ISABEL SETON - Somos Vicencianos
ISABEL SETON - Somos Vicencianos
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I.- PRIMERA PARTE<br />
<strong>ISABEL</strong> <strong>SETON</strong><br />
Marie-Dominique Poinsenet<br />
1.- HIJA DE «LA LIBRE AMERICA»<br />
Tú a quien elegí...<br />
a quien escogí desde los confines de la tierra,<br />
y a quien llamé desde el límite del mundo,<br />
...no temas, pues Yo estoy contigo...<br />
1<br />
CEME<br />
1977<br />
Octubre de 1778. Sobre los peldaños de la escalinata, ante una casa de dimensiones<br />
modestas, a la que rodea un pequeño jardín, está una niña de ojos oscuros, de rostro fino,<br />
cuyos cabellos castaños se ensortijan en mil pequeños bucles. La casa, que evoca para<br />
nosotros una de esas viviendas de gran arrabal moderno, de uno o dos pisos a lo más, es<br />
semejante a todas las que se alzan a lo largo de las calles estrechas y sin pavimento de<br />
Nueva York.<br />
La niñita de aire pensativo, de mirada notablemente seria, se llama Isabel Ana Bayley. Más<br />
familiarmente, la llaman Betty.<br />
A los 4 años, sentada sola sobre un peldaño de la escalinata, mirando las nubes, mientras mi<br />
hermanita Catalina, de 2 años, yacía en su ataúd, me preguntaron si no había llorado,<br />
cuando la pequeña Kitty había muerto.<br />
-No, porque Kitty ha subido al cielo. Yo bien quisiera ir también allá con Mamá.<br />
Este diseño, de sencillez y precisión de líneas, es de la mano de Isabel. Marca el comienzo de<br />
las notas redactadas por ella, casi medio siglo más tarde, y que intitulará Dulces Recuerdos:<br />
unas páginas de un cuaderno de notas -26 exactamente- cuya fotocopia está ante nuestros<br />
ojos. Consignados verosímilmente el año que precede a la muerte de la que entonces se<br />
llamará Madre Seton, estos Dear Remembrances, escritos a vuela pluma y sin ninguna<br />
pretensión literaria, hasta sin puntuación la mayor parte del tiempo, nos hacen sentir, con<br />
asombro, la proximidad de esa americana de alma vibrante, entusiasta y fuerte cuya<br />
primera infancia se inscribe precisamente entre la proclamación de la Independencia de los<br />
Estados Unidos de América, por el Congreso de Filadelfia --4 de julio de 1776-, y el<br />
reconocimiento oficial de esta Independencia por el tratada de Versalles, 3 de septiembre<br />
de 1783.<br />
Como tiene gusto en recalcarlo José Dirvin, su biógrafo más autorizado, Isabel Bayley es «de<br />
la vieja cepa americana y, cuando surge nuestra gran república, llega a ser ciudadana<br />
americana de derecho».<br />
Por sus venas corre sangre francesa, inglesa, irlandesa. En ella se hace la síntesis de las razas<br />
antiguas y del pueblo nuevo. Es sensible y fogosa. Su corazón está presto a dilatarse con las
dimensiones del mundo, su energía capaz de «hacer frente» siempre, sean cuales sean los<br />
obstáculos que surjan en el camino. Hay en su alma una necesidad de absoluto que nadie<br />
sino Dios, al fin, podrá saciar.<br />
No, Betty no llora por ver en el ataúd a su hermanita Kitty, puesto que su fe le dice ya que<br />
ella está junto a Dios, en el cielo, con su madre. Su padre, sin embargo, está allí, en casa. Y<br />
su hermana María, dos años mayor. Y su jovencísima madrastra, que no tiene 20 años. La<br />
niña podría arrimarse a ellos, ávida de protección y de ternura. Sola, con 4 años,<br />
manteniéndose aparte, busca más lejos, más alto, el sosiego que necesita su corazón. Y con<br />
todo, ella profesa a su padre desde este momento un afecto admirativo y apasionado.<br />
Ricardo Bayley es, por esta época, un médico conocido, estimado. Será considerado en<br />
breve como un gran pontífice de la cirugía.<br />
En 1726, su propio padre, Guillermo Bayley, había dejado Inglaterra para afincarse en Nueva<br />
York. Al desposar a Susana le Conte se vinculaba a una de las familias más conocidas del<br />
Estado neoyorquino. El hombre que iba a ser su suegro era hijo de Guillermo le Conte, un<br />
francés de Normandía, protestante convencido, a quien la revocación del Edicto de Nantes<br />
había forzado, como a tantos otros, a emprender e1 camino del exilio. Guillermo le Conte<br />
había sido uno de los fundadores de Nueva Rochela en 1690.<br />
Cuando murió Guillermo Bayley, después de unos veinte años de matrimonia, dejaba a su<br />
viuda dos hijos. El mayor. Ricardo, había nacido en 1744. A1 menor se le había dado el<br />
nombre, mitad inglés, mitad francés, de su ilustre abuelo: William-le-Conte. El segundo<br />
matrimonio de su madre con Juan Guérrineau marca para los dos hermanos la hora de la<br />
separación. Aunque hayan crecido el uno al lado del otro en la propiedad paterna, se<br />
manifiestan muy distintos. Si en Guillermo hay tela de un hidalgo de gotera, se dan en él<br />
igualmente las condiciones que hacen al hombre de negocios, al comerciante. Es en el negocio<br />
donde Guillermo va primeramente a buscar fortuna, estableciéndose en Nueva York.<br />
Ricardo, por su parte, es atraído por las ciencias físicas y naturales, por la medicina muy<br />
particularmente. En este dominio, todo le apasiona: estudios, experiencias, inventos<br />
quirúrgicos, cuidado de los enfermos. Por entonces la familia de su primo Pedro le Conte,<br />
afincada en Staten Island, tiene lazos de amistad con la del pastor Ricardo Charlton, cuyo<br />
hijo, Juan, es uno de los médicos más afamados del Estado de Nueva York. El joven ha hecho<br />
sus estudios en Inglaterra, luego ha ejercido, en calidad de cirujano, en la corte de Jorge III,<br />
donde ha adquirido el renombre de especialista sin igual. Su matrimonio con María de<br />
Preyster le ha introducido en la sociedad selecta de la ciudad de Nueva York. Allí, él sabe<br />
mantener su rango.<br />
¿Qué más deseable para Ricardo Bayley que proseguir sus estudios de medicina bajo la<br />
dirección de tal maestro? Gracias a sus primos le Conte, es presentado al Dr. Juan Charlton,<br />
y se instala inmediatamente en Staten Island. Entre los dos hombres, a quienes anima una<br />
pasión semejante, nace una sólida amistad. Ricardo Bayley frecuenta pronto, como familiar,<br />
el hogar de los Charlton. El Rvdo. Charlton es de origen irlandés. Si ha llegado al Nuevo<br />
Mundo, no es, sin embargo, como emigrante. Es en calidad de misionero como, voluntariamente,<br />
se ha expatriado. Habiendo recibido mandato de la Iglesia de Inglaterra, fue enviado<br />
primeramente a Lewand Island, en las Indias Orientales. Un primer cambio le condujo,<br />
después, a Nueva Windsor, en el Estado de Nueva York. Desde 1747 es rector en la<br />
parroquia de San Andrés de Staten Island, que forma parte de la ciudad neoyorquina. En<br />
América, ha desposado a María Bayeux, de la que ha tenido tres hijos.<br />
El rector de San Andrés es un hombre de valor excepcional, profundamente religioso:<br />
inteligencia viva y cultivada, corazón ampliamente abierto a todos los problemas, a todas las<br />
2
miserias, alma de apóstol. Su amor universal a las almas le empuja a negar toda distinción<br />
de raza o de color. Campeón de la integración, antes de su carácter oficial, no tolera<br />
diferencia alguna, durante sus cursos de religión, entre los blancos y los negros. Los negros<br />
de América, por esta época, todavía son en su inmensa mayoría los esclavos de los blancos.<br />
Si uno acude a las estadísticas de 1774, entre una población de casi 30.000 habitantes, se<br />
cuenta entonces en Nueva York unos 5.000 negros.<br />
Existen aún en América -escribe un colono de origen francés, Héctor St. John de Créve<br />
Coeur-, comarcas donde millares de negros son forzados a regar la tierra con su sudor, para<br />
contribuir a los placeres de sus amos inhumanos =. Aunque no todas los amos sean<br />
inhumanos, el Rvdo. Charlton, que deplora semejante violación de la justicia humana,<br />
adopta frente a los negros una actitud marcada con el cuño del verdadero espíritu<br />
evangélico, que le gana, al fin, múltiples y profundas simpatías. Amado, venerado,<br />
escuchado, juega, en el plano espiritual y social, un papel de primer orden en Staten Island,<br />
durante los años que preceden a la Guerra de Independencia.<br />
También resulta extraño que, cuando el 9 de enero de 1769, Ricardo Bayley, que tiene 25<br />
años, desposa a Catalina Charlton, una de las dos hermanas de ~u amigo, no sea el rector de<br />
San Andrés quien bendiga el matrimonio de su hija. La ceremonia tiene lugar en Nueva<br />
Jersey, en presencia del Rvdo. Chandler, pastor de la parroquia de San Juan de<br />
Elizabethtown. Un interrogante se presenta, desde entonces, al cual ningún documento<br />
histórico permite responder de manera cierta. Se permite presumir, no obstante, que el<br />
proyecto de semejante unión no había dejado de provocar algunas objeciones del lado de<br />
los padres de la joven. ¿Sería capaz Ricardo Bayley de hacer feliz a Catalina Charlton? ¿Sería<br />
él capaz de fundar con ella un hogar como lo deseaba, con justa razón, el misionero que<br />
había basado toda su vida en realidades sobrenaturales?<br />
Si es verdad que, desde este momento, para el joven Bayley se abre un brillante porvenir, se<br />
puede ya prever, con el ardor apasionado que él pone en comprometerse a ello, que la<br />
carrera científica y médica corre el riesgo de ser el todo de su vida. El Rvdo. Charlton tiene<br />
desde hace tiempo experiencia de los hombres para no presentir el peligro. ¿En un ser tal<br />
como Ricardo Bayley, la vida profesional no estaba llamada a ir por delante, siempre, de la<br />
vida conyugal, de la vida familiar?<br />
Hay más. Si el joven, por el hecho de su bautismo, ha sido integrado en la Iglesia<br />
episcopaliana, es necesario reconocer que no existe prácticamente en él ninguna convicción<br />
religiosa personal, susceptible de orientar su vida profunda en un sentido verdaderamente<br />
cristiano. Le apasiona el hombre, en cuanto hombre. Dios le interesa poco. Encuentra su<br />
alegría íntima en los estudios clínicos, en las experiencias científicas que sus análisis o su<br />
bisturí le permiten realizar sobre el cuerpo humano. Cooperar con todas sus fuerzas al<br />
progreso de la ciencia médica, y, par consiguiente, arrancar a la muerte el mayor número<br />
posible de vidas humanas, es con seguridad un ideal que está lejos de ser despojado de su<br />
grandeza, y Ricardo Bayley es de los que son capaces de sacrificarle todo, hasta su vida.<br />
Por grande que sea este ideal, se queda en el plano natural. ¿Habrá tomado Ricardo Bayley<br />
alguna vez conciencia del tercer orden, de que habla Pascal? El Rvdo. Charlton,<br />
personalmente, está acostumbrado a moverse siempre en el orden de la caridad. El puede<br />
temer ver comprometida, por tal unión, la dicha real de su hija. Temores no ilusorios, ya<br />
que, desde 1769, el año mismo de su matrimonio, Ricardo Bayley, acogiendo con<br />
entusiasmo los consejos de su cuñado, el Dr. Juan Charlton, se embarca para Inglaterra, con<br />
la intención de perfeccionar allí, bajo la dirección del célebre profesor Guillermo Hunter, sus<br />
estudios de anatomía.<br />
3
Pero un viaje transatlántico representa en ese final del siglo XVIII, una verdadera expedición.<br />
No ha llegado aún el tiempo de los Boeings que ponen a Nueva York a unas horas de<br />
Londres. Es la época en que los grandes veleros navegan largas semanas entre los dos,<br />
continentes, a merced de los vientos contrarios o de las calmas chicha, antes de arribar al<br />
puerto. ¡Dichosos todavía, si no se les cruzaba sobre la ruta un navío corsario! Se concibe<br />
entonces qué sentimientos de confusión y ansiedad pueden oprimir el corazón de una joven<br />
mujer que ve embarcarse a su marido, antes, de cumplir su primer aniversario de vida<br />
conyugal, y que ya se anuncia para ella la maternidad.<br />
Ricardo Bayley está en Londres, cuando nace, en el Estado de Nueva York, el primero de sus<br />
hijos, una niña a quien su madre da el nombre de María Magdalena. La noticia de este<br />
nacimiento, que Catalina hubiera gustado que se celebrara en su hogar, no le llegará al<br />
discípulo de Guillermo Hunter sino semanas más tarde. ¿Le causará más alegría que los<br />
elogios que se oye otorgar por su ilustre maestro, y cuyos ecos envía a su mujer en correos<br />
tan raros y tan lentos de esperar? Inclinado sobre sus papeles, o bien tenso su espíritu para<br />
tener éxito en una operación delicada, ¿soñará con nostalgia en aquélla que, allá, a millares<br />
de millas, a la otra parte del océano, aguarda su venida acunando a su hija, la pequeña<br />
María cuyo rostro todavía él no conoce?<br />
María tiene más de un año, cuando su padre la toma, por primera vez, entre los brazos. De<br />
vuelta en América, en el curso del año 1771, el Dr. Bayley, asociado desde entonces a su<br />
cuñado, inaugura su vida de especialista, prosiguiendo con toda actividad sus<br />
investigaciones clínicas.<br />
La fiebre amarilla y la difteria causan, en esta época, verdaderos estragas en el Estado de<br />
Nueva York. Incansablemente, el joven patólogo prosigue sus investigaciones, y va a<br />
llevarlas hasta un punto que ninguno, antes de él, había alcanzado todavía. Bien que<br />
entonces sea insospechada la presencia de toxinas en la sangre, el Dr. Bayley, no está<br />
menos persuadido de ello como de que el «ahogo» causado por el «garrotillo» no es la sola<br />
causa que hace de éste una enfermedad mortal. Por las conclusiones que saca de sus<br />
ensayos sobre la fiebre amarilla, está igualmente adelantado a su tiempo. Nadie hasta<br />
entonces había descubierto que el virus de la terrible enfermedad es transportado por una<br />
especie de mosquitos: la stegomia, que encuentra en las lagunas su terreno preferido de<br />
proliferación. Sin embargo, el Dr. Bayley no duda en establecer una relación de causa a<br />
efecto entre la marisma que rodea la ciudad de Nueva York y las fulminantes epidemias que,<br />
periódicamente, diezman la población.<br />
Verdaderamente, el Dr. Juan Charlton, puede estar orgullosa de haber impulsado en la<br />
carrera médica a su joven cuñado, que se revela, por otra parte, como un especialista de<br />
primer orden, y va a llegar a ser rápidamente uno de los primeros cirujanos de su tiempo.<br />
Para el hogar de Ricardo y Catalina, los años que corren entre 1772 y 1775 son tres años de<br />
dicha: los únicos que conocerá. El 28 de agosto de 1774, Catalina trae al mundo una<br />
segunda hija: Isabel Ana. Según toda verosimilitud, la niña recibió el bautismo en la<br />
parroquia episcopaliana de la Trinidad. El incendio que va a destruir casi por completo la<br />
ciudad de Nueva York, dos años más tarde, en el curso de las hostilidades, no ha dejado<br />
subsistir uno siquiera de los registros que permitirían conocer la fecha exacta de la<br />
ceremonia.<br />
Este nuevo nacimiento parece traer a la joven familia una alegría luminosa que nada, al<br />
parecer, debe ya ensombrecer. En realidad, no es más que una llamarada de muy corta<br />
duración. Pues, mientras María, con el embeleso todo nuevo de sus cuatro años, se extasía<br />
inclinándose sobre la cuna del bebé y descubre la apacible seguridad que trae al hogar la<br />
4
presencia de su padre, mientras la joven madre, feliz, cree que han terminado para ella las<br />
horas de soledad y zozobra, los pródomos de la revolución se hacen cada vez más netos,<br />
cada vez más amenazantes para quien sabe abrir los ojos. Guillermo Bayley, el hermano de<br />
Ricardo, que ha llegado a ser uno de los primeros comerciantes neoyorquinos, siente venir<br />
la tormenta. El médico, por su parte, se niega a pensar que pueda estallar un drama entre la<br />
madre patria y las colonias de América. El debe, precisamente, ese año de 1775, volver a<br />
tomar contacto en Londres con el profesor Guillermo Hunter. Este encuentro es para él de<br />
la más alta importancia: no se volverá atrás de su decisión.<br />
Se marcha. Y, bruscamente, los acontecimientos políticos se van precipitando. Apenas el<br />
navío mercante en el que había embarcado arriba a Inglaterra, estalla la guerra de la<br />
Independencia en América. El rumor llega pronto a Gran Bretaña. ¿Mide entonces, Ricardo<br />
Bayley qué distancia le separa de los suyos, de su mujer Catalina, de sus dos hijas, y qué<br />
peligros les amenazan allí? Pero, aún cuando hubiera tenido el deseo de volverse sin<br />
dilación, se hubiera encontrado con la imposibilidad de regresar al Nuevo Mundo. No hay<br />
navío mercante, en las condiciones presentes, que esté presto a partir de los puertos<br />
ingleses en dirección a las colonias rebeldes.<br />
Una flota militar, en cambio, se equipa a toda prisa. Cuando se hace a la vela para América,<br />
bajo el mando del Almirante Howe, persuadido de ir a una pronta victoria, el Dr. Bayley que<br />
se ha alineado siempre al lado de los Realistas, se embarca con la armada británica, en<br />
calidad de cirujano militar. El 12 de julio de 1776, desembarca en la costa americana,<br />
llevando el uniforme de las tropas de su Majestad Jorge III. Puede llegar a Nueva York,<br />
encontrar allí a su mujer y a sus hijas. Tan sólo por unos días, pues las operaciones militares<br />
le obligan a regresar, sin demora, a su puesto, en navíos ingleses.<br />
Parece que Catalina está todavía en la ciudad la noche del terrible incendio. Noche de terror<br />
y de angustia para todos los habitantes de Nueva York que ven elevarse las llamas<br />
impulsadas por el viento de través, que queman, en unas horas, casi los dos tercios de los<br />
edificios, la mayor parte de los cuales eran de madera. Tan pronto como puede, la señora<br />
Bayley llega con sus dos hijas a la ciudad de Newtown, donde encuentra refugio en la familia<br />
de sus padres.<br />
En la primavera de 1777, espera un nuevo nacimiento. Sola todavía. Sin Ricardo. ¡Cuántos<br />
sufrimientos, ruinas, angustias, privaciones desde el último adiós! ¡Si, al menos, su marido<br />
estuviera allí! A1 cuartel general de las fuerzas británicas, las cartas de Newtown llegan<br />
urgentes, alarmantes. Mas ¿cómo obtener un permiso, cuando la guerra está en su punto<br />
culminante? En vista de las continuas negativas con que topa, día tras día, el cirujano<br />
militar, de manera brusca y resuelta, presenta su dimisión. Y se apresura hacia Newtown.<br />
Cuando llega allá, es para asistir, impotente, a la muerte de Catalina que acaba de traer al<br />
mundo, el 8 de mayo, una tercera hija: Kitty.<br />
De juzgar los acontecimientos según las apariencias, es evidente que el matrimonio de<br />
Ricardo Bayley con Catalina Charlton no ha sido un éxito.. Pero Dios se vale de las causas<br />
segundas. Más fuerte que nuestros errores, más pode rosa que nuestra miseria, su gracia es<br />
siempre capaz de hacer surgir maravillas allí donde nuestros razonamientos, cortos en<br />
demasía, no las habrían esperado. Cinco meses después de la muerte de su hija,<br />
desaparece, a su vez, el Rvdo. Charlton, el infatigable pastor de San Andrés, a los 72 años,<br />
sin que se haya extinguido jamás en él el ardor apostólico de los primeros años. Era el 7 de<br />
octubre de 1777, el mismo día en que el ejército británico, mandado por el general<br />
Burgoyne, se veía forzado a capitular junto a la ciudad de Saratoga.<br />
5
Porque la lucha proseguía, feroz, por causa de la Independencia. Si la llegada del joven<br />
marqués de La Fayette, después del tratado de alianza firmado con Francia, daba, aquel<br />
año, una nueva esperanza a los Insurrectos, sería necesario esperar hasta octubre de 1781<br />
la capitulación de Cornwallis, hasta septiembre de 1783 la firma del tratado de Versalles.<br />
Así pues, en pleno período de guerra, el Dr. Bayley queda viudo, con tres hijas: María, Isabel<br />
y Catalina, de las que la mayor tiene exactamente 7 años. Su vocación médica se hace más<br />
imperiosa que nunca. ¡Hay tantos heridos que curar!, ¡tantas experiencias así mismo que<br />
probar sobre unos miembros rotos por los proyectiles, sobre los tejidos musculares<br />
desgarrados por las balas!<br />
Sin embargo, el 16 de junio de 1778, trece meses después de la muerte de Catalina<br />
Charlton, Ricardo Bayley desposa, en segundas nupcias, a Carlota Barclay, hija de Andrés<br />
Barclay y de Helena Roosevelt. El tenía 35 años. Ella iba a hacer 19. Durante el otoño de este<br />
mismo año, moría, a sus dos años y cuatro meses, la última de las hijas que Catalina<br />
Charlton había traído al mundo.<br />
A los 4 años.., mirando las nubes, mientras mi hermanita Catalina... yacía en su ataúd...<br />
Seguir a Isabel en el hilo de los días, durante los diez años que van de la muerte de Kitty -<br />
1778- al tercer viaje de su padre a Europa -1788-, no es cosa fácil. Lo cierto es que la trama<br />
sobre la que corren los hilos de su vida es, lo más a menudo, un cañamazo de sombra y<br />
sufrimiento. El segundo matrimonio de Ricardo Bayley, cualesquiera que hayan sido las<br />
razones, privará a sus dos primeras hijas de un hogar digno de este nombre. Tal vez Carlota<br />
Barclay es demasiado joven para tomar en su mano la educación de dos hijitas que no son<br />
suyas. Tal vez, sus maternidades, tan próximas, agotan todas sus fuerzas y toda su energía.<br />
En 1788, Isabel y María tendrán siete medios hermanos y hermanas: Emma, Ricardo,<br />
Andrés, Guillermo, Guy Carleton, María Elena. Por otra parte, no parece que hubiera habido<br />
entre Betty y su madrasta la menor afinidad. Una incomprensión, más bien, que se<br />
manifiesta respecto a todo y a nada. La hija, sin duda, no tiene un carácter fácil. Es sensible,<br />
apasionada, voluntariosa. Hubiera hecho falta tacto y mucho amor para guardar a la niñita,<br />
tan vulnerable, en una atmósfera de sosiego que la hubiese permitido desplegar sin choques<br />
su rica naturaleza. Frente a Betty, la joven mujer parece no haber tenido jamás la<br />
intuición maternal, cuyo papel es tan importante en la educación de los hijos.<br />
Por otra parte, la vida profesional continúa absorbiendo lo mejor del tiempo y de las fuerzas<br />
de Ricardo Bayley. Al fin de las hostilidades, reanuda el ejercicio de sus funciones, como<br />
médico cirujano civil. Rápidamente, llega a ser uno de los miembros más activos de la<br />
sociedad médica de Nueva York, y simultáneamente será nombrado pronto profesor de<br />
anatomía, en el laboratorio anexionado por él al hospital de la ciudad.<br />
A quien se asombrara de ver tan rápida y tan totalmente integrado en la joven república de<br />
los Estados Unidos a un hombre que había servido, en el curso de los años precedentes.,<br />
bajo la bandera británica, bastaría citarle, según parece, otra de las páginas que St. John de<br />
Créve Coeur había de hacer publicar en inglés, luego en francés, bajo el título de Lettres d'un<br />
cultivateur américain a:dressées a W. S.: Cartas de un cultivador americano a W. S., iniciales<br />
de Guillermo (William) Seton de quien Isabel Bayley había de ser nuera en 1794.<br />
Entre el gran número de personas que vinieron a saludar a Washington (en Monte Vernon,<br />
inmediatamente después de la firma del tratado de Versalles) hubo varios Realistas cuya<br />
humanidad hacia los prisioneros americanos y conducta durante la guerra habían merecido<br />
la estima de todo el mundo; el General y el público, olvidando sus antiguas tendencias<br />
políticas, tuvieron la generosidad de no ver en ellos sino a hombres respetables, en los que la<br />
violencia del cela no había sofocado los sentimientos de conmiseración.<br />
6
Ricardo Bayley, como Guillermo Seton por otra parte, había estado entre los Realistas antes<br />
del nacimiento de los Estados Unidos. Pero la América de la Independencia marchaba<br />
deliberadamente hacia adelante, sin vuelta atrás. Pues así es como lo subraya también St.<br />
John de Créve Coeur, no sin énfasis: El americano es un hombre nuevo, que actúa según<br />
principios nuevos. Hay ideas nuevas y opiniones nuevas. Desde que se pasó de página, los<br />
Realistas, de ayer pueden ser mirados hay como auténticos y legítimos ciudadanos de<br />
América, dado que se pongan al servicio de la joven república, cuya bandera nacional de las<br />
tres estrellas flota desde entonces sobre el inmenso territorio de las antiguas colonias.<br />
¿Guardaron las dos hijas mayores del Dr. Bayley algunas recuerdas precisos de los<br />
acontecimientos políticos, de las batallas, de los incendios, del terrible invierno de 1780, o<br />
del entusiasmo delirante con que resonaron las calles de Nue va York, el día de la marcha<br />
definitiva de las tropas inglesas? Jamás, según parece, ha hecho alusión a ello Isabel en sus<br />
notas, en su diario o en su correspondencia ulterior. Pero otros hechos de este período de<br />
su vida han quedado para ella asombrosamente presentes, sin duda, porque llegaron a lo<br />
más íntimo de ella misma. Es por lo que las primeras páginas de los Dear Remembrances<br />
permiten sorprender a la niña, aquí o allí, como bajo el disparo furtivo de un flash.<br />
- A los seis años, aupando a mi hermanita Emma hasta la ventana de la buhardilla,<br />
monstrándole el ocaso del sol, le dije que Dios vivía allá en lo alto, y que las niñas que son<br />
buenas subirían allá... enseñándole sus oraciones.<br />
- Mi pobre madrastra, entonces en una gran pena, me enseñó el salmo 22: «El Señor es mi<br />
pastor».<br />
Entre líneas, cuatro palabras añadidas: El Señor me conduce. Luego el texto continúa: y<br />
durante toda mi vida fue éste mi salmo predilecto.<br />
Y otro sobreañadido al final de la página, el versículo cuarto del salmo 22: - Aún si anduviere<br />
por medio de las sombras de la muerte, no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo.<br />
Desde muy temprano, Betty está familiarizada con los textos bíblicos. Se le han hecho<br />
aprender cierto número de ellos. Pero, si ella hace gustosa y espontánea referencia a ellos,<br />
es por un atractivo personal. A pie llano entra en el do minio sobrenatural, allí se encuentra<br />
a gusto y allí se despliega por lo más recóndita de su ser.<br />
Sin que sea fácil precisar su fecha, verosímilmente después de la guerra, el Dr. Bayley, a fin<br />
de zafar, en cuanto era factible, la tensión persistente entre su segunda mujer y sus dos<br />
hijas mayores, se resolvió a hacer inscribir a las chiquillas en la institución privada llamada<br />
Mamá Pompelion, quizás simplemente como externas, o más bien, según parece, como<br />
pensionistas. La educación que allí se da es selecta. Allí los estudios están relativamente<br />
adelantados. Entre otras cosas, Betty aprende la música y se inicia en la gramática francesa.<br />
Escribirá y hablará muy bien el francés. Sucedía a veces que, durante las horas de clase, se<br />
oía resonar en la calle el trote de un caballo o el ruido de las ruedas de un coche. Betty se<br />
sobresaltaba. Era su padre que iba a pasar ante las ventanas de la escuela, su padre en<br />
ronda de visitas médicas, con el tío Juan Charlton. Ellos dos habían inaugurado aquella<br />
nueva forma de ir a casa de los enfermos: en coche. La niña corría a la ventana. Sí, ¡bien que<br />
eran ellos! Reconocía de lejos sus grandes abrigos rojos, los tricornios de fieltro negro sobre<br />
las pelucas blancas, y, por el escote del abrigo, la parte cimera del traje de velludillo azul con<br />
botonadura dorada. Si se le permitía, salía un instante, y el Dr. Bayley detenía su atelaje, el<br />
tiempo de abrazar a su pequeña Betty. Si no, la niña debía reaccionar con toda su voluntad<br />
para no dejar el aula.<br />
En los períodos un tanto austeros del pensionado, las chiquillas prefieren, con seguridad, las<br />
temporadas más o menos prolongadas que se les ofrece en la familia de su tío paterno,<br />
7
Guillermo Bayley. Sara Pell, su tía, cuya ilustre abuela era hija de un jefe indio Wampage, les<br />
abre gustosa su hogar y su corazón. En la casa solariega de Shore Road, en Nueva Rochela,<br />
Isabel y María vuelven a encontrar, no sin placer, con un clima equilibrado, la presencia de<br />
primos y de primas de su misma edad.<br />
Vuelven también a encontrar allí a una encantadora anciana, la señorita Molly Besley, quien,<br />
de buena gana, invita a su hogar a la pequeña tropa ruidosa y llena de vida. La Srta. Molly<br />
habla perfectamente el francés, y cada una de las Bayley tiene a honor hacerle apreciar los<br />
progresos realizados en esa lengua, que no es, propiamente hablando, una lengua<br />
extranjera para ninguno de ellos, dada su ascendencia. De sus primeras estancias en Nueva<br />
Rochela, que su Dear Remembrances permite situar en 1782, Betty ha guardado muy vivos<br />
recuerdos.<br />
-En Nueva Rochela, en casa de la Srta. Molly Bs, a la edad de 8 años. Las niñas, sacando de<br />
los nidos los huevos de pájaros. Yo, volviendo a juntar a las crías sobre una hoja, viéndolas<br />
palpitar, pensando que la pobre madrecita, sal tando de rama en rama, vendría a llamarlas<br />
de nuevo a la vida... Lloraba porque las niñas querían destruirlas, y en consecuencia, siempre<br />
me gustaba jugar y pasearme sola...<br />
¿Es una alusión a la Srta. Molly, cuando anota, a continuación de su amor a la soledad, su<br />
dicha de encontrarse entre personas de edad?<br />
Consigna también, con un frescor que no han alterado los años, su admiración ante las<br />
nubes... su embelesamiento en contemplarlas, pensando siempre en su madre y en la<br />
pequeña Kitty del cielo... su embelesamiento en estar sentada sola al borde del agua, o en<br />
vagar durante horas por la playa tarareando y recogiendo conchas...<br />
Así, mientras se maravilla de una flor, de una mariposa, de un animal que acaba de<br />
descubrir, de la sombra de las nubes que corre sobre la arena o la pradera, del susurro de<br />
las ramas que balancea el viento, su ingenua contemplación la orienta como por instinto<br />
hacia el Señor y hacia la eternidad. Como para Teresa de Lisieux niña, «todo viene a ser para<br />
ella una imagen que le revela a Dios». Ella lo anota explícitamente: todo lo que hace nacer<br />
en ella la admiración es para su alma objeto de vagos pensamientos, inacabables, sobre Dios<br />
y el cielo.<br />
Esta confesión es de importancia. Es claro que, desde los años de su primera infancia, todo<br />
lo que toca a Dios ejerce sobre Betty un atractivo del que ella no busca defenderse, porque<br />
es como una respuesta a una llamada secreta cuya profundidad no sabe todavía. Presiente<br />
ya, descubriendo las maravillas que las criaturas ofrecen a nuestros ojos, que<br />
«Dios, posando sobre ellas su mirada<br />
con sola su figura<br />
vestidas las dejó de su hermosura»<br />
como lo canta san Juan de la Cruz. Con todo, el trazo divino, la impronta de su belleza, no<br />
basta para la niña de 7 años, de 8 años. Es Dios mismo a quien está ávida de conocer. La<br />
confidencia de sus Dear Re .mefnbrances es formal: Alegría de saber todo lo que es religioso.<br />
Es necesario concluir que desde este momento hay, en Betty, algo que no es el hecho de su<br />
hermana María, cuya educación ha sido, sin embargo, semejante a la suya, más marcada<br />
incluso por la influencia cristiana de Catalina Charltoo<br />
y del pastor de San Andrés. A esta diferencia inicial que existe, en este plano, entre ella y su<br />
hermana mayor, Isabel hará una alusión directa en 1816:<br />
-Yo tenía sobre María una gran ventaja, escribe entonces al Sr. Bruté de Rémur, habiendo<br />
estado apasionadamente adherida a la religión, cuando era protestante, lo que no era su<br />
casa.<br />
8
Así pues, para Betty, cuyas primeras miradas se posan sobre el mundo en el curso de los<br />
años, trágicos y triunfantes, en que su país conquista la libertad, el fresco histórica, subido<br />
de color, sobre el que se perfila su silueta de niña, permanece, no obstante, como<br />
difuminado. Que haya gemido al eco de las batallas, a la vista de las ruinas amontonadas,<br />
que todo su ser, entusiasta y sensible, haya vibrado al son de las campanas de la victoria, no<br />
se puede dudar. Y, no obstante, sus primeros recuerdos, los que menos se permite olvidar,<br />
son de otro orden. La alondra se eleva en flecha por encima de los surcos. Así la niña que no<br />
ha encontrado, en su medio familiar, la seguridad y la ternura maternal que su corazón<br />
necesitaba para un desarrollo normal, se eleva como por instinto hacia otra ternura, hacia<br />
otro amor, asaz fuertes, asaz seguros para no engañarla jamás. Los años que van a seguir no<br />
hacen desaparecer en ella ese atractivo personal que no se debe a ninguna influencia<br />
humana, sino a una llamada de Dios.<br />
-12 años. Corazón de niña, ingenuo, ignorante... de nuevo en casa, junto a mi padre... alegría<br />
de leer oraciones... dicha de ocuparme de los bebés, y de cantar la nana sobre sus cunas.<br />
Dios que sabe sacar partido de todas las causas segundas, hasta de las que para nosotros<br />
son más desconcertantes, atrae hacia El, en la soledad, a la niña que no ha tenido su parte<br />
de ternura humana. La muerte demasiado temprana de su madre, la de su abuelo, de su<br />
hermanita, le hace volver sus ojos hacia el cielo. Su fe, del todo sencilla, le hace buscar en la<br />
eternidad bienaventurada a los que la han dejado. Y, ya, Dios viene a ser para ella la gran<br />
realidad.<br />
2.- SOLEDAD<br />
Tú eres Señor nuestra Padre,<br />
nuestro Redentor.<br />
Tal es tu nombre desde siempre.<br />
Is 63, 16<br />
Abril de 1788. El próximo mes de agosto, Isabel hará sus catorce años. Y, de nuevo, su padre<br />
va a partir para Inglaterra, se ve obligado a dejar América por un drama a la vez trágico y<br />
ridículo. Con una línea, Betty consigna ese recuerdo en los Dear Remembrances.<br />
-Una noche pasada sudando de temor, recitando todo el tiempo el PADRE NUESTRO.<br />
Noche de angustia, en efecto, aquella del 14 al 15 de abril, cuando la familia Bayley,<br />
parapetada en su mansión de Nueva York, aguarda, de un instante a otro, ver lanzarse<br />
contra los muros el oleaje desenfrenado de un tumulto popular. Llegan los gritos hasta el<br />
lugar donde se refugian el padre, la madre y los hijos. Aquello gritos de amenaza y de odio<br />
se dirigen a todos los médicos de la ciudad, pero apuntan en particular al doctor Bayley.<br />
Ahora bien, aquel tumulto que la policía neoyorquina no ha podido contener, en cuyo curso<br />
ya varios ciudadanos han encontrado la muerte, y que pone en peligro la vida de los<br />
médicos de Nueva York, ha sido desencadenado por una estúpida broma de estudiante. En<br />
su laboratorio de Broadway, contiguo al hospital, el doctor Bayley proseguía, la antevíspera,<br />
su curso de anatomía. Hablaba a los estudiantes que le rodeaban, de disecciones que había<br />
tenido a menudo ocasión de hacer, sobre cadáveres, sea en Inglaterra con el profesor<br />
Hunter, sea en América mismo, durante los recientes años de guerra. Sin duda, no ignora los<br />
cuentos que, gratuitamente, han circulado aquí y allí, a su cuenta, sobre este asunto: ¿es<br />
que no se había servido entonces sin recato de soldados heridos, de uno y otro campo, para<br />
9
hacer sus experiencias? Aun en aquel momento mismo, sus cursos de anatomía, para los<br />
que utiliza cuerpos humanos, son discutidos sordamente por unos, censurados<br />
abiertamente por otros. Y, ante todo, ¿bastaba el hospital para proporcionarle los cadáveres<br />
que necesitaba? Corría el rumor de historias siniestras: ¿es que no eran violadas, a veces las<br />
tumbas por la noche, arrebatados los muertos de sus féretros, cortados sus miembros, a fin<br />
de servir para las famosas lecciones de anatomía del doctor Bayley? Tan rápidamente la<br />
imaginación popular ha hecho extender la campaña, una vez lanzada la primera insinuación,<br />
aún cuando ninguna prueba seria pueda invocarse.<br />
El doctor Bayley no es de seguro un hombre como para prestar atención a semejantes<br />
cuchufletas. Ni por un instante le viene a la mente que un incidente, mínimo, podría<br />
brúscamente sublevar contra él a toda una parte de la población de la ciudad. Ahora bien, el<br />
incidente va a producirse en su laboratorio, en el transcurso mismo de esa lección de<br />
anatomía que da en Broadtivay, el 13 de abril de 1788.<br />
Sobre la mesa de disección se ha colocado un brazo de mujer, que el bisturí del profesor se<br />
dispone a despiezar. Súbitamente, uno de los estudiantes, con vena de chistes macabros,<br />
coge el brazo y, agitándolo por la ventana abierta, se pone a gritar teatralmente: «¡He aquí<br />
el brazo de vuestra madre que os ha propinado más de una bofetada!».<br />
¡Fatal coincidencia! Entre el grupo de muchachos que jugaban en la calle, bajo las ventanas<br />
del hospital, uno de ellos había perdido recientemente a su madre. Enloquecido, corre de<br />
un tirón hacia su casa, cuenta el hecho a su padre, quien pronto ha hecho juntar una banda<br />
de vecinos y amigos que se precipitan tras él en dirección al hospital. Por las calles, el<br />
pequeño grupo engrosa por minutos. Llega a Broadway, fuerza las puertas del hospital, da<br />
asalto al laboratorio. Con la rabia de no encontrar allí al doctor Bayley, que prevenido a<br />
tiempo ha podido escapar con sus asistentes y alumnas, rompen, destrozan, destruyen<br />
cuanto allí hay: el fruto de una labor encarnizada de muchos años, proseguida con la mira<br />
de hacer progresar la ciencia médica y quirúrgica, para sólo el bien de la humanidad.<br />
¡Dichosos todavía si se hubiera detenido allí la cosa! Pero es más fácil provocar un incendio<br />
que extinguirlo. Si las autoridades civiles que se han visto en la obligación de intervenir han<br />
podido obtener que las cosas vuelvan, poco más<br />
o menos, al orden, durante la noche del 13 al 14, ellos son impotentes para conjurar el<br />
nuevo tumulto que estalla desde la mañana y va a convertirse pronto en una barrera<br />
sangrienta. En vano se hace una llamada para calmar los espíritus, a las personalidades más<br />
destacadas de la ciudad, a aquellos mismos que han adquirido recientemente el título de<br />
héroes de la Independencia. Su intervención pacífica, lejos de calmar la agitación, parece no<br />
tener otro resultado que el de llevarla a su colmo. A su vista, los tumultuarios se agarran a<br />
todo lo que encuentran a mano: piedras, palas o estacas. Sir John Yay y el barón Von Steben<br />
son alcanzados. El alcalde de la ciudad se ve obligado entonces a dar a la policía armada,<br />
que le rodea, la orden de tirar. Suenan los disparos. Hay cinco muertos y varios heridos. Si la<br />
multitud parece dispersarse un momento, es para expandirse, en el paroxismo del furor, a<br />
través de las calles de Nueva York, aullante, vociferante, amenazante: ¡Hay que encontrar a<br />
los médicos sacrílegos, a esos hay que hacer morir!<br />
Seguramente en casa del doctor Bayley se puede esperar lo peor, y se concibe lo que debió<br />
ser para la familia entera aquella noche de angustia y de terror. «Padre nuestro que estás en<br />
los cielos», repite sin cesar Isabel.<br />
Después de alerta tan sofocante, y no bien se hubo calmado la efervescencia popular con el<br />
arresto del joven estudiante sobre quien, de hecho, recaía la responsabilidad del drama, la<br />
situación profesional del doctor Bayley en Nueva York resultaba muy delicada. Por otras<br />
10
azones diferentes, que los acontecimientos del 13 al 14 de abrü no habían hecho más que<br />
exasperar, la armonía del hogar estaba, al parecer, muy comprometida ya hacía tiempo.<br />
¿Había aceptado en el fonda jamás Carlota Barclay que la actividad profesional de su marido<br />
acaparase la más bella parte de su tiempo y de su vida y prevaleciera en él, finalmente,<br />
sobre toda otra preocupación?<br />
Sea de esto lo que fuere, el doctor no tarda en anunciar su próxima partida para Inglaterra,<br />
en vistas a una estancia para la que no fijaba ninguna dilación. Pero dejar en el hogar de su<br />
madrastra a sus dos hijas mayores, en las circunstancias presentes, le pareció cosa<br />
imposible. Personalmente las condujo a Nueva Rochela, confiándolas deliberadamente a la<br />
guarda de su hermano Guillermo y de su cuñada Sara.<br />
Así pues, Isabel y María se volvieron a encontrar una vez más en la acogedora y espaciosa<br />
propiedad de Nueva Rochela, a donde tan a menudo habían ido ya por temporadas<br />
veraniegas, más o menos breves. Todo les era familiar en la casa solariega de Shore Road:<br />
cada uno de los sotos del jardín, cada una de las piezas de la casa; los peldaños de piedra de<br />
la escalinata, el gran comedor, la vasta chimenea donde los troncos de madera lanzaban, al<br />
caer de la tarde, sus ramilletes de chispas, las ventanas desde donde se divisaba la playa y el<br />
océano, y el vestíbulo de entrada, magnífico, con su robusta escalera de madera y la<br />
balaustrada de mármol maravillosamente pulida, porque todos los niños Bayley tenían<br />
costumbre de dejarse deslizar a todo tren por ella, con evidente alegría.<br />
Conocían también, una y otra, el ambiente eminentemente social del hogar de su tío, que<br />
mantenía el dinamismo y la petulancia de sus cuatro primos y sus dos primas. Sin duda<br />
Guillermo junior, el mayor, estaba dotado de un temperamento tranquilo y no encontraba<br />
su puesto en medio de la banda de los más jóvenes, después de haber alcanzado sus<br />
diecisiete años, pero José bastaría por sí solo, para poner animación en la casa y sus<br />
alrededores. A los 11 años no tenía semejantes para imaginar farsas y bromas, cuyas<br />
víctimas preferidas serían las muchachas. Ricardo, dos años más joven, marchaba<br />
naturalmente sobre las huellas de su hermano en el camino de la travesura. Juan era<br />
demasiado pequeño, todavía, para buscar otra cosa que las caricias y la protección de sus<br />
hermanos mayores: Susana, nacida unos meses más tarde que Betty, y Ana, que antes de<br />
los siete años, era ya el vivo retrato de su abuela materna, la princesa india Annehock.<br />
En cuanto al tío Guillermo, era un hombre de carácter enérgico, equilibrado, jovial y lleno de<br />
bondad. Arruinado en sus empresas comerciales, a consecuencia de la guerra de<br />
Independencia, aunque años de trabajo le habían conseguido, en Nueva York, una posición<br />
sólida, había vuelto, sin amargura, a la vida de hidalgo de gotera que había sido la de su<br />
padre. Gracias a su competencia tanto como a su bondad que le ganaba la simpatía, su<br />
posesión de Shore Road estaba entonces en plena prosperidad. Si empleaba para trabajar<br />
en sus tierras un pequeño número de esclavos, los consideraba como hombres y les trataba<br />
en igualdad con los otros servidores.<br />
Hombre de acción, si los hubo, Guillermo Bayley tenía el arte, sin embargo, de saber<br />
divertirse divirtiendo a los otros. Habitualmente se instalaba en la terraza de su pequeña<br />
casa solariega, de donde la vista se extendía a lo lejos sobre el océano más allá de la cala de<br />
Pelham y la isla del Cazador, gustando el encanto intenso y apacible que se desprende de tal<br />
paisaje «uno de los más bellos que haya». Era, además, un hablador agradable, y retenía, sin<br />
dificultad, en torno a él, un auditorio apasionado, donde pequeños y grandes se mezclaban<br />
alegremente. ¡Cuántas veces no debió de contar así la historia terrorífica y romántica del<br />
Indio Wampage y de la familia Pell!<br />
11
En 1642 al borde de un río salvaje de Rhode Island la señora Ana Hutchinson, la primera<br />
mujer blanca que había osado aventurarse por el corazón de tierras indias, había sido<br />
ferozmente masacrada, con sus cinco hijos, por orden del Gran Jefe indio a quien<br />
exasperaba entonces la crueldad cínica de un gobernador holandés de Nueva Amsterdam.<br />
Orgulloso de su sangrienta victoria, Wampage, siguiendo en esto el uso ancestral de su<br />
tribu, había unido a su apellido el de la víctima y se había llamado desde entonces<br />
Annehook. Este apellido le placía, hasta tal punto que quiso dárselo a su propia hija la<br />
princesa Ana quien había de desposarse con el hijo del colono inglés, John Pell, aquel Tomás<br />
Pell cuya nieta, Sara, había llegado a ser mujer del tío Guillermo mismo en 1771. Tenía<br />
también el don de transformar, con sólo su cuchillo, trozos de madera, en juguetes<br />
maravillosos, para gran alegría de los niños, los suyos y todos los que él gustaba de ver<br />
divertirse en torno suyo en la casa solariega de Shore Road.<br />
Uno de sus nietos hablará de él, mucho más tarde, como de un abuelito ideal nunca falto de<br />
canciones, de juegos o de historias que dan con su sola presencia un encanto único a la<br />
propiedad de Nueva Rochela.<br />
Sí, en casa de su hermano Guillermo, el doctor Bayley tiene la certeza de que sus dos hijas<br />
mayores estarán rodeadas, cuidadas con esmero. Su corazón podrá explayarse en la<br />
atmósfera de un hogar poblado de hijos llenos de animación y de vida. El mayor de los<br />
muchachos es apenas más joven que María. Entre Susana y Betty, a quienes se tomaría<br />
fácilmente por dos hermanas, reina desde siempre una armonía perfecta.<br />
Efectivamente, las hijas del doctor quedan inmediatamente integradas en la intimidad<br />
familiar, encontrando en casa de su tío y de su tía la apacible seguridad de una vida de<br />
familia que prácticamente no ha sido jamás la suya. Se ven igual mente animadas dentro del<br />
círculo ininterrumpido de alegres y sanas diversiones a las que están habituados sus primos<br />
de Nueva Rochela. Tales son, durante el verano, los paseos a caballo, las vueltas por el<br />
campo, las excursiones animadas por la costa o por los bosques. En invierno, bien calientes<br />
en sus abrigos de piel, la joven tropa de los Bayley no dudaba en afrontar las carreras de<br />
trineos, vertiginosas sobre las pistas nevadas, o las reuniones endiabladas de patinaje sobre<br />
los lagos helados. Con el primo mayor, Adán Flandreau, las dos mayores se apasionan,<br />
cuando llegan los días buenos, por el deporte a vela en torno a Long Island o a veces más<br />
allá.<br />
Pero no es raro que sus otros primos y primas vengan también a juntarse a toda la casa de<br />
Shore Road: tales son los Le Conte, los Mercier, los Coutant, los Flandreau. Todos ellos<br />
tienen apellidos demasiado típicamente franceses para no tener a honra hablar y escribir la<br />
lengua de sus ancestros. En su compañía, más fácilmente que en el aula de Mamá<br />
Pompelion, María y Betty adquieren entonces un verdadero y vivo conocimiento de la<br />
lengua francesa. Se frecuenta también, ciertamente, la casa tan llena de atractivo de la<br />
señorita Molly Besley. La lectura tiene lugar, claro está, en las dos lenguas. Es entonces<br />
cuando Betty descubre con fortuna a los poetas escoceses e ingleses Thompson y Milton. Se<br />
revela también como una excelente virtuosa de la música. Sentada ante el clavecín o ante<br />
uno de los primeros pianos, está ocupada en lo suyo. Y luego, está la danza, que nadie<br />
desdeña, a la que se dan con animación, dentro de una sana y fresca camaradería, durante<br />
los bailes de familia, de tarde y nocturnas, que se suceden en verano como en invierno,<br />
reuniendo aquí y allí a toda la juventud proveniente de la mejor sociedad de la ciudad.<br />
Durante casi dos años, Isabel y su hermana se aprovecharán sencillamente de todo lo que<br />
les ofrece una vida dichosa, una vida equilibrada como es la de la familia del tío Guillermo.<br />
De diferente manera, sin embargo.<br />
12
Por agradable que sea la compañía de sus primos y de sus primas, María está más<br />
interesada, desde entonces, por los anticipos que le prodiga desde aquel momento un joven<br />
estudiante de Medicina de su padre: Wright Post, a quien tomará por esposo en 1790. Para<br />
la joven de 18 años la experiencia tan profunda y a la vez tan fresca del amor es algo que la<br />
colma y la desarrolla. Por al mismo hecho, María es mucho menos sensible que su hermana<br />
a la ausencia prolongada de su padre, con el extraño silencia que acompaña esta vez su<br />
lejana estancia en el viejo continente. Cosa increíble, nada de él llegó a sus hijas después de<br />
más de un año de su partida; y esto es para Betty causa de sufrimiento, de vacío doloroso<br />
que no le hacen olvidar ni el cálido afecto de su tío y de su tía, ni las alegres reuniones con<br />
Guillermo, Susana, José y los otros<br />
Pero es también para ella el tiempo de otro descubrimiento íntimo, sobrenatural. Sin<br />
quedarse al margen de la sociedad, que da a la familia de Guillermo Bayley una de sus natas<br />
distintivas, Betty sabe disponer de horas de soledad, de momentos de reflexión que le son<br />
necesarios como algo vital. Ella misma recuerda en sus Dear Remembrances el gusto que<br />
encuentra entonces, así en la lectura de la Biblia como en la de sus autores predilectos,<br />
Thompson y Milton. Gusta de alejarse en medio de los roquedales que los hielos invernales<br />
han recubierto, y, allí, sola, con transportes de alegría y entusiasmo canta himnos al Señor.<br />
O bien son las claras noches de verano que la incitan a permanecer horas enteras<br />
escrutando en contemplación silenciosa el cielo tachonado de estrellas donde trata de<br />
identificar el centelleo de Orión.<br />
Sola, también, se pasea bajo la sombra azul de los cedros de pesadas ramas y de nuevo le es<br />
necesario expresar su alegría interior entonando himnos. Lo anota expresamente:<br />
- - alegría en todas las cosas - que las cosas sean bastas, rudas, apacibles o fáciles, siempre<br />
alegre - la primavera está aquí.<br />
Pero ¿de qué alegría se trata entonces? Las líneas siguientes nos lo enseñan: - alegría en<br />
Dios de que El era mi PADRE, y pidiéndole que jamás me abandonara - mi padre lejos, tal vez<br />
muerto... pero Dios era mi Padre y yo completamente libre interiormente frente a todo lo<br />
que podría suceder.<br />
Hay que notar que toda separación, que toda frustración de una ternura humana legítima,<br />
abre el corazón de Betty hacia un amor más seguro, más grande, hacia el único amor que no<br />
engaña jamás, porque es a la vez perfecto, todopoderoso, infinito. La niña de cuatro años,<br />
buscaba junto a Dios, mirando correr las nubes en el cielo, a su madre y hermanita que<br />
había perdido. La adolescente de quince años separada de su padre y sin noticias suyas,<br />
para apaciguar su corazón, se vuelve también por instinto hacia Dios y presiente que en El,<br />
desde esta tierra, puede encontrar una intimidad hasta tal punto plenificante que nada de<br />
lo que pase podrá quebrantarla. He aquí por qué, a pesar del tormento y de la pena que le<br />
hace difícil entretenerse con María misma, Betty conserva en el fondo del corazón una<br />
alegría inalterable de la que toma conciencia sin descubrir todavía su valor y su precio. Pues<br />
parece ciertamente que hay ahí ya un toque divino que la roza y la marca, primicias de una<br />
llamada, aunque ella no pueda prever hasta dónde la conducirá. Catorce años más tarde, en<br />
una de las circunstancias más trágicas de su vida, el recuerdo de una de aquellas jornadas<br />
solitarias de Nueva Rochela la invadirá de súbito, con tal viveza que Isabel hará su relato<br />
como si se tratara de la víspera. Toma conciencia entonces, consignando el hecho de lo que<br />
fue para ella el encuentro divino, aquel día de primavera, cuando ella tenía quince años:<br />
¡Un día durante el año 1789, mientras mi padre estaba en Inglaterra, en una bella mañana<br />
de mayo, con el corazón ligero y lleno de alegría, saltaba dentro de un carro que iba al<br />
bosque a buscar haces de leña. Joe que había conducido el carro, se puso a cortar su leña y<br />
13
yo me metí entre los árboles. Encontré pronto un sendero que conducía a una pradera, allí<br />
había un castaño rodeado de nuevos plantones; pensé realmente encontrar allí un bonito<br />
lugar para sentarme. Cierto que era un lecho maravilloso, el musgo verde, espeso, y la<br />
sombra del árbol y el cálido sol. Por encima de mi cabeza el cielo de un azul extraordinario;<br />
en torno a mí todos los ruidos de la primavera: alegría, armonía. Y aquellas flores<br />
encantadoras, las campanillas de los bosques y todos aquellos ramilletes de flores silvestres<br />
que había recogido por el camino. Yo estaba allí con un corazón inocente cuanto un corazón<br />
de niña lo había podido jamás ser, llenándome de amor por Dios y de admiración por sus<br />
obras.<br />
Aún ahora creo experimentar las vivas impresiones que mi alma sintió entonces. Me vino al<br />
pensamiento que mi padre, que estaba lejos de mí en aquel momento, no podía tener<br />
cuidado de mí, pero que Dios era mi Padre, mi Todo.<br />
Me puse a rezar, a cantar himnos muy alto en el bosque. Reía, me hablaba a mí misma,<br />
admirando la bondad de Aquél que me levantaba así por encima de mí misma, que me hacía<br />
superar toda melancolía, luego me senté de nuevo para saborear aquella paz del cielo. Estoy<br />
persuadida de que una hora de alegría de esa clase hace avanzar diez años en la vida<br />
espiritual!<br />
Asida por esta presencia de Dios en ella le es necesario prolongar aquel momento<br />
privilegiado de soledad. Pide a Joe que no la espere y se va de allí sola, por el lado de la<br />
rectoría, nada más que por verla, dando para ello un rodeo de más de un kilómetro. Pero<br />
¿no es la rectoría la casa de aquél que ha recibido la misión de anunciar la palabra de Dios?<br />
¡Allí, prosigue ella, recé otra vez con todo mi corazón y luego volví a casa cantando a todo lo<br />
largo del camino!<br />
Insistirá todavía, mucho más tarde, en sus Dear Remembrances, sobre aquellos momentos,<br />
de soledad cuando, en total comunión con la naturaleza que ama, ella descubre en lo más<br />
íntimo de sí misma el manantial de una alegría más pura y más profunda donde mitiga la<br />
sed su corazón de niña, su corazón de adolescente.<br />
Es para ella un placer sin límites permanecer sentada en medio de los campos teniendo en<br />
sus rodillas el gran libro abierto de las Estaciones de Thompson, mirar el rebaño de ovejas<br />
que pastan en derredor, los corderos retozando y balando por encontrar a su madre. En sus<br />
paseos por el bosque, pegar sus labios al tronco de los abedules para chupar su savia. Sus<br />
pasos la han conducido al borde del océano. Encuentra el placer de niña recogiendo sobre la<br />
arena las conchas multicolores. Cuando al fin, dichosa, relajada, está de vuelta en casa de su<br />
tío, se asombra de escuchar a las sirvientas, que son metodistas y no episcopalianas como<br />
ella, cantar mientras hacen girar su rueca, himnos de una extraña austeridad. Ella, a quien el<br />
Señor hace ya comprender en lo más íntimo de sí misma, que lo que El quiere es compartir<br />
con nosotros su vida divina en una alegría infinitamente pura que no tendrá fin, no se siente<br />
de acuerdo con aquellas palabras lancinantes, que llegan como un estribillo a los labios de<br />
las hilanderas: «¿Es que no he nacido para morir?». Una inquietud la vence un instante,<br />
pero, como en una pirueta, sus quince años la han hecho pronto recobrar las fuerzas. Este<br />
pensamiento súbito le traspasa el espíritu: más tarde, se entiende, se hará «cuáquera», de<br />
la misma manera. Y, ¿por qué? Pues, ¡porque las cuáqueras llevan unos sombreros tan<br />
sencillos y tan bonitos! Sin duda, ella sabe por instinto que en la secta de los cuáqueros -<br />
cuyo nombre viene del verbo to quiake: temblar, ¿un temblor carismático?- ¡jamás estaría<br />
cómoda! Pero... ¡por tener un sombrero tan bonito...! ¡Excelente razón!, comenta en sus<br />
Dear Remembrance,s, y se adivina la sonrisa divertida de la Madre Seton evocando para sí<br />
misma aquellos recuerdos de antaño.<br />
14
Con la pequeña Ana, Betty tiene algunas veces largas y serias conversaciones. Para Ana, es<br />
bien sabido, todo el mundo allí tiene una debilidad de la que nadie busca defenderse. La tez<br />
mate de la niñita, sus grandes ojos oscuros, sus cabe llos tan negros que parecen, por<br />
momentos, cabrillear con reflejos azules, sus rasgos enérgicos, su expresión decidida,<br />
evocando a sus ascendientes indios y principescos, le confieren un encanto que sólo le<br />
pertenece a ella entre los seis hijos de Sara Pell. Pero Betty ha descubierto, además, en ella,<br />
un verdadero atractiv9 por las cosas divinas que se emparenta con el suyo. Es un hecho, la<br />
adolescente, con Ana, con ella sola, puede hablar de Dios, de su bondad, y de su amor. Y es<br />
que Betty tiene necesidad de compartir con alguno la alegría que le trae la certidumbre<br />
íntima de la presencia del Señor, de la bondad del Señor, del amor del Señor. Ana, por su<br />
parte, se revela asombrosamente receptiva. Le encanta escuchar a su prima mayor contarle<br />
las historias de la Biblia, o cantar para ella esos poemas tan profundamente humanos y<br />
sobrenaturales que son los salmos. Entre Ana y Betty se traba entonces una amistad que un<br />
día romperán brutalmente dolorosas circunstancias, a causa, precisamente, de la división<br />
hecha entre los hermanos separados de la Iglesia de Cristo.<br />
El año 1789 iba a terminar. Acababan, por fin, de recibirse noticias del doctor Bayley. Tenía<br />
la intención, decía, de embarcar próximamente en uno de los navíos mercantes que se haría<br />
a la vela hacia América, en diciembre o enero, probablemente.<br />
María no duda de que el retorno de su padre precede un poco a su propio matrimonio con<br />
el joven doctor Wright Post. Toda feliz, 1a joven de veinte años mira pronto cara a cara el<br />
próximo futuro como una estela llena de encanto, donde las jornadas serán apenas<br />
bastante largas para dejarle tiempo de dar la última mano a su ajuar, a la ropa de casa de su<br />
futuro hogar, a mil y una cosas con las que sueña verle provisto desde el primer día.<br />
Para Betty, ese retorno deseado, impacientemente esperado, no va a aportar la felicidad<br />
con que ella contaba. Apenas las dos hermanas habían vuelto a Nueva York, y ya las<br />
diferencias se suceden en el hogar de los Bayley. ¿Por qué disimulárselo? Se abren allí unas<br />
fallas demasiado profundas, desde entonces, para que se pueda esperar que un acuerdo,<br />
real, pueda encontrarse un día entre el doctor y su esposa. Cuando, en el mes de junio, se<br />
celebre el matrimonio de María, recepciones, danzas, músicas pueden ciertamente dar<br />
todavía el cambio exteriormente, en cuanto a la vida familiar de los Bayley. No es más que la<br />
alegría ficticia que quiere salvar las apariencias, disimular a los huéspedes, a los invitados, a<br />
los miembros mismos de la familia la irremediable ruptura que acabará, unos años más<br />
tarde, por consumarse en su gran día.<br />
Tal situación, sobre la que ella no se engaña, trae al corazón de Betry una indecible angustia,<br />
porque persiste en profesar a su padre una admiración sin límites., un gran amor filial,<br />
indefectible y apasionado. Unas líneas en sus Dear Remembrances, conmovedoras en su<br />
sencillez, bastan para revelar lo que fue para Isabel su decimoséptimo aniversario, que ella<br />
había soñado maravilloso, ya que su padre estaría de nuevo junto a ella.<br />
-a la edad de dieciséis años, desacuerdo de familia y no hay medio de concebir por qué,<br />
cuando hablaba amablemente a los míos, no me respondían; y no hay medio de concebir<br />
que alguien pudiera ser enemigo de algún otro.<br />
Un hecho se impone, además, brutal y desgarrador: Vino a ser imposible a la joven<br />
permanecer más tiempo en la casa que debería ser la suya. Dejar deliberadamente Nueva<br />
York, para volver a Nueva Rochela a casa del tío Guillermo, parecería, a primera vista, la<br />
mejor solución, pero eso sería anunciar públicamente para aquellos que se juzga que lo<br />
ignoran, el drama íntimo que continúa en casa del doctor Bayley. Sería también, para Betty,<br />
alejarse nuevamente de un padre hacia quien su amor, en tan duras circunstancias, se hace<br />
15
cada día más puro, más apasionado, más lúcido, al mismo tiempo. Le es necesario pues<br />
adoptar un comportamiento que dejará suponer que es ella quien, con toda su voluntad,<br />
acepta por su gusto personal, pasar unas semanas aquí, otras semanas allí, como si,<br />
siempre, tuviera su sitio en el hogar de sus parientes.<br />
Sin duda, María ofrece de buena gana hospitalidad a su hermana. Pero se puede presumir,<br />
con todo, que Isabel tiene demasiado tacto y delicadeza para imponer su presencia en el<br />
jovencísimo hogar con estancias frecuentes y prolongadas. Si le es igualmente divertido<br />
pasar un tiempo, cuando ella lo quiere, en casa de su tía materna, la señora Thomas<br />
Dongan, aquello no es más, en resumidas cuentas, que un paliativo.<br />
Afortunadamente para Betty, su familia y la de su cuñado, tienen en Nueva York un extenso<br />
círculo de relaciones, dentro de la sociedad más selecta de la ciudad. Así la joven podrá<br />
trabar, por lo menos en esta época, sólidas amistades, enriquecedoras y beneficiosas.<br />
Con Julia Sitgreaves Scott, a quien conoce en 1790, mantendrá, durante años, una<br />
correspondencia regular cuyo conjunto, editado en 1930, constituye un imponente<br />
volumen. Dos o tres años mayor, Julia, sin embargo, se apoyará en ella, pues la joven mujer,<br />
madre ya de dos hijos es de salud frágil, fácilmente deprimible. Betty encontrará para<br />
definirla una expresión encantadora: «vain shadow», a la que es difícil dar un equivalente,<br />
«leve sombra», quizás, o si se prefiere «sombrita de nada». María y Juan, los hijos de Julia,<br />
se prendarán pronto, al crecer, con un afecto apasionado, de la amiga de su madre.<br />
Totalmente diferente de Julia se manifestaba Eliza Craig, en vísperas de casarse con Enrique<br />
Sadler. Desde su matrimonia, da a su hogar una nota de equilibrio y de estabilidad. Es una<br />
mujer de juicio y de buen sentido, a quien se puede pedir siempre un consejo. Pasee,<br />
además, una fortuna excelente, que sabe usar con inteligencia. La mansión de los Sadler sita<br />
en Cortland Street, es atrayente, agradable, acogedora, como lo es, en otro estilo, su casa<br />
de campo de Long Island. Que sea aquí o allí, la dueña de la casa sabe colocar a gusto a los<br />
que recibe, y su delicadeza tiene el arte exquisito de hacer olvidar a sus huéspedes que<br />
están bajo un tejado extraño.<br />
Con frecuencia, es verdad, Eliza está ausente. Se va a Irlanda para responder a la invitación<br />
de uno de sus tíos que reside allí. Más a menudo aún, acompaña a su marido, cuyos<br />
negocios le obligan a frecuentes viajes por Europa. Quizás Eliza es la amiga preferida de<br />
Betty, aquélla con la que se siente más de acuerdo, con más seguridad, en todo caso.<br />
Deberá dar apoyo también a Catalina Dupleix, que, minada en su salud, se encuentra sobre<br />
todo extrañamente aislada por razón de su matrimonio que no fue afortunado. El capitán<br />
Dupleix es un hombre del mar, un rudo comandante, demasiado rudo para la delicadeza de<br />
su mujer. Demasiado poco en su hogar también, puesto que pasa capeando temporales en<br />
los mares la mayor parte del tiempo. ¡Si hubiera al menos un hijo! Pero Catalina no<br />
conocerá jamás las alegrías de la maternidad. Su ternura, frustrada en su vida familiar, tiene<br />
necesidad de encontrar un objeto. La amistad que da, es una amistad segura, profunda, fiel,<br />
pero que, para explayarse, tiene la necesidad de sentirse comprendida y compartida. A tales<br />
exigencias Betty es capaz de responder.<br />
No es raro, que, Eliza, Catalina y Betty se reunan para ir a visitar juntas a los enfermos, a los<br />
niños desheredados de Nueva York. La señora Sadler, la más favorecida de las tres en<br />
cuanto a la fortuna, no duda en dar sumas considerables para las obras de beneficencia que<br />
se establecen entonces, según los usos y costumbres de la época. La señora Dupleix actúa<br />
de la misma manera. Si Betty no está en condición de aportar una ayuda pecuniaria, es<br />
dichosa, al menos, en pagar con su persona, en cuanto se presenta la ocasión.<br />
16
De hecho, ocupaciones y amistades, por buenas que sean, dejan en el corazón de la joven<br />
un sentimiento de vacío. ¿Se ha dado a sus amigas con ardor un tanto excesivo? ¿Ha<br />
querido, para olvidar el sufrimiento que le viene de su pro pio hogar, embriagarse un poco<br />
de vida mundana? Más tarde cuando llegue a ser la Madre Seton, aleccionada por las<br />
experiencias dolorosas, gracias a las cuales el Señor ha decantado su alma de lo que no era<br />
más que humano, juzgará sin indulgencia su comportamiento de entonces:<br />
- necedad, tristezas, quimeras, míseras amistades, pero todo esto se vuelve en bien y en<br />
conclusión: cuán estúpido es amar cualquier cosa que sea en este mundo.<br />
En verdad, el juicio aquí es demasiado severo. Tanto, que hasta es erróneo, porque ni el<br />
amor, ni la amistad serán jamás censurables en cuanto tales. Lo que sí lo es, es el uso<br />
desreglado que el hombre pecador es capaz de hacer de elles. Sin duda es necesario ver en<br />
estas líneas, repuestas en su contexto histórico preciso, el sentimiento sentido<br />
ulteriormente por Isabel, de haberse dado entonces de manera demasiado absoluta a solas<br />
amistades humanas. A estas amistades, además, permanecerá fiel hasta su último día. Un<br />
hecho parece cierto. Si, durante este período, Isabel, más o menos conscientemente, está a<br />
la búsqueda de Dios, Dios la persigue y la busca más de lo que ella le busca personalmente.<br />
Pero ella no tiene, para avanzar en este camino de la intimidad divina, a nadie que la pueda<br />
ayudar. ¿Cómo, entonces, extrañarse de encontrar en ella esos tanteos dolorosos, esa<br />
búsqueda inquieta de felicidad para la que se siente hecha, esos deseos que parecen sin<br />
objeto, esos temores de ser infiel a la gracia, y hasta la tentación de desesperación cuyo<br />
aguijón va a conocer?<br />
A los dieciocho años, es ella también quien nos lo da a conocer, tiene bellos sueños. Querría<br />
poseer una casita en el campo, para reunir a todos los niños de los alrededores y enseñarles<br />
sus oraciones y mantenerlos limpios y enseñarles a ser buenos. Siente, en el fondo de sí<br />
misma, brotar otro deseo que le parece utópico, y que, en el plan de Dios, será realidad, es<br />
el deseo apasionado que había de lugares de ese género en América... donde la gente podía<br />
encerrarse lejos del mundo y ser siempre buena. Ha pensado a menudo, prosigue ella, huir<br />
hacia tal lugar, más allá de los mares, baja un vestido de prestado, trabajando para vivir.<br />
¿Es el pensamiento de tal retiro, lejano y silencioso, bajo la mirada de Dios, lo que le hace<br />
tomar conciencia de la vanidad de una vida mundana? El hecho es que confiesa estar<br />
estupefacta de ver las preocupaciones que se toman las gentes por su aseo personal. Y esta<br />
vida mundana ¿no es la suya? Sí, y precisamente, le parece incompatible con sus deseos<br />
más íntimos, más imperiosos también: entretenerse sola, a solas con el Señor.<br />
- Mil reflexiones, después de haber estado en las reuniones, sobre el hecho de que no podía<br />
hacer mis oraciones y tener buenos pensamientos, como si hubiera estado en casa. Siente la<br />
necesidad de reflexionar y dar a cada cosa su lugar... Sufre de reconocerse incapaz de hacer<br />
lo uno y lo otro... De ahí que llegue a preferir ir a su habitación a tomar fuera cualquier otra<br />
distracción.<br />
Tendría a la vez necesidad de expresarse, de ser comprendida, de verse ayudada a resolver<br />
un problema primordial como el del sentido de la existencia, que se plantea su espíritu;<br />
verse esclarecida en lo concerniente a la respuesta que se le pide, personalmente, de cara a<br />
la llamada de Dios que se hace insistente y ya dolorosamente purificante.<br />
Está sola. Tiene dieciocho años.<br />
Ahora bien, este mismo año de 1792, el doctor Bayley, su padre, es nombrado titular de la<br />
cátedra de anatomía, en la Facultad de Medicina de la ciudad de Columbia, recientemente<br />
erigida. Son para él nuevas cargas, nuevas obligaciones, que se juntan a las que ya le<br />
absorbían. La joven, sin embargo, tendría tanta necesidad de apoyarse sobre ese padre a<br />
17
quien el trabajo aleja, tan a menudo, de Nueva York. Y él mismo, en el fondo, ¿no<br />
experimenta una igual necesidad de apoyarse en su hija? Hay entonces, entre ambos, una<br />
correspondencia incesante. Las cartas de Isabel son diarias o casi diarias. A ella le gustaría<br />
que las respuestas llegaran con el mismo ritmo. De hecho, ¿qué sola está en este plano<br />
también!<br />
En semejantes circunstancias, ¿qué hay de sorprendente en que, de golpe, ella se sienta<br />
resbalar como en un abismo sin fondo, donde, por un instante, piensa poner fin, no importa<br />
con qué medios, a la agonía que le aplasta? Unas líneas lacónicas en sus Dear<br />
Remembrances, hacen presentir cuál llega a ser su drama. - ¡Ay, ay, ay... LÁGRIMAS DE<br />
SANGRE, - DIOS MÍO - cataclismo horrible de todas las buenas promesas de Dios con la más<br />
audaz presunción, - Dios me había creado, - yo era muy miserable. El era demasiado bueno<br />
para condenar a una tan pobre criatura hecha de polvo, conducida por la melancolía a este<br />
miserable razonamiento... Laudanum - - la alabanza y las acciones de gracias de una alegría<br />
desbordante por no haber consumado esa horrible acción, - millares de promesas de eterna<br />
GRATITUD.<br />
Nadie, quizás, en el círculo familiar de Isabel, ha dudado de la íntima y punzante agonía por<br />
donde ha pasado. Una cosa es impresionante en las líneas que ha trazado a este particular:<br />
su impulso espontáneo hacia el Señor. Que el pensamiento del suicidio no baya aflorado<br />
más que un instante, o que, en una tensión excesiva, la joven de dieciocho años se haya<br />
debatido más contra tal obsesión, ella guarda hacia Dios, hacia su bondad, hacia su amor,<br />
una indefectible confianza. Por instinto, ella se vuelve hacia El como hacia su único refugio.<br />
¡Mucho más!, ya que el Señor la ha retenido al borde del precipicio, ella le hace millares de<br />
promesas de eterna gratitud.<br />
¡No se dice, por otra parte, en el Libro de los Proverbios:<br />
«Las heridas sangrantes son un remedio contra el mal, los golpes curan hasta el fondo del<br />
ser»? (Prov. 20, 30).<br />
3.- NO LLEGUES DEMASIADO TARDE<br />
Como el sol que se eleva sobre las montañas del Señor,<br />
así el encanto de una bella mujer<br />
en una casa bien llevada.<br />
Eclesiástico 26, 21<br />
«El sábado 16 de julio, mi querida mujer que en este momento está en Long Island, por<br />
causa de su salud, vino para ver a todos sus hijos, y nos pusimos a la mesa, todos juntos,<br />
para comer: mi mujer y yo, mi hija Ana María y su marido, mis hijos: Guillermo Magee,<br />
Jaime, Juan, Enrique, Samuel y Eduardo. Mis hijas: Isabel, Rebeca, María, Carlota y<br />
Enriqueta. Al fin de la comida, mi mujer y yo hicimos un brindis en honor del Todopoderoso<br />
que nos ha ayudado a educar a todos estos hijos, de los que ninguno, jamás, nos ha causado<br />
preocupaciones>>.<br />
El hombre que trazaba estas líneas, el 21 de julio de 1791, se llamaba Guillermo Seton.<br />
Estaba en plena fuerza de la edad, cuarenta y cinco años, y sería padre todavía, al año<br />
siguiente, de una pequeña, Cecilia. Ocupaba entonces un puesto de confianza en el Banco<br />
de Nueva York, en la Walton House de Sr. Georbe Square, el primer banco americano que<br />
había sido creado desde la Independencia, y donde el mayor de los hijos, Guillermo Magee<br />
trabajaba también desde los dieciocho años.<br />
18
«Poco tiempo después que los habitantes de esta ciudad llegaron a ser pacíficos poseedores<br />
de ella, precisa St. John de Créve Coeur, con fecha del 28 de diciembre de 1786,<br />
establecieron un banco regido como el de Boston por doce directores, que los suscriptores<br />
elegían anualmente; este establecimiento ha rendido grandes servicios al comercio de esta<br />
ciudad»'.<br />
La Nueva York de entonces era, a decir verdad, muy diferente de la Nueva York moderna.<br />
Algunos lienzos de la época, debidos a pintores contemporáneos de la Independencia, a<br />
Francisco Guy, principalmente, han fijado con éxito la fisonomía de la ciudad tal como<br />
aparecía en aquel siglo XVIII que acababa. Casas coquetas con fachadas enjalbegadas,<br />
cuando no están construidas con ladrillos rosados, han reemplazado ya a las viejas<br />
edificaciones de madera que había destruido en gran parte el terrible incendio de 1776.<br />
Casas de dos o tres pisos, todo lo más, que domina, elevada, el campanario de las iglesias o<br />
su cúpula redonda. Unos faroles provistos de lámparas de aceite alumbrarán<br />
parsimoniosamente por la noche las calles sin pavimento, obstruidas sin cesar, en los<br />
accesos del puerto, con cordajes y anclas, con barriles y toneles, con enormes fardos de<br />
todas clases, en medio de los cuales, pesados carros, traqueteando, se abren paso con<br />
dificultad. A lo largo de toda la jornada, marinos y comerciantes se abordan en una<br />
abigarrada animación de trajes y colores: largas blusas o levitas, sombreros de copa, gorras<br />
y sombreros planos. Se trajina cargando y descargando las mercancías más diversas. Se<br />
trinca frente a un bar improvisado: una plancha puesta sobre dos toneles. Se discute un<br />
negocio, de mar o de política, sentados tranquilamente sobre los escalones, ante las puertas<br />
de las tiendas.<br />
La rodadura de los toneles, de los barriles de melaza, de los bidones de alquitrán, el piafar<br />
de los caballos, el chirrido de las ruedas sobre sus llantas de madera, las llamadas de los<br />
estibadores se mezclan al ruido de las olas que baten las piedras del muelle, a los chillidos<br />
agudos de las gaviotas y de las águilas marinas cuyo vuelo se prolonga, rápido y sesgado,<br />
por encima de la ciudad.<br />
El cruce de Water Street y de Wall Street experimenta casi sin tregua esta viva y trepidante<br />
animación. Se conoce otra de ellas, más aristocrática, muy típica de la época: la que reina,<br />
desde la mañana a la noche, en la Tontine Cof fee House, en cuya cima flota orgullosamente<br />
restallando, bajo las ráfagas con que la azota el viento, la bandera de la Independencia. Se<br />
puede ver, a todas las horas del día, a hombres que conversan en la terraza o en el balcón<br />
de la Tontine Coffe.2 House. Llevan ellos los sombreros de anchas alas o los tricornios negros<br />
sobre la peluca blanca o sobre los cabellos empolvados a lo Cadogan. Levitas de colores<br />
claros, medias blancas, zapatos desnudos... La moda europea ha franqueado el Atlántico y<br />
los fervientes pioneros que se quieren desde ahora separados del Viejo Mundo han<br />
adoptado prácticamente la elegancia refinada que ostentan, por esos mismos años, los<br />
cortesanos de Jorge III en Londres o los últimos familiares del palacio de Versalles en la<br />
víspera de la revolución francesa.<br />
De Tontine House, por Water Street, que llega directamente al puerto, se ven claramente,<br />
balanceados por la marea, las vergas y los mástiles de los navíos en el malecón, y a veces,<br />
destacada sobre el cielo de un azul vivo, la vela hinchada de un navío que trae al Nuevo<br />
Mundo su carga de tela, de vino, de cereales o simplemente de emigrantes.<br />
En la ciudad de Nueva York en este final del siglo XVIII, hay entonces, atestiguan los<br />
historiadores, una especie de gama alegre de vida, de animación, de placeres, de bailes, de<br />
diversiones. Desde que George Washington, aceptando asumir la presidencia de la joven<br />
república, dejó Mount Vernon, en 1789, para fijar su residencia en Nueva York, la ciudad,<br />
19
que viene a ser prácticamente capital de los Estados Unidos, ve acrecentar de día en día su<br />
prestigio.<br />
No es ya el tiempo en que los pobres tenderetes, hechos con planchas de madera<br />
toscamente labradas, se contentaban con ofrecer a los colonos desprovistos los artículos de<br />
primera necesidad, o los utensilios de casa más indispensables. Elegantes almacenes, con<br />
anuncios llamativos, atraen ahora las miradas de los transeúntes, más aún de las<br />
transeúntes. Ropa fina y encajes, vestidos de verano, de invierno, perifollos y bagatelas,<br />
perlas preciosas, joyas, diamantes, finas porcelanas, muebles y tisúes de tapizar, frutas de<br />
todas clases, pasteles y golosinas; ¿qué hay que no se encuentre, entonces, en los<br />
almacenes de Liberty Street y de Wall Street, donde los escaparates tentadores solicitan a<br />
cada paso la atención, hacen nacer el deseo, incitan a la compra?<br />
Entre los floristas de la ciudad, porque uno solo no bastaría, Grant Thorburn tiene la primera<br />
plaza. Hace negocios de oro, habiendo sabido hasta tal punto asentar su reputación que<br />
ningún enamorado de Nueva York estimaría haber hecho galantemente la corte, si su<br />
bienamada no hubiera recibido de su parte un manojo o un ramillete del florista Grant<br />
Thorburn. El florista ha encontrado, además, para atraer y retener a la clientela, una<br />
fórmula original que se le muestra infalible. En medio de las flores siempre frescas, siempre<br />
nuevas, de los más variados colores, se balancean ligeras unas jaulas de finos alambres en<br />
las que pájaros de rutilante plumaje hacen oír su canto y sus incesantes gorjeos.<br />
Sobre la misma acera de Liberty Street el escaparate de John Jacob Astor ejerce sobre las<br />
elegantes de Nueva York, una atracción más fascinante todavía: capas, pellizas, abrigos de<br />
visón, manguitos de castor o de armiño, pieles de zorro azul. La Casa Astor es para las<br />
neoyorquinas de la época, lo que la casa Dior para las parisienses de hoy. Ninguna de las<br />
mujeres «chic» de la ciudad se creería vestida si sus prendas de invierno no vinieran del<br />
almacén de John Jacob Astor....<br />
Las galerías de muebles mantenidas por Duncan Phyffe atraen, ellas también, numerosos<br />
visitantes y distinguidos clientes. Amueblar su hogar según la moda del día, escoger la mesa<br />
de madera esculpida, las sillas y los sillones con sede rías damasquinadas, palpar la tela de<br />
las cortinas que según la estación o los gustos caerán en pliegues pesados a cada lado de la<br />
ventana o dejarán flotar ligera su blancura vaporosa, es un placer que forma parte de la<br />
alegría toda nueva de los jóvenes casados. Duncan Phyffe no lo ignora; aquél cuyo almacén<br />
abre sus puertas en una de las calles más frecuentadas de la ciudad: Wall Street.<br />
Muy ingenuo sería quien se figurase que la publicidad no existía antes del siglo XX. En la<br />
Gaceta de Nueva York del 10 de diciembre de 1783 unos sombrereros hicieron insertar el<br />
anuncio siguiente: «Enrique Bicker e hijos, exilados de esta ciudad hace ocho años por la<br />
conquista que nuestros enemigos habían hecho de ella, y que durante el curso de la última<br />
guerra sirvieron fiel y animosamente a su patria como capitanes, in forman al público, sus<br />
amigos y antiguos camaradas los oficiales del ejército continental, que fabrican sombreros<br />
como antes de la guerra. Ellos se prometen que los buenos Wigs los comprarán en su tienda<br />
preferentemente. Sólo esperan y piden por sus servicios la animación de su industria».<br />
Es de buen gusto, además, frecuentar John Street, el primer verdadero teatro americano,<br />
donde no hay un grupo de aficionados, como poco antes, a quienes se va a aplaudir, sino<br />
unos actores profesionales que interpretan las piezas clásicas de Shakespeare, u ofrecen<br />
representaciones más ligeras. La sociedad selecta de Nueva York gusta encontrarse allí, sin<br />
menoscabo de las reuniones de tarde o nocturnas que se ofrecen habitualmente en tal o tal<br />
familia.<br />
20
Que los Seton hayan encontrado, más de una vez, a los Bayley, en semejantes coyunturas,<br />
nada más, natural. Este año de 1791, Betty tiene 17 años. Se debate entonces con<br />
demasiados problemas para encontrar en estas reuniones mundanas otra cosa que una<br />
distracción, cuyo vacío ella misma se va a reprochar. Guillermo Magee, que acaba de<br />
alcanzar sus 23 años, ¿ha prestado ya alguna atención a la joven? Es difícil anticiparlo con<br />
certeza. Además está en vísperas de embarcarse por tercera vez, en dirección a Europa. Su<br />
familia paterna, de origen escocés, tiene ilustres ascendientes. Cuando la joven María<br />
Estuardo llegaba, en 1559, al reino de Francia, prometida al delfín Francisco II, que, al año<br />
siguiente, la dejaría viuda, a los 18 años, una de las «cuatro Marías» que acompañaban a la<br />
princesa escocesa era una María Seton. Ella permanecerá fiel hasta la muerte a la otra<br />
María, a la reina que un destino dolorosamente trágico había de perseguir toda su vida.<br />
El padre de Guillermo Magee, Guillermo Seton había nacido también en Escocia, en 1746.<br />
Tiene 17 años cuando se embarca, solo, para el Nuevo Mundo. Cuatro años más tarde,<br />
desposa en Nueva York a Rebeca Curson, y no tarda en fundar con su cuñado Ricardo la<br />
firma comercial de importación «Seton and Curson». La competencia del joven, su lealtad,<br />
su energía le señalan a sus conciudadanos como un candidato de valor para la asociación de<br />
la primerísima Cámara de Comercio de la ciudad, aunque no tenga entonces más que 22<br />
años.<br />
Los años que siguen ven poblarse su feliz hogar de niños: Guillermo Magee, Jaime, Juan,<br />
Enrique, Ana María. Pero la tuberculosis de la que en la época se ignora casi todo, arrebata<br />
prematuramente a los suyos a la joven madre de familia. Antes de los 30 años, Guillermo<br />
Seton se encuentra solo, con cinco hijos que educar. Al año siguiente, desposa en segundas<br />
nupcias, a la propia hermana de su mujer: Ana María Curson, que le dará todavía dos hijos:<br />
Samuel y Eduardo, y seis hijas: Isabel, Rebeca, María, Carlota, Enriqueta y Cecilia.<br />
Fue juzgado digno, además, el año que precedió a la muerte de su primera mujer, de formar<br />
parte del «Comité de los Ciento» al que encomendaron defender sus intereses los<br />
ciudadanos que pretendían permanecer fieles a Inglaterra. Pero, en este turbio período,<br />
esos intereses verdaderos eran tan malos de discernir como de defender. Había necesidad,<br />
por parte del Comité, de hombres lúcidos, inteligentes y enérgicos. Guillermo Seton tiene 29<br />
años, y es de aquellos a quienes incumbe esta delicada y pesada responsabilidad. Aunque su<br />
elección para el «Comité de los Ciento» le señaló como realista, los patriotas no dudaron en<br />
considerarlo un verdadero americano, desde que, terminadas las hostilidades, la joven<br />
nación afirmó sus primeros actos de autonomía.<br />
Se acordaban demasiado, en 1783, del papel que el señor Seton había mantenido, durante<br />
los años del conflicto, en las luchas con el problema vital que representaba entonces el<br />
avituallamiento de los neoyorquinos asediados por las tropas inglesas. Encargado de<br />
asegurar la llegada de los víveres, había sabido hacer cara a unas situaciones que otros<br />
menos enérgicos hubieran considerado quizás como desesperadas.<br />
Durante el año 1782, está al lado de uno de los hombres más destacados de la ciudad:<br />
Andrés Elliat, quien acumula entonces los dos cargos de Jefe de la Policía y Superintendente<br />
del Puerto. Guillermo Seton le ha sido añadido como asistente. Y sin embargo, las graves<br />
responsabilidades cuyo peso ha debido asumir, una tras otra, durante los años difíciles, no<br />
han impedido a Guillermo Seton ser, en medio de sus hijos, el jefe de familia admirado,<br />
respetado, amado sobre todo. Si goza de una situación pecuniaria que le permite hacer vivir<br />
a los suyos desahogadamente, es dichoso por causa de sus hijos.<br />
21
«¡Venid todos a mi caja fuerte, mientras esté con vida!, tiene la costumbre de decirles, ¡y<br />
cuando no esté ya aquí, pues bien, cuidaréis los unos de los otros!». Pero no es sólo en el<br />
interior del círculo familiar donde se da con bondad innata,<br />
y con el deseo de hacer feliz. Sus amigos, y no le faltan, saben hasta qué punto se puede<br />
contar con un hombre tal como él. Héctor St. John de Créve Coeur, quien, antes de que<br />
estallara la Guerra de la Independencia, había dedicado a Guillermo Seton sus «Cartas de un<br />
granjero americano», había de encontrar, en 1783, a su destinatario en muy dolorosas<br />
circunstancias. Volvía de Versalles, con cartas que le acreditaban junto a Washington, en<br />
calidad de primer Cónsul de Francia en los Estados Unidos, sin que nada le hiciera prever el<br />
drama que se había desarrollado dentro de su familia., en el transcurso de su ausencia. Su<br />
casa había sido incendiada, su mujer había muerto, y sus hijos habían desaparecido. «¡Yo<br />
hubiera muerto de golpe, confesará más tarde Héctor de Créve Coeur, si no hubiera<br />
encontrado en el muelle a mi amigo Guillermo Seton!»...<br />
«Aquel amigo generoso, aunque sincero realista, prefirió la patria a las brumas y a la<br />
esterilidad de Nueva Escocia. Lo que yo había previsto llegó después. Sus opiniones políticas<br />
fueron olvidadas, él goza de la estima pública que le merece tan justos títulos y hoy está a la<br />
cabeza de la Banca. Nacional, puesto importante al que ha sido llamado por el sufragio<br />
unánime de los suscriptores». Tal era el hombre que, el día 16 de julio de 1791, se alegraba<br />
de tomar un sitio en torno a la mesa de familia donde su mujer y sus doce hijos le rodeaban.<br />
Su hijo mayor, Guillermo Magee, tenía 23 años. Había nacido en 1768 a bordo del gran<br />
velero Edward que conducía a Nueva York, después de un viaje por Europa, a su padre y a su<br />
madre. Había sido bautizado el 8 de mayo en la iglesia de La Trinidad. Dos hermanos, Jaime<br />
y Juan, le habían seguido de cerca. Apenas ha llegado a sus 10 años, cuando Guillermo va a<br />
cruzar de nuevo el mar, con Jaime, su hermano menor. Sus padres deseaban para los dos<br />
muchachos una sólida educación inglesa. Como su abuela está todavía en el Continente, son<br />
enviados como internos al Colegio de Richmond, no lejos de Londres. Allí permanecerán<br />
unos seis años.<br />
El muchacho tiene 16 años cuando vuelve a los Estados Unidos. Dos años más tarde, será<br />
capaz de trabajar con su padre, en e! Banco de Nueva York. Pero ese padre sueña para él<br />
una nueva formación que haga de su primogénito un hombre de negocios consumado.<br />
Guillermo se embarca, en efecto, una segunda vez, para el Viejo Continente. Va a seguir un<br />
largo periplo: España, Italia. Inglaterra. Visita, una tras otra, Madrid, Roma. Londres.<br />
Establece contacto con las agencias extranjeras que mantienen relaciones comerciales con<br />
América, a la hora en que la importación y la exportación toman entre el antiguo y nuevo<br />
Continente su primer impulso. Pasa a Barcelona, a Génova, a Liorna, deteniéndose a veces<br />
varias semanas para adquirir nuevos conocimientos técnicos y hacer lo que llamaríamos hoy<br />
una pasantía.<br />
Es Liorna, verosímilmente, donde hace una mayor parada. Es recibido por una familia<br />
italiana que le acoge como amigo más que como pasante. Los Filicchi tienen efectivamente<br />
lazos estrechos con el país de Guillermo Magee Seton, ya que Felipe Filicchi ha desposado a<br />
una americana de Boston: María Cowper. En Liorna, por este hecho, el joven se siente<br />
menos extranjero. Allí puede hablar su propia lengua e iniciarse en la de sus huéspedes, con<br />
quienes pronto le unirán verdaderos lazos de amistad.<br />
De Italia, Guillermo Magee Seton llega a Inglaterra, pasa un momento con la familia de su<br />
padre, ve con interés las ciudades de Sheffield, Manchester, Liverpool y Birmingham, que<br />
experimentaban entonces una especie de revolución industrial. Se detiene en Londres,<br />
visitando todo lo que es posible ver con una juvenil curiosidad, ávida de conocer todo. Se<br />
22
embarca al fin, el 10 de julio de 1790, en el Montgomery que hace su singladura hacia<br />
América, pero que no arribará al puerto de Nueva York sino después de diez largas semanas<br />
de travesía.<br />
La hermana de Guillermo Magee, Ana María se casa el 24 de noviembre siguiente con el<br />
Senador Jahn Vining. ¿Es con ocasión de este matrimonio cuando el joven Guillermo Magee<br />
vuelve a encontrarse a Isabel Bayley?<br />
Menos de un año después, sin embargo, al día siguiente de la reunión familiar del 16 de julio<br />
de 1791, exactamente, vuelve a marchar de nuevo con dos de sus hermanos, Jaime y<br />
Enrique. Los tres son invitados a ir a proseguir su formación profesional en casa de los<br />
Filicchi, cuya firma comercial que dirigen en Liorna es una de las más importantes que están<br />
entonces en relación con América.<br />
Cuando vuelven al fin, uno o dos años más tarde, Guillermo Magee no tiene ninguna<br />
dificultad en ocupar su puesto en la sociedad selecta de Nueva York. Sus tres viajes por el<br />
Continente, las experiencias de toda suerte que trae de allí, el conocimiento al menos de<br />
una lengua extranjera, le confieren un prestigio que más de una, tal vez, le envidia<br />
secretamente, y que añade, además, a la excelente reputación de que goza su familia. Es,<br />
por otra parte, un joven distinguido, encantador de rasgos finos, de estatura elevada. Queda<br />
un retrato suyo al pastel que data de esta época. La frente es alta, amplia, el rostro en óvalo<br />
regular y encuadrado por cabellos ondulados, empolvados de blanco, que descienden hasta<br />
el cuello de la levita oscura. Los ojos son dulces, con una nota de melancolía, la nariz fina, la<br />
boca bien dibujada. Una pechera de encaje blanco acaba por dar a la fisonomía, más dulce<br />
que viril, es preciso reconocerlo, esa nota romántica que evoca para nosotros el retrato de<br />
un André Chénier, por ejemplo. A decir verdad, el perfil de Betty, en esta misma época, y<br />
aunque ella sea seis años más joven que Guillermo Magee, acusa un carácter mucho más<br />
enérgico.<br />
Sin que ningún documento nos precise la fecha del encuentro que hizo nacer entre el joven<br />
y la joven la primera llama de amor que, pronto, iba a revelarse tan profunda, lo cierto es<br />
que desde el año 1793, los esponsales habían sellado ya sus primeras promesas.<br />
A los 19 años, Isabel, de talla pequeña -1,52 a lo sumo-, posee un encanto discreto y<br />
seductor que se alía, en ella, a una nota grave, seria, reflexiva. Los ojos son oscuros, el<br />
mentón voluntarioso. Los cabellos castaño oscuro en pequeños bucles, están sostenidos en<br />
lo alto de la cabeza por una larga cinta de color, a tono con su traje claro. Dos largos bucles<br />
caen, por cada lado del rostro, hasta la espalda, hasta el cuello vaporoso del vestido ligero.<br />
Agradaría saber qué encuentro providencial, qué súbitas circunstancias iban realmente a<br />
cambiar, para Betty, hasta tal punto el curso de las cosas. Ayer, era la angustia, el<br />
aislamiento cruel, un horizonte cargado de nubes amenazadoras, de nubarrones tan<br />
sombríos que nada parecía poderlos disipar. Pero un gran viento se había levantado, que, de<br />
un solo golpe, había barrido el cielo. De nuevo brillaba el sol. De nuevo recobraba sus<br />
derechos la alegría de vivir. Isabel es dichosa. He aquí que también a ella le es dado hacer la<br />
experiencia única del amor, una experiencia que para ella se va a revelar tanto más<br />
plenificante cuanto que su ternura de niña, de adolescente, no había podido darse<br />
normalmente.<br />
Se sabe amada por Guillermo Magee, amada ardientemente, lealmente. Y su amor en ella<br />
brota como una fuente de montaña, fresca, límpida, inagotable. Ha pasado la hora de las<br />
largas reflexiones solitarias de los problemas dolorosos que su espíritu inquieto trataba de<br />
resolver. Las jornadas del presente se apresuran, alegres, como una farándula donde la<br />
danza y los cantos se suceden sin fin. Ramilletes y manojos de flores llegan a su nombre<br />
23
procedentes de la tienda de Grant Thorburn; su brillo la extasía, su aroma la embriaga. Le es<br />
preciso casi cada día escribir unas líneas que digan a Guillermo Magee que él está siempre<br />
presente en el pensamiento de Betty, o bien, que se reunirá con él mañana, esta noche,<br />
luego...<br />
Hoy, le espera en casa de la Sra. Wilke; mañana será en casa de la Sra. Sadler.<br />
¡No llegues demasiado tarde!, suplica cándidamente la misiva. ¿Que la cita prevista no<br />
puede tener lugar en el sitio donde se había fijado? Rápidamente unas líneas advierten al<br />
joven:<br />
Si tienes muchas ganas de ver a tu Isa, la encontrarás al piano en casa de la Sra. Atkinson.<br />
¿Se encuentra impedida de salir a consecuencia de un orzuelo que le deforma el párpado?<br />
No traza más que estas líneas suplicantes:<br />
El ojo de tu Isa es muy malo, aunque no la haga sufrir demasiado, la obliga empero a no<br />
moverse. Y por tanto te toca a ti, darme mucho de tu tiempo. Ven la más pronto posible.<br />
Comeremos hoy a la una, ya que Wright Post ha de marcharse a las afueras de Nueva York.<br />
Juvenil impaciencia de estos encuentros que llegan a ser durante los últimos meses de 1773<br />
los momentos privilegiados, los tiempos fuertes de la vida de Isabel. Y mientras llega el<br />
tiempo de la petición oficial, que Guillermo Magee ha de dirigir al doctor Bayley, Betty se<br />
hace insistente. ¡Su padre está tan ocupado, tan sobrecargado de trabajo, tanto en la propia<br />
ciudad como en Staten Island, cuando no es en Columbia! ¡Se permitirá el joven ver<br />
escapársele sin cesar la ocasión esperada!<br />
Mi padre ha comido con nosotros y se ha marchado no sé dónde, escribe ella un tanto<br />
inquieta. Pero tu causa -añade ella- está bien defendida por la que está muy interesada en<br />
que le hagas buena impresión. ¿No basta esto? No, algunas líneas más persuadirán a<br />
Guillermo, si de ello tiene necesidad, de la importancia que la joven da a semejante paso. Tu<br />
Isa estará en Wall Street hacia las cinco, y sabrás entonces más sobre esta cuestión.<br />
¿Qué razones habría podido, efectivamente, invocar el doctor Bayley para oponerse a una<br />
unión que, de todos los puntos, parecía tan ventajosa? ¿Qué matrimonio más bello que<br />
aquél, habría podido desear para su hija predilecta? La familia Seton era, dentro de la mejor<br />
sociedad de Nueva York, una de las más destacadas y una de las más estimadas. Había trece<br />
hijos en el hogar de los Seton, a quienes un sólido afecto unía entonces unos a otros. La<br />
situación financiera era una de las mejor asentadas de toda la ciudad. En cuanto a la valía<br />
personal de Guillermo Magee, era evidente. Sus viajes por Europa le habían aportado,<br />
además, un conocimiento de los negocios que pocos jóvenes americanos de entonces<br />
poseían en tal grado.<br />
Un solo punto negro, sin embargo: la salud del joven. Era preciso convenir en ello: los Seton<br />
estaban todos sujetos, en diverso grado, a esa enfermedad del pecho, cuyas, causas no se<br />
conocían, y que era imposible por el mismo hecho prevenir y frenar. La madre del joven,<br />
Rebeca Curson, había sido afectada antes de los 30 años por la tuberculosis. Otros, en su<br />
familia, habían sido tocados de un mal idéntico. Guillermo Magee mismo, durante sus<br />
estancias en Europa, había conocido, por momentos, una tos seca y dolorosa que le<br />
obligaba a veces a tomar un poco de reposo.<br />
De esto, evidentemente, el padre de Isabel, el doctor Bayley, estaba previamente advertido.<br />
Todo lo médico que fuera, no sabía más de esto. Sabía por experiencia que la fiebre<br />
amarilla, era de esas enfermedades que no perdonan. Había visto, por el contrario, a tísicos<br />
vivir largos años. ¿Sería necesario sopesar la felicidad cierta de Guillermo Magee y de Betty<br />
con la amenaza, suma muy aleatoria, de una enfermedad cuya evolución o consecuencias<br />
24
eran prácticamente imposibles de prever cuáles serían en definitiva? El Dr. Bayley, bien<br />
pesado todo, da su consentimiento.<br />
El domingo 25 de enero de 1794, Guillermo Magee Seton pasaba al dedo de Isabel Bayley el<br />
anillo de oro que les unía a los dos para siempre, para lo mejor y para lo peor. El tenía 25<br />
años, ella tenía poco más de 19. La bendición les había sido dada por el primer obispo<br />
episcopaliano de América, reverendo Samuel Provoost, titular de la Iglesia de La Trinidad de<br />
Nueva York. El banquete y la recepción consiguientes tuvieron lugar en casa de Wright y<br />
María Post.<br />
De estas claras jornadas de felicidad, Isabel no ha dejado ninguna confidencia.<br />
4.- MI HOGAR MUY MÍO<br />
La gracia de una esposa alegra a su marido,<br />
y su ciencia le reconforta.<br />
La mujer silenciosa es un don del Señor,<br />
la dueña de sí misma no tiene precio.<br />
Sir 26, 13-14<br />
Los Seton habitaban junto a Hanover Sqacare una amplia mansión, el 61 de Stone Street,<br />
una de las calles más frecuentadas de la ciudad. Y la casa misma era una de las que abrían<br />
habitualmente su puerta a los huéspedes más ilustres. Los Jay, los. Livingston, los Hamilton<br />
eran recibidos allí como amigos. El antiguo obispo de Autun, Talleyrand, cuyo nombre se<br />
había hecho tristemente célebre desde el comienzo de la Revolución francesa, frecuentaba<br />
como familiar la mansión de los Seton.<br />
Los días de recepción, había en los accesos de Hanover Sqzaare un ruidoso vaivén de<br />
caballeros que echaban pie a tierra, y un atasco de sillas de manos, de donde las elegantes,<br />
de bucles hábilmente realzados en sus cabezas, se desprendían con mil precauciones<br />
desplegando delicadamente sus faldas vaporosas. Sirvientes adiestrados se mantenían en el<br />
umbral prestos a abrir una portezuela, o asir las riendas que les abandonaba la mano<br />
finamente enguantada de un caballero.<br />
La joven señora Seton tenía desde ahora su puesto en aquellas reuniones o en aquellas<br />
veladas mundanas, y los amigos de su suegro se declaraban encantados de su belleza, de su<br />
gentileza. Cuando ella hacía su entrada en el salón, graciosamente apoyada en el brazo de<br />
su marido, un murmullo de admiración estremecía la concurrencia. El, alto, distinguido,<br />
cabellos empolvados de blanco, en traje de terciopelo o de seda. Ella, pequeña, fina, castiza,<br />
dejando deslizar ligeramente sobre las alfombras su traje de cola que realzaba el brillo de<br />
las joyas de gran precio que ella llevaba con sencillez. Pareja encantadora, cabal, feliz, cuya<br />
dicha íntima irradiaba el rostro, sugería el menor gesto.<br />
¡Qué lejos quedaban para Betty los días tan dolorosos de los años precedentes, y cómo se<br />
esfumaba entonces el recuerdo de las horas de pesada soledad que, no ha mucho, la<br />
aplastaban! ¡Ahora tenía un hogar y una familia! A decir verdad, no era todavía la intimidad<br />
de un hogar verdaderamente de ella, ya que las circunstancias habían obligado a la joven<br />
pareja a permanecer por unos meses en la casa de los Seton. Y, ciertamente, la vida de una<br />
familia numerosa como aquella, bastaba para crear un ambiente lleno de animación, hasta<br />
fuera de los días de brillantes recepciones.<br />
25
Este año de 1794, la mesa de familia reúne todavía, en torno a Guillermo y Ana María Seton,<br />
a siete u ocho niños, al menos. Isa es un poco más joven que Betty, Rebeca no tiene aún<br />
quince años. María, Carlota, Enriqueta, son jovencitas que se encargan de hacer, con los<br />
muchachos, una ruidosa y perpetua animación, que no dejan de hacer recordar a Isabel la<br />
vida que ella y su hermana María, habían conocido y compartido en Nueva Rochela, en casa<br />
del tío Guillermo Bayley.<br />
Pero, ¿qué importan ahora a la joven mujer aquellos placeres juveniles, aquellas explosiones<br />
de risa, aquellas carreras alocadas? Un mundo nuevo se abre para ella: el amor conyugal ha<br />
transformado a la joven de ayer, Betty encuentra en este amor, en este intercambio de<br />
amor leal y limpio, la realización de sus aspiraciones más profundas, más imperiosas, más<br />
legítimas también. Se deja invadir por una felicidad que la transfigura. Polarizada sobre «su<br />
Guillermo», parece incluso que la joven mujer, no está ya en disposición, por el instante, de<br />
posar sobre los seres que la rodean la mirada objetiva a que está acostumbrada.<br />
Más dotada, quizás, que sus jóvenes cuñadas, se ha beneficiado, de seguro, de una cultura<br />
superior a la suya. Bajo este punto de vista ha recibido más de lo que reciben las jóvenes<br />
americanas de su tiempo. De esta superioridad, ella toma claramente conciencia, y no<br />
descubre al primer contacto, el valor profundo de las medio hermanas de su marido. Rebeca<br />
misma, con quien tantas afinidades comunes se revelarán pronto, Rebeca que llegará a ser<br />
para ella, la confidente, la hermana más profundamente amada, no es todavía a sus ojos<br />
más que una adolescente casi insignificante, mal pulida, en todo caso, y cuyas cualidades,<br />
piensa Betty, con un juicio precipitado, han quedado incultas y no se han desarrollado. De<br />
todas maneras es Guillermo quien, presente o ausente, ha venido a ser el polo de su vida. Lo<br />
demás, en estos primeros meses, no tiene más valor a sus ojos, humanamente al menos,<br />
que dentro de la irradiación de su amor.<br />
Y, sin embargo, encantadora, delicada, con aquella nota de seriedad, de equilibrio, de<br />
armonía que le es propia, ha conquistado rápidamente el afecto y la estima de la familia<br />
Seton, de su suegro, sobre todo, que la trata por igual que a sus propios hijos, y hasta tendrá<br />
para la mujercita de su Guillermo una secreta predilección. Le manifiesta una confianza<br />
conmovedora, hecha de sencillez y de abandono. Y no duda poner entre sus manos cartas<br />
de familia que ha escrito personalmente y que le son particularmente queridas. Unas líneas<br />
trazadas igualmente por su mano, las acompañan:<br />
«Tú eres la primera de mis hijos -le confiesa- a quien se las hago leer». Y le pide que esa<br />
lectura la haga con respeto, con delicadeza, porque ha puesto en ellas lo más íntimo de sí<br />
mismo. Encontrarás profundamente marcado en cada una de esas cartas el afecto paternal<br />
que he experimentado siempre por mi querido Guillermo, tu marido: esa te gustará. Pero si<br />
te manifiesto que ese afecto jamás ha cesado de crecer desde entonces, pienso que cada una<br />
de las páginas donde hablo de él, te será doblemente querida. Que podáis largo tiempo, muy<br />
largo, gozar juntos de toda bendición, es el deseo sincero de vuestro padre lleno de afecto<br />
por vosotros y que os ama.<br />
A tales sentimientos, ciertamente, Betty no es insensible. ¡Se siente como «en su casa» en el<br />
hogar de los Seton! Y, sin embargo, ¡cuán natural es que aspire a encontrarse sola con su<br />
marido en una casita que sea verdaderamente la suya, que pueda ella amueblar, arreglar<br />
según los gustos de Guillermo y los suyos. Donde su intimidad esté más a seguro, donde su<br />
mutua ternura pueda expresarse con más espontaneidad! Esa dicha, Betty iba a conocerla<br />
pronto. Una sola línea de sus Dear Remembrances basta para contarlo: «20 años, Mi HOGAR<br />
muy mío».<br />
26
Este hogar era una casita alquilada en Wall Street, no lejos de la galería de muebles de<br />
Duncan Phyffe, que había de recibir más de una vez la visita de los jóvenes Seton, próxima<br />
igualmente a la Tontine Coffee House.<br />
¡Mi HOGAR muy mío! De esta dicha, Betty no se priva. Pero, mientras cuelga las cortinas, en<br />
las ventanas, mientras extiende sobre la mesa el mantel finamente bordado, mientras<br />
prepara los dos cubiertos, o dispone graciosamente un ramillete, una dicha más profunda<br />
aún brota de la intimidad de su ser y fluye ahora por cada uno de los instantes de su vida de<br />
joven esposa. Porque otra vida ha nacido en ella: Betty sabe que pronto, dentro de unos<br />
meses, conocerá la alegría única de la maternidad. Su amor por Guillermo llega a ser con<br />
esto más vibrante, más intenso, si aún es posible.<br />
Este mismo año, su suegro ha dejado la situación que ocupaba en el Banco de Nueva York,<br />
para asociarse a un hombre de negocios de Londres con objeto de crear una importante<br />
firma comercial; la cual llevará el nombre de «Seton, Maitland y Cía». Es una empresa de<br />
envergadura que quiere asegurar un cambio comercial permanente entre América y el Viejo<br />
Continente, y que dispone a este objeto de sus propios navíos. Intereses comunes la ponen<br />
en relación, no solamente con la ciudad de Londres, sino con numerosos y lejanos puertos:<br />
Hamburgo, en Alemania; Liorna, en Italia; Barcelona y Málaga, en España. Los veleros<br />
singlan igualmente hacia otros puntos del Nuevo Mundo: las islas de Santa Cruz, y de la<br />
Martinica, situadas en comarcas menos alejadas sin duda, pero cuyo desarrollo ha sido más<br />
lento que el de los Estados Unidos, y que se designan bajo el nombre de Indias Occidentales.<br />
Guillermo Magee y su hermano Jaime se unieron a su padre para esta aventura comercial,<br />
de dimensiones casi insólitas para la época.<br />
Todas las esperanzas eran permitidas, entonces, en lo concerniente al impulso, al desarrollo<br />
y a la prosperidad de la empresa. Nada de preocupaciones financieras que preveer, en la<br />
casita de Wall Street. Los deseos de Betty, apenas se expresan, pueden ser colmados.<br />
Cuando, terminadas sus horas de trabajo, Guillermo vuelve a su hogar, puede gozar con<br />
toda tranquilidad de la dicha que allí encuentra: calma, confort, descanso junto a la que él<br />
ama.<br />
Sin duda se encuentran obligados uno y otra, a aparecer aquí o allí, en el decurso de las<br />
recepciones que se les imponen por el hecho de su situación social. Sin duda frecuentan<br />
también, y no sin placer, el teatro de John Street. Pero realmente parece, a fin de cuentas,<br />
que prefieren más esas noches de dos, donde nadie viene a turbar la dicha apacible de su<br />
intimidad.<br />
El ha traído de Cremona uno de los Stradivarius que ha fabricado con sus propias manos el<br />
gran maestro italiano. Tocar el violín es un relajamiento que él ama. Betty no deja de<br />
escucharle, admirando cándidamente su “virtuosismo”, aunque él no haya llevado jamás<br />
muy lejos sus estudios musicales. A continuación, ella se pone al piano. A no ser que ambos,<br />
sin duda, interpreten juntos una de las piezas de sus compositores favoritos. Sosiego de la<br />
noche, armonía de dos corazones que vibran al unísono, y que para expresar su mutuo amor<br />
encuentran mejor que palabras: o la música o el silencio.<br />
Y si el joven se ve obligado a desplazarse a Boston o a Filadelfia, por unos días, por unas<br />
semanas, le es necesario llevarse la miniatura de aquélla a la que él llama tiernamente «su<br />
mujercita», ya que no sabría pasarse un solo día sin con templar su rostro. Cada día<br />
también, y cualesquiera que sean sus ocupaciones, encontrará el medio de dirigirle unas<br />
líneas, recordándole en la ocasión que ella está siempre «en su casa» en la mansión de<br />
Stone Street. Vete tan a menudo como puedas a casa de mi padre -insiste-.<br />
27
Las respuestas de Betty a aquél a quien por su parte llama «su queridísimo tesoro», se<br />
siguen al mismo ritmo, pero confiesa a Guillermo que, si guarda con tantísimo aprecio su<br />
retrato junto a sí, ese retrato le parece «tan melancólico» que no le gusta mirarla en su<br />
ausencia.<br />
El nacimiento de su primer hijo va a dar pronto a su amor una dimensión nueva. El dos de<br />
mayo de 1795, sentada a su mesa, Betty, que prosigue gustosa con sus amigos de antaño<br />
uña abundante correspondencia, acaba de comenzar una carta destinada a Julia Scott. Pero<br />
súbitamente ha de dejar la pluma. El bebé que espera precisamente para aquella semana,<br />
anuncia su llegada. Al día siguiente, de mañana, Isabel trae al mundo una niñita. La alegría<br />
del hogar llega a su colmo. Aquella noche, cuando hayan pasado las horas de emoción,<br />
cuando la muñequita con su carita arrugada, duerma todavía en la cuna, junto al gran lecho<br />
donde reposa radiante la joven madre de veinte años, Guillermo, tomando sobre la mesa la<br />
carta inacabada, anunciará en ella, personalmente, y no sin orgullo, el dichoso nacimiento<br />
de su hija Ana María.<br />
La niña será bautizada en la iglesia episcopaliana de la Trinidad, el cuatro de junio siguiente.<br />
Tendrá por padrino al doctor Bayley que no disimula su alegría de ser abuelo, y por madrina<br />
a una de las cuñadas de Betty: Rebeca Seton.<br />
Más que nunca, desde que el bebé ha ocupado su puesto en el hogar, su puesto invasor,<br />
como es debido, Betty ama su hogar, y la vida que allí lleva le parece la más bella que hay.<br />
Su amiga Isabel Sadler le envía, en esta época, dos cartas entusiastas desde París, el nuevo<br />
París republicano adonde la ha conducido su periplo europeo. Gustosamente Betty le<br />
responde en la primavera de 1795: Verdaderamente, Señora Sad, es un hecho: vas a bailar<br />
el domingo, ¡oh criatura «depravada»! Y ¿cómo se podrá comparar el baile y las diversiones<br />
con esta tranquilidad, calina, sedante que trae el domingo, el domingo por la noche sobre<br />
todo con un marido que balancea sus pantuflas junto a un fuego de carbón y un libro de Blair<br />
abierto sobre la mesa? Pero sigamos, ¡ea!; soy una pequeña salvaje americana, presumo y<br />
no debería hacer alusión a esas insulsas necedades en presencia de una «dama», que en la<br />
mayor ciudad del mundo, puede ver el domingo por la noche saltar a las rubias «snobs» y,<br />
supongo que saltar con las más alegres de entre ellas. Pero, después de todo, lo que hacen<br />
ellas puede tener tanta utilidad como lo que hacemos nosotras, y, a mi parecer, el punto<br />
esencial de fa religión es la alegría y el equilibrio. Los que marchan en ese sentido están<br />
ciertamente en lo verdadero...<br />
La pequeña Ana María, que tendrá pronto dos meses, viene a ser un bebé adorable cuyos<br />
abuelos están locos...<br />
En cuanto a ojos, están más cerca del negro que de cualquier otro color, con una nariz muy<br />
chiquita, una boca muy pequeña, hoyitos en las mejillas y en el mentón, una carita rosa,<br />
siempre despierta, siempre expresiva. Todo esto es bien interesante de escribir... Su abuelo<br />
Bayley te dirá que ve más gracia, más expresión, más inteligencia, más deseo de saber en<br />
este rostro que en el rostro de cualquier otro en el mundo y que se puede entretener con este<br />
bebé mejor que con ninguna de las mujeres de Nueva York. En resumen, es la verdadera hija<br />
de su madre y, puedes estar segura de ello, el orgullo y el tesoro de su padre.<br />
Para esta niña nacida de su carne, Betty desea apasionadamente la verdadera dicha. ¿Es un<br />
retorno hacia atrás sobre su vida de infancia frustrada demasiado pronto del amor<br />
maternal, privada más de lo que era necesario, de la presencia de su padre, es la situación<br />
dolorosa que le es dado a veces ver en torno de ella? Una reflexión desencantada viene a<br />
cerrar aquella carta tan alegre, como un nublado ensombrece de golpe un cielo luminoso.<br />
Así, ciertos seres pequeños han nacido para ser rodeados de ternura, mientras que otros son<br />
28
tratados por aquellos que les han dado la vida con menos cuidados de los que han recibido<br />
de la naturaleza. Pero todo está bien, y, a menudo, aquellos a quienes falta encontrar el corazón<br />
lleno de ternura de una madre o de un padre para abandonarse allí, avanzan en el<br />
mundo henchidos de alegría mientras que el niño a quien sonreía la esperanza, verá<br />
ensombrecerse su horizonte a consecuencia de decepciones imprevistas. ¡Ah sí!, ¡así es como<br />
vamos! Hay una Providencia que jamás descansa, que jamás se duerme... Pero he aquí que<br />
mi marido se pone a bostezar: suenan las diez en el reloj y mis dedos se entumecen de frío...<br />
Dichosa en su hogar, Isabel no lo dejará durante sus primeros años de matrimonio. Un viaje<br />
la conduce, sin embargo, con Guillermo a Filadelfia, el mes de mayo de 1796. Ana María es<br />
confiada a su abuela materna y a sus tías que no quieren más que esmerarse por el bebé. En<br />
cuanto al viaje mismo no se presenta sino muy normal en este final del siglo XVIII. Desde<br />
antes de la Guerra de Independencia, un servicio de correo, organizado por Franklin<br />
funcionaba, regularmente, enlazando entre sí las principales ciudades de la costa: Boston,<br />
Nueva York, Filadelfia. Cartas y periódicos, -«Gaceta de Nueva York», «Gaceta de Boston»,<br />
«Gaceta de Baltimore»-, eran puestas en camino de un punto a otro, en días fijos, por dos<br />
coches que pronto se ocuparon de coger, con la correspondencia, un número restringido de<br />
viajeros. Si los años de guerra habían interrumpido por la fuerza de las cosas una<br />
organización que se demostraba indispensable para el desarrollo del país, todo se había<br />
puesto rápidamente en marcha desde el nombramiento de Washington para la presidencia<br />
de los Estados Unidos. No sin un legítimo orgullo St. John de Créve Coeur nos hace de ello<br />
una descripción precisa.<br />
Coches públicos de una construcción sólida, ligera y elegante, establecidos desde la paz,<br />
transportan a los viajeros y las sacas de cartas... Este servicio ordenado y organizado por el<br />
Congreso, se hace con mucha exactitud y celeridad. Ese mismo cuerpo acaba de establecer<br />
también un enlace de este correo de Alejandría a Pittsburgh. Además de los coches hay<br />
diligencias, con suspensión sobre cuatro resortes, desde Providencia hasta el nuevo<br />
Hampshire, y pronto se las establecerá también desde Nueva York hasta Petersburg, en<br />
Virginia, las cuales pasarán por Filadelfia, Baltimore, Alejandría, Richmond. Esta larga<br />
cadena de Estados está enlazada además con un gran número de «paquebotes» que<br />
durante casi todo el año transportan las mercancías y a los pasajeros de una ciudad<br />
marítima a otra.<br />
Esta carta está fechada el 28 de diciembre de 1786. Es diez años más tarde cuando Isabel y<br />
su marido se desplazan a Filadelfia. Nuevas mejoras han sido aportadas sin duda desde<br />
entonces a los medios de comunicación.<br />
Que semejante viaje emprendido en compañía de su marido haya sido del gusto de Betty,<br />
nada tiene de sorprendente, tanto más cuanto que la joven mujer debía reunirse allí, con su<br />
amiga Julia Scott. De este viaje demasiado breve sin duda, la señora Seton no ha dejado, sin<br />
embargo, ningún recuerdo escrito.<br />
Más prolongadas, pero menos lejanas, las estancias en Long Island donde va a pasar los<br />
meses, de verano. Es dichosa de encontrar allí la calma, la vida apacible que no turban<br />
entonces ni las salidas mundanas, ni las recepciones de ninguna clase, ningún otro quehacer<br />
para ella, sino ocuparse de la pequeña Ana María, preparar el «hogar» para la llegada<br />
regular de Guillermo, tres veces por semana, esperar las visitas de su padre a menudo<br />
imprevistas y siempre demasiado breves para su gusto. Porque el doctor Bayley acaba<br />
precisamente de ser nombrado, en 1795, Oficial del Servicio de Sanidad en el puerto de<br />
Nueva York. Por este hecho, una nueva responsabilidad pesa desde ahora sobre sus<br />
espaldas: la de tomar medidas en lo concerniente a la cuarentena eventual a todo navío que<br />
29
arribe al primer puerto de América. Pues son numerosas las llegadas de emigrantes, y<br />
muchos, entre ellos, han podido contraer en el transcurso de largas semanas de navegación,<br />
una de esas enfermedades temibles cuyo fulminante y a menudo mortal contagio ninguna<br />
vacuna en aquella época permitía evitar.<br />
La primera estación de cuarentena se encontraba en Beldoes Island. En 1799, por iniciativa<br />
del doctor Bayley, será trasladada al nordeste de Staten Island, cerca de Tompkinsville.<br />
Desde su nombramiento para el Servicio de Sanidad del puerto, el Doctor dispone de una<br />
embarcación oficial que le permite desplazarse fácilmente desde la propia ciudad a las<br />
diferentes islas que la rodean.<br />
Cuando Betty le ve llegar a Long Island en compañía de Guillermo, son nuevas encantadoras<br />
que se anuncian, ya que en torno a ella van a estar reunidos los seres que le son más<br />
queridos en el mundo: su padre, su marido, su hija.<br />
En esta dicha humana, hay ya, sin embargo, una grieta: la salud de Guillermo Magee<br />
comienza a dar, durante el año 1796, serias inquietudes. Isabel, que espera el nacimiento de<br />
su segundo hijo, no puede defenderse de una sorda angustia.<br />
He aprendido a entrar en mí misma, escribe a su amiga Isa Sadler en el decurso del mes de<br />
agosto, he aprendido a conocer mi propio corazón, y trato de dirigirlo por la razón. Este<br />
corazón que se hace de día en día más tierno, más sensible, lo que atribuyo en gran parte al<br />
estado de salud de mi Guillermo. Esa salud de la que están pendientes todas mis esperanzas,<br />
que me conserva en la dicha HUMANA más perfecta o me sumerge en la más profunda<br />
melancolía, esa salud no se fortalece por cierta, y pienso, a menudo, que baja enormemente.<br />
Pero siempre para mí es un principio firme, tanto porque soy cristiana, como porque soy un<br />
ser dotado de razón, no cargar sobre el pensamiento acontecimientos futuros que no<br />
dependen de mí. Me sucede, desde ahora, que ya no puedo nunca mirar una puesta de sol o<br />
pasearme sola, sin que me invada un sentimiento de melancolía. Y si no vuelo bien rápida<br />
hasta mi pequeño tesoro, para hacerle llamar a «papá» y hacerme abrazar mil veces, no<br />
resistiría el golpe. Esta disposición está todavía acrecentada en mí por la espera de otra<br />
pequeño ser que compartirá mi suerte, sea ésta una suerte dichosa, o bien, sea lo contrario...<br />
Es por lo que, mi querida Isa, he venida a ser «la que mira a lo alto», pues allí está<br />
ciertamente el único remedio a la pena de que te acabo de hablar.<br />
El 24 de noviembre de 1796, un niñito hace su aparición en el hogar de los Seton. Se le llama<br />
Guillermo. En la intimidad será Bill.<br />
Ninguna nueva inquietud, al parecer, durante este invierno, respecto al padre del niño. En<br />
Wall Street, Betty ha vuelto a emprender la vida que es suya en Nueva York, una vida<br />
compartida entre su hogar y las salidas de las que no se puede dispensar, vista la situación<br />
de su marido.<br />
El no puede eludir ciertas responsabilidades sociales o políticas, multiplicando con ello las<br />
causas de fatiga que él debería evitar.<br />
Isabel, por otra parte, siente también la necesidad de no limitar el don de sí misma a su<br />
propio hogar, por querido que le sea. Voluntariamente, así lo hacía ya desde hacía unos<br />
años, se junta a otras mujeres de la ciudad, a fin de llevar una ayuda eficaz a los niños sin<br />
padres, a las viudas sin recursos. El movimiento ha ganado, poco a poco, un número<br />
suficiente de miembros activos e influyentes, para tomar, al final de 1797, una existencia<br />
oficial, reconocida por el Estado, y del cual la joven señora Seton es nombrada tesorera,<br />
cargo que le será confiado hasta 1804. Así que, cuando se trata de encontrar los fondos<br />
necesarios para las necesidades urgentes de la Asociación, Betty estará entre las primeras<br />
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para organizar una petición, en vistas a obtener del Gobierno la autorización, para lanzar<br />
por toda la ciudad una importante lotería que debe reportar 15.000 dólares.<br />
Sin tener cuenta de estas diversas actividades. Isabel conserva, sin embargo, una verdadera<br />
necesidad de esas horas privilegiadas de soledad y de silencio que llega, a pesar de todo, a<br />
reservarse. Unas líneas escritas a su padre durante un viaje de su marido son significativas al<br />
respecto:<br />
Acabo de pasar una de las más encantadoras noches de mi vida. Son ahora las once, y hace<br />
siete horas, por así decir, que no he dejado mi silla. Entre los míos, unos están dormidos, el<br />
otro está en lejanía. He hecho lectura en un libro donde se trata del gran ser del Altísimo<br />
cuya morada es la eternidad. He espigado en él algunos pasajes de los que deseo hacer que<br />
se aproveche un día mi hija. ¡Qué pequeño resulta entonces el mundo! ¡Cómo parece<br />
esfumarse! ¡Qué calmas y aquietantes las horas pasadas en tal soledad! Ellas están escritas<br />
en el plan de Dios para provecho nuestro y su recuerdo permanece. Termino mi noche pidiendo<br />
por ti... ¡La paz sea contigo, padre mío!<br />
La Biblia ha quedado, por otra parte, para la joven mujer, para la joven madre, como libro<br />
de cabecera, libro por excelencia cuya lectura jamás podría dejar. Cuando Guillermo está<br />
ausente, como esta noche, mientras están dormidos los «dos pequeños tesoros», de los que<br />
la mayor, Ana María, se revela, a los tres años, de un carácter «indomable», Betty se inclina<br />
con alegría sobre las páginas de la Santa Escritura. Y la lectura que hace despierta en el<br />
fondo de ella misma ecos cuya profundidad atrae y espanta a la vez.<br />
A los veinte años, ¡mi HOGAR muy mío!, ha anotado en sus Dear Remembrances. Luego,<br />
inmediatamente después de ese grito de alegría, sin transición, estas palabras que de<br />
primeras nos asombran, nos desconciertan, corren el riesgo de escandalizarnos: - el mundo -<br />
-- esto y el cielo también, ¡imposible del todo!... así cada instante ensombrecido por este<br />
temor: Dios mío, si gozo de esto te PIERDO... y con todo ni una idea clara de Aquél a quien<br />
perdía, más bien pavor del infierno y de ser excluida del cielo - -.<br />
¿Por qué no reconocerlo sencillamente? Este grito de angustia, a pesar del deseo de Dios<br />
que él supone y cuya auténtica expresión es en cierto modo, no da un sonido del todo puro.<br />
«El amor perfecto desvanece el temor», afirma san Juan (1 Juan 4, 18). Pero, es necesario<br />
subrayarlo, todo lo alimentada que esté de la Escritura, Isabel ha sido educada en las<br />
creencias protestantes. Nieta, por su madre, de un pastor anglicano, desciende, por su<br />
padre, de hugonotes convencidos, que han preferido desterrarse antes que renunciar a una<br />
religión considerada por ellos como la única que era verdaderamente evangélica. ¿Qué<br />
tiene de extraño, entonces, que Betty haya heredado la intransigencia excesiva que sobre<br />
un plano al menos distinto a la religión reformada, la cual en su deseo de salvaguardar<br />
íntegramente la soberanía de Dios, reduce finalmente a la nada la libertad humana?...<br />
Emparentada en este punto con el error del jansenismo, la teología calvinista acaba sus<br />
últimas conclusiones en la doble predestinación que querría que la salvación o la<br />
condenación de los hombres no dependa finalmente de su amor o de su mérito, sino de la<br />
sola determinación preestablecida por Dios sobre cada uno de nosotros. Tal creencia es<br />
aplastante de pesimismo. En la Confesión de fe de 1537. Calvino no duda, con todo, en<br />
poner el acento sobre la degradación del hombre. Si el hombre no es malo por naturaleza,<br />
afirma allí él, lo es en su naturaleza; no Puede por sí mismo sino «permanecer en ignorancia<br />
y estar abandonado a toda iniquidad, siendo ciego en su espíritu y depravado en su corazón<br />
ha perdido toda integridad, sin tener ningún resto de ella».<br />
Resulta de semejantes premisas que «el hombre puede razonar, conocer, determinarse y<br />
querer libremente en el dominio de las cosas terrestres (y todavía hay necesidad de un<br />
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auxilio de, Dios que se llama a continuación, gracia común). Pero respecto a Dios, a su<br />
propio destino y a su salvación, el hombre está privado de conocimiento y de libre albedrío.<br />
Es la famosa tesis del servil arbitrio donde Calvino tiene la misma posición que Lutero».<br />
Así pues, por mezcladas que hayan podido estar en la Iglesia episcopaliana de la joven<br />
América las creencias aportadas por las diferentes confesiones salidas de la reforma, el<br />
misterio de la predestinación, capital como ninguno, es presentado en una misma<br />
perspectiva, y capaz de conducir al borde de la desesperación a un alma prendada de Dios,<br />
como la de Isabel.<br />
No se puede negar, bien seguro, que mientras se trata de salvaguardar a la vez la libertad<br />
humana y la soberanía de Dios, se plantea un problema delicado. Este problema, la Iglesia<br />
Católica no lo ha eludido jamás. Pero, sea que los teólogos pongan el acento con preferencia<br />
sobre el libre albedrío y sobre el papel de la voluntad humana, en la salvación, según la<br />
posición de los Molinistas, o que pongan más el acento sobre la acción divina según la<br />
Escuela tomista, la Iglesia pide a sus fieles reconocer que subsiste en este problema algo<br />
misterioso, que supera los límites de la inteligencia humana, y creer al mismo tiempo que<br />
Dios, que nos ha creado libres, respeta nuestra libertad.<br />
«Es necesario, dice Bossuet, cautivar nuestra inteligencia ante la oscuridad divina (de la<br />
gracia), y admitir dos gracias de las que una deja nuestra voluntad sin excusa ante Dios<br />
(después del pecado) y la otra, no le permite gloriarse en sí misma».<br />
Así, en condiciones como las suyas, Isabel no ha podido recibir jamás una directiva a la vez<br />
tan neta y tan mesurada: impregnada sin saberlo, desde su infancia, de principios erróneos<br />
en lo concerniente a la cuestión más importante de toda vida humana: la salvación eterna<br />
del hombre, ¿cómo encontrará ella sola, de buenas a primeras, la solución adecuada y la<br />
actitud de paz que reconociendo nuestra miseria de criaturas pecadoras, no menoscabe la<br />
sabiduría y la bondad de Dios?<br />
Parece claro, por otra parte, que tal cuestión está para Isabel dentro de un contexto<br />
histórico que se la hace aún más compleja. Si la mayor parte de los primeros emigrantes de<br />
América se exiliaron de su patria a fin de permanecer fieles a sus convicciones religiosas:<br />
Hugonotes franceses, Puritanos, Presbiterianos, Cuáqueros ingleses, por no citar sino las<br />
principales, se debe reconocer que aquellas convicciones religiosas se esfumaron muy<br />
rápidamente en la práctica. Apenas la segunda y tercera generación guardan su huella. La<br />
lucha política, emprendida en vistas a obtener para las colonias su independencia frente a<br />
Inglaterra, parece haber relegado a segundo plano toda otra ocupación, durante largos<br />
años. Y un hecho no menos importante: al sacudir el yugo de la tutela británica, el joven<br />
Estado pretende instaurar sobre el mismo plano de la independencia política, la<br />
independencia religiosa. Prueba manifiesta de que los antiguos colonos quedarán, en su<br />
mayoría, impregnados de anglicanismo, ya que la creación de una Iglesia nacional -por tanta<br />
limitada y ligada prácticamente a los poderes civiles.-, sustituía en los espíritus a la noción<br />
misma de Iglesia universal y por lo mismo católica.<br />
Parecería, además, que la confusión inicial entre comunidad política y comunidad eclesial<br />
había mantenido, entre los ciudadanos de Estados Unidos, la obsesión de ver hecho posible<br />
el acercamiento, a otra confesión distinta de la suya. El anglicanismo permanecía para los<br />
americanos desde entonces como la religión de un pueblo cuyo yugo habían sacudido ellos,<br />
y cuyo rey era a la vez jefe político y religioso. En esta misma óptica consideran, al parecer, a<br />
la Iglesia católica, cuyo jefe, el Papa, acumulaba entonces la autoridad espiritual y el poder<br />
temporal, soberano como era de los Estados Pontificios con el mismo título que los<br />
príncipes o los reyes. La autoridad de la sede apostólica se presentaba a sus ojos como una<br />
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entidad extranjera, de la que tenían motivo para desconfiar, como desconfiaban de la<br />
corona de Inglaterra.<br />
Hay aquí, sin duda, un esclarecimiento histórico del que es necesaria tener cuenta, si se<br />
quiere no justificar totalmente el grito de angustia de Isabel, sino comprenderlo en cuanto<br />
puede hacerse. Ella se encuentra aislada, por su mismo deseo de Dios, en medio de una<br />
sociedad, cuya religión está constituida, lo más a menudo, por un formalismo bastante<br />
superficial. Para ella, por el contrario, la vida espiritual ha tenido siempre una importancia<br />
vital. Tan en serio ha tomado ella las creencias de la Iglesia que es la suya, en la medida en<br />
que ha podido ser iniciada en ellas, y por tanto el «servil arbitrio» y su conclusión lógica:<br />
«unos están predestinados a la salvación, otros a la muerte».<br />
Hay más: Isabel ha escuchado muy realmente una llamada particular del Señor. La unión<br />
divina a la que ella se siente convidada, confusamente quizás, pero sin que le sea posible<br />
ponerlo en duda, ha hecho nacer en su corazón una necesidad de soledad y de<br />
desprendimiento que le parece en contradicción flagrante con la vida que, prácticamente,<br />
está siguiendo. Este sentimiento no es nuevo. Hace ya unos años, cuando aún no<br />
encontraba en bailar más que una alegre y sana distracción, sin ninguna reticencia de flirteo<br />
o de aventura, una joven como ella no podía defenderse, después del hecho, de un<br />
malestar, de una especie de remordimiento... ¿No había en aquello, pensaba, una pérdida<br />
de tiempo pura y simple? Una puerta abierta a su imaginación, cuya loca zarabanda ya no<br />
podía luego moderar, ¿sería perfectamente inocente, por otra parte cuando quería<br />
recogerse? Pues veía siempre, confiesa ella cándidamente, el rostro de su caballero, cuando<br />
deseaba fijar su mirada en sólo Dios. Esta confesión es esclarecedora. No se trata aquí de un<br />
temor irracional, inspirado en una interpretación errónea de la Sagrada Escritura, como la<br />
de la soberanía de Dios que aboliría nuestro libre albedrío. Se trata de una delicadeza que<br />
no querría sustraer a Aquél, a quien ama por encima de todo, la mirada que pide.<br />
Impregnada como está, por completo todavía, de creencias calvinistas; que no están hechas<br />
para dilatar su corazón dentro de una confianza luminosa, no siente menos una llama<br />
imperiosa hacia una unión divina que la pone secretamente en guardia, no ciertamente<br />
contra el amor, sino contra el apego al amor demasiado humano que no está totalmente<br />
purificado.<br />
A pesar de la angustia infundada que la asalta con demasiada frecuencia, Isabel Seton no se<br />
ha aventurado en un camino de perdición porque ha encontrado en su vida conyugal y en la<br />
maternidad una alegría desbordante que no es más que la expresión, dichosa y legítima, de<br />
la realización de su ser humano. Tal realización está en el plan de Dios. El matrimonio,<br />
aunque Isabel lo ignore, es un sacramento instituido por Cristo, la fecundidad de una<br />
bendición divina, que, asociando los esposos a la acción creadora de Dios, les permite,<br />
según la fórmula lapidaria de santo Tomás de Aquino, «acabar el número de los elegidos».<br />
