardín, está una niña de ojos oscuros, de rostro fino,<br />

cuyos cabellos castaños se ensortijan en mil pequeños bucles. La casa, que evoca para<br />

nosotros una de esas viviendas de gran arrabal moderno, de uno o dos pisos a lo más, es<br />

semejante a todas las que se alzan a lo largo de las calles estrechas y sin pavimento de<br />

Nueva York.<br />

La niñita de aire pensativo, de mirada notablemente seria, se llama Isabel Ana Bayley. Más<br />

familiarmente, la llaman Betty.<br />

A los 4 años, sentada sola sobre un peldaño de la escalinata, mirando las nubes, mientras mi<br />

hermanita Catalina, de 2 años, yacía en su ataúd, me preguntaron si no había llorado,<br />

cuando la pequeña Kitty había muerto.<br />

-No, porque Kitty ha subido al cielo. Yo bien quisiera ir también allá con Mamá.<br />

Este diseño, de sencillez y precisión de líneas, es de la mano de Isabel. Marca el comienzo de<br />

las notas redactadas por ella, casi medio siglo más tarde, y que intitulará Dulces Recuerdos:<br />

unas páginas de un cuaderno de notas -26 exactamente- cuya fotocopia está ante nuestros<br />

ojos. Consignados verosímilmente el año que precede a la muerte de la que entonces se<br />

llamará Madre Seton, estos Dear Remembrances, escritos a vuela pluma y sin ninguna<br />

pretensión literaria, hasta sin puntuación la mayor parte del tiempo, nos hacen sentir, con<br />

asombro, la proximidad de esa americana de alma vibrante, entusiasta y fuerte cuya<br />

primera infancia se inscribe precisamente entre la proclamación de la Independencia de los<br />

Estados Unidos de América, por el Congreso de Filadelfia --4 de julio de 1776-, y el<br />

reconocimiento oficial de esta Independencia por el tratada de Versalles, 3 de septiembre<br />

de 1783.<br />

Como tiene gusto en recalcarlo José Dirvin, su biógrafo más autorizado, Isabel Bayley es «de<br />

la vieja cepa americana y, cuando surge nuestra gran república, llega a ser ciudadana<br />

americana de derecho».<br />

Por sus venas corre sangre francesa, inglesa, irlandesa. En ella se hace la síntesis de las razas<br />

antiguas y del pueblo nuevo. Es sensible y fogosa. Su corazón está presto a dilatarse con las


dimensiones del mundo, su energía capaz de «hacer frente» siempre, sean cuales sean los<br />

obstáculos que surjan en el camino. Hay en su alma una necesidad de absoluto que nadie<br />

sino Dios, al fin, podrá saciar.<br />

No, Betty no llora por ver en el ataúd a su hermanita Kitty, puesto que su fe le dice ya que<br />

ella está junto a Dios, en el cielo, con su madre. Su padre, sin embargo, está allí, en casa. Y<br />

su hermana María, dos años mayor. Y su jovencísima madrastra, que no tiene 20 años. La<br />

niña podría arrimarse a ellos, ávida de protección y de ternura. Sola, con 4 años,<br />

manteniéndose aparte, busca más lejos, más alto, el sosiego que necesita su corazón. Y con<br />

todo, ella profesa a su padre desde este momento un afecto admirativo y apasionado.<br />

Ricardo Bayley es, por esta época, un médico conocido, estimado. Será considerado en<br />

breve como un gran pontífice de la cirugía.<br />

En 1726, su propio padre, Guillermo Bayley, había dejado Inglaterra para afincarse en Nueva<br />

York. Al desposar a Susana le Conte se vinculaba a una de las familias más conocidas del<br />

Estado neoyorquino. El hombre que iba a ser su suegro era hijo de Guillermo le Conte, un<br />

francés de Normandía, protestante convencido, a quien la revocación del Edicto de Nantes<br />

había forzado, como a tantos otros, a emprender e1 camino del exilio. Guillermo le Conte<br />

había sido uno de los fundadores de Nueva Rochela en 1690.<br />

Cuando murió Guillermo Bayley, después de unos veinte años de matrimonia, dejaba a su<br />

viuda dos hijos. El mayor. Ricardo, había nacido en 1744. A1 menor se le había dado el<br />

nombre, mitad inglés, mitad francés, de su ilustre abuelo: William-le-Conte. El segundo<br />

matrimonio de su madre con Juan Guérrineau marca para los dos hermanos la hora de la<br />

separación. Aunque hayan crecido el uno al lado del otro en la propiedad paterna, se<br />

manifiestan muy distintos. Si en Guillermo hay tela de un hidalgo de gotera, se dan en él<br />

igualmente las condiciones que hacen al hombre de negocios, al comerciante. Es en el negocio<br />

donde Guillermo va primeramente a buscar fortuna, estableciéndose en Nueva York.<br />

Ricardo, por su parte, es atraído por las ciencias físicas y naturales, por la medicina muy<br />

particularmente. En este dominio, todo le apasiona: estudios, experiencias, inventos<br />

quirúrgicos, cuidado de los enfermos. Por entonces la familia de su primo Pedro le Conte,<br />

afincada en Staten Island, tiene lazos de amistad con la del pastor Ricardo Charlton, cuyo<br />

hijo, Juan, es uno de los médicos más afamados del Estado de Nueva York. El joven ha hecho<br />

sus estudios en Inglaterra, luego ha ejercido, en calidad de cirujano, en la corte de Jorge III,<br />

donde ha adquirido el renombre de especialista sin igual. Su matrimonio con María de<br />

Preyster le ha introducido en la sociedad selecta de la ciudad de Nueva York. Allí, él sabe<br />

mantener su rango.<br />

¿Qué más deseable para Ricardo Bayley que proseguir sus estudios de medicina bajo la<br />

dirección de tal maestro? Gracias a sus primos le Conte, es presentado al Dr. Juan Charlton,<br />

y se instala inmediatamente en Staten Island. Entre los dos hombres, a quienes anima una<br />

pasión semejante, nace una sólida amistad. Ricardo Bayley frecuenta pronto, como familiar,<br />

el hogar de los Charlton. El Rvdo. Charlton es de origen irlandés. Si ha llegado al Nuevo<br />

Mundo, no es, sin embargo, como emigrante. Es en calidad de misionero como, voluntariamente,<br />

se ha expatriado. Habiendo recibido mandato de la Iglesia de Inglaterra, fue enviado<br />

primeramente a Lewand Island, en las Indias Orientales. Un primer cambio le condujo,<br />

después, a Nueva Windsor, en el Estado de Nueva York. Desde 1747 es rector en la<br />

parroquia de San Andrés de Staten Island, que forma parte de la ciudad neoyorquina. En<br />

América, ha desposado a María Bayeux, de la que ha tenido tres hijos.<br />

El rector de San Andrés es un hombre de valor excepcional, profundamente religioso:<br />

inteligencia viva y cultivada, corazón ampliamente abierto a todos los problemas, a todas las<br />

2


miserias, alma de apóstol. Su amor universal a las almas le empuja a negar toda distinción<br />

de raza o de color. Campeón de la integración, antes de su carácter oficial, no tolera<br />

diferencia alguna, durante sus cursos de religión, entre los blancos y los negros. Los negros<br />

de América, por esta época, todavía son en su inmensa mayoría los esclavos de los blancos.<br />

Si uno acude a las estadísticas de 1774, entre una población de casi 30.000 habitantes, se<br />

cuenta entonces en Nueva York unos 5.000 negros.<br />

Existen aún en América -escribe un colono de origen francés, Héctor St. John de Créve<br />

Coeur-, comarcas donde millares de negros son forzados a regar la tierra con su sudor, para<br />

contribuir a los placeres de sus amos inhumanos =. Aunque no todas los amos sean<br />

inhumanos, el Rvdo. Charlton, que deplora semejante violación de la justicia humana,<br />

adopta frente a los negros una actitud marcada con el cuño del verdadero espíritu<br />

evangélico, que le gana, al fin, múltiples y profundas simpatías. Amado, venerado,<br />

escuchado, juega, en el plano espiritual y social, un papel de primer orden en Staten Island,<br />

durante los años que preceden a la Guerra de Independencia.<br />

También resulta extraño que, cuando el 9 de enero de 1769, Ricardo Bayley, que tiene 25<br />

años, desposa a Catalina Charlton, una de las dos hermanas de ~u amigo, no sea el rector de<br />

San Andrés quien bendiga el matrimonio de su hija. La ceremonia tiene lugar en Nueva<br />

Jersey, en presencia del Rvdo. Chandler, pastor de la parroquia de San Juan de<br />

Elizabethtown. Un interrogante se presenta, desde entonces, al cual ningún documento<br />

histórico permite responder de manera cierta. Se permite presumir, no obstante, que el<br />

proyecto de semejante unión no había dejado de provocar algunas objeciones del lado de<br />

los padres de la joven. ¿Sería capaz Ricardo Bayley de hacer feliz a Catalina Charlton? ¿Sería<br />

él capaz de fundar con ella un hogar como lo deseaba, con justa razón, el misionero que<br />

había basado toda su vida en realidades sobrenaturales?<br />

Si es verdad que, desde este momento, para el joven Bayley se abre un brillante porvenir, se<br />

puede ya prever, con el ardor apasionado que él pone en comprometerse a ello, que la<br />

carrera científica y médica corre el riesgo de ser el todo de su vida. El Rvdo. Charlton tiene<br />

desde hace tiempo experiencia de los hombres para no presentir el peligro. ¿En un ser tal<br />

como Ricardo Bayley, la vida profesional no estaba llamada a ir por delante, siempre, de la<br />

vida conyugal, de la vida familiar?<br />

Hay más. Si el joven, por el hecho de su bautismo, ha sido integrado en la Iglesia<br />

episcopaliana, es necesario reconocer que no existe prácticamente en él ninguna convicción<br />

religiosa personal, susceptible de orientar su vida profunda en un sentido verdaderamente<br />

cristiano. Le apasiona el hombre, en cuanto hombre. Dios le interesa poco. Encuentra su<br />

alegría íntima en los estudios clínicos, en las experiencias científicas que sus análisis o su<br />

bisturí le permiten realizar sobre el cuerpo humano. Cooperar con todas sus fuerzas al<br />

progreso de la ciencia médica, y, par consiguiente, arrancar a la muerte el mayor número<br />

posible de vidas humanas, es con seguridad un ideal que está lejos de ser despojado de su<br />

grandeza, y Ricardo Bayley es de los que son capaces de sacrificarle todo, hasta su vida.<br />

Por grande que sea este ideal, se queda en el plano natural. ¿Habrá tomado Ricardo Bayley<br />

alguna vez conciencia del tercer orden, de que habla Pascal? El Rvdo. Charlton,<br />

personalmente, está acostumbrado a moverse siempre en el orden de la caridad. El puede<br />

temer ver comprometida, por tal unión, la dicha real de su hija. Temores no ilusorios, ya<br />

que, desde 1769, el año mismo de su matrimonio, Ricardo Bayley, acogiendo con<br />

entusiasmo los consejos de su cuñado, el Dr. Juan Charlton, se embarca para Inglaterra, con<br />

la intención de perfeccionar allí, bajo la dirección del célebre profesor Guillermo Hunter, sus<br />

estudios de anatomía.<br />

3


Pero un viaje transatlántico representa en ese final del siglo XVIII, una verdadera expedición.<br />

No ha llegado aún el tiempo de los Boeings que ponen a Nueva York a unas horas de<br />

Londres. Es la época en que los grandes veleros navegan largas semanas entre los dos,<br />

continentes, a merced de los vientos contrarios o de las calmas chicha, antes de arribar al<br />

puerto. ¡Dichosos todavía, si no se les cruzaba sobre la ruta un navío corsario! Se concibe<br />

entonces qué sentimientos de confusión y ansiedad pueden oprimir el corazón de una joven<br />

mujer que ve embarcarse a su marido, antes, de cumplir su primer aniversario de vida<br />

conyugal, y que ya se anuncia para ella la maternidad.<br />

Ricardo Bayley está en Londres, cuando nace, en el Estado de Nueva York, el primero de sus<br />

hijos, una niña a quien su madre da el nombre de María Magdalena. La noticia de este<br />

nacimiento, que Catalina hubiera gustado que se celebrara en su hogar, no le llegará al<br />

discípulo de Guillermo Hunter sino semanas más tarde. ¿Le causará más alegría que los<br />

elogios que se oye otorgar por su ilustre maestro, y cuyos ecos envía a su mujer en correos<br />

tan raros y tan lentos de esperar? Inclinado sobre sus papeles, o bien tenso su espíritu para<br />

tener éxito en una operación delicada, ¿soñará con nostalgia en aquélla que, allá, a millares<br />

de millas, a la otra parte del océano, aguarda su venida acunando a su hija, la pequeña<br />

María cuyo rostro todavía él no conoce?<br />

María tiene más de un año, cuando su padre la toma, por primera vez, entre los brazos. De<br />

vuelta en América, en el curso del año 1771, el Dr. Bayley, asociado desde entonces a su<br />

cuñado, inaugura su vida de especialista, prosiguiendo con toda actividad sus<br />

investigaciones clínicas.<br />

La fiebre amarilla y la difteria causan, en esta época, verdaderos estragas en el Estado de<br />

Nueva York. Incansablemente, el joven patólogo prosigue sus investigaciones, y va a<br />

llevarlas hasta un punto que ninguno, antes de él, había alcanzado todavía. Bien que<br />

entonces sea insospechada la presencia de toxinas en la sangre, el Dr. Bayley, no está<br />

menos persuadido de ello como de que el «ahogo» causado por el «garrotillo» no es la sola<br />

causa que hace de éste una enfermedad mortal. Por las conclusiones que saca de sus<br />

ensayos sobre la fiebre amarilla, está igualmente adelantado a su tiempo. Nadie hasta<br />

entonces había descubierto que el virus de la terrible enfermedad es transportado por una<br />

especie de mosquitos: la stegomia, que encuentra en las lagunas su terreno preferido de<br />

proliferación. Sin embargo, el Dr. Bayley no duda en establecer una relación de causa a<br />

efecto entre la marisma que rodea la ciudad de Nueva York y las fulminantes epidemias que,<br />

periódicamente, diezman la población.<br />

Verdaderamente, el Dr. Juan Charlton, puede estar orgullosa de haber impulsado en la<br />

carrera médica a su joven cuñado, que se revela, por otra parte, como un especialista de<br />

primer orden, y va a llegar a ser rápidamente uno de los primeros cirujanos de su tiempo.<br />

Para el hogar de Ricardo y Catalina, los años que corren entre 1772 y 1775 son tres años de<br />

dicha: los únicos que conocerá. El 28 de agosto de 1774, Catalina trae al mundo una<br />

segunda hija: Isabel Ana. Según toda verosimilitud, la niña recibió el bautismo en la<br />

parroquia episcopaliana de la Trinidad. El incendio que va a destruir casi por completo la<br />

ciudad de Nueva York, dos años más tarde, en el curso de las hostilidades, no ha dejado<br />

subsistir uno siquiera de los registros que permitirían conocer la fecha exacta de la<br />

ceremonia.<br />

Este nuevo nacimiento parece traer a la joven familia una alegría luminosa que nada, al<br />

parecer, debe ya ensombrecer. En realidad, no es más que una llamarada de muy corta<br />

duración. Pues, mientras María, con el embeleso todo nuevo de sus cuatro años, se extasía<br />

inclinándose sobre la cuna del bebé y descubre la apacible seguridad que trae al hogar la<br />

4


presencia de su padre, mientras la joven madre, feliz, cree que han terminado para ella las<br />

horas de soledad y zozobra, los pródomos de la revolución se hacen cada vez más netos,<br />

cada vez más amenazantes para quien sabe abrir los ojos. Guillermo Bayley, el hermano de<br />

Ricardo, que ha llegado a ser uno de los primeros comerciantes neoyorquinos, siente venir<br />

la tormenta. El médico, por su parte, se niega a pensar que pueda estallar un drama entre la<br />

madre patria y las colonias de América. El debe, precisamente, ese año de 1775, volver a<br />

tomar contacto en Londres con el profesor Guillermo Hunter. Este encuentro es para él de<br />

la más alta importancia: no se volverá atrás de su decisión.<br />

Se marcha. Y, bruscamente, los acontecimientos políticos se van precipitando. Apenas el<br />

navío mercante en el que había embarcado arriba a Inglaterra, estalla la guerra de la<br />

Independencia en América. El rumor llega pronto a Gran Bretaña. ¿Mide entonces, Ricardo<br />

Bayley qué distancia le separa de los suyos, de su mujer Catalina, de sus dos hijas, y qué<br />

peligros les amenazan allí? Pero, aún cuando hubiera tenido el deseo de volverse sin<br />

dilación, se hubiera encontrado con la imposibilidad de regresar al Nuevo Mundo. No hay<br />

navío mercante, en las condiciones presentes, que esté presto a partir de los puertos<br />

ingleses en dirección a las colonias rebeldes.<br />

Una flota militar, en cambio, se equipa a toda prisa. Cuando se hace a la vela para América,<br />

bajo el mando del Almirante Howe, persuadido de ir a una pronta victoria, el Dr. Bayley que<br />

se ha alineado siempre al lado de los Realistas, se embarca con la armada británica, en<br />

calidad de cirujano militar. El 12 de julio de 1776, desembarca en la costa americana,<br />

llevando el uniforme de las tropas de su Majestad Jorge III. Puede llegar a Nueva York,<br />

encontrar allí a su mujer y a sus hijas. Tan sólo por unos días, pues las operaciones militares<br />

le obligan a regresar, sin demora, a su puesto, en navíos ingleses.<br />

Parece que Catalina está todavía en la ciudad la noche del terrible incendio. Noche de terror<br />

y de angustia para todos los habitantes de Nueva York que ven elevarse las llamas<br />

impulsadas por el viento de través, que queman, en unas horas, casi los dos tercios de los<br />

edificios, la mayor parte de los cuales eran de madera. Tan pronto como puede, la señora<br />

Bayley llega con sus dos hijas a la ciudad de Newtown, donde encuentra refugio en la familia<br />

de sus padres.<br />

En la primavera de 1777, espera un nuevo nacimiento. Sola todavía. Sin Ricardo. ¡Cuántos<br />

sufrimientos, ruinas, angustias, privaciones desde el último adiós! ¡Si, al menos, su marido<br />

estuviera allí! A1 cuartel general de las fuerzas británicas, las cartas de Newtown llegan<br />

urgentes, alarmantes. Mas ¿cómo obtener un permiso, cuando la guerra está en su punto<br />

culminante? En vista de las continuas negativas con que topa, día tras día, el cirujano<br />

militar, de manera brusca y resuelta, presenta su dimisión. Y se apresura hacia Newtown.<br />

Cuando llega allá, es para asistir, impotente, a la muerte de Catalina que acaba de traer al<br />

mundo, el 8 de mayo, una tercera hija: Kitty.<br />

De juzgar los acontecimientos según las apariencias, es evidente que el matrimonio de<br />

Ricardo Bayley con Catalina Charlton no ha sido un éxito.. Pero Dios se vale de las causas<br />

segundas. Más fuerte que nuestros errores, más pode rosa que nuestra miseria, su gracia es<br />

siempre capaz de hacer surgir maravillas allí donde nuestros razonamientos, cortos en<br />

demasía, no las habrían esperado. Cinco meses después de la muerte de su hija,<br />

desaparece, a su vez, el Rvdo. Charlton, el infatigable pastor de San Andrés, a los 72 años,<br />

sin que se haya extinguido jamás en él el ardor apostólico de los primeros años. Era el 7 de<br />

octubre de 1777, el mismo día en que el ejército británico, mandado por el general<br />

Burgoyne, se veía forzado a capitular junto a la ciudad de Saratoga.<br />

5


Porque la lucha proseguía, feroz, por causa de la Independencia. Si la llegada del joven<br />

marqués de La Fayette, después del tratado de alianza firmado con Francia, daba, aquel<br />

año, una nueva esperanza a los Insurrectos, sería necesario esperar hasta octubre de 1781<br />

la capitulación de Cornwallis, hasta septiembre de 1783 la firma del tratado de Versalles.<br />

Así pues, en pleno período de guerra, el Dr. Bayley queda viudo, con tres hijas: María, Isabel<br />

y Catalina, de las que la mayor tiene exactamente 7 años. Su vocación médica se hace más<br />

imperiosa que nunca. ¡Hay tantos heridos que curar!, ¡tantas experiencias así mismo que<br />

probar sobre unos miembros rotos por los proyectiles, sobre los tejidos musculares<br />

desgarrados por las balas!<br />

Sin embargo, el 16 de junio de 1778, trece meses después de la muerte de Catalina<br />

Charlton, Ricardo Bayley desposa, en segundas nupcias, a Carlota Barclay, hija de Andrés<br />

Barclay y de Helena Roosevelt. El tenía 35 años. Ella iba a hacer 19. Durante el otoño de este<br />

mismo año, moría, a sus dos años y cuatro meses, la última de las hijas que Catalina<br />

Charlton había traído al mundo.<br />

A los 4 años.., mirando las nubes, mientras mi hermanita Catalina... yacía en su ataúd...<br />

Seguir a Isabel en el hilo de los días, durante los diez años que van de la muerte de Kitty -<br />

1778- al tercer viaje de su padre a Europa -1788-, no es cosa fácil. Lo cierto es que la trama<br />

sobre la que corren los hilos de su vida es, lo más a menudo, un cañamazo de sombra y<br />

sufrimiento. El segundo matrimonio de Ricardo Bayley, cualesquiera que hayan sido las<br />

razones, privará a sus dos primeras hijas de un hogar digno de este nombre. Tal vez Carlota<br />

Barclay es demasiado joven para tomar en su mano la educación de dos hijitas que no son<br />

suyas. Tal vez, sus maternidades, tan próximas, agotan todas sus fuerzas y toda su energía.<br />

En 1788, Isabel y María tendrán siete medios hermanos y hermanas: Emma, Ricardo,<br />

Andrés, Guillermo, Guy Carleton, María Elena. Por otra parte, no parece que hubiera habido<br />

entre Betty y su madrasta la menor afinidad. Una incomprensión, más bien, que se<br />

manifiesta respecto a todo y a nada. La hija, sin duda, no tiene un carácter fácil. Es sensible,<br />

apasionada, voluntariosa. Hubiera hecho falta tacto y mucho amor para guardar a la niñita,<br />

tan vulnerable, en una atmósfera de sosiego que la hubiese permitido desplegar sin choques<br />

su rica naturaleza. Frente a Betty, la joven mujer parece no haber tenido jamás la<br />

intuición maternal, cuyo papel es tan importante en la educación de los hijos.<br />

Por otra parte, la vida profesional continúa absorbiendo lo mejor del tiempo y de las fuerzas<br />

de Ricardo Bayley. Al fin de las hostilidades, reanuda el ejercicio de sus funciones, como<br />

médico cirujano civil. Rápidamente, llega a ser uno de los miembros más activos de la<br />

sociedad médica de Nueva York, y simultáneamente será nombrado pronto profesor de<br />

anatomía, en el laboratorio anexionado por él al hospital de la ciudad.<br />

A quien se asombrara de ver tan rápida y tan totalmente integrado en la joven república de<br />

los Estados Unidos a un hombre que había servido, en el curso de los años precedentes.,<br />

bajo la bandera británica, bastaría citarle, según parece, otra de las páginas que St. John de<br />

Créve Coeur había de hacer publicar en inglés, luego en francés, bajo el título de Lettres d'un<br />

cultivateur américain a:dressées a W. S.: Cartas de un cultivador americano a W. S., iniciales<br />

de Guillermo (William) Seton de quien Isabel Bayley había de ser nuera en 1794.<br />

Entre el gran número de personas que vinieron a saludar a Washington (en Monte Vernon,<br />

inmediatamente después de la firma del tratado de Versalles) hubo varios Realistas cuya<br />

humanidad hacia los prisioneros americanos y conducta durante la guerra habían merecido<br />

la estima de todo el mundo; el General y el público, olvidando sus antiguas tendencias<br />

políticas, tuvieron la generosidad de no ver en ellos sino a hombres respetables, en los que la<br />

violencia del cela no había sofocado los sentimientos de conmiseración.<br />

6


Ricardo Bayley, como Guillermo Seton por otra parte, había estado entre los Realistas antes<br />

del nacimiento de los Estados Unidos. Pero la América de la Independencia marchaba<br />

deliberadamente hacia adelante, sin vuelta atrás. Pues así es como lo subraya también St.<br />

John de Créve Coeur, no sin énfasis: El americano es un hombre nuevo, que actúa según<br />

principios nuevos. Hay ideas nuevas y opiniones nuevas. Desde que se pasó de página, los<br />

Realistas, de ayer pueden ser mirados hay como auténticos y legítimos ciudadanos de<br />

América, dado que se pongan al servicio de la joven república, cuya bandera nacional de las<br />

tres estrellas flota desde entonces sobre el inmenso territorio de las antiguas colonias.<br />

¿Guardaron las dos hijas mayores del Dr. Bayley algunas recuerdas precisos de los<br />

acontecimientos políticos, de las batallas, de los incendios, del terrible invierno de 1780, o<br />

del entusiasmo delirante con que resonaron las calles de Nue va York, el día de la marcha<br />

definitiva de las tropas inglesas? Jamás, según parece, ha hecho alusión a ello Isabel en sus<br />

notas, en su diario o en su correspondencia ulterior. Pero otros hechos de este período de<br />

su vida han quedado para ella asombrosamente presentes, sin duda, porque llegaron a lo<br />

más íntimo de ella misma. Es por lo que las primeras páginas de los Dear Remembrances<br />

permiten sorprender a la niña, aquí o allí, como bajo el disparo furtivo de un flash.<br />

- A los seis años, aupando a mi hermanita Emma hasta la ventana de la buhardilla,<br />

monstrándole el ocaso del sol, le dije que Dios vivía allá en lo alto, y que las niñas que son<br />

buenas subirían allá... enseñándole sus oraciones.<br />

- Mi pobre madrastra, entonces en una gran pena, me enseñó el salmo 22: «El Señor es mi<br />

pastor».<br />

Entre líneas, cuatro palabras añadidas: El Señor me conduce. Luego el texto continúa: y<br />

durante toda mi vida fue éste mi salmo predilecto.<br />

Y otro sobreañadido al final de la página, el versículo cuarto del salmo 22: - Aún si anduviere<br />

por medio de las sombras de la muerte, no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo.<br />

Desde muy temprano, Betty está familiarizada con los textos bíblicos. Se le han hecho<br />

aprender cierto número de ellos. Pero, si ella hace gustosa y espontánea referencia a ellos,<br />

es por un atractivo personal. A pie llano entra en el do minio sobrenatural, allí se encuentra<br />

a gusto y allí se despliega por lo más recóndita de su ser.<br />

Sin que sea fácil precisar su fecha, verosímilmente después de la guerra, el Dr. Bayley, a fin<br />

de zafar, en cuanto era factible, la tensión persistente entre su segunda mujer y sus dos<br />

hijas mayores, se resolvió a hacer inscribir a las chiquillas en la institución privada llamada<br />

Mamá Pompelion, quizás simplemente como externas, o más bien, según parece, como<br />

pensionistas. La educación que allí se da es selecta. Allí los estudios están relativamente<br />

adelantados. Entre otras cosas, Betty aprende la música y se inicia en la gramática francesa.<br />

Escribirá y hablará muy bien el francés. Sucedía a veces que, durante las horas de clase, se<br />

oía resonar en la calle el trote de un caballo o el ruido de las ruedas de un coche. Betty se<br />

sobresaltaba. Era su padre que iba a pasar ante las ventanas de la escuela, su padre en<br />

ronda de visitas médicas, con el tío Juan Charlton. Ellos dos habían inaugurado aquella<br />

nueva forma de ir a casa de los enfermos: en coche. La niña corría a la ventana. Sí, ¡bien que<br />

eran ellos! Reconocía de lejos sus grandes abrigos rojos, los tricornios de fieltro negro sobre<br />

las pelucas blancas, y, por el escote del abrigo, la parte cimera del traje de velludillo azul con<br />

botonadura dorada. Si se le permitía, salía un instante, y el Dr. Bayley detenía su atelaje, el<br />

tiempo de abrazar a su pequeña Betty. Si no, la niña debía reaccionar con toda su voluntad<br />

para no dejar el aula.<br />

En los períodos un tanto austeros del pensionado, las chiquillas prefieren, con seguridad, las<br />

temporadas más o menos prolongadas que se les ofrece en la familia de su tío paterno,<br />

7


Guillermo Bayley. Sara Pell, su tía, cuya ilustre abuela era hija de un jefe indio Wampage, les<br />

abre gustosa su hogar y su corazón. En la casa solariega de Shore Road, en Nueva Rochela,<br />

Isabel y María vuelven a encontrar, no sin placer, con un clima equilibrado, la presencia de<br />

primos y de primas de su misma edad.<br />

Vuelven también a encontrar allí a una encantadora anciana, la señorita Molly Besley, quien,<br />

de buena gana, invita a su hogar a la pequeña tropa ruidosa y llena de vida. La Srta. Molly<br />

habla perfectamente el francés, y cada una de las Bayley tiene a honor hacerle apreciar los<br />

progresos realizados en esa lengua, que no es, propiamente hablando, una lengua<br />

extranjera para ninguno de ellos, dada su ascendencia. De sus primeras estancias en Nueva<br />

Rochela, que su Dear Remembrances permite situar en 1782, Betty ha guardado muy vivos<br />

recuerdos.<br />

-En Nueva Rochela, en casa de la Srta. Molly Bs, a la edad de 8 años. Las niñas, sacando de<br />

los nidos los huevos de pájaros. Yo, volviendo a juntar a las crías sobre una hoja, viéndolas<br />

palpitar, pensando que la pobre madrecita, sal tando de rama en rama, vendría a llamarlas<br />

de nuevo a la vida... Lloraba porque las niñas querían destruirlas, y en consecuencia, siempre<br />

me gustaba jugar y pasearme sola...<br />

¿Es una alusión a la Srta. Molly, cuando anota, a continuación de su amor a la soledad, su<br />

dicha de encontrarse entre personas de edad?<br />

Consigna también, con un frescor que no han alterado los años, su admiración ante las<br />

nubes... su embelesamiento en contemplarlas, pensando siempre en su madre y en la<br />

pequeña Kitty del cielo... su embelesamiento en estar sentada sola al borde del agua, o en<br />

vagar durante horas por la playa tarareando y recogiendo conchas...<br />

Así, mientras se maravilla de una flor, de una mariposa, de un animal que acaba de<br />

descubrir, de la sombra de las nubes que corre sobre la arena o la pradera, del susurro de<br />

las ramas que balancea el viento, su ingenua contemplación la orienta como por instinto<br />

hacia el Señor y hacia la eternidad. Como para Teresa de Lisieux niña, «todo viene a ser para<br />

ella una imagen que le revela a Dios». Ella lo anota explícitamente: todo lo que hace nacer<br />

en ella la admiración es para su alma objeto de vagos pensamientos, inacabables, sobre Dios<br />

y el cielo.<br />

Esta confesión es de importancia. Es claro que, desde los años de su primera infancia, todo<br />

lo que toca a Dios ejerce sobre Betty un atractivo del que ella no busca defenderse, porque<br />

es como una respuesta a una llamada secreta cuya profundidad no sabe todavía. Presiente<br />

ya, descubriendo las maravillas que las criaturas ofrecen a nuestros ojos, que<br />

«Dios, posando sobre ellas su mirada<br />

con sola su figura<br />

vestidas las dejó de su hermosura»<br />

como lo canta san Juan de la Cruz. Con todo, el trazo divino, la impronta de su belleza, no<br />

basta para la niña de 7 años, de 8 años. Es Dios mismo a quien está ávida de conocer. La<br />

confidencia de sus Dear Re .mefnbrances es formal: Alegría de saber todo lo que es religioso.<br />

Es necesario concluir que desde este momento hay, en Betty, algo que no es el hecho de su<br />

hermana María, cuya educación ha sido, sin embargo, semejante a la suya, más marcada<br />

incluso por la influencia cristiana de Catalina Charltoo<br />

y del pastor de San Andrés. A esta diferencia inicial que existe, en este plano, entre ella y su<br />

hermana mayor, Isabel hará una alusión directa en 1816:<br />

-Yo tenía sobre María una gran ventaja, escribe entonces al Sr. Bruté de Rémur, habiendo<br />

estado apasionadamente adherida a la religión, cuando era protestante, lo que no era su<br />

casa.<br />

8


Así pues, para Betty, cuyas primeras miradas se posan sobre el mundo en el curso de los<br />

años, trágicos y triunfantes, en que su país conquista la libertad, el fresco histórica, subido<br />

de color, sobre el que se perfila su silueta de niña, permanece, no obstante, como<br />

difuminado. Que haya gemido al eco de las batallas, a la vista de las ruinas amontonadas,<br />

que todo su ser, entusiasta y sensible, haya vibrado al son de las campanas de la victoria, no<br />

se puede dudar. Y, no obstante, sus primeros recuerdos, los que menos se permite olvidar,<br />

son de otro orden. La alondra se eleva en flecha por encima de los surcos. Así la niña que no<br />

ha encontrado, en su medio familiar, la seguridad y la ternura maternal que su corazón<br />

necesitaba para un desarrollo normal, se eleva como por instinto hacia otra ternura, hacia<br />

otro amor, asaz fuertes, asaz seguros para no engañarla jamás. Los años que van a seguir no<br />

hacen desaparecer en ella ese atractivo personal que no se debe a ninguna influencia<br />

humana, sino a una llamada de Dios.<br />

-12 años. Corazón de niña, ingenuo, ignorante... de nuevo en casa, junto a mi padre... alegría<br />

de leer oraciones... dicha de ocuparme de los bebés, y de cantar la nana sobre sus cunas.<br />

Dios que sabe sacar partido de todas las causas segundas, hasta de las que para nosotros<br />

son más desconcertantes, atrae hacia El, en la soledad, a la niña que no ha tenido su parte<br />

de ternura humana. La muerte demasiado temprana de su madre, la de su abuelo, de su<br />

hermanita, le hace volver sus ojos hacia el cielo. Su fe, del todo sencilla, le hace buscar en la<br />

eternidad bienaventurada a los que la han dejado. Y, ya, Dios viene a ser para ella la gran<br />

realidad.<br />

2.- SOLEDAD<br />

Tú eres Señor nuestra Padre,<br />

nuestro Redentor.<br />

Tal es tu nombre desde siempre.<br />

Is 63, 16<br />

Abril de 1788. El próximo mes de agosto, Isabel hará sus catorce años. Y, de nuevo, su padre<br />

va a partir para Inglaterra, se ve obligado a dejar América por un drama a la vez trágico y<br />

ridículo. Con una línea, Betty consigna ese recuerdo en los Dear Remembrances.<br />

-Una noche pasada sudando de temor, recitando todo el tiempo el PADRE NUESTRO.<br />

Noche de angustia, en efecto, aquella del 14 al 15 de abril, cuando la familia Bayley,<br />

parapetada en su mansión de Nueva York, aguarda, de un instante a otro, ver lanzarse<br />

contra los muros el oleaje desenfrenado de un tumulto popular. Llegan los gritos hasta el<br />

lugar donde se refugian el padre, la madre y los hijos. Aquello gritos de amenaza y de odio<br />

se dirigen a todos los médicos de la ciudad, pero apuntan en particular al doctor Bayley.<br />

Ahora bien, aquel tumulto que la policía neoyorquina no ha podido contener, en cuyo curso<br />

ya varios ciudadanos han encontrado la muerte, y que pone en peligro la vida de los<br />

médicos de Nueva York, ha sido desencadenado por una estúpida broma de estudiante. En<br />

su laboratorio de Broadway, contiguo al hospital, el doctor Bayley proseguía, la antevíspera,<br />

su curso de anatomía. Hablaba a los estudiantes que le rodeaban, de disecciones que había<br />

tenido a menudo ocasión de hacer, sobre cadáveres, sea en Inglaterra con el profesor<br />

Hunter, sea en América mismo, durante los recientes años de guerra. Sin duda, no ignora los<br />

cuentos que, gratuitamente, han circulado aquí y allí, a su cuenta, sobre este asunto: ¿es<br />

que no se había servido entonces sin recato de soldados heridos, de uno y otro campo, para<br />

9


hacer sus experiencias? Aun en aquel momento mismo, sus cursos de anatomía, para los<br />

que utiliza cuerpos humanos, son discutidos sordamente por unos, censurados<br />

abiertamente por otros. Y, ante todo, ¿bastaba el hospital para proporcionarle los cadáveres<br />

que necesitaba? Corría el rumor de historias siniestras: ¿es que no eran violadas, a veces las<br />

tumbas por la noche, arrebatados los muertos de sus féretros, cortados sus miembros, a fin<br />

de servir para las famosas lecciones de anatomía del doctor Bayley? Tan rápidamente la<br />

imaginación popular ha hecho extender la campaña, una vez lanzada la primera insinuación,<br />

aún cuando ninguna prueba seria pueda invocarse.<br />

El doctor Bayley no es de seguro un hombre como para prestar atención a semejantes<br />

cuchufletas. Ni por un instante le viene a la mente que un incidente, mínimo, podría<br />

brúscamente sublevar contra él a toda una parte de la población de la ciudad. Ahora bien, el<br />

incidente va a producirse en su laboratorio, en el transcurso mismo de esa lección de<br />

anatomía que da en Broadtivay, el 13 de abril de 1788.<br />

Sobre la mesa de disección se ha colocado un brazo de mujer, que el bisturí del profesor se<br />

dispone a despiezar. Súbitamente, uno de los estudiantes, con vena de chistes macabros,<br />

coge el brazo y, agitándolo por la ventana abierta, se pone a gritar teatralmente: «¡He aquí<br />

el brazo de vuestra madre que os ha propinado más de una bofetada!».<br />

¡Fatal coincidencia! Entre el grupo de muchachos que jugaban en la calle, bajo las ventanas<br />

del hospital, uno de ellos había perdido recientemente a su madre. Enloquecido, corre de<br />

un tirón hacia su casa, cuenta el hecho a su padre, quien pronto ha hecho juntar una banda<br />

de vecinos y amigos que se precipitan tras él en dirección al hospital. Por las calles, el<br />

pequeño grupo engrosa por minutos. Llega a Broadway, fuerza las puertas del hospital, da<br />

asalto al laboratorio. Con la rabia de no encontrar allí al doctor Bayley, que prevenido a<br />

tiempo ha podido escapar con sus asistentes y alumnas, rompen, destrozan, destruyen<br />

cuanto allí hay: el fruto de una labor encarnizada de muchos años, proseguida con la mira<br />

de hacer progresar la ciencia médica y quirúrgica, para sólo el bien de la humanidad.<br />

¡Dichosos todavía si se hubiera detenido allí la cosa! Pero es más fácil provocar un incendio<br />

que extinguirlo. Si las autoridades civiles que se han visto en la obligación de intervenir han<br />

podido obtener que las cosas vuelvan, poco más<br />

o menos, al orden, durante la noche del 13 al 14, ellos son impotentes para conjurar el<br />

nuevo tumulto que estalla desde la mañana y va a convertirse pronto en una barrera<br />

sangrienta. En vano se hace una llamada para calmar los espíritus, a las personalidades más<br />

destacadas de la ciudad, a aquellos mismos que han adquirido recientemente el título de<br />

héroes de la Independencia. Su intervención pacífica, lejos de calmar la agitación, parece no<br />

tener otro resultado que el de llevarla a su colmo. A su vista, los tumultuarios se agarran a<br />

todo lo que encuentran a mano: piedras, palas o estacas. Sir John Yay y el barón Von Steben<br />

son alcanzados. El alcalde de la ciudad se ve obligado entonces a dar a la policía armada,<br />

que le rodea, la orden de tirar. Suenan los disparos. Hay cinco muertos y varios heridos. Si la<br />

multitud parece dispersarse un momento, es para expandirse, en el paroxismo del furor, a<br />

través de las calles de Nueva York, aullante, vociferante, amenazante: ¡Hay que encontrar a<br />

los médicos sacrílegos, a esos hay que hacer morir!<br />

Seguramente en casa del doctor Bayley se puede esperar lo peor, y se concibe lo que debió<br />

ser para la familia entera aquella noche de angustia y de terror. «Padre nuestro que estás en<br />

los cielos», repite sin cesar Isabel.<br />

Después de alerta tan sofocante, y no bien se hubo calmado la efervescencia popular con el<br />

arresto del joven estudiante sobre quien, de hecho, recaía la responsabilidad del drama, la<br />

situación profesional del doctor Bayley en Nueva York resultaba muy delicada. Por otras<br />

10


azones diferentes, que los acontecimientos del 13 al 14 de abrü no habían hecho más que<br />

exasperar, la armonía del hogar estaba, al parecer, muy comprometida ya hacía tiempo.<br />

¿Había aceptado en el fonda jamás Carlota Barclay que la actividad profesional de su marido<br />

acaparase la más bella parte de su tiempo y de su vida y prevaleciera en él, finalmente,<br />

sobre toda otra preocupación?<br />

Sea de esto lo que fuere, el doctor no tarda en anunciar su próxima partida para Inglaterra,<br />

en vistas a una estancia para la que no fijaba ninguna dilación. Pero dejar en el hogar de su<br />

madrastra a sus dos hijas mayores, en las circunstancias presentes, le pareció cosa<br />

imposible. Personalmente las condujo a Nueva Rochela, confiándolas deliberadamente a la<br />

guarda de su hermano Guillermo y de su cuñada Sara.<br />

Así pues, Isabel y María se volvieron a encontrar una vez más en la acogedora y espaciosa<br />

propiedad de Nueva Rochela, a donde tan a menudo habían ido ya por temporadas<br />

veraniegas, más o menos breves. Todo les era familiar en la casa solariega de Shore Road:<br />

cada uno de los sotos del jardín, cada una de las piezas de la casa; los peldaños de piedra de<br />

la escalinata, el gran comedor, la vasta chimenea donde los troncos de madera lanzaban, al<br />

caer de la tarde, sus ramilletes de chispas, las ventanas desde donde se divisaba la playa y el<br />

océano, y el vestíbulo de entrada, magnífico, con su robusta escalera de madera y la<br />

balaustrada de mármol maravillosamente pulida, porque todos los niños Bayley tenían<br />

costumbre de dejarse deslizar a todo tren por ella, con evidente alegría.<br />

Conocían también, una y otra, el ambiente eminentemente social del hogar de su tío, que<br />

mantenía el dinamismo y la petulancia de sus cuatro primos y sus dos primas. Sin duda<br />

Guillermo junior, el mayor, estaba dotado de un temperamento tranquilo y no encontraba<br />

su puesto en medio de la banda de los más jóvenes, después de haber alcanzado sus<br />

diecisiete años, pero José bastaría por sí solo, para poner animación en la casa y sus<br />

alrededores. A los 11 años no tenía semejantes para imaginar farsas y bromas, cuyas<br />

víctimas preferidas serían las muchachas. Ricardo, dos años más joven, marchaba<br />

naturalmente sobre las huellas de su hermano en el camino de la travesura. Juan era<br />

demasiado pequeño, todavía, para buscar otra cosa que las caricias y la protección de sus<br />

hermanos mayores: Susana, nacida unos meses más tarde que Betty, y Ana, que antes de<br />

los siete años, era ya el vivo retrato de su abuela materna, la princesa india Annehock.<br />

En cuanto al tío Guillermo, era un hombre de carácter enérgico, equilibrado, jovial y lleno de<br />

bondad. Arruinado en sus empresas comerciales, a consecuencia de la guerra de<br />

Independencia, aunque años de trabajo le habían conseguido, en Nueva York, una posición<br />

sólida, había vuelto, sin amargura, a la vida de hidalgo de gotera que había sido la de su<br />

padre. Gracias a su competencia tanto como a su bondad que le ganaba la simpatía, su<br />

posesión de Shore Road estaba entonces en plena prosperidad. Si empleaba para trabajar<br />

en sus tierras un pequeño número de esclavos, los consideraba como hombres y les trataba<br />

en igualdad con los otros servidores.<br />

Hombre de acción, si los hubo, Guillermo Bayley tenía el arte, sin embargo, de saber<br />

divertirse divirtiendo a los otros. Habitualmente se instalaba en la terraza de su pequeña<br />

casa solariega, de donde la vista se extendía a lo lejos sobre el océano más allá de la cala de<br />

Pelham y la isla del Cazador, gustando el encanto intenso y apacible que se desprende de tal<br />

paisaje «uno de los más bellos que haya». Era, además, un hablador agradable, y retenía, sin<br />

dificultad, en torno a él, un auditorio apasionado, donde pequeños y grandes se mezclaban<br />

alegremente. ¡Cuántas veces no debió de contar así la historia terrorífica y romántica del<br />

Indio Wampage y de la familia Pell!<br />

11


En 1642 al borde de un río salvaje de Rhode Island la señora Ana Hutchinson, la primera<br />

mujer blanca que había osado aventurarse por el corazón de tierras indias, había sido<br />

ferozmente masacrada, con sus cinco hijos, por orden del Gran Jefe indio a quien<br />

exasperaba entonces la crueldad cínica de un gobernador holandés de Nueva Amsterdam.<br />

Orgulloso de su sangrienta victoria, Wampage, siguiendo en esto el uso ancestral de su<br />

tribu, había unido a su apellido el de la víctima y se había llamado desde entonces<br />

Annehook. Este apellido le placía, hasta tal punto que quiso dárselo a su propia hija la<br />

princesa Ana quien había de desposarse con el hijo del colono inglés, John Pell, aquel Tomás<br />

Pell cuya nieta, Sara, había llegado a ser mujer del tío Guillermo mismo en 1771. Tenía<br />

también el don de transformar, con sólo su cuchillo, trozos de madera, en juguetes<br />

maravillosos, para gran alegría de los niños, los suyos y todos los que él gustaba de ver<br />

divertirse en torno suyo en la casa solariega de Shore Road.<br />

Uno de sus nietos hablará de él, mucho más tarde, como de un abuelito ideal nunca falto de<br />

canciones, de juegos o de historias que dan con su sola presencia un encanto único a la<br />

propiedad de Nueva Rochela.<br />

Sí, en casa de su hermano Guillermo, el doctor Bayley tiene la certeza de que sus dos hijas<br />

mayores estarán rodeadas, cuidadas con esmero. Su corazón podrá explayarse en la<br />

atmósfera de un hogar poblado de hijos llenos de animación y de vida. El mayor de los<br />

muchachos es apenas más joven que María. Entre Susana y Betty, a quienes se tomaría<br />

fácilmente por dos hermanas, reina desde siempre una armonía perfecta.<br />

Efectivamente, las hijas del doctor quedan inmediatamente integradas en la intimidad<br />

familiar, encontrando en casa de su tío y de su tía la apacible seguridad de una vida de<br />

familia que prácticamente no ha sido jamás la suya. Se ven igual mente animadas dentro del<br />

círculo ininterrumpido de alegres y sanas diversiones a las que están habituados sus primos<br />

de Nueva Rochela. Tales son, durante el verano, los paseos a caballo, las vueltas por el<br />

campo, las excursiones animadas por la costa o por los bosques. En invierno, bien calientes<br />

en sus abrigos de piel, la joven tropa de los Bayley no dudaba en afrontar las carreras de<br />

trineos, vertiginosas sobre las pistas nevadas, o las reuniones endiabladas de patinaje sobre<br />

los lagos helados. Con el primo mayor, Adán Flandreau, las dos mayores se apasionan,<br />

cuando llegan los días buenos, por el deporte a vela en torno a Long Island o a veces más<br />

allá.<br />

Pero no es raro que sus otros primos y primas vengan también a juntarse a toda la casa de<br />

Shore Road: tales son los Le Conte, los Mercier, los Coutant, los Flandreau. Todos ellos<br />

tienen apellidos demasiado típicamente franceses para no tener a honra hablar y escribir la<br />

lengua de sus ancestros. En su compañía, más fácilmente que en el aula de Mamá<br />

Pompelion, María y Betty adquieren entonces un verdadero y vivo conocimiento de la<br />

lengua francesa. Se frecuenta también, ciertamente, la casa tan llena de atractivo de la<br />

señorita Molly Besley. La lectura tiene lugar, claro está, en las dos lenguas. Es entonces<br />

cuando Betty descubre con fortuna a los poetas escoceses e ingleses Thompson y Milton. Se<br />

revela también como una excelente virtuosa de la música. Sentada ante el clavecín o ante<br />

uno de los primeros pianos, está ocupada en lo suyo. Y luego, está la danza, que nadie<br />

desdeña, a la que se dan con animación, dentro de una sana y fresca camaradería, durante<br />

los bailes de familia, de tarde y nocturnas, que se suceden en verano como en invierno,<br />

reuniendo aquí y allí a toda la juventud proveniente de la mejor sociedad de la ciudad.<br />

Durante casi dos años, Isabel y su hermana se aprovecharán sencillamente de todo lo que<br />

les ofrece una vida dichosa, una vida equilibrada como es la de la familia del tío Guillermo.<br />

De diferente manera, sin embargo.<br />

12


Por agradable que sea la compañía de sus primos y de sus primas, María está más<br />

interesada, desde entonces, por los anticipos que le prodiga desde aquel momento un joven<br />

estudiante de Medicina de su padre: Wright Post, a quien tomará por esposo en 1790. Para<br />

la joven de 18 años la experiencia tan profunda y a la vez tan fresca del amor es algo que la<br />

colma y la desarrolla. Por al mismo hecho, María es mucho menos sensible que su hermana<br />

a la ausencia prolongada de su padre, con el extraño silencia que acompaña esta vez su<br />

lejana estancia en el viejo continente. Cosa increíble, nada de él llegó a sus hijas después de<br />

más de un año de su partida; y esto es para Betty causa de sufrimiento, de vacío doloroso<br />

que no le hacen olvidar ni el cálido afecto de su tío y de su tía, ni las alegres reuniones con<br />

Guillermo, Susana, José y los otros<br />

Pero es también para ella el tiempo de otro descubrimiento íntimo, sobrenatural. Sin<br />

quedarse al margen de la sociedad, que da a la familia de Guillermo Bayley una de sus natas<br />

distintivas, Betty sabe disponer de horas de soledad, de momentos de reflexión que le son<br />

necesarios como algo vital. Ella misma recuerda en sus Dear Remembrances el gusto que<br />

encuentra entonces, así en la lectura de la Biblia como en la de sus autores predilectos,<br />

Thompson y Milton. Gusta de alejarse en medio de los roquedales que los hielos invernales<br />

han recubierto, y, allí, sola, con transportes de alegría y entusiasmo canta himnos al Señor.<br />

O bien son las claras noches de verano que la incitan a permanecer horas enteras<br />

escrutando en contemplación silenciosa el cielo tachonado de estrellas donde trata de<br />

identificar el centelleo de Orión.<br />

Sola, también, se pasea bajo la sombra azul de los cedros de pesadas ramas y de nuevo le es<br />

necesario expresar su alegría interior entonando himnos. Lo anota expresamente:<br />

- - alegría en todas las cosas - que las cosas sean bastas, rudas, apacibles o fáciles, siempre<br />

alegre - la primavera está aquí.<br />

Pero ¿de qué alegría se trata entonces? Las líneas siguientes nos lo enseñan: - alegría en<br />

Dios de que El era mi PADRE, y pidiéndole que jamás me abandonara - mi padre lejos, tal vez<br />

muerto... pero Dios era mi Padre y yo completamente libre interiormente frente a todo lo<br />

que podría suceder.<br />

Hay que notar que toda separación, que toda frustración de una ternura humana legítima,<br />

abre el corazón de Betty hacia un amor más seguro, más grande, hacia el único amor que no<br />

engaña jamás, porque es a la vez perfecto, todopoderoso, infinito. La niña de cuatro años,<br />

buscaba junto a Dios, mirando correr las nubes en el cielo, a su madre y hermanita que<br />

había perdido. La adolescente de quince años separada de su padre y sin noticias suyas,<br />

para apaciguar su corazón, se vuelve también por instinto hacia Dios y presiente que en El,<br />

desde esta tierra, puede encontrar una intimidad hasta tal punto plenificante que nada de<br />

lo que pase podrá quebrantarla. He aquí por qué, a pesar del tormento y de la pena que le<br />

hace difícil entretenerse con María misma, Betty conserva en el fondo del corazón una<br />

alegría inalterable de la que toma conciencia sin descubrir todavía su valor y su precio. Pues<br />

parece ciertamente que hay ahí ya un toque divino que la roza y la marca, primicias de una<br />

llamada, aunque ella no pueda prever hasta dónde la conducirá. Catorce años más tarde, en<br />

una de las circunstancias más trágicas de su vida, el recuerdo de una de aquellas jornadas<br />

solitarias de Nueva Rochela la invadirá de súbito, con tal viveza que Isabel hará su relato<br />

como si se tratara de la víspera. Toma conciencia entonces, consignando el hecho de lo que<br />

fue para ella el encuentro divino, aquel día de primavera, cuando ella tenía quince años:<br />

¡Un día durante el año 1789, mientras mi padre estaba en Inglaterra, en una bella mañana<br />

de mayo, con el corazón ligero y lleno de alegría, saltaba dentro de un carro que iba al<br />

bosque a buscar haces de leña. Joe que había conducido el carro, se puso a cortar su leña y<br />

13


yo me metí entre los árboles. Encontré pronto un sendero que conducía a una pradera, allí<br />

había un castaño rodeado de nuevos plantones; pensé realmente encontrar allí un bonito<br />

lugar para sentarme. Cierto que era un lecho maravilloso, el musgo verde, espeso, y la<br />

sombra del árbol y el cálido sol. Por encima de mi cabeza el cielo de un azul extraordinario;<br />

en torno a mí todos los ruidos de la primavera: alegría, armonía. Y aquellas flores<br />

encantadoras, las campanillas de los bosques y todos aquellos ramilletes de flores silvestres<br />

que había recogido por el camino. Yo estaba allí con un corazón inocente cuanto un corazón<br />

de niña lo había podido jamás ser, llenándome de amor por Dios y de admiración por sus<br />

obras.<br />

Aún ahora creo experimentar las vivas impresiones que mi alma sintió entonces. Me vino al<br />

pensamiento que mi padre, que estaba lejos de mí en aquel momento, no podía tener<br />

cuidado de mí, pero que Dios era mi Padre, mi Todo.<br />

Me puse a rezar, a cantar himnos muy alto en el bosque. Reía, me hablaba a mí misma,<br />

admirando la bondad de Aquél que me levantaba así por encima de mí misma, que me hacía<br />

superar toda melancolía, luego me senté de nuevo para saborear aquella paz del cielo. Estoy<br />

persuadida de que una hora de alegría de esa clase hace avanzar diez años en la vida<br />

espiritual!<br />

Asida por esta presencia de Dios en ella le es necesario prolongar aquel momento<br />

privilegiado de soledad. Pide a Joe que no la espere y se va de allí sola, por el lado de la<br />

rectoría, nada más que por verla, dando para ello un rodeo de más de un kilómetro. Pero<br />

¿no es la rectoría la casa de aquél que ha recibido la misión de anunciar la palabra de Dios?<br />

¡Allí, prosigue ella, recé otra vez con todo mi corazón y luego volví a casa cantando a todo lo<br />

largo del camino!<br />

Insistirá todavía, mucho más tarde, en sus Dear Remembrances, sobre aquellos momentos,<br />

de soledad cuando, en total comunión con la naturaleza que ama, ella descubre en lo más<br />

íntimo de sí misma el manantial de una alegría más pura y más profunda donde mitiga la<br />

sed su corazón de niña, su corazón de adolescente.<br />

Es para ella un placer sin límites permanecer sentada en medio de los campos teniendo en<br />

sus rodillas el gran libro abierto de las Estaciones de Thompson, mirar el rebaño de ovejas<br />

que pastan en derredor, los corderos retozando y balando por encontrar a su madre. En sus<br />

paseos por el bosque, pegar sus labios al tronco de los abedules para chupar su savia. Sus<br />

pasos la han conducido al borde del océano. Encuentra el placer de niña recogiendo sobre la<br />

arena las conchas multicolores. Cuando al fin, dichosa, relajada, está de vuelta en casa de su<br />

tío, se asombra de escuchar a las sirvientas, que son metodistas y no episcopalianas como<br />

ella, cantar mientras hacen girar su rueca, himnos de una extraña austeridad. Ella, a quien el<br />

Señor hace ya comprender en lo más íntimo de sí misma, que lo que El quiere es compartir<br />

con nosotros su vida divina en una alegría infinitamente pura que no tendrá fin, no se siente<br />

de acuerdo con aquellas palabras lancinantes, que llegan como un estribillo a los labios de<br />

las hilanderas: «¿Es que no he nacido para morir?». Una inquietud la vence un instante,<br />

pero, como en una pirueta, sus quince años la han hecho pronto recobrar las fuerzas. Este<br />

pensamiento súbito le traspasa el espíritu: más tarde, se entiende, se hará «cuáquera», de<br />

la misma manera. Y, ¿por qué? Pues, ¡porque las cuáqueras llevan unos sombreros tan<br />

sencillos y tan bonitos! Sin duda, ella sabe por instinto que en la secta de los cuáqueros -<br />

cuyo nombre viene del verbo to quiake: temblar, ¿un temblor carismático?- ¡jamás estaría<br />

cómoda! Pero... ¡por tener un sombrero tan bonito...! ¡Excelente razón!, comenta en sus<br />

Dear Remembrance,s, y se adivina la sonrisa divertida de la Madre Seton evocando para sí<br />

misma aquellos recuerdos de antaño.<br />

14


Con la pequeña Ana, Betty tiene algunas veces largas y serias conversaciones. Para Ana, es<br />

bien sabido, todo el mundo allí tiene una debilidad de la que nadie busca defenderse. La tez<br />

mate de la niñita, sus grandes ojos oscuros, sus cabe llos tan negros que parecen, por<br />

momentos, cabrillear con reflejos azules, sus rasgos enérgicos, su expresión decidida,<br />

evocando a sus ascendientes indios y principescos, le confieren un encanto que sólo le<br />

pertenece a ella entre los seis hijos de Sara Pell. Pero Betty ha descubierto, además, en ella,<br />

un verdadero atractiv9 por las cosas divinas que se emparenta con el suyo. Es un hecho, la<br />

adolescente, con Ana, con ella sola, puede hablar de Dios, de su bondad, y de su amor. Y es<br />

que Betty tiene necesidad de compartir con alguno la alegría que le trae la certidumbre<br />

íntima de la presencia del Señor, de la bondad del Señor, del amor del Señor. Ana, por su<br />

parte, se revela asombrosamente receptiva. Le encanta escuchar a su prima mayor contarle<br />

las historias de la Biblia, o cantar para ella esos poemas tan profundamente humanos y<br />

sobrenaturales que son los salmos. Entre Ana y Betty se traba entonces una amistad que un<br />

día romperán brutalmente dolorosas circunstancias, a causa, precisamente, de la división<br />

hecha entre los hermanos separados de la Iglesia de Cristo.<br />

El año 1789 iba a terminar. Acababan, por fin, de recibirse noticias del doctor Bayley. Tenía<br />

la intención, decía, de embarcar próximamente en uno de los navíos mercantes que se haría<br />

a la vela hacia América, en diciembre o enero, probablemente.<br />

María no duda de que el retorno de su padre precede un poco a su propio matrimonio con<br />

el joven doctor Wright Post. Toda feliz, 1a joven de veinte años mira pronto cara a cara el<br />

próximo futuro como una estela llena de encanto, donde las jornadas serán apenas<br />

bastante largas para dejarle tiempo de dar la última mano a su ajuar, a la ropa de casa de su<br />

futuro hogar, a mil y una cosas con las que sueña verle provisto desde el primer día.<br />

Para Betty, ese retorno deseado, impacientemente esperado, no va a aportar la felicidad<br />

con que ella contaba. Apenas las dos hermanas habían vuelto a Nueva York, y ya las<br />

diferencias se suceden en el hogar de los Bayley. ¿Por qué disimulárselo? Se abren allí unas<br />

fallas demasiado profundas, desde entonces, para que se pueda esperar que un acuerdo,<br />

real, pueda encontrarse un día entre el doctor y su esposa. Cuando, en el mes de junio, se<br />

celebre el matrimonio de María, recepciones, danzas, músicas pueden ciertamente dar<br />

todavía el cambio exteriormente, en cuanto a la vida familiar de los Bayley. No es más que la<br />

alegría ficticia que quiere salvar las apariencias, disimular a los huéspedes, a los invitados, a<br />

los miembros mismos de la familia la irremediable ruptura que acabará, unos años más<br />

tarde, por consumarse en su gran día.<br />

Tal situación, sobre la que ella no se engaña, trae al corazón de Betry una indecible angustia,<br />

porque persiste en profesar a su padre una admiración sin límites., un gran amor filial,<br />

indefectible y apasionado. Unas líneas en sus Dear Remembrances, conmovedoras en su<br />

sencillez, bastan para revelar lo que fue para Isabel su decimoséptimo aniversario, que ella<br />

había soñado maravilloso, ya que su padre estaría de nuevo junto a ella.<br />

-a la edad de dieciséis años, desacuerdo de familia y no hay medio de concebir por qué,<br />

cuando hablaba amablemente a los míos, no me respondían; y no hay medio de concebir<br />

que alguien pudiera ser enemigo de algún otro.<br />

Un hecho se impone, además, brutal y desgarrador: Vino a ser imposible a la joven<br />

permanecer más tiempo en la casa que debería ser la suya. Dejar deliberadamente Nueva<br />

York, para volver a Nueva Rochela a casa del tío Guillermo, parecería, a primera vista, la<br />

mejor solución, pero eso sería anunciar públicamente para aquellos que se juzga que lo<br />

ignoran, el drama íntimo que continúa en casa del doctor Bayley. Sería también, para Betty,<br />

alejarse nuevamente de un padre hacia quien su amor, en tan duras circunstancias, se hace<br />

15


cada día más puro, más apasionado, más lúcido, al mismo tiempo. Le es necesario pues<br />

adoptar un comportamiento que dejará suponer que es ella quien, con toda su voluntad,<br />

acepta por su gusto personal, pasar unas semanas aquí, otras semanas allí, como si,<br />

siempre, tuviera su sitio en el hogar de sus parientes.<br />

Sin duda, María ofrece de buena gana hospitalidad a su hermana. Pero se puede presumir,<br />

con todo, que Isabel tiene demasiado tacto y delicadeza para imponer su presencia en el<br />

jovencísimo hogar con estancias frecuentes y prolongadas. Si le es igualmente divertido<br />

pasar un tiempo, cuando ella lo quiere, en casa de su tía materna, la señora Thomas<br />

Dongan, aquello no es más, en resumidas cuentas, que un paliativo.<br />

Afortunadamente para Betty, su familia y la de su cuñado, tienen en Nueva York un extenso<br />

círculo de relaciones, dentro de la sociedad más selecta de la ciudad. Así la joven podrá<br />

trabar, por lo menos en esta época, sólidas amistades, enriquecedoras y beneficiosas.<br />

Con Julia Sitgreaves Scott, a quien conoce en 1790, mantendrá, durante años, una<br />

correspondencia regular cuyo conjunto, editado en 1930, constituye un imponente<br />

volumen. Dos o tres años mayor, Julia, sin embargo, se apoyará en ella, pues la joven mujer,<br />

madre ya de dos hijos es de salud frágil, fácilmente deprimible. Betty encontrará para<br />

definirla una expresión encantadora: «vain shadow», a la que es difícil dar un equivalente,<br />

«leve sombra», quizás, o si se prefiere «sombrita de nada». María y Juan, los hijos de Julia,<br />

se prendarán pronto, al crecer, con un afecto apasionado, de la amiga de su madre.<br />

Totalmente diferente de Julia se manifestaba Eliza Craig, en vísperas de casarse con Enrique<br />

Sadler. Desde su matrimonia, da a su hogar una nota de equilibrio y de estabilidad. Es una<br />

mujer de juicio y de buen sentido, a quien se puede pedir siempre un consejo. Pasee,<br />

además, una fortuna excelente, que sabe usar con inteligencia. La mansión de los Sadler sita<br />

en Cortland Street, es atrayente, agradable, acogedora, como lo es, en otro estilo, su casa<br />

de campo de Long Island. Que sea aquí o allí, la dueña de la casa sabe colocar a gusto a los<br />

que recibe, y su delicadeza tiene el arte exquisito de hacer olvidar a sus huéspedes que<br />

están bajo un tejado extraño.<br />

Con frecuencia, es verdad, Eliza está ausente. Se va a Irlanda para responder a la invitación<br />

de uno de sus tíos que reside allí. Más a menudo aún, acompaña a su marido, cuyos<br />

negocios le obligan a frecuentes viajes por Europa. Quizás Eliza es la amiga preferida de<br />

Betty, aquélla con la que se siente más de acuerdo, con más seguridad, en todo caso.<br />

Deberá dar apoyo también a Catalina Dupleix, que, minada en su salud, se encuentra sobre<br />

todo extrañamente aislada por razón de su matrimonio que no fue afortunado. El capitán<br />

Dupleix es un hombre del mar, un rudo comandante, demasiado rudo para la delicadeza de<br />

su mujer. Demasiado poco en su hogar también, puesto que pasa capeando temporales en<br />

los mares la mayor parte del tiempo. ¡Si hubiera al menos un hijo! Pero Catalina no<br />

conocerá jamás las alegrías de la maternidad. Su ternura, frustrada en su vida familiar, tiene<br />

necesidad de encontrar un objeto. La amistad que da, es una amistad segura, profunda, fiel,<br />

pero que, para explayarse, tiene la necesidad de sentirse comprendida y compartida. A tales<br />

exigencias Betty es capaz de responder.<br />

No es raro, que, Eliza, Catalina y Betty se reunan para ir a visitar juntas a los enfermos, a los<br />

niños desheredados de Nueva York. La señora Sadler, la más favorecida de las tres en<br />

cuanto a la fortuna, no duda en dar sumas considerables para las obras de beneficencia que<br />

se establecen entonces, según los usos y costumbres de la época. La señora Dupleix actúa<br />

de la misma manera. Si Betty no está en condición de aportar una ayuda pecuniaria, es<br />

dichosa, al menos, en pagar con su persona, en cuanto se presenta la ocasión.<br />

16


De hecho, ocupaciones y amistades, por buenas que sean, dejan en el corazón de la joven<br />

un sentimiento de vacío. ¿Se ha dado a sus amigas con ardor un tanto excesivo? ¿Ha<br />

querido, para olvidar el sufrimiento que le viene de su pro pio hogar, embriagarse un poco<br />

de vida mundana? Más tarde cuando llegue a ser la Madre Seton, aleccionada por las<br />

experiencias dolorosas, gracias a las cuales el Señor ha decantado su alma de lo que no era<br />

más que humano, juzgará sin indulgencia su comportamiento de entonces:<br />

- necedad, tristezas, quimeras, míseras amistades, pero todo esto se vuelve en bien y en<br />

conclusión: cuán estúpido es amar cualquier cosa que sea en este mundo.<br />

En verdad, el juicio aquí es demasiado severo. Tanto, que hasta es erróneo, porque ni el<br />

amor, ni la amistad serán jamás censurables en cuanto tales. Lo que sí lo es, es el uso<br />

desreglado que el hombre pecador es capaz de hacer de elles. Sin duda es necesario ver en<br />

estas líneas, repuestas en su contexto histórico preciso, el sentimiento sentido<br />

ulteriormente por Isabel, de haberse dado entonces de manera demasiado absoluta a solas<br />

amistades humanas. A estas amistades, además, permanecerá fiel hasta su último día. Un<br />

hecho parece cierto. Si, durante este período, Isabel, más o menos conscientemente, está a<br />

la búsqueda de Dios, Dios la persigue y la busca más de lo que ella le busca personalmente.<br />

Pero ella no tiene, para avanzar en este camino de la intimidad divina, a nadie que la pueda<br />

ayudar. ¿Cómo, entonces, extrañarse de encontrar en ella esos tanteos dolorosos, esa<br />

búsqueda inquieta de felicidad para la que se siente hecha, esos deseos que parecen sin<br />

objeto, esos temores de ser infiel a la gracia, y hasta la tentación de desesperación cuyo<br />

aguijón va a conocer?<br />

A los dieciocho años, es ella también quien nos lo da a conocer, tiene bellos sueños. Querría<br />

poseer una casita en el campo, para reunir a todos los niños de los alrededores y enseñarles<br />

sus oraciones y mantenerlos limpios y enseñarles a ser buenos. Siente, en el fondo de sí<br />

misma, brotar otro deseo que le parece utópico, y que, en el plan de Dios, será realidad, es<br />

el deseo apasionado que había de lugares de ese género en América... donde la gente podía<br />

encerrarse lejos del mundo y ser siempre buena. Ha pensado a menudo, prosigue ella, huir<br />

hacia tal lugar, más allá de los mares, baja un vestido de prestado, trabajando para vivir.<br />

¿Es el pensamiento de tal retiro, lejano y silencioso, bajo la mirada de Dios, lo que le hace<br />

tomar conciencia de la vanidad de una vida mundana? El hecho es que confiesa estar<br />

estupefacta de ver las preocupaciones que se toman las gentes por su aseo personal. Y esta<br />

vida mundana ¿no es la suya? Sí, y precisamente, le parece incompatible con sus deseos<br />

más íntimos, más imperiosos también: entretenerse sola, a solas con el Señor.<br />

- Mil reflexiones, después de haber estado en las reuniones, sobre el hecho de que no podía<br />

hacer mis oraciones y tener buenos pensamientos, como si hubiera estado en casa. Siente la<br />

necesidad de reflexionar y dar a cada cosa su lugar... Sufre de reconocerse incapaz de hacer<br />

lo uno y lo otro... De ahí que llegue a preferir ir a su habitación a tomar fuera cualquier otra<br />

distracción.<br />

Tendría a la vez necesidad de expresarse, de ser comprendida, de verse ayudada a resolver<br />

un problema primordial como el del sentido de la existencia, que se plantea su espíritu;<br />

verse esclarecida en lo concerniente a la respuesta que se le pide, personalmente, de cara a<br />

la llamada de Dios que se hace insistente y ya dolorosamente purificante.<br />

Está sola. Tiene dieciocho años.<br />

Ahora bien, este mismo año de 1792, el doctor Bayley, su padre, es nombrado titular de la<br />

cátedra de anatomía, en la Facultad de Medicina de la ciudad de Columbia, recientemente<br />

erigida. Son para él nuevas cargas, nuevas obligaciones, que se juntan a las que ya le<br />

absorbían. La joven, sin embargo, tendría tanta necesidad de apoyarse sobre ese padre a<br />

17


quien el trabajo aleja, tan a menudo, de Nueva York. Y él mismo, en el fondo, ¿no<br />

experimenta una igual necesidad de apoyarse en su hija? Hay entonces, entre ambos, una<br />

correspondencia incesante. Las cartas de Isabel son diarias o casi diarias. A ella le gustaría<br />

que las respuestas llegaran con el mismo ritmo. De hecho, ¿qué sola está en este plano<br />

también!<br />

En semejantes circunstancias, ¿qué hay de sorprendente en que, de golpe, ella se sienta<br />

resbalar como en un abismo sin fondo, donde, por un instante, piensa poner fin, no importa<br />

con qué medios, a la agonía que le aplasta? Unas líneas lacónicas en sus Dear<br />

Remembrances, hacen presentir cuál llega a ser su drama. - ¡Ay, ay, ay... LÁGRIMAS DE<br />

SANGRE, - DIOS MÍO - cataclismo horrible de todas las buenas promesas de Dios con la más<br />

audaz presunción, - Dios me había creado, - yo era muy miserable. El era demasiado bueno<br />

para condenar a una tan pobre criatura hecha de polvo, conducida por la melancolía a este<br />

miserable razonamiento... Laudanum - - la alabanza y las acciones de gracias de una alegría<br />

desbordante por no haber consumado esa horrible acción, - millares de promesas de eterna<br />

GRATITUD.<br />

Nadie, quizás, en el círculo familiar de Isabel, ha dudado de la íntima y punzante agonía por<br />

donde ha pasado. Una cosa es impresionante en las líneas que ha trazado a este particular:<br />

su impulso espontáneo hacia el Señor. Que el pensamiento del suicidio no baya aflorado<br />

más que un instante, o que, en una tensión excesiva, la joven de dieciocho años se haya<br />

debatido más contra tal obsesión, ella guarda hacia Dios, hacia su bondad, hacia su amor,<br />

una indefectible confianza. Por instinto, ella se vuelve hacia El como hacia su único refugio.<br />

¡Mucho más!, ya que el Señor la ha retenido al borde del precipicio, ella le hace millares de<br />

promesas de eterna gratitud.<br />

¡No se dice, por otra parte, en el Libro de los Proverbios:<br />

«Las heridas sangrantes son un remedio contra el mal, los golpes curan hasta el fondo del<br />

ser»? (Prov. 20, 30).<br />

3.- NO LLEGUES DEMASIADO TARDE<br />

Como el sol que se eleva sobre las montañas del Señor,<br />

así el encanto de una bella mujer<br />

en una casa bien llevada.<br />

Eclesiástico 26, 21<br />

«El sábado 16 de julio, mi querida mujer que en este momento está en Long Island, por<br />

causa de su salud, vino para ver a todos sus hijos, y nos pusimos a la mesa, todos juntos,<br />

para comer: mi mujer y yo, mi hija Ana María y su marido, mis hijos: Guillermo Magee,<br />

Jaime, Juan, Enrique, Samuel y Eduardo. Mis hijas: Isabel, Rebeca, María, Carlota y<br />

Enriqueta. Al fin de la comida, mi mujer y yo hicimos un brindis en honor del Todopoderoso<br />

que nos ha ayudado a educar a todos estos hijos, de los que ninguno, jamás, nos ha causado<br />

preocupaciones>>.<br />

El hombre que trazaba estas líneas, el 21 de julio de 1791, se llamaba Guillermo Seton.<br />

Estaba en plena fuerza de la edad, cuarenta y cinco años, y sería padre todavía, al año<br />

siguiente, de una pequeña, Cecilia. Ocupaba entonces un puesto de confianza en el Banco<br />

de Nueva York, en la Walton House de Sr. Georbe Square, el primer banco americano que<br />

había sido creado desde la Independencia, y donde el mayor de los hijos, Guillermo Magee<br />

trabajaba también desde los dieciocho años.<br />

18


«Poco tiempo después que los habitantes de esta ciudad llegaron a ser pacíficos poseedores<br />

de ella, precisa St. John de Créve Coeur, con fecha del 28 de diciembre de 1786,<br />

establecieron un banco regido como el de Boston por doce directores, que los suscriptores<br />

elegían anualmente; este establecimiento ha rendido grandes servicios al comercio de esta<br />

ciudad»'.<br />

La Nueva York de entonces era, a decir verdad, muy diferente de la Nueva York moderna.<br />

Algunos lienzos de la época, debidos a pintores contemporáneos de la Independencia, a<br />

Francisco Guy, principalmente, han fijado con éxito la fisonomía de la ciudad tal como<br />

aparecía en aquel siglo XVIII que acababa. Casas coquetas con fachadas enjalbegadas,<br />

cuando no están construidas con ladrillos rosados, han reemplazado ya a las viejas<br />

edificaciones de madera que había destruido en gran parte el terrible incendio de 1776.<br />

Casas de dos o tres pisos, todo lo más, que domina, elevada, el campanario de las iglesias o<br />

su cúpula redonda. Unos faroles provistos de lámparas de aceite alumbrarán<br />

parsimoniosamente por la noche las calles sin pavimento, obstruidas sin cesar, en los<br />

accesos del puerto, con cordajes y anclas, con barriles y toneles, con enormes fardos de<br />

todas clases, en medio de los cuales, pesados carros, traqueteando, se abren paso con<br />

dificultad. A lo largo de toda la jornada, marinos y comerciantes se abordan en una<br />

abigarrada animación de trajes y colores: largas blusas o levitas, sombreros de copa, gorras<br />

y sombreros planos. Se trajina cargando y descargando las mercancías más diversas. Se<br />

trinca frente a un bar improvisado: una plancha puesta sobre dos toneles. Se discute un<br />

negocio, de mar o de política, sentados tranquilamente sobre los escalones, ante las puertas<br />

de las tiendas.<br />

La rodadura de los toneles, de los barriles de melaza, de los bidones de alquitrán, el piafar<br />

de los caballos, el chirrido de las ruedas sobre sus llantas de madera, las llamadas de los<br />

estibadores se mezclan al ruido de las olas que baten las piedras del muelle, a los chillidos<br />

agudos de las gaviotas y de las águilas marinas cuyo vuelo se prolonga, rápido y sesgado,<br />

por encima de la ciudad.<br />

El cruce de Water Street y de Wall Street experimenta casi sin tregua esta viva y trepidante<br />

animación. Se conoce otra de ellas, más aristocrática, muy típica de la época: la que reina,<br />

desde la mañana a la noche, en la Tontine Cof fee House, en cuya cima flota orgullosamente<br />

restallando, bajo las ráfagas con que la azota el viento, la bandera de la Independencia. Se<br />

puede ver, a todas las horas del día, a hombres que conversan en la terraza o en el balcón<br />

de la Tontine Coffe.2 House. Llevan ellos los sombreros de anchas alas o los tricornios negros<br />

sobre la peluca blanca o sobre los cabellos empolvados a lo Cadogan. Levitas de colores<br />

claros, medias blancas, zapatos desnudos... La moda europea ha franqueado el Atlántico y<br />

los fervientes pioneros que se quieren desde ahora separados del Viejo Mundo han<br />

adoptado prácticamente la elegancia refinada que ostentan, por esos mismos años, los<br />

cortesanos de Jorge III en Londres o los últimos familiares del palacio de Versalles en la<br />

víspera de la revolución francesa.<br />

De Tontine House, por Water Street, que llega directamente al puerto, se ven claramente,<br />

balanceados por la marea, las vergas y los mástiles de los navíos en el malecón, y a veces,<br />

destacada sobre el cielo de un azul vivo, la vela hinchada de un navío que trae al Nuevo<br />

Mundo su carga de tela, de vino, de cereales o simplemente de emigrantes.<br />

En la ciudad de Nueva York en este final del siglo XVIII, hay entonces, atestiguan los<br />

historiadores, una especie de gama alegre de vida, de animación, de placeres, de bailes, de<br />

diversiones. Desde que George Washington, aceptando asumir la presidencia de la joven<br />

república, dejó Mount Vernon, en 1789, para fijar su residencia en Nueva York, la ciudad,<br />

19


que viene a ser prácticamente capital de los Estados Unidos, ve acrecentar de día en día su<br />

prestigio.<br />

No es ya el tiempo en que los pobres tenderetes, hechos con planchas de madera<br />

toscamente labradas, se contentaban con ofrecer a los colonos desprovistos los artículos de<br />

primera necesidad, o los utensilios de casa más indispensables. Elegantes almacenes, con<br />

anuncios llamativos, atraen ahora las miradas de los transeúntes, más aún de las<br />

transeúntes. Ropa fina y encajes, vestidos de verano, de invierno, perifollos y bagatelas,<br />

perlas preciosas, joyas, diamantes, finas porcelanas, muebles y tisúes de tapizar, frutas de<br />

todas clases, pasteles y golosinas; ¿qué hay que no se encuentre, entonces, en los<br />

almacenes de Liberty Street y de Wall Street, donde los escaparates tentadores solicitan a<br />

cada paso la atención, hacen nacer el deseo, incitan a la compra?<br />

Entre los floristas de la ciudad, porque uno solo no bastaría, Grant Thorburn tiene la primera<br />

plaza. Hace negocios de oro, habiendo sabido hasta tal punto asentar su reputación que<br />

ningún enamorado de Nueva York estimaría haber hecho galantemente la corte, si su<br />

bienamada no hubiera recibido de su parte un manojo o un ramillete del florista Grant<br />

Thorburn. El florista ha encontrado, además, para atraer y retener a la clientela, una<br />

fórmula original que se le muestra infalible. En medio de las flores siempre frescas, siempre<br />

nuevas, de los más variados colores, se balancean ligeras unas jaulas de finos alambres en<br />

las que pájaros de rutilante plumaje hacen oír su canto y sus incesantes gorjeos.<br />

Sobre la misma acera de Liberty Street el escaparate de John Jacob Astor ejerce sobre las<br />

elegantes de Nueva York, una atracción más fascinante todavía: capas, pellizas, abrigos de<br />

visón, manguitos de castor o de armiño, pieles de zorro azul. La Casa Astor es para las<br />

neoyorquinas de la época, lo que la casa Dior para las parisienses de hoy. Ninguna de las<br />

mujeres «chic» de la ciudad se creería vestida si sus prendas de invierno no vinieran del<br />

almacén de John Jacob Astor....<br />

Las galerías de muebles mantenidas por Duncan Phyffe atraen, ellas también, numerosos<br />

visitantes y distinguidos clientes. Amueblar su hogar según la moda del día, escoger la mesa<br />

de madera esculpida, las sillas y los sillones con sede rías damasquinadas, palpar la tela de<br />

las cortinas que según la estación o los gustos caerán en pliegues pesados a cada lado de la<br />

ventana o dejarán flotar ligera su blancura vaporosa, es un placer que forma parte de la<br />

alegría toda nueva de los jóvenes casados. Duncan Phyffe no lo ignora; aquél cuyo almacén<br />

abre sus puertas en una de las calles más frecuentadas de la ciudad: Wall Street.<br />

Muy ingenuo sería quien se figurase que la publicidad no existía antes del siglo XX. En la<br />

Gaceta de Nueva York del 10 de diciembre de 1783 unos sombrereros hicieron insertar el<br />

anuncio siguiente: «Enrique Bicker e hijos, exilados de esta ciudad hace ocho años por la<br />

conquista que nuestros enemigos habían hecho de ella, y que durante el curso de la última<br />

guerra sirvieron fiel y animosamente a su patria como capitanes, in forman al público, sus<br />

amigos y antiguos camaradas los oficiales del ejército continental, que fabrican sombreros<br />

como antes de la guerra. Ellos se prometen que los buenos Wigs los comprarán en su tienda<br />

preferentemente. Sólo esperan y piden por sus servicios la animación de su industria».<br />

Es de buen gusto, además, frecuentar John Street, el primer verdadero teatro americano,<br />

donde no hay un grupo de aficionados, como poco antes, a quienes se va a aplaudir, sino<br />

unos actores profesionales que interpretan las piezas clásicas de Shakespeare, u ofrecen<br />

representaciones más ligeras. La sociedad selecta de Nueva York gusta encontrarse allí, sin<br />

menoscabo de las reuniones de tarde o nocturnas que se ofrecen habitualmente en tal o tal<br />

familia.<br />

20


Que los Seton hayan encontrado, más de una vez, a los Bayley, en semejantes coyunturas,<br />

nada más, natural. Este año de 1791, Betty tiene 17 años. Se debate entonces con<br />

demasiados problemas para encontrar en estas reuniones mundanas otra cosa que una<br />

distracción, cuyo vacío ella misma se va a reprochar. Guillermo Magee, que acaba de<br />

alcanzar sus 23 años, ¿ha prestado ya alguna atención a la joven? Es difícil anticiparlo con<br />

certeza. Además está en vísperas de embarcarse por tercera vez, en dirección a Europa. Su<br />

familia paterna, de origen escocés, tiene ilustres ascendientes. Cuando la joven María<br />

Estuardo llegaba, en 1559, al reino de Francia, prometida al delfín Francisco II, que, al año<br />

siguiente, la dejaría viuda, a los 18 años, una de las «cuatro Marías» que acompañaban a la<br />

princesa escocesa era una María Seton. Ella permanecerá fiel hasta la muerte a la otra<br />

María, a la reina que un destino dolorosamente trágico había de perseguir toda su vida.<br />

El padre de Guillermo Magee, Guillermo Seton había nacido también en Escocia, en 1746.<br />

Tiene 17 años cuando se embarca, solo, para el Nuevo Mundo. Cuatro años más tarde,<br />

desposa en Nueva York a Rebeca Curson, y no tarda en fundar con su cuñado Ricardo la<br />

firma comercial de importación «Seton and Curson». La competencia del joven, su lealtad,<br />

su energía le señalan a sus conciudadanos como un candidato de valor para la asociación de<br />

la primerísima Cámara de Comercio de la ciudad, aunque no tenga entonces más que 22<br />

años.<br />

Los años que siguen ven poblarse su feliz hogar de niños: Guillermo Magee, Jaime, Juan,<br />

Enrique, Ana María. Pero la tuberculosis de la que en la época se ignora casi todo, arrebata<br />

prematuramente a los suyos a la joven madre de familia. Antes de los 30 años, Guillermo<br />

Seton se encuentra solo, con cinco hijos que educar. Al año siguiente, desposa en segundas<br />

nupcias, a la propia hermana de su mujer: Ana María Curson, que le dará todavía dos hijos:<br />

Samuel y Eduardo, y seis hijas: Isabel, Rebeca, María, Carlota, Enriqueta y Cecilia.<br />

Fue juzgado digno, además, el año que precedió a la muerte de su primera mujer, de formar<br />

parte del «Comité de los Ciento» al que encomendaron defender sus intereses los<br />

ciudadanos que pretendían permanecer fieles a Inglaterra. Pero, en este turbio período,<br />

esos intereses verdaderos eran tan malos de discernir como de defender. Había necesidad,<br />

por parte del Comité, de hombres lúcidos, inteligentes y enérgicos. Guillermo Seton tiene 29<br />

años, y es de aquellos a quienes incumbe esta delicada y pesada responsabilidad. Aunque su<br />

elección para el «Comité de los Ciento» le señaló como realista, los patriotas no dudaron en<br />

considerarlo un verdadero americano, desde que, terminadas las hostilidades, la joven<br />

nación afirmó sus primeros actos de autonomía.<br />

Se acordaban demasiado, en 1783, del papel que el señor Seton había mantenido, durante<br />

los años del conflicto, en las luchas con el problema vital que representaba entonces el<br />

avituallamiento de los neoyorquinos asediados por las tropas inglesas. Encargado de<br />

asegurar la llegada de los víveres, había sabido hacer cara a unas situaciones que otros<br />

menos enérgicos hubieran considerado quizás como desesperadas.<br />

Durante el año 1782, está al lado de uno de los hombres más destacados de la ciudad:<br />

Andrés Elliat, quien acumula entonces los dos cargos de Jefe de la Policía y Superintendente<br />

del Puerto. Guillermo Seton le ha sido añadido como asistente. Y sin embargo, las graves<br />

responsabilidades cuyo peso ha debido asumir, una tras otra, durante los años difíciles, no<br />

han impedido a Guillermo Seton ser, en medio de sus hijos, el jefe de familia admirado,<br />

respetado, amado sobre todo. Si goza de una situación pecuniaria que le permite hacer vivir<br />

a los suyos desahogadamente, es dichoso por causa de sus hijos.<br />

21


«¡Venid todos a mi caja fuerte, mientras esté con vida!, tiene la costumbre de decirles, ¡y<br />

cuando no esté ya aquí, pues bien, cuidaréis los unos de los otros!». Pero no es sólo en el<br />

interior del círculo familiar donde se da con bondad innata,<br />

y con el deseo de hacer feliz. Sus amigos, y no le faltan, saben hasta qué punto se puede<br />

contar con un hombre tal como él. Héctor St. John de Créve Coeur, quien, antes de que<br />

estallara la Guerra de la Independencia, había dedicado a Guillermo Seton sus «Cartas de un<br />

granjero americano», había de encontrar, en 1783, a su destinatario en muy dolorosas<br />

circunstancias. Volvía de Versalles, con cartas que le acreditaban junto a Washington, en<br />

calidad de primer Cónsul de Francia en los Estados Unidos, sin que nada le hiciera prever el<br />

drama que se había desarrollado dentro de su familia., en el transcurso de su ausencia. Su<br />

casa había sido incendiada, su mujer había muerto, y sus hijos habían desaparecido. «¡Yo<br />

hubiera muerto de golpe, confesará más tarde Héctor de Créve Coeur, si no hubiera<br />

encontrado en el muelle a mi amigo Guillermo Seton!»...<br />

«Aquel amigo generoso, aunque sincero realista, prefirió la patria a las brumas y a la<br />

esterilidad de Nueva Escocia. Lo que yo había previsto llegó después. Sus opiniones políticas<br />

fueron olvidadas, él goza de la estima pública que le merece tan justos títulos y hoy está a la<br />

cabeza de la Banca. Nacional, puesto importante al que ha sido llamado por el sufragio<br />

unánime de los suscriptores». Tal era el hombre que, el día 16 de julio de 1791, se alegraba<br />

de tomar un sitio en torno a la mesa de familia donde su mujer y sus doce hijos le rodeaban.<br />

Su hijo mayor, Guillermo Magee, tenía 23 años. Había nacido en 1768 a bordo del gran<br />

velero Edward que conducía a Nueva York, después de un viaje por Europa, a su padre y a su<br />

madre. Había sido bautizado el 8 de mayo en la iglesia de La Trinidad. Dos hermanos, Jaime<br />

y Juan, le habían seguido de cerca. Apenas ha llegado a sus 10 años, cuando Guillermo va a<br />

cruzar de nuevo el mar, con Jaime, su hermano menor. Sus padres deseaban para los dos<br />

muchachos una sólida educación inglesa. Como su abuela está todavía en el Continente, son<br />

enviados como internos al Colegio de Richmond, no lejos de Londres. Allí permanecerán<br />

unos seis años.<br />

El muchacho tiene 16 años cuando vuelve a los Estados Unidos. Dos años más tarde, será<br />

capaz de trabajar con su padre, en e! Banco de Nueva York. Pero ese padre sueña para él<br />

una nueva formación que haga de su primogénito un hombre de negocios consumado.<br />

Guillermo se embarca, en efecto, una segunda vez, para el Viejo Continente. Va a seguir un<br />

largo periplo: España, Italia. Inglaterra. Visita, una tras otra, Madrid, Roma. Londres.<br />

Establece contacto con las agencias extranjeras que mantienen relaciones comerciales con<br />

América, a la hora en que la importación y la exportación toman entre el antiguo y nuevo<br />

Continente su primer impulso. Pasa a Barcelona, a Génova, a Liorna, deteniéndose a veces<br />

varias semanas para adquirir nuevos conocimientos técnicos y hacer lo que llamaríamos hoy<br />

una pasantía.<br />

Es Liorna, verosímilmente, donde hace una mayor parada. Es recibido por una familia<br />

italiana que le acoge como amigo más que como pasante. Los Filicchi tienen efectivamente<br />

lazos estrechos con el país de Guillermo Magee Seton, ya que Felipe Filicchi ha desposado a<br />

una americana de Boston: María Cowper. En Liorna, por este hecho, el joven se siente<br />

menos extranjero. Allí puede hablar su propia lengua e iniciarse en la de sus huéspedes, con<br />

quienes pronto le unirán verdaderos lazos de amistad.<br />

De Italia, Guillermo Magee Seton llega a Inglaterra, pasa un momento con la familia de su<br />

padre, ve con interés las ciudades de Sheffield, Manchester, Liverpool y Birmingham, que<br />

experimentaban entonces una especie de revolución industrial. Se detiene en Londres,<br />

visitando todo lo que es posible ver con una juvenil curiosidad, ávida de conocer todo. Se<br />

22


embarca al fin, el 10 de julio de 1790, en el Montgomery que hace su singladura hacia<br />

América, pero que no arribará al puerto de Nueva York sino después de diez largas semanas<br />

de travesía.<br />

La hermana de Guillermo Magee, Ana María se casa el 24 de noviembre siguiente con el<br />

Senador Jahn Vining. ¿Es con ocasión de este matrimonio cuando el joven Guillermo Magee<br />

vuelve a encontrarse a Isabel Bayley?<br />

Menos de un año después, sin embargo, al día siguiente de la reunión familiar del 16 de julio<br />

de 1791, exactamente, vuelve a marchar de nuevo con dos de sus hermanos, Jaime y<br />

Enrique. Los tres son invitados a ir a proseguir su formación profesional en casa de los<br />

Filicchi, cuya firma comercial que dirigen en Liorna es una de las más importantes que están<br />

entonces en relación con América.<br />

Cuando vuelven al fin, uno o dos años más tarde, Guillermo Magee no tiene ninguna<br />

dificultad en ocupar su puesto en la sociedad selecta de Nueva York. Sus tres viajes por el<br />

Continente, las experiencias de toda suerte que trae de allí, el conocimiento al menos de<br />

una lengua extranjera, le confieren un prestigio que más de una, tal vez, le envidia<br />

secretamente, y que añade, además, a la excelente reputación de que goza su familia. Es,<br />

por otra parte, un joven distinguido, encantador de rasgos finos, de estatura elevada. Queda<br />

un retrato suyo al pastel que data de esta época. La frente es alta, amplia, el rostro en óvalo<br />

regular y encuadrado por cabellos ondulados, empolvados de blanco, que descienden hasta<br />

el cuello de la levita oscura. Los ojos son dulces, con una nota de melancolía, la nariz fina, la<br />

boca bien dibujada. Una pechera de encaje blanco acaba por dar a la fisonomía, más dulce<br />

que viril, es preciso reconocerlo, esa nota romántica que evoca para nosotros el retrato de<br />

un André Chénier, por ejemplo. A decir verdad, el perfil de Betty, en esta misma época, y<br />

aunque ella sea seis años más joven que Guillermo Magee, acusa un carácter mucho más<br />

enérgico.<br />

Sin que ningún documento nos precise la fecha del encuentro que hizo nacer entre el joven<br />

y la joven la primera llama de amor que, pronto, iba a revelarse tan profunda, lo cierto es<br />

que desde el año 1793, los esponsales habían sellado ya sus primeras promesas.<br />

A los 19 años, Isabel, de talla pequeña -1,52 a lo sumo-, posee un encanto discreto y<br />

seductor que se alía, en ella, a una nota grave, seria, reflexiva. Los ojos son oscuros, el<br />

mentón voluntarioso. Los cabellos castaño oscuro en pequeños bucles, están sostenidos en<br />

lo alto de la cabeza por una larga cinta de color, a tono con su traje claro. Dos largos bucles<br />

caen, por cada lado del rostro, hasta la espalda, hasta el cuello vaporoso del vestido ligero.<br />

Agradaría saber qué encuentro providencial, qué súbitas circunstancias iban realmente a<br />

cambiar, para Betty, hasta tal punto el curso de las cosas. Ayer, era la angustia, el<br />

aislamiento cruel, un horizonte cargado de nubes amenazadoras, de nubarrones tan<br />

sombríos que nada parecía poderlos disipar. Pero un gran viento se había levantado, que, de<br />

un solo golpe, había barrido el cielo. De nuevo brillaba el sol. De nuevo recobraba sus<br />

derechos la alegría de vivir. Isabel es dichosa. He aquí que también a ella le es dado hacer la<br />

experiencia única del amor, una experiencia que para ella se va a revelar tanto más<br />

plenificante cuanto que su ternura de niña, de adolescente, no había podido darse<br />

normalmente.<br />

Se sabe amada por Guillermo Magee, amada ardientemente, lealmente. Y su amor en ella<br />

brota como una fuente de montaña, fresca, límpida, inagotable. Ha pasado la hora de las<br />

largas reflexiones solitarias de los problemas dolorosos que su espíritu inquieto trataba de<br />

resolver. Las jornadas del presente se apresuran, alegres, como una farándula donde la<br />

danza y los cantos se suceden sin fin. Ramilletes y manojos de flores llegan a su nombre<br />

23


procedentes de la tienda de Grant Thorburn; su brillo la extasía, su aroma la embriaga. Le es<br />

preciso casi cada día escribir unas líneas que digan a Guillermo Magee que él está siempre<br />

presente en el pensamiento de Betty, o bien, que se reunirá con él mañana, esta noche,<br />

luego...<br />

Hoy, le espera en casa de la Sra. Wilke; mañana será en casa de la Sra. Sadler.<br />

¡No llegues demasiado tarde!, suplica cándidamente la misiva. ¿Que la cita prevista no<br />

puede tener lugar en el sitio donde se había fijado? Rápidamente unas líneas advierten al<br />

joven:<br />

Si tienes muchas ganas de ver a tu Isa, la encontrarás al piano en casa de la Sra. Atkinson.<br />

¿Se encuentra impedida de salir a consecuencia de un orzuelo que le deforma el párpado?<br />

No traza más que estas líneas suplicantes:<br />

El ojo de tu Isa es muy malo, aunque no la haga sufrir demasiado, la obliga empero a no<br />

moverse. Y por tanto te toca a ti, darme mucho de tu tiempo. Ven la más pronto posible.<br />

Comeremos hoy a la una, ya que Wright Post ha de marcharse a las afueras de Nueva York.<br />

Juvenil impaciencia de estos encuentros que llegan a ser durante los últimos meses de 1773<br />

los momentos privilegiados, los tiempos fuertes de la vida de Isabel. Y mientras llega el<br />

tiempo de la petición oficial, que Guillermo Magee ha de dirigir al doctor Bayley, Betty se<br />

hace insistente. ¡Su padre está tan ocupado, tan sobrecargado de trabajo, tanto en la propia<br />

ciudad como en Staten Island, cuando no es en Columbia! ¡Se permitirá el joven ver<br />

escapársele sin cesar la ocasión esperada!<br />

Mi padre ha comido con nosotros y se ha marchado no sé dónde, escribe ella un tanto<br />

inquieta. Pero tu causa -añade ella- está bien defendida por la que está muy interesada en<br />

que le hagas buena impresión. ¿No basta esto? No, algunas líneas más persuadirán a<br />

Guillermo, si de ello tiene necesidad, de la importancia que la joven da a semejante paso. Tu<br />

Isa estará en Wall Street hacia las cinco, y sabrás entonces más sobre esta cuestión.<br />

¿Qué razones habría podido, efectivamente, invocar el doctor Bayley para oponerse a una<br />

unión que, de todos los puntos, parecía tan ventajosa? ¿Qué matrimonio más bello que<br />

aquél, habría podido desear para su hija predilecta? La familia Seton era, dentro de la mejor<br />

sociedad de Nueva York, una de las más destacadas y una de las más estimadas. Había trece<br />

hijos en el hogar de los Seton, a quienes un sólido afecto unía entonces unos a otros. La<br />

situación financiera era una de las mejor asentadas de toda la ciudad. En cuanto a la valía<br />

personal de Guillermo Magee, era evidente. Sus viajes por Europa le habían aportado,<br />

además, un conocimiento de los negocios que pocos jóvenes americanos de entonces<br />

poseían en tal grado.<br />

Un solo punto negro, sin embargo: la salud del joven. Era preciso convenir en ello: los Seton<br />

estaban todos sujetos, en diverso grado, a esa enfermedad del pecho, cuyas, causas no se<br />

conocían, y que era imposible por el mismo hecho prevenir y frenar. La madre del joven,<br />

Rebeca Curson, había sido afectada antes de los 30 años por la tuberculosis. Otros, en su<br />

familia, habían sido tocados de un mal idéntico. Guillermo Magee mismo, durante sus<br />

estancias en Europa, había conocido, por momentos, una tos seca y dolorosa que le<br />

obligaba a veces a tomar un poco de reposo.<br />

De esto, evidentemente, el padre de Isabel, el doctor Bayley, estaba previamente advertido.<br />

Todo lo médico que fuera, no sabía más de esto. Sabía por experiencia que la fiebre<br />

amarilla, era de esas enfermedades que no perdonan. Había visto, por el contrario, a tísicos<br />

vivir largos años. ¿Sería necesario sopesar la felicidad cierta de Guillermo Magee y de Betty<br />

con la amenaza, suma muy aleatoria, de una enfermedad cuya evolución o consecuencias<br />

24


eran prácticamente imposibles de prever cuáles serían en definitiva? El Dr. Bayley, bien<br />

pesado todo, da su consentimiento.<br />

El domingo 25 de enero de 1794, Guillermo Magee Seton pasaba al dedo de Isabel Bayley el<br />

anillo de oro que les unía a los dos para siempre, para lo mejor y para lo peor. El tenía 25<br />

años, ella tenía poco más de 19. La bendición les había sido dada por el primer obispo<br />

episcopaliano de América, reverendo Samuel Provoost, titular de la Iglesia de La Trinidad de<br />

Nueva York. El banquete y la recepción consiguientes tuvieron lugar en casa de Wright y<br />

María Post.<br />

De estas claras jornadas de felicidad, Isabel no ha dejado ninguna confidencia.<br />

4.- MI HOGAR MUY MÍO<br />

La gracia de una esposa alegra a su marido,<br />

y su ciencia le reconforta.<br />

La mujer silenciosa es un don del Señor,<br />

la dueña de sí misma no tiene precio.<br />

Sir 26, 13-14<br />

Los Seton habitaban junto a Hanover Sqacare una amplia mansión, el 61 de Stone Street,<br />

una de las calles más frecuentadas de la ciudad. Y la casa misma era una de las que abrían<br />

habitualmente su puerta a los huéspedes más ilustres. Los Jay, los. Livingston, los Hamilton<br />

eran recibidos allí como amigos. El antiguo obispo de Autun, Talleyrand, cuyo nombre se<br />

había hecho tristemente célebre desde el comienzo de la Revolución francesa, frecuentaba<br />

como familiar la mansión de los Seton.<br />

Los días de recepción, había en los accesos de Hanover Sqzaare un ruidoso vaivén de<br />

caballeros que echaban pie a tierra, y un atasco de sillas de manos, de donde las elegantes,<br />

de bucles hábilmente realzados en sus cabezas, se desprendían con mil precauciones<br />

desplegando delicadamente sus faldas vaporosas. Sirvientes adiestrados se mantenían en el<br />

umbral prestos a abrir una portezuela, o asir las riendas que les abandonaba la mano<br />

finamente enguantada de un caballero.<br />

La joven señora Seton tenía desde ahora su puesto en aquellas reuniones o en aquellas<br />

veladas mundanas, y los amigos de su suegro se declaraban encantados de su belleza, de su<br />

gentileza. Cuando ella hacía su entrada en el salón, graciosamente apoyada en el brazo de<br />

su marido, un murmullo de admiración estremecía la concurrencia. El, alto, distinguido,<br />

cabellos empolvados de blanco, en traje de terciopelo o de seda. Ella, pequeña, fina, castiza,<br />

dejando deslizar ligeramente sobre las alfombras su traje de cola que realzaba el brillo de<br />

las joyas de gran precio que ella llevaba con sencillez. Pareja encantadora, cabal, feliz, cuya<br />

dicha íntima irradiaba el rostro, sugería el menor gesto.<br />

¡Qué lejos quedaban para Betty los días tan dolorosos de los años precedentes, y cómo se<br />

esfumaba entonces el recuerdo de las horas de pesada soledad que, no ha mucho, la<br />

aplastaban! ¡Ahora tenía un hogar y una familia! A decir verdad, no era todavía la intimidad<br />

de un hogar verdaderamente de ella, ya que las circunstancias habían obligado a la joven<br />

pareja a permanecer por unos meses en la casa de los Seton. Y, ciertamente, la vida de una<br />

familia numerosa como aquella, bastaba para crear un ambiente lleno de animación, hasta<br />

fuera de los días de brillantes recepciones.<br />

25


Este año de 1794, la mesa de familia reúne todavía, en torno a Guillermo y Ana María Seton,<br />

a siete u ocho niños, al menos. Isa es un poco más joven que Betty, Rebeca no tiene aún<br />

quince años. María, Carlota, Enriqueta, son jovencitas que se encargan de hacer, con los<br />

muchachos, una ruidosa y perpetua animación, que no dejan de hacer recordar a Isabel la<br />

vida que ella y su hermana María, habían conocido y compartido en Nueva Rochela, en casa<br />

del tío Guillermo Bayley.<br />

Pero, ¿qué importan ahora a la joven mujer aquellos placeres juveniles, aquellas explosiones<br />

de risa, aquellas carreras alocadas? Un mundo nuevo se abre para ella: el amor conyugal ha<br />

transformado a la joven de ayer, Betty encuentra en este amor, en este intercambio de<br />

amor leal y limpio, la realización de sus aspiraciones más profundas, más imperiosas, más<br />

legítimas también. Se deja invadir por una felicidad que la transfigura. Polarizada sobre «su<br />

Guillermo», parece incluso que la joven mujer, no está ya en disposición, por el instante, de<br />

posar sobre los seres que la rodean la mirada objetiva a que está acostumbrada.<br />

Más dotada, quizás, que sus jóvenes cuñadas, se ha beneficiado, de seguro, de una cultura<br />

superior a la suya. Bajo este punto de vista ha recibido más de lo que reciben las jóvenes<br />

americanas de su tiempo. De esta superioridad, ella toma claramente conciencia, y no<br />

descubre al primer contacto, el valor profundo de las medio hermanas de su marido. Rebeca<br />

misma, con quien tantas afinidades comunes se revelarán pronto, Rebeca que llegará a ser<br />

para ella, la confidente, la hermana más profundamente amada, no es todavía a sus ojos<br />

más que una adolescente casi insignificante, mal pulida, en todo caso, y cuyas cualidades,<br />

piensa Betty, con un juicio precipitado, han quedado incultas y no se han desarrollado. De<br />

todas maneras es Guillermo quien, presente o ausente, ha venido a ser el polo de su vida. Lo<br />

demás, en estos primeros meses, no tiene más valor a sus ojos, humanamente al menos,<br />

que dentro de la irradiación de su amor.<br />

Y, sin embargo, encantadora, delicada, con aquella nota de seriedad, de equilibrio, de<br />

armonía que le es propia, ha conquistado rápidamente el afecto y la estima de la familia<br />

Seton, de su suegro, sobre todo, que la trata por igual que a sus propios hijos, y hasta tendrá<br />

para la mujercita de su Guillermo una secreta predilección. Le manifiesta una confianza<br />

conmovedora, hecha de sencillez y de abandono. Y no duda poner entre sus manos cartas<br />

de familia que ha escrito personalmente y que le son particularmente queridas. Unas líneas<br />

trazadas igualmente por su mano, las acompañan:<br />

«Tú eres la primera de mis hijos -le confiesa- a quien se las hago leer». Y le pide que esa<br />

lectura la haga con respeto, con delicadeza, porque ha puesto en ellas lo más íntimo de sí<br />

mismo. Encontrarás profundamente marcado en cada una de esas cartas el afecto paternal<br />

que he experimentado siempre por mi querido Guillermo, tu marido: esa te gustará. Pero si<br />

te manifiesto que ese afecto jamás ha cesado de crecer desde entonces, pienso que cada una<br />

de las páginas donde hablo de él, te será doblemente querida. Que podáis largo tiempo, muy<br />

largo, gozar juntos de toda bendición, es el deseo sincero de vuestro padre lleno de afecto<br />

por vosotros y que os ama.<br />

A tales sentimientos, ciertamente, Betty no es insensible. ¡Se siente como «en su casa» en el<br />

hogar de los Seton! Y, sin embargo, ¡cuán natural es que aspire a encontrarse sola con su<br />

marido en una casita que sea verdaderamente la suya, que pueda ella amueblar, arreglar<br />

según los gustos de Guillermo y los suyos. Donde su intimidad esté más a seguro, donde su<br />

mutua ternura pueda expresarse con más espontaneidad! Esa dicha, Betty iba a conocerla<br />

pronto. Una sola línea de sus Dear Remembrances basta para contarlo: «20 años, Mi HOGAR<br />

muy mío».<br />

26


Este hogar era una casita alquilada en Wall Street, no lejos de la galería de muebles de<br />

Duncan Phyffe, que había de recibir más de una vez la visita de los jóvenes Seton, próxima<br />

igualmente a la Tontine Coffee House.<br />

¡Mi HOGAR muy mío! De esta dicha, Betty no se priva. Pero, mientras cuelga las cortinas, en<br />

las ventanas, mientras extiende sobre la mesa el mantel finamente bordado, mientras<br />

prepara los dos cubiertos, o dispone graciosamente un ramillete, una dicha más profunda<br />

aún brota de la intimidad de su ser y fluye ahora por cada uno de los instantes de su vida de<br />

joven esposa. Porque otra vida ha nacido en ella: Betty sabe que pronto, dentro de unos<br />

meses, conocerá la alegría única de la maternidad. Su amor por Guillermo llega a ser con<br />

esto más vibrante, más intenso, si aún es posible.<br />

Este mismo año, su suegro ha dejado la situación que ocupaba en el Banco de Nueva York,<br />

para asociarse a un hombre de negocios de Londres con objeto de crear una importante<br />

firma comercial; la cual llevará el nombre de «Seton, Maitland y Cía». Es una empresa de<br />

envergadura que quiere asegurar un cambio comercial permanente entre América y el Viejo<br />

Continente, y que dispone a este objeto de sus propios navíos. Intereses comunes la ponen<br />

en relación, no solamente con la ciudad de Londres, sino con numerosos y lejanos puertos:<br />

Hamburgo, en Alemania; Liorna, en Italia; Barcelona y Málaga, en España. Los veleros<br />

singlan igualmente hacia otros puntos del Nuevo Mundo: las islas de Santa Cruz, y de la<br />

Martinica, situadas en comarcas menos alejadas sin duda, pero cuyo desarrollo ha sido más<br />

lento que el de los Estados Unidos, y que se designan bajo el nombre de Indias Occidentales.<br />

Guillermo Magee y su hermano Jaime se unieron a su padre para esta aventura comercial,<br />

de dimensiones casi insólitas para la época.<br />

Todas las esperanzas eran permitidas, entonces, en lo concerniente al impulso, al desarrollo<br />

y a la prosperidad de la empresa. Nada de preocupaciones financieras que preveer, en la<br />

casita de Wall Street. Los deseos de Betty, apenas se expresan, pueden ser colmados.<br />

Cuando, terminadas sus horas de trabajo, Guillermo vuelve a su hogar, puede gozar con<br />

toda tranquilidad de la dicha que allí encuentra: calma, confort, descanso junto a la que él<br />

ama.<br />

Sin duda se encuentran obligados uno y otra, a aparecer aquí o allí, en el decurso de las<br />

recepciones que se les imponen por el hecho de su situación social. Sin duda frecuentan<br />

también, y no sin placer, el teatro de John Street. Pero realmente parece, a fin de cuentas,<br />

que prefieren más esas noches de dos, donde nadie viene a turbar la dicha apacible de su<br />

intimidad.<br />

El ha traído de Cremona uno de los Stradivarius que ha fabricado con sus propias manos el<br />

gran maestro italiano. Tocar el violín es un relajamiento que él ama. Betty no deja de<br />

escucharle, admirando cándidamente su “virtuosismo”, aunque él no haya llevado jamás<br />

muy lejos sus estudios musicales. A continuación, ella se pone al piano. A no ser que ambos,<br />

sin duda, interpreten juntos una de las piezas de sus compositores favoritos. Sosiego de la<br />

noche, armonía de dos corazones que vibran al unísono, y que para expresar su mutuo amor<br />

encuentran mejor que palabras: o la música o el silencio.<br />

Y si el joven se ve obligado a desplazarse a Boston o a Filadelfia, por unos días, por unas<br />

semanas, le es necesario llevarse la miniatura de aquélla a la que él llama tiernamente «su<br />

mujercita», ya que no sabría pasarse un solo día sin con templar su rostro. Cada día<br />

también, y cualesquiera que sean sus ocupaciones, encontrará el medio de dirigirle unas<br />

líneas, recordándole en la ocasión que ella está siempre «en su casa» en la mansión de<br />

Stone Street. Vete tan a menudo como puedas a casa de mi padre -insiste-.<br />

27


Las respuestas de Betty a aquél a quien por su parte llama «su queridísimo tesoro», se<br />

siguen al mismo ritmo, pero confiesa a Guillermo que, si guarda con tantísimo aprecio su<br />

retrato junto a sí, ese retrato le parece «tan melancólico» que no le gusta mirarla en su<br />

ausencia.<br />

El nacimiento de su primer hijo va a dar pronto a su amor una dimensión nueva. El dos de<br />

mayo de 1795, sentada a su mesa, Betty, que prosigue gustosa con sus amigos de antaño<br />

uña abundante correspondencia, acaba de comenzar una carta destinada a Julia Scott. Pero<br />

súbitamente ha de dejar la pluma. El bebé que espera precisamente para aquella semana,<br />

anuncia su llegada. Al día siguiente, de mañana, Isabel trae al mundo una niñita. La alegría<br />

del hogar llega a su colmo. Aquella noche, cuando hayan pasado las horas de emoción,<br />

cuando la muñequita con su carita arrugada, duerma todavía en la cuna, junto al gran lecho<br />

donde reposa radiante la joven madre de veinte años, Guillermo, tomando sobre la mesa la<br />

carta inacabada, anunciará en ella, personalmente, y no sin orgullo, el dichoso nacimiento<br />

de su hija Ana María.<br />

La niña será bautizada en la iglesia episcopaliana de la Trinidad, el cuatro de junio siguiente.<br />

Tendrá por padrino al doctor Bayley que no disimula su alegría de ser abuelo, y por madrina<br />

a una de las cuñadas de Betty: Rebeca Seton.<br />

Más que nunca, desde que el bebé ha ocupado su puesto en el hogar, su puesto invasor,<br />

como es debido, Betty ama su hogar, y la vida que allí lleva le parece la más bella que hay.<br />

Su amiga Isabel Sadler le envía, en esta época, dos cartas entusiastas desde París, el nuevo<br />

París republicano adonde la ha conducido su periplo europeo. Gustosamente Betty le<br />

responde en la primavera de 1795: Verdaderamente, Señora Sad, es un hecho: vas a bailar<br />

el domingo, ¡oh criatura «depravada»! Y ¿cómo se podrá comparar el baile y las diversiones<br />

con esta tranquilidad, calina, sedante que trae el domingo, el domingo por la noche sobre<br />

todo con un marido que balancea sus pantuflas junto a un fuego de carbón y un libro de Blair<br />

abierto sobre la mesa? Pero sigamos, ¡ea!; soy una pequeña salvaje americana, presumo y<br />

no debería hacer alusión a esas insulsas necedades en presencia de una «dama», que en la<br />

mayor ciudad del mundo, puede ver el domingo por la noche saltar a las rubias «snobs» y,<br />

supongo que saltar con las más alegres de entre ellas. Pero, después de todo, lo que hacen<br />

ellas puede tener tanta utilidad como lo que hacemos nosotras, y, a mi parecer, el punto<br />

esencial de fa religión es la alegría y el equilibrio. Los que marchan en ese sentido están<br />

ciertamente en lo verdadero...<br />

La pequeña Ana María, que tendrá pronto dos meses, viene a ser un bebé adorable cuyos<br />

abuelos están locos...<br />

En cuanto a ojos, están más cerca del negro que de cualquier otro color, con una nariz muy<br />

chiquita, una boca muy pequeña, hoyitos en las mejillas y en el mentón, una carita rosa,<br />

siempre despierta, siempre expresiva. Todo esto es bien interesante de escribir... Su abuelo<br />

Bayley te dirá que ve más gracia, más expresión, más inteligencia, más deseo de saber en<br />

este rostro que en el rostro de cualquier otro en el mundo y que se puede entretener con este<br />

bebé mejor que con ninguna de las mujeres de Nueva York. En resumen, es la verdadera hija<br />

de su madre y, puedes estar segura de ello, el orgullo y el tesoro de su padre.<br />

Para esta niña nacida de su carne, Betty desea apasionadamente la verdadera dicha. ¿Es un<br />

retorno hacia atrás sobre su vida de infancia frustrada demasiado pronto del amor<br />

maternal, privada más de lo que era necesario, de la presencia de su padre, es la situación<br />

dolorosa que le es dado a veces ver en torno de ella? Una reflexión desencantada viene a<br />

cerrar aquella carta tan alegre, como un nublado ensombrece de golpe un cielo luminoso.<br />

Así, ciertos seres pequeños han nacido para ser rodeados de ternura, mientras que otros son<br />

28


tratados por aquellos que les han dado la vida con menos cuidados de los que han recibido<br />

de la naturaleza. Pero todo está bien, y, a menudo, aquellos a quienes falta encontrar el corazón<br />

lleno de ternura de una madre o de un padre para abandonarse allí, avanzan en el<br />

mundo henchidos de alegría mientras que el niño a quien sonreía la esperanza, verá<br />

ensombrecerse su horizonte a consecuencia de decepciones imprevistas. ¡Ah sí!, ¡así es como<br />

vamos! Hay una Providencia que jamás descansa, que jamás se duerme... Pero he aquí que<br />

mi marido se pone a bostezar: suenan las diez en el reloj y mis dedos se entumecen de frío...<br />

Dichosa en su hogar, Isabel no lo dejará durante sus primeros años de matrimonio. Un viaje<br />

la conduce, sin embargo, con Guillermo a Filadelfia, el mes de mayo de 1796. Ana María es<br />

confiada a su abuela materna y a sus tías que no quieren más que esmerarse por el bebé. En<br />

cuanto al viaje mismo no se presenta sino muy normal en este final del siglo XVIII. Desde<br />

antes de la Guerra de Independencia, un servicio de correo, organizado por Franklin<br />

funcionaba, regularmente, enlazando entre sí las principales ciudades de la costa: Boston,<br />

Nueva York, Filadelfia. Cartas y periódicos, -«Gaceta de Nueva York», «Gaceta de Boston»,<br />

«Gaceta de Baltimore»-, eran puestas en camino de un punto a otro, en días fijos, por dos<br />

coches que pronto se ocuparon de coger, con la correspondencia, un número restringido de<br />

viajeros. Si los años de guerra habían interrumpido por la fuerza de las cosas una<br />

organización que se demostraba indispensable para el desarrollo del país, todo se había<br />

puesto rápidamente en marcha desde el nombramiento de Washington para la presidencia<br />

de los Estados Unidos. No sin un legítimo orgullo St. John de Créve Coeur nos hace de ello<br />

una descripción precisa.<br />

Coches públicos de una construcción sólida, ligera y elegante, establecidos desde la paz,<br />

transportan a los viajeros y las sacas de cartas... Este servicio ordenado y organizado por el<br />

Congreso, se hace con mucha exactitud y celeridad. Ese mismo cuerpo acaba de establecer<br />

también un enlace de este correo de Alejandría a Pittsburgh. Además de los coches hay<br />

diligencias, con suspensión sobre cuatro resortes, desde Providencia hasta el nuevo<br />

Hampshire, y pronto se las establecerá también desde Nueva York hasta Petersburg, en<br />

Virginia, las cuales pasarán por Filadelfia, Baltimore, Alejandría, Richmond. Esta larga<br />

cadena de Estados está enlazada además con un gran número de «paquebotes» que<br />

durante casi todo el año transportan las mercancías y a los pasajeros de una ciudad<br />

marítima a otra.<br />

Esta carta está fechada el 28 de diciembre de 1786. Es diez años más tarde cuando Isabel y<br />

su marido se desplazan a Filadelfia. Nuevas mejoras han sido aportadas sin duda desde<br />

entonces a los medios de comunicación.<br />

Que semejante viaje emprendido en compañía de su marido haya sido del gusto de Betty,<br />

nada tiene de sorprendente, tanto más cuanto que la joven mujer debía reunirse allí, con su<br />

amiga Julia Scott. De este viaje demasiado breve sin duda, la señora Seton no ha dejado, sin<br />

embargo, ningún recuerdo escrito.<br />

Más prolongadas, pero menos lejanas, las estancias en Long Island donde va a pasar los<br />

meses, de verano. Es dichosa de encontrar allí la calma, la vida apacible que no turban<br />

entonces ni las salidas mundanas, ni las recepciones de ninguna clase, ningún otro quehacer<br />

para ella, sino ocuparse de la pequeña Ana María, preparar el «hogar» para la llegada<br />

regular de Guillermo, tres veces por semana, esperar las visitas de su padre a menudo<br />

imprevistas y siempre demasiado breves para su gusto. Porque el doctor Bayley acaba<br />

precisamente de ser nombrado, en 1795, Oficial del Servicio de Sanidad en el puerto de<br />

Nueva York. Por este hecho, una nueva responsabilidad pesa desde ahora sobre sus<br />

espaldas: la de tomar medidas en lo concerniente a la cuarentena eventual a todo navío que<br />

29


arribe al primer puerto de América. Pues son numerosas las llegadas de emigrantes, y<br />

muchos, entre ellos, han podido contraer en el transcurso de largas semanas de navegación,<br />

una de esas enfermedades temibles cuyo fulminante y a menudo mortal contagio ninguna<br />

vacuna en aquella época permitía evitar.<br />

La primera estación de cuarentena se encontraba en Beldoes Island. En 1799, por iniciativa<br />

del doctor Bayley, será trasladada al nordeste de Staten Island, cerca de Tompkinsville.<br />

Desde su nombramiento para el Servicio de Sanidad del puerto, el Doctor dispone de una<br />

embarcación oficial que le permite desplazarse fácilmente desde la propia ciudad a las<br />

diferentes islas que la rodean.<br />

Cuando Betty le ve llegar a Long Island en compañía de Guillermo, son nuevas encantadoras<br />

que se anuncian, ya que en torno a ella van a estar reunidos los seres que le son más<br />

queridos en el mundo: su padre, su marido, su hija.<br />

En esta dicha humana, hay ya, sin embargo, una grieta: la salud de Guillermo Magee<br />

comienza a dar, durante el año 1796, serias inquietudes. Isabel, que espera el nacimiento de<br />

su segundo hijo, no puede defenderse de una sorda angustia.<br />

He aprendido a entrar en mí misma, escribe a su amiga Isa Sadler en el decurso del mes de<br />

agosto, he aprendido a conocer mi propio corazón, y trato de dirigirlo por la razón. Este<br />

corazón que se hace de día en día más tierno, más sensible, lo que atribuyo en gran parte al<br />

estado de salud de mi Guillermo. Esa salud de la que están pendientes todas mis esperanzas,<br />

que me conserva en la dicha HUMANA más perfecta o me sumerge en la más profunda<br />

melancolía, esa salud no se fortalece por cierta, y pienso, a menudo, que baja enormemente.<br />

Pero siempre para mí es un principio firme, tanto porque soy cristiana, como porque soy un<br />

ser dotado de razón, no cargar sobre el pensamiento acontecimientos futuros que no<br />

dependen de mí. Me sucede, desde ahora, que ya no puedo nunca mirar una puesta de sol o<br />

pasearme sola, sin que me invada un sentimiento de melancolía. Y si no vuelo bien rápida<br />

hasta mi pequeño tesoro, para hacerle llamar a «papá» y hacerme abrazar mil veces, no<br />

resistiría el golpe. Esta disposición está todavía acrecentada en mí por la espera de otra<br />

pequeño ser que compartirá mi suerte, sea ésta una suerte dichosa, o bien, sea lo contrario...<br />

Es por lo que, mi querida Isa, he venida a ser «la que mira a lo alto», pues allí está<br />

ciertamente el único remedio a la pena de que te acabo de hablar.<br />

El 24 de noviembre de 1796, un niñito hace su aparición en el hogar de los Seton. Se le llama<br />

Guillermo. En la intimidad será Bill.<br />

Ninguna nueva inquietud, al parecer, durante este invierno, respecto al padre del niño. En<br />

Wall Street, Betty ha vuelto a emprender la vida que es suya en Nueva York, una vida<br />

compartida entre su hogar y las salidas de las que no se puede dispensar, vista la situación<br />

de su marido.<br />

El no puede eludir ciertas responsabilidades sociales o políticas, multiplicando con ello las<br />

causas de fatiga que él debería evitar.<br />

Isabel, por otra parte, siente también la necesidad de no limitar el don de sí misma a su<br />

propio hogar, por querido que le sea. Voluntariamente, así lo hacía ya desde hacía unos<br />

años, se junta a otras mujeres de la ciudad, a fin de llevar una ayuda eficaz a los niños sin<br />

padres, a las viudas sin recursos. El movimiento ha ganado, poco a poco, un número<br />

suficiente de miembros activos e influyentes, para tomar, al final de 1797, una existencia<br />

oficial, reconocida por el Estado, y del cual la joven señora Seton es nombrada tesorera,<br />

cargo que le será confiado hasta 1804. Así que, cuando se trata de encontrar los fondos<br />

necesarios para las necesidades urgentes de la Asociación, Betty estará entre las primeras<br />

30


para organizar una petición, en vistas a obtener del Gobierno la autorización, para lanzar<br />

por toda la ciudad una importante lotería que debe reportar 15.000 dólares.<br />

Sin tener cuenta de estas diversas actividades. Isabel conserva, sin embargo, una verdadera<br />

necesidad de esas horas privilegiadas de soledad y de silencio que llega, a pesar de todo, a<br />

reservarse. Unas líneas escritas a su padre durante un viaje de su marido son significativas al<br />

respecto:<br />

Acabo de pasar una de las más encantadoras noches de mi vida. Son ahora las once, y hace<br />

siete horas, por así decir, que no he dejado mi silla. Entre los míos, unos están dormidos, el<br />

otro está en lejanía. He hecho lectura en un libro donde se trata del gran ser del Altísimo<br />

cuya morada es la eternidad. He espigado en él algunos pasajes de los que deseo hacer que<br />

se aproveche un día mi hija. ¡Qué pequeño resulta entonces el mundo! ¡Cómo parece<br />

esfumarse! ¡Qué calmas y aquietantes las horas pasadas en tal soledad! Ellas están escritas<br />

en el plan de Dios para provecho nuestro y su recuerdo permanece. Termino mi noche pidiendo<br />

por ti... ¡La paz sea contigo, padre mío!<br />

La Biblia ha quedado, por otra parte, para la joven mujer, para la joven madre, como libro<br />

de cabecera, libro por excelencia cuya lectura jamás podría dejar. Cuando Guillermo está<br />

ausente, como esta noche, mientras están dormidos los «dos pequeños tesoros», de los que<br />

la mayor, Ana María, se revela, a los tres años, de un carácter «indomable», Betty se inclina<br />

con alegría sobre las páginas de la Santa Escritura. Y la lectura que hace despierta en el<br />

fondo de ella misma ecos cuya profundidad atrae y espanta a la vez.<br />

A los veinte años, ¡mi HOGAR muy mío!, ha anotado en sus Dear Remembrances. Luego,<br />

inmediatamente después de ese grito de alegría, sin transición, estas palabras que de<br />

primeras nos asombran, nos desconciertan, corren el riesgo de escandalizarnos: - el mundo -<br />

-- esto y el cielo también, ¡imposible del todo!... así cada instante ensombrecido por este<br />

temor: Dios mío, si gozo de esto te PIERDO... y con todo ni una idea clara de Aquél a quien<br />

perdía, más bien pavor del infierno y de ser excluida del cielo - -.<br />

¿Por qué no reconocerlo sencillamente? Este grito de angustia, a pesar del deseo de Dios<br />

que él supone y cuya auténtica expresión es en cierto modo, no da un sonido del todo puro.<br />

«El amor perfecto desvanece el temor», afirma san Juan (1 Juan 4, 18). Pero, es necesario<br />

subrayarlo, todo lo alimentada que esté de la Escritura, Isabel ha sido educada en las<br />

creencias protestantes. Nieta, por su madre, de un pastor anglicano, desciende, por su<br />

padre, de hugonotes convencidos, que han preferido desterrarse antes que renunciar a una<br />

religión considerada por ellos como la única que era verdaderamente evangélica. ¿Qué<br />

tiene de extraño, entonces, que Betty haya heredado la intransigencia excesiva que sobre<br />

un plano al menos distinto a la religión reformada, la cual en su deseo de salvaguardar<br />

íntegramente la soberanía de Dios, reduce finalmente a la nada la libertad humana?...<br />

Emparentada en este punto con el error del jansenismo, la teología calvinista acaba sus<br />

últimas conclusiones en la doble predestinación que querría que la salvación o la<br />

condenación de los hombres no dependa finalmente de su amor o de su mérito, sino de la<br />

sola determinación preestablecida por Dios sobre cada uno de nosotros. Tal creencia es<br />

aplastante de pesimismo. En la Confesión de fe de 1537. Calvino no duda, con todo, en<br />

poner el acento sobre la degradación del hombre. Si el hombre no es malo por naturaleza,<br />

afirma allí él, lo es en su naturaleza; no Puede por sí mismo sino «permanecer en ignorancia<br />

y estar abandonado a toda iniquidad, siendo ciego en su espíritu y depravado en su corazón<br />

ha perdido toda integridad, sin tener ningún resto de ella».<br />

Resulta de semejantes premisas que «el hombre puede razonar, conocer, determinarse y<br />

querer libremente en el dominio de las cosas terrestres (y todavía hay necesidad de un<br />

31


auxilio de, Dios que se llama a continuación, gracia común). Pero respecto a Dios, a su<br />

propio destino y a su salvación, el hombre está privado de conocimiento y de libre albedrío.<br />

Es la famosa tesis del servil arbitrio donde Calvino tiene la misma posición que Lutero».<br />

Así pues, por mezcladas que hayan podido estar en la Iglesia episcopaliana de la joven<br />

América las creencias aportadas por las diferentes confesiones salidas de la reforma, el<br />

misterio de la predestinación, capital como ninguno, es presentado en una misma<br />

perspectiva, y capaz de conducir al borde de la desesperación a un alma prendada de Dios,<br />

como la de Isabel.<br />

No se puede negar, bien seguro, que mientras se trata de salvaguardar a la vez la libertad<br />

humana y la soberanía de Dios, se plantea un problema delicado. Este problema, la Iglesia<br />

Católica no lo ha eludido jamás. Pero, sea que los teólogos pongan el acento con preferencia<br />

sobre el libre albedrío y sobre el papel de la voluntad humana, en la salvación, según la<br />

posición de los Molinistas, o que pongan más el acento sobre la acción divina según la<br />

Escuela tomista, la Iglesia pide a sus fieles reconocer que subsiste en este problema algo<br />

misterioso, que supera los límites de la inteligencia humana, y creer al mismo tiempo que<br />

Dios, que nos ha creado libres, respeta nuestra libertad.<br />

«Es necesario, dice Bossuet, cautivar nuestra inteligencia ante la oscuridad divina (de la<br />

gracia), y admitir dos gracias de las que una deja nuestra voluntad sin excusa ante Dios<br />

(después del pecado) y la otra, no le permite gloriarse en sí misma».<br />

Así, en condiciones como las suyas, Isabel no ha podido recibir jamás una directiva a la vez<br />

tan neta y tan mesurada: impregnada sin saberlo, desde su infancia, de principios erróneos<br />

en lo concerniente a la cuestión más importante de toda vida humana: la salvación eterna<br />

del hombre, ¿cómo encontrará ella sola, de buenas a primeras, la solución adecuada y la<br />

actitud de paz que reconociendo nuestra miseria de criaturas pecadoras, no menoscabe la<br />

sabiduría y la bondad de Dios?<br />

Parece claro, por otra parte, que tal cuestión está para Isabel dentro de un contexto<br />

histórico que se la hace aún más compleja. Si la mayor parte de los primeros emigrantes de<br />

América se exiliaron de su patria a fin de permanecer fieles a sus convicciones religiosas:<br />

Hugonotes franceses, Puritanos, Presbiterianos, Cuáqueros ingleses, por no citar sino las<br />

principales, se debe reconocer que aquellas convicciones religiosas se esfumaron muy<br />

rápidamente en la práctica. Apenas la segunda y tercera generación guardan su huella. La<br />

lucha política, emprendida en vistas a obtener para las colonias su independencia frente a<br />

Inglaterra, parece haber relegado a segundo plano toda otra ocupación, durante largos<br />

años. Y un hecho no menos importante: al sacudir el yugo de la tutela británica, el joven<br />

Estado pretende instaurar sobre el mismo plano de la independencia política, la<br />

independencia religiosa. Prueba manifiesta de que los antiguos colonos quedarán, en su<br />

mayoría, impregnados de anglicanismo, ya que la creación de una Iglesia nacional -por tanta<br />

limitada y ligada prácticamente a los poderes civiles.-, sustituía en los espíritus a la noción<br />

misma de Iglesia universal y por lo mismo católica.<br />

Parecería, además, que la confusión inicial entre comunidad política y comunidad eclesial<br />

había mantenido, entre los ciudadanos de Estados Unidos, la obsesión de ver hecho posible<br />

el acercamiento, a otra confesión distinta de la suya. El anglicanismo permanecía para los<br />

americanos desde entonces como la religión de un pueblo cuyo yugo habían sacudido ellos,<br />

y cuyo rey era a la vez jefe político y religioso. En esta misma óptica consideran, al parecer, a<br />

la Iglesia católica, cuyo jefe, el Papa, acumulaba entonces la autoridad espiritual y el poder<br />

temporal, soberano como era de los Estados Pontificios con el mismo título que los<br />

príncipes o los reyes. La autoridad de la sede apostólica se presentaba a sus ojos como una<br />

32


entidad extranjera, de la que tenían motivo para desconfiar, como desconfiaban de la<br />

corona de Inglaterra.<br />

Hay aquí, sin duda, un esclarecimiento histórico del que es necesaria tener cuenta, si se<br />

quiere no justificar totalmente el grito de angustia de Isabel, sino comprenderlo en cuanto<br />

puede hacerse. Ella se encuentra aislada, por su mismo deseo de Dios, en medio de una<br />

sociedad, cuya religión está constituida, lo más a menudo, por un formalismo bastante<br />

superficial. Para ella, por el contrario, la vida espiritual ha tenido siempre una importancia<br />

vital. Tan en serio ha tomado ella las creencias de la Iglesia que es la suya, en la medida en<br />

que ha podido ser iniciada en ellas, y por tanto el «servil arbitrio» y su conclusión lógica:<br />

«unos están predestinados a la salvación, otros a la muerte».<br />

Hay más: Isabel ha escuchado muy realmente una llamada particular del Señor. La unión<br />

divina a la que ella se siente convidada, confusamente quizás, pero sin que le sea posible<br />

ponerlo en duda, ha hecho nacer en su corazón una necesidad de soledad y de<br />

desprendimiento que le parece en contradicción flagrante con la vida que, prácticamente,<br />

está siguiendo. Este sentimiento no es nuevo. Hace ya unos años, cuando aún no<br />

encontraba en bailar más que una alegre y sana distracción, sin ninguna reticencia de flirteo<br />

o de aventura, una joven como ella no podía defenderse, después del hecho, de un<br />

malestar, de una especie de remordimiento... ¿No había en aquello, pensaba, una pérdida<br />

de tiempo pura y simple? Una puerta abierta a su imaginación, cuya loca zarabanda ya no<br />

podía luego moderar, ¿sería perfectamente inocente, por otra parte cuando quería<br />

recogerse? Pues veía siempre, confiesa ella cándidamente, el rostro de su caballero, cuando<br />

deseaba fijar su mirada en sólo Dios. Esta confesión es esclarecedora. No se trata aquí de un<br />

temor irracional, inspirado en una interpretación errónea de la Sagrada Escritura, como la<br />

de la soberanía de Dios que aboliría nuestro libre albedrío. Se trata de una delicadeza que<br />

no querría sustraer a Aquél, a quien ama por encima de todo, la mirada que pide.<br />

Impregnada como está, por completo todavía, de creencias calvinistas; que no están hechas<br />

para dilatar su corazón dentro de una confianza luminosa, no siente menos una llama<br />

imperiosa hacia una unión divina que la pone secretamente en guardia, no ciertamente<br />

contra el amor, sino contra el apego al amor demasiado humano que no está totalmente<br />

purificado.<br />

A pesar de la angustia infundada que la asalta con demasiada frecuencia, Isabel Seton no se<br />

ha aventurado en un camino de perdición porque ha encontrado en su vida conyugal y en la<br />

maternidad una alegría desbordante que no es más que la expresión, dichosa y legítima, de<br />

la realización de su ser humano. Tal realización está en el plan de Dios. El matrimonio,<br />

aunque Isabel lo ignore, es un sacramento instituido por Cristo, la fecundidad de una<br />

bendición divina, que, asociando los esposos a la acción creadora de Dios, les permite,<br />

según la fórmula lapidaria de santo Tomás de Aquino, «acabar el número de los elegidos».<br />

Por grande que sea y bella la dicha de que goza, no deja menos en el fondo del alma un<br />

sentimiento de insatisfacción, que ella toma por un reproche, si no es por una condenación.<br />

¿Quién, en efecto, podría entonces iluminar a la joven de cara a las exigencias de un Dios<br />

infinitamente celoso en cuanto infinitamente amado, pero de un Dios que nos ha hecho<br />

libres y nos deja obrar libremente? Su abuelo Charlton, el rector de San Andrés, habría<br />

sabido discernir quizás, en el alma de Isabel, aquella llamada particular que requería, de su<br />

parte, una fidelidad excepcional. Pero ya no está allí. ¿A quién, pues, habría podido entonces<br />

abrir sus deseos y sus temores? No conocía aún al Rvdo. Hobart... Por otra parte<br />

¿hubiera podido él comprender tales confidencias? Tenemos derecho a dudarlo. Además el<br />

«libre examen», como las relaciones ordinarias que existían entre los pastores<br />

33


episcopalianos y los miembros de su Iglesia, no parecen haber facilitado una apertura de<br />

este género.<br />

¿Quién, efectivamente, se hubiera atrevido entonces a anunciar en el púlpito, en las<br />

parroquias protestantes, esa llamada universal a la santidad que el Concilio Vaticano n<br />

acaba de volver a esclarecer con tanta insistencia? El pensamiento de un equipo de hogares<br />

cristianos, cuyos cónyuges se ayudaran, el uno al otro, a marchar de manera concreta y<br />

diaria hacia el Señor, no había penetrado todavía en los Estados Unidos. En Francia, un siglo<br />

y medio antes, san Francisco de Sales, afirmando que la santidad no era de ningún modo<br />

privilegio de los religiosos, había presentado aires de innovador. ¡En Francia, en el Viejo<br />

Continente, cuya civilización entera estaba informada de cristianismo desde hacía más de un<br />

milenio!<br />

Pero, estas aspiraciones tan profundas, no era posible a Betty compartirlas con «su<br />

