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ColombA<br />
Prosper Mérimée<br />
Editorial Gente Nueva
Edición: Gretel Avila Hechavarría<br />
Diseño y composición: Caridad Sanabia de León<br />
Cubierta: Abenamar Bauta Delgado<br />
Realización de cubierta: Armando Quintana Gutiérrez<br />
Corrección: Liz Álvarez Vega<br />
© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2009<br />
ISBN 978-959-08-0976-7<br />
Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva,<br />
calle 2, no. 58, Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba
Capítulo Primero<br />
Pè far la to vendetta,<br />
Sta sigur’, vasta anche ella<br />
VOCERO DU NIOLO<br />
En los primeros días del mes de octubre de 181… el coronel sir<br />
Thomas Nevil, irlandés, distinguido oficial del ejército británico,<br />
fue a parar con su hija al hotel Beauveau, en Marsella, de<br />
regreso de un viaje por Italia. La insistente admiración de los<br />
viajeros entusiastas ha producido una reacción, y, para singularizarse,<br />
hoy muchos turistas han adoptado por divisa el nil<br />
admirari de Horacio. 1 A esta clase de viajeros descontentadizos<br />
pertenecía miss Lydia, hija única del coronel. La Transfiguración<br />
le había parecido mediocre; el Vesubio en erupción, apenas<br />
superior a las chimeneas de las fábricas de Birmingham.<br />
En suma, su mayor objeción contra Italia era que este país<br />
carecía de color local, de carácter. Explique quien pueda el<br />
sentido de estas palabras, que comprendía perfectamente hace<br />
algunos años y que ya no entiendo hoy. En primer término,<br />
miss Lydia había esperado encontrar al otro lado de los Alpes<br />
cosas que nadie hubiera visto antes que ella, y de las que poder<br />
hablar con la gente de buena fe, como dice M. Jourdain. 2 Pero,<br />
pronto precedida en todas partes por sus compatriotas y perdida<br />
ya la esperanza de hallar nada desconocido, se lanzó al partido<br />
de la oposición. Es muy desagradable, en efecto, no poder<br />
1Máxima del poeta latino Quinto Horacio Flaco que quiere decir «No conmoverse<br />
por nada».(Todas las Notas, salvo indicación de lo contrario, son<br />
del Editor.).<br />
2Personaje de la comedia El burgués gentilhombre, de Moliere.<br />
5
hablar de las maravillas de Italia sin que alguien le diga a uno:<br />
«Conocerá usted sin duda el Rafael del palacio***, en ***. Es lo<br />
más hermoso de Italia», y es esto justo lo que uno ha dejado de<br />
ver. Como el verlo todo requiere demasiado tiempo, lo más sencillo<br />
es condenarlo todo.<br />
En el hotel Beauveau, miss Lydia tuvo una amarga decepción.<br />
Traía ella un bonito croquis de la puerta pelásgica o ciclópea<br />
de Segni, que creía olvidada por los dibujantes. Ahora<br />
bien: lady Frances Fenwich, con quien se encontró en Marsella,<br />
le enseñó su álbum, en el que, entre un soneto y una flor<br />
seca, figuraba la puerta en cuestión, vigorosamente iluminada<br />
con tierra de Siena. Lydia regaló la puerta de Segni a su doncella<br />
y perdió toda estimación por las construcciones pelásgicas.<br />
Tan lamentables disposiciones eran compartidas por el coronel<br />
Nevil, quien desde la muerte de su mujer no veía las cosas<br />
sino por los ojos de miss Lydia. Para él, Italia tenía la inmensa<br />
culpa de haber aburrido a su hija, y era, por consiguiente, el<br />
país más aburrido del mundo. Cierto es que nada tenía que<br />
decir contra los cuadros y las estatuas; pero sí podía asegurar<br />
que la caza era mezquina en aquel país y que era necesario<br />
andar diez leguas bajo el sol por la campiña de Roma para<br />
matar unas míseras perdices.<br />
Al día siguiente de su llegada a Marsella invitó a comer al capitán<br />
Ellis, su antiguo ayudante, que acababa de pasar seis<br />
semanas en Córcega. El capitán contó muy pintorescamente a<br />
miss Lydia una historia de bandidos que tenía el mérito de no<br />
parecerse en modo alguno a las historias de ladrones que tan<br />
a menudo había oído ella en el camino de Roma a Nápoles. A<br />
los postres, solos los dos hombres ante unas botellas de vino de<br />
Burdeos, hablaron de caza, y el coronel se enteró de que no hay<br />
país dende sea mejor, más abundante y más variada que en<br />
Córcega. «Allí se ven numerosos jabalíes» dijo el capitán Ellis,<br />
«y es preciso aprender a distinguirlos de los cerdos domésticos,<br />
que se les parecen de una manera asombrosa, pues el que mate<br />
cerdos tiene que habérselas con sus guardianes, quienes, surgiendo<br />
de una especie de matorral que llaman maquis, armados<br />
hasta los dientes, se hacen pagar los animales y se burlan<br />
6
de uno. También allí tiene usted el muflón, 1 un animal muy<br />
raro que no se encuentra en otros sitios; buena pieza de caza,<br />
pero difícil; ciervos, gamos, faisanes, perdices, no es posible<br />
enumerar todos los géneros de caza que hormiguean en Córcega.<br />
Si le gusta tirar, vaya a Córcega, mi coronel; allí, como<br />
decía uno de mis hoteleros, podrá usted tirar sobre todas las<br />
piezas posibles, desde el tordo hasta el hombre».<br />
A la hora del té el capitán cautivó de nuevo a miss Lydia con<br />
una historia de vendetta transversale, 2 aún más entretenida<br />
que la primera, y acabó de entusiasmarla con Córcega al describirle<br />
el raro y salvaje aspecto del país y el carácter original<br />
de sus habitantes, su hospitalidad y sus costumbres primitivas.<br />
En fin, puso a sus pies un lindo estilete, menos notable<br />
por su forma y su mango de cobre que por su origen. Un bandido<br />
célebre se lo había cedido al capitán Ellis, con la garantía<br />
de haber penetrado en cuatro cuerpos humanos. Miss Lydia<br />
lo guardó en su cinturón, lo puso luego en su mesa de noche y lo<br />
desenvainó dos veces antes de dormirse. Por su parte, el coronel<br />
soñó que mataba un muflón y que el propietario se lo hacía<br />
pagar, en lo que consentía de buen grado por tratarse de un<br />
animal muy curioso, que se parecía a un jabalí, con astas de<br />
ciervo y cola de faisán.<br />
—Ellis cuenta que hay una caza admirable en Córcega —dijo<br />
el coronel almorzando a solas con su hija—; si no estuviera tan<br />
lejos me gustaría pasar allí dos semanas.<br />
—Pues bien —replicó miss Lydia—, ¿por qué no hemos de ir<br />
a Córcega? Mientras tú cazaras, yo dibujaría; me gustaría mucho<br />
tener en mi álbum esa gruta de la que hablaba el capitán Ellis,<br />
a la que Bonaparte iba a estudiar cuando era niño.<br />
Aquella era quizá la primera vez que un deseo manifestado<br />
por el coronel hubiese obtenido la aprobación de su hija. Encantado<br />
por esta coincidencia inesperada, tuvo, sin embargo,<br />
el buen sentido de hacer algunas objeciones para avivar el feliz<br />
1Cierto carnero salvaje. (Nota de la Edición de Base).<br />
2Es la venganza que se hace recaer sobre un pariente más o menos lejano<br />
del autor de la ofensa. (Nota de la E. de B.).<br />
7
capricho de miss Lydia. En vano habló del salvajismo del país<br />
y de las dificultades que ofrecería ese viaje a una mujer: de<br />
nada tenía ella miedo, lo que más le agradaba era viajar a caballo;<br />
dormir al raso era su delicia; amenazó con ir al Asia<br />
Menor. Tenía, en suma, respuesta para todo; jamás una inglesa<br />
había ido a Córcega. ¡Y qué felicidad la suya al enseñar su<br />
álbum cuando volviera a Saint-James’s Place!<br />
«¿Por qué no nos muestra ese dibujo tan curioso, querida<br />
Lydia?».<br />
«¡Oh! No tiene nada de particular. Es un apunte que hice de<br />
un célebre bandido corso que nos sirvió de guía».<br />
«¡Cómo! ¿Ha estado usted en Córcega…?».<br />
Por no haber aún vapores entre Francia y Córcega hubo que<br />
indagar si había algún velero pronto a zarpar para la isla<br />
que miss Lydia se proponía descubrir. Aquel mismo día el coronel<br />
escribió a París para que dispusieran de las habitaciones<br />
que había encargado y trató con el patrón de una goleta<br />
corsa que iba a hacerse a la vela para Ajaccio. Tenía dos camarotes<br />
tal cual. Embarcaron provisiones; el patrón juró que un<br />
viejo marinero suyo era un cocinero estimable, que no tenía<br />
igual para la bouillabaisse; prometió que la señorita se encontraría<br />
bien y que tendrían buen viento y mar tranquilo.<br />
El coronel, por voluntad de su hija, estipuló además que el<br />
capitán no admitiría ningún pasajero y que se las arreglaría<br />
de modo que la goleta rozara las costas de la isla a fin de poder<br />
gozar de la vista de las montañas.<br />
8
II<br />
El día fijado para la partida todo estaba embalado y embarcado<br />
desde la mañana: la goleta levaría anclas con la brisa de la<br />
tarde. Durante la espera, el coronel paseaba con su hija por<br />
la Canebière, cuando se le acercó el patrón pidiéndole permiso<br />
para tomar a bordo a uno de sus parientes, es decir, a un primo<br />
segundo del padrino de su hijo mayor, que, debiendo regresar<br />
a Córcega, su país natal, requerido por apremiantes asuntos,<br />
no encontraba otro barco que lo trasportase.<br />
—Es un buen muchacho —añadió el capitán Matei—, militar,<br />
oficial de cazadores de infantería de la guardia, y que ya<br />
sería coronel si el otro fuese todavía emperador.<br />
—Puesto que es un militar… —dijo el coronel.<br />
Iba a añadir: «Consiento gustoso en que venga con nosotros…»,<br />
pero miss Lydia exclamó en inglés:<br />
—¡Un oficial de infantería…! —como su padre había servido<br />
en la caballería despreciaba todas las otras armas—. ¡Un hombre<br />
sin educación, tal vez, que se mareará y nos aguará todo el<br />
placer de la travesía!<br />
El patrón no entendía una palabra de inglés; pero pareció<br />
comprender lo que decía miss Lydia por la mueca de su linda<br />
boca, y les endilgó un cumplido elogio de su pariente; terminó<br />
afirmando que era un hombre muy distinguido, de una familia<br />
de cabos, y que no molestaría en nada al señor coronel,<br />
porque él, como patrón, se encargaba de alojarlo en un rincón<br />
donde no se advertiría su presencia.<br />
Al coronel y a miss Nevil les pareció raro que hubiese en<br />
Córcega familias en que se trasmitiera así de padre a hijo la<br />
graduación de cabo; pero como creían que se trataba de un<br />
9
cabo de infantería, dedujeron piadosamente que aquel era<br />
algún pobre diablo a quien el patrón quería llevar de caridad.<br />
Si se hubiera tratado de un oficial, habrían tenido que hablarle,<br />
convivir con él; pero con un cabo no hay que molestarse: es<br />
un ser sin importancia cuando no lo acompaña su escuadra,<br />
con la bayoneta calada, para llevarlo a uno adonde no tiene<br />
ganas de ir.<br />
—¿Se marea su pariente? —preguntó miss Nevil en tono seco.<br />
—Jamás, señorita; tiene la cabeza firme como una roca, lo<br />
mismo en mar que en tierra.<br />
—Pues bien, puede usted llevarlo —dijo ella.<br />
—Puede usted llevarlo —repitió el coronel.<br />
Y continuaron su paseo.<br />
A eso de las cinco el capitán Matei fue a buscarlos para que se<br />
embarcaran en la goleta. En el puerto, cerca de la yola 1 del<br />
capitán, encontraron a un joven enfundado en una levita azul<br />
abotonada hasta la barbilla, de atezado rostro, ojos negros,<br />
vivos y muy rasgados, y aspecto franco e inteligente. Por sus<br />
actitudes y por su bigote rizado se reconocía fácilmente a un<br />
militar, pues en aquella época los bigotes no abundaban por<br />
las calles, y la guardia nacional no había aún introducido en<br />
todas las familias la vestimenta y las costumbres del cuerpo<br />
de guardia.<br />
El joven se quitó la gorra al ver al coronel y, sin cortedad y<br />
en buenos términos, le dio las gracias por el servicio que le<br />
prestaba.<br />
—Me alegro de haberte sido útil, muchacho —le dijo el coronel<br />
haciéndole un signo afectuoso con la cabeza.<br />
Y embarcó en la yola.<br />
—Es desenvuelto el inglés —dijo en voz baja, y en italiano, el<br />
joven al patrón.<br />
Este se llevó el índice al ojo izquierdo e hizo un gesto con la<br />
boca, lo cual quería decir, para quien entienda el lenguaje de<br />
los signos, que el inglés comprendía el italiano y que era un<br />
1 Embarcación ligera de vela, que también es movida con remos.<br />
10
hombre raro. El joven esbozó una sonrisa y se tocó la frente,<br />
en respuesta al signo de Matei, como para decirle que todos los<br />
ingleses tenían algo de trastornados. Se sentó luego al lado del<br />
patrón y se puso a mirar con mucha atención, pero sin impertinencia,<br />
a su bonita compañera de viaje.<br />
—Tienen buen aspecto estos soldados franceses —dijo en inglés<br />
el coronel a su hija—. Así llegan fácilmente a oficiales.<br />
A continuación interpeló en francés al joven:<br />
—Dígame, buen mozo, ¿en qué regimiento ha servido?<br />
El joven dio un codazo al padre del ahijado de su primo y,<br />
reprimiendo una sonrisa irónica, contestó que había pertenecido<br />
a los cazadores de infantería de la guardia y que en la<br />
actualidad procedía del 7º ligero.<br />
—¿Ha estado acaso en Waterloo? Es usted muy joven.<br />
—Perdone usted, mi coronel. Ha sido mi única campaña.<br />
—Vale por dos —dijo el coronel.<br />
El joven corso se mordió los labios.<br />
—Papá —dijo miss Lydia en inglés—, pregúntale si los corsos<br />
quieren mucho a su Bonaparte.<br />
Antes de que el coronel hubiera traducido la pregunta al<br />
francés, el joven contestó en bastante buen inglés, aunque con<br />
marcado acento:<br />
—Sabe usted, señorita, que nadie es profeta en su tierra.<br />
Nosotros los compatriotas de Napoleón lo queremos tal vez<br />
menos que los franceses. En cuanto a mí, aunque mi familia<br />
fue en otro tiempo enemiga de la suya, lo quiero y lo admiro.<br />
—¡Habla usted inglés! —exclamó el coronel.<br />
—Muy mal, como puede ver.<br />
Aunque un poco molesta por su modo desenvuelto, miss Lydia<br />
no pudo menos que reír al pensar en una enemistad personal<br />
entre un cabo y un emperador. Le supo como a un gusto anticipado<br />
de las singularidades de Córcega y se prometió consignar<br />
el rasgo en su diario.<br />
—¿Quizá habrá estado usted prisionero en Inglaterra? —preguntó<br />
el coronel.<br />
—No, mi coronel. Aprendí el inglés en Francia, siendo muy<br />
joven, con un prisionero de la nación de usted.<br />
11
Después, dirigiéndose a miss Nevil:<br />
—Matei me ha dicho que viene de Italia. Sin duda hablará<br />
usted el toscano puro. Temo, señorita, que le sea algo difícil<br />
comprender nuestro dialecto.<br />
—Mi hija entiende todos los dialectos italianos —respondió<br />
el coronel—; tiene el don de los idiomas. No es como yo.<br />
—¿Comprendería usted, señorita, por ejemplo, estos versos<br />
de una de nuestras canciones corsas? Es un pastor que dice a<br />
una pastora:<br />
S’ entrassi ’ndru Paradisu santu, santu,<br />
e nun truvassi a tia, mi n’ esciria. 1<br />
Miss Lydia comprendió, y, pareciéndole la cita audaz, y más<br />
todavía la mirada que la acompañaba, respondió enrojeciendo:<br />
—Capisco. 2<br />
—¿Y va usted a su país con licencia? —preguntó sir Nevil.<br />
—No, mi coronel. Me han retirado, probablemente porque<br />
estuve en Waterloo y soy compatriota de Napoleón. Vuelvo a<br />
mi casa, ligero de esperanzas, ligero de bolsillo, como dice la<br />
canción.<br />
Y suspiró mirando al cielo.<br />
El coronel se llevó la mano al bolsillo y, mientras daba vueltas<br />
entre los dedos a una moneda de oro, buscó una frase para<br />
deslizarla con delicadeza en la mano de su infortunado adversario.<br />
—También estoy retirado —dijo en tono de buen humor—;<br />
pero con la paga de usted no tendrá para comprarse tabaco.<br />
Tome, cabo.<br />
Y trató de introducir la moneda de oro en la mano que apoyaba<br />
el joven sobre la borda de la yola.<br />
El corso se puso como la grana, se irguió, se mordió los labios<br />
y pareció dispuesto a responder brusco pero, de repente,<br />
cambió de expresión y se echó a reír. El coronel, con su moneda<br />
en la mano, se quedó muy perplejo.<br />
1 «Si yo entrase en el Paraíso santo, santo, y no te encontrara allí, saldría de<br />
él». (Serenata di Zicavo.). (Nota de la E. de B.).<br />
2 En italiano «comprendo».<br />
12
—Coronel —dijo el joven recobrando su seriedad—, permítame<br />
que le haga dos advertencias: la primera es que no ofrezca<br />
nunca dinero a un corso, porque algunos de mis paisanos<br />
son lo bastante descorteses para tirárselo a la cara; la segunda<br />
es que no dé a la gente títulos que no reclaman. Me ha llamado<br />
usted cabo y soy teniente. Sin duda la diferencia no es<br />
gran cosa, pero…<br />
—¡Teniente! —exclamó sir Thomas—, ¡teniente! Pues el patrón<br />
me dijo que era usted cabo, así como su padre y todos los<br />
hombres de su familia.<br />
Al oír esto, el joven volvió a reír a carcajadas, y con tanto<br />
regocijo, que el patrón y sus dos marineros le hicieron coro.<br />
—Perdón, coronel —dijo al fin el joven—; pero el quid pro quo, 1<br />
que ahora comprendo, es divertidísimo. En efecto, mi familia<br />
se glorifica de contar cabos entre sus antepasados; pero nuestros<br />
cabos corsos no han tenido nunca galones en sus bocamangas.<br />
Por el año de gracia de 1 100, habiéndose rebelado algunos<br />
municipios contra la tiranía de los grandes señores montañeses,<br />
se eligieron jefes, a los que llamaron cabos. En nuestra isla<br />
tenemos a honra el descender de tales especies de tribunos.<br />
—Perdóneme, caballero —exclamó el coronel—; le ruego que<br />
me perdone. Ya que ha comprendido usted la causa de mi equivocación,<br />
espero que se servirá excusarla.<br />
Y le tendió la mano.<br />
—Es el justo castigo de mi pequeña vanidad, coronel —dijo<br />
el joven sin dejar de reír y estrechando cordialmente la mano<br />
del inglés—. No le guardo el menor rencor. Pero puesto que mi<br />
amigo Matei me ha presentado tan mal, permítame que me<br />
presente yo mismo: me llamo Orso Della Rebbia, teniente retirado,<br />
y si, como presumo al ver esos dos hermosos perros, va<br />
usted a Córcega para cazar, me halagará mucho el hacerle los<br />
honores de nuestros bosques y de nuestras montañas… si es<br />
que no los he olvidado —añadió suspirando.<br />
En aquel momento la yola llegaba a la goleta. El teniente<br />
ofreció la mano a miss Lydia y ayudó luego al coronel a subir<br />
1 Expresión latina que quiere decir literalmente «algo a cambio de algo» y<br />
que hace referencia, en este caso, al error de tomar a una persona por otra.<br />
13
a bordo. Una vez allí, sir Thomas, que continuaba muy contrariado<br />
por su equivocación y no sabía cómo hacer olvidar su<br />
impertinencia a un hombre que databa del año 1 100, lo invitó<br />
a cenar, sin esperar el consentimiento de su hija, reiterándole<br />
sus excusas y sus apretones de mano. Miss Lydia frunció un<br />
poco el ceño, pero, después de todo, no le desagradaba saber lo<br />
que era un cabo; el joven no le había resultado antipático; hasta<br />
empezaba a encontrarle cierto no sé qué aristocrático; sin<br />
embargo, tenía un aire demasiado franco y demasiado alegre<br />
para un héroe de novela.<br />
—Teniente Della Rebbia —dijo el coronel saludándolo a la<br />
manera inglesa, con un vaso de vino de Madeira en la mano—,<br />
he visto en España a muchos de sus compatriotas; eran de la<br />
famosa infantería de tiradores.<br />
—Sí, muchos se quedaron en España —replicó el teniente<br />
con expresión seria.<br />
—Nunca olvidaré la conducta de un batallón corso en la batalla<br />
de Vitoria —prosiguió el coronel—. Este me la recuerda<br />
—añadió frotándose el pecho—. Durante todo el día los tiradores<br />
aquellos, diseminados, habían estado acribillándonos desde<br />
las tapias de los jardines; nos mataron no sé cuántos hombres<br />
y caballos. Decidida la retirada, se reunieron y se pusieron a<br />
marchar de prisa. Nosotros esperábamos tomar el desquite en<br />
la llanura; pero los bribones…, perdone, teniente…, aquellos<br />
bravos, digo, formaron el cuadro y no había medio de romperlo.<br />
En el centro del cuadro, todavía creo verlo, había un oficial<br />
montado en un caballo negro; estaba al lado del águila, fumando<br />
un cigarro como si estuviera en el café. A veces, como<br />
para desafiarnos, tocaban música… Lanzo contra ellos mis<br />
dos primeros escuadrones… ¡Bah! En lugar de morder en el<br />
frente del cuadro, he aquí que mis dragones 1 pasan al lado,<br />
dan después media vuelta, y regresan muy en desorden con<br />
más de un caballo sin jinete… ¡Y siempre la endiablada música!<br />
Al disiparse el humo que envolvía el batallón volví a ver<br />
al oficial al lado del águila y fumando su cigarro. Rabioso, me<br />
puse a la cabeza de una última carga. Sus fusiles, tapados<br />
1 Soldado que servía a pie y a caballo, alternativamente.<br />
14
a fuerza de tirar, no disparaban ya, pero los soldados, en seis<br />
filas y con las bayonetas a la altura de las narices de los caballos,<br />
parecían una pared. Yo gritaba, alentaba a mis dragones,<br />
espoleaba mi cabalgadura, cuando el oficial de quien le<br />
hablo, dejando al fin de fumar, se dirigió a uno de sus hombres,<br />
señalándome con la mano. Le oí algo como: «Al capello<br />
bianco!» Llevaba yo un penacho blanco. No oí más, porque una<br />
bala me atravesó el pecho. Era un magnífico batallón, señor<br />
Della Rebbia; el primero del 18 0 ligero; todos corsos, según me<br />
dijeron después.<br />
—Sí —dijo Orso, cuyos ojos habían brillado durante aquel<br />
relato—. Sostuvieron la retirada y trajeron su águila; pero los<br />
dos tercios de aquellos bravos duermen hoy en los llanos de<br />
Vitoria.<br />
—¿Sabría usted por casualidad el nombre del jefe que los<br />
mandaba?<br />
—Era mi padre, mayor a la sazón en el 18°. Fue promovido a<br />
coronel por su comportamiento en aquella triste jornada.<br />
—¿Su padre? A fe mía que era un valiente. Celebraría volver<br />
a verlo; estoy seguro de que lo reconocería. ¿Vive aún?<br />
—No, coronel —dijo el joven palideciendo ligeramente.<br />
—¿Estuvo en Waterloo?<br />
—Sí, mi coronel; pero no tuvo la dicha de caer en el campo de<br />
batalla… Murió en Córcega… hace dos años… ¡Qué hermoso<br />
mar! Diez años hace que no había visto el Mediterráneo. ¿No<br />
le parece a usted más bello el Mediterráneo que el océano, señorita?<br />
—Lo encuentro demasiado azul… y las olas carecen de grandeza.<br />
—¿Le gusta la belleza salvaje, señorita? En este caso creo<br />
que le agradará Córcega.<br />
—Mi hija —dijo el coronel— gusta de todo lo que es extraordinario.<br />
Por eso no le ha gustado Italia.<br />
—No conozco de Italia más que Pisa —dijo Orso—, donde<br />
estuve algún tiempo en el colegio; pero no puedo pensar sin<br />
admiración en el camposanto, en el duomo, en la torre inclinada…,<br />
en el camposanto sobre todo. ¿Recuerdan ustedes la<br />
15
Muerte, de Orcagna…? Creo que podría dibujarla, a tal punto<br />
ha quedado grabada en mi memoria.<br />
Miss Lydia temió que el señor teniente se engolfara en una<br />
parrafada de entusiasmo.<br />
—Es muy bonito —dijo bostezando—. Perdona, papá; me<br />
duele un poco la cabeza y voy a bajar a mi camarote.<br />
Besó a su padre en la frente, saludó majestuosamente con la<br />
cabeza a Orso y desapareció. Los dos hombres se pusieron a<br />
hablar entonces de cacerías y de guerras.<br />
Se enteraron de que en Waterloo habían estado frente a frente<br />
y que se habían enviado no pocas balas. Con esto aumentó<br />
su simpatía. Criticaron alternativamente a Napoleón, a Wellington<br />
y a Blücher; después cazaron juntos el gamo, el jabalí<br />
y el muflón. Por último, ya muy avanzada la noche y concluida<br />
la última botella de Burdeos, el coronel estrechó de nuevo la<br />
mano al teniente y le dio las buenas noches, expresando la esperanza<br />
de cultivar un conocimiento comenzado en forma tan<br />
ridícula. Se separaron y cada cual fue a acostarse.<br />
16
III<br />
Era una hermosa noche; la luna rielaba sobre las ondas; el<br />
velero bogaba suavemente impelido por una ligera brisa. Miss<br />
Lydia no tenía ganas de dormir, y solo la presencia de un profano<br />
le había impedido saborear las emociones que en el mar y al<br />
claro de luna experimenta todo ser humano si tiene dos átomos<br />
de poesía en el corazón. Cuando calculó que el teniente estaría<br />
ya durmiendo a pierna suelta, como el ser prosaico que era, se<br />
levantó, se echó un abrigo, despertó a su doncella y subió al<br />
puente. No había allí nadie más que un marinero en el timón,<br />
que cantaba una especie de melopea en dialecto corso, de entonación<br />
ruda y monótona. En la calma de la noche, aquella cantilena<br />
extraña no carecía de encanto. Por desgracia, miss Lydia no<br />
comprendía bien lo que cantaba el marinero. Entre muchos lugares<br />
comunes, un verso enérgico excitaba su curiosidad; pero a<br />
continuación, en el momento más interesante, brotaban unas<br />
palabras regionales cuyo sentido se le escapaba. Comprendió,<br />
sin embargo, que se aludía a un asesinato. Imprecaciones contra<br />
los asesinos, propósitos de venganza, elogio del muerto;<br />
todo esto se entremezclaba confusamente. Miss Lydia retuvo<br />
algunos versos; voy a tratar de traducirlos:<br />
…Ni los cañones ni las bayonetas<br />
han hecho palidecer su frente,<br />
serena en el campo de batalla<br />
como un cielo estival.<br />
Era el halcón amigo del águila,<br />
miel de las arenas para sus amigos,<br />
para sus enemigos la mar enfurecida.<br />
17
18<br />
Más alto que el sol,<br />
más dulce que la luna.<br />
Él, a quien los enemigos de Francia<br />
no derribaron nunca,<br />
fue herido a traición<br />
por asesinos de su país.<br />
como Vittolo mató a Sampiero Corso. 1<br />
Jamás se hubiesen atrevido a mirarlo de frente.<br />
…Pongan en la pared delante de mi lecho<br />
mi cruz de honor, bien ganada.<br />
Roja es su cinta.<br />
Más roja está mi camisa.<br />
Guarden para mi hijo, que se halla en país lejano,<br />
mi cruz y mi camisa ensangrentada.<br />
Verá en ella dos agujeros.<br />
Por cada agujero, un agujero en otra camisa.<br />
Pero, ¿se habrá cumplido bien entonces la venganza?<br />
Necesito la mano que disparó,<br />
el ojo que apuntó,<br />
el corazón que lo dispuso…<br />
El marinero enmudeció de pronto.<br />
—¿Por qué no sigue usted? —preguntó miss Nevil.<br />
El marinero, con un movimiento de cabeza, le mostró una<br />
figura que salía de un rincón de la goleta: era Orso, que se<br />
aprestaba a disfrutar de la luz de la luna.<br />
—Acabe su canción —dijo miss Lydia—. Me estaba gustando<br />
mucho.<br />
El marinero se inclinó hacia ella y le contestó muy quedo:<br />
—Yo no doy el rimbecco 2 a nadie.<br />
—¿Cómo? ¿El qué…?<br />
1Véase Filippini, lib. XI. El nombre de Vittolo es todavía execrado por los<br />
corsos. Es hoy un sinónimo de traidor. (Nota de la E. de B.).<br />
2Rimbeccare en italiano significa rechazar, desdeñar, denostar. En dialecto<br />
corso quiere decir dirigir una censura ofensiva y pública. Darle el rimbecco al<br />
hijo de un hombre asesinado diciéndole que su padre no ha sido vengado. El<br />
rimbecco es una especie de requerimiento para el hombre que no ha lavado<br />
aún con sangre una injuria. La ley genovesa castigaba muy severamente al<br />
autor de un rimbecco. (Nota de la E. de B.).
