La fe religiosa en la trama del poder imperial* - Casa de las Américas

AURELIO ALONSO
La fe religiosa
en la trama del poder
imperial*
Hace unos meses recibí un ejemplar del ensayo
del politólogo y diplomático argentino Eduardo
Porretti titulado La nación elegida, con aportes
incuestionables al estudio y al debate sobre el
significado del hecho religioso dentro del proyecto
hegemónico de los Estados Unidos en nuestros días.
Porretti, cercano a los cincuenta años de edad, estuvo
en misión en Bogotá y, posteriormente, en La
Habana, primero en funciones consulares y después
como Ministro Consejero de la Embajada de
Argentina. Actualmente se desempeña con el mismo
cargo en la misión argentina en las Naciones
Unidas. De sus últimos años en La Habana data su
* Eduardo Porretti: La nación elegida. El rol de la religión
en la política exterior de los Estados Unidos de
América, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral,
LIBROS
primer libro, una colección de
relatos que lleva el título de Naturaleza
humana.
El estudio de Porretti que reseñamos
ahora se inscribe entre
los que se pronuncian con
argumentación sólida contra la
idea de que la agenda política
norteamericana es independiente
de la influencia de grupos
religiosos y, sobre todo, de que las instituciones
religiosas son ajenas a las determinaciones propias
del ejercicio del poder. El otro «error de percepción»,
según Porretti, es suponer que la alianza
entre los grupos religiosos ultraconservadores, intereses
económicos del complejo militar industrial,
una extensa red de instituciones académicas y la
clase política ha sido una característica de la Administración
Bush (246) y no algo orgánico en la
trama del sistema.
Porretti, que ha trabajado una bibliografía apreciable
y la utiliza de manera convincente para fundamentar
sus análisis, ha dividido el resultado de
su investigación en cuatro partes: las dos primeras
podemos considerarlas como introductorias, dado
que se dedican a la relación entre política y religión
en la formación de la sociedad estadunidense y la
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política exterior de los Estados Unidos. Afirma el
autor que uno de los objetivos claves de su obra es
discernir «hasta qué punto la política exterior norteamericana
proyecta la realidad política y cultural
interna o, más bien, el diseño de esa agenda externa
apunta al mismo tiempo a la construcción
de la identidad nacional» (165, cursivas en el original).
Los pilgrims, que cruzaron el Atlántico en 1630,
lo hicieron buscando una pureza del protestantismo
que no encontraban en la reforma anglicana, la
cual cambiaba menos de lo deseado en el modo de
vivir cristiano, y habían trocado el rechazo de otras
opciones, en persecución. Aquella aventura de los
que se llamaron puritanos, seguida inmediatamente
por otros grupos religiosos de reformadores cristianos
ingleses que colonizaron la costa nororiental
de América, los confirmaba en la doctrina de la
predestinación, propia de las ideas de Calvino, y
concebía el territorio colonizado como «la Nueva
Israel, la tierra prometida para el pueblo escogido
de Dios» (22). Ese sentimiento de superioridad
espiritual animó la lucha de las colonias –que habían
llegado a ser trece– por la independencia del
imperio británico, lucha que también rescataba tintes
de fanatismo evangélico, el cual repercutiría en
la nación.
Aquella devoción la hallamos explicitada en muchos
documentos de la época, incluido uno de
George Washington de 1785, donde expresaba
que los auspicios que hicieron nacer a los Estados
Unidos estaban presididos «por la pura y suave luz
de la revelación». Era una devoción cristiana tamizada,
desde su diversidad, dentro de un innovador
régimen de libertad religiosa, que generaría repuntes
de fanatismo en diversos momentos de la historia
ulterior de los Estados Unidos. En la Constitu-
ción, los padres fundadores aseguraron que aquel
Estado se organizara sin religión oficial, sobre una
noción de la laicidad «diseñada entonces para preservar
la intromisión de la política en los asuntos
confesionales [...] imbuidos de un perceptible espíritu
de tolerancia religiosa y con la clara preocupación
de que los asuntos confesionales no pusieran
en riesgo su proyecto político» (32). A lo largo
del siglo XIX la relación entre religión y política,
desprovista del celo competitivo del primado de
una Iglesia, se haría más estrecha, y creció la presencia
de líderes religiosos de denominaciones de
diversidad creciente en los debates culturales y
políticos. El denominacionalismo protestante alcanzaría
su realización más cabal al impregnar el espectro
religioso de la nación, más allá incluso de la
mayoría protestante.
El literalismo y el mesianismo se volvieron componentes
reiterados en una tradición propia norteamericana,
de movimientos de conversión, más o
menos desgajados del protestantismo tradicional,
que dieron lugar a religiones más estrechamente ligadas
a la historia y a la idiosincrasia de la nación. Considero
que la primera expresión orgánica de lo que
Harold Bloom llama «sectas indígenas de los Estados
Unidos» está dada por la religión de los mormones
(«santos del último día»), que peregrinó
hacia el Oeste alrededor de 1830, hasta establecerse
junto al Lago Salado y fundar allí la colonia
que constituye hoy el estado de Utah, de tonalidad
confesional.