Por grande que sea y bella la dicha de que goza, no deja menos en el fondo del alma un<br />
sentimiento de insatisfacción, que ella toma por un reproche, si no es por una condenación.<br />
¿Quién, en efecto, podría entonces iluminar a la joven de cara a las exigencias de un Dios<br />
infinitamente celoso en cuanto infinitamente amado, pero de un Dios que nos ha hecho<br />
libres y nos deja obrar libremente? Su abuelo Charlton, el rector de San Andrés, habría<br />
sabido discernir quizás, en el alma de Isabel, aquella llamada particular que requería, de su<br />
parte, una fidelidad excepcional. Pero ya no está allí. ¿A quién, pues, habría podido entonces<br />
abrir sus deseos y sus temores? No conocía aún al Rvdo. Hobart... Por otra parte<br />
¿hubiera podido él comprender tales confidencias? Tenemos derecho a dudarlo. Además el<br />
«libre examen», como las relaciones ordinarias que existían entre los pastores<br />
33
episcopalianos y los miembros de su Iglesia, no parecen haber facilitado una apertura de<br />
este género.<br />
¿Quién, efectivamente, se hubiera atrevido entonces a anunciar en el púlpito, en las<br />
parroquias protestantes, esa llamada universal a la santidad que el Concilio Vaticano n<br />
acaba de volver a esclarecer con tanta insistencia? El pensamiento de un equipo de hogares<br />
cristianos, cuyos cónyuges se ayudaran, el uno al otro, a marchar de manera concreta y<br />
diaria hacia el Señor, no había penetrado todavía en los Estados Unidos. En Francia, un siglo<br />
y medio antes, san Francisco de Sales, afirmando que la santidad no era de ningún modo<br />
privilegio de los religiosos, había presentado aires de innovador. ¡En Francia, en el Viejo<br />
Continente, cuya civilización entera estaba informada de cristianismo desde hacía más de un<br />
milenio!<br />
Pero, estas aspiraciones tan profundas, no era posible a Betty compartirlas con «su<br />
Guillermo». Todo era común entre ellos, excepto lo esencial, excepto aquella sed de Dios,<br />
aquella necesidad de Dios que, persiguiendo sin tregua a la joven mujer, la acuciaba, en<br />
medio de su dicha y de la cual no podía hablar con aquél a quien, después de Dios, amaba<br />
más en el mundo. Guillermo no comprende, dirá ella pronto a su cuñada Rebeca. Y para su<br />
corazón era un verdadero descuartizamiento. Sin duda ignoraba que llegaría un día, y no<br />
estaba lejos, en que el alma de su marido, en contacto con la suya, iba a abrirse a la gracia<br />
divina, y que aquellas horas de alegría sobrenaturales serían al mismo tiempo las del<br />
hundimiento de su dicha humana, las de las angustias y del desgarramiento brutal de la<br />
separación terrestre. Dios se complace en dejarnos marchar en la oscuridad de la fe.<br />
De momento, Betty debe aceptar por parte de Guillermo la dolorosa incomprensión. Pero<br />
mientras trata de enseñar a su hija mayor cómo dominar por amor un temperamento<br />
violento, autoritario, demasiado pronto a encabritarse en toda ocasión, mientras acuna<br />
entre sus brazos, con una ternura duplicada, a su recién nacida a quien una enfermedad ha<br />
estado a punto de llevarse, una plegaria silenciosa brota en ella, cuyo recuerdo le queda<br />
vivo muchos años más tarde:<br />
- súplicas diarias a Dios, de que tome a quien quiera, o a TODOS, si eso le place, con tal<br />
solamente que no le perdamos a El -<br />
Ella ha puesto, ante todo, a sus dos hijos mismos, sus queridos tesoros, en las manos de<br />
Dios: - Anina ofrecida un millar de veces y entregada mientras era inocente, con el temor<br />
terrible de que viviera y se perdiese - - -<br />
Hay un hecho que no podemos pasar en silencio: Isabel se encuentra entonces en debate<br />
con un problema vital, si los hay; un problema cuyos límites no puede discernir, ni incluso<br />
plantear sus datos de una manera precisa. Es una «noche oscura» ya, donde el espíritu del<br />
Señor, bajo la luz de su don de Ciencia, la hace presentir hasta qué punto son caducas todas<br />
las dichas humanas, de cara a la eternidad. Una «noche oscura» que decanta su alma de lo<br />
que queda de demasiado humano de sus amores más legítimos y más sagrados. Porque no<br />
se trata de renunciar al amor conyugal, al amor maternal, al amor filial: ¡a Dios no le place!<br />
Se trata de verlos asumidos por un amor que los transciende, dándoles una dimensión<br />
nueva, confiriéndoles desde aquí abajo un valor de eternidad. Se trata sencillamente de<br />
volver a colocar todo amor humano querido por Dios, en su verdadero puesto respecto a<br />
Dios, quien es El mismo el Amor increado. Pero para el ser creado y pecador que somos<br />
nosotros, tal regularización no viene de por sí. Es necesario para llegar a ella, aceptar la<br />
experiencia de una purificación íntima y a menudo dolorosa. Cómo no sentiría entonces, un<br />
corazón humano el punzante dilema: «Dios mío, si gozo de esto» -de una manera<br />
demasiado humana, aferrándome a ello, como a un fin-, o te pierdo, -es decir, renuncio al<br />
34
fin de cuentas a esa intimidad divina que Tú ' me ofreces en la primacía absoluta de tu amor<br />
a ti».<br />
Consentir con plena voluntad en una transformación tan radical no es cosa fácil. Dar el salto<br />
dentro de una oscuridad liberadora de la fe, supone una generosidad total, una confianza<br />
absoluta «en Aquél que sabe todo, que puede todo,<br />
y que nos ama». Pero ante la exigencia divina, Isabel está sin guía, sin confidente humano. Y<br />
no se puede impedir evocar aquí a otra mujer, en debate ella también, con la búsqueda de<br />
Dios, y sin encontrar a nadie para ayudarla a comprometerse deliberadamente en el camino<br />
de la unión divina: Teresa de Ávila.<br />
Aquí y allí, hay una llamada apremiante a trepar por el sendero abierto a pico que conduce<br />
derecho a Dios. Época, medio, formación religiosa, país, situación, todo difiere hasta el<br />
extremo en el contexto humano. Y, con todo, por los dos lados hay una soledad semejante<br />
de cara a una llamada idéntica, a una gracia singular, que debe desarrollarse- en maternidad<br />
espiritual. Teresa de Ávila, hija de la católica España, no sabe que Dios la destina a devolver<br />
a su fervor primitivo la vida de la Orden del Carmelo. ¿Cómo Isabel Seton, la joven y animosa<br />
americana, bautizada en la iglesia episcopaliana, iba a poder prever que Dios le había<br />
asignado la tarea de ser fundadora, ella también, de transmitir su espíritu a cinco<br />
Congregaciones religiosas católicas?<br />
Se sabe cuántas luchas íntimas, cuantas oposiciones exteriores debió afrontar la<br />
reformadora del Carmelo para responder a la vocación que era la suya. ¿Quién se<br />
asombraría de que Isabel Seton tuviera que conocer, ella también «una tempestad de<br />
pruebas»?. En la una y en la otra, «una pequeña chispa» ha sido encendida por el Señor<br />
mismo. Pero, por pequeña que sea, esa chispa tiene en nosotros una gran resonancia,<br />
explica Santa Teresa. Si no se extingue por nuestra culpa, comienza a arder en el alma un<br />
gran incendio que lanza a lo lejos sus llamas y produce ese inmenso amor con que el Señor<br />
abraza a las almas perfectas. La voluntad, es verdad, no puede entonces sino dar su<br />
consentimiento porque Dios la coge en su ardid.<br />
Este consentimiento, Isabel Seton, como Teresa de Ahumada, acababa de darlo: ¡Que tome<br />
todo lo que quiera, tan sólo que no permita que le perdamos a El!<br />
5.- TRATO DE HACER FRENTE<br />
Los que esperan en el Señor<br />
renuevan sus fuerzas<br />
y les vienen alas como a las águilas.<br />
Corren sin cansancio<br />
y marchan sin fatiga.<br />
Is 40, 31<br />
Desde hacía ya más de ocho años, el eco de los acontecimientos políticos del Viejo Mundo,<br />
llegaba a los Estados Unidos de América, donde suscitaba a veces acerbos comentarios. La<br />
joven e hirviente república permanecía a la escucha. La Revolución francesa y la<br />
perturbación que entrañaba, acababa de rebasar demasiado rápidamente las fronteras de<br />
Francia. Las consecuencias internacionales que se seguían en Europa, ya no podían dejar<br />
indiferentes a los americanos mismos.<br />
35
Frente a la coalición que pronto amenaza a la nación francesa, Washington ha decidido que<br />
los Estados Unidos guarden su neutralidad. Esa actitud está en la línea misma de la<br />
independencia, tan cara y tan recientemente conquistada por las antiguas colonias inglesas.<br />
Los navíos mercantes que portan el pabellón de las trece estrellas, continúan,<br />
efectivamente, asegurando el lazo entre América y las agencias europeas, comprendidas<br />
entre ellas las agencias de Francia. Eso, sin embargo, no sin correr grandes riesgos. Prueba,<br />
el incidente del convoy de trigo procedente de Nuevo Mundo, que sólo por la intervención<br />
armada del almirante Villaret Joyeuse pudo arribar al puerto de Brest, a pesar de la barrera<br />
que le oponía arbitrariamente la flota inglesa. El hecho se sitúa en 1794, el año mismo en<br />
que se constituía en Nueva York, la sociedad «Seton, Maitland y Cía».<br />
La política de Napoleón, sucediendo a la del Terror, Directorio y Convención, no era sino<br />
agrandar hasta el paroxismo la tensión europea, causando los más serios perjuicios al<br />
comercia internacional que acaba precisamente de tomar su impulso entre América y<br />
Europa. Se presiona a los Estados Unidos desde fines de 1797. La tormenta que sube por el<br />
horizonte hace cernerse pesadas amenazas sobre la empresa donde se encuentra<br />
comprometida toda la fortuna de la familia Seton.<br />
Cuando Guillermo Magee, después de una jornada de trabajo en las oficinas de la firma<br />
comercial, regresa por la noche a la pequeña mansión de Wall Street, la ansiedad traiciona a<br />
menudo su rostro. Betty no se engaña. Pero ¿no es prematuro dejar a la inquietud roer la<br />
dicha de la vida familiar? Guillermo no es, por otra parte, el primer responsable de la<br />
empresa. El optimismo de su padre, su larga y preciosa experiencia son cosas que dan<br />
seguridad frente a las incertidumbres actuales. Además, es permitido esperar que acaben<br />
las agitaciones europeas, y que todo, finalmente, volverá al orden. Al menos, es lo que<br />
desea el corazón de Betty.<br />
Espera entonces el nacimiento de su tercer hijo. Una alegría que hace cantar el corazón de<br />
la joven mujer, mientras ve crepitar en la chimenea los haces de chispas del leño que se<br />
consume, esparciendo en derredor su calor dulce y re confortante. Fuera, hiela, cosa que no<br />
tiene nada de extraño en Nueva York, en el mes de enero.<br />
Sin embargo, un día de ese mes de enero, el Sr. Seton, en el umbral de la casa de Stone<br />
Street, se despide de un visitante a quien acababa de recibir. Mientras le vuelve a conducir<br />
hasta su coche, se resbala en la escarcha y cae pesada mente. Se le levanta. Se le conduce a<br />
su casa. El médico, avisado, no descubre afortunadamente ninguna fractura. Una<br />
conmoción, quizás, pero nada serio. Eso es lo que se piensa, al menos, y el Sr. Seton,<br />
personalmente, cuenta con ponerse en pie rápidamente.<br />
Pasados los primeros días de inquietud, parece que pueden tranquilizarse. Guillermo, sin<br />
embargo, el hijo mayor, guarda una sorda ansiedad. De hecho, la tuberculosis que le mina,<br />
le hace extremadamente impresionable. Guillermo se deprime rápido. Betty que querría<br />
quitarle toda causa de preocupación, lo sabe. Pero, en marzo, es, ella quien recibe de su<br />
amiga una llamada angustiosa. El marido de Julia Scott, muy joven todavía, acaba de ser<br />
arrebatado, repentinamente al cariño de los suyos. Julia la «sombrita de nada», no tiene<br />
tampoco resistencia. Este golpe, al herirla, la arroja en una especie de desesperación. Betty<br />
se lo confiesa a Isa Sadler: si no se sostiene a Julia en estos días de prueba, se puede<br />
efectivamente temer lo peor.<br />
No la he dejado ni de noche ni de día, durante el tiempo que ha durado el exceso de su dolor;<br />
me he visto en medio de tales escenas de espanto, que ni tú, ni nadie os podríais hacer una<br />
idea. ¡Se acabó! La pequeña Julia partirá la semana próxima para Filadelfia donde residirá,<br />
ya que tiene allí familia.<br />
36
Alejada la joven viuda, Betty sabe que se acordará todavía de sostenerla, y le escribe tan<br />
frecuentemente como puede. Ella querría, para ayudarla a superar su prueba, hablarle de<br />
Dios, a corazón abierto, si se pudiera. Pero el plano sobrenatural no es un plano sobre el<br />
que Julia se mueva con facilidad. Discretamente, Betty deslizará, por aquí y por allá, una<br />
palabra más profunda, contentándose, lo más a menudo, con distraer a su amiga, y ayudarla<br />
a salir de sí misma, aunque sea contándole tal pequeño infortunio, cuya víctima ha sido<br />
Betty.<br />
Quizás no creas en la existencia de los ángeles. Pero pienso poder demostrarte su realidad,<br />
ya por la razón, ya por la santa Escritura, y por la experiencia que de ella he tenido<br />
personalmente en la noche del viernes... Pasé, en medio de una tempestad para hacer, con<br />
mi hermana, una pequeña escapada al teatro. Salimos cuando estalló el estruendo de un<br />
violento trueno, y montamos en nuestra berlina. Había coches delante, detrás, por cada<br />
lado... El cochero nos decía tonterías. Y, para comenzar, una rueda cedió, luego otra.<br />
Permanecimos una media hora larga en este plan. ¡Tú sabes cuánto me gustan situaciones<br />
de este género! Pero mi ángel guardián, me hizo llegar sana y salva a Wall Street; ¡sin una<br />
sola crisis de nervios!<br />
Mi padre, dice ella en la misma misiva, tenía mucho deseo de leer tu carta, pero tú me<br />
habías prohibido mostrársela. También le dije que María, tu hija, se había herido la mejilla,<br />
que Juan, tu hijo, tenía las paperas y que mi querida pequeña Julia, estaba desconcertada...<br />
El dijo que lo había adivinado. Sabía que en el hilo de los días, habías de encontrar muchas<br />
dificultades y ha hecho votos para que te sean evitadas en el porvenir, deseando<br />
ardientemente que estuviera en su poder aligerarlas o atenuarlas. La última vez que te<br />
escribí, tenía que haberte dicho que ni el tiempo, ni la distancia, podían disminuir el interés<br />
que él da a todo lo que toca a tu dicha.<br />
En la ocasión, y sin aires de abordarlo, Betty trata, con todo, de abrir a los ojos de su amiga,<br />
a quien siente abatida y tan cansada, unos horizontes más amplios, los únicos donde su ser<br />
de ella pueda respirar a gusto.<br />
¡Olvido que el porvenir puede frustrar nuestros planes! Pero, cuando hace brotar<br />
pensamientos agradables, me gusta enormemente detener mi pensamiento sobre lo que<br />
promete de bueno. Tú sabes que una de las primeras condiciones de la dicha, para mí, es<br />
estar satisfecha de Dios hasta el límite de lo posible. La muerte del marido de Julia Scott no<br />
había acaecido, por otra parte, sin perturbar al marido de Betty. Tal vez, como era<br />
tuberculoso, se ilusionaba más o menos conscientemente: ¡No se muere a nuestra edad! De<br />
esta ilusión, le es necesario desprenderse brutalmente. Betty, que acusa una fatiga física<br />
bastante seria, por el hecho de su maternidad esperada, debe tensar todas sus fuerzas para<br />
ayudar a Guillermo a triunfar de sus secretas angustias. Por otra parte, le es necesario<br />
rendirse a la evidencia: la salud de su suegro, lejos de mejorar con los días soleados de<br />
primavera, como todos lo esperaban, declina progresivamente. El mes de mayo está<br />
cargado de inquietud, cargado de preocupaciones, cargado de fatigas. Inquietud, demasiado<br />
fundada, ya que el 9 de junio de 1798, el Sr. Seton se extinguía en Stone Street. Tenía 55<br />
años.<br />
Para los suyos, no es solamente el dolor punzante de la última separación, es, propiamente<br />
hablando, el hundimiento. Se habían habituado de tal manera, en torno a él, a descansar<br />
sobre él en todas las cosas. Su desaparición, cuando parecía que se hubiera podido gozar<br />
todavía mucho tiempo de su presencia, dejaba a todos sus hijos desamparados. A la hora en<br />
que las dificultades más serias amenazaban la empresa comercial que él había fundado,<br />
¿quién, en efecto, sería de talla para asumir, como él lo hacía, las responsabilidades que se<br />
37
presentaban, de día en día, más delicadas y más graves? Ni el joven Sr. Maitland, que había<br />
tomado por esposa a la segunda de las cuñadas de Betty, Isa Seton, ni Guillermo mismo,<br />
tenía la envergadura, la capacidad y la experiencia de aquél, que acababa de serles<br />
arrebatado, de aquel hombre de valores excepcionales, a quien se complacían en rendir un<br />
homenaje unánime: prueba, las quinientas personas que se apiñaban el día de sus exequias,<br />
deseosas de expresar una vez más, tanto su estima, como su afecto cordial hacia él.<br />
En verdad, el golpe era rudo en todos los planos. El puesto dejado vacante por la muerte del<br />
padre de familia y del hombre de negocios, era irremplazable. Lúcidamente, Betty<br />
puntualiza unos días después de la muerte de su suegro: Con él hemos perdido toda<br />
esperanza de fortuna, de prosperidad, de confort, y esta pérdida para nosotros, será<br />
irreparable... Nosotros, sus hijos, estábamos habituados a recibir sin cesar su afecto, que nos<br />
era tan querido, considerándole como el hombre de nuestra vida.<br />
Muchos años más tarde, escribiendo a su hijo mayor, explicitará su pensamiento: Para tener<br />
una idea exacta de sus cualidades, era necesario haber visto su obra, como marido, como<br />
padre, como amigo, como bienhechor. El anhelo de Betty será ver a su hijo parecerse a su<br />
abuelo de quien él no ha podido guardar un recuerdo personal, pero de quien tan a<br />
menudo, ella, su madre, ha debido hablarle, pues ella concluye: Que este ejemplo se grave<br />
en tu espíritu, sin que nada lo pueda borrar. Llevas su apellido, y pido al cielo, con todo el<br />
fervor de una esperanza maternal, que lleves sin tacha, ese apellido y le rindas al autor de<br />
tus días, tan limpio como él, tu abuelo Seton...<br />
Guillermo, más que los otros todavía, vacila bajo la prueba. Desde que presintió el fin<br />
inminente de su padre, quedó herido de desesperación. Hemos pasado horas terribles,<br />
escribe Isabel a Julia Scott, a partir del 3 de junio, porque mi pobre Guillermo se ha cerrado<br />
en una angustia silenciosa. Su temperamento está hecho de tal manera que no admite el<br />
alivio de la compasión, sino que envuelve su melancolía en el mutismo de la desesperanza,<br />
cosa que no conviene nada a mi solicitud llena de ansiedad por él.<br />
Y, con todo, si Guillermo puede compartir aún con Maitland las responsabilidades de la<br />
firma comercial es sobre él, en quien, según la tradición familiar, recae en concreto la carga<br />
de los hijos menores, que la muerte de su padre ha dejado huérfanos, privados como<br />
estaban de su madre hace ya varios años. A los dieciocho años, Rebeca es verdad, va a<br />
asumir en seguida al lado de Isabel, su papel de hermana mayor, ama de casa; pero quedan<br />
María y Carlota, que tienen catorce y doce años. Y, detrás de ellas, Enriqueta, Samuel,<br />
Eduardo, Cecilia...<br />
De un día a otro, Betty se ve investida, apenas a los veinticuatro años, de una pesada carga,<br />
la de asumir el papel de madre de familia numerosa. En torno a la mesa que Guillermo<br />
preside, extenuado, Betty, que ha podido superar tanto su fatiga como su propia melancolía<br />
para ocuparse de los otros, contempla a esos niños que han llegado a ser suyos, y cuya<br />
mirada confiada se posa ahora en ella. Dentro de unos días, Isa Maitland se llevará con ella a<br />
Enriqueta y María, a fin de que las muchachitas pasen los meses de verano en la casita de<br />
campo que el señor Seton posee en Bloomingdale, la minúscula «quinta» de Cragdon. Será<br />
necesario confiarle igualmente, en el momento del nacimiento esperado, a Ana María, la<br />
mayor de Betty, que acaba de cumplir tres años. Eduardo y Samuel partirán a Connecticut,<br />
donde se ha podido inscribirlos como alumnos en un colegio dirigido por un clérigo. Duro<br />
trasplante para los dos muchachos, tan niños todavía, de los que su tía no deja de admirar<br />
«el porte, el encanto, el comportamiento, los modales, que les distinguen de los muchachas<br />
de su edad». Aquí, en esta mesa de familia, ambos tenían su puesta marcado, el uno a la<br />
38
derecha y el otro a la izquierda de su padre, que les, llamaba sonriendo y no sin orgullo,<br />
«mis pequeños colonos».<br />
Esta morada de Stone Street, Isabel sabía que pronta llegaría a ser la suya. ¡Qué rápidos han<br />
pasado los días dichosos de intimidad de Wall Street! 20 años, ¡mi hogar muy mío! ¡Aquel<br />
tiempo ya se acabó! Pero Betty, que siente profundamente el sacrificio que se le pide, ni<br />
regatea ni se detiene en estériles disgustos: ¿Hubiera podido yo esperarme una vida tan<br />
dichosa como aquella que he tenido estos cuatro últimos años?, escribía a su amiga Julia.<br />
Confío todo a la misericordia de aquél que no abandona jamás a los que ponen en El su<br />
confianza.<br />
No puede ser, con todo, cuestión de soñar en acomodarse en la casa de los Seton antes del<br />
nacimiento esperado. Después de los duros momentos que ella conoció por junio, después<br />
de los consejos de la familia donde fue necesaria tomar rápidamente decisiones<br />
concernientes a los hermanos y hermanas de su marido, Isabel hubiera tenido necesidad,<br />
ella también, de un poco de calma y de reposo; dado el estado en que se encuentra. Pero la<br />
melancolía demasiado pesada que oprime el corazón de Guillermo, y las obligaciones que, al<br />
mismo tiempo, estriban en él, para mantener, a pesar de todo, la marcha de los negocios,<br />
han rendido a este hombre de salud delicada, de una exigencia ferozmente inconsciente.<br />
Betty debe estar ahora a su entera disposición, a fin de cumplir, junto a él, el papel de<br />
secretaria. A esa tarea suplementaria, ella no se substrae.<br />
Mi pobre Guillermo, me tiene ocupada de continuo en copiar sus cartas de negocio, en<br />
clasificar sus papeles, porque no tiene ya ahora un amigo, ni confidente, aparte de su<br />
mujercita. Su adhesión a su padre era efecto de un afecto único y sin sombra, hasta el punto<br />
de que la pérdida de su padre representa para él una de las más duras pruebas que le podían<br />
herir. Cuando atraviesan una prueba de este género, la mayoría de los hombres se vuelven<br />
hacia sus verdaderos amigos, o se apoyan en los hábitos que les ha dado su vida profesional,<br />
para llegar al cabo de su tristeza. Mi marido, personalmente, no puede recurrir, ni a uno ni a<br />
otro de esos medios, habituado como está, desde hace mucho tiempo, a no dejar mi<br />
compañía, sino para volver a encontrar la de su padre y viceversa. Así, ahora, todo lo ha<br />
polarizado sobre la que le queda. Te puedes dar cuenta hasta qué punto me es necesario<br />
tratar de hacer frente y someterme a todas las exigencias de mi destino. Ciertamente para<br />
mí, que amo tantísimo la tranquilidad, y una pequeña familia, es un cambio tan grande<br />
haber llegado a ser de un solo golpe, madre de seis hijos más, y verme a la cabeza de una<br />
familia tan grande.<br />
Y hay que añadir estas líneas donde se siente aflorar la fatiga y el sufrimiento que ella trata<br />
de superar:<br />
Si no pensara más que en mí, la muerte, o bien una vida donde me alimentara tan solo de<br />
pan y agua, sería en comparación una suerte dichosa. Pero tú sabes desde cuánto tiempo<br />
estoy acostumbrada a ceder, por afecto, respecto a mi marido Guillermo. Y cuando pienso en<br />
sus padecimientos y en sus preocupaciones bendigo a Dios que me permite compartirlos con<br />
él y aligerárselos.<br />
Betty sabía, por experiencia, que según la frase de Weyergans, «un sufrimiento compartido<br />
se aligera en la mitad». Toma entonces sobre sí, en el sentido exacto de la palabra, la propia<br />
angustia de Guillermo. Aparta a la tarea ingrata de secretaria, la cual acaba de juntar a<br />
todas. la otras, largas horas en el decurso de las jornadas, prosiguiendo por la noche, si hace<br />
falta, quitando incluso a su sueño y fatigando la vista más allá de toda prudencia.<br />
Ella «hace frente» según su propia confesión con una energía indomable. Pero, obrando así,<br />
exige a su organismo más de lo que él puede dar. Por eso, cuando llega el momento de traer<br />
39
al mundo al hijo que ha esperado en tales condiciones, está en el límite de su resistencia.<br />
Llamado en su auxilio, el 20 de junio, el doctor Bayley, corrió a Wall Street. Que hubiera<br />
estado impedido de venir, y el resultado podía haber sido fatal para la madre. Lo hubiera<br />
sido, ciertamente, para el hijo. Mientras la joven mujer está en lo más extremo, y su estado<br />
requiere los cuidados más urgentes, el bebé que acaba de traer al mundo parece incapaz de<br />
vivir.<br />
Mi pobre padre -describirá Betty, un mes más tarde- tenía mucha pena de cumplir su tarea,<br />
aunque era necesario, para salvarme, el esfuerzo de todos los que allí estaban. Se había<br />
perdido la esperanza, en cuanto al querido hijito, y eso durante horas.<br />
Era un sufrimiento de más para la mamá que ya había sufrido tan terriblemente en su carne.<br />
Imposible para ella tornar el reposo que había deseado tanta, pero que el cielo, por buenas<br />
razones, como ella quiere creerlo, se lo negaba todavía. ¿Cómo permitirse estar tranquila,<br />
distendida, la cabeza apoyada sobre la almohada, cerrados los ojos, cuando muy cerca de<br />
ella, el Dr. Bayley luchaba por tratar de hacer respirar al bebé? Mi padre puede decir, con<br />
toda verdad, que ha comunicada el hálito de vida a mi hijo. Porque, mientras el pequeño<br />
permanecía inerte, sin respirar, mi padre estaba arrodillado ante él, y pegando su boca a sus<br />
labios, se puso a respirar profundamente, o, por mejor decir, a insuflar el aire fuertemente<br />
en los pulmones del niño. Y ahora, concluye Betty el 20 de agosto de 1798, el querido, es el<br />
más hermoso bebé que se puede ver. Querido con creces por su mamá y no poco, por el<br />
hecho de llevar el nombre de Richard Bayley... Ese nombre al que se junta el de Seton, es un<br />
nombre que me encanta de veras.<br />
A decir verdad, el mes de agosto, no ha sido muy brillante en el hogar de los Seton. Si el<br />
bebé no parece resentirse, por el momento, del peligro que había corrida en el instante de<br />
su nacimiento, no sucede lo mismo en cuanto a su madre. Isabel se siente mal, remontando<br />
la pendiente: contragolpe normal del exceso de trabajo y de la tensión que ha conocido en<br />
los meses precedentes. Exhausta, sufre, también, seriamente de los ojos. Pero le es preciso<br />
hacer frente todavía. No ha terminado aún el mes de agosto y malas noticias llegan de Bloomingdale:<br />
Ana María, ha caído enferma. Guillermo decide partir inmediatamente, pero<br />
pretende no ponerse en camino sin Betty. La joven mujer llega a Cragdon, con un bebé de<br />
un mes, para instalarse a la cabecera de su hija mayor. Apenas Ana María está fuera de<br />
peligro, cuando el estado del pequeño Ricardo da graves inquietudes. Nueva salida<br />
precipitada para alcanzar Nueva York, donde confiar el niño a los cuidados experimentados<br />
de su abuelo.<br />
Pero, mientras Guillermo y Betty se reinstalan en Wall Street con su recién nacido, una<br />
epidemia de fiebre amarilla se declara en Nueva York mismo. Esa fiebre amarilla, de la que<br />
el doctor Bayley no duda en afirmar que es una de las enfermedades más peligrosas de las<br />
que conducen con más seguridad a la muerte; una enfermedad que se parece más a la peste<br />
que a la fiebre y cuya evolución, además, es extremadamente rápida. «La fiebre amarilla<br />
apenas te daba tiempo de prepararte a la muerte», escribía uno de los primeros Sulpicianos<br />
franceses en 1791. «En veinticuatro horas, lo más, todo había acabado». El pánico ha cogido<br />
de golpe a los neoyorquinos. Todos los que han podido han huido de la ciudad.<br />
En adelante, no habrá para Betty un instante de tranquilidad. Tres seres que le son queridos<br />
en el mundo se ven expuestos al terrible contagio: su padre en primer lugar, por su<br />
profesión; su marido, que no puede suspender el trabajo corriente en las oficinas de la casa<br />
de negocios; su pequeño Ricardo de quien le es imposible separarse, ya que le amamanta.<br />
Cuando el doctor dispone de un momento, hace una breve aparición en casa de su hija. Y<br />
Betty no se olvida, cualesquiera que sean sus preocupaciones, de hablarle de las molestias<br />
40
de salud de Juan o de María Scott, porque Julia, habitualmente encarga a su amiga una<br />
«consulta» por correspondencia para el especialista afamado.<br />
Mi padre me encarga especialmente, que te diga que no hay remedios para la tosferina: es<br />
necesario que las cosas sigan su curso natural. Te hubiera escrito este consejo él mismo,<br />
pero apenas tiene tiempo para respirar; no tiene tiempo de sentarse, fuera de la hora de las<br />
comidas.<br />
Y, unos días más tarde, al comienzo de septiembre: Estás ansiosa, estoy segura de ello, a<br />
propósito de tus amigos de Nueva York, en esta época de horror. Creo, efectivamente, que<br />
van a ser los únicos que van a quedarse en la ciudad. El pobre Seton está encadenado por<br />
razón de su trabajo y allí donde él está, allí estoy yo con él. Nuestros queridos niños, -los dos<br />
mayores-, están fuera de la ciudad con la señora Maitland, y nuestro vecindario está vacío<br />
por completo... Nosotros estamos todos perfectamente bien. ¿Por cuánto tiempo? Sólo el<br />
cielo lo sabe, porque en nuestra calle hay muertos..., uno de ellos, tres puertas después de la<br />
nuestra. No he visto a mi padre en toda la semana: vino tan sólo ayer noche y me dijo que<br />
había pasado todo su tiempo en los hospitales o en el lazareto. Viendo a uno que me es tan<br />
querido, expuesto hasta tal punto, prefiero infinitamente quedarme en la ciudad, y esto<br />
independientemente del hecho de que mi Guillermo esté aquí.<br />
Es verosímil, con todo, que el Dr. Bayley mismo exigiera a Betty la solución más sabia para el<br />
bebé, si no para ella. Porque una carta, fechada el 28 de septiembre, está escrita en<br />
Cragdon. Pero en Cragdon hay nuevas ansiedades. He ahí que Guillermo debe meterse en<br />
cama. ¿Acceso benigno de la terrible epidemia, o simplemente jornadas de fiebre y<br />
depresión debidas a la tuberculosis? No hace falta más, en todo caso, para enloquecer a<br />
Betty, para ponerla en situación desesperada.<br />
Hubiera respondido en seguida a tu carta, pero mi Guillermo, Mi TODO, estaba entonces<br />
afectado por esa fiebre que reina por todas partes. Afortunadamente, sólo fue tocado<br />
ligeramente, lo bastante para que yo, quedara espantada con el pensamiento de lo que<br />
podía seguirse, tanto más cuanto que estamos en Bloomingdale, y que, de hecho, mi padre<br />
no le puede curar.<br />
Quizás para animarse a sí misma, como para animar a la amiga, Betty deja resbalar estas<br />
palabras en las que corre todo su afecto para «la sombrita de nada», tan querida para su<br />
corazón, cual era Julia Scott: ¡Animo, mi amor, y permanece en acción de gracias, por lo que<br />
te queda de bien! Es como Betty se esfuerza personalmente por resistir, por resistir<br />
serenamente durante aquellas semanas de pesadilla. Si la alarma había sido conjurada,<br />
rápidamente en lo concerniente a la salud del marido, Betty no deja de verle sin miedo<br />
emprender cada mañana el camino de la ciudad. Tiene que confesarlo claramente, desde los<br />
primeros días de octubre: Anda de cabeza, consumiéndose de inquietud por su marido y por<br />
~u padre también, quien está constantemente en el hospital de Bellevue, fatigado hasta el<br />
extremo... Pero temblar por unos seres amados es todavía un consuelo, cuando se piensa en<br />
los que han perdido uno de los suyos: ¿Qué son mis molestias, mi amor, comparados con tu<br />
melancolía de todos los días? Así termina ella una nueva misiva dirigida a Julia.<br />
La vida que Betty lleva entonces en Cragdon no es, sin embargo, una vida fácil. La casa es<br />
demasiado pequeña para las dieciocho personas que habitan juntas ya que el matrimonio<br />
Maitland se ha visto obligado también él a quedarse allí. Ni siquiera es posible para Betty<br />
encontrarse diez minutos frente a su padre, cuando viene por una hora o dos a<br />
Bloomingdale. Viviendo en un alerta perpetuo, asaltada sin tregua por los niños de quienes<br />
siempre alguno tiene necesidad de sus cuidados y caricias, de su presencia, le es necesario<br />
41
enunciar a un descanso que le sería, con todo, indispensable. De nuevo la fatiga se lanza<br />
sobre sus ojos, mientras un brote de furunculosis la abate a pesar de toda su energía.<br />
Conoce entonces momentos de semidesánimo y, como en tiempo de su primera infancia, a<br />
la hora en que la muerte de su madre había macerado su corazón, se pone a soñar con<br />
nostalgia en la vida del más allá, la vida bienaventurada, donde toda pena será olvidada,<br />
«donde Dios mismo enjugará toda lágrima de nuestros ojos» (Apocalipsis 21, 4).<br />
Sí, incluso yo que soy su madre, se atreve a confiar a Julia, no desearía quedar sobre la tierra,<br />
si estuviera segura de que mis hijos no han de ser privados de la protección de su padre.<br />
Y luego, se rehace. Ana María que se lanza en sus brazos, Bill que se agarra a su falda, Ricksy<br />
que le sonríe en su cuna, traen la sonrisa a sus labios, despiertan la fuerza en su corazón:<br />
¡Claro que sí!, es necesario resistir el golpe, por estos pequeños que son sus hijos, que<br />
tienen necesidad de su presencia, de su amor. Porque esos pequeños Dios se los ha<br />
confiado para que ella los conduzca a El.<br />
Ha llegado el otoño y, con la última estación, cierto alivio. En Nueva York, la epidemia de<br />
fiebre amarilla parece conjurada. Es necesario pensar ahora en instalarse en Stone Street,<br />
como hubiera debido hacerse dos meses antes. Dejar Cragdon, donde se vivía literalmente<br />
unos sobre otros, es, de hecho, un motivo de alegría para Betty. La organización de su nueva<br />
morada le es una excelente distracción. Y luego ¿no va ella a poder pasar unas semanas<br />
todavía en la casita de Wall Street? Serán las últimas, ¡ea!, pero serán, no obstante,<br />
semanas de las que la joven mujer piensa aprovecharse de lleno. En Wall Street, puede<br />
volver a encontrar horas de intimidad con Guillermo, hablar sola, a solas con su padre,<br />
cuando viene a verla para cortas pero más frecuentes visitas que en Bloomingdale. En Wall<br />
Street, Betty encuentra de nuevo asimismo su piano, no sin un suspiro de placer, su querido<br />
piano junto al cual el Dr. Bayley fatigado gusta tanto sentarse para escuchar a 5u hija tocar<br />
sus melodías preferidas.<br />
Cada día, por otra parte, Isabel debe llegarse a la casa de Stone Street que ha sido necesario<br />
volver a su estado, después de la desinfección que dictaba la prudencia a consecuencia de la<br />
epidemia neoyorquina. Pintura fresca, nuevos papeles sobre las paredes. Es un vida nueva<br />
que va a comenzar allí, y Betty, finalmente, siente que su corazón se dilata a la medida de<br />
las nuevas responsabilidades que va a poder asumir, así lo espera con un espíritu tranquilo<br />
dentro de un ritmo de vida normal.<br />
No es cuestión, claro está, de guardar junto a ella a todos los pequeños hermanos y<br />
hermanas de Guillermo. Para Carlota y María, la pensión ha parecido la solución mejor. Han<br />
marchado ya la una y la otra a Nueva Jersey mientras Eduardo y Samuel llegaban al colegio<br />
de Connecticut. Pero Enriqueta y Cecilia quedarán en casa. Así lo ha decidido Isabel. En<br />
cuanto a hacerlas inscribir como externas en una de las escuelas de Nueva York, renuncia<br />
igualmente a ello. Con la nieve y la lluvia me darían más fastidio que si las guardo aquí, ha<br />
explicado ella, siguiendo el deseo secreto de su corazón, cual es el de tomar a su cargo<br />
íntegramente la educación de las dos últimas de sus cuñadas, con la de sus propios hijos.<br />
Ayudada como está, para las cargas domésticas por una mujer de confianza, Mammy Huller,<br />
secundada por Rebeca sobre todo, Betty se da la alegría de organizar el trabajo escolar de<br />
los niños. Esta tarea que toma con la seriedad que ella pone en todas las cosas, le permitirá,<br />
además, desarrollarse dando lo mejor de sí misma. Haciendo eso, se prepara también, sin<br />
saberlo, a las tareas futuras que la Providencia le destina y que le espantarían ahora, si ella<br />
adivinara tanto su amplitud, como su peso.<br />
Por el momento, su pequeña clase sólo tiene dos alumnos, su marco es de una flexibilidad<br />
extrema. Es necesario contar con las idas y venidas de Ana María, y de Bill que, sin más,<br />
42
empujarán la puerta a la mitad precisa del dictado 0 de la lección de caligrafía, de lectura, de<br />
cálculo, cuando no serán los gritos de Ricksy que forzarán a la profesora a dejar a los<br />
alumnos, los libros y cuadernos para ir a alimentar o a poner en mantillas al bebé. ¡Qué<br />
importa!, aquellos son bien pequeños inconvenientes, frente a la confianza alegre que reina<br />
de nuevo en la casa.<br />
Betty, por otra parte, está completamente de vuelta de sus prevenciones frente a Rebeca.<br />
En las largas y dolorosas semanas que han vivido juntas desde el mes de junio, se han<br />
revelado una a otra. Betty se pregunta ahora cómo pudo, durante los primeros años de su<br />
matrimonio, desconocer el valor de su cuñada. Con todo lo joven que es Rebeca, se<br />
encuentra de primeras a la altura de la situación difícil que se le imponía. Serenamente,<br />
supo hacer frente ella también, con tanta energía como delicadeza. Isabel no agota ahora<br />
los elogios sobre las cualidades de Rebeca y sobre la formación profunda que ha recibido de<br />
su padre que fue su único guía en todas las cosas.<br />
Pero, sobre todo, descubre, con un sentimiento de íntima dicha, que se le ha dada en<br />
Rebeca, una amiga, la primera con la que le será posible hablar de Dios. ¡Hablar de Dios!<br />
Con su padre, no es cosa que se pueda concebir. No más con Guillermo. Tampoco con Julia<br />
Scatt o Isabel Sadler... Una vez en su vida conoció Betty la alegría de poder conversar de las<br />
cosas divinas: era en Nueva Rachela, cuando la pequeña Ana Bayley, su prima de siete años,<br />
la escuchaba encantada e ingenuamente y le expresaba su alegría de oír hablar del Señor. A<br />
decir verdad, no se trataba de verdaderos intercambios. Ahora, Betty y Rebeca podrán, bien<br />
a su gusto, conversar de aquello que es prácticamente para la una y la otra lo esencial de su<br />
vida. Parque también Rebeca tiene el sentido de Dios, la sed de Dios, y su vida espiritual<br />
nada tiene que ver con el conformismo de una religión casi exclusivamente exterior, como<br />
lo es prácticamente la de los Seton y los. Bayley. Así pues, aunque Isabel no podía<br />
expresarse sino con una extrema circunspección, y como a hurtadillas a su amiga Julia,<br />
podrá llegar a ser, con Rebeca, el tema de verdadero diálogo, donde la una y la otra, sin el<br />
menor respeto humano, podrán revelarse a sí mismas con sus deseos más verdaderos, sus<br />
aspiraciones más vitales, ayudándose a marchar juntas por el camino que conduce al Señor.<br />
Y es posible que la joven mujer, en un plan de confianza total, mostrara a su cuñada la<br />
oración cuyas palabras vertió, un día, sobre el papel en el momento en que la inextricable<br />
red de inquietudes y de dificultades le dejaba apenas bastante tregua para que le fuera<br />
permitido sentarse unos instantes a la mesa en silencio: Dios Todopoderoso, autor de toda<br />
misericordia, Padre de todos, Tú que conoces mi corazón, y que tienes piedad de su debilidad<br />
como de sus errores, Tú sabes que el desea de mi alma es hacer tu voluntad.<br />
Aquel desea, ¿no era también, a fin de cuentas, el único desea de Rebeca? Entre las dos<br />
cuñadas se traba una amistad como jamás ellas la han conocido hasta entonces, una<br />
amistad, toda espiritual, pero al mismo tiempo, tan fraternal que Betty dirá pronto de<br />
Rebeca que es la hermana de su alma.<br />
6.- LOS VELEROS, NO VOLVERAN MÁS<br />
Pasmaos, habitantes de la costa,<br />
mercaderes de Sión,<br />
cuyos mandatarios recorrían la mar,<br />
por las aguas inmensas.<br />
Is 23, 2<br />
43
En enero de 1799, Isabel Sadler, volvió de Europa a América. Este retorno debería ser, para<br />
Betty, una razón de alegría. En realidad la mujer piensa, con tristeza, que en adelante no le<br />
será más fácil ver a su amiga, que cuando estaba en Europa. Y la razón que la privará de<br />
estos encuentros, largo tiempo deseados, es precisamente una de las que hubieran debido<br />
favorecerlos y sellar para siempre la amistad de las dos jóvenes mujeres. Emma Bayley, la<br />
primera de las hijas nacidas del segundo matrimonio del doctor, es novia de Guillermo Craig,<br />
cuya familia está emparentada con los Sadler. Una situación, como la del hogar de su padre,<br />
prohíbe a Betty, desde hace años, todo paso que podría ponerla en la presencia de su<br />
madrasta. Y es evidente que, si el salón de los Sadler se abre a la familia Craig, Emma y su<br />
madre, lo frecuentarán asiduamente. En tales condiciones, es Isabel quien deberá retirarse<br />
discretamente, sabiendo demasiado bien que, actuando de otra manera, irá en contra de la<br />
voluntad formal del señor Bayley. Mi padre -dice confidencialmente, no sin tristeza- persiste<br />
en su resolución de que yo no acepte una reconciliación con la señora B.<br />
La desunión del doctor y su esposa, consumada desde entonces y públicamente conocida,<br />
no deja de crear de un golpe a la joven prometida un embrollo de dificultades sobre el que<br />
Betty emite un juicio lúcido y doloroso: Mi pobre Emma está en una situación imposible y su<br />
matrimonio, pienso yo, no tendrá lugar tan pronto como ella lo desearía.<br />
Por otra parte, dos de los hermanos de Emma, manifiestan señales inequívocas de<br />
inestabilidad, dando a su padre serias inquietudes. Mi padre tiene nuevas causas de<br />
abatimiento que me hacen temblar -escribe Isabel, en marzo de 1799-. Lo que ella no<br />
escribe, lo que ella no puede escribir, pero que desgarra su corazón filialmente apasionado,<br />
es cuál sea en concreta la reacción de aquél, a quien ella admira, con justo título, en tantos<br />
otros puntos, frente a la situación en que se encuentra ahora el hogar que él ha fundado.<br />
Cuán desilusionada y casi inhumana aquella reflexión lanzada por él espontáneamente<br />
sobre el papel: «Staten Island? Sí, es más que posible... » Lo que equivale a decir, vida en la<br />
estación de la cuarentena, y por tanto, recuperación definitiva de mi libertad irrevocable,<br />
deserción del hogar. «Pero, me gusta detener mi pensamiento sobre el ridícula de mi vida.<br />
Lo que sería para otro una fuente de aflicciones, sin consuelo posible, lo que heriría el<br />
corazón de la mayor parte de la gente, me parece a mí un motivo de diversión» Matter of<br />
amusement, dice el texto original, y uno duda entre dos traducciones: «Todo eso me<br />
importa un pito». O bien: «Ante todo eso, deja que me ría».<br />
Pero el hombre que traza estas líneas es un hombre de valía, un hombre que, en el ejercicio<br />
de su profesión, no vacila en ir hasta el cabo de sus fuerzas, del don de sí mismo, en exponer<br />
su vida, a sabiendas, para salvar la vida de los otros. Una reflexión anotada, en nuestros<br />
días, por un médico y un psicólogo, el Dr. Nodet, parece aplicarse exactamente al caso del<br />
Dr. Bayley, y dar cuenta de la paradoja de su vida. Con un tacto seguro, el especialista del<br />
siglo XX, denuncia abiertamente «el error del médico que, dedicado siempre a sus enfermos<br />
y a sus publicaciones, olvidara dar a su mujer y a sus niños la presencia y el tiempo que ellos<br />
esperan de él. La desgracia es para todos -concluye- individuo y grupo».<br />
¿Cómo no iba a ser sensible Betty a este drama familiar, que se representa tan cerca de ella,<br />
y en el que prácticamente, ella nada puede? ¿Cómo, por otra parte, esclarecida por las<br />
maniobras de aquellos que están tan próximos, a aquellos a quienes sigue amando, no iba a<br />
buscar ella cimentar el edificio de su propio hogar? ¿Debía ella pagar el rescate, con un<br />
olvido de sí total y diario?<br />
A pesar del tormento que le causan actualmente los negocios comerciales de su marido, a<br />
pesar de una tarea como la suya en casa, donde los hijos, pequeños y grandes, devoran,<br />
minuto a minuto, su tiempo, Isabel no olvida que Guillermo debe encontrar siempre en<br />
44
Stane Street, desde que empuja la puerta, una morada acogedora, comidas dispuestas a la<br />
hora, una mujer que le espera sonriente, v calma, coma en los días en que ella era la joven<br />
esposa de Wall Street, sin preocupaciones, sin trabajo, cuyo único papel, consistía en<br />
aguardar solícita la vuelta de su marido, y estar disponible a sus menores deseos. Desde<br />
hace tiempo estoy habituada a ceder por afecto a Guillermo.<br />
Y no obstante, en adelante, ella ya no conoce momentos de solaz. Es necesario contar no<br />
sólo con la tarea de cada día, sino con lo imprevisto, que obliga a cambiar bruscamente el<br />
ritmo de la vida, a asumir nuevas ocupaciones domésticas. Los hijos, uno tras otro han<br />
cogido las enfermedades clásicas, que los detienen en cama, durante días, a veces dentro de<br />
un aislamiento draconiano para evitar a los otros ser contagiados a su vez. Complicaciones<br />
que sólo las madres de familia numerosa saben lo que ellas suponen en concreto. Porque es<br />
preciso que la vida de todo el hogar continúe, a pesar de todo, su marcha normalmente. Y<br />
cuando es un chiquitín quien reclama cuidados incesantes que exigen junto a él una<br />
presencia continua, es necesario de veras que la mamá escoja, o ponerse ella misma<br />
también en cuarentena, o quedarse con los otros. Pero deberá en este caso tomar de su<br />
cuenta la labor casera que aseguraba la persona inmovilizada dentro de la pieza de los<br />
niños, convertida en enfermería. Todas estas molestias, pequeñas y grandes, pero que se<br />
multiplicarán como a placer en Stone Street, Betty las experimenta en esta primavera de<br />
1799.<br />
Cuando llegan las vacaciones de Pascua, gracias a Dios, anginas, paperas y sarampiones se<br />
han acabado. Pero los dos muchachos y las dos muchachas que vuelven del colegio, como<br />
buenos americanos en pequeño que son, han estado muy lejos de faltar a la tradición<br />
establecida ya, entre los escolares de Estados Unidos: traen con ellos para la temporada de<br />
vacaciones, unos camaradas o amigas. De la noche a la mañana la casa, toda lo espaciosa<br />
que es, está para estallar. Resuena, de la mañana a la tarde, con gritos, cantos, carreras y<br />
persecuciones, con galopadas que hacen vibrar las paredes, crujir la madera de las<br />
escaleras... Es una de esas bonitas agitaciones de las que se regocijan las mamás, porque<br />
son índice cierto del buen estado de la salud general, pero de las que desean, al minuto,<br />
verse libres un momento para entregarse en paz a su ocupación.<br />
Betty no tendría ciertamente idea, por lo que a ella se refiere, de poner sordina a esa alegre<br />
barahúnda, aún cuando despierta a los chiquitines, aún cuando sea para ella el preludio de<br />
un trabajo suplementario, ¡aunque no fuera más que la preparación de incontables tartinas<br />
de merienda! Pero le es necesario contar con la salud de Guillermo, con la salud de Rebeca,<br />
tocada como su hermano de la tuberculosis, tan rápidamente extenuados ambos, y por<br />
quienes se está siempre sobre aviso.<br />
¡No importa, es la primavera! La estación de la esperanza que Betty ha amado siempre con<br />
un amor de predilección. Afuera, las yemas revientan, las flores se abren, los pajaritos<br />
gorjean. Dentro de casa, los niños, ellos también, hacer estallar su alegría de vivir. Ningún<br />
enfermo entre ellos en este momento. ¿Qué más hay que desear? Sonriente, siempre, la<br />
joven mujer, continúa haciendo frente. Acabadas las vacaciones de Pascua, la casa recobra<br />
su calma, al menos por unas semanas. El 19 de julio, después de un mes de dilación y de<br />
ansiedad, Emma Bayley ve el fin de una larga espera: toma por esposo a Guillermo Craig.<br />
Betty puede asistir a su boda, dentro de un clima de alegría ficticia, donde cada uno de los<br />
invitados se esfuerza por desempeñar el panel que se le ha impuesto. Y luego, es necesario<br />
pensar en las vacaciones de verano. Betty sueña que sería bueno para los niños dejar Nueva<br />
York, deseando que la familia no tenga que amontonarse una vez más en la minúscula<br />
quinta de Cragdon. Guillermo ha emprendido los pasos necesarios para encontrar una<br />
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propiedad que parezca responder a todo lo que se puede soñar. Una dificultad, sin<br />
embargo, surge en el momento de las negociaciones. El señor Seton se obstina, negándose<br />
entonces a proseguir todo trato. Ruda decepción para la madre de familia: ¿qué hará ella,<br />
de los ocho niños durante los meses de fuerte calor? Forzoso le hubiera sido aceptar la<br />
solución de Cragdon, de no haberle llegado providencialmente una invitación de Isabel<br />
Sadler, que le permitirá, al menos, tomar un momento de verdadero descanso con los niños<br />
más pequeños. No duda en aceptar la oferta de su amiga, y acude a la casa de campo que<br />
Isabel posee en Staten Island. De no ser por la situación familiar de su padre, hubiera podido<br />
permanecer allí todo el verano. Pero la joven pareja Craig está también invitada. A su<br />
llegada, Betty deberá partir. Rebeca, ha debido, por prescripción médica, proyectar una<br />
estancia mucho más prolongada lejos de Nueva York. Ella parte con Cecilia a la casa de su<br />
media hermana, que había tomado por esposo al señor Vining, y que estaba ya viuda. En la<br />
playa, junto a su amiga Isabel, Betty ve a los pequeños divertirse en torno suyo,<br />
bronceándose y fortificándose al sol. La joven mujer no resiste al placer de pintar al vivo un<br />
pequeño cuadro en obsequio a su cuñada: Ricksy está toda bronceado, y, cada vez que sale,<br />
levanta sus bracitos hacia los árboles diciendo: «Do... do...» ¡con tanto placer, con tanta<br />
sorpresa! Si el viento le azota en plena cara cierra sus ojitos y se echa a reír como tiene<br />
costumbre de hacerlo cuando se corre a su encuentro.<br />
Felices jornadas que pasan demasiado rápidas. Con los mayores que han vuelto del colegio,<br />
Betty se llega hasta Cragdon por segunda vez. ¡Es aún mejor que nada! Corre más de un<br />
rumor que siembra el espanto. La fiebre amarilla está de nuevo en la ciudad de Nueva York.<br />
¿Cuándo, pues, tomará la vida su curso normal? ¿Van a renacer las dificultades de todos los<br />
lados a la vez? Guillermo debe hacer ahora un viaje a Baltimore donde su abuelo Curson<br />
desea hablarle de negocios. Porque la situación de la firma «Seton, Maitland y Cía» no<br />
parece querer ponerse en pie, antes al contrario. Y ese viaje de Guillermo espanta a Betty.<br />
En Filadelfia, posta obligatoria para la diligencia, la fiebre amarilla -dicen- hace también<br />
estragos. La presencia de Isabel Sadler apacigua, con todo, a Betty durante el viaje temido.<br />
Guillermo vuelve. Ha atravesado el peligro sin daño. Pera desde ahora él deberá trasladarse<br />
a Nueva York a diario. Rebeca recibirá pronta unas líneas angustiosas de Isabel.<br />
Mi Guillermo va todos los días a la ciudad, y está más expuesto que muchos otros que han<br />
encontrado allí la muerte. Que él escape, depende de esa MISERICORDIA que jamás nos ha<br />
faltado y tengo buenas razones de bendecir todos los días de mi vida. Si él no escapa, es más<br />
que probable que tú y yo no nos veamos más, porque jamás podría sobrevivir a eso.<br />
Mientras Guillermo prosigue sus idas y venidas, pasando indemne en medio del peligra que<br />
él roza, poco a poco la epidemia terrible cede, una vez más, con el fin de los calores<br />
húmedos. En noviembre Betty puede volver a Stone Street. Pero no le es permitido hacerse<br />
ilusión sobre la catástrofe en que va a sumergirse, después de apenas seis años de<br />
existencia, la firma «Seton, Maitland y Cía». Para los navíos mercantes que portan pabellón<br />
americano, no hay garantía ninguna en los mares. Inspeccionados, despojados, los barcos de<br />
gran tonelaje, si es que no quieren correr el riesgo de verse hundir, barcos y mercancías permanecen<br />
bloqueados en los puertos extranjeros, consecuencia desastrosa e injusta de la<br />
política francesa. Los veleros fletados por los Seton, salvo tres raras excepciones, no<br />
volverán más al puerto americano. Los correos que se suceden no traen a Guillermo y a<br />
Betty más que trágicas y lastimosas noticias, bien de Londres, bien de Hamburgo. ¿Era, por<br />
otra parte, el socio de los Seton, hombre íntegro y recto? No lo parece. Las letras de crédito<br />
llegan a Nueva York a un ritmo alocado, y sin embargo, desde Londres el Sr. Maitland<br />
suspende todos los pagos. En cuanto a contar con la ayuda eficaz de su hijo, Jaime, asociado<br />
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igualmente al negocio, sería una ilusión que ni siquiera raza Guillermo. El joven marido se<br />
reveló desde su matrimonio como un ruin hombre de negocios, un marido lamentable, un<br />
pobre tipo que bebe, turbando la vida de su hogar, haciendo a su mujer tan desgraciada<br />
como es posible.<br />
No es posible contar más con Jaime Seton, el hermano de Guillermo, asociado con el mismo<br />
título que su hermano mayor a la firma comercial. Jaime adopta, en este período de crisis,<br />
una actitud incomprensible, es lo menos que se puede decir. Frente a este desastre<br />
financiero, frente a una ruina que no alcanza solamente a los socios, sino a los accionistas,<br />
Guillermo Seton estaría solo haciendo frente, si no estuviera Betty a su lado, tensando toda<br />
su energía para impedir a su marido hundirse bajo el golpe que le llega.<br />
Si los corazones se ensombrecieran al mismo tiempo que las fortunas, confiesa ella, eso haría<br />
mucho mal a los negocios... Su corazón, gracias a Dios, permanece en vela. Maitland ha<br />
hecho detener los pagos en Londres -escribe ella a Rebeca- y estamos obligados a hacer otro<br />
tanto aquí. Para Guillermo es una situación cruel. Aunque tiene personalmente todo el<br />
consuelo que un hombre puede tener en tales circunstancias, a saber: que tal estado de<br />
cosas no es imputable a su imprudencia particular, que en nada se le puede censurar; te<br />
puedes, con todo, imaginar el abatimiento y ansiedad que eso nos trae a todos... Jairne<br />
(Seton) perdió casi la cabeza, pero después de haber examinado lo que hay de ello,<br />
encuentra menos motivos de temor de los que pensaba en un principio. En todo caso, el<br />
parecer unánime de todos los amigos de Guillermo, de los directores de banco que han sido<br />
consultados, es que debe suspender todas las devoluciones. Si nuestra familia conoció la<br />
tristeza el invierno pasado, este invierno conoce algo peor. ¡Sólo el cielo sabe cuándo<br />
tendrán fin nuestras dificultades!<br />
Impresionable como es, Guillermo pasa consecutivamente por alternativas de depresión,<br />
obsesionado por el espectro de la ruina total, incluso de la prisión, y por sobresaltos de<br />
esperanza: las noticias recibidas desde Londres, son tan breves y vagas, que tal vez, toda no<br />
va tan mal como se cree en Nueva York.<br />
Guillermo no tiene ciertamente el equilibrio y la energía de Betty. A sus cambios de humor<br />
la joven mujer trata de adaptarse del modo mejor, dispuesta a ceder siempre, a tomar sobre<br />
ella la parte más pesada de la carga común. Ella quería, por los niños al menos, que el día de<br />
Navidad fuera un día de paz, de alegría. El Dr. Bayley y María Post han invitado a los Seton a<br />
ir a pasar la fiesta con ellos, pero Guillermo se obstina, y niega toda salida. Que Isabel vaya a<br />
casa de su hermana, puesto que se lo ha prometido; él se quedará en Stone Street con los<br />
niños. El puso tanta insistencia en su negativa que marché con la muerte en el alma<br />
dejándole coma él lo quería, debe confesar ella.<br />
El primero de año es más apacible. Guillermo, al menos, no ha rechazado la presencia de su<br />
«mujercita». En secreto y común acuerdo no soltarán palabra ese día sobre las dificultades<br />
que les roían. Ese solo silencio, y esas horas de intimidad son para Betty un rayito de sol en<br />
medio de la tormenta que les amenaza sin tregua. Ella explicará: No fue ese el día más triste<br />
del año que he pasado en Nueva York, parque allí donde haya afecto mutuo y esperanza,<br />
hay mucho.<br />
El año 1800 comienza con la espera, llena de ansiedad, de un desenlace que no sucederá sin<br />
trastornar la situación de los Seton. Betty lo sabe. ¿Pero no ha tomado ella por regla de<br />
conducta no atormentarse antes de los acontecimientos futuros que no dependen de su<br />
voluntad? Más vale guardar intactas su energía, su paciencia, sus fuerzas, para encajar<br />
mejor los golpes que desde ahora van a sucederse a un ritmo acelerado.<br />
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Pérdida de un navío que acaba de hundirse después de haber dejado el puerto de<br />
Amsterdam, equipado de un importante cargamento. Actitud cada vez menos neta del<br />
señor Maitland, el principal socio de Londres. Es el momento en el que Guillermo declina<br />
todas las proposiciones de los amigos que le ofrecen anticiparle fondos. El mes de junio de<br />
1800 debe señalar el fin del contrato de la sociedad «Seton, Maitland y Cía»: antes que<br />
correr el riesgo de nuevas decepciones con un socio cuya rectitud no es segura parece<br />
preferible a Guillermo enfrentarse totalmente solo, hasta el fin. Porque si no tiene la<br />
envergadura de su padre en lo concerniente a negocios, de lo que verosímilmente se ha<br />
aprovechado su socio londinense, Guillermo Magee Seton es un hombre de una rectitud<br />
absoluta. No solamente ha decidido salir de este asunto, salvando su honor perfectamente,<br />
sino que quiere en cuanto esté en su poder detener la ruina de todos los que le han dado su<br />
confianza y cuyos intereses están en juego, como los suyos, en este desastre financiero.<br />
Llegará, si es necesario, a poner en venta sus bienes personales, casas, muebles., objetos de<br />
valor, para evitar las reivindicaciones materialmente justificadas de sus acreedores. Pero,<br />
mientras Guillermo y Betty se atreven a mirar de frente semejante eventualidad, cuál no es<br />
su dolorosa sorpresa al saber que, en este mismo tiempo, Jaime Seton, socio con el mismo<br />
título que su hermano mayor en la empresa comercial que se hunde en la quiebra, acaba de<br />
presentarse como adquisidor de un inmueble de tres pisos dentro del barrio más adinerado<br />
de Nueva York. Es duro para un hombre leal verse prácticamente abandonado, a la hora del<br />
naufragio, por aquellos mismos con quienes, desde casi seis años, ha puesto en común<br />
todos los intereses materiales de los que depende la vida de los suyos.<br />
Semejante deserción de sus socios exaspera a Guillermo. El sobresalto de indignación que<br />
ella le provoca se traduce en él en una determinación inexorable: aunque deba soportar lo<br />
que él más teme: la pobreza de los suyos, la prisión infamante para su persona, no fallará al<br />
menos en el honor. Su grandeza de alma, en tales circunstancias, atrae la admiración de sus<br />
amigos, de Isabel sobre todo. Noche y día -escribe ella- domingo y días de semana, para él<br />
siempre hay trabajo. Y añade, no sin legítimo orgullo: Jamás ningún mortal ha soportado los<br />
reveses de la fortuna y todo lo que ellos extrañan con tanta- firmeza, con tanta paciencia<br />
como mi marido.<br />
A decir verdad, es ella quien desde hace meses le arrastra, por el olvido de sí, por su entrega<br />
de cada minuto, hacia tal actitud de desinterés, de grandeza de alma heroica.<br />
Ella se obliga a iniciarse, cueste lo que cueste, en unos problemas que hasta la muerte de su<br />
suegro le eran completamente extraños. Se inclina incansablemente sobre todos los papeles<br />
de negocios, queriendo ponerse al corriente de los menores detalles, a fin de servir al<br />
mismo tiempo de ayuda más eficaz a su esposo. Mi conocimiento de todos los PEROS, de<br />
todos los POR QUÉS, me hace una compañera más útil para él, y soy ahora de hecho su sola<br />
compañía. Stone, Ogden y todos las otros se han marchado, así que yo soy verdaderamente<br />
TODO para él. El complot se estrecha; de Maitland, ni una sola línea de explicación, pero las<br />
facturas de los Seton y todas las que deberían ser endosadas por Maitland, denegadas y<br />
devueltas... He ahí lo que da a los negocios un aspecto que nada tiene de alentador y que<br />
hace prever el porvenir dentro de una perspectiva tan grave que yo no puedo detener en él<br />
mi pensamiento.<br />
En medio de estas ansiedades, ella espera para el verano un nuevo bebé. ¿Dónde están los<br />
días de antaño, cuando la feliz mamá, preparaba con amor, con el espíritu libre, con el<br />
corazón en fiesta la canastilla del primer hijo cuya venida aguardaba? Ahora le es necesario,<br />
ante todo, tiempo para ocuparse del vestuario de todos los que están a su cargo: Eduardo,<br />
Samuel, María, Carlota, Enriqueta, Cecilia crecen. Ana María, Bill, Ricardo, igualmente... Es<br />
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preciso alargar los vestidos, cortar otros pantalones, hacer nuevos jerseys de cuello alto. Y<br />
no olvidar, sin embargo, el fastidioso trabajo que impone la correspondencia de negocios,<br />
frente a la cual Betty no quiere que Guillermo se encuentre solo.<br />
Ella confiesa, a Julia Scott, que, desde hace dos meses se resiente de un dolor en la espalda<br />
a lo largo de la jornada, un dolor en el costado durante cada una de sus noches, sin que el<br />
mal le deje una hora de tregua. Es para añadir, no obstante: Tengo confianza de que la<br />
tormenta se alejará, pero verdaderamente los momentos que estamos pasando, son unos<br />
momentos duros.<br />
Quizás, finalmente, la espera del desenlace, con todos los azares que representa, es aún<br />
más dura de lo que va a ser el desenlace mismo: la bancarrota abiertamente declarada de la<br />
sociedad «Seton, Maitland y Cía» que será cosa hecha antes de acabarse el año 1800.<br />
Entre tanto, si el Dr. Bayley no puede venir en ayuda del marido de Betty, en la medida que<br />
él desearía, va a poner al menos a su disposición la casa que ocupa en Staten Island, la<br />
residencia oficial del encargado de sanidad, situada detrás del Lazareto de Tompkinsville.<br />
Porque ya ni siquiera es cuestión de proyectar una estancia en Cragdon: la casita de campo<br />
ha sido puesta en venta y ya no les pertenece. De esta estancia en Staten Island, junto a su<br />
padre, Betty se alegra sencillamente.<br />
Con toda, escudado en la experiencia precedente, que había faltado poco para costar la vida<br />
a su hija, cuando el nacimiento de Ricardo, el doctor exige que Isabel tome sola, ante todo,<br />
dos buenas semanas de descanso absoluto en<br />
Long Island. El 24 de mayo viene a buscar a sus tres nietos. Rebeca vuelta a Nueva York,<br />
desde el comienzo del mes guardará la casa de Stone Street con María. Porque María,<br />
puesta como los mayores de los Seton, al corriente de la ruina próxima y sin apelación, ha<br />
tomado conciencia de la situación de los suyos, con una madurez que Betty no ha<br />
subestimado. Por sí misma, la adolescente ha renunciado a proseguir los estudios<br />
comenzados, juzgando que su puesto estaba desde ahora junto a Rebeca para mantener la<br />
casa, ayudar a la educación de los más pequeños. Rebeca había dudado, personalmente,<br />
subscribir el deseo de su joven hermana. Con firmeza Betty la urge a animar, por el<br />
contrario, la actitud generosa de la adolescente: María desea mucho estar contigo y es una<br />
buena cosa. Es preciso mi querida Rebeca que mires por ti, sin pactar con la sensibilidad de<br />
María, porque es cosa necesaria para su felicidad futura que su espíritu sea aguerrido. Trata<br />
de enseñarla a poner su mirada objetiva sobre los acontecimientos de la vida,<br />
acontecimientos dirigidos por un Protector lleno de justicia y de misericordia, que ordena<br />
todo lo que nos acontece, en su tiempo, en su lugar, y quiere a menudo utilizar esas pruebas,<br />
y esas decepciones, como un medio para volver el alma hacia El, Fuente y Confortación para<br />
todos los que padecen.<br />
En el mes de junio, Betty vino a reunirse en Staten Island con su pequeña familia. Está en<br />
excelente forma. El 28, trae al mundo una hijita, Catalina, en tan buenas condiciones, que<br />
ocho días más tarde circula por la casa. Betty está hecha de tal modo, que, en medio de las<br />
más grandes pruebas, sabe aprovecharse sin reservas de los oasis refrescantes y quietos que<br />
le procura la Providencia. Tompkinsville es uno de esos puertos de paz, de ahí que acoja con<br />
alegría la proposición que le hace su padre de prolongar allí su estancia.<br />
La decisión está tomada, escribe el 26 de julio a Julia Scott, quedaremos aquí todo el verano.<br />
Es cierto que si yo tuviera que hacer una elección en la creación entera, no podría desear una<br />
situación más agradable, unas piezas más deliciosas, con un balcón, además, en forma de<br />
terraza, desde donde la vista se extiende a lo lejos sobre el mar, más allá de Hook. Seton<br />
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pasa conmigo cuatro días por semana, y mi padre deja muy raramente la casa, solamente<br />
para hacer la visita médica de los navíos.<br />
Los muchachos están guapos de encanto. Ricardo es delicioso, de una finura maravillosa.<br />
Está alto; su desarrollo físico es extraordinario para su edad. Will se parece más a su abuelo<br />
Seton: es más voluntarioso y más petulante que nunca. Ana es siempre «la pequeña Ana»;<br />
está muy bien, pero sigue pequeña y menuda para sus cinco años, teniendo siempre la<br />
misma forma de volverse, de mirar al suelo, o más bien de lado, que es la de los niñitos del<br />
campo. Su carácter ha mejorado mucho, y pienso que está dotada por encima de la media,<br />
por más que me entristezca decir que su madre no ha sido capaz de desarrollar sus dones<br />
tanto como ellos lo merecen. ¡Pero estoy para ponerme a ello y muy seriamente! En cuanto<br />
a nuestra deliciosa pepona, tendrías deseo, estoy segura de ello, de ocuparte de ella, y lo<br />
mismísimo de ser su madrina, porque una chiquitina más calma y más tranquila, seríamos<br />
incapaces de imaginárnosla. Seton bien puede quedarse en contemplación ante la pequeña<br />
Kate: no hace más que dormir y no hace ninguno de esos visajes arrugados que hacen<br />
generalmente los bebés de un mes. Te vas a poner a decir, como mi padre, ¡que somos todos<br />
unas maravillas!<br />
Rebeca, desgraciadamente, no pudo acercarse a Staten lsland. Le fue necesario responder a<br />
la llamada de su hermana Isa, para ayudarla a mantener su hogar, a educar a sus niños y,<br />
sobre todo, a sostener su ánimo... Entre Betty y Rebeca se intercambian cartas, al menos,<br />
con una nota muy especial, una nota espiritual que las domina por completo.<br />
Materialmente separadas, las dos cuñadas se han fijado horas comunes de oración, en que<br />
sus almas tengan su encuentro en Dios. A tales citas ni la una ni la otra querría substraerse,<br />
cualesquiera que sean sus ocupaciones. Han comprendido que son para ellas una fuente de<br />
fuerzas y de serenidad de las que ellas harían mal en privarse. Con la pequeña Kate en sus<br />
brazos, admirando el espectáculo magnífico del océano, Betty habitualmente recorre a<br />
grandes pasos la terraza a la hora del crepúsculo, dejando a su alma dilatarse en acción de<br />
gracias, por lo que Dios le ha dejado de bueno. Catalina Dupleix, por otra parte, anuncia su<br />
retorno a los Estados Unidos, y previene que trae para Kit un vestido de bautismo de encaje<br />
de Irlanda. Todas las tardes -se apresura a responderle Isabel- cantamos «la canción del<br />
marinero» y ¿quién sabe? ¡Quizás un ángel custodio vuela en torno a nuestra Dué tomando<br />
parte en nuestro coro!<br />
Una fugitiva esperanza levanta, por unos días, a Guillermo Seton y a los suyos. Uno de los<br />
navíos mercantes acaba de arribar a Nueva York, después de una travesía sin obstáculo. No<br />
es necesario más, dentro de las circunstancias presentes, para hacer estallar una alegría que<br />
no tendrá ¡ay!, otro amanecer. En Tompkinsville, se tiene la ilusión de haber vuelto a los<br />
días sin nubes en que se festejaba alegremente la entrada y salida regulares de los grandes<br />
veleros. Betty informa sin tardanza a Rebeca: Hemos conocido un momento de placer de los<br />
que no nos llegan más a menudo. Tú te hubieras alegrado aquí tanto como me alegré yo<br />
misma, hasta el punto de que a fuerza de servir tazas de té, a razón de cincuenta por día,<br />
durante tres días seguidos, me dio un calambre en el brazo.<br />
La llegada del navío y de su cargamento, si proporcionó un ligero alivio, no resolvió<br />
prácticamente ninguno de los problemas mayores de la quiebra en curso. Y poco a poco<br />
Guillermo reabsorbe la ansiedad. Ya que lo ha intentado todo, ¿qué puede hacer en<br />
adelante, sino resignarse y mirar el porvenir lo más objetivamente posible? Los acreedores<br />
europeos de Seton o más exactamente de Maitland, le han concedido dos años para saldar<br />
la deuda contraída, pero, hasta el momento, nada ha entrado en caja. Guillermo,<br />
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afortunadamente, parece haber tomado su partido y no habla sino poco de sus negocios. Lo<br />
que experimenta es otra cosa.<br />
A1 llegar el fin de octubre, es necesario decir adiós al Dr. Bayley, volver a Nueva York. El<br />
padre de Isabel ve con melancolía alejarse a su hija y a sus nietos. Confiesa que esos cuatro<br />
meses han sido para él un verdadero refrigerio, un baño de vida familiar auténtica y de vida<br />
cristiana. Elogio bien elocuente, dentro de su sobriedad, del clima que Betty ha sabido hacer<br />
florecer en su propio hogar. Qué importan entonces, que, al mismo tiempo, las malas<br />
lenguas cuchicheen que es una vergüenza para un oficial de sanidad, olvidar a su mujer y a<br />
sus otros hijos, mientras que recibe en su residencia de Tompkinsville a la mujer y a los hijos<br />
de Guillermo Seton?<br />
La pequeña Kate es bautizada el 19 de noviembre. Esta larga dilación no ha sido del agrado<br />
de Isabel. Pero, una vez más, ella ha debido plegarse a las circunstancias, hasta en lo que le<br />
llega más al corazón. Menos de tres semanas más tarde, son las formalidades humillantes y<br />
penosas de la liquidación de los bienes. Es preciso resignarse a ver cómo los tasadores<br />
oficiales establecen el inventario de todos los bienes, muebles e inmuebles de la familia.<br />
Con su mano, Isabel ayuda a preparar las listas pedidas. Ella está al lado de su marido en 1,1<br />
momento en que, terminado todo, el hombre de negocios debe entregar al liquidador con<br />
un gesto simbólico, las llaves de la casa comercial, de la que se ve jurídicamente desposeído.<br />
La vida seguirá su curso, no obstante, en Stone Street, durante varios meses, con su cortejo<br />
de alegrías menudas y de gruesas preocupaciones. Personal reducido al mínimo, gastos<br />
mesurados. ¡No importa!, los niños están allí: Betty quiere que su educación prosiga dentro<br />
de una atmósfera de paz y de confianza que ella estima, con justo título, indispensable para<br />
su equilibrio. Con el mismo ardor que el invierno precedente, se entrega a su doble tarea de<br />
educadora y profesora. En este plano, al menos, le está permitido alegrarse plenamente.<br />
Aunque Ana María no tenga más que seis años, está casi tan avanzada en su programa<br />
escolar como Cecilia, su tía, varios años mayor. Bill, que está en sus cinco años, aprende ya<br />
sus lecciones. Sabe decir las ciudades principales de América, las partes del mundo, recita de<br />
memoria cortos poemas y, seriamente, enuncia los primeros mandamientos de Dios.<br />
Ricardo no quiere quedarse atrás y repite habitualmente detrás de su hermano todo lo que<br />
sus dos años y medio le permiten comprender o retener.<br />
En febrero, no obstante, es preciso que Rebeca tome temporalmente el puesto de su<br />
cuñada, llamada a la cabecera de María Wilkes, una amiga de su familia, que está<br />
muriéndose en Nueva York mismo, a pesar de los cuidados que le pro diga el Dr. Bayley.<br />
Isabel no hace más que breves apariciones en su hogar, cada día, en las horas prescritas de<br />
las tomas de Kate a quien ella amamanta. Una entrega tan sencillamente fiel gana para<br />
siempre a Betty la amistad del marido de la moribunda. Juan Wilkes tratará de probarle, un<br />
día, el reconocimiento que guarda por su parte.<br />
Una vez vuelta Betty a su casa, toca a Rebeca el turno de ir a llevar auxilio, de nuevo, a su<br />
hermana Isa que esta primavera de 1801 espera un nacimiento inminente. Es tal vez la<br />
penuria de los jóvenes Maitland que Guillermo y Betty no dudan en gravar su propio<br />
presupuesto, a fin de permitir a Rebeca pagar discretamente las notas del panadero y del<br />
lechero que Isa no podría siquiera satisfacer entonces. Es un hecho: jamás Rebeca y Betty se<br />
niegan ante un servicio que prestar, por gravoso que sea. Y helas ahora inclinadas ambas,<br />
ante '.a cuna de Kate, cuyo estado de salud, durante varios días, deja temer lo peor. Alerta<br />
vivo, pero pasajero. Gracias a Dios, el bebé está restablecido, por completo, cuando llega el<br />
mes de maya, y con él el vencimiento del plazo que va a obligar a los Seton a dejar al nuevo<br />
propietario la querida mansión familiar d:, Stone Street. Desde hace ya unos meses, Carlota<br />
51
y María quedan a cargo de su hermano Jaime. Ayudada por Rebeca y Mammy Huller, Betty<br />
termina las maletas y vigila a los de las mudanzas que transportan aquellos muebles que se<br />
han podido conservar. Para la joven mujer, acaba de cerrarse una etapa más.<br />
7.- TENIA NECESIDAD DE AMAR HASTA EL INFINITO...<br />
En mi juventud antes de mis viajes<br />
buscaba abiertamente la sabiduría en la oración.<br />
A la puerta del santuario la apreciaba,<br />
y hasta mi último día la proseguiré.<br />
Como un racimo que madura en su flor,<br />
mi corazón ponía su alegría en ella.<br />
La nueva mansión donde Guillermo e Isabel acababan de instalarse con sus cuatro hijos, a<br />
los que se juntaban también Rebeca y Cecilia Seton, se encontraba en el barrio de The<br />
Battery «situado, como explica St. John de Créve Coeur, al extremo accidental de la isla<br />
sobre la que se levanta Nueva York. Esa fortificación, que es enormemente extensa, sirve de<br />
paseo público y ofrece al espectador un panorama maravilloso».<br />
Es evidente que la bancarrota de que han sido víctimas, no ha reducido a los Seton a la<br />
pobreza, como ellos se habían temido por un momento. La digna actitud de Guillermo, las<br />
sólidas amistades que su padre se había ganado, el comportamiento de Betty, debieron<br />
merecerles, en este crítico período, una eficaz ayuda financiera. Tal vez el abuelo Curson, de<br />
Baltimore, y muy cerca de ellos, el Dr. Bayley, vinieron discretamente en su apoyo. Es<br />
posible también que, una vez hecha la liquidación de los negocios, una vez efectuado el<br />
desmembramiento de la sociedad «Seton, Maitland y Cía», Guillermo aceptara las ofertas<br />
que le habían sido hechas unos meses antes por amigos seguros.<br />
Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que, en el mes de mayo de 1801, la familia Seton está<br />
instalada en una casa de tres pisos, de un confort muy real. Betty ha hecho descubrir pronto<br />
las ventajas abiertamente apreciables que comporta: vista sobre la ría, los muelles, el<br />
puerto. Desde las ventanas de la fachada la mirada puede pasarse, más allá de la bahía,<br />
sobre la inmensidad del mar.<br />
El jardín público ofrece, a dos pasos, su césped, sus árboles, sus macizos de flores, sus<br />
alamedas y sus rotondas donde los niños podrán entretenerse con corazón alegre<br />
respirando a pleno pulmón el aire vigorizante ampliamente. Ellos encontrarán allí también, -<br />
¡oh qué dicha!-, un puesto de helados, mientras que será un solaz para sus padres seguir,<br />
sin salir de su lado, los conciertos de violín y de canto coral que se dan en el parque<br />
regularmente. El piano de Betty, además le ha seguido a su nueva morada, una prueba más<br />
de que la ruina material ha sido bastante limitada.<br />
A decir verdad, lo que ha entrañado para Guillermo y los suyos el desastre financiero, ha<br />
sido una ruptura sin apelación con toda una parte de la sociedad mundana de Nueva York.<br />
Ha sido forzoso para los Seton reducir su tren de vida, sin duda, pero más aún aceptar la<br />
pérdida de todas las prerrogativas reservadas a las familias que persistían, a pesar de las<br />
tendencias democráticas del joven estado, considerándose como la aristocracia<br />
omnipotente de la ciudad. El revés de fortuna que habían enjugado les proscribía en<br />
adelante de aquella porción de la sociedad neoyorquina.<br />
De semejante desgracia, y desde el primer instante, Betty había sacado alegremente su<br />
partido. Creo que la mayor dicha en esta vida, es estar libre de las preocupaciones y de los<br />
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compromisos de eso que se llama mundo. El mundo, para mí es MI FAMILIA, y voy a ganar<br />
en cambio tener ahora la posibilidad de ocuparme en paz de lo que representan mis tesoros.<br />
Seton, personalmente, no podrá nunca ser más esclavo de lo que ha sido... En cuanto al<br />
porvenir que permanecía, sin embargo, cargado de incertidumbre, mientras el padre de<br />
familia no encontrase una nueva situación para permitirle extinguir sus deudas y hacer vivir<br />
a los suyos, Isabel lo había remitido sin condiciones a Aquél que jamás había defraudado su<br />
esperanza.<br />
Cuando organiza su nuevo hogar de State Street, no tiene los veintiséis años cumplidos. Los<br />
duros momentos que han seguido para ella al feliz desarrollo de los primeros años de su<br />
matrimonio, la han madurado prematuramente. A fin de «hacer frente» en unas<br />
circunstancias que han abatido a más de una mujer, para sostener el ánimo de su marido,<br />
tomando sobre ella la mayor parte de las preocupaciones familiares, sin olvidar además la<br />
educación de sus hijos, ni la de los hermanos y hermanas de Guillermo, ha desplegado una<br />
energía poco común, reveladora de una fuerza real de la que ha sido imposible que en su<br />
entorno no se tomara conciencia. Guillermo mismo se complace en decir que él puede<br />
apoyarse en ella, como se apoya uno en el tronco vigoroso de una encina.<br />
Ella no ha conservado menos, con toda su vitalidad, la jovialidad de un temperamento<br />
espontáneo y el ardor apasionado de una joven americana, nacida en los días entusiastas de<br />
la declaración de Independencia. En los momentos más sombríos, sus cartas están<br />
esmaltadas de rasgos de humor que descubren la sonrisa espontánea, como palabras<br />
vibrantes de una emoción apenas contenida. El sufrimiento no puede ni paralizar ni agotar<br />
una naturaleza apasionada como la suya: la enriquece más bien, obligándola a dar toda su<br />
medida. Porque hay en Isabel una necesidad de absoluto, una sed de infinito, que ningún<br />
obstáculo humano podría contener. Naturalmente hubiera hecho suya, sin duda, aquella<br />
frase de Teresa de Lisieux: «Tenía necesidad de amar hasta el infinito». No hay más que<br />
hojear sus notas personales a su correspondencia para convencerse de ello. Admirar a<br />
medias, amar a medias, darse a medias, no le es posible.<br />
Si deseos y pensamientos bastaran, sin la ayuda de la pluma, para redactar una carta,<br />
habrías recibido de mí varios millares al menos, estas seis últimas semanas, declara a Julia<br />
Scott. Hasta formando parte de la hora romántica que impera entonces, tanto en el Nuevo<br />
Mundo como en el Antiguo, sería revelador anotar las expresiones por las que Betty quiere<br />
de alguna manera explicitar la absoluto de su afecto, de su amor: Eres, querida, de un precio<br />
inestimable para el corazón de tu Isabel, afirmará en otra ocasión a la misma amiga.<br />
La misma delicadeza ante Isa Sadler: Me parece que es mi suerte ser tu amiga en la tierra,<br />
confesará en el momento en que Isa acaba de perder a su marido de manera brutal e<br />
inesperada.<br />
Pero, es preciso subrayar que, por fuertes que sean en ella las protestas de amistad, jamás<br />
serán inferiores a las pruebas tangibles por las que Betty es capaz de testimoniar tal<br />
amistad.<br />
Esa misma pasión del don de sí se encuentra en un grado eminente dentro de su amor<br />
conyugal. Aun a veces, las palabras empleadas respecto a ese amor tienen algo de excesivo,<br />
cuando, bajo- el golpe de tal o tal acontecimiento, la joven mujer deja estallar al exterior la<br />
intensidad de sus sentimientos íntimos. Hablando de su marido, cuya salud la inquieta,<br />
escribe que él es su TODO, y su pluma, espontáneamente, ha subrayado ese TODO. Con el<br />
mismo ardor afirma: El 20 de abril, es el cumpleaños de aquel de quien recibo TODO. Me<br />
parece, dirá además, que la vida de mi Guillermo y mi vida no hacen más que una. A Rebeca<br />
no ha dudado en afirmarle que si Guillermo sucumbiera por siempre a la fiebre amarilla, de<br />
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seguro que ella no le sobreviviría. Gusta de llamarle con un pleonasmo emocionante: ¡Mi<br />
Guillermo mío! y cuando se trata de él, su pluma, explicará ella, corre rápida sobre el papel,<br />
porque es dulce cantar el bien de aquellos a quienes amamos.<br />
Y por afecto a aquel a quien ama, no retrocede ante ninguna tarea, ninguna fatiga, aunque<br />
tuviera que dejar allí su salud. Su vida conyugal está tejida de delicadezas incesantes, donde<br />
el sacrificio y el amor se entreveran hasta tal punta, que llega a ser algo natural para<br />
Guillermo ver siempre a su esposa «ceder por afecto a él».<br />
Tan intenso, aunque en otro plano, el afecto apasionadamente filial que Isabel ha profesado<br />
siempre a su padre, que nada, jamás, ha podido quebrantar, que el amor conyugal y el amor<br />
maternal han sabido dejar intacto. Es una mujer joven, dichosa en su hogar, es una madre<br />
cuyo corazón desborda de amor con sus dos hijos mayores, que deja escapar ese grito<br />
espontáneo, eco del verso de Racine, reproduciendo su mismo son de sencillez verdadera:<br />
¡Y a mi querido papá, no le he visto todavía hoy! Más chocante la confesión que hace a su<br />
propio padre, en una nota apresuradamente escrita en la primavera de 1801: En verdad, me<br />
veo a veces obligada a alejar de mi espíritu el pensamiento que tengo de ti, como se hace<br />
con el del cielo, cuando un deseo excesivo de poseerlo llega a ser una rémora en nuestra<br />
marcha hacia El.<br />
Esta referencia espontánea a las realidades espirituales, en estas líneas donde se expresa la<br />
fuerza de un afecto puramente humano, es significativo. Lo es tanto más, cuanto que jamás<br />
ha podido Betty dialogar con su padre, cuando se trata de verdades divinas y de la búsqueda<br />
de Dios que ella prosigue solitaria, desde su tierna infancia.<br />
Ahora bien, ella pone en esta búsqueda el mismo fervor apasionado, con que abre ella todo<br />
afecto, toda amistad, todo amor humanos. Y sin duda es en el contacto de tal ardor cómo<br />
Rebeca ha tomado conciencia tanto de su gracia personal, como de las exigencias que<br />
requiere la búsqueda auténtica de Dios. Ahora, Isabel y Rebeca vibran de consuelo<br />
escuchando la palabra cálida, convencida, entrañable del Rvdo. Hobart, que acaba de ser<br />
nombrado vicario del Rvdo. Moore en la iglesia de La Trinidad. Desde su nombramiento el<br />
joven pastor de veinticinco años ha electrizado a la parroquia. Sin embargo, no es su prestancia<br />
lo que atrae las miradas. Pequeño de estatura, usando gruesos lentes, no tiene<br />
encantos exteriores, y con todo, ejerce, desde las primeras semanas en su ministerio, una<br />
atracción manifiesta sobre la juventud femenina. Se repite con envidia que ha logrado un<br />
buen matrimonio, tomando por esposa a la hija del Rvdo. Chandler, detalle que impresiona<br />
necesariamente a Isabel ya que en presencia del Rvdo. Chandler se habían casado sus<br />
padres en 1769.<br />
Enrique Hobart no es solamente un marido digno en todos los aspectos de ser citado como<br />
modelo a los fieles de la parroquia. Casado, no cesa sin embargo, de rodear de cuidados y<br />
de afecto devoto a su anciana madre enferma a la que ha tomado a su cargo. El se atrae,<br />
haciendo esto, la elogiosa admiración de todas las madres de familia de Nueva York. Se dice<br />
también que es un hermano ideal, un amigo incomparable. Destaca incontestablemente,<br />
por sus dotes naturales, sobre los demás ministros de La Trinidad. Intelectual, cultivado, que<br />
sabe ocupar su puesto, tanto en un salón como en el púlpito de la iglesia, es recibido gustosamente<br />
en el hogar de los Seton. Llega a ser rápidamente un familiar. Es, para Guillermo,<br />
un amigo de valor, en el plano únicamente humano.<br />
Para Betty y para Rebeca, el Rvdo. Hobart es, sin duda, también ese hombre encantador con<br />
quien es un verdadero placer proseguir una conversación, pero más aún el ministro de la<br />
Palabra divina. Por este título, él toma a los ojos de ellas un valor único, que, sin esfumar las<br />
cualidades humanas, las trasciende. Por nada en el mundo, Betty y Rebeca faltarían ahora a<br />
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la predicación del domingo, asegurada normalmente por el Rvdo. Hobart en la iglesia de La<br />
Trinidad. Si una u otra se ven obligadas ocasionalmente a abstenerse de ella, no es sin sentir<br />
profundamente el sacrificio. Prueba, esta nota escrita por Isabel a su cuñada cierto sábado<br />
de 1801: Me encuentro agitada. Guillermo dice tantas cosas respecto a mi intención de ir<br />
mañana a los oficios... Dice que no podemos ir en coche, que eso es una locura, que las calles<br />
están casi intransitables, etc. Yo creo, también, que vale más que vaya yo tranquilamente<br />
con él, y, si el tiempo no nos trae una verdadera tormenta, que me acerque a verte en<br />
seguida. No es necesario que te veas privada de eso, si yo debo serlo...<br />
Es evidente que para una y otra, es una alegría oír hablar de Dios con la convicción que<br />
aporta a su sermón dominical el nuevo vicario. El entusiasmo ardiente y juvenil de ellas, no<br />
deja de recordar, en cierto aspecto, el de Teresa Martín y de su hermana Celina,<br />
comentando, en el Belvédére de los Buissonets, en Lisieux, las conferencias del abate<br />
Arminjon sobre «el fin del mundo presente, y los misterios de la vida futura». Por primera<br />
vez, al parecer, las dos jóvenes episcopalianas, escuchan a un obispo de su religión hablar de<br />
experiencias de vida espiritual que ya son las suyas. Y, no obstante, ellas estaban<br />
habituadas, la una y la otra hacía largos años a la asistencia al culto dominical, asegurado en<br />
cada una de las parroquias protestantes de Nueva York. Desde hace mucho tiempo, ambas<br />
están familiarizadas con la lectura de la Biblia. Se puede pensar, con todo, que ciertas<br />
verdades sobrenaturales, jamás les habían sido expuestas.<br />
La iglesia episcopaliana, esa iglesia autónoma de los Estados Unidos, nacida en América, al<br />
mismo tiempo que la independencia política, había salido del anglicanismo y, en<br />
consecuencia, dependía estrechamente del calvinismo. Pues bien, una de las notas de la<br />
religión reformada es esencialmente el subjetivismo, ya que la negación de los dogmas<br />
garantizados por el magisterio de la Iglesia Católica, abre la puerta a toda interpretación<br />
personal de la revelación. «En el interior de la iglesia de Inglaterra, escribe el padre Congar,<br />
o. p., existen tendencias opuestas, sin que pueda ser de otra manera. Allí son posibles el sí y<br />
el no, allí cohabitan sobre los mismos sujetos, en unos puntos que, como la divinidad, o el<br />
nacimiento virginal, o la resurrección de Cristo, interesan evidentemente a la substancia de<br />
la fe»<br />
Es en medio de tales fluctuaciones en la enseñanza religiosa donde, desde siempre, sedienta<br />
de verdad divina, Isabel busca el camino recto, el que puede conducirle a Dios de manera<br />
rápida y certera. ¿Cómo asombrarse, entonces, de que ese deseo la haya arrastrado a veces,<br />
por la fuerza misma de su vehemencia, hacia senderos torcidos, y que haya sido<br />
deslumbrada por la luz fugitiva del reflejo de verdad con que se ilumina a menudo, aunque<br />
sea en medio de errores incontestables, tal sistema filosófico, tal doctrina religiosa?<br />
Cuando Isa Sadler vuelve a Francia, al comienzo del año 1799, ofrece a su amiga las obras<br />
completas de Juan Jacobo Rousseau. Estas obras conocían entonces en Francia, una<br />
popularidad extraordinaria. Para las jóvenes americanas, imbuidas de libertad y de<br />
independencia, las ideas de Rousseau, en su novedad misma y en su paradoja, no dejaban<br />
de tener atractivo. El autor, por otra parte, era un calvinista, cuya religiosidad fundada lo<br />
más a menudo sobre la emoción y el sentimiento, no repugnaba en absoluto al espíritu<br />
ecléctico de la iglesia episcopaliana. Isa y Betty, eran capaces, además, de gustar las<br />
cualidades literarias de una lengua que ambas poseían perfectamente hasta en sus menores<br />
detalles.<br />
Había más, todavía: aquella comunión con la naturaleza, que había sido siempre para Betty,<br />
un trampolín desde donde su espíritu se elevaba naturalmente hacia las cosas divinas, es<br />
una de las dominantes de las páginas más bellas de los «Ensueños de un deambulante<br />
55
solitario». ¿No es precisamente en esa comunión con la naturaleza donde Rausseau<br />
pretende encontrar justamente, «el consuelo, la esperanza y la paz»? Sin duda, sus teorías<br />
están lejos de ser ortodoxas. Ello no impide que un reflejo de la verdad llegue a veces a<br />
iluminar furtivamente alguno de sus textos: cree en Dios, cree en la Providencia y la<br />
proclama, altamente, afirmando que para volver a ser bueno, «es necesario encontrar a<br />
Dios en sí». Religiosidad, sin embargo, más bien que religión, donde la experiencia subjetiva<br />
o la emoción personal reemplazan la adhesión que supondrá siempre la experiencia mística<br />
verdadera. Pero una manera de considerar las cosas sobre este plano, como la de Rousseau,<br />
no tenía nada que pudiera de hecho chocar con una conciencia protestante. ¡Muy al<br />
contrario!<br />
Así, Betty, devorando literalmente los volúmenes traídos de Francia, se figura por un<br />
momento que ha encontrado, al fin, el guía que esperaba, que deseaba. Hasta que no llega<br />
a las ideas expresadas en el «Emilio», sobre la educación, no despierta en ella un eco<br />
profundo. Seguramente, la negación práctica del pecado original y las secuelas dejadas por<br />
él en todos los hijos de Adán, es el error capital, que no puede sino viciar las conclusiones<br />
del «Emilio». Resta que no todo es falso, que no todo es condenado en la obra pedagógica<br />
de un hombre que quiere oponer a la doma formalista, una educación basada, ante todo, en<br />
la confianza.<br />
Frente al temperamento difícil de la pequeña Ana María, de quien Betty confiesa, con toda<br />
franqueza, que tenía de su madre un carácter de los más indomables, María Post, la tía de la<br />
niña, que había compartido durante un verano la residencia de los. Seton, se mostraba<br />
partidaria de las represiones violentasa, del azote, en particular. Isabel había tenido siempre<br />
sobre esta cuestión otras maneras de ver. ¿No encontraba en la obra pedagógica del<br />
calvinista francés, aquí y allí, ideas que concordaban con las suyas?<br />
No se puede silenciar, en toda caso, el verdadero encandilamiento que se apodera de la<br />
joven mujer, respecto a las obras de Rousseau: llega a ser para ella « el querido J. J. ».<br />
Tu J. J., confiesa a la Sra. Sadler, ha revelado unas ideas que desde hace mucho tiempo<br />
anidaban en mí. Verdaderamente, es al autor al que acudiré siempre en los momentos de<br />
tristeza, porque, leyéndolo, me olvido de mí misma y cada uno de sus pensamientos me deja<br />
la impresión más consoladora. Espero que ambas saboreemos a menudo su compañía. E<br />
insiste: no pasa media hora sin que vaya a buscar los tres volúmenes del Emilio. Les he leído<br />
con placer... Pero lo que la hace vibrar más profundamente, ella misma lo subraya, son las<br />
ideas religiosas que cree descubrir allí. A esta lectura encantadora, ella consagra entonces<br />
dos horas, de día y de noche, semejante en esto también a Teresa de Ávila, que, de<br />
jovencita, se dejaba embriagar por las novelas de caballería en donde las hazañas magníficas<br />
y extraordinarias que descubría hacían latir su corazón, ávido de otra grandeza. Así, Isabel<br />
Seton, a los 24, 25 años cree encontrar en las obras del filósofo francés una respuesta a su<br />
búsqueda de intimidad divina. Pero la ardiente castellana aprenderá poco a poco que la<br />
vocación de todo bautizado constituye una llamada a una gloria que transciende toda gloria<br />
y toda grandeza humanas. Y la vibrante americana comprenderá algún día que la paz de<br />
Dios, fruto de una unión auténtica con El, en la fe, «sobrepasa a toda inteligencia, está por<br />
encima de todo sentimiento» (Fil 4, 7), porque «el ojo no ha visto, ni ha percibido el oído, ni<br />
ha llegado al corazón del hombre todo lo que Dios ha preparado para aquellos que le aman»<br />
(Corintios 2, 9). Durante el verano de 1799, Isabel permanece, sin embargo, literalmente<br />
bajo el encanto de los escritos de Rousseau. Mi Guillermo persiste en su resolución de partir<br />
para Baltimore, escribe a Isa. Yo no puedo estar abandonada, completamente sola y si el<br />
56
querido J. J. y tú permanecéis junto a mí, me deberé hacer un reproche que todavía jamás he<br />
tenido ocasión de dirigirme: el de estar contenta en la ausencia de Guillermo.<br />
No nos parece, con todo, que tal pasión por Juan Jacobo Rousseau haya sido otra cosa que<br />
una llamarada efímera, un atractivo pasajero en el que la sensibilidad ha tomado mucha<br />
más parte, que el corazón, en el sentido pascaliano de la palabra. Por mínimo que sea, el<br />
centelleo de la verdad que, de aquí o de allá, ilumina una obra sujeta por otra parte a<br />
precauciones, ha fascinado a la joven mujer por un breve momento, pero aquel<br />
encandilamiento, no la ha enfilado necesariamente por un sendero de perdición. Hay<br />
historiadores que han querido ver en esta lectura apasionada de las obras de Rousseau, una<br />
falta mayor de la juventud de Isabel. En sus últimos años, ella misma, es verdad, juzgó con<br />
severidad el incidente, influenciada sin duda por el rigor de los sacerdotes franceses de la<br />
época, demasiado inclinados a ver en la obra de los filósofos del siglo XVIII, el fermento más<br />
importante de la Revolución, a la vez antirreligiosa y antimonárquica que les había<br />
desterrado de su país.<br />
He experimentado, confiesa la madre Seton, el fatal influjo de las obras de Rousseau y hubo<br />
un tiempo en que ellas representaban para mí la devoción del domingo. Ofuscada como<br />
estaba por el brillo de su elocuencia seductora, cuántas noches pasé de falso .solaz, cuántos<br />
días de placer engañador, dentro del encanto falaz que allí encontraba.<br />
Es cierto, con toda justicia, que Rousseau no podía dar a las aspiraciones íntimas de Isabel<br />
una respuesta válida. Ella hubo de darse cuenta sin tardar, puesto que no trata más de él en<br />
sus notas o en correspondencia de los años posteriores.<br />
Más profunda y más durable había de ser la influencia del Rvdo. Hobart. ¿Cuál era<br />
exactamente la parte de verdades reveladas que comportaban las predicaciones<br />
dominicales del joven vicario de la Trinidad? Es difícil incluso hacer se una idea de ello. i.<br />
Tenía él una facilidad de locución superior a la de los otros ministros de la parroquia, a<br />
incluso de la ciudad, que permitía coger el hilo de su pensamiento? O bien, una vida<br />
espiritual personal, profunda, apoyada en estudios filosóficos, le permitía presentar con<br />
mayor objetividad las verdades que llamamos nosotros dogmas de fe? Si la convicción que<br />
él aporta a su enseñanza religiosa no debe al parecer ser cuestionada, queda, sin embargo,<br />
que él no ha recibido la gracia sacerdotal. Ministro de la Palabra él no es, no lo puede ser, en<br />
el sentido que nosotros lo entendemos, ministro de los sacramentos.<br />
Para Isabel no hay sacramento de Penitencia. No ha habido para ella, de hecho, sacramento<br />
de Matrimonio. Los adeptos de la Iglesia Episcopaliana, siguiendo en esto la «Institución» de<br />
Calvino han reducido a dos los siete sacramentos reconocidos por la Iglesia Católica. No<br />
admiten, por su parte, más que el Bautismo y la Cena. Incluso es preciso señalar que si la<br />
palabra «sacramento» subsiste, ella encierra una realidad completamente diferente de la<br />
que nosotros le damos. Para nosotros los sacramentos son medios, canales, por los que la<br />
gracia de Cristo se nos comunica verdaderamente v realmente. Para los calvinistas, no son<br />
sino «signos, concomitancia sensible, testimonios de que Dios opera en beneficio nuestro<br />
tal o tal acción relativa a nuestra salvación: revestirnos de Jesucristo, dársenos en alimento.<br />
Son pues, menos que «medios» de la operación salvadora, un acompañamiento sensible,<br />
una representación de lo que opera, un complemento, y una confirmación de nuestra fe».<br />
Tal es, pues, para Isabel y Rebeca el «sacramento» de la Cena, el que ellas llaman<br />
simplemente «sacramento». Nada de presencia real en la iglesia a donde ellas acuden cada<br />
domingo con verdadera avidez. Pero se les ha enseñado, y el Rvdo. Hobart, según parece, a<br />
juzgar por el comportamiento de sus parroquianas, es de los que lo enseña con más<br />
convicción -«que ellas encontrarán con ocasión de la celebración exterior del "sacramento",<br />
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una presencia en ellas puramente espiritual y para la fe»-. Se podría decir, concluye<br />
respecto a este tema el Padre Congar, que «según el calvinismo no hay presencia real de<br />
Cristo en la Eucaristía, sino que la hay en el comulgante». De esta comunión espiritual, Betty<br />
y Rebeca están literalmente hambrientas. Les sucede, una vez terminado el culto, quedarse<br />
las últimas en el templo para obtener del sacristán que les dé lo que resta del pan y del vino<br />
a fin de consumirlo y renovar así en ellas, esa comunión espiritual. O bien, corren incluso de<br />
una a otra iglesia, durante la jornada del domingo, a fin de recibir «el sacramento» tantas<br />
veces como les es posible. Y cuando, por la tarde del domingo, ven volverse a cerrar la<br />
puerta de todos los templos para toda la semana, les parece a ambas que un gran vacío<br />
helado las penetra: «¡Ya nada más, hasta el domingo próximo!».<br />
Por eso, tres años más tarde, cuando Isabel se encuentra en Italia, no podrá privarse de<br />
señalar intencionadamente a Rebeca el asombro mezclado de envidia que le hace<br />
experimentar la visita a las iglesias católicas de Liorna y de Florencia, allí donde, como dicen<br />
los católicos, Dios está presente en su santo Sacramento... Piensa, confesará además, en lo<br />
que debe ser para ellos ese consuelo: ¡ellos van a misa cada mañana!<br />
Y, desde el año 1801, es tan grande el amor al «sacramento», el respeto al «sacramento» tal<br />
como se le propone su Iglesia, que Isabel ha tomado, de acuerda con Rebeca, la resolución<br />
de no aceptar ninguna ocasión de distracción profana los domingos que han podido<br />
participar en él. A esta resolución, sin embargo, Rebeca se mostró una vez infiel.<br />
Severamente, aunque con gran cariño, Betty le dirige estas palabras: Lo que ha sucedido<br />
será, así lo espero, para mi queridísima hermana una lección de la que se acordará toda su<br />
vida. Una lección que le enseñará a no violar jamás esa regla estricta: no dejar la casa, bajo<br />
ningún pretexto, el domingo del «sacramento»; y decir rotundamente a quien pudiera hacer<br />
una pregunta a este respecto, que hay en ello una regla para ti. Eso nunca podrá ser o<br />
parecer una falta de cortesía.<br />
La influencia del Rev. Hobart parece marcar igualmente a las dos cuñadas en el sentido del<br />
don de sí mismas auténtico, de una disponibilidad permanente frente a todo servicio que les<br />
sea demandado. Juntas, efectúan el aprendizaje de la verdadera compasión. Les parecería<br />
indispensable, hasta monstruoso, no compartir con los desheredados de toda clase lo que<br />
poseen ellas mismas, así en el plano espiritual como en el material. Dos frases pegadas sin<br />
transición, en los Dear Remembrances, son características: «Sociedad de las Viudas», que<br />
podríamos traducir en lenguaje moderno: Asociación en favor de las viudas económicamente<br />
débiles... sorpresa ante el contraste continuo de todos los beneficios que había<br />
recibido y las miserias que veía, y no obstante, dispuesta siempre a abandonar (mi riqueza<br />
personal)...<br />
Y ¿qué decir de aquella misiva dirigida desde Staten Island, durante el verano de 1801,<br />
mientras la fiebre amarilla diezma los contingentes de emigrantes que arriban<br />
incesantemente al puerto de Nueva York?<br />
¡Rebeca! ¡No puedo dormir! Estoy obsesionada con el pensamiento de los moribundos y de<br />
los muertos, de todos los niñitos que expiran en los brazos de sus madres cuyo pecho no<br />
tiene una gota de leche para amamantarlos. ¡No es imaginación! Es la realidad de lo que me<br />
rodea. Mi padre dice que, jamás hasta ahora, se había visto esto. Dice que hay actualmente<br />
doce bebés que van a morir de hambre, ya que solo se pueden alimentar de la leche materna<br />
y sus madres no pueden dársela ya, a consecuencia de la miseria de ellas, que han estado<br />
enfermas largo tiempo, en el barco, sin alimento, sin aire, sin ropa de repuesto. ¡Oh Padre<br />
misericordioso, con qué gusto les daría a cada uno un turno de la toma de Kit si se me<br />
permitiera actuar a mi guisa! Pero, Rebeca, ellos tienen en el cielo un «Provisor» que<br />
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endulzará los dolores que sufren los inocentes. Mi padre deja la casa desde muy temprano<br />
por la mañana, para ir a llevar a las víctimas todos los alivios posibles... Mi ventana está<br />
abierta y cualquiera que sea el lugar a donde va mi mirada allí veo luces... Se levantan<br />
tiendas en el patio de la casa de convalecencia. Ha sido necesario levantar otra, una grande,<br />
para alargar el espacio del depósito de cadáveres...<br />
Betty sabe que su cuñada es capaz de compadecerse con ella, a la vista de tan dolorosa<br />
hecatombe. Parece que en aquella época resuenan efectivamente en el corazón de ambas<br />
las palabras del Apóstol: Caritas Christi urget nos: La caridad de Cristo nos apremia (2 Cor 5,<br />
14).<br />
Ni formalismo, ni paternalismo en la diligencia que ellas ponen por descubrir en la ciudad las<br />
verdaderas miserias, físicas o morales, y en tratar de aliviarlas. Una caridad auténtica, eficaz,<br />
las arrastra hasta tal punto que su comportamiento acaba por atraer la atención sobre sus<br />
personas. ¡No se ven ellas otorgar por algunos de sus amigos el título absolutamente<br />
insólito de Hermanas de la Caridad Protestantes! A decir verdad, el sentido profundo del<br />
vocablo se les escapa a los que se lo aplican porque la noción misma de vida religiosa as<br />
extraña para la Iglesia Episcopaliana. Tal vez los americanos hayan oído hablar de la madre<br />
María de la Encarnación, la Ursulina de Tours venida de Francia al Canadá, de eso hacía ya<br />
un siglo y medio, para educar e instruir a los niños de los indígenas como a los de los<br />
colonos franceses. Sin duda, el nombre de Margarita Bourgeoys, que fundó en la misma<br />
época la Congregación de Nuestra Señora, en Montreal, no era desconocida en Estados<br />
Unidos. Pero desde que se negó a juntarse a las colonias inglesas que luchaban por la<br />
independencia, el Canadá, quedó separado de los Estados Unidos por una frontera moral<br />
más severa y más inatacable que toda frontera política. Y, si es verdad que la constitución<br />
de la nueva república «ha garantizado, en principio, la libertad religiosa y el libre ejercicio<br />
del culto» para todas las confesiones sin distinción, no es menos evidente que los<br />
ciudadanos americanos pretenden mantenerse aparte de toda influencia extranjera,<br />
comprendido en ello, el plano religioso. El anglicanismo y el «papismo» malamente asociado<br />
en su espíritu suscitan en ellos en esta época un mismo temor, una misma repulsión. ¡Aquí,<br />
había señalado Hector St. John de Créve Coeur, aquí no hay familias aristocráticas, cortes,<br />
reyes, ni obispos, ningún poder oculto que da una potencia real a algunos! La única<br />
«religiosa» que han conocido entonces, en Nueva York, era una estatua de cera que iban a<br />
ver al museo de Greenwich Street, como una de las curiosidades más raras. Es fácil imaginar<br />
en tales condiciones, la extrañeza del título de Hermanas de la Caridad Protestantes que se<br />
habían atraído Isabel y Rebeca.<br />
Hay una cosa no menos digna de notarse: mientras Rebeca defendía habitualmente la<br />
intimidad espiritual que la unía a Betty como un bien personal y secreto, Betty siente, por el<br />
contrario, la necesidad de ensanchar el círculo de tal amistad. Hasta le falta a este respecto<br />
cierta discreción. Su deseo de compartir con otros los bienes espirituales que ella<br />
consideraba, con justo título, como esenciales, se mezcla, a veces, a una impaciencia<br />
intempestiva de la que adolecen a menudo los neófitos.<br />
Sus anticipaciones junto a Julia Scott serán bastante imprudentes y correrán riesgo por un<br />
momento de producir una herida en una amistad tan profunda, sin embargo. Más flexible se<br />
muestra en este dominio Catalina Dupleix. Ha vuelto de Irlanda deprimida físicamente,<br />
acabada moralmente. Entre ella y su marido, el rudo capitán de barco, hay una excesiva<br />
incompatibilidad para que se pueda esperar que una vida conyugal feliz se desarrolle jamás<br />
en el hogar. Betty piensa que tan dolorosos despojos pueden ser para su amiga una especie<br />
de llamada hacia Dios. La invita a compartir con ella y Rebeca la alegría sobrenatural que<br />
59
han descubierto, como el tesoro escondido del Evangelio. Rebeca, de primeras, protesta<br />
contra lo que parece ser la violación de una intimidad excepcional. Delicadamente Betty la<br />
tranquiliza: Tú puedes, amor mío, compartir con Dué la amistad que me das como con<br />
cualquier otra a quien un mismo lazo une con Aquél que es nuestro Amigo común y nuestro<br />
Guardián, Hazlo gustosamente, querida mía, sin tener ese temor que sentimos cuando se<br />
trata de compartir los afectos anudados solamente por la tierra.<br />
Semejante razonamiento basta para convencer a Rebeca. Entre las tres amigas, una misma<br />
vivencia de las cosas divinas, un mismo deseo de disponibilidad, trenzan día tras día un<br />
vínculo de una solidez única. De buenas a primeras, Isabel ha tomado, en cierto modo, la<br />
dirección de la pequeña comunidad. Catalina y Rebeca le dan su confianza, dichosas de<br />
encontrar en ella un apoyo seguro, un corazón abierto a sus propias necesidades,<br />
comprensivo y bueno. Es fácil imaginar los coloquios espirituales que reúnen a las tres, en la<br />
primavera de 1801, en la casa de Staten Street. A veces la puerta del salón se entreabre y<br />
asoma una cara infantil: es Ana María, Bill, o Ricksv. Su madre no se cuida de despedirlos.<br />
Silenciosamente, ellos escuchan un momento. Los niños entran más fácilmente de lo que se<br />
cree en el dominio espiritual. Puede caer en su corazón una semilla que germinará sin ruido,<br />
y mucho tiempo después dará su fruto.<br />
Bill, sólo tiene entonces cinco años. Y he ahí que una mañana, despertándose en su camita,<br />
grita de repente, deformando un poco las palabras, en su lenguaje infantil: «¡Querido<br />
Enrique Hobart, quisiera que hicierais un sermón para mí!». Su madre se estremeció.<br />
Aquellas palabras, confiesa ella me hicieron lanzar un largo suspiro, un profundo suspiro...,<br />
¡si fuese un presagio! Que su Guillermín habría de ser un día ministro de la Palabra de Dios.<br />
¡Qué magnífica esperanza! Sí, si Dios quisiera... ¿Y es que Dios no puede darnos mucho más<br />
todavía de lo que nosotros esperamos? Guillermo Seton no será ministro de la Iglesia<br />
Episcopaliana. Pero uno de sus hijos, Roberto, que nacerá en 1839, el 28 de agosto, como su<br />
abuela, será ordenado sacerdote de la Iglesia Católica y llegará a ser rector de San José, en<br />
Jersey City. El será también el primero de los sacerdotes americanos en ser elevado a la<br />
prelatura romana.<br />
Que Dios es efectivamente capaz de llenarnos más allá de nuestros deseos, Isabel lo<br />
presiente desde aquel período de su vida, en que tan a menudo todavía buscaba a tientas<br />
«la verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo», (Jn 1, 9). Prueba, la<br />
meditación que escribía, el año aquel, ignorando a la vez tanto las nuevas pruebas que<br />
pronto iban a triturarla como el chorro de gracias que vendría a colmarla.<br />
¿No beberemos el cáliz que nuestra Padre nos ha dado? Salvador bendito, por la amargura<br />
de tus sufrimientos - , podemos valorar la fuerza de tu amor. Estamos seguros de tu bondad y<br />
de tu misericordia. Tú no quieres llamarnos deliberadamente a sufrir. Tú nos has prometido<br />
que, si somos fieles, todas las cosas concurrirán para nuestro bien. Así pues si Tú lo hay<br />
ordenado de esta suerte, bienvenidos sean para nosotras desengañas y pobreza;<br />
bienvenidas enfermedades y sufrimientos; ¡bienvenidas, incluso, humillaciones, desprecios y<br />
calumnias! Si hay aquí un sendero áspero y lleno de abrojos es aquél en el que Tú te comprometiste<br />
el primero. Allí donde vemos la huella de tus pasos, nosotros no podemos<br />
lamentarnos. Durante este tiempo, Tú nos sostendrás con los consuelos de tu gracia; adonde<br />
seamos reducidos, Tú puedes compensarnos de cualquier sufrimiento temporal, con la<br />
posesión de aquella paz que el mundo no puede dar ni arrebatar.<br />
II.- SEGUNDA PARTE<br />
60
8.- LA FIEBRE AMARILLA<br />
El almendro está en flor<br />
La langosta saturada.<br />
La alcaparra da su fruto.<br />
Pero el hombre se va<br />
hacia su eterna morada...<br />
Elesiástico 12, 5-6<br />
El mes de julio va a conducir una vez más a Staten Island, junto al Dr. Bayley, a Isabel y a sus<br />
hijos. Ana María, Bill y Ricardo están tan contentos de partir para Tompkinsville, de<br />
encontrar allí, la campiña, las flores, los campos de tré bol, la playa, sus roquedales y sus<br />
conchas, que Betty tiene buen trabajo en calmar a su gente menuda en el momento de<br />
partir, tanto más cuanto que Rebeca no la puede acompañar. En cuanto a Guillermo,<br />
llamado a Baltimore en viaje de negocios., no se le juntará en Staten Island hasta más tarde.<br />
El recuerdo de la alegre llegada a Tompkinsville había de grabarse, sin embargo, para<br />
siempre en la memoria de Isabel. Ella evocará, muchas veces, la imagen de los niños,<br />
retozando en la pradera, persiguiéndose a gritos en torno a los montones de heno, luego<br />
apiñándose en torno a ella para recibir su porción de fresas que una amiga acababa de<br />
traerle para la merienda. ¡Cómo se derritió mi corazón de agradecimiento, confiesa ella, por<br />
Aquél que es el Dador de todas las cosas!<br />
Apenas efectuada la instalación, la vida se organiza. Paseas y giras son allí objeto de<br />
elección, pero los niños no dejarán tampoco de proseguir su trabajo escolar bajo la<br />
dirección atenta de su madre.<br />
Menos ocupada que en Nueva York, Isabel encuentra tiempo para consagrar dos horas por<br />
día al estudio de la Biblia. ¿No le hace falta compensar con la lectura y la meditación<br />
personal las predicaciones del domingo de las que se ve privada, no sin sensible disgusto,<br />
por la fuerza de las cosas?<br />
Cuida de decirme el tema del sermón, escribe a su cuñada, no existe distancia cuando se<br />
trata de las almas y con seguridad la mía está con la tuya, fidelísimamente. Pienso en los<br />
viajes de San Pablo, en Rebeca, en E. H., hasta sin estar con ellos. Aquí el grato día del<br />
reposo dominical no existe para mí.<br />
Mientras mira a sus tres mayores recrearse alegremente u ocuparse de la pequeña Kate a<br />
quien ella amamanta todavía, a pesar de que la infante tiene ya diez meses largos, la joven<br />
mujer se une habitualmente can el pensamiento a aquellos de quienes no desearía estar<br />
separada, aunque sólo fuera por un brazo de mar: Ocho kilómetros, efectivamente, separan<br />
«The Battery Park» del nordeste de Staten Island. En tiempo despejado, y gracias a unos<br />
catalejos, Isabel puede distinguir, desde la residencia de Tompkinsville la casa de State<br />
Street, incluso constatar si las contraventanas están abiertas o cerradas.<br />
Sin nostalgia, no obstante, aprovecha estos meses de calma, de gran respiro, teniendo ese<br />
don tan raro de saber acoger las alegrías más pequeñas como las más grandes, al paso que<br />
las encuentra en su camino. En eso encuentra el secreto de la valentía, de la serenidad, para<br />
acoger a su vez el fastidio y las inquietudes que siguen siendo, a pesar de todo, una porción<br />
de su pan de cada día. Unas veces es la salud de su marido, que hace renacer en ella las<br />
peores ansiedades. Otras veces el porvenir que le parece agobiante, ya que bien pensadas<br />
61
las cosas, será preciso renunciar a la situación que el señor Curson, cl abuelo de Guillermo,<br />
le proponía en Baltimore.<br />
Por otra parte, en lo más fuerte de los calores del verano, las barcos de emigrantes vierten<br />
sus lamentables cargamentos de hombres, de mujeres., de niños. Extenuados de miseria y<br />
de fatiga, después de semanas de penosa travesía, en unas condiciones a veces inhumanas,<br />
ellos son presa señalada para todas las enfermedades. Y las marismas tan próximas a Nueva<br />
York ven multiplicarse durante los calores, los mosquitos, de los que nadie sabe aún, ni<br />
siquiera el Doctor Bayley, que son ellos precisamente los portadores del virus mortal de la<br />
fiebre amarilla.<br />
Duros momentos para el oficial de Sanidad, que desde el amanecer debe asegurar su<br />
servicio en el puesto y afrontar cada día el peligro del contagio. Ricardo Bayley que tiene sus<br />
cincuenta y seis años ha gozado durante toda su vida de una excelente salud. Que conozca<br />
un momento de fatiga, durante el mes de julio, en medio de su labor agobiante, nada tiene<br />
de anormal. Betty admira a su padre cuya dedicación a los enfermos no tiene más pareja<br />
que su competencia de especialista. Ella le oye levantarse tempranito y partir para el<br />
lazareto. Debe estar allí para la visita médica de los que arriban, curar a los enfermos, tomar<br />
todas las medidas de aislamiento y de cuarentena de lo que tantas vidas humanas<br />
dependen prácticamente. Pasa allí jornadas enteras, no se le ve más que a la hora de la<br />
comida, ¡y apenas!, en la casa de Tompkinsville que una clausura severa aisla totalmente de<br />
la parte de la isla reservada a los enfermos de lazareto. Al menos Isabel se esfuerza por<br />
hacer para su padre esas horas, breves en demasía, tan sedantes como es posible. Por él se<br />
pone gustosa al piano, sabiendo cuánto le agrada escucharla. Pero sucede que él se duerme<br />
de golpe en su silla, tan falto está entonces de sueño.<br />
Obsesionada por las escenas dolorosas, cuyo relato hace a veces, cuyos dramas adivina<br />
nada más percibir más allá del recinto reservado, las idas y venidas de las enfermeras al<br />
depósito, Betty conoce, también ella, como escribe a Rebeca, noches de insomnio. Querría<br />
acompañar a su padre, compartir con él el peligro, aliviarle un poco su carga, tan pesada. De<br />
ello no hay cuestión posible: sus hijos la reclaman. Por ellos, si no por ella, sería una<br />
imprudencia culpable exponerse hasta tal punto.<br />
El 9 de agosto, un barco irlandés arriba al puerto. La jornada del 10 es pesada para el Dr.<br />
Bayley. La tarde le parece más suave. Sentado junto a la ventana del comedor deja vagar su<br />
mirada sobre el mar y sobre los campos de trébol donde el sol poniente despide irisaciones<br />
de topacio, sugiere haces de púrpura. Unas, nubes permiten esperar un poco de frescor.<br />
Llueve en alguna parte. Un arco iris se despliega de súbito por encima de la bahía. Repetidas<br />
veces el doctor llama a su hija: ¡Aquel espectáculo merece la pena! ¡Qué venga a admirarlo<br />
con él! Allá abajo, el puerto ofrece su animación acostumbrada. Las llamadas de los pilotos,<br />
los gritos de los estibadores llegan, difuminados, con el ruido de las olas que baten los<br />
acantilados, o se rompen sobre las piedras del embarcadero.<br />
¡Qué agradable vivir aquella tarde! Ricardo Bayley tiene, en sus rodillas, a su nietecita Kate.<br />
Ella tiende sus manos hacia el vaso que se encuentra sobre la mesa y el abuelo feliz hace<br />
beber a cucharadas a la nieta que le llama: ¡Papá! ¡Papá! Betty se pone al piano. Su padre<br />
canta entonces. Ella le siente distendido, alegre incluso. Ella querría prolongar sin fin<br />
aquellos instantes de paz tranquila. Hay en la voz del doctor un calor desacostumbrado, que<br />
deja en el corazón de Betty una verdadera dicha. Pero cae la noche. Es preciso acostar a los<br />
niños. El doctor debe pensar también en tomar el descanso indispensable: ¡su noche será<br />
tan corta!<br />
62
La mañana del 11 de agosto, él parte hacia el lazareto, como las otras mañanas. Ayer, antes<br />
de dejar el puerto, había dado órdenes precisas para que los pasajeros enfermos, del navío<br />
irlandés, fueran separados de los otros, y puestos aparte todos sus bagajes. Ahora bien,<br />
cuando llega aquella mañana, es para encontrar estacionados en una pieza, cuya ventilación<br />
es muy escasa en medio de fardos y de cajas a los llegados de la antevíspera, equipajes,<br />
emigrantes, todos en mezcolanza...<br />
Desconcertado un momento, el doctor se precipita en medio de aquellos hombres, de<br />
aquellas mujeres, de aquellos niños que le miran con sus ojos esquivos, porque la mayor<br />
parte de ellos están ya heridos de muerte. ¿Por qué las órdenes dadas ayer no han sido<br />
ejecutadas? ¿Acaso en la precipitación de un desembarco difícil no habían sido<br />
comprendidas? El Dr. Bayley siente hervir en él una sorda cólera. Despreciando toda<br />
prudencia en su indignación se olvida de tomar las precauciones que le son habituales, de<br />
poner en su rostro la máscara protectora. Si hay tiempo todavía, quiere que se separe a los<br />
menos tocados de los otros. Quiere... Pero bruscamente se detiene incapaz de dar nuevas<br />
directrices. Le parece que su cabeza da vueltas. Las náuseas retuercen su estómago. Se recobra,<br />
sin embargo, dice lo que tiene que decir y vuelve a tomar el camino de su residencia.<br />
Isabel le ve sentarse como de costumbre a la mesa donde se sirve el té. Advierte sus<br />
facciones desechas. El parte otra vez, esperando por un instante haber extrangulado el mal.<br />
Breve ilusión. Tiene que detenerse, y en el muelle se des ploma sobre un tablón de madera.<br />
Su hija que, desde la ventana, seguía con sus ojos su marcha vacilante, lanza un grito de<br />
espanto. A sus órdenes, un hombre lo levanta y conduce a pasos cortos al doctor hasta casa.<br />
En el umbral, él balbucea que sus piernas han desaparecido de repente bajo él. En su mirada<br />
febril, Isabel lee un abatimiento sin nombre, un verdadero terror.<br />
Apenas se le tiende en el lecho se obnubila en el delirio. ¿Para qué sirve engañarse? La<br />
fiebre amarilla, la terrible enfermedad se ha abatido sobre el hombre que consagró años de<br />
su vida a buscar su origen, sin poderlo encontrar, des plegó sus fuerzas para intentar poner<br />
a raya sus estragos sin obtener el resultado esperado. A su vez, está vencido. Comienza para<br />
él, la larga, la terrible agonía a la que tan a menudo ha asistido impotente como era, para<br />
atenuar su horror a sus pacientes. A pesar de los cuidados que le prodiga con su yerno, el<br />
Dr. Post, un joven médico amigo, su estudiante de antaño, él sabe que está perdido. Cuando<br />
abre sus ojos, cuando recobra la conciencia, es para decir a Betty que tiene entre la suya la<br />
mano ardiente de su padre: «Todos los horrores llegan hija mía, yo los siento venir».<br />
Avisada, al mismo tiempo que su marido, María ha acudido con él. Betty no deja de estar día<br />
y noche a la cabecera de su padre. Ella comparte la agonía que no puede aliviar, viendo<br />
impotente por su parte a aquel padre, a quien ama apasionadamente, retorcerse en dolores<br />
que nada puede calmar.<br />
Oh Rebeca mía, garrapatea a prisa en una pequeña nota, si en esta hora no supiera hacia<br />
quién mirar ¿cómo podría soportarlo?<br />
Pero otra angustia más íntima, más punzante, la acongoja: ¿cuál será la suerte eterna de su<br />
padre? Una noche en que debió aceptar dejar un momento su puesto cerca del moribundo,<br />
ella no se contuvo más. Teniendo en sus brazos a la pequeña Kate, recorre a grandes pasos<br />
la azotea de la residencia. ¿Si Dios aceptara la vida de su nena por la salvación de su padre?<br />
Cree deber suyo hacer al Señor el sacrificio más desgarrador que puede concebir una<br />
madre. Ella no tiene todavía esa mirada purificada que le permitiría presentir, si no ver, que<br />
tales sacrificios no pueden venir de nuestra iniciativa: basta con aceptar cuando Dios los<br />
pide. Proponérselos a El, ¿no sería poner en duda, al fin, su infinita misericordia y el valor<br />
63
infinito de la redención de Cristo? ¡Pero está tan sola en su desarrollo! Si Dios rechaza su<br />
ofrenda, heroica y a la vez temeraria, escucha su oración tan plena de solicitud filial.<br />
En el decurso del tercer día de agonía, mientras está sentada junto al lecho donde su padre<br />
se debate, él se vuelve hacia ella diciendo: «Es la mano de Dios quien guía todo esto». Era la<br />
primera vez que Isabel le oía hablar del Señor. El repitió varias veces: ¡Cristo Jesús mío, ten<br />
piedad de mí!, confiará ella más tarde.<br />
El lunes 17 de agosto los sufrimientos parecen redoblarse, luego, por la tarde a las dos y<br />
media, una especie de calma sucede a la agitación. A tientas el moribundo ase por última<br />
vez la mano de su hija, se vuelve hacia ella y da el postrer suspiro.<br />
Ni su mujer, ni ninguno de los hijos de su segundo matrimonio se han atrevido a afrontar la<br />
estación de la cuarentena. El servicio fúnebre mismo no deja de plantear un doloroso<br />
problema: nadie querrá consentir que sea transportado el cuerpo del difunto a través de la<br />
campiña. La tumba está abierta ya en el jardín de la residencia, cuando Isabel, que no se ha<br />
resignado a tal solución, piensa que no es imposible llegar al cementerio sin atravesar la isla.<br />
¿Por qué no se transporta el féretro por mar, utilizando la barca del servicio de sanidad? A<br />
esta proposición, Barby, el fiel marino del Dr. Bayley cuya ayuda parece indispensable, da su<br />
pleno consentimiento. Dos coches en los que algunas personas han tomado asiento esperan<br />
el arribo al pie de la colina de Richmond, para emprender, detrás del féretro, el camino que<br />
serpentea hasta la iglesia de San Andrés, a la que rodea el cementerio. El Rev. Moore<br />
celebra allí el servicio, mientras que el sacristán se raza por el espanto que le causa el sola<br />
nombre de fiebre amarilla. Le sustituirá Barby, ayudado del joven médico amigo de la<br />
familia Bayley.<br />
Por lo menos Betty ha logrado ver reposar al lado de los de su madre los restos mortales de<br />
su padre, en el pequeño cementerio de Richmond. Pero ¿cómo no evocar, frente aquellos<br />
funerales clandestinos, las exequias del señor Seton en las que se apiñaba una<br />
muchedumbre de amigos? Sería inverosímil que Betty no quedara impresionada con aquel<br />
contraste. Más lancinante era para ella la incertidumbre de la salvación de su padre.<br />
¡Cuánto la hubiera consolado en esta dura prueba la seguridad objetiva que aporta a los<br />
moribundos de la Iglesia Católica la recepción de los sacramentos de la Penitencia y de la<br />
Unción de los enfermos! Sin duda el misterio de la salvación de los seres que nos son los<br />
más queridos sigue siendo al fin el secreto de Dios. La aceptación voluntaria de los últimos<br />
sacramentos queda como una prueba palpable de su última reconciliación con El. La vida del<br />
Dr. Bayley no estaba ciertamente exenta de faltas, pero no lo estaba tampoco de<br />
dedicación.<br />
«Estaba enfermo y me visitaste», dirá Cristo a sus elegidos. ¿A cuántos enfermos, no había<br />
visitado el Dr. Bayley? ¿Sobre cuántos no se había inclinada con peligro de la propia vida?<br />
Un texto de San Agustín proyecta a este respecto un rayo luminoso de esperanza: «Si<br />
alguien dice que ama a Dios y detesta a su hermano, es un mentiroso (Jn 4, 20). Entonces,<br />
¿qué? ¿quién ama a su hermano, ama a Dios? Necesariamente, él ama a Dios, ama al Amor<br />
mismo. ¿Puede amar a su hermano sin amar al Amor? No ama verdaderamente al Amor...<br />
No puedes decir: Amo a mi hermano, pero no amo a Dios; lo mismo que mientes si dices:<br />
Amo a Dios, cuando no amas a tu hermano, así te engañas si dices: Amo a mi hermano,<br />
creyendo que no amas a Dios» (In I Epist. Joan. Tract. 10, 10).<br />
Nos hubiera gustado que Isabel hubiera conocido estas líneas tan consoladoras para<br />
apaciguar la ansiedad espiritual que se añadía entonces a su pesada tristeza. Sin duda no<br />
dejará de experimentar los elogios que, más tarde, se tributen a su padre en el plano<br />
profesional. Tales elogios, con todo, seguirán siendo «de otro orden».<br />
64
«El Dr. Bayley, debía escribir Thacher, murió dejando el recuerdo, tanto de un noble<br />
carácter como de un especialista de valer, de un cirujano excelente y audaz, de un hombre<br />
capaz de dar rápidamente un diagnóstico, de tomar una de cisión sin vacilar. Siendo un<br />
perfecto caballero, honrado, gentil y digno; de una integridad absoluta, y de hecho incapaz<br />
de tolerar en los otros una falta de rectitud, inflexible en sus afectos, inexorable en sus<br />
antipatías, y que no soportaba la contradicción. Era de un temperamento ardiente y, sin<br />
embargo, capaz da hacerse frío de golpe: defecto que él reconocía y lamentaba. Sin temor a<br />
nada, se mostraba, a veces, un poco parcial hacia ciertos enfermos, pero sabía, sin embargo,<br />
ser caritativo si alguien estaba en necesidad».<br />
Se contaba que, un día, uno de sus colegas había venido a pedirle su ayuda para una<br />
operación delicada. Fatigado, sobrecargado, el Dr. Bayley se había excusado de primeras,<br />
pero, al saber que se trataba de una familia sin recursos pecuniarios, cambió bruscamente<br />
de decisión. La preferencia que daba a los pobres, a aquellos de los que no recibía<br />
honorarios, era casi tan notoria como su competencia médica y quirúrgica. Los suyos no<br />
habían de olvidarlo jamás, de suerte que una de sus biznietas, María Seton Bayley,<br />
convertida por su matrimonio en la Sra. Walter Large, será una de las fundadoras de la Cruz<br />
Roja americana, en el condado de Westchester.<br />
Desaparecido el Dr. Bayley, las Seton no tenían razón alguna para permanecer en Staten<br />
Island. Betty se toma el tiempo, con todo, en medio de los dolorosos preparativos de la<br />
marcha, para dirigir al Rev. Moore estas pocas líneas: No puedo dejar la isla sin presentar al<br />
Sr. Moore, la expresión del reconocimiento de un corazón lleno de gratitud por la bendición y<br />
consuelo que nos ha aportado en estas horas plenas de amargura de nuestra pesada<br />
tristeza. Gracias a usted, querido señor, los restos de mi padre querido reposan en un lugar<br />
santo y mi único deseo es que se reserve un pequeño lugar a cada lado suyo, para sus dos<br />
hijas mayores...<br />
A pesar de que ella confiesa a Rebeca: Mis lágrimas se han agotado, ellas han quedado con<br />
todas las agonías que las causaron sobre el entarimado de la buhardilla de Staten Island.<br />
El golpe había sido rudo y brutal para Isabel. Si lo supera es a fuerza de energía. Pero, una<br />
vez más, intenta «hacer frente». Ella estará repuesta, afirma, una vez que la fatiga<br />
acumulada durante el verano quede eliminada.<br />
De hecho, la fiebre amarilla se apresta a herir, una nueva víctima, muy cerca de ella<br />
también: Enrique Sadler, el marido de Isa, cae a su vez, en Nueva York, a comienzos del<br />
otoño. Porque, una vez más, la epidemia esparce el terror en la ciudad. El Sr. Sadler era,<br />
desde siempre, el gran amigo de los hijos de Betty. Alegre, lleno de amor, y de corazón,<br />
había conquistado la confianza de Ana María, de Bill y de Ricksy. Y los pequeños le veían<br />
desaparecer tan brutalmente como les había desaparecido su querido abuelo de<br />
Tompkinsville. A los seis años, Ana María no puede sino quedar marcada por este doble<br />
encuentro con la muerte. Reflexiva, como su madre, se hace más profunda en el plano<br />
religioso. Ella asombrará pronto por la seriedad de sus reflexiones y de su comportamiento.<br />
En cuanta a Betty, frente al dolor de su amiga, es de las que sabe compartir en el sentido<br />
auténtico de la palabra. Esforzándose en sostener a Isa, encuentra nuevas fuerzas para<br />
superar su propia tristeza.<br />
Y mientras las iglesias de la ciudad ven disminuir, de domingo en domingo, el número de los<br />
asistentes al culto, el número de los que se atreven a salir de sus casas, tan grande es el<br />
miedo a la epidemia que prosigue sus estragos, Betty se quiere más fiel que nunca, al oficio<br />
dominical y al Sacramento.<br />
65
El terror de los habitantes de Nueva York, parece tan vivo, escribe a Rebeca, que no deberías<br />
venir a la ciudad, si sigues las reglas de la prudencia. Pero, personalmente, yo te digo: ven,<br />
querida mía, «continuemos la fiesta», con toda sinceridad y lealtad.<br />