El marinero no respondió y se puso a silbar.<br />
—Veo que está usted admirando nuestro Mediterráneo, miss<br />
Nevil —dijo Orso acercándose—. Convenga en que en ninguna<br />
otra parte se ve esta luna.<br />
—No la miraba. Estaba entretenida en estudiar el corso.<br />
Este marinero, que cantaba una melopea de las más trágicas,<br />
se ha interrumpido en lo mejor.<br />
El marinero se inclinó como para examinar bien la brújula y<br />
dio un tirón del abrigo de miss Nevil. Era evidente que su canción<br />
no podía ser cantada delante del teniente Orso.<br />
—¿Qué es lo que cantabas, Paolo France? —preguntó Orso—:<br />
¿una ballata o un vocero? 1 La señorita te comprende y quisiera<br />
oír el final.<br />
—Lo he olvidado, Ors’ Anton’ —contestó el marinero.<br />
Y a continuación se puso a entonar a voz en cuello un cántico<br />
a la virgen.<br />
Miss Lydia escuchó el cántico distraída y no importunó más<br />
al cantor, prometiéndose, sin embargo, averiguar el significado<br />
del enigma. Pero la doncella, una florentina que tampoco<br />
comprendía bien el dialecto corso, sintió la misma curiosidad<br />
que su señorita, y, antes de que esta pudiera advertirle con un<br />
codazo su indiscreción, interpeló a Orso:<br />
—¿Qué quiere decir dar el rimbecco, señor capitán?<br />
—¡El rimbecco! —exclamó Orso—; pues es inferir a un corso<br />
la más cruel injuria; es echarle en cara el no haberse vengado.<br />
¿Quién ha hablado de rimbecco?<br />
—El patrón de la goleta —se apresuró a responder miss<br />
Lydia— pronunció ayer en Marsella esa palabra.<br />
—¿Y de quién hablaba? —preguntó vivamente Orso.<br />
1 Cuando muere un hombre, particularmente cuando ha sido asesinado, se<br />
coloca su cuerpo sobre una mesa, y las mujeres de su familia, en su defecto<br />
las amigas, o hasta mujeres extrañas conocidas por sus dotes poéticas, improvisan<br />
ante un auditorio numeroso cantilenas en verso en el dialecto del<br />
país. Se llama a estas mujeres voceratrici, o, según la pronunciación corsa,<br />
buceratrici, y la canción se llama vocero, buceru, buceratu, en la costa oriental;<br />
ballatta, en la costa opuesta. La palabra vocero, como sus derivadas<br />
vocerar, voceratrice, procede del latín vociferare. A veces varias mujeres<br />
improvisan alternando, y a menudo la mujer o la hija del muerto toman<br />
parte también en el canto fúnebre. (Nota de la E. de B.).<br />
19
—Nos refería una antigua historia… de tiempos de… sí, creo<br />
que era a propósito de Vannina d’Ornano.<br />
—Me figuro, señorita, que la muerte de Vannina no le habrá<br />
impulsado a pensar con simpatía en nuestro héroe, el valeroso<br />
Sampiero.<br />
—Pero, ¿le parece a usted heroico semejante acto?<br />
—Su crimen tiene como excusa las salvajes costumbres de<br />
su época; además, Sampiero hacía una guerra a muerte a los<br />
genoveses. ¿Qué confianza hubieran podido tener en él sus<br />
compatriotas si no hubiese castigado a la que pretendía tratar<br />
con Génova?<br />
—Vannina —dijo el marinero— se marchó sin permiso de su<br />
marido. Sampiero hizo bien en retorcerle el cuello.<br />
—Pero —dijo miss Lydia— ella lo hacía para salvar a su marido;<br />
iba a pedir el indulto de este a los genoveses por el amor<br />
que le profesaba.<br />
—¡Pedir su indulto era envilecerlo! —exclamó Orso.<br />
—¡Y matarla él mismo! —añadió miss Nevil—. Debía ser un<br />
monstruo.<br />
—Sabe usted que fue ella quien le pidió como un favor, morir<br />
por sus manos. ¿Considera también como un monstruo a Otelo,<br />
señorita?<br />
—Es muy diferente. Otelo estaba celoso; Sampiero no tenía<br />
más que vanidad.<br />
—¿Y no son también una vanidad los celos? Son la vanidad<br />
del amor. ¿Lo excusaría usted por ese motivo?<br />
Miss Lydia le lanzó una mirada llena de dignidad y, dirigiéndose<br />
al marinero, le preguntó cuándo llegarían a puerto.<br />
—Pasado mañana, si continúa este viento —contestó.<br />
—Quisiera estar ya en Ajaccio, porque estoy harta de este<br />
barco.<br />
Miss Lydia se levantó, se apoyó en el brazo de su doncella y<br />
dio unos cuantos pasos sobre la cubierta. Orso permaneció<br />
junto al timón, sin saber si debía pasear con la joven o bien<br />
cortar una conversación que parecía importunarla.<br />
—¡Guapa muchacha, por la sangre de la madona! —dijo el<br />
marinero—. Si todas las pulgas de mi cama se le pareciesen<br />
no me quejaría de que me picaran.<br />
20
Miss Lydia oyó tal vez aquel ingenuo elogio de su belleza y se<br />
asustó, porque casi enseguida bajó a su camarote. Poco después<br />
se retiró a su vez Orso. La doncella volvió a cubierta y,<br />
tras haber sometido a un interrogatorio al marinero, llevó a su<br />
señorita la información siguiente: la balada interrumpida por<br />
la presencia de Orso fue compuesta con motivo de la muerte<br />
del coronel Della Rebbia, padre del susodicho, asesinado hacía<br />
dos años. El marinero tenía la seguridad de que Orso volvía a<br />
Córcega «para hacer la venganza» —tal fue su expresión—, y<br />
afirmaba que antes de poco se vería carne fresca en el pueblo<br />
de Pietranera. Traducido este término nacional, se deducía<br />
que el señor Orso se proponía asesinar a dos o tres individuos<br />
sospechosos de haber asesinado al coronel, los cuales, cierto<br />
era, fueron procesados por tal hecho, pero como tenían en su<br />
bolsillo a jueces, abogados, prefectos y gendarmes, resultaron<br />
tan inocentes como corderos.<br />
«No hay justicia en Córcega» añadió el marinero, «y yo hago<br />
más caso de una buena escopeta que de un magistrado de la<br />
audiencia. Cuando se tiene un enemigo, preciso es elegir entre<br />
las tres eses.» 1 Estos interesantes informes cambiaron de una<br />
manera notable los sentimientos y las maneras de miss Lydia<br />
respecto al teniente Della Rebbia, quien desde ese momento se<br />
había convertido en un personaje a los ojos de la nove lesca inglesa.<br />
Ahora aquel aire de desenfado, aquel tono de franqueza<br />
y de buen humor, que empezaron por prevenirla desfavorablemente,<br />
se convertían para ella en un mérito más, porque constituían<br />
el profundo disimulo de un alma enérgica que no deja<br />
traslucir los sentimientos que encierra.<br />
Orso le pareció una especie de Fiesco, 2 encubriendo vastos designios<br />
bajo una apariencia de ligereza, y aunque sea menos<br />
bello matar a unos bribones que libertar a la patria, una bella<br />
venganza es, no obstante, bella; y además a las mujeres les<br />
gusta bastante que un héroe no sea hombre político. Entonces<br />
1Expresión nacional que significa schioppetto, stiletto, strada, o sea escopeta,<br />
estilete, huida. (Nota de la E. de B.).<br />
2Juan Luis Fiesco, de ilustre familia genovesa, que conspiró contra Andrea<br />
Doria. Es el asunto de un drama de Schiller. (Nota de la E. de B.).<br />
21
fue cuando miss Nevil observó que el joven teniente tenía unos<br />
ojos muy grandes, blancos dientes, arrogante apostura, educación<br />
y bastante trato social. Al día siguiente le habló a menudo,<br />
y su conversación le interesó. Lo interrogó acerca de su<br />
país, del que habló bien. Córcega, de donde había salido siendo<br />
un niño, primero para ir a un colegio y después a la escuela<br />
militar, había quedado en su espíritu engalanada con poéticos<br />
colores. Se animaba al hablar de sus montañas, de sus bosques,<br />
de las originales costumbres de sus habitantes. Como es<br />
natural, la palabra venganza surgió más de una vez en sus<br />
relatos, porque es imposible hablar de los corsos sin censurar<br />
o sin justificar su pasión proverbial. Orso sorprendió un poco a<br />
miss Nevil al condenar de una manera general los interminables<br />
odios de sus compatriotas. Intentaba excusar, no obstante,<br />
a los campesinos, diciendo que la vendetta es el duelo de los<br />
pobres. «Tan verdad es esto» dijo, «que no se asesina sino previo<br />
un desafío en regla. “Guárdate, yo me guardo”, tales son<br />
las palabras sacramentales que cambian dos enemigos antes<br />
de tenderse emboscadas recíprocas. Hay más asesinatos entre<br />
nosotros —añadió— que en ninguna otra parte; pero jamás<br />
hallará usted un motivo innoble para esos crímenes. Tenemos,<br />
cierto es, muchos homicidas, pero ni un ladrón».<br />
Cuando pronunciaba las palabras venganza y asesinato miss<br />
Lydia lo miraba con atención, pero sin descubrir en su rostro<br />
el menor signo de emoción. Como había decidido que Orso tenía<br />
la fuerza de alma necesaria para hacerse impenetrable a<br />
todos los ojos, excepto a los de ella, por supuesto, continuó creyendo<br />
firmemente que los manes 1 del coronel Della Rebbia no<br />
esperarían mucho tiempo la satisfacción que reclamaban.<br />
Ya estaba la goleta a la vista de Córcega. El patrón iba nombrando<br />
los principales puntos de la costa, y, aunque todos eran<br />
perfectamente desconocidos para miss Lydia, experimentaba<br />
1 En la mitología romana se les daba el eufemístico nombre de manes que<br />
quiere decir «benévolos» a los hostiles espíritus de los muertos, frecuentemente<br />
de los ancestros, que aparecían por lo general en los días en que se<br />
les hacían ofrendas propi ciatorias.<br />
22
cierto placer en saber sus nombres. No hay nada más aburrido<br />
que un paisaje anónimo. A veces el anteojo del coronel descubría<br />
algún insular vestido de paño oscuro armado con una<br />
larga escopeta, montado en un caballito y galopando por pendientes<br />
rápidas. Miss Lydia creía ver en cada uno a un bandido,<br />
o bien a un hijo que iba a vengar la muerte de su padre; pero<br />
Orso afirmaba que sería algún pacífico habitante de una aldea<br />
próxima que viajaba por sus asuntos; que llevaba un arma<br />
menos por necesidad que por galantería, por moda, como un<br />
elegante no sale sin un bonito bastón. Aunque un arma de<br />
fuego sea menos noble y menos poética que un estilete, a miss<br />
Lydia le parecía que para un hombre era más elegante que un<br />
bastón, y recordaba que todos los héroes de lord Byron mueren<br />
de un balazo y no de la clásica puñalada.<br />
A los tres días de navegación la goleta dio vista a las Sanguinarias,<br />
y el magnífico panorama del golfo de Ajaccio se desarrolló<br />
ante los ojos de los viajeros. Con razón se la compara<br />
con la bahía de Nápoles; y cuando la goleta entraba en el puerto<br />
aumentó la semejanza un maquis incendiado, que cubría<br />
de humareda la punta di Girato y recordaba al Vesubio. Para<br />
que el parecido fuese completo se necesitaría que un ejército<br />
de Atila fuera a caer sobre los alrededores de Nápoles, porque<br />
todo está muerto y desierto en torno de Ajaccio. En vez de los<br />
elegantes edificios que por todas partes aparecen desde Castellamare<br />
hasta el cabo Miseno, solo se ven sombríos maquis,<br />
limitados por montañas peladas, alrededor del golfo de Ajaccio.<br />
Ni una casa de campo ni una vivienda. Solo aquí y allí, en<br />
las alturas que circundan la ciudad, algunas construcciones<br />
blancas se destacan, aisladas, sobre un fondo verde: son capillas<br />
funerarias, mausoleos de familia. Todo en aquel país es de<br />
una belleza grave y triste.<br />
El aspecto de la ciudad, en aquella época sobre todo, acrecentaba<br />
la impresión producida por la soledad de sus cercanías.<br />
Ningún movimiento en las calles, donde no se encuentra<br />
más que un reducido número de individuos ociosos y siempre<br />
los mismos. Ninguna mujer, salvo unas cuantas campesinas<br />
que acuden a vender sus telas. No se oye hablar en alta voz,<br />
23
eír, cantar, como en las poblaciones italianas. A veces, a la<br />
sombra de un árbol del paseo hay una docena de campesinos<br />
armados: juegan a las cartas o miran jugar. No gritan, no riñen<br />
nunca; si el juego se anima, se oyen unos pistoletazos, que<br />
preceden siempre a la amenaza. El corso es por naturaleza<br />
grave y silencioso. Por la noche surgen algunas personas para<br />
disfrutar del fresco; pero los paseantes son casi todos extranjeros.<br />
Los insulares se quedan ante sus puertas; cada cual parece<br />
estar al acecho, como un halcón en su nido.<br />
24
IV<br />
Después de haber visitado la casa en que nació Napoleón y de<br />
haberse procurado en ella, por procedimientos más o menos<br />
católicos, un poco del papel de las paredes, miss Lydia, a los<br />
dos días de haber desembarcado en Córcega, se sintió sobrecogida<br />
por una profunda tristeza, como tiene que ocurrir a todo<br />
extranjero en un país cuyos insociables hábitos parecen condenarle<br />
a un completo aislamiento. Lamentó su capricho; pero<br />
marcharse enseguida hubiera sido comprometer su reputación<br />
de viajera intrépida; se resignó, pues, a tener paciencia y a<br />
matar el tiempo lo mejor posible. Con tan laudable resolución<br />
preparó lápices y colores, esbozó vistas del golfo e hizo el retrato<br />
de un campesino muy moreno que vendía melones como un<br />
vendedor del continente, pero que tenía una barba blanca y el<br />
aspecto de un bandido feroz. Como nada de esto bastaba para<br />
divertirla, resolvió marear al descendiente de los cabos, cosa<br />
que no era difícil, porque, lejos de apresurarse a ir a su pueblo,<br />
Orso parecía estar muy a gusto en Ajaccio, aunque no viese<br />
allí a nadie. Por otra parte, miss Lydia se había propuesto una<br />
noble tarea, la de civilizar a aquel oso de las montañas y hacer<br />
que renunciase a los siniestros propósitos que lo habían traído<br />
a su isla. Desde que se había dignado estudiarlo, se dijo que<br />
sería una lástima dejar que aquel joven corriera a su perdición<br />
y que para ella sería glorioso convertir a un corso.<br />
Nuestros viajeros pasaban los días de esta manera: por la<br />
mañana el coronel y Orso iban a cazar; miss Lydia pintaba o<br />
escribía a sus amigas a fin de poder fechar sus cartas desde<br />
Ajaccio; a eso de las seis, los cazadores volvían con los morrales<br />
25
epletos; se comía; miss Lydia cantaba, el coronel se adormilaba<br />
y los jóvenes se quedaban conversando hasta muy tarde.<br />
No sé qué formalidad de pasaporte había obligado al coronel<br />
Nevil a hacer una visita al prefecto; este, que se aburría mucho,<br />
como la mayoría de sus colegas, se había enterado con gran complacencia<br />
de la llegada de un inglés rico, hombre de mundo y<br />
padre de una linda muchacha; por lo tanto, lo recibió con toda<br />
cortesía y lo abrumó con ofrecimientos de servicios; además, a<br />
los pocos días acudió a devolverle la visita. El coronel, que acababa<br />
de levantarse de la mesa, estaba cómodamente tumbado<br />
sobre un sofá y a punto de dormirse; su hija cantaba ante un<br />
piano maltrecho; Orso volvía las hojas del cuaderno de música<br />
y contemplaba los hombros y los rubios cabellos de la virtuosa.<br />
Anunciaron al señor prefecto; enmudeció el piano, el coronel<br />
se levantó y presentó a su hija.<br />
—No le presento al señor Della Rebbia —dijo al prefecto—<br />
porque supongo que lo conocerá usted.<br />
—¿Es el hijo del coronel Della Rebbia? —preguntó el prefecto,<br />
algo perplejo.<br />
—Sí, señor —contestó Orso.<br />
—Tuve la honra de conocer a su señor padre.<br />
Los lugares comunes de conversación no tardaron en agotarse.<br />
A su pesar, el coronel bostezaba con bastante frecuencia;<br />
Orso, en su condición de liberal, no quería hablar a un satélite<br />
del poder; solo miss Lydia sostenía la conversación. Por su<br />
parte el prefecto no la dejaba languidecer, y era evidente que<br />
lo complacía mucho hablar de París y de la sociedad a una<br />
mujer que conocía a todas las notabilidades del gran mundo<br />
europeo. De cuando en cuando, sin dejar de hablar, observaba<br />
a Orso con singular curiosidad.<br />
—¿Ha conocido usted al señor Della Rebbia en el continente?<br />
—preguntó a miss Lydia.<br />
Esta contestó, algo vacilante, que lo había conocido en el<br />
barco que los había traído a la isla.<br />
—Es un joven muy distinguido —dijo el prefecto a media<br />
voz—. ¿Le ha dicho a usted —añadió en tono más bajo aún—<br />
con qué propósito vuelve a Córcega?<br />
26
Miss Lydia tomó su aire majestuoso y contestó:<br />
—No se lo he preguntado. Puede usted interrogarlo.<br />
El prefecto guardó silencio; pero momentos después, al oír<br />
que Orso dirigía al coronel unas palabras en inglés, le dijo:<br />
—Se conoce que ha viajado mucho, señor. Debe usted de haberse<br />
olvidado de Córcega… y de sus costumbres.<br />
—Es verdad; era muy joven cuando la dejé.<br />
—¿Sigue usted en el ejército?<br />
—Me han dado el retiro.<br />
—Pero ha servido usted demasiado tiempo en el ejército de<br />
Francia para no haberse convertido en un completo francés;<br />
no puedo dudarlo, señor.<br />
Pronunció estas últimas palabras con marcado énfasis.<br />
No es halagar en exceso a los corsos recordarles que pertenecen<br />
a la gran nación. Quieren ser un pueblo aparte, y esta<br />
pretensión la justifican lo bastante bien para que se les conceda.<br />
Orso, un poco picado, replicó:<br />
—¿Piensa usted, señor prefecto, que un corso, para ser hombre<br />
de honor, necesita servir en el ejército francés?<br />
—Es evidente que no —dijo el funcionario— no es ese en<br />
modo alguno mi pensamiento. Me refiero solamente a ciertas<br />
costumbres de este país, algunas de las cuales no son como un<br />
administrador las desearía.<br />
Acentuó la palabra costumbres y revistió la más grave expresión<br />
que pudiera adoptar su rostro. Poco después se levantó y<br />
salió, llevándose la promesa de que miss Lydia iría a ver a su<br />
mujer a la prefectura.<br />
Cuando se marchó dijo miss Lydia:<br />
—Necesitaba venir a Córcega para saber lo que es un prefecto.<br />
Este me parece bastante amable.<br />
—No diría yo lo mismo —replicó Orso—. Se me ha antojado<br />
bastante singular con su aire enfático y misterioso.<br />
El coronel estaba más que adormecido. Miss Lydia le echó<br />
una ojeada y, bajando la voz, dijo a Orso:<br />
—No lo encuentro tan misterioso como usted pretende, porque<br />
creo haberlo comprendido.<br />
27
—En verdad es usted muy perspicaz, miss Nevil; y si ha visto<br />
algo ingenioso en lo que acaba de decir ese señor, es indudable<br />
que usted se lo ha prestado.<br />
—Creo que eso es una frase del marqués de Mascarilla, señor<br />
Della Rebbia; pero ¿quiere usted que le dé una prueba de<br />
mi agudeza? Soy algo bruja y sé lo que piensan las personas a<br />
las que he visto dos veces.<br />
—Me asusta usted. Si supiera leer en mi pensamiento no sé<br />
si debería alegrarme o entristecerme por ello.<br />
—No nos conocemos —continuó Lydia, ruborizándose— sino<br />
desde hace unos días; pero en el mar y en los países bárbaros,<br />
espero que me excusará usted, en los países bárbaros las amistades<br />
se hacen más pronto que en sociedad… No le choque,<br />
pues, que le hable como amiga de cosas un poco íntimas y en<br />
las que quizá no debería mezclarse una persona extraña.<br />
—¡Oh! No diga usted esa palabra, miss Nevil; la otra me<br />
agradaba mucho más.<br />
—Pues bien; he de decirle que, sin haber procurado averiguar<br />
sus secretos, me he enterado de ellos en parte, y hay algunos<br />
que me apenan. Conozco, señor, la desgracia que ha caído<br />
sobre su familia; me han hablado mucho del carácter vengativo<br />
de los compatriotas de usted y de su modo de vengarse…<br />
¿No ha aludido a eso el prefecto?<br />
—¿Puede usted pensar, miss Lydia…?<br />
Y Orso palideció como la muerte.<br />
—No, señor Della Rebbia —dijo ella interrumpiéndole—; sé<br />
que es un caballero perfecto. Usted mismo me ha dicho que en<br />
su país solo la gente de pueblo conoce la vendetta… que le place<br />
llamar una forma de duelo…<br />
—¿Me creería usted capaz de llegar a ser un asesino?<br />
—Puesto que le hablo de esto, puede comprender bien que no<br />
dudo de usted, y si le he hablado —prosiguió ella, bajando los<br />
ojos—, es por si al volver a su país, rodeado quizá de prejuicios<br />
bárbaros, le agradara saber que hay alguien que lo estima por<br />
su valor en resistir a ellos. Bueno —dijo ella levantándose—,<br />
no hablemos más de estas cosas desagradables: me dan dolor<br />
28
de cabeza, y además es muy tarde. ¿No me guarda usted rencor?<br />
Buenas noches, a la inglesa.<br />
Y le tendió la mano.<br />
Orso la estrechó con aire grave y emocionado.<br />
—Señorita —dijo—, ¿sabe que hay momentos en que despierta<br />
en mí el instinto del país? A veces, cuando pienso en mi<br />
pobre padre… me obsesionan ideas espantosas. Gracias a usted<br />
me he liberado de ellas para siempre. ¡Gracias, gracias!<br />
Iba a continuar; pero miss Lydia dejó caer una cucharita de<br />
té y el ruido despertó al coronel.<br />
—Della Rebbia, mañana a las cinco a cazar. Sea usted<br />
puntual.<br />
—Sí, mi coronel.<br />
29
30<br />
V<br />
Al día siguiente, un poco antes del regreso de los cazadores,<br />
miss Nevil, que volvía con su doncella de dar un paseo por la<br />
orilla del mar, vio a una joven vestida de negro que entraba en<br />
la ciudad montada en un caballo chico, pero vigoroso. La amazona<br />
iba seguida de una especie de aldeano, a caballo también,<br />
vestido con un chaquetón de paño oscuro con las mangas<br />
abiertas por los codos; llevaba una calabaza en bandolera, pistola<br />
al cinto y empuñaba un fusil cuya culata descansaba en<br />
un bolso de cuero sujeto al arzón de la silla: el atavío, en suma,<br />
de un bandido de melodrama o de burgués corso en viaje. La<br />
notable belleza de la mujer atrajo la atención de miss Nevil.<br />
Parecía tener unos veinte años. Era esbelta, blanca, con los<br />
ojos de un azul oscuro, rojos labios y esmaltados dientes. En<br />
su expresión se leía a la vez el orgullo, la inquietud y la tristeza.<br />
Llevaba sobre la cabeza ese velo de seda negra llamado<br />
mezzaro, que los genoveses han introducido en Córcega y que<br />
tan bien sienta a las mujeres. Largas trenzas de pelo castaño<br />
le formaban como un turbante alrededor de la cabeza. Su traje<br />
era limpio, pero de la mayor sencillez.<br />
Miss Nevil pudo contemplarla con detenimiento porque la<br />
dama del mezzaro se había parado en la calle para interpelar<br />
a alguien con mucho interés, como lo demostraba la expresión<br />
de sus ojos; después; ante la respuesta que obtuvo, fustigó a su<br />
caballo, que tomó el trote y no paró hasta llegar a la puerta del<br />
hotel donde se albergaban sir Nevil y Orso. Allí, luego de cambiar<br />
unas palabras con el hotelero, la joven saltó ligera al suelo<br />
y fue a sentarse en un banco de piedra junto a la puerta de<br />
entrada, mientras que su acompañante conducía los caballos a
la cuadra. Miss Lydia pasó con su vestido parisiense ante la<br />
extranjera sin que esta alzase los ojos. Pasado un cuarto de<br />
hora, al abrir la ventana, vio que la joven del mezzaro continuaba<br />
en el mismo sitio y en la misma actitud. No tardaron en<br />
aparecer el coronel y Orso, que volvían de la caza. Entonces el<br />
hotelero dijo unas palabras a la joven y le indicó con la mano a<br />
Della Rebbia. Enrojeció ella, se levantó con viveza y dio unos<br />
pasos hacia adelante; pero enseguida se detuvo como cohibida.<br />
Orso, que se le había acercado, la miró con curiosidad.<br />
—¿Es usted —preguntó ella con voz conmovida— Orso Antonio<br />
Della Rebbia? Yo soy Colomba.<br />
—¡Colomba! —exclamó Orso.<br />
Y estrechándola entre sus brazos la besó tiernamente, lo que<br />
asombró un poco al coronel y a su hija, porque en Inglaterra<br />
no se besan en la calle.<br />
—Perdóname, hermano mío —dijo Colomba—, si he venido<br />
sin orden tuya; pero supe por amigos nuestros que habías llegado,<br />
y deseaba tanto verte…<br />
Orso volvió a abrazarla y luego se dirigió al coronel:<br />
—Es mi hermana —dijo—, a la que no hubiera reconocido si<br />
no se hubiese nombrado… Colomba: el coronel sir Thomas Nevil…<br />
Sírvase excusarme, mi coronel; pero hoy no podré tener<br />
el gusto de comer con ustedes… mi hermana…<br />
—¿Y en dónde demonios quiere usted comer, mi querido<br />
amigo? —exclamó el coronel—. Bien sabe que en este horrible<br />
albergue no hay más que una comida, y es para nosotros. Mi<br />
hija tendrá el mayor gusto en que esta señorita nos acompañe.<br />
Colomba miró a su hermano, que no se hizo rogar demasiado,<br />
y los tres entraron en la habitación más amplia de la posada,<br />
que servía al coronel de sala y de comedor. La señorita Della<br />
Rebbia, presentada a miss Nevil, le hizo una profunda reverencia,<br />
pero no dijo una palabra. Se veía que estaba muy azorada<br />
y que quizá por primera vez en su vida se encontraba en<br />
presencia de extranjeros distinguidos. No había nada, sin embargo,<br />
en sus maneras que oliese a provinciano. En ella lo exótico<br />
se sobreponía a la falta de mundo. Por esto mismo agradó<br />
a miss Nevil, y como no había ningún cuarto disponible en<br />
31
aquel hotel, que el coronel y su acompañamiento habían invadido,<br />
miss Lydia llevó su condescendencia o su curiosidad hasta<br />
ofrecer a la señorita Della Rebbia que le pusieran una cama<br />
en su propia alcoba.<br />
Colomba balbució unas palabras de agradecimiento y se<br />
apresuró a seguir a la doncella de miss Nevil para proceder al<br />
aseo que se requiere tras una caminata a caballo entre el polvo<br />
y bajo el sol.<br />
Al volver a la sala se fijó en las escopetas que los cazadores<br />
acababan de poner en un rincón.<br />
—¡Qué hermosas armas! —dijo—. ¿Son tuyas, Orso?<br />
—No; son escopetas inglesas del coronel. Son tan buenas<br />
como hermosas.<br />
—Me gustaría que tuvieses una parecida —replicó Colomba.<br />
—Pues, verdaderamente, una de estas tres pertenece a Della<br />
Rebbia —declaró el coronel—. Las emplea demasiado bien.<br />
Hoy, catorce piezas, por catorce tiros.<br />
Siguió una lucha de generosidad, en la que Orso fue vencido,<br />
con gran contento de su hermana, como era fácil advertirlo en<br />
la expresión de infantil alegría que brilló de repente en su<br />
cara, hasta entonces tan seria.<br />
—Elija usted, amigo mío —dijo el coronel.<br />
Orso se negó.<br />
—Está bien. Su hermana elegirá por usted.<br />
Colomba no esperó a que se lo repitieran: eligió la menos<br />
vistosa de las escopetas, pero era una excelente Manton de<br />
grueso calibre.<br />
—Con esta —dijo— se debe de tirar muy bien.<br />
Su hermana se deshacía en palabras de agradecimiento,<br />
cuando la comida apareció muy oportunamente para sacarlo<br />
del paso. Miss Lydia se regocijó mucho al ver que Colomba,<br />
que se había resistido algo a sentarse a la mesa, no haciéndolo<br />
sino ante una mirada de su hermano, se santiguó, como buena<br />
católica, antes de empezar a comer.<br />
«Esto sí que es primitivo», se dijo.<br />
Y se propuso hacer más de una observación de interés a cuenta<br />
de aquella joven representante de las rancias costumbres de<br />
Córcega. Orso estaba evidentemente algo incómodo, por el<br />
32
temor sin duda de que su hermana dijera o hiciera algo que<br />
acusara la aldea. Pero Colomba no dejaba de observarlo y amoldaba<br />
todos sus movimientos a los de él. A veces lo miraba fijamente<br />
con una rara expresión de tristeza, y entonces, si la<br />
mirada de Orso se cruzaba con la de ella, él era el primero en<br />
desviarla como si quisiera sustraerse a una pregunta que su<br />
hermana le dirigía con la mente y que él comprendía demasiado<br />
bien. Se hablaba francés, porque el coronel se expresaba<br />
muy mal en italiano. Colomba entendía el francés y hasta pronunciaba<br />
bastante bien las pocas palabras que se veía obligada<br />
a cambiar con sus anfitriones.<br />
Terminada la comida, el coronel, que había notado la especie<br />
de molestia que reinaba entre los dos hermanos, preguntó, con su<br />
habitual franqueza, a Orso si deseaba hablar a solas con Colomba<br />
y ofreció, en este caso, pasar con su hija a la habitación<br />
inmediata. Pero Orso se apresuró a darle las gracias y a decirle<br />
que sobrado tiempo tendría de hablar con ella en Pietra nera.<br />
Así se llamaba el pueblo en que iba a residir.<br />
El coronel ocupó, pues, su puesto acostumbrado en el sofá, y<br />
miss Nevil, después de haber iniciado varios temas de conversación,<br />
renunció a hacer hablar a la hermosa Colomba y rogó<br />
a Orso que le leyera un canto del Dante, que era su poeta favorito.<br />
Orso eligió el canto del «Infierno», en donde se encuentra<br />
el episodio de Francesca da Rimini, y se puso a leer, con su<br />
mejor acento, los sublimes tercetos que expresan tan bien el<br />
peligro de leer entre dos un libro de amor. A medida que leía,<br />
Colomba fue acercándose a la mesa, alzando la cabeza, que<br />
había tenido baja. Sus pupilas dilatadas brillaban con un fuego<br />
extraordinario; enrojecía y palidecía alternativamente; se<br />
agitaba con movimientos convulsivos en su asiento. ¡Admirable<br />
organismo italiano, que para comprender la poesía no necesita<br />
que ningún pedante le demuestre sus bellezas!<br />
Cuando terminó la lectura:<br />
—¡Qué hermoso es eso! —exclamó Colomba—. ¿Quién lo ha<br />
compuesto, hermano?<br />
Orso se quedó un poco desconcertado, y miss Lydia contestó<br />
sonriendo que era un poeta florentino, muerto desde hacía<br />
siglos.<br />
33
—Haré que leas a Dante —dijo Orso— cuando estemos en<br />
Pietranera.<br />
—¡Qué hermoso es, Dios mío! —repetía Colomba.<br />
Y recitó tres o cuatro tercetos que había retenido, primero<br />
en voz baja, y después, animándose, los declamó en alta voz,<br />
con mayor expresión que la que su hermano les había dado al<br />
leerlos.<br />
Miss Lydia, muy asombrada, le dijo:<br />
—Veo que le gusta mucho la poesía. Le envidio el placer que<br />
va usted a disfrutar al leer a Dante por primera vez.<br />
—Ya ve usted, miss Nevil —dijo Orso—, la fuerza que tienen<br />
los versos de Dante cuando pueden conmover así a una joven<br />
salvaje que no sabe más que el Padre nuestro… Pero, me equivoco:<br />
recuerdo que Colomba es del oficio. Ya de niña se ensayaba<br />
en hacer versos, y mi padre me escribía que era la mejor<br />
voceratrice de Pietranera y de dos leguas a la redonda.<br />
Colomba dirigió una mirada suplicante a su hermano. Miss<br />
Nevil había oído hablar de las improvisadoras corsas y ardía<br />
en deseos de oír a una de ellas. Se apresuró a rogar a Colomba<br />
que le diese una muestra de su talento. Orso se interpuso entonces,<br />
muy arrepentido de haber evocado las disposiciones poéticas<br />
de su hermana. En vano afirmó que no había nada más<br />
trivial que una balada corsa, y declaró que recitar versos corsos<br />
después de los de Dante era una traición a su país. Solo<br />
consiguió excitar el capricho de miss Nevil, y al fin se vio obligado<br />
a decir a su hermana:<br />
—Pues bien, improvisa algo, pero que sea corto.<br />
Colomba lanzó un suspiro, miró con atención durante un<br />
minuto el tapete de la mesa, luego las vigas del techo; por último,<br />
poniéndose una mano sobre los ojos, como esas aves que se<br />
tranquilizan y creen no ser vistas al no ver ellas, cantó, o más<br />
bien declamó, con voz mal segura la serenata que se va a leer:<br />
LA JOVEN Y LA PALOMA TORCAZ<br />
En el valle, muy lejos, tras las montañas,<br />
el sol no se muestra más que una hora al día;<br />
hay en el valle una casa sombría,<br />
y la hierba crece en el umbral.<br />
34
Puertas y ventanas están siempre cerradas.<br />
Ninguna humareda sale del tejado.<br />
Pero a mediodía, cuando llega el sol,<br />
se abre una ventana,<br />
y la huérfana se sienta hilando en su rueca:<br />
ella hila y canta al trabajar<br />
un canto de tristeza;<br />
pero ningún otro canto responde al suyo.<br />
Un día, un día de primavera,<br />
una paloma torcaz se posó en un árbol próximo<br />
y oyó el canto de la joven.<br />
Joven, le dijo, no lloras tú sola:<br />
un cruel gavilán me ha arrebatado a mi compañera.<br />
Paloma, muéstrame al gavilán raptor;<br />
aunque esté más alto que las nubes<br />
lo abatiré pronto a tierra.<br />
Pero a mí, pobre muchacha, ¿quién me traerá<br />
[a mi hermano,<br />
a mi hermano, que está en lejanas tierras?<br />
Joven, dime dónde está tu hermano<br />
y mis alas me llevarán junto a él.<br />
—¡Vaya una palomita amable! —exclamó Orso abrazando a su<br />
hermana con una emoción que contrastaba con su afectado<br />
tono de broma.<br />
—Es una canción deliciosa —dijo miss Lydia—. Quiero que<br />
me la escriba usted en mi álbum. La traduciré al inglés y haré<br />
que le pongan música.<br />
El buen coronel, que no había entendido una palabra, unió<br />
sus felicitaciones a las de su hija y preguntó luego:<br />
—Esa paloma torcaz de que ha hablado usted, señorita, ¿es<br />
el ave que hemos comido hoy estofada?<br />
Miss Nevil trajo su álbum, y no fue poca su sorpresa al ver a<br />
la improvisadora, que escribía sus versos ahorrando el papel<br />
en forma extraordinaria. Se seguían aquellos en la misma línea<br />
a todo lo que permitía el ancho de la hoja, de suerte que no<br />
podía entrar en la conocida definición de las composiciones poéticas:<br />
Renglones cortos, de desigual longitud, con un margen<br />
35
a cada lado. También hubieran podido hacerse algunas observaciones<br />
respecto a la ortografía, un poco caprichosa, de la<br />
señorita Colomba, cosa que hizo sonreír a miss Nevil y mortificó<br />
la vanidad fraternal de Orso.<br />
Llegada la hora de dormir, las dos jóvenes se retiraron a su<br />
cuarto. Allí, mientras miss Lydia se despojaba de su collar,<br />
pendientes y pulseras, vio que su compañera sacaba de su vestido<br />
un objeto del largo de una ballena de corsé, pero de forma<br />
muy diferente, sin embargo. Colomba lo puso con cuidado y<br />
casi furtivamente bajo el mezzaro, que había dejado sobre una<br />
mesa; después se arrodilló y rezó con devoción sus oraciones.<br />
A continuación se acostó. Muy curiosa por temperamento y<br />
lenta como una inglesa en desnudarse, miss Lydia se acercó a<br />
la mesa y, fingiendo buscar un alfiler, alzó el mezzaro y vio un<br />
puñal bastante largo, curiosamente montado en nácar y plata;<br />
el trabajo era notable y era un arma antigua de gran valor<br />
para un aficionado.<br />
—¿Es aquí costumbre —dijo miss Nevil sonriendo— que las<br />
señoritas lleven este pequeño instrumento en su corsé?<br />
—Es preciso —contestó Colomba con un suspiro—. ¡Hay<br />
tanta gente mala!<br />
—¿Y en verdad tendría usted el valor de dar una puñalada así?<br />
Y miss Nevil, con el acero en la mano, hacía el ademán de<br />
herir como se hiere en el teatro, de arriba abajo.<br />
—Sí, si fuera necesario —dijo Colomba con su voz dulce y<br />
musical— para defenderme o defender a mis amigos… Pero no<br />
hay que cogerlo de ese modo: podría usted herirse si la persona<br />
a la que quisiera herir se retirase —se incorporó en el lecho—.<br />
Vea usted, es así, remontando el golpe. De esta manera dicen<br />
que es mortal. ¡Felices la personas que no tienen necesidad de<br />
tales armas!<br />
Suspiró, dejó caer su cabeza sobre la almohada y cerró los<br />
ojos. No se hubiese podido ver una cabeza más bella, más noble,<br />
más virginal. Fidias, 1 para esculpir su Minerva, no hubiera<br />
deseado otro modelo.<br />
1 Escultor, arquitecto y pintor griego del período clásico.<br />
36
VI<br />
Para atenerme al precepto de Horacio me he lanzado, desde<br />
luego, in medias res. 1 Ahora aprovecharé el momento en que<br />
todos duermen, el coronel, su hija y la bella Colomba, para<br />
poner al lector al corriente de ciertas particularidades que no<br />
debe ignorar, si quiere proseguir el curso de esta verídica historia.<br />
Sabe ya que el coronel Della Rebbia, padre de Orso, murió<br />
asesinado. Ahora bien: en Córcega no muere uno asesinado,<br />
como en Francia, por el primer escapado de presidio que no<br />