Guillermo». Todo era común entre ellos, excepto lo esencial, excepto aquella sed de Dios,<br />

aquella necesidad de Dios que, persiguiendo sin tregua a la joven mujer, la acuciaba, en<br />

medio de su dicha y de la cual no podía hablar con aquél a quien, después de Dios, amaba<br />

más en el mundo. Guillermo no comprende, dirá ella pronto a su cuñada Rebeca. Y para su<br />

corazón era un verdadero descuartizamiento. Sin duda ignoraba que llegaría un día, y no<br />

estaba lejos, en que el alma de su marido, en contacto con la suya, iba a abrirse a la gracia<br />

divina, y que aquellas horas de alegría sobrenaturales serían al mismo tiempo las del<br />

hundimiento de su dicha humana, las de las angustias y del desgarramiento brutal de la<br />

separación terrestre. Dios se complace en dejarnos marchar en la oscuridad de la fe.<br />

De momento, Betty debe aceptar por parte de Guillermo la dolorosa incomprensión. Pero<br />

mientras trata de enseñar a su hija mayor cómo dominar por amor un temperamento<br />

violento, autoritario, demasiado pronto a encabritarse en toda ocasión, mientras acuna<br />

entre sus brazos, con una ternura duplicada, a su recién nacida a quien una enfermedad ha<br />

estado a punto de llevarse, una plegaria silenciosa brota en ella, cuyo recuerdo le queda<br />

vivo muchos años más tarde:<br />

- súplicas diarias a Dios, de que tome a quien quiera, o a TODOS, si eso le place, con tal<br />

solamente que no le perdamos a El -<br />

Ella ha puesto, ante todo, a sus dos hijos mismos, sus queridos tesoros, en las manos de<br />

Dios: - Anina ofrecida un millar de veces y entregada mientras era inocente, con el temor<br />

terrible de que viviera y se perdiese - - -<br />

Hay un hecho que no podemos pasar en silencio: Isabel se encuentra entonces en debate<br />

con un problema vital, si los hay; un problema cuyos límites no puede discernir, ni incluso<br />

plantear sus datos de una manera precisa. Es una «noche oscura» ya, donde el espíritu del<br />

Señor, bajo la luz de su don de Ciencia, la hace presentir hasta qué punto son caducas todas<br />

las dichas humanas, de cara a la eternidad. Una «noche oscura» que decanta su alma de lo<br />

que queda de demasiado humano de sus amores más legítimos y más sagrados. Porque no<br />

se trata de renunciar al amor conyugal, al amor maternal, al amor filial: ¡a Dios no le place!<br />

Se trata de verlos asumidos por un amor que los transciende, dándoles una dimensión<br />

nueva, confiriéndoles desde aquí abajo un valor de eternidad. Se trata sencillamente de<br />

volver a colocar todo amor humano querido por Dios, en su verdadero puesto respecto a<br />

Dios, quien es El mismo el Amor increado. Pero para el ser creado y pecador que somos<br />

nosotros, tal regularización no viene de por sí. Es necesario para llegar a ella, aceptar la<br />

experiencia de una purificación íntima y a menudo dolorosa. Cómo no sentiría entonces, un<br />

corazón humano el punzante dilema: «Dios mío, si gozo de esto» -de una manera<br />

demasiado humana, aferrándome a ello, como a un fin-, o te pierdo, -es decir, renuncio al<br />

34


fin de cuentas a esa intimidad divina que Tú ' me ofreces en la primacía absoluta de tu amor<br />

a ti».<br />

Consentir con plena voluntad en una transformación tan radical no es cosa fácil. Dar el salto<br />

dentro de una oscuridad liberadora de la fe, supone una generosidad total, una confianza<br />

absoluta «en Aquél que sabe todo, que puede todo,<br />

y que nos ama». Pero ante la exigencia divina, Isabel está sin guía, sin confidente humano. Y<br />

no se puede impedir evocar aquí a otra mujer, en debate ella también, con la búsqueda de<br />

Dios, y sin encontrar a nadie para ayudarla a comprometerse deliberadamente en el camino<br />

de la unión divina: Teresa de Ávila.<br />

Aquí y allí, hay una llamada apremiante a trepar por el sendero abierto a pico que conduce<br />

derecho a Dios. Época, medio, formación religiosa, país, situación, todo difiere hasta el<br />

extremo en el contexto humano. Y, con todo, por los dos lados hay una soledad semejante<br />

de cara a una llamada idéntica, a una gracia singular, que debe desarrollarse- en maternidad<br />

espiritual. Teresa de Ávila, hija de la católica España, no sabe que Dios la destina a devolver<br />

a su fervor primitivo la vida de la Orden del Carmelo. ¿Cómo Isabel Seton, la joven y animosa<br />

americana, bautizada en la iglesia episcopaliana, iba a poder prever que Dios le había<br />

asignado la tarea de ser fundadora, ella también, de transmitir su espíritu a cinco<br />

Congregaciones religiosas católicas?<br />

Se sabe cuántas luchas íntimas, cuantas oposiciones exteriores debió afrontar la<br />

reformadora del Carmelo para responder a la vocación que era la suya. ¿Quién se<br />

asombraría de que Isabel Seton tuviera que conocer, ella también «una tempestad de<br />

pruebas»?. En la una y en la otra, «una pequeña chispa» ha sido encendida por el Señor<br />

mismo. Pero, por pequeña que sea, esa chispa tiene en nosotros una gran resonancia,<br />

explica Santa Teresa. Si no se extingue por nuestra culpa, comienza a arder en el alma un<br />

gran incendio que lanza a lo lejos sus llamas y produce ese inmenso amor con que el Señor<br />

abraza a las almas perfectas. La voluntad, es verdad, no puede entonces sino dar su<br />

consentimiento porque Dios la coge en su ardid.<br />

Este consentimiento, Isabel Seton, como Teresa de Ahumada, acababa de darlo: ¡Que tome<br />

todo lo que quiera, tan sólo que no permita que le perdamos a El!<br />

5.- TRATO DE HACER FRENTE<br />

Los que esperan en el Señor<br />

renuevan sus fuerzas<br />

y les vienen alas como a las águilas.<br />

Corren sin cansancio<br />

y marchan sin fatiga.<br />

Is 40, 31<br />

Desde hacía ya más de ocho años, el eco de los acontecimientos políticos del Viejo Mundo,<br />

llegaba a los Estados Unidos de América, donde suscitaba a veces acerbos comentarios. La<br />

joven e hirviente república permanecía a la escucha. La Revolución francesa y la<br />

perturbación que entrañaba, acababa de rebasar demasiado rápidamente las fronteras de<br />

Francia. Las consecuencias internacionales que se seguían en Europa, ya no podían dejar<br />

indiferentes a los americanos mismos.<br />

35


Frente a la coalición que pronto amenaza a la nación francesa, Washington ha decidido que<br />

los Estados Unidos guarden su neutralidad. Esa actitud está en la línea misma de la<br />

independencia, tan cara y tan recientemente conquistada por las antiguas colonias inglesas.<br />

Los navíos mercantes que portan el pabellón de las trece estrellas, continúan,<br />

efectivamente, asegurando el lazo entre América y las agencias europeas, comprendidas<br />

entre ellas las agencias de Francia. Eso, sin embargo, no sin correr grandes riesgos. Prueba,<br />

el incidente del convoy de trigo procedente de Nuevo Mundo, que sólo por la intervención<br />

armada del almirante Villaret Joyeuse pudo arribar al puerto de Brest, a pesar de la barrera<br />

que le oponía arbitrariamente la flota inglesa. El hecho se sitúa en 1794, el año mismo en<br />

que se constituía en Nueva York, la sociedad «Seton, Maitland y Cía».<br />

La política de Napoleón, sucediendo a la del Terror, Directorio y Convención, no era sino<br />

agrandar hasta el paroxismo la tensión europea, causando los más serios perjuicios al<br />

comercia internacional que acaba precisamente de tomar su impulso entre América y<br />

Europa. Se presiona a los Estados Unidos desde fines de 1797. La tormenta que sube por el<br />

horizonte hace cernerse pesadas amenazas sobre la empresa donde se encuentra<br />

comprometida toda la fortuna de la familia Seton.<br />

Cuando Guillermo Magee, después de una jornada de trabajo en las oficinas de la firma<br />

comercial, regresa por la noche a la pequeña mansión de Wall Street, la ansiedad traiciona a<br />

menudo su rostro. Betty no se engaña. Pero ¿no es prematuro dejar a la inquietud roer la<br />

dicha de la vida familiar? Guillermo no es, por otra parte, el primer responsable de la<br />

empresa. El optimismo de su padre, su larga y preciosa experiencia son cosas que dan<br />

seguridad frente a las incertidumbres actuales. Además, es permitido esperar que acaben<br />

las agitaciones europeas, y que todo, finalmente, volverá al orden. Al menos, es lo que<br />

desea el corazón de Betty.<br />

Espera entonces el nacimiento de su tercer hijo. Una alegría que hace cantar el corazón de<br />

la joven mujer, mientras ve crepitar en la chimenea los haces de chispas del leño que se<br />

consume, esparciendo en derredor su calor dulce y re confortante. Fuera, hiela, cosa que no<br />

tiene nada de extraño en Nueva York, en el mes de enero.<br />

Sin embargo, un día de ese mes de enero, el Sr. Seton, en el umbral de la casa de Stone<br />

Street, se despide de un visitante a quien acababa de recibir. Mientras le vuelve a conducir<br />

hasta su coche, se resbala en la escarcha y cae pesada mente. Se le levanta. Se le conduce a<br />

su casa. El médico, avisado, no descubre afortunadamente ninguna fractura. Una<br />

conmoción, quizás, pero nada serio. Eso es lo que se piensa, al menos, y el Sr. Seton,<br />

personalmente, cuenta con ponerse en pie rápidamente.<br />

Pasados los primeros días de inquietud, parece que pueden tranquilizarse. Guillermo, sin<br />

embargo, el hijo mayor, guarda una sorda ansiedad. De hecho, la tuberculosis que le mina,<br />

le hace extremadamente impresionable. Guillermo se deprime rápido. Betty que querría<br />

quitarle toda causa de preocupación, lo sabe. Pero, en marzo, es, ella quien recibe de su<br />

amiga una llamada angustiosa. El marido de Julia Scott, muy joven todavía, acaba de ser<br />

arrebatado, repentinamente al cariño de los suyos. Julia la «sombrita de nada», no tiene<br />

tampoco resistencia. Este golpe, al herirla, la arroja en una especie de desesperación. Betty<br />

se lo confiesa a Isa Sadler: si no se sostiene a Julia en estos días de prueba, se puede<br />

efectivamente temer lo peor.<br />

No la he dejado ni de noche ni de día, durante el tiempo que ha durado el exceso de su dolor;<br />

me he visto en medio de tales escenas de espanto, que ni tú, ni nadie os podríais hacer una<br />

idea. ¡Se acabó! La pequeña Julia partirá la semana próxima para Filadelfia donde residirá,<br />

ya que tiene allí familia.<br />

36


Alejada la joven viuda, Betty sabe que se acordará todavía de sostenerla, y le escribe tan<br />

frecuentemente como puede. Ella querría, para ayudarla a superar su prueba, hablarle de<br />

Dios, a corazón abierto, si se pudiera. Pero el plano sobrenatural no es un plano sobre el<br />

que Julia se mueva con facilidad. Discretamente, Betty deslizará, por aquí y por allá, una<br />

palabra más profunda, contentándose, lo más a menudo, con distraer a su amiga, y ayudarla<br />

a salir de sí misma, aunque sea contándole tal pequeño infortunio, cuya víctima ha sido<br />

Betty.<br />

Quizás no creas en la existencia de los ángeles. Pero pienso poder demostrarte su realidad,<br />

ya por la razón, ya por la santa Escritura, y por la experiencia que de ella he tenido<br />

personalmente en la noche del viernes... Pasé, en medio de una tempestad para hacer, con<br />

mi hermana, una pequeña escapada al teatro. Salimos cuando estalló el estruendo de un<br />

violento trueno, y montamos en nuestra berlina. Había coches delante, detrás, por cada<br />

lado... El cochero nos decía tonterías. Y, para comenzar, una rueda cedió, luego otra.<br />

Permanecimos una media hora larga en este plan. ¡Tú sabes cuánto me gustan situaciones<br />

de este género! Pero mi ángel guardián, me hizo llegar sana y salva a Wall Street; ¡sin una<br />

sola crisis de nervios!<br />

Mi padre, dice ella en la misma misiva, tenía mucho deseo de leer tu carta, pero tú me<br />

habías prohibido mostrársela. También le dije que María, tu hija, se había herido la mejilla,<br />

que Juan, tu hijo, tenía las paperas y que mi querida pequeña Julia, estaba desconcertada...<br />

El dijo que lo había adivinado. Sabía que en el hilo de los días, habías de encontrar muchas<br />

dificultades y ha hecho votos para que te sean evitadas en el porvenir, deseando<br />

ardientemente que estuviera en su poder aligerarlas o atenuarlas. La última vez que te<br />

escribí, tenía que haberte dicho que ni el tiempo, ni la distancia, podían disminuir el interés<br />

que él da a todo lo que toca a tu dicha.<br />

En la ocasión, y sin aires de abordarlo, Betty trata, con todo, de abrir a los ojos de su amiga,<br />

a quien siente abatida y tan cansada, unos horizontes más amplios, los únicos donde su ser<br />

de ella pueda respirar a gusto.<br />

¡Olvido que el porvenir puede frustrar nuestros planes! Pero, cuando hace brotar<br />

pensamientos agradables, me gusta enormemente detener mi pensamiento sobre lo que<br />

promete de bueno. Tú sabes que una de las primeras condiciones de la dicha, para mí, es<br />

estar satisfecha de Dios hasta el límite de lo posible. La muerte del marido de Julia Scott no<br />

había acaecido, por otra parte, sin perturbar al marido de Betty. Tal vez, como era<br />

tuberculoso, se ilusionaba más o menos conscientemente: ¡No se muere a nuestra edad! De<br />

esta ilusión, le es necesario desprenderse brutalmente. Betty, que acusa una fatiga física<br />

bastante seria, por el hecho de su maternidad esperada, debe tensar todas sus fuerzas para<br />

ayudar a Guillermo a triunfar de sus secretas angustias. Por otra parte, le es necesario<br />

rendirse a la evidencia: la salud de su suegro, lejos de mejorar con los días soleados de<br />

primavera, como todos lo esperaban, declina progresivamente. El mes de mayo está<br />

cargado de inquietud, cargado de preocupaciones, cargado de fatigas. Inquietud, demasiado<br />

fundada, ya que el 9 de junio de 1798, el Sr. Seton se extinguía en Stone Street. Tenía 55<br />

años.<br />

Para los suyos, no es solamente el dolor punzante de la última separación, es, propiamente<br />

hablando, el hundimiento. Se habían habituado de tal manera, en torno a él, a descansar<br />

sobre él en todas las cosas. Su desaparición, cuando parecía que se hubiera podido gozar<br />

todavía mucho tiempo de su presencia, dejaba a todos sus hijos desamparados. A la hora en<br />

que las dificultades más serias amenazaban la empresa comercial que él había fundado,<br />

¿quién, en efecto, sería de talla para asumir, como él lo hacía, las responsabilidades que se<br />

37


presentaban, de día en día, más delicadas y más graves? Ni el joven Sr. Maitland, que había<br />

tomado por esposa a la segunda de las cuñadas de Betty, Isa Seton, ni Guillermo mismo,<br />

tenía la envergadura, la capacidad y la experiencia de aquél, que acababa de serles<br />

arrebatado, de aquel hombre de valores excepcionales, a quien se complacían en rendir un<br />

homenaje unánime: prueba, las quinientas personas que se apiñaban el día de sus exequias,<br />

deseosas de expresar una vez más, tanto su estima, como su afecto cordial hacia él.<br />

En verdad, el golpe era rudo en todos los planos. El puesto dejado vacante por la muerte del<br />

padre de familia y del hombre de negocios, era irremplazable. Lúcidamente, Betty<br />

puntualiza unos días después de la muerte de su suegro: Con él hemos perdido toda<br />

esperanza de fortuna, de prosperidad, de confort, y esta pérdida para nosotros, será<br />

irreparable... Nosotros, sus hijos, estábamos habituados a recibir sin cesar su afecto, que nos<br />

era tan querido, considerándole como el hombre de nuestra vida.<br />

Muchos años más tarde, escribiendo a su hijo mayor, explicitará su pensamiento: Para tener<br />

una idea exacta de sus cualidades, era necesario haber visto su obra, como marido, como<br />

padre, como amigo, como bienhechor. El anhelo de Betty será ver a su hijo parecerse a su<br />

abuelo de quien él no ha podido guardar un recuerdo personal, pero de quien tan a<br />

menudo, ella, su madre, ha debido hablarle, pues ella concluye: Que este ejemplo se grave<br />

en tu espíritu, sin que nada lo pueda borrar. Llevas su apellido, y pido al cielo, con todo el<br />

fervor de una esperanza maternal, que lleves sin tacha, ese apellido y le rindas al autor de<br />

tus días, tan limpio como él, tu abuelo Seton...<br />

Guillermo, más que los otros todavía, vacila bajo la prueba. Desde que presintió el fin<br />

inminente de su padre, quedó herido de desesperación. Hemos pasado horas terribles,<br />

escribe Isabel a Julia Scott, a partir del 3 de junio, porque mi pobre Guillermo se ha cerrado<br />

en una angustia silenciosa. Su temperamento está hecho de tal manera que no admite el<br />

alivio de la compasión, sino que envuelve su melancolía en el mutismo de la desesperanza,<br />

cosa que no conviene nada a mi solicitud llena de ansiedad por él.<br />

Y, con todo, si Guillermo puede compartir aún con Maitland las responsabilidades de la<br />

firma comercial es sobre él, en quien, según la tradición familiar, recae en concreto la carga<br />

de los hijos menores, que la muerte de su padre ha dejado huérfanos, privados como<br />

estaban de su madre hace ya varios años. A los dieciocho años, Rebeca es verdad, va a<br />

asumir en seguida al lado de Isabel, su papel de hermana mayor, ama de casa; pero quedan<br />

María y Carlota, que tienen catorce y doce años. Y, detrás de ellas, Enriqueta, Samuel,<br />

Eduardo, Cecilia...<br />

De un día a otro, Betty se ve investida, apenas a los veinticuatro años, de una pesada carga,<br />

la de asumir el papel de madre de familia numerosa. En torno a la mesa que Guillermo<br />

preside, extenuado, Betty, que ha podido superar tanto su fatiga como su propia melancolía<br />

para ocuparse de los otros, contempla a esos niños que han llegado a ser suyos, y cuya<br />

mirada confiada se posa ahora en ella. Dentro de unos días, Isa Maitland se llevará con ella a<br />

Enriqueta y María, a fin de que las muchachitas pasen los meses de verano en la casita de<br />

campo que el señor Seton posee en Bloomingdale, la minúscula «quinta» de Cragdon. Será<br />

necesario confiarle igualmente, en el momento del nacimiento esperado, a Ana María, la<br />

mayor de Betty, que acaba de cumplir tres años. Eduardo y Samuel partirán a Connecticut,<br />

donde se ha podido inscribirlos como alumnos en un colegio dirigido por un clérigo. Duro<br />

trasplante para los dos muchachos, tan niños todavía, de los que su tía no deja de admirar<br />

«el porte, el encanto, el comportamiento, los modales, que les distinguen de los muchachas<br />

de su edad». Aquí, en esta mesa de familia, ambos tenían su puesta marcado, el uno a la<br />

38


derecha y el otro a la izquierda de su padre, que les, llamaba sonriendo y no sin orgullo,<br />

«mis pequeños colonos».<br />

Esta morada de Stone Street, Isabel sabía que pronta llegaría a ser la suya. ¡Qué rápidos han<br />

pasado los días dichosos de intimidad de Wall Street! 20 años, ¡mi hogar muy mío! ¡Aquel<br />

tiempo ya se acabó! Pero Betty, que siente profundamente el sacrificio que se le pide, ni<br />

regatea ni se detiene en estériles disgustos: ¿Hubiera podido yo esperarme una vida tan<br />

dichosa como aquella que he tenido estos cuatro últimos años?, escribía a su amiga Julia.<br />

Confío todo a la misericordia de aquél que no abandona jamás a los que ponen en El su<br />

confianza.<br />

No puede ser, con todo, cuestión de soñar en acomodarse en la casa de los Seton antes del<br />

nacimiento esperado. Después de los duros momentos que ella conoció por junio, después<br />

de los consejos de la familia donde fue necesaria tomar rápidamente decisiones<br />

concernientes a los hermanos y hermanas de su marido, Isabel hubiera tenido necesidad,<br />

ella también, de un poco de calma y de reposo; dado el estado en que se encuentra. Pero la<br />

melancolía demasiado pesada que oprime el corazón de Guillermo, y las obligaciones que, al<br />

mismo tiempo, estriban en él, para mantener, a pesar de todo, la marcha de los negocios,<br />

han rendido a este hombre de salud delicada, de una exigencia ferozmente inconsciente.<br />

Betty debe estar ahora a su entera disposición, a fin de cumplir, junto a él, el papel de<br />

secretaria. A esa tarea suplementaria, ella no se substrae.<br />

Mi pobre Guillermo, me tiene ocupada de continuo en copiar sus cartas de negocio, en<br />

clasificar sus papeles, porque no tiene ya ahora un amigo, ni confidente, aparte de su<br />

mujercita. Su adhesión a su padre era efecto de un afecto único y sin sombra, hasta el punto<br />

de que la pérdida de su padre representa para él una de las más duras pruebas que le podían<br />

herir. Cuando atraviesan una prueba de este género, la mayoría de los hombres se vuelven<br />

hacia sus verdaderos amigos, o se apoyan en los hábitos que les ha dado su vida profesional,<br />

para llegar al cabo de su tristeza. Mi marido, personalmente, no puede recurrir, ni a uno ni a<br />

otro de esos medios, habituado como está, desde hace mucho tiempo, a no dejar mi<br />

compañía, sino para volver a encontrar la de su padre y viceversa. Así, ahora, todo lo ha<br />

polarizado sobre la que le queda. Te puedes dar cuenta hasta qué punto me es necesario<br />

tratar de hacer frente y someterme a todas las exigencias de mi destino. Ciertamente para<br />

mí, que amo tantísimo la tranquilidad, y una pequeña familia, es un cambio tan grande<br />

haber llegado a ser de un solo golpe, madre de seis hijos más, y verme a la cabeza de una<br />

familia tan grande.<br />

Y hay que añadir estas líneas donde se siente aflorar la fatiga y el sufrimiento que ella trata<br />

de superar:<br />

Si no pensara más que en mí, la muerte, o bien una vida donde me alimentara tan solo de<br />

pan y agua, sería en comparación una suerte dichosa. Pero tú sabes desde cuánto tiempo<br />

estoy acostumbrada a ceder, por afecto, respecto a mi marido Guillermo. Y cuando pienso en<br />

sus padecimientos y en sus preocupaciones bendigo a Dios que me permite compartirlos con<br />

él y aligerárselos.<br />

Betty sabía, por experiencia, que según la frase de Weyergans, «un sufrimiento compartido<br />

se aligera en la mitad». Toma entonces sobre sí, en el sentido exacto de la palabra, la propia<br />

angustia de Guillermo. Aparta a la tarea ingrata de secretaria, la cual acaba de juntar a<br />

todas. la otras, largas horas en el decurso de las jornadas, prosiguiendo por la noche, si hace<br />

falta, quitando incluso a su sueño y fatigando la vista más allá de toda prudencia.<br />

Ella «hace frente» según su propia confesión con una energía indomable. Pero, obrando así,<br />

exige a su organismo más de lo que él puede dar. Por eso, cuando llega el momento de traer<br />

39


al mundo al hijo que ha esperado en tales condiciones, está en el límite de su resistencia.<br />

Llamado en su auxilio, el 20 de junio, el doctor Bayley, corrió a Wall Street. Que hubiera<br />

estado impedido de venir, y el resultado podía haber sido fatal para la madre. Lo hubiera<br />

sido, ciertamente, para el hijo. Mientras la joven mujer está en lo más extremo, y su estado<br />

requiere los cuidados más urgentes, el bebé que acaba de traer al mundo parece incapaz de<br />

vivir.<br />

Mi pobre padre -describirá Betty, un mes más tarde- tenía mucha pena de cumplir su tarea,<br />

aunque era necesario, para salvarme, el esfuerzo de todos los que allí estaban. Se había<br />

perdido la esperanza, en cuanto al querido hijito, y eso durante horas.<br />

Era un sufrimiento de más para la mamá que ya había sufrido tan terriblemente en su carne.<br />

Imposible para ella tornar el reposo que había deseado tanta, pero que el cielo, por buenas<br />

razones, como ella quiere creerlo, se lo negaba todavía. ¿Cómo permitirse estar tranquila,<br />

distendida, la cabeza apoyada sobre la almohada, cerrados los ojos, cuando muy cerca de<br />

ella, el Dr. Bayley luchaba por tratar de hacer respirar al bebé? Mi padre puede decir, con<br />

toda verdad, que ha comunicada el hálito de vida a mi hijo. Porque, mientras el pequeño<br />

permanecía inerte, sin respirar, mi padre estaba arrodillado ante él, y pegando su boca a sus<br />

labios, se puso a respirar profundamente, o, por mejor decir, a insuflar el aire fuertemente<br />

en los pulmones del niño. Y ahora, concluye Betty el 20 de agosto de 1798, el querido, es el<br />

más hermoso bebé que se puede ver. Querido con creces por su mamá y no poco, por el<br />

hecho de llevar el nombre de Richard Bayley... Ese nombre al que se junta el de Seton, es un<br />

nombre que me encanta de veras.<br />

A decir verdad, el mes de agosto, no ha sido muy brillante en el hogar de los Seton. Si el<br />

bebé no parece resentirse, por el momento, del peligro que había corrida en el instante de<br />

su nacimiento, no sucede lo mismo en cuanto a su madre. Isabel se siente mal, remontando<br />

la pendiente: contragolpe normal del exceso de trabajo y de la tensión que ha conocido en<br />

los meses precedentes. Exhausta, sufre, también, seriamente de los ojos. Pero le es preciso<br />

hacer frente todavía. No ha terminado aún el mes de agosto y malas noticias llegan de Bloomingdale:<br />

Ana María, ha caído enferma. Guillermo decide partir inmediatamente, pero<br />

pretende no ponerse en camino sin Betty. La joven mujer llega a Cragdon, con un bebé de<br />

un mes, para instalarse a la cabecera de su hija mayor. Apenas Ana María está fuera de<br />

peligro, cuando el estado del pequeño Ricardo da graves inquietudes. Nueva salida<br />

precipitada para alcanzar Nueva York, donde confiar el niño a los cuidados experimentados<br />

de su abuelo.<br />

Pero, mientras Guillermo y Betty se reinstalan en Wall Street con su recién nacido, una<br />

epidemia de fiebre amarilla se declara en Nueva York mismo. Esa fiebre amarilla, de la que<br />

el doctor Bayley no duda en afirmar que es una de las enfermedades más peligrosas de las<br />

que conducen con más seguridad a la muerte; una enfermedad que se parece más a la peste<br />

que a la fiebre y cuya evolución, además, es extremadamente rápida. «La fiebre amarilla<br />

apenas te daba tiempo de prepararte a la muerte», escribía uno de los primeros Sulpicianos<br />

franceses en 1791. «En veinticuatro horas, lo más, todo había acabado». El pánico ha cogido<br />

de golpe a los neoyorquinos. Todos los que han podido han huido de la ciudad.<br />

En adelante, no habrá para Betty un instante de tranquilidad. Tres seres que le son queridos<br />

en el mundo se ven expuestos al terrible contagio: su padre en primer lugar, por su<br />

profesión; su marido, que no puede suspender el trabajo corriente en las oficinas de la casa<br />

de negocios; su pequeño Ricardo de quien le es imposible separarse, ya que le amamanta.<br />

Cuando el doctor dispone de un momento, hace una breve aparición en casa de su hija. Y<br />

Betty no se olvida, cualesquiera que sean sus preocupaciones, de hablarle de las molestias<br />

40


de salud de Juan o de María Scott, porque Julia, habitualmente encarga a su amiga una<br />

«consulta» por correspondencia para el especialista afamado.<br />

Mi padre me encarga especialmente, que te diga que no hay remedios para la tosferina: es<br />

necesario que las cosas sigan su curso natural. Te hubiera escrito este consejo él mismo,<br />

pero apenas tiene tiempo para respirar; no tiene tiempo de sentarse, fuera de la hora de las<br />

comidas.<br />

Y, unos días más tarde, al comienzo de septiembre: Estás ansiosa, estoy segura de ello, a<br />

propósito de tus amigos de Nueva York, en esta época de horror. Creo, efectivamente, que<br />

van a ser los únicos que van a quedarse en la ciudad. El pobre Seton está encadenado por<br />

razón de su trabajo y allí donde él está, allí estoy yo con él. Nuestros queridos niños, -los dos<br />

mayores-, están fuera de la ciudad con la señora Maitland, y nuestro vecindario está vacío<br />

por completo... Nosotros estamos todos perfectamente bien. ¿Por cuánto tiempo? Sólo el<br />

cielo lo sabe, porque en nuestra calle hay muertos..., uno de ellos, tres puertas después de la<br />

nuestra. No he visto a mi padre en toda la semana: vino tan sólo ayer noche y me dijo que<br />

había pasado todo su tiempo en los hospitales o en el lazareto. Viendo a uno que me es tan<br />

querido, expuesto hasta tal punto, prefiero infinitamente quedarme en la ciudad, y esto<br />

independientemente del hecho de que mi Guillermo esté aquí.<br />

Es verosímil, con todo, que el Dr. Bayley mismo exigiera a Betty la solución más sabia para el<br />

bebé, si no para ella. Porque una carta, fechada el 28 de septiembre, está escrita en<br />

Cragdon. Pero en Cragdon hay nuevas ansiedades. He ahí que Guillermo debe meterse en<br />

cama. ¿Acceso benigno de la terrible epidemia, o simplemente jornadas de fiebre y<br />

depresión debidas a la tuberculosis? No hace falta más, en todo caso, para enloquecer a<br />

Betty, para ponerla en situación desesperada.<br />

Hubiera respondido en seguida a tu carta, pero mi Guillermo, Mi TODO, estaba entonces<br />

afectado por esa fiebre que reina por todas partes. Afortunadamente, sólo fue tocado<br />

ligeramente, lo bastante para que yo, quedara espantada con el pensamiento de lo que<br />

podía seguirse, tanto más cuanto que estamos en Bloomingdale, y que, de hecho, mi padre<br />

no le puede curar.<br />

Quizás para animarse a sí misma, como para animar a la amiga, Betty deja resbalar estas<br />

palabras en las que corre todo su afecto para «la sombrita de nada», tan querida para su<br />

corazón, cual era Julia Scott: ¡Animo, mi amor, y permanece en acción de gracias, por lo que<br />

te queda de bien! Es como Betty se esfuerza personalmente por resistir, por resistir<br />

serenamente durante aquellas semanas de pesadilla. Si la alarma había sido conjurada,<br />

rápidamente en lo concerniente a la salud del marido, Betty no deja de verle sin miedo<br />

emprender cada mañana el camino de la ciudad. Tiene que confesarlo claramente, desde los<br />

primeros días de octubre: Anda de cabeza, consumiéndose de inquietud por su marido y por<br />

~u padre también, quien está constantemente en el hospital de Bellevue, fatigado hasta el<br />

extremo... Pero temblar por unos seres amados es todavía un consuelo, cuando se piensa en<br />

los que han perdido uno de los suyos: ¿Qué son mis molestias, mi amor, comparados con tu<br />

melancolía de todos los días? Así termina ella una nueva misiva dirigida a Julia.<br />

La vida que Betty lleva entonces en Cragdon no es, sin embargo, una vida fácil. La casa es<br />

demasiado pequeña para las dieciocho personas que habitan juntas ya que el matrimonio<br />

Maitland se ha visto obligado también él a quedarse allí. Ni siquiera es posible para Betty<br />

encontrarse diez minutos frente a su padre, cuando viene por una hora o dos a<br />

Bloomingdale. Viviendo en un alerta perpetuo, asaltada sin tregua por los niños de quienes<br />

siempre alguno tiene necesidad de sus cuidados y caricias, de su presencia, le es necesario<br />

41


enunciar a un descanso que le sería, con todo, indispensable. De nuevo la fatiga se lanza<br />

sobre sus ojos, mientras un brote de furunculosis la abate a pesar de toda su energía.<br />

Conoce entonces momentos de semidesánimo y, como en tiempo de su primera infancia, a<br />

la hora en que la muerte de su madre había macerado su corazón, se pone a soñar con<br />

nostalgia en la vida del más allá, la vida bienaventurada, donde toda pena será olvidada,<br />

«donde Dios mismo enjugará toda lágrima de nuestros ojos» (Apocalipsis 21, 4).<br />

Sí, incluso yo que soy su madre, se atreve a confiar a Julia, no desearía quedar sobre la tierra,<br />

si estuviera segura de que mis hijos no han de ser privados de la protección de su padre.<br />

Y luego, se rehace. Ana María que se lanza en sus brazos, Bill que se agarra a su falda, Ricksy<br />

que le sonríe en su cuna, traen la sonrisa a sus labios, despiertan la fuerza en su corazón:<br />

¡Claro que sí!, es necesario resistir el golpe, por estos pequeños que son sus hijos, que<br />

tienen necesidad de su presencia, de su amor. Porque esos pequeños Dios se los ha<br />

confiado para que ella los conduzca a El.<br />

Ha llegado el otoño y, con la última estación, cierto alivio. En Nueva York, la epidemia de<br />

fiebre amarilla parece conjurada. Es necesario pensar ahora en instalarse en Stone Street,<br />

como hubiera debido hacerse dos meses antes. Dejar Cragdon, donde se vivía literalmente<br />

unos sobre otros, es, de hecho, un motivo de alegría para Betty. La organización de su nueva<br />

morada le es una excelente distracción. Y luego ¿no va ella a poder pasar unas semanas<br />

todavía en la casita de Wall Street? Serán las últimas, ¡ea!, pero serán, no obstante,<br />

semanas de las que la joven mujer piensa aprovecharse de lleno. En Wall Street, puede<br />

volver a encontrar horas de intimidad con Guillermo, hablar sola, a solas con su padre,<br />

cuando viene a verla para cortas pero más frecuentes visitas que en Bloomingdale. En Wall<br />

Street, Betty encuentra de nuevo asimismo su piano, no sin un suspiro de placer, su querido<br />

piano junto al cual el Dr. Bayley fatigado gusta tanto sentarse para escuchar a 5u hija tocar<br />

sus melodías preferidas.<br />

Cada día, por otra parte, Isabel debe llegarse a la casa de Stone Street que ha sido necesario<br />

volver a su estado, después de la desinfección que dictaba la prudencia a consecuencia de la<br />

epidemia neoyorquina. Pintura fresca, nuevos papeles sobre las paredes. Es un vida nueva<br />

que va a comenzar allí, y Betty, finalmente, siente que su corazón se dilata a la medida de<br />

las nuevas responsabilidades que va a poder asumir, así lo espera con un espíritu tranquilo<br />

dentro de un ritmo de vida normal.<br />

No es cuestión, claro está, de guardar junto a ella a todos los pequeños hermanos y<br />

hermanas de Guillermo. Para Carlota y María, la pensión ha parecido la solución mejor. Han<br />

marchado ya la una y la otra a Nueva Jersey mientras Eduardo y Samuel llegaban al colegio<br />

de Connecticut. Pero Enriqueta y Cecilia quedarán en casa. Así lo ha decidido Isabel. En<br />

cuanto a hacerlas inscribir como externas en una de las escuelas de Nueva York, renuncia<br />

igualmente a ello. Con la nieve y la lluvia me darían más fastidio que si las guardo aquí, ha<br />

explicado ella, siguiendo el deseo secreto de su corazón, cual es el de tomar a su cargo<br />

íntegramente la educación de las dos últimas de sus cuñadas, con la de sus propios hijos.<br />

Ayudada como está, para las cargas domésticas por una mujer de confianza, Mammy Huller,<br />

secundada por Rebeca sobre todo, Betty se da la alegría de organizar el trabajo escolar de<br />

los niños. Esta tarea que toma con la seriedad que ella pone en todas las cosas, le permitirá,<br />

además, desarrollarse dando lo mejor de sí misma. Haciendo eso, se prepara también, sin<br />

saberlo, a las tareas futuras que la Providencia le destina y que le espantarían ahora, si ella<br />

adivinara tanto su amplitud, como su peso.<br />

Por el momento, su pequeña clase sólo tiene dos alumnos, su marco es de una flexibilidad<br />

extrema. Es necesario contar con las idas y venidas de Ana María, y de Bill que, sin más,<br />

42


empujarán la puerta a la mitad precisa del dictado 0 de la lección de caligrafía, de lectura, de<br />

cálculo, cuando no serán los gritos de Ricksy que forzarán a la profesora a dejar a los<br />

alumnos, los libros y cuadernos para ir a alimentar o a poner en mantillas al bebé. ¡Qué<br />

importa!, aquellos son bien pequeños inconvenientes, frente a la confianza alegre que reina<br />

de nuevo en la casa.<br />

Betty, por otra parte, está completamente de vuelta de sus prevenciones frente a Rebeca.<br />

En las largas y dolorosas semanas que han vivido juntas desde el mes de junio, se han<br />

revelado una a otra. Betty se pregunta ahora cómo pudo, durante los primeros años de su<br />

matrimonio, desconocer el valor de su cuñada. Con todo lo joven que es Rebeca, se<br />

encuentra de primeras a la altura de la situación difícil que se le imponía. Serenamente,<br />

supo hacer frente ella también, con tanta energía como delicadeza. Isabel no agota ahora<br />

los elogios sobre las cualidades de Rebeca y sobre la formación profunda que ha recibido de<br />

su padre que fue su único guía en todas las cosas.<br />

Pero, sobre todo, descubre, con un sentimiento de íntima dicha, que se le ha dada en<br />

Rebeca, una amiga, la primera con la que le será posible hablar de Dios. ¡Hablar de Dios!<br />

Con su padre, no es cosa que se pueda concebir. No más con Guillermo. Tampoco con Julia<br />

Scatt o Isabel Sadler... Una vez en su vida conoció Betty la alegría de poder conversar de las<br />

cosas divinas: era en Nueva Rachela, cuando la pequeña Ana Bayley, su prima de siete años,<br />

la escuchaba encantada e ingenuamente y le expresaba su alegría de oír hablar del Señor. A<br />

decir verdad, no se trataba de verdaderos intercambios. Ahora, Betty y Rebeca podrán, bien<br />

a su gusto, conversar de aquello que es prácticamente para la una y la otra lo esencial de su<br />

vida. Parque también Rebeca tiene el sentido de Dios, la sed de Dios, y su vida espiritual<br />

nada tiene que ver con el conformismo de una religión casi exclusivamente exterior, como<br />

lo es prácticamente la de los Seton y los. Bayley. Así pues, aunque Isabel no podía<br />

expresarse sino con una extrema circunspección, y como a hurtadillas a su amiga Julia,<br />

podrá llegar a ser, con Rebeca, el tema de verdadero diálogo, donde la una y la otra, sin el<br />

menor respeto humano, podrán revelarse a sí mismas con sus deseos más verdaderos, sus<br />

aspiraciones más vitales, ayudándose a marchar juntas por el camino que conduce al Señor.<br />

Y es posible que la joven mujer, en un plan de confianza total, mostrara a su cuñada la<br />

oración cuyas palabras vertió, un día, sobre el papel en el momento en que la inextricable<br />

red de inquietudes y de dificultades le dejaba apenas bastante tregua para que le fuera<br />

permitido sentarse unos instantes a la mesa en silencio: Dios Todopoderoso, autor de toda<br />

misericordia, Padre de todos, Tú que conoces mi corazón, y que tienes piedad de su debilidad<br />

como de sus errores, Tú sabes que el desea de mi alma es hacer tu voluntad.<br />

Aquel desea, ¿no era también, a fin de cuentas, el único desea de Rebeca? Entre las dos<br />

cuñadas se traba una amistad como jamás ellas la han conocido hasta entonces, una<br />

amistad, toda espiritual, pero al mismo tiempo, tan fraternal que Betty dirá pronto de<br />

Rebeca que es la hermana de su alma.<br />

6.- LOS VELEROS, NO VOLVERAN MÁS<br />

Pasmaos, habitantes de la costa,<br />

mercaderes de Sión,<br />

cuyos mandatarios recorrían la mar,<br />

por las aguas inmensas.<br />

Is 23, 2<br />

43


En enero de 1799, Isabel Sadler, volvió de Europa a América. Este retorno debería ser, para<br />

Betty, una razón de alegría. En realidad la mujer piensa, con tristeza, que en adelante no le<br />

será más fácil ver a su amiga, que cuando estaba en Europa. Y la razón que la privará de<br />

estos encuentros, largo tiempo deseados, es precisamente una de las que hubieran debido<br />

favorecerlos y sellar para siempre la amistad de las dos jóvenes mujeres. Emma Bayley, la<br />

primera de las hijas nacidas del segundo matrimonio del doctor, es novia de Guillermo Craig,<br />

cuya familia está emparentada con los Sadler. Una situación, como la del hogar de su padre,<br />

prohíbe a Betty, desde hace años, todo paso que podría ponerla en la presencia de su<br />

madrasta. Y es evidente que, si el salón de los Sadler se abre a la familia Craig, Emma y su<br />

madre, lo frecuentarán asiduamente. En tales condiciones, es Isabel quien deberá retirarse<br />

discretamente, sabiendo demasiado bien que, actuando de otra manera, irá en contra de la<br />

voluntad formal del señor Bayley. Mi padre -dice confidencialmente, no sin tristeza- persiste<br />

en su resolución de que yo no acepte una reconciliación con la señora B.<br />

La desunión del doctor y su esposa, consumada desde entonces y públicamente conocida,<br />

no deja de crear de un golpe a la joven prometida un embrollo de dificultades sobre el que<br />

Betty emite un juicio lúcido y doloroso: Mi pobre Emma está en una situación imposible y su<br />

matrimonio, pienso yo, no tendrá lugar tan pronto como ella lo desearía.<br />

Por otra parte, dos de los hermanos de Emma, manifiestan señales inequívocas de<br />

inestabilidad, dando a su padre serias inquietudes. Mi padre tiene nuevas causas de<br />

abatimiento que me hacen temblar -escribe Isabel, en marzo de 1799-. Lo que ella no<br />

escribe, lo que ella no puede escribir, pero que desgarra su corazón filialmente apasionado,<br />

es cuál sea en concreta la reacción de aquél, a quien ella admira, con justo título, en tantos<br />

otros puntos, frente a la situación en que se encuentra ahora el hogar que él ha fundado.<br />

Cuán desilusionada y casi inhumana aquella reflexión lanzada por él espontáneamente<br />

sobre el papel: «Staten Island? Sí, es más que posible... » Lo que equivale a decir, vida en la<br />

estación de la cuarentena, y por tanto, recuperación definitiva de mi libertad irrevocable,<br />

deserción del hogar. «Pero, me gusta detener mi pensamiento sobre el ridícula de mi vida.<br />

Lo que sería para otro una fuente de aflicciones, sin consuelo posible, lo que heriría el<br />

corazón de la mayor parte de la gente, me parece a mí un motivo de diversión» Matter of<br />

amusement, dice el texto original, y uno duda entre dos traducciones: «Todo eso me<br />

importa un pito». O bien: «Ante todo eso, deja que me ría».<br />

Pero el hombre que traza estas líneas es un hombre de valía, un hombre que, en el ejercicio<br />

de su profesión, no vacila en ir hasta el cabo de sus fuerzas, del don de sí mismo, en exponer<br />

su vida, a sabiendas, para salvar la vida de los otros. Una reflexión anotada, en nuestros<br />

días, por un médico y un psicólogo, el Dr. Nodet, parece aplicarse exactamente al caso del<br />

Dr. Bayley, y dar cuenta de la paradoja de su vida. Con un tacto seguro, el especialista del<br />

siglo XX, denuncia abiertamente «el error del médico que, dedicado siempre a sus enfermos<br />

y a sus publicaciones, olvidara dar a su mujer y a sus niños la presencia y el tiempo que ellos<br />

esperan de él. La desgracia es para todos -concluye- individuo y grupo».<br />

¿Cómo no iba a ser sensible Betty a este drama familiar, que se representa tan cerca de ella,<br />

y en el que prácticamente, ella nada puede? ¿Cómo, por otra parte, esclarecida por las<br />

maniobras de aquellos que están tan próximos, a aquellos a quienes sigue amando, no iba a<br />

buscar ella cimentar el edificio de su propio hogar? ¿Debía ella pagar el rescate, con un<br />

olvido de sí total y diario?<br />

A pesar del tormento que le causan actualmente los negocios comerciales de su marido, a<br />

pesar de una tarea como la suya en casa, donde los hijos, pequeños y grandes, devoran,<br />

minuto a minuto, su tiempo, Isabel no olvida que Guillermo debe encontrar siempre en<br />

44


Stane Street, desde que empuja la puerta, una morada acogedora, comidas dispuestas a la<br />

hora, una mujer que le espera sonriente, v calma, coma en los días en que ella era la joven<br />

esposa de Wall Street, sin preocupaciones, sin trabajo, cuyo único papel, consistía en<br />

aguardar solícita la vuelta de su marido, y estar disponible a sus menores deseos. Desde<br />

hace tiempo estoy habituada a ceder por afecto a Guillermo.<br />

Y no obstante, en adelante, ella ya no conoce momentos de solaz. Es necesario contar no<br />

sólo con la tarea de cada día, sino con lo imprevisto, que obliga a cambiar bruscamente el<br />

ritmo de la vida, a asumir nuevas ocupaciones domésticas. Los hijos, uno tras otro han<br />

cogido las enfermedades clásicas, que los detienen en cama, durante días, a veces dentro de<br />

un aislamiento draconiano para evitar a los otros ser contagiados a su vez. Complicaciones<br />

que sólo las madres de familia numerosa saben lo que ellas suponen en concreto. Porque es<br />

preciso que la vida de todo el hogar continúe, a pesar de todo, su marcha normalmente. Y<br />

cuando es un chiquitín quien reclama cuidados incesantes que exigen junto a él una<br />

presencia continua, es necesario de veras que la mamá escoja, o ponerse ella misma<br />

también en cuarentena, o quedarse con los otros. Pero deberá en este caso tomar de su<br />

cuenta la labor casera que aseguraba la persona inmovilizada dentro de la pieza de los<br />

niños, convertida en enfermería. Todas estas molestias, pequeñas y grandes, pero que se<br />

multiplicarán como a placer en Stone Street, Betty las experimenta en esta primavera de<br />

1799.<br />

Cuando llegan las vacaciones de Pascua, gracias a Dios, anginas, paperas y sarampiones se<br />

han acabado. Pero los dos muchachos y las dos muchachas que vuelven del colegio, como<br />

buenos americanos en pequeño que son, han estado muy lejos de faltar a la tradición<br />

establecida ya, entre los escolares de Estados Unidos: traen con ellos para la temporada de<br />

vacaciones, unos camaradas o amigas. De la noche a la mañana la casa, toda lo espaciosa<br />

que es, está para estallar. Resuena, de la mañana a la tarde, con gritos, cantos, carreras y<br />

persecuciones, con galopadas que hacen vibrar las paredes, crujir la madera de las<br />

escaleras... Es una de esas bonitas agitaciones de las que se regocijan las mamás, porque<br />

son índice cierto del buen estado de la salud general, pero de las que desean, al minuto,<br />

verse libres un momento para entregarse en paz a su ocupación.<br />

Betty no tendría ciertamente idea, por lo que a ella se refiere, de poner sordina a esa alegre<br />

barahúnda, aún cuando despierta a los chiquitines, aún cuando sea para ella el preludio de<br />

un trabajo suplementario, ¡aunque no fuera más que la preparación de incontables tartinas<br />

de merienda! Pero le es necesario contar con la salud de Guillermo, con la salud de Rebeca,<br />

tocada como su hermano de la tuberculosis, tan rápidamente extenuados ambos, y por<br />

quienes se está siempre sobre aviso.<br />

¡No importa, es la primavera! La estación de la esperanza que Betty ha amado siempre con<br />

un amor de predilección. Afuera, las yemas revientan, las flores se abren, los pajaritos<br />

gorjean. Dentro de casa, los niños, ellos también, hacer estallar su alegría de vivir. Ningún<br />

enfermo entre ellos en este momento. ¿Qué más hay que desear? Sonriente, siempre, la<br />

joven mujer, continúa haciendo frente. Acabadas las vacaciones de Pascua, la casa recobra<br />

su calma, al menos por unas semanas. El 19 de julio, después de un mes de dilación y de<br />

ansiedad, Emma Bayley ve el fin de una larga espera: toma por esposo a Guillermo Craig.<br />

Betty puede asistir a su boda, dentro de un clima de alegría ficticia, donde cada uno de los<br />

invitados se esfuerza por desempeñar el panel que se le ha impuesto. Y luego, es necesario<br />

pensar en las vacaciones de verano. Betty sueña que sería bueno para los niños dejar Nueva<br />

York, deseando que la familia no tenga que amontonarse una vez más en la minúscula<br />

quinta de Cragdon. Guillermo ha emprendido los pasos necesarios para encontrar una<br />

45


propiedad que parezca responder a todo lo que se puede soñar. Una dificultad, sin<br />

embargo, surge en el momento de las negociaciones. El señor Seton se obstina, negándose<br />

entonces a proseguir todo trato. Ruda decepción para la madre de familia: ¿qué hará ella,<br />

de los ocho niños durante los meses de fuerte calor? Forzoso le hubiera sido aceptar la<br />

solución de Cragdon, de no haberle llegado providencialmente una invitación de Isabel<br />

Sadler, que le permitirá, al menos, tomar un momento de verdadero descanso con los niños<br />

más pequeños. No duda en aceptar la oferta de su amiga, y acude a la casa de campo que<br />

Isabel posee en Staten Island. De no ser por la situación familiar de su padre, hubiera podido<br />

permanecer allí todo el verano. Pero la joven pareja Craig está también invitada. A su<br />

llegada, Betty deberá partir. Rebeca, ha debido, por prescripción médica, proyectar una<br />

estancia mucho más prolongada lejos de Nueva York. Ella parte con Cecilia a la casa de su<br />

media hermana, que había tomado por esposo al señor Vining, y que estaba ya viuda. En la<br />

playa, junto a su amiga Isabel, Betty ve a los pequeños divertirse en torno suyo,<br />

bronceándose y fortificándose al sol. La joven mujer no resiste al placer de pintar al vivo un<br />

pequeño cuadro en obsequio a su cuñada: Ricksy está toda bronceado, y, cada vez que sale,<br />

levanta sus bracitos hacia los árboles diciendo: «Do... do...» ¡con tanto placer, con tanta<br />

sorpresa! Si el viento le azota en plena cara cierra sus ojitos y se echa a reír como tiene<br />

costumbre de hacerlo cuando se corre a su encuentro.<br />

Felices jornadas que pasan demasiado rápidas. Con los mayores que han vuelto del colegio,<br />

Betty se llega hasta Cragdon por segunda vez. ¡Es aún mejor que nada! Corre más de un<br />

rumor que siembra el espanto. La fiebre amarilla está de nuevo en la ciudad de Nueva York.<br />

¿Cuándo, pues, tomará la vida su curso normal? ¿Van a renacer las dificultades de todos los<br />

lados a la vez? Guillermo debe hacer ahora un viaje a Baltimore donde su abuelo Curson<br />

desea hablarle de negocios. Porque la situación de la firma «Seton, Maitland y Cía» no<br />

parece querer ponerse en pie, antes al contrario. Y ese viaje de Guillermo espanta a Betty.<br />

En Filadelfia, posta obligatoria para la diligencia, la fiebre amarilla -dicen- hace también<br />

estragos. La presencia de Isabel Sadler apacigua, con todo, a Betty durante el viaje temido.<br />

Guillermo vuelve. Ha atravesado el peligro sin daño. Pera desde ahora él deberá trasladarse<br />

a Nueva York a diario. Rebeca recibirá pronta unas líneas angustiosas de Isabel.<br />

Mi Guillermo va todos los días a la ciudad, y está más expuesto que muchos otros que han<br />

encontrado allí la muerte. Que él escape, depende de esa MISERICORDIA que jamás nos ha<br />

faltado y tengo buenas razones de bendecir todos los días de mi vida. Si él no escapa, es más<br />

que probable que tú y yo no nos veamos más, porque jamás podría sobrevivir a eso.<br />

Mientras Guillermo prosigue sus idas y venidas, pasando indemne en medio del peligra que<br />

él roza, poco a poco la epidemia terrible cede, una vez más, con el fin de los calores<br />

húmedos. En noviembre Betty puede volver a Stone Street. Pero no le es permitido hacerse<br />

ilusión sobre la catástrofe en que va a sumergirse, después de apenas seis años de<br />

existencia, la firma «Seton, Maitland y Cía». Para los navíos mercantes que portan pabellón<br />

americano, no hay garantía ninguna en los mares. Inspeccionados, despojados, los barcos de<br />

gran tonelaje, si es que no quieren correr el riesgo de verse hundir, barcos y mercancías permanecen<br />

bloqueados en los puertos extranjeros, consecuencia desastrosa e injusta de la<br />

política francesa. Los veleros fletados por los Seton, salvo tres raras excepciones, no<br />

volverán más al puerto americano. Los correos que se suceden no traen a Guillermo y a<br />

Betty más que trágicas y lastimosas noticias, bien de Londres, bien de Hamburgo. ¿Era, por<br />

otra parte, el socio de los Seton, hombre íntegro y recto? No lo parece. Las letras de crédito<br />

llegan a Nueva York a un ritmo alocado, y sin embargo, desde Londres el Sr. Maitland<br />

suspende todos los pagos. En cuanto a contar con la ayuda eficaz de su hijo, Jaime, asociado<br />

46


igualmente al negocio, sería una ilusión que ni siquiera raza Guillermo. El joven marido se<br />

reveló desde su matrimonio como un ruin hombre de negocios, un marido lamentable, un<br />

pobre tipo que bebe, turbando la vida de su hogar, haciendo a su mujer tan desgraciada<br />

como es posible.<br />

No es posible contar más con Jaime Seton, el hermano de Guillermo, asociado con el mismo<br />

título que su hermano mayor a la firma comercial. Jaime adopta, en este período de crisis,<br />

una actitud incomprensible, es lo menos que se puede decir. Frente a este desastre<br />

financiero, frente a una ruina que no alcanza solamente a los socios, sino a los accionistas,<br />

Guillermo Seton estaría solo haciendo frente, si no estuviera Betty a su lado, tensando toda<br />

su energía para impedir a su marido hundirse bajo el golpe que le llega.<br />

Si los corazones se ensombrecieran al mismo tiempo que las fortunas, confiesa ella, eso haría<br />

mucho mal a los negocios... Su corazón, gracias a Dios, permanece en vela. Maitland ha<br />

hecho detener los pagos en Londres -escribe ella a Rebeca- y estamos obligados a hacer otro<br />

tanto aquí. Para Guillermo es una situación cruel. Aunque tiene personalmente todo el<br />

consuelo que un hombre puede tener en tales circunstancias, a saber: que tal estado de<br />

cosas no es imputable a su imprudencia particular, que en nada se le puede censurar; te<br />

puedes, con todo, imaginar el abatimiento y ansiedad que eso nos trae a todos... Jairne<br />

(Seton) perdió casi la cabeza, pero después de haber examinado lo que hay de ello,<br />

encuentra menos motivos de temor de los que pensaba en un principio. En todo caso, el<br />

parecer unánime de todos los amigos de Guillermo, de los directores de banco que han sido<br />

consultados, es que debe suspender todas las devoluciones. Si nuestra familia conoció la<br />

tristeza el invierno pasado, este invierno conoce algo peor. ¡Sólo el cielo sabe cuándo<br />

tendrán fin nuestras dificultades!<br />

Impresionable como es, Guillermo pasa consecutivamente por alternativas de depresión,<br />

obsesionado por el espectro de la ruina total, incluso de la prisión, y por sobresaltos de<br />

esperanza: las noticias recibidas desde Londres, son tan breves y vagas, que tal vez, toda no<br />

va tan mal como se cree en Nueva York.<br />

Guillermo no tiene ciertamente el equilibrio y la energía de Betty. A sus cambios de humor<br />

la joven mujer trata de adaptarse del modo mejor, dispuesta a ceder siempre, a tomar sobre<br />

ella la parte más pesada de la carga común. Ella quería, por los niños al menos, que el día de<br />

Navidad fuera un día de paz, de alegría. El Dr. Bayley y María Post han invitado a los Seton a<br />

ir a pasar la fiesta con ellos, pero Guillermo se obstina, y niega toda salida. Que Isabel vaya a<br />

casa de su hermana, puesto que se lo ha prometido; él se quedará en Stone Street con los<br />

niños. El puso tanta insistencia en su negativa que marché con la muerte en el alma<br />

dejándole coma él lo quería, debe confesar ella.<br />

El primero de año es más apacible. Guillermo, al menos, no ha rechazado la presencia de su<br />

«mujercita». En secreto y común acuerdo no soltarán palabra ese día sobre las dificultades<br />

que les roían. Ese solo silencio, y esas horas de intimidad son para Betty un rayito de sol en<br />

medio de la tormenta que les amenaza sin tregua. Ella explicará: No fue ese el día más triste<br />

del año que he pasado en Nueva York, parque allí donde haya afecto mutuo y esperanza,<br />

hay mucho.<br />

El año 1800 comienza con la espera, llena de ansiedad, de un desenlace que no sucederá sin<br />

trastornar la situación de los Seton. Betty lo sabe. ¿Pero no ha tomado ella por regla de<br />

conducta no atormentarse antes de los acontecimientos futuros que no dependen de su<br />

voluntad? Más vale guardar intactas su energía, su paciencia, sus fuerzas, para encajar<br />

mejor los golpes que desde ahora van a sucederse a un ritmo acelerado.<br />

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Pérdida de un navío que acaba de hundirse después de haber dejado el puerto de<br />

Amsterdam, equipado de un importante cargamento. Actitud cada vez menos neta del<br />

señor Maitland, el principal socio de Londres. Es el momento en el que Guillermo declina<br />

todas las proposiciones de los amigos que le ofrecen anticiparle fondos. El mes de junio de<br />

1800 debe señalar el fin del contrato de la sociedad «Seton, Maitland y Cía»: antes que<br />

correr el riesgo de nuevas decepciones con un socio cuya rectitud no es segura parece<br />

preferible a Guillermo enfrentarse totalmente solo, hasta el fin. Porque si no tiene la<br />

envergadura de su padre en lo concerniente a negocios, de lo que verosímilmente se ha<br />

aprovechado su socio londinense, Guillermo Magee Seton es un hombre de una rectitud<br />

absoluta. No solamente ha decidido salir de este asunto, salvando su honor perfectamente,<br />

sino que quiere en cuanto esté en su poder detener la ruina de todos los que le han dado su<br />

confianza y cuyos intereses están en juego, como los suyos, en este desastre financiero.<br />

Llegará, si es necesario, a poner en venta sus bienes personales, casas, muebles., objetos de<br />

valor, para evitar las reivindicaciones materialmente justificadas de sus acreedores. Pero,<br />

mientras Guillermo y Betty se atreven a mirar de frente semejante eventualidad, cuál no es<br />

su dolorosa sorpresa al saber que, en este mismo tiempo, Jaime Seton, socio con el mismo<br />

título que su hermano mayor en la empresa comercial que se hunde en la quiebra, acaba de<br />

presentarse como adquisidor de un inmueble de tres pisos dentro del barrio más adinerado<br />

de Nueva York. Es duro para un hombre leal verse prácticamente abandonado, a la hora del<br />

naufragio, por aquellos mismos con quienes, desde casi seis años, ha puesto en común<br />

todos los intereses materiales de los que depende la vida de los suyos.<br />

Semejante deserción de sus socios exaspera a Guillermo. El sobresalto de indignación que<br />

ella le provoca se traduce en él en una determinación inexorable: aunque deba soportar lo<br />

que él más teme: la pobreza de los suyos, la prisión infamante para su persona, no fallará al<br />

menos en el honor. Su grandeza de alma, en tales circunstancias, atrae la admiración de sus<br />

amigos, de Isabel sobre todo. Noche y día -escribe ella- domingo y días de semana, para él<br />

siempre hay trabajo. Y añade, no sin legítimo orgullo: Jamás ningún mortal ha soportado los<br />

reveses de la fortuna y todo lo que ellos extrañan con tanta- firmeza, con tanta paciencia<br />

como mi marido.<br />

A decir verdad, es ella quien desde hace meses le arrastra, por el olvido de sí, por su entrega<br />

de cada minuto, hacia tal actitud de desinterés, de grandeza de alma heroica.<br />

Ella se obliga a iniciarse, cueste lo que cueste, en unos problemas que hasta la muerte de su<br />

suegro le eran completamente extraños. Se inclina incansablemente sobre todos los papeles<br />

de negocios, queriendo ponerse al corriente de los menores detalles, a fin de servir al<br />

mismo tiempo de ayuda más eficaz a su esposo. Mi conocimiento de todos los PEROS, de<br />

todos los POR QUÉS, me hace una compañera más útil para él, y soy ahora de hecho su sola<br />

compañía. Stone, Ogden y todos las otros se han marchado, así que yo soy verdaderamente<br />

TODO para él. El complot se estrecha; de Maitland, ni una sola línea de explicación, pero las<br />

facturas de los Seton y todas las que deberían ser endosadas por Maitland, denegadas y<br />

devueltas... He ahí lo que da a los negocios un aspecto que nada tiene de alentador y que<br />

hace prever el porvenir dentro de una perspectiva tan grave que yo no puedo detener en él<br />

mi pensamiento.<br />

En medio de estas ansiedades, ella espera para el verano un nuevo bebé. ¿Dónde están los<br />

días de antaño, cuando la feliz mamá, preparaba con amor, con el espíritu libre, con el<br />

corazón en fiesta la canastilla del primer hijo cuya venida aguardaba? Ahora le es necesario,<br />

ante todo, tiempo para ocuparse del vestuario de todos los que están a su cargo: Eduardo,<br />

Samuel, María, Carlota, Enriqueta, Cecilia crecen. Ana María, Bill, Ricardo, igualmente... Es<br />

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preciso alargar los vestidos, cortar otros pantalones, hacer nuevos jerseys de cuello alto. Y<br />

no olvidar, sin embargo, el fastidioso trabajo que impone la correspondencia de negocios,<br />

frente a la cual Betty no quiere que Guillermo se encuentre solo.<br />

Ella confiesa, a Julia Scott, que, desde hace dos meses se resiente de un dolor en la espalda<br />

a lo largo de la jornada, un dolor en el costado durante cada una de sus noches, sin que el<br />

mal le deje una hora de tregua. Es para añadir, no obstante: Tengo confianza de que la<br />

tormenta se alejará, pero verdaderamente los momentos que estamos pasando, son unos<br />

momentos duros.<br />

Quizás, finalmente, la espera del desenlace, con todos los azares que representa, es aún<br />

más dura de lo que va a ser el desenlace mismo: la bancarrota abiertamente declarada de la<br />

sociedad «Seton, Maitland y Cía» que será cosa hecha antes de acabarse el año 1800.<br />

Entre tanto, si el Dr. Bayley no puede venir en ayuda del marido de Betty, en la medida que<br />

él desearía, va a poner al menos a su disposición la casa que ocupa en Staten Island, la<br />

residencia oficial del encargado de sanidad, situada detrás del Lazareto de Tompkinsville.<br />

Porque ya ni siquiera es cuestión de proyectar una estancia en Cragdon: la casita de campo<br />

ha sido puesta en venta y ya no les pertenece. De esta estancia en Staten Island, junto a su<br />

padre, Betty se alegra sencillamente.<br />

Con toda, escudado en la experiencia precedente, que había faltado poco para costar la vida<br />

a su hija, cuando el nacimiento de Ricardo, el doctor exige que Isabel tome sola, ante todo,<br />

dos buenas semanas de descanso absoluto en<br />

Long Island. El 24 de mayo viene a buscar a sus tres nietos. Rebeca vuelta a Nueva York,<br />

desde el comienzo del mes guardará la casa de Stone Street con María. Porque María,<br />

puesta como los mayores de los Seton, al corriente de la ruina próxima y sin apelación, ha<br />

tomado conciencia de la situación de los suyos, con una madurez que Betty no ha<br />

subestimado. Por sí misma, la adolescente ha renunciado a proseguir los estudios<br />

comenzados, juzgando que su puesto estaba desde ahora junto a Rebeca para mantener la<br />

casa, ayudar a la educación de los más pequeños. Rebeca había dudado, personalmente,<br />

subscribir el deseo de su joven hermana. Con firmeza Betty la urge a animar, por el<br />

contrario, la actitud generosa de la adolescente: María desea mucho estar contigo y es una<br />

buena cosa. Es preciso mi querida Rebeca que mires por ti, sin pactar con la sensibilidad de<br />

María, porque es cosa necesaria para su felicidad futura que su espíritu sea aguerrido. Trata<br />

de enseñarla a poner su mirada objetiva sobre los acontecimientos de la vida,<br />

acontecimientos dirigidos por un Protector lleno de justicia y de misericordia, que ordena<br />

todo lo que nos acontece, en su tiempo, en su lugar, y quiere a menudo utilizar esas pruebas,<br />

y esas decepciones, como un medio para volver el alma hacia El, Fuente y Confortación para<br />

todos los que padecen.<br />

En el mes de junio, Betty vino a reunirse en Staten Island con su pequeña familia. Está en<br />

excelente forma. El 28, trae al mundo una hijita, Catalina, en tan buenas condiciones, que<br />

ocho días más tarde circula por la casa. Betty está hecha de tal modo, que, en medio de las<br />

más grandes pruebas, sabe aprovecharse sin reservas de los oasis refrescantes y quietos que<br />

le procura la Providencia. Tompkinsville es uno de esos puertos de paz, de ahí que acoja con<br />

alegría la proposición que le hace su padre de prolongar allí su estancia.<br />

La decisión está tomada, escribe el 26 de julio a Julia Scott, quedaremos aquí todo el verano.<br />

Es cierto que si yo tuviera que hacer una elección en la creación entera, no podría desear una<br />

situación más agradable, unas piezas más deliciosas, con un balcón, además, en forma de<br />

terraza, desde donde la vista se extiende a lo lejos sobre el mar, más allá de Hook. Seton<br />

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pasa conmigo cuatro días por semana, y mi padre deja muy raramente la casa, solamente<br />

para hacer la visita médica de los navíos.<br />

Los muchachos están guapos de encanto. Ricardo es delicioso, de una finura maravillosa.<br />

Está alto; su desarrollo físico es extraordinario para su edad. Will se parece más a su abuelo<br />

Seton: es más voluntarioso y más petulante que nunca. Ana es siempre «la pequeña Ana»;<br />

está muy bien, pero sigue pequeña y menuda para sus cinco años, teniendo siempre la<br />

misma forma de volverse, de mirar al suelo, o más bien de lado, que es la de los niñitos del<br />

campo. Su carácter ha mejorado mucho, y pienso que está dotada por encima de la media,<br />

por más que me entristezca decir que su madre no ha sido capaz de desarrollar sus dones<br />

tanto como ellos lo merecen. ¡Pero estoy para ponerme a ello y muy seriamente! En cuanto<br />

a nuestra deliciosa pepona, tendrías deseo, estoy segura de ello, de ocuparte de ella, y lo<br />

mismísimo de ser su madrina, porque una chiquitina más calma y más tranquila, seríamos<br />

incapaces de imaginárnosla. Seton bien puede quedarse en contemplación ante la pequeña<br />

Kate: no hace más que dormir y no hace ninguno de esos visajes arrugados que hacen<br />

generalmente los bebés de un mes. Te vas a poner a decir, como mi padre, ¡que somos todos<br />

unas maravillas!<br />

Rebeca, desgraciadamente, no pudo acercarse a Staten lsland. Le fue necesario responder a<br />

la llamada de su hermana Isa, para ayudarla a mantener su hogar, a educar a sus niños y,<br />

sobre todo, a sostener su ánimo... Entre Betty y Rebeca se intercambian cartas, al menos,<br />

con una nota muy especial, una nota espiritual que las domina por completo.<br />

Materialmente separadas, las dos cuñadas se han fijado horas comunes de oración, en que<br />

sus almas tengan su encuentro en Dios. A tales citas ni la una ni la otra querría substraerse,<br />

cualesquiera que sean sus ocupaciones. Han comprendido que son para ellas una fuente de<br />

fuerzas y de serenidad de las que ellas harían mal en privarse. Con la pequeña Kate en sus<br />

brazos, admirando el espectáculo magnífico del océano, Betty habitualmente recorre a<br />

grandes pasos la terraza a la hora del crepúsculo, dejando a su alma dilatarse en acción de<br />

gracias, por lo que Dios le ha dejado de bueno. Catalina Dupleix, por otra parte, anuncia su<br />

retorno a los Estados Unidos, y previene que trae para Kit un vestido de bautismo de encaje<br />

de Irlanda. Todas las tardes -se apresura a responderle Isabel- cantamos «la canción del<br />

marinero» y ¿quién sabe? ¡Quizás un ángel custodio vuela en torno a nuestra Dué tomando<br />

parte en nuestro coro!<br />

Una fugitiva esperanza levanta, por unos días, a Guillermo Seton y a los suyos. Uno de los<br />

navíos mercantes acaba de arribar a Nueva York, después de una travesía sin obstáculo. No<br />

es necesario más, dentro de las circunstancias presentes, para hacer estallar una alegría que<br />

no tendrá ¡ay!, otro amanecer. En Tompkinsville, se tiene la ilusión de haber vuelto a los<br />

días sin nubes en que se festejaba alegremente la entrada y salida regulares de los grandes<br />

veleros. Betty informa sin tardanza a Rebeca: Hemos conocido un momento de placer de los<br />

que no nos llegan más a menudo. Tú te hubieras alegrado aquí tanto como me alegré yo<br />

misma, hasta el punto de que a fuerza de servir tazas de té, a razón de cincuenta por día,<br />

durante tres días seguidos, me dio un calambre en el brazo.<br />

La llegada del navío y de su cargamento, si proporcionó un ligero alivio, no resolvió<br />

prácticamente ninguno de los problemas mayores de la quiebra en curso. Y poco a poco<br />

Guillermo reabsorbe la ansiedad. Ya que lo ha intentado todo, ¿qué puede hacer en<br />

adelante, sino resignarse y mirar el porvenir lo más objetivamente posible? Los acreedores<br />

europeos de Seton o más exactamente de Maitland, le han concedido dos años para saldar<br />

la deuda contraída, pero, hasta el momento, nada ha entrado en caja. Guillermo,<br />

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afortunadamente, parece haber tomado su partido y no habla sino poco de sus negocios. Lo<br />

que experimenta es otra cosa.<br />

A1 llegar el fin de octubre, es necesario decir adiós al Dr. Bayley, volver a Nueva York. El<br />

padre de Isabel ve con melancolía alejarse a su hija y a sus nietos. Confiesa que esos cuatro<br />

meses han sido para él un verdadero refrigerio, un baño de vida familiar auténtica y de vida<br />

cristiana. Elogio bien elocuente, dentro de su sobriedad, del clima que Betty ha sabido hacer<br />

florecer en su propio hogar. Qué importan entonces, que, al mismo tiempo, las malas<br />

lenguas cuchicheen que es una vergüenza para un oficial de sanidad, olvidar a su mujer y a<br />

sus otros hijos, mientras que recibe en su residencia de Tompkinsville a la mujer y a los hijos<br />

de Guillermo Seton?<br />

La pequeña Kate es bautizada el 19 de noviembre. Esta larga dilación no ha sido del agrado<br />

de Isabel. Pero, una vez más, ella ha debido plegarse a las circunstancias, hasta en lo que le<br />

llega más al corazón. Menos de tres semanas más tarde, son las formalidades humillantes y<br />

penosas de la liquidación de los bienes. Es preciso resignarse a ver cómo los tasadores<br />

oficiales establecen el inventario de todos los bienes, muebles e inmuebles de la familia.<br />

Con su mano, Isabel ayuda a preparar las listas pedidas. Ella está al lado de su marido en 1,1<br />

momento en que, terminado todo, el hombre de negocios debe entregar al liquidador con<br />

un gesto simbólico, las llaves de la casa comercial, de la que se ve jurídicamente desposeído.<br />

La vida seguirá su curso, no obstante, en Stone Street, durante varios meses, con su cortejo<br />

de alegrías menudas y de gruesas preocupaciones. Personal reducido al mínimo, gastos<br />

mesurados. ¡No importa!, los niños están allí: Betty quiere que su educación prosiga dentro<br />

de una atmósfera de paz y de confianza que ella estima, con justo título, indispensable para<br />

su equilibrio. Con el mismo ardor que el invierno precedente, se entrega a su doble tarea de<br />

educadora y profesora. En este plano, al menos, le está permitido alegrarse plenamente.<br />

Aunque Ana María no tenga más que seis años, está casi tan avanzada en su programa<br />

escolar como Cecilia, su tía, varios años mayor. Bill, que está en sus cinco años, aprende ya<br />

sus lecciones. Sabe decir las ciudades principales de América, las partes del mundo, recita de<br />

memoria cortos poemas y, seriamente, enuncia los primeros mandamientos de Dios.<br />

Ricardo no quiere quedarse atrás y repite habitualmente detrás de su hermano todo lo que<br />

sus dos años y medio le permiten comprender o retener.<br />

En febrero, no obstante, es preciso que Rebeca tome temporalmente el puesto de su<br />

cuñada, llamada a la cabecera de María Wilkes, una amiga de su familia, que está<br />

muriéndose en Nueva York mismo, a pesar de los cuidados que le pro diga el Dr. Bayley.<br />

Isabel no hace más que breves apariciones en su hogar, cada día, en las horas prescritas de<br />

las tomas de Kate a quien ella amamanta. Una entrega tan sencillamente fiel gana para<br />

siempre a Betty la amistad del marido de la moribunda. Juan Wilkes tratará de probarle, un<br />

día, el reconocimiento que guarda por su parte.<br />

Una vez vuelta Betty a su casa, toca a Rebeca el turno de ir a llevar auxilio, de nuevo, a su<br />

hermana Isa que esta primavera de 1801 espera un nacimiento inminente. Es tal vez la<br />

penuria de los jóvenes Maitland que Guillermo y Betty no dudan en gravar su propio<br />

presupuesto, a fin de permitir a Rebeca pagar discretamente las notas del panadero y del<br />

lechero que Isa no podría siquiera satisfacer entonces. Es un hecho: jamás Rebeca y Betty se<br />

niegan ante un servicio que prestar, por gravoso que sea. Y helas ahora inclinadas ambas,<br />

ante '.a cuna de Kate, cuyo estado de salud, durante varios días, deja temer lo peor. Alerta<br />

vivo, pero pasajero. Gracias a Dios, el bebé está restablecido, por completo, cuando llega el<br />

mes de maya, y con él el vencimiento del plazo que va a obligar a los Seton a dejar al nuevo<br />

propietario la querida mansión familiar d:, Stone Street. Desde hace ya unos meses, Carlota<br />

51


y María quedan a cargo de su hermano Jaime. Ayudada por Rebeca y Mammy Huller, Betty<br />

termina las maletas y vigila a los de las mudanzas que transportan aquellos muebles que se<br />

han podido conservar. Para la joven mujer, acaba de cerrarse una etapa más.<br />

7.- TENIA NECESIDAD DE AMAR HASTA EL INFINITO...<br />

En mi juventud antes de mis viajes<br />

buscaba abiertamente la sabiduría en la oración.<br />

A la puerta del santuario la apreciaba,<br />

y hasta mi último día la proseguiré.<br />

Como un racimo que madura en su flor,<br />

mi corazón ponía su alegría en ella.<br />

La nueva mansión donde Guillermo e Isabel acababan de instalarse con sus cuatro hijos, a<br />

los que se juntaban también Rebeca y Cecilia Seton, se encontraba en el barrio de The<br />

Battery «situado, como explica St. John de Créve Coeur, al extremo accidental de la isla<br />

sobre la que se levanta Nueva York. Esa fortificación, que es enormemente extensa, sirve de<br />

paseo público y ofrece al espectador un panorama maravilloso».<br />

Es evidente que la bancarrota de que han sido víctimas, no ha reducido a los Seton a la<br />

pobreza, como ellos se habían temido por un momento. La digna actitud de Guillermo, las<br />

sólidas amistades que su padre se había ganado, el comportamiento de Betty, debieron<br />

merecerles, en este crítico período, una eficaz ayuda financiera. Tal vez el abuelo Curson, de<br />

Baltimore, y muy cerca de ellos, el Dr. Bayley, vinieron discretamente en su apoyo. Es<br />

posible también que, una vez hecha la liquidación de los negocios, una vez efectuado el<br />

desmembramiento de la sociedad «Seton, Maitland y Cía», Guillermo aceptara las ofertas<br />

que le habían sido hechas unos meses antes por amigos seguros.<br />

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que, en el mes de mayo de 1801, la familia Seton está<br />

instalada en una casa de tres pisos, de un confort muy real. Betty ha hecho descubrir pronto<br />

las ventajas abiertamente apreciables que comporta: vista sobre la ría, los muelles, el<br />

puerto. Desde las ventanas de la fachada la mirada puede pasarse, más allá de la bahía,<br />

sobre la inmensidad del mar.<br />

El jardín público ofrece, a dos pasos, su césped, sus árboles, sus macizos de flores, sus<br />

alamedas y sus rotondas donde los niños podrán entretenerse con corazón alegre<br />

respirando a pleno pulmón el aire vigorizante ampliamente. Ellos encontrarán allí también, -<br />

¡oh qué dicha!-, un puesto de helados, mientras que será un solaz para sus padres seguir,<br />

sin salir de su lado, los conciertos de violín y de canto coral que se dan en el parque<br />

regularmente. El piano de Betty, además le ha seguido a su nueva morada, una prueba más<br />

de que la ruina material ha sido bastante limitada.<br />

A decir verdad, lo que ha entrañado para Guillermo y los suyos el desastre financiero, ha<br />

sido una ruptura sin apelación con toda una parte de la sociedad mundana de Nueva York.<br />

Ha sido forzoso para los Seton reducir su tren de vida, sin duda, pero más aún aceptar la<br />

pérdida de todas las prerrogativas reservadas a las familias que persistían, a pesar de las<br />

tendencias democráticas del joven estado, considerándose como la aristocracia<br />

omnipotente de la ciudad. El revés de fortuna que habían enjugado les proscribía en<br />

adelante de aquella porción de la sociedad neoyorquina.<br />

De semejante desgracia, y desde el primer instante, Betty había sacado alegremente su<br />

partido. Creo que la mayor dicha en esta vida, es estar libre de las preocupaciones y de los<br />

52


compromisos de eso que se llama mundo. El mundo, para mí es MI FAMILIA, y voy a ganar<br />

en cambio tener ahora la posibilidad de ocuparme en paz de lo que representan mis tesoros.<br />

Seton, personalmente, no podrá nunca ser más esclavo de lo que ha sido... En cuanto al<br />

porvenir que permanecía, sin embargo, cargado de incertidumbre, mientras el padre de<br />

familia no encontrase una nueva situación para permitirle extinguir sus deudas y hacer vivir<br />

a los suyos, Isabel lo había remitido sin condiciones a Aquél que jamás había defraudado su<br />

esperanza.<br />

Cuando organiza su nuevo hogar de State Street, no tiene los veintiséis años cumplidos. Los<br />

duros momentos que han seguido para ella al feliz desarrollo de los primeros años de su<br />

matrimonio, la han madurado prematuramente. A fin de «hacer frente» en unas<br />

circunstancias que han abatido a más de una mujer, para sostener el ánimo de su marido,<br />

tomando sobre ella la mayor parte de las preocupaciones familiares, sin olvidar además la<br />

educación de sus hijos, ni la de los hermanos y hermanas de Guillermo, ha desplegado una<br />

energía poco común, reveladora de una fuerza real de la que ha sido imposible que en su<br />

entorno no se tomara conciencia. Guillermo mismo se complace en decir que él puede<br />

apoyarse en ella, como se apoya uno en el tronco vigoroso de una encina.<br />

Ella no ha conservado menos, con toda su vitalidad, la jovialidad de un temperamento<br />

espontáneo y el ardor apasionado de una joven americana, nacida en los días entusiastas de<br />

la declaración de Independencia. En los momentos más sombríos, sus cartas están<br />

esmaltadas de rasgos de humor que descubren la sonrisa espontánea, como palabras<br />

vibrantes de una emoción apenas contenida. El sufrimiento no puede ni paralizar ni agotar<br />

una naturaleza apasionada como la suya: la enriquece más bien, obligándola a dar toda su<br />

medida. Porque hay en Isabel una necesidad de absoluto, una sed de infinito, que ningún<br />

obstáculo humano podría contener. Naturalmente hubiera hecho suya, sin duda, aquella<br />

frase de Teresa de Lisieux: «Tenía necesidad de amar hasta el infinito». No hay más que<br />

hojear sus notas personales a su correspondencia para convencerse de ello. Admirar a<br />

medias, amar a medias, darse a medias, no le es posible.<br />

Si deseos y pensamientos bastaran, sin la ayuda de la pluma, para redactar una carta,<br />

habrías recibido de mí varios millares al menos, estas seis últimas semanas, declara a Julia<br />

Scott. Hasta formando parte de la hora romántica que impera entonces, tanto en el Nuevo<br />

Mundo como en el Antiguo, sería revelador anotar las expresiones por las que Betty quiere<br />

de alguna manera explicitar la absoluto de su afecto, de su amor: Eres, querida, de un precio<br />

inestimable para el corazón de tu Isabel, afirmará en otra ocasión a la misma amiga.<br />

La misma delicadeza ante Isa Sadler: Me parece que es mi suerte ser tu amiga en la tierra,<br />

confesará en el momento en que Isa acaba de perder a su marido de manera brutal e<br />

inesperada.<br />

Pero, es preciso subrayar que, por fuertes que sean en ella las protestas de amistad, jamás<br />

serán inferiores a las pruebas tangibles por las que Betty es capaz de testimoniar tal<br />

amistad.<br />

Esa misma pasión del don de sí se encuentra en un grado eminente dentro de su amor<br />

conyugal. Aun a veces, las palabras empleadas respecto a ese amor tienen algo de excesivo,<br />

cuando, bajo- el golpe de tal o tal acontecimiento, la joven mujer deja estallar al exterior la<br />

intensidad de sus sentimientos íntimos. Hablando de su marido, cuya salud la inquieta,<br />

escribe que él es su TODO, y su pluma, espontáneamente, ha subrayado ese TODO. Con el<br />

mismo ardor afirma: El 20 de abril, es el cumpleaños de aquel de quien recibo TODO. Me<br />

parece, dirá además, que la vida de mi Guillermo y mi vida no hacen más que una. A Rebeca<br />

no ha dudado en afirmarle que si Guillermo sucumbiera por siempre a la fiebre amarilla, de<br />

53


seguro que ella no le sobreviviría. Gusta de llamarle con un pleonasmo emocionante: ¡Mi<br />

Guillermo mío! y cuando se trata de él, su pluma, explicará ella, corre rápida sobre el papel,<br />

porque es dulce cantar el bien de aquellos a quienes amamos.<br />

Y por afecto a aquel a quien ama, no retrocede ante ninguna tarea, ninguna fatiga, aunque<br />

tuviera que dejar allí su salud. Su vida conyugal está tejida de delicadezas incesantes, donde<br />

el sacrificio y el amor se entreveran hasta tal punta, que llega a ser algo natural para<br />

Guillermo ver siempre a su esposa «ceder por afecto a él».<br />

Tan intenso, aunque en otro plano, el afecto apasionadamente filial que Isabel ha profesado<br />

siempre a su padre, que nada, jamás, ha podido quebrantar, que el amor conyugal y el amor<br />

maternal han sabido dejar intacto. Es una mujer joven, dichosa en su hogar, es una madre<br />

cuyo corazón desborda de amor con sus dos hijos mayores, que deja escapar ese grito<br />

espontáneo, eco del verso de Racine, reproduciendo su mismo son de sencillez verdadera:<br />

¡Y a mi querido papá, no le he visto todavía hoy! Más chocante la confesión que hace a su<br />

propio padre, en una nota apresuradamente escrita en la primavera de 1801: En verdad, me<br />

veo a veces obligada a alejar de mi espíritu el pensamiento que tengo de ti, como se hace<br />

con el del cielo, cuando un deseo excesivo de poseerlo llega a ser una rémora en nuestra<br />

marcha hacia El.<br />

Esta referencia espontánea a las realidades espirituales, en estas líneas donde se expresa la<br />

fuerza de un afecto puramente humano, es significativo. Lo es tanto más, cuanto que jamás<br />

ha podido Betty dialogar con su padre, cuando se trata de verdades divinas y de la búsqueda<br />

de Dios que ella prosigue solitaria, desde su tierna infancia.<br />

Ahora bien, ella pone en esta búsqueda el mismo fervor apasionado, con que abre ella todo<br />

afecto, toda amistad, todo amor humanos. Y sin duda es en el contacto de tal ardor cómo<br />

Rebeca ha tomado conciencia tanto de su gracia personal, como de las exigencias que<br />

requiere la búsqueda auténtica de Dios. Ahora, Isabel y Rebeca vibran de consuelo<br />

escuchando la palabra cálida, convencida, entrañable del Rvdo. Hobart, que acaba de ser<br />

nombrado vicario del Rvdo. Moore en la iglesia de La Trinidad. Desde su nombramiento el<br />

joven pastor de veinticinco años ha electrizado a la parroquia. Sin embargo, no es su prestancia<br />

lo que atrae las miradas. Pequeño de estatura, usando gruesos lentes, no tiene<br />

encantos exteriores, y con todo, ejerce, desde las primeras semanas en su ministerio, una<br />

atracción manifiesta sobre la juventud femenina. Se repite con envidia que ha logrado un<br />

buen matrimonio, tomando por esposa a la hija del Rvdo. Chandler, detalle que impresiona<br />

necesariamente a Isabel ya que en presencia del Rvdo. Chandler se habían casado sus<br />

padres en 1769.<br />

Enrique Hobart no es solamente un marido digno en todos los aspectos de ser citado como<br />

modelo a los fieles de la parroquia. Casado, no cesa sin embargo, de rodear de cuidados y<br />

de afecto devoto a su anciana madre enferma a la que ha tomado a su cargo. El se atrae,<br />

haciendo esto, la elogiosa admiración de todas las madres de familia de Nueva York. Se dice<br />

también que es un hermano ideal, un amigo incomparable. Destaca incontestablemente,<br />

por sus dotes naturales, sobre los demás ministros de La Trinidad. Intelectual, cultivado, que<br />

sabe ocupar su puesto, tanto en un salón como en el púlpito de la iglesia, es recibido gustosamente<br />

en el hogar de los Seton. Llega a ser rápidamente un familiar. Es, para Guillermo,<br />

un amigo de valor, en el plano únicamente humano.<br />

Para Betty y para Rebeca, el Rvdo. Hobart es, sin duda, también ese hombre encantador con<br />

quien es un verdadero placer proseguir una conversación, pero más aún el ministro de la<br />

Palabra divina. Por este título, él toma a los ojos de ellas un valor único, que, sin esfumar las<br />

cualidades humanas, las trasciende. Por nada en el mundo, Betty y Rebeca faltarían ahora a<br />

54


la predicación del domingo, asegurada normalmente por el Rvdo. Hobart en la iglesia de La<br />

Trinidad. Si una u otra se ven obligadas ocasionalmente a abstenerse de ella, no es sin sentir<br />

profundamente el sacrificio. Prueba, esta nota escrita por Isabel a su cuñada cierto sábado<br />

de 1801: Me encuentro agitada. Guillermo dice tantas cosas respecto a mi intención de ir<br />

mañana a los oficios... Dice que no podemos ir en coche, que eso es una locura, que las calles<br />

están casi intransitables, etc. Yo creo, también, que vale más que vaya yo tranquilamente<br />

con él, y, si el tiempo no nos trae una verdadera tormenta, que me acerque a verte en<br />

seguida. No es necesario que te veas privada de eso, si yo debo serlo...<br />

Es evidente que para una y otra, es una alegría oír hablar de Dios con la convicción que<br />

aporta a su sermón dominical el nuevo vicario. El entusiasmo ardiente y juvenil de ellas, no<br />

deja de recordar, en cierto aspecto, el de Teresa Martín y de su hermana Celina,<br />

comentando, en el Belvédére de los Buissonets, en Lisieux, las conferencias del abate<br />

Arminjon sobre «el fin del mundo presente, y los misterios de la vida futura». Por primera<br />

vez, al parecer, las dos jóvenes episcopalianas, escuchan a un obispo de su religión hablar de<br />

experiencias de vida espiritual que ya son las suyas. Y, no obstante, ellas estaban<br />

habituadas, la una y la otra hacía largos años a la asistencia al culto dominical, asegurado en<br />

cada una de las parroquias protestantes de Nueva York. Desde hace mucho tiempo, ambas<br />

están familiarizadas con la lectura de la Biblia. Se puede pensar, con todo, que ciertas<br />

verdades sobrenaturales, jamás les habían sido expuestas.<br />

La iglesia episcopaliana, esa iglesia autónoma de los Estados Unidos, nacida en América, al<br />

mismo tiempo que la independencia política, había salido del anglicanismo y, en<br />

consecuencia, dependía estrechamente del calvinismo. Pues bien, una de las notas de la<br />

religión reformada es esencialmente el subjetivismo, ya que la negación de los dogmas<br />

garantizados por el magisterio de la Iglesia Católica, abre la puerta a toda interpretación<br />

personal de la revelación. «En el interior de la iglesia de Inglaterra, escribe el padre Congar,<br />

o. p., existen tendencias opuestas, sin que pueda ser de otra manera. Allí son posibles el sí y<br />

el no, allí cohabitan sobre los mismos sujetos, en unos puntos que, como la divinidad, o el<br />

nacimiento virginal, o la resurrección de Cristo, interesan evidentemente a la substancia de<br />

la fe»<br />

Es en medio de tales fluctuaciones en la enseñanza religiosa donde, desde siempre, sedienta<br />

de verdad divina, Isabel busca el camino recto, el que puede conducirle a Dios de manera<br />

rápida y certera. ¿Cómo asombrarse, entonces, de que ese deseo la haya arrastrado a veces,<br />

por la fuerza misma de su vehemencia, hacia senderos torcidos, y que haya sido<br />

deslumbrada por la luz fugitiva del reflejo de verdad con que se ilumina a menudo, aunque<br />

sea en medio de errores incontestables, tal sistema filosófico, tal doctrina religiosa?<br />

Cuando Isa Sadler vuelve a Francia, al comienzo del año 1799, ofrece a su amiga las obras<br />

completas de Juan Jacobo Rousseau. Estas obras conocían entonces en Francia, una<br />

popularidad extraordinaria. Para las jóvenes americanas, imbuidas de libertad y de<br />

independencia, las ideas de Rousseau, en su novedad misma y en su paradoja, no dejaban<br />

de tener atractivo. El autor, por otra parte, era un calvinista, cuya religiosidad fundada lo<br />

más a menudo sobre la emoción y el sentimiento, no repugnaba en absoluto al espíritu<br />

ecléctico de la iglesia episcopaliana. Isa y Betty, eran capaces, además, de gustar las<br />

cualidades literarias de una lengua que ambas poseían perfectamente hasta en sus menores<br />

detalles.<br />

Había más, todavía: aquella comunión con la naturaleza, que había sido siempre para Betty,<br />

un trampolín desde donde su espíritu se elevaba naturalmente hacia las cosas divinas, es<br />

una de las dominantes de las páginas más bellas de los «Ensueños de un deambulante<br />

55


solitario». ¿No es precisamente en esa comunión con la naturaleza donde Rausseau<br />

pretende encontrar justamente, «el consuelo, la esperanza y la paz»? Sin duda, sus teorías<br />

están lejos de ser ortodoxas. Ello no impide que un reflejo de la verdad llegue a veces a<br />

iluminar furtivamente alguno de sus textos: cree en Dios, cree en la Providencia y la<br />

proclama, altamente, afirmando que para volver a ser bueno, «es necesario encontrar a<br />

Dios en sí». Religiosidad, sin embargo, más bien que religión, donde la experiencia subjetiva<br />

o la emoción personal reemplazan la adhesión que supondrá siempre la experiencia mística<br />

verdadera. Pero una manera de considerar las cosas sobre este plano, como la de Rousseau,<br />

no tenía nada que pudiera de hecho chocar con una conciencia protestante. ¡Muy al<br />

contrario!<br />

Así, Betty, devorando literalmente los volúmenes traídos de Francia, se figura por un<br />

momento que ha encontrado, al fin, el guía que esperaba, que deseaba. Hasta que no llega<br />

a las ideas expresadas en el «Emilio», sobre la educación, no despierta en ella un eco<br />

profundo. Seguramente, la negación práctica del pecado original y las secuelas dejadas por<br />

él en todos los hijos de Adán, es el error capital, que no puede sino viciar las conclusiones<br />

del «Emilio». Resta que no todo es falso, que no todo es condenado en la obra pedagógica<br />

de un hombre que quiere oponer a la doma formalista, una educación basada, ante todo, en<br />

la confianza.<br />

Frente al temperamento difícil de la pequeña Ana María, de quien Betty confiesa, con toda<br />

franqueza, que tenía de su madre un carácter de los más indomables, María Post, la tía de la<br />

niña, que había compartido durante un verano la residencia de los. Seton, se mostraba<br />

partidaria de las represiones violentasa, del azote, en particular. Isabel había tenido siempre<br />

sobre esta cuestión otras maneras de ver. ¿No encontraba en la obra pedagógica del<br />

calvinista francés, aquí y allí, ideas que concordaban con las suyas?<br />

No se puede silenciar, en toda caso, el verdadero encandilamiento que se apodera de la<br />

joven mujer, respecto a las obras de Rousseau: llega a ser para ella « el querido J. J. ».<br />

Tu J. J., confiesa a la Sra. Sadler, ha revelado unas ideas que desde hace mucho tiempo<br />

anidaban en mí. Verdaderamente, es al autor al que acudiré siempre en los momentos de<br />

tristeza, porque, leyéndolo, me olvido de mí misma y cada uno de sus pensamientos me deja<br />

la impresión más consoladora. Espero que ambas saboreemos a menudo su compañía. E<br />

insiste: no pasa media hora sin que vaya a buscar los tres volúmenes del Emilio. Les he leído<br />

con placer... Pero lo que la hace vibrar más profundamente, ella misma lo subraya, son las<br />

ideas religiosas que cree descubrir allí. A esta lectura encantadora, ella consagra entonces<br />

dos horas, de día y de noche, semejante en esto también a Teresa de Ávila, que, de<br />

jovencita, se dejaba embriagar por las novelas de caballería en donde las hazañas magníficas<br />

y extraordinarias que descubría hacían latir su corazón, ávido de otra grandeza. Así, Isabel<br />

Seton, a los 24, 25 años cree encontrar en las obras del filósofo francés una respuesta a su<br />

búsqueda de intimidad divina. Pero la ardiente castellana aprenderá poco a poco que la<br />

vocación de todo bautizado constituye una llamada a una gloria que transciende toda gloria<br />

y toda grandeza humanas. Y la vibrante americana comprenderá algún día que la paz de<br />

Dios, fruto de una unión auténtica con El, en la fe, «sobrepasa a toda inteligencia, está por<br />

encima de todo sentimiento» (Fil 4, 7), porque «el ojo no ha visto, ni ha percibido el oído, ni<br />

ha llegado al corazón del hombre todo lo que Dios ha preparado para aquellos que le aman»<br />

(Corintios 2, 9). Durante el verano de 1799, Isabel permanece, sin embargo, literalmente<br />

bajo el encanto de los escritos de Rousseau. Mi Guillermo persiste en su resolución de partir<br />

para Baltimore, escribe a Isa. Yo no puedo estar abandonada, completamente sola y si el<br />

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querido J. J. y tú permanecéis junto a mí, me deberé hacer un reproche que todavía jamás he<br />

tenido ocasión de dirigirme: el de estar contenta en la ausencia de Guillermo.<br />

No nos parece, con todo, que tal pasión por Juan Jacobo Rousseau haya sido otra cosa que<br />

una llamarada efímera, un atractivo pasajero en el que la sensibilidad ha tomado mucha<br />

más parte, que el corazón, en el sentido pascaliano de la palabra. Por mínimo que sea, el<br />

centelleo de la verdad que, de aquí o de allá, ilumina una obra sujeta por otra parte a<br />

precauciones, ha fascinado a la joven mujer por un breve momento, pero aquel<br />

encandilamiento, no la ha enfilado necesariamente por un sendero de perdición. Hay<br />

historiadores que han querido ver en esta lectura apasionada de las obras de Rousseau, una<br />

falta mayor de la juventud de Isabel. En sus últimos años, ella misma, es verdad, juzgó con<br />

severidad el incidente, influenciada sin duda por el rigor de los sacerdotes franceses de la<br />

época, demasiado inclinados a ver en la obra de los filósofos del siglo XVIII, el fermento más<br />

importante de la Revolución, a la vez antirreligiosa y antimonárquica que les había<br />

desterrado de su país.<br />

He experimentado, confiesa la madre Seton, el fatal influjo de las obras de Rousseau y hubo<br />

un tiempo en que ellas representaban para mí la devoción del domingo. Ofuscada como<br />

estaba por el brillo de su elocuencia seductora, cuántas noches pasé de falso .solaz, cuántos<br />

días de placer engañador, dentro del encanto falaz que allí encontraba.<br />

Es cierto, con toda justicia, que Rousseau no podía dar a las aspiraciones íntimas de Isabel<br />

una respuesta válida. Ella hubo de darse cuenta sin tardar, puesto que no trata más de él en<br />

sus notas o en correspondencia de los años posteriores.<br />

Más profunda y más durable había de ser la influencia del Rvdo. Hobart. ¿Cuál era<br />

exactamente la parte de verdades reveladas que comportaban las predicaciones<br />

dominicales del joven vicario de la Trinidad? Es difícil incluso hacer se una idea de ello. i.<br />

Tenía él una facilidad de locución superior a la de los otros ministros de la parroquia, a<br />

incluso de la ciudad, que permitía coger el hilo de su pensamiento? O bien, una vida<br />

espiritual personal, profunda, apoyada en estudios filosóficos, le permitía presentar con<br />

mayor objetividad las verdades que llamamos nosotros dogmas de fe? Si la convicción que<br />

él aporta a su enseñanza religiosa no debe al parecer ser cuestionada, queda, sin embargo,<br />

que él no ha recibido la gracia sacerdotal. Ministro de la Palabra él no es, no lo puede ser, en<br />

el sentido que nosotros lo entendemos, ministro de los sacramentos.<br />

Para Isabel no hay sacramento de Penitencia. No ha habido para ella, de hecho, sacramento<br />

de Matrimonio. Los adeptos de la Iglesia Episcopaliana, siguiendo en esto la «Institución» de<br />

Calvino han reducido a dos los siete sacramentos reconocidos por la Iglesia Católica. No<br />

admiten, por su parte, más que el Bautismo y la Cena. Incluso es preciso señalar que si la<br />

palabra «sacramento» subsiste, ella encierra una realidad completamente diferente de la<br />

que nosotros le damos. Para nosotros los sacramentos son medios, canales, por los que la<br />

gracia de Cristo se nos comunica verdaderamente v realmente. Para los calvinistas, no son<br />

sino «signos, concomitancia sensible, testimonios de que Dios opera en beneficio nuestro<br />

tal o tal acción relativa a nuestra salvación: revestirnos de Jesucristo, dársenos en alimento.<br />

Son pues, menos que «medios» de la operación salvadora, un acompañamiento sensible,<br />

una representación de lo que opera, un complemento, y una confirmación de nuestra fe».<br />

Tal es, pues, para Isabel y Rebeca el «sacramento» de la Cena, el que ellas llaman<br />

simplemente «sacramento». Nada de presencia real en la iglesia a donde ellas acuden cada<br />

domingo con verdadera avidez. Pero se les ha enseñado, y el Rvdo. Hobart, según parece, a<br />

juzgar por el comportamiento de sus parroquianas, es de los que lo enseña con más<br />

convicción -«que ellas encontrarán con ocasión de la celebración exterior del "sacramento",<br />

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una presencia en ellas puramente espiritual y para la fe»-. Se podría decir, concluye<br />

respecto a este tema el Padre Congar, que «según el calvinismo no hay presencia real de<br />

Cristo en la Eucaristía, sino que la hay en el comulgante». De esta comunión espiritual, Betty<br />

y Rebeca están literalmente hambrientas. Les sucede, una vez terminado el culto, quedarse<br />

las últimas en el templo para obtener del sacristán que les dé lo que resta del pan y del vino<br />

a fin de consumirlo y renovar así en ellas, esa comunión espiritual. O bien, corren incluso de<br />

una a otra iglesia, durante la jornada del domingo, a fin de recibir «el sacramento» tantas<br />

veces como les es posible. Y cuando, por la tarde del domingo, ven volverse a cerrar la<br />

puerta de todos los templos para toda la semana, les parece a ambas que un gran vacío<br />

helado las penetra: «¡Ya nada más, hasta el domingo próximo!».<br />

Por eso, tres años más tarde, cuando Isabel se encuentra en Italia, no podrá privarse de<br />

señalar intencionadamente a Rebeca el asombro mezclado de envidia que le hace<br />

experimentar la visita a las iglesias católicas de Liorna y de Florencia, allí donde, como dicen<br />

los católicos, Dios está presente en su santo Sacramento... Piensa, confesará además, en lo<br />

que debe ser para ellos ese consuelo: ¡ellos van a misa cada mañana!<br />

Y, desde el año 1801, es tan grande el amor al «sacramento», el respeto al «sacramento» tal<br />

como se le propone su Iglesia, que Isabel ha tomado, de acuerda con Rebeca, la resolución<br />

de no aceptar ninguna ocasión de distracción profana los domingos que han podido<br />

participar en él. A esta resolución, sin embargo, Rebeca se mostró una vez infiel.<br />

Severamente, aunque con gran cariño, Betty le dirige estas palabras: Lo que ha sucedido<br />

será, así lo espero, para mi queridísima hermana una lección de la que se acordará toda su<br />

vida. Una lección que le enseñará a no violar jamás esa regla estricta: no dejar la casa, bajo<br />

ningún pretexto, el domingo del «sacramento»; y decir rotundamente a quien pudiera hacer<br />

una pregunta a este respecto, que hay en ello una regla para ti. Eso nunca podrá ser o<br />

parecer una falta de cortesía.<br />

La influencia del Rev. Hobart parece marcar igualmente a las dos cuñadas en el sentido del<br />

don de sí mismas auténtico, de una disponibilidad permanente frente a todo servicio que les<br />

sea demandado. Juntas, efectúan el aprendizaje de la verdadera compasión. Les parecería<br />

indispensable, hasta monstruoso, no compartir con los desheredados de toda clase lo que<br />

poseen ellas mismas, así en el plano espiritual como en el material. Dos frases pegadas sin<br />

transición, en los Dear Remembrances, son características: «Sociedad de las Viudas», que<br />

podríamos traducir en lenguaje moderno: Asociación en favor de las viudas económicamente<br />

débiles... sorpresa ante el contraste continuo de todos los beneficios que había<br />

recibido y las miserias que veía, y no obstante, dispuesta siempre a abandonar (mi riqueza<br />

personal)...<br />

Y ¿qué decir de aquella misiva dirigida desde Staten Island, durante el verano de 1801,<br />

mientras la fiebre amarilla diezma los contingentes de emigrantes que arriban<br />

incesantemente al puerto de Nueva York?<br />

¡Rebeca! ¡No puedo dormir! Estoy obsesionada con el pensamiento de los moribundos y de<br />

los muertos, de todos los niñitos que expiran en los brazos de sus madres cuyo pecho no<br />

tiene una gota de leche para amamantarlos. ¡No es imaginación! Es la realidad de lo que me<br />

rodea. Mi padre dice que, jamás hasta ahora, se había visto esto. Dice que hay actualmente<br />

doce bebés que van a morir de hambre, ya que solo se pueden alimentar de la leche materna<br />

y sus madres no pueden dársela ya, a consecuencia de la miseria de ellas, que han estado<br />

enfermas largo tiempo, en el barco, sin alimento, sin aire, sin ropa de repuesto. ¡Oh Padre<br />

misericordioso, con qué gusto les daría a cada uno un turno de la toma de Kit si se me<br />

permitiera actuar a mi guisa! Pero, Rebeca, ellos tienen en el cielo un «Provisor» que<br />

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endulzará los dolores que sufren los inocentes. Mi padre deja la casa desde muy temprano<br />

por la mañana, para ir a llevar a las víctimas todos los alivios posibles... Mi ventana está<br />

abierta y cualquiera que sea el lugar a donde va mi mirada allí veo luces... Se levantan<br />

tiendas en el patio de la casa de convalecencia. Ha sido necesario levantar otra, una grande,<br />

para alargar el espacio del depósito de cadáveres...<br />

Betty sabe que su cuñada es capaz de compadecerse con ella, a la vista de tan dolorosa<br />

hecatombe. Parece que en aquella época resuenan efectivamente en el corazón de ambas<br />

las palabras del Apóstol: Caritas Christi urget nos: La caridad de Cristo nos apremia (2 Cor 5,<br />

14).<br />

Ni formalismo, ni paternalismo en la diligencia que ellas ponen por descubrir en la ciudad las<br />

verdaderas miserias, físicas o morales, y en tratar de aliviarlas. Una caridad auténtica, eficaz,<br />

las arrastra hasta tal punto que su comportamiento acaba por atraer la atención sobre sus<br />

personas. ¡No se ven ellas otorgar por algunos de sus amigos el título absolutamente<br />

insólito de Hermanas de la Caridad Protestantes! A decir verdad, el sentido profundo del<br />

vocablo se les escapa a los que se lo aplican porque la noción misma de vida religiosa as<br />

extraña para la Iglesia Episcopaliana. Tal vez los americanos hayan oído hablar de la madre<br />

María de la Encarnación, la Ursulina de Tours venida de Francia al Canadá, de eso hacía ya<br />

un siglo y medio, para educar e instruir a los niños de los indígenas como a los de los<br />

colonos franceses. Sin duda, el nombre de Margarita Bourgeoys, que fundó en la misma<br />

época la Congregación de Nuestra Señora, en Montreal, no era desconocida en Estados<br />

Unidos. Pero desde que se negó a juntarse a las colonias inglesas que luchaban por la<br />

independencia, el Canadá, quedó separado de los Estados Unidos por una frontera moral<br />

más severa y más inatacable que toda frontera política. Y, si es verdad que la constitución<br />

de la nueva república «ha garantizado, en principio, la libertad religiosa y el libre ejercicio<br />

del culto» para todas las confesiones sin distinción, no es menos evidente que los<br />

ciudadanos americanos pretenden mantenerse aparte de toda influencia extranjera,<br />

comprendido en ello, el plano religioso. El anglicanismo y el «papismo» malamente asociado<br />

en su espíritu suscitan en ellos en esta época un mismo temor, una misma repulsión. ¡Aquí,<br />

había señalado Hector St. John de Créve Coeur, aquí no hay familias aristocráticas, cortes,<br />

reyes, ni obispos, ningún poder oculto que da una potencia real a algunos! La única<br />

«religiosa» que han conocido entonces, en Nueva York, era una estatua de cera que iban a<br />

ver al museo de Greenwich Street, como una de las curiosidades más raras. Es fácil imaginar<br />

en tales condiciones, la extrañeza del título de Hermanas de la Caridad Protestantes que se<br />

habían atraído Isabel y Rebeca.<br />

Hay una cosa no menos digna de notarse: mientras Rebeca defendía habitualmente la<br />

intimidad espiritual que la unía a Betty como un bien personal y secreto, Betty siente, por el<br />

contrario, la necesidad de ensanchar el círculo de tal amistad. Hasta le falta a este respecto<br />

cierta discreción. Su deseo de compartir con otros los bienes espirituales que ella<br />

consideraba, con justo título, como esenciales, se mezcla, a veces, a una impaciencia<br />

intempestiva de la que adolecen a menudo los neófitos.<br />

Sus anticipaciones junto a Julia Scott serán bastante imprudentes y correrán riesgo por un<br />

momento de producir una herida en una amistad tan profunda, sin embargo. Más flexible se<br />

muestra en este dominio Catalina Dupleix. Ha vuelto de Irlanda deprimida físicamente,<br />

acabada moralmente. Entre ella y su marido, el rudo capitán de barco, hay una excesiva<br />

incompatibilidad para que se pueda esperar que una vida conyugal feliz se desarrolle jamás<br />

en el hogar. Betty piensa que tan dolorosos despojos pueden ser para su amiga una especie<br />

de llamada hacia Dios. La invita a compartir con ella y Rebeca la alegría sobrenatural que<br />

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han descubierto, como el tesoro escondido del Evangelio. Rebeca, de primeras, protesta<br />

contra lo que parece ser la violación de una intimidad excepcional. Delicadamente Betty la<br />

tranquiliza: Tú puedes, amor mío, compartir con Dué la amistad que me das como con<br />

cualquier otra a quien un mismo lazo une con Aquél que es nuestro Amigo común y nuestro<br />

Guardián, Hazlo gustosamente, querida mía, sin tener ese temor que sentimos cuando se<br />

trata de compartir los afectos anudados solamente por la tierra.<br />

Semejante razonamiento basta para convencer a Rebeca. Entre las tres amigas, una misma<br />

vivencia de las cosas divinas, un mismo deseo de disponibilidad, trenzan día tras día un<br />

vínculo de una solidez única. De buenas a primeras, Isabel ha tomado, en cierto modo, la<br />

dirección de la pequeña comunidad. Catalina y Rebeca le dan su confianza, dichosas de<br />

encontrar en ella un apoyo seguro, un corazón abierto a sus propias necesidades,<br />

comprensivo y bueno. Es fácil imaginar los coloquios espirituales que reúnen a las tres, en la<br />

primavera de 1801, en la casa de Staten Street. A veces la puerta del salón se entreabre y<br />

asoma una cara infantil: es Ana María, Bill, o Ricksv. Su madre no se cuida de despedirlos.<br />

Silenciosamente, ellos escuchan un momento. Los niños entran más fácilmente de lo que se<br />

cree en el dominio espiritual. Puede caer en su corazón una semilla que germinará sin ruido,<br />

y mucho tiempo después dará su fruto.<br />

Bill, sólo tiene entonces cinco años. Y he ahí que una mañana, despertándose en su camita,<br />

grita de repente, deformando un poco las palabras, en su lenguaje infantil: «¡Querido<br />

Enrique Hobart, quisiera que hicierais un sermón para mí!». Su madre se estremeció.<br />

Aquellas palabras, confiesa ella me hicieron lanzar un largo suspiro, un profundo suspiro...,<br />

¡si fuese un presagio! Que su Guillermín habría de ser un día ministro de la Palabra de Dios.<br />

¡Qué magnífica esperanza! Sí, si Dios quisiera... ¿Y es que Dios no puede darnos mucho más<br />

todavía de lo que nosotros esperamos? Guillermo Seton no será ministro de la Iglesia<br />

Episcopaliana. Pero uno de sus hijos, Roberto, que nacerá en 1839, el 28 de agosto, como su<br />

abuela, será ordenado sacerdote de la Iglesia Católica y llegará a ser rector de San José, en<br />

Jersey City. El será también el primero de los sacerdotes americanos en ser elevado a la<br />

prelatura romana.<br />

Que Dios es efectivamente capaz de llenarnos más allá de nuestros deseos, Isabel lo<br />

presiente desde aquel período de su vida, en que tan a menudo todavía buscaba a tientas<br />

«la verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo», (Jn 1, 9). Prueba, la<br />

meditación que escribía, el año aquel, ignorando a la vez tanto las nuevas pruebas que<br />

pronto iban a triturarla como el chorro de gracias que vendría a colmarla.<br />

¿No beberemos el cáliz que nuestra Padre nos ha dado? Salvador bendito, por la amargura<br />

de tus sufrimientos - , podemos valorar la fuerza de tu amor. Estamos seguros de tu bondad y<br />

de tu misericordia. Tú no quieres llamarnos deliberadamente a sufrir. Tú nos has prometido<br />

que, si somos fieles, todas las cosas concurrirán para nuestro bien. Así pues si Tú lo hay<br />

ordenado de esta suerte, bienvenidos sean para nosotras desengañas y pobreza;<br />

bienvenidas enfermedades y sufrimientos; ¡bienvenidas, incluso, humillaciones, desprecios y<br />

calumnias! Si hay aquí un sendero áspero y lleno de abrojos es aquél en el que Tú te comprometiste<br />

el primero. Allí donde vemos la huella de tus pasos, nosotros no podemos<br />

lamentarnos. Durante este tiempo, Tú nos sostendrás con los consuelos de tu gracia; adonde<br />

seamos reducidos, Tú puedes compensarnos de cualquier sufrimiento temporal, con la<br />

posesión de aquella paz que el mundo no puede dar ni arrebatar.<br />

II.- SEGUNDA PARTE<br />

60


8.- LA FIEBRE AMARILLA<br />

El almendro está en flor<br />

La langosta saturada.<br />

La alcaparra da su fruto.<br />

Pero el hombre se va<br />

hacia su eterna morada...<br />

Elesiástico 12, 5-6<br />

El mes de julio va a conducir una vez más a Staten Island, junto al Dr. Bayley, a Isabel y a sus<br />

hijos. Ana María, Bill y Ricardo están tan contentos de partir para Tompkinsville, de<br />

encontrar allí, la campiña, las flores, los campos de tré bol, la playa, sus roquedales y sus<br />

conchas, que Betty tiene buen trabajo en calmar a su gente menuda en el momento de<br />

partir, tanto más cuanto que Rebeca no la puede acompañar. En cuanto a Guillermo,<br />

llamado a Baltimore en viaje de negocios., no se le juntará en Staten Island hasta más tarde.<br />

El recuerdo de la alegre llegada a Tompkinsville había de grabarse, sin embargo, para<br />

siempre en la memoria de Isabel. Ella evocará, muchas veces, la imagen de los niños,<br />

retozando en la pradera, persiguiéndose a gritos en torno a los montones de heno, luego<br />

apiñándose en torno a ella para recibir su porción de fresas que una amiga acababa de<br />

traerle para la merienda. ¡Cómo se derritió mi corazón de agradecimiento, confiesa ella, por<br />

Aquél que es el Dador de todas las cosas!<br />

Apenas efectuada la instalación, la vida se organiza. Paseas y giras son allí objeto de<br />

elección, pero los niños no dejarán tampoco de proseguir su trabajo escolar bajo la<br />

dirección atenta de su madre.<br />

Menos ocupada que en Nueva York, Isabel encuentra tiempo para consagrar dos horas por<br />

día al estudio de la Biblia. ¿No le hace falta compensar con la lectura y la meditación<br />

personal las predicaciones del domingo de las que se ve privada, no sin sensible disgusto,<br />

por la fuerza de las cosas?<br />

Cuida de decirme el tema del sermón, escribe a su cuñada, no existe distancia cuando se<br />

trata de las almas y con seguridad la mía está con la tuya, fidelísimamente. Pienso en los<br />

viajes de San Pablo, en Rebeca, en E. H., hasta sin estar con ellos. Aquí el grato día del<br />

reposo dominical no existe para mí.<br />

Mientras mira a sus tres mayores recrearse alegremente u ocuparse de la pequeña Kate a<br />

quien ella amamanta todavía, a pesar de que la infante tiene ya diez meses largos, la joven<br />

mujer se une habitualmente can el pensamiento a aquellos de quienes no desearía estar<br />

separada, aunque sólo fuera por un brazo de mar: Ocho kilómetros, efectivamente, separan<br />

«The Battery Park» del nordeste de Staten Island. En tiempo despejado, y gracias a unos<br />

catalejos, Isabel puede distinguir, desde la residencia de Tompkinsville la casa de State<br />

Street, incluso constatar si las contraventanas están abiertas o cerradas.<br />

Sin nostalgia, no obstante, aprovecha estos meses de calma, de gran respiro, teniendo ese<br />

don tan raro de saber acoger las alegrías más pequeñas como las más grandes, al paso que<br />

las encuentra en su camino. En eso encuentra el secreto de la valentía, de la serenidad, para<br />

acoger a su vez el fastidio y las inquietudes que siguen siendo, a pesar de todo, una porción<br />

de su pan de cada día. Unas veces es la salud de su marido, que hace renacer en ella las<br />

peores ansiedades. Otras veces el porvenir que le parece agobiante, ya que bien pensadas<br />

61


las cosas, será preciso renunciar a la situación que el señor Curson, cl abuelo de Guillermo,<br />

le proponía en Baltimore.<br />

Por otra parte, en lo más fuerte de los calores del verano, las barcos de emigrantes vierten<br />

sus lamentables cargamentos de hombres, de mujeres., de niños. Extenuados de miseria y<br />

de fatiga, después de semanas de penosa travesía, en unas condiciones a veces inhumanas,<br />

ellos son presa señalada para todas las enfermedades. Y las marismas tan próximas a Nueva<br />

York ven multiplicarse durante los calores, los mosquitos, de los que nadie sabe aún, ni<br />

siquiera el Doctor Bayley, que son ellos precisamente los portadores del virus mortal de la<br />

fiebre amarilla.<br />

Duros momentos para el oficial de Sanidad, que desde el amanecer debe asegurar su<br />

servicio en el puesto y afrontar cada día el peligro del contagio. Ricardo Bayley que tiene sus<br />

cincuenta y seis años ha gozado durante toda su vida de una excelente salud. Que conozca<br />

un momento de fatiga, durante el mes de julio, en medio de su labor agobiante, nada tiene<br />

de anormal. Betty admira a su padre cuya dedicación a los enfermos no tiene más pareja<br />

que su competencia de especialista. Ella le oye levantarse tempranito y partir para el<br />

lazareto. Debe estar allí para la visita médica de los que arriban, curar a los enfermos, tomar<br />

todas las medidas de aislamiento y de cuarentena de lo que tantas vidas humanas<br />

dependen prácticamente. Pasa allí jornadas enteras, no se le ve más que a la hora de la<br />

comida, ¡y apenas!, en la casa de Tompkinsville que una clausura severa aisla totalmente de<br />

la parte de la isla reservada a los enfermos de lazareto. Al menos Isabel se esfuerza por<br />

hacer para su padre esas horas, breves en demasía, tan sedantes como es posible. Por él se<br />

pone gustosa al piano, sabiendo cuánto le agrada escucharla. Pero sucede que él se duerme<br />

de golpe en su silla, tan falto está entonces de sueño.<br />

Obsesionada por las escenas dolorosas, cuyo relato hace a veces, cuyos dramas adivina<br />

nada más percibir más allá del recinto reservado, las idas y venidas de las enfermeras al<br />

depósito, Betty conoce, también ella, como escribe a Rebeca, noches de insomnio. Querría<br />

acompañar a su padre, compartir con él el peligro, aliviarle un poco su carga, tan pesada. De<br />

ello no hay cuestión posible: sus hijos la reclaman. Por ellos, si no por ella, sería una<br />

imprudencia culpable exponerse hasta tal punto.<br />

El 9 de agosto, un barco irlandés arriba al puerto. La jornada del 10 es pesada para el Dr.<br />

Bayley. La tarde le parece más suave. Sentado junto a la ventana del comedor deja vagar su<br />

mirada sobre el mar y sobre los campos de trébol donde el sol poniente despide irisaciones<br />

de topacio, sugiere haces de púrpura. Unas, nubes permiten esperar un poco de frescor.<br />

Llueve en alguna parte. Un arco iris se despliega de súbito por encima de la bahía. Repetidas<br />

veces el doctor llama a su hija: ¡Aquel espectáculo merece la pena! ¡Qué venga a admirarlo<br />

con él! Allá abajo, el puerto ofrece su animación acostumbrada. Las llamadas de los pilotos,<br />

los gritos de los estibadores llegan, difuminados, con el ruido de las olas que baten los<br />

acantilados, o se rompen sobre las piedras del embarcadero.<br />

¡Qué agradable vivir aquella tarde! Ricardo Bayley tiene, en sus rodillas, a su nietecita Kate.<br />

Ella tiende sus manos hacia el vaso que se encuentra sobre la mesa y el abuelo feliz hace<br />

beber a cucharadas a la nieta que le llama: ¡Papá! ¡Papá! Betty se pone al piano. Su padre<br />

canta entonces. Ella le siente distendido, alegre incluso. Ella querría prolongar sin fin<br />

aquellos instantes de paz tranquila. Hay en la voz del doctor un calor desacostumbrado, que<br />

deja en el corazón de Betty una verdadera dicha. Pero cae la noche. Es preciso acostar a los<br />

niños. El doctor debe pensar también en tomar el descanso indispensable: ¡su noche será<br />

tan corta!<br />

62


La mañana del 11 de agosto, él parte hacia el lazareto, como las otras mañanas. Ayer, antes<br />

de dejar el puerto, había dado órdenes precisas para que los pasajeros enfermos, del navío<br />

irlandés, fueran separados de los otros, y puestos aparte todos sus bagajes. Ahora bien,<br />

cuando llega aquella mañana, es para encontrar estacionados en una pieza, cuya ventilación<br />

es muy escasa en medio de fardos y de cajas a los llegados de la antevíspera, equipajes,<br />

emigrantes, todos en mezcolanza...<br />

Desconcertado un momento, el doctor se precipita en medio de aquellos hombres, de<br />

aquellas mujeres, de aquellos niños que le miran con sus ojos esquivos, porque la mayor<br />

parte de ellos están ya heridos de muerte. ¿Por qué las órdenes dadas ayer no han sido<br />

ejecutadas? ¿Acaso en la precipitación de un desembarco difícil no habían sido<br />

comprendidas? El Dr. Bayley siente hervir en él una sorda cólera. Despreciando toda<br />

prudencia en su indignación se olvida de tomar las precauciones que le son habituales, de<br />

poner en su rostro la máscara protectora. Si hay tiempo todavía, quiere que se separe a los<br />

menos tocados de los otros. Quiere... Pero bruscamente se detiene incapaz de dar nuevas<br />

directrices. Le parece que su cabeza da vueltas. Las náuseas retuercen su estómago. Se recobra,<br />

sin embargo, dice lo que tiene que decir y vuelve a tomar el camino de su residencia.<br />

Isabel le ve sentarse como de costumbre a la mesa donde se sirve el té. Advierte sus<br />

facciones desechas. El parte otra vez, esperando por un instante haber extrangulado el mal.<br />

Breve ilusión. Tiene que detenerse, y en el muelle se des ploma sobre un tablón de madera.<br />

Su hija que, desde la ventana, seguía con sus ojos su marcha vacilante, lanza un grito de<br />

espanto. A sus órdenes, un hombre lo levanta y conduce a pasos cortos al doctor hasta casa.<br />

En el umbral, él balbucea que sus piernas han desaparecido de repente bajo él. En su mirada<br />

febril, Isabel lee un abatimiento sin nombre, un verdadero terror.<br />

Apenas se le tiende en el lecho se obnubila en el delirio. ¿Para qué sirve engañarse? La<br />

fiebre amarilla, la terrible enfermedad se ha abatido sobre el hombre que consagró años de<br />

su vida a buscar su origen, sin poderlo encontrar, des plegó sus fuerzas para intentar poner<br />

a raya sus estragos sin obtener el resultado esperado. A su vez, está vencido. Comienza para<br />

él, la larga, la terrible agonía a la que tan a menudo ha asistido impotente como era, para<br />

atenuar su horror a sus pacientes. A pesar de los cuidados que le prodiga con su yerno, el<br />

Dr. Post, un joven médico amigo, su estudiante de antaño, él sabe que está perdido. Cuando<br />

abre sus ojos, cuando recobra la conciencia, es para decir a Betty que tiene entre la suya la<br />

mano ardiente de su padre: «Todos los horrores llegan hija mía, yo los siento venir».<br />

Avisada, al mismo tiempo que su marido, María ha acudido con él. Betty no deja de estar día<br />

y noche a la cabecera de su padre. Ella comparte la agonía que no puede aliviar, viendo<br />

impotente por su parte a aquel padre, a quien ama apasionadamente, retorcerse en dolores<br />

que nada puede calmar.<br />

Oh Rebeca mía, garrapatea a prisa en una pequeña nota, si en esta hora no supiera hacia<br />

quién mirar ¿cómo podría soportarlo?<br />

Pero otra angustia más íntima, más punzante, la acongoja: ¿cuál será la suerte eterna de su<br />

padre? Una noche en que debió aceptar dejar un momento su puesto cerca del moribundo,<br />

ella no se contuvo más. Teniendo en sus brazos a la pequeña Kate, recorre a grandes pasos<br />

la azotea de la residencia. ¿Si Dios aceptara la vida de su nena por la salvación de su padre?<br />

Cree deber suyo hacer al Señor el sacrificio más desgarrador que puede concebir una<br />

madre. Ella no tiene todavía esa mirada purificada que le permitiría presentir, si no ver, que<br />

tales sacrificios no pueden venir de nuestra iniciativa: basta con aceptar cuando Dios los<br />

pide. Proponérselos a El, ¿no sería poner en duda, al fin, su infinita misericordia y el valor<br />

63


infinito de la redención de Cristo? ¡Pero está tan sola en su desarrollo! Si Dios rechaza su<br />

ofrenda, heroica y a la vez temeraria, escucha su oración tan plena de solicitud filial.<br />

En el decurso del tercer día de agonía, mientras está sentada junto al lecho donde su padre<br />

se debate, él se vuelve hacia ella diciendo: «Es la mano de Dios quien guía todo esto». Era la<br />

primera vez que Isabel le oía hablar del Señor. El repitió varias veces: ¡Cristo Jesús mío, ten<br />

piedad de mí!, confiará ella más tarde.<br />

El lunes 17 de agosto los sufrimientos parecen redoblarse, luego, por la tarde a las dos y<br />

media, una especie de calma sucede a la agitación. A tientas el moribundo ase por última<br />

vez la mano de su hija, se vuelve hacia ella y da el postrer suspiro.<br />

Ni su mujer, ni ninguno de los hijos de su segundo matrimonio se han atrevido a afrontar la<br />

estación de la cuarentena. El servicio fúnebre mismo no deja de plantear un doloroso<br />

problema: nadie querrá consentir que sea transportado el cuerpo del difunto a través de la<br />

campiña. La tumba está abierta ya en el jardín de la residencia, cuando Isabel, que no se ha<br />

resignado a tal solución, piensa que no es imposible llegar al cementerio sin atravesar la isla.<br />

¿Por qué no se transporta el féretro por mar, utilizando la barca del servicio de sanidad? A<br />

esta proposición, Barby, el fiel marino del Dr. Bayley cuya ayuda parece indispensable, da su<br />

pleno consentimiento. Dos coches en los que algunas personas han tomado asiento esperan<br />

el arribo al pie de la colina de Richmond, para emprender, detrás del féretro, el camino que<br />

serpentea hasta la iglesia de San Andrés, a la que rodea el cementerio. El Rev. Moore<br />

celebra allí el servicio, mientras que el sacristán se raza por el espanto que le causa el sola<br />

nombre de fiebre amarilla. Le sustituirá Barby, ayudado del joven médico amigo de la<br />

familia Bayley.<br />

Por lo menos Betty ha logrado ver reposar al lado de los de su madre los restos mortales de<br />

su padre, en el pequeño cementerio de Richmond. Pero ¿cómo no evocar, frente aquellos<br />

funerales clandestinos, las exequias del señor Seton en las que se apiñaba una<br />

muchedumbre de amigos? Sería inverosímil que Betty no quedara impresionada con aquel<br />

contraste. Más lancinante era para ella la incertidumbre de la salvación de su padre.<br />

¡Cuánto la hubiera consolado en esta dura prueba la seguridad objetiva que aporta a los<br />

moribundos de la Iglesia Católica la recepción de los sacramentos de la Penitencia y de la<br />

Unción de los enfermos! Sin duda el misterio de la salvación de los seres que nos son los<br />

más queridos sigue siendo al fin el secreto de Dios. La aceptación voluntaria de los últimos<br />

sacramentos queda como una prueba palpable de su última reconciliación con El. La vida del<br />

Dr. Bayley no estaba ciertamente exenta de faltas, pero no lo estaba tampoco de<br />

dedicación.<br />

«Estaba enfermo y me visitaste», dirá Cristo a sus elegidos. ¿A cuántos enfermos, no había<br />

visitado el Dr. Bayley? ¿Sobre cuántos no se había inclinada con peligro de la propia vida?<br />

Un texto de San Agustín proyecta a este respecto un rayo luminoso de esperanza: «Si<br />

alguien dice que ama a Dios y detesta a su hermano, es un mentiroso (Jn 4, 20). Entonces,<br />

¿qué? ¿quién ama a su hermano, ama a Dios? Necesariamente, él ama a Dios, ama al Amor<br />

mismo. ¿Puede amar a su hermano sin amar al Amor? No ama verdaderamente al Amor...<br />

No puedes decir: Amo a mi hermano, pero no amo a Dios; lo mismo que mientes si dices:<br />

Amo a Dios, cuando no amas a tu hermano, así te engañas si dices: Amo a mi hermano,<br />

creyendo que no amas a Dios» (In I Epist. Joan. Tract. 10, 10).<br />

Nos hubiera gustado que Isabel hubiera conocido estas líneas tan consoladoras para<br />

apaciguar la ansiedad espiritual que se añadía entonces a su pesada tristeza. Sin duda no<br />

dejará de experimentar los elogios que, más tarde, se tributen a su padre en el plano<br />

profesional. Tales elogios, con todo, seguirán siendo «de otro orden».<br />

64


«El Dr. Bayley, debía escribir Thacher, murió dejando el recuerdo, tanto de un noble<br />

carácter como de un especialista de valer, de un cirujano excelente y audaz, de un hombre<br />

capaz de dar rápidamente un diagnóstico, de tomar una de cisión sin vacilar. Siendo un<br />

perfecto caballero, honrado, gentil y digno; de una integridad absoluta, y de hecho incapaz<br />

de tolerar en los otros una falta de rectitud, inflexible en sus afectos, inexorable en sus<br />

antipatías, y que no soportaba la contradicción. Era de un temperamento ardiente y, sin<br />

embargo, capaz da hacerse frío de golpe: defecto que él reconocía y lamentaba. Sin temor a<br />

nada, se mostraba, a veces, un poco parcial hacia ciertos enfermos, pero sabía, sin embargo,<br />

ser caritativo si alguien estaba en necesidad».<br />

Se contaba que, un día, uno de sus colegas había venido a pedirle su ayuda para una<br />

operación delicada. Fatigado, sobrecargado, el Dr. Bayley se había excusado de primeras,<br />

pero, al saber que se trataba de una familia sin recursos pecuniarios, cambió bruscamente<br />

de decisión. La preferencia que daba a los pobres, a aquellos de los que no recibía<br />

honorarios, era casi tan notoria como su competencia médica y quirúrgica. Los suyos no<br />

habían de olvidarlo jamás, de suerte que una de sus biznietas, María Seton Bayley,<br />

convertida por su matrimonio en la Sra. Walter Large, será una de las fundadoras de la Cruz<br />

Roja americana, en el condado de Westchester.<br />

Desaparecido el Dr. Bayley, las Seton no tenían razón alguna para permanecer en Staten<br />

Island. Betty se toma el tiempo, con todo, en medio de los dolorosos preparativos de la<br />

marcha, para dirigir al Rev. Moore estas pocas líneas: No puedo dejar la isla sin presentar al<br />

Sr. Moore, la expresión del reconocimiento de un corazón lleno de gratitud por la bendición y<br />

consuelo que nos ha aportado en estas horas plenas de amargura de nuestra pesada<br />

tristeza. Gracias a usted, querido señor, los restos de mi padre querido reposan en un lugar<br />

santo y mi único deseo es que se reserve un pequeño lugar a cada lado suyo, para sus dos<br />

hijas mayores...<br />

A pesar de que ella confiesa a Rebeca: Mis lágrimas se han agotado, ellas han quedado con<br />

todas las agonías que las causaron sobre el entarimado de la buhardilla de Staten Island.<br />

El golpe había sido rudo y brutal para Isabel. Si lo supera es a fuerza de energía. Pero, una<br />

vez más, intenta «hacer frente». Ella estará repuesta, afirma, una vez que la fatiga<br />

acumulada durante el verano quede eliminada.<br />

De hecho, la fiebre amarilla se apresta a herir, una nueva víctima, muy cerca de ella<br />

también: Enrique Sadler, el marido de Isa, cae a su vez, en Nueva York, a comienzos del<br />

otoño. Porque, una vez más, la epidemia esparce el terror en la ciudad. El Sr. Sadler era,<br />

desde siempre, el gran amigo de los hijos de Betty. Alegre, lleno de amor, y de corazón,<br />

había conquistado la confianza de Ana María, de Bill y de Ricksy. Y los pequeños le veían<br />

desaparecer tan brutalmente como les había desaparecido su querido abuelo de<br />

Tompkinsville. A los seis años, Ana María no puede sino quedar marcada por este doble<br />

encuentro con la muerte. Reflexiva, como su madre, se hace más profunda en el plano<br />

religioso. Ella asombrará pronto por la seriedad de sus reflexiones y de su comportamiento.<br />

En cuanta a Betty, frente al dolor de su amiga, es de las que sabe compartir en el sentido<br />

auténtico de la palabra. Esforzándose en sostener a Isa, encuentra nuevas fuerzas para<br />

superar su propia tristeza.<br />

Y mientras las iglesias de la ciudad ven disminuir, de domingo en domingo, el número de los<br />

asistentes al culto, el número de los que se atreven a salir de sus casas, tan grande es el<br />

miedo a la epidemia que prosigue sus estragos, Betty se quiere más fiel que nunca, al oficio<br />

dominical y al Sacramento.<br />

65


El terror de los habitantes de Nueva York, parece tan vivo, escribe a Rebeca, que no deberías<br />

venir a la ciudad, si sigues las reglas de la prudencia. Pero, personalmente, yo te digo: ven,<br />

querida mía, «continuemos la fiesta», con toda sinceridad y lealtad.<br />

En esta época, el joven matrimonio Maitland, vive también horas tan negras que las Seton<br />

acogen para el invierno al recién nacido de Isa con su nodriza. En febrero, se conoce el<br />

arresto de Jaime Maitland y su encarcelamien to. Si Guillermo y Betty no hubieran tendido<br />

la mana a su mujer, desamparada, si no hubieran aceptado proveer ellos mismos a la<br />

subsistencia de sus sobrinos, Isa habría conocido, sin duda, con el abatimiento y la miseria,<br />

una verdadera desesperación. Pero Betty está allí. ¡Qué importa si el trabajo y las preocupaciones<br />

vienen a multiplicarse para ella! Mammy Huller por su parte, no está ya para<br />

ayudarla, al contrario, ella tiene ahora, por el hecho de su mucha edad, necesidad de<br />

cuidados y afecto. Betty se los prodiga. Más aún, se hace junto a la anciana, que, al parecer,<br />

no tenía más que unas nociones muy vagas de religión, una catequista tan celosa y<br />

persuasiva que Mammy Huller, le deberá la recepción del bautismo, unos días antes de<br />

expirar en octubre de 1801.<br />

La pequeña clase no deja de funcionar en State Street, con nueve alumnos. Betty no ha<br />

declinado el puesto que ocupa siempre, y de manera efectiva, en la sociedad en favor de las<br />

viudas económicamente débiles. Ella llega a encontrar tiempo para todo, aunque le sea<br />

prometido encima un nuevo nacimiento para el verano de 1802. Me levanto pronto y me<br />

acuesto tarde, jamás antes de media noche, lo más a menudo a la una de la madrugada,<br />

confiesa ella con una pizca de humor. Tal es mi suerte, y como es preciso que todo el mundo<br />

«saque orgullo» de algo, yo no puedo negar que sea de ahí de donde saco el mío... Hoy he<br />

cortado mis dos vestidos y he cosido, en parte, otro; he tomado también todas las lecciones;<br />

he recibido durante dos horas la visita de la viuda Veley, que me ha sido confiada. - «Sin<br />

trabajo, sin leña, hijo enfermo, etc.». ¿Cómo puedo quejarme entonces, con un fuego que<br />

brilla en la chimenea y la luna que brilla, brilla, por encima de mis espaldas y mis queridos<br />

que van todos bien, que meten bulla y que danzan? He tocado para ellos durante media<br />

hora.<br />

Así pasan los días, las semanas, los meses. Al ver a esta joven mujer darse, sin medida y<br />

como jugando, a las tareas que asume, en su hogar, junto a su marido, a sus hijos, fuera,<br />

junto a las mujeres desheredadas, ¿quién dudaría a qué profundidad tratan de penetrar las<br />

raíces de su vida espiritual, de la que al fin saca su energía, el don de sí y la serenidad? Una<br />

nota escrita de su puño, lo deja, con todo, presentir:<br />

Este día bendito, domingo 23 de mayo de 1802, mi alma ha tomado conciencia por vez<br />

primera de la bendición y de la posibilidad de una entrega total de sí y de todas las<br />

facultades a Dios. En verdad, este ha sido para mí el DÍA DEL SEÑOR, a pesar de muchas,<br />

muchas tentaciones de olvidar mi divina posesión en su constante presencia que se han<br />

abatido sobre mí. Pero -¡bendito sea mi amable Pastor!- en esta hora de su mi encuentro<br />

reposada en su redil, dulcemente reposada en las aguas de tranquilidad que han corrido por<br />

mediación de su ministro, nuestro maestro bendito. ¡Gloria a Dios por esta gracia indecible!<br />