En esta época, el joven matrimonio Maitland, vive también horas tan negras que las Seton<br />
acogen para el invierno al recién nacido de Isa con su nodriza. En febrero, se conoce el<br />
arresto de Jaime Maitland y su encarcelamien to. Si Guillermo y Betty no hubieran tendido<br />
la mana a su mujer, desamparada, si no hubieran aceptado proveer ellos mismos a la<br />
subsistencia de sus sobrinos, Isa habría conocido, sin duda, con el abatimiento y la miseria,<br />
una verdadera desesperación. Pero Betty está allí. ¡Qué importa si el trabajo y las preocupaciones<br />
vienen a multiplicarse para ella! Mammy Huller por su parte, no está ya para<br />
ayudarla, al contrario, ella tiene ahora, por el hecho de su mucha edad, necesidad de<br />
cuidados y afecto. Betty se los prodiga. Más aún, se hace junto a la anciana, que, al parecer,<br />
no tenía más que unas nociones muy vagas de religión, una catequista tan celosa y<br />
persuasiva que Mammy Huller, le deberá la recepción del bautismo, unos días antes de<br />
expirar en octubre de 1801.<br />
La pequeña clase no deja de funcionar en State Street, con nueve alumnos. Betty no ha<br />
declinado el puesto que ocupa siempre, y de manera efectiva, en la sociedad en favor de las<br />
viudas económicamente débiles. Ella llega a encontrar tiempo para todo, aunque le sea<br />
prometido encima un nuevo nacimiento para el verano de 1802. Me levanto pronto y me<br />
acuesto tarde, jamás antes de media noche, lo más a menudo a la una de la madrugada,<br />
confiesa ella con una pizca de humor. Tal es mi suerte, y como es preciso que todo el mundo<br />
«saque orgullo» de algo, yo no puedo negar que sea de ahí de donde saco el mío... Hoy he<br />
cortado mis dos vestidos y he cosido, en parte, otro; he tomado también todas las lecciones;<br />
he recibido durante dos horas la visita de la viuda Veley, que me ha sido confiada. - «Sin<br />
trabajo, sin leña, hijo enfermo, etc.». ¿Cómo puedo quejarme entonces, con un fuego que<br />
brilla en la chimenea y la luna que brilla, brilla, por encima de mis espaldas y mis queridos<br />
que van todos bien, que meten bulla y que danzan? He tocado para ellos durante media<br />
hora.<br />
Así pasan los días, las semanas, los meses. Al ver a esta joven mujer darse, sin medida y<br />
como jugando, a las tareas que asume, en su hogar, junto a su marido, a sus hijos, fuera,<br />
junto a las mujeres desheredadas, ¿quién dudaría a qué profundidad tratan de penetrar las<br />
raíces de su vida espiritual, de la que al fin saca su energía, el don de sí y la serenidad? Una<br />
nota escrita de su puño, lo deja, con todo, presentir:<br />
Este día bendito, domingo 23 de mayo de 1802, mi alma ha tomado conciencia por vez<br />
primera de la bendición y de la posibilidad de una entrega total de sí y de todas las<br />
facultades a Dios. En verdad, este ha sido para mí el DÍA DEL SEÑOR, a pesar de muchas,<br />
muchas tentaciones de olvidar mi divina posesión en su constante presencia que se han<br />
abatido sobre mí. Pero -¡bendito sea mi amable Pastor!- en esta hora de su mi encuentro<br />
reposada en su redil, dulcemente reposada en las aguas de tranquilidad que han corrido por<br />
mediación de su ministro, nuestro maestro bendito. ¡Gloria a Dios por esta gracia indecible!<br />
¡Gloria a Dios por los medios en que nos llega su gracia, y por las esperanzas de gloria que<br />
esparce con tanta misericordia sobre su indigna sierva! Oh Señor, ante Ti no puedo tener<br />
mérito hasta el momento que sea revestida con la túnica de la justicia por mi bienamado<br />
Redentor. El es quien me hará capaz de contemplar la visión de tu gloria.<br />
Ser revestida por el Salvador con una túnica de justicia que vela a sus ojos las debilidades y<br />
las faltas de la criatura pecadora que somos, es al fin el ideal más elevado que puede<br />
concebir entonces Isabel. Ella no sabe todavía que la redención, puede devolver al hombre<br />
66
caído, a pesar de la caída de Adán, a pesar de sus faltas personales, la pureza total de su<br />
alma:<br />
«Aunque vuestros pecados fueran como la escarlata blanquearán, coma la nieve;<br />
aunque fueran rojos como la púrpura, vendrán a ser como la lana».<br />
Cristo que perdona a María Magdalena, hace mucho más que cubrirla con una túnica de<br />
justicia: El la purifica y la transforma, hasta en su ser más íntimo. Isabel está lejos todavía de<br />
los horizontes infinitos que le abrirá, pronto, un conocimiento más verdadero de lo que es<br />
para los hombres rescatados el amor omnipotente y misericordioso del Señor. Pero lo que<br />
ha encontrado ya, y lo que ella considera, con justo título, como el más precioso de los<br />
tesoros, sufre interiormente de no poderlo compartir con todos aquellos a quienes ama. Si<br />
le parece fácil abrir a las realidades sobrenaturales el alma de sus hijos., no encuentra junto<br />
a su esposo el eco que persiste en esperar. Con los altibajos que son propios de los<br />
tuberculosos, Guillermo se aferra desesperadamente a la idea que parece entonces<br />
polarizar su vida; llegar a saldar hasta la última, las deudas que le quedan, reanimado, por<br />
un momento, cuando se abre para él la puerta de los amigos que le han permanecido fieles.<br />
Betty le ve feliz como un niño, en poder frecuentar todavía a algunas familias de la sociedad<br />
selecta de la ciudad, vestir su levita de seda y partir, elegante como en los días de<br />
prosperidad, para una velada de diversión, mientras que «su mujercita» queda con los<br />
niños, su trabajo, sus preocupaciones. La energía que ella despliega, las tareas que asume,<br />
Guillermo las encuentra tan normales que no sospecha el grado de heroísmo que requieren<br />
a veces. Con un candor desconcertante, él anuncia a Julia Scott, el 19 de agosto de 1802, el<br />
nacimiento de su quinto hijo, la pequeña Rebeca: «Ayer, amiguita mía, tu Isabel comenzó<br />
esta carta a las once de la noche y esta mañana a mediodía tengo la alegría de anunciarte<br />
que ella ha traído al mundo felizmente una hijita. La madre está tan bien como se puede<br />
estar en esta ocasión, mejor de lo que se podía esperar, porque no hemos tenido "ni doctor<br />
ni ayuda alguna", de no ser que la señorita hizo su aparición un cuarto de hora después»...<br />
Parecía que Guillermo se había olvidado totalmente, ahora, de cómo Isabel a quien él ama,<br />
sin embargo, apasionadamente, había rezado tan de cerca la muerte en el momento del<br />
nacimiento de su segundo hijo. El bautizo de Rebeca, tendrá lugar el 29 de septiembre, y<br />
luego, la vida reanudará su curso...<br />
Isabel no deja de señalar la coincidencia de las fechas: el 17 de agosto de 1801, ella se<br />
inclinaba sobre el lecho de agonía donde su padre iba a expirar, el 19 de agosto de 1802,<br />
ella tenía en sus brazos al hija que acababa de traer al mundo-: Querida, querida Rebeca, el<br />
año pasado, en aquel momento, 3 de la tarde... ¡Eso no tiene importancia! Alguien pensará<br />
también en nosotros de esa forma, dentro de unos años...».<br />
Ella está convencida de esto: por queridos y sagrados que sean los recuerdos, no es al<br />
pasado al que hay que volverse, sino hacia el porvenir adonde hay que dirigirse<br />
resueltamente: mirar adelante y no atrás.<br />
Dos textos escritos de su mano se pueden poner aquí en paralelo. El uno está fechado el 12<br />
y 13 de septiembre de 1802, y se sitúa por suerte entre el nacimiento y bautizo de Rebeca.<br />
El otro, redactado mucho más tarde, se encuentra consignado en los Dear Remembrances.<br />
Domingo 12 septiembre, tres semanas y das días después del nacimiento de mi Rebeca, he<br />
renovado mi resolución de luchar conmigo misma y de esforzarme por el bien, en todas las<br />
circunstancias, de servir a mí querido Redentor y de darme a Dios, par El, totalmente. Las<br />
natas, redactadas en estilo telegráfico, se prosiguen al día siguiente: Comienzo de una vida<br />
nueva - resumen de las ocupaciones y los deberes que constituyen la parte que El me ha<br />
asignado.<br />
67
Tales son los deseos de perfección de las que Isabel tiende a tomar nota en el momento en<br />
que se encuentra invadida por esos deseos mismos. Estarán todavía presentes en su<br />
memoria, siempre tan vivos en el momento en que escriba los Dulces Recuerdos, hasta el<br />
punto que no podrá privarse de mencionarlos de nuevo.<br />
Las noches, sola --- escribiendo - biblia, salmos, con ardientes deseos del cielo - - - ofrenda<br />
continua de mi deliciosa A (Ana) y G (Guillermo) y R (Ricardo) y C (Catalina) y la pequeña R<br />
(Rebeca), desde su primera entrada en este mundo - temor de su PERDICIÓN ETERNA,<br />
preocupación dominante a través de todas las penas a alegrías de una madre.<br />
--- Tedeum de media noche.<br />
--- Unión de alma con Rebeca, Enriqueta y Cecilia...<br />
-Confianza en Dios a través de las fluctuaciones de nuestros sufrimientos y pruebas.<br />
Por eso su alma oscila sin cesar entre el sordo temor de una predestinación temible, cuyo<br />
pensamiento viene a atravesarse siempre en su camino, y la confianza que la arrastra<br />
invenciblemente hacia aquél de cuyo corazón no puede dudar. Hay que convenir en que<br />
este problema de la predestinación, tal como se lo presenta la doctrina episcopaliana, la<br />
persigue insidiosamente, par ella y por los suyos, pareciendo minar a veces su esperanza.<br />
Ella se debate en esto como el pájaro en la red que lo encierra, se desprende de ella un<br />
momento, toma su escape, para volver a encontrarse prisionera allí. Y es esto precisamente<br />
lo que hace trágica su marcha hacia la verdad.<br />
El Rev. Hobart, el joven vicario de la Trinidad, sigue siendo en esta época, su único<br />
consejero, su oráculo. Y es él a quien va a confiar ella su abatimiento respecto a su marido.<br />
Porque la ilusión ahora ya no es permisible: la salud de Guillermo declina de manera<br />
evidente, y la ciencia médica de entonces se de clara impotente frente a un mal del que<br />
ignora hasta el nombre. Isabel es demasiado lúcida para engañarse y no puede resignarse a<br />
ver hasta el final a su Guillermo desertar de la casa del Señor. Quiere para él, la alegría y la<br />
fuerza que ella misma ha descubierto en su encuentro con Dios. Ella quiere para él esa fe<br />
viviente que permite volverse con confianza hacia las realidades sobrenaturales en el<br />
momento que pueden faltar los bienes más preciosos de la vida terrestre: la vida común, la<br />
vida de amor, sellada por ocho años y más de matrimonio. ¿No ha sido su deseo de siempre<br />
compartir con Guillermo lo que ella tiene de mejor, su fe? Pero ella jamás ha podido hablar<br />
con él de las cosas divinas. No obstante ella no cesa de esperar.<br />
Y un hecho es cierto: durante el verano de 1803 las conversaciones del Sr. Seton con<br />
Enrique Hobart, toman otro tono. Es un nacimiento o un renacimiento de la fe en el alma de<br />
este hombre, joven todavía que sabe también que sus días están contados. Con una<br />
delicada solicitud, pero con un estremecimiento de todo su ser, Isabel sigue el<br />
encaminamiento de su marido por el sendero que conduce al redil donde Cristo espera a<br />
todos los suyos. Guillermo lee, pregunta, reflexiona. ¿Sería para él el retorno a «la mesa de<br />
familia», a «la comida tomada en común» que es para Isabel la recepción del<br />
«sacramento"?<br />
Guillermo ha prometido. en el mes de agosto corriente, ir a la Iglesia con los suyos. El lo ha<br />
dicho con una sonrisa amplia, precisa Betty en una nota a Rebeca, y añade: Yo sería tan feliz<br />
si él llega a mantener su promesa de buen grado y sin ninguna presión de mi parte. ¡Cuánto<br />
desea ella ese día dichoso! ¡Cuánto lo reclama con todas sus ansias en su oración secreta! Y<br />
cuando llega al fin, la joven mujer se llena de alegría. Aquella alegría hay que compartirla<br />
con el Rev. Hobart, ante todo, tiene que comentarla enseguida con Rebeca.<br />
Le he dicho (a Enrique Hobart), que estas últimas veinticuatro horas eran las más felices que<br />
he vivido jamás, que nunca hubiera creído poder esperar, ya que el deseo más ardiente de mi<br />
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corazón estaba realizado. Querida Rebeca, ¡si tú hubieras visto qué dulce era la noche de<br />
ayer! El corazón de Guillermo parecía más próximo al mío, porque estaba más próximo a su<br />
Dios. Me dormí a las once de la noche, agotada por completo físicamente, y le dejé a él con<br />
el volumen de Nelson entre las manos.<br />
Así pues, aquél a quien ella había dado todo su amor humano, aquél con el que desde el<br />
primer instante ella había querido poner todo en común, los bienes espirituales lo primero,<br />
ha llegado a ser para ella ahora, el verdadero compañero de eternidad. Su acción de gracias<br />
sube alegre y clara hacia su «querido Redentor», y, al mismo tiempo, su corazón de carne se<br />
estremece porque ella ve claramente que tal unión de su alma con el alma de Guillermo as<br />
un preludio de su separación terrestre y que la alegría humana, en adelante, no brillará para<br />
ellos largo tiempo.<br />
9.- RUMBO A LO DESCONOCIDO<br />
Yo soy el Señor tu Dios que remueve el mar y hace bramar sus olas...<br />
Yo he puesto en tu boca tus palabras.<br />
Yo te he escondido a la sombra de mi mano.<br />
Is 51, 15<br />
El 2 de octubre de 1803, un gran velero The Shepherdess (La Pastora), a punto de partir para<br />
el continente europeo, levaba anclas en e1 puerto de Nueva York. Los marineros se<br />
afanaban sobre el puente del navío, tirando de los cordajes, maniobrando de consuno los<br />
cabrestantes y las poleas, soltando las velas inmensas que se henchían ya bajo el soplo del<br />
viento. Con chillidos agudos, cormoranes, golondrinas de mar y gaviotas se perseguían,<br />
evolucionando en torno a la gran gavia y a la cangreja. En el embarcadero se agitaban los<br />
pañuelos. Lentamente el barco remolcado por una chalupa de potentes remos que movían<br />
al compás rudos marineros, se deslizó por el estrecho canal a lo largo de la estación de la<br />
cuarentena.<br />
Todos los niños que jugaban en el jardín público de The Battery acudieron a situarse en el<br />
muelle más próximo para ver pasar el barco que singlaba hacia tierras lejanas, tan lejanas<br />
que se confundían, en su imaginación infantil, con el país de los sueños. En primera fila dos<br />
chiquillos de seis y medio y cinco años, se apretaban contra una adolescente, y una<br />
jovencita que tenía de la mano a una nena de tres años. Bill, Ricksy y Kate Seton habían<br />
venido con sus tías Enriqueta y Rebeca para enviar un último beso a sus padres y a su<br />
hermana mayor que habían embarcado, hacía poco, en I a Pastora, a fin de alcanzar Italia.<br />
Con todos sus ojos, los tres pequeños miraban ahora al navío que avanzada balanceándose,<br />
gracioso, sobre las olas. Cuando llegara a su altura ellos podrían distinguir fácilmente, desde<br />
su observatorio, las queridas siluetas que agitaban ya sus manas en dirección suya.<br />
Apoyada en la batayola, Isabel Seton al lado de Guillermo escrutaba por su parte los,<br />
muelles de The Battery. Mantenía en su mano, como señal convenida, un pañuelo de seda<br />
roja, a fin de ser más reconocible de lejos.<br />
Y, de repente, los pequeños estallaron en sollozos. Habían reconocido entre los pasajeros,<br />
en medio de la marinería, a su papá, a su mamá y la frágil silueta de su hermana mayor de 8<br />
años, Ana María, que les hacía grandes gestos. En su entusiasmo de ver pasar tan cerca de<br />
ellos el velero de altos mástiles habían olvidado por un instante su dolorosa separación.<br />
Ahora, veían bien que el navío, deslizándose a lo largo de Staten Island, se dirigía hacia el<br />
faro de donde, tras un breve momento de parada, se iría hacia alta mar, hacia lo<br />
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desconocido, llevando más lejos de ellos, cada minuta, a aquellos de quienes jamás<br />
hubieran creído en su experiencia totalmente nueva poder estar separados un día.<br />
Bill, e1 primero, acababa de comprobar lo que representaba concretamente el bello viaje<br />
del que se le había dicho que su padre tenía necesidad. Esta noche, su mamá no le besaría,<br />
como lo hacía cada noche, ni mañana, ni al día siguiente... Aquello era demasiado para su<br />
corazón de seis años. El se dejaba llevar de su inmensa tristeza. Fuertes sollozos le sacudían<br />
cortándole por momentos la respiración. Se sofocaba. Cerca de él, Ricksy y Kate lloraban,<br />
agarrándose a las faldas de Rebeca. Enriqueta y su hermana, dominando su propia emoción,<br />
apretaron en las, suyas las manitas de los niños y los condujeron a casa.<br />
El viaje que debía conducir a Isabel y Guillermo hasta el puerto italiano de Liorna, había sido<br />
decidido en el curso de las semanas precedentes. Mm Seton declina tan rápidamente, había<br />
confiado Betty a su amiga Julia Scott, que no se puede guardar ninguna esperanza de ver<br />
restablecida su salud. Ambos lo sabían. Era la suerte común de una parte de los Seton: ¡qué<br />
se podía prácticamente contra una herencia de este género, frente a un mal implacable del<br />
que la medicina ignoraba casi todo? Sólo restaba una cosa posible: dar al enfermo un<br />
sosiego moral, psicológico, condescendiendo con sus, últimos deseos por exhorbitantes que<br />
fueren, como lo son a veces, precisamente en los tuberculosos, durante las últimas crisis de<br />
la enfermedad.<br />
Pero, Guillermo no soñaba sino con el cielo azul de Italia, con los pequeños valles arbolados,<br />
verdegueantes y floridos de Toscana. En Italia había pasado los años más bellos de su<br />
juventud. Allí había dejado unos amigos fieles, Antonio y Feline Filicchi. Antonio se había<br />
casado en 1794, el mismo año que Guillermo. Había tomado por esposa a Amabilia<br />
Baraaazzi, que le daría siete hijos. Era un hombre cultivado. Antes de asociarse en los<br />
negocios con su hermano Feline, había estudiado Filosofía en Pisa, luego Derecho en Roma.<br />
Había obtenido el doctorado en ambos derechos y, de hecho, se había visto distinguido con<br />
una misión oficial que por un tiempo le había conducido a Milán. Actualmente, estaba de<br />
nuevo en Liorna con su mujer y sus hijos. Allí trabajaba en concierto con su hermano Felipe,<br />
un año mayor que él. Competente en los negocios comerciales y bancarios, Felipe había<br />
llegado repetidas veces a tomar contacto directo con el joven Estado de América. Allí había<br />
conocido a los presidentes Washington v Adams. Feline era con quien se había embarcado<br />
Guillermo para volver a EE.UU. en 1878. Al año siguiente, el joven italiano de veintisiete<br />
años había encontrado en Boston a María Cowoer a quien haría pronto su esposa,<br />
llevándosela con él a Europa. Con María Cowner, los Seton encontrarían en Liorna un poco<br />
de América. Felipe, como su hermano, era un excelente latinista. Hablaba además<br />
corrientemente el inglés, el francés, el español.<br />
Eran aquellos unos amigos incomparables cuales tal vez Isabel y su marido no habían<br />
encontrado jamás en la sociedad neoyorquina. Guillermo no cesaba ya de hablar sobre este<br />
tema.<br />
Con el mismo entusiasmo hablaba de los monumentos históricos, de los suntuosos «palazzi»<br />
de Toscana y de Venecia. Describía las obras maestras de arte religioso cuales eran, a través<br />
de toda la península, las iglesias católicas de las que la joven América no podía tener ni idea.<br />
Se veía ya admirando can Betty las maravillas que sus amigos europeos le habían hecho<br />
descubrir antaño. Juntos, gustarían el placer de ver los monumentos famosos, las esculturas<br />
y las pinturas de los grandes maestros del renacimiento italiano. Juntos, realizarían a lo<br />
largo de las costas encantadoras del Mediterráneo magníficos paseos. Betty descansaría<br />
contemplando, el mar tan intensamente azul y los pliegues ondulados de las colinas<br />
verdegueantes donde surgían a veces las lanzas de los cipreses o los quitasoles de los pinos,<br />
70
cuya sombra se extendía, con un azul oscuro, sobre los viñedos a las praderas. Ella probaría<br />
allá frutas desconocidas, sentiría el perfume embriagador de flores que jamás había visto. Y<br />
Guillermo, en aquel clima de paraíso terrestre, recobraría, poco a poco, las fuerzas de que<br />
tenía necesidad para triunfar del mal que le minaba.<br />
Isabel escuchaba a su marido forjar los sueños más dorados, sonriendo a unas esperanzas<br />
cuya vaciedad ella sabía. Pero había conocido que allí había para ella una última dulzura,<br />
una última dicha humana que ella no se reconocía el derecho de frustrar.<br />
De común acuerdo habían decidido entonces hacer este viaje de largo trayecto y tan<br />
desprovisto de las condiciones de seguridad, de comodidad y de rapidez que hoy<br />
conocemos. Apenas el proyecto tan excepcional se divulgó en la familia y entre las<br />
amistades - de los Seton, un «tolle» general se levantó contra ellos. Hacía falta estar loco<br />
para intentar semejante aventura, sobre todo en aquel período de perturbación política<br />
europea, cuando el viejo continente veía enfrentarse una vez más, en mar y en tierra, a<br />
Inglaterra y Francia.<br />
¿Ignoraban entonces los Seton los peligros a que iban a exponerse? Y ¿qué les sucedería si<br />
The Shepherdess fuera capturado por la flota francesa? Y aunque ellos evitaran ese peligra,<br />
¿cómo iba a soportar una travesía de muchas semanas un hombre cuyo estado de salud<br />
requería ya entonces tantos miramientos? ¿Cómo reaccionaría en el caso de que el velero<br />
debiera resistir una tempestad en pleno océano? ¿Qué juicio cabal había en exponerse a<br />
tantos azares para correr tras una quimera?<br />
Pero Isabel no era una mujer que se dejara quebrantar por el qué dirán. Su decisión la había<br />
tomado con conocimiento de causa, después de haber sopesado lúcidamente los riesgos y<br />
las ventajas. Nadie la haría volverse ahora de aquello que estimaba ser para ella un deber<br />
dictado por el amor a su Guillermo. De seguro que no minimizaba su precio, ni el<br />
sufrimiento. ni las renuncias que de ella derivarían.<br />
Para soportar la tormenta que quisiera aplastarnos, escribe a Isa Sadler, no hay más que un<br />
medio: tratar de elevarse por encima de ella. Guillermo ha tenido de nuevo fuertes crisis<br />
desde que te ví. Todos dicen que es una presunción, que es casi una locura emprender<br />
nuestro viaje. Pero tú sabes que nosotros tenemos otra manera de ver las cosas. El día de la<br />
partida está fijado para el sábado. Todo está dispuesto; todo está a bordo. Querida Isa,<br />
ponemos todas nuestras esperanzas en Aquel que es nuestra Fuerza, y mi alma está<br />
agradecida porque ciertamente, dado que tenemos tantas razones para abandonar<br />
nuestras , esperanzas terrestres, debemos sin duda ninguna buscar nuestro reposa en lo alto.<br />
¡Es posible, tal vez que nos hayamos reunido para no ser separados jamás! Acojo esta<br />
promesa con una fe sólida y ardiente, en ella me apoyo y todo esta bien. Sí, apoyarse en la<br />
misericordia de Dios. ¡Que El te bendiga como te bendice mi alma y te eleve por encima de<br />
las tristezas y de los sufrimientos en que tu alma se debate tanto tiempo! Querida, querida<br />
Isa, mi corazón se estremece dentro de mí, y no puedo sino decirte: coge a menudo a mis<br />
queridos en tus brazos y, si he podido causarte pena en lo que sea, no de les que su recuerda<br />
venga dos , veces a tu pensamiento. Sé que eso no sucederá, pero me parece ahora como si<br />
estuviera en mi último momento frente a todos aquellos a los que amo.<br />
Este sufrimiento punzante de separarse -¿por cuánto tiempo?- de Bill, de Ricksy, de Kate y<br />
de Rebeca, Isabel quiere callárselo a Guillermo, Pero le tortura su corazón de madre. Bec, su<br />
última pequeña, no tiene más que catorce meses y su salud, precisamente, no deja de<br />
causar serias inquietudes desde hace algunas semanas. Los Post habían aceptado recibir en<br />
su hogar al frágil bebé y esto era, al menos para Betty, una doble seguridad. Junto a María,<br />
la chiquitina no quedaría privada de ternura, mientras que su tío podría seguirla<br />
71
atentamente en el Plano médico. A su cuñada Rebeca le había confiado sus dos muchachos<br />
y Catalina. No era cuestión para ellos, sin embargo, de quedarse en la casa de Staten Street.<br />
Isa Maitland, que debía tanto a los Seton les acogería con Enriqueta y Cecilia en su Propia<br />
morada. Por este lado también Isabel podría quedar sin temor. Junto a «su hermana del<br />
alma», los niños continuarán viviendo dentro de una atmósfera apacible, impregnada toda<br />
de lo sobrenatural, como su madre había querido, desde siempre, para ellos. En cuanto a su<br />
primogénita. Ana María, había tenido la inspiración providencial de llevársela con ella a<br />
Europa. A los ocho años, la muchachita, despierta precozmente a la seriedad de la vida,<br />
sería para su madre una compañía preciosa y para su padre un rayo de sol que esclarecería<br />
los días, a veces interminables, de la travesía.<br />
Una vez arregladas estas cuestiones primordiales. Betty había tomado, con un firme<br />
tranquilidad, las disposiciones que le imponía una ausencia lejana cuya duración le era del<br />
todo imprevisible. Los muebles mismos de su hogar habían sido transportados a la casas de<br />
las amigas. El mobiliario de los niños a casa de los Maitland y los Post. Lo que le había<br />
parecido más precioso, lo más personal, sobre todo su mesa de trabajo, su piano, un cuadro<br />
de Cristo, se lo había dejado a la familia Hobart, testimonio indudable de una confianza<br />
particular. Luego había preparado los baúles, los cajones que habían de seguirles a Italia.<br />
Más tarde, en los Dear Remembrances, evocará estos preparativos de partida que le<br />
semejaban un preludia de unos desarraigos más definitivos.<br />
- - - a los 29 años, fe en nuestro viaje a Liorna, seguridad de que todo se convertirá en bien...<br />
- - - gran alegría de embalar todos nuestros objetos de valor para venderlos diciendo alegres<br />
el ADIÓS (á Dieu, en francés), a cada objeto que no será más mío - - - un millar de<br />
esperanzas secretas de separación del mundo, en Dios...<br />
--- besos depositados en la crucecita de oro sujeta a la cadena de mi reloj, la cuál me había<br />
regalado mi padre---Apretones y resoluciones, amándola totalmente coma el símbolo de mi<br />
capitán y Dueño a quien debería seguir tan valientemente...<br />
- - - levantarse a las cuatro de la mañana - - - pensamientos que se elevan por encima de las<br />
nubes, corazones abrazados ante el sol naciente. Te Deum - - -<br />
...lágrimas de Rebeca y las mías ante nuestra imagen de crucifixión, - nuestras plegarias a<br />
media noche---himno del sol poniente, y lágrimas silenciosas de ardiente aspiración a la<br />
verdadera vida...<br />
- - - partida - - - tan plena de esperanza en Dios, y miradas hacia nuestro «hogar» de<br />
eternidad --<br />
Todo, pues, había sido previsto, sopesado, organizado, para lo mejor en las coyunturas<br />
presentes. Ahora, ella se iba a la buena de Dios, a bordo de un gran velero, que acababa de<br />
pararse frente al faro, antes de lanzarse pronta, a toda vela, rumbo a lo desconocido.<br />
Enrique Seton había querido acompañar a su hermano hasta el momento en que el navío<br />
saliera a alta mar. Isabel estaba ya sentada, ante la mesa cuyas patas, estaban fiadas<br />
sólidamente al suelo, para trazar con destino a sus, queridos un último mensaje, con una<br />
escritura grande, utilizada para que sea legible a los niños de seis y de cinco años.<br />
Rápidamente escribe estas pocas líneas en las que vuelca toda su ternura maternal:<br />
Mi querido Guillermo, tú sabes cuán, tiernamente te ama tu madre, y cuánto desea verte<br />
bueno. Espero que lo seas , particularmente respecto a tu querida madrina Rebeca. Soy<br />
dichosa de que vayas a clase y de que hagas progresos tan rápidos para agradar a tu<br />
querido papá que te envía mucho cariño v muchos besos. La querida Ana hace otro tanto y<br />
también tu madre.<br />
72
Mi querido Ricardo mío, tu madre te ama más de lo que ella te puede decir, y espera que<br />
seas un buen muchacho y prestes mucha atención a lo que te dice tu querida madrina. Ella<br />
hará todo lo que pueda por hacerte feliz. Si me amas sé bueno con tu pequeña Kate, porque,<br />
si no eres buena con ella, eso dará mucha pena a tu mamá. No te olvides, Ricksy mío, de<br />
pedir por nosotros todas las noches y todas las mañanas, que tu padre y tu madre queridos<br />
pedirán también ellos a Dios que te bendiga y haga de ti un buen muchacho. Papá y tu<br />
hermana te envían un beso.<br />
Isabel quiere dejar también a Cecilia algunas normas, a Cecilia a quien ella ama casi por igual<br />
que a sus propios hijos, ya que desde hace cinco años ha ocupado junto a ella el puesto de<br />
una verdadera madre.<br />
Aunque te dejo al cuidado de tus amigos más queridos y bajo la protección de tu bienamado<br />
Padre de los cielos que se cuida de ti, mi corazón, sin embargo, querría hacerte estos ruegos<br />
repetidos y llenos de solicitud respecto a tu fidelidad a esa vida divina, a esa vida cristiana<br />
que tú comenzaste a vivir desde muy temprano; y a fin de mantenerte con perseverancia en<br />
esta línea, tu primer cuidado debe ser trazarte personalmente unas reglas particulares de las<br />
que jamás deberás, permitir que nada sobre la tierra venga a desviarte, porque ellas están<br />
en relación directa con el deber sagrado que tienes hacia Dios; y si ves que hay obstáculos en<br />
tu camino -y sin duda encontrarás muchos, como es la realidad, de todo cristiano que quiere<br />
cumplir su deber- persevera, no obstante, con más fervor todavía y sé feliz en llevar parte de<br />
la cruz que es nuestro pasaporte y nuestro sello para el reino de nuestra Redentor. La<br />
firmeza de tu comportamiento, jamás podrá perjudicarte en el ánima de aquellos que actúan<br />
de manera diferente a la tuya, porque todas los que te aman, te respetarán tanto más, y<br />
ellos tendrán de ti tanta más estima cuanta perseverancia demuestres tú en lo que sabes es<br />
tu verdad.<br />
Nada es, quizás, más revelador del modo cómo concibe Isabel la educación, desde esta<br />
época, que estas líneas espontáneas lanzadas prematuramente sobre el papel para una niña<br />
de doce años. Ellas permiten, en todo caso, comprender hasta qué punto la primacía de lo<br />
espiritual se mantenía en su hogar y en qué atmósfera se bañaba allí la vida cotidiana. Más<br />
aún que su bienestar material, más que su desarrollo humano, que ella no desprecia ni<br />
descuida, lo que quiere, ante toda para los tres tiernos seres que le estaban confiados, que<br />
fueran o no sus hijos, es el sentido sobrenatural de una vida cristiana auténtica e irradiante.<br />
Ha llegado ya la hora de separarse de Enrique Seton. La campana de a bordo ha sonado. Los<br />
que no van hasta el fin del viaje, más allá del océano, deben dejar el navío. Y él, sacudido ya<br />
por las olas, que corta su proa potente, se lanza hacia el horizonte como un corcel al que<br />
aflojan la brida.<br />
Ana María, caída en el suelo por un mareo pasajero ha debido tomar su litera. Ya se<br />
esfuman en el horizonte las costas de América. Isabel organiza la vida que va a ser la suya<br />
durante siete semanas. Y mientras ella va del camarote hasta el puente, del puente al<br />
camarote, de Ana María a Guillermo de Guillermo a Ana María, evoca sus más recientes<br />
recuerdos: la peregrinación a Staten Island, adonde tuvo que conducir una vez más a sus<br />
hijos hasta la residencia del oficial de Sanidad en la que habitaba su madre. Su visita al<br />
cementerio de San Andrés, en la colina de Richmond... Su última entrevista con Enrique<br />
Hobart, del que llevaba unas letras de consuelo, a decir verdad bastante ampulosas, que él<br />
había escrito para ella... El rostro febricitante de la pequeña Bec, a la que había apretada<br />
entre sus brazos tan tiernamente antes de confiársela a María... La última visión de Bill, de<br />
Ricksy y de Kate sollozando en el muelle de The Battery con Enriqueta _y Rebeca, agitando<br />
todos sus manos hacia el puente del barco.<br />
73
Todo estaba acabado. ¡.No había escrito ella a Isa Sadler unos días antes. Tú sabes que me<br />
voy sin temor porque sabes dónde he puesto mi confianza y cuánto ella se ha afirmado?<br />
Sin temor voluntario, no sin ansiedad, no sin un íntimo desgarramiento.<br />
El capitán de La Pastora que boga ahora sobre la inmensidad del océano, era el capitán<br />
O'Brien. Un hombre joven, cortés, que había recibido a bordo, coma a verdaderos amigos, al<br />
señor y a la señora Seton. El les desea una travesía tan cómoda, tan agradable como es<br />
posible, como se la puede desear a su mujer embarcada, ella también, a bardo del The<br />
Shepherdess, con un bebé de dieciocho meses. Con seguridad la presencia de la señora<br />
O'Brien, va a ser rara Betty una compañía inesperada. pera las risas y los llantos del bebé,<br />
sólo harán para ella más vivo día tras día, el recuerda de los cuatro pequeños que ella ha<br />
tenido que dejar allá, y de quienes cada minuto la aleja más. Sin embargo, una vez más<br />
quiere «hacer frente». Para su Guillermo que, desde los primeros días, cree sentirse revivir,<br />
ella quiere estar disponible, preveniente, sonriente siempre. La travesía, por lo demás, se<br />
anuncia buena, tan calma y apacible como se la podía desear. Un incidente, no obstante,<br />
viene a complicar un poco la vida de Isabel a bordo. Los dos niños, el chiquitín de los O'Brien<br />
y Ana María, han cogido ambos la tosferina. Los accesos de tos que sacuden a ambos no<br />
dejan de excitar a veces al hipersensible Guillermo. Pero, al fin, es bien paca cosa, tanta que<br />
el gran aire de través, se mostrará pronto como el más eficaz de los remedios.<br />
Los cuidados que dar a la muchachita, las gelatinas y los jarabes que preparar para<br />
Guillermo, única medicación preconizada por la Facultad para atenuar un poco la tos seca<br />
persistente y dolorosa de los tuberculosos, están lejos de quitar a Betty todo el tiempo de<br />
que dispone. Ella se aprovecha para consagrar largas horas a la lectura de la Biblia, que se<br />
esfuerza por profundizar, iniciando al mismo tiempo a Ana María en las riquezas<br />
escriturísticas, que ella sabe con certera habilidad poner al alcance de la niña. Ella no se<br />
cansa tampoco -y le es una ayuda para su íntima contemplación- del espectáculo único de<br />
los ponientes y levantes del sol sobre la inmensidad del océano. Presa de la belleza que ven<br />
sus ojos, deja pasar su alma de la admiración al reconocimiento, del reconocimiento a la<br />
alabanza.<br />
Habitualmente, consigna para sus amigos, de América, para Rebeca sobre todo, sus<br />
impresiones de viaje, manteniendo con destino a su cuñada una especie de diario de a<br />
bordo, donde se expresa con su acostumbrada espontaneidad. Cuan do el navío se<br />
aproxima a las islas Azores, después de tres semanas de navegación, espera el encuentra<br />
posible con otro barco que haciendo vela hacia América puede llevar las cartas escritas para<br />
aquellos y aquellas con los que ella permanece unida por el pensamiento, a pesar de la<br />
distancia que no cesa de crecer. El 28 de octubre se apresura a escribir a su cuñada:<br />
De hora en hora, esperamos encontrar algún barco al que poder confiar nuestro correo para<br />
América. Estoy segura de que mi querida Rebeca es la primera en desear recibir noticias<br />
nuestras. Te escribo, pues, pero cuando sepas que mi querido Guillermo está mejor que<br />
mejor cada día, que mi pequeña Ana está bien y que pasa lo mismo en cuanto a mí, no<br />
tendré más que decirte. Si osara dejarme llevar de mi entusiasmo, si buscara expresarlo<br />
tanto como la cosa es posible con palabras, un cuaderno entero no bastaría para decirte la<br />
prodigiosa alegría que siento contemplando el océano, el salir del sol, o el sol poniente, las<br />
no ches de luna clara. Hay otro sentimiento que quisiera compartir contigo y en el que mi<br />
alma se pierde por entero: es el amor lleno de dulzura, de paz, que sobrenada sobre cada<br />
momento, sobre cada hora de mi dura prueba. Tú me comprendes, porque sabes cuán<br />
dichosos son los que se apoyan en nuestro Padre de los cielos. Nada de luchas pues, nada de<br />
ideas de desánimo. La esperanza, la paz más confiada no han cesado de acompañarme en<br />
74
mi camino, sosteniéndome en medio de peligros tan grandes, de tempestades tan enormes<br />
que toda alma que no hubiera tenido a Cristo como roca hubiera estado, verdaderamente,<br />
en el terror.<br />
Los Dear Remembrances vendrán una vez más a hacer eco a sus, sentimientos expresados<br />
entonces:<br />
----libertad y gozo del alma en el mar a través de todo sufrimiento y de toda tristeza... TE<br />
DEUM sobre el puente del barco... o contemplación de la luna y de las estrellas - - -<br />
Ella está con Guillermo y los O'Brien sobre el puente del gran velero en el momento en que,<br />
dejando las aguas del Atlántico, el navío se adentra por el estrecho de Gibraltar hacia el<br />
Mediterráneo. De cada lado del brazo de mar que no sobrepasa los 15 kilómetros de ancho,<br />
se yergue la mole imponente de un doble macizo rocoso. El espectáculo es de una grandeza<br />
sorprendente a la que Betty está lejos de ser insensible. Aquellas altas rocas, ¿no evocan,<br />
además, para ella la roca inexpugnable de que acaba de hablar en su carta a Rebeca,<br />
tomando una imagen familiar al salmista? Pero le recuerdan también la ruda escalada que<br />
todo hombre debe remontar, día tras día, hacia la cumbre de la montaña del Señor. Sin<br />
duda, la meditación de la joven mujer ha pasado sucesivamente de una imagen a otra.<br />
Porque, la noche siguiente, ella se ve en sueños agarrada a unas rocas enormes, sombrías,<br />
de acceso casi imposible. Es preciso, sin embargo, escalarlas por un sendero cortado a pico.<br />
Ella se esfuerza desplegando toda su energía, y ya se ve cerca de la cima. Entonces una voz<br />
suena en sus oídos: ¡Vamos, ánimo! Al otro lado, hay una colina verdegueante y sobre la<br />
colina un ángel vela por ti.<br />
¿Continuación subconsciente de unas reflexiones de la víspera? ¿Sueño premonitorio?<br />
¿Quién podría decirlo? En los Dulces Recuerdos, Isabel no se cuidará, sin embargo, de<br />
silenciar el hecho. En tres líneas recordará aquel sueño extraño que precede unas semanas<br />
solamente al desarrollo, a la vez cruel, imprevisto y magníficamente providencial de las<br />
fases más cruciales como también más decisivas de su vida. Una cosa es cierta: si el<br />
pensamiento de Guillermo se vuelve con euforia a los paisajes de Italia, a la que cada día se<br />
acerca un poco más, si él goza anticipadamente de lo que espera ver de nuevo, dejando a su<br />
imaginación representarle de antemano los encuentros esperados y la alegría que pronto<br />
tendrá estrechando la mano de los Filicchi al presentarles a «su mujercita» y a su hija<br />
mayor, encantadora con los mil bucles de sus cabellos oscuros, el pensamiento de Betty<br />
permanece más habitualmente aplicado a las realidades sobrenaturales. Se diría que, sin<br />
saberlo ella, hace de esta larga travesía un retiro preparatorio a su estancia en Italia que se<br />
va a revelar tan diferente de lo que sueña Guillermo, mientras ella deja vagar su mirada bajo<br />
las aguas intensamente azules del Mediterráneo, sobre las costas ya columbradas de las<br />
islas Baleares, Cerdeña y Córcega.<br />
Ávida de las cosas divinas, Ana María se hace cada vez más una discípula fiel, que su madre<br />
puede fácilmente asociar, bien que no tenga aún sus nueve años, a algunas de las lecturas y<br />
de las meditaciones que ella prosigue incansablemente. Prueba, aquellas frases anotadas en<br />
su diario de a bordo del 11 de noviembre: Mi querida Anita lloró mucho sobre su libro de<br />
oraciones leyendo el salmo 92, porque yo le había dicho que nosotros ofendíamos a Dios<br />
todos los días. Se había puesto a hablar conmigo preguntándome si Dios escribe en su libro<br />
nuestras malas acciones como escribe las buenas... La reflexión de la niña, sus lágrimas por<br />
el pensamiento de no agradar en todas las cosas a su Padre de los cielos, incitan a Isabel a<br />
hacer por su propia cuenta un serio examen de conciencia. Pero parece que ella lo hace<br />
todavía bajo la influencia terrorífica de una religión de temor que pretendía que el pecado<br />
ha corrompido la naturaleza humana y se complace, se diría, en poner el acento sobre el<br />
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abismo abierta entre Dios y los hombres, dejando desventuradamente en la sombra la<br />
magnificencia del perdón otorgado al hombre por su Redentor. Isabel no tiene aún idea del<br />
esplendor liberador del misterio pascual, de aquella asombrosa afirmación que la Iglesia<br />
Católica no duda hacer suya durante la vigilia santa:<br />
O certe necessarium Adae peccatum, quad Christi morte deletum est! O felix culpa, quae<br />
talem ac tantum meruit habere Redemptorem!<br />
«¡Oh, en verdad, necesario pecado de Adán que Cristo con su muerte ha destruido! ¡Oh<br />
culpa feliz, que ha merecido tener tal y tan grande Redentor!».<br />
Le debilidad, la corrupción de la naturaleza humana persisten en asediar el corazón de la<br />
joven mujer, a pesar de la llamada a la confianza absoluta que la persigue, al mismo tiempo,<br />
reduciéndola sin cesar a lo más íntimo de sí misma, en debate con un desgarramiento<br />
doloroso para el que le parece que no hay remedio. En su deseo de no negar nada a Aquel a<br />
quien llama, no obstante, «su querido Redentor», sin comprender todavía lo que representa<br />
en realidad la noción total de Redención, se orienta con un esfuerzo excesivo a destruir en<br />
ella despiadadamente lo que le parece, sin razón, como incompatible con su subida hacia el<br />
Señor.<br />
Considerando la DEBILIDAD y la naturaleza corrompida que serían más fuertes que la gracia,<br />
y la enormidad de la ofensa a que me conduciría la menor negligencia respecto a ellas, en la<br />
angustia de mi alma que se estremecía con el terror de ofender a mi Señor adorado me<br />
comprometía hoy solemnemente, mediante la gracia de su Espíritu Santo, a no exponer<br />
jamás esta naturaleza, débil y corrompida, a la más ligera tentación que me fuera posible<br />
evitar; y es por lo que si mi Padre de los cielos NOS REUNE A TODOS de nuevo, me he<br />
comprometido a hacer todos los días el sacrificio de todo DESEO, incluso cuando fuera el<br />
más INOCENTE, por miedo a que esos deseos me hagan desviar del compromiso solemne y<br />
sagrado que he tomado ahora. Dios mío, por la fuerza de tu Espíritu, fija en mi corazón este<br />
compromiso. Que la gracia de tu Espíritu Santo, me defienda, me sostenga, me guarde de<br />
olvidar que Tú eres mi todo.<br />
En verdad es claro que Isabel intenta izarse desesperadamente, como a fuerza de puños,<br />
por un flanco abrupto. «¡Vamos, ánimo! Al otro lado hay una colina verdegueante y sobre la<br />
colina un ángel vela por ti».<br />
El diario, que continúa, señala una tempestad en el transcurso de la noche del 15 al 16 de<br />
noviembre: 16 de noviembre. Tormenta espantosa, rayos, fragores de trueno. Mi alma<br />
apoyada en el Todopoderoso Protector, se sentía segura y fuerte en él, mientras que,<br />
arrodillada en su presencia, yo temblaba con todo mi ser... Después de haber leído un buen<br />
rato y orado largamente me acosté, pero no podía dormir. Una vocecita -la voz de mi Ana<br />
que yo creía dormida-, decía con un murmullo: «Venid a mí todos vosotros, almas<br />
fatigadas». Dejé mi litera y fui a meterme entre sus brazos. Las sacudidas del barco, el<br />
estruendo de las olas, quedó olvidado. Los profundos suspiros, las penas sin descanso, todo<br />
se sumió en un sueño reparador y apacible.<br />
Dos días más tarde el 18 de noviembre The Shepherdess arribaba a la vista del puerto de<br />
Liorna. Era la hora en la que el sol se ponía por el ocaso desapareciendo en el mar. Y, de<br />
súbito, de todos los campaniles de la ciudad tan próxima se eleva, un alegre repique, llega<br />
hasta el barco cuyos marineros cargan ya las grandes velas. Betty oye sin comprender<br />
todavía. Se le explica: es la hora del Angelus y todas las iglesias católicas, tres veces al día,<br />
recuerdan cómo «el Verbo se hizo hombre para venir a habitar entre nosotros». Ella jamás<br />
lo olvidará.<br />
76
Campanas del AVE MARIA (sic), cuando entrábamos en el puerto de Liorna, mientras el sol se<br />
ponía -anotarán los Dear Remembrances. Y estas palabras pegadas inmediatamente: -plena<br />
confianza en Dios-<br />
Así pues, después de cuarenta y ocho días de travesía, habían arribado al puerto sanos y<br />
salvos. Guillermo, aunque un poco febricitante está contento. Ana María salta de alegría,<br />
ávida de ver todo, de oír todo lo de este país nuevo que ella descubre con la admiración de<br />
sus 8 años. Una noche más que pasar en el camarote del navío, a fin de dejar el tiempo<br />
necesario para las formalidades indispensables. Una noche de calma, sin balanceo ni<br />
cabeceo, puesto que el barco ya está anclado, y mañana será el encuentro con Guy Carleton<br />
y la cálida hospitalidad de los amigos de Liorna.<br />
Una vez más, una última vez, Isabel se sienta ante su mesita y prosigue para Rebeca su<br />
diario de viaje. Luego, tranquila, se acuesta, y se duerme. Y he ahí que se encuentra de<br />
repente, en sueños, dentro de la nave central de la iglesia de La Trinidad de Nueva York, su<br />
parroquia. Allí canta a plena voz, y con toda su alma el himno «al querido Sacramento».<br />
Cuando abre los ojos, el recuerdo de aquel sueño la llena de felicidad. Dichosa, se entrega<br />
alegremente a los últimos preparativos, ya que los pasajeros dejarán en unas horas el navío<br />
que les ha conducido al Viejo Continente.<br />
10.- LAS «CARCELES» DE SAN LEOPOLDO<br />
Mis proyectos no son vuestros proyectos,<br />
vuestros caminos no son mis caminos<br />
-oráculo del Señor-<br />
Como se alza el cielo sobre la tierra<br />
mis caminos superan vuestros caminos,<br />
mis proyectos rebasan vuestros proyectos.<br />
Is 55, 8-9<br />
Alzóse la aurora del 19 de noviembre, bañando en su suave luz la costa abierta en valles de<br />
la Toscana. En el carillón, quince veces repetido, el Ave María, -pues «hay en la ciudad siete<br />
parroquias, siete conventos de varones y uno de mujeres», Liorna se despierta. The<br />
Shepherdess, cuyo casco se mece ligeramente sobre las aguas calmas del puerto, espera<br />
recibir órdenes de atracada. En su «Viaje de un francés a Italia, hecho en los años 1765 y<br />
1766», esbozó Delalande un cuadro pintoresco del puerto toscano y de las construcciones<br />
que lo rodeaban entonces.<br />
Hay un fuerte cerca de la ciudad, del lado de Pisa, dos torres edificadas sobre unas rocas,<br />
rodeadas del mar por todas partes y poco distantes una de otra: la primera se llama<br />
Mazzoco, es blanca y es la más elevada de las dos: allí se guarda la pólvora. Bajo el cañón de<br />
esta torre se obliga a hacer la cuarentena a los bajeles que llegan de Levante. En la segunda,<br />
que es mucho más baja, huy una fuente de agua manantial donde van a repostar los<br />
marineros, por ser la de Liorna bastante mala.<br />
Frente a estas torres hay otra dentro del mar que es la del faro; su forma semeja la de dos<br />
torres que estuvieran una sobre otra: está construida hacia el lazareto y uno de los bastiones<br />
del rompeolas, en la punta del malecón de rocas que tiene casi una milla de largo .<br />
En el camarote que se dispone a dejar, después de siete semanas de travesía, Isabel cierra<br />
los baúles. Pronto -ella lo sabe- su medio hermana Guy Carleton -no tiene aún 20 años-<br />
77
acogerá en el muelle a los viajeros de América. Pronto ella conocerá también a los amigos<br />
de Guillermo: Antonio y Felipe Filicchi y María Cowper y Amabilia Baragazzi. Emocionada,<br />
impaciente por su nueva instalación que será de tanta importancia para su marido, ella<br />
aguarda la señal de la campana de a bordo. Y de pronto advierten: un barco procedente del<br />
muelle llega al abordaje. Ella se precipita sobre el puente. Guy Carleton acaba exactamente<br />
de franquear la pasarela que ha sido echada entre los dos navíos. Y ella se lanza para<br />
estrechar en sus brazos al joven a quien no ha vuelto a ver desde la muerte de su padre.<br />
Pero ¿cómo? ¡Guy Carleton vacila, retrocede! ¿No reconocerá ya a su media hermana? Y de<br />
repente entre ambos se interpone un policía intimando a Isabel esta orden inesperada:<br />
«¡No toque!». Desconcertada, ella se detiene a su vez con mirada interrogante. Y ante todo,<br />
¿quién es ese hombre? Y ¿con qué derecho viene él a impedir a una ciudadana de América<br />
acercarse a uno de los miembros de su propia familia?<br />
Rápidamente van a explicarse las cosas. Con el velero The Shepherdess ha llegado a Liorna la<br />
noticia de que una enfermedad mortal y terriblemente contagiosa, la fiebre amarilla, hacía<br />
estragos en Nueva York en el momento en que el navío dejaba las costas americanas. El<br />
servicio de sanidad de Toscana se ve obligado, por este hecho, a actuar con extrema<br />
prudencia. Y entre los pasajeros de La Pastora, el señor Guillermo Magee Seton presenta<br />
señales inequívocas de mal estado de salud. ¿Quién sabe si no es portador del germen<br />
mortífero? La decisión tomada, pues, es irrevocable: antes de desembarcar en territorio<br />
toscano, Guillermo Seton, su mujer Isabel Bayley y su hija Ana María deberán quedarse en el<br />
lazareto de Liorna cuarenta días completos. Que ellos tomen, pues, los equipajes que han<br />
de seguirles al lazareto y se mantengan prestos a dejar The Shepherdess para subir a otro<br />
barco. Hasta ese momento se les pone entredicho formal de establecer contacto con quien<br />
fuere. Desde este instante quedan ya sometidos a la ley inflexible de la cuarentena.<br />
La noticia cayó sobre Isabel como un mazazo. La joven mujer querría al menos explicarse.<br />
¿No tiene ella la posibilidad de probar, ella, la hija del Dr. Bayley que la enfermedad de la<br />
que su marido está afectado no tiene nada de común con la fiebre amarilla? La fiebre<br />
amarilla es un mal que no perdona, es verdad. Pero es un mal que tampoco se prolonga. ¡Es<br />
un mal fulminante que se llevó a su padre en menos de ocho días! ¡En el supuesto de que<br />
Guillermo estuviera atacado de fiebre amarilla en una semana habría sucumbido! Pero<br />
¿para qué tales razonamientos? Isabel se topa aquí -ella bien lo ve- con una consigna implacable<br />
contra la que sería vano sublevarse. A millares de millas de su país, extranjera, no le<br />
resta otra cosa que preparar a Guillermo para la horrible decepción.<br />
Y mientras vuelve a ganar, aterrada, su camarote, en el barco vecino estalla repentinamente<br />
una alegre charanga. Una orquesta de la ciudad ha venido, según la costumbre, a dar la<br />
bienvenida a los viajeros extranjeros que desembarcan. Suena alegremente el Hail<br />
Columbia, seguido pronto de melodías americanas, las mismas que Bill, Ana María y Kate<br />
tenían costumbre de cantar en Nueva York, marcando el compás con sus pies y sus manos.<br />
Semejante evocación, en tal momento, tritura literalmente el corazón de Isabel. De no<br />
dominarse, ella se pondría a sollozar desatinadamente con su cabeza sobre la litera... Pero<br />
¡no! Hay que «hacer frente» una vez más: en una situación tan imprevista, tan deprimente,<br />
Guillermo y Ana María no tienen otro apoyo que a ella, Ella debe sostener su ánimo.<br />
Aquella noche, no obstante, a fin de sentirse menos sola, prosigue para Rebeca su diario de<br />
viaje: Si vieras a la «hermana de tu alma» sentada, bajo cerrojos, en el rincón de una prisión<br />
inmensa, no podrías ya dormir, Rebeca... Hay una mirilla estrecha protegida por una doble<br />
reja de hierro: por allí debo llamar, si necesito algo, al soldado de guardia, cubierto con un<br />
78
tricornio, armado de un largo fusil... Todo eso, porque temen el terrible contagio que creen<br />
hemos traído con nosotros de Nueva York...<br />
¡Una prisión! Eso era, en efecto, el lazareto toscano de San Leopoldo cuyas edificaciones -<br />
fortaleza abandonada- se levantaban a unas tres millas en el extremo oriental del rompeolas<br />
que protegía la entrada del puerto.<br />
Un plano manuscrito «de la ciudad y del puerto de Liorna» fechado en 1782, y conservado<br />
en la Biblioteca Nacional de París, sitúa exactamente el emplazamiento del Lazareto de San<br />
Leopoldo sobre los arrecifes de que está bordeada la costa entre Liorna y Antignano. La<br />
palabra carceri que dobla, en otro mapa, la de Lazareto concuerda con la descripción que<br />
hace de la miserable enfermería el diario de Isabel 3 .<br />
El lazareto merece verse también -anota, por su parte, Delalande-. Se compone de varios<br />
grandes cuerpos de edificio bañados por todas partes de los aguas del mar: allí se secuestra<br />
con gran cuidado y allí se ordena hacer la cuarentena a las personas que llegan de Levante;<br />
durante ese tiempo se exponen sus mercancías bajo los hangares. El señor Grosley cuenta<br />
que en su viaje corrió el riesgo de ser encerrado allí por haberse acercado demasiado.<br />
Efectivamente, en el tomo II de su obra intitulada Observaciones sobre Italia de dos<br />
caballeros suecos, editado en 1764, Grosley consagra, a su vez, una página a las temibles<br />
«carceri» de las que guarda el peor de los recuerdos.<br />
A la izquierda de este puerto (de Liorna) hay un lazareto aislado y cerrado por grandes fosos<br />
de agua viva. La curiosidad me expuso allí a un accidente que hubiera podido ser<br />
funestísimo. La comunicación continua de Liorna con todos los lugares de Levante y del<br />
África, donde reina casi siempre la peste, arroja allí a menudo bastimentos atacados o<br />
fuertemente sospechosos de contagio. Bajo sospecha, se confina sus equipajes en el primer<br />
recinto del lazareto; el segundo es para los atacados, para los que traen síntomas, en fin<br />
para aquellos en los que se manifiestan en la cuarentena, de suerte que este segundo recinto<br />
es un verdadero hospital de apestados.<br />
Yo lo ignoraba cuando, solo y sin haberme informado, me presenté en el lazareto adonde no<br />
había llegado sino con mucha dificultad, a través de un laberinto de fosos y de<br />
fortificaciones. En el primer recinto me encontré gente de la que algunos me saludaron,<br />
retrocediendo, y haciéndome señal de que no me acercara a ellos.<br />
Penetré sin obstáculos en el primer patio del segundo recinto, cuyo pasadizo estrictamente<br />
custodiado siempre, no lo estaba entonces. Llegando al segundo pasadizo encontré allí un<br />
centinela que me gritó que me alejara, y que, viendo cómo me acercaba, se puso a saltar y a<br />
brincar como un loco o como un tipo que sintiera cosquillas... Yo me retiré y conté mi<br />
percance en una de las primeras casas de Liorna. Todo el mundo se estremeció y me hicieron<br />
saber que si, queriendo forzar la entrada, mi ropa hubiera tocado lo más ligeramente el<br />
postigo o la del centinela, me habría condenado a pasar ipso facto dentro de una de las<br />
celdas del último recinto y a hacer allí cuarentena en medio de los apestados afectados y<br />
convictos cuyo receptáculo era aquel.<br />
Se experimenta, al leer este relato, qué terror inspiraba entonces a los viajeros la sola<br />
perspectiva de una reclusión en San Leopoldo. La descripción dada por estos autores de<br />
fines del siglo XVIII permite, por otra parte, darse cuenta de los dos accesos de que se<br />
disponía para penetrar en los edificios del lazareto. Un muelle daba directamente sobre el<br />
mar: allí se hacía desembarcar a los viajeros sospechosos, sin que ellos hubieran tenida<br />
necesidad de posar su pie en el desembarcadero del puerto, mientras que otra salida -la que<br />
había violado imprudentemente el señor Grosley- ponía en comunicación la enfermería con<br />
tierra firme.<br />
79
Se concibe fácilmente la angustia que oprimió el corazón de Isabel cuando hubo<br />
comprendido adonde la conducía, con Guillermo y Ana María, la embarcación que se alejaba<br />
del navío The Shepherdess, del puerto y de la ciudad. Jamás podría olvidar ya esta jornada<br />
del 19 de noviembre de 1803.<br />
Vacilante, anonadado, Guillermo se había instalado en el pequeño velero que cabeceando y<br />
saltando como una canoa, le conducía, a él y a los suyos, al lugar de su reclusión. Después<br />
de una hora al menos de maniobra se encontraron al sur de la ciudad, ante la mole sombría<br />
y lúgubre de la fortaleza cuyos muros enormes, agarrados a la roca, parecían hacerse uno<br />
con ella, sumergirse con ella en el mar.<br />
A1 arribo de la embarcación, había sonado una campana, a la manera de un toque de<br />
agonía. Unas tras otras, se habían bajado unas cadenas con un chirrido siniestro. Se habían<br />
cruzado palabras sin fin entre los marineros y el dueño del interior, a quien todos llamaban<br />
con un tono de respeto el Capitano, antes de que se hubiera permitido a los tres pasajeros<br />
extenuados poner pie en el desembarcadero. Entonces se encontraron solos sobre el<br />
arrecife de roca, frente a aquel hombre desconocido que les atisbaba de lejos. Apareció un<br />
guardia que debía conducirles al interior del edificio y miraba con espanto a aquellos huéspedes<br />
indeseables, manteniéndose lo más lejos posible de sus personas, indicándoles con la<br />
punta de su bayoneta la dirección que debían tomar.<br />
La pequeña Ana temblaba. En cuanto a Guillermo, se tambaleaba como si estuviera a cada<br />
instante a punto de desplomarse. Y aunque hubiera ocurrido eso -concluye<br />
melancólicamente Betty- nadie hubiera osado tocarle.<br />
No obstante, una feliz sorpresa esperaba a los Seton en aquel verdadero lugar de detención.<br />
En el cuerpo del edificio reservado al Capitano se les había anticipado María Cowper, la<br />
mujer de Felipe Filicchi. Alertada desde el primer instante de la nueva prueba que pesaba<br />
sobre sus amigos de América, se había hecho conducir a gran trote de su atelaje hasta la<br />
entrada del lazareto que comunicaba a pie llano con los arrabales de la ciudad. Sentada<br />
cabe una ventana guarnecida de sólidos barrotes, acechaba anhelante le llegada de<br />
Guillermo, de Isabel y de Ana María. Ella hubiera querido estrechar entre sus brazos a la<br />
joven mujer y a la niña. Solamente le estaba permitido mirarlas desde lejos y gritarle<br />
algunas palabras. De una y otra parte se intercambiaron señales de amistad a falta de largas<br />
frases. Luego el guardia, implacable, se llevó consigo a los Seton hasta el comienzo de una<br />
tosca escalera de piedra. Ellos subieron sus veinte peldaños para encontrarse al fin en el<br />
lugar que les estaba asignado: una pieza inmensa y fría con la bóveda tan alta que a Isabel le<br />
evocó en seguida la Iglesia de San Pablo de Nueva York. Un pavimento de ladrillos. Paredes<br />
desnudas rezumando humedad. Una ventana que da sobre el mar y otra, más pequeña, con<br />
vista a un pasillo estrecho. En cuanto al mobiliario, era de lo más rudimentario.<br />
Habían echado por tierra un colchón para Guillermo y en él se tendió, incapaz de probar ni el<br />
vino ni los huevos... ¿Dónde estaban, pues, nuestros jarabes, nuestra mermelada de grosella,<br />
nuestras pociones que debía tomar él a bordo cada hora? Yo había oído decir que el lazareto<br />
era un lugar de lo mejor acondicionado que había para enfermos, y no había traído nada...<br />
Nada de común entre el lazareto de Liorna y aquél que había intentado organizar el Dr.<br />
Bayley en Staten Island. Por deficiente que fuera la estación de la cuarentena neoyorquina,<br />
parecía a los ojos de Isabel una enfermería confortable en comparación de la que<br />
encontraba aquí. Se diría más bien una leprosería del Medievo, un malatería, como decían<br />
entonces, con todo lo que tal vocablo encerraba de inhumano. El terror era allí dueño.<br />
Preservarse del contagio venía a ser el primero de los objetivos perseguidos, a veces el<br />
único. ¿Quién iba a preocuparse del bienestar de los enfermos, de su curación posible,<br />
80
cuando, además, se estaba todavía tan indefenso frente a las enfermedades más graves,<br />
más mortíferas?<br />
Y ahora que cae la tarde en aquel lugar de desolación, Isabel, instalada mal que bien ante la<br />
mesa, trata de puntualizar lúcidamente. Examinando la extraña y lúgubre enfermería, ha<br />
descubierto una alcoba, una especie de reducto en comunicación con la inmensa pieza. Se<br />
refugia allí por un instante y, arrodillada en el suelo deja correr sus lágrimas sin freno.<br />
Luego, muy pronto, se repone: Guillermo y Ana María tienen necesidad, más que nunca, de<br />
su Presencia, de su cariño, de su energía. La chiquilla, desconcertada de primeras, no tardó<br />
en recobrar su ardor, la vivacidad de su edad. Una cuerda que arrastraba por tierra cerca de<br />
los equipajes abiertos convirtiose entre sus manos en una comba de saltar. Ella la hacía dar<br />
vueltas, encontrando, de un solo golpe. el medio de distraerse y de calentarse. Con la<br />
noche, efectivamente, había caído sobre los reclusos un frío glacial, penetrante. Isabel<br />
misma, habiendo utilizado para cubrir a su marido y a su hija todas las prendas de abrigo<br />
que se hallaban en las cajas, estaba tiritando. Por fortuna, sus libros la habían seguido. Y su<br />
escritorio. Ella se felicita ahora de no haberlos dejado en el puerto de Liorna. Con sus libros,<br />
con su pluma y papel, se sentía menos sola. Ella puede expresarse, puede, de alguna<br />
manera, tomar contacto con aquellos a quienes ama y de los que, a la vez, la separan<br />
millares de millas y las murallas de una prisión...<br />
Sin embargo, María Filicchi Cowper, habiendo tomado conciencia de la instalación irrisoria<br />
del lazareto, no había permanecido inactiva desde su visita. Por sus cuidados, habían sido<br />
llevados a las Seton unos Paquetes que contenían una substanciosa comida, los objetos de<br />
primera necesidad que hacían absolutamente falta en el lazareto. Ahora Guillermo está<br />
dormido. La niña también. La llama de la bujía vacila bajo las ráfagas del viento.<br />
Me duelen tanto los ojos -anota Betty- a fuerza de llorar, a causa del viento y de la fatiga,<br />
que debo cerrarlos y mantener mi corazón en alto.<br />
Ella no se decide, con todo, a dejar la pluma: Confío en que Dios que ha dado a mi pobre<br />
enfermo la fuerza para soportar una jornada tan penosa tendrá cuidado de él. El es<br />
verdaderamente nuestro todo -había escrito ya ella-. Y pro sigue: Si hubieras visto a la<br />
pequeña Ana, con sus brazos apretados en torno a mi cuello, en el momento de su oración,<br />
mientras sus lágrimas corrían, precipitadas, ¡cómo la habrías amado! Para dormirla, le leí<br />
unos versículos sobre la confianza en Dios. Ella me dijo: «Mamá, ¡si papá fuera a morir aquí!<br />
Pero Dios estará con nosotros». Dios está con nosotros y si nuestros sufrimientos abundan,<br />
sus consuelos sobreabundan también. Si el viento -dicen aquí que jamás vieron semejante<br />
tempestad en esta época del año-, si el viento casi extingue mi luz y sopla en la chimenea<br />
con un ruido de trueno, no es sino por su mandato... Si las circunstancias que nos han<br />
conducido a esta situación de semejante desamparo, no estuvieran guiadas por su mano, sí,<br />
nuestra situación actual sería verdaderamente miserable. Durante esta hora, precisa,<br />
Guillermo acaba de tener un acceso de tos tan violento que le ha provocado un esputo de<br />
sangre, lo que resulta para él una causa de agitación, una causa de abatimiento también,<br />
por más que él trate de disimular. ¿Qué diremos? Es la hora de la prueba. Que el Señor nos<br />
sostenga en ella y nos fortifique en ella. Volver sobre el pasado entraña la angustia.<br />
Apresurémonos a avanzar hacia la meta y la recompensa.<br />
Tal es Isabel Seton en su primera noche de cuarentena, tal permanecerá durante las cuatro<br />
semanas en cuyo transcurso se sucederán para ella esperanzas y agonías. A las tentaciones<br />
de descorazonamiento responderán siempre arranques de confianza y de fe hacia Dios cuyo<br />
verdadero rostro presiente ella, a veces, a través de la dolorosa noche que, en su infinita<br />
sabiduría, El ha impuesto al alma trémula de la esposa, de la madre, purificándola como el<br />
81
orfebre depura el oro en el crisol. Sencilla, directa, Isabel asiente, aunque no comprenda.<br />
Ella sabe solamente en quién ha puesto su confianza. Ella cree con toda su alma que Aquel<br />
no la abandonará.<br />
Las páginas de su valioso diario -¡benditas sean!-, permitirán seguirla por ese áspero camino<br />
hasta la meta adonde el Señor la guía sin que ella lo sepa. Vencida por la fatiga, la joven<br />
mujer, instalada a su vez, no sabemos demasiado cómo, se sume en un pesado sueño. Las<br />
campanas del Angelus que la despiertan al amanecer del domingo 20 de noviembre vuelven<br />
a ponerla brutalmente frente a la realidad.<br />
Las olas de un mar encrespado irrumpen contra los roquedos y los paños de muros del<br />
lazareto, asestando sin parar sus golpes de ariete gigante contra las piedras chorreantes,<br />
retumbando con estruendo en un haz de espuma cuya altura alcanza a veces el nivel de la<br />
ventana. Sobre el alma de Isabel irrumpe al mismo tiempo una ola de angustia de tal<br />
violencia que la oración le resulta casi imposible. Esta noche lo confesará ella en su diario.<br />
Será para precisar, sin embargo, inmediatamente después: Pero me repuse y comprendí que<br />
aquello era hacer ofensa a Aquel que es mi único amigo, mi único Recurso en mi miseria y<br />
que era rechazar de mi alma el único consuelo que podía recibir. Pidiendo el perdón y la<br />
fuerza, recobré la paz y con un rostro relajado y alegre pregunté a Guillermo qué haríamos<br />
para comer.<br />
Poco a poco, además, va a organizarse la vida. Gracias a los Filicchi, un viejo doméstico de<br />
confianza, Luis, viene a presentarse desde este domingo a Isabel. Para ir en ayuda de la<br />
Signora, Luis aceptará de buen grado compartir con los Seton la incómoda y dura reclusión.<br />
Un guardia descorre, a golpe de martillo, el cerrojo de la puerta vecina: allí es donde se<br />
instala el viejo italiano presto a acudir a la primera llamada, de día y de noche, bajando y<br />
volviendo a subir sin cansarse los veinte escalones de piedra, revelándose, además, como<br />
óptimo cocinero.<br />
El lunes 21, los Filicchi hacen llevar, una vez más, para el enfermo un verdadero lecho,<br />
provisto de somier, de un buen colchón, de amplias cortinas que serán, en las condiciones<br />
presentes, más que un adorno a la moda una protección efectiva contra las corrientes de<br />
aire o contra el humo del pobre fuego de leña que sirve para preparar las comidas o para<br />
caldear un poco la estancia excesivamente espaciosa.<br />
El Capitano ha querida, por su parte„ hacer preparar para la Signora Isabel y la Signorina<br />
Ana María, dos tarimas que harán las veces de catre, a decir verdad bastante rudimentarias,<br />
pero que al menos evitarán a la niña y a su madre el con tacto con el enladrillado húmedo<br />
de que apenas las preserva el excesivamente delgado colchón de marinero. La situación -<br />
confiesa Isabel- es al fin soportable. Generosamente, en todo caso, ella ha decidido sacarle<br />
su partido.<br />
En tanto que lo permita el estado de su marido ha establecido para ella y para Ana María un<br />
reglamento donde tienen su lugar la oración, la lectura de la Sagrada Escritura y el trabajo<br />
escolar de su hijita. Por otra parte -anota el diario- aquí no hay dificultad para saber la hora,<br />
ya que hay cuatro campanas que tocan no solamente las horas sino las medias y los cuartos.<br />
El 22 de noviembre un médico, el Dr. Tutilli, es autorizado, al fin, para ir a ver al enfermo, y<br />
su visita, por breve que fuera, parece devolver a Guillermo, con una débil esperanza, una<br />
ligera recuperación de fuerza y vitalidad. Los Filicchi van también a llevar diariamente el<br />
alivio de su sonrisa y de su fiel amistad. Por su parte el bueno de Luis se ha procurado, Dios<br />
sabe cómo, un ramillete de flores frescas que coloca con alegría en la pieza de paredes desnudas:<br />
jazmines, geráneos, violetas... Y la joven mujer tiene que confesar sencillamente en<br />
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su diario que está decididamente reconciliada con los cerrojos y barrotes y hasta con el<br />
soldado de guardia cuyo paso escucha martillar sordamente el suelo del corredor.<br />
Poco a poco se suaviza la consigna, muy ligeramente sin duda, pero al fin se les permite a los<br />
reclusos hablar con los Filicchi sin estar separados por una reja severa. Son admitidos en el<br />
umbral mismo de la puerta y bajo la estricta vigilancia del Capitano pueden conversar un<br />
momento con los Seton. Breve ilusión de una libertad recobrada: que Guillermo inicie,<br />
animado por la conversación, el menor movimiento de más y el largo bastón del Capitana le<br />
llamará fríamente al orden. Isabel evoca entonces las visitas de su infancia al parque<br />
zoológico de Nueva York: ¡Es exactamente como cuando íbamos a ver los leones! Los leones<br />
en jaula de los que nunca se desconfía demasiado... Pera ahora los leones son Guillermo y<br />
Ana María, y lo es también ella, Betty...<br />
A pesar de los barrotes la hijita se revela como una excelente alumna: lee, escribe, plantea<br />
importantes cuestiones con una seriedad, a veces, por encima de su edad. Pero no por eso<br />
deja de ser menos una niña saltarina que siente gusto por jugar, por saltar a la comba, por<br />
acunar con amor una muñeca de trapo que le han regalado. «Es un placer verla», anota<br />
alegremente su madre. Guy Carleton ha recibido, a su vez, la autorización de hablar con su<br />
media hermana, de pie sobre los peldaños de la escalera, y sus visitas, por breves que sean,<br />
aportan a la joven mujer, como a su marido, un momento de feliz distracción.<br />
Por otra parte, no tarda en establecerse entre Isabel y el Capitano una corriente de<br />
simpatía. Hombre honrado, si los ha habido, maltratado por la vida y cuyo puesto, en la hora<br />
actual, nada tiene de encantador. Se cree obligado, en su espontaneidad, a dirigir una<br />
pequeña exhortación moral a sus pensionistas. A sus labios acude a menudo una expresión<br />
que Isabel no le había escuchado hasta ahora: le bon Dieu. Isabel transcribe estas palabras<br />
en francés y verosímilmente en francés es como conversa de ordinario con el Capitano. ¡Le<br />
bon Dieu! El hombre de cabellos blancos, de rostro curtido, en cuyos rasgos se lee una<br />
especie de resignación, llega muy pronto a las confidencias:<br />
- ¡Yo tenía una mujer! ¡Yo la amaba! Sí, ¡yo la amaba! ¡Oh!, ella me dio una hija de la que me<br />
recomendó tuviera mucho cuidado y luego... ella murió. Ese recuerdo, evidentemente, le<br />
retiene aquí de un modo singular junto a Isabel y Guillermo, que parece por momentos tan<br />
próximo a su fin. Su mirada, bañada en lágrimas, va de uno a otra:<br />
- Si Dios le llama, ¡,qué podemos hacer nosotros? Y ¿qué quiere usted, señora?<br />
Comienzo a sentir simpatía por nuestro Capitán -anota brevemente la joven mujer, después<br />
de haber referido palabra por palabra su conversación-.<br />
En cuanto al Capitano, él se siente atraído, con toda evidencia, hacia aquellos americanos<br />
que, lejos de abatirse frente a una situación casi desesperada, mantienen día tras día el<br />
dominio de sí mismos y la serenidad. Locuaz, como lo son a menudo los italianos, no puede<br />
abstenerse, unos días más tarde, de evocar ante Bettv, a dos pasos del lecho donde yace<br />
Guillermo presa de un violento acceso de fiebre, las escenas trágicas de que ha sido testigo.<br />
- ¡En esta misma pieza, he visto sufrir a la gente! Mire, ahí estaba tendido un americano v<br />
reclamaba un cuchillo para poner fin a su agonía. Allí donde se encuentra el lecho de la<br />
Signora, un francés, en su delirio, quería a toda costa darse un tiro y murió en medio de sus<br />
angustias.<br />
¡Tales evocaciones no tenían, claro está, nada de reconfortante! Isabel, sin embargo, sabe<br />
escuchar la larga charla del Capitano. Por un instante le viene la idea de reprochar a su<br />
carcelero la inhumana reclusión de la que se puede presumir con harta certidumbre que ha<br />
de ser fatal a Guillermo. No ha transcurrido una semana y los papeles están ya cambiados.<br />
Ya no es el Capitano quien sostiene la energía de la joven mujer, es ella quien la arrastra en<br />
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su propia estela, más alto, más cerca de Dios. Ella consigna por escrito la conversación que<br />
tuvieron ¡untos el 25 de noviembre:<br />
El Capitano dice:<br />
- Todas las religiones son buenas. Hacer a los demás lo que quisieran que ellos hagan<br />
contigo, ahí está toda la religión y el único punto que cuenta.<br />
- Dígame, querido Capitán, ¿considera usted ése como un buen principio, solamente, o<br />
también como un mandamiento?<br />
- Yo tengo respeto por el mandamiento, señora.<br />
- ¡Pues bien, Capitán!, ¡pues buen, querido señor! Aquél que ha hecho un precepto de su<br />
excelente principio ha dada, ante todo, este mandamiento: ¡Amarás al Señor tu Dios con<br />
toda tu alma!». ¡No es eso a lo que usted da primacía, Capitán?<br />
- ¡Ah, señora! Sí, ¡es excelente! PERO HAY TANTAS COSAS...<br />
¡Hay tantas cosas! Tantas cosas que sacrificar, tantas cosas que dar. El acento del viejo<br />
italiano debía de ser más elocuente aún que sus palabras, pues Isabel las consigna en<br />
francés antes de comentarlas: ¡Pobre Capitán! ¡El tiene 60 años y declara, con todo, que<br />
para dar a Dios lo que El pide son tantas cosas obstáculos para el alma!<br />
La noche del 29 al 30 de noviembre, se hundió un navío no lejos de la costa. Se encerró a los<br />
infortunados náufragos: griegos, turcos, franceses, españoles, en una de las salas húmedas<br />
del lazareto. Isabel, olvidando su propia desgracia experimenta hacia ellos una profunda<br />
compasión.<br />
Sin colchón, sin ropas. Unos tienen un paletó y no camisa, otros tienen una camisa y no<br />
abrigo... Se les ha enviado a todos a una estancia desnuda con una escudilla de agua por<br />
todo potaje, hasta que el «Capitano» encuentre tiempo para proveer a sus necesidades.<br />
Fatalista y timorato, como de costumbre, el Capitano se escuda en la consigna: ¡El nada<br />
puede hacer, si no recibe órdenes! Y concluye:<br />
- ¡Paciencia! Y ¿qué quiere usted, señora!<br />
La pequeña Ana María, testigo de aquella inconcebible incuria, establece una comparación<br />
entre la situación de los náufragos y la que ella compartía con sus padres: ¡Mamá, nosotros<br />
tenemos bien de suerte al lado de ellos! Y además, nosotros tenemos paz. Ellos disputan, se<br />
pelean y no hacen más que gritar. A nosotros el «Capitano» nos manda castañas y frutas.<br />
¡ellos no tienen ni siquiera pan! ¡Querida Ana -concluye Isabel- tú verás muchas otras cosas<br />
sorprendentes al estilo de ésta!<br />
El 30 de noviembre el diario de Isabel hace alusión una vez más a un desheredado de este<br />
mundo a quien ella se acerca desde su llegada a las siniestras construcciones del lazareto. Es<br />
uno de los guardianes empleados en el departamento que ocupan los Seton. Incapaces<br />
como son de entenderse en su propia lengua, Isabel y el guardián cambian gestos y miradas<br />
más elocuentes, a veces, que las palabras. Mostrando sucesivamente su pecho y su garganta<br />
con una mímica expresiva el hombre le ha dado a entender que estaba tocado de una de<br />
esas enfermedades que no perdonan. Isabel aprovecha una de las visitas del Capitano para<br />
hablarle de aquel guardián y decirle su pena por verle en tal estado. Pero el Capitano<br />
exclama:<br />
-¡Oh, señora! ¡El está completamente a gusto! Se casó hace dos años con una joven<br />
encantadora, encantadora..., de 16 años. Actualmente, tiene dos niños y gana 3 libras y<br />
media por día. Es verdad que él debe pasar sus noches en el lazareto, pero por la mañana<br />
vuelve a su casa para reunirse allí con su mujer una a dos horas: ¡no le es posible dejar su<br />
puesto por más tiempo! Y ¿qué quiere usted, señora...!<br />
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¡Padre de los cielos, bueno y misericordioso, -protesta el diario- no permitas que un hombre<br />
se estime satisfecha y contento can tres libras y media por día, cuando con ese salario<br />
irrisorio debe hacer vivir a una mujer y a unos hijos! ¡Oh! haz que me acuerde de ese<br />
hombre, cuando yo no tenga suficiente o crea no tener suficiente. El tiene 22 años, su mujer<br />
tiene 18... Mi pensamiento se reúne can los dos seres queridos que están en casa: Enriqueta<br />
y Bec... He ido hasta el pretil de la escalera con la pequeña Ana para que la hija de nuestro<br />
CAPITANO pueda darle la muñeca que ha hecho para ella. La joven tiene un rostro amable, y<br />
está cogida de bracete a su padre. Ella ha rechazado una petición de matrimonio para poder<br />
ocuparse de él. ¡Verles así ha despertado en mí bien de recuerdos! Espero que le sea<br />
concedido encontrar de nuevo a alguien a quiera amar y que allí encontrará su recompensa.<br />
Con los primeros días de diciembre, acabó el temporal. Pero el frío arrecia intensamente.<br />
Imposible, sin embargo, hacer fuego en la pieza sin quedar medio sofocados por el humo.<br />
Los náufragos están siempre allí, circulando por los patios del lazareto, medio locos de frío y<br />
de hambre, pasando su tiempo en disputar, en jugar a las cartas, vociferantes. La pequeña<br />
Ana María tose cada vez más y, a su vez, debe quedarse en su cama de fortuna. Guillermo<br />
está abatido. Por dos veces, el Capitano, ingenuamente, ha venido a anunciar a los Seton<br />
una noticia que, según él, debe llenarles de contento: se les hace gracia de cinco días de<br />
cuarentena y luego de otros cinco. ¡El 19 de diciembre estarán libres! Y, más charlatán que<br />
nunca, el viejo italiano, con el deseo laudable sin duda, pero cuán desafortunado, de dar<br />
más esperanza a Isabel y a su marido, se pone a enumerar los placeres que encontrarán en<br />
abundancia dentro de la ciudad de Pisa, durante las fiestas de Navidad. Paciente, Isabel le<br />
escucha hasta el fin, sin mandarlo a paseo, mientras su espíritu se lanza hacia los cuatro<br />
pequeños que la esperan tan lejos y que, por primera vez, celebrarán la Navidad sin su<br />
madre. Y su mirada se posa, entonces, sobre el lecho de Guillermo y sobre el de Ana María.<br />
¡Los regocijos de Navidad! ¿Qué será de Guillermo, el 25 de diciembre próximo? Más<br />
reconfortante es la visita, si se puede emplear este término, que van a hacer a los Seton el<br />
Capitán O'Brien y su mujer. Ellos han obtenido, a su vez, la autorización de penetrar en el<br />
recinto del lazareto. Desde el patio interior, durante unos instantes que la intensidad del frío<br />
no permite prolongar, pueden conversar con Isabel y hacer señales de amistad a Guillermo y<br />
a la niña que se aprietan contra la reja de la ventana. Breve y pálida sonrisa, este verse de<br />
nuevo.<br />
Pronto el estado de Guillermo se agrava de forma inquietante. Una semana de angustia casi<br />
ininterrumpida que la joven mujer pasa por entero a la cabecera de su marido, no<br />
encontrando siquiera tiempo para poner una línea en el cuaderno del diario. El 5 de<br />
diciembre, el Dr. Tutilli, llamado con urgencia, no deja ninguna esperanza. Una abundante y<br />
violenta expectoración viene, no obstante, a traer inopinadamente al enfermo un<br />
afortunado alivio. Isabel, sin embargo, no se hace ilusiones:<br />
Lluvia y tormenta, -anota de nuevo en el diario, con fecha de 14 de diciembre- como casi<br />
cada uno de los veintiséis días que hemos pasado aquí. Se vería que tal humedad es<br />
peligrosa para una persona con buena salud. ¡Con la enfermedad de mi Guillermo, entonces!<br />
¡Oh!, yo sé bien que allá arriba hay un Dios. No vale la pena, CAPITANO, que nos mire en<br />
silencio y que su dedo nos indique: «allá arriba». Si yo pensara que nuestra situación<br />
presente es efecto de una voluntad humana en vez de compararme a María Magdalena en<br />
lágrimas, como usted me llama tan amablemente, debería compararme a una leona, a una<br />
leona presta a poner fuego a su lazareto, si lo pudiera, a fin de llevarme a mi pobre<br />
prisionero y permitirle respirar el aire del cielo en un sitio distinto de éste. ¡Tener a un pobre<br />
ser que viene a vuestro país para salvar en él su vida, tenerle encerrado durante treinta días<br />
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entre unas paredes húmedas, en medio del humo y del viento que sopla de todos los<br />
rincones, hasta levantar las cortinas que rodean su lecho, que nos penetra hasta la médula<br />
de los huesos!... ¡Y ahora, el espectro de la muerte! ¡El tirita con sólo levantarse unos<br />
minutos! El debe ir a Pisa por su salud, ¡hoy sus proyectos están muy lejos de Pisa!, pero, ¡oh<br />
Padre mío de los cielos! yo sé que estos acontecimientos contradictorios son permitidos y<br />
ordenados por tu Sabiduría que es la sola Luz. Nosotros, personalmente, estamos en la<br />
obscuridad, y debemos reconocer que nuestro saber no se requiere para que se haga tu<br />
OBRA. Y no debemos perder de vista esa Misericordia infinita que, permitiendo los<br />
sufrimientos de nuestro corazón mortal, ha otorgado a nuestras almas una tan grande<br />
ocasión de encontrar la dicha y la saciedad para nuestra vida eterna, en la que<br />
comprenderemos con seguridad que todas las cosas han concurrido a nuestro bien, pues<br />
nuestra firme confianza está en Ti.<br />
Página clave del diario escrito en el lazareto, esta página debía citarse íntegramente. Toda<br />
hirviente de humana indignación, como impregnada de todo sufrimiento, más allá de toda<br />
justicia, está Dios., y su eterna Sabiduría, y su eterno Amor, y porque, como lo proclamó san<br />
Pablo: «Todo concurre al bien de los que aman a Dios» (Rom 8, 28).<br />
11.- ÚLTIMOS DIAS, PRIMERA FUSIÓN DE LOS CORAZONES<br />
Aunque el Señor os dé el pan del asedio<br />
y el agua de la opresión,<br />
tu Maestro no se ocultará ya:<br />
con tus ojos verás al que te instruye,<br />
con tus oídos percibirás<br />
una palabra a tu espalda: «Ese es el camino, seguidlo<br />
ya os vayáis a derecha o a izquierda.<br />
Is 30, 20-21<br />
Por desconcertante que sea, en efecto, el encadenamiento de las causas segundas que han<br />
conducido a los Seton hasta este límite de sufrimiento y de soledad, encerrados como están<br />
cual verdaderos prisioneros en las «carceri» de San Leopoldo, viene a ser evidente -<br />
contemplando tal secuencia de acontecimientos a la luz de la fe- que sus treinta días de<br />
reclusión inhumana son para Isabel y Guillermo unos auténticos días de gracia. Es además<br />
una especie de retiro preparatorio que Dios les ha preparado, tanto al uno como al otro.<br />
Para él, será la última preparación para el encuentro definitivo con el Señor. Para ella, el<br />
encaminamiento inmediato hacia un descubrimiento cuyo precio no tiene proporción con<br />
ninguna medida humana. El diario nos revela también las etapas de esta preparación, de<br />
este encaminamiento y nos permite entrever las delicadezas divinas imbricadas, día a día,<br />
en las causas segundas más descaminadas.<br />
25 de noviembre -¡Ah, qué bueno es el Señor que fortalece mi pobre alma! -anotó Isabel-.<br />
Ella se encuentra tan manca para curar, para aliviar a aquel a quien ama, a aquél por cuya<br />
salud ha dejado a sus cuatro hijos más pequeños, su casa, su país... Todo lo que puedo darle<br />
es quina, leche y píldoras de opio que él toma con calma, por deber, sin que parezca<br />
conservar esperanza. Cuando desfallece en mí la naturaleza, me siento incapaz de mirarle<br />
con rostro alegre, escondo mi cabeza sobre la silla, al lado de su lecho, y él cree que rezo. Y<br />
rezo, en efecto, pues la oración es todo mi alivio. Sin ella, yo le sería de muy poca utilidad.<br />
Noche y día él me llama su vida, su alma, su muy QUERIDA, su todo.<br />
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Sobre las puertas están pegados unos cartelitos que indican cuántos días han pasado allí los<br />
pensionistas y la tablilla tiene marcado de arriba a abajo: diez, veinte, treinta, cuarenta<br />
días... Yo no apunto los nuestros, con la confianza de que están apuntados allá arriba. ¡El<br />
sólo sabe mejor lo que nos conviene! Querido, querido Guillermo, puedo sugerirle algunas<br />
veces por unos instantes, que le sería dulce morir. El dice siempre: «¡Padre mío y Dios mío,<br />
que se haga tu voluntad!... ¿Qué sería de nosotros, si no conociéramos a Dios, si no le<br />
amásemos, si no gustáramos sus consuelos, si no pudiésemos asir la esperanza portadora de<br />
alegría que El ha puesto ante nosotros y si no encontráramos nuestras delicias en el estudio<br />
de su Palabra bendita y de su verdad?»<br />
«29 de noviembre... He explicado nuestro TE DEUM a la pequeña Ana, Ella me ha dicho:<br />
Hay algo que me inquieta, mamá. Cristo ha dicho que los que quieren reinar con El deben<br />
sufrir con El. Si yo muriera ahora ¿a dónde iría?, porque todavía no he sufrido».<br />
Falta de óptica todavía, sin duda, que subrayar de paso, pues es el amor con que se acepta<br />
el sufrimiento, en conformidad con la voluntad divina, el que es rico en mérito, y no en<br />
modo alguno el sufrimiento que, tomado en sí mismo, sigue siendo un mal. La niña,<br />
arrastrada por la estela maternal de cuya generosidad participa de día en día así como de<br />
sus desviaciones, afectada, además, en su sensibilidad por el estado de salud de su padre y<br />
la atmósfera deprimente del lazareto, sueña en soportar pacientemente una enfermedad a<br />
fin de poder intentar -dice ella- agradar al Señor.<br />
Con una observación exacta -esta vez- su madre pone las cosas en su punto: -Pero, Ana mía,<br />
tú le agradas todos los días, cuando me ayudas en mis dificultades.<br />
-¿Es verdad, mamá? ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, Dios mío! -grita alegremente la chiquilla.<br />
En torno al fuego que atiza el viejo Luis han tomado asiento los tres: el padre, la madre, la<br />
hija. Para los tres quiere Isabel un ambiente de alegría, y hoy es en el profeta Isaías donde<br />
ella busca el mensaje de esperanza de que tienen tanta necesidad.<br />
«Se alegrará el desierto y el páramo,<br />
exultará y florecerá la estepa,<br />
dará flor como el narciso,<br />
desbordará de gozo y alegría...<br />
La gloria del Líbano le es dada,<br />
la belleza del Carmelo y del Sarón;<br />
se verá la gloria del Señor,<br />
la belleza de nuestro Dios.<br />
Fortaleced las manos fatigadas,<br />
afirmad las rodillas vacilantes,<br />
decid a los corazones turbados:<br />
¡Animo, no temáis!<br />
¡Mirad, es nuestro Dios<br />
que viene a salvaros...! ...<br />
Los rescatados del Señor volverán,<br />
llegarán con clamores de júbilo,<br />
dicha eterna transfigurará su rostro, alegría y júbilo<br />
les acompañarán, dolor y llanto se acabarán» (Is 35).<br />
Ya pueden las olas desencadenadas batir con gran ruido bajo la ventana mal ajustada, ya<br />
puede el viento ulular y bramar en torno:<br />
«Más que la voz de las aguas caudalosas<br />
más potente que el mar en oleaje<br />
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es potente el Señor en las alturas» (Sal 93, 4)<br />
y su paz invade al enfermo mismo.<br />
-Papá -suplica ahora la pequeña Ana-, papá, ¡léenos el último capítulo del Apocalipsis!<br />
Con una voz emocionada, vibrante, cuyas inflexiones conmueven el corazón de Betty,<br />
Guillermo relee, a su vez, las palabras de Juan, el discípulo bienamado, evocando la<br />
Jerusalén celeste, el lugar del reposo, de la luz, de la paz eterna.<br />
Entonces el Angel me mostró el río de la Vida, límpido como el cristal, que manaba del trono<br />
de Dios y del Cordero... El trono de Dios y del Cordero se alzará en la ciudad y sus servidores<br />
le prestarán servicio, le verán cara a cara y llevarán su nombre en la frente. No habrá ya<br />
noche. Pasarán sin lámpara o sol para alumbrarse, porque el Señor irradiará sobre ellos su<br />
luz y reinarán por los siglos de los siglos.<br />
...El Espíritu y la esposa dicen: «¡Ven!». Diga el que escucha: «¡Ven!».<br />
Quien tenga sed, que se acerque;<br />
quien la desee, coja de balde el agua viva (Ap 22).<br />
Cosa admirable, Guillermo es ahora capaz de gustar tal mensaje. No queda, sin embargo,<br />
tan lejos el tiempo en que las discretas insinuaciones de Isabel hacían nacer en sus labios<br />
una sonrisa escéptica, suscitando incluso, a veces, par su parte, una reflexión burlona y<br />
desengañada. El, sin duda, está lejos de moverse en el dominio sobrenatural con la soltura<br />
de aquélla que, desde el primer día de su unión, había querido verle marchar hacia Dios con<br />
el ardor, con la alegría que ella tenía. El no atreve aún a entregarse sin reticencias a Aquél<br />
que, aunque de manera desconcertante, pero absolutamente segura, no cesa de<br />
perseguirle. El sabe, sin embargo, ahora, que la Fe es su único recurso.<br />
En todos los momentos de la vida, ¿a quién tenemos que podamos recurrir, si no es nuestro<br />
Redentor? Pero, cuando el alma está a punto de dejar este mundo, es preciso que ella se<br />
agarre a El con una fuerza todavía mayor. Si no, ¿a dónde asirse? Querido Guillermo -<br />
prosigue el diario de Isabel- no te vuelves hacia tu Dios bajo el golpe del terror. Tú te has<br />
esforzado en servirle mucho antes que llegara esta prueba. ¿Por qué, pues, no mirarle como<br />
al Padre que conoce las intenciones, las disposiciones diversas de sus hijos, y acogerá con<br />
bondad -graciously, dice el texto, en expresión difícilmente traducible- a los que van a El por<br />
el camino que El mismo ha fijado para ellos. Tú dices que tu única esperanza es Cristo. Y ¿de<br />
qué otra esperanza tenemos necesidad?<br />
Con el extrema despojamiento a donde Dios le ha conducido, Guillermo hace un retorno<br />
lúcido sobre su vida pasada y es para reconocer, finalmente, que la misericordia del Señor le<br />
ha perseguido incansablemente. Confidencias íntimas y luminosas de las que Betty consigna<br />
con amor cada una de las palabras. Dice que las primeras resonancias de las llamadas<br />
evangélicas que había percibido le llegaron por nuestro querido Hobart, cuando en uno de<br />
sus sermones insistía él sobre aquella pregunta: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo<br />
entero, si llega a perder su alma? De vuelta a casa se hizo las siguientes reflexiones: «Yo<br />
trabajo y trabajo, y ¿para qué? Lo que gano me conduce día tras día a la destrucción de mi<br />
ser, cuerpo y alma. ¡Yo vivo sin Dios en el mundo, y moriré como un miserable!».<br />
El Sr. F. D., con quien jamás había tenido relaciones de negocios, le ofreció asociarse con él<br />
en una empresa que había montado. El negocio prosperó más allá de lo que habían<br />
esperado. El Sr. F. D. le dijo en el momento de comenzarla: «Voy a decirle una cosa: estoy<br />
desde hace mucho tiempo en los negocios; habiendo empezado muy pobremente, he podido<br />
construir una casa, luego otra. De modo general, siempre he tenido éxito en lo que he<br />
emprendido, y atribuyo todos esos éxitos al hecho de que, sea que se trate de grandes o de<br />
pequeñas cosas, pido siempre la bendición de Dios sobre ellas, y ¡hago gran caso de esa<br />
88
endición para el resultado de mis empresas!». Guillermo me dice: «Quedé herido de<br />
vergüenza y de tristeza (oyendo aquello), pues, personalmente, me había comportado como<br />
un pagano, de cara a Dios».<br />
Tales son los dos hechos que considera -dice él- como dos avisos gracias a los cuales salió de<br />
su indiferencia, y no puede hablar de ello sin que se le llenen los ojos de lágrimas. ¡Oh, las<br />
promesas que hace, si le place a Dios dejarle la vida!<br />
Así pues, la ruina, el luto, la enfermedad y, ahora, la insoportable reclusión del lazareto,<br />
todo ello no era sino el camino de amor por el que Dios guiaba paso a paso al marido de<br />
Isabel, como un padre a su hijo, a fin de que por el despojamiento radical de toda alegría<br />
humana, de toda esperanza humana, descubriera, por fin, otra alegría, otra esperanza. ¿Era<br />
pagar demasiado caro tal gracia? Isabel piensa que no. Su corazón de carne, aunque<br />
dolorosamente destrozado, está lejos de quedar insensible. Pero su fe, viviente, le permite<br />
remontarse de un aletazo por encima del abismo del dolor y de angustia donde zozobra su<br />
dicha humana, como las dos pequeñas gaviotas blancas que contempla volar aquel jueves, 1<br />
de diciembre. Ellas emprenden su vuelo hacia el oeste, hacia Mi HOGAR, hacia mis amores.<br />
Pero no, no es esa su ruta: está arriba, es el cielo hacia donde toman su impulso, el cielo<br />
hacia donde yo misma intentaba hacer volar mi alma. El ángel de la Paz la encontró allí, de<br />
él recibió ella la unción de amor y de fuerza, que hace cesar toda imaginación vana, que la<br />
conduce derechamente a su Salvador y a su Dios. ¡TE DEVM LAUDAMUS!<br />
¡Notable coincidencia! Es aquel 1 de diciembre de 1803, en la pieza húmeda y desnuda,<br />
junto a su marido moribundo, cuando Isabel, contemplando de nuevo en espíritu los años<br />
de su adolescencia y las misericordias con que Dios la ha prevenido siempre, vuelve a trazar<br />
en una página donde la espontaneidad de los recuerdos y la frescura de la descripción van<br />
parejas con la delicadeza del análisis psicológico más matizado, la maravilla del<br />
descubrimiento que le fue dado hacer a los 15 años.<br />
Un día, durante el año 1789, mientras mi padre estaba en Inglaterra, bella mañana de<br />
mayo, con el corazón ligero y lleno de alegría salté a un carro que iba al bosque... Había allí<br />
un castaño, espesa hierba verde y la sombra del árbol y el calor del sol... Yo estaba allí con el<br />
corazón inocente, tanto cuanto un corazón de niña pudo serlo jamás, llenándome de amor<br />
por Dios y de admiración por sus obras. Me vino al pensamiento que mi padre que se hallaba<br />
tan lejos de mí en aquel momento no podía tener cuidado de mí, pero que Dios era mi Padre,<br />
mi todo. Me puse a cantar himnos, bien alto en los bosques. Reía, hablaba conmigo misma,<br />
admirando la bondad de Aquél que me levantaba tan por encima de mí misma, que me<br />
hacía superar toda tristeza. Me senté para saborear aquella paz del cielo. Estoy persuadida<br />
de que una hora de alegría de esa clase hace avanzar diez años en la vida espiritual.<br />
Ahora, en esta obscura y fría jornada de invierno, tan lejos de su país, tan desprovista de<br />
todo, le parece --confiesa ella- experimentar de nuevo la emoción que hacía vibrar en aquel<br />
entonces todo su ser, aquel día soleado de prima vera, cuando todo en ella, como en torno<br />
a ella, a pesar de la ausencia momentánea de su padre, sólo era alegría y armonía.<br />
Por qué tal evocación en tal momento, sino precisamente porque, una vez más, le place al<br />
Señor visitarla y susurrarle como a los apóstoles en lucha con la tempestad y la tormenta:<br />
«¡Soy yo, no temáis!» (Mt 14, 27). También ahora. en el lazareto de Liorna, la invade la<br />
misma paz y la misma certidumbre.<br />
¡Me sentí con un corazón tan apaciguado, tan pleno de amor por Dios, con tal confianza, con<br />
tal esperanza en El! -anotó ella para Rebeca-. Día vendrá en que las tempestades de esta<br />
vida hayan pasado y quede por siempre la alegría de una primavera sin nubes. Además, tú lo<br />
ves, como sabes ya que es verdad, cuando se tiene a Dios por compañía, no hay ya prisión<br />
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cercada de muros altor, defendida con cerrojos. Nada de tristezas tampoco en el alma que<br />
está en Su presencia, aunque se vea acosada de preocupaciones por hoy, de inquietudes por<br />
mañana. Jamás podré estar lo bastante agradecida por tal libertad de espíritu.<br />
Isabel está íntimamente convencida de ello: ahí reside su única fuerza. Pero es una fuerza<br />
que está muy por encima de las pobres fuerzas suyas. Y es de esa fuerza divina donde saca<br />
ella el coraje incesante, no solamente para hacerse junto a Guillermo su veladora atenta y<br />
preveniente, sino para elevarle día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, por encima<br />
de su sufrimiento y ansiedad hasta los horizontes eternos que la fe que ha vuelto a<br />
encontrar le permite, al fin, presentir.<br />
A menudo, cuando me oye recitar los salmos en los que resplandece el triunfo de Dios,<br />
cuando me oye leer los versículos donde san Pablo proclama con toda su alma su fe en<br />
Cristo, esas palabras vienen a ser hasta tal punto vivientes y pacificadoras para su propia<br />
alma que las hace suyas a su vez, y todas nuestras penas se cambian, entonces, en alegría.<br />
¡Oh, que pueda amar yo de veras a mi Dios! ¡Que todas las potencias de mi alma se<br />
esfuercen por contentarle! Nada, de no ser una voz angélica, será jamás capaz de expresar<br />
lo que El ha hecho, lo que El hace constantemente por mí. ¡Mientras tenga vida, mientras<br />
tenga ser, dejadme cantar, en el tiempo y en la eternidad, las alabanzas de mi Dios!<br />
Elevarse hacia Dios, permanecer en su presencia ¿no es, por otra parte, para la joven mujer,<br />
volver a encontrar a los que ella ama y de los que está materialmente separada por tan<br />
grande distancia? Ahí está también uno de los pensamientos que le son más queridos y<br />
sobre el cual vuelve el diario más veces.<br />
Una cosa está en mi poder -escribe ella el 2 de diciembre-, aunque la comunión con aquellos<br />
a los que quiere mi alma no deja de estar fuera de mi alcance en otro sentido ¿qué es, en<br />
efecto, lo que me puede privar de esa comunión? ¡Podemos volver a encontrarnos en<br />
espíritu! A las cinco de la tarde aquí, es mediodía allí. A las cinco, pues, de rodillas en un<br />
rincón, puedo pasar, tranquila, el tiempo que ellos pasan, personalmente, junto al altar. Y si<br />
en las circunstancias presentes no podemos recibir la copa de la salvación en una tierra<br />
extranjera, podemos, no obstante, participar en ella con nuestra intención, y la bendición de<br />
Cristo nos será dada. Así que la copa de acción de gracias suplirá, en cierta medida al menos,<br />
a aquella copa cuya realidad hace el objeto de mi más caro deseo. Y, acordándose de las<br />
palabras del Apóstol, añade: ¿qué puede, pues, separarnos del amor de Aquél que<br />
permanecerá igualmente en nosotros por amor?<br />
Querida, querida Rebeca -prosigue ella dos días más tarde- cuántas veces mantuvimos el<br />
fuego, por la noche, como lo hago ahora, yo sola. Yo sola, repite, luego, como recobrándose:<br />
Mi Biblia, los comentarios, el libro de Tomás de Kempis -que sería pues, la «Imitación de<br />
Jesucristo»- he ahí mi alegría tangible y continua... En cuanto a lo invisible, ¡oh, la compañía<br />
es numerosa!<br />
Parece, efectivamente, según sus confidencias, que Dios se complace en sostenerla con<br />
unas consolaciones sensibles que, actualmente, le son grandemente necesarias. La devoción<br />
que ha tenido siempre hacia los ángeles viene a serle en su soledad una gran confortación.<br />
Ella es consciente de su presencia, de su ayuda eficaz. Ella conversa con ellos como habla<br />
con sus amigos de la tierra y eso le es una fuente de dicha sensible. Sin embargo -y es lo que<br />
ella subraya muy exactamente- esas alegrías íntimas no le son dadas sino cuando todo está<br />
calmado en ella, y después que ha pasado -dice ella- una o dos horas con el rey David o el<br />
profeta Isaías, o que se ha sentido animada por la lectura de los comentarios de la Biblia. Y<br />
concluye: Pienso que esas horas he de estimarlas, en el más allá, como las más preciosas de<br />
mi vida.<br />
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Entonces, la gratitud hinche de nuevo su corazón: le es preciso expresarse con<br />
exclamaciones ardientes que no le es posible contener. ¡Oh, Dios mío y Padre mío! ¡Es El<br />
quien, por la voz consoladora de su Palabra, fortalece el alma en la esperanza, para librarla<br />
incluso durante las horas en que las preocupaciones la quebrantan, fortificándola y<br />
asegurándola por la continua experiencia de su bondad plena de misericordia, dándole en El<br />
una nueva vida, en el momento mismo en que ella está consumida de sufrimiento y de<br />
penas, nutriéndola, guiándola y bendiciéndola a través de cada una de las etapas de su<br />
peregrinación terrestre; conduciéndola de tal suerte que su Voluntad sea su guía hacia la<br />
dicha temporal y la gloria eterna! ¿Cómo podrán, desde este momento, la fidelidad más<br />
incansable, la sumisión más gozosa, la resignación más humilde expresar jamás<br />
suficientemente mi amor, mi alegría, mi acción de gracias, mi alabanza?<br />
A quien se asombrase de tal expresión de alegría espiritual en medio de tal acumulación de<br />
despojamiento, de sufrimiento, de ansiedad, se le podría responder con estas líneas de san<br />
Juan de la Cruz:<br />
«… Nuestro Señor nos dice en san Mateo: "Mi yugo es suave y mi carga liviana", la cruz es la<br />
cruz; porque si el hombre se decide a someterse a llevar esa cruz -que es determinarse de<br />
veras a querer encontrar y llevar trabajo en todas las cosas por Dios- en todas ellas hallará<br />
grande alivio y suavidad, para andar ese camino así, desnudo de todo, sin querer nada».<br />
Asimismo el Señor, que conoce nuestra debilidad, sabe proporcionar, al comienzo de la<br />
áspera subida, las dulzuras de una consolación divina, bien necesaria entonces a nuestra<br />
fragilidad.<br />
«Es pues de saber que el alma, después que determinadamente se convierte a servir a Dios,<br />
ordinariamente la va Dios criando en espíritu y regalando, al modo que la amorosa madre<br />
hace al niño tierno, al cual al calor de sus pechos le alimenta, y con leche sabrosa y manjar<br />
blanda y dulce le cría, y en sus brazos le trae y le regala».<br />
Así parece actuar el Señor respecto a Isabel. Una experiencia íntima le permite ser<br />
consciente de su presencia divina y paternal en las horas más obscuras de su estancia en el<br />
lazareto. Pues ella está sola con la pequeña Ana, junto a Guillermo, aquel día terrible del 5<br />
de diciembre, cuando parece que ha llegado la última hora de su marido. El Dr. Tutilli ha<br />
sido formal en su veredicto. De no ser una nueva expectoración, el enfermo no tiene más<br />
que para unas horas.<br />
El Capitano se aterroriza: ¿Va a quedarse sola la Signora Seton, puede quedar ella sola, en<br />
tales condiciones? Pero ella, comenta así el terror del Capitán: ¿Qué tenía que temer? ¿QUÉ<br />
HABÍA QUE TEMER?... ¡Veamos! ¿Estaba yo sola? ¡Oh Padre querido, lleno de bondad!,<br />
¿podría estar yo sola si me agarro bien fuerte a Ti por una oración y una acción de gracias<br />
continuas? Oración por Guillermo. Y luego, alegría, maravilla y consuelos de sentirme desde<br />
ahora cierta de esto: ¡lo que había esperado yo con tanta ternura parecía pues, a la hora de<br />
la prueba, sobrepasar lo que yo podía concebir! ¡Oh, que me oiga El, mi Dios, que me oiga en<br />
medio mismo de las más grandes pruebas, El a quien debo esta fuerza y esta confianza que<br />
parecerían, en efecto, si se considerase todo el contexto humano, estar muy por encima de lo<br />
que un ser humano tiene derecho a aguardar e incluso a esperar! Pero ¿quién puede<br />
describir las consolaciones divinas?<br />
El Rvdo. Hall, capellán protestante de la fábrica inglesa de Liorna ha sido autorizado para<br />
penetrar en la pieza del lazareto donde reposa Guillermo después de la crisis que ha estado<br />
a punto de llevársele. Visita muy corta. Seguirán otras, promete el pastor. Imposible ocultar<br />
a la pequeña Ana sea lo que fuere de la enfermedad de su padre. Si Guillermo muere allí,<br />
ella estará presente en su agonía. Pero la frescura y la transparencia de su alma de niña le<br />
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permiten entrar como a pie llano en las realidades sobrenaturales. La muerte, para ella, es<br />
tan simple, al fin: es una puerta que se abre al paraíso, a la Jerusalén celestial cuya<br />
descripción dada por san Juan en el Apocalipsis conoce ella casi de memoria.<br />
Ana es un tesoro -anota su madre, con fecha del 12 de diciembre-. Ayer, leía ella el relato del<br />
encarcelamiento de Juan el Bautista.<br />
Sí, papá -explica ella-, Herodes le metió en prisión, pero la Srta. Herodías le dio la libertad.<br />
-No, mi querida, ella le hizo cortar la cabeza.<br />
¡Y bien! sí, papá, ella le hizo salir de la prisión y ¡le envió a casa de Dios! «Hija de mi<br />
corazón» -añade Isabel.<br />
Guillermo, que no ha sucumbido a la crisis del 5 de diciembre, sigue, pues, buenamente su<br />
camino... Cinco días más y se acabó nuestra cuarentena -dice el diario del 13 de diciembre-.<br />
Un apartamento nos aguarda en Pisa, a las orillas del Arno. ¡Y yo que tenía poco ha la<br />
cabeza llena de poéticas visiones respecto a ese famoso río! Pero ya no hay lugar desde<br />
ahora para visiones de ese género. No, ahora no veo más que una sola cosa: Nadie vio jamás<br />
a mi Guillermo sin concederle el título de hombre amable. Pero viéndole elevado ahora hasta<br />
llegar a ser un cristiano pacífico, humilde, que se abandona a la voluntad de Dios con una<br />
paciencia que parece más que humana, con una fe tan firme que haría honor a la piedad<br />
más digna de ese nombre, hay en ello una dicha que se concede solamente a la pobre<br />
madrecita de familia privada de toda otra dicha, en las circunstancias actuales.<br />
Ni los sufrimientos, ni la debilidad, ni la angustia -¡y de esto jamás estuvo libre un instante!-<br />
son capaces de impedirle seguir cada día con la oración, con los Salmos, y generalmente con<br />
largos ratos de lectura de la Escritura Santa. Si va un poquito mejor, su atención se hace más<br />
viva. Si va menos bien, su deseo llega a ser más ansioso de no perder un instante. Y, aparte<br />
de aquel día que creímos ser el último suyo, jamás ha dejado una sola jornada de marchar<br />
por ese camino, desde que estos muros de piedra se cerraron sobre nosotros, el 19 de<br />
noviembre.<br />
El llega hasta repetir muy a menudo que ESTE PERÍODO de su vida -sea que viva sea que<br />
muera- lo considerará siempre como un período bendito, el único tiempo que no ha sido<br />
perdido para él.<br />
La serenidad de Guillermo tan exigente poco ha, tan amigo de sus gustos, atrae la<br />
admiración de Betty. ¡Ni una queja! ¡Ni una murmuración! Una exclamación, a veces, y una<br />
mirada a lo alto, es todo. El mal, sin embargo, sigue su curso con una rapidez fulminante.<br />
Los accesos de tos desgarran el pecho del enfermo hasta el punto de que tiene dificultad en<br />
recobrar su respiración. Prolongados escalofríos le sacuden y le dejan extenuado. A<br />
menudo, me habla de sus seres queridos, pero más aún de la reunión en una familia que será<br />
la del cielo.<br />
Así pues, Dios concedía a Isabel aquella unión de su alma con la de Guillermo que ella había<br />
reclamado con ansias tan ardientes. Ante tal gracia, el sacrificio mismo con que el Señor se<br />
la hace pagar se encuentra reducido a un segundo plano. Una alegría más profunda que la<br />
prueba que la asedia la hace cantar incluso junto al lecho de agonía de aquél a quien ella<br />
quiere con amor extremo, pero para quien su amor, justamente, ha deseado siempre, ha<br />
esperado siempre la dicha de la vida eterna, sin la que toda otra dicha no puede contar.<br />
Cuando doy gracias a Dios por haberme creado, por haberme protegido, lo hago con un<br />
ardor de sentimiento que jamás había conocido aún hasta este día. Me abandono a El sólo<br />
en lo concerniente a Guillermo, en cuanto al alma y en cuanto al cuerpo; consolar y endulzar<br />
sus horas de prueba, de sufrimiento y agotamiento, lo que, junto a Dios, he llegado a hacer<br />
sola; hacerle oír las notas gozosas de la esperanza y del triunfa cristianos que él escucha por<br />
92
el hecho del amor especial que siente por mí, con más satisfacción si soy yo quien las repito,<br />
porque él me atribuye su mayor parte; oírle declarar, mientras pronuncia el nombre de su<br />
Redentor, que soy yo la primera que le ha hecho conocer la dulzura de ese nombre... ¡Oh,<br />
aún cuando estuviera en el calabozo de este lazareto, bendeciría todavía a mi Dios, le<br />
alabaría todavía por estos días de retiro y de separación del mundo, que han permitido nos<br />
hayan sido dados el tiempo y la posibilidad para que se acabase una obra hasta tal punto<br />
bendital<br />
Hay un hecho: cuanto más se abate el agotamiento sobre el cuerpo del enfermo, tanto más<br />
parece encontrar su alma la paz, la serenidad, la confianza. El jueves 15 de diciembre, Isabel<br />
anota también en su diario: Guillermo , se siente -dice él- como una persona que hubiese sido<br />
guiada hasta la luz después de largos años de obscuridad. La Escritura Santa era para él,<br />
entonces, le ley de Dios, y, de hecho, la santa ley, pero él no percibía en qué medida le<br />
concernía, personalmente; él no sabía por experiencia que ella era la fue.tte de la VIDA<br />
eterna.<br />
¡Qué dicha hubiese sido, para el hogar, si Guillermo hubiera hecho tal descubrimiento al<br />
comienzo de su vida conyugal! Pero que lo haya hecho al menos antes de comparecer ante<br />
su Redentor ¿no es una de esas misericordias infinitas que quiere celebrar por siempre el<br />
Salmista: «Por siempre yo cantaré las misericordias del Señor»? (Sal 88, 1).<br />
En un sitio encantador de la ciudad de Pisa, cerca de las riberas del Arno, aguarda a los<br />
Seton el apartamento confortable, casi lujoso, que los Felicchi han hecho preparar. Hace un<br />
mes ellos se hubiesen trasladado allá con alegría. ¡Pero ahora! ¿Estaría aún Guillermo en<br />
situación de soportar el corto viaje que les es preciso emprender para trasladarse de Liorna<br />
a Pisa? Seis leguas que recorrer en coche, en uno de esos coches de la época que, aunque<br />
con buena suspensión tal vez, no dejaban de rodar sobre ruedas con llantas de madera y<br />
tenían que acomodarse a carreteras a menudo pedregosas.<br />
El lunes 17 de diciembre, Isabel está en pie desde el alba, reuniendo toda su energía,<br />
confiándose de nuevo a la Providencia divina para toda eventualidad. No es ya cuestión hoy,<br />
para dejar el lazareto, de volver a tomar el mar como habían sido obligados a hacerlo los<br />
Seton por medida de prudencia, para ganar San Leopoldo, el mes precedente. Se abre por el<br />
lado del arrabal de la ciudad la puerta forrada de hierro que les deja pasar, libres al fin. Bien<br />
abrigado, Guillermo se deja transportar, sentado sobre las manos entrecruzadas de dos<br />
hombres que le levantan sin dificultad, mientras Isabel, regulando su paso por el de ellos,<br />
sostiene la cabeza del enfermo. Un tropel de curiosos, expansivos y locuaces, observa en el<br />
exterior el miserable cortejo. «¡Oh pobrecito! ¡pobrecito!». Cosa extraña, frente a aquel<br />
hombre tan enfermo, incapaz de franquear solo tan pequeña distancia, ninguna ha tenido<br />
ya miedo de un posible contagio. El mes pasado, cuando la tisis tenía en él un estado menos<br />
peligroso, Guillermo Seton era considerado como un apestado o como un leproso. Hoy, el<br />
temor se ha desvanecido. ¿No había pasado la cuarentena? ¡La cuarentena! Especie de palabra<br />
mágica que tranquilizaba los espíritus sin alejar el peligro. Guillermo Seton no murió<br />
ciertamente de la fiebre amarilla. Pero ¿quién sabrá, no obstante, jamás cómo había<br />
penetrado, sin saberlo nadie, la terrible enfermedad en la ciudad de Liorna que creía<br />
asegurada su protección en los espesos muros de su lazareto? Un hecho histórico es cierto:<br />
en 1804, el puerto toscano había de ser asolado por una violenta epidemia de fiebre<br />
amarilla.<br />
Sin embargo, los viajeros han tomado asiento con Guy Carleton en -el coche de los Filicchi.<br />
Bien recostado en los cojines, Guillermo respira con más facilidad. Una sonrisa dichosa<br />
distiende su rostro enjuto de pómulos demasiado encendidos. ¡Hele ahí, pues, salido del<br />
93
lazareto! ¡Hele en su maravilloso país de Toscana! El aire es suave, a pesar de la estación.<br />
Isabel se asombra y se regocija. La ruta es bella y serpentea por la campiña con valles de<br />
tonos suaves donde se funden el amarillo tenue de una tierra mullida y fértil, el gris claro y<br />
el ocre dorado de las viviendas, donde los oscuros cipreses se yerguen, gráciles y rectos,<br />
hacia el cielo azul. Cuanto más se aproximan a Pisa, más se anima la mirada de Guillermo y<br />
traduce el placer que experimenta. ¡He ahí los viejos palacios de piedra de puertas labradas,<br />
el bautisterio, la catedral y la célebre torre inclinada!<br />
El coche se interna por las calles estrechas, enlodadas también, y se para ante una casa de<br />
aspecto agradable, muy cerca del río. Ahí está la mansión de los Seton ¡Padre mío y Dios<br />
mío! -murmura Isabel- ¡Padre mío y Dios mío! Una capilla se alza a unas pasos de allí,<br />
pequeña joya de arquitectura, construida en el transcurso de los siglos XVI y XVII por los<br />
habitantes de Pisa, para que estuviera en ella la urna de una preciosa reliquia, una espina de<br />
la corona incrustada, en otro tiempo, en la cabeza del Redentor por los soldados romanos.<br />
Igualmente Luis IX, con una idéntica intención, había hecho construir en París la Sainte-<br />
Chapelle. Pero Sancta María della Spina es también para los marineros toscanos lo que para<br />
los marineros franceses un lugar de peregrinación adonde les gusta acudir a confiar a la<br />
Señora sus viajes y sus pescas, adonde llevan sus exvotos, expresión de su agradecimiento<br />
por la protección concedida en 1a hora del peligro.<br />
Sin duda columbró Isabel el edificio de mármol blanco, que había de levantarse además por<br />
encima del lecho del Arno al final del siglo XIX. Ella no tiene tiempo para detener en él su<br />
mirada. Es necesario instalar a Guillermo, a Ana María. Es preciso asegurarse de que han<br />
sido traídos todos los equipajes que permanecían en The Shepherdess, hace exactamente un<br />
mes. ¡Tantas cosas que no había creído necesario llevar allá, habían hecho falta en el<br />
lazareto! Aquí, no obstante, ¿qué podía faltar materialmente hablando? Comodidad<br />
refinada, casi lujosa, disposición artística de los muebles, de las colgaduras, de las<br />
chucherías inútiles y encantadoras... ¡Qué contraste con aquella habitación, que había sido<br />
la de los Seton durante las últimas semanas! Guillermo posa dichoso su mirada sobre cada<br />
uno de los objetos. Encuentra allí el ambiente de la casa adinerada, a gran tren de vida, cual<br />
fue la de su juventud, y está lejos de quedar insensible a ello. Guy Carleton habla de Liorna,<br />
hay tantas cosas que enseñar a Guillermo. Pero quiere, a su vez, que se le ponga al corriente<br />
de todo lo que ha pasado en Nueva York, desde los cinco años que hace que no ha vuelto<br />
por allí. Se habla de los hermanos y de las hermanas de Ana María que han quedado allí: Bill,<br />
Ricksy, Catalina y Rebeca... Son unos niños encantadores, despiertos, que son la alegría de<br />
sus padres. Solamente la nena última les preocupa a causa de su salud delicada. ¡Con cuánta<br />
impaciencia esperan el correo de Estados Unidos que les traerá noticias de la niña, enferma<br />
justamente en el momento de su partida!<br />
La señora Tot, propietaria del apartamento, se revela como una mujer encantadora en los<br />
pequeños cuidados para con aquellos que pueden creerse sus huéspedes. Relajamiento de<br />
esta primera noche. Suavidad. Sosiego. ¿No habría sido pues el terrible mes del lazareto una<br />
de esas pesadillas nocturnas que disipa la luz del día naciente? La tarde de aquel lunes 19 de<br />
diciembre había sido buena. ¡Guillermo se acostó, esa noche, tan feliz! Pero apenas estaba<br />
Isabel a punto de acostarse también, cuando una llamada angustiosa la hace saltar junta al<br />
lecho de su marido. La engañosa euforia de la jornada pasada no era más que un recuerdo.<br />
La realidad, implacable, se impone brutalmente al espíritu de la joven mujer. Comienza la<br />
última crisis, la que le anunció el Dr. Tutilli. Guillermo no tiene más que unos días de vida,<br />
unas horas, tal vez.<br />
94
Y sin embargo, después de una noche de duermevela, el enfermo pretende dar, aquel<br />
miércoles, un paseo en coche. ¡Imprudencia ceder a tal capricho!, asegura el médico.<br />
¡Imprudencia más temible aún oponerse al deseo de un hombre como Guillermo! ¿Qué<br />
hacer? Contentarle al menos... Se le baja, se le instala. Los caballos marchan a medio trote.<br />
No han pasado cinco minutos sin que haya que volver bridas, regresar a casa, hacer acostar<br />
al enfermo agotado.<br />
El jueves se siente mejor. Oscilaciones normales de los últimos días de un tuberculoso. E1<br />
viernes, quiere pasearse otra vez. Marchan en coche con la Sra. de Tot. Nada de vuelta<br />
precipitada. El aire fresco y suave ¿devolvería verdaderamente un poco de vida a aquel<br />
hombre de 35 años, cuyo ser físico entera lucha contra la muerte con una tenaz energía?<br />
Cruel ilusión. El sábado, no puede dejar el lecho ni un solo instante. El sufrimiento le<br />
consume, pero permanece lúcido. «Puede -dice él en el decurso de la noche- durar hasta<br />
mañana». Habla de sus seres queridos... Se pone a dar gracias a Dios que le ha dado tiempo<br />
de reflexionar, que le ha dado encontrar tan grandes consuelos tanto en la lectura de los<br />
Libros Santos como en la oración. Isabel le hace tomar un poco de láudano, en pequeñísima<br />
dosis, para permitirle reposar. El se adormece. La noche avanza. Es la noche de Navidad.<br />
Cuando se despierta, cerca de media noche, se inquieta de ver a Isabel, en vela, a su lado.<br />
¿Por qué no está ella acostada y dormida?... No, no, mi amor, pues las reflexiones más<br />
dulces me mantienen despierta. El día de Navidad ha comenzado. El día del nacimiento aquí<br />
abajo de nuestro querido Redentor es el día -tú lo sabes bien- que abrió para nosotros la<br />
puerta de la vida eterna.<br />
Sí, él lo sabe. ¡Oh, cuánto desearía ahora, antes de irse hacia esa otra vida, recibir el<br />
«sacramento». ¿El «sacramento»? Es necesario -dice Isabel- hacer todo lo que está en<br />
nuestro poder. Ella toma un vaso, vierte un poco de vino en él, recita con fe unos pasajes de<br />
los salmos y las oraciones que había señalado en su libro «a la espera de un instante tan<br />
feliz». En sus manos, eleva la copa de acción de gracias, presentándola en seguida a las<br />
manos temblorosas de Guillermo. Pues bien -anotó ella, siempre con destino a Rebeca-<br />
hemos tomado la copa de acción de gracias, desechando lejos de nosotros las tristezas,<br />
volviendo nuestras miradas hacia las alegrías de la eternidad. En ese mismo momento,<br />
triunfa su alegría, porque ella siente que esa alegría, sobrenatural, ha llegado a ser para<br />
Guillermo la gran realidad. No parece, por otra parte, que haya sido esta la única ocasión en<br />
que se haya creído autorizada para «preparar la copa del Señor». Unas breves líneas de los<br />
Dear Remembrances parecen rememorar un recuerdo idéntico:<br />
- pobre insensata, nada de sacramento el domingo - - -<br />
con el mayor respeto, de rodillas detrás de la puerta de la biblioteca, he bebido la pequeña<br />
copa de vino, y lágrimas para expresar lo que desearía tanto - - - Estas pocas palabras,<br />
demasiado lacónicas, en verdad, se sitúan sin ninguna explicación, sin ninguna transición<br />
siquiera, en medio de la evocación de los últimos preparativos realizados en Nueva York<br />
antes de la salida para Liorna. Cuando el capitán O'Brien viene, en el decurso de la jornada<br />
de Navidad, a hacer una corta visita a su pasajero del mes precedente, Guillermo le pide con<br />
toda claridad que tenga a bien conducir a su mujer junto a los suyos, cuando The<br />
Shepherdess haga vela hacia América. Se la confía, ya que él... Tal presencia de espíritu,<br />
semejante requerimiento dirigido ante ella al Capitán del buque, desconcierta a Isabel más<br />
allá de toda medida.<br />
Incapaz de tomar ni un bocado, ella permanece en adelante junto a su lecho, toda la noche,<br />
todo el día siguiente, toda la noche otra vez. Ahora Guillermo no sólo acepta la muerte sino<br />
que la desea. Las palabras se agolpan a veces. en sus labios: ¿Qué desea yo? Deseo estar en<br />
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el cielo. ¡Ruega, ruega por mi alma! En otros momentos, dentro de una semiinconsciencia,<br />
se deja llevar por las divagaciones de una imaginación de la que ya no es dueño. Ha<br />
comprado –dice en Londres un billete de lotería a nombre de Betty. ¡Y es ella, sí, ella, Betty,<br />
la que ha ganado el premio gordo! El puede ya partir tranquilo: todas sus deudas están<br />
canceladas, todas... Llama gimiendo: ¡Querida mujer mía! ¡Hijitos míos! Afirma su certeza de<br />
ser recibido pronto por su Redentor. En su delirio, cree ver a la última de sus hijas, la<br />
pequeña Bec, que le espera y que, sonriente, le tiende los brazos. Desea que Ana María<br />
parta también con él al paraíso.<br />
La madre ha tenido que alejar a la hija de la habitación del agonizante. Ella permanece sola<br />
junto al moribundo. Ora. Vela. La noche del 26 al 27 transcurre con una lentitud<br />
desesperante. Por un instante, la joven mujer, agotada de velar y de angustia, se adormece<br />
con la cabeza apoyada sobre la silla junto a la que está arrodillada. Y es para ver, en sueños,<br />
un ángel de pequeña estatura que le presenta una hoja de papel blanco en la que él ha<br />
escrito el nombre de Jesús. Ella se despierta, se recobra, luego se duerme otra vez. En sus<br />
reminiscencias del Apocalipsis, sin duda, cree sentir junto a sí los aleteos de un águila negra<br />
cuya sombra se extiende en torno. Y en cuanto despierta evoca el versículo sosegante del<br />
salmo 22: «Aún cuando pasara por un barranco de oscuridad y muerte, yo nada temería,<br />
pues el Señor está conmigo... ».<br />
¡Cristo Jesús mío, ten piedad de mí! ¡Y acógeme! ¡Cristo Jesús mío...! La oración del<br />
moribundo acaba en un murmullo apenas perceptible. Isabel aún encuentra fuerza para<br />
repetir: Tú sabes bien, amor mío, que vas hacia tu Redentor. Una señal de cabeza, una<br />
mirada hacia el cielo, es la última respuesta de Guillermo. El alba se eleva, indecisa. El alba<br />
de un día de invierno. A las siete y cuarto, Guillermo rendía su alma a Dios. ¡Trueque<br />
bendito, tan ardientemente deseado!, que le daba pasar de este mundo al otro. Su alma fue<br />
liberada -anota también Isabel después de haber consignado el fin de su marido, con sus<br />
menores detalles- y la mía lo fue al mismo tiempo de una agonía vecina a la muerte.<br />
Ella toma entonces a la pequeña Ana entre sus brazos, y ambas se arrodillan. ¿No era<br />
menester «dar gracias al Padre celestial por haber librado al que ellas querían de su<br />
miserable estado, y por la gozosa seguridad que se les da de que, por nuestro bendito<br />
Redentor, él ha entrada en la Vida»?<br />
Sólo entonces, Isabel abre la puerta del apartamento y anuncia al personal aterrado que<br />
todo ha concluido. Una ola de pánico se desploma sobre la casa. ¡El contagio! Dos mujeres<br />
consienten, a pesar de todo, en ayudar a Isabel para rendir a su marido los últimos servicios,<br />
los últimos deberes.<br />
Sentía -confesará ella- que yo había hecho verdaderamente todo, todo lo que el más tierno<br />
amor y el deber podían hacer...<br />
Desde hace una semana, no se ha acostado. Apenas ha tomado un poco de alimento los<br />
últimos días. Pero todavía no es para ella el momento de reposar. Ni el de la soledad<br />
deseada.<br />
La inhumación de los difuntos se efectuaba entonces, en Toscana, a las veinticuatro horas, a<br />
lo más, del óbito. Precaución una vez más, precaución siempre contra un contagio posible...<br />
No obstante, si el cuerpo del señor Seton pudiera ser trasladado, antes de anochecer, hasta<br />
el depósito contiguo al cementerio protestante de Liorna, las autoridades civiles<br />
considerarían como respetadas las consignas administrativas. El entierro del extranjero<br />
podría tener lugar al día siguiente por la mañana, de forma conveniente. A todo ese<br />
programa, Isabel da su consentimiento. ¡Oh qué día! ¡Cerrarle los ojos! ¡Hacerle su último<br />
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aseo! Luego rodar en coche; estar obligada a ver una docena de personas en mi habitación,<br />
hasta la noche.<br />
Los americanos y los ingleses que habitan en Liorna han querido rodear a la joven viuda en<br />
el Templa protestante y luego en el cementerio donde tienen lugar las exequias al final de la<br />
mañana. El señor Tomás Hall asegura el servicio, según el rito de la confesión episcopaliana.<br />
Entonces caen las paletadas de tierra de los sepultureros con un ruido sordo sobre el ataúd<br />
de madera donde reposan los restos mortales de Guillermo Magee Seton, ciudadano<br />
americano, fallecido el 27 de diciembre de 1903, en la ciudad de Pisa, a la edad de 35 años.<br />
En todo esto -subrayará también Isabel- no es necesario insistir en la misericordia de mi<br />
querido Señor, en la experiencia reconfortante de su presencia. Pues lo que he pasado,<br />
ninguna fuerza humana sería capaz de .soportarlo. A1 límite de sus fuerzas, con el corazón<br />
oprimido, ella no cesa de repetir: Dios mía, Tú eres mi Dios. Yo estoy sola en el mundo<br />
contigo y mis pequeños; pero Tú eres mi Padre y doblemente el suyo.<br />
12.- ANUNCIACION<br />
No temas, que yo te he rescatado,<br />
te he llamado por tu nombre, tú eres mío...<br />
porque tienes gran precio a mis ojos,<br />
eres valioso y yo te amo.<br />
...no temas, que yo estoy contigo.<br />
Is 43, 1-5<br />
Así pues, el 28 de diciembre de 1803, Isabel Seton se halla sola con la pequeña Ana en el<br />
Viejo Continente. No tiene 30 años todavía. Está viuda. Su marido, al morir, solamente le ha<br />
dejado deudas inherentes a la quiebra de la empresa comercial en la que había colocado<br />
toda su fortuna. De los cuatro hijos más pequeños, dejados en América, Isabel no tiene<br />
noticias desde el día de su salida, 2 de octubre último, es decir hace casi tres meses. Y<br />
cuando se embarcó con Guillermo y Ana María en The Shepherdess, su última hijita, Bec,<br />
estaba tristemente enferma. Nada de cablegramas en esa época, ni siquiera de correo<br />
asegurado regularmente por los navíos cuya salida y llegada eran con frecuencia aleatorias.<br />
Para volver, ahora, a su país le es necesario aguardar a que The Shepherdess, fondeado en el<br />
puerto de Liorna, esté presto para hacerse de nuevo a la mar: la fecha de esa salida<br />
permanece imprecisa.<br />
De no ser por la amistad tan llena de delicadeza de los Filicchi, la soledad y melancolía<br />
hubieran sido deprimentes para la madre y la hijita de 8 años. Pera desde la noche de las<br />
exequias, Antonio y su mujer Amabilia instalaron en su casa oficialmente a Isabel y a Ana,<br />
que viene a ser para todos, desde entonces, Anina.<br />
-¡Oh, Ma -hace notar la niña, usando espontáneamente ella también el diminutivo italiano<br />
para hablar a su madre- cuántos amigos nos ha dado Dios en este país extranjero, ya que<br />
todos son amigos nuestros incluso antes de conocernos!<br />
A este cálido afecto que la rodea, Isabel es sensible. Los Filicchi -escribe ella con destino a su<br />
cuñada Rebeca- hacen todo lo que pueden por facilitarme las cosas, y les parece que en ello<br />
no hacen nunca bastante. Desde el día en que dejamos la casa no hemos encontrado más<br />
que bondad, incluso por parte de los criados y de los extraños.<br />
La joven mujer está asombrada por la universal simpatía que ella encuentra, sin darse<br />
cuenta de que su porte, de una heroica sencillez, provoca la admiración de aquellos de<br />
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quienes ha venido a ser la huésped siempre amable y discreta. Pues ella lleva el peso de su<br />
aflicción con verdadera nobleza. No hace de ella un misterio, pero tampoco la ostenta.<br />
Parece que vive a la letra el consejo que daba san Pablo a los cristianos de Tesalónica: «No<br />
andéis tristes como esos otros que no tienen esperanza. ¿No creemos que Jesús murió y<br />
resucitó? Pues también a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, se los llevará con<br />
El» (I Tes 4, 13-14).<br />
Esa actitud profundamente cristiana en un miembro de una iglesia disidente no deja de<br />
asombrar a los católicos italianos que se acercan cada día a la joven americana. Y es para<br />
menear la cabeza y murmurar, según la mentalidad de la época: «Si no fuera hereje, sería<br />
una santa». Más que todos los demás, los Filicchi están sorprendidos de una vida interior<br />
que, prácticamente, anima todas las reacciones, guía el comportamiento de la viuda de<br />
Guillermo Seton. El, a quien habían conocido unos años durante la época de su juventud, les<br />
había parecido un hombre honorable y ciertamente cabal, pero indiferente a toda práctica<br />
religiosa. Ninguna cuestión -al parecer- se le había planteado en este dominio con ocasión<br />
de las estancias, bastante prolongadas sin embargo, que había efectuado en países<br />
esencialmente católicos.<br />
El caso de Isabel es muy diferente del suyo. De buenas a primeras y sin premeditación<br />
alguna, las relaciones que se establecen entre ella y las dos familias Filicchi se sitúan en un<br />
plano espiritual y religioso. Ella no puede privarse de considerar con un interés apasionado<br />
la forma de vivir de los católicos, en cuanto tales. Ellos, profundamente marcados, sin<br />
saberlo, por los prejuicios de su tiempo y de su país, no se resignan a ver fuera de la Iglesia<br />
Católica, a una mujer que vive con tal intensidad la enseñanza del Evangelio. El drama que<br />
va a desarrollarse para Isabel, y que ya se encuentra en marcha desde los primeros días de<br />
enero de 1804 ha de ser repuesto en su contexto histórico, tan diferente del nuestro, para<br />
que no queden escandalizadas nuestras formas de ver actuales. Los primeros años del siglo<br />
XIX están mucho más próximos a las Guerras de Religión -si no en el tiempo, al menos en los<br />
espíritus- que al Concilio ecuménico Vaticano II. Constatación objetiva de un hecho<br />
histórico, cargado además de consecuencias, que no habrá que perder de vista, so pena de<br />
falsear los datos de un problema que va a revelarse tan delicado y tan doloroso. No es<br />
cuestión, entonces, de hermanos separados -disiuncti dice el Concilio con más delicadeza<br />