encuentra mejor medio para apoderarse del dinero ajeno; allí<br />
se muere asesinado por los enemigos; pero suele ser muy difícil<br />
decir por qué se tiene enemigos. Muchas familias se odian<br />
por un antiguo hábito, y la tradición de la causa original de su<br />
odio se ha perdido por completo.<br />
La familia a la que pertenecía el coronel Della Rebbia odiaba<br />
a varias otras familias, pero en especial a la de los Barricini;<br />
decían algunos que en el siglo XVI un Della Rebbia había seducido<br />
a una Barricini y había sido apuñalado luego por un pariente<br />
de la señorita ultrajada. A decir verdad, había otros que<br />
contaban la cosa de distinto modo, afirmando que fue una Della<br />
Rebbia la seducida y un Barricini el apuñalado. Lo cierto era,<br />
para servirme de una expresión consagrada, que había sangre<br />
entre las dos familias. No obstante, contra la costumbre, aquel<br />
asesinato no había acarreado otros porque los Della Rebbia<br />
y los Barricini habían sido igualmente perseguidos por el gobierno<br />
genovés, y habiéndose expatriado los jóvenes, ambas<br />
familias quedaron privadas durante varias generaciones de<br />
sus representantes enérgicos. A fines del siglo último, un<br />
1 Locución latina que quiere decir «en medio del asunto».<br />
37
Della Rebbia, oficial al servicio de Nápoles, en ocasión de hallarse<br />
en un garito, tuvo una pendencia con otros militares,<br />
quienes, entre otros insultos, lo llamaron cabrero corso; echó<br />
él mano a su espada; pero, solo contra tres, lo habría pasado<br />
mal si un extraño, que jugaba en el mismo local, no hubiese<br />
exclamado: «También soy corso», y tomado la defensa del otro.<br />
Aquel individuo era un Barricini, el cual no conocía a su compatriota.<br />
Al reconocerse cambiaron numerosas frases de cortesía<br />
y protestas de amistad eterna, porque en el continente<br />
los corsos intiman con facilidad; cosa que no hacen en su isla.<br />
Bien pudo verse esto en aquella circunstancia: Della Rebbia y<br />
Barricini fueron amigos íntimos mientras permanecieron en<br />
Italia; pero de vuelta a Córcega se vieron raras veces, aunque<br />
vivían en el mismo pueblo, y cuando murieron se dijo que hacía<br />
cinco o seis años que no se hablaban. Sus hijos vivieron<br />
también en etiqueta, como se dice en la isla. El uno, Ghilfuccio,<br />
el padre de Orso, fue militar; el otro, Giudice Barricini, fue<br />
abogado. Convertidos ambos en padres de familia y separados<br />
por sus profesiones, no tuvieron casi ninguna ocasión de verse<br />
ni de oír hablar el uno del otro.<br />
Sin embargo, un día, en 1809, Giudice, al leer, en Bastia, en un<br />
periódico que el capitán Ghilfuccio acababa de ser condecorado,<br />
manifestó ante testigos que no lo sorprendía, porque el general<br />
*** protegía a la familia del agraciado. El comentario le<br />
fue referido a Ghilfuccio en Viena, el cual dijo a un compatriota<br />
que cuando volviera a Córcega encontraría muy enrique cido<br />
a Giudice, puesto que sacaba más dinero de los pleitos que<br />
perdía que de los que ganaba. No se supo nunca si lo que quiso<br />
insinuar era que el abogado engañaba a sus clientes o se limitó<br />
a emitir la frase vulgar de que un mal asunto produce más que<br />
uno bueno a un abogado. Sea como fuere, el abogado Barricini<br />
tuvo conocimiento del epigrama y no lo olvidó. En 1812 aspiraba<br />
a ser alcalde de su pueblo y esperaba fundadamente lograrlo,<br />
cuando el general*** escribió al prefecto para recomendarle<br />
a un pariente de la mujer de Ghilfuccio. El prefecto se apresuró<br />
a complacer al general, y a Barricini no le cupo duda de que<br />
su fracaso era debido a las intrigas de Ghilfuccio. A la caída<br />
38
del emperador, en 1814, el protegido del general fue denunciado<br />
como bonapartista y remplazado por Barricini. A su vez<br />
este último fue destituido cuando los Cien Días; 1 pero pasada<br />
esta tormenta volvió a tomar con gran pompa posesión de<br />
la alcaldía y del registro civil.<br />
Desde ese momento su estrella fue más brillante que nunca.<br />
El coronel Della Rebbia, pasado a la reserva y retirado en Pietranera,<br />
tuvo que sostener contra su antagonista una lucha<br />
sorda de artimañas renovadas a diario: tan pronto era requerido<br />
para indemnizar los daños causados por su caballo en los<br />
cercados del señor alcalde, tan pronto este, con pretexto de<br />
restaurar el pavimento de la iglesia, suprimía una losa rota<br />
que tenía las armas de los Della Rebbia y que cubría la tumba<br />
de un miembro de esta familia. Si las cabras se comían los retoños<br />
de las plantas del coronel, los dueños de aquellos animales<br />
hallaban protección en el alcalde; sucesivamente, el<br />
tendero de comestibles que tenía la oficina de correos de Pietranera,<br />
y el guardabosques, un veterano mutilado, ambos<br />
protegidos de los Della Rebbia, fueron destituidos y remplazados<br />
por gente de los Barricini.<br />
La mujer del coronel expresó al morir su deseo de ser enterrada<br />
en un bosquecito por el que gustaba pasear; pero el alcalde<br />
declaró que sería inhumada en el cementerio municipal, puesto<br />
que no había recibido autorización para permitir una sepultura<br />
aislada. Furioso, el coronel manifestó que, en espera de la<br />
autorización, su mujer sería enterrada en el lugar que ella había<br />
elegido y mandó abrir allí una fosa. Por su parte el alcalde<br />
ordenó abrir otra en el cementerio, y requirió a la gendarmería,<br />
a fin de que la fuerza, como dijo él, amparase a la ley. El<br />
día del entierro los dos partidos se encontraron frente a frente,<br />
y pudo temerse que se entablara un combate por la posesión de<br />
los restos de la señora Della Rebbia. Unos cuarenta campesinos<br />
bien armados, requeridos por los parientes de la difunta,<br />
obligaron al cura a que tomara, al salir de la iglesia, el camino<br />
del bosque; de otra parte, el alcalde, con sus dos hijos; sus<br />
1 Se ha denominado Cien Días al período en que Napoleón Bonaparte tomó<br />
el poder en Francia luego de su fuga de la Isla de Elba, en 1815.<br />
39
satélites y los gendarmes, se presentó para oponerse. Cuando<br />
apareció y ordenó a la comitiva que retrocediera fue acogido con<br />
denuestos y amenazas; sus adversarios estaban en mayoría y<br />
parecían determinados. A la vista del alcalde fueron cargadas<br />
varias armas, y hasta se dijo que un pastor se dispuso a apuntarle,<br />
pero el coronel le desvió el arma y dijo: «¡Que nadie tire<br />
sin orden mía!» El alcalde temía los tiros, naturalmente; como<br />
Panurgo, 1 y, rehusando el combate, se retiró con su acompañamiento.<br />
Entonces la comitiva fúnebre se puso en marcha, y<br />
por el camino más largo, a fin de pasar por delante de la alcaldía.<br />
Al desfilar, un idiota que se había unido al cortejo tuvo la<br />
ocurrencia de gritar: «¡Viva el emperador!» Dos o tres voces le<br />
respondieron, y los rebbianistas, cada vez más animados, propusieron<br />
matar a un buey del alcalde que por casualidad les<br />
cerraba el paso. Por fortuna el coronel impidió tal violencia.<br />
Puede suponerse que los hechos fueron denunciados y que el<br />
alcalde dirigió al prefecto una comunicación, redactada en su<br />
estilo más sublime, en que hablaba de leyes divinas y humanas<br />
pisoteadas, de la alta personalidad del alcalde y de la del<br />
párroco desconocidas y ultrajadas, del coronel Della Rebbia<br />
puesto a la cabeza de un complot bonapartista para cambiar el<br />
orden de sucesión al trono y excitar a los ciudadanos a armarse<br />
los unos contra los otros, delitos previstos por los artículos<br />
86 y 91 del código penal.<br />
La exageración de la denuncia perjudicó su efecto. El coronel<br />
escribió al prefecto y al fiscal: un pariente de su mujer estaba<br />
relacionado con uno de los diputados de la isla y otro era primo<br />
del presidente de la audiencia. Gracias a estas protecciones se<br />
sobreseyó la causa: la señora Della Rebbia permaneció en el<br />
bosque y solo el idiota fue condenado a quince días de cárcel.<br />
Disgustado Barricini por el resultado de este asunto volvió<br />
sus baterías hacia otro punto. Exhumó un antiguo título, con<br />
arreglo al cual se aprestó a discutir al coronel la propiedad de<br />
cierto arroyo que daba movimiento a un molino. Se entabló un<br />
pleito, que duró mucho tiempo. Al cabo de un año la audiencia<br />
iba a fallar, y según todos los indicios a favor del coronel, cuando<br />
1 Personaje de la sátira Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais.<br />
40
el señor Barricini entregó al fiscal una carta firmada por un<br />
tal Agostini, bandido célebre, en la que amenazaba al alcalde<br />
con incendio y muerte si no desistía de sus pretensiones. Sabido<br />
es que en Córcega la protección de los bandidos es muy solicitada,<br />
y para obligar a sus amigos intervienen con frecuencia<br />
en las querellas particulares. El alcalde sacaba a relucir esa<br />
carta, cuando un nuevo incidente vino a complicar el asunto.<br />
El bandido Agostini escribió al fiscal para quejarse de que hubieran<br />
falsificado su letra y lanzado sospechas sobre su carácter,<br />
haciéndole pasar por un hombre que traficaba con su<br />
influencia. «Si descubro al falsificador» decía al final de la<br />
carta «lo castigaré ejemplarmente».<br />
Estaba claro que Agostini no había escrito la carta amenazadora<br />
al alcalde; los Della Rebbia acusaban a los Barricini, y<br />
viceversa. De una y de otra parte brotaban amenazas, y la<br />
justicia no sabía en qué lado hallar a los culpables.<br />
En esto el coronel Ghilfuccio fue asesinado. He aquí los hechos<br />
tal como fueron establecidos por el sumario: Al atardecer<br />
del 2 de agosto de 18… la mujer Magdalena Pietri, que llevaba<br />
grano a Pietranera, oyó dos tiros consecutivos, que salían, según<br />
le pareció, de un camino que conducía al pueblo, a cosa de<br />
ciento cincuenta pasos del lugar en que ella se encontraba.<br />
Casi enseguida vio a un hombre que corría, agachándose, por<br />
un sendero de viñas en dirección al pueblo. Aquel hombre se<br />
detuvo un instante y volvió la cara; pero la distancia impidió<br />
que la mujer Pietri lo reconociese; además el individuo llevaba<br />
en la boca una hoja de viña que lo tapaba casi todo el rostro.<br />
Hizo una seña con la mano a alguien que la testigo no vio, y<br />
después desapareció entre las viñas.<br />
La mujer dejó su carga, subió corriendo el sendero y encontró<br />
al coronel Della Rebbia bañado en su sangre, atravesado<br />
por dos balazos, pero respirando aún. Tenía a su lado la escopeta<br />
cargada, como si se hubiera apercibido a la defensa contra<br />
una persona que lo atacaba de frente en el momento en que<br />
otra lo hería por la espalda. Exhalaba ronquidos y luchaba<br />
contra la muerte; pero no podía pronunciar palabra, cosa<br />
que los médicos explicaron por la naturaleza de sus heridas<br />
41
que habían atravesado el pulmón. Lo ahogaba la sangre, que<br />
manaba lentamente, viscosa y roja. En vano Magdalena Pietri<br />
lo incorporó y le hizo unas preguntas. Bien veía ella que él<br />
quería hablar, pero no podía hacerse comprender. Habiendo<br />
observado la mujer que el herido trataba de llevarse la mano al<br />
bolsillo, se apresuró a sacar una cartera y se la entregó abierta.<br />
El herido cogió el lápiz de la cartera y procuró escribir en<br />
un cuadernito. La testigo lo vio trazar con dificultad, en efecto,<br />
algunas letras; pero como no sabía leer no pudo comprender<br />
su significado. Agotado por ese esfuerzo el coronel dejó la<br />
cartera en manos de la mujer Pietri; luego estrechándolas con<br />
fuerza y mirándola con expresión singular, como si quisiera<br />
decir —tales son las palabras de la testigo—: «Esto es importante:<br />
es el nombre de mi asesino».<br />
Magdalena Pietri se dirigió al pueblo, y en el camino encontró<br />
al alcalde Barricini con su hijo Vincentello. Ya era casi de<br />
noche. Contó ella lo que había visto. El alcalde tomó la cartera<br />
y corrió a la alcaldía a ponerse el fajín y llamar a su secretario<br />
y a los gendarmes. Al quedarse sola con Vincentello, Magdalena<br />
le propuso ir a auxiliar al coronel por si aún estaba con<br />
vida; pero Vincentello contestó que si se acercaba a un hombre<br />
que había sido el encarnizado enemigo de su familia no dejarían<br />
de acusarlo de haberlo matado él. Al poco rato llegó el<br />
alcalde, encontró al coronel muerto, hizo llevar el cadáver y<br />
procedió a levantar el acta correspondiente.<br />
A pesar de su turbación, natural en aquellas circunstancias,<br />
Barricini se había apresurado a depositar bajo sellos la cartera<br />
del coronel y a realizar cuanto de él dependía; pero ninguna<br />
de sus diligencias reveló nada importante. Al llegar el juez de<br />
instrucción, abrieron la cartera, y en una página de un cuaderno<br />
de notas, manchada de sangre, había unas letras trazadas<br />
por una mano desfalleciente, pero bien legibles sin<br />
embargo. Estaba escrito: Agosti… y el juez no dudó de que el<br />
coronel había querido designar a Agostini, como su asesino.<br />
No obstante, Colomba Della Rebbia, llamada por el juez, solicitó<br />
examinar el cuaderno. Después de haberlo hojeado detenidamente<br />
extendió una mano hacia el alcalde y exclamó: «¡Ese<br />
42
es el asesino!» Entonces, con una precisión y una claridad sorprendentes<br />
en el arrebato de dolor en que se hallaba, refirió<br />
que su padre había quemado una carta que había recibido de<br />
su hijo pocos días atrás, pero que antes de hacerlo había escrito<br />
con lápiz en su cuaderno de notas las señas de Orso, que<br />
había cambiado hacía poco de guarnición. Ahora bien: aquellas<br />
señas no estaban en el cuaderno, de lo que deducía Colomba<br />
que el alcalde había arrancado la hoja en que estaban<br />
escritas y en la que con seguridad consignó su padre el nombre<br />
de su asesino, nombre que el alcalde —así lo dijo Colomba—<br />
había sustituido por el de Agostini. El juez vio que, en<br />
efecto, le faltaba una hoja al cuaderno; pero observó enseguida<br />
que también faltaban hojas de otros cuadernos de notas contenidos<br />
en la misma cartera, y unos testigos declararon que el<br />
coronel acostumbraba arrancar hojas de su cartera cuando<br />
quería encender un cigarro. Nada más probable, pues, que hubiese<br />
quemado por descuido las señas copiadas. Se comprobó<br />
además que el alcalde, al recibir la cartera de manos de Magdalena<br />
Pietri, no hubiera podido leer a causa de la oscuridad;<br />
que no se detuvo ni un instante antes de entrar en el ayuntamiento;<br />
que el cabo de gendarmes lo había acompañado, lo<br />
había visto encender una lámpara, meter la cartera en un sobre<br />
y sellarlo en su presencia.<br />
Cuando el gendarme hubo terminado su declaración, Colomba,<br />
fuera de sí, se echó a los pies de él y le suplicó que dijese por<br />
lo más sagrado que tuviera, si no había dejado al alcalde solo<br />
ni un instante. El gendarme, tras alguna vacilación, ostensiblemente<br />
conmovido por la exaltación de la joven, confesó que<br />
había ido a buscar una hoja de papel a la habitación contigua,<br />
pero que no había tardado ni un minuto, y que el alcalde no<br />
había dejado de hablarle mientras él buscaba a tientas el papel<br />
en un cajón. Además afirmó que a su vuelta la cartera estaba en<br />
el mismo sitio en que el alcalde la había tirado al entrar.<br />
Barricini declaró con la mayor tranquilidad. Excusaba, decía,<br />
el arrebato de la señorita Della Rebbia y se avenía condescendientemente<br />
a justificarse. Probó que había pasado toda<br />
la tarde en el pueblo; que su hijo Vincentello estaba con él ante la<br />
43
alcaldía en el momento del crimen, y que su otro hijo, Orlanduccio,<br />
enfermo aquel día, no se había levantado de la cama.<br />
Presentó todas las escopetas de su casa, ninguna de las cuales<br />
había hecho fuego recientemente. Añadió que respecto a la<br />
cartera había comprendido de inmediato su importancia, por<br />
lo que la puso enseguida bajo sobre sellado y la depositó en<br />
manos de su teniente alcalde, previendo que, dada su enemistad<br />
con el coronel, podría ser objeto de sospechas. Recordó, en<br />
fin, que Agostini había amenazado de muerte al que escribió<br />
una carta en su nombre, e insinuó que aquel miserable, sospechando<br />
con probabilidad del coronel, procedió a asesinarlo.<br />
Dentro de las costumbres de los bandidos no era aquella la<br />
primera venganza por un motivo análogo.<br />
A los cinco días de la muerte del coronel, Agostini fue sorprendido<br />
y muerto tras lucha desesperada por una patrulla de<br />
voltigeurs. 1 Se encontró entre sus ropas una carta de Colomba<br />
en la que le preguntaba si era o no culpable del asesinato que<br />
le imputaban. Como el bandido no contestara, fueron muchos<br />
los que creyeron que no había tenido valor para decir a una<br />
hija que él fue quien la dejó sin padre. Sin embargo, los que<br />
pretendían conocer bien el carácter de Agostini decían en voz<br />
baja que si hubiera matado al coronel se habría jactado de ello.<br />
Otro bandido, llamado Brandolaccio, envió a Colomba una declaración<br />
en la que afirmaba por su honor la inocencia de su<br />
compañero; pero la única prueba que alegaba era que Agostini<br />
no le había dicho nunca que sospechase del coronel.<br />
En conclusión, los Barricini no fueron molestados. El juez de<br />
instrucción colmó de elogios al alcalde, el cual coronó su digna<br />
conducta renunciando a todas sus pretensiones respecto al arroyo<br />
que había originado su pleito con el coronel Della Rebbia.<br />
Colomba, siguiendo las costumbres de su país, improvisó<br />
una ballata ante el cadáver de su padre y en presencia de sus<br />
1 Nombre que se daba en Francia, antes de 1870, a unos soldados de pequeña<br />
talla que formaban una compañía escogida, puesta a la izquierda del<br />
batallón. Los voltigeurs, además de ser soldados distinguidos, reunían,<br />
como su nombre indica (del verbo voltiger, revolotear), condiciones especiales<br />
de ligereza para acudir adonde fueran necesarios. (Nota de la E. de B.).<br />
44
amigos reunidos. Exhaló en ella todo su odio contra los Barricini<br />
y los acusó formalmente del asesinato, amenazándolos al<br />
mismo tiempo, con la venganza de su hermano. Aquella balada,<br />
que se hizo muy popular, fue la que Lydia oyó cantar al<br />
marinero. Al conocer la muerte de su padre, Orso, que se hallaba<br />
entonces en el norte de Francia, pidió una licencia, pero<br />
no se la concedieron. En los primeros momentos, y por la carta<br />
de su hermana, creyó en la culpabilidad de los Barricini, pero después<br />
recibió copia de todas las piezas del proceso, y una carta<br />
particular del juez le inspiró casi la convicción de que Agostini<br />
era el único culpable. Colomba le escribía cada tres meses para<br />
repetirle sus sospechas, que ella llamaba pruebas. A su pesar,<br />
tales acusaciones hacían hervir en él su sangre corsa, y a veces<br />
se sentía a punto de compartir los prejuicios de su hermana.<br />
No obstante, siempre que le escribía no dejaba de repetirle<br />
que sus argumentos no tenían ningún fundamento sólido y no<br />
merecían crédito alguno. Hasta le prohibía, pero siempre en<br />
vano, que le hablase más del asunto. De esta suerte trascurrieron<br />
dos años, al cabo de los cuales se le dio el retiro, y entonces<br />
pensó en regresar a su país, no para vengarse de quienes juzgaba<br />
inocentes, sino para casar a su hermana y vender sus<br />
insignificantes propiedades, si es que valían lo bastante para<br />
permitirle vivir en el continente.<br />
45
46<br />
VII<br />
Sea porque la llegada de su hermana hubiese recrudecido en<br />
Orso el recuerdo del techo paterno, sea porque se avergonzarse<br />
un poco ante sus civilizados amigos del traje y de las maneras<br />
toscas de Colomba, manifestó al día siguiente su decisión<br />
de dejar Ajaccio y volver a Pietranera. Sin embargo, hizo prometer<br />
al coronel que se albergaría unos días en su humilde<br />
casa cuando fuera a Bastia, y él, en cambio, se comprometió a<br />
proporcionarle para sus cacerías gamos, faisanes, jabalíes y<br />
todo lo demás.<br />
La víspera de su partida, en vez de ir de caza, Orso propuso<br />
un paseo a orillas del golfo. Dando el brazo a miss Lydia podía<br />
hablarle con toda libertad; Colomba se había quedado en la<br />
ciudad para hacer unas compras, y el coronel los dejaba a cada<br />
instante para tirar a las gaviotas y otras aves de mar, con gran<br />
sorpresa de los transeúntes, que no comprendían que se gastase<br />
la pólvora en semejante caza.<br />
Seguían el camino que conduce a la capilla de los griegos,<br />
desde donde se descubre la más hermosa vista de la bahía;<br />
pero no le prestaban la menor atención.<br />
—Miss Lydia… —dijo Orso tras un silencio que por lo largo<br />
se había hecho embarazoso— con franqueza, ¿qué opina usted<br />
de mi hermana?<br />
—Que me agrada mucho —contestó miss Nevil—. Más que<br />
usted —agregó sonriendo—, porque ella es una verdadera corsa<br />
y usted es un salvaje demasiado civilizado.<br />
—¡Demasiado civilizado…! Pues bien: a mi pesar, siento que<br />
renace mi salvajismo desde que he puesto el pie en la isla. Me<br />
agitan, me atormentan, mil espantosos pensamientos… y
necesito hablar con usted un poco antes de hundirme en mi<br />
desierto.<br />
—Tenga valor. Imite el ejemplo de resignación que le da su<br />
hermana.<br />
—¡Ah! Está usted equivocada. No crea en su resignación. No<br />
me ha dicho nada, pero en cada una de sus miradas leo lo que<br />
mi hermana espera de mí.<br />
—¿Qué es lo que quiere de usted, en fin?<br />
—Pues sencillamente que vea si la escopeta de su padre es<br />
tan eficaz para el hombre como para la perdiz.<br />
—¡Qué idea! ¿Cómo puede suponer eso cuando acaba de confesar<br />
que no le ha dicho ella nada? No está bien que piense<br />
usted así.<br />
—Si ella no pensara en la venganza me hubiera hablado de<br />
mi padre, y no lo ha hecho. Habría nombrado a los que ella<br />
considera… sin razón, ya lo sé, como los homicidas, y no los ha<br />
mentado para nada. Es que nosotros los corsos somos una raza<br />
astuta. Mi hermana comprende que no me tiene por completo<br />
en su poder y no quiere asustarme cuando todavía puedo huir.<br />
Una vez que me haya conducido al borde del precipicio, y sienta<br />
el vértigo me empujará al abismo.<br />
Entonces Orso dio algunos detalles de la muerte de su padre<br />
a miss Nevil y refirió las principales pruebas acumuladas para<br />
hacerle creer que Agostini era el asesino.<br />
—Nada —añadió— ha podido convencer a Colomba. Lo he<br />
visto en su última carta. Ha jurado la muerte de los Barricini,<br />
y… vea la confianza que usted me inspira, miss Nevil… tal vez<br />
no estarían ya en este mundo si, por uno de los prejuicios que<br />
su tosca educación excusa, no estuviera persuadida de que la<br />
ejecución de la venganza me pertenece, en mi calidad de jefe<br />
de familia, y de que mi honor está comprometido en ello.<br />
—Verdaderamente, está calumniando a su hermana, señor<br />
Della Rebbia —dijo miss Nevil.<br />
—No; usted misma lo ha dicho… mi hermana es corsa y<br />
piensa lo que piensan todos. ¿Sabe usted por qué estaba yo tan<br />
triste ayer?<br />
47
—No; pero desde hace algún tiempo padece usted esos accesos<br />
sombríos… Era usted más amable en los primeros días de<br />
nuestra amistad.<br />
—Ayer, en cambio, estaba más alegre, más contento que de<br />
costumbre. ¡La había visto tan bondadosa, tan indulgente con<br />
mi hermana…! Volvíamos en bote el coronel y yo. ¿Sabe usted<br />
lo que me dijo uno de los boteros en su infernal modo de hablar?<br />
«Ha matado mucha caza, Ors’ Anton’; pero ya verá cómo<br />
Orlanduccio Barricini es mejor cazador que usted».<br />
—¿Y qué tienen de terrible esas palabras? ¿Ha cifrado su<br />
orgullo en ser un cazador excepcional?<br />
—Pero ¿no comprende usted que ese miserable decía que no<br />
tendría el valor de matar a Orlanduccio?<br />
—Le declaro que me da usted miedo. Parece que el aire de su<br />
isla no solo produce fiebre, sino que vuelve loco. Afortunadamente,<br />
no tardaremos en dejarla.<br />
—No antes de haber estado en Pietranera. Se lo ha prometido<br />
a mi hermana.<br />
—¿Y si faltáramos a nuestra promesa? ¿Tendríamos que temer<br />
quizá alguna venganza?<br />
—¿Recuerda lo que nos contaba el otro día su padre de esos<br />
indios que amenazan a los gobernadores de la compañía con<br />
dejarse morir de hambre si no son atendidos en sus demandas?<br />
—¿Quiere eso decir que se dejaría morir de hambre? Lo<br />
dudo. Estaría un día sin comer y al otro le llevaría Colomba un<br />
bruccio 1 tan apetitoso que renunciaría a su propósito.<br />
—No se burle de mí, miss Nevil. Es usted cruel. Ya ve, voy<br />
a quedarme solo aquí. Únicamente usted podría impedir que<br />
me volviera loco, como dice. Era usted mi ángel guardián, y<br />
ahora…<br />
—Ahora —dijo miss Lydia en tono serio—, para no perder<br />
esa razón, que se perturba tan fácilmente, piense en su honor<br />
de hombre y de militar, y —prosiguió volviéndose para coger<br />
una flor— si algo vale para usted, piense en su ángel guardián.<br />
—¡Ah! miss Nevil, si pudiera pensar que usted se interesa<br />
realmente…<br />
1 Especie de queso de crema cocido. Es un manjar nacional en Córcega.<br />
48
—Escúcheme, señor Della Rebbia —replicó miss Nevil, algo<br />
conmovida—; puesto que es usted un niño, lo trataré como a<br />
un niño. Cuando era pequeña mi madre me dio un collar que<br />
deseaba vehementemente, pero me dijo: «Cada vez que te pongas<br />
este collar acuérdate de que todavía no sabes el francés».<br />
El collar perdió a mis ojos un poco de su mérito. Se había convertido<br />
para mí en una especie de remordimiento; pero lo llevé<br />
y supe el francés. ¿Ve usted esta sortija? Es un escarabajo<br />
egipcio encontrado, si usted quiere, en una pirámide. Esta figura<br />
extraña, que tal vez creerá usted una botella, significa la<br />
vida. Hay en mi país quienes hallarían muy propio el jeroglífico.<br />
Esto otro es un escudo con un brazo que sostiene una<br />
lanza, lo que quiere decir combate, batalla. Así, pues, la reunión<br />
de las dos figuras constituye este lema, que me parece<br />
bastante bien: La vida es un combate. No se le ocurra creer<br />
que traduzco los jeroglíficos corrientemente; es un sabio en<br />
tales materias quien me explicó estas. Tome, le regalo mi escarabajo.<br />
Cuando lo asalte algún mal pensamiento corso mire<br />
mi talismán y dígase que es preciso salir vencedor de la batalla<br />
que nos presentan las malas pasiones… La verdad es que<br />
no predico mal.<br />
—Pensaré en usted, miss Nevil, y me diré…<br />
—Dígase que tiene una amiga a la que desconsolaría… saber<br />
que ha sido usted ahorcado. Lo cual, además, apenaría mucho<br />
a los señores cabos, antepasados de usted.<br />
Al decir esto se separó riendo de Orso, y corrió hacia su padre:<br />
—Papá —le dijo—, deja en paz a esos pobres pájaros y ven<br />
con nosotros a poetizar en la gruta de Napoleón.<br />
49
50<br />
VIII<br />
Siempre hay algo solemne en una separación, aunque sea por<br />
poco tiempo. Orso iba a marchar con su hermana muy de mañana,<br />
y la víspera por la noche se había despedido de miss<br />
Lydia, pues no esperaba que esta hiciera en favor de él una<br />
excepción en sus hábitos de pereza. La despedida había sido<br />
fría y grave. Desde la conversación a orillas del mar, miss<br />
Lydia temía haber mostrado a Orso un interés quizá demasiado<br />
vivo, y Orso, por su parte, se sentía apesadumbrado por las<br />
burlas, y sobre todo por el tono de ligereza de ella. Hubo un<br />
momento en que creyó vislumbrar en la actitud de la joven<br />
inglesa un sentimiento de afecto naciente; pero después, desconcertado<br />
por sus bromas, se dijo que no era él a los ojos de<br />
ella sino un mero conocido que sería pronto olvidado. Grande<br />
fue, pues, su sorpresa cuando por la mañana, al sentarse a<br />
tomar café con el coronel, vio entrar a miss Lydia seguida de Colomba.<br />
Se había levantado a las cinco, y en una inglesa, en miss<br />
Nevil sobre todo, el esfuerzo era lo suficientemente extraordinario<br />
para que Orso sintiera nacer en él alguna vanidad.<br />
—Lamento mucho —dijo— que se haya molestado usted tan<br />
temprano. Sin duda mi hermana la habrá despertado a pesar<br />
de mis recomendaciones y debe aborrecernos. ¿Me desea usted<br />
ya ahorcado quizá?<br />
—No —contestó miss Lydia en voz baja y en italiano, evidentemente<br />
para que su padre no la oyese—. Pero ayer se ha incomodado<br />
usted por mis inocentes bromas y no quería que se<br />
llevara un mal recuerdo de su servidora. ¡Qué terribles son<br />
ustedes los corsos! ¡Adiós, pues; espero que hasta pronto!<br />
Y le tendió la mano.
Orso solo respondió con un suspiro. Colomba se llegó a él, lo<br />
llevó aparte y, enseñándole algo que tenía bajo su mezzaro, le<br />
habló un momento en voz baja.<br />
—Mi hermana —dijo Orso a miss Nevil— quiere hacerle un<br />
extraño regalo; pero los corsos no tenemos gran cosa que dar…<br />
salvo nuestro afecto… que el tiempo no borra. Mi hermana me<br />
dice que miró usted con curiosidad este estilete. Es una antigüedad<br />
en la familia. Probablemente lo llevó antaño en su cinto<br />
alguno de los cabos a quienes debo la honra de haberla<br />
conocido. Colomba lo cree tan valioso que me ha pedido permiso<br />
para dárselo a usted; pero no sé si concedérselo, porque<br />
temo que se burle de nosotros.<br />
—El estilete es precioso —contestó miss Lydia—; pero es un<br />
arma de familia y no puedo aceptarlo.<br />
—No es el estilete de mi padre —replicó con viveza Colomba—.<br />
Procede de uno de mis abuelos maternos, a quien se lo<br />
dio el rey Teodoro. 1 Si lo acepta usted se lo agradeceremos<br />
mucho.<br />
—Ya ve, miss Lydia —dijo Orso—: no desdeñe el estilete de<br />
un rey.<br />
Para un aficionado, las reliquias del rey Teodoro son infinitamente<br />
más preciosas que las del más poderoso monarca.<br />
La tentación era fuerte, y miss Lydia veía ya el efecto que produciría<br />
el arma aquella colocada sobre una mesa de laca en su<br />
casa de Saint-James’s Place.<br />
—Pero —insistió tomando el puñal con la vacilación del que<br />
quiere aceptar y dirigiendo la más amable de sus sonrisas a<br />
Colomba— no puedo, no estaría bien que la dejase marcharse<br />
desarmada, mi querida amiga.<br />
—Viene mi hermano conmigo —dijo Colomba con orgullo—<br />
y llevamos la buena escopeta que su padre nos ha dado. ¿La<br />
has cargado con bala, Orso?<br />
Miss Nevil aceptó el puñal, y Colomba; para conjurar el peligro<br />
que se corre en dar armas cortantes o punzantes a los<br />
amigos, exigió cinco céntimos en pago.<br />
1 Théodore de Neuhoff (1696- 1756), luego Teodoro I de Córcega gracias a su<br />
contribución a la paz luego de la rebelión corsa de 1729.<br />
51
Hubo que separarse al fin. Orso estrechó una vez más la<br />
mano de miss Nevil. Colomba la abrazó y luego fue a ofrecer<br />
sus labios de rosa al coronel, muy maravillado de la cortesía<br />
corsa. Desde la ventana de la sala miss Lydia vio montar a caballo<br />
a los dos hermanos, y observó que los ojos de Colomba<br />
brillaban con una alegría singular. Aquella robusta y enérgica<br />
mujer, fanática de sus ideas de honor bárbaro, con el orgullo<br />
en la frente y contraídos los labios por una sonrisa sardónica,<br />
llevándose aquel hombre armado como para una expedición<br />
siniestra, recordó a miss Lydia los temores de Orso y creyó ver<br />
en su hermana al mal genio que lo arrastraba a su pérdida.<br />
Orso, ya a caballo, alzó la cabeza y vio a su amiga. Fuera porque<br />
hubiese adivinado el pensamiento de ella, fuese para enviarle<br />
un último adiós, tomó el anillo egipcio que se había colgado<br />
de un cordón, y se lo llevó a los labios. Miss Lydia se retiró de la<br />
ventana ruborizándose; pero volvió casi enseguida a asomarse<br />
y vio a los dos corsos alejarse rápidamente, al galope de sus<br />
cabalgaduras, en dirección a las montañas. Media hora después<br />
se los percibía aún, con el anteojo del coronel, costeando<br />
el fondo del golfo, y vio ella que Orso volvía con frecuencia la<br />
cabeza hacia la ciudad. Por fin desapareció tras las marismas,<br />
convertidas hoy en un hermoso plantío.<br />
Miss Lydia, al mirarse en el espejo, se encontró pálida.<br />
«¿Qué pensará de mí ese joven?» se dijo. «Y, ¿qué pienso yo de<br />
él? Y, ¿por qué pienso en él…? ¡Una relación de viaje…! ¿Qué<br />
he venido a hacer en Córcega…? ¡Oh!, no, no lo amo… No, no;<br />
además, la cosa es imposible… Colomba… ¡Cuñada yo de una<br />
voceratrice que lleva un estilete!» Y al notar que tenía en la<br />
mano el del rey Teodoro lo tiró sobre su tocador. «¡Colomba en<br />
Londres, bailando en Almack’s…! 1 ¡Qué león 2 para enseñarlo<br />
por allí, Señor…! Tal vez haría ella furor… Y él me quiere,<br />
estoy segura de ello… Es un héroe de novela cuya carrera<br />
aventurera he interrumpido… Pero, ¿tenía realmente ganas<br />
1Fue uno de los primeros clubes londinenses en recibir hombres y mujeres<br />
a la vez. Se consideraba muy exclusivo y pertenecer a él, un privilegio.<br />
2En aquella época se daba este nombre en Inglaterra a las personas de<br />
moda que se hacían notar por algo extraordinario. (Nota de la E. de B.).<br />
52
de vengar a su padre a lo corso…? Era algo entre un Conrado<br />
y un dandi… He hecho de él un dandi puro; ¡un dandi que<br />
tiene un sastre corso…!»<br />
Miss Lydia se echó en la cama y quiso dormir, pero le fue<br />
imposible; y no la seguiré en su monólogo, en el que se dijo más<br />
de cien veces que el señor Della Rebbia no había sido, ni era, ni<br />
sería nunca nada para ella.<br />
53
54<br />
IX<br />
Mientras tanto, Orso cabalgaba con su hermana. Al principio<br />
les impidió hablar el movimiento rápido de los caballos; pero<br />
cuando las pendientes demasiado rápidas los obligaban a ponerlos<br />
al paso cambiaban algunas palabras respecto a los amigos<br />
que acababan de dejar. Colomba habló con entusiasmo de<br />
la belleza de miss Nevil, de su rubio pelo, de sus graciosas maneras.<br />
Después preguntó si el coronel era tan rico como parecía<br />
serlo y si la señorita Lydia era hija única.<br />
—Debe de ser un buen partido —dijo—. Parece que su padre<br />
te ha cobrado mucho afecto.<br />
Y como Orso no contestara nada, añadió:<br />
—Nuestra familia fue rica en otro tiempo; es todavía de las<br />
más consideradas de la isla. Todos estos signori 1 son bastardos.<br />
No hay nobleza ruin en las familias de los cabos, y ya sabes<br />
tú que desciendes de los primeros cabos de la isla. Ya sabes<br />
que nuestra familia es originaria de tras los montes 2 y que han<br />
sido las guerras civiles las que nos han obligado a pasar a este<br />
lado. Si estuviera en tu lugar no vacilaría en pedir a su padre la<br />
mano de miss Nevil… (Orso se encogió de hombros.) Con su<br />
dote compraría los bosques de la Falsetta y las viñas de abajo<br />
de nuestra casa, construiría una hermosa casa de piedra de<br />
sillería y levantaría un piso más en la antigua torre en que<br />
1Llámase signori a los descendientes de los señores feudales de Córcega.<br />
Entre las familias de los signori y las de los caporali hay rivalidad en cuanto<br />
a nobleza. (Nota de la E. de B.).<br />
2Es decir de la costa oriental. La expresión, muy usada, de là dei monti<br />
cambia de sentido según la posición del que la emplea. Córcega está dividida<br />
de norte a sur por una cadena de montañas. (Nota de la E. de B.).