¡Gloria a Dios por los medios en que nos llega su gracia, y por las esperanzas de gloria que<br />

esparce con tanta misericordia sobre su indigna sierva! Oh Señor, ante Ti no puedo tener<br />

mérito hasta el momento que sea revestida con la túnica de la justicia por mi bienamado<br />

Redentor. El es quien me hará capaz de contemplar la visión de tu gloria.<br />

Ser revestida por el Salvador con una túnica de justicia que vela a sus ojos las debilidades y<br />

las faltas de la criatura pecadora que somos, es al fin el ideal más elevado que puede<br />

concebir entonces Isabel. Ella no sabe todavía que la redención, puede devolver al hombre<br />

66


caído, a pesar de la caída de Adán, a pesar de sus faltas personales, la pureza total de su<br />

alma:<br />

«Aunque vuestros pecados fueran como la escarlata blanquearán, coma la nieve;<br />

aunque fueran rojos como la púrpura, vendrán a ser como la lana».<br />

Cristo que perdona a María Magdalena, hace mucho más que cubrirla con una túnica de<br />

justicia: El la purifica y la transforma, hasta en su ser más íntimo. Isabel está lejos todavía de<br />

los horizontes infinitos que le abrirá, pronto, un conocimiento más verdadero de lo que es<br />

para los hombres rescatados el amor omnipotente y misericordioso del Señor. Pero lo que<br />

ha encontrado ya, y lo que ella considera, con justo título, como el más precioso de los<br />

tesoros, sufre interiormente de no poderlo compartir con todos aquellos a quienes ama. Si<br />

le parece fácil abrir a las realidades sobrenaturales el alma de sus hijos., no encuentra junto<br />

a su esposo el eco que persiste en esperar. Con los altibajos que son propios de los<br />

tuberculosos, Guillermo se aferra desesperadamente a la idea que parece entonces<br />

polarizar su vida; llegar a saldar hasta la última, las deudas que le quedan, reanimado, por<br />

un momento, cuando se abre para él la puerta de los amigos que le han permanecido fieles.<br />

Betty le ve feliz como un niño, en poder frecuentar todavía a algunas familias de la sociedad<br />

selecta de la ciudad, vestir su levita de seda y partir, elegante como en los días de<br />

prosperidad, para una velada de diversión, mientras que «su mujercita» queda con los<br />

niños, su trabajo, sus preocupaciones. La energía que ella despliega, las tareas que asume,<br />

Guillermo las encuentra tan normales que no sospecha el grado de heroísmo que requieren<br />

a veces. Con un candor desconcertante, él anuncia a Julia Scott, el 19 de agosto de 1802, el<br />

nacimiento de su quinto hijo, la pequeña Rebeca: «Ayer, amiguita mía, tu Isabel comenzó<br />

esta carta a las once de la noche y esta mañana a mediodía tengo la alegría de anunciarte<br />

que ella ha traído al mundo felizmente una hijita. La madre está tan bien como se puede<br />

estar en esta ocasión, mejor de lo que se podía esperar, porque no hemos tenido "ni doctor<br />

ni ayuda alguna", de no ser que la señorita hizo su aparición un cuarto de hora después»...<br />

Parecía que Guillermo se había olvidado totalmente, ahora, de cómo Isabel a quien él ama,<br />

sin embargo, apasionadamente, había rezado tan de cerca la muerte en el momento del<br />

nacimiento de su segundo hijo. El bautizo de Rebeca, tendrá lugar el 29 de septiembre, y<br />

luego, la vida reanudará su curso...<br />

Isabel no deja de señalar la coincidencia de las fechas: el 17 de agosto de 1801, ella se<br />

inclinaba sobre el lecho de agonía donde su padre iba a expirar, el 19 de agosto de 1802,<br />

ella tenía en sus brazos al hija que acababa de traer al mundo-: Querida, querida Rebeca, el<br />

año pasado, en aquel momento, 3 de la tarde... ¡Eso no tiene importancia! Alguien pensará<br />

también en nosotros de esa forma, dentro de unos años...».<br />

Ella está convencida de esto: por queridos y sagrados que sean los recuerdos, no es al<br />

pasado al que hay que volverse, sino hacia el porvenir adonde hay que dirigirse<br />

resueltamente: mirar adelante y no atrás.<br />

Dos textos escritos de su mano se pueden poner aquí en paralelo. El uno está fechado el 12<br />

y 13 de septiembre de 1802, y se sitúa por suerte entre el nacimiento y bautizo de Rebeca.<br />

El otro, redactado mucho más tarde, se encuentra consignado en los Dear Remembrances.<br />

Domingo 12 septiembre, tres semanas y das días después del nacimiento de mi Rebeca, he<br />

renovado mi resolución de luchar conmigo misma y de esforzarme por el bien, en todas las<br />

circunstancias, de servir a mí querido Redentor y de darme a Dios, par El, totalmente. Las<br />

natas, redactadas en estilo telegráfico, se prosiguen al día siguiente: Comienzo de una vida<br />

nueva - resumen de las ocupaciones y los deberes que constituyen la parte que El me ha<br />

asignado.<br />

67


Tales son los deseos de perfección de las que Isabel tiende a tomar nota en el momento en<br />

que se encuentra invadida por esos deseos mismos. Estarán todavía presentes en su<br />

memoria, siempre tan vivos en el momento en que escriba los Dulces Recuerdos, hasta el<br />

punto que no podrá privarse de mencionarlos de nuevo.<br />

Las noches, sola --- escribiendo - biblia, salmos, con ardientes deseos del cielo - - - ofrenda<br />

continua de mi deliciosa A (Ana) y G (Guillermo) y R (Ricardo) y C (Catalina) y la pequeña R<br />

(Rebeca), desde su primera entrada en este mundo - temor de su PERDICIÓN ETERNA,<br />

preocupación dominante a través de todas las penas a alegrías de una madre.<br />

--- Tedeum de media noche.<br />

--- Unión de alma con Rebeca, Enriqueta y Cecilia...<br />

-Confianza en Dios a través de las fluctuaciones de nuestros sufrimientos y pruebas.<br />

Por eso su alma oscila sin cesar entre el sordo temor de una predestinación temible, cuyo<br />

pensamiento viene a atravesarse siempre en su camino, y la confianza que la arrastra<br />

invenciblemente hacia aquél de cuyo corazón no puede dudar. Hay que convenir en que<br />

este problema de la predestinación, tal como se lo presenta la doctrina episcopaliana, la<br />

persigue insidiosamente, par ella y por los suyos, pareciendo minar a veces su esperanza.<br />

Ella se debate en esto como el pájaro en la red que lo encierra, se desprende de ella un<br />

momento, toma su escape, para volver a encontrarse prisionera allí. Y es esto precisamente<br />

lo que hace trágica su marcha hacia la verdad.<br />

El Rev. Hobart, el joven vicario de la Trinidad, sigue siendo en esta época, su único<br />

consejero, su oráculo. Y es él a quien va a confiar ella su abatimiento respecto a su marido.<br />

Porque la ilusión ahora ya no es permisible: la salud de Guillermo declina de manera<br />

evidente, y la ciencia médica de entonces se de clara impotente frente a un mal del que<br />

ignora hasta el nombre. Isabel es demasiado lúcida para engañarse y no puede resignarse a<br />

ver hasta el final a su Guillermo desertar de la casa del Señor. Quiere para él, la alegría y la<br />

fuerza que ella misma ha descubierto en su encuentro con Dios. Ella quiere para él esa fe<br />

viviente que permite volverse con confianza hacia las realidades sobrenaturales en el<br />

momento que pueden faltar los bienes más preciosos de la vida terrestre: la vida común, la<br />

vida de amor, sellada por ocho años y más de matrimonio. ¿No ha sido su deseo de siempre<br />

compartir con Guillermo lo que ella tiene de mejor, su fe? Pero ella jamás ha podido hablar<br />

con él de las cosas divinas. No obstante ella no cesa de esperar.<br />

Y un hecho es cierto: durante el verano de 1803 las conversaciones del Sr. Seton con<br />

Enrique Hobart, toman otro tono. Es un nacimiento o un renacimiento de la fe en el alma de<br />

este hombre, joven todavía que sabe también que sus días están contados. Con una<br />

delicada solicitud, pero con un estremecimiento de todo su ser, Isabel sigue el<br />

encaminamiento de su marido por el sendero que conduce al redil donde Cristo espera a<br />

todos los suyos. Guillermo lee, pregunta, reflexiona. ¿Sería para él el retorno a «la mesa de<br />

familia», a «la comida tomada en común» que es para Isabel la recepción del<br />

«sacramento"?<br />

Guillermo ha prometido. en el mes de agosto corriente, ir a la Iglesia con los suyos. El lo ha<br />

dicho con una sonrisa amplia, precisa Betty en una nota a Rebeca, y añade: Yo sería tan feliz<br />

si él llega a mantener su promesa de buen grado y sin ninguna presión de mi parte. ¡Cuánto<br />

desea ella ese día dichoso! ¡Cuánto lo reclama con todas sus ansias en su oración secreta! Y<br />

cuando llega al fin, la joven mujer se llena de alegría. Aquella alegría hay que compartirla<br />

con el Rev. Hobart, ante todo, tiene que comentarla enseguida con Rebeca.<br />

Le he dicho (a Enrique Hobart), que estas últimas veinticuatro horas eran las más felices que<br />

he vivido jamás, que nunca hubiera creído poder esperar, ya que el deseo más ardiente de mi<br />

68


corazón estaba realizado. Querida Rebeca, ¡si tú hubieras visto qué dulce era la noche de<br />

ayer! El corazón de Guillermo parecía más próximo al mío, porque estaba más próximo a su<br />

Dios. Me dormí a las once de la noche, agotada por completo físicamente, y le dejé a él con<br />

el volumen de Nelson entre las manos.<br />

Así pues, aquél a quien ella había dado todo su amor humano, aquél con el que desde el<br />

primer instante ella había querido poner todo en común, los bienes espirituales lo primero,<br />

ha llegado a ser para ella ahora, el verdadero compañero de eternidad. Su acción de gracias<br />

sube alegre y clara hacia su «querido Redentor», y, al mismo tiempo, su corazón de carne se<br />

estremece porque ella ve claramente que tal unión de su alma con el alma de Guillermo as<br />

un preludio de su separación terrestre y que la alegría humana, en adelante, no brillará para<br />

ellos largo tiempo.<br />

9.- RUMBO A LO DESCONOCIDO<br />

Yo soy el Señor tu Dios que remueve el mar y hace bramar sus olas...<br />

Yo he puesto en tu boca tus palabras.<br />

Yo te he escondido a la sombra de mi mano.<br />

Is 51, 15<br />

El 2 de octubre de 1803, un gran velero The Shepherdess (La Pastora), a punto de partir para<br />

el continente europeo, levaba anclas en e1 puerto de Nueva York. Los marineros se<br />

afanaban sobre el puente del navío, tirando de los cordajes, maniobrando de consuno los<br />

cabrestantes y las poleas, soltando las velas inmensas que se henchían ya bajo el soplo del<br />

viento. Con chillidos agudos, cormoranes, golondrinas de mar y gaviotas se perseguían,<br />

evolucionando en torno a la gran gavia y a la cangreja. En el embarcadero se agitaban los<br />

pañuelos. Lentamente el barco remolcado por una chalupa de potentes remos que movían<br />

al compás rudos marineros, se deslizó por el estrecho canal a lo largo de la estación de la<br />

cuarentena.<br />

Todos los niños que jugaban en el jardín público de The Battery acudieron a situarse en el<br />

muelle más próximo para ver pasar el barco que singlaba hacia tierras lejanas, tan lejanas<br />

que se confundían, en su imaginación infantil, con el país de los sueños. En primera fila dos<br />

chiquillos de seis y medio y cinco años, se apretaban contra una adolescente, y una<br />

jovencita que tenía de la mano a una nena de tres años. Bill, Ricksy y Kate Seton habían<br />

venido con sus tías Enriqueta y Rebeca para enviar un último beso a sus padres y a su<br />

hermana mayor que habían embarcado, hacía poco, en I a Pastora, a fin de alcanzar Italia.<br />

Con todos sus ojos, los tres pequeños miraban ahora al navío que avanzada balanceándose,<br />

gracioso, sobre las olas. Cuando llegara a su altura ellos podrían distinguir fácilmente, desde<br />

su observatorio, las queridas siluetas que agitaban ya sus manas en dirección suya.<br />

Apoyada en la batayola, Isabel Seton al lado de Guillermo escrutaba por su parte los,<br />

muelles de The Battery. Mantenía en su mano, como señal convenida, un pañuelo de seda<br />

roja, a fin de ser más reconocible de lejos.<br />

Y, de repente, los pequeños estallaron en sollozos. Habían reconocido entre los pasajeros,<br />

en medio de la marinería, a su papá, a su mamá y la frágil silueta de su hermana mayor de 8<br />

años, Ana María, que les hacía grandes gestos. En su entusiasmo de ver pasar tan cerca de<br />

ellos el velero de altos mástiles habían olvidado por un instante su dolorosa separación.<br />

Ahora, veían bien que el navío, deslizándose a lo largo de Staten Island, se dirigía hacia el<br />

faro de donde, tras un breve momento de parada, se iría hacia alta mar, hacia lo<br />

69


desconocido, llevando más lejos de ellos, cada minuta, a aquellos de quienes jamás<br />

hubieran creído en su experiencia totalmente nueva poder estar separados un día.<br />

Bill, e1 primero, acababa de comprobar lo que representaba concretamente el bello viaje<br />

del que se le había dicho que su padre tenía necesidad. Esta noche, su mamá no le besaría,<br />

como lo hacía cada noche, ni mañana, ni al día siguiente... Aquello era demasiado para su<br />

corazón de seis años. El se dejaba llevar de su inmensa tristeza. Fuertes sollozos le sacudían<br />

cortándole por momentos la respiración. Se sofocaba. Cerca de él, Ricksy y Kate lloraban,<br />

agarrándose a las faldas de Rebeca. Enriqueta y su hermana, dominando su propia emoción,<br />

apretaron en las, suyas las manitas de los niños y los condujeron a casa.<br />

El viaje que debía conducir a Isabel y Guillermo hasta el puerto italiano de Liorna, había sido<br />

decidido en el curso de las semanas precedentes. Mm Seton declina tan rápidamente, había<br />

confiado Betty a su amiga Julia Scott, que no se puede guardar ninguna esperanza de ver<br />

restablecida su salud. Ambos lo sabían. Era la suerte común de una parte de los Seton: ¡qué<br />

se podía prácticamente contra una herencia de este género, frente a un mal implacable del<br />

que la medicina ignoraba casi todo? Sólo restaba una cosa posible: dar al enfermo un<br />

sosiego moral, psicológico, condescendiendo con sus, últimos deseos por exhorbitantes que<br />

fueren, como lo son a veces, precisamente en los tuberculosos, durante las últimas crisis de<br />

la enfermedad.<br />

Pero, Guillermo no soñaba sino con el cielo azul de Italia, con los pequeños valles arbolados,<br />

verdegueantes y floridos de Toscana. En Italia había pasado los años más bellos de su<br />

juventud. Allí había dejado unos amigos fieles, Antonio y Feline Filicchi. Antonio se había<br />

casado en 1794, el mismo año que Guillermo. Había tomado por esposa a Amabilia<br />

Baraaazzi, que le daría siete hijos. Era un hombre cultivado. Antes de asociarse en los<br />

negocios con su hermano Feline, había estudiado Filosofía en Pisa, luego Derecho en Roma.<br />

Había obtenido el doctorado en ambos derechos y, de hecho, se había visto distinguido con<br />

una misión oficial que por un tiempo le había conducido a Milán. Actualmente, estaba de<br />

nuevo en Liorna con su mujer y sus hijos. Allí trabajaba en concierto con su hermano Felipe,<br />

un año mayor que él. Competente en los negocios comerciales y bancarios, Felipe había<br />

llegado repetidas veces a tomar contacto directo con el joven Estado de América. Allí había<br />

conocido a los presidentes Washington v Adams. Feline era con quien se había embarcado<br />

Guillermo para volver a EE.UU. en 1878. Al año siguiente, el joven italiano de veintisiete<br />

años había encontrado en Boston a María Cowoer a quien haría pronto su esposa,<br />

llevándosela con él a Europa. Con María Cowner, los Seton encontrarían en Liorna un poco<br />

de América. Felipe, como su hermano, era un excelente latinista. Hablaba además<br />

corrientemente el inglés, el francés, el español.<br />

Eran aquellos unos amigos incomparables cuales tal vez Isabel y su marido no habían<br />

encontrado jamás en la sociedad neoyorquina. Guillermo no cesaba ya de hablar sobre este<br />

tema.<br />

Con el mismo entusiasmo hablaba de los monumentos históricos, de los suntuosos «palazzi»<br />

de Toscana y de Venecia. Describía las obras maestras de arte religioso cuales eran, a través<br />

de toda la península, las iglesias católicas de las que la joven América no podía tener ni idea.<br />

Se veía ya admirando can Betty las maravillas que sus amigos europeos le habían hecho<br />

descubrir antaño. Juntos, gustarían el placer de ver los monumentos famosos, las esculturas<br />

y las pinturas de los grandes maestros del renacimiento italiano. Juntos, realizarían a lo<br />

largo de las costas encantadoras del Mediterráneo magníficos paseos. Betty descansaría<br />

contemplando, el mar tan intensamente azul y los pliegues ondulados de las colinas<br />

verdegueantes donde surgían a veces las lanzas de los cipreses o los quitasoles de los pinos,<br />

70


cuya sombra se extendía, con un azul oscuro, sobre los viñedos a las praderas. Ella probaría<br />

allá frutas desconocidas, sentiría el perfume embriagador de flores que jamás había visto. Y<br />

Guillermo, en aquel clima de paraíso terrestre, recobraría, poco a poco, las fuerzas de que<br />

tenía necesidad para triunfar del mal que le minaba.<br />

Isabel escuchaba a su marido forjar los sueños más dorados, sonriendo a unas esperanzas<br />

cuya vaciedad ella sabía. Pero había conocido que allí había para ella una última dulzura,<br />

una última dicha humana que ella no se reconocía el derecho de frustrar.<br />

De común acuerdo habían decidido entonces hacer este viaje de largo trayecto y tan<br />

desprovisto de las condiciones de seguridad, de comodidad y de rapidez que hoy<br />

conocemos. Apenas el proyecto tan excepcional se divulgó en la familia y entre las<br />

amistades - de los Seton, un «tolle» general se levantó contra ellos. Hacía falta estar loco<br />

para intentar semejante aventura, sobre todo en aquel período de perturbación política<br />

europea, cuando el viejo continente veía enfrentarse una vez más, en mar y en tierra, a<br />

Inglaterra y Francia.<br />

¿Ignoraban entonces los Seton los peligros a que iban a exponerse? Y ¿qué les sucedería si<br />

The Shepherdess fuera capturado por la flota francesa? Y aunque ellos evitaran ese peligra,<br />

¿cómo iba a soportar una travesía de muchas semanas un hombre cuyo estado de salud<br />

requería ya entonces tantos miramientos? ¿Cómo reaccionaría en el caso de que el velero<br />

debiera resistir una tempestad en pleno océano? ¿Qué juicio cabal había en exponerse a<br />

tantos azares para correr tras una quimera?<br />

Pero Isabel no era una mujer que se dejara quebrantar por el qué dirán. Su decisión la había<br />

tomado con conocimiento de causa, después de haber sopesado lúcidamente los riesgos y<br />

las ventajas. Nadie la haría volverse ahora de aquello que estimaba ser para ella un deber<br />

dictado por el amor a su Guillermo. De seguro que no minimizaba su precio, ni el<br />

sufrimiento. ni las renuncias que de ella derivarían.<br />

Para soportar la tormenta que quisiera aplastarnos, escribe a Isa Sadler, no hay más que un<br />

medio: tratar de elevarse por encima de ella. Guillermo ha tenido de nuevo fuertes crisis<br />

desde que te ví. Todos dicen que es una presunción, que es casi una locura emprender<br />

nuestro viaje. Pero tú sabes que nosotros tenemos otra manera de ver las cosas. El día de la<br />

partida está fijado para el sábado. Todo está dispuesto; todo está a bordo. Querida Isa,<br />

ponemos todas nuestras esperanzas en Aquel que es nuestra Fuerza, y mi alma está<br />

agradecida porque ciertamente, dado que tenemos tantas razones para abandonar<br />

nuestras , esperanzas terrestres, debemos sin duda ninguna buscar nuestro reposa en lo alto.<br />

¡Es posible, tal vez que nos hayamos reunido para no ser separados jamás! Acojo esta<br />

promesa con una fe sólida y ardiente, en ella me apoyo y todo esta bien. Sí, apoyarse en la<br />

misericordia de Dios. ¡Que El te bendiga como te bendice mi alma y te eleve por encima de<br />

las tristezas y de los sufrimientos en que tu alma se debate tanto tiempo! Querida, querida<br />

Isa, mi corazón se estremece dentro de mí, y no puedo sino decirte: coge a menudo a mis<br />

queridos en tus brazos y, si he podido causarte pena en lo que sea, no de les que su recuerda<br />

venga dos , veces a tu pensamiento. Sé que eso no sucederá, pero me parece ahora como si<br />

estuviera en mi último momento frente a todos aquellos a los que amo.<br />

Este sufrimiento punzante de separarse -¿por cuánto tiempo?- de Bill, de Ricksy, de Kate y<br />

de Rebeca, Isabel quiere callárselo a Guillermo, Pero le tortura su corazón de madre. Bec, su<br />

última pequeña, no tiene más que catorce meses y su salud, precisamente, no deja de<br />

causar serias inquietudes desde hace algunas semanas. Los Post habían aceptado recibir en<br />

su hogar al frágil bebé y esto era, al menos para Betty, una doble seguridad. Junto a María,<br />

la chiquitina no quedaría privada de ternura, mientras que su tío podría seguirla<br />

71


atentamente en el Plano médico. A su cuñada Rebeca le había confiado sus dos muchachos<br />

y Catalina. No era cuestión para ellos, sin embargo, de quedarse en la casa de Staten Street.<br />

Isa Maitland, que debía tanto a los Seton les acogería con Enriqueta y Cecilia en su Propia<br />

morada. Por este lado también Isabel podría quedar sin temor. Junto a «su hermana del<br />

alma», los niños continuarán viviendo dentro de una atmósfera apacible, impregnada toda<br />

de lo sobrenatural, como su madre había querido, desde siempre, para ellos. En cuanto a su<br />

primogénita. Ana María, había tenido la inspiración providencial de llevársela con ella a<br />

Europa. A los ocho años, la muchachita, despierta precozmente a la seriedad de la vida,<br />

sería para su madre una compañía preciosa y para su padre un rayo de sol que esclarecería<br />

los días, a veces interminables, de la travesía.<br />

Una vez arregladas estas cuestiones primordiales. Betty había tomado, con un firme<br />

tranquilidad, las disposiciones que le imponía una ausencia lejana cuya duración le era del<br />

todo imprevisible. Los muebles mismos de su hogar habían sido transportados a la casas de<br />

las amigas. El mobiliario de los niños a casa de los Maitland y los Post. Lo que le había<br />

parecido más precioso, lo más personal, sobre todo su mesa de trabajo, su piano, un cuadro<br />

de Cristo, se lo había dejado a la familia Hobart, testimonio indudable de una confianza<br />

particular. Luego había preparado los baúles, los cajones que habían de seguirles a Italia.<br />

Más tarde, en los Dear Remembrances, evocará estos preparativos de partida que le<br />

semejaban un preludia de unos desarraigos más definitivos.<br />

- - - a los 29 años, fe en nuestro viaje a Liorna, seguridad de que todo se convertirá en bien...<br />

- - - gran alegría de embalar todos nuestros objetos de valor para venderlos diciendo alegres<br />

el ADIÓS (á Dieu, en francés), a cada objeto que no será más mío - - - un millar de<br />

esperanzas secretas de separación del mundo, en Dios...<br />

--- besos depositados en la crucecita de oro sujeta a la cadena de mi reloj, la cuál me había<br />

regalado mi padre---Apretones y resoluciones, amándola totalmente coma el símbolo de mi<br />

capitán y Dueño a quien debería seguir tan valientemente...<br />

- - - levantarse a las cuatro de la mañana - - - pensamientos que se elevan por encima de las<br />

nubes, corazones abrazados ante el sol naciente. Te Deum - - -<br />

...lágrimas de Rebeca y las mías ante nuestra imagen de crucifixión, - nuestras plegarias a<br />

media noche---himno del sol poniente, y lágrimas silenciosas de ardiente aspiración a la<br />

verdadera vida...<br />

- - - partida - - - tan plena de esperanza en Dios, y miradas hacia nuestro «hogar» de<br />

eternidad --<br />

Todo, pues, había sido previsto, sopesado, organizado, para lo mejor en las coyunturas<br />

presentes. Ahora, ella se iba a la buena de Dios, a bordo de un gran velero, que acababa de<br />

pararse frente al faro, antes de lanzarse pronta, a toda vela, rumbo a lo desconocido.<br />

Enrique Seton había querido acompañar a su hermano hasta el momento en que el navío<br />

saliera a alta mar. Isabel estaba ya sentada, ante la mesa cuyas patas, estaban fiadas<br />

sólidamente al suelo, para trazar con destino a sus, queridos un último mensaje, con una<br />

escritura grande, utilizada para que sea legible a los niños de seis y de cinco años.<br />

Rápidamente escribe estas pocas líneas en las que vuelca toda su ternura maternal:<br />

Mi querido Guillermo, tú sabes cuán, tiernamente te ama tu madre, y cuánto desea verte<br />

bueno. Espero que lo seas , particularmente respecto a tu querida madrina Rebeca. Soy<br />

dichosa de que vayas a clase y de que hagas progresos tan rápidos para agradar a tu<br />

querido papá que te envía mucho cariño v muchos besos. La querida Ana hace otro tanto y<br />

también tu madre.<br />

72


Mi querido Ricardo mío, tu madre te ama más de lo que ella te puede decir, y espera que<br />

seas un buen muchacho y prestes mucha atención a lo que te dice tu querida madrina. Ella<br />

hará todo lo que pueda por hacerte feliz. Si me amas sé bueno con tu pequeña Kate, porque,<br />

si no eres buena con ella, eso dará mucha pena a tu mamá. No te olvides, Ricksy mío, de<br />

pedir por nosotros todas las noches y todas las mañanas, que tu padre y tu madre queridos<br />

pedirán también ellos a Dios que te bendiga y haga de ti un buen muchacho. Papá y tu<br />

hermana te envían un beso.<br />

Isabel quiere dejar también a Cecilia algunas normas, a Cecilia a quien ella ama casi por igual<br />

que a sus propios hijos, ya que desde hace cinco años ha ocupado junto a ella el puesto de<br />

una verdadera madre.<br />

Aunque te dejo al cuidado de tus amigos más queridos y bajo la protección de tu bienamado<br />

Padre de los cielos que se cuida de ti, mi corazón, sin embargo, querría hacerte estos ruegos<br />

repetidos y llenos de solicitud respecto a tu fidelidad a esa vida divina, a esa vida cristiana<br />

que tú comenzaste a vivir desde muy temprano; y a fin de mantenerte con perseverancia en<br />

esta línea, tu primer cuidado debe ser trazarte personalmente unas reglas particulares de las<br />

que jamás deberás, permitir que nada sobre la tierra venga a desviarte, porque ellas están<br />

en relación directa con el deber sagrado que tienes hacia Dios; y si ves que hay obstáculos en<br />

tu camino -y sin duda encontrarás muchos, como es la realidad, de todo cristiano que quiere<br />

cumplir su deber- persevera, no obstante, con más fervor todavía y sé feliz en llevar parte de<br />

la cruz que es nuestro pasaporte y nuestro sello para el reino de nuestra Redentor. La<br />

firmeza de tu comportamiento, jamás podrá perjudicarte en el ánima de aquellos que actúan<br />

de manera diferente a la tuya, porque todas los que te aman, te respetarán tanto más, y<br />

ellos tendrán de ti tanta más estima cuanta perseverancia demuestres tú en lo que sabes es<br />

tu verdad.<br />

Nada es, quizás, más revelador del modo cómo concibe Isabel la educación, desde esta<br />

época, que estas líneas espontáneas lanzadas prematuramente sobre el papel para una niña<br />

de doce años. Ellas permiten, en todo caso, comprender hasta qué punto la primacía de lo<br />

espiritual se mantenía en su hogar y en qué atmósfera se bañaba allí la vida cotidiana. Más<br />

aún que su bienestar material, más que su desarrollo humano, que ella no desprecia ni<br />

descuida, lo que quiere, ante toda para los tres tiernos seres que le estaban confiados, que<br />

fueran o no sus hijos, es el sentido sobrenatural de una vida cristiana auténtica e irradiante.<br />

Ha llegado ya la hora de separarse de Enrique Seton. La campana de a bordo ha sonado. Los<br />

que no van hasta el fin del viaje, más allá del océano, deben dejar el navío. Y él, sacudido ya<br />

por las olas, que corta su proa potente, se lanza hacia el horizonte como un corcel al que<br />

aflojan la brida.<br />

Ana María, caída en el suelo por un mareo pasajero ha debido tomar su litera. Ya se<br />

esfuman en el horizonte las costas de América. Isabel organiza la vida que va a ser la suya<br />

durante siete semanas. Y mientras ella va del camarote hasta el puente, del puente al<br />

camarote, de Ana María a Guillermo de Guillermo a Ana María, evoca sus más recientes<br />

recuerdos: la peregrinación a Staten Island, adonde tuvo que conducir una vez más a sus<br />

hijos hasta la residencia del oficial de Sanidad en la que habitaba su madre. Su visita al<br />

cementerio de San Andrés, en la colina de Richmond... Su última entrevista con Enrique<br />

Hobart, del que llevaba unas letras de consuelo, a decir verdad bastante ampulosas, que él<br />

había escrito para ella... El rostro febricitante de la pequeña Bec, a la que había apretada<br />

entre sus brazos tan tiernamente antes de confiársela a María... La última visión de Bill, de<br />

Ricksy y de Kate sollozando en el muelle de The Battery con Enriqueta _y Rebeca, agitando<br />

todos sus manos hacia el puente del barco.<br />

73


Todo estaba acabado. ¡.No había escrito ella a Isa Sadler unos días antes. Tú sabes que me<br />

voy sin temor porque sabes dónde he puesto mi confianza y cuánto ella se ha afirmado?<br />

Sin temor voluntario, no sin ansiedad, no sin un íntimo desgarramiento.<br />

El capitán de La Pastora que boga ahora sobre la inmensidad del océano, era el capitán<br />

O'Brien. Un hombre joven, cortés, que había recibido a bordo, coma a verdaderos amigos, al<br />

señor y a la señora Seton. El les desea una travesía tan cómoda, tan agradable como es<br />

posible, como se la puede desear a su mujer embarcada, ella también, a bardo del The<br />

Shepherdess, con un bebé de dieciocho meses. Con seguridad la presencia de la señora<br />

O'Brien, va a ser rara Betty una compañía inesperada. pera las risas y los llantos del bebé,<br />

sólo harán para ella más vivo día tras día, el recuerda de los cuatro pequeños que ella ha<br />

tenido que dejar allá, y de quienes cada minuto la aleja más. Sin embargo, una vez más<br />

quiere «hacer frente». Para su Guillermo que, desde los primeros días, cree sentirse revivir,<br />

ella quiere estar disponible, preveniente, sonriente siempre. La travesía, por lo demás, se<br />

anuncia buena, tan calma y apacible como se la podía desear. Un incidente, no obstante,<br />

viene a complicar un poco la vida de Isabel a bordo. Los dos niños, el chiquitín de los O'Brien<br />

y Ana María, han cogido ambos la tosferina. Los accesos de tos que sacuden a ambos no<br />

dejan de excitar a veces al hipersensible Guillermo. Pero, al fin, es bien paca cosa, tanta que<br />

el gran aire de través, se mostrará pronto como el más eficaz de los remedios.<br />

Los cuidados que dar a la muchachita, las gelatinas y los jarabes que preparar para<br />

Guillermo, única medicación preconizada por la Facultad para atenuar un poco la tos seca<br />

persistente y dolorosa de los tuberculosos, están lejos de quitar a Betty todo el tiempo de<br />

que dispone. Ella se aprovecha para consagrar largas horas a la lectura de la Biblia, que se<br />

esfuerza por profundizar, iniciando al mismo tiempo a Ana María en las riquezas<br />

escriturísticas, que ella sabe con certera habilidad poner al alcance de la niña. Ella no se<br />

cansa tampoco -y le es una ayuda para su íntima contemplación- del espectáculo único de<br />

los ponientes y levantes del sol sobre la inmensidad del océano. Presa de la belleza que ven<br />

sus ojos, deja pasar su alma de la admiración al reconocimiento, del reconocimiento a la<br />

alabanza.<br />

Habitualmente, consigna para sus amigos, de América, para Rebeca sobre todo, sus<br />

impresiones de viaje, manteniendo con destino a su cuñada una especie de diario de a<br />

bordo, donde se expresa con su acostumbrada espontaneidad. Cuan do el navío se<br />

aproxima a las islas Azores, después de tres semanas de navegación, espera el encuentra<br />

posible con otro barco que haciendo vela hacia América puede llevar las cartas escritas para<br />

aquellos y aquellas con los que ella permanece unida por el pensamiento, a pesar de la<br />

distancia que no cesa de crecer. El 28 de octubre se apresura a escribir a su cuñada:<br />

De hora en hora, esperamos encontrar algún barco al que poder confiar nuestro correo para<br />

América. Estoy segura de que mi querida Rebeca es la primera en desear recibir noticias<br />

nuestras. Te escribo, pues, pero cuando sepas que mi querido Guillermo está mejor que<br />

mejor cada día, que mi pequeña Ana está bien y que pasa lo mismo en cuanto a mí, no<br />

tendré más que decirte. Si osara dejarme llevar de mi entusiasmo, si buscara expresarlo<br />

tanto como la cosa es posible con palabras, un cuaderno entero no bastaría para decirte la<br />

prodigiosa alegría que siento contemplando el océano, el salir del sol, o el sol poniente, las<br />

no ches de luna clara. Hay otro sentimiento que quisiera compartir contigo y en el que mi<br />

alma se pierde por entero: es el amor lleno de dulzura, de paz, que sobrenada sobre cada<br />

momento, sobre cada hora de mi dura prueba. Tú me comprendes, porque sabes cuán<br />

dichosos son los que se apoyan en nuestro Padre de los cielos. Nada de luchas pues, nada de<br />

ideas de desánimo. La esperanza, la paz más confiada no han cesado de acompañarme en<br />

74


mi camino, sosteniéndome en medio de peligros tan grandes, de tempestades tan enormes<br />

que toda alma que no hubiera tenido a Cristo como roca hubiera estado, verdaderamente,<br />

en el terror.<br />

Los Dear Remembrances vendrán una vez más a hacer eco a sus, sentimientos expresados<br />

entonces:<br />

----libertad y gozo del alma en el mar a través de todo sufrimiento y de toda tristeza... TE<br />

DEUM sobre el puente del barco... o contemplación de la luna y de las estrellas - - -<br />

Ella está con Guillermo y los O'Brien sobre el puente del gran velero en el momento en que,<br />

dejando las aguas del Atlántico, el navío se adentra por el estrecho de Gibraltar hacia el<br />

Mediterráneo. De cada lado del brazo de mar que no sobrepasa los 15 kilómetros de ancho,<br />

se yergue la mole imponente de un doble macizo rocoso. El espectáculo es de una grandeza<br />

sorprendente a la que Betty está lejos de ser insensible. Aquellas altas rocas, ¿no evocan,<br />

además, para ella la roca inexpugnable de que acaba de hablar en su carta a Rebeca,<br />

tomando una imagen familiar al salmista? Pero le recuerdan también la ruda escalada que<br />

todo hombre debe remontar, día tras día, hacia la cumbre de la montaña del Señor. Sin<br />

duda, la meditación de la joven mujer ha pasado sucesivamente de una imagen a otra.<br />

Porque, la noche siguiente, ella se ve en sueños agarrada a unas rocas enormes, sombrías,<br />

de acceso casi imposible. Es preciso, sin embargo, escalarlas por un sendero cortado a pico.<br />

Ella se esfuerza desplegando toda su energía, y ya se ve cerca de la cima. Entonces una voz<br />

suena en sus oídos: ¡Vamos, ánimo! Al otro lado, hay una colina verdegueante y sobre la<br />

colina un ángel vela por ti.<br />

¿Continuación subconsciente de unas reflexiones de la víspera? ¿Sueño premonitorio?<br />

¿Quién podría decirlo? En los Dulces Recuerdos, Isabel no se cuidará, sin embargo, de<br />

silenciar el hecho. En tres líneas recordará aquel sueño extraño que precede unas semanas<br />

solamente al desarrollo, a la vez cruel, imprevisto y magníficamente providencial de las<br />

fases más cruciales como también más decisivas de su vida. Una cosa es cierta: si el<br />

pensamiento de Guillermo se vuelve con euforia a los paisajes de Italia, a la que cada día se<br />

acerca un poco más, si él goza anticipadamente de lo que espera ver de nuevo, dejando a su<br />

imaginación representarle de antemano los encuentros esperados y la alegría que pronto<br />

tendrá estrechando la mano de los Filicchi al presentarles a «su mujercita» y a su hija<br />

mayor, encantadora con los mil bucles de sus cabellos oscuros, el pensamiento de Betty<br />

permanece más habitualmente aplicado a las realidades sobrenaturales. Se diría que, sin<br />

saberlo ella, hace de esta larga travesía un retiro preparatorio a su estancia en Italia que se<br />

va a revelar tan diferente de lo que sueña Guillermo, mientras ella deja vagar su mirada bajo<br />

las aguas intensamente azules del Mediterráneo, sobre las costas ya columbradas de las<br />

islas Baleares, Cerdeña y Córcega.<br />

Ávida de las cosas divinas, Ana María se hace cada vez más una discípula fiel, que su madre<br />

puede fácilmente asociar, bien que no tenga aún sus nueve años, a algunas de las lecturas y<br />

de las meditaciones que ella prosigue incansablemente. Prueba, aquellas frases anotadas en<br />

su diario de a bordo del 11 de noviembre: Mi querida Anita lloró mucho sobre su libro de<br />

oraciones leyendo el salmo 92, porque yo le había dicho que nosotros ofendíamos a Dios<br />

todos los días. Se había puesto a hablar conmigo preguntándome si Dios escribe en su libro<br />

nuestras malas acciones como escribe las buenas... La reflexión de la niña, sus lágrimas por<br />

el pensamiento de no agradar en todas las cosas a su Padre de los cielos, incitan a Isabel a<br />

hacer por su propia cuenta un serio examen de conciencia. Pero parece que ella lo hace<br />

todavía bajo la influencia terrorífica de una religión de temor que pretendía que el pecado<br />

ha corrompido la naturaleza humana y se complace, se diría, en poner el acento sobre el<br />

75


abismo abierta entre Dios y los hombres, dejando desventuradamente en la sombra la<br />

magnificencia del perdón otorgado al hombre por su Redentor. Isabel no tiene aún idea del<br />

esplendor liberador del misterio pascual, de aquella asombrosa afirmación que la Iglesia<br />

Católica no duda hacer suya durante la vigilia santa:<br />

O certe necessarium Adae peccatum, quad Christi morte deletum est! O felix culpa, quae<br />

talem ac tantum meruit habere Redemptorem!<br />

«¡Oh, en verdad, necesario pecado de Adán que Cristo con su muerte ha destruido! ¡Oh<br />

culpa feliz, que ha merecido tener tal y tan grande Redentor!».<br />

Le debilidad, la corrupción de la naturaleza humana persisten en asediar el corazón de la<br />

joven mujer, a pesar de la llamada a la confianza absoluta que la persigue, al mismo tiempo,<br />

reduciéndola sin cesar a lo más íntimo de sí misma, en debate con un desgarramiento<br />

doloroso para el que le parece que no hay remedio. En su deseo de no negar nada a Aquel a<br />

quien llama, no obstante, «su querido Redentor», sin comprender todavía lo que representa<br />

en realidad la noción total de Redención, se orienta con un esfuerzo excesivo a destruir en<br />

ella despiadadamente lo que le parece, sin razón, como incompatible con su subida hacia el<br />

Señor.<br />

Considerando la DEBILIDAD y la naturaleza corrompida que serían más fuertes que la gracia,<br />

y la enormidad de la ofensa a que me conduciría la menor negligencia respecto a ellas, en la<br />

angustia de mi alma que se estremecía con el terror de ofender a mi Señor adorado me<br />

comprometía hoy solemnemente, mediante la gracia de su Espíritu Santo, a no exponer<br />

jamás esta naturaleza, débil y corrompida, a la más ligera tentación que me fuera posible<br />

evitar; y es por lo que si mi Padre de los cielos NOS REUNE A TODOS de nuevo, me he<br />

comprometido a hacer todos los días el sacrificio de todo DESEO, incluso cuando fuera el<br />

más INOCENTE, por miedo a que esos deseos me hagan desviar del compromiso solemne y<br />

sagrado que he tomado ahora. Dios mío, por la fuerza de tu Espíritu, fija en mi corazón este<br />

compromiso. Que la gracia de tu Espíritu Santo, me defienda, me sostenga, me guarde de<br />

olvidar que Tú eres mi todo.<br />

En verdad es claro que Isabel intenta izarse desesperadamente, como a fuerza de puños,<br />

por un flanco abrupto. «¡Vamos, ánimo! Al otro lado hay una colina verdegueante y sobre la<br />

colina un ángel vela por ti».<br />

El diario, que continúa, señala una tempestad en el transcurso de la noche del 15 al 16 de<br />

noviembre: 16 de noviembre. Tormenta espantosa, rayos, fragores de trueno. Mi alma<br />

apoyada en el Todopoderoso Protector, se sentía segura y fuerte en él, mientras que,<br />

arrodillada en su presencia, yo temblaba con todo mi ser... Después de haber leído un buen<br />

rato y orado largamente me acosté, pero no podía dormir. Una vocecita -la voz de mi Ana<br />

que yo creía dormida-, decía con un murmullo: «Venid a mí todos vosotros, almas<br />

fatigadas». Dejé mi litera y fui a meterme entre sus brazos. Las sacudidas del barco, el<br />

estruendo de las olas, quedó olvidado. Los profundos suspiros, las penas sin descanso, todo<br />

se sumió en un sueño reparador y apacible.<br />

Dos días más tarde el 18 de noviembre The Shepherdess arribaba a la vista del puerto de<br />

Liorna. Era la hora en la que el sol se ponía por el ocaso desapareciendo en el mar. Y, de<br />

súbito, de todos los campaniles de la ciudad tan próxima se eleva, un alegre repique, llega<br />

hasta el barco cuyos marineros cargan ya las grandes velas. Betty oye sin comprender<br />

todavía. Se le explica: es la hora del Angelus y todas las iglesias católicas, tres veces al día,<br />

recuerdan cómo «el Verbo se hizo hombre para venir a habitar entre nosotros». Ella jamás<br />

lo olvidará.<br />

76


Campanas del AVE MARIA (sic), cuando entrábamos en el puerto de Liorna, mientras el sol se<br />

ponía -anotarán los Dear Remembrances. Y estas palabras pegadas inmediatamente: -plena<br />

confianza en Dios-<br />

Así pues, después de cuarenta y ocho días de travesía, habían arribado al puerto sanos y<br />

salvos. Guillermo, aunque un poco febricitante está contento. Ana María salta de alegría,<br />

ávida de ver todo, de oír todo lo de este país nuevo que ella descubre con la admiración de<br />

sus 8 años. Una noche más que pasar en el camarote del navío, a fin de dejar el tiempo<br />

necesario para las formalidades indispensables. Una noche de calma, sin balanceo ni<br />

cabeceo, puesto que el barco ya está anclado, y mañana será el encuentro con Guy Carleton<br />

y la cálida hospitalidad de los amigos de Liorna.<br />

Una vez más, una última vez, Isabel se sienta ante su mesita y prosigue para Rebeca su<br />

diario de viaje. Luego, tranquila, se acuesta, y se duerme. Y he ahí que se encuentra de<br />

repente, en sueños, dentro de la nave central de la iglesia de La Trinidad de Nueva York, su<br />

parroquia. Allí canta a plena voz, y con toda su alma el himno «al querido Sacramento».<br />

Cuando abre los ojos, el recuerdo de aquel sueño la llena de felicidad. Dichosa, se entrega<br />

alegremente a los últimos preparativos, ya que los pasajeros dejarán en unas horas el navío<br />

que les ha conducido al Viejo Continente.<br />

10.- LAS «CARCELES» DE SAN LEOPOLDO<br />

Mis proyectos no son vuestros proyectos,<br />

vuestros caminos no son mis caminos<br />

-oráculo del Señor-<br />

Como se alza el cielo sobre la tierra<br />

mis caminos superan vuestros caminos,<br />

mis proyectos rebasan vuestros proyectos.<br />

Is 55, 8-9<br />

Alzóse la aurora del 19 de noviembre, bañando en su suave luz la costa abierta en valles de<br />

la Toscana. En el carillón, quince veces repetido, el Ave María, -pues «hay en la ciudad siete<br />

parroquias, siete conventos de varones y uno de mujeres», Liorna se despierta. The<br />

Shepherdess, cuyo casco se mece ligeramente sobre las aguas calmas del puerto, espera<br />

recibir órdenes de atracada. En su «Viaje de un francés a Italia, hecho en los años 1765 y<br />

1766», esbozó Delalande un cuadro pintoresco del puerto toscano y de las construcciones<br />

que lo rodeaban entonces.<br />

Hay un fuerte cerca de la ciudad, del lado de Pisa, dos torres edificadas sobre unas rocas,<br />

rodeadas del mar por todas partes y poco distantes una de otra: la primera se llama<br />

Mazzoco, es blanca y es la más elevada de las dos: allí se guarda la pólvora. Bajo el cañón de<br />

esta torre se obliga a hacer la cuarentena a los bajeles que llegan de Levante. En la segunda,<br />

que es mucho más baja, huy una fuente de agua manantial donde van a repostar los<br />

marineros, por ser la de Liorna bastante mala.<br />

Frente a estas torres hay otra dentro del mar que es la del faro; su forma semeja la de dos<br />

torres que estuvieran una sobre otra: está construida hacia el lazareto y uno de los bastiones<br />

del rompeolas, en la punta del malecón de rocas que tiene casi una milla de largo .<br />

En el camarote que se dispone a dejar, después de siete semanas de travesía, Isabel cierra<br />

los baúles. Pronto -ella lo sabe- su medio hermana Guy Carleton -no tiene aún 20 años-<br />

77


acogerá en el muelle a los viajeros de América. Pronto ella conocerá también a los amigos<br />

de Guillermo: Antonio y Felipe Filicchi y María Cowper y Amabilia Baragazzi. Emocionada,<br />

impaciente por su nueva instalación que será de tanta importancia para su marido, ella<br />

aguarda la señal de la campana de a bordo. Y de pronto advierten: un barco procedente del<br />

muelle llega al abordaje. Ella se precipita sobre el puente. Guy Carleton acaba exactamente<br />

de franquear la pasarela que ha sido echada entre los dos navíos. Y ella se lanza para<br />

estrechar en sus brazos al joven a quien no ha vuelto a ver desde la muerte de su padre.<br />

Pero ¿cómo? ¡Guy Carleton vacila, retrocede! ¿No reconocerá ya a su media hermana? Y de<br />

repente entre ambos se interpone un policía intimando a Isabel esta orden inesperada:<br />

«¡No toque!». Desconcertada, ella se detiene a su vez con mirada interrogante. Y ante todo,<br />

¿quién es ese hombre? Y ¿con qué derecho viene él a impedir a una ciudadana de América<br />

acercarse a uno de los miembros de su propia familia?<br />

Rápidamente van a explicarse las cosas. Con el velero The Shepherdess ha llegado a Liorna la<br />

noticia de que una enfermedad mortal y terriblemente contagiosa, la fiebre amarilla, hacía<br />

estragos en Nueva York en el momento en que el navío dejaba las costas americanas. El<br />

servicio de sanidad de Toscana se ve obligado, por este hecho, a actuar con extrema<br />

prudencia. Y entre los pasajeros de La Pastora, el señor Guillermo Magee Seton presenta<br />

señales inequívocas de mal estado de salud. ¿Quién sabe si no es portador del germen<br />

mortífero? La decisión tomada, pues, es irrevocable: antes de desembarcar en territorio<br />

toscano, Guillermo Seton, su mujer Isabel Bayley y su hija Ana María deberán quedarse en el<br />

lazareto de Liorna cuarenta días completos. Que ellos tomen, pues, los equipajes que han<br />

de seguirles al lazareto y se mantengan prestos a dejar The Shepherdess para subir a otro<br />

barco. Hasta ese momento se les pone entredicho formal de establecer contacto con quien<br />

fuere. Desde este instante quedan ya sometidos a la ley inflexible de la cuarentena.<br />

La noticia cayó sobre Isabel como un mazazo. La joven mujer querría al menos explicarse.<br />

¿No tiene ella la posibilidad de probar, ella, la hija del Dr. Bayley que la enfermedad de la<br />

que su marido está afectado no tiene nada de común con la fiebre amarilla? La fiebre<br />

amarilla es un mal que no perdona, es verdad. Pero es un mal que tampoco se prolonga. ¡Es<br />

un mal fulminante que se llevó a su padre en menos de ocho días! ¡En el supuesto de que<br />

Guillermo estuviera atacado de fiebre amarilla en una semana habría sucumbido! Pero<br />

¿para qué tales razonamientos? Isabel se topa aquí -ella bien lo ve- con una consigna implacable<br />

contra la que sería vano sublevarse. A millares de millas de su país, extranjera, no le<br />

resta otra cosa que preparar a Guillermo para la horrible decepción.<br />

Y mientras vuelve a ganar, aterrada, su camarote, en el barco vecino estalla repentinamente<br />

una alegre charanga. Una orquesta de la ciudad ha venido, según la costumbre, a dar la<br />

bienvenida a los viajeros extranjeros que desembarcan. Suena alegremente el Hail<br />

Columbia, seguido pronto de melodías americanas, las mismas que Bill, Ana María y Kate<br />

tenían costumbre de cantar en Nueva York, marcando el compás con sus pies y sus manos.<br />

Semejante evocación, en tal momento, tritura literalmente el corazón de Isabel. De no<br />

dominarse, ella se pondría a sollozar desatinadamente con su cabeza sobre la litera... Pero<br />

¡no! Hay que «hacer frente» una vez más: en una situación tan imprevista, tan deprimente,<br />

Guillermo y Ana María no tienen otro apoyo que a ella, Ella debe sostener su ánimo.<br />

Aquella noche, no obstante, a fin de sentirse menos sola, prosigue para Rebeca su diario de<br />

viaje: Si vieras a la «hermana de tu alma» sentada, bajo cerrojos, en el rincón de una prisión<br />

inmensa, no podrías ya dormir, Rebeca... Hay una mirilla estrecha protegida por una doble<br />

reja de hierro: por allí debo llamar, si necesito algo, al soldado de guardia, cubierto con un<br />

78


tricornio, armado de un largo fusil... Todo eso, porque temen el terrible contagio que creen<br />

hemos traído con nosotros de Nueva York...<br />

¡Una prisión! Eso era, en efecto, el lazareto toscano de San Leopoldo cuyas edificaciones -<br />

fortaleza abandonada- se levantaban a unas tres millas en el extremo oriental del rompeolas<br />

que protegía la entrada del puerto.<br />

Un plano manuscrito «de la ciudad y del puerto de Liorna» fechado en 1782, y conservado<br />

en la Biblioteca Nacional de París, sitúa exactamente el emplazamiento del Lazareto de San<br />

Leopoldo sobre los arrecifes de que está bordeada la costa entre Liorna y Antignano. La<br />

palabra carceri que dobla, en otro mapa, la de Lazareto concuerda con la descripción que<br />

hace de la miserable enfermería el diario de Isabel 3 .<br />

El lazareto merece verse también -anota, por su parte, Delalande-. Se compone de varios<br />

grandes cuerpos de edificio bañados por todas partes de los aguas del mar: allí se secuestra<br />

con gran cuidado y allí se ordena hacer la cuarentena a las personas que llegan de Levante;<br />

durante ese tiempo se exponen sus mercancías bajo los hangares. El señor Grosley cuenta<br />

que en su viaje corrió el riesgo de ser encerrado allí por haberse acercado demasiado.<br />

Efectivamente, en el tomo II de su obra intitulada Observaciones sobre Italia de dos<br />

caballeros suecos, editado en 1764, Grosley consagra, a su vez, una página a las temibles<br />

«carceri» de las que guarda el peor de los recuerdos.<br />

A la izquierda de este puerto (de Liorna) hay un lazareto aislado y cerrado por grandes fosos<br />

de agua viva. La curiosidad me expuso allí a un accidente que hubiera podido ser<br />

funestísimo. La comunicación continua de Liorna con todos los lugares de Levante y del<br />

África, donde reina casi siempre la peste, arroja allí a menudo bastimentos atacados o<br />

fuertemente sospechosos de contagio. Bajo sospecha, se confina sus equipajes en el primer<br />

recinto del lazareto; el segundo es para los atacados, para los que traen síntomas, en fin<br />

para aquellos en los que se manifiestan en la cuarentena, de suerte que este segundo recinto<br />

es un verdadero hospital de apestados.<br />

Yo lo ignoraba cuando, solo y sin haberme informado, me presenté en el lazareto adonde no<br />

había llegado sino con mucha dificultad, a través de un laberinto de fosos y de<br />

fortificaciones. En el primer recinto me encontré gente de la que algunos me saludaron,<br />

retrocediendo, y haciéndome señal de que no me acercara a ellos.<br />

Penetré sin obstáculos en el primer patio del segundo recinto, cuyo pasadizo estrictamente<br />

custodiado siempre, no lo estaba entonces. Llegando al segundo pasadizo encontré allí un<br />

centinela que me gritó que me alejara, y que, viendo cómo me acercaba, se puso a saltar y a<br />

brincar como un loco o como un tipo que sintiera cosquillas... Yo me retiré y conté mi<br />

percance en una de las primeras casas de Liorna. Todo el mundo se estremeció y me hicieron<br />

saber que si, queriendo forzar la entrada, mi ropa hubiera tocado lo más ligeramente el<br />

postigo o la del centinela, me habría condenado a pasar ipso facto dentro de una de las<br />

celdas del último recinto y a hacer allí cuarentena en medio de los apestados afectados y<br />

convictos cuyo receptáculo era aquel.<br />

Se experimenta, al leer este relato, qué terror inspiraba entonces a los viajeros la sola<br />

perspectiva de una reclusión en San Leopoldo. La descripción dada por estos autores de<br />

fines del siglo XVIII permite, por otra parte, darse cuenta de los dos accesos de que se<br />

disponía para penetrar en los edificios del lazareto. Un muelle daba directamente sobre el<br />

mar: allí se hacía desembarcar a los viajeros sospechosos, sin que ellos hubieran tenida<br />

necesidad de posar su pie en el desembarcadero del puerto, mientras que otra salida -la que<br />

había violado imprudentemente el señor Grosley- ponía en comunicación la enfermería con<br />

tierra firme.<br />

79


Se concibe fácilmente la angustia que oprimió el corazón de Isabel cuando hubo<br />

comprendido adonde la conducía, con Guillermo y Ana María, la embarcación que se alejaba<br />

del navío The Shepherdess, del puerto y de la ciudad. Jamás podría olvidar ya esta jornada<br />

del 19 de noviembre de 1803.<br />

Vacilante, anonadado, Guillermo se había instalado en el pequeño velero que cabeceando y<br />

saltando como una canoa, le conducía, a él y a los suyos, al lugar de su reclusión. Después<br />

de una hora al menos de maniobra se encontraron al sur de la ciudad, ante la mole sombría<br />

y lúgubre de la fortaleza cuyos muros enormes, agarrados a la roca, parecían hacerse uno<br />

con ella, sumergirse con ella en el mar.<br />

A1 arribo de la embarcación, había sonado una campana, a la manera de un toque de<br />

agonía. Unas tras otras, se habían bajado unas cadenas con un chirrido siniestro. Se habían<br />

cruzado palabras sin fin entre los marineros y el dueño del interior, a quien todos llamaban<br />

con un tono de respeto el Capitano, antes de que se hubiera permitido a los tres pasajeros<br />

extenuados poner pie en el desembarcadero. Entonces se encontraron solos sobre el<br />

arrecife de roca, frente a aquel hombre desconocido que les atisbaba de lejos. Apareció un<br />

guardia que debía conducirles al interior del edificio y miraba con espanto a aquellos huéspedes<br />

indeseables, manteniéndose lo más lejos posible de sus personas, indicándoles con la<br />

punta de su bayoneta la dirección que debían tomar.<br />

La pequeña Ana temblaba. En cuanto a Guillermo, se tambaleaba como si estuviera a cada<br />

instante a punto de desplomarse. Y aunque hubiera ocurrido eso -concluye<br />

melancólicamente Betty- nadie hubiera osado tocarle.<br />

No obstante, una feliz sorpresa esperaba a los Seton en aquel verdadero lugar de detención.<br />

En el cuerpo del edificio reservado al Capitano se les había anticipado María Cowper, la<br />

mujer de Felipe Filicchi. Alertada desde el primer instante de la nueva prueba que pesaba<br />

sobre sus amigos de América, se había hecho conducir a gran trote de su atelaje hasta la<br />

entrada del lazareto que comunicaba a pie llano con los arrabales de la ciudad. Sentada<br />

cabe una ventana guarnecida de sólidos barrotes, acechaba anhelante le llegada de<br />

Guillermo, de Isabel y de Ana María. Ella hubiera querido estrechar entre sus brazos a la<br />

joven mujer y a la niña. Solamente le estaba permitido mirarlas desde lejos y gritarle<br />

algunas palabras. De una y otra parte se intercambiaron señales de amistad a falta de largas<br />

frases. Luego el guardia, implacable, se llevó consigo a los Seton hasta el comienzo de una<br />

tosca escalera de piedra. Ellos subieron sus veinte peldaños para encontrarse al fin en el<br />

lugar que les estaba asignado: una pieza inmensa y fría con la bóveda tan alta que a Isabel le<br />

evocó en seguida la Iglesia de San Pablo de Nueva York. Un pavimento de ladrillos. Paredes<br />

desnudas rezumando humedad. Una ventana que da sobre el mar y otra, más pequeña, con<br />

vista a un pasillo estrecho. En cuanto al mobiliario, era de lo más rudimentario.<br />

Habían echado por tierra un colchón para Guillermo y en él se tendió, incapaz de probar ni el<br />

vino ni los huevos... ¿Dónde estaban, pues, nuestros jarabes, nuestra mermelada de grosella,<br />

nuestras pociones que debía tomar él a bordo cada hora? Yo había oído decir que el lazareto<br />

era un lugar de lo mejor acondicionado que había para enfermos, y no había traído nada...<br />

Nada de común entre el lazareto de Liorna y aquél que había intentado organizar el Dr.<br />

Bayley en Staten Island. Por deficiente que fuera la estación de la cuarentena neoyorquina,<br />

parecía a los ojos de Isabel una enfermería confortable en comparación de la que<br />

encontraba aquí. Se diría más bien una leprosería del Medievo, un malatería, como decían<br />

entonces, con todo lo que tal vocablo encerraba de inhumano. El terror era allí dueño.<br />

Preservarse del contagio venía a ser el primero de los objetivos perseguidos, a veces el<br />

único. ¿Quién iba a preocuparse del bienestar de los enfermos, de su curación posible,<br />

80


cuando, además, se estaba todavía tan indefenso frente a las enfermedades más graves,<br />

más mortíferas?<br />

Y ahora que cae la tarde en aquel lugar de desolación, Isabel, instalada mal que bien ante la<br />

mesa, trata de puntualizar lúcidamente. Examinando la extraña y lúgubre enfermería, ha<br />

descubierto una alcoba, una especie de reducto en comunicación con la inmensa pieza. Se<br />

refugia allí por un instante y, arrodillada en el suelo deja correr sus lágrimas sin freno.<br />

Luego, muy pronto, se repone: Guillermo y Ana María tienen necesidad, más que nunca, de<br />

su Presencia, de su cariño, de su energía. La chiquilla, desconcertada de primeras, no tardó<br />

en recobrar su ardor, la vivacidad de su edad. Una cuerda que arrastraba por tierra cerca de<br />

los equipajes abiertos convirtiose entre sus manos en una comba de saltar. Ella la hacía dar<br />

vueltas, encontrando, de un solo golpe. el medio de distraerse y de calentarse. Con la<br />

noche, efectivamente, había caído sobre los reclusos un frío glacial, penetrante. Isabel<br />

misma, habiendo utilizado para cubrir a su marido y a su hija todas las prendas de abrigo<br />

que se hallaban en las cajas, estaba tiritando. Por fortuna, sus libros la habían seguido. Y su<br />

escritorio. Ella se felicita ahora de no haberlos dejado en el puerto de Liorna. Con sus libros,<br />

con su pluma y papel, se sentía menos sola. Ella puede expresarse, puede, de alguna<br />

manera, tomar contacto con aquellos a quienes ama y de los que, a la vez, la separan<br />

millares de millas y las murallas de una prisión...<br />

Sin embargo, María Filicchi Cowper, habiendo tomado conciencia de la instalación irrisoria<br />

del lazareto, no había permanecido inactiva desde su visita. Por sus cuidados, habían sido<br />

llevados a las Seton unos Paquetes que contenían una substanciosa comida, los objetos de<br />

primera necesidad que hacían absolutamente falta en el lazareto. Ahora Guillermo está<br />

dormido. La niña también. La llama de la bujía vacila bajo las ráfagas del viento.<br />

Me duelen tanto los ojos -anota Betty- a fuerza de llorar, a causa del viento y de la fatiga,<br />

que debo cerrarlos y mantener mi corazón en alto.<br />

Ella no se decide, con todo, a dejar la pluma: Confío en que Dios que ha dado a mi pobre<br />

enfermo la fuerza para soportar una jornada tan penosa tendrá cuidado de él. El es<br />

verdaderamente nuestro todo -había escrito ya ella-. Y pro sigue: Si hubieras visto a la<br />

pequeña Ana, con sus brazos apretados en torno a mi cuello, en el momento de su oración,<br />

mientras sus lágrimas corrían, precipitadas, ¡cómo la habrías amado! Para dormirla, le leí<br />

unos versículos sobre la confianza en Dios. Ella me dijo: «Mamá, ¡si papá fuera a morir aquí!<br />

Pero Dios estará con nosotros». Dios está con nosotros y si nuestros sufrimientos abundan,<br />

sus consuelos sobreabundan también. Si el viento -dicen aquí que jamás vieron semejante<br />

tempestad en esta época del año-, si el viento casi extingue mi luz y sopla en la chimenea<br />

con un ruido de trueno, no es sino por su mandato... Si las circunstancias que nos han<br />

conducido a esta situación de semejante desamparo, no estuvieran guiadas por su mano, sí,<br />

nuestra situación actual sería verdaderamente miserable. Durante esta hora, precisa,<br />

Guillermo acaba de tener un acceso de tos tan violento que le ha provocado un esputo de<br />

sangre, lo que resulta para él una causa de agitación, una causa de abatimiento también,<br />

por más que él trate de disimular. ¿Qué diremos? Es la hora de la prueba. Que el Señor nos<br />

sostenga en ella y nos fortifique en ella. Volver sobre el pasado entraña la angustia.<br />

Apresurémonos a avanzar hacia la meta y la recompensa.<br />

Tal es Isabel Seton en su primera noche de cuarentena, tal permanecerá durante las cuatro<br />

semanas en cuyo transcurso se sucederán para ella esperanzas y agonías. A las tentaciones<br />

de descorazonamiento responderán siempre arranques de confianza y de fe hacia Dios cuyo<br />

verdadero rostro presiente ella, a veces, a través de la dolorosa noche que, en su infinita<br />

sabiduría, El ha impuesto al alma trémula de la esposa, de la madre, purificándola como el<br />

81


orfebre depura el oro en el crisol. Sencilla, directa, Isabel asiente, aunque no comprenda.<br />

Ella sabe solamente en quién ha puesto su confianza. Ella cree con toda su alma que Aquel<br />

no la abandonará.<br />

Las páginas de su valioso diario -¡benditas sean!-, permitirán seguirla por ese áspero camino<br />

hasta la meta adonde el Señor la guía sin que ella lo sepa. Vencida por la fatiga, la joven<br />

mujer, instalada a su vez, no sabemos demasiado cómo, se sume en un pesado sueño. Las<br />

campanas del Angelus que la despiertan al amanecer del domingo 20 de noviembre vuelven<br />

a ponerla brutalmente frente a la realidad.<br />

Las olas de un mar encrespado irrumpen contra los roquedos y los paños de muros del<br />

lazareto, asestando sin parar sus golpes de ariete gigante contra las piedras chorreantes,<br />

retumbando con estruendo en un haz de espuma cuya altura alcanza a veces el nivel de la<br />

ventana. Sobre el alma de Isabel irrumpe al mismo tiempo una ola de angustia de tal<br />

violencia que la oración le resulta casi imposible. Esta noche lo confesará ella en su diario.<br />

Será para precisar, sin embargo, inmediatamente después: Pero me repuse y comprendí que<br />

aquello era hacer ofensa a Aquel que es mi único amigo, mi único Recurso en mi miseria y<br />

que era rechazar de mi alma el único consuelo que podía recibir. Pidiendo el perdón y la<br />

fuerza, recobré la paz y con un rostro relajado y alegre pregunté a Guillermo qué haríamos<br />

para comer.<br />

Poco a poco, además, va a organizarse la vida. Gracias a los Filicchi, un viejo doméstico de<br />

confianza, Luis, viene a presentarse desde este domingo a Isabel. Para ir en ayuda de la<br />

Signora, Luis aceptará de buen grado compartir con los Seton la incómoda y dura reclusión.<br />

Un guardia descorre, a golpe de martillo, el cerrojo de la puerta vecina: allí es donde se<br />

instala el viejo italiano presto a acudir a la primera llamada, de día y de noche, bajando y<br />

volviendo a subir sin cansarse los veinte escalones de piedra, revelándose, además, como<br />

óptimo cocinero.<br />

El lunes 21, los Filicchi hacen llevar, una vez más, para el enfermo un verdadero lecho,<br />

provisto de somier, de un buen colchón, de amplias cortinas que serán, en las condiciones<br />

presentes, más que un adorno a la moda una protección efectiva contra las corrientes de<br />

aire o contra el humo del pobre fuego de leña que sirve para preparar las comidas o para<br />

caldear un poco la estancia excesivamente espaciosa.<br />

El Capitano ha querida, por su parte„ hacer preparar para la Signora Isabel y la Signorina<br />

Ana María, dos tarimas que harán las veces de catre, a decir verdad bastante rudimentarias,<br />

pero que al menos evitarán a la niña y a su madre el con tacto con el enladrillado húmedo<br />

de que apenas las preserva el excesivamente delgado colchón de marinero. La situación -<br />

confiesa Isabel- es al fin soportable. Generosamente, en todo caso, ella ha decidido sacarle<br />

su partido.<br />

En tanto que lo permita el estado de su marido ha establecido para ella y para Ana María un<br />

reglamento donde tienen su lugar la oración, la lectura de la Sagrada Escritura y el trabajo<br />

escolar de su hijita. Por otra parte -anota el diario- aquí no hay dificultad para saber la hora,<br />

ya que hay cuatro campanas que tocan no solamente las horas sino las medias y los cuartos.<br />

El 22 de noviembre un médico, el Dr. Tutilli, es autorizado, al fin, para ir a ver al enfermo, y<br />

su visita, por breve que fuera, parece devolver a Guillermo, con una débil esperanza, una<br />

ligera recuperación de fuerza y vitalidad. Los Filicchi van también a llevar diariamente el<br />

alivio de su sonrisa y de su fiel amistad. Por su parte el bueno de Luis se ha procurado, Dios<br />

sabe cómo, un ramillete de flores frescas que coloca con alegría en la pieza de paredes desnudas:<br />

jazmines, geráneos, violetas... Y la joven mujer tiene que confesar sencillamente en<br />

82


su diario que está decididamente reconciliada con los cerrojos y barrotes y hasta con el<br />

soldado de guardia cuyo paso escucha martillar sordamente el suelo del corredor.<br />

Poco a poco se suaviza la consigna, muy ligeramente sin duda, pero al fin se les permite a los<br />

reclusos hablar con los Filicchi sin estar separados por una reja severa. Son admitidos en el<br />

umbral mismo de la puerta y bajo la estricta vigilancia del Capitano pueden conversar un<br />

momento con los Seton. Breve ilusión de una libertad recobrada: que Guillermo inicie,<br />

animado por la conversación, el menor movimiento de más y el largo bastón del Capitana le<br />

llamará fríamente al orden. Isabel evoca entonces las visitas de su infancia al parque<br />

zoológico de Nueva York: ¡Es exactamente como cuando íbamos a ver los leones! Los leones<br />

en jaula de los que nunca se desconfía demasiado... Pera ahora los leones son Guillermo y<br />

Ana María, y lo es también ella, Betty...<br />

A pesar de los barrotes la hijita se revela como una excelente alumna: lee, escribe, plantea<br />

importantes cuestiones con una seriedad, a veces, por encima de su edad. Pero no por eso<br />

deja de ser menos una niña saltarina que siente gusto por jugar, por saltar a la comba, por<br />

acunar con amor una muñeca de trapo que le han regalado. «Es un placer verla», anota<br />

alegremente su madre. Guy Carleton ha recibido, a su vez, la autorización de hablar con su<br />

media hermana, de pie sobre los peldaños de la escalera, y sus visitas, por breves que sean,<br />

aportan a la joven mujer, como a su marido, un momento de feliz distracción.<br />

Por otra parte, no tarda en establecerse entre Isabel y el Capitano una corriente de<br />

simpatía. Hombre honrado, si los ha habido, maltratado por la vida y cuyo puesto, en la hora<br />

actual, nada tiene de encantador. Se cree obligado, en su espontaneidad, a dirigir una<br />

pequeña exhortación moral a sus pensionistas. A sus labios acude a menudo una expresión<br />

que Isabel no le había escuchado hasta ahora: le bon Dieu. Isabel transcribe estas palabras<br />

en francés y verosímilmente en francés es como conversa de ordinario con el Capitano. ¡Le<br />

bon Dieu! El hombre de cabellos blancos, de rostro curtido, en cuyos rasgos se lee una<br />

especie de resignación, llega muy pronto a las confidencias:<br />

- ¡Yo tenía una mujer! ¡Yo la amaba! Sí, ¡yo la amaba! ¡Oh!, ella me dio una hija de la que me<br />

recomendó tuviera mucho cuidado y luego... ella murió. Ese recuerdo, evidentemente, le<br />

retiene aquí de un modo singular junto a Isabel y Guillermo, que parece por momentos tan<br />

próximo a su fin. Su mirada, bañada en lágrimas, va de uno a otra:<br />

- Si Dios le llama, ¡,qué podemos hacer nosotros? Y ¿qué quiere usted, señora?<br />

Comienzo a sentir simpatía por nuestro Capitán -anota brevemente la joven mujer, después<br />

de haber referido palabra por palabra su conversación-.<br />

En cuanto al Capitano, él se siente atraído, con toda evidencia, hacia aquellos americanos<br />

que, lejos de abatirse frente a una situación casi desesperada, mantienen día tras día el<br />

dominio de sí mismos y la serenidad. Locuaz, como lo son a menudo los italianos, no puede<br />

abstenerse, unos días más tarde, de evocar ante Bettv, a dos pasos del lecho donde yace<br />

Guillermo presa de un violento acceso de fiebre, las escenas trágicas de que ha sido testigo.<br />

- ¡En esta misma pieza, he visto sufrir a la gente! Mire, ahí estaba tendido un americano v<br />

reclamaba un cuchillo para poner fin a su agonía. Allí donde se encuentra el lecho de la<br />

Signora, un francés, en su delirio, quería a toda costa darse un tiro y murió en medio de sus<br />

angustias.<br />

¡Tales evocaciones no tenían, claro está, nada de reconfortante! Isabel, sin embargo, sabe<br />

escuchar la larga charla del Capitano. Por un instante le viene la idea de reprochar a su<br />

carcelero la inhumana reclusión de la que se puede presumir con harta certidumbre que ha<br />

de ser fatal a Guillermo. No ha transcurrido una semana y los papeles están ya cambiados.<br />

Ya no es el Capitano quien sostiene la energía de la joven mujer, es ella quien la arrastra en<br />

83


su propia estela, más alto, más cerca de Dios. Ella consigna por escrito la conversación que<br />

tuvieron ¡untos el 25 de noviembre:<br />

El Capitano dice:<br />

- Todas las religiones son buenas. Hacer a los demás lo que quisieran que ellos hagan<br />

contigo, ahí está toda la religión y el único punto que cuenta.<br />

- Dígame, querido Capitán, ¿considera usted ése como un buen principio, solamente, o<br />

también como un mandamiento?<br />

- Yo tengo respeto por el mandamiento, señora.<br />

- ¡Pues bien, Capitán!, ¡pues buen, querido señor! Aquél que ha hecho un precepto de su<br />

excelente principio ha dada, ante todo, este mandamiento: ¡Amarás al Señor tu Dios con<br />

toda tu alma!». ¡No es eso a lo que usted da primacía, Capitán?<br />

- ¡Ah, señora! Sí, ¡es excelente! PERO HAY TANTAS COSAS...<br />

¡Hay tantas cosas! Tantas cosas que sacrificar, tantas cosas que dar. El acento del viejo<br />

italiano debía de ser más elocuente aún que sus palabras, pues Isabel las consigna en<br />

francés antes de comentarlas: ¡Pobre Capitán! ¡El tiene 60 años y declara, con todo, que<br />

para dar a Dios lo que El pide son tantas cosas obstáculos para el alma!<br />

La noche del 29 al 30 de noviembre, se hundió un navío no lejos de la costa. Se encerró a los<br />

infortunados náufragos: griegos, turcos, franceses, españoles, en una de las salas húmedas<br />

del lazareto. Isabel, olvidando su propia desgracia experimenta hacia ellos una profunda<br />

compasión.<br />

Sin colchón, sin ropas. Unos tienen un paletó y no camisa, otros tienen una camisa y no<br />

abrigo... Se les ha enviado a todos a una estancia desnuda con una escudilla de agua por<br />

todo potaje, hasta que el «Capitano» encuentre tiempo para proveer a sus necesidades.<br />

Fatalista y timorato, como de costumbre, el Capitano se escuda en la consigna: ¡El nada<br />

puede hacer, si no recibe órdenes! Y concluye:<br />

- ¡Paciencia! Y ¿qué quiere usted, señora!<br />

La pequeña Ana María, testigo de aquella inconcebible incuria, establece una comparación<br />

entre la situación de los náufragos y la que ella compartía con sus padres: ¡Mamá, nosotros<br />

tenemos bien de suerte al lado de ellos! Y además, nosotros tenemos paz. Ellos disputan, se<br />

pelean y no hacen más que gritar. A nosotros el «Capitano» nos manda castañas y frutas.<br />

¡ellos no tienen ni siquiera pan! ¡Querida Ana -concluye Isabel- tú verás muchas otras cosas<br />

sorprendentes al estilo de ésta!<br />

El 30 de noviembre el diario de Isabel hace alusión una vez más a un desheredado de este<br />

mundo a quien ella se acerca desde su llegada a las siniestras construcciones del lazareto. Es<br />

uno de los guardianes empleados en el departamento que ocupan los Seton. Incapaces<br />

como son de entenderse en su propia lengua, Isabel y el guardián cambian gestos y miradas<br />

más elocuentes, a veces, que las palabras. Mostrando sucesivamente su pecho y su garganta<br />

con una mímica expresiva el hombre le ha dado a entender que estaba tocado de una de<br />

esas enfermedades que no perdonan. Isabel aprovecha una de las visitas del Capitano para<br />

hablarle de aquel guardián y decirle su pena por verle en tal estado. Pero el Capitano<br />

exclama:<br />

-¡Oh, señora! ¡El está completamente a gusto! Se casó hace dos años con una joven<br />

encantadora, encantadora..., de 16 años. Actualmente, tiene dos niños y gana 3 libras y<br />

media por día. Es verdad que él debe pasar sus noches en el lazareto, pero por la mañana<br />

vuelve a su casa para reunirse allí con su mujer una a dos horas: ¡no le es posible dejar su<br />

puesto por más tiempo! Y ¿qué quiere usted, señora...!<br />

84


¡Padre de los cielos, bueno y misericordioso, -protesta el diario- no permitas que un hombre<br />

se estime satisfecha y contento can tres libras y media por día, cuando con ese salario<br />

irrisorio debe hacer vivir a una mujer y a unos hijos! ¡Oh! haz que me acuerde de ese<br />

hombre, cuando yo no tenga suficiente o crea no tener suficiente. El tiene 22 años, su mujer<br />

tiene 18... Mi pensamiento se reúne can los dos seres queridos que están en casa: Enriqueta<br />

y Bec... He ido hasta el pretil de la escalera con la pequeña Ana para que la hija de nuestro<br />

CAPITANO pueda darle la muñeca que ha hecho para ella. La joven tiene un rostro amable, y<br />

está cogida de bracete a su padre. Ella ha rechazado una petición de matrimonio para poder<br />

ocuparse de él. ¡Verles así ha despertado en mí bien de recuerdos! Espero que le sea<br />

concedido encontrar de nuevo a alguien a quiera amar y que allí encontrará su recompensa.<br />

Con los primeros días de diciembre, acabó el temporal. Pero el frío arrecia intensamente.<br />

Imposible, sin embargo, hacer fuego en la pieza sin quedar medio sofocados por el humo.<br />

Los náufragos están siempre allí, circulando por los patios del lazareto, medio locos de frío y<br />

de hambre, pasando su tiempo en disputar, en jugar a las cartas, vociferantes. La pequeña<br />

Ana María tose cada vez más y, a su vez, debe quedarse en su cama de fortuna. Guillermo<br />

está abatido. Por dos veces, el Capitano, ingenuamente, ha venido a anunciar a los Seton<br />

una noticia que, según él, debe llenarles de contento: se les hace gracia de cinco días de<br />

cuarentena y luego de otros cinco. ¡El 19 de diciembre estarán libres! Y, más charlatán que<br />

nunca, el viejo italiano, con el deseo laudable sin duda, pero cuán desafortunado, de dar<br />

más esperanza a Isabel y a su marido, se pone a enumerar los placeres que encontrarán en<br />

abundancia dentro de la ciudad de Pisa, durante las fiestas de Navidad. Paciente, Isabel le<br />

escucha hasta el fin, sin mandarlo a paseo, mientras su espíritu se lanza hacia los cuatro<br />

pequeños que la esperan tan lejos y que, por primera vez, celebrarán la Navidad sin su<br />

madre. Y su mirada se posa, entonces, sobre el lecho de Guillermo y sobre el de Ana María.<br />

¡Los regocijos de Navidad! ¿Qué será de Guillermo, el 25 de diciembre próximo? Más<br />

reconfortante es la visita, si se puede emplear este término, que van a hacer a los Seton el<br />

Capitán O'Brien y su mujer. Ellos han obtenido, a su vez, la autorización de penetrar en el<br />

recinto del lazareto. Desde el patio interior, durante unos instantes que la intensidad del frío<br />

no permite prolongar, pueden conversar con Isabel y hacer señales de amistad a Guillermo y<br />

a la niña que se aprietan contra la reja de la ventana. Breve y pálida sonrisa, este verse de<br />

nuevo.<br />

Pronto el estado de Guillermo se agrava de forma inquietante. Una semana de angustia casi<br />

ininterrumpida que la joven mujer pasa por entero a la cabecera de su marido, no<br />

encontrando siquiera tiempo para poner una línea en el cuaderno del diario. El 5 de<br />

diciembre, el Dr. Tutilli, llamado con urgencia, no deja ninguna esperanza. Una abundante y<br />

violenta expectoración viene, no obstante, a traer inopinadamente al enfermo un<br />

afortunado alivio. Isabel, sin embargo, no se hace ilusiones:<br />

Lluvia y tormenta, -anota de nuevo en el diario, con fecha de 14 de diciembre- como casi<br />

cada uno de los veintiséis días que hemos pasado aquí. Se vería que tal humedad es<br />

peligrosa para una persona con buena salud. ¡Con la enfermedad de mi Guillermo, entonces!<br />

¡Oh!, yo sé bien que allá arriba hay un Dios. No vale la pena, CAPITANO, que nos mire en<br />

silencio y que su dedo nos indique: «allá arriba». Si yo pensara que nuestra situación<br />

presente es efecto de una voluntad humana en vez de compararme a María Magdalena en<br />

lágrimas, como usted me llama tan amablemente, debería compararme a una leona, a una<br />

leona presta a poner fuego a su lazareto, si lo pudiera, a fin de llevarme a mi pobre<br />

prisionero y permitirle respirar el aire del cielo en un sitio distinto de éste. ¡Tener a un pobre<br />

ser que viene a vuestro país para salvar en él su vida, tenerle encerrado durante treinta días<br />

85


entre unas paredes húmedas, en medio del humo y del viento que sopla de todos los<br />

rincones, hasta levantar las cortinas que rodean su lecho, que nos penetra hasta la médula<br />

de los huesos!... ¡Y ahora, el espectro de la muerte! ¡El tirita con sólo levantarse unos<br />

minutos! El debe ir a Pisa por su salud, ¡hoy sus proyectos están muy lejos de Pisa!, pero, ¡oh<br />

Padre mío de los cielos! yo sé que estos acontecimientos contradictorios son permitidos y<br />

ordenados por tu Sabiduría que es la sola Luz. Nosotros, personalmente, estamos en la<br />

obscuridad, y debemos reconocer que nuestro saber no se requiere para que se haga tu<br />

OBRA. Y no debemos perder de vista esa Misericordia infinita que, permitiendo los<br />

sufrimientos de nuestro corazón mortal, ha otorgado a nuestras almas una tan grande<br />

ocasión de encontrar la dicha y la saciedad para nuestra vida eterna, en la que<br />

comprenderemos con seguridad que todas las cosas han concurrido a nuestro bien, pues<br />

nuestra firme confianza está en Ti.<br />

Página clave del diario escrito en el lazareto, esta página debía citarse íntegramente. Toda<br />

hirviente de humana indignación, como impregnada de todo sufrimiento, más allá de toda<br />

justicia, está Dios., y su eterna Sabiduría, y su eterno Amor, y porque, como lo proclamó san<br />

Pablo: «Todo concurre al bien de los que aman a Dios» (Rom 8, 28).<br />

11.- ÚLTIMOS DIAS, PRIMERA FUSIÓN DE LOS CORAZONES<br />

Aunque el Señor os dé el pan del asedio<br />

y el agua de la opresión,<br />

tu Maestro no se ocultará ya:<br />

con tus ojos verás al que te instruye,<br />

con tus oídos percibirás<br />

una palabra a tu espalda: «Ese es el camino, seguidlo<br />

ya os vayáis a derecha o a izquierda.<br />

Is 30, 20-21<br />

Por desconcertante que sea, en efecto, el encadenamiento de las causas segundas que han<br />

conducido a los Seton hasta este límite de sufrimiento y de soledad, encerrados como están<br />

cual verdaderos prisioneros en las «carceri» de San Leopoldo, viene a ser evidente -<br />

contemplando tal secuencia de acontecimientos a la luz de la fe- que sus treinta días de<br />

reclusión inhumana son para Isabel y Guillermo unos auténticos días de gracia. Es además<br />

una especie de retiro preparatorio que Dios les ha preparado, tanto al uno como al otro.<br />

Para él, será la última preparación para el encuentro definitivo con el Señor. Para ella, el<br />

encaminamiento inmediato hacia un descubrimiento cuyo precio no tiene proporción con<br />

ninguna medida humana. El diario nos revela también las etapas de esta preparación, de<br />

este encaminamiento y nos permite entrever las delicadezas divinas imbricadas, día a día,<br />

en las causas segundas más descaminadas.<br />

25 de noviembre -¡Ah, qué bueno es el Señor que fortalece mi pobre alma! -anotó Isabel-.<br />

Ella se encuentra tan manca para curar, para aliviar a aquel a quien ama, a aquél por cuya<br />

salud ha dejado a sus cuatro hijos más pequeños, su casa, su país... Todo lo que puedo darle<br />

es quina, leche y píldoras de opio que él toma con calma, por deber, sin que parezca<br />

conservar esperanza. Cuando desfallece en mí la naturaleza, me siento incapaz de mirarle<br />

con rostro alegre, escondo mi cabeza sobre la silla, al lado de su lecho, y él cree que rezo. Y<br />

rezo, en efecto, pues la oración es todo mi alivio. Sin ella, yo le sería de muy poca utilidad.<br />

Noche y día él me llama su vida, su alma, su muy QUERIDA, su todo.<br />

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Sobre las puertas están pegados unos cartelitos que indican cuántos días han pasado allí los<br />

pensionistas y la tablilla tiene marcado de arriba a abajo: diez, veinte, treinta, cuarenta<br />

días... Yo no apunto los nuestros, con la confianza de que están apuntados allá arriba. ¡El<br />

sólo sabe mejor lo que nos conviene! Querido, querido Guillermo, puedo sugerirle algunas<br />

veces por unos instantes, que le sería dulce morir. El dice siempre: «¡Padre mío y Dios mío,<br />

que se haga tu voluntad!... ¿Qué sería de nosotros, si no conociéramos a Dios, si no le<br />

amásemos, si no gustáramos sus consuelos, si no pudiésemos asir la esperanza portadora de<br />

alegría que El ha puesto ante nosotros y si no encontráramos nuestras delicias en el estudio<br />

de su Palabra bendita y de su verdad?»<br />

«29 de noviembre... He explicado nuestro TE DEUM a la pequeña Ana, Ella me ha dicho:<br />

Hay algo que me inquieta, mamá. Cristo ha dicho que los que quieren reinar con El deben<br />

sufrir con El. Si yo muriera ahora ¿a dónde iría?, porque todavía no he sufrido».<br />

Falta de óptica todavía, sin duda, que subrayar de paso, pues es el amor con que se acepta<br />

el sufrimiento, en conformidad con la voluntad divina, el que es rico en mérito, y no en<br />

modo alguno el sufrimiento que, tomado en sí mismo, sigue siendo un mal. La niña,<br />

arrastrada por la estela maternal de cuya generosidad participa de día en día así como de<br />

sus desviaciones, afectada, además, en su sensibilidad por el estado de salud de su padre y<br />

la atmósfera deprimente del lazareto, sueña en soportar pacientemente una enfermedad a<br />

fin de poder intentar -dice ella- agradar al Señor.<br />

Con una observación exacta -esta vez- su madre pone las cosas en su punto: -Pero, Ana mía,<br />

tú le agradas todos los días, cuando me ayudas en mis dificultades.<br />

-¿Es verdad, mamá? ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, Dios mío! -grita alegremente la chiquilla.<br />

En torno al fuego que atiza el viejo Luis han tomado asiento los tres: el padre, la madre, la<br />

hija. Para los tres quiere Isabel un ambiente de alegría, y hoy es en el profeta Isaías donde<br />

ella busca el mensaje de esperanza de que tienen tanta necesidad.<br />

«Se alegrará el desierto y el páramo,<br />

exultará y florecerá la estepa,<br />

dará flor como el narciso,<br />

desbordará de gozo y alegría...<br />

La gloria del Líbano le es dada,<br />

la belleza del Carmelo y del Sarón;<br />

se verá la gloria del Señor,<br />

la belleza de nuestro Dios.<br />

Fortaleced las manos fatigadas,<br />

afirmad las rodillas vacilantes,<br />

decid a los corazones turbados:<br />

¡Animo, no temáis!<br />

¡Mirad, es nuestro Dios<br />

que viene a salvaros...! ...<br />

Los rescatados del Señor volverán,<br />

llegarán con clamores de júbilo,<br />

dicha eterna transfigurará su rostro, alegría y júbilo<br />

les acompañarán, dolor y llanto se acabarán» (Is 35).<br />

Ya pueden las olas desencadenadas batir con gran ruido bajo la ventana mal ajustada, ya<br />

puede el viento ulular y bramar en torno:<br />

«Más que la voz de las aguas caudalosas<br />

más potente que el mar en oleaje<br />

87


es potente el Señor en las alturas» (Sal 93, 4)<br />

y su paz invade al enfermo mismo.<br />

-Papá -suplica ahora la pequeña Ana-, papá, ¡léenos el último capítulo del Apocalipsis!<br />

Con una voz emocionada, vibrante, cuyas inflexiones conmueven el corazón de Betty,<br />

Guillermo relee, a su vez, las palabras de Juan, el discípulo bienamado, evocando la<br />

Jerusalén celeste, el lugar del reposo, de la luz, de la paz eterna.<br />

Entonces el Angel me mostró el río de la Vida, límpido como el cristal, que manaba del trono<br />

de Dios y del Cordero... El trono de Dios y del Cordero se alzará en la ciudad y sus servidores<br />

le prestarán servicio, le verán cara a cara y llevarán su nombre en la frente. No habrá ya<br />

noche. Pasarán sin lámpara o sol para alumbrarse, porque el Señor irradiará sobre ellos su<br />

luz y reinarán por los siglos de los siglos.<br />

...El Espíritu y la esposa dicen: «¡Ven!». Diga el que escucha: «¡Ven!».<br />

Quien tenga sed, que se acerque;<br />

quien la desee, coja de balde el agua viva (Ap 22).<br />

Cosa admirable, Guillermo es ahora capaz de gustar tal mensaje. No queda, sin embargo,<br />

tan lejos el tiempo en que las discretas insinuaciones de Isabel hacían nacer en sus labios<br />

una sonrisa escéptica, suscitando incluso, a veces, par su parte, una reflexión burlona y<br />

desengañada. El, sin duda, está lejos de moverse en el dominio sobrenatural con la soltura<br />

de aquélla que, desde el primer día de su unión, había querido verle marchar hacia Dios con<br />

el ardor, con la alegría que ella tenía. El no atreve aún a entregarse sin reticencias a Aquél<br />

que, aunque de manera desconcertante, pero absolutamente segura, no cesa de<br />

perseguirle. El sabe, sin embargo, ahora, que la Fe es su único recurso.<br />

En todos los momentos de la vida, ¿a quién tenemos que podamos recurrir, si no es nuestro<br />

Redentor? Pero, cuando el alma está a punto de dejar este mundo, es preciso que ella se<br />

agarre a El con una fuerza todavía mayor. Si no, ¿a dónde asirse? Querido Guillermo -<br />

prosigue el diario de Isabel- no te vuelves hacia tu Dios bajo el golpe del terror. Tú te has<br />

esforzado en servirle mucho antes que llegara esta prueba. ¿Por qué, pues, no mirarle como<br />

al Padre que conoce las intenciones, las disposiciones diversas de sus hijos, y acogerá con<br />

bondad -graciously, dice el texto, en expresión difícilmente traducible- a los que van a El por<br />

el camino que El mismo ha fijado para ellos. Tú dices que tu única esperanza es Cristo. Y ¿de<br />

qué otra esperanza tenemos necesidad?<br />

Con el extrema despojamiento a donde Dios le ha conducido, Guillermo hace un retorno<br />

lúcido sobre su vida pasada y es para reconocer, finalmente, que la misericordia del Señor le<br />

ha perseguido incansablemente. Confidencias íntimas y luminosas de las que Betty consigna<br />

con amor cada una de las palabras. Dice que las primeras resonancias de las llamadas<br />

evangélicas que había percibido le llegaron por nuestro querido Hobart, cuando en uno de<br />

sus sermones insistía él sobre aquella pregunta: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo<br />

entero, si llega a perder su alma? De vuelta a casa se hizo las siguientes reflexiones: «Yo<br />

trabajo y trabajo, y ¿para qué? Lo que gano me conduce día tras día a la destrucción de mi<br />

ser, cuerpo y alma. ¡Yo vivo sin Dios en el mundo, y moriré como un miserable!».<br />

El Sr. F. D., con quien jamás había tenido relaciones de negocios, le ofreció asociarse con él<br />

en una empresa que había montado. El negocio prosperó más allá de lo que habían<br />

esperado. El Sr. F. D. le dijo en el momento de comenzarla: «Voy a decirle una cosa: estoy<br />

desde hace mucho tiempo en los negocios; habiendo empezado muy pobremente, he podido<br />

construir una casa, luego otra. De modo general, siempre he tenido éxito en lo que he<br />

emprendido, y atribuyo todos esos éxitos al hecho de que, sea que se trate de grandes o de<br />

pequeñas cosas, pido siempre la bendición de Dios sobre ellas, y ¡hago gran caso de esa<br />

88


endición para el resultado de mis empresas!». Guillermo me dice: «Quedé herido de<br />

vergüenza y de tristeza (oyendo aquello), pues, personalmente, me había comportado como<br />

un pagano, de cara a Dios».<br />

Tales son los dos hechos que considera -dice él- como dos avisos gracias a los cuales salió de<br />

su indiferencia, y no puede hablar de ello sin que se le llenen los ojos de lágrimas. ¡Oh, las<br />

promesas que hace, si le place a Dios dejarle la vida!<br />

Así pues, la ruina, el luto, la enfermedad y, ahora, la insoportable reclusión del lazareto,<br />

todo ello no era sino el camino de amor por el que Dios guiaba paso a paso al marido de<br />

Isabel, como un padre a su hijo, a fin de que por el despojamiento radical de toda alegría<br />

humana, de toda esperanza humana, descubriera, por fin, otra alegría, otra esperanza. ¿Era<br />

pagar demasiado caro tal gracia? Isabel piensa que no. Su corazón de carne, aunque<br />

dolorosamente destrozado, está lejos de quedar insensible. Pero su fe, viviente, le permite<br />

remontarse de un aletazo por encima del abismo del dolor y de angustia donde zozobra su<br />

dicha humana, como las dos pequeñas gaviotas blancas que contempla volar aquel jueves, 1<br />

de diciembre. Ellas emprenden su vuelo hacia el oeste, hacia Mi HOGAR, hacia mis amores.<br />

Pero no, no es esa su ruta: está arriba, es el cielo hacia donde toman su impulso, el cielo<br />

hacia donde yo misma intentaba hacer volar mi alma. El ángel de la Paz la encontró allí, de<br />

él recibió ella la unción de amor y de fuerza, que hace cesar toda imaginación vana, que la<br />

conduce derechamente a su Salvador y a su Dios. ¡TE DEVM LAUDAMUS!<br />

¡Notable coincidencia! Es aquel 1 de diciembre de 1803, en la pieza húmeda y desnuda,<br />

junto a su marido moribundo, cuando Isabel, contemplando de nuevo en espíritu los años<br />

de su adolescencia y las misericordias con que Dios la ha prevenido siempre, vuelve a trazar<br />

en una página donde la espontaneidad de los recuerdos y la frescura de la descripción van<br />

parejas con la delicadeza del análisis psicológico más matizado, la maravilla del<br />

descubrimiento que le fue dado hacer a los 15 años.<br />

Un día, durante el año 1789, mientras mi padre estaba en Inglaterra, bella mañana de<br />

mayo, con el corazón ligero y lleno de alegría salté a un carro que iba al bosque... Había allí<br />

un castaño, espesa hierba verde y la sombra del árbol y el calor del sol... Yo estaba allí con el<br />

corazón inocente, tanto cuanto un corazón de niña pudo serlo jamás, llenándome de amor<br />

por Dios y de admiración por sus obras. Me vino al pensamiento que mi padre que se hallaba<br />

tan lejos de mí en aquel momento no podía tener cuidado de mí, pero que Dios era mi Padre,<br />

mi todo. Me puse a cantar himnos, bien alto en los bosques. Reía, hablaba conmigo misma,<br />

admirando la bondad de Aquél que me levantaba tan por encima de mí misma, que me<br />

hacía superar toda tristeza. Me senté para saborear aquella paz del cielo. Estoy persuadida<br />

de que una hora de alegría de esa clase hace avanzar diez años en la vida espiritual.<br />

Ahora, en esta obscura y fría jornada de invierno, tan lejos de su país, tan desprovista de<br />

todo, le parece --confiesa ella- experimentar de nuevo la emoción que hacía vibrar en aquel<br />

entonces todo su ser, aquel día soleado de prima vera, cuando todo en ella, como en torno<br />

a ella, a pesar de la ausencia momentánea de su padre, sólo era alegría y armonía.<br />

Por qué tal evocación en tal momento, sino precisamente porque, una vez más, le place al<br />

Señor visitarla y susurrarle como a los apóstoles en lucha con la tempestad y la tormenta:<br />

«¡Soy yo, no temáis!» (Mt 14, 27). También ahora. en el lazareto de Liorna, la invade la<br />

misma paz y la misma certidumbre.<br />

¡Me sentí con un corazón tan apaciguado, tan pleno de amor por Dios, con tal confianza, con<br />

tal esperanza en El! -anotó ella para Rebeca-. Día vendrá en que las tempestades de esta<br />

vida hayan pasado y quede por siempre la alegría de una primavera sin nubes. Además, tú lo<br />

ves, como sabes ya que es verdad, cuando se tiene a Dios por compañía, no hay ya prisión<br />

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cercada de muros altor, defendida con cerrojos. Nada de tristezas tampoco en el alma que<br />

está en Su presencia, aunque se vea acosada de preocupaciones por hoy, de inquietudes por<br />

mañana. Jamás podré estar lo bastante agradecida por tal libertad de espíritu.<br />

Isabel está íntimamente convencida de ello: ahí reside su única fuerza. Pero es una fuerza<br />

que está muy por encima de las pobres fuerzas suyas. Y es de esa fuerza divina donde saca<br />

ella el coraje incesante, no solamente para hacerse junto a Guillermo su veladora atenta y<br />

preveniente, sino para elevarle día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, por encima<br />

de su sufrimiento y ansiedad hasta los horizontes eternos que la fe que ha vuelto a<br />

encontrar le permite, al fin, presentir.<br />

A menudo, cuando me oye recitar los salmos en los que resplandece el triunfo de Dios,<br />

cuando me oye leer los versículos donde san Pablo proclama con toda su alma su fe en<br />

Cristo, esas palabras vienen a ser hasta tal punto vivientes y pacificadoras para su propia<br />

alma que las hace suyas a su vez, y todas nuestras penas se cambian, entonces, en alegría.<br />

¡Oh, que pueda amar yo de veras a mi Dios! ¡Que todas las potencias de mi alma se<br />

esfuercen por contentarle! Nada, de no ser una voz angélica, será jamás capaz de expresar<br />

lo que El ha hecho, lo que El hace constantemente por mí. ¡Mientras tenga vida, mientras<br />

tenga ser, dejadme cantar, en el tiempo y en la eternidad, las alabanzas de mi Dios!<br />

Elevarse hacia Dios, permanecer en su presencia ¿no es, por otra parte, para la joven mujer,<br />

volver a encontrar a los que ella ama y de los que está materialmente separada por tan<br />

grande distancia? Ahí está también uno de los pensamientos que le son más queridos y<br />

sobre el cual vuelve el diario más veces.<br />

Una cosa está en mi poder -escribe ella el 2 de diciembre-, aunque la comunión con aquellos<br />

a los que quiere mi alma no deja de estar fuera de mi alcance en otro sentido ¿qué es, en<br />

efecto, lo que me puede privar de esa comunión? ¡Podemos volver a encontrarnos en<br />

espíritu! A las cinco de la tarde aquí, es mediodía allí. A las cinco, pues, de rodillas en un<br />

rincón, puedo pasar, tranquila, el tiempo que ellos pasan, personalmente, junto al altar. Y si<br />

en las circunstancias presentes no podemos recibir la copa de la salvación en una tierra<br />

extranjera, podemos, no obstante, participar en ella con nuestra intención, y la bendición de<br />

Cristo nos será dada. Así que la copa de acción de gracias suplirá, en cierta medida al menos,<br />

a aquella copa cuya realidad hace el objeto de mi más caro deseo. Y, acordándose de las<br />

palabras del Apóstol, añade: ¿qué puede, pues, separarnos del amor de Aquél que<br />

permanecerá igualmente en nosotros por amor?<br />

Querida, querida Rebeca -prosigue ella dos días más tarde- cuántas veces mantuvimos el<br />

fuego, por la noche, como lo hago ahora, yo sola. Yo sola, repite, luego, como recobrándose:<br />

Mi Biblia, los comentarios, el libro de Tomás de Kempis -que sería pues, la «Imitación de<br />

Jesucristo»- he ahí mi alegría tangible y continua... En cuanto a lo invisible, ¡oh, la compañía<br />

es numerosa!<br />

Parece, efectivamente, según sus confidencias, que Dios se complace en sostenerla con<br />

unas consolaciones sensibles que, actualmente, le son grandemente necesarias. La devoción<br />

que ha tenido siempre hacia los ángeles viene a serle en su soledad una gran confortación.<br />

Ella es consciente de su presencia, de su ayuda eficaz. Ella conversa con ellos como habla<br />

con sus amigos de la tierra y eso le es una fuente de dicha sensible. Sin embargo -y es lo que<br />

ella subraya muy exactamente- esas alegrías íntimas no le son dadas sino cuando todo está<br />

calmado en ella, y después que ha pasado -dice ella- una o dos horas con el rey David o el<br />

profeta Isaías, o que se ha sentido animada por la lectura de los comentarios de la Biblia. Y<br />

concluye: Pienso que esas horas he de estimarlas, en el más allá, como las más preciosas de<br />

mi vida.<br />

90


Entonces, la gratitud hinche de nuevo su corazón: le es preciso expresarse con<br />

exclamaciones ardientes que no le es posible contener. ¡Oh, Dios mío y Padre mío! ¡Es El<br />

quien, por la voz consoladora de su Palabra, fortalece el alma en la esperanza, para librarla<br />

incluso durante las horas en que las preocupaciones la quebrantan, fortificándola y<br />

asegurándola por la continua experiencia de su bondad plena de misericordia, dándole en El<br />

una nueva vida, en el momento mismo en que ella está consumida de sufrimiento y de<br />

penas, nutriéndola, guiándola y bendiciéndola a través de cada una de las etapas de su<br />

peregrinación terrestre; conduciéndola de tal suerte que su Voluntad sea su guía hacia la<br />

dicha temporal y la gloria eterna! ¿Cómo podrán, desde este momento, la fidelidad más<br />

incansable, la sumisión más gozosa, la resignación más humilde expresar jamás<br />

suficientemente mi amor, mi alegría, mi acción de gracias, mi alabanza?<br />

A quien se asombrase de tal expresión de alegría espiritual en medio de tal acumulación de<br />

despojamiento, de sufrimiento, de ansiedad, se le podría responder con estas líneas de san<br />

Juan de la Cruz:<br />

«… Nuestro Señor nos dice en san Mateo: "Mi yugo es suave y mi carga liviana", la cruz es la<br />

cruz; porque si el hombre se decide a someterse a llevar esa cruz -que es determinarse de<br />

veras a querer encontrar y llevar trabajo en todas las cosas por Dios- en todas ellas hallará<br />

grande alivio y suavidad, para andar ese camino así, desnudo de todo, sin querer nada».<br />

Asimismo el Señor, que conoce nuestra debilidad, sabe proporcionar, al comienzo de la<br />

áspera subida, las dulzuras de una consolación divina, bien necesaria entonces a nuestra<br />

fragilidad.<br />

«Es pues de saber que el alma, después que determinadamente se convierte a servir a Dios,<br />

ordinariamente la va Dios criando en espíritu y regalando, al modo que la amorosa madre<br />

hace al niño tierno, al cual al calor de sus pechos le alimenta, y con leche sabrosa y manjar<br />

blanda y dulce le cría, y en sus brazos le trae y le regala».<br />

Así parece actuar el Señor respecto a Isabel. Una experiencia íntima le permite ser<br />

consciente de su presencia divina y paternal en las horas más obscuras de su estancia en el<br />

lazareto. Pues ella está sola con la pequeña Ana, junto a Guillermo, aquel día terrible del 5<br />

de diciembre, cuando parece que ha llegado la última hora de su marido. El Dr. Tutilli ha<br />

sido formal en su veredicto. De no ser una nueva expectoración, el enfermo no tiene más<br />

que para unas horas.<br />

El Capitano se aterroriza: ¿Va a quedarse sola la Signora Seton, puede quedar ella sola, en<br />

tales condiciones? Pero ella, comenta así el terror del Capitán: ¿Qué tenía que temer? ¿QUÉ<br />

HABÍA QUE TEMER?... ¡Veamos! ¿Estaba yo sola? ¡Oh Padre querido, lleno de bondad!,<br />

¿podría estar yo sola si me agarro bien fuerte a Ti por una oración y una acción de gracias<br />

continuas? Oración por Guillermo. Y luego, alegría, maravilla y consuelos de sentirme desde<br />

ahora cierta de esto: ¡lo que había esperado yo con tanta ternura parecía pues, a la hora de<br />

la prueba, sobrepasar lo que yo podía concebir! ¡Oh, que me oiga El, mi Dios, que me oiga en<br />

medio mismo de las más grandes pruebas, El a quien debo esta fuerza y esta confianza que<br />

parecerían, en efecto, si se considerase todo el contexto humano, estar muy por encima de lo<br />

que un ser humano tiene derecho a aguardar e incluso a esperar! Pero ¿quién puede<br />

describir las consolaciones divinas?<br />

El Rvdo. Hall, capellán protestante de la fábrica inglesa de Liorna ha sido autorizado para<br />

penetrar en la pieza del lazareto donde reposa Guillermo después de la crisis que ha estado<br />

a punto de llevársele. Visita muy corta. Seguirán otras, promete el pastor. Imposible ocultar<br />

a la pequeña Ana sea lo que fuere de la enfermedad de su padre. Si Guillermo muere allí,<br />

ella estará presente en su agonía. Pero la frescura y la transparencia de su alma de niña le<br />

91


permiten entrar como a pie llano en las realidades sobrenaturales. La muerte, para ella, es<br />

tan simple, al fin: es una puerta que se abre al paraíso, a la Jerusalén celestial cuya<br />

descripción dada por san Juan en el Apocalipsis conoce ella casi de memoria.<br />

Ana es un tesoro -anota su madre, con fecha del 12 de diciembre-. Ayer, leía ella el relato del<br />

encarcelamiento de Juan el Bautista.<br />

Sí, papá -explica ella-, Herodes le metió en prisión, pero la Srta. Herodías le dio la libertad.<br />

-No, mi querida, ella le hizo cortar la cabeza.<br />

¡Y bien! sí, papá, ella le hizo salir de la prisión y ¡le envió a casa de Dios! «Hija de mi<br />

corazón» -añade Isabel.<br />

Guillermo, que no ha sucumbido a la crisis del 5 de diciembre, sigue, pues, buenamente su<br />

camino... Cinco días más y se acabó nuestra cuarentena -dice el diario del 13 de diciembre-.<br />

Un apartamento nos aguarda en Pisa, a las orillas del Arno. ¡Y yo que tenía poco ha la<br />

cabeza llena de poéticas visiones respecto a ese famoso río! Pero ya no hay lugar desde<br />

ahora para visiones de ese género. No, ahora no veo más que una sola cosa: Nadie vio jamás<br />

a mi Guillermo sin concederle el título de hombre amable. Pero viéndole elevado ahora hasta<br />

llegar a ser un cristiano pacífico, humilde, que se abandona a la voluntad de Dios con una<br />

paciencia que parece más que humana, con una fe tan firme que haría honor a la piedad<br />

más digna de ese nombre, hay en ello una dicha que se concede solamente a la pobre<br />

madrecita de familia privada de toda otra dicha, en las circunstancias actuales.<br />

Ni los sufrimientos, ni la debilidad, ni la angustia -¡y de esto jamás estuvo libre un instante!-<br />

son capaces de impedirle seguir cada día con la oración, con los Salmos, y generalmente con<br />

largos ratos de lectura de la Escritura Santa. Si va un poquito mejor, su atención se hace más<br />

viva. Si va menos bien, su deseo llega a ser más ansioso de no perder un instante. Y, aparte<br />

de aquel día que creímos ser el último suyo, jamás ha dejado una sola jornada de marchar<br />

por ese camino, desde que estos muros de piedra se cerraron sobre nosotros, el 19 de<br />

noviembre.<br />

El llega hasta repetir muy a menudo que ESTE PERÍODO de su vida -sea que viva sea que<br />

muera- lo considerará siempre como un período bendito, el único tiempo que no ha sido<br />

perdido para él.<br />

La serenidad de Guillermo tan exigente poco ha, tan amigo de sus gustos, atrae la<br />

admiración de Betty. ¡Ni una queja! ¡Ni una murmuración! Una exclamación, a veces, y una<br />

mirada a lo alto, es todo. El mal, sin embargo, sigue su curso con una rapidez fulminante.<br />

Los accesos de tos desgarran el pecho del enfermo hasta el punto de que tiene dificultad en<br />

recobrar su respiración. Prolongados escalofríos le sacuden y le dejan extenuado. A<br />

menudo, me habla de sus seres queridos, pero más aún de la reunión en una familia que será<br />

la del cielo.<br />

Así pues, Dios concedía a Isabel aquella unión de su alma con la de Guillermo que ella había<br />

reclamado con ansias tan ardientes. Ante tal gracia, el sacrificio mismo con que el Señor se<br />

la hace pagar se encuentra reducido a un segundo plano. Una alegría más profunda que la<br />

prueba que la asedia la hace cantar incluso junto al lecho de agonía de aquél a quien ella<br />

quiere con amor extremo, pero para quien su amor, justamente, ha deseado siempre, ha<br />

esperado siempre la dicha de la vida eterna, sin la que toda otra dicha no puede contar.<br />

Cuando doy gracias a Dios por haberme creado, por haberme protegido, lo hago con un<br />

ardor de sentimiento que jamás había conocido aún hasta este día. Me abandono a El sólo<br />

en lo concerniente a Guillermo, en cuanto al alma y en cuanto al cuerpo; consolar y endulzar<br />

sus horas de prueba, de sufrimiento y agotamiento, lo que, junto a Dios, he llegado a hacer<br />

sola; hacerle oír las notas gozosas de la esperanza y del triunfa cristianos que él escucha por<br />

92


el hecho del amor especial que siente por mí, con más satisfacción si soy yo quien las repito,<br />

porque él me atribuye su mayor parte; oírle declarar, mientras pronuncia el nombre de su<br />

Redentor, que soy yo la primera que le ha hecho conocer la dulzura de ese nombre... ¡Oh,<br />

aún cuando estuviera en el calabozo de este lazareto, bendeciría todavía a mi Dios, le<br />

alabaría todavía por estos días de retiro y de separación del mundo, que han permitido nos<br />

hayan sido dados el tiempo y la posibilidad para que se acabase una obra hasta tal punto<br />

bendital<br />

Hay un hecho: cuanto más se abate el agotamiento sobre el cuerpo del enfermo, tanto más<br />

parece encontrar su alma la paz, la serenidad, la confianza. El jueves 15 de diciembre, Isabel<br />

anota también en su diario: Guillermo , se siente -dice él- como una persona que hubiese sido<br />

guiada hasta la luz después de largos años de obscuridad. La Escritura Santa era para él,<br />

entonces, le ley de Dios, y, de hecho, la santa ley, pero él no percibía en qué medida le<br />

concernía, personalmente; él no sabía por experiencia que ella era la fue.tte de la VIDA<br />

eterna.<br />

¡Qué dicha hubiese sido, para el hogar, si Guillermo hubiera hecho tal descubrimiento al<br />

comienzo de su vida conyugal! Pero que lo haya hecho al menos antes de comparecer ante<br />

su Redentor ¿no es una de esas misericordias infinitas que quiere celebrar por siempre el<br />

Salmista: «Por siempre yo cantaré las misericordias del Señor»? (Sal 88, 1).<br />

En un sitio encantador de la ciudad de Pisa, cerca de las riberas del Arno, aguarda a los<br />

Seton el apartamento confortable, casi lujoso, que los Felicchi han hecho preparar. Hace un<br />

mes ellos se hubiesen trasladado allá con alegría. ¡Pero ahora! ¿Estaría aún Guillermo en<br />

situación de soportar el corto viaje que les es preciso emprender para trasladarse de Liorna<br />

a Pisa? Seis leguas que recorrer en coche, en uno de esos coches de la época que, aunque<br />

con buena suspensión tal vez, no dejaban de rodar sobre ruedas con llantas de madera y<br />

tenían que acomodarse a carreteras a menudo pedregosas.<br />

El lunes 17 de diciembre, Isabel está en pie desde el alba, reuniendo toda su energía,<br />

confiándose de nuevo a la Providencia divina para toda eventualidad. No es ya cuestión hoy,<br />

para dejar el lazareto, de volver a tomar el mar como habían sido obligados a hacerlo los<br />

Seton por medida de prudencia, para ganar San Leopoldo, el mes precedente. Se abre por el<br />

lado del arrabal de la ciudad la puerta forrada de hierro que les deja pasar, libres al fin. Bien<br />

abrigado, Guillermo se deja transportar, sentado sobre las manos entrecruzadas de dos<br />

hombres que le levantan sin dificultad, mientras Isabel, regulando su paso por el de ellos,<br />

sostiene la cabeza del enfermo. Un tropel de curiosos, expansivos y locuaces, observa en el<br />

exterior el miserable cortejo. «¡Oh pobrecito! ¡pobrecito!». Cosa extraña, frente a aquel<br />

hombre tan enfermo, incapaz de franquear solo tan pequeña distancia, ninguna ha tenido<br />

ya miedo de un posible contagio. El mes pasado, cuando la tisis tenía en él un estado menos<br />

peligroso, Guillermo Seton era considerado como un apestado o como un leproso. Hoy, el<br />

temor se ha desvanecido. ¿No había pasado la cuarentena? ¡La cuarentena! Especie de palabra<br />

mágica que tranquilizaba los espíritus sin alejar el peligro. Guillermo Seton no murió<br />

ciertamente de la fiebre amarilla. Pero ¿quién sabrá, no obstante, jamás cómo había<br />

penetrado, sin saberlo nadie, la terrible enfermedad en la ciudad de Liorna que creía<br />

asegurada su protección en los espesos muros de su lazareto? Un hecho histórico es cierto:<br />

en 1804, el puerto toscano había de ser asolado por una violenta epidemia de fiebre<br />

amarilla.<br />

Sin embargo, los viajeros han tomado asiento con Guy Carleton en -el coche de los Filicchi.<br />

Bien recostado en los cojines, Guillermo respira con más facilidad. Una sonrisa dichosa<br />

distiende su rostro enjuto de pómulos demasiado encendidos. ¡Hele ahí, pues, salido del<br />

93


lazareto! ¡Hele en su maravilloso país de Toscana! El aire es suave, a pesar de la estación.<br />

Isabel se asombra y se regocija. La ruta es bella y serpentea por la campiña con valles de<br />

tonos suaves donde se funden el amarillo tenue de una tierra mullida y fértil, el gris claro y<br />

el ocre dorado de las viviendas, donde los oscuros cipreses se yerguen, gráciles y rectos,<br />

hacia el cielo azul. Cuanto más se aproximan a Pisa, más se anima la mirada de Guillermo y<br />

traduce el placer que experimenta. ¡He ahí los viejos palacios de piedra de puertas labradas,<br />

el bautisterio, la catedral y la célebre torre inclinada!<br />

El coche se interna por las calles estrechas, enlodadas también, y se para ante una casa de<br />

aspecto agradable, muy cerca del río. Ahí está la mansión de los Seton ¡Padre mío y Dios<br />

mío! -murmura Isabel- ¡Padre mío y Dios mío! Una capilla se alza a unas pasos de allí,<br />

pequeña joya de arquitectura, construida en el transcurso de los siglos XVI y XVII por los<br />

habitantes de Pisa, para que estuviera en ella la urna de una preciosa reliquia, una espina de<br />

la corona incrustada, en otro tiempo, en la cabeza del Redentor por los soldados romanos.<br />

Igualmente Luis IX, con una idéntica intención, había hecho construir en París la Sainte-<br />

Chapelle. Pero Sancta María della Spina es también para los marineros toscanos lo que para<br />

los marineros franceses un lugar de peregrinación adonde les gusta acudir a confiar a la<br />

Señora sus viajes y sus pescas, adonde llevan sus exvotos, expresión de su agradecimiento<br />

por la protección concedida en 1a hora del peligro.<br />

Sin duda columbró Isabel el edificio de mármol blanco, que había de levantarse además por<br />

encima del lecho del Arno al final del siglo XIX. Ella no tiene tiempo para detener en él su<br />

mirada. Es necesario instalar a Guillermo, a Ana María. Es preciso asegurarse de que han<br />

sido traídos todos los equipajes que permanecían en The Shepherdess, hace exactamente un<br />

mes. ¡Tantas cosas que no había creído necesario llevar allá, habían hecho falta en el<br />

lazareto! Aquí, no obstante, ¿qué podía faltar materialmente hablando? Comodidad<br />

refinada, casi lujosa, disposición artística de los muebles, de las colgaduras, de las<br />

chucherías inútiles y encantadoras... ¡Qué contraste con aquella habitación, que había sido<br />

la de los Seton durante las últimas semanas! Guillermo posa dichoso su mirada sobre cada<br />

uno de los objetos. Encuentra allí el ambiente de la casa adinerada, a gran tren de vida, cual<br />

fue la de su juventud, y está lejos de quedar insensible a ello. Guy Carleton habla de Liorna,<br />

hay tantas cosas que enseñar a Guillermo. Pero quiere, a su vez, que se le ponga al corriente<br />

de todo lo que ha pasado en Nueva York, desde los cinco años que hace que no ha vuelto<br />

por allí. Se habla de los hermanos y de las hermanas de Ana María que han quedado allí: Bill,<br />

Ricksy, Catalina y Rebeca... Son unos niños encantadores, despiertos, que son la alegría de<br />

sus padres. Solamente la nena última les preocupa a causa de su salud delicada. ¡Con cuánta<br />

impaciencia esperan el correo de Estados Unidos que les traerá noticias de la niña, enferma<br />

justamente en el momento de su partida!<br />

La señora Tot, propietaria del apartamento, se revela como una mujer encantadora en los<br />

pequeños cuidados para con aquellos que pueden creerse sus huéspedes. Relajamiento de<br />

esta primera noche. Suavidad. Sosiego. ¿No habría sido pues el terrible mes del lazareto una<br />

de esas pesadillas nocturnas que disipa la luz del día naciente? La tarde de aquel lunes 19 de<br />

diciembre había sido buena. ¡Guillermo se acostó, esa noche, tan feliz! Pero apenas estaba<br />

Isabel a punto de acostarse también, cuando una llamada angustiosa la hace saltar junta al<br />

lecho de su marido. La engañosa euforia de la jornada pasada no era más que un recuerdo.<br />

La realidad, implacable, se impone brutalmente al espíritu de la joven mujer. Comienza la<br />

última crisis, la que le anunció el Dr. Tutilli. Guillermo no tiene más que unos días de vida,<br />

unas horas, tal vez.<br />

94


Y sin embargo, después de una noche de duermevela, el enfermo pretende dar, aquel<br />

miércoles, un paseo en coche. ¡Imprudencia ceder a tal capricho!, asegura el médico.<br />

¡Imprudencia más temible aún oponerse al deseo de un hombre como Guillermo! ¿Qué<br />

hacer? Contentarle al menos... Se le baja, se le instala. Los caballos marchan a medio trote.<br />

No han pasado cinco minutos sin que haya que volver bridas, regresar a casa, hacer acostar<br />

al enfermo agotado.<br />

El jueves se siente mejor. Oscilaciones normales de los últimos días de un tuberculoso. E1<br />

viernes, quiere pasearse otra vez. Marchan en coche con la Sra. de Tot. Nada de vuelta<br />

precipitada. El aire fresco y suave ¿devolvería verdaderamente un poco de vida a aquel<br />

hombre de 35 años, cuyo ser físico entera lucha contra la muerte con una tenaz energía?<br />

Cruel ilusión. El sábado, no puede dejar el lecho ni un solo instante. El sufrimiento le<br />

consume, pero permanece lúcido. «Puede -dice él en el decurso de la noche- durar hasta<br />

mañana». Habla de sus seres queridos... Se pone a dar gracias a Dios que le ha dado tiempo<br />

de reflexionar, que le ha dado encontrar tan grandes consuelos tanto en la lectura de los<br />

Libros Santos como en la oración. Isabel le hace tomar un poco de láudano, en pequeñísima<br />

dosis, para permitirle reposar. El se adormece. La noche avanza. Es la noche de Navidad.<br />

Cuando se despierta, cerca de media noche, se inquieta de ver a Isabel, en vela, a su lado.<br />

¿Por qué no está ella acostada y dormida?... No, no, mi amor, pues las reflexiones más<br />

dulces me mantienen despierta. El día de Navidad ha comenzado. El día del nacimiento aquí<br />

abajo de nuestro querido Redentor es el día -tú lo sabes bien- que abrió para nosotros la<br />

puerta de la vida eterna.<br />

Sí, él lo sabe. ¡Oh, cuánto desearía ahora, antes de irse hacia esa otra vida, recibir el<br />

«sacramento». ¿El «sacramento»? Es necesario -dice Isabel- hacer todo lo que está en<br />

nuestro poder. Ella toma un vaso, vierte un poco de vino en él, recita con fe unos pasajes de<br />

los salmos y las oraciones que había señalado en su libro «a la espera de un instante tan<br />

feliz». En sus manos, eleva la copa de acción de gracias, presentándola en seguida a las<br />

manos temblorosas de Guillermo. Pues bien -anotó ella, siempre con destino a Rebeca-<br />

hemos tomado la copa de acción de gracias, desechando lejos de nosotros las tristezas,<br />

volviendo nuestras miradas hacia las alegrías de la eternidad. En ese mismo momento,<br />

triunfa su alegría, porque ella siente que esa alegría, sobrenatural, ha llegado a ser para<br />

Guillermo la gran realidad. No parece, por otra parte, que haya sido esta la única ocasión en<br />

que se haya creído autorizada para «preparar la copa del Señor». Unas breves líneas de los<br />

Dear Remembrances parecen rememorar un recuerdo idéntico:<br />

- pobre insensata, nada de sacramento el domingo - - -<br />

con el mayor respeto, de rodillas detrás de la puerta de la biblioteca, he bebido la pequeña<br />

copa de vino, y lágrimas para expresar lo que desearía tanto - - - Estas pocas palabras,<br />

demasiado lacónicas, en verdad, se sitúan sin ninguna explicación, sin ninguna transición<br />

siquiera, en medio de la evocación de los últimos preparativos realizados en Nueva York<br />

antes de la salida para Liorna. Cuando el capitán O'Brien viene, en el decurso de la jornada<br />

de Navidad, a hacer una corta visita a su pasajero del mes precedente, Guillermo le pide con<br />

toda claridad que tenga a bien conducir a su mujer junto a los suyos, cuando The<br />

Shepherdess haga vela hacia América. Se la confía, ya que él... Tal presencia de espíritu,<br />

semejante requerimiento dirigido ante ella al Capitán del buque, desconcierta a Isabel más<br />

allá de toda medida.<br />

Incapaz de tomar ni un bocado, ella permanece en adelante junto a su lecho, toda la noche,<br />

todo el día siguiente, toda la noche otra vez. Ahora Guillermo no sólo acepta la muerte sino<br />

que la desea. Las palabras se agolpan a veces. en sus labios: ¿Qué desea yo? Deseo estar en<br />

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el cielo. ¡Ruega, ruega por mi alma! En otros momentos, dentro de una semiinconsciencia,<br />

se deja llevar por las divagaciones de una imaginación de la que ya no es dueño. Ha<br />

comprado –dice en Londres un billete de lotería a nombre de Betty. ¡Y es ella, sí, ella, Betty,<br />

la que ha ganado el premio gordo! El puede ya partir tranquilo: todas sus deudas están<br />

canceladas, todas... Llama gimiendo: ¡Querida mujer mía! ¡Hijitos míos! Afirma su certeza de<br />

ser recibido pronto por su Redentor. En su delirio, cree ver a la última de sus hijas, la<br />

pequeña Bec, que le espera y que, sonriente, le tiende los brazos. Desea que Ana María<br />

parta también con él al paraíso.<br />

La madre ha tenido que alejar a la hija de la habitación del agonizante. Ella permanece sola<br />

junto al moribundo. Ora. Vela. La noche del 26 al 27 transcurre con una lentitud<br />

desesperante. Por un instante, la joven mujer, agotada de velar y de angustia, se adormece<br />

con la cabeza apoyada sobre la silla junto a la que está arrodillada. Y es para ver, en sueños,<br />

un ángel de pequeña estatura que le presenta una hoja de papel blanco en la que él ha<br />

escrito el nombre de Jesús. Ella se despierta, se recobra, luego se duerme otra vez. En sus<br />

reminiscencias del Apocalipsis, sin duda, cree sentir junto a sí los aleteos de un águila negra<br />

cuya sombra se extiende en torno. Y en cuanto despierta evoca el versículo sosegante del<br />

salmo 22: «Aún cuando pasara por un barranco de oscuridad y muerte, yo nada temería,<br />

pues el Señor está conmigo... ».<br />

¡Cristo Jesús mío, ten piedad de mí! ¡Y acógeme! ¡Cristo Jesús mío...! La oración del<br />

moribundo acaba en un murmullo apenas perceptible. Isabel aún encuentra fuerza para<br />

repetir: Tú sabes bien, amor mío, que vas hacia tu Redentor. Una señal de cabeza, una<br />

mirada hacia el cielo, es la última respuesta de Guillermo. El alba se eleva, indecisa. El alba<br />

de un día de invierno. A las siete y cuarto, Guillermo rendía su alma a Dios. ¡Trueque<br />

bendito, tan ardientemente deseado!, que le daba pasar de este mundo al otro. Su alma fue<br />

liberada -anota también Isabel después de haber consignado el fin de su marido, con sus<br />

menores detalles- y la mía lo fue al mismo tiempo de una agonía vecina a la muerte.<br />

Ella toma entonces a la pequeña Ana entre sus brazos, y ambas se arrodillan. ¿No era<br />

menester «dar gracias al Padre celestial por haber librado al que ellas querían de su<br />

miserable estado, y por la gozosa seguridad que se les da de que, por nuestro bendito<br />

Redentor, él ha entrada en la Vida»?<br />

Sólo entonces, Isabel abre la puerta del apartamento y anuncia al personal aterrado que<br />

todo ha concluido. Una ola de pánico se desploma sobre la casa. ¡El contagio! Dos mujeres<br />

consienten, a pesar de todo, en ayudar a Isabel para rendir a su marido los últimos servicios,<br />

los últimos deberes.<br />

Sentía -confesará ella- que yo había hecho verdaderamente todo, todo lo que el más tierno<br />

amor y el deber podían hacer...<br />

Desde hace una semana, no se ha acostado. Apenas ha tomado un poco de alimento los<br />

últimos días. Pero todavía no es para ella el momento de reposar. Ni el de la soledad<br />

deseada.<br />

La inhumación de los difuntos se efectuaba entonces, en Toscana, a las veinticuatro horas, a<br />

lo más, del óbito. Precaución una vez más, precaución siempre contra un contagio posible...<br />

No obstante, si el cuerpo del señor Seton pudiera ser trasladado, antes de anochecer, hasta<br />

el depósito contiguo al cementerio protestante de Liorna, las autoridades civiles<br />

considerarían como respetadas las consignas administrativas. El entierro del extranjero<br />

podría tener lugar al día siguiente por la mañana, de forma conveniente. A todo ese<br />

programa, Isabel da su consentimiento. ¡Oh qué día! ¡Cerrarle los ojos! ¡Hacerle su último<br />

96


aseo! Luego rodar en coche; estar obligada a ver una docena de personas en mi habitación,<br />

hasta la noche.<br />

Los americanos y los ingleses que habitan en Liorna han querido rodear a la joven viuda en<br />

el Templa protestante y luego en el cementerio donde tienen lugar las exequias al final de la<br />

mañana. El señor Tomás Hall asegura el servicio, según el rito de la confesión episcopaliana.<br />

Entonces caen las paletadas de tierra de los sepultureros con un ruido sordo sobre el ataúd<br />

de madera donde reposan los restos mortales de Guillermo Magee Seton, ciudadano<br />

americano, fallecido el 27 de diciembre de 1903, en la ciudad de Pisa, a la edad de 35 años.<br />

En todo esto -subrayará también Isabel- no es necesario insistir en la misericordia de mi<br />

querido Señor, en la experiencia reconfortante de su presencia. Pues lo que he pasado,<br />

ninguna fuerza humana sería capaz de .soportarlo. A1 límite de sus fuerzas, con el corazón<br />

oprimido, ella no cesa de repetir: Dios mía, Tú eres mi Dios. Yo estoy sola en el mundo<br />

contigo y mis pequeños; pero Tú eres mi Padre y doblemente el suyo.<br />

12.- ANUNCIACION<br />

No temas, que yo te he rescatado,<br />

te he llamado por tu nombre, tú eres mío...<br />

porque tienes gran precio a mis ojos,<br />

eres valioso y yo te amo.<br />

...no temas, que yo estoy contigo.<br />

Is 43, 1-5<br />

Así pues, el 28 de diciembre de 1803, Isabel Seton se halla sola con la pequeña Ana en el<br />

Viejo Continente. No tiene 30 años todavía. Está viuda. Su marido, al morir, solamente le ha<br />

dejado deudas inherentes a la quiebra de la empresa comercial en la que había colocado<br />

toda su fortuna. De los cuatro hijos más pequeños, dejados en América, Isabel no tiene<br />

noticias desde el día de su salida, 2 de octubre último, es decir hace casi tres meses. Y<br />

cuando se embarcó con Guillermo y Ana María en The Shepherdess, su última hijita, Bec,<br />

estaba tristemente enferma. Nada de cablegramas en esa época, ni siquiera de correo<br />

asegurado regularmente por los navíos cuya salida y llegada eran con frecuencia aleatorias.<br />

Para volver, ahora, a su país le es necesario aguardar a que The Shepherdess, fondeado en el<br />

puerto de Liorna, esté presto para hacerse de nuevo a la mar: la fecha de esa salida<br />

permanece imprecisa.<br />

De no ser por la amistad tan llena de delicadeza de los Filicchi, la soledad y melancolía<br />

hubieran sido deprimentes para la madre y la hijita de 8 años. Pera desde la noche de las<br />

exequias, Antonio y su mujer Amabilia instalaron en su casa oficialmente a Isabel y a Ana,<br />

que viene a ser para todos, desde entonces, Anina.<br />

-¡Oh, Ma -hace notar la niña, usando espontáneamente ella también el diminutivo italiano<br />

para hablar a su madre- cuántos amigos nos ha dado Dios en este país extranjero, ya que<br />

todos son amigos nuestros incluso antes de conocernos!<br />

A este cálido afecto que la rodea, Isabel es sensible. Los Filicchi -escribe ella con destino a su<br />

cuñada Rebeca- hacen todo lo que pueden por facilitarme las cosas, y les parece que en ello<br />

no hacen nunca bastante. Desde el día en que dejamos la casa no hemos encontrado más<br />

que bondad, incluso por parte de los criados y de los extraños.<br />

La joven mujer está asombrada por la universal simpatía que ella encuentra, sin darse<br />

cuenta de que su porte, de una heroica sencillez, provoca la admiración de aquellos de<br />

97


quienes ha venido a ser la huésped siempre amable y discreta. Pues ella lleva el peso de su<br />

aflicción con verdadera nobleza. No hace de ella un misterio, pero tampoco la ostenta.<br />

Parece que vive a la letra el consejo que daba san Pablo a los cristianos de Tesalónica: «No<br />

andéis tristes como esos otros que no tienen esperanza. ¿No creemos que Jesús murió y<br />

resucitó? Pues también a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, se los llevará con<br />

El» (I Tes 4, 13-14).<br />

Esa actitud profundamente cristiana en un miembro de una iglesia disidente no deja de<br />

asombrar a los católicos italianos que se acercan cada día a la joven americana. Y es para<br />

menear la cabeza y murmurar, según la mentalidad de la época: «Si no fuera hereje, sería<br />

una santa». Más que todos los demás, los Filicchi están sorprendidos de una vida interior<br />

que, prácticamente, anima todas las reacciones, guía el comportamiento de la viuda de<br />

Guillermo Seton. El, a quien habían conocido unos años durante la época de su juventud, les<br />

había parecido un hombre honorable y ciertamente cabal, pero indiferente a toda práctica<br />

religiosa. Ninguna cuestión -al parecer- se le había planteado en este dominio con ocasión<br />

de las estancias, bastante prolongadas sin embargo, que había efectuado en países<br />

esencialmente católicos.<br />

El caso de Isabel es muy diferente del suyo. De buenas a primeras y sin premeditación<br />

alguna, las relaciones que se establecen entre ella y las dos familias Filicchi se sitúan en un<br />

plano espiritual y religioso. Ella no puede privarse de considerar con un interés apasionado<br />

la forma de vivir de los católicos, en cuanto tales. Ellos, profundamente marcados, sin<br />

saberlo, por los prejuicios de su tiempo y de su país, no se resignan a ver fuera de la Iglesia<br />

Católica, a una mujer que vive con tal intensidad la enseñanza del Evangelio. El drama que<br />

va a desarrollarse para Isabel, y que ya se encuentra en marcha desde los primeros días de<br />

enero de 1804 ha de ser repuesto en su contexto histórico, tan diferente del nuestro, para<br />

que no queden escandalizadas nuestras formas de ver actuales. Los primeros años del siglo<br />

XIX están mucho más próximos a las Guerras de Religión -si no en el tiempo, al menos en los<br />

espíritus- que al Concilio ecuménico Vaticano II. Constatación objetiva de un hecho<br />

histórico, cargado además de consecuencias, que no habrá que perder de vista, so pena de<br />

falsear los datos de un problema que va a revelarse tan delicado y tan doloroso. No es<br />

cuestión, entonces, de hermanos separados -disiuncti dice el Concilio con más delicadeza<br />

todavía- que buscan, por una y otra parte, entablar un diálogo, con el reconocimiento leal<br />

de errores personales o colectivos que deplorar, de valores positivos que descubrir incluso<br />

allí donde no ha sido guardada la verdad por entero. Para los católicos del Viejo Continente<br />

apenas existen al margen de los fieles más que tres categorías de personas: los herejes, los<br />

cismáticos y los paganos. En cuanto a los miembros de las iglesias reformadas de América,<br />

engañados, muchos, por la confusión que existe entre libertad religiosa e independencia<br />

política, persisten en mirar a la Santa Sede y todo lo que se relaciona con ella, como una<br />

potencia extranjera de la que es necesario librarse a todo precio. Algunos, más raros, por<br />

estar metidos en una dialéctica apasionada, no dudan en considerar a los «papistas» como<br />

puntales del Anticristo.<br />

¿Quién se extrañaría, entonces, de que el paso de la comunión episcopaliana a la religión<br />

católica se encuentre impedido, en sólo el plano social, por una inextricable red de<br />

dificultades inconcebibles en nuestra época?<br />

Las insinuaciones de los Filicchi, por leales y bienintencionadas que fueran, no dejan de<br />

parecernos por otra parte precipitadas y hasta indiscretas. El 3 de enero de 1804, Isabel<br />

anota en su diario con destino a Rebeca:<br />

98


Estoy terriblemente acosada por estos caritativos romanos que desearían -dicen- que tanta<br />

bondad se haga todavía mejor por una conversión. A este efecto, se han tomado la molestia<br />

de conducirme a su sacerdote mejor formado, el P. Plunkett, que es irlandés... Ella confiesa<br />

que, a decir verdad, estaba muy deseosa de escuchar su conversación, y que, hasta el<br />

presente, sigue en términos amistosos con todos.<br />

Es evidente que, si se piensa que Guillermo Seton murió el 27 de diciembre, es decir, ocho<br />

días antes exactamente, los Filicchi no han perdido su tiempo para «tratar de ganarse» a<br />

Isabel en un asunto de tal importancia. Pero no es menos evidente que ella se presta<br />

gustosa a su intervención. Parecería incluso que su actitud, como su inclinación a la vez<br />

secreta e irresistible, la lleva incansablemente a ese plano. Aunque los Filicchi hubieran<br />

guardado ante la joven americana la mayor reserva, ella no se hubiese privado,<br />

personalmente, de abrir bien los ojos para ver vivir a los católicos, para comparar su<br />

comportamiento con el de los protestantes, para reflexionar, plantear preguntas, sacar<br />

conclusiones. Ahora bien, la familia que la recibe en Liorna es una de esas familias que hoy<br />

llamaríamos militantes. Nada de formalismo en casa de Antonio y de Amabilia Filicchi.<br />

Convicciones profundas, una fe inquebrantable, activa, irradiante. Si ha impresionado a los<br />

Filicchi el sentido sobrenatural de que ha dado pruebas Isabel desde el día en que The<br />

Shepherdess arribaba al puerto toscano, ella ha descubierto, por su lado, con una<br />

admiración semejante, la caridad, la bondad, la paciencia, la delicadeza de que se encuentra<br />

impregnada toda la vida de sus amigos de Italia.<br />

En ambos hogares -el de Felipe y el de Antonio- se da la misma inteligencia, la misma<br />

armonía, la misma expansión humana y espiritual. Entre Antonio y Amabilia que tienen ya<br />

dos hijos al menos en ese tiempo, reina una intimidad donde la vida de fe no es extraña, la<br />

intimidad misma que Isabel hubiera deseado tanto compartir con Guillermo todo a lo largo<br />

de sus nueve años de vida conyugal y de la que no tuvieron experiencia común hasta la<br />

víspera de su separación terrestre.<br />

La amistad que se traba, profunda y definitiva, entre los Filicchi y la viuda de Guillermo<br />