todavía- que buscan, por una y otra parte, entablar un diálogo, con el reconocimiento leal<br />
de errores personales o colectivos que deplorar, de valores positivos que descubrir incluso<br />
allí donde no ha sido guardada la verdad por entero. Para los católicos del Viejo Continente<br />
apenas existen al margen de los fieles más que tres categorías de personas: los herejes, los<br />
cismáticos y los paganos. En cuanto a los miembros de las iglesias reformadas de América,<br />
engañados, muchos, por la confusión que existe entre libertad religiosa e independencia<br />
política, persisten en mirar a la Santa Sede y todo lo que se relaciona con ella, como una<br />
potencia extranjera de la que es necesario librarse a todo precio. Algunos, más raros, por<br />
estar metidos en una dialéctica apasionada, no dudan en considerar a los «papistas» como<br />
puntales del Anticristo.<br />
¿Quién se extrañaría, entonces, de que el paso de la comunión episcopaliana a la religión<br />
católica se encuentre impedido, en sólo el plano social, por una inextricable red de<br />
dificultades inconcebibles en nuestra época?<br />
Las insinuaciones de los Filicchi, por leales y bienintencionadas que fueran, no dejan de<br />
parecernos por otra parte precipitadas y hasta indiscretas. El 3 de enero de 1804, Isabel<br />
anota en su diario con destino a Rebeca:<br />
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Estoy terriblemente acosada por estos caritativos romanos que desearían -dicen- que tanta<br />
bondad se haga todavía mejor por una conversión. A este efecto, se han tomado la molestia<br />
de conducirme a su sacerdote mejor formado, el P. Plunkett, que es irlandés... Ella confiesa<br />
que, a decir verdad, estaba muy deseosa de escuchar su conversación, y que, hasta el<br />
presente, sigue en términos amistosos con todos.<br />
Es evidente que, si se piensa que Guillermo Seton murió el 27 de diciembre, es decir, ocho<br />
días antes exactamente, los Filicchi no han perdido su tiempo para «tratar de ganarse» a<br />
Isabel en un asunto de tal importancia. Pero no es menos evidente que ella se presta<br />
gustosa a su intervención. Parecería incluso que su actitud, como su inclinación a la vez<br />
secreta e irresistible, la lleva incansablemente a ese plano. Aunque los Filicchi hubieran<br />
guardado ante la joven americana la mayor reserva, ella no se hubiese privado,<br />
personalmente, de abrir bien los ojos para ver vivir a los católicos, para comparar su<br />
comportamiento con el de los protestantes, para reflexionar, plantear preguntas, sacar<br />
conclusiones. Ahora bien, la familia que la recibe en Liorna es una de esas familias que hoy<br />
llamaríamos militantes. Nada de formalismo en casa de Antonio y de Amabilia Filicchi.<br />
Convicciones profundas, una fe inquebrantable, activa, irradiante. Si ha impresionado a los<br />
Filicchi el sentido sobrenatural de que ha dado pruebas Isabel desde el día en que The<br />
Shepherdess arribaba al puerto toscano, ella ha descubierto, por su lado, con una<br />
admiración semejante, la caridad, la bondad, la paciencia, la delicadeza de que se encuentra<br />
impregnada toda la vida de sus amigos de Italia.<br />
En ambos hogares -el de Felipe y el de Antonio- se da la misma inteligencia, la misma<br />
armonía, la misma expansión humana y espiritual. Entre Antonio y Amabilia que tienen ya<br />
dos hijos al menos en ese tiempo, reina una intimidad donde la vida de fe no es extraña, la<br />
intimidad misma que Isabel hubiera deseado tanto compartir con Guillermo todo a lo largo<br />
de sus nueve años de vida conyugal y de la que no tuvieron experiencia común hasta la<br />
víspera de su separación terrestre.<br />
La amistad que se traba, profunda y definitiva, entre los Filicchi y la viuda de Guillermo<br />
Seton se funda en una estima recíproca. Ahora bien, porque de una y de otra parte las<br />
realidades sobrenaturales tienen indiscutiblemente la primacía, el lugar de encuentro<br />
privilegiado ha de situarse necesariamente en el plano espiritual.<br />
Cuando Isabel deja Liorna por unos días, a partir del 9 de enero, para acompañar a Amabilia<br />
hasta Florencia, Antonio le dirige estas líneas:<br />
Su querido Guillermo fue el primer compañero de mí juventud. Usted ha ocupado ahora su<br />
puesto. Su alma es todavía más querida a Antonio, y lo será siempre. Que Dios todopoderoso<br />
esclarezca su espíritu y fortifique su corazón para ver y para seguir, en lo que concierne a la<br />
religión, el camino más seguro y más verdadero que conduce a la vida bienaventurada. Yo<br />
iré a buscarla, es preciso que yo la encuentre en el paraíso, si está escrito que la inmensidad<br />
del océano ha de extenderse pronto entre nosotros. No cese, entretanto, de orar, de llamar a<br />
la puerta. Confío en que nuestro Redentor no permanecerá sordo a la humilde oración de un<br />
ser que le es tan querido...<br />
Uno podría extrañarse en buena ley de ver con qué insistencia intenta Antonia Filicchi<br />
llevarse a Isabel al buen redil. El actúa en verdad cual un hombre que, de pie sobre el<br />
puente de un sólido navío, arrojara el bote de salvamento<br />
a aquél cuya frágil embarcación cree ver hundirse al mismo instante. Le parece un mal<br />
momento para discutir o para tergiversar: ¡se trata para él de actuar con rapidez! Ahí está,<br />
sin duda, el error de perspectiva de Antonio Filicchi: creer en peligro inminente a todos<br />
aquellos que no se encuentran, como él, en la barca insumergible de Pedro. La rectitud de<br />
99
su intención, al menos, es indiscutible. Su desea de compartir con la mujer de Guillermo -<br />
cuyo recuerdo sigue siendo para él querido- el mayor de los tesoros que posee, la verdadera<br />
fe, le dicta una conducta que nuestra época juzgaría prematura. Pero parece, por otra parte,<br />
que, sin saberlo tal vez, le guía una intuición profunda y segura. En el pensamiento de Dios<br />
tiene él, efectivamente, un papel que desempeñar, un giro decisivo que cautive la vida de<br />
Isabel. Porque ella está hecha de tal forma que no hay paliativo humano que pueda aliviar<br />
su tristeza presente: sólo los consuelos de orden espiritual pueden reconfortarla. Antonio lo<br />
comprende. Por lo tanto ¿cómo no iba a plantearse, en ese terreno, necesaria y dura, la<br />
cuestión crucial de la división de los cristianos?<br />
Apenas ha acabado la joven mujer de redactar las cartas que han de anunciar a su familia y a<br />
sus amigos de América la muerte de Guillermo, cuando ya los Filicchi, deseosos de<br />
procurarle un alivio, han decidido hacerla visitar la ciudad de Florencia. Sustraerse a tal<br />
insinuación sería indelicadeza. Isabel parte pues, con Amabilia. Helas a ambas en la rica<br />
ciudad donde se alzan, a cada una de las riberas del Arno, los palacios suntuosos y las obras<br />
maestras de arte, cuales son la catedral, el bautisterio, las basílicas, las iglesias, los museos.<br />
Para una americana de 1804, el descubrimiento del arte medieval es una sorpresa<br />
inesperada que sucesivamente la extraña y la maravilla. El número de las iglesias es síntoma<br />
de la vitalidad religiosa de la ciudad. Pero la riqueza misma de los santuarios no dejan de<br />
recordar a Isabel las advertencias más bien acerbas que el Rvdo. Hobart le había hecho al<br />
respecto antes de su salida de Nueva York. Para él, tal fausto desplegado en los templos del<br />
Señor parecía estar en desacuerdo con la mentalidad protestante.<br />
Falta de una cultura histórica y artística que la joven América hubiera tenido mucha<br />
dificultad en dar, Isabel no escogerá la majestuosa belleza de la catedral a del bautisterio de<br />
vasta cúpula, no se detendrá a detallar las finas esculturas que hacen de sus puertas una<br />
joya. Pero ella consigna sus impresiones respecto a su visita a la basílica de la Annunziata las<br />
cuales son algo bien diferente de unas impresiones de arte.<br />
El domingo 8 de enero, a las 11, fui con la Sra. Amabilia a la basílica de la SANTISSIMA<br />
ANUNZIATA. Habiendo pasado a1 otro lado de un cortinaje, vi cientos de personas<br />
arrodilladas: pero la penumbra de la capilla alumbrada tan sólo por las velas de cera<br />
colocadas en el altar y por una pequeña ventana situada en alto cubierta por una tela de<br />
seda verde, daba de primeras a todo lo que veía un aspecto muy impreciso, mientras que<br />
aquella especie de música, dulce y lejana, que transporta el espíritu hasta sugerirle un<br />
pregusto de las alegrías celestes, despertó en mi alma, en un segundo, todo lo que le es<br />
sensible, todo lo que le es querido. Olvidando la presencia de la Sra. Amabilia y de todo lo<br />
que me rodeaba, caí de rodillas en el primer sitia libre que encontré, y me puse a llorar<br />
acordándome de todo aquel tiempo -¡cuánto tiempo!- en que había sido extranjera en la<br />
casa de mi Dios, y de la tristeza acumulada que me había separado de ella. No necesito<br />
decirte -estas líneas están destinadas también a Rebeca- que recité con toda mi alma<br />
nuestro querido oficio, en la medida al menos que mi turbación me permitía recordarlo.<br />
Cuando dejó de tocar el órgano y se acabó la misa, hicimos el recorrido de la basílica. La<br />
belleza del techo con artesonado esculpido e incrustado de oro, los altares cargados de oro,<br />
de plata y otros adornos preciosos, los cuadros cuyo tema es siempre un tema sagrado y la<br />
cúpula donde se encuentran representadas diferentes escenas sacadas de la Sagrada<br />
Escritura, todo aquello no se puede concebir a través de una descripción; no más de lo que se<br />
puede concebir el encanto que fue el mío, cuando vi hombres de edad, señoras ancianas,<br />
mujeres jóvenes y toda clase de gente arrodillados unos al lado de otros sin ninguna<br />
100
distinción, en torno al altar, sin prestarnos más atención a nosotras y a los demás visitantes<br />
que si no estuviésemos allí.<br />
Al otro lado de la iglesia, otra capilla ofrecía un espectáculo idéntico. Se estaba celebrando<br />
allí igualmente la misa, y yo seguía a la Sra. Filicchi andando de puntillas, incapaz de mirar<br />
en torno mío, a pesar de que todas aquellas gentes estaban tan sumidas en sus oraciones a<br />
en la recitación del rosario que el pasa de una extranjera les dejaba bien indiferentes.<br />
Dos líneas evocarán este recuerdo en los Dear Remembrances. ¡Qué densas en su<br />
brevedad!:<br />
- primera visita a la iglesia de la .4rrnourtCIATION (sic) en Florencia - - - ¡oh, Dios mío, - - - Tú<br />
solo puedes saber!<br />
Lo que retiene preferentemente de su visita a la iglesia del convento de los Oratorianos,<br />
aborrecida desde entonces, es la actitud de un joven sacerdote que estaba abriendo su<br />
pequeña capilla con un rostro serio y recogido como si su alma hubiera penetrado delante de<br />
él. Y comenta: Mi alma le hubiese seguido a gusta. Allí debía haber la más bella armonía,<br />
pero por la noche solamente, y ninguna mujer podía ser admitida.<br />
Siempre con Amabilia, se traslada en coche a los jardines de Boboli. Las amplias y múltiples<br />
salas que la hacen admirar en el palacio de verano de María Luisa, viuda del que fue Príncipe<br />
de Parma, rey de Etruria y rey de Toscana de 1801 a 1803, evocan para ella «la soberbia de<br />
Salomón y su inquietud de espíritu».<br />
En cuanto a Ana María, ella se extraña ingenuamente de que la reina sea una mujer como<br />
las demás, reconocible únicamente por el número impresionante de séquito que la rodea.<br />
Las colinas verdegueantes, los campos cultivados que se extienden a ambos lados de la<br />
carretera, llevan invariablemente el pensamiento de Isabel hacia la campiña de América y<br />
hacia los que -allá lejos- ignoran todavía lo que ha pasada en Liorna y en Pisa, y que<br />
Guillermo ya no está. Apoyado el rostro en el cristal del coche que vuelve a ganar Florencia,<br />
la joven mujer contiene con dificultad sus lágrimas y se esfuerza por sonreir a sus huéspedes<br />
que ponen tanto cuidado en procurarle el solaz físico necesario. Ciertamente, ella se lo<br />
agradece, pero ella prefiere aún a los paseos esta velada del domingo en que sus amigos,<br />
invitados a la ópera, la han dejado sola en su habitación con la pequeña Ana junto a un buen<br />
fuego. Juntas, la madre y la hija recitan el oficio, y, lejos de las miradas extrañas, dejan<br />
correr sus lágrimas sin freno.<br />
Papá querido está alabando a Dios en el cielo -dice Anina- y yo no debería llorar, pero yo<br />
piensa que es natural ¿no, mamá?<br />
Haber podido traer a Ana María -subraya Isabel- es una de las mayores gracias que me han<br />
sido concedidas, y eso por muchas razones.<br />
A partir del lunes, Amabilia les lleva a ambas a los Uffizi. Guillermo le había hecho una<br />
descripción tan entusiasta de aquellas galerías de arte que Isabel queda un tanto<br />
decepcionada. Las recientes campañas francesas en Italia han causado, es verdad, entre las<br />
obras de arte de Florencia, como en tantas otras ciudades, irreparables daños. Pero la joven<br />
mujer se detiene con complacencia ante los cuadros que representan al «Redentor a la edad<br />
de doce años -una Madonay el Bautista de muy joven». Las estatuas de bronce le parecen<br />
magníficas. Confiesa no obstante -detalle pintoresco y revelador de una época y de una civilización-<br />
que ella, una americana, no se atrevió a mirar de frente aquellos «desnudos».<br />
De una a otra sala, ella va de sorpresa en sorpresa. Jamás ha visto tal profusión de objetos<br />
curiosos y antiguos. Y mientras contempla, examina, admira, su garganta se anuda<br />
dolorosamente con el pensamiento obsesivo de Guillermo que le había prometido llevarla<br />
101
personalmente a los Uffizi: «Sola -confiesa ella no pude gozar de todo aquello sino a<br />
medias».<br />
La visita de los palacios, de los museos, de las galerías de arte no la encuentra, sin duda,<br />
indiferente. El diario destinado a Rebeca no deja de mencionarlo, y los detalles, finamente<br />
anotados aquí y allí, son una prueba de que Isabel no se contentó con una ojeada<br />
superficial. Pero manifiesta que la visita a los santuarios tiene mucho más atractivo para<br />
ella. Monumentos históricos al igual que los palacios, donde se encuentran reunidas tantas,<br />
y a veces más, obras de arte que en los museos, las iglesias ejercen sobre la joven americana<br />
una irresistible fascinación. Pero esa fascinación es de otro orden.<br />
He ido a la iglesia de San Lorenzo -anota también aquel lunes, 9 de enero- y fui presa allí de<br />
un sentimiento de dicha tan intensa que me acerqué al altar mayor hecho de piedra y de los<br />
más preciosos mármoles. Junto aquel altar, se siente invadida de pronto de un ardor íntimo<br />
que se apodera de ella por entero, mientras le viene espontáneamente al espíritu el primer<br />
versículo del Magnificat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en<br />
Dios mi Salvador». Luego otra reminiscencia bíblica la hace evocar «las ofrendas que David y<br />
Salomón presentaban al Señor, cuando fue consagrado a su santo templo y santificado para<br />
su servicio todo lo que el arte y la naturaleza tenían de más rico y de mayor valor».<br />
Visita igualmente, y no sin experimentar una especie de vértigo, la capilla funeraria de los<br />
Médicis, donde las estatuas de granito de los soberanos, con la cabeza coronada de oro,<br />
sostienen en la mano el cetro de un efímero poder.<br />
Si consiente en acompañar a sus amigos a la ópera -aquella noche del lunes todavía- es<br />
únicamente porque Guillermo le había repetido infinidad de veces su desea de que<br />
escuchara al famoso tenor Giacomo Davide. Según la costumbre toscana de la época, los<br />
Filicchi se presentan allí enmascarados. Como extranjera, Isabel aparecerá con sombrero y<br />
velo. Por otra parte, hay allí tal oscuridad -explica ella- que apenas si puedes distinguir a la<br />
persona que está a tu lado. «En aquella audición, en todo caso, no encontró ningún placer, a<br />
pesar de los esfuerzos que hizo por interesarse en ella. ¿Falta de cultura musical por su<br />
parte, tal vez, o mediocridad del concierto? ¿Quién puede decirlo? Mi Guillermo había<br />
deseado tanto que escuchara a ese Davide --confiesa ella- que traté de encontrar placer en<br />
ello, pero no hubo ni una nota siquiera que me tocara el corazón».<br />
A1 día siguiente los Felicchi la conducen a Santa Maria Novella, luego al palacio Pitti. La<br />
suntuosidad de la mansión regia, el despliegue fastuoso de las riquezas que descubre allí,<br />
apenas la impresionan. Todo se ha reunido para hacer del palacio Pitti un modelo de<br />
elegancia y de gusto: tal es el parecer de los entendidos. En cuanto a mí, no puedo juzgar...<br />
Solamente una obra de arte -todavía allí- es capaz de detener su atención: Hay un<br />
descendimiento de la cruz, casi de tamaño natural. La expresión de María, al pie de la cruz,<br />
mostraba de veras que el hierro de la lanza había penetrado en su propio corazón, y había<br />
tal contraste entre las sombras de la muerte extendidas sobre su expresión angustiada y la<br />
paz celeste del querido Redentor, que parecía que los dolores de El habían caído sobre Ella.<br />
¡Qué duro me fue alejarme de aquel cuadro! Durante las horas transcurridas desde que lo vi,<br />
me sucedió, a menudo, cerrar los ojos y volver a verlo en la imaginación. Había también una<br />
pintura que representa a Abraham e Isaac. Era tan expresiva que parecía que tenían que<br />
percibirse hasta los latidos del corazón del patriarca.<br />
Es tal su emoción, al contemplar las escenas bíblicas, que le es imposible contener por<br />
completo las lágrimas. Se felicita de ver a los que la acompañan detenidos, un poco más<br />
lejos, por otra obra maestra. Habría sido con Rebeca con quien la hubiera gustado pasar allí<br />
102
largos ratos delante de los lienzos que la cautivan y la conmueven por su inspiración misma:<br />
Querida hermana, ¡qué alegría hubieras tenido de ver aquello!<br />
La visita al museo de anatomía y de historia natural, adonde la guían, el miércoles, sus<br />
amigos, lleva muy naturalmente su pensamiento hacia aquel célebre cirujano que fue su<br />
padre, el Dr. Bayley. También allí, el realismo de la exposición de la sala de anatomía no<br />
estará lejos de chocar con el sentido de las conveniencias sociales que le ha sido inculcado.<br />
Pero de un vuelo, con un buen sentido humano y sobrenatural a la vez, su espíritu<br />
equilibrado puntualiza sanamente: Era humillante y penoso de ver, sí, pero ¿no era, al fin,<br />
«la obra de la mano todopoderosa» del Creador? Las salas de historia natural, por el contrario,<br />
la detienen largos ratos. Un mes y más -declara ella- no sería excesivo para<br />
contemplar todo a satisfacción, y sería una cosa magnífica si su cuñado, el Dr. Post, pudiera<br />
hacer con ella tan apasionante visita.<br />
En unas líneas, anota también que vio la academia de escultura -verosímilmente el Bargella-<br />
y visitó el jardín botánico.<br />
Apenas está de vuelta en Liorna, se presenta al capitán O'Brien. ¿Está fijada ya la fecha de<br />
salida de The Shepherdess? Isabel se entera con cierta decepción de que el navío no se hará<br />
de nuevo a la mar antes de la mitad de febrero. Un mes durante el cual -ella lo sabe bien- no<br />
podrá abstenerse de acompañar a Amabilia por las iglesias de la ciudad, ni tampoco<br />
substraerse a las discusiones que suscitarán en toda ocasión Antonio y Felipe. Ella se<br />
enfrenta a su argumentación con una sonrisa maliciosa, un tantico irónica, pareciendo, a<br />
veces, divertirse con interés intempestivo que manifiestan sus amigos respecto a su salvación<br />
eterna. Pero cuando ella está sola de nueva en su habitación con Anina, la asaltan<br />
preguntas candentes que es incapaz de eludir. Esas preguntas se las plantea directamente a<br />
la madre la propia hija:<br />
Mamá, ¿hay católicos en Nueva York? Mamá, ¿podríamos ser católicas nosotras?<br />
- - - corazoncito abierto a las casas divinas que se manifiesta respecto a todo --comentarán<br />
más tarde los Dear Remembrances, recordando precisamente aquellos propósitos de la hija<br />
y su pasión por visitar las iglesias.<br />
En realidad, la dolorosa confrontación con las divisiones acaecidas dentro de la Iglesia de<br />
Cristo no deja ya tregua en el alma ardiente y leal de Isabel. ¿Por qué esas divisiones,<br />
cuando no hay más que un solo Dios, un solo Cristo, un solo bautismo, como lo afirma San<br />
Pablo? ¿No son válidas todas las comuniones cristianas? Ella interroga a este respecto a<br />
Felipe. Y él, con gravedad, buscando en una lengua que le es menos familiar que a su<br />
hermano, las palabras más adecuadas para expresar su pensamiento, formula su respuesta<br />
de una forma absoluta: - No puede haber más que una sola religión verdadera.<br />
- Oh señor, -redarguye ella- si no hay más que una fe y nadie puede agradar a Dios sin<br />
tenerla ¿dónde están, entonces, todas las buenas gentes que mueren fuera de esa fe?<br />
- No sé -responde Felipe- eso depende de la luz de fe que hayan recibido. Pero yo sé a<br />
dónde van las gentes que pueden conocer la verdadera fe, si oran para tenerla y se<br />
documentan al respecto, y que sin embargo no lo hacen.<br />
- Es tanto coma decir, señor, que usted quiere que yo ore, y que me documente, y que<br />
abrace su fe -replica Isabel, riendo-.<br />
Y, casi solemnemente, el italiano concluye: - Ore y documentese, es todo lo que le pido.<br />
Las líneas siguientes -escritas con destino a Rebeca- parecen ciertamente ser el comentario<br />
personal inmediato de Isabel a aquella conversación: Así pues, mi queridísima Bec, me río<br />
con Dios cuando trato de ser seria, y cada día, como me lo ha recomendado ese excelente<br />
hombre, repito las palabras del viejo Pope:<br />
103
No que yo pudiera pensar que había un mejor camino que el que conocía, pero es necesario<br />
respetar a cada uno en su propio camino. Tal es, por el momento, la posición de Isabel.<br />
Un hecho es innegable: cualesquiera que puedan ser para su espíritu las pruebas de orden<br />
intelectual y doctrinal anticipadas ante ella por Felipe y Antonio Filicchi, Isabel no puede<br />
defenderse del irresistible atractivo que ejerce sobre todo su ser la liturgia católica. Aquellos<br />
cuadros, aquellas estatuas, aquella luz, aquellas flores, aquellas colgaduras, aquel sonido del<br />
órgano, todo aquello precisamente contra lo que Enrique Hobart la había puesto en guardia,<br />
despierta dentro de su ser como un eco cuya profundidad la deja personalmente asombrada.<br />
No hay duda ninguna de que las más íntimas fibras de su sensibilidad femenina están<br />
vivamente afectadas, tanto más cuanto que Isabel como todas las mujeres de su generación<br />
está marcada por la ola del romanticismo ambiental. ¿No acaba de publicar Chateaubriand,<br />
precisamente en 1802, su Genio del Cristianismo?<br />
Tal reacción además se inscribe en la naturaleza humana, es normal y buena. «Estamos<br />
hechos de tal forma -explica Juan XXIII- que un acorde de órgano, un canto colectivo dulce o<br />
grave, acompañado o ilustrado por una letra apropiada y serena (hay música en la palabra),<br />
todo concurre a hacer vibrar el corazón, a alentar un estado de alma en búsqueda de fuerza<br />
y de paz» 2 .<br />
No es la sensibilidad sola de la joven americana lo que está allí en causa, es su corazón -en el<br />
sentido pascaliano de la palabra. Si el contraste que acaba de descubrir entre los templos de<br />
Nueva York y las iglesias de Toscana la coa mueve hasta tal punto, es porque ella ha<br />
percibido en las segundas lo que, desde siempre, más o menos conscientemente, buscaba<br />
en las primeras: una presencia. Y la prueba de esa presencia ¿no le ha sido dada por aquella<br />
multitud, arrodillada sobre las losas de mármol, que proseguía en un silencio exterior un<br />
coloquio íntimo con el querido Redentor, vuelto el rostro hacia lo que los católicos llaman el<br />
sagrario?<br />
¿De dónde le vino aquella conmoción de todo su ser que, en la iglesia de San Lorenzo la<br />
empujó hasta las gradas del altar mayor, por qué saltó de su corazón a sus labios aquel<br />
versículo del Magnificat, sino porque precisamente alguien estaba allí que le hablaba al<br />
corazón?<br />
La mañana del 2 de febrero, durante la misa de la Candelaria, Amabilia murmuró<br />
discretamente unas palabras a su intención: «Cristo está verdaderamente presente sobre el<br />
altar». Hundida la cabeza entre las manos, Isabel trata en vano de contener sus lágrimas. ¡Si<br />
esas palabras fueran verdad!<br />
Al paso y medida que transcurren los días, ella experimenta como una certidumbre vital<br />
contra la que ningún razonamiento puede actuar. Parece que ella ha hecha suyo el consejo<br />
de San Cirilo de Alejandría, que Pablo VI se complace en recordar a los fieles en su encíclica<br />
Mysterium Fidei, siguiendo a Santo Tomás: «No vayas a preguntarte si es verdad, sino más<br />
bien acepta con fe las palabras del Salvador, porque siendo El la verdad, no miente».<br />
Cuando la fecha de partida está ya muy próxima para las dos americanas, los Filicchi se<br />
empeñan en llevarlas con ellos hasta el célebre santuario de Motenero. Sobre la roca<br />
volcánica de una de las altas colinas próximas a Liorna había sido construido en el siglo xtv<br />
un monasterio. Los monjes de Vallumbrosa se habían quedado allí, guardianes de la iglesia<br />
dedicada a Nuestra Señora de Gracia. Había sobre el altar mayor un cuadro de la Madre de<br />
Dios con su Hijo en los brazos. Provenía -se decía- de una isla de Grecia, de donde había sido<br />
transportado milagrosamente a Toscana. Un pastor lo había encontrado y, por orden de la<br />
propia Virgen, la preciosa pintura había sido llevada al monasterio de Montenero. Sea lo que<br />
fuere de la piadosa leyenda, la iglesia del monasterio había llegado a ser un lugar de<br />
104
peregrinación muy querido para los toscanos. Numerosos eran los peregrinos que se<br />
aventuraban por la pendiente escarpada del camino que accedía al monasterio, después de<br />
una larga marcha, únicamente para arrodillarse un momento a los pies de Nuestra Señora<br />
de Gracia.<br />
Los turistas emprendían también gustosos la subida a fin de visitar el viejo monasterio de<br />
bellísimas esculturas, pero más aún, quizás, para admirar un panorama que, desde allá<br />
arriba, se revelaba magnífico: al oeste, el mar Tirreno; al sur, mucho más allá del valle<br />
risueño del Arno, la cadena de los Apeninos; y muy próximas, el puerto y la ciudad de Liorna<br />
con sus campanile y campanarios, sus viejas calles y sus fuentes. Los Filicchi sabían que<br />
Isabel no sería indiferente a tal espectáculo, pero si ellos han querido venir al monasterio de<br />
Nuestra Señora de Gracia, en este comienzo de febrero de 1804, es como peregrinos y no<br />
como turistas. Ellos tienen una deuda de gratitud muy personal hacia la madona, pues<br />
Felipe debe a los monjes de Vallumbrasa haber escapado de un peligro inminente en el<br />
momento que la campaña de Italia, dirigida por Bonaparte, había provocado en Toscana<br />
sangrientos tumultos políticos. Felipe había encontrado allí mismo un refugio junto a los<br />
monjes: si ellos no le hubieran acogido, hubiese corrido el riesgo de la muerte. La<br />
peregrinación que tienen costumbre de hacer los Filicchi desde entonces al santuario de<br />
Montenero la hacen con la seriedad que ponen en todo lo que para ellos es expresión de su<br />
fe.<br />
Entraron en la iglesia del monasterio con Isabel, para asistir a la misa. Lo que iba a pasar en<br />
aquel santuario de Nuestra Señora de Gracia, Isabel no había de olvidarlo jamás. Por dos<br />
veces encontramos testimonios de ello bajo su pluma, y uno no puede abstenerse de evocar<br />
los dos relatos de la conversión de San Pablo, hechos por su propia boca, tal como lo<br />
confirman los Hechos de los Apóstoles. En el momento que sigue a la consagración,<br />
mientras el sacerdote elevaba sucesivamente la hostia y el cáliz, un joven turista inglés con<br />
el que, quizás, Isabel ha cambiado hace unos instantes algunas palabras antes de penetrar<br />
en el monasterio, cree bueno inclinarse hacia ella para hacerla observar: «¡Eso es lo que<br />
ellos llaman su presencia real!».<br />
Mi propio corazón -«my very heart»-, cuenta ella, tuvo un estremecimiento de dolor y de<br />
tristeza frente aquella manera grosera de interrumpir su adoración santa, pues todo<br />
alrededor nuestro era un silencio absoluto, y muchos, entre los asistente, estaban postrados<br />
en tierra. Instintivamente me aparté de él inclinándome sobre las losas y las palabras de San<br />
Pablo me acudieron a lo íntimo del corazón, mientras brotaban mis lágrimas: «Ellos no<br />
disciernen el Cuerpo del Señor». Y en seguida pensé: ¿Cómo podían comer ellas y beber su<br />
propia condenación por no haberle discernido, si verdaderamente no estaba ALLÍ? Y ¿cómo<br />
podría estar ALLí? Y ¿cómo había El insuflado mi alma dentro de mí? Y ¿cómo, y cómo...<br />
otras cien cosas de las que yo no sabía nada? Yo soy madre. Por eso el pensamiento de su<br />
madre me vino también al espíritu. ¿Cómo estaba El, mi Dios, chiquito bebé, en la primera<br />
fase de su vida mortal, en María? Y aquellos pensamientos se fundieron con el pensamiento<br />
de mis propios bebés en mi hogar, a los que deseaba cada vez más ver de nuevo.<br />
Aun a riesgo de caer en una repetición de este primer relato todo vibrante de emoción, es<br />
preciso citar además las líneas que la Madre Seton, muchos años más tarde, consagrará, en<br />
sus Dear Remembrances, a aquel instante privilegiado de su vida.<br />
---mi primera entrada en la iglesia de la B.V.M. de Montenero en Liorna, a la elevación un<br />
joven inglés a mi lado, olvidando las formas sociales, cuchicheó: «eso es su PRESENCIA<br />
REAL», la vergüenza que experimentaba por aquel cuchicheo y el pensamiento súbito, si<br />
nuestro Señor no está allí, ¿por qué amenaza el Apóstol<br />
105
--Cómo puede reprochar de no discernir el Cuerpo del Señor, si él no está presente---cómo<br />
aquellos por quienes ha muerto podrían comer y beber su condenación (como dice el texto<br />
protestante) si el Santo Sacramento no es más que un trozo de pan?<br />
Dos palabras se destacan a la primera ojeada en esta página manuscrita: PRESENCIA REAL<br />
cuyas letras más grandes, más regularmente trazadas que las otras, se ponen de relieve,<br />
voluntariamente, mientras que una línea subraya las ocho últimas del texto.<br />
Si hay experiencias capaces de cambiar radicalmente el curso de una vida humana ¿quién<br />
no admitirá que la vivida por Isabel en el santuario de Nuestra Señora de Gracia fue una de<br />
ellas?<br />
Nota: En su «Viaje de un francés a Italia», Delalande consagró un capítulo a la descripción de<br />
Florencia. Esa descripción hecha con una verdadera preocupación por el detalle,<br />
confrontada can el diario de Isabel no deja de esclarecer las alusiones que hace ella, con una<br />
simple evocación, a tal monumento, a tal obra maestra de la ciudad florentina.<br />
En la galería de los Médicis se encuentra -escribe Delalande- "la colección más célebre, la<br />
más rica y la más numerosa que hay en el mundo de estatuas antiguas, de bronces, de<br />
medallas, de cuadros preciosos. El edificio de esa gallerie (sic), que llaman vulgarmente gli<br />
uffizi a causa de las oficinas que hay en el piso bajo, tiene uno de los aspectos más<br />
seductores».<br />
Sigue luego una enumeración detallada de todas las obras maestras paganas, después las<br />
obras maestras de inspiración cristiana, entre las que se citan: «una Sagrada Familia de<br />
Rembrandt... Una Virgen, del Corregio, adorando al Niño Jesús acostado ante ella... Una<br />
adoración de los Reyes Magos, del caballero Van der Werff... Un cuadrito de Miguel Angel,<br />
representando un Cristo en cruz, y, debajo, san Juan y la Magdalena. Está bien diseñado y es<br />
de una bella ejecución, las figuras son de casi un pie; está bien conservado... El sacrificio de<br />
Abraham de Liviomeus. .. ».<br />
Respecto al Palacio Pitti, Delalande precisa: «Lucas Pitti, gentilhombre florentino, lo hizo<br />
construir en 1460. La fachada es de Brunelleschi... En un salón, un bello Cristo, en marfil, de<br />
Baldafari... Una Magdalena en cuclillas de Pousin; está diseñada con gracia; su color es<br />
verdadero y vigoroso, tan sólo sus sombras son demasiado negras... Un cuadro de Andrea<br />
del Sarto, Virgen sobre un pedestal y san Juan Evangelista de pie... Virgen y Niño de Andrea<br />
del Sarto... Dos Asunciones de Andrea del Sarto... Madona de la fedia, de Rafael, con el Niño<br />
Jesús... ».<br />
«El jardín del Palacio Pitti está orientado al mediodía; se le llama Boboli, tiene más de 500<br />
toesas, desde el belvedere (mirador) que es una especie de fuerte situado en la altura, hasta<br />
la puerta de san Pedro Gattolini... Ese jardín ofrece la mayor variedad, y hay altozanos y<br />
hondonadas, grandes avenidas y pequeños sotos, macizos de flores y céspedes campestres,<br />
grutas, fuentes, estatuas...».<br />
«El Palacio Ricardi fue construido en 1430 por Cosme...».<br />
«San Lorenzo es la segunda iglesia de Florencia en cuanto a prerrogativas, pero la primera<br />
sin réplica por la famosa capilla de los Médicis... El primero de los dos mausoleos según se<br />
entra es el de Julián de Médicis, duque de Ne mours, hermano de León X... El segundo es el<br />
de Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, primo de Clemente VII y padre de Catalina de<br />
Médicis... La estatua de la Virgen sosteniendo al Niño Jesús es de Miguel Angel...».<br />
El diario de Isabel ofrece, a su vez, la descripción siguiente de la capilla funeraria de los<br />
Médicis: Aneja a la iglesia (de San Lorenzo) se encuentra la capilla de mármol, cuya belleza,<br />
trabajo y riqueza podrían dejar suponer que hay allí algo que supera los medios humanos, si<br />
su cúpula, inacabada, no revelara sus límites. Es la sepultura de la familia de los Médicis. Las<br />
106
tumbas de granito, las coronas de oro ensartadas de piedras preciosas, el conjunto brillante<br />
como un espejo donde se reflejan las diferentes tumbas, y los Cosmes, sombríos y terribles<br />
que están representados, en tamaño natural sobre las tumbas, con sus coronas y sus cetros,<br />
hicieron dar vueltas a mi pobre cabecita, débil, como para creer que, si hubiese estado yo<br />
sola allí, jamás hubiera recobrado su sentido<br />
13.- LA MANO DE DIOS<br />
Haré andar a los ciegos por la calzada que no conocen,<br />
por senderos que ignoran los guiaré.<br />
Ante ellos trocaré en luz la tiniebla,<br />
el suelo pedregoso en senda llana.<br />
Is 42, 16<br />
El 18 de febrero de 1804, Isabel y Anina se han embarcado en La Pastora (The<br />
Shepherdess).Mañana, al amanecer, el gran velero dejará el puerto toscano, y, después de<br />
hacer escala en la costa española, en Barcelona, singlará hacia las aguas del Atlántico y<br />
pondrá proa a Nueva York.<br />
A1 conducir a bordo a la viuda de Guillermo y a su hija, los Filicchi han querido<br />
testimoniarles hasta el último instante su amistad. Sin que ella haya tenido necesidad de<br />
hacer personalmente ninguna de las diligencias acostumbradas, la Sra. Seton se ve provista<br />
de todos los papeles necesarios, incluso de pasaportes y de cartas de recomendación para el<br />
caso en que el navío estuviera obligado a efectuar, en la costa mediterránea, una escala<br />
imprevista. Con los regalos de que la han colmado, los dos hermanos han sabido con<br />
delicadeza hacerla aceptar el dinero que necesita para el presente y para el próximo futuro.<br />
En el momento de despedirse de sus amigos de Italia, ella ha podido medir hasta qué<br />
profundidad estaba enraizada en su corazón una amistad tan reciente sin embargo, pero de<br />
tal naturaleza que jamás había conocido todavía otra semejante. No sin evocar, día por día,<br />
la llegada de aquel mismo navío, hace tres meses, Isabel se dispone pues a emprender de<br />
nuevo -¿por cuántas semanas? la vida de a bordo que Guillermo compartía con ella en<br />
octubre pasado. La pequeña Ana, tras el embarque, parece fatigada. ¿Es la emoción de la<br />
partida? ¿La acecharía más bien ya el mareo, a consecuencia del ligero balanceo que se deja<br />
sentir, bien que The Shepherdess esté anclado todavía hasta el día siguiente? Junto a la hija,<br />
tendida en la litera, Isabel debe tomar ella también un poco de reposo. Pero el balanceo se<br />
acentúa cada vez más. Se alza el viento, violento. En medio de la noche un choque brutal<br />
hace saltar equipajes y pasajeros. El navío acaba de ser lanzado contra otro barco, fondeado<br />
como él en el puerto. Desde por la mañana es preciso rendirse a la evidencia: el casco de La<br />
Pastora ha quedado seriamente estropeado y son de prever varios días de reparación. La<br />
salida del velero se encuentra por este hecho aplazada.<br />
Advertidos de ese contratiempo, los Filicchi se apresuran a venir en busca de las dos<br />
viajeras. ¿No saben ellas que la casa de Antonio y de Amabilia es la suya? Conmovida por<br />
esa nueva muestra de delicadeza, la joven americana no deja por eso de sentir menos la<br />
decepción del retraso imprevisto. ¡Tenía tanta prisa al presente de estrechar en sus brazos a<br />
Bill, a Ricksy, a Kate y a la pequeña Bec, de encontrar de nuevo el cálido y comprensivo<br />
afecto de Rebeca, de hacerla partícipe, sobre todo, de sus experiencias nuevas...! A decir<br />
verdad, ella no tendrá casi tiempo de apesadumbrarse con tales disgustos. Anina está tan<br />
febricitante que es menester darse prisa en meterla en cama. Al día siguiente el médico,<br />
llamado, diagnostica una escarlatina.<br />
107
Isabel se niega a pensar, de primeras, que aquella clásica enfermedad infantil sea como para<br />
impedirla embarcarse con su hijita en The Shepherdess en cuanto el navío esté presto para<br />
hacerse de nuevo a la mar. Advertido el capitán O'Brien opone una negativa formal a su<br />
proyecto. El velero, por otra parte, debe hacer escala muy próxima en Barcelona: ¿qué<br />
sucedería entonces en caso de que el servicio de sanidad obligara a la Sra. Seton a pasar con<br />
su hija una nueva cuarentena? El espectro del lazareto basta para hacer desaparecer de la<br />
madre toda veleidad de imprudencia. Se quedará, pues, en Liorna, abandonándose una vez<br />
más a la Providencia en lo concerniente a su retorno a América. La mano de Dios -confiesa<br />
ella- es todo lo que necesito ver, pero ella me atenaza el alma.<br />
"Es cosa de grande maravilla y lástima -escribe san Juan, queriendo dar a entender cuán<br />
dolorosa parece al alma que la padece la purificación de amor de que Dios le hace gracia-<br />
que sea tanta la flaqueza e impureza de el alma, que, siendo la mano de Dios de por sí tan<br />
blanda y delicada, la sienta tan pesada y contraria, con no cargar ni asentar, sino tan sólo<br />
con tocar, y eso misericordiosamente, pues lo hace a fin de hacer mercedes al alma y no<br />
castigarla».<br />
Sin comprender, no obstante, Isabel asiente a esa voluntad divina que viene, una vez más, a<br />
desbaratar todos sus planes humanos.<br />
Durante tres semanas, la enfermedad de la hija sigue su curso normal. Pero apenas Anina<br />
vuelve a ponerse en pie, su madre, que la ha cuidado día y noche, se siente atacada a su vez<br />
y tiene que encamar. El microbio de la escarlatina no la ha perdonado. La cariñosa solicitud<br />
de Amabilia se hace, en esta circunstancia, más delicada, más pronta que nunca. ¡Oh qué<br />
paciencia, oh qué bondad que excede toda medida humana ésta con que nos rodean los<br />
Filicchi! -anota Isabel en su diario-.Se diría que es a nuestro Salvador mismo a quien reciben<br />
en la persona de los suyos, pobres y extranjeros.<br />
Si la contrariedad de la joven mujer, forzada a prolongar, a su pesar, su estancia en Europa,<br />
no ha dejado insensible el corazón de ambos hermanos, Felipe y Antonio no están lejos de<br />
ver en ello una disposición muy particular de la Providencia. ¿No va a permitir esa dilación<br />
impuesta que prosiga y se acabe tal vez la obra de la gracia comenzada en su alma?<br />
Un hecho es cierto: las páginas del diario que Isabel sigue escribiendo, durante los meses de<br />
febrero y marzo, con destino siempre a la que se complace en llamar la «hermana de su<br />
alma», revelan con una impresionante espontaneidad la fascinación de lo que ella descubre<br />
cada día un poco más, y el deseo apasionado de poseer lo que ella presiente.<br />
Isabel es, cada vez más, presa de una presencia. Y esa presencia que la persigue, que se<br />
impone a ella, la induce a una búsqueda incesante, a una búsqueda a la vez dichosa y<br />
torturante de la que nada al fin puede arrancarla. Juego de amor del divino Pastor que<br />
conoce a cada una de sus ovejas por su nombre, y las guía por los caminos de su preferencia<br />
hacia el único redil del que se proclama Pastor único. Sea lo que fuere en ese momento de<br />
sus convicciones intelectuales, la joven episcopaliana no puede dejar de envidiar a los<br />
católicos que ella ve vivir a su alrededor.<br />
¡Cuán dichosas seríamos, si creyéramos nosotras lo que ellos creen: que POSEEN a Dios en el<br />
Sacramenta y que El permanece en sus iglesias y que se les lleva cuando están enfermos! ¡Oh<br />
Dios mío! Cuando se lleva el Santo Sacramento bajo mi ventana, en tanto que yo siento la<br />
soledad completa y la tristeza de una situación coma la mía, soy incapaz de contener mis<br />
lágrimas con este pensamiento: Dios mío, ¡qué dichosa sería yo si, incluso alejada de todas<br />
los que me son tan queridos, pudiera encontrarte en la iglesia, como ellos, ya que hay una<br />
capilla en la casa misma de los Filicehi! ¡Cuántas casas Te diría, hablandote, de las<br />
aflicciones de mi corazón y de los pecados de mi vida!<br />
108
El otro día, en un rato de tristeza extrema, caí de rodillas, sin reflexionar, en el momento que<br />
pasaba el Santa Sacramento, y, como en una agonía, grité a Dios que ¡EL ME BENDIJERA, si<br />
ESTABA ALLí!, que toda mi alma sólo le deseaba a El. Había un libro sobre la mesa y lo abrí<br />
en la página donde se encuentra una pequeña plegaria de san Bernardo a la Santísima<br />
Virgen, con la súplica de que sea NUESTRA MADRE; y aquella plegaria se la dije can tal certidumbre<br />
de que Dios no negaría nada a su MADRE y que Ella no podía, por su parte, dejar<br />
de amar a las pobres almas por las que El murió, y de tener piedad de ellas, que sentí<br />
verdaderamente que tenía una Madre. Pera tú sabes bien que mi pobre corazón se ha<br />
lamentado, tan a menudo, de haber perdido demasiada temprano la mía. Desde los<br />
recuerdos de mis primeros años, sea en mis juegos de niña o en la vitalidad impetuosa de mi<br />
adolescencia, he mirado siempre hacia las nubes en busca de mi madre; y, en aquel<br />
momento preciso, me pareció que yo había encontrado más de lo que ella podía darme en<br />
realidad de ternura y amor maternal. Y lloré hasta quedar dormida sobre su corazón.<br />
El Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre, quien, según la expresión de san Juan,<br />
«puso su tienda entre nosotros» nos ha sido dado por su Madre, y, por su Madre, nosotros<br />
podemos encontrarle con más seguridad. Tal es la nueva experiencia que tiene Isabel en<br />
este fin de febrero. Ese Dios que la atrae desde siempre, ese Dios a quien ella desea<br />
únicamente ¿estaría tan próximo a nosotros, a pesar de su trascendencia, que nuestro<br />
corazón pueda encontrarle, sin renunciar a ninguno de sus sentimientos más humanos?<br />
¿querría entonces que para ir hacia El, lejos de buscar enaltecernos por unas proezas de<br />
energía y de virtud personales, que estarán siempre en desproporción con la meta perseguida,<br />
nos remitamos a El y a su Madre, con el abandono y la confianza del pequeñuelo que<br />
duerme sobre el corazón de su madre?<br />
Unas líneas de los Dear Remembrances vendrán a corroborar, años más tarde, la página del<br />
diario redactado en Liorna en 1804.<br />
--- la angustia de mi corazón, cuando pasaba por la calle el Santo Sacramento, con este<br />
pensamiento: ¿era yo la única a quien El no bendecía? especialmente el día que pasó bajo mi<br />
ventana, mientras que, postrada en el suelo, alzaba los ojos hacia la Santísima Virgen,<br />
haciéndole una llamada de que en cuanto Madre de Dios, Ella debía tener piedad de mí y<br />
obtenerme de El aquella fe bendita de las almas afortunadas de los que me rodeaban... A<br />
partir de la palabra postrada la escritura se va haciendo cada vez más amplia, cada vez más<br />
neta, para disminuir con la frase siguiente:<br />
--- el librito de oraciones que la Sra. Amabilia había dado a Anina estaba ante mis ojos, mi<br />
mirada cayó sobre la plegaria de san Bernardo a la Santísima Virgen.<br />
-- Con cuánto fervor la dije, cuántas reflexiones sobre la dicha de los que poseían aquella<br />
bendita fe en Jesús presente todavía en la tierra con ellos y cuán dichosa sería yo de afrontar<br />
cualquier prueba de la vida con el consuelo divino de hablar de corazón a corazón con El, en<br />
sus sagrarios, y la seguridad de encontrarle en sus iglesias.<br />
-- el respeto y el amor frente a la Sra. Amabilia cuando ella volvía u casa después de<br />
comulgar - - -<br />
Impresiones de respeto tremendo en la misa de Nicolás Baragazzi en la capilla privada.<br />
--- e idénticas impresiones sentidas cuando vino a nuestra habitación (estando Anina<br />
enferma) revestido con los ornamentos después de la boda de su hermano y de su hermana -<br />
- -<br />
Cuanto la relación de estos dos textos -el de Liorna y el de Emmitsburgo parece imponerse<br />
aquí, a pesar de las repeticiones inevitables- a causa de la luz que proyectan el uno sobre el<br />
otro, tanto desafían, ambos, todo comentario por su limpidez.<br />
109
Cualesquiera que hayan sido, por otra parte, las confidencias de Isabel en el curso de las<br />
conversaciones que proseguían, amistosas y profundas, con sus huéspedes, es imposible<br />
que los Filicchi no hayan seguido, con una verdadera admiración, su encaminamiento hacia<br />
la plenitud de la verdad.<br />
Las palabras sobrenaturales y las instrucciones de Antonio F. (Filicchi) enseñándome a hacer<br />
la señal de la cruz y con qué espíritu hacerla -su Amabilia explicándome por qué ella la hacía<br />
formulando la petición: «no nos dejes caer en la tentación» y por qué Giannina (su hija) la<br />
hacía cuando no tenía gana de obedecer... secretos nuevos y llenos de encanto para mí-<br />
deseo intenso de tomar el agua bendita y temor de profanarla.<br />
Esos secretos nuevos que ella evocará al fin de su vida con tal frescor ¿cómo no los iba a<br />
confiar, en cuanto los descubrió, a las páginas de su diario, y, a través de esas páginas, a su<br />
cuñada Rebeca? La escena, aún entonces, se imprimió en su espíritu con tal fuerza que<br />
consigna sus más pequeños detalles, aquellos incluso que son para nosotros, hoy, inusitados<br />
y románticos.<br />
Pero ¿quién no sabe por experiencia qué relieve puede tomar tal juego de luz, tal palabra,<br />
tal ruido, que se encuentra asociado fortuitamente al recuerdo de uno de esos momentos<br />
privilegiados en que nos es dado hacer un descubrimiento desconcertante?<br />
Igualmente quedó grabado en la memoria de Isabel todo lo de aquella noche en que, por<br />
primera vez, a la edad de 29 años, hizo la señal de la cruz. Ella estaba de pie, cerca de la<br />
ventana. La luna, llena, brillaba de tal suerte que un reflejo de luz azulina jugaba sobre el<br />
rostro de Antonio, también de pie. Es entonces cuando con gravedad ¡él me muestra cómo<br />
hacer la señal de la Cruz! Rebeca querida, ¡Oh qué tremenda impresión la que sentí, al<br />
hacerla, personalmente, por primera vez! Estaba helada por ello. ¡La señal de la Cruz de<br />
Cristo sobre mí! Con ella me vinieron entonces los pensamientos más profundos, pensamientos<br />
de no sé qué deseos, los más ardientes, de estar íntimamente unida a Aquél que<br />
murió en ella, pensamiento de aquel postrer día en que El volverá trayéndola, triunfalmente.<br />
Un recuerdo bíblico envuelve también para ella esa nueva experiencia: el del capítulo X del<br />
libro de Ezequiel donde, el Profeta, en una visión, es testigo de la separación futura y<br />
terrorífica de los justos y de los pecadores.<br />
«La gloria del Dios de Israel se remontó por encima de los Querubines en donde reposaba,<br />
hacia el umbral del Templo. Y llamó al hombre vestido de lino, con la escribanía a la cintura,<br />
y le dijo: Vete por la ciudad, recorre Jerusalén y marca una Tau en la frente de los que se<br />
lamentan afligidos por las abominaciones que allí se cometen. Y oí que decía a las demás:<br />
"Recorred la ciudad en pos de él, herid sin compasión y sin clemencia; a viejos, jóvenes,<br />
doncellas, niños y mujeres, matadlos sin que quede ni uno. Pero no toquéis al que lleve una<br />
T sobre sí"» (Ez 9, 3-4).<br />
Has advertido -prosigue Isabel, comentando ese pasaje del Profeta- hay advertido que la<br />
letra T (la T del alfabeto griego) con que el ángel debe marcarnos en la frente es una cruz.<br />
Toda la religión católica está llena de esas significaciones que me interesan tanto.<br />
Tan pertinente es su advertencia, en este caso preciso, que la Biblia de Jerusalén ha optada -<br />
en nuestros días- por la traducción de la palabra «cruz» en ese pasaje de Ezequiel, mientras<br />
otras traducciones han conservado la thau que, manifiestamente, se encontraba en el texto<br />
bíblico de la edición protestante que usaba entonces Isabel. El detalle, por pequeño que sea,<br />
vale la pena de que se le subraye. Pero, a decir verdad, al interés de la alusión hecha en el<br />
texto bíblico es quizás, en este lugar del diario, mucho más digna de consideración de lo que<br />
podría parecer a primera vista. El tacto discretísimo con que Isabel evoca para Rebeca los<br />
versículos de Ezequiel permite concluir que el texto les era demasiado familiar a ambas para<br />
110
que resultara útil hacer al respecto alguna precisión. Ahora bien ¿No se trataría entonces de<br />
un texto grato a los discípulos de Lutero y de Calvino, que querrían ver en él una prueba en<br />
apoyo, de la predestinación tal como ellos la habían creído descubrir: una predestinación<br />
que, por el deseo de no quitar nada a la trascendencia divina, comporta un atentado<br />
irremediable a la libertad del hombre? Es de fe, no obstante, que Dios, por habernos creado<br />
libres, se obliga a sí mismo a respetar esa libertad. Tal es la posición católica. Sin pretender<br />
explicar el misterio que subsiste, la Iglesia católica ha profesado siempre que, si Dios sólo<br />
salva a los hombres, no les salva sin ellos. Las palabras que siguen inmediatamente después<br />
de la alusión al texto bíblico permiten presumir que Isabel ha presentido hasta qué punto tal<br />
manera de considerar el problema es a la vez más digna de Dios y más conforme a la<br />
naturaleza del hombre. «Toda la religión católica está llena de esas significaciones que me<br />
interesan tanto», ha confesado respecto a la señal de la Cruz. Y es para añadir -especie de<br />
epifonema de una reflexión íntima de la que no manifiesta todo el encaminamiento-: ¡Y,<br />
Rebeca, ellos creen que todo lo que hacemos y sufrimos, si lo ofrecemos (a Dios) por nuestros<br />
pecados, sirve para expiarlos! Todo no está claro aún para ella, sin duda. Frente al misterio<br />
de la predestinación, ella ha pensado siempre, por otra parte, que todos los hombres de<br />
buena voluntad estaban salvados. Se lo ha afirmado tranquilamente ya a Antonio Filicchi.<br />
Resta que nuevos horizontes se descubran a sus ojos, ella presiente su inmensidad.<br />
Con toda evidencia, el conocimiento de la Santa Escritura viene a ser para ella una<br />
preparación excelente así para el encuentro como para la comprensión de la liturgia católica<br />
y también de los dogmas católicos. De ahí que las concordancias que ella descubre entre el<br />
espíritu de los Libros Santos y el espíritu mismo que anima la vida de los miembros de la<br />
Iglesia católica la impresionen tanto más cuanto que el Antiguo y Nuevo Testamento han<br />
representado siempre para ella la Palabra de Dios, su auténtico mensaje a las hombres, que<br />
uno escruta con respeto, a fin de sacar de allí el agua que brota en vida eterna. Mucho más<br />
todavía que los símbolos bíblicos de los que está impregnada toda la liturgia católica, la hace<br />
estremecerse de profunda emoción la viviente actualidad que conservan para sus amigos<br />
toscanos tal o cual de los textos bíblicos. ¡Pero, cómo! ¡Dios tiene a bien aceptar de nuestra<br />
parte las penitencias y los sacrificios que se le ofrecen en unión con el Sacrificio del<br />
Redentor para la expiación de los pecados! ¿La cooperación entre El y nosotros en el<br />
negocio capital de nuestra salvación -de lo que las católicos hacen un dogma de fe- derivaría<br />
verdaderamente de los textos de la Santa Escritura? Ya que en fin, para ser lógica, ¿no debía<br />
interpretar Isabel en este sentida el ayuno cuaresmal cuya práctica constataba, por primera<br />
vez? Efectivamente, desde el miércoles de Ceniza, los Filicchi observan la ley rigurosa del<br />
ayuno diario tal como estaba entonces en vigor, en una época en que las naturalezas, más<br />
robustas que las nuestras, eran capaces de soportar su austeridad. Si cada mañana, en<br />
efecto, se continúa sirviendo a la Sra. Seton y a su hija un substancioso desayuno, ni Antonio<br />
ni Amabilia, vienen desde entonces a compartirlo con ellas, excepto el domingo.<br />
Sorprendida, la joven mujer no deja de pedir a sus amigos todas las explicaciones deseables.<br />
Y comunica a Rebeca su nueva experiencia. Ciertamente, la palabra «ayuno» les era familiar,<br />
¿pero qué representaba ella en Nueva York, sino el recuerdo lejano de un comportamiento<br />
caduco?<br />
Tal vez tú ni te acuerdes de ello, un día pregunté al Sr. Hobart lo que era preciso entender<br />
por el ayuno del que se habla en nuestro PRAYER BOOK. La mañana del miércoles de Ceniza,<br />
me había sorprendido, en realidad, diciéndole a Dios tan bobamente: «Yo me vuelvo hacia ti<br />
en el ayuno, las lágrimas y el duelo», cuando había llegado a la iglesia tan plena de vida y de<br />
111
ardor después de haberme tomado las rebanadas y el café de un desayuno y pensando muy<br />
poco en mis pecados. Tú te acuerdas, sin duda, de lo que respondió al respecto el Sr. Hobart:<br />
que se trataba allí de viejas costumbres, etc. ¡Pues bien! La Sra. Filicchi, con la que vivo aquí,<br />
no come jamás en esta época de la Cuaresma antes de que el reloj haya dado las 3 de la<br />
tarde. Solamente entonces se pone a la mesa con su familia. Dice que ella ofrece su fatiga y<br />
la molestia que le causa el ayuno por sus pecados, en unión con los sufrimientos de su<br />
Salvador. ¡Me gusta mucho eso! Pero lo que me gusta más todavía, ¡oh mi querida Rebeca! -<br />
piensa un poco cuánta fuerza representa- es que ellos van a misa todas las mañanas.<br />
Es un hecho: la misa diaria posible, la comunión de cada mañana, ese don inapreciable ante<br />
el que pasamos tan a menudo, los demás, sin tomar conciencia del prodigioso misterio de<br />
amor que representa para nosotros personalmente, enciende literalmente en el corazón de<br />
Isabel la hoguera de un deseo que nada en adelante será capaz de extinguir.<br />
¡Ah! -prosigue el diario destinada a Rebeca- cuántas veces nos sucedió a ti y a mí lanzar un<br />
suspiro, la noche del domingo, y tu brazo estrechaba entonces el mío, cuando me decías:<br />
«¡Ahora, ya nada hasta el domingo próximo!», mientras dejábamos la puerta de la iglesia<br />
que acababa de cerrarse de nuevo detrás de nosotras (a no ser que se hubiera prevista un<br />
día de oración en el decurso de la semana). ¡Pues bien!, aquí ellos van a la iglesia todas las<br />
mañanas, desde las cuatro, si lo desean. Y tú sabes también cómo se reían de nosotras porque<br />
corríamos de una iglesia a otra, los domingos del SACRAMENTO, para recibir el<br />
SACRAMENTO tantas veces como nos fuera posible. ¡Pues bien!, aquí, la gente que ama a<br />
Dios, que se conduce bien, que lleva una vida reglada, puede ir allá (aunque muchos no lo<br />
hagan, aun PUDIENDO ir) todos los días.<br />
Lo que es inconcebible para ella -¿hay necesidad de subrayarlo después de una página tan<br />
luminosa?- no es el Misterio de la Fe en su doble realidad de sacrificio eucarístico y de<br />
comunión sacramental en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo realmente presente, sino más<br />
bien el hecho de que los que tienen la dicha de creer en tal don de Dios puedan no<br />
aprovecharse de él todos los días. Una conclusión se impone a su espíritu y a su corazón con<br />
una evidencia irrefutable: ¿cómo entonces pueden estar abatidos en la tierra, desanimados,<br />
cualquiera que sea la prueba que han de soportar, los que creen en la presencia real? De su<br />
corazón se escapa un grito que no puede dejar de transcribir en su diario: ¡Pero si tienen que<br />
ser tan dichosos como los ángeles! Y concluye: Si, personalmente, no creo eso -es decir el<br />
Misterio de la Fe tal cual lo propone la Iglesia católica como verdad de fe- ¡no será por falta<br />
de haber orado!<br />
Ore y documéntese, le ha recomendado Felipe Filicchi. Su oración, que ha hecho brotar, más<br />
que todos los consejos y razonamientos, Cristo mismo presente en las iglesias que ella visita,<br />
presente en la capilla que, por un privilegio especial, poseen los Filicchi en su propia casa, es<br />
en realidad una súplica incesante, de las que van directas al corazón de Dios.<br />
Al asomarse sobre sus confidencias, que se agolpan bajo su pluma cuando va acabarse su<br />
estancia en Liorna, uno discierne en su alma como una fascinación de la que nace una<br />
adhesión vital, irresistible, anterior a todo razonamiento lógico, a toda deducción<br />
intelectual. «El corazón tiene sus razones que la razón no conoce». Naturalmente<br />
aplicaríamos aquí a Isabel Seton aquel célebre dicho de Pascal. Su corazón, efectivamente,<br />
se la lleva de manera más segura que toda dialéctica. Coma al Apóstol «habiendo sido<br />
personalmente alcanzado por Cristo Jesús», le es preciso «proseguir su carrera, proseguir su<br />
búsqueda, para alcanzarle a su vez» (Flp 3, 12).<br />
No es que sus amigos la hayan provisto, sin embargo, abundantemente, desde aquel<br />
momento, de sólidos tratados de apologética. Ellos han puesto en sus manas, entre otras<br />
112
obras de valor, la Exposición de la Doctrina católica, de Bossuet y la Introducción a la vida<br />
devota, de san Francisco de Sales. Su excelente conocimiento de la lengua francesa le<br />
permite leer a ambos en el texto original. Que tiene una pregunta que plantear, una duda<br />
que esclarecer, Antonio y Felipe están siempre disponibles para sostener con ella una<br />
amigable discusión. En sus ansias de iluminar a la joven americana y de hacer caer, si puede,<br />
ya antes de su partida, todas sus prevenciones frente a la Iglesia católica, Felipe ha ido más<br />
lejos todavía. Apelando a la ciencia esclarecida de uno de sus amigas, el P. Pecci, ha<br />
redactado, de concierta, con el eminente religioso, que será más tarde obispo de Gubbio y<br />
cardenal, una argumentación estricta, destinada a poner en plena luz la divinidad de la<br />
Iglesia católica. Con una auténtica habilidad, los dos hombres han sabida, precisamente,<br />
poner de relieve los argumentos sacadas de la Santa Escritura, y no han dudado en buscar<br />
en el Prayer Book, cuyas páginas, una por una, son tan familiares a Isabel, verdaderas<br />
pruebas en favor de la verdad que se proponen demostrar.<br />
Felipe Filicchi, además, da cuenta a Mons. Juan Carroll tanto de su conducta como de los<br />
motivos sobrenaturales y desinteresados que se la dictan en una carta que se propone<br />
confiar a la Sra. Seton a fin de recomendar la joven americana al primer obispo nombrado<br />
para los Estados Unidas cuya sede episcopal de Baltimore fue erigida en 1789.<br />
Ha advertido en ella -escribe él en sustancia- al lado de cualidades humanas incontestables,<br />
una apertura a las cuestiones religiosas muy superior a lo que jamás él había encontrado. Ha<br />
quedado impresionado por la delicada fidelidad con que Isabel vivía, en concreto, su vida de<br />
esposa y de madre. Ha creído discernir en ella una sinceridad de espíritu poco común.<br />
Igualmente no duda en reconocer, dentro del concurso de circunstancias que la han<br />
conducido a Italia y la retienen allí, una disposición providencial. ¿No ha sido todo permitido<br />
por Dios, a fin de otorgar a la Sra. Seton retractarse de los prejuicios infundados que<br />
alimentan frente a la Iglesia católica sus compatriotas, hacerla encontrar la luz, conducirla<br />
por fin a la verdadera Iglesia?<br />
Tal era la esperanza que había brotado en el corazón de Felipe Filicchi desde que había<br />
conocido a la joven americana. Y en seguida había mantenido secreta esa esperanza. Pero la<br />
actitud misma de Isabel, dándole la seguridad de que no se había equivocado al respecto,<br />
había de inducirle pronto a ir resueltamente adelante. Tal constatación -quiere precisar para<br />
el obispo- le colma a la vez de dicha y de temor, ya que no deja de tomar conciencia de la<br />
delicadeza que requiere la tarea que viene a ser entonces la suya. ¿Tendrá las cualidades para<br />
cumplirla? Considerando, no obstante, que la Providencia se complace en servirse de los<br />
instrumentos más débiles, ha creído deber suyo no descuidar nada para ayudar a la joven<br />
episcopaliana en su búsqueda de la verdad. Con esa intención, ha reunido toda la<br />
documentación que ha podido. Ha propuesto a su lectura las obras más serias. Le ha<br />
recomendado arar y consultar a quienes les ha sido confiada la misión de enseñar. Le ha<br />
prometido, finalmente, interesar en su caso al obispo de Baltimore a fin de que, una vez de<br />
vuelta en su país, la Sra. Seton no se sienta abandonada a sí misma en el camino, donde,<br />
necesariamente, corre el riesgo de encontrarse muy sola.<br />
Que haya hecha o no leer a la interesada las líneas que acaba él de redactar para Mons.<br />
Carroll, las páginas del diario de Isabel en el decurso de marzo de 1804 prueban hasta qué<br />
punto Felipe Filicchi había visto claro. Un atractiva cierto la provoca y la guía hacia la religión<br />
católica. Ella ha descubierto allí, con la presencia real de Cristo en la eucaristía, una fuente<br />
inagotable de vida espiritual que responde a sus aspiraciones más profundas, ya que ella<br />
siente, por intuición, que allí, y solamente allí, encontrará personalmente la plenitud de que<br />
está sedienta.<br />
113
En realidad, ¿qué tendría ella que renunciar de sus convicciones anteriores para adherirse a<br />
la fe católica? Prácticamente nada. ¿No tiene ella conciencia de que la Santa Escritura, aun<br />
cuando en aquella época fuera menos conocida por los católicos que lo es en nuestros días,<br />
está lejos de ser letra muerta? Si ellos la citan entonces menos habitualmente que las<br />
protestantes, su vida de cada día se refiere a ella sin cesar, como está impregnada de ella su<br />
liturgia. Testigo la práctica efectiva del ayuno cuaresmal, testigo sobre todo, la auténtica<br />
caridad, puesta en práctica inequívoca del mandamiento del Señor, de la que ella no ha<br />
cesado de tener experiencia desde su llegada a Toscana. A los sacramentos del bautismo y<br />
de la eucaristía -y qué riqueza insospechada aporta al sacramento el dogma de la presencia<br />
real- los católicos añaden los de la penitencia, de la confirmación, del matrimonio, del orden<br />
y de la unción de los enfermos. Ella que pasee en raro grado el sentido de la vida, y tan<br />
fácilmente traspasa la corteza de las palabras para alcanzar la sustancia de las cosas, tiene la<br />
intuición profunda de la fuente vital que brota y fluye de cada uno de los siete sacramentos.<br />
Una confesión hecha por ella en una de sus primeras cartas escritas a los Filicchi desde<br />
América, ese mismo año, no permite dudarlo un instante.<br />
Yo no podía dejar de pensar en lo que es un lecho de enfermo, un lecho de moribundo, en<br />
vuestro dichoso país, ya que en vuestra casa, quien se sabe perdido humanamente,<br />
encuentra la paz y el reconfortamiento en los auxilios de la religión... Ahí aquél a quien<br />
llamáis padre de vuestra alma tiene cuidado de ella y cela sobre ella en ese momento de<br />
desfallecimiento y de dolor, cuando va a. separarse del cuerpo, con el mismo cuidado que<br />
vosotros y yo ponemos en velar por nuestro hijito que acabamos de traer al mundo, en sus<br />
primeras necesidades, desde que él entra en la existencia...<br />
¿Qué necesidad hay de insistir sobre una nostalgia de esa clase? ¿Cómo dudar, después de<br />
tantas confidencias hechas con una tan conmovedora simplicidad, que, desde el final de su<br />
estancia en Liorna, Isabel está presta a abandonarse en la corriente vital que la arrastra<br />
hacia el catolicismo? Ni siquiera 1a amistad de los santas deja de responder ya a una de sus<br />
secretas aspiraciones. La vida de San Francisco de Sales, sus obras que ella ha leído, le han<br />
revelado uno de los lados a la vez tan sobrenatural y tan humano de la Iglesia católica.<br />
Parece, en verdad, que, lejos de sentirse extranjera en esa Iglesia cuya riqueza divina la<br />
maravilla, la fascina, ella sienta confusamente que solamente allí está el único redil del que<br />
habló Cristo, que reclamó El mismo con todas sus ansias: «...habrá un solo rebaño, un salo<br />
pastor» (Jn 10, 16).<br />
Y una se pone a evocar el magnífico pasaje de la Constitución dogmática De Ecclesia<br />
formulada por el Vaticano II: «Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo<br />
confesamos como una, santa, católica y apostólica, y que nuestro salvador, después de su<br />
resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara, confiándole a él y a los demás<br />
Apóstoles su difusión y gobierno, y la erigió perpetuamente coma columna y fundamento de<br />
la verdad. Esta Iglesia establecida y organizada en este mundo como una saciedad, subsiste<br />
en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión coa<br />
él, si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad<br />
que, coma bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica».<br />
Suponiendo que las circunstancias, en lugar de llevarla otra vez a Nueva York, hubieran<br />
permitida a Isabel establecerse desde aquel momento, con sus cinco hijos, junto a los<br />
Filicchi, es lícito presumir que su paso de la comunión episcopaliana a la fe católica se<br />
hubiera operado sin choque y espontáneamente. Sin duda ella se hubiese aventurado sin<br />
discusiones y sin demoras por el camino que se abría ante sus ojos, segura de encontrar<br />
dentro de la Iglesia católica la plenitud sobrenatural de vida divina a la que siempre había<br />
114
aspirado. Ella hubiera llegado hasta allí a la manera de los peregrinos de Montenero,<br />
después de un ascenso dura quizás, pero sencillo. Sin renegar de ninguno de los valores<br />
positivos ofrecidos a su fe por la Iglesia donde ella había recibido un auténtico bautismo, las<br />
hubiera superado y, muy lejos de perderlos, los hubiera vuelto a encontrar en su riqueza y<br />
su plenitud originales, depósito divino confiado por el Redentor a la guarda de Pedro y<br />
conservado intacto en la Iglesia católica, cualesquiera que pudieran ser, por otra parte, las<br />
debilidades y los defectos de que los miembros de esa Iglesia y hasta los sucesores de Pedro<br />
no hayan sabido siempre preservarse personalmente.<br />
Pero entraba todavía en los designios providenciales del Señor que Isabel Seton retornara<br />
primero, allende los océanos, a su propio país. Ella debía, a la manera de sus ascentro5,<br />
proseguir en el Nuevo Mundo su tarea de pioneros. Ellos, un sigla y media antes, habían<br />
tenido que roturar pacientemente unas tierras incultas, cerradas a menudo par una<br />
vegetación exuberante, donde las lianas y los zarzales les oponían a veces un obstáculo<br />
tenaz. Ella debería abrirse también, en la soledad y el dolor, un camino -en otro dominio- y<br />
volver a encontrarse unos obstáculos más terribles y más desgarradores que los de ellos.<br />
Pero haciéndolo, ella abriría un camina real a millares y millares de otros. Esa Isabel estaba,<br />
en verdad, muy lejos de imaginarlo. Pero Dios lo sabía.<br />
14.- NI UN «HOGAR» AHORA<br />
No os espantéis, no temáis...<br />
Vosotros sois mis testigos;<br />
¿hay otro Dios fuera de mí?<br />
¡No hay otra Roca, yo no la conozco!<br />
Is 44, 8<br />
¡Oh alegría! ¡alegría! ¡El capitán Bagge va a llevarnos a América!... Ana está loca de<br />
alegría... De nuevo, Rebeca, estaré contigo... ¡Dos días más y partimos para casa!<br />
Estas notas de alegría, leves y frescas como el trino de una alondra que se remonta de un<br />
vuelo par encima de loe surcas, Isabel las deja teñirse en medio de las reflexiones más<br />
graves can los más dolorosos recuerdos de su diario. Es realmente su manera propia. Y ahí<br />
está, sin duda, uno de los rasgos de su carácter que la pone tan cerca de nosotros. La vida<br />
bulle en ella y todo, al fin, encuentra su sitio propio, su ritmo personal. No más que la ruda<br />
prueba de esos últimos meses logra agotar, ni siquiera un poco, su corazón de mujer, la<br />
búsqueda ansiosa de la verdad total. Una sensibilidad tan fina como la suya, lejos de<br />
disminuir, se hace, al parecer, más límpida y más intensa: y está en orden.<br />
¡He aquí que de nuevo podré tener a mis seres queridos entre mis brazos! ¡Padre de los<br />
cielos, qué hora habrá como aquélla! Mis hijos queridos, huérfanos... sí, huérfanos según el<br />
juicio del mundo, pero colmados por tener a Dios Padre, ya que El ¡jamás nos dejará, ni nos<br />
abandonará!<br />
Así mismo se enfrentará de nueva al momento de dejar la ciudad toscana donde reposan<br />
desde entonces los restos mortales de su marido. Ella va a arrodillarse por última vez sobre<br />
su tumba, en el pequeño cementerio inglés de Liorna, rogando y llorando hasta la saciedad.<br />
Cuando leas mi diario -se atreve ella a confesar a Rebeca- ese diario escrito desde mi salida<br />
de casa, te darás cuenta de lo que fue mi amor por Guillermo y estarás de acuerdo en que<br />
Dios solo podía sostener ese amor con Su asistencia, a través de tales pruebas que me han<br />
sido exigidas. Es que -dice ella aún- los últimos sufrimientos que había conocido su marido,<br />
115
añadidos al recuerdo de los años precedentes, habían dado a! afecto que le tenía unas<br />
dimensiones más que humanas.<br />
Pero, como de costumbre, ella rehúsa detenerse sobre el pasado. Es preciso mirar siempre<br />
adelante. El dolor tan vivo de la pérdida de Guillermo, su tumba que hay que dejar en país<br />
extranjero, no impiden la explosión alegre de su corazón con el pensamiento de los que -<br />
allende el océano- esperan su retorno y a los que pronto podrá estrechar en sus brazos.<br />
Dentro de unas semanas ella va a poder reanudar con Rebeca sus largas e íntimas<br />
conversaciones y ahora ¡tiene tantas cosas que decirle, tantos «secretos nuevos» que la<br />
hará compartir con tal dicha!<br />
Todavía se impone a su memoria un detalle que quiere consignar sin dilación: Hete aquí que<br />
Arcina ha salido con los hijos de la Sra. Filicchi a los que su institutriz ha llevado de paseo.<br />
¿Lo creerías? Siempre que salimos a dar un paseo, comenzamos por entrar en una iglesia o<br />
en una capilla de convento, que distinguimos siempre gracias a una gran cruz que se<br />
encuentra en la fachada, y recitamos allí una pequeña plegaria antes de ir más lejos. Los<br />
hombres actúan en esto enteramente igual que las mujeres. Entre nosotros, tú lo sabes, un<br />
hombre tendría vergüenza de que le pudieran ver de rodillas, sobre todo un día de semana.<br />
Se siente aflorar aquí también una verdadera nostalgia que fomenta sin saberlo, la pequeña<br />
Ana con sus preguntas veinte veces repetidas: Mamá, ¿no iremos a la iglesia católica,<br />
cuando volvamos a casa? Y -siempre para Rebeca-, Isabel evoca entonces ese HOGAR de<br />
eternidad, donde todos los deseas de su corazón podrán al fin ser colmados. En la tierra uno<br />
no puede ser colmado. Hasta la alegría de un próximo encuentro está ensombrecida, ya que<br />
es menester dejar a otros amigos, dejar también el ambiente religioso de un país donde es<br />
tan buena vivir. Existe igualmente, para Isabel, el miedo del regreso a un medio que corre el<br />
riesgo de comprender muy mal su evolución religiosa. Existe la angustia, que ella rechaza<br />
pero que renace sin cesar en su corazón, respecto a sus cuatro hijos más pequeños: ¿les<br />
encontrará a todos con vida? Sobre sus inquietudes, que no dejan de tener fundamento, se<br />
abre cierta noche a Felipe mismo. Y él, en un inglés que no sabe de matices, le responde sin<br />
rodeos: My dear little sister, Dios todopoderoso está riéndose de usted. El tiene cuidado de<br />
los pajarillos, El hace crecer los lirios de los campos y ¿usted tiene miedo de que El no cuide<br />
de usted? ¡Yo le digo que El tendrá cuidado de usted!<br />
Isabel ha querido consignar esas palabras tales como Felipe se las dijo en su «inglés seco» -<br />
según anotará ella, en los Dear Remembrarcces- las últimas palabras que él le dirigirá a la<br />
hora misma de su marcha: La volveré a encontrar el día del juicio: -¡Oh Filicchi, ustedes no<br />
darán testimonio contra mí! Que Dios les bendiga por siempre, y brillen cual estrellas de<br />
gloria por todo lo que han hecho por mí. Y esta confesión todavía en los Dulces Recuerdos:<br />
un corazón tan resuelto que trataré de hacer la voluntad de Dios.<br />
El velero italiano, Piamingo, dejará el puerto de Liorna la mañana del 8 de abril. De nuevo,<br />
los Filicchi han previsto todo para el embarque de la Sra. Seton v de su hija. Todo, hasta<br />
decidir el viaje de Antonio a América a fin de que la joven americana de 29 años no se<br />
encuentre sola en un navío desconocido. Tales eran los usos y costumbres de la época. Una<br />
travesía, en aquel período de perturbaciones europeas, podía, por otra parte, llegar a ser<br />
realmente peligrosa. Los pasajeros admitidos en los navíos mercantes eran muy poco<br />
numerosos. La iniciativa del embarque de Antonio venía de Amabilia misma. Sin duda, los<br />
intereses comerciales de los Filicchi en los EE.UU. y en el Canadá justificaban el viaje de uno<br />
de los dos hermanos. Y resta que Isabel sabe ver en esa rápida decisión una delicadeza sin<br />
precio para con ella. Sabe por experiencia lo que representa para un hogar una larga y<br />
lejana ausencia.<br />
116
Al amanecer del 8 de abril, los Filicchi se presentan en la iglesia de Santa Catalina de Sena,<br />
para asistir a la misa. Isabel, claro está, les acompaña. Nos postramos en la Presencia de<br />
Dios. ¡Qué solemne era aquel Sacrificio para reclamar le bendición divina sobre nuestro<br />
viaje, para mis seres queridos, para mis hermanas, para todos los demás que me son<br />
queridos, para el alma de mi marido y la de mi padre, tan amadas... Con el santo Sacrificio,<br />
nuestros deseos se elevaban fervientes: que sean ellos agradables por Aquél que se entregó<br />
por nosotros. ¡Salvador mío! ¡Dios mío! Antonio y su mujer -¡su Comunión en Dios dentro de<br />
la separación! ¡Pobre de mí! Pero no. ¡Ah! ¿no le he pedido bastante que me dé la Fe de ellos<br />
y no le he prometido todo a cambio de tal don?<br />
Ultima misa en Liorna a las 4 de la mañana -recordarán a su vez los Dear Remembrances-.<br />
Perdida en un indecible respeto y mis impresiones, una vez arrodillada en un pequeño<br />
confesonario.<br />
Con toda evidencia, no se trata aquí de una confesión sacramental, puesto que, de la<br />
primera confesión, Isabel dará cuenta a Amabilia, en marzo de 1805, con su espontaneidad<br />
acostumbrada. Sin duda ella quiso pedir consejo al Dominico de turno, aquella mañana, en<br />
la iglesia del convento, antes de dejar Toscana. Le quedó, en todo caso, un recuerdo que ella<br />
anotará con humor: No rrc> dí cuenta de que un oiDO me aguardaba, hasta el momento en<br />
que el religioso salió del confesonario y fue a preguntar a la Sra. Filicchi por qué no comenzaba<br />
La salida, esta vez, se anuncia excelente. Cielo despejado, puro, viento favorable. Mientras<br />
la joven mujer se despide de sus huéspedes, besa con ternura a los hijos de Antonio y dice<br />
un último gracias a Amabilia, el sol se eleva con un fulgor esplendente y lleva nuestros<br />
pensamientos hacia aquel día futuro en que el Sol de Justicia nos reunirá para siempre.<br />
Ultimo adiós junto al servicio de sanidad a Felipe y a Guy Carleton. Se hinchen ya las velas<br />
del Piamingo en medio de los ¡yo! ¡yo! acompasados de los marineros que manejan los<br />
cordajes. Se retira la pasarela. El navío deja las aguas del puerto. Sobre el puente del velero<br />
se dibuja una silueta negra. Larga falda plisada, esclavina corta de cuello vuelto, capelina de<br />
tela negra sujeta al cuello por una cinta: tal es el atuendo de las viudas de Toscana: tal será<br />
el de las Hijas de la Caridad de Emmitsburg.<br />
A las 8 estaba sentada tranquilamente con Ana y Antonio sobre la cubierta de popa...<br />
Queridísimo Seton ¿dónde estás tú ahora? Pierdo de vista la costa donde reposan tus<br />
cenizas, y tu alma está en esa región de inmensidad donde yo no puedo encontrarte. ¡Padre<br />
mío y Dios mío! Y, no obstante, debo sentir el gusto de recordar en mí tus maravillosas<br />
formas de actuar: ser enviada a tantos miles de millas para una misión tan desesperada;<br />
verme sostenida y acompañada constantemente de tu consoladora misericordia en medio de<br />
las pruebas bajo las cuales la naturaleza, abandonada a ella misma, hubiera sucumbido; ser<br />
guiada a la luz de tu verdad a despecho de todos y cada uno de los afectos de mi corazón, a<br />
despecho de la pujanza de mi voluntad que se oponían a ello; ser protegida y ayudada por<br />
las amistades más tiernas, mientras una tan grande distancia me separaba de los que<br />
amaba. ¡Padre mío y Dios mío, déjame alabarte mientras viva, déjame servirte y adorarte!<br />
La travesía iba a durar cincuenta días.<br />
Antes mismo de dejar las aguas del Mediterráneo, rojo alerta para el Piamingo. La flota de<br />
Nelson que, antes del fin de ese año de 1805, reportaría sobre las fuerzas navales españolas<br />
y francesas la decisiva victoria de Trafalgar, patrulla a lo largo de Valencia. El barco italiano<br />
es rodeado. Recibe la orden de detenerse. Los soldados ingleses abordan: visita, indagación.<br />
Isabel no deja de sentir un sordo terror. En realidad es sólo un alerta pasajera y sin<br />
117
consecuencias. Pronta el velero ha alcanzado el océano y lentamente, lentamente, prosigue<br />
su cursa hacia el oeste.<br />
Pero otro peligro, que ella no había previsto, acecha a la joven mujer. Ese Antonio a quien<br />
ella admira sin reservas y que, por servirle de «guardia de corps», no ha dudado dejar en<br />
Liorna a su mujer y a sus hijos, no deja de ejercer sobre la viuda de Guillermo un atractivo<br />
muy humana. Sin duda su amistad está situada, desde el primer día, en un plano<br />
estrictamente espiritual. Ello no impide que él sea hombre, que ella sea mujer. ¿Siente ella<br />
confusamente que el alma de ambos está mucho más de acuerdo, al fin, que lo estuvieron la<br />
de Guillermo y la suya? Cualquiera que haya sido su amor por Guillermo, aquel amor<br />
respecto al cual ella no dudará afirmar: me parece que yo le amaba más que a nadie a quien<br />
yo pudiera amar en la tierra, no es menos verdad que ella no tenía que haber sido siempre,<br />
respecto a su marido, aquella sobre la que una se apoya. Guillermo nunca fue para ella el<br />
apoyo que ella hubiera deseado. En cierto modo los papeles, en su hogar, se habían<br />
invertido. Con Antonio las cosas hubiesen sido claramente diferentes. Ella hubiera podido<br />
seguir siendo con él una mujer a la vez totalmente dada y totalmente abandonada. El era,<br />
además, quien la debería haber ayudado a subir por el camino que lleva hacia el Señor,<br />
mientras que fue ella siempre la que tuvo que empujar a Guillermo. ¿No había notado ella<br />
precisamente -tan impresionada la había dejada- la actitud de Antonio en el momento de<br />
dejar a Amabilia y a sus hijos? El se había comportado «como hombre y como cristiano -<br />
alma viril» que le había parecido, según la expresión misma del Génesis, a imagen de Dios.<br />
Al tomar conciencia de lo que pasa en ella, y que sigue inocente, Isabel enloquece.<br />
¿Anotaría a ese respecto un día en los Dear Remembrances -único recuerdo de su viaje de<br />
vuelta- esta reflexión donde asoma un secreto terror? Ocaso del sol sobre la isla de Ibiza -<br />
pensamientos del infierno como un inmenso océano de fuego. Olas que se pierden en olas de<br />
angustia eterna.<br />
Que les haya aflorado a ambos una tentación ¿qué tiene de anormal? Con la victoria que<br />
ellos, el una y la otra, reportan en esa ocasión, su amistad espiritual no disminuirá en<br />
absoluto, al contrario. Queridísimo Antonio -confesará más tarde Isabel- mil veces más<br />
querido de mí por las luchas de tu alma. Nuestro Señor está con nosotros.<br />
De ese peligro, su alma salía más lúcida, más templada. Y era feliz cosa, por la lucha<br />
contrariamente insidiosa que tendría ella que sostener pronto entre sus amigos de América<br />
y dentro de su propia familia. Ella tenía demasiado buen sentido para engañarse al respecto.<br />
Dejada aparte Rebeca ¿quién pues, podría comprender, ratificar sobre todo, su deseo de<br />
pasar a la Iglesia católica? ¿Cómo acogería Enrique Hobart la noticia?<br />
Durante las largas horas de la travesía, Isabel tiene todo el tiempo libre para reflexionar. A<br />
ello se ve empujada por la fuerza de las cosas que prosiguen las conversaciones con Antonio<br />
sobre temas doctrinales. Entre los numerosos regalos recibidos, ella ha traído de Italia la<br />
Vida de los Santos, de Albano Buttler, cuya lectura la encanta y suscita al mismo tiempo de<br />
su parte nuevas preguntas. Ora con Antonio siguiendo el calendario de las fiestas litúrgicas<br />
en el cual él va iniciándola. Ella querría que estuviera cerrada ya la explicación que preveía<br />
con el Pastor de la Trinidad, que fue amigo tan querido de Guillermo, que seguía siendo un<br />
amigo para ella. ¿Por qué no tratar de escribir en el barco, con cabeza serena, una carta que<br />
podría enviarle a su llegada? Así lo hace. Esas líneas conmovedoras nos han sido<br />
conservadas.<br />
A medida que me acerco a usted, me pongo a temblar. Mientras el ímpetu de las olas, su<br />
incesante movimiento, evocan para mi la porción que Dios ha hecho mía, mis lágrimas<br />
fluyen con el insoportable pensamiento de quedar se parada de usted. Y, sin embargo, mi<br />
118
querido Hobart, usted no será riguroso. Usted respetará una sinceridad como la mía, y bien<br />
que me juzgue dentro del error y hasta reprensible por el hecho de un cambio de religión, yo<br />
sé que ia divina caridad cristiana abogará en mi favor dentro de su afecto.<br />
Usted ha sido ciertamente para mí, sin que yo me diera cuenta de ello, más querido que<br />
Dios, para quien mi razón, mi juicio y mi convicción han juntado sus fuerzas contra el valor<br />
que tiene para mí la estima suya. Vana fue la lucha hasta el momento en que reflexioné y<br />
concluí que usted no se opondría por mucho más tiempo, que no desearía para mí una lucha<br />
tan áspera que fuera minando mi vida mortal y, más que eso, mi paz con Dios. Si, no<br />
obstante, usted ya no quiere ser mi hermano, si su amistad, su estima, que me son tan<br />
queridas, deben ser el rescate de mi fidelidad a lo que creo ser la verdad, no puedo dudar de<br />
la misericordia de Dios que, privándome del vínculo que me es más querido sobre la tierra,<br />
me atraerá ciertamente más cerca de El. Y de ello tengo confianza, a causa de mi<br />
experiencia del pasado y de la verdad de su promesa que no puede fallar jamás.<br />
Los días de tan larga travesía pasan lentamente. Abril, mayo, junio... Por fin, he ahí que se<br />
dibuja en el horizonte la costa familiar. ¡Nueva York! El 4 de junio, el Plamingo echa anclas<br />
en el puerto. Desde la batayola, Isabel distingue las siluetas de los suyos: María Post, con la<br />
pequeña Bec bien viva en sus brazos... Enriqueta con Bill, Ricksy y Kate que saltan en el<br />
muelle, agitando sus manos. ¡Mamá¡ ¡Mamá! Con los ojos bañados en lágrimas, la Sra.<br />
Seton, con su vestido de luto, ha franqueado la pasarela. Cuatro niños se precipitan en sus<br />
brazos. Ella mantiene abrazados a sus seres queridos, incluso a la última chiquitina cuyo<br />
rostro luminoso, Guillermo, allá lejos, allende los, océanos, había creído ver sonreírle en el<br />
umbral del paraíso...<br />
La esperaban todos a los que ama: María, Wright Post, Enriqueta, Cecilia... Todos. Salvo<br />
Rebeca. Es menester hacerla saber toda la triste verdad: su joven cuñada se encuentra en<br />
un estado de sufrimiento extremo. Se está muriendo de tuberculosis como su hermano<br />
Guillermo. La joven mujer, apretando entre las suyas las manitas de sus hijos, siente surgir<br />
en el fondo de su alma una inmensa aflicción. Así pues, la alegría del retorno es ahogada por<br />
el dolor.<br />
La hermana de mi alma no ha venido a recibirme. Ella también había viajado con rapidez<br />
hacia su hogar celeste. Su alma, ahora, parecía tan solo esperar el amor reconfortante y la<br />
ternura de su hermana bienamada para estar junto a ella en su paso a la eternidad.<br />
Coma se había situado, en Liorna y en Pisa, a la cabecera de su marido ansiosa de endulzar<br />
para él sus últimos días, toma ahora su turno de vela junto al lecho de Rebeca. ¡Con qué<br />
sonrisa tan feliz ha acogido la joven el regreso de. Isabel! Enflaquecida, extenuada se<br />
regocija de no haber partido antes de volver a ver a su cuñada. En los intervalos de síncopes<br />
o de semiconsciencia, quiere ella que Betty le hable de todo lo que ha descubierto en<br />
Toscana: de la señal de la Cruz, y de los santos, y del sacrificio de la misa. Con ojos brillantes,<br />
escucha ella, ávida de saber todo, de comprender todo. Incapaz como es de hablar mucho<br />
tiempo, repite pausadamente con su mano entre la mano de Betty, las palabras que Rut<br />
dirigía a Noemí: «Tu pueblo será mi pueblo, tu Dios será mi Dios» (Rut 1, 16).<br />
- un millar de páginas no podrían expresar las dulces horas pasadas entonces con mi Rebeca<br />
moribunda -anotará más tarde la Madre Seton en los Dear Remembrances. Cosa digna de<br />
señalarse son también las palabras de felicidad y alegría que acompasan los recuerdos de<br />
ese mes de junio de 1804.<br />
--- embelesamiento (de Rebeca) ante unas líneas que yo podía citarle (en su estado de<br />
síncopes continuos y de agotamiento) respecto a la VERDADERA FE y al servicio de nuestro<br />
Dios --- y cada día la dicha de ver su fervor en leer juntas nuestra misa espiritual, hasta el<br />
119
domingo por la mañana de nuestro último TEDEUM a la vista de los celajes rojos que se<br />
encendían con los rayos del sol naciente y su más tierna acción de gracias por habernos<br />
conocido y amado la una a la otra tan íntimamente aquí abajo, por estar reunidas un poco<br />
más tarde en nuestra querida eternidad - - -<br />
--- alegría purísima de verla libre de los miles de sufrimientos y pruebas por medio de las que<br />
yo había de pasar, de las cuales no hay ninguna que ella no hubiera hecho suya...<br />
El golpe, no obstante, es duro para Betty, cuando el 18 de julio, Rebeca rindió su último<br />
suspiro. Sí, sin duda, el ápice sutil del alma no puede sino dar gracias, puesto que ¡es el día<br />
del nacimiento para el cielo de mi querida Rebeca! Se acabaron las velas y los dolores de la<br />
agonía. Las plegarias de todas las horas proseguidas en medio de los sufrimientos y de las<br />
lágrimas se han trocado ahora en ALELUYA eterno. Los santos ángeles que han sido testigos<br />
tan a menudo nuestros débiles esfuerzos enseñan, ahora, a tu alma el Cántico de Sión. Todo<br />
eso es verdad. Pero para ella que se queda ¡qué pesada se va hacer desde ahora, en las<br />
circunstancias actuales, la soledad! Querida, querida hermana, ya no contemplaremos el sol<br />
poniente, arrodilladas una al lado de otra, y nuestra alma ya no suspirará hacia el Sol de<br />
Justicia, puesto que El te ha recibido en su luz eterna... Pero aquella voz tan querida, tan<br />
sosegante de Rebeca, Betty, personalmente, no la oirá más... ¡Qué nuevo despojo para su<br />
corazón!<br />
El hogar de la abundancia y del bienestar, ella lo perdió ya al perder a su suegro, luego a su<br />
padre, después a su marido. Desde su regreso de Liorna no tiene siquiera casa personal:<br />
Nada de HOGAR ahora -anotará brevemente en una hoja de los Dear Remembrances. Eco<br />
doloroso de aquel otro grito alegremente lanzado nueve años antes: 20 años, ¡mi HOGAR<br />
muy mío! La muerte de Rebeca le quita más todavía: la sociedad de dos hermanas unidas<br />
por la contemplación común de las puestas de sol y los oficios seguidos conjuntamente y las<br />
visitas de caridad hechas en compañía. ¡Todo, todo desvanecido para siempre!<br />
¿Han de ser desde ahora para ella la pobreza y la aflicción el único objeto del trueque al que<br />
se ve obligada? Mi marido, mi hermana, mi HOGAR, todo lo que hacía mi alegría... ¿Qué<br />
queda en sus dos manos abiertas? Pobreza y aflicción. Ella repite las dos palabras. No es por<br />
complacerse en ellas, ni para dejarse encadenar por la dura realidad que ellas encierran.<br />
¡Pues bien!, ¡con la bendición de Dios seréis transformadas vosotras también, llegaréis a ser<br />
mis amigas más queridas! Y es que ha descubierto en ellas el triunfo de la fe, la huella<br />
misma de los pasos del Redentor, que conducen en línea recta hacia su Reino. Con la alegría<br />
íntima de san Francisco de Asís, que escoge por compañera amada de toda su vida a la<br />
Dama Pobreza, por amor de Cristo que fue pobre por amor a nosotros, Isabel no teme<br />
tender los brazos hacia los compañeros de ruta que Dios le propone. La aflicción y la<br />
pobreza, bajo la luz divina, sabrán guiarla mejor que la hubieran podido hacer la riqueza y<br />
todas las alegrías humanas, por muy puras y muy santas que hubiesen sido, desde el<br />
momento en que es la mano de Dios quien se las ha quitado. Dejadme, pues, encontraros<br />
dulcemente, ser recibida en vuestro seno y conducida, cada día, por vuestros consejos hasta<br />
el fin, el resto de mi viaje... Ella sabe qué cantidad de gracias jalonan ese camino. Sí, los<br />
ángeles acompañaban a los fieles cual fueron los pastores que se apresuraban hacia Belén,<br />
cuando la Luz de Su verdad había comenzado exactamente a brillar en el mundo. Y ahora<br />
que la aurora desde lo alto ha elevado nuestra naturaleza a la unión con la Divinidad ¿serán<br />
los ángeles menos dichosos de habitar con el alma que desea ardientemente las alegrías del<br />
cielo, y para la cual se hace tarde el juntarse pronto a su ALELUYA eterno? ¡Oh, no! Yo me los<br />
representaré siempre en torno mío y a cada instante cantaré con ellos ¡Santo, Santo, Santo,<br />
el Señor Dios del universo! ¡El cielo y la tierra están llenos de tu gloria!<br />
120
Una carta dirigida a la Sra. Filicchi le hace saber la noticia del tránsito de Rebeca. ¡Que no<br />
haya podido conocer ella la alegría que procura la recepción de los sacramentos de la Iglesia<br />
católica, cuando llega la hora del último paso, de ese cambio del Tiempo a la Eternidad! A<br />
decir verdad, su piedad y su inocencia, poco comunes, y su confianza en Dios son para mí<br />
una total consolación. ¡Y izo obstante, un alma que se va tiene tantos dolores, tantas<br />
tentaciones que, por mi parte, atravieso una especie de agonía que desafía a toda<br />
descripción, incluso cuando, para sostener el ánimo y la esperanza de los que se van, les<br />
llena de alegría! Perdón por estas palabras melancólicas: estaban escritas antes mismo de<br />
haber tomado conciencia de ellas... Nuestro día, el suyo como el mío llegará también. ¡Habrá<br />
que estar dispuestas! Los niños están dormidos. Es para mí el tiempo de muchísimas<br />
reflexiones...<br />
¿Fue el Rvdo. Hobart a asistir a la joven en sus últimos días de «dolor y de tentación» de que<br />
habla Isabel? No lo parece, a juzgar por la comparación implícita que ella hace entonces,<br />
evocando el recuerdo de lo que vio en Toscana, Allí, aquél a quien llaman padre de tu alma<br />
se ocupa de ella con el mismo cuidado que usted y yo ponemos en ocuparnos de nuestro<br />
chiquitín que acabamos de traer al mundo... ¿No hubiera mencionado ella las visitas del<br />
pastor de haber venido éste efectivamente a reconfortar con su presencia los últimos días<br />
de Rebeca? ¿Tuvo ella ya, por otra parte, con él una explicación, en el decurso de junio o al<br />
comienzo de julio? ¿Le envió la carta que había escrito para él, a bordo del Piamingo? O<br />
bien ¿la dejó cuidadosamente a un lado como creyó deber hacerlo con la misiva de Felipe<br />
Filicchi dirigida al Obispo de Baltimore, esperando hacerla llegar en el momento favorable?<br />
Es cierto, en todo caso, que ella ha hablado ya abiertamente a los suyos de pasar al<br />
catolicismo. El problema que suscitaba semejante actuación pudo, no obstante, ser relegado<br />
a un segundo plano, mientras Rebeca se moría. Otro problema quedaba planteado además<br />
en el plano material, par la muerte de Guillermo Seton. El dejaba en una situación<br />
pecuniaria lamentable a su viuda de 29 años y con cinco hijos que educar. Los Post los han<br />
tomado prácticamente a su cargo, desde la vuelta de Isabel. Otros amigos, entre ellos el Sr.<br />
Wilkes que no ha olvidado la delicadeza con que la Sra. Seton había rodeado a su mujer<br />
poco hacía, vienen en su ayuda, cada uno en su medida. Pero todo eso sólo puede ser<br />
transitorio. No puede ser cuestión para una madre y sus cinco hijos de vivir en casa de otros,<br />
a expensas de otros. Ahora bien, no ha llegado todavía la época en que se crea natural que<br />
una mujer sola asuma un trabajo que le permita vivir y hacer vivir a los suyos.<br />
Con los fondos que le han ofrecido y que se ha visto obligada a aceptar, Isabel ha alquilado,<br />
desde el comienzo de junio, una tranquila casita situada a media milla de la ciudad.<br />
Nosotros ocupamos un piso -anuncia ella a Julia Scott-, y alquilaré el resto en cuanto<br />
encuentre un inquilino. Ella gasta menos de lo que sus amigos se imaginan y se alegra de<br />
poder educar a sus hijos sin esas pretensiones y esos mimos que tanto les estropean.<br />
Podía parecer, pues, que, gracias al afecto de los suyos, gracias a las sólidas amistades que<br />
se había adquirido, desde larga fecha en Nueva York, el porvenir material era al fin mucho<br />
menas oscuro de lo que ella hubiera podido temer. Y sin duda, en realidad, la vida hubiera<br />
tomado para ella su curso normal -austero pero sencillo- de no ser sus nuevas convicciones<br />
religiosas.<br />
Ante las primeras manifestaciones que ella hizo a este respecto, sus amigos y sus allegados<br />
se habían contentado al pronto con sonreír. ¿La muerte de su marido que la había agobiado<br />
mientras estaba sola, en un país extranjero, las insinuaciones bien intencionadas de los<br />
Filicchi que la sorprendían en un momento en que su sensibilidad, al vivo, se había<br />
anticipado a su razón, no eran suficientes para explicar el encanto actual de Isabel por el<br />
121
catolicismo? Los cantos, las flores, las obras de arte acumuladas en las iglesias italianas, no<br />
hacía falta más para haberle trastornado un poco la cabeza. Entusiasmo pasajero que no<br />
tendría consecuencia.<br />
Juzgar así, era conocer muy mal a Isabel. Pero, en realidad, ¿quién de sus amigos,<br />
efectivamente, fuera de Rebeca, la conocía de veras? Las semanas pasan. La resolución de la<br />
viuda de Guillermo permanece incambiable. En torno a ella, comienzan a agitarse, a discutir,<br />
a escandalizarse. Para la buena sociedad de Nueva York, abandonar la comunión<br />
episcopaliana, que es en cierta manera la religión del Estado, que forma una sola cosa en los<br />
espíritus can la América independiente y libre, es una especie de desgracia y, a la vez, de<br />
traición. Que se fuera o no un fiel convencido, en el Estado de Nueva York, al menos, se era<br />
episcopaliano como se era ciudadano de América. ¿No se había pagado bastante caro el<br />
beneficio de la independencia y de la libertad, para defenderse celosamente en adelante de<br />
toda ingerencia extranjera en cualquier plano que fuese? Y de ahí se ha llegado,<br />
inconscientemente, a violar la libertad más íntima de las personas en nombre de la libertad<br />
misma.<br />
De haber pretendido afiliarse Isabel a tal a tal otra comunión de la religión protestante,<br />
hubieran cerrado los ojos. Pero que ella se atreviera a pretender hacerse católica, es decir a<br />
abrazar la fe romana, y a colocarse abiertamente del lado de los papistas, aquello era<br />
inconcebible. Nos es difícil, en verdad, imaginar, en nuestro siglo XX, sobre todo después del<br />
Concilio ecuménico, lo que podía representar en 1804 tal comportamiento.<br />
Los que tienen para con la joven mujer una amistad real estiman deber suyo retenerla con<br />
todas sus fuerzas, cual se detiene al borde del abismo al insensato que parece a punto de<br />
precipitarse. Otros, más preocupados de su propia reputación, temen por encima de todo el<br />
deshonor que, en cierta manera, salpicará a la familia entera y el nombre hasta entonces<br />
tan orgullosamente llevado por los Seton. Se encuentran, entre las relaciones de la Sra.<br />
Seton, personas bien intencionadas para proponerle cándidamente un compromiso. Que si<br />
ella ya no se siente a gusto en la comunión episcopaliana, pero... ¡sólo tiene la perplejidad<br />
de la elección! Con fecha del 19 de julio, Isabel expone la situación, no sin una puntada de<br />
humor:<br />
Hoy he recibido una nota muy afectuosa del Sr. Hobart -escribe ella a Amabilia Filicchi-. Es en<br />
realidad al día siguiente de la muerte de Rebeca, lo que no impide al pastor de la Trinidad<br />
entrar ya en lo vivo del tema. Me pregunta cómo puedo pensar en dejar jamás la Iglesia en<br />
la que he sido bautizada. A pesar de que lo que él puede decirme tenga peso, por el hecho de<br />
la predilección que tengo por él, del respeto que le profeso y que apenas podría tener frente<br />
a otro fuera de él, esa pregunta no obstante me ha hecho sonreír. Es en realidad como si se<br />
llegara a decir que allí donde ha nacido un niño, allí donde le ponen su padres él encontrará<br />
necesariamente la verdad.<br />
El no oye las invitaciones graciosas que se me dirigen todos los días, desde que estoy en mi<br />
nuevo «hogarcito» y que viejas amigas vienen a visitarme... Así una de las mujeres más<br />
excelentes que yo he conocido jamás y que forma parte de la Iglesia de Escocia,<br />
encontrándome indecisa respecto al tema tan importan-le de la verdadera fe, me dijo:<br />
-¡Oh, te lo suplico, querida alma, ven a oír a nuestro pastor J. Manson. estoy segura de que<br />
serás de las nuestras!<br />
Un poco más tarde viene otra de ellas que forma parte de la Sociedad de Cuáqueros. Ella<br />
también busca ingenuamente atraerme:<br />
-¡Betty, te lo aseguro, lo mejor para ti es que vengas con nosotras!<br />
122
Y mi vieja y fiel amiga que forma parte de la Asociación de los Anabaptistas, me confía con<br />
lágrimas en los ojos:<br />
-¡Oh, si pudieras ser regenerada, si pudieras conocer experiencias como las nuestras y gozar<br />
con nosotras de nuestro celestial banquete!<br />
¡Ni hasta la vieja María (la buena sirvienta de los Seton), metodista, deja de gemir<br />
meditando -como dice ella- sobre mi alma descarriada, ya que no estoy todavía convencida!<br />
Todo esto que es divertido por fuera, resulta tan dolorosamente triste, en el fondo. ¿Por<br />
qué esa lamentable disgregación del rebaño de Cristo, cuando su propio deseo es que no<br />
haya más que un solo rebaño y un solo redil?<br />
¡Oh, Padre mío y Dios mío -concluye Isabel- todo eso no arreglará mi propio problema! Tu<br />
palabra es verdad, sin contradicción ninguna, dondequiera que se encuentre. Una sola fe,<br />
una sola esperanza, un solo bautismo, he ahí lo que yo busco, dondequiera que se encuentre.<br />
Pienso a menudo que mis pecados, mis miserias ponen una pantalla a la luz; sin embargo me<br />
agarraré y me asiré a Dios hasta mi último suspiro, pidiéndole la luz, como una mendiga, y<br />
no cambiaré antes de encontrarle.<br />
¿Ha tomado en seria el Rvdo. Hobart la determinación de su parroquiana cuya noticia es el<br />
tema único al presente de las conversaciones de los salones neoyorquinos? ¿Es en él su<br />
nota, muy afectuosa, del 19 de julio la expresión de una sincera conmiseración por su parte?<br />
¿Es diplomacia para hacer volver lo más rápidamente a la tránsfuga? Sea de ello lo que<br />
fuere, el pastor no va a tardar en separarse de su actitud cortés, si no comprensiva. El está<br />
persuadido, a priori, de que su dialéctica impecable logrará cambiar pronto el espíritu de la<br />
Sra. Seton. Antonio Filicchi que debe permanecer todavía en Nueva York o en sus alrededores<br />
puso en las manos de Isabel, a partir de junio, el libro del católico Roberto Manning:<br />
«La conversión de Inglaterra y la Reforma comparada» que había obtenido para ella del Sr.<br />
Mateo O'Brien, párroco de la parroquia católica de San Pedro. Por su lado, Enrique Hobart la<br />
compromete a leer «Los Comentarios sobre los Profetas», escritos por Tomás Newton,<br />
miembro de la Iglesia protestante. Las dos obras, evidentemente, sosteniendo unas tesis<br />
opuestas, se contradicen formalmente. Y nada tiene de sorprendente que la lectura<br />
alternada de los dos autores haya arrojado pronto la confusión en el espíritu de Isabel. Ella,<br />
no obstante, cree deber suyo leer lealmente ambos libros, como ha estimado más sincero<br />
aceptar las discusiones con Enrique Hobart. En realidad, es posible que no estuviera en<br />
causa tan sólo, en ese modo de actuar, la lealtad y la prudencia. ¿No la ha empujado, sin<br />
saberlo ella, a una serie de conversaciones de donde corre el riesgo de surgir la duda y la<br />
confusión, más bien que la luz, su afecto, que no ha muerto, frente al joven y brillante<br />
pastor?<br />
Ante una resistencia que no había previsto, seguro como estaba de su fuerza de persuasión,<br />
jamás quebrantada hasta entonces, Hobart pasará rápido de la defensa al ataque.<br />
Turbada en lo más profundo de ella misma, desgarrada por argumentos contradictorios, la<br />
joven mujer termina por escuchar el consejo de Antonio Filicchi: envía a Mons. Carroll la<br />
carta que escribió para él Felipe en el mes de febrero.<br />
Con toda sencillez, le manda adjunta la relación de las dudas y perplejidades que la asaltan<br />
al presente. En la casita donde los cinco hijos, inconscientes todavía del drama que se<br />
desarrolla en el alma de su madre, la rodean con sus canciones, con sus risas, con sus gritos,<br />
Isabel redacta, a fines de julio, una especie de memoria destinada al primer obispo de los<br />
Estados Unidos, sin prever el cariz que iban a tomar en lo sucesivo las relaciones que se<br />
inician aquel día entre ellos.<br />
123
La carta adjunta del Sr. Filicchi le hará conocer el motivo que me impulsa a tomarme la<br />
libertad de dirigirme a Vd. En verdad, él ha venido en mi ayuda con mucha bondad,<br />
buscando hacer la luz en mi espíritu... Isabel no oculta en absoluto la primera consecuencia<br />
de aquella intervención: el pensamiento de que yo podía estar en el error y encontrarme en<br />
una Iglesia fundada en el error hizo estremecerse a mi alma y decidí hacer todas las<br />
indagaciones posibles para dilucidar la cuestión. Los libros que él me puso entre las manos<br />
me han conducido a esta conclusión: la Iglesia protestante episcopaliana está fundada<br />
únicamente sobre los principios de Lutero y sobre sus pasiones y, por este hecho, está separada<br />
de la Iglesia fundada por Nuestro Señor y sus apóstoles, y por consiguiente, entre ellos,<br />
los apóstoles y los ministros episcopalianos no había verdadera sucesión.<br />
Afligida como estaba pensando que me encontraba así alejada de la verdad he resuelto<br />
dejar la comunión de ellos y unirme a la suya: tal fue el ardiente deseo de mi alma, que,<br />
habituada como está a poner su confianza totalmente en la gracia divina, no tuvo ninguna<br />
dificultad en dejarse convencer sobre los puntos en que hay divergencia entre ambas<br />
confesiones, cuando me persuadí, de una vez por todas, de que esa Iglesia, la suya, es la<br />
verdadera Iglesia. Tales fueron mis sentimientos hasta mi arribo a Nueva York...<br />
Ha creído, no obstante, por deferencia y delicadeza frente aquellos de quienes había<br />
recibido su primera formación religiosa, deber exponer a sus pastores y amigos sus propias<br />
objeciones. Obrando así, seguía el consejo mismo de Antonio Filicchi. Persuadida, por lo<br />
demás, de que, sin duda alguna posible, estaba demostrado que la sucesión que venía de los<br />
apóstoles se encontraba realmente rota en la Iglesia Reformada, desde las actuaciones de<br />
Lutero, hubiera sido -pensaba ella- una mezquina falta de sinceridad dejar a los pastores de<br />
su antigua comunión alguna esperanza de verla volverse de la determinación que había<br />
tomado.<br />
En suma, ella se creía tan segura de encontrarse desde entonces sobre la roca<br />
inquebrantable de Pedro que no temía afrontar la tempestad. Esa roca misma le parecía<br />
ahora vacilar. Con gran asombro mío, ellos, esos pastores episcopalianos, me han hecho la<br />
afirmación más formal de que he sido inducida a error en ese punto preciso.<br />
Y ahí está ciertamente para ella la piedra de escándalo. Ella insiste: si se hubiera tratado de<br />
otro punto de doctrina donde las dos Iglesias se encuentran en contradicción, el dogma de<br />
la transubstanciación, por ejemplo, ella no hubiese quedado perturbada. Era muy de<br />
esperarse encontrar divergencias, oposiciones incluso, entre dos partidos que se enfrentan.<br />
Pero -prosigue ella- ante los testimonios perentorios que me proporciona el clero de la<br />
Iglesia protestante episcopaliana, probando que constituyen una verdadera Iglesia,<br />
reconozca que el fundamento mismo de mis principios de cara a la Iglesia católica se<br />
encuentra destruido y ya no puedo ver la necesidad que podía imponérseme de cambiar de<br />
religión.<br />
Cualesquiera que hayan sido esas pruebas perentorias que el Rev. Hobaa ha puesto ante los<br />
ojos de Isabel, y que ella es incapaz actualmente de refutar, la nitidez con que ella expone<br />
su problema no ha podido sino impresionar al Obispo de Baltimore. Una vez planteado el<br />
problema, falta mucho sin embarga para que ella logre encontrar la paz y la certidumbre<br />
deseadas. Si las argucias del pastor han sumergido su espíritu en las tinieblas, su corazón no<br />
puede decidirse a negar las experiencias íntimas que tuvo en Toscana. Frente a tales<br />
experiencias, argumentos intelectuales, dialéctica, discusiones, parecen perder su consistencia.<br />
Es más: la conclusión lógica de su razonamiento, que ella ha estimado objetiva, hace<br />
saltar el problema al terreno mismo de la vida.<br />
124
Es necesario hacerle saber -prosigue la carta- que he experimentado esta situación mía de la<br />
manera más espantosa. Porque soy madre, y madre de cinco hijos, que no tienen más que a<br />
mí, he llevado infaliblemente mi causa ante Dios con ardor, y puedo decir con todo rigor que<br />
ante El la llevo incesantemente, pues tal ha sido el único y supremo deseo de mi alma:<br />
conocer la verdad. Yo sé bien -añade ella, y se ve aparecer una vez más en estas líneas su<br />
formación calvinista- yo sé bien que sin hablar de los errores que son efecto de una naturaleza<br />
corrompida, he añadido muchos pecados a la cuenta que El tiene conmigo. Sí,<br />
verdaderamente, me ha ocurrido a menudo, en medio de las luchas de mi alma, pensar que<br />
bien podía ser que fuera abandonada de El y ello sería justicia; pero me atrevía a implorar su<br />
misericordia hacia la que desea por encima de todo contentarle y cuya mayor aflicción es de<br />
haberle ofendido. Sí, verdaderamente, toda otra aflicción en comparación de ésta, me<br />
resulta alegría, y entre las numerosas y duras pruebas que ha sido de su agrado enviarme,<br />
tan sólo temo una única cosa, un único mal: perder su favor.<br />
La exposición que acaba de hacer -explica ella también a Mons. Carroll responde al desea de<br />
Antonio Filicchi. Ella -concluye- ha prometido diferir todo otro paso hasta el momento que<br />
le llegue la respuesta del Obispo de Balti - more. Y añade estas palabras de una<br />
conmovedora sinceridad:<br />
Debo suplicarle considere que mi situación actual, que me tiene separada de toda comunión,<br />
es casi más de lo que yo puedo soportar, y que será por su parte un acto de la mayor caridad<br />
hacerme llegar su parecer tan rápidamente como se lo permita su tiempo.<br />
Terminada la carta es remitida a Antonio Filicchi. En el sobre que contiene ya las páginas<br />
escritas en Liorna par su hermano, quiere él también añadir unas líneas, insistentes, pues ve<br />
el drama que se desarrolla en el corazón de la joven mujer, y sufre por ello. Los claros<br />
dictámenes del obispo son esperados con una verdadera ansiedad. El asunto es de<br />
importancia. Ciertamente, Mons. Carroll, mejor que cualquiera, es capaz de darse cuenta de<br />
ello, y tendrá a bien dar una respuesta directa e irrefutable a los argumentos y a las<br />
afirmaciones de aquellos ministros protestantes que acaban de arrasar por completo la<br />
exposición tan sólidamente construida, sin embargo, que Felipe había redactado, en Liorna,<br />
con el P Pecci, destinada a la Sra. Seton.<br />
Al mismo tiempo, quizás el mismo día, Antonio escribe, por otra parte, a Isabel. Su carta<br />
está fechada el día 26 de julio. Yo he estado siempre dispuesto -afirma él comenzando- y lo<br />
estaré siempre a hacerle justicia ante cualquiera -incluso ante San Pedro cuyo primado<br />
parece que se ha logrado decididamente haceros negar- por la sinceridad de su corazón en<br />
la decisión que debe tomar respecto a su religión. El está dispuesto a hacerle justicia, pero al<br />
mismo tiempo le parece ver, claro como el día, que Isabel se deja influenciar excesivamente<br />
por el terror infinito que le inspiran sus amigos protestantes.<br />
Hobart ha obtenido de Isabel que se deje de toda discusión en adelante, bajo el pretexto<br />
sobre todo de que la Iglesia católica prohíbe proseguir indagaciones y exige de sus<br />
miembros una fe ciega. Es cosa inaudita -protesta Antonio- que sus amigos que se<br />
complacen por encima de todo en el libre examen, la razón individual, pretendan ahora que<br />
sea para usted un deber sagrado rehusar todo examen. He ahí -concluye él- lo que supera mi<br />
comprensión. Luego, apela a las, experiencias que tuvo ella, hace tan poco tiempo, en<br />
Toscana. ¿No había encontrado la paz allí?<br />
La paz que saboreó en Toscana... ¡Ay, ciertamente, cuánto deseaba recobrarla! Hay ahora<br />
en la vida de todos los días una triste flojedad que jamás había experimentado hasta aquí -<br />
confiará ella un mes más tarde a Amabilia Filicchi, en una carta fechada el 28 de agosto de<br />
1804. La presencia de sus hijos, sentados en torno a la mesa donde hacen sus deberes<br />
125
escolares, o bien escuchando por la noche, junto a la chimenea, las historias que ella les<br />
cuenta, solo le hacen olvidar un poco, por momentos, ese abatimiento. Debe de ser -dice<br />
ella- a causa de «una aplicación continua» a la lectura de todos esos libros que se le han<br />
dado a leer y que, ahora, la confunden más que la esclarecen. Ninguna escapatoria para ella<br />
desde ahora frente a los problemas más misteriosos y más terribles. Ella está demasiado<br />
familiarizada, sin duda, con los textos paulinos para no haber tomado conciencia, más de<br />
una vez, de que la voluntad divina es salvar a todos los hombres por Cristo y en Cristo. Pero<br />
¿quién no ve la arbitrariedad que puede aportar dentro de los textos escriturísticos mismos<br />
la libre interpretación, personal e individual, reivindicada por la Reforma de Lutero?<br />
Yo había pensado siempre -confiesa ella a Amabilia- que todos los que tenían una buena<br />
intención se salvarían. Mi alma está toda en zozobra de ver que los protestantes -recogiendo<br />
en esto la austeridad, la severidad de vuestros principios (así es como yo los juzgaba) vean<br />
las cosas tan diferentemente de como yo me lo imaginaba, ahora que he visto que ese libro<br />
de Newton (los COMENTARIOS SOBRE Los PROFETAS) tan apreciado por los protestantes-<br />
envía a todos los partidarios del Papa al abismo sin fondo. Parece, según sus cálculos, que<br />
desde los tiempos de los apóstoles la mayor parte del género humano ya se encuentra allí,<br />
en todo caso.<br />
Contra tal deducción, el corazón de Isabel se rebela. No, Dios no puede condenar<br />
alegremente a unos seres humanos cuya única falta sería, finalmente, haber nacido en un<br />
país donde domina el error. ¿Cómo los Felicchi, tan atentos a poner en práctica el gran<br />
mandamiento del Maestro, a ofrecerle diariamente sus sacrificios, su trabajo, sus penas y su<br />
amor, iban a estar predestinados a las llamas eternas por esa única razón de considerar al<br />
Papa como el sucesor de San Pedro y el Vicario de Jesucristo? Semejante cosa es<br />
impensable. Entre los católicos que ella conoció en Italia y los que pretenden describir los<br />
libros que se le han hecho leer, sea que se titulen: «Adorador de imágenes» u «Hombre de<br />
pecado», la diferencia es tal que, al fin, sobre ese tema al menos -dice ella su espíritu está<br />
sosegado. ¡He conocido tan bien, Amabilia, lo que vosotros adoráis! Y con todo, queda en mi<br />
corazón una impresión tan triste, tan penosa que está por ello en la turbación y en la<br />
oscuridad. Así que recito los salmos penitenciales, y si no es con el espíritu del Profeta rey, lo<br />
es al menos con sus lágrimas.<br />
De esas lágrimas, de esa prueba, Isabel no hace misterio. Es bueno poder decir toda su pena<br />
a una amiga. Pero, bruscamente, ella se recobra, como siempre. Ella llora, sí, pero<br />
guardando tal confianza en Dios que le parece -osa afirmar ella- que jamás, en ningún<br />
momento de su vida, ha sido El tan verdaderamente mi Padre y mi Todo.<br />
Una sonrisa radiante en medio de la noche obscura en que debe caminar por dos meses<br />
todavía esta verdadera amante de Dios: la de sus hijos y la transparente limpidez de la vida<br />
espiritual de Anina. La niña, que anda por sus 10 años, no se preocupa mucho de problemas<br />
de exégesis o de apologética. Su alma que, en Liorna se abría como naturalmente -<br />
osaríamos decir- en plena sobrenatural, continúa aspirando con todas sus fuerzas a la plena<br />
verdad. En una página de los Dear Remembrances, Isabel nos ha dejado un boceto de<br />
sorprendente frescor:<br />
...AHORA mi entrada con mis prendas queridas en nuestra querida y humilde pequeña<br />
morada... su amor, querido, tierno, perdido para con su propia madre... Mi Ana, mi<br />
Guillermo, mi Ricardo, mi Kit y mi deliciosa Bec, todavía en este momento con qué dicha<br />
evoco las horas de ternura en torno a nuestra humilde mesa o al piano, nuestras historias<br />
de cada velada, las canciones llenas de vida, y las mil delicadezas después de las lecciones y<br />
del trabajo de la jornada, cuando cada uno prestaba su ayuda a su madre querida.<br />
126
---Nuestro primer «Dios te salve, María» en nuestra salita de oración, la noche en que Nina<br />
decía: Oh Ma, digamos Dios te salve, María; digámoslo, Ma, -decía Willy; y Dios te salve,<br />
María, dijimos todos, mientras la pequeña Bec miraba mi cara para coger las palabras que<br />
ella no sabía pronunciar sino de una manera que les habría hecho reir a todos si las lágrimas<br />
de su madre no hubieran retenido su atención --- Después de haber contado ya la anécdota<br />
para Amabilia, con fecha del 28 de agosto de 1804, Isabel añade:<br />
Sí, yo pregunto a mi Salvador por qué no íbamos a decirle el «Dios te salve, María». Si hay<br />
alguien en el cielo, allí tiene que estar su Madre. O ¿es que los ángeles, que se representan<br />
tan a menudo como interesados por nosotros en tierra, son más compasivos o más elevados<br />
que ella? ¡Oh, no, no! ¡María, nuestra Madre, eso es imposible! Así, yo le suplico con la<br />
confianza y ternura de la que es su hija, que tenga piedad de nosotros y nos conduzca a la<br />
verdadera fe, si no estamos en ella. Yo sé bien que si Dios me abandonara a mí misma, El<br />
estaría en su derecho, después de todos mis pecados. Desde que leo todos esos libros, mi<br />
espíritu está desorientado del todo con el pensamiento del pequeño número de los que se<br />
salvan (según lo que allí está escrito); así que beso la imagen (de la Virgen) que usted me<br />
dio, y le suplico que sea para mí mi madre.<br />
De la misma época data esta afirmación, no menos preciosa: Instruyo a mis hijos en la<br />
religión católica, sin dar ningún paso decisivo, y es mi gran consuelo refugiarme con la<br />
imaginación en una iglesia católica.<br />
15.- A LA HORA DE MEDIANOCHE<br />
Al oírlo, soy presa de dolores,<br />
cual dolores de parturienta;<br />
pasmada estoy y espantada, al verlo.<br />
Pierdo el sentido,<br />
me estremezco de terror.<br />
El crepúsculo anhelado<br />
se me torna en pesadilla.<br />
Is 21, 3<br />
Después de unas semanas de retraso, debido a una ausencia momentánea del obispo de<br />
Baltimore, llega, al fin, a Nueva York, su respuesta, el 22 de agosto de 1804. Antonio Filicchi<br />
tiene justamente el tiempo de comunicárselo a Isabel antes de su salida para Boston, donde<br />
le reclaman sus negocios.<br />
A la semana siguiente, la joven mujer le hace partícipe del reconocimiento y de la alegría<br />
con que ha recibido la carta de Mons. Carroll. ¿Qué contenía exactamente esa carta que ha<br />
desaparecido? Nada, seguramente, que pretendiera ejercer cualquier presión sobre la que<br />
había solicitado su consejo. De rodillas, imploro a Dios que me esclarezca para ver la verdad<br />
en la que ya no pueda mezclarse ni duda, ni vacilación -explica ella a Antonio-. Cada día,<br />
vuelve a leer en el Evangelio las promesas de Cristo a Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta<br />
piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Cada día, medita el admirable capítulo VI de san<br />
Juan: «En verdad, os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su<br />
sangre no tendréis vida en vosotros... Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en<br />
mí, y yo en él. Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre,<br />
también el que me coma vivirá por mí... ».<br />
127
Y luego -prosigue ella- pregunto a Dios si es posible que yo le ofenda creyendo esas palabras<br />
que son formales. Ella lee igualmente a su querido san Francisco de Sales. Y me pregunto:<br />
¿es posible que yo ose pensar de otra manera de la que él piensa, o que yo busque el cielo de<br />
modo diferente al suyo? He leído su REFORMA DE INGLATERRA y encuentro su<br />
testimonio demasiado concluyente para admitir réplica alguna.<br />
Y, a pesar de todo, no es para ella todavía el momento de dar el paso decisivo. Dios no me<br />
abandonará, Antonio -concluye ella-. Yo sé que El me integrará en su rebaño. Bien que mi fe<br />
no sea bastante firme, estoy cierta de que Él no decepcionará mi esperanza, la cual está<br />
afincada en su propia palabra: «No despreciará el corazón quebrantado y humillado» un<br />
corazón que miraría todas las pérdidas del mundo como las mayores ganancias, dado que<br />
obtenga la dicha de contentarle».<br />
«Me hice perdidiza y fui ganada», canta el «Cántico espiritual» de san Juan de la Cruz. «Tal<br />
es el que anda enamorado de Dios, que no pretende ganancia ni premio, sino sólo perderlo<br />
todo y a sí mismo en su voluntad por Dios, y ésa tiene por su ganancia... »<br />
Así Isabel prosigue su búsqueda, aventurada en la noche por Aquél cuyas huellas le parece a<br />
veces haber perdido. Ella confiesa a Antonio el 2 de septiembre: Se presentarán todavía a<br />
mi espíritu cosas espantosas que le perturben y que quebranten mi fe. Aún cuando Dios es<br />
bastante bueno para darme la certeza más completa de que por el nombre de Jesús mis<br />
oraciones han de ser, finalmente, escuchadas, resta que al presente hay ante mi camino una<br />
nube que me envuelve, en tanto que ya no ceso de preguntarle cuál es la ruta verdadera... Sí,<br />
verdaderamente, cuando el recuerdo de mis pecados y de mi falta de santidad de cara a Dios<br />
viene a herir mi memoria, imponiéndose a ella con toda su fuerza, yo me pregunto tan sólo<br />
cómo poder esperar de El un tan grande favor: la luz de su verdad, antes que el<br />
arrepentimiento de mi vida pasada incline su misericordia llena de piedad a concedérmela.<br />
«La divina purgación» -explica también san Juan de la Cruz- «anda removiendo todos los<br />
malos y viciosos humores que por estar ellos muy arraigados y asentados en el alma, no los<br />
echaba ella de ver..., se los pone al ojo y los ve tan claramente, alumbrada por esta obscura<br />
luz de divina contemplación (aunque no es peor que antes ni en sí ni para con Dios); como<br />
ve en sí lo que antes no veía, parécele claro que está tal, que no sólo no está para que Dios<br />
la vea, mas que está para que la aborrezca y que ya la tiene aborrecida».<br />
Con una intuición muy segura, Isabel persiste en volverse hacia la Madre de Dios como hacia<br />
la que es más capaz de guiarla en plenas tinieblas. Es la Natividad de la Virgen bendita -<br />
escribe a Antonio el 8 de septiembre- y he tratado de santificar este día, suplicando a Dios<br />
que mire a mi alma -«para Dios, dice santo Tomás de Aquino, mirar es amar»- y que vea con<br />
qué alegría besaría sus pies, por ser Ella su Madre. Sí, ella querría testimoniar a Nuestra<br />
Señora todo su respeto, todo su amor, si tan sólo pudiera hacerlo con la libertad de espíritu<br />
que supondría el conocimiento de su voluntad.<br />
Pero ella no está todavía al cabo de la noche. Acaba de tener con Enrique Hobart «una<br />
discusión de las más penosas». Ella hubiera querido mostrar al ministro protestante la carta<br />
del obispo católico. Hubiera deseado entablar un diálogo, leal y sosegada. El amor propio<br />
herido del Rev. Hobart aparece esta vez bajo los argumentos carentes de fundamento que<br />
él acumula con un tono de desprecio. El estaba en el límite de su paciencia -constata Isabel-.<br />
El dijo: «La Iglesia (católica) está corrompida. Nosotros hemos vuelto a la doctrina<br />
primitiva...». Su visita fue breve y dolorosa de una y otra parte. Que Dios me conduzca, pues<br />
creo que es vano esperar un auxilio que viniera de otro que El.<br />
Cuatro días más tarde, nuevo grito de aflicción: ¡Oh Antonio! ¿Cuándo va a ser mi alma<br />
digna de ser escuchada? ¿Cuándo en efecto logrará encontrar esa libertad de espíritu que<br />
128
sólo puede darle la luz de la verdad? Cada vez más, su alma está como aplastada por un<br />
peso enorme y obscuro, sufriendo hasta le agonía, a tal punto que morir le parecería un<br />
alivio preferible a tan grandes penas. ¿Cuándo, pues, -gime ella el 19 de septiembre-<br />
cuándo, pues, mi oscuridad se tornará en claridad? Tal es la oración que repite sin cesar a<br />
Dios, pues verdaderamente parecería -explica ella- que el espíritu maligno ha tomado lugar<br />
tan cerca de mi alma que nada bueno puede penetrar en ella sin estar mezclado con sus<br />
sugestiones. He leído en san Agustín que «donde él despliega la mayor actividad, donde los<br />
obstáculos en el servicio de Dios parecen más grandes, ¡allí hay lugar para creer que el éxito<br />
será más brillante!». La esperanza de ese éxito brillante es toda mi confortación, pues, en<br />
verdad, mi alma está a veces tan probada que está a punto de zozobrar.<br />
Esta mañana me prosterné rostro en tierra ante Dios. Apelé a El como a mi justo juez, para<br />
que me hiciera conocer si era la dureza de mi corazón o la falta de buena voluntad por<br />
instruirme, u otros motivos humanos lo que hace de pan talla entre yo y la verdad... Sí, sería<br />
dichosa de morir por su santa verdad, si eso hubiera de contentarle... Ni hasta el recuerdo de<br />
los consuelos experimentados en Liorna deja de levantar en su alma una nueva tempestad.<br />
No le queda ya entonces sino reclamar gracia de nuevo para una pecadora, implorar a Dios<br />
para que su compasión, que es manantial de luz, de vida y de verdad, esclarezca mis ojos a<br />
fin de que no me duerma en la muerte, la muerte del pecado y del error de la que me<br />
esfuerzo en escapar con toda la energía de mi alma.<br />
«... Grande compasión conviene tener -dice san Juan de la Cruz- al alma que Dios pone en<br />
esta tempestuosa y horrenda noche».<br />
Isabel querría explicar a Antonio cómo trata de caminar a tientas en esa noche terrible.<br />
Después de leer la vida de Santa María Magdalena ha querido apartarse de todos los<br />
consejos contradictorios y tomar lúcidamente una decisión: la de entrar en esa Iglesia que<br />
tiene, al menos, la multitud de las gentes sabias y buenas de su lado. Entonces se ha puesto<br />
a examinar cuáles eran los primeros pasos que debía dar y ha concluido: Dar esos primeros<br />
pasos ¿no es afirmar que a reo en todo lo que ha sido enseñado por el Concilio de Trento?<br />
Pero si es así, ella no se considera con derecho de dar ese paso sin faltar a la lealtad, desde<br />
el momento que se siente incapaz de conceder a la Tradición el valor que ha reconocido<br />
siempre, de manera exclusiva, a la sola Escritura. Y explica su pensamiento: Acuérdese de la<br />
mezcla de verdad y de error que se ha hecho valer a mi espíritu... Todo lo que puedo hacer es<br />
renovar mi promesa de orar incesantemente, de esforzarme por lavar con las lágrimas y la<br />
penitencia los pecados que, temo, ponen obstáculo a mi marcha hacia Dios. Reitero una vez<br />
más, ruegue por mí.<br />
Aplastada en su alma, no sigue enfrentándose menos a todas las tareas domésticas que<br />
pesan al presente sobre ella. Tres de sus hijos tienen la escarlatina y ella se confiesa agotada<br />
físicamente por efecto de la fatiga que de ahí le resulta. Su necesidad de expresarse, por<br />
otra parte, es evidente. Rebeca ya no está allí, para recibir sus confidencias. Con su cuñado<br />
Post, ha tenido, sin duda, una explicación leal, pero, al fin, bastante superficial. Su amiga<br />
Isabel Sadler no comprende absolutamente nada del drama que se desarrolla en el alma de<br />
Betty. Julia Scott se muestra llena de ternura, llena de tacto también, pero difícilmente<br />
puede seguir a Isabel en un camino tan nuevo. Queda Amabilia. ¡Qué importa la distancia, si<br />
el espíritu de ambas se mueve en un dominio idéntico! Una larga carta va, pues, a partir<br />
para Liorna, escrita un domingo de septiembre.<br />
Su Antonio no hubiera quedado muy satisfecho de verme en la iglesia de san Pablo (la<br />
parroquia episcopaliana). Pero Isabel ha creído deber suyo ceder en el plano de las formas<br />
sociales para no envenenar más las cosas con los suyos. Sin embargo -confiesa ella- me puse<br />
129
en un banco de lado, de suerte que me encontraba vuelta hacia la Iglesia católica, que está<br />
en la calle vecina, y veinte veces me sorprendí hablando al Santo Sacramento allí, en lugar<br />
de mirar, donde me encontraba, al altar desnudo y de escuchar la rutina de las oraciones.<br />
Muchas lágrimas y suspiros tan profundos y silenciosos como cuando, por primera vez, entré<br />
en vuestra iglesia de la Anunciación en Florencia, reduciéndose todo al solo deseo, único, de<br />
discernir cuál era el camino más agradable a Dios, cualquiera que fuese ese camino.<br />
Las objeciones pueriles que le puso Enrique Hobart, y que ella no ha osado, quizás, explicitar<br />
en su carta a Antonio, las reanuda aquí con Amabilia: El Sr. Hobart dice: ¿Cómo puede usted<br />
creer que hay tantos dioses como hay millares de altares y docenas de millares de santas<br />
hostias sobre la tierra? Pero ella es ciertamente demasiado fina para no sentir la vaciedad<br />
de semejante argucia. De nuevo, no pude sino reirme de sus serias palabras. ¿No ha<br />
reflexionado ella, meditado sobre la cuestión? Y es para llegar a una conclusión de buen<br />
sentido: Es Dios quien lo hace, el mismo Dios que alimentó a tantos miles de personas con<br />
los panecillos de cebada y los pececillos, multiplicándolos, claro está, en las manos de<br />
quienes los distribuían. Y eso es lo que menos me estorba del mundo. Dirijo la mirada<br />
derechamente hacia mi Dios, y veo que no hay nada muy difícil de creer en eso, ya que es El<br />
quien lo hace. Hace unos años leí esto en un viejo libro: «Decir que algo es un misterio, y que<br />
uno no lo comprende, no es hablar contra el misterio mismo; es reconocer simplemente los<br />
límites de nuestra inteligencia que no comprende una cantidad de cosas que se han de tener,<br />
sin embargo, por verdaderas».<br />
Así va ella, sacando juiciosas deducciones: Creer en la presencia real de Dios en el Santo<br />
Sacramento, creer que se ha hecho en él el alimento de los que somos peregrinos en la<br />
tierra, como el maná lo fue de los israelitas en el desierto, es con seguridad un motivo de<br />
alegría profunda y de consolación. En consecuencia, si este punto de doctrina es tan sólo<br />
una invención de los hombres y de los sacerdotes -como dicen aquí- entonces Dios estaría<br />
menos deseoso de darnos esa dicha que lo están esos impostores.<br />
Cosa digna de notarse, Isabel repite casi con las mismas expresiones el razonamiento del<br />
Cura de Ars: «Lo que el hombre no hubiera podido imaginar lo ha hecho Dios. ¿Hubiéramos<br />
osado jamás decir a Dios que hiciese morir a su Hijo por nosotros, que nos diese a comer su<br />
carne y a beber su sangre? Si todo eso no fuera verdad, el hombre habría podido entonces<br />
imaginar cosas que Dios no puede hacer, sería ir más lejos que Dios en las invenciones de<br />
amor. No es posible». Refiriéndose siempre a la Santa Eucaristía, Isabel prosigue: El no nos<br />
amaría tampoco, a nosotros los hijos de la Redención, a nosotros que hemos sido rescatados<br />
por la Sangre preciosa de su Hijo bienamado, tanto como amó a los hijos de la Antigua Ley.<br />
Tal sería, en realidad, la conclusión lógica del razonamiento, ya que, a nosotros, no nos<br />