Sanbucuccio mató tantos moros en tiempos del conde Enrique<br />
el bel Missere. 1<br />
—Estás loca, Colomba —contestó Orso galopando.<br />
—Tú eres hombre, Ors’ Anton’, y sin duda sabes mejor que<br />
una mujer lo que debes hacer. Pero quisiera saber lo que ese<br />
inglés podría objetar contra nuestra alianza. ¿Hay cabos en Inglaterra…?<br />
Tras una buena caminata charlando así el hermano y la hermana<br />
llegaron a un pueblecito, no lejos de Bocognano, donde<br />
pararon para comer y pernoctar en casa de un amigo de su<br />
familia. Fueron recibidos con esa hospitalidad corsa que no se<br />
puede apreciar hasta que se la conoce. Al día siguiente su<br />
huésped, que había sido compadre de la señora Della Rebbia,<br />
los acompañó una legua.<br />
—Ve estos bosques y estos maquis —dijo a Orso en el momento<br />
de despedirse—: un hombre que hubiera cometido una<br />
desgracia podría vivir aquí diez años en paz, sin que los gendarmes<br />
ni los soldados viniesen a buscarlo. Estos bosques lindan<br />
con el de Vizzavona, y si se tienen amigos en Bocognano o en los<br />
alrededores no se carece de nada. Lleva usted una buena escopeta;<br />
debe de ser de gran alcance. ¡Sangre de la madona, qué<br />
calibre! Algo más que jabalíes se puede matar con ella.<br />
Orso contestó fríamente que su escopeta era inglesa y lanzaba<br />
el plomo muy lejos. Se abrazaron y cada cual siguió su camino.<br />
Ya nuestros viajeros estaban a poca distancia de Pietranera<br />
cuando, a la entrada de un desfiladero que había que atravesar,<br />
vieron a siete u ocho hombres armados, sentados unos en las<br />
pie dras, tumbados otros en la hierba, y de pie algunos como en<br />
acecho. Sus caballos pastaban a poca distancia. Colomba los examinó<br />
un instante con unos gemelos que sacó de uno de los grandes<br />
bolsillos de cuero que todos los corsos llevan en los viajes.<br />
—Es gente nuestra —dijo ella con expresión alegre—. Pieruccio<br />
ha cumplido bien el encargo…<br />
1 V. Filippini, lib. II. El conde Arrigo bel Missere murió en el año 1000; se<br />
dice que a su muerte se oyó en el aire una voz que cantaba estas palabras<br />
proféticas:<br />
É morto il conte Arrigo bel Missere,<br />
E Corsica sarà di male in peggio.<br />
55
—¿Qué gente? —preguntó Orso.<br />
—Nuestros pastores —contestó ella—. Anteanoche mandé a<br />
Pieruccio para que reuniese a esa buena gente para acompañarte<br />
a tu casa. No es correcto que entres en Pietranera sin<br />
escolta, y además debes saber que los Barricini son capaces de<br />
todo.<br />
—Colomba —dijo Orso con tono severo—, te he dicho muchas<br />
veces que no me hables más de los Barricini ni de tus<br />
infundadas sospechas. Ciertamente que no voy a cometer la<br />
ridiculez de entrar en mi casa con esa tropa de haraganes, y<br />
me disgusta mucho que los hayas reunido sin advertírmelo.<br />
—Te has olvidado de tu país, hermano mío, y me incumbe<br />
guardarte cuando tu imprudencia te expone. Debía hacer lo<br />
que he hecho.<br />
En aquel momento los pastores, habiéndolos visto, corrieron<br />
a sus caballos y acudieron al galope.<br />
—¡Viva Ors’ Anton’! —exclamó un robusto anciano de barba<br />
blanca que llevaba, a pesar del calor, un chaquetón con capucha,<br />
de paño corso, de más abrigo que el pelo de sus cabras—.<br />
Es el propio retrato de su padre, si bien más alto y más fuerte.<br />
¡Hermosa escopeta! Se hablará de ella, Ors’ Anton’.<br />
—¡Viva Ors’ Anton’! —repitieron a coro todos los pastores—.<br />
Bien sabíamos que al fin había de volver.<br />
—¡Ah! Ors’ Anton’ —dijo un mocetón de tinte color de ladrillo—,<br />
¡qué alegría la de su padre si estuviera aquí para recibirlo!<br />
Y aquí estaría el buen señor si me hubiera hecho caso, si<br />
me hubiese dejado despachar a Giudice… Pero no me creyó.<br />
Ahora sabrá que tenía razón.<br />
—¡Bueno! —intervino el anciano—. Nada perderá Giudice<br />
con esperar.<br />
Y una docena de disparos acompañaron esta aclamación.<br />
Orso, de muy mal humor en medio de aquellos jinetes, que<br />
hablaban todos a un tiempo y se agolpaban para estrecharle la<br />
mano, permaneció un buen rato sin poder hacerse oír. Por fin,<br />
adoptando la actitud que tomaba a la cabeza de su sección<br />
cuando distribuía reprimendas y arrestos:<br />
56
—Amigos míos —dijo—, les agradezco el afecto que me demuestran<br />
y el que tuvieron por mi padre; pero deseo, quiero<br />
que nadie me dé consejos. Sé lo que debo hacer.<br />
—Tiene razón, tiene razón —exclamaron los pastores—. Ya<br />
sabe usted bien que puede contar con nosotros.<br />
—Sí, cuento con ustedes; pero ahora no necesito a nadie;<br />
ningún peligro amenaza mi casa. Den, pues, media vuelta y<br />
marchen con sus cabras. Conozco el camino de Pietranera y no<br />
necesito guías.<br />
—No temas nada, Ors’ Anton’ —dijo el viejo—; no se atreverán<br />
ellos a presentarse hoy. El ratón se mete en su escondrijo<br />
cuando aparece el gato.<br />
—Gato, serás tú, viejo barbudo —dijo Orso—. ¿Cómo te<br />
llamas?<br />
—¿Cómo? ¿No conoce usted ya, Ors’ Anton’, a quien lo llevó<br />
tan a menudo a la grupa del mulo que mordía? ¿No conoce a<br />
Polo Griffo? Pues es un buen hombre, que pertenece a los Della<br />
Rebbia en cuerpo y alma. Diga una palabra, y cuando su escopeta<br />
hable no se callará este viejo mosquete, tan viejo como su<br />
amo. Cuente con ello, Ors’ Anton’.<br />
—Está bien, está bien; pero, ¡por todos los diablos!, márchense<br />
y déjennos continuar nuestro camino.<br />
Por fin se alejaron los pastores, dirigiéndose al trote largo<br />
hacia el pueblo; pero de cuando en cuando se detenían en todos<br />
los puntos elevados del camino, como para examinar si<br />
había alguna emboscada, y sin alejarse demasiado de Orso y<br />
su hermana para poder auxiliarlos en caso de necesidad. Y el<br />
viejo Polo Griffo decía a sus compañeros:<br />
—¡Lo comprendo, lo comprendo! No dice lo que va a hacer,<br />
pero lo hará. Es el propio retrato de su padre. ¡Muy bien! Dices<br />
que no odias a nadie: tú has hecho un voto a santa Nega. 1 Perfecto.<br />
Pues no daría un higo por la piel del alcalde. Antes de un<br />
mes no se podrá hacer un odre con ella.<br />
Precedido así por aquella vanguardia, el descendiente de los<br />
Della Rebbia entró en su pueblo y llegó a la antigua mansión<br />
1 Esta santa no se encuentra en el almanaque. Consagrarse a santa Nega es<br />
negarlo todo sistemáticamente. (Nota de la E. de B.).<br />
57
de los cabos, sus antepasados. Los rebbianistas, largo tiempo<br />
privados de jefe, salieron a su encuentro en masa, y los vecinos<br />
que se conservaban neutrales se asomaron a sus puertas para<br />
verlo pasar. Los barricinistas permanecieron en sus casas,<br />
atisbando por las rendijas de las ventanas.<br />
Pietranera es un pueblo, muy irregularmente edificado,<br />
como todos los de Córcega; pues para ver una calle hay que ir<br />
a Cargesa, construido por M. de Marboeuf. Las casas, diseminadas<br />
al azar y sin la menor alineación, ocupan la cumbre de un<br />
altozano, o más bien un saliente de la montaña. Hacia el centro<br />
del pueblo se alza una corpulenta encina, y al lado se ve<br />
una pila de granito, a la que un tubo de madera lleva el agua<br />
de un manantial cercano. Este monumento de utilidad pública<br />
fue costeado a medias por los Della Rebbia y los Barricini,<br />
pero se buscaría allí en vano un indicio de la antigua concordia<br />
entre las dos familias. Es, por el contrario, una obra de<br />
rivalidad. En una ocasión el coronel Della Rebbia envió al municipio<br />
de su pueblo cierta cantidad para contribuir a la construcción<br />
de una fuente; el abogado Barricini se apresuró a<br />
ofrecer un don semejante, y a este combate de generosidad<br />
debe Pietranera su agua. Alrededor de la encina y de la fuente<br />
hay un espacio libre, que llaman plaza, y en donde los desocupados<br />
se reúnen por la tarde. A veces se juega allí a las cartas,<br />
y una vez al año, en carnaval, hay baile. En los dos extremos<br />
de la plaza se alzan edificios de piedra, más altos que anchos.<br />
Son las torres enemigas de los Della Rebbia y de los Barricini.<br />
La arquitectura es uniforme; tienen la misma altura, y se ve<br />
que la rivalidad de las dos familias se ha mantenido siempre<br />
sin que la fortuna decidiese entre ellos.<br />
Tal vez sea oportuno explicar lo que hay que entender por la<br />
palabra torre. Es una construcción cuadrada de unos cuarenta<br />
pies de altura, que en cualquier otro país se llamaría lisa y<br />
llanamente un palomar. La puerta, estrecha, se abre a ocho<br />
pies del suelo a la que da acceso una escalera muy empinada.<br />
Encima de la puerta hay una ventana con una especie de balcón<br />
que tiene en la losa un agujero, como las galerías salientes<br />
de las antiguas torres fortificadas, que permite aplastar sin<br />
58
iesgo a un visitante indiscreto. Entre la puerta y la ventana<br />
hay dos escudos groseramente esculpidos. El uno ostentaba<br />
antaño la cruz de Génova; pero, todo machacado hoy, no es<br />
ya inteligible sino para los anticuarios. En el otro figuran las<br />
armas de la familia que posee la torre. Añadan, para completar<br />
la decoración, unas cuantas señales de balazos en los escudos y<br />
dinteles de la ventana, y pueden tener una idea de una mansión<br />
señorial de la edad media en Córcega Se me olvidaba decir que<br />
las dependencias habitables se respaldan contra la torre, con la<br />
que frecuentemente tienen comunicación interior.<br />
La torre y la casa de los Della Rebbia ocupan el lado norte de<br />
la plaza de Pietranera; la torre y la casa de los Barricini, el lado<br />
sur. Desde la torre del norte hasta la puerta es el paseo de los<br />
Della Rebbia; el de los Barricini, el del lado opuesto. Desde el<br />
entierro de la mujer del coronel no se había visto nunca a ningún<br />
miembro de una de aquellas dos familias presentarse en<br />
otro lado de la plaza que en el que le estaba asignado por una<br />
especie de convenio tácito. Para evitar un rodeo, Orso iba a pasar<br />
por delante de la casa del alcalde, cuando su hermana se<br />
dio cuenta y le indicó una callejuela por la que llegarían a su<br />
casa sin atravesar la plaza.<br />
—¿Por qué tomarse esa molestia? ¿La plaza no es acaso de<br />
todos? —dijo Orso.<br />
Y espoleó a su caballo.<br />
«¡Es un valiente!», exclamó para sí Colomba. «¡Serás vengado,<br />
padre mío!»<br />
Al llegar a la plaza Colomba se colocó entre su hermano y la<br />
casa de los Barricini, con la mirada fija en las ventanas de sus<br />
enemigos. Observó que las habían atrincherado recientemente<br />
y que habían abierto en ellas archere. Se llama archere a unas<br />
aberturas estrechas en forma de troneras, dispuestas entre<br />
gruesos troncos, con los que se tapa la parte inferior de una<br />
ventana. Cuando se teme algún ataque se improvisan estas<br />
defensas, a cuyo amparo se hace fuego contra los asaltantes.<br />
—¡Cobardes! Mira, Orso, ya empiezan a precaverse. Se han<br />
parapetado; pero tendrán que salir algún día —dijo Colomba.<br />
59
La presencia de Orso en el lado sur de la plaza produjo mucha<br />
sensación en Pietranera y fue considerada como un acto audaz,<br />
rayano en temerario. Para los neutrales reunidos por la<br />
tarde en torno de la encina constituyó un tema de interminables<br />
comentarios.<br />
—Es suerte —se decía— que los hijos de Barricini no hayan<br />
vuelto todavía, porque son menos sufridos que su padre y quizá<br />
no hubieran dejado pasar por el terreno de ellos a su enemigo<br />
sin hacerle pagar su bravata.<br />
—Acuérdese de lo que voy a decirle, vecino —añadió un viejo<br />
que era el oráculo del pueblo—. Me he fijado en la cara de Colomba;<br />
algo maquina en su cabeza. Huelo a pólvora. Dentro de<br />
poco habrá carne fresca en Pietranera.<br />
60
X<br />
Separado muy niño de su padre, Orso no había tenido tiempo<br />
de tratarlo. Había dejado Pietranera a los quince años para<br />
estudiar en Pisa, y de allí había pasado a la escuela militar,<br />
mientras Ghilfuccio paseaba por Europa las águilas imperiales.<br />
Orso no le había visto en el continente sino en varias<br />
ocasiones, y hasta 1815 no fue a servir al regimiento que mandaba<br />
su padre. Pero el coronel, inflexible en la disciplina, trataba<br />
a su hijo como a todos los otros tenientes, es decir, con<br />
mucha severidad. Los recuerdos que Orso había conservado de<br />
su padre eran de dos clases. Lo recordaba en Pietranera, confiándole<br />
su sable, haciéndole disparar su escopeta cuando volvía<br />
de cazar, o haciéndole sentar por primera vez, muy niño aún,<br />
a la mesa familiar. Después se representaba al coronel Della<br />
Rebbia mandándole arrestado por cualquier distracción y no<br />
llamándolo nunca más que señor oficial.<br />
—Teniente Della Rebbia, no está usted en su puesto de batalla:<br />
tres días de arresto. Su pelotón está a cinco metros de<br />
distancia de la reserva: cinco días de arresto. Está usted con<br />
gorra de cuartel a las doce y cinco: ocho días de arresto.<br />
Solo una vez, en Cuatro Brazos, le dijo:<br />
—Muy bien, Orso; pero prudencia.<br />
Por otra parte, estos últimos recuerdos no eran los que le<br />
despertaba Pietranera. La vista de los lugares familiares a su<br />
infancia, los muebles de que se sirvió su madre, a la que había<br />
querido con ternura, suscitaban en su alma una multitud de<br />
emociones dulces y penosas; después, el sombrío porvenir que<br />
se le presentaba, la vaga inquietud que le inspiraba su hermana,<br />
y, sobre todo, la idea de que miss Nevil iba a venir a aquella<br />
61
casa, que le parecía ahora tan estrecha, tan pobre, tan inadecuada<br />
para una persona habituada al lujo; el desprecio que<br />
esta sentiría tal vez, todos estos pensamientos formaban un<br />
caos en su cabeza y le producían un profundo desaliento.<br />
Se sentó para cenar en un sillón de roble ennegrecido, en el<br />
que su padre presidía las comidas de familia, y sonrió al ver que<br />
Colomba vacilaba en sentarse a la mesa con él. Le agradecía,<br />
sin embargo, el silencio que guardó durante la cena y lo pronto<br />
que se retiró al acabar, pues se sentía harto impresionado para<br />
resistir los ataques que sin duda le preparaba; pero Colomba<br />
se mostraba discreta y quería darle tiempo para reaccionar.<br />
Con la cabeza apoyada en una mano, Orso permaneció largo<br />
rato inmóvil, recordando las escenas de los últimos quince<br />
días que había vivido. Veía con espanto lo que cada cual esperaba<br />
de él respecto a su conducta con los Barricini. Se daba ya<br />
cuenta de que la opinión de Pietranera empezaba a ser para él<br />
la del mundo. Tenía que vengarse, so pena de pasar por un cobarde.<br />
Pero ¿en quién vengarse? No podía creer que los Barri cini<br />
fueran los asesinos. Cierto que eran enemigos de su familia;<br />
pero se necesitaban los groseros prejuicios de sus com patriotas<br />
para atribuirles un asesinato. A veces contemplaba el talismán<br />
de miss Nevil y se repetía el lema: «La vida es un combate»,<br />
y concluyó por decirse en tono decidido: «Saldré vencedor<br />
de él». Con tan buen pensamiento se levantó y, tomando la<br />
lámpara, iba a subir a su cuarto, cuando llamaron a la puerta<br />
de la casa. La hora no era propia para recibir una visita. Colomba<br />
se presentó al punto, seguida por la mujer que los servía.<br />
—Algún conocido —dijo yendo a la puerta.<br />
Pero antes de abrir preguntó quién llamaba. Una voz suave<br />
contestó:<br />
—Soy yo.<br />
Quitaron enseguida la tranca que afianzaba la puerta y Colomba<br />
volvió al comedor con una niña de unos diez años, descalza,<br />
harapienta y cubierta la cabeza con un mal pañuelo, bajo el<br />
que asomaban unas guedejas negras como alas de cuervo. La<br />
niña era flacucha, pálida y tenía la piel tostada por el sol; pero<br />
en su mirada brillaba la inteligencia. Al ver a Orso se detuvo<br />
62
con timidez y le hizo una reverencia de campesina; luego habló<br />
a Colomba en voz baja y le puso en las manos un faisán muerto<br />
recientemente.<br />
—Gracias, Chili —dijo Colomba—. Dile a tu tío que se lo<br />
agradezco. ¿Se encuentra bien?<br />
—Muy bien, señorita, para servir a usted. No he podido venir<br />
antes porque ha tardado mucho. He estado tres horas esperándolo<br />
en el matorral.<br />
—¿Y no has cenado?<br />
—La verdad es que no, señorita. No he tenido tiempo.<br />
—Te darán de cenar. ¿Tiene pan tu tío todavía?<br />
—Poco, señorita; pero lo que sobre todo le falta es pólvora.<br />
Ya hay castañas, y ahora no necesita más que pólvora.<br />
—Voy a darte un pan para él y pólvora. Dile que la economice,<br />
porque está cara.<br />
—¿A quién haces esa caridad, Colomba? —preguntó Orso en<br />
francés.<br />
—A un pobre bandido de este lugar —contestó Colomba en<br />
la misma lengua—. Esta pequeña es sobrina suya.<br />
—Me parece que podrías emplear mejor tus dádivas. ¿Por<br />
qué dar pólvora a un bribón que la empleará para perpetrar<br />
crímenes? Sin esta deplorable debilidad que todo el mundo parece<br />
tener aquí por los bandidos, hace mucho tiempo que hubieran<br />
desaparecido de Córcega.<br />
—Los peores de nuestro país no son los que están en el campo. 1<br />
—Dales pan si quieres; no se le debe negar a nadie; pero no<br />
quiero que se les proporcione municiones.<br />
—Tú eres aquí el amo, hermano —replicó Colomba en tono<br />
grave—, y todo te pertenece en esta casa; pero te prevengo<br />
que daré mi mezzaro a esta niña para que lo venda, antes que<br />
negar pólvora a un bandido. ¡Negarle pólvora es lo mismo<br />
que entregarlo a los gendarmes! ¿Qué otra defensa tiene contra<br />
ellos sino sus cartuchos?<br />
1 Estar alla campagna, es decir, ser bandido. No es este un término odioso;<br />
se toma en el sentido de proscrito; es el outlaw de las baladas inglesas.<br />
(Nota de la E. de B.).<br />
63
La pequeña mientras tanto devoraba con avidez un pedazo<br />
de pan, y miraba atentamente a Colomba y a su hermano, tratando<br />
de comprender en los ojos de éstos el sentido de lo que<br />
decían.<br />
—¿Y qué es lo que ha hecho ese bandido? ¿Por qué crimen se<br />
lanzó al campo?<br />
—Brandolaccio no cometió ningún crimen —exclamó Colomba—.<br />
Mató a Giovan’ Opizzo, que había asesinado a su padre<br />
mientras él estaba en el ejército.<br />
Orso volvió la cabeza, cogió la lámpara y sin responder subió<br />
a su cuarto. Entonces Colomba dio pólvora y provisiones a la<br />
niña y la acompañó hasta la puerta, diciéndole:<br />
—Sobre todo que tu tío cuide bien de Orso.<br />
64
XI<br />
Orso tardó mucho en dormirse, y, por consiguiente, se despertó<br />
tarde, al menos para un corso. En cuanto se levantó, lo<br />
primero que vieron sus ojos fue la casa de sus enemigos y los<br />
archere que acababan de colocar. Bajó y preguntó por su hermana.<br />
—Está en la cocina fundiendo balas —le contestó la sirvienta<br />
Saveria.<br />
Así, pues, no podía dar un paso sin que lo persiguiera la imagen<br />
de la guerra.<br />
Encontró a Colomba sentada en un banquito, rodeada de balas<br />
recién fundidas y cortando las tiras de plomo.<br />
—¿Qué diablos haces? —le preguntó su hermano.<br />
—No tienes balas para la escopeta del coronel —contestó<br />
ella con su voz dulce—. He encontrado un molde de ese calibre<br />
y te haré hoy veinticuatro cartuchos, hermano mío.<br />
—No los necesito, a Dios gracias.<br />
—Hay que estar precavido, Ors’ Anton’. Te has olvidado de<br />
tu país y de la gente que te rodea.<br />
—Ya te encargas tú de recordármelo por si lo hubiese olvidado.<br />
Di, ¿no ha llegado un baúl hace unos días?<br />
—Sí, hermano mío. ¿Quieres que lo suba a tu cuarto?<br />
—¿Subirlo tú? Ni podrías alzarlo. ¿No hay por aquí algún<br />
hombre que pueda hacerlo?<br />
—No soy tan débil como crees —dijo Colomba, remangándose<br />
y mostrando unos brazos blancos y redondos, perfectamente<br />
formados, pero que acusaban una fuerza poco común—. Vamos,<br />
Saveria —dijo a la sirvienta—, ayúdame.<br />
65
Fue Orso quien se apresuró a ayudarla al verla echar mano<br />
al baúl, y dijo:<br />
—Hay en este baúl algo para ti, querida Colomba. Perdona<br />
si mis regalos son muy modestos; pero el bolsillo de un teniente<br />
de reemplazo no está muy bien provisto.<br />
Y hablando así abrió el baúl y sacó algunos vestidos, una<br />
manteleta y otros objetos propios para una muchacha.<br />
—¡Qué cosas tan bonitas! —exclamó Colomba—. Voy a guardarlas<br />
enseguida para que no se estropeen. Las guardaré para mi<br />
boda —añadió con triste sonrisa—, porque ahora estoy de luto.<br />
Y besó la mano de su hermano.<br />
—Es una afectación, querida Colomba, el llevar luto tanto<br />
tiempo.<br />
—Lo he jurado —replicó ella con firmeza—. No me quitaré<br />
el luto…<br />
Y miró por la ventana hacia la casa de los Barricini.<br />
—¿Hasta el día de tu boda? —preguntó Orso para atajar el<br />
final de la frase.<br />
—No me casaré —declaró Colomba— sino con un hombre<br />
que haya hecho tres cosas…<br />
Y continuaba contemplando con expresión siniestra la casa<br />
enemiga.<br />
—Con lo bonita que eres, me asombra que no te hayas casado<br />
ya. Vamos, dime quién te corteja Por lo demás, ya oiré las<br />
serenatas, que tienen que ser muy lindas para que gusten a<br />
una voceratrice tan excelente como tú.<br />
—¿Quién va a querer a una pobre huérfana…? Y además el<br />
hombre que me haga dejar el luto tendrá que hacer que se lo<br />
pongan las mujeres de ahí enfrente.<br />
«Esto es ya una locura», se dijo Orso.<br />
Pero no contestó para evitar cualquier discusión.<br />
—Orso —dijo Colomba con tono cariñoso—, también yo tengo<br />
que ofrecerte algo. Los trajes que tienes son demasiado buenos<br />
para aquí. Tu levita quedaría hecha tiras a los dos días si<br />
la llevases al bosque. Tienes que conservarla para cuando venga<br />
miss Nevil.<br />
Abrió un armario y sacó un traje completo de cazador.<br />
66
—Te he hecho una chaqueta de terciopelo y aquí tienes un<br />
gorro como los que llevan nuestros elegantes; lo he bordado<br />
para ti; hace ya mucho tiempo. ¿Quieres probarte esto?<br />
Lo hizo ponerse un chaquetón de terciopelo verde con un<br />
enorme bolsillo en la espalda, y le puso un gorro puntiagudo<br />
de terciopelo negro con bordados de azabache y seda del mismo<br />
color y rematado por una espacie de borla.<br />
—Aquí tienes —siguió ella— la cartuchera de nuestro padre;<br />
su puñal está en el bolsillo de la chaqueta. Voy a buscar su<br />
pistola.<br />
—Parezco un verdadero bandido de opereta —dijo Orso al<br />
mirarse en un espejito que le presentó Saveria.<br />
—Le sienta a usted muy bien, Ors’ Anton’ —opinó la antigua<br />
criada—. Ni el más peripuesto picudo 1 de Bocognano o de<br />
Bastelica es más guapo.<br />
Orso almorzó con su nuevo traje, y mientras comía dijo a su<br />
hermana que había traído algunos libros, que pensaba encargar<br />
otros a Francia e Italia y hacerla trabajar mucho.<br />
—Porque es vergonzoso —añadió— que una muchachona<br />
como tú no sepa todavía cosas que saben al destetarse los niños<br />
del continente.<br />
—Tienes razón —asintió Colomba—; sé muy bien lo que me<br />
falta y no deseo otra cosa que estudiar, sobre todo si quieres tú<br />
ser mi maestro.<br />
Pasaron algunos días sin que Colomba pronunciase el nombre<br />
de los Barricini. Seguía colmando de atenciones a su hermano<br />
y le hablaba frecuentemente de miss Nevil. Orso la hacía leer<br />
obras francesas e italianas, y lo sorprendían unas veces el<br />
acierto y buen sentido de las observaciones de la lectora y otras<br />
su profunda ignorancia de las cosas más elementales.<br />
Una mañana, después del almuerzo, Colomba salió un momento<br />
del comedor, y en vez de volver con un libro y papel apareció<br />
con su mezzaro puesto. Su expresión era más seria aún<br />
que de costumbre.<br />
1 Picudo: Traducción popular de pinsuto; se llama así a los que llevan gorro<br />
puntiagudo: barreta pinsuta. (Nota de la E. de B.).<br />
67
—Quisiera que vinieses conmigo, Ors’ Anton’ —dijo.<br />
—¿Adónde quieres que te acompañe? —interrogó él, ofreciéndole<br />
el brazo.<br />
—Mejor es que tomes tu escopeta y tus cartuchos, en lugar<br />
de darme el brazo. Un hombre no debe salir nunca sin sus<br />
armas.<br />
—Bueno, habrá que seguir la moda. ¿Adónde vamos?<br />
Colomba, sin contestar, se arrebujó en su mezzaro, llamó al<br />
perro guardián y salió seguida de su hermano. Apurando el paso,<br />
se alejaron del poblado, ella tomó por un sendero que serpenteaba<br />
por las viñas con el perro delante, al que hizo una seña,<br />
que el animal pareció entender muy bien, porque enseguida se<br />
puso a correr en zigzag entre las viñas, siempre a unos cincuenta<br />
pasos de su ama y parándose a veces para mirarla,<br />
moviendo el rabo. Parecía desempeñar a conciencia sus funciones<br />
de explorador.<br />
—Si Muschetto ladra —dijo Colomba— prepara tu escopeta,<br />
hermano mío, y quédate quieto.<br />
A una media milla del pueblo, tras muchos rodeos, Colomba<br />
se detuvo de repente en un recodo del camino. Allí se alzaba<br />
una pequeña pirámide de ramaje, verde en unos lados, seco en<br />
otros, amontonado hasta una altura de tres pies poco más o<br />
menos. Atravesaba el vértice el extremo superior de una cruz<br />
de madera pintada de negro. En varios cantones de Córcega,<br />
sobre todo en las montañas, una costumbre por demás antigua<br />
y que procede quizá de las supersticiones del paganismo,<br />
obliga a los que pasan a tirar una piedra o una rama de árbol<br />
sobre el lugar en que ha perecido un hombre de muerte violenta.<br />
Durante años y años, mientras, el recuerdo de su fin trágico<br />
persista en la memoria de los hombres, esta singular ofrenda<br />
se va acumulando así de día en día. Se llama a esto el «montón,»<br />
el mucchio de un tal.<br />
Colomba se detuvo ante aquel montón de follaje y arrancando<br />
una rama de madroño la añadió a la pirámide.<br />
—Orso, aquí murió nuestro padre. Recemos por su alma,<br />
hermano mío —dijo ella.<br />
68
Y se puso de rodillas. Orso la imitó. En aquel momento la<br />
campana del pueblo tintineó con lentitud por uno que había<br />
muerto la noche anterior. Orso se echó a llorar.<br />
Al cabo de unos minutos Colomba se levantó con los ojos secos,<br />
pero el rostro animado. Hizo rápidamente con el pulgar la<br />
señal de la cruz familiar a sus compatriotas y que acompaña<br />
por lo general sus juramentos solemnes; luego arrastrando a su<br />
hermano tomó el camino del pueblo. Entraron silenciosos en<br />
su casa. Orso subió a su cuarto. Momentos después se le presentó<br />
su hermana con un cofrecito, que puso sobre la mesa. Lo<br />
abrió y sacó de él una camisa cubierta de grandes manchas de<br />
sangre.<br />
—Esta es la camisa de tu padre, Orso —le dijo echándosela<br />
a las rodillas—. Y este es el plomo que la agujereó —añadió<br />
poniendo sobre la camisa dos balas oxidadas.<br />
Luego se arrojó en brazos de su hermano y, estrechándolo<br />
con fuerza, exclamó:<br />
—¡Orso, hermano mío, tú lo vengarás!<br />
Lo besó con una especie de furor, besó las balas y la camisa<br />
y salió del cuarto, dejando a su hermano como petrificado en<br />
su asiento.<br />
Orso permaneció algún tiempo inmóvil, sin atreverse a apartar<br />
de sí las espantosas reliquias. Por fin, haciendo un esfuerzo,<br />
volvió a echarse sobre la cama, con la cara vuelta hacia la<br />
pared y la cabeza hundida en la almohada, como si hubiera<br />
querido apartar un espectro. Las últimas palabras de su hermana<br />
resonaban sin cesar en sus oídos, y le parecía oír un<br />
oráculo fatal, inexorable, que le pedía sangre, y sangre inocente.<br />
No trataré de traducir las sensaciones del desdichado joven,<br />
tan confusas como las que perturban el cerebro de un<br />
loco. Largo rato permaneció en la misma posición, sin atreverse<br />
a mover la cabeza. Se levantó al fin, cerró el cofrecito y salió<br />
precipitadamente de su casa; echó a correr por el campo, sin<br />
saber adonde iba.<br />
Poco a poco lo alivió el aire libre, se tranquilizó un poco y<br />
examinó con más sangre fría su situación y los medios de salir<br />
de ella. Sabido es que no creía a los Barricini culpables del<br />
69
asesinato; pero sí los acusaba de haber fraguado la carta del<br />
bandido Agostini; y pensaba que esta carta había sido la causa<br />
de la muerte de su padre. Comprendía que era imposible denunciarlos<br />
como falsificadores. A veces, si los prejuicios o los<br />
instintos de su país venían a acosarlo y le mostraban una venganza<br />
fácil en el recodo de un sendero, los rechazaba con horror<br />
al pensar en sus compañeros de regimiento, en los salones de<br />
París, y sobre todo en miss Nevil. Pensaba luego en los reproches<br />
de su hermana, y, lo que en su carácter quedaba de corso,<br />
los justificaba y los hacía más punzantes. Solo una esperanza<br />
le quedaba en aquella lucha entre su conciencia y sus prejuicios:<br />
buscar con cualquier pretexto una pendencia con uno de<br />
los hijos del abogado y batirse en duelo con él. Matarlo de un<br />
balazo o de una estocada conciliaba sus ideas corsas con sus<br />
ideas francesas. Aceptado ese expediente y meditando en los<br />
medios de ejecución se sentía ya aliviado de un gran peso,<br />
cuando otros pensamientos más dulces contribuyeron a calmar<br />
aún más su agitación febril. Cicerón, desesperado por la<br />
muerte de su hija Tulia, olvidó su dolor al concebir todas las<br />
bellas cosas que podría decir con ese motivo. De igual manera<br />
se consoló míster Shandy de la pérdida de su hijo. Orso fue serenándose<br />
al pensar que podría pintar aquel estado de su alma<br />
a miss Nevil y que ese cuadro no dejaría de interesarle.<br />
Al acercarse al pueblo, del que se había alejado bastante sin<br />
advertirlo, oyó la voz de una niña que, sin duda creyéndose<br />
sola, cantaba en un sendero al borde de un matorral. Tenía la<br />
canción ese tono lento y monótono de las lamentaciones fúnebres,<br />
y la niña cantaba:<br />
Para mi hijo, que está en tierras lejanas,<br />
guarden mi cruz y mi camisa ensangrentada…<br />
—¿Qué cantas, pequeña? —interrogó Orso, con acento iracundo,<br />
apareciendo de repente.<br />
—¡Ah, es usted, Ors’ Anton’…! —exclamó la niña algo asustada—.<br />
Es una canción de la señorita Colomba.<br />
—Te prohíbo cantarla —replicó Orso, con voz terrible.<br />
La niña miró a derecha e izquierda, como si buscase de qué<br />
lado podría escapar, y sin duda lo habría hecho si no la hubiese<br />
70
etenido la custodia de un voluminoso paquete que tenía a sus<br />
pies sobre la hierba.<br />
Orso se avergonzó de su violencia<br />
—¿Qué llevas ahí, hijita? —le preguntó lo más dulcemente<br />
posible.<br />
Y como Chilina vacilaba en contestar, alzó él el paño en que<br />
estaba envuelto el paquete y vio que contenía un pan y otras<br />
provisiones.<br />
—¿A quién llevas ese pan, querida?<br />
—Ya lo sabe usted, señor: a mi tío.<br />
—¿No es un bandido tu tío?<br />
—Para servir a usted, señor Ors’ Anton’.<br />
—Pues si te encontrasen los gendarmes te preguntarían<br />
adónde vas.<br />
—Les diría —contestó la niña sin vacilar— que llevo a comida<br />
a los lucenses que talan el bosque.<br />
—¿Y si encontraras a algún cazador hambriento que quisiera<br />
comer a tu costa y te cogiera las provisiones?<br />
—No se atrevería. Le diría que son para mi tío.<br />
—No hay hombre, en efecto, que se deje quitar su comida…<br />
¿Te quiere mucho tu tío?<br />
—¡Oh sí! Desde que murió mi papá, mi tío cuida de la familia:<br />
de mi madre, de mí y de mi hermanita. Antes de ponerse<br />
mala, mamá pedía trabajo a los ricos. El alcalde me da un vestido<br />
al año, y el cura me enseña el catecismo y a leer desde que<br />
mi tío les ha hablado. Pero la que es más buena con nosotros<br />
es la hermana de usted.<br />
En aquel momento asomó un perro por el sendero. La niña se<br />
llevó dos dedos a la boca y lanzó un silbido: inmediatamente<br />
se acercó a ella el perro, la acarició y se lanzó, con brusquedad,<br />
al matorral. No tardaron en surgir de éste dos hombres mal<br />
vestidos, pero bien armados, que se diría que habían avanzado<br />
arrastrándose como culebras por entre los cítisos y mirtos que<br />
cubrían el terreno.<br />
—¡Ah, Ors’ Anton’! Bienvenido sea usted —dijo el mayor de<br />
los dos hombres—. ¿Qué? ¿No me reconoce usted?<br />
—No —contestó Orso mirándolo con fijeza.<br />
71
—Es curioso lo que una barba y un gorro pueden desfigurar<br />
a un hombre. Vamos, mi teniente, míreme bien. ¿Se ha olvidado<br />
usted de los veteranos de Waterloo? ¿No se acuerda ya de<br />
Brando Savelli, que mordió más de un cartucho al lado de usted<br />
en aquel desgraciado día?<br />
—¿Eres tú? ¡Un desertor de 1816! —exclamó Orso.<br />
—Lo que usted dice, mi teniente. ¡Qué demonios! El servicio<br />
es aburrido, y además tenía que saldar una cuenta en esta<br />
tierra. ¡Hola, Chili!; eres una buena chica. Sírvenos pronto,<br />
porque tenemos hambre. No puede usted figurarse, mi teniente,<br />
el apetito que se tiene en el maquis… ¿Quién nos envía<br />
esto, la señorita Colomba o el alcalde?<br />
—No, tío; la molinera me ha dado esto para usted y una<br />
manta para mamá.<br />
—¿Qué es lo que quiere de mí?<br />
—Dice que los lucenses que ha tomado ella para la corta le<br />
piden ahora treinta y cinco sueldos las castañas, a causa de la<br />
fiebre que hay abajo, en Pietranera.<br />
—¡Holgazanes…! Ya veré… Sin cumplidos, mi teniente,<br />
¿quiere usted comer con nosotros? Peores comidas hemos hecho<br />
juntos en tiempos de nuestro pobre compatriota, al que han<br />
dado el retiro.<br />
—Muchas gracias. También me han retirado a mí.<br />
—Lo he oído decir, pero me figuro que no le importará a usted<br />
mucho. Cuestión de que salde usted esa cuenta… Vamos a<br />
comer, cura —dijo el bandido a su compañero—. Señor Orso,<br />
le presento a usted a este señor cura. Es decir, no sé bien si lo<br />
es, pero lo parece por lo que sabe.<br />
—No soy más que un pobre estudiante de teología, señor<br />
—dijo el otro bandido—, al que han impedido seguir su vocación.<br />
¿Y quién sabe? Hubiera podido llegar a papa, Brandolaccio.<br />
—¿Qué causa ha privado a la iglesia de sus luces? —preguntó<br />
Orso.<br />
—Una nadería, una cuenta que saldar, como dice mi amigo<br />
Brandolaccio: una hermana mía que había hecho una locura<br />
mientras yo devoraba libros en la universidad de Pisa. Tuve<br />
que volver aquí para casarla; pero el futuro marido tuvo la<br />
72
ocurrencia de morirse de fiebres tres días antes de mi llegada.<br />
Me dirigí entonces, como lo hubiera usted hecho en mi lugar, al<br />
hermano del difunto. Me dijeron que era casado. ¿Qué hacer?<br />
—Sí, la cosa era desagradable, en efecto. ¿Qué hizo usted?<br />
—Hay casos en que es preciso acudir a la piedra de chispa. 1<br />
—Es decir, que…<br />
—Le metí una bala en la cabeza —dijo con frialdad el bandido.<br />
Orso se estremeció de horror. Sin embargo, la curiosidad, y<br />
quizá también el deseo de retrasar el momento en que tendría<br />
que volver a su casa, lo hicieron quedarse allí y continuar la<br />
conversación con aquellos dos hombres, cada uno de los cuales<br />
tenía por lo menos un asesinato sobre la conciencia.<br />
Mientras su compañero hablaba, Brandolaccio le sirvió pan<br />
y carne; se sirvió él, atendió luego a su perro, que presentó a<br />
Orso con el nombre de Brusco como dotado del maravilloso<br />
instinto de reconocer a un soldado, por disfrazado que estuviese,<br />
y por último cortó una rebanada de pan y una loncha de<br />
jamón crudo para su sobrina.<br />
—Es una hermosa vida la de bandido —declaró el estudiante<br />
de teología después de haber ingerido unos bocados—. Quizás<br />
la pruebe usted algún día, señor Della Rebbia, y ya verá lo<br />