Seton se funda en una estima recíproca. Ahora bien, porque de una y de otra parte las<br />

realidades sobrenaturales tienen indiscutiblemente la primacía, el lugar de encuentro<br />

privilegiado ha de situarse necesariamente en el plano espiritual.<br />

Cuando Isabel deja Liorna por unos días, a partir del 9 de enero, para acompañar a Amabilia<br />

hasta Florencia, Antonio le dirige estas líneas:<br />

Su querido Guillermo fue el primer compañero de mí juventud. Usted ha ocupado ahora su<br />

puesto. Su alma es todavía más querida a Antonio, y lo será siempre. Que Dios todopoderoso<br />

esclarezca su espíritu y fortifique su corazón para ver y para seguir, en lo que concierne a la<br />

religión, el camino más seguro y más verdadero que conduce a la vida bienaventurada. Yo<br />

iré a buscarla, es preciso que yo la encuentre en el paraíso, si está escrito que la inmensidad<br />

del océano ha de extenderse pronto entre nosotros. No cese, entretanto, de orar, de llamar a<br />

la puerta. Confío en que nuestro Redentor no permanecerá sordo a la humilde oración de un<br />

ser que le es tan querido...<br />

Uno podría extrañarse en buena ley de ver con qué insistencia intenta Antonia Filicchi<br />

llevarse a Isabel al buen redil. El actúa en verdad cual un hombre que, de pie sobre el<br />

puente de un sólido navío, arrojara el bote de salvamento<br />

a aquél cuya frágil embarcación cree ver hundirse al mismo instante. Le parece un mal<br />

momento para discutir o para tergiversar: ¡se trata para él de actuar con rapidez! Ahí está,<br />

sin duda, el error de perspectiva de Antonio Filicchi: creer en peligro inminente a todos<br />

aquellos que no se encuentran, como él, en la barca insumergible de Pedro. La rectitud de<br />

99


su intención, al menos, es indiscutible. Su desea de compartir con la mujer de Guillermo -<br />

cuyo recuerdo sigue siendo para él querido- el mayor de los tesoros que posee, la verdadera<br />

fe, le dicta una conducta que nuestra época juzgaría prematura. Pero parece, por otra parte,<br />

que, sin saberlo tal vez, le guía una intuición profunda y segura. En el pensamiento de Dios<br />

tiene él, efectivamente, un papel que desempeñar, un giro decisivo que cautive la vida de<br />

Isabel. Porque ella está hecha de tal forma que no hay paliativo humano que pueda aliviar<br />

su tristeza presente: sólo los consuelos de orden espiritual pueden reconfortarla. Antonio lo<br />

comprende. Por lo tanto ¿cómo no iba a plantearse, en ese terreno, necesaria y dura, la<br />

cuestión crucial de la división de los cristianos?<br />

Apenas ha acabado la joven mujer de redactar las cartas que han de anunciar a su familia y a<br />

sus amigos de América la muerte de Guillermo, cuando ya los Filicchi, deseosos de<br />

procurarle un alivio, han decidido hacerla visitar la ciudad de Florencia. Sustraerse a tal<br />

insinuación sería indelicadeza. Isabel parte pues, con Amabilia. Helas a ambas en la rica<br />

ciudad donde se alzan, a cada una de las riberas del Arno, los palacios suntuosos y las obras<br />

maestras de arte, cuales son la catedral, el bautisterio, las basílicas, las iglesias, los museos.<br />

Para una americana de 1804, el descubrimiento del arte medieval es una sorpresa<br />

inesperada que sucesivamente la extraña y la maravilla. El número de las iglesias es síntoma<br />

de la vitalidad religiosa de la ciudad. Pero la riqueza misma de los santuarios no dejan de<br />

recordar a Isabel las advertencias más bien acerbas que el Rvdo. Hobart le había hecho al<br />

respecto antes de su salida de Nueva York. Para él, tal fausto desplegado en los templos del<br />

Señor parecía estar en desacuerdo con la mentalidad protestante.<br />

Falta de una cultura histórica y artística que la joven América hubiera tenido mucha<br />

dificultad en dar, Isabel no escogerá la majestuosa belleza de la catedral a del bautisterio de<br />

vasta cúpula, no se detendrá a detallar las finas esculturas que hacen de sus puertas una<br />

joya. Pero ella consigna sus impresiones respecto a su visita a la basílica de la Annunziata las<br />

cuales son algo bien diferente de unas impresiones de arte.<br />

El domingo 8 de enero, a las 11, fui con la Sra. Amabilia a la basílica de la SANTISSIMA<br />

ANUNZIATA. Habiendo pasado a1 otro lado de un cortinaje, vi cientos de personas<br />

arrodilladas: pero la penumbra de la capilla alumbrada tan sólo por las velas de cera<br />

colocadas en el altar y por una pequeña ventana situada en alto cubierta por una tela de<br />

seda verde, daba de primeras a todo lo que veía un aspecto muy impreciso, mientras que<br />

aquella especie de música, dulce y lejana, que transporta el espíritu hasta sugerirle un<br />

pregusto de las alegrías celestes, despertó en mi alma, en un segundo, todo lo que le es<br />

sensible, todo lo que le es querido. Olvidando la presencia de la Sra. Amabilia y de todo lo<br />

que me rodeaba, caí de rodillas en el primer sitia libre que encontré, y me puse a llorar<br />

acordándome de todo aquel tiempo -¡cuánto tiempo!- en que había sido extranjera en la<br />

casa de mi Dios, y de la tristeza acumulada que me había separado de ella. No necesito<br />

decirte -estas líneas están destinadas también a Rebeca- que recité con toda mi alma<br />

nuestro querido oficio, en la medida al menos que mi turbación me permitía recordarlo.<br />

Cuando dejó de tocar el órgano y se acabó la misa, hicimos el recorrido de la basílica. La<br />

belleza del techo con artesonado esculpido e incrustado de oro, los altares cargados de oro,<br />

de plata y otros adornos preciosos, los cuadros cuyo tema es siempre un tema sagrado y la<br />

cúpula donde se encuentran representadas diferentes escenas sacadas de la Sagrada<br />

Escritura, todo aquello no se puede concebir a través de una descripción; no más de lo que se<br />

puede concebir el encanto que fue el mío, cuando vi hombres de edad, señoras ancianas,<br />

mujeres jóvenes y toda clase de gente arrodillados unos al lado de otros sin ninguna<br />

100


distinción, en torno al altar, sin prestarnos más atención a nosotras y a los demás visitantes<br />

que si no estuviésemos allí.<br />

Al otro lado de la iglesia, otra capilla ofrecía un espectáculo idéntico. Se estaba celebrando<br />

allí igualmente la misa, y yo seguía a la Sra. Filicchi andando de puntillas, incapaz de mirar<br />

en torno mío, a pesar de que todas aquellas gentes estaban tan sumidas en sus oraciones a<br />

en la recitación del rosario que el pasa de una extranjera les dejaba bien indiferentes.<br />

Dos líneas evocarán este recuerdo en los Dear Remembrances. ¡Qué densas en su<br />

brevedad!:<br />

- primera visita a la iglesia de la .4rrnourtCIATION (sic) en Florencia - - - ¡oh, Dios mío, - - - Tú<br />

solo puedes saber!<br />

Lo que retiene preferentemente de su visita a la iglesia del convento de los Oratorianos,<br />

aborrecida desde entonces, es la actitud de un joven sacerdote que estaba abriendo su<br />

pequeña capilla con un rostro serio y recogido como si su alma hubiera penetrado delante de<br />

él. Y comenta: Mi alma le hubiese seguido a gusta. Allí debía haber la más bella armonía,<br />

pero por la noche solamente, y ninguna mujer podía ser admitida.<br />

Siempre con Amabilia, se traslada en coche a los jardines de Boboli. Las amplias y múltiples<br />

salas que la hacen admirar en el palacio de verano de María Luisa, viuda del que fue Príncipe<br />

de Parma, rey de Etruria y rey de Toscana de 1801 a 1803, evocan para ella «la soberbia de<br />

Salomón y su inquietud de espíritu».<br />

En cuanto a Ana María, ella se extraña ingenuamente de que la reina sea una mujer como<br />

las demás, reconocible únicamente por el número impresionante de séquito que la rodea.<br />

Las colinas verdegueantes, los campos cultivados que se extienden a ambos lados de la<br />

carretera, llevan invariablemente el pensamiento de Isabel hacia la campiña de América y<br />

hacia los que -allá lejos- ignoran todavía lo que ha pasada en Liorna y en Pisa, y que<br />

Guillermo ya no está. Apoyado el rostro en el cristal del coche que vuelve a ganar Florencia,<br />

la joven mujer contiene con dificultad sus lágrimas y se esfuerza por sonreir a sus huéspedes<br />

que ponen tanto cuidado en procurarle el solaz físico necesario. Ciertamente, ella se lo<br />

agradece, pero ella prefiere aún a los paseos esta velada del domingo en que sus amigos,<br />

invitados a la ópera, la han dejado sola en su habitación con la pequeña Ana junto a un buen<br />

fuego. Juntas, la madre y la hija recitan el oficio, y, lejos de las miradas extrañas, dejan<br />

correr sus lágrimas sin freno.<br />

Papá querido está alabando a Dios en el cielo -dice Anina- y yo no debería llorar, pero yo<br />

piensa que es natural ¿no, mamá?<br />

Haber podido traer a Ana María -subraya Isabel- es una de las mayores gracias que me han<br />

sido concedidas, y eso por muchas razones.<br />

A partir del lunes, Amabilia les lleva a ambas a los Uffizi. Guillermo le había hecho una<br />

descripción tan entusiasta de aquellas galerías de arte que Isabel queda un tanto<br />

decepcionada. Las recientes campañas francesas en Italia han causado, es verdad, entre las<br />

obras de arte de Florencia, como en tantas otras ciudades, irreparables daños. Pero la joven<br />

mujer se detiene con complacencia ante los cuadros que representan al «Redentor a la edad<br />

de doce años -una Madonay el Bautista de muy joven». Las estatuas de bronce le parecen<br />

magníficas. Confiesa no obstante -detalle pintoresco y revelador de una época y de una civilización-<br />

que ella, una americana, no se atrevió a mirar de frente aquellos «desnudos».<br />

De una a otra sala, ella va de sorpresa en sorpresa. Jamás ha visto tal profusión de objetos<br />

curiosos y antiguos. Y mientras contempla, examina, admira, su garganta se anuda<br />

dolorosamente con el pensamiento obsesivo de Guillermo que le había prometido llevarla<br />

101


personalmente a los Uffizi: «Sola -confiesa ella no pude gozar de todo aquello sino a<br />

medias».<br />

La visita de los palacios, de los museos, de las galerías de arte no la encuentra, sin duda,<br />

indiferente. El diario destinado a Rebeca no deja de mencionarlo, y los detalles, finamente<br />

anotados aquí y allí, son una prueba de que Isabel no se contentó con una ojeada<br />

superficial. Pero manifiesta que la visita a los santuarios tiene mucho más atractivo para<br />

ella. Monumentos históricos al igual que los palacios, donde se encuentran reunidas tantas,<br />

y a veces más, obras de arte que en los museos, las iglesias ejercen sobre la joven americana<br />

una irresistible fascinación. Pero esa fascinación es de otro orden.<br />

He ido a la iglesia de San Lorenzo -anota también aquel lunes, 9 de enero- y fui presa allí de<br />

un sentimiento de dicha tan intensa que me acerqué al altar mayor hecho de piedra y de los<br />

más preciosos mármoles. Junto aquel altar, se siente invadida de pronto de un ardor íntimo<br />

que se apodera de ella por entero, mientras le viene espontáneamente al espíritu el primer<br />

versículo del Magnificat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en<br />

Dios mi Salvador». Luego otra reminiscencia bíblica la hace evocar «las ofrendas que David y<br />

Salomón presentaban al Señor, cuando fue consagrado a su santo templo y santificado para<br />

su servicio todo lo que el arte y la naturaleza tenían de más rico y de mayor valor».<br />

Visita igualmente, y no sin experimentar una especie de vértigo, la capilla funeraria de los<br />

Médicis, donde las estatuas de granito de los soberanos, con la cabeza coronada de oro,<br />

sostienen en la mano el cetro de un efímero poder.<br />

Si consiente en acompañar a sus amigos a la ópera -aquella noche del lunes todavía- es<br />

únicamente porque Guillermo le había repetido infinidad de veces su desea de que<br />

escuchara al famoso tenor Giacomo Davide. Según la costumbre toscana de la época, los<br />

Filicchi se presentan allí enmascarados. Como extranjera, Isabel aparecerá con sombrero y<br />

velo. Por otra parte, hay allí tal oscuridad -explica ella- que apenas si puedes distinguir a la<br />

persona que está a tu lado. «En aquella audición, en todo caso, no encontró ningún placer, a<br />

pesar de los esfuerzos que hizo por interesarse en ella. ¿Falta de cultura musical por su<br />

parte, tal vez, o mediocridad del concierto? ¿Quién puede decirlo? Mi Guillermo había<br />

deseado tanto que escuchara a ese Davide --confiesa ella- que traté de encontrar placer en<br />

ello, pero no hubo ni una nota siquiera que me tocara el corazón».<br />

A1 día siguiente los Felicchi la conducen a Santa Maria Novella, luego al palacio Pitti. La<br />

suntuosidad de la mansión regia, el despliegue fastuoso de las riquezas que descubre allí,<br />

apenas la impresionan. Todo se ha reunido para hacer del palacio Pitti un modelo de<br />

elegancia y de gusto: tal es el parecer de los entendidos. En cuanto a mí, no puedo juzgar...<br />

Solamente una obra de arte -todavía allí- es capaz de detener su atención: Hay un<br />

descendimiento de la cruz, casi de tamaño natural. La expresión de María, al pie de la cruz,<br />

mostraba de veras que el hierro de la lanza había penetrado en su propio corazón, y había<br />

tal contraste entre las sombras de la muerte extendidas sobre su expresión angustiada y la<br />

paz celeste del querido Redentor, que parecía que los dolores de El habían caído sobre Ella.<br />

¡Qué duro me fue alejarme de aquel cuadro! Durante las horas transcurridas desde que lo vi,<br />

me sucedió, a menudo, cerrar los ojos y volver a verlo en la imaginación. Había también una<br />

pintura que representa a Abraham e Isaac. Era tan expresiva que parecía que tenían que<br />

percibirse hasta los latidos del corazón del patriarca.<br />

Es tal su emoción, al contemplar las escenas bíblicas, que le es imposible contener por<br />

completo las lágrimas. Se felicita de ver a los que la acompañan detenidos, un poco más<br />

lejos, por otra obra maestra. Habría sido con Rebeca con quien la hubiera gustado pasar allí<br />

102


largos ratos delante de los lienzos que la cautivan y la conmueven por su inspiración misma:<br />

Querida hermana, ¡qué alegría hubieras tenido de ver aquello!<br />

La visita al museo de anatomía y de historia natural, adonde la guían, el miércoles, sus<br />

amigos, lleva muy naturalmente su pensamiento hacia aquel célebre cirujano que fue su<br />

padre, el Dr. Bayley. También allí, el realismo de la exposición de la sala de anatomía no<br />

estará lejos de chocar con el sentido de las conveniencias sociales que le ha sido inculcado.<br />

Pero de un vuelo, con un buen sentido humano y sobrenatural a la vez, su espíritu<br />

equilibrado puntualiza sanamente: Era humillante y penoso de ver, sí, pero ¿no era, al fin,<br />

«la obra de la mano todopoderosa» del Creador? Las salas de historia natural, por el contrario,<br />

la detienen largos ratos. Un mes y más -declara ella- no sería excesivo para<br />

contemplar todo a satisfacción, y sería una cosa magnífica si su cuñado, el Dr. Post, pudiera<br />

hacer con ella tan apasionante visita.<br />

En unas líneas, anota también que vio la academia de escultura -verosímilmente el Bargella-<br />

y visitó el jardín botánico.<br />

Apenas está de vuelta en Liorna, se presenta al capitán O'Brien. ¿Está fijada ya la fecha de<br />

salida de The Shepherdess? Isabel se entera con cierta decepción de que el navío no se hará<br />

de nuevo a la mar antes de la mitad de febrero. Un mes durante el cual -ella lo sabe bien- no<br />

podrá abstenerse de acompañar a Amabilia por las iglesias de la ciudad, ni tampoco<br />

substraerse a las discusiones que suscitarán en toda ocasión Antonio y Felipe. Ella se<br />

enfrenta a su argumentación con una sonrisa maliciosa, un tantico irónica, pareciendo, a<br />

veces, divertirse con interés intempestivo que manifiestan sus amigos respecto a su salvación<br />

eterna. Pero cuando ella está sola de nueva en su habitación con Anina, la asaltan<br />

preguntas candentes que es incapaz de eludir. Esas preguntas se las plantea directamente a<br />

la madre la propia hija:<br />

Mamá, ¿hay católicos en Nueva York? Mamá, ¿podríamos ser católicas nosotras?<br />

- - - corazoncito abierto a las casas divinas que se manifiesta respecto a todo --comentarán<br />

más tarde los Dear Remembrances, recordando precisamente aquellos propósitos de la hija<br />

y su pasión por visitar las iglesias.<br />

En realidad, la dolorosa confrontación con las divisiones acaecidas dentro de la Iglesia de<br />

Cristo no deja ya tregua en el alma ardiente y leal de Isabel. ¿Por qué esas divisiones,<br />

cuando no hay más que un solo Dios, un solo Cristo, un solo bautismo, como lo afirma San<br />

Pablo? ¿No son válidas todas las comuniones cristianas? Ella interroga a este respecto a<br />

Felipe. Y él, con gravedad, buscando en una lengua que le es menos familiar que a su<br />

hermano, las palabras más adecuadas para expresar su pensamiento, formula su respuesta<br />

de una forma absoluta: - No puede haber más que una sola religión verdadera.<br />

- Oh señor, -redarguye ella- si no hay más que una fe y nadie puede agradar a Dios sin<br />

tenerla ¿dónde están, entonces, todas las buenas gentes que mueren fuera de esa fe?<br />

- No sé -responde Felipe- eso depende de la luz de fe que hayan recibido. Pero yo sé a<br />

dónde van las gentes que pueden conocer la verdadera fe, si oran para tenerla y se<br />

documentan al respecto, y que sin embargo no lo hacen.<br />

- Es tanto coma decir, señor, que usted quiere que yo ore, y que me documente, y que<br />

abrace su fe -replica Isabel, riendo-.<br />

Y, casi solemnemente, el italiano concluye: - Ore y documentese, es todo lo que le pido.<br />

Las líneas siguientes -escritas con destino a Rebeca- parecen ciertamente ser el comentario<br />

personal inmediato de Isabel a aquella conversación: Así pues, mi queridísima Bec, me río<br />

con Dios cuando trato de ser seria, y cada día, como me lo ha recomendado ese excelente<br />

hombre, repito las palabras del viejo Pope:<br />

103


No que yo pudiera pensar que había un mejor camino que el que conocía, pero es necesario<br />

respetar a cada uno en su propio camino. Tal es, por el momento, la posición de Isabel.<br />

Un hecho es innegable: cualesquiera que puedan ser para su espíritu las pruebas de orden<br />

intelectual y doctrinal anticipadas ante ella por Felipe y Antonio Filicchi, Isabel no puede<br />

defenderse del irresistible atractivo que ejerce sobre todo su ser la liturgia católica. Aquellos<br />

cuadros, aquellas estatuas, aquella luz, aquellas flores, aquellas colgaduras, aquel sonido del<br />

órgano, todo aquello precisamente contra lo que Enrique Hobart la había puesto en guardia,<br />

despierta dentro de su ser como un eco cuya profundidad la deja personalmente asombrada.<br />

No hay duda ninguna de que las más íntimas fibras de su sensibilidad femenina están<br />

vivamente afectadas, tanto más cuanto que Isabel como todas las mujeres de su generación<br />

está marcada por la ola del romanticismo ambiental. ¿No acaba de publicar Chateaubriand,<br />

precisamente en 1802, su Genio del Cristianismo?<br />

Tal reacción además se inscribe en la naturaleza humana, es normal y buena. «Estamos<br />

hechos de tal forma -explica Juan XXIII- que un acorde de órgano, un canto colectivo dulce o<br />

grave, acompañado o ilustrado por una letra apropiada y serena (hay música en la palabra),<br />

todo concurre a hacer vibrar el corazón, a alentar un estado de alma en búsqueda de fuerza<br />

y de paz» 2 .<br />

No es la sensibilidad sola de la joven americana lo que está allí en causa, es su corazón -en el<br />

sentido pascaliano de la palabra. Si el contraste que acaba de descubrir entre los templos de<br />

Nueva York y las iglesias de Toscana la coa mueve hasta tal punto, es porque ella ha<br />

percibido en las segundas lo que, desde siempre, más o menos conscientemente, buscaba<br />

en las primeras: una presencia. Y la prueba de esa presencia ¿no le ha sido dada por aquella<br />

multitud, arrodillada sobre las losas de mármol, que proseguía en un silencio exterior un<br />

coloquio íntimo con el querido Redentor, vuelto el rostro hacia lo que los católicos llaman el<br />

sagrario?<br />

¿De dónde le vino aquella conmoción de todo su ser que, en la iglesia de San Lorenzo la<br />

empujó hasta las gradas del altar mayor, por qué saltó de su corazón a sus labios aquel<br />

versículo del Magnificat, sino porque precisamente alguien estaba allí que le hablaba al<br />

corazón?<br />

La mañana del 2 de febrero, durante la misa de la Candelaria, Amabilia murmuró<br />

discretamente unas palabras a su intención: «Cristo está verdaderamente presente sobre el<br />

altar». Hundida la cabeza entre las manos, Isabel trata en vano de contener sus lágrimas. ¡Si<br />

esas palabras fueran verdad!<br />

Al paso y medida que transcurren los días, ella experimenta como una certidumbre vital<br />

contra la que ningún razonamiento puede actuar. Parece que ella ha hecha suyo el consejo<br />

de San Cirilo de Alejandría, que Pablo VI se complace en recordar a los fieles en su encíclica<br />

Mysterium Fidei, siguiendo a Santo Tomás: «No vayas a preguntarte si es verdad, sino más<br />

bien acepta con fe las palabras del Salvador, porque siendo El la verdad, no miente».<br />

Cuando la fecha de partida está ya muy próxima para las dos americanas, los Filicchi se<br />

empeñan en llevarlas con ellos hasta el célebre santuario de Motenero. Sobre la roca<br />

volcánica de una de las altas colinas próximas a Liorna había sido construido en el siglo xtv<br />

un monasterio. Los monjes de Vallumbrosa se habían quedado allí, guardianes de la iglesia<br />

dedicada a Nuestra Señora de Gracia. Había sobre el altar mayor un cuadro de la Madre de<br />

Dios con su Hijo en los brazos. Provenía -se decía- de una isla de Grecia, de donde había sido<br />

transportado milagrosamente a Toscana. Un pastor lo había encontrado y, por orden de la<br />

propia Virgen, la preciosa pintura había sido llevada al monasterio de Montenero. Sea lo que<br />

fuere de la piadosa leyenda, la iglesia del monasterio había llegado a ser un lugar de<br />

104


peregrinación muy querido para los toscanos. Numerosos eran los peregrinos que se<br />

aventuraban por la pendiente escarpada del camino que accedía al monasterio, después de<br />

una larga marcha, únicamente para arrodillarse un momento a los pies de Nuestra Señora<br />

de Gracia.<br />

Los turistas emprendían también gustosos la subida a fin de visitar el viejo monasterio de<br />

bellísimas esculturas, pero más aún, quizás, para admirar un panorama que, desde allá<br />

arriba, se revelaba magnífico: al oeste, el mar Tirreno; al sur, mucho más allá del valle<br />

risueño del Arno, la cadena de los Apeninos; y muy próximas, el puerto y la ciudad de Liorna<br />

con sus campanile y campanarios, sus viejas calles y sus fuentes. Los Filicchi sabían que<br />

Isabel no sería indiferente a tal espectáculo, pero si ellos han querido venir al monasterio de<br />

Nuestra Señora de Gracia, en este comienzo de febrero de 1804, es como peregrinos y no<br />

como turistas. Ellos tienen una deuda de gratitud muy personal hacia la madona, pues<br />

Felipe debe a los monjes de Vallumbrasa haber escapado de un peligro inminente en el<br />

momento que la campaña de Italia, dirigida por Bonaparte, había provocado en Toscana<br />

sangrientos tumultos políticos. Felipe había encontrado allí mismo un refugio junto a los<br />

monjes: si ellos no le hubieran acogido, hubiese corrido el riesgo de la muerte. La<br />

peregrinación que tienen costumbre de hacer los Filicchi desde entonces al santuario de<br />

Montenero la hacen con la seriedad que ponen en todo lo que para ellos es expresión de su<br />

fe.<br />

Entraron en la iglesia del monasterio con Isabel, para asistir a la misa. Lo que iba a pasar en<br />

aquel santuario de Nuestra Señora de Gracia, Isabel no había de olvidarlo jamás. Por dos<br />

veces encontramos testimonios de ello bajo su pluma, y uno no puede abstenerse de evocar<br />

los dos relatos de la conversión de San Pablo, hechos por su propia boca, tal como lo<br />

confirman los Hechos de los Apóstoles. En el momento que sigue a la consagración,<br />

mientras el sacerdote elevaba sucesivamente la hostia y el cáliz, un joven turista inglés con<br />

el que, quizás, Isabel ha cambiado hace unos instantes algunas palabras antes de penetrar<br />

en el monasterio, cree bueno inclinarse hacia ella para hacerla observar: «¡Eso es lo que<br />

ellos llaman su presencia real!».<br />

Mi propio corazón -«my very heart»-, cuenta ella, tuvo un estremecimiento de dolor y de<br />

tristeza frente aquella manera grosera de interrumpir su adoración santa, pues todo<br />

alrededor nuestro era un silencio absoluto, y muchos, entre los asistente, estaban postrados<br />

en tierra. Instintivamente me aparté de él inclinándome sobre las losas y las palabras de San<br />

Pablo me acudieron a lo íntimo del corazón, mientras brotaban mis lágrimas: «Ellos no<br />

disciernen el Cuerpo del Señor». Y en seguida pensé: ¿Cómo podían comer ellas y beber su<br />

propia condenación por no haberle discernido, si verdaderamente no estaba ALLÍ? Y ¿cómo<br />

podría estar ALLí? Y ¿cómo había El insuflado mi alma dentro de mí? Y ¿cómo, y cómo...<br />

otras cien cosas de las que yo no sabía nada? Yo soy madre. Por eso el pensamiento de su<br />

madre me vino también al espíritu. ¿Cómo estaba El, mi Dios, chiquito bebé, en la primera<br />

fase de su vida mortal, en María? Y aquellos pensamientos se fundieron con el pensamiento<br />

de mis propios bebés en mi hogar, a los que deseaba cada vez más ver de nuevo.<br />

Aun a riesgo de caer en una repetición de este primer relato todo vibrante de emoción, es<br />

preciso citar además las líneas que la Madre Seton, muchos años más tarde, consagrará, en<br />

sus Dear Remembrances, a aquel instante privilegiado de su vida.<br />

---mi primera entrada en la iglesia de la B.V.M. de Montenero en Liorna, a la elevación un<br />

joven inglés a mi lado, olvidando las formas sociales, cuchicheó: «eso es su PRESENCIA<br />

REAL», la vergüenza que experimentaba por aquel cuchicheo y el pensamiento súbito, si<br />

nuestro Señor no está allí, ¿por qué amenaza el Apóstol<br />

105


--Cómo puede reprochar de no discernir el Cuerpo del Señor, si él no está presente---cómo<br />

aquellos por quienes ha muerto podrían comer y beber su condenación (como dice el texto<br />

protestante) si el Santo Sacramento no es más que un trozo de pan?<br />

Dos palabras se destacan a la primera ojeada en esta página manuscrita: PRESENCIA REAL<br />

cuyas letras más grandes, más regularmente trazadas que las otras, se ponen de relieve,<br />

voluntariamente, mientras que una línea subraya las ocho últimas del texto.<br />

Si hay experiencias capaces de cambiar radicalmente el curso de una vida humana ¿quién<br />

no admitirá que la vivida por Isabel en el santuario de Nuestra Señora de Gracia fue una de<br />

ellas?<br />

Nota: En su «Viaje de un francés a Italia», Delalande consagró un capítulo a la descripción de<br />

Florencia. Esa descripción hecha con una verdadera preocupación por el detalle,<br />

confrontada can el diario de Isabel no deja de esclarecer las alusiones que hace ella, con una<br />

simple evocación, a tal monumento, a tal obra maestra de la ciudad florentina.<br />

En la galería de los Médicis se encuentra -escribe Delalande- "la colección más célebre, la<br />

más rica y la más numerosa que hay en el mundo de estatuas antiguas, de bronces, de<br />

medallas, de cuadros preciosos. El edificio de esa gallerie (sic), que llaman vulgarmente gli<br />

uffizi a causa de las oficinas que hay en el piso bajo, tiene uno de los aspectos más<br />

seductores».<br />

Sigue luego una enumeración detallada de todas las obras maestras paganas, después las<br />

obras maestras de inspiración cristiana, entre las que se citan: «una Sagrada Familia de<br />

Rembrandt... Una Virgen, del Corregio, adorando al Niño Jesús acostado ante ella... Una<br />

adoración de los Reyes Magos, del caballero Van der Werff... Un cuadrito de Miguel Angel,<br />

representando un Cristo en cruz, y, debajo, san Juan y la Magdalena. Está bien diseñado y es<br />

de una bella ejecución, las figuras son de casi un pie; está bien conservado... El sacrificio de<br />

Abraham de Liviomeus. .. ».<br />

Respecto al Palacio Pitti, Delalande precisa: «Lucas Pitti, gentilhombre florentino, lo hizo<br />

construir en 1460. La fachada es de Brunelleschi... En un salón, un bello Cristo, en marfil, de<br />

Baldafari... Una Magdalena en cuclillas de Pousin; está diseñada con gracia; su color es<br />

verdadero y vigoroso, tan sólo sus sombras son demasiado negras... Un cuadro de Andrea<br />

del Sarto, Virgen sobre un pedestal y san Juan Evangelista de pie... Virgen y Niño de Andrea<br />

del Sarto... Dos Asunciones de Andrea del Sarto... Madona de la fedia, de Rafael, con el Niño<br />

Jesús... ».<br />

«El jardín del Palacio Pitti está orientado al mediodía; se le llama Boboli, tiene más de 500<br />

toesas, desde el belvedere (mirador) que es una especie de fuerte situado en la altura, hasta<br />

la puerta de san Pedro Gattolini... Ese jardín ofrece la mayor variedad, y hay altozanos y<br />

hondonadas, grandes avenidas y pequeños sotos, macizos de flores y céspedes campestres,<br />

grutas, fuentes, estatuas...».<br />

«El Palacio Ricardi fue construido en 1430 por Cosme...».<br />

«San Lorenzo es la segunda iglesia de Florencia en cuanto a prerrogativas, pero la primera<br />

sin réplica por la famosa capilla de los Médicis... El primero de los dos mausoleos según se<br />

entra es el de Julián de Médicis, duque de Ne mours, hermano de León X... El segundo es el<br />

de Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, primo de Clemente VII y padre de Catalina de<br />

Médicis... La estatua de la Virgen sosteniendo al Niño Jesús es de Miguel Angel...».<br />

El diario de Isabel ofrece, a su vez, la descripción siguiente de la capilla funeraria de los<br />

Médicis: Aneja a la iglesia (de San Lorenzo) se encuentra la capilla de mármol, cuya belleza,<br />

trabajo y riqueza podrían dejar suponer que hay allí algo que supera los medios humanos, si<br />

su cúpula, inacabada, no revelara sus límites. Es la sepultura de la familia de los Médicis. Las<br />

106


tumbas de granito, las coronas de oro ensartadas de piedras preciosas, el conjunto brillante<br />

como un espejo donde se reflejan las diferentes tumbas, y los Cosmes, sombríos y terribles<br />

que están representados, en tamaño natural sobre las tumbas, con sus coronas y sus cetros,<br />

hicieron dar vueltas a mi pobre cabecita, débil, como para creer que, si hubiese estado yo<br />

sola allí, jamás hubiera recobrado su sentido<br />

13.- LA MANO DE DIOS<br />

Haré andar a los ciegos por la calzada que no conocen,<br />

por senderos que ignoran los guiaré.<br />

Ante ellos trocaré en luz la tiniebla,<br />

el suelo pedregoso en senda llana.<br />

Is 42, 16<br />

El 18 de febrero de 1804, Isabel y Anina se han embarcado en La Pastora (The<br />

Shepherdess).Mañana, al amanecer, el gran velero dejará el puerto toscano, y, después de<br />

hacer escala en la costa española, en Barcelona, singlará hacia las aguas del Atlántico y<br />

pondrá proa a Nueva York.<br />

A1 conducir a bordo a la viuda de Guillermo y a su hija, los Filicchi han querido<br />

testimoniarles hasta el último instante su amistad. Sin que ella haya tenido necesidad de<br />

hacer personalmente ninguna de las diligencias acostumbradas, la Sra. Seton se ve provista<br />

de todos los papeles necesarios, incluso de pasaportes y de cartas de recomendación para el<br />

caso en que el navío estuviera obligado a efectuar, en la costa mediterránea, una escala<br />

imprevista. Con los regalos de que la han colmado, los dos hermanos han sabido con<br />

delicadeza hacerla aceptar el dinero que necesita para el presente y para el próximo futuro.<br />

En el momento de despedirse de sus amigos de Italia, ella ha podido medir hasta qué<br />

profundidad estaba enraizada en su corazón una amistad tan reciente sin embargo, pero de<br />

tal naturaleza que jamás había conocido todavía otra semejante. No sin evocar, día por día,<br />

la llegada de aquel mismo navío, hace tres meses, Isabel se dispone pues a emprender de<br />

nuevo -¿por cuántas semanas? la vida de a bordo que Guillermo compartía con ella en<br />

octubre pasado. La pequeña Ana, tras el embarque, parece fatigada. ¿Es la emoción de la<br />

partida? ¿La acecharía más bien ya el mareo, a consecuencia del ligero balanceo que se deja<br />

sentir, bien que The Shepherdess esté anclado todavía hasta el día siguiente? Junto a la hija,<br />

tendida en la litera, Isabel debe tomar ella también un poco de reposo. Pero el balanceo se<br />

acentúa cada vez más. Se alza el viento, violento. En medio de la noche un choque brutal<br />

hace saltar equipajes y pasajeros. El navío acaba de ser lanzado contra otro barco, fondeado<br />

como él en el puerto. Desde por la mañana es preciso rendirse a la evidencia: el casco de La<br />

Pastora ha quedado seriamente estropeado y son de prever varios días de reparación. La<br />

salida del velero se encuentra por este hecho aplazada.<br />

Advertidos de ese contratiempo, los Filicchi se apresuran a venir en busca de las dos<br />

viajeras. ¿No saben ellas que la casa de Antonio y de Amabilia es la suya? Conmovida por<br />

esa nueva muestra de delicadeza, la joven americana no deja por eso de sentir menos la<br />

decepción del retraso imprevisto. ¡Tenía tanta prisa al presente de estrechar en sus brazos a<br />

Bill, a Ricksy, a Kate y a la pequeña Bec, de encontrar de nuevo el cálido y comprensivo<br />

afecto de Rebeca, de hacerla partícipe, sobre todo, de sus experiencias nuevas...! A decir<br />

verdad, ella no tendrá casi tiempo de apesadumbrarse con tales disgustos. Anina está tan<br />

febricitante que es menester darse prisa en meterla en cama. Al día siguiente el médico,<br />

llamado, diagnostica una escarlatina.<br />

107


Isabel se niega a pensar, de primeras, que aquella clásica enfermedad infantil sea como para<br />

impedirla embarcarse con su hijita en The Shepherdess en cuanto el navío esté presto para<br />

hacerse de nuevo a la mar. Advertido el capitán O'Brien opone una negativa formal a su<br />

proyecto. El velero, por otra parte, debe hacer escala muy próxima en Barcelona: ¿qué<br />

sucedería entonces en caso de que el servicio de sanidad obligara a la Sra. Seton a pasar con<br />

su hija una nueva cuarentena? El espectro del lazareto basta para hacer desaparecer de la<br />

madre toda veleidad de imprudencia. Se quedará, pues, en Liorna, abandonándose una vez<br />

más a la Providencia en lo concerniente a su retorno a América. La mano de Dios -confiesa<br />

ella- es todo lo que necesito ver, pero ella me atenaza el alma.<br />

"Es cosa de grande maravilla y lástima -escribe san Juan, queriendo dar a entender cuán<br />

dolorosa parece al alma que la padece la purificación de amor de que Dios le hace gracia-<br />

que sea tanta la flaqueza e impureza de el alma, que, siendo la mano de Dios de por sí tan<br />

blanda y delicada, la sienta tan pesada y contraria, con no cargar ni asentar, sino tan sólo<br />

con tocar, y eso misericordiosamente, pues lo hace a fin de hacer mercedes al alma y no<br />

castigarla».<br />

Sin comprender, no obstante, Isabel asiente a esa voluntad divina que viene, una vez más, a<br />

desbaratar todos sus planes humanos.<br />

Durante tres semanas, la enfermedad de la hija sigue su curso normal. Pero apenas Anina<br />

vuelve a ponerse en pie, su madre, que la ha cuidado día y noche, se siente atacada a su vez<br />

y tiene que encamar. El microbio de la escarlatina no la ha perdonado. La cariñosa solicitud<br />

de Amabilia se hace, en esta circunstancia, más delicada, más pronta que nunca. ¡Oh qué<br />

paciencia, oh qué bondad que excede toda medida humana ésta con que nos rodean los<br />

Filicchi! -anota Isabel en su diario-.Se diría que es a nuestro Salvador mismo a quien reciben<br />

en la persona de los suyos, pobres y extranjeros.<br />

Si la contrariedad de la joven mujer, forzada a prolongar, a su pesar, su estancia en Europa,<br />

no ha dejado insensible el corazón de ambos hermanos, Felipe y Antonio no están lejos de<br />

ver en ello una disposición muy particular de la Providencia. ¿No va a permitir esa dilación<br />

impuesta que prosiga y se acabe tal vez la obra de la gracia comenzada en su alma?<br />

Un hecho es cierto: las páginas del diario que Isabel sigue escribiendo, durante los meses de<br />

febrero y marzo, con destino siempre a la que se complace en llamar la «hermana de su<br />

alma», revelan con una impresionante espontaneidad la fascinación de lo que ella descubre<br />

cada día un poco más, y el deseo apasionado de poseer lo que ella presiente.<br />

Isabel es, cada vez más, presa de una presencia. Y esa presencia que la persigue, que se<br />

impone a ella, la induce a una búsqueda incesante, a una búsqueda a la vez dichosa y<br />

torturante de la que nada al fin puede arrancarla. Juego de amor del divino Pastor que<br />

conoce a cada una de sus ovejas por su nombre, y las guía por los caminos de su preferencia<br />

hacia el único redil del que se proclama Pastor único. Sea lo que fuere en ese momento de<br />

sus convicciones intelectuales, la joven episcopaliana no puede dejar de envidiar a los<br />

católicos que ella ve vivir a su alrededor.<br />

¡Cuán dichosas seríamos, si creyéramos nosotras lo que ellos creen: que POSEEN a Dios en el<br />

Sacramenta y que El permanece en sus iglesias y que se les lleva cuando están enfermos! ¡Oh<br />

Dios mío! Cuando se lleva el Santo Sacramento bajo mi ventana, en tanto que yo siento la<br />

soledad completa y la tristeza de una situación coma la mía, soy incapaz de contener mis<br />

lágrimas con este pensamiento: Dios mío, ¡qué dichosa sería yo si, incluso alejada de todas<br />

los que me son tan queridos, pudiera encontrarte en la iglesia, como ellos, ya que hay una<br />

capilla en la casa misma de los Filicehi! ¡Cuántas casas Te diría, hablandote, de las<br />

aflicciones de mi corazón y de los pecados de mi vida!<br />

108


El otro día, en un rato de tristeza extrema, caí de rodillas, sin reflexionar, en el momento que<br />

pasaba el Santa Sacramento, y, como en una agonía, grité a Dios que ¡EL ME BENDIJERA, si<br />

ESTABA ALLí!, que toda mi alma sólo le deseaba a El. Había un libro sobre la mesa y lo abrí<br />

en la página donde se encuentra una pequeña plegaria de san Bernardo a la Santísima<br />

Virgen, con la súplica de que sea NUESTRA MADRE; y aquella plegaria se la dije can tal certidumbre<br />

de que Dios no negaría nada a su MADRE y que Ella no podía, por su parte, dejar<br />

de amar a las pobres almas por las que El murió, y de tener piedad de ellas, que sentí<br />

verdaderamente que tenía una Madre. Pera tú sabes bien que mi pobre corazón se ha<br />

lamentado, tan a menudo, de haber perdido demasiada temprano la mía. Desde los<br />

recuerdos de mis primeros años, sea en mis juegos de niña o en la vitalidad impetuosa de mi<br />

adolescencia, he mirado siempre hacia las nubes en busca de mi madre; y, en aquel<br />

momento preciso, me pareció que yo había encontrado más de lo que ella podía darme en<br />

realidad de ternura y amor maternal. Y lloré hasta quedar dormida sobre su corazón.<br />

El Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre, quien, según la expresión de san Juan,<br />

«puso su tienda entre nosotros» nos ha sido dado por su Madre, y, por su Madre, nosotros<br />

podemos encontrarle con más seguridad. Tal es la nueva experiencia que tiene Isabel en<br />

este fin de febrero. Ese Dios que la atrae desde siempre, ese Dios a quien ella desea<br />

únicamente ¿estaría tan próximo a nosotros, a pesar de su trascendencia, que nuestro<br />

corazón pueda encontrarle, sin renunciar a ninguno de sus sentimientos más humanos?<br />

¿querría entonces que para ir hacia El, lejos de buscar enaltecernos por unas proezas de<br />

energía y de virtud personales, que estarán siempre en desproporción con la meta perseguida,<br />

nos remitamos a El y a su Madre, con el abandono y la confianza del pequeñuelo que<br />

duerme sobre el corazón de su madre?<br />

Unas líneas de los Dear Remembrances vendrán a corroborar, años más tarde, la página del<br />

diario redactado en Liorna en 1804.<br />

--- la angustia de mi corazón, cuando pasaba por la calle el Santo Sacramento, con este<br />

pensamiento: ¿era yo la única a quien El no bendecía? especialmente el día que pasó bajo mi<br />

ventana, mientras que, postrada en el suelo, alzaba los ojos hacia la Santísima Virgen,<br />

haciéndole una llamada de que en cuanto Madre de Dios, Ella debía tener piedad de mí y<br />

obtenerme de El aquella fe bendita de las almas afortunadas de los que me rodeaban... A<br />

partir de la palabra postrada la escritura se va haciendo cada vez más amplia, cada vez más<br />

neta, para disminuir con la frase siguiente:<br />

--- el librito de oraciones que la Sra. Amabilia había dado a Anina estaba ante mis ojos, mi<br />

mirada cayó sobre la plegaria de san Bernardo a la Santísima Virgen.<br />

-- Con cuánto fervor la dije, cuántas reflexiones sobre la dicha de los que poseían aquella<br />

bendita fe en Jesús presente todavía en la tierra con ellos y cuán dichosa sería yo de afrontar<br />

cualquier prueba de la vida con el consuelo divino de hablar de corazón a corazón con El, en<br />

sus sagrarios, y la seguridad de encontrarle en sus iglesias.<br />

-- el respeto y el amor frente a la Sra. Amabilia cuando ella volvía u casa después de<br />

comulgar - - -<br />

Impresiones de respeto tremendo en la misa de Nicolás Baragazzi en la capilla privada.<br />

--- e idénticas impresiones sentidas cuando vino a nuestra habitación (estando Anina<br />

enferma) revestido con los ornamentos después de la boda de su hermano y de su hermana -<br />

- -<br />

Cuanto la relación de estos dos textos -el de Liorna y el de Emmitsburgo parece imponerse<br />

aquí, a pesar de las repeticiones inevitables- a causa de la luz que proyectan el uno sobre el<br />

otro, tanto desafían, ambos, todo comentario por su limpidez.<br />

109


Cualesquiera que hayan sido, por otra parte, las confidencias de Isabel en el curso de las<br />

conversaciones que proseguían, amistosas y profundas, con sus huéspedes, es imposible<br />

que los Filicchi no hayan seguido, con una verdadera admiración, su encaminamiento hacia<br />

la plenitud de la verdad.<br />

Las palabras sobrenaturales y las instrucciones de Antonio F. (Filicchi) enseñándome a hacer<br />

la señal de la cruz y con qué espíritu hacerla -su Amabilia explicándome por qué ella la hacía<br />

formulando la petición: «no nos dejes caer en la tentación» y por qué Giannina (su hija) la<br />

hacía cuando no tenía gana de obedecer... secretos nuevos y llenos de encanto para mí-<br />

deseo intenso de tomar el agua bendita y temor de profanarla.<br />

Esos secretos nuevos que ella evocará al fin de su vida con tal frescor ¿cómo no los iba a<br />

confiar, en cuanto los descubrió, a las páginas de su diario, y, a través de esas páginas, a su<br />

cuñada Rebeca? La escena, aún entonces, se imprimió en su espíritu con tal fuerza que<br />

consigna sus más pequeños detalles, aquellos incluso que son para nosotros, hoy, inusitados<br />

y románticos.<br />

Pero ¿quién no sabe por experiencia qué relieve puede tomar tal juego de luz, tal palabra,<br />

tal ruido, que se encuentra asociado fortuitamente al recuerdo de uno de esos momentos<br />

privilegiados en que nos es dado hacer un descubrimiento desconcertante?<br />

Igualmente quedó grabado en la memoria de Isabel todo lo de aquella noche en que, por<br />

primera vez, a la edad de 29 años, hizo la señal de la cruz. Ella estaba de pie, cerca de la<br />

ventana. La luna, llena, brillaba de tal suerte que un reflejo de luz azulina jugaba sobre el<br />

rostro de Antonio, también de pie. Es entonces cuando con gravedad ¡él me muestra cómo<br />

hacer la señal de la Cruz! Rebeca querida, ¡Oh qué tremenda impresión la que sentí, al<br />

hacerla, personalmente, por primera vez! Estaba helada por ello. ¡La señal de la Cruz de<br />

Cristo sobre mí! Con ella me vinieron entonces los pensamientos más profundos, pensamientos<br />

de no sé qué deseos, los más ardientes, de estar íntimamente unida a Aquél que<br />

murió en ella, pensamiento de aquel postrer día en que El volverá trayéndola, triunfalmente.<br />

Un recuerdo bíblico envuelve también para ella esa nueva experiencia: el del capítulo X del<br />

libro de Ezequiel donde, el Profeta, en una visión, es testigo de la separación futura y<br />

terrorífica de los justos y de los pecadores.<br />

«La gloria del Dios de Israel se remontó por encima de los Querubines en donde reposaba,<br />

hacia el umbral del Templo. Y llamó al hombre vestido de lino, con la escribanía a la cintura,<br />

y le dijo: Vete por la ciudad, recorre Jerusalén y marca una Tau en la frente de los que se<br />

lamentan afligidos por las abominaciones que allí se cometen. Y oí que decía a las demás:<br />

"Recorred la ciudad en pos de él, herid sin compasión y sin clemencia; a viejos, jóvenes,<br />

doncellas, niños y mujeres, matadlos sin que quede ni uno. Pero no toquéis al que lleve una<br />

T sobre sí"» (Ez 9, 3-4).<br />

Has advertido -prosigue Isabel, comentando ese pasaje del Profeta- hay advertido que la<br />

letra T (la T del alfabeto griego) con que el ángel debe marcarnos en la frente es una cruz.<br />

Toda la religión católica está llena de esas significaciones que me interesan tanto.<br />

Tan pertinente es su advertencia, en este caso preciso, que la Biblia de Jerusalén ha optada -<br />

en nuestros días- por la traducción de la palabra «cruz» en ese pasaje de Ezequiel, mientras<br />

otras traducciones han conservado la thau que, manifiestamente, se encontraba en el texto<br />

bíblico de la edición protestante que usaba entonces Isabel. El detalle, por pequeño que sea,<br />

vale la pena de que se le subraye. Pero, a decir verdad, al interés de la alusión hecha en el<br />

texto bíblico es quizás, en este lugar del diario, mucho más digna de consideración de lo que<br />

podría parecer a primera vista. El tacto discretísimo con que Isabel evoca para Rebeca los<br />

versículos de Ezequiel permite concluir que el texto les era demasiado familiar a ambas para<br />

110


que resultara útil hacer al respecto alguna precisión. Ahora bien ¿No se trataría entonces de<br />

un texto grato a los discípulos de Lutero y de Calvino, que querrían ver en él una prueba en<br />

apoyo, de la predestinación tal como ellos la habían creído descubrir: una predestinación<br />

que, por el deseo de no quitar nada a la trascendencia divina, comporta un atentado<br />

irremediable a la libertad del hombre? Es de fe, no obstante, que Dios, por habernos creado<br />

libres, se obliga a sí mismo a respetar esa libertad. Tal es la posición católica. Sin pretender<br />

explicar el misterio que subsiste, la Iglesia católica ha profesado siempre que, si Dios sólo<br />

salva a los hombres, no les salva sin ellos. Las palabras que siguen inmediatamente después<br />

de la alusión al texto bíblico permiten presumir que Isabel ha presentido hasta qué punto tal<br />

manera de considerar el problema es a la vez más digna de Dios y más conforme a la<br />

naturaleza del hombre. «Toda la religión católica está llena de esas significaciones que me<br />

interesan tanto», ha confesado respecto a la señal de la Cruz. Y es para añadir -especie de<br />

epifonema de una reflexión íntima de la que no manifiesta todo el encaminamiento-: ¡Y,<br />

Rebeca, ellos creen que todo lo que hacemos y sufrimos, si lo ofrecemos (a Dios) por nuestros<br />

pecados, sirve para expiarlos! Todo no está claro aún para ella, sin duda. Frente al misterio<br />

de la predestinación, ella ha pensado siempre, por otra parte, que todos los hombres de<br />

buena voluntad estaban salvados. Se lo ha afirmado tranquilamente ya a Antonio Filicchi.<br />

Resta que nuevos horizontes se descubran a sus ojos, ella presiente su inmensidad.<br />

Con toda evidencia, el conocimiento de la Santa Escritura viene a ser para ella una<br />

preparación excelente así para el encuentro como para la comprensión de la liturgia católica<br />

y también de los dogmas católicos. De ahí que las concordancias que ella descubre entre el<br />

espíritu de los Libros Santos y el espíritu mismo que anima la vida de los miembros de la<br />

Iglesia católica la impresionen tanto más cuanto que el Antiguo y Nuevo Testamento han<br />

representado siempre para ella la Palabra de Dios, su auténtico mensaje a las hombres, que<br />

uno escruta con respeto, a fin de sacar de allí el agua que brota en vida eterna. Mucho más<br />

todavía que los símbolos bíblicos de los que está impregnada toda la liturgia católica, la hace<br />

estremecerse de profunda emoción la viviente actualidad que conservan para sus amigos<br />

toscanos tal o cual de los textos bíblicos. ¡Pero, cómo! ¡Dios tiene a bien aceptar de nuestra<br />

parte las penitencias y los sacrificios que se le ofrecen en unión con el Sacrificio del<br />

Redentor para la expiación de los pecados! ¿La cooperación entre El y nosotros en el<br />

negocio capital de nuestra salvación -de lo que las católicos hacen un dogma de fe- derivaría<br />

verdaderamente de los textos de la Santa Escritura? Ya que en fin, para ser lógica, ¿no debía<br />

interpretar Isabel en este sentida el ayuno cuaresmal cuya práctica constataba, por primera<br />

vez? Efectivamente, desde el miércoles de Ceniza, los Filicchi observan la ley rigurosa del<br />

ayuno diario tal como estaba entonces en vigor, en una época en que las naturalezas, más<br />

robustas que las nuestras, eran capaces de soportar su austeridad. Si cada mañana, en<br />

efecto, se continúa sirviendo a la Sra. Seton y a su hija un substancioso desayuno, ni Antonio<br />

ni Amabilia, vienen desde entonces a compartirlo con ellas, excepto el domingo.<br />

Sorprendida, la joven mujer no deja de pedir a sus amigos todas las explicaciones deseables.<br />

Y comunica a Rebeca su nueva experiencia. Ciertamente, la palabra «ayuno» les era familiar,<br />

¿pero qué representaba ella en Nueva York, sino el recuerdo lejano de un comportamiento<br />

caduco?<br />

Tal vez tú ni te acuerdes de ello, un día pregunté al Sr. Hobart lo que era preciso entender<br />

por el ayuno del que se habla en nuestro PRAYER BOOK. La mañana del miércoles de Ceniza,<br />

me había sorprendido, en realidad, diciéndole a Dios tan bobamente: «Yo me vuelvo hacia ti<br />

en el ayuno, las lágrimas y el duelo», cuando había llegado a la iglesia tan plena de vida y de<br />

111


ardor después de haberme tomado las rebanadas y el café de un desayuno y pensando muy<br />

poco en mis pecados. Tú te acuerdas, sin duda, de lo que respondió al respecto el Sr. Hobart:<br />

que se trataba allí de viejas costumbres, etc. ¡Pues bien! La Sra. Filicchi, con la que vivo aquí,<br />

no come jamás en esta época de la Cuaresma antes de que el reloj haya dado las 3 de la<br />

tarde. Solamente entonces se pone a la mesa con su familia. Dice que ella ofrece su fatiga y<br />

la molestia que le causa el ayuno por sus pecados, en unión con los sufrimientos de su<br />

Salvador. ¡Me gusta mucho eso! Pero lo que me gusta más todavía, ¡oh mi querida Rebeca! -<br />

piensa un poco cuánta fuerza representa- es que ellos van a misa todas las mañanas.<br />

Es un hecho: la misa diaria posible, la comunión de cada mañana, ese don inapreciable ante<br />

el que pasamos tan a menudo, los demás, sin tomar conciencia del prodigioso misterio de<br />

amor que representa para nosotros personalmente, enciende literalmente en el corazón de<br />

Isabel la hoguera de un deseo que nada en adelante será capaz de extinguir.<br />

¡Ah! -prosigue el diario destinada a Rebeca- cuántas veces nos sucedió a ti y a mí lanzar un<br />

suspiro, la noche del domingo, y tu brazo estrechaba entonces el mío, cuando me decías:<br />

«¡Ahora, ya nada hasta el domingo próximo!», mientras dejábamos la puerta de la iglesia<br />

que acababa de cerrarse de nuevo detrás de nosotras (a no ser que se hubiera prevista un<br />

día de oración en el decurso de la semana). ¡Pues bien!, aquí ellos van a la iglesia todas las<br />

mañanas, desde las cuatro, si lo desean. Y tú sabes también cómo se reían de nosotras porque<br />

corríamos de una iglesia a otra, los domingos del SACRAMENTO, para recibir el<br />

SACRAMENTO tantas veces como nos fuera posible. ¡Pues bien!, aquí, la gente que ama a<br />

Dios, que se conduce bien, que lleva una vida reglada, puede ir allá (aunque muchos no lo<br />

hagan, aun PUDIENDO ir) todos los días.<br />

Lo que es inconcebible para ella -¿hay necesidad de subrayarlo después de una página tan<br />

luminosa?- no es el Misterio de la Fe en su doble realidad de sacrificio eucarístico y de<br />

comunión sacramental en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo realmente presente, sino más<br />

bien el hecho de que los que tienen la dicha de creer en tal don de Dios puedan no<br />

aprovecharse de él todos los días. Una conclusión se impone a su espíritu y a su corazón con<br />

una evidencia irrefutable: ¿cómo entonces pueden estar abatidos en la tierra, desanimados,<br />

cualquiera que sea la prueba que han de soportar, los que creen en la presencia real? De su<br />

corazón se escapa un grito que no puede dejar de transcribir en su diario: ¡Pero si tienen que<br />

ser tan dichosos como los ángeles! Y concluye: Si, personalmente, no creo eso -es decir el<br />

Misterio de la Fe tal cual lo propone la Iglesia católica como verdad de fe- ¡no será por falta<br />

de haber orado!<br />

Ore y documéntese, le ha recomendado Felipe Filicchi. Su oración, que ha hecho brotar, más<br />

que todos los consejos y razonamientos, Cristo mismo presente en las iglesias que ella visita,<br />

presente en la capilla que, por un privilegio especial, poseen los Filicchi en su propia casa, es<br />

en realidad una súplica incesante, de las que van directas al corazón de Dios.<br />

Al asomarse sobre sus confidencias, que se agolpan bajo su pluma cuando va acabarse su<br />

estancia en Liorna, uno discierne en su alma como una fascinación de la que nace una<br />

adhesión vital, irresistible, anterior a todo razonamiento lógico, a toda deducción<br />

intelectual. «El corazón tiene sus razones que la razón no conoce». Naturalmente<br />

aplicaríamos aquí a Isabel Seton aquel célebre dicho de Pascal. Su corazón, efectivamente,<br />

se la lleva de manera más segura que toda dialéctica. Coma al Apóstol «habiendo sido<br />

personalmente alcanzado por Cristo Jesús», le es preciso «proseguir su carrera, proseguir su<br />

búsqueda, para alcanzarle a su vez» (Flp 3, 12).<br />

No es que sus amigos la hayan provisto, sin embargo, abundantemente, desde aquel<br />

momento, de sólidos tratados de apologética. Ellos han puesto en sus manas, entre otras<br />

112


obras de valor, la Exposición de la Doctrina católica, de Bossuet y la Introducción a la vida<br />

devota, de san Francisco de Sales. Su excelente conocimiento de la lengua francesa le<br />

permite leer a ambos en el texto original. Que tiene una pregunta que plantear, una duda<br />

que esclarecer, Antonio y Felipe están siempre disponibles para sostener con ella una<br />

amigable discusión. En sus ansias de iluminar a la joven americana y de hacer caer, si puede,<br />

ya antes de su partida, todas sus prevenciones frente a la Iglesia católica, Felipe ha ido más<br />

lejos todavía. Apelando a la ciencia esclarecida de uno de sus amigas, el P. Pecci, ha<br />

redactado, de concierta, con el eminente religioso, que será más tarde obispo de Gubbio y<br />

cardenal, una argumentación estricta, destinada a poner en plena luz la divinidad de la<br />

Iglesia católica. Con una auténtica habilidad, los dos hombres han sabida, precisamente,<br />

poner de relieve los argumentos sacadas de la Santa Escritura, y no han dudado en buscar<br />

en el Prayer Book, cuyas páginas, una por una, son tan familiares a Isabel, verdaderas<br />

pruebas en favor de la verdad que se proponen demostrar.<br />

Felipe Filicchi, además, da cuenta a Mons. Juan Carroll tanto de su conducta como de los<br />

motivos sobrenaturales y desinteresados que se la dictan en una carta que se propone<br />

confiar a la Sra. Seton a fin de recomendar la joven americana al primer obispo nombrado<br />

para los Estados Unidas cuya sede episcopal de Baltimore fue erigida en 1789.<br />

Ha advertido en ella -escribe él en sustancia- al lado de cualidades humanas incontestables,<br />

una apertura a las cuestiones religiosas muy superior a lo que jamás él había encontrado. Ha<br />

quedado impresionado por la delicada fidelidad con que Isabel vivía, en concreto, su vida de<br />

esposa y de madre. Ha creído discernir en ella una sinceridad de espíritu poco común.<br />

Igualmente no duda en reconocer, dentro del concurso de circunstancias que la han<br />

conducido a Italia y la retienen allí, una disposición providencial. ¿No ha sido todo permitido<br />

por Dios, a fin de otorgar a la Sra. Seton retractarse de los prejuicios infundados que<br />

alimentan frente a la Iglesia católica sus compatriotas, hacerla encontrar la luz, conducirla<br />

por fin a la verdadera Iglesia?<br />

Tal era la esperanza que había brotado en el corazón de Felipe Filicchi desde que había<br />

conocido a la joven americana. Y en seguida había mantenido secreta esa esperanza. Pero la<br />

actitud misma de Isabel, dándole la seguridad de que no se había equivocado al respecto,<br />

había de inducirle pronto a ir resueltamente adelante. Tal constatación -quiere precisar para<br />

el obispo- le colma a la vez de dicha y de temor, ya que no deja de tomar conciencia de la<br />

delicadeza que requiere la tarea que viene a ser entonces la suya. ¿Tendrá las cualidades para<br />

cumplirla? Considerando, no obstante, que la Providencia se complace en servirse de los<br />

instrumentos más débiles, ha creído deber suyo no descuidar nada para ayudar a la joven<br />

episcopaliana en su búsqueda de la verdad. Con esa intención, ha reunido toda la<br />

documentación que ha podido. Ha propuesto a su lectura las obras más serias. Le ha<br />

recomendado arar y consultar a quienes les ha sido confiada la misión de enseñar. Le ha<br />

prometido, finalmente, interesar en su caso al obispo de Baltimore a fin de que, una vez de<br />

vuelta en su país, la Sra. Seton no se sienta abandonada a sí misma en el camino, donde,<br />

necesariamente, corre el riesgo de encontrarse muy sola.<br />

Que haya hecha o no leer a la interesada las líneas que acaba él de redactar para Mons.<br />

Carroll, las páginas del diario de Isabel en el decurso de marzo de 1804 prueban hasta qué<br />

punto Felipe Filicchi había visto claro. Un atractiva cierto la provoca y la guía hacia la religión<br />

católica. Ella ha descubierto allí, con la presencia real de Cristo en la eucaristía, una fuente<br />

inagotable de vida espiritual que responde a sus aspiraciones más profundas, ya que ella<br />

siente, por intuición, que allí, y solamente allí, encontrará personalmente la plenitud de que<br />

está sedienta.<br />

113


En realidad, ¿qué tendría ella que renunciar de sus convicciones anteriores para adherirse a<br />

la fe católica? Prácticamente nada. ¿No tiene ella conciencia de que la Santa Escritura, aun<br />

cuando en aquella época fuera menos conocida por los católicos que lo es en nuestros días,<br />

está lejos de ser letra muerta? Si ellos la citan entonces menos habitualmente que las<br />

protestantes, su vida de cada día se refiere a ella sin cesar, como está impregnada de ella su<br />

liturgia. Testigo la práctica efectiva del ayuno cuaresmal, testigo sobre todo, la auténtica<br />

caridad, puesta en práctica inequívoca del mandamiento del Señor, de la que ella no ha<br />

cesado de tener experiencia desde su llegada a Toscana. A los sacramentos del bautismo y<br />

de la eucaristía -y qué riqueza insospechada aporta al sacramento el dogma de la presencia<br />

real- los católicos añaden los de la penitencia, de la confirmación, del matrimonio, del orden<br />

y de la unción de los enfermos. Ella que pasee en raro grado el sentido de la vida, y tan<br />

fácilmente traspasa la corteza de las palabras para alcanzar la sustancia de las cosas, tiene la<br />

intuición profunda de la fuente vital que brota y fluye de cada uno de los siete sacramentos.<br />

Una confesión hecha por ella en una de sus primeras cartas escritas a los Filicchi desde<br />

América, ese mismo año, no permite dudarlo un instante.<br />

Yo no podía dejar de pensar en lo que es un lecho de enfermo, un lecho de moribundo, en<br />

vuestro dichoso país, ya que en vuestra casa, quien se sabe perdido humanamente,<br />

encuentra la paz y el reconfortamiento en los auxilios de la religión... Ahí aquél a quien<br />

llamáis padre de vuestra alma tiene cuidado de ella y cela sobre ella en ese momento de<br />

desfallecimiento y de dolor, cuando va a. separarse del cuerpo, con el mismo cuidado que<br />

vosotros y yo ponemos en velar por nuestro hijito que acabamos de traer al mundo, en sus<br />

primeras necesidades, desde que él entra en la existencia...<br />

¿Qué necesidad hay de insistir sobre una nostalgia de esa clase? ¿Cómo dudar, después de<br />

tantas confidencias hechas con una tan conmovedora simplicidad, que, desde el final de su<br />

estancia en Liorna, Isabel está presta a abandonarse en la corriente vital que la arrastra<br />

hacia el catolicismo? Ni siquiera 1a amistad de los santas deja de responder ya a una de sus<br />

secretas aspiraciones. La vida de San Francisco de Sales, sus obras que ella ha leído, le han<br />

revelado uno de los lados a la vez tan sobrenatural y tan humano de la Iglesia católica.<br />

Parece, en verdad, que, lejos de sentirse extranjera en esa Iglesia cuya riqueza divina la<br />

maravilla, la fascina, ella sienta confusamente que solamente allí está el único redil del que<br />

habló Cristo, que reclamó El mismo con todas sus ansias: «...habrá un solo rebaño, un salo<br />

pastor» (Jn 10, 16).<br />

Y una se pone a evocar el magnífico pasaje de la Constitución dogmática De Ecclesia<br />

formulada por el Vaticano II: «Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo<br />

confesamos como una, santa, católica y apostólica, y que nuestro salvador, después de su<br />

resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara, confiándole a él y a los demás<br />

Apóstoles su difusión y gobierno, y la erigió perpetuamente coma columna y fundamento de<br />

la verdad. Esta Iglesia establecida y organizada en este mundo como una saciedad, subsiste<br />

en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión coa<br />

él, si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad<br />

que, coma bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica».<br />

Suponiendo que las circunstancias, en lugar de llevarla otra vez a Nueva York, hubieran<br />

permitida a Isabel establecerse desde aquel momento, con sus cinco hijos, junto a los<br />

Filicchi, es lícito presumir que su paso de la comunión episcopaliana a la fe católica se<br />

hubiera operado sin choque y espontáneamente. Sin duda ella se hubiese aventurado sin<br />

discusiones y sin demoras por el camino que se abría ante sus ojos, segura de encontrar<br />

dentro de la Iglesia católica la plenitud sobrenatural de vida divina a la que siempre había<br />

114


aspirado. Ella hubiera llegado hasta allí a la manera de los peregrinos de Montenero,<br />

después de un ascenso dura quizás, pero sencillo. Sin renegar de ninguno de los valores<br />

positivos ofrecidos a su fe por la Iglesia donde ella había recibido un auténtico bautismo, las<br />

hubiera superado y, muy lejos de perderlos, los hubiera vuelto a encontrar en su riqueza y<br />

su plenitud originales, depósito divino confiado por el Redentor a la guarda de Pedro y<br />

conservado intacto en la Iglesia católica, cualesquiera que pudieran ser, por otra parte, las<br />

debilidades y los defectos de que los miembros de esa Iglesia y hasta los sucesores de Pedro<br />

no hayan sabido siempre preservarse personalmente.<br />

Pero entraba todavía en los designios providenciales del Señor que Isabel Seton retornara<br />

primero, allende los océanos, a su propio país. Ella debía, a la manera de sus ascentro5,<br />

proseguir en el Nuevo Mundo su tarea de pioneros. Ellos, un sigla y media antes, habían<br />

tenido que roturar pacientemente unas tierras incultas, cerradas a menudo par una<br />

vegetación exuberante, donde las lianas y los zarzales les oponían a veces un obstáculo<br />

tenaz. Ella debería abrirse también, en la soledad y el dolor, un camino -en otro dominio- y<br />

volver a encontrarse unos obstáculos más terribles y más desgarradores que los de ellos.<br />

Pero haciéndolo, ella abriría un camina real a millares y millares de otros. Esa Isabel estaba,<br />

en verdad, muy lejos de imaginarlo. Pero Dios lo sabía.<br />

14.- NI UN «HOGAR» AHORA<br />

No os espantéis, no temáis...<br />

Vosotros sois mis testigos;<br />

¿hay otro Dios fuera de mí?<br />

¡No hay otra Roca, yo no la conozco!<br />

Is 44, 8<br />

¡Oh alegría! ¡alegría! ¡El capitán Bagge va a llevarnos a América!... Ana está loca de<br />

alegría... De nuevo, Rebeca, estaré contigo... ¡Dos días más y partimos para casa!<br />

Estas notas de alegría, leves y frescas como el trino de una alondra que se remonta de un<br />

vuelo par encima de loe surcas, Isabel las deja teñirse en medio de las reflexiones más<br />

graves can los más dolorosos recuerdos de su diario. Es realmente su manera propia. Y ahí<br />

está, sin duda, uno de los rasgos de su carácter que la pone tan cerca de nosotros. La vida<br />

bulle en ella y todo, al fin, encuentra su sitio propio, su ritmo personal. No más que la ruda<br />

prueba de esos últimos meses logra agotar, ni siquiera un poco, su corazón de mujer, la<br />

búsqueda ansiosa de la verdad total. Una sensibilidad tan fina como la suya, lejos de<br />

disminuir, se hace, al parecer, más límpida y más intensa: y está en orden.<br />

¡He aquí que de nuevo podré tener a mis seres queridos entre mis brazos! ¡Padre de los<br />

cielos, qué hora habrá como aquélla! Mis hijos queridos, huérfanos... sí, huérfanos según el<br />

juicio del mundo, pero colmados por tener a Dios Padre, ya que El ¡jamás nos dejará, ni nos<br />

abandonará!<br />

Así mismo se enfrentará de nueva al momento de dejar la ciudad toscana donde reposan<br />

desde entonces los restos mortales de su marido. Ella va a arrodillarse por última vez sobre<br />

su tumba, en el pequeño cementerio inglés de Liorna, rogando y llorando hasta la saciedad.<br />

Cuando leas mi diario -se atreve ella a confesar a Rebeca- ese diario escrito desde mi salida<br />

de casa, te darás cuenta de lo que fue mi amor por Guillermo y estarás de acuerdo en que<br />

Dios solo podía sostener ese amor con Su asistencia, a través de tales pruebas que me han<br />

sido exigidas. Es que -dice ella aún- los últimos sufrimientos que había conocido su marido,<br />

115


añadidos al recuerdo de los años precedentes, habían dado a! afecto que le tenía unas<br />

dimensiones más que humanas.<br />

Pero, como de costumbre, ella rehúsa detenerse sobre el pasado. Es preciso mirar siempre<br />

adelante. El dolor tan vivo de la pérdida de Guillermo, su tumba que hay que dejar en país<br />

extranjero, no impiden la explosión alegre de su corazón con el pensamiento de los que -<br />

allende el océano- esperan su retorno y a los que pronto podrá estrechar en sus brazos.<br />

Dentro de unas semanas ella va a poder reanudar con Rebeca sus largas e íntimas<br />

conversaciones y ahora ¡tiene tantas cosas que decirle, tantos «secretos nuevos» que la<br />

hará compartir con tal dicha!<br />

Todavía se impone a su memoria un detalle que quiere consignar sin dilación: Hete aquí que<br />

Arcina ha salido con los hijos de la Sra. Filicchi a los que su institutriz ha llevado de paseo.<br />

¿Lo creerías? Siempre que salimos a dar un paseo, comenzamos por entrar en una iglesia o<br />

en una capilla de convento, que distinguimos siempre gracias a una gran cruz que se<br />

encuentra en la fachada, y recitamos allí una pequeña plegaria antes de ir más lejos. Los<br />

hombres actúan en esto enteramente igual que las mujeres. Entre nosotros, tú lo sabes, un<br />

hombre tendría vergüenza de que le pudieran ver de rodillas, sobre todo un día de semana.<br />

Se siente aflorar aquí también una verdadera nostalgia que fomenta sin saberlo, la pequeña<br />

Ana con sus preguntas veinte veces repetidas: Mamá, ¿no iremos a la iglesia católica,<br />

cuando volvamos a casa? Y -siempre para Rebeca-, Isabel evoca entonces ese HOGAR de<br />

eternidad, donde todos los deseas de su corazón podrán al fin ser colmados. En la tierra uno<br />

no puede ser colmado. Hasta la alegría de un próximo encuentro está ensombrecida, ya que<br />

es menester dejar a otros amigos, dejar también el ambiente religioso de un país donde es<br />

tan buena vivir. Existe igualmente, para Isabel, el miedo del regreso a un medio que corre el<br />

riesgo de comprender muy mal su evolución religiosa. Existe la angustia, que ella rechaza<br />

pero que renace sin cesar en su corazón, respecto a sus cuatro hijos más pequeños: ¿les<br />

encontrará a todos con vida? Sobre sus inquietudes, que no dejan de tener fundamento, se<br />

abre cierta noche a Felipe mismo. Y él, en un inglés que no sabe de matices, le responde sin<br />

rodeos: My dear little sister, Dios todopoderoso está riéndose de usted. El tiene cuidado de<br />

los pajarillos, El hace crecer los lirios de los campos y ¿usted tiene miedo de que El no cuide<br />

de usted? ¡Yo le digo que El tendrá cuidado de usted!<br />

Isabel ha querido consignar esas palabras tales como Felipe se las dijo en su «inglés seco» -<br />

según anotará ella, en los Dear Remembrarcces- las últimas palabras que él le dirigirá a la<br />

hora misma de su marcha: La volveré a encontrar el día del juicio: -¡Oh Filicchi, ustedes no<br />

darán testimonio contra mí! Que Dios les bendiga por siempre, y brillen cual estrellas de<br />

gloria por todo lo que han hecho por mí. Y esta confesión todavía en los Dulces Recuerdos:<br />

un corazón tan resuelto que trataré de hacer la voluntad de Dios.<br />

El velero italiano, Piamingo, dejará el puerto de Liorna la mañana del 8 de abril. De nuevo,<br />

los Filicchi han previsto todo para el embarque de la Sra. Seton v de su hija. Todo, hasta<br />

decidir el viaje de Antonio a América a fin de que la joven americana de 29 años no se<br />

encuentre sola en un navío desconocido. Tales eran los usos y costumbres de la época. Una<br />

travesía, en aquel período de perturbaciones europeas, podía, por otra parte, llegar a ser<br />

realmente peligrosa. Los pasajeros admitidos en los navíos mercantes eran muy poco<br />

numerosos. La iniciativa del embarque de Antonio venía de Amabilia misma. Sin duda, los<br />

intereses comerciales de los Filicchi en los EE.UU. y en el Canadá justificaban el viaje de uno<br />

de los dos hermanos. Y resta que Isabel sabe ver en esa rápida decisión una delicadeza sin<br />

precio para con ella. Sabe por experiencia lo que representa para un hogar una larga y<br />

lejana ausencia.<br />

116


Al amanecer del 8 de abril, los Filicchi se presentan en la iglesia de Santa Catalina de Sena,<br />

para asistir a la misa. Isabel, claro está, les acompaña. Nos postramos en la Presencia de<br />

Dios. ¡Qué solemne era aquel Sacrificio para reclamar le bendición divina sobre nuestro<br />

viaje, para mis seres queridos, para mis hermanas, para todos los demás que me son<br />

queridos, para el alma de mi marido y la de mi padre, tan amadas... Con el santo Sacrificio,<br />

nuestros deseos se elevaban fervientes: que sean ellos agradables por Aquél que se entregó<br />

por nosotros. ¡Salvador mío! ¡Dios mío! Antonio y su mujer -¡su Comunión en Dios dentro de<br />

la separación! ¡Pobre de mí! Pero no. ¡Ah! ¿no le he pedido bastante que me dé la Fe de ellos<br />

y no le he prometido todo a cambio de tal don?<br />

Ultima misa en Liorna a las 4 de la mañana -recordarán a su vez los Dear Remembrances-.<br />

Perdida en un indecible respeto y mis impresiones, una vez arrodillada en un pequeño<br />

confesonario.<br />

Con toda evidencia, no se trata aquí de una confesión sacramental, puesto que, de la<br />

primera confesión, Isabel dará cuenta a Amabilia, en marzo de 1805, con su espontaneidad<br />

acostumbrada. Sin duda ella quiso pedir consejo al Dominico de turno, aquella mañana, en<br />

la iglesia del convento, antes de dejar Toscana. Le quedó, en todo caso, un recuerdo que ella<br />

anotará con humor: No rrc> dí cuenta de que un oiDO me aguardaba, hasta el momento en<br />

que el religioso salió del confesonario y fue a preguntar a la Sra. Filicchi por qué no comenzaba<br />

La salida, esta vez, se anuncia excelente. Cielo despejado, puro, viento favorable. Mientras<br />

la joven mujer se despide de sus huéspedes, besa con ternura a los hijos de Antonio y dice<br />

un último gracias a Amabilia, el sol se eleva con un fulgor esplendente y lleva nuestros<br />

pensamientos hacia aquel día futuro en que el Sol de Justicia nos reunirá para siempre.<br />

Ultimo adiós junto al servicio de sanidad a Felipe y a Guy Carleton. Se hinchen ya las velas<br />

del Piamingo en medio de los ¡yo! ¡yo! acompasados de los marineros que manejan los<br />

cordajes. Se retira la pasarela. El navío deja las aguas del puerto. Sobre el puente del velero<br />

se dibuja una silueta negra. Larga falda plisada, esclavina corta de cuello vuelto, capelina de<br />

tela negra sujeta al cuello por una cinta: tal es el atuendo de las viudas de Toscana: tal será<br />

el de las Hijas de la Caridad de Emmitsburg.<br />

A las 8 estaba sentada tranquilamente con Ana y Antonio sobre la cubierta de popa...<br />

Queridísimo Seton ¿dónde estás tú ahora? Pierdo de vista la costa donde reposan tus<br />

cenizas, y tu alma está en esa región de inmensidad donde yo no puedo encontrarte. ¡Padre<br />

mío y Dios mío! Y, no obstante, debo sentir el gusto de recordar en mí tus maravillosas<br />

formas de actuar: ser enviada a tantos miles de millas para una misión tan desesperada;<br />

verme sostenida y acompañada constantemente de tu consoladora misericordia en medio de<br />

las pruebas bajo las cuales la naturaleza, abandonada a ella misma, hubiera sucumbido; ser<br />

guiada a la luz de tu verdad a despecho de todos y cada uno de los afectos de mi corazón, a<br />

despecho de la pujanza de mi voluntad que se oponían a ello; ser protegida y ayudada por<br />

las amistades más tiernas, mientras una tan grande distancia me separaba de los que<br />

amaba. ¡Padre mío y Dios mío, déjame alabarte mientras viva, déjame servirte y adorarte!<br />

La travesía iba a durar cincuenta días.<br />

Antes mismo de dejar las aguas del Mediterráneo, rojo alerta para el Piamingo. La flota de<br />

Nelson que, antes del fin de ese año de 1805, reportaría sobre las fuerzas navales españolas<br />

y francesas la decisiva victoria de Trafalgar, patrulla a lo largo de Valencia. El barco italiano<br />

es rodeado. Recibe la orden de detenerse. Los soldados ingleses abordan: visita, indagación.<br />

Isabel no deja de sentir un sordo terror. En realidad es sólo un alerta pasajera y sin<br />

117


consecuencias. Pronta el velero ha alcanzado el océano y lentamente, lentamente, prosigue<br />

su cursa hacia el oeste.<br />

Pero otro peligro, que ella no había previsto, acecha a la joven mujer. Ese Antonio a quien<br />

ella admira sin reservas y que, por servirle de «guardia de corps», no ha dudado dejar en<br />

Liorna a su mujer y a sus hijos, no deja de ejercer sobre la viuda de Guillermo un atractivo<br />

muy humana. Sin duda su amistad está situada, desde el primer día, en un plano<br />

estrictamente espiritual. Ello no impide que él sea hombre, que ella sea mujer. ¿Siente ella<br />

confusamente que el alma de ambos está mucho más de acuerdo, al fin, que lo estuvieron la<br />

de Guillermo y la suya? Cualquiera que haya sido su amor por Guillermo, aquel amor<br />

respecto al cual ella no dudará afirmar: me parece que yo le amaba más que a nadie a quien<br />

yo pudiera amar en la tierra, no es menos verdad que ella no tenía que haber sido siempre,<br />

respecto a su marido, aquella sobre la que una se apoya. Guillermo nunca fue para ella el<br />

apoyo que ella hubiera deseado. En cierto modo los papeles, en su hogar, se habían<br />

invertido. Con Antonio las cosas hubiesen sido claramente diferentes. Ella hubiera podido<br />

seguir siendo con él una mujer a la vez totalmente dada y totalmente abandonada. El era,<br />

además, quien la debería haber ayudado a subir por el camino que lleva hacia el Señor,<br />

mientras que fue ella siempre la que tuvo que empujar a Guillermo. ¿No había notado ella<br />

precisamente -tan impresionada la había dejada- la actitud de Antonio en el momento de<br />

dejar a Amabilia y a sus hijos? El se había comportado «como hombre y como cristiano -<br />

alma viril» que le había parecido, según la expresión misma del Génesis, a imagen de Dios.<br />

Al tomar conciencia de lo que pasa en ella, y que sigue inocente, Isabel enloquece.<br />

¿Anotaría a ese respecto un día en los Dear Remembrances -único recuerdo de su viaje de<br />

vuelta- esta reflexión donde asoma un secreto terror? Ocaso del sol sobre la isla de Ibiza -<br />

pensamientos del infierno como un inmenso océano de fuego. Olas que se pierden en olas de<br />

angustia eterna.<br />

Que les haya aflorado a ambos una tentación ¿qué tiene de anormal? Con la victoria que<br />

ellos, el una y la otra, reportan en esa ocasión, su amistad espiritual no disminuirá en<br />

absoluto, al contrario. Queridísimo Antonio -confesará más tarde Isabel- mil veces más<br />

querido de mí por las luchas de tu alma. Nuestro Señor está con nosotros.<br />

De ese peligro, su alma salía más lúcida, más templada. Y era feliz cosa, por la lucha<br />

contrariamente insidiosa que tendría ella que sostener pronto entre sus amigos de América<br />

y dentro de su propia familia. Ella tenía demasiado buen sentido para engañarse al respecto.<br />

Dejada aparte Rebeca ¿quién pues, podría comprender, ratificar sobre todo, su deseo de<br />

pasar a la Iglesia católica? ¿Cómo acogería Enrique Hobart la noticia?<br />

Durante las largas horas de la travesía, Isabel tiene todo el tiempo libre para reflexionar. A<br />

ello se ve empujada por la fuerza de las cosas que prosiguen las conversaciones con Antonio<br />

sobre temas doctrinales. Entre los numerosos regalos recibidos, ella ha traído de Italia la<br />

Vida de los Santos, de Albano Buttler, cuya lectura la encanta y suscita al mismo tiempo de<br />

su parte nuevas preguntas. Ora con Antonio siguiendo el calendario de las fiestas litúrgicas<br />

en el cual él va iniciándola. Ella querría que estuviera cerrada ya la explicación que preveía<br />

con el Pastor de la Trinidad, que fue amigo tan querido de Guillermo, que seguía siendo un<br />

amigo para ella. ¿Por qué no tratar de escribir en el barco, con cabeza serena, una carta que<br />

podría enviarle a su llegada? Así lo hace. Esas líneas conmovedoras nos han sido<br />

conservadas.<br />

A medida que me acerco a usted, me pongo a temblar. Mientras el ímpetu de las olas, su<br />

incesante movimiento, evocan para mi la porción que Dios ha hecho mía, mis lágrimas<br />

fluyen con el insoportable pensamiento de quedar se parada de usted. Y, sin embargo, mi<br />

118


querido Hobart, usted no será riguroso. Usted respetará una sinceridad como la mía, y bien<br />

que me juzgue dentro del error y hasta reprensible por el hecho de un cambio de religión, yo<br />

sé que ia divina caridad cristiana abogará en mi favor dentro de su afecto.<br />

Usted ha sido ciertamente para mí, sin que yo me diera cuenta de ello, más querido que<br />

Dios, para quien mi razón, mi juicio y mi convicción han juntado sus fuerzas contra el valor<br />

que tiene para mí la estima suya. Vana fue la lucha hasta el momento en que reflexioné y<br />

concluí que usted no se opondría por mucho más tiempo, que no desearía para mí una lucha<br />

tan áspera que fuera minando mi vida mortal y, más que eso, mi paz con Dios. Si, no<br />

obstante, usted ya no quiere ser mi hermano, si su amistad, su estima, que me son tan<br />

queridas, deben ser el rescate de mi fidelidad a lo que creo ser la verdad, no puedo dudar de<br />

la misericordia de Dios que, privándome del vínculo que me es más querido sobre la tierra,<br />

me atraerá ciertamente más cerca de El. Y de ello tengo confianza, a causa de mi<br />

experiencia del pasado y de la verdad de su promesa que no puede fallar jamás.<br />

Los días de tan larga travesía pasan lentamente. Abril, mayo, junio... Por fin, he ahí que se<br />

dibuja en el horizonte la costa familiar. ¡Nueva York! El 4 de junio, el Plamingo echa anclas<br />

en el puerto. Desde la batayola, Isabel distingue las siluetas de los suyos: María Post, con la<br />

pequeña Bec bien viva en sus brazos... Enriqueta con Bill, Ricksy y Kate que saltan en el<br />

muelle, agitando sus manos. ¡Mamá¡ ¡Mamá! Con los ojos bañados en lágrimas, la Sra.<br />

Seton, con su vestido de luto, ha franqueado la pasarela. Cuatro niños se precipitan en sus<br />

brazos. Ella mantiene abrazados a sus seres queridos, incluso a la última chiquitina cuyo<br />

rostro luminoso, Guillermo, allá lejos, allende los, océanos, había creído ver sonreírle en el<br />

umbral del paraíso...<br />

La esperaban todos a los que ama: María, Wright Post, Enriqueta, Cecilia... Todos. Salvo<br />

Rebeca. Es menester hacerla saber toda la triste verdad: su joven cuñada se encuentra en<br />

un estado de sufrimiento extremo. Se está muriendo de tuberculosis como su hermano<br />

Guillermo. La joven mujer, apretando entre las suyas las manitas de sus hijos, siente surgir<br />

en el fondo de su alma una inmensa aflicción. Así pues, la alegría del retorno es ahogada por<br />

el dolor.<br />

La hermana de mi alma no ha venido a recibirme. Ella también había viajado con rapidez<br />

hacia su hogar celeste. Su alma, ahora, parecía tan solo esperar el amor reconfortante y la<br />

ternura de su hermana bienamada para estar junto a ella en su paso a la eternidad.<br />

Coma se había situado, en Liorna y en Pisa, a la cabecera de su marido ansiosa de endulzar<br />

para él sus últimos días, toma ahora su turno de vela junto al lecho de Rebeca. ¡Con qué<br />

sonrisa tan feliz ha acogido la joven el regreso de. Isabel! Enflaquecida, extenuada se<br />

regocija de no haber partido antes de volver a ver a su cuñada. En los intervalos de síncopes<br />

o de semiconsciencia, quiere ella que Betty le hable de todo lo que ha descubierto en<br />

Toscana: de la señal de la Cruz, y de los santos, y del sacrificio de la misa. Con ojos brillantes,<br />

escucha ella, ávida de saber todo, de comprender todo. Incapaz como es de hablar mucho<br />

tiempo, repite pausadamente con su mano entre la mano de Betty, las palabras que Rut<br />

dirigía a Noemí: «Tu pueblo será mi pueblo, tu Dios será mi Dios» (Rut 1, 16).<br />

- un millar de páginas no podrían expresar las dulces horas pasadas entonces con mi Rebeca<br />

moribunda -anotará más tarde la Madre Seton en los Dear Remembrances. Cosa digna de<br />

señalarse son también las palabras de felicidad y alegría que acompasan los recuerdos de<br />

ese mes de junio de 1804.<br />

--- embelesamiento (de Rebeca) ante unas líneas que yo podía citarle (en su estado de<br />

síncopes continuos y de agotamiento) respecto a la VERDADERA FE y al servicio de nuestro<br />

Dios --- y cada día la dicha de ver su fervor en leer juntas nuestra misa espiritual, hasta el<br />

119


domingo por la mañana de nuestro último TEDEUM a la vista de los celajes rojos que se<br />

encendían con los rayos del sol naciente y su más tierna acción de gracias por habernos<br />

conocido y amado la una a la otra tan íntimamente aquí abajo, por estar reunidas un poco<br />

más tarde en nuestra querida eternidad - - -<br />

--- alegría purísima de verla libre de los miles de sufrimientos y pruebas por medio de las que<br />

yo había de pasar, de las cuales no hay ninguna que ella no hubiera hecho suya...<br />

El golpe, no obstante, es duro para Betty, cuando el 18 de julio, Rebeca rindió su último<br />

suspiro. Sí, sin duda, el ápice sutil del alma no puede sino dar gracias, puesto que ¡es el día<br />

del nacimiento para el cielo de mi querida Rebeca! Se acabaron las velas y los dolores de la<br />

agonía. Las plegarias de todas las horas proseguidas en medio de los sufrimientos y de las<br />

lágrimas se han trocado ahora en ALELUYA eterno. Los santos ángeles que han sido testigos<br />

tan a menudo nuestros débiles esfuerzos enseñan, ahora, a tu alma el Cántico de Sión. Todo<br />

eso es verdad. Pero para ella que se queda ¡qué pesada se va hacer desde ahora, en las<br />

circunstancias actuales, la soledad! Querida, querida hermana, ya no contemplaremos el sol<br />

poniente, arrodilladas una al lado de otra, y nuestra alma ya no suspirará hacia el Sol de<br />

Justicia, puesto que El te ha recibido en su luz eterna... Pero aquella voz tan querida, tan<br />

sosegante de Rebeca, Betty, personalmente, no la oirá más... ¡Qué nuevo despojo para su<br />

corazón!<br />

El hogar de la abundancia y del bienestar, ella lo perdió ya al perder a su suegro, luego a su<br />

padre, después a su marido. Desde su regreso de Liorna no tiene siquiera casa personal:<br />

Nada de HOGAR ahora -anotará brevemente en una hoja de los Dear Remembrances. Eco<br />

doloroso de aquel otro grito alegremente lanzado nueve años antes: 20 años, ¡mi HOGAR<br />

muy mío! La muerte de Rebeca le quita más todavía: la sociedad de dos hermanas unidas<br />

por la contemplación común de las puestas de sol y los oficios seguidos conjuntamente y las<br />

visitas de caridad hechas en compañía. ¡Todo, todo desvanecido para siempre!<br />

¿Han de ser desde ahora para ella la pobreza y la aflicción el único objeto del trueque al que<br />

se ve obligada? Mi marido, mi hermana, mi HOGAR, todo lo que hacía mi alegría... ¿Qué<br />

queda en sus dos manos abiertas? Pobreza y aflicción. Ella repite las dos palabras. No es por<br />

complacerse en ellas, ni para dejarse encadenar por la dura realidad que ellas encierran.<br />

¡Pues bien!, ¡con la bendición de Dios seréis transformadas vosotras también, llegaréis a ser<br />

mis amigas más queridas! Y es que ha descubierto en ellas el triunfo de la fe, la huella<br />

misma de los pasos del Redentor, que conducen en línea recta hacia su Reino. Con la alegría<br />

íntima de san Francisco de Asís, que escoge por compañera amada de toda su vida a la<br />

Dama Pobreza, por amor de Cristo que fue pobre por amor a nosotros, Isabel no teme<br />

tender los brazos hacia los compañeros de ruta que Dios le propone. La aflicción y la<br />

pobreza, bajo la luz divina, sabrán guiarla mejor que la hubieran podido hacer la riqueza y<br />

todas las alegrías humanas, por muy puras y muy santas que hubiesen sido, desde el<br />

momento en que es la mano de Dios quien se las ha quitado. Dejadme, pues, encontraros<br />

dulcemente, ser recibida en vuestro seno y conducida, cada día, por vuestros consejos hasta<br />

el fin, el resto de mi viaje... Ella sabe qué cantidad de gracias jalonan ese camino. Sí, los<br />

ángeles acompañaban a los fieles cual fueron los pastores que se apresuraban hacia Belén,<br />

cuando la Luz de Su verdad había comenzado exactamente a brillar en el mundo. Y ahora<br />

que la aurora desde lo alto ha elevado nuestra naturaleza a la unión con la Divinidad ¿serán<br />

los ángeles menos dichosos de habitar con el alma que desea ardientemente las alegrías del<br />

cielo, y para la cual se hace tarde el juntarse pronto a su ALELUYA eterno? ¡Oh, no! Yo me los<br />

representaré siempre en torno mío y a cada instante cantaré con ellos ¡Santo, Santo, Santo,<br />

el Señor Dios del universo! ¡El cielo y la tierra están llenos de tu gloria!<br />

120


Una carta dirigida a la Sra. Filicchi le hace saber la noticia del tránsito de Rebeca. ¡Que no<br />

haya podido conocer ella la alegría que procura la recepción de los sacramentos de la Iglesia<br />

católica, cuando llega la hora del último paso, de ese cambio del Tiempo a la Eternidad! A<br />

decir verdad, su piedad y su inocencia, poco comunes, y su confianza en Dios son para mí<br />

una total consolación. ¡Y izo obstante, un alma que se va tiene tantos dolores, tantas<br />

tentaciones que, por mi parte, atravieso una especie de agonía que desafía a toda<br />

descripción, incluso cuando, para sostener el ánimo y la esperanza de los que se van, les<br />

llena de alegría! Perdón por estas palabras melancólicas: estaban escritas antes mismo de<br />

haber tomado conciencia de ellas... Nuestro día, el suyo como el mío llegará también. ¡Habrá<br />

que estar dispuestas! Los niños están dormidos. Es para mí el tiempo de muchísimas<br />

reflexiones...<br />

¿Fue el Rvdo. Hobart a asistir a la joven en sus últimos días de «dolor y de tentación» de que<br />

habla Isabel? No lo parece, a juzgar por la comparación implícita que ella hace entonces,<br />

evocando el recuerdo de lo que vio en Toscana, Allí, aquél a quien llaman padre de tu alma<br />

se ocupa de ella con el mismo cuidado que usted y yo ponemos en ocuparnos de nuestro<br />

chiquitín que acabamos de traer al mundo... ¿No hubiera mencionado ella las visitas del<br />

pastor de haber venido éste efectivamente a reconfortar con su presencia los últimos días<br />

de Rebeca? ¿Tuvo ella ya, por otra parte, con él una explicación, en el decurso de junio o al<br />

comienzo de julio? ¿Le envió la carta que había escrito para él, a bordo del Piamingo? O<br />

bien ¿la dejó cuidadosamente a un lado como creyó deber hacerlo con la misiva de Felipe<br />

Filicchi dirigida al Obispo de Baltimore, esperando hacerla llegar en el momento favorable?<br />

Es cierto, en todo caso, que ella ha hablado ya abiertamente a los suyos de pasar al<br />

catolicismo. El problema que suscitaba semejante actuación pudo, no obstante, ser relegado<br />

a un segundo plano, mientras Rebeca se moría. Otro problema quedaba planteado además<br />

en el plano material, par la muerte de Guillermo Seton. El dejaba en una situación<br />

pecuniaria lamentable a su viuda de 29 años y con cinco hijos que educar. Los Post los han<br />

tomado prácticamente a su cargo, desde la vuelta de Isabel. Otros amigos, entre ellos el Sr.<br />

Wilkes que no ha olvidado la delicadeza con que la Sra. Seton había rodeado a su mujer<br />

poco hacía, vienen en su ayuda, cada uno en su medida. Pero todo eso sólo puede ser<br />

transitorio. No puede ser cuestión para una madre y sus cinco hijos de vivir en casa de otros,<br />

a expensas de otros. Ahora bien, no ha llegado todavía la época en que se crea natural que<br />

una mujer sola asuma un trabajo que le permita vivir y hacer vivir a los suyos.<br />

Con los fondos que le han ofrecido y que se ha visto obligada a aceptar, Isabel ha alquilado,<br />

desde el comienzo de junio, una tranquila casita situada a media milla de la ciudad.<br />

Nosotros ocupamos un piso -anuncia ella a Julia Scott-, y alquilaré el resto en cuanto<br />

encuentre un inquilino. Ella gasta menos de lo que sus amigos se imaginan y se alegra de<br />

poder educar a sus hijos sin esas pretensiones y esos mimos que tanto les estropean.<br />

Podía parecer, pues, que, gracias al afecto de los suyos, gracias a las sólidas amistades que<br />

se había adquirido, desde larga fecha en Nueva York, el porvenir material era al fin mucho<br />

menas oscuro de lo que ella hubiera podido temer. Y sin duda, en realidad, la vida hubiera<br />

tomado para ella su curso normal -austero pero sencillo- de no ser sus nuevas convicciones<br />

religiosas.<br />

Ante las primeras manifestaciones que ella hizo a este respecto, sus amigos y sus allegados<br />

se habían contentado al pronto con sonreír. ¿La muerte de su marido que la había agobiado<br />

mientras estaba sola, en un país extranjero, las insinuaciones bien intencionadas de los<br />

Filicchi que la sorprendían en un momento en que su sensibilidad, al vivo, se había<br />

anticipado a su razón, no eran suficientes para explicar el encanto actual de Isabel por el<br />

121


catolicismo? Los cantos, las flores, las obras de arte acumuladas en las iglesias italianas, no<br />

hacía falta más para haberle trastornado un poco la cabeza. Entusiasmo pasajero que no<br />

tendría consecuencia.<br />

Juzgar así, era conocer muy mal a Isabel. Pero, en realidad, ¿quién de sus amigos,<br />

efectivamente, fuera de Rebeca, la conocía de veras? Las semanas pasan. La resolución de la<br />

viuda de Guillermo permanece incambiable. En torno a ella, comienzan a agitarse, a discutir,<br />

a escandalizarse. Para la buena sociedad de Nueva York, abandonar la comunión<br />

episcopaliana, que es en cierta manera la religión del Estado, que forma una sola cosa en los<br />

espíritus can la América independiente y libre, es una especie de desgracia y, a la vez, de<br />

traición. Que se fuera o no un fiel convencido, en el Estado de Nueva York, al menos, se era<br />

episcopaliano como se era ciudadano de América. ¿No se había pagado bastante caro el<br />

beneficio de la independencia y de la libertad, para defenderse celosamente en adelante de<br />

toda ingerencia extranjera en cualquier plano que fuese? Y de ahí se ha llegado,<br />

inconscientemente, a violar la libertad más íntima de las personas en nombre de la libertad<br />

misma.<br />

De haber pretendido afiliarse Isabel a tal a tal otra comunión de la religión protestante,<br />

hubieran cerrado los ojos. Pero que ella se atreviera a pretender hacerse católica, es decir a<br />

abrazar la fe romana, y a colocarse abiertamente del lado de los papistas, aquello era<br />

inconcebible. Nos es difícil, en verdad, imaginar, en nuestro siglo XX, sobre todo después del<br />

Concilio ecuménico, lo que podía representar en 1804 tal comportamiento.<br />

Los que tienen para con la joven mujer una amistad real estiman deber suyo retenerla con<br />

todas sus fuerzas, cual se detiene al borde del abismo al insensato que parece a punto de<br />

precipitarse. Otros, más preocupados de su propia reputación, temen por encima de todo el<br />

deshonor que, en cierta manera, salpicará a la familia entera y el nombre hasta entonces<br />

tan orgullosamente llevado por los Seton. Se encuentran, entre las relaciones de la Sra.<br />

Seton, personas bien intencionadas para proponerle cándidamente un compromiso. Que si<br />

ella ya no se siente a gusto en la comunión episcopaliana, pero... ¡sólo tiene la perplejidad<br />

de la elección! Con fecha del 19 de julio, Isabel expone la situación, no sin una puntada de<br />

humor:<br />

Hoy he recibido una nota muy afectuosa del Sr. Hobart -escribe ella a Amabilia Filicchi-. Es en<br />

realidad al día siguiente de la muerte de Rebeca, lo que no impide al pastor de la Trinidad<br />

entrar ya en lo vivo del tema. Me pregunta cómo puedo pensar en dejar jamás la Iglesia en<br />

la que he sido bautizada. A pesar de que lo que él puede decirme tenga peso, por el hecho de<br />

la predilección que tengo por él, del respeto que le profeso y que apenas podría tener frente<br />

a otro fuera de él, esa pregunta no obstante me ha hecho sonreír. Es en realidad como si se<br />

llegara a decir que allí donde ha nacido un niño, allí donde le ponen su padres él encontrará<br />

necesariamente la verdad.<br />

El no oye las invitaciones graciosas que se me dirigen todos los días, desde que estoy en mi<br />

nuevo «hogarcito» y que viejas amigas vienen a visitarme... Así una de las mujeres más<br />

excelentes que yo he conocido jamás y que forma parte de la Iglesia de Escocia,<br />

encontrándome indecisa respecto al tema tan importan-le de la verdadera fe, me dijo:<br />

-¡Oh, te lo suplico, querida alma, ven a oír a nuestro pastor J. Manson. estoy segura de que<br />

serás de las nuestras!<br />

Un poco más tarde viene otra de ellas que forma parte de la Sociedad de Cuáqueros. Ella<br />

también busca ingenuamente atraerme:<br />

-¡Betty, te lo aseguro, lo mejor para ti es que vengas con nosotras!<br />

122


Y mi vieja y fiel amiga que forma parte de la Asociación de los Anabaptistas, me confía con<br />

lágrimas en los ojos:<br />

-¡Oh, si pudieras ser regenerada, si pudieras conocer experiencias como las nuestras y gozar<br />

con nosotras de nuestro celestial banquete!<br />

¡Ni hasta la vieja María (la buena sirvienta de los Seton), metodista, deja de gemir<br />

meditando -como dice ella- sobre mi alma descarriada, ya que no estoy todavía convencida!<br />

Todo esto que es divertido por fuera, resulta tan dolorosamente triste, en el fondo. ¿Por<br />

qué esa lamentable disgregación del rebaño de Cristo, cuando su propio deseo es que no<br />

haya más que un solo rebaño y un solo redil?<br />

¡Oh, Padre mío y Dios mío -concluye Isabel- todo eso no arreglará mi propio problema! Tu<br />

palabra es verdad, sin contradicción ninguna, dondequiera que se encuentre. Una sola fe,<br />

una sola esperanza, un solo bautismo, he ahí lo que yo busco, dondequiera que se encuentre.<br />

Pienso a menudo que mis pecados, mis miserias ponen una pantalla a la luz; sin embargo me<br />

agarraré y me asiré a Dios hasta mi último suspiro, pidiéndole la luz, como una mendiga, y<br />

no cambiaré antes de encontrarle.<br />

¿Ha tomado en seria el Rvdo. Hobart la determinación de su parroquiana cuya noticia es el<br />

tema único al presente de las conversaciones de los salones neoyorquinos? ¿Es en él su<br />

nota, muy afectuosa, del 19 de julio la expresión de una sincera conmiseración por su parte?<br />

¿Es diplomacia para hacer volver lo más rápidamente a la tránsfuga? Sea de ello lo que<br />

fuere, el pastor no va a tardar en separarse de su actitud cortés, si no comprensiva. El está<br />

persuadido, a priori, de que su dialéctica impecable logrará cambiar pronto el espíritu de la<br />

Sra. Seton. Antonio Filicchi que debe permanecer todavía en Nueva York o en sus alrededores<br />

puso en las manos de Isabel, a partir de junio, el libro del católico Roberto Manning:<br />

«La conversión de Inglaterra y la Reforma comparada» que había obtenido para ella del Sr.<br />

Mateo O'Brien, párroco de la parroquia católica de San Pedro. Por su lado, Enrique Hobart la<br />

compromete a leer «Los Comentarios sobre los Profetas», escritos por Tomás Newton,<br />

miembro de la Iglesia protestante. Las dos obras, evidentemente, sosteniendo unas tesis<br />

opuestas, se contradicen formalmente. Y nada tiene de sorprendente que la lectura<br />

alternada de los dos autores haya arrojado pronto la confusión en el espíritu de Isabel. Ella,<br />

no obstante, cree deber suyo leer lealmente ambos libros, como ha estimado más sincero<br />

aceptar las discusiones con Enrique Hobart. En realidad, es posible que no estuviera en<br />

causa tan sólo, en ese modo de actuar, la lealtad y la prudencia. ¿No la ha empujado, sin<br />

saberlo ella, a una serie de conversaciones de donde corre el riesgo de surgir la duda y la<br />

confusión, más bien que la luz, su afecto, que no ha muerto, frente al joven y brillante<br />

pastor?<br />

Ante una resistencia que no había previsto, seguro como estaba de su fuerza de persuasión,<br />

jamás quebrantada hasta entonces, Hobart pasará rápido de la defensa al ataque.<br />

Turbada en lo más profundo de ella misma, desgarrada por argumentos contradictorios, la<br />

joven mujer termina por escuchar el consejo de Antonio Filicchi: envía a Mons. Carroll la<br />

carta que escribió para él Felipe en el mes de febrero.<br />

Con toda sencillez, le manda adjunta la relación de las dudas y perplejidades que la asaltan<br />

al presente. En la casita donde los cinco hijos, inconscientes todavía del drama que se<br />

desarrolla en el alma de su madre, la rodean con sus canciones, con sus risas, con sus gritos,<br />

Isabel redacta, a fines de julio, una especie de memoria destinada al primer obispo de los<br />

Estados Unidos, sin prever el cariz que iban a tomar en lo sucesivo las relaciones que se<br />

inician aquel día entre ellos.<br />

123


La carta adjunta del Sr. Filicchi le hará conocer el motivo que me impulsa a tomarme la<br />

libertad de dirigirme a Vd. En verdad, él ha venido en mi ayuda con mucha bondad,<br />

buscando hacer la luz en mi espíritu... Isabel no oculta en absoluto la primera consecuencia<br />

de aquella intervención: el pensamiento de que yo podía estar en el error y encontrarme en<br />

una Iglesia fundada en el error hizo estremecerse a mi alma y decidí hacer todas las<br />

indagaciones posibles para dilucidar la cuestión. Los libros que él me puso entre las manos<br />

me han conducido a esta conclusión: la Iglesia protestante episcopaliana está fundada<br />

únicamente sobre los principios de Lutero y sobre sus pasiones y, por este hecho, está separada<br />

de la Iglesia fundada por Nuestro Señor y sus apóstoles, y por consiguiente, entre ellos,<br />

los apóstoles y los ministros episcopalianos no había verdadera sucesión.<br />

Afligida como estaba pensando que me encontraba así alejada de la verdad he resuelto<br />

dejar la comunión de ellos y unirme a la suya: tal fue el ardiente deseo de mi alma, que,<br />

habituada como está a poner su confianza totalmente en la gracia divina, no tuvo ninguna<br />

dificultad en dejarse convencer sobre los puntos en que hay divergencia entre ambas<br />

confesiones, cuando me persuadí, de una vez por todas, de que esa Iglesia, la suya, es la<br />

verdadera Iglesia. Tales fueron mis sentimientos hasta mi arribo a Nueva York...<br />

Ha creído, no obstante, por deferencia y delicadeza frente aquellos de quienes había<br />

recibido su primera formación religiosa, deber exponer a sus pastores y amigos sus propias<br />

objeciones. Obrando así, seguía el consejo mismo de Antonio Filicchi. Persuadida, por lo<br />

demás, de que, sin duda alguna posible, estaba demostrado que la sucesión que venía de los<br />

apóstoles se encontraba realmente rota en la Iglesia Reformada, desde las actuaciones de<br />

Lutero, hubiera sido -pensaba ella- una mezquina falta de sinceridad dejar a los pastores de<br />

su antigua comunión alguna esperanza de verla volverse de la determinación que había<br />

tomado.<br />

En suma, ella se creía tan segura de encontrarse desde entonces sobre la roca<br />

inquebrantable de Pedro que no temía afrontar la tempestad. Esa roca misma le parecía<br />

ahora vacilar. Con gran asombro mío, ellos, esos pastores episcopalianos, me han hecho la<br />

afirmación más formal de que he sido inducida a error en ese punto preciso.<br />

Y ahí está ciertamente para ella la piedra de escándalo. Ella insiste: si se hubiera tratado de<br />

otro punto de doctrina donde las dos Iglesias se encuentran en contradicción, el dogma de<br />

la transubstanciación, por ejemplo, ella no hubiese quedado perturbada. Era muy de<br />

esperarse encontrar divergencias, oposiciones incluso, entre dos partidos que se enfrentan.<br />

Pero -prosigue ella- ante los testimonios perentorios que me proporciona el clero de la<br />

Iglesia protestante episcopaliana, probando que constituyen una verdadera Iglesia,<br />

reconozca que el fundamento mismo de mis principios de cara a la Iglesia católica se<br />

encuentra destruido y ya no puedo ver la necesidad que podía imponérseme de cambiar de<br />

religión.<br />

Cualesquiera que hayan sido esas pruebas perentorias que el Rev. Hobaa ha puesto ante los<br />

ojos de Isabel, y que ella es incapaz actualmente de refutar, la nitidez con que ella expone<br />

su problema no ha podido sino impresionar al Obispo de Baltimore. Una vez planteado el<br />

problema, falta mucho sin embarga para que ella logre encontrar la paz y la certidumbre<br />

deseadas. Si las argucias del pastor han sumergido su espíritu en las tinieblas, su corazón no<br />

puede decidirse a negar las experiencias íntimas que tuvo en Toscana. Frente a tales<br />

experiencias, argumentos intelectuales, dialéctica, discusiones, parecen perder su consistencia.<br />

Es más: la conclusión lógica de su razonamiento, que ella ha estimado objetiva, hace<br />

saltar el problema al terreno mismo de la vida.<br />

124


Es necesario hacerle saber -prosigue la carta- que he experimentado esta situación mía de la<br />

manera más espantosa. Porque soy madre, y madre de cinco hijos, que no tienen más que a<br />

mí, he llevado infaliblemente mi causa ante Dios con ardor, y puedo decir con todo rigor que<br />

ante El la llevo incesantemente, pues tal ha sido el único y supremo deseo de mi alma:<br />

conocer la verdad. Yo sé bien -añade ella, y se ve aparecer una vez más en estas líneas su<br />

formación calvinista- yo sé bien que sin hablar de los errores que son efecto de una naturaleza<br />

corrompida, he añadido muchos pecados a la cuenta que El tiene conmigo. Sí,<br />

verdaderamente, me ha ocurrido a menudo, en medio de las luchas de mi alma, pensar que<br />

bien podía ser que fuera abandonada de El y ello sería justicia; pero me atrevía a implorar su<br />

misericordia hacia la que desea por encima de todo contentarle y cuya mayor aflicción es de<br />

haberle ofendido. Sí, verdaderamente, toda otra aflicción en comparación de ésta, me<br />

resulta alegría, y entre las numerosas y duras pruebas que ha sido de su agrado enviarme,<br />

tan sólo temo una única cosa, un único mal: perder su favor.<br />

La exposición que acaba de hacer -explica ella también a Mons. Carroll responde al desea de<br />

Antonio Filicchi. Ella -concluye- ha prometido diferir todo otro paso hasta el momento que<br />

le llegue la respuesta del Obispo de Balti - more. Y añade estas palabras de una<br />

conmovedora sinceridad:<br />

Debo suplicarle considere que mi situación actual, que me tiene separada de toda comunión,<br />

es casi más de lo que yo puedo soportar, y que será por su parte un acto de la mayor caridad<br />

hacerme llegar su parecer tan rápidamente como se lo permita su tiempo.<br />

Terminada la carta es remitida a Antonio Filicchi. En el sobre que contiene ya las páginas<br />

escritas en Liorna par su hermano, quiere él también añadir unas líneas, insistentes, pues ve<br />

el drama que se desarrolla en el corazón de la joven mujer, y sufre por ello. Los claros<br />

dictámenes del obispo son esperados con una verdadera ansiedad. El asunto es de<br />

importancia. Ciertamente, Mons. Carroll, mejor que cualquiera, es capaz de darse cuenta de<br />

ello, y tendrá a bien dar una respuesta directa e irrefutable a los argumentos y a las<br />

afirmaciones de aquellos ministros protestantes que acaban de arrasar por completo la<br />

exposición tan sólidamente construida, sin embargo, que Felipe había redactado, en Liorna,<br />

con el P Pecci, destinada a la Sra. Seton.<br />

Al mismo tiempo, quizás el mismo día, Antonio escribe, por otra parte, a Isabel. Su carta<br />

está fechada el día 26 de julio. Yo he estado siempre dispuesto -afirma él comenzando- y lo<br />

estaré siempre a hacerle justicia ante cualquiera -incluso ante San Pedro cuyo primado<br />

parece que se ha logrado decididamente haceros negar- por la sinceridad de su corazón en<br />

la decisión que debe tomar respecto a su religión. El está dispuesto a hacerle justicia, pero al<br />

mismo tiempo le parece ver, claro como el día, que Isabel se deja influenciar excesivamente<br />

por el terror infinito que le inspiran sus amigos protestantes.<br />

Hobart ha obtenido de Isabel que se deje de toda discusión en adelante, bajo el pretexto<br />

sobre todo de que la Iglesia católica prohíbe proseguir indagaciones y exige de sus<br />

miembros una fe ciega. Es cosa inaudita -protesta Antonio- que sus amigos que se<br />

complacen por encima de todo en el libre examen, la razón individual, pretendan ahora que<br />

sea para usted un deber sagrado rehusar todo examen. He ahí -concluye él- lo que supera mi<br />

comprensión. Luego, apela a las, experiencias que tuvo ella, hace tan poco tiempo, en<br />

Toscana. ¿No había encontrado la paz allí?<br />

La paz que saboreó en Toscana... ¡Ay, ciertamente, cuánto deseaba recobrarla! Hay ahora<br />

en la vida de todos los días una triste flojedad que jamás había experimentado hasta aquí -<br />

confiará ella un mes más tarde a Amabilia Filicchi, en una carta fechada el 28 de agosto de<br />

1804. La presencia de sus hijos, sentados en torno a la mesa donde hacen sus deberes<br />

125


escolares, o bien escuchando por la noche, junto a la chimenea, las historias que ella les<br />

cuenta, solo le hacen olvidar un poco, por momentos, ese abatimiento. Debe de ser -dice<br />

ella- a causa de «una aplicación continua» a la lectura de todos esos libros que se le han<br />

dado a leer y que, ahora, la confunden más que la esclarecen. Ninguna escapatoria para ella<br />

desde ahora frente a los problemas más misteriosos y más terribles. Ella está demasiado<br />

familiarizada, sin duda, con los textos paulinos para no haber tomado conciencia, más de<br />

una vez, de que la voluntad divina es salvar a todos los hombres por Cristo y en Cristo. Pero<br />

¿quién no ve la arbitrariedad que puede aportar dentro de los textos escriturísticos mismos<br />

la libre interpretación, personal e individual, reivindicada por la Reforma de Lutero?<br />

Yo había pensado siempre -confiesa ella a Amabilia- que todos los que tenían una buena<br />

intención se salvarían. Mi alma está toda en zozobra de ver que los protestantes -recogiendo<br />

en esto la austeridad, la severidad de vuestros principios (así es como yo los juzgaba) vean<br />

las cosas tan diferentemente de como yo me lo imaginaba, ahora que he visto que ese libro<br />

de Newton (los COMENTARIOS SOBRE Los PROFETAS) tan apreciado por los protestantes-<br />

envía a todos los partidarios del Papa al abismo sin fondo. Parece, según sus cálculos, que<br />

desde los tiempos de los apóstoles la mayor parte del género humano ya se encuentra allí,<br />

en todo caso.<br />

Contra tal deducción, el corazón de Isabel se rebela. No, Dios no puede condenar<br />

alegremente a unos seres humanos cuya única falta sería, finalmente, haber nacido en un<br />

país donde domina el error. ¿Cómo los Felicchi, tan atentos a poner en práctica el gran<br />

mandamiento del Maestro, a ofrecerle diariamente sus sacrificios, su trabajo, sus penas y su<br />

amor, iban a estar predestinados a las llamas eternas por esa única razón de considerar al<br />

Papa como el sucesor de San Pedro y el Vicario de Jesucristo? Semejante cosa es<br />

impensable. Entre los católicos que ella conoció en Italia y los que pretenden describir los<br />

libros que se le han hecho leer, sea que se titulen: «Adorador de imágenes» u «Hombre de<br />

pecado», la diferencia es tal que, al fin, sobre ese tema al menos -dice ella su espíritu está<br />

sosegado. ¡He conocido tan bien, Amabilia, lo que vosotros adoráis! Y con todo, queda en mi<br />

corazón una impresión tan triste, tan penosa que está por ello en la turbación y en la<br />

oscuridad. Así que recito los salmos penitenciales, y si no es con el espíritu del Profeta rey, lo<br />

es al menos con sus lágrimas.<br />

De esas lágrimas, de esa prueba, Isabel no hace misterio. Es bueno poder decir toda su pena<br />

a una amiga. Pero, bruscamente, ella se recobra, como siempre. Ella llora, sí, pero<br />

guardando tal confianza en Dios que le parece -osa afirmar ella- que jamás, en ningún<br />

momento de su vida, ha sido El tan verdaderamente mi Padre y mi Todo.<br />

Una sonrisa radiante en medio de la noche obscura en que debe caminar por dos meses<br />

todavía esta verdadera amante de Dios: la de sus hijos y la transparente limpidez de la vida<br />

espiritual de Anina. La niña, que anda por sus 10 años, no se preocupa mucho de problemas<br />

de exégesis o de apologética. Su alma que, en Liorna se abría como naturalmente -<br />

osaríamos decir- en plena sobrenatural, continúa aspirando con todas sus fuerzas a la plena<br />

verdad. En una página de los Dear Remembrances, Isabel nos ha dejado un boceto de<br />

sorprendente frescor:<br />

...AHORA mi entrada con mis prendas queridas en nuestra querida y humilde pequeña<br />

morada... su amor, querido, tierno, perdido para con su propia madre... Mi Ana, mi<br />

Guillermo, mi Ricardo, mi Kit y mi deliciosa Bec, todavía en este momento con qué dicha<br />

evoco las horas de ternura en torno a nuestra humilde mesa o al piano, nuestras historias<br />

de cada velada, las canciones llenas de vida, y las mil delicadezas después de las lecciones y<br />

del trabajo de la jornada, cuando cada uno prestaba su ayuda a su madre querida.<br />

126


---Nuestro primer «Dios te salve, María» en nuestra salita de oración, la noche en que Nina<br />

decía: Oh Ma, digamos Dios te salve, María; digámoslo, Ma, -decía Willy; y Dios te salve,<br />

María, dijimos todos, mientras la pequeña Bec miraba mi cara para coger las palabras que<br />

ella no sabía pronunciar sino de una manera que les habría hecho reir a todos si las lágrimas<br />

de su madre no hubieran retenido su atención --- Después de haber contado ya la anécdota<br />

para Amabilia, con fecha del 28 de agosto de 1804, Isabel añade:<br />

Sí, yo pregunto a mi Salvador por qué no íbamos a decirle el «Dios te salve, María». Si hay<br />

alguien en el cielo, allí tiene que estar su Madre. O ¿es que los ángeles, que se representan<br />

tan a menudo como interesados por nosotros en tierra, son más compasivos o más elevados<br />

que ella? ¡Oh, no, no! ¡María, nuestra Madre, eso es imposible! Así, yo le suplico con la<br />

confianza y ternura de la que es su hija, que tenga piedad de nosotros y nos conduzca a la<br />

verdadera fe, si no estamos en ella. Yo sé bien que si Dios me abandonara a mí misma, El<br />

estaría en su derecho, después de todos mis pecados. Desde que leo todos esos libros, mi<br />

espíritu está desorientado del todo con el pensamiento del pequeño número de los que se<br />

salvan (según lo que allí está escrito); así que beso la imagen (de la Virgen) que usted me<br />

dio, y le suplico que sea para mí mi madre.<br />

De la misma época data esta afirmación, no menos preciosa: Instruyo a mis hijos en la<br />

religión católica, sin dar ningún paso decisivo, y es mi gran consuelo refugiarme con la<br />

imaginación en una iglesia católica.<br />

15.- A LA HORA DE MEDIANOCHE<br />

Al oírlo, soy presa de dolores,<br />

cual dolores de parturienta;<br />

pasmada estoy y espantada, al verlo.<br />

Pierdo el sentido,<br />

me estremezco de terror.<br />

El crepúsculo anhelado<br />

se me torna en pesadilla.<br />

Is 21, 3<br />

Después de unas semanas de retraso, debido a una ausencia momentánea del obispo de<br />

Baltimore, llega, al fin, a Nueva York, su respuesta, el 22 de agosto de 1804. Antonio Filicchi<br />

tiene justamente el tiempo de comunicárselo a Isabel antes de su salida para Boston, donde<br />

le reclaman sus negocios.<br />

A la semana siguiente, la joven mujer le hace partícipe del reconocimiento y de la alegría<br />

con que ha recibido la carta de Mons. Carroll. ¿Qué contenía exactamente esa carta que ha<br />

desaparecido? Nada, seguramente, que pretendiera ejercer cualquier presión sobre la que<br />

había solicitado su consejo. De rodillas, imploro a Dios que me esclarezca para ver la verdad<br />

en la que ya no pueda mezclarse ni duda, ni vacilación -explica ella a Antonio-. Cada día,<br />

vuelve a leer en el Evangelio las promesas de Cristo a Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta<br />

piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Cada día, medita el admirable capítulo VI de san<br />

Juan: «En verdad, os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su<br />

sangre no tendréis vida en vosotros... Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en<br />

mí, y yo en él. Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre,<br />

también el que me coma vivirá por mí... ».<br />

127


Y luego -prosigue ella- pregunto a Dios si es posible que yo le ofenda creyendo esas palabras<br />

que son formales. Ella lee igualmente a su querido san Francisco de Sales. Y me pregunto:<br />

¿es posible que yo ose pensar de otra manera de la que él piensa, o que yo busque el cielo de<br />

modo diferente al suyo? He leído su REFORMA DE INGLATERRA y encuentro su<br />

testimonio demasiado concluyente para admitir réplica alguna.<br />

Y, a pesar de todo, no es para ella todavía el momento de dar el paso decisivo. Dios no me<br />

abandonará, Antonio -concluye ella-. Yo sé que El me integrará en su rebaño. Bien que mi fe<br />

no sea bastante firme, estoy cierta de que Él no decepcionará mi esperanza, la cual está<br />

afincada en su propia palabra: «No despreciará el corazón quebrantado y humillado» un<br />

corazón que miraría todas las pérdidas del mundo como las mayores ganancias, dado que<br />

obtenga la dicha de contentarle».<br />

«Me hice perdidiza y fui ganada», canta el «Cántico espiritual» de san Juan de la Cruz. «Tal<br />

es el que anda enamorado de Dios, que no pretende ganancia ni premio, sino sólo perderlo<br />

todo y a sí mismo en su voluntad por Dios, y ésa tiene por su ganancia... »<br />

Así Isabel prosigue su búsqueda, aventurada en la noche por Aquél cuyas huellas le parece a<br />

veces haber perdido. Ella confiesa a Antonio el 2 de septiembre: Se presentarán todavía a<br />

mi espíritu cosas espantosas que le perturben y que quebranten mi fe. Aún cuando Dios es<br />

bastante bueno para darme la certeza más completa de que por el nombre de Jesús mis<br />

oraciones han de ser, finalmente, escuchadas, resta que al presente hay ante mi camino una<br />

nube que me envuelve, en tanto que ya no ceso de preguntarle cuál es la ruta verdadera... Sí,<br />

verdaderamente, cuando el recuerdo de mis pecados y de mi falta de santidad de cara a Dios<br />

viene a herir mi memoria, imponiéndose a ella con toda su fuerza, yo me pregunto tan sólo<br />

cómo poder esperar de El un tan grande favor: la luz de su verdad, antes que el<br />

arrepentimiento de mi vida pasada incline su misericordia llena de piedad a concedérmela.<br />

«La divina purgación» -explica también san Juan de la Cruz- «anda removiendo todos los<br />

malos y viciosos humores que por estar ellos muy arraigados y asentados en el alma, no los<br />

echaba ella de ver..., se los pone al ojo y los ve tan claramente, alumbrada por esta obscura<br />

luz de divina contemplación (aunque no es peor que antes ni en sí ni para con Dios); como<br />

ve en sí lo que antes no veía, parécele claro que está tal, que no sólo no está para que Dios<br />

la vea, mas que está para que la aborrezca y que ya la tiene aborrecida».<br />

Con una intuición muy segura, Isabel persiste en volverse hacia la Madre de Dios como hacia<br />

la que es más capaz de guiarla en plenas tinieblas. Es la Natividad de la Virgen bendita -<br />

escribe a Antonio el 8 de septiembre- y he tratado de santificar este día, suplicando a Dios<br />

que mire a mi alma -«para Dios, dice santo Tomás de Aquino, mirar es amar»- y que vea con<br />

qué alegría besaría sus pies, por ser Ella su Madre. Sí, ella querría testimoniar a Nuestra<br />

Señora todo su respeto, todo su amor, si tan sólo pudiera hacerlo con la libertad de espíritu<br />

que supondría el conocimiento de su voluntad.<br />

Pero ella no está todavía al cabo de la noche. Acaba de tener con Enrique Hobart «una<br />

discusión de las más penosas». Ella hubiera querido mostrar al ministro protestante la carta<br />

del obispo católico. Hubiera deseado entablar un diálogo, leal y sosegada. El amor propio<br />

herido del Rev. Hobart aparece esta vez bajo los argumentos carentes de fundamento que<br />

él acumula con un tono de desprecio. El estaba en el límite de su paciencia -constata Isabel-.<br />

El dijo: «La Iglesia (católica) está corrompida. Nosotros hemos vuelto a la doctrina<br />

primitiva...». Su visita fue breve y dolorosa de una y otra parte. Que Dios me conduzca, pues<br />

creo que es vano esperar un auxilio que viniera de otro que El.<br />

Cuatro días más tarde, nuevo grito de aflicción: ¡Oh Antonio! ¿Cuándo va a ser mi alma<br />

digna de ser escuchada? ¿Cuándo en efecto logrará encontrar esa libertad de espíritu que<br />

128


sólo puede darle la luz de la verdad? Cada vez más, su alma está como aplastada por un<br />

peso enorme y obscuro, sufriendo hasta le agonía, a tal punto que morir le parecería un<br />

alivio preferible a tan grandes penas. ¿Cuándo, pues, -gime ella el 19 de septiembre-<br />

cuándo, pues, mi oscuridad se tornará en claridad? Tal es la oración que repite sin cesar a<br />

Dios, pues verdaderamente parecería -explica ella- que el espíritu maligno ha tomado lugar<br />

tan cerca de mi alma que nada bueno puede penetrar en ella sin estar mezclado con sus<br />

sugestiones. He leído en san Agustín que «donde él despliega la mayor actividad, donde los<br />

obstáculos en el servicio de Dios parecen más grandes, ¡allí hay lugar para creer que el éxito<br />

será más brillante!». La esperanza de ese éxito brillante es toda mi confortación, pues, en<br />

verdad, mi alma está a veces tan probada que está a punto de zozobrar.<br />

Esta mañana me prosterné rostro en tierra ante Dios. Apelé a El como a mi justo juez, para<br />

que me hiciera conocer si era la dureza de mi corazón o la falta de buena voluntad por<br />

instruirme, u otros motivos humanos lo que hace de pan talla entre yo y la verdad... Sí, sería<br />

dichosa de morir por su santa verdad, si eso hubiera de contentarle... Ni hasta el recuerdo de<br />

los consuelos experimentados en Liorna deja de levantar en su alma una nueva tempestad.<br />

No le queda ya entonces sino reclamar gracia de nuevo para una pecadora, implorar a Dios<br />

para que su compasión, que es manantial de luz, de vida y de verdad, esclarezca mis ojos a<br />

fin de que no me duerma en la muerte, la muerte del pecado y del error de la que me<br />

esfuerzo en escapar con toda la energía de mi alma.<br />

«... Grande compasión conviene tener -dice san Juan de la Cruz- al alma que Dios pone en<br />

esta tempestuosa y horrenda noche».<br />

Isabel querría explicar a Antonio cómo trata de caminar a tientas en esa noche terrible.<br />

Después de leer la vida de Santa María Magdalena ha querido apartarse de todos los<br />

consejos contradictorios y tomar lúcidamente una decisión: la de entrar en esa Iglesia que<br />

tiene, al menos, la multitud de las gentes sabias y buenas de su lado. Entonces se ha puesto<br />

a examinar cuáles eran los primeros pasos que debía dar y ha concluido: Dar esos primeros<br />

pasos ¿no es afirmar que a reo en todo lo que ha sido enseñado por el Concilio de Trento?<br />

Pero si es así, ella no se considera con derecho de dar ese paso sin faltar a la lealtad, desde<br />

el momento que se siente incapaz de conceder a la Tradición el valor que ha reconocido<br />

siempre, de manera exclusiva, a la sola Escritura. Y explica su pensamiento: Acuérdese de la<br />

mezcla de verdad y de error que se ha hecho valer a mi espíritu... Todo lo que puedo hacer es<br />

renovar mi promesa de orar incesantemente, de esforzarme por lavar con las lágrimas y la<br />

penitencia los pecados que, temo, ponen obstáculo a mi marcha hacia Dios. Reitero una vez<br />

más, ruegue por mí.<br />

Aplastada en su alma, no sigue enfrentándose menos a todas las tareas domésticas que<br />

pesan al presente sobre ella. Tres de sus hijos tienen la escarlatina y ella se confiesa agotada<br />

físicamente por efecto de la fatiga que de ahí le resulta. Su necesidad de expresarse, por<br />

otra parte, es evidente. Rebeca ya no está allí, para recibir sus confidencias. Con su cuñado<br />

Post, ha tenido, sin duda, una explicación leal, pero, al fin, bastante superficial. Su amiga<br />

Isabel Sadler no comprende absolutamente nada del drama que se desarrolla en el alma de<br />

Betty. Julia Scott se muestra llena de ternura, llena de tacto también, pero difícilmente<br />

puede seguir a Isabel en un camino tan nuevo. Queda Amabilia. ¡Qué importa la distancia, si<br />

el espíritu de ambas se mueve en un dominio idéntico! Una larga carta va, pues, a partir<br />

para Liorna, escrita un domingo de septiembre.<br />

Su Antonio no hubiera quedado muy satisfecho de verme en la iglesia de san Pablo (la<br />

parroquia episcopaliana). Pero Isabel ha creído deber suyo ceder en el plano de las formas<br />

sociales para no envenenar más las cosas con los suyos. Sin embargo -confiesa ella- me puse<br />

129


en un banco de lado, de suerte que me encontraba vuelta hacia la Iglesia católica, que está<br />

en la calle vecina, y veinte veces me sorprendí hablando al Santo Sacramento allí, en lugar<br />

de mirar, donde me encontraba, al altar desnudo y de escuchar la rutina de las oraciones.<br />

Muchas lágrimas y suspiros tan profundos y silenciosos como cuando, por primera vez, entré<br />

en vuestra iglesia de la Anunciación en Florencia, reduciéndose todo al solo deseo, único, de<br />

discernir cuál era el camino más agradable a Dios, cualquiera que fuese ese camino.<br />

Las objeciones pueriles que le puso Enrique Hobart, y que ella no ha osado, quizás, explicitar<br />

en su carta a Antonio, las reanuda aquí con Amabilia: El Sr. Hobart dice: ¿Cómo puede usted<br />

creer que hay tantos dioses como hay millares de altares y docenas de millares de santas<br />

hostias sobre la tierra? Pero ella es ciertamente demasiado fina para no sentir la vaciedad<br />

de semejante argucia. De nuevo, no pude sino reirme de sus serias palabras. ¿No ha<br />

reflexionado ella, meditado sobre la cuestión? Y es para llegar a una conclusión de buen<br />

sentido: Es Dios quien lo hace, el mismo Dios que alimentó a tantos miles de personas con<br />

los panecillos de cebada y los pececillos, multiplicándolos, claro está, en las manos de<br />

quienes los distribuían. Y eso es lo que menos me estorba del mundo. Dirijo la mirada<br />

derechamente hacia mi Dios, y veo que no hay nada muy difícil de creer en eso, ya que es El<br />

quien lo hace. Hace unos años leí esto en un viejo libro: «Decir que algo es un misterio, y que<br />

uno no lo comprende, no es hablar contra el misterio mismo; es reconocer simplemente los<br />

límites de nuestra inteligencia que no comprende una cantidad de cosas que se han de tener,<br />

sin embargo, por verdaderas».<br />

Así va ella, sacando juiciosas deducciones: Creer en la presencia real de Dios en el Santo<br />

Sacramento, creer que se ha hecho en él el alimento de los que somos peregrinos en la<br />

tierra, como el maná lo fue de los israelitas en el desierto, es con seguridad un motivo de<br />

alegría profunda y de consolación. En consecuencia, si este punto de doctrina es tan sólo<br />

una invención de los hombres y de los sacerdotes -como dicen aquí- entonces Dios estaría<br />

menos deseoso de darnos esa dicha que lo están esos impostores.<br />

Cosa digna de notarse, Isabel repite casi con las mismas expresiones el razonamiento del<br />

Cura de Ars: «Lo que el hombre no hubiera podido imaginar lo ha hecho Dios. ¿Hubiéramos<br />

osado jamás decir a Dios que hiciese morir a su Hijo por nosotros, que nos diese a comer su<br />

carne y a beber su sangre? Si todo eso no fuera verdad, el hombre habría podido entonces<br />

imaginar cosas que Dios no puede hacer, sería ir más lejos que Dios en las invenciones de<br />

amor. No es posible». Refiriéndose siempre a la Santa Eucaristía, Isabel prosigue: El no nos<br />

amaría tampoco, a nosotros los hijos de la Redención, a nosotros que hemos sido rescatados<br />

por la Sangre preciosa de su Hijo bienamado, tanto como amó a los hijos de la Antigua Ley.<br />

Tal sería, en realidad, la conclusión lógica del razonamiento, ya que, a nosotros, no nos<br />

dejaría más que los muros desnudos de nuestras iglesias con unos altares desmantelados,<br />

sin que se encuentre allí el Arca que habitaba su presencia, sin que se encuentre allí ninguna<br />

de las prendas preciosas de su solicitud por nosotros, lo que, sin embargo, daba a los de la<br />

Antigua Alianza. Se me dice aquí que debo adorarle ahora en espíritu y en verdad, pero mi<br />

pobre espíritu tiene necesidad de algo para fijar su atención, si no se duerme o vagabundea.<br />

A decir verdad, queridísima Amabilia, creo experimentar una unión de corazón y de alma con<br />

El ante una estampa que encontré, hace unos años, en la cartera de mi padre, más de lo que<br />

la experimento en el... La palabra «templo» está ciertamente en su pensamiento. Ella no se<br />

atreve a escribirla, tira una línea y prosigue: Pero iba a decir una tontería ¡Como si la verdad<br />

dependiera de los que nos rodean, o del sitio donde nos encontramos!<br />

Lo que puedo decir solamente es que deseo con fuerza y que quiero adorar a nuestro Dios en<br />

verdad. Si no os hubiera encontrado a vosotros, los católicos, y no obstante hubiera leído los<br />

130


libros que me he prestado el Sr. Hobart, esa lectura habría sido suficiente para suscitar en mi<br />

espíritu las dudas y las incertidumbres por centenares.<br />

La confesión es de importancia. Ningún compromiso contentará jamás a Isabel, en cualquier<br />

dominio que sea. Desde el instante en que no está segura de poseerla verdad total, ya no<br />

tendrá descanso hasta haber logrado por fin encontrarla. ¡Qué importa al fin la dureza del<br />

camino en que se ha aventurado, qué importa la opacidad de la noche que ha de atravesar,<br />

si, al cabo de la noche, ella encuentra la verdad, la luz y a su Dios! Pues El sabe que una<br />

única coca impulsa a mi alma: el deseo de contentarle, a El solo, de acercarme del todo a El,<br />

en esta vida y en la otra. «Pondus meum, amor meus» -decía san Agustín-: «¡El peso que me<br />

lleva es mi amor!». Igualmente -Isabel está de ello segura-su Dios a quien ella busca<br />

ardiendo en un amor pleno de angustia, no puede engañarla. Por eso, a la hora de<br />

medianoche -¿se trata de la noche en que la tienen despierta los accesos de tos de sus hijos<br />

enfermos, se trata de la noche obscura en que su alma camina?; de las dos a la vez, sin<br />

duda-, a la hora de media noche, créame, a menudo, en medio de mis lágrimas y de mi<br />

aflicción, lanzo mis ojos sobre la pared, frente a mí, persuadida de que su dedo escribiría<br />

antes sobre esa pared, como se refiere en el libro de Daniel (V), antes que abandonar a su<br />

pobre criatura.<br />

No, Dios no la abandona. Su deseo -ha dicho ella- es de acercarse del todo a El. El escucha su<br />

oración, dejándole avanzar justamente en eso que le parece a ella opaca obscuridad, y que<br />

es, en realidad, el camino de la luz.<br />

Mi pobre alma -confía ella también a Antonio, el 27 de septiembre- está de día en día más<br />

indecisa y más embarazada, no porque ella descuide sus oraciones, sus súplicas hacia Dios,<br />

las cuales más bien se han redoblado, por el contrario, sino que es como un pájaro que se<br />

debate en una red, incapaz de escapar a sus miedos y a sus terrores. Este mediodía, después<br />

de enviar los niños a jugar, fui a arrodillarme en mi pequeña habitación para examinar lo<br />

que debía hacer... ¿Debía leer de nuevo los libros del Sr. Hobart? Mi corazón se rebelaba,<br />

pues sé que ALLÍ están todas las «negras acusaciones», y el conjunto que ellas forman es<br />

un tormento demasiado vivo para mi alma. ¿Debía volver a tomar aquéllos - donde se<br />

expone la doctrina católica, bien que cada una de sus páginas me sea familiar hasta el punto<br />

de sabérmelas de memoria? Ella ya no sabe verdaderamente qué debe hacer, si no es orar.<br />