dejaría más que los muros desnudos de nuestras iglesias con unos altares desmantelados,<br />
sin que se encuentre allí el Arca que habitaba su presencia, sin que se encuentre allí ninguna<br />
de las prendas preciosas de su solicitud por nosotros, lo que, sin embargo, daba a los de la<br />
Antigua Alianza. Se me dice aquí que debo adorarle ahora en espíritu y en verdad, pero mi<br />
pobre espíritu tiene necesidad de algo para fijar su atención, si no se duerme o vagabundea.<br />
A decir verdad, queridísima Amabilia, creo experimentar una unión de corazón y de alma con<br />
El ante una estampa que encontré, hace unos años, en la cartera de mi padre, más de lo que<br />
la experimento en el... La palabra «templo» está ciertamente en su pensamiento. Ella no se<br />
atreve a escribirla, tira una línea y prosigue: Pero iba a decir una tontería ¡Como si la verdad<br />
dependiera de los que nos rodean, o del sitio donde nos encontramos!<br />
Lo que puedo decir solamente es que deseo con fuerza y que quiero adorar a nuestro Dios en<br />
verdad. Si no os hubiera encontrado a vosotros, los católicos, y no obstante hubiera leído los<br />
130
libros que me he prestado el Sr. Hobart, esa lectura habría sido suficiente para suscitar en mi<br />
espíritu las dudas y las incertidumbres por centenares.<br />
La confesión es de importancia. Ningún compromiso contentará jamás a Isabel, en cualquier<br />
dominio que sea. Desde el instante en que no está segura de poseerla verdad total, ya no<br />
tendrá descanso hasta haber logrado por fin encontrarla. ¡Qué importa al fin la dureza del<br />
camino en que se ha aventurado, qué importa la opacidad de la noche que ha de atravesar,<br />
si, al cabo de la noche, ella encuentra la verdad, la luz y a su Dios! Pues El sabe que una<br />
única coca impulsa a mi alma: el deseo de contentarle, a El solo, de acercarme del todo a El,<br />
en esta vida y en la otra. «Pondus meum, amor meus» -decía san Agustín-: «¡El peso que me<br />
lleva es mi amor!». Igualmente -Isabel está de ello segura-su Dios a quien ella busca<br />
ardiendo en un amor pleno de angustia, no puede engañarla. Por eso, a la hora de<br />
medianoche -¿se trata de la noche en que la tienen despierta los accesos de tos de sus hijos<br />
enfermos, se trata de la noche obscura en que su alma camina?; de las dos a la vez, sin<br />
duda-, a la hora de media noche, créame, a menudo, en medio de mis lágrimas y de mi<br />
aflicción, lanzo mis ojos sobre la pared, frente a mí, persuadida de que su dedo escribiría<br />
antes sobre esa pared, como se refiere en el libro de Daniel (V), antes que abandonar a su<br />
pobre criatura.<br />
No, Dios no la abandona. Su deseo -ha dicho ella- es de acercarse del todo a El. El escucha su<br />
oración, dejándole avanzar justamente en eso que le parece a ella opaca obscuridad, y que<br />
es, en realidad, el camino de la luz.<br />
Mi pobre alma -confía ella también a Antonio, el 27 de septiembre- está de día en día más<br />
indecisa y más embarazada, no porque ella descuide sus oraciones, sus súplicas hacia Dios,<br />
las cuales más bien se han redoblado, por el contrario, sino que es como un pájaro que se<br />
debate en una red, incapaz de escapar a sus miedos y a sus terrores. Este mediodía, después<br />
de enviar los niños a jugar, fui a arrodillarme en mi pequeña habitación para examinar lo<br />
que debía hacer... ¿Debía leer de nuevo los libros del Sr. Hobart? Mi corazón se rebelaba,<br />
pues sé que ALLÍ están todas las «negras acusaciones», y el conjunto que ellas forman es<br />
un tormento demasiado vivo para mi alma. ¿Debía volver a tomar aquéllos - donde se<br />
expone la doctrina católica, bien que cada una de sus páginas me sea familiar hasta el punto<br />
de sabérmelas de memoria? Ella ya no sabe verdaderamente qué debe hacer, si no es orar.<br />
La oración, en todo tiempo, en todas partes, tal es mi único refugio... He orado, y oro de tal<br />
manera que cada uno de mis pensamientos me parece ser una oración. Cuando me desvelo,<br />
después de un breve momento de sueño, tengo la impresión de haber seguido orando.<br />
Orar, llorar también. Sus ojos están irritados por ello hasta causarle dolor. Entristecidos, los<br />
hijos miran sin comprender el rostro deshecho de su madre. Al menos, la rodean de su<br />
ternura, hacen heroicos esfuerzos por agradarla y llevar una sonrisa a sus labios. Anina<br />
misma se ha superado por la íntima y bienaventurada tortura que presiente en el corazón<br />
de la que, hasta aquí, ha visto tan enérgica frente a las mayores pruebas. Con todo, si Dios<br />
no ha «escrito con su dedo en la pared», ha dejado en el alma de Isabel una certidumbre<br />
que es, al fin, la marca cierta de su propia obra. Dulces son mis lágrimas y dulces mis penas.<br />
Grande es también mi consuelo, ya que si Aquél que es el Manantial todopoderoso de la luz<br />
no me envía su luz bendita, por lo menos no permite que yo permanezca, en mis tinieblas,<br />
satisfecha e indiferente.<br />
En una carta escrita también para Antonio, el 29 de septiembre, fiesta de San Miguel,<br />
cuenta cómo se ha celebrado ese día en el hogar de Isabel. Nada de clase para los pequeños<br />
hoy. Hubiera estado contento de oír sus preguntas respecto al arcángel san Miguel, y con<br />
qué avidez escuchaban el relato de todos los buenos servicios que nos prestan los ángeles, y<br />
131
la historia de san Miguel precipitando del cielo a Lucifer. Cada noche, al fin de la oración, los<br />
cinco se ponen de rodillas ante su madre «para que ella trace sobre cada uno de ellos la<br />
señal de la Cruz». En la tocante a ella, tendría tantas cosas que decir a Antonio, pero<br />
prefiere aguardar a su regreso a Nueva York, para reanudar con él las conversaciones que le<br />
faltan.<br />
Yo podría gritar ahora, como tenía costumbre de ello mi pobre Seton: ¡Antonio! ¡Antonio!<br />
¡Antonio! Pero acallo esa llamada y mi alma se pone a gritar:<br />
¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! Ahí es donde encuentra su reposo y una paz de cielo, ahí donde se<br />
sosiega al oír ese nombre, como se calma mi chiquitina al son de mi mecedora. De ahí que<br />
las fórmulas de oraciones donde sale con frecuencia el nombre de Jesús -dice ella- son su<br />
predilección.<br />
Ella, por otra parte, continúa leyendo, con un interés apasionado, la vida de los santos,<br />
consagrando a esa lectura el poco tiempo de ocio de que dispone, pues allí hay para ella un<br />
verdadero solaz, un alivio cierto para sus penas, un so siego en sus luchas. Cuando leo que<br />
san Agustín estuvo mucho tiempo incierto, vacilando su espíritu entre el error y la verdad, yo<br />
me digo: Ten paciencia, Dios te conducirá ciertamente a su casa, para acabar. Ella no se<br />
cansa de volver a coger los textos de san Francisco de Sales. Ella se siente dichosa en<br />
compañía de los santos. Pera, ¿por qué tiene que encontrarse como separada de ellos?<br />
¡Antonio! ¡Antonio! ¿por qué no puedo convencerme de que vuestra religión es ahora<br />
todavía la religión que era la suya?<br />
Sus dudas, sus luchas íntimas., son para ella misma un impenetrable misterio. Y grita una<br />
vez más su necesidad de amistad, su necesidad de comprensión. Antonio, usted conoce mi<br />
corazón, usted conoce mis sufrimientos, mis penas, mis esperanzas y mis temores. Jonatás<br />
amaba a David como a él mismo; ¡pues bien!, personalmente, si yo fuera su hermano,<br />
Antonio, ¡no le dejaría, ni siquiera por espacio de una hora! A pesar de todo, ella trata de<br />
volverse hacia Dios solo.<br />
Otro motivo de aflicción. La resolución que ha tomado de escribir otra vez a Mons. Carroll,<br />
por consejo de Antonio, ha suscitado entre los suyos nuevas muestras de oposición. Los<br />
protestantes dicen que estoy en estado de tentación; usted, por su lado, claro está, debe<br />
pensar lo mismo. De todos modos, el Todopoderoso es mi socorro, no por lo que soy<br />
personalmente, sino por el nombre de Jesús. Pero vamos, a ver, ¿es posible que haga yo algo<br />
malo en escribir al obispo, siguiendo en esto, por otra parte, la indicación de usted? Al<br />
menos, la carta estará totalmente lista cuando usted vuelva.<br />
Ella recibe por este mismo tiempo largas misivas de Liorna. Felipe Filicchi sigue de lejos el<br />
drama que tanto hubiera querido evitar a la Sra. Seton. Ore -le aconseja él- ore sin cesar,<br />
con ardor, con confianza... Usted no puede pedir sin que se le conceda, no puede llamar y<br />
encontrar siempre ante usted una puerta cerrada. Usted no puede buscar sin que acabe por<br />
encontrar... Evite el laberinto de las controversias: ellas no la harán más juiciosa... ¿Acaso<br />
nuestro Salvador no desea nuestra salvación más de lo que la deseamos nosotros? Su<br />
ansiedad es irrazonable. ¡Ora a su Padre, a su Creador y a su Salvador, y tiembla! ¿No conoce<br />
entonces su bondad? Esos no eran los sentimientos del hijo pródigo o de la<br />
Magdalena. San Pablo, en el camino de Damasco, oye la llamada de Aquél a quien no<br />
conoce todavía: él no se turba. Con calma, le pregunta: ¿Qué quieres que yo haga?<br />
Solamente en la calma y en la tranquilidad podemos hacer el bien; nuestro enemigo se<br />
complace en la turbación, la turbación es su elemento. El sube bien que no puede pescar el<br />
pez en agua clara.<br />
132
¿Está Isabel turbada, en la incertidumbre? Que no cese de orar, pero que ore con calma. Sin<br />
duda hubiere obrado mejor que entablando conversaciones con sus amigos de Nueva York.<br />
Bien parece que, obrando así, ha seguido la prudencia del mundo, esa prudencia que el<br />
Evangelio califica de locura. Sea lo que fuere, la turbación, de dondequiera que venga, es<br />
siempre nociva: Y si usted se turba de estar turbada -afirma Felipe- no encontrará jamás la<br />
paz.<br />
Resulta difícil saber con exactitud a qué ritmo y al cabo de cuántas semanas le llegan esas<br />
cartas de Liorna. Lo que parece cierto es que, a pesar de todo, Isabel avanza, y «avanza con<br />
seguridad», en la obscuridad misma, aún cuando no pueda darse cuenta de ello, tan espesa<br />
es la bruma que la envuelve.<br />
No avanzo, Amabilia -exclama ella, el día de Todos los Santos, 1 de noviembre de 1804-. No<br />
logro hacer inclinar la balanza. Leo cada día a T. Kempis que, dicho sea de paso, era un autor<br />
católico, y, como dice nuestro prólogo protestante, un autor «maravillosamente versado en<br />
. el conocimiento de las Santas Escrituras». Leo mucho también a san Francisco de Sales, tan<br />
ardiente él, para conducir a todos a la Iglesia católica, y me digo: ¿podré yo jamás contentar<br />
a Dios mejor que lo hicieron ellos? Entonces, me arrodillo y le suplico con lágrimas que me<br />
obtenga la fe.<br />
Veo que la fe resulta un don de Dios, que es menester buscar con diligencia, desear con<br />
ardor, y gimo silenciosamente hacia El para obtenerla, ya que nuestro Salvador dice que yo<br />
no puedo llegar a El, si el Padre no me atrae. Así es. Pronto -tengo de ello confianza- esta<br />
tempestad acabará. Hasta qué punto ella es dolorosa y con frecuencia torturante, El sólo lo<br />
sabe, que tiene poder de apaciguarla y que la apaciguará a la hora que le plazca.<br />
Una de sus amigas -prosigue ella- acaba de hacerle notar que tenía ya hartas penitencias<br />
que soportar sin ir a buscar otras en los católicos. Es verdad -conviene ella- pero nosotros,<br />
los protestantes, soportamos todo el sufrimiento sin mérito. Ha tratado, además, de explicar<br />
a esa su amiga que si sufría en esta vida esperaba ser tratada seguramente con tanta más<br />
misericordia en la otra vida, creyendo que Dios aceptaba sus sufrimientos en expiación de<br />
sus pecados. A lo que su interlocutora tuvo que conceder que «había en ello,<br />
verdaderamente, una doctrina muy consoladora». Isabel se ve obligada, no obstante, a<br />
confesar que la prueba mina al presente su resistencia física. Está acabada. La muerte ya no<br />
sería penosa para ella...<br />
Pero, ¿es tan seguro -como escribía ella al comienzo de su carta- que no pueda hacer<br />
inclinar la balanza? ¿Lo creería usted, Amabilia? -prosigue efectivamente ella-. En la<br />
desesperación de mi corazón, me fui, el domingo pasado, a la iglesia protestante<br />
episcopaliana de San Jorge. Las apetencias y necesidades de mi alma eran tan urgentes que<br />
elevé mis ojos derechamente hacia Dios y le dije: «Ya que no encuentro la ruta que debo<br />
seguir para agradarte, a ti a quien sólo quiero agradar, todo me es indiferente. Y hasta que<br />
Tú me muestres el camino donde quieres que me aventure, caminaré penosamente por el<br />
sendero en que me has permitido que nazca e iré incluso al "Sacramento" donde hace tiempo<br />
yo Te encontraba». Y marché, dejando a mi vieja sirvienta María toda dichosa de<br />
ocuparse de los niños hasta mi vuelta.<br />
Pero si dejé la casa, siendo protestante, creo que regresé a ella católica, decidida a no volver<br />
ya entre los protestantes, habiéndome visto turbada mucho más de lo que jamás hubiera<br />
pensado serlo, mientras me acordaba de que Dios es mi Dios. Y así sucedía, sin embargo,<br />
cuando, inclinaba la cabeza ante el obispo para recibir su absolución -la que se da<br />
públicamente a todos Juntos, en la iglesia- yo no tenía la menor fe en su oración, y me sentía<br />
ávida de otra liberación que vino de los apóstoles, una liberación de mis pecados que ellos<br />
133
no piden, que ellos no admiten, como había constatado en los libros que el Sr. Hobart me<br />
había dado a leer. Luego, temblando, me fui a la comunión, medio muerta por la lucha<br />
interior, cuando ellos dijeron: «El Cuerpo y la Sangre de Cristo , >. ¡Oh Amabilia, no hay<br />
palabras para expresar mi prueba! Y me vino un recuerdo: en mi viejo PRAYER Boox, de una<br />
antigua edición, cuando yo era niña, no se decía, como actualmente, que el SACRAMENTO<br />
Se tomaba y recibía espiritualmente ” .<br />
Con todo, para alejar estos pensamientos, tomé los EJERCICIOS CUOTIDIANOS del abate<br />
Plankett, a fin de leer las oraciones para después de la comunión. Pero, viendo que cada una<br />
de las palabras se dirigía a nuestro Salvador como estando realmente presente, creí perder<br />
la cabeza, y, por primera vez, de vuelta a casa, fui incapaz de soportar las caricias de mis<br />
seres queridos y de decir el BENEDICITE al comienzo de su comida. ¡Oh Dios mío! ¡Qué día!<br />
Pero, al fin, acabó en calma, con un acto de abandono que hice de todo a Dios, con una<br />
confianza renovada en la Bienaventurada Virgen, cuya mirada dulce y pacificadora me<br />
reprochaba mis excesos temerarios y me recordaba que debía fijar mi corazón en lo alto, con<br />
experiencias mejores.<br />
Así acababa para Isabel Seton el año 1804. Hacía exactamente un año que su marido se<br />
había extinguido en Pisa, después de los días terribles del lazareto. En julio, a su vez, Rebeca<br />
le había sido quitada. Su corazón había sido doblemente destrozado. Y ahora su espíritu se<br />
debatía hasta la agonía, en una noche «que cubría las esperanzas de la luz del día» s. A<br />
pesar de sus arranques de energía, a pesar de sus actos de confianza, le parecía, a veces,<br />
que lo mejor para ella sería vivir, hasta la muerte, fuera de la Iglesia. ¿Para qué obstinarse<br />
en buscar un camino dentro de una oscuridad que parecía hacerse cada vez más opaca?<br />
¡Triste fiesta de Navidad, la de ese 25 de diciembre de 1804! Amanecer doloroso, este 1 de<br />
enero de 1805. Isabel ha preparado, sin embargo, los pequeños regalos de los niños. Ha<br />
hecho las visitas indispensables que se le imponen en este comienzo de año, sin alegría, sin<br />
convicción, con un vacío interior que le parece sin fondo.<br />
La angustia, muy próxima a la desesperación, la persigue, hasta en esta mañana radiante de<br />
la Epifanía.<br />
Se alzará un día en que este anuncio profético se haga para la Madre Seton una espléndida<br />
realidad. Hoy, este 6 de enero de 1805 -o uno de los días siguientes- la joven mujer ha<br />
abierto las obras de Bourdaloue para leer e1 sermón pronunciado un día en París, el día de<br />
la Epifanía: «¿Dónde esta el que ha nacido, rey de los judíos?» -exclamaba el orador-. Isabel<br />
siente de nuevo irrumpir en su alma una ola que la sumerge. ¿Dónde está, dónde está la<br />
verdadera Iglesia de Cristo? Prosigue, no obstante, su lectura: «Se sigue que cuando nosotros<br />
ya no discernimos la estrella de la Fe, debemos buscarla allí donde solamente se la<br />
puede encontrar, con los que detentan "su Palabra''. Hay, en la Iglesia de Dios, doctores y<br />
sacerdotes, como los había entonces, hay hombres puestos para guiarnos a quienes no hay<br />
más que escuchar y os dirán lo que tenéis que hacer... ». ¡Un arranque! Una vez más, Isabel<br />
se recobra y hace frente. Cueste lo que cueste, proseguirá su búsqueda, hasta el fin.<br />
Ella trata de tomar contacto, sin dilación, con el Sr. Mateo O'Brien, párroco de la parroquia<br />
católica de San Pedro, en Nueva York mismo. Luego, se decide, por consejo de Antonio, a<br />
escribir a un sacerdote francés, el Sr. Juan Luis de Cheverus, agregado a la parroquia católica<br />
de Boston, de quien le han hablado extraordinariamente.<br />
Comienza ya el amanecer. Segura de la luz que la guía Isabel se lanza resuelta y tranquila. En<br />
adelante, ningún obstáculo, ninguna oposición, será capaz de detenerla. Ahora me dicen que<br />
tenga cuidado, que soy madre, que deberé responder de mis hijos en el día del juicio,<br />
cualquiera que sea la fe a donde les conduzca. ¡Pues bien!, sí. Estando así las cosas, iré<br />
134
pacíficamente ~ con firmeza a la Iglesia católica. Porque, si la fe es tan importante para<br />
nuestra salvación, quiero buscarla entre los que la han recibido de Dios mismo.<br />
No quiere -dice ella- mezclarse en controversias o en polémicas que la superan. Después de<br />
todo, puesto que los más rígidos entre los protestantes conceden que un buen católico<br />
puede salvarse, iré pues hacia los católicos, y haré todo lo que esté en mi poder por ser una<br />
buena católica.<br />
En cuanto a razonar sobre tal o tal verdad del Evangelio, es una mala táctica. Pues poner en<br />
duda una sola de las palabras de Cristo -la que afirma el primado de Pedro- es admitir un<br />
principio que permitirá, finalmente, poner en duda el Evangelio entero, hasta verse<br />
reducido a la insidiosa «tentación de no ser cristiano en absoluto». ¡Oh, no volver a caer en<br />
esa tentación!<br />
Entonces, venid, hijitos míos, iremos al Juicio juntos y citaremos a Nuestro Señor sus propias<br />
palabras. Y si El nos dice: «,-Qué necios sois, no es eso lo que Yo quería decir!», nosotros le<br />
responderemos: «Pues Tú dijiste que estarías con esta Iglesia hasta el fin de los siglos, con<br />
esta Iglesia que Tú edificaste al precio de tu sangre, si nunca la hubieras abandonado, sería<br />
tu palabra la que nos ha descarriado. Así que, si te place, perdona a estos necios, en<br />
atención a tu palabra. Esperando, Amabilia, sin temor, pues que he puesto en Dios mismo mi<br />
fe, no aguardo más que la venida de su Antonio, a quien espero para la próxima semana, a<br />
su regreso de Boston, para ir valiente e intrépidamente a comprometerme bajo los<br />
estandartes de los católicos y confiar todo a Dios. Ahora es asunto suyo.<br />
Su resolución está tomada, de modo definitivo. Cerrará desde ahora sus oídos al runruneo<br />
zumbón con que persiste en hostigarla su entorno. ¡Qué le importa, después de todo, que<br />
los católicos sean considerados en Nueva York como el «deshecho de la humanidad» y hasta<br />
como una «plaga pública»! Aún suponiendo que el párroco de la pequeña parroquia de San<br />
Pedro no mereciera, en cuanto hombre, más respeto que el que allí se le otorga, no es<br />
menos sacerdote de Cristo, y ahí está lo esencial. Así es como yo entiendo las cosas -concluye<br />
Isabel con una bella lucidez-. No es a los hombres a quienes pide la paz. Ninguno de ellos<br />
es capaz de dársela. Así, en una carta dirigida a comienzos del año 1805 a una amiga, cuyo<br />
nombre nos hubiera gustado conocer, le declara intrépida y serenamente: ¡Sólo busco a<br />
Dios y su Iglesia!<br />
16.- CAYERON LAS CADENAS<br />
Ahí está el Señor que llega con poder,<br />
su brazo impera.<br />
Mirad, con El viene su salario<br />
y su recompensa le precede.<br />
Cual pastor apacienta su rebaño:<br />
lo congrega su brazo,<br />
toma en brazos los corderos<br />
y hace reposar a las paridas.<br />
Is 40, 10-11<br />
Pocas ciudades, al parecer, se transformaron, en siglo y medio, de forma tan espectacular<br />
como Nueva York. Imagínese cuál sería la extrañeza de un businessman neoyorquino de<br />
nuestros días que se viera bruscamente trasladado, dentro de la ciudad misma, unos ciento<br />
sesenta años atrás. Nada de edificios gigantescos, sino minúsculas viviendas. Nada de<br />
135
avenidas inmensas, rectilíneas, de tráfico trepidante, sino callejuelas tortuosas y mal<br />
pavimentadas. Nada de anuncios luminosos que cada noche parecen abrasar la ciudad<br />
entera con fuegos artificiales de mil colores, sino miserables quinqués que proyectan sobre<br />
el suelo enlodado un pálido refleja amarillento. Nada de sirenas potentes, anunciando la<br />
salida de los paquebotes que alcanzarán Europa en cuatro días. Nada de zumbidos de<br />
aviones que transportan en unas horas sus pasajeros a Londres, a París, a Roma, sino el ¡yo!<br />
¡yo! de los marineros que izan las velas de un navío del que nadie puede prever el día que<br />
arribará al puerto lejano hacia donde se apresta a zarpar.<br />
Más que su ciudad, sin embargo, se ha transformado la mentalidad de los habitantes de<br />
Nueva York en el plano social y religioso. El que los ciudadanos de USA hayan podido elegir<br />
para presidente en 1960 a un católico como Kennedy, y que otros presidentes, Johnson o<br />
Ford, hayan aceptada como cosa normal ver a una de sus hijas pasar de la comunión<br />
protestante a la Iglesia católica, es algo que hubiera sido inconcebible en los primeros años<br />
del siglo XIX.<br />
Para seguir sin tropiezo el desarrollo de los acontecimientos que va a suscitar la entrada de<br />
Isabel en la Iglesia católica, este año de 1805 y durante los que van a seguir, nos es<br />
menester aceptar una extrañeza semejante a la del financiero moderno que se viera<br />
trasladado al medio de la vida neoyorquina, en la época que, entre los franceses, Napoleón<br />
se hacía coronar por el papa Pío VII en Notre-Dame.<br />
Cuando, la víspera de dejar Liorna, la Sra. Seton se había abierto a Felipe Filicchi sobre sus<br />
temores, había obtenido de su amigo toscano esta brusca y franca respuesta: «...Tiene<br />
temor de que Dios no cuide de usted. Yo le digo que El cuidará, realmente, de usted». En el<br />
diario destinado a Rebeca y que, de hecho, Rebeca logrará leer, Isabel había consignado las<br />
palabras de Felipe, las cuales había comentado de inmediata: Así lo espero, Rebeca. Sabes<br />
que teníamos la costumbre, tú y yo, de sentir envidia de los que eran pobres porque ellos<br />
nada tenían que ver con el mundo. Ahora ha llegado para ella el tiempo de experimentar<br />
realmente la verdadera pobreza. Ella sabe que determinándose a hacerse católica, no sólo<br />
corta los puentes con Enrique Hobart y la comunidad episcopaliana de San Pablo, sino que<br />
se pone al margen de la buena sociedad de la ciudad.<br />
Si los católicos son ya, en cuanto tales, francamente menospreciados por bien de razones de<br />
las que, al fin, muchas están totalmente fuera de las cuestiones religiosas propiamente<br />
dichas, la pobre pequeña parroquia de San Pedro no tiene, en verdad. nada que pueda<br />
ayudar a la gente bien educada de Nueva York a salir de prevenciones. Los que frecuentan la<br />
iglesia, construida en la esquina de Barclay Street, son gentes muy pobres: emigrantes sin<br />
fortuna, llegados de Irlanda, Francia o Alemania. No son ellos, seguramente, de las que se<br />
encuentran en los almacenes del florista Grant Thorburn o del peletero John Jacob... Su<br />
nivel social, como su tipo de vida, les emparentaría más bien con las miserables familias<br />
desarraigadas de que se componen las aglomeraciones lamentables de nuestras modernas<br />
chabolas.<br />
El párroco de San Pedro, en 1805, es el Sr. Mateo O'Brien, hombre bastante original, al<br />
parecer. Sucedió en la parroquia neoyorquina a su hermano, el Reverendo P. Guillermo<br />
O'Brien, un dominico, de quien hará mención el Rvdo. J. Roosvelt Bayley, hijo de Guy<br />
Carleton, medio hermano de Isabel, en «The history of the Catholic Church on the island of<br />
New York». Parece que el fraile predicador «sacerdote fiel e inteligente» había tenido más<br />
valía personal que el Rvdo. Mateo O'Brien. No es cierto, en todo caso, que Isabel haya<br />
podido encontrar junto al párroco de San Pedro toda la ayuda espiritual de la que estaba tan<br />
necesitada. Nada puede pues atraerla, humanamente hablando, hacia los católicos de<br />
136
Nueva York. No encontrará en la pequeña parroquia de San Pedro ni las bellas ceremonias<br />
que la habían impresionado en Italia, ni las obras de arte religioso que podían servirle allí de<br />
trampolín para elevarse a Dios, ni la sociedad selecta como era para ella la de los Filicchi. No<br />
encontrará tampoco en absoluto una enseñanza doctrinal de valor excepcional.<br />
Y estaba bien así. Pues ninguno podría sospechar jamás que ella se había pasado a la<br />
religión católica por un motivo que no fuese esencialmente sobrenatural. Antes bien ella<br />
podría decir con San Pablo: «Todo lo que para mí era ganancia lo he juzgado como pérdida<br />
por causa de Cristo... Por El he aceptado perder todo... » (Flp 3, 7-8). Con ese espíritu acepta<br />
ella, sin una mirada hacia atrás, la desgracia social que venía a hacerse suya. Así nadie<br />
tendría derecho jamás a poner en duda su declaración formal: Sólo busco a Dios y su Iglesia.<br />
Una vez tomada su determinación, Isabel no era mujer como para dejar diferir las cosas. El<br />
27 de febrero, que resultaba ser, en 1805, el miércoles de Ceniza, se presenta en San Pedro.<br />
Y, claro está, el mismo día le es necesario comunicárselo a Amabilia.<br />
¡Día entre los días, Amabilia! ¿A dónde fui? ¿a dónde? A la iglesia de San Pedro, la que tiene<br />
en su cima una cruz y no una veleta (como las otras), a la iglesia que llaman aquí, entre<br />
tantas otras, la católica. Cuando doblé la esquina de la calle donde se encuentra, me dije:<br />
«Allí es a donde voy, Dios mío, con todo mi corazón vuelto hacia Ti». Su corazón -dice ella-<br />
no podía más, creyendo que iba a dejar de latir, cuando, en silencio, me arrodillé ante el<br />
pequeño sagrario y la crucifixión, que se encuentra detrás del altar. Era un gran cuadro, obra<br />
del mejicano José María Vallejo, la única obra de arte valiosa, sin duda, de la pequeña<br />
parroquia. Ah, Dios mío -repite Isabel- aquí es donde es menester me quede a reposar. Si<br />
hubiera podido pensar en cualquier cosa fuera de Dios, habría bastado, creo yo, para<br />
impresionarme, ver la gente que avanzaba y se empujaba unos a otros. Pero ella había<br />
venido por Dios solo, y sólo más tarde supo que se trataba de la recepción de la ceniza,<br />
ceremonia completamente desconocida entre los protestantes. Un sacerdote irlandés que<br />
le parecía «muy raro, aunque muy venerable» y que acababa de llegar recientemente a la<br />
parroquia -el Sr. Mateo O'Brien por consiguiente-, hace, no obstante, una pequeña plática<br />
sobre la muerte, tan sencilla y familiar que la encanta y le da nuevo vigor.<br />
A1 comienza de marzo llega la esperada respuesta del Sr. de Cheverus. ¿Para qué, entonces,<br />
andar con nuevas dilaciones? El 14 de marzo, en presencia del párroco de San Pedro y de<br />
Antonio Filicchi, Isabel Seton, llena de calma y paz, hacía oficialmente su profesión de fe<br />
católica.<br />
Después de la salida de todos los que estaban en la iglesia, se me hizo pasar a una pequeña<br />
pieza que está cerca del altar y allí hice profesión de creer lo que cree y enseña el Concilio de<br />
Trento, riendo en mí al volverme hacia mi Salvador que veía bien que yo no sabía lo que creía<br />
el Concilio de Trento... Mi corazón creía solamente lo que la Iglesia declara ser su creencia.<br />
Pues en cuanto a circular más en medio de lo que creen las gentes de aquí y las de ahí, yo no<br />
puedo más: estoy agotada de ello. Esta vez, me encontraba con el corazón ligero, el espíritu<br />
libre, y era, con todo, sin rogar a Nuestro Señor que hundiese profundamente mi corazón en<br />
su costado abierto que yo veía tan expresivo en la espléndida crucifixión o bien presente en<br />
su pequeño sagrario donde por siempre, ahora, descansaré. ¡Oh Amabilia, los dulces<br />
recuerdos de aquel día con los niños y aquel juego de mi corazón con Dios, riendo a boca<br />
llena con ellos...!<br />
Unas líneas, breves, en los Dear Remembrances, consignan en un mismo recuerdo las dos<br />
fechas memorables: - los miles de lágrimas, de oraciones y de gritos del alma vacilante que<br />
se sucedieron hasta el Miércoles de Ceniza, 14 de marzo de 1805, en que entró en el Arca de<br />
137
San Pedro con sus bien nacidos --- Error de fecha, sin duda, pero los días para Isabel son<br />
como un día único.<br />
Tan dichosa, ahora -prosigue la carta dirigida a Amabilia- de prepararme para esa buena<br />
confesión: malísima como soy, estaría dispuesta a proclamarla desde las azoteas para<br />
asegurarme una buena absolución que espero de inmediato. Y luego, ¡en marcha para una<br />
vida nueva, para una existencia nueva!<br />
Las confidencias prosiguen, con fecha del 20 de marzo. Ahí está, ¡resultó harto fácil! El Sr.<br />
O'Brien se mostró -asegura ella- lleno de benevolencia, de compasión, pero también de<br />
firmeza. En resumen, se mostró tal que Isabel encontró en esta primera recepción del<br />
sacramento de la penitencia lo que hubiera esperado de Nuestro Señor mismo. Es a Cristo,<br />
además, lo que su fe le ha hecho ver realmente en la persona de su ministro, él y ella,<br />
teniendo así -como lo anota ella can una gran justeza- la parte irreversible que revierte en<br />
cada uno. Y luego, ¡oh Amabilia, formidables aquellas palabras que desatan cuando se ha<br />
estado atada durante treinta años! Tuve el sentimiento de que mis cadenas caían como las<br />
de San Pedro, cuando vino a tocarle el mensajero de Dios.<br />
Para esa existencia nueva, ella siente que ha sido preparada, en verdad, por la amargura de<br />
su alma y por los meses de pruebas que acaban de pasar.<br />
«En una noche oscura,<br />
con ansias, en amores inflamada, -¡oh dichosa ventura!<br />
salí sin ser notada...» (Noche oscura, 1)<br />
Ella podía hacer suyas ahora aquellas estrofas ardientes de san Juan de la Cruz:<br />
«Aquésta me guiaba<br />
más cierto que la luz del mediodía a donde me esperaba<br />
quien yo bien me sabía... » (Noche oscura, 4)<br />
¡Dios mío, qué cosas tan nuevas para mi alma! El día de la Anunciación, yo no haré más que<br />
uno con Aquél que ha dicho: «Si no coméis mi carne y no bebéis mi Sangre, no tendréis parte<br />
conmigo...». Cuento los días y las horas. Todavía un poco de espera, todavía un poco y<br />
luego... Sol brillante de aquellas marchas matinales de preparación. Nieve espesa o helada,<br />
todo es parecido para mí. No veo más que la cruz del campanario de San Pedro. ¡Los niños<br />
están locos de alegría con el pensamiento de ir conmigo, a su vez!<br />
Los recuerdos se fijan precisos en su memoria. Para decir la alegría de aquel dichoso<br />
encuentro, las palabras se apresuran bajo su pluma tan vibrantes en los días lejanos de los<br />
Dear Remembrances como este 25 de marzo de 1805:<br />
- ahora los RECUERDOS que afluyen desde aquel día hasta el 25, día de una PRIMERA<br />
COMUNIÓN en la iglesia de Dios... horas contadas, la vela del corazón para la suprema dicha<br />
que él había deseado tanto tiempo - los secretos, el misterio de Bendición -- alegría celeste,<br />
bienaventuranza, inconcebible para los Angeles.<br />
No hay palabras para esto - - FE ARDIENTE - - -<br />
-- espera de la aurora a través de un sueño interrumpido sin cesar - - primeros rayos del sol<br />
percibidos al fin sobre la cruz, sobre el campanario de San Pedro brillante con tal esplendor<br />
AQUELLA MAÑANA -- cada paso de los dos mil... tan indigna de andar por aquella calle... la<br />
puerta de la iglesia, por fin acercarse al altar - - -<br />
El día mismo de la Anunciación, prosigue ella, para Amabilia: 25 de marzo. ¡Al fin, Dios es<br />
mío y yo soy suya! Ahora que todo sigue su curso. Le he recibido. Las terribles impresiones de<br />
la noche precedente: temor de no haber hecho todo lo que era menester para prepararme, y<br />
con todo, incluso entonces transportes de confianza y de esperanza en su bondad. ¡Dios mío!<br />
¡No iba a recordar yo hasta el postrer suspiro aquella noche de vela esperando la aurora! Mi<br />
138
corazón espantado, palpitante, con tanta prisa de marchar. La larga caminata hasta la<br />
ciudad. Cada uno de mis pasos: ¡más cerca de la calle, más cerca del sagrario, más cerca del<br />
momento que El entraría en mi pobre humilde morada, tan totalmente suya!<br />
¡Y cuando El estuvo en ella! El primer pensamiento que me vino a la memoria: ¡Que Dios se<br />
levante, que mis enemigos sean dispersados! Pues me pareció que en lugar de la humilde<br />
acogida, llena de ternura que yo esperaba darle, sólo era un triunfo de júbilo y alegría<br />
porque El había venido, El, el libertador, mi protección, mi escudo, mi fuerza y mi salvación,<br />
hecho mío para este mundo y para el otro.<br />
La imagen de David danzando delante del Arca santa le parece la única capaz de expresar<br />
algo de los sentimientos de su alma. Ahora, pues, todos los sentimientos de mi corazón se<br />
han dado libre juego; exultación (danza dice pro piamente el texto americano) más ferviente<br />
-¡no, yo no debo decir eso!- pero quizás tan ferviente como la del Profeta Rey delante del<br />
Arca. Pues yo era mucho más rica que él, más favorecida de lo que él pudo serlo jamás.<br />
- la viva esperanza -precisarán los Dear Remembrances- de que ya que El había hecho tanto,<br />
recibiría al fin a una tan pobre criatura para El, por SIEMPRE - --- las dos millas de vuelta con<br />
el tesoro de mi corazón -- primer beso y primera bendición a mis 5 queridos, llevando a TAL<br />
DUEÑO a nuestro humilde alojamiento - ¡ahora -concluía la larga misiva a Amabilia- se trata<br />
«de frutos». Hasta ahora siento verdaderamente todas las potencias de mi alma sostenidas<br />
fuertemente por Aquél que ha venido con tanta majestad a tomar posesión de su pobre<br />
humilde reino.<br />
No hay duda de que estas líneas llevaron a Liorna, tanto a Felipe como a Amabilia, una<br />
alegría profunda. Otra carta iba a salir casi al mismo tiempo para Boston con la que ella<br />
causaría una alegría no menos viva a uno de los sacerdotes franceses que había exiliado la<br />
Revolución.<br />
Juan Luis de Cheverus tenía entonces 37 años. Ordenado sacerdote en Le Mans en 1790,<br />
párroco de Mayenne dos años más tarde, había rehusado prestar el juramento<br />
constitucional. Encarcelado en una prisión del Estado, se escapa y logra ganar Inglaterra. Da,<br />
para subsistir, clases de francés y de matemáticas en un colegio protestante. Entretanto, se<br />
perfecciona en la lengua inglesa y adquiere al mismo tiempo un conocimiento más profundo<br />
de las creencias de la comunión anglicana. Descubre a la vez los valores positivos que han<br />
quedado en ella y los errores que ha causada, en el pueblo de Dios, una separación cuyas<br />
dolorosas consecuencias se propagan y amplían tanto a través del antiguo como del nuevo<br />
mundo. En 1795, recibe de América una carta urgente de uno de sus viejos colegas de París,<br />
el abate Matignon, ex-profesor de la Sorbona, que le invita a juntarse con él en América.<br />
Mons. Carroll, que le acogió gustosamente en Boston, desea precisamente la venida a su<br />
diócesis de sacerdotes católicos instruidos y que posean la lengua del país. El 3 de octubre<br />
de 1796 el Sr. de Cheverus llega a Boston. No se trata aquí de imponerse: es menester<br />
hacerse aceptar, hacerse amar ante todo. Con tanta tacto como caridad, Juan Luis de<br />
Cheverus trata de «hacerse todo a todos a fin de salvar a todo precio a algunos», siguiendo<br />
el consejo del Apóstol (1 Cor, 9, 22). Rápidamente, se gana la estima de los que se le<br />
acercan.<br />
«Señor, -le declara con toda franqueza un protestante- he aquí un año, desde 1797, que<br />
vengo estudiándole, que sigo sus pasos, que observo sus acciones; yo no creía que un<br />
ministro de su religión pudiera ser un hombre de bien... Vengo a darle una reparación de<br />
honor: le declaro que le estimo y venero como al hombre más virtuoso que he conocido».<br />
En el momento de la recepción del presidente Adams en Boston, el Sr. de Cheverus no<br />
solamente se ve puesto sobre el pavés, sino -lo que es un precio más estimable- recibe la<br />
139
misión delicada de hacer él mismo las correcciones que juzgue necesarias para la fórmula de<br />
juramento que deberán prestar los electores de Massachusetts, a fin hacer la fórmula<br />
aceptable a los miembros de las diversas confesiones religiosas. El no considera, por otra<br />
parte, como un honor menor pasar varios meses cada año en medio de las tribus indias<br />
católicas que ha encontrado en la inmensa región de Maryland y más allá.<br />
Cuando, unos años más tarde, Pío VII erija la sede de Baltimore en sede metropolitana,<br />
creando los cuatro obispados sufragáneos de Boston, Filadelfia, Nueva York y Bardstown, el<br />
Sr. de Cheverus será nombrado obispo de Boston.<br />
Tal era el hombre de valer, a la vez instruido y dotado de un celo apostólico sabio y<br />
prudente con quien Antonio Filicchi había puesto en relación a Isabel Seton. De primeras,<br />
ella le da toda su confianza y a partir de 1805 se establece entre ellos una correspondencia<br />
asidua y profunda.<br />
Isabel tiene entonces -escribe ella, en resumen, el 2 de abril de 1805- que expresar con<br />
alegría, toda la gratitud de que se siente deudora hacia aquél que ha dado prueba para con<br />
ella de un interés caritativo y lleno de bondad, cuando estaba consumida de aflicción, de<br />
dudas y de temores. Gracias, pues, al Sr. de Cheverus por haberla ayudado con sus consejos<br />
a triunfar al fin de sus vacilaciones y de sus, repugnancias. Sí, ella ha sido recibida en la<br />
verdadera Iglesia con una convicción cierta, «semejante a un pobre marinero náufrago que<br />
acaba de ser devuelto a su verdadero HOGAR». Le ha parecido que había sido admitida a<br />
una vida nueva y a aquella paz, de la que habla San Pablo, que está por encima de todo<br />
sentimiento. Con David, yo exclamo ahora: «Tú has salvado mi alma de la muerte, mis ojos<br />
de las lágrimas, mis pies de la caída». Deseo ciertamente con todo fervor andar en su<br />
presencia en la tierra de los vivientes, estimando tan grave privilegio como el mío, lo que El<br />
ha hecho por mí, tan por encima de mis esperanzas más vivas que apenas puedo contener<br />
tal dicha.<br />
Y, muy finamente, ella añade, consciente de la fascinación única del converso que descubre<br />
personalmente con un alma adulta las maravillas de la gracia divina: Usted, querido señor,<br />
no ha podido experimentar jamás lo que yo, personalmente, he experimentado, pero se lo<br />
puede imaginar: una pobre criatura, consumida, quebrantada de pecados y de penas, que se<br />
ve lanzada de golpe, sin transición, en una palabra, a la vida, a la libertad, a la calma. ¡Oh,<br />
ruegue por mí, a fin de que pueda ser fiel y perseverar hasta el fin!<br />
Está totalmente decidida -afirma ella- a aprovecharse al máximo de los avisos y consejos<br />
que el Sr. de Cheverus tenga a bien darle con esa intención. Una intuición, a la vez humana y<br />
sobrenatural, le hace presentir e1 papel de un guía prudente y esclarecido para el alma que<br />
quiere avanzar con seguridad por el camino de la intimidad divina. Es verdad que existen<br />
cantidad de buenos libros -concede ella-, pero las directrices personales de un verdadero<br />
padre espiritual tienen otro valor, un alcance irreemplazable. Ambos se completan<br />
felizmente. Por eso permanece fiel a la lectura de san Juan, de la Imitación de Jesucristo, de<br />
san Francisco de Sales y de los sermones de Bourdaloue. Desde hace varios meses uno de<br />
sus sermones es para ella tema de meditación diaria. Nos inclinaríamos a pensar que se<br />
trata del de la fiesta de Epifanía.<br />
Sin preocupación por el qué dirán, frecuenta asiduamente la pobre iglesia de San Pedro. Ella<br />
sigue allí de la mejor manera los oficios de la Semana Santa. Entonces se está lejos aún, en<br />
1805, de la renovación litúrgica que nosotros conocemos. Apenas se pide a los fieles<br />
participar en los oficios: ellos asisten más o menos pasivamente. En las parroquias<br />
episcopalianas, el servicio religioso tiene lugar en lengua vernácula. Aquí, el buen párroco<br />
musita como para él solo interminables frases latinas de las que las asistentes no entienden<br />
140
gran cosa. Durante esos días santos de 1805, Isabel, con los ojos fijos en su libro, trata de<br />
recogerse de la mejor manera, sin intentar comprender la serie de gestos, genuflexiones,<br />
postraciones. Ya no hay nadie junto a ella, como en Toscana, para indicarle el significado o<br />
el símbolo. Pero Cristo está presente en el sagrario. Esa presencia le basta. Dentro de unos<br />
días será la Pascua: ella se acercará de nuevo a la santa Mesa.<br />
Incesantemente, su meditación, su plegaria, su oración se vuelven, como a su único polo, al<br />
misterio eucarístico, al sacrificio eucarístico, a la comunión eucarística. A decir verdad, las<br />
notas consignadas por Isabel, en este período, si tienen siempre un calor, una vida que no<br />
engañan, son no obstante menos personales. Se siente aflorar en ellas sin cesar la<br />
reminiscencia de las obras de doctrina o de piedad de las que la joven mujer se nutre al<br />
presente con avidez. Sin embargo, se destacan a veces algunas palabras que siguen siendo<br />
muy suyas.<br />
Busquemos siempre el nombre de Jesús, su nombre de amor, para que sea antídoto de toda<br />
discordia que nos rodea... Jesús está en todas partes, pero en su Sacramento del altar está<br />
tan actualmente y realmente presente como mi alma en mi cuerpo; en su sacrificio ofrecido<br />
a diario, es tan realmente ofrecido como lo fue en la cruz...<br />
Le gusta recurrir a su salmo de predilección: «El Señor es mi pastor»... Pero qué resonancia<br />
nueva toman actualmente en su corazón los versículos:<br />
A las frescas praderas me lleva a sestear,<br />
a las aguas de remanso me conduce El repara mi aliento,<br />
... frente a los opresores<br />
me preparas un banquete... (Sal 23, 2-5)<br />
Es un hecho, los opresores están ahí, y no cejan. Son en su mayoría los amigos de ayer, es el<br />
Rvdo. Hobart, son, apenas con algunas excepciones, los miembros, de la familia de la viuda<br />
de Guillermo, los Seton, sobre todo. El sábado pasado -explica Isabel a Antonio en el<br />
transcurso de abril- tuve una conversación muy penosa, ciertamente la última, con el Sr.<br />
Hobart, pero quedé compensada plenamente, más del céntuplo, el domingo por la mañana,<br />
por mi querido Dueño en la Comunión, y mi Fe, si es posible, se hizo más firme y más resuelta<br />
que si no hubiese sido atacada.<br />
Unas líneas en los Dear Remembrances serán suficientes para cubrir los tres años que van a<br />
transcurrir entre este 25 de marzo de 1805 y el 9 de junio de 1808:<br />
--- ahora con el corazón pacificado, contento en los mil encuentros con la Cruz abrazada con<br />
toda el alma; pero tan atento a conservar la paz con TODOS.<br />
--- recuerdos muy dolorosos ahora --- sin embargo, agradecimiento respecto a ellos -<br />
DESPERTACIÓN DE NUESTRA GRACIA tan evidente a través de TODO.<br />
Solamente en el plano material es sombrío el porvenir en esta primavera de 1805. Guillermo<br />
Magee Seton, al morir, dejó prácticamente sin ningún recurso pecuniario a su mujer y a sus<br />
cinco hijos, acostumbrados hasta entonces a la comodidad y al bienestar. Sin duda, cada<br />
uno de los miembros de su familia, de La que algunos se encuentran a la cabeza de una<br />
gruesa fortuna, hubieran querido acudir longánimemente en ayuda de Isabel, desde su<br />
regreso de Liorna, si ella misma no hubiese roto, en cierto modo, con los suyos por el solo<br />
hecho de pasar a la religión católica. Julia Scott, su amiga de Filadelfia, es de los primeros en<br />
hacerle llegar algunos dólares. Su cuñado, Wright Post, y su hermana María, a pesar de<br />
desaprobar abiertamente su determinación, no escatiman para con ella. Su madrina, la Sra.<br />
Startin permanece, de momento, atenta a sus necesidades. Pero, en realidad, quien asegura<br />
a la viuda de Guillermo el sostenimiento financiero más efectivo y más regular es. Antonio<br />
Filicchi, cuyos negocios están entonces en plena prosperidad. Ha dado a su banquero de<br />
141
Nueva York las órdenes más formales y precisas respecto a las sumas que ha de entregar a<br />
la Sra. Seton. El las renovará de manera perentoria, en toda ocasión, incluso después de su<br />
vuelta a Italia.<br />
Isabel sabe bien que no puede substraerse a tales ayudas, aún cuando su orgullo natural se<br />
encabrite en lo más íntimo de ella, para apaciguarse a los pies de Cristo, El que «de rico que<br />
era se hizo pobre por nosotros» (2 Cor 8, 9).<br />
Ella no es, con todo, mujer coma para vivir a expensas de los demás sin tratar de hacer, por<br />
su lado, todo lo que es factible.<br />
Se elabora un primer proyecto con el Sr. Juan Wilkes. El querría abrir una pensión donde<br />
recibiría a muchachos que, siguiendo cursos en calidad de externos en Nueva York, no<br />
pueden volver cada noche a su hogar. ¿Aceptaría Isabel dirigir esa pensión? El asunto no<br />
resulta, al menos por el momento.<br />
Antonio Filicchi, de pleno acuerdo con su hermano Felipe y Amabilia, propone entonces a la<br />
Sra. Seton llevarla con sus hijos a Liorna, cuando él embarque. Ella se niega. Desde el<br />
momento que, cada mañana, ella puede tener la misa en América ¿por qué iba a dejar de<br />
nuevo su país?<br />
El mes de mayo de 1805, anda en conversaciones con un profesor inglés, Patricio White,<br />
que desea abrir una escuela para muchachos y muchachas. El ha oído hablar de la Sra.<br />
Seton, de cómo ella ha asumido personalmente la enseñanza de sus hijos con competencia.<br />
Si ella quiere al presente formar equipo con el Sr. y la Sra. White, la escolaridad de sus hijas<br />
se encontraría asegurada para el porvenir, mientras que ella gozaría personalmente de una<br />
situación estable. El proyecto parece tomar cuerpo, cuando un rumor sin fundamento se<br />
extiende por la ciudad, al cual no es extraño el Rvdo. Hobart. ¿No va a convertirse la escuela<br />
proyectada en un peligroso hogar de papismo? La Sra. Sadler y la Sra. Dupleix, indignadas<br />
por la mala fe de que se da prueba frente a su amiga, corren a casa del pastor. Le hacen<br />
notar que contrariamente al rumor que corre, los White no son católicos, sino protestantes.<br />
Jamás Isabel Seton ha tenido el menor pensamiento de hacer proselitismo. Simplemente,<br />
ella reclama el derecho concedido a todo ciudadano de la libre América: ganar su pan y el de<br />
sus hijos. Enrique Hobart admite que se ha equivocado. La escuela se abre, pero, desde el<br />
comienzo, tiene una mala prensa. El Sr. White, por otra parte, si es buen profesor, no parece<br />
tener las cualidades requeridas para una buena administración; prueba, un fracaso anterior<br />
que ha conocido no hace mucho en Albany. En resumen, la escuela White tiene que cerrar<br />
sus puertas en julio.<br />
De la noche a la mañana, la Sra. Seton debe, en consecuencia, dejar la «simpática casa»<br />
cuyos encantos acababa de ponderar a su amiga Julia Scott. Hela, una vez más, sin hogar,<br />
con Anina, Guillermo, Ricardo, Kate y Rebeca. La mayor tiene 10 años, la menor 3. Le es<br />
forzoso entonces aceptar la propuesta de su cuñado y juntarse a la familia Post que va a<br />
instalarse para el verano en una casa de campo en Greenwich. Greenwich, en 1805, no es<br />
más que un simple pueblo donde tiene la impresión de estar muy lejos de la ciudad. No hay<br />
facilidad, en todo caso, para volverse a allá. Duro sacrificio para Isabel. ¡Ni misa, ni<br />
comunión, ni sacramento de penitencia! Y esas mil pequeñas nonadas que corren el riesgo<br />
de poner, a cada instante, fuego a la pólvora, como la abstinencia del viernes, a la que la<br />
joven mujer cree deber ser fiel, a pesar de todo pero de la que el párroco de San Pedro la<br />
dispensa sabiamente.<br />
Al presente, María mira a su hermana con una especie de conmiseración o casi un cierto<br />
desprecio. Isabel hubiera querido, al menos, poner las cosas -n su punto. Que se acepten las<br />
142
azones válidas de su actitud, aunque no se las apruebe. Pero en el espíritu de María,<br />
sucesión de los Apóstoles, verdadera Iglesia, presencia real, no son más que bagatelas.<br />
Apóstoles o no Apóstoles -respondió ella cierto día- ¡sé lo que con tal que no seas católica<br />
romana! ¡Metodista, cuáquera, si quieres. ¡Cuáquera!, mira, ¡eso me agradaría mucho! Son<br />
encantadoras las cuáqueras y vestidas con un chic... mientras que las católicas... Son sucias,<br />
asquerosas, harapientas. Escupen en el suelo dentro de su iglesia, se atropellan...<br />
¿Para qué discutir? Lo más grave, sin embargo, no es aún esa soledad que siente Isabel tan<br />
dolorosamente y que hace de ella una verdadera extranjera en medio de su familia, es la<br />
confusión que puede resultar para sus hijos de una estancia que se prolonga en semejante<br />
clima. A cada instante, ellos oyen las discusiones que, a pesar de todo, Isabel no siempre<br />
puede evitar, con las amigas de su hermana, si no es con ella. San los chistes sobre el<br />
«papismo», los sarcasmos o la indignación declarada frente a la «postura imposible» en que<br />
se ha colocada esa «pobre Sra. Seton». No hay nada, desde el fracaso de la escuela White<br />
que no sea malignamente orquestado, de manera a veces muy poco cortés, por unas gentes<br />
que reprochan precisamente a los parroquianos de San Pedro su falta de delicadeza y de<br />
educación.<br />
-¡Que esa Sra. Seton abra entonces una tienda! ¡Ella podría ganar bien su vida vendiendo<br />
paquetes de té o porcelana!<br />
Se ríen. Se desternillan de risa. ¡Tal fracaso para una mujer que brillaba, no hace tanto<br />
tiempo, en los salones más encopetados de la ciudad, para una mujer a quien se tenía a<br />
honor invitar a las más fastuosas recepciones! Acordaos: ¡ella bailó, claro está, en el baile<br />
dado con ocasión de la recepción del Presidente! -Ella podría también intentar abrir una<br />
escuela maternal...<br />
-Sí -comentará Isabel- una escuela de chiquitines para que haya seguridad de que a unos<br />
bebés que no hablan todavía ella no podrá enseñarles a decir las palabras del «Ave María»...<br />
Tales reflexiones fueron hechas, quizás, más o menos conscientemente, ante Bill y Ricardo.<br />
Ellos, no son, por lo demás, unos muchachos fáciles. Privados tempranamente de la<br />
presencia de su padre, sufren inconscientemente una frustración cuyas consecuencias<br />
pueden ser nefastas para su futuro. La Sra. Seton se da perfecta cuenta. Igualmente Antonio<br />
Filicchi. El está decidido a hacerse cargo de los gastos de su escolaridad. Al marchar al<br />
Canadá, en el mes de julio, visitará in situ los colegios católicos que existen en Montreal. La<br />
cuestión, no obstante, quedará en suspenso hasta la primavera del año siguiente.<br />
Isabel, por otra parte, ha tenido que dejar apresuradamente por dos veces el pueblo de<br />
Greenwich, llamada con urgencia junto a la mayor de sus medias hermanas, Emma Craig<br />
Bayley primero y luego junto a su madrastra. Con seis se manas de distancia, le es menester<br />
asistir a una y a otra en sus últimos momentos. El 22 de julio, muere a los 26 años Emma,<br />
que acababa de traer al mundo un hijo. El 1 de septiembre, es su madre quien sucumbe,<br />
Carlota Barclay a la que había desposado el Dr. Bayley en segundas nupcias, y de la que<br />
estaba separado. Olvidando las diferencias pasadas, Carlota mandó venir espontáneamente<br />
a Isabel a su cabecera. Las dos últimas de sus hijas, Elena y María, todavía unas<br />
adolescentes, descubren en su media hermana, a quien apenas conocían, tesoros de<br />
ternura y de comprensión para con ellas. Isabel no puede menos de alegrarse de esta total y<br />
sincera reconciliación que ha podido permitirle, al menos, testimoniar a la Sra. Bayley un<br />
afecto verdaderamente filial.<br />
Pero al ver partir a Emma y a su madre sin los consuelos de que nuestro Dios todopoderoso<br />
nos ha provisto tan abundantemente, mi corazón -dice ella- se llenó de compasión para<br />
ellas, mientras que siento una alegría grande en ex tremo, para poder expresarla con el<br />
143
pensamiento, de la suerte tan diferente que tenemos ante los ojos nosotros, para esa misma<br />
hora (de la muerte), por la divina misericordia y la bondad de nuestro Dios.<br />
Sin duda, ella aprovechó esas dos idas inesperadas a Nueva York, para correr a San Pedro,<br />
confesarse, asistir a la misa y comulgar, pues, como lo subraya ella una vez más, la<br />
comunión es para ella riqueza en la pobreza, alegría en medio de las penas más profundas. A<br />
los salmos, que desde siempre han hecho su alegría, ella se complace ahora en añadir los<br />
himnos eucarísticos, de Santo Tomás y hace notar su predilección por el Pangue lingua, que<br />
canta el misterio del Cuerpo y de la Sangre preciosa de Cristo, ese misterio en que la fe<br />
suple a los sentidos impotentes.<br />
Al final del mes de julio, un religioso de la Orden de San Agustín, abierto y dinámico, acaba<br />
de llegar a la parroquia de San Pedro, para ayudar al Sr. O'Brien. Tiene 25 años. Isabel cree<br />
volver a encontrar en él, pero en la línea d: que está segura, lo que esperaba hacía poco del<br />
Rvdo. Hobart, en el oficio dominical de la Trinidad. Cecilia Seton, que, desde la muerte de<br />
Rebeca, su hermana mayor, ha permanecido en casa de los Seton, frecuenta ella también,<br />
por esta época, clandestinamente sin duda, la pequeña parroquia católica. Isabel no se<br />
extraña de ello. Desde hace mucho tiempo, ella conoce las secretas aspiraciones de Cecilia.<br />
Pero esa relación no es del gusto de los Seton. Una tormenta se prepara y retumba ya<br />
sordamente, en 1805, incitando a Isabel a la mayor prudencia en lo concerniente a sus<br />
relaciones con Cecilia, con Enriqueta y su prima Isabel Faquhar. Las tres jóvenes, durante la<br />
estancia de la Sra. Seton en Europa, se han relacionado íntimamente y forman, en el plano<br />
espiritual, un pequeño equipo intensamente vivo, cuya animadora es manifiestamente<br />
Cecilia, a pesar de ser la más joven.<br />
La experiencia personal del Sr. de Cheverus le permite comprender sin dificultad la red de<br />
obstáculos, en la que ha de moverse, sin cesar, Isabel. No le es menester sólo una gran<br />
fuerza de alma para mantenerse dentro del camino en que<br />
se ha comprometido, le hace falta una extremada prudencia para no suscitar en torno suya<br />
una crisis de la que no sería ella la única afectada.<br />
Pero el Sr. de Cheverus está en Maryland, y los correos con Nueva York distan mucho de ser<br />
rápidos. El aconseja, por tanto, personalmente a la joven mujer, en ese verano de 1805, que<br />
se dirija, llegando el caso, al Sr. Tisserant. El Sr. Tisserant es también un sacerdote emigrante<br />
francés, procedente de la diócesis de Bourges. Está en los EE. UU. desde 1798, y al presente<br />
vuelve al nuevo puesto que se le ha designada en Elizabethtown, en el estado de Nueva<br />
Jersev, mucho más próximo a Nueva York que lo está Baltimore. Es un hombre -precisa el Sr.<br />
de Cheverus- conocedor de la vida espiritual profunda.<br />
Un hecho es cierto: desde esa época, el rumor que ha levantado en Nueva York el paso de la<br />
Sra. Seton a la Iglesia Católica es revelador, a la vez del estado de los espíritus en la ciudad y<br />
de la personalidad de la joven mujer. Se menos ruido en torno a ella, si no se hubiera<br />
impuesto en cierta manera por un comportamiento excepcional. Su rango social por sí solo<br />
no hubiera bastado para hacerla tan relevante. Así mismo su reputación había pasado ya las<br />
fronteras del estado de Nueva York. Ya su nombre era conocido en los medios católicos de<br />
Baltimore. Las cartas de Felipe y de Antonio Filicchi a Mons. Carrol no habían dejado de<br />
despertar la atención de aquellos sacerdotes franceses que han ofrecido toda su vida -como<br />
el Sr. de Cheverus- para hacer conocer a la joven América el verdadero rostro de la Iglesia<br />
católica, el cual un exceso de pasiones o de ignorancia habían desfigurado allí<br />
prácticamente.<br />
Cuando Antonio se encuentre, unos meses más tarde, en Maryland, hallará acogida, interés<br />
y simpatía, junto a las más altas personalidades religiosas, en cuanto se trate de la Sra.<br />
144
Seton. Por el momento, en esos meses de verano de 1805, él ha llegado hasta Canadá a<br />
donde le llamaban sus negocios comerciales. Aprovecha su estancia en Montreal para visitar<br />
el colegio que recientemente han abierto allí los Sulpicianos. Le agrada tanto el colegio que<br />
si dependiera de él, reservaría inmediatamente la plaza de Guillermo y de Ricardo.<br />
Secretamente, desea que Isabel misma con sus tres hijas vaya a establecerse en aquella<br />
ciudad esencialmente católica. Teme volverse a Italia, sabiéndola en debate con tantos<br />
enredos, tantas dificultades, tantos riesgos. El le escribe para hacerle el elogio del colegio<br />
canadiense. Pero Isabel le responde que la idea de enviar a los muchachos al Canadá la<br />
espanta. Su respuesta alcanza a Antonio en Boston. El no la quiere presionar. ¿No podría<br />
ella, en esas condiciones, intentar poner a su hijos bien en el colegio de Georgetown, bien<br />
en el de Baltimore? El primero está dirigido por los Jesuitas, o al menos por algunos<br />
miembros dispersos de la Compañía, el segundo por los Sulpicianos. Esta vez también la<br />
cuestión queda sin respuesta inmediata, pues en el mes de noviembre el proyecto del Sr.<br />
Wilkes, abandonado de momento, vuelve a tomar cuerpo de manera consistente. Se<br />
encuentran los primeros internos de la pensión: son los alumnos del Rvdo. Guillermo Harris,<br />
ministro de la parroquia de St. Mark-in-the-Bouweries. Si la Sra. Seton acepta tomar la<br />
dirección de la pensión, es decir asegurar la responsabilidad material, el puesto está<br />
vacante, inmediatamente. Ella se lo refiere a Antonio, quien encuentra aceptable la<br />
solución. Hasta el último momento, no obstante, se puede temer que las conversaciones<br />
fracasen. No es seguro todavía que los padres acepten ver a sus hijos confiados, aunque<br />
sólo sea en el plan material, a una católica. En realidad, todo se encuentra arreglado al fin<br />
de noviembre.<br />
La situación, sólida tal vez, no se muestra muy confortable. A pesar de la ayuda efectiva de<br />
una mujer de servicio competente, la Sra. Seton se ve constreñida a un trabajo pesado y<br />
penoso: cocina, colada, costura. Por la noche se cae literalmente de cansancio y de sueño. Y,<br />
no obstante, lo que gana, asumiendo esa tarea agotadora, no le basta aún para hacer vivir a<br />
sus cinco hijos. La Sra. Startin, los Post, Julia Scott, Antonio sobre todo. continúan<br />
asegurándole regularmente una ayuda financiera. Sin embargo, ella se juzga dichosa de<br />
tener de nuevo un HOGAR. Hace partícipe de esa alegría a Julia, el 6 de diciembre,<br />
precisándole que la pequeña Ana toma hasta lecciones de danza con una excelente<br />
profesora, la Sra. Faquhar, quien al mismo tiempo es su vecina y amiga. Eso -añade ella- no<br />
es tanto por aprender los pasos de la danza como por adquirir cierta facilidad en sus<br />
movimientos y agradar de esa manera a «Tía Scott». El frescor del detalle que sabe guardar<br />
su puesto, el que le conviene, el medio de las precauciones, de los azares, de las más graves<br />
cuestiones, es ciertamente la nota que caracterizará siempre a Isabel Seton. Pruebas<br />
agobiantes, trabajos agotadores, gracias de elección, nada le hace perder la espontaneidad,<br />
la fina malicia de su espíritu como tampoco el sentido de las realidades más humildes con<br />
que está tejida toda vida humana, la de los santos como la de todos los demás. Así pues,<br />
este año de 1805, comenzado por ella en la angustia v la obscuridad, transido de la alegría<br />
llameante del 25 de marzo, acaba sencillamente en la paz. El 10 de enero siguiente, Isabel<br />
resumirá la situación para Julia Scott también: Soy dulcemente, tranquilamente y<br />
silenciosamente una buena católica.<br />
17.- CONTRA VIENTO Y MAREA<br />
De abandonada,<br />
aborrecida y desolada<br />
145
te haré objeto de orgullo eterno,<br />
delicia de todas las edades.<br />
...Y sabrás que Yo, el Señor,<br />
soy tu salvador,<br />
que el Fuerte de Jacob<br />
es tu redentor.<br />
Is 60, 15-16<br />
En una de las orillas del Hudson, que, hallándose al norte de Manhatan, se encontraba<br />
entonces claramente fuera de la ciudad de Nueva York, Jaime Seton, el hermano menor de<br />
Guillermo, poseía una propiedad a la vez confortable y pintoresca. La casa se levantaba<br />
sobre un promontorio rocoso que, a las horas de marea alta, se veía rodeado por completo<br />
de agua. Se la llamaba «la Soledad , >. Allí era donde residían habitualmente Jaime Seton, su<br />
mujer, María Hoffman, y sus hijos. Carlota, su media hermana, iba gustosa a pasar allí<br />
pequeñas temporadas. Por su matrimonio con el Sr. Ogden que ocupaba el puesto<br />
relevantísimo de gobernador, Carlota estaba precisamente emparentada con los Hoffman,<br />
de suerte que las dos cuñadas tenían mil razones para visitarse. No parece, por otra parte,<br />
que el desastre financiera de la firma «Seton, Maitland y Cía.» hubiese levantado jamás en<br />
casa de los Seton Hoffman los dolorosos problemas de orden económico que había<br />
introducido en el hogar de Guillermo e Isabel. El hecho había parecido bastante<br />
desconcertante, a veces. En el curso de 1805, en todo caso, Jaime y Carlota habían decidido<br />
de consuno que Cecilia vendría a vivir en adelante a «la Soledad». Para hacer aquello, no se<br />
había consultado en absoluto a la interesada misma. Cecilia hubiera preferido permanecer<br />
con Isabel, cualquiera que fuese la situación actual de su cuñada. ¿No había sido ella, en<br />
realidad, quien la había acogido con Enriqueta en su hogar, al día siguiente de la muerte de<br />
su padre, como si ambas hubieran sido sus propias hijas? Cecilia había volcado sobre Betty,<br />
desde aquel momento, toda la ternura que no había podido prodigar a una madre y a un<br />
padre arrebatados demasiado tempranamente a su cariño. Pero otro vínculo, más íntimo y<br />
más fuerte, había nacido entre ellas: un vínculo espiritual que las unía ahora como había<br />
unido a Isabel y Rebeca.<br />
A decir verdad, el plano religioso, el dominio de las realidades sobrenaturales no<br />
preocupaban gran cosa a Jaime, a Carlota o a María Hoffman. Mientras Isabel frecuentaba<br />
como todos la iglesia de San Pablo o la iglesia de la Trinidad ¿qué importaba la influencia<br />
que ella podía tener sobre unas niñas como Enriqueta y Cecilia? Las cosas habían llegado a<br />
ser diferentes a los ojos de los Seton, cuando la viuda de Guillermo había osado conculcar el<br />
sentido más estricto de las formas sociales., mezclándose ostensiblemente con la plebe<br />
sórdida que frecuentaba la parroquia católica de San Pedro. Enriqueta, Cecilia y su prima<br />
Isabel Faquhar habían sido ásperamente amonestadas. No se había ahorrado nada para<br />
comprometerlas a romper toda amistad con aquella «fanática» de la Sra. Seton que<br />
arrojaba la vergüenza sobre su familia entera. Bajo los golpes, sagazmente dosificados, de<br />
burlas y amenazas, Enriqueta e Isabel se habían batido en retirada rápidamente. Sola Cecilia<br />
se mantenía firme. Era la más joven de las tres, sin embargo. Apenas tenía 15 años. Su<br />
encanto, su belleza, comenzaba a atraer sobre ella las miradas, mientras que la tuberculosis<br />
la minaba ya sordamente.<br />
Llevarse a Cecilia a la Soledad es, pues., en el pensamiento de Jaime y de Carlota,<br />
substraerla ante todo efectivamente de todo contacto con la Sra. Seton. Reducir a Cecilia es<br />
menos fácil de lo que ellos piensan. Con la complicidad de uno de sus hermanos, que apenas<br />
146
tiene dos o tres años más que ella, la adolescente mantiene con Isabel una correspondencia<br />
clandestina. Samuel, encantado de jugar al conspirador, se encarga de hacer pasar las notas<br />
y las cartas. Es él, tal vez, quien se las ha arreglado para comprar y llevar a Cecilia los libros<br />
de doctrina católica que ella devora a escondidas sobre la roca de «la Soledad». Discreta,<br />
pero efectivamente, la Sra. Seton le proporciona los consejos más sabios y prácticos para<br />
ella en las condiciones presentes. Ninguna presión por su parte, sino directrices marcadas<br />
con el troquel del más seguro sentido espiritual y humano.<br />
¿Quién, o qué cosa, en efecto, es capaz de impedir a un alma volverse sin cesar hacia su<br />
Dios? Tú lo sabes bien, quiero hablar de esa oración del corazón que no depende ni del lugar<br />
donde estamos, ni de la ocupación que sea la nuestra, de esa oración que es más bien un<br />
hábito de levantar nuestro corazón hacía Dios, como en una comunión incesante con El.<br />
Cecilia está ocupada en su trabajo escolar: que ella lo ofrezca al Señor, pensando que ese<br />
trabajo representa precisamente una preparación para la tarea que El le reserva más tarde.<br />
¿Tiene ella que acompañar a los suyos a tal o tal reunión? Que prosiga, aunque sea en medio<br />
de una recepción mundana, íntimamente su coloquio con Dios, pidiéndole que la guarde<br />
de todo lo que podría separarla de El. ¿Siente que la impaciencia la domina? Que piense en<br />
la infinita paciencia de Dios frente a unos pecadores como somos nosotros. En cada<br />
decepción grande o pequeña, deja a tu corazón tomar su vuelo derecho hacia El, tu querido<br />
Salvador, arrojándote a sus brazos como en un cobijo contra todo sufrimiento y todo dolor...<br />
Cecilia mía, te ruego, te ruego encarecidamente, te suplico que OFREZCAS todos tus<br />
sufrimientos, todas tus penas, todas tus humillaciones a Dios, para que El los una a los<br />
dolores, a las angustias, a la agonía que nuestro Redentor adorado padeció por nosotros en<br />
la cruz, y que PIDAS que una gota de su sangre preciosa caiga sobre ti para que esclarezca,<br />
fortifique y sostenga tu alma en esta vida, y asegure su salvación eterna en la otra. Y<br />
entonces, sea lo que suceda, todo estará bien...<br />
Entre tanto, en el mes de enero de 1806, se agrava bruscamente el estado de salud de<br />
Cecilia hasta el punto de suscitar vivas alarmas. ¿Se puede privarla, en tales condiciones, de<br />
las visitas que ella reclama con insistencia. En la medida que se lo permiten los deberes de<br />
su cargo en la pensión Wilkes, Isabel acude a su cabecera. Sabe que hablar a Cecilia de la<br />
Iglesia católica, facilitarle la entrada inmediata en la Iglesia católica sería responder a sus<br />
deseos más íntimos y más vivos. Pera Jaime, María y Carlota montan guardia. Una palabra,<br />
una sola palabra imprudente y la Sra. Seton se vería despedida, irremediablemente. No<br />
estaría ya más junto a Cecilia en el momento, que parece inminente, en que ella tenga que<br />
dar el paso de la vida a la eternidad.<br />
¿Qué hacer? El Sr. de Cheverus, consultado, le confiesa en una carta dirigida a ella, el 26 de<br />
enero de 1806, que la cuestión no deja de ser embarazosa hasta para él. Sus directrices son<br />
las de un hombre a la vez sobrenatural y muy consciente de las dificultades prácticas. Ir<br />
adelante no le parece indicado, por el momento. No sería conveniente suscitar junto a una<br />
enferma, en un medio hostil, las discusiones que provocaría, inevitablemente una decisión<br />
formal de su parte. Pero nada le impide a Isabel, mientras se encuentra a solas con Cecilia,<br />
hablarle de Cristo, del amor que nos demuestra tanto en su sacramento como en la cruz.<br />
Ella puede igualmente, si se presenta la ocasión, hacer alusión a la unción de los enfermos<br />
de la que habla Santiago en su Epístola. En caso, pues, que Cecilia deseara recibir esa unción<br />
-la extremaunción- quizás pudiera ella pedirla y recibirla. Si los suyos la vieran en su último<br />
momento, ¿podrían negarse a su último deseo?<br />
Su hermana --concluye el Sr. de Cheverus- es miembro de la Iglesia por el hecho de su<br />
bautismo. El insiste. El hecho de pertenecer a una Iglesia cristiana disidente no la ha<br />
147
separado jamás del Cuerpo místico de la Iglesia de Cristo. Al permanecer, su inocencia, su<br />
espíritu sobrenatural, su fervor la han preservado de toda ofensa grave hacia Dios. Y por<br />
tanto, -asegura el sacerdote y el teólogo- tengo la esperanza de que, incluso si ella no<br />
pudiera recibir los .sacramentos, será agregada a la Iglesia triunfante del cielo.<br />
Para poner en práctica la segunda parte de los avisos del Sr. de Cheverus, Isabel no tiene<br />
más que hacer que esperar en paz el curso de los acontecimientos. Pero las cosas van a<br />
tomar un cariz que ella no preveía. Contra toda esperanza Cecilia se recupera. Las puertas<br />
de «la Soledad» se vuelven a cerrar, a partir de entonces, sobre ella. Isabel, discreta, se<br />
retira.<br />
A fines de enero, Antonio Filicchi dejó Nueva York donde se había detenido un momento al<br />
volver del Canadá. Ha propuesto, una vez más, a Isabel embarcarse con él, cuando parta,<br />
próximamente, para Toscana. Una vez más, ella rechaza la oferta. Pero acepta que, al<br />
presentarse él en Maryland, visite los dos colegios de muchachos que hay allí. El se presta<br />
tanto más gustoso a esa gestión cuanto que sabe en qué estima se tiene a la Sra. Seton en<br />
Baltimore. Le resulta un consuelo saberlo cuando comprueba hasta qué punto está consumada<br />
desde ahora la ruptura entre ella y los suyos de Nueva York. El se ingenia, al<br />
parecer, en multiplicar para ella las ocasiones de nuevos contactos dentro de los medios<br />
católicos, dichoso de ver entre sus corresponsales al párroco de la Santa Cruz de Boston,<br />
sacerdote francés de gran valía: el Sr. Francisco Matignon. Se felicita de verla reanudar<br />
relaciones amistosas con la familia Barry que frecuenta también la pobre iglesia de San<br />
Pedro. Jaime Barry es un hombre de la mejor sociedad. El está, desde hace años, a la cabeza<br />
de dos casas comerciales en plena prosperidad, la una en Baltimore, la otra en Washington.<br />
El era no hace mucho uno de los amigos de Guillermo. Su mujer, Juana, podrá, llegado el<br />
caso, ser útil a la Sra. Seton.<br />
Entretanto la preocupación que Isabel se ha impuesto respecto a Cecilia, las idas y venidas<br />
fatigosas, entre «la Soledad» y la pensión Wilkes no han dejado de tener repercusión en su<br />
salud. Ella está físicamente agotada y ha de apelar sin cesar a su indomable energía para<br />
hacer frente una vez más, cumplir su pesada tarea y «mantenerse» a pesar de todo<br />
«dulcemente, tranquilamente, silenciosamente». Ella se inquieta ahora de no poder hacer<br />
su cuaresma como hubiera querido. El Sr. Tisserant la tranquiliza: aceptar la situación<br />
presente con todo lo que ella comporta de penoso y de mortificante es la mejor de las<br />
penitencias, ya que es la que le pide el Señor. No hay más para ella que acogerla y ofrecerla<br />
como tal, y Dios estará contento.<br />
A1 menos ella se aprovecha plenamente de las horas libres que le trae cada domingo. Desde<br />
la mañanita está en San Pedro, asiste a la primera misa, comulga en ella. Siempre se abre<br />
una puerta para recibirla. Sad, Dué o la Sra. Barry la esperan para el desayuno, de no serlo<br />
sencillamente el P. Hurley. Ella vuelve a la iglesia para las otras misas, se confiesa y toma<br />
otra vez el camino de regreso, después del canto de Vísperas. Alto feliz y bienhechor que<br />
acompasa su tiempo de trabajo y le permite proseguir su tarea fatigante.<br />
El 18 de abril, no obstante, Antonio Filicchi la urge a tomar una decisión respecto a Will y<br />
Ricardo. Quiere, evidentemente, que esa cuestión quede arreglada antes de su propia<br />
marcha que él sabe inminente. Visita el colegio de Georgetown cuya fundación se debe a<br />
Mons. Carroll. Visita el colegio Santa María llevado por los Sulpicianos franceses de<br />
Baltimore. Sin embargo, prefería el de Montreal a esos dos centros. Pero Mons. Carroll, con<br />
un presentimiento, ofrece tomar a su cargo personalmente una parte de la pensión de los<br />
muchachos, si reciben su instrucción en Georgetown. El Sr. Tisserant y el Sr. Barry abundan<br />
en el misma parecer, tanto más cuanto que el Sr. Barry posee precisamente una casa en las<br />
148
inmediaciones del colegio. Gustosamente hará salir a los pensionistas los días de vacación.<br />
En resumen, en el mes de mayo, los dos hijos de Isabel están entre los alumnos de<br />
Georgetown. El Sr. Barry, al partir hacia el sur en un viaje de negocios, se encargó de<br />
llevarlos al colegio, después de un alto en Filadelfia, donde fueron recibidos por Julia Scott.<br />
El día 16 de mayo, día de la Ascensión, Mons. Carroll está en Nueva York. No sin una<br />
profunda emoción, Isabel le es presentada. Si mantienen correspondencia desde hace un<br />
año, ellos no se han visto jamás hasta entonces. El obispo debe permanecer en la ciudad dos<br />
semanas: él propone a la joven mujer conferirle, antes de su partida, el sacramento de la<br />
confirmación. Más aún, se ofrece a prepararla él mismo. Nueva llamarada de alegría y de<br />
amor en su alma. La ceremonia tiene lugar el 26 de mayo de 1806, el día mismo de<br />
Pentecostés. A su doble nombre de bautismo, Isabel Ana, ella añade el de María. Así -<br />
escribe ella a Antonio- sus tres nombres serán desde ahora para ella como el resumen del<br />
misterio de la salvación.<br />
A1 comienzo de junio, Mons. Carroll volvió a marchar para Baltimore. El 14, el Sr. Tisserant<br />
deja Nueva Jersey para alcanzar Francia adonde se le reclama. El 15, Antonio Filicchi da a<br />
Isabel su adiós definitivo: él se embarca para Inglaterra, de donde se trasladará a Francia<br />
antes de volver a Italia. Las palabras que cambian entre sí en el embarcadero son las últimas<br />
que ellos se dirán. Ya nunca volverán a encontrarse en la tierra. Y, sin embargo, si sus caminos<br />
se han cruzado, no ha sido en vano. Ella guardará siempre en el fondo de su alma una<br />
amistad profunda, una gratitud sin fallo para aquél que, en los designios del Señor ha sido<br />
manifiestamente su guía hacia la luz. ¿Se acuerda -le escribirá ella- del día en que conducía<br />
usted al redil la ovejita descarriada? ¿Quién me suplicó que buscara el buen camino?<br />
Antonio. Y, cuando me volvía atrás ¿quién detuvo mis pasos y mi corazón desfalleciente?<br />
Antonio. ¡Dios mío, dale la recompensa que él merece! ¡Oh, cólmale de tu eterna alegría!<br />
Y él comprende que, si ha dado mucho, ha recibido todavía mucho más. Pues la irradiación<br />
de la gracia divina, pasando a través de la que Dios se ha escogido «como un vaso de<br />
elección» redunda ahora en él. «El amigo del novio que está allí y le oye, se entusiasma a la<br />
voz del novio» (Jn 3, 29). En una carta escrita en Liorna al fin de 1806 o principio de 1807,<br />
Antonio Filicchi contará largo y tendido a Isabel la extraña aventura que ha estado a punto<br />
de costarle la vida, durante la última etapa de su regreso a Italia. Había tomado en Francia la<br />
diligencia que, según el itinerario de costumbre, debía pasar los Alpes por el alto de Mont-<br />
Cenis. En plena noche, en medio de una tormenta de nieve, el postillón perdió su camino. La<br />
luz de las linternas se apagó. Los caballos alocados, resbalaban a cada paso. El precipicio<br />
estaba allí, muy cerca. ¿Quién podría traer ayuda a los viajeros? Hace presa en ellos el<br />
pánico. Ellos se creen perdidos. Y de repente brilla una estrella en la obscuridad. Allí está un<br />
montañés que alza su linterna, y vuelve el convoy a su camino. Apenas pudimos<br />
agradecérselo: desapareció en la obscuridad. Pues sería la noche del 7 al 8 de diciembre -<br />
anota Antonio-. Para él, no hay duda de que el afortunado éxito de su vida no se debe sino a<br />
una protección evidente de la Virgen. Y no hay ninguna duda tampoco de que las oraciones<br />
de su santa amiga americana hayan dejado de tener su gran parte en una intervención tan<br />
providencial.<br />
Pero este mes de junio de 1806, Isabel siente dolorosamente el desgarramiento de tres<br />
separaciones sucesivas. En «la Soledad» se han preparado las maletas y bolsos de viaje. Con<br />
Jaime y María Seton, Cecilia llega a Nueva York, donde ella debe pasar unos días, unas<br />
semanas tal vez, en casa de su hermana Carlota. Acaba de cumplir sus 15 años, y desde la<br />
crisis del mes de enero su salud continúa frágil.<br />
149
Ahora bien, apenas llega a casa de los Ogden, el 14 ó 15 de junio, la joven anuncia<br />
tranquilamente a los suyas, como una cosa natural y definitiva, su resolución de hacer muy<br />
próximamente su profesión de fe católica. A tal declaración responde un clamor indignado<br />
de sorpresa. En unos instantes, la casa toda entera resuena con un verdadero zafarrancho<br />
de combate. Golpean las puertas. Atruenan las explosiones de voz.<br />
-¡Y ahí está! ¡Es un golpe más de esa fanática de Isabel! Que ella se haya hecho papista, ella,<br />
¡es asunto suyo! ¡Ella no es, después de todo, sino la viuda de Guillermo Magee, el medio<br />
hermano de Carlota, un hombre enfermo que nunca tuvo éxito en sus negocios! ¿No sabe<br />
todo el mundo en la ciudad que su viuda es una «cabeza exaltada», un «cerebro<br />
trastornado»? Pero en cuanto a Cecilia, es otra cosa. No, Cecilia no seguirá a Isabel. No, no<br />
permitiremos deshonrar el nombre siempre glorioso de los Seton. Será bien necesario que<br />
ella ceda.<br />
Cruzándose como látigos, caen sobre ella las invectivas, los reproches, las amenazas, a<br />
golpes precipitados. Carlota, se precipita, como una furia, en la habitación de Cecilia. Vuelve<br />
fuera de sí, blandiendo unos libros de doctrina católica que ha descubierto allí.<br />
-¡Ha sido Betty quien te los ha dado! -¡No, he sido yo quien los ha comprado! -Eso no es<br />
verdad.<br />
-Sí, he sido yo.<br />
Jaime, a su vez, amenaza a Cecilia con peores represalias, si ella no cede. -Yo no cederé.<br />
-¡Perfecto! Hay justamente en el puerto un barco presto a hacerse a la vela para las Indias<br />
Orientales: embarcarán en él a la rebelde.<br />
-¡Que se me embarque!<br />
Por la infamia de que se ha hecho culpable, obligarán a Isabel a mendigar su pan y el de sus<br />
hijos. Además, ¿no ha preferido ella la compañía de los vagabundos de San Pedro a la de su<br />
familia? Podrían incluso, claro que sí... cierta mente. Carlota va a obtener de su marido que<br />
es miembro del Palacio de Justicia, que traiga una orden de destierro para la Sra. Seton, la<br />
cual la obligará a dejar el Estado de Nueva York vergonzosamente. María Hoffman aprueba<br />
y encarece. Sube cada vez más el timbre de su voz. Una sola persona sigue dueña de sí<br />
misma: Cecilia. Mucho más que las réplicas que justificarían nuevas discusiones, esa calma<br />
tranquila hace subir la exasperación hasta el paroxismo. Renunciando al combate, se la<br />
intimida a que suba a su habitación, quedando fuera de su puerta los libros incriminados. La<br />
joven, con el corazón palpitante, oye dar vuelta a la llave en la cerradura. ¡Prisionera! Está<br />
prisionera, sí, como lo estuvieron los discípulos y los apóstoles de Cristo. Pedro, Juan,<br />
Pablo... Por lo menas, sola puede ahora llorar a su gusto. En cuanto a ceder, ¡jamás!<br />
Durante varios días oye proseguir las discusiones en las piezas contiguas. Poco a poco, una<br />
calma relativa sucede a la tempestad. A1 amanecer del 17 de junio, ella se apercibe de que<br />
funciona la cerradura. Han dado vuelta a la llave. Ella está libre. Mete en su bolsa de viaje<br />
sus objetos personales, lo que puede de ropa y prendas de vestir y, de puntillas, deja la casa<br />
de su hermana. En seguida, la Sra. Ogden descubrirá una nota depositada ostensiblemente<br />
sobre un mueble para ella: «Mi querida hermana Carlota, como consecuencia de mi inquebrantable<br />
decisión de adherirme a la fe católica, dejo esta mañana vuestra casa... ».<br />
Nada de amargura en las líneas que siguen. Si la quieren recibir de nuevo -afirma ella-<br />
Cecilia volverá con todo cariño para su hermana y su hermano, su cuñada y su cuñado. Pero<br />
obedecerá a Dios, ante todo.<br />
Ella llega muy temprano a la casita que ocupa Isabel, contigua a la pensión Wilkes. Cuenta<br />
su lucha y su victoria. Tiene prisa por ver de nuevo al P. Hurley. El la espera. El 20 de junio<br />
de 1806, Cecilia hace, en presencia de él, su profesión de la fe católica. Días más tarde,<br />
150
ecibe de Jaime y Carlota un ultimatum: si ella persiste en su locura, que se considere como<br />
extranjera para la familia. Ella responde a su hermano con estas simples palabras: «Estoy<br />
decidida, y decidida irrevocablemente. Sólo la muerte puede romper mis vínculos».<br />
Entonces, de un solo golpe, a la manera como estalla un incendio que se incubada desde<br />
muchas horas, un arranque de indignación solivianta, no contra Cecilia, sino contra Isabel, a<br />
toda la alta sociedad de Nueva York. En los salones, en el curso de las reuniones mundanas,<br />
a la salida de los oficios del domingo, es un tolle general. Por todas partes, se grita con<br />
escándalo. No se tiene palabras bastante duras, bastante despectivas para vilipendiar,<br />
mofarse, hacer chufla de esa mujer «de cabeza exaltada» que arroja la confusión en el seno<br />
de su familia, empaña el brillo de su nombre, trata de extraviar a la juventud. Críticas,<br />
calumnias, prosiguen su marcha. El Rvdo. Hobart se reprocha ahora su tolerancia pasada.<br />
Cree deber suyo poner en guardia a la parroquia de la Trinidad contra las actividades<br />
excesivas de un proselitismo que él atribuye, sin fundamento, a la Sra. Seton. Sus consignas<br />
se transmiten sin apelación, que nadie acuda ya en ayuda de la tránsfuga, de cualquier<br />
forma que sea.<br />
Alocada, Catalina Dupleix, su amiga de largo tiempo, rompe ostensiblemente con ella. Isabel<br />
Sadler hace otro tanto. De común acuerdo, su tío materno, el Dr. Juan Charlton, y su<br />
madrina, la Sra. Startin, la desheredan, irrevocablemente. Pues ambos habían hecho de ella<br />
su legataria universal, y su fortuna era inmensa. Si Isabel llegara a morir, actualmente, sus<br />
hijos no tendrán ya un valiente ochavo, a menos que renieguen, bajo la amenaza o la<br />
coerción, de la fe adonde su madre les ha llevado voluntariamente con ella. Sin duda, jamás,<br />
desde el mes de febrero de 1805, había ella: sufrido hasta tal extremo.<br />
En la pensión Wilkes, donde ella prosigue su tarea, las puntadas acaban por agobiarla. Los<br />
muchachos, desde el primer día de salida, han oído a sus padres erigirse en censores<br />
despiadados frente a la Sra. Seton. ¿Cómo la iban a respetar ellos desde entonces?<br />
Impertinencias, payasadas, protestas, los rapaces no la dispensarán de ninguno de esos<br />
juegos crueles que los niños son capaces de manejar con una inconsciencia que no tiene<br />
otro igual que su habilidad. Y los padres, a su vez, aprovechan con presteza la ocasión de<br />
encontrar un nuevo agravio que explotar. Los reproches llegan ahora a la directora de<br />
pensión que no sabe ni hacerse obedecer, ni hacerse respetar. Con toda evidencia, le faltan<br />
las cualidades más elementales requeridas por su cargo...<br />
Mes de julio terrible. Aún cuando la violencia de la tormenta se deshace con el período de<br />
las vacaciones, la tensión permanece. El incendio no se ha extinguido. Puede reavivarse. Se<br />
reavivará en efecto. ¿Cómo permanecer en Nueva York en tales condiciones? ¿Se pone<br />
Isabel a deplorar el no haber seguido a Antonio Filicchi a Europa? No, sin duda, ya que, de<br />
hacer eso, hubiera tenido que abandonar a Cecilia. Pero su mirada se vuelve hacia el<br />
Canadá. Pide consejo al Sr. de Cheverus, al Sr. Matignon. Su situación aquí se ha hecho<br />
insostenible. Bien sopesado todo, ellos le piden que resista a pesar de todo. Ella ve en su<br />
consejo la expresión de la voluntad de Dios. Ella resiste. Ella resistirá casi dos años más. Si<br />
son bienaventurados los que lloran -le escribe Antonio- entonces, verdaderamente, usted es<br />
bienaventurada. Y el Sr. Matignon: Su perseverancia y la ayuda de la gracia acabarán en<br />
usted la obra que Dios ha comenzado, y le darán, tengo confianza de ello, participar en la<br />
conversión de muchos otros. ¿No es para ella causa de alegría íntima, en medio de sus<br />
sufrimientos actuales, ver a Cecilia tan maravillosamente comprometida en el camino de la<br />
verdad total?<br />
Anina hace su primera comunión durante este mismo verano. Acaba de cumplir 11 años,<br />
pero, desde su salida de Liorna en octubre de 1804, ha pasado junto a su madre demasiados<br />
151
dramas y demasiadas tristezas para no haber madurado prematuramente. Su madre se la ha<br />
confiado a unos amigos, cuya morada está próxima a la iglesia de San Pedro, para las<br />
últimas jornadas de preparación que le dedica el P. Hurley. Procura que reciba pequeñas<br />
notas casi cada día. Cuando vuelvas -dice una de ellas- ya no serás mi pequeña Ana, sino mi<br />
amiga y mi compañera...<br />
A pesar de la fatiga, a pesar de sus preocupaciones, ella quiere para sus tres hijas un<br />
ambiente alegre y sin tensión. Cecilia le es valiosa. Su amistad le es una reconfortación.<br />
Antonio Filicchi, por otra parte, desde que ha sido puesto al corriente de los hechos<br />
ocurridos en el mes de junio, se indigna de tal cábala contra Isabel. El sabe, personalmente,<br />
de cuánta discreción ha dado ella prueba, dígaselo que se quiera de ello, en lo concerniente<br />
al paso de Cecilia ala Iglesia católica. Lúcidamente, como hombre de negocios que es, mide<br />
en su justo valor lo que representa en concreto, para la viuda de Guillermo, para el porvenir<br />
de sus cinco hijos sobre todo, la pérdida de dos herencias con las que tenía derecho a<br />
contar. Con unas líneas enérgicas y perentorias, da órdenes a su banquero de Nueva York de<br />
no cambiar una tilde de las normas que él, Antonio Filicchi, le había dado antes de su salida<br />
de América en lo concerniente a los pagos previstos para la Sra. Seton. El no aceptará en<br />
este asunto ninguna derogación de sus órdenes y pone en guardia al banquero neoyorquino<br />
contra las insinuaciones que podrían hacérsele en sentido contrario, por quienquiera que<br />
sea.<br />
En el transcurso de noviembre, llega, por otra parte, a Nueva York, para una breve estancia,<br />
el Sr. Dubourg. Nacido en Santo Domingo en 1766, el Sr. Dubourg hizo sus estudios con los<br />
Sulpicianos de París. La Revolución le expulsó también a él de su país. Después de una vuelta<br />
por España, arribó a los EE. UU. en 1794. A1 año siguiente entró en la Compañía de San<br />
Sulpicio. Director interino del colegio de Georgetown, pasó una breve temporada en la<br />
Habana, para venir finalmente a erigir la doble fundación del colegio y del seminario Santa<br />
María en Baltimore. Es, en 1806, un hombre de 40 años, inteligente, extremadamente culto,<br />
un hombre de acción con decisiones rápidas. Acaba de celebrar aquel domingo en la iglesia<br />
de San Pedro una de las primeras misas dominicales. A1 distribuir la comunión, ha quedado<br />
impresionado de la actitud particularmente recogida de una de las parroquianas. Una mujer,<br />
joven aún, pequeña, vestida de negro ha atraído su atención.<br />
Sentado, en una sala contigua a la iglesia, frente al Sr. Sibourd, uno de los vicarios con quien<br />
toma su desayuno, se dispone a hacer una pregunta respecto a aquella persona que bien<br />
pudiera ser -piensa él- la Sra. Seton de la que ha oído hablar. Apenas ha tenido tiempo de<br />
interrogar al Sr. Libourd, cuando un golpecito discreto suena a la puerta. ¡Entre! -dice el<br />
vicario-. Es justamente la Sra. Seton. El Sr. Sibourd la presenta a su huésped, luego la invita a<br />
sentarse para tomar una taza de café. Con tanta sencillez, la conversación se traba fácilmente.<br />
El Sr. Dubourg que conoce tan bien el colegio de Georgetown, habla de los estudios<br />
de Will y de Ricardo. Después llega a inquirir sobre los proyectos de su madre para el futuro.<br />
Ella piensa que, cuando hayan terminado en Georgetown sus estudios primarios, los dos<br />
muchachos podrían ser admitidos como alumnos en el colegio de los Sulpicianos de<br />
Montreal. Entonces le sería posible realizar el sueño que acaricia secretamente: marchar<br />
personalmente con sus hijos al Canadá, enseñar allí en una casa de educación dirigida por<br />
religiosas católicas participando con ellas, en cuanto pudiera hacerse, del género de vida,<br />
continuando totalmente en asegurar, ante todo, la vida de familia de sus dos hijos y de sus<br />
tres hijas. Marchar al Canadá sería al fin responder a los deseos muchas, veces expresados<br />
por Antonio.<br />
152
Sin interrumpirla, el Sr. Dubourg ha escuchado a la Sra. Seton exponerle sus proyectos<br />
apenas concebidos para el porvenir. Y cuando ella se detiene:<br />
-Y todo eso ¿por qué no desde ahora?<br />
Sí, ¿por qué no? La situación es tan tensa para la joven mujer, desde el mes de junio, que su<br />
marcha a Montreal supondría para ella, desde ahora, la solución más deseable.<br />
El Sr. Dubourg no se extendió más en ello. Pero cuando parte de nuevo unos días más tarde<br />
para Baltimore, pasando por Boston, reflexiona sobre el caso de la Sra. Seton. El Sr. Dubourg<br />
sabe que ella tiene las cualidades requeridas, a pesar de los incidentes ocurridos en la<br />
pensión Wilkes. Hay en ella paño de educadora y enseñante... Pero entonces ¿por qué no<br />
vendría ella preferentemente a Baltimore? Las ideas del Sr. Dubourg se eslabonan. El<br />
entrevé la fundación de una casa de educación que abra sus puertas a las muchachas, como<br />
el colegio Santa María abre las, suyas a los muchachos. El habla a este respecto al Sr.<br />
Matignon y al Sr. de Cheverus. Se elabora un proyecto que ellos se proponen someter en<br />
tiempo conveniente a Mons. Carroll. No entra en su intención precipitar nada, no obstante.<br />
¡Qué de tesoros hay escondidos en la santa Providencia -había escrito un día su santo<br />
compatriota, el Sr. Vicente, a la Srta. Legrás- y cuán soberanamente honran a Nuestro Señor<br />
los que la siguen y no se imponen sobre ella!<br />
Dios tiene su propia hora -dice el Sr. Matignon- y esa hora, hay que esperarla en paz. Lo que<br />
no impide con todo al Sr. Matignon lanzar sobre el porvenir una mirada cargada de las<br />
mayores y más ciertas esperanzas. Vd está des tinada, pienso yo -escribe él en propios<br />
términos a la Sra. Seton- a realizar algo grande en los Estados Unidos, y por tanto es aquí<br />
donde debéis permanecer con preferencia a todo otro país.<br />
Las noticias alarmantes que llegan a Maryland, desde Nueva York, no le hacen desviarse de<br />
esta línea de conducta. Una ola de verdadera persecución acaba de levantarse en torno a la<br />
parroquia de San Pedro, contra la minoría sin embargo, bien humilde de los católicos de la<br />
ciudad. ¿Hay que ver en ello una consecuencia del hecho -insignificante en sí mismo- de la<br />
determinación de Cecilia Seton? ¿Era motivo para causar tal efervescencia el que una<br />
jovencita de 15 años hiciera profesión de fe católica, contra el gusto de su hermano y una de<br />
sus hermanas? Sin duda, a través de ella, se apunta a Isabel, y tal vez haa presentido qué<br />
adalid puede llegar a ser una mujer del temple de la Sr. Seton.<br />
Sea lo que fuera de esto, el 24 de diciembre de 1806, estalla alrededor de la pequeña<br />
parroquia de San Pedro un motín, que no deja de evocar los que levanta aún actualmente<br />
en los EE. UU. la cuestión racial. A falta de cargas de plástico, siempre se puede arrojar a la<br />
cabeza ladrillos y adoquines. Los fieles de San Pedro que vienen a confesarse o a preparar la<br />
iglesia, la víspera de Navidad, se topan en la calle con un tropel hostil y amenazante. Es<br />
preciso acudir a dos hombres, altos cargos en el gobierno de la ciudad, a fin de establecer,<br />
en apariencia al menos, el orden público. Por temor a una reincidencia, los católicos<br />
irlandeses disponen un piquete de guardia a lo largo del muro exterior, a partir de la<br />
mañana de Navidad. Los oponentes de la víspera vuelven a presentarse otra vez. Sigue un<br />
tumulto. Un hombre resulta muerto y otros varios heridos. El alcalde acude en persona,<br />
fustigando a los asaltantes convertidos en asesinos y recordando altamente que la<br />
Constitución de la libre América prohíbe molestar a los católicos.<br />
¡Triste día de Navidad, en verdad, en el que hermanos en Cristo se desgarran mutuamente<br />
bajo el falaz pretexto de defender la verdad de la Iglesia! Nada permite pensar que Isabel<br />
estuviera presente en el sangriento disturbio, pero, de todas formas, no podía dejar de<br />
sentir en su corazón el terrible contragolpe. ¿Se acordó ella entonces de aquel otro motín,<br />
153
del 14 de abril de 1788, que había desencadenado en Nueva York una lección de anatomía<br />
de su padre, obligando al Dr. Bayley a dejar América?<br />
En enero de 1807, no obstante, parece que la calma ha vuelto así en la ciudad como entre<br />
los alumnos de la pensión Wilkes. Para Isabel también, es un período de tranquilidad, de<br />
distensión. Sus hijos son felices en Georgetown. Las noticias que recibe de ellos son buenas.<br />
Ana, Kate y Rebeca se desarrollan entre la ternura de su madre y el cariño de su tía Cecilia.<br />
Nadie deja de notar entonces que las tres chiquillas crecen un poco demasiado en<br />
invernadero cálido. A la verdad sería difícil que en las condiciones presentes fuera de otra<br />
manera. Físicamente Isabel se siente más claramente en forma. Pero he aquí que en junio<br />
una llamada angustiosa le llega una vez más. Proviene de su cuñada, Isabel Maitlana. Está<br />
seriamente enferma y suplica que manden venir a su cabecera a Cecilia y a Isabel. De mal<br />
grado, Jaime y Carlota acceden a su deseo. Nuestros servicios fueron aceptados -anota<br />
lacónicamente Isabel- para aliviar la carga de los demás. Las Seton hubiesen preferido otras<br />
veladoras para la enferma. Y, sin embargo, ellos no soliviantaron a sus padres y allegados,<br />
cuando su cuñado Jaime Maitland fue puesto en prisión... Ellos no gritaron con escándalo,<br />
no se ensañaron contra su mujer, como lo han hecho frente a Isabel y Cecilia, quienes ha 1<br />
acudido a la primera llamada y se entregan ahora, cada día, junto a la joven mujer que<br />
muere sin haber conocido apenas más que disgustos y vejaciones en su vida conyugal. Una<br />
especie de pesar se apodera de María Hoffman misma. ¿Interés, remordimientos, afecto?<br />
¿Quién puede decirlo? He ahí que ella propone a Cecilia olvidar todos sus agravios pasados.<br />
Si la jovencita acepta la proposición que se le hace, serían dichosos de verla recobrar su<br />
lugar en el hogar de su hermano, se le confiaría incluso la educación de sus sobrinos y<br />
sobrinas. Mientras Cecilia examina la cuestión, Isabel declina rápidamente. Muere antes del<br />
fin de marzo. Muerte durísima cuyos sufrimientos físicos y angustias morales nada puede<br />
mitigar. Isabel la asiste, sin embargo, en sus últimos momentos sin otro recurso que el de<br />
confiarla a la misericordia infinita del Salvador.<br />
Después de la muerte de Isabel, Cecilia cree por fin deber suyo acceder al deseo de María<br />
Hoffman. Se quedará, pues, en el hogar de su hermano Jaime y se ocupará de los niños.<br />
Pero, súbitamente, en el mes de junio, María muere, a su vez. Muerte dolorosa también que<br />
no llega ni a consolar ni a iluminar la viviente esperanza del más allá.<br />
Poco a poco, bajo el golpe de las circunstancias, ante la actitud tan digna de Isabel, que<br />
jamás se ha zafado de cara a unos servicios que prestar y que la tenían completamente<br />
abrumada, las prevenciones caen, los agravios parecen esfumarse. María Post se muestra<br />
más conciliadora. Catalina Dupleix e Isabel Sadler piden a su amiga olvidar un pasado que<br />
ellas lamentan profundamente. Jaime Seton mismo le «abre los brazos como se los abre a<br />
sus propios hijos». Tan sólo permanecen inexorables, definitivamente, el tío Charlton, la Sra.<br />
Startin, Carlota Ogden y su marido.<br />
Cecilia se ha convertido, prácticamente, desde la muerte de María Hoffma:v, en el ama de<br />
casa de «la Soledad». Es un servicio que ella ha aceptado asumir. A las obligaciones que<br />
desde ahora son suyas, a las salidas mundanas a las que no le es fácil substraerse, ella<br />
hubiera preferido las tareas materiales y banales que compartía con Isabel en la pensión<br />
Wilkes. En los salones que ha de frecuentar tiene que oír a menudo críticas y burlas respecto<br />
a la religión católica. Sufre por las habladurías que se divulgan a cuenta de ella: pretenden<br />
que quiere adoctrinar a una de sus sobrinas de «la Soledad». Sufre al ver partir para Filadelfia<br />
al P. Hurley, su padre espiritual. Ella escribe a Isabel: ¡Oh, si pudiéramos tan sólo<br />
retirarnos a un rincón de la tierra y consagrar todo nuestro tiempo a Dios!<br />
154
Pero ¿no era ese también el anhelo ardiente de Isabel? ¿Por qué no lo haría Dios un día para<br />
ambas realidad feliz? Mientras duermen sus dos benjaminas, tan sosegadas, tan<br />
abandonadas, Isabel comprende, al mirarlas, que su actitud personal de cara a Dios debe<br />
calcarse, en cierto modo, sobre la de Kate y de Rebeca.<br />
Un hecho es cierto. Su calma, su serenidad han acabado por impresionar a su entorno<br />
inmediato, e incluso a los que había puesto en efervescencia la decisión de Cecilia. Ella se<br />
explica al respecto a Felipe Filicchi con toda sencillez:<br />
Lo que busco ante todo -con San Francisco de Sales- es tomar todas las cosas con amabilidad<br />
y con paz y oponer a cada una de las contrariedades buen humor y alegría, cosa que me ha<br />
resultado tan bien que, al presente, es una opinión corriente que la Sra. de Guillermo Seton<br />
se halla en una situación afortunadisima. No obstante -añade ella- la Sra. Seton se ve<br />
obligada a estar en guardia a cada instante, a fin de que, efectivamente, el interior<br />
corresponda en ella al exterior... Y concluye: Usted sabe, Felipe, lo que cuesta ¡ser siempre<br />
humilde y estar contenta!<br />
En el mismo tenor, había escrito ya ella, con una nota de humor encantadora, estas líneas<br />
que son una reminiscencia de la segunda carta de San Pablo a los fieles de Corinto: Resulta<br />
muy divertido, palabra, ser perseguida, y no obstante gozar de las gracias más dulces: ser<br />
pobre y miserable, y al mismo tiempo rica y alegre; ser despreciada, abandonada, y a la vez<br />
protegida y rodeada de ternura por los siervos de Dios, por sus amigos más favoritos.<br />
18.- ESOS SEÑORES DE SAN SULPICIO<br />
No os acordéis de lo de antaño,<br />
no añoréis lo antiguo.<br />
Mirad, voy a realizar algo nuevo,<br />
y ya aparece, ¿no lo notáis?<br />
Si, abro un camino en el desierto,<br />
ríos en la estepa.<br />
...El pueblo que me he formado<br />
proclamará mis loores.<br />
Is 43, 18-21<br />
En el momento de morir, en 1629, el cardenal de Berulle, después de fundar el Oratorio, el<br />
P. Bourgoing pudo rendirle públicamente este testimonio: Lo que él ha renovado en la<br />
Iglesia -en la medida que Dios le ha dado los medios ha sido el espíritu de religión, el culto<br />
supremo de adoración y de reverencia debido a Dios. Si el espíritu de la Escuela francesa,<br />
cuyo promotor era Berulle, ha marcado profundamente su impronta en la renovación del<br />
Gran Siglo, la fundación de la Compañía de San Sulpicio, por más de un título, había<br />
quedado singularmente impregnada de él. Y, por consiguiente, aquellos misioneros del siglo<br />
XVIII, llegados de Francia al Nuevo Mundo, estaban para inculcar también a la juventud de<br />
los seminarios y de los colegias encomendados a su cuidado, a una con el sentido de la<br />
transcendencia divina, el del civismo de la casa de Dios.<br />
Nos es permitido imaginar en este mismo contexto con qué solemnidad sobria y mesurada<br />
se desarrolla, aquella mañana del 15 de junio de 1808, la misa pontifical del Corpus Christi<br />
en el Seminario de Baltimore, con ocasión de la consagración de la capilla que acababa de<br />
155
construirse. El edificio de estilo ojival situado en el ángulo del cuadrilátero formado por los<br />
pabellones de clases, es de vastas proporciones. El altar, casi en el centro, separado como el<br />
de nuestras catedrales góticas, se alza en medio del templo, destacado por la altura de tres<br />
gradas y concebido de manera que permita el despliegue de las funciones litúrgicas.<br />
Aquel jueves del Corpus, la llama viva de 105 cirios se hace brasa sobre el altar. Las volutas<br />
del incienso se elevan hasta los nervios de la bóveda. El rito<br />
y ceremonias de la misa mayor prosiguen con un orden admirable. Mons. Carroll, asistido<br />
del diácono y subdiácono, en dalmática, oficia con dignidad, con recogimiento. En el coro,<br />
más de veinte sacerdotes con alba o sobrepelliz, ante los cuales evoluciona el grupo<br />
debidamente adiestrado de los clérigos, portadores quien del incensario, quien del<br />
candelero, de los bonetes, de la mitra a del báculo del arzobispo oficiante. Avanzan, se<br />
inclinan, se cruzan, hacen profundas reverencias, sosegados, pacíficos y pacificantes. El<br />
toque del órgano sostiene a veces el canto coral y a veces alterna con las voces de los niños,<br />
límpidas, altas, claras.<br />
Acaba el introito. El P. Hurley que ha venido, por la circunstancia, desde Filadelfia, entona el<br />
primer Kyrie. En ese momento preciso, se abre con discreción una de las puertas de la<br />
capilla. Una mujer vestida de negro entra de puntillas, se arrodilla, se inclina<br />
profundamente. Detrás de ella tres chiquillas repiten cada uno de sus movimientos. Ana<br />
María, Catalina, Rebeca Seton, sorprendidas, maravilladas, tienen un poco la impresión de<br />
vivir en un sueño. Ellas se han olvidado por el momento de los siete días de navegación<br />
bastante dura que acaban de soportar y de la lluvia que azota y cae sin cesar desde que han<br />
dejado el puerto y de la salida un tanta precipitada de Nueva York.<br />
Sin duda hacía muchos meses que hablaba su madre de la posibilidad de un viaje a Montreal<br />
o Baltimore, pero sin que nada preciso viniera a asegurar su realización. Luego, el mes de<br />
abril, la cuestión se había presentado con urgencia. El número de alumnos de la pensión<br />
Wilkes disminuía cada vez más, en tanto que, desde Baltimore, el Sr. Dubourg dirigía a la<br />
Sra. Seton unas proposiciones que no dejaban de representar para ella serias ventajas. En<br />
resumen, después de pedir consejo, ella había tomado su decisión en mayo. Desde entonces<br />
las cosas no se habían demorado. Se le daban dos meses para organizar su salida de Nueva<br />
York con sus hijas. En tres semanas ella está dispuesta. Así es como las cuatro se habían<br />
embarcado, el 9 de junio, a bordo del Grand Sachem, que había arribado al puerto de<br />
Baltimore, el 14 por la noche. Anina, Kate y Rebeca llegabaa pues directamente con su<br />
madre del muelle de desembarque, a donde el Sr. Dubourg había enviado el coche que las<br />
había conducido a la capilla de Santa María. Y ahora ellas asistían a la misa pontifical cuyo<br />
esplendor no les recordaba sino muy lejanamente las misas dominicales de la parroquia de<br />
San Pedro.<br />
Todo lo que te escribí de Florencia -anotará Isabel esa misma noche con destino a Cecilia- es<br />
una sombra en comparación. Y en los Dear Rmembrances encarece: Ceremonias<br />
formidables, vistas por primera vez... este día del CORPUS CHRISTI, día de maravillas para<br />
nosotros...<br />
El mes de abril pasado, Mons. Carroll había recibido, por voluntad de Pío VII, el título de<br />
arzobispo. Baltimore había llegado a ser la primera sede metropolitana de América. Cuatro<br />
sedes sufragáneas fueron erigidas simultáneamente: Nueva York, Filadelfia, Boston y<br />
Bardstown en Kentucky. Los titulares, entre los cuales han sido elegidos dos misioneros<br />
franceses, no podrán, es la verdad, por causa de las circunstancias, tomar posesión de esas<br />
sedes episcopales antes de dos o más años. El decreto pontificio no expresa menos la<br />
156
esperanza que anima por esa época el corazón del Romano Pontífice, en lo tocante al<br />
desenvolvimiento, crecimiento e irradiación del catolicismo de los Estados Unidos.<br />
En esta perspectiva Mons. Carroll está convencido plenamente de que la venida de los<br />
Sulpiciano5 franceses había sido una verdadera bendición, en tanto que él prosigue su larga<br />
y fecunda carrera. La tarea a él confiada era inmensa. El se ha gastado en ella hace ya tantos<br />
años y esa tarea le parece apenas comenzada. Hubiera querido hacer mucho más. Sin la<br />
ayuda de los Sulpicianos hubiera hecho todavía menos. Tiene 73 años este año de 1808. El<br />
puede evocar las etapas más grandes de su larga vida.<br />
Hijo de un emigrante irlandés, Juan Carroll nació en tierra americana, en Upper de<br />
Marlboro, un pueblo situado en el territorio del Estado actual del Maryland. Hizo sus<br />
estudios en Europa. Alumno brillante del Colegio inglés de Saint Omer, entró, a los 18 años,<br />
en el noviciado de la Compañía de Jesús. Ordenado sacerdote en 1759, presencia, en 1773,<br />
la dispersión de los Jesuitas. Temporalmente la Compañía se ve disuelta. Juan Carroll había<br />
aceptado entonces por un año el cargo de preceptor de una familia de Inglaterra, antes de<br />
emprender de nuevo, en 1774, el camino de vuelta a Maryland. Era el año mismo del<br />
nacimiento de Isabel Bayley.<br />
Volvía al Nuevo Mundo con una cultura sólida, una apertura de espíritu a todos los<br />
problemas de su tiempo, y hacía suyos sin reserva los deseos de independencia que bullían<br />
entonces en el seno de las colonias inglesas de América. Su valía personal, unida al<br />
conocimiento que tenía de Europa, le había merecido ser designado para una misión oficial<br />
en cuyo decurso se había encontrado en relación con Franklin, y luego con Washington. De<br />
ambos se había atraído una fiel amistad. Ha venido a visitarme el Nuncio y me ha dicho que,<br />
por recomendación mía, el Papa ha nombrado a Juan Carroll superior del clero católico de<br />
América -anotaba en sus memorias Benjamín Franklin, con fecha del 1 de julio de 1784-.<br />
Cinco años más tarde, Juan Carroll es preconizado obispo de Baltimore. A1 año siguiente,<br />
1790, se presenta en Inglaterra a fin de recibir ?a consagración episcopal de manos de<br />
Mons. Walmesley.<br />
En el curso de su viaje entra en contacto con el Sr. Nagot, a quien el Sr. Emery, superior<br />
general de los Sulpicianos, ha enviado precisamente de París a Londres, para presentar al<br />
primer obispo de América una proposición tan oportuna como inesperada. ¿Aceptaría<br />
Mons. Carroll recibir en su diócesis a algunos Sulpicianos franceses? Estos misioneros del<br />
Nuevo Mundo, prestando todo su concurso a la tarea pastoral, inmensa, como venía a ser la<br />
del obispo, establecerían al mismo tiempo un seminario en Baltimore. Ellos tomarían a su<br />
cuenta los gastos necesarios a la fundación. Ellos llevarían incluso consigo a América a<br />
algunos sujetos en vías de formación. Dos razones habían dictado al Sr. Emery su determinación.<br />
El deseo de proseguir y extender la obra misionera explícitamente querida por<br />
el Sr. Olier, fundador de la Compañía de San Sulpicio, y la oportunidad de asegurar a los<br />
Sulpicianos franceses un refugio eventual en el extranjero, a la hora en que los pródromos<br />
de la Revolución ensombrecían de forma inquietante el próximo futuro de la Francia<br />
religiosa. Una oferta de tal naturaleza no puede dejar indiferente a Mons. Carroll. Ve en ella<br />
una respuesta providencial al angustioso problema que le plantea, desde su consagración<br />
episcopal, el reclutamiento sacerdotal de los Estados Unidos, donde los católicos son<br />
minoría, donde los sacerdotes emigrantes no tienen siempre la valía deseable. Da, de<br />
buenas a primeras, su acuerdo a la proposición del Sr. Emery, sin hacerse no obstante<br />
ilusión sobre la situación delicada que corre el riesgo de ser la suya frente a unos sacerdotes<br />
extranjeros que van a poner pie, casi al mismo tiempo que él, dentro de su propia diócesis.<br />
157
Al año siguiente, el 8 de abril de 1791, se embarca en Saint-Malo el primer contingente de<br />
misioneros. Lo integran los Sres. Nagot, Lavadoux. Tessier y Garnier. A bordo del mismo<br />
navío se encuentra un pasajero con nombre ya célebre: Francisco Renato de Chateaubriand,<br />
que parte hacia el descubrimiento del Nuevo Mundo con el entusiasmo de sus 23 años.<br />
A estos obreros de la primera hora vendrán a juntarse otros, en los años siguientes. Tales<br />
son los Sres. Flaget, David, Maréchal, Dubourg, Babad. Tres de ellos ocuparán un día en los<br />
Estados Unidos las sedes episcopales de Bardstown, Baltimore y Nueva Orleans. Los Sres.<br />
Flaget y Dubourg serán considerados, al modo de Mons. Carroll, como los «Padres de la<br />
Iglesia de América». Tal título será concedido igualmente al Sr. Dubois, al Sr. de Cheverus y<br />
al franciscano irlandés, P. Miguel Egan.<br />
En 1801, el obispo de Baltimore podía rendir ya a sus colaboradores este bello testimonio,<br />
escrito con destino al Sr. Emery: No he conocido nunca en ninguna parte unos hombres<br />
mejores y más capaces para formar eclesiásticos, tales como los pide la religión, que los<br />
Señores de su Sociedad. Igualmente, estoy persuadido de que una de las mayores desgracias<br />
que podía acontecer a esta diócesis sería perderlos. Y cuando, no obstante, el Sr. Emery se<br />
interroga sobre la oportunidad de dejarlos en América, donde el número de vocaciones<br />
sacerdotales esperadas está lejos de alcanzarse, cuando piensa llamar a varios de los<br />
misioneros cuya presencia en Francia le parece más, útil, pasada la Revolución, Mons. Carroll<br />
le hace llegar estas líneas instantes: Le conjuro por las entrañas de Jesucristo que no los<br />
retire por entero.<br />
Una galería de cuadros de la época ha fijado el rostro de casi todos los primeros misioneros<br />
de Maryland. Retratos hieráticos, fríos, demasiado solemnes, que dan mucho menos el<br />
verdadero rostro de los hombres de lo que lo hacen los disparos indiscretos de los<br />
fotógrafos de hoy. Existen, con todo, otras instantáneas y nos han sido guardadas intactas.<br />
Ellas brotan súbitamente de la lectura de sus recuerdos o de las cartas autógrafas,<br />
numerosas, prolijas, con las que aquellos buenos señores juzgaban bueno tener a sus<br />
superiores de París al corriente de los hechos, grandes o pequeños, de su apostolado, de los<br />
problemas que planteaba, de las dificultades que vencía, y hasta de las diferencias que, por<br />
un tiempo, oponían, uno a otro, a aquellos hombres de personalidades fuertes con un sentido<br />
misionero emprendedor. No es sino en su escritura, en las líneas apretadas de sus<br />
misivas, en las rúbricas de sus firmas donde revelan algo de sí mismos y se nos hacen en<br />
cierto modo presentes.<br />
El Sr. Nagot tenía mucha alma, entusiasmo, exaltación -anotó Eduardo Demondesir que,<br />
acompañando al grupo de los Sulpicianos, recibiría la ordenación en Baltimore de manos de<br />
Mons. Carroll-. Y explica: Desde antes de llegar<br />
a Maryland, durante un discurso pronunciado en San Pedro de Terranova, el Sr. Nagot<br />
anunció que íbamos a convertir América y, sin duda, él lo deseaba ardientemente. A nuestra<br />
llegada a Baltimore, monseñor nos recibió y se apresuró a decir al Sr. Nagot que para<br />
repartir a los americanos el pan de la palabra de Dios, era menester hacer una molienda de<br />
un celemín de celo por nueve de prudencia.<br />
El Sr. Nagot tenía entonces 57 años. Natural de Taurs, había ida a hacer sus estudios a París.<br />
Ingresado a los 20 años en San Sulpicio, había enseñado primeramente en Nantes y luego,<br />
verosímilmente, en el seminario de París o en Issy les-Moulineaux. A la vez activo y<br />
contemplativo, «hombre grave y compuesto», llegaba a América con las directrices precisas<br />
del Sr. Emery: fundar un seminario según el espíritu del Sr. Olier, es decir según los<br />
principios y la mentalidad que habían sido en Francia los del siglo de Luis XIV. Ahora bien, la<br />
América de la Independencia no tenía nada de común con la Francia de 1646. En Francia -<br />
158
escribirá el Sr. Deluol en 1817- no pueden nunca formarse una idea exacta de este país, de<br />
su gobierno, y del carácter de sus habitantes; no hay más parecido entre ellos y los franceses<br />
que el que hay entre la noche y el día.<br />
La escuela de Georgetown era el primer establecimiento cuya apertura había decidido en su<br />
diócesis Mons. Carroll. Había llamado, para tomar su dirección, a antiguos cohermanos de la<br />
Compañía de Jesús que aguardaban -y deberían aguardar hasta 1814- el restablecimiento de<br />
su Sociedad. A la vez colegio general y seminario menor, el centro de Georgetown abriría,<br />
en consecuencia, sus puertas a todos los muchachos que estuviesen a punto de proseguir<br />
allí el ciclo de los estudios, fueran católicos o protestantes. Eventualmente podrían añadirse<br />
en él las clases propias del seminario mayor. La llegada de los Sulpicianos a Baltimore, la<br />
fundación inmediata del colegio Santa María, copia de un seminario menor, trastorna un<br />
poco, desde el comienzo, los primeros planes del obispo, en tanta que la obligación, para los<br />
Sulpicianos, de abrir un colegio al lado del seminario, parece responder a la propia vocación<br />
de San Sulpicio. No cesarán de plantearse problemas de adaptación y de colaboración. La<br />
gran distancia que separa Francia de América y la precariedad de los medio de<br />
comunicación no facilitarán su solución. Podrán surgir a veces cuestiones delicadas, y hasta<br />
espinosas, tratando de resolverlas cada uno lo mejor posible, según la óptica personal y su<br />
temperamento. Nada de extraño, pues, que, de un tiempo a otra, estalle un conflicto en el<br />
que se encuentren enfrentadas dos concepciones diferentes, mirando, no obstante, una y<br />
otra al equilibrio y a la adaptación. Pues los misioneros franceses, con formar parte casi<br />
todos de la misma Compañía de San Sulpicio, están muy lejos de haber sido fundidos en el<br />
mismo molde. ¡Y es una suerte!<br />
Los Sres. Lavadoux, Tessier, Garnier tienen en esta época, al parecer, menos relieve que el<br />
Sr. Nagot, «el jefe de la misión francesa». Ellos, por otra parte, no se mezclarán casi en la<br />
fundación de la Madre Seton. Más destacada se revela la fisonomía de Juan Bautista David.<br />
Había nacido en Nantes en 1761, y, después de proseguir sus estudios en el colegio<br />
oratoriano de su ciudad natal, había ido a París donde demandó su admisión entre los Sres.<br />
de San Sulpicio. Ordenado sacerdote a los 24 años, enseña en el seminario de Angers, luego<br />
en 1792 se embarca para Filadelfia y Baltimore con el Sr. Flaget a quien permanecerá siempre<br />
unido por los vínculos de una fiel amistad.<br />
Generoso, resuelto, tenaz en sus ideas, difícil para revisar su propia forma de considerar un<br />
problema o de resolverlo, le será preciso siempre estar a sus anchas para dar su medida.<br />
Polemista encarnizado, no llegará nunca a entenderse con el Sr. Badin, primer misionero de<br />
Kentucky y primer sacerdote ordenado en los Estados Unidos, que gozaba, sin embargo, de<br />
una muy grande notoriedad. «El arzobispo -vendrá a concluir el Sr. Maréchal- me hacía<br />
observar que el nombramiento del Sr. David para la sede episcopal de Filadelfia<br />
restablecería pronta la paz, al no tenerle ya junto a sí el Sr. Badin como principal<br />
adversario». Pero aquel hombre que parecía irreductible, demasiada seguro de sí mismo, no<br />
experimenta menos en el fondo de su ser un sordo temor frente a «un terrible ministerio»<br />
que teme no desempeñar como debe. «El mundo nos alaba por la mitad del deber que<br />
hacemos, y Dios nos reprobará por la otra mitad que no hacemos» -escribirá él, desde el<br />
momento de su nombramiento episcopal, tomando a su cuenta las palabras de aquel a<br />
quien llama, sin más precisión, «el santo Obispo de Amiens».<br />
Diametralmente opuesto al Sr. David, se nos muestra Benito José Flaget que, ingresado en<br />
San Sulpicio a los 20 años, tiene casi 30 cuando arriba a Baltimore, en 1792. Natural de<br />
Auvernia, hizo sus estudios en el colegio de Clermont. Después de una primera estancia de<br />
tres años en Indiana, enseña en Georgetown en 1796. Relacionado con Washington que le<br />
159
aprecia altamente, es enviado temporalmente a la Habana con el Sr. Dubourg. Allí<br />
encuentra al futuro rey Luis Felipe y traba amistad con él. En 1801, es profesor en el colegioseminario<br />
Santa María. El 3 de febrero trazará estas líneas destinadas a su hermano: «Tengo<br />
todavía buen pie, buen ojo, buen diente. Mis cabellos, negros en otro tiempo como el<br />
ébano, se hacen de un blanco más brillante que la nieve de manera que, con una figura aún<br />
bastante joven, comienzo a tener la cabeza de viejo». Esos cabellos los lleva medio largos, al<br />
estilo del Cura de Ars. de quien tiene la mirada apacible y profunda. Tan pronto como los<br />
Trapenses erigieron un monasterio en Maryland, en 1804, el Sr. Flaget tiene el proyecto de<br />
que se le admita entre el número de los hijos de San Bernardo. Da los primeros pasos para<br />
obtener su ingreso en el noviciado. Sin embargo, en 1808, se entera de que el Papa Pío VII le<br />
destina para la sede de Bardstown. El quiere negarse. El Sr. Emery le impone la obligación<br />
de aceptar la carga episcopal como servicio a la Iglesia. Obispo de Bardstown, luego de<br />
Lauisville, después del traslado de esa sede a las riberas del Ohio, hará venir a su diócesis<br />
junto con las Hermanas del Buen Pastor y los Padres de la Compañía de Jesús ya<br />
restablecida, a los Trapenses de Gethsemaní.<br />
La estancia del Sr. Dubourg en Maryland hizo, sin duda alguna, más ruido que la del Sr.<br />
Flaget. Todos los cohermanos hablan de él en su correspondencia, y los juicios que ofrecen<br />
al respecto son bastante diversos. Era el primero de los Sulpicianos a quien Isabel había<br />
conocido. A él es deudora de haber venido a Baltimore. Y, sin duda, ella comparte la<br />
admiración que le profesa entonces el Sr. Flaget que trazará de él, en una carta escrita el 28<br />
de noviembre de 1803, este elogioso retrato:<br />
Después de Dios y de nuestro buen arzobispo (Mons. Carroll), es el Sr. Dubourg, superior y<br />
director del Colegio (Santa María de Baltimore), a quien somos deudores de estos grandes<br />
establecimientos. A unos talentos extraordinarios, en todos los sentidos, une un física<br />
excelente, una piedad admirable y unas delicadezas que le ganan todos los corazones. Sólo<br />
tiene 40 años, es el más joven de todos los Sulpicianos de América, como también el más<br />
benemérito. ¡Cuántas cosas no podrá hacer, si vive veinte años más!<br />
Los Souvenirs de Eduardo Demondésir presentarán, es verdad, al Sr. Dubourg bajo una luz<br />
un poco diferente: ...Yo no creo que pueda encontrarse un hombre más sujeto a caer en<br />
faltas y más pronto, más hábil para salir de ellas. Todo le era provechoso, sus faltas y sus<br />
caídas le empujaban adelante. Era de una actividad asombrosa con medios de todo género,<br />
que hacía flecha de toda madera... Aun cuando el Sr. Demondésir esté animado de un<br />
espíritu satírico evidente, no está falto, sin embargo, de espíritu de observación. Que el Sr.<br />
Dubourg había sido a veces excesivo en sus reacciones, ahí están los hechos para probarlo.<br />
Entre él y el Sr. Maréchal no hubo siempre perfecta armonía, pero el Sr. Maréchal estaba<br />
dotado también de una fuerte personalidad.<br />
En cuanto al Sr. Babad, hará recaer sobre el Sr. Dubourg la responsabilidad de una crisis<br />
financiera, provocada -dice él- «por sus gastos extravagantes». A decir verdad, uno se niega<br />
a dar crédito a las afirmaciones del Sr. Babad. El tiene 45 años. este año de 1808, y ha<br />
pasado unos años en La Habana antes de llegar a Maryland. Si damos crédito a la nota<br />
necrológica que le dedicará, al día siguiente de su fallecimiento, 14 de enero de 1846, su<br />
sobrino Juan Babad, «clérigo minorista», él se habría adquirido allí una reputación<br />
extraordinaria de taumaturgo. En realidad, uno experimenta un cierto malestar, mientras<br />
prosigue la lectura de veinte grandes páginas de ese panegírico, donde lo maravilloso tiene<br />
un lugar preponderante.<br />
«Mi tío -dice Juan Babad- daba siempre a los pobres; sobre lo que, si se le puede hacer<br />
reproche, es de no haber dado siempre con discernimiento... ». Esa falta de discernimiento<br />
160
en todos los planos sería quizás, finalmente, el rasgo característico de un hombre<br />
esencialmente bueno, muy sensible, extrañamente sintonizado con todo su ser con el<br />
movimiento romántico tal como el Genio del Cristianismo presentaba entonces la religión<br />
misma. «El Sr. Babad es considerado en toda la ciudad como un santo sacerdote» -escribirá<br />
de él el Sr. Bruté de Rémur, futuro obispo también, en una carta dirigida a uno de los<br />
Superiores de París, en 1815, en tanto que el Sr. Maréchal, que no le encuentra capaz de<br />
asumir el menor cargo ante los alumnos del seminario o del colegio, manifestará al mismo<br />
destinatario parisiense: «el Sr. Babad es, un puro cero...».<br />
La personalidad de ese Pedro Babad permanece al fin bastante enigmática. El no hará fácil<br />
ninguna de las obras en las que se ve llamado a participar, a pesar de su ardor apostólico,<br />
que, con ser auténtico, no parece haber encontrado nunca su punto de equilibrio. El teme -<br />
dice- «haber perdido su primera vocación por la disipación del ministerio exterior», y no<br />
ceja de agitarse respecto a todo, formulando, por otra parte, sobre sus cohermanos que le<br />
son manifiestamente superiores par muchos títulos, juicios desafortunados, estrechos, que<br />
naturalmente no sirven para simplificar los problemas por resolver.<br />
Que los otros sulpicianos de Maryland hayan dado, a su respecto, muestra de una reserva<br />
bien prudente, bien excesiva, según el caso, nada tiene, por tanto, de sorprendente. Lo que<br />
parece mucho más asombroso es que Isabel Seton con su juicio seguro y su gran buen<br />
sentido, haya puesto de golpe, el día mismo d-2 su llegada a Baltimore, su confianza total en<br />
quien ella llamará pronto el santo P. Babad. Impulso de su corazón, seguido con excesiva<br />
rapidez quizás, pero que va a ser, tanto para ella como para su obra naciente, una fuente de<br />
cuantiosas dificultades.<br />
Porque, desde que Isabel ha respondido a las proposiciones del Sr. Dubourg, desde que ha<br />
venido a ponerse a disposición de los Sulpicianos franceses de Maryland, le será menester<br />
en adelante acceder a caminar con ellos. El sendero por el que ella se aventura va a tomar<br />
tan a menudo el trazado del sendero de aquéllos, su obra estará tan ligada a la obra de<br />
ellos, en ciertas ocasiones, que la dependencia de una en relación a la otra vendrá a ser<br />
inevitable. Hasta el día en que, habiendo encontrado su dirección propia, la pista de las<br />
Hermanas de la Caridad de América, al estilo de la de los pioneros que avanza<br />
primeramente como a ciegas por regiones desconocidas, desemboque en plena luz, allí<br />
donde Dios, que escribe siempre recto hasta con líneas torcidas, no ha cesado de<br />
conducirla. Aquí y allí, en verdad, el Señor prosigue su propia obra con instrumentos<br />
humanos falibles y limitados. Es así, desde la llamada de los primeros discípulos de Cristo,<br />
como crece y se desarrolla su Reino.<br />
Ahora bien, más objetivo, sin duda, que unas conjeturas que correrían el riesgo de ser<br />
arbitrarias, el conocimiento, por imperfecto que sea, de los misioneros que trabajan en<br />
Maryland a la hora que Isabel, a su vez, llega allí, ayudará a tener una mirada lúcida sobre<br />
las situaciones a veces embrolladas, a menudo desconcertantes, en las que serán parte<br />
interesada tanto las Hermanas de la Caridad americanas como los Sulpicianos franceses. Las<br />
diferencias que. por otra parte, parecerán dividir entre ellas, sobre tal o tal punto, a esos<br />
señores de San Sulpicio, u oponerlos a las miras de Mons. Carroll, no cortarán jamás la unión<br />
profunda, sobrenatural, que más acá de las divergencias de miras, de las oposiciones de<br />
caracteres, permitirá al equipo misionero hundir en lo más profundo de la tierra de América<br />
la semilla fecunda del catolicismo para la mies futura.<br />
A la carta que dirigía Mons. Carroll en 1801 al Sr. Emery para decirle en cuánta estima tenía<br />
a los Sulpicianos franceses, responden, siete años más tarde, estas líneas escritas por el Sr.<br />
Flaget: «La sede de Baltimore ha sido erigida en arzobispado y nuestro santo arzobispo ha<br />
161
ecibido el pallium de Su Santidad. A él somos deudores de nuestro establecimiento en los<br />
Estados Unidos, del colegio y del seminario, y, sin duda, a sus oraciones debemos el éxito<br />
del uno y del otro».<br />
Ningún equívoco posible. Una estima recíproca cimenta al equipo misionero, y el sentido<br />
sobrenatural que le anima asegura, a pesar de los enfrentamientos y hasta de los chispazos,<br />
su estrecha cohesión. La solemnidad que reúne, este 15 de junio, a los Sulpicianos franceses<br />
en torno al arzobispo de Baltimore, su arzobispo, es más que una solemnidad litúrgica. La<br />
consagración de un edificio de piedra como es la capilla del seminario y colegio Santa María<br />
toma ahora un valor de símbolo. Es también la consagración de 16 años de esfuerzos<br />
comunes y ya fructuosos para la Iglesia de América.<br />
La llegada de Isabel Seton a Baltimore, en este preciso día, no es tampoco fortuita. Es<br />
providencial, y la coincidencia que la guía justamente a los Sulpicianos el día mismo en que<br />
la Iglesia celebra la fiesta del Santísimo Sacramento toma ahora también un singular relieve.<br />
La fecha del 15 de junio de 1808 marca también en su vida la de una etapa excepcional,<br />
cargada de consecuencias. Y su admiración no ha de acabarse con la solemnidad litúrgica de<br />
este día.<br />
Tan pronto termina la misa, Ana María, Kate y Rebeca se ven junto con su madre rodeadas<br />
de un grupo simpático, con prisas de desearles la bienvenida. El arzobispo es de los<br />
primeros en saludar a la Sra. Seton, en sonreír a las niñas. Anina, con sus cabellos en bucles,<br />
es una muchachita encantadora de 13 años, alta y desarrollada para su edad. Catalina<br />
cumplirá 8 años al fin de mes. Rebeca no tiene 6 todavía. Junto a Mons. Carroll y al Sr.<br />
Dubourg y al P. Hurley, a quienes ya conocían, se encuentra la madre del Sr. Dubourg y su<br />
hermana: la Sra. Fournier. Muy verosímilmente, por razón de la solemnidad que reúne este<br />
día en Santa María a la casi totalidad de los sacerdotes franceses, la Sra. Seton y sus hijas<br />
fueron presentadas a los Sres. Nagot, Flaget, David y Babad. La Sra. Fournier las invita a<br />
comer, mientras su hija mayor, Aglaé, que es sensiblemente de la edad de Kitty, declama<br />
unos versos, a decir verdad bastante ampulosos, que el Sr. Babad ha compuesto para la<br />
circunstancia.<br />
Las tres pequeñas americanas no comprenden gran cosa, si no es que un afecto nuevo se les<br />
ofrece, que aquí ya no estarán como en Nueva York al margen de las demás niñas. Más que<br />
sus hijas, queda encantada Isabel. Ella es particularmente sensible a la atención del<br />
Sulpiciano que ha dedicado un poema a sus propias hijas. Pronto, ella confiará a Catalina<br />
Dupleix: Todas estas pequeñas delicadezas de la vida diaria que tocan el corazón y de las<br />
cuales yo estaba totalmente privada, se han hecho ahora una herencia de cada día, gracias<br />
a la familia del Sr. Dubourg cuya hermana y madre son incansables en el cuidada que se<br />
toman por nosotras.<br />
En realidad, ¿no va a encontrar más Isabel? ¿La posibilidad de dar nuevamente a sus hijos<br />
un hogar y un padre? ¿Y la estabilidad de una situación material normal, asegurada para el<br />
presente y el porvenir, que no estuviera ya dependiendo de la caridad de los, demás,<br />
aunque fuese la más delicada y la más amigable de las caridades? ¿No va a poder darse de<br />
nuevo sin freno dentro de un amor humano lícito y bienhechor su propio corazón, tan<br />
profundamente torturado desde hace cuatro años? Hay en esto algo más que un sueño: una<br />
perspectiva que Isabel entrevé desde fines de ese mes de junio de 1808, quizás desde la<br />
semana siguiente inmediata a su llegada a Baltimore.<br />
El lunes 19 de junio, sale para Georgetown a fin de buscar a sus hijos. Will y Ricardo serán<br />
efectivamente desde ahora, según deseo expreso del Sr. Dubourg, externos en el Colegio<br />
Santa María de Baltimore. En el coche que la lleva<br />
162
a través de Maryland, Isabel ha tomado sitio al lado del P. Hurley, que va acompañado por<br />
Samuel Sutherland Cooper. Ahora bien, desde el instante que han sido presentados, el Sr.<br />
Cooper y la Sra. Seton han experimentado el uno por el otro un atractivo espontáneo. Ella<br />
tiene 33 años. El tiene 39. El ha pasado recientemente de la comunión protestante a la<br />
Iglesia católica, como ella, con un fervor semejante hacia la Eucaristía. El quiere ahora vivir<br />
según todas las exigencias de la vida cristiana cuya profesión acaba de hacer. Ella también.<br />
En las miras de la Providencia ¿tendría valor de signo este encuentro? El sentimiento íntimo<br />
que hace ahora vibrar por entero el ser de la joven mujer es de un orden diferente. Este<br />
verano de 1808, Isabel Seton y Samuel Cooper son todavía libres. Ellos podrían unir sus<br />