grato que es no tener más amo que su capricho.<br />
Hasta entonces el bandido se había expresado en italiano;<br />
prosiguió en francés:<br />
—Córcega no es un país muy divertido para un joven; pero<br />
¡qué diferente es para un bandido! Las mujeres se vuelven locas<br />
por nosotros. Aquí me ve usted, tengo tres queridas, de las<br />
cuales una es la mujer de un gendarme. En todas partes tengo<br />
una casa.<br />
—Sabe usted varias lenguas —dijo Orso en tono grave.<br />
—He hablado en francés por aquello de maxima debetur pueris<br />
reverentia. 2 Brandolaccio y yo pretendemos que esta pequeña<br />
vaya por el camino recto.<br />
—Cuando tenga quince años —dijo el tío de Chilina— la casaré<br />
bien. Tengo ya un partido en perspectiva.<br />
1 La scaglia, expresión muy usada. (Nota de la E. de B.).<br />
2 Verso de Juvenal que quiere decir «Debe darse al niño el mayor respeto».<br />
73
—¿Y serás tú el que hagas la petición? —preguntó Orso.<br />
—Sin duda. ¿Cree usted que si digo a un ricacho del país:<br />
«Yo, Brando Savelli, vería con gusto que su hijo se casara con<br />
Michelina Savelli», cree usted que se haría rogar?<br />
—No se lo aconsejaría —apoyó el otro bandido—. El amigo<br />
tiene la mano un poco pesada.<br />
—Si fuese un bribón, un canalla —continuó Brando—, no<br />
tendría más que abrir mi mochila para que lloviesen en ella<br />
las monedas de cinco francos.<br />
—¿Hay en tu mochila algo que las atraiga? —preguntó Orso.<br />
—Nada; pero si escribiera a un rico, como hay quienes lo han<br />
hecho: «Necesito cien francos», se apresuraría a mandármelos.<br />
Pero soy un hombre honrado, mi teniente.<br />
—Sepa usted, señor Della Rebbia —dijo el bandido a quien<br />
su compañero llamaba «el cura»—, que en este país de costumbres<br />
sencillas hay, sin embargo, algunos miserables que se<br />
aprovechan de la estimación que nosotros inspiramos por medio<br />
de nuestros pasaportes (mostró su arma), para obtener letras<br />
de cambio falsificando nuestra letra.<br />
—Lo sé —contestó Orso con tono brusco—. Pero ¿qué letras<br />
de cambio?<br />
—Hace seis meses —continuó el bandido— estaba de paseo<br />
por la parte de Orezza, cuando se me acercó un palurdo con su<br />
gorro en mano y me dijo: «¡Ah, señor cura! (Así me llaman<br />
siempre.) Excúseme, déme tiempo; no he podido hallar más<br />
que cincuenta y cinco francos; la verdad que es todo lo que he<br />
podido reunir». Yo, muy sorprendido: «¿De qué cincuenta y<br />
cinco francos estás hablando, imbécil?», exclamé. «Quiero decir<br />
sesenta y cinco» me contestó; «pero en cuanto a los cien que<br />
me pide usted es imposible». «¿Que yo te he pedido cien francos,<br />
granuja? ¡Si no te conozco!» Entonces me entregó una carta,<br />
o más bien un mugriento trozo de papel, en el que se le<br />
invitaba a depositar cien francos en un lugar indicado, bajo<br />
pena de que Giocanto Castriconi, que es mi nombre, le quemase<br />
la casa y matara sus vacas. ¡Y se había cometido la infamia<br />
de falsificar mi firma! Lo que me molestó más era que la carta<br />
estaba escrita en dialecto y llena de faltas de ortografía…<br />
74
¡Cometer faltas de ortografía yo, que había obtenido todos los<br />
premios en la universidad! Empecé por pegar al palurdo una<br />
bofetada que lo hizo dar dos vueltas sobre sí mismo. «¿De manera,<br />
pillo, que me has tomado por un ladrón?», le dije, y le<br />
apliqué un buen puntapié en donde usted sabe. Ya más desahogado,<br />
le pregunté: «¿Cuándo tienes que llevar ese dinero al<br />
lugar indicado?» «Hoy mismo». «Bien; vete a llevarlo». Era al pie<br />
de un pino. «Lleva allí el dinero, entiérralo y vuelve a buscarme».<br />
Yo me había emboscado cerca. Seis horas mortales es tuve<br />
en espera con mi hombre; pero crea usted, señor Della Rebbia,<br />
que hubiese estado tres días si hubiera sido preciso. Al cabo de<br />
las seis horas apareció un bastaccio, 1 un infame usurero. Se<br />
agacha para coger el dinero, disparo, y le había apuntado tan<br />
bien que su cabeza fue a dar contra las monedas que desen terraba.<br />
«Ahora, pillo» dije al aldeano, «recoge tu dinero y no se te<br />
vuelva a ocurrir pensar una bajeza de Giocanto Castriconi».<br />
El pobre infeliz se guardó temblando sus sesenta y cinco francos,<br />
sin tomarse el trabajo de limpiarlos. Me dio las gracias, le<br />
di otro puntapié de despedida y todavía está corriendo.<br />
—¡Ah, cura! —dijo Brandolaccio—. Te envidio ese tiro. Te<br />
habrás reído mucho.<br />
—Di al bastaccio en la sien —añadió el bandido—, lo que me<br />
recordó estos versos de Virgilio:<br />
…Liquefacto tempora plumbo<br />
Diffidit, ac multa porrectum extendit arena.<br />
»Liquifacto! ¿Cree usted, señor Orso, que una bala de plomo se<br />
funda por la rapidez de su trayecto en el aire? Usted que ha<br />
estudiado balística, podrá decirme si eso es cierto o erróneo.<br />
Orso prefirió discutir esta cuestión de física a argumentar con<br />
el licenciado respecto a la moralidad de su acto. Brandolaccio,<br />
a quien no divertía nada aquella disertación científica, la interrumpió<br />
para advertir que el sol iba a ponerse.<br />
1 Los corsos montañeses detestan a los habitantes de Bastia, a los que no<br />
consideran como compatriotas. Nunca dicen un bastiano, sino un bastaccio.<br />
Sabido es que la terminación en accio se toma comúnmente en sentido despectivo.<br />
(Nota de la E. de B.).<br />
75
—Ya que no ha querido usted comer con nosotros —dijo a<br />
Orso—, le aconsejo que no haga esperar por más tiempo a la<br />
señorita Colomba. Y además, no siempre es conveniente andar<br />
por el campo puesto ya el sol. ¿Por qué sale usted sin escopeta?<br />
Hay mala gente por los alrededores; tenga cuidado. Hoy no<br />
tiene nada que temer: los Barricini hospedan al prefecto en su<br />
casa; lo han encontrado de camino y va a detenerse un día en<br />
Pietranera antes de ir a la colocación de una primera piedra,<br />
en Corte, como se susurra… Pura tontería. Pernocta en casa<br />
de los Barricini; pero estos se encontrarán libres mañana.<br />
Vincentello es un redomado bribón, y Orlanduccio no vale más<br />
que él… procure usted cogerlos separados, hoy a uno, mañana<br />
a otro; pero desconfíe usted, no le digo más.<br />
—Gracias por el consejo —contestó Orso—; pero nada tengo<br />
que arreglar con ellos; mientras no vengan a buscarme, nada<br />
tengo que decirles.<br />
El bandido chasqueó la lengua con aire irónico, pero no contestó.<br />
Orso se levantó para marcharse.<br />
—A propósito —le dijo Brandolaccio—, no le he dado las gracias<br />
por la pólvora; me ha llegado muy oportunamente. Ahora<br />
no me falta nada… es decir, necesito unos zapatos… pero me<br />
los haré con la piel de un muflón uno de estos días.<br />
Orso deslizó dos monedas de cinco francos en la mano del<br />
bandido.<br />
—Colomba te ha mandado la pólvora; aquí tienes para comprar<br />
unos zapatos.<br />
—Nada de tonterías, mi teniente —exclamó el bandido devolviéndole<br />
el dinero—. ¿Me toma usted por un mendigo?<br />
Acepto el pan y la pólvora, pero no quiero nada más.<br />
—He creído que entre antiguos compañeros de armas podía<br />
prestarse ayuda. Está bien, adiós.<br />
Pero antes de marcharse metió el dinero en la mochila del<br />
bandido sin que este lo notase.<br />
—Adiós, Ors’ Anton’ —dijo el teólogo—. Tal vez nos encontremos<br />
en el maquis uno de estos días y continuaremos nuestros<br />
estudios acerca de Virgilio.<br />
76
Hacía un cuarto de hora que Orso se había despedido de sus<br />
honrados compañeros, cuando oyó que alguien corría tras él a<br />
todo escape. Era Brandolaccio.<br />
—Es demasiado, mi teniente —exclamó jadeante—, es demasiado.<br />
Aquí tiene usted sus diez francos. A otro no le hubiera<br />
pasado la jugarreta. Muchos saludos de mi parte a la<br />
señorita Colomba. Ha hecho usted que me sofoque. ¡Buenas<br />
noches!<br />
77
78<br />
XII<br />
Colomba esperaba a su hermano algo alarmada por la tardanza;<br />
pero al verlo recobró aquel aire de serenidad triste que era<br />
su expresión habitual. Durante la cena no hablaron más que de<br />
cosas indiferentes, y Orso, animado por la tranquilidad de su<br />
hermana, le refirió su encuentro con los bandidos, y hasta<br />
aventuró algunas bromas sobre la educación moral y religiosa<br />
que recibía Chilina al lado de su tío y de su respetable colega<br />
el señor Castriconi.<br />
—Brandolaccio es un hombre honrado —dijo Colomba—;<br />
pero en cuanto a Castriconi, he oído decir que es un hombre<br />
sin principios.<br />
—Pues creo —replicó Orso— que tanto vale el uno como el<br />
otro. Ambos se hallan en guerra abierta con la sociedad. Un<br />
primer crimen los arrastra cada día a perpetrar otros, y, sin<br />
embargo, no son quizá tan culpables como muchos de los individuos<br />
que no habitan en el maquis.<br />
Un relámpago de alegría brilló en la frente de la joven.<br />
—Sí —prosiguió Orso—, esos desdichados entienden el honor<br />
a su manera. Un prejuicio cruel y no una baja codicia es lo<br />
que los ha lanzado a la vida que llevan.<br />
Hubo un momento de silencio.<br />
—No sé si sabrás —dijo luego Colomba, al servir el café a su<br />
hermano— que Carlos Bautista Pietri ha muerto anoche. Sí,<br />
ha muerto de paludismo.<br />
—¿Quién es Pietri?<br />
—Era un vecino de aquí, el marido de Magdalena, la que<br />
recibió la cartera de manos de nuestro padre moribundo. Su<br />
viuda me ha rogado que vaya al velatorio y cante algo. Debes
venir tú también. Son vecinos nuestros, y es una atención de<br />
la que no puede uno dispensarse en este lugar.<br />
—¡Al diablo tu velatorio! Te advierto, Colomba, que no me<br />
agrada que te exhibas así en espectáculo público.<br />
—Orso —respondió Colomba—, cada cual honra a sus muertos<br />
a su manera. La ballata viene de nuestros abuelos, y debemos<br />
respetarla como una antigua costumbre. Magdalena<br />
carece de don, y la vieja Fiordispina, que es la mejor voceratrice<br />
de la localidad, está enferma. Se necesita a alguien para<br />
la balada.<br />
—¿Crees que Carlos Bautista no encontrará su camino en el<br />
otro mundo si no cantan malos versos sobre su ataúd? Ve al<br />
velatorio si quieres; iré contigo si crees que debo ir, pero no<br />
improvises; no está bien a tu edad, y… te ruego que no lo hagas,<br />
Colomba.<br />
—Lo he prometido. Es la costumbre aquí, lo sabes, y te repito<br />
que no hay nadie más que yo para improvisar.<br />
—¡Necia costumbre!<br />
—Sufro mucho al cantar así. Me recuerda todas nuestras<br />
desgracias. Mañana estaré enferma, pero es preciso. Permítemelo,<br />
Ors’ Anton’. Acuérdate que en Ajaccio me pediste que<br />
improvisara para divertir a aquella señorita inglesa que se<br />
burla de nuestras viejas costumbres. ¿No me dejarás que improvise<br />
hoy para una pobre gente que me lo agradecerá y a la<br />
que eso le ayudará a sobrellevar su pena?<br />
—Bien, haz lo que quieras. Apuesto a que has urdido ya tu<br />
balada y no quieres que se pierda.<br />
—No, no podría componer nada de eso por adelantado, hermano<br />
mío. Me pongo ante el muerto y pienso en los que quedan.<br />
Acuden las lágrimas a mis ojos, y entonces canto lo que se<br />
me va ocurriendo.<br />
Todo esto fue dicho con tal sencillez que no era posible suponer<br />
el menor asomo de amor propio poético en Colomba. Orso<br />
se dejó convencer y fue con su hermana a casa de Pietri. El<br />
muerto estaba yacente sobre una mesa, con la cara descubierta,<br />
en la más amplia habitación de la casa. Puertas y ventanas<br />
estaban abiertas, y alrededor de la mesa ardían varios cirios.<br />
79
Junto a la cabecera del muerto se hallaba la viuda, y tras ésta<br />
numerosas mujeres ocupaban todo un lado de la estancia; en<br />
el otro estaban los hombres, de pie, descubiertos, con los ojos<br />
fijos en el cadáver y guardando un profundo silencio. Cada<br />
visitante, al entrar, besaba al muerto, saludaba con una inclinación<br />
de cabeza a su viuda y a su hijo y después tomaba su<br />
lugar en el círculo sin proferir una palabra. De cuando en cuando,<br />
sin embargo, alguno de los asistentes rompía el solemne<br />
silencio para dirigir unas palabras al difunto. «¿Por qué has<br />
dejado a tu buena mujer?» decía una comadre. «¿No te cuidaba<br />
bien? ¿Qué te faltaba? ¿Por qué no haber esperado un mes más<br />
y tu nuera te hubiese dado un nieto?»<br />
Un mocetón, hijo de Pietri, estrechando la fría mano de su<br />
padre, exclamó: «¡Oh! ¿Por qué no habrás muerto de mala<br />
morte? 1 ¡Te hubiéramos vengado!»<br />
Estas fueron las primeras palabras que Orso oyó al entrar.<br />
Al verlo se abrió el círculo, y un débil murmullo de curiosidad<br />
acusó la espera de los reunidos, excitados por la presencia de<br />
la voceratrice. Colomba besó a la viuda, tomó una de sus manos<br />
y permaneció unos minutos recogida y con los ojos bajos.<br />
Después se echó el velo sobre los hombros, miró fijamente al<br />
muerto e inclinada sobre el cadáver, casi tan pálida como él,<br />
empezó de esta manera:<br />
Carlos Bautista, que Cristo reciba tu alma.<br />
Vivir es sufrir. Tú vas a un lugar<br />
donde no hace ni calor ni frío.<br />
Ya no necesitas la podadora<br />
ni el pesado azadón.<br />
Se acabó el trabajo para ti.<br />
En adelante todos los días son domingos.<br />
Carlos Bautista, que Cristo tenga tu alma.<br />
Tu hijo gobierna tu casa.<br />
He visto caer la encina<br />
que secó el Libeccio. 2<br />
1 La mala morte, muerte violenta. (Nota de la E. de B.).<br />
2Libeccio: Viento procedente de Libia que atraviesa el Mediterráneo. (Nota<br />
de la E. de B.).<br />
80
Creí que había muerto.<br />
He vuelto a pasar, y de sus raíces<br />
ha brotado un retoño.<br />
El retoño se ha convertido en encina<br />
de amplia sombra.<br />
Bajo sus fuertes ramas descansa Magdalena<br />
y piensa en la encina que ya no existe.<br />
Aquí Magdalena comenzó a sollozar ruidosamente, y dos o<br />
tres hombres que, la ocasión llegada, hubieran disparado sobre<br />
cristianos con tanta sangre fría como sobre perdices, enjugaron<br />
gruesas lágrimas sobre sus atezadas mejillas.<br />
Colomba continuó de aquel modo durante un rato, dirigiéndose<br />
ya al difunto, ya a su familia, y a veces, mediante una<br />
prosopopeya, frecuente en las ballate, haciendo hablar al mismo<br />
muerto para consolar a sus amigos o darles consejos. A medida<br />
que improvisaba, el rostro de Colomba iba tomando una<br />
expresión sublime; su tez se coloreaba de un rosa transparente,<br />
que hacía resaltar más el brillo de sus dientes y el fuego de<br />
sus pupilas dilatadas. Era la pitonisa en su trípode. Salvo algunos<br />
suspiros y algunos sollozos ahogados, no se oía el más<br />
ligero rumor en la multitud que se agolpaba en torno. Aunque<br />
menos accesible que cualquier otro a aquella poesía ruda, Orso<br />
se sintió rápidamente invadido por la emoción general. Retirado<br />
en un oscuro rincón de la sala, lloró como lloraba el hijo<br />
de Pietri.<br />
De pronto se produjo un ligero movimiento en el auditorio:<br />
se abrió el círculo y entraron varios forasteros. En el respeto<br />
que se les demostró, en el apresuramiento con que se les hizo<br />
sitio, era evidente que se trataba de personajes importantes,<br />
cuya visita honraba singularmente a la casa. Sin embargo, en<br />
atención a la balada, nadie les dirigió la palabra. El que había<br />
entrado primero parecía tener unos cuarenta años. Su frac<br />
negro, su roseta roja en el ojal, el aire de autoridad y de confianza<br />
que acusaba su rostro hacían que se adivinase en él al<br />
prefecto. Tras él venía un anciano encorvado, de tez biliosa, que<br />
medio ocultaba bajo unas gafas verdes una mirada tímida e inquieta.<br />
Llevaba un frac negro, que le estaba demasiado an cho,<br />
81
y que a pesar de estar todavía muy nuevo, había sido hecho,<br />
evidentemente, varios años antes. No se separaba del prefecto;<br />
se hubiera dicho que deseaba ampararse en la sombra de aquél.<br />
Entraron por último dos jóvenes de gran estatura, con el cutis<br />
tostado por el sol, cubiertas las mejillas por patillas tupidas,<br />
de mirada altiva, arrogante y mostrando una impertinente<br />
curiosidad. Con el tiempo Orso había olvidado las caras de sus<br />
vecinos; pero la vista del anciano de gafas verdes le despertó<br />
en el acto antiguos recuerdos. La presencia de aquel individuo<br />
a la vera del prefecto bastaba para darlo a conocer. Era el abogado<br />
Barricini, el alcalde de Pietranera, que llegaba con sus<br />
dos hijos a ofrecer al prefecto el espectáculo de una balada.<br />
Difícil sería definir lo que pasó en aquel momento por el alma<br />
de Orso; pero la presencia del enemigo de su padre le causó<br />
una especie de horror, y más que nunca se sintió predispuesto<br />
a las sospechas que siempre había combatido.<br />
En cuanto a Colomba, a la vista del hombre al que había<br />
consagrado un odio mortal, su rostro revistió una expresión<br />
siniestra. Palideció, su voz se puso ronca, el verso empezado<br />
expiró en sus labios… Pero pronto reanudó su balada y prosiguió<br />
con nueva vehemencia:<br />
Cuando el gavilán se lamenta<br />
ante su nido vacío,<br />
los estorninos revolotean en torno,<br />
ultrajando su dolor.<br />
Se oyó una risa ahogada: eran los dos jóvenes recién llegados,<br />
a quienes sin duda les pareció demasiado atrevida la metáfora.<br />
82<br />
El gavilán se despertará, desplegará sus alas,<br />
lavará su pico en sangre.<br />
Y tú, Carlos Bautista, que tus amigos<br />
te dirijan el último adiós.<br />
Tus lágrimas han corrido bastante.<br />
Solo la pobre huérfana no te llorará.<br />
¿Por qué había de llorarte?<br />
Tú te has dormido a edad avanzada<br />
en medio de tu familia
preparado a comparecer<br />
ante el Todopoderoso.<br />
La huérfana llora a su padre,<br />
sorprendido por unos cobardes asesinos,<br />
herido por la espalda;<br />
a su padre, cuya sangre rojea<br />
bajo el montón de verdes hojas.<br />
Pero ella ha recogido esa sangre,<br />
esa sangre noble e inocente;<br />
la ha derramado sobre Pietranera<br />
para que se convierta en un veneno mortal.<br />
Y Pietranera quedará manchada<br />
hasta que una sangre culpable<br />
haya borrado la mancha de la inocente sangre.<br />
Al acabar estas palabras Colomba se dejó caer en una silla, se<br />
cubrió la cara con su mezzaro y se la oyó sollozar. Las mujeres<br />
llorosas rodearon a la improvisadora; varios hombres lanzaron<br />
miradas sombrías al alcalde y a sus hijos; algunos viejos murmuraban<br />
del escándalo que habían ocasionado aquellos con su<br />
presencia. El hijo del difunto se abrió paso, dispuesto a rogar<br />
al alcalde que se marchase cuanto antes; pero este se había<br />
adelantado a la invitación. Salía ya, y sus hijos aguardaban en<br />
la calle. El prefecto los siguió después de haber dirigido unas<br />
palabras de pésame al hijo de Pietri. Orso se acercó a su hermana,<br />
la cogió de un brazo y la sacó de la sala.<br />
—Acompáñenlos —dijo el joven Pietri a unos amigos—. Cuiden<br />
de que no les ocurra nada.<br />
Dos o tres jóvenes ciñeron presurosos sus estiletes y escoltaron<br />
a Orso y a su hermana hasta la puerta de su casa.<br />
83
84<br />
XIII<br />
Colomba, jadeante, agotada, no estaba en condiciones de pronunciar<br />
una palabra. Tenía la cabeza apoyada sobre el hombro<br />
de su hermano, del que estrechaba una mano entre las suyas.<br />
Aunque interiormente bastante disgustado por la alusión de<br />
Colomba, Orso estaba demasiado alarmado para hacerle el<br />
menor reproche. Esperaba en silencio el final de la crisis nerviosa<br />
de la que ella parecía presa, cuando llamaron a la puerta,<br />
y Saveria entró toda azorada anunciando: «¡El señor<br />
prefecto!» Al oír este nombre Colomba se irguió, como avergonzada<br />
de su flaqueza, y se puso de pie, apoyándose en una<br />
silla que temblaba visiblemente bajo su mano.<br />
El prefecto comenzó por unas excusas corrientes respecto<br />
a la hora intempestiva de su visita; compadeció a la señorita<br />
Colomba; habló del peligro de las emociones fuertes; censuró<br />
la costumbre de las lamentaciones fúnebres, que el mismo talento<br />
de la voceratrice hacía aún más penosa para los asistentes,<br />
y deslizó con habilidad un ligero reproche respecto a<br />
la tendencia de la última improvisación. Después, cambiando<br />
de tono:<br />
—Señor Della Rebbia —dijo—, le traigo muchos recuerdos<br />
de sus amigos ingleses: miss Nevil los envía muy expresivos a<br />
esta señorita y me ha dado una carta para usted.<br />
—¿Una carta de miss Nevil? —exclamó Orso.<br />
—Se me ha olvidado traerla ahora, pero la tendrá enseguida.<br />
Su padre ha estado enfermo. Llegamos a temer que se tratara<br />
de nuestras terribles fiebres. Afortunadamente ya está<br />
bueno, lo que podrá usted comprobar, pues creo que no tardará<br />
en verlo.
—Se asustaría mucho miss Nevil.<br />
—Por fortuna no se enteró del peligro hasta que hubo pasado.<br />
Miss Nevil me ha hablado mucho de usted y de su señorita<br />
hermana.<br />
Orso se inclinó.<br />
—Les profesa una gran simpatía. Bajo un exterior lleno de<br />
gracia, bajo una apariencia frívola es sumamente sensata.<br />
—Es encantadora —dijo Orso.<br />
—Casi por pedido suyo estoy aquí, señor. Nadie conoce mejor<br />
que yo una fatal historia que desearía no verme obligado a<br />
recordarle. Puesto que el señor Barricini es todavía alcalde de<br />
Pietranera y yo prefecto de este departamento, no necesito<br />
decirle el caso que hago de ciertas sospechas, de las que, si<br />
estoy bien informado, algunas personas imprudentes han querido<br />
hacerle compartir y que usted ha rechazado, lo sé, con la<br />
indignación que era de esperar de su posición y de su carácter.<br />
—Colomba —dijo Orso agitándose en su asiento—, estás<br />
muy cansada. Deberías ir a acostarte.<br />
Colomba hizo un gesto negativo con la cabeza. Había recobrado<br />
su calma habitual y fijaba sus ojos ardientes sobre el<br />
prefecto.<br />
—El señor Barricini —continuó el prefecto— desearía vivamente<br />
que cesara esta especie de enemistad… es decir, este<br />
estado de incertidumbre en que se encuentran ustedes el uno<br />
respecto al otro… Por mi parte tendría una gran satisfacción<br />
en ver establecerse entre ustedes las relaciones que deben<br />
existir entre personas hechas para estimarse…<br />
—Señor prefecto —interrumpió Orso emocionado—, no he<br />
acusado nunca al abogado Barricini de haber asesinado a mi<br />
padre; pero ha cometido una acción que me impedirá tener<br />
nunca relaciones con él. Simuló una carta amenazadora, escrita<br />
por un bandido, y tácitamente, por lo menos, la atribuyó a<br />
mi padre. Esa carta fue casi con seguridad, la causa indirecta<br />
de su muerte.<br />
El prefecto, tras una pausa, replicó:<br />
—Que su padre de usted lo haya creído cuando, llevado por<br />
lo vivo de su carácter, litigaba contra el señor Barricini, es<br />
85
excusable; pero no puede permitirse por parte de usted semejante<br />
ofuscación. Comprenda que Barricini no tenía ningún<br />
interés en simular esa carta… No hablo a usted del carácter<br />
de ese señor, puesto que usted no lo conoce y le tiene prevención;<br />
pero no puede usted suponer que un hombre que conoce<br />
las leyes…<br />
—Pero, caballero —exclamó Orso levantándose—, tenga en<br />
cuenta que el decirme que esa carta no es obra de Barricini es<br />
atribuirla a mi padre, cuyo honor es el mío.<br />
—Nadie está más convencido que yo —contestó el prefecto—<br />
de la honorabilidad del coronel Della Rebbia. Además, el<br />
autor de esa carta es ya conocido.<br />
—¿Cómo? —exclamó Colomba adelantándose hacia el prefecto.<br />
—Un miserable, autor de varios delitos, de esos delitos que<br />
ustedes los corsos no perdonan: un ladrón, un tal Tomaso<br />
Bianchi, preso actualmente en la cárcel de Bastia, ha revelado<br />
que él fue el autor de la carta fatal.<br />
—No lo conozco —dijo Orso—. ¿Qué fin pudo perseguir<br />
con eso?<br />
—Es un individuo de por aquí —explicó Colomba—, hermano<br />
del antiguo molinero nuestro. Es un perdido y un mentiroso,<br />
indigno de que se le crea.<br />
—Va usted a ver —prosiguió el prefecto— el interés que tenía<br />
en el asunto. El molinero de que habla esta señorita, Teodoro<br />
—así creo que se llamaba—, tenía en arriendo un molino<br />
del padre de ustedes, movido por un arroyuelo, cuya pertenencia<br />
reclamaba el señor Barricini. El coronel, con su habitual<br />
generosidad, apenas sacaba provecho de su molino. Ahora<br />
bien: Tomaso supuso que si el señor Barricini ganaba el pleito<br />
habría que pagarle un considerable arriendo, porque sabido es<br />
que Barricini gusta bastante del dinero. En suma, para favorecer<br />
a su hermano, Tomaso falsificó la carta del bandido, y<br />
esta es toda la historia. Bien sabe usted que los lazos de familia<br />
son tan poderosos en Córcega que llevan algunas veces<br />
hasta el crimen… Sírvase leer esta carta que me ha escrito el<br />
fiscal y que confirmará a usted lo que acabo de decirle.<br />
86
Orso recorrió la carta, que relataba detalladamente la confesión<br />
de Tomaso, y Colomba la leyó al mismo tiempo por encima<br />
del hombro de su hermano.<br />
Cuando hubo terminado, ella exclamó:<br />
—Orlanduccio Barricini fue a Bastia hace un mes, al saber<br />
que iba a venir mi hermano. Vería a Tomaso y le pagaría esa<br />
mentira.<br />
—Señorita —dijo el prefecto con impaciencia—, usted lo explica<br />
todo con suposiciones malévolas; no es ese el medio de<br />
descubrir la verdad. Usted, señor Della Rebbia, que tiene sangre<br />
fría, dígame lo que piensa ahora. ¿Cree usted, como su<br />
hermana, que un hombre que no tiene que temer sino una ligera<br />
condena quiera agravarla con un delito de falsificación<br />
para favorecer a quien no conoce?<br />
Orso releyó la carta del fiscal, fijándose en cada palabra con<br />
atención extraordinaria, porque desde que había visto a Barricini<br />
se sentía menos inclinado a dejarse convencer que días<br />
antes. Por fin se vio obligado a confesar que la explicación le<br />
parecía satisfactoria.<br />
Pero Colomba exclamó con brío:<br />
—Tomaso Bianchi es un impostor. No será condenado o se<br />
escapará de la cárcel, estoy segura de ello.<br />
El prefecto se encogió de hombros y dijo a Orso:<br />
—Le he comunicado los informes que tengo, señor. Me retiro<br />
y lo dejo que reflexione. Esperaré que su razón lo ilumine y<br />
confío que tendrá más fuerza que las suposiciones de su hermana.<br />
Orso, tras algunas palabras para excusar a Colomba, repitió<br />
que estaba ya persuadido de que Tomaso era el único culpable.<br />
El prefecto se había levantado para irse.<br />
—Si no fuese tan tarde —insinuó— propondría a usted que<br />
viniese conmigo a recoger la carta de miss Nevil… Al mismo<br />
tiempo podría usted decir al señor Barricini lo que acaba de<br />
decirme y todo quedaría terminado.<br />
—¡Jamás entrará Orso Della Rebbia en casa de un Barricini!<br />
—exclamó Colomba impetuosamente.<br />
87
—A lo que parece, esta señorita es el tintinajo 1 de la familia<br />
—observó el prefecto en tono burlón.<br />
—Señor prefecto —replicó ella con firmeza—, está usted engañado.<br />
No conoce usted a Barricini. Es el más astuto y más<br />
embustero de los hombres. Suplico a usted que no haga cometer<br />
a Orso un acto que lo cubriría de vergüenza.<br />
—¡Colomba! —exclamó Orso—. La pasión te ciega.<br />
—¡Orso! ¡Por el cofrecito que te entregué, te lo ruego, escúchame!<br />
Entre tú y los Barricini hay sangre. ¡No irás a casa<br />
de ellos!<br />
—¡Colomba!<br />
—No, hermano mío, no irás, o dejaré esta casa y no volverás<br />
a verme… Ten compasión de mí, Orso.<br />
Y cayó de rodillas.<br />
—Lamento —dijo el prefecto— ver a la señorita Della Rebbia<br />
tan poco razonable. Estoy seguro de que la convencerá usted.<br />
Entreabrió la puerta y se detuvo como en espera de Orso;<br />
pero este dijo:<br />
—No puedo dejarla en estos momentos. Mañana, si…<br />
—Me marcho temprano —dijo el prefecto.<br />
—Por lo menos, hermano mío —suplicó Colomba con las manos<br />
cruzadas—, espera hasta mañana por la mañana. Déjame<br />
revisar los papeles de mi padre… No puedes negarme esto.<br />
—Bueno, los verás esta noche; pero después no vuelvas a<br />
atormentarme con ese odio absurdo… Perdóneme, señor prefecto.<br />
Tampoco yo me siento bien. Es preferible dejarlo para<br />
mañana.<br />
—La noche es una buena consejera —contestó el prefecto<br />
retirándose—. Espero que mañana habrán desaparecido todas<br />
sus vacilaciones.<br />
—Saveria —encargó Colomba—, toma la linterna y acompaña<br />
al señor prefecto. Te dará una carta para mi hermano.<br />
Añadió algo que solo pudo oír Saveria.<br />
1 Se llama así al carnero padre que lleva un cencerro y guía al rebaño, y<br />
metafóricamente se da el mismo nombre al miembro de una familia que la<br />
dirige en todos los asuntos importantes. (Nota de la E. de B.).<br />
88
—Colomba —dijo Orso cuando se marchó el prefecto—, me<br />
has disgustado mucho. ¿Seguirás negando la evidencia?<br />
—Me has dado plazo hasta mañana —contestó ella—. Tengo<br />
muy poco tiempo, pero confío aún.<br />
Luego cogió un llavero y corrió a una habitación del piso segundo.<br />
La oyó allí abrir precipitadamente cajones y registrar<br />
en un escritorio donde el coronel Della Rebbia guardaba sus<br />
papeles de importancia.<br />
89
90<br />
XIV<br />
Saveria estuvo mucho tiempo fuera, y ya la impaciencia de<br />
Orso llegaba a su colmo cuando volvió la sirvienta con una<br />
carta y seguida de la pequeña Chilina que se frotaba los ojos<br />
por haber sido despertada en su primer sueño.<br />
—¿Qué vienes a hacer aquí a estas horas, niña? —lo preguntó<br />
Orso.<br />
—Me ha llamado la señorita —contestó Chilina.<br />
«¿Qué diablos querrá de ella?», pensó Orso; pero se apresuró<br />
a abrir la carta de miss Nevil mientras la niña subía a ver a<br />
Colomba.<br />
Señor: Mi padre ha estado algo enfermo —le escribía miss Lydia—,<br />
y es además tan perezoso para escribir que tengo yo que servirle<br />
de secretaria. Recordará usted que el otro día se mojó los pies en<br />
la playa, en vez de admirar con nosotros el paisaje, y basta eso<br />
para que tenga uno la fiebre en la encantadora isla de usted. Estoy<br />
viendo el gesto que ha hecho y su ademán para buscar su estilete,<br />
pero confío en que no lo tendrá ya. Así, pues, mi padre tuvo<br />
un poco de fiebre y yo mucho miedo; pero el prefecto, que sigue<br />
pareciéndome muy amable, nos proporcionó un médico muy<br />
amable también, que en dos días nos sacó del paso; mi padre no<br />
ha recaído y quiere volver a cazar, pero se lo he prohibido por<br />
ahora. ¿Cómo ha encontrado usted su castillo de las montañas?<br />
¿Sigue en el mismo sitio la torre del norte? ¿Hay fantasmas? Le<br />
pregunto todo esto porque mi padre se acuerda de que usted le ha<br />
prometido gamos, jabalíes, muflones… ¿Es este el nombre de ese<br />
raro animal? De paso para embarcar en Bastia, contamos con pedirle<br />
hospitalidad, y espero que el castillo Della Rebbia, aunque<br />
tan vetusto y destartalado como usted dice, no se derrumbará<br />
sobre nuestras cabezas. Aunque el prefecto sea tan amable que
con él no falte nunca tema de conversación, by the bye, 1 me jacto de<br />
haberlo llevado adonde quería. Hemos hablado de vuestra señoría.<br />
Las autoridades de Bastia le han trasmitido cierta revelación<br />
de un bribonzuelo que tienen bajo llave, las cuales deben disipar<br />
las últimas sospechas de usted; su enemistad, pues, que me inquietaba<br />
a veces, debe terminar. No puede usted figurarse lo que<br />
esto me ha complacido. Cuando se marchó con la bella voceratrice,<br />
apretando la escopeta y la mirada sombría, se me antojó usted<br />
más corso que de costumbre… hasta demasiado corso. ¡Basta! Le<br />
escribo tan largo porque me aburro. El prefecto va a marcharse,<br />
¡ay! Al ponernos en camino para las montañas de usted le enviaremos<br />
un mensaje y me tomaré la libertad de escribir a la señorita<br />
Colomba para pedirle un bruccio, ma solenne. Mientras tanto, ofrézcale<br />
mis afectos. Uso mucho su estilete; corto con él las hojas de<br />
una novela que he traído; pero esa arma terrible se indigna de tal<br />
menester y me des garra el libro de una manera lamentable. Adiós;<br />
mi padre le envía his best love. 2 Atienda al prefecto, es hombre de<br />
buen consejo, y creo que por usted va a dar un rodeo en su camino:<br />
marcha a poner una primera piedra en Corte; me imagino que<br />
esto debe de ser una ceremonia muy imponente, y lamento mucho<br />
no asistir a ella. Un señor con casaca bordada, medias de seda, fajín<br />
blanco, echando una paletada de cal y pronunciando un discurso…<br />
La ceremonia terminará con los gritos mil veces repetidos<br />
de «¡Viva el rey!» Va usted a engreírse mucho por haberme<br />
hecho llenar las cuatro carillas; pero me aburro, señor, se lo repito,<br />
y por esta razón le permito que me escriba muy largo. A propósito:<br />
me parece rarísimo que todavía no me haya participado su<br />
feliz llegada a Pietranera-Castle.<br />
LYDIA.<br />
P. S. Le encargo que escuche al prefecto y haga usted lo que le diga.<br />
Él y yo hemos decidido que debe usted proceder así, y me agradará<br />
mucho que así sea».<br />
Orso leyó tres o cuatro veces esta carta, acompañando mentalmente<br />
cada lectura de innumerables comentarios. Escribió<br />
1En inglés «incidentalmente, por casualidad».<br />
2En inglés «su gran cariño».<br />
91
después una larga respuesta y encargó a Saveria que llevase la<br />
carta a un vecino que salía aquella misma noche para Ajaccio.<br />
Ya no pensaba en discutir con su hermana los agravios, verdaderos<br />
o falsos, de los Barricini. La misiva de miss Lydia lo hacía<br />
verlo todo de color de rosa; ya no tenía ni sospechas ni odio.<br />
Esperó algún tiempo a que bajase Colomba, y como esta tardara,<br />
fue a acostarse, libre de las preocupaciones de aquellos<br />
últimos días. Chilina había sido despedida con instrucciones<br />
secretas y Colomba pasó la mayor parte de la noche leyendo<br />
papeles viejos. Poco antes de amanecer sonaron en su ventana<br />
los golpes de unas piedrecitas; al oír esta señal bajó al jardín,<br />
abrió una puerta secreta e introdujo en la casa a dos hombres<br />
de muy mala catadura; lo primero que hizo fue llevarlos a la<br />
cocina y darles de comer. Pronto se sabrá quiénes eran aquellos<br />
hombres.<br />
92
XV<br />
A las seis de la mañana siguiente un criado del prefecto llamaba<br />
a la casa de Orso. Recibido por Colomba, le anunció que el<br />
prefecto iba a marchar y que esperaba a Orso. Colomba respondió<br />
sin vacilar que su hermano acababa de caerse por la<br />
escalera y se había lastimado un pie, y que por no poder dar un<br />
paso, rogaba al señor prefecto que lo excusara y que le agradecería<br />
mucho que se dignase venir a verlo. Al poco rato de esto<br />
bajó Orso y preguntó a su hermana si el prefecto no había<br />
mandado a buscarlo.<br />
—Te ruega que lo esperes aquí —contestó ella con el mayor<br />
aplomo.<br />
Trascurrió media hora sin que se advirtiese el menor movimiento<br />
del lado de la casa de los Barricini. Mientras tanto,<br />
Orso preguntó a Colomba si había descubierto algo, a lo que<br />
respondió ella que se explicaría delante del prefecto. Afectaba<br />
una gran serenidad; pero el color de su cara y el brillo de sus<br />
ojos acusaban una agitación febril.<br />
Se vio abrir por fin la puerta de los Barricini y salir al prefecto,<br />
en traje de viaje, seguido por el alcalde y sus dos hijos.<br />
Enorme fue la sorpresa de los habitantes de Pietranera, que<br />
desde el amanecer estaban al acecho para asistir a la partida<br />
del primer magistrado del departamento, cuando lo vieron,<br />