La oración, en todo tiempo, en todas partes, tal es mi único refugio... He orado, y oro de tal<br />

manera que cada uno de mis pensamientos me parece ser una oración. Cuando me desvelo,<br />

después de un breve momento de sueño, tengo la impresión de haber seguido orando.<br />

Orar, llorar también. Sus ojos están irritados por ello hasta causarle dolor. Entristecidos, los<br />

hijos miran sin comprender el rostro deshecho de su madre. Al menos, la rodean de su<br />

ternura, hacen heroicos esfuerzos por agradarla y llevar una sonrisa a sus labios. Anina<br />

misma se ha superado por la íntima y bienaventurada tortura que presiente en el corazón<br />

de la que, hasta aquí, ha visto tan enérgica frente a las mayores pruebas. Con todo, si Dios<br />

no ha «escrito con su dedo en la pared», ha dejado en el alma de Isabel una certidumbre<br />

que es, al fin, la marca cierta de su propia obra. Dulces son mis lágrimas y dulces mis penas.<br />

Grande es también mi consuelo, ya que si Aquél que es el Manantial todopoderoso de la luz<br />

no me envía su luz bendita, por lo menos no permite que yo permanezca, en mis tinieblas,<br />

satisfecha e indiferente.<br />

En una carta escrita también para Antonio, el 29 de septiembre, fiesta de San Miguel,<br />

cuenta cómo se ha celebrado ese día en el hogar de Isabel. Nada de clase para los pequeños<br />

hoy. Hubiera estado contento de oír sus preguntas respecto al arcángel san Miguel, y con<br />

qué avidez escuchaban el relato de todos los buenos servicios que nos prestan los ángeles, y<br />

131


la historia de san Miguel precipitando del cielo a Lucifer. Cada noche, al fin de la oración, los<br />

cinco se ponen de rodillas ante su madre «para que ella trace sobre cada uno de ellos la<br />

señal de la Cruz». En la tocante a ella, tendría tantas cosas que decir a Antonio, pero<br />

prefiere aguardar a su regreso a Nueva York, para reanudar con él las conversaciones que le<br />

faltan.<br />

Yo podría gritar ahora, como tenía costumbre de ello mi pobre Seton: ¡Antonio! ¡Antonio!<br />

¡Antonio! Pero acallo esa llamada y mi alma se pone a gritar:<br />

¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! Ahí es donde encuentra su reposo y una paz de cielo, ahí donde se<br />

sosiega al oír ese nombre, como se calma mi chiquitina al son de mi mecedora. De ahí que<br />

las fórmulas de oraciones donde sale con frecuencia el nombre de Jesús -dice ella- son su<br />

predilección.<br />

Ella, por otra parte, continúa leyendo, con un interés apasionado, la vida de los santos,<br />

consagrando a esa lectura el poco tiempo de ocio de que dispone, pues allí hay para ella un<br />

verdadero solaz, un alivio cierto para sus penas, un so siego en sus luchas. Cuando leo que<br />

san Agustín estuvo mucho tiempo incierto, vacilando su espíritu entre el error y la verdad, yo<br />

me digo: Ten paciencia, Dios te conducirá ciertamente a su casa, para acabar. Ella no se<br />

cansa de volver a coger los textos de san Francisco de Sales. Ella se siente dichosa en<br />

compañía de los santos. Pera, ¿por qué tiene que encontrarse como separada de ellos?<br />

¡Antonio! ¡Antonio! ¿por qué no puedo convencerme de que vuestra religión es ahora<br />

todavía la religión que era la suya?<br />

Sus dudas, sus luchas íntimas., son para ella misma un impenetrable misterio. Y grita una<br />

vez más su necesidad de amistad, su necesidad de comprensión. Antonio, usted conoce mi<br />

corazón, usted conoce mis sufrimientos, mis penas, mis esperanzas y mis temores. Jonatás<br />

amaba a David como a él mismo; ¡pues bien!, personalmente, si yo fuera su hermano,<br />

Antonio, ¡no le dejaría, ni siquiera por espacio de una hora! A pesar de todo, ella trata de<br />

volverse hacia Dios solo.<br />

Otro motivo de aflicción. La resolución que ha tomado de escribir otra vez a Mons. Carroll,<br />

por consejo de Antonio, ha suscitado entre los suyos nuevas muestras de oposición. Los<br />

protestantes dicen que estoy en estado de tentación; usted, por su lado, claro está, debe<br />

pensar lo mismo. De todos modos, el Todopoderoso es mi socorro, no por lo que soy<br />

personalmente, sino por el nombre de Jesús. Pero vamos, a ver, ¿es posible que haga yo algo<br />

malo en escribir al obispo, siguiendo en esto, por otra parte, la indicación de usted? Al<br />

menos, la carta estará totalmente lista cuando usted vuelva.<br />

Ella recibe por este mismo tiempo largas misivas de Liorna. Felipe Filicchi sigue de lejos el<br />

drama que tanto hubiera querido evitar a la Sra. Seton. Ore -le aconseja él- ore sin cesar,<br />

con ardor, con confianza... Usted no puede pedir sin que se le conceda, no puede llamar y<br />

encontrar siempre ante usted una puerta cerrada. Usted no puede buscar sin que acabe por<br />

encontrar... Evite el laberinto de las controversias: ellas no la harán más juiciosa... ¿Acaso<br />

nuestro Salvador no desea nuestra salvación más de lo que la deseamos nosotros? Su<br />

ansiedad es irrazonable. ¡Ora a su Padre, a su Creador y a su Salvador, y tiembla! ¿No conoce<br />

entonces su bondad? Esos no eran los sentimientos del hijo pródigo o de la<br />

Magdalena. San Pablo, en el camino de Damasco, oye la llamada de Aquél a quien no<br />

conoce todavía: él no se turba. Con calma, le pregunta: ¿Qué quieres que yo haga?<br />

Solamente en la calma y en la tranquilidad podemos hacer el bien; nuestro enemigo se<br />

complace en la turbación, la turbación es su elemento. El sube bien que no puede pescar el<br />

pez en agua clara.<br />

132


¿Está Isabel turbada, en la incertidumbre? Que no cese de orar, pero que ore con calma. Sin<br />

duda hubiere obrado mejor que entablando conversaciones con sus amigos de Nueva York.<br />

Bien parece que, obrando así, ha seguido la prudencia del mundo, esa prudencia que el<br />

Evangelio califica de locura. Sea lo que fuere, la turbación, de dondequiera que venga, es<br />

siempre nociva: Y si usted se turba de estar turbada -afirma Felipe- no encontrará jamás la<br />

paz.<br />

Resulta difícil saber con exactitud a qué ritmo y al cabo de cuántas semanas le llegan esas<br />

cartas de Liorna. Lo que parece cierto es que, a pesar de todo, Isabel avanza, y «avanza con<br />

seguridad», en la obscuridad misma, aún cuando no pueda darse cuenta de ello, tan espesa<br />

es la bruma que la envuelve.<br />

No avanzo, Amabilia -exclama ella, el día de Todos los Santos, 1 de noviembre de 1804-. No<br />

logro hacer inclinar la balanza. Leo cada día a T. Kempis que, dicho sea de paso, era un autor<br />

católico, y, como dice nuestro prólogo protestante, un autor «maravillosamente versado en<br />

. el conocimiento de las Santas Escrituras». Leo mucho también a san Francisco de Sales, tan<br />

ardiente él, para conducir a todos a la Iglesia católica, y me digo: ¿podré yo jamás contentar<br />

a Dios mejor que lo hicieron ellos? Entonces, me arrodillo y le suplico con lágrimas que me<br />

obtenga la fe.<br />

Veo que la fe resulta un don de Dios, que es menester buscar con diligencia, desear con<br />

ardor, y gimo silenciosamente hacia El para obtenerla, ya que nuestro Salvador dice que yo<br />

no puedo llegar a El, si el Padre no me atrae. Así es. Pronto -tengo de ello confianza- esta<br />

tempestad acabará. Hasta qué punto ella es dolorosa y con frecuencia torturante, El sólo lo<br />

sabe, que tiene poder de apaciguarla y que la apaciguará a la hora que le plazca.<br />

Una de sus amigas -prosigue ella- acaba de hacerle notar que tenía ya hartas penitencias<br />

que soportar sin ir a buscar otras en los católicos. Es verdad -conviene ella- pero nosotros,<br />

los protestantes, soportamos todo el sufrimiento sin mérito. Ha tratado, además, de explicar<br />

a esa su amiga que si sufría en esta vida esperaba ser tratada seguramente con tanta más<br />

misericordia en la otra vida, creyendo que Dios aceptaba sus sufrimientos en expiación de<br />

sus pecados. A lo que su interlocutora tuvo que conceder que «había en ello,<br />

verdaderamente, una doctrina muy consoladora». Isabel se ve obligada, no obstante, a<br />

confesar que la prueba mina al presente su resistencia física. Está acabada. La muerte ya no<br />

sería penosa para ella...<br />

Pero, ¿es tan seguro -como escribía ella al comienzo de su carta- que no pueda hacer<br />

inclinar la balanza? ¿Lo creería usted, Amabilia? -prosigue efectivamente ella-. En la<br />

desesperación de mi corazón, me fui, el domingo pasado, a la iglesia protestante<br />

episcopaliana de San Jorge. Las apetencias y necesidades de mi alma eran tan urgentes que<br />

elevé mis ojos derechamente hacia Dios y le dije: «Ya que no encuentro la ruta que debo<br />

seguir para agradarte, a ti a quien sólo quiero agradar, todo me es indiferente. Y hasta que<br />

Tú me muestres el camino donde quieres que me aventure, caminaré penosamente por el<br />

sendero en que me has permitido que nazca e iré incluso al "Sacramento" donde hace tiempo<br />

yo Te encontraba». Y marché, dejando a mi vieja sirvienta María toda dichosa de<br />

ocuparse de los niños hasta mi vuelta.<br />

Pero si dejé la casa, siendo protestante, creo que regresé a ella católica, decidida a no volver<br />

ya entre los protestantes, habiéndome visto turbada mucho más de lo que jamás hubiera<br />

pensado serlo, mientras me acordaba de que Dios es mi Dios. Y así sucedía, sin embargo,<br />

cuando, inclinaba la cabeza ante el obispo para recibir su absolución -la que se da<br />

públicamente a todos Juntos, en la iglesia- yo no tenía la menor fe en su oración, y me sentía<br />

ávida de otra liberación que vino de los apóstoles, una liberación de mis pecados que ellos<br />

133


no piden, que ellos no admiten, como había constatado en los libros que el Sr. Hobart me<br />

había dado a leer. Luego, temblando, me fui a la comunión, medio muerta por la lucha<br />

interior, cuando ellos dijeron: «El Cuerpo y la Sangre de Cristo , >. ¡Oh Amabilia, no hay<br />

palabras para expresar mi prueba! Y me vino un recuerdo: en mi viejo PRAYER Boox, de una<br />

antigua edición, cuando yo era niña, no se decía, como actualmente, que el SACRAMENTO<br />

Se tomaba y recibía espiritualmente ” .<br />

Con todo, para alejar estos pensamientos, tomé los EJERCICIOS CUOTIDIANOS del abate<br />

Plankett, a fin de leer las oraciones para después de la comunión. Pero, viendo que cada una<br />

de las palabras se dirigía a nuestro Salvador como estando realmente presente, creí perder<br />

la cabeza, y, por primera vez, de vuelta a casa, fui incapaz de soportar las caricias de mis<br />

seres queridos y de decir el BENEDICITE al comienzo de su comida. ¡Oh Dios mío! ¡Qué día!<br />

Pero, al fin, acabó en calma, con un acto de abandono que hice de todo a Dios, con una<br />

confianza renovada en la Bienaventurada Virgen, cuya mirada dulce y pacificadora me<br />

reprochaba mis excesos temerarios y me recordaba que debía fijar mi corazón en lo alto, con<br />

experiencias mejores.<br />

Así acababa para Isabel Seton el año 1804. Hacía exactamente un año que su marido se<br />

había extinguido en Pisa, después de los días terribles del lazareto. En julio, a su vez, Rebeca<br />

le había sido quitada. Su corazón había sido doblemente destrozado. Y ahora su espíritu se<br />

debatía hasta la agonía, en una noche «que cubría las esperanzas de la luz del día» s. A<br />

pesar de sus arranques de energía, a pesar de sus actos de confianza, le parecía, a veces,<br />

que lo mejor para ella sería vivir, hasta la muerte, fuera de la Iglesia. ¿Para qué obstinarse<br />

en buscar un camino dentro de una oscuridad que parecía hacerse cada vez más opaca?<br />

¡Triste fiesta de Navidad, la de ese 25 de diciembre de 1804! Amanecer doloroso, este 1 de<br />

enero de 1805. Isabel ha preparado, sin embargo, los pequeños regalos de los niños. Ha<br />

hecho las visitas indispensables que se le imponen en este comienzo de año, sin alegría, sin<br />

convicción, con un vacío interior que le parece sin fondo.<br />

La angustia, muy próxima a la desesperación, la persigue, hasta en esta mañana radiante de<br />

la Epifanía.<br />

Se alzará un día en que este anuncio profético se haga para la Madre Seton una espléndida<br />

realidad. Hoy, este 6 de enero de 1805 -o uno de los días siguientes- la joven mujer ha<br />

abierto las obras de Bourdaloue para leer e1 sermón pronunciado un día en París, el día de<br />

la Epifanía: «¿Dónde esta el que ha nacido, rey de los judíos?» -exclamaba el orador-. Isabel<br />

siente de nuevo irrumpir en su alma una ola que la sumerge. ¿Dónde está, dónde está la<br />

verdadera Iglesia de Cristo? Prosigue, no obstante, su lectura: «Se sigue que cuando nosotros<br />

ya no discernimos la estrella de la Fe, debemos buscarla allí donde solamente se la<br />

puede encontrar, con los que detentan "su Palabra''. Hay, en la Iglesia de Dios, doctores y<br />

sacerdotes, como los había entonces, hay hombres puestos para guiarnos a quienes no hay<br />

más que escuchar y os dirán lo que tenéis que hacer... ». ¡Un arranque! Una vez más, Isabel<br />

se recobra y hace frente. Cueste lo que cueste, proseguirá su búsqueda, hasta el fin.<br />

Ella trata de tomar contacto, sin dilación, con el Sr. Mateo O'Brien, párroco de la parroquia<br />

católica de San Pedro, en Nueva York mismo. Luego, se decide, por consejo de Antonio, a<br />

escribir a un sacerdote francés, el Sr. Juan Luis de Cheverus, agregado a la parroquia católica<br />

de Boston, de quien le han hablado extraordinariamente.<br />

Comienza ya el amanecer. Segura de la luz que la guía Isabel se lanza resuelta y tranquila. En<br />

adelante, ningún obstáculo, ninguna oposición, será capaz de detenerla. Ahora me dicen que<br />

tenga cuidado, que soy madre, que deberé responder de mis hijos en el día del juicio,<br />

cualquiera que sea la fe a donde les conduzca. ¡Pues bien!, sí. Estando así las cosas, iré<br />

134


pacíficamente ~ con firmeza a la Iglesia católica. Porque, si la fe es tan importante para<br />

nuestra salvación, quiero buscarla entre los que la han recibido de Dios mismo.<br />

No quiere -dice ella- mezclarse en controversias o en polémicas que la superan. Después de<br />

todo, puesto que los más rígidos entre los protestantes conceden que un buen católico<br />

puede salvarse, iré pues hacia los católicos, y haré todo lo que esté en mi poder por ser una<br />

buena católica.<br />

En cuanto a razonar sobre tal o tal verdad del Evangelio, es una mala táctica. Pues poner en<br />

duda una sola de las palabras de Cristo -la que afirma el primado de Pedro- es admitir un<br />

principio que permitirá, finalmente, poner en duda el Evangelio entero, hasta verse<br />

reducido a la insidiosa «tentación de no ser cristiano en absoluto». ¡Oh, no volver a caer en<br />

esa tentación!<br />

Entonces, venid, hijitos míos, iremos al Juicio juntos y citaremos a Nuestro Señor sus propias<br />

palabras. Y si El nos dice: «,-Qué necios sois, no es eso lo que Yo quería decir!», nosotros le<br />

responderemos: «Pues Tú dijiste que estarías con esta Iglesia hasta el fin de los siglos, con<br />

esta Iglesia que Tú edificaste al precio de tu sangre, si nunca la hubieras abandonado, sería<br />

tu palabra la que nos ha descarriado. Así que, si te place, perdona a estos necios, en<br />

atención a tu palabra. Esperando, Amabilia, sin temor, pues que he puesto en Dios mismo mi<br />

fe, no aguardo más que la venida de su Antonio, a quien espero para la próxima semana, a<br />

su regreso de Boston, para ir valiente e intrépidamente a comprometerme bajo los<br />

estandartes de los católicos y confiar todo a Dios. Ahora es asunto suyo.<br />

Su resolución está tomada, de modo definitivo. Cerrará desde ahora sus oídos al runruneo<br />

zumbón con que persiste en hostigarla su entorno. ¡Qué le importa, después de todo, que<br />

los católicos sean considerados en Nueva York como el «deshecho de la humanidad» y hasta<br />

como una «plaga pública»! Aún suponiendo que el párroco de la pequeña parroquia de San<br />

Pedro no mereciera, en cuanto hombre, más respeto que el que allí se le otorga, no es<br />

menos sacerdote de Cristo, y ahí está lo esencial. Así es como yo entiendo las cosas -concluye<br />

Isabel con una bella lucidez-. No es a los hombres a quienes pide la paz. Ninguno de ellos<br />

es capaz de dársela. Así, en una carta dirigida a comienzos del año 1805 a una amiga, cuyo<br />

nombre nos hubiera gustado conocer, le declara intrépida y serenamente: ¡Sólo busco a<br />

Dios y su Iglesia!<br />

16.- CAYERON LAS CADENAS<br />

Ahí está el Señor que llega con poder,<br />

su brazo impera.<br />

Mirad, con El viene su salario<br />

y su recompensa le precede.<br />

Cual pastor apacienta su rebaño:<br />

lo congrega su brazo,<br />

toma en brazos los corderos<br />

y hace reposar a las paridas.<br />

Is 40, 10-11<br />

Pocas ciudades, al parecer, se transformaron, en siglo y medio, de forma tan espectacular<br />

como Nueva York. Imagínese cuál sería la extrañeza de un businessman neoyorquino de<br />

nuestros días que se viera bruscamente trasladado, dentro de la ciudad misma, unos ciento<br />

sesenta años atrás. Nada de edificios gigantescos, sino minúsculas viviendas. Nada de<br />

135


avenidas inmensas, rectilíneas, de tráfico trepidante, sino callejuelas tortuosas y mal<br />

pavimentadas. Nada de anuncios luminosos que cada noche parecen abrasar la ciudad<br />

entera con fuegos artificiales de mil colores, sino miserables quinqués que proyectan sobre<br />

el suelo enlodado un pálido refleja amarillento. Nada de sirenas potentes, anunciando la<br />

salida de los paquebotes que alcanzarán Europa en cuatro días. Nada de zumbidos de<br />

aviones que transportan en unas horas sus pasajeros a Londres, a París, a Roma, sino el ¡yo!<br />

¡yo! de los marineros que izan las velas de un navío del que nadie puede prever el día que<br />

arribará al puerto lejano hacia donde se apresta a zarpar.<br />

Más que su ciudad, sin embargo, se ha transformado la mentalidad de los habitantes de<br />

Nueva York en el plano social y religioso. El que los ciudadanos de USA hayan podido elegir<br />

para presidente en 1960 a un católico como Kennedy, y que otros presidentes, Johnson o<br />

Ford, hayan aceptada como cosa normal ver a una de sus hijas pasar de la comunión<br />

protestante a la Iglesia católica, es algo que hubiera sido inconcebible en los primeros años<br />

del siglo XIX.<br />

Para seguir sin tropiezo el desarrollo de los acontecimientos que va a suscitar la entrada de<br />

Isabel en la Iglesia católica, este año de 1805 y durante los que van a seguir, nos es<br />

menester aceptar una extrañeza semejante a la del financiero moderno que se viera<br />

trasladado al medio de la vida neoyorquina, en la época que, entre los franceses, Napoleón<br />

se hacía coronar por el papa Pío VII en Notre-Dame.<br />

Cuando, la víspera de dejar Liorna, la Sra. Seton se había abierto a Felipe Filicchi sobre sus<br />

temores, había obtenido de su amigo toscano esta brusca y franca respuesta: «...Tiene<br />

temor de que Dios no cuide de usted. Yo le digo que El cuidará, realmente, de usted». En el<br />

diario destinado a Rebeca y que, de hecho, Rebeca logrará leer, Isabel había consignado las<br />

palabras de Felipe, las cuales había comentado de inmediata: Así lo espero, Rebeca. Sabes<br />

que teníamos la costumbre, tú y yo, de sentir envidia de los que eran pobres porque ellos<br />

nada tenían que ver con el mundo. Ahora ha llegado para ella el tiempo de experimentar<br />

realmente la verdadera pobreza. Ella sabe que determinándose a hacerse católica, no sólo<br />

corta los puentes con Enrique Hobart y la comunidad episcopaliana de San Pablo, sino que<br />

se pone al margen de la buena sociedad de la ciudad.<br />

Si los católicos son ya, en cuanto tales, francamente menospreciados por bien de razones de<br />

las que, al fin, muchas están totalmente fuera de las cuestiones religiosas propiamente<br />

dichas, la pobre pequeña parroquia de San Pedro no tiene, en verdad. nada que pueda<br />

ayudar a la gente bien educada de Nueva York a salir de prevenciones. Los que frecuentan la<br />

iglesia, construida en la esquina de Barclay Street, son gentes muy pobres: emigrantes sin<br />

fortuna, llegados de Irlanda, Francia o Alemania. No son ellos, seguramente, de las que se<br />

encuentran en los almacenes del florista Grant Thorburn o del peletero John Jacob... Su<br />

nivel social, como su tipo de vida, les emparentaría más bien con las miserables familias<br />

desarraigadas de que se componen las aglomeraciones lamentables de nuestras modernas<br />

chabolas.<br />

El párroco de San Pedro, en 1805, es el Sr. Mateo O'Brien, hombre bastante original, al<br />

parecer. Sucedió en la parroquia neoyorquina a su hermano, el Reverendo P. Guillermo<br />

O'Brien, un dominico, de quien hará mención el Rvdo. J. Roosvelt Bayley, hijo de Guy<br />

Carleton, medio hermano de Isabel, en «The history of the Catholic Church on the island of<br />

New York». Parece que el fraile predicador «sacerdote fiel e inteligente» había tenido más<br />

valía personal que el Rvdo. Mateo O'Brien. No es cierto, en todo caso, que Isabel haya<br />

podido encontrar junto al párroco de San Pedro toda la ayuda espiritual de la que estaba tan<br />

necesitada. Nada puede pues atraerla, humanamente hablando, hacia los católicos de<br />

136


Nueva York. No encontrará en la pequeña parroquia de San Pedro ni las bellas ceremonias<br />

que la habían impresionado en Italia, ni las obras de arte religioso que podían servirle allí de<br />

trampolín para elevarse a Dios, ni la sociedad selecta como era para ella la de los Filicchi. No<br />

encontrará tampoco en absoluto una enseñanza doctrinal de valor excepcional.<br />

Y estaba bien así. Pues ninguno podría sospechar jamás que ella se había pasado a la<br />

religión católica por un motivo que no fuese esencialmente sobrenatural. Antes bien ella<br />

podría decir con San Pablo: «Todo lo que para mí era ganancia lo he juzgado como pérdida<br />

por causa de Cristo... Por El he aceptado perder todo... » (Flp 3, 7-8). Con ese espíritu acepta<br />

ella, sin una mirada hacia atrás, la desgracia social que venía a hacerse suya. Así nadie<br />

tendría derecho jamás a poner en duda su declaración formal: Sólo busco a Dios y su Iglesia.<br />

Una vez tomada su determinación, Isabel no era mujer como para dejar diferir las cosas. El<br />

27 de febrero, que resultaba ser, en 1805, el miércoles de Ceniza, se presenta en San Pedro.<br />

Y, claro está, el mismo día le es necesario comunicárselo a Amabilia.<br />

¡Día entre los días, Amabilia! ¿A dónde fui? ¿a dónde? A la iglesia de San Pedro, la que tiene<br />

en su cima una cruz y no una veleta (como las otras), a la iglesia que llaman aquí, entre<br />

tantas otras, la católica. Cuando doblé la esquina de la calle donde se encuentra, me dije:<br />

«Allí es a donde voy, Dios mío, con todo mi corazón vuelto hacia Ti». Su corazón -dice ella-<br />

no podía más, creyendo que iba a dejar de latir, cuando, en silencio, me arrodillé ante el<br />

pequeño sagrario y la crucifixión, que se encuentra detrás del altar. Era un gran cuadro, obra<br />

del mejicano José María Vallejo, la única obra de arte valiosa, sin duda, de la pequeña<br />

parroquia. Ah, Dios mío -repite Isabel- aquí es donde es menester me quede a reposar. Si<br />

hubiera podido pensar en cualquier cosa fuera de Dios, habría bastado, creo yo, para<br />

impresionarme, ver la gente que avanzaba y se empujaba unos a otros. Pero ella había<br />

venido por Dios solo, y sólo más tarde supo que se trataba de la recepción de la ceniza,<br />

ceremonia completamente desconocida entre los protestantes. Un sacerdote irlandés que<br />

le parecía «muy raro, aunque muy venerable» y que acababa de llegar recientemente a la<br />

parroquia -el Sr. Mateo O'Brien por consiguiente-, hace, no obstante, una pequeña plática<br />

sobre la muerte, tan sencilla y familiar que la encanta y le da nuevo vigor.<br />

A1 comienza de marzo llega la esperada respuesta del Sr. de Cheverus. ¿Para qué, entonces,<br />

andar con nuevas dilaciones? El 14 de marzo, en presencia del párroco de San Pedro y de<br />

Antonio Filicchi, Isabel Seton, llena de calma y paz, hacía oficialmente su profesión de fe<br />

católica.<br />

Después de la salida de todos los que estaban en la iglesia, se me hizo pasar a una pequeña<br />

pieza que está cerca del altar y allí hice profesión de creer lo que cree y enseña el Concilio de<br />

Trento, riendo en mí al volverme hacia mi Salvador que veía bien que yo no sabía lo que creía<br />

el Concilio de Trento... Mi corazón creía solamente lo que la Iglesia declara ser su creencia.<br />

Pues en cuanto a circular más en medio de lo que creen las gentes de aquí y las de ahí, yo no<br />

puedo más: estoy agotada de ello. Esta vez, me encontraba con el corazón ligero, el espíritu<br />

libre, y era, con todo, sin rogar a Nuestro Señor que hundiese profundamente mi corazón en<br />

su costado abierto que yo veía tan expresivo en la espléndida crucifixión o bien presente en<br />

su pequeño sagrario donde por siempre, ahora, descansaré. ¡Oh Amabilia, los dulces<br />

recuerdos de aquel día con los niños y aquel juego de mi corazón con Dios, riendo a boca<br />

llena con ellos...!<br />

Unas líneas, breves, en los Dear Remembrances, consignan en un mismo recuerdo las dos<br />

fechas memorables: - los miles de lágrimas, de oraciones y de gritos del alma vacilante que<br />

se sucedieron hasta el Miércoles de Ceniza, 14 de marzo de 1805, en que entró en el Arca de<br />

137


San Pedro con sus bien nacidos --- Error de fecha, sin duda, pero los días para Isabel son<br />

como un día único.<br />

Tan dichosa, ahora -prosigue la carta dirigida a Amabilia- de prepararme para esa buena<br />

confesión: malísima como soy, estaría dispuesta a proclamarla desde las azoteas para<br />

asegurarme una buena absolución que espero de inmediato. Y luego, ¡en marcha para una<br />

vida nueva, para una existencia nueva!<br />

Las confidencias prosiguen, con fecha del 20 de marzo. Ahí está, ¡resultó harto fácil! El Sr.<br />

O'Brien se mostró -asegura ella- lleno de benevolencia, de compasión, pero también de<br />

firmeza. En resumen, se mostró tal que Isabel encontró en esta primera recepción del<br />

sacramento de la penitencia lo que hubiera esperado de Nuestro Señor mismo. Es a Cristo,<br />

además, lo que su fe le ha hecho ver realmente en la persona de su ministro, él y ella,<br />

teniendo así -como lo anota ella can una gran justeza- la parte irreversible que revierte en<br />

cada uno. Y luego, ¡oh Amabilia, formidables aquellas palabras que desatan cuando se ha<br />

estado atada durante treinta años! Tuve el sentimiento de que mis cadenas caían como las<br />

de San Pedro, cuando vino a tocarle el mensajero de Dios.<br />

Para esa existencia nueva, ella siente que ha sido preparada, en verdad, por la amargura de<br />

su alma y por los meses de pruebas que acaban de pasar.<br />

«En una noche oscura,<br />

con ansias, en amores inflamada, -¡oh dichosa ventura!<br />

salí sin ser notada...» (Noche oscura, 1)<br />

Ella podía hacer suyas ahora aquellas estrofas ardientes de san Juan de la Cruz:<br />

«Aquésta me guiaba<br />

más cierto que la luz del mediodía a donde me esperaba<br />

quien yo bien me sabía... » (Noche oscura, 4)<br />

¡Dios mío, qué cosas tan nuevas para mi alma! El día de la Anunciación, yo no haré más que<br />

uno con Aquél que ha dicho: «Si no coméis mi carne y no bebéis mi Sangre, no tendréis parte<br />

conmigo...». Cuento los días y las horas. Todavía un poco de espera, todavía un poco y<br />

luego... Sol brillante de aquellas marchas matinales de preparación. Nieve espesa o helada,<br />

todo es parecido para mí. No veo más que la cruz del campanario de San Pedro. ¡Los niños<br />

están locos de alegría con el pensamiento de ir conmigo, a su vez!<br />

Los recuerdos se fijan precisos en su memoria. Para decir la alegría de aquel dichoso<br />

encuentro, las palabras se apresuran bajo su pluma tan vibrantes en los días lejanos de los<br />

Dear Remembrances como este 25 de marzo de 1805:<br />

- ahora los RECUERDOS que afluyen desde aquel día hasta el 25, día de una PRIMERA<br />

COMUNIÓN en la iglesia de Dios... horas contadas, la vela del corazón para la suprema dicha<br />

que él había deseado tanto tiempo - los secretos, el misterio de Bendición -- alegría celeste,<br />

bienaventuranza, inconcebible para los Angeles.<br />

No hay palabras para esto - - FE ARDIENTE - - -<br />

-- espera de la aurora a través de un sueño interrumpido sin cesar - - primeros rayos del sol<br />

percibidos al fin sobre la cruz, sobre el campanario de San Pedro brillante con tal esplendor<br />

AQUELLA MAÑANA -- cada paso de los dos mil... tan indigna de andar por aquella calle... la<br />

puerta de la iglesia, por fin acercarse al altar - - -<br />

El día mismo de la Anunciación, prosigue ella, para Amabilia: 25 de marzo. ¡Al fin, Dios es<br />

mío y yo soy suya! Ahora que todo sigue su curso. Le he recibido. Las terribles impresiones de<br />

la noche precedente: temor de no haber hecho todo lo que era menester para prepararme, y<br />

con todo, incluso entonces transportes de confianza y de esperanza en su bondad. ¡Dios mío!<br />

¡No iba a recordar yo hasta el postrer suspiro aquella noche de vela esperando la aurora! Mi<br />

138


corazón espantado, palpitante, con tanta prisa de marchar. La larga caminata hasta la<br />

ciudad. Cada uno de mis pasos: ¡más cerca de la calle, más cerca del sagrario, más cerca del<br />

momento que El entraría en mi pobre humilde morada, tan totalmente suya!<br />

¡Y cuando El estuvo en ella! El primer pensamiento que me vino a la memoria: ¡Que Dios se<br />

levante, que mis enemigos sean dispersados! Pues me pareció que en lugar de la humilde<br />

acogida, llena de ternura que yo esperaba darle, sólo era un triunfo de júbilo y alegría<br />

porque El había venido, El, el libertador, mi protección, mi escudo, mi fuerza y mi salvación,<br />

hecho mío para este mundo y para el otro.<br />

La imagen de David danzando delante del Arca santa le parece la única capaz de expresar<br />

algo de los sentimientos de su alma. Ahora, pues, todos los sentimientos de mi corazón se<br />

han dado libre juego; exultación (danza dice pro piamente el texto americano) más ferviente<br />

-¡no, yo no debo decir eso!- pero quizás tan ferviente como la del Profeta Rey delante del<br />

Arca. Pues yo era mucho más rica que él, más favorecida de lo que él pudo serlo jamás.<br />

- la viva esperanza -precisarán los Dear Remembrances- de que ya que El había hecho tanto,<br />

recibiría al fin a una tan pobre criatura para El, por SIEMPRE - --- las dos millas de vuelta con<br />

el tesoro de mi corazón -- primer beso y primera bendición a mis 5 queridos, llevando a TAL<br />

DUEÑO a nuestro humilde alojamiento - ¡ahora -concluía la larga misiva a Amabilia- se trata<br />

«de frutos». Hasta ahora siento verdaderamente todas las potencias de mi alma sostenidas<br />

fuertemente por Aquél que ha venido con tanta majestad a tomar posesión de su pobre<br />

humilde reino.<br />

No hay duda de que estas líneas llevaron a Liorna, tanto a Felipe como a Amabilia, una<br />

alegría profunda. Otra carta iba a salir casi al mismo tiempo para Boston con la que ella<br />

causaría una alegría no menos viva a uno de los sacerdotes franceses que había exiliado la<br />

Revolución.<br />

Juan Luis de Cheverus tenía entonces 37 años. Ordenado sacerdote en Le Mans en 1790,<br />

párroco de Mayenne dos años más tarde, había rehusado prestar el juramento<br />

constitucional. Encarcelado en una prisión del Estado, se escapa y logra ganar Inglaterra. Da,<br />

para subsistir, clases de francés y de matemáticas en un colegio protestante. Entretanto, se<br />

perfecciona en la lengua inglesa y adquiere al mismo tiempo un conocimiento más profundo<br />

de las creencias de la comunión anglicana. Descubre a la vez los valores positivos que han<br />

quedado en ella y los errores que ha causada, en el pueblo de Dios, una separación cuyas<br />

dolorosas consecuencias se propagan y amplían tanto a través del antiguo como del nuevo<br />

mundo. En 1795, recibe de América una carta urgente de uno de sus viejos colegas de París,<br />

el abate Matignon, ex-profesor de la Sorbona, que le invita a juntarse con él en América.<br />

Mons. Carroll, que le acogió gustosamente en Boston, desea precisamente la venida a su<br />

diócesis de sacerdotes católicos instruidos y que posean la lengua del país. El 3 de octubre<br />

de 1796 el Sr. de Cheverus llega a Boston. No se trata aquí de imponerse: es menester<br />

hacerse aceptar, hacerse amar ante todo. Con tanta tacto como caridad, Juan Luis de<br />

Cheverus trata de «hacerse todo a todos a fin de salvar a todo precio a algunos», siguiendo<br />

el consejo del Apóstol (1 Cor, 9, 22). Rápidamente, se gana la estima de los que se le<br />

acercan.<br />

«Señor, -le declara con toda franqueza un protestante- he aquí un año, desde 1797, que<br />

vengo estudiándole, que sigo sus pasos, que observo sus acciones; yo no creía que un<br />

ministro de su religión pudiera ser un hombre de bien... Vengo a darle una reparación de<br />

honor: le declaro que le estimo y venero como al hombre más virtuoso que he conocido».<br />

En el momento de la recepción del presidente Adams en Boston, el Sr. de Cheverus no<br />

solamente se ve puesto sobre el pavés, sino -lo que es un precio más estimable- recibe la<br />

139


misión delicada de hacer él mismo las correcciones que juzgue necesarias para la fórmula de<br />

juramento que deberán prestar los electores de Massachusetts, a fin hacer la fórmula<br />

aceptable a los miembros de las diversas confesiones religiosas. El no considera, por otra<br />

parte, como un honor menor pasar varios meses cada año en medio de las tribus indias<br />

católicas que ha encontrado en la inmensa región de Maryland y más allá.<br />

Cuando, unos años más tarde, Pío VII erija la sede de Baltimore en sede metropolitana,<br />

creando los cuatro obispados sufragáneos de Boston, Filadelfia, Nueva York y Bardstown, el<br />

Sr. de Cheverus será nombrado obispo de Boston.<br />

Tal era el hombre de valer, a la vez instruido y dotado de un celo apostólico sabio y<br />

prudente con quien Antonio Filicchi había puesto en relación a Isabel Seton. De primeras,<br />

ella le da toda su confianza y a partir de 1805 se establece entre ellos una correspondencia<br />

asidua y profunda.<br />

Isabel tiene entonces -escribe ella, en resumen, el 2 de abril de 1805- que expresar con<br />

alegría, toda la gratitud de que se siente deudora hacia aquél que ha dado prueba para con<br />

ella de un interés caritativo y lleno de bondad, cuando estaba consumida de aflicción, de<br />

dudas y de temores. Gracias, pues, al Sr. de Cheverus por haberla ayudado con sus consejos<br />

a triunfar al fin de sus vacilaciones y de sus, repugnancias. Sí, ella ha sido recibida en la<br />

verdadera Iglesia con una convicción cierta, «semejante a un pobre marinero náufrago que<br />

acaba de ser devuelto a su verdadero HOGAR». Le ha parecido que había sido admitida a<br />

una vida nueva y a aquella paz, de la que habla San Pablo, que está por encima de todo<br />

sentimiento. Con David, yo exclamo ahora: «Tú has salvado mi alma de la muerte, mis ojos<br />

de las lágrimas, mis pies de la caída». Deseo ciertamente con todo fervor andar en su<br />

presencia en la tierra de los vivientes, estimando tan grave privilegio como el mío, lo que El<br />

ha hecho por mí, tan por encima de mis esperanzas más vivas que apenas puedo contener<br />

tal dicha.<br />

Y, muy finamente, ella añade, consciente de la fascinación única del converso que descubre<br />

personalmente con un alma adulta las maravillas de la gracia divina: Usted, querido señor,<br />

no ha podido experimentar jamás lo que yo, personalmente, he experimentado, pero se lo<br />

puede imaginar: una pobre criatura, consumida, quebrantada de pecados y de penas, que se<br />

ve lanzada de golpe, sin transición, en una palabra, a la vida, a la libertad, a la calma. ¡Oh,<br />

ruegue por mí, a fin de que pueda ser fiel y perseverar hasta el fin!<br />

Está totalmente decidida -afirma ella- a aprovecharse al máximo de los avisos y consejos<br />

que el Sr. de Cheverus tenga a bien darle con esa intención. Una intuición, a la vez humana y<br />

sobrenatural, le hace presentir e1 papel de un guía prudente y esclarecido para el alma que<br />

quiere avanzar con seguridad por el camino de la intimidad divina. Es verdad que existen<br />

cantidad de buenos libros -concede ella-, pero las directrices personales de un verdadero<br />

padre espiritual tienen otro valor, un alcance irreemplazable. Ambos se completan<br />

felizmente. Por eso permanece fiel a la lectura de san Juan, de la Imitación de Jesucristo, de<br />

san Francisco de Sales y de los sermones de Bourdaloue. Desde hace varios meses uno de<br />

sus sermones es para ella tema de meditación diaria. Nos inclinaríamos a pensar que se<br />

trata del de la fiesta de Epifanía.<br />

Sin preocupación por el qué dirán, frecuenta asiduamente la pobre iglesia de San Pedro. Ella<br />

sigue allí de la mejor manera los oficios de la Semana Santa. Entonces se está lejos aún, en<br />

1805, de la renovación litúrgica que nosotros conocemos. Apenas se pide a los fieles<br />

participar en los oficios: ellos asisten más o menos pasivamente. En las parroquias<br />

episcopalianas, el servicio religioso tiene lugar en lengua vernácula. Aquí, el buen párroco<br />

musita como para él solo interminables frases latinas de las que las asistentes no entienden<br />

140


gran cosa. Durante esos días santos de 1805, Isabel, con los ojos fijos en su libro, trata de<br />

recogerse de la mejor manera, sin intentar comprender la serie de gestos, genuflexiones,<br />

postraciones. Ya no hay nadie junto a ella, como en Toscana, para indicarle el significado o<br />

el símbolo. Pero Cristo está presente en el sagrario. Esa presencia le basta. Dentro de unos<br />

días será la Pascua: ella se acercará de nuevo a la santa Mesa.<br />

Incesantemente, su meditación, su plegaria, su oración se vuelven, como a su único polo, al<br />

misterio eucarístico, al sacrificio eucarístico, a la comunión eucarística. A decir verdad, las<br />

notas consignadas por Isabel, en este período, si tienen siempre un calor, una vida que no<br />

engañan, son no obstante menos personales. Se siente aflorar en ellas sin cesar la<br />

reminiscencia de las obras de doctrina o de piedad de las que la joven mujer se nutre al<br />

presente con avidez. Sin embargo, se destacan a veces algunas palabras que siguen siendo<br />

muy suyas.<br />

Busquemos siempre el nombre de Jesús, su nombre de amor, para que sea antídoto de toda<br />

discordia que nos rodea... Jesús está en todas partes, pero en su Sacramento del altar está<br />

tan actualmente y realmente presente como mi alma en mi cuerpo; en su sacrificio ofrecido<br />

a diario, es tan realmente ofrecido como lo fue en la cruz...<br />

Le gusta recurrir a su salmo de predilección: «El Señor es mi pastor»... Pero qué resonancia<br />

nueva toman actualmente en su corazón los versículos:<br />

A las frescas praderas me lleva a sestear,<br />

a las aguas de remanso me conduce El repara mi aliento,<br />

... frente a los opresores<br />

me preparas un banquete... (Sal 23, 2-5)<br />

Es un hecho, los opresores están ahí, y no cejan. Son en su mayoría los amigos de ayer, es el<br />

Rvdo. Hobart, son, apenas con algunas excepciones, los miembros, de la familia de la viuda<br />

de Guillermo, los Seton, sobre todo. El sábado pasado -explica Isabel a Antonio en el<br />

transcurso de abril- tuve una conversación muy penosa, ciertamente la última, con el Sr.<br />

Hobart, pero quedé compensada plenamente, más del céntuplo, el domingo por la mañana,<br />

por mi querido Dueño en la Comunión, y mi Fe, si es posible, se hizo más firme y más resuelta<br />

que si no hubiese sido atacada.<br />

Unas líneas en los Dear Remembrances serán suficientes para cubrir los tres años que van a<br />

transcurrir entre este 25 de marzo de 1805 y el 9 de junio de 1808:<br />

--- ahora con el corazón pacificado, contento en los mil encuentros con la Cruz abrazada con<br />

toda el alma; pero tan atento a conservar la paz con TODOS.<br />

--- recuerdos muy dolorosos ahora --- sin embargo, agradecimiento respecto a ellos -<br />

DESPERTACIÓN DE NUESTRA GRACIA tan evidente a través de TODO.<br />

Solamente en el plano material es sombrío el porvenir en esta primavera de 1805. Guillermo<br />

Magee Seton, al morir, dejó prácticamente sin ningún recurso pecuniario a su mujer y a sus<br />

cinco hijos, acostumbrados hasta entonces a la comodidad y al bienestar. Sin duda, cada<br />

uno de los miembros de su familia, de La que algunos se encuentran a la cabeza de una<br />

gruesa fortuna, hubieran querido acudir longánimemente en ayuda de Isabel, desde su<br />

regreso de Liorna, si ella misma no hubiese roto, en cierto modo, con los suyos por el solo<br />

hecho de pasar a la religión católica. Julia Scott, su amiga de Filadelfia, es de los primeros en<br />

hacerle llegar algunos dólares. Su cuñado, Wright Post, y su hermana María, a pesar de<br />

desaprobar abiertamente su determinación, no escatiman para con ella. Su madrina, la Sra.<br />

Startin permanece, de momento, atenta a sus necesidades. Pero, en realidad, quien asegura<br />

a la viuda de Guillermo el sostenimiento financiero más efectivo y más regular es. Antonio<br />

Filicchi, cuyos negocios están entonces en plena prosperidad. Ha dado a su banquero de<br />

141


Nueva York las órdenes más formales y precisas respecto a las sumas que ha de entregar a<br />

la Sra. Seton. El las renovará de manera perentoria, en toda ocasión, incluso después de su<br />

vuelta a Italia.<br />

Isabel sabe bien que no puede substraerse a tales ayudas, aún cuando su orgullo natural se<br />

encabrite en lo más íntimo de ella, para apaciguarse a los pies de Cristo, El que «de rico que<br />

era se hizo pobre por nosotros» (2 Cor 8, 9).<br />

Ella no es, con todo, mujer coma para vivir a expensas de los demás sin tratar de hacer, por<br />

su lado, todo lo que es factible.<br />

Se elabora un primer proyecto con el Sr. Juan Wilkes. El querría abrir una pensión donde<br />

recibiría a muchachos que, siguiendo cursos en calidad de externos en Nueva York, no<br />

pueden volver cada noche a su hogar. ¿Aceptaría Isabel dirigir esa pensión? El asunto no<br />

resulta, al menos por el momento.<br />

Antonio Filicchi, de pleno acuerdo con su hermano Felipe y Amabilia, propone entonces a la<br />

Sra. Seton llevarla con sus hijos a Liorna, cuando él embarque. Ella se niega. Desde el<br />

momento que, cada mañana, ella puede tener la misa en América ¿por qué iba a dejar de<br />

nuevo su país?<br />

El mes de mayo de 1805, anda en conversaciones con un profesor inglés, Patricio White,<br />

que desea abrir una escuela para muchachos y muchachas. El ha oído hablar de la Sra.<br />

Seton, de cómo ella ha asumido personalmente la enseñanza de sus hijos con competencia.<br />

Si ella quiere al presente formar equipo con el Sr. y la Sra. White, la escolaridad de sus hijas<br />

se encontraría asegurada para el porvenir, mientras que ella gozaría personalmente de una<br />

situación estable. El proyecto parece tomar cuerpo, cuando un rumor sin fundamento se<br />

extiende por la ciudad, al cual no es extraño el Rvdo. Hobart. ¿No va a convertirse la escuela<br />

proyectada en un peligroso hogar de papismo? La Sra. Sadler y la Sra. Dupleix, indignadas<br />

por la mala fe de que se da prueba frente a su amiga, corren a casa del pastor. Le hacen<br />

notar que contrariamente al rumor que corre, los White no son católicos, sino protestantes.<br />

Jamás Isabel Seton ha tenido el menor pensamiento de hacer proselitismo. Simplemente,<br />

ella reclama el derecho concedido a todo ciudadano de la libre América: ganar su pan y el de<br />

sus hijos. Enrique Hobart admite que se ha equivocado. La escuela se abre, pero, desde el<br />

comienzo, tiene una mala prensa. El Sr. White, por otra parte, si es buen profesor, no parece<br />

tener las cualidades requeridas para una buena administración; prueba, un fracaso anterior<br />

que ha conocido no hace mucho en Albany. En resumen, la escuela White tiene que cerrar<br />

sus puertas en julio.<br />

De la noche a la mañana, la Sra. Seton debe, en consecuencia, dejar la «simpática casa»<br />

cuyos encantos acababa de ponderar a su amiga Julia Scott. Hela, una vez más, sin hogar,<br />

con Anina, Guillermo, Ricardo, Kate y Rebeca. La mayor tiene 10 años, la menor 3. Le es<br />

forzoso entonces aceptar la propuesta de su cuñado y juntarse a la familia Post que va a<br />

instalarse para el verano en una casa de campo en Greenwich. Greenwich, en 1805, no es<br />

más que un simple pueblo donde tiene la impresión de estar muy lejos de la ciudad. No hay<br />

facilidad, en todo caso, para volverse a allá. Duro sacrificio para Isabel. ¡Ni misa, ni<br />

comunión, ni sacramento de penitencia! Y esas mil pequeñas nonadas que corren el riesgo<br />

de poner, a cada instante, fuego a la pólvora, como la abstinencia del viernes, a la que la<br />

joven mujer cree deber ser fiel, a pesar de todo pero de la que el párroco de San Pedro la<br />

dispensa sabiamente.<br />

Al presente, María mira a su hermana con una especie de conmiseración o casi un cierto<br />

desprecio. Isabel hubiera querido, al menos, poner las cosas -n su punto. Que se acepten las<br />

142


azones válidas de su actitud, aunque no se las apruebe. Pero en el espíritu de María,<br />

sucesión de los Apóstoles, verdadera Iglesia, presencia real, no son más que bagatelas.<br />

Apóstoles o no Apóstoles -respondió ella cierto día- ¡sé lo que con tal que no seas católica<br />

romana! ¡Metodista, cuáquera, si quieres. ¡Cuáquera!, mira, ¡eso me agradaría mucho! Son<br />

encantadoras las cuáqueras y vestidas con un chic... mientras que las católicas... Son sucias,<br />

asquerosas, harapientas. Escupen en el suelo dentro de su iglesia, se atropellan...<br />

¿Para qué discutir? Lo más grave, sin embargo, no es aún esa soledad que siente Isabel tan<br />

dolorosamente y que hace de ella una verdadera extranjera en medio de su familia, es la<br />

confusión que puede resultar para sus hijos de una estancia que se prolonga en semejante<br />

clima. A cada instante, ellos oyen las discusiones que, a pesar de todo, Isabel no siempre<br />

puede evitar, con las amigas de su hermana, si no es con ella. San los chistes sobre el<br />

«papismo», los sarcasmos o la indignación declarada frente a la «postura imposible» en que<br />

se ha colocada esa «pobre Sra. Seton». No hay nada, desde el fracaso de la escuela White<br />

que no sea malignamente orquestado, de manera a veces muy poco cortés, por unas gentes<br />

que reprochan precisamente a los parroquianos de San Pedro su falta de delicadeza y de<br />

educación.<br />

-¡Que esa Sra. Seton abra entonces una tienda! ¡Ella podría ganar bien su vida vendiendo<br />

paquetes de té o porcelana!<br />

Se ríen. Se desternillan de risa. ¡Tal fracaso para una mujer que brillaba, no hace tanto<br />

tiempo, en los salones más encopetados de la ciudad, para una mujer a quien se tenía a<br />

honor invitar a las más fastuosas recepciones! Acordaos: ¡ella bailó, claro está, en el baile<br />

dado con ocasión de la recepción del Presidente! -Ella podría también intentar abrir una<br />

escuela maternal...<br />

-Sí -comentará Isabel- una escuela de chiquitines para que haya seguridad de que a unos<br />

bebés que no hablan todavía ella no podrá enseñarles a decir las palabras del «Ave María»...<br />

Tales reflexiones fueron hechas, quizás, más o menos conscientemente, ante Bill y Ricardo.<br />

Ellos, no son, por lo demás, unos muchachos fáciles. Privados tempranamente de la<br />

presencia de su padre, sufren inconscientemente una frustración cuyas consecuencias<br />

pueden ser nefastas para su futuro. La Sra. Seton se da perfecta cuenta. Igualmente Antonio<br />

Filicchi. El está decidido a hacerse cargo de los gastos de su escolaridad. Al marchar al<br />

Canadá, en el mes de julio, visitará in situ los colegios católicos que existen en Montreal. La<br />

cuestión, no obstante, quedará en suspenso hasta la primavera del año siguiente.<br />

Isabel, por otra parte, ha tenido que dejar apresuradamente por dos veces el pueblo de<br />

Greenwich, llamada con urgencia junto a la mayor de sus medias hermanas, Emma Craig<br />

Bayley primero y luego junto a su madrastra. Con seis se manas de distancia, le es menester<br />

asistir a una y a otra en sus últimos momentos. El 22 de julio, muere a los 26 años Emma,<br />

que acababa de traer al mundo un hijo. El 1 de septiembre, es su madre quien sucumbe,<br />

Carlota Barclay a la que había desposado el Dr. Bayley en segundas nupcias, y de la que<br />

estaba separado. Olvidando las diferencias pasadas, Carlota mandó venir espontáneamente<br />

a Isabel a su cabecera. Las dos últimas de sus hijas, Elena y María, todavía unas<br />

adolescentes, descubren en su media hermana, a quien apenas conocían, tesoros de<br />

ternura y de comprensión para con ellas. Isabel no puede menos de alegrarse de esta total y<br />

sincera reconciliación que ha podido permitirle, al menos, testimoniar a la Sra. Bayley un<br />

afecto verdaderamente filial.<br />

Pero al ver partir a Emma y a su madre sin los consuelos de que nuestro Dios todopoderoso<br />

nos ha provisto tan abundantemente, mi corazón -dice ella- se llenó de compasión para<br />

ellas, mientras que siento una alegría grande en ex tremo, para poder expresarla con el<br />

143


pensamiento, de la suerte tan diferente que tenemos ante los ojos nosotros, para esa misma<br />

hora (de la muerte), por la divina misericordia y la bondad de nuestro Dios.<br />

Sin duda, ella aprovechó esas dos idas inesperadas a Nueva York, para correr a San Pedro,<br />

confesarse, asistir a la misa y comulgar, pues, como lo subraya ella una vez más, la<br />

comunión es para ella riqueza en la pobreza, alegría en medio de las penas más profundas. A<br />

los salmos, que desde siempre han hecho su alegría, ella se complace ahora en añadir los<br />

himnos eucarísticos, de Santo Tomás y hace notar su predilección por el Pangue lingua, que<br />

canta el misterio del Cuerpo y de la Sangre preciosa de Cristo, ese misterio en que la fe<br />

suple a los sentidos impotentes.<br />

Al final del mes de julio, un religioso de la Orden de San Agustín, abierto y dinámico, acaba<br />

de llegar a la parroquia de San Pedro, para ayudar al Sr. O'Brien. Tiene 25 años. Isabel cree<br />

volver a encontrar en él, pero en la línea d: que está segura, lo que esperaba hacía poco del<br />

Rvdo. Hobart, en el oficio dominical de la Trinidad. Cecilia Seton, que, desde la muerte de<br />

Rebeca, su hermana mayor, ha permanecido en casa de los Seton, frecuenta ella también,<br />

por esta época, clandestinamente sin duda, la pequeña parroquia católica. Isabel no se<br />

extraña de ello. Desde hace mucho tiempo, ella conoce las secretas aspiraciones de Cecilia.<br />

Pero esa relación no es del gusto de los Seton. Una tormenta se prepara y retumba ya<br />

sordamente, en 1805, incitando a Isabel a la mayor prudencia en lo concerniente a sus<br />

relaciones con Cecilia, con Enriqueta y su prima Isabel Faquhar. Las tres jóvenes, durante la<br />

estancia de la Sra. Seton en Europa, se han relacionado íntimamente y forman, en el plano<br />

espiritual, un pequeño equipo intensamente vivo, cuya animadora es manifiestamente<br />

Cecilia, a pesar de ser la más joven.<br />

La experiencia personal del Sr. de Cheverus le permite comprender sin dificultad la red de<br />

obstáculos, en la que ha de moverse, sin cesar, Isabel. No le es menester sólo una gran<br />

fuerza de alma para mantenerse dentro del camino en que<br />

se ha comprometido, le hace falta una extremada prudencia para no suscitar en torno suya<br />

una crisis de la que no sería ella la única afectada.<br />

Pero el Sr. de Cheverus está en Maryland, y los correos con Nueva York distan mucho de ser<br />

rápidos. El aconseja, por tanto, personalmente a la joven mujer, en ese verano de 1805, que<br />

se dirija, llegando el caso, al Sr. Tisserant. El Sr. Tisserant es también un sacerdote emigrante<br />

francés, procedente de la diócesis de Bourges. Está en los EE. UU. desde 1798, y al presente<br />

vuelve al nuevo puesto que se le ha designada en Elizabethtown, en el estado de Nueva<br />

Jersev, mucho más próximo a Nueva York que lo está Baltimore. Es un hombre -precisa el Sr.<br />

de Cheverus- conocedor de la vida espiritual profunda.<br />

Un hecho es cierto: desde esa época, el rumor que ha levantado en Nueva York el paso de la<br />

Sra. Seton a la Iglesia Católica es revelador, a la vez del estado de los espíritus en la ciudad y<br />

de la personalidad de la joven mujer. Se menos ruido en torno a ella, si no se hubiera<br />

impuesto en cierta manera por un comportamiento excepcional. Su rango social por sí solo<br />

no hubiera bastado para hacerla tan relevante. Así mismo su reputación había pasado ya las<br />

fronteras del estado de Nueva York. Ya su nombre era conocido en los medios católicos de<br />

Baltimore. Las cartas de Felipe y de Antonio Filicchi a Mons. Carrol no habían dejado de<br />

despertar la atención de aquellos sacerdotes franceses que han ofrecido toda su vida -como<br />

el Sr. de Cheverus- para hacer conocer a la joven América el verdadero rostro de la Iglesia<br />

católica, el cual un exceso de pasiones o de ignorancia habían desfigurado allí<br />

prácticamente.<br />

Cuando Antonio se encuentre, unos meses más tarde, en Maryland, hallará acogida, interés<br />

y simpatía, junto a las más altas personalidades religiosas, en cuanto se trate de la Sra.<br />

144


Seton. Por el momento, en esos meses de verano de 1805, él ha llegado hasta Canadá a<br />

donde le llamaban sus negocios comerciales. Aprovecha su estancia en Montreal para visitar<br />

el colegio que recientemente han abierto allí los Sulpicianos. Le agrada tanto el colegio que<br />

si dependiera de él, reservaría inmediatamente la plaza de Guillermo y de Ricardo.<br />

Secretamente, desea que Isabel misma con sus tres hijas vaya a establecerse en aquella<br />

ciudad esencialmente católica. Teme volverse a Italia, sabiéndola en debate con tantos<br />

enredos, tantas dificultades, tantos riesgos. El le escribe para hacerle el elogio del colegio<br />

canadiense. Pero Isabel le responde que la idea de enviar a los muchachos al Canadá la<br />

espanta. Su respuesta alcanza a Antonio en Boston. El no la quiere presionar. ¿No podría<br />

ella, en esas condiciones, intentar poner a su hijos bien en el colegio de Georgetown, bien<br />

en el de Baltimore? El primero está dirigido por los Jesuitas, o al menos por algunos<br />

miembros dispersos de la Compañía, el segundo por los Sulpicianos. Esta vez también la<br />

cuestión queda sin respuesta inmediata, pues en el mes de noviembre el proyecto del Sr.<br />

Wilkes, abandonado de momento, vuelve a tomar cuerpo de manera consistente. Se<br />

encuentran los primeros internos de la pensión: son los alumnos del Rvdo. Guillermo Harris,<br />

ministro de la parroquia de St. Mark-in-the-Bouweries. Si la Sra. Seton acepta tomar la<br />

dirección de la pensión, es decir asegurar la responsabilidad material, el puesto está<br />

vacante, inmediatamente. Ella se lo refiere a Antonio, quien encuentra aceptable la<br />

solución. Hasta el último momento, no obstante, se puede temer que las conversaciones<br />

fracasen. No es seguro todavía que los padres acepten ver a sus hijos confiados, aunque<br />

sólo sea en el plan material, a una católica. En realidad, todo se encuentra arreglado al fin<br />

de noviembre.<br />

La situación, sólida tal vez, no se muestra muy confortable. A pesar de la ayuda efectiva de<br />

una mujer de servicio competente, la Sra. Seton se ve constreñida a un trabajo pesado y<br />

penoso: cocina, colada, costura. Por la noche se cae literalmente de cansancio y de sueño. Y,<br />

no obstante, lo que gana, asumiendo esa tarea agotadora, no le basta aún para hacer vivir a<br />

sus cinco hijos. La Sra. Startin, los Post, Julia Scott, Antonio sobre todo. continúan<br />

asegurándole regularmente una ayuda financiera. Sin embargo, ella se juzga dichosa de<br />

tener de nuevo un HOGAR. Hace partícipe de esa alegría a Julia, el 6 de diciembre,<br />

precisándole que la pequeña Ana toma hasta lecciones de danza con una excelente<br />

profesora, la Sra. Faquhar, quien al mismo tiempo es su vecina y amiga. Eso -añade ella- no<br />

es tanto por aprender los pasos de la danza como por adquirir cierta facilidad en sus<br />

movimientos y agradar de esa manera a «Tía Scott». El frescor del detalle que sabe guardar<br />

su puesto, el que le conviene, el medio de las precauciones, de los azares, de las más graves<br />

cuestiones, es ciertamente la nota que caracterizará siempre a Isabel Seton. Pruebas<br />

agobiantes, trabajos agotadores, gracias de elección, nada le hace perder la espontaneidad,<br />

la fina malicia de su espíritu como tampoco el sentido de las realidades más humildes con<br />

que está tejida toda vida humana, la de los santos como la de todos los demás. Así pues,<br />

este año de 1805, comenzado por ella en la angustia v la obscuridad, transido de la alegría<br />

llameante del 25 de marzo, acaba sencillamente en la paz. El 10 de enero siguiente, Isabel<br />

resumirá la situación para Julia Scott también: Soy dulcemente, tranquilamente y<br />

silenciosamente una buena católica.<br />

17.- CONTRA VIENTO Y MAREA<br />

De abandonada,<br />

aborrecida y desolada<br />

145


te haré objeto de orgullo eterno,<br />

delicia de todas las edades.<br />

...Y sabrás que Yo, el Señor,<br />

soy tu salvador,<br />

que el Fuerte de Jacob<br />

es tu redentor.<br />

Is 60, 15-16<br />

En una de las orillas del Hudson, que, hallándose al norte de Manhatan, se encontraba<br />

entonces claramente fuera de la ciudad de Nueva York, Jaime Seton, el hermano menor de<br />

Guillermo, poseía una propiedad a la vez confortable y pintoresca. La casa se levantaba<br />

sobre un promontorio rocoso que, a las horas de marea alta, se veía rodeado por completo<br />

de agua. Se la llamaba «la Soledad , >. Allí era donde residían habitualmente Jaime Seton, su<br />

mujer, María Hoffman, y sus hijos. Carlota, su media hermana, iba gustosa a pasar allí<br />

pequeñas temporadas. Por su matrimonio con el Sr. Ogden que ocupaba el puesto<br />

relevantísimo de gobernador, Carlota estaba precisamente emparentada con los Hoffman,<br />

de suerte que las dos cuñadas tenían mil razones para visitarse. No parece, por otra parte,<br />

que el desastre financiera de la firma «Seton, Maitland y Cía.» hubiese levantado jamás en<br />

casa de los Seton Hoffman los dolorosos problemas de orden económico que había<br />

introducido en el hogar de Guillermo e Isabel. El hecho había parecido bastante<br />

desconcertante, a veces. En el curso de 1805, en todo caso, Jaime y Carlota habían decidido<br />

de consuno que Cecilia vendría a vivir en adelante a «la Soledad». Para hacer aquello, no se<br />

había consultado en absoluto a la interesada misma. Cecilia hubiera preferido permanecer<br />

con Isabel, cualquiera que fuese la situación actual de su cuñada. ¿No había sido ella, en<br />

realidad, quien la había acogido con Enriqueta en su hogar, al día siguiente de la muerte de<br />

su padre, como si ambas hubieran sido sus propias hijas? Cecilia había volcado sobre Betty,<br />

desde aquel momento, toda la ternura que no había podido prodigar a una madre y a un<br />

padre arrebatados demasiado tempranamente a su cariño. Pero otro vínculo, más íntimo y<br />

más fuerte, había nacido entre ellas: un vínculo espiritual que las unía ahora como había<br />

unido a Isabel y Rebeca.<br />

A decir verdad, el plano religioso, el dominio de las realidades sobrenaturales no<br />

preocupaban gran cosa a Jaime, a Carlota o a María Hoffman. Mientras Isabel frecuentaba<br />

como todos la iglesia de San Pablo o la iglesia de la Trinidad ¿qué importaba la influencia<br />

que ella podía tener sobre unas niñas como Enriqueta y Cecilia? Las cosas habían llegado a<br />

ser diferentes a los ojos de los Seton, cuando la viuda de Guillermo había osado conculcar el<br />

sentido más estricto de las formas sociales., mezclándose ostensiblemente con la plebe<br />

sórdida que frecuentaba la parroquia católica de San Pedro. Enriqueta, Cecilia y su prima<br />

Isabel Faquhar habían sido ásperamente amonestadas. No se había ahorrado nada para<br />

comprometerlas a romper toda amistad con aquella «fanática» de la Sra. Seton que<br />

arrojaba la vergüenza sobre su familia entera. Bajo los golpes, sagazmente dosificados, de<br />

burlas y amenazas, Enriqueta e Isabel se habían batido en retirada rápidamente. Sola Cecilia<br />

se mantenía firme. Era la más joven de las tres, sin embargo. Apenas tenía 15 años. Su<br />

encanto, su belleza, comenzaba a atraer sobre ella las miradas, mientras que la tuberculosis<br />

la minaba ya sordamente.<br />

Llevarse a Cecilia a la Soledad es, pues., en el pensamiento de Jaime y de Carlota,<br />

substraerla ante todo efectivamente de todo contacto con la Sra. Seton. Reducir a Cecilia es<br />

menos fácil de lo que ellos piensan. Con la complicidad de uno de sus hermanos, que apenas<br />

146


tiene dos o tres años más que ella, la adolescente mantiene con Isabel una correspondencia<br />

clandestina. Samuel, encantado de jugar al conspirador, se encarga de hacer pasar las notas<br />

y las cartas. Es él, tal vez, quien se las ha arreglado para comprar y llevar a Cecilia los libros<br />

de doctrina católica que ella devora a escondidas sobre la roca de «la Soledad». Discreta,<br />

pero efectivamente, la Sra. Seton le proporciona los consejos más sabios y prácticos para<br />

ella en las condiciones presentes. Ninguna presión por su parte, sino directrices marcadas<br />

con el troquel del más seguro sentido espiritual y humano.<br />

¿Quién, o qué cosa, en efecto, es capaz de impedir a un alma volverse sin cesar hacia su<br />

Dios? Tú lo sabes bien, quiero hablar de esa oración del corazón que no depende ni del lugar<br />

donde estamos, ni de la ocupación que sea la nuestra, de esa oración que es más bien un<br />

hábito de levantar nuestro corazón hacía Dios, como en una comunión incesante con El.<br />

Cecilia está ocupada en su trabajo escolar: que ella lo ofrezca al Señor, pensando que ese<br />

trabajo representa precisamente una preparación para la tarea que El le reserva más tarde.<br />

¿Tiene ella que acompañar a los suyos a tal o tal reunión? Que prosiga, aunque sea en medio<br />

de una recepción mundana, íntimamente su coloquio con Dios, pidiéndole que la guarde<br />

de todo lo que podría separarla de El. ¿Siente que la impaciencia la domina? Que piense en<br />

la infinita paciencia de Dios frente a unos pecadores como somos nosotros. En cada<br />

decepción grande o pequeña, deja a tu corazón tomar su vuelo derecho hacia El, tu querido<br />

Salvador, arrojándote a sus brazos como en un cobijo contra todo sufrimiento y todo dolor...<br />

Cecilia mía, te ruego, te ruego encarecidamente, te suplico que OFREZCAS todos tus<br />

sufrimientos, todas tus penas, todas tus humillaciones a Dios, para que El los una a los<br />

dolores, a las angustias, a la agonía que nuestro Redentor adorado padeció por nosotros en<br />

la cruz, y que PIDAS que una gota de su sangre preciosa caiga sobre ti para que esclarezca,<br />

fortifique y sostenga tu alma en esta vida, y asegure su salvación eterna en la otra. Y<br />

entonces, sea lo que suceda, todo estará bien...<br />

Entre tanto, en el mes de enero de 1806, se agrava bruscamente el estado de salud de<br />

Cecilia hasta el punto de suscitar vivas alarmas. ¿Se puede privarla, en tales condiciones, de<br />

las visitas que ella reclama con insistencia. En la medida que se lo permiten los deberes de<br />

su cargo en la pensión Wilkes, Isabel acude a su cabecera. Sabe que hablar a Cecilia de la<br />

Iglesia católica, facilitarle la entrada inmediata en la Iglesia católica sería responder a sus<br />

deseos más íntimos y más vivos. Pera Jaime, María y Carlota montan guardia. Una palabra,<br />

una sola palabra imprudente y la Sra. Seton se vería despedida, irremediablemente. No<br />

estaría ya más junto a Cecilia en el momento, que parece inminente, en que ella tenga que<br />

dar el paso de la vida a la eternidad.<br />

¿Qué hacer? El Sr. de Cheverus, consultado, le confiesa en una carta dirigida a ella, el 26 de<br />

enero de 1806, que la cuestión no deja de ser embarazosa hasta para él. Sus directrices son<br />

las de un hombre a la vez sobrenatural y muy consciente de las dificultades prácticas. Ir<br />

adelante no le parece indicado, por el momento. No sería conveniente suscitar junto a una<br />

enferma, en un medio hostil, las discusiones que provocaría, inevitablemente una decisión<br />

formal de su parte. Pero nada le impide a Isabel, mientras se encuentra a solas con Cecilia,<br />

hablarle de Cristo, del amor que nos demuestra tanto en su sacramento como en la cruz.<br />

Ella puede igualmente, si se presenta la ocasión, hacer alusión a la unción de los enfermos<br />

de la que habla Santiago en su Epístola. En caso, pues, que Cecilia deseara recibir esa unción<br />

-la extremaunción- quizás pudiera ella pedirla y recibirla. Si los suyos la vieran en su último<br />

momento, ¿podrían negarse a su último deseo?<br />

Su hermana --concluye el Sr. de Cheverus- es miembro de la Iglesia por el hecho de su<br />

bautismo. El insiste. El hecho de pertenecer a una Iglesia cristiana disidente no la ha<br />

147


separado jamás del Cuerpo místico de la Iglesia de Cristo. Al permanecer, su inocencia, su<br />

espíritu sobrenatural, su fervor la han preservado de toda ofensa grave hacia Dios. Y por<br />

tanto, -asegura el sacerdote y el teólogo- tengo la esperanza de que, incluso si ella no<br />

pudiera recibir los .sacramentos, será agregada a la Iglesia triunfante del cielo.<br />

Para poner en práctica la segunda parte de los avisos del Sr. de Cheverus, Isabel no tiene<br />

más que hacer que esperar en paz el curso de los acontecimientos. Pero las cosas van a<br />

tomar un cariz que ella no preveía. Contra toda esperanza Cecilia se recupera. Las puertas<br />

de «la Soledad» se vuelven a cerrar, a partir de entonces, sobre ella. Isabel, discreta, se<br />

retira.<br />

A fines de enero, Antonio Filicchi dejó Nueva York donde se había detenido un momento al<br />

volver del Canadá. Ha propuesto, una vez más, a Isabel embarcarse con él, cuando parta,<br />

próximamente, para Toscana. Una vez más, ella rechaza la oferta. Pero acepta que, al<br />

presentarse él en Maryland, visite los dos colegios de muchachos que hay allí. El se presta<br />

tanto más gustoso a esa gestión cuanto que sabe en qué estima se tiene a la Sra. Seton en<br />

Baltimore. Le resulta un consuelo saberlo cuando comprueba hasta qué punto está consumada<br />

desde ahora la ruptura entre ella y los suyos de Nueva York. El se ingenia, al<br />

parecer, en multiplicar para ella las ocasiones de nuevos contactos dentro de los medios<br />

católicos, dichoso de ver entre sus corresponsales al párroco de la Santa Cruz de Boston,<br />

sacerdote francés de gran valía: el Sr. Francisco Matignon. Se felicita de verla reanudar<br />

relaciones amistosas con la familia Barry que frecuenta también la pobre iglesia de San<br />

Pedro. Jaime Barry es un hombre de la mejor sociedad. El está, desde hace años, a la cabeza<br />

de dos casas comerciales en plena prosperidad, la una en Baltimore, la otra en Washington.<br />

El era no hace mucho uno de los amigos de Guillermo. Su mujer, Juana, podrá, llegado el<br />

caso, ser útil a la Sra. Seton.<br />

Entretanto la preocupación que Isabel se ha impuesto respecto a Cecilia, las idas y venidas<br />

fatigosas, entre «la Soledad» y la pensión Wilkes no han dejado de tener repercusión en su<br />

salud. Ella está físicamente agotada y ha de apelar sin cesar a su indomable energía para<br />

hacer frente una vez más, cumplir su pesada tarea y «mantenerse» a pesar de todo<br />

«dulcemente, tranquilamente, silenciosamente». Ella se inquieta ahora de no poder hacer<br />

su cuaresma como hubiera querido. El Sr. Tisserant la tranquiliza: aceptar la situación<br />

presente con todo lo que ella comporta de penoso y de mortificante es la mejor de las<br />

penitencias, ya que es la que le pide el Señor. No hay más para ella que acogerla y ofrecerla<br />

como tal, y Dios estará contento.<br />

A1 menos ella se aprovecha plenamente de las horas libres que le trae cada domingo. Desde<br />

la mañanita está en San Pedro, asiste a la primera misa, comulga en ella. Siempre se abre<br />

una puerta para recibirla. Sad, Dué o la Sra. Barry la esperan para el desayuno, de no serlo<br />

sencillamente el P. Hurley. Ella vuelve a la iglesia para las otras misas, se confiesa y toma<br />

otra vez el camino de regreso, después del canto de Vísperas. Alto feliz y bienhechor que<br />

acompasa su tiempo de trabajo y le permite proseguir su tarea fatigante.<br />

El 18 de abril, no obstante, Antonio Filicchi la urge a tomar una decisión respecto a Will y<br />

Ricardo. Quiere, evidentemente, que esa cuestión quede arreglada antes de su propia<br />

marcha que él sabe inminente. Visita el colegio de Georgetown cuya fundación se debe a<br />

Mons. Carroll. Visita el colegio Santa María llevado por los Sulpicianos franceses de<br />

Baltimore. Sin embargo, prefería el de Montreal a esos dos centros. Pero Mons. Carroll, con<br />

un presentimiento, ofrece tomar a su cargo personalmente una parte de la pensión de los<br />

muchachos, si reciben su instrucción en Georgetown. El Sr. Tisserant y el Sr. Barry abundan<br />

en el misma parecer, tanto más cuanto que el Sr. Barry posee precisamente una casa en las<br />

148


inmediaciones del colegio. Gustosamente hará salir a los pensionistas los días de vacación.<br />

En resumen, en el mes de mayo, los dos hijos de Isabel están entre los alumnos de<br />

Georgetown. El Sr. Barry, al partir hacia el sur en un viaje de negocios, se encargó de<br />

llevarlos al colegio, después de un alto en Filadelfia, donde fueron recibidos por Julia Scott.<br />

El día 16 de mayo, día de la Ascensión, Mons. Carroll está en Nueva York. No sin una<br />

profunda emoción, Isabel le es presentada. Si mantienen correspondencia desde hace un<br />

año, ellos no se han visto jamás hasta entonces. El obispo debe permanecer en la ciudad dos<br />

semanas: él propone a la joven mujer conferirle, antes de su partida, el sacramento de la<br />

confirmación. Más aún, se ofrece a prepararla él mismo. Nueva llamarada de alegría y de<br />

amor en su alma. La ceremonia tiene lugar el 26 de mayo de 1806, el día mismo de<br />

Pentecostés. A su doble nombre de bautismo, Isabel Ana, ella añade el de María. Así -<br />

escribe ella a Antonio- sus tres nombres serán desde ahora para ella como el resumen del<br />

misterio de la salvación.<br />

A1 comienzo de junio, Mons. Carroll volvió a marchar para Baltimore. El 14, el Sr. Tisserant<br />

deja Nueva Jersey para alcanzar Francia adonde se le reclama. El 15, Antonio Filicchi da a<br />

Isabel su adiós definitivo: él se embarca para Inglaterra, de donde se trasladará a Francia<br />

antes de volver a Italia. Las palabras que cambian entre sí en el embarcadero son las últimas<br />

que ellos se dirán. Ya nunca volverán a encontrarse en la tierra. Y, sin embargo, si sus caminos<br />

se han cruzado, no ha sido en vano. Ella guardará siempre en el fondo de su alma una<br />

amistad profunda, una gratitud sin fallo para aquél que, en los designios del Señor ha sido<br />

manifiestamente su guía hacia la luz. ¿Se acuerda -le escribirá ella- del día en que conducía<br />

usted al redil la ovejita descarriada? ¿Quién me suplicó que buscara el buen camino?<br />

Antonio. Y, cuando me volvía atrás ¿quién detuvo mis pasos y mi corazón desfalleciente?<br />

Antonio. ¡Dios mío, dale la recompensa que él merece! ¡Oh, cólmale de tu eterna alegría!<br />

Y él comprende que, si ha dado mucho, ha recibido todavía mucho más. Pues la irradiación<br />

de la gracia divina, pasando a través de la que Dios se ha escogido «como un vaso de<br />

elección» redunda ahora en él. «El amigo del novio que está allí y le oye, se entusiasma a la<br />

voz del novio» (Jn 3, 29). En una carta escrita en Liorna al fin de 1806 o principio de 1807,<br />

Antonio Filicchi contará largo y tendido a Isabel la extraña aventura que ha estado a punto<br />

de costarle la vida, durante la última etapa de su regreso a Italia. Había tomado en Francia la<br />

diligencia que, según el itinerario de costumbre, debía pasar los Alpes por el alto de Mont-<br />

Cenis. En plena noche, en medio de una tormenta de nieve, el postillón perdió su camino. La<br />

luz de las linternas se apagó. Los caballos alocados, resbalaban a cada paso. El precipicio<br />

estaba allí, muy cerca. ¿Quién podría traer ayuda a los viajeros? Hace presa en ellos el<br />

pánico. Ellos se creen perdidos. Y de repente brilla una estrella en la obscuridad. Allí está un<br />

montañés que alza su linterna, y vuelve el convoy a su camino. Apenas pudimos<br />

agradecérselo: desapareció en la obscuridad. Pues sería la noche del 7 al 8 de diciembre -<br />

anota Antonio-. Para él, no hay duda de que el afortunado éxito de su vida no se debe sino a<br />

una protección evidente de la Virgen. Y no hay ninguna duda tampoco de que las oraciones<br />

de su santa amiga americana hayan dejado de tener su gran parte en una intervención tan<br />

providencial.<br />

Pero este mes de junio de 1806, Isabel siente dolorosamente el desgarramiento de tres<br />

separaciones sucesivas. En «la Soledad» se han preparado las maletas y bolsos de viaje. Con<br />

Jaime y María Seton, Cecilia llega a Nueva York, donde ella debe pasar unos días, unas<br />

semanas tal vez, en casa de su hermana Carlota. Acaba de cumplir sus 15 años, y desde la<br />

crisis del mes de enero su salud continúa frágil.<br />

149


Ahora bien, apenas llega a casa de los Ogden, el 14 ó 15 de junio, la joven anuncia<br />

tranquilamente a los suyas, como una cosa natural y definitiva, su resolución de hacer muy<br />

próximamente su profesión de fe católica. A tal declaración responde un clamor indignado<br />

de sorpresa. En unos instantes, la casa toda entera resuena con un verdadero zafarrancho<br />

de combate. Golpean las puertas. Atruenan las explosiones de voz.<br />

-¡Y ahí está! ¡Es un golpe más de esa fanática de Isabel! Que ella se haya hecho papista, ella,<br />

¡es asunto suyo! ¡Ella no es, después de todo, sino la viuda de Guillermo Magee, el medio<br />

hermano de Carlota, un hombre enfermo que nunca tuvo éxito en sus negocios! ¿No sabe<br />

todo el mundo en la ciudad que su viuda es una «cabeza exaltada», un «cerebro<br />

trastornado»? Pero en cuanto a Cecilia, es otra cosa. No, Cecilia no seguirá a Isabel. No, no<br />

permitiremos deshonrar el nombre siempre glorioso de los Seton. Será bien necesario que<br />

ella ceda.<br />

Cruzándose como látigos, caen sobre ella las invectivas, los reproches, las amenazas, a<br />

golpes precipitados. Carlota, se precipita, como una furia, en la habitación de Cecilia. Vuelve<br />

fuera de sí, blandiendo unos libros de doctrina católica que ha descubierto allí.<br />

-¡Ha sido Betty quien te los ha dado! -¡No, he sido yo quien los ha comprado! -Eso no es<br />

verdad.<br />

-Sí, he sido yo.<br />

Jaime, a su vez, amenaza a Cecilia con peores represalias, si ella no cede. -Yo no cederé.<br />

-¡Perfecto! Hay justamente en el puerto un barco presto a hacerse a la vela para las Indias<br />

Orientales: embarcarán en él a la rebelde.<br />

-¡Que se me embarque!<br />

Por la infamia de que se ha hecho culpable, obligarán a Isabel a mendigar su pan y el de sus<br />

hijos. Además, ¿no ha preferido ella la compañía de los vagabundos de San Pedro a la de su<br />

familia? Podrían incluso, claro que sí... cierta mente. Carlota va a obtener de su marido que<br />

es miembro del Palacio de Justicia, que traiga una orden de destierro para la Sra. Seton, la<br />

cual la obligará a dejar el Estado de Nueva York vergonzosamente. María Hoffman aprueba<br />

y encarece. Sube cada vez más el timbre de su voz. Una sola persona sigue dueña de sí<br />

misma: Cecilia. Mucho más que las réplicas que justificarían nuevas discusiones, esa calma<br />

tranquila hace subir la exasperación hasta el paroxismo. Renunciando al combate, se la<br />

intimida a que suba a su habitación, quedando fuera de su puerta los libros incriminados. La<br />

joven, con el corazón palpitante, oye dar vuelta a la llave en la cerradura. ¡Prisionera! Está<br />

prisionera, sí, como lo estuvieron los discípulos y los apóstoles de Cristo. Pedro, Juan,<br />

Pablo... Por lo menas, sola puede ahora llorar a su gusto. En cuanto a ceder, ¡jamás!<br />

Durante varios días oye proseguir las discusiones en las piezas contiguas. Poco a poco, una<br />

calma relativa sucede a la tempestad. A1 amanecer del 17 de junio, ella se apercibe de que<br />

funciona la cerradura. Han dado vuelta a la llave. Ella está libre. Mete en su bolsa de viaje<br />

sus objetos personales, lo que puede de ropa y prendas de vestir y, de puntillas, deja la casa<br />

de su hermana. En seguida, la Sra. Ogden descubrirá una nota depositada ostensiblemente<br />

sobre un mueble para ella: «Mi querida hermana Carlota, como consecuencia de mi inquebrantable<br />

decisión de adherirme a la fe católica, dejo esta mañana vuestra casa... ».<br />

Nada de amargura en las líneas que siguen. Si la quieren recibir de nuevo -afirma ella-<br />

Cecilia volverá con todo cariño para su hermana y su hermano, su cuñada y su cuñado. Pero<br />

obedecerá a Dios, ante todo.<br />

Ella llega muy temprano a la casita que ocupa Isabel, contigua a la pensión Wilkes. Cuenta<br />

su lucha y su victoria. Tiene prisa por ver de nuevo al P. Hurley. El la espera. El 20 de junio<br />

de 1806, Cecilia hace, en presencia de él, su profesión de la fe católica. Días más tarde,<br />

150


ecibe de Jaime y Carlota un ultimatum: si ella persiste en su locura, que se considere como<br />

extranjera para la familia. Ella responde a su hermano con estas simples palabras: «Estoy<br />

decidida, y decidida irrevocablemente. Sólo la muerte puede romper mis vínculos».<br />

Entonces, de un solo golpe, a la manera como estalla un incendio que se incubada desde<br />

muchas horas, un arranque de indignación solivianta, no contra Cecilia, sino contra Isabel, a<br />

toda la alta sociedad de Nueva York. En los salones, en el curso de las reuniones mundanas,<br />

a la salida de los oficios del domingo, es un tolle general. Por todas partes, se grita con<br />

escándalo. No se tiene palabras bastante duras, bastante despectivas para vilipendiar,<br />

mofarse, hacer chufla de esa mujer «de cabeza exaltada» que arroja la confusión en el seno<br />

de su familia, empaña el brillo de su nombre, trata de extraviar a la juventud. Críticas,<br />

calumnias, prosiguen su marcha. El Rvdo. Hobart se reprocha ahora su tolerancia pasada.<br />

Cree deber suyo poner en guardia a la parroquia de la Trinidad contra las actividades<br />

excesivas de un proselitismo que él atribuye, sin fundamento, a la Sra. Seton. Sus consignas<br />

se transmiten sin apelación, que nadie acuda ya en ayuda de la tránsfuga, de cualquier<br />

forma que sea.<br />

Alocada, Catalina Dupleix, su amiga de largo tiempo, rompe ostensiblemente con ella. Isabel<br />

Sadler hace otro tanto. De común acuerdo, su tío materno, el Dr. Juan Charlton, y su<br />

madrina, la Sra. Startin, la desheredan, irrevocablemente. Pues ambos habían hecho de ella<br />

su legataria universal, y su fortuna era inmensa. Si Isabel llegara a morir, actualmente, sus<br />

hijos no tendrán ya un valiente ochavo, a menos que renieguen, bajo la amenaza o la<br />

coerción, de la fe adonde su madre les ha llevado voluntariamente con ella. Sin duda, jamás,<br />

desde el mes de febrero de 1805, había ella: sufrido hasta tal extremo.<br />

En la pensión Wilkes, donde ella prosigue su tarea, las puntadas acaban por agobiarla. Los<br />

muchachos, desde el primer día de salida, han oído a sus padres erigirse en censores<br />

despiadados frente a la Sra. Seton. ¿Cómo la iban a respetar ellos desde entonces?<br />

Impertinencias, payasadas, protestas, los rapaces no la dispensarán de ninguno de esos<br />

juegos crueles que los niños son capaces de manejar con una inconsciencia que no tiene<br />

otro igual que su habilidad. Y los padres, a su vez, aprovechan con presteza la ocasión de<br />

encontrar un nuevo agravio que explotar. Los reproches llegan ahora a la directora de<br />

pensión que no sabe ni hacerse obedecer, ni hacerse respetar. Con toda evidencia, le faltan<br />

las cualidades más elementales requeridas por su cargo...<br />

Mes de julio terrible. Aún cuando la violencia de la tormenta se deshace con el período de<br />

las vacaciones, la tensión permanece. El incendio no se ha extinguido. Puede reavivarse. Se<br />

reavivará en efecto. ¿Cómo permanecer en Nueva York en tales condiciones? ¿Se pone<br />

Isabel a deplorar el no haber seguido a Antonio Filicchi a Europa? No, sin duda, ya que, de<br />

hacer eso, hubiera tenido que abandonar a Cecilia. Pero su mirada se vuelve hacia el<br />

Canadá. Pide consejo al Sr. de Cheverus, al Sr. Matignon. Su situación aquí se ha hecho<br />

insostenible. Bien sopesado todo, ellos le piden que resista a pesar de todo. Ella ve en su<br />

consejo la expresión de la voluntad de Dios. Ella resiste. Ella resistirá casi dos años más. Si<br />

son bienaventurados los que lloran -le escribe Antonio- entonces, verdaderamente, usted es<br />

bienaventurada. Y el Sr. Matignon: Su perseverancia y la ayuda de la gracia acabarán en<br />

usted la obra que Dios ha comenzado, y le darán, tengo confianza de ello, participar en la<br />

conversión de muchos otros. ¿No es para ella causa de alegría íntima, en medio de sus<br />

sufrimientos actuales, ver a Cecilia tan maravillosamente comprometida en el camino de la<br />

verdad total?<br />

Anina hace su primera comunión durante este mismo verano. Acaba de cumplir 11 años,<br />

pero, desde su salida de Liorna en octubre de 1804, ha pasado junto a su madre demasiados<br />

151


dramas y demasiadas tristezas para no haber madurado prematuramente. Su madre se la ha<br />

confiado a unos amigos, cuya morada está próxima a la iglesia de San Pedro, para las<br />

últimas jornadas de preparación que le dedica el P. Hurley. Procura que reciba pequeñas<br />

notas casi cada día. Cuando vuelvas -dice una de ellas- ya no serás mi pequeña Ana, sino mi<br />

amiga y mi compañera...<br />

A pesar de la fatiga, a pesar de sus preocupaciones, ella quiere para sus tres hijas un<br />

ambiente alegre y sin tensión. Cecilia le es valiosa. Su amistad le es una reconfortación.<br />

Antonio Filicchi, por otra parte, desde que ha sido puesto al corriente de los hechos<br />

ocurridos en el mes de junio, se indigna de tal cábala contra Isabel. El sabe, personalmente,<br />

de cuánta discreción ha dado ella prueba, dígaselo que se quiera de ello, en lo concerniente<br />

al paso de Cecilia ala Iglesia católica. Lúcidamente, como hombre de negocios que es, mide<br />

en su justo valor lo que representa en concreto, para la viuda de Guillermo, para el porvenir<br />

de sus cinco hijos sobre todo, la pérdida de dos herencias con las que tenía derecho a<br />

contar. Con unas líneas enérgicas y perentorias, da órdenes a su banquero de Nueva York de<br />

no cambiar una tilde de las normas que él, Antonio Filicchi, le había dado antes de su salida<br />

de América en lo concerniente a los pagos previstos para la Sra. Seton. El no aceptará en<br />

este asunto ninguna derogación de sus órdenes y pone en guardia al banquero neoyorquino<br />

contra las insinuaciones que podrían hacérsele en sentido contrario, por quienquiera que<br />

sea.<br />

En el transcurso de noviembre, llega, por otra parte, a Nueva York, para una breve estancia,<br />

el Sr. Dubourg. Nacido en Santo Domingo en 1766, el Sr. Dubourg hizo sus estudios con los<br />

Sulpicianos de París. La Revolución le expulsó también a él de su país. Después de una vuelta<br />

por España, arribó a los EE. UU. en 1794. A1 año siguiente entró en la Compañía de San<br />

Sulpicio. Director interino del colegio de Georgetown, pasó una breve temporada en la<br />

Habana, para venir finalmente a erigir la doble fundación del colegio y del seminario Santa<br />

María en Baltimore. Es, en 1806, un hombre de 40 años, inteligente, extremadamente culto,<br />

un hombre de acción con decisiones rápidas. Acaba de celebrar aquel domingo en la iglesia<br />

de San Pedro una de las primeras misas dominicales. A1 distribuir la comunión, ha quedado<br />

impresionado de la actitud particularmente recogida de una de las parroquianas. Una mujer,<br />

joven aún, pequeña, vestida de negro ha atraído su atención.<br />

Sentado, en una sala contigua a la iglesia, frente al Sr. Sibourd, uno de los vicarios con quien<br />

toma su desayuno, se dispone a hacer una pregunta respecto a aquella persona que bien<br />

pudiera ser -piensa él- la Sra. Seton de la que ha oído hablar. Apenas ha tenido tiempo de<br />

interrogar al Sr. Libourd, cuando un golpecito discreto suena a la puerta. ¡Entre! -dice el<br />

vicario-. Es justamente la Sra. Seton. El Sr. Sibourd la presenta a su huésped, luego la invita a<br />

sentarse para tomar una taza de café. Con tanta sencillez, la conversación se traba fácilmente.<br />

El Sr. Dubourg que conoce tan bien el colegio de Georgetown, habla de los estudios<br />

de Will y de Ricardo. Después llega a inquirir sobre los proyectos de su madre para el futuro.<br />

Ella piensa que, cuando hayan terminado en Georgetown sus estudios primarios, los dos<br />

muchachos podrían ser admitidos como alumnos en el colegio de los Sulpicianos de<br />

Montreal. Entonces le sería posible realizar el sueño que acaricia secretamente: marchar<br />

personalmente con sus hijos al Canadá, enseñar allí en una casa de educación dirigida por<br />

religiosas católicas participando con ellas, en cuanto pudiera hacerse, del género de vida,<br />

continuando totalmente en asegurar, ante todo, la vida de familia de sus dos hijos y de sus<br />

tres hijas. Marchar al Canadá sería al fin responder a los deseos muchas, veces expresados<br />

por Antonio.<br />

152


Sin interrumpirla, el Sr. Dubourg ha escuchado a la Sra. Seton exponerle sus proyectos<br />

apenas concebidos para el porvenir. Y cuando ella se detiene:<br />

-Y todo eso ¿por qué no desde ahora?<br />

Sí, ¿por qué no? La situación es tan tensa para la joven mujer, desde el mes de junio, que su<br />

marcha a Montreal supondría para ella, desde ahora, la solución más deseable.<br />

El Sr. Dubourg no se extendió más en ello. Pero cuando parte de nuevo unos días más tarde<br />

para Baltimore, pasando por Boston, reflexiona sobre el caso de la Sra. Seton. El Sr. Dubourg<br />

sabe que ella tiene las cualidades requeridas, a pesar de los incidentes ocurridos en la<br />

pensión Wilkes. Hay en ella paño de educadora y enseñante... Pero entonces ¿por qué no<br />

vendría ella preferentemente a Baltimore? Las ideas del Sr. Dubourg se eslabonan. El<br />

entrevé la fundación de una casa de educación que abra sus puertas a las muchachas, como<br />

el colegio Santa María abre las, suyas a los muchachos. El habla a este respecto al Sr.<br />

Matignon y al Sr. de Cheverus. Se elabora un proyecto que ellos se proponen someter en<br />

tiempo conveniente a Mons. Carroll. No entra en su intención precipitar nada, no obstante.<br />

¡Qué de tesoros hay escondidos en la santa Providencia -había escrito un día su santo<br />

compatriota, el Sr. Vicente, a la Srta. Legrás- y cuán soberanamente honran a Nuestro Señor<br />

los que la siguen y no se imponen sobre ella!<br />

Dios tiene su propia hora -dice el Sr. Matignon- y esa hora, hay que esperarla en paz. Lo que<br />

no impide con todo al Sr. Matignon lanzar sobre el porvenir una mirada cargada de las<br />

mayores y más ciertas esperanzas. Vd está des tinada, pienso yo -escribe él en propios<br />

términos a la Sra. Seton- a realizar algo grande en los Estados Unidos, y por tanto es aquí<br />

donde debéis permanecer con preferencia a todo otro país.<br />

Las noticias alarmantes que llegan a Maryland, desde Nueva York, no le hacen desviarse de<br />

esta línea de conducta. Una ola de verdadera persecución acaba de levantarse en torno a la<br />

parroquia de San Pedro, contra la minoría sin embargo, bien humilde de los católicos de la<br />

ciudad. ¿Hay que ver en ello una consecuencia del hecho -insignificante en sí mismo- de la<br />

determinación de Cecilia Seton? ¿Era motivo para causar tal efervescencia el que una<br />

jovencita de 15 años hiciera profesión de fe católica, contra el gusto de su hermano y una de<br />

sus hermanas? Sin duda, a través de ella, se apunta a Isabel, y tal vez haa presentido qué<br />

adalid puede llegar a ser una mujer del temple de la Sr. Seton.<br />

Sea lo que fuera de esto, el 24 de diciembre de 1806, estalla alrededor de la pequeña<br />

parroquia de San Pedro un motín, que no deja de evocar los que levanta aún actualmente<br />

en los EE. UU. la cuestión racial. A falta de cargas de plástico, siempre se puede arrojar a la<br />

cabeza ladrillos y adoquines. Los fieles de San Pedro que vienen a confesarse o a preparar la<br />

iglesia, la víspera de Navidad, se topan en la calle con un tropel hostil y amenazante. Es<br />

preciso acudir a dos hombres, altos cargos en el gobierno de la ciudad, a fin de establecer,<br />

en apariencia al menos, el orden público. Por temor a una reincidencia, los católicos<br />

irlandeses disponen un piquete de guardia a lo largo del muro exterior, a partir de la<br />

mañana de Navidad. Los oponentes de la víspera vuelven a presentarse otra vez. Sigue un<br />

tumulto. Un hombre resulta muerto y otros varios heridos. El alcalde acude en persona,<br />

fustigando a los asaltantes convertidos en asesinos y recordando altamente que la<br />

Constitución de la libre América prohíbe molestar a los católicos.<br />

¡Triste día de Navidad, en verdad, en el que hermanos en Cristo se desgarran mutuamente<br />

bajo el falaz pretexto de defender la verdad de la Iglesia! Nada permite pensar que Isabel<br />

estuviera presente en el sangriento disturbio, pero, de todas formas, no podía dejar de<br />

sentir en su corazón el terrible contragolpe. ¿Se acordó ella entonces de aquel otro motín,<br />

153


del 14 de abril de 1788, que había desencadenado en Nueva York una lección de anatomía<br />

de su padre, obligando al Dr. Bayley a dejar América?<br />

En enero de 1807, no obstante, parece que la calma ha vuelto así en la ciudad como entre<br />

los alumnos de la pensión Wilkes. Para Isabel también, es un período de tranquilidad, de<br />

distensión. Sus hijos son felices en Georgetown. Las noticias que recibe de ellos son buenas.<br />

Ana, Kate y Rebeca se desarrollan entre la ternura de su madre y el cariño de su tía Cecilia.<br />

Nadie deja de notar entonces que las tres chiquillas crecen un poco demasiado en<br />

invernadero cálido. A la verdad sería difícil que en las condiciones presentes fuera de otra<br />

manera. Físicamente Isabel se siente más claramente en forma. Pero he aquí que en junio<br />

una llamada angustiosa le llega una vez más. Proviene de su cuñada, Isabel Maitlana. Está<br />

seriamente enferma y suplica que manden venir a su cabecera a Cecilia y a Isabel. De mal<br />

grado, Jaime y Carlota acceden a su deseo. Nuestros servicios fueron aceptados -anota<br />

lacónicamente Isabel- para aliviar la carga de los demás. Las Seton hubiesen preferido otras<br />

veladoras para la enferma. Y, sin embargo, ellos no soliviantaron a sus padres y allegados,<br />

cuando su cuñado Jaime Maitland fue puesto en prisión... Ellos no gritaron con escándalo,<br />

no se ensañaron contra su mujer, como lo han hecho frente a Isabel y Cecilia, quienes ha 1<br />

acudido a la primera llamada y se entregan ahora, cada día, junto a la joven mujer que<br />

muere sin haber conocido apenas más que disgustos y vejaciones en su vida conyugal. Una<br />

especie de pesar se apodera de María Hoffman misma. ¿Interés, remordimientos, afecto?<br />

¿Quién puede decirlo? He ahí que ella propone a Cecilia olvidar todos sus agravios pasados.<br />

Si la jovencita acepta la proposición que se le hace, serían dichosos de verla recobrar su<br />

lugar en el hogar de su hermano, se le confiaría incluso la educación de sus sobrinos y<br />

sobrinas. Mientras Cecilia examina la cuestión, Isabel declina rápidamente. Muere antes del<br />

fin de marzo. Muerte durísima cuyos sufrimientos físicos y angustias morales nada puede<br />

mitigar. Isabel la asiste, sin embargo, en sus últimos momentos sin otro recurso que el de<br />

confiarla a la misericordia infinita del Salvador.<br />

Después de la muerte de Isabel, Cecilia cree por fin deber suyo acceder al deseo de María<br />

Hoffman. Se quedará, pues, en el hogar de su hermano Jaime y se ocupará de los niños.<br />

Pero, súbitamente, en el mes de junio, María muere, a su vez. Muerte dolorosa también que<br />

no llega ni a consolar ni a iluminar la viviente esperanza del más allá.<br />

Poco a poco, bajo el golpe de las circunstancias, ante la actitud tan digna de Isabel, que<br />

jamás se ha zafado de cara a unos servicios que prestar y que la tenían completamente<br />

abrumada, las prevenciones caen, los agravios parecen esfumarse. María Post se muestra<br />

más conciliadora. Catalina Dupleix e Isabel Sadler piden a su amiga olvidar un pasado que<br />

ellas lamentan profundamente. Jaime Seton mismo le «abre los brazos como se los abre a<br />

sus propios hijos». Tan sólo permanecen inexorables, definitivamente, el tío Charlton, la Sra.<br />

Startin, Carlota Ogden y su marido.<br />

Cecilia se ha convertido, prácticamente, desde la muerte de María Hoffma:v, en el ama de<br />

casa de «la Soledad». Es un servicio que ella ha aceptado asumir. A las obligaciones que<br />

desde ahora son suyas, a las salidas mundanas a las que no le es fácil substraerse, ella<br />

hubiera preferido las tareas materiales y banales que compartía con Isabel en la pensión<br />

Wilkes. En los salones que ha de frecuentar tiene que oír a menudo críticas y burlas respecto<br />

a la religión católica. Sufre por las habladurías que se divulgan a cuenta de ella: pretenden<br />

que quiere adoctrinar a una de sus sobrinas de «la Soledad». Sufre al ver partir para Filadelfia<br />

al P. Hurley, su padre espiritual. Ella escribe a Isabel: ¡Oh, si pudiéramos tan sólo<br />

retirarnos a un rincón de la tierra y consagrar todo nuestro tiempo a Dios!<br />

154


Pero ¿no era ese también el anhelo ardiente de Isabel? ¿Por qué no lo haría Dios un día para<br />

ambas realidad feliz? Mientras duermen sus dos benjaminas, tan sosegadas, tan<br />

abandonadas, Isabel comprende, al mirarlas, que su actitud personal de cara a Dios debe<br />

calcarse, en cierto modo, sobre la de Kate y de Rebeca.<br />

Un hecho es cierto. Su calma, su serenidad han acabado por impresionar a su entorno<br />

inmediato, e incluso a los que había puesto en efervescencia la decisión de Cecilia. Ella se<br />

explica al respecto a Felipe Filicchi con toda sencillez:<br />

Lo que busco ante todo -con San Francisco de Sales- es tomar todas las cosas con amabilidad<br />

y con paz y oponer a cada una de las contrariedades buen humor y alegría, cosa que me ha<br />

resultado tan bien que, al presente, es una opinión corriente que la Sra. de Guillermo Seton<br />

se halla en una situación afortunadisima. No obstante -añade ella- la Sra. Seton se ve<br />

obligada a estar en guardia a cada instante, a fin de que, efectivamente, el interior<br />

corresponda en ella al exterior... Y concluye: Usted sabe, Felipe, lo que cuesta ¡ser siempre<br />

humilde y estar contenta!<br />

En el mismo tenor, había escrito ya ella, con una nota de humor encantadora, estas líneas<br />

que son una reminiscencia de la segunda carta de San Pablo a los fieles de Corinto: Resulta<br />

muy divertido, palabra, ser perseguida, y no obstante gozar de las gracias más dulces: ser<br />

pobre y miserable, y al mismo tiempo rica y alegre; ser despreciada, abandonada, y a la vez<br />

protegida y rodeada de ternura por los siervos de Dios, por sus amigos más favoritos.<br />

18.- ESOS SEÑORES DE SAN SULPICIO<br />

No os acordéis de lo de antaño,<br />

no añoréis lo antiguo.<br />

Mirad, voy a realizar algo nuevo,<br />

y ya aparece, ¿no lo notáis?<br />

Si, abro un camino en el desierto,<br />

ríos en la estepa.<br />

...El pueblo que me he formado<br />

proclamará mis loores.<br />

Is 43, 18-21<br />

En el momento de morir, en 1629, el cardenal de Berulle, después de fundar el Oratorio, el<br />

P. Bourgoing pudo rendirle públicamente este testimonio: Lo que él ha renovado en la<br />

Iglesia -en la medida que Dios le ha dado los medios ha sido el espíritu de religión, el culto<br />

supremo de adoración y de reverencia debido a Dios. Si el espíritu de la Escuela francesa,<br />

cuyo promotor era Berulle, ha marcado profundamente su impronta en la renovación del<br />

Gran Siglo, la fundación de la Compañía de San Sulpicio, por más de un título, había<br />

quedado singularmente impregnada de él. Y, por consiguiente, aquellos misioneros del siglo<br />

XVIII, llegados de Francia al Nuevo Mundo, estaban para inculcar también a la juventud de<br />

los seminarios y de los colegias encomendados a su cuidado, a una con el sentido de la<br />

transcendencia divina, el del civismo de la casa de Dios.<br />

Nos es permitido imaginar en este mismo contexto con qué solemnidad sobria y mesurada<br />

se desarrolla, aquella mañana del 15 de junio de 1808, la misa pontifical del Corpus Christi<br />

en el Seminario de Baltimore, con ocasión de la consagración de la capilla que acababa de<br />

155


construirse. El edificio de estilo ojival situado en el ángulo del cuadrilátero formado por los<br />

pabellones de clases, es de vastas proporciones. El altar, casi en el centro, separado como el<br />

de nuestras catedrales góticas, se alza en medio del templo, destacado por la altura de tres<br />

gradas y concebido de manera que permita el despliegue de las funciones litúrgicas.<br />

Aquel jueves del Corpus, la llama viva de 105 cirios se hace brasa sobre el altar. Las volutas<br />

del incienso se elevan hasta los nervios de la bóveda. El rito<br />

y ceremonias de la misa mayor prosiguen con un orden admirable. Mons. Carroll, asistido<br />

del diácono y subdiácono, en dalmática, oficia con dignidad, con recogimiento. En el coro,<br />

más de veinte sacerdotes con alba o sobrepelliz, ante los cuales evoluciona el grupo<br />

debidamente adiestrado de los clérigos, portadores quien del incensario, quien del<br />

candelero, de los bonetes, de la mitra a del báculo del arzobispo oficiante. Avanzan, se<br />

inclinan, se cruzan, hacen profundas reverencias, sosegados, pacíficos y pacificantes. El<br />

toque del órgano sostiene a veces el canto coral y a veces alterna con las voces de los niños,<br />

límpidas, altas, claras.<br />

Acaba el introito. El P. Hurley que ha venido, por la circunstancia, desde Filadelfia, entona el<br />

primer Kyrie. En ese momento preciso, se abre con discreción una de las puertas de la<br />

capilla. Una mujer vestida de negro entra de puntillas, se arrodilla, se inclina<br />

profundamente. Detrás de ella tres chiquillas repiten cada uno de sus movimientos. Ana<br />

María, Catalina, Rebeca Seton, sorprendidas, maravilladas, tienen un poco la impresión de<br />

vivir en un sueño. Ellas se han olvidado por el momento de los siete días de navegación<br />

bastante dura que acaban de soportar y de la lluvia que azota y cae sin cesar desde que han<br />

dejado el puerto y de la salida un tanta precipitada de Nueva York.<br />

Sin duda hacía muchos meses que hablaba su madre de la posibilidad de un viaje a Montreal<br />

o Baltimore, pero sin que nada preciso viniera a asegurar su realización. Luego, el mes de<br />

abril, la cuestión se había presentado con urgencia. El número de alumnos de la pensión<br />

Wilkes disminuía cada vez más, en tanto que, desde Baltimore, el Sr. Dubourg dirigía a la<br />

Sra. Seton unas proposiciones que no dejaban de representar para ella serias ventajas. En<br />

resumen, después de pedir consejo, ella había tomado su decisión en mayo. Desde entonces<br />

las cosas no se habían demorado. Se le daban dos meses para organizar su salida de Nueva<br />

York con sus hijas. En tres semanas ella está dispuesta. Así es como las cuatro se habían<br />

embarcado, el 9 de junio, a bordo del Grand Sachem, que había arribado al puerto de<br />

Baltimore, el 14 por la noche. Anina, Kate y Rebeca llegabaa pues directamente con su<br />

madre del muelle de desembarque, a donde el Sr. Dubourg había enviado el coche que las<br />

había conducido a la capilla de Santa María. Y ahora ellas asistían a la misa pontifical cuyo<br />

esplendor no les recordaba sino muy lejanamente las misas dominicales de la parroquia de<br />

San Pedro.<br />

Todo lo que te escribí de Florencia -anotará Isabel esa misma noche con destino a Cecilia- es<br />

una sombra en comparación. Y en los Dear Rmembrances encarece: Ceremonias<br />

formidables, vistas por primera vez... este día del CORPUS CHRISTI, día de maravillas para<br />

nosotros...<br />

El mes de abril pasado, Mons. Carroll había recibido, por voluntad de Pío VII, el título de<br />

arzobispo. Baltimore había llegado a ser la primera sede metropolitana de América. Cuatro<br />

sedes sufragáneas fueron erigidas simultáneamente: Nueva York, Filadelfia, Boston y<br />

Bardstown en Kentucky. Los titulares, entre los cuales han sido elegidos dos misioneros<br />

franceses, no podrán, es la verdad, por causa de las circunstancias, tomar posesión de esas<br />

sedes episcopales antes de dos o más años. El decreto pontificio no expresa menos la<br />

156


esperanza que anima por esa época el corazón del Romano Pontífice, en lo tocante al<br />

desenvolvimiento, crecimiento e irradiación del catolicismo de los Estados Unidos.<br />

En esta perspectiva Mons. Carroll está convencido plenamente de que la venida de los<br />

Sulpiciano5 franceses había sido una verdadera bendición, en tanto que él prosigue su larga<br />

y fecunda carrera. La tarea a él confiada era inmensa. El se ha gastado en ella hace ya tantos<br />

años y esa tarea le parece apenas comenzada. Hubiera querido hacer mucho más. Sin la<br />

ayuda de los Sulpicianos hubiera hecho todavía menos. Tiene 73 años este año de 1808. El<br />

puede evocar las etapas más grandes de su larga vida.<br />

Hijo de un emigrante irlandés, Juan Carroll nació en tierra americana, en Upper de<br />

Marlboro, un pueblo situado en el territorio del Estado actual del Maryland. Hizo sus<br />

estudios en Europa. Alumno brillante del Colegio inglés de Saint Omer, entró, a los 18 años,<br />

en el noviciado de la Compañía de Jesús. Ordenado sacerdote en 1759, presencia, en 1773,<br />

la dispersión de los Jesuitas. Temporalmente la Compañía se ve disuelta. Juan Carroll había<br />

aceptado entonces por un año el cargo de preceptor de una familia de Inglaterra, antes de<br />

emprender de nuevo, en 1774, el camino de vuelta a Maryland. Era el año mismo del<br />

nacimiento de Isabel Bayley.<br />

Volvía al Nuevo Mundo con una cultura sólida, una apertura de espíritu a todos los<br />

problemas de su tiempo, y hacía suyos sin reserva los deseos de independencia que bullían<br />

entonces en el seno de las colonias inglesas de América. Su valía personal, unida al<br />

conocimiento que tenía de Europa, le había merecido ser designado para una misión oficial<br />

en cuyo decurso se había encontrado en relación con Franklin, y luego con Washington. De<br />

ambos se había atraído una fiel amistad. Ha venido a visitarme el Nuncio y me ha dicho que,<br />

por recomendación mía, el Papa ha nombrado a Juan Carroll superior del clero católico de<br />

América -anotaba en sus memorias Benjamín Franklin, con fecha del 1 de julio de 1784-.<br />

Cinco años más tarde, Juan Carroll es preconizado obispo de Baltimore. A1 año siguiente,<br />

1790, se presenta en Inglaterra a fin de recibir ?a consagración episcopal de manos de<br />

Mons. Walmesley.<br />

En el curso de su viaje entra en contacto con el Sr. Nagot, a quien el Sr. Emery, superior<br />

general de los Sulpicianos, ha enviado precisamente de París a Londres, para presentar al<br />

primer obispo de América una proposición tan oportuna como inesperada. ¿Aceptaría<br />

Mons. Carroll recibir en su diócesis a algunos Sulpicianos franceses? Estos misioneros del<br />

Nuevo Mundo, prestando todo su concurso a la tarea pastoral, inmensa, como venía a ser la<br />

del obispo, establecerían al mismo tiempo un seminario en Baltimore. Ellos tomarían a su<br />

cuenta los gastos necesarios a la fundación. Ellos llevarían incluso consigo a América a<br />

algunos sujetos en vías de formación. Dos razones habían dictado al Sr. Emery su determinación.<br />

El deseo de proseguir y extender la obra misionera explícitamente querida por<br />

el Sr. Olier, fundador de la Compañía de San Sulpicio, y la oportunidad de asegurar a los<br />

Sulpicianos franceses un refugio eventual en el extranjero, a la hora en que los pródromos<br />

de la Revolución ensombrecían de forma inquietante el próximo futuro de la Francia<br />

religiosa. Una oferta de tal naturaleza no puede dejar indiferente a Mons. Carroll. Ve en ella<br />

una respuesta providencial al angustioso problema que le plantea, desde su consagración<br />

episcopal, el reclutamiento sacerdotal de los Estados Unidos, donde los católicos son<br />

minoría, donde los sacerdotes emigrantes no tienen siempre la valía deseable. Da, de<br />

buenas a primeras, su acuerdo a la proposición del Sr. Emery, sin hacerse no obstante<br />

ilusión sobre la situación delicada que corre el riesgo de ser la suya frente a unos sacerdotes<br />

extranjeros que van a poner pie, casi al mismo tiempo que él, dentro de su propia diócesis.<br />

157


Al año siguiente, el 8 de abril de 1791, se embarca en Saint-Malo el primer contingente de<br />

misioneros. Lo integran los Sres. Nagot, Lavadoux. Tessier y Garnier. A bordo del mismo<br />

navío se encuentra un pasajero con nombre ya célebre: Francisco Renato de Chateaubriand,<br />

que parte hacia el descubrimiento del Nuevo Mundo con el entusiasmo de sus 23 años.<br />

A estos obreros de la primera hora vendrán a juntarse otros, en los años siguientes. Tales<br />

son los Sres. Flaget, David, Maréchal, Dubourg, Babad. Tres de ellos ocuparán un día en los<br />

Estados Unidos las sedes episcopales de Bardstown, Baltimore y Nueva Orleans. Los Sres.<br />

Flaget y Dubourg serán considerados, al modo de Mons. Carroll, como los «Padres de la<br />

Iglesia de América». Tal título será concedido igualmente al Sr. Dubois, al Sr. de Cheverus y<br />

al franciscano irlandés, P. Miguel Egan.<br />

En 1801, el obispo de Baltimore podía rendir ya a sus colaboradores este bello testimonio,<br />

escrito con destino al Sr. Emery: No he conocido nunca en ninguna parte unos hombres<br />

mejores y más capaces para formar eclesiásticos, tales como los pide la religión, que los<br />

Señores de su Sociedad. Igualmente, estoy persuadido de que una de las mayores desgracias<br />

que podía acontecer a esta diócesis sería perderlos. Y cuando, no obstante, el Sr. Emery se<br />

interroga sobre la oportunidad de dejarlos en América, donde el número de vocaciones<br />

sacerdotales esperadas está lejos de alcanzarse, cuando piensa llamar a varios de los<br />

misioneros cuya presencia en Francia le parece más, útil, pasada la Revolución, Mons. Carroll<br />

le hace llegar estas líneas instantes: Le conjuro por las entrañas de Jesucristo que no los<br />

retire por entero.<br />

Una galería de cuadros de la época ha fijado el rostro de casi todos los primeros misioneros<br />

de Maryland. Retratos hieráticos, fríos, demasiado solemnes, que dan mucho menos el<br />

verdadero rostro de los hombres de lo que lo hacen los disparos indiscretos de los<br />

fotógrafos de hoy. Existen, con todo, otras instantáneas y nos han sido guardadas intactas.<br />

Ellas brotan súbitamente de la lectura de sus recuerdos o de las cartas autógrafas,<br />

numerosas, prolijas, con las que aquellos buenos señores juzgaban bueno tener a sus<br />

superiores de París al corriente de los hechos, grandes o pequeños, de su apostolado, de los<br />

problemas que planteaba, de las dificultades que vencía, y hasta de las diferencias que, por<br />

un tiempo, oponían, uno a otro, a aquellos hombres de personalidades fuertes con un sentido<br />

misionero emprendedor. No es sino en su escritura, en las líneas apretadas de sus<br />

misivas, en las rúbricas de sus firmas donde revelan algo de sí mismos y se nos hacen en<br />

cierto modo presentes.<br />

El Sr. Nagot tenía mucha alma, entusiasmo, exaltación -anotó Eduardo Demondesir que,<br />

acompañando al grupo de los Sulpicianos, recibiría la ordenación en Baltimore de manos de<br />

Mons. Carroll-. Y explica: Desde antes de llegar<br />

a Maryland, durante un discurso pronunciado en San Pedro de Terranova, el Sr. Nagot<br />

anunció que íbamos a convertir América y, sin duda, él lo deseaba ardientemente. A nuestra<br />

llegada a Baltimore, monseñor nos recibió y se apresuró a decir al Sr. Nagot que para<br />

repartir a los americanos el pan de la palabra de Dios, era menester hacer una molienda de<br />

un celemín de celo por nueve de prudencia.<br />

El Sr. Nagot tenía entonces 57 años. Natural de Taurs, había ida a hacer sus estudios a París.<br />

Ingresado a los 20 años en San Sulpicio, había enseñado primeramente en Nantes y luego,<br />

verosímilmente, en el seminario de París o en Issy les-Moulineaux. A la vez activo y<br />

contemplativo, «hombre grave y compuesto», llegaba a América con las directrices precisas<br />

del Sr. Emery: fundar un seminario según el espíritu del Sr. Olier, es decir según los<br />

principios y la mentalidad que habían sido en Francia los del siglo de Luis XIV. Ahora bien, la<br />

América de la Independencia no tenía nada de común con la Francia de 1646. En Francia -<br />

158


escribirá el Sr. Deluol en 1817- no pueden nunca formarse una idea exacta de este país, de<br />

su gobierno, y del carácter de sus habitantes; no hay más parecido entre ellos y los franceses<br />

que el que hay entre la noche y el día.<br />

La escuela de Georgetown era el primer establecimiento cuya apertura había decidido en su<br />

diócesis Mons. Carroll. Había llamado, para tomar su dirección, a antiguos cohermanos de la<br />

Compañía de Jesús que aguardaban -y deberían aguardar hasta 1814- el restablecimiento de<br />

su Sociedad. A la vez colegio general y seminario menor, el centro de Georgetown abriría,<br />

en consecuencia, sus puertas a todos los muchachos que estuviesen a punto de proseguir<br />

allí el ciclo de los estudios, fueran católicos o protestantes. Eventualmente podrían añadirse<br />

en él las clases propias del seminario mayor. La llegada de los Sulpicianos a Baltimore, la<br />

fundación inmediata del colegio Santa María, copia de un seminario menor, trastorna un<br />

poco, desde el comienzo, los primeros planes del obispo, en tanta que la obligación, para los<br />

Sulpicianos, de abrir un colegio al lado del seminario, parece responder a la propia vocación<br />

de San Sulpicio. No cesarán de plantearse problemas de adaptación y de colaboración. La<br />

gran distancia que separa Francia de América y la precariedad de los medio de<br />

comunicación no facilitarán su solución. Podrán surgir a veces cuestiones delicadas, y hasta<br />

espinosas, tratando de resolverlas cada uno lo mejor posible, según la óptica personal y su<br />

temperamento. Nada de extraño, pues, que, de un tiempo a otra, estalle un conflicto en el<br />

que se encuentren enfrentadas dos concepciones diferentes, mirando, no obstante, una y<br />

otra al equilibrio y a la adaptación. Pues los misioneros franceses, con formar parte casi<br />

todos de la misma Compañía de San Sulpicio, están muy lejos de haber sido fundidos en el<br />

mismo molde. ¡Y es una suerte!<br />

Los Sres. Lavadoux, Tessier, Garnier tienen en esta época, al parecer, menos relieve que el<br />

Sr. Nagot, «el jefe de la misión francesa». Ellos, por otra parte, no se mezclarán casi en la<br />

fundación de la Madre Seton. Más destacada se revela la fisonomía de Juan Bautista David.<br />

Había nacido en Nantes en 1761, y, después de proseguir sus estudios en el colegio<br />

oratoriano de su ciudad natal, había ido a París donde demandó su admisión entre los Sres.<br />

de San Sulpicio. Ordenado sacerdote a los 24 años, enseña en el seminario de Angers, luego<br />

en 1792 se embarca para Filadelfia y Baltimore con el Sr. Flaget a quien permanecerá siempre<br />

unido por los vínculos de una fiel amistad.<br />

Generoso, resuelto, tenaz en sus ideas, difícil para revisar su propia forma de considerar un<br />

problema o de resolverlo, le será preciso siempre estar a sus anchas para dar su medida.<br />

Polemista encarnizado, no llegará nunca a entenderse con el Sr. Badin, primer misionero de<br />

Kentucky y primer sacerdote ordenado en los Estados Unidos, que gozaba, sin embargo, de<br />

una muy grande notoriedad. «El arzobispo -vendrá a concluir el Sr. Maréchal- me hacía<br />

observar que el nombramiento del Sr. David para la sede episcopal de Filadelfia<br />

restablecería pronta la paz, al no tenerle ya junto a sí el Sr. Badin como principal<br />

adversario». Pero aquel hombre que parecía irreductible, demasiada seguro de sí mismo, no<br />

experimenta menos en el fondo de su ser un sordo temor frente a «un terrible ministerio»<br />

que teme no desempeñar como debe. «El mundo nos alaba por la mitad del deber que<br />

hacemos, y Dios nos reprobará por la otra mitad que no hacemos» -escribirá él, desde el<br />

momento de su nombramiento episcopal, tomando a su cuenta las palabras de aquel a<br />

quien llama, sin más precisión, «el santo Obispo de Amiens».<br />

Diametralmente opuesto al Sr. David, se nos muestra Benito José Flaget que, ingresado en<br />

San Sulpicio a los 20 años, tiene casi 30 cuando arriba a Baltimore, en 1792. Natural de<br />

Auvernia, hizo sus estudios en el colegio de Clermont. Después de una primera estancia de<br />

tres años en Indiana, enseña en Georgetown en 1796. Relacionado con Washington que le<br />

159


aprecia altamente, es enviado temporalmente a la Habana con el Sr. Dubourg. Allí<br />

encuentra al futuro rey Luis Felipe y traba amistad con él. En 1801, es profesor en el colegioseminario<br />

Santa María. El 3 de febrero trazará estas líneas destinadas a su hermano: «Tengo<br />

todavía buen pie, buen ojo, buen diente. Mis cabellos, negros en otro tiempo como el<br />

ébano, se hacen de un blanco más brillante que la nieve de manera que, con una figura aún<br />

bastante joven, comienzo a tener la cabeza de viejo». Esos cabellos los lleva medio largos, al<br />

estilo del Cura de Ars. de quien tiene la mirada apacible y profunda. Tan pronto como los<br />

Trapenses erigieron un monasterio en Maryland, en 1804, el Sr. Flaget tiene el proyecto de<br />

que se le admita entre el número de los hijos de San Bernardo. Da los primeros pasos para<br />

obtener su ingreso en el noviciado. Sin embargo, en 1808, se entera de que el Papa Pío VII le<br />

destina para la sede de Bardstown. El quiere negarse. El Sr. Emery le impone la obligación<br />

de aceptar la carga episcopal como servicio a la Iglesia. Obispo de Bardstown, luego de<br />

Lauisville, después del traslado de esa sede a las riberas del Ohio, hará venir a su diócesis<br />

junto con las Hermanas del Buen Pastor y los Padres de la Compañía de Jesús ya<br />

restablecida, a los Trapenses de Gethsemaní.<br />

La estancia del Sr. Dubourg en Maryland hizo, sin duda alguna, más ruido que la del Sr.<br />

Flaget. Todos los cohermanos hablan de él en su correspondencia, y los juicios que ofrecen<br />

al respecto son bastante diversos. Era el primero de los Sulpicianos a quien Isabel había<br />

conocido. A él es deudora de haber venido a Baltimore. Y, sin duda, ella comparte la<br />

admiración que le profesa entonces el Sr. Flaget que trazará de él, en una carta escrita el 28<br />

de noviembre de 1803, este elogioso retrato:<br />

Después de Dios y de nuestro buen arzobispo (Mons. Carroll), es el Sr. Dubourg, superior y<br />

director del Colegio (Santa María de Baltimore), a quien somos deudores de estos grandes<br />

establecimientos. A unos talentos extraordinarios, en todos los sentidos, une un física<br />

excelente, una piedad admirable y unas delicadezas que le ganan todos los corazones. Sólo<br />

tiene 40 años, es el más joven de todos los Sulpicianos de América, como también el más<br />

benemérito. ¡Cuántas cosas no podrá hacer, si vive veinte años más!<br />

Los Souvenirs de Eduardo Demondésir presentarán, es verdad, al Sr. Dubourg bajo una luz<br />

un poco diferente: ...Yo no creo que pueda encontrarse un hombre más sujeto a caer en<br />

faltas y más pronto, más hábil para salir de ellas. Todo le era provechoso, sus faltas y sus<br />

caídas le empujaban adelante. Era de una actividad asombrosa con medios de todo género,<br />

que hacía flecha de toda madera... Aun cuando el Sr. Demondésir esté animado de un<br />

espíritu satírico evidente, no está falto, sin embargo, de espíritu de observación. Que el Sr.<br />

Dubourg había sido a veces excesivo en sus reacciones, ahí están los hechos para probarlo.<br />

Entre él y el Sr. Maréchal no hubo siempre perfecta armonía, pero el Sr. Maréchal estaba<br />

dotado también de una fuerte personalidad.<br />

En cuanto al Sr. Babad, hará recaer sobre el Sr. Dubourg la responsabilidad de una crisis<br />

financiera, provocada -dice él- «por sus gastos extravagantes». A decir verdad, uno se niega<br />

a dar crédito a las afirmaciones del Sr. Babad. El tiene 45 años. este año de 1808, y ha<br />

pasado unos años en La Habana antes de llegar a Maryland. Si damos crédito a la nota<br />

necrológica que le dedicará, al día siguiente de su fallecimiento, 14 de enero de 1846, su<br />

sobrino Juan Babad, «clérigo minorista», él se habría adquirido allí una reputación<br />

extraordinaria de taumaturgo. En realidad, uno experimenta un cierto malestar, mientras<br />

prosigue la lectura de veinte grandes páginas de ese panegírico, donde lo maravilloso tiene<br />

un lugar preponderante.<br />

«Mi tío -dice Juan Babad- daba siempre a los pobres; sobre lo que, si se le puede hacer<br />

reproche, es de no haber dado siempre con discernimiento... ». Esa falta de discernimiento<br />

160


en todos los planos sería quizás, finalmente, el rasgo característico de un hombre<br />

esencialmente bueno, muy sensible, extrañamente sintonizado con todo su ser con el<br />

movimiento romántico tal como el Genio del Cristianismo presentaba entonces la religión<br />

misma. «El Sr. Babad es considerado en toda la ciudad como un santo sacerdote» -escribirá<br />

de él el Sr. Bruté de Rémur, futuro obispo también, en una carta dirigida a uno de los<br />

Superiores de París, en 1815, en tanto que el Sr. Maréchal, que no le encuentra capaz de<br />

asumir el menor cargo ante los alumnos del seminario o del colegio, manifestará al mismo<br />

destinatario parisiense: «el Sr. Babad es, un puro cero...».<br />

La personalidad de ese Pedro Babad permanece al fin bastante enigmática. El no hará fácil<br />

ninguna de las obras en las que se ve llamado a participar, a pesar de su ardor apostólico,<br />

que, con ser auténtico, no parece haber encontrado nunca su punto de equilibrio. El teme -<br />

dice- «haber perdido su primera vocación por la disipación del ministerio exterior», y no<br />

ceja de agitarse respecto a todo, formulando, por otra parte, sobre sus cohermanos que le<br />

son manifiestamente superiores par muchos títulos, juicios desafortunados, estrechos, que<br />

naturalmente no sirven para simplificar los problemas por resolver.<br />

Que los otros sulpicianos de Maryland hayan dado, a su respecto, muestra de una reserva<br />

bien prudente, bien excesiva, según el caso, nada tiene, por tanto, de sorprendente. Lo que<br />

parece mucho más asombroso es que Isabel Seton con su juicio seguro y su gran buen<br />

sentido, haya puesto de golpe, el día mismo d-2 su llegada a Baltimore, su confianza total en<br />

quien ella llamará pronto el santo P. Babad. Impulso de su corazón, seguido con excesiva<br />

rapidez quizás, pero que va a ser, tanto para ella como para su obra naciente, una fuente de<br />

cuantiosas dificultades.<br />

Porque, desde que Isabel ha respondido a las proposiciones del Sr. Dubourg, desde que ha<br />

venido a ponerse a disposición de los Sulpicianos franceses de Maryland, le será menester<br />

en adelante acceder a caminar con ellos. El sendero por el que ella se aventura va a tomar<br />

tan a menudo el trazado del sendero de aquéllos, su obra estará tan ligada a la obra de<br />

ellos, en ciertas ocasiones, que la dependencia de una en relación a la otra vendrá a ser<br />

inevitable. Hasta el día en que, habiendo encontrado su dirección propia, la pista de las<br />

Hermanas de la Caridad de América, al estilo de la de los pioneros que avanza<br />

primeramente como a ciegas por regiones desconocidas, desemboque en plena luz, allí<br />

donde Dios, que escribe siempre recto hasta con líneas torcidas, no ha cesado de<br />

conducirla. Aquí y allí, en verdad, el Señor prosigue su propia obra con instrumentos<br />

humanos falibles y limitados. Es así, desde la llamada de los primeros discípulos de Cristo,<br />

como crece y se desarrolla su Reino.<br />

Ahora bien, más objetivo, sin duda, que unas conjeturas que correrían el riesgo de ser<br />

arbitrarias, el conocimiento, por imperfecto que sea, de los misioneros que trabajan en<br />

Maryland a la hora que Isabel, a su vez, llega allí, ayudará a tener una mirada lúcida sobre<br />

las situaciones a veces embrolladas, a menudo desconcertantes, en las que serán parte<br />

interesada tanto las Hermanas de la Caridad americanas como los Sulpicianos franceses. Las<br />

diferencias que. por otra parte, parecerán dividir entre ellas, sobre tal o tal punto, a esos<br />

señores de San Sulpicio, u oponerlos a las miras de Mons. Carroll, no cortarán jamás la unión<br />

profunda, sobrenatural, que más acá de las divergencias de miras, de las oposiciones de<br />

caracteres, permitirá al equipo misionero hundir en lo más profundo de la tierra de América<br />

la semilla fecunda del catolicismo para la mies futura.<br />

A la carta que dirigía Mons. Carroll en 1801 al Sr. Emery para decirle en cuánta estima tenía<br />

a los Sulpicianos franceses, responden, siete años más tarde, estas líneas escritas por el Sr.<br />

Flaget: «La sede de Baltimore ha sido erigida en arzobispado y nuestro santo arzobispo ha<br />

161


ecibido el pallium de Su Santidad. A él somos deudores de nuestro establecimiento en los<br />

Estados Unidos, del colegio y del seminario, y, sin duda, a sus oraciones debemos el éxito<br />

del uno y del otro».<br />

Ningún equívoco posible. Una estima recíproca cimenta al equipo misionero, y el sentido<br />

sobrenatural que le anima asegura, a pesar de los enfrentamientos y hasta de los chispazos,<br />

su estrecha cohesión. La solemnidad que reúne, este 15 de junio, a los Sulpicianos franceses<br />

en torno al arzobispo de Baltimore, su arzobispo, es más que una solemnidad litúrgica. La<br />

consagración de un edificio de piedra como es la capilla del seminario y colegio Santa María<br />

toma ahora un valor de símbolo. Es también la consagración de 16 años de esfuerzos<br />

comunes y ya fructuosos para la Iglesia de América.<br />

La llegada de Isabel Seton a Baltimore, en este preciso día, no es tampoco fortuita. Es<br />

providencial, y la coincidencia que la guía justamente a los Sulpicianos el día mismo en que<br />

la Iglesia celebra la fiesta del Santísimo Sacramento toma ahora también un singular relieve.<br />

La fecha del 15 de junio de 1808 marca también en su vida la de una etapa excepcional,<br />

cargada de consecuencias. Y su admiración no ha de acabarse con la solemnidad litúrgica de<br />

este día.<br />

Tan pronto termina la misa, Ana María, Kate y Rebeca se ven junto con su madre rodeadas<br />

de un grupo simpático, con prisas de desearles la bienvenida. El arzobispo es de los<br />

primeros en saludar a la Sra. Seton, en sonreír a las niñas. Anina, con sus cabellos en bucles,<br />

es una muchachita encantadora de 13 años, alta y desarrollada para su edad. Catalina<br />

cumplirá 8 años al fin de mes. Rebeca no tiene 6 todavía. Junto a Mons. Carroll y al Sr.<br />

Dubourg y al P. Hurley, a quienes ya conocían, se encuentra la madre del Sr. Dubourg y su<br />

hermana: la Sra. Fournier. Muy verosímilmente, por razón de la solemnidad que reúne este<br />

día en Santa María a la casi totalidad de los sacerdotes franceses, la Sra. Seton y sus hijas<br />

fueron presentadas a los Sres. Nagot, Flaget, David y Babad. La Sra. Fournier las invita a<br />

comer, mientras su hija mayor, Aglaé, que es sensiblemente de la edad de Kitty, declama<br />

unos versos, a decir verdad bastante ampulosos, que el Sr. Babad ha compuesto para la<br />

circunstancia.<br />

Las tres pequeñas americanas no comprenden gran cosa, si no es que un afecto nuevo se les<br />

ofrece, que aquí ya no estarán como en Nueva York al margen de las demás niñas. Más que<br />

sus hijas, queda encantada Isabel. Ella es particularmente sensible a la atención del<br />

Sulpiciano que ha dedicado un poema a sus propias hijas. Pronto, ella confiará a Catalina<br />

Dupleix: Todas estas pequeñas delicadezas de la vida diaria que tocan el corazón y de las<br />

cuales yo estaba totalmente privada, se han hecho ahora una herencia de cada día, gracias<br />

a la familia del Sr. Dubourg cuya hermana y madre son incansables en el cuidada que se<br />

toman por nosotras.<br />

En realidad, ¿no va a encontrar más Isabel? ¿La posibilidad de dar nuevamente a sus hijos<br />

un hogar y un padre? ¿Y la estabilidad de una situación material normal, asegurada para el<br />

presente y el porvenir, que no estuviera ya dependiendo de la caridad de los, demás,<br />

aunque fuese la más delicada y la más amigable de las caridades? ¿No va a poder darse de<br />

nuevo sin freno dentro de un amor humano lícito y bienhechor su propio corazón, tan<br />

profundamente torturado desde hace cuatro años? Hay en esto algo más que un sueño: una<br />

perspectiva que Isabel entrevé desde fines de ese mes de junio de 1808, quizás desde la<br />

semana siguiente inmediata a su llegada a Baltimore.<br />

El lunes 19 de junio, sale para Georgetown a fin de buscar a sus hijos. Will y Ricardo serán<br />

efectivamente desde ahora, según deseo expreso del Sr. Dubourg, externos en el Colegio<br />

Santa María de Baltimore. En el coche que la lleva<br />

162


a través de Maryland, Isabel ha tomado sitio al lado del P. Hurley, que va acompañado por<br />

Samuel Sutherland Cooper. Ahora bien, desde el instante que han sido presentados, el Sr.<br />

Cooper y la Sra. Seton han experimentado el uno por el otro un atractivo espontáneo. Ella<br />

tiene 33 años. El tiene 39. El ha pasado recientemente de la comunión protestante a la<br />

Iglesia católica, como ella, con un fervor semejante hacia la Eucaristía. El quiere ahora vivir<br />

según todas las exigencias de la vida cristiana cuya profesión acaba de hacer. Ella también.<br />

En las miras de la Providencia ¿tendría valor de signo este encuentro? El sentimiento íntimo<br />

que hace ahora vibrar por entero el ser de la joven mujer es de un orden diferente. Este<br />

verano de 1808, Isabel Seton y Samuel Cooper son todavía libres. Ellos podrían unir sus<br />

vidas y eso sería -parece a primera vista- para el mayor bien de Ana, de Guillermo, de<br />

Ricardo, de Catalina y de Rebeca. Podrían llegar<br />

a ser, en la comunidad católica de Baltimore, lo que llamamos hoy un hogar de acción<br />

católica, eficaz e irradiante. ¿Se perdería, al fin, con ello, la fundación misma de una casa de<br />

educación femenina que los Sulpicianos deseaban confiar a la joven mujer? El Sr. Cooper<br />

dispone de una fortuna personal que sería capaz de facilitar el establecimiento proyectado.<br />

Que tales preguntas hayan asaltado a los interesados, se puede tener por cierto, según las<br />

confidencias de Isabel misma. Ella habla con toda franqueza tanto de una atracción mutua,<br />

espontánea, de un interés que la empuja hacia Samuel Cooper, como de una estima<br />

recíproca entre ellos. Cecilia, que conocerá un poco más tarde en Nueva York, a ese amigo<br />

del P. Hurley no le encontrará, por su parte, sino muy poco seductor. Le hará más bien el<br />

efecto de una especie de original, un tanto pasado de moda... Yo bien quisiera no verle de<br />

manera distinta a la que tú le ves personalmente -le replicará Isabel-. A Julia Scott ella le<br />

confiesa, con un eufemismo encantador, que no sabe cómo podían haber cambiado las<br />

cosas a consecuencia de ese atractivo...<br />

Pero había un Sí... El uno y la otra, efectivamente, habían creído discernir una llamada más<br />

elevada, más exigente aún: la de un camino exclusivamente consagrado a Dios. Si Dios les<br />

pedía el sacrificio de una dicha lícita y legítima, ellos no regatearían. Ellos le harían ese don<br />

«que excluye del afecto del hombre no sólo lo que es contraria a la caridad -como lo explica<br />

santo Tomás de Aquino- sino también todo lo que podría simplemente impedir a todas las<br />

potencias del hombre dirigirse totalmente hacia Dios»<br />

Así pues, tan pronto coma ambos comprendieron que antes de su encuentro les había sido<br />

dirigida otra llamada, con respeto recíproco de una vocación más alta, renuncian<br />

deliberadamente a ese amor humano naciente por el único temor de retardar mutuamente<br />

su marcha por el camino del mayor amor. Es todo. De una y otra parte da vuelta la página.<br />