vidas y eso sería -parece a primera vista- para el mayor bien de Ana, de Guillermo, de<br />
Ricardo, de Catalina y de Rebeca. Podrían llegar<br />
a ser, en la comunidad católica de Baltimore, lo que llamamos hoy un hogar de acción<br />
católica, eficaz e irradiante. ¿Se perdería, al fin, con ello, la fundación misma de una casa de<br />
educación femenina que los Sulpicianos deseaban confiar a la joven mujer? El Sr. Cooper<br />
dispone de una fortuna personal que sería capaz de facilitar el establecimiento proyectado.<br />
Que tales preguntas hayan asaltado a los interesados, se puede tener por cierto, según las<br />
confidencias de Isabel misma. Ella habla con toda franqueza tanto de una atracción mutua,<br />
espontánea, de un interés que la empuja hacia Samuel Cooper, como de una estima<br />
recíproca entre ellos. Cecilia, que conocerá un poco más tarde en Nueva York, a ese amigo<br />
del P. Hurley no le encontrará, por su parte, sino muy poco seductor. Le hará más bien el<br />
efecto de una especie de original, un tanto pasado de moda... Yo bien quisiera no verle de<br />
manera distinta a la que tú le ves personalmente -le replicará Isabel-. A Julia Scott ella le<br />
confiesa, con un eufemismo encantador, que no sabe cómo podían haber cambiado las<br />
cosas a consecuencia de ese atractivo...<br />
Pero había un Sí... El uno y la otra, efectivamente, habían creído discernir una llamada más<br />
elevada, más exigente aún: la de un camino exclusivamente consagrado a Dios. Si Dios les<br />
pedía el sacrificio de una dicha lícita y legítima, ellos no regatearían. Ellos le harían ese don<br />
«que excluye del afecto del hombre no sólo lo que es contraria a la caridad -como lo explica<br />
santo Tomás de Aquino- sino también todo lo que podría simplemente impedir a todas las<br />
potencias del hombre dirigirse totalmente hacia Dios»<br />
Así pues, tan pronto coma ambos comprendieron que antes de su encuentro les había sido<br />
dirigida otra llamada, con respeto recíproco de una vocación más alta, renuncian<br />
deliberadamente a ese amor humano naciente por el único temor de retardar mutuamente<br />
su marcha por el camino del mayor amor. Es todo. De una y otra parte da vuelta la página.<br />
Un hombre de una personalidad tan viva, tan perfecta, es una ofrenda digna de la fuente de<br />
toda perfección --concluye sencillamente Isabel-. Como recuerdo, sin embargo, de su viaje<br />
común a Georgetown, ella quiso dejarle su rosario. Ella volverá a ver, ciertamente, al Sr.<br />
Cooper, pues él tendrá su papel que representar en la fundación próxima, pero la Sra. Seton<br />
se prohibirá entablar con él la menor correspondencia. Al final del mes de agosto, Samuel<br />
Cooper entraba en el Seminario de Santa María, para comenzar allí los estudios que, bien<br />
que él alcanzara ya la cuarentena, le permitirían un día acceder al sacerdocio.<br />
Al ver el desarrollo de los acontecimientos ulteriores, nos podíamos preguntar si la simpatía<br />
súbita que, en un plano completamente diferente, atrae a Isabel de forma casi irresistible<br />
tanto hacia el Sr. Babad como hacia el Sr. Cooper no es una especie de revancha de su<br />
naturaleza, de su «extraordinaria sensibilidad, de su receptividad tan intensa, tan vibrante»<br />
demasiado tiempo reprimidas desde su salida de Liorna. Pues es manifiesto que, entre las<br />
163
personalidades de valía que le va a ser dado conocer en Baltimore, ni Babad ni Cooper<br />
podían solicitar el primer puesto.<br />
19.- LAS HIJAS DEL SEÑOR VICENTE<br />
El que hace caridad<br />
ofrenda flor de harina,<br />
el que da limosna<br />
ofrece un sacrificio de alabanza.<br />
Eclo 35, 2<br />
Isabel ha traído a Guillermo y a Ricardo de Georgetown a Baltimore. Hela ahí de nuevo<br />
rodeada de sus hijos. He ahí que de nuevo acaba para ella la mordedura de la inseguridad<br />
del mañana. Las líneas de las Dear Remembrances, evocando sus encuentros, vibran de<br />
alegría.<br />
Mis encantadores muchachos, buenos, simpáticos, en Georgetown, en los brazos de su<br />
madre, después de dos años de ausencia. Y comenta finalmente la calidad de tal alegría: Que<br />
se alegren los hijos satisfechos, pero ellos no podrán tener nunca idea de la menor de las<br />
propias alegrías de nosotros, que no poseíamos más que lo que encontrábamos los unos en<br />
los otros. La primera reunión de mis cinco en nuestro encantador HOGARCITO, tan próximo a<br />
la capilla para nuestra misa diaria...<br />
La casa que el Sr. Dubourg ha puesto a disposición de la Sra. Seton se levantaba, en efecto,<br />
tan cerca de l05 edificios del colegio y del seminario, que sólo la separaba de la capilla la<br />
anchura de un patio. En su blanca fachada vuelta hacia Paca Street, se abrían cinco grandes<br />
ventanas, dos en el entresuelo, tres en el primer piso. Una sexta en ático se alzaba sobre el<br />
tejado y sus dimensiones mismas dejaban adivinar que el segundo piso era algo más que<br />
una buhardilla. En torno a la casa, un jardincito cerrado por una valla. Sin duda, los juegas<br />
ruidosos y los gritos de los ciento veinticinco muchachos de Santa María van a medir en<br />
adelante las jornadas de Isabel. Ella no tiene cuidado por ello. Su paz, su alegría íntima<br />
serían casi sin sombras de no ser el recuerdo de todos aquellos de quienes había tenido que<br />
separarse. Pues ella no ha dejado Nueva York, para una salida que ella presiente como<br />
definitiva, sin un verdadero desgarramiento. Allí había transcurrido la mayor parte de su<br />
vida. Allí había muerto su padre. Allí había dejado a Cecilia, a Enriqueta, a sus amigas Isabel<br />
Sadler y Catalina Dupleix, a los, Barry. Allí dejaba una familia que, a pesar de todo, ella<br />
persistía en amar.<br />
Aquella no quedaba tampoco sin inquietud. Una carta de Enriqueta había de hacerle saber<br />
pronto que los Ogden, lejos de dejar las armas, habían vuelto a tomar la ofensiva<br />
inmediatamente después de su marcha. Cecilia, acosada de continuo, había caído de nuevo<br />
enferma. Habían enviado de pensionista a Emma, la hija mayor de Jaime Seton, por temor<br />
de que llegara a contaminarse con la influencia religiosa de su joven tía. Otras noticias, aún<br />
más dolorosas, llegan casi al mismo tiempo de New Haven, donde otro de los hermanos de<br />
Guillermo, Enrique, está en prisión por deudas. Sus cartas son las de un hombre que ha<br />
perdido toda esperanza. En ellas se siente abrirse paso la tentación del suicidio. Isabel trata<br />
de interesar a Jaime Seton en la causa de Enrique. Materialmente ella nada puede hacer por<br />
él. En el mismo momento ella se entera de la muerte de Jaime Maitland. Esa muerte,<br />
siguiendo tan de cerca a la muerte de Isabel, deja a sus hijos completamente huérfanos. Y<br />
las últimas horas de Jaime Maitland han sido tan espantosas, durante su agonía, que<br />
164
Enriqueta cree todavía -escribe ella- sentir helársele la sangre en las venas, nada más<br />
evocarlas.<br />
Isabel recuerda a todos los suyos, a cada uno de ellos, en su oración. Ella confía en la<br />
misericordia infinita del Señor todopoderoso. Socorrerles de otro modo no está en su poder,<br />
aunque ella sufra por ello. Y las liberalidades de los Filicchi no pueden ser desviadas de los<br />
fines a los que sus amigos de Liorna las han destinado expresamente.<br />
En lo tocante a ella, libre y disponible más que nunca, espera la hora de Dios. Consciente de<br />
haber respondido a su llamada, viniendo a Baltimore, se prepara sencillamente a la tarea<br />
que le será confiada, sin saber exactamente en qué consistirá esa tarea. Bajo todos las<br />
aspectos -afirma ella a una de sus amigas- soy como un ser nuevo. A Antonio Filicchi le<br />
cuenta toda su alegría y gratitud por haber encontrado en Baltimore un medio tan conforme<br />
a sus deseos y, además, unos amigos de un incomparable valor. Cada uno, aquí, respira tan<br />
sólo la caridad divina. La Sra. Fournier es una de las mujeres más amables que puede haber<br />
en el inundo... Y, sin duda, Isabel no es insensible al trato de los católicos de la ciudad, los<br />
cuales son de su medio también, finos, cultos, bien educados como ella, en solo el plano<br />
humano.<br />
Que esos señores de San Sulpicio le confíen, en la próxima apertura escolar, la dirección de<br />
una pequeña casa de educación para muchachas y su situación quedará estabilizada. Le será<br />
hacedero llevar, junto a la Sra. Fournier y la Sra. Dubourg, una vida social conforme a su<br />
rango, ejerciendo, según sus aptitudes y gustos, lo que llamaríamos hoy una profesión<br />
liberal. Haciendo eso, aseguraría a la vez la subsistencia de su hogar. Por apreciable que sea<br />
tal situación no responde todavía del todo a las más íntimas aspiraciones de su alma. Desde<br />
1805, en efecto, -es decir desde el año de su entrada en la Iglesia católica-ella había<br />
manifestado- a Mons. Carroll su anhelo de una vida totalmente consagrada a Dios. Y aquel<br />
anhelo, desde hace tres años, no ha cambiado. Isabel desea cada vez más verlo realizado,<br />
dado, no obstante, que tal vida religiosa sea compatible con su vocación primera, la de<br />
madre de familia, así como con los deberes que de ella se derivan. La educación de sus cinco<br />
hijos -jamás lo ha dudado un instante- es para ella una obligación primordial a la que<br />
ninguna otra llamada de Dios, por imperiosa que sea, podría autorizarla a substraerse.<br />
La vida religiosa, por otra parte, tal como Isabel la considera, es una vida consagrada para<br />
Cristo, con El, a las obras de misericordia. Ocuparse de los niños abandonados sobre todo,<br />
cuidar de los enfermos, proveer a las necesidades de los que están desheredados en el<br />
plano de la fortuna o de la ternura humana, es como una necesidad esencial de su corazón.<br />
Ni el género de vida que llevan las Carmelitas ni el de las Visitandinas de las que había<br />
llegado ya un enjambre de Bélgica o de Francia a implantarse en los Estados Unidos,<br />
respondería a su propia vocación. Una Comunidad de Ursulinas, tal vez, como la que María<br />
de la Encarnación había establecido en el Canadá, hubiera estado más de acuerdo con sus<br />
atractivos. Y, por cierto, esos Señores de San Sulpicio conocían muy bien a las unas y a las<br />
otras. Ellos, sin embargo, conocían aún mejor a las Hijas de la Caridad, cuya Compañía había<br />
fundado el Sr. Vicente en París, en 1633.<br />
No eran, en verdad, religiosas propiamente dichas, ya que los decretos del Papa Pío V<br />
sometían inexorablemente toda vida religiosa a la estricta clausura y a los votos solemnes.<br />
Es sabido cómo Mons. de Ginebra había tenido que renunciar, bien a su pesar, a las miras<br />
que le había dictado, sin embargo, la fundación de la Visitación de Santa María, y cómo las<br />
Ursulinas mismas se habían visto obligadas, a su vez, a abandonar toda obra de apostolado<br />
que les hubiera exigido salir de sus monasterios. Con seguridad, el Sr. Vicente no se hubiera<br />
levantado contra la rigidez del derecho canónico de la época. Pero mucho menos hubiera<br />
165
tomado el partido de negar a las mujeres el derecho de consagrar sus vidas por entero al<br />
servicio de la miseria y del sufrimiento humanos, por puro amor a Jesucristo. Quien dice<br />
religiosa, dice claustrada -explica él sin tapujos- y con su fino buen sentido: No es la religión<br />
(entendida aquí como vida religiosa en sentido canónico) la que hace los santos, es el<br />
cuidado que se toman allí las personas por perfeccionarse... Lo que os hace ver que no es<br />
necesario estar encerrada en un claustro para adquirir la santidad que Dios pide de<br />
vosotras... Así pues, las Hijas del Sr. Vicente tendrán por clausura la obediencia, por rejas el<br />
temor de Dios... Ellas no harán más que votos simples, anuales, lo que no impedirá su don<br />
irrevocable en lo más íntimo de sus corazones.<br />
El Sr. Olier, fundador de San Sulpicio, había conocido personalmente al Sr. Vicente. Su<br />
encuentro en 1632 no fue fortuito. El abate de Pébrac, sin la influencia del párroco de<br />
Clichy, no hubiera comprendido, tal vez, plenamente su vocación. Entre las dos compañías,<br />
la de los Sacerdotes de la Misión y la de los Sulpicianos se habían anudado vínculos desde el<br />
origen. Un siglo y medio, lejos de desatarlos, los había estrechado más. Mientras la<br />
Revolución francesa acababa de disolver momentáneamente la Sociedad de los Sacerdotes<br />
de San Lázaro, los Hijos del Sr. Olier habían tomado el relevo ante las Hijas del Sr. Vicente.<br />
Así lo había decidido el Sr. Emery. Y cuando, en el curso del año 1797, fueron trasladados<br />
del barrio de San Martín a la calle Macons-Sorbonne, donde se reagrupaban algunas<br />
Hermanas, los despojos mortales de la Señorita Legras -a quien la Iglesia llamaría un día<br />
Santa Luisa de Marillac- los sellos de ambas, el ataúd de la Cofundadora con San Vicente de<br />
Paúl. En el proceso verbal del traslado figura la firma del Sr. Emery.<br />
Antes de dejar Francia para ir a los Estados Unidos, esos Señores de San Sulpicio habían<br />
podido ver en acción, bien en París, bien en provincias, a aquellas auténticas sirvientas de<br />
los pobres, las Hijas de la Caridad. De verse llevados por las circunstancias a orientar a esta<br />
Sra. Seton, cuya colaboración han solicitado para su obra de apostolado, hacia una forma de<br />
vida consagrada, sería muy natural que le propusieran adoptar las reglas dadas por Vicente<br />
de Paúl y Luisa de Marillac a las Hijas de la Caridad de Francia.<br />
En realidad, no es cuestión, al parecer, de establecer una comunidad en Paca Street, este<br />
verano de 1808. Lo que cada uno piensa ahora, lo que aprueba altamente Mons. Carroll, es<br />
simplemente la apertura de una casa de educación para muchachas en Baltimore. Todo<br />
comienza sin ruido, humildemente. Hay siete alumnas el primer día de clase: Ana María,<br />
Catalina, Rebeca Seton, a las que se añaden cuatro pensionistas. Pues, habiendo<br />
reflexionado, se ha convenido en que se tomarían solamente pensionistas y las alumnas se<br />
reclutarían únicamente dentro de las familias católicas.<br />
¡Siete escolares! Poca es, pero Isabel no toma menos en serio su tarea. Tiene sobre el<br />
asunto ideas, muy claras que estima su deber poner en práctica desde los primeros días. Si<br />
se abre para las muchachas una casa de educación, es preciso ser capaz de procurar, a la<br />
vez, a las alumnas, un nivel de estudios en conformidad, ciertamente, con las necesidades<br />
de la época, pero con todo la que el papel de profesor comporta de saber y de competencia.<br />
A la seriedad de los estudios profanos, a la perfección de las lecciones de arte de<br />
esparcimiento -muy en boga entonces- debe corresponder la solidez, la profundidad de la<br />
enseñanza religiosa. En cuanto a la educación, debe mirar a formar mujeres de mañana, no<br />
descuidar nada para tender a ello, y proseguirse dentro de un ambiente cristiano, amplio y<br />
sobrenatural.<br />
Te divertirías de veras -cuenta Isabel a Julia Scott- si vieras a esta vieja señora que soy yo -<br />
¡ella no tiene 34 años todavía!- sentada gravemente ante una pizarra con un corrector de<br />
problemas de aritmética o de ejercicios de gramática... Pero se trata de preparar la clase del<br />
166
día siguiente, y de hacerlo concienzudamente. Es posible que Julia haya sonreído, al recibo<br />
de la carta. Ella no deja por eso de admirar más a su amiga. Par su parte, con tacto y<br />
delicadeza, se complace en preparar paquetes. Isabel encontrará en ellos con qué renovar<br />
su guardarropa y el de sus hijos. Las prendas demasiado pequeñas del hijo y de la hija de<br />
Julia pasan así a los hijos de Isabel, evitando serios dispendios. Para ella misma será tal falda<br />
o tal prenda que, bajo un pretexto delicado, su amiga sabe hacerla aceptar. ¡Es demasiado<br />
elegante para nosotros! -protesta de primeras la interesada-. Luego se domina. Es verdad<br />
que ahora su situación, como la de sus hijos, es muy diferente de lo que lo era en la pensión<br />
Wilkes. La Sra. Seton, directora de una institución, por pequeña que sea esa institución, se<br />
encuentra obligada a mantener su rango. Así gira la rueda de la fortuna...<br />
Monseñor Carroll presta, sin embargo, una gran atención a la apertura de la minúscula<br />
escuela de Paca Street. El sabe de cuánta importancia es la educación de los hijos para el<br />
futura del país. La de los muchachos y la de las muchachas.<br />
.Mucho más, quizás, en cierto sentido, la de las muchachas que serán las madres de familia<br />
de mañana. De su influencia a la vez humana y sobrenatural depende prácticamente -el<br />
ambiente de un hogar. La primera formación cristiana se da en la familia. Los hijos quedarán<br />
marcados, sin saberlo, por lo que hayan recibido, visto, comprendido durante su infancia.<br />
Nada es pequeño en materia de educación, en el plano de la fe sobre todo.<br />
¿Tiene ya el arzobispo de Baltimore, que conocía bien a Isabel, la intuición de que una obra<br />
mucho más importante todavía está naciendo en la pequeña casa sita junto al colegio y<br />
seminario de Santa María? ¿Piensa él ya que la Sra. Seton podría estar destinada en los<br />
planes de la Providencia a ser fundadora de un verdadero instituto religioso que<br />
enjambraría un día a través de toda América? Es posible. ¿No había presentido él, desde<br />
1804, época en que Isabel, en lo más profundo de su noche oscura, parecía no poder salir<br />
jamás de ella, que una crisis tan violenta, lejos de provenir de una falta de fidelidad por su<br />
parte, podía ser, a la inversa, la contrapartida del trabajo de la gracia en ella? Allí donde el<br />
espíritu del mal se encarniza con mayor fuerza, allí está, con frecuencia, la esperanza de una<br />
obra divina contra la que el enemigo libra una batalla cerrada.<br />
Esos Señores del Seminario --comunica Isabel a Antonio Filicchi, el 20 de agosto, es decir dos<br />
meses después de su arribo a Baltimore- han propuesto darme un terrena. Se comenzaría a<br />
construir allí sobre un plano pequeño, al principio, pero que comporta la posibilidad de una<br />
ampliación. Sin duda, a primera vista, ese proyecto no implica nada más que la fundación de<br />
una casa de educación femenina que se modelaría, mutatis mutandis, sobre el colegio de<br />
Santa María. El Sr. Dubourg es un hombre de gran visión.<br />
Una carta dirigida por Isabel a Julia Scott, con fecha del 3 de octubre, tiene ya, sin embargo,<br />
otro tono. Se espera de mí que sea madre de hijas numerosas. ¿Qué es eso, sino decir que se<br />
le quiere confiar la formación de otras educadoras, de otras mujeres, que como ella,<br />
piensan en una vida de don total hecho al Señor? La misiva, en efecto, da una nueva<br />
precisión: el Sr. Babad ha encontrado recientemente, en Filadelfia, a dos jóvenes<br />
americanas que estaban a punto de embarcarse para España, a fin de abrazar allí la vida<br />
religiosa. Son Cecilia O'Conway y María Murphy. El Sr. Babad las ha detenido, en cierta<br />
manera, puntualmente. Ellas deseaban encontrar un convento que pudiera recibirlas. ¡Pues<br />
bien!, que se vayan a Baltimore, ellas serán las primeras piedras de una fundación en su<br />
propio país, con la Sra. Seton. Todo eso parece sumamente sencillo al buen Sulpiciano. Y<br />
para convencer a la Sra. Seton misma que hay ciertamente en ello una indicación de la<br />
Providencia, le endosa una referencia al versículo noveno del salmo 113: «El sitúa a la estéril<br />
de la casa como madre gozosa de sus hijos , >.<br />
167
El 7 de diciembre de 1808, Cecilia O'Conway arriba a Baltimore, adonde la ha conducido su<br />
padre. En espera de la erección de una comunidad regular, comparte la vida y el trabajo de<br />
Isabel en Paca Street. Las alumnas ya son más numerosas que el día de la apertura.<br />
Habitualmente se les juntan, por temporadas, grupos de chiquillas que vienen a prepararse<br />
para su primera comunión bajo la dirección del Sr. Babad. Cuando ve, en la capilla de Santa<br />
María, a las niñas vestidas de blanco, que se acercan, recogidas, a la Santa Mesa, Isabel<br />
experimenta una alegría profunda, exultante. Ahora gira, gira la rueda de bendición diaria -<br />
cantan los Dear Remembrances-. Pero cuán poco he progresado yo, y cuánto he pecado.<br />
Mientras tanto la bondad infinita manifestándose en seguida a partir de las peores miserias<br />
de su pobre criatura.<br />
De todo eso que parece diseñarse para una próxima futura, Isabel da parte a sus amigos de<br />
Italia. Ella se ve, por otra parte, en la obligación de tenerles al corriente de proyectos para<br />
los que su ayuda financiera se muestra indispensable. Ella se atreve, en efecto, a preguntar a<br />
Antonio, con la franqueza que le debe, hasta qué suma puede esperar...<br />
Si los correos de Baltimore, expedidos en el curso de los meses de julio y agosto de 1808,<br />
llegaron a su destina, las respuestas de Liorna, sea que estén dirigidas a Isabel<br />
personalmente o al banquero neoyorquino de los Filicchi, fecha das como están al fin de<br />
noviembre, no llegarán a los Estados Unidos sino con un año de retraso. Tales son las<br />
consecuencias del bloqueo continental de Napoleón, y el embargo sobre todos los puertos<br />
americanos con el que el presidente Jefferson ha replicado a las medidas vejatorias que<br />
multiplican entonces contra los Estados Unidos -mantenidos neutrales- los enfrentamientos<br />
de Inglaterra y de Francia.<br />
En el curso del mes de enero de 1809, no obstante, hay tres cartas más redactadas, con<br />
destino a Felipe Filicchi el 8 y el 21, a Antonio el 16. Manifiestamente, Isabel se agita un<br />
poco, hasta transcribiendo para sus amigos de Toscana el sabio consejo que le da entonces<br />
el Sr. Dubourg: ¡Paciencia, hija. Confianza en la Providencia! Ella afirma, y su afirmación es<br />
sincera que no quiere otra cosa que la voluntad de Dios. Pero a la vez trata de activar las<br />
cosas, persistiendo en pensar que, si los Filicchi han sido los instrumentas escogidos por el<br />
Señor para llevarla a la Iglesia católica, ellos lo serán igualmente para conducirla hasta la<br />
realización concreta de su llamada a la vida religiosa. Cosa en que, esta vez, se equivoca.<br />
Dios está riéndose de usted -le decía gravemente Felipe Filicchi, la víspera de su salida de<br />
Liorna, en 1805-. Aquellas palabras podría repetírselas él ahora con más razón todavía.<br />
¿Acaso iba a ser Dios corto de medios para cumplir su obra? En una carta que escribe veinte<br />
años más tarde, el 15 de julio de 1828, a uno de sus amigos, Enrique Eléves, el Sr. Dubourg<br />
cuenta, por extenso, cómo pasaron, al fin, las cosas.<br />
Las líneas dirigidas por la Madre Seton a Felipe Filicchi, en enero de 1809, impiden dudar no<br />
menos, por otra parte, que la precisión del relato mismo, que sea, en realidad, el Sr.<br />
Dubourg el autor principal de la escena.<br />
Yo no puedo fijarte la fecha de la conversión del Sr. Cooper. Ella tuvo lugar, por lo que yo<br />
puedo recordar, hacia el año 1805 -escribe, en efecto, Mons. Dubourg, que ha dejado los<br />
Estados Unidos en 1824 y ocupa, desde 1826, la sede episcopal de Montauban. Siguen dos<br />
grandes páginas que relatan cómo aquel «viejo armador y capitán de un barco de la India<br />
había pasado del perfecto escepticismo donde estaba sumergido a la religión católica, para<br />
acceder, finalmente, al sacerdocio, ayudado en su encaminamiento espiritual por el P.<br />
Hurley.<br />
Pero ya que quieres saber la parte que tuvo aquel digno neófito en el establecimiento de las<br />
Hijas de la Caridad en América -prosigue la misiva- te diré unas cuantas palabras con cuya<br />
168
fidelidad puedes contar. Esas cuantas palabras ocupan también dos páginas de gran formato<br />
con una escritura apretada. El texto de la carta es el que copió Luis Deluol, director del<br />
seminario de San Sulpicio, quien pone en él su firma -dice él- como atestación de la<br />
autenticidad del documento que acaba de transcribir. Tal documento, que la fotocopia hace,<br />
en cierto modo, revivir, no permite ningún equívoco sobre la fase singularmente<br />
conmovedora de la fundación que está próxima a realizarse.<br />
Hacía varios años que Dios llamaba de manera extraordinaria a un alma escogida para sus<br />
más grandes designios. La Sra. viuda de Seton, de Nueva York... (teniendo) la fe más viva<br />
hacia Jesucristo en el sacramento del altar, era acucia da de un atractivo por la vida religiosa<br />
que ella atestiguaba ser obra manifiesta de Dios. Pero, contrariada siempre por sus<br />
directores que le oponían sin cesar sus cinco hijos de corta edad, ella se determinó a venir a<br />
vivir a Baltimore donde tenía relaciones espirituales con un sacerdote que se ocupaba<br />
grandemente de los establecimientos religiosos.<br />
El Sr. Cooper estaba allí hacía un año en el Seminario, el uno y la otra se dirigían a ese<br />
sacerdote para la confesión. En sus frecuentes conversaciones con su director, la Sra. Seton<br />
había sabido que él pensaba hacía tiempo en el establecimiento de las Hijas de la Caridad en<br />
América. Y como tal instituto podía conciliarse con los cuidados que ella debía a su familia, le<br />
manifestó el más ardiente deseo de verlo comenzado y de ser admitida en él.<br />
Un obstáculo insuperable detenía todo proyecto. Era la falta absoluta de medios pecuniarios<br />
para echar los fundamentos de la nueva sociedad. Resolvieran orar a Dios en común para<br />
quitarlo.<br />
Una mañana del año 1808, la Sra. Seton fue a ver a su director y le dijo que -aunque tuviera<br />
que pasar a sus ojos por una visionaria- se creía obligada a someterle lo que Nuestro Señor<br />
acababa de ordenarle «con una voz clara e inteligible», después de la comunión.<br />
-Vete -le había dicho- dirígete al Sr. Cooper; él te dará todo lo que es necesario para el<br />
Establecimiento.<br />
-La cosa es posible -replica el sacerdote- pero tengo fuertes razones para Prohibirle obedecer<br />
a lo que puede ser solamente un juego de su imaginación. Si es Dios quien ha hablado, El<br />
sabrá también comunicar su voluntad al Sr. Cooper, y crea que él será dócil a su voz.<br />
Ella se retiró satisfecha. Por la noche del mismo día, el director recibió la v. ¡sita del Sr.<br />
Cooper que comenzó por atestiguar su asombro... ¿Cómo sucedía :oae no se hubiera<br />
emprendido todavía nada en favor de las muchachas cuya —fluencia en las costumbres y en<br />
la religión era, sin embargo, tan poderosa? -a lo que su interlocutor responde que «hacía 15<br />
años, daba él vueltas en su cabeza a un proyecto de ese género por el que venían orando, en<br />
Baltimore, diariamente ciertas personas piadosas.<br />
-¿Qué es, pues, lo que le detiene? -le dijo el Sr. Cooper.<br />
-La falta de medios -respondió el sacerdote-, pues un establecimiento de ese género no<br />
puede hacerse sin eso.<br />
-¡Pues bien! ¡¡Yo tengo cincuenta mil francos a su disposición para ese proyecto!!<br />
Impresionada por la coincidencia de las dos comunicaciones, el sacerdote le -preguntó si<br />
había visto aquel mismo día a la Sra. Seton, o si le había hablado alguna vez, de tal proyecto.<br />
-¡Nunca! -respondió él-. Pero ¿es que usted pensaría en la Sra. Seton para su ejecución?<br />
-Juzgue, señor, si me tocaría a mí descartarla. Ella sólo está en esa espera, y he aquí la<br />
comunicación que me ha hecho esta mañana: compárela con la que usted me acaba de<br />
ofrecer, y acuérdese que, desde hace un año que usted se confiesa conmigo, es la primera<br />
manifestación que nos hemos hecho sobre un asunto que yo creía bien lejos de sus<br />
pensamientos.<br />
169
-¡Dios sea bendito! -exclamó el Sr. Cooper.<br />
A la que añadió estas palabras dignas de notarse: -Usted no me ha dicho nada nuevo.<br />
No obstante el sacerdote no creyó deber aceptar su oferta antes del lapso de dos meses<br />
cabales que le dio para reflexionar sobre ello.<br />
Y, cuando él vino, por fin, al cabo de ese plazo, a entregarle la suma: -Señor -le dice- ese<br />
establecimiento se hará en Emmitsburg, pueblo a 18 millas de Baltimore, y de allí se<br />
extenderá por todos los Estados Unidos.<br />
A1 nombre de Emmitsburg, el sacerdote trató su plan de locura. Pero el Sr. Cooper,<br />
protestando que no quería tener ninguna influencia sobre la elección del local ni la dirección<br />
de la obra, repitió con tono seguro que se haría en Emmitsburg.<br />
Allí se hizo poco tiempo después, contra todas las convicciones anteriores de aquel<br />
eclesiástico y de la fundadora, y lo que es más asombroso, contra la oposición más<br />
pronunciada del venerable arzobispo Carroll, que no cedió sino por fuerza de las<br />
circunstancias. Tú sabes cuánta la ha bendecido Dios y propagado por todo el país.<br />
Así concluye el Sr. Dubourg, añadiendo que si el Sr. Eléves desea algunos informes<br />
suplementarios se los dará con gusto, y pone su firma: L. Guil. Ob. de Montauban.<br />
Desde el comienzo del año 1809, Isabel ha puesto ya a Felipe al corriente de los proyectos<br />
inherentes a la intervención de Samuel Cooper.<br />
Usted va a pensar, me lo temo, que la pobre mujer que le escribe tan a menudo sobre el<br />
mismo asunto tiene la cabeza al revés; pero no es por mi parte cuestión de capricho, es<br />
cuestión de deber indispensable hacerle saber, con todos los detalles, todo lo que ha pasado<br />
desde que le escribí la semana pasada... Y relata la intervención insospechada del Sr. Caoper.<br />
...Hace algún tiempo le hablaba de la conversión, en Filadelfia, de un individuo de la buena<br />
sociedad y poseedor de una gruesa fortuna. Esa conversión es tan sólida que resulta<br />
extraordinaria; y como esa persona está a punto de recibir las órdenes menores en nuestro<br />
seminario ha tomado consejo, en lo que mira a la disposición de su fortuna, ante el Sr.<br />
Dubourg, rector del colegio, sobre la eventualidad de una institución que sería fundada en<br />
favor de muchachitas de religión católica... Tiene, así mismo, un vivísimo deseo de ver<br />
extenderse igualmente ese proyecto a las adultas sin instrucción, que se podían emplear en<br />
hilar, tejer, con miras a establecer un pequeño taller que sería una buena cosa para los<br />
pobres...<br />
Es necesario de veras, prosigue Isabel, que Felipe esté al corriente de los caminos que la<br />
Providencia parece abrir ante ella, a fin de que juzgue si quiere aportar su ayuda a la obra<br />
prevista y hasta qué punto. Dado que se proyectan las dos obras, se piensa, claro está, en la<br />
construcción de dos edificios distintos. Pero, más aún, que la fundación de una casa de<br />
educación, lo que responde a las más íntimas aspiraciones de Isabel es al parecer la<br />
perspectiva de dedicarse de una manera especial a los más desheredados. Y, precisamente,<br />
antes mismo de que el Sr. Cooper haga al Sr. Dubourg sus propias confidencias, otro<br />
eclesiástico francés, el Sr. Matignon, había tenido también el pensamiento de una obra de<br />
ese género. ¿No hay en ello una coincidencia providencial? Isabel lo hace notar, con una<br />
evidente satisfacción, a sus destinatarios de Liorna, tanto más cuanto que fue Antonio<br />
mismo quien la puso en relación con el Sr. Matignon cuando estaba todavía ella en Nueva<br />
York.<br />
Ella insiste: tal obra está llamada a hacer bien, y ciertamente, si Felipe supiese hasta qué<br />
punta se la desea en Maryland, estaría presto a responder a la llamada que se le dirige. No<br />
obstante, Isabel se pone, confiada, en manos del Señor, cuya voluntad es, al fin, lo único que<br />
importa.<br />
170
El 23 de marzo de 1809, es a su amiga Julia Scott a la que expone la génesis de la fundación<br />
en curso: ... Un inglés, el Sr. Samuel Cooper, ha adquirido, a 40 millas de aquí, una granja de<br />
gran producción, en pleno rendimiento. La granja con sus dependencias ha sido puesta en<br />
manos del Sr. Dubourg para la obra proyectada. Tu amiga encontrará allí todo lo necesario,<br />
casa y subsistencia. La intención del Sr. Cooper ha sido siempre la de proveer a la instrucción<br />
y a la asistencia de los pobres, de todos los modos posibles. El sugiere instalar en la granja<br />
un taller de artesanía. He aquí lo que hay de cierto.<br />
Siguen para la amiga de Filadelfia algunas precisiones sobre la Sociedad de San Sulpicio, a la<br />
que Isabel llama, erróneamente, la Orden de los Sulpicianos. Esos Señores -explica ella- son<br />
unos «caballeros» dignos en todo punto de consideración y de respeto. Ellos han<br />
establecido, precisamente, un colegio y un seminario, en el valle de Emmitsburg, donde se<br />
encuentra la granja en cuestión. El decano de los Sulpicianos reside allí de manera habitual.<br />
Así pues -concluye Isabel- estaré siempre bajo buena tutela. Esos Señores tendrán cuidado<br />
de mí, considerándome como un miembro de su familia, y yo no puedo privarme de desear<br />
vivamente ser lo bastante dichosa en merecer conservar siempre su amistad.<br />
Las cosas, a decir verdad, no van a ser tan sencillas como se las imagina ahora Isabel. Para<br />
que uno de los Señores de San Sulpicio asuma, en realidad, el cargo de superior de una<br />
comunidad femenina, será necesario obtener una de rogación en la regla de San Sulpicio.<br />
Los sacerdotes de la Compañía, dedicados exclusivamente a la formación de los clérigos, no<br />
asumían de ordinario en absoluto responsabilidades tales que les apartasen de su fin<br />
propio. ¿Tal forma de considerar las cosas era válida para los países de misión, como era<br />
considerado entonces Maryland? Una cuestión más, que no encontrará de primeras su<br />
solución.<br />
En esa misma carta, no obstante, Isabel hace a Julia Scott una confesión de una importancia<br />
manifiesta. Si se le confía tan sólo, con la posibilidad de llevar una vida religiosa auténtica, la<br />
dirección de una casa de educación destinada a muchachitas de la clase acomodada, eso<br />
bastará para dejarla satisfecha... Pero -insiste ella- en cuanto a hablar de la alegría de mi<br />
alma con la perspectiva de poder ocuparme de los pobres, de visitar a los enfermos, de<br />
consolar a los que están apenados, de vestir a los niños y ¡enseñarles a amar a Dios!<br />
¡Entonces, ahí, es preciso que me detenga!<br />
Hacer conocer, amar y servir a Jesucristo a los pobres y a los niños, tal había sido, dos siglos<br />
antes, el ideal mismo de Luisa de Marillac, viuda, también ella, y madre de un hijo, cuya<br />
educación tenían aún que asegurar. Era la mujer a quien Vicente de Paúl había hecho la<br />
superiora de las primeras Hijas de la Caridad de Francia. Que hubiera o no tenido ya en sus<br />
manos Isabel la Vida del Sr. Vicente y la de la Señorita Legras, es evidente que ella entra<br />
desde este momento como a pie llano en el espíritu de la Compañía de las Hermanas de San<br />
Vicente de Paúl. Pero es preciso esperar la hora de la Providencia. Del Sr. Vicente a Luisa de<br />
Marillac son, precisamente, estas palabras tan llenas de buen sentido humano y<br />
sobrenatural a la vez: ¡Por Dios, hija mía, que hay grandes tesoros escondidos en la santa<br />
Providencia y aquellos que la siguen y no se imponen a ella honran soberanamente a<br />
Nuestro Señor!<br />
El 25 de marzo de 1642, la Señorita Legras y sus cuatro compañeras habían pronunciado, en<br />
París, los tres votos de pobreza, castidad y obediencia por un año. El 25 de marzo de 1809,<br />
Isabel Seton hacía al Señor el don idéntico de sí misma. Para ella, la fiesta de la Anunciación<br />
era algo más que el recuerdo litúrgico de la Encarnación. Era el aniversario del día en que,<br />
cuatro años antes, ella había recibido por primera vez el Cuerpo de Cristo, en la pequeña<br />
parroquia de San Pedro, en Nueva York.<br />
171
Ahora -anotarán los Dear Remembrances- la idea del Sr. Cooper de una escuela para niñas<br />
pobres... Los esfuerzos incesantes del Sr. Dubourg por hacerla realidad. Y transcribe el<br />
nombre de sus primeras colaboradoras de Baltimore: Cecilia O'Conway, María Murphy,<br />
Susana Clossy y María Ana Butler. Ninguna fecha, en la hoja, respecto a lo que evocan estas<br />
líneas. Se trata, en realidad, de la toma de hábito oficial de las cinco primeras Hermanas de<br />
la Caridad de América.<br />
La ceremonia ha tenida lugar a puertas cerradas, al parecer, pero ha tenido que ser<br />
presidida por Mons. Carroll, con una discreción y una sencillez buscadas, el 31 de mayo, en<br />
la capilla de Santa María. El hábito es, poco más a menos, el que había adoptado la Sra.<br />
Seton el día siguiente de la muerte de su marido. El traje de luto que ella se había mandado<br />
hacer en Liorna, en diciembre de 1803, y que llevaban entonces las viudas de Toscana, ha<br />
parecido a la vez lo bastante sencillo y adecuado para ser adoptado como uniforme que<br />
distinguiría en adelante, a los ojos de todos, a las «Hermanas de la Caridad de América» ¿No<br />
habían llevado, primitivamente, las Hijas del Sr. Vicente el traje de las campesinas de la Isla<br />
de Francia?<br />
Isabel vuelve, pues, a tomar, como sus cuatro compañeras, la falda negra, amplia y larga, el<br />
corpiño del mismo color que recubre una esclavina, dejando aparecer un alzacuello blanco<br />
almidonado que cierra el cuello. Ella ha mandado añadir un cinturón del que pende un<br />
rosario. Tres frases de la Sagrada Escritura y que son las divisas debidas a los Hijos e Hijas de<br />
San Vicente, los Sacerdotes de la Misión y las Hijas de la Caridad, serán grabadas, si no<br />
desde este 31 de mayo de 1809, al menos unos años más tarde, sobre la cruz del rosario y<br />
sobre el anillo que los engarza:<br />
Caritas Christi urget nos -La caridad de Cristo nos apremia (2 Cor 5, 14). Pauperes<br />
evangelizantur -Se anuncia la Buena Noticia a los pobres (Mt 11, 5). Cor unum et anima una<br />
-Un solo corazón, una sola alma (Hch. 4, 32).<br />
Tomadas del Evangelio de San Mateo, de la segunda Carta de San Pablo a los fieles de<br />
Corinto y de los Hechos de los Apóstoles, esas tres frases lapidarias resumen todos los fines<br />
del nuevo Instituto. Pues es ciertamente un nuevo Instituto que acaba de nacer en la Iglesia<br />
de Dios, este 31 de mayo de 1809, el primero de los Institutos religiosos nacidos en la Iglesia<br />
de América. Pequeña semilla, grano de mostaza minúsculo que llegará a ser un árbol con<br />
ramificaciones pujantes, y cubrirá con su sombra el inmenso territorio del Nuevo Mundo.<br />
Después de algunos titubeos, todas las Hermanas llevaron pronto por igual la cofia negra de<br />
las viudas de Toscana.<br />
El Sr. de Cheverus envió a la Madre una carta de paternales felicitaciones v de vivos alientos<br />
para la obra tan felizmente comenzada. Isabel, confiesa, por su lado, que al oírse dar desde<br />
ahora el afectuoso apelativo de MADRE con el que por doquier se la saluda, experimenta<br />
una emoción profunda.<br />
En la fiesta del Corpus Christi, 1 de junio de 1809, las cinco nuevas Hermanas de la Caridad,<br />
arrodilladas unas al lado de otras, asisten a la misa solemne cantada en la capilla del<br />
seminario, y se acercan juntas a la Sagrada Mesa. Es la consagración oficial de su toma de<br />
hábito de la víspera. Todos desde ahora saben lo que tienen derecho a esperar de su<br />
efectiva caridad.<br />
Fiesta de la «Anunciación» Fiesta del «Corpus Christi». Tan íntimamente vinculadas entre sí.<br />
Dios hecho hombre. Dios entre nosotros. Cristo, Verbo encarnado, Cristo, pan de vida.<br />
Así canta, con admiración sorprendida, uno de Santo Tomás de Aquino para la fiesta del<br />
Corpus.<br />
172
Anunciación, fiesta del Corpus Christi. Esas dos fiestas serán desde ahora separables en el<br />
recuerdo y en la gratitud de Isabel Seton.<br />
Ahora, gira, gira la rueda de bendición diaria...<br />
20.- LAS MONTAÑAS AZULES<br />
Señor, Tú eres mi Dios,<br />
yo te exalto y celebro tu nombre;<br />
porque Tú has ejecutado tu maravilloso designio<br />
largo tiempo madurado, real y verdadero.<br />
Is 25, 1-2<br />
En la carta dirigida el 23 de mayo de 1809 desde Baltimore a su amiga Julia Scott, Isabel,<br />
haciendo alusión a la instalación próxima de su pequeña comunidad en Emmitsburg, en la<br />
finca de Fleming Farm, traza en unas líneas, no sin una candidez encantadora, el programa,<br />
tal coma se la representa, del papel de superiora, que va ser el suyo.<br />
Es cierto que voy a estar a la cabeza de la comunidad que seguirá unas reglas determinadas.<br />
Pero esas leyes, no seré yo quien las dé o quien estará encargada de obligar a las demás a<br />
observarlas. Las que las hayan abrazado y escogieran, a continuación, infringirlas<br />
encontrarán en ¡ni tan sólo una amiga para llamarlas al orden. Pera toca al Sr. Dubourg<br />
llegar a corregirlas, y hasta despedirlas.<br />
Tal afirmación dejaría suponer que, desde el 1° de junio de 1809, el Sr. Dubourg queda<br />
nombrado Superior del Instituto naciente. En realidad, es el Sr. Nagot quien asume esta<br />
responsabilidad, temporalmente al menos, ya que encargarse de una congregación<br />
femenina no cuadra con las reglas de la Compañía de San Sulpicio.<br />
La situación de los Sulpicianos, como la de entonces, en Maryland, justifica, sin embargo,<br />
una mitigación de las reglas mismas. El Sr. Nagot que es todavía Superior de los misioneros<br />
franceses ha aceptado, en efecto, convertirse igual mente en Superior de la pequeña<br />
comunidad de Hermanas, bajo La autoridad de Mons. Carroll. Pero es evidente que el Sr.<br />
Nagot, que cumplirá pronto 75 años, declina sobre el Sr. Dubourg la organización de la vida<br />
conventual, la elaboración de las primeras reglas, como las negociaciones que están<br />
entonces en curso para la transformación y arreglo de las locales de la granja Fleming,<br />
adquirida en Emmitsburg, gracias al don liberal del Sr. Cooper. Porque es ciertamente en<br />
Emmitsburg, aquel pueblo situado a 50 kms. al norte de Baltimore, donde van a instalarse la<br />
Madre Seton y sus hijas. Es en Emmitsburg, donde va a nacer verdaderamente su obra,<br />
hundiendo allí sus raíces profundas y fértiles.<br />
Un hombre de valer, que sirve prácticamente a las dos parroquias de San José y de Santa<br />
María, se ha adquirido ya allí cierto renombre. Es un sacerdote francés. Desde fines del año<br />
1808 -8 de diciembre, al parecer-, ha sido agregado a la Compañía de San Sulpicio. Se llama<br />
Juan Dubois. No tiene aún 45 años. En 1826 será el primer obispo que tome posesión de la<br />
sede episcopal de Nueva York, cuyo primer titular había muerto antes de haber podido<br />
llegar a su diócesis. Así Mons. Dubois será considerado, él también, como uno de los Padres<br />
de la Iglesia de América.<br />
Nacido en París en 1764, hizo sus estudios en el colegio Louis le Grand, teniendo por<br />
condiscípulos a Maximiliano de Robespierre y a Camilo Des.moulins. Recibió su formación<br />
clerical de los Oratorianos en Saint-Magloire, donde conoció a Juan Luis Lefebvre de<br />
Cheverus. Ordenado sacerdote en 1787 había sido nombrado canellán de las «petites<br />
Maisons», hospicio y orfelinato a la vez, que dirigían las Hijas del Sr. Vicente y que ocupaba<br />
173
el emplazamiento actual de la plaza del «Bon Marché» rebasando hasta el ángulo del<br />
bulevar Raspail y la calle de la Chaise.<br />
Por el hecho del cargo que ocupó en las «Petites Maisons», el Sr. Dubois ha podido pensar<br />
especialmente en la obra de las Hijas de la Caridad, cuyo género de vida conocía bien.<br />
Habiendo rehusado, en 1791, prestar el juramento exigido por la Constitución civil, y<br />
considerado, desde entonces, como refractario, se embarcó en el Havre, provisto de unas<br />
cartas de recomendación firmadas por La Fayette. Anenas desembarcado en los Estados<br />
Unidos es recibido allí por André Jackson, futuro presidente, y de él, se ganará, más tarde,<br />
este juicio halagador: «El Sr. Dubois es el hombre más fino y más cultivado que yo haya<br />
encontrado jamás».<br />
Encargado por Mons. Carroll de las «congregaciones», es decir, de las parroquias católicas<br />
establecidas en Maryland, lleva, durante más de quince años, la vida de misionero<br />
itinerante, obligado a recorrer millas y millas para tomar con tacto con sus ovejas,<br />
diseminadas en un territorio inmenso. Porque entre las ciudades de Baltimore y de San Luis,<br />
no habrá, en los primeros tiempos al menos, más curas que él. Emmitsburg era una de las<br />
postas donde habitualmente se detenía para tomar aliento en medio de su periplo fatigable.<br />
Allí encontraba a veces a uno que otro de los Sulpicianos franceses y era recibido por ellos<br />
en Baltimore. ¡Por qué no juntarse a ellos? ¿Totalmente? Pide su admisión en la Compañía.<br />
En ella es recibido en 1808. Por providencial que sea esta admisión, no es, menos un error<br />
de cambio de agujas. En 1824, el Sr. Dubois recobrará su libertad, no por una menor<br />
exigencia en el servicio del Señor, sino a fin de entregarse con un sentido un poco diferente<br />
a la vida misionera, tal como ella se le presenta, concretamente. No obstante, a pesar de no<br />
estar todavía ligado a la Compañía, él acaba de abrir por sí mismo una escuela de<br />
muchachos en Emmitsburg. La escuela responde allí a una necesidad evidente. Los<br />
comienzos parecen prometedores. En cuanto el fundador se hace miembro de San Sulpicio,<br />
la escuela va a transformarse en colegio-seminario, sobre el modelo del colegio Santa María<br />
de Baltimore. El seminario menor que los Sulpicianos habían establecido, unos años antes<br />
en Pensilvania, en Pigeon Hill, es trasladado pronto a Emmitsburg.<br />
El Sr. Dubois es dinámico, emprendedor. Roturar, construir, fundar, responde a las<br />
necesidades de este hombre de acción, presto siempre a formar nuevos planes, pero<br />
también a realizarlos sobre el terreno sin contar con su dificultad. Crear de punta a cabo un<br />
nuevo centro de apostolado en Maryland no es para espantarle. El es capaz de asumir las<br />
tareas más diversas, por turno y hasta simultáneamente: arquitecta, albañil, profesor,<br />
rector, párroco, catequista... ¿ES siempre un excelente administrador financiero?<br />
Tendríamos derecho a dudarlo si hacemos caso al menos, de las cartas escritas por sus<br />
cohermanos entre 1816 y 1820. Pero es entonces una época crucial para el futuro de la obra<br />
establecida en Emmitsburg y quizás era preciso jugar el todo por el todo.<br />
Parecería, sobre todo, a juzgar por el conjunto de la vida del Sr. Dubois, que él no era un<br />
temperamento para plegarse a una disciplina como la de San Sulpicio. Tenía necesidad, para<br />
actuar y para llevar a cabo bien las empresas a las que no se lanzaba a la ligera, de tomar sus<br />
iniciativas, sus responsabilidades. Capaz de asumir riesgos que algunos llamaban temeridad,<br />
y que no eran en él sino la expresión de una osadía de buena ley, apoyada en una confianza<br />
sobrenatural auténtica, resulta, además, un tanto original.<br />
Ingresado en la Compañía a los 40 años pasados, no llegará jamás a meterse en un<br />
reglamento que él respeta pero que supone para él una traba más que un medio de<br />
perfección. «Está por la demás muy unido a San Sulpicio -dirá de él el Sr. Bruté de Rémur, el<br />
20 de agosto de 1815- y desea verse en regla con su vocación». Pero, justamente, su<br />
174
vocación no es con toda claridad la de un Sulpiciano, de un Sulpiciano de comienzos del siglo<br />
XIX por lo menos.<br />
Hombre de buen sentido, directo, jovial, va derecho al fin. Choca con sus cohermanos, y<br />
entre ellos las que le aman y aprecian es sobre todo por la forma desenvuelta con que juzga<br />
los prejuicios de la época, las clases (sociales), la mentalidad. Con un inconformismo que<br />
pasa entonces por revolucionario: tiene ese arte de adaptarse a cualquier situación y<br />
naturalmente haría suya la expresión del apóstol: «Me hago judío con los judíos, a fin de<br />
ganar a los judíos... Me hago débil con las débiles a fin de ganar a los débiles. Me hago todo<br />
a todos 3 fin de salvar a toda costa a algunos..." (1 Cor 9, 20-22).<br />
Tranquilamente da cuenta a sus superiores de lo que ha decidido y realizado: «He hecho<br />
construir un puente de piedra para salvar un barranco por donde era menester pasar para<br />
acarrear la leña de la montaña... He comprado a buen precio dos negras de las que una es<br />
mi cocinera, plaza de la que es demasiado difícil que un blanca de este país quiera<br />
encargarse... ». Dos cartas de este género llegadas a París entre 1810 y 1820, podían hacer<br />
bramar a unos espíritus timoratos. Tales actuaciones pasaban efectivamente en Francia por<br />
extravagantes, cuando nadie se ofuscaba en los Estados Unidos, en la misma época.<br />
Misionero en América, el Sr. Dubois comprendía por instinto que él no debía inculcar a los<br />
americanos, una mentalidad europea, sino todo al contrario esforzarse por entrar él en sus<br />
maneras de ver, de juzgar y de obrar. Es en lo que él estaba adelantado un siglo al menos<br />
sobre su tiempo.<br />
El pueblo de Emmitsburg existía hacía ya más de veinte años. Su fundación remontaba al<br />
año 1786. Una pequeña iglesia, dedicada a San José, había sido construida allí desde 1793,<br />
lo que llevaría a probar que los primeros colonos eran católicos. La población de 1808<br />
contaba varios centenares de habitantes, irlandeses, sobre todo, y alemanes, a los que se<br />
unían los negros, libres o esclavos, con sus familias. Casi un cincuenta por ciento eran<br />
católicos romanos. Entre los demás se codean luteranos, presbiterianos, episcopalianos,<br />
cuáqueros y metodistas. El grupo de católicos domina por su unidad. Emmitsburg ha<br />
servido, además, hace tiempo, de campo de base, se dirá habitualmente, a los misioneros<br />
del Maryland y de Pensilvania. En 1808 a pesar de que haya en el pueblo un párroco<br />
residente, de edad y sin gran competencia, el Sr. Dubois asume prácticamente la<br />
responsabilidad de la parroquia de San José. Aunque el lugar no sea muy conforme, existe<br />
no obstante, una segunda iglesia al otro lado del valle, al oeste. Un santuario había sido<br />
construido de madera al pie de la montaña de Santa María, consagrada muy naturalmente a<br />
la Madre de Dios, ya que, según la leyenda extendida a través del país, uno de los primeros<br />
colonos Guillermo Elder, había dedicado precisamente a la Virgen la montaña y el terreno<br />
del que él y los suyos acababan de tomar posesión. En 1808, los católicos de Emmitsburg<br />
habían construido para el Sr. Dubois una especie de chalet de troncos. Dos años más tarde,<br />
una nueva iglesia, Santa María, construida en ladrillo, reemplazaba la primitiva y se erguía<br />
no ya en declive sino sobre la pendiente misma del montículo y figurando, por este hecho,<br />
dominar el pueblo cuyo campanario apunta en medio de las casas que se agrupaban en<br />
torno a la parroquia.<br />
Un dibujo a pluma del Sr. Bruté de Rémur, conservado en los archivos de los Sulpicianos de<br />
París, ha fijado con una extraordinaria precisión la topografía de los lugares y la situación<br />
respectiva de los edificios que, desarrollándose poco a poco en torno al pueblo de San José,<br />
le dieron, en 1820 su fisonomía propia. Al nordeste encaramado en la cima de una colina<br />
cubierta de árboles el pueblo primitivo domina el valle. Un puente de madera, echado sobre<br />
el pequeño río Santo Tomás -Tom's creek-, especie de torrente de montaña, da acceso a las<br />
175
laderas de la montaña de Santa María. Río arriba, un molino, cuya rueda hacen girar las<br />
aguas. Los dos edificios del colegio y del seminario, separados uno del otro, se elevan a una<br />
y otra parte de otra pequeña corriente de agua que cruzan tres puentes, de los que uno es<br />
sin duda el puente de piedra que hizo construir el Sr. Dubois. El camino serpentea en<br />
seguida, trepando hasta la iglesia de Santa María.<br />
Al este, en el valle, al pie de San José se elevarán pronto los edificios de la comunidad de las<br />
Hijas de la Madre Seton. En este año de 1808 el terreno perteneciente a Fleming Farm no<br />
está quizá enteramente roturado. Las laderas de las colinas, y las riberas del río Santo<br />
Tomás, están llenas de árboles. El roble -white oak- es el árbol del Maryland, como la<br />
oropéndola -Baltimore oriolees su pájaro y la margarita amarilla de corazón negro -blackeyed-Susan-<br />
su flor y su emblema. A la sombra de los grandes robles, a través de las<br />
praderas, abundan las flores y los pájaros no acaban de dar sus conciertos en los sotos y en<br />
los claros de bosque. La descripción bíblica del Salmo 103 parece evocar un lugar semejante<br />
a Maryland.<br />
En los barrancos Tú haces brotar las fuentes, ellas corren por medio de las montañas, ellas<br />
abrevan todas las bestias de los campos. Los onagros, sedientos, las esperan...<br />
El ave del cielo anida junto a ellas bajo el follaje alza su trino.<br />
Ps 103, 11-12<br />
La cadena de las Montañas Azules -the Blue Ridge- tanto la más próxima, como la más lejana<br />
sirve de fondo de cuadro a las colinas, al pueblo, de una y otra parte del valle, y se concibe<br />
que los habitantes a Emmitsburg, hablen indiferentemente de la Montaña o del Valle, para<br />
designar el sitio maravilloso donde el Sr. Dubois había preparada, sin saberlo, la cuna de la<br />
primera congregación americana.<br />
Tan pronto como Fleming Farm House esté dispuesta para recibir a las Hermanas y a las<br />
alumnas a ellas confiadas, es claro, que la Madre Seton y su comunidad dejarán Baltimore<br />
por Emmitsburg. La marcha está prevista para la segunda quincena de julio. No obstante, el<br />
12 de junio, llegaban a Paca Street Cecilia y Enriqueta Seton. De no haber dependido más<br />
que de ella, Cecilia se hubiera juntado a su cuñada hacía tiempo. ¿No había solicitado ella su<br />
admisión entre las primeras compañeras de la fundadora? ¿No tenía, ella también que haberse<br />
vestido el hábito de las Hermanas de la Caridad de América con Cecilia O'Conway,<br />
María Murphy, Susan Clossy y María Ana Butler, aquel 31 de mayo de 1808? En realidad, era<br />
el lado por el que, al parecer, debía venirle la ayuda más eficaz para responder a una<br />
vocación cierta, donde Cecilia había encontrado los mayores obstáculos.<br />
Deseoso de abrir en New York una escuela para las muchachas, el director de Cecilia, P.<br />
Antonio Kohlmann, S. J., lejos de favorecer la marcha de la joven, no había cesado de<br />
ponerle trabas. Para impedir a Cecilia llegar a Baltimore, él encontraba razones que hacer<br />
valer, pareciendo ignorar a la vez el deseo de su penitente y la situación imposible que, de<br />
nuevo, era la suya en New York. Jaime Seton desaprueba abiertamente el proyecto de la<br />
escuela proseguido por el Padre Kohlmann. Los Ogden y los Farquhar persisten en llevar<br />
contra la cuñada de Isabel una lucha diaria, que, a la larga, se revela agotadora para Cecilia.<br />
Hasta tal punto que la Sra. Seton ha creído deber suyo dar cuenta de ello a Mons. Carroll<br />
mismo. Pero es prácticamente imposible para el arzobispo oponerse abiertamente a los<br />
proyectos del viejo jesuita alemán, elegido él también para ponerse al servicio de la diócesis<br />
americana. La Madre Seton es demasiado fina para no comprenderlo. Dios hará caer -ella<br />
está persuadida de ello- todos los obstáculos que se oponen al presente a la vocación de<br />
Cecilia, a la hora que El tiene marcada. Pesada, sin embargo, sigue siendo la prueba de la<br />
joven. Isabel lo sabe y, maternalmente, se esfuerza con sus cartas en animarla y sostenerla,<br />
176
maravillada de ver al mismo tiempo, hasta que punto se ilumina y se transforma en el crisol<br />
de la prueba, el alma sencilla y fiel de Cecilia.<br />
Tú triunfarás -le dice ella ya el 8 de agosto de 1808- pues es Jesús quien combate por ti... El<br />
no abandonará un instante ni sufrirá que el menor mal se<br />
te acerque. Si no puedes llegar al redil protector que te aguarda El te lo hará en su propio<br />
regazo hasta que tu tarea sea cumplida. ¡Qué dulces deben de ser tus tratos con el Espíritu<br />
divino cuando en tu corazón no obstante tan inexperto, tan ignorante, pone la ciencia de los<br />
santos. Tu pobre hermana te pide ruegues por ella. Yo estoy en el reposo, mientras que tú<br />
escalas la cumbre del sufrimiento... Por el momento yo estoy recibiendo cada día y a cada<br />
hora más preciosos consuelos, no con la dicha entusiasta que -tu ya lo sabes- he<br />
experimentado ya, sino dulcemente ofreciendo renunciar a ellos con agradecimiento en el<br />
momento mismos de gustarlos. Tu carta será objeto de acciones de gracias y de alegría en<br />
nuestro amado Señor, más allá de todo cálculo humano... Y añade, repitiendo la frase de<br />
Teresa de Ávila: ¡Sólo Dios basta!<br />
Cecilia recibió su exeat en la primavera de 1809. Rápidos fueron los preparativos de la<br />
marcha. El 1° de junio se puso en camino. Su hermano Samuel la conduce a Baltimore.<br />
Enriqueta, su hermana, les acompaña. Durante el período particularmente penoso que ha<br />
atravesado Cecilia, Enriqueta ha conocido años de placeres y de éxitos mundanos casi<br />
ininterrumpidos. Bella, bellísima, admirada, adulada en todos los salones de la sociedad<br />
selecta de Nueva York, Enriqueta era de todos los bailes, de todas las fiestas, de todas las<br />
recepciones. Andrés Bayley Barclay, uno de los hijos nacidos del segundo matrimonio del Dr.<br />
Bayley, ha pedido su mano. Todo parece sonreírle. Y sin embargo, Enriqueta experimenta en<br />
el fondo de ella misma un vacío inexplicable. Por un momento, con Cecilia, había entrevisto<br />
otro ideal. Otros bienes estaban deparados para ella, otras alegrías, en otro plano. No que<br />
se tratara para ella de una vocación religiosa, sino de una vida espiritual profunda, más<br />
personal que la de su medio social, y cuyo deseo la había como imantado hacia el<br />
catolicismo. Ante los sarcasmos, las burlas, las amenazas de los suyos, ha capitulado. Le<br />
parece a veces que por perseguir el placer y la vida fácil ha perdido la felicidad. Andrés<br />
Bayley acaba de partir, sin ella, para Jamaica. El debe volver a Nueva York durante el verano<br />
para desposar a «la bella Enriqueta» y llevarla con él, esta vez, a su isla lejana. ¿Volverá él?<br />
Un secreto presentimiento parece advertir a Enriqueta de la inconstancia de su novio. En<br />
realidad, Andrés Bayley es un gran inestable, como lo son prácticamente todos los hijos del<br />
Dr. Bayley, como se van a revelar pronto sus dos nietos Guillermo y Ricardo, los hijos de<br />
Isabel. Cuando los viajeros llegan a Baltimore son recibidos con los brazos abiertos por la<br />
Madre Seton. Enriqueta y Cecilia ¿no le habían sido confiadas, una y otra, diez años antes,<br />
después de la muerte de sus padres? ¿No las había ella rodeado de ternura igual que a sus<br />
propios hijos? En cuanto a Cecilia ningún problema parece plantearse. Ella se convierte<br />
inmediatamente en Sor Cecilia y tiene su puesto entre las otras Hermanas sin esperar<br />
siquiera a haber tomado el hábito.<br />
El Sr. Babad es entonces el confesor de la comunidad. Como se había ganado la confianza de<br />
Isabel, un año antes, el día mismo de su llegada a Baltimore, ha conquistado la de sus cuatro<br />
primeras compañeras. Ha tenido ya ciertamente con Cecilia algunas relaciones epistolares.<br />
Prueba, estas líneas dirigidas a su cuñada por Isabel, poco antes de su partida de Nueva<br />
York: Nuestro santo Padre Babad ha llorado de alegría leyendo tu carta... Naturalmente,<br />
entonces, el Sr. Babad tomará igualmente, bajo su cayado, desde su llegada, a la temblorosa<br />
Enriqueta.<br />
177
El ministerio que él ejerce ante las Hermanas responde a su celo apostólico. Podrá ser, sin<br />
embargo, que la forma como él lo ejerce no esté exenta de una nota sentimental y<br />
romántica cuyos inconvenientes no dejan de tener ciertos riesgos. Y la dirección de las<br />
almas es cosa grave y delicada.<br />
Para dispensar a sus hijas espirituales, consejos, avisos, consuelos, el Sr. Babad está siempre<br />
disponible. Ausente, las hace tener largas misivas donde se agotan las piadosas<br />
aspiraciones. A la Madre Seton le parece una cosa excelente de todo punto que el Sr. Babad<br />
se haga cargo de las dos recién llegadas, aunque Enriqueta sea y permanezca una<br />
episcopaliana. Otras, sin duda, tienen desde es:, momento sobre la misma realidad un juicio<br />
diferente.<br />
Hay para Isabel otro motivo de inquietud. Desde su llegada a Baltimore, el estado de salud<br />
de Cecilia se revela alarmante. La Madre Seton se apresura a consultar al Dr. Chatard, un<br />
médico francés, gran amigo de los Sulpicianos, excelente especialista. El diagnóstico del Dr.<br />
Chatard está lejos de ser tranquilizador. Cecilia está tocada de tisis. Si algo es capaz todavía<br />
de mantener a raya el mal, al menos por un tiempo, será precisamente el aire puro y<br />
vigorizante de las montañas. En tales condiciones, la Madre Seton adelantará gustosamente<br />
la fecha de la primera salida prevista para Emmitsburg. Pero la casa de Fleming Farm ---<br />
Stone House- no es habitable en absoluto. Es menester contar con un mes largo antes de<br />
pensar en ocuparla.<br />
Apenas avisado de la situación, el Sr. Dubois propone dejar provisionalmente su chalecito de<br />
madera a la Madre Seton. Si ella quiere contentarse con él para ella y para las tres o cuatro<br />
personas que la acompañen, él lo pone sobre el terreno a su disposición. Consultado el Sr.<br />
Nagot y el Sr. Dubourg dan su asentimiento. Así, el 21 de junio, un primer equipo se pone en<br />
marcha hacia las Montañas Azules. La Madre Seton, a quien acompaña Enriqueta y Cecilia,<br />
lleva con ella a Sor María Murphy y a su hija mayor Anina. Anina deja en realidad Baltimore<br />
a su pesar, encontrándose, por primera vez en su vida, en desacuerdo y hasta en oposición<br />
con su madre. A los 14 años y medio, la adolescente, demasiado temprano asociada a las<br />
pruebas, y a los acontecimientos que han perturbado, en todos los planos, una vida familiar<br />
inaugurada de forma tan diferente en la casa de Wall Street, en la época de su nacimiento,<br />
sueña ahora en algo bien distinto que el agreste y lejano retiro del convento de Emmitsburg.<br />
Ana María acaba de hacer en Baltimore su primera experiencia de vida personal, de vida<br />
afectiva, fuera de su hogar, impregnado cada vez más, por la fuerza de las cosas de una<br />
atmósfera conventual. Con razón o sin ella, Isabel ha decidido, sin embargo, que Anina<br />
forme parte del primer grupo que marcha a la Montaña.<br />
De no ser precisamente la crisis que atraviesa la adolescente, unida al estado de salud de su<br />
joven tía de 17 años, el viaje, proseguido durante casi tres días, por una carretera que<br />
serpentea entre las praderas y los bosques, rodea las colinas e insensiblemente gana altura,<br />
hubiera sido sólo una maravillosa salida. La, cuatro viajeras han tomado sitio en una de esas<br />
carretas de ruedas enormes de madera, las mismas que utilizaban los primeros colonos.<br />
Gruesas lonas tendidas sobre unos arcos las protegían alternativamente del sol, de las<br />
nubes de insectos, de la lluvia o de la humedad. Convoy primitivo si lo hubo, traqueteando<br />
por lo , caminos pedregosos, evoca otras andanzas, las de otra fundadora que surcaba en<br />
parecido carruaje, dos siglos y medio antes, Castilla y Andalucía, para establecer allí nuevos<br />
monasterios: Teresa de Ávila.<br />
Hemos tenido que hacer todo el camino al paso de nuestros caballos -escribe la Madre Seton<br />
al Sr. Dubourg-. Y nos hemos visto así mismo obligadas a marchar a pie casi la mitad del<br />
tiempo, excepto Cecilia... la querida enferma se divertía mucho con aquella procesión, y los<br />
178
indígenas quedaban estupefactos de vernos marchar delante del vehículo. Los perros y los<br />
cerdos iban delante de nosotros y las ocas, alargando el cuello en dirección nuestra, tenían<br />
aire de preguntarnos si no éramos de su familia, a lo que respondimos que sí...<br />
La llegada a Emmitsburg es un encanto. Las colinas se elevan cada vez más por encima de la<br />
inmensidad de los campos verdegueantes, mientras que en el horizonte se yerguen las altas<br />
siluetas de Blue Ridge. La admiración que Isabel siente desde el instante de su arribo la llena<br />
a la vez de alegría y de agradecimiento a Dios creador que anima con profusión tanta<br />
belleza, tanto esplendor. A esta llegada de la Madre a Emmitsburg, con cuanta fortuna<br />
parecen aplicarse las palabras proféticas de Isaías<br />
Nos alegramos y regocijamos<br />
porque El nos ha salvado,<br />
pues la mano del Señor reposa sobre esta montaña...<br />
aquí extiende sus manos<br />
como el nadador las extiende para nadar...<br />
Abrid las puertas que entre una gente justa,<br />
que guarda fidelidad,<br />
cuyo carácter es firme,<br />
que conserva la paz porque confía en Ti...<br />
Confiad en el Señor por siempre jamás<br />
porque el Señor es la Roca eterna.<br />
Is 25, 9-11; 26, 2-4<br />
Su ser entero comunica con la belleza serena y majestuosa del sitio: Estamos a la mitad del<br />
camino del cielo, confesará ella al hermano de Cecilia O'Conway. ¡La altura donde estamos<br />
es apenas creíble!<br />
Se instalan bien que mal en el chalecito del Sr. Dubois, Cecilia, tendida la mayor parte de las<br />
jornadas a la sombra de los grandes robles, cree sentirse revivir. Enriqueta y Anina la rodean<br />
de su presencia, de sus cuidados, de su ternura. Entre el chalet de madera y la casa de<br />
piedra -Stone House- hay idas y venidas continuas. El Sr. Dubois da prisa a los obreros, se<br />
une a ellos si es necesario y provee con la Madre Seton al arreglo de cada una de las piezas<br />
tau pronto como parece habitable. Ambos desean ver llegar con la mayor rapidez a1 valle a<br />
las Hermanas y a las niñas dejadas en Baltimore.<br />
El brusco trasplante de Enriqueta en un medio tan diferente a aquel donde había vivido los<br />
meses precedentes no deja de provocar en su ser, sensibilísimo, un shoc psicológico. Los<br />
consejos emotivos del Sr. Babad recibidos en Baltimore han hecho renacer en su corazón<br />
angustiosas preguntas. Hace algunos años, ella se había encarada, como Cecilia, con la<br />
posibilidad de hacerse católica. Muchas cosas la atraían entonces que vuelven a cobrar<br />
ahora un relieve nuevo. Pero ella está en vísperas de casarse con Andrés Bayley, un<br />
episcopaliano. ¿Cómo podría conciliar aquel matrimonio con una profesión de fe católica?<br />
Los matrimonios mixtos estaban muy lejos, entonces, de ser considerados par la Iglesia<br />
como un hecho posible. Y, mientras ella se siente desgarrada entre el atractivo que<br />
experimenta por la religión católica y el amor a su novio que se encabritará inevitablemente<br />
frente a tal decisión, ella recibe una carta de Jamaica que acaba por perturbarla. Andrés<br />
Bayley, cuyo inminente retorno esperaba, prometido para el fin del verano, al que debía<br />
seguir su matrimonio, le hace saber caballerosamente que ha cambiado de parecer. El ha<br />
decidido -le anuncia- permanecer en Jamaica unos ocho o diez años. Que si «la bella<br />
Enriqueta» consiente en tener paciencia todo ese tiempo, él volverá para desposarla en los<br />
años futuros. El golpe es rudo, no solamente para el corazón de la novia, sino también para<br />
179
su amor propio. ¿Cómo reaparecer desde ahora en los salones de Nueva York sin ser la<br />
irrisión de todos? La afrenta que le inflige el joven hiere a Enriqueta como un latigazo.<br />
Abatida tanto de dolor como de despecho, toma la decisión orgullosa de permanecer en el<br />
convento de Emmitsburg junto a Cecilia e Isabel. ¿Pero con qué título? Ella no forma parte<br />
de la Iglesia católica. Desde entonces, puede vérsela cada día llevando por los sotos y a la<br />
largo de las praderas su romántico desencanto que la mina físicamente con una profundidad<br />
que nadie, en su entorno, es capaz de descubrir. «Que pocas cosas hacían falta a su<br />
fantasía... El musgo que temblaba al soplo del norte sobre el tronco del roble, una roca<br />
solitaria, una laguna desierta donde el junco marchito murmuraba...». Cuando su hermana y<br />
su cuñada la acompañaban en su paseo, y se detenían un momento en una de las dos<br />
iglesias del pueblo, Enriqueta se negaba a entrar con ellas, y rumiando su pena y su angustia<br />
las aguardaba fuera. Luego, un día, la crisis estalla con una decoración digna de René de<br />
Chateaubriand. Isabel, al salir de la iglesia, encuentra a Enriqueta en lágrimas, medio<br />
desesperada. -¿Por qué lloras?<br />
-¡Ay! ¿Por qué?, ¿por qué no puedo entrar yo a la iglesia con vosotras? -¿Y por qué no<br />
entras, si lo deseas?<br />
Llega el 21 de julio, víspera de Santa María Magdalena. Mañana será el día del santo de<br />
Enriqueta cuyo segundo nombre de bautismo es el de la pecadora convertida. «Celebraré<br />
ese día la misa por usted» -le ha escrito el Sr. Babad El Sr. Dubois en el Monte Santa María le<br />
hace la misma promesa. Tarde, por la noche -son más de las diez- Enriqueta salió de la casa,<br />
en búsqueda de soledad, «atormentada y como poseída por el demonio de su corazón". Ella<br />
se deslizó furtivamente, gracias al claro de luna, hasta la iglesia -escribirá Isabel, que la<br />
descubre pronto allí-, en el más profundo silencio, los brazos cruzados sobre el pecho, los<br />
rayos de la luna jugando sobre su rostro pálido... La Madre Seton se aproxima. Con<br />
Enriqueta recita el Salmo MISERERE y el TE DEUM, que desde su infancia habían sido<br />
nuestras oraciones de familia, a pesar de que las lágrimas corren por las mejillas de la joven.<br />
Ellas salen al fin, vuelven a tomar juntas el camino que las lleva a la casa. Bajando de la<br />
Montaña, Enriqueta deja estallar su corazón:<br />
-Se acabó, hermana mía, yo soy católica. La cruz de nuestro amado Señor, he ahí lo que<br />
desea mi alma. ¡Ya no tendré reposo hasta que El sea mío! Conversión sincera, sí.<br />
Resolución excesivamente emotiva, llamarada de sensibilidad de la que se puede temer que<br />
se extinga tan súbitamente como se encendió. Isabel, no obstante, se apresuró a dar cuenta<br />
tanto a Mons. Carroll como al Sr. Dubourg. De común acuerdo, el arzobispo y el sulpiciano<br />
deciden alertar al Sr. Babad, entonces en lejana correría misionera, comprometiéndole a<br />
venir personalmente a acoger sin dilación a su penitente en el umbral de la Iglesia católica.<br />
Con esta noticia, Enriqueta, que sentía ya debilitarse su decisión, se rehace de súbito. Tan<br />
lúcidamente, tan razonablemente como ella puede, se sitúa de nuevo ante el problema de<br />
su vida. A1 final del mes de agosto hace resueltamente su petición oficial. A mitad de<br />
septiembre está de vuelta en Baltimore. El 24, fiesta de Nuestra Señora de la Merced,<br />
Enriqueta, habiendo hecho días antes su profesión de fe, recibe su primera comunión.<br />
Luego vuelve a Emmitsburg, llevando en recuerdo de aquel día un poema ardiente que le ha<br />
dedicado su padre espiritual.<br />
Por importante que haya sido objetivamente, por sensible que fuera al corazón de Isabel, la<br />
entrada de Enriqueta en la Iglesia católica, orquestada con complacencia por el sobrino del<br />
Sr. Babad, no había sido, con todo, más que un incidente sin resonancia directa sobre la<br />
fundación de la comunidad de Emmitsburg. De no ser que el romanticismo de la joven,<br />
unido a la actitud misma del Sr. Babad en la circunstancia, hubiese dado la papirotada inicial<br />
180
a una serie de malentendidos y de dificultades que la Madre Seton será la primera en sufrir.<br />
Patrocinando por entero a su joven cuñada, Isabel se entregó activamente al arreglo de<br />
Srone House, ayudada del valioso concurso del Sr. Dubois.<br />
Desde fines de julio, algunos días sin duda después de Santa María Magdalena, el segundo<br />
equipo, dejando Paca Street, se pone, a su vez, en marcha hacia el valle. A las primeras<br />
reclutas se han juntado otras dos Hermanas, Catalina Mullen y Rosa Landry White.<br />
Rosa ha conocido, primero, como Isabel, la vida conyugal y la alegría de la maternidad. Su<br />
matrimonio, en verdad muy precoz, con un capitán de barco, gran amigo de su padre y<br />
mucho mayor que ella, dio que hablar por mucho tiempo a los habitantes de Baltimore.<br />
Rosa tuvo dos hijos, un muchacho y una muchacha, muy pequeños todavía cuando su<br />
marido pereció en el mar. Poco tiempo después, Rosa perdió a su hija. No le quedaba más<br />
que su hijo, y, en su corazón un vivo deseo de vivir para Dios sólo y de dedicarse en favor de<br />
los desheredados. El Sr. David la dirigió hacia el Instituto en formación de Baltimore. Ella es<br />
la decana en edad, dejada aparte la fundadora. Más que las otras, experiencia, y también un<br />
sentido maternal de la educación. A ella confió, sin dudarlo, Isabel el grupo de las Hermanas<br />
dejadas en Paca Street. Y a ella incumbe ahora la responsabilidad de conducirlas hasta<br />
Emmitsburg. Ella ha leído las obras de Teresa de Ávila y va a ser el encanto de las largas<br />
horas del viaje, contando a sus compañeras las aventuras de las Fundaciones. Guillermo y<br />
Ricardo integran también este segundo viaje. El Sr. Dubois les contará en adelante en el<br />
número de los alumnos del Monte Santa María. Dos chiquillas igualmente alumnas de las<br />
Hermanas en Baltimore son confiadas por sus familias a Sor Rosa White. Ellas serán las<br />
primeras alumnas de Emmitsburg. Este mes de julio o al comienzo de agosto -al parecer-<br />
llegarán a su vez Kate y Rebeca. Sin precisión de fecha, los Dear Remembrances evocan la<br />
alegría de su madre, que corre una noche a su encuentro a través del bosque.<br />
El 31 de julio de 1809, fiesta de San Ignacio de Loyola, comienza en Emmitsburg la vida de<br />
comunidad. La fecha será celebrada desde ahora cada año por las Hijas de la Madre Seton. A<br />
decir verdad, la instalación en Stone House tiene más bien trazas de campamento. La casa<br />
resulta demasiado pequeña para las veinte personas que deben habitarla. Ni camas en<br />
número suficiente, se contentan con colchones tirados en el mismo suelo. El Sr. Dubourg<br />
que ha querido presidir la instalación de la comunidad, tiene que subir al pueblo a pedir<br />
prestada la vajilla que falta para la primera comida. Comida frugal, aunque substanciosa,<br />
como lo serán todas las demás. Entre los primeros consejos que el sulpiciano da a las<br />
Hermanas queda consignado el de cultivar sin tardanza un plantío de zanahorias, pues el<br />
«café» de zanahorias será su ordinario.<br />
No importa. El gozo radiante, sobrenatural, de las fundaciones es lo bastante vivo, lo<br />
bastante profundo sobre todo, para que las privaciones, como la falta de comodidad, sean<br />
tomadas por todas con una efectiva alegría. Aquellas mujeres, no obstante, aquellas jóvenes<br />
de América han sido, casi todas, educadas en un bienestar cercano a veces al lujo. Pero<br />
ninguna de ellas dejaría ahora de buen grado su puesto y para el cántaro de agua, la<br />
limpieza de legumbres, el fregado o el lavado, la situación de Stone House hace a veces<br />
fatigosas las tareas domésticas más simples. Así, falta el agua en la casa. Si el pozo de agua<br />
potable está bastante cerca, es al río, distante varios cientos de metros, cuesta arriba, claro<br />
está, adonde habrá que ir para hacer la colada. Nada de lavadero, ni siquiera rudimentario.<br />
De rodillas a la orilla de Tom's Cr'eek, las Hermanas la sacarán lo mejor posible pero no sin<br />
agujetas. Deberán volver a subir en seguida penosamente la ropa húmeda y pesada hasta<br />
los linderos inmediatos de la casa para ponerla a secar.<br />
181
Son ahora nueve las postulantes, desde que una joven de Emmitsburg, Sally Thompson, ha<br />
solicitado su admisión en la comunidad.<br />
En el mes de agosto de 1809, al día siguiente de la instalación de la Madre Seton y de sus<br />
Hijas en Stone House, el Sr. Nagot, que alcanza sus sesenta y seis años, declina el cargo de<br />
superior que ejercía al frente de la Comunidad en favor del Sr. Dubourg, entonces prefecto<br />
del Colegio de Santa María de Baltimore. Todo parece en excelente camino. Se organiza<br />
inmediatamente la vida de comunidad mientras las Hermanas preparan con entusiasmo la<br />
primera apertura escolar de la casa de educación, que, al fin de verano, abrirá sus puertas a<br />
las muchachas en Emmitsburg.<br />
Los cargos se reparten según las aptitudes de cada una. Sor Rosa es nombrada asistenta, Sor<br />
Ketty ecónoma, Sor Cecilia Seton secretaria y maestra de clase, Soy Sally, que es la única<br />
que ha vivido ya muchos años en el valle, cumplirá las funciones de previsora. Cada una de<br />
las Hermanas ha conservado su nombre de bautismo y la Madre Seton no tiene ninguna<br />
dificultad en adoptar el diminutivo de ese nombre de uso más frecuente en los Estados<br />
Unidos que entre nosotros, y que parece más afectuoso.<br />
Con el Sr. Dubourg establece un reglamente que entra de inmediato en vigor, al menos a<br />
título de ensayo y hasta la apertura de las clases. Se levantan a las cinco para los rezos y<br />
oración de la mañana. Hasta otoño, será menester acudir a la única misa celebrada en el<br />
pueblo, cuando el Sr. Dubourg regrese a Baltimore, sea en San José, sea en Santa María. El<br />
trayecto es largo. Lo aprovecharán para recitar en marcha, a la ida, la primera parte del<br />
Rosario, meditando los misterios gozosos y la segunda parte, a la vuelta, meditando los<br />
misterios dolorosos. La adoración del Santísimo Sacramento, conservado en el convento<br />
mismo, tendrá, como se podía esperar, un lugar diario y privilegiado. Cada día, lectura<br />
espiritual en común, sin perjuicio de la lectura hecha en el refectorio. La Biblia tendrá entonces<br />
su lugar de preferencia. ¿Cómo no iba a inculcar, en efecto, a sus Hijas, la Madre<br />
Seton aquel gusto sabroso y viviente de la Sagrada Escritura 3 que había sido siempre para<br />
ella una fuente de alegría y confortación?<br />
Sin que razón alguna, al parecer, hubiera entrado en juego, los habitantes de Emmitsburg<br />
habían dado espontáneamente a las nuevas religiosas el nombre de Hermanas de la Caridad<br />
de San José, ya que la fundación del Instituto tomaba nacimiento en el valle de San José. El<br />
hecho está lejos de ser excepcional dentro de la historia de las fundaciones religiosas. El Sr.<br />
Dubourg, en cuanto director, e igualmente el Sr. Dubois, habían podido intervenir, sugerir<br />
tal apelativo anticipado, cuando, de la parroquia de San José de Emmitsburg, enjambraban<br />
hacia otros lugares. Pero aquellos señores de San Sulpicio dejaban germinar en ellos un<br />
proyecto cuya realización esperaban firmemente dentro de breve plazo, el de ver unir el<br />
instituto que tomaba vida entonces en Maryland -y que, con toda evidencia, la Providencia<br />
les había encomendado a ellos, sulpicianos franceses a la Compañía de las Hijas de la<br />
Caridad de San Vicente de Paúl.<br />
Después de un breve alto en Baltimore, el Sr. Dubourg volvió al valle. Trae a la comunidad<br />
una campana que acompasará en adelante con su tañido las horas de oración, de trabajo,<br />
de descanso. Trae igualmente para las Hermanas unos libros de espiritualidad escogidos con<br />
discernimiento. Después, anuncia que va a predicar un retiro. Para todas, con una o dos<br />
excepciones, un retiro resulta cosa nueva, desconocida. Una gracia de la que se quieren<br />
aprovechar a fondo. La proposición es acogida con alegría. Entre el superior francés, abierto,<br />
dinámico v las jóvenes americanas, llenas de ardor, se entabla en el curso de este retiro un<br />
diálogo sencillo, directo, enriquecedor. Cada una de las Hermanas se siente a gusto, dentro<br />
de una atmósfera de confianza recíproca que permite fundar las más bellas esperanzas.<br />
182
A los 18 años, bello sueño de una casita en la campaña para reunir allí, a los pequeñuelos de<br />
los alrededores y enseñarles sus oraciones y mantenerles limpios y enseñarles a ser buenos...<br />
Deseos apasionados por lugares semejantes que había allí en América, donde se podrían<br />
encerrar lejos del mundo, y orar para ser siempre bueno.<br />
Ese verano de 1809, el sueño de antaño se hacía realidad.<br />
21.- UNA HEBRA DE SEDA, DOS HEBRAS DE LANA<br />
Todo tiene su momento,<br />
y su tiempo todo quehacer bajo el cielo.<br />
Un tiempo el nacer,<br />
y un tiempo el morir;<br />
un tiempo el plantar,<br />
y un tiempo el arrancar ... lo plantado.<br />
Un tiempo el llorar,<br />
y un tiempo el reír;<br />
un tiempo el gemir,<br />
y un tiempo el danzar;<br />
...Un tiempo el buscar,<br />
y un tiempo el perder...<br />
Eclesiástico 3<br />
Así toda vida humana está tejida de penas y de alegrías. Bien que todo sea gracia para los<br />
que aman a Dios, para los que se han comprometido en el camino de la unión divina y que<br />
saben descubrir siempre, en todo, y por todas partes la Providencia amorosa, indefectible,<br />
del Padre, que, mejor que nosotros, sabe lo que nos conviene. Toda obra divina, por otra<br />
parte, está marcada del sello de la cruz. Los santos lo saben, y, como lo proclama san Pablo:<br />
rebosan de alegría, en todas sus tribulaciones (2 Cor 7, 4).<br />
A la hora misma en que Isabel cree tocar por fin el puerto de silencio y de paz por tanto<br />
tiempo deseado, a la hora en que nada le quedaría ya -al parecer- sino consagrarse al Señor,<br />
ofreciéndose a El dentro de una vida de oración y dentro del servicio diario de los miembros<br />
de su Cuerpo Místico, de nuevo las pruebas están en víspera de caer sobre ella de todos los<br />
lados a la vez.<br />
Cuando Teresa de Ávila quiso establecer en su ciudad natal un monasterio de carmelitas<br />
decididas a vivir sencillamente, pero íntegramente, la regla primitiva de su orden, sabemos<br />
con qué oposición se topó de primeras. Una de las mayores pruebas de aquí abajo es la<br />
contradicción de las gentes de bien -le hizo notar entonces aquel gran amigo de Dios que era<br />
Pedro de Alcántara, san Pedro de Alcántara, como le llama hoy la Iglesia-. Esa prueba iba a<br />
experimentarla a su vez la Madre Seton.<br />
Todo parecía, no obstante, tan bien encaminado en Stone House aquel verano de 1809.<br />
Pero, apenas el Sr. Dubourg regresa a Baltimore, después de la instalación de las Hermanas<br />
en el Valle, a continuación del retiro que acaba de predicarles, en una de sus primeras cartas<br />
hace saber a la Superiora que se acaba de tomar una decisión, respecto al confesor de la<br />
comunidad. En adelante las Hermanas no deberán recurrir ya al ministerio del Sr. Babad. Ni<br />
en el confesonario, ni en el locutorio. Ni siquiera por correspondencia. Si se exceptúan las<br />
tres últimas en llegar, Rosa White, Catherine Mullen y Sally Thompson, todas las Hermanas<br />
183
de la pequeña comunidad eran, no obstante, las hijas espirituales del Sr. Babad. La<br />
interdicción bruscamente formulada por el Sr. DubourQ, sorprende a la Madre y la perturba.<br />
Ningún documento preciso permite conocer el motivo invocado por el Sr. Dubourg, en<br />
acuerdo sin duda con el Sr. Nagot, y que hubiera justificado, en la carta escrita a la Madre<br />
Seton, la decisión que él había creído su deber tomar. Resta que el Sr. Badad, tal como<br />
aparece a través de los documentos auténticos escritos por mano de los que mejor le<br />
conocieron, no debía en absoluto revelarse como el director espiritual ideal para una<br />
comunidad femenina en formación. Ciertamente Isabel no tiene entre las manos todos los<br />
datos del problema. Ella no ve, no puede ver lo bien fundado de una determinación que le<br />
parece arbitraria, lamentable sobre todo para el bien espiritual de su comunidad. Su hija<br />
Anina, sus dos jóvenes cuñadas Enriqueta y Cecilia están también personalmente muy<br />
unidas al Sr. Babad y le escriben a menudo cuando está en Baltimore. Poniendo, sin tardanza,<br />
a Mons. Carroll al corriente de la situación, ella explicita su pensamiento respecto al<br />
confesor que el Sr. Dubourg quiere suplantar. Es una persona en quien tengo la mayor<br />
confianza, y a quien soy deudora del mayor progreso espiritual. Ella quiere esperar que el Sr.<br />
Dubourg vuelva sobre su veredicto. Se hace insistente en las cartas que le dirige. Que piense<br />
que no está sólo en causa la -Madre. Ese nuevo sacrificio lo aceptaría gustosa en cuanto a<br />
ella. No cree deber suyo imponérselo a sus Hijas.<br />
El Sr. Dubourg no es hombre que reconsidere una decisión. A los ruegos de la Madre Seton<br />
él se cierra en banda. La Madre, entonces, acude de nuevo al arzobispo. Ella le manifiesta su<br />
confusión. ¿No se encuentra entre el superior eclesiástico de la comunidad y la comunidad<br />
misma como entre la espada y la pared? Inclinarse, sin comprender, ante la prohibición es -<br />
le parece- lanzar la turbación en el espíritu de las religiosas.<br />
Encima de todo esto -explica a Mons. Carroll- placía a Nuestro Señor quitarme todo la que<br />
era consolador en la devoción y privarme al mismo tiempo de todo apoyo que El me daba a<br />
manera luminosa. El pie de la Cruz ese era mi refugio. Ahora marcho derecha por la Fe... Me<br />
abandono personalmente a Dios sin cesar y comprometo a todas mis compañeras a hacer lo<br />
mismo.<br />
Esta simple confesión, en este momento preciso, tendría tal vez valor de signo, de signo<br />
importante. ¿El hipersensible Sr. Babad tan dado a ver en su propia vida, como en la de los<br />
demás, «signos», «hechos milagrosos», que manifiestan una predilección por el lado<br />
«maravilloso» de las intervenciones providenciales, había sido capaz de conducir a la Madre<br />
Seton y a sus compañeras por el camino de la fe pura que es como lo subraya San Juan de la<br />
Cruz «el medio más próximo y más proporcionado para unir el alma a Dios».<br />
Sea lo que fuere de esto, la decisión del Sr. Dubourg permanece irrevocable. Más aún, ante<br />
la insistencia de la Madre Seton, brutalmente presenta su dimisión de Superior eclesiástico<br />
de la Comunidad. En ello, una vez más, lo que los juicios aportados por sus compañeros nos<br />
enseñan de su carácter, tan pronto a cortar, a decidir, incisivamente, permite con el decurso<br />
de la historia, concebir mejor como pudieron desarrollarse los acontecimientos.<br />
Ante la dimisión del Sr. Dubourg, la Madre Seton se hunde. Aquel golpe tan imprevisto, no<br />
impresiona sólo a su joven Instituto, sino que ella, a quien tantos favores, tantos beneficios<br />
materiales habían llegado por mediación del sulpiciano francés, no se perdona haber podido<br />
llevarlo a actuar de esa forma. Porque, ahora, voluntariamente, se declara culpable. A ella, a<br />
su insistencia indiscreta incumbe la responsabilidad de la ruptura del Sr. Dubourg frente a<br />
una obra que no había sido fundada sino gracias a su bondad, a su comprensión y a sus larguezas.<br />
Ella está dispuesta a reconocer sus errores con tal, sin embargo, que se le muestren<br />
184
claramente. Protesta que ella y todas sus hijas guardan para el Sr. Dubourg su ternura filial.<br />
Le suplica una vez más que no les abandone. En vano.<br />
Cuando, dos meses más tarde, Mons. Carroll llega a Emmitsburg para visitar allí a la<br />
Comunidad, las dificultades persisten. La dimisión del Sr. Dubourg, al persistir, no deja de<br />
poner al Sr. Naeot en un serio embarazo. Muchos de los sulpicianos de la primera hora han<br />
sido reclamados para Francia por el Sr. Emery, Limita así el número de los que pueden<br />
asumir aquel cargo y aquella responsabilidad para con las Hermanas de San José. Del Sr.<br />
Babad evidentemente no hay cuestión. El Sr. Flaáet ha sido designado para obispo de<br />
Baltimore, sin haber renunciado sin embargo a su deseo de entrar en los Trapenses de<br />
Maryland. Quedan los Sres. Tessier y David. Ni el uno ni el otro, sin duda, parecen tener la<br />
competencia requerida para ejercer el cargo delicado que el Sr. Dubourg era capaz de<br />
asumir. El Sr. Nagot queda a la expectativa.<br />
El 20 de noviembre de 1809, no obstante, llega al Valle Mons. Carroll. Hace a las Hermanas<br />
su primera visita. Gran regocijo en Stone House. El arzobispo se muestra de una bondad<br />
paternal llena de delicadeza. Enriqueta y Anina reciben de sus manos el sacramento de la<br />
Confirmación. Y no es en la parroquia de San José donde tiene luear la ceremonia sino en la<br />
pequeña capilla del convento. Al ver al prelado revestido de los ornamentos pontificales,<br />
oficiar como en la catedral en la pieza exigua y tan pobre adonde las Hermanas van cada día<br />
a recogerse ante el Santísimo Sacramento, Isabel comprende que el arzobispo de Baltimore<br />
aporta, haciendo aquello, una consagración a la obra naciente que él anima y que bendice.<br />
Sin duda, espera ella que esta visita pastoral aportará igualmente feliz desenlace a la crisis<br />
suscitada el mes de agosto precedente. Pero tomar directamente partido respecto a un<br />
nombramiento que parece recaer por derecho en el Superior de los Sulpicianos, es cosa<br />
imposible para Mons. Carroll. El lamenta personalmente también la dimisión del Sr.<br />
Dubourg. Sin embargo no puede más que invitar a la paciencia, a la confianza en Dios a la<br />
superiora de la nueva comunidad cuyo impulso resulta para él una causa de alegría.<br />
El nombramiento de un superior no es, por otra parte, el único problema que, en esta hora,<br />
angustia el corazón de Isabel. Mons. Carroll lo sabía: las obligaciones de una vida religiosa<br />
que ella había querido, las responsabilidades de una fundadora que ella había tenido que<br />
aceptar en consecuencia de acontecimiento; providenciales, irían siempre parejas, en ella, a<br />
los deberes de la madre de familia que ante todo era ella y sería siempre. El desgarramiento<br />
era inevitable. La complejidad de la situación, que, de hecho era la suya, podía resultar<br />
causa de nuevos conflictos.<br />
Jamás, es verdad, hasta ahora, había tenido Isabel dificultades con uno o con otro de sus<br />
cinco hijos. Traqueteados como habían sido, sin embargo, desde el día de la marcha de sus<br />
padres a Italia, la muerte de su padre, las pruebas de toda suerte que había conocido su<br />
madre, parecían haber encontrado en la ternura con que ella les rodeaba una compensación<br />
a todo aquello de lo que habían quedado frustrados, sin saberlo.<br />
Anina, con todo, salida a los nueve años para el lejano viaje a Europa, había estado asociada<br />
a unas pruebas cuyo peso era demasiado gravoso para una niña, inconscientemente, su<br />
madre, la había considerado demasiado pronto como una amiga con la que se comparten<br />
las angustias y las penas. Mirándola como a una adulta que Ana no era todavía, se defendía<br />
del mal, en el mismo momento de ejercer sobre ella un dominio afectivo que solo se<br />
justifica respecto a una niña muy pequeña, antes del despertar de su Personalidad.<br />
Apasionadas ambas, a miles de millas de su país, de su familia, a la hora de la muerte de<br />
Guillermo, la madre y la niña habían traspasado una sobre otra el exceso de ternura que la<br />
muerte prematura de un esposo y de un padre dejaba hervir en sus corazones.<br />
185
Para Catalina y Rebeca, el problema no se planteaba con la misma crudeza. Rodeadas,<br />
cuidadas con exceso en la familia de sus tías, ellas habían conocido enseguida, desde el<br />
retorno de su madre a Nueva York, la vida sencilla de un hogar donde ciertamente faltaba la<br />
presencia de su madre, pero donde el afecto maternal había bastado, hasta entonces, para<br />
colmar su necesidad de seguridad. Ellas eran demasiado pequeñas para tomar<br />
verdaderamente conciencia del drama interior que había atravesado su madre. Su vida<br />
psicológica no había sido perturbada como la de su hermana mayor. En cuanto a los<br />
muchachos, pensionistas en Georgetown, habían llevado allí, hacía dos años, la vida normal<br />
de los colegiales de su edad.<br />
Que Ana conozca ahora una crisis afectiva, es cosa inevitable. Acaba de cumplir los 13 años,<br />
cuando su madre, dejando definitivamente Nueva York, llega a Baltimore. La mayor<br />
dificultad con la que debo contar -confiesa en aquel momento la Sra. Seton- es el encanto de<br />
mi Ana. No sin un cierto legítimo orgullo escribe a Julia Scott, el 3 de octubre de 1808: Tu<br />
Ana es para mí una gran ayuda; es una muchacha encantadora, física v moralmente, Desde<br />
que está en Baltimore, se hace de tal forma mujer, por su desarrollo físico y su<br />
comportamiento, que apenas la reconocerías. Ana, piensa ahora en su tocador. Se quiere<br />
elegante, trata de vestirse como lo están sus compañeras y poco a poco, imita sus maneras.<br />
Nada de inquietante hay, realmente, en esto si no es, en un plano puramente psicológico, el<br />
juego de una estúpida competición al que se entregan las jovencitas para seguir la moda del<br />
día, tratando de parecer, gracias al ajuste excesivamente apretado del corsé, la del talle más<br />
fino.<br />
Con toda evidencia, este año de 1808, la niña, se hace adolescente rápidamente. Ella lanza<br />
sobre el mundo una mirada nueva, personal y con un estremecimiento de todo su ser,<br />
descubre nuevos horizontes. Es normal. Pero esta adolescente, que tiene el carácter<br />
apasionante de su madre, y de su padre una gran fragilidad orgánica, no ha tenido la<br />
infancia serena y distendida que hubiera debido prepararla normalmente para este período<br />
siempre un poco difícil. Arrancada brutalmente, antes de sus diez años, a unas relaciones<br />
familiares que ella hubiera debido conocer con sus tíos, sus tías, las primas, los primos de su<br />
edad, quedó frustrada, por una serie de circunstancias excepcionales, de una vida de familia<br />
expansiva. Y vedla aquí llevada a vivir, en plena crisis de crecimiento y pubertad, dentro de<br />
un ambiente conventual.<br />
Entre Ana María y su madre, que hasta ahora ha sido todo para ella, se abre una fosa sin<br />
que Isabel sea consciente de ello. Después de todos los trastornos que ha conocido la<br />
familia Seton, desde 1803, Ana María tendría necesidad de otro solaz que el que se le ofrece<br />
al presente. Las amistades espirituales que son ahora la confortación de su madre no son<br />
capaces de colmarla a ella. La atmósfera de noviciado, que marca desde 1808 el hogar de<br />
Isabel, en Paca Street, no es evidentemente la que convendría de todo punto a sus hijos.<br />
La hija mayor de la Sra. Seton comienza a oponer una viva resistencia. No podríamos<br />
reprochárselo. La vocación religiosa de su madre no es la suya. ¿No habría proyectado<br />
Isabel, inconscientemente, sobre su hija su propia vida espiritual, hasta el punto de<br />
confundir las dos? De todas formas, suponiendo incluso que la niña hubiese oído o esté<br />
designada a oír por su cuenta la llamada del Señor a la vida religiosa, no es en absoluto de<br />
una sana pedagogía considerarla, a sus 13 años, como una monjita. Su crecimiento físico<br />
como su desarrollo psicológico reclaman imperiosamente otra expansión humana, base<br />
indispensable del sano equilibrio requerido, precisamente, para una vida espiritual adulta y<br />
auténtica. ¿Qué de extraño, dentro de tal contexto, que la adolescente quede embriagada,<br />
muy inocentemente, por lo demás, al sentir brotar en su corazón una primera llama de<br />
186
amor por uno de los mayores del colegio Santa María? ¿Qué de extraño que ella hubiera<br />
rehusado, al mismo tiempo, sugerir palabra de esto a su madre cuya censura e<br />
incomprensión temía secretamente?<br />
En la capilla del colegio donde los alumnos de los dos institutos, de muchachos y de<br />
muchachas, son llevados para los mismos oficios -oficios previstos para seminaristas<br />
menores, y, con toda evidencia, demasiado largos para los de más- la mirada admirativa de<br />
un colegial se ha posado sobre Ana María. ¡Qué fina es y graciosa, y bonita, la hija de la Sra.<br />
Seton! A su vez Anina ha levantado sus ojos. Carlos Dupavillan es un alumno de las clases<br />
terminales. El debe tener de 16 a 18 años. Pertenece a una excelente familia católica de !as<br />
Antillas francesas. Ha sido enviado de la Guadalupe a Baltimore por su madre, que es viuda<br />
y de la que es hijo único. Carlos quería que Anina pidiera autorización para hablarle. Anina<br />
se niega. Es pues, en la capilla donde se prosiguen, por un tiempo los silenciosos diálogos.<br />
Más elocuentes que las palabras pueden se las diarias ojeadas que ellos se cambian. Es<br />
poco, sin embargo. Se llega a las misivas. Guillermo y Ricardo traen desde ahora en sus<br />
libros de clase las notas dulces de Carlos para recibir en gran secreto, con la misión de<br />
devolvérselas, las que a escondidas ha redactado su hermana mayor para él. Juego<br />
apasionante, en el, que los dos hermanitos son pronto maestros consumados, hasta el día<br />
en que su madre sorprendió el secreto de Ana.<br />
Con este descubrimiento Isabel enloquece, se siente herida personalmente. Prueba, estas<br />
líneas trazadas espontáneamente con destino a Catalina Dupleix: ¡Mi Anina -ahí está mi<br />
dolor- mi Anina, tan joven, tan encantadora, tan pura, presa en un pequeño romance<br />
apasionado de juventud! Como te digo ¡ella ha dado su corazón sin que yo lo sepa! Después<br />
de esto ¿qué podría hacer una madre desgraciada, que ama perdidamente, si no es jugar el<br />
papel de amiga y confidente, esforzándome en disipar mi abatimiento y tomando el partido -<br />
si no hay remedio- de ayudar a Anina con mi amor y mi compasión?<br />
Si las palabras tienen un sentido, está claro que la tristeza de Isabel viene aquí, en primer<br />
lugar, del hecho de que su hija hubiese dispuesto de su corazón sin que ella, su madre, lo<br />
hubiera sabido por unas confidencias que le habrían sido debidas. Feliz aún, si ella juega<br />
ahora «ese papel de amiga y de confidente» que de veras debería ser el suyo en la<br />
circunstancia. Pero parece que «este amor perdido», del que ella no hace misterio, le<br />
impide mirar el problema con una serena objetividad. Al leer las cartas múltiples dirigidas en<br />
esta circunstancia con destino a Isabel Sadler o a Julia Scott, uno no está obligado a<br />
reconocer que Isabel no ha actuado hacia Ana María como se hubiera esperado de una<br />
educadora de valer como, sin embargo, era ella.<br />
En todo caso, es un error contrariar con que requiere ciertamente ser prudentemente<br />
respetado de todas formas. De haberse sentido tomada en serio por su madre, considerada<br />
ella como mujer que se va haciendo, es de presumir que Ana María hubiera dado su<br />
confianza. Pero, justamente, su madre persiste en ver en ella la niña que ella ya no es. Yo no<br />
tenga reproches que hacerle -escribe ella a Isabel Sadler- pues es imposible que una niña<br />
pueda estar más estrechamente vigilada o prudentemente aconsejada que mi Anina. ¿No<br />
sería precisamente esta actitud misma la que, en este caso exacto, estaría sometida a<br />
reproches? Julia Scott, que es madre también, da, sin embargo, a su amiga que le grita su<br />
angustia este juicioso consejo: Ya pienso que nosotras esperamos demasiado de la<br />
naturaleza humana, si esperamos de nuestros hijos una confianza ilimitada.<br />
En realidad, Isabel se encara con la falta de confianza de su hija como con un estado de<br />
cosas inconcebible. La muerte prematura de su marido, cualquiera que haya sido el espíritu<br />
sobrenatural con el que aquella muerte fue aceptada, no dejó de exacerbar menos en la<br />
187
joven viuda la necesidad apasionada de ternura que la caracteriza. Ella confiesa con toda<br />
franqueza a Julia: Es una madre apasionada. ¿Por qué no reconocerlo? Es todavía en esta<br />
época, en el plano psicológico, una «madre posesiva». Una rectificación ha de realizarse y se<br />
realizará, en efecto, en el curso de los años siguientes, dolorosa y necesariamente.<br />
La ascesis cristiana -explica muy justamente uno de los más juiciosos entre los psicólogos<br />
modernos- consiste en desprenderse de la posesión y no en olvidarse. Es, además, mucho<br />
más difícil en la práctica... Cuando se trata de una relación con un sujeto humano, el otro<br />
reacciona ante la posesión con actitudes, conscientemente o no, de defensa... De ahí el<br />
malestar y a veces la ruptura entre dos seres que hasta entonces vivían en total armonía. El<br />
ejemplo más impresionante es el conflicto demasiado frecuente de am joven o una joven y<br />
sus padres.<br />
A esta desposesión total frente a aquellos a quienes ama, frente a sus hijos sobre todo,<br />
Isabel no llegará sino más tarde. El Sr. Dubois que había seguido el trabajo de la gracia en su<br />
alma tan vibrante, dirigirá en 1812 al Sr. Bruté de Rémur una carta que hablará largamente<br />
a este propósito. De esta falla psicológica no tomará todavía conciencia la madre de Ana<br />
María en 1809. Así mismo, para explicar, si no para justificar, esta especie de dominio<br />
maternal del que ella no piensa que le sería menester desprenderse, podían invocarse<br />
causas válidas.<br />
El sentido de su propia responsabilidad espiritual frente a sus hijos, desde su retorno de<br />
Liorna se le presentó como trágico. Paca ser fiel a sus nuevas convicciones religiosas se vio<br />
obligada a aceptar una ruptura brutal con los suyos. Su compromiso con la fe católica no fue<br />
solamente para ella un compromiso personal. Fue, en realidad, el compromiso de los cinco<br />
hijos que ella había traído al mundo y de los que ella se sabía responsable ante Dios.<br />
Desde 1806, apenas unos meses después de su profesión de fe, ella da cuenta a Mons.<br />
Carroll del problema que deriva de aquella situación. Suplica al obispo de Baltimore que<br />
pese, antes de darle las directrices que ella reclama de él, y reflexione en lo que sería de sus<br />
hijos pequeños en el caso de que su muerte, cuya eventualidad le hace considerar el estado<br />
precario de su salud, les privara de su tutela. Si ellos quedan en su situación actual, serían<br />
entonces, desaparecida yo, arrancados a nuestra fe, que los otros miembros de su familia<br />
consideraban «como un amasijo de errores», y todo se pondría en obra para separarlos de<br />
ella.<br />
Ahora bien, en el pensamiento de su madre, no es solamente su adhesión efectiva a la fe lo<br />
que sería entonces puesto en causa, sino su salvación eterna. Desde 1806, la preocupación<br />
de la perseverancia final de sus hijos la persigue sin tregua. Y la perseguirá hasta sus últimos<br />
días, tomando a veces la forma de una verdadera obsesión. En esta ansiedad espiritual,<br />
justa en sus fundamentos, excesiva en sus modalidades, encuentra una secreta complicidad<br />
la ternura apasionada Isabel.<br />
Así se puede, al parecer, explicar la forma desconcertante de actuar de ella con su hija<br />
mayor. Desde el comienzo de 1809, Anina ha sido debidamente sermoneada. Es<br />
excesivamente joven para comprometerse como ella ha pretendido hacerlo. Tenía que<br />
haber desconfiado de toda iniciativa personal sin el consentimiento expreso de su madre.<br />
Carlos vendrá a verla, una sola vez, a casa. Anina y él podrán hablar juntos, pero en<br />
presencia de la Sra. Seton. Luego, todo quedará en eso, por el momento. Una carta dirigida<br />
a Julia Scott, el 2 de marzo, no deja en pie ninguna duda en cuanto al tenor de los reproches<br />
y de los consejos que han sido procurados a la adolescente.<br />
Parece que desde el momento en que ella ha tomado conciencia del malestar y de la tristeza<br />
que me causaba, el terror de su espíritu alarmado ha hecho cesar toda la zarabanda de<br />
188
imaginación que la había cegado; y se ha hecho dócil y atenta a mi voluntad, como si mi<br />
voluntad no estuviera opuesta a la suya. Pobre hija, hija querida, yo no sé cómo ella puede<br />
ser tan paciente; yo me acuerdo bien que a su edad, yo no lo hubiera sido, sin ver ya nada,<br />
sin oír ya nada del bienamado.<br />
¡Extraña declaración, en verdad! Isabel afirma no menos que será particularmente dichosa,<br />
si los proyectos de Emmitsburg pueden realizarse, llevando a su hija mayor lejos de<br />
Baltimore. Será probablemente un medio eficaz de librar a Ana de las secuelas de su<br />
imprudencia. Pues si el joven Dupavillon permanece riel a su afecto, tiene toda la posibilidad<br />
de obtener su demanda; si no fuera que su dicha propia exige que ella no vea ya al<br />
muchacho.<br />
La conclusión sería excelente si las premisas de este razonamiento no hubieran sido<br />
falseadas a priori. ¿De dónde viene, en efecto, el terror que ha hecho cesar --como dice<br />
Isabel- lo que ella llama la imaginación, la ceguedad de Anina, ¿no es la sola conciencia que<br />
la adolescente ha cobrado de haber disgustado a su madre? Ella sabe que Carlos ha recibido<br />
la autorización de escribirle a Emmitsburg, pero con la condición formal de que todas sus<br />
cartas pasarán antes por la censura materna. ¿Los usos y costumbres de la época bastan<br />
para justificar tal exigencia? En toda hipótesis, ella crea un malestar peligroso tanto en el<br />
joven que se siente supervisado, como en la adolescente en quien hace nacer un sentimiento<br />
de falsa culpabilidad.<br />
Isabel ha obtenido, sin embargo, todos los informes deseables y tranquilizadores sobre<br />
Carlos Dupavillon. Sé respecto de él más que Anina misma - confesará ella a Isabel Sadler- y<br />
esto, por intermedio del Sr. Babad, que había desea do siempre que Ana pudiera ganar el<br />
afecto de Carlos de la manera que ella lo ha ganado, que parece sólida y leal...<br />
Sea lo que fuere de las esperanzas que su madre le ha permitido mantener para un porvenir<br />
lejano, Ana María ha dejado Baltimore en plena crisis afectiva. Enriqueta se hace su<br />
confidente. El pensamiento de ambas se lanza a través del océano, hacia Guadalupe, hacia<br />
Jamaica. Andrés... Carlos... Uno se imagina cuántas veces estos nombres vienen a sus labios<br />
y el tono de sus conversaciones y el estremecimiento de su ser joven, que tiende hacia el<br />
amor.<br />
Cuando llega a Enriqueta la carta desconcertante de Andrés Bayley ¿cómo no iba a<br />
compartir ella la confusión de su joven tía? Se invierten de repente los papeles. En el<br />
corazón ardiente de Anina, todo encendido de esperanza, Enrique va vierte ahora la<br />
amargura de su decepción. Desamparada, Anina, rehúsa buscar junto a su madre el sosiego<br />
de que tiene necesidad.<br />
Verosímilmente Julia Scott propone tomar algún tiempo a la adolescente en su casa de<br />
Filadelfia, lo que hubiera sido para Ana María una feliz diversión. Isabel cree deber suyo<br />
negarse. Si tú la tuvieras en tu casa -escribe ella a su amiga el 20 de septiembre de 1809-<br />
sería para ti una fuente de disgusto perpetuo, pues su crecimiento prosigue y ella se evade a<br />
esa obediencia ciega que ¿no tiene derecho a esperar de una niña que no tiene 15 años. Ella<br />
está sujeta a cambios de humor que la hacen de tal desigualdad de carácter, que resulta<br />
muy difícil hacerla feliz; será necesario para eso que haya adquirido madurez y que la<br />
experiencia le haya dado las lecciones necesarias. El gran error, por mi parte, -concluye<br />
Isabel- ha sido el de haber hecho de ella demasiado temprano mi amiga y mi compañera.<br />
En esto ve con exactitud. Pero, con un cerrojazo brutalmente echada, ahora que su hija está<br />
en edad de hacer el aprendizaje de una vida personal, su madre no se resigna a verla<br />
emprender su vuelo, fuera de ella, lejos de ella. Error psicológico manifiesto, que los textos<br />
189
escritos por la mano de la Sra. Seton no permiten poner en duda por desconcertante que<br />
ello sea.<br />
Ahora bien, mientras Isabel mantiene, sin saberlo, la confusión y la ansiedad en el corazón<br />
de su hija mayor, Guillermo le da, a su vez, en otro plano, serias inquietudes. La semana que<br />
precede o que sigue a la visita de Mons. Carroll y a la confirmación de Enriqueta y de Anina,<br />
abate al muchacho una fuerte gripe. Se le tiene que trasladar cerca de su madre, a Stone<br />
House. Los cuidados con que se le rodea, de día y de noche, parecen ineficaces. Pronto se<br />
pierde toda esperanza de detener el mal fulminante.<br />
Mi Guillermo recibiendo la extremaunción y tan bien preparado para la muerte -anotarán los<br />
Dear Remembrances-. Su calma y su silencio en el paroxismo de su fiebre, mientras que su<br />
tía Enriqueta y su madre cantaban por él las Letanías...<br />
Contra toda esperanza, sin embargo, Guillermo se repone. La vitalidad de sus 13 años<br />
recobra ventaja tan rápidamente como el mal le había aniquilado. Se junta a sus<br />
compañeros en el Monte Santa María. Entonces es a Enriqueta a quien hay que instalar en<br />
la enfermería. Desde el mes de noviembre las jaquecas a que ha estado siempre sometida la<br />
joven, se redoblan de repente. Vencida por el mal, Enriqueta debe guardar cama. En cuatro<br />
semanas la enfermedad -¿fiebre cerebral o meningitis tuberculosa?- da cuenta de su<br />
juventud y de su vigor. El 21 de diciembre, recibe los últimos sacramentos de manos del Sr.<br />
Dubois. Tono Es PAZ Y AMOR -decía ella-. Escuchad el latido de mi corazón en el huerto de<br />
Getsemaní. ¡Ved cómo le flagelan! ¡Oh Jesús mío, yo sufro contigo...! ¡Jesús mío, tú sabes<br />
que yo creo en Ti, que yo Te amo!<br />
Así evocarán los Dear Remembrances los últimos momentos de Enriqueta, que se extingue<br />
antes del amanecer del 22 de diciembre de 1809. Se la entierra en el recinto de la<br />
comunidad, a la sombra de los grandes robles, en el rincón preciso donde unas semanas<br />
antes, ella, en el curso de un paseo, había señalado, riendo, el lugar de su tumba.<br />
En Nueva York la muerte de Enriqueta Seton, apenas conocida, levanta una ola de<br />
indignación, de escándalo. ¿Qué necesidad había tenido ella, «la bella Enriqueta» de<br />
escuchar «la voz de sirena» de su cuñada, de dejarse seducir a su vez, para acabar<br />
miserablemente a los 20 años? Dos días después de Navidad, Isabel escribe a Julia Scott:<br />
Nuestras montañas están muy negras, las praderas todavía verdes, y mis seres queridos<br />
retozan con los corderos, excepto la pobre Ana que siente profundamente la pérdida de su<br />
amiga, de su confidente. Se paseaban siempre juntas, compartían la misma cama... En<br />
cuanto a mí, como si fuera un trozo de hierro, o una roca, sigo, día tras día, como a El le<br />
place y cuanto le place... ¡Pero, claro está, cuando llegue mi turno estaré muy contenta!<br />
Parece que, por un momento Isabel siente quebrantarse su ánimo. Dos Hermanas de la<br />
comunidad están enfermas. Anina también. Epidemia de gripe, quizás, cuyo primer afectado<br />
habría sido Guillermo, y que los conocimientos de la época no permitían diagnosticar ni<br />
detener como en nuestros días. Isabel, valiéndose de las experiencias precedentes, teme<br />
inmediatamente lo peor. Comienzo a ver verdaderamente a dónde vamos, escribe no sin<br />
melancolía a Mons. Carroll en los primeros días de enero de 1810.<br />
El nombramiento del Sr. David como superior eclesiástico de la comunidad acaba de tener<br />
lugar por otra parte, en el curso del otoño de 1809. Isabel temía este nombramiento, no sin<br />
razón. El retrato que sus cohermanos trazaron de Jean-Baptiste David deja presentir la<br />
forma como él asumirá la responsabilidad que el Sr. Nagot ha acabado por confiarle. Es de<br />
esos hombres que, por la preocupación de objetividad íntegra, se hacen incapaces de posar<br />
una mirada objetiva tanto sobre los seres como sobre los acontecimientos, olvidando que<br />
las situaciones están en perpetuo cambio y los seres humanos en constante transformación.<br />
190
De una sola mirada, el Sr. David abarca la situación y la juzga según su óptica personal. Los<br />
matices se le escapan como la movilidad de la vida. Cree poder resolver las cuestiones<br />
delicadas y vitales como se resuelve una ecuación algebraica. No es en absoluto propio de<br />
su carácter, por otra parte, volverse sobre el juicio que ha dado acerca de las personas y<br />
acerca de las cosas. Nada de común entre él y la Madre Seton. Ningún punto de contacto<br />
verdadero. Ningún diálogo posible. Desde los primeros días, ella toma conciencia de ello y<br />
se encuentra como paralizada.<br />
En realidad, apenas el Sr. David entra en el cargo, ase las riendas del gobierno con una<br />
rigidez que no es quizás por su parte sino la consecuencia del terror secreto que le<br />
obsesiona: no desempeñar según la perfección requerida la tarea que le está confiada.<br />
Semejante tendencia de espíritu nada tiene de expansiva. Es con este espíritu, no obstante,<br />
como el Sr. David piensa cumplir su deber, en el sentido estricto de la palabra.<br />
Responsabilidad espiritual, responsabilidad material, quiere asumir todo, tanto en las<br />
grandes líneas como en los más pequeños detalles, sobre todos los planos a la vez: vida<br />
conventual, formación de los sujetos, organización de la vida escolar.<br />
El no comprende dónde acaban los límites de su poder sobre la comunidad, y dónde<br />
comienzan los de la autoridad de la superiora. Se inmiscuye, de buena fe, sin duda, pero con<br />
detrimento del orden y de la paz en un dominio que no es el suyo. Tal como se revelará<br />
incapaz, unos años más tarde, de colaborar por falta de flexibilidad, con aquel hombre de<br />
real valía cual era el Sr. Badin, en Kentucky, del mismo modo, choca de frente, en<br />
Emmitsburg con la superiora y fundadora de las Hermanas de San José. Ella no cree su deber<br />
entrar en todas las miras del Sr. David. El Sr. David se niega a renunciar a su forma personal<br />
de juzgar los hechos. Desde entonces su decisión está tomada: a la Madre Seton la sustituirá<br />
Sor Rosa White, pura y simplemente.<br />
Otros fundadores y otras fundadoras conocieron semejante prueba: piedra de toque de su<br />
desasimiento frente a una obra de la que Dios quiere permanecer el dueño. Basta con<br />
evocar, entre otros muchos nombres, el de Jeanne Juga..l, fundadora de las Hermanitas de<br />
los Pobres, el de santa Rafaela María Porras, fundadora de las Esclavas del Sagrado Corazón<br />
de Jesús y más próximo todavía a nosotros, el de Thérése Soubiran.<br />
Sobre solo el plano humano, tales hechos parecen incalificables. Pero, precisamente, los<br />
instrumentos que el Señor escoge para trabajar de forma especial en la extensión de su<br />
Reino, no se mueven sobre solo el plano humano. Son movidos por el Espíritu como dice san<br />
Pablo (Rom 8, 14) y sin buscar comprender por qué caminos Dios les guía, se abandonan a El<br />
en paz. Configurados con la imagen de Cristo que con ser Hijo de Dios, no retuvo<br />
celosamente el rango que le igualaba a Dios, sino que se anonadó... haciéndose obediente<br />
hasta la muerte y una muerte de Cruz (Filp 2, 6-8), poco les importa, al fin, de qué<br />
instrumentos se sirve Dios para conducirles, a su vez, al más íntimo despojamiento. No<br />
quiere decir, sin embargo, que su corazón humano se haya hecho insensible. Simplemente,<br />
lúcidamente también, ellos asumen el sufrimiento, la injusticia, el olvido, en la fe.<br />
E1 instrumento que debe desposeer a Isabel Seton frente a la obra que Dios mismo le ha<br />
confiado será el Sr. David. Durante los dieciocho meses que durará el mandato de su cargo,<br />
él proseguirá su plan, esforzándose por todos los me dios en llegar a sus fines. Con<br />
seguridad Isabel no había solicitado ni el título de fundadora ni el de superiora. Ella había<br />
deseado consagrarse al Señor en la vida religiosa. Nada más. No era que temiese que se la<br />
descarga de lo que ella consideraba no como un honor, sino como un mayor servicio. Resta<br />
que las actuaciones del Sr. David ponían en peligro la cohesión misma de la comunidad<br />
amenazando la vida de la congregación naciente, corriendo el riesgo de conmover los funda-<br />
191
mentos de la caridad fraterna así como de la mutua confianza. Sor Rosa White, por otra<br />
parte, no ha maniobrado para obtener el cargo del que su director espiritual ha decidido por<br />
sí mismo, hacerla investir. Su afecto por la Madre Seton es profundo y leal. La confianza que<br />
ella le ofrece no puede ponerse en duda. Es evidente que ella misma había sufrido<br />
personalmente por la forma de actuar del Sr. David.<br />
Un millar de sufrimientos, un millar de millares de alegrías... dispensación de la gracia... Así<br />
resumirán los Dear Remembrances aquel período crucial de los comienzos de la comunidad<br />
de Emmitsburg. Es un hecho: dichas y desdichas siguen entrecruzando sus hilos de seda y<br />
sus hilos de lana para que se teja día tras día la obra de Dios.<br />
El 20 de febrero de 1810, las Hermanas dejan Stone House que resulta demasiado pequeña.<br />
Gracias a la competencia y a la actividad del Sr. Dubois, se eleva ahora en el Valle una nueva<br />
casa, más amplia que la primera, mejor adapta da también a la vida conventual así como a la<br />
labor escolar que allí se debe desarrollar. Es White House, la Casa Blanca, situada un poco al<br />
este, a nivel inferior, de la aglomeración del pueblo de San José. Es preciso, con todo, subir<br />
una ligera pendiente para llegar allá según se viene de Stone House. El traslado se hará<br />
solemnemente. Se organiza una verdadera procesión. Abre la marcha el Sr. Dubois, llevando<br />
el Santísimo Sacramento. Le sigue la Madre Seton con las Hermanas de la comunidad. Luego<br />
viene el grupo de las alumnas y entre ellas Ana María. Sólo Sor Cecilia es incapaz de hacer a<br />
pie el trayecto, relativamente corto, que separa las dos casas. Ahora es Cecilia quien está<br />
fulminada de una extrema fatiga. Se la transporta en una camilla. No se trata ciertamente<br />
en su caso, de una gripe más o menos maligna.<br />
Aunque las instalaciones de White House están lejos de terminarse, la comunidad, toma<br />
posesión de la nueva morada con una verdadera alegría. ¿No era la Casa Blanca para las<br />
Hermanas el primer convento regular? Será más todavía:<br />
la primera de las escuelas parroquiales de USA. En efecto, el 22 de febrero, día de la fiesta<br />
de la Cátedra de San Pedro en Antioquía, se acoge en White Hou.se a las tres primeras<br />
externas, tres muchachas del pueblo: fecha importante en los Anales del Catolicismo en<br />
América.<br />
El mes siguiente, en la solemnidad de San José, 19 de marzo, el Sr. Dubois canta la misa<br />
mayor en la capilla de la Casa Blanca. No importa que la construcción material de la casa no<br />
esté terminada. Aquel día -dirán las crónicas- es un día de gala a pesar de la indigencia,<br />
vecina de la miseria que marca la instalación, incluso la de la capilla. Un cuadro de Cristo y<br />
de su Madre que Isabel ha podido traer de Nueva York es su único ornamento, con dos<br />
candelabros de plata. Se ha adornado el altar con laurel silvestre y flores recogidas en el<br />
soto. Pero el Señor está allí presente, y es la mayor de las alegrías. La misa, es verdad, no<br />
será celebrada sino rara vez en la capilla de White House, por falta de celebrantes. Pero al<br />
menos las Hermanas irán a hacer allí cada día su meditación y su adoración. Será menester<br />
continuar mucho tiempo todavía trasladándose a una de las dos iglesias del barrio para<br />
asistir allí a la misa diaria.<br />
El día luminoso de 19 de marzo había de ser seguido de cerca por horas en las que, una vez<br />
más, «las sombras de la muerte» cubrirían el valle. Al día siguiente de la Anunciación, el 26<br />
de marzo de 1810 Isabel escribía a Julia:<br />
Cecilia va a seguir pronto a Enriqueta... unos meses, unas semanas, ¿qué diré yo? Ambas me<br />
eran más queridas que yo misma. Nos separamos y la naturaleza gime; en cuanto a mí es<br />
una angustia que me anonada, nada en absoluto de ruidosos sollozos, más el espíritu herido<br />
de estupor, aturdido. Al cabo de diez minutos, recobra su equilibrio habitual y todo continúa<br />
como si nada hubiera ocurrido. ¡Es siempre lo que experimento en el momento de la muerte<br />
192
de los que me son queridos! ¿Pero qué? La fe levanta el espíritu por un lado y la esperanza<br />
por el otro. La experiencia dice que debe ser así, y el amor: ¡que sea así!<br />
Unos días más tarde, por consejo urgente del Dr. Chatard, Isabel se pone en marcha hacia<br />
Baltimore, llevando a su joven cuñada, a fin de confiarla a un especialista francés, sin<br />
ilusionarse, sin embargo, con el resultado de su gestión. Si Mons. Carroll aprueba<br />
personalmente el viaje es para que se proporcione al mismo tiempo a Cecilia el consuelo de<br />
la presencia y de los consejos de su padre espiritual, el Sr. Babad, en aquellos días que serán<br />
sin duda para ella los últimos aquí abajo. Sor Susan, en cuanto enfermera, acompañará a la<br />
enferma. Ana María también, para rodearla hasta el fin de su cariño. Triste despedida.<br />
La familia de George Weis, nuestro excelente amigo -como lo subrayan los Dear<br />
Remembrances- acoge a las viajeras agotadas de fatiga. Durante tres semanas, les ofrece su<br />
generosa y delicada hospitalidad, es decir, hasta después de la fiesta de Pascua, hasta<br />
después de la dulce muerte de Cecilia el 29 de abril de 1810. Duras semanas, en verdad, para<br />
la Madre Seton, que pasa junto a Cecilia, sin contar con su fatiga, largas horas de vela,<br />
diurnas y nocturnas, y debe, además, recibir visitas, a veces muy indeseables. Pues hay,<br />
entre los amigos de la familia Seton, quienes le hacen en cierto modo culpable de la muerte<br />
prematura de sus cuñadas cuya vida no ha lucido mucho tiempo en Emmitsburg.<br />
Más que nunca la Madre fundadora se siente íntimamente destrozada. ¿Cómo hacer frente<br />
al mismo tiempo a unos deberes que se superponen y parecen a veces oponerse? Su<br />
comunidad por un lado, sus hijos por el otro. ¿Y a quién debe, al fin, dar la prioridad? El<br />
estado de espíritu de Anina persiste en inquietarla. La muerte de Sor Cecilia, la novicia de la<br />
comunidad de Emmitsburg, tan próxima a la muerte de Enriqueta, la desdichada novia de<br />
Andrés Bayley, hace zozobrar el corazón de la adolescente. ¿Cómo llevarla al Valle en tal<br />
estado? ¿Pero cómo dejarla sola en Baltimore, donde Carlos Dupavillon termina precisamente<br />
sus últimos meses de estudios? Una circunstancia material va a zanjar la cuestión. En<br />
el vehículo que debe conducir a la vez a Emmitsburg a las viajeras y el ataúd de Cecilia,<br />
solamente podrán tener plaza, con el cochero, dos personas. La Madre Seton y Sor Susan<br />
deben obligatoriamente volverse. Es Anina quien se quedará. La Sra. Robert Barry le abre de<br />
corazón su casa, no sólo por unos días de espera, sino por todo el verano y para todo el año<br />
si ella lo desea. Así Anina podría en mejores condiciones que en el Valle proseguir sus<br />
estudios de dibujo y de música, de que ella gusta.<br />
Isabel se deja tirar de la mano. El 3 de mayo Anina acaba de cumplir sus 15 años. Es la<br />
primera vez que su madre se separa de su hija mayor. Ella no se atreve a hacer el balance de<br />
todos los peligros a los que en su terror, cree dejarla expuesta. Porque he aquí que ya Luisa<br />
y Emilia Caton, jóvenes, a decir verdad, mundanas y superficiales, han hecho a Ana María los<br />
más seductores proyectos. Están dispuestas a introducirla en el turbión de los placeres<br />
ficticios de que está tejida su vida. Deprimida físicamente, conmovida por la muerte de<br />
Cecilia, Isabel enloquece literalmente. Por consiguiente no termina de multiplicar ante su<br />
hija recomendaciones, normas y prohibiciones. Ana María no deberá jamás encontrarse a<br />
solas con Carlos Dupavillon. Todas las cartas dirigidas a ella o que ella escriba deberán ser<br />
leídas por la Sra. Barry. En cuanto a las invitaciones de la familia Caton, Anina no deberá<br />
aceptar bajo ningún pretexto. Con la muerte en el alma y a punta de nervios también, la<br />
Madre 5eton vuelve a emprender con Sor Susan el camino de Emmitsburg en la carreta<br />
donde se ha izado el ataúd de la primera de las Hermanas de la Caridad partida para la<br />
eternidad.<br />
La inquietud la roe todavía respecto a su hija durante el mes de julio. Prueba, estas líneas<br />
dirigidas a Julia Scott: Cuando vi a mi Anina en peligro de muerte -en el mes de diciembre<br />
193
precedente- experimenté un sentimiento de alegría mezclado de dolores de alumbramiento,<br />
regocijándome con su inocencia y sopesando para el futuro el peso de la miseria humana...<br />
Uno tiene la impresión de que, en el pensamiento de Isabel, su hija, desde que no está ya<br />
bajo su tutela inmediata, está en perpetuo peligro de perderse. Tal actitud de su madre<br />
guarda a la adolescente en un infantilismo que no puede ser más que lastimoso. En realidad,<br />
las crisis en que se debate Anina entran ahora en una nueva fase más violenta, más grave<br />
que la primera. Su sensibilidad trepidante acaba de ser exarcebada por los dolorosos<br />
acontecimientos tan cercanos uno al otro. Su personalidad, prácticamente bisoña, busca<br />
firmeza en las mil naderías de la vida. Ella se alegra, inconscientemente tal vez, de<br />
encontrarse liberada de la tutela de su madre, y, al mismo tiempo, está afectada al verse<br />
separada de ella por primera vez. Los consejos múltiples que ha recibido la oprimen y sin<br />
embargo, la atan. Ella ve a Carlos Dupavillon pero no se siente más libre respecto a él. Sobre<br />
la llama vibrante y clara de su amor naciente, han sido arrojados demasiados consejos,<br />
demasiadas reticencias que la ahogan ahora. Un sentimiento confuso de culpabilidad ha<br />
herido su impulso. Ella se sabe comprometida frente al joven, si no por una promesa formal,<br />
al menos por su primer comportamiento. ¿Pero cómo ver claro en esto?<br />
En el momento de dar su adiós a Carlos que se embarca para la Guadalupe, asegurándole<br />
que volverá al año siguiente, hará su petición oficial y llevará a Anina, si consiente en<br />
seguirle para siempre, ella se niega obstinadamente a darle el beso que le implora como<br />
prenda de su amor recíproco y fiel. Confusamente, Carlos se da cuenta de que entre él y el<br />
corazón de Anina, a quien ama, está el corazón de su madre, y que eso no es normal. Incluso<br />
dentro de unos meses aceptaría Ana María embarcarse a su vez, rompiendo de un mismo<br />
golpe las amarras que, en el plano afectivo, la atan apasionadamente a la Sra. Seton. Se<br />
concibe que dentro de este contexto de cosas, el joven haya podido plantearse la cuestión.<br />
A la hora en que el velero que le transporta se aleja, sabe que una fisura, que él consumará<br />
personalmente, dentro de unos meses, se le haría sin razón reproche. Pero, es mucho más<br />
desconcertante, frente a las consecuencias que van a derivarse para el futuro de Anina, que<br />
su madre no vea de primeras más que un motivo de alegrarse. Como si, finalmente, no<br />
pudiera concebir para su hija una vida que la separara de ella permitiendo a la adolescente<br />
de hoy, a la mujer de mañana, tomar sus riesgos personales, inevitables, sin estar, sin embargo,<br />
en oposición con la vocación que es suya. ¿Cómo interpretar en otro sentido la carta<br />
escrita a Julia Scott todavía el 20 de julio de 1810?<br />
Anina no está, en este momento, en estado de integrarse en su entorno. Calma, taciturna, y<br />
siempre concentrada y hasta melancólica, no encuentra otro placer que el de su trabajo y el<br />
de su piano. Su «Alexis» le ha hecho llegar dos cartas típicas del idilio de su edad. Pero jamás<br />
hubiera podido yo creer -yo que fui antaño Betty Bayley- que nunca según lo que ella dice las<br />
dos veces, le haya dado la menor muestra tangible de afecto. Y transcribe las propias líneas<br />
dirigidas desde la Guadalupe por el joven a la que ama: Anina, tú te me has negado siempre<br />
y yo he respetado tu reserva, pero, en el último momento, cuando yo te dejé tal vez para<br />
zozobrar en el mar, ¿podías tú continuar negándome un beso? ¡Una prueba, una sola, de<br />
que yo te era querido! El recuerdo de que persististe en obrar así hasta el fin es para mí una<br />
perpetua nube de tristeza.<br />
¿Pero la reserva excesiva de que ha dado prueba Ana no le estaba dictada, en realidad, por<br />
las prohibiciones de su madre? Sin encararse siquiera a esta hipótesis, Isabel no quiere<br />
descubrir en alto, personalmente, sino una especie de virtud heroica que aureolaba ya a su<br />
hija dentro del sentido intransigente de su deseo materno. El comentario del incidente sea<br />
cual fuere, tiene un sonido extraño.<br />
194
¡Bagatelas de palabras! ¡Pero para mí son una armonía celestial! ¡Que rni querida haya<br />
podido tener una virtud y una pureza evangélica, en este amanecer primero de su amor<br />
naciente y juvenil -pues para mí, no hay duda alguna, Anina no está exenta de pasión-, es<br />
una alegría para su madre, una alegría que sólo una puede conocer!<br />
Ante tal confidencia, uno no se puede librar de cierta inquietud. ¿No está la madre de Ana<br />
María, sin quererlo, sin darse siquiera cuenta de ello, proyectando simplemente sobre su<br />
hija su propia vocación? En la misma carta, sin embargo, ella afirma con tanta fuerza y<br />
sinceridad, que de tener que renunciar por el bien de sus hijos a la vida religiosa cual es la<br />
suya en Emmitsburg, ella dará siempre la primacía a sus deberes de madre.<br />
...Una situación cual es la mía aquí, como ya te dije, resulta -de todas las que yo podría<br />
imaginar- la más conforme a mi carácter, a mis sentimientos, a mi amor de la tranquilidad -<br />
yo no digo a mi felicidad, tú sabes que no se da Libertad que da la soledad, vida en el campo,<br />
abundancia de lo que es necesario, creo yo, para responder a las exigencias de la naturaleza,<br />
ventajas reales para el desarrollo intelectual, todo eso lo tengo aquí. De suerte que el<br />
pensamiento de vivir ahora fuera de nuestro Valle, me parecería imposible, si yo me<br />
perteneciese a mí misma. Pero los queridos hijos tienen sus derechos, los primeros, y yo<br />
tengo que guardarlos, inviolables. En consecuencia, si sucediera que los deberes a los que<br />
estoy comprometida fuesen incompatibles con los que me obligan respecto a ellos, he<br />
tomado el solemne compromiso ante Mons. Carroll, como ante mi propia conciencia, de dar<br />
la prioridad a mis seres queridos y anteponer su ventaja a todas las cosas.<br />
Es imposible negar la sinceridad de tal afirmación. ¡Extraña contradicción, sin embargo!<br />
Presta a sacrificarse, efectivamente, por sus hijos, a olvidarse por ellos, Isabel sigue siendo al<br />
mismo tiempo, aun sin saberlo, una madre posesiva. Prueba manifiesta de que las fallas<br />
psicológicas evidentes de una naturaleza como la suya no ponen en causa ni su lealtal ni su<br />
generosidad esencial. Pues así lo hace notar también uno de nuestros psicólogos modernos:<br />