acompañado por los tres Barricini, cruzar la plaza en línea<br />
recta y entrar en casa de los Della Rebbia: «¡Van a hacer las<br />
paces!», exclamaron los comentaristas del pueblo.<br />
—Bien os lo decía yo —afirmó un viejo—. Ors’ Anton’ ha<br />
vivido demasiado tiempo en el continente para hacer las cosas<br />
como un hombre de valor.<br />
93
—Sin embargo —replicó un rebbianista—, observe usted<br />
que son los Barricini los que van a verlo. Piden merced.<br />
—Los ha seducido el prefecto —contestó el viejo—. El valor<br />
se ha acabado ya y a los jóvenes los tiene hoy tan sin cuidado<br />
la sangre paterna como si todos ellos fuesen bastardos.<br />
No poco se sorprendió el prefecto al encontrar a Orso de pie<br />
y andando sin dificultad. Colomba se acusó en dos palabras de<br />
su mentira y le pidió perdón.<br />
—Si hubiese usted parado en otra parte —añadió—, mi hermano<br />
habría ido ayer mismo a saludarlo.<br />
Orso se confundió en excusas, afirmando que nada tenía que<br />
ver en aquella ridícula superchería, que profundamente lo disgustaba.<br />
El prefecto y el alcalde parecieron creer en la sinceridad<br />
de las protestas de Orso justificadas además por su<br />
confusión y por las recriminaciones que dirigió a su hermana;<br />
pero los hijos de Barricini no parecieron satisfechos.<br />
—Esto es una burla —dijo Orlanduccio lo bastante alto para<br />
ser oído.<br />
—Si mi hermana me hiciese una cosa así —apoyó Vincentello—<br />
pronto le quitaría las ganas de repetirla.<br />
Estas palabras y el tono en que fueron pronunciadas molestaron<br />
a Orso y le hicieron perder un poco de su buena voluntad.<br />
Cambió con los jóvenes unas miradas nada benévolas.<br />
No obstante, habiéndose sentado todos, excepto Colomba,<br />
que permanecía en pie junto a la puerta de la cocina, el prefecto<br />
tomó la palabra y, tras unos cuantos lugares comunes respecto<br />
a los prejuicios del país, manifestó que la mayor parte de<br />
las enemistades más inveteradas no tenían más causa que algún<br />
malentendido. Después, dirigiéndose al alcalde, le dijo<br />
que el señor Della Rebbia no había creído nunca que la familia<br />
Barricini hubiese tomado parte ni directa ni indirecta en el<br />
deplorable suceso que lo había privado de su padre, y que aun<br />
cuando era cierto que había conservado algunas dudas respecto<br />
a alguna particularidad del pleito que hubo entre las dos<br />
familias, estas dudas se justificaban por la larga ausencia del<br />
señor Orso y la naturaleza de los informes que había recibido;<br />
pero que informado ahora por revelaciones recientes, se consideraba<br />
completamente satisfecho y deseaba entablar con el<br />
94
señor Barricini y sus hijos relaciones de amistad y buena vecindad.<br />
Orso se inclinó, algo confuso; el señor Barricini balbució<br />
unas palabras que nadie entendió; sus hijos se pusieron a mirar<br />
las vigas del techo. El prefecto iba a continuar su peroración,<br />
dirigiéndose ahora a Orso, cuando Colomba sacando<br />
unos papeles de su corpiño, avanzó con gravedad entre las<br />
partes contratantes y dijo:<br />
—Con el mayor gusto vería el fin de la contienda entre nuestras<br />
dos familias; pero para que la reconciliación sea sincera<br />
es preciso explicarse y no dejar nada en la sombra. Señor prefecto:<br />
con razón me era sospechosa la declaración de Tomaso<br />
Bianchi, por venir de un hombre tan desprestigiado. Dije que<br />
tal vez los hijos del alcalde habían visto a ese hombre en la<br />
cárcel de Bastia…<br />
—Es falso —interrumpió Orlanduccio—; no lo he visto.<br />
Colomba le dirigió una mirada de desprecio y prosiguió, con<br />
mucha calma, en apariencia:<br />
—Usted, señor prefecto, explicó el interés que podía tener<br />
Tomaso en amenazar al señor Barricini en nombre de un bandido<br />
temible, por el deseo de que su hermano Teodoro conservase<br />
el molino que mi padre le tenía arrendado a bajo precio.<br />
—Evidentemente —dijo el prefecto.<br />
—Todo se explica por parte de un miserable como parece ser<br />
ese Bianchi —apuntó Orso, engañado por el tono de moderación<br />
de su hermana.<br />
—La carta falsificada —continuó Colomba, cuyos ojos empezaban<br />
a brillar con más fuerza—, está fechada en 11 de julio.<br />
Tomaso vivía entonces con su hermano, en el molino.<br />
—Si —asintió el alcalde, un poco inquieto.<br />
—Pues bien; ¿que interés podía tener Tomaso Bianchi? —exclamó<br />
Colomba con aire de triunfo—. El arrendamiento de su<br />
hermano había expirado; mi padre lo despidió en 1 ro de julio.<br />
Aquí está el registro de mi padre, la minuta del desahucio y la<br />
carta de un agente de negocios de Ajaccio que nos propone un<br />
nuevo molinero.<br />
Al hablar así entregó al prefecto los papeles que tenía en la<br />
mano.<br />
95
Hubo un momento de general asombro. El alcalde palideció<br />
visiblemente; Orso, frunciendo el ceño, se adelantó para enterarse<br />
de los documentos, que el prefecto leía con mucha atención.<br />
—¡Esto es una burla! —volvió a exclamar Orlanduccio, levantándose<br />
con ira—. Vámonos, padre; nunca hubiéramos debido<br />
venir aquí.<br />
Le bastó un instante a Barricini para recobrar su sangre<br />
fría. Solicitó examinar los documentos; el prefecto se los entregó<br />
sin decir palabra. Entonces aquél se alzó a la frente sus<br />
gafas verdes y los leyó en actitud de bastante indiferencia,<br />
mientras Colomba lo observaba con los ojos de una fiera que ve<br />
acercarse a su guarida un gamo.<br />
—Sin duda —dijo Barricini volviendo a ponerse bien las gafas<br />
y devolviendo los papeles al prefecto—, como conocía la<br />
bondad del difunto coronel… Tomaso pensó… habrá pensado…<br />
que el señor coronel dejaría sin efecto su resolución<br />
de despedirlo… El hecho es que Teodoro siguió en el molino,<br />
luego…<br />
—Siguió por mí —dijo Colomba en tono de desprecio—. Mi<br />
padre había muerto, y en mi posición quise contemporizar con<br />
los clientes de mi familia.<br />
—Lo que está claro, sin embargo —replicó el prefecto—, es<br />
que Tomaso reconoce haber escrito la carta.<br />
—Lo que está claro para mí —interrumpió Orso— es que<br />
hay grandes infamias ocultas en todo este asunto.<br />
—Todavía tengo que contradecir una afirmación de estos señores<br />
—añadió Colomba.<br />
Abrió la puerta de la cocina e inmediatamente entraron en<br />
la sala Brandolaccio, el licenciado en teología y el perro Brusco.<br />
Los dos bandidos no llevaban armas, por lo menos a la<br />
vista; tenían puesta la cartuchera, pero no la pistola, que es el<br />
complemento obligado. Al entrar en la sala se quitaron los<br />
gorros como muestra de respeto.<br />
Puede concebirse el efecto que produjo su repentina aparición.<br />
El alcalde creyó que iba a desplomarse; sus hijos se pusieron<br />
gallardamente ante él con las manos en los bolsillos,<br />
buscando sus estiletes. El prefecto inició un movimiento hacia<br />
96
la puerta, mientras Orso, agarrando a Brandolaccio por el cuello<br />
le gritó:<br />
—¿Qué vienes a hacer aquí, miserable?<br />
—¡Esto es una emboscada! —exclamó el alcalde tratando de<br />
abrir la puerta; pero Saveria la había cerrado por fuera con<br />
doble vuelta de llave, por orden de los bandidos, como después<br />
se supo.<br />
—No se asusten de mí, buena gente —dijo Brandolaccio—;<br />
aunque negro, no soy tan diablo. No traemos malas intenciones.<br />
Muy servidor de usted, señor prefecto. Mi teniente, más<br />
suavidad, me ahoga usted. Venimos aquí como testigos. Anda,<br />
cura, habla tú, que tienes la lengua suelta.<br />
—Señor prefecto —comenzó el licenciado—, no tengo la honra<br />
de ser conocido de usted. Me llamo Giocanto Castriconi, más<br />
conocido con el nombre de el cura… ¡Ah!, ya cae usted en quién<br />
soy… Esta señorita, a la que tampoco tenía el gusto de conocer,<br />
me ha rogado que le diese algunos datos referentes a un<br />
tal Tomaso Bianchi, con el que he convivido hace tres semanas<br />
en la cárcel de Bastia. Lo que tengo que decir a usted…<br />
—No se moleste —lo interrumpió el prefecto—; nada tengo<br />
que oír de un hombre como usted… Señor Della Rebbia, quiero<br />
creer que no tiene usted parte alguna en este odioso complot;<br />
pero si es usted el amo en su casa, mande abrir esa<br />
puerta. Y la hermana de usted tendrá quizá que dar cuenta de<br />
las raras relaciones que mantiene con bandidos.<br />
—Señor prefecto —imploró Colomba—, sírvase escuchar lo<br />
que va a decir este hombre. Usted está aquí para hacer justicia<br />
a todos y su deber es averiguar la verdad. Habla, Giocanto<br />
Castriconi.<br />
—¡No lo escuche usted! —exclamaron a una los tres Barricini.<br />
—Si todo el mundo habla a un tiempo —dijo el bandido sonriendo—<br />
no hay medio de entenderse. Digo, pues, que en la<br />
cárcel tuve por compañero, no por amigo, a ese Tomaso, el cual<br />
recibía frecuentes visitas del señor Orlanduccio…<br />
—¡Mentira! —gritaron a una los dos hermanos.<br />
—Dos negaciones valen por una afirmación —observó fríamente<br />
Castriconi—. Tomaso tenía dinero, comía y bebía de lo<br />
mejor. A mí me ha gustado siempre comer bien (es mi menor<br />
97
defecto), y a pesar de mi repugnancia en alternar con aquel<br />
granuja me dejé convidar varias veces por él. En agradecimiento,<br />
le propuse que se evadiera conmigo… Una muchacha…<br />
a la que había hecho algunos favores me proporcionó los<br />
medios… No quiero comprometer a nadie. Tomaso se negó, me<br />
dijo que estaba seguro de su asunto, que el abogado Barricini<br />
le había recomendado a todos los jueces, que saldría de allí<br />
blanco como la nieve y con dinero en el bolsillo. En cuanto a<br />
mí, pensé que debía tomar el aire. Dixi. 1<br />
—Todo lo que dice ese hombre es un hatajo de mentiras —repitió<br />
resueltamente Orlanduccio—. Si estuviéramos en campo<br />
abierto, cada cual con la escopeta, no hablaría de ese modo.<br />
—¡Buena la ha hecho usted! —exclamó Brandolaccio—. No<br />
se ponga a malas con el cura, Orlanduccio.<br />
—¿Me dejará usted salir por fin, señor Della Rebbia? —dijo<br />
el prefecto golpeando impacientemente con el pie.<br />
—¡Saveria, Saveria! —gritó Orso—: ¡abra la puerta, por mil<br />
demonios!<br />
—Un instante —dijo Brandolaccio—. Primero tenemos que<br />
marcharnos nosotros por nuestro lado. Es costumbre, señor<br />
prefecto, que cuando se encuentran enemigos en casa de amigos<br />
comunes se den media hora de tregua al separarse.<br />
El prefecto le lanzó una mirada de desprecio.<br />
—Servidor de todos ustedes —dijo Brandolaccio. Después,<br />
extendiendo el brazo horizontalmente, ordenó a su perro—:<br />
Vamos, Brusco, salta por el señor prefecto.<br />
Saltó el perro, los bandidos recogieron con premura sus armas<br />
en la cocina, huyeron por el jardín, y al oírse un agudo<br />
silbido la puerta de la sala se abrió como por encanto.<br />
—Señor Barricini —dijo Orso con reconcentrada ira—, considero<br />
a usted como un falsario. Hoy mismo enviaré una queja<br />
contra usted al fiscal, por falsedad y complicidad con Bianchi.<br />
Tal vez tenga todavía que formular contra usted una denuncia<br />
más terrible.<br />
—Y yo, señor Della Rebbia —replicó el alcalde—, lo denuncia ré<br />
a usted por haberme preparado una celada y por connivencia<br />
1 En latín «he dicho».<br />
98
con unos bandidos. Mientras tanto, el señor prefecto lo recomendará<br />
a la gendarmería.<br />
—El prefecto cumplirá con su deber —declaró este en tono<br />
severo—. Cuidará de que no se perturbe el orden en Pietranera<br />
y de que se haga justicia. Me dirijo a todos ustedes, señores.<br />
El alcalde y Vincentello estaban ya fuera de la sala, y Orlanduccio<br />
los seguía reculando, cuando Orso le dijo en voz baja:<br />
—Su padre es un viejo a quien aplastaría yo de una bofetada:<br />
se la aplicaré a usted y a su hermano.<br />
Por respuesta, Orlanduccio sacó su puñal y se arrojó sobre<br />
Orso lleno de furia; pero, antes de que pudiera hacer uso de su<br />
arma, Colomba le cogió el brazo y se lo retorció con fuerza,<br />
mientras Orso, a puñetazos, lo hizo retroceder unos pasos y<br />
tropezar rudamente contra el quicio de la puerta. A Orlanduccio<br />
se le cayó el estilete; pero Vincentello acudió con el suyo,<br />
cuando Colomba, apoderándose rápidamente de una escopeta,<br />
le demostró que la partida no era igual. Al mismo tiempo el<br />
prefecto se interpuso entre los combatientes.<br />
—¡Hasta muy pronto, Ors’ Anton’! —gritó Orlanduccio; y<br />
tirando con violencia de la puerta de la sala la cerró con llave<br />
para darse tiempo de efectuar la retirada.<br />
Orso y el prefecto permanecieron un cuarto de hora en la<br />
sala sin hablar, cada cual en un rincón de la habitación. Colomba,<br />
con la frente radiante por el orgullo del triunfo, los contemplaba<br />
alternativamente, apoyada en la escopeta que había<br />
decidido la victoria.<br />
—¡Qué país, qué país! —exclamó al fin el prefecto levantándose<br />
impetuoso—. Ha obrado usted mal, señor Della Rebbia.<br />
Le pido su palabra de honor de abstenerse de toda violencia y<br />
esperar a que la justicia falle en este maldito asunto.<br />
—Sí, señor prefecto; he hecho mal en pegar a ese miserable;<br />
pero, en fin, lo he hecho y no puedo negarle la reparación que<br />
me ha pedido.<br />
—¡Bah, no! No quiere él batirse con usted… Pero puede asesinarlo…<br />
Ha hecho usted lo necesario para ello.<br />
—Nos cuidaremos —dijo Colomba.<br />
—Orlanduccio —añadió Orso— me parece un muchacho valiente<br />
y no lo juzgo tan mal, señor prefecto. Se apresuró a sacar<br />
99
su puñal; pero en su lugar quizá hubiera hecho lo mismo. He<br />
tenido la suerte de que mi hermana tenga buenos puños.<br />
—No se batirá usted —declaró el prefecto—. Se lo prohíbo.<br />
—Permítame que le diga que en asuntos de honor no reconozco<br />
más autoridad que la de mi conciencia.<br />
—Le repito que no se batirá usted.<br />
—Puede usted hacerme prender… si es que me dejo prender.<br />
Pero si esto ocurriese, no lograría usted más que aplazar un<br />
asunto inevitable. Usted es hombre de honor, señor prefecto, y<br />
sabe que no hay otra alternativa.<br />
—Si hace usted detener a mi hermano —agregó Colomba—<br />
la mitad del pueblo se pondría de su parte y presenciaríamos<br />
un bonito tiroteo.<br />
—Lo prevengo, señor prefecto —dijo Orso—, y le ruego que<br />
no vea en ello una bravata, que si Barricini abusa de su autoridad<br />
de alcalde para hacer que me prendan, me defenderé.<br />
—Desde hoy —contestó el prefecto— el señor Barricini queda<br />
suspendido en sus funciones… Espero que se justificará…<br />
Le confieso que me interesa usted. Lo que le pido es muy poca<br />
cosa: que permanezca usted tranquilo en su casa hasta mi regreso<br />
de Corte. Mi ausencia solo durará tres días. Volveré con<br />
el fiscal y aclararemos entonces por completo este triste asunto.<br />
¿Me promete usted abstenerse hasta entonces de toda hostilidad?<br />
—No puedo prometérselo si, como lo espero, Orlanduccio me<br />
reta a un duelo.<br />
—Pero ¿cómo, señor Della Rebbia? Usted, un militar francés,<br />
¿quiere batirse con un hombre al que sospecha de falsario?<br />
—Le he pegado.<br />
—De modo que si hubiera usted pegado a un presidiario y le<br />
pidiese este una reparación, ¿se batiría usted con él? ¡Vamos,<br />
señor Orso! Pues bien; le pediré menos todavía: no busque usted<br />
a Orlanduccio. Le permito que se bata usted si él lo desafía.<br />
—Me desafiará, no lo dude; pero le prometo a usted que no<br />
abofetearé de nuevo a ese individuo para obligarlo a batirse.<br />
—¡Qué país! —repetía el prefecto paseándose a largos pasos<br />
por la habitación—. ¿Cuándo volveré a Francia?<br />
100
—Señor prefecto —dijo Colomba con su voz más dulce—, ya<br />
es tarde; ¿nos haría usted el favor de almorzar con nosotros?<br />
El prefecto no pudo reprimir la risa.<br />
—Ya he estado aquí demasiado tiempo… parece una parcialidad…<br />
¡y esa condenada piedra…! Tengo que marcharme…<br />
¡Cuántas desgracias ha preparado usted hoy tal vez, señorita!<br />
—Por lo menos, señor prefecto, haga usted a mi hermana la<br />
justicia de creer que sus convicciones son profundas; y ahora<br />
estoy seguro, también usted lo cree, de que tienen fundamento.<br />
—Adiós, señor —dijo el prefecto despidiéndose—. Le advierto<br />
a usted que voy a dar orden al cabo del puesto de que lo vigile.<br />
Cuando salió el prefecto, Colomba dijo a su hermano:<br />
—No estás aquí en el continente, Orso. Orlanduccio no entiende<br />
nada de tus lances, y además ese miserable no debe<br />
morir como un caballero.<br />
—Mi buena Colomba, eres una mujer fuerte. Te debo el haberme<br />
salvado de una puñalada. Dame tu mano para que la bese.<br />
Pero déjame obrar. Hay cosas que no entiendes. Dame de almorzar;<br />
y en cuanto el prefecto se haya puesto en camino<br />
mándame a Chilina, que tan admirablemente sabe cumplir<br />
con los encargos que se le dan. La necesitaré para que lleve<br />
una carta.<br />
Mientras Colomba atendía a los preparativos del almuerzo,<br />
Orso subió a su cuarto y escribió lo que sigue:<br />
Debe usted de tener prisa por encontrarme; no la tengo yo menos.<br />
Mañana por la mañana, a las seis, podemos encontrarnos en<br />
el valle de Acquaviva. Soy un buen tirador de pistola y no le propongo<br />
esa arma. Dicen que usted maneja bien la escopeta: llevemos<br />
cada uno una de dos cañones. Iré acompañado por un amigo.<br />
Si su hermano de usted quiere acompañarlo, lleve otro padrino<br />
más y adviértamelo. Solo en este caso acudiré con dos padrinos.<br />
ORSO ANTONIO DELLA REBBIA<br />
El prefecto, después de haber permanecido una hora en casa<br />
del teniente alcalde y entrado unos minutos en casa de los<br />
Barri cini, salió para Corte, escoltado por un gendarme. Pasado<br />
un cuarto de hora Chilina llevó la carta que se acaba de leer<br />
y se la entregó a Orlanduccio en propia mano.<br />
101
La respuesta se hizo esperar; no llegó hasta la tarde. Estaba<br />
firmada por Barricini, padre, y anunciaba a Orso que remitía<br />
al fiscal la amenazadora carta dirigida a su hijo. «Tranquilo<br />
en mi conciencia —añadía al final—, espero a que la justicia<br />
haya emitido su fallo respecto a las calumnias de usted».<br />
En esto, cinco o seis pastores, requeridos por Colomba, llegaron<br />
para custodiar la torre de los Della Rebbia. A pesar de las<br />
protestas de Orso se practicaron archere en las ventanas que<br />
daban a la plaza, y durante toda la tarde estuvo recibiendo<br />
ofrecimiento de servicios de diferentes personas de la localidad.<br />
Hasta le llegó una carta del bandido teólogo, en la que<br />
prometía, en su nombre y en el de Brandolaccio, intervenir, si<br />
el alcalde requería el auxilio de la gendarmería. Terminaba<br />
con esta posdata: «¿Me permitiría preguntar a usted lo que<br />
piensa el señor prefecto de la excelente educación que mi amigo<br />
da a su perro Brusco? Después de Chilina, no conozco alumno<br />
más dócil y que demuestre más felices disposiciones».<br />
102
XVI<br />
El día siguiente trascurrió sin hostilidades. Ambas partes se<br />
mantenían a la defensiva. Orso no salió de su casa y la puerta<br />
de los Barricini permaneció constantemente cerrada. Se vio a<br />
los cinco gendarmes de Pietranera pasearse por la plaza o por los<br />
alrededores del pueblo, acompañados por el guarda rural, único<br />
representante de la milicia urbana. El teniente alcalde no<br />
se quitaba el fajín; pero salvo los archere en las ventanas de las<br />
dos casas enemigas, nada indicaba la guerra. Solo un corso<br />
hubiera observado que en torno de la encina verde de la plaza<br />
no había más que mujeres.<br />
A la hora de cenar mostró Colomba con aire alegre a su hermano<br />
la siguiente carta, que acababa de recibir de miss Nevil:<br />
Mi querida amiga: Por carta de su hermano me entero con mucho<br />
gusto de que han terminado las inquietudes de ustedes. Los<br />
felicito; mi padre no puede soportar Ajaccio desde que no está<br />
aquí su hermano para hablar con él de guerras y cacerías. Salimos<br />
hoy y pernoc taremos en casa de la parienta de ustedes, para<br />
la que tenemos una carta. Pasado mañana, a eso de las once, iré a<br />
que me obsequie usted con ese bruccio de las montañas, tan superior,<br />
según usted, al de la ciudad.<br />
Adiós, querida Colomba. Su amiga,<br />
LYDIA NEVIL.<br />
—Se conoce que no ha recibido mi segunda carta —dijo Orso.<br />
—Por la fecha de la suya puedes ver que esa señorita estaba<br />
ya en camino cuando tu carta llegó a Ajaccio. ¿Le decías que<br />
no viniera?<br />
—Le decía que estábamos en estado de sitio. Me parece que<br />
no es una situación para recibir gente.<br />
103
—¡Bah! Esos ingleses son muy originales. Me dijo ella, la<br />
última noche que pasé en su cuarto, que sentiría marcharse<br />
de Córcega sin haber presenciado una buena vendetta. Si quisieras,<br />
se le podría ofrecer el espectáculo de un asalto a la casa<br />
de nuestros enemigos.<br />
—¿Sabes —exclamó Orso— que la naturaleza se equivocó al<br />
hacer de ti una mujer, Colomba? Hubieras sido un excelente<br />
militar.<br />
—Tal vez. En todo caso, voy a hacer el bruccio.<br />
—Es inútil. Hay que mandar a alguien para advertirlos y<br />
detenerlos antes de que se pongan en camino.<br />
—¿Sí? ¿Quieres enviar un mensajero con el tiempo que hace,<br />
para que cualquier torrente se lo lleve con la carta…? ¡Cómo<br />
compadezco en estos momentos de tormenta a los pobres bandidos!<br />
Por fortuna, tienen buenos piloni. 1 ¿Sabes lo que hay<br />
que hacer? Si la tormenta cesa, te vas mañana muy de madrugada,<br />
para llegar a casa de nuestra parienta antes de que tus<br />
amigos se hayan puesto en camino. Te será fácil, porque miss<br />
Lydia se levanta siempre tarde. Les dices lo que pasa aquí, y si<br />
insisten en venir tendremos el mayor gusto en recibirlos.<br />
Orso se apresuró a aceptar este proyecto, y Colomba, tras<br />
unos momentos de silencio, declaró:<br />
—Tal vez hayas creído que bromeaba al hablar de un asalto<br />
a la casa de los Barricini. Has de saber que somos los más<br />
fuertes en número: dos contra uno por lo menos. Desde que el<br />
prefecto ha suspendido al alcalde, todos los hombres de aquí<br />
están con nosotros. Podríamos hacerlos trizas. Nos sería fácil<br />
bloquear su casa. Si quisieras, bajaría a la fuente, me burlaría<br />
de sus mujeres y saldrían ellos… Quizá, porque son unos cobardes,<br />
dispararían contra mí desde sus archere; errarían los<br />
tiros. Todo estaría dicho entonces: son ellos los atacantes.<br />
Tanto peor para los vencidos: ¿dónde encontrar en una pelea<br />
así al que ha dado un buen golpe? Cree a tu hermana, Orso; los<br />
pajarracos con toga que van a venir emborronarán papel y<br />
dirán muchas frases inútiles. Nada resultará de esto. El viejo<br />
zorro hallará el medio de hacerles ver las estrellas en pleno<br />
1 Capa de paño muy grueso, provista de capucha. (Nota de la E. de B.).<br />
104
mediodía. ¡Ah! Si el prefecto no se hubiera puesto delante de<br />
Vincentello, habría ya uno menos.<br />
Todo esto lo dijo ella con la misma tranquilidad con que habló<br />
antes de los preparativos del bruccio.<br />
Orso, estupefacto, miraba a su hermana con una admiración<br />
mezclada de temor.<br />
—Mi dulce Colomba —dijo levantándose de la mesa—, me<br />
temo que seas el diablo en persona; pero quédate tranquila. Si<br />
no logro que cuelguen a los Barricini, lo arreglaré de otra manera:<br />
«Bala caliente o hierro frío». 1 Ya ves que no he olvidado<br />
el corso.<br />
—Cuanto más pronto, mejor —replicó Colomba suspirando—.<br />
¿Qué caballo vas a montar mañana?<br />
—El negro. ¿Por qué me lo preguntas?<br />
—Para darle cebada.<br />
Al retirarse Orso a su cuarto, Colomba mandó a dormir a<br />
Saveria y a los pastores y se quedó sola en la cocina, donde se<br />
preparaba el bruccio. De cuando en cuando prestaba oído y<br />
parecía esperar con impaciencia a que se hubiese acostado su<br />
hermano. Cuando lo creyó dormido cogió un cuchillo, se aseguró<br />
de que cortaba bien, calzó sus piececitos con unos zapatones,<br />
y sin hacer el menor ruido salió al jardín.<br />
El jardín, cercado de tapias, daba a un vasto terreno acotado,<br />
en el que estaban los caballos, porque los caballos corsos no<br />
conocen las cuadras. En general se los suelta en un campo y<br />
se confía en su inteligencia para el cuidado de buscar alimento<br />
y un abrigo contra el frío y la lluvia.<br />
Colomba abrió la puerta del jardín con la misma precaución,<br />
salió afuera, y silbando suavemente hizo que acudieran los caballos,<br />
a los que llevaba a menudo pan y sal. En cuanto tuvo a<br />
su alcance el caballo negro, lo asió con fuerza por las crines y<br />
le rajó una oreja con el cuchillo. El animal dio un brinco terrible<br />
y escapó lanzando ese relincho agudo que un vivo dolor<br />
arranca a veces a sus congéneres. Satisfecha entonces, Colomba<br />
volvió a entrar en el jardín, a tiempo que Orso abría su<br />
ventana y gritaba «¿Quién anda ahí?» Y se oyó que amartillaba<br />
1 Palla calda u farru freddu, locución muy usada. (Nota de la E. de B.).<br />
105
su escopeta. Por fortuna para Colomba, la puerta del jardín<br />
estaba en completa oscuridad y una corpulenta higuera la cubría<br />
en parte. Seguidamente, por los resplandores intermitentes<br />
que vio brillar en el cuarto de su hermano, comprendió<br />
Colomba que trataba de encender su lámpara. Se apresuró entonces<br />
a cerrar la puerta del jardín y, deslizándose a lo largo<br />
de las tapias, de manera que su vestido negro se confundiese<br />
con el follaje de los espaldares, llegó a la cocina momentos antes<br />
de que se presentara Orso.<br />
—¿Qué pasa? —le preguntó ella.<br />
—Me pareció —contestó Orso— que abrían la puerta del<br />
jardín.<br />
—Imposible. El perro hubiese ladrado. Pero vamos a ver.<br />
Orso registró el jardín, vio que la puerta exterior estaba bien<br />
cerrada y, algo avergonzado de su falsa alarma, se dispuso a<br />
volver a su cuarto.<br />
—Me alegro —dijo Colomba— de que te vuelvas prudente,<br />
como debes serlo en tu situación.<br />
—Tú me lo has enseñado —contestó él—. ¡Buenas noches!<br />
Orso estaba de pie al amanecer, dispuesto a marcharse. Su<br />
traje acusaba el atildamiento y la elegancia de un hombre que<br />
va a ver a una mujer a la que desea agradar y la prudencia de<br />
un corso en vendetta. Sobre una levita azul bien entallada llevaba<br />
en bandolera una cajita de hoja de lata con cartuchos,<br />
colgada de un cordón de seda verde; en un bolsillo del costado<br />
llevaba su estilete, y empuñaba la hermosa escopeta Manton,<br />
cargada con balas. Mientras tomaba de prisa una taza de café<br />
servida por Colomba había salido un pastor para ensillar y<br />
embridar al caballo. Orso y su hermana lo siguieron a poco. El<br />
pastor se había apoderado del caballo, pero había dejado caer<br />
la silla y las bridas, y parecía horrorizado, mientras el ca ballo,<br />
que se acordaba de la herida de la noche anterior y temía por<br />
su otra oreja, se encabritaba, se resistía, relinchaba y hacía<br />
toda clase de diabluras,<br />
—¡Vamos, de prisa! —gritó Orso.<br />
—¡Ah, Ors’ Anton’! ¡Ah, Ors’ Anton’! ¡Sangre de la madona!<br />
—exclamaba el pastor, con otras numerosas imprecaciones, de<br />
las que no podrían traducirse en su mayor parte.<br />
106
—¿Qué ha ocurrido? —interrogó Colomba.<br />
Se acercaron todos al caballo, y al verlo ensangrentado y con<br />
una oreja rajada hubo una exclamación general de sorpresa e<br />
indignación. Es de saber que mutilar el caballo de su enemigo<br />
es para los corsos, a la vez que una venganza, un desafío y una<br />
amenaza de muerte. «Nada más que un tiro puede castigar tal<br />
fechoría». Aunque Orso, que había vivido mucho tiempo en el<br />
continente, sintiese menos que otro la enormidad del lenguaje,<br />
si en aquel momento se le hubiese presentado un barricinista<br />
es probable que en el acto le habría hecho expiar un agravio<br />
que atribuía a sus enemigos.<br />
—¡Cobardes, canallas! —gritó—. ¡Vengarse en un pobre<br />
animal, cuando no se atreven a darme la cara!<br />
—¿Qué esperamos? —exclamó Colomba impetuosamente—.<br />
Vienen a provocarnos, a mutilar nuestros caballos, y ¿no vamos<br />
a responderles? ¿Son hombres?<br />
—¡Venganza! —contestaron los pastores—. Paseemos el caballo<br />
por el pueblo y asaltémosles la casa.<br />
—Hay un cobertizo techado con paja pegado a su torre —propuso<br />
el viejo Polo Griffo—. En un santiamén lo hago arder.<br />
Otro proponía ir a buscar las escalas del campanario de la<br />
iglesia; un tercero, derribar las puertas de la casa de los Barricini<br />
con una viga que había en la plaza destinada a un edificio<br />
en construcción. En medio de todas aquellas voces furiosas se<br />
oía la de Colomba anunciando a sus satélites que antes de ponerse<br />
a la obra iba a dar a cada uno un buen vaso de anís.<br />
Desgraciada, o más bien afortunadamente, el efecto que se<br />
había prometido ella de su crueldad con el pobre caballo quedaba<br />
perdido en gran parte para Orso. No dudaba este de que la<br />
salvaje mutilación fuese obra de sus enemigos, y era de Orlanduccio<br />
de quien en particular sospechaba; pero no creía que<br />
aquel mozo, provocado y abofeteado por él, hubiese borrado su<br />
afrenta con cortar la oreja a un caballo. Al contrario, aquella<br />
baja y ridícula venganza aumentaba su desprecio por sus adversarios,<br />
y pensaba ahora, como el prefecto, que semejante<br />
gente no merecía batirse con él. En cuanto pudo hacerse oír<br />
declaró a sus partidarios, confusos, que renunciaran a sus<br />
107
elicosas intenciones y que la justicia, que iba a llegar, vengaría<br />
muy bien la oreja del caballo.<br />
—Soy aquí el amo —añadió en tono severo—, y quiero que<br />
se me obedezca. Al primero que se le ocurra seguir hablando<br />
de matar o de incendiar le daré yo qué sentir. Vamos, que me<br />
ensillen el caballo gris.<br />
—Pero ¿cómo, Orso? —le dijo Colomba llevándolo aparte—.<br />
¿Consentirás que nos insulten? Jamás en vida de nuestro padre<br />
se hubieran atrevido los Barricini a mutilar uno de nuestros<br />
animales.<br />
—Te prometo que tendrán motivos para arrepentirse; pero<br />
es a los gendarmes y a los carceleros a quienes incumbe el<br />
castigo de unos miserables que no tienen valor sino contra los<br />
animales. Ya te he dicho que la justicia nos vengará de ellos…<br />
Si no es así… no tendrás necesidad de recordarme de quién<br />
soy hijo.<br />
—Paciencia —dijo Colomba suspirando.<br />
—Acuérdate bien, hermana mía —prosiguió Orso—, de que<br />
si a mi vuelta me encuentro con que se ha realizado alguna<br />
agresión contra los Barricini no te lo perdonaré nunca. —A<br />
continuación, en tono más suave, añadió—: Es muy posible,<br />
hasta muy probable, que vuelva con el coronel y su hija. Haz<br />
que sus habitaciones estén arregladas, que el almuerzo sea<br />
bueno, que nuestros huéspedes, en fin, se encuentren lo menos<br />
mal posible. Está muy bien tener coraje, Colomba, pero es preciso<br />
además que una mujer sepa manejar una casa. Vamos,<br />
dame un beso, y sé buena; ya tengo dispuesto el caballo.<br />
—Pero no irás solo —dijo Colomba.<br />
—No necesito a nadie —contestó él—, y te aseguro que no<br />
me dejaré cortar una oreja.<br />
—¡No, no! No puedo dejar que vayas solo en tiempo de guerra.<br />
¡Polo Griffo, Gian’ Francè, Memmo, cojan las escopetas: vayan<br />
a acompañar a mi hermano!<br />
Tras una discusión bastante viva, Orso tuvo que resignarse<br />
a llevar escolta. Eligió entre sus más animosos pastores a los<br />
que con mayor brío habían aconsejado el comienzo de las hostilidades.<br />
Repitió luego sus recomendaciones a su hermana y a<br />
108
los pastores que se quedaban, y se puso en camino, dando esta<br />
vez un rodeo para evitar la casa de los Barricini.<br />
Estaban ya lejos de Pietranera y cabalgaban de prisa, cuando,<br />
al cruzar un arroyuelo que se perdía en una charca, el<br />
viejo Polo Griffo vio varios cerdos gustosamente echados en<br />
el fango, disfrutando a la vez del sol y del frescor del agua. De<br />
inmediato apuntó al más gordo y lo dejó en el sitio de un tiro<br />
en la cabeza. Los compañeros del muerto se levantaron y escaparon<br />
con sorprendente agilidad; y aunque el otro pastor<br />
disparó a su vez, llegaron sanos y salvos a un matorral, por el<br />
que desaparecieron.<br />
—¡Imbéciles! —exclamó Orso—. Toman por jabalíes a unos<br />
cerdos.<br />
—Nada de eso, Ors’ Anton’ —respondió Polo Griffo—; pero<br />
ese rebaño es del alcalde, y así aprenderá a no mutilar nuestros<br />
caballos.<br />
—¡Cómo, granujas! —gritó Orso enfurecido—. ¿Imitan las<br />
infamias de nuestros enemigos? ¡Déjenme, bribones! No me<br />
hacen falta. No valen más que para batirse con cerdos. ¡Juro<br />
por Dios que si se atreven a seguirme les abro la cabeza!<br />
Los pastores se miraron absortos. Orso espoleó a su caballo<br />
y desapareció al galope.<br />
—¿Eh? ¿Qué tal? —dijo Polo Griffo—. ¿Qué te parece? Quiere<br />
a la gente para que te trate así. El coronel su padre se enfadó<br />
contigo porque apuntaste una vez al alcalde… ¡Qué tonto<br />
fuiste en no disparar…! Y el hijo… ya ves lo que he hecho por<br />
él… Y habla de abrirme la cabeza, como a un pellejo que no<br />
tiene ya vino. Ahí tienes lo que se aprende en el continente,<br />
Memmo.<br />
—Sí, y como se sepa que has matado tú a ese cerdo, te procesarán,<br />
y Ors’ Anton’ no querrá hablar a los jueces ni pagar al<br />
alcalde. Felizmente no te ha visto nadie, y ahí está santa Nega<br />
para sacarte del caso.<br />
Tras una breve deliberación, los dos pastores decidieron que<br />
lo más prudente era tirar el cerdo a unas zarzas, y así lo hicieron,<br />
no sin que cortasen unas tajadas a la inocente víctima del<br />
odio de los Della Rebbia y los Barricini.<br />
109
110<br />
XVII<br />
Libre de su indisciplinada escolta, Orso continuó su camino,<br />
más preocupado por el placer de ir a ver a miss Nevil que por<br />
el temor de tropezarse con sus enemigos. «La querella que voy<br />
a entablar con esos miserables» se decía, «me obligará a ir a<br />
Bas tia. ¿Por qué no habría de acompañar a miss Nevil? ¿Por<br />
qué desde Bastia no iríamos juntos a las aguas de Orezza?» De<br />
pronto recuerdos de su infancia le evocaron nítidamente aquel<br />
pintoresco sitio. Se vio trasportado a un verde césped al pie de<br />
seculares castaños. En un prado luciente, salpicado de flores<br />
azules semejantes a ojos que le sonreían, veía a miss Lydia<br />
sentada a su lado. Se había quitado el sombrero, y su rubio<br />
pelo, más fino y más suave que la seda, brillaba como el oro,<br />
iluminado por el sol que penetraba al través del follaje. Sus<br />
ojos, de un azul tan puro, parecían más azules que el cielo.<br />
Con la mejilla apoyada en una mano, escuchaba ella ensimismada<br />
las amorosas palabras que él le dirigía tembloroso. Vestía<br />
el traje de muselina que llevaba el último día que la vio en<br />
Ajaccio. Bajo los pliegues de la falda asomaba un piececito en un<br />
zapato de raso negro. Orso pensaba en la felicidad de besar<br />
aquel pie; pero una de las manos de miss Lydia no estaba<br />
enguantada y tenía una margarita; y Orso le cogía la margarita,<br />
y la mano de Lydia estrechaba la de él, y él besaba la margarita<br />
y luego la mano, y ella no se enfadaba… Todos estos<br />
pensamientos le impedían prestar atención al camino que seguía,<br />
por el que, sin embargo, continuaba trotando. Iba por<br />
segunda vez a besar en la imaginación la blanca mano de miss<br />
Nevil, cuando por poco besa en la realidad la cabeza de su caballo,<br />
que se detuvo de pronto. Era que Chilina le había cerrado<br />
el paso y cogido de las bridas.