Un hombre de una personalidad tan viva, tan perfecta, es una ofrenda digna de la fuente de<br />

toda perfección --concluye sencillamente Isabel-. Como recuerdo, sin embargo, de su viaje<br />

común a Georgetown, ella quiso dejarle su rosario. Ella volverá a ver, ciertamente, al Sr.<br />

Cooper, pues él tendrá su papel que representar en la fundación próxima, pero la Sra. Seton<br />

se prohibirá entablar con él la menor correspondencia. Al final del mes de agosto, Samuel<br />

Cooper entraba en el Seminario de Santa María, para comenzar allí los estudios que, bien<br />

que él alcanzara ya la cuarentena, le permitirían un día acceder al sacerdocio.<br />

Al ver el desarrollo de los acontecimientos ulteriores, nos podíamos preguntar si la simpatía<br />

súbita que, en un plano completamente diferente, atrae a Isabel de forma casi irresistible<br />

tanto hacia el Sr. Babad como hacia el Sr. Cooper no es una especie de revancha de su<br />

naturaleza, de su «extraordinaria sensibilidad, de su receptividad tan intensa, tan vibrante»<br />

demasiado tiempo reprimidas desde su salida de Liorna. Pues es manifiesto que, entre las<br />

163


personalidades de valía que le va a ser dado conocer en Baltimore, ni Babad ni Cooper<br />

podían solicitar el primer puesto.<br />

19.- LAS HIJAS DEL SEÑOR VICENTE<br />

El que hace caridad<br />

ofrenda flor de harina,<br />

el que da limosna<br />

ofrece un sacrificio de alabanza.<br />

Eclo 35, 2<br />

Isabel ha traído a Guillermo y a Ricardo de Georgetown a Baltimore. Hela ahí de nuevo<br />

rodeada de sus hijos. He ahí que de nuevo acaba para ella la mordedura de la inseguridad<br />

del mañana. Las líneas de las Dear Remembrances, evocando sus encuentros, vibran de<br />

alegría.<br />

Mis encantadores muchachos, buenos, simpáticos, en Georgetown, en los brazos de su<br />

madre, después de dos años de ausencia. Y comenta finalmente la calidad de tal alegría: Que<br />

se alegren los hijos satisfechos, pero ellos no podrán tener nunca idea de la menor de las<br />

propias alegrías de nosotros, que no poseíamos más que lo que encontrábamos los unos en<br />

los otros. La primera reunión de mis cinco en nuestro encantador HOGARCITO, tan próximo a<br />

la capilla para nuestra misa diaria...<br />

La casa que el Sr. Dubourg ha puesto a disposición de la Sra. Seton se levantaba, en efecto,<br />

tan cerca de l05 edificios del colegio y del seminario, que sólo la separaba de la capilla la<br />

anchura de un patio. En su blanca fachada vuelta hacia Paca Street, se abrían cinco grandes<br />

ventanas, dos en el entresuelo, tres en el primer piso. Una sexta en ático se alzaba sobre el<br />

tejado y sus dimensiones mismas dejaban adivinar que el segundo piso era algo más que<br />

una buhardilla. En torno a la casa, un jardincito cerrado por una valla. Sin duda, los juegas<br />

ruidosos y los gritos de los ciento veinticinco muchachos de Santa María van a medir en<br />

adelante las jornadas de Isabel. Ella no tiene cuidado por ello. Su paz, su alegría íntima<br />

serían casi sin sombras de no ser el recuerdo de todos aquellos de quienes había tenido que<br />

separarse. Pues ella no ha dejado Nueva York, para una salida que ella presiente como<br />

definitiva, sin un verdadero desgarramiento. Allí había transcurrido la mayor parte de su<br />

vida. Allí había muerto su padre. Allí había dejado a Cecilia, a Enriqueta, a sus amigas Isabel<br />

Sadler y Catalina Dupleix, a los, Barry. Allí dejaba una familia que, a pesar de todo, ella<br />

persistía en amar.<br />

Aquella no quedaba tampoco sin inquietud. Una carta de Enriqueta había de hacerle saber<br />

pronto que los Ogden, lejos de dejar las armas, habían vuelto a tomar la ofensiva<br />

inmediatamente después de su marcha. Cecilia, acosada de continuo, había caído de nuevo<br />

enferma. Habían enviado de pensionista a Emma, la hija mayor de Jaime Seton, por temor<br />

de que llegara a contaminarse con la influencia religiosa de su joven tía. Otras noticias, aún<br />

más dolorosas, llegan casi al mismo tiempo de New Haven, donde otro de los hermanos de<br />

Guillermo, Enrique, está en prisión por deudas. Sus cartas son las de un hombre que ha<br />

perdido toda esperanza. En ellas se siente abrirse paso la tentación del suicidio. Isabel trata<br />

de interesar a Jaime Seton en la causa de Enrique. Materialmente ella nada puede hacer por<br />

él. En el mismo momento ella se entera de la muerte de Jaime Maitland. Esa muerte,<br />

siguiendo tan de cerca a la muerte de Isabel, deja a sus hijos completamente huérfanos. Y<br />

las últimas horas de Jaime Maitland han sido tan espantosas, durante su agonía, que<br />

164


Enriqueta cree todavía -escribe ella- sentir helársele la sangre en las venas, nada más<br />

evocarlas.<br />

Isabel recuerda a todos los suyos, a cada uno de ellos, en su oración. Ella confía en la<br />

misericordia infinita del Señor todopoderoso. Socorrerles de otro modo no está en su poder,<br />

aunque ella sufra por ello. Y las liberalidades de los Filicchi no pueden ser desviadas de los<br />

fines a los que sus amigos de Liorna las han destinado expresamente.<br />

En lo tocante a ella, libre y disponible más que nunca, espera la hora de Dios. Consciente de<br />

haber respondido a su llamada, viniendo a Baltimore, se prepara sencillamente a la tarea<br />

que le será confiada, sin saber exactamente en qué consistirá esa tarea. Bajo todos las<br />

aspectos -afirma ella a una de sus amigas- soy como un ser nuevo. A Antonio Filicchi le<br />

cuenta toda su alegría y gratitud por haber encontrado en Baltimore un medio tan conforme<br />

a sus deseos y, además, unos amigos de un incomparable valor. Cada uno, aquí, respira tan<br />

sólo la caridad divina. La Sra. Fournier es una de las mujeres más amables que puede haber<br />

en el inundo... Y, sin duda, Isabel no es insensible al trato de los católicos de la ciudad, los<br />

cuales son de su medio también, finos, cultos, bien educados como ella, en solo el plano<br />

humano.<br />

Que esos señores de San Sulpicio le confíen, en la próxima apertura escolar, la dirección de<br />

una pequeña casa de educación para muchachas y su situación quedará estabilizada. Le será<br />

hacedero llevar, junto a la Sra. Fournier y la Sra. Dubourg, una vida social conforme a su<br />

rango, ejerciendo, según sus aptitudes y gustos, lo que llamaríamos hoy una profesión<br />

liberal. Haciendo eso, aseguraría a la vez la subsistencia de su hogar. Por apreciable que sea<br />

tal situación no responde todavía del todo a las más íntimas aspiraciones de su alma. Desde<br />

1805, en efecto, -es decir desde el año de su entrada en la Iglesia católica-ella había<br />

manifestado- a Mons. Carroll su anhelo de una vida totalmente consagrada a Dios. Y aquel<br />

anhelo, desde hace tres años, no ha cambiado. Isabel desea cada vez más verlo realizado,<br />

dado, no obstante, que tal vida religiosa sea compatible con su vocación primera, la de<br />

madre de familia, así como con los deberes que de ella se derivan. La educación de sus cinco<br />

hijos -jamás lo ha dudado un instante- es para ella una obligación primordial a la que<br />

ninguna otra llamada de Dios, por imperiosa que sea, podría autorizarla a substraerse.<br />

La vida religiosa, por otra parte, tal como Isabel la considera, es una vida consagrada para<br />

Cristo, con El, a las obras de misericordia. Ocuparse de los niños abandonados sobre todo,<br />

cuidar de los enfermos, proveer a las necesidades de los que están desheredados en el<br />

plano de la fortuna o de la ternura humana, es como una necesidad esencial de su corazón.<br />

Ni el género de vida que llevan las Carmelitas ni el de las Visitandinas de las que había<br />

llegado ya un enjambre de Bélgica o de Francia a implantarse en los Estados Unidos,<br />

respondería a su propia vocación. Una Comunidad de Ursulinas, tal vez, como la que María<br />

de la Encarnación había establecido en el Canadá, hubiera estado más de acuerdo con sus<br />

atractivos. Y, por cierto, esos Señores de San Sulpicio conocían muy bien a las unas y a las<br />

otras. Ellos, sin embargo, conocían aún mejor a las Hijas de la Caridad, cuya Compañía había<br />

fundado el Sr. Vicente en París, en 1633.<br />

No eran, en verdad, religiosas propiamente dichas, ya que los decretos del Papa Pío V<br />

sometían inexorablemente toda vida religiosa a la estricta clausura y a los votos solemnes.<br />

Es sabido cómo Mons. de Ginebra había tenido que renunciar, bien a su pesar, a las miras<br />

que le había dictado, sin embargo, la fundación de la Visitación de Santa María, y cómo las<br />

Ursulinas mismas se habían visto obligadas, a su vez, a abandonar toda obra de apostolado<br />

que les hubiera exigido salir de sus monasterios. Con seguridad, el Sr. Vicente no se hubiera<br />

levantado contra la rigidez del derecho canónico de la época. Pero mucho menos hubiera<br />

165


tomado el partido de negar a las mujeres el derecho de consagrar sus vidas por entero al<br />

servicio de la miseria y del sufrimiento humanos, por puro amor a Jesucristo. Quien dice<br />

religiosa, dice claustrada -explica él sin tapujos- y con su fino buen sentido: No es la religión<br />

(entendida aquí como vida religiosa en sentido canónico) la que hace los santos, es el<br />

cuidado que se toman allí las personas por perfeccionarse... Lo que os hace ver que no es<br />

necesario estar encerrada en un claustro para adquirir la santidad que Dios pide de<br />

vosotras... Así pues, las Hijas del Sr. Vicente tendrán por clausura la obediencia, por rejas el<br />

temor de Dios... Ellas no harán más que votos simples, anuales, lo que no impedirá su don<br />

irrevocable en lo más íntimo de sus corazones.<br />

El Sr. Olier, fundador de San Sulpicio, había conocido personalmente al Sr. Vicente. Su<br />

encuentro en 1632 no fue fortuito. El abate de Pébrac, sin la influencia del párroco de<br />

Clichy, no hubiera comprendido, tal vez, plenamente su vocación. Entre las dos compañías,<br />

la de los Sacerdotes de la Misión y la de los Sulpicianos se habían anudado vínculos desde el<br />

origen. Un siglo y medio, lejos de desatarlos, los había estrechado más. Mientras la<br />

Revolución francesa acababa de disolver momentáneamente la Sociedad de los Sacerdotes<br />

de San Lázaro, los Hijos del Sr. Olier habían tomado el relevo ante las Hijas del Sr. Vicente.<br />

Así lo había decidido el Sr. Emery. Y cuando, en el curso del año 1797, fueron trasladados<br />

del barrio de San Martín a la calle Macons-Sorbonne, donde se reagrupaban algunas<br />

Hermanas, los despojos mortales de la Señorita Legras -a quien la Iglesia llamaría un día<br />

Santa Luisa de Marillac- los sellos de ambas, el ataúd de la Cofundadora con San Vicente de<br />

Paúl. En el proceso verbal del traslado figura la firma del Sr. Emery.<br />

Antes de dejar Francia para ir a los Estados Unidos, esos Señores de San Sulpicio habían<br />

podido ver en acción, bien en París, bien en provincias, a aquellas auténticas sirvientas de<br />

los pobres, las Hijas de la Caridad. De verse llevados por las circunstancias a orientar a esta<br />

Sra. Seton, cuya colaboración han solicitado para su obra de apostolado, hacia una forma de<br />

vida consagrada, sería muy natural que le propusieran adoptar las reglas dadas por Vicente<br />

de Paúl y Luisa de Marillac a las Hijas de la Caridad de Francia.<br />

En realidad, no es cuestión, al parecer, de establecer una comunidad en Paca Street, este<br />

verano de 1808. Lo que cada uno piensa ahora, lo que aprueba altamente Mons. Carroll, es<br />

simplemente la apertura de una casa de educación para muchachas en Baltimore. Todo<br />

comienza sin ruido, humildemente. Hay siete alumnas el primer día de clase: Ana María,<br />

Catalina, Rebeca Seton, a las que se añaden cuatro pensionistas. Pues, habiendo<br />

reflexionado, se ha convenido en que se tomarían solamente pensionistas y las alumnas se<br />

reclutarían únicamente dentro de las familias católicas.<br />

¡Siete escolares! Poca es, pero Isabel no toma menos en serio su tarea. Tiene sobre el<br />

asunto ideas, muy claras que estima su deber poner en práctica desde los primeros días. Si<br />

se abre para las muchachas una casa de educación, es preciso ser capaz de procurar, a la<br />

vez, a las alumnas, un nivel de estudios en conformidad, ciertamente, con las necesidades<br />

de la época, pero con todo la que el papel de profesor comporta de saber y de competencia.<br />

A la seriedad de los estudios profanos, a la perfección de las lecciones de arte de<br />

esparcimiento -muy en boga entonces- debe corresponder la solidez, la profundidad de la<br />

enseñanza religiosa. En cuanto a la educación, debe mirar a formar mujeres de mañana, no<br />

descuidar nada para tender a ello, y proseguirse dentro de un ambiente cristiano, amplio y<br />

sobrenatural.<br />

Te divertirías de veras -cuenta Isabel a Julia Scott- si vieras a esta vieja señora que soy yo -<br />

¡ella no tiene 34 años todavía!- sentada gravemente ante una pizarra con un corrector de<br />

problemas de aritmética o de ejercicios de gramática... Pero se trata de preparar la clase del<br />

166


día siguiente, y de hacerlo concienzudamente. Es posible que Julia haya sonreído, al recibo<br />

de la carta. Ella no deja por eso de admirar más a su amiga. Par su parte, con tacto y<br />

delicadeza, se complace en preparar paquetes. Isabel encontrará en ellos con qué renovar<br />

su guardarropa y el de sus hijos. Las prendas demasiado pequeñas del hijo y de la hija de<br />

Julia pasan así a los hijos de Isabel, evitando serios dispendios. Para ella misma será tal falda<br />

o tal prenda que, bajo un pretexto delicado, su amiga sabe hacerla aceptar. ¡Es demasiado<br />

elegante para nosotros! -protesta de primeras la interesada-. Luego se domina. Es verdad<br />

que ahora su situación, como la de sus hijos, es muy diferente de lo que lo era en la pensión<br />

Wilkes. La Sra. Seton, directora de una institución, por pequeña que sea esa institución, se<br />

encuentra obligada a mantener su rango. Así gira la rueda de la fortuna...<br />

Monseñor Carroll presta, sin embargo, una gran atención a la apertura de la minúscula<br />

escuela de Paca Street. El sabe de cuánta importancia es la educación de los hijos para el<br />

futura del país. La de los muchachos y la de las muchachas.<br />

.Mucho más, quizás, en cierto sentido, la de las muchachas que serán las madres de familia<br />

de mañana. De su influencia a la vez humana y sobrenatural depende prácticamente -el<br />

ambiente de un hogar. La primera formación cristiana se da en la familia. Los hijos quedarán<br />

marcados, sin saberlo, por lo que hayan recibido, visto, comprendido durante su infancia.<br />

Nada es pequeño en materia de educación, en el plano de la fe sobre todo.<br />

¿Tiene ya el arzobispo de Baltimore, que conocía bien a Isabel, la intuición de que una obra<br />

mucho más importante todavía está naciendo en la pequeña casa sita junto al colegio y<br />

seminario de Santa María? ¿Piensa él ya que la Sra. Seton podría estar destinada en los<br />

planes de la Providencia a ser fundadora de un verdadero instituto religioso que<br />

enjambraría un día a través de toda América? Es posible. ¿No había presentido él, desde<br />

1804, época en que Isabel, en lo más profundo de su noche oscura, parecía no poder salir<br />

jamás de ella, que una crisis tan violenta, lejos de provenir de una falta de fidelidad por su<br />

parte, podía ser, a la inversa, la contrapartida del trabajo de la gracia en ella? Allí donde el<br />

espíritu del mal se encarniza con mayor fuerza, allí está, con frecuencia, la esperanza de una<br />

obra divina contra la que el enemigo libra una batalla cerrada.<br />

Esos Señores del Seminario --comunica Isabel a Antonio Filicchi, el 20 de agosto, es decir dos<br />

meses después de su arribo a Baltimore- han propuesto darme un terrena. Se comenzaría a<br />

construir allí sobre un plano pequeño, al principio, pero que comporta la posibilidad de una<br />

ampliación. Sin duda, a primera vista, ese proyecto no implica nada más que la fundación de<br />

una casa de educación femenina que se modelaría, mutatis mutandis, sobre el colegio de<br />

Santa María. El Sr. Dubourg es un hombre de gran visión.<br />

Una carta dirigida por Isabel a Julia Scott, con fecha del 3 de octubre, tiene ya, sin embargo,<br />

otro tono. Se espera de mí que sea madre de hijas numerosas. ¿Qué es eso, sino decir que se<br />

le quiere confiar la formación de otras educadoras, de otras mujeres, que como ella,<br />

piensan en una vida de don total hecho al Señor? La misiva, en efecto, da una nueva<br />

precisión: el Sr. Babad ha encontrado recientemente, en Filadelfia, a dos jóvenes<br />

americanas que estaban a punto de embarcarse para España, a fin de abrazar allí la vida<br />

religiosa. Son Cecilia O'Conway y María Murphy. El Sr. Babad las ha detenido, en cierta<br />

manera, puntualmente. Ellas deseaban encontrar un convento que pudiera recibirlas. ¡Pues<br />

bien!, que se vayan a Baltimore, ellas serán las primeras piedras de una fundación en su<br />

propio país, con la Sra. Seton. Todo eso parece sumamente sencillo al buen Sulpiciano. Y<br />

para convencer a la Sra. Seton misma que hay ciertamente en ello una indicación de la<br />

Providencia, le endosa una referencia al versículo noveno del salmo 113: «El sitúa a la estéril<br />

de la casa como madre gozosa de sus hijos , >.<br />

167


El 7 de diciembre de 1808, Cecilia O'Conway arriba a Baltimore, adonde la ha conducido su<br />

padre. En espera de la erección de una comunidad regular, comparte la vida y el trabajo de<br />

Isabel en Paca Street. Las alumnas ya son más numerosas que el día de la apertura.<br />

Habitualmente se les juntan, por temporadas, grupos de chiquillas que vienen a prepararse<br />

para su primera comunión bajo la dirección del Sr. Babad. Cuando ve, en la capilla de Santa<br />

María, a las niñas vestidas de blanco, que se acercan, recogidas, a la Santa Mesa, Isabel<br />

experimenta una alegría profunda, exultante. Ahora gira, gira la rueda de bendición diaria -<br />

cantan los Dear Remembrances-. Pero cuán poco he progresado yo, y cuánto he pecado.<br />

Mientras tanto la bondad infinita manifestándose en seguida a partir de las peores miserias<br />

de su pobre criatura.<br />

De todo eso que parece diseñarse para una próxima futura, Isabel da parte a sus amigos de<br />

Italia. Ella se ve, por otra parte, en la obligación de tenerles al corriente de proyectos para<br />

los que su ayuda financiera se muestra indispensable. Ella se atreve, en efecto, a preguntar a<br />

Antonio, con la franqueza que le debe, hasta qué suma puede esperar...<br />

Si los correos de Baltimore, expedidos en el curso de los meses de julio y agosto de 1808,<br />

llegaron a su destina, las respuestas de Liorna, sea que estén dirigidas a Isabel<br />

personalmente o al banquero neoyorquino de los Filicchi, fecha das como están al fin de<br />

noviembre, no llegarán a los Estados Unidos sino con un año de retraso. Tales son las<br />

consecuencias del bloqueo continental de Napoleón, y el embargo sobre todos los puertos<br />

americanos con el que el presidente Jefferson ha replicado a las medidas vejatorias que<br />

multiplican entonces contra los Estados Unidos -mantenidos neutrales- los enfrentamientos<br />

de Inglaterra y de Francia.<br />

En el curso del mes de enero de 1809, no obstante, hay tres cartas más redactadas, con<br />

destino a Felipe Filicchi el 8 y el 21, a Antonio el 16. Manifiestamente, Isabel se agita un<br />

poco, hasta transcribiendo para sus amigos de Toscana el sabio consejo que le da entonces<br />

el Sr. Dubourg: ¡Paciencia, hija. Confianza en la Providencia! Ella afirma, y su afirmación es<br />

sincera que no quiere otra cosa que la voluntad de Dios. Pero a la vez trata de activar las<br />

cosas, persistiendo en pensar que, si los Filicchi han sido los instrumentas escogidos por el<br />

Señor para llevarla a la Iglesia católica, ellos lo serán igualmente para conducirla hasta la<br />

realización concreta de su llamada a la vida religiosa. Cosa en que, esta vez, se equivoca.<br />

Dios está riéndose de usted -le decía gravemente Felipe Filicchi, la víspera de su salida de<br />

Liorna, en 1805-. Aquellas palabras podría repetírselas él ahora con más razón todavía.<br />

¿Acaso iba a ser Dios corto de medios para cumplir su obra? En una carta que escribe veinte<br />

años más tarde, el 15 de julio de 1828, a uno de sus amigos, Enrique Eléves, el Sr. Dubourg<br />

cuenta, por extenso, cómo pasaron, al fin, las cosas.<br />

Las líneas dirigidas por la Madre Seton a Felipe Filicchi, en enero de 1809, impiden dudar no<br />

menos, por otra parte, que la precisión del relato mismo, que sea, en realidad, el Sr.<br />

Dubourg el autor principal de la escena.<br />

Yo no puedo fijarte la fecha de la conversión del Sr. Cooper. Ella tuvo lugar, por lo que yo<br />

puedo recordar, hacia el año 1805 -escribe, en efecto, Mons. Dubourg, que ha dejado los<br />

Estados Unidos en 1824 y ocupa, desde 1826, la sede episcopal de Montauban. Siguen dos<br />

grandes páginas que relatan cómo aquel «viejo armador y capitán de un barco de la India<br />

había pasado del perfecto escepticismo donde estaba sumergido a la religión católica, para<br />

acceder, finalmente, al sacerdocio, ayudado en su encaminamiento espiritual por el P.<br />

Hurley.<br />

Pero ya que quieres saber la parte que tuvo aquel digno neófito en el establecimiento de las<br />

Hijas de la Caridad en América -prosigue la misiva- te diré unas cuantas palabras con cuya<br />

168


fidelidad puedes contar. Esas cuantas palabras ocupan también dos páginas de gran formato<br />

con una escritura apretada. El texto de la carta es el que copió Luis Deluol, director del<br />

seminario de San Sulpicio, quien pone en él su firma -dice él- como atestación de la<br />

autenticidad del documento que acaba de transcribir. Tal documento, que la fotocopia hace,<br />

en cierto modo, revivir, no permite ningún equívoco sobre la fase singularmente<br />

conmovedora de la fundación que está próxima a realizarse.<br />

Hacía varios años que Dios llamaba de manera extraordinaria a un alma escogida para sus<br />

más grandes designios. La Sra. viuda de Seton, de Nueva York... (teniendo) la fe más viva<br />

hacia Jesucristo en el sacramento del altar, era acucia da de un atractivo por la vida religiosa<br />

que ella atestiguaba ser obra manifiesta de Dios. Pero, contrariada siempre por sus<br />

directores que le oponían sin cesar sus cinco hijos de corta edad, ella se determinó a venir a<br />

vivir a Baltimore donde tenía relaciones espirituales con un sacerdote que se ocupaba<br />

grandemente de los establecimientos religiosos.<br />

El Sr. Cooper estaba allí hacía un año en el Seminario, el uno y la otra se dirigían a ese<br />

sacerdote para la confesión. En sus frecuentes conversaciones con su director, la Sra. Seton<br />

había sabido que él pensaba hacía tiempo en el establecimiento de las Hijas de la Caridad en<br />

América. Y como tal instituto podía conciliarse con los cuidados que ella debía a su familia, le<br />

manifestó el más ardiente deseo de verlo comenzado y de ser admitida en él.<br />

Un obstáculo insuperable detenía todo proyecto. Era la falta absoluta de medios pecuniarios<br />

para echar los fundamentos de la nueva sociedad. Resolvieran orar a Dios en común para<br />

quitarlo.<br />

Una mañana del año 1808, la Sra. Seton fue a ver a su director y le dijo que -aunque tuviera<br />

que pasar a sus ojos por una visionaria- se creía obligada a someterle lo que Nuestro Señor<br />

acababa de ordenarle «con una voz clara e inteligible», después de la comunión.<br />

-Vete -le había dicho- dirígete al Sr. Cooper; él te dará todo lo que es necesario para el<br />

Establecimiento.<br />

-La cosa es posible -replica el sacerdote- pero tengo fuertes razones para Prohibirle obedecer<br />

a lo que puede ser solamente un juego de su imaginación. Si es Dios quien ha hablado, El<br />

sabrá también comunicar su voluntad al Sr. Cooper, y crea que él será dócil a su voz.<br />

Ella se retiró satisfecha. Por la noche del mismo día, el director recibió la v. ¡sita del Sr.<br />

Cooper que comenzó por atestiguar su asombro... ¿Cómo sucedía :oae no se hubiera<br />

emprendido todavía nada en favor de las muchachas cuya —fluencia en las costumbres y en<br />

la religión era, sin embargo, tan poderosa? -a lo que su interlocutor responde que «hacía 15<br />

años, daba él vueltas en su cabeza a un proyecto de ese género por el que venían orando, en<br />

Baltimore, diariamente ciertas personas piadosas.<br />

-¿Qué es, pues, lo que le detiene? -le dijo el Sr. Cooper.<br />

-La falta de medios -respondió el sacerdote-, pues un establecimiento de ese género no<br />

puede hacerse sin eso.<br />

-¡Pues bien! ¡¡Yo tengo cincuenta mil francos a su disposición para ese proyecto!!<br />

Impresionada por la coincidencia de las dos comunicaciones, el sacerdote le -preguntó si<br />

había visto aquel mismo día a la Sra. Seton, o si le había hablado alguna vez, de tal proyecto.<br />

-¡Nunca! -respondió él-. Pero ¿es que usted pensaría en la Sra. Seton para su ejecución?<br />

-Juzgue, señor, si me tocaría a mí descartarla. Ella sólo está en esa espera, y he aquí la<br />

comunicación que me ha hecho esta mañana: compárela con la que usted me acaba de<br />

ofrecer, y acuérdese que, desde hace un año que usted se confiesa conmigo, es la primera<br />

manifestación que nos hemos hecho sobre un asunto que yo creía bien lejos de sus<br />

pensamientos.<br />

169


-¡Dios sea bendito! -exclamó el Sr. Cooper.<br />

A la que añadió estas palabras dignas de notarse: -Usted no me ha dicho nada nuevo.<br />

No obstante el sacerdote no creyó deber aceptar su oferta antes del lapso de dos meses<br />

cabales que le dio para reflexionar sobre ello.<br />

Y, cuando él vino, por fin, al cabo de ese plazo, a entregarle la suma: -Señor -le dice- ese<br />

establecimiento se hará en Emmitsburg, pueblo a 18 millas de Baltimore, y de allí se<br />

extenderá por todos los Estados Unidos.<br />

A1 nombre de Emmitsburg, el sacerdote trató su plan de locura. Pero el Sr. Cooper,<br />

protestando que no quería tener ninguna influencia sobre la elección del local ni la dirección<br />

de la obra, repitió con tono seguro que se haría en Emmitsburg.<br />

Allí se hizo poco tiempo después, contra todas las convicciones anteriores de aquel<br />

eclesiástico y de la fundadora, y lo que es más asombroso, contra la oposición más<br />

pronunciada del venerable arzobispo Carroll, que no cedió sino por fuerza de las<br />

circunstancias. Tú sabes cuánta la ha bendecido Dios y propagado por todo el país.<br />

Así concluye el Sr. Dubourg, añadiendo que si el Sr. Eléves desea algunos informes<br />

suplementarios se los dará con gusto, y pone su firma: L. Guil. Ob. de Montauban.<br />

Desde el comienzo del año 1809, Isabel ha puesto ya a Felipe al corriente de los proyectos<br />

inherentes a la intervención de Samuel Cooper.<br />

Usted va a pensar, me lo temo, que la pobre mujer que le escribe tan a menudo sobre el<br />

mismo asunto tiene la cabeza al revés; pero no es por mi parte cuestión de capricho, es<br />

cuestión de deber indispensable hacerle saber, con todos los detalles, todo lo que ha pasado<br />

desde que le escribí la semana pasada... Y relata la intervención insospechada del Sr. Caoper.<br />

...Hace algún tiempo le hablaba de la conversión, en Filadelfia, de un individuo de la buena<br />

sociedad y poseedor de una gruesa fortuna. Esa conversión es tan sólida que resulta<br />

extraordinaria; y como esa persona está a punto de recibir las órdenes menores en nuestro<br />

seminario ha tomado consejo, en lo que mira a la disposición de su fortuna, ante el Sr.<br />

Dubourg, rector del colegio, sobre la eventualidad de una institución que sería fundada en<br />

favor de muchachitas de religión católica... Tiene, así mismo, un vivísimo deseo de ver<br />

extenderse igualmente ese proyecto a las adultas sin instrucción, que se podían emplear en<br />

hilar, tejer, con miras a establecer un pequeño taller que sería una buena cosa para los<br />

pobres...<br />

Es necesario de veras, prosigue Isabel, que Felipe esté al corriente de los caminos que la<br />

Providencia parece abrir ante ella, a fin de que juzgue si quiere aportar su ayuda a la obra<br />

prevista y hasta qué punto. Dado que se proyectan las dos obras, se piensa, claro está, en la<br />

construcción de dos edificios distintos. Pero, más aún, que la fundación de una casa de<br />

educación, lo que responde a las más íntimas aspiraciones de Isabel es al parecer la<br />

perspectiva de dedicarse de una manera especial a los más desheredados. Y, precisamente,<br />

antes mismo de que el Sr. Cooper haga al Sr. Dubourg sus propias confidencias, otro<br />

eclesiástico francés, el Sr. Matignon, había tenido también el pensamiento de una obra de<br />

ese género. ¿No hay en ello una coincidencia providencial? Isabel lo hace notar, con una<br />

evidente satisfacción, a sus destinatarios de Liorna, tanto más cuanto que fue Antonio<br />

mismo quien la puso en relación con el Sr. Matignon cuando estaba todavía ella en Nueva<br />

York.<br />

Ella insiste: tal obra está llamada a hacer bien, y ciertamente, si Felipe supiese hasta qué<br />

punta se la desea en Maryland, estaría presto a responder a la llamada que se le dirige. No<br />

obstante, Isabel se pone, confiada, en manos del Señor, cuya voluntad es, al fin, lo único que<br />

importa.<br />

170


El 23 de marzo de 1809, es a su amiga Julia Scott a la que expone la génesis de la fundación<br />

en curso: ... Un inglés, el Sr. Samuel Cooper, ha adquirido, a 40 millas de aquí, una granja de<br />

gran producción, en pleno rendimiento. La granja con sus dependencias ha sido puesta en<br />

manos del Sr. Dubourg para la obra proyectada. Tu amiga encontrará allí todo lo necesario,<br />

casa y subsistencia. La intención del Sr. Cooper ha sido siempre la de proveer a la instrucción<br />

y a la asistencia de los pobres, de todos los modos posibles. El sugiere instalar en la granja<br />

un taller de artesanía. He aquí lo que hay de cierto.<br />

Siguen para la amiga de Filadelfia algunas precisiones sobre la Sociedad de San Sulpicio, a la<br />

que Isabel llama, erróneamente, la Orden de los Sulpicianos. Esos Señores -explica ella- son<br />

unos «caballeros» dignos en todo punto de consideración y de respeto. Ellos han<br />

establecido, precisamente, un colegio y un seminario, en el valle de Emmitsburg, donde se<br />

encuentra la granja en cuestión. El decano de los Sulpicianos reside allí de manera habitual.<br />

Así pues -concluye Isabel- estaré siempre bajo buena tutela. Esos Señores tendrán cuidado<br />

de mí, considerándome como un miembro de su familia, y yo no puedo privarme de desear<br />

vivamente ser lo bastante dichosa en merecer conservar siempre su amistad.<br />

Las cosas, a decir verdad, no van a ser tan sencillas como se las imagina ahora Isabel. Para<br />

que uno de los Señores de San Sulpicio asuma, en realidad, el cargo de superior de una<br />

comunidad femenina, será necesario obtener una de rogación en la regla de San Sulpicio.<br />

Los sacerdotes de la Compañía, dedicados exclusivamente a la formación de los clérigos, no<br />

asumían de ordinario en absoluto responsabilidades tales que les apartasen de su fin<br />

propio. ¿Tal forma de considerar las cosas era válida para los países de misión, como era<br />

considerado entonces Maryland? Una cuestión más, que no encontrará de primeras su<br />

solución.<br />

En esa misma carta, no obstante, Isabel hace a Julia Scott una confesión de una importancia<br />

manifiesta. Si se le confía tan sólo, con la posibilidad de llevar una vida religiosa auténtica, la<br />

dirección de una casa de educación destinada a muchachitas de la clase acomodada, eso<br />

bastará para dejarla satisfecha... Pero -insiste ella- en cuanto a hablar de la alegría de mi<br />

alma con la perspectiva de poder ocuparme de los pobres, de visitar a los enfermos, de<br />

consolar a los que están apenados, de vestir a los niños y ¡enseñarles a amar a Dios!<br />

¡Entonces, ahí, es preciso que me detenga!<br />

Hacer conocer, amar y servir a Jesucristo a los pobres y a los niños, tal había sido, dos siglos<br />

antes, el ideal mismo de Luisa de Marillac, viuda, también ella, y madre de un hijo, cuya<br />

educación tenían aún que asegurar. Era la mujer a quien Vicente de Paúl había hecho la<br />

superiora de las primeras Hijas de la Caridad de Francia. Que hubiera o no tenido ya en sus<br />

manos Isabel la Vida del Sr. Vicente y la de la Señorita Legras, es evidente que ella entra<br />

desde este momento como a pie llano en el espíritu de la Compañía de las Hermanas de San<br />

Vicente de Paúl. Pero es preciso esperar la hora de la Providencia. Del Sr. Vicente a Luisa de<br />

Marillac son, precisamente, estas palabras tan llenas de buen sentido humano y<br />

sobrenatural a la vez: ¡Por Dios, hija mía, que hay grandes tesoros escondidos en la santa<br />

Providencia y aquellos que la siguen y no se imponen a ella honran soberanamente a<br />

Nuestro Señor!<br />

El 25 de marzo de 1642, la Señorita Legras y sus cuatro compañeras habían pronunciado, en<br />

París, los tres votos de pobreza, castidad y obediencia por un año. El 25 de marzo de 1809,<br />

Isabel Seton hacía al Señor el don idéntico de sí misma. Para ella, la fiesta de la Anunciación<br />

era algo más que el recuerdo litúrgico de la Encarnación. Era el aniversario del día en que,<br />

cuatro años antes, ella había recibido por primera vez el Cuerpo de Cristo, en la pequeña<br />

parroquia de San Pedro, en Nueva York.<br />

171


Ahora -anotarán los Dear Remembrances- la idea del Sr. Cooper de una escuela para niñas<br />

pobres... Los esfuerzos incesantes del Sr. Dubourg por hacerla realidad. Y transcribe el<br />

nombre de sus primeras colaboradoras de Baltimore: Cecilia O'Conway, María Murphy,<br />

Susana Clossy y María Ana Butler. Ninguna fecha, en la hoja, respecto a lo que evocan estas<br />

líneas. Se trata, en realidad, de la toma de hábito oficial de las cinco primeras Hermanas de<br />

la Caridad de América.<br />

La ceremonia ha tenida lugar a puertas cerradas, al parecer, pero ha tenido que ser<br />

presidida por Mons. Carroll, con una discreción y una sencillez buscadas, el 31 de mayo, en<br />

la capilla de Santa María. El hábito es, poco más a menos, el que había adoptado la Sra.<br />

Seton el día siguiente de la muerte de su marido. El traje de luto que ella se había mandado<br />

hacer en Liorna, en diciembre de 1803, y que llevaban entonces las viudas de Toscana, ha<br />

parecido a la vez lo bastante sencillo y adecuado para ser adoptado como uniforme que<br />

distinguiría en adelante, a los ojos de todos, a las «Hermanas de la Caridad de América» ¿No<br />

habían llevado, primitivamente, las Hijas del Sr. Vicente el traje de las campesinas de la Isla<br />

de Francia?<br />

Isabel vuelve, pues, a tomar, como sus cuatro compañeras, la falda negra, amplia y larga, el<br />

corpiño del mismo color que recubre una esclavina, dejando aparecer un alzacuello blanco<br />

almidonado que cierra el cuello. Ella ha mandado añadir un cinturón del que pende un<br />

rosario. Tres frases de la Sagrada Escritura y que son las divisas debidas a los Hijos e Hijas de<br />

San Vicente, los Sacerdotes de la Misión y las Hijas de la Caridad, serán grabadas, si no<br />

desde este 31 de mayo de 1809, al menos unos años más tarde, sobre la cruz del rosario y<br />

sobre el anillo que los engarza:<br />

Caritas Christi urget nos -La caridad de Cristo nos apremia (2 Cor 5, 14). Pauperes<br />

evangelizantur -Se anuncia la Buena Noticia a los pobres (Mt 11, 5). Cor unum et anima una<br />

-Un solo corazón, una sola alma (Hch. 4, 32).<br />

Tomadas del Evangelio de San Mateo, de la segunda Carta de San Pablo a los fieles de<br />

Corinto y de los Hechos de los Apóstoles, esas tres frases lapidarias resumen todos los fines<br />

del nuevo Instituto. Pues es ciertamente un nuevo Instituto que acaba de nacer en la Iglesia<br />

de Dios, este 31 de mayo de 1809, el primero de los Institutos religiosos nacidos en la Iglesia<br />

de América. Pequeña semilla, grano de mostaza minúsculo que llegará a ser un árbol con<br />

ramificaciones pujantes, y cubrirá con su sombra el inmenso territorio del Nuevo Mundo.<br />

Después de algunos titubeos, todas las Hermanas llevaron pronto por igual la cofia negra de<br />

las viudas de Toscana.<br />

El Sr. de Cheverus envió a la Madre una carta de paternales felicitaciones v de vivos alientos<br />

para la obra tan felizmente comenzada. Isabel, confiesa, por su lado, que al oírse dar desde<br />

ahora el afectuoso apelativo de MADRE con el que por doquier se la saluda, experimenta<br />

una emoción profunda.<br />

En la fiesta del Corpus Christi, 1 de junio de 1809, las cinco nuevas Hermanas de la Caridad,<br />

arrodilladas unas al lado de otras, asisten a la misa solemne cantada en la capilla del<br />

seminario, y se acercan juntas a la Sagrada Mesa. Es la consagración oficial de su toma de<br />

hábito de la víspera. Todos desde ahora saben lo que tienen derecho a esperar de su<br />

efectiva caridad.<br />

Fiesta de la «Anunciación» Fiesta del «Corpus Christi». Tan íntimamente vinculadas entre sí.<br />

Dios hecho hombre. Dios entre nosotros. Cristo, Verbo encarnado, Cristo, pan de vida.<br />

Así canta, con admiración sorprendida, uno de Santo Tomás de Aquino para la fiesta del<br />

Corpus.<br />

172


Anunciación, fiesta del Corpus Christi. Esas dos fiestas serán desde ahora separables en el<br />

recuerdo y en la gratitud de Isabel Seton.<br />

Ahora, gira, gira la rueda de bendición diaria...<br />

20.- LAS MONTAÑAS AZULES<br />

Señor, Tú eres mi Dios,<br />

yo te exalto y celebro tu nombre;<br />

porque Tú has ejecutado tu maravilloso designio<br />

largo tiempo madurado, real y verdadero.<br />

Is 25, 1-2<br />

En la carta dirigida el 23 de mayo de 1809 desde Baltimore a su amiga Julia Scott, Isabel,<br />

haciendo alusión a la instalación próxima de su pequeña comunidad en Emmitsburg, en la<br />

finca de Fleming Farm, traza en unas líneas, no sin una candidez encantadora, el programa,<br />

tal coma se la representa, del papel de superiora, que va ser el suyo.<br />

Es cierto que voy a estar a la cabeza de la comunidad que seguirá unas reglas determinadas.<br />

Pero esas leyes, no seré yo quien las dé o quien estará encargada de obligar a las demás a<br />

observarlas. Las que las hayan abrazado y escogieran, a continuación, infringirlas<br />

encontrarán en ¡ni tan sólo una amiga para llamarlas al orden. Pera toca al Sr. Dubourg<br />

llegar a corregirlas, y hasta despedirlas.<br />

Tal afirmación dejaría suponer que, desde el 1° de junio de 1809, el Sr. Dubourg queda<br />

nombrado Superior del Instituto naciente. En realidad, es el Sr. Nagot quien asume esta<br />

responsabilidad, temporalmente al menos, ya que encargarse de una congregación<br />

femenina no cuadra con las reglas de la Compañía de San Sulpicio.<br />

La situación de los Sulpicianos, como la de entonces, en Maryland, justifica, sin embargo,<br />

una mitigación de las reglas mismas. El Sr. Nagot que es todavía Superior de los misioneros<br />

franceses ha aceptado, en efecto, convertirse igual mente en Superior de la pequeña<br />

comunidad de Hermanas, bajo La autoridad de Mons. Carroll. Pero es evidente que el Sr.<br />

Nagot, que cumplirá pronto 75 años, declina sobre el Sr. Dubourg la organización de la vida<br />

conventual, la elaboración de las primeras reglas, como las negociaciones que están<br />

entonces en curso para la transformación y arreglo de las locales de la granja Fleming,<br />

adquirida en Emmitsburg, gracias al don liberal del Sr. Cooper. Porque es ciertamente en<br />

Emmitsburg, aquel pueblo situado a 50 kms. al norte de Baltimore, donde van a instalarse la<br />

Madre Seton y sus hijas. Es en Emmitsburg, donde va a nacer verdaderamente su obra,<br />

hundiendo allí sus raíces profundas y fértiles.<br />

Un hombre de valer, que sirve prácticamente a las dos parroquias de San José y de Santa<br />

María, se ha adquirido ya allí cierto renombre. Es un sacerdote francés. Desde fines del año<br />

1808 -8 de diciembre, al parecer-, ha sido agregado a la Compañía de San Sulpicio. Se llama<br />

Juan Dubois. No tiene aún 45 años. En 1826 será el primer obispo que tome posesión de la<br />

sede episcopal de Nueva York, cuyo primer titular había muerto antes de haber podido<br />

llegar a su diócesis. Así Mons. Dubois será considerado, él también, como uno de los Padres<br />

de la Iglesia de América.<br />

Nacido en París en 1764, hizo sus estudios en el colegio Louis le Grand, teniendo por<br />

condiscípulos a Maximiliano de Robespierre y a Camilo Des.moulins. Recibió su formación<br />

clerical de los Oratorianos en Saint-Magloire, donde conoció a Juan Luis Lefebvre de<br />

Cheverus. Ordenado sacerdote en 1787 había sido nombrado canellán de las «petites<br />

Maisons», hospicio y orfelinato a la vez, que dirigían las Hijas del Sr. Vicente y que ocupaba<br />

173


el emplazamiento actual de la plaza del «Bon Marché» rebasando hasta el ángulo del<br />

bulevar Raspail y la calle de la Chaise.<br />

Por el hecho del cargo que ocupó en las «Petites Maisons», el Sr. Dubois ha podido pensar<br />

especialmente en la obra de las Hijas de la Caridad, cuyo género de vida conocía bien.<br />

Habiendo rehusado, en 1791, prestar el juramento exigido por la Constitución civil, y<br />

considerado, desde entonces, como refractario, se embarcó en el Havre, provisto de unas<br />

cartas de recomendación firmadas por La Fayette. Anenas desembarcado en los Estados<br />

Unidos es recibido allí por André Jackson, futuro presidente, y de él, se ganará, más tarde,<br />

este juicio halagador: «El Sr. Dubois es el hombre más fino y más cultivado que yo haya<br />

encontrado jamás».<br />

Encargado por Mons. Carroll de las «congregaciones», es decir, de las parroquias católicas<br />

establecidas en Maryland, lleva, durante más de quince años, la vida de misionero<br />

itinerante, obligado a recorrer millas y millas para tomar con tacto con sus ovejas,<br />

diseminadas en un territorio inmenso. Porque entre las ciudades de Baltimore y de San Luis,<br />

no habrá, en los primeros tiempos al menos, más curas que él. Emmitsburg era una de las<br />

postas donde habitualmente se detenía para tomar aliento en medio de su periplo fatigable.<br />

Allí encontraba a veces a uno que otro de los Sulpicianos franceses y era recibido por ellos<br />

en Baltimore. ¡Por qué no juntarse a ellos? ¿Totalmente? Pide su admisión en la Compañía.<br />

En ella es recibido en 1808. Por providencial que sea esta admisión, no es, menos un error<br />

de cambio de agujas. En 1824, el Sr. Dubois recobrará su libertad, no por una menor<br />

exigencia en el servicio del Señor, sino a fin de entregarse con un sentido un poco diferente<br />

a la vida misionera, tal como ella se le presenta, concretamente. No obstante, a pesar de no<br />

estar todavía ligado a la Compañía, él acaba de abrir por sí mismo una escuela de<br />

muchachos en Emmitsburg. La escuela responde allí a una necesidad evidente. Los<br />

comienzos parecen prometedores. En cuanto el fundador se hace miembro de San Sulpicio,<br />

la escuela va a transformarse en colegio-seminario, sobre el modelo del colegio Santa María<br />

de Baltimore. El seminario menor que los Sulpicianos habían establecido, unos años antes<br />

en Pensilvania, en Pigeon Hill, es trasladado pronto a Emmitsburg.<br />

El Sr. Dubois es dinámico, emprendedor. Roturar, construir, fundar, responde a las<br />

necesidades de este hombre de acción, presto siempre a formar nuevos planes, pero<br />

también a realizarlos sobre el terreno sin contar con su dificultad. Crear de punta a cabo un<br />

nuevo centro de apostolado en Maryland no es para espantarle. El es capaz de asumir las<br />

tareas más diversas, por turno y hasta simultáneamente: arquitecta, albañil, profesor,<br />

rector, párroco, catequista... ¿ES siempre un excelente administrador financiero?<br />

Tendríamos derecho a dudarlo si hacemos caso al menos, de las cartas escritas por sus<br />

cohermanos entre 1816 y 1820. Pero es entonces una época crucial para el futuro de la obra<br />

establecida en Emmitsburg y quizás era preciso jugar el todo por el todo.<br />

Parecería, sobre todo, a juzgar por el conjunto de la vida del Sr. Dubois, que él no era un<br />

temperamento para plegarse a una disciplina como la de San Sulpicio. Tenía necesidad, para<br />

actuar y para llevar a cabo bien las empresas a las que no se lanzaba a la ligera, de tomar sus<br />

iniciativas, sus responsabilidades. Capaz de asumir riesgos que algunos llamaban temeridad,<br />

y que no eran en él sino la expresión de una osadía de buena ley, apoyada en una confianza<br />

sobrenatural auténtica, resulta, además, un tanto original.<br />

Ingresado en la Compañía a los 40 años pasados, no llegará jamás a meterse en un<br />

reglamento que él respeta pero que supone para él una traba más que un medio de<br />

perfección. «Está por la demás muy unido a San Sulpicio -dirá de él el Sr. Bruté de Rémur, el<br />

20 de agosto de 1815- y desea verse en regla con su vocación». Pero, justamente, su<br />

174


vocación no es con toda claridad la de un Sulpiciano, de un Sulpiciano de comienzos del siglo<br />

XIX por lo menos.<br />

Hombre de buen sentido, directo, jovial, va derecho al fin. Choca con sus cohermanos, y<br />

entre ellos las que le aman y aprecian es sobre todo por la forma desenvuelta con que juzga<br />

los prejuicios de la época, las clases (sociales), la mentalidad. Con un inconformismo que<br />

pasa entonces por revolucionario: tiene ese arte de adaptarse a cualquier situación y<br />

naturalmente haría suya la expresión del apóstol: «Me hago judío con los judíos, a fin de<br />

ganar a los judíos... Me hago débil con las débiles a fin de ganar a los débiles. Me hago todo<br />

a todos 3 fin de salvar a toda costa a algunos..." (1 Cor 9, 20-22).<br />

Tranquilamente da cuenta a sus superiores de lo que ha decidido y realizado: «He hecho<br />

construir un puente de piedra para salvar un barranco por donde era menester pasar para<br />

acarrear la leña de la montaña... He comprado a buen precio dos negras de las que una es<br />

mi cocinera, plaza de la que es demasiado difícil que un blanca de este país quiera<br />

encargarse... ». Dos cartas de este género llegadas a París entre 1810 y 1820, podían hacer<br />

bramar a unos espíritus timoratos. Tales actuaciones pasaban efectivamente en Francia por<br />

extravagantes, cuando nadie se ofuscaba en los Estados Unidos, en la misma época.<br />

Misionero en América, el Sr. Dubois comprendía por instinto que él no debía inculcar a los<br />

americanos, una mentalidad europea, sino todo al contrario esforzarse por entrar él en sus<br />

maneras de ver, de juzgar y de obrar. Es en lo que él estaba adelantado un siglo al menos<br />

sobre su tiempo.<br />

El pueblo de Emmitsburg existía hacía ya más de veinte años. Su fundación remontaba al<br />

año 1786. Una pequeña iglesia, dedicada a San José, había sido construida allí desde 1793,<br />

lo que llevaría a probar que los primeros colonos eran católicos. La población de 1808<br />

contaba varios centenares de habitantes, irlandeses, sobre todo, y alemanes, a los que se<br />

unían los negros, libres o esclavos, con sus familias. Casi un cincuenta por ciento eran<br />

católicos romanos. Entre los demás se codean luteranos, presbiterianos, episcopalianos,<br />

cuáqueros y metodistas. El grupo de católicos domina por su unidad. Emmitsburg ha<br />

servido, además, hace tiempo, de campo de base, se dirá habitualmente, a los misioneros<br />

del Maryland y de Pensilvania. En 1808 a pesar de que haya en el pueblo un párroco<br />

residente, de edad y sin gran competencia, el Sr. Dubois asume prácticamente la<br />

responsabilidad de la parroquia de San José. Aunque el lugar no sea muy conforme, existe<br />

no obstante, una segunda iglesia al otro lado del valle, al oeste. Un santuario había sido<br />

construido de madera al pie de la montaña de Santa María, consagrada muy naturalmente a<br />

la Madre de Dios, ya que, según la leyenda extendida a través del país, uno de los primeros<br />

colonos Guillermo Elder, había dedicado precisamente a la Virgen la montaña y el terreno<br />

del que él y los suyos acababan de tomar posesión. En 1808, los católicos de Emmitsburg<br />

habían construido para el Sr. Dubois una especie de chalet de troncos. Dos años más tarde,<br />

una nueva iglesia, Santa María, construida en ladrillo, reemplazaba la primitiva y se erguía<br />

no ya en declive sino sobre la pendiente misma del montículo y figurando, por este hecho,<br />

dominar el pueblo cuyo campanario apunta en medio de las casas que se agrupaban en<br />

torno a la parroquia.<br />

Un dibujo a pluma del Sr. Bruté de Rémur, conservado en los archivos de los Sulpicianos de<br />

París, ha fijado con una extraordinaria precisión la topografía de los lugares y la situación<br />

respectiva de los edificios que, desarrollándose poco a poco en torno al pueblo de San José,<br />

le dieron, en 1820 su fisonomía propia. Al nordeste encaramado en la cima de una colina<br />

cubierta de árboles el pueblo primitivo domina el valle. Un puente de madera, echado sobre<br />

el pequeño río Santo Tomás -Tom's creek-, especie de torrente de montaña, da acceso a las<br />

175


laderas de la montaña de Santa María. Río arriba, un molino, cuya rueda hacen girar las<br />

aguas. Los dos edificios del colegio y del seminario, separados uno del otro, se elevan a una<br />

y otra parte de otra pequeña corriente de agua que cruzan tres puentes, de los que uno es<br />

sin duda el puente de piedra que hizo construir el Sr. Dubois. El camino serpentea en<br />

seguida, trepando hasta la iglesia de Santa María.<br />

Al este, en el valle, al pie de San José se elevarán pronto los edificios de la comunidad de las<br />

Hijas de la Madre Seton. En este año de 1808 el terreno perteneciente a Fleming Farm no<br />

está quizá enteramente roturado. Las laderas de las colinas, y las riberas del río Santo<br />

Tomás, están llenas de árboles. El roble -white oak- es el árbol del Maryland, como la<br />

oropéndola -Baltimore oriolees su pájaro y la margarita amarilla de corazón negro -blackeyed-Susan-<br />

su flor y su emblema. A la sombra de los grandes robles, a través de las<br />

praderas, abundan las flores y los pájaros no acaban de dar sus conciertos en los sotos y en<br />

los claros de bosque. La descripción bíblica del Salmo 103 parece evocar un lugar semejante<br />

a Maryland.<br />

En los barrancos Tú haces brotar las fuentes, ellas corren por medio de las montañas, ellas<br />

abrevan todas las bestias de los campos. Los onagros, sedientos, las esperan...<br />

El ave del cielo anida junto a ellas bajo el follaje alza su trino.<br />

Ps 103, 11-12<br />

La cadena de las Montañas Azules -the Blue Ridge- tanto la más próxima, como la más lejana<br />

sirve de fondo de cuadro a las colinas, al pueblo, de una y otra parte del valle, y se concibe<br />

que los habitantes a Emmitsburg, hablen indiferentemente de la Montaña o del Valle, para<br />

designar el sitio maravilloso donde el Sr. Dubois había preparada, sin saberlo, la cuna de la<br />

primera congregación americana.<br />

Tan pronto como Fleming Farm House esté dispuesta para recibir a las Hermanas y a las<br />

alumnas a ellas confiadas, es claro, que la Madre Seton y su comunidad dejarán Baltimore<br />

por Emmitsburg. La marcha está prevista para la segunda quincena de julio. No obstante, el<br />

12 de junio, llegaban a Paca Street Cecilia y Enriqueta Seton. De no haber dependido más<br />

que de ella, Cecilia se hubiera juntado a su cuñada hacía tiempo. ¿No había solicitado ella su<br />

admisión entre las primeras compañeras de la fundadora? ¿No tenía, ella también que haberse<br />

vestido el hábito de las Hermanas de la Caridad de América con Cecilia O'Conway,<br />

María Murphy, Susan Clossy y María Ana Butler, aquel 31 de mayo de 1808? En realidad, era<br />

el lado por el que, al parecer, debía venirle la ayuda más eficaz para responder a una<br />

vocación cierta, donde Cecilia había encontrado los mayores obstáculos.<br />

Deseoso de abrir en New York una escuela para las muchachas, el director de Cecilia, P.<br />

Antonio Kohlmann, S. J., lejos de favorecer la marcha de la joven, no había cesado de<br />

ponerle trabas. Para impedir a Cecilia llegar a Baltimore, él encontraba razones que hacer<br />

valer, pareciendo ignorar a la vez el deseo de su penitente y la situación imposible que, de<br />

nuevo, era la suya en New York. Jaime Seton desaprueba abiertamente el proyecto de la<br />

escuela proseguido por el Padre Kohlmann. Los Ogden y los Farquhar persisten en llevar<br />

contra la cuñada de Isabel una lucha diaria, que, a la larga, se revela agotadora para Cecilia.<br />

Hasta tal punto que la Sra. Seton ha creído deber suyo dar cuenta de ello a Mons. Carroll<br />

mismo. Pero es prácticamente imposible para el arzobispo oponerse abiertamente a los<br />

proyectos del viejo jesuita alemán, elegido él también para ponerse al servicio de la diócesis<br />

americana. La Madre Seton es demasiado fina para no comprenderlo. Dios hará caer -ella<br />

está persuadida de ello- todos los obstáculos que se oponen al presente a la vocación de<br />

Cecilia, a la hora que El tiene marcada. Pesada, sin embargo, sigue siendo la prueba de la<br />

joven. Isabel lo sabe y, maternalmente, se esfuerza con sus cartas en animarla y sostenerla,<br />

176


maravillada de ver al mismo tiempo, hasta que punto se ilumina y se transforma en el crisol<br />

de la prueba, el alma sencilla y fiel de Cecilia.<br />

Tú triunfarás -le dice ella ya el 8 de agosto de 1808- pues es Jesús quien combate por ti... El<br />

no abandonará un instante ni sufrirá que el menor mal se<br />

te acerque. Si no puedes llegar al redil protector que te aguarda El te lo hará en su propio<br />

regazo hasta que tu tarea sea cumplida. ¡Qué dulces deben de ser tus tratos con el Espíritu<br />

divino cuando en tu corazón no obstante tan inexperto, tan ignorante, pone la ciencia de los<br />

santos. Tu pobre hermana te pide ruegues por ella. Yo estoy en el reposo, mientras que tú<br />

escalas la cumbre del sufrimiento... Por el momento yo estoy recibiendo cada día y a cada<br />

hora más preciosos consuelos, no con la dicha entusiasta que -tu ya lo sabes- he<br />

experimentado ya, sino dulcemente ofreciendo renunciar a ellos con agradecimiento en el<br />

momento mismos de gustarlos. Tu carta será objeto de acciones de gracias y de alegría en<br />

nuestro amado Señor, más allá de todo cálculo humano... Y añade, repitiendo la frase de<br />

Teresa de Ávila: ¡Sólo Dios basta!<br />

Cecilia recibió su exeat en la primavera de 1809. Rápidos fueron los preparativos de la<br />

marcha. El 1° de junio se puso en camino. Su hermano Samuel la conduce a Baltimore.<br />

Enriqueta, su hermana, les acompaña. Durante el período particularmente penoso que ha<br />

atravesado Cecilia, Enriqueta ha conocido años de placeres y de éxitos mundanos casi<br />

ininterrumpidos. Bella, bellísima, admirada, adulada en todos los salones de la sociedad<br />

selecta de Nueva York, Enriqueta era de todos los bailes, de todas las fiestas, de todas las<br />

recepciones. Andrés Bayley Barclay, uno de los hijos nacidos del segundo matrimonio del Dr.<br />

Bayley, ha pedido su mano. Todo parece sonreírle. Y sin embargo, Enriqueta experimenta en<br />

el fondo de ella misma un vacío inexplicable. Por un momento, con Cecilia, había entrevisto<br />

otro ideal. Otros bienes estaban deparados para ella, otras alegrías, en otro plano. No que<br />

se tratara para ella de una vocación religiosa, sino de una vida espiritual profunda, más<br />

personal que la de su medio social, y cuyo deseo la había como imantado hacia el<br />

catolicismo. Ante los sarcasmos, las burlas, las amenazas de los suyos, ha capitulado. Le<br />

parece a veces que por perseguir el placer y la vida fácil ha perdido la felicidad. Andrés<br />

Bayley acaba de partir, sin ella, para Jamaica. El debe volver a Nueva York durante el verano<br />

para desposar a «la bella Enriqueta» y llevarla con él, esta vez, a su isla lejana. ¿Volverá él?<br />

Un secreto presentimiento parece advertir a Enriqueta de la inconstancia de su novio. En<br />

realidad, Andrés Bayley es un gran inestable, como lo son prácticamente todos los hijos del<br />

Dr. Bayley, como se van a revelar pronto sus dos nietos Guillermo y Ricardo, los hijos de<br />

Isabel. Cuando los viajeros llegan a Baltimore son recibidos con los brazos abiertos por la<br />

Madre Seton. Enriqueta y Cecilia ¿no le habían sido confiadas, una y otra, diez años antes,<br />

después de la muerte de sus padres? ¿No las había ella rodeado de ternura igual que a sus<br />

propios hijos? En cuanto a Cecilia ningún problema parece plantearse. Ella se convierte<br />

inmediatamente en Sor Cecilia y tiene su puesto entre las otras Hermanas sin esperar<br />

siquiera a haber tomado el hábito.<br />

El Sr. Babad es entonces el confesor de la comunidad. Como se había ganado la confianza de<br />

Isabel, un año antes, el día mismo de su llegada a Baltimore, ha conquistado la de sus cuatro<br />

primeras compañeras. Ha tenido ya ciertamente con Cecilia algunas relaciones epistolares.<br />

Prueba, estas líneas dirigidas a su cuñada por Isabel, poco antes de su partida de Nueva<br />

York: Nuestro santo Padre Babad ha llorado de alegría leyendo tu carta... Naturalmente,<br />

entonces, el Sr. Babad tomará igualmente, bajo su cayado, desde su llegada, a la temblorosa<br />

Enriqueta.<br />

177


El ministerio que él ejerce ante las Hermanas responde a su celo apostólico. Podrá ser, sin<br />

embargo, que la forma como él lo ejerce no esté exenta de una nota sentimental y<br />

romántica cuyos inconvenientes no dejan de tener ciertos riesgos. Y la dirección de las<br />

almas es cosa grave y delicada.<br />

Para dispensar a sus hijas espirituales, consejos, avisos, consuelos, el Sr. Babad está siempre<br />

disponible. Ausente, las hace tener largas misivas donde se agotan las piadosas<br />

aspiraciones. A la Madre Seton le parece una cosa excelente de todo punto que el Sr. Babad<br />

se haga cargo de las dos recién llegadas, aunque Enriqueta sea y permanezca una<br />

episcopaliana. Otras, sin duda, tienen desde es:, momento sobre la misma realidad un juicio<br />

diferente.<br />

Hay para Isabel otro motivo de inquietud. Desde su llegada a Baltimore, el estado de salud<br />

de Cecilia se revela alarmante. La Madre Seton se apresura a consultar al Dr. Chatard, un<br />

médico francés, gran amigo de los Sulpicianos, excelente especialista. El diagnóstico del Dr.<br />

Chatard está lejos de ser tranquilizador. Cecilia está tocada de tisis. Si algo es capaz todavía<br />

de mantener a raya el mal, al menos por un tiempo, será precisamente el aire puro y<br />

vigorizante de las montañas. En tales condiciones, la Madre Seton adelantará gustosamente<br />

la fecha de la primera salida prevista para Emmitsburg. Pero la casa de Fleming Farm ---<br />

Stone House- no es habitable en absoluto. Es menester contar con un mes largo antes de<br />

pensar en ocuparla.<br />

Apenas avisado de la situación, el Sr. Dubois propone dejar provisionalmente su chalecito de<br />

madera a la Madre Seton. Si ella quiere contentarse con él para ella y para las tres o cuatro<br />

personas que la acompañen, él lo pone sobre el terreno a su disposición. Consultado el Sr.<br />

Nagot y el Sr. Dubourg dan su asentimiento. Así, el 21 de junio, un primer equipo se pone en<br />

marcha hacia las Montañas Azules. La Madre Seton, a quien acompaña Enriqueta y Cecilia,<br />

lleva con ella a Sor María Murphy y a su hija mayor Anina. Anina deja en realidad Baltimore<br />

a su pesar, encontrándose, por primera vez en su vida, en desacuerdo y hasta en oposición<br />

con su madre. A los 14 años y medio, la adolescente, demasiado temprano asociada a las<br />

pruebas, y a los acontecimientos que han perturbado, en todos los planos, una vida familiar<br />

inaugurada de forma tan diferente en la casa de Wall Street, en la época de su nacimiento,<br />

sueña ahora en algo bien distinto que el agreste y lejano retiro del convento de Emmitsburg.<br />

Ana María acaba de hacer en Baltimore su primera experiencia de vida personal, de vida<br />

afectiva, fuera de su hogar, impregnado cada vez más, por la fuerza de las cosas de una<br />

atmósfera conventual. Con razón o sin ella, Isabel ha decidido, sin embargo, que Anina<br />

forme parte del primer grupo que marcha a la Montaña.<br />

De no ser precisamente la crisis que atraviesa la adolescente, unida al estado de salud de su<br />

joven tía de 17 años, el viaje, proseguido durante casi tres días, por una carretera que<br />

serpentea entre las praderas y los bosques, rodea las colinas e insensiblemente gana altura,<br />

hubiera sido sólo una maravillosa salida. La, cuatro viajeras han tomado sitio en una de esas<br />

carretas de ruedas enormes de madera, las mismas que utilizaban los primeros colonos.<br />

Gruesas lonas tendidas sobre unos arcos las protegían alternativamente del sol, de las<br />

nubes de insectos, de la lluvia o de la humedad. Convoy primitivo si lo hubo, traqueteando<br />

por lo , caminos pedregosos, evoca otras andanzas, las de otra fundadora que surcaba en<br />

parecido carruaje, dos siglos y medio antes, Castilla y Andalucía, para establecer allí nuevos<br />

monasterios: Teresa de Ávila.<br />

Hemos tenido que hacer todo el camino al paso de nuestros caballos -escribe la Madre Seton<br />

al Sr. Dubourg-. Y nos hemos visto así mismo obligadas a marchar a pie casi la mitad del<br />

tiempo, excepto Cecilia... la querida enferma se divertía mucho con aquella procesión, y los<br />

178


indígenas quedaban estupefactos de vernos marchar delante del vehículo. Los perros y los<br />

cerdos iban delante de nosotros y las ocas, alargando el cuello en dirección nuestra, tenían<br />

aire de preguntarnos si no éramos de su familia, a lo que respondimos que sí...<br />

La llegada a Emmitsburg es un encanto. Las colinas se elevan cada vez más por encima de la<br />

inmensidad de los campos verdegueantes, mientras que en el horizonte se yerguen las altas<br />

siluetas de Blue Ridge. La admiración que Isabel siente desde el instante de su arribo la llena<br />

a la vez de alegría y de agradecimiento a Dios creador que anima con profusión tanta<br />

belleza, tanto esplendor. A esta llegada de la Madre a Emmitsburg, con cuanta fortuna<br />

parecen aplicarse las palabras proféticas de Isaías<br />

Nos alegramos y regocijamos<br />

porque El nos ha salvado,<br />

pues la mano del Señor reposa sobre esta montaña...<br />

aquí extiende sus manos<br />

como el nadador las extiende para nadar...<br />

Abrid las puertas que entre una gente justa,<br />

que guarda fidelidad,<br />

cuyo carácter es firme,<br />

que conserva la paz porque confía en Ti...<br />

Confiad en el Señor por siempre jamás<br />

porque el Señor es la Roca eterna.<br />

Is 25, 9-11; 26, 2-4<br />

Su ser entero comunica con la belleza serena y majestuosa del sitio: Estamos a la mitad del<br />

camino del cielo, confesará ella al hermano de Cecilia O'Conway. ¡La altura donde estamos<br />

es apenas creíble!<br />

Se instalan bien que mal en el chalecito del Sr. Dubois, Cecilia, tendida la mayor parte de las<br />

jornadas a la sombra de los grandes robles, cree sentirse revivir. Enriqueta y Anina la rodean<br />

de su presencia, de sus cuidados, de su ternura. Entre el chalet de madera y la casa de<br />

piedra -Stone House- hay idas y venidas continuas. El Sr. Dubois da prisa a los obreros, se<br />

une a ellos si es necesario y provee con la Madre Seton al arreglo de cada una de las piezas<br />

tau pronto como parece habitable. Ambos desean ver llegar con la mayor rapidez a1 valle a<br />

las Hermanas y a las niñas dejadas en Baltimore.<br />

El brusco trasplante de Enriqueta en un medio tan diferente a aquel donde había vivido los<br />

meses precedentes no deja de provocar en su ser, sensibilísimo, un shoc psicológico. Los<br />

consejos emotivos del Sr. Babad recibidos en Baltimore han hecho renacer en su corazón<br />

angustiosas preguntas. Hace algunos años, ella se había encarada, como Cecilia, con la<br />

posibilidad de hacerse católica. Muchas cosas la atraían entonces que vuelven a cobrar<br />

ahora un relieve nuevo. Pero ella está en vísperas de casarse con Andrés Bayley, un<br />

episcopaliano. ¿Cómo podría conciliar aquel matrimonio con una profesión de fe católica?<br />

Los matrimonios mixtos estaban muy lejos, entonces, de ser considerados par la Iglesia<br />

como un hecho posible. Y, mientras ella se siente desgarrada entre el atractivo que<br />

experimenta por la religión católica y el amor a su novio que se encabritará inevitablemente<br />

frente a tal decisión, ella recibe una carta de Jamaica que acaba por perturbarla. Andrés<br />

Bayley, cuyo inminente retorno esperaba, prometido para el fin del verano, al que debía<br />

seguir su matrimonio, le hace saber caballerosamente que ha cambiado de parecer. El ha<br />

decidido -le anuncia- permanecer en Jamaica unos ocho o diez años. Que si «la bella<br />

Enriqueta» consiente en tener paciencia todo ese tiempo, él volverá para desposarla en los<br />

años futuros. El golpe es rudo, no solamente para el corazón de la novia, sino también para<br />

179


su amor propio. ¿Cómo reaparecer desde ahora en los salones de Nueva York sin ser la<br />

irrisión de todos? La afrenta que le inflige el joven hiere a Enriqueta como un latigazo.<br />

Abatida tanto de dolor como de despecho, toma la decisión orgullosa de permanecer en el<br />

convento de Emmitsburg junto a Cecilia e Isabel. ¿Pero con qué título? Ella no forma parte<br />

de la Iglesia católica. Desde entonces, puede vérsela cada día llevando por los sotos y a la<br />

largo de las praderas su romántico desencanto que la mina físicamente con una profundidad<br />

que nadie, en su entorno, es capaz de descubrir. «Que pocas cosas hacían falta a su<br />

fantasía... El musgo que temblaba al soplo del norte sobre el tronco del roble, una roca<br />

solitaria, una laguna desierta donde el junco marchito murmuraba...». Cuando su hermana y<br />

su cuñada la acompañaban en su paseo, y se detenían un momento en una de las dos<br />

iglesias del pueblo, Enriqueta se negaba a entrar con ellas, y rumiando su pena y su angustia<br />

las aguardaba fuera. Luego, un día, la crisis estalla con una decoración digna de René de<br />

Chateaubriand. Isabel, al salir de la iglesia, encuentra a Enriqueta en lágrimas, medio<br />

desesperada. -¿Por qué lloras?<br />

-¡Ay! ¿Por qué?, ¿por qué no puedo entrar yo a la iglesia con vosotras? -¿Y por qué no<br />

entras, si lo deseas?<br />

Llega el 21 de julio, víspera de Santa María Magdalena. Mañana será el día del santo de<br />

Enriqueta cuyo segundo nombre de bautismo es el de la pecadora convertida. «Celebraré<br />

ese día la misa por usted» -le ha escrito el Sr. Babad El Sr. Dubois en el Monte Santa María le<br />

hace la misma promesa. Tarde, por la noche -son más de las diez- Enriqueta salió de la casa,<br />

en búsqueda de soledad, «atormentada y como poseída por el demonio de su corazón". Ella<br />

se deslizó furtivamente, gracias al claro de luna, hasta la iglesia -escribirá Isabel, que la<br />

descubre pronto allí-, en el más profundo silencio, los brazos cruzados sobre el pecho, los<br />

rayos de la luna jugando sobre su rostro pálido... La Madre Seton se aproxima. Con<br />

Enriqueta recita el Salmo MISERERE y el TE DEUM, que desde su infancia habían sido<br />

nuestras oraciones de familia, a pesar de que las lágrimas corren por las mejillas de la joven.<br />

Ellas salen al fin, vuelven a tomar juntas el camino que las lleva a la casa. Bajando de la<br />

Montaña, Enriqueta deja estallar su corazón:<br />

-Se acabó, hermana mía, yo soy católica. La cruz de nuestro amado Señor, he ahí lo que<br />

desea mi alma. ¡Ya no tendré reposo hasta que El sea mío! Conversión sincera, sí.<br />

Resolución excesivamente emotiva, llamarada de sensibilidad de la que se puede temer que<br />

se extinga tan súbitamente como se encendió. Isabel, no obstante, se apresuró a dar cuenta<br />

tanto a Mons. Carroll como al Sr. Dubourg. De común acuerdo, el arzobispo y el sulpiciano<br />

deciden alertar al Sr. Babad, entonces en lejana correría misionera, comprometiéndole a<br />

venir personalmente a acoger sin dilación a su penitente en el umbral de la Iglesia católica.<br />

Con esta noticia, Enriqueta, que sentía ya debilitarse su decisión, se rehace de súbito. Tan<br />

lúcidamente, tan razonablemente como ella puede, se sitúa de nuevo ante el problema de<br />

su vida. A1 final del mes de agosto hace resueltamente su petición oficial. A mitad de<br />

septiembre está de vuelta en Baltimore. El 24, fiesta de Nuestra Señora de la Merced,<br />

Enriqueta, habiendo hecho días antes su profesión de fe, recibe su primera comunión.<br />

Luego vuelve a Emmitsburg, llevando en recuerdo de aquel día un poema ardiente que le ha<br />

dedicado su padre espiritual.<br />

Por importante que haya sido objetivamente, por sensible que fuera al corazón de Isabel, la<br />

entrada de Enriqueta en la Iglesia católica, orquestada con complacencia por el sobrino del<br />

Sr. Babad, no había sido, con todo, más que un incidente sin resonancia directa sobre la<br />

fundación de la comunidad de Emmitsburg. De no ser que el romanticismo de la joven,<br />

unido a la actitud misma del Sr. Babad en la circunstancia, hubiese dado la papirotada inicial<br />

180


a una serie de malentendidos y de dificultades que la Madre Seton será la primera en sufrir.<br />

Patrocinando por entero a su joven cuñada, Isabel se entregó activamente al arreglo de<br />

Srone House, ayudada del valioso concurso del Sr. Dubois.<br />

Desde fines de julio, algunos días sin duda después de Santa María Magdalena, el segundo<br />

equipo, dejando Paca Street, se pone, a su vez, en marcha hacia el valle. A las primeras<br />

reclutas se han juntado otras dos Hermanas, Catalina Mullen y Rosa Landry White.<br />

Rosa ha conocido, primero, como Isabel, la vida conyugal y la alegría de la maternidad. Su<br />

matrimonio, en verdad muy precoz, con un capitán de barco, gran amigo de su padre y<br />

mucho mayor que ella, dio que hablar por mucho tiempo a los habitantes de Baltimore.<br />

Rosa tuvo dos hijos, un muchacho y una muchacha, muy pequeños todavía cuando su<br />

marido pereció en el mar. Poco tiempo después, Rosa perdió a su hija. No le quedaba más<br />

que su hijo, y, en su corazón un vivo deseo de vivir para Dios sólo y de dedicarse en favor de<br />

los desheredados. El Sr. David la dirigió hacia el Instituto en formación de Baltimore. Ella es<br />

la decana en edad, dejada aparte la fundadora. Más que las otras, experiencia, y también un<br />

sentido maternal de la educación. A ella confió, sin dudarlo, Isabel el grupo de las Hermanas<br />

dejadas en Paca Street. Y a ella incumbe ahora la responsabilidad de conducirlas hasta<br />

Emmitsburg. Ella ha leído las obras de Teresa de Ávila y va a ser el encanto de las largas<br />

horas del viaje, contando a sus compañeras las aventuras de las Fundaciones. Guillermo y<br />

Ricardo integran también este segundo viaje. El Sr. Dubois les contará en adelante en el<br />

número de los alumnos del Monte Santa María. Dos chiquillas igualmente alumnas de las<br />

Hermanas en Baltimore son confiadas por sus familias a Sor Rosa White. Ellas serán las<br />

primeras alumnas de Emmitsburg. Este mes de julio o al comienzo de agosto -al parecer-<br />

llegarán a su vez Kate y Rebeca. Sin precisión de fecha, los Dear Remembrances evocan la<br />

alegría de su madre, que corre una noche a su encuentro a través del bosque.<br />

El 31 de julio de 1809, fiesta de San Ignacio de Loyola, comienza en Emmitsburg la vida de<br />

comunidad. La fecha será celebrada desde ahora cada año por las Hijas de la Madre Seton. A<br />

decir verdad, la instalación en Stone House tiene más bien trazas de campamento. La casa<br />

resulta demasiado pequeña para las veinte personas que deben habitarla. Ni camas en<br />

número suficiente, se contentan con colchones tirados en el mismo suelo. El Sr. Dubourg<br />

que ha querido presidir la instalación de la comunidad, tiene que subir al pueblo a pedir<br />

prestada la vajilla que falta para la primera comida. Comida frugal, aunque substanciosa,<br />

como lo serán todas las demás. Entre los primeros consejos que el sulpiciano da a las<br />

Hermanas queda consignado el de cultivar sin tardanza un plantío de zanahorias, pues el<br />

«café» de zanahorias será su ordinario.<br />

No importa. El gozo radiante, sobrenatural, de las fundaciones es lo bastante vivo, lo<br />

bastante profundo sobre todo, para que las privaciones, como la falta de comodidad, sean<br />

tomadas por todas con una efectiva alegría. Aquellas mujeres, no obstante, aquellas jóvenes<br />

de América han sido, casi todas, educadas en un bienestar cercano a veces al lujo. Pero<br />

ninguna de ellas dejaría ahora de buen grado su puesto y para el cántaro de agua, la<br />

limpieza de legumbres, el fregado o el lavado, la situación de Stone House hace a veces<br />

fatigosas las tareas domésticas más simples. Así, falta el agua en la casa. Si el pozo de agua<br />

potable está bastante cerca, es al río, distante varios cientos de metros, cuesta arriba, claro<br />

está, adonde habrá que ir para hacer la colada. Nada de lavadero, ni siquiera rudimentario.<br />

De rodillas a la orilla de Tom's Cr'eek, las Hermanas la sacarán lo mejor posible pero no sin<br />

agujetas. Deberán volver a subir en seguida penosamente la ropa húmeda y pesada hasta<br />

los linderos inmediatos de la casa para ponerla a secar.<br />

181


Son ahora nueve las postulantes, desde que una joven de Emmitsburg, Sally Thompson, ha<br />

solicitado su admisión en la comunidad.<br />

En el mes de agosto de 1809, al día siguiente de la instalación de la Madre Seton y de sus<br />

Hijas en Stone House, el Sr. Nagot, que alcanza sus sesenta y seis años, declina el cargo de<br />

superior que ejercía al frente de la Comunidad en favor del Sr. Dubourg, entonces prefecto<br />

del Colegio de Santa María de Baltimore. Todo parece en excelente camino. Se organiza<br />

inmediatamente la vida de comunidad mientras las Hermanas preparan con entusiasmo la<br />

primera apertura escolar de la casa de educación, que, al fin de verano, abrirá sus puertas a<br />

las muchachas en Emmitsburg.<br />

Los cargos se reparten según las aptitudes de cada una. Sor Rosa es nombrada asistenta, Sor<br />

Ketty ecónoma, Sor Cecilia Seton secretaria y maestra de clase, Soy Sally, que es la única<br />

que ha vivido ya muchos años en el valle, cumplirá las funciones de previsora. Cada una de<br />

las Hermanas ha conservado su nombre de bautismo y la Madre Seton no tiene ninguna<br />

dificultad en adoptar el diminutivo de ese nombre de uso más frecuente en los Estados<br />

Unidos que entre nosotros, y que parece más afectuoso.<br />

Con el Sr. Dubourg establece un reglamente que entra de inmediato en vigor, al menos a<br />

título de ensayo y hasta la apertura de las clases. Se levantan a las cinco para los rezos y<br />

oración de la mañana. Hasta otoño, será menester acudir a la única misa celebrada en el<br />

pueblo, cuando el Sr. Dubourg regrese a Baltimore, sea en San José, sea en Santa María. El<br />

trayecto es largo. Lo aprovecharán para recitar en marcha, a la ida, la primera parte del<br />

Rosario, meditando los misterios gozosos y la segunda parte, a la vuelta, meditando los<br />

misterios dolorosos. La adoración del Santísimo Sacramento, conservado en el convento<br />

mismo, tendrá, como se podía esperar, un lugar diario y privilegiado. Cada día, lectura<br />

espiritual en común, sin perjuicio de la lectura hecha en el refectorio. La Biblia tendrá entonces<br />

su lugar de preferencia. ¿Cómo no iba a inculcar, en efecto, a sus Hijas, la Madre<br />

Seton aquel gusto sabroso y viviente de la Sagrada Escritura 3 que había sido siempre para<br />

ella una fuente de alegría y confortación?<br />

Sin que razón alguna, al parecer, hubiera entrado en juego, los habitantes de Emmitsburg<br />

habían dado espontáneamente a las nuevas religiosas el nombre de Hermanas de la Caridad<br />

de San José, ya que la fundación del Instituto tomaba nacimiento en el valle de San José. El<br />

hecho está lejos de ser excepcional dentro de la historia de las fundaciones religiosas. El Sr.<br />

Dubourg, en cuanto director, e igualmente el Sr. Dubois, habían podido intervenir, sugerir<br />

tal apelativo anticipado, cuando, de la parroquia de San José de Emmitsburg, enjambraban<br />

hacia otros lugares. Pero aquellos señores de San Sulpicio dejaban germinar en ellos un<br />

proyecto cuya realización esperaban firmemente dentro de breve plazo, el de ver unir el<br />

instituto que tomaba vida entonces en Maryland -y que, con toda evidencia, la Providencia<br />

les había encomendado a ellos, sulpicianos franceses a la Compañía de las Hijas de la<br />

Caridad de San Vicente de Paúl.<br />

Después de un breve alto en Baltimore, el Sr. Dubourg volvió al valle. Trae a la comunidad<br />

una campana que acompasará en adelante con su tañido las horas de oración, de trabajo,<br />

de descanso. Trae igualmente para las Hermanas unos libros de espiritualidad escogidos con<br />

discernimiento. Después, anuncia que va a predicar un retiro. Para todas, con una o dos<br />

excepciones, un retiro resulta cosa nueva, desconocida. Una gracia de la que se quieren<br />

aprovechar a fondo. La proposición es acogida con alegría. Entre el superior francés, abierto,<br />

dinámico v las jóvenes americanas, llenas de ardor, se entabla en el curso de este retiro un<br />

diálogo sencillo, directo, enriquecedor. Cada una de las Hermanas se siente a gusto, dentro<br />

de una atmósfera de confianza recíproca que permite fundar las más bellas esperanzas.<br />

182


A los 18 años, bello sueño de una casita en la campaña para reunir allí, a los pequeñuelos de<br />

los alrededores y enseñarles sus oraciones y mantenerles limpios y enseñarles a ser buenos...<br />

Deseos apasionados por lugares semejantes que había allí en América, donde se podrían<br />

encerrar lejos del mundo, y orar para ser siempre bueno.<br />

Ese verano de 1809, el sueño de antaño se hacía realidad.<br />

21.- UNA HEBRA DE SEDA, DOS HEBRAS DE LANA<br />

Todo tiene su momento,<br />

y su tiempo todo quehacer bajo el cielo.<br />

Un tiempo el nacer,<br />

y un tiempo el morir;<br />

un tiempo el plantar,<br />

y un tiempo el arrancar ... lo plantado.<br />

Un tiempo el llorar,<br />

y un tiempo el reír;<br />

un tiempo el gemir,<br />

y un tiempo el danzar;<br />

...Un tiempo el buscar,<br />

y un tiempo el perder...<br />

Eclesiástico 3<br />

Así toda vida humana está tejida de penas y de alegrías. Bien que todo sea gracia para los<br />

que aman a Dios, para los que se han comprometido en el camino de la unión divina y que<br />

saben descubrir siempre, en todo, y por todas partes la Providencia amorosa, indefectible,<br />

del Padre, que, mejor que nosotros, sabe lo que nos conviene. Toda obra divina, por otra<br />

parte, está marcada del sello de la cruz. Los santos lo saben, y, como lo proclama san Pablo:<br />

rebosan de alegría, en todas sus tribulaciones (2 Cor 7, 4).<br />

A la hora misma en que Isabel cree tocar por fin el puerto de silencio y de paz por tanto<br />

tiempo deseado, a la hora en que nada le quedaría ya -al parecer- sino consagrarse al Señor,<br />

ofreciéndose a El dentro de una vida de oración y dentro del servicio diario de los miembros<br />

de su Cuerpo Místico, de nuevo las pruebas están en víspera de caer sobre ella de todos los<br />

lados a la vez.<br />

Cuando Teresa de Ávila quiso establecer en su ciudad natal un monasterio de carmelitas<br />

decididas a vivir sencillamente, pero íntegramente, la regla primitiva de su orden, sabemos<br />

con qué oposición se topó de primeras. Una de las mayores pruebas de aquí abajo es la<br />

contradicción de las gentes de bien -le hizo notar entonces aquel gran amigo de Dios que era<br />

Pedro de Alcántara, san Pedro de Alcántara, como le llama hoy la Iglesia-. Esa prueba iba a<br />

experimentarla a su vez la Madre Seton.<br />

Todo parecía, no obstante, tan bien encaminado en Stone House aquel verano de 1809.<br />

Pero, apenas el Sr. Dubourg regresa a Baltimore, después de la instalación de las Hermanas<br />

en el Valle, a continuación del retiro que acaba de predicarles, en una de sus primeras cartas<br />

hace saber a la Superiora que se acaba de tomar una decisión, respecto al confesor de la<br />

comunidad. En adelante las Hermanas no deberán recurrir ya al ministerio del Sr. Babad. Ni<br />

en el confesonario, ni en el locutorio. Ni siquiera por correspondencia. Si se exceptúan las<br />

tres últimas en llegar, Rosa White, Catherine Mullen y Sally Thompson, todas las Hermanas<br />

183


de la pequeña comunidad eran, no obstante, las hijas espirituales del Sr. Babad. La<br />

interdicción bruscamente formulada por el Sr. DubourQ, sorprende a la Madre y la perturba.<br />

Ningún documento preciso permite conocer el motivo invocado por el Sr. Dubourg, en<br />

acuerdo sin duda con el Sr. Nagot, y que hubiera justificado, en la carta escrita a la Madre<br />

Seton, la decisión que él había creído su deber tomar. Resta que el Sr. Badad, tal como<br />

aparece a través de los documentos auténticos escritos por mano de los que mejor le<br />

conocieron, no debía en absoluto revelarse como el director espiritual ideal para una<br />

comunidad femenina en formación. Ciertamente Isabel no tiene entre las manos todos los<br />

datos del problema. Ella no ve, no puede ver lo bien fundado de una determinación que le<br />

parece arbitraria, lamentable sobre todo para el bien espiritual de su comunidad. Su hija<br />

Anina, sus dos jóvenes cuñadas Enriqueta y Cecilia están también personalmente muy<br />

unidas al Sr. Babad y le escriben a menudo cuando está en Baltimore. Poniendo, sin tardanza,<br />

a Mons. Carroll al corriente de la situación, ella explicita su pensamiento respecto al<br />

confesor que el Sr. Dubourg quiere suplantar. Es una persona en quien tengo la mayor<br />

confianza, y a quien soy deudora del mayor progreso espiritual. Ella quiere esperar que el Sr.<br />

Dubourg vuelva sobre su veredicto. Se hace insistente en las cartas que le dirige. Que piense<br />

que no está sólo en causa la -Madre. Ese nuevo sacrificio lo aceptaría gustosa en cuanto a<br />

ella. No cree deber suyo imponérselo a sus Hijas.<br />

El Sr. Dubourg no es hombre que reconsidere una decisión. A los ruegos de la Madre Seton<br />

él se cierra en banda. La Madre, entonces, acude de nuevo al arzobispo. Ella le manifiesta su<br />

confusión. ¿No se encuentra entre el superior eclesiástico de la comunidad y la comunidad<br />

misma como entre la espada y la pared? Inclinarse, sin comprender, ante la prohibición es -<br />

le parece- lanzar la turbación en el espíritu de las religiosas.<br />

Encima de todo esto -explica a Mons. Carroll- placía a Nuestro Señor quitarme todo la que<br />

era consolador en la devoción y privarme al mismo tiempo de todo apoyo que El me daba a<br />

manera luminosa. El pie de la Cruz ese era mi refugio. Ahora marcho derecha por la Fe... Me<br />

abandono personalmente a Dios sin cesar y comprometo a todas mis compañeras a hacer lo<br />

mismo.<br />

Esta simple confesión, en este momento preciso, tendría tal vez valor de signo, de signo<br />

importante. ¿El hipersensible Sr. Babad tan dado a ver en su propia vida, como en la de los<br />

demás, «signos», «hechos milagrosos», que manifiestan una predilección por el lado<br />

«maravilloso» de las intervenciones providenciales, había sido capaz de conducir a la Madre<br />

Seton y a sus compañeras por el camino de la fe pura que es como lo subraya San Juan de la<br />

Cruz «el medio más próximo y más proporcionado para unir el alma a Dios».<br />

Sea lo que fuere de esto, la decisión del Sr. Dubourg permanece irrevocable. Más aún, ante<br />

la insistencia de la Madre Seton, brutalmente presenta su dimisión de Superior eclesiástico<br />

de la Comunidad. En ello, una vez más, lo que los juicios aportados por sus compañeros nos<br />

enseñan de su carácter, tan pronto a cortar, a decidir, incisivamente, permite con el decurso<br />

de la historia, concebir mejor como pudieron desarrollarse los acontecimientos.<br />

Ante la dimisión del Sr. Dubourg, la Madre Seton se hunde. Aquel golpe tan imprevisto, no<br />

impresiona sólo a su joven Instituto, sino que ella, a quien tantos favores, tantos beneficios<br />

materiales habían llegado por mediación del sulpiciano francés, no se perdona haber podido<br />

llevarlo a actuar de esa forma. Porque, ahora, voluntariamente, se declara culpable. A ella, a<br />

su insistencia indiscreta incumbe la responsabilidad de la ruptura del Sr. Dubourg frente a<br />

una obra que no había sido fundada sino gracias a su bondad, a su comprensión y a sus larguezas.<br />

Ella está dispuesta a reconocer sus errores con tal, sin embargo, que se le muestren<br />

184


claramente. Protesta que ella y todas sus hijas guardan para el Sr. Dubourg su ternura filial.<br />

Le suplica una vez más que no les abandone. En vano.<br />

Cuando, dos meses más tarde, Mons. Carroll llega a Emmitsburg para visitar allí a la<br />

Comunidad, las dificultades persisten. La dimisión del Sr. Dubourg, al persistir, no deja de<br />

poner al Sr. Naeot en un serio embarazo. Muchos de los sulpicianos de la primera hora han<br />

sido reclamados para Francia por el Sr. Emery, Limita así el número de los que pueden<br />

asumir aquel cargo y aquella responsabilidad para con las Hermanas de San José. Del Sr.<br />

Babad evidentemente no hay cuestión. El Sr. Flaáet ha sido designado para obispo de<br />

Baltimore, sin haber renunciado sin embargo a su deseo de entrar en los Trapenses de<br />

Maryland. Quedan los Sres. Tessier y David. Ni el uno ni el otro, sin duda, parecen tener la<br />

competencia requerida para ejercer el cargo delicado que el Sr. Dubourg era capaz de<br />

asumir. El Sr. Nagot queda a la expectativa.<br />

El 20 de noviembre de 1809, no obstante, llega al Valle Mons. Carroll. Hace a las Hermanas<br />

su primera visita. Gran regocijo en Stone House. El arzobispo se muestra de una bondad<br />

paternal llena de delicadeza. Enriqueta y Anina reciben de sus manos el sacramento de la<br />

Confirmación. Y no es en la parroquia de San José donde tiene luear la ceremonia sino en la<br />

pequeña capilla del convento. Al ver al prelado revestido de los ornamentos pontificales,<br />

oficiar como en la catedral en la pieza exigua y tan pobre adonde las Hermanas van cada día<br />

a recogerse ante el Santísimo Sacramento, Isabel comprende que el arzobispo de Baltimore<br />

aporta, haciendo aquello, una consagración a la obra naciente que él anima y que bendice.<br />

Sin duda, espera ella que esta visita pastoral aportará igualmente feliz desenlace a la crisis<br />

suscitada el mes de agosto precedente. Pero tomar directamente partido respecto a un<br />

nombramiento que parece recaer por derecho en el Superior de los Sulpicianos, es cosa<br />

imposible para Mons. Carroll. El lamenta personalmente también la dimisión del Sr.<br />

Dubourg. Sin embargo no puede más que invitar a la paciencia, a la confianza en Dios a la<br />

superiora de la nueva comunidad cuyo impulso resulta para él una causa de alegría.<br />

El nombramiento de un superior no es, por otra parte, el único problema que, en esta hora,<br />

angustia el corazón de Isabel. Mons. Carroll lo sabía: las obligaciones de una vida religiosa<br />

que ella había querido, las responsabilidades de una fundadora que ella había tenido que<br />

aceptar en consecuencia de acontecimiento; providenciales, irían siempre parejas, en ella, a<br />

los deberes de la madre de familia que ante todo era ella y sería siempre. El desgarramiento<br />

era inevitable. La complejidad de la situación, que, de hecho era la suya, podía resultar<br />

causa de nuevos conflictos.<br />

Jamás, es verdad, hasta ahora, había tenido Isabel dificultades con uno o con otro de sus<br />

cinco hijos. Traqueteados como habían sido, sin embargo, desde el día de la marcha de sus<br />

padres a Italia, la muerte de su padre, las pruebas de toda suerte que había conocido su<br />

madre, parecían haber encontrado en la ternura con que ella les rodeaba una compensación<br />

a todo aquello de lo que habían quedado frustrados, sin saberlo.<br />

Anina, con todo, salida a los nueve años para el lejano viaje a Europa, había estado asociada<br />

a unas pruebas cuyo peso era demasiado gravoso para una niña, inconscientemente, su<br />

madre, la había considerado demasiado pronto como una amiga con la que se comparten<br />

las angustias y las penas. Mirándola como a una adulta que Ana no era todavía, se defendía<br />

del mal, en el mismo momento de ejercer sobre ella un dominio afectivo que solo se<br />

justifica respecto a una niña muy pequeña, antes del despertar de su Personalidad.<br />

Apasionadas ambas, a miles de millas de su país, de su familia, a la hora de la muerte de<br />

Guillermo, la madre y la niña habían traspasado una sobre otra el exceso de ternura que la<br />

muerte prematura de un esposo y de un padre dejaba hervir en sus corazones.<br />

185


Para Catalina y Rebeca, el problema no se planteaba con la misma crudeza. Rodeadas,<br />

cuidadas con exceso en la familia de sus tías, ellas habían conocido enseguida, desde el<br />

retorno de su madre a Nueva York, la vida sencilla de un hogar donde ciertamente faltaba la<br />

presencia de su madre, pero donde el afecto maternal había bastado, hasta entonces, para<br />

colmar su necesidad de seguridad. Ellas eran demasiado pequeñas para tomar<br />

verdaderamente conciencia del drama interior que había atravesado su madre. Su vida<br />

psicológica no había sido perturbada como la de su hermana mayor. En cuanto a los<br />

muchachos, pensionistas en Georgetown, habían llevado allí, hacía dos años, la vida normal<br />

de los colegiales de su edad.<br />

Que Ana conozca ahora una crisis afectiva, es cosa inevitable. Acaba de cumplir los 13 años,<br />

cuando su madre, dejando definitivamente Nueva York, llega a Baltimore. La mayor<br />

dificultad con la que debo contar -confiesa en aquel momento la Sra. Seton- es el encanto de<br />

mi Ana. No sin un cierto legítimo orgullo escribe a Julia Scott, el 3 de octubre de 1808: Tu<br />

Ana es para mí una gran ayuda; es una muchacha encantadora, física v moralmente, Desde<br />

que está en Baltimore, se hace de tal forma mujer, por su desarrollo físico y su<br />

comportamiento, que apenas la reconocerías. Ana, piensa ahora en su tocador. Se quiere<br />

elegante, trata de vestirse como lo están sus compañeras y poco a poco, imita sus maneras.<br />

Nada de inquietante hay, realmente, en esto si no es, en un plano puramente psicológico, el<br />

juego de una estúpida competición al que se entregan las jovencitas para seguir la moda del<br />

día, tratando de parecer, gracias al ajuste excesivamente apretado del corsé, la del talle más<br />

fino.<br />

Con toda evidencia, este año de 1808, la niña, se hace adolescente rápidamente. Ella lanza<br />

sobre el mundo una mirada nueva, personal y con un estremecimiento de todo su ser,<br />

descubre nuevos horizontes. Es normal. Pero esta adolescente, que tiene el carácter<br />

apasionante de su madre, y de su padre una gran fragilidad orgánica, no ha tenido la<br />

infancia serena y distendida que hubiera debido prepararla normalmente para este período<br />

siempre un poco difícil. Arrancada brutalmente, antes de sus diez años, a unas relaciones<br />

familiares que ella hubiera debido conocer con sus tíos, sus tías, las primas, los primos de su<br />

edad, quedó frustrada, por una serie de circunstancias excepcionales, de una vida de familia<br />

expansiva. Y vedla aquí llevada a vivir, en plena crisis de crecimiento y pubertad, dentro de<br />

un ambiente conventual.<br />

Entre Ana María y su madre, que hasta ahora ha sido todo para ella, se abre una fosa sin<br />

que Isabel sea consciente de ello. Después de todos los trastornos que ha conocido la<br />

familia Seton, desde 1803, Ana María tendría necesidad de otro solaz que el que se le ofrece<br />

al presente. Las amistades espirituales que son ahora la confortación de su madre no son<br />

capaces de colmarla a ella. La atmósfera de noviciado, que marca desde 1808 el hogar de<br />

Isabel, en Paca Street, no es evidentemente la que convendría de todo punto a sus hijos.<br />

La hija mayor de la Sra. Seton comienza a oponer una viva resistencia. No podríamos<br />

reprochárselo. La vocación religiosa de su madre no es la suya. ¿No habría proyectado<br />

Isabel, inconscientemente, sobre su hija su propia vida espiritual, hasta el punto de<br />

confundir las dos? De todas formas, suponiendo incluso que la niña hubiese oído o esté<br />

designada a oír por su cuenta la llamada del Señor a la vida religiosa, no es en absoluto de<br />

una sana pedagogía considerarla, a sus 13 años, como una monjita. Su crecimiento físico<br />

como su desarrollo psicológico reclaman imperiosamente otra expansión humana, base<br />

indispensable del sano equilibrio requerido, precisamente, para una vida espiritual adulta y<br />

auténtica. ¿Qué de extraño, dentro de tal contexto, que la adolescente quede embriagada,<br />

muy inocentemente, por lo demás, al sentir brotar en su corazón una primera llama de<br />

186


amor por uno de los mayores del colegio Santa María? ¿Qué de extraño que ella hubiera<br />

rehusado, al mismo tiempo, sugerir palabra de esto a su madre cuya censura e<br />

incomprensión temía secretamente?<br />

En la capilla del colegio donde los alumnos de los dos institutos, de muchachos y de<br />

muchachas, son llevados para los mismos oficios -oficios previstos para seminaristas<br />

menores, y, con toda evidencia, demasiado largos para los de más- la mirada admirativa de<br />

un colegial se ha posado sobre Ana María. ¡Qué fina es y graciosa, y bonita, la hija de la Sra.<br />

Seton! A su vez Anina ha levantado sus ojos. Carlos Dupavillan es un alumno de las clases<br />

terminales. El debe tener de 16 a 18 años. Pertenece a una excelente familia católica de !as<br />

Antillas francesas. Ha sido enviado de la Guadalupe a Baltimore por su madre, que es viuda<br />

y de la que es hijo único. Carlos quería que Anina pidiera autorización para hablarle. Anina<br />

se niega. Es pues, en la capilla donde se prosiguen, por un tiempo los silenciosos diálogos.<br />

Más elocuentes que las palabras pueden se las diarias ojeadas que ellos se cambian. Es<br />

poco, sin embargo. Se llega a las misivas. Guillermo y Ricardo traen desde ahora en sus<br />

libros de clase las notas dulces de Carlos para recibir en gran secreto, con la misión de<br />

devolvérselas, las que a escondidas ha redactado su hermana mayor para él. Juego<br />

apasionante, en el, que los dos hermanitos son pronto maestros consumados, hasta el día<br />

en que su madre sorprendió el secreto de Ana.<br />

Con este descubrimiento Isabel enloquece, se siente herida personalmente. Prueba, estas<br />

líneas trazadas espontáneamente con destino a Catalina Dupleix: ¡Mi Anina -ahí está mi<br />

dolor- mi Anina, tan joven, tan encantadora, tan pura, presa en un pequeño romance<br />

apasionado de juventud! Como te digo ¡ella ha dado su corazón sin que yo lo sepa! Después<br />

de esto ¿qué podría hacer una madre desgraciada, que ama perdidamente, si no es jugar el<br />

papel de amiga y confidente, esforzándome en disipar mi abatimiento y tomando el partido -<br />

si no hay remedio- de ayudar a Anina con mi amor y mi compasión?<br />

Si las palabras tienen un sentido, está claro que la tristeza de Isabel viene aquí, en primer<br />

lugar, del hecho de que su hija hubiese dispuesto de su corazón sin que ella, su madre, lo<br />

hubiera sabido por unas confidencias que le habrían sido debidas. Feliz aún, si ella juega<br />

ahora «ese papel de amiga y de confidente» que de veras debería ser el suyo en la<br />

circunstancia. Pero parece que «este amor perdido», del que ella no hace misterio, le<br />

impide mirar el problema con una serena objetividad. Al leer las cartas múltiples dirigidas en<br />

esta circunstancia con destino a Isabel Sadler o a Julia Scott, uno no está obligado a<br />

reconocer que Isabel no ha actuado hacia Ana María como se hubiera esperado de una<br />

educadora de valer como, sin embargo, era ella.<br />

En todo caso, es un error contrariar con que requiere ciertamente ser prudentemente<br />

respetado de todas formas. De haberse sentido tomada en serio por su madre, considerada<br />

ella como mujer que se va haciendo, es de presumir que Ana María hubiera dado su<br />

confianza. Pero, justamente, su madre persiste en ver en ella la niña que ella ya no es. Yo no<br />

tenga reproches que hacerle -escribe ella a Isabel Sadler- pues es imposible que una niña<br />

pueda estar más estrechamente vigilada o prudentemente aconsejada que mi Anina. ¿No<br />

sería precisamente esta actitud misma la que, en este caso exacto, estaría sometida a<br />

reproches? Julia Scott, que es madre también, da, sin embargo, a su amiga que le grita su<br />

angustia este juicioso consejo: Ya pienso que nosotras esperamos demasiado de la<br />

naturaleza humana, si esperamos de nuestros hijos una confianza ilimitada.<br />

En realidad, Isabel se encara con la falta de confianza de su hija como con un estado de<br />

cosas inconcebible. La muerte prematura de su marido, cualquiera que haya sido el espíritu<br />

sobrenatural con el que aquella muerte fue aceptada, no dejó de exacerbar menos en la<br />

187


joven viuda la necesidad apasionada de ternura que la caracteriza. Ella confiesa con toda<br />

franqueza a Julia: Es una madre apasionada. ¿Por qué no reconocerlo? Es todavía en esta<br />

época, en el plano psicológico, una «madre posesiva». Una rectificación ha de realizarse y se<br />

realizará, en efecto, en el curso de los años siguientes, dolorosa y necesariamente.<br />

La ascesis cristiana -explica muy justamente uno de los más juiciosos entre los psicólogos<br />

modernos- consiste en desprenderse de la posesión y no en olvidarse. Es, además, mucho<br />

más difícil en la práctica... Cuando se trata de una relación con un sujeto humano, el otro<br />

reacciona ante la posesión con actitudes, conscientemente o no, de defensa... De ahí el<br />

malestar y a veces la ruptura entre dos seres que hasta entonces vivían en total armonía. El<br />

ejemplo más impresionante es el conflicto demasiado frecuente de am joven o una joven y<br />

sus padres.<br />

A esta desposesión total frente a aquellos a quienes ama, frente a sus hijos sobre todo,<br />

Isabel no llegará sino más tarde. El Sr. Dubois que había seguido el trabajo de la gracia en su<br />

alma tan vibrante, dirigirá en 1812 al Sr. Bruté de Rémur una carta que hablará largamente<br />

a este propósito. De esta falla psicológica no tomará todavía conciencia la madre de Ana<br />

María en 1809. Así mismo, para explicar, si no para justificar, esta especie de dominio<br />

maternal del que ella no piensa que le sería menester desprenderse, podían invocarse<br />

causas válidas.<br />

El sentido de su propia responsabilidad espiritual frente a sus hijos, desde su retorno de<br />

Liorna se le presentó como trágico. Paca ser fiel a sus nuevas convicciones religiosas se vio<br />

obligada a aceptar una ruptura brutal con los suyos. Su compromiso con la fe católica no fue<br />

solamente para ella un compromiso personal. Fue, en realidad, el compromiso de los cinco<br />

hijos que ella había traído al mundo y de los que ella se sabía responsable ante Dios.<br />

Desde 1806, apenas unos meses después de su profesión de fe, ella da cuenta a Mons.<br />

Carroll del problema que deriva de aquella situación. Suplica al obispo de Baltimore que<br />

pese, antes de darle las directrices que ella reclama de él, y reflexione en lo que sería de sus<br />

hijos pequeños en el caso de que su muerte, cuya eventualidad le hace considerar el estado<br />

precario de su salud, les privara de su tutela. Si ellos quedan en su situación actual, serían<br />

entonces, desaparecida yo, arrancados a nuestra fe, que los otros miembros de su familia<br />

consideraban «como un amasijo de errores», y todo se pondría en obra para separarlos de<br />

ella.<br />

Ahora bien, en el pensamiento de su madre, no es solamente su adhesión efectiva a la fe lo<br />

que sería entonces puesto en causa, sino su salvación eterna. Desde 1806, la preocupación<br />

de la perseverancia final de sus hijos la persigue sin tregua. Y la perseguirá hasta sus últimos<br />

días, tomando a veces la forma de una verdadera obsesión. En esta ansiedad espiritual,<br />

justa en sus fundamentos, excesiva en sus modalidades, encuentra una secreta complicidad<br />

la ternura apasionada Isabel.<br />

Así se puede, al parecer, explicar la forma desconcertante de actuar de ella con su hija<br />

mayor. Desde el comienzo de 1809, Anina ha sido debidamente sermoneada. Es<br />

excesivamente joven para comprometerse como ella ha pretendido hacerlo. Tenía que<br />

haber desconfiado de toda iniciativa personal sin el consentimiento expreso de su madre.<br />

Carlos vendrá a verla, una sola vez, a casa. Anina y él podrán hablar juntos, pero en<br />

presencia de la Sra. Seton. Luego, todo quedará en eso, por el momento. Una carta dirigida<br />

a Julia Scott, el 2 de marzo, no deja en pie ninguna duda en cuanto al tenor de los reproches<br />

y de los consejos que han sido procurados a la adolescente.<br />

Parece que desde el momento en que ella ha tomado conciencia del malestar y de la tristeza<br />

que me causaba, el terror de su espíritu alarmado ha hecho cesar toda la zarabanda de<br />

188


imaginación que la había cegado; y se ha hecho dócil y atenta a mi voluntad, como si mi<br />

voluntad no estuviera opuesta a la suya. Pobre hija, hija querida, yo no sé cómo ella puede<br />

ser tan paciente; yo me acuerdo bien que a su edad, yo no lo hubiera sido, sin ver ya nada,<br />

sin oír ya nada del bienamado.<br />

¡Extraña declaración, en verdad! Isabel afirma no menos que será particularmente dichosa,<br />

si los proyectos de Emmitsburg pueden realizarse, llevando a su hija mayor lejos de<br />

Baltimore. Será probablemente un medio eficaz de librar a Ana de las secuelas de su<br />

imprudencia. Pues si el joven Dupavillon permanece riel a su afecto, tiene toda la posibilidad<br />

de obtener su demanda; si no fuera que su dicha propia exige que ella no vea ya al<br />

muchacho.<br />

La conclusión sería excelente si las premisas de este razonamiento no hubieran sido<br />

falseadas a priori. ¿De dónde viene, en efecto, el terror que ha hecho cesar --como dice<br />

Isabel- lo que ella llama la imaginación, la ceguedad de Anina, ¿no es la sola conciencia que<br />

la adolescente ha cobrado de haber disgustado a su madre? Ella sabe que Carlos ha recibido<br />

la autorización de escribirle a Emmitsburg, pero con la condición formal de que todas sus<br />

cartas pasarán antes por la censura materna. ¿Los usos y costumbres de la época bastan<br />

para justificar tal exigencia? En toda hipótesis, ella crea un malestar peligroso tanto en el<br />

joven que se siente supervisado, como en la adolescente en quien hace nacer un sentimiento<br />

de falsa culpabilidad.<br />

Isabel ha obtenido, sin embargo, todos los informes deseables y tranquilizadores sobre<br />

Carlos Dupavillon. Sé respecto de él más que Anina misma - confesará ella a Isabel Sadler- y<br />

esto, por intermedio del Sr. Babad, que había desea do siempre que Ana pudiera ganar el<br />

afecto de Carlos de la manera que ella lo ha ganado, que parece sólida y leal...<br />

Sea lo que fuere de las esperanzas que su madre le ha permitido mantener para un porvenir<br />

lejano, Ana María ha dejado Baltimore en plena crisis afectiva. Enriqueta se hace su<br />

confidente. El pensamiento de ambas se lanza a través del océano, hacia Guadalupe, hacia<br />

Jamaica. Andrés... Carlos... Uno se imagina cuántas veces estos nombres vienen a sus labios<br />

y el tono de sus conversaciones y el estremecimiento de su ser joven, que tiende hacia el<br />

amor.<br />

Cuando llega a Enriqueta la carta desconcertante de Andrés Bayley ¿cómo no iba a<br />

compartir ella la confusión de su joven tía? Se invierten de repente los papeles. En el<br />

corazón ardiente de Anina, todo encendido de esperanza, Enrique va vierte ahora la<br />

amargura de su decepción. Desamparada, Anina, rehúsa buscar junto a su madre el sosiego<br />

de que tiene necesidad.<br />

Verosímilmente Julia Scott propone tomar algún tiempo a la adolescente en su casa de<br />

Filadelfia, lo que hubiera sido para Ana María una feliz diversión. Isabel cree deber suyo<br />

negarse. Si tú la tuvieras en tu casa -escribe ella a su amiga el 20 de septiembre de 1809-<br />

sería para ti una fuente de disgusto perpetuo, pues su crecimiento prosigue y ella se evade a<br />

esa obediencia ciega que ¿no tiene derecho a esperar de una niña que no tiene 15 años. Ella<br />

está sujeta a cambios de humor que la hacen de tal desigualdad de carácter, que resulta<br />

muy difícil hacerla feliz; será necesario para eso que haya adquirido madurez y que la<br />

experiencia le haya dado las lecciones necesarias. El gran error, por mi parte, -concluye<br />

Isabel- ha sido el de haber hecho de ella demasiado temprano mi amiga y mi compañera.<br />

En esto ve con exactitud. Pero, con un cerrojazo brutalmente echada, ahora que su hija está<br />

en edad de hacer el aprendizaje de una vida personal, su madre no se resigna a verla<br />

emprender su vuelo, fuera de ella, lejos de ella. Error psicológico manifiesto, que los textos<br />

189


escritos por la mano de la Sra. Seton no permiten poner en duda por desconcertante que<br />

ello sea.<br />

Ahora bien, mientras Isabel mantiene, sin saberlo, la confusión y la ansiedad en el corazón<br />

de su hija mayor, Guillermo le da, a su vez, en otro plano, serias inquietudes. La semana que<br />

precede o que sigue a la visita de Mons. Carroll y a la confirmación de Enriqueta y de Anina,<br />

abate al muchacho una fuerte gripe. Se le tiene que trasladar cerca de su madre, a Stone<br />

House. Los cuidados con que se le rodea, de día y de noche, parecen ineficaces. Pronto se<br />

pierde toda esperanza de detener el mal fulminante.<br />

Mi Guillermo recibiendo la extremaunción y tan bien preparado para la muerte -anotarán los<br />

Dear Remembrances-. Su calma y su silencio en el paroxismo de su fiebre, mientras que su<br />

tía Enriqueta y su madre cantaban por él las Letanías...<br />

Contra toda esperanza, sin embargo, Guillermo se repone. La vitalidad de sus 13 años<br />

recobra ventaja tan rápidamente como el mal le había aniquilado. Se junta a sus<br />

compañeros en el Monte Santa María. Entonces es a Enriqueta a quien hay que instalar en<br />

la enfermería. Desde el mes de noviembre las jaquecas a que ha estado siempre sometida la<br />

joven, se redoblan de repente. Vencida por el mal, Enriqueta debe guardar cama. En cuatro<br />

semanas la enfermedad -¿fiebre cerebral o meningitis tuberculosa?- da cuenta de su<br />

juventud y de su vigor. El 21 de diciembre, recibe los últimos sacramentos de manos del Sr.<br />

Dubois. Tono Es PAZ Y AMOR -decía ella-. Escuchad el latido de mi corazón en el huerto de<br />

Getsemaní. ¡Ved cómo le flagelan! ¡Oh Jesús mío, yo sufro contigo...! ¡Jesús mío, tú sabes<br />

que yo creo en Ti, que yo Te amo!<br />

Así evocarán los Dear Remembrances los últimos momentos de Enriqueta, que se extingue<br />

antes del amanecer del 22 de diciembre de 1809. Se la entierra en el recinto de la<br />

comunidad, a la sombra de los grandes robles, en el rincón preciso donde unas semanas<br />

antes, ella, en el curso de un paseo, había señalado, riendo, el lugar de su tumba.<br />

En Nueva York la muerte de Enriqueta Seton, apenas conocida, levanta una ola de<br />

indignación, de escándalo. ¿Qué necesidad había tenido ella, «la bella Enriqueta» de<br />

escuchar «la voz de sirena» de su cuñada, de dejarse seducir a su vez, para acabar<br />

miserablemente a los 20 años? Dos días después de Navidad, Isabel escribe a Julia Scott:<br />

Nuestras montañas están muy negras, las praderas todavía verdes, y mis seres queridos<br />

retozan con los corderos, excepto la pobre Ana que siente profundamente la pérdida de su<br />

amiga, de su confidente. Se paseaban siempre juntas, compartían la misma cama... En<br />

cuanto a mí, como si fuera un trozo de hierro, o una roca, sigo, día tras día, como a El le<br />

place y cuanto le place... ¡Pero, claro está, cuando llegue mi turno estaré muy contenta!<br />

Parece que, por un momento Isabel siente quebrantarse su ánimo. Dos Hermanas de la<br />

comunidad están enfermas. Anina también. Epidemia de gripe, quizás, cuyo primer afectado<br />

habría sido Guillermo, y que los conocimientos de la época no permitían diagnosticar ni<br />

detener como en nuestros días. Isabel, valiéndose de las experiencias precedentes, teme<br />

inmediatamente lo peor. Comienzo a ver verdaderamente a dónde vamos, escribe no sin<br />

melancolía a Mons. Carroll en los primeros días de enero de 1810.<br />

El nombramiento del Sr. David como superior eclesiástico de la comunidad acaba de tener<br />

lugar por otra parte, en el curso del otoño de 1809. Isabel temía este nombramiento, no sin<br />

razón. El retrato que sus cohermanos trazaron de Jean-Baptiste David deja presentir la<br />

forma como él asumirá la responsabilidad que el Sr. Nagot ha acabado por confiarle. Es de<br />

esos hombres que, por la preocupación de objetividad íntegra, se hacen incapaces de posar<br />

una mirada objetiva tanto sobre los seres como sobre los acontecimientos, olvidando que<br />

las situaciones están en perpetuo cambio y los seres humanos en constante transformación.<br />

190


De una sola mirada, el Sr. David abarca la situación y la juzga según su óptica personal. Los<br />

matices se le escapan como la movilidad de la vida. Cree poder resolver las cuestiones<br />

delicadas y vitales como se resuelve una ecuación algebraica. No es en absoluto propio de<br />

su carácter, por otra parte, volverse sobre el juicio que ha dado acerca de las personas y<br />

acerca de las cosas. Nada de común entre él y la Madre Seton. Ningún punto de contacto<br />

verdadero. Ningún diálogo posible. Desde los primeros días, ella toma conciencia de ello y<br />

se encuentra como paralizada.<br />

En realidad, apenas el Sr. David entra en el cargo, ase las riendas del gobierno con una<br />

rigidez que no es quizás por su parte sino la consecuencia del terror secreto que le<br />

obsesiona: no desempeñar según la perfección requerida la tarea que le está confiada.<br />

Semejante tendencia de espíritu nada tiene de expansiva. Es con este espíritu, no obstante,<br />

como el Sr. David piensa cumplir su deber, en el sentido estricto de la palabra.<br />

Responsabilidad espiritual, responsabilidad material, quiere asumir todo, tanto en las<br />

grandes líneas como en los más pequeños detalles, sobre todos los planos a la vez: vida<br />

conventual, formación de los sujetos, organización de la vida escolar.<br />

El no comprende dónde acaban los límites de su poder sobre la comunidad, y dónde<br />

comienzan los de la autoridad de la superiora. Se inmiscuye, de buena fe, sin duda, pero con<br />

detrimento del orden y de la paz en un dominio que no es el suyo. Tal como se revelará<br />

incapaz, unos años más tarde, de colaborar por falta de flexibilidad, con aquel hombre de<br />

real valía cual era el Sr. Badin, en Kentucky, del mismo modo, choca de frente, en<br />

Emmitsburg con la superiora y fundadora de las Hermanas de San José. Ella no cree su deber<br />

entrar en todas las miras del Sr. David. El Sr. David se niega a renunciar a su forma personal<br />

de juzgar los hechos. Desde entonces su decisión está tomada: a la Madre Seton la sustituirá<br />

Sor Rosa White, pura y simplemente.<br />

Otros fundadores y otras fundadoras conocieron semejante prueba: piedra de toque de su<br />

desasimiento frente a una obra de la que Dios quiere permanecer el dueño. Basta con<br />

evocar, entre otros muchos nombres, el de Jeanne Juga..l, fundadora de las Hermanitas de<br />

los Pobres, el de santa Rafaela María Porras, fundadora de las Esclavas del Sagrado Corazón<br />

de Jesús y más próximo todavía a nosotros, el de Thérése Soubiran.<br />

Sobre solo el plano humano, tales hechos parecen incalificables. Pero, precisamente, los<br />

instrumentos que el Señor escoge para trabajar de forma especial en la extensión de su<br />

Reino, no se mueven sobre solo el plano humano. Son movidos por el Espíritu como dice san<br />

Pablo (Rom 8, 14) y sin buscar comprender por qué caminos Dios les guía, se abandonan a El<br />

en paz. Configurados con la imagen de Cristo que con ser Hijo de Dios, no retuvo<br />

celosamente el rango que le igualaba a Dios, sino que se anonadó... haciéndose obediente<br />

hasta la muerte y una muerte de Cruz (Filp 2, 6-8), poco les importa, al fin, de qué<br />

instrumentos se sirve Dios para conducirles, a su vez, al más íntimo despojamiento. No<br />

quiere decir, sin embargo, que su corazón humano se haya hecho insensible. Simplemente,<br />

lúcidamente también, ellos asumen el sufrimiento, la injusticia, el olvido, en la fe.<br />

E1 instrumento que debe desposeer a Isabel Seton frente a la obra que Dios mismo le ha<br />

confiado será el Sr. David. Durante los dieciocho meses que durará el mandato de su cargo,<br />

él proseguirá su plan, esforzándose por todos los me dios en llegar a sus fines. Con<br />

seguridad Isabel no había solicitado ni el título de fundadora ni el de superiora. Ella había<br />

deseado consagrarse al Señor en la vida religiosa. Nada más. No era que temiese que se la<br />

descarga de lo que ella consideraba no como un honor, sino como un mayor servicio. Resta<br />

que las actuaciones del Sr. David ponían en peligro la cohesión misma de la comunidad<br />

amenazando la vida de la congregación naciente, corriendo el riesgo de conmover los funda-<br />

191


mentos de la caridad fraterna así como de la mutua confianza. Sor Rosa White, por otra<br />

parte, no ha maniobrado para obtener el cargo del que su director espiritual ha decidido por<br />

sí mismo, hacerla investir. Su afecto por la Madre Seton es profundo y leal. La confianza que<br />

ella le ofrece no puede ponerse en duda. Es evidente que ella misma había sufrido<br />

personalmente por la forma de actuar del Sr. David.<br />

Un millar de sufrimientos, un millar de millares de alegrías... dispensación de la gracia... Así<br />

resumirán los Dear Remembrances aquel período crucial de los comienzos de la comunidad<br />

de Emmitsburg. Es un hecho: dichas y desdichas siguen entrecruzando sus hilos de seda y<br />

sus hilos de lana para que se teja día tras día la obra de Dios.<br />

El 20 de febrero de 1810, las Hermanas dejan Stone House que resulta demasiado pequeña.<br />

Gracias a la competencia y a la actividad del Sr. Dubois, se eleva ahora en el Valle una nueva<br />

casa, más amplia que la primera, mejor adapta da también a la vida conventual así como a la<br />

labor escolar que allí se debe desarrollar. Es White House, la Casa Blanca, situada un poco al<br />

este, a nivel inferior, de la aglomeración del pueblo de San José. Es preciso, con todo, subir<br />

una ligera pendiente para llegar allá según se viene de Stone House. El traslado se hará<br />

solemnemente. Se organiza una verdadera procesión. Abre la marcha el Sr. Dubois, llevando<br />

el Santísimo Sacramento. Le sigue la Madre Seton con las Hermanas de la comunidad. Luego<br />

viene el grupo de las alumnas y entre ellas Ana María. Sólo Sor Cecilia es incapaz de hacer a<br />

pie el trayecto, relativamente corto, que separa las dos casas. Ahora es Cecilia quien está<br />

fulminada de una extrema fatiga. Se la transporta en una camilla. No se trata ciertamente<br />

en su caso, de una gripe más o menos maligna.<br />

Aunque las instalaciones de White House están lejos de terminarse, la comunidad, toma<br />

posesión de la nueva morada con una verdadera alegría. ¿No era la Casa Blanca para las<br />

Hermanas el primer convento regular? Será más todavía:<br />

la primera de las escuelas parroquiales de USA. En efecto, el 22 de febrero, día de la fiesta<br />

de la Cátedra de San Pedro en Antioquía, se acoge en White Hou.se a las tres primeras<br />

externas, tres muchachas del pueblo: fecha importante en los Anales del Catolicismo en<br />

América.<br />

El mes siguiente, en la solemnidad de San José, 19 de marzo, el Sr. Dubois canta la misa<br />

mayor en la capilla de la Casa Blanca. No importa que la construcción material de la casa no<br />

esté terminada. Aquel día -dirán las crónicas- es un día de gala a pesar de la indigencia,<br />

vecina de la miseria que marca la instalación, incluso la de la capilla. Un cuadro de Cristo y<br />

de su Madre que Isabel ha podido traer de Nueva York es su único ornamento, con dos<br />

candelabros de plata. Se ha adornado el altar con laurel silvestre y flores recogidas en el<br />

soto. Pero el Señor está allí presente, y es la mayor de las alegrías. La misa, es verdad, no<br />

será celebrada sino rara vez en la capilla de White House, por falta de celebrantes. Pero al<br />

menos las Hermanas irán a hacer allí cada día su meditación y su adoración. Será menester<br />

continuar mucho tiempo todavía trasladándose a una de las dos iglesias del barrio para<br />

asistir allí a la misa diaria.<br />

El día luminoso de 19 de marzo había de ser seguido de cerca por horas en las que, una vez<br />

más, «las sombras de la muerte» cubrirían el valle. Al día siguiente de la Anunciación, el 26<br />

de marzo de 1810 Isabel escribía a Julia:<br />

Cecilia va a seguir pronto a Enriqueta... unos meses, unas semanas, ¿qué diré yo? Ambas me<br />

eran más queridas que yo misma. Nos separamos y la naturaleza gime; en cuanto a mí es<br />

una angustia que me anonada, nada en absoluto de ruidosos sollozos, más el espíritu herido<br />

de estupor, aturdido. Al cabo de diez minutos, recobra su equilibrio habitual y todo continúa<br />

como si nada hubiera ocurrido. ¡Es siempre lo que experimento en el momento de la muerte<br />

192


de los que me son queridos! ¿Pero qué? La fe levanta el espíritu por un lado y la esperanza<br />

por el otro. La experiencia dice que debe ser así, y el amor: ¡que sea así!<br />

Unos días más tarde, por consejo urgente del Dr. Chatard, Isabel se pone en marcha hacia<br />

Baltimore, llevando a su joven cuñada, a fin de confiarla a un especialista francés, sin<br />

ilusionarse, sin embargo, con el resultado de su gestión. Si Mons. Carroll aprueba<br />

personalmente el viaje es para que se proporcione al mismo tiempo a Cecilia el consuelo de<br />

la presencia y de los consejos de su padre espiritual, el Sr. Babad, en aquellos días que serán<br />

sin duda para ella los últimos aquí abajo. Sor Susan, en cuanto enfermera, acompañará a la<br />

enferma. Ana María también, para rodearla hasta el fin de su cariño. Triste despedida.<br />

La familia de George Weis, nuestro excelente amigo -como lo subrayan los Dear<br />

Remembrances- acoge a las viajeras agotadas de fatiga. Durante tres semanas, les ofrece su<br />

generosa y delicada hospitalidad, es decir, hasta después de la fiesta de Pascua, hasta<br />

después de la dulce muerte de Cecilia el 29 de abril de 1810. Duras semanas, en verdad, para<br />

la Madre Seton, que pasa junto a Cecilia, sin contar con su fatiga, largas horas de vela,<br />

diurnas y nocturnas, y debe, además, recibir visitas, a veces muy indeseables. Pues hay,<br />

entre los amigos de la familia Seton, quienes le hacen en cierto modo culpable de la muerte<br />

prematura de sus cuñadas cuya vida no ha lucido mucho tiempo en Emmitsburg.<br />

Más que nunca la Madre fundadora se siente íntimamente destrozada. ¿Cómo hacer frente<br />

al mismo tiempo a unos deberes que se superponen y parecen a veces oponerse? Su<br />

comunidad por un lado, sus hijos por el otro. ¿Y a quién debe, al fin, dar la prioridad? El<br />

estado de espíritu de Anina persiste en inquietarla. La muerte de Sor Cecilia, la novicia de la<br />

comunidad de Emmitsburg, tan próxima a la muerte de Enriqueta, la desdichada novia de<br />

Andrés Bayley, hace zozobrar el corazón de la adolescente. ¿Cómo llevarla al Valle en tal<br />

estado? ¿Pero cómo dejarla sola en Baltimore, donde Carlos Dupavillon termina precisamente<br />

sus últimos meses de estudios? Una circunstancia material va a zanjar la cuestión. En<br />

el vehículo que debe conducir a la vez a Emmitsburg a las viajeras y el ataúd de Cecilia,<br />

solamente podrán tener plaza, con el cochero, dos personas. La Madre Seton y Sor Susan<br />

deben obligatoriamente volverse. Es Anina quien se quedará. La Sra. Robert Barry le abre de<br />

corazón su casa, no sólo por unos días de espera, sino por todo el verano y para todo el año<br />

si ella lo desea. Así Anina podría en mejores condiciones que en el Valle proseguir sus<br />

estudios de dibujo y de música, de que ella gusta.<br />

Isabel se deja tirar de la mano. El 3 de mayo Anina acaba de cumplir sus 15 años. Es la<br />

primera vez que su madre se separa de su hija mayor. Ella no se atreve a hacer el balance de<br />

todos los peligros a los que en su terror, cree dejarla expuesta. Porque he aquí que ya Luisa<br />

y Emilia Caton, jóvenes, a decir verdad, mundanas y superficiales, han hecho a Ana María los<br />

más seductores proyectos. Están dispuestas a introducirla en el turbión de los placeres<br />

ficticios de que está tejida su vida. Deprimida físicamente, conmovida por la muerte de<br />

Cecilia, Isabel enloquece literalmente. Por consiguiente no termina de multiplicar ante su<br />

hija recomendaciones, normas y prohibiciones. Ana María no deberá jamás encontrarse a<br />

solas con Carlos Dupavillon. Todas las cartas dirigidas a ella o que ella escriba deberán ser<br />

leídas por la Sra. Barry. En cuanto a las invitaciones de la familia Caton, Anina no deberá<br />

aceptar bajo ningún pretexto. Con la muerte en el alma y a punta de nervios también, la<br />

Madre 5eton vuelve a emprender con Sor Susan el camino de Emmitsburg en la carreta<br />

donde se ha izado el ataúd de la primera de las Hermanas de la Caridad partida para la<br />

eternidad.<br />

La inquietud la roe todavía respecto a su hija durante el mes de julio. Prueba, estas líneas<br />

dirigidas a Julia Scott: Cuando vi a mi Anina en peligro de muerte -en el mes de diciembre<br />

193


precedente- experimenté un sentimiento de alegría mezclado de dolores de alumbramiento,<br />

regocijándome con su inocencia y sopesando para el futuro el peso de la miseria humana...<br />

Uno tiene la impresión de que, en el pensamiento de Isabel, su hija, desde que no está ya<br />

bajo su tutela inmediata, está en perpetuo peligro de perderse. Tal actitud de su madre<br />

guarda a la adolescente en un infantilismo que no puede ser más que lastimoso. En realidad,<br />

las crisis en que se debate Anina entran ahora en una nueva fase más violenta, más grave<br />

que la primera. Su sensibilidad trepidante acaba de ser exarcebada por los dolorosos<br />

acontecimientos tan cercanos uno al otro. Su personalidad, prácticamente bisoña, busca<br />

firmeza en las mil naderías de la vida. Ella se alegra, inconscientemente tal vez, de<br />

encontrarse liberada de la tutela de su madre, y, al mismo tiempo, está afectada al verse<br />

separada de ella por primera vez. Los consejos múltiples que ha recibido la oprimen y sin<br />

embargo, la atan. Ella ve a Carlos Dupavillon pero no se siente más libre respecto a él. Sobre<br />

la llama vibrante y clara de su amor naciente, han sido arrojados demasiados consejos,<br />

demasiadas reticencias que la ahogan ahora. Un sentimiento confuso de culpabilidad ha<br />

herido su impulso. Ella se sabe comprometida frente al joven, si no por una promesa formal,<br />

al menos por su primer comportamiento. ¿Pero cómo ver claro en esto?<br />

En el momento de dar su adiós a Carlos que se embarca para la Guadalupe, asegurándole<br />

que volverá al año siguiente, hará su petición oficial y llevará a Anina, si consiente en<br />

seguirle para siempre, ella se niega obstinadamente a darle el beso que le implora como<br />

prenda de su amor recíproco y fiel. Confusamente, Carlos se da cuenta de que entre él y el<br />

corazón de Anina, a quien ama, está el corazón de su madre, y que eso no es normal. Incluso<br />

dentro de unos meses aceptaría Ana María embarcarse a su vez, rompiendo de un mismo<br />

golpe las amarras que, en el plano afectivo, la atan apasionadamente a la Sra. Seton. Se<br />

concibe que dentro de este contexto de cosas, el joven haya podido plantearse la cuestión.<br />

A la hora en que el velero que le transporta se aleja, sabe que una fisura, que él consumará<br />

personalmente, dentro de unos meses, se le haría sin razón reproche. Pero, es mucho más<br />

desconcertante, frente a las consecuencias que van a derivarse para el futuro de Anina, que<br />

su madre no vea de primeras más que un motivo de alegrarse. Como si, finalmente, no<br />

pudiera concebir para su hija una vida que la separara de ella permitiendo a la adolescente<br />

de hoy, a la mujer de mañana, tomar sus riesgos personales, inevitables, sin estar, sin embargo,<br />

en oposición con la vocación que es suya. ¿Cómo interpretar en otro sentido la carta<br />

escrita a Julia Scott todavía el 20 de julio de 1810?<br />

Anina no está, en este momento, en estado de integrarse en su entorno. Calma, taciturna, y<br />

siempre concentrada y hasta melancólica, no encuentra otro placer que el de su trabajo y el<br />

de su piano. Su «Alexis» le ha hecho llegar dos cartas típicas del idilio de su edad. Pero jamás<br />

hubiera podido yo creer -yo que fui antaño Betty Bayley- que nunca según lo que ella dice las<br />

dos veces, le haya dado la menor muestra tangible de afecto. Y transcribe las propias líneas<br />

dirigidas desde la Guadalupe por el joven a la que ama: Anina, tú te me has negado siempre<br />

y yo he respetado tu reserva, pero, en el último momento, cuando yo te dejé tal vez para<br />

zozobrar en el mar, ¿podías tú continuar negándome un beso? ¡Una prueba, una sola, de<br />

que yo te era querido! El recuerdo de que persististe en obrar así hasta el fin es para mí una<br />

perpetua nube de tristeza.<br />

¿Pero la reserva excesiva de que ha dado prueba Ana no le estaba dictada, en realidad, por<br />

las prohibiciones de su madre? Sin encararse siquiera a esta hipótesis, Isabel no quiere<br />

descubrir en alto, personalmente, sino una especie de virtud heroica que aureolaba ya a su<br />

hija dentro del sentido intransigente de su deseo materno. El comentario del incidente sea<br />

cual fuere, tiene un sonido extraño.<br />

194


¡Bagatelas de palabras! ¡Pero para mí son una armonía celestial! ¡Que rni querida haya<br />

podido tener una virtud y una pureza evangélica, en este amanecer primero de su amor<br />

naciente y juvenil -pues para mí, no hay duda alguna, Anina no está exenta de pasión-, es<br />

una alegría para su madre, una alegría que sólo una puede conocer!<br />

Ante tal confidencia, uno no se puede librar de cierta inquietud. ¿No está la madre de Ana<br />

María, sin quererlo, sin darse siquiera cuenta de ello, proyectando simplemente sobre su<br />

hija su propia vocación? En la misma carta, sin embargo, ella afirma con tanta fuerza y<br />

sinceridad, que de tener que renunciar por el bien de sus hijos a la vida religiosa cual es la<br />

suya en Emmitsburg, ella dará siempre la primacía a sus deberes de madre.<br />

...Una situación cual es la mía aquí, como ya te dije, resulta -de todas las que yo podría<br />

imaginar- la más conforme a mi carácter, a mis sentimientos, a mi amor de la tranquilidad -<br />

yo no digo a mi felicidad, tú sabes que no se da Libertad que da la soledad, vida en el campo,<br />

abundancia de lo que es necesario, creo yo, para responder a las exigencias de la naturaleza,<br />

ventajas reales para el desarrollo intelectual, todo eso lo tengo aquí. De suerte que el<br />

pensamiento de vivir ahora fuera de nuestro Valle, me parecería imposible, si yo me<br />

perteneciese a mí misma. Pero los queridos hijos tienen sus derechos, los primeros, y yo<br />

tengo que guardarlos, inviolables. En consecuencia, si sucediera que los deberes a los que<br />

estoy comprometida fuesen incompatibles con los que me obligan respecto a ellos, he<br />

tomado el solemne compromiso ante Mons. Carroll, como ante mi propia conciencia, de dar<br />

la prioridad a mis seres queridos y anteponer su ventaja a todas las cosas.<br />

Es imposible negar la sinceridad de tal afirmación. ¡Extraña contradicción, sin embargo!<br />

Presta a sacrificarse, efectivamente, por sus hijos, a olvidarse por ellos, Isabel sigue siendo al<br />

mismo tiempo, aun sin saberlo, una madre posesiva. Prueba manifiesta de que las fallas<br />

psicológicas evidentes de una naturaleza como la suya no ponen en causa ni su lealtal ni su<br />

generosidad esencial. Pues así lo hace notar también uno de nuestros psicólogos modernos:<br />

El espíritu es inseparable en nosotros del psiquismo... y el acontecimiento espiritual que se<br />

realiza entre dos libertades, una santa -la de Dios- otra pecadora -la nuestra-, tiene lugar en<br />

el seno de nuestra vida psíquica, y no, fuera de ella. Sería, pues, un error confundir<br />

santificación y realización de la persona moral.<br />

No hay que añadir menos que Isabel, este año de 1810, parece ignorar las repercusiones<br />

dolorosas que su actitud ha suscitado en el corazón de Anina y más todavía las<br />

consecuencias que pueden derivar por parte del joven. Pues triste mente Carlos Dupavillon<br />

se embarcó, la primavera anterior, para zarpar hacia las Antillas, dejando en Baltimore a una<br />

Anina inquieta, perturbada, que en su propio corazón no llega ya a ver claro, no sabiendo ya<br />

finalmente si debe andar en sus propios sentimientos o en los de su madre.<br />

V.- PARTE<br />

22.- YO SOY MADRE<br />

Me llevas a caballo sobre el viento,<br />

me zarandeas con la tempestad.<br />

Job 30, 22<br />

195


No lejos del cercado que rodea con una valla White House y sus dependencias, figura, en el<br />

diseño a pluma del Sr. Bruté de Rémur, el pequeño cementerio donde acababan de ser<br />

depositados, en el mes de mayo de 1810, los despojos de Cecilia Seton junto a los de<br />

Enriqueta.<br />

La Madre Seton, sin embargo, no tendrá tiempo casi de detenerse en la nueva aflicción que<br />

la oprime. Apenas llega de Baltimore, una carta del Sr. David le significa que esté dispuesta<br />

para volver a la ciudad con las Hermanas que él designará. Les será confiada una obra,<br />

determinada por el superior. De tal obra !a fundadora de las Hermanas de San José no había<br />

sido siquiera puesta al corriente. Es en este momento, sin duda, cuando ella toma<br />

claramente conciencia del plan que el Sr. David está elaborando y que se apresta ya a poner<br />

en ejecución.<br />

No obstante, en ausencia de Sor Rosa que se encuentra lejos del Valle, verosímilmente para<br />

arreglar ciertas cuestiones de familia, la Madre Seton, acusando recibo de la carta del Sr.<br />