El espíritu es inseparable en nosotros del psiquismo... y el acontecimiento espiritual que se<br />
realiza entre dos libertades, una santa -la de Dios- otra pecadora -la nuestra-, tiene lugar en<br />
el seno de nuestra vida psíquica, y no, fuera de ella. Sería, pues, un error confundir<br />
santificación y realización de la persona moral.<br />
No hay que añadir menos que Isabel, este año de 1810, parece ignorar las repercusiones<br />
dolorosas que su actitud ha suscitado en el corazón de Anina y más todavía las<br />
consecuencias que pueden derivar por parte del joven. Pues triste mente Carlos Dupavillon<br />
se embarcó, la primavera anterior, para zarpar hacia las Antillas, dejando en Baltimore a una<br />
Anina inquieta, perturbada, que en su propio corazón no llega ya a ver claro, no sabiendo ya<br />
finalmente si debe andar en sus propios sentimientos o en los de su madre.<br />
V.- PARTE<br />
22.- YO SOY MADRE<br />
Me llevas a caballo sobre el viento,<br />
me zarandeas con la tempestad.<br />
Job 30, 22<br />
195
No lejos del cercado que rodea con una valla White House y sus dependencias, figura, en el<br />
diseño a pluma del Sr. Bruté de Rémur, el pequeño cementerio donde acababan de ser<br />
depositados, en el mes de mayo de 1810, los despojos de Cecilia Seton junto a los de<br />
Enriqueta.<br />
La Madre Seton, sin embargo, no tendrá tiempo casi de detenerse en la nueva aflicción que<br />
la oprime. Apenas llega de Baltimore, una carta del Sr. David le significa que esté dispuesta<br />
para volver a la ciudad con las Hermanas que él designará. Les será confiada una obra,<br />
determinada por el superior. De tal obra !a fundadora de las Hermanas de San José no había<br />
sido siquiera puesta al corriente. Es en este momento, sin duda, cuando ella toma<br />
claramente conciencia del plan que el Sr. David está elaborando y que se apresta ya a poner<br />
en ejecución.<br />
No obstante, en ausencia de Sor Rosa que se encuentra lejos del Valle, verosímilmente para<br />
arreglar ciertas cuestiones de familia, la Madre Seton, acusando recibo de la carta del Sr.<br />
David, le hace saber que ella espera directrices ulteriores antes de anunciar a las Hermanas<br />
el cambio de su propia situación, pues, en ausencia de Sor Rosa -precisa ella- ninguna de las<br />
Hermanas querrá tomar el puesto de la Madre sin una orden formal. Unos días más tarde se<br />
entera por una carta de Ana María, dirigida a ella desde Baltimore, que Mons. Carroll está<br />
puesto al corriente de los proyectos del Sr. David en lo que la concierne. Que los apruebe él,<br />
nada menos cierto, al menos Isabel no duda ya en abrirse al viejo arzobispo y pedirle<br />
consejo en aquella nueva coyuntura. En realidad. Mons. Carroll no puede salir de su<br />
prudente reserva. El sabe, por otra parte que las obras de Dios están marcadas siempre por<br />
el signo de la cruz. En los designios de la Providencia, la prueba, la incomprensión, la<br />
contradicción tienen su papel que jugar ineludible. Si el grano de trigo no cae en tierra y<br />
muere queda solo. Si muere, produce mucho fruto (Jn 12, 24). Y en esta perspectiva del<br />
modo sobrenatural invita a la Madre Seton a mirar la situación presente con fe.<br />
Usted está destinada -le escribe él- a ser probada por el despojamiento y por la humillación<br />
que la conducirán a la confianza y a la paz. Esto tal vez tiene por fin poner el sello de la<br />
perfección a sus otros sacrificios y operar en su corazón un perfecto desprendimiento frente<br />
a lo que es humano así como la desnudez de lo que concierne a las consolaciones espirituales<br />
mismas... El Sr. Dubois -prosigue el arzobispo -está sin duda mejor informado que lo estoy yo<br />
mismo de los proyectos de los Sres. Dubourg y David. Pero resta que su buen sentido deba y<br />
pueda dudar antes de tomar la resolución definitiva de confiar a Sor Rosa el gobierno del<br />
convento y de no dejarle a Vd. más que la dirección de la escuela.<br />
Estas últimas palabras permitirán suponer que el Sr. David no estaba todavía seguro del<br />
papel subalterno que dejaría a la Madre Seton. En mi sentir -concluye, sin embargo, el<br />
arzobispo- ese sería un cambio desafortunado para la prosperidad de la Comunidad. Por eso<br />
afirma él que, si se le pidiera su parecer respecto a ello, no aceptaría sancionar tal decisión<br />
antes de tener en las manos una relación detallada y de haber hablado personalmente con<br />
el Sr. David.<br />
Desde el momento en que no puede dudar ya de las intenciones del superior de la<br />
comunidad que, hasta nueva orden, es todavía su comunidad, la Madre Seton va a<br />
permanecer perpetuamente sobre alerta, temiendo recibir de un momento a otro una<br />
orden que será para las Hermanas una causa de perturbación, y correrá el riesgo de arrojar<br />
la perturbación en su vida religiosa así como en la obra de apostolado, tan frágiles aún, la<br />
una y la otra. Sin embargo, una vez más ella quiere «hacer frente». Es posible que todas las<br />
Hermanas no hayan tomado conciencia, desde el comienzo, de las actuaciones del Sr. David.<br />
Isabel, en verdad, no habla de ello abiertamente. Tal vez, confidencialmente, a una u otra de<br />
196
sus hijas, cuando juzga más prudente advertirlo. Es necesario señalarlo de paso: hay en las<br />
crónicas de este año 1810, tan borrascoso sin embargo, y tan sombrío en ciertos días, unas<br />
páginas que resuenan con una nota de alegría que uno no puede poner ya en duda:<br />
... Una hebra de seda, dos hebras de lana...<br />
...Un millar de sufrimientos. Un millar de millares de alegrías...<br />
La distancia que separa White Hou.se de una u otra de las iglesias parroquiales obliga a<br />
poner en movimiento, cada domingo, a la familia entera. Durante la primavera, la Madre<br />
Seton hará de esto ocasión de una jornada de asueto general. Es una verdadera aventura,<br />
pues el valle dista mucho todavía de estar roturado. Ni puente, ni carretera, precisan las<br />
crónicas. Se pasa el río rodeándolo, poniendo el pie sobre las piedras. Se lleva la comida de<br />
campo en un saco, sin olvidar la sartén de freír... Llegada la hora, nos instalamos en un<br />
alegre claro de bosque no lejos de las rocas. Flores silvestres... musgo, verdor, nada falta en<br />
la pendiente suavemente inclinada de la montaña. La estrella amarilla de las margaritas en<br />
el soto muy cercano, donde los robles vigorosos viven con las hayas y los álamos. Con unas<br />
piedras se instala un pequeño hogar. Las ramas secas apañadas por los alrededores<br />
chisporrotean pronto allí, mientras la Hermana cocinera empuña la sartén donde crepita la<br />
mantequilla.<br />
Will y Ricksy están en la fiesta. Corren con las alumnas y se divierten con corazón contento.<br />
Las Hermanas no se quedan atrás en divertirse alegremente.<br />
Y cuando llega el momento de la oración, Isabel encuentra muy natural entonar el cántico<br />
de alabanzas de las creaturas, tomado del libro de Daniel:<br />
¡Obras todas del Señor, bendecid al Señor, alabadle y ensalzadle por los siglos!...,<br />
¡Manantiales, bendecid al Señor!...<br />
¡Todo lo que germina en la tierra, bendecid al Señor!... ¡Manantiales de agua, bendecid al<br />
Señor!...<br />
¡Pájaros todos del cielo, bendecid al Señor!... ¡Hijos de los hombres, bendecid al Señor!...<br />
¡Alabadle y ensalzadle por los siglos!... ¡Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es<br />
eterna su misericordia!<br />
(Daniel 3)<br />
La acción de gracias de la Madre Seton es leal. Pero su alegría sobrenatural recubre, en<br />
realidad, tal acumulación de fastidio y de inquietud que ella puede escribir, hacia el mismo<br />
tiempo, a Matthias O'Conway con igual sinceridad:<br />
Tú podrás burlarte de mí, cuando te digo que he conocido aquí más verdadera aflicción y<br />
preocupaciones, durante los últimos meses, que durante los treinta y cinco años de mi vida<br />
pasada, que ha estado marcada sin embargo, por la aflicción. Tú te puedes reír, te lo repito,<br />
porque tú sabes bien que el fruto de la prueba no se perderá al fin, por lo menos yo lo<br />
espero. A veces, sin embargo, es verdad que tiemblo.<br />
A pesar de la incertidumbre que la taladra, la Madre Seton no continúa menos en asumir<br />
toda la carga, toda la responsabilidad del superiorato como si nada amenazara el ejercicio<br />
de su autoridad.<br />
Da sus clases a las alumnas, verifica las cuentas, de casa, redacta la correspondencia que a<br />
veces resulta pesada, permanece disponible frente a las Hermanas cuya angustia íntima ella<br />
sabe. Ha tomado a su cargo, además, la instrucción religiosa del pueblo. Da el catecismo,<br />
siguiendo el ejemplo lejano de su abuelo Charlton, a los negros como a los blancos. Va a ver<br />
a los enfermos en sus casas. Ignora, sin embargo, cada día lo que le reserva el día siguiente.<br />
Porque el problema, surgido ya en el momento de la fundación de Emmitsburg, por lo que<br />
toca al cúmulo de sus deberes inherentes a su papel de madre de familia y de superiora de<br />
197
una comunidad religiosa, se ha recrudecido verosímilmente con las exigencias del Sr. David.<br />
El 3 de agosto de 1810 repite a Isabel Sadler, casi palabra por palabra, lo que escribió a Julia<br />
Scott, el 20 de julio:<br />
El derecho de mis hijos permanece inviolable. En consecuencia, si sucede que los deberes con<br />
los que estoy comprometida resultan incompatibles con los deberes que tengo hacia ellos, es<br />
a estos últimos a los que deberé dar el primer lugar. Tal fue la condición conforme a la cual<br />
nuestro arzobispo, Mons. Carroll, consentía en verme venir aquí. Todas estas cosas están en<br />
la mano del Divino Pastor. Yo estoy en paz.<br />
Seis días más tarde, precisa ella con destino al Sr. George Weis: Todo está aquí de nuevo en<br />
suspenso, y he llegado por ello a pensar en volver a comenzar a vivir en el mundo con mi<br />
pobre Anina, Kate y Rebeca... Nuestra situación es más inestable que nunca.<br />
Este año de 1810, Anina vuelve a Emmitsburg. El peligro que ella ha corrido en Baltimore,<br />
con ser diferente de los que la madre había temido para ella, no era menos amenazante.<br />
Apenas el barco que llevaba a Carlos Dupavillon a la Guadalupe había levado anclas, al fin de<br />
la primavera, cuando la adolescente se siente terriblemente sola. Lejos de Carlos, lejos de su<br />
madre. Desamparada. ¿Tuvo ella razón de hacer al joven la promesa, por frágil que fuera,<br />
que le dio? ¿Hizo mal en no concederle como prenda de esta Promesa el beso que él reclamaba?<br />
; Pero no ha disgustado ella a su madre, sólo con amarle? ¿Qué debía hacer? ¿Qué<br />
debe hacer ahora? El Pánico le invade. ¿El temor a vivir?<br />
No ha terminada el mes de junio cuando se pone a añorar la Casa Blanca de Emmitsburg. Y<br />
la presencia maternal, Y la ternura maternal. Nada le interesa ya en Baltimore, ni la sociedad<br />
de la familia Barry, ni los cursos de música, ni las lecciones de dibujo. Grita su aflicción a su<br />
madre en cada una de las cartas que le envía. Quiere volver a San José: .Soy muy<br />
desgraciada aquí -confiesa--casi tanto como lo era en la montaña... Deseo mucho, mucho,<br />
estar contigo. No puedo hacerme a la idea de pasar el invierno aquí. Es por lo que en julio,<br />
anulando todos los compromisos que había tomado para ella en Baltimore, Isabel ha hecho<br />
volver a su hija al convento de Emmitsburg. La crisis que atraviesa Ana María no está<br />
resuelta, sin embargo. ¿Cómo lo iba a estar?<br />
Así pues, aunque canónicamente hablando la situación excepcional de la Madre Seton había<br />
parecido resolverse desde avíe le fue concedido en principio continuar asumiendo la doble<br />
tarea de madre de familia v de superiora de una comunidad religiosa. la conciliación de sus<br />
deberes, prácticamente, se presenta cada vez más delicada. Isabel toma conciencia<br />
dolorosamente del inevitable desgarramiento que de ello resulta. En una carta dirigida a<br />
Catalina Dupleix, el día 11 de febrero de 1811 afirma:<br />
Por la ley de la Iglesia, que yo amo tanto, no podría contraer obligaciones que serían<br />
capaces de obstaculizar mis deberes hacia mis hijos, excepto si dispusiera de un capital en su<br />
favor, y que tuviera para ellos un tutor, cosa que el mundo entero no podría darme, dado el<br />
sentido de mi responsabilidad en cuanto madre de familia.<br />
En estas condiciones, ¿debe o no la Madre fundadora dejarse deponer de su cargo,<br />
considerando su dimisión como una indicación providencial que la llevaría a una vida de<br />
familia, que le permitiría así ocuparse más de la educación y de la situación de sus cinco<br />
hjos? ¿Debe, por el contrario, persistir en oponer a las embestidas del Sr. David una<br />
paciencia a la vez humilde y firme para evitar que una decisión arbitraria, termine en la<br />
dislocación de un instituto del que ella se encuentra ser a la vez superiora y fundadora, sin<br />
haberlo buscado? Problema angustiante cuya solución no facilita la actitud del Sr. David.<br />
La incomprensión que reina entre el superior eclesiástico de la comunidad y la Madre Seton<br />
no es tampoco como Para facilitar la elaboración de las reglas que debían regir el ¡oven<br />
198
instituto, cualquiera que fuera, por otra parte, su superiora. Que Isabel había querido<br />
adoptar el espíritu vicenciano y calcar la vida de su comunidad sobre la de las Hijas de la<br />
Caridad en Francia, es cosa cierta.<br />
Prueba, estas líneas dirigidas, el 9 de enero de 1810 a Isabel Sadler, que había estado en<br />
París unos años antes: Si te acuerdas del modo de vida de las Hijas de la Caridad, en Francia,<br />
antes de la Revolución y después, conocerás en una palabra la regla de nuestra comunidad<br />
que asegura simplemente lo que es necesario tocante a regularidad para que reine el orden,<br />
sin nada más.<br />
Y a Rosa Stubbs, a unos días de intervalo: Nuestra comunidad aumenta rápidamente no hay<br />
duda que esto será un gran bien para el cuidado de los enfermos y la instrucción de las<br />
niñas, que es nuestro primer quehacer. La regla es tan fácil de seguir que representa apenas<br />
algo más que lo que hace una persona que tiene una vida sobrenatural, hasta en el mundo.<br />
Regla simplicísima, espíritu de San Vicente de Paúl, a eso se atiene Isabel por el momento.<br />
Los Sulpicianos, personalmente, van más lejos en sus proyectos. ¿No ha deseado durante<br />
quince años, el Sr. Dubourg el establecimiento de las Hijas de la Caridad de San Vicente de<br />
Paúl en América? Ellas habían enjambrado ya en el extranjero, en Polonia especialmente.<br />
¿Por qué no en los Estados Unidos? Parece pues que aquellos señores de San Sulpicio<br />
habían pensado, desde 1810, en la unión de la pequeña comunidad de las Hermanas de San<br />
José agrupadas en torno a la Madre Seton con la Compañía de las Hermanas de San Vicente<br />
de Paúl.<br />
Y precisamente este año de 1810 el Sr. Flaget acaba de embarcarse para Francia.<br />
Desgarrado personalmente también entre la obligación que representa para él su<br />
nombramiento para el obispado de Bardstown y su deseo siempre más vivo de entrar en la<br />
Trapa, ha decidido no tomar ninguna decisión, ni en un sentido ni en otro, antes de haber<br />
hablado sobre ello de viva voz con su superior, el Sr. Emery. Es entonces cuando sus<br />
cohermanos de Baltimore le confían la misión de sondear en París a la Superiora de las Hijas<br />
de la Caridad, cuya Casa Madre está sita, entonces, en la calle del Vieux-Colombier, en la<br />
parroquia misma de San Sulpicio. Sondear, y si la acogida es favorable, comenzar ya las<br />
conversaciones que permitirían una unión lo más rápida posible de la Madre Seton y de sus<br />
Hijas con la Compañía de las Hijas de la Caridad.<br />
Ahora bien, cuando el Sr. Flaget vuelve a Maryland, en los corrientes del mes de agosto, trae<br />
de París más de lo que había osado esperar: la copia misma de las Reglas de la Sociedad que<br />
le había sido entregada. El hecho es en sí mismo una prueba cierta de que la Superiora<br />
General de las Hermanas de San Vicente de Paúl había entrado sin reticencias en los<br />
proyectos de los Sulpicianos. Comunicar las reglas elaboradas por el Sr. Vicente y la Señorita<br />
Legras a las Hermanas de Emmitsburg, era considerarlas desde entonces como miembros de<br />
la Sociedad.<br />
Por un momento el Sr. Flaget creyó poder traer consigo a tres Hermanas de la Caridad, lo<br />
que hubiera tenido por consecuencia sellar inmediatamente la unión deseada. Los<br />
acontecimientos políticos no permitieron a las Hermanas una salida tan rápida. La fecha<br />
acordada para un próximo futuro resulta en realidad muy aleatoria.<br />
Al menos el Sr. Flaget trae, igualmente con destino a la Madre Seton y a sus Hijas, una carta<br />
que ha querido escribirle una de las tres Hermanas designadas a Maryland, Sor María<br />
Bizeray. Esta misiva suya bastaría por sí sola para disipar todo equívoco, si lo hubiera. Sus<br />
páginas fechadas el 12 de julio de 1810 fueron escritas en Burdeos.<br />
Mis queridas Hermanas, coma todavía no está en mi poder dejar Francia, os escribo para<br />
daros la prueba de que sois el objeto de mis pensamientos. Espero ser dichosa con veros<br />
199
dentro de pocos meses o cuando el Todopoderoso, que nos llama a nuestro santo estado, y<br />
que me ha inspirado como a varias de mis Hermanas el deseo de seros útiles, tenga a bien<br />
disponer los caminos para nuestra salida. Place a ese Dios todopoderoso, que escogió a<br />
pobres pescadores, hombres débiles e ignorantes, para ser los fundamentos de su Iglesia,<br />
emplear los instrumentos más débiles de nuestros días para gloria de su nombre.<br />
Ciertamente, el empleo que hace de ellos le es agradable ya que servirán para fundar un<br />
establecimiento cuyo único objeto es asistir a sus miembros dolientes. ¡Oh, qué bella es esta<br />
vocación que nos llama a marchar sobre las huellas de nuestro divino Salvador, a practicar<br />
las virtudes cuyo ejemplo El nos ha dado y a ofrecernos a nosotras mismas en sacrificio a<br />
Aquel que se ofreció por nosotras! ¡Qué reconocimiento, qué amor no debemos nosotras a<br />
ese tierno Padre que se ha dignado escogernos para esta sublime vocación!<br />
Agradezcámoslo, pues, mis queridas Hermanas, y pidámoslo unas para otras, a fin de que El<br />
nos conceda la gracia de corresponder fielmente al privilegio inestimable que hemos recibido<br />
de El. Recurramos a San Vicente de Paúl, nuestro Padre, a la Señorita Legras, nuestra madre<br />
venerada, a fin de que ellos nos obtengan esa dicha a nosotras, que somos sus queridas<br />
hijas. No hay duda de que les somos queridas ya que les amamos y queremos serles sumisas.<br />
Como el Sr. Flaget ha debido deciros las sentimientos que nos han inspirado su celo y el<br />
interés que os tiene, termino, queridas Hermanas, que pronto seréis nuestras compañeras,<br />
asegurándoos la sincera y total devoción y respecto de vuestra muy humilde servidora.<br />
Sor Agustina Chauvin y Sor Woirin ponen también sus firmas al final de la carta destinada a<br />
las que ya consideran como sus Hermanas americanas. A decir verdad, los Sulpicianos han<br />
precipitado tal vez las cosas un poco más allá de lo que hubiese deseado Mons. Carroll. Pues<br />
la confirmación de aquellas reglas, ligeramente modificadas, no sería dada oficialmente, por<br />
el obispo de Baltimore hasta el de 17 de enero de 1812. En 1810, 1811, ni Mons. Carroll ni el<br />
Sr. Dubois, ni Mons. Cheverus san partidarios de la unión de la comunidad de Emmitsburg<br />
con la sociedad de las Hijas de la Caridad. El Sr. David, personalmente, la deseaba<br />
ardientemente. De todas formas, es necesario dejar al arzobispo tiempo para examinar las<br />
reglas traídas de Francia. Más que nunca conviene seguir el prudente consejo del Sr.<br />
Vicente: No pasar por encima de la Providencia.<br />
Los sulpicianos, por otra parte, tienen entonces otras tareas, otras preocupaciones que les<br />
reclaman. El Sr. Flaget ha recibido del Sr. Emery, su superior, más que el consejo, la orden<br />
de aceptar humildemente la elección que el Papa Pio VII ha hecho de su persona para la<br />
sede episcopal de Bardstown. El dejará por consiguiente Baltimore, llevando consigo en<br />
calidad de secretario al Sr. David. Y uno y otro tenían un puesto importante entre el<br />
personal docente del Seminario de Santa María de Baltimore. El 28 de octubre, 1 y 4 de<br />
noviembre de 1810, los titulares de los tres obispados de Filadelfia, Boston y Bardstown<br />
reciben de manos de Mons. Carroll la consagración episcopal. Son el R. P. Michel Egan, franciscano<br />
irlandés, Juan Luis Lefebvre de Cheverus, del clero secular, y Benito José Flaget, de la<br />
Compañía de San Sulpicio. Aprovechando el banquete dado en Baltimore con ocasión de<br />
esta triple solemnidad, el Sr. Flaget, superior de los sulpicianos de América, anuncia<br />
oficialmente que dimite de su cargo en favor del Sr. Tessier.<br />
Para sacar a flote el cuerpo profesoral del seminario y del colegio, el Sr. Flaget no ha traído<br />
con él más que un único recluta de Francia: el Sr. Bruté de Rémur, el cual hubiera preferido<br />
otro cargo que el de profesor, ya que su deseo era llevar una vida de misionero. No es<br />
extraño, pues, que el año 1810 se acabe sin que haya sido tomada ninguna decisión<br />
respecto a la comunidad de Emmitsburg.<br />
200
Obispo desde el 4 de noviembre de 1810, Mons. Flaget, sin embargo, está todavía en<br />
Baltimore en la primavera de 1811. Igualmente, su secretario. El Sr. David, hubiera podido,<br />
habida cuenta de su nuevo cargo, presentar su dimisión de superior eclesiástico de la<br />
comunidad, desde el invierno de 1809. Ha creído deber suyo conservar hasta el último<br />
momento tanto su título como su oficio ante las Hermanas. Parece incluso que ha querido a<br />
todo precio, antes de su salida para Kentucky, ver a Rosa White ocupar el lugar de la Madre<br />
Seton. Con este propósito, establece un nuevo plan. Hará venir a la Madre Seton a Baltimore,<br />
obtendrá durante ese tiempo el nombramiento de Sor Rosa como superiora de<br />
Emmitsburg, adonde no volverá a llamar a la Madre Seton, sino para ponerla delante del<br />
hecho consumado. Después de lo cual, Isabel será enviada de nuevo a Baltimore para tomar<br />
allí no ya la dirección de una escuela, sino la de un hospital.<br />
De todas estas maniobras que se prosiguen a socapa, una futura postulante, Margaret<br />
George tiene al corriente a la fundadora. La Madre Seton aguarda a ser llamada de un día a<br />
otro por el Sr. David. Pero es Sor Rosa quien recibe, en febrero de 1811, la orden de partir<br />
para Baltimore. La superiora, aun comprendiendo que el Sr. David sobrepasa, haciendo<br />
aquello, los límites de sus poderes, no puede oponerse a la marcha de su asistente. Que de<br />
aquí resulte una tensión entre las dos mujeres es cosa inevitable. Lo maravilloso, de veras,<br />
es más bien que no se haya producido entonces una verdadera escisión entre los miembros<br />
de la comunidad de Emmitsburg. Era necesario, en verdad, que la unión de los corazones y<br />
de los espíritus estuviera cimentada por un amor sobrenatural auténtico y profundo para<br />
ser capaz de resistir a la tempestad que, imprudentemente, el Sr. David había<br />
desencadenado. La Madre Seton, sin embargo, escribe de nuevo a Mons. Carroll. De nuevo,<br />
Mons. Carroll se mantiene a la expectativa. No quiere forzar nada, zanjar nada, sino<br />
permanecer siempre frente a la Madre Seton con el mismo parecer: «Si se le permite -<br />
responde él- retractar su cargo de superiora de la comunidad, me alegraría de ello por usted<br />
personalmente, pero mi esperanza en lo que concierne al porvenir de ese establecimiento<br />
quedaría grandemente debilitada».<br />
¿Fue la actitud a la vez discreta y firme del arzobispo? ¿Fue la intervención del Sr. Tessier o<br />
de Mons. Flaget? Lo cierto es que el Sr. David acaba por renunciar, hacia fines de marzo, a<br />
sus pretensiones en lo concerniente a su hija espiritual Rosa White. Pero no deja, con todo,<br />
de proponer con un ingenuo candor, que subraya al menos hasta qué punto le falta la más<br />
elemental psicología práctica, predicar a las Hermanas su retiro anual antes de embarcarse<br />
para Boston.<br />
Ante tal proposición inoportuna, la Madre, Seton, esta vez, salta literalmente de sus quicios.<br />
¡Para acabar de introducir la perturbación en la comunidad, ninguno, evidentemente,<br />
podría ser más indicado que el Sr. David! Lógica, a pesar de una llama de indignación<br />
demasiado tiempo contenida, hace notar el sulpiciano que un retiro es actualmente cosa<br />
inútil, ya que, de todas formas, ese retiro no será seguido de la aplicación de las reglas que<br />
están entonces en estudio, y que tal vez, no serán jamás puestas en vigor, al menos según el<br />
tenor que les ha dado el Sr. David. En cuanto a discutir con él a este respecto ¿para qué, si el<br />
nuevo superior tiene otras ideas que él querrá a su vez, imponer a la comunidad?<br />
Más tarde, la Madre Seton comentará el tono tajante de esta declaración que calificará de<br />
impertinente. En abril de 1811, no le impide ningún escrúpulo hacerla llegar a su<br />
destinatario. Si fuera menester romper con alguien, más valía que fuera con el Sr. David. El -<br />
al parecer- no acusa recibo de la carta. El 12 de mayo se embarca con Mons. Flaget para<br />
Kentucky, y Rosa White, vuelta pronto a Emmitsburg, tomaba de nuevo junto a la Madre<br />
201
Seton su puesto de asistente. Su fraterna y cálida amistad recobra de pronto todos sus<br />
derechos como si nada hubiera pasado que las pudiera oponer una a la otra.<br />
Para Isabel pasaba una página más dolorosa y fecunda.<br />
Un millar de sufrimientos... un millar de millares de alegrías dispensación de la gracia...<br />
Así se expresará en los Dear Remembrances, lanzando una mirada de conjunto sobre los<br />
primeros años de la Comunidad de Emmitsburg.<br />
En el número de millares de alegrías hay todavía una que surge radiante, en medio de las<br />
preocupaciones y penas del año 1810. Unas semanas después de la consagración de los<br />
nuevos obispos, el 21 de noviembre exactamente, la Madre Seton es requerida en el<br />
locutorio de White House. Dos eclesiásticos la esperan allí a los que ella no había visto<br />
jamás.<br />
-Soy Juan Luis de Cheverus-, dice sencillamente uno de ellos. Ella besa con respeto el anillo<br />
pastoral del joven obispo de 42 años. Así pues, he ahí ante ella aquel hombre «elocuente y<br />
erudito» a quien hace cinco años ya, Antonio Filicchi le había aconsejado exponer las dudas<br />
en que se debatía entonces su espíritu. Ella se alza de nuevo, adelanta los sillones para sus<br />
visitantes, dichosa, emocionada de conocer al fin el rostro de aquel cuyas cartas en 1805<br />
habían tenido tanto peso en la resolución que la había llevado a entrar en la Iglesia Católica<br />
para conducirla fácilmente allí donde Dios la esperaba, a la cabeza de la primera comunidad<br />
religiosa femenina de América.<br />
Mons. de Cheverus ha presentado a su compañero: Mons. Egan, obispo de Filadelfia. Para<br />
Isabel no es posible oír pronunciar el nombre de esa ciudad sin unirse con el pensamiento a<br />
su amiga Julia Scott. ¡Cuánto desearía que entre<br />
el nuevo obispo de Filadelfia y Julia se entablara un diálogo como se entabló para ella con el<br />
Sr. de Cheverus una correspondencia de la que brotó tanta claridad y tanta gracia y tanta<br />
paz! La mirara de Mons. de Cheverus, a la vez profunda y teñida de una extrema bondad, se<br />
posa intensamente en la Madre fundadora. El gesto mesurado de la mano subrayando las<br />
palabras que pronuncia, revela en él a un hombre de una gran finura y de una rara<br />
distinción. Ni hasta el tono de su voz cálida y bien timbrada deja de tener a Isabel bajo su<br />
encanto. En verdad, el Sr. de Cheverus es ciertamente tal como siempre ella se lo había<br />
imaginado. La certidumbre de encontrarse, ante un hombre de Dios por quien le habían sido<br />
dadas tantas luces, le es un íntimo consuelo.<br />
Invita a los prelados a permanecer unos días en Emmitsburg, para mayor alegría de las<br />
Hermanas. Ellos se niegan con sentimiento. Su tarea les llama a cada uno en su propia<br />
diócesis. No podrán en absoluto retardarse en la Montaña más de dos días. ¿Sería al menos<br />
posible a la Madre Seton hablar a solas con Mons. de Cheverus y someterle los graves<br />
problemas que no han encontrado todavía su solución definitiva: el de la comunidad de San<br />
José y el de sus cinco hijos?<br />
De esta breve estancia pasada en el convento de Emmitsburg, Mons. Egar, y Mons. de<br />
Cheverus llevan un radiante recuerdo: He visitado la «Santa Montaña» -dirá pronto el<br />
obispo de Boston- y he quedado muy edificado de todo lo que allí he visto.<br />
Con la dimisión del Sr. Nagot y la marcha para Kentucky de Mons. Flaget y del Sr. David, su<br />
secretario, se mostraba inminente una reorganización en los cargos ocupados por los<br />
sulpicianos de Maryland. Las Hermanas de la Caridad de San José esperaban no sin<br />
ansiedad, el nombramiento de su nuevo Superior. Antes del verano, el Sr. Tessier que<br />
acababa de suceder al Sr. Nagot, designa a su vez reemplazante del Sr. David. Es el párroco<br />
de Emmitsburg, el Sr. Dubois en persona. Un gran soplo de confianza, de esperanza, alivia<br />
los corazones. Todas y cada una de las Hermanas están dispuestas a confirmar: suponiendo<br />
202
que se les hubiera pedido su parecer personal para tal nombramiento, sería al Sr. Dubois a<br />
quien habrían dado sus sufragios. Las espaldas encorvadas de la Madre Seton se encuentran<br />
de un sólo golpe aligeradas de su aplastante carga.<br />
Una nueva primavera comienza, realmente, para la Comunidad. Una especie de<br />
renacimiento espiritual sintoniza con la gozosa renovación de la naturaleza tan magnífica en<br />
esta estación, al pie de las Montañas Azules. Isabel siente brotar en lo más profundo de su<br />
ser un retorno de vitalidad. Ella piensa hacer participar por un momento a sus amigas, Julia<br />
Scott, Isabel Sadler y Catalina Dupleix, del encanto de la primavera en «su valle».<br />
Sería tan dichosa -como escribe a Sad- en hacerles admirar la montaña y la belleza de sus<br />
sombras a la hora del sol poniente, y la ondulación de los campos de trigo y los sotos<br />
cubiertos de flores y la morada apacible cual es la Casa Blanca. Le parece tan sencillo,<br />
personalmente, frente a semejante espectáculo, dejar al espíritu elevarse derechamente<br />
hacia el Señor. Cuanto mi alma está más verdaderamente unida a Dios -explica ella- más<br />
capaz es de gustar el encanto de su creación. Ven, querida Isabel -dice ella-; al menos trata<br />
de venir; di al menos que tratarás de venir. Es que el amor de Dios, lejos de encoger el<br />
corazón que posee, lo vuelve, al contrario, capaz de amar con más ternura con más fuerza<br />
también a todos los que ya amaba. En fin, ¡es el amor! -dirá naturalmente con Teresa de<br />
Ávila.<br />
Tranquila, ahora, en lo que concierne al porvenir inmediato de su pequeña comunidad,<br />
Isabel escribe el 24 de junio, una larga carta a Antonio Filicchi, pasando revista, para el<br />
queridísimo amiga de Liorna, a los hechos más notables que han sucedido en los corrientes<br />
del año 1809. Y como en una filigrana se transparenta a través de cada una de las páginas la<br />
indefectible gratitud que ella guarda frente a los que, los primeros, guiaron sus pasos por el<br />
camino de la verdad total. Después de haber recordado la muerte de Enriqueta y de Cecilia,<br />
por si acaso los correos precedentes no hubieran llegado a Europa, prosigue:<br />
Las tengo a las dos reposando cerca de nuestra morada y allí digo mi TE DEUM cada noche.<br />
¡Oh Antonio, si pudiérais, tú y Felipe, conocer la mitad tan sólo de las gracias que nos habéis<br />
procurado a todas nosotras! Mi Ana marcha ahora sobre sus huellas, en ella resplandece la<br />
juventud, la belleza, la gracia, interiormente y exteriormente; y es preciso de veras que se la<br />
admire como la más evidente bendición, no solamente para su madre, sino para muchos<br />
otros. Mis otros dos hijitos son niños excelentes: no hablan de nada más, ni piensan en nada<br />
más que en servir y amar a nuestro Señor. Yo no hablo de la vida religiosa, de la que no es<br />
posible juzgar a su edad, sino que hablo de su deseo de ser suyos, donde ello deba ser.<br />
La esperanza lejana que me da tu carta, de ver realizarse tu proyecto de venir a mi país,<br />
arroja una luz sobre el sombrío porvenir por lo que hace a mis hijos. No, a decir verdad, en el<br />
plano de sus bienes materiales. Nuestro Señor sabe que jamás me causaría pena, aunque<br />
tuviera que verles reducidos a mendigos en tanto que ellos guarden su fe y la pongan en<br />
práctica. Su porvenir, en caso de que yo llegase a morir es, financieramente hablando, tan<br />
desolador como posible, a menos que fueran puestos en manos de sus viejos amigos; pero<br />
entonces eso sería para ellos casi la ruina total de sus principios religiosos.<br />
Todo lo abandono, de esto puedes estar seguro, a Aquél que alimenta los pájaros del cielo,<br />
como tú dices, pero dado mi estado de salud actual -estoy literalmente en las últimas-,<br />
¿puedo yo mirar a mis cinco, sin los temores y las ansiedades de una madre cuyos únicos<br />
pensamientos y únicos deseos aspiran únicamente a su eternidad?<br />
He hablado --dice ella- de estos temores a Mons. de Cheverus, cuando se detuvo en<br />
Emmitsburg a fin de noviembre de 1810. El parecía tener mucha esperanza en cuanto a ellos<br />
y me indujo a creer que haría personalmente todo lo que estuviera en su poder para<br />
203
protegerlos. A él y a ti y a tu corazón fraternal los confío en este mundo, concluye Isabel.<br />
Luego expone a Antonio la situación de White House, este año de 1811.<br />
Hemos obtenido la confianza de tantos padres que se dirigen a nosotras para la educación<br />
de sus hijas -una cincuentena aproximadamente, sin contar las alumnas que se reciben<br />
gratuitamente- que ello nos ha permitido continuar nuestro camino sin deudas, sin problema<br />
de dinero.<br />
Sigue una alusión discreta a las dificultades encontradas con el Sr. Dubourg al Sr. David:<br />
Nuestro primer director no me ha encontrado tan flexible como lo son generalmente los<br />
conversos. Es que yo debía tener cuenta de mis frágiles hijas en el estado religioso, que sería<br />
el mío. Las conversaciones que tuvo, al contrario, con Mons. de Cheverus y Mons. Carroll -<br />
explica ella- la confirmaron en la posición que ella creyó deber guardar a este respecto.<br />
Mons. Carroll ha tomado actualmente sobre nosotras la autoridad que, primitivamente,<br />
había dado a otro. Todo lo que hago, hasta en lo concerniente a los puntos de menor<br />
importancia, es sometido a su decisión. ¡Oh Antonio, cuánto ha crecido en nuestros<br />
«bosques agrestes» como tú los llamas, la obra bendita que te es tan querida! ¡Bendito,<br />
bendito mil veces su santo Nombre, bendito sea siempre!<br />
Tú diriges siempre tus cartas a Baltinzore -prosigue ella- pero nosotras estamos a 50 millas<br />
de la ciudad, en medio de los bosques y de las montañas. Nada de guerras o de rumores de<br />
guerras aquí, sino campos donde madura la mies. La Iglesia del Monte de Santa María, la<br />
Iglesia del pueblo San José y la gran casa que tiene una capilla privada -NUESTRO DUEÑO<br />
ADORADO ESTA SIEMPRE ALLI- son todas nuestras riquezas. «Old Barry» (Napoleón) no las<br />
codiciaría, por más que uno de los oradores más elocuentes y más distinguidos de la<br />
abogacía de Nueva York, escribió a nuestra pobre Enriqueta que, sin contar las demás<br />
razones que ella tenía para no escuchar «la voz de sirena» de su hermana, el preveía que<br />
«de aquí a unos años» todo edificio católico sería quemado hasta sus cimientos y que<br />
oiríamos derrumbarse nuestra casa junto a nosotras. ¡Eso sería bastante extraño en esta<br />
tierra de libertad!<br />
La carta da al fin un pequeño resumen de la vida espiritual llevada en Whit,; House: Todas<br />
las niñas van a comulgar una vez al mes, salvo la pequeña Rebeca. Anina, una vez por<br />
semana. Y, créeme, no tienen necesidad de ser estimuladas por la influencia de su madre en<br />
lo que mira a la gratitud llena de cariño que ellos profesan a sus amigos verdaderos y muy<br />
queridos por quienes han sido guiados a la luz de la vida eterna... Todo el mundo, además, --<br />
-afirma Isabel- ella en cabeza, sus hijos y su comunidad tratan de pagar su deuda de<br />
reconocimiento hacia los Filicchi con una ardiente y fiel oración.<br />
¡La eternidad! ¡La eternidad! --concluye la larga misiva- ¿la pasaré yo contigo, hermano<br />
mío? ¡He recibido tanto! ¡Esa eternidad no solamente no la he merecido, sino que he hecho<br />
todo para incitar a la Mano adorable a negármela!<br />
Escrita con la espontaneidad de la que no se aparta jamás Isabel cuando se dirige a Antonio,<br />
quien la puede seguir perfectamente y tanto en el plano espiritual como en el plano<br />
familiar, esta carta redactada al comienzo del verano de 1811 es reveladora de la situación<br />
de espíritu de la Madre. Que ella sea feliz en sus «bosques agrestes» imposible dudarlo,<br />
sobre todo desde que el Sr. Dubois ha tomado la sucesión del Sr. David, como superior de la<br />
comunidad. El Sr. Dubois que está en funciones, como la Madre Seton se apresura a<br />
hacérselo notar a Mons. Carroll con evidente satisfacción, es, además, un hombre de muy<br />
buen sentido. El ha probado muy pronto que en el estado presente de las cosas, él debía<br />
retirarse a un segundo plano para dejar el primer papel al arzobispo de Baltimore. Dichosa,<br />
sosegada, la fundadora puede ahora escribirle con toda sencillez: El Sr. Dubois me ha<br />
204
ecomendado siempre dirigirme a usted, lo que no solamente está dentro del orden querido<br />
por la Providencia, sino que además es la única forma para mí de encontrar la paz del<br />
espíritu.<br />
Sobre otro plano, sin embargo, la Madre Seton no ha encontrado todavía la paz. El porvenir<br />
de sus hijos no cesa de obsesionarla y el deseo secreto del que no puede deshacerse, de<br />
querer para cada uno de ellos una gracia semejante a la que ella ha recibido personalmente.<br />
Ella confesará un día que su sueño hubiese sido ver a Guillermo o a Ricardo llamados al<br />
sacerdocio. De Anina, de Catalina y de Rebeca ¡cuánto quería hacer unas religiosas como<br />
ella! Ahí está, con toda evidencia su fallo psicológico. Porque tal deseo, más o menos<br />
conscientemente sostenido, turba prácticamente la lucidez de su juicio en cuanto a sus hijos<br />
y le dicta a su respecto una actitud que corre riesgo de no ser siempre la buena.<br />
A decir verdad, la situación de una madre de familia a quien Dios llama manifiestamente a<br />
abrazar la vida religiosa, más aún, a convertirse en fundadora de un instituto religioso, no<br />
puede revelarse sino extremadamente compleja. Cual quiera que sea el comportamiento de<br />
aquella a quien se le pide responder al mismo tiempo a dos vocaciones de apariencia<br />
contradictoria, ese comportamiento sólo puede desconcertarnos en uno u otro plano. Por<br />
nuestra impotencia para juzgar finalmente sobre una condición excepcional que nos supera,<br />
nos es necesario tomar nuestro partido. El historiador, en este caso, puede constatar los<br />
hechos, esforzarse en explicarlos, no le pertenece juzgarlos.<br />
Juana Francisca Fremiot de Chantal se convierte en fundadora de la Visitación de Santa<br />
María, y, para responder a una vocación sancionada por Mons. de Ginebra, debe dejar<br />
prácticamente a otros el cuidado de completar la educación de sus hijos más pequeños,<br />
Francisca y Celso Benigno, sin perderlos, sin embargo, jamás de vista un solo instante. Su<br />
círculo familiar grita con escándalo. Bárbara Avrillot, «la bella Acaria» llega a ser, bajo el velo<br />
blanco de las Hermanas, Sor María de la Encarnación en el Carmelo de Amiens donde una<br />
de sus propias hijas es sub-priora. Porque sus tres hijas no la siguieron, sino que la<br />
precedieron en el convento cuya erección había preparado ella, formando, en su propia<br />
casa a las futuras novicias de los primeros carmelos de Francia, aún en vida de su marido, lo<br />
que estuvo lejos de hacer fácil aquella formación. Cuando María Martín-Guyard, otra María<br />
de la Encarnación, entró en las Ursulinas de Tours, de donde partirá unos años más tarde<br />
para el Canadá, su hijo Claudio sólo tenía 12 años. Empujado por sus tíos, sus tías y todos los<br />
suyos el niño va a tirar piedras a los cristales del monasterio, gritando: «¡Devolvedme a mi<br />
madre!». Llegará un día, sin embargo, en que Dom Claudio Martín, bajo la cogulla negra de<br />
los Benedictinos de San Mauro, escribiendo la vida de aquella Madre, toda rutilante de<br />
gracia divina, comprenderá, personalmente, desde esta tierra, cómo la vocación excepcional<br />
de aquella que parecía abandonar a su hijo, había sido, en realidad, para él un manantial de<br />
bendiciones.<br />
Menos afortunada que María Martín-Guyard, Luisa de Marillac, viuda del Sr. Le Gras -cuya<br />
vida gusta Isabel meditar- debía conocer en lo concerniente a su hijo Miguel más sinsabores<br />
y sufrimientos que alegrías. Ella hubiera deseado tanto, también, verlo acceder un día al<br />
sacerdocio. Entra en uno de los seminarios muy recientemente fundados, gracias a la<br />
iniciativa del Sr. Vicente. No puede permanecer allí. A los 17 años, Miguel Le Gras no es más<br />
que un inestable que no se encuentra bien en ninguna parte, ya levantado por olas. de<br />
entusiasmo, ya deprimido, en lucha con su negro desaliento. Se casará finalmente sin<br />
conocer jamás ninguna de las salidas que su madre había soñado para él.<br />
Ahora bien, aquellas mujeres de Francia, educadas en el medio católico ancestral de la vieja<br />
Europa, no habían escapado a los problemas, a las inquietudes, a los errores de cambio, a<br />
205
veces incluso a los fracasos, frente a los hijos que Dios les había concedido traer al mundo,<br />
antes de llamarlas a ellas a la vida religiosa. ¿Quién se extrañaría, entonces, de que la<br />
fundadora americana salida de una familia episcopaliana y colocada por la Providencia a la<br />
cabeza del primerísimo instituto religioso de su país, se haya encontrado expuesta a unas<br />
dificultades de las que, humanamente, no parece haber triunfado siempre, sin que su<br />
fidelidad a la gracia, sin embargo, quedase menguada?<br />
23.- UN BROCADO DE ORO<br />
Volveré mi mana contra ti,<br />
purificaré en el crisol tus escorias,<br />
y te desprenderé de toda ganga.<br />
Is 1, 25<br />
Si pues el Sr. Flaget, al dejar Francia en julio de 1810, no había podido traer a América a las<br />
tres Hijas de la Caridad, cuya llegada esperaba el Sr. David, con todo, no volvía solo. Le<br />
acompañaba un nuevo sulpiciano, que se había hecho distinguir ya en su país por su carrera<br />
brillante, que había abandonado bruscamente. Gabriel Bruté de Rémur era hijo de un<br />
abogado en el Parlamento de la Bretaña. De muy niño había visto de cerca las escenas<br />
trágicas de la Revolución, ya que las salas del palacio de justicia de su ciudad natal<br />
albergaban el tribunal de sentencias arbitrarias y sin apelación. La morada de los Bruté de<br />
Rémur estaba contigua al palacio de justicia, lo que no impedía que el abogado escondiera<br />
entre sus muros mismos a sacerdotes refractarios a los que de inmediato ayudaba a<br />
evadirse.<br />
Pasados los días del terror, el joven Gabriel emprende sus estudios de medicina, primero en<br />
Rennes y luego en París. Tiene por condiscípulo y amigo a René Laénnec, y trata al mismo<br />
tiempo con el abate Tesseyre, a quien ayuda voluntariamente en sus obras de caridad. En<br />
1802, Gabriel Bruté que se clasifica como primero en el concurso general de medicina, se ve<br />
distinguido con el premio Corvisart. En este mismo concurso, René Laénnec obtiene el<br />
segundo puesto. Al año siguiente Gabriel Bruté de Rémur es doctor en Medicina. Napoleón<br />
ha puesto los ojos en él. Le hace ofrecer un puesto de todo punto interesante en uno de los<br />
hospitales de París. El joven se niega. Bruscamente abandona la carrera médica en la que se<br />
le prometen todos los éxitos. Pide y obtiene su admisión en la Compañía de San Sulpicio. Allí<br />
reanuda otros estudios y adquiere en pocos años una cultura teológica amplia y profunda.<br />
Ordenado sacerdote en 1808 vuelve a Rennes en calidad de profesor del Seminario Mayor y<br />
entra en contacto con los hermanos Lamennais que apelan, si se presenta el caso, a su<br />
erudición. Sin embargo, él no cesa de pensar en las misiones lejanas. En 1810, se encuentra<br />
con el Sr. Flaget, durante la corta estancia que efectúa en Francia el obispo preconizado de<br />
Bardstown. Pide y obtiene la autorización de partir para el Nuevo Mundo. Tiene 31 años<br />
cuando llega a América. Veintitrés años más tarde, será designado para fundar en Indiana, la<br />
nueva diócesis de Vincennes. «Es el hombre más sabio de América», dirá de él John Adams,<br />
el segundo presidente de los Estados Unidos.<br />
El juicio que tiene sobre él el Sr. Flaget, unos meses tan sólo después de .;u arribo a<br />
Maryland, merece ser citado a causa de la luz que proyecta sobre ciertos hechos<br />
desconcertantes a primera vista: El piadoso y modesto Sr. Bruté había atraído la atención de<br />
todo el mundo y ganado los corazones de todos aquellos que se le acercaban: conserva<br />
todavía su carácter y espero, con la gracia de Dios, que él no hará más que ganar a medida<br />
206
que sea conocido. Temo, sin embargo, su imaginación que le lleva siempre a querer<br />
encontrar la perfección en todo lo que le rodea y a suponerla en todas partes donde no está<br />
él en persona. Sus ideas verdaderamente extravagantes son para él una fuente de dolor<br />
espiritual y corporal, y de disgusto. La carta donde se dan tales precisiones está dirigida -II<br />
Sr. Garnier, con fecha del 15 de septiembre de 1810. Es cierto que la imaginación y la<br />
fogosidad del Sr. Bruté de Rémur velarán, incluso a los, ojos de sus cohermanos, su<br />
verdadera fisonomía, y darán origen a serios malentendidos.<br />
Notablemente inteligente, de una asombrosa rapidez de pensamiento, aquel hombre va a<br />
encontrar una insuperable dificultad para expresarse correctamente en la lengua inglesa.<br />
Durante años, deberá recurrir a la ayuda de una secretaria bastante aguda para comprender<br />
su pensamiento, bastante familiarizada con ambas lenguas para no traicionar ese<br />
pensamiento.<br />
Esa secretaria será la Madre Seton. Una ayuda espiritual de una calidad excepcional así<br />
como de una envergadura poco común le es deparada con este hecho por la Providencia<br />
desde entonces hasta su marcha para la eternidad.<br />
El Sr. Bruté de Rémur vino a efectuar en Emmitsburg una estancia relativamente corta<br />
durante el verano de 1811. Se atrajo inmediatamente la estima de las Hermanas de San<br />
José, a pesar de la forma inverosímil de expresarse. De prime ras, la Madre Seton le<br />
propone darle unas lecciones de inglés. La imitación de Cristo les servirá de libro de<br />
ejercicio. De la traducción al comentario no habrá distancia. Los cambios de opinión en el<br />
plano sobrenatural, harán nacer rápidamente entre la superiora americana y el teólogo<br />
francés una amistad profunda. En 1812 tan sólo, es verdad, vendrá el Sr. Bruté de Rémur a<br />
ayudar al Sr. Dubois en Emmitsburg. Pero desde el verano de 1811, la Madre Seton<br />
presiente cl apoyo sólido que encontrará en tal consejero. Muy pronto, por su lado, el Sr.<br />
Braté otorgará a la Madre Seton la confianza que ella merece y sabrá dar al joven instituto<br />
lo mejor de sí mismo.<br />
Así, pues, es como con extraordinaria fortuna, van a poder ser puestas a estudio las reglas,<br />
discutidos los problemas -particulares y generales- intentadas las experiencias, dentro de<br />
una atmósfera de libertad de espíritu y de tranquilidad. Entre el nuevo Superior y la Madre<br />
fundadora es posible el diálogo, al que las Hermanas mismas podrán ser asociadas. La<br />
dilación prudente de Mons. Carroll produce ahora sus frutos.<br />
Un hecho se impone, desde el comienzo, a todo examen atento: incluso antes de tener en<br />
sus manos las reglas copiadas en la casa madre de las Hijas de la Caridad de París, la joven<br />
comunidad había hecho suyo el espíritu de esas reglas. Desde el primer ensayo de vida<br />
común en Baltimore, en 1808, la espiritualidad del Sr. Vicente había inspirado todas las<br />
decisiones asumibles lo mismo que la forma de vivir, de organizarse, de darse a las obras de<br />
misericordia como a la oración. Es por lo que Isabel se complacerá en subrayar más de una<br />
vez que no había ninguna disonancia entre los textos primitivos, a los que podían referirse<br />
ahora, y el espíritu que marcaba a la Comunidad.<br />
El acento, sin embargo, se ponía, aquí o allí, de forma diferente. Si el nuevo Instituto nacido<br />
en los Estados Unidos pensaba como antes de ser eventualmente abrazadas todas las obras<br />
a las que se dedicaban en Europa las Hermanas de San Vicente de Paúl, no había de seguir<br />
siendo menos la primera de las obras confiadas a las Hermanas de América la enseñanza y la<br />
educación de la juventud, especialmente de la juventud femenina. La primera casa abierta<br />
en Baltimore y cuya existencia se proseguía en Emmitsburg, estaba destinada ante todo a<br />
las hijas de la clase acomodada. Incluso desde que había nacido en el Valle -con la admisión<br />
de las niñas del pueblo- la primera escuela parroquial de los Estados Unidos, las Hermanas<br />
207
de San José seguían recibiendo en mayor número pensionistas cuyas familias asegurasen la<br />
escolaridad y cuya educación debería preparar lo que naturalmente llamaríamos hoy<br />
cuadros (sociales). Las Hijas de la Caridad daban, personalmente, la prioridad a las niñas<br />
indigentes, a los enfermos, a «nuestros amos los pobres». La educación, la enseñanza de las<br />
niñas no venía sino a continuación, en la medida en que esa forma de apostolado permitía,<br />
en suma, dispensar a los desheredados con el pan del cuerpo el de la inteligencia. Sin duda<br />
la Madre Seton verá, en vida, abrirse los primeros orfelinatos confiados a sus hijas. La obra<br />
de educación simple y pura seguirá siendo el primero de los fines apostólicos perseguidos<br />
por su instituto. Y esto como consecuencia de unas necesidades que se mostraban<br />
diferentes entonces en la vieja Europa o en la joven América.<br />
Por real que fuera tal divergencia no era, en absoluto, como para impedir la unión<br />
proyectada, en tanto que esa unión aportaría a las hijas de la Madre Seton, para el presente<br />
y el porvenir, una ventaja de gran precio: el de encontrar una congregación femenina unida<br />
a unos sacerdotes o religiosos cuyo fundador era el mismo que el suyo. Las Hijas de la<br />
Caridad podían reivindicar con el mismo título que los Sacerdotes de la Misión la paternidad<br />
del Sr. Vicente. Un mismo espíritu animaba a las dos sociedades por él fundadas. Lazos<br />
estrechos las unían. Que la pequeña comunidad de Emmitsburg fuera incorporada<br />
canónicamente a la gran familia vicenciana y quedaría asegurada para su futuro una<br />
garantía de fuerza y de estabilidad. Los sacerdotes de la Misión no han llegado todavía a los<br />
Estados Unidos. El primer grupo no desembarcaría hasta 1816, para responder a la llamada<br />
de Mons. Dubourg, precisamente quien en tal fecha, ocupará la sede episcopal de Nueva<br />
Orleans, en la Luisiana, convertida desde 1803 en uno de los Estados Unidos Americanos 1 .<br />
1. La Luisiana descubierta por los franceses en el siglo acvii, había formado parte del<br />
dominio colonial francés antes de convertirse en uno de los Estados Unidos de América en el<br />
momento en que Bonaparte la cedió a los Americanos en 1803. Es lo que explica que la<br />
ciudad de Nueva Orleans hubiera sido provista de sede episcopal desde 1793.<br />
Era evidente, por otra parte, que, por el hecho mismo del fin propio perseguido por la<br />
sociedad fundada por el Sr. Olier, el cargo de Superior eclesiástico frente a las Hermanas,<br />
solamente podía ser confiado temporalmente a uno de los miembros de la Compañía de San<br />
Sulpicio. Muchos incidentes diversos hacían, a decir verdad, bastante complejo el problema<br />
de la unión inmediata de las Hermanas de América y de las Hermanas de Francia en el<br />
momento del nombramiento del Sr. Dubois.<br />
Mons. Carroll no quiere precipitar nada tampoco en este terreno. Mons. de Cheverus,<br />
consultado, se mantiene personalmente en reserva. En cuanto al Sr. Dubois no ve ninguna<br />
necesidad de «sobreponerse a la Providencia». El está situado mejor que cualquiera para<br />
emitir un juicio objetivo sobre el joven instituto como sobre cada uno de sus miembros, ya<br />
que es el único, entre aquellos señores de San Sulpicio, que está en contacto directo con la<br />
Comunidad, en Emmitsburg mismo, que se le acerca diariamente, que ve vivir a las<br />
Hermanas, el único que sorprende las reacciones que suscitan su presencia y su apostolado<br />
entre los habitantes del Valle.<br />
Desde la salida del secretario del Sr. Flaget para Kentucky, la vida de las Hermanas de San<br />
José había tomado su curso normal. La borrasca, en lugar de desarraigar una obra tan frágil<br />
todavía, parecía haber permitido a sus raíces hacerse más profundas y más fuertes. Un<br />
recobro de vitalidad había sido su consecuencia. Precioso índice del espíritu sobrenatural<br />
tanto de la Madre Seton como de sus hijas. Que la Madre Seton fuera calificada con<br />
preferencia a toda otra para permanecer a la cabeza del instituto era para el Sr. Dubois igual<br />
que para Mons. Carroll la evidencia misma. Sus antecedentes la señalaban a los ojos de las<br />
208
familias de las alumnas como una mujer de gran experiencia, bien al corriente del delicado<br />
problema que provocaba, en el interior de un país protestante en su conjunto, el<br />
catolicismo americano. El hecho de que fuera madre de familia y persistiera en considerar<br />
sus deberes hacia sus hijos como imperiosos y primordiales, le atraía entre sus compatriotas<br />
las más sólidas simpatías. ¿Resulta, pues, a propósito, en este preciso momento, suscitar de<br />
nuevo el problema de la unión de la comunidad a la Compañía de las Hijas de la Caridad?<br />
Mons. Carroll no ve su necesidad. Consultado a su vez Mons. de Cheverus responde a la Madre<br />
Seton en estos términos: Comparto la opinión del Sr. Dubois respecto a la oportunidad<br />
para vuestro establecimiento de permanecer independiente de las Hermanas de la Caridad y<br />
de continuar siendo simplemente una casa de educación para las jóvenes.<br />
La cuestión sigue todavía pendiente al fin del verano del mismo año. Prueba, esta carta<br />
dirigida por Isabel a Mons. Carroll, con fecha del 9 de septiembre de 1811:<br />
Usted sabe, mi venerado Padre, todo lo que ha pasado, desde mi primera unión con esta<br />
casa hasta el momento presente: tentaciones, pruebas y todo... Actualmente, dejo todo a los<br />
pies de Aquél a quiere adoro, abandonando toda con sideración y también todos mis<br />
intereses en sus manos de usted, que es su representante, a fin de que decida de mi suerte.<br />
Las reglas propuestas, son idénticas casi, a las de las Hermanas de Francia„ según el<br />
manuscrito original. Yo no he tenido jamás un pensamiento que estuviera en desacuerdo con<br />
ellas, tan lejos como mi pobre capacidad pueda juzgar, en observarlas de cerca. Las<br />
constituciones propuestas han sido discutidas por nuestro reverendo director y veo que hace<br />
respecto a ellas unas observaciones en lo que concierne a mi situación. Pero, ciertamente, no<br />
se trata de considerar a una persona en cuanto tal, cuando está en causa el bien general. Vd.<br />
sabe que estoy dispuesta a hacer todos los sacrificios que son compatibles con mis primeros<br />
deberes, inherentes a mi cualidad de madre. Suplicaré al P. Dubois que tenga la bondad de<br />
no ocultar nada de mis disposiciones, pues las conoce bien. Ciertamente -por cuanto yo<br />
pueda conocerme a mí misma- esas disposiciones le son conocidas, como lo son de Dios.<br />
Tomando a su cuenta la imagen de simple y total disponibilidad expresada en el Salmo 123,<br />
2, había afirmado anteriormente a George Weis: Tengo las manos y los ojos levantados a la<br />
espera de la adorable voluntad. La única palabra que tengo que decir a cada cuestión es: «yo<br />
soy madre», a cualquiera que sea lo que la Providencia espere de mí, dado que sea<br />
compatible con esta cláusula, yo digo AMÉN a todo.<br />
El 11 de septiembre, sin embargo, Mons. Carroll le dirige una larga misiva que es un<br />
evidente preludio a la aprobación oficial de las reglas mismas. Es para él una especie de<br />
confusión -afirma ante todo el arzobispo- tener que sancionar definitivamente una regla de<br />
vida religiosa, gracias a la cual almas consagradas, en gran número podrán marchar por el<br />
camino de la auténtica perfección. Esta aprobación, la dará, no obstante, y la da desde<br />
ahora, con la condición, sin embargo, de que las constituciones que él tiene ante sus ojos,<br />
habiéndoselas enviado el Sr. Dubois, sufran las modificaciones sugeridas por el Sr. Dubois<br />
mismo.<br />
Mons. Carroll no oculta, por otra parte, su real satisfacción de saber que, aquellos señores<br />
de San Sulpicio han encontrado afortunadamente una solución sobre todos los puntos<br />
importantes en que se hubiera podido tener una divergencia de opinión. Pues, en lo<br />
concerniente a los detalles de una vida de comunidad que dependen precisamente, no sólo<br />
del superior de la comunidad, sino más todavía de la Madre Superiora, el arzobispo deja a<br />
quien tenga derecho el cuidado de decidirlo, con su mayor confianza -asegura él- de que no<br />
ha de faltar la luz del Espíritu Santo.<br />
209
Instruido por las experiencias pasadas, atribuye la máxima importancia al punto siguiente:<br />
que se otorgue a las Hermanas, no solamente en general, sino a cada una en particular,<br />
todo lo que se requiera para la tranquilidad de su con ciencia, supuesto, sin embargo, que<br />
tal amplitud no cause ningún perjuicio a la vida de comunidad. Este punto -insiste él- deberá<br />
quedar explícitamente determinado.<br />
Que no hubiera, por lo demás, otros vínculos que los de la caridad entre las Hermanas de<br />
San José y la Compañía de San Sulpicio, a Mons. Carroll le parece una afortunada<br />
determinación. Los intereses de aquella compañía, como su administración y su gobierno,<br />
son una cosa, los de la comunidad de las Hermanas de Emmitsburg, son otra. Confundirlos o<br />
simplemente someterlos a un único control, no podría ser más que una fuente de<br />
inconvenientes par una y otra parte. Y el arzobispo precisa su pensamiento: Ninguno de los<br />
miembros de la Compañía de San Sulpicio -aparte de vuestro superior inmediato- que resida<br />
cerca de ustedes, ha de inmiscuirse en el gobierno o en los asuntos de la comunidad, de no<br />
ser el superior del Seminario de Baltimore, en casos excepcionales y muy raros, pero la<br />
Compañía en cuanto tal, no.<br />
He aquí lo que clarifica singularmente la situación, tanto que hasta Mons. Carroll quiere<br />
subrayarlo: de él es, en última instancia, de quien depende toda comunidad establecida en<br />
su diócesis. En cuanto a la situación excepcional de la Madre Seton, ella exige efectivamente<br />
que se tome en consideración. Por el momento, el obispo piensa apoyarse en los principios<br />
generales fundados en la justicia y en la gratitud. Dicho de otro modo quiere que se atengan<br />
al statu quo. Habrá tiempo de reconsiderar el problema cuando unas nuevas circunstancias<br />
lo obliguen. Entretanto, desea con todas sus ansias el día en que sean puestas en vigor las<br />
constituciones, pues, hasta ese momento, es difícil a las Hermanas dar los pasos ordinarios,<br />
no teniendo todavía para comprometerse a ello resueltamente un camino bien trazado. Por<br />
fin, asegura a la Madre y a sus hijas sus oraciones para que se desarrolle la obra tan<br />
importante de la educación que será y deberá ser por mucha tiempo todavía su obra<br />
principal, v siempre su obra de predilección.<br />
Y precisa su pensamiento sobre este punto: «Un siglo, al menos, ha de pasar, antes que las<br />
necesidades v las costumbres de este país reclamen o tan solo consientan admitir obras de<br />
caridad que se ejercerían para con enfermos y exigirían cierto número de Hermanas fuera<br />
de nuestras grandes ciudades. Es por lo que necesitáis considerar el quehacer de la obra de<br />
educación como un fin arduo, caritativo, inherente a las obligaciones de vuestra vida<br />
religiosa».<br />
Con toda evidencia, Mons. Carroll desea ver a la comunidad de Emmitsburg guardar su<br />
autonomía, no solamente frente a los Sulpicianos, sino también frente a las hijas de la<br />
Caridad del Sr. Vicente. El explicitará su pensamiento en una carta escrita el 17 de<br />
septiembre de 1814: El proyecto que quería que la fundación de Emmitshurg se hiciera una<br />
sola con la sociedad de San Vicente de Paúl fue pronto abandonada providencialmente, por<br />
razones que surgieron del hecho de la distancia, de las costumbres, de las maneras de vivir<br />
diferentes en los dos países, Francia y los Estados Unidos.<br />
Ya el 17 de octubre de 1811, Mons. Flaget mismo confiesa en una carta escrita al Sr. Bruté<br />
de Rémur que teme ahora, más que espera -en las circunstancias actuales- la llegada de las<br />
Hermanas de Burdeos. Valdría más -dice- informarlas, si hay tiempo todavía, de la poca<br />
esperanza que hay de dedicarse aquí a los hospitales; y si, una vez prevenidas, ellas desean<br />
venir, no tendríamos nosotros nada que reprocharnos.<br />
En realidad, al fin del año 1811 las conversaciones entabladas para la fusión quedan<br />
suspendidas. Así mismo, las tres Hermanas francesas reciben de Napoleón la negativa sobre<br />
210
la autorización reaqerida para alcanzar América. Por circunstancias, como por la opinión<br />
motivada del arzobispo de Baltimore, la Providencia había llevado a la Comunidad de<br />
Emmitsbure a tomar existencia propia. Más tarde, cuando el Instituto haya dado prueba en<br />
los Estados Unidos de una vitalidad tan pujante como fecunda, el proyecto abandonado por<br />
una cuarentena de años, volverá a tomar cuerpo y será llevado hasta su realización.<br />
Si las primeras hijas de la Madre Seton guardaban su título personal de Hermanas de la<br />
Caridad de San José no profesaban menos a San Vicente y Luisa de Marillac un culto<br />
enteramente filial, impregnado de gratitud. El gran santo de Francia y su colaboradora -que<br />
no estaba aún beatificada- seguían siendo sus patronos, así como el modela a quien<br />
gustosas se comparaban. Pronto, además, van a poder leer todas, en su propia lengua, la<br />
vida del Sr. Vicente y de la Señorita Le Gras, traducida en atención a ellas, por la Madre<br />
Seton misma. El espíritu vicenciano había presidido la elaboración de las reglas destinadas a<br />
las Hermanas americanas. Allí quedará inscrito entre líneas.<br />
El 17 de febrero comienza el retiro. Su predicador es el Sr. Dubois. El explica a las Hermanas<br />
que las reglas, aprobadas, quedarán a prueba durante un año entero. Pasado ese plazo, las<br />
Hermanas serán admitidas a pronunciar sus votos.<br />
Menos de seis semanas más tarde, la más joven de entre ellas pronunciaba, sin embargo,<br />
sus votos en su lecho de muerte. Era Sor Anina Seton. Hubiera cumplido 17 años el mes de<br />
mayo siguiente.<br />
El verano de 1811 había señalado para la joven un cambio tan decisivo como brutal. Dos<br />
cartas habían llegado, una después de otra, a Emmitsburg durante el mes de junio. La una,<br />
de Nueva York, venía de María Post. Anunciaba la muerte súbita del tío de Guillermo Bayley,<br />
en cuya casa Isabel había pasado con su hermana, los años más dichosos de su infancia. La<br />
otra llegaba de la Guadalupe. Después de un silencia de diez meses, Carlos Dupavillon daba<br />
parte a la Madre Seton de sus esponsales con una joven encontrada en su isla lejana.<br />
¿Cuál iba a ser la reacción de Ana María? Es, ante todo, para ella, como un golpe inesperado<br />
que la anonada y que su madre, demasiado fácilmente quizás, quiere interpretar como un<br />
acto de fría razón, a la verdad poco en proporción con el carácter y la edad de la<br />
adolescente. Mi Ana -confía ella a Julia Scott el día 10 de julio-, ha sufrida esta prueba con la<br />
conclusión razonable y calma que no podía ser sino una feliz liberación de perder un corazón<br />
que no tiene siquiera conciencia de su propia inconstancia. El joven Dupavillan a quien ella<br />
había dado su loquillo corazoncito, ha encontrado, a su vuelta, en su familia y en sus<br />
dominios a alguien que le ha atrapado y le ha hecho perder el ansia de disponer de toda<br />
para su retorno hacia mi querida. Pues bien, ¡todo es mejor así! Doy gracias de verla quedar<br />
tranquilamente conmigo, pues temía la separación -por corta que hubiese sido- y haya<br />
renunciado a la imprudencia de trabar relaciones tan joven y con tan poca experiencia.<br />
No parece cierto que un razonamiento tan sabio, tan docto, tan conforme sobre todo con<br />
los secretos deseos de su madre, sea el razonamiento de Anina. Una vez más, Isabel<br />
proyecta sobre su hija mayor su propia forma de juzgar y de sentir. Extraño espejismo por el<br />
que su ternura inquieta y orgullosa se deja seducir sin que tenga siquiera conciencia de ello.<br />
Demasiado pronta para tomar sus deseos por realidades, en lo concerniente a Anina, la hija<br />
de su alma, ¿no se engaña en cuanta a los verdaderos sentimientos que bullen aún en el<br />
corazón de la adolescente?<br />
Anina está tan tranquila como el gato en su rincón -escribía a Julia Scott en el mes de<br />
octubre de 1811-. Se han calmado todos los torbellinos de su sensibilidad. No ha recibido<br />
cartas de Carlos desde que te escribí, es decir, desde el 20 de julio, toma la cosa fríamente,<br />
apaña nueces, frutos secos, participa en todos los juegos de las pensionistas de casa y<br />
211
parece haber abandonado todo a Aquél que sabe mejor que nosotros... Parece -dice su<br />
madre- que no se atreve a afirmar de todas maneras que la aventura quede cerrada<br />
definitivamente, como ella hubiera deseado. ¡Es verdad -prosigue- que su querido puede<br />
volver en el momento que ella menos .re lo espere!<br />
El superromántico Sr. Babad, personalmente, veía terminarse la aventura de otra suerte.<br />
Nada de cartas a Carlos -escribía a la Madre Seton en el mes de enero de 1811-. Y le<br />
comentaba el silencio del joven: así habían sucedido las cosas para Enriqueta. La dolorosa<br />
decepción que ella había experimentado del abandono de su novio voluble, Andrés Bayley,<br />
la había inducido tan rápidamente hacia el Señor que no había tardado en ganar su<br />
eternidad... A situación parecida -concluía el Sr. Babad- Dios reservaba, tal vez, desenlace<br />
parecido. Isabel no había atribuido, sin embargo, importancia a la siniestra conclusión, que<br />
nada justificaba entonces razonablemente. Ella hubiera tenido más bien tendencia a<br />
apoyarse, temiéndola mucho, en la fidelidad del amor que Carlos Dupavillon daba a Anina.<br />
Sea de ello lo que fuere, apenas habían transcurrido unas semanas desde la fatal noticia,<br />
cuando la joven en una brusca media vuelta descubre de súbito una vocación religiosa.<br />
Acaba de cumplir 16 años. ¿Quién le ha dictado esa nueva decisión? ¿Las circunstancias? ¿El<br />
enfado? ¿La influencia de su madre? ¿La gracia de Dios? Un hecho es cierto: Mons. Carroll y<br />
el Sr. Dubois no han puesto su veto a la entrada de la nueva postulante en el convento de su<br />
madre. Y son hombres de juicio y de buen sentido.<br />
Otro hecho: Una vez admitida entre las Hermanas de San José, Anina parece encontrar de<br />
nuevo la paz interior, el equilibrio, la alegría. ¿El amor de su madre se había mantenido<br />
siempre por delante de su amor, verdaderamente auténtico, a Carlos Dupavillon? ¿O bien<br />
su verdadera vocación era fielmente una llamada segura a la vida religiosa? ¿Quién puede<br />
decirlo? Físicamente ella está ya gravemente atacada, sin que nada parezca descubrirlo.<br />
Suponiendo incluso que su sufrimiento profundo, con la noticia de los esponsales de Carlos,<br />
hubiera podido acelerar para ella la crisis final, es necesario admitir que desde 1810, aún sin<br />
saberlo nadie, la tuberculosis minaba a la adolescente entonces mismo, cuando ella parecía<br />
respirar salud. El mal hereditario de los Seton, sin duda ninguna. Pero aún cuando<br />
ciertamente Ana María no hubiera estado predispuesta a tal enfermedad, hubiese sido<br />
maravilla, habida cuenta de la higiene y de la asepsia de la época, que una niña de 9 años,<br />
que había compartido durante varias semanas -¡y en qué condiciones!- la habitación donde<br />
su padre se moría de tisis, no hubiera quedado contagiada. También Enriqueta, tal vez,<br />
había muerto de tuberculosis, y las dos jóvenes estaban siempre juntas en Emmitsburg.<br />
De ese mal que la mina, Ana María, sin embargo, nada sospecha todavía ca este mes de julio<br />
de 1811. Con la misma fogosidad, la misma juvenil pasión que ponía el año pasado en<br />
perseguir el amor humano, se lanza ahora por el camino de la perfección, de la austeridad<br />
del noviciado. Se acabó el tiempo en que se complacía descifrando en secreto las notas en<br />
las que Carlos le confesaba su ternura. Se acabó el tiempo en que por parecer más elegante,<br />
más a la última, la joven se aplicaba a procurarse un talle fino. Ana María se quiere ahora<br />
entre las más generosas de las Hermanas de San José. Participa con ellas en las, comidas de<br />
la comunidad. ¡No importa si lo ordinario es más frugal o más abundante que lo de las<br />
pensionistas! Toma su turno de aguadora, su puesto a la orilla del río cada uno de los días<br />
de colada. ¿Y la fatiga? La quiere ignorar. El alegre ardor que la impulsa oculta el exceso de<br />
los esfuerzos que se impone. Las cartas mismas que escribe a sus amigas de ayer proclaman<br />
la alegría de su corazón.<br />
A una de las jóvenes que trataba poco ha en Baltimore le asegura: «Tengo alma esperanza<br />
de que después de haber visto un poquito del mundo y tras de haber experimentado su<br />
212
nonada, vendrás a aquí para terminar tus días con Sor Anina, en la Comunidad de San<br />
José...» Y a otra: «Cuando tengas ya bastante del mundo ese, no desespero de verte venir a<br />
juntarte a tu monjita, aunque sea indigna de ese nombre». Afirmaciones sinceras,<br />
admitámoslo. También en ese plan Ana está falta de experiencia. Está permitido Pensar, en<br />
efecto, que las motivaciones de la vocación de Sor Anina se habrían revelado a un examen<br />
serio, como una aleación que hubiera sido necesario comprobar antes de admitir a la<br />
postulante en el noviciado y a la novicia a pronunciar sus votos. A falta del examen canónico<br />
actualmente requerido sabiamente por la Iglesia, sólo el tiempo puede, en un caso como el<br />
suyo, servir de criterio, tanto a la interesada como a su entorno, para juzgar la autenticidad<br />
de una vocación religiosa. Pero a la hija mayor de la Madre Seton Dios no le dejará tiempo...<br />
En octubre, una racha de gripe pasa sobre Emmitsburg. Ana María y su hermano Guillermo<br />
son los primeros atacados. El estado del muchacho se hace pronto alarmante. La fiebre<br />
sube. Guillermo es puesto en las manos competentes de Sor Susan en la enfermería del<br />
Monte Santa María. Sor Anina está menos afectada que su hermano, pero una tosecilla seca<br />
comienza a desgarrarle, por momentos, el pecho. Ana está en el rincón del fuego agotada<br />
por la fiebre, y mi Guillermo, en la Montaña, aún peor que ella... -escribe Isabel- que se<br />
siente a sí misma consumida física y moralmente. Un nuevo brote de furunculosis acaba por<br />
extenuarla. Ella experimenta a su nropia costa, que el cúmulo de unos deberes tan Pesados<br />
como los de fundadora v los de madre de familia, multiplican para ella tanto la fatiga como<br />
la ansiedad y las responsabilidades. Y, sin embargo, ella afirma tranquilamente a la Sra.<br />
Chatard: Yo digo que Dios nos ama, v jamás he estado más tranquila que durante el tiempo<br />
de esas pruebas exteriores. Ella precisa: sus hijos son buenos hijos. Si Dios se los quitase<br />
ahora, sabe que están en el buen camino. Su madre no tendría más que seguirlos. Todas las<br />
Hermanas -añade- han tenido que pasar a su vez una temporada en la enfermería. El Señor,<br />
sin embargo, ha sido bastante bueno para permitir que el trabajo corriente se Prosiga. La<br />
carta está fechada el 6 de noviembre de 1811. Luego, Anina se repone. Pero continúa<br />
tosiendo. Sus mejillas han recobrado los colores. Demasiados colores, bajo sus ojos,<br />
demasiado brillantes, se dibuja un cerco azul. Su madre no puede ya desde ahora alejar de<br />
su espíritu el presentimiento que la obsesiona. Anina va a seguir a Enriqueta y a Cecilia.<br />
Ya que Mons. Carroll, al dar la aprobación de las reglas, ha estipulado que la superiora<br />
actual de San José puede y debe continuar ocupándose de sus hijos, Isabel se ingenia en<br />
rodear de cuidados y de ternura a su hija mayor, quien tampoco es juguete de su estado. No<br />
es ya cuestión para Anina de seguir con todo su rigor el ritmo de vida de la comunidad. Le es<br />
necesario, ahora, para obedecer las prescripciones del médico, aceptar horas<br />
suplementarias de sueño, alimentación más substanciosa, dar largos paseos a través del<br />
campo. Su madre la acompaña siempre que puede. Ambas parten, a caballo, cabalgando<br />
lentamente por el soto a la largo de los arroyos, a través de las praderas. La fronda de los<br />
grandes robles es de cobre rojo, llameante. Las hayas se visten de púrpura igual que<br />
pavesas. La larga cadena de las Montañas Azules se esfuma en el horizonte.<br />
El pensamiento de Anina y de su madre junta a todos aquellos que ellas han dejado para<br />
venir a Emmitsburg, a todos aquellos con quienes querrían compartir ahora las alegrías que<br />
ellas gozan aquí. ¡Qué lástima que Isabel Sadler y Catalina Dupleix no puedan ver nuestra<br />
montaña y sus cielos luminosos; oír el rumor de nuestros telares que giran o el tintineo de<br />
nuestra campaña; sonreír, al contemplar la ruidosa desbandada de las alumnas a la salida<br />
de clase, después de las horas lectivas. Practicar la equitación sobre viejos caballos del país,<br />
que es un remedio soberano contra los reumatismos! Tales líneas son dirigidas a Nueva York,<br />
a la hora en que, sin hacerse la menor ilusión, Isabel y su hija afrontan su próxima<br />
213
separación. A menudo, en sus excursiones, evocan la eternidad donde Dios las espera y,<br />
reunidas para siempre, las colmará de su amor.<br />
Ha llegado diciembre, con el frío, la nieve, la escarcha. Anina no deja ya la habitación. Tose<br />
cada vez más. Un día de ese mismo invierno, Rebeca se cae corriendo sobre el hielo. Caída<br />
brutal, que no parece, con todo, tener, consecuencias inmediatas. En realidad, la chiquilla<br />
de 9 años no se ha atrevido a confesar, que desde esa caída siente un dolor en la cadera que<br />
la hace muy penosa la marcha. Deseo de no alarmar a su madre cuyas preocupaciones y<br />
fatiga percibe. Miedo igualmente de verse instalada en la enfermería de las Hermanas, para<br />
estar bajo la guardia de Sor Susana, en lugar de seguir compartiendo la habitación de su<br />
mamá. Cuando al cabo de unos meses, descubra el Dr. Post el mal que había ocultado la<br />
niña, será demasiado tarde para atajarlo.<br />
El estado de Anina se agrava rápidamente. Como lo había hecho ocho años antes, durante<br />
las semanas que precedieron a la muerte de su marido, en Liorna y en Pisa, Isabel consigna<br />
día a día las conversaciones que prosigue con Ana María.<br />
Todo el mundo -le dice un día la enferma- va a pensar en Baltimore, que la causa de mi<br />
enfermedad es la decepción. Eso es una mortificación para mí, pero nuestro querido Señor<br />
sabe bien cuánto se lo agradezco... El sabe cuánto temor tenía de estar obligada a mantener<br />
mis tontas promesas. A la verdad siempre quedará una duda, sobre ese temor de Anina. De<br />
todas formas, ella muestra desde ahora, frente al sufrimiento, una fuerza de alma poco<br />
común. Según la terapéutica, entonces en uso, se la introduce en el costado, a guisa de<br />
drenaje una mecha de algodón. Ella acepta gustosa la intervención dolorosa de la que<br />
confiesa no esperar ningún alivio. Pero ella explica:<br />
-Será mi penitencia por haber apretado mi cintura y buscado tener un talle finísimo como<br />
mis compañeras...<br />
Lamenta los disgustos de que ha sido causa para las Hermanas y los malos ejemplos que ha<br />
dado a las alumnas, sobre todo charlando en el refectorio... A su madre le pregunta:<br />
-¿Por qué quisieras conservarme? Si mi vida se prolonga un poco, será preciso ciertamente, a<br />
pesar de todo, que llegue el fin.<br />
A algunas compañeras de ayer que rodean su lecho les explica:<br />
-¡Ahora sufro realmente! No es como en el tiempo en que meditábamos de rodillas sobre la<br />
Pasión de nuestro querido Señor. Deseábamos entonces sufrir con El... Pero cuando se trata<br />
de probar el valor de ese deseo, ¡hay una buena diferencia entre la realidad y lo que nos<br />
imaginábamos!<br />
Teresa de Lisieux, muriendo a los 24 años de tuberculosis, en la enfermería de un Carmelo,<br />
expresará la misma verdad:<br />
-¡Oh, Madre mía! ¿qué significa eso de escribir bellas cosas sobre el sufrimiento? ¡Nada!<br />
¡Nada! Es necesario estar en él para saber lo que valen esos ímpulsos.<br />
Demasiado tarde, la Madre Seton comprueba a veces, que ha podido faltar a la prudencia,<br />
dejando a la postulante de 16 años abrazar prematuramente una regla demasiado rigurosa<br />
para su edad y su resistencia física. Pero, esta vez, Anina quiere cargar de veras con la<br />
responsabilidad de sus actos. Todos los esfuerzos que ella ha hecho durante estos últimos<br />
meses, todas las exigencias a las que se ha querido fiel, ella las ha considerado siempre<br />
como la respuesta a una llamada del Señor dirigida a ella, personalmente.<br />
A1 fin de enero, el desenlace parece inminente. El 30, el Sr. Dubois lleva a Sor Anina el<br />
confortamiento de la Extremaución. En su diario, su madre anotó: Ella recibe los últimos<br />
sacramentos con mis sentimientos correspondientes.<br />
214
Al día siguiente, concedidos todos los permisos, la postulante es admitida a tomar el<br />
compromiso que la agregará al Instituto de las Hermanas de la Caridad de San José. Ella<br />
expresa una alegría profunda cual es entonces la suya, ya que desde entonces forma parte<br />
«de las Hijas de San Vicente de Paúl».<br />
Unas semanas más, su estado permanece estacionario, sin dejar de ser inquietante.<br />
Hacia el 15 de febrero, Isabel escribe: Es verdad que la hija de mi corazón está a punto de<br />
morir. La semana pasada ha estado en un constante alerta, esperando en cada uno de los<br />
accesos que fuera el último, pero con una alegría, una tranquilidad, una resignación de alma<br />
verdaderamente reconfortantes, no soportando ver que se derramase ni una sola lágrima<br />
junto a ella... Para todas las que venían a verla tenía algo consolador que decir.<br />
Al comienzo de marzo de 1812, llega a Emmitsburg el Sr. Bruté de Rémur, justo a tiempo<br />
para asistir en sus últimos momentos a Anina. Es necesaria la insistencia filial de las<br />
Hermanas para arrancar unos instantes a la madre de la cabecera de su hija moribunda. El<br />
12 de marzo, cuando se acababa de introducirla en la capilla, junto al santísimo Sacramento,<br />
Ana rinde su último suspiro. Después de unos años, Isabel trazará estas líneas pacíficas en<br />
las hojas de sus Dear Remembrances:<br />
-¡Velada antes de la muerte de Nina!<br />
-ella cantando «aunque todas las potencias...»<br />
Anina es enterrada el 13 de marzo, en el pequeño recinto con vallado blanco donde reposan<br />
ya, a la sombra del roble, los despojos mortales de Enriqueta y de Cecilia. Su madre está allí,<br />
de pie, hasta la última de las palabras litúrgicas. Se la oye decir a media voz: « ¡Padre, que se<br />
haga tu voluntad! ». Pero de retorno a la Casa Blanca, está literalmente hundida. Jamás<br />
dolor alguno la anonadó con tal profundidad. El 20 de marzo, escribe a Julia:<br />
-Unas líneas tan sólo del corazón de la madre que ha dejado a su querida hija en el bosque<br />
con Enriqueta y Cecilia. Voy bien; justo una vueltecita a la montaña para un paseo. PAZ.<br />
En el mes de mayo, se expresa más largamente en una carta dirigida a Elisa Sadler. La<br />
imagen de Anina -confiesa ella se impone sin cesar a su espíritu. La gracia excepcional de su<br />
forma de actuar, su mirada, que alzaba para dejar transparentar de alguna manera la<br />
verdadera luz de su alma en la mía, cosa que era a menudo para ella la única expresión de<br />
sus deseos, de sus anhelos -y ahora, soy tan dichosa en pensar que jamás contrarié ninguno<br />
de ello- sus sentimientos razonables, la rectitud de sus intenciones, afirmadas en tantas<br />
circunstancias, el orden meticuloso de sus pequeños negocios, y su manera ingeniosa de unir<br />
la economía y el buen gusto para vestirse con sencillez y elegancia -había allí siempre para<br />
su madre un motivo de alegría, y ahora lo hay de ADMIRACIÓN-, y me parece que jamás he<br />
visto o que jamás veré nada que se le pueda comparar. Pobre madre, déjala que te hable,<br />
Isabel.<br />
Si tú hubieras podido verla en el momento, en que, arrodillada al pie de su lecho, para<br />
calentar en mis manos sus pies fríos, fríos, un día o dos antes de su muerte -Anina vio mis<br />
lágrimas, e incapaz de ocultar las suyas, aunque sonreía al mismo tiempo, repetía la<br />
pregunta que tan a menudo recordaba:<br />
- ¡VA A SER MI VEZ? ¿POR QUÉ NO ALEGRARTE? ESO NO DURARÁ MÁS QUE UN MOMENTO,<br />
Y NOS UNIREMOS DE NUEVO PARA LA ETERNIDAD. UNA ETERNIDAD DE DICHA CON MI<br />
MADRE - jQUÉ PERSPECTIVA!<br />
He ahí lo que dijo. Y cuando, en su última agonía, sus labios podían apenas pronunciar una<br />
palabra, sintiendo caer sobre su rostro una de mis lágrimas, sonreía y decía a precio de un<br />
gran esfuerzo: «¡Ríe, madre!... Jesús» entrecortando sus palabras, pues no podía ya decir<br />
dos de seguido...<br />
215
La pobre madre no debe ya añadir nada ahora; tan sólo, ruega Isabel, pide para ella la<br />
fuerza... Créeme, si digo, sin embargo, con toda mi alma: «¡Que se haga tu voluntad!».<br />
ETERNIDAD era la palabra querida de Ana. La encuentro escrita en todo lo que le pertenecía:<br />
música, libros, cuadernos, hasta en las paredes de su pequeña habitación, por todas partes,<br />
esa palabra.<br />
A1 releer esta carta, escrita en el mes de mayo de 1812, y confrontarla con las páginas del<br />
diario redactado los meses precedentes, se percibe que queda un problema.<br />
- ¡Oh ~I ANA! ¡La hija de mi alma!<br />
- Ella ha recibido los últimos sacramentos, con mis sentimientos... - Jamás contrarié uno solo<br />
de sus deseos, uno solo de sus anhelos... Afirmación leal, que desmiente sin embargo la<br />
realidad.<br />
- ¡Pobre madre!... ¡Pobre madre!...<br />
Para los que conocieron entonces' íntimamente a la madre de Anina, para los que la vieron<br />
vivir bajo sus ojos, se plantea ese problema. Sin resolverlo, lo esclarecen estas líneas que el<br />
Sr. Dubois dirige al Sr. Bruté de Rémur el 7 de mayo de 1812, en su lengua materna<br />
evidentemente, lo que nos permite captar sus matices de golpe:<br />
Dos palabras solamente mi buen Hermanito, no por falta de buena voluntad sino de<br />
tiempo... Continúa escribiendo a San José también, haces bien... En cuanto a la Madre, no<br />
halagues. Temo que el único mal que se haya hecho sea ese. Temo que la terrible prueba que<br />
ella ha experimentado con el fin de Anina haya sido por detener o reprimir tanto placer<br />
como ella tenía en exaltarla -tanto temor de que ella dijera o hiciese algo demasiado<br />
humano cuando había «alguien» en la habitación- el pretexto es el temor al escándalo -pero<br />
temo no hubiera habido algo más- cien veces he querido sondear esa herida -no fue sino<br />
después de algún tiempo que quise tocarla- por lo demás es menester que me guarde de<br />
hacer el mal, queriendo hacer el bien. Tengo casi temor de haber halagado para suavizar.<br />
Dios quiera que conozcas un día esta alma... ¡qué paño! Pero como los brocados de oro muy<br />
ricos y bien tupidos, qué difícil manejarla. E insiste de nuevo con unas palabras añadidas en<br />
posdata. Cuando te hablo de la prueba respecto a Anina y de la causa probable, no vayas a<br />
tocar esa cuerda de la manera que yo lo hago aquí -eso desesperaría a la pobre madre-. Yo<br />
te doy solamente un hilo para salir del laberinto, si lo explotas.<br />
Era necesario, en efecto, que la madre, posesiva aún, sin saberlo, conociera la purificación<br />
de un desprendimiento radical. El Sr. Dubois ha sondeado la profundidad de la herida. El no<br />
duda, sin embargo, que una vez más, el alma de Isabel salga victoriosa de una de las más<br />
rudas pruebas que haya ella conocido jamás. Puede errar un momento, debilitarse a veces,<br />
sentir gravitar sobre ella el peso de una agonía más dolorosa que la muerte: jamás regatea<br />
con las exigencias de Dios desde que las ha reconocido. El alma de la Madre Seton es como<br />
un brocado de oro, pesado y rico y, por eso, difícil de trabajar. Con tal material Dios<br />
proseguía, pacientemente, su obra.<br />
24.- MADRE DE LAS HIJAS DE LA CARIDAD<br />
Ensancha el espacio de tu tienda,<br />
despliega tus pabellones sin traba,<br />
alarga tus cuerdas, refuerza tus piquetes:<br />
pues vas a expandirte a derecha e izquierda<br />
y los tuyos poblarán ciudades desoladas.<br />
216
Is 54, 2-4<br />
Desde el comienzo del año 1811, Catalina Dupleix, cuya evolución religiosa la llevaba<br />
suavemente hacia el catolicismo, había hecho esperar a Isabel una visita a Emmitsburg. Muy<br />
dichosa con tal perspectiva, la Madre se había apresurado a responder a su amiga.<br />
El pensamiento de tu visita me da una alegría que jamás podrías imaginar. La soledad de<br />
nuestras montañas, el silencio de las tumbas de Cecilia y de Enriqueta, los hijos corriendo por<br />
los sotos que se cubren de flores silvestres en primavera -que ellos cogerían para ti a cada<br />
paso- la vida bien reglada de nuestra casa amplísima, donde se encuentra -al extremo de<br />
una de las alas- nuestra dulce capilla, tan bien cuidada, tan calma, donde habita como<br />
NOSOTROS lo sabemos, tú sabes quien... Todo esto no es un sueño, una ficción, es solamente<br />
una parte de la realidad de este privilegio nuestro. Es necesario que lo veas con tus ojos para<br />
creer que es verdad. De lunes a sábado, todo es apacible. No hay ninguna para turbar la<br />
tranquilidad de las demás, al contrario, todas se ayudan mutuamente con una actitud de<br />
buena voluntad de la que es preciso ser testigo para creerlo. Nadie en el mundo hubiera<br />
podido convencerme a mí misma, si no hubiera tenido la experiencia. Por eso puedes<br />
permanecer escéptica hasta el día que vengas y veas. No tenemos otra sociedad que la de<br />
nuestro pastor de montaña que es verdaderamente un santo varón, sencillo, muy educado.<br />
El celebra misa para nosotras al clarear el día, todo a lo largo del año. Si una de nosotras<br />
tiene alguna dificultad, se la expone, se recibe entonces consuelo, y luego la cosa queda sepultada<br />
en el silencio.<br />
Una carta dirigida a Julia Scott, el 29 de octubre de 1,812, aporta una precisión nueva sobre<br />
la vida de comunidad, cuya actuación es a la vez clarificada y estabilizada.<br />
Nuestra comunidad no tiene nada de común con los Institutos religiosos de Europa y, aunque<br />
tengamos unas reglas determinadas, cosa que es indispensable en cuanto varias personas<br />
viven juntas, yo dispongo personalmente de mí misma, pues no es posible asumir una<br />
obligación que estaría en desacuerdo con los que son mis deberes frente a mis seres<br />
queridos. Pero la verdad es que no miro jamás más allá de un año, sea por mí, sea por ellos,<br />
pues tú sabes cuán precario es mi estado de salud, desde hace ya tiempo...<br />
La muerte tan rápida de Ana María no solamente ha abierto en el corazón de su madre<br />
aquella herida de la que habla el Sr. Dubois, ha despertado en ella las peores ansiedades por<br />
los cuatro hijos que le quedan. En cada una de ellos -tal como lo confiesa en esta misma<br />
carta a Julia- cree reconocer presente, muy sin razón por lo demás, los síntomas del mal<br />
hereditario que parece estar ligado a la familia Seton. Tal perspectiva sería capaz de<br />
quebrantar toda energía. La fe robusta y viviente de Isabel le permite evitar ese peligro. Al<br />
constatar hasta que punto puede ser breve una vida, ella encuentra una razón de más para<br />
fijar su mirada en la eternidad.<br />
¡Eternidad! ¡Madre! ¡Qué responsabilidad! ¡Madre de las Hijas de la Caridad, que tienen<br />
tantas cosas que hacer también por Dios durante su corta vida!<br />
En el mes de mayo de 1812 no es Isabel Sadler -como esperaba Isabella que llega para unos<br />
días a Emmitsburg, es María Post con su marido. Ante la realización de una obra de la que<br />
las cartas de su hermana no le daban más que una idea parcial, María se asombra y se<br />
maravilla.<br />
La Casa Blanca de tejado abuhardillada se levanta en medio de los árboles, de los espinos de<br />
donde brota sin fin el trino y los arrullos de los pájaros. La atmósfera de paz que allí reina, la<br />
conmueve. Visita la capilla silenciosa, el obrador donde giran los telares, las salas de clase.<br />
Oye el tañido alegre de la campana que, o bien llama a las Hermanas a la capilla, o bien<br />
217
precipita la gozosa bandada de las alumnas bajo la sombra de los grandes robles a la hora de<br />
1a recreación. Ve el pequeño vallado blanco no lejos de la casa, y, al otro lado, el<br />
cementerio donde reposan sus dos cuñadas y la mayor de sus sobrinas. Pero siente que, a<br />
pesar de la inmensa nostalgia que abruma todavía el corazón de Isabel, toda la vida en el<br />
convento de San José se desarrolla con serenidad, una serenidad cuya existencia María no<br />
sospechaba, y que permite a todas las que han escogido vivir aquella vida asegurar<br />
alegremente las tareas, apasionantes o anodinas, fáciles o rudas, que acompasan cada una<br />
de las jornadas.<br />
Guillermo, Ricardo, Kate y Rebeca han cogido para su tío y su tía, las flores silvestres que<br />
embalsaman los sotos y las praderas. Los muchachos brincan como potrillos, seguidos de<br />
cerca por Catalina, por los senderos donde se extiende la sombra tenue todavía de los<br />
árboles. de verdes follajes. Bec queda más gustosa a orillas de su madre. La ligera cojera de<br />
la niñita de 10 años no escapa a la mirada ejercitada de un especialista como Wright Post.<br />
Se le pone al corriente de la caída sufrida en el curso del invierno pasado. El examina la<br />
pierna, la cadera de la niña. No oculta su inquietud. Es algo extrañamente lamentable que<br />
no se haya atajado antes el mal. Interrogada, la niñita confiesa que ella no quería que su<br />
madre se diera cuenta de ello. ¡Anina estaba tan enferma! ¡Y además, Rebeca temía tanto<br />
ser llevada a la enfermería del convento! El veredicto del Dr. Post es formal: es necesario<br />
poner todo en obra, ahora, para impedir que el mal progrese. Es muy dudoso, además, que<br />
la niña recupere ya el uso normal de su pierna herida.<br />
Isabel quiso que su hermana y su cuñado visitaran tanto el convento como sus<br />
dependencias. La comunidad en esta primavera de 1812, cuenta con 8 Hermanas. El número<br />
de niñas alcanza la cincuentena, entre las que treinta son pensionistas. La finca está en<br />
pleno rendimiento. Las huertas están cultivadas con competencia. En el campo bien<br />
sembrado, la futura mies verdegueante ondula como las olas del mar bajo el soplo del<br />
viento.<br />
Seguramente tan felices resultados no se han obtenido sin dificultad. De no ser por los<br />
donativos generosos de amigos a toda prueba -y los Post son de ellos- jamás se hubiera<br />
llegado a hacer fructificar hasta tal punto las tierras ricas y fértiles del valle. Ahora bien, para<br />
una colectividad como la de la Comunidad y el pensionado, sería prácticamente imposible la<br />
vida, lejos de la ciudad, si no pudiera encontrar en el lugar todo lo que es necesario al<br />
avituallamiento. Los capitales se mostraban, desde entonces, indispensables, incluso para<br />
aquellas mismas mujeres que habían pronunciado el voto de pobreza y no aceptaban para<br />
ellas mismas nada superfluo. Tal era la razón por la que no se podía abrir en Emmitsburg<br />
una casa de educación que no acogiera más que a hijas de familias necesitadas. Tal era la<br />
razón por la que Isabel había llegado hasta proponer hacer personalmente, y a pesar de lo<br />
que pudiera costarle, un recorrido de Hermana mendicante por las ciudades de Nueva York,<br />
Filadelfia y Baltimore. Mons. Carroll, prudentemente, se lo había disuadido. Semejante<br />
gestión hubiera sido inoportuna en América, en el año 1812. Sobre aquel plano todavía la<br />
mentalidad diferente en el Nuevo Continente respecto del Antiguo, hubiera expuesto al<br />
fracaso una forma de obrar a la que la vieja Europa estaba acostumbrada.<br />
Wright y María Post volverían encantados de su visita a Emmitsburg, a no ser por la<br />
inquietud que se llevan respecto a la salud de su sobrina Rebeca. Ahora bien, apenas han<br />
dejado el apacible valle, estalla de nuevo la guerra entre Inglaterra y sus antiguas colonias.<br />
Durante tres años van a alternar, por el lado americano, éxitos y reveses. Por un momento,<br />
los ingleses se hacen dueños de la ciudad de Washington que ellos incendian. Pero el<br />
general Jackson les inflige poco tiempo después una seria derrota ante Nueva Orleans. En<br />
218
1814, solamente la paz de Gand pondrá fin a la segunda guerra de Independencia. El pueblo<br />
americano saldrá de este nuevo período de lucha más fuerte y más unido, más capaz,<br />
finalmente, de bastarse en el plano de la industria y de afirmarse como una gran potencia<br />
ante los países de la Vieja Europa. Si el eco de las hostilidades no llega sino con sordina al<br />
pie de las Montañas Azules, las turbulencias que ellas suscitan, especialmente en las<br />
ciudades costeras, hacen difíciles los desplazamientos a través del país. Isabel Sadler, con<br />
mucho disgusto suyo, ha de renunciar a venir a pasar un tiempo cerca de su amiga, como lo<br />
había proyectado. Rebeca está siempre en Emmitsburg. ¿Cómo separarse de una niña de 10<br />
años en este período turbulento y para enviarla a dónde? Catalina Dupleix ha escrito a<br />
Isabel que un doctor de renombre obtiene, en Nueva York, maravillosos resultados gracias a<br />
un nuevo tratamiento aplicado a casos similares al de Bec. Pero la madre de la niña no osa<br />
tomar sola la decisión de enviarla tan lejos de ella en las circunstancias presentes. Quiere<br />
referírselo ante todo al Dr. Chatard. No ha tenido todavía tiempo de llegarle la respuesta del<br />
médico, cuando llega a Emmitsburg el general Harper, cuya hija es pensionista en la Casa<br />
Blanca. Insiste ante la Madre Seton para que le confíe a la pequeña Rebeca. El vuelve<br />
directamente a Baltimore y la pondrá en manos del Dr. Chatard. Isabel acaba por dejarse<br />
convencer. El especialista francés, no obstante, no podrá formular otro diagnóstico que el<br />
del Dr. Post: Rebeca permanecerá enferma toda su vida. El no ve ninguna utilidad en<br />
retenerla en Baltimore y se contenta con prescribirle baños y masajes. La chiquilla, por otra<br />
parte, no se muestra afectada por su enfermedad.<br />
Rebeca es todo alegría, todo delicadeza, de una gran sensibilidad y precoz en todo para una<br />
niña de su edad, explica Isabel a Julia Scott en el mes de octubre de 1812. Le gusta<br />
enormemente la música y desde un tiempo está constantemente al piano... Su madre, sin<br />
embargo, se ve obligada, realmente, a reconocer que su hija es ahora seriamente<br />
minusválida, hasta el punto de que ciertos días le es imposible atravesar la habitación ella<br />
sola.<br />
En la misma carta, Isabel traza un retrato encantador de Catalina: Kitty tiene 12 años, es la<br />
más adicta. Desde su niñez, ha mostrado tanta docilidad y cariño frente a mis deseos que su<br />
educación es muy bien proseguida. La chiquilla -ase gura orgullosamente su madre- es una<br />
excelente alumna, hasta en matemáticas, cosa que no fue jamás un punto fuerte de su<br />
primera profesora, Isabel misma. En cuanto a la educación de su espíritu, creo que pocas,<br />
muy pocas niñas pueden superarla.<br />
Sin embargo, la tosecilla seca que le es habitual parece agravarse, recordando<br />
dolorosamente a la Madre Seton los síntomas del mal que le arrancó a su marido y a su hija<br />
mayor. ¡Cuánto se asombraría si le pudiera predecir ahora la longevidad de Catalina, que<br />
alcanzará en 1890 sus noventa años 1 . Si Kate y Rebeca, cada una según su personalidad<br />
naciente, alegran el corazón de su madre, no sucede la mismo en cuanto a Guillermo y<br />
Ricardo, en quienes Isabel discierne una inestabilidad que la inquieta con justo título.<br />
Ambos, al parecer, han heredada de su padre un temperamento sin vigor. Privados, además,<br />
demasiado temprano de su padre, los dos muchachos han crecido en un medio cerrado, y<br />
demasiado exclusivamente femenino. Traqueteados de aquí y de allí, demasiado protegidos<br />
por una madre ansiosa, no dejan el hogar familiar, que es un hogar conventual, sino para<br />
volverse a encontrar en el ambiente del colegio Santa María cuyo reglamento estaba<br />
concebido, ante todo, para la formación de seminaristas menores. Su madre queda atónita,<br />
hasta entristecida de la respuesta del mayor, de 12 ó 13 años, en la clase de catecismo:<br />
219
-¿Qué has venido a hacer tú en este mundo, le preguntó la profesora, a ganar dinero para<br />
realizar buenos negocios, o bien para servir a Dios y utilizar los dones que has recibido de El,<br />
para hacer su voluntad?<br />
- Pues, yo estoy en el mundo para las dos cosas, responde imperturbablemente el chaval.<br />
Al cabo de unos años, Ricardo, escribiría en resumen a su hermana: Se nos enseñó en el<br />
colegio que es necesario despreciar el dinero, la fortuna... ¡vamos ya! ¡Es necesaria tener<br />
bien de dinero en la vida!<br />
El razonamiento de los muchachos está lejos de ser esencialmente erróneo. Hasta denota<br />
en ellos un buen sentido práctica que no habían de apoyar desgraciadamente las cualidades<br />
de perseverancia en el esfuerzo, de desinterés y de generosidad que habían sido siempre la<br />
realidad de su madre.<br />
De Guillermo, Isabel puede decir ya: Es el muchacho de las esperanzas y de los temores. Sólo<br />
sueña con océanos, barcos, viajes, aventuras a través del mundo. Ricardo se desarrolla<br />
físicamente hasta el punto de pasar pronto la cabeza tanto a su madre coma a su hermana.<br />
Le llaman familiarmente Daddy-Dick, evocación de Daddy-long-legs con que los ingleses<br />
designan de manera pintoresca a la típula de largas y finas patas. El gigante, dice también su<br />
madre riendo, ella que es de talla muy pequeña.<br />
Después de la muerte de Anina, la Madre Seton, viendo venir hacia ella a sus dos hijos, les<br />
había dirigido estas palabras:<br />
-Sois unos hombres ya, vuestra madre espera de vosotros un apoyo. Pero Guillermo y<br />
Ricardo no serán jamás sino unos niños grandes, incapaces de llevar a buen término ninguna<br />
empresa, inconscientes de las inquietudes y penas que van a causar pronta y sin tregua a su<br />
madre hasta su último día.<br />
Así proseguía Dios en el alma de su sierva la obra de desprendimiento, sobre el punto que<br />
seguirá siendo, en ella, el más sensible: su ternura ansiosa, perdida, por sus pobres hijos.<br />
Sin embargo, las penas se entrecruzan siempre con las alegrías, las graves preocupaciones<br />
con las alegres sorpresas. En el curso del otoño de 1812, Catalina Dupleix, después de<br />
muchas vacilaciones y de muchos aplazamientos, entró en la Iglesia Católica. Un vínculo<br />
nuevo viene a hacer más íntima entre ella y la Madre Seton una amistad fiel, trabada unos<br />
veinticinco años antes. En septiembre de 1813, el proyecto tanto tiempo acariciado de<br />
volver a verse, llega a ser realidad.<br />
Por unos días, Catalina es, a su vez, huésped maravillado de White House. Tanta la<br />
comunidad como el establecimiento escolar está en plena prosperidad, a pesar de que dos<br />
Hermanas han partido, a continuación de Anina, hace unos meses, para la casa del Padre:<br />
dos de las primeras compañeras de la Madre en Paca Street: María Murphy y Elena<br />
Thompson. Entre el Sr. Dubais, el superior, y la fundadora, ninguna dificultad desde<br />
entonces. Ningún choque. Ambos son unos verdaderos educadores. Su colaboración<br />
afortunadamente acorde permite a la obra de San José desarrollarse más allá de lo que se<br />
podía esperar al comienzo. Como siempre, la Madre pone de su persona. A su papel de<br />
maestra general, se añade el de profesora de religión y de historia. Las alumnas están<br />
habituadas a ver aparecer sin ruido su delgada silueta por el ángulo del pasillo, subir, bajar<br />
silenciosamente las escaleras. Isabel se obliga a pasar diariamente por cada una de las<br />
clases, se sienta un momento, sin decir palabra, al fondo de la sala, escucha a la niña recitar<br />
sus lecciones y al profesor impartir sus enseñanzas. Con un juicio seguro valora las<br />
competencias, descubre los puntos débiles de cada una a fin de ponerles remedio. Ella<br />
quiere en su casa una enseñanza de calidad. Sabe que una educadora o enseñante no se<br />
improvisa: en ese dominio se necesitan aptitudes y preparación. Jamás se le ocurrirá la idea<br />
220
de que la buena voluntad en la materia pudiera reemplazar la capacidad o el trabajo<br />
personales. Quiero, para secundar a las Hermanas, profesoras seglares que tienen que dar,<br />
precisamente ante las niñas, otro testimonio que el de las Hermanas, completándose ambos<br />
para la obra de la educación.<br />
Hecho digno de notarse: La Madre Seton guarda frente a las alumnas de White House, una<br />
lucidez que su ternura maternal, siempre inquieta, no la permite conservar respecto a sus<br />
propios hijos. Cuando, dos veces por semana, va a dar a las mayores una charla espiritual,<br />
que toma muy pronto aires de un círculo de estudios donde cada una puede expresarse<br />
libremente, ella tiene que precisar su actitud y su propósito.<br />
-No vengo a enseñaros -les dice--, cómo se llega a ser unas buenas religiosas, unas<br />
Hermanas de la Caridad, quisiera solamente prepararos a ocupar el puesto que ha de ser el<br />
vuestro en el mundo donde estáis llamadas a vivir. Deseo enseñaros cómo ser, más tarde,<br />
unas buenas madres de familia.<br />
Cosa que no la impide, sin embargo, poner en guardia a sus jóvenes oyentes contra los<br />
peligros no ilusorios que ellas encontrarán necesariamente, atraídas como han de ser por<br />
una vida de facilidad, donde se hace polvo el ideal por unos placeres ficticios cuya<br />
embriaguez hace perder tan pronto el gusto de Dios. Vivir en medio del mundo sin el<br />
dominio de sí mismo es tan peligroso para las jóvenes -le afirma ella- como peligrosa es la<br />
llamada de la lámpara para la mariposa que se deja fascinar por su brillo y viene<br />
ingenuamente a quemarse allí las alas.<br />
Les habla también -¡y con qué convicción!- de la presencia de Cristo en la eucaristía, de ese<br />
don inaudito cual es para ellas, católicas, la gracia de la comunión sacramental. Desea que<br />
sus almas, conscientes de tal gracia, se semejen a un vaso de cristal, lleno de agua tan pura<br />
que la menor mota de polvo sea allí perceptible. Con una intuición tan límpida y tan segura.<br />
Isabel hubiera conducido gustosa a aquellas niñas a ella confiadas, hacia la comunión<br />
frecuente, hasta diaria. Sabemos cómo el rigorismo, par mitigado que fuera aquí o allí,<br />
impregnaba todavía en el siglo XIX, las directrices dadas por la mayor parte de los teólogos,<br />
en lo concerniente a la recepción de la eucaristía. La noción de respeto -cuya realidad no<br />
será jamás cuestión de negar- había acabado por anteponerse en cierta manera a los otros<br />
aspectos del sacramento del que Cristo quiso hacer el alimento de unos frágiles peregrinos<br />
como nosotros. «El pan nuestro de cada día, dánosle hoy...». El pan no es para recompensa<br />
de las más altas virtudes de los santos, el pan es el viático indispensable al viajero para<br />
avanzar por el camino de la vida terrestre, cuya meta es la vida eterna.<br />
«Tu has dado a este pobre enfermo tu carne sagrada -dice San Agustína fin de que ella sea<br />
el alimento de su alma y de su cuerpo, y tu palabra, a fin de que ella luzca como una<br />
lámpara ante sus pasos. Yo no podría vivir sin estas dos cosas, pues la palabra de Dios es la<br />
luz, y el sacramento el pan de vida». Estas afirmaciones Isabel las hubiera suscrito con toda<br />
su alma. Se hubiera estremecido de alegría de entrever los decretos liberadores de Pío X<br />
que daban de nuevo a la comunión eucarística su verdadero sentido, y convidaban a todos<br />
nosotros, los rescatados, a responder a la llamada del Redentor, para que, por una unión<br />
más íntima con El, pudiésemos ser por El más plenamente salvados.<br />
A la verdad los textos mismos del Concilio de Trento, después de haber exaltado «la<br />
excelencia y la eficacia maravillosa de la eucaristía» habían expresado de forma explícita, «el<br />
deseo de que los fieles estuvieran lo bastante bien dispuestos para comulgar en cada misa».<br />
Son esos mismos textos los que Pío X vuelve a tomar y comenta, proyectando sobre ellos<br />
una luz nueva. «Estas palabras -afirma él- dicen bastante claramente el deseo de la Iglesia<br />
221
de que todos los fieles se repongan cada día con el celeste banquete y beban allí efectos de<br />
santificación siempre más abundantes».<br />
El jansenismo, en Francia muy particularmente, había endurecido una posición ya errónea<br />
por consecuencia del rigorismo. Aunque La Frecuente Comunión del gran Arnauld hubiera<br />
sido refutada por San Vicente de Paúl mismo, los errores que contenía la obra no habían<br />
dejado de abrir bien su camino. Cualesquiera que fuesen, por otra parte, las influencias de<br />
que estuviesen marcados, sin saberlo, los Sulpicianos de Maryland se atenían a las consignas<br />
entonces vigentes no solamente para los fieles, sino para las comunidades religiosas, dentro<br />
de una rigidez que hoy nos parece exorbitante.<br />
«He reflexionado mucho en el peligro de una comunión frecuente indicada por la regla<br />
dentro de una comunidad religiosa», escribía el Sr. Dubouru a la Madre Seton, el 13 de julio<br />
de 1809, estableciendo en número restringido los días de comunión concedidos al conjunto<br />
de las Hermanas de San José.<br />
Y sin embarga Cristo dijo: «No son los sanos quienes necesitan del médica, sino los<br />
enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. .. » (Lc 5, 31-32).<br />
Una no puede sino entristecerse de ver unas directrices tan poco conformes al evangelio<br />
dadas como reglas válidas a aquélla que había conquistado en la fe católica la presencia<br />
sacramental de Cristo. ¡,No había descubierto ella desde el primer instante, que el pan de<br />
vida había sido dado a los hombres por el «dulce Redentor» como el pan de cada día? Aquí,<br />
todas las gentes que aman a Dios, que se portan bien, que llevan una vida reglada pueden<br />
recibir el sacramento todos los días... -escribía ella desde Liorna con destino a Rebeca, en la<br />
primavera de 1804. No obstante su amar apasionado por la eucaristía irradia, en<br />
Emmitsbure, así de su enseñanza como de su actitud, a las horas de adoración en la<br />
pequeña capilla de la Casa Blanca. Los días de comunión son para ella días de fiesta. Su<br />
deseo es que lo sean también para todas aquellas a quienes se acerca.<br />
A esta irradiación las niñas no san insensibles. Ellas sienten confusamente que lo que les<br />
atrae hacia la Madre Seton no es el hecho de su afecto natural solamente. Un algo emana<br />
de su persona que ellas no sabrían definir, sin duda, pero que, con más seguridad que las<br />
palabras las arrastra hacia Dios. ¿No es sencillamente que ya se trasparenta en ella el<br />
espíritu de Cristo y de su Evangelio? Ella conquista el corazón de las alumnas actuales v<br />
guarda la confianza y la amistad de las que han terminado sus años de estudios en San José.<br />
A las que le escriben de lejos, encontrará siempre el medio de responder.<br />
Como se había maravillado Mary Post durante su visita al Valle el año anterior, Catalina<br />
Dupleix, a su vez, es incapaz de ocultar su admiración. A su amiga, más aún que a su<br />
hermana, que no comparte su fe, Isabel puede dar tal detalle, hablar de tal experiencia.<br />
Mejor que Mary, Dué es capaz, ahora, de captar de dónde viene en su amiga la serenidad, la<br />
calma, el recogimiento, de que jamás se desprende en medio de la tropa traviesa e<br />
impetuosa de las cincuenta alumnas, que dan a White House el aspecto de una colmena<br />
zumbante de vida, de animación y de regularidad.<br />
Sor Ketty Muyan secunda a la Madre Seton en calidad de directora de disciplina. En los cinco<br />
grupos de diez chiquillas -así se encuentran repartidas las alumnas- ejerce ella una autoridad<br />
firme y sonriente, desde la hora de le vantarse -5,45- hasta la de acostarse, que sigue, más o<br />
menos rápidamente según las edades, a la cena que tiene lugar a las 7,15 de la noche. La<br />
Sra. Guérin asegura las clases de francés. Pronto, la verán las niñas vestida con el hábito de<br />
las Hermanas, tomar su puesto entre ellas bajo el nombre de Sor Magdalena. La Sra. Seguin<br />
es una excelente profesora de música. Durante algún tiempo, Kate, que es todavía su<br />
alumna, asegurará bajo su dirección las lecciones de piano de principiantes.<br />
222
La pequeña Rebeca progresa también rápidamente en sus estudios escolares y musicales,<br />
pero se acabaron para la chiquilla de 11 años los juegos y correteos por el jardín o por el<br />
bosque. Mientras las dos amigas, Isabel y Catalina, se detienen un momento para rezar en el<br />
pequeño cementerio, bajo la sombra de los grandes robles de follaje amarillento, la Madre<br />
no puede dejar de pensar en otra tumba que se encontrará, pronta tal vez, al lado de las de<br />
Enriqueta, de Cecilia, de Ana María, de Sor Murphy, de Sor Thompson. Ella cuenta a Dué la<br />
historia de aquella desgraciada caída. En abril último, Rebeca pasará una nueva temporada<br />
en Baltimore. Se trataba de recibir allí el sacramento de la Confirmación de manos de Mons.<br />
Carroll. El Sr. Dubois la había preparado con una gran bondad, durante la Semana Santa,<br />
trasladándose cada día a la enfermería, no dudando en asegurar a la chiquilla minusválida<br />
las ventajas de un retiro solo para ella.<br />
Por otra parte, desde septiembre de 1812, el Sr. Bruté de Rémur ha venido a aportar su<br />
concurso entusiasta al Sr. Dubois. El colegio de Monte Santa María, la casa de San José, las<br />
dos parroquias le abren ya un vasto campo de aposto lado. No hay duda de que Isabel había<br />
querida presentar a su amiga Dué, nueva católica, al director de la comunidad, el jovial Sr.<br />
Dubois. El acaba de alcanzar la cincuentena. Al ardor, añade ahora la experiencia. Cara<br />
redonda, aniñada, bondad llena de sencillez, el Sr. Dubois ofrece físicamente un verdadero<br />
contraste con el grave Sr. Bruté de Rémur, de fino rostro de asceta, de mirada de fuego.<br />
Ambos están adheridos desde ahora a la obra de la Madre Seton y no dejan una ocasión de<br />
testimoniarle su efectivo y lúcido servicio.<br />
El Sr. Bruté de Rémur tiene 34 años, en 1813. Su ciencia de las cosas de Dios es cierta. Su<br />
conocimiento de la lengua inglesa, a pesar de su estancia en Baltimore, es más escasa. Es<br />
forzoso, pues, al predicador recurrir una vez más a los buenos servicios de la superiora de<br />
San José, de forma casi constante. Afortunadamente, laguna humana que permite que se<br />
establezca entre él y ella un diálogo espiritual, del que al fin, se aprovechan tanto -el uno<br />
como la otra. Tienen en común un ardor semejante, un entusiasmo semejante, la misma<br />
espontaneidad directa y sencilla, los mismos brotes impetuosos, los mismos deseos<br />
apasionados por el reino de Dios. Can un temperamento como el suyo, Isabel ha sentido<br />
siempre una necesidad esencial de poder apoyarse en un guía espiritual que sepa ser junta a<br />
ella, no solamente el consejero seguro, prudente, sino también el testigo respetuoso del<br />
trabajo que el Señor prosigue en su alma. Expresarse, sentirse comprendida, dar su<br />
confianza, pero también compartir en todas las cosas, es en ella una necesidad vital. Desde<br />
su retorno de Toscana, ha buscado tal guía, ella ha creído haberle encontrado a veces. Dios<br />
se lo reservaba para sus últimos años.<br />
Ella tiene cinco años más que el Sr. Bruté de Rémur, pero no tiene todavía diez años de<br />
catolicismo. El es más experimentado que ella en las vías divinas. Pero la única experiencia<br />
que ha efectuado ella, en cuanto convertida, le ha dado, en más de un punto, una claridad<br />
nueva que se hubiera escapado al sacerdote bretón, nacido en un medio esencialmente<br />
católico, y para quien la fe jamás ha planteado problemas.<br />
Se han conservado textos de sermones escritos por Isabel redactados en común por el Sr.<br />
Bruté da Rémur y su secretaria, dentro de una tan estrecha colaboración, que es difícil<br />
discernir lo que es del uno y de la otra. Cuando el Sulpiciano pronuncia, el 2 de febrero de<br />
1812, en el Monte Santa María un sermón, con ocasión de una ceremonia de primera<br />
comunión, a través de los pensamientos que desarrolla sobre la presencia de Dios, la gracia<br />
de los sacramentos, la vida terrestre que día tras día es ya una anticipación de la vida<br />
eterna, los temas favoritos de su hija espiritual están allí transparentes.<br />
223
Hay experiencias, por otra parte, que sólo conoce una madre. ¿Quién sino la Madre Seton,<br />
hubiera podido sugerir al Sr. Bruté de Rémur aquellas palabras henchidas de ternura para<br />
hablar con tanto fuego y tanta delicadeza de la presencia de Jesús en María, durante los<br />
meses que transcurren de la Anunciación a la Natividad? ¿No ha confesado ella, a este<br />
respecto, que le ha sucedido a veces, tener personalmente esta experiencia: el Hijo de Dios<br />
presente en su alma de una manera más cierta que lo estaban en su seno, cuando ella<br />
esperaba su nacimiento, Ana María, Will, Ricardo, Catalina o Rebeca? Las palabras que ella<br />
dicta al predicador, cuando se trata de Cristo muy chiquitico, son expresiones maternales,<br />
He, the Jesus Babe: «El, Jesús Bebé». La expresión, por su parte, es realista, sin la menor<br />
afectación, con los términos que están en los labios de la mujer que estrecha entre sus<br />
brazos con una inmensa ternura al pequeño ser que acaba de nacer al mundo.<br />
Por otra parte, la eucaristía es donde necesita recurrir siempre. Su despacho, no sin<br />
intención deliberada, se encuentra contiguo a la capilla. Estoy sentada o de pie -escribe ella-<br />
frente a su tabernáculo a lo largo de la jornada, y con servo mi corazón hacia El, como la<br />
aguja imantada hacia el polo norte. El sentido que ella tiene de la presencia real es<br />
manifiestamente fruto de una gracia excepcional. El Sr. Bruté de Rémur está tan convencido<br />
de ello que no dudará en escribir unos años más tarde: Ojalá pudiera mi corazón y mi alma<br />
conocer y experimentar la gracia del Santísimo Sacramento de mi Jesús, como lo hizo la<br />
Madre. Su testimonio será también formal cuando hable de la forma como recibía ella la<br />
Santa Comunión. Se presentía entonces su ardiente deseo de la eterna comunión con el<br />
dulce Redentor. Había en ella un sentido de lo absoluto, de lo eterno que conmovía a su<br />
entorno. Exigente para consigo misma exactamente como para cada uno de los miembros<br />
de su Instituto, ella no busca nada más, no propone nada más que la sencillez y las<br />
exigencias del Evangelio.<br />
¿Cuál es -pregunta ella- la primera regla de la vida de nuestro amado Redentor? Vosotras lo<br />
sabéis, era hacer la voluntad de su Padre. Así pues, el primer fin que ya proponga a nuestro<br />
trabajo de cada día es hacer la voluntad de Dios. El segundo es hacerla de la forma que El la<br />
hacía personalmente. La tercera, es hacerla, porque es su voluntad.<br />
Quiere que todo, en ella y en sus hijas, permanezca disponible a esa única voluntad, dentro<br />
de una vida de silencio que sabe estar a la escucha de Dios, dentro de una vida de don<br />
generoso de sí mismo que sabe decir sí frente a todas las pruebas de fidelidad de las que<br />
están tejidos los días. Ella, tan fácilmente ansiosa, da, sin embargo, el primer puesto a la<br />
confianza. Nada de desánimo frente a las faltas, a los fallos inevitables. Se cae, se vuelve a<br />
levantar, se pide perdón y luego se sigue de nuevo adelante, como los pioneros a quienes<br />
no detienen en absoluto los obstáculos que topan cada día, de los que cada día triunfan.<br />
Ha encontrado en uno de los tratados de Fenelón la exposición justa de lo que debe ser la<br />
pureza de intención, que da a todos los actos de una jornada su dirección esencial, hacia<br />
Dios y su amor. Desde el momento en que no se ha retractado esa ofrenda, todo, para ella,<br />
es dado, y todo va bien. Quiere la alegría, a pesar de todo, para ella y para las demás. En<br />
medio de los sufrimientos, de las dificultades, de las inquietudes mismas irradia la alegría.<br />
El Sr. Bruté de Rémur que la ve vivir día a día, es el testigo maravillado de la obra divina en<br />
su alma. Es una verdadera madre para las Hermanas de la Comunidad. Las ama. Es amada<br />
de ellas. Sabe guardar respecto a ellas el puesto que le corresponde. Ha aprendido con<br />
fortuna que, en la Compañía de las Hijas de la Caridad, el Sr. Vicente ha querido que la<br />
superiora tome el nombre de «Hermana sirviente». Se quiere humildemente al servicio del<br />
Instituto de San José. Sabe, con todo, salvaguardar su autoridad. La dirección que da a sus<br />
Hijas está marcada con el sello de la prudencia y del buen sentido sobrenaturales. Porque<br />
224
conoce la experiencia del sufrimiento así del cuerpo como del altna, es capaz de<br />
compadecer y de confortar.<br />
Así la juzga el Sr. Bruté de Rémur incluso cuando debe indicarle tal error o tal fallo. Pues le<br />
acaece a veces a la Madre, sentir hervir en ella la sangre de los Bayley. Le acaece asimismo<br />
explotar bruscamente con una indignación mal con tenida, defender su opinión con excesiva<br />
pasión. Sobre todo debe contar día tras día con la ternura ansiosa que la vuelve a llevar sin<br />
cesar hacia e1 porvenir de sus hijos. Se establece poco a poco una pacificación que, en el<br />
plan psicológico, permanecerá siempre precaria, siendo, por otra parte, causa de las<br />
sombrías inquietudes de su madre, el comportamiento de Guillermo y de Ricardo.<br />
Dios, sin embargo, proseguía su obra.<br />
En la fiesta de San Vicente de Paúl, el 19 de julio de 1813, diecisiete Hermanas de la Caridad<br />
de San José pronunciaron por primera vez sus votos anuales. Como las Hijas del Sr. Vicente,<br />
las Hijas de la Madre Seton han adoptado la fórmula de los votos simples, emitidos por un<br />
año solamente, renovados todos los años, en la fiesta de la Anunciación. Isabel hubiera<br />
deseado aprovecharse de la ocasión para dimitir espontáneamente del cargo de superiora.<br />
Hubiera pasado con gusto el timón a otra de sus hijas, ahora que la barca boga con fortuna<br />
hacia alta mar. Ninguna de ellas, evidentemente, hubiera aceptado que se considerara<br />
siquiera tal eventualidad. Sor Cecilia O'Conway, par el contrario, había aprovechado la<br />
circunstancia para recordarle filialmente hasta qué punto contaban todas con ella.<br />
«Admirable lección sobre mis deberes la que me ha dado Sor Cecilia, concluye la Madre<br />
Seton. De este modo Catalina Dupleix, había encontrado en aquel comienzo del otoño de<br />
1813, una comunidad religiosa bien establecida, un pensionada próspero, una escuela<br />
parroquial naciente y a su amiga de siempre en plena expansión espiritual, rodeada de<br />
afecto, de respeto, de admiración. ;,Cómo, pues, había podido ella, Catalina, dudar de<br />
Isabel, un solo instante durante el año terrible de 1806? Ella comprendía ahora con cuán<br />
justo título, la Madre Seton podía escribir a Julia Scott unos meses antes: «¡Oh, si pudieras<br />
compartir la paz y la tranquilidad de nuestras jornadas!».<br />
Tal vez la mujer del rudo Capitán de barco, al regresar a su «hogar» de Nueva York, se lleva<br />
la nostalgia del valle apacible donde comienza a flamear el nuevo follaje de los grandes<br />
árboles. Pero Catalina ha de estar presente en su morada, donde va a juntársele su marido<br />
en cada una de sus escalas neoyorquinas. Ella debe volver a su parroquia católica de San<br />
Pedro, a la que en adelante, respondiendo al deseo del P. Kohlmann. aporta su servicio<br />
activo y generoso.<br />
No está lejos, sin embargo, la hora en que el joven Instituto que se desarrolla tan felizmente<br />
en el lejano valle va a enjambrar en las grandes ciudades. El 1° de junio de 1814, Isabel<br />
escribe aprisa una nota para Julia Scott, que le será llevada por una de las Hermanas de San<br />
José: Amor y bendición y amor un millar de veces para mi Julia. Rasa te dirá el resto. Tu<br />
amiga tuya, y pobre Madre (superiora) E.A.S.<br />
Sor Rosa White, en efecto, está a punta de dejar Emmitsburg para Filadelfia. El P. Hurley que<br />
había sido para Cecilia el guía esclarecido en el momento de su entrada en la Iglesia católica,<br />
ha sido nombrado recientemente párroco de la Trinidad de Filadelfia. El ha sugerido confiar<br />
a las Hijas de la Madre Seton un orfelinato existente en la ciudad desde 1799. En aquel año<br />
de terrible epidemia, la fiebre amarilla había multiplicado hasta tal punto las víctimas que<br />
fue creado un establecimiento completo destinado a las niñas, a quienes la muerte había<br />
arrancado brutalmente toda familia. La ayuda de cierto número de parroquianos de la<br />
Trinidad había permitido a la obra mantenerse hasta entonces. La solución, con todo, no<br />
podía ser provisoria. Ya que el orfelinato se mostraba siempre como necesario en la ciudad<br />
225
en vías de desarrollo, ¿por qué no hacer ahora una institución sólidamente asentada y que<br />
la tomase a su cargo la primera comunidad religiosa de América?<br />
Mons. Egan, que conocía a la Madre Seton y a la comunidad de White House desde<br />
noviembre de 1810, aprueba sin demora tal sugerencia. La Sra. Raquel Montgomery, que<br />
forma parte del comité de dirección del orfelinato tiene en alta estima a la fundadora de<br />
Emmitsburg. Ella tuvo ya ocasión de ayudarla en 1809 durante la primera instalación de la<br />
escuela de Baltimore. Después, fue a visitarla al Valle. Aquí también le ayuda.<br />
A la verdad, es un pobre y humilde orfelinato el que las Hermanas deben tomar a su cargo.<br />
Está cargado de deudas, y las molestias ocasionadas por la guerra que se prosigue a lo largo<br />
de las costas no facilitan nada el acondiciona mienta del local, ni el avituallamiento de los<br />
pensionistas. Bravamente, Sor Rosa, convertida en superiora de las das Hermanas, trata de<br />
hacer frente a la situación. Ella cuenta, con humor, la llegada del carromato a Filadelfia y las<br />
desventuras que, desde el primer día, van a conocer las tres fundadoras, tan parecidas a las<br />
que relata la gran Santa Teresa en el Libro de las Fundaciones. Dejaron el valle el 29 de<br />
septiembre. Después de la última etapa de su viaje, helas al fin en la ciudad que apenas<br />
conocen. Sin saber qué dirección tomar, el cochera se aventura al azar par una calle, tuerce<br />
por otra y avista, finalmente, el campanario de la iglesia. Desde la ventana de la rectoral,<br />
muy próxima, el ama del cura, una buena francesa, llamada Justina, ve acercarse despacio<br />
un carruaje estridente, con las cortinas cuidadosamente echadas. Bien claro está que es un<br />
muerto -piensa ella- que vienen a traer a la parroquia para los funerales. Sale a la calle, se<br />
acerca al vehículo que acaba de pararse, levanta discretamente una de las cortinas ve en el<br />
interior tres mujeres bien vivas, y con una súbita inspiración:<br />
-¿No vienen Vds. de San José, por casualidad?, interroga. -Sí señora, ¿quién es Vd., pues?<br />
-Soy el ama del Rvdo. Roelof.<br />
-¿Podría Vd. indicarnos dónde está el orfelinato?<br />
-¡Claro que sí! Están Vds. justo ante su puerta. ¡Pero bajen, pues!<br />
Las Hermanas tranquilizadas, entran en la iglesia de la Trinidad. Justina se precipita para<br />
advertir al Sr. Hurley su llegada. Acude él y envía a las tres viajeras a la rectoral. En cuanto a<br />
tomar posesión de la casa que les está destinada, es decir, el orfelinato, les será menester<br />
aguardar a que se vayan de allí las señoras del patronato. Ellas dejarán vacíos los locales el 2<br />
de octubre, llevándose además can ellas la mayor parte del mobiliario.<br />
Pobremente vestidos, más pobremente alimentados, los niños ignoran hasta el sabor del<br />
azúcar y del pan fresco. Los primeros tiempos son muy duros. Las Hermanas mismas se ven<br />
en la obligación de ajustarse a severas privaciones. A guisa de pan, ellas comerán, más de<br />
una vez, patatas. Será menester la intervención delicada del P. Hurley para que el régimen<br />
alimenticio se haga un poco más sustancioso. Pronto, gracias a él, pensionistas y religiosas<br />
podrán al menos azucarar la infusión poco nutritiva que les hace las veces de café.<br />
La obra es difícil de reemprender y no solamente en el plano material. Pero Sor Rosa, coma<br />
verdadera hija de la Madre Seton, sabrá hacer frente, a su vez, y asegurar poco a poco a<br />
esta obra, con unas bases sólidas, un equilibrio firme.<br />
Menos de dos años más tarde, el establecimiento de San José obtendrá del Gobierno su<br />
reconocimiento oficial. Una visita del General Harper, acompañado del Sr. Cooper, quien<br />
prosigue sus estudios de Teología en Baltimare donde recibirá la ordenación sacerdotal en<br />
el mes de agosto de 1818, permite iniciar los trámites, a partir de noviembre de 1816.<br />
En el mes de enero de 1817, el Estado de Maryland registra jurídicamente el acta que<br />
reconoce, en el plano civil, la existencia del Instituto fundado por la Sra. Seton. Los<br />
miembros de la asociación reciben allí el título oficial de «Hermanas de Caridad de San<br />
226
José». Los fines de su asociación, expresamente llamada «asociación religiosa», están<br />
netamente definidos. Son «las obras de piedad, de caridad y de necesidad, especialmente el<br />
cuidado de los enfermos, la asistencia a los ancianos imposibilitados o económicamente<br />
débiles y la educación de la juventud femenina». El acta queda registrada. Las minutas<br />
firmadas en buena y debida forma. El general Harper figura entre los signatarios. El<br />
documento hace mención de veintidós miembros de la dicha asociación, de 21 años de edad<br />
al menos, y reconoce a las Hermanas de Caridad de San José derecho de posesión y de libre<br />
uso de bienes, muebles e inmuebles, amén del dominio, que son su propiedad en<br />
Emmitsburg.<br />
El Instituto fundado por la Madre Seton tiene desde entonces derecho de ciudadanía en la<br />
joven y libre América.<br />
Si es verdad que toda fracaso, humanamente hablando, desacredita a un hombre ante los<br />
hombres, todo éxito, a la inversa, le confiere un derecho indiscutible al respeto y a la<br />
admiración. Despreciada, rechazada de los suyas, cuando ella frecuentaba, con los más<br />
desheredados de la ciudad, pobre como ellos, la pobre parroquia católica de San Pedro en<br />
Nueva York, Isabel ha reconquistado ahora la estima de sus conciudadanos, por el solo<br />
hecho de que los poderes públicos han reconocido oficialmente y con justicia sus méritos,<br />
proclamando altamente la legitimidad de su institución. Cuando en julio de 1817, el obispo<br />
de Nueva York, Mons. John Connolly, pida él también, como un favor, que un grupo de<br />
Hermanas sea enviado a su ciudad para tomar allí la dirección de un orfelinato, aquéllos<br />
mismos que, nueve años antes, denigraban abiertamente las actividades de la Madre Seton,<br />
aplaudirán con los demás la iniciativa del prelado.<br />
Así, en vida suya, y contrariamente a las previsiones de Mons. Carroll, a este respecto, Isabel<br />
y las Hijas de la Caridad Americanas se encontraron llamadas a dedicarse a las pobres y<br />
desheredados. Si los planes esbozados por el Sr. Matignon y por el Sr. Cooper, en 1809, se<br />
vieron fracasados en Emmitsburg donde ningún establecimiento había podido ser fundado<br />
para estar únicamente consagrado a ellos, la toma a su cargo de dos orfelinatos, uno en<br />
Filadelfia y otro en Nueva York, alegrando al presente el corazón de la Madre Seton, permite<br />
concebir para el porvenir unas esperanzas henchidas de promesas.<br />
25.- ¡QUE VENGA TU REINO!<br />
Diremos aquel día: «ahí está nuestra Dios»<br />
de El esperamos la salvación.<br />
El es el Señor en quien esperamos.<br />
Haya júbilo y alegrémonos<br />
porque El nos ha salvado,<br />
porque la mano del Señor<br />
reposa sobre esta montaña.<br />
Is 25, 9-10<br />
Kitty y Rebeca son mis más preciados tesoros; Guillermo y Ricardo están todavía en la<br />
montaña, pero el corazón de Guillermo no late sino con la esperanza de un puesto en la<br />
marina. Ese puesto ha sido efectivamente solicitado por inter medio del Sr. Brent de<br />
Washington, pero parece que será difícil de obtener... Mi Ricardo es atraído siempre por la<br />
perspectiva de estar a la cabeza de una granja, pero no sé cómo va a poder resistir a la<br />
violencia de la corriente que arrastra a todos nuestros jóvenes...<br />
227
En cuanto a Rebeca, ninguna mejora en su debilidad, aunque sufre mucho menos. Kit es una<br />
niña encantadora que se desarrolla bien...<br />
Así se expresa Isabel en la carta dirigida a Julia Scott el 1° de diciembre de 1814; el mayor de<br />