—¿Adónde va usted así, Ors’ Anton’? —lo interpeló la niña—.<br />
¿No sabe que su enemigo está cerca de aquí?<br />
—¡Mi enemigo! —exclamó Orso, furioso de verse interrumpido<br />
en un momento tan interesante—. ¿Por dónde anda?<br />
—Orlanduccio está cerca de aquí. Lo espera. Vuélvase, vuélvase.<br />
—¡Ah! ¿Me espera? ¿Lo has visto tú?<br />
—Sí, Ors’ Anton’; estaba tumbada entre los helechos cuando<br />
pasó él. Iba mirando a todos lados con sus gemelos.<br />
—¿Hacia dónde iba?<br />
—Hacía allí, hacia donde va usted.<br />
—Gracias.<br />
—¿No haría usted mejor en esperar a mi tío? Ya no puede<br />
tardar, y con él iría usted seguro.<br />
—No te apures, Chili, no tengo necesidad de tu tío.<br />
—Iré delante, si usted quiere.<br />
—Gracias, no.<br />
Y Orso, estimulando a su caballo, se dirigió rápidamente hacia<br />
el punto que le había indicado la pequeña.<br />
Su primer movimiento fue un ciego arranque de furor, y se<br />
dijo que la suerte lo ofrecía una excelente ocasión para castigar<br />
a aquel cobarde que mutilaba un caballo para vengarse de<br />
una bofetada. Después, mientras avanzaba, la especie de promesa<br />
que había hecho al prefecto, y sobre todo el temor de<br />
quedarse sin visitar a miss Nevil, cambiaron sus disposiciones<br />
y casi lo hicieron desear no encontrarse con Orlauduccio. Pero<br />
enseguida el recuerdo de su padre, el atentado contra el caballo,<br />
las amenazas de los Barricini volvían a encender su ira y<br />
lo excitaban a buscar a su enemigo para provocarlo y obligarlo<br />
a batirse. Agitado así por resoluciones contrarias, continuaba<br />
avanzando, pero con precaución ahora, examinando las malezas<br />
y los setos, y hasta parándose a veces para escuchar los<br />
vagos rumores que se escuchan en el campo. A los diez minutos<br />
de haber dejado a Chilina (eran cerca las nueve de la mañana)<br />
se encontró al borde de una colina sumamente empinada.<br />
El camino, o más bien el sendero apenas trazado que seguía,<br />
atravesaba un maquis recientemente quemado. El suelo estaba<br />
111
lleno de cenizas blancuzcas, y aquí y allí unos arbustos y algunos<br />
corpulentos árboles ennegrecidos por el fuego y despojados<br />
de sus hojas se mantenían en pie, aunque hubiesen cesado<br />
de vivir. La vista de un maquis quemado en un paraje del norte<br />
hace pensar en el corazón del invierno, y el contraste de aridez<br />
de los lugares recorridos por las llamas con la lujuriante<br />
vegetación de los alrededores los hace que parezcan más tristes<br />
y desolados todavía. Pero por el momento Orso no veía en aquel<br />
paisaje más que una cosa, importante para él, dada su posición:<br />
aquel suelo desnudo no podía ocultar una emboscada, y el que<br />
puede temer a cada momento ver salir de la maleza el cañón de<br />
una escopeta dirigido contra su pecho mira como una especie<br />
de oasis un terreno llano en donde nada limita la visión. Al<br />
matorral quemado seguían varios campos de cultivo, divididos,<br />
a estilo del país, por cercas de piedras superpuestas hasta la<br />
altura del pecho de una persona. El sendero pasaba entre esos<br />
recintos, donde enormes castaños, plantados sin orden, ofrecían<br />
de lejos el aspecto de un bosque tupido.<br />
Obligado por lo empinado de la pendiente a echar pie a tierra,<br />
Orso, que había dejado suelto su caballo, descendía con ligereza<br />
resbalando por las cenizas; y no estaba sino a unos veinticinco<br />
pasos de uno de aquellos cercados, cuando percibió<br />
frente a él el cañón de una escopeta y una cabeza que sobrepasaba<br />
la cresta del muro. La escopeta lo encañonó, y reconoció<br />
a Orlanduccio dispuesto a disparar. Orso se apercibió prontamente<br />
a la defensa, y ambos, apuntándose, se miraron unos<br />
segundos con esa emoción punzante que el más valiente experimenta<br />
en el momento de ir a matar o a morir.<br />
—¡Cobarde! ¡Canalla! —exclamó Orso.<br />
No había terminado de pronunciar esas palabras, cuando vio<br />
el fogonazo de la escopeta de su enemigo, y casi al mismo tiempo<br />
sonó otro tiro a su izquierda, del otro lado del sendero, disparado<br />
por un hombre al que no había visto, apostado detrás<br />
de otra cerca. Las dos balas lo alcanzaron: una, la primera, le<br />
atravesó el brazo izquierdo, que fue el que avanzó al apuntar;<br />
la otra le dio en el pecho y le atravesó la levita; pero al tropezar,<br />
afortunadamente, con la hoja de su puñal se aplastó y no<br />
le produjo más que una ligera contusión. El brazo izquierdo de<br />
112
Orso cayó inerte a lo largo del muslo, y el cañón de la escopeta<br />
bajó un momento; pero lo alzó en el acto y, manejando el arma<br />
con la mano derecha solamente, hizo fuego sobre Orlanduccio,<br />
cuya cabeza, de la que no veía más que hasta los ojos, desapareció<br />
tras la cerca. Orso se volvió hacia la izquierda y disparó<br />
otro tiro contra un hombre envuelto en humo, al que apenas<br />
distinguía. A su vez desapareció aquella cara. Los cuatro tiros<br />
se habían sucedido con una rapidez increíble, y nunca empleó<br />
menos tiempo en una descarga escalonada un pelotón de soldados<br />
ejercitados. Tras el último disparo de Orso todo volvió<br />
al silencio. El humo que despedía su escopeta ascendía lentamente<br />
hacia el cielo; ningún movimiento detrás de la cerca, ni<br />
el más ligero grito. Sin el dolor que sentía en el brazo, hubiera<br />
podido creer que los hombres sobre quienes había hecho fuego<br />
habían sido unos fantasmas de su imaginación.<br />
Ante la espera de una segunda descarga, Orso fue a guarecerse<br />
al amparo de uno de los árboles quemados que habían<br />
quedado en pie. Allí sujetó su escopeta con las rodillas y se<br />
apresuró a volver a cargarla. Mientras tanto su brazo izquierdo<br />
le dolía enormemente y le parecía de un peso atroz. ¿Qué<br />
había sido de sus adversarios? No podía comprenderlo; de haber<br />
huido, de haber sido heridos, hubiera él, seguro, percibido<br />
algún rumor, algún movimiento en el follaje. ¿Habrían muerto<br />
o estarían, más bien, esperando, al abrigo del muro, la ocasión<br />
de tirar de nuevo sobre él? En tal incertidumbre, y sintiendo decaer<br />
sus fuerzas, puso la rodilla derecha en tierra, apoyó en la<br />
otra el brazo herido y se sirvió de una rama que colgaba del<br />
árbol quemado para sostener la escopeta. Con el dedo en el gatillo,<br />
la mirada fija en la cerca, el oído atento al menor rumor,<br />
permaneció inmóvil unos minutos, que le parecieron un siglo.<br />
Por fin se oyó a su espalda un grito lejano, y a poco un perro, que<br />
bajaba por la cuesta con la rapidez de una flecha, se paró junto<br />
a Orso moviendo la cola. Era Brusco, el discípulo y compañero<br />
de los bandidos, que anunciaba sin duda la llegada de su amo; y<br />
nunca fue esperado un hombre honrado con mayor impaciencia.<br />
El perro, con el hocico en alto, vuelto hacia la cerca más<br />
próxima, olfateaba con inquietud. De pronto lanzó un gruñido<br />
sordo, franqueó el muro de un salto, y enseguida casi volvió<br />
113
a aparecer sobre el coronamiento, desde donde miró fijamente a<br />
Orso, expresando en sus ojos la sorpresa con tanta claridad<br />
como puede hacerlo un perro; volvió después a olfatear, esta<br />
vez hacia otro recinto, cuya cerca saltó también. Al instante<br />
reapareció del mismo modo que la otra vez con el mismo aire<br />
de asombro y de inquietud; luego saltó al matorral; con el rabo<br />
entre las piernas y sin dejar de mirar a Orso, se alejó lentamente<br />
y andando de costado hasta que se halló a cierta distancia.<br />
Entonces, volviendo a su carrera, subió la cuesta tan de<br />
prisa casi como la había bajado, al encuentro de un hombre que<br />
acudía con toda rapidez a pesar de lo rápido de la pendiente.<br />
—¡A mí, Brando! —exclamó Orso en cuanto lo creyó al alcance<br />
de la voz.<br />
—¡Eh, Ors’ Anton’! ¿Está usted herido? —le preguntó aquél<br />
llegando todo sofocado—. ¿En el cuerpo o en los miembros?<br />
—En un brazo.<br />
—Entonces no es nada. ¿Y el que tiró?<br />
—Me parece que lo he tocado.<br />
Brandolaccio, siguiendo a su perro, corrió al recinto más cercano<br />
y se inclinó para mirar al otro lado de la cerca. Allí se<br />
quitó el gorro y exclamó:<br />
—¡Salud al señor Orlanduccio!<br />
Después, volviéndose hacia Orso, lo saludó a su vez con aire<br />
grave.<br />
—He ahí —dijo— lo que llamo un hombre bien arreglado.<br />
—¿Vive aún? —preguntó Orso, respirando con trabajo.<br />
—¡Oh!, no hay cuidado, con el balazo que le ha metido usted<br />
en un ojo. ¡Sangre de la madona, qué agujero! ¡Buena escopeta,<br />
por vida mía! ¡Qué calibre! Es para vaciar un cráneo. Verá<br />
usted: cuando oí primero ¡pim, pim! me dije: «¡Rediez, están<br />
matando a mi teniente!» Después, al escuchar ¡pum, pum!, exclamé:<br />
«¡Ah! Ahora habla la escopeta inglesa; responde…»<br />
Pero ¿qué es lo que quieres, Brusco?<br />
El perro lo llevó al otro cercado.<br />
—¡Perdone! —dijo Brandolaccio estupefacto—. ¡Doble golpe!<br />
Ni más ni menos. ¡Caramba! Bien se ve que está cara la pólvora<br />
y que la economiza usted.<br />
114
—Pero ¿qué hay? —preguntó Orso.<br />
—Vamos, no sea usted bromista, mi teniente. Derriba usted<br />
la caza y quiere que se la recojan… ¡Buen postre va a tener hoy<br />
el viejo Barricini! Carne fresca en abundancia. ¿Quién lo heredará<br />
ahora?<br />
—Pero, ¡cómo! ¿Ha muerto también Vincentello?<br />
—Muy muerto. ¡Salud para nosotros! 1 Lo que hay de bueno<br />
con usted es que no los hace sufrir. Venga a ver a Vincentello;<br />
todavía está de rodillas, con la cabeza apoyada en la cerca.<br />
Parece que está durmiendo. Es el caso de decir: Sueño de plomo.<br />
¡Pobre diablo!<br />
Orso desvió la mirada con horror.<br />
—¿Estás seguro de que ha muerto?<br />
—Usted es como Sampiero Corso, que no perdía tiro. Mire a<br />
este… en el lado izquierdo del pecho. Como el balazo que dieron<br />
a Vincileone en Waterloo. Apostaría a que la bala no anda<br />
lejos del corazón. ¡Golpe doble! ¡Ah! No voy a tirar más en mi<br />
vida. ¡Dos de dos tiros…! ¡A balazo cada uno…! Los dos hermanos…<br />
Si hubiera usted disparado por tercera vez le habría<br />
tocado al papá… Otra vez se hará mejor… ¡Buen golpe, Ors’<br />
Anton’…! ¡Y pensar que no le ocurrirá nunca a un buen muchacho<br />
como yo hacer un doble golpe con los gendarmes…!<br />
Mientras hablaba, el bandido examinó el brazo de Orso y<br />
abrió la manga con su estilete.<br />
—No es nada —dijo—. Pero la levita dará qué hacer a la señorita<br />
Colomba… ¿Eh? Pero ¿qué es este desgarrón sobre el<br />
pecho…? ¿No ha penetrado nada por ahí? No: no estaría tan<br />
animado. Vamos, procure usted mover los dedos… ¿Siente usted<br />
mis dientes al morderle el dedo meñique…? ¿No mucho…?<br />
No importa, no será nada. Déjeme que le quite el pañuelo y la<br />
corbata… Su levita va a quedar inservible… ¿Por qué ponerse<br />
tan elegante? ¿Iba usted a una boda…? Bueno, beba usted un<br />
poco de vino… ¿Por qué no ha traído usted cantimplora? Un corso<br />
nunca sale sin ella.<br />
1 Salute a noi. Exclamación que acompaña habitualmente a la palabra<br />
muerte y que le sirve como de conjuro. (Nota de la E. de B.).<br />
115
Y en medio de la cura se interrumpía para exclamar:<br />
—¡Golpe doble! ¡Tiesos los dos…! ¡Lo que va a reírse mi compañero…!<br />
¡Golpe doble…! ¡Ah! Por fin está aquí esa tortuguita<br />
de Chilina.<br />
Orso no hablaba. Estaba pálido como un muerto y todo su<br />
cuerpo temblaba.<br />
—Chili —dijo Brandolaccio—, ve a mirar detrás de esa cerca.<br />
La niña trepó por aquélla ayudándose con pies y manos, y al<br />
ver el cadáver de Orlanduccio se santiguó.<br />
—Eso no es nada —añadió el bandido—; mira allí también.<br />
La niña volvió a santiguarse.<br />
—¿Ha sido usted, tío? —preguntó tímidamente.<br />
—¿Yo? Yo estoy ya hecho un carcamal que no sirve para<br />
nada. Ha sido obra del señor, Chili. Felicítale.<br />
—La señorita se pondrá muy contenta —dijo Chilina a Orso—,<br />
pero sentirá mucho la herida de usted.<br />
—Vamos, Ors’ Anton’ —dijo el bandido al concluir la cura—.<br />
Chilina le ha traído el caballo. Monte y venga conmigo al maquis<br />
de la Stazzona. Muy listo tendría que ser quien lo encontrase<br />
a usted allí. Lo trataremos lo mejor que podamos. Cuando<br />
lleguemos a la cruz de santa Cristina habrá que apearse. Dará<br />
usted el caballo a Chilina, que irá a informar a la señorita y<br />
hará lo que usted le encargue. Puede usted decir cuanto quiera<br />
a la niña, Ors’ Anton’, que se dejaría hacer pedazos antes que<br />
traicionar a sus amigos.<br />
Y con acento de ternura decía a la pequeña.<br />
—Anda, pícara, excomulgada seas, maldita seas, bribona.<br />
Brandolaccio, supersticioso como muchos bandidos, temía<br />
fascinar a los niños dirigiéndoles bendiciones o elogios, porque<br />
es sabido que las potencias misteriosas que rigen la Annocchiatura<br />
1 tienen la mala costumbre de ejecutar lo contrario de nuestros<br />
deseos.<br />
—Pero, ¿adónde quieres que vaya, Brando? —preguntó Orso<br />
con voz apagada.<br />
1Fascinación involuntaria que se ejerce, ya con los ojos, ya con la palabra.<br />
(Nota de la E. de B.).<br />
116
—Puede usted elegir entre la cárcel o el maquis. Pero un<br />
Della Rebbia no conoce el camino de la cárcel. ¡Al maquis, Ors’<br />
Anton’!<br />
—¡Adiós, pues, todas mis esperanzas! —exclamó dolorosamente<br />
el herido.<br />
—¡Sus esperanzas! ¿Qué más podía usted esperar de una<br />
escopeta de dos cañones…? Pero ¿cómo diablos lo hirieron a<br />
usted? Se conoce que esos mozos tenían la vida más dura que<br />
los gatos.<br />
—Es que fueron ellos los que tiraron primero.<br />
—Es verdad, lo había olvidado… ¡Pim, pim! ¡Pum, pum…!<br />
¡Doble golpe y con una sola mano! 1 ¡Que me ahorquen si se<br />
puede hacer más! Bien, ya está usted a caballo; pero antes de<br />
marchar mire usted su obra. No es cortés dejar así a la compañía,<br />
sin despedirse.<br />
Orso espoleó a su caballo; por nada del mundo hubiera querido<br />
ver a los desdichados que acababa de matar.<br />
—Mire, Ors’ Anton’ —le dijo el bandido cogiendo el caballo<br />
de la brida—, ¿quiere que le hable con franqueza? Pues bien;<br />
sin ofenderlo, me dan lástima esos dos pobres jóvenes… Le<br />
ruego que me excuse… ¡Tan guapos, tan fuertes, tan llenos de<br />
vida…! Con Orlanduccio he cazado varias veces… Hace cuatro<br />
días me dio un paquete de cigarros… Vincentello estaba siempre<br />
de buen humor… Cierto que usted ha hecho lo que debía…<br />
y además el golpe ha sido harto bueno para lamentarlo… Pero yo<br />
no tenía parte en esta venganza… Sé que tiene usted razón;<br />
cuando se tiene un enemigo hay que deshacerse de él… Pero<br />
los Barricini eran de una antigua familia… ¡Una más que<br />
desa parece…! ¡Y por un golpe doble…! Es curioso.<br />
Mientras hacía así la oración fúnebre de los Barricini, Brandolaccio<br />
conducía de prisa a Orso, a Chilina y al perro Brusco<br />
hacia el bosque de Stazzona.<br />
1 Si algún cazador incrédulo dudase de lo realizado por Orso Della Rebbia lo<br />
invitaría a que fuese a Sartene e hiciera que le contasen cómo uno de los más<br />
distinguidos y más amables bandidos de aquella ciudad se libró solo, y con<br />
el brazo izquierdo roto, de un lance no menos peligroso. (Nota de la E. de B.).<br />
117
118<br />
XVIII<br />
Poco después de la marcha de Orso supo Colomba por sus espías<br />
que los Barricini habían salido al campo, y desde ese momento<br />
fue presa de una viva inquietud. Se le veía recorrer la<br />
casa en todos sentidos, yendo de la cocina a las habitaciones<br />
preparadas para sus huéspedes, sin hacer nada y ocupada<br />
siempre, parándose a cada momento para observar si se notaba<br />
en el pueblo algún movimiento insólito. A eso de las doce<br />
entró en Pietranera una cabalgata bastante numerosa: eran el<br />
coronel, su hija, sus criados y su guía. Al recibirlos, las primeras<br />
palabras de Colomba fueron:<br />
—¿Han visto ustedes a mi hermano?<br />
Después preguntó al guía qué camino habían tomado y a<br />
qué hora habían salido, y por las respuestas, le pareció muy<br />
raro que no se hubiesen encontrado.<br />
—Quizá su hermano haya tomado el alto —dijo el guía—;<br />
nosotros hemos venido por el bajo.<br />
Pero Colomba movió la cabeza y repitió sus preguntas. A<br />
pesar de su natural entereza, aumentada todavía por el orgullo<br />
de ocultar toda debilidad a unos extraños, le era imposible<br />
disimular su inquietud, y no tardó en hacérsela compartir al<br />
coronel, y sobre todo a miss Lydia, cuando les refirió la tentativa<br />
de reconciliación que tan mal resultado había tenido. Miss<br />
Nevil, nerviosa, quería que se enviasen mensajeros en todas<br />
direcciones, y su padre se ofrecía volver a montar a caballo y<br />
marchar con el guía en busca de Orso. Los temores de sus huéspedes<br />
recordaron a Colomba sus deberes de ama de casa. Se<br />
esforzó en sonreír, dio prisa al coronel para sentarse a la mesa<br />
y halló para explicar el retraso de su hermano veinte motivos
plausibles que al cabo de un instante rechazaba ella misma.<br />
Juzgando que su deber de hombre era tranquilizar a las mujeres,<br />
el coronel propuso también su explicación:<br />
—Apuesto —dijo— que Della Rebbia se ha encontrado con<br />
caza; no ha podido resistir a la tentación y vamos a verlo volver<br />
con el morral repleto. En el camino hemos oído cuatro disparos<br />
de escopeta. Dos de las detonaciones fueron más fuertes que<br />
las otras, y dije a mi hija: «Apostaría que es Della Rebbia,<br />
que está cazando. Solo mi escopeta puede hacer tanto ruido».<br />
Colomba palideció, y Lydia, que la observaba con atención,<br />
adivinó fácilmente qué sospechas había sugerido la conjetura<br />
del coronel. Tras unos minutos de silencio, Colomba preguntó<br />
si las dos detonaciones fuertes habían precedido o seguido a<br />
las otras. Pero ni el coronel, ni su hija, ni el guía habían prestado<br />
mucha atención a aquel punto capital.<br />
Como a la una no había vuelto aún ninguno de los hombres<br />
enviados, Colomba apeló a todo su valor e hizo que sus huéspedes<br />
se sentaran a la mesa; pero, salvo el coronel, nadie pudo<br />
comer. Al menor ruido en la plaza, Colomba corría a la ventana;<br />
luego volvía a sentarse con tristeza y, más tristemente<br />
aún, se esforzaba en continuar con sus huéspedes una conversación<br />
insignificante a la que nadie prestaba la menor atención<br />
y que interrumpían largos intervalos de silencio.<br />
De repente se oyó el galope de un caballo.<br />
—¡Ah! Esta vez es mi hermano —dijo Colomba levantándose.<br />
Pero al ver a Chilina montada a horcajadas en el caballo de<br />
Orso:<br />
—¡Mi hermano ha muerto! —exclamó con desgarrador acento.<br />
El coronel dejó caer su vaso, miss Nevil dio un grito, todos<br />
corrieron a la puerta de la casa. Antes de que Chilina hubiera<br />
podido apearse, Colomba la había levantado como una pluma,<br />
y la estrechaba hasta sofocarla. La niña comprendió aquella<br />
mirada terrible y su primera palabra fue la del corazón de<br />
Otelo:<br />
—¡Vive!<br />
Colomba cesó de estrecharla y Chilina cayó al suelo tan ágilmente<br />
como una gatica.<br />
—¿Y los otros? —inquirió Colomba con voz ronca.<br />
119
Chilina hizo con los dedos la señal de la cruz. En el acto un<br />
vivo color de grana sucedió en la cara de Colomba a su palidez<br />
mortal. Lanzó una ardiente mirada a la casa de los Barricini<br />
y dijo sonriendo a sus huéspedes:<br />
—Entremos a tomar el café.<br />
El iris de los bandidos tenía mucho que contar. Su jerga, traducida<br />
tal cual por Colomba, al italiano, y luego al inglés, por<br />
miss Nevil, arrancó más de una imprecación al coronel, más<br />
de un suspiro a miss Lydia; pero Colomba escuchaba con aire<br />
impasible, aunque retorciendo de tal manera su servilleta adamascada<br />
que amenazaba destrozarla. Interrumpió a la niña<br />
cinco o seis veces para hacerse repetir que Brandolaccio decía<br />
que la herida no era peligrosa y que peores había visto. Al terminar<br />
dijo Chilina que Orso solicitaba con insistencia papel de<br />
escribir y que encargaba a su hermana que suplicase a una<br />
señorita que tal vez estuviera con ella que no se marchase hasta<br />
haber recibido una carta de él.<br />
—Esto es —añadió la niña— lo que más lo atormentaba, y<br />
ya estaba en camino cuando volvió a llamarme para recomendarme<br />
el encargo. Era la tercera vez que me lo repetía.<br />
Al oír este requerimiento de su hermano, Colomba sonrió<br />
ligeramente y estrechó con fuerza la mano de la inglesa, la<br />
cual se echó a llorar y no juzgó oportuno traducir a su padre<br />
aquella parte de la narración.<br />
—Sí, se quedará usted conmigo, mi querida amiga —dijo Colomba<br />
abrazando a miss Nevil—, y nos ayudará. Luego sacó de<br />
un armario bastante cantidad de tela blanca y se puso a cortar<br />
vendas y a sacar hilas. Al ver el brillo de sus ojos, la animación de<br />
su cara y su mezcla de preocupación y sangre fría hubiera sido<br />
difícil decir si estaba más afectada por la herida de su hermano<br />
que satisfecha por la muerte de sus enemigos. Tan pronto<br />
servía café al coronel, alabándose de su habilidad para hacerlo,<br />
tan pronto distribuyendo labor a miss Nevil y a Chilina, las<br />
exhortaba a coser vendas y envallarlas; preguntaba por vigésima<br />
vez si la herida de Orso le dolía mucho. A cada momento<br />
se interrumpía en medio de su labor para decir al coronel:<br />
—¡Dos hombres tan hábiles, tan terribles…! Él, solo, herido,<br />
con un brazo… los venció a los dos… ¡Qué valor, coronel! ¿Verdad<br />
120
que es un héroe? ¡Ah, miss Nevil, qué felicidad es vivir en un<br />
país tranquilo como el de usted…! Segura estoy de que hasta<br />
ahora no conocía usted a mi hermano… Ya lo había dicho: el<br />
gavilán desplegará sus alas… La engañaba a usted con su aspecto<br />
tan dulce… Es que a su lado, miss Nevil… ¡Ah! Si la<br />
viera a usted trabajar para él… ¡Pobre Orso!<br />
Miss Lydia no trabajaba nada y ni hallaba palabras. Su padre<br />
preguntaba por qué no se apresuraban a formular una<br />
denuncia ante un magistrado. Hablaba de las diligencias del<br />
coroner 1 y de otras varias cosas desconocidas igualmente en<br />
Córcega. Quería saber, en fin, si la casa de campo de aquel<br />
buen señor Brandolaccio, que había socorrido al herido, estaba<br />
muy lejos de Pietranera y si no podría él ir a ver a su amigo.<br />
Y Colomba respondía, con su calma habitual, que Orso estaba<br />
entre matorrales; que lo cuidaba un bandido, que corría<br />
grave riesgo si se presentaba antes de saberse las disposiciones<br />
del prefecto y de los jueces; en fin, que ya se las arreglaría<br />
para que fuese a verlo secretamente un buen cirujano.<br />
—Sobre todo, señor coronel, acuérdese bien —le decía— de<br />
que usted oyó los cuatro disparos y de que Orso fue el último<br />
en tirar.<br />
El coronel no comprendía nada de este asunto, y su hija no<br />
hacía más que suspirar y enjugarse los ojos.<br />
Estaba ya muy avanzado el día cuando entró en el pueblo<br />
una triste comitiva. Traían al viejo Barricini los cadáveres de<br />
sus hijos, puestos de través sobre sendas mulas, que conducían<br />
unos campesinos. Una multitud de amigos y de curiosos seguía<br />
al lúgubre cortejo. Se veía también a los gendarmes, que<br />
siempre llegan demasiado tarde, y al teniente alcalde, que alzaba<br />
los brazos al cielo, repitiendo sin cesar: «¡Qué dirá el señor<br />
prefecto!» Algunas mujeres, entre otras una nodriza de<br />
Orlanduccio, se arrancaban los cabellos y lanzaban chillidos<br />
salvajes. Pero su dolor ruidoso producía menos impresión que<br />
la desesperación muda de un personaje que atraía todas las<br />
miradas. Era el desdichado padre, que, yendo de un cadáver al<br />
otro, levantaba sus cabezas manchadas de tierra, besaba sus<br />
1 Funcionario de justicia anglosajón.<br />
121
labios violáceos, sostenía sus miembros ya rígidos, como para<br />
evitarles las sacudidas de la marcha. A veces se lo veía abrir la<br />
boca para hablar, pero no emitía ni una palabra, ni un grito.<br />
Sin apartar los ojos de los cadáveres, tropezaba con las piedras,<br />
con los árboles, con todos los obstáculos que encontraba.<br />
Las lamentaciones de las mujeres, las imprecaciones de los<br />
hombres redoblaron a la vista de la casa de Orso. Ante una<br />
aclamación de triunfo que unos pastores rebbianistas se atrevieron<br />
a lanzar, la indignación de sus adversarios no pudo contenerse.<br />
«¡Venganza, venganza!», gritaron algunas voces. Se<br />
lanzaron piedras, y dos balazos disparados contra las ventanas<br />
de la sala donde se encontraban Colomba y sus huéspedes<br />
atravesaron las maderas e hicieron caer astillas hasta sobre la<br />
mesa junto a la que estaban sentadas las dos mujeres. Miss<br />
Lydia gritó espantada, el coronel empuñó una escopeta y Colomba,<br />
antes de que pudiesen retenerla, corrió a la puerta de la<br />
casa y la abrió con impetuosidad. Allí, erguida en el elevado<br />
umbral, con las dos manos extendidas para maldecir a sus<br />
enemigos, exclamó:<br />
—¡Cobardes! ¡Tiran sobre mujeres, sobre extranjeros! ¿Son<br />
corsos, son hombres? ¡Miserables, que no saben más que asesinar<br />
por la espalda, vengan, yo los desafío! Estoy sola; mi<br />
hermano está lejos. Mátenme, maten a mis huéspedes; eso es<br />
digno de ustedes… No se atreven, cobardes, porque saben que<br />
nosotros nos vengamos. Vayan, vayan a llorar como mujeres y<br />
agradezcan que no les pidamos más sangre.<br />
Había algo imponente y terrible en la voz y en la actitud de<br />
Colomba; a su vista la multitud retrocedió espantada, como<br />
ante la aparición de esas hadas maléficas de las que en Córcega<br />
se cuenta más de una historia terrible en las veladas de<br />
invierno. El funcionario municipal, los gendarmes y algunas<br />
mujeres aprovecharon aquel movimiento para interponerse<br />
entre los dos bandos, porque los pastores rebbianistas preparaban<br />
ya sus armas, y hubo un momento en que pudo temerse<br />
que se entablara en la plaza un combate general. Pero los dos<br />
bandos estaban privados de sus jefes, y los corsos, disciplinados<br />
en sus furores, rara vez llegan a las manos en ausencia de<br />
122
los principales autores de sus luchas intestinas. Por otra parte,<br />
Colomba, a la que el triunfo volvía prudente, contuvo su<br />
pequeña guarnición.<br />
—Dejen llorar a esa pobre gente —dijo—; dejen que ese ancia<br />
no se lleve su carne. ¿Para qué matar a un viejo zorro que ya<br />
no tiene dientes para morder…? ¡Giudice Barricini, acuérdate<br />
del 2 de agosto! ¡Acuérdate de la cartera ensangrentada en la<br />
que escribió tu mano de falsario! Mi padre anotó allí tu deuda;<br />
tus hijos la han pagado. Yo te doy el recibo, viejo Barricini.<br />
Colomba, con los brazos cruzados, con la sonrisa del desprecio<br />
en sus labios, vio llevar los cadáveres a la casa de sus enemigos<br />
y dispersarse luego lentamente el gentío. Cerró la<br />
puerta, volvió al comedor y dijo al coronel:<br />
—Le pido perdón para mis compatriotas, señor. Nunca hubiese<br />
creído que unos corsos disparasen sobre una casa en que<br />
hay extranjeros. Estoy avergonzada de mi país.<br />
Por la noche, al retirarse miss Lydia a su cuarto, el coronel<br />
la siguió y le preguntó si no harían bien en marcharse al día<br />
siguiente de una aldea en la que a cada instante se estaba expuesto<br />
a recibir un balazo en la cabeza, y lo antes posible de<br />
un país en donde no se veía más que homicidios y traiciones.<br />
Miss Nevil tardó en contestar; era evidente que la proposición<br />
de su padre le causaba no poca perplejidad. Por fin contestó:<br />
—¿Cómo vamos a dejar a esa desgraciada muchacha cuando<br />
tan necesitada está de ayuda? ¿No te parece que sería una<br />
crueldad por parte nuestra?<br />
—Lo he dicho por ti, hija mía —replicó el coronel—. En cuanto<br />
a mí, si te supiera en seguridad en el hotel de Ajaccio, sentiría<br />
dejar esta maldita isla sin haber estrechado la mano a ese<br />
bravo Della Rebbia.<br />
—Pues bien, papá, esperemos todavía y no nos marchemos<br />
hasta estar bien seguros de que no nos necesitan.<br />
—Tienes un buen corazón —dijo el coronel besando a su hija<br />
en la frente—. Me gusta ver que te sacrificas para aliviar la<br />
desgracia ajena. Quedémonos; nunca se arrepiente uno de haber<br />
realizado una buena acción.<br />
123
Miss Lydia daba vueltas en la cama sin poder dormir. Tan<br />
pronto los vagos rumores que escuchaba le parecían los preparativos<br />
de un ataque contra la casa, tan pronto, tranquilizada<br />
respecto a ella, pensaba en el pobre herido, acostado probablemente<br />
a esa hora sobre la tierra fría, sin otra asistencia que la<br />
que podía esperar de la caridad de un bandido. Se lo imaginaba<br />
lleno de sangre, sufriendo horribles dolores, y lo extraño<br />
era que siempre que se presentaba a su espíritu la imagen de<br />
Orso lo veía como lo había visto en el momento de alejarse de ella,<br />
con los labios contra el talismán que le había dado… Pensaba<br />
después en su bravura. Se decía que por ella, para verla un<br />
poco antes, se había él expuesto al terrible peligro del que había<br />
escapado. Poco faltaba para que estuviera persuadida de<br />
que por defenderla tenía Orso fracturado el brazo. Se achacaba<br />
la herida de él, pero por esto lo admiraba más; y aunque el<br />
famoso doble golpe no tenía a sus ojos tanto mérito como a los<br />
de Colomba y a los del bandido, juzgaba, sin embargo, que pocos<br />
héroes de novela hubiesen mostrado tanta intrepidez, tanta<br />
valentía en tan gran peligro.<br />
El cuarto que ocupaba era el de Colomba. Sobre una especie<br />
de reclinatorio de roble, al lado de una palma bendita, colgaba de<br />
la pared un retrato en miniatura de Orso con uniforme de subteniente.<br />
Miss Nevil descolgó el retrato, lo contempló largo rato<br />
y concluyó por ponerlo frente a su cama en vez de volver a dejarlo<br />
en su sitio. No se durmió hasta que apuntó el alba, y ya el<br />
sol estaba muy alto cuando se despertó. Junto a su cama vio a<br />
Colomba, que estaba esperando a que abriera los ojos.<br />
—¿No se encuentra usted demasiado mal en nuestra pobre<br />
casa? —preguntó Colomba—. Temo que no haya dormido nada.<br />
—¿Tiene usted noticias de él? —interrogó a su vez miss Nevil<br />
incorporándose.<br />
Y al ver el retrato de Orso se apresuró a taparlo con un pañuelo.<br />
—Sí, he sabido de él —contestó Colomba con una sonrisa.<br />
Y cogiendo el retrato añadió:<br />
—¿Le encuentra usted parecido? Él es mejor.<br />
124
—¡Ah! —exclamó miss Nevil muy avergonzada—. Lo descolgué…<br />
por distracción… Tengo el defecto de tocar todo… y no<br />
ordenar nada… ¿Cómo está su hermano?<br />
—Bastante bien. Giocanto ha venido esta madrugada antes<br />
de las cuatro. Me ha traído una carta para usted. Orso no me ha<br />
escrito a mí. En el sobre pone: «Para Colomba»; pero más abajo:<br />
«Para miss N…» Las hermanas no son celosas. Giocanto ha<br />
dicho que a Orso le costó mucho trabajo escribir. Giocanto, que<br />
tiene una magnífica letra, se ofreció para que le dictara, pero no<br />
quiso. Ha escrito con lápiz, tumbado de espaldas Brandolaccio<br />
le sostenía el papel. Varias veces quiso levantarse mi hermano,<br />
pero al menor movimiento le dolía atrozmente el brazo.<br />
«Daba pena», me ha dicho Giocanto. Aquí tiene usted la carta.<br />
Estaba escrita en inglés, para mayor precaución sin duda. He<br />
aquí lo que leyó miss Nevil:<br />
Señorita: Una desgraciada fatalidad me ha impulsado. Ignoro lo<br />
que dirán mis enemigos, las calumnias que inventarán. Poco me<br />
importan si usted, señorita, no les da crédito. Desde que la vi he<br />
estado acariciando sueños insensatos. Ha sido precisa esta catástrofe<br />
para mostrarme mi locura; ya he vuelto a la razón. Sé cuál<br />
es el porvenir que me espera y me encontrará resignado. No me<br />
atrevo a conservar la sortija que me dio usted y que yo creía un<br />
talismán de felicidad. Temo, miss Nevil, que sienta usted haber<br />
otorgado tan mal su dones, o más bien temo que me recuerde el<br />
tiempo en que estaba loco. Colomba se la entregará… Adiós, señorita;<br />
va usted a irse de Córcega y no volveré a verla; pero diga a mi<br />
hermana que todavía conservo su estimación y, lo digo con seguridad,<br />
sigo mereciéndola.<br />
O. D. R.<br />
Miss Lydia se había vuelto de espaldas para leer aquella carta,<br />
y Colomba, que la observaba lentamente, le entregó la sortija<br />
egipcia, preguntándole con la mirada lo que significaba. Pero<br />
miss Lydia no se atrevía a levantar la cabeza y contemplaba<br />
con tristeza la sortija, que se ponía y se quitaba nerviosamente.<br />
125
—¿Puedo saber, mi querida miss Nevil, lo que le dice mi hermano?<br />
—preguntó Colomba—. ¿Le habla a usted de su estado?<br />
—No… —contestó Lydia enrojeciendo—. Me escribe en inglés…<br />
Me encarga que diga a mi padre… Espera que el prefecto<br />
podrá arreglar…<br />
Colomba, sonriendo con malicia, se sentó en la cama, cogió<br />
las dos manos de miss Nevil y, mirándola con ojos penetrantes,<br />
le dijo:<br />
—¿Será usted buena? ¿Contestará usted a mi hermano? ¡Le<br />
haría usted tanto bien! Antes, en cuanto llegó la carta, se me<br />
ocurrió venir a despertarla, pero no me atreví.<br />
—Hizo usted mal —contestó miss Nevil—, y si una palabra<br />
mía pudiera…<br />
—Ahora no puedo enviarle cartas. Ha llegado el prefecto, y<br />
Pietranera está llena de extranjeros. Veremos más adelante.<br />
¡Ah! Si conociese usted a mi hermano, lo querría como yo…<br />
¡Es tan bueno, tan valeroso…! Piense usted en lo que ha hecho:<br />
¡solo contra dos y herido!<br />
Había vuelto el prefecto. Avisado por un servidor del teniente<br />
alcalde, había venido acompañado de gendarmes y de soldados,<br />
trayendo además al fiscal, al escribano y al resto, para<br />
actuar en la nueva y terrible catástrofe que complicaba, o si se<br />
quiere terminaba, las enemistades de las familias de Pietranera.<br />
A poco de llegar vio al coronel Nevil y a su hija y no les<br />
ocultó sus temores de que el asunto tomase un mal sesgo.<br />
—Saben ustedes —les dijo— que el encuentro no ha tenido<br />
testigos, y la fama de destreza y de valor de esos dos desdichados<br />
jóvenes era tan conocida que todo el mundo se niega a<br />
creer que el señor Della Rebbia haya podido matarlos sin la<br />
ayuda de los bandidos junto a quienes, según se dice, se ha refugiado.<br />
—Es imposible —exclamó el coronel—. Orso Della Rebbia es<br />
un muchacho lleno de honor; respondo por él.<br />
—Así lo creo —replicó el prefecto—; pero el fiscal (esos señores<br />
sospechan siempre) no me parece muy favorablemente<br />
dispuesto. Tiene en su poder un documento muy comprometedor<br />
para el amigo de usted. Es una carta en que amenaza a<br />
126
Orlanduccio y en la que le da una cita… y esta cita le parece<br />
una emboscada.<br />
—Ese Orlanduccio —dijo el coronel— se negó a batirse como<br />
un caballero.<br />
—No es aquí la costumbre. Aquí se emboscan, se matan por<br />
la espalda: son los usos del país. Hay, cierto es, un testimonio<br />
favorable: el de una niña que afirma haber oído cuatro detonaciones<br />
cuyas dos últimas, más fuertes que las otras, provenían<br />
de un arma de grueso calibre, como la escopeta del señor Della<br />
Rebbia. Desgraciadamente, esa niña es la sobrina de uno de<br />
los bandidos sospechosos de complicidad, y tiene aprendida la<br />
lección.<br />
—Señor —interrumpió miss Lydia ruborizándose—, nosotros<br />
pasábamos cuando sonaron los disparos y oímos lo mismo.<br />
—¿De veras? Eso es importante. ¿Y usted, coronel, hizo la<br />
misma observación?<br />
—Sí —contestó con viveza miss Nevil—; mi padre, que está<br />
habituado a las armas, me dijo: «Ese es el señor Della Rebbia<br />
que tira con mi escopeta».<br />
—¿Y fueron los últimos esos disparos que reconoció usted?<br />
—Los dos últimos; ¿verdad, papá?<br />
El coronel no tenía muy buena memoria; pero siempre cuidaba<br />
de no contradecir a su hija.<br />
—Hay que hablar enseguida al fiscal, coronel. Estamos esperando<br />
además que un médico reconozca los cadáveres y vea<br />
si las heridas han sido producidas con el arma en cuestión.<br />
—Yo se la di a Orso —dijo el coronel—, y quisiera que hubiera<br />
ido a parar al fondo del mar… Es decir… ¡pobre muchacho!:<br />
celebro que la tuviese en su mano, pues sin mi Manton no sé<br />
cómo habría escapado.<br />
127
128<br />
XIX<br />
El médico llegó un poco tarde. Le había ocurrido una aventura<br />
en el camino. Se encontró con Giocanto Castriconi, quien lo<br />
requirió con la mayor cortesía para que fuera a asistir a un<br />
hombre herido. Lo condujo adonde estaba Orso, a quien hizo la<br />
debida cura. Después el bandido lo acompañó hasta bastante<br />
lejos y lo entretuvo hablándole de los famosos profesores de<br />
Pisa, íntimos amigos suyos, según le dijo.<br />
—Doctor —concluyó el teólogo al despedirse—, me ha inspirado<br />
usted mucha estimación para que juzgue necesario recordarle<br />
que un médico debe ser tan discreto como un confesor.<br />
—y se puso a jugar con el mecanismo de su escopeta—. Usted<br />
se ha olvidado del lugar en que hemos tenido el honor de vernos.<br />
Adiós; he tenido el mayor gusto en conocerlo.<br />
Colomba suplicó al coronel que asistiera a la autopsia de los<br />
cadáveres.<br />
—Mejor que nadie conoce usted la escopeta de mi hermano<br />
—le dijo—, y la presencia de usted será muy útil. Hay aquí tan<br />
mala gente, que correríamos grandes riesgos si no tuviéramos<br />
a nadie para defender nuestros intereses.<br />
Cuando se quedó sola con miss Lydia, se quejó de un fuerte<br />
dolor de cabeza y le propuso un paseo por el campo.<br />
—Me sentará bien el aire libre —dijo—. Hace mucho tiempo<br />
que no lo he respirado.<br />
Mientras andaban se puso a hablarle de su hermano; y miss<br />
Lydia, a la que el tema aquel interesaba vivamente, no se dio<br />
cuenta de que iban alejándose mucho de Pietranera. Se ponía<br />
el sol cuando lo notó, y se lo advirtió a su amiga. Colomba dijo<br />
que conocía un atajo para abreviar el regreso, y dejando el
camino que seguían tomó otro visiblemente menos frecuentado.<br />
No tardó en ponerse a trepar por una pendiente tan escarpada<br />
que para sostenerse tenía que agarrarse a cada paso con<br />
una mano a las ramas de los árboles, mientras con la otra tiraba<br />
de su compañera. Al cabo de un buen cuarto de hora de<br />
tan penosa ascensión se encontraron en una reducida meseta<br />
cubierta de mirtos y de madroños, en medio de grandes masas<br />