David, le hace saber que ella espera directrices ulteriores antes de anunciar a las Hermanas<br />

el cambio de su propia situación, pues, en ausencia de Sor Rosa -precisa ella- ninguna de las<br />

Hermanas querrá tomar el puesto de la Madre sin una orden formal. Unos días más tarde se<br />

entera por una carta de Ana María, dirigida a ella desde Baltimore, que Mons. Carroll está<br />

puesto al corriente de los proyectos del Sr. David en lo que la concierne. Que los apruebe él,<br />

nada menos cierto, al menos Isabel no duda ya en abrirse al viejo arzobispo y pedirle<br />

consejo en aquella nueva coyuntura. En realidad. Mons. Carroll no puede salir de su<br />

prudente reserva. El sabe, por otra parte que las obras de Dios están marcadas siempre por<br />

el signo de la cruz. En los designios de la Providencia, la prueba, la incomprensión, la<br />

contradicción tienen su papel que jugar ineludible. Si el grano de trigo no cae en tierra y<br />

muere queda solo. Si muere, produce mucho fruto (Jn 12, 24). Y en esta perspectiva del<br />

modo sobrenatural invita a la Madre Seton a mirar la situación presente con fe.<br />

Usted está destinada -le escribe él- a ser probada por el despojamiento y por la humillación<br />

que la conducirán a la confianza y a la paz. Esto tal vez tiene por fin poner el sello de la<br />

perfección a sus otros sacrificios y operar en su corazón un perfecto desprendimiento frente<br />

a lo que es humano así como la desnudez de lo que concierne a las consolaciones espirituales<br />

mismas... El Sr. Dubois -prosigue el arzobispo -está sin duda mejor informado que lo estoy yo<br />

mismo de los proyectos de los Sres. Dubourg y David. Pero resta que su buen sentido deba y<br />

pueda dudar antes de tomar la resolución definitiva de confiar a Sor Rosa el gobierno del<br />

convento y de no dejarle a Vd. más que la dirección de la escuela.<br />

Estas últimas palabras permitirán suponer que el Sr. David no estaba todavía seguro del<br />

papel subalterno que dejaría a la Madre Seton. En mi sentir -concluye, sin embargo, el<br />

arzobispo- ese sería un cambio desafortunado para la prosperidad de la Comunidad. Por eso<br />

afirma él que, si se le pidiera su parecer respecto a ello, no aceptaría sancionar tal decisión<br />

antes de tener en las manos una relación detallada y de haber hablado personalmente con<br />

el Sr. David.<br />

Desde el momento en que no puede dudar ya de las intenciones del superior de la<br />

comunidad que, hasta nueva orden, es todavía su comunidad, la Madre Seton va a<br />

permanecer perpetuamente sobre alerta, temiendo recibir de un momento a otro una<br />

orden que será para las Hermanas una causa de perturbación, y correrá el riesgo de arrojar<br />

la perturbación en su vida religiosa así como en la obra de apostolado, tan frágiles aún, la<br />

una y la otra. Sin embargo, una vez más ella quiere «hacer frente». Es posible que todas las<br />

Hermanas no hayan tomado conciencia, desde el comienzo, de las actuaciones del Sr. David.<br />

Isabel, en verdad, no habla de ello abiertamente. Tal vez, confidencialmente, a una u otra de<br />

196


sus hijas, cuando juzga más prudente advertirlo. Es necesario señalarlo de paso: hay en las<br />

crónicas de este año 1810, tan borrascoso sin embargo, y tan sombrío en ciertos días, unas<br />

páginas que resuenan con una nota de alegría que uno no puede poner ya en duda:<br />

... Una hebra de seda, dos hebras de lana...<br />

...Un millar de sufrimientos. Un millar de millares de alegrías...<br />

La distancia que separa White Hou.se de una u otra de las iglesias parroquiales obliga a<br />

poner en movimiento, cada domingo, a la familia entera. Durante la primavera, la Madre<br />

Seton hará de esto ocasión de una jornada de asueto general. Es una verdadera aventura,<br />

pues el valle dista mucho todavía de estar roturado. Ni puente, ni carretera, precisan las<br />

crónicas. Se pasa el río rodeándolo, poniendo el pie sobre las piedras. Se lleva la comida de<br />

campo en un saco, sin olvidar la sartén de freír... Llegada la hora, nos instalamos en un<br />

alegre claro de bosque no lejos de las rocas. Flores silvestres... musgo, verdor, nada falta en<br />

la pendiente suavemente inclinada de la montaña. La estrella amarilla de las margaritas en<br />

el soto muy cercano, donde los robles vigorosos viven con las hayas y los álamos. Con unas<br />

piedras se instala un pequeño hogar. Las ramas secas apañadas por los alrededores<br />

chisporrotean pronto allí, mientras la Hermana cocinera empuña la sartén donde crepita la<br />

mantequilla.<br />

Will y Ricksy están en la fiesta. Corren con las alumnas y se divierten con corazón contento.<br />

Las Hermanas no se quedan atrás en divertirse alegremente.<br />

Y cuando llega el momento de la oración, Isabel encuentra muy natural entonar el cántico<br />

de alabanzas de las creaturas, tomado del libro de Daniel:<br />

¡Obras todas del Señor, bendecid al Señor, alabadle y ensalzadle por los siglos!...,<br />

¡Manantiales, bendecid al Señor!...<br />

¡Todo lo que germina en la tierra, bendecid al Señor!... ¡Manantiales de agua, bendecid al<br />

Señor!...<br />

¡Pájaros todos del cielo, bendecid al Señor!... ¡Hijos de los hombres, bendecid al Señor!...<br />

¡Alabadle y ensalzadle por los siglos!... ¡Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es<br />

eterna su misericordia!<br />

(Daniel 3)<br />

La acción de gracias de la Madre Seton es leal. Pero su alegría sobrenatural recubre, en<br />

realidad, tal acumulación de fastidio y de inquietud que ella puede escribir, hacia el mismo<br />

tiempo, a Matthias O'Conway con igual sinceridad:<br />

Tú podrás burlarte de mí, cuando te digo que he conocido aquí más verdadera aflicción y<br />

preocupaciones, durante los últimos meses, que durante los treinta y cinco años de mi vida<br />

pasada, que ha estado marcada sin embargo, por la aflicción. Tú te puedes reír, te lo repito,<br />

porque tú sabes bien que el fruto de la prueba no se perderá al fin, por lo menos yo lo<br />

espero. A veces, sin embargo, es verdad que tiemblo.<br />

A pesar de la incertidumbre que la taladra, la Madre Seton no continúa menos en asumir<br />

toda la carga, toda la responsabilidad del superiorato como si nada amenazara el ejercicio<br />

de su autoridad.<br />

Da sus clases a las alumnas, verifica las cuentas, de casa, redacta la correspondencia que a<br />

veces resulta pesada, permanece disponible frente a las Hermanas cuya angustia íntima ella<br />

sabe. Ha tomado a su cargo, además, la instrucción religiosa del pueblo. Da el catecismo,<br />

siguiendo el ejemplo lejano de su abuelo Charlton, a los negros como a los blancos. Va a ver<br />

a los enfermos en sus casas. Ignora, sin embargo, cada día lo que le reserva el día siguiente.<br />

Porque el problema, surgido ya en el momento de la fundación de Emmitsburg, por lo que<br />

toca al cúmulo de sus deberes inherentes a su papel de madre de familia y de superiora de<br />

197


una comunidad religiosa, se ha recrudecido verosímilmente con las exigencias del Sr. David.<br />

El 3 de agosto de 1810 repite a Isabel Sadler, casi palabra por palabra, lo que escribió a Julia<br />

Scott, el 20 de julio:<br />

El derecho de mis hijos permanece inviolable. En consecuencia, si sucede que los deberes con<br />

los que estoy comprometida resultan incompatibles con los deberes que tengo hacia ellos, es<br />

a estos últimos a los que deberé dar el primer lugar. Tal fue la condición conforme a la cual<br />

nuestro arzobispo, Mons. Carroll, consentía en verme venir aquí. Todas estas cosas están en<br />

la mano del Divino Pastor. Yo estoy en paz.<br />

Seis días más tarde, precisa ella con destino al Sr. George Weis: Todo está aquí de nuevo en<br />

suspenso, y he llegado por ello a pensar en volver a comenzar a vivir en el mundo con mi<br />

pobre Anina, Kate y Rebeca... Nuestra situación es más inestable que nunca.<br />

Este año de 1810, Anina vuelve a Emmitsburg. El peligro que ella ha corrido en Baltimore,<br />

con ser diferente de los que la madre había temido para ella, no era menos amenazante.<br />

Apenas el barco que llevaba a Carlos Dupavillon a la Guadalupe había levado anclas, al fin de<br />

la primavera, cuando la adolescente se siente terriblemente sola. Lejos de Carlos, lejos de su<br />

madre. Desamparada. ¿Tuvo ella razón de hacer al joven la promesa, por frágil que fuera,<br />

que le dio? ¿Hizo mal en no concederle como prenda de esta Promesa el beso que él reclamaba?<br />

; Pero no ha disgustado ella a su madre, sólo con amarle? ¿Qué debía hacer? ¿Qué<br />

debe hacer ahora? El Pánico le invade. ¿El temor a vivir?<br />

No ha terminada el mes de junio cuando se pone a añorar la Casa Blanca de Emmitsburg. Y<br />

la presencia maternal, Y la ternura maternal. Nada le interesa ya en Baltimore, ni la sociedad<br />

de la familia Barry, ni los cursos de música, ni las lecciones de dibujo. Grita su aflicción a su<br />

madre en cada una de las cartas que le envía. Quiere volver a San José: .Soy muy<br />

desgraciada aquí -confiesa--casi tanto como lo era en la montaña... Deseo mucho, mucho,<br />

estar contigo. No puedo hacerme a la idea de pasar el invierno aquí. Es por lo que en julio,<br />

anulando todos los compromisos que había tomado para ella en Baltimore, Isabel ha hecho<br />

volver a su hija al convento de Emmitsburg. La crisis que atraviesa Ana María no está<br />

resuelta, sin embargo. ¿Cómo lo iba a estar?<br />

Así pues, aunque canónicamente hablando la situación excepcional de la Madre Seton había<br />

parecido resolverse desde avíe le fue concedido en principio continuar asumiendo la doble<br />

tarea de madre de familia v de superiora de una comunidad religiosa. la conciliación de sus<br />

deberes, prácticamente, se presenta cada vez más delicada. Isabel toma conciencia<br />

dolorosamente del inevitable desgarramiento que de ello resulta. En una carta dirigida a<br />

Catalina Dupleix, el día 11 de febrero de 1811 afirma:<br />

Por la ley de la Iglesia, que yo amo tanto, no podría contraer obligaciones que serían<br />

capaces de obstaculizar mis deberes hacia mis hijos, excepto si dispusiera de un capital en su<br />

favor, y que tuviera para ellos un tutor, cosa que el mundo entero no podría darme, dado el<br />

sentido de mi responsabilidad en cuanto madre de familia.<br />

En estas condiciones, ¿debe o no la Madre fundadora dejarse deponer de su cargo,<br />

considerando su dimisión como una indicación providencial que la llevaría a una vida de<br />

familia, que le permitiría así ocuparse más de la educación y de la situación de sus cinco<br />

hjos? ¿Debe, por el contrario, persistir en oponer a las embestidas del Sr. David una<br />

paciencia a la vez humilde y firme para evitar que una decisión arbitraria, termine en la<br />

dislocación de un instituto del que ella se encuentra ser a la vez superiora y fundadora, sin<br />

haberlo buscado? Problema angustiante cuya solución no facilita la actitud del Sr. David.<br />

La incomprensión que reina entre el superior eclesiástico de la comunidad y la Madre Seton<br />

no es tampoco como Para facilitar la elaboración de las reglas que debían regir el ¡oven<br />

198


instituto, cualquiera que fuera, por otra parte, su superiora. Que Isabel había querido<br />

adoptar el espíritu vicenciano y calcar la vida de su comunidad sobre la de las Hijas de la<br />

Caridad en Francia, es cosa cierta.<br />

Prueba, estas líneas dirigidas, el 9 de enero de 1810 a Isabel Sadler, que había estado en<br />

París unos años antes: Si te acuerdas del modo de vida de las Hijas de la Caridad, en Francia,<br />

antes de la Revolución y después, conocerás en una palabra la regla de nuestra comunidad<br />

que asegura simplemente lo que es necesario tocante a regularidad para que reine el orden,<br />

sin nada más.<br />

Y a Rosa Stubbs, a unos días de intervalo: Nuestra comunidad aumenta rápidamente no hay<br />

duda que esto será un gran bien para el cuidado de los enfermos y la instrucción de las<br />

niñas, que es nuestro primer quehacer. La regla es tan fácil de seguir que representa apenas<br />

algo más que lo que hace una persona que tiene una vida sobrenatural, hasta en el mundo.<br />

Regla simplicísima, espíritu de San Vicente de Paúl, a eso se atiene Isabel por el momento.<br />

Los Sulpicianos, personalmente, van más lejos en sus proyectos. ¿No ha deseado durante<br />

quince años, el Sr. Dubourg el establecimiento de las Hijas de la Caridad de San Vicente de<br />

Paúl en América? Ellas habían enjambrado ya en el extranjero, en Polonia especialmente.<br />

¿Por qué no en los Estados Unidos? Parece pues que aquellos señores de San Sulpicio<br />

habían pensado, desde 1810, en la unión de la pequeña comunidad de las Hermanas de San<br />

José agrupadas en torno a la Madre Seton con la Compañía de las Hermanas de San Vicente<br />

de Paúl.<br />

Y precisamente este año de 1810 el Sr. Flaget acaba de embarcarse para Francia.<br />

Desgarrado personalmente también entre la obligación que representa para él su<br />

nombramiento para el obispado de Bardstown y su deseo siempre más vivo de entrar en la<br />

Trapa, ha decidido no tomar ninguna decisión, ni en un sentido ni en otro, antes de haber<br />

hablado sobre ello de viva voz con su superior, el Sr. Emery. Es entonces cuando sus<br />

cohermanos de Baltimore le confían la misión de sondear en París a la Superiora de las Hijas<br />

de la Caridad, cuya Casa Madre está sita, entonces, en la calle del Vieux-Colombier, en la<br />

parroquia misma de San Sulpicio. Sondear, y si la acogida es favorable, comenzar ya las<br />

conversaciones que permitirían una unión lo más rápida posible de la Madre Seton y de sus<br />

Hijas con la Compañía de las Hijas de la Caridad.<br />

Ahora bien, cuando el Sr. Flaget vuelve a Maryland, en los corrientes del mes de agosto, trae<br />

de París más de lo que había osado esperar: la copia misma de las Reglas de la Sociedad que<br />

le había sido entregada. El hecho es en sí mismo una prueba cierta de que la Superiora<br />

General de las Hermanas de San Vicente de Paúl había entrado sin reticencias en los<br />

proyectos de los Sulpicianos. Comunicar las reglas elaboradas por el Sr. Vicente y la Señorita<br />

Legras a las Hermanas de Emmitsburg, era considerarlas desde entonces como miembros de<br />

la Sociedad.<br />

Por un momento el Sr. Flaget creyó poder traer consigo a tres Hermanas de la Caridad, lo<br />

que hubiera tenido por consecuencia sellar inmediatamente la unión deseada. Los<br />

acontecimientos políticos no permitieron a las Hermanas una salida tan rápida. La fecha<br />

acordada para un próximo futuro resulta en realidad muy aleatoria.<br />

Al menos el Sr. Flaget trae, igualmente con destino a la Madre Seton y a sus Hijas, una carta<br />

que ha querido escribirle una de las tres Hermanas designadas a Maryland, Sor María<br />

Bizeray. Esta misiva suya bastaría por sí sola para disipar todo equívoco, si lo hubiera. Sus<br />

páginas fechadas el 12 de julio de 1810 fueron escritas en Burdeos.<br />

Mis queridas Hermanas, coma todavía no está en mi poder dejar Francia, os escribo para<br />

daros la prueba de que sois el objeto de mis pensamientos. Espero ser dichosa con veros<br />

199


dentro de pocos meses o cuando el Todopoderoso, que nos llama a nuestro santo estado, y<br />

que me ha inspirado como a varias de mis Hermanas el deseo de seros útiles, tenga a bien<br />

disponer los caminos para nuestra salida. Place a ese Dios todopoderoso, que escogió a<br />

pobres pescadores, hombres débiles e ignorantes, para ser los fundamentos de su Iglesia,<br />

emplear los instrumentos más débiles de nuestros días para gloria de su nombre.<br />

Ciertamente, el empleo que hace de ellos le es agradable ya que servirán para fundar un<br />

establecimiento cuyo único objeto es asistir a sus miembros dolientes. ¡Oh, qué bella es esta<br />

vocación que nos llama a marchar sobre las huellas de nuestro divino Salvador, a practicar<br />

las virtudes cuyo ejemplo El nos ha dado y a ofrecernos a nosotras mismas en sacrificio a<br />

Aquel que se ofreció por nosotras! ¡Qué reconocimiento, qué amor no debemos nosotras a<br />

ese tierno Padre que se ha dignado escogernos para esta sublime vocación!<br />

Agradezcámoslo, pues, mis queridas Hermanas, y pidámoslo unas para otras, a fin de que El<br />

nos conceda la gracia de corresponder fielmente al privilegio inestimable que hemos recibido<br />

de El. Recurramos a San Vicente de Paúl, nuestro Padre, a la Señorita Legras, nuestra madre<br />

venerada, a fin de que ellos nos obtengan esa dicha a nosotras, que somos sus queridas<br />

hijas. No hay duda de que les somos queridas ya que les amamos y queremos serles sumisas.<br />

Como el Sr. Flaget ha debido deciros las sentimientos que nos han inspirado su celo y el<br />

interés que os tiene, termino, queridas Hermanas, que pronto seréis nuestras compañeras,<br />

asegurándoos la sincera y total devoción y respecto de vuestra muy humilde servidora.<br />

Sor Agustina Chauvin y Sor Woirin ponen también sus firmas al final de la carta destinada a<br />

las que ya consideran como sus Hermanas americanas. A decir verdad, los Sulpicianos han<br />

precipitado tal vez las cosas un poco más allá de lo que hubiese deseado Mons. Carroll. Pues<br />

la confirmación de aquellas reglas, ligeramente modificadas, no sería dada oficialmente, por<br />

el obispo de Baltimore hasta el de 17 de enero de 1812. En 1810, 1811, ni Mons. Carroll ni el<br />

Sr. Dubois, ni Mons. Cheverus san partidarios de la unión de la comunidad de Emmitsburg<br />

con la sociedad de las Hijas de la Caridad. El Sr. David, personalmente, la deseaba<br />

ardientemente. De todas formas, es necesario dejar al arzobispo tiempo para examinar las<br />

reglas traídas de Francia. Más que nunca conviene seguir el prudente consejo del Sr.<br />

Vicente: No pasar por encima de la Providencia.<br />

Los sulpicianos, por otra parte, tienen entonces otras tareas, otras preocupaciones que les<br />

reclaman. El Sr. Flaget ha recibido del Sr. Emery, su superior, más que el consejo, la orden<br />

de aceptar humildemente la elección que el Papa Pio VII ha hecho de su persona para la<br />

sede episcopal de Bardstown. El dejará por consiguiente Baltimore, llevando consigo en<br />

calidad de secretario al Sr. David. Y uno y otro tenían un puesto importante entre el<br />

personal docente del Seminario de Santa María de Baltimore. El 28 de octubre, 1 y 4 de<br />

noviembre de 1810, los titulares de los tres obispados de Filadelfia, Boston y Bardstown<br />

reciben de manos de Mons. Carroll la consagración episcopal. Son el R. P. Michel Egan, franciscano<br />

irlandés, Juan Luis Lefebvre de Cheverus, del clero secular, y Benito José Flaget, de la<br />

Compañía de San Sulpicio. Aprovechando el banquete dado en Baltimore con ocasión de<br />

esta triple solemnidad, el Sr. Flaget, superior de los sulpicianos de América, anuncia<br />

oficialmente que dimite de su cargo en favor del Sr. Tessier.<br />

Para sacar a flote el cuerpo profesoral del seminario y del colegio, el Sr. Flaget no ha traído<br />

con él más que un único recluta de Francia: el Sr. Bruté de Rémur, el cual hubiera preferido<br />

otro cargo que el de profesor, ya que su deseo era llevar una vida de misionero. No es<br />

extraño, pues, que el año 1810 se acabe sin que haya sido tomada ninguna decisión<br />

respecto a la comunidad de Emmitsburg.<br />

200


Obispo desde el 4 de noviembre de 1810, Mons. Flaget, sin embargo, está todavía en<br />

Baltimore en la primavera de 1811. Igualmente, su secretario. El Sr. David, hubiera podido,<br />

habida cuenta de su nuevo cargo, presentar su dimisión de superior eclesiástico de la<br />

comunidad, desde el invierno de 1809. Ha creído deber suyo conservar hasta el último<br />

momento tanto su título como su oficio ante las Hermanas. Parece incluso que ha querido a<br />

todo precio, antes de su salida para Kentucky, ver a Rosa White ocupar el lugar de la Madre<br />

Seton. Con este propósito, establece un nuevo plan. Hará venir a la Madre Seton a Baltimore,<br />

obtendrá durante ese tiempo el nombramiento de Sor Rosa como superiora de<br />

Emmitsburg, adonde no volverá a llamar a la Madre Seton, sino para ponerla delante del<br />

hecho consumado. Después de lo cual, Isabel será enviada de nuevo a Baltimore para tomar<br />

allí no ya la dirección de una escuela, sino la de un hospital.<br />

De todas estas maniobras que se prosiguen a socapa, una futura postulante, Margaret<br />

George tiene al corriente a la fundadora. La Madre Seton aguarda a ser llamada de un día a<br />

otro por el Sr. David. Pero es Sor Rosa quien recibe, en febrero de 1811, la orden de partir<br />

para Baltimore. La superiora, aun comprendiendo que el Sr. David sobrepasa, haciendo<br />

aquello, los límites de sus poderes, no puede oponerse a la marcha de su asistente. Que de<br />

aquí resulte una tensión entre las dos mujeres es cosa inevitable. Lo maravilloso, de veras,<br />

es más bien que no se haya producido entonces una verdadera escisión entre los miembros<br />

de la comunidad de Emmitsburg. Era necesario, en verdad, que la unión de los corazones y<br />

de los espíritus estuviera cimentada por un amor sobrenatural auténtico y profundo para<br />

ser capaz de resistir a la tempestad que, imprudentemente, el Sr. David había<br />

desencadenado. La Madre Seton, sin embargo, escribe de nuevo a Mons. Carroll. De nuevo,<br />

Mons. Carroll se mantiene a la expectativa. No quiere forzar nada, zanjar nada, sino<br />

permanecer siempre frente a la Madre Seton con el mismo parecer: «Si se le permite -<br />

responde él- retractar su cargo de superiora de la comunidad, me alegraría de ello por usted<br />

personalmente, pero mi esperanza en lo que concierne al porvenir de ese establecimiento<br />

quedaría grandemente debilitada».<br />

¿Fue la actitud a la vez discreta y firme del arzobispo? ¿Fue la intervención del Sr. Tessier o<br />

de Mons. Flaget? Lo cierto es que el Sr. David acaba por renunciar, hacia fines de marzo, a<br />

sus pretensiones en lo concerniente a su hija espiritual Rosa White. Pero no deja, con todo,<br />

de proponer con un ingenuo candor, que subraya al menos hasta qué punto le falta la más<br />

elemental psicología práctica, predicar a las Hermanas su retiro anual antes de embarcarse<br />

para Boston.<br />

Ante tal proposición inoportuna, la Madre, Seton, esta vez, salta literalmente de sus quicios.<br />

¡Para acabar de introducir la perturbación en la comunidad, ninguno, evidentemente,<br />

podría ser más indicado que el Sr. David! Lógica, a pesar de una llama de indignación<br />

demasiado tiempo contenida, hace notar el sulpiciano que un retiro es actualmente cosa<br />

inútil, ya que, de todas formas, ese retiro no será seguido de la aplicación de las reglas que<br />

están entonces en estudio, y que tal vez, no serán jamás puestas en vigor, al menos según el<br />

tenor que les ha dado el Sr. David. En cuanto a discutir con él a este respecto ¿para qué, si el<br />

nuevo superior tiene otras ideas que él querrá a su vez, imponer a la comunidad?<br />

Más tarde, la Madre Seton comentará el tono tajante de esta declaración que calificará de<br />

impertinente. En abril de 1811, no le impide ningún escrúpulo hacerla llegar a su<br />

destinatario. Si fuera menester romper con alguien, más valía que fuera con el Sr. David. El -<br />

al parecer- no acusa recibo de la carta. El 12 de mayo se embarca con Mons. Flaget para<br />

Kentucky, y Rosa White, vuelta pronto a Emmitsburg, tomaba de nuevo junto a la Madre<br />

201


Seton su puesto de asistente. Su fraterna y cálida amistad recobra de pronto todos sus<br />

derechos como si nada hubiera pasado que las pudiera oponer una a la otra.<br />

Para Isabel pasaba una página más dolorosa y fecunda.<br />

Un millar de sufrimientos... un millar de millares de alegrías dispensación de la gracia...<br />

Así se expresará en los Dear Remembrances, lanzando una mirada de conjunto sobre los<br />

primeros años de la Comunidad de Emmitsburg.<br />

En el número de millares de alegrías hay todavía una que surge radiante, en medio de las<br />

preocupaciones y penas del año 1810. Unas semanas después de la consagración de los<br />

nuevos obispos, el 21 de noviembre exactamente, la Madre Seton es requerida en el<br />

locutorio de White House. Dos eclesiásticos la esperan allí a los que ella no había visto<br />

jamás.<br />

-Soy Juan Luis de Cheverus-, dice sencillamente uno de ellos. Ella besa con respeto el anillo<br />

pastoral del joven obispo de 42 años. Así pues, he ahí ante ella aquel hombre «elocuente y<br />

erudito» a quien hace cinco años ya, Antonio Filicchi le había aconsejado exponer las dudas<br />

en que se debatía entonces su espíritu. Ella se alza de nuevo, adelanta los sillones para sus<br />

visitantes, dichosa, emocionada de conocer al fin el rostro de aquel cuyas cartas en 1805<br />

habían tenido tanto peso en la resolución que la había llevado a entrar en la Iglesia Católica<br />

para conducirla fácilmente allí donde Dios la esperaba, a la cabeza de la primera comunidad<br />

religiosa femenina de América.<br />

Mons. de Cheverus ha presentado a su compañero: Mons. Egan, obispo de Filadelfia. Para<br />

Isabel no es posible oír pronunciar el nombre de esa ciudad sin unirse con el pensamiento a<br />

su amiga Julia Scott. ¡Cuánto desearía que entre<br />

el nuevo obispo de Filadelfia y Julia se entablara un diálogo como se entabló para ella con el<br />

Sr. de Cheverus una correspondencia de la que brotó tanta claridad y tanta gracia y tanta<br />

paz! La mirara de Mons. de Cheverus, a la vez profunda y teñida de una extrema bondad, se<br />

posa intensamente en la Madre fundadora. El gesto mesurado de la mano subrayando las<br />

palabras que pronuncia, revela en él a un hombre de una gran finura y de una rara<br />

distinción. Ni hasta el tono de su voz cálida y bien timbrada deja de tener a Isabel bajo su<br />

encanto. En verdad, el Sr. de Cheverus es ciertamente tal como siempre ella se lo había<br />

imaginado. La certidumbre de encontrarse, ante un hombre de Dios por quien le habían sido<br />

dadas tantas luces, le es un íntimo consuelo.<br />

Invita a los prelados a permanecer unos días en Emmitsburg, para mayor alegría de las<br />

Hermanas. Ellos se niegan con sentimiento. Su tarea les llama a cada uno en su propia<br />

diócesis. No podrán en absoluto retardarse en la Montaña más de dos días. ¿Sería al menos<br />

posible a la Madre Seton hablar a solas con Mons. de Cheverus y someterle los graves<br />

problemas que no han encontrado todavía su solución definitiva: el de la comunidad de San<br />

José y el de sus cinco hijos?<br />

De esta breve estancia pasada en el convento de Emmitsburg, Mons. Egar, y Mons. de<br />

Cheverus llevan un radiante recuerdo: He visitado la «Santa Montaña» -dirá pronto el<br />

obispo de Boston- y he quedado muy edificado de todo lo que allí he visto.<br />

Con la dimisión del Sr. Nagot y la marcha para Kentucky de Mons. Flaget y del Sr. David, su<br />

secretario, se mostraba inminente una reorganización en los cargos ocupados por los<br />

sulpicianos de Maryland. Las Hermanas de la Caridad de San José esperaban no sin<br />

ansiedad, el nombramiento de su nuevo Superior. Antes del verano, el Sr. Tessier que<br />

acababa de suceder al Sr. Nagot, designa a su vez reemplazante del Sr. David. Es el párroco<br />

de Emmitsburg, el Sr. Dubois en persona. Un gran soplo de confianza, de esperanza, alivia<br />

los corazones. Todas y cada una de las Hermanas están dispuestas a confirmar: suponiendo<br />

202


que se les hubiera pedido su parecer personal para tal nombramiento, sería al Sr. Dubois a<br />

quien habrían dado sus sufragios. Las espaldas encorvadas de la Madre Seton se encuentran<br />

de un sólo golpe aligeradas de su aplastante carga.<br />

Una nueva primavera comienza, realmente, para la Comunidad. Una especie de<br />

renacimiento espiritual sintoniza con la gozosa renovación de la naturaleza tan magnífica en<br />

esta estación, al pie de las Montañas Azules. Isabel siente brotar en lo más profundo de su<br />

ser un retorno de vitalidad. Ella piensa hacer participar por un momento a sus amigas, Julia<br />

Scott, Isabel Sadler y Catalina Dupleix, del encanto de la primavera en «su valle».<br />

Sería tan dichosa -como escribe a Sad- en hacerles admirar la montaña y la belleza de sus<br />

sombras a la hora del sol poniente, y la ondulación de los campos de trigo y los sotos<br />

cubiertos de flores y la morada apacible cual es la Casa Blanca. Le parece tan sencillo,<br />

personalmente, frente a semejante espectáculo, dejar al espíritu elevarse derechamente<br />

hacia el Señor. Cuanto mi alma está más verdaderamente unida a Dios -explica ella- más<br />

capaz es de gustar el encanto de su creación. Ven, querida Isabel -dice ella-; al menos trata<br />

de venir; di al menos que tratarás de venir. Es que el amor de Dios, lejos de encoger el<br />

corazón que posee, lo vuelve, al contrario, capaz de amar con más ternura con más fuerza<br />

también a todos los que ya amaba. En fin, ¡es el amor! -dirá naturalmente con Teresa de<br />

Ávila.<br />

Tranquila, ahora, en lo que concierne al porvenir inmediato de su pequeña comunidad,<br />

Isabel escribe el 24 de junio, una larga carta a Antonio Filicchi, pasando revista, para el<br />

queridísimo amiga de Liorna, a los hechos más notables que han sucedido en los corrientes<br />

del año 1809. Y como en una filigrana se transparenta a través de cada una de las páginas la<br />

indefectible gratitud que ella guarda frente a los que, los primeros, guiaron sus pasos por el<br />

camino de la verdad total. Después de haber recordado la muerte de Enriqueta y de Cecilia,<br />

por si acaso los correos precedentes no hubieran llegado a Europa, prosigue:<br />

Las tengo a las dos reposando cerca de nuestra morada y allí digo mi TE DEUM cada noche.<br />

¡Oh Antonio, si pudiérais, tú y Felipe, conocer la mitad tan sólo de las gracias que nos habéis<br />

procurado a todas nosotras! Mi Ana marcha ahora sobre sus huellas, en ella resplandece la<br />

juventud, la belleza, la gracia, interiormente y exteriormente; y es preciso de veras que se la<br />

admire como la más evidente bendición, no solamente para su madre, sino para muchos<br />

otros. Mis otros dos hijitos son niños excelentes: no hablan de nada más, ni piensan en nada<br />

más que en servir y amar a nuestro Señor. Yo no hablo de la vida religiosa, de la que no es<br />

posible juzgar a su edad, sino que hablo de su deseo de ser suyos, donde ello deba ser.<br />

La esperanza lejana que me da tu carta, de ver realizarse tu proyecto de venir a mi país,<br />

arroja una luz sobre el sombrío porvenir por lo que hace a mis hijos. No, a decir verdad, en el<br />

plano de sus bienes materiales. Nuestro Señor sabe que jamás me causaría pena, aunque<br />

tuviera que verles reducidos a mendigos en tanto que ellos guarden su fe y la pongan en<br />

práctica. Su porvenir, en caso de que yo llegase a morir es, financieramente hablando, tan<br />

desolador como posible, a menos que fueran puestos en manos de sus viejos amigos; pero<br />

entonces eso sería para ellos casi la ruina total de sus principios religiosos.<br />

Todo lo abandono, de esto puedes estar seguro, a Aquél que alimenta los pájaros del cielo,<br />

como tú dices, pero dado mi estado de salud actual -estoy literalmente en las últimas-,<br />

¿puedo yo mirar a mis cinco, sin los temores y las ansiedades de una madre cuyos únicos<br />

pensamientos y únicos deseos aspiran únicamente a su eternidad?<br />

He hablado --dice ella- de estos temores a Mons. de Cheverus, cuando se detuvo en<br />

Emmitsburg a fin de noviembre de 1810. El parecía tener mucha esperanza en cuanto a ellos<br />

y me indujo a creer que haría personalmente todo lo que estuviera en su poder para<br />

203


protegerlos. A él y a ti y a tu corazón fraternal los confío en este mundo, concluye Isabel.<br />

Luego expone a Antonio la situación de White House, este año de 1811.<br />

Hemos obtenido la confianza de tantos padres que se dirigen a nosotras para la educación<br />

de sus hijas -una cincuentena aproximadamente, sin contar las alumnas que se reciben<br />

gratuitamente- que ello nos ha permitido continuar nuestro camino sin deudas, sin problema<br />

de dinero.<br />

Sigue una alusión discreta a las dificultades encontradas con el Sr. Dubourg al Sr. David:<br />

Nuestro primer director no me ha encontrado tan flexible como lo son generalmente los<br />

conversos. Es que yo debía tener cuenta de mis frágiles hijas en el estado religioso, que sería<br />

el mío. Las conversaciones que tuvo, al contrario, con Mons. de Cheverus y Mons. Carroll -<br />

explica ella- la confirmaron en la posición que ella creyó deber guardar a este respecto.<br />

Mons. Carroll ha tomado actualmente sobre nosotras la autoridad que, primitivamente,<br />

había dado a otro. Todo lo que hago, hasta en lo concerniente a los puntos de menor<br />

importancia, es sometido a su decisión. ¡Oh Antonio, cuánto ha crecido en nuestros<br />

«bosques agrestes» como tú los llamas, la obra bendita que te es tan querida! ¡Bendito,<br />

bendito mil veces su santo Nombre, bendito sea siempre!<br />

Tú diriges siempre tus cartas a Baltinzore -prosigue ella- pero nosotras estamos a 50 millas<br />

de la ciudad, en medio de los bosques y de las montañas. Nada de guerras o de rumores de<br />

guerras aquí, sino campos donde madura la mies. La Iglesia del Monte de Santa María, la<br />

Iglesia del pueblo San José y la gran casa que tiene una capilla privada -NUESTRO DUEÑO<br />

ADORADO ESTA SIEMPRE ALLI- son todas nuestras riquezas. «Old Barry» (Napoleón) no las<br />

codiciaría, por más que uno de los oradores más elocuentes y más distinguidos de la<br />

abogacía de Nueva York, escribió a nuestra pobre Enriqueta que, sin contar las demás<br />

razones que ella tenía para no escuchar «la voz de sirena» de su hermana, el preveía que<br />

«de aquí a unos años» todo edificio católico sería quemado hasta sus cimientos y que<br />

oiríamos derrumbarse nuestra casa junto a nosotras. ¡Eso sería bastante extraño en esta<br />

tierra de libertad!<br />

La carta da al fin un pequeño resumen de la vida espiritual llevada en Whit,; House: Todas<br />

las niñas van a comulgar una vez al mes, salvo la pequeña Rebeca. Anina, una vez por<br />

semana. Y, créeme, no tienen necesidad de ser estimuladas por la influencia de su madre en<br />

lo que mira a la gratitud llena de cariño que ellos profesan a sus amigos verdaderos y muy<br />

queridos por quienes han sido guiados a la luz de la vida eterna... Todo el mundo, además, --<br />

-afirma Isabel- ella en cabeza, sus hijos y su comunidad tratan de pagar su deuda de<br />

reconocimiento hacia los Filicchi con una ardiente y fiel oración.<br />

¡La eternidad! ¡La eternidad! --concluye la larga misiva- ¿la pasaré yo contigo, hermano<br />

mío? ¡He recibido tanto! ¡Esa eternidad no solamente no la he merecido, sino que he hecho<br />

todo para incitar a la Mano adorable a negármela!<br />

Escrita con la espontaneidad de la que no se aparta jamás Isabel cuando se dirige a Antonio,<br />

quien la puede seguir perfectamente y tanto en el plano espiritual como en el plano<br />

familiar, esta carta redactada al comienzo del verano de 1811 es reveladora de la situación<br />

de espíritu de la Madre. Que ella sea feliz en sus «bosques agrestes» imposible dudarlo,<br />

sobre todo desde que el Sr. Dubois ha tomado la sucesión del Sr. David, como superior de la<br />

comunidad. El Sr. Dubois que está en funciones, como la Madre Seton se apresura a<br />

hacérselo notar a Mons. Carroll con evidente satisfacción, es, además, un hombre de muy<br />

buen sentido. El ha probado muy pronto que en el estado presente de las cosas, él debía<br />

retirarse a un segundo plano para dejar el primer papel al arzobispo de Baltimore. Dichosa,<br />

sosegada, la fundadora puede ahora escribirle con toda sencillez: El Sr. Dubois me ha<br />

204


ecomendado siempre dirigirme a usted, lo que no solamente está dentro del orden querido<br />

por la Providencia, sino que además es la única forma para mí de encontrar la paz del<br />

espíritu.<br />

Sobre otro plano, sin embargo, la Madre Seton no ha encontrado todavía la paz. El porvenir<br />

de sus hijos no cesa de obsesionarla y el deseo secreto del que no puede deshacerse, de<br />

querer para cada uno de ellos una gracia semejante a la que ella ha recibido personalmente.<br />

Ella confesará un día que su sueño hubiese sido ver a Guillermo o a Ricardo llamados al<br />

sacerdocio. De Anina, de Catalina y de Rebeca ¡cuánto quería hacer unas religiosas como<br />

ella! Ahí está, con toda evidencia su fallo psicológico. Porque tal deseo, más o menos<br />

conscientemente sostenido, turba prácticamente la lucidez de su juicio en cuanto a sus hijos<br />

y le dicta a su respecto una actitud que corre riesgo de no ser siempre la buena.<br />

A decir verdad, la situación de una madre de familia a quien Dios llama manifiestamente a<br />

abrazar la vida religiosa, más aún, a convertirse en fundadora de un instituto religioso, no<br />

puede revelarse sino extremadamente compleja. Cual quiera que sea el comportamiento de<br />

aquella a quien se le pide responder al mismo tiempo a dos vocaciones de apariencia<br />

contradictoria, ese comportamiento sólo puede desconcertarnos en uno u otro plano. Por<br />

nuestra impotencia para juzgar finalmente sobre una condición excepcional que nos supera,<br />

nos es necesario tomar nuestro partido. El historiador, en este caso, puede constatar los<br />

hechos, esforzarse en explicarlos, no le pertenece juzgarlos.<br />

Juana Francisca Fremiot de Chantal se convierte en fundadora de la Visitación de Santa<br />

María, y, para responder a una vocación sancionada por Mons. de Ginebra, debe dejar<br />

prácticamente a otros el cuidado de completar la educación de sus hijos más pequeños,<br />

Francisca y Celso Benigno, sin perderlos, sin embargo, jamás de vista un solo instante. Su<br />

círculo familiar grita con escándalo. Bárbara Avrillot, «la bella Acaria» llega a ser, bajo el velo<br />

blanco de las Hermanas, Sor María de la Encarnación en el Carmelo de Amiens donde una<br />

de sus propias hijas es sub-priora. Porque sus tres hijas no la siguieron, sino que la<br />

precedieron en el convento cuya erección había preparado ella, formando, en su propia<br />

casa a las futuras novicias de los primeros carmelos de Francia, aún en vida de su marido, lo<br />

que estuvo lejos de hacer fácil aquella formación. Cuando María Martín-Guyard, otra María<br />

de la Encarnación, entró en las Ursulinas de Tours, de donde partirá unos años más tarde<br />

para el Canadá, su hijo Claudio sólo tenía 12 años. Empujado por sus tíos, sus tías y todos los<br />

suyos el niño va a tirar piedras a los cristales del monasterio, gritando: «¡Devolvedme a mi<br />

madre!». Llegará un día, sin embargo, en que Dom Claudio Martín, bajo la cogulla negra de<br />

los Benedictinos de San Mauro, escribiendo la vida de aquella Madre, toda rutilante de<br />

gracia divina, comprenderá, personalmente, desde esta tierra, cómo la vocación excepcional<br />

de aquella que parecía abandonar a su hijo, había sido, en realidad, para él un manantial de<br />

bendiciones.<br />

Menos afortunada que María Martín-Guyard, Luisa de Marillac, viuda del Sr. Le Gras -cuya<br />

vida gusta Isabel meditar- debía conocer en lo concerniente a su hijo Miguel más sinsabores<br />

y sufrimientos que alegrías. Ella hubiera deseado tanto, también, verlo acceder un día al<br />

sacerdocio. Entra en uno de los seminarios muy recientemente fundados, gracias a la<br />

iniciativa del Sr. Vicente. No puede permanecer allí. A los 17 años, Miguel Le Gras no es más<br />

que un inestable que no se encuentra bien en ninguna parte, ya levantado por olas. de<br />

entusiasmo, ya deprimido, en lucha con su negro desaliento. Se casará finalmente sin<br />

conocer jamás ninguna de las salidas que su madre había soñado para él.<br />

Ahora bien, aquellas mujeres de Francia, educadas en el medio católico ancestral de la vieja<br />

Europa, no habían escapado a los problemas, a las inquietudes, a los errores de cambio, a<br />

205


veces incluso a los fracasos, frente a los hijos que Dios les había concedido traer al mundo,<br />

antes de llamarlas a ellas a la vida religiosa. ¿Quién se extrañaría, entonces, de que la<br />

fundadora americana salida de una familia episcopaliana y colocada por la Providencia a la<br />

cabeza del primerísimo instituto religioso de su país, se haya encontrado expuesta a unas<br />

dificultades de las que, humanamente, no parece haber triunfado siempre, sin que su<br />

fidelidad a la gracia, sin embargo, quedase menguada?<br />

23.- UN BROCADO DE ORO<br />

Volveré mi mana contra ti,<br />

purificaré en el crisol tus escorias,<br />

y te desprenderé de toda ganga.<br />

Is 1, 25<br />

Si pues el Sr. Flaget, al dejar Francia en julio de 1810, no había podido traer a América a las<br />

tres Hijas de la Caridad, cuya llegada esperaba el Sr. David, con todo, no volvía solo. Le<br />

acompañaba un nuevo sulpiciano, que se había hecho distinguir ya en su país por su carrera<br />

brillante, que había abandonado bruscamente. Gabriel Bruté de Rémur era hijo de un<br />

abogado en el Parlamento de la Bretaña. De muy niño había visto de cerca las escenas<br />

trágicas de la Revolución, ya que las salas del palacio de justicia de su ciudad natal<br />

albergaban el tribunal de sentencias arbitrarias y sin apelación. La morada de los Bruté de<br />

Rémur estaba contigua al palacio de justicia, lo que no impedía que el abogado escondiera<br />

entre sus muros mismos a sacerdotes refractarios a los que de inmediato ayudaba a<br />

evadirse.<br />

Pasados los días del terror, el joven Gabriel emprende sus estudios de medicina, primero en<br />

Rennes y luego en París. Tiene por condiscípulo y amigo a René Laénnec, y trata al mismo<br />

tiempo con el abate Tesseyre, a quien ayuda voluntariamente en sus obras de caridad. En<br />

1802, Gabriel Bruté que se clasifica como primero en el concurso general de medicina, se ve<br />

distinguido con el premio Corvisart. En este mismo concurso, René Laénnec obtiene el<br />

segundo puesto. Al año siguiente Gabriel Bruté de Rémur es doctor en Medicina. Napoleón<br />

ha puesto los ojos en él. Le hace ofrecer un puesto de todo punto interesante en uno de los<br />

hospitales de París. El joven se niega. Bruscamente abandona la carrera médica en la que se<br />

le prometen todos los éxitos. Pide y obtiene su admisión en la Compañía de San Sulpicio. Allí<br />

reanuda otros estudios y adquiere en pocos años una cultura teológica amplia y profunda.<br />

Ordenado sacerdote en 1808 vuelve a Rennes en calidad de profesor del Seminario Mayor y<br />

entra en contacto con los hermanos Lamennais que apelan, si se presenta el caso, a su<br />

erudición. Sin embargo, él no cesa de pensar en las misiones lejanas. En 1810, se encuentra<br />

con el Sr. Flaget, durante la corta estancia que efectúa en Francia el obispo preconizado de<br />

Bardstown. Pide y obtiene la autorización de partir para el Nuevo Mundo. Tiene 31 años<br />

cuando llega a América. Veintitrés años más tarde, será designado para fundar en Indiana, la<br />

nueva diócesis de Vincennes. «Es el hombre más sabio de América», dirá de él John Adams,<br />

el segundo presidente de los Estados Unidos.<br />

El juicio que tiene sobre él el Sr. Flaget, unos meses tan sólo después de .;u arribo a<br />

Maryland, merece ser citado a causa de la luz que proyecta sobre ciertos hechos<br />

desconcertantes a primera vista: El piadoso y modesto Sr. Bruté había atraído la atención de<br />

todo el mundo y ganado los corazones de todos aquellos que se le acercaban: conserva<br />

todavía su carácter y espero, con la gracia de Dios, que él no hará más que ganar a medida<br />

206


que sea conocido. Temo, sin embargo, su imaginación que le lleva siempre a querer<br />

encontrar la perfección en todo lo que le rodea y a suponerla en todas partes donde no está<br />

él en persona. Sus ideas verdaderamente extravagantes son para él una fuente de dolor<br />

espiritual y corporal, y de disgusto. La carta donde se dan tales precisiones está dirigida -II<br />

Sr. Garnier, con fecha del 15 de septiembre de 1810. Es cierto que la imaginación y la<br />

fogosidad del Sr. Bruté de Rémur velarán, incluso a los, ojos de sus cohermanos, su<br />

verdadera fisonomía, y darán origen a serios malentendidos.<br />

Notablemente inteligente, de una asombrosa rapidez de pensamiento, aquel hombre va a<br />

encontrar una insuperable dificultad para expresarse correctamente en la lengua inglesa.<br />

Durante años, deberá recurrir a la ayuda de una secretaria bastante aguda para comprender<br />

su pensamiento, bastante familiarizada con ambas lenguas para no traicionar ese<br />

pensamiento.<br />

Esa secretaria será la Madre Seton. Una ayuda espiritual de una calidad excepcional así<br />

como de una envergadura poco común le es deparada con este hecho por la Providencia<br />

desde entonces hasta su marcha para la eternidad.<br />

El Sr. Bruté de Rémur vino a efectuar en Emmitsburg una estancia relativamente corta<br />

durante el verano de 1811. Se atrajo inmediatamente la estima de las Hermanas de San<br />

José, a pesar de la forma inverosímil de expresarse. De prime ras, la Madre Seton le<br />

propone darle unas lecciones de inglés. La imitación de Cristo les servirá de libro de<br />

ejercicio. De la traducción al comentario no habrá distancia. Los cambios de opinión en el<br />

plano sobrenatural, harán nacer rápidamente entre la superiora americana y el teólogo<br />

francés una amistad profunda. En 1812 tan sólo, es verdad, vendrá el Sr. Bruté de Rémur a<br />

ayudar al Sr. Dubois en Emmitsburg. Pero desde el verano de 1811, la Madre Seton<br />

presiente cl apoyo sólido que encontrará en tal consejero. Muy pronto, por su lado, el Sr.<br />

Braté otorgará a la Madre Seton la confianza que ella merece y sabrá dar al joven instituto<br />

lo mejor de sí mismo.<br />

Así, pues, es como con extraordinaria fortuna, van a poder ser puestas a estudio las reglas,<br />

discutidos los problemas -particulares y generales- intentadas las experiencias, dentro de<br />

una atmósfera de libertad de espíritu y de tranquilidad. Entre el nuevo Superior y la Madre<br />

fundadora es posible el diálogo, al que las Hermanas mismas podrán ser asociadas. La<br />

dilación prudente de Mons. Carroll produce ahora sus frutos.<br />

Un hecho se impone, desde el comienzo, a todo examen atento: incluso antes de tener en<br />

sus manos las reglas copiadas en la casa madre de las Hijas de la Caridad de París, la joven<br />

comunidad había hecho suyo el espíritu de esas reglas. Desde el primer ensayo de vida<br />

común en Baltimore, en 1808, la espiritualidad del Sr. Vicente había inspirado todas las<br />

decisiones asumibles lo mismo que la forma de vivir, de organizarse, de darse a las obras de<br />

misericordia como a la oración. Es por lo que Isabel se complacerá en subrayar más de una<br />

vez que no había ninguna disonancia entre los textos primitivos, a los que podían referirse<br />

ahora, y el espíritu que marcaba a la Comunidad.<br />

El acento, sin embargo, se ponía, aquí o allí, de forma diferente. Si el nuevo Instituto nacido<br />

en los Estados Unidos pensaba como antes de ser eventualmente abrazadas todas las obras<br />

a las que se dedicaban en Europa las Hermanas de San Vicente de Paúl, no había de seguir<br />

siendo menos la primera de las obras confiadas a las Hermanas de América la enseñanza y la<br />

educación de la juventud, especialmente de la juventud femenina. La primera casa abierta<br />

en Baltimore y cuya existencia se proseguía en Emmitsburg, estaba destinada ante todo a<br />

las hijas de la clase acomodada. Incluso desde que había nacido en el Valle -con la admisión<br />

de las niñas del pueblo- la primera escuela parroquial de los Estados Unidos, las Hermanas<br />

207


de San José seguían recibiendo en mayor número pensionistas cuyas familias asegurasen la<br />

escolaridad y cuya educación debería preparar lo que naturalmente llamaríamos hoy<br />

cuadros (sociales). Las Hijas de la Caridad daban, personalmente, la prioridad a las niñas<br />

indigentes, a los enfermos, a «nuestros amos los pobres». La educación, la enseñanza de las<br />

niñas no venía sino a continuación, en la medida en que esa forma de apostolado permitía,<br />

en suma, dispensar a los desheredados con el pan del cuerpo el de la inteligencia. Sin duda<br />

la Madre Seton verá, en vida, abrirse los primeros orfelinatos confiados a sus hijas. La obra<br />

de educación simple y pura seguirá siendo el primero de los fines apostólicos perseguidos<br />

por su instituto. Y esto como consecuencia de unas necesidades que se mostraban<br />

diferentes entonces en la vieja Europa o en la joven América.<br />

Por real que fuera tal divergencia no era, en absoluto, como para impedir la unión<br />

proyectada, en tanto que esa unión aportaría a las hijas de la Madre Seton, para el presente<br />

y el porvenir, una ventaja de gran precio: el de encontrar una congregación femenina unida<br />

a unos sacerdotes o religiosos cuyo fundador era el mismo que el suyo. Las Hijas de la<br />

Caridad podían reivindicar con el mismo título que los Sacerdotes de la Misión la paternidad<br />

del Sr. Vicente. Un mismo espíritu animaba a las dos sociedades por él fundadas. Lazos<br />

estrechos las unían. Que la pequeña comunidad de Emmitsburg fuera incorporada<br />

canónicamente a la gran familia vicenciana y quedaría asegurada para su futuro una<br />

garantía de fuerza y de estabilidad. Los sacerdotes de la Misión no han llegado todavía a los<br />

Estados Unidos. El primer grupo no desembarcaría hasta 1816, para responder a la llamada<br />

de Mons. Dubourg, precisamente quien en tal fecha, ocupará la sede episcopal de Nueva<br />

Orleans, en la Luisiana, convertida desde 1803 en uno de los Estados Unidos Americanos 1 .<br />

1. La Luisiana descubierta por los franceses en el siglo acvii, había formado parte del<br />

dominio colonial francés antes de convertirse en uno de los Estados Unidos de América en el<br />

momento en que Bonaparte la cedió a los Americanos en 1803. Es lo que explica que la<br />

ciudad de Nueva Orleans hubiera sido provista de sede episcopal desde 1793.<br />

Era evidente, por otra parte, que, por el hecho mismo del fin propio perseguido por la<br />

sociedad fundada por el Sr. Olier, el cargo de Superior eclesiástico frente a las Hermanas,<br />

solamente podía ser confiado temporalmente a uno de los miembros de la Compañía de San<br />

Sulpicio. Muchos incidentes diversos hacían, a decir verdad, bastante complejo el problema<br />

de la unión inmediata de las Hermanas de América y de las Hermanas de Francia en el<br />

momento del nombramiento del Sr. Dubois.<br />

Mons. Carroll no quiere precipitar nada tampoco en este terreno. Mons. de Cheverus,<br />

consultado, se mantiene personalmente en reserva. En cuanto al Sr. Dubois no ve ninguna<br />

necesidad de «sobreponerse a la Providencia». El está situado mejor que cualquiera para<br />

emitir un juicio objetivo sobre el joven instituto como sobre cada uno de sus miembros, ya<br />

que es el único, entre aquellos señores de San Sulpicio, que está en contacto directo con la<br />

Comunidad, en Emmitsburg mismo, que se le acerca diariamente, que ve vivir a las<br />

Hermanas, el único que sorprende las reacciones que suscitan su presencia y su apostolado<br />

entre los habitantes del Valle.<br />

Desde la salida del secretario del Sr. Flaget para Kentucky, la vida de las Hermanas de San<br />

José había tomado su curso normal. La borrasca, en lugar de desarraigar una obra tan frágil<br />

todavía, parecía haber permitido a sus raíces hacerse más profundas y más fuertes. Un<br />

recobro de vitalidad había sido su consecuencia. Precioso índice del espíritu sobrenatural<br />

tanto de la Madre Seton como de sus hijas. Que la Madre Seton fuera calificada con<br />

preferencia a toda otra para permanecer a la cabeza del instituto era para el Sr. Dubois igual<br />

que para Mons. Carroll la evidencia misma. Sus antecedentes la señalaban a los ojos de las<br />

208


familias de las alumnas como una mujer de gran experiencia, bien al corriente del delicado<br />

problema que provocaba, en el interior de un país protestante en su conjunto, el<br />

catolicismo americano. El hecho de que fuera madre de familia y persistiera en considerar<br />

sus deberes hacia sus hijos como imperiosos y primordiales, le atraía entre sus compatriotas<br />

las más sólidas simpatías. ¿Resulta, pues, a propósito, en este preciso momento, suscitar de<br />

nuevo el problema de la unión de la comunidad a la Compañía de las Hijas de la Caridad?<br />

Mons. Carroll no ve su necesidad. Consultado a su vez Mons. de Cheverus responde a la Madre<br />

Seton en estos términos: Comparto la opinión del Sr. Dubois respecto a la oportunidad<br />

para vuestro establecimiento de permanecer independiente de las Hermanas de la Caridad y<br />

de continuar siendo simplemente una casa de educación para las jóvenes.<br />

La cuestión sigue todavía pendiente al fin del verano del mismo año. Prueba, esta carta<br />

dirigida por Isabel a Mons. Carroll, con fecha del 9 de septiembre de 1811:<br />

Usted sabe, mi venerado Padre, todo lo que ha pasado, desde mi primera unión con esta<br />

casa hasta el momento presente: tentaciones, pruebas y todo... Actualmente, dejo todo a los<br />

pies de Aquél a quiere adoro, abandonando toda con sideración y también todos mis<br />

intereses en sus manos de usted, que es su representante, a fin de que decida de mi suerte.<br />

Las reglas propuestas, son idénticas casi, a las de las Hermanas de Francia„ según el<br />

manuscrito original. Yo no he tenido jamás un pensamiento que estuviera en desacuerdo con<br />

ellas, tan lejos como mi pobre capacidad pueda juzgar, en observarlas de cerca. Las<br />

constituciones propuestas han sido discutidas por nuestro reverendo director y veo que hace<br />

respecto a ellas unas observaciones en lo que concierne a mi situación. Pero, ciertamente, no<br />

se trata de considerar a una persona en cuanto tal, cuando está en causa el bien general. Vd.<br />

sabe que estoy dispuesta a hacer todos los sacrificios que son compatibles con mis primeros<br />

deberes, inherentes a mi cualidad de madre. Suplicaré al P. Dubois que tenga la bondad de<br />

no ocultar nada de mis disposiciones, pues las conoce bien. Ciertamente -por cuanto yo<br />

pueda conocerme a mí misma- esas disposiciones le son conocidas, como lo son de Dios.<br />

Tomando a su cuenta la imagen de simple y total disponibilidad expresada en el Salmo 123,<br />

2, había afirmado anteriormente a George Weis: Tengo las manos y los ojos levantados a la<br />

espera de la adorable voluntad. La única palabra que tengo que decir a cada cuestión es: «yo<br />

soy madre», a cualquiera que sea lo que la Providencia espere de mí, dado que sea<br />

compatible con esta cláusula, yo digo AMÉN a todo.<br />

El 11 de septiembre, sin embargo, Mons. Carroll le dirige una larga misiva que es un<br />

evidente preludio a la aprobación oficial de las reglas mismas. Es para él una especie de<br />

confusión -afirma ante todo el arzobispo- tener que sancionar definitivamente una regla de<br />

vida religiosa, gracias a la cual almas consagradas, en gran número podrán marchar por el<br />

camino de la auténtica perfección. Esta aprobación, la dará, no obstante, y la da desde<br />

ahora, con la condición, sin embargo, de que las constituciones que él tiene ante sus ojos,<br />

habiéndoselas enviado el Sr. Dubois, sufran las modificaciones sugeridas por el Sr. Dubois<br />

mismo.<br />

Mons. Carroll no oculta, por otra parte, su real satisfacción de saber que, aquellos señores<br />

de San Sulpicio han encontrado afortunadamente una solución sobre todos los puntos<br />

importantes en que se hubiera podido tener una divergencia de opinión. Pues, en lo<br />

concerniente a los detalles de una vida de comunidad que dependen precisamente, no sólo<br />

del superior de la comunidad, sino más todavía de la Madre Superiora, el arzobispo deja a<br />

quien tenga derecho el cuidado de decidirlo, con su mayor confianza -asegura él- de que no<br />

ha de faltar la luz del Espíritu Santo.<br />

209


Instruido por las experiencias pasadas, atribuye la máxima importancia al punto siguiente:<br />

que se otorgue a las Hermanas, no solamente en general, sino a cada una en particular,<br />

todo lo que se requiera para la tranquilidad de su con ciencia, supuesto, sin embargo, que<br />

tal amplitud no cause ningún perjuicio a la vida de comunidad. Este punto -insiste él- deberá<br />

quedar explícitamente determinado.<br />

Que no hubiera, por lo demás, otros vínculos que los de la caridad entre las Hermanas de<br />

San José y la Compañía de San Sulpicio, a Mons. Carroll le parece una afortunada<br />

determinación. Los intereses de aquella compañía, como su administración y su gobierno,<br />

son una cosa, los de la comunidad de las Hermanas de Emmitsburg, son otra. Confundirlos o<br />

simplemente someterlos a un único control, no podría ser más que una fuente de<br />

inconvenientes par una y otra parte. Y el arzobispo precisa su pensamiento: Ninguno de los<br />

miembros de la Compañía de San Sulpicio -aparte de vuestro superior inmediato- que resida<br />

cerca de ustedes, ha de inmiscuirse en el gobierno o en los asuntos de la comunidad, de no<br />

ser el superior del Seminario de Baltimore, en casos excepcionales y muy raros, pero la<br />

Compañía en cuanto tal, no.<br />

He aquí lo que clarifica singularmente la situación, tanto que hasta Mons. Carroll quiere<br />

subrayarlo: de él es, en última instancia, de quien depende toda comunidad establecida en<br />

su diócesis. En cuanto a la situación excepcional de la Madre Seton, ella exige efectivamente<br />

que se tome en consideración. Por el momento, el obispo piensa apoyarse en los principios<br />

generales fundados en la justicia y en la gratitud. Dicho de otro modo quiere que se atengan<br />

al statu quo. Habrá tiempo de reconsiderar el problema cuando unas nuevas circunstancias<br />

lo obliguen. Entretanto, desea con todas sus ansias el día en que sean puestas en vigor las<br />

constituciones, pues, hasta ese momento, es difícil a las Hermanas dar los pasos ordinarios,<br />

no teniendo todavía para comprometerse a ello resueltamente un camino bien trazado. Por<br />

fin, asegura a la Madre y a sus hijas sus oraciones para que se desarrolle la obra tan<br />

importante de la educación que será y deberá ser por mucha tiempo todavía su obra<br />

principal, v siempre su obra de predilección.<br />

Y precisa su pensamiento sobre este punto: «Un siglo, al menos, ha de pasar, antes que las<br />

necesidades v las costumbres de este país reclamen o tan solo consientan admitir obras de<br />

caridad que se ejercerían para con enfermos y exigirían cierto número de Hermanas fuera<br />

de nuestras grandes ciudades. Es por lo que necesitáis considerar el quehacer de la obra de<br />

educación como un fin arduo, caritativo, inherente a las obligaciones de vuestra vida<br />

religiosa».<br />

Con toda evidencia, Mons. Carroll desea ver a la comunidad de Emmitsburg guardar su<br />

autonomía, no solamente frente a los Sulpicianos, sino también frente a las hijas de la<br />

Caridad del Sr. Vicente. El explicitará su pensamiento en una carta escrita el 17 de<br />

septiembre de 1814: El proyecto que quería que la fundación de Emmitshurg se hiciera una<br />

sola con la sociedad de San Vicente de Paúl fue pronto abandonada providencialmente, por<br />

razones que surgieron del hecho de la distancia, de las costumbres, de las maneras de vivir<br />

diferentes en los dos países, Francia y los Estados Unidos.<br />

Ya el 17 de octubre de 1811, Mons. Flaget mismo confiesa en una carta escrita al Sr. Bruté<br />

de Rémur que teme ahora, más que espera -en las circunstancias actuales- la llegada de las<br />

Hermanas de Burdeos. Valdría más -dice- informarlas, si hay tiempo todavía, de la poca<br />

esperanza que hay de dedicarse aquí a los hospitales; y si, una vez prevenidas, ellas desean<br />

venir, no tendríamos nosotros nada que reprocharnos.<br />

En realidad, al fin del año 1811 las conversaciones entabladas para la fusión quedan<br />

suspendidas. Así mismo, las tres Hermanas francesas reciben de Napoleón la negativa sobre<br />

210


la autorización reaqerida para alcanzar América. Por circunstancias, como por la opinión<br />

motivada del arzobispo de Baltimore, la Providencia había llevado a la Comunidad de<br />

Emmitsbure a tomar existencia propia. Más tarde, cuando el Instituto haya dado prueba en<br />

los Estados Unidos de una vitalidad tan pujante como fecunda, el proyecto abandonado por<br />

una cuarentena de años, volverá a tomar cuerpo y será llevado hasta su realización.<br />

Si las primeras hijas de la Madre Seton guardaban su título personal de Hermanas de la<br />

Caridad de San José no profesaban menos a San Vicente y Luisa de Marillac un culto<br />

enteramente filial, impregnado de gratitud. El gran santo de Francia y su colaboradora -que<br />

no estaba aún beatificada- seguían siendo sus patronos, así como el modela a quien<br />

gustosas se comparaban. Pronto, además, van a poder leer todas, en su propia lengua, la<br />

vida del Sr. Vicente y de la Señorita Le Gras, traducida en atención a ellas, por la Madre<br />

Seton misma. El espíritu vicenciano había presidido la elaboración de las reglas destinadas a<br />

las Hermanas americanas. Allí quedará inscrito entre líneas.<br />

El 17 de febrero comienza el retiro. Su predicador es el Sr. Dubois. El explica a las Hermanas<br />

que las reglas, aprobadas, quedarán a prueba durante un año entero. Pasado ese plazo, las<br />

Hermanas serán admitidas a pronunciar sus votos.<br />

Menos de seis semanas más tarde, la más joven de entre ellas pronunciaba, sin embargo,<br />

sus votos en su lecho de muerte. Era Sor Anina Seton. Hubiera cumplido 17 años el mes de<br />

mayo siguiente.<br />

El verano de 1811 había señalado para la joven un cambio tan decisivo como brutal. Dos<br />

cartas habían llegado, una después de otra, a Emmitsburg durante el mes de junio. La una,<br />

de Nueva York, venía de María Post. Anunciaba la muerte súbita del tío de Guillermo Bayley,<br />

en cuya casa Isabel había pasado con su hermana, los años más dichosos de su infancia. La<br />

otra llegaba de la Guadalupe. Después de un silencia de diez meses, Carlos Dupavillon daba<br />

parte a la Madre Seton de sus esponsales con una joven encontrada en su isla lejana.<br />

¿Cuál iba a ser la reacción de Ana María? Es, ante todo, para ella, como un golpe inesperado<br />

que la anonada y que su madre, demasiado fácilmente quizás, quiere interpretar como un<br />

acto de fría razón, a la verdad poco en proporción con el carácter y la edad de la<br />

adolescente. Mi Ana -confía ella a Julia Scott el día 10 de julio-, ha sufrida esta prueba con la<br />

conclusión razonable y calma que no podía ser sino una feliz liberación de perder un corazón<br />

que no tiene siquiera conciencia de su propia inconstancia. El joven Dupavillan a quien ella<br />

había dado su loquillo corazoncito, ha encontrado, a su vuelta, en su familia y en sus<br />

dominios a alguien que le ha atrapado y le ha hecho perder el ansia de disponer de toda<br />

para su retorno hacia mi querida. Pues bien, ¡todo es mejor así! Doy gracias de verla quedar<br />

tranquilamente conmigo, pues temía la separación -por corta que hubiese sido- y haya<br />

renunciado a la imprudencia de trabar relaciones tan joven y con tan poca experiencia.<br />

No parece cierto que un razonamiento tan sabio, tan docto, tan conforme sobre todo con<br />

los secretos deseos de su madre, sea el razonamiento de Anina. Una vez más, Isabel<br />

proyecta sobre su hija mayor su propia forma de juzgar y de sentir. Extraño espejismo por el<br />

que su ternura inquieta y orgullosa se deja seducir sin que tenga siquiera conciencia de ello.<br />

Demasiado pronta para tomar sus deseos por realidades, en lo concerniente a Anina, la hija<br />

de su alma, ¿no se engaña en cuanta a los verdaderos sentimientos que bullen aún en el<br />

corazón de la adolescente?<br />

Anina está tan tranquila como el gato en su rincón -escribía a Julia Scott en el mes de<br />

octubre de 1811-. Se han calmado todos los torbellinos de su sensibilidad. No ha recibido<br />

cartas de Carlos desde que te escribí, es decir, desde el 20 de julio, toma la cosa fríamente,<br />

apaña nueces, frutos secos, participa en todos los juegos de las pensionistas de casa y<br />

211


parece haber abandonado todo a Aquél que sabe mejor que nosotros... Parece -dice su<br />

madre- que no se atreve a afirmar de todas maneras que la aventura quede cerrada<br />

definitivamente, como ella hubiera deseado. ¡Es verdad -prosigue- que su querido puede<br />

volver en el momento que ella menos .re lo espere!<br />

El superromántico Sr. Babad, personalmente, veía terminarse la aventura de otra suerte.<br />

Nada de cartas a Carlos -escribía a la Madre Seton en el mes de enero de 1811-. Y le<br />

comentaba el silencio del joven: así habían sucedido las cosas para Enriqueta. La dolorosa<br />

decepción que ella había experimentado del abandono de su novio voluble, Andrés Bayley,<br />

la había inducido tan rápidamente hacia el Señor que no había tardado en ganar su<br />

eternidad... A situación parecida -concluía el Sr. Babad- Dios reservaba, tal vez, desenlace<br />

parecido. Isabel no había atribuido, sin embargo, importancia a la siniestra conclusión, que<br />

nada justificaba entonces razonablemente. Ella hubiera tenido más bien tendencia a<br />

apoyarse, temiéndola mucho, en la fidelidad del amor que Carlos Dupavillon daba a Anina.<br />

Sea de ello lo que fuere, apenas habían transcurrido unas semanas desde la fatal noticia,<br />

cuando la joven en una brusca media vuelta descubre de súbito una vocación religiosa.<br />

Acaba de cumplir 16 años. ¿Quién le ha dictado esa nueva decisión? ¿Las circunstancias? ¿El<br />

enfado? ¿La influencia de su madre? ¿La gracia de Dios? Un hecho es cierto: Mons. Carroll y<br />

el Sr. Dubois no han puesto su veto a la entrada de la nueva postulante en el convento de su<br />

madre. Y son hombres de juicio y de buen sentido.<br />

Otro hecho: Una vez admitida entre las Hermanas de San José, Anina parece encontrar de<br />

nuevo la paz interior, el equilibrio, la alegría. ¿El amor de su madre se había mantenido<br />

siempre por delante de su amor, verdaderamente auténtico, a Carlos Dupavillon? ¿O bien<br />

su verdadera vocación era fielmente una llamada segura a la vida religiosa? ¿Quién puede<br />

decirlo? Físicamente ella está ya gravemente atacada, sin que nada parezca descubrirlo.<br />

Suponiendo incluso que su sufrimiento profundo, con la noticia de los esponsales de Carlos,<br />

hubiera podido acelerar para ella la crisis final, es necesario admitir que desde 1810, aún sin<br />

saberlo nadie, la tuberculosis minaba a la adolescente entonces mismo, cuando ella parecía<br />

respirar salud. El mal hereditario de los Seton, sin duda ninguna. Pero aún cuando<br />

ciertamente Ana María no hubiera estado predispuesta a tal enfermedad, hubiese sido<br />

maravilla, habida cuenta de la higiene y de la asepsia de la época, que una niña de 9 años,<br />

que había compartido durante varias semanas -¡y en qué condiciones!- la habitación donde<br />

su padre se moría de tisis, no hubiera quedado contagiada. También Enriqueta, tal vez,<br />

había muerto de tuberculosis, y las dos jóvenes estaban siempre juntas en Emmitsburg.<br />

De ese mal que la mina, Ana María, sin embargo, nada sospecha todavía ca este mes de julio<br />

de 1811. Con la misma fogosidad, la misma juvenil pasión que ponía el año pasado en<br />

perseguir el amor humano, se lanza ahora por el camino de la perfección, de la austeridad<br />

del noviciado. Se acabó el tiempo en que se complacía descifrando en secreto las notas en<br />

las que Carlos le confesaba su ternura. Se acabó el tiempo en que por parecer más elegante,<br />

más a la última, la joven se aplicaba a procurarse un talle fino. Ana María se quiere ahora<br />

entre las más generosas de las Hermanas de San José. Participa con ellas en las, comidas de<br />

la comunidad. ¡No importa si lo ordinario es más frugal o más abundante que lo de las<br />

pensionistas! Toma su turno de aguadora, su puesto a la orilla del río cada uno de los días<br />

de colada. ¿Y la fatiga? La quiere ignorar. El alegre ardor que la impulsa oculta el exceso de<br />

los esfuerzos que se impone. Las cartas mismas que escribe a sus amigas de ayer proclaman<br />

la alegría de su corazón.<br />

A una de las jóvenes que trataba poco ha en Baltimore le asegura: «Tengo alma esperanza<br />

de que después de haber visto un poquito del mundo y tras de haber experimentado su<br />

212


nonada, vendrás a aquí para terminar tus días con Sor Anina, en la Comunidad de San<br />

José...» Y a otra: «Cuando tengas ya bastante del mundo ese, no desespero de verte venir a<br />

juntarte a tu monjita, aunque sea indigna de ese nombre». Afirmaciones sinceras,<br />

admitámoslo. También en ese plan Ana está falta de experiencia. Está permitido Pensar, en<br />

efecto, que las motivaciones de la vocación de Sor Anina se habrían revelado a un examen<br />

serio, como una aleación que hubiera sido necesario comprobar antes de admitir a la<br />

postulante en el noviciado y a la novicia a pronunciar sus votos. A falta del examen canónico<br />

actualmente requerido sabiamente por la Iglesia, sólo el tiempo puede, en un caso como el<br />

suyo, servir de criterio, tanto a la interesada como a su entorno, para juzgar la autenticidad<br />

de una vocación religiosa. Pero a la hija mayor de la Madre Seton Dios no le dejará tiempo...<br />

En octubre, una racha de gripe pasa sobre Emmitsburg. Ana María y su hermano Guillermo<br />

son los primeros atacados. El estado del muchacho se hace pronto alarmante. La fiebre<br />

sube. Guillermo es puesto en las manos competentes de Sor Susan en la enfermería del<br />

Monte Santa María. Sor Anina está menos afectada que su hermano, pero una tosecilla seca<br />

comienza a desgarrarle, por momentos, el pecho. Ana está en el rincón del fuego agotada<br />

por la fiebre, y mi Guillermo, en la Montaña, aún peor que ella... -escribe Isabel- que se<br />

siente a sí misma consumida física y moralmente. Un nuevo brote de furunculosis acaba por<br />

extenuarla. Ella experimenta a su nropia costa, que el cúmulo de unos deberes tan Pesados<br />

como los de fundadora v los de madre de familia, multiplican para ella tanto la fatiga como<br />

la ansiedad y las responsabilidades. Y, sin embargo, ella afirma tranquilamente a la Sra.<br />

Chatard: Yo digo que Dios nos ama, v jamás he estado más tranquila que durante el tiempo<br />

de esas pruebas exteriores. Ella precisa: sus hijos son buenos hijos. Si Dios se los quitase<br />

ahora, sabe que están en el buen camino. Su madre no tendría más que seguirlos. Todas las<br />

Hermanas -añade- han tenido que pasar a su vez una temporada en la enfermería. El Señor,<br />

sin embargo, ha sido bastante bueno para permitir que el trabajo corriente se Prosiga. La<br />

carta está fechada el 6 de noviembre de 1811. Luego, Anina se repone. Pero continúa<br />

tosiendo. Sus mejillas han recobrado los colores. Demasiados colores, bajo sus ojos,<br />

demasiado brillantes, se dibuja un cerco azul. Su madre no puede ya desde ahora alejar de<br />

su espíritu el presentimiento que la obsesiona. Anina va a seguir a Enriqueta y a Cecilia.<br />

Ya que Mons. Carroll, al dar la aprobación de las reglas, ha estipulado que la superiora<br />

actual de San José puede y debe continuar ocupándose de sus hijos, Isabel se ingenia en<br />

rodear de cuidados y de ternura a su hija mayor, quien tampoco es juguete de su estado. No<br />

es ya cuestión para Anina de seguir con todo su rigor el ritmo de vida de la comunidad. Le es<br />

necesario, ahora, para obedecer las prescripciones del médico, aceptar horas<br />

suplementarias de sueño, alimentación más substanciosa, dar largos paseos a través del<br />

campo. Su madre la acompaña siempre que puede. Ambas parten, a caballo, cabalgando<br />

lentamente por el soto a la largo de los arroyos, a través de las praderas. La fronda de los<br />

grandes robles es de cobre rojo, llameante. Las hayas se visten de púrpura igual que<br />

pavesas. La larga cadena de las Montañas Azules se esfuma en el horizonte.<br />

El pensamiento de Anina y de su madre junta a todos aquellos que ellas han dejado para<br />

venir a Emmitsburg, a todos aquellos con quienes querrían compartir ahora las alegrías que<br />

ellas gozan aquí. ¡Qué lástima que Isabel Sadler y Catalina Dupleix no puedan ver nuestra<br />

montaña y sus cielos luminosos; oír el rumor de nuestros telares que giran o el tintineo de<br />

nuestra campaña; sonreír, al contemplar la ruidosa desbandada de las alumnas a la salida<br />

de clase, después de las horas lectivas. Practicar la equitación sobre viejos caballos del país,<br />

que es un remedio soberano contra los reumatismos! Tales líneas son dirigidas a Nueva York,<br />

a la hora en que, sin hacerse la menor ilusión, Isabel y su hija afrontan su próxima<br />

213


separación. A menudo, en sus excursiones, evocan la eternidad donde Dios las espera y,<br />

reunidas para siempre, las colmará de su amor.<br />

Ha llegado diciembre, con el frío, la nieve, la escarcha. Anina no deja ya la habitación. Tose<br />

cada vez más. Un día de ese mismo invierno, Rebeca se cae corriendo sobre el hielo. Caída<br />

brutal, que no parece, con todo, tener, consecuencias inmediatas. En realidad, la chiquilla<br />

de 9 años no se ha atrevido a confesar, que desde esa caída siente un dolor en la cadera que<br />

la hace muy penosa la marcha. Deseo de no alarmar a su madre cuyas preocupaciones y<br />

fatiga percibe. Miedo igualmente de verse instalada en la enfermería de las Hermanas, para<br />

estar bajo la guardia de Sor Susana, en lugar de seguir compartiendo la habitación de su<br />

mamá. Cuando al cabo de unos meses, descubra el Dr. Post el mal que había ocultado la<br />

niña, será demasiado tarde para atajarlo.<br />

El estado de Anina se agrava rápidamente. Como lo había hecho ocho años antes, durante<br />

las semanas que precedieron a la muerte de su marido, en Liorna y en Pisa, Isabel consigna<br />

día a día las conversaciones que prosigue con Ana María.<br />

Todo el mundo -le dice un día la enferma- va a pensar en Baltimore, que la causa de mi<br />

enfermedad es la decepción. Eso es una mortificación para mí, pero nuestro querido Señor<br />

sabe bien cuánto se lo agradezco... El sabe cuánto temor tenía de estar obligada a mantener<br />

mis tontas promesas. A la verdad siempre quedará una duda, sobre ese temor de Anina. De<br />

todas formas, ella muestra desde ahora, frente al sufrimiento, una fuerza de alma poco<br />

común. Según la terapéutica, entonces en uso, se la introduce en el costado, a guisa de<br />

drenaje una mecha de algodón. Ella acepta gustosa la intervención dolorosa de la que<br />

confiesa no esperar ningún alivio. Pero ella explica:<br />

-Será mi penitencia por haber apretado mi cintura y buscado tener un talle finísimo como<br />

mis compañeras...<br />

Lamenta los disgustos de que ha sido causa para las Hermanas y los malos ejemplos que ha<br />

dado a las alumnas, sobre todo charlando en el refectorio... A su madre le pregunta:<br />

-¿Por qué quisieras conservarme? Si mi vida se prolonga un poco, será preciso ciertamente, a<br />

pesar de todo, que llegue el fin.<br />

A algunas compañeras de ayer que rodean su lecho les explica:<br />

-¡Ahora sufro realmente! No es como en el tiempo en que meditábamos de rodillas sobre la<br />

Pasión de nuestro querido Señor. Deseábamos entonces sufrir con El... Pero cuando se trata<br />

de probar el valor de ese deseo, ¡hay una buena diferencia entre la realidad y lo que nos<br />

imaginábamos!<br />

Teresa de Lisieux, muriendo a los 24 años de tuberculosis, en la enfermería de un Carmelo,<br />

expresará la misma verdad:<br />

-¡Oh, Madre mía! ¿qué significa eso de escribir bellas cosas sobre el sufrimiento? ¡Nada!<br />

¡Nada! Es necesario estar en él para saber lo que valen esos ímpulsos.<br />

Demasiado tarde, la Madre Seton comprueba a veces, que ha podido faltar a la prudencia,<br />

dejando a la postulante de 16 años abrazar prematuramente una regla demasiado rigurosa<br />

para su edad y su resistencia física. Pero, esta vez, Anina quiere cargar de veras con la<br />

responsabilidad de sus actos. Todos los esfuerzos que ella ha hecho durante estos últimos<br />

meses, todas las exigencias a las que se ha querido fiel, ella las ha considerado siempre<br />

como la respuesta a una llamada del Señor dirigida a ella, personalmente.<br />

A1 fin de enero, el desenlace parece inminente. El 30, el Sr. Dubois lleva a Sor Anina el<br />

confortamiento de la Extremaución. En su diario, su madre anotó: Ella recibe los últimos<br />

sacramentos con mis sentimientos correspondientes.<br />

214


Al día siguiente, concedidos todos los permisos, la postulante es admitida a tomar el<br />

compromiso que la agregará al Instituto de las Hermanas de la Caridad de San José. Ella<br />

expresa una alegría profunda cual es entonces la suya, ya que desde entonces forma parte<br />

«de las Hijas de San Vicente de Paúl».<br />

Unas semanas más, su estado permanece estacionario, sin dejar de ser inquietante.<br />

Hacia el 15 de febrero, Isabel escribe: Es verdad que la hija de mi corazón está a punto de<br />

morir. La semana pasada ha estado en un constante alerta, esperando en cada uno de los<br />

accesos que fuera el último, pero con una alegría, una tranquilidad, una resignación de alma<br />

verdaderamente reconfortantes, no soportando ver que se derramase ni una sola lágrima<br />

junto a ella... Para todas las que venían a verla tenía algo consolador que decir.<br />

Al comienzo de marzo de 1812, llega a Emmitsburg el Sr. Bruté de Rémur, justo a tiempo<br />

para asistir en sus últimos momentos a Anina. Es necesaria la insistencia filial de las<br />

Hermanas para arrancar unos instantes a la madre de la cabecera de su hija moribunda. El<br />

12 de marzo, cuando se acababa de introducirla en la capilla, junto al santísimo Sacramento,<br />

Ana rinde su último suspiro. Después de unos años, Isabel trazará estas líneas pacíficas en<br />

las hojas de sus Dear Remembrances:<br />

-¡Velada antes de la muerte de Nina!<br />

-ella cantando «aunque todas las potencias...»<br />

Anina es enterrada el 13 de marzo, en el pequeño recinto con vallado blanco donde reposan<br />

ya, a la sombra del roble, los despojos mortales de Enriqueta y de Cecilia. Su madre está allí,<br />

de pie, hasta la última de las palabras litúrgicas. Se la oye decir a media voz: « ¡Padre, que se<br />

haga tu voluntad! ». Pero de retorno a la Casa Blanca, está literalmente hundida. Jamás<br />

dolor alguno la anonadó con tal profundidad. El 20 de marzo, escribe a Julia:<br />

-Unas líneas tan sólo del corazón de la madre que ha dejado a su querida hija en el bosque<br />

con Enriqueta y Cecilia. Voy bien; justo una vueltecita a la montaña para un paseo. PAZ.<br />

En el mes de mayo, se expresa más largamente en una carta dirigida a Elisa Sadler. La<br />

imagen de Anina -confiesa ella se impone sin cesar a su espíritu. La gracia excepcional de su<br />

forma de actuar, su mirada, que alzaba para dejar transparentar de alguna manera la<br />

verdadera luz de su alma en la mía, cosa que era a menudo para ella la única expresión de<br />

sus deseos, de sus anhelos -y ahora, soy tan dichosa en pensar que jamás contrarié ninguno<br />

de ello- sus sentimientos razonables, la rectitud de sus intenciones, afirmadas en tantas<br />

circunstancias, el orden meticuloso de sus pequeños negocios, y su manera ingeniosa de unir<br />

la economía y el buen gusto para vestirse con sencillez y elegancia -había allí siempre para<br />

su madre un motivo de alegría, y ahora lo hay de ADMIRACIÓN-, y me parece que jamás he<br />

visto o que jamás veré nada que se le pueda comparar. Pobre madre, déjala que te hable,<br />

Isabel.<br />

Si tú hubieras podido verla en el momento, en que, arrodillada al pie de su lecho, para<br />

calentar en mis manos sus pies fríos, fríos, un día o dos antes de su muerte -Anina vio mis<br />

lágrimas, e incapaz de ocultar las suyas, aunque sonreía al mismo tiempo, repetía la<br />

pregunta que tan a menudo recordaba:<br />

- ¡VA A SER MI VEZ? ¿POR QUÉ NO ALEGRARTE? ESO NO DURARÁ MÁS QUE UN MOMENTO,<br />

Y NOS UNIREMOS DE NUEVO PARA LA ETERNIDAD. UNA ETERNIDAD DE DICHA CON MI<br />

MADRE - jQUÉ PERSPECTIVA!<br />

He ahí lo que dijo. Y cuando, en su última agonía, sus labios podían apenas pronunciar una<br />

palabra, sintiendo caer sobre su rostro una de mis lágrimas, sonreía y decía a precio de un<br />

gran esfuerzo: «¡Ríe, madre!... Jesús» entrecortando sus palabras, pues no podía ya decir<br />

dos de seguido...<br />

215


La pobre madre no debe ya añadir nada ahora; tan sólo, ruega Isabel, pide para ella la<br />

fuerza... Créeme, si digo, sin embargo, con toda mi alma: «¡Que se haga tu voluntad!».<br />

ETERNIDAD era la palabra querida de Ana. La encuentro escrita en todo lo que le pertenecía:<br />

música, libros, cuadernos, hasta en las paredes de su pequeña habitación, por todas partes,<br />

esa palabra.<br />

A1 releer esta carta, escrita en el mes de mayo de 1812, y confrontarla con las páginas del<br />

diario redactado los meses precedentes, se percibe que queda un problema.<br />

- ¡Oh ~I ANA! ¡La hija de mi alma!<br />

- Ella ha recibido los últimos sacramentos, con mis sentimientos... - Jamás contrarié uno solo<br />

de sus deseos, uno solo de sus anhelos... Afirmación leal, que desmiente sin embargo la<br />

realidad.<br />

- ¡Pobre madre!... ¡Pobre madre!...<br />

Para los que conocieron entonces' íntimamente a la madre de Anina, para los que la vieron<br />

vivir bajo sus ojos, se plantea ese problema. Sin resolverlo, lo esclarecen estas líneas que el<br />

Sr. Dubois dirige al Sr. Bruté de Rémur el 7 de mayo de 1812, en su lengua materna<br />

evidentemente, lo que nos permite captar sus matices de golpe:<br />

Dos palabras solamente mi buen Hermanito, no por falta de buena voluntad sino de<br />

tiempo... Continúa escribiendo a San José también, haces bien... En cuanto a la Madre, no<br />

halagues. Temo que el único mal que se haya hecho sea ese. Temo que la terrible prueba que<br />

ella ha experimentado con el fin de Anina haya sido por detener o reprimir tanto placer<br />

como ella tenía en exaltarla -tanto temor de que ella dijera o hiciese algo demasiado<br />

humano cuando había «alguien» en la habitación- el pretexto es el temor al escándalo -pero<br />

temo no hubiera habido algo más- cien veces he querido sondear esa herida -no fue sino<br />

después de algún tiempo que quise tocarla- por lo demás es menester que me guarde de<br />

hacer el mal, queriendo hacer el bien. Tengo casi temor de haber halagado para suavizar.<br />

Dios quiera que conozcas un día esta alma... ¡qué paño! Pero como los brocados de oro muy<br />

ricos y bien tupidos, qué difícil manejarla. E insiste de nuevo con unas palabras añadidas en<br />

posdata. Cuando te hablo de la prueba respecto a Anina y de la causa probable, no vayas a<br />

tocar esa cuerda de la manera que yo lo hago aquí -eso desesperaría a la pobre madre-. Yo<br />

te doy solamente un hilo para salir del laberinto, si lo explotas.<br />

Era necesario, en efecto, que la madre, posesiva aún, sin saberlo, conociera la purificación<br />

de un desprendimiento radical. El Sr. Dubois ha sondeado la profundidad de la herida. El no<br />

duda, sin embargo, que una vez más, el alma de Isabel salga victoriosa de una de las más<br />

rudas pruebas que haya ella conocido jamás. Puede errar un momento, debilitarse a veces,<br />

sentir gravitar sobre ella el peso de una agonía más dolorosa que la muerte: jamás regatea<br />

con las exigencias de Dios desde que las ha reconocido. El alma de la Madre Seton es como<br />

un brocado de oro, pesado y rico y, por eso, difícil de trabajar. Con tal material Dios<br />

proseguía, pacientemente, su obra.<br />

24.- MADRE DE LAS HIJAS DE LA CARIDAD<br />

Ensancha el espacio de tu tienda,<br />

despliega tus pabellones sin traba,<br />

alarga tus cuerdas, refuerza tus piquetes:<br />

pues vas a expandirte a derecha e izquierda<br />

y los tuyos poblarán ciudades desoladas.<br />

216


Is 54, 2-4<br />

Desde el comienzo del año 1811, Catalina Dupleix, cuya evolución religiosa la llevaba<br />

suavemente hacia el catolicismo, había hecho esperar a Isabel una visita a Emmitsburg. Muy<br />

dichosa con tal perspectiva, la Madre se había apresurado a responder a su amiga.<br />

El pensamiento de tu visita me da una alegría que jamás podrías imaginar. La soledad de<br />

nuestras montañas, el silencio de las tumbas de Cecilia y de Enriqueta, los hijos corriendo por<br />

los sotos que se cubren de flores silvestres en primavera -que ellos cogerían para ti a cada<br />

paso- la vida bien reglada de nuestra casa amplísima, donde se encuentra -al extremo de<br />

una de las alas- nuestra dulce capilla, tan bien cuidada, tan calma, donde habita como<br />

NOSOTROS lo sabemos, tú sabes quien... Todo esto no es un sueño, una ficción, es solamente<br />

una parte de la realidad de este privilegio nuestro. Es necesario que lo veas con tus ojos para<br />

creer que es verdad. De lunes a sábado, todo es apacible. No hay ninguna para turbar la<br />

tranquilidad de las demás, al contrario, todas se ayudan mutuamente con una actitud de<br />

buena voluntad de la que es preciso ser testigo para creerlo. Nadie en el mundo hubiera<br />

podido convencerme a mí misma, si no hubiera tenido la experiencia. Por eso puedes<br />

permanecer escéptica hasta el día que vengas y veas. No tenemos otra sociedad que la de<br />

nuestro pastor de montaña que es verdaderamente un santo varón, sencillo, muy educado.<br />

El celebra misa para nosotras al clarear el día, todo a lo largo del año. Si una de nosotras<br />

tiene alguna dificultad, se la expone, se recibe entonces consuelo, y luego la cosa queda sepultada<br />

en el silencio.<br />

Una carta dirigida a Julia Scott, el 29 de octubre de 1,812, aporta una precisión nueva sobre<br />

la vida de comunidad, cuya actuación es a la vez clarificada y estabilizada.<br />

Nuestra comunidad no tiene nada de común con los Institutos religiosos de Europa y, aunque<br />

tengamos unas reglas determinadas, cosa que es indispensable en cuanto varias personas<br />

viven juntas, yo dispongo personalmente de mí misma, pues no es posible asumir una<br />

obligación que estaría en desacuerdo con los que son mis deberes frente a mis seres<br />

queridos. Pero la verdad es que no miro jamás más allá de un año, sea por mí, sea por ellos,<br />

pues tú sabes cuán precario es mi estado de salud, desde hace ya tiempo...<br />

La muerte tan rápida de Ana María no solamente ha abierto en el corazón de su madre<br />

aquella herida de la que habla el Sr. Dubois, ha despertado en ella las peores ansiedades por<br />

los cuatro hijos que le quedan. En cada una de ellos -tal como lo confiesa en esta misma<br />

carta a Julia- cree reconocer presente, muy sin razón por lo demás, los síntomas del mal<br />

hereditario que parece estar ligado a la familia Seton. Tal perspectiva sería capaz de<br />

quebrantar toda energía. La fe robusta y viviente de Isabel le permite evitar ese peligro. Al<br />

constatar hasta que punto puede ser breve una vida, ella encuentra una razón de más para<br />

fijar su mirada en la eternidad.<br />

¡Eternidad! ¡Madre! ¡Qué responsabilidad! ¡Madre de las Hijas de la Caridad, que tienen<br />

tantas cosas que hacer también por Dios durante su corta vida!<br />

En el mes de mayo de 1812 no es Isabel Sadler -como esperaba Isabella que llega para unos<br />

días a Emmitsburg, es María Post con su marido. Ante la realización de una obra de la que<br />

las cartas de su hermana no le daban más que una idea parcial, María se asombra y se<br />

maravilla.<br />

La Casa Blanca de tejado abuhardillada se levanta en medio de los árboles, de los espinos de<br />

donde brota sin fin el trino y los arrullos de los pájaros. La atmósfera de paz que allí reina, la<br />

conmueve. Visita la capilla silenciosa, el obrador donde giran los telares, las salas de clase.<br />

Oye el tañido alegre de la campana que, o bien llama a las Hermanas a la capilla, o bien<br />

217


precipita la gozosa bandada de las alumnas bajo la sombra de los grandes robles a la hora de<br />

1a recreación. Ve el pequeño vallado blanco no lejos de la casa, y, al otro lado, el<br />

cementerio donde reposan sus dos cuñadas y la mayor de sus sobrinas. Pero siente que, a<br />

pesar de la inmensa nostalgia que abruma todavía el corazón de Isabel, toda la vida en el<br />

convento de San José se desarrolla con serenidad, una serenidad cuya existencia María no<br />

sospechaba, y que permite a todas las que han escogido vivir aquella vida asegurar<br />

alegremente las tareas, apasionantes o anodinas, fáciles o rudas, que acompasan cada una<br />

de las jornadas.<br />

Guillermo, Ricardo, Kate y Rebeca han cogido para su tío y su tía, las flores silvestres que<br />

embalsaman los sotos y las praderas. Los muchachos brincan como potrillos, seguidos de<br />

cerca por Catalina, por los senderos donde se extiende la sombra tenue todavía de los<br />

árboles. de verdes follajes. Bec queda más gustosa a orillas de su madre. La ligera cojera de<br />

la niñita de 10 años no escapa a la mirada ejercitada de un especialista como Wright Post.<br />

Se le pone al corriente de la caída sufrida en el curso del invierno pasado. El examina la<br />

pierna, la cadera de la niña. No oculta su inquietud. Es algo extrañamente lamentable que<br />

no se haya atajado antes el mal. Interrogada, la niñita confiesa que ella no quería que su<br />

madre se diera cuenta de ello. ¡Anina estaba tan enferma! ¡Y además, Rebeca temía tanto<br />

ser llevada a la enfermería del convento! El veredicto del Dr. Post es formal: es necesario<br />

poner todo en obra, ahora, para impedir que el mal progrese. Es muy dudoso, además, que<br />

la niña recupere ya el uso normal de su pierna herida.<br />

Isabel quiso que su hermana y su cuñado visitaran tanto el convento como sus<br />

dependencias. La comunidad en esta primavera de 1812, cuenta con 8 Hermanas. El número<br />

de niñas alcanza la cincuentena, entre las que treinta son pensionistas. La finca está en<br />

pleno rendimiento. Las huertas están cultivadas con competencia. En el campo bien<br />

sembrado, la futura mies verdegueante ondula como las olas del mar bajo el soplo del<br />

viento.<br />

Seguramente tan felices resultados no se han obtenido sin dificultad. De no ser por los<br />

donativos generosos de amigos a toda prueba -y los Post son de ellos- jamás se hubiera<br />

llegado a hacer fructificar hasta tal punto las tierras ricas y fértiles del valle. Ahora bien, para<br />

una colectividad como la de la Comunidad y el pensionado, sería prácticamente imposible la<br />

vida, lejos de la ciudad, si no pudiera encontrar en el lugar todo lo que es necesario al<br />

avituallamiento. Los capitales se mostraban, desde entonces, indispensables, incluso para<br />

aquellas mismas mujeres que habían pronunciado el voto de pobreza y no aceptaban para<br />

ellas mismas nada superfluo. Tal era la razón por la que no se podía abrir en Emmitsburg<br />

una casa de educación que no acogiera más que a hijas de familias necesitadas. Tal era la<br />

razón por la que Isabel había llegado hasta proponer hacer personalmente, y a pesar de lo<br />

que pudiera costarle, un recorrido de Hermana mendicante por las ciudades de Nueva York,<br />

Filadelfia y Baltimore. Mons. Carroll, prudentemente, se lo había disuadido. Semejante<br />

gestión hubiera sido inoportuna en América, en el año 1812. Sobre aquel plano todavía la<br />

mentalidad diferente en el Nuevo Continente respecto del Antiguo, hubiera expuesto al<br />

fracaso una forma de obrar a la que la vieja Europa estaba acostumbrada.<br />

Wright y María Post volverían encantados de su visita a Emmitsburg, a no ser por la<br />

inquietud que se llevan respecto a la salud de su sobrina Rebeca. Ahora bien, apenas han<br />

dejado el apacible valle, estalla de nuevo la guerra entre Inglaterra y sus antiguas colonias.<br />

Durante tres años van a alternar, por el lado americano, éxitos y reveses. Por un momento,<br />

los ingleses se hacen dueños de la ciudad de Washington que ellos incendian. Pero el<br />

general Jackson les inflige poco tiempo después una seria derrota ante Nueva Orleans. En<br />

218


1814, solamente la paz de Gand pondrá fin a la segunda guerra de Independencia. El pueblo<br />

americano saldrá de este nuevo período de lucha más fuerte y más unido, más capaz,<br />

finalmente, de bastarse en el plano de la industria y de afirmarse como una gran potencia<br />

ante los países de la Vieja Europa. Si el eco de las hostilidades no llega sino con sordina al<br />

pie de las Montañas Azules, las turbulencias que ellas suscitan, especialmente en las<br />

ciudades costeras, hacen difíciles los desplazamientos a través del país. Isabel Sadler, con<br />

mucho disgusto suyo, ha de renunciar a venir a pasar un tiempo cerca de su amiga, como lo<br />

había proyectado. Rebeca está siempre en Emmitsburg. ¿Cómo separarse de una niña de 10<br />

años en este período turbulento y para enviarla a dónde? Catalina Dupleix ha escrito a<br />

Isabel que un doctor de renombre obtiene, en Nueva York, maravillosos resultados gracias a<br />

un nuevo tratamiento aplicado a casos similares al de Bec. Pero la madre de la niña no osa<br />

tomar sola la decisión de enviarla tan lejos de ella en las circunstancias presentes. Quiere<br />

referírselo ante todo al Dr. Chatard. No ha tenido todavía tiempo de llegarle la respuesta del<br />

médico, cuando llega a Emmitsburg el general Harper, cuya hija es pensionista en la Casa<br />

Blanca. Insiste ante la Madre Seton para que le confíe a la pequeña Rebeca. El vuelve<br />

directamente a Baltimore y la pondrá en manos del Dr. Chatard. Isabel acaba por dejarse<br />

convencer. El especialista francés, no obstante, no podrá formular otro diagnóstico que el<br />

del Dr. Post: Rebeca permanecerá enferma toda su vida. El no ve ninguna utilidad en<br />

retenerla en Baltimore y se contenta con prescribirle baños y masajes. La chiquilla, por otra<br />

parte, no se muestra afectada por su enfermedad.<br />

Rebeca es todo alegría, todo delicadeza, de una gran sensibilidad y precoz en todo para una<br />

niña de su edad, explica Isabel a Julia Scott en el mes de octubre de 1812. Le gusta<br />

enormemente la música y desde un tiempo está constantemente al piano... Su madre, sin<br />

embargo, se ve obligada, realmente, a reconocer que su hija es ahora seriamente<br />

minusválida, hasta el punto de que ciertos días le es imposible atravesar la habitación ella<br />

sola.<br />

En la misma carta, Isabel traza un retrato encantador de Catalina: Kitty tiene 12 años, es la<br />

más adicta. Desde su niñez, ha mostrado tanta docilidad y cariño frente a mis deseos que su<br />

educación es muy bien proseguida. La chiquilla -ase gura orgullosamente su madre- es una<br />

excelente alumna, hasta en matemáticas, cosa que no fue jamás un punto fuerte de su<br />

primera profesora, Isabel misma. En cuanto a la educación de su espíritu, creo que pocas,<br />

muy pocas niñas pueden superarla.<br />

Sin embargo, la tosecilla seca que le es habitual parece agravarse, recordando<br />

dolorosamente a la Madre Seton los síntomas del mal que le arrancó a su marido y a su hija<br />

mayor. ¡Cuánto se asombraría si le pudiera predecir ahora la longevidad de Catalina, que<br />

alcanzará en 1890 sus noventa años 1 . Si Kate y Rebeca, cada una según su personalidad<br />

naciente, alegran el corazón de su madre, no sucede la mismo en cuanto a Guillermo y<br />

Ricardo, en quienes Isabel discierne una inestabilidad que la inquieta con justo título.<br />

Ambos, al parecer, han heredada de su padre un temperamento sin vigor. Privados, además,<br />

demasiado temprano de su padre, los dos muchachos han crecido en un medio cerrado, y<br />

demasiado exclusivamente femenino. Traqueteados de aquí y de allí, demasiado protegidos<br />

por una madre ansiosa, no dejan el hogar familiar, que es un hogar conventual, sino para<br />

volverse a encontrar en el ambiente del colegio Santa María cuyo reglamento estaba<br />

concebido, ante todo, para la formación de seminaristas menores. Su madre queda atónita,<br />

hasta entristecida de la respuesta del mayor, de 12 ó 13 años, en la clase de catecismo:<br />

219


-¿Qué has venido a hacer tú en este mundo, le preguntó la profesora, a ganar dinero para<br />

realizar buenos negocios, o bien para servir a Dios y utilizar los dones que has recibido de El,<br />

para hacer su voluntad?<br />

- Pues, yo estoy en el mundo para las dos cosas, responde imperturbablemente el chaval.<br />

Al cabo de unos años, Ricardo, escribiría en resumen a su hermana: Se nos enseñó en el<br />

colegio que es necesario despreciar el dinero, la fortuna... ¡vamos ya! ¡Es necesaria tener<br />

bien de dinero en la vida!<br />

El razonamiento de los muchachos está lejos de ser esencialmente erróneo. Hasta denota<br />

en ellos un buen sentido práctica que no habían de apoyar desgraciadamente las cualidades<br />

de perseverancia en el esfuerzo, de desinterés y de generosidad que habían sido siempre la<br />

realidad de su madre.<br />

De Guillermo, Isabel puede decir ya: Es el muchacho de las esperanzas y de los temores. Sólo<br />

sueña con océanos, barcos, viajes, aventuras a través del mundo. Ricardo se desarrolla<br />

físicamente hasta el punto de pasar pronto la cabeza tanto a su madre coma a su hermana.<br />

Le llaman familiarmente Daddy-Dick, evocación de Daddy-long-legs con que los ingleses<br />

designan de manera pintoresca a la típula de largas y finas patas. El gigante, dice también su<br />

madre riendo, ella que es de talla muy pequeña.<br />

Después de la muerte de Anina, la Madre Seton, viendo venir hacia ella a sus dos hijos, les<br />

había dirigido estas palabras:<br />

-Sois unos hombres ya, vuestra madre espera de vosotros un apoyo. Pero Guillermo y<br />

Ricardo no serán jamás sino unos niños grandes, incapaces de llevar a buen término ninguna<br />

empresa, inconscientes de las inquietudes y penas que van a causar pronta y sin tregua a su<br />

madre hasta su último día.<br />

Así proseguía Dios en el alma de su sierva la obra de desprendimiento, sobre el punto que<br />

seguirá siendo, en ella, el más sensible: su ternura ansiosa, perdida, por sus pobres hijos.<br />

Sin embargo, las penas se entrecruzan siempre con las alegrías, las graves preocupaciones<br />

con las alegres sorpresas. En el curso del otoño de 1812, Catalina Dupleix, después de<br />

muchas vacilaciones y de muchos aplazamientos, entró en la Iglesia Católica. Un vínculo<br />

nuevo viene a hacer más íntima entre ella y la Madre Seton una amistad fiel, trabada unos<br />

veinticinco años antes. En septiembre de 1813, el proyecto tanto tiempo acariciado de<br />

volver a verse, llega a ser realidad.<br />

Por unos días, Catalina es, a su vez, huésped maravillado de White House. Tanta la<br />

comunidad como el establecimiento escolar está en plena prosperidad, a pesar de que dos<br />

Hermanas han partido, a continuación de Anina, hace unos meses, para la casa del Padre:<br />

dos de las primeras compañeras de la Madre en Paca Street: María Murphy y Elena<br />

Thompson. Entre el Sr. Dubais, el superior, y la fundadora, ninguna dificultad desde<br />

entonces. Ningún choque. Ambos son unos verdaderos educadores. Su colaboración<br />

afortunadamente acorde permite a la obra de San José desarrollarse más allá de lo que se<br />

podía esperar al comienzo. Como siempre, la Madre pone de su persona. A su papel de<br />

maestra general, se añade el de profesora de religión y de historia. Las alumnas están<br />

habituadas a ver aparecer sin ruido su delgada silueta por el ángulo del pasillo, subir, bajar<br />

silenciosamente las escaleras. Isabel se obliga a pasar diariamente por cada una de las<br />

clases, se sienta un momento, sin decir palabra, al fondo de la sala, escucha a la niña recitar<br />

sus lecciones y al profesor impartir sus enseñanzas. Con un juicio seguro valora las<br />

competencias, descubre los puntos débiles de cada una a fin de ponerles remedio. Ella<br />

quiere en su casa una enseñanza de calidad. Sabe que una educadora o enseñante no se<br />

improvisa: en ese dominio se necesitan aptitudes y preparación. Jamás se le ocurrirá la idea<br />

220


de que la buena voluntad en la materia pudiera reemplazar la capacidad o el trabajo<br />

personales. Quiero, para secundar a las Hermanas, profesoras seglares que tienen que dar,<br />

precisamente ante las niñas, otro testimonio que el de las Hermanas, completándose ambos<br />

para la obra de la educación.<br />

Hecho digno de notarse: La Madre Seton guarda frente a las alumnas de White House, una<br />

lucidez que su ternura maternal, siempre inquieta, no la permite conservar respecto a sus<br />

propios hijos. Cuando, dos veces por semana, va a dar a las mayores una charla espiritual,<br />

que toma muy pronto aires de un círculo de estudios donde cada una puede expresarse<br />

libremente, ella tiene que precisar su actitud y su propósito.<br />

-No vengo a enseñaros -les dice--, cómo se llega a ser unas buenas religiosas, unas<br />

Hermanas de la Caridad, quisiera solamente prepararos a ocupar el puesto que ha de ser el<br />

vuestro en el mundo donde estáis llamadas a vivir. Deseo enseñaros cómo ser, más tarde,<br />

unas buenas madres de familia.<br />

Cosa que no la impide, sin embargo, poner en guardia a sus jóvenes oyentes contra los<br />

peligros no ilusorios que ellas encontrarán necesariamente, atraídas como han de ser por<br />

una vida de facilidad, donde se hace polvo el ideal por unos placeres ficticios cuya<br />

embriaguez hace perder tan pronto el gusto de Dios. Vivir en medio del mundo sin el<br />

dominio de sí mismo es tan peligroso para las jóvenes -le afirma ella- como peligrosa es la<br />

llamada de la lámpara para la mariposa que se deja fascinar por su brillo y viene<br />

ingenuamente a quemarse allí las alas.<br />

Les habla también -¡y con qué convicción!- de la presencia de Cristo en la eucaristía, de ese<br />

don inaudito cual es para ellas, católicas, la gracia de la comunión sacramental. Desea que<br />

sus almas, conscientes de tal gracia, se semejen a un vaso de cristal, lleno de agua tan pura<br />

que la menor mota de polvo sea allí perceptible. Con una intuición tan límpida y tan segura.<br />

Isabel hubiera conducido gustosa a aquellas niñas a ella confiadas, hacia la comunión<br />

frecuente, hasta diaria. Sabemos cómo el rigorismo, par mitigado que fuera aquí o allí,<br />

impregnaba todavía en el siglo XIX, las directrices dadas por la mayor parte de los teólogos,<br />

en lo concerniente a la recepción de la eucaristía. La noción de respeto -cuya realidad no<br />

será jamás cuestión de negar- había acabado por anteponerse en cierta manera a los otros<br />

aspectos del sacramento del que Cristo quiso hacer el alimento de unos frágiles peregrinos<br />

como nosotros. «El pan nuestro de cada día, dánosle hoy...». El pan no es para recompensa<br />

de las más altas virtudes de los santos, el pan es el viático indispensable al viajero para<br />

avanzar por el camino de la vida terrestre, cuya meta es la vida eterna.<br />

«Tu has dado a este pobre enfermo tu carne sagrada -dice San Agustína fin de que ella sea<br />

el alimento de su alma y de su cuerpo, y tu palabra, a fin de que ella luzca como una<br />

lámpara ante sus pasos. Yo no podría vivir sin estas dos cosas, pues la palabra de Dios es la<br />

luz, y el sacramento el pan de vida». Estas afirmaciones Isabel las hubiera suscrito con toda<br />

su alma. Se hubiera estremecido de alegría de entrever los decretos liberadores de Pío X<br />

que daban de nuevo a la comunión eucarística su verdadero sentido, y convidaban a todos<br />

nosotros, los rescatados, a responder a la llamada del Redentor, para que, por una unión<br />

más íntima con El, pudiésemos ser por El más plenamente salvados.<br />

A la verdad los textos mismos del Concilio de Trento, después de haber exaltado «la<br />

excelencia y la eficacia maravillosa de la eucaristía» habían expresado de forma explícita, «el<br />

deseo de que los fieles estuvieran lo bastante bien dispuestos para comulgar en cada misa».<br />

Son esos mismos textos los que Pío X vuelve a tomar y comenta, proyectando sobre ellos<br />

una luz nueva. «Estas palabras -afirma él- dicen bastante claramente el deseo de la Iglesia<br />

221


de que todos los fieles se repongan cada día con el celeste banquete y beban allí efectos de<br />

santificación siempre más abundantes».<br />

El jansenismo, en Francia muy particularmente, había endurecido una posición ya errónea<br />

por consecuencia del rigorismo. Aunque La Frecuente Comunión del gran Arnauld hubiera<br />

sido refutada por San Vicente de Paúl mismo, los errores que contenía la obra no habían<br />

dejado de abrir bien su camino. Cualesquiera que fuesen, por otra parte, las influencias de<br />

que estuviesen marcados, sin saberlo, los Sulpicianos de Maryland se atenían a las consignas<br />

entonces vigentes no solamente para los fieles, sino para las comunidades religiosas, dentro<br />

de una rigidez que hoy nos parece exorbitante.<br />

«He reflexionado mucho en el peligro de una comunión frecuente indicada por la regla<br />

dentro de una comunidad religiosa», escribía el Sr. Dubouru a la Madre Seton, el 13 de julio<br />

de 1809, estableciendo en número restringido los días de comunión concedidos al conjunto<br />

de las Hermanas de San José.<br />

Y sin embarga Cristo dijo: «No son los sanos quienes necesitan del médica, sino los<br />

enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. .. » (Lc 5, 31-32).<br />

Una no puede sino entristecerse de ver unas directrices tan poco conformes al evangelio<br />

dadas como reglas válidas a aquélla que había conquistado en la fe católica la presencia<br />

sacramental de Cristo. ¡,No había descubierto ella desde el primer instante, que el pan de<br />

vida había sido dado a los hombres por el «dulce Redentor» como el pan de cada día? Aquí,<br />

todas las gentes que aman a Dios, que se portan bien, que llevan una vida reglada pueden<br />

recibir el sacramento todos los días... -escribía ella desde Liorna con destino a Rebeca, en la<br />

primavera de 1804. No obstante su amar apasionado por la eucaristía irradia, en<br />

Emmitsbure, así de su enseñanza como de su actitud, a las horas de adoración en la<br />

pequeña capilla de la Casa Blanca. Los días de comunión son para ella días de fiesta. Su<br />

deseo es que lo sean también para todas aquellas a quienes se acerca.<br />

A esta irradiación las niñas no san insensibles. Ellas sienten confusamente que lo que les<br />

atrae hacia la Madre Seton no es el hecho de su afecto natural solamente. Un algo emana<br />

de su persona que ellas no sabrían definir, sin duda, pero que, con más seguridad que las<br />

palabras las arrastra hacia Dios. ¿No es sencillamente que ya se trasparenta en ella el<br />

espíritu de Cristo y de su Evangelio? Ella conquista el corazón de las alumnas actuales v<br />

guarda la confianza y la amistad de las que han terminado sus años de estudios en San José.<br />

A las que le escriben de lejos, encontrará siempre el medio de responder.<br />

Como se había maravillado Mary Post durante su visita al Valle el año anterior, Catalina<br />

Dupleix, a su vez, es incapaz de ocultar su admiración. A su amiga, más aún que a su<br />

hermana, que no comparte su fe, Isabel puede dar tal detalle, hablar de tal experiencia.<br />

Mejor que Mary, Dué es capaz, ahora, de captar de dónde viene en su amiga la serenidad, la<br />

calma, el recogimiento, de que jamás se desprende en medio de la tropa traviesa e<br />

impetuosa de las cincuenta alumnas, que dan a White House el aspecto de una colmena<br />

zumbante de vida, de animación y de regularidad.<br />

Sor Ketty Muyan secunda a la Madre Seton en calidad de directora de disciplina. En los cinco<br />

grupos de diez chiquillas -así se encuentran repartidas las alumnas- ejerce ella una autoridad<br />

firme y sonriente, desde la hora de le vantarse -5,45- hasta la de acostarse, que sigue, más o<br />

menos rápidamente según las edades, a la cena que tiene lugar a las 7,15 de la noche. La<br />

Sra. Guérin asegura las clases de francés. Pronto, la verán las niñas vestida con el hábito de<br />

las Hermanas, tomar su puesto entre ellas bajo el nombre de Sor Magdalena. La Sra. Seguin<br />

es una excelente profesora de música. Durante algún tiempo, Kate, que es todavía su<br />

alumna, asegurará bajo su dirección las lecciones de piano de principiantes.<br />

222


La pequeña Rebeca progresa también rápidamente en sus estudios escolares y musicales,<br />

pero se acabaron para la chiquilla de 11 años los juegos y correteos por el jardín o por el<br />

bosque. Mientras las dos amigas, Isabel y Catalina, se detienen un momento para rezar en el<br />

pequeño cementerio, bajo la sombra de los grandes robles de follaje amarillento, la Madre<br />

no puede dejar de pensar en otra tumba que se encontrará, pronta tal vez, al lado de las de<br />

Enriqueta, de Cecilia, de Ana María, de Sor Murphy, de Sor Thompson. Ella cuenta a Dué la<br />

historia de aquella desgraciada caída. En abril último, Rebeca pasará una nueva temporada<br />

en Baltimore. Se trataba de recibir allí el sacramento de la Confirmación de manos de Mons.<br />

Carroll. El Sr. Dubois la había preparado con una gran bondad, durante la Semana Santa,<br />

trasladándose cada día a la enfermería, no dudando en asegurar a la chiquilla minusválida<br />

las ventajas de un retiro solo para ella.<br />

Por otra parte, desde septiembre de 1812, el Sr. Bruté de Rémur ha venido a aportar su<br />

concurso entusiasta al Sr. Dubois. El colegio de Monte Santa María, la casa de San José, las<br />

dos parroquias le abren ya un vasto campo de aposto lado. No hay duda de que Isabel había<br />

querida presentar a su amiga Dué, nueva católica, al director de la comunidad, el jovial Sr.<br />

Dubois. El acaba de alcanzar la cincuentena. Al ardor, añade ahora la experiencia. Cara<br />

redonda, aniñada, bondad llena de sencillez, el Sr. Dubois ofrece físicamente un verdadero<br />

contraste con el grave Sr. Bruté de Rémur, de fino rostro de asceta, de mirada de fuego.<br />

Ambos están adheridos desde ahora a la obra de la Madre Seton y no dejan una ocasión de<br />

testimoniarle su efectivo y lúcido servicio.<br />

El Sr. Bruté de Rémur tiene 34 años, en 1813. Su ciencia de las cosas de Dios es cierta. Su<br />

conocimiento de la lengua inglesa, a pesar de su estancia en Baltimore, es más escasa. Es<br />

forzoso, pues, al predicador recurrir una vez más a los buenos servicios de la superiora de<br />

San José, de forma casi constante. Afortunadamente, laguna humana que permite que se<br />

establezca entre él y ella un diálogo espiritual, del que al fin, se aprovechan tanto -el uno<br />

como la otra. Tienen en común un ardor semejante, un entusiasmo semejante, la misma<br />

espontaneidad directa y sencilla, los mismos brotes impetuosos, los mismos deseos<br />

apasionados por el reino de Dios. Can un temperamento como el suyo, Isabel ha sentido<br />

siempre una necesidad esencial de poder apoyarse en un guía espiritual que sepa ser junta a<br />

ella, no solamente el consejero seguro, prudente, sino también el testigo respetuoso del<br />

trabajo que el Señor prosigue en su alma. Expresarse, sentirse comprendida, dar su<br />

confianza, pero también compartir en todas las cosas, es en ella una necesidad vital. Desde<br />

su retorno de Toscana, ha buscado tal guía, ella ha creído haberle encontrado a veces. Dios<br />

se lo reservaba para sus últimos años.<br />

Ella tiene cinco años más que el Sr. Bruté de Rémur, pero no tiene todavía diez años de<br />

catolicismo. El es más experimentado que ella en las vías divinas. Pero la única experiencia<br />

que ha efectuado ella, en cuanto convertida, le ha dado, en más de un punto, una claridad<br />

nueva que se hubiera escapado al sacerdote bretón, nacido en un medio esencialmente<br />

católico, y para quien la fe jamás ha planteado problemas.<br />

Se han conservado textos de sermones escritos por Isabel redactados en común por el Sr.<br />

Bruté da Rémur y su secretaria, dentro de una tan estrecha colaboración, que es difícil<br />

discernir lo que es del uno y de la otra. Cuando el Sulpiciano pronuncia, el 2 de febrero de<br />

1812, en el Monte Santa María un sermón, con ocasión de una ceremonia de primera<br />

comunión, a través de los pensamientos que desarrolla sobre la presencia de Dios, la gracia<br />

de los sacramentos, la vida terrestre que día tras día es ya una anticipación de la vida<br />

eterna, los temas favoritos de su hija espiritual están allí transparentes.<br />

223


Hay experiencias, por otra parte, que sólo conoce una madre. ¿Quién sino la Madre Seton,<br />

hubiera podido sugerir al Sr. Bruté de Rémur aquellas palabras henchidas de ternura para<br />

hablar con tanto fuego y tanta delicadeza de la presencia de Jesús en María, durante los<br />

meses que transcurren de la Anunciación a la Natividad? ¿No ha confesado ella, a este<br />

respecto, que le ha sucedido a veces, tener personalmente esta experiencia: el Hijo de Dios<br />

presente en su alma de una manera más cierta que lo estaban en su seno, cuando ella<br />

esperaba su nacimiento, Ana María, Will, Ricardo, Catalina o Rebeca? Las palabras que ella<br />

dicta al predicador, cuando se trata de Cristo muy chiquitico, son expresiones maternales,<br />

He, the Jesus Babe: «El, Jesús Bebé». La expresión, por su parte, es realista, sin la menor<br />

afectación, con los términos que están en los labios de la mujer que estrecha entre sus<br />

brazos con una inmensa ternura al pequeño ser que acaba de nacer al mundo.<br />

Por otra parte, la eucaristía es donde necesita recurrir siempre. Su despacho, no sin<br />

intención deliberada, se encuentra contiguo a la capilla. Estoy sentada o de pie -escribe ella-<br />

frente a su tabernáculo a lo largo de la jornada, y con servo mi corazón hacia El, como la<br />

aguja imantada hacia el polo norte. El sentido que ella tiene de la presencia real es<br />

manifiestamente fruto de una gracia excepcional. El Sr. Bruté de Rémur está tan convencido<br />

de ello que no dudará en escribir unos años más tarde: Ojalá pudiera mi corazón y mi alma<br />

conocer y experimentar la gracia del Santísimo Sacramento de mi Jesús, como lo hizo la<br />

Madre. Su testimonio será también formal cuando hable de la forma como recibía ella la<br />

Santa Comunión. Se presentía entonces su ardiente deseo de la eterna comunión con el<br />

dulce Redentor. Había en ella un sentido de lo absoluto, de lo eterno que conmovía a su<br />

entorno. Exigente para consigo misma exactamente como para cada uno de los miembros<br />

de su Instituto, ella no busca nada más, no propone nada más que la sencillez y las<br />

exigencias del Evangelio.<br />

¿Cuál es -pregunta ella- la primera regla de la vida de nuestro amado Redentor? Vosotras lo<br />

sabéis, era hacer la voluntad de su Padre. Así pues, el primer fin que ya proponga a nuestro<br />

trabajo de cada día es hacer la voluntad de Dios. El segundo es hacerla de la forma que El la<br />

hacía personalmente. La tercera, es hacerla, porque es su voluntad.<br />

Quiere que todo, en ella y en sus hijas, permanezca disponible a esa única voluntad, dentro<br />

de una vida de silencio que sabe estar a la escucha de Dios, dentro de una vida de don<br />

generoso de sí mismo que sabe decir sí frente a todas las pruebas de fidelidad de las que<br />

están tejidos los días. Ella, tan fácilmente ansiosa, da, sin embargo, el primer puesto a la<br />

confianza. Nada de desánimo frente a las faltas, a los fallos inevitables. Se cae, se vuelve a<br />

levantar, se pide perdón y luego se sigue de nuevo adelante, como los pioneros a quienes<br />

no detienen en absoluto los obstáculos que topan cada día, de los que cada día triunfan.<br />

Ha encontrado en uno de los tratados de Fenelón la exposición justa de lo que debe ser la<br />

pureza de intención, que da a todos los actos de una jornada su dirección esencial, hacia<br />

Dios y su amor. Desde el momento en que no se ha retractado esa ofrenda, todo, para ella,<br />

es dado, y todo va bien. Quiere la alegría, a pesar de todo, para ella y para las demás. En<br />

medio de los sufrimientos, de las dificultades, de las inquietudes mismas irradia la alegría.<br />

El Sr. Bruté de Rémur que la ve vivir día a día, es el testigo maravillado de la obra divina en<br />

su alma. Es una verdadera madre para las Hermanas de la Comunidad. Las ama. Es amada<br />

de ellas. Sabe guardar respecto a ellas el puesto que le corresponde. Ha aprendido con<br />

fortuna que, en la Compañía de las Hijas de la Caridad, el Sr. Vicente ha querido que la<br />

superiora tome el nombre de «Hermana sirviente». Se quiere humildemente al servicio del<br />

Instituto de San José. Sabe, con todo, salvaguardar su autoridad. La dirección que da a sus<br />

Hijas está marcada con el sello de la prudencia y del buen sentido sobrenaturales. Porque<br />

224


conoce la experiencia del sufrimiento así del cuerpo como del altna, es capaz de<br />

compadecer y de confortar.<br />

Así la juzga el Sr. Bruté de Rémur incluso cuando debe indicarle tal error o tal fallo. Pues le<br />

acaece a veces a la Madre, sentir hervir en ella la sangre de los Bayley. Le acaece asimismo<br />

explotar bruscamente con una indignación mal con tenida, defender su opinión con excesiva<br />

pasión. Sobre todo debe contar día tras día con la ternura ansiosa que la vuelve a llevar sin<br />

cesar hacia e1 porvenir de sus hijos. Se establece poco a poco una pacificación que, en el<br />

plan psicológico, permanecerá siempre precaria, siendo, por otra parte, causa de las<br />

sombrías inquietudes de su madre, el comportamiento de Guillermo y de Ricardo.<br />

Dios, sin embargo, proseguía su obra.<br />

En la fiesta de San Vicente de Paúl, el 19 de julio de 1813, diecisiete Hermanas de la Caridad<br />

de San José pronunciaron por primera vez sus votos anuales. Como las Hijas del Sr. Vicente,<br />

las Hijas de la Madre Seton han adoptado la fórmula de los votos simples, emitidos por un<br />

año solamente, renovados todos los años, en la fiesta de la Anunciación. Isabel hubiera<br />

deseado aprovecharse de la ocasión para dimitir espontáneamente del cargo de superiora.<br />

Hubiera pasado con gusto el timón a otra de sus hijas, ahora que la barca boga con fortuna<br />

hacia alta mar. Ninguna de ellas, evidentemente, hubiera aceptado que se considerara<br />

siquiera tal eventualidad. Sor Cecilia O'Conway, par el contrario, había aprovechado la<br />

circunstancia para recordarle filialmente hasta qué punto contaban todas con ella.<br />

«Admirable lección sobre mis deberes la que me ha dado Sor Cecilia, concluye la Madre<br />

Seton. De este modo Catalina Dupleix, había encontrado en aquel comienzo del otoño de<br />

1813, una comunidad religiosa bien establecida, un pensionada próspero, una escuela<br />

parroquial naciente y a su amiga de siempre en plena expansión espiritual, rodeada de<br />

afecto, de respeto, de admiración. ;,Cómo, pues, había podido ella, Catalina, dudar de<br />

Isabel, un solo instante durante el año terrible de 1806? Ella comprendía ahora con cuán<br />

justo título, la Madre Seton podía escribir a Julia Scott unos meses antes: «¡Oh, si pudieras<br />

compartir la paz y la tranquilidad de nuestras jornadas!».<br />

Tal vez la mujer del rudo Capitán de barco, al regresar a su «hogar» de Nueva York, se lleva<br />

la nostalgia del valle apacible donde comienza a flamear el nuevo follaje de los grandes<br />

árboles. Pero Catalina ha de estar presente en su morada, donde va a juntársele su marido<br />

en cada una de sus escalas neoyorquinas. Ella debe volver a su parroquia católica de San<br />

Pedro, a la que en adelante, respondiendo al deseo del P. Kohlmann. aporta su servicio<br />

activo y generoso.<br />

No está lejos, sin embargo, la hora en que el joven Instituto que se desarrolla tan felizmente<br />

en el lejano valle va a enjambrar en las grandes ciudades. El 1° de junio de 1814, Isabel<br />

escribe aprisa una nota para Julia Scott, que le será llevada por una de las Hermanas de San<br />

José: Amor y bendición y amor un millar de veces para mi Julia. Rasa te dirá el resto. Tu<br />

amiga tuya, y pobre Madre (superiora) E.A.S.<br />

Sor Rosa White, en efecto, está a punta de dejar Emmitsburg para Filadelfia. El P. Hurley que<br />

había sido para Cecilia el guía esclarecido en el momento de su entrada en la Iglesia católica,<br />

ha sido nombrado recientemente párroco de la Trinidad de Filadelfia. El ha sugerido confiar<br />

a las Hijas de la Madre Seton un orfelinato existente en la ciudad desde 1799. En aquel año<br />

de terrible epidemia, la fiebre amarilla había multiplicado hasta tal punto las víctimas que<br />

fue creado un establecimiento completo destinado a las niñas, a quienes la muerte había<br />

arrancado brutalmente toda familia. La ayuda de cierto número de parroquianos de la<br />

Trinidad había permitido a la obra mantenerse hasta entonces. La solución, con todo, no<br />

podía ser provisoria. Ya que el orfelinato se mostraba siempre como necesario en la ciudad<br />

225


en vías de desarrollo, ¿por qué no hacer ahora una institución sólidamente asentada y que<br />

la tomase a su cargo la primera comunidad religiosa de América?<br />

Mons. Egan, que conocía a la Madre Seton y a la comunidad de White House desde<br />

noviembre de 1810, aprueba sin demora tal sugerencia. La Sra. Raquel Montgomery, que<br />

forma parte del comité de dirección del orfelinato tiene en alta estima a la fundadora de<br />

Emmitsburg. Ella tuvo ya ocasión de ayudarla en 1809 durante la primera instalación de la<br />

escuela de Baltimore. Después, fue a visitarla al Valle. Aquí también le ayuda.<br />

A la verdad, es un pobre y humilde orfelinato el que las Hermanas deben tomar a su cargo.<br />

Está cargado de deudas, y las molestias ocasionadas por la guerra que se prosigue a lo largo<br />

de las costas no facilitan nada el acondiciona mienta del local, ni el avituallamiento de los<br />

pensionistas. Bravamente, Sor Rosa, convertida en superiora de las das Hermanas, trata de<br />

hacer frente a la situación. Ella cuenta, con humor, la llegada del carromato a Filadelfia y las<br />

desventuras que, desde el primer día, van a conocer las tres fundadoras, tan parecidas a las<br />

que relata la gran Santa Teresa en el Libro de las Fundaciones. Dejaron el valle el 29 de<br />

septiembre. Después de la última etapa de su viaje, helas al fin en la ciudad que apenas<br />

conocen. Sin saber qué dirección tomar, el cochera se aventura al azar par una calle, tuerce<br />

por otra y avista, finalmente, el campanario de la iglesia. Desde la ventana de la rectoral,<br />

muy próxima, el ama del cura, una buena francesa, llamada Justina, ve acercarse despacio<br />

un carruaje estridente, con las cortinas cuidadosamente echadas. Bien claro está que es un<br />

muerto -piensa ella- que vienen a traer a la parroquia para los funerales. Sale a la calle, se<br />

acerca al vehículo que acaba de pararse, levanta discretamente una de las cortinas ve en el<br />

interior tres mujeres bien vivas, y con una súbita inspiración:<br />

-¿No vienen Vds. de San José, por casualidad?, interroga. -Sí señora, ¿quién es Vd., pues?<br />

-Soy el ama del Rvdo. Roelof.<br />

-¿Podría Vd. indicarnos dónde está el orfelinato?<br />

-¡Claro que sí! Están Vds. justo ante su puerta. ¡Pero bajen, pues!<br />

Las Hermanas tranquilizadas, entran en la iglesia de la Trinidad. Justina se precipita para<br />

advertir al Sr. Hurley su llegada. Acude él y envía a las tres viajeras a la rectoral. En cuanto a<br />

tomar posesión de la casa que les está destinada, es decir, el orfelinato, les será menester<br />

aguardar a que se vayan de allí las señoras del patronato. Ellas dejarán vacíos los locales el 2<br />

de octubre, llevándose además can ellas la mayor parte del mobiliario.<br />

Pobremente vestidos, más pobremente alimentados, los niños ignoran hasta el sabor del<br />

azúcar y del pan fresco. Los primeros tiempos son muy duros. Las Hermanas mismas se ven<br />

en la obligación de ajustarse a severas privaciones. A guisa de pan, ellas comerán, más de<br />

una vez, patatas. Será menester la intervención delicada del P. Hurley para que el régimen<br />

alimenticio se haga un poco más sustancioso. Pronto, gracias a él, pensionistas y religiosas<br />

podrán al menos azucarar la infusión poco nutritiva que les hace las veces de café.<br />

La obra es difícil de reemprender y no solamente en el plano material. Pero Sor Rosa, coma<br />

verdadera hija de la Madre Seton, sabrá hacer frente, a su vez, y asegurar poco a poco a<br />

esta obra, con unas bases sólidas, un equilibrio firme.<br />

Menos de dos años más tarde, el establecimiento de San José obtendrá del Gobierno su<br />

reconocimiento oficial. Una visita del General Harper, acompañado del Sr. Cooper, quien<br />

prosigue sus estudios de Teología en Baltimare donde recibirá la ordenación sacerdotal en<br />

el mes de agosto de 1818, permite iniciar los trámites, a partir de noviembre de 1816.<br />

En el mes de enero de 1817, el Estado de Maryland registra jurídicamente el acta que<br />

reconoce, en el plano civil, la existencia del Instituto fundado por la Sra. Seton. Los<br />

miembros de la asociación reciben allí el título oficial de «Hermanas de Caridad de San<br />

226


José». Los fines de su asociación, expresamente llamada «asociación religiosa», están<br />

netamente definidos. Son «las obras de piedad, de caridad y de necesidad, especialmente el<br />

cuidado de los enfermos, la asistencia a los ancianos imposibilitados o económicamente<br />

débiles y la educación de la juventud femenina». El acta queda registrada. Las minutas<br />

firmadas en buena y debida forma. El general Harper figura entre los signatarios. El<br />

documento hace mención de veintidós miembros de la dicha asociación, de 21 años de edad<br />

al menos, y reconoce a las Hermanas de Caridad de San José derecho de posesión y de libre<br />

uso de bienes, muebles e inmuebles, amén del dominio, que son su propiedad en<br />

Emmitsburg.<br />

El Instituto fundado por la Madre Seton tiene desde entonces derecho de ciudadanía en la<br />

joven y libre América.<br />

Si es verdad que toda fracaso, humanamente hablando, desacredita a un hombre ante los<br />

hombres, todo éxito, a la inversa, le confiere un derecho indiscutible al respeto y a la<br />

admiración. Despreciada, rechazada de los suyas, cuando ella frecuentaba, con los más<br />

desheredados de la ciudad, pobre como ellos, la pobre parroquia católica de San Pedro en<br />

Nueva York, Isabel ha reconquistado ahora la estima de sus conciudadanos, por el solo<br />

hecho de que los poderes públicos han reconocido oficialmente y con justicia sus méritos,<br />

proclamando altamente la legitimidad de su institución. Cuando en julio de 1817, el obispo<br />

de Nueva York, Mons. John Connolly, pida él también, como un favor, que un grupo de<br />

Hermanas sea enviado a su ciudad para tomar allí la dirección de un orfelinato, aquéllos<br />

mismos que, nueve años antes, denigraban abiertamente las actividades de la Madre Seton,<br />

aplaudirán con los demás la iniciativa del prelado.<br />

Así, en vida suya, y contrariamente a las previsiones de Mons. Carroll, a este respecto, Isabel<br />

y las Hijas de la Caridad Americanas se encontraron llamadas a dedicarse a las pobres y<br />

desheredados. Si los planes esbozados por el Sr. Matignon y por el Sr. Cooper, en 1809, se<br />

vieron fracasados en Emmitsburg donde ningún establecimiento había podido ser fundado<br />

para estar únicamente consagrado a ellos, la toma a su cargo de dos orfelinatos, uno en<br />

Filadelfia y otro en Nueva York, alegrando al presente el corazón de la Madre Seton, permite<br />

concebir para el porvenir unas esperanzas henchidas de promesas.<br />

25.- ¡QUE VENGA TU REINO!<br />

Diremos aquel día: «ahí está nuestra Dios»<br />

de El esperamos la salvación.<br />

El es el Señor en quien esperamos.<br />

Haya júbilo y alegrémonos<br />

porque El nos ha salvado,<br />

porque la mano del Señor<br />

reposa sobre esta montaña.<br />

Is 25, 9-10<br />

Kitty y Rebeca son mis más preciados tesoros; Guillermo y Ricardo están todavía en la<br />

montaña, pero el corazón de Guillermo no late sino con la esperanza de un puesto en la<br />

marina. Ese puesto ha sido efectivamente solicitado por inter medio del Sr. Brent de<br />

Washington, pero parece que será difícil de obtener... Mi Ricardo es atraído siempre por la<br />

perspectiva de estar a la cabeza de una granja, pero no sé cómo va a poder resistir a la<br />

violencia de la corriente que arrastra a todos nuestros jóvenes...<br />

227


En cuanto a Rebeca, ninguna mejora en su debilidad, aunque sufre mucho menos. Kit es una<br />

niña encantadora que se desarrolla bien...<br />

Así se expresa Isabel en la carta dirigida a Julia Scott el 1° de diciembre de 1814; el mayor de<br />

los muchachos acaba de cumplir 18 años, el segundo tiene más de 16. Ambos dan prueba de<br />

una falta de madurez alarmante. Dos años más tarde, su madre se esforzaba en interpretar<br />

en buena parte su infantilismo. Son tan inocentes como si tuvieran cinco años menos. Ha<br />

comprendido desde entonces, que sería inútil engañarse a este respecto. Mi mayor<br />

inquietud en la vida -ha terminado por confesar- son mis pobres hijos.<br />

¿El amor apasionado que Guillermo cree sentir por la carrera de oficial de marina, es en él<br />

otra cosa que un capricho por la aventura, un deseo juvenil de recorrer el mundo? De todas<br />

formas, con ser el gran adolescente que es, no tiene la formación requerida para verse<br />

confiar desde ahora un puesto que decidirá su futuro. La Madre Seton ha hablado a menudo<br />

con el Sr. Bruté de Rémur, tanto de las preocupaciones lancinantes que le causará el<br />

porvenir de sus hijos como de las proposiciones reiteradas de los Filicchi, cuya morada,<br />

como le ha asegurado reiteradas veces Antonio, estará siempre dispuesta a acoger a sus<br />

hijos como asimismo fue acogida antaño la viuda de Guillermo Magge con su hija mayor.<br />

Ahora bien, hacia la Navidad de este año de 1814, el Sr. Bruté de Rémur se propone<br />

embarcarse para Francia. Diversas razones le impulsan a tomar esta decisión. Volver a ver a<br />

su madre que no es, ya muy joven. Traerse a América los libros de su biblioteca,, cuya falta<br />

es perjudicial a su apostolado. Puntualizar, de viva voz, con sus superiores, ciertos<br />

problemas inherentes al cargo de director en los colegios Santa María de allende el<br />