los muchachos acaba de cumplir 18 años, el segundo tiene más de 16. Ambos dan prueba de<br />
una falta de madurez alarmante. Dos años más tarde, su madre se esforzaba en interpretar<br />
en buena parte su infantilismo. Son tan inocentes como si tuvieran cinco años menos. Ha<br />
comprendido desde entonces, que sería inútil engañarse a este respecto. Mi mayor<br />
inquietud en la vida -ha terminado por confesar- son mis pobres hijos.<br />
¿El amor apasionado que Guillermo cree sentir por la carrera de oficial de marina, es en él<br />
otra cosa que un capricho por la aventura, un deseo juvenil de recorrer el mundo? De todas<br />
formas, con ser el gran adolescente que es, no tiene la formación requerida para verse<br />
confiar desde ahora un puesto que decidirá su futuro. La Madre Seton ha hablado a menudo<br />
con el Sr. Bruté de Rémur, tanto de las preocupaciones lancinantes que le causará el<br />
porvenir de sus hijos como de las proposiciones reiteradas de los Filicchi, cuya morada,<br />
como le ha asegurado reiteradas veces Antonio, estará siempre dispuesta a acoger a sus<br />
hijos como asimismo fue acogida antaño la viuda de Guillermo Magge con su hija mayor.<br />
Ahora bien, hacia la Navidad de este año de 1814, el Sr. Bruté de Rémur se propone<br />
embarcarse para Francia. Diversas razones le impulsan a tomar esta decisión. Volver a ver a<br />
su madre que no es, ya muy joven. Traerse a América los libros de su biblioteca,, cuya falta<br />
es perjudicial a su apostolado. Puntualizar, de viva voz, con sus superiores, ciertos<br />
problemas inherentes al cargo de director en los colegios Santa María de allende el<br />
Atlántico. Traerse, finalmente, si es posible, algunos misioneros suplementarios, cuya<br />
necesidad se hace sentir sobre el terreno. ¿Por qué no aprovechará la Madre Seton esta<br />
ocasión excepcional que se presenta para enviar a Guillermo a Europa? El podría hacer allí,<br />
por unos meses o por algunos años, una pasantía en la casa comercial de los Filicchi. El<br />
muchacho tiene necesidad de conocer otros horizontes que los del Monte Santa María y del<br />
convento de San José. ¿A quién confiárselo con mayor seguridad que a los amigos fieles<br />
cuyo elogio ha hecho tantas veces Isabel a los Sulpicianas de Maryland?<br />
Prevenido, Guillermo da inmediatamente su conformidad. El está dispuesto a embarcarse,<br />
como lo hizo su padre a su edad para iniciarse, en Toscana, en los negocias comerciales y en<br />
la vida del mundo. Una dificultad queda, sin embargo. En las condiciones políticas europeas<br />
actuales, es vano esperar que pueda haber lugar a un cruce de cartas entre América e Italia,<br />
antes de la salida proyectada. Buscan una solución. Se cree haberla encontrado. Guillermo<br />
llevará una carta de su madre para Antonio Filicchi. Desde su arribo a Francia, él la hará<br />
llegar a Italia y esperará, para emprender la última etapa de su viaje, una respuesta que,<br />
desde allí, no podrá tardar en obtener. ¿Cómo dudar, después de tantas promesas por su<br />
parte, de que Guillermo sea recibido por los Filicchi con los brazos abiertos en su casa de<br />
Liorna?<br />
El mes de enero de 1815, el joven, radiante de alegría con el pensamiento de salir de los<br />
límites estrechos del Valle, se pone en camino hacia Baltimore con el Sr. Bruté de Rémur. Su<br />
madre, sin embargo, lo ve partir no sin un íntimo desgarramiento y una excesiva inquietud.<br />
¿No va a decepcionar terriblemente Guillermo a sus amigos de toscana? Poco dotado, sin<br />
personalidad, orgulloso para colmo, ¿cómo va a reaccionar él en un medio tan diferente de<br />
aquel en el que siempre ha vivido? ¿Tendrá suficiente capacidad para ocupar un puesto, por<br />
pequeño que sea, en el negocio comercial de los Filicchi? Isabel devana ya en su<br />
pensamiento todos los riesgos a los que su hijo se va a encontrar expuesto. Su corazón<br />
maternal se interroga y se condena. Ella no tenía que haber dejado embarcarse a Guillermo.<br />
228
Pera Guillermo no se ha embarcado todavía. La noticia de la Paz de Gand, firmada en<br />
diciembre de 1814 no llegó a los Estados Unidos hasta 1815. Ningún velero está de partida<br />
para Francia. Isabel se agarra ahora a la idea de buscar, de encontrar para su hijo una<br />
situación que le guardaría más próximo a ella, en América, al menos. El Sr. Dubois la disuade<br />
a intentar nuevas gestiones ya que Guillermo ha expresado el deseo de ir a Europa, es<br />
preciso respetar ese deseo. Consultados Mons. Carroll y Mons. de Cheverus, dan un parecer<br />
semejante. Guillermo partirá, pues. Embarca el 27 de marzo con el Sr. Bruté de Rémur, a<br />
bordo del navío americano The Tontine, que se hace a la vela hacia Burdeos, hacia la Francia<br />
monárquica en la que reina entonces Luis XVIII. Vencida Napoleón, reducido a la<br />
impotencia, hará pronto un año, y refugiado en solitario en la isla de Elba, los emigrantes de<br />
ayer pueden levantar de nuevo la cabeza y volver a una Francia donde la Restauración ha<br />
rendido su poder a los Borbones. Así se piensa entonces en Estados Unidos.<br />
Ahora bien, el 26 de febrero de 1815, un mes antes que The Tontine se haya hecho a la mar,<br />
Napoleón desembarca, rodeado de un puñado de hombres -setecientos soldados- entre<br />
Cannes y Antibes. En el espacio de 20 días, el irrisorio ejército alcanza París... Pero el 18 de<br />
junio es Waterloo. El 3 de julio, en el momento en que el emperador, definitivamente<br />
vencido, sueña embarcarse para la libre América, cae en manos de los ingleses; el 15 de julio<br />
es su salida para Santa Elena. Allí morirá en menos de 6 años, el mismo año que Isabel<br />
Seton.<br />
La noticia del restablecimiento del imperio llega a Baltimore en la segunda quincena de<br />
mayo. ¿El navío que lleva a Guillermo y al Sr. Bruté de Rémur hacia Francia, en donde acaba<br />
de reavivarse el incendio, ha tocado ya la costa? El Sr. Dubois cree deber suyo avisar a la<br />
Madre Seton de la nueva fase en que han entrado los acontecimientos políticos europeos.<br />
Mi espíritu está literalmente clavado en ti, día y noche, noche y día..., escribe ella a su hijo,<br />
sin saber si su mensaje le llegará jamás.<br />
Por fin, después de unas semanas de angustia, se entera de que The Tontine, a pesar de una<br />
travesía peligrosa, ha atracado sano y salva en el puerto de Burdeos. No obstante, el<br />
período al que la historia dará el nombre de los «Cien días», no es una época favorable para<br />
la arribada a Francia de un sacerdote y de un joven extranjero. Todos los proyectos<br />
abrigados por la Madre Seton y el Sulpiciano, en lo concerniente a Guillermo, se muestran<br />
totalmente irrealizables. Desde su llegada a Francia, el joven es confiado a las manos de un<br />
protector menos comprometido que el Sr. Bruté de Rémur. El Sr. Preudhomme, pasajero de<br />
The Tontine, lleva a Guillermo a su propia hermana, la Sra. de Saint-Césaire, en Marsella. Los<br />
Saint-Césaire están en relación con el Sr. Parangue que conoció antaño al padre de<br />
Guillermo Seton y que se encargará de hacer pasar al joven a Italia. Por Niza y Génova,<br />
Guillermo alcanza Toscana. Ninguna carta ha podido precederle, en las condiciones<br />
presentes. Llega a Liorna en los corrientes del mes de agosto, cuando Luis XVIII ha vuelto a<br />
tomar ya su puesto en Francia, a la cabeza del país. Se presenta en casa de Antonio, La casa<br />
está vacía. Antonio y los suyos, han dejado Liorna para pasar el verano en Lucca. Felipe<br />
Filicchi y su mujer, María Cowper, acogen al muchacho cortésmente, pero sin el calor<br />
afectuoso que él se esperaba. Aquella llegada imprevista, de un pasante que no esperaba,<br />
contraría al hombre de negocios. Los últimos empleados que ha tomado en permanencia no<br />
le han causado más que disgustos. Encuentra para el hijo de Isabel un alojamiento en la<br />
ciudad. Antonio, sin duda, hubiera actuado de modo diferente. Antonio está ausente...<br />
Puesta al corriente de la odisea de su hijo, la Madre Seton ha compartido entre la alegría de<br />
saberle todavía con vida, los remordimientos de haber podido mostrarse, par fuerza de las<br />
cosas, indelicada frente a sus amigos queridos, y la inquietud respecto a la situación en que<br />
229
se encuentra Guillermo, menos segura y menos cómoda de lo que ella había esperado. En<br />
largas misivas, expresa a los Filicchi sus excusas, su gratitud y la confianza que les guarda;<br />
sin embargo, en unas líneas donde la ternura femenina es demasiado evidente, multiplica<br />
para su hijo, las protestas de aquella ternura angustiosa y los consejos en demasía prolijos.<br />
Con una impaciencia febril, espera las cartas, a decir verdad muy raras, del ausente, y se<br />
complace en describir la alegría que trae a Emmitaburg todo correo proveniente de Europa.<br />
Gustosa, prosigue, sin embargo, la redacción de una especie de diario espiritual, tal como el<br />
Sr. Bruté de Rémur la ha comprometido a ello antes de dejar América.<br />
Víspera de Pentecostés de 1815 --al pie de la Montaña Santa María, de donde se precipitan<br />
caudales de recuerdos con el rocio silencioso y diurno que aporta al mundo entero un<br />
transporte de alegría- tal como, lo dicen las palabras de nuestro prefacio. El Dios de nuestros<br />
corazones ve qué deseos, qué recuerdos, qué realidades se suceden en el mío, este día de<br />
fiesta, con esos suspiros inenarrables hacia aquella LUX BEATISSIMA que va a penetrar tan<br />
íntimamente el corazón de todos los fieles. Usted comprende perfectamente: la esperanza<br />
de que estará en el altar y que recibirá allí de la paloma mística el olivo de la paz o bien de<br />
que si está todavía prisionero en el arca, ella le consolará con sus dones, tal esperanza hace<br />
desbordar en el alma de la pobre Madre de América torrentes de santos deseos en favor<br />
suyo, durante este tiempo de gracia.<br />
Las primeras misivas de Europa no debieron llegar a Isabel sino en septiembre u octubre. En<br />
ese mismo momento, el estado de Rebeca acaba de exigir una nueva separación. Se dicen<br />
tantas maravillas respecto a un especialista de Filadelfia que Isabel se ha decidido al fin a<br />
enviarle a su benjamina, Bec, además, encontrará allí a Sor Rosa y a Sor Susana. A decir<br />
verdad, Julia Scott ha hecho todo por obtener de su amiga que le confíe a su hija enferma.<br />
Ella misma ha venido hasta el Valle, con su carruaje y cochero particular, con la intención de<br />
llevar consigo a la chiquilla. Las dos amigas se habían anticipado una verdadera fiesta al<br />
verse de nuevo. No se habían vuelto a encontrar desde hacía trece años. Julia acababa de<br />
perder, aquel otoño de 1815, a su hija, bruscamente arrebatada al cariño de los suyos,<br />
después de tan solo un mes de matrimonio. ¡Cuántas cosas tendrían que decirse Isabel y<br />
Julia! Un funesto retraso del correo priva a ambas de la alegría esperada. Mientras. Julia<br />
llega, Rebeca ya no está en Emmitsburg. Otro carruaje ha partido conduciéndola a Filadelfia,<br />
menos de tres horas antes. Los dos atelajes han debido cruzarse, sin saberlo, en el camino.<br />
Julia está desolada. Le es imposible, ese día, prolongar su visita. Es preciso que deje Emmitsburg<br />
dentro de una hora. Pero volverá. Ella se lo promete a Isabel. Una promesa que no<br />
podrá cumplir jamás. Esta hora de intimidad entre las dos amigas es la última que ellas<br />
conocerán aquí abajo.<br />
Por otra parte, Rebeca debe alojarse en el orfelinato de Filadelfia. La niña no conoce a «Tía<br />
Julia» más que por las cartas. Ha suplicado a su madre que la deje junto a Sor Rosa y Sor<br />
Susana por la que ya ha sido cuidada. Julia comprende las razones invocadas. Ella promete<br />
al menos ganarse el afecto de la hija de su amiga, yendo a verla al orfelinato, haciéndola<br />
salir lo más posible.<br />
Este mismo otoño, Ricardo ha dejado, a su vez, Emmitsburg. Está en Baltimore,<br />
temporalmente. De sus cinco hijos, una sola permanece junto a la Madre Seton: Catalina,<br />
que acaba de alcanzar sus 15 años. Isabel acecha ahora cada día la llegada de los correos<br />
demasiado raros para su ternura. Las noticias recibidas de Filadelfia no son ni buenas ni<br />
malas. Bec ha conocido a «Tía Julia», que la lleva en carruaje para visitar en la ciudad o sus<br />
alrededores inmediatos todo lo que pueda interesar a un niño de 13 años que no puede ya<br />
ni correr ni andar. En cuanto al tratamiento no aporta ninguna novedad. El especialista ha<br />
230
acabado por confesarse impotente ante el mal. Se ha limitado a prescribir para la chiquilla el<br />
uso de un corsé de madera.<br />
Antes del fin de noviembre Rebeca está de vuelta en el Valle. Unos días más tarde, el Sr.<br />
Bruté de Rémur desembarca en Baltimore. Trae a la Madre Seton un voluminoso correo de<br />
Liorna y de Nueva York. Cartas de Guillermo y de los Filicchi. Cartas de María I'ost y de Isabel<br />
Sadier. Pero apenas está de vuelta el Sr. Bruté de Rémur, espira Mons. Carroll a sus 81 años,<br />
el 3 de diciembre. Ese día la Iglesia celebra la fiesta de San Francisco Javier, uno de lo~<br />
primeros compañeros de San Ignacio de Loyola, uno de los primeros misioneros de la<br />
Compañía de Jesús.<br />
En una carta fechada el día 26 de diciembre de 1815, el Sr. Maréchal, que, menos de tres<br />
años más tarde, será el segundo sucesor de Mons. Carroll en la sede metropolitana, da<br />
parte a sus amigos de Francia, tanto del retorno de su cohermano, como de la muerte del<br />
arzobispo:<br />
Todos los temores respecto al excelente Sr. Bruté, se han desvanecido de súbito. Este digno<br />
cohermano ha llegado afortunadamente a Nueva York después de una travesía de<br />
veintinueve días. Parece no haber sufrido, en absoluto, todas las aventuras que ha corrido.<br />
Está lleno de vigor y de salud. Después de haber dedicado unos días a sus amigos se ha<br />
puesto a la cabeza del Colegio de Baltimore al que no puede dejar de ser extremadamente<br />
útil por la variedad de sus conocimientos literarios y de su prodigiosa actividad.<br />
...la religión ha tenido en este país una pérdida inmensa en la persona de Mons. Carroll,<br />
arzobispo de Baltimore, que Dios ha retirado de este mundo al comienzo de este mes. Sus<br />
últimos momentos han sido tan edificantes como había sido de útil su vida a la Iglesia... Y el<br />
Sr. Bruté de Rémur anota: Se le trasladó en procesión al Seminario, cantando el MISERERE<br />
por las calles y siguiendo el arzobispo Naele con mitra y báculo. Una multitud inmensa. Los<br />
protestantes mismos no han podido negarle el homenaje que demandaban sus virtudes eclesiásticas<br />
y civiles.<br />
La muerte del arzobispo de Baltimore afecta profundamente al corazón de Isabel. Ella<br />
pierde, al perderlo, un amigo, un consejero, un padre. Uno de sus biógrafos relata esta<br />
anécdota que vale más, a este respecto, que largos comentarios: En el descanso de una<br />
lección de catecismo en Emmitsburg, una chiquilla confesaba, cierto día, a la Madre Seton:<br />
-Madre mía, he encontrado en mi catecismo la palabra benignidad, pero yo no sé lo que eso<br />
quiere decir.<br />
Y la Madre le responde simplemente:<br />
-Mira a Mons. Carroll y verás lo que quiere decir la palabra benignidad.<br />
Desde fines del año 1815, el Sr. Bruté de Rémur, que había esperado permanecer en el<br />
Valle, a donde había sido asignado por sus superiores desde 1812, se ve obligado a asumir<br />
en Baltimore el cargo de Director del Colegio Santa María. Este nombramiento ha sido<br />
explícitamente querido tanto por el Sr. Tessier como por el Sr. Maréchal. Es una ganancia<br />
para Baltimore. Es una pérdida para Emmitsburg. El Sr. Dubois no es el único en sufrirla. La<br />
Madre Seton recibe con pena ese cambio. La distancia, sin embargo, bastante mínima para<br />
un buen jinete, no impedirá al Sr. Bruté de Rémur presentarse a menudo de Baltimore en<br />
Emmitsburg a fin de proseguir junto a la superiora de las Hermanas de San José, su papel de<br />
prudente consejero. Pues, mejor que ningún otro, ha comprendido el temperamento tan<br />
rico y a veces tan complejo, de la Madre Seton, tan ardiente, súbito, resuelto, leal y<br />
generoso. Sabe pacificarla cuando una ansiedad excesiva la turba respecto a sus hijos, o<br />
cuando se inquieta de no poder, dado su estado de salud precaria, seguir con puntualidad la<br />
regla que ella exige a las demás. A1 sentirse comprendida, Isabel se expansiona en el mejor<br />
231
sentido del término, adquiriendo al mismo tiempo más flexibilidad frente a aquéllas de las<br />
que está encargada. Ella experimenta cada vez más el íntimo sosiego que puede ir emparejado<br />
con la aridez interior, la prueba exterior. Ricardo acaba de regresar a Emmitsburg a<br />
comienzos del año 1816. Ninguna situación se determina todavía para él. La perspectiva<br />
proyectada un instante, de ver a su hijo asociado a un negociante mayorista de<br />
ultramarinos, parecía a Isabel inaceptable, tan marcada sigue, sin saberlo, a este respecto,<br />
por los prejuicios de su época. Sería, piensa ella bien sin razón, una especie de desprestigio<br />
para un Seton, ejercer tal profesión. Ella teme por Ricardo, que no tiene capacidad ni más<br />
madurez que su hermano, los peligros de una gran ciudad protestante y, al mismo tiempo,<br />
ella sueña con verle en manos de una situación de armonía con la sociedad de que forma<br />
parte toda su familia en Nueva York. Daddy-Dick, el gran muchacho, tiene, de todas formas,<br />
prisa por dejar el Monte Santa María y el convento de San José, a pesar del apego que tiene<br />
a su madre. Quiere ir, como su hermano mayor, a probar suerte por el vasto mundo.<br />
Ahora bien, en esta misma primavera de 1816, el estado de Bec se hace crítico. La chiquilla<br />
conoce horas de sufrimiento intolerable. Impotente para aliviarla, su madre se ingenia para<br />
distraerla, pasa largas horas a su lado, le cuenta historias, pide a Julia Scott la muñeca que<br />
ella desea... Un tumor enorme se ha formado a la altura de la cadera. Cuando llega a<br />
manifestarse, la niña no puede ya soportar ninguna posición en su cama. Día y noche, su<br />
madre la sostiene en sus rodillas, entre sus brazos. Ayudada por Sor Susana, ensaya en<br />
vano, todos los remedios capaces de atenuar el dolor lancinante de Bec, que languidece.<br />
En el mes de mayo, cierto Lucas Tierman, se ofrece recibir a Ricardo en Baltimore y a<br />
iniciarle en los negocios en su propia casa. El se va. Catalina lo encuentra pronto allí. Muy<br />
dotada para la música, ella podrá perfeccionarse en Baltimore más fácilmente que en<br />
Emmitsburg. Hecho notorio: frente a la despedida de su segunda hija para Baltimore, Isabel<br />
no presenta las objeciones que había acumulado seis años antes cuando había dejado allí a<br />
Ana María.<br />
Para los tres ausentes, mantiene un nuevo diario donde consigna el progreso del mal que va<br />
a llevarse a Rebeca, y la subida flechada del alma de su benjamina a la que llamará desde<br />
ahora «mi hija de eternidad». Pues la chiquilla da pruebas de un asombroso valor en los<br />
sufrimientos martirizantes que no le dejan ya casi tregua durante cinco largos meses.<br />
Rebeca sabe que no sanará y que pronto se irá como se han ido sus jóvenes tías Enriqueta,<br />
Cecilia y su hermana mayor, Anina. La tuberculosis la fulmina como fulminó a aquellas, bien<br />
que baja una forma diferente. A los 13 años, sonríe a la muerte que llega simplemente, sin<br />
horror. Una lectura acaba de enseñarle que en la resurrección de los cuerpos, la «sutileza»<br />
les permitirá moverse de forma maravillosa sin ser detenidos por ningún obstáculo.<br />
Maliciosamente, ella hace una aplicación práctica de su nuevo conocimiento teológico al<br />
caso del Sr. Bruté de Rémur. Aprovechando el período de vacaciones escolares, el<br />
infatigable misionero ha emprendido, en efecto, una correría apostólica por una región que<br />
le obliga a circular sin cesar a pie. ¡Qué agradable y útil sería para él -escribe la niña- estar ya<br />
desde ahora en posesión de esa maravillosa agilidad! Ella, Rebeca, debe desplegar toda su<br />
energía para permanecer un momento tendida.<br />
-Voy a tratar de quedarme en mi cama -anuncia ella a veces-. Y su madre sabe qué<br />
sufrimiento experimenta entonces.<br />
-¿Puedes decir can toda la sinceridad de tu corazón: «Hágase tu voluntad»? -le pregunta<br />
ella.<br />
-¡Oh, claro que sí! -responde la chiquilla-; ¡Claro que sí!<br />
232
Han comenzado para la comunidad los ejercicios del retiro, La Madre Seton, no podrá<br />
hacerlos este año. No deja apenas la habitación donde la hija acaba su vida terrestre.<br />
Mientras trata de sostener largas horas a Rebeca en sus rodillas -hasta el extremo de quedar<br />
ella misma derrengada- acepta, para relajarse un poco, que Sor Marta o Sor Inés le haga la<br />
lectura, en voz alta, en las obras de Chateaubriand. Es curioso notar, de paso, hasta qué<br />
punto permanece sensible Isabel a las páginas románticas del escritor francés, como lo era<br />
hace casi veinte años, a las obras de Juan Jacobo Rousseau. ¿Es la comunión con la<br />
naturaleza -cuyo heraldo es Chateaubriand-, la descripción ---que algunos, sin embargo,<br />
juzgaron inexacta y artificial- de las salvajes regiones de América, es la religiosidad, a veces<br />
inquietante del autor de René, de Atala, de los Mártires, lo que hechiza a Isabel? ¿Quién<br />
puede decirlo? Es difícil hasta para una fuerte personalidad escapar al ambiente de una<br />
época. La historia se asombrará -tal vez dentro de unas décadas- al constatar la impronta<br />
dejada sobre nuestros contemporáneos por las conquistas espaciales o simplemente por lo<br />
ye-yé.<br />
En el mes de septiembre de 1816, Catalina vuelve de prisa al Valle. Unas líneas dan los<br />
motivos, brevemente, a Julia Scott: Mi madre deseaba verme aprovechar por más tiempo-<br />
las lecciones de mi profesora de dibuja, pero el estado de Rebeca es tan inquietante que yo<br />
no podría estar tranquila lejos de casa. Durante los dos meses siguientes, Katty tendrá junto<br />
a su madre sobrecargada el papel de secretaria, reemplazándola también de tiempo en<br />
tiempo junto a su hermanita. La serenidad de Bec es extraordinaria. La niña confiesa<br />
sencillamente el 17 de octubre:<br />
-Actualmente, si el Dr. Chatard me dijera: «Rebeca, vas a .sanar» yo no lo desearía. ¡Oh, no,<br />
no, no!. Mi querido Salvador, yo conozco ahora, la alegría de morir joven y de no cometer<br />
pecados.<br />
Su único temor es no haber amado bastante al Señor. Su única lamentación, no haber<br />
probado sino muy poco su amor. El 2 de noviembre, con una sorprendente lucidez ella<br />
explica:<br />
-Acabo de presentar a nuestro Señor mi copa. Ya está llena y lista para beber. El va a venir a<br />
buscarme.<br />
Antes del amanecer del 3 de noviembre, apoyada su cabeza en la espalda de su madre,<br />
Rebeca rendía su alma a Dios.<br />
Unos hechos mínimos, unas coincidencias por lo menos extrañas, que siguen<br />
inmediatamente a la muerte de Rebeca, parecen una sonrisa radiante de «la hija de la<br />
eternidad». Más fuerte que el dolor de la separación, una paz sobrenatural se expande a<br />
través del convento de San José. Bajo el golpe de la noticia que la hiere en plena corazón,<br />
Isabel misma permanece fuerte y serena. El Sr. Dubois, que no osa tocar la herida que había<br />
abierto en ese mismo corazón la muerte de Anina, hace menos de cuatro años, por miedo<br />
«de desesperar a la pobre madre» está maravillado de ver su comportamiento actual.<br />
La madre es un milagro de la gracia divina. Noche y día junto a la hija, su salud no tiene, sin<br />
embargo, aires de haber quedado quebrantada. Ella la mantenía en sus brazos, sin verter<br />
una lágrima, todo el tiempo que ha durado in agonía, y ocho minutos todavía después de<br />
que la hija hubiera rendido su último suspiro. Mulierem fortem...<br />
Una semana más tarde, una carta de Guillermo, proveniente de Liorna, notifica a Isabel otra<br />
muerte, la de Felipe Filicchi. Se durmió en el Señor el 11 de septiembre, a la edad de 53<br />
años. Ella hace al Sr. Bruté de Rémur esta confidencia: ¡Si Vd. supiera hasta qué punto he<br />
contado con la vida de este amigo, se burlaría de mí! ¡Pero, Dios solo! Soy demasiado<br />
dichosa de estar obligada a no tener ningún otro refugio.<br />
233
Para conducirla a este abandono total, incondicional para con El, hacia el que aspira su<br />
alma, Dios hará concurrir desde ahora todas las causas segundas. La muerte de Felipe<br />
Filicchi no impide a Guillermo Seton permanecer en Liorna. Pera al leer ella las cartas que<br />
recibe de su hijo de 20 años, Isabel adivina que no va bien todo para él, incluso junto a<br />
Antonio, como ella desearía. El inconstante pasante habla de su retorno próximo a los<br />
Estados Unidos., porque -dice él- no tiene la impresión de satisfacer a Antonio. Inquieta, su<br />
madre le suplica, en una pronta contestación, que no tome una decisión demasiado rápida,<br />
que aguarde, que persevere un poco en su esfuerzo. El 12 de febrero de 1817, sale la otra<br />
carta para Antonio: ojalá pueda él tener piedad del hijo y de la madre, aceptar conservar por<br />
un momento todavía en Toscana al joven Guillermo... Las noticias de Ricardo no son más<br />
brillantes que las de su hermano. Es un encanto de muchacho, escribe a su respecto el Sr.<br />
Williamson, que se roza con él cada día. ¡Doloroso eufemismo! De ese «encanto de<br />
muchacho» no se sacará jamás nada de valor. Tal es el tenor del mensaje dirigido a la Madre<br />
Seton. Ahora bien, mientras su hijo mayor da vueltas a sus planes para dejar Italia, Ricardo<br />
es arrebatado de un entusiasmo súbido para ir a juntarse allí a su hermano.<br />
El no puede, de todas formas., seguir más tiempo en la casa de finanzas del Sr. Tierman. El<br />
hijo del Director, que regresa de Europa, va a tomar de nuevo normalmente junto a su<br />
padre el puesto que temporalmente se había propuesto al joven Seton.<br />
De nuevo Isabel manifiesta su angustia y su confianza a Antonio. ¿No encontraría él entre<br />
sus amigos de Europa a alguien que pudiera ofrecer un puesto para Ricardo? Pero las<br />
perturbaciones políticas no facilitan mucho la marcha de los correos. Los meses que siguen<br />
no traen ya ninguna carta de Toscana. Ricardo ha vuelto junto a su madre. Cuenta ya 20<br />
años. No tiene ninguna colocación. Y, bruscamente, a mediados del mes de agosto,<br />
Guillermo desembarca en Baltimore, sin ser esperado. Llega a Emmitsburg, portador de una<br />
carta de Antonio Filicchi para su madre. Ninguna ilusión es posible. El joven de 21 años se ha<br />
revelado lo que es: un muchacho sin valía, sin carácter. Antonio Filicchi no ha logrado hacer<br />
de él un subsecretario, pues la mano derecha de Guillermo está afectada, encima, por un<br />
temblor que no le permite copiar de manera aceptable las cartas de negocios. El ha tratado<br />
por otra parte, más de lo, que hubiera parecido deseable, con los jóvenes de la colonia<br />
inglesa de Toscana, con detrimento de sus convicciones religiosas católicas. En resumen, a<br />
pesar de toda la amistad que Antonio guarda fielmente a Isabel, y a pesar de su deseo de<br />
serle agradable, él ha devuelto a Guillermo, deseándole, si es posible, más sólidos<br />
resultados en otra carrera.<br />
Ahora bien, es evidente que el puesto de Guillermo no está ya en Emmitsburg. De nuevo, el<br />
joven anticipa su deseo personal de entrar en la marina. Para obtenerle un puesto en<br />
consonancia con su sueño, si no con sus cualidades, la Sra. Seton va a remover cielo y tierra,<br />
multiplicando gestiones sobre gestiones, pisoteando su amor propio y su orgullo natural.<br />
Antonio Filicchi, acepta, por otra parte, recibir a Ricardo a prueba y que se venga a Liorna,<br />
que intente su suerte. Daddy-Dick, en realidad, es solo un gran chaval, de una inconstancia<br />
que desarma. Cuando, sin embargo, es inminente su embarque confiesa que ha gastado<br />
totalmente el dinero de la pensión que le hace pasar el banquero americano de los Filicchi.<br />
No le queda nada más que unos dólares que había ganado para él su hermana Catalina,<br />
dando lecciones de piano. Sin hacerle reproches, Isabel y Kate se dan a la búsqueda, para<br />
procurarle nuevos fondos. A1 fin del año 1817, Guillermo obtiene su puesto esperado en la<br />
marina, y unas semanas más tarde Ricardo se embarca para Liorna. Una carta escrita a fines<br />
de febrero de 1818, viene a tranquilizar temporalmente a su madre respecto a él. Por el<br />
momento, Antonio Filicchi se declara satisfecho de su nuevo pasante.<br />
234
Al comienzo del año nuevo, Guillermo ha recibido la orden de unirse en Boston al barco «La<br />
Independencia» al que ha quedado enrolado. Sale en febrero, asumiendo al mismo tiempo<br />
el papel de rodrigón, junto a su hermana Kate, a quien Julia Scott ha invitado a Filadelfia.<br />
Salida definitiva, esta vez, como la salida de Guillermo. Pera, ausente, el muchacho está<br />
presente siempre en el espíritu y en el corazón de su madre.<br />
Yo me pregunto siempre -escribe ella el 5 de abril- ¿pero por qué ese querido pirata de los<br />
mares es para mí lo que hay de más querido? ¿Por qué mi corazón respecto a él, me domina<br />
hasta tal punto? He ahí lo que soy incapaz de decir... Me parece, mi Guillermo mío, que me<br />
estás más presente que mi propia alma, la tuya y su dulce recuerdo son verdaderamente la<br />
verdadera pasión de mi alma.<br />
A las cartas de su madre, donde se expresa demasiado a menudo, sin duda, una ternura<br />
apasionada, de la que él no capta toda la profundidad, Guillermo responde cada vez más<br />
raramente. No deja de ser consciente, por otra parre, de que sus actuaciones responden<br />
mucho peor todavía, a la delicadeza no sólo afectiva sino efectiva de la que él es objeto. La<br />
situación que le ha obtenido su madre, a precio de tantas penas, en el «Independencia a»,<br />
no es ya de su gusto. Por sí mismo y sin tener cuenta de las personalidades a quienes la Sra.<br />
Seton había tenido que dirigirse para hacerle dar el puesto que ocupa, Guillermo pide su<br />
cambio. Quiere dejar Boston y se apaña otro puesto en una fragata que levará anclas más a<br />
menudo que el «Independencia».<br />
El 1° de agosto, anuncia a su madre brutalmente que está en vísperas de embarcarse en The<br />
Macedonian, y de hacerse a la vela hacia el Cabo Hornos. The Macedonian debe surcar el<br />
Océano Pacífico durante dos años. El joven se declara loco de alegría con esta perspectiva y<br />
hace una nueva petición de fondos en vista de este viaje de navegación de altura, dando<br />
igualmente a entender que tiene necesidad urgente de ropa. Olvidando su propia tristeza,<br />
su propia inquietud con esta noticia inesperada, Isabel se pone sin dilación en búsqueda de<br />
bienhechores que puedan ayudarle a encargarse de las expensas necesarias. Mons. de<br />
Cheverus cubre personalmente una parte de los gastos. Jamás ya -piensa ella volverá a ver a<br />
su Guillermo aquí abajo. Ella ofrece por él este último sacrificio.<br />
Ten piedad de una madre -había escrito ella, un día, a Antonio y ruega por ella-, madre tan<br />
apegada a sus hijos por razones particulares como son las mías... ¡Yo sacrifico este apego<br />
tanto como puedo y El sabe bien, nuestro Dios, que es tan sólo por su alma por lo que me<br />
inquieto!<br />
Ahora ella confiesa: Rogar y amar perdidamente, amar perdidamente y rogar es todo lo que<br />
la pobre madre puede hacer por sus seres queridos.<br />
Ella, esta vez, les ha visto a todos marcharse uno después de otro. Dos están ya en la<br />
eternidad. Por Anina y Rebeca, la Madre Seton no tiene que temblar. ¿No han encontrado,<br />
ambas, a su dulce Redentor? Para Catalina, Emmitsburg sigue siendo todavía el punto de<br />
afecto. Pero la joven de 18 años se aleja, cada vez más, del convento de San José. Más<br />
personal que sus tres hermanos mayores, Kate, si ha oído la llamada del Señor, no<br />
responderá a ella sino después de haber experimentado en el mejor sentido de la palabra, la<br />
vida del mundo. Es una muchacha de valer, bien dotada, equilibrada. El amor que ella siente<br />
por su madre es profundo. Ella la rodeará hasta sus últimos días de una devoción efectiva<br />
dictada por un afecto filial pleno de delicadeza. Pero Catalina intenta guardar, en cuanto a<br />
su vida personal, una autonomía que Ana María, su hermana mayor, no había conocido.<br />
Julia Scott cuyo hogar está desierto desde la muerte de su hija y el reciente matrimonio de<br />
su hijo, se alegra de recibirla en Filadelfi:-i. Kate descubre allí el mundo con un entusiasmo<br />
juvenil que sigue siendo siempre de buena ley. En sus cartas, frecuentes, espontáneas, ella<br />
235
tiene a su madre al corriente del nuevo ritmo de vida que es el suyo, bien diferente, por<br />
cierto, del ritmo del convento de San José. Con ocasión del aniversario de Washington se dio<br />
en Filadelfia un gran baile. Kate recibió una invitación personal. Tuvo un gran deseo de<br />
responder. Razonablemente, sin embargo, creyó que sería desviarse de unas normas<br />
recibidas, presentarse tan joven en una fiesta que había de prolongarse toda la noche. Ella,<br />
se contentó, pues, con ir a visitar la tarde precedente The Washington Hall, teniendo el<br />
placer de ver bailar a los que ya abrían la fiesta. Sus amigos la felicitan por saber dar prueba<br />
de tal voluntad. En realidad, la joven permanece atenta a los consejos de su madre.<br />
Dispuesta a vivir según su propia vocación, ella comprende por instinto, que no puede confiarse,<br />
no obstante, a su experiencia limitada. Durante algún tiempo todavía, oscilará entre<br />
una docilidad, demasiado pasiva quizás, y la verdadera conquista de su autonomía en un<br />
comportamiento adulto. Escribe también a su madre, respecto a las lecturas: Tengo miedo<br />
de fiarme de mí misma; ya no te tengo cerca de mí para guiarme. Pero le da cuenta de las<br />
invitaciones que recibe en Nueva York, y toma, por sí misma, la decisión de responder a<br />
ellas. o duda en expresar su deseo de tener un poco de dinero, que gastar según sus<br />
necesidades y sus gustos. ¡No te puedes imaginar -insinúa ella cándidamente- lo que<br />
cuestan las más pequeñas chucherías en una gran ciudad!<br />
A través de las cartas de Catalina, Isabel cree ver revivir la joven que ella fue. Como antaño<br />
Betty Bayley, Kate Seton gusta del baile, del tocador, de la lectura. La Sra. Scott dice que me<br />
parezco enormemente a ti -escribe ella a su madre-. Solamente que yo no me río tanto como<br />
tú te reías a mi edad.<br />
Una pequeña ganancia, cuyo pago coincide con la carta de Kate, permite a Isabel enviarle<br />
sin dilación la suma necesaria para su viaje que ella hará por mar, bajo la tutela de Julia. La<br />
vida de Nueva York deslumbra un poco a la pensionista de ayer; pero sobre todo la vida de<br />
familia que descubre en casa de sus tíos y sus tías es para Kate una revelación. Si los Post la<br />
albergan de forma habitual, los Seton, los Craig, los Ogden y los Hoffman la acogen con la<br />
mayor gentileza. La puerta de Isabel Sadler, la de Catalina Dupleix le están abiertas. La vieja<br />
tía-abuela Charlton, la Sra. Startin misma, olvidando sus agravios frente a su madre, tienen a<br />
honor invitar a Catalina. Ni siquiera el salón de Enrique Hobart y su mujer queda sin<br />
hacérsele familiar, tan es verdad que, desde que su obra ha sido reconocida oficialmente,<br />
desde que su instituto ha sido llamado a tomar un orfelinato en Nueva York mismo, la<br />
Madre Seton, se encuentra rehabilitada a los ojos de la sociedad neoyorquina. María Post,<br />
que ha ido una vez más, en el mes de mayo de 1817, con su marido y su hija mayor a pasar<br />
unos momentos a Emmitsburg, no cesa ya ahora de hacer el elogio de White House y de la<br />
fundadora de las Hermanas de la Caridad americanas. El testimonio que es, en realidad, la<br />
vida de su hermana ha sido para María un motivo de reflexión cuyas conclusiones no se ha<br />
guardado sólo para sí.<br />
Antes de su segunda estancia en la Montaña, el 15 de abril de 1817, escribía ella a Isabel:<br />
Con todas las dificultades y pruebas de las que ha sido abrevada tu vida, continúo pensando<br />
que eres más privilegiada que la común de los mortales. Yo creo en una Providencia que<br />
conduce todas las cosas y estoy más que segura que tú has sido siempre objeto de su<br />
particular solicitud. Ser capaz de estimar las cosas en su verdadero valor no puede ser efecto<br />
sino de un espíritu bien dirigido, rectamente conducido. Y plegue a Dios concederme a mí y a<br />
todos los que lo desean, esa gracia de llegar a ese estado de espíritu que permite estar libre<br />
en relación a todo lo que es objeto de confusión para todos los que, en el resto del mundo,<br />
no han llegado a eso, para actuar como tú actúas. María Post querría, ahora, que todos<br />
apreciasen como es debido tanto su lealtad como su alto valor moral. A Enrique Hobart,<br />
236
hecho obispo episcopaliano, no duda hacerle leer tal carta de Isabel. Enrique Hobart -al<br />
parecer- no hubiera tenido necesidad de ese testimonio para volverse de sus prevenciones<br />
frente a la Sra. Seton, y tal vez, inclusa frente al catolicismo. Sea de esta lo que fuere, Catalina<br />
Seton no encontrará en casa de él sino delicadeza y benevolencia.<br />
A decir verdad, no es sino con ansiedad como Isabel recibe la noticia de la acogida calurosa,<br />
demasiado calurosa en su sentir, que su hija obtiene en Nueva York, en los medios hace<br />
poco tan violentamente opuestos al catolicismo. Por razonable y seria que sea Catalina, su<br />
madre teme para ella un peligro que no hubiera tenida de permanecer ella en el hogar de<br />
los Post, lo que prácticamente era imposible. Pues una confianza recíproca reina desde<br />
ahora entre las dos hermanas a las que tantas cosas,, sin embargo, habían separado hasta<br />
aquí, una confianza tan grande que la Madre Seton no tendría ninguna inquietud de saber a<br />
Kate acogida en el hogar de María después de su muerte, lo que ella ve ahora como<br />
inminente. María es demasiado leal para no respetar totalmente, para no proteger, llegado<br />
el caso, la fe de su sobrina, aunque ella no la comparta.<br />
Impresionado por la valía de la Sra. Seton, el Sr. Bruté de Rémur, mucho menos al corriente<br />
de la mentalidad protestante que lo estaba Mons. de Cheverus, hubiera querido con gusto<br />
exhortar a María, hacia fines del año 1816, a estudiar la doctrina católica, a llevarla a<br />
compartir la fe de su hermana. En una carta, donde ella da prueba de un espíritu psicológico<br />
avisado, Isabel misma le disuade de proseguir tal gestión. Sería vana.<br />
Su carta a mi hermana sería admirable -escribe ella al Sr. Bruté de Rémur- si el primer gran<br />
obstáculo de la ignorancia y de la indiferencia más airadas se alzara sobre este punto<br />
esencial: ¿Existe una Iglesia verdadera o una falsa Iglesia, una fe justa o una fe errónea? En<br />
realidad, ni usted, ni nadie, a menos de haberse encontrado personalmente en esa<br />
ignorancia o esa indiferencia, puede concebir su dimensión y su profundidad. Y poniéndome<br />
a mí misma, de nuevo por un instante, en el lugar de mi hermana -incluso teniendo en<br />
cuenta la gran ventaja que tenía yo sobre ella- par haber sido apasionadamente afecta a la<br />
religión cuando ya era protestante, creo que no es su caso, imagino que leo su carta...<br />
Levantando los ojos con sorpresa, he aquí la que diría:<br />
¿Qué es lo que este hombre puede realmente decir? ¿Querría decir, acaso, que todos los que<br />
creen en Nuestro Señor no están seguros en cuanto a su salvación eterna? ¿Si un pobre<br />
turco, si un pobre salvaje no tiene la fe, deben ser re probados por ello? ¿Hacen de Dios un<br />
ser misericordioso, en verdad, si El debe condenar a sus propias criaturas por esa única razón<br />
de que sus padres les pusieron en el mundo, de este lado de la tierra o del otro?<br />
Para los que, desde siempre, están habituados a no ver sino las pequeñas cosas que les<br />
impresionan exteriormente, como lo son la forma de vestirse y la actitud calma de los<br />
cuáqueros, una manera de predicar, dulce y entusiasta en los metodistas, un concierto de<br />
voces suaves en los anabaptistas u otras cuchufletas de este género, el pensamiento de una f<br />
e justa o de una f e errónea, de una verdadera Iglesia a de una falsa Iglesia, no les cruzaría<br />
jamás el espíritu, si no es quizás en un caso por ciento. ¡Oh, Dios mío! Mi corazón late y<br />
desfallece ante Aquél que está aquí presente en el tabernáculo, mientras le pregunto: ¿Por<br />
qué estoy aquí yo? Yo, tomada; ellos dejados.<br />
El Sr. Bruté de Rémur suscitaba, a la vez, un problema delicado y complejo, al que su época<br />
no había de dar respuesta adecuada. El bretón de fe robusta Puesta desde su niñez ante el<br />
testimonio de sangre que los de su raza no dudaban dar para afirmar aquella fe personal y<br />
ancestral, concibe más fácilmente la existencia del odio en los enemigos de Cristo, que la<br />
indiferencia práctica frente a tal problema en unas almas de buena voluntad que han<br />
recibido el bautismo. La Madre Seton que ha vivido en el medio curiosamente conformista<br />
237
de las comunidades protestantes de su época y de su país, Presiente más las dimensiones<br />
del problema. Ella percibe, como por instinto, que un proselitismo a menudo inconsiderado,<br />
no tendrá más captación sobre los cristianos separados que la que puede tener la coerción,<br />
cualquiera que sea el nombre con que se trate de camuflarla. El Problema la sobrepasa. Ella<br />
lo reconoce. Ella ha recibido de Cristo más que otros. Misterio de la elección divina. Ella no<br />
concluye de ahí, sin embargo, que los otras estén excluidos de la salvación eterna. Ya no<br />
piensa que es necesario, frente a tal misterio, refugiarse en una especie de fatalismo, que se<br />
desinteresaría prácticamente de los que se encuentran fuera del redil del que ha hablado<br />
Cristo. El Pensamiento sobre los no bautizados, el pensamiento sobre las almas en Peligro<br />
de perderse eternamente, se convierte, al contrario, en un verdadera motivo de angustia.<br />
Oh, si va fuese luz y vida como usted -escribirá al Sr. Bruté de Rémur -uno o dos años más<br />
tarde- yo revelaría, rugiría, suspiraría y, al mismo tiempo, yo me callaría hasta que hubiese<br />
bautizado un millar y arrancado al infierno esas pobres víctimas. Pues bien, va usted a<br />
responderme ¿por qué entonces, señora, vuestro celo no extiende su fuego a través de su<br />
pequeña esfera? -Tiene usted razón, pero, reglas, prudencia, sujeciones, opiniones, etc.,<br />
muros terribles Para un alma ardiente y orgullosa como la mía, pues yo soy semejante a<br />
aquel caballo brioso que poseía cuando era niña. Intentaba domarlo haciéndole tirar de una<br />
carreta, y la pobre bestia se quedó tan humillada que ni golpes de fusta, ni caricias le<br />
hicieron ya nada jamás y acabó por perecer, reducido a estado de esqueleto... Pero usted y el<br />
Sr. Cooper podrían consumirse por completo, a sabiendas, y, después de estar consumidos,<br />
ser enviados todavía vivos a la gloria del Reina. ¡Hasta el momento en que ese Reino venga!<br />
Cada día, pregunto a la «bestia» de mi alma, qué hago yo, por ese Reino, en mi pequeña<br />
esfera y no veo otro quehacer que sonreír, acariciar, ser paciente, escribir, orar y esperar,<br />
ante El. ¡Oh Dios mío bendito, que venga tu Reino!<br />
26.- «CAE LA FLOR, GERMINA EL GRANO...»<br />
Entonces oí la voz del Señor que me decía:<br />
-¿A quién enviaré?, ¿quién será mi mensajero? Yo respondí:<br />
Yo respondí:<br />
“Aquí me tienes, envíame”<br />
Is. 6,8<br />
La pequeña Rebeca murió a los 13 años. Guillermo y Ricardo seguirán siendo para su madre<br />
motivo de preocupaciones inagotables. La comunidad de San José, al menos, está ahora<br />
bien asentada. Experimenta un crecimiento que no se hubiera atrevido a esperar en el curso<br />
de los años 1809-1810. Prueba, esta carta dirigida por la Madre Seton a Antonio Filicchi, en<br />
septiembre de 1818. Todo va muy bien para la religión. El arzobispo no hubiera creído nunca<br />
que la fe se habría desarrollado tan sólo la mitad de lo que es en realidad, si no lo hubiera<br />
constatado por sí mismo. Y le aseguro que de haber una segunda casa tan grande como la<br />
que tenemos, pronto la hubiésemos hecho llenar de Hermanas y de niñas. Nos vemos<br />
obligadas a rechazar constantemente alumnas, por falta de lugar.<br />
En realidad, hacía ya más de tres años que una nueva tormenta amenazaba descargar sobre<br />
el apacible valle.<br />
El arzobispo de Baltimore, del que habla la misiva, no es otro que el Sr. Maréchal, quien,<br />
desde diciembre de 1817, ha sucedido en la sede metropolitana a Mons. Neale. El Sr.<br />
Maréchal no tenía 50 años el día de su nombramiento. Es uno de los primeros Sulpicianos<br />
franceses llegados a Maryland, en 1792. Durante diez años, fue profesor en Santa María de<br />
238
Baltimore. Los nueve años siguientes, de 1803 a 1812, los pasa en Francia. Luego es enviado<br />
de nuevo a América. Es un hombre de valía al que la Santa Sede no ha dudado confiar la<br />
sucesión de Mons. Carroll. El Sr. Maréchal sigue marcado del espíritu de San Sulpicio mucho<br />
más que sus cohermanos que no han dejado los Estados Unidos desde hace más de veinte<br />
años. Hijo del Sr. Emery, sabe cómo había proyectado, en el comienzo, su superior el<br />
apostolado de los Sulpicianos en el Nuevo Mundo.<br />
Ellos habían ido allá para establecer seminarios, para formar clérigos. Ahora bien, en este<br />
plano preciso, los resultados habían sido decepcionantes. Los diez primeros años de<br />
esfuerzo en Santa María de Baltimore, de 1791 a 1801, habían acabado en tres<br />
ordenaciones sacerdotales. El Sr. Emery pensaba seriamente, en consecuencia, cerrar pura y<br />
simplemente la casa de Baltimore y mandar volver a Francia a todos los Sulpicianos de<br />
Maryland.<br />
Un primer grupo, efectivamente, fue llamado en 1802. De ese grupo formaba parte el Sr.<br />
Maréchal. El no puede sino confirmar al Sr. Emery el fracaso de la obra sulpiciana en<br />
América. A decir verdad, el fracasa no es más que aparente. El Sr. Emery, que jamás ha ido<br />
personalmente a los Estados Unidos, cree deber suyo suspender definitivamente la<br />
experiencia que allí se ha intentado. Pero en 1804, el Papa Pío VII se encuentra en París,<br />
sumado que llega de coronar al emperador en Natre-Dame. El Sr. Emery le ve, le habla.<br />
Puesto al corriente de los hechos de Baltimore, el Soberano Pontífice no deja de expresar al<br />
superior de San Sulpicio su deseo explícito de ver permanecer a los Sulpicianos en Maryland.<br />
El Sr. Emery no puede más que inclinarse.<br />
Quedaría con todo un problema. ¿En qué medida era menester privar las casas de Francia<br />
de sujetos de valía para enviarlos a América? Ahora bien, mientras se continúan<br />
preguntando en París e Isy-les-Moulineaux sobre la opor tunidad de los sacrificios de una<br />
fundación extranjera, que no parecía muy llamada a convertirse en un plantel de vocaciones<br />
sacerdotales, los misioneros que se encontraban en el lugar descubrían, personalmente, la<br />
necesidad primordial de establecer, ante todo, de crear de alguna manera, un ambiente<br />
auténticamente católico en un país que no la era. Es en tal ambiente donde podrían<br />
germinar, desarrollarse, extenderse, en un futuro más o menos lejano, las vocaciones sacerdotales<br />
que era prematuro esperar numerosas en los primeros años del siglo XIX. Entre los<br />
que juzgaban así la situación con realismo, el Sr. Dubois estaba a la vanguardia. Sacerdote<br />
misionero por temperamento y por vocación, guiado por las circunstancias, más que por<br />
atractivo personal, a vivir varios años dentro de la Compañía de San Sulpicia, el Sr. Dubois<br />
había llegado hacia las años 1814-1815 a hacer del pueblo de Emmitsburg lo que<br />
llamaríamos hay un pueblo piloto. La vida de los habitantes católicos del Valle era, en<br />
resumen, la vida de la misma Iglesia con la diversidad de sus dones, de sus actividades, en la<br />
unidad de un mismo espíritu.<br />
Dos parroquias dispensaban a los fieles del pequeño vecindario, cuyos dominios se<br />
extendían a veces bastante lejos, la palabra de Dios y los sacramentas. Un establecimiento<br />
escolar permitía a los muchachos proseguir sus estudios en el lugar, mientras que la<br />
reputación del colegio del Monte Santa María atraía un número importante de pensionistas.<br />
Una carta del Sr. Bruté de Rémur, escrita el 17 de diciembre de 1815 da la lista de los<br />
sesenta y tres internos. Doce externos se aprovechaban de la misma enseñanza. Frente al<br />
edificio del colegio se eleva el Seminario Menor, donde veinte muchachos, se preparan, ese<br />
mismo año, para la vida sacerdotal.<br />
La comunidad de las Hermanas de San José, a la otra parte del «Tom's Creek», asegura a las<br />
muchachas una educación religiosa y profana. White House abriga, a la vez, la primera<br />
239
comunidad religiosa americana, el primer pensionado católica femenina, la primera escuela<br />
parroquial de los Estados Unidas. Las Hijas de la Madre Seton, por otra parte, aseguran<br />
prácticamente dentro del pueblo todas las obras de misericordia: visitas de los pobres,<br />
cuidado de los enfermos a domicilio, sin contar los servicios que ellas prestan en el colegio,<br />
en el seminario, asegurando tanto la enfermería como la lencería de los alumnos, pues las<br />
Hermanas me parecen convenir para los pequeños, escribe el Sr. Dubois en 1816.<br />
Por ser diferente de los resultados esperados por el Sr. Emery, y, verosímilmente por el Sr.<br />
Maréchal, que parece haber hecho suya la posición del superior de París, el éxito obtenido<br />
en Emmitsburg por el Sr. Dubois es un éxito magnífico. Realista como es, el Sr. Dubois<br />
siente, a la vez, la importancia de la experiencia realizada en el Valle, y el peso de una tarea<br />
gigantesca y diversa de la que asume casi toda la responsabilidad. Ha pedido refuerzos y<br />
cree natural obtenerlos de los señores de San Sulpicio. Ahora bien, uno solo entre sus<br />
hermanos ha entrado plenamente en sus miras. Uno solo ha tomado conciencia de la importancia<br />
de la obra que se realiza en Emmitsburg, obra de pionero que desconcierta a los<br />
demás sulpicianos por su originalidad misma, pues ha hecho saltar los dos marcos previstos<br />
de antemano. Ese hombre es el Sr. Bruté de Rémur. El 11 de noviembre de 1811, el Sr. Bruté<br />
de Rémur, profesor entonces en Baltimore, escribe a sus superiores de París para advertirles<br />
que hay falta de personal en Emmitsburg. No podemos destacar a nadie de aquí para ayudar<br />
allí al Sr. Dubois, cuya extrema actividad no puede por sí solo, con sus jóvenes maestros,<br />
para todo el bien que se podría hacer; no puede con más que una parte de sus cuidados cuyo<br />
resto agotan dos congregaciones -que es preciso aducir siempre por parroquias-, la casa de<br />
las Hermanas y sus numerosas pensionistas.<br />
Al año siguiente, es el Sr. Bruté de Rémur a quien se envía a la Montaña. Entre él y el Sr.<br />
Dubois se establece una amistad profunda. Ambos vibran con la misma longitud de onda.<br />
Una sola disonancia, con todo: El Sr. Bruté de Rémur estima que no es decoroso que las<br />
hijas de la Madre Seton sean destinadas a empleos que les obliguen a penetrar en los<br />
edificios del colegio y del seminario. Desea ver al Sr. Dubois adoptar una solución en este<br />
punto más conforme a los usos de la vieja Europa, bien que -dice- yo amo a las Hermanas y<br />
las reverencio con un sentimiento que es el vuestro mismo; y concluye: El cielo y sus corazones<br />
es para mí un único pensamiento.<br />
Durante su viaje a Francia, en el curso del verano de 1815, redacta con destino a sus<br />
superiores de París, el Sr. Duclaux y el Sr. Garnier, una memoria sobre el estado de las obras<br />
de Emmitsburg.<br />
...El Sr. Dubois tiene todo el cuidado temporal y literario del Seminario y del colegio de<br />
Emmitsburg, y, en mi ausencia, el espiritual. Tiene, además, todo el cuidado temporal,<br />
literario y espiritual del establecimiento de las Hijas de la Caridad y de sus pensionistas, a<br />
tres cuartos de legua del seminario. Tiene, en buena parte, ahora, el cuidado de la parroquia<br />
formada en torno a los establecimientos. Sería largo detallar sus cargas y difícil hacer<br />
comprender todo su peso -en cuanto a lo temporal sólo dos grandes fincas- los<br />
aprovisionamientos de toda especie de «dos casas» que pasan conjuntamente de doscientas<br />
veinte personas, situadas lejos de las grandes ciudades. La correspondencia de tantas<br />
familias. El trabajo de las cuentas con aquéllas que las llevan en las «dos casas»..., etc.<br />
Luego el orden de «dos casas» por comenzar, treinta y cinco religiosas que meter en regla, y<br />
Dios sólo conoce el trabajo de este excelente hombre.<br />
...El Sr. Hickey, que le ha sido dado, se ocupa de los estudios, de las clases superiores, está<br />
encargado especialmente de lo de fuera, de los enfermos, de los catecismos..., etc. El Sr.<br />
240
Bruté de Rémur hacía lo que hace el Sr. Hickey y tenía además el cuidado de los clérigos, una<br />
veintena, que a su salida, ha cogido en sus manos el Sr. Dubois mismo...<br />
Ahora bien, a su regreso de París en 1815, no solamente no ha obtenido el Sr. Bruté nuevos<br />
refuerzos para Emmitsburg, sino que se ve personalmente designado para reanudar su tarea<br />
en Baltimore en calidad de rector del colegio y del Seminario Santa María. Prácticamente, ni<br />
el Sr. Duclaux ni el Sr. Garnier, que reciben del Sr. Tessier y del Sr. Maréchal cartas que<br />
hacen valer razones opuestas, toman en consideración la obra realizada por el Sr. Dubois en<br />
la montaña. Ellos no perciben su importancia. Puede, además, que la legendaria<br />
«imaginación» del Sr. Bruté de Rémur, le haya hecho un mal servicio, en la ocurrencia, anie<br />
sus superiores de Francia.<br />
El mismo tiene que explicarse, sin embargo, sobre esa tendencia de carácter que él<br />
reconoce, que juzga y de la que desconfía. Esa que yo llamo semiexaltación -había explicado<br />
él al Sr. Duclaux, el 16 de noviembre de 1814- puede tener su utilidad y está más metida en<br />
quicios de prudencia de lo que se piensa. Gracias al Señor, procede mucho más por hechos y<br />
datos positivos, que lo que ha de creer mi manera rápida de hablar y de imaginar, desde mis<br />
cuatro años de América, después de tantos pensamientos y vivas impresiones que se han<br />
sucedido y se suceden diariamente en mí. Instintivo, apasionado, generoso, el Sr. Bruté tiene<br />
dificultad, él también, de plegarse al reglamenta de San Sulpicio. Lo imprevisto, constante<br />
de una vida misionera, las iniciativas que ella requiere sin que haya siempre tiempo de<br />
notificarlas, sobre su oportunidad, a los superiores mayores, que residen allende el océano,<br />
le frenan menos que las obligaciones de una regla que busca todavía, por otra parte, su<br />
modo de adaptación a los países extranjeros.<br />
Sea de esto lo que fuere, el requerimiento de los Sulpicianos de Emmitsburg, fue acogido<br />
con una negativa. El Sr. Duclaux y el Sr. Garnier estiman que asegurando el personal del<br />
establecimiento de Baltimore hacen bastantes sacrificios para que se les pida más. Que si el<br />
Sr. Dubois no puede bastar en Emmitsburg, donde por otra parte ha contraído deudas<br />
inquietantes cuya responsabilidad endosa ahora a la Compañía, que se cierre pura y<br />
simplemente, la casa del Monte Santa María, y que el debate quede cerrado. ¿No tiene el<br />
Sr. Dubois un joven vicario, desde septiembre de 1814, en la persona de Juan Hickey? Ese<br />
joven sulpiciano era en realidad, como lo señala el Sr. Bruté «el primer alumno que llega a<br />
ser un buen sacerdote». Había sido enviado a la Montaña inmediatamente después de su<br />
ordenación. La Madre Seton que le había conocido de estudiante, había tomado en seguida<br />
a pechos estimular el celo, a su parecer demasiado poco efectivo, del Sr. Hickey. Prueba, el<br />
hecho siguiente que la Madre relata con pormenores en una carta dirigida al Sr. Bruté de<br />
Rémur en 1815:<br />
Le he echado una ducha, de la que se ha de acordar, al Rvdo. Hickey. Ayer estaba la iglesia<br />
llena hasta reventar y se encontraban allí un buen número de forasteros... Pues bien, ante<br />
toda aquella gente, el tímido predicador predicó un sermón de pena. La Madre Seton no se<br />
privó de hacérselo notar. Y vuelve a describir la escena tan espontáneamente como se<br />
desarrolló. Juan Hickey, habiendo celebrado la misa de comunidad en White House, se<br />
apresta a empezar su desayuno que le acaban de servir en el locutorio. Pero la Madre se<br />
presenta. Sin ambages le dice lo que piensa al joven vicario, sobre el sermón de la víspera. El<br />
se excusa: ¿Vale verdaderamente molestarse por eso? Vehemente, ella replica: -¡Cómo! ¡Es<br />
justamente lo que me disgusta, señor!<br />
¿Cómo puede un sacerdote no tener cuidado de expandir en las almas el fuego que Cristo<br />
vino a encender, y en el que quiere ver abrasarse el mundo entero? ¿No es responsable un<br />
241
sacerdote, cuando habla, del honor de Dios? Si el Rvdo. Htickey no es capaz, cuando es<br />
joven, de tomarse el trabajo de preparar sus sermones, ¿qué hará cuando sea viejo?<br />
Bajo el sermoneo, Juan Hickey agacha la cabeza sobre el plato. La Madre Seton le mira. El<br />
siente pesar sobre él una mirada llena de reproches. Trata de justificarse. ¡Ha orado antes<br />
de subir al púlpito!<br />
-La oración... ¿Es que la oración...?<br />
-La oración, ¡de acuerdo!, le corta su interlocutora. ¡Pero también la preparación de los<br />
sermones!<br />
Pues si la oración es esencial, primordial, jamás dispensa ella del deber de estado. El hecho,<br />
por mínimo que sea, es revelador, tanto del interés que la Madre Seton tomaba en la vida<br />
espiritual de Emmitsburg como de la falta de experiencia de la que daba pruebas el nuevo<br />
sacerdote americano, apenas salido del seminario. Con toda evidencia él no podía mantener<br />
junto al Sr. Dubois el puesto que había ocupado el Sr. Bruté de Rémur. Mons. Carroll, quizás,<br />
hubiera insistido para que le fuese dada una ayuda efectiva a un pionero como el párroco de<br />
Emmitsburg. El Sr. Maréchal que no es todavía más que uno de los profesores de Baltimore<br />
persiste en considerar la experiencia de Emmitsburg como un fracaso. El Sr. Tessier envió<br />
momentáneamente al Valle un ecónomo de mano dura, el Sr. Harent. Su ruda firmeza no ha<br />
sido inútil, escribe el Sr. Maréchal al Sr. Garnier, el 28 de marzo de 1816. Emmitsburg -<br />
prosigue él- no va tan bien. Esa casa está en deuda de 6.000 dólares, que el Sr. llubois ha<br />
contraído sucesivamente. Es con seguridad un excelente sacerdote y trabajador. Sin<br />
embargo, a menos que su celo no sea reglado eficazmente, puede abrir otro abismo. Es de<br />
toda necesidad que ese colegio sea reducido lo antes posible a un seminario menor<br />
puramente eclesiástico sin vínculo durable con las religiosas y la parroquia.<br />
Por su lado, -el Sr. Dubois trata de defender su posición. El cierre del colegio del Monte<br />
Santa María no puede hacerse sin un desconcierto que las hijas de la Madre Seton serían las<br />
primeras en padecer. ¿Es fácil encontrar un sacerdote capaz igualmente de conducir una<br />
comunidad religiosa y una parroquia? -pregunta él al Sr. Garnier, el 18 de abril de 1816-.<br />
¿Podrá ese sacerdote, encargado de dos parroquias, prestar una atención suficiente a esas<br />
buenas hijas que habiendo dejado todo por los consuelos de la religión, encontrarían bien<br />
duro ser privadas de ellos?<br />
No es, sin embargo, que el Sr. Dubois se considere como el fundador de la comunidad, o que<br />
quiera ejercer por su parte una influencia cualquiera. El tiene que precisar su pensamiento a<br />
este respecto:<br />
Deseo más que nadie del mundo ser librado de la carga de las Hermanas, pero no veo otra<br />
esperanza que la de unirlas a alguna otra sociedad para tener su cuidado. Si el Sr. Superior lo<br />
aprueba, trataré de ponerme en correspondencia con el superior de los Sacerdotes de la<br />
Misión para ver si será posible unificar las Hermanas de aquí y las de Francia, y obtener a la<br />
vez misma un superior y director que, después de haber pasado un año o dos aquí, para<br />
aprender la lengua, se encargaría de este establecimiento. Tendría muchas otras reflexiones<br />
que hacer sobre este artículo pero el tiempo no me lo permite. Y traza para sus superiores un<br />
breve resumen de la tarea a la que debe hacer frente: Desde hace un mes, apenas dejo el<br />
confesonario; el día de San José, treinta primeras comuniones en casa de las Hermanas,<br />
confesiones generales por consiguiente; retiro para las niñas, cuatro o cinco novicias<br />
también que preparar; confesiones generales de veinticinco niños, aquí. Comunión pascual<br />
de toda la parroquia, el seminario y los niños.<br />
El Sr. Bruté de Rémur, coma se podría prever, aboga por el Sr. Dubois y pretende poner todo<br />
en obra para defenderle. Las cambios de cartas se multiplican tanto entre Baltimore y<br />
242
Emmitsburg, unos verdaderos volúmenes, asegura el Sr. Maréchal, como entre París y el<br />
Maryland. El nombramiento del Sr. Maréchal para la sede metropolitana de Baltimore, en<br />
1817, no apacigua en absoluto la diferencia. Por el contrario, en el curso de los meses de<br />
febrero-marzo de 1819, las posiciones se endurecen penosamente. Para obtener la<br />
supresión del establecimiento del Monte Santa María, Mons. Maréchal anticipa los dos<br />
argumentos que le parecen los más válidos: de una parte, el seminario menor de<br />
Emmitsburg que se ha convertido casi enteramente en un colegio seglar no responde ya a un<br />
fin determinado como el de la Compañía de San Sulpicio. Por otra parte, las construcciones<br />
proseguidas sin descanso par el Sr. Dubois, le han conducido a una deuda enorme cuyas<br />
proporciones espantarán al Sr. Harent, el ecónomo que el Sr. Tessier ha enviado<br />
temporalmente al Valle. Y sin embargo, el Sr. Dubois ha llegado al cabo de persuadir al Sr.<br />
Bruté de que se haría más bien en Emmitsburg, donde, además del cuidado del Seminario,<br />
podría ocuparse de la dirección de las religiosas y de su pequeña parroquia. La cabeza de<br />
éste se ha calentado hasta el punto de haber marchado para ir a juntarse con el Sr. Dubois...<br />
La carta en la que el Sr. Maréchal hace estas precisiones al Sr. Duclaux está fechada -el 5 de<br />
marzo. Otra misiva escrita dos semanas antes, el 17 de febrero, bien pudo llegar a Francia<br />
en el mismo barco. El Sr. Dubois defiende en ella la causa de Emmitsburg y trata de justificar<br />
la conducta del Sr. Bruté de Rémur. El busca poner las cosas en su punto, con calma y<br />
lucidez:<br />
Cómo pueden conocer nuestros superiores la verdad y juzgar sanamente -pregunta él con<br />
razón- si los miembros de la Compañía, sobre todo aquellos que están a la cabeza de un<br />
establecimiento no pueden abrirse libremente a ellos y decir cuál es su visión de las cosas?<br />
¿No es fácil verificar si sus advertencias se basan en los hechos? En cuanto a las opiniones,<br />
seguramente ninguno de nosotros debe ser creído bajo su palabra, somos todos falibles.<br />
Toca a nuestros superiores pesar nuestras razones. Si las razones de una y otra parte se<br />
balancean, toca a ellos suspender su juicio, hasta que la experiencia venga en su ayuda para<br />
apreciar a los hombres y mediarlos.<br />
La tristeza de tal razonamiento no puede dejar de llamar la atención del Sr. Garnier, pues,<br />
prácticamente él añade el suyo. El había respondido precisamente, el 15 de septiembre de<br />
1818, a una carta bastante poco amena que le había dirigido el Sr. Babad: Nos es difícil<br />
determinar nada a una tan grande distancia, ignorantes de muchas circunstancias que<br />
serían necesarias para un juicio sólido. Bien que suspendiendo su juicio no podría, el Sr.<br />
Garnier, resolver la cuestión de manera satisfactoria a la vez para los Sulpicianos de<br />
Baltimore y los de Emmitsburg.Y, sin duda, las dificultades de comunicación de la época no<br />
facilitaban la solución del problema cuyos datos seguían siendo complejos y delicados.<br />
Ingenuo de aquel que se figure que tales enfrentamientos son excepcionales entre los que,<br />
y las que, con todo su ser, se quieren enteramente al servicio del Reino de Dios. Nada más<br />
revelador de los límites humanos que estas incomprensiones que oponen sobre un mismo<br />
sujeto dos concepciones de apostolado, dos formas de ver, dos talantes, válidos de una y<br />
otra parte, según una óptica demasiado corta, sin embargo, para permitir la conciliación.<br />
Todas las épocas y todos los países han conocido esos dolorosos conflictos. No son efecto ni<br />
de una época, ni de una latitud: son efecto de la naturaleza humana. Escandalizarse por eso<br />
sería una ingenuidad. Sería también pueril pensar que la buena fe y las intenciones rectas<br />
bastarían siempre para conjurarlos. «<strong>Somos</strong> todos falibles", reconocía justamente el Sr.<br />
Dubois...; y ¿quién, entonces, podría, finalmente, jactarse de estar en posesión de todos los<br />
datos de un problema tan novedoso como la vida y de estar en situación de resolverlo con<br />
una perfecta imparcialidad. La Iglesia ha tenido siempre conciencia de la complejidad de los<br />
243
problemas de apostolado, que son dinámicos y no estáticos, jamás idénticos, aunque<br />
siempre semejantes en un aspecto, reconociendo, por otra parte, que en solo el plano<br />
humano, muchos de entre ellos no encontraron sino raramente una solución adecuada.<br />
En el libro titulado Méditation du Pater, el P. Pablo María de la Croix, O.C.D., escribe<br />
respecto a la tercera petición del Padrenuestro, estas líneas que proyectan sobre tales<br />
conflictos una apacible luz:<br />
Todos somos, por uno u otro título, seres «en situación». Existen otros junto a nosotros y es<br />
menester que se haga también la voluntad de ellos. Ella no lo podrá sin pisar muy a menudo<br />
sobre la nuestra y limitarla más cada vez. A medida que la edad llega, la voluntad de Dios se<br />
manifiesta a nosotros con las múltiples exigencias que entraña con ella la vida común, bajo<br />
cualquier forma que se nos imponga: familiar, social, religiosa. Si es vano esperar que<br />
podamos sacar de ello todo nuestro partido, al menos deberemos aceptar que la voluntad de<br />
Dios se manifiesta a nosotros por el dragomán de los hombres y que la obediencia a las<br />
imposiciones nos parezca, sin duda, siempre más onerosa, pues no podemos nosotros hacer<br />
prevalecer siempre nuestras ilusiones sobre su sabiduría, y menos sobre la pureza de los<br />
móviles, que, tan a menudo, les hace actuar. Sola la fe puede darnos la fuerza, viendo en<br />
ellos los representantes de Dios, para hacer su voluntad, haciendo la de ellos 1 . La ida del Sr.<br />
Bruté de Rémur de Emmitsburg, sería, con toda evidencia, una pérdida sensible para el<br />
seminario Santa María, tanto más que, casi al mismo tiempo, el Sr. Harent, es llamado<br />
bruscamente por Dios. He aquí, pues, «la casa de Baltimore en una dificultad extrema»<br />
como lo señala Mons. Maréchal el 5 de marzo de 1819. Es exacto.<br />
Con una exactitud también rigurosa, el Sr. Dubois podía afirmar, por su parte, el 17 de<br />
febrero precedente, bajo la amenaza del cierre del establecimiento del Monte Santa María:<br />
Sin embargo, la alarma se extendió por el vecindario<br />
y sirvió para hacernos sentir que teníamos amigos y obligaciones. Destruir el establecimiento<br />
sin necesidad era defraudar su confianza.<br />
En realidad, cuando en junio de 1819 llega a la Montaña, la decisión de los Superiores que<br />
han optado por la supresión del colegio y del seminario de Emmitsburg, suscita allí una ola<br />
de indignación. Emmitsburg había llegado a ser, efectivamente, para los católicos de<br />
Maryland, y de más lejos, un verdadero polo de atracción. Unos colonos se habían<br />
establecido allí a causa de la irradiación espiritual de la que el pueblo se había convertido en<br />
centro. Toda la población se conmueve. Los habitantes se conciertan y a fin de conjurar lo<br />
que consideran como una catástrofe, deciden saldar ellos mismos el montón de las deudas<br />
contraídas por el Sr. Dubois, por el bien del país. Este gesto espontáneo de ayuda fraternal,<br />
comunitaria, manifiesto de la voluntad formal de las habitantes de Emmitsburg de no dejar<br />
destruir una obra a la que ellos atribuían tanto precio, ataba prácticamente las manos del<br />
arzobispo de Baltimore. Mons. Maréchal se vio constreñido a ceder y a hacer anular la<br />
decisión de los señores Garnier y Tessier. El Sr. Bruté de Rémur permanecería en<br />
Emmitsburg. La apertura escolar tuvo lugar normalmente. El debate quedaba cerrado.<br />
Con fecha del 14 de abril de 1820, el Sr. Dubais daba cuenta al Sr. Garnier del nuevo<br />
desarrollo que tomaba el establecimiento del Monte de Santa María: ...El jardín está ya casi<br />
terminado y sólo tiene necesidad de abono. El patio está nivelado y plantado ya de árboles.<br />
La granja ha sido rematada y cubierta como nueva. La finca se mejora cada día. En general,<br />
el orden, la piedad y el contento reina dentro de toda mi servidumbre. Soy deudor de todos<br />
estos consuelos al celo y la virtud de las buenas Hermanas de la Caridad cuyo orden,<br />
limpieza, economía y sobre todo piedad y vigilancia sobre los criados, y el buen ejemplo,<br />
están por encima de todo elogio. Por lo demás, concluye la misma, hubiéramos podido<br />
244
poner en manos del arzobispo las dos congregaciones (es decir, las dos parroquias de San<br />
José y de Santa María) a las que se hubiera visto muy apurado para proveer. Pero<br />
conocemos demasiado el espíritu de San Sulpicio -insiste el Sr. Dubois- para dejar perecer las<br />
almas ante nuestros ojos.<br />
Así pues, por una y otra parte, el espíritu de San Sulpicio era lo que no habían cesado de<br />
invocar los antagonistas para obtener de sus superiores la decisión que, según la óptica de<br />
cada uno, acabaría en un resultado diametralmente opuesto. Tal vez, la obra de Emmitsburg<br />
era demasiado diferente de las obras propias de la Compañía de San Sulpicio, en la época al<br />
menos, para conservar con ella otros vínculos que los de la amistad. En 1824, el Sr. Dubois y<br />
el Sr. Bruté de Rémur juzgarán preferible recuperar su libertad frente a San Sulpicio, con el<br />
consentimiento de sus superiores de París. En 1826, el Sr. Dubois llegará a ser obispo de<br />
Nueva York. En 1833, el Sr. Bruté de Rémur será elegido por la Santa Sede para fundar, en<br />
Indiana, la nueva diócesis de Vincennes de la que será el primer titular.<br />
La obra que Dios quería en la villa de Emmitsburg sería bastante sólida para entonces. Todo,<br />
finalmente había, concurrido a preparar en el Valle la residencia de las Hermanas de la<br />
Caridad. Germinaba la bellota que había sido enterrada en la primavera de 1809. Cual los<br />
grandes robles de troncos pujantes de donde surgían las fuertes ramas, la obra de la Madre<br />
Seton, se desarrollaría en adelante, sin que ninguna tormenta pudiera abatirla o poner<br />
siquiera obstáculos a su crecimiento.<br />
La salud de la Madre Seton -había afirmado el Sr. Dubois unos días después de la muerte de<br />
Rebeca- no ha quedado alterada. En realidad, a partir del otoño de 1816, el estado de salud<br />
de la superiora de las Hermanas de San José ya no cesará de inquietar a su entorno<br />
inmediato. A los 43 años, Isabel sabía que estaba en su ocaso. No teme la muerte, ya que la<br />
muerte es solo el paso de esta vida terrestre a la vida eterna. Riéndose ella misma de su<br />
viejo armazón enfundado en viejos chales y franelas no deja de proseguir menos, día tras<br />
día, en la Casa Blanca, su tarea junto a las Hermanas y las niñas, de no verse momentáneamente<br />
obligada a guardar la habitación. De esta inacción forzosa, ella no se turba. Ella<br />
no ha podido ignorar el conflicto que, amenazando durante tres años, la existencia del<br />
colegio y del seminario del Monte Santa María, ha amenazado su obra misma. Tal vez era<br />
menester que ella conociera todavía esa amenaza para que fuera purificado en ella todo<br />
apego humano, y que llegara col] ello a abandonarse a Dios, del todo, sin condiciones.<br />
Podemos hacer más bien permaneciendo en Dios, que con las especulaciones más celosas -<br />
anotó ella-. Mucha gente, en este mundo, pasa su tiempo calentando planes, defendiendo su<br />
opinión, pero qué pocos hay que busquen construir en Dios, guardar silencio como nuestro<br />
Jesús.<br />
Permanece atenta no obstante, a la obra que se prosigue en el Valle. Ella que tanto hubiera<br />
querido que uno de sus hijos fuera sacerdote, rodea a Juan Hickey de una solicitud que con<br />
ser sobrenatural, no deja de ser menos maternal. Incluso bajo los, reproches justificados<br />
que él se atraerá más de una vez, el joven sulpiciano no se equivoca en ello. Además, lo que<br />
dicta a la Madre sus amonestaciones es un sentido muy cierto de la grandeza sacerdotal.<br />
¡Oh, qué Dueño y qué Padre! Ambos le servimos, usted con gloriosa embajada, yo con mi<br />
humilde pequeña misión. ¡Cuán dichosos podemos ser en su servicio! -escribe ella al joven<br />
sacerdote.<br />
El 18 de junio de 1819, en un período de descanso físico, ella le envía estas líneas una vez<br />
más: Estoy mucho mejor. Como no puedo, al parecer, morir de una forma, trato de morir de<br />
otra y de mantener mi sendero recto hacia Dios solo. Mi pequeña lección de hoy:<br />
permanecer en la simplicidad y en la calma, tratando de orientar cada pequeña acción hacia<br />
245
su Voluntad, y luego, alabar y amar tanto a través de las nubes como a la luz del sol, es todo<br />
mi anhelo, toda mi solicitud. Sam (el diablo) traba de tiempo en tiempo batalla, pero nuestro<br />
Bienamado se mantiene detrás de la muralla y guarda al maligno a distancia.<br />
En el mes de agosto de 1818, Samuel Cooper fue ordenado sacerdote en Baltimore, por<br />
Mons. Maréchal que le envió inmediatamente a Emmitsburg. Su llegada a la Montaña<br />
despertó en el alma de la Madre Seton grandes esperanzas para el bien del pueblo.<br />
Dinámico y generoso como es, se puede esperar mucho del convertido que ha proseguido<br />
durante diez años sus estudios de filosofía y de teología en el seminario de Santa María. Las<br />
Hermanas de San José tienen, poi otra parte, frente al Sr. Cooper, una deuda de gratitud<br />
que no pueden olvidar. Donante magnánimo, no ha limitado sus larguezas a la compra de<br />
Fleming Farms y de esa posesión que continúa asegurando a la Comunidad y a las alumnas<br />
del pensionado la mayor parte de su subsistencia. El ha llegado, en bien de casos, a encargar<br />
expedir al Valle barriles y cajones de avituallamiento, fardos de tela. A decir verdad, sus<br />
dones siguen siendo fantásticos como su temperamento. Que el Sr. Cooper haya sido<br />
siempre un sujeto fácil para sus cohermanos del seminario o para sus superiores sería<br />
mucho decir: se le han pasado, no obstante, sus excentricidades, en consideración a su<br />
edad, al medio de procedencia, a sus cualidades también, que, con expresarse a menudo de<br />
forma original, no son menos auténticas. Que hubiese sido elevado al sacerdocio aquel<br />
verano de 1818, es una prueba de la confianza que él supo inspirar, a pesar de todo, al<br />
arzobispo de Baltimore.<br />
El Sr. Cooper llega, sin embargo, a Emmitsburg, con unas ideas bien fijas sobre la forma de<br />
comportarse en su ministerio. Ahora bien, los parroquianos de Emmitsburg no son todos,<br />
lejos de ello, unos santos canonizables. En el apacible Valle, ha comenzada a hacer estragos<br />
el alcoholismo. Es menester tener en cuenta ese vicio, decide el Sr. Cooper. Y preconiza los<br />
medios enérgicos, eficaces sin duda dentro de la cristiandad europea de los primeros siglos,<br />
pero exasperantes y ridículos, dentro de una población americana, al día siguiente de la guerra<br />
de Independencia.<br />
Me parece -escribe el hirviente vicario a su arzobispo, el 15 de marzo de 1819- que si todos<br />
los que dan escándalo público fueran obligados a arrodillarse o a mantenerse de pie o<br />
enviados a un rincón cualquiera de la iglesia, siendo leídos públicamente sus nombres, esto<br />
produciría un efecto saludable. Mons. Maréchal secundando al Sr. Dubois, obliga al Sr.<br />
Cooper a atenerse a la pastoral vigente, a usar de su paciencia hacia sus ovejas. Sin tener en<br />
cuenta de los avisos reiterados de su párroco, de su obispo, el Sr. Cooper prosigue la batalla<br />
entablada, amenaza, truena, fustiga. Este proceder levanta contra él a los parroquianos que<br />
quiere conducir a1 redil, corriendo encima el riesgo, por su falta de mesura, de arrojar el<br />
descrédito sobre el clero católico y sobre los sulpicianos franceses.<br />
En resumen, sin haber concluido el primer año de su ministerio en Emmitsburg, recibe de<br />
Mons. Maréchal la orden de irse a otra parte con la turbulencia de su celo indiscreto. Se<br />
marcha a Augusta, en Georgia, de Georgia a Norfolk, en Virginia. Finalmente, después de<br />
una serie de desplazamientos y de viajes, entre ellos una peregrinación a Tierra Santa,<br />
volverá a encontrar en Francia a Mons. de Cheverus, hecho obispo de Burdeos, y le asistirá<br />
en sus últimos momentos., en 1836.<br />
El Sr. Dubois, sin embargo, deplora la pérdida de un auxiliar cuya ayuda más discreta<br />
hubiera sido valiosa. El Sr. Bruté de Rémur y la Madre Seton se entristecen de ver que la<br />
falta de equilibrio compromete en el Sr. Cooper una acción apostólica que su generosidad<br />
esencial permitiría esperar fructuosa. Por su lado, no obstante, el Sr. Bruté confiesa a veces<br />
246
a la Madre Seton que sueña con dejar el Valle por un campo de apostolado más vasto. Las<br />
misiones de<br />
Al fin de septiembre de 1818, un nuevo grupo de Hermanas dejó Emmitsburg para asegurar<br />
en Filadelfia la dirección de una escuela libre alemana.<br />
Cuando en julio de 1819, encontró su afortunada solución la diferencia que oponía los<br />
sulpicianos de Baltimore a los de Emmitsburg, Isabel se apresura a dar parte a su hijo<br />
Guillermo tanto del duro alerta que ha conocido como dei resultado que permite a los<br />
Señores Dubois y Bruté proseguir su apostolado fecundo en el Valle. Para la comunidad de<br />
San José, su salida hubiese sido efectivamente desastrosa. Ayuda espiritual y gerencia de la<br />
posesión han sido aseguradas hasta ahora por las sulpicianos residentes en Emmitsburg.<br />
Una verdadera colaboración está establecida igualmente entre las dos casas de educación,<br />
fructuosa para la una como para la otra. Un buen número de muchachos del Monte Santa<br />
María han sido preparados para su primera comunión por la Madre Seton. Adolescentes,<br />
vuelven voluntariamente a buscar junto a ella el consejo maternal de que sienten<br />
necesidad, el esclarecimiento femenino que sólo ella es capaz de darles a propósito de sus<br />
problemas.<br />
Entre los nombres de los pensionistas inscritos en el colegio del Monte Santa María para el<br />
año escolar 1815-1816, figura en tercer lugar el de Jerónimo Bonaparte. Su padre había sido<br />
creado rey de Westfalia por el emperador y como él era un bisnieto de Carlos Carroll, su tío,<br />
Napoleón, había aceptado ver al muchacho proseguir su educación en América. Así, el niño<br />
se encontraba lejos de las cortes de Europa a la hora en que su padre intentaba anular el<br />
matrimonio del que él había nacido.<br />
Mi querida madre -escribía a la superiora de San José el niño exilado- desearía mucho<br />
obtener un «Agnus Dei» antes de volver a casa, a fin de ser preservado de los peligros que<br />
van a rodearme... Yo le guardaré como un recuerdo de bondad y de amor hacia su hijito que<br />
pensará siempre en usted con respeto y con amor y con gratitud también, sobre todo si<br />
puedo tener un «Agnus Dei» del que usted me hiciese regalo.<br />
Al dorso del papel sobre el que el muchacho ha formulado ingenuamente su petición, la<br />
Madre Seton escribió unas líneas de respuesta: querido Jerónimo, es un gran placer para mí<br />
enviarte este «Agnus Dei»... Yo pido ardientemente a Nuestro Señor que te conserve en las<br />
gracias que El te ha dado con tanta ternura, cuida tú mismo de no perderlas. Ruega por mí y<br />
yo rogaré por ti. Tu amiga de verdad. E.A.S.<br />
Se hubiera quedado completamente atónito entonces, el pequeño Jerónimo, si alzando un<br />
instante el velo del porvenir, le hubieran anunciado que el nombre de la que él llamaba my<br />
dear mother, y que no era a sus ojos más que una direc tora de escuela muy buena, sería un<br />
día objeto de una gloria más grande, más durable, más universal de la de su tío Napoleón,<br />
ese hombre que hacía ahora estremecer toda la vieja Europa de locas esperanzas o de<br />
oscuros terrores.<br />
Si no con toda la discreción deseable, sí con cierta lucidez, el Sr. Babad que presiente algo de<br />
esa gloria futura prometida a la fundadora de las Hermanas de la Caridad americana, le pide<br />
sin embargo autorización para escribir su vida después de su muerte. Pues su muerte -<br />
piensa él- es inminente. Han pasado diez años, su obra se afirma. Solamente deseo ya para<br />
usted una feliz muerte. Me gustaría mucho verla antes de que muera, pero preveo que el<br />
superior no me permitirá ir a Emmitsburg en el estado actual de las cosas... En cuanto me<br />
entere de su muerte, diré la misa por el reposo de su alma. Si halla gracia, como espero, no<br />
me olvide ante Aquél que ha hecho tanto caso de usted aquí abajo.<br />
247
Sin negar la esperanza de una muerte próxima, Isabel suplica que se la deje en paz en lo<br />
concerniente a la redacción de su vida. No ignora ella, por otra parte, que se ha de ir por<br />
cierto más allá de su permiso, si ella lo deniega. ¿No se ha publicado ya, sin saberlo ella, en<br />
Nueva Jersey, su diario íntimo de Liorna? Aquellas páginas todo espontáneas, que ella<br />
destinaba únicamente a Rebeca Seton su cuñada, habían circulado, no obstante, entre los<br />
miembros de la familia. Algunos hubieran deseado conocer los detalles de la última<br />
enfermedad y de la muerte de Guillermo Magee Seton. ¿Cómo negarles aquellas hojas de<br />
un diario escrito día a día en Liorna y en Pisa? Pero jamás había soñado Isabel que aquel<br />
diario, que era también el de su alma, aquél donde ella relataba su descubrimiento del<br />
catolicismo saldría de un círculo de íntimos. Que tal indiscreción hubiera llegado a<br />
producirse, la había afectado dolorosamente. Pues aunque el editor no había citado el<br />
nombre de las personas en causa, tanto el contexto histórico como las referencias<br />
geográficas eran demasiado transparentes para permitir e1 menor equívoco. Sin destruir<br />
nada de lo que había escrito, la Madre Seton pide simplemente, que se la deje acabar en el<br />
silencio su vida terrestre. Mons. Carroll murió en 1815. Y el Sr. Nagot al año siguiente.<br />
Guillermo Bayley, uno de los medio hermanos de Isabel y Juan Wilkes acaban, a su vez, de<br />
desaparecer. ¿Acaso ha llegado para ella la hora de ir a juntárseles? ¿No ha terminado su<br />
tarea, realizado la obra que plugo el Señor confiarle?<br />
La Casa Blanca abriga, al presente, casi cien personas: dieciséis religiosas, dos postulantes y<br />
cincuenta y siete pensionistas, sin contar las externas. Mons. Maréchal que ha llegado al<br />
lugar en otoño de 1818, para darse cuenta del estado de las cosas, se declara satisfecho. Los<br />
establecimientos confiados a las Hermanas de San José, en Baltimore como en Filadelfia,<br />
conocen también ellos un feliz desarrollo. Desde que el Sr. Dubois y el Sr. Bruté de Rémur<br />
están en la Montaña el futuro de White House no plantea, por el momento, ningún serio<br />
problema. De no ser el pensamiento de sus hijos, Guillermo y Ricardo, nada vendría a turbar<br />
en la Madre Seton la perspectiva de un final próximo, es decir, de un comienzo nuevo, de<br />
una vida eterna. Una tos persistente, momentos de fatiga tales que toda su energía no es<br />
capaz de dominar a veces, la dificultad de alimentarse normalmente, alertan seriamente a<br />
su hija Kate y a toda la comunidad, en el curso del invierno de 1818-1819. Mi madre está<br />
muy enferma -escribe Catalina a Julia Scott-. Mons. de Cheverus prevenido, encuentra<br />
tiempo para escribir unas líneas con destino a la fundadora: No la compadezco. La envidio<br />
por correr hacia el abrazo de Aquél que es amor. Para cuando llegue la primavera,<br />
confundiendo los temores de su entorno, la Madre va a encontrar un retorno de vida. Ella es<br />
la primera en asombrarse. Mientras las demás se alegran, ella se lamenta de ver prolongada<br />
su vida terrestre. Y el Sr. Bruté de Rémur la reconforta: Resígnese -le recomienda él-, vele,<br />
prepárese, hágalo bien, sea agradecida por todo; bendiga su voluntad, humillese de no estar<br />
suficientemente presta.,. Servirá más tiempo a Aquél que ama...<br />
Entonces ella se pone de nuevo a vivir como se vuelve a reanudar un servicio. En la medida<br />
en que sus fuerzas se lo permiten, preside de nuevo la oración en común, las comidas en el<br />
refectorio, la recreación de comunidad, reanudando asimismo cierta actividad junto a las<br />
niñas. Rodea de su simpatía a la Sra. Chatard durante los momentos de inquietud que le<br />
causa el mal estado de salud del doctor. Quisiera decirle tantas cosas, pero no le digo nada.<br />
Usted sabe que nadie más que su E.A.S., puede sentir y compartir sus penas y sus consuelos.<br />
A1 Sr. Bruté de Rémur que se topa con las dificultades, con las incomprensiones, le<br />
recuerda, muy simplemente, los consejos que ella ha recibido de él. Usted ha hecho para mí<br />
tan luminosa la GRACIA DEI, MOMENTO PRESENTE que le soy deudora, tal vez, de mi salud<br />
misma, porque esa luz me ha evitado faltas, pecados. En unas notas personales, ella escribe<br />
248
en la misma perspectiva: Nuestra desdicha es no conformarnos con las intenciones de Dios<br />
en cuanto a la manera como el quiere ser glorificado. Lo que le agrada, nos desagrada. El<br />
quiere que marchemos por el camino del sufrimiento y nosotros deseamos marchar por el de<br />
la acción. Nosotros deseamos dar, más bien que recibir y no buscamos puramente SU<br />
VOLUNTAD.<br />
Efectivamente en ella crece cada vez más ese culto de la voluntad divina, cuyo sentido ha<br />
querido inculcar eminentemente, desde el primer instante de su cargo, a sus hijas. ¿No es<br />
conformarse a esa voluntad siempre desbordante & amor respecto a nosotros -aun cuando<br />
?parece lo contrario a nuestra forma de ver- por lo que Isabel se ha esforzado durante toda<br />
su vida en sentir y hacer frente? Sería esclarecedor subrayar simplemente a través de sus<br />
escritos, notas, diarios, correspondencia, el número de veces en que tal expresión Voluntad<br />
de Dios viene a su pluma. Cuando Guillermo Magee estaba muriendo en el lazareto de<br />
Liorna -tal coma ella lo confesaba al Capitano- sólo el pensamiento de la voluntad de Dios la<br />
guardaba de la desesperación y de la rebeldía. Esa misma voluntad la había guiado,<br />
sostenido, en medio de las oscuridades, de las contradicciones y de las dudas, hasta su<br />
profesión de fe católica. Ella había sido su luz y su guía seguro, durante los duros años que<br />
habían precedido a su llegada a Baltimore. Ella había sido su fuerza y su refugio en el<br />
momento que le habían sido quitadas Anina y Rebeca. Y esa voluntad la ha conducido<br />
finalmente, por unos caminos que jamás hubiera descubierto ella misma, hasta el Valle de<br />
Emmitsburg, desde donde su mirada está fija ahora en la eternidad bienaventurada, que la<br />
atrae cada vez más fuertemente.<br />
En las páginas de un cuaderno de notas, quiso Isabel escribir de su mano, los Dear<br />
Remembrances «Dulces recuerdos -sería tal INGRATITUD morir sin haberlos consignado».<br />
Las letras de la palabra «ingratitud», dos veces mayores que las de las otras palabras, se<br />
destacan del título para dar al vocablo un relieve singular. En veinticinco páginas, que<br />
ciertamente no han sido escritas sin interrupción, Isabel pasa revista a una parte de los<br />
hechos más importantes, de su vida, desde 1778 hasta 1811.<br />
¿Cuando redactó ella estas notas? Nada, en la redacción misma, lo precisa. Fue ciertamente<br />
antes de 1819. Les fue añadida una simple nota, pegada a la última hoja del cuaderno, once<br />
líneas con una escritura muy apretada. Especie de conclusión, o mejor de intersección entre<br />
el tiempo y la eternidad.<br />
Eternidad... ¿en qué luz la contemplaremos (-si es que pensamos en tales bagatelas en la<br />
compañía de Dios y en el coro de los bienaventurados-), qué pensaremos de las pruebas y de<br />
las preocupaciones que teníamos antaño sobre la tierra? ¡Oh qué nonada total!<br />
- que los que lloran sean los que no lloran<br />
- los que se alegran como los que no se alegran - los que reciben como los que no poseen<br />
- este mundo pasa ...<br />
¡Eternidad! esa voz que debe ser percibida en todas partes. ¡Eternidad!<br />
Tal sentido de la eternidad no había impedido, sin embargo, a Isabel Seton, ser en el tiempo,<br />
una asombrosa realizadora. Así sucede con los santos que, buscando, ante todo, el Reino de<br />
Dios, siguiendo la enseñanza de Cristo, se revelan los más eficaces de los hombres. Un<br />
realismo de buena ley mantuvo siempre a Isabel al abrigo de los milagros, alejada también<br />
del conformismo cuyo peligro señalaba ella al Sr. Bruté, respecto a su hermana María Post.<br />
Un buen sentido práctico le permitía edificar su obra sobre bases sólidas, de acuerdo con las<br />
exigencias, las necesidades, las aspiraciones de «aquel rincón de la tierra» donde Dios la<br />
había hecho nacer. En lucha con las dificultades más diversas, las más angustiosas a veces,<br />
ella dio prueba siempre de un robusto optimismo, siempre presta, a reaccionar después de<br />
249
los fracasos, o de las caídas inevitables, revelándose capaz de hacer frente -para usar su<br />
expresión- a la situación más desconcertante. Eficiente -como diríamos hoy- supo acuñar en<br />
realizaciones concretas, prácticas, durables, los impulsos más íntimos de su alma. Pues su<br />
amor a Dios no quiere pagarse de palabras. Al servicio de ese amor, ella puso todas sus<br />
fuerzas vivas. Pero esta acción misma, no es en ella expresión de una necesidad de actividad<br />
humana. Es la expansión de una auténtica contemplación. Desde que Isabel descubrió en la<br />
presencia eucarística la fuente de vida, que salta hasta la vida eterna, esa es la fuente única,<br />
de donde deja ella desbordar, fluir a chorros en torno suyo la caridad. «Contemplata alüs<br />
tradere», dice Santo Tomás de Aquino con una fórmula lapidaria, que sigue siendo<br />
verdadera para todos y para cada uno de los santos.<br />
Qué dichosos seríamos, si creyéramos lo que ellos creen: que poseen a Dios en el<br />
sacramento..., escribía ella en 1804. Qué dichosa sería de soportar cualquier prueba de la<br />
vida, con la consolación de hablar de corazón a corazón con El en su tabernáculo y la<br />
certidumbre de encontrarlo en las iglesias. Esa dicha, esa seguridad, Dios se la había dado.<br />
Su vida entera se había encontrado irradiada de ella, transformada. Desde el 25 de marzo de<br />
1805, cada una de las fiestas de la Anunciación es para ella una fiesta única. 25 de marzo de<br />
1817 -anota ella todavía doce años más tarde-, aniversario de mi primera comunión. Cada<br />
una de las ceremonias de primera comunión en White House, sobre todo cuando se le daba<br />
la alegría de preparar ella misma a los niños, reanima y reaviva su íntima dicha. Hemos<br />
tenido quince primeras comuniones dentro de una paz y una simplicidad maravillosas -<br />
escribe ella a la Sra. Chatard el 31 de diciembre de 1819. La eucaristía llegó a ser para ella,<br />
realmente, el todo de su vida, en espera de la vida eterna.<br />
Una evolución se opera, sin embargo, hasta en lo concerniente al «sacramento». Parece que<br />
Dios, para darse más a ella, la despoja, cada vez más de todo aporte sensible que la había<br />
inundado en el momento del gran descubrimiento,<br />
y conducido hacia una fe tanto más profunda y más pura, cuanto más decantada de todo lo<br />
que es solamente humano. Dos cartas destinadas al Sr. Bruté de Rémur, a cuatro años de<br />
intervalo, dan una idea del trabajo de purificación, de desnudamiento que se prosigue en<br />
ella. Arideces, angustias incluso, y sin embargo, invencible determinación de ser fiel hasta la<br />
muerte.<br />
Es posible, por otra parte, que su educación primera, calvinista, habiéndola tan sólo<br />
predispuesto en demasía en un plano psicológico a dejarse impregnar, sin saberlo de un<br />
humor de jansenismo, no sea ajena a los terrores que la sobrecogen, a veces en cuanto a su<br />
salvación eterna. Ella los amplifica, al menos, exigiendo por este hecho de Isabel un acto de<br />
fe y de abandono más grande. Así es como lo hace notar san Juan de la Cruz, cuando a pesar<br />
mismo de la aridez espiritual, la prueba espiritual está reforzada por una deficiencia de<br />
temperamento; ella no deja, sin embargo, de producir la purificación de las tendencias<br />
naturales, ya que esas tendencias «están privadas de todo lo que es causa de alegría, y su<br />
único anhelo tiende hacia Dios».<br />
La primera de estas cartas es de 1815:<br />
Como ve no le digo ni palabra de mi pobre horizonte interior. El pobre pequeño átomo en la<br />
oscuridad, las nubes y las miserias incesantes, continuando su marcha como un autómata en<br />
la ronda maravillosa de las gracias -un triste mes, el que acaba de pasar, y luego encima<br />
comienza con el mismo embrutecimiento, con la misma laxitud del alma y del cuerpo. La<br />
comunión misma no es más que un momento de mayor misericordia en este estado de<br />
embotamiento y de abandono, QUERIENDO TODO Y NO PIDIENDO NADA, pues, después de<br />
haber pedido tanto y recibido tanto, ¡permanecer aún tanto tiempo esta misma pobre cosa<br />
250
sin fe! Pobre, pobre alma, ¿cuándo tendrá esto fin? Axí yace el nudo de la incertidumbre<br />
TERRIBLE. Miro por el lado del pequeño cementerio de los bosques, arriba, hacia la bóveda<br />
luminosa del cielo -todo es silencio. ¡Pobre, pobre alma!<br />
La segunda carta es de 1819: Colocada para escribir ante una mesa que se encuentra justo<br />
enfrente de la puerta de la capilla, mirando al tabernáculo, el alma le pregunta si no está<br />
allí, verdaderamente, un mártir de todos los días. Yo amo y yo vivo, y amo y vivo en un<br />
estado de descuartizamiento indescriptible. Mi ser y mi existencia son una realidad, es<br />
verdad, ya que yo medito, yo oro, yo comulgo, yo dirijo la comunidad, y hago todo esto con<br />
regularidad, abandono<br />
y simplicidad de corazón, pero no obstante, no soy yo quien lo hace, es una especie de<br />
automatismo, admitido sin duda por el Padre todo compasivo, pero eso procede de una<br />
fuente distinta de aquélla de donde viene el móvil de nuestros actos. En la meditación, la<br />
oración y la comunión, me encuentro sin alma, con los seres que me rodean, amándolos<br />
como los amo, me encuentro sin alma, yo sé que El está presente en el tabernáculo, pero yo<br />
no lo veo, yo no le siento; mil amenazas de muerte podrían estar pendientes sobre mi cabeza<br />
para constreñirme a negar su Presencia allí, y yo las sufriría todas antes de negar esa<br />
Presencia un solo instante... Y sin embargo, me parece que El no está allí para mí, y ayer,<br />
cuando durante unos minutos yo sentía su Presencia, sólo era para hacerme comprender<br />
tanto que el infierno se encontraba bajo mis pies, como cuán terrible sería su juicio.<br />
Sensible o no sensible a su corazón, la presencia de Cristo en la eucaristía no seguía siendo<br />
menos, en Isabel, el punto hacia el que su vida estaba eternamente polarizada. Su fe la hace<br />
ver en María, precisamente, el primer tabernáculo del Verbo encarnado. Ella gusta de<br />
saludarla como Madre de Jesús, como llena de gracia. Amamos y honramos a Jesús cuando<br />
la amamos y la honramos a ella -escribe en 1817-. María -dice también a sus hijas- es la<br />
primera Hija de la Caridad sobre la tierra.<br />
Nutrida desde su infancia de la Santa Escritura, comenta espontáneamente por escrito los<br />
textos de San Pablo de los que gusta alimentarse. Cual una cadena de eslabones bien<br />
soldados, todo nos viene de Dios y todo nos lleva de nuevo a Dios.<br />
Eslabón por eslabón, la cadena bendita...<br />
Un SOLO CUERPO en Cristo, El la cabeza, nosotros los miembros. Un SOLO ESPÍRITU<br />
difundido por el Espíritu Santo en todos nosotros. Una SOLA ESPERANZA, El en el cielo y para<br />
la eternidad.<br />
Una SOLA FE, por su Palabra y su Iglesia.<br />
Un SOLO BAUTISMO y la participación de sus sacramentos.<br />
Un SOLO Dios, nuestro amado Señor, nuestro Padre... y nosotros sus hijos. El solo a través de<br />
todo y en todo, ¿quién podrá escapar a ese vínculo de unidad, de paz y de amor?<br />
Oh alma mía, sigue sujeta, eslabón por eslabón a su amor, fuerte cual la muerte, el fuego y<br />
el infierno, como lo dice la palabra sagrada.<br />
...Oh nuestro Señor Jesús, cuán grande es el mérito de esa SANGRE que rescata<br />
abundantemente el mundo entero, rescataría un millón de otros y rescataría a los demonios<br />
mismos si fueran capaces de penitencia y salvación como yo. Sí, Señor, aun mismo si tus<br />
rayos me aplastaran, aun mismo si tu diluvio me englutiera, aún esperaría que, destruyendo<br />
mi cuerpo, salvarías mi alma.<br />
Cualquiera que sea la tendencia que intenta arrastrarla a veces todavía hacia un temor<br />
demasiado humano, enloquecedor, siempre la confianza acaba por triunfar, en un<br />
abandono filial, acto de fe magnífico. Su estado de salud, por otra parte, le vale, desde 1818,<br />
el privilegio de poder comulgar cada día, y eso le sirve de alegría profunda. Ella afirma a<br />
251
Antonio Filicchi el 18 de abril de 1820: Trato de hacer de cada una de mis respiraciones una<br />
incesante acción de gracias.<br />
Ella repite su dicha de vivir bajo el mismo techo que Cristo presente bajo las especies<br />
sacramentales: Al levantarme cada mañana, al acostarme por la noche, ¡tan cerca del<br />
tabernáculo!<br />
Hasta el final, ella se complace en repetir a Antonio su gratitud fiel, siempre tan viva, «pues<br />
ella le es deudora de su FE BENDITA».<br />
¡Quién, en efecto, hubiera podido pensar, cuando la joven mujer se embarcaba el 2 de<br />
octubre de 1803, a bordo de «La Pastora» qué consecuencias imprevistas debía tener para<br />
ella aquel viaje a Europa! Los años no han agotado, en su corazón, la admiración que suscita<br />
en ella el misterio de los caminos divinos -que no son nuestros caminos, como lo dice el<br />
profeta Isaías- ni el reconocimiento para con aquellos que han sido respecto a ella los<br />
instrumentos del Señor. Unas semanas antes de su muerte, con una escritura casi ilegible,<br />
expresará todavía a su amigo de Toscana su gratitud:<br />
¡Si tan sólo pudieras saber lo que ha resultado de aquel sucio vil granito de mostaza que, por<br />
la mano de Dios plantaste en América! El número de huérfanos alimentados y vestidos<br />
oficialmente y oficiosamente también...<br />
El sucio granito de mostaza -como lo llama Isabel- está llamado en realidad, a hacerse aquel<br />
árbol del que habla el Evangelio «en cuyas ramas vienen a cobijarse los pájaros del cielo»<br />
(Mt 13, 32). Por vasta que sea la tierra de América de Norte a Sur, de Este a Oeste recogerá<br />
sus beneficios.<br />
Hablando un día con sus nietos de su tía abuela, a quien no habían conocida, Samuel Seton<br />
no dudará afirmarles que la fundadora de las Hermanas de la Caridad de América había sido<br />
en su país «una especie de Juan Bautista». En realidad, ella preparó magníficamente, por<br />
espacio de dieciséis años, los caminos tanto a la expansión como al desarrollo del<br />
catolicismo en los Estados Unidos. Cuando escribía en mayo de 1810, verosímilmente a los<br />
Filicchi, la Madre Seton parecía haber tenido, con todo, una especie de presentimiento del<br />
papel que estaba llamado a representar su instituto:<br />
Nuestro santo arzobispo -Mons. Carroll- es muy devoto de nuestro establecimiento y eso me<br />
consuela en toda dificultad y en todo obstáculo. Todos los miembros del clero de América lo<br />
sostienen con sus oraciones y hay mucha esperanza de que sea el germen de un inmenso<br />
bien que se va a hacer. Tú debes admirar cómo nuestro Señor ha escogido a una mujer tal<br />
como yo para ser su cabeza, pero tú sabes bien que El gusta de manifestar su fuerza en la<br />
debilidad y su sabiduría en la ignorancia. ¡Que su santo nombre sea siempre adorado! Es en<br />
el humilde, pobre, débil, donde El se complace en multiplicar sus mayores misericordias, a fin<br />
de presentarlas como señales para animar a los pobres pecadores.<br />
27.- UNA COMUNION MAS Y LUEGO LA ETERNIDAD<br />
Derramo el agua sobre el suelo sediento<br />
los raudales sobre la tierra reseca.<br />
Derramaré mi espíritu sobre tu linaje<br />
mi bendición sobre tu descendencia.<br />
Crecerán como la hierba bañada de agua<br />
como las alamedas al borde de los ríos<br />
Is 44, 3.<br />
252
En la primavera de 1819, Catalina Seton marchó, como cada año, a pasar unas semanas al<br />
borde del río Monacy, en Carroll Manor, que frecuenta también a título de amigo, Mons.<br />
Maréchal. Ella ha dejado sin temor el Valle, pues la salud de su madre parece<br />
suficientemente restablecida para no causar ya, momentáneamente, serias inquietudes.<br />
Kate se complace entre sus amigos en el bellísimo sitio donde se yergue la vasta mansión<br />
que los acoge. Ella goza de los paseos a caballo, gusta de mezclarse, cuando llega el<br />
domingo, con los campesinos que se reúnen entonces, no para asistir a la misa, pues no hay<br />
celebrante habitual, sino para escuchar una lectura espiritual y orar en común, de rodillas.<br />
Los católicos blancos y negros se codean entonces en una auténtica fraternidad.<br />
Escribiendo a Emmitsburg, Catalina diseña para su madre bonitos croquis de estas<br />
asambleas dominicales, sencillas e irradiantes. Cambia, igualmente, una frecuente<br />
correspondencia con Julia Scott. Este año Julia sueña con casar a Ca talina. Te aseguro que<br />
no tengo prisa en tomar compromisos serios, le replica la joven, durante los corrientes del<br />
mes de junio. Nada le da prisa mientras su madre esté allí, sobre todo... En realidad, Kate<br />
entrará a los 40 años en las Hermanas de la Misericordia de Nueva York para morir allí<br />
nonagenaria en 1891. De vuelta a la Montaña, envía una vez más a Julia, el 19 de junio de<br />
1819, el parte de salud de la Madre Seton:<br />
Mamá parece bien y está bien, con el espíritu tranquilo y alegre, sobre todo después de<br />
haber recibido noticias de Guillermo... A continuación del mensaje de su hija, Isabel ha<br />
añadido: ¡Qué dichosa, dichosa soy! La escritura revela, sin embargo, un estado de<br />
agotamiento que no está en absoluto de acuerdo con el optimismo de Kate. Las últimas<br />
noticias de Guillermo son buenas -dice ella. Una carta fechada el 12 de diciembre, venía del<br />
Ecuador. Will se había embarcado el verano anterior para la navegación de altura que había<br />
anunciado. La Madre Seton conocía entonces tal estado de fatiga que casi se había alegrado<br />
al saber que la salida del barco que iba a zarpar hacia el sur no dejaría a Guillermo la<br />
posibilidad de venir hasta Emmitsburg. No volver a ver a su hijo, era, a decir verdad, un<br />
último sacrificio que ella aceptaba por él. Pero que la viera, él, tal como ella estaba<br />
entonces, tan próxima a la muerte -creía ella- he ahí lo que, finalmente, era dichosa de<br />
evitarle.<br />
El 2 de octubre de 1818, escribía a Julia: Guillermo ha salido para tres años de navegación a<br />
bordo del «Macedonian», y hasta el Cabo Hornos tal vez. Estaba, pues, bien acabado. Jamás<br />
volvería ya ella a ver a su hijo mayor... Ahora bien, mientras la fragata bordeaba las costas<br />
de Virginia, se había levantado una tempestad con tal violencia que unas averías,<br />
sobrevenidas al barco habían obligado al comandante a atracar en el puerto de Norfolk para<br />
una semana al menos. Guillermo había tenido tiempo de alcanzar Baltimore, luego<br />
Emmitsburg a donde había venido a sorprender a su madre.<br />
Nuestro Guillermo ha llegado, ¡qué alegría hemos tenido! -escribe en seguida Isabel a Elena<br />
Wiseman. Cinco meses más tarde, ella hablaba todavía, en una carta dirigida a Julia, de la<br />
sorpresa que semejante visita, con la que no contaba ya, le había causada.<br />
Y ahora Will está lejos, en la lejanía, tan lejos, bogando por el Pacífico. Mi amor por ti -le<br />
escribe ella- no tiene ni quicio ni medida y no puede quedar satisfecho sino con la eternidad.<br />
Oye el grito que brota del alma de tu madre, tú a quien amo tanto, y cuida de lo que es más<br />
querido que ella misma millares de veces. Pues no es tanto el peligra de las tempestades, el<br />
riesgo de los naufragios lo que teme para «su querido pirata», son los peligros y los riesgos<br />
donde tal vez, su alma, se aventura. Ella ha gritado tantas veces su tristeza a Mons. de<br />
Cheverus, y él, como antaño san Ambrosio a santa Mónica, ha sabido dirigirle las únicas<br />
palabras de confortación que podían apaciguar su angustia: ¡Querida hija! él no la verá ya<br />
253
en esta vida, es verdad. Pero yo tengo la confianza de que él estará un día con usted en el<br />
cielo. El hijo de tantas lágrimas y de tantas oraciones no puede perderse.<br />
También son buenas las noticias de Liorna. Lo eran, al menos, cuando el 8 de marzo de 1819<br />
escribía Antonio: Tu inmenso Ricardo sigue muy bien. El me satisface plenamente en el<br />
dominio moral y religioso. Poco a poco, irá adquiriendo -yo lo espero- personalidad. Está<br />
contento de estar conmigo, y ve va a esforzar por hacerse útil en una casa comercial. Enseña<br />
el inglés al más pequeño de mis hijos.<br />
Las cartas de Ricardo, no obstante, van siendo cada vez más raras. El año 1820 trae al<br />
corazón de la madre las más vivas inquietudes. Ni una sola misiva le llega de Italia desde<br />
hace seis meses. El 2 de julio, ella suplica a Juan Hickey que tenga una intención especial por<br />
Guillermo y por Ricardo: Usted ruega -así espero-, por mis pobres, tan pobres, tan queridos<br />
muchachos. Mis lágrimas corren, por ellos, cada vez más de prisa, día y noche.<br />
El 23 de julio, es a su hija mayor misma a quien grita su ansiedad: ¡Guillermo!, ¡Guillermo!,<br />
¡Guillermo! ¿Es posible que el grito de mi corazón no alcance el tuyo? Ya llevo tu nombre<br />
bienamado ante el tabernáculo y lo repito a guisa de oración, vertiendo raudales de<br />
lágrimas que Dios sólo comprende... Perderte aquí, durante unos años de una vida tan<br />
colmada de amargura, no es más que la herencia común; pero amarte como yo te amo y<br />
perderte por siempre, ¡oh, qué indecible angustia!<br />
¡Con qué impaciencia espera ella desde ahora los lejanos correos! ¿Cuántas veces durante<br />
sus noches de insomnio, no atraviesa ella en pensamiento los océanos, para juntarse a<br />
Guillermo sobre las aguas del Pacífico, a Ricardo en la costa del Mediterráneo?<br />
Durante el mes de agosto, el Sr. Bruté de Rémur predica el retiro anual a la comunidad de<br />
San José. Tan sencillas son las relaciones desde ahora entre el predicador y la Madre que,<br />
con su propia mano, escribe él las directrices que desea verla seguir durante el mes que<br />
viene. Que compruebe los avisos dados por Juana de Chantal a las superioras de sus<br />
monasterios, pues son completamente válidos también para las superioras de los demás<br />
institutos femeninos. Ahora bien, la Madre Seton debe acordarse de que es fundadora,<br />
responsable ante Dios, por consiguiente, de las almas que le están confiadas. Pero que<br />
considere, a su vez, como voz de Dios las órdenes y consejos dados a ella por el superior de<br />
la comunidad. Que se abandone a la gracia del momento presente y que trate, en cuanto de<br />
ella dependa, de obtener el espíritu que animaba a san Francisco de Sales y a Santa Juana<br />
Fremiot de Chantal. Ese espíritu, especifica el Sr. Bruté de Rémur, era el mismo que el de<br />
San Vicente de Paúl. La Madre Seton, debía, además, velar sobre su comportamiento, pues<br />
ella era el punto de mira de todos, evitar siempre las palabras duras o bruscas, ejercer su<br />
autoridad con una firmeza impregnada de dulzura. Así es, concluye el prudente director,<br />
como atraerá la confianza y el afecto de las Hermanas y podrá conducirlas por el camino<br />
que lleva a Dios.<br />
¿Es la fatiga causada por el retiro que ella ha querido seguir con su ardor acostumbrado?<br />
¿Es el fuerte calor del verano o la preocupación lancinante que le causa el silencio insólito<br />
de Ricardo, los peligros que puede correr Guillermo? Lo cierto e5 que el 24 de agosto, la<br />
Madre Seton confiesa a la Sr. Chatard que está al cabo de sus fuerzas para seguir ocupando<br />
su puesto en medio de la comunidad pero, siempre -precisa ella- con tanto ánimo como<br />
alegría.<br />
El Sr. Dubois, sin embargo, desea que se aproveche el período de vacaciones escolares para<br />
dar comienzo a una nueva construcción, no lejos de White House. Que la casa es demasiado<br />
pequeña, es un hecho: nadie piensa en negarlo. La Madre Seton, no obstante, no es de la<br />
opinión de ver comenzar inmediatamente los trabajos. El Sr. Dubois insiste. La Madre cede.<br />
254
Los obreros llegan. A pesar de una tos persistente, de jaquecas y náuseas, ella ha de ir a<br />
supervisar, de tiempo en tiempo, la marcha de los trabajos. El Sr. Dubais, que no ha<br />
comprobado la gravedad de su agotamiento, se la recuerda en ocasiones. ¿Y no acaba de<br />
insinuar precisamente el Sr. Bruté de Rémur que la voz del Sr. Dubois es para ella la voz de<br />
Dios?<br />
Nuestro buen superior me ha enviado en medio de los obreros y para responder a su deseo<br />
he tenido que escalar una pila de maderos. No me sentía bien y el viento era vivo...<br />
Unos días más tarde la Madre debe guardar cama, abatida por una fuerte fiebre. Su estado<br />
llega a ser inquietante, como escribe el Sr. Bruté de Rémur a Antonio Filicchi. Pero ella<br />
permanece en una gran calma. Quisiera que se ocupen de ella lo menos posible. A quien le<br />
pregunta:<br />
-¿Cómo está, Madre? -Blandamente, responde. Si es que no es:<br />
-Muy blandamente...<br />
Ella trata de seguir, desde su lecho, en cuanto es factible, el ritmo de la casa prestando<br />
atención al tañido de la campana. Una Hermana está cerca de ella, que le ayuda a rezar y le<br />
hace cortas lecturas a media voz. Ella no puede ya evitar las dispensas, pero puede ofrecer<br />
al Señor su sufrimiento y su agotamiento. Se quiere fiel hasta el último instante en hacer<br />
todo lo mejor que se pueda y de la mejor manera, con las demás, si no como las demás.<br />
Hace escrúpulo de reposar sobre un colchón comprado hacía poco para Rebeca. Se la obliga<br />
a aceptarlo y ella lo encuentra demasiado mullido. El Sr. Bruté de Rémur ha de tranquilizarla<br />
sobre este punto. Se trata aquí, no de una falta de mortificación, sino de un acta de<br />
sumisión. Se ve perdida. Es dichosa. ¿No había confesado ella a Juan Hickey, unas semanas<br />
antes: ¡Oh, si yo pudiera estar en los últimos, accesos de tos y sentir las ansias del<br />
sufrimiento, las últimas, rompiendo los muros de mi prisión, cuál sería mi alegría! ¡El<br />
pensamiento de irme a casa, llamada por so VOLUNTAD! ¡Qué transporte!... Yo no temo a la<br />
muerte la mitad que a mi horrendo yo.<br />
Que llegue, entonces, ese último día, el que la permitiría entrar «en casa», como ella misma<br />
dice, como la había dicho antes el gran místico renano, Juan Taulero, cuyas obras ella jamás<br />
ha leído, sin embargo. «Entonces, dice Taulero, llega el amable día cuando Dios quiere<br />
llevaros a Casa. ¡Oh, hijos míos, entonces El recompensará vuestra ignorancia y vuestras<br />
tinieblas; El os tratará como un padre, os consolará y, a menudo, hasta os hará gustar, antes<br />
de morir, lo que hará vuestras delicias y moriréis entonces en gran seguridad!».<br />
Así será para Isabel el paso del tiempo a la eternidad. ¡Si es este el camino de la muerte -<br />
explicará ella, unos días antes de irse- nada puede ser más apacible, más dichoso! Y si he de<br />
restablecerme, ¡qué dulce me será también reposar en los brazos del Señor! Jamás he<br />
sentido más vivamente la presencia de nuestro amado Señor, que desde esta enfermedad. Es<br />
como si El se estuviera de continuo junto a mí, corporalmente, para reconfortarme,<br />
alegrarme, y animarme, durante las horas de sufrimiento, agotador y penoso. Algunas<br />
veces, la dulce Virgen María, también parece acariciarme con ternura... Pero te vas a reír de<br />
mi imaginación, concluye la Madre, con destino a Sor Cecilia O'Conway, que recibía emocionada,<br />
aquella confidencia.<br />
Hacia la mitad de septiembre, el Sr. Dubois estima prudente hacer aprovecharse a la Madre<br />
Seton del sacramento de los enfermos. En realidad, si su estado sigue siendo estacionario,<br />
ella se ha debilitado tanto que a cada acceso de tos que la sacude dolorosamente, se puede<br />
temer que sea efectivamente el último. El domingo, 24 de septiembre, el Sr. Bruté de Rémur<br />
está en el confesonario en la Iglesia de San José. Bruscamente, alguien se acerca y llama. Es<br />
una Hermana que acude de White House.<br />
255
-¡Venga, nuestra Madre se muere!<br />
El Sr. Bruté de Rémur deja allí a su penitente, sale de la iglesia, se agarra al primer caballo<br />
que puede encontrar, salta a la silla y parte a galope en dirección de la Casa Blanca. Detrás<br />
de él, la Hermana que ha venido a avisarle vuelve a tomar el camino del convento con<br />
algunas personas.<br />
El Sr. Bruté de Rémur encuentra a la Madre calmada y serena. Ella le acoge sonriente,<br />
relajada. No, no ha llegado para ella todavía el momento de partir «a casa». El Sr. Bruté de<br />
Rémur puede irse, con toda seguridad, a celebrar a la parroquia la misa de Nuestra Señora<br />
de la Merced. Se marcha, pero terminada la misa, se apresura a volver junto a la enferma.<br />
-Confiésese de todo, en general, Madre- le sugiere él, para recibir una última absolución.<br />
Ella lo hace en voz alta, anota el Sr. Bruté. Luego, algunas Hermanas, silenciosas entran en la<br />
habitación. Catalina en medio de ellas. La Madre permanece apacible, prosiguiendo con<br />
toda evidencia el coloquio último con su Dios. En su mirada luminosa se transparenta su<br />
alma. El Sr. Bruté de Rémur le pide que haga un acto de abandono. Ella responde: sí, y con<br />
un gesto de la mano refrenda su asentimiento. El le propone renovar sus votos:<br />
-¡Con todo el corazón!, murmura ella.<br />
El le invita a bendecir a su hija Kate y a sus dos hijos ausentes, una vez más. Ella asiente de<br />
nuevo y su mirada se vuelve hacia el cielo, más elocuente que las palabras, expresa para<br />
ellos su último deseo. A las letanías de los Santos suceden las preces de los agonizantes. A<br />
duras penas, Catalina retiene sus sollozos. Estos estallan a pesar de sus esfuerzos, en el<br />
momento en que el Sr. Bruté de Rémur pronuncia las solemnes palabras «¡Sal, alma<br />
cristiana...!».<br />
Pero no es, todavía, para Isabel el día de la gran despedida. Superada la crisis, recupera vida.<br />
Esa misma noche, se entretiene con su director, haciendo la lista de las personas que<br />
deberán ser avisadas de su muerte. El pronuncia el nombre del Sr. David. Ella repite a su<br />
vez: Sr. David..., y prosigue:<br />
-Será necesario pedirle perdón de todas las penas que le causé.<br />
Ella desea que el Sr. Bruté no deje esa noche la Casa Blanca. Si la crisis de la mañana ha sido<br />
superada, puede venir otra que sea la última. Pero el responde tranquilamente:<br />
-Yo no creo que muera usted esta noche. Sin insistir más, ella le deja partir.<br />
La noche, en realidad, es buena. Y la jornada del día siguiente. Contra toda esperanza,<br />
lentamente, Isabel parece remontar la pendiente. El 4 de octubre, Kate avisa a Julia Scott:<br />
Mi madre ha estado «in extremis», pero ella afortunadamente va recuperándose ahora y<br />
tenemos la esperanza de que pronto estará restablecida. Catalina quiere esperar contra<br />
toda esperanza. Se da a su madre tres meses de plazo sin más. Es vano hacerse ilusiones a<br />
este respecto. Ella es presa a menudo de una sed torturante. Pues bien, una noche, su<br />
enfermera le trae una bebida refrescante. Con firmeza, la madre la rehúsa. Se está todavía<br />
en la época en que el ayuno eucarístico, riguroso y severo, pide que uno se abstenga de<br />
todo alimento y de toda bebida, aunque sea un sorbo de agua, a partir de media noche,<br />
cualquiera que sea la hora de la comunión matinal. Por una comunión más, Isabel estima<br />
como bien poca cosa tener que soportar cinco o seis horas de mayores sufrimientos. ¿Sería<br />
pagar demasiado cara tal gracia?<br />
El Sr. Bruté de Rémur -como afirmará el mismo- no puede traerle la comunión sin quedar<br />
profundamente conmovido, tanto irradia entonces el rostro de la madre, tanto se revela en<br />
su fisonomía su alegría íntima, en el momento en que él entra en su habitación portando la<br />
eucaristía.<br />
256
Los días se suceden a los días. El otoño hace llamear, una vez más, los robles en torno a la<br />
casa. Guillermo debe regresar al comienzo del año siguiente, en enero de 1821. La madre se<br />
recupera, esperando que volverá a ver a su hijo mayor. Ricardo, por su parte, junto a<br />
Antonio está en seguridad. Cuando le llegue la noticia de su muerte tendrá a su lado a un<br />
amigo incomparable, para endulzar su pena. Así piensa la Madre Seton. Y, de repente, llega<br />
una carta. Ella reconoce la letra de Ricardo... Pero el correo viene de América. ¿Por qué?<br />
Febrilmente la madre despliega el papel. Ricardo 1-e hace saber que no está ya en Liorna.<br />
Ha dejado ya a Antonio Filicchi. Y ahora está en Virginia, en Norfolk, deudor insolvente de<br />
un protesto. La carta está fechada el 12 de octubre. El golpe hiere a Isabel en pleno corazón.<br />
Ella imagina ya a Ricardo en prisión, desho7rado, desesperado, abandonado de todos. Con<br />
su mano febricitante escribe desde su lecho al general Harper, suplicándole que acuda en<br />
ayuda de su hijo. Espera, temblorosa, una respuesta. Y es una carta de Toscana la que llega<br />
primero. Antonio Filicchi, ignorante del estado de salud de su destinataria, le hace saber sin<br />
componendas que Ricardo no es más capaz de lo que era Guillermo. Tampoco con él ha<br />
logrado, al fin, ninguna de las satisfacciones esperadas... Para la madre viene a ser el golpe<br />
de gracia. El golpe definitivo del que ya no podrá volverse a levantar. Quiere escribir una vez<br />
más a Antonio. Bajo su pluma se agolpan las palabras, sin encontrar nunca su sitio querido<br />
en la frase, ella las olvida. Las letras cabalgan unas sobre otras, apenas, legibles. Ultimo<br />
mensaje, conmovedor, digno de lástima.<br />
¡He ahí pues, el fruto terrestre de tu bondad y de tu presencia con nosotros! Pero<br />
afortunadamente todo está escrito en el cielo. Yo no he vuelto a ver todavía al muchacho. El<br />
me escribió que estaba en Norfolk ere dificultad, habiendo recibido un protesto. Y como yo<br />
no sabía entonces nada de lo que tú me has informado después, pensando que él estaba<br />
arrestado, tal vez, o algo así, le escribí al general Harper para que tuviera la bondad de<br />
ocuparse de él... No para su descargo, querido Antonio, sino por deber maternal.<br />
Durante largos años he rogado solamente por mis hijos, pidiendo a nuestro Dios bendito que<br />
hiciese lo que El quiera para ellos y en ellos por el camino de contradicción o de la prueba,<br />
dado tan sólo que salve sus almas!... Tan pronto como haya visto a mi desgraciado Ricardo,<br />
le escribiré de nuevo, si Dios quiere. La razón de esta carta es que he recibido los últimos<br />
sacramentos hace tres semanas...<br />
Al menos ella quiere repetir a Antonio los frutos apostólicos que comienza a dar en tierra<br />
americana «el grano de mostaza que él -el amigo fiel- sembró por la mano de Dios».<br />
Ahora bien, mientras que su madre consumía las últimas fuerzas de su vida en buscar para<br />
su hijo pródigo los apoyos seguros, Ricardo, que había salido de apuros, escribía<br />
desvergonzadamente al general una carta insolente afirmando con arrogancia que él no<br />
tenía que rendir cuentas a nadie en lo que concernía a su salida de Liorna.<br />
El viento de otoño sopla a ráfagas a través del valle. Uno tras otro, los grandes robles se<br />
despojan de sus hojas. El fuego de leña que chisporrotea en la chimenea, ayuda apenas a<br />
entrar en calor a la Madre Seton. Ella no deja ya el lecho. El 18 de noviembre, Catalina<br />
escribe a Julia Scott: Mi querida madre está lejos de restablecerse. Los ataques de tos se<br />
multiplican. En el pecho aparece un abceso. El agotamiento es cada vez mayor. La enferma<br />
no puede ni siquiera alimentarse. Sor O Conway que la rodea de las mejores atenciones, se<br />
mueve en torno al lecho a tiempo y a destiempo con una voluntad tan buena como torpe<br />
sometiendo a veces a dura prueba la paciencia que la Madre Seton se esfuerza por<br />
conservar, a pesar de su debilidad, a pesar de su sufrimiento.<br />
-Madre, ¿necesita algo?... ¿querría tener un crucifijo para que la ayude a pensar en Dios?<br />
257
-Gracias, mi querida hija, tengo ya un crucifijo sobre el pecho. Y un poco más tarde le<br />
explica:<br />
-No se inquiete, mi querida hija, yo trato de permanecer tan íntimamente como puedo en su<br />
presencia.<br />
Ella tiene todavía placer en escuchar el canto de las escolares que sube a veces hasta su<br />
habitación. Pide que se le traiga a las más pequeñas de las niñas y hace que se les dé fruta.<br />
Escucha gustosa a las Hermanas que vienen a darle cuenta de su apostolado junto a las<br />
alumnas, o a las pobres gentes del pueblo. En su rostro de color de cera, los ojos centellean<br />
aun de vida y de entusiasmo. En el curso de la segunda quincena de diciembre, llega Ricardo<br />
a Emmitsburg. ¿Se esperaba él encontrar a su madre en tal estado? ¿Comprende que ella se<br />
encuentra en sus últimos días? ¿Está lleno de vergüenza o tan solo inconsciente de la<br />
gravedad de la situación? ¿Teme unos reproches, a decir verdad, justificadora? Ni la fiesta<br />
de Navidad, muy próxima, ni el estada de su madre le retienen en White House. Al cabo de<br />
unos días, se va. Jamás volverá ya al Vallo. Dos años y medio más tarde, morirá él mismo a<br />
los 26 años, a bordo del bergantín «Oswego» el 26 de junio de 1823, de una enfermedad<br />
contraída a la cabecera de Jehudi Ashmun, un pastor protestante, a cuyo cuidado se había<br />
dedicado generosamente.<br />
La Madre Seton ha visto a Ricardo. A Guillermo no le volverá a ver. Su hijo mayor desposará,<br />
en 1831, a Emily Prime, una protestante. Y por un tiempo, se alejará de la fe católica. Pero<br />
será en la Iglesia católica donde muera el 20 de enero de 1868. De sus siete hijos, uno será<br />
prelado y otra religiosa.<br />
Ha llegado Navidad. A la alegría tradicional que trae a White House la fiesta del Nacimiento,<br />
se le ha puesto sordina. Si algún cambio ha sobrevenido desde mi última carta -escribe<br />
Catalina a Julia Scott el 26 de diciembre de 1820<br />
El fin es inminente. Sentada en su lecho, sostenida por dos cojines a fin de atenuar la crisis<br />
de asfixia, la Madre Seton sólo espera la llamada del Señor. Ha podido comulgar todavía el<br />
domingo 31 de diciembre. La última noche del año se ha acabado. Han sonado ya en el gran<br />
silencio las doce campanadas de medianoche. La Hermana que vela a la enferma se acerca a<br />
su lecho. Le presenta una pócima.<br />
Deje la bebida tranquila ---dice con firmeza la Madre-. ¡Una comunión más y luego la<br />
eternidad!<br />
Martes, 2 de enero. El Sr. Bruté de Rémur y el Sr. Dubois han llegado ambos, de mañana, a<br />
la habitación donde reposa Isabel. Ella recibe de su padre espiritual una última bendición. El<br />
Superior de la comunidad le propone renovar el sacramento de los enfermos, si lo desea. El<br />
rostro de la moribunda se ilumina con una feliz sonrisa:<br />
-Muy agradecida..., dice con un susurro.<br />
Al comienzo de la tarde todas las Hermanas, silenciosas, y Catalina entre ellas, rodean de<br />
nuevo a su Madre. Demasiado fatigada para hablar, incluso a media voz, la Madre Seton<br />
deja al Sr. Dubois exponer en su lugar y en su nombre sus últimas recomendaciones.<br />
Lo que quiere es que sus hijas permanezcan unidas conjuntamente como verdaderas Hijas<br />
de la Caridad. Luego, que sigan sólidamente fieles, gracias a la práctica de sus reglas.<br />
La Madre tiene un tercer deseo. Ella quiere --dice el Sr. Dubois- que os pida perdón de su<br />
parte por todos los malos ejemplos que os ha podido dar, y yo me inclino ante ese deseo.<br />
Todas saben bien, sin embargo -añade él-, que ella no ha dado jamás malos ejemplos a<br />
consecuencia de las dispensas que le han sido concedidas, ya que, al aceptarlas no hacía<br />
otra cosa que someterse tanto a las prescripciones del médico como a las normas del<br />
superior mismo.<br />
258
El Sr. Dubois se dispone a comenzar la ceremonia de la extremaunción. Revestido ya de<br />
sobrepelliz, ha tomado el ritual. Con un gesto, con una mirada, la moribunda le interrumpe.<br />
-Les agradezco, hermanas mías -articula ella-la bondad que tienen de estar aquí, en este<br />
momento difícil.<br />
Luego, recogiendo todas sus fuerzas:<br />
-¡Sean hijas de la Iglesia! ¡Sean hijas de la Iglesia!<br />
Esta última recomendación ha querido pronunciarla ella misma. La repite dos veces. Eco<br />
lejano, eco triunfante del grito que ella lanzaba en 1805, en lo profundo de la noche, tan<br />
próxima sin saberlo ella, a la radiante luz de su Epifanía: ¡No busco más que a Dios y su<br />
Iglesia!<br />
La Iglesia de Dios, ella la encontró y llegó a ella «no renegando de su pasado» -como lo<br />
subrayó el Papa Juan XXIII el día de su beatificación, 7 de marzo de 1963-, sino más bien<br />
como una meta providencial ofrecida a sus estudios, a su oración, a sus obras de caridad, y a<br />
la que la disponía la orientación de su vida precedente. Poco a poco, ella se encontró en el<br />
seno de la Iglesia Católica; eso fue para ella un enriquecimiento del patrimonio que poseía<br />
ya, la apertura de un cofre cerrado que tenía en sus manos, el pleno conocimiento de la<br />
verdad total con la que ella había estado en contacto desde su juventud. ¡Qué más cosas<br />
puede entonces desear a sus hijas que el que permanezcan verdaderas hijas de esa Iglesia<br />
que ella encontró, que la recibió y la colmó!<br />
El 6 de enero próxima, las niñas de White House harán su primera comunión. ¿Quién sabe -<br />
le dice el Sr. Bruté de Rémur- si no estará ella todavía aquí para asociarse a esa fiesta, para<br />
recibir una vez más el cuerpo de Cristo?<br />
Pera una Epifanía infinitamente más bella y más gloriosa se prepara para ella. Ella la<br />
presiente. Ella la desea. Ella la espera, en paz.<br />
Su debilidad apenas la permite pronunciar unas palabras. Pero es dichosa de oír recitar, de<br />
vez en cuando, muy cerca de ella, uno u otro de sus textos santos preferidos. Por un<br />
momento la Hermana que la vela la oye musitar las primeras palabras de la oración<br />
recientemente compuesta por el Papa Pío VII.<br />
¡Que la justísima, la altísima y amabilísima voluntad de Dios sea alabada, cumplida,<br />
exaltada, en todas las cosas, por encima de todo y por siempre!<br />
La voluntad de Dios. La Palabra de Dios. El Hija de Dios, Dios mismo entre nosotros, hecha<br />
nuestro alimento, ¿no era de lo que ella había vivido? Ahora ella iba a perderse en esa<br />
voluntad de amor, gustar los bienes infinitos prometidos y merecidas para nosotros por el<br />
«amado Salvador», es decir, ver a Dios cara a cara, contemplarle, amarle, poseerle,<br />
comunicar en su vida propia, eternamente.<br />
Las palabras francesas venían a veces, espontáneamente a sus labios, pues es en esa lengua<br />
en la que gustaba rezar. Sor Xavier lo sabe y, lentamente repite a su cabecera las palabras<br />
que tantas veces ella ha pronunciado:<br />
«Gloire a Dieu aux plus haut des cieux<br />
et paix sur la terre aux hommes qu'il aime...<br />
Nous te louons, nous te béni.ssons, nous t'adorons...<br />
...Toi, qui enléves le péché du monde, reçois notre priére<br />
car Toi seul est Saint, Toi seul es le Seigneur,<br />
Toi seul es le Trés-Haut, Jésus-Christ,<br />
dans la glorie de Dieu le Pére».<br />
259
«Gloria», himno de alabanza. «Magnificat», canto de acción de gracias:<br />
«Mon áme exalte le Seigneur, exulte mon esprit en Dieu mon Sauveur. ...Le Tout-Puissant a<br />
fait en moi des grandes choses: saint est son nom. Désormais toutes les générations<br />
m'appelerons bienheuheuse».<br />
No había aparecida todavía el alba del 4 de enero de 1821 por encima de las Monta.ñas<br />
Azules, cuando el alma de Isabel, con una calma profunda se lanzó hacia la casa del Padre.<br />
El Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas.<br />
desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.<br />
Estas palabras, iban a hacerse realidad un día.<br />
Vendría un día -ya ha llegado para nosotros- en que el Vicario de Cristo, proclamaría<br />
bienaventurada, en la Basílica de San Pedro de Roma, a la que, en la pequeña iglesia de San<br />
Pedro de Nueva York se había unido por primera vez a Cristo, por la comunión sacramental,<br />
el 25 de marzo de 1805.<br />
Juan XXIII escribía el 17 de marzo de 1963:<br />
¡Oh bienaventurada Isabel Seton, que resplandeces desde ahora ante la faz de todas las<br />
naciones por tu fidelidad a las promesas del bautismo, mira con ojos de predilección a tu<br />
puebla que se gloría de ti como de su primera flor de santidad. Obtenle de Dios la gracia de<br />
guardar el patrimonio sagrado de la llamada del Evangelio, la firmeza en la fe, el ardor en la<br />
caridad, a fin de que responda con alegría a su vocación particular!<br />
¡Extiende tu protección también sobre la Iglesia entera, ofreciéndole como ejemplo el fuego<br />
de generosidad y amor que te impulsó «de claridad en claridad» hasta la presente<br />
glorificación!<br />
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