de granito que horadaban el suelo por todos lados. Miss Lydia<br />
estaba cansadísima, no se veía el pueblo y era ya casi de noche.<br />
—Temo, querida Colomba —dijo—, que nos hemos extraviado.<br />
—No tenga miedo —contestó Colomba—. Sigamos andando,<br />
venga usted.<br />
—Le aseguro que se ha desorientado usted; el pueblo no puede<br />
estar por ese lado. Apostaría que le volvemos la espalda.<br />
Mire: seguramente son de Pietranera aquellas luces que se<br />
ven allí lejos.<br />
—Tiene usted razón, mi querida amiga —dijo Colomba con<br />
agitación—; pero a doscientos pasos de aquí… entre aquellos<br />
matorrales…<br />
—¿Qué?<br />
—Está mi hermano, al que podría yo abrazar si usted quisiera.<br />
Miss Nevil hizo un movimiento de sorpresa.<br />
—He salido de Pietranera —añadió Colomba— sin despertar<br />
sospechas porque venía usted conmigo. En otro caso me<br />
hubieran seguido… ¡Estar tan cerca de él y no verlo…! ¿Por<br />
qué no viene usted conmigo a ver a mi pobre hermano? ¡Le<br />
daría usted tanta alegría!<br />
—Pero, Colomba, eso no sería correcto de mi parte.<br />
—Comprendo. Ustedes las mujeres de las ciudades no piensan<br />
más que en lo correcto, nosotras las aldeanas no pensamos<br />
sino en lo que está bien hecho.<br />
—Pero ya es tarde… ¿Qué pensará de mí su hermano?<br />
—Pensará que no lo han abandonado sus amigos, y esto le<br />
dará valor para sufrir.<br />
—¿Y mi padre? Estará muy intranquilo…<br />
—Sabe que está usted conmigo… En fin, decídase… Usted<br />
miraba el retrato esta mañana… —añadió con maliciosa<br />
sonrisa.<br />
129
—No… verdaderamente… no me atrevo… Esos bandidos…<br />
—¿Qué le importa? Esos bandidos no la conocen a usted.<br />
¿Desearía usted verlo…?<br />
—¡Oh!<br />
—Decídase, repito, miss Nevil. No puedo dejarla aquí sola;<br />
no se sabe lo que puede ocurrir. Vamos a ver a Orso o volvámonos<br />
juntas al pueblo… Yo veré a mi hermano… Dios sabe<br />
cuándo… nunca quizá.<br />
—¿Qué dice usted, Colomba…? Pues bien, vamos. Pero un<br />
minuto nada más y nos volvemos enseguida.<br />
Colomba le estrechó la mano y, sin responder, echó a andar<br />
tan de prisa que a miss Lydia le costaba trabajo seguirla. Por<br />
fortuna, Colomba no tardó en pararse, diciendo a su compañera:<br />
—No avancemos más hasta haberles advertido; podríamos<br />
recibir un tiro.<br />
Se puso a silbar entre los dedos. A poco se oyó ladrar un perro<br />
y no tardó en aparecer el centinela avanzado de los bandidos.<br />
Era nuestro antiguo conocido Brusco, que en cuanto vio a Colomba<br />
se encargó de servirle de guía. Al cabo de muchos rodeos<br />
por los estrechos senderos de la maleza surgieron dos<br />
hombres armados hasta los dientes.<br />
—¿Es usted Brandolaccio? —preguntó Colomba—. ¿Dónde<br />
está mi hermano?<br />
—Allá abajo —contestó el bandido—. Pero vaya usted despacio;<br />
está durmiendo, y es la primera vez que lo hace desde su<br />
accidente. ¡Vive Dios! Bien se ve que por donde pasa el diablo<br />
pasa también una mujer.<br />
Las dos mujeres se acercaron con precaución, y junto a una fogata<br />
cuyo resplandor habían prudentemente ocultado con una<br />
cerca de piedras vieron a Orso acostado sobre un montón de<br />
follaje y cubierto con una manta. Estaba muy pálido y su respiración<br />
era jadeante. Colomba se sentó a su lado y lo contempló<br />
en silencio con las manos cruzadas, como si rezase mentalmente.<br />
Miss Lydia, tapándose la cara con su pañuelo, se apretó<br />
contra su amiga, por encima de cuyo hombro alzaba de cuando<br />
en cuando la cabeza para ver al herido. Trascurrió un cuarto de<br />
hora sin que nadie desplegase sus labios. A una señal del teólogo,<br />
Brandolaccio se internó con él por la espesura, con gran<br />
130
contento de miss Lydia, a la que por primera vez le pareció que<br />
las barbazas y el equipo de los bandidos tenían demasiado color<br />
local.<br />
Por fin Orso hizo un movimiento, y Colomba se apresuró a<br />
besarlo repetidas veces, haciéndole infinidad de preguntas<br />
respecto a su herida, a sus sufrimientos, a sus necesidades.<br />
Después de haber contestado que se encontraba lo mejor posible,<br />
Orso le preguntó a su vez si miss Nevil estaba aún en<br />
Pietranera y si le había escrito. Colomba, inclinada sobre su<br />
hermano, le ocultaba por completo a su compañera, a la que<br />
por otra parte, le hubiera sido difícil reconocer en la oscuridad.<br />
Colomba tenía una de las manos de miss Nevil y con la<br />
otra alzaba suavemente la cabeza del herido.<br />
—No, no me ha dado ninguna carta para ti… Pero ¿sigues<br />
pensando en ella? ¿La quieres mucho?<br />
—¡Que si la quiero, Colomba…! Pero ella…, ella me despreciará<br />
ahora.<br />
En este punto miss Nevil hizo un esfuerzo para retirar su<br />
mano; pero no era fácil hacer que Colomba soltara su presa;<br />
su linda manecita poseía una fuerza de la que ya se han visto<br />
algunas pruebas.<br />
—¿Despreciarte después de lo que has hecho? —exclamó Colomba—.<br />
Al contrario, habla muy bien de ti. ¡Ah! Muchas<br />
cosas tendría que decirte de ella, Orso.<br />
La mano seguía forcejeando para escapar, pero Colomba la<br />
acercaba cada vez más a Orso.<br />
—Pero en fin —dijo el herido— ¿por qué no contestarme…?<br />
Una sola línea me hubiera hecho feliz.<br />
A fuerza de tirar de la mano de miss Nevil, Colomba concluyó<br />
por ponerla en la de su hermano. Entonces, apartándose de<br />
repente y echándose a reír, exclamó:<br />
—Ten cuidado con hablar mal de miss Lydia, Orso, porque<br />
entiende muy bien el corso.<br />
Miss Lydia se apresuró a retirar su mano y balbució unas<br />
palabras ininteligibles. Orso creyó soñar.<br />
—¿Usted aquí, miss Nevil? ¡Dios mío! ¿Cómo se ha atrevido?<br />
¡Ah, qué feliz me hace usted!<br />
E incorporándose con trabajo trató de acercarse a ella.<br />
131
—Salí con su hermana —dijo miss Lydia— porque no podía<br />
sospechar adónde iba… y además quería también… ver… ¡Qué<br />
mal está usted aquí!<br />
Colomba se había sentado detrás de Orso. Lo alzó con cuidado,<br />
sosteniéndole con las rodillas la cabeza. Le puso además<br />
un brazo en el cuello e indicó a miss Lydia que se aproximase:<br />
—Más cerca, más cerca —le dijo—. Un enfermo no debe alzar<br />
mucho la voz.<br />
Y como miss Lydia vacilase, la cogió de una mano y la obligó<br />
a sentarse tan cerca que su vestido rozaba a Orso y su mano<br />
se apoyaba en el hombro del herido.<br />
—Así está muy bien —dijo Colomba en tono festivo—. ¿Verdad,<br />
Orso, que se está bien vivaqueando en el bosque en una<br />
hermosa noche como esta?<br />
—¡Oh, sí! ¡Una hermosa noche! —exclamó Orso—. No la olvidaré<br />
nunca.<br />
—¡Cuánto debe usted sufrir! —dijo miss Nevil.<br />
—Ya no sufro, y quisiera morir aquí —contestó Orso. Y su<br />
mano derecha se acercaba a la de miss Lydia, que Colomba<br />
seguía sujetando.<br />
—Es necesario de todo punto que lo trasladen a usted a cualquier<br />
sitio en donde pueda ser atendido —dijo miss Nevil—.<br />
No voy a poder dormir después de haberlo visto a usted en<br />
semejante lecho y al raso.<br />
—Si no hubiese temido encontrarla hubiera tratado de volver<br />
a Pietranera y me habría entregado a las autoridades.<br />
—Y ¿por qué temías encontrarla? —preguntó Colomba.<br />
—La había desobedecido, miss Nevil… y no me hubiera atrevido<br />
a verla en aquel momento.<br />
—¿Sabe, miss Lydia, que obliga a mi hermano a hacer cuanto<br />
usted quiera? —dijo Colomba riendo—. Le impediré verlo.<br />
—Espero —manifestó miss Nevil— que se pondrá en claro<br />
todo este enojoso asunto y que en breve no tendrá usted nada<br />
que temer… Me alegraré mucho si cuando nos marchemos<br />
sé que le han hecho justicia y que se ha reconocido tanto su<br />
lealtad como su bravura.<br />
—¿Se marcha usted, miss Nevil? ¡No diga todavía esa palabra!<br />
132
—¿Qué quiere usted…? Mi padre no puede estar siempre cazando…<br />
Quiere marcharse.<br />
Orso dejó caer su mano, que rozaba con la de miss Lydia, y<br />
hubo un momento de silencio.<br />
—¡Bah! —intervino Colomba—. Nos opondremos a que se<br />
marche usted tan pronto. Todavía tenemos que enseñarle muchas<br />
cosas en Pietranera…. Además, usted me ha prometido<br />
hacer mi retrato y todavía no lo ha empezado… Yo a mi vez le<br />
he ofrecido hacerle una serenata en setenta y cinco estrofas…<br />
Y también… Pero ¿por qué gruñirá así Brusco…? Y Brandolaccio<br />
corre tras él… Voy a ver lo que es…<br />
Se levantó aprisa, y poniendo, sin pedir permiso, la cabeza de<br />
Orso sobre las rodillas de miss Nevil, corrió hacia los bandidos.<br />
Algo perpleja al encontrarse sosteniendo así a un gallardo<br />
joven, a solas con él en medio de un matorral, miss Nevil no<br />
sabía qué hacer, porque si se retiraba bruscamente temía lastimar<br />
al herido. Pero Orso abandonó por sí mismo el dulce<br />
apoyo que su hermana le había proporcionado y se sostuvo<br />
sobre su brazo derecho.<br />
—¿De manera que va usted a marcharse pronto, miss Lydia?<br />
—exclamó—. Nunca pensé que fuese a prolongar su estancia<br />
en este ingrato país… y sin embargo… ahora que ha venido<br />
usted aquí sufro cien veces más al pensar que tendré que decirle<br />
adiós… Soy un pobre teniente… sin porvenir…, proscrito<br />
ahora… No es el momento, miss Lydia, para declararle que la<br />
quiero a usted… pero sin duda no habría de encontrar otra<br />
ocasión para confesárselo, y me siento menos desgraciado una<br />
vez que he aliviado mi corazón.<br />
Miss Lydia volvió la cabeza, como si la oscuridad no bastara<br />
para ocultar su rubor.<br />
—Señor Della Rebbia —contestó ella con voz temblorosa—,<br />
no hubiera venido a este lugar si…<br />
Y hablando así puso en la mano de Orso el talismán egipcio.<br />
Haciendo después un poderoso esfuerzo para recobrar el tono<br />
de broma que le era habitual, añadió:<br />
—Está muy mal que me hable así… En medio de un bosque<br />
y rodeada por los bandidos, puede figurarse que no me iba a<br />
atrever a enfadarme con usted.<br />
133
Orso hizo un movimiento para besar la mano que le devolvía<br />
el talismán; y como miss Lydia la retiró con alguna viveza,<br />
perdió el equilibrio y cayó sobre el brazo herido. No pudo reprimir<br />
un gemido de dolor.<br />
—¿Se ha hecho usted daño? —exclamó ella levantándolo—.<br />
¡Por mi culpa! Perdóneme.<br />
Siguieron hablando un rato en voz baja y muy juntos. Colomba,<br />
que llegaba precipitadamente, los encontró en la misma<br />
posición que los había dejado.<br />
—¡Los soldados! —gritó—. Procura levantarte y andar,<br />
Orso. Yo te ayudaré.<br />
—Déjame —contestó él—. Di a esos que huyan… Poco me<br />
importa que me prendan; pero llévate a miss Lydia; que no la<br />
vean aquí, por Dios.<br />
—No lo dejaré a usted —dijo Brandolaccio, que venía con<br />
Colomba—. El sargento es un ahijado de Barricini; en vez de<br />
prenderle lo matará y dirá luego que lo ha hecho sin querer.<br />
Orso intentó levantarse, hasta dio algunos pasos; pero no<br />
tardó en pararse y dijo:<br />
—No puedo andar. Huyan ustedes. Adiós, miss Nevil; déme<br />
la mano, y ¡adiós!<br />
—No lo dejaremos —exclamaron las dos mujeres.<br />
—Si no puede usted andar —dijo Brandolaccio—, habrá que<br />
llevarlo. Vamos, mi teniente, un poco de ánimo. Tendremos<br />
tiempo para escapar por el barranco de ahí atrás. El señor<br />
cura va a entretenerlos.<br />
—No, déjenme —replicó Orso tumbándose en el suelo—. Por<br />
Dios, Colomba, llévate a miss Nevil.<br />
—Usted es fuerte, señorita Colomba —dijo Brandolaccio—.<br />
Cójalo por los hombros; yo por los pies… Bueno… Andando…<br />
Y empezaron a llevarlo rápidamente, a pesar de sus protestas.<br />
Miss Lydia los seguía sumamente asustada, cuando se oyó<br />
un tiro, al que enseguida respondieron otros cinco o seis. Miss<br />
Lydia lanzó un grito, Brandolaccio una imprecación, pero redobló<br />
su velocidad y, siguiendo su ejemplo, Colomba corría a<br />
través de la maleza, sin cuidarse de las ramas que le azotaban<br />
la cara o le desgarraban el vestido.<br />
134
—Agáchese, agáchese —decía a su compañera—, puede recibir<br />
un balazo.<br />
Así anduvieron, o más bien corrieron, unos quinientos pasos,<br />
cuando Brandolaccio declaró que no podía más, y se dejó<br />
caer, a pesar de las exhortaciones y los reproches de Colomba.<br />
—¿Dónde está miss Nevil? —preguntó Orso.<br />
La inglesita, asustada por los tiros, detenida a cada instante<br />
por las malezas, no había tardado en perder las huellas de los<br />
fugitivos y se había quedado sola, presa de la mayor angustia.<br />
—Se ha quedado atrás —contestó Brandolaccio—, pero no<br />
se ha perdido. A las mujeres se las encuentra siempre. Oiga el<br />
estrépito que hace el cura con la escopeta de usted, Ors’ Anton’.<br />
Por desgracia, no se ve ni gota y no se hace mucho daño<br />
con tirotear así.<br />
—¡Calle! —exclamó Colomba—; oigo el galope de un caballo;<br />
estamos salvados.<br />
En efecto, un caballo que pasaba por el bosque, espantado<br />
por el tiroteo, se dirigía hacia ellos.<br />
—Estamos salvados —repitió Brandolaccio.<br />
Correr al caballo, cogerlo por las crines, ponerle en el hocico<br />
una cuerda a guisa de bridas, fue para el bandido, con la ayuda<br />
de Colomba, cuestión de un momento.<br />
—Avisemos ahora al cura —dijo.<br />
Silbó dos veces; un silbido lejano respondió a esta señal, y la<br />
gruesa voz de la escopeta Manton enmudeció. Entonces Brandolaccio<br />
saltó sobre el caballo. Colomba puso a su hermano<br />
delante del bandido, quien con una mano lo sujetó fuertemente<br />
mientras con la otra empuñó la improvisada brida. A pesar<br />
de su doble carga, el caballo, estimulado por dos vigorosos talonazos<br />
en el vientre, partió ágilmente y descendió al galope<br />
una colina escarpada en la que cualquier otro caballo que no<br />
fuera corso se hubiera matado cien veces.<br />
Colomba volvió entonces sobre sus pasos, llamando a gritos<br />
a miss Nevil, pero sin que ninguna otra voz contestara a la<br />
suya… Después de haber andado algún tiempo al azar, tratando<br />
de encontrar el camino que había seguido, tropezó en una<br />
senda con dos soldados, que le dieron el alto.<br />
135
—¿Qué tal, señores? —dijo Colomba en tono burlón—. ¡Qué<br />
estrépito! ¿Cuántos muertos?<br />
—Usted estaba con los bandidos —dijo uno de los soldados—,<br />
y va usted a venir con nosotros.<br />
—Con mucho gusto —contestó ella—; pero tengo aquí una<br />
amiga y tenemos que buscarla antes.<br />
—Su amiga está ya presa y con ella irá usted a dormir a la<br />
cárcel.<br />
—¿A la cárcel? Habrá que verlo; pero entre tanto llévenme<br />
junto a ella.<br />
Los soldados la condujeron entonces al campamento con los<br />
bandidos, donde estaban los trofeos de la expedición, es decir,<br />
la manta que tapaba a Orso, una marmita vieja y un cántaro<br />
lleno de agua. En el mismo lugar se hallaba miss Nevil, que,<br />
en poder de lo soldados y medio muerta de miedo, no contestaba<br />
sino con lágrimas a cuantas preguntas le hacían sobre el<br />
número de los bandidos y la dirección que habían tomado.<br />
Colomba la abrazó y le dijo al oído:<br />
—Están a salvo.<br />
Después se dirigió al sargento y le dijo:<br />
—Ya ve usted que esta señorita no sabe nada de lo que ustedes<br />
le preguntan. Déjenos volver al pueblo, donde nos están<br />
esperando con impaciencia.<br />
—Se les llevará, y más pronto de lo que deseas, preciosa —contestó<br />
el sargento—, y allí tendrán que explicar lo que hacían<br />
por aquí a estas horas con los bandidos que acaban de escaparse.<br />
No sé qué sortilegio emplean esos bribones, pero ciertamente<br />
fascinan a las muchachas, porque allí donde hay<br />
bandidos se tiene la seguridad de encontrar a unas bellas.<br />
—Es usted galante, señor sargento —replicó Colomba—;<br />
pero no haría usted mal en tener cuidado con lo que dice. Esta<br />
señorita es parienta del prefecto y conviene no bromear con ella.<br />
—¡Parienta del prefecto! —murmuró un soldado a su jefe—.<br />
Lleva sombrero, en efecto.<br />
—Nada importa el sombrero —contestó el sargento—. Las<br />
dos estaban con el cura, que es el mayor zalamero del país, y<br />
mi deber es llevármelas. Así como así, ya no tenemos nada que<br />
136
hacer aquí. Sin ese maldito cabo Taupin, ese borracho de francés<br />
que se dejó ver antes de que hubiese yo cercado esta guarida,<br />
los hubiéramos atrapado como con una red.<br />
—¿Son ustedes siete? —preguntó Colomba—. ¿Saben que si<br />
por casualidad los tres hermanos Gambini, Sarocchi y Teodoro<br />
Poli se encontrasen en la cruz de santa Cristina con Brandolaccio<br />
y el cura podrían dar a ustedes qué hacer? Si van<br />
ustedes a tener una conversación con el comandante de la<br />
campiña 1 celebraría no encontrarme allí. Las balas no conocen<br />
a nadie por la noche.<br />
La posibilidad de un encuentro con los temibles bandidos<br />
que Colomba acababa de nombrar pareció impresionar a los<br />
soldados. Sin dejar de echar maldiciones contra el cabo Taupin,<br />
el perro francés, el sargento ordenó la retirada, y sus<br />
hombres emprendieron el camino de Pietranera, llevándose la<br />
manta y la marmita. En cuanto al cántaro, un puntapié acabó<br />
con él. Un soldado quiso coger el brazo de miss Lydia, pero<br />
Colomba lo rechazó al punto diciéndole:<br />
—¡Que no la toque nadie! ¿Cree que tenemos intenciones de<br />
escaparnos? Vamos, Lydia, querida mía, apóyese en mí y no<br />
llore como una niña. Es una aventura, pero no terminará mal.<br />
Dentro de media hora estaremos cenando. Por mi parte, tengo<br />
muchas ganas de hacerlo.<br />
—¿Qué pensarán de mí? —decía en voz baja miss Nevil.<br />
—Pensarán que se perdió usted en el bosque, sencillamente.<br />
—¿Qué dirá el prefecto…? ¿Qué dirá mi padre sobre todo?<br />
—¿El prefecto…? Dígale que se ocupe en su prefectura. ¿Su<br />
padre…? Por la manera de hablar usted con Orso hubiese creído<br />
que tenía algo que decir a su padre.<br />
Miss Nevil le estrechó el brazo sin contestar.<br />
—¿No es verdad —le murmuró Colomba al oído— que mi<br />
hermano merece que se lo quiera? ¿No lo quiere usted un poco?<br />
—¡Ah, Colomba! —contestó miss Nevil sonriendo a pesar de<br />
su confusión—. Me ha traicionado usted, a mí, que le tenía<br />
tanta confianza.<br />
1 Era el título que tomaba Teodoro Poli. (Nota de la E. de B.).<br />
137
Colomba le rodeó la cintura con un brazo y, besándola en la<br />
frente, musitó:<br />
—¿Me perdonas, hermanita?<br />
—Preciso es, mi terrible hermana —contestó Lydia devolviéndole<br />
el beso.<br />
El prefecto y el fiscal se albergaban en el domicilio del alcalde<br />
provisional de Pietranera, y el coronel, muy inquieto por su<br />
hija, acudía por vigésima vez en procura de noticias, cuando<br />
un soldado, destacado como correo por el sargento, les relató<br />
el terrible combate sostenido contra los bandidos, combate en el<br />
que no había habido, cierto era, ninguna baja, pero en el que<br />
se habían apoderado de una marmita, de una manta y de dos<br />
muchachas que eran, dijo, las queridas o las espías de los bandidos.<br />
Así anunciadas comparecieron las dos prisioneras en<br />
medio de su escolta armada. Puede suponerse la actitud radiante<br />
de Colomba, la vergüenza de su compañera, la sorpresa<br />
del prefecto, la alegría y el asombro del coronel. El fiscal se dio<br />
el maligno gusto de hacer sufrir a la pobre Lydia una especie<br />
de interrogatorio que no terminó hasta que la inglesita hubo<br />
perdido toda su firmeza.<br />
—Me parece —dijo el prefecto— que podemos poner a todo<br />
el mundo en libertad. Estas señoritas han ido a pasear, cosa<br />
muy natural dado el buen tiempo; han encontrado por casualidad<br />
a un amable joven herido, cosa muy natural también.<br />
Después, llevando aparte a Colomba, le dijo:<br />
—Puede usted comunicar a su hermano que su asunto va<br />
mejor de lo que esperaba. El examen de los cadáveres y la declaración<br />
del coronel demuestran que él no hizo más que replicar<br />
y que estaba solo en el momento del encuentro. Todo se arreglará;<br />
pero es preciso que deje cuanto antes su escondite y que<br />
se constituya preso.<br />
Eran cerca de las once cuando el coronel, su hija y Colomba<br />
se sentaron a la mesa. La cena estaba fría, pero Colomba comía<br />
con buen apetito burlándose del prefecto, del fiscal y de<br />
los fusileros. También comía el coronel, pero sin decir palabra<br />
ni apartar sus ojos de su hija, que no alzaba los suyos. Por fin,<br />
con voz dulce, pero grave, le dijo en inglés:<br />
—¿Estás comprometida con Della Rebbia, Lydia?<br />
138
—Sí, papá, desde hoy —contestó ella muy sofocada, pero con<br />
acento firme.<br />
Entonces alzó los ojos, y no percibiendo en la cara de su padre<br />
ningún signo de enojo, se arrojó en sus brazos y lo abrazó,<br />
como las señoritas bien educadas hacen en tal ocasión.<br />
—Está bien —replicó el coronel—; es un buen muchacho;<br />
pero no nos quedemos, por Dios, en este endiablado país, o no<br />
doy mi consentimiento.<br />
—No sé el inglés —dijo Colomba, que los estaba mirando con<br />
extrema curiosidad—; pero apostaría a que he adivinado lo<br />
que dicen ustedes.<br />
—Decimos —contestó el coronel— que la llevaremos a usted<br />
a hacer un viaje por Irlanda.<br />
—Sí, con mucho gusto, y seré la surella Colomba. ¿Queda<br />
convenido, coronel? ¿Nos damos la mano?<br />
—Para estos casos están los abrazos —contestó el coronel.<br />
139
140<br />
XX<br />
Meses después del lance que sumió a Pietranera (como dijeron<br />
los periódicos) en la consternación, un joven con el brazo izquierdo<br />
en cabestrillo salió a caballo de Bastia por la tarde y<br />
se dirigió hacia el pueblo de Cardo, célebre por su fuente, que<br />
en verano suministra a la gente delicada de la población un<br />
agua deliciosa. Una joven de elevada estatura y notable belleza<br />
lo acompañaba montada en un caballo negro cuya fuerza y<br />
elegancia hubiera admirado un conocedor pero que, por desgracia,<br />
tenía una oreja rajada. En el pueblo, la joven saltó ligeramente<br />
al suelo, y después de haber ayudado a apearse a su<br />
compañero desató del arzón de la silla unos paquetes bastante<br />
voluminosos. Los caballos fueron confiados a la custodia de un<br />
campesino, y la joven, cargada con los paquetes, que ocultaba<br />
bajo un mezzaro, y el joven, con una escopeta de dos cañones,<br />
tomaron el camino de la montaña siguiendo una senda en pendiente<br />
que no parecía conducir a poblado alguno. Al llegar a<br />
una de las elevadas mesetas del monte Quercio se detuvieron<br />
y se sentaron en la hierba. Parecían esperar a alguien porque<br />
no hacían más que mirar hacia la montaña y la joven consultaba<br />
a menudo un bonito reloj de oro, tanto quizá por contemplar<br />
una joya que parecía poseer desde hacía poco tiempo como<br />
para saber si la hora de la cita había llegado. La espera no fue<br />
larga. Un perro salió del matorral, y al nombre de Brusco pronunciado<br />
por la joven se apresuró a acudir a acariciarlos. Poco<br />
después aparecieron dos hombres barbudos, con la escopeta al<br />
brazo, la cartuchera al cinto y la pistola en el costado. Sus<br />
trajes, rotos, y llenos de remiendos, contrastaban con sus armas<br />
brillantes y de una famosa fábrica del continente. A pesar
de la desigualdad aparente de su posición, los cuatro personajes<br />
de aquella escena se abordaron familiarmente y como antiguos<br />
amigos.<br />
—Pues bien, Ors’ Anton’ —dijo el bandido de más edad al<br />
joven—, ha terminado su asunto. Un auto de sobreseimiento.<br />
Mi enhorabuena. Siento que no esté ya en la isla el abogado<br />
para verlo rabiar. ¿Y el brazo?<br />
—Dice el médico que dentro de quince días podré manejarlo…<br />
Bueno, Brando, mañana me voy a Italia y he venido a<br />
despedirme de ti y del cura. Por eso les rogué que vinieran.<br />
—Mucha prisa tiene usted —contestó Brandolaccio—. Lo<br />
han absuelto ayer y se va mañana.<br />
—Tenemos asuntos —dijo alegremente la joven—. Les he<br />
traído cena: coman y no se olviden de mi amigo Brusco.<br />
—Lo mima usted demasiado, señorita Colomba pero es agradecido.<br />
Va usted a ver. Anda, Brusco —ordenó, poniendo su<br />
escopeta horizontalmente—, salta por los Barricini.<br />
El perro permaneció inmóvil, lamiéndose el hocico y mirando<br />
a su amo.<br />
—Salta por los Della Rebbia.<br />
Y Brusco saltó dos pies más alto de lo necesario.<br />
—Oigan, amigos —dijo Orso— están ustedes ejerciendo un<br />
feo oficio, y si no terminan su carrera en aquella plaza que se<br />
ve allí abajo, 1 lo mejor que puede sucederles es caer en un matorral<br />
bajo la bala de un gendarme.<br />
—Es una muerte como otra cualquiera —replicó Castriconi—<br />
y que vale más que la fiebre que lo mata a uno en la cama,<br />
entre los lloriqueos más o menos sinceros de los herederos.<br />
Cuando se está, como nosotros, acostumbrado al aire libre, no<br />
hay nada mejor que morir con los zapatos puestos, como dicen<br />
nuestros aldeanos.<br />
—Quisiera —insistió Orso— verlos dejar este país y llevar<br />
una vida más tranquila. ¿Por qué no van ustedes a establecerse<br />
en Cerdeña, por ejemplo, como lo han hecho varios de sus<br />
compañeros? Podría yo facilitarles los medios para hacerlo.<br />
1 Plaza en que se efectúan las ejecuciones en Bastia.<br />
141
—¿A Cerdeña? ¡Váyase al diablo con su jerga istos sardos! Es<br />
una mala compañía para nosotros.<br />
—No hay recursos en Cerdeña —añadió el teólogo—. Desprecio<br />
a los sardos. Allí para cazar a los bandidos hay una<br />
milicia montada, cosa que constituye a un mismo tiempo la<br />
crítica de los bandidos y del país. 1 Es un asco la Cerdeña. Lo<br />
que me choca, señor Della Rebbia, es que un hombre de gusto<br />
y de saber como usted no haya adoptado nuestra vida de maquisards<br />
después de haberla probado como usted lo ha hecho.<br />
—Es que —contestó Orso sonriendo— cuando tuve la satisfacción<br />
de ser huésped de ustedes no estaba en condiciones de<br />
apreciar los encantos de la situación, y todavía me duelen las<br />
costillas cuando me acuerdo de la carrera que di una hermosa<br />
noche, puesto como un fardo en un caballo sin silla que montaba<br />
mi amigo Brandolaccio.<br />
—¿Y no estima usted en nada —replicó Castriconi— el placer<br />
de escapar a la persecución? ¿Cómo puede usted ser insensible<br />
al encanto de una libertad absoluta en un hermoso clima<br />
como el nuestro? Con este salvoconducto (mostró la escopeta)<br />
se es rey en todas partes hasta donde puede alcanzar la bala.<br />
Se manda, se hace justicia… Es una expansión muy moral y<br />
muy agradable, a la que no renunciamos. ¿Qué vida más hermosa<br />
que la del caballero andante, cuando se está mejor armado<br />
y se es más sensato que don Quijote? Mire usted, el otro día<br />
supe que el tío de la pequeña Lilla Luigi, ese viejo ladrón, no<br />
quería entregarle la dote; le escribí sin amenazas, no es ese mi<br />
procedimiento; pues bien; al momento se convenció el hombre<br />
y ha casado a su sobrina. He labrado la felicidad de dos seres.<br />
Créame, señor Orso, nada es comparable con la vida de bandido.<br />
¡Bah! Tal vez se haría usted de los nuestros sin cierta inglesita<br />
a la que no he hecho más que entrever, pero de la que<br />
hablan todos con admiración en Bastia.<br />
1 Debo esta observación respecto a Cerdeña a un exbandido amigo mío, y a<br />
él solo incumbe la responsabilidad de ella. Significa que los bandidos que se<br />
dejan coger por unos jinetes son unos imbéciles, y que una milicia que persigue<br />
a caballo a los bandidos no tiene probabilidad alguna de encontrarlos.<br />
(Nota de la E. de B.).<br />
142
—Mi futura cuñada no gusta del maquis —dijo Colomba<br />
riendo—. Pasó allí mucho miedo.<br />
—En fin —manifestó Orso—: ¿quieren quedarse aquí? Sea.<br />
Díganme si puedo hacer algo por ustedes.<br />
—Nada —contestó Brandolaccio— salvo conservar de nosotros<br />
un pequeño recuerdo. Nos ha colmado usted de favores.<br />
Chilina tiene ya dote y no tendrá necesidad para casarse de<br />
que mi amigo el cura escriba cartas sin amenazas. Sabemos que<br />
el colono de ustedes nos dará pan y pólvora en nuestras necesidades;<br />
así, pues, adiós. Espero volver a verlo en Córcega un<br />
día de estos.<br />
—En momentos de apuro —insinuó Orso— vienen bien algunas<br />
monedas de oro. Ahora que somos ya antiguos conocidos<br />
no se negarán a admitir este cartuchito que puede servirles<br />
para procurarse otros.<br />
—Nada de dinero entre nosotros, mi teniente —declaró<br />
Brandolaccio en tono resuelto.<br />
—Todo lo puede el dinero en el mundo —dijo Castriconi—;<br />
pero entre los matorrales solo cuenta el corazón valeroso y la<br />
escopeta que no falle.<br />
—No quisiera marcharme —insistió Orso—, sin dejarles algún<br />
recuerdo. Vamos, Brando, ¿qué puedo ofrecerte?<br />
El bandido se rascó la cabeza y miró de reojo la escopeta<br />
de Orso.<br />
—Caramba, mi teniente… si me atreviese… pero no: le gusta<br />
a usted mucho.<br />
—¿Qué es lo que quieres?<br />
—Nada… la cosa no es nada… Se necesita además saber utilizarla.<br />
Siempre estoy pensando en aquel diantre de golpe doble<br />
y con una sola mano… ¡Oh! No se hace eso dos veces.<br />
—¿Es esta escopeta lo que quieres…? Te la traía; pero empléala<br />
lo menos que puedas.<br />
—¡Oh! Le prometo que no he de emplearla como usted; pero<br />
esté tranquilo: cuando sea de otro podrá usted decir que Brando<br />
Savelli ha puesto el arma a la funerala.<br />
—¿Y a usted, Castriconi, qué puedo darle?<br />
—Puesto que decididamente se empeña en dejarme un recuerdo<br />
material suyo, le ruego, sin más resistencia, que me<br />
143
mande un Horacio del menor tamaño posible. Me distraerá e<br />
impedirá que me olvide del latín. Hay una chiquilla que vende<br />
cigarros en el puerto de Bastia; déselo y ella me lo entregará.<br />
—Tendrá usted un elzevir, 1 señor sabio. Tengo precisamente<br />
ese libro entre los que iba a llevarme. Y ahora, amigos míos,<br />
tenemos que separarnos. Un apretón de manos. Si algún día<br />
piensan en Cerdeña, escríbanme; el abogado N. les dará mis<br />
señas en el continente.<br />
—Mi teniente —dijo Brando—, mañana, cuando haya salido<br />
usted del puerto, mire a este punto de la montaña; aquí estaremos<br />
y lo saludaremos con los pañuelos.<br />
Se separaron; Orso y su hermana tomaron el camino de Cardo,<br />
y los bandidos, el de la montaña.<br />
1 Libro impreso (o que usa los tipos) por los elzevirios. Célebres impresores<br />
holandeses de los siglos XVI al XVIII.<br />
144
XXI<br />
En una hermosa mañana de abril el coronel sir Thomas Nevil,<br />
su hija, casada desde hacía pocos días, Orso y Colomba salieron<br />
de Pisa en coche para ir a visitar un hipogeo 1 etrusco recientemente<br />
descubierto, al que acudían todos los extranjeros.<br />
Llegados al interior del monumento, Orso y su mujer sacaron<br />
los lápices y se pusieron a copiar las pinturas; pero el coronel<br />
y Colomba, a quienes la arqueología no interesaba gran cosa,<br />
los dejaron solos y se pusieron a pasear por los alrededores.<br />
—Querida Colomba —dije el coronel—, no vamos a volver a<br />
Pisa a tiempo para el luncheon. 2 ¿No tiene usted hambre? Orso<br />
y su mujer se han entregado a las antigüedades; cuando se<br />
ponen a pintar juntos no concluyen nunca.<br />
—Sí —dijo Colomba—; y sin embargo no traen ni un dibujo.<br />
—Soy de opinión —continuó el coronel— que vayamos a esa<br />
granja que se ve allí. Habrá pan, quizá aleatico ¡quién sabe,<br />
hasta leche y fresas, con lo que podremos esperar pacientemente<br />
a nuestros pintores.<br />
—Tiene usted razón. Usted y yo, que somos las personas razonables<br />
de la casa, haríamos mal en convertirnos en mártires de<br />
esos enamorados, que no viven más que de poesía. Déme el brazo.<br />
¿Verdad que me voy civilizando? Tomo el brazo, me pongo<br />
sombreros, vestidos de moda, tengo joyas, aprendo no sé cuántas<br />
cosas bonitas; en fin, que ya no soy una salvaje. Mire con qué<br />
gracia llevo este chal… Ese rubito, ese oficial del regimiento<br />
de usted, que asistió a la boda… ¡Dios mío!, no puedo retener<br />
su nombre; un pollito al que derribaría de un puñe tazo…<br />
1 Bóveda subterránea usada en la antigüedad para conservar los cadáveres.<br />
2 En inglés, almuerzo<br />
145
—¿Chatworth? —preguntó el coronel.<br />
—Ese mismo; pero jamás llegaré a pronunciar su nombre.<br />
Pues bien; está locamente enamorado de mí.<br />
—¡Hola, Colomba! Se va usted haciendo muy coqueta. Pronto<br />
vamos tener otra boda..<br />
—¿Casarme yo? ¿Y quién cuidaría de mi sobrino… cuando<br />
Orso me dé uno? ¿Quién le enseñaría a hablar el corso…?. Sí,<br />
hablará el corso y le haré un gorro puntiagudo, para que rabie<br />
usted.<br />
—Primero; esperaremos a que tenga usted un sobrino, y después<br />
puede enseñarlo a manejar el estilete si le parece bien.<br />
—Se han concluido los estiletes —replicó jovialmente Colomba—.<br />
Ahora tengo un abanico para darle a usted en los nudillos<br />
cuando hable mal de mi país.<br />
Charlando así entraron en la granja, donde hallaron vino,<br />
fresas y leche. Colomba ayudó a la dueña a coger fresas, mientras<br />
el coronel bebía aleatico. En un recodo de la huerta, Colomba<br />
vio a un viejo sentado al sol en una silla de paja; parecía<br />
enfermo. Aún más su demacrado rostro; sus ojos hundidos, su<br />
extrema delgadez, su inmovilidad, su palidez y su mirada fija<br />
le daban el aspecto de un cadáver más que el de un ser viviente.<br />
Colomba lo contempló durante un buen rato con tanta curiosidad<br />
que llamó la atención de la hortelana.<br />
—Ese pobre viejo —dijo esta— es compatriota suyo, pues<br />
conozco en su modo de hablar que es usted de Córcega, señorita.<br />
Sufrió una gran desgracia en su país; murieron sus hijos de<br />
una manera terrible. Perdone usted, señorita, pero dicen que<br />
sus compatriotas no son nada suaves en sus enemistades. El<br />
caso es que ese pobre señor se quedó solo y vino a Pisa, a casa de<br />
una parienta lejana, que es la propietaria de esta granja. El hombre<br />
está un poco trastornado, a causa de su desgracia y de su<br />
pena… Era molesto para la señora, que recibe mucha gente en<br />
su casa y lo ha mandado aquí. Es muy pacífico, no estorba; no<br />
dice tres palabras al día. He dicho que no está bien de la cabeza.<br />
El médico viene a verlo todas las semanas y dice que no<br />
durará mucho.<br />
—¡Ah! ¿Está desahuciado? En su situación, lo mejor es morirse<br />
—comentó Colomba.<br />
146
—Debería usted, señorita, hablarle un poco en corso. Lo animaría,<br />
tal vez, oír la lengua de su país.<br />
—Vamos a ver —dijo Colomba con una sonrisa irónica.<br />
Y se acercó al viejo hasta que su sombra le tapó el sol. Entonces<br />
el pobre idiota levantó la cabeza y miró fijamente a Colomba,<br />
que lo miraba también sin dejar de sonreír. Al cabo de un<br />
instante el anciano se pasó la mano por la frente y cerró los<br />
ojos como para escapar a la mirada de Colomba. Después volvió<br />
a abrirlos, pero desmesuradamente; temblaron sus labios,<br />
quiso extender las manos, pero, fascinado por Colomba, permaneció<br />
como clavado en su asiento, sin fuerzas para hablar<br />
ni para moverse. Brotaron, por fin, gruesas lágrimas de sus<br />
ojos, y su pecho dejó escapar unos sollozos.<br />
—Es la primera vez que lo veo así —dijo la hortelana; y, dirigiéndose<br />
al anciano, le explicó—: Es una señorita compatriota<br />
suya, que ha venido a verlo.<br />
—¡Piedad! —exclamó él con voz ronca—. ¡Piedad! ¿No estás<br />
satisfecha…? ¿Cómo pudiste leer aquella hoja… la hoja que<br />
quemé…? Pero ¿por qué los dos…? Tú no pudiste leer nada<br />
contra Orlanduccio… ¿Por qué no dejarme uno… uno solo…?<br />
Orlanduccio… No pudiste leer su nombre…<br />
—Necesitaba a los dos —le contestó Colomba en voz baja y<br />
dialecto corso—. Las ramas han sido cortadas; y si la raíz no<br />
hubiera estado podrida la hubiese arrancado. Anda, no te quejes;<br />
te queda poco tiempo que sufrir. ¡Dos años sufrí yo!<br />
El anciano lanzó un grito y dejó caer la cabeza sobre el pecho.<br />
Colomba le volvió la espalda y se dirigió despacio hacia la casa<br />
canturreando unas incomprensibles palabras de una balada:<br />
Necesito la mano que disparó, el ojo que apuntó, el corazón que<br />
lo dispuso…<br />
Mientras la hortelana acudía a socorrer al anciano, Colomba,<br />
animado el rostro, brillantes los ojos, se sentaba a la mesa<br />
frente al coronel.<br />
—¿Qué tiene usted? —le dijo aquel—. Me parece ver en usted<br />
la expresión que manifestó en Pietranera el día en que nos<br />
dispararon unos tiros durante nuestra comida.<br />
147
—Es que han venido a mi imaginación unos recuerdos de Córcega.<br />
Pero ya ha terminado todo. Seré la madrina, ¿verdad?<br />
¡Qué bonitos nombres voy a ponerle: Ghilfuccio-Tomaso-Orso-Leone!<br />
En aquel momento entró la hortelana.<br />
—¿Y qué? —preguntó Colomba con la mayor tranquilidad—.<br />
¿Ha muerto o ha sido solo un desmayo?<br />
—No ha sido nada, señorita; pero es raro el efecto que le ha<br />
producido la presencia de usted.<br />
—¿Y dice el médico que no durará mucho?<br />
—Ni dos meses quizá.<br />
—No será una gran pérdida —comentó Colomba.<br />
—¿De quién diablo hablan? —interrogó el coronel.<br />
—De un idiota de mi país que está hospedado aquí —contestó<br />
Colomba con aire de indiferencia—. Mandaré de cuando<br />
en cuando a saber de él… Pero, coronel, deje usted fresas para<br />
mi hermano y para Lydia.<br />
Al salir Colomba de la granja par volver al coche, la hortelana<br />
la siguió un rato con la vista.<br />
—¿Ves esa señorita tan guapa? —dijo a su hija—. Pues bien;<br />
estoy segura de que hace mal de ojo.<br />
148
I / 5<br />
II / 9<br />
III / 17<br />
IV / 25<br />
V / 30<br />
VI / 37<br />
VII / 46<br />
VIII / 50<br />
IX / 54<br />
X / 61<br />
XI / 65<br />
XII / 78<br />
XIII / 84<br />
XIV / 90<br />
XV / 93<br />
XVI / 103<br />
XVII / 110<br />
XVIII / 118<br />
XIX / 128<br />
XX / 140<br />
XXI / 145<br />
Índice
Títulos de la colección<br />
Lil, de los ojos color del tiempo<br />
El rosario<br />
Mujercitas<br />
El árabe<br />
El trigo en ciernes<br />
Las mujercitas se casan<br />
Rimas y leyendas<br />
El gran Meaulnes<br />
La princesa de Clèves<br />
Aguas primaverales<br />
Amor empieza por desasosiego<br />
Carta de una desconocida<br />
Dingo, historia de un primer amor<br />
La Dama de las Camelias<br />
Las damas blancas de Worcester<br />
Si tú me miras<br />
María<br />
Veinticuatro horas en la vida de una mujer<br />
Impaciencia del corazón<br />
La saga de la Gloria City<br />
Papaíto Piernas Largas<br />
La Dama del Ocaso<br />
La viuda de doña Elena