Atlántico. Traerse, finalmente, si es posible, algunos misioneros suplementarios, cuya<br />

necesidad se hace sentir sobre el terreno. ¿Por qué no aprovechará la Madre Seton esta<br />

ocasión excepcional que se presenta para enviar a Guillermo a Europa? El podría hacer allí,<br />

por unos meses o por algunos años, una pasantía en la casa comercial de los Filicchi. El<br />

muchacho tiene necesidad de conocer otros horizontes que los del Monte Santa María y del<br />

convento de San José. ¿A quién confiárselo con mayor seguridad que a los amigos fieles<br />

cuyo elogio ha hecho tantas veces Isabel a los Sulpicianas de Maryland?<br />

Prevenido, Guillermo da inmediatamente su conformidad. El está dispuesto a embarcarse,<br />

como lo hizo su padre a su edad para iniciarse, en Toscana, en los negocias comerciales y en<br />

la vida del mundo. Una dificultad queda, sin embargo. En las condiciones políticas europeas<br />

actuales, es vano esperar que pueda haber lugar a un cruce de cartas entre América e Italia,<br />

antes de la salida proyectada. Buscan una solución. Se cree haberla encontrado. Guillermo<br />

llevará una carta de su madre para Antonio Filicchi. Desde su arribo a Francia, él la hará<br />

llegar a Italia y esperará, para emprender la última etapa de su viaje, una respuesta que,<br />

desde allí, no podrá tardar en obtener. ¿Cómo dudar, después de tantas promesas por su<br />

parte, de que Guillermo sea recibido por los Filicchi con los brazos abiertos en su casa de<br />

Liorna?<br />

El mes de enero de 1815, el joven, radiante de alegría con el pensamiento de salir de los<br />

límites estrechos del Valle, se pone en camino hacia Baltimore con el Sr. Bruté de Rémur. Su<br />

madre, sin embargo, lo ve partir no sin un íntimo desgarramiento y una excesiva inquietud.<br />

¿No va a decepcionar terriblemente Guillermo a sus amigos de toscana? Poco dotado, sin<br />

personalidad, orgulloso para colmo, ¿cómo va a reaccionar él en un medio tan diferente de<br />

aquel en el que siempre ha vivido? ¿Tendrá suficiente capacidad para ocupar un puesto, por<br />

pequeño que sea, en el negocio comercial de los Filicchi? Isabel devana ya en su<br />

pensamiento todos los riesgos a los que su hijo se va a encontrar expuesto. Su corazón<br />

maternal se interroga y se condena. Ella no tenía que haber dejado embarcarse a Guillermo.<br />

228


Pera Guillermo no se ha embarcado todavía. La noticia de la Paz de Gand, firmada en<br />

diciembre de 1814 no llegó a los Estados Unidos hasta 1815. Ningún velero está de partida<br />

para Francia. Isabel se agarra ahora a la idea de buscar, de encontrar para su hijo una<br />

situación que le guardaría más próximo a ella, en América, al menos. El Sr. Dubois la disuade<br />

a intentar nuevas gestiones ya que Guillermo ha expresado el deseo de ir a Europa, es<br />

preciso respetar ese deseo. Consultados Mons. Carroll y Mons. de Cheverus, dan un parecer<br />

semejante. Guillermo partirá, pues. Embarca el 27 de marzo con el Sr. Bruté de Rémur, a<br />

bordo del navío americano The Tontine, que se hace a la vela hacia Burdeos, hacia la Francia<br />

monárquica en la que reina entonces Luis XVIII. Vencida Napoleón, reducido a la<br />

impotencia, hará pronto un año, y refugiado en solitario en la isla de Elba, los emigrantes de<br />

ayer pueden levantar de nuevo la cabeza y volver a una Francia donde la Restauración ha<br />

rendido su poder a los Borbones. Así se piensa entonces en Estados Unidos.<br />

Ahora bien, el 26 de febrero de 1815, un mes antes que The Tontine se haya hecho a la mar,<br />

Napoleón desembarca, rodeado de un puñado de hombres -setecientos soldados- entre<br />

Cannes y Antibes. En el espacio de 20 días, el irrisorio ejército alcanza París... Pero el 18 de<br />

junio es Waterloo. El 3 de julio, en el momento en que el emperador, definitivamente<br />

vencido, sueña embarcarse para la libre América, cae en manos de los ingleses; el 15 de julio<br />

es su salida para Santa Elena. Allí morirá en menos de 6 años, el mismo año que Isabel<br />

Seton.<br />

La noticia del restablecimiento del imperio llega a Baltimore en la segunda quincena de<br />

mayo. ¿El navío que lleva a Guillermo y al Sr. Bruté de Rémur hacia Francia, en donde acaba<br />

de reavivarse el incendio, ha tocado ya la costa? El Sr. Dubois cree deber suyo avisar a la<br />

Madre Seton de la nueva fase en que han entrado los acontecimientos políticos europeos.<br />

Mi espíritu está literalmente clavado en ti, día y noche, noche y día..., escribe ella a su hijo,<br />

sin saber si su mensaje le llegará jamás.<br />

Por fin, después de unas semanas de angustia, se entera de que The Tontine, a pesar de una<br />

travesía peligrosa, ha atracado sano y salva en el puerto de Burdeos. No obstante, el<br />

período al que la historia dará el nombre de los «Cien días», no es una época favorable para<br />

la arribada a Francia de un sacerdote y de un joven extranjero. Todos los proyectos<br />

abrigados por la Madre Seton y el Sulpiciano, en lo concerniente a Guillermo, se muestran<br />

totalmente irrealizables. Desde su llegada a Francia, el joven es confiado a las manos de un<br />

protector menos comprometido que el Sr. Bruté de Rémur. El Sr. Preudhomme, pasajero de<br />

The Tontine, lleva a Guillermo a su propia hermana, la Sra. de Saint-Césaire, en Marsella. Los<br />

Saint-Césaire están en relación con el Sr. Parangue que conoció antaño al padre de<br />

Guillermo Seton y que se encargará de hacer pasar al joven a Italia. Por Niza y Génova,<br />

Guillermo alcanza Toscana. Ninguna carta ha podido precederle, en las condiciones<br />

presentes. Llega a Liorna en los corrientes del mes de agosto, cuando Luis XVIII ha vuelto a<br />

tomar ya su puesto en Francia, a la cabeza del país. Se presenta en casa de Antonio, La casa<br />

está vacía. Antonio y los suyos, han dejado Liorna para pasar el verano en Lucca. Felipe<br />

Filicchi y su mujer, María Cowper, acogen al muchacho cortésmente, pero sin el calor<br />

afectuoso que él se esperaba. Aquella llegada imprevista, de un pasante que no esperaba,<br />

contraría al hombre de negocios. Los últimos empleados que ha tomado en permanencia no<br />

le han causado más que disgustos. Encuentra para el hijo de Isabel un alojamiento en la<br />

ciudad. Antonio, sin duda, hubiera actuado de modo diferente. Antonio está ausente...<br />

Puesta al corriente de la odisea de su hijo, la Madre Seton ha compartido entre la alegría de<br />

saberle todavía con vida, los remordimientos de haber podido mostrarse, par fuerza de las<br />

cosas, indelicada frente a sus amigos queridos, y la inquietud respecto a la situación en que<br />

229


se encuentra Guillermo, menos segura y menos cómoda de lo que ella había esperado. En<br />

largas misivas, expresa a los Filicchi sus excusas, su gratitud y la confianza que les guarda;<br />

sin embargo, en unas líneas donde la ternura femenina es demasiado evidente, multiplica<br />

para su hijo, las protestas de aquella ternura angustiosa y los consejos en demasía prolijos.<br />

Con una impaciencia febril, espera las cartas, a decir verdad muy raras, del ausente, y se<br />

complace en describir la alegría que trae a Emmitaburg todo correo proveniente de Europa.<br />

Gustosa, prosigue, sin embargo, la redacción de una especie de diario espiritual, tal como el<br />

Sr. Bruté de Rémur la ha comprometido a ello antes de dejar América.<br />

Víspera de Pentecostés de 1815 --al pie de la Montaña Santa María, de donde se precipitan<br />

caudales de recuerdos con el rocio silencioso y diurno que aporta al mundo entero un<br />

transporte de alegría- tal como, lo dicen las palabras de nuestro prefacio. El Dios de nuestros<br />

corazones ve qué deseos, qué recuerdos, qué realidades se suceden en el mío, este día de<br />

fiesta, con esos suspiros inenarrables hacia aquella LUX BEATISSIMA que va a penetrar tan<br />

íntimamente el corazón de todos los fieles. Usted comprende perfectamente: la esperanza<br />

de que estará en el altar y que recibirá allí de la paloma mística el olivo de la paz o bien de<br />

que si está todavía prisionero en el arca, ella le consolará con sus dones, tal esperanza hace<br />

desbordar en el alma de la pobre Madre de América torrentes de santos deseos en favor<br />

suyo, durante este tiempo de gracia.<br />

Las primeras misivas de Europa no debieron llegar a Isabel sino en septiembre u octubre. En<br />

ese mismo momento, el estado de Rebeca acaba de exigir una nueva separación. Se dicen<br />

tantas maravillas respecto a un especialista de Filadelfia que Isabel se ha decidido al fin a<br />

enviarle a su benjamina, Bec, además, encontrará allí a Sor Rosa y a Sor Susana. A decir<br />

verdad, Julia Scott ha hecho todo por obtener de su amiga que le confíe a su hija enferma.<br />

Ella misma ha venido hasta el Valle, con su carruaje y cochero particular, con la intención de<br />

llevar consigo a la chiquilla. Las dos amigas se habían anticipado una verdadera fiesta al<br />

verse de nuevo. No se habían vuelto a encontrar desde hacía trece años. Julia acababa de<br />

perder, aquel otoño de 1815, a su hija, bruscamente arrebatada al cariño de los suyos,<br />

después de tan solo un mes de matrimonio. ¡Cuántas cosas tendrían que decirse Isabel y<br />

Julia! Un funesto retraso del correo priva a ambas de la alegría esperada. Mientras. Julia<br />

llega, Rebeca ya no está en Emmitsburg. Otro carruaje ha partido conduciéndola a Filadelfia,<br />

menos de tres horas antes. Los dos atelajes han debido cruzarse, sin saberlo, en el camino.<br />

Julia está desolada. Le es imposible, ese día, prolongar su visita. Es preciso que deje Emmitsburg<br />

dentro de una hora. Pero volverá. Ella se lo promete a Isabel. Una promesa que no<br />

podrá cumplir jamás. Esta hora de intimidad entre las dos amigas es la última que ellas<br />

conocerán aquí abajo.<br />

Por otra parte, Rebeca debe alojarse en el orfelinato de Filadelfia. La niña no conoce a «Tía<br />

Julia» más que por las cartas. Ha suplicado a su madre que la deje junto a Sor Rosa y Sor<br />

Susana por la que ya ha sido cuidada. Julia comprende las razones invocadas. Ella promete<br />

al menos ganarse el afecto de la hija de su amiga, yendo a verla al orfelinato, haciéndola<br />

salir lo más posible.<br />

Este mismo otoño, Ricardo ha dejado, a su vez, Emmitsburg. Está en Baltimore,<br />

temporalmente. De sus cinco hijos, una sola permanece junto a la Madre Seton: Catalina,<br />

que acaba de alcanzar sus 15 años. Isabel acecha ahora cada día la llegada de los correos<br />

demasiado raros para su ternura. Las noticias recibidas de Filadelfia no son ni buenas ni<br />

malas. Bec ha conocido a «Tía Julia», que la lleva en carruaje para visitar en la ciudad o sus<br />

alrededores inmediatos todo lo que pueda interesar a un niño de 13 años que no puede ya<br />

ni correr ni andar. En cuanto al tratamiento no aporta ninguna novedad. El especialista ha<br />

230


acabado por confesarse impotente ante el mal. Se ha limitado a prescribir para la chiquilla el<br />

uso de un corsé de madera.<br />

Antes del fin de noviembre Rebeca está de vuelta en el Valle. Unos días más tarde, el Sr.<br />

Bruté de Rémur desembarca en Baltimore. Trae a la Madre Seton un voluminoso correo de<br />

Liorna y de Nueva York. Cartas de Guillermo y de los Filicchi. Cartas de María I'ost y de Isabel<br />

Sadier. Pero apenas está de vuelta el Sr. Bruté de Rémur, espira Mons. Carroll a sus 81 años,<br />

el 3 de diciembre. Ese día la Iglesia celebra la fiesta de San Francisco Javier, uno de lo~<br />

primeros compañeros de San Ignacio de Loyola, uno de los primeros misioneros de la<br />

Compañía de Jesús.<br />

En una carta fechada el día 26 de diciembre de 1815, el Sr. Maréchal, que, menos de tres<br />

años más tarde, será el segundo sucesor de Mons. Carroll en la sede metropolitana, da<br />

parte a sus amigos de Francia, tanto del retorno de su cohermano, como de la muerte del<br />

arzobispo:<br />

Todos los temores respecto al excelente Sr. Bruté, se han desvanecido de súbito. Este digno<br />

cohermano ha llegado afortunadamente a Nueva York después de una travesía de<br />

veintinueve días. Parece no haber sufrido, en absoluto, todas las aventuras que ha corrido.<br />

Está lleno de vigor y de salud. Después de haber dedicado unos días a sus amigos se ha<br />

puesto a la cabeza del Colegio de Baltimore al que no puede dejar de ser extremadamente<br />

útil por la variedad de sus conocimientos literarios y de su prodigiosa actividad.<br />

...la religión ha tenido en este país una pérdida inmensa en la persona de Mons. Carroll,<br />

arzobispo de Baltimore, que Dios ha retirado de este mundo al comienzo de este mes. Sus<br />

últimos momentos han sido tan edificantes como había sido de útil su vida a la Iglesia... Y el<br />

Sr. Bruté de Rémur anota: Se le trasladó en procesión al Seminario, cantando el MISERERE<br />

por las calles y siguiendo el arzobispo Naele con mitra y báculo. Una multitud inmensa. Los<br />

protestantes mismos no han podido negarle el homenaje que demandaban sus virtudes eclesiásticas<br />

y civiles.<br />

La muerte del arzobispo de Baltimore afecta profundamente al corazón de Isabel. Ella<br />

pierde, al perderlo, un amigo, un consejero, un padre. Uno de sus biógrafos relata esta<br />

anécdota que vale más, a este respecto, que largos comentarios: En el descanso de una<br />

lección de catecismo en Emmitsburg, una chiquilla confesaba, cierto día, a la Madre Seton:<br />

-Madre mía, he encontrado en mi catecismo la palabra benignidad, pero yo no sé lo que eso<br />

quiere decir.<br />

Y la Madre le responde simplemente:<br />

-Mira a Mons. Carroll y verás lo que quiere decir la palabra benignidad.<br />

Desde fines del año 1815, el Sr. Bruté de Rémur, que había esperado permanecer en el<br />

Valle, a donde había sido asignado por sus superiores desde 1812, se ve obligado a asumir<br />

en Baltimore el cargo de Director del Colegio Santa María. Este nombramiento ha sido<br />

explícitamente querido tanto por el Sr. Tessier como por el Sr. Maréchal. Es una ganancia<br />

para Baltimore. Es una pérdida para Emmitsburg. El Sr. Dubois no es el único en sufrirla. La<br />

Madre Seton recibe con pena ese cambio. La distancia, sin embargo, bastante mínima para<br />

un buen jinete, no impedirá al Sr. Bruté de Rémur presentarse a menudo de Baltimore en<br />

Emmitsburg a fin de proseguir junto a la superiora de las Hermanas de San José, su papel de<br />

prudente consejero. Pues, mejor que ningún otro, ha comprendido el temperamento tan<br />

rico y a veces tan complejo, de la Madre Seton, tan ardiente, súbito, resuelto, leal y<br />

generoso. Sabe pacificarla cuando una ansiedad excesiva la turba respecto a sus hijos, o<br />

cuando se inquieta de no poder, dado su estado de salud precaria, seguir con puntualidad la<br />

regla que ella exige a las demás. A1 sentirse comprendida, Isabel se expansiona en el mejor<br />

231


sentido del término, adquiriendo al mismo tiempo más flexibilidad frente a aquéllas de las<br />

que está encargada. Ella experimenta cada vez más el íntimo sosiego que puede ir emparejado<br />

con la aridez interior, la prueba exterior. Ricardo acaba de regresar a Emmitsburg a<br />

comienzos del año 1816. Ninguna situación se determina todavía para él. La perspectiva<br />

proyectada un instante, de ver a su hijo asociado a un negociante mayorista de<br />

ultramarinos, parecía a Isabel inaceptable, tan marcada sigue, sin saberlo, a este respecto,<br />

por los prejuicios de su época. Sería, piensa ella bien sin razón, una especie de desprestigio<br />

para un Seton, ejercer tal profesión. Ella teme por Ricardo, que no tiene capacidad ni más<br />

madurez que su hermano, los peligros de una gran ciudad protestante y, al mismo tiempo,<br />

ella sueña con verle en manos de una situación de armonía con la sociedad de que forma<br />

parte toda su familia en Nueva York. Daddy-Dick, el gran muchacho, tiene, de todas formas,<br />

prisa por dejar el Monte Santa María y el convento de San José, a pesar del apego que tiene<br />

a su madre. Quiere ir, como su hermano mayor, a probar suerte por el vasto mundo.<br />

Ahora bien, en esta misma primavera de 1816, el estado de Bec se hace crítico. La chiquilla<br />

conoce horas de sufrimiento intolerable. Impotente para aliviarla, su madre se ingenia para<br />

distraerla, pasa largas horas a su lado, le cuenta historias, pide a Julia Scott la muñeca que<br />

ella desea... Un tumor enorme se ha formado a la altura de la cadera. Cuando llega a<br />

manifestarse, la niña no puede ya soportar ninguna posición en su cama. Día y noche, su<br />

madre la sostiene en sus rodillas, entre sus brazos. Ayudada por Sor Susana, ensaya en<br />

vano, todos los remedios capaces de atenuar el dolor lancinante de Bec, que languidece.<br />

En el mes de mayo, cierto Lucas Tierman, se ofrece recibir a Ricardo en Baltimore y a<br />

iniciarle en los negocios en su propia casa. El se va. Catalina lo encuentra pronto allí. Muy<br />

dotada para la música, ella podrá perfeccionarse en Baltimore más fácilmente que en<br />

Emmitsburg. Hecho notorio: frente a la despedida de su segunda hija para Baltimore, Isabel<br />

no presenta las objeciones que había acumulado seis años antes cuando había dejado allí a<br />

Ana María.<br />

Para los tres ausentes, mantiene un nuevo diario donde consigna el progreso del mal que va<br />

a llevarse a Rebeca, y la subida flechada del alma de su benjamina a la que llamará desde<br />

ahora «mi hija de eternidad». Pues la chiquilla da pruebas de un asombroso valor en los<br />

sufrimientos martirizantes que no le dejan ya casi tregua durante cinco largos meses.<br />

Rebeca sabe que no sanará y que pronto se irá como se han ido sus jóvenes tías Enriqueta,<br />

Cecilia y su hermana mayor, Anina. La tuberculosis la fulmina como fulminó a aquellas, bien<br />

que baja una forma diferente. A los 13 años, sonríe a la muerte que llega simplemente, sin<br />

horror. Una lectura acaba de enseñarle que en la resurrección de los cuerpos, la «sutileza»<br />

les permitirá moverse de forma maravillosa sin ser detenidos por ningún obstáculo.<br />

Maliciosamente, ella hace una aplicación práctica de su nuevo conocimiento teológico al<br />

caso del Sr. Bruté de Rémur. Aprovechando el período de vacaciones escolares, el<br />

infatigable misionero ha emprendido, en efecto, una correría apostólica por una región que<br />

le obliga a circular sin cesar a pie. ¡Qué agradable y útil sería para él -escribe la niña- estar ya<br />

desde ahora en posesión de esa maravillosa agilidad! Ella, Rebeca, debe desplegar toda su<br />

energía para permanecer un momento tendida.<br />

-Voy a tratar de quedarme en mi cama -anuncia ella a veces-. Y su madre sabe qué<br />

sufrimiento experimenta entonces.<br />

-¿Puedes decir can toda la sinceridad de tu corazón: «Hágase tu voluntad»? -le pregunta<br />

ella.<br />

-¡Oh, claro que sí! -responde la chiquilla-; ¡Claro que sí!<br />

232


Han comenzado para la comunidad los ejercicios del retiro, La Madre Seton, no podrá<br />

hacerlos este año. No deja apenas la habitación donde la hija acaba su vida terrestre.<br />

Mientras trata de sostener largas horas a Rebeca en sus rodillas -hasta el extremo de quedar<br />

ella misma derrengada- acepta, para relajarse un poco, que Sor Marta o Sor Inés le haga la<br />

lectura, en voz alta, en las obras de Chateaubriand. Es curioso notar, de paso, hasta qué<br />

punto permanece sensible Isabel a las páginas románticas del escritor francés, como lo era<br />

hace casi veinte años, a las obras de Juan Jacobo Rousseau. ¿Es la comunión con la<br />

naturaleza -cuyo heraldo es Chateaubriand-, la descripción ---que algunos, sin embargo,<br />

juzgaron inexacta y artificial- de las salvajes regiones de América, es la religiosidad, a veces<br />

inquietante del autor de René, de Atala, de los Mártires, lo que hechiza a Isabel? ¿Quién<br />

puede decirlo? Es difícil hasta para una fuerte personalidad escapar al ambiente de una<br />

época. La historia se asombrará -tal vez dentro de unas décadas- al constatar la impronta<br />

dejada sobre nuestros contemporáneos por las conquistas espaciales o simplemente por lo<br />

ye-yé.<br />

En el mes de septiembre de 1816, Catalina vuelve de prisa al Valle. Unas líneas dan los<br />

motivos, brevemente, a Julia Scott: Mi madre deseaba verme aprovechar por más tiempo-<br />

las lecciones de mi profesora de dibuja, pero el estado de Rebeca es tan inquietante que yo<br />

no podría estar tranquila lejos de casa. Durante los dos meses siguientes, Katty tendrá junto<br />

a su madre sobrecargada el papel de secretaria, reemplazándola también de tiempo en<br />

tiempo junto a su hermanita. La serenidad de Bec es extraordinaria. La niña confiesa<br />

sencillamente el 17 de octubre:<br />

-Actualmente, si el Dr. Chatard me dijera: «Rebeca, vas a .sanar» yo no lo desearía. ¡Oh, no,<br />

no, no!. Mi querido Salvador, yo conozco ahora, la alegría de morir joven y de no cometer<br />

pecados.<br />

Su único temor es no haber amado bastante al Señor. Su única lamentación, no haber<br />

probado sino muy poco su amor. El 2 de noviembre, con una sorprendente lucidez ella<br />

explica:<br />

-Acabo de presentar a nuestro Señor mi copa. Ya está llena y lista para beber. El va a venir a<br />

buscarme.<br />

Antes del amanecer del 3 de noviembre, apoyada su cabeza en la espalda de su madre,<br />

Rebeca rendía su alma a Dios.<br />

Unos hechos mínimos, unas coincidencias por lo menos extrañas, que siguen<br />

inmediatamente a la muerte de Rebeca, parecen una sonrisa radiante de «la hija de la<br />

eternidad». Más fuerte que el dolor de la separación, una paz sobrenatural se expande a<br />

través del convento de San José. Bajo el golpe de la noticia que la hiere en plena corazón,<br />

Isabel misma permanece fuerte y serena. El Sr. Dubois, que no osa tocar la herida que había<br />

abierto en ese mismo corazón la muerte de Anina, hace menos de cuatro años, por miedo<br />

«de desesperar a la pobre madre» está maravillado de ver su comportamiento actual.<br />

La madre es un milagro de la gracia divina. Noche y día junto a la hija, su salud no tiene, sin<br />

embargo, aires de haber quedado quebrantada. Ella la mantenía en sus brazos, sin verter<br />

una lágrima, todo el tiempo que ha durado in agonía, y ocho minutos todavía después de<br />

que la hija hubiera rendido su último suspiro. Mulierem fortem...<br />

Una semana más tarde, una carta de Guillermo, proveniente de Liorna, notifica a Isabel otra<br />

muerte, la de Felipe Filicchi. Se durmió en el Señor el 11 de septiembre, a la edad de 53<br />

años. Ella hace al Sr. Bruté de Rémur esta confidencia: ¡Si Vd. supiera hasta qué punto he<br />

contado con la vida de este amigo, se burlaría de mí! ¡Pero, Dios solo! Soy demasiado<br />

dichosa de estar obligada a no tener ningún otro refugio.<br />

233


Para conducirla a este abandono total, incondicional para con El, hacia el que aspira su<br />

alma, Dios hará concurrir desde ahora todas las causas segundas. La muerte de Felipe<br />

Filicchi no impide a Guillermo Seton permanecer en Liorna. Pera al leer ella las cartas que<br />

recibe de su hijo de 20 años, Isabel adivina que no va bien todo para él, incluso junto a<br />

Antonio, como ella desearía. El inconstante pasante habla de su retorno próximo a los<br />

Estados Unidos., porque -dice él- no tiene la impresión de satisfacer a Antonio. Inquieta, su<br />

madre le suplica, en una pronta contestación, que no tome una decisión demasiado rápida,<br />

que aguarde, que persevere un poco en su esfuerzo. El 12 de febrero de 1817, sale la otra<br />

carta para Antonio: ojalá pueda él tener piedad del hijo y de la madre, aceptar conservar por<br />

un momento todavía en Toscana al joven Guillermo... Las noticias de Ricardo no son más<br />

brillantes que las de su hermano. Es un encanto de muchacho, escribe a su respecto el Sr.<br />

Williamson, que se roza con él cada día. ¡Doloroso eufemismo! De ese «encanto de<br />

muchacho» no se sacará jamás nada de valor. Tal es el tenor del mensaje dirigido a la Madre<br />

Seton. Ahora bien, mientras su hijo mayor da vueltas a sus planes para dejar Italia, Ricardo<br />

es arrebatado de un entusiasmo súbido para ir a juntarse allí a su hermano.<br />

El no puede, de todas formas., seguir más tiempo en la casa de finanzas del Sr. Tierman. El<br />

hijo del Director, que regresa de Europa, va a tomar de nuevo normalmente junto a su<br />

padre el puesto que temporalmente se había propuesto al joven Seton.<br />

De nuevo Isabel manifiesta su angustia y su confianza a Antonio. ¿No encontraría él entre<br />

sus amigos de Europa a alguien que pudiera ofrecer un puesto para Ricardo? Pero las<br />

perturbaciones políticas no facilitan mucho la marcha de los correos. Los meses que siguen<br />

no traen ya ninguna carta de Toscana. Ricardo ha vuelto junto a su madre. Cuenta ya 20<br />

años. No tiene ninguna colocación. Y, bruscamente, a mediados del mes de agosto,<br />

Guillermo desembarca en Baltimore, sin ser esperado. Llega a Emmitsburg, portador de una<br />

carta de Antonio Filicchi para su madre. Ninguna ilusión es posible. El joven de 21 años se ha<br />

revelado lo que es: un muchacho sin valía, sin carácter. Antonio Filicchi no ha logrado hacer<br />

de él un subsecretario, pues la mano derecha de Guillermo está afectada, encima, por un<br />

temblor que no le permite copiar de manera aceptable las cartas de negocios. El ha tratado<br />

por otra parte, más de lo, que hubiera parecido deseable, con los jóvenes de la colonia<br />

inglesa de Toscana, con detrimento de sus convicciones religiosas católicas. En resumen, a<br />

pesar de toda la amistad que Antonio guarda fielmente a Isabel, y a pesar de su deseo de<br />

serle agradable, él ha devuelto a Guillermo, deseándole, si es posible, más sólidos<br />

resultados en otra carrera.<br />

Ahora bien, es evidente que el puesto de Guillermo no está ya en Emmitsburg. De nuevo, el<br />

joven anticipa su deseo personal de entrar en la marina. Para obtenerle un puesto en<br />

consonancia con su sueño, si no con sus cualidades, la Sra. Seton va a remover cielo y tierra,<br />

multiplicando gestiones sobre gestiones, pisoteando su amor propio y su orgullo natural.<br />

Antonio Filicchi, acepta, por otra parte, recibir a Ricardo a prueba y que se venga a Liorna,<br />

que intente su suerte. Daddy-Dick, en realidad, es solo un gran chaval, de una inconstancia<br />

que desarma. Cuando, sin embargo, es inminente su embarque confiesa que ha gastado<br />

totalmente el dinero de la pensión que le hace pasar el banquero americano de los Filicchi.<br />

No le queda nada más que unos dólares que había ganado para él su hermana Catalina,<br />

dando lecciones de piano. Sin hacerle reproches, Isabel y Kate se dan a la búsqueda, para<br />

procurarle nuevos fondos. A1 fin del año 1817, Guillermo obtiene su puesto esperado en la<br />

marina, y unas semanas más tarde Ricardo se embarca para Liorna. Una carta escrita a fines<br />

de febrero de 1818, viene a tranquilizar temporalmente a su madre respecto a él. Por el<br />

momento, Antonio Filicchi se declara satisfecho de su nuevo pasante.<br />

234


Al comienzo del año nuevo, Guillermo ha recibido la orden de unirse en Boston al barco «La<br />

Independencia» al que ha quedado enrolado. Sale en febrero, asumiendo al mismo tiempo<br />

el papel de rodrigón, junto a su hermana Kate, a quien Julia Scott ha invitado a Filadelfia.<br />

Salida definitiva, esta vez, como la salida de Guillermo. Pera, ausente, el muchacho está<br />

presente siempre en el espíritu y en el corazón de su madre.<br />

Yo me pregunto siempre -escribe ella el 5 de abril- ¿pero por qué ese querido pirata de los<br />

mares es para mí lo que hay de más querido? ¿Por qué mi corazón respecto a él, me domina<br />

hasta tal punto? He ahí lo que soy incapaz de decir... Me parece, mi Guillermo mío, que me<br />

estás más presente que mi propia alma, la tuya y su dulce recuerdo son verdaderamente la<br />

verdadera pasión de mi alma.<br />

A las cartas de su madre, donde se expresa demasiado a menudo, sin duda, una ternura<br />

apasionada, de la que él no capta toda la profundidad, Guillermo responde cada vez más<br />

raramente. No deja de ser consciente, por otra parre, de que sus actuaciones responden<br />

mucho peor todavía, a la delicadeza no sólo afectiva sino efectiva de la que él es objeto. La<br />

situación que le ha obtenido su madre, a precio de tantas penas, en el «Independencia a»,<br />

no es ya de su gusto. Por sí mismo y sin tener cuenta de las personalidades a quienes la Sra.<br />

Seton había tenido que dirigirse para hacerle dar el puesto que ocupa, Guillermo pide su<br />

cambio. Quiere dejar Boston y se apaña otro puesto en una fragata que levará anclas más a<br />

menudo que el «Independencia».<br />

El 1° de agosto, anuncia a su madre brutalmente que está en vísperas de embarcarse en The<br />

Macedonian, y de hacerse a la vela hacia el Cabo Hornos. The Macedonian debe surcar el<br />

Océano Pacífico durante dos años. El joven se declara loco de alegría con esta perspectiva y<br />

hace una nueva petición de fondos en vista de este viaje de navegación de altura, dando<br />

igualmente a entender que tiene necesidad urgente de ropa. Olvidando su propia tristeza,<br />

su propia inquietud con esta noticia inesperada, Isabel se pone sin dilación en búsqueda de<br />

bienhechores que puedan ayudarle a encargarse de las expensas necesarias. Mons. de<br />

Cheverus cubre personalmente una parte de los gastos. Jamás ya -piensa ella volverá a ver a<br />

su Guillermo aquí abajo. Ella ofrece por él este último sacrificio.<br />

Ten piedad de una madre -había escrito ella, un día, a Antonio y ruega por ella-, madre tan<br />

apegada a sus hijos por razones particulares como son las mías... ¡Yo sacrifico este apego<br />

tanto como puedo y El sabe bien, nuestro Dios, que es tan sólo por su alma por lo que me<br />

inquieto!<br />

Ahora ella confiesa: Rogar y amar perdidamente, amar perdidamente y rogar es todo lo que<br />

la pobre madre puede hacer por sus seres queridos.<br />

Ella, esta vez, les ha visto a todos marcharse uno después de otro. Dos están ya en la<br />

eternidad. Por Anina y Rebeca, la Madre Seton no tiene que temblar. ¿No han encontrado,<br />

ambas, a su dulce Redentor? Para Catalina, Emmitsburg sigue siendo todavía el punto de<br />

afecto. Pero la joven de 18 años se aleja, cada vez más, del convento de San José. Más<br />

personal que sus tres hermanos mayores, Kate, si ha oído la llamada del Señor, no<br />

responderá a ella sino después de haber experimentado en el mejor sentido de la palabra, la<br />

vida del mundo. Es una muchacha de valer, bien dotada, equilibrada. El amor que ella siente<br />

por su madre es profundo. Ella la rodeará hasta sus últimos días de una devoción efectiva<br />

dictada por un afecto filial pleno de delicadeza. Pero Catalina intenta guardar, en cuanto a<br />

su vida personal, una autonomía que Ana María, su hermana mayor, no había conocido.<br />

Julia Scott cuyo hogar está desierto desde la muerte de su hija y el reciente matrimonio de<br />

su hijo, se alegra de recibirla en Filadelfi:-i. Kate descubre allí el mundo con un entusiasmo<br />

juvenil que sigue siendo siempre de buena ley. En sus cartas, frecuentes, espontáneas, ella<br />

235


tiene a su madre al corriente del nuevo ritmo de vida que es el suyo, bien diferente, por<br />

cierto, del ritmo del convento de San José. Con ocasión del aniversario de Washington se dio<br />

en Filadelfia un gran baile. Kate recibió una invitación personal. Tuvo un gran deseo de<br />

responder. Razonablemente, sin embargo, creyó que sería desviarse de unas normas<br />

recibidas, presentarse tan joven en una fiesta que había de prolongarse toda la noche. Ella,<br />

se contentó, pues, con ir a visitar la tarde precedente The Washington Hall, teniendo el<br />

placer de ver bailar a los que ya abrían la fiesta. Sus amigos la felicitan por saber dar prueba<br />

de tal voluntad. En realidad, la joven permanece atenta a los consejos de su madre.<br />

Dispuesta a vivir según su propia vocación, ella comprende por instinto, que no puede confiarse,<br />

no obstante, a su experiencia limitada. Durante algún tiempo todavía, oscilará entre<br />

una docilidad, demasiado pasiva quizás, y la verdadera conquista de su autonomía en un<br />

comportamiento adulto. Escribe también a su madre, respecto a las lecturas: Tengo miedo<br />

de fiarme de mí misma; ya no te tengo cerca de mí para guiarme. Pero le da cuenta de las<br />

invitaciones que recibe en Nueva York, y toma, por sí misma, la decisión de responder a<br />

ellas. o duda en expresar su deseo de tener un poco de dinero, que gastar según sus<br />

necesidades y sus gustos. ¡No te puedes imaginar -insinúa ella cándidamente- lo que<br />

cuestan las más pequeñas chucherías en una gran ciudad!<br />

A través de las cartas de Catalina, Isabel cree ver revivir la joven que ella fue. Como antaño<br />

Betty Bayley, Kate Seton gusta del baile, del tocador, de la lectura. La Sra. Scott dice que me<br />

parezco enormemente a ti -escribe ella a su madre-. Solamente que yo no me río tanto como<br />

tú te reías a mi edad.<br />

Una pequeña ganancia, cuyo pago coincide con la carta de Kate, permite a Isabel enviarle<br />

sin dilación la suma necesaria para su viaje que ella hará por mar, bajo la tutela de Julia. La<br />

vida de Nueva York deslumbra un poco a la pensionista de ayer; pero sobre todo la vida de<br />

familia que descubre en casa de sus tíos y sus tías es para Kate una revelación. Si los Post la<br />

albergan de forma habitual, los Seton, los Craig, los Ogden y los Hoffman la acogen con la<br />

mayor gentileza. La puerta de Isabel Sadler, la de Catalina Dupleix le están abiertas. La vieja<br />

tía-abuela Charlton, la Sra. Startin misma, olvidando sus agravios frente a su madre, tienen a<br />

honor invitar a Catalina. Ni siquiera el salón de Enrique Hobart y su mujer queda sin<br />

hacérsele familiar, tan es verdad que, desde que su obra ha sido reconocida oficialmente,<br />

desde que su instituto ha sido llamado a tomar un orfelinato en Nueva York mismo, la<br />

Madre Seton, se encuentra rehabilitada a los ojos de la sociedad neoyorquina. María Post,<br />

que ha ido una vez más, en el mes de mayo de 1817, con su marido y su hija mayor a pasar<br />

unos momentos a Emmitsburg, no cesa ya ahora de hacer el elogio de White House y de la<br />

fundadora de las Hermanas de la Caridad americanas. El testimonio que es, en realidad, la<br />

vida de su hermana ha sido para María un motivo de reflexión cuyas conclusiones no se ha<br />

guardado sólo para sí.<br />

Antes de su segunda estancia en la Montaña, el 15 de abril de 1817, escribía ella a Isabel:<br />

Con todas las dificultades y pruebas de las que ha sido abrevada tu vida, continúo pensando<br />

que eres más privilegiada que la común de los mortales. Yo creo en una Providencia que<br />

conduce todas las cosas y estoy más que segura que tú has sido siempre objeto de su<br />

particular solicitud. Ser capaz de estimar las cosas en su verdadero valor no puede ser efecto<br />

sino de un espíritu bien dirigido, rectamente conducido. Y plegue a Dios concederme a mí y a<br />

todos los que lo desean, esa gracia de llegar a ese estado de espíritu que permite estar libre<br />

en relación a todo lo que es objeto de confusión para todos los que, en el resto del mundo,<br />

no han llegado a eso, para actuar como tú actúas. María Post querría, ahora, que todos<br />

apreciasen como es debido tanto su lealtad como su alto valor moral. A Enrique Hobart,<br />

236


hecho obispo episcopaliano, no duda hacerle leer tal carta de Isabel. Enrique Hobart -al<br />

parecer- no hubiera tenido necesidad de ese testimonio para volverse de sus prevenciones<br />

frente a la Sra. Seton, y tal vez, inclusa frente al catolicismo. Sea de esta lo que fuere, Catalina<br />

Seton no encontrará en casa de él sino delicadeza y benevolencia.<br />

A decir verdad, no es sino con ansiedad como Isabel recibe la noticia de la acogida calurosa,<br />

demasiado calurosa en su sentir, que su hija obtiene en Nueva York, en los medios hace<br />

poco tan violentamente opuestos al catolicismo. Por razonable y seria que sea Catalina, su<br />

madre teme para ella un peligro que no hubiera tenida de permanecer ella en el hogar de<br />

los Post, lo que prácticamente era imposible. Pues una confianza recíproca reina desde<br />

ahora entre las dos hermanas a las que tantas cosas,, sin embargo, habían separado hasta<br />

aquí, una confianza tan grande que la Madre Seton no tendría ninguna inquietud de saber a<br />

Kate acogida en el hogar de María después de su muerte, lo que ella ve ahora como<br />

inminente. María es demasiado leal para no respetar totalmente, para no proteger, llegado<br />

el caso, la fe de su sobrina, aunque ella no la comparta.<br />

Impresionado por la valía de la Sra. Seton, el Sr. Bruté de Rémur, mucho menos al corriente<br />

de la mentalidad protestante que lo estaba Mons. de Cheverus, hubiera querido con gusto<br />

exhortar a María, hacia fines del año 1816, a estudiar la doctrina católica, a llevarla a<br />

compartir la fe de su hermana. En una carta, donde ella da prueba de un espíritu psicológico<br />

avisado, Isabel misma le disuade de proseguir tal gestión. Sería vana.<br />

Su carta a mi hermana sería admirable -escribe ella al Sr. Bruté de Rémur- si el primer gran<br />

obstáculo de la ignorancia y de la indiferencia más airadas se alzara sobre este punto<br />

esencial: ¿Existe una Iglesia verdadera o una falsa Iglesia, una fe justa o una fe errónea? En<br />

realidad, ni usted, ni nadie, a menos de haberse encontrado personalmente en esa<br />

ignorancia o esa indiferencia, puede concebir su dimensión y su profundidad. Y poniéndome<br />

a mí misma, de nuevo por un instante, en el lugar de mi hermana -incluso teniendo en<br />

cuenta la gran ventaja que tenía yo sobre ella- par haber sido apasionadamente afecta a la<br />

religión cuando ya era protestante, creo que no es su caso, imagino que leo su carta...<br />

Levantando los ojos con sorpresa, he aquí la que diría:<br />

¿Qué es lo que este hombre puede realmente decir? ¿Querría decir, acaso, que todos los que<br />

creen en Nuestro Señor no están seguros en cuanto a su salvación eterna? ¿Si un pobre<br />

turco, si un pobre salvaje no tiene la fe, deben ser re probados por ello? ¿Hacen de Dios un<br />

ser misericordioso, en verdad, si El debe condenar a sus propias criaturas por esa única razón<br />

de que sus padres les pusieron en el mundo, de este lado de la tierra o del otro?<br />

Para los que, desde siempre, están habituados a no ver sino las pequeñas cosas que les<br />

impresionan exteriormente, como lo son la forma de vestirse y la actitud calma de los<br />

cuáqueros, una manera de predicar, dulce y entusiasta en los metodistas, un concierto de<br />

voces suaves en los anabaptistas u otras cuchufletas de este género, el pensamiento de una f<br />

e justa o de una f e errónea, de una verdadera Iglesia a de una falsa Iglesia, no les cruzaría<br />

jamás el espíritu, si no es quizás en un caso por ciento. ¡Oh, Dios mío! Mi corazón late y<br />

desfallece ante Aquél que está aquí presente en el tabernáculo, mientras le pregunto: ¿Por<br />

qué estoy aquí yo? Yo, tomada; ellos dejados.<br />

El Sr. Bruté de Rémur suscitaba, a la vez, un problema delicado y complejo, al que su época<br />

no había de dar respuesta adecuada. El bretón de fe robusta Puesta desde su niñez ante el<br />

testimonio de sangre que los de su raza no dudaban dar para afirmar aquella fe personal y<br />

ancestral, concibe más fácilmente la existencia del odio en los enemigos de Cristo, que la<br />

indiferencia práctica frente a tal problema en unas almas de buena voluntad que han<br />

recibido el bautismo. La Madre Seton que ha vivido en el medio curiosamente conformista<br />

237


de las comunidades protestantes de su época y de su país, Presiente más las dimensiones<br />

del problema. Ella percibe, como por instinto, que un proselitismo a menudo inconsiderado,<br />

no tendrá más captación sobre los cristianos separados que la que puede tener la coerción,<br />

cualquiera que sea el nombre con que se trate de camuflarla. El Problema la sobrepasa. Ella<br />

lo reconoce. Ella ha recibido de Cristo más que otros. Misterio de la elección divina. Ella no<br />

concluye de ahí, sin embargo, que los otras estén excluidos de la salvación eterna. Ya no<br />

piensa que es necesario, frente a tal misterio, refugiarse en una especie de fatalismo, que se<br />

desinteresaría prácticamente de los que se encuentran fuera del redil del que ha hablado<br />

Cristo. El Pensamiento sobre los no bautizados, el pensamiento sobre las almas en Peligro<br />

de perderse eternamente, se convierte, al contrario, en un verdadera motivo de angustia.<br />

Oh, si va fuese luz y vida como usted -escribirá al Sr. Bruté de Rémur -uno o dos años más<br />

tarde- yo revelaría, rugiría, suspiraría y, al mismo tiempo, yo me callaría hasta que hubiese<br />

bautizado un millar y arrancado al infierno esas pobres víctimas. Pues bien, va usted a<br />

responderme ¿por qué entonces, señora, vuestro celo no extiende su fuego a través de su<br />

pequeña esfera? -Tiene usted razón, pero, reglas, prudencia, sujeciones, opiniones, etc.,<br />

muros terribles Para un alma ardiente y orgullosa como la mía, pues yo soy semejante a<br />

aquel caballo brioso que poseía cuando era niña. Intentaba domarlo haciéndole tirar de una<br />

carreta, y la pobre bestia se quedó tan humillada que ni golpes de fusta, ni caricias le<br />

hicieron ya nada jamás y acabó por perecer, reducido a estado de esqueleto... Pero usted y el<br />

Sr. Cooper podrían consumirse por completo, a sabiendas, y, después de estar consumidos,<br />

ser enviados todavía vivos a la gloria del Reina. ¡Hasta el momento en que ese Reino venga!<br />

Cada día, pregunto a la «bestia» de mi alma, qué hago yo, por ese Reino, en mi pequeña<br />

esfera y no veo otro quehacer que sonreír, acariciar, ser paciente, escribir, orar y esperar,<br />

ante El. ¡Oh Dios mío bendito, que venga tu Reino!<br />

26.- «CAE LA FLOR, GERMINA EL GRANO...»<br />

Entonces oí la voz del Señor que me decía:<br />

-¿A quién enviaré?, ¿quién será mi mensajero? Yo respondí:<br />

Yo respondí:<br />

“Aquí me tienes, envíame”<br />

Is. 6,8<br />

La pequeña Rebeca murió a los 13 años. Guillermo y Ricardo seguirán siendo para su madre<br />

motivo de preocupaciones inagotables. La comunidad de San José, al menos, está ahora<br />

bien asentada. Experimenta un crecimiento que no se hubiera atrevido a esperar en el curso<br />

de los años 1809-1810. Prueba, esta carta dirigida por la Madre Seton a Antonio Filicchi, en<br />

septiembre de 1818. Todo va muy bien para la religión. El arzobispo no hubiera creído nunca<br />

que la fe se habría desarrollado tan sólo la mitad de lo que es en realidad, si no lo hubiera<br />

constatado por sí mismo. Y le aseguro que de haber una segunda casa tan grande como la<br />

que tenemos, pronto la hubiésemos hecho llenar de Hermanas y de niñas. Nos vemos<br />

obligadas a rechazar constantemente alumnas, por falta de lugar.<br />

En realidad, hacía ya más de tres años que una nueva tormenta amenazaba descargar sobre<br />

el apacible valle.<br />

El arzobispo de Baltimore, del que habla la misiva, no es otro que el Sr. Maréchal, quien,<br />

desde diciembre de 1817, ha sucedido en la sede metropolitana a Mons. Neale. El Sr.<br />

Maréchal no tenía 50 años el día de su nombramiento. Es uno de los primeros Sulpicianos<br />

franceses llegados a Maryland, en 1792. Durante diez años, fue profesor en Santa María de<br />

238


Baltimore. Los nueve años siguientes, de 1803 a 1812, los pasa en Francia. Luego es enviado<br />

de nuevo a América. Es un hombre de valía al que la Santa Sede no ha dudado confiar la<br />

sucesión de Mons. Carroll. El Sr. Maréchal sigue marcado del espíritu de San Sulpicio mucho<br />

más que sus cohermanos que no han dejado los Estados Unidos desde hace más de veinte<br />

años. Hijo del Sr. Emery, sabe cómo había proyectado, en el comienzo, su superior el<br />

apostolado de los Sulpicianos en el Nuevo Mundo.<br />

Ellos habían ido allá para establecer seminarios, para formar clérigos. Ahora bien, en este<br />

plano preciso, los resultados habían sido decepcionantes. Los diez primeros años de<br />

esfuerzo en Santa María de Baltimore, de 1791 a 1801, habían acabado en tres<br />

ordenaciones sacerdotales. El Sr. Emery pensaba seriamente, en consecuencia, cerrar pura y<br />

simplemente la casa de Baltimore y mandar volver a Francia a todos los Sulpicianos de<br />

Maryland.<br />

Un primer grupo, efectivamente, fue llamado en 1802. De ese grupo formaba parte el Sr.<br />

Maréchal. El no puede sino confirmar al Sr. Emery el fracaso de la obra sulpiciana en<br />

América. A decir verdad, el fracasa no es más que aparente. El Sr. Emery, que jamás ha ido<br />

personalmente a los Estados Unidos, cree deber suyo suspender definitivamente la<br />

experiencia que allí se ha intentado. Pero en 1804, el Papa Pío VII se encuentra en París,<br />

sumado que llega de coronar al emperador en Natre-Dame. El Sr. Emery le ve, le habla.<br />

Puesto al corriente de los hechos de Baltimore, el Soberano Pontífice no deja de expresar al<br />

superior de San Sulpicio su deseo explícito de ver permanecer a los Sulpicianos en Maryland.<br />

El Sr. Emery no puede más que inclinarse.<br />

Quedaría con todo un problema. ¿En qué medida era menester privar las casas de Francia<br />

de sujetos de valía para enviarlos a América? Ahora bien, mientras se continúan<br />

preguntando en París e Isy-les-Moulineaux sobre la opor tunidad de los sacrificios de una<br />

fundación extranjera, que no parecía muy llamada a convertirse en un plantel de vocaciones<br />

sacerdotales, los misioneros que se encontraban en el lugar descubrían, personalmente, la<br />

necesidad primordial de establecer, ante todo, de crear de alguna manera, un ambiente<br />

auténticamente católico en un país que no la era. Es en tal ambiente donde podrían<br />

germinar, desarrollarse, extenderse, en un futuro más o menos lejano, las vocaciones sacerdotales<br />

que era prematuro esperar numerosas en los primeros años del siglo XIX. Entre los<br />

que juzgaban así la situación con realismo, el Sr. Dubois estaba a la vanguardia. Sacerdote<br />

misionero por temperamento y por vocación, guiado por las circunstancias, más que por<br />

atractivo personal, a vivir varios años dentro de la Compañía de San Sulpicia, el Sr. Dubois<br />

había llegado hacia las años 1814-1815 a hacer del pueblo de Emmitsburg lo que<br />

llamaríamos hay un pueblo piloto. La vida de los habitantes católicos del Valle era, en<br />

resumen, la vida de la misma Iglesia con la diversidad de sus dones, de sus actividades, en la<br />

unidad de un mismo espíritu.<br />

Dos parroquias dispensaban a los fieles del pequeño vecindario, cuyos dominios se<br />

extendían a veces bastante lejos, la palabra de Dios y los sacramentas. Un establecimiento<br />

escolar permitía a los muchachos proseguir sus estudios en el lugar, mientras que la<br />

reputación del colegio del Monte Santa María atraía un número importante de pensionistas.<br />

Una carta del Sr. Bruté de Rémur, escrita el 17 de diciembre de 1815 da la lista de los<br />

sesenta y tres internos. Doce externos se aprovechaban de la misma enseñanza. Frente al<br />

edificio del colegio se eleva el Seminario Menor, donde veinte muchachos, se preparan, ese<br />

mismo año, para la vida sacerdotal.<br />

La comunidad de las Hermanas de San José, a la otra parte del «Tom's Creek», asegura a las<br />

muchachas una educación religiosa y profana. White House abriga, a la vez, la primera<br />

239


comunidad religiosa americana, el primer pensionado católica femenina, la primera escuela<br />

parroquial de los Estados Unidas. Las Hijas de la Madre Seton, por otra parte, aseguran<br />

prácticamente dentro del pueblo todas las obras de misericordia: visitas de los pobres,<br />

cuidado de los enfermos a domicilio, sin contar los servicios que ellas prestan en el colegio,<br />

en el seminario, asegurando tanto la enfermería como la lencería de los alumnos, pues las<br />

Hermanas me parecen convenir para los pequeños, escribe el Sr. Dubois en 1816.<br />

Por ser diferente de los resultados esperados por el Sr. Emery, y, verosímilmente por el Sr.<br />

Maréchal, que parece haber hecho suya la posición del superior de París, el éxito obtenido<br />

en Emmitsburg por el Sr. Dubois es un éxito magnífico. Realista como es, el Sr. Dubois<br />

siente, a la vez, la importancia de la experiencia realizada en el Valle, y el peso de una tarea<br />

gigantesca y diversa de la que asume casi toda la responsabilidad. Ha pedido refuerzos y<br />

cree natural obtenerlos de los señores de San Sulpicio. Ahora bien, uno solo entre sus<br />

hermanos ha entrado plenamente en sus miras. Uno solo ha tomado conciencia de la importancia<br />

de la obra que se realiza en Emmitsburg, obra de pionero que desconcierta a los<br />

demás sulpicianos por su originalidad misma, pues ha hecho saltar los dos marcos previstos<br />

de antemano. Ese hombre es el Sr. Bruté de Rémur. El 11 de noviembre de 1811, el Sr. Bruté<br />

de Rémur, profesor entonces en Baltimore, escribe a sus superiores de París para advertirles<br />

que hay falta de personal en Emmitsburg. No podemos destacar a nadie de aquí para ayudar<br />

allí al Sr. Dubois, cuya extrema actividad no puede por sí solo, con sus jóvenes maestros,<br />

para todo el bien que se podría hacer; no puede con más que una parte de sus cuidados cuyo<br />

resto agotan dos congregaciones -que es preciso aducir siempre por parroquias-, la casa de<br />

las Hermanas y sus numerosas pensionistas.<br />

Al año siguiente, es el Sr. Bruté de Rémur a quien se envía a la Montaña. Entre él y el Sr.<br />

Dubois se establece una amistad profunda. Ambos vibran con la misma longitud de onda.<br />

Una sola disonancia, con todo: El Sr. Bruté de Rémur estima que no es decoroso que las<br />

hijas de la Madre Seton sean destinadas a empleos que les obliguen a penetrar en los<br />

edificios del colegio y del seminario. Desea ver al Sr. Dubois adoptar una solución en este<br />

punto más conforme a los usos de la vieja Europa, bien que -dice- yo amo a las Hermanas y<br />

las reverencio con un sentimiento que es el vuestro mismo; y concluye: El cielo y sus corazones<br />

es para mí un único pensamiento.<br />

Durante su viaje a Francia, en el curso del verano de 1815, redacta con destino a sus<br />

superiores de París, el Sr. Duclaux y el Sr. Garnier, una memoria sobre el estado de las obras<br />

de Emmitsburg.<br />

...El Sr. Dubois tiene todo el cuidado temporal y literario del Seminario y del colegio de<br />

Emmitsburg, y, en mi ausencia, el espiritual. Tiene, además, todo el cuidado temporal,<br />

literario y espiritual del establecimiento de las Hijas de la Caridad y de sus pensionistas, a<br />

tres cuartos de legua del seminario. Tiene, en buena parte, ahora, el cuidado de la parroquia<br />

formada en torno a los establecimientos. Sería largo detallar sus cargas y difícil hacer<br />

comprender todo su peso -en cuanto a lo temporal sólo dos grandes fincas- los<br />

aprovisionamientos de toda especie de «dos casas» que pasan conjuntamente de doscientas<br />

veinte personas, situadas lejos de las grandes ciudades. La correspondencia de tantas<br />

familias. El trabajo de las cuentas con aquéllas que las llevan en las «dos casas»..., etc.<br />

Luego el orden de «dos casas» por comenzar, treinta y cinco religiosas que meter en regla, y<br />

Dios sólo conoce el trabajo de este excelente hombre.<br />

...El Sr. Hickey, que le ha sido dado, se ocupa de los estudios, de las clases superiores, está<br />

encargado especialmente de lo de fuera, de los enfermos, de los catecismos..., etc. El Sr.<br />

240


Bruté de Rémur hacía lo que hace el Sr. Hickey y tenía además el cuidado de los clérigos, una<br />

veintena, que a su salida, ha cogido en sus manos el Sr. Dubois mismo...<br />

Ahora bien, a su regreso de París en 1815, no solamente no ha obtenido el Sr. Bruté nuevos<br />

refuerzos para Emmitsburg, sino que se ve personalmente designado para reanudar su tarea<br />

en Baltimore en calidad de rector del colegio y del Seminario Santa María. Prácticamente, ni<br />

el Sr. Duclaux ni el Sr. Garnier, que reciben del Sr. Tessier y del Sr. Maréchal cartas que<br />

hacen valer razones opuestas, toman en consideración la obra realizada por el Sr. Dubois en<br />

la montaña. Ellos no perciben su importancia. Puede, además, que la legendaria<br />

«imaginación» del Sr. Bruté de Rémur, le haya hecho un mal servicio, en la ocurrencia, anie<br />

sus superiores de Francia.<br />

El mismo tiene que explicarse, sin embargo, sobre esa tendencia de carácter que él<br />

reconoce, que juzga y de la que desconfía. Esa que yo llamo semiexaltación -había explicado<br />

él al Sr. Duclaux, el 16 de noviembre de 1814- puede tener su utilidad y está más metida en<br />

quicios de prudencia de lo que se piensa. Gracias al Señor, procede mucho más por hechos y<br />

datos positivos, que lo que ha de creer mi manera rápida de hablar y de imaginar, desde mis<br />

cuatro años de América, después de tantos pensamientos y vivas impresiones que se han<br />

sucedido y se suceden diariamente en mí. Instintivo, apasionado, generoso, el Sr. Bruté tiene<br />

dificultad, él también, de plegarse al reglamenta de San Sulpicio. Lo imprevisto, constante<br />

de una vida misionera, las iniciativas que ella requiere sin que haya siempre tiempo de<br />

notificarlas, sobre su oportunidad, a los superiores mayores, que residen allende el océano,<br />

le frenan menos que las obligaciones de una regla que busca todavía, por otra parte, su<br />

modo de adaptación a los países extranjeros.<br />

Sea de esto lo que fuere, el requerimiento de los Sulpicianos de Emmitsburg, fue acogido<br />

con una negativa. El Sr. Duclaux y el Sr. Garnier estiman que asegurando el personal del<br />

establecimiento de Baltimore hacen bastantes sacrificios para que se les pida más. Que si el<br />

Sr. Dubois no puede bastar en Emmitsburg, donde por otra parte ha contraído deudas<br />

inquietantes cuya responsabilidad endosa ahora a la Compañía, que se cierre pura y<br />

simplemente, la casa del Monte Santa María, y que el debate quede cerrado. ¿No tiene el<br />

Sr. Dubois un joven vicario, desde septiembre de 1814, en la persona de Juan Hickey? Ese<br />

joven sulpiciano era en realidad, como lo señala el Sr. Bruté «el primer alumno que llega a<br />

ser un buen sacerdote». Había sido enviado a la Montaña inmediatamente después de su<br />

ordenación. La Madre Seton que le había conocido de estudiante, había tomado en seguida<br />

a pechos estimular el celo, a su parecer demasiado poco efectivo, del Sr. Hickey. Prueba, el<br />

hecho siguiente que la Madre relata con pormenores en una carta dirigida al Sr. Bruté de<br />

Rémur en 1815:<br />

Le he echado una ducha, de la que se ha de acordar, al Rvdo. Hickey. Ayer estaba la iglesia<br />

llena hasta reventar y se encontraban allí un buen número de forasteros... Pues bien, ante<br />

toda aquella gente, el tímido predicador predicó un sermón de pena. La Madre Seton no se<br />

privó de hacérselo notar. Y vuelve a describir la escena tan espontáneamente como se<br />

desarrolló. Juan Hickey, habiendo celebrado la misa de comunidad en White House, se<br />

apresta a empezar su desayuno que le acaban de servir en el locutorio. Pero la Madre se<br />

presenta. Sin ambages le dice lo que piensa al joven vicario, sobre el sermón de la víspera. El<br />

se excusa: ¿Vale verdaderamente molestarse por eso? Vehemente, ella replica: -¡Cómo! ¡Es<br />

justamente lo que me disgusta, señor!<br />

¿Cómo puede un sacerdote no tener cuidado de expandir en las almas el fuego que Cristo<br />

vino a encender, y en el que quiere ver abrasarse el mundo entero? ¿No es responsable un<br />

241


sacerdote, cuando habla, del honor de Dios? Si el Rvdo. Htickey no es capaz, cuando es<br />

joven, de tomarse el trabajo de preparar sus sermones, ¿qué hará cuando sea viejo?<br />

Bajo el sermoneo, Juan Hickey agacha la cabeza sobre el plato. La Madre Seton le mira. El<br />

siente pesar sobre él una mirada llena de reproches. Trata de justificarse. ¡Ha orado antes<br />

de subir al púlpito!<br />

-La oración... ¿Es que la oración...?<br />

-La oración, ¡de acuerdo!, le corta su interlocutora. ¡Pero también la preparación de los<br />

sermones!<br />

Pues si la oración es esencial, primordial, jamás dispensa ella del deber de estado. El hecho,<br />

por mínimo que sea, es revelador, tanto del interés que la Madre Seton tomaba en la vida<br />

espiritual de Emmitsburg como de la falta de experiencia de la que daba pruebas el nuevo<br />

sacerdote americano, apenas salido del seminario. Con toda evidencia él no podía mantener<br />

junto al Sr. Dubois el puesto que había ocupado el Sr. Bruté de Rémur. Mons. Carroll, quizás,<br />

hubiera insistido para que le fuese dada una ayuda efectiva a un pionero como el párroco de<br />

Emmitsburg. El Sr. Maréchal que no es todavía más que uno de los profesores de Baltimore<br />

persiste en considerar la experiencia de Emmitsburg como un fracaso. El Sr. Tessier envió<br />

momentáneamente al Valle un ecónomo de mano dura, el Sr. Harent. Su ruda firmeza no ha<br />

sido inútil, escribe el Sr. Maréchal al Sr. Garnier, el 28 de marzo de 1816. Emmitsburg -<br />

prosigue él- no va tan bien. Esa casa está en deuda de 6.000 dólares, que el Sr. llubois ha<br />

contraído sucesivamente. Es con seguridad un excelente sacerdote y trabajador. Sin<br />

embargo, a menos que su celo no sea reglado eficazmente, puede abrir otro abismo. Es de<br />

toda necesidad que ese colegio sea reducido lo antes posible a un seminario menor<br />

puramente eclesiástico sin vínculo durable con las religiosas y la parroquia.<br />

Por su lado, -el Sr. Dubois trata de defender su posición. El cierre del colegio del Monte<br />

Santa María no puede hacerse sin un desconcierto que las hijas de la Madre Seton serían las<br />

primeras en padecer. ¿Es fácil encontrar un sacerdote capaz igualmente de conducir una<br />

comunidad religiosa y una parroquia? -pregunta él al Sr. Garnier, el 18 de abril de 1816-.<br />

¿Podrá ese sacerdote, encargado de dos parroquias, prestar una atención suficiente a esas<br />

buenas hijas que habiendo dejado todo por los consuelos de la religión, encontrarían bien<br />

duro ser privadas de ellos?<br />

No es, sin embargo, que el Sr. Dubois se considere como el fundador de la comunidad, o que<br />

quiera ejercer por su parte una influencia cualquiera. El tiene que precisar su pensamiento a<br />

este respecto:<br />

Deseo más que nadie del mundo ser librado de la carga de las Hermanas, pero no veo otra<br />

esperanza que la de unirlas a alguna otra sociedad para tener su cuidado. Si el Sr. Superior lo<br />

aprueba, trataré de ponerme en correspondencia con el superior de los Sacerdotes de la<br />

Misión para ver si será posible unificar las Hermanas de aquí y las de Francia, y obtener a la<br />

vez misma un superior y director que, después de haber pasado un año o dos aquí, para<br />

aprender la lengua, se encargaría de este establecimiento. Tendría muchas otras reflexiones<br />

que hacer sobre este artículo pero el tiempo no me lo permite. Y traza para sus superiores un<br />

breve resumen de la tarea a la que debe hacer frente: Desde hace un mes, apenas dejo el<br />

confesonario; el día de San José, treinta primeras comuniones en casa de las Hermanas,<br />

confesiones generales por consiguiente; retiro para las niñas, cuatro o cinco novicias<br />

también que preparar; confesiones generales de veinticinco niños, aquí. Comunión pascual<br />

de toda la parroquia, el seminario y los niños.<br />

El Sr. Bruté de Rémur, coma se podría prever, aboga por el Sr. Dubois y pretende poner todo<br />

en obra para defenderle. Las cambios de cartas se multiplican tanto entre Baltimore y<br />

242


Emmitsburg, unos verdaderos volúmenes, asegura el Sr. Maréchal, como entre París y el<br />

Maryland. El nombramiento del Sr. Maréchal para la sede metropolitana de Baltimore, en<br />

1817, no apacigua en absoluto la diferencia. Por el contrario, en el curso de los meses de<br />

febrero-marzo de 1819, las posiciones se endurecen penosamente. Para obtener la<br />

supresión del establecimiento del Monte Santa María, Mons. Maréchal anticipa los dos<br />

argumentos que le parecen los más válidos: de una parte, el seminario menor de<br />

Emmitsburg que se ha convertido casi enteramente en un colegio seglar no responde ya a un<br />

fin determinado como el de la Compañía de San Sulpicio. Por otra parte, las construcciones<br />

proseguidas sin descanso par el Sr. Dubois, le han conducido a una deuda enorme cuyas<br />

proporciones espantarán al Sr. Harent, el ecónomo que el Sr. Tessier ha enviado<br />

temporalmente al Valle. Y sin embargo, el Sr. Dubois ha llegado al cabo de persuadir al Sr.<br />

Bruté de que se haría más bien en Emmitsburg, donde, además del cuidado del Seminario,<br />

podría ocuparse de la dirección de las religiosas y de su pequeña parroquia. La cabeza de<br />

éste se ha calentado hasta el punto de haber marchado para ir a juntarse con el Sr. Dubois...<br />

La carta en la que el Sr. Maréchal hace estas precisiones al Sr. Duclaux está fechada -el 5 de<br />

marzo. Otra misiva escrita dos semanas antes, el 17 de febrero, bien pudo llegar a Francia<br />

en el mismo barco. El Sr. Dubois defiende en ella la causa de Emmitsburg y trata de justificar<br />

la conducta del Sr. Bruté de Rémur. El busca poner las cosas en su punto, con calma y<br />

lucidez:<br />

Cómo pueden conocer nuestros superiores la verdad y juzgar sanamente -pregunta él con<br />

razón- si los miembros de la Compañía, sobre todo aquellos que están a la cabeza de un<br />

establecimiento no pueden abrirse libremente a ellos y decir cuál es su visión de las cosas?<br />

¿No es fácil verificar si sus advertencias se basan en los hechos? En cuanto a las opiniones,<br />

seguramente ninguno de nosotros debe ser creído bajo su palabra, somos todos falibles.<br />

Toca a nuestros superiores pesar nuestras razones. Si las razones de una y otra parte se<br />

balancean, toca a ellos suspender su juicio, hasta que la experiencia venga en su ayuda para<br />

apreciar a los hombres y mediarlos.<br />

La tristeza de tal razonamiento no puede dejar de llamar la atención del Sr. Garnier, pues,<br />

prácticamente él añade el suyo. El había respondido precisamente, el 15 de septiembre de<br />

1818, a una carta bastante poco amena que le había dirigido el Sr. Babad: Nos es difícil<br />

determinar nada a una tan grande distancia, ignorantes de muchas circunstancias que<br />

serían necesarias para un juicio sólido. Bien que suspendiendo su juicio no podría, el Sr.<br />

Garnier, resolver la cuestión de manera satisfactoria a la vez para los Sulpicianos de<br />

Baltimore y los de Emmitsburg.Y, sin duda, las dificultades de comunicación de la época no<br />

facilitaban la solución del problema cuyos datos seguían siendo complejos y delicados.<br />

Ingenuo de aquel que se figure que tales enfrentamientos son excepcionales entre los que,<br />

y las que, con todo su ser, se quieren enteramente al servicio del Reino de Dios. Nada más<br />

revelador de los límites humanos que estas incomprensiones que oponen sobre un mismo<br />

sujeto dos concepciones de apostolado, dos formas de ver, dos talantes, válidos de una y<br />

otra parte, según una óptica demasiado corta, sin embargo, para permitir la conciliación.<br />

Todas las épocas y todos los países han conocido esos dolorosos conflictos. No son efecto ni<br />

de una época, ni de una latitud: son efecto de la naturaleza humana. Escandalizarse por eso<br />

sería una ingenuidad. Sería también pueril pensar que la buena fe y las intenciones rectas<br />

bastarían siempre para conjurarlos. «<strong>Somos</strong> todos falibles", reconocía justamente el Sr.<br />

Dubois...; y ¿quién, entonces, podría, finalmente, jactarse de estar en posesión de todos los<br />

datos de un problema tan novedoso como la vida y de estar en situación de resolverlo con<br />

una perfecta imparcialidad. La Iglesia ha tenido siempre conciencia de la complejidad de los<br />

243


problemas de apostolado, que son dinámicos y no estáticos, jamás idénticos, aunque<br />

siempre semejantes en un aspecto, reconociendo, por otra parte, que en solo el plano<br />

humano, muchos de entre ellos no encontraron sino raramente una solución adecuada.<br />

En el libro titulado Méditation du Pater, el P. Pablo María de la Croix, O.C.D., escribe<br />

respecto a la tercera petición del Padrenuestro, estas líneas que proyectan sobre tales<br />

conflictos una apacible luz:<br />

Todos somos, por uno u otro título, seres «en situación». Existen otros junto a nosotros y es<br />

menester que se haga también la voluntad de ellos. Ella no lo podrá sin pisar muy a menudo<br />

sobre la nuestra y limitarla más cada vez. A medida que la edad llega, la voluntad de Dios se<br />

manifiesta a nosotros con las múltiples exigencias que entraña con ella la vida común, bajo<br />

cualquier forma que se nos imponga: familiar, social, religiosa. Si es vano esperar que<br />

podamos sacar de ello todo nuestro partido, al menos deberemos aceptar que la voluntad de<br />

Dios se manifiesta a nosotros por el dragomán de los hombres y que la obediencia a las<br />

imposiciones nos parezca, sin duda, siempre más onerosa, pues no podemos nosotros hacer<br />

prevalecer siempre nuestras ilusiones sobre su sabiduría, y menos sobre la pureza de los<br />

móviles, que, tan a menudo, les hace actuar. Sola la fe puede darnos la fuerza, viendo en<br />

ellos los representantes de Dios, para hacer su voluntad, haciendo la de ellos 1 . La ida del Sr.<br />

Bruté de Rémur de Emmitsburg, sería, con toda evidencia, una pérdida sensible para el<br />

seminario Santa María, tanto más que, casi al mismo tiempo, el Sr. Harent, es llamado<br />

bruscamente por Dios. He aquí, pues, «la casa de Baltimore en una dificultad extrema»<br />

como lo señala Mons. Maréchal el 5 de marzo de 1819. Es exacto.<br />

Con una exactitud también rigurosa, el Sr. Dubois podía afirmar, por su parte, el 17 de<br />

febrero precedente, bajo la amenaza del cierre del establecimiento del Monte Santa María:<br />

Sin embargo, la alarma se extendió por el vecindario<br />

y sirvió para hacernos sentir que teníamos amigos y obligaciones. Destruir el establecimiento<br />

sin necesidad era defraudar su confianza.<br />

En realidad, cuando en junio de 1819 llega a la Montaña, la decisión de los Superiores que<br />

han optado por la supresión del colegio y del seminario de Emmitsburg, suscita allí una ola<br />

de indignación. Emmitsburg había llegado a ser, efectivamente, para los católicos de<br />

Maryland, y de más lejos, un verdadero polo de atracción. Unos colonos se habían<br />

establecido allí a causa de la irradiación espiritual de la que el pueblo se había convertido en<br />

centro. Toda la población se conmueve. Los habitantes se conciertan y a fin de conjurar lo<br />

que consideran como una catástrofe, deciden saldar ellos mismos el montón de las deudas<br />

contraídas por el Sr. Dubois, por el bien del país. Este gesto espontáneo de ayuda fraternal,<br />

comunitaria, manifiesto de la voluntad formal de las habitantes de Emmitsburg de no dejar<br />

destruir una obra a la que ellos atribuían tanto precio, ataba prácticamente las manos del<br />

arzobispo de Baltimore. Mons. Maréchal se vio constreñido a ceder y a hacer anular la<br />

decisión de los señores Garnier y Tessier. El Sr. Bruté de Rémur permanecería en<br />

Emmitsburg. La apertura escolar tuvo lugar normalmente. El debate quedaba cerrado.<br />

Con fecha del 14 de abril de 1820, el Sr. Dubais daba cuenta al Sr. Garnier del nuevo<br />

desarrollo que tomaba el establecimiento del Monte de Santa María: ...El jardín está ya casi<br />

terminado y sólo tiene necesidad de abono. El patio está nivelado y plantado ya de árboles.<br />

La granja ha sido rematada y cubierta como nueva. La finca se mejora cada día. En general,<br />

el orden, la piedad y el contento reina dentro de toda mi servidumbre. Soy deudor de todos<br />

estos consuelos al celo y la virtud de las buenas Hermanas de la Caridad cuyo orden,<br />

limpieza, economía y sobre todo piedad y vigilancia sobre los criados, y el buen ejemplo,<br />

están por encima de todo elogio. Por lo demás, concluye la misma, hubiéramos podido<br />

244


poner en manos del arzobispo las dos congregaciones (es decir, las dos parroquias de San<br />

José y de Santa María) a las que se hubiera visto muy apurado para proveer. Pero<br />

conocemos demasiado el espíritu de San Sulpicio -insiste el Sr. Dubois- para dejar perecer las<br />

almas ante nuestros ojos.<br />

Así pues, por una y otra parte, el espíritu de San Sulpicio era lo que no habían cesado de<br />

invocar los antagonistas para obtener de sus superiores la decisión que, según la óptica de<br />

cada uno, acabaría en un resultado diametralmente opuesto. Tal vez, la obra de Emmitsburg<br />

era demasiado diferente de las obras propias de la Compañía de San Sulpicio, en la época al<br />

menos, para conservar con ella otros vínculos que los de la amistad. En 1824, el Sr. Dubois y<br />

el Sr. Bruté de Rémur juzgarán preferible recuperar su libertad frente a San Sulpicio, con el<br />

consentimiento de sus superiores de París. En 1826, el Sr. Dubois llegará a ser obispo de<br />

Nueva York. En 1833, el Sr. Bruté de Rémur será elegido por la Santa Sede para fundar, en<br />

Indiana, la nueva diócesis de Vincennes de la que será el primer titular.<br />

La obra que Dios quería en la villa de Emmitsburg sería bastante sólida para entonces. Todo,<br />

finalmente había, concurrido a preparar en el Valle la residencia de las Hermanas de la<br />

Caridad. Germinaba la bellota que había sido enterrada en la primavera de 1809. Cual los<br />

grandes robles de troncos pujantes de donde surgían las fuertes ramas, la obra de la Madre<br />

Seton, se desarrollaría en adelante, sin que ninguna tormenta pudiera abatirla o poner<br />

siquiera obstáculos a su crecimiento.<br />

La salud de la Madre Seton -había afirmado el Sr. Dubois unos días después de la muerte de<br />

Rebeca- no ha quedado alterada. En realidad, a partir del otoño de 1816, el estado de salud<br />

de la superiora de las Hermanas de San José ya no cesará de inquietar a su entorno<br />

inmediato. A los 43 años, Isabel sabía que estaba en su ocaso. No teme la muerte, ya que la<br />

muerte es solo el paso de esta vida terrestre a la vida eterna. Riéndose ella misma de su<br />

viejo armazón enfundado en viejos chales y franelas no deja de proseguir menos, día tras<br />

día, en la Casa Blanca, su tarea junto a las Hermanas y las niñas, de no verse momentáneamente<br />

obligada a guardar la habitación. De esta inacción forzosa, ella no se turba. Ella<br />

no ha podido ignorar el conflicto que, amenazando durante tres años, la existencia del<br />

colegio y del seminario del Monte Santa María, ha amenazado su obra misma. Tal vez era<br />

menester que ella conociera todavía esa amenaza para que fuera purificado en ella todo<br />

apego humano, y que llegara col] ello a abandonarse a Dios, del todo, sin condiciones.<br />

Podemos hacer más bien permaneciendo en Dios, que con las especulaciones más celosas -<br />

anotó ella-. Mucha gente, en este mundo, pasa su tiempo calentando planes, defendiendo su<br />

opinión, pero qué pocos hay que busquen construir en Dios, guardar silencio como nuestro<br />

Jesús.<br />

Permanece atenta no obstante, a la obra que se prosigue en el Valle. Ella que tanto hubiera<br />

querido que uno de sus hijos fuera sacerdote, rodea a Juan Hickey de una solicitud que con<br />

ser sobrenatural, no deja de ser menos maternal. Incluso bajo los, reproches justificados<br />

que él se atraerá más de una vez, el joven sulpiciano no se equivoca en ello. Además, lo que<br />

dicta a la Madre sus amonestaciones es un sentido muy cierto de la grandeza sacerdotal.<br />

¡Oh, qué Dueño y qué Padre! Ambos le servimos, usted con gloriosa embajada, yo con mi<br />

humilde pequeña misión. ¡Cuán dichosos podemos ser en su servicio! -escribe ella al joven<br />

sacerdote.<br />

El 18 de junio de 1819, en un período de descanso físico, ella le envía estas líneas una vez<br />

más: Estoy mucho mejor. Como no puedo, al parecer, morir de una forma, trato de morir de<br />

otra y de mantener mi sendero recto hacia Dios solo. Mi pequeña lección de hoy:<br />

permanecer en la simplicidad y en la calma, tratando de orientar cada pequeña acción hacia<br />

245


su Voluntad, y luego, alabar y amar tanto a través de las nubes como a la luz del sol, es todo<br />

mi anhelo, toda mi solicitud. Sam (el diablo) traba de tiempo en tiempo batalla, pero nuestro<br />

Bienamado se mantiene detrás de la muralla y guarda al maligno a distancia.<br />

En el mes de agosto de 1818, Samuel Cooper fue ordenado sacerdote en Baltimore, por<br />

Mons. Maréchal que le envió inmediatamente a Emmitsburg. Su llegada a la Montaña<br />

despertó en el alma de la Madre Seton grandes esperanzas para el bien del pueblo.<br />

Dinámico y generoso como es, se puede esperar mucho del convertido que ha proseguido<br />

durante diez años sus estudios de filosofía y de teología en el seminario de Santa María. Las<br />

Hermanas de San José tienen, poi otra parte, frente al Sr. Cooper, una deuda de gratitud<br />

que no pueden olvidar. Donante magnánimo, no ha limitado sus larguezas a la compra de<br />

Fleming Farms y de esa posesión que continúa asegurando a la Comunidad y a las alumnas<br />

del pensionado la mayor parte de su subsistencia. El ha llegado, en bien de casos, a encargar<br />

expedir al Valle barriles y cajones de avituallamiento, fardos de tela. A decir verdad, sus<br />

dones siguen siendo fantásticos como su temperamento. Que el Sr. Cooper haya sido<br />

siempre un sujeto fácil para sus cohermanos del seminario o para sus superiores sería<br />

mucho decir: se le han pasado, no obstante, sus excentricidades, en consideración a su<br />

edad, al medio de procedencia, a sus cualidades también, que, con expresarse a menudo de<br />

forma original, no son menos auténticas. Que hubiese sido elevado al sacerdocio aquel<br />

verano de 1818, es una prueba de la confianza que él supo inspirar, a pesar de todo, al<br />

arzobispo de Baltimore.<br />

El Sr. Cooper llega, sin embargo, a Emmitsburg, con unas ideas bien fijas sobre la forma de<br />

comportarse en su ministerio. Ahora bien, los parroquianos de Emmitsburg no son todos,<br />

lejos de ello, unos santos canonizables. En el apacible Valle, ha comenzada a hacer estragos<br />

el alcoholismo. Es menester tener en cuenta ese vicio, decide el Sr. Cooper. Y preconiza los<br />

medios enérgicos, eficaces sin duda dentro de la cristiandad europea de los primeros siglos,<br />

pero exasperantes y ridículos, dentro de una población americana, al día siguiente de la guerra<br />

de Independencia.<br />

Me parece -escribe el hirviente vicario a su arzobispo, el 15 de marzo de 1819- que si todos<br />

los que dan escándalo público fueran obligados a arrodillarse o a mantenerse de pie o<br />

enviados a un rincón cualquiera de la iglesia, siendo leídos públicamente sus nombres, esto<br />

produciría un efecto saludable. Mons. Maréchal secundando al Sr. Dubois, obliga al Sr.<br />

Cooper a atenerse a la pastoral vigente, a usar de su paciencia hacia sus ovejas. Sin tener en<br />

cuenta de los avisos reiterados de su párroco, de su obispo, el Sr. Cooper prosigue la batalla<br />

entablada, amenaza, truena, fustiga. Este proceder levanta contra él a los parroquianos que<br />

quiere conducir a1 redil, corriendo encima el riesgo, por su falta de mesura, de arrojar el<br />

descrédito sobre el clero católico y sobre los sulpicianos franceses.<br />

En resumen, sin haber concluido el primer año de su ministerio en Emmitsburg, recibe de<br />

Mons. Maréchal la orden de irse a otra parte con la turbulencia de su celo indiscreto. Se<br />

marcha a Augusta, en Georgia, de Georgia a Norfolk, en Virginia. Finalmente, después de<br />

una serie de desplazamientos y de viajes, entre ellos una peregrinación a Tierra Santa,<br />

volverá a encontrar en Francia a Mons. de Cheverus, hecho obispo de Burdeos, y le asistirá<br />

en sus últimos momentos., en 1836.<br />

El Sr. Dubois, sin embargo, deplora la pérdida de un auxiliar cuya ayuda más discreta<br />

hubiera sido valiosa. El Sr. Bruté de Rémur y la Madre Seton se entristecen de ver que la<br />

falta de equilibrio compromete en el Sr. Cooper una acción apostólica que su generosidad<br />

esencial permitiría esperar fructuosa. Por su lado, no obstante, el Sr. Bruté confiesa a veces<br />

246


a la Madre Seton que sueña con dejar el Valle por un campo de apostolado más vasto. Las<br />

misiones de<br />

Al fin de septiembre de 1818, un nuevo grupo de Hermanas dejó Emmitsburg para asegurar<br />

en Filadelfia la dirección de una escuela libre alemana.<br />

Cuando en julio de 1819, encontró su afortunada solución la diferencia que oponía los<br />

sulpicianos de Baltimore a los de Emmitsburg, Isabel se apresura a dar parte a su hijo<br />

Guillermo tanto del duro alerta que ha conocido como dei resultado que permite a los<br />

Señores Dubois y Bruté proseguir su apostolado fecundo en el Valle. Para la comunidad de<br />

San José, su salida hubiese sido efectivamente desastrosa. Ayuda espiritual y gerencia de la<br />

posesión han sido aseguradas hasta ahora por las sulpicianos residentes en Emmitsburg.<br />

Una verdadera colaboración está establecida igualmente entre las dos casas de educación,<br />

fructuosa para la una como para la otra. Un buen número de muchachos del Monte Santa<br />

María han sido preparados para su primera comunión por la Madre Seton. Adolescentes,<br />

vuelven voluntariamente a buscar junto a ella el consejo maternal de que sienten<br />

necesidad, el esclarecimiento femenino que sólo ella es capaz de darles a propósito de sus<br />

problemas.<br />

Entre los nombres de los pensionistas inscritos en el colegio del Monte Santa María para el<br />

año escolar 1815-1816, figura en tercer lugar el de Jerónimo Bonaparte. Su padre había sido<br />

creado rey de Westfalia por el emperador y como él era un bisnieto de Carlos Carroll, su tío,<br />

Napoleón, había aceptado ver al muchacho proseguir su educación en América. Así, el niño<br />

se encontraba lejos de las cortes de Europa a la hora en que su padre intentaba anular el<br />

matrimonio del que él había nacido.<br />

Mi querida madre -escribía a la superiora de San José el niño exilado- desearía mucho<br />

obtener un «Agnus Dei» antes de volver a casa, a fin de ser preservado de los peligros que<br />

van a rodearme... Yo le guardaré como un recuerdo de bondad y de amor hacia su hijito que<br />

pensará siempre en usted con respeto y con amor y con gratitud también, sobre todo si<br />

puedo tener un «Agnus Dei» del que usted me hiciese regalo.<br />

Al dorso del papel sobre el que el muchacho ha formulado ingenuamente su petición, la<br />

Madre Seton escribió unas líneas de respuesta: querido Jerónimo, es un gran placer para mí<br />

enviarte este «Agnus Dei»... Yo pido ardientemente a Nuestro Señor que te conserve en las<br />

gracias que El te ha dado con tanta ternura, cuida tú mismo de no perderlas. Ruega por mí y<br />

yo rogaré por ti. Tu amiga de verdad. E.A.S.<br />

Se hubiera quedado completamente atónito entonces, el pequeño Jerónimo, si alzando un<br />

instante el velo del porvenir, le hubieran anunciado que el nombre de la que él llamaba my<br />

dear mother, y que no era a sus ojos más que una direc tora de escuela muy buena, sería un<br />

día objeto de una gloria más grande, más durable, más universal de la de su tío Napoleón,<br />

ese hombre que hacía ahora estremecer toda la vieja Europa de locas esperanzas o de<br />

oscuros terrores.<br />

Si no con toda la discreción deseable, sí con cierta lucidez, el Sr. Babad que presiente algo de<br />

esa gloria futura prometida a la fundadora de las Hermanas de la Caridad americana, le pide<br />

sin embargo autorización para escribir su vida después de su muerte. Pues su muerte -<br />

piensa él- es inminente. Han pasado diez años, su obra se afirma. Solamente deseo ya para<br />

usted una feliz muerte. Me gustaría mucho verla antes de que muera, pero preveo que el<br />

superior no me permitirá ir a Emmitsburg en el estado actual de las cosas... En cuanto me<br />

entere de su muerte, diré la misa por el reposo de su alma. Si halla gracia, como espero, no<br />

me olvide ante Aquél que ha hecho tanto caso de usted aquí abajo.<br />

247


Sin negar la esperanza de una muerte próxima, Isabel suplica que se la deje en paz en lo<br />

concerniente a la redacción de su vida. No ignora ella, por otra parte, que se ha de ir por<br />

cierto más allá de su permiso, si ella lo deniega. ¿No se ha publicado ya, sin saberlo ella, en<br />

Nueva Jersey, su diario íntimo de Liorna? Aquellas páginas todo espontáneas, que ella<br />

destinaba únicamente a Rebeca Seton su cuñada, habían circulado, no obstante, entre los<br />

miembros de la familia. Algunos hubieran deseado conocer los detalles de la última<br />

enfermedad y de la muerte de Guillermo Magee Seton. ¿Cómo negarles aquellas hojas de<br />

un diario escrito día a día en Liorna y en Pisa? Pero jamás había soñado Isabel que aquel<br />

diario, que era también el de su alma, aquél donde ella relataba su descubrimiento del<br />

catolicismo saldría de un círculo de íntimos. Que tal indiscreción hubiera llegado a<br />

producirse, la había afectado dolorosamente. Pues aunque el editor no había citado el<br />

nombre de las personas en causa, tanto el contexto histórico como las referencias<br />

geográficas eran demasiado transparentes para permitir e1 menor equívoco. Sin destruir<br />

nada de lo que había escrito, la Madre Seton pide simplemente, que se la deje acabar en el<br />

silencio su vida terrestre. Mons. Carroll murió en 1815. Y el Sr. Nagot al año siguiente.<br />

Guillermo Bayley, uno de los medio hermanos de Isabel y Juan Wilkes acaban, a su vez, de<br />

desaparecer. ¿Acaso ha llegado para ella la hora de ir a juntárseles? ¿No ha terminado su<br />

tarea, realizado la obra que plugo el Señor confiarle?<br />

La Casa Blanca abriga, al presente, casi cien personas: dieciséis religiosas, dos postulantes y<br />

cincuenta y siete pensionistas, sin contar las externas. Mons. Maréchal que ha llegado al<br />

lugar en otoño de 1818, para darse cuenta del estado de las cosas, se declara satisfecho. Los<br />

establecimientos confiados a las Hermanas de San José, en Baltimore como en Filadelfia,<br />

conocen también ellos un feliz desarrollo. Desde que el Sr. Dubois y el Sr. Bruté de Rémur<br />

están en la Montaña el futuro de White House no plantea, por el momento, ningún serio<br />

problema. De no ser el pensamiento de sus hijos, Guillermo y Ricardo, nada vendría a turbar<br />

en la Madre Seton la perspectiva de un final próximo, es decir, de un comienzo nuevo, de<br />

una vida eterna. Una tos persistente, momentos de fatiga tales que toda su energía no es<br />

capaz de dominar a veces, la dificultad de alimentarse normalmente, alertan seriamente a<br />

su hija Kate y a toda la comunidad, en el curso del invierno de 1818-1819. Mi madre está<br />

muy enferma -escribe Catalina a Julia Scott-. Mons. de Cheverus prevenido, encuentra<br />

tiempo para escribir unas líneas con destino a la fundadora: No la compadezco. La envidio<br />

por correr hacia el abrazo de Aquél que es amor. Para cuando llegue la primavera,<br />

confundiendo los temores de su entorno, la Madre va a encontrar un retorno de vida. Ella es<br />

la primera en asombrarse. Mientras las demás se alegran, ella se lamenta de ver prolongada<br />

su vida terrestre. Y el Sr. Bruté de Rémur la reconforta: Resígnese -le recomienda él-, vele,<br />

prepárese, hágalo bien, sea agradecida por todo; bendiga su voluntad, humillese de no estar<br />

suficientemente presta.,. Servirá más tiempo a Aquél que ama...<br />

Entonces ella se pone de nuevo a vivir como se vuelve a reanudar un servicio. En la medida<br />

en que sus fuerzas se lo permiten, preside de nuevo la oración en común, las comidas en el<br />

refectorio, la recreación de comunidad, reanudando asimismo cierta actividad junto a las<br />

niñas. Rodea de su simpatía a la Sra. Chatard durante los momentos de inquietud que le<br />

causa el mal estado de salud del doctor. Quisiera decirle tantas cosas, pero no le digo nada.<br />

Usted sabe que nadie más que su E.A.S., puede sentir y compartir sus penas y sus consuelos.<br />

A1 Sr. Bruté de Rémur que se topa con las dificultades, con las incomprensiones, le<br />

recuerda, muy simplemente, los consejos que ella ha recibido de él. Usted ha hecho para mí<br />

tan luminosa la GRACIA DEI, MOMENTO PRESENTE que le soy deudora, tal vez, de mi salud<br />

misma, porque esa luz me ha evitado faltas, pecados. En unas notas personales, ella escribe<br />

248


en la misma perspectiva: Nuestra desdicha es no conformarnos con las intenciones de Dios<br />

en cuanto a la manera como el quiere ser glorificado. Lo que le agrada, nos desagrada. El<br />

quiere que marchemos por el camino del sufrimiento y nosotros deseamos marchar por el de<br />

la acción. Nosotros deseamos dar, más bien que recibir y no buscamos puramente SU<br />

VOLUNTAD.<br />

Efectivamente en ella crece cada vez más ese culto de la voluntad divina, cuyo sentido ha<br />

querido inculcar eminentemente, desde el primer instante de su cargo, a sus hijas. ¿No es<br />

conformarse a esa voluntad siempre desbordante & amor respecto a nosotros -aun cuando<br />

?parece lo contrario a nuestra forma de ver- por lo que Isabel se ha esforzado durante toda<br />

su vida en sentir y hacer frente? Sería esclarecedor subrayar simplemente a través de sus<br />

escritos, notas, diarios, correspondencia, el número de veces en que tal expresión Voluntad<br />

de Dios viene a su pluma. Cuando Guillermo Magee estaba muriendo en el lazareto de<br />

Liorna -tal coma ella lo confesaba al Capitano- sólo el pensamiento de la voluntad de Dios la<br />

guardaba de la desesperación y de la rebeldía. Esa misma voluntad la había guiado,<br />

sostenido, en medio de las oscuridades, de las contradicciones y de las dudas, hasta su<br />

profesión de fe católica. Ella había sido su luz y su guía seguro, durante los duros años que<br />

habían precedido a su llegada a Baltimore. Ella había sido su fuerza y su refugio en el<br />

momento que le habían sido quitadas Anina y Rebeca. Y esa voluntad la ha conducido<br />

finalmente, por unos caminos que jamás hubiera descubierto ella misma, hasta el Valle de<br />

Emmitsburg, desde donde su mirada está fija ahora en la eternidad bienaventurada, que la<br />

atrae cada vez más fuertemente.<br />

En las páginas de un cuaderno de notas, quiso Isabel escribir de su mano, los Dear<br />

Remembrances «Dulces recuerdos -sería tal INGRATITUD morir sin haberlos consignado».<br />

Las letras de la palabra «ingratitud», dos veces mayores que las de las otras palabras, se<br />

destacan del título para dar al vocablo un relieve singular. En veinticinco páginas, que<br />

ciertamente no han sido escritas sin interrupción, Isabel pasa revista a una parte de los<br />

hechos más importantes, de su vida, desde 1778 hasta 1811.<br />

¿Cuando redactó ella estas notas? Nada, en la redacción misma, lo precisa. Fue ciertamente<br />

antes de 1819. Les fue añadida una simple nota, pegada a la última hoja del cuaderno, once<br />

líneas con una escritura muy apretada. Especie de conclusión, o mejor de intersección entre<br />

el tiempo y la eternidad.<br />

Eternidad... ¿en qué luz la contemplaremos (-si es que pensamos en tales bagatelas en la<br />

compañía de Dios y en el coro de los bienaventurados-), qué pensaremos de las pruebas y de<br />

las preocupaciones que teníamos antaño sobre la tierra? ¡Oh qué nonada total!<br />

- que los que lloran sean los que no lloran<br />

- los que se alegran como los que no se alegran - los que reciben como los que no poseen<br />

- este mundo pasa ...<br />

¡Eternidad! esa voz que debe ser percibida en todas partes. ¡Eternidad!<br />

Tal sentido de la eternidad no había impedido, sin embargo, a Isabel Seton, ser en el tiempo,<br />

una asombrosa realizadora. Así sucede con los santos que, buscando, ante todo, el Reino de<br />

Dios, siguiendo la enseñanza de Cristo, se revelan los más eficaces de los hombres. Un<br />

realismo de buena ley mantuvo siempre a Isabel al abrigo de los milagros, alejada también<br />

del conformismo cuyo peligro señalaba ella al Sr. Bruté, respecto a su hermana María Post.<br />

Un buen sentido práctico le permitía edificar su obra sobre bases sólidas, de acuerdo con las<br />

exigencias, las necesidades, las aspiraciones de «aquel rincón de la tierra» donde Dios la<br />

había hecho nacer. En lucha con las dificultades más diversas, las más angustiosas a veces,<br />

ella dio prueba siempre de un robusto optimismo, siempre presta, a reaccionar después de<br />

249


los fracasos, o de las caídas inevitables, revelándose capaz de hacer frente -para usar su<br />

expresión- a la situación más desconcertante. Eficiente -como diríamos hoy- supo acuñar en<br />

realizaciones concretas, prácticas, durables, los impulsos más íntimos de su alma. Pues su<br />

amor a Dios no quiere pagarse de palabras. Al servicio de ese amor, ella puso todas sus<br />

fuerzas vivas. Pero esta acción misma, no es en ella expresión de una necesidad de actividad<br />

humana. Es la expansión de una auténtica contemplación. Desde que Isabel descubrió en la<br />

presencia eucarística la fuente de vida, que salta hasta la vida eterna, esa es la fuente única,<br />

de donde deja ella desbordar, fluir a chorros en torno suyo la caridad. «Contemplata alüs<br />

tradere», dice Santo Tomás de Aquino con una fórmula lapidaria, que sigue siendo<br />

verdadera para todos y para cada uno de los santos.<br />

Qué dichosos seríamos, si creyéramos lo que ellos creen: que poseen a Dios en el<br />

sacramento..., escribía ella en 1804. Qué dichosa sería de soportar cualquier prueba de la<br />

vida, con la consolación de hablar de corazón a corazón con El en su tabernáculo y la<br />

certidumbre de encontrarlo en las iglesias. Esa dicha, esa seguridad, Dios se la había dado.<br />

Su vida entera se había encontrado irradiada de ella, transformada. Desde el 25 de marzo de<br />

1805, cada una de las fiestas de la Anunciación es para ella una fiesta única. 25 de marzo de<br />

1817 -anota ella todavía doce años más tarde-, aniversario de mi primera comunión. Cada<br />

una de las ceremonias de primera comunión en White House, sobre todo cuando se le daba<br />

la alegría de preparar ella misma a los niños, reanima y reaviva su íntima dicha. Hemos<br />

tenido quince primeras comuniones dentro de una paz y una simplicidad maravillosas -<br />

escribe ella a la Sra. Chatard el 31 de diciembre de 1819. La eucaristía llegó a ser para ella,<br />

realmente, el todo de su vida, en espera de la vida eterna.<br />

Una evolución se opera, sin embargo, hasta en lo concerniente al «sacramento». Parece que<br />

Dios, para darse más a ella, la despoja, cada vez más de todo aporte sensible que la había<br />

inundado en el momento del gran descubrimiento,<br />

y conducido hacia una fe tanto más profunda y más pura, cuanto más decantada de todo lo<br />

que es solamente humano. Dos cartas destinadas al Sr. Bruté de Rémur, a cuatro años de<br />

intervalo, dan una idea del trabajo de purificación, de desnudamiento que se prosigue en<br />

ella. Arideces, angustias incluso, y sin embargo, invencible determinación de ser fiel hasta la<br />

muerte.<br />

Es posible, por otra parte, que su educación primera, calvinista, habiéndola tan sólo<br />

predispuesto en demasía en un plano psicológico a dejarse impregnar, sin saberlo de un<br />

humor de jansenismo, no sea ajena a los terrores que la sobrecogen, a veces en cuanto a su<br />

salvación eterna. Ella los amplifica, al menos, exigiendo por este hecho de Isabel un acto de<br />

fe y de abandono más grande. Así es como lo hace notar san Juan de la Cruz, cuando a pesar<br />

mismo de la aridez espiritual, la prueba espiritual está reforzada por una deficiencia de<br />

temperamento; ella no deja, sin embargo, de producir la purificación de las tendencias<br />

naturales, ya que esas tendencias «están privadas de todo lo que es causa de alegría, y su<br />

único anhelo tiende hacia Dios».<br />

La primera de estas cartas es de 1815:<br />

Como ve no le digo ni palabra de mi pobre horizonte interior. El pobre pequeño átomo en la<br />

oscuridad, las nubes y las miserias incesantes, continuando su marcha como un autómata en<br />

la ronda maravillosa de las gracias -un triste mes, el que acaba de pasar, y luego encima<br />

comienza con el mismo embrutecimiento, con la misma laxitud del alma y del cuerpo. La<br />

comunión misma no es más que un momento de mayor misericordia en este estado de<br />

embotamiento y de abandono, QUERIENDO TODO Y NO PIDIENDO NADA, pues, después de<br />

haber pedido tanto y recibido tanto, ¡permanecer aún tanto tiempo esta misma pobre cosa<br />

250


sin fe! Pobre, pobre alma, ¿cuándo tendrá esto fin? Axí yace el nudo de la incertidumbre<br />

TERRIBLE. Miro por el lado del pequeño cementerio de los bosques, arriba, hacia la bóveda<br />

luminosa del cielo -todo es silencio. ¡Pobre, pobre alma!<br />

La segunda carta es de 1819: Colocada para escribir ante una mesa que se encuentra justo<br />

enfrente de la puerta de la capilla, mirando al tabernáculo, el alma le pregunta si no está<br />

allí, verdaderamente, un mártir de todos los días. Yo amo y yo vivo, y amo y vivo en un<br />

estado de descuartizamiento indescriptible. Mi ser y mi existencia son una realidad, es<br />

verdad, ya que yo medito, yo oro, yo comulgo, yo dirijo la comunidad, y hago todo esto con<br />

regularidad, abandono<br />

y simplicidad de corazón, pero no obstante, no soy yo quien lo hace, es una especie de<br />

automatismo, admitido sin duda por el Padre todo compasivo, pero eso procede de una<br />

fuente distinta de aquélla de donde viene el móvil de nuestros actos. En la meditación, la<br />

oración y la comunión, me encuentro sin alma, con los seres que me rodean, amándolos<br />

como los amo, me encuentro sin alma, yo sé que El está presente en el tabernáculo, pero yo<br />

no lo veo, yo no le siento; mil amenazas de muerte podrían estar pendientes sobre mi cabeza<br />

para constreñirme a negar su Presencia allí, y yo las sufriría todas antes de negar esa<br />

Presencia un solo instante... Y sin embargo, me parece que El no está allí para mí, y ayer,<br />

cuando durante unos minutos yo sentía su Presencia, sólo era para hacerme comprender<br />

tanto que el infierno se encontraba bajo mis pies, como cuán terrible sería su juicio.<br />

Sensible o no sensible a su corazón, la presencia de Cristo en la eucaristía no seguía siendo<br />

menos, en Isabel, el punto hacia el que su vida estaba eternamente polarizada. Su fe la hace<br />

ver en María, precisamente, el primer tabernáculo del Verbo encarnado. Ella gusta de<br />

saludarla como Madre de Jesús, como llena de gracia. Amamos y honramos a Jesús cuando<br />

la amamos y la honramos a ella -escribe en 1817-. María -dice también a sus hijas- es la<br />

primera Hija de la Caridad sobre la tierra.<br />

Nutrida desde su infancia de la Santa Escritura, comenta espontáneamente por escrito los<br />

textos de San Pablo de los que gusta alimentarse. Cual una cadena de eslabones bien<br />

soldados, todo nos viene de Dios y todo nos lleva de nuevo a Dios.<br />

Eslabón por eslabón, la cadena bendita...<br />

Un SOLO CUERPO en Cristo, El la cabeza, nosotros los miembros. Un SOLO ESPÍRITU<br />

difundido por el Espíritu Santo en todos nosotros. Una SOLA ESPERANZA, El en el cielo y para<br />

la eternidad.<br />

Una SOLA FE, por su Palabra y su Iglesia.<br />

Un SOLO BAUTISMO y la participación de sus sacramentos.<br />

Un SOLO Dios, nuestro amado Señor, nuestro Padre... y nosotros sus hijos. El solo a través de<br />

todo y en todo, ¿quién podrá escapar a ese vínculo de unidad, de paz y de amor?<br />

Oh alma mía, sigue sujeta, eslabón por eslabón a su amor, fuerte cual la muerte, el fuego y<br />

el infierno, como lo dice la palabra sagrada.<br />

...Oh nuestro Señor Jesús, cuán grande es el mérito de esa SANGRE que rescata<br />

abundantemente el mundo entero, rescataría un millón de otros y rescataría a los demonios<br />

mismos si fueran capaces de penitencia y salvación como yo. Sí, Señor, aun mismo si tus<br />

rayos me aplastaran, aun mismo si tu diluvio me englutiera, aún esperaría que, destruyendo<br />

mi cuerpo, salvarías mi alma.<br />

Cualquiera que sea la tendencia que intenta arrastrarla a veces todavía hacia un temor<br />

demasiado humano, enloquecedor, siempre la confianza acaba por triunfar, en un<br />

abandono filial, acto de fe magnífico. Su estado de salud, por otra parte, le vale, desde 1818,<br />

el privilegio de poder comulgar cada día, y eso le sirve de alegría profunda. Ella afirma a<br />

251


Antonio Filicchi el 18 de abril de 1820: Trato de hacer de cada una de mis respiraciones una<br />

incesante acción de gracias.<br />

Ella repite su dicha de vivir bajo el mismo techo que Cristo presente bajo las especies<br />

sacramentales: Al levantarme cada mañana, al acostarme por la noche, ¡tan cerca del<br />

tabernáculo!<br />

Hasta el final, ella se complace en repetir a Antonio su gratitud fiel, siempre tan viva, «pues<br />

ella le es deudora de su FE BENDITA».<br />

¡Quién, en efecto, hubiera podido pensar, cuando la joven mujer se embarcaba el 2 de<br />

octubre de 1803, a bordo de «La Pastora» qué consecuencias imprevistas debía tener para<br />

ella aquel viaje a Europa! Los años no han agotado, en su corazón, la admiración que suscita<br />

en ella el misterio de los caminos divinos -que no son nuestros caminos, como lo dice el<br />

profeta Isaías- ni el reconocimiento para con aquellos que han sido respecto a ella los<br />

instrumentos del Señor. Unas semanas antes de su muerte, con una escritura casi ilegible,<br />

expresará todavía a su amigo de Toscana su gratitud:<br />

¡Si tan sólo pudieras saber lo que ha resultado de aquel sucio vil granito de mostaza que, por<br />

la mano de Dios plantaste en América! El número de huérfanos alimentados y vestidos<br />

oficialmente y oficiosamente también...<br />

El sucio granito de mostaza -como lo llama Isabel- está llamado en realidad, a hacerse aquel<br />

árbol del que habla el Evangelio «en cuyas ramas vienen a cobijarse los pájaros del cielo»<br />

(Mt 13, 32). Por vasta que sea la tierra de América de Norte a Sur, de Este a Oeste recogerá<br />

sus beneficios.<br />

Hablando un día con sus nietos de su tía abuela, a quien no habían conocida, Samuel Seton<br />

no dudará afirmarles que la fundadora de las Hermanas de la Caridad de América había sido<br />

en su país «una especie de Juan Bautista». En realidad, ella preparó magníficamente, por<br />

espacio de dieciséis años, los caminos tanto a la expansión como al desarrollo del<br />

catolicismo en los Estados Unidos. Cuando escribía en mayo de 1810, verosímilmente a los<br />

Filicchi, la Madre Seton parecía haber tenido, con todo, una especie de presentimiento del<br />

papel que estaba llamado a representar su instituto:<br />

Nuestro santo arzobispo -Mons. Carroll- es muy devoto de nuestro establecimiento y eso me<br />

consuela en toda dificultad y en todo obstáculo. Todos los miembros del clero de América lo<br />

sostienen con sus oraciones y hay mucha esperanza de que sea el germen de un inmenso<br />

bien que se va a hacer. Tú debes admirar cómo nuestro Señor ha escogido a una mujer tal<br />

como yo para ser su cabeza, pero tú sabes bien que El gusta de manifestar su fuerza en la<br />

debilidad y su sabiduría en la ignorancia. ¡Que su santo nombre sea siempre adorado! Es en<br />

el humilde, pobre, débil, donde El se complace en multiplicar sus mayores misericordias, a fin<br />

de presentarlas como señales para animar a los pobres pecadores.<br />

27.- UNA COMUNION MAS Y LUEGO LA ETERNIDAD<br />

Derramo el agua sobre el suelo sediento<br />

los raudales sobre la tierra reseca.<br />

Derramaré mi espíritu sobre tu linaje<br />

mi bendición sobre tu descendencia.<br />

Crecerán como la hierba bañada de agua<br />

como las alamedas al borde de los ríos<br />

Is 44, 3.<br />

252


En la primavera de 1819, Catalina Seton marchó, como cada año, a pasar unas semanas al<br />

borde del río Monacy, en Carroll Manor, que frecuenta también a título de amigo, Mons.<br />

Maréchal. Ella ha dejado sin temor el Valle, pues la salud de su madre parece<br />

suficientemente restablecida para no causar ya, momentáneamente, serias inquietudes.<br />

Kate se complace entre sus amigos en el bellísimo sitio donde se yergue la vasta mansión<br />

que los acoge. Ella goza de los paseos a caballo, gusta de mezclarse, cuando llega el<br />

domingo, con los campesinos que se reúnen entonces, no para asistir a la misa, pues no hay<br />

celebrante habitual, sino para escuchar una lectura espiritual y orar en común, de rodillas.<br />

Los católicos blancos y negros se codean entonces en una auténtica fraternidad.<br />

Escribiendo a Emmitsburg, Catalina diseña para su madre bonitos croquis de estas<br />

asambleas dominicales, sencillas e irradiantes. Cambia, igualmente, una frecuente<br />

correspondencia con Julia Scott. Este año Julia sueña con casar a Ca talina. Te aseguro que<br />

no tengo prisa en tomar compromisos serios, le replica la joven, durante los corrientes del<br />

mes de junio. Nada le da prisa mientras su madre esté allí, sobre todo... En realidad, Kate<br />

entrará a los 40 años en las Hermanas de la Misericordia de Nueva York para morir allí<br />

nonagenaria en 1891. De vuelta a la Montaña, envía una vez más a Julia, el 19 de junio de<br />

1819, el parte de salud de la Madre Seton:<br />

Mamá parece bien y está bien, con el espíritu tranquilo y alegre, sobre todo después de<br />

haber recibido noticias de Guillermo... A continuación del mensaje de su hija, Isabel ha<br />

añadido: ¡Qué dichosa, dichosa soy! La escritura revela, sin embargo, un estado de<br />

agotamiento que no está en absoluto de acuerdo con el optimismo de Kate. Las últimas<br />

noticias de Guillermo son buenas -dice ella. Una carta fechada el 12 de diciembre, venía del<br />

Ecuador. Will se había embarcado el verano anterior para la navegación de altura que había<br />

anunciado. La Madre Seton conocía entonces tal estado de fatiga que casi se había alegrado<br />

al saber que la salida del barco que iba a zarpar hacia el sur no dejaría a Guillermo la<br />

posibilidad de venir hasta Emmitsburg. No volver a ver a su hijo, era, a decir verdad, un<br />

último sacrificio que ella aceptaba por él. Pero que la viera, él, tal como ella estaba<br />

entonces, tan próxima a la muerte -creía ella- he ahí lo que, finalmente, era dichosa de<br />

evitarle.<br />

El 2 de octubre de 1818, escribía a Julia: Guillermo ha salido para tres años de navegación a<br />

bordo del «Macedonian», y hasta el Cabo Hornos tal vez. Estaba, pues, bien acabado. Jamás<br />

volvería ya ella a ver a su hijo mayor... Ahora bien, mientras la fragata bordeaba las costas<br />

de Virginia, se había levantado una tempestad con tal violencia que unas averías,<br />

sobrevenidas al barco habían obligado al comandante a atracar en el puerto de Norfolk para<br />

una semana al menos. Guillermo había tenido tiempo de alcanzar Baltimore, luego<br />

Emmitsburg a donde había venido a sorprender a su madre.<br />

Nuestro Guillermo ha llegado, ¡qué alegría hemos tenido! -escribe en seguida Isabel a Elena<br />

Wiseman. Cinco meses más tarde, ella hablaba todavía, en una carta dirigida a Julia, de la<br />

sorpresa que semejante visita, con la que no contaba ya, le había causada.<br />

Y ahora Will está lejos, en la lejanía, tan lejos, bogando por el Pacífico. Mi amor por ti -le<br />

escribe ella- no tiene ni quicio ni medida y no puede quedar satisfecho sino con la eternidad.<br />

Oye el grito que brota del alma de tu madre, tú a quien amo tanto, y cuida de lo que es más<br />

querido que ella misma millares de veces. Pues no es tanto el peligra de las tempestades, el<br />

riesgo de los naufragios lo que teme para «su querido pirata», son los peligros y los riesgos<br />

donde tal vez, su alma, se aventura. Ella ha gritado tantas veces su tristeza a Mons. de<br />

Cheverus, y él, como antaño san Ambrosio a santa Mónica, ha sabido dirigirle las únicas<br />

palabras de confortación que podían apaciguar su angustia: ¡Querida hija! él no la verá ya<br />

253


en esta vida, es verdad. Pero yo tengo la confianza de que él estará un día con usted en el<br />

cielo. El hijo de tantas lágrimas y de tantas oraciones no puede perderse.<br />

También son buenas las noticias de Liorna. Lo eran, al menos, cuando el 8 de marzo de 1819<br />

escribía Antonio: Tu inmenso Ricardo sigue muy bien. El me satisface plenamente en el<br />

dominio moral y religioso. Poco a poco, irá adquiriendo -yo lo espero- personalidad. Está<br />

contento de estar conmigo, y ve va a esforzar por hacerse útil en una casa comercial. Enseña<br />

el inglés al más pequeño de mis hijos.<br />

Las cartas de Ricardo, no obstante, van siendo cada vez más raras. El año 1820 trae al<br />

corazón de la madre las más vivas inquietudes. Ni una sola misiva le llega de Italia desde<br />

hace seis meses. El 2 de julio, ella suplica a Juan Hickey que tenga una intención especial por<br />

Guillermo y por Ricardo: Usted ruega -así espero-, por mis pobres, tan pobres, tan queridos<br />

muchachos. Mis lágrimas corren, por ellos, cada vez más de prisa, día y noche.<br />

El 23 de julio, es a su hija mayor misma a quien grita su ansiedad: ¡Guillermo!, ¡Guillermo!,<br />

¡Guillermo! ¿Es posible que el grito de mi corazón no alcance el tuyo? Ya llevo tu nombre<br />

bienamado ante el tabernáculo y lo repito a guisa de oración, vertiendo raudales de<br />

lágrimas que Dios sólo comprende... Perderte aquí, durante unos años de una vida tan<br />

colmada de amargura, no es más que la herencia común; pero amarte como yo te amo y<br />

perderte por siempre, ¡oh, qué indecible angustia!<br />

¡Con qué impaciencia espera ella desde ahora los lejanos correos! ¿Cuántas veces durante<br />

sus noches de insomnio, no atraviesa ella en pensamiento los océanos, para juntarse a<br />

Guillermo sobre las aguas del Pacífico, a Ricardo en la costa del Mediterráneo?<br />

Durante el mes de agosto, el Sr. Bruté de Rémur predica el retiro anual a la comunidad de<br />

San José. Tan sencillas son las relaciones desde ahora entre el predicador y la Madre que,<br />

con su propia mano, escribe él las directrices que desea verla seguir durante el mes que<br />

viene. Que compruebe los avisos dados por Juana de Chantal a las superioras de sus<br />

monasterios, pues son completamente válidos también para las superioras de los demás<br />

institutos femeninos. Ahora bien, la Madre Seton debe acordarse de que es fundadora,<br />

responsable ante Dios, por consiguiente, de las almas que le están confiadas. Pero que<br />

considere, a su vez, como voz de Dios las órdenes y consejos dados a ella por el superior de<br />

la comunidad. Que se abandone a la gracia del momento presente y que trate, en cuanto de<br />

ella dependa, de obtener el espíritu que animaba a san Francisco de Sales y a Santa Juana<br />

Fremiot de Chantal. Ese espíritu, especifica el Sr. Bruté de Rémur, era el mismo que el de<br />

San Vicente de Paúl. La Madre Seton, debía, además, velar sobre su comportamiento, pues<br />

ella era el punto de mira de todos, evitar siempre las palabras duras o bruscas, ejercer su<br />

autoridad con una firmeza impregnada de dulzura. Así es, concluye el prudente director,<br />

como atraerá la confianza y el afecto de las Hermanas y podrá conducirlas por el camino<br />

que lleva a Dios.<br />

¿Es la fatiga causada por el retiro que ella ha querido seguir con su ardor acostumbrado?<br />

¿Es el fuerte calor del verano o la preocupación lancinante que le causa el silencio insólito<br />

de Ricardo, los peligros que puede correr Guillermo? Lo cierto e5 que el 24 de agosto, la<br />

Madre Seton confiesa a la Sr. Chatard que está al cabo de sus fuerzas para seguir ocupando<br />

su puesto en medio de la comunidad pero, siempre -precisa ella- con tanto ánimo como<br />

alegría.<br />

El Sr. Dubois, sin embargo, desea que se aproveche el período de vacaciones escolares para<br />

dar comienzo a una nueva construcción, no lejos de White House. Que la casa es demasiado<br />

pequeña, es un hecho: nadie piensa en negarlo. La Madre Seton, no obstante, no es de la<br />

opinión de ver comenzar inmediatamente los trabajos. El Sr. Dubois insiste. La Madre cede.<br />

254


Los obreros llegan. A pesar de una tos persistente, de jaquecas y náuseas, ella ha de ir a<br />

supervisar, de tiempo en tiempo, la marcha de los trabajos. El Sr. Dubais, que no ha<br />

comprobado la gravedad de su agotamiento, se la recuerda en ocasiones. ¿Y no acaba de<br />

insinuar precisamente el Sr. Bruté de Rémur que la voz del Sr. Dubois es para ella la voz de<br />

Dios?<br />

Nuestro buen superior me ha enviado en medio de los obreros y para responder a su deseo<br />

he tenido que escalar una pila de maderos. No me sentía bien y el viento era vivo...<br />

Unos días más tarde la Madre debe guardar cama, abatida por una fuerte fiebre. Su estado<br />

llega a ser inquietante, como escribe el Sr. Bruté de Rémur a Antonio Filicchi. Pero ella<br />

permanece en una gran calma. Quisiera que se ocupen de ella lo menos posible. A quien le<br />

pregunta:<br />

-¿Cómo está, Madre? -Blandamente, responde. Si es que no es:<br />

-Muy blandamente...<br />

Ella trata de seguir, desde su lecho, en cuanto es factible, el ritmo de la casa prestando<br />

atención al tañido de la campana. Una Hermana está cerca de ella, que le ayuda a rezar y le<br />

hace cortas lecturas a media voz. Ella no puede ya evitar las dispensas, pero puede ofrecer<br />

al Señor su sufrimiento y su agotamiento. Se quiere fiel hasta el último instante en hacer<br />

todo lo mejor que se pueda y de la mejor manera, con las demás, si no como las demás.<br />

Hace escrúpulo de reposar sobre un colchón comprado hacía poco para Rebeca. Se la obliga<br />

a aceptarlo y ella lo encuentra demasiado mullido. El Sr. Bruté de Rémur ha de tranquilizarla<br />

sobre este punto. Se trata aquí, no de una falta de mortificación, sino de un acta de<br />

sumisión. Se ve perdida. Es dichosa. ¿No había confesado ella a Juan Hickey, unas semanas<br />

antes: ¡Oh, si yo pudiera estar en los últimos, accesos de tos y sentir las ansias del<br />

sufrimiento, las últimas, rompiendo los muros de mi prisión, cuál sería mi alegría! ¡El<br />

pensamiento de irme a casa, llamada por so VOLUNTAD! ¡Qué transporte!... Yo no temo a la<br />

muerte la mitad que a mi horrendo yo.<br />

Que llegue, entonces, ese último día, el que la permitiría entrar «en casa», como ella misma<br />

dice, como la había dicho antes el gran místico renano, Juan Taulero, cuyas obras ella jamás<br />

ha leído, sin embargo. «Entonces, dice Taulero, llega el amable día cuando Dios quiere<br />

llevaros a Casa. ¡Oh, hijos míos, entonces El recompensará vuestra ignorancia y vuestras<br />

tinieblas; El os tratará como un padre, os consolará y, a menudo, hasta os hará gustar, antes<br />

de morir, lo que hará vuestras delicias y moriréis entonces en gran seguridad!».<br />

Así será para Isabel el paso del tiempo a la eternidad. ¡Si es este el camino de la muerte -<br />

explicará ella, unos días antes de irse- nada puede ser más apacible, más dichoso! Y si he de<br />

restablecerme, ¡qué dulce me será también reposar en los brazos del Señor! Jamás he<br />

sentido más vivamente la presencia de nuestro amado Señor, que desde esta enfermedad. Es<br />

como si El se estuviera de continuo junto a mí, corporalmente, para reconfortarme,<br />

alegrarme, y animarme, durante las horas de sufrimiento, agotador y penoso. Algunas<br />

veces, la dulce Virgen María, también parece acariciarme con ternura... Pero te vas a reír de<br />

mi imaginación, concluye la Madre, con destino a Sor Cecilia O'Conway, que recibía emocionada,<br />

aquella confidencia.<br />

Hacia la mitad de septiembre, el Sr. Dubois estima prudente hacer aprovecharse a la Madre<br />

Seton del sacramento de los enfermos. En realidad, si su estado sigue siendo estacionario,<br />

ella se ha debilitado tanto que a cada acceso de tos que la sacude dolorosamente, se puede<br />

temer que sea efectivamente el último. El domingo, 24 de septiembre, el Sr. Bruté de Rémur<br />

está en el confesonario en la Iglesia de San José. Bruscamente, alguien se acerca y llama. Es<br />

una Hermana que acude de White House.<br />

255


-¡Venga, nuestra Madre se muere!<br />

El Sr. Bruté de Rémur deja allí a su penitente, sale de la iglesia, se agarra al primer caballo<br />

que puede encontrar, salta a la silla y parte a galope en dirección de la Casa Blanca. Detrás<br />

de él, la Hermana que ha venido a avisarle vuelve a tomar el camino del convento con<br />

algunas personas.<br />

El Sr. Bruté de Rémur encuentra a la Madre calmada y serena. Ella le acoge sonriente,<br />

relajada. No, no ha llegado para ella todavía el momento de partir «a casa». El Sr. Bruté de<br />

Rémur puede irse, con toda seguridad, a celebrar a la parroquia la misa de Nuestra Señora<br />

de la Merced. Se marcha, pero terminada la misa, se apresura a volver junto a la enferma.<br />

-Confiésese de todo, en general, Madre- le sugiere él, para recibir una última absolución.<br />

Ella lo hace en voz alta, anota el Sr. Bruté. Luego, algunas Hermanas, silenciosas entran en la<br />

habitación. Catalina en medio de ellas. La Madre permanece apacible, prosiguiendo con<br />

toda evidencia el coloquio último con su Dios. En su mirada luminosa se transparenta su<br />

alma. El Sr. Bruté de Rémur le pide que haga un acto de abandono. Ella responde: sí, y con<br />

un gesto de la mano refrenda su asentimiento. El le propone renovar sus votos:<br />

-¡Con todo el corazón!, murmura ella.<br />

El le invita a bendecir a su hija Kate y a sus dos hijos ausentes, una vez más. Ella asiente de<br />

nuevo y su mirada se vuelve hacia el cielo, más elocuente que las palabras, expresa para<br />

ellos su último deseo. A las letanías de los Santos suceden las preces de los agonizantes. A<br />

duras penas, Catalina retiene sus sollozos. Estos estallan a pesar de sus esfuerzos, en el<br />

momento en que el Sr. Bruté de Rémur pronuncia las solemnes palabras «¡Sal, alma<br />

cristiana...!».<br />

Pero no es, todavía, para Isabel el día de la gran despedida. Superada la crisis, recupera vida.<br />

Esa misma noche, se entretiene con su director, haciendo la lista de las personas que<br />

deberán ser avisadas de su muerte. El pronuncia el nombre del Sr. David. Ella repite a su<br />

vez: Sr. David..., y prosigue:<br />

-Será necesario pedirle perdón de todas las penas que le causé.<br />

Ella desea que el Sr. Bruté no deje esa noche la Casa Blanca. Si la crisis de la mañana ha sido<br />

superada, puede venir otra que sea la última. Pero el responde tranquilamente:<br />

-Yo no creo que muera usted esta noche. Sin insistir más, ella le deja partir.<br />

La noche, en realidad, es buena. Y la jornada del día siguiente. Contra toda esperanza,<br />

lentamente, Isabel parece remontar la pendiente. El 4 de octubre, Kate avisa a Julia Scott:<br />

Mi madre ha estado «in extremis», pero ella afortunadamente va recuperándose ahora y<br />

tenemos la esperanza de que pronto estará restablecida. Catalina quiere esperar contra<br />

toda esperanza. Se da a su madre tres meses de plazo sin más. Es vano hacerse ilusiones a<br />

este respecto. Ella es presa a menudo de una sed torturante. Pues bien, una noche, su<br />

enfermera le trae una bebida refrescante. Con firmeza, la madre la rehúsa. Se está todavía<br />

en la época en que el ayuno eucarístico, riguroso y severo, pide que uno se abstenga de<br />

todo alimento y de toda bebida, aunque sea un sorbo de agua, a partir de media noche,<br />

cualquiera que sea la hora de la comunión matinal. Por una comunión más, Isabel estima<br />

como bien poca cosa tener que soportar cinco o seis horas de mayores sufrimientos. ¿Sería<br />

pagar demasiado cara tal gracia?<br />

El Sr. Bruté de Rémur -como afirmará el mismo- no puede traerle la comunión sin quedar<br />

profundamente conmovido, tanto irradia entonces el rostro de la madre, tanto se revela en<br />

su fisonomía su alegría íntima, en el momento en que él entra en su habitación portando la<br />

eucaristía.<br />

256


Los días se suceden a los días. El otoño hace llamear, una vez más, los robles en torno a la<br />

casa. Guillermo debe regresar al comienzo del año siguiente, en enero de 1821. La madre se<br />

recupera, esperando que volverá a ver a su hijo mayor. Ricardo, por su parte, junto a<br />

Antonio está en seguridad. Cuando le llegue la noticia de su muerte tendrá a su lado a un<br />

amigo incomparable, para endulzar su pena. Así piensa la Madre Seton. Y, de repente, llega<br />

una carta. Ella reconoce la letra de Ricardo... Pero el correo viene de América. ¿Por qué?<br />

Febrilmente la madre despliega el papel. Ricardo 1-e hace saber que no está ya en Liorna.<br />

Ha dejado ya a Antonio Filicchi. Y ahora está en Virginia, en Norfolk, deudor insolvente de<br />

un protesto. La carta está fechada el 12 de octubre. El golpe hiere a Isabel en pleno corazón.<br />

Ella imagina ya a Ricardo en prisión, desho7rado, desesperado, abandonado de todos. Con<br />

su mano febricitante escribe desde su lecho al general Harper, suplicándole que acuda en<br />

ayuda de su hijo. Espera, temblorosa, una respuesta. Y es una carta de Toscana la que llega<br />

primero. Antonio Filicchi, ignorante del estado de salud de su destinataria, le hace saber sin<br />

componendas que Ricardo no es más capaz de lo que era Guillermo. Tampoco con él ha<br />

logrado, al fin, ninguna de las satisfacciones esperadas... Para la madre viene a ser el golpe<br />

de gracia. El golpe definitivo del que ya no podrá volverse a levantar. Quiere escribir una vez<br />

más a Antonio. Bajo su pluma se agolpan las palabras, sin encontrar nunca su sitio querido<br />

en la frase, ella las olvida. Las letras cabalgan unas sobre otras, apenas, legibles. Ultimo<br />

mensaje, conmovedor, digno de lástima.<br />

¡He ahí pues, el fruto terrestre de tu bondad y de tu presencia con nosotros! Pero<br />

afortunadamente todo está escrito en el cielo. Yo no he vuelto a ver todavía al muchacho. El<br />

me escribió que estaba en Norfolk ere dificultad, habiendo recibido un protesto. Y como yo<br />

no sabía entonces nada de lo que tú me has informado después, pensando que él estaba<br />

arrestado, tal vez, o algo así, le escribí al general Harper para que tuviera la bondad de<br />

ocuparse de él... No para su descargo, querido Antonio, sino por deber maternal.<br />

Durante largos años he rogado solamente por mis hijos, pidiendo a nuestro Dios bendito que<br />

hiciese lo que El quiera para ellos y en ellos por el camino de contradicción o de la prueba,<br />

dado tan sólo que salve sus almas!... Tan pronto como haya visto a mi desgraciado Ricardo,<br />

le escribiré de nuevo, si Dios quiere. La razón de esta carta es que he recibido los últimos<br />

sacramentos hace tres semanas...<br />

Al menos ella quiere repetir a Antonio los frutos apostólicos que comienza a dar en tierra<br />

americana «el grano de mostaza que él -el amigo fiel- sembró por la mano de Dios».<br />

Ahora bien, mientras que su madre consumía las últimas fuerzas de su vida en buscar para<br />

su hijo pródigo los apoyos seguros, Ricardo, que había salido de apuros, escribía<br />

desvergonzadamente al general una carta insolente afirmando con arrogancia que él no<br />

tenía que rendir cuentas a nadie en lo que concernía a su salida de Liorna.<br />

El viento de otoño sopla a ráfagas a través del valle. Uno tras otro, los grandes robles se<br />

despojan de sus hojas. El fuego de leña que chisporrotea en la chimenea, ayuda apenas a<br />

entrar en calor a la Madre Seton. Ella no deja ya el lecho. El 18 de noviembre, Catalina<br />

escribe a Julia Scott: Mi querida madre está lejos de restablecerse. Los ataques de tos se<br />

multiplican. En el pecho aparece un abceso. El agotamiento es cada vez mayor. La enferma<br />

no puede ni siquiera alimentarse. Sor O Conway que la rodea de las mejores atenciones, se<br />

mueve en torno al lecho a tiempo y a destiempo con una voluntad tan buena como torpe<br />

sometiendo a veces a dura prueba la paciencia que la Madre Seton se esfuerza por<br />

conservar, a pesar de su debilidad, a pesar de su sufrimiento.<br />

-Madre, ¿necesita algo?... ¿querría tener un crucifijo para que la ayude a pensar en Dios?<br />

257


-Gracias, mi querida hija, tengo ya un crucifijo sobre el pecho. Y un poco más tarde le<br />

explica:<br />

-No se inquiete, mi querida hija, yo trato de permanecer tan íntimamente como puedo en su<br />

presencia.<br />

Ella tiene todavía placer en escuchar el canto de las escolares que sube a veces hasta su<br />

habitación. Pide que se le traiga a las más pequeñas de las niñas y hace que se les dé fruta.<br />

Escucha gustosa a las Hermanas que vienen a darle cuenta de su apostolado junto a las<br />

alumnas, o a las pobres gentes del pueblo. En su rostro de color de cera, los ojos centellean<br />

aun de vida y de entusiasmo. En el curso de la segunda quincena de diciembre, llega Ricardo<br />

a Emmitsburg. ¿Se esperaba él encontrar a su madre en tal estado? ¿Comprende que ella se<br />

encuentra en sus últimos días? ¿Está lleno de vergüenza o tan solo inconsciente de la<br />

gravedad de la situación? ¿Teme unos reproches, a decir verdad, justificadora? Ni la fiesta<br />

de Navidad, muy próxima, ni el estada de su madre le retienen en White House. Al cabo de<br />

unos días, se va. Jamás volverá ya al Vallo. Dos años y medio más tarde, morirá él mismo a<br />

los 26 años, a bordo del bergantín «Oswego» el 26 de junio de 1823, de una enfermedad<br />

contraída a la cabecera de Jehudi Ashmun, un pastor protestante, a cuyo cuidado se había<br />

dedicado generosamente.<br />

La Madre Seton ha visto a Ricardo. A Guillermo no le volverá a ver. Su hijo mayor desposará,<br />

en 1831, a Emily Prime, una protestante. Y por un tiempo, se alejará de la fe católica. Pero<br />

será en la Iglesia católica donde muera el 20 de enero de 1868. De sus siete hijos, uno será<br />

prelado y otra religiosa.<br />

Ha llegado Navidad. A la alegría tradicional que trae a White House la fiesta del Nacimiento,<br />

se le ha puesto sordina. Si algún cambio ha sobrevenido desde mi última carta -escribe<br />

Catalina a Julia Scott el 26 de diciembre de 1820<br />

El fin es inminente. Sentada en su lecho, sostenida por dos cojines a fin de atenuar la crisis<br />

de asfixia, la Madre Seton sólo espera la llamada del Señor. Ha podido comulgar todavía el<br />

domingo 31 de diciembre. La última noche del año se ha acabado. Han sonado ya en el gran<br />

silencio las doce campanadas de medianoche. La Hermana que vela a la enferma se acerca a<br />

su lecho. Le presenta una pócima.<br />

Deje la bebida tranquila ---dice con firmeza la Madre-. ¡Una comunión más y luego la<br />

eternidad!<br />

Martes, 2 de enero. El Sr. Bruté de Rémur y el Sr. Dubois han llegado ambos, de mañana, a<br />

la habitación donde reposa Isabel. Ella recibe de su padre espiritual una última bendición. El<br />

Superior de la comunidad le propone renovar el sacramento de los enfermos, si lo desea. El<br />

rostro de la moribunda se ilumina con una feliz sonrisa:<br />

-Muy agradecida..., dice con un susurro.<br />

Al comienzo de la tarde todas las Hermanas, silenciosas, y Catalina entre ellas, rodean de<br />

nuevo a su Madre. Demasiado fatigada para hablar, incluso a media voz, la Madre Seton<br />

deja al Sr. Dubois exponer en su lugar y en su nombre sus últimas recomendaciones.<br />

Lo que quiere es que sus hijas permanezcan unidas conjuntamente como verdaderas Hijas<br />

de la Caridad. Luego, que sigan sólidamente fieles, gracias a la práctica de sus reglas.<br />

La Madre tiene un tercer deseo. Ella quiere --dice el Sr. Dubois- que os pida perdón de su<br />

parte por todos los malos ejemplos que os ha podido dar, y yo me inclino ante ese deseo.<br />

Todas saben bien, sin embargo -añade él-, que ella no ha dado jamás malos ejemplos a<br />

consecuencia de las dispensas que le han sido concedidas, ya que, al aceptarlas no hacía<br />

otra cosa que someterse tanto a las prescripciones del médico como a las normas del<br />

superior mismo.<br />

258


El Sr. Dubois se dispone a comenzar la ceremonia de la extremaunción. Revestido ya de<br />

sobrepelliz, ha tomado el ritual. Con un gesto, con una mirada, la moribunda le interrumpe.<br />

-Les agradezco, hermanas mías -articula ella-la bondad que tienen de estar aquí, en este<br />

momento difícil.<br />

Luego, recogiendo todas sus fuerzas:<br />

-¡Sean hijas de la Iglesia! ¡Sean hijas de la Iglesia!<br />

Esta última recomendación ha querido pronunciarla ella misma. La repite dos veces. Eco<br />

lejano, eco triunfante del grito que ella lanzaba en 1805, en lo profundo de la noche, tan<br />

próxima sin saberlo ella, a la radiante luz de su Epifanía: ¡No busco más que a Dios y su<br />

Iglesia!<br />

La Iglesia de Dios, ella la encontró y llegó a ella «no renegando de su pasado» -como lo<br />

subrayó el Papa Juan XXIII el día de su beatificación, 7 de marzo de 1963-, sino más bien<br />

como una meta providencial ofrecida a sus estudios, a su oración, a sus obras de caridad, y a<br />

la que la disponía la orientación de su vida precedente. Poco a poco, ella se encontró en el<br />

seno de la Iglesia Católica; eso fue para ella un enriquecimiento del patrimonio que poseía<br />

ya, la apertura de un cofre cerrado que tenía en sus manos, el pleno conocimiento de la<br />

verdad total con la que ella había estado en contacto desde su juventud. ¡Qué más cosas<br />

puede entonces desear a sus hijas que el que permanezcan verdaderas hijas de esa Iglesia<br />

que ella encontró, que la recibió y la colmó!<br />

El 6 de enero próxima, las niñas de White House harán su primera comunión. ¿Quién sabe -<br />

le dice el Sr. Bruté de Rémur- si no estará ella todavía aquí para asociarse a esa fiesta, para<br />

recibir una vez más el cuerpo de Cristo?<br />

Pera una Epifanía infinitamente más bella y más gloriosa se prepara para ella. Ella la<br />

presiente. Ella la desea. Ella la espera, en paz.<br />

Su debilidad apenas la permite pronunciar unas palabras. Pero es dichosa de oír recitar, de<br />

vez en cuando, muy cerca de ella, uno u otro de sus textos santos preferidos. Por un<br />

momento la Hermana que la vela la oye musitar las primeras palabras de la oración<br />

recientemente compuesta por el Papa Pío VII.<br />

¡Que la justísima, la altísima y amabilísima voluntad de Dios sea alabada, cumplida,<br />

exaltada, en todas las cosas, por encima de todo y por siempre!<br />

La voluntad de Dios. La Palabra de Dios. El Hija de Dios, Dios mismo entre nosotros, hecha<br />

nuestro alimento, ¿no era de lo que ella había vivido? Ahora ella iba a perderse en esa<br />

voluntad de amor, gustar los bienes infinitos prometidos y merecidas para nosotros por el<br />

«amado Salvador», es decir, ver a Dios cara a cara, contemplarle, amarle, poseerle,<br />

comunicar en su vida propia, eternamente.<br />

Las palabras francesas venían a veces, espontáneamente a sus labios, pues es en esa lengua<br />

en la que gustaba rezar. Sor Xavier lo sabe y, lentamente repite a su cabecera las palabras<br />

que tantas veces ella ha pronunciado:<br />

«Gloire a Dieu aux plus haut des cieux<br />

et paix sur la terre aux hommes qu'il aime...<br />

Nous te louons, nous te béni.ssons, nous t'adorons...<br />

...Toi, qui enléves le péché du monde, reçois notre priére<br />

car Toi seul est Saint, Toi seul es le Seigneur,<br />

Toi seul es le Trés-Haut, Jésus-Christ,<br />

dans la glorie de Dieu le Pére».<br />

259


«Gloria», himno de alabanza. «Magnificat», canto de acción de gracias:<br />

«Mon áme exalte le Seigneur, exulte mon esprit en Dieu mon Sauveur. ...Le Tout-Puissant a<br />

fait en moi des grandes choses: saint est son nom. Désormais toutes les générations<br />

m'appelerons bienheuheuse».<br />

No había aparecida todavía el alba del 4 de enero de 1821 por encima de las Monta.ñas<br />

Azules, cuando el alma de Isabel, con una calma profunda se lanzó hacia la casa del Padre.<br />

El Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas.<br />

desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.<br />

Estas palabras, iban a hacerse realidad un día.<br />

Vendría un día -ya ha llegado para nosotros- en que el Vicario de Cristo, proclamaría<br />

bienaventurada, en la Basílica de San Pedro de Roma, a la que, en la pequeña iglesia de San<br />

Pedro de Nueva York se había unido por primera vez a Cristo, por la comunión sacramental,<br />

el 25 de marzo de 1805.<br />

Juan XXIII escribía el 17 de marzo de 1963:<br />

¡Oh bienaventurada Isabel Seton, que resplandeces desde ahora ante la faz de todas las<br />

naciones por tu fidelidad a las promesas del bautismo, mira con ojos de predilección a tu<br />

puebla que se gloría de ti como de su primera flor de santidad. Obtenle de Dios la gracia de<br />

guardar el patrimonio sagrado de la llamada del Evangelio, la firmeza en la fe, el ardor en la<br />

caridad, a fin de que responda con alegría a su vocación particular!<br />

¡Extiende tu protección también sobre la Iglesia entera, ofreciéndole como ejemplo el fuego<br />

de generosidad y amor que te impulsó «de claridad en claridad» hasta la presente<br />

glorificación!<br />

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