Como resultado de otras conversiones protestantes
significativas se fundan durante los años cincuenta
del siglo XIX los Adventistas del Séptimo
Día; en los setenta, los Testigos de Jehová; en los
ochenta, la Ciencia Cristiana, por citar solo las más
significativas. En todas ellas se pueden identificar

asgos de literalismo y de mesianismo, así como la
estricta observancia de una disciplina religiosa. El
más expansivo de estos importantes movimientos
religiosos nacidos en los Estados Unidos ha sido
el pentecostal, a comienzos del XX, de marcada
base popular e impronta carismática, y que hoy
representa una corriente mundial de religiosidad, a
través de innumerables denominaciones.
El fundamentalismo, sin constituir una presencia
universal, permea todas estas manifestaciones religiosas.
Pero nació, reconocido como tal, en una
tendencia del bautismo en el estado de Tennessee,
hacia la década del veinte del pasado siglo, para
rescatar el literalismo bíblico en los temas que consideraban
que ponía en crisis la modernidad de la
ciencia. Lograron incluso la prohibición de la enseñanza
del darwinismo en las escuelas de aquel
estado.
La aceptación de que existe más de una alternativa
confesional se conjuga con un alto nivel de
religiosidad, en tanto se muestra «no dogmática,
diversa y políticamente relevante» (78). Sin embargo,
esto no impide el fundamentalismo sino que
lo propicia debido al espectro conservador dominante
que facilita. Aunque no todos los conservadores
son fundamentalistas, Porretti considera válido
afirmar que todos los fundamentalistas son
conservadores (89). El concepto de fundamentalismo,
que no puede ser limitado a la fe religiosa, se
conecta, por analogía, a fanatismo doctrinal, exclusión
de otros, extremismos, intransigencia; pero analogía
no implica definición. Según uno de los estudiosos
norteamericanos del tema, R. Scott
Appleby, se distingue del conservadurismo elemental
en que tiende a elaborar nuevos métodos, formular
nuevas ideologías, ingeniar respuestas, de manera
irrestricta, frente a la erosión de tradiciones y
doctrinas, donde las argumentaciones tradicionales
se han vuelto inoperantes.
La tercera parte de este ensayo, la más extensa,
se dedica puntualmente a analizar el papel de la religión
en la política exterior estadunidense, ya con una
mirada actual. No obstante, no es posible entender
el escenario presente sin remontarse a comienzos de
los ochenta, con la llegada de Ronald Reagan a la
Presidencia, que propició el reagrupamiento de las
fuerzas más conservadoras. La época de Reagan
es, en rigor, el comienzo de la «actualidad» en lo que
toca a la actuación de los Estados Unidos en el sistema-mundo.
El autor cita un discurso del expresidente
ante una Asamblea Nacional de Evangélicos
en 1983, que es una verdadera arenga:
El pecado está presente en el mundo, y en la
Escritura el mismo Señor Jesús nos ha encomendado
que nos opongamos con todas nuestras
fuerzas. Nuestra nación también tiene una
herencia de mal que tenemos que purificar. Porque
la gloria de nuestra tierra ha sido la capacidad
que hemos tenido para superar los males
morales de nuestro pasado [71].
Daba comienzo entonces a una ofensiva neoconservadora
que, en el plano de la utilización de la fe
religiosa como instrumento de hegemonía, personificó
el Instituto sobre Religión y Democracia, creado
en 1981 por un grupo de ministros evangélicos
y activistas políticos, supuestamente con vistas al
«fortalecimiento de los vínculos entre la fe cristiana
y los valores democráticos», cuando la Administración
acababa de dar muestras esclarecedoras
de sus verdaderas intenciones en el primer Documento
de Santa Fe. Es una etapa sobre la cual existe
una copiosa bibliografía crítica.
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El período de Reagan marcó el inicio de una estrategia
sin precedentes en la configuración de un
mecanismo institucional de intervención y control
hegemónico nacional e internacional por la vía del
hecho religioso, y de un acomodo ideológico que
los medios masivos y la deformación académica
sembraran en la mentalidad estadunidense, propicia
para las cruzadas que sobrevendrían con posterioridad.
Especial atención durante los años que siguieron
merecen dos acontecimientos: el primero, la votación
por el Congreso de los Estados Unidos en
1993 de la Ley de Restauración de la Libertad
Religiosa, donde queda definida como ilegal cualquier
acción gubernamental que obstaculice la libertad
de culto, salvo que se pueda probar que las
violaciones de la legalidad que el culto implica justifican
su prohibición o su enjuiciamiento. Una clara
concesión para reforzar con la institucionalidad
el comprometimiento de organizaciones religiosas
que requirieran impunidad. Recuérdese que fueron
años en que proliferaron las sectas destructivas, las
suicidas, las satánicas y otras similares en los Estados
Unidos y en otros lugares.
El segundo hecho que considero relevante fue la
aprobación por el Congreso, en 1998, de la Ley de
Apoyo a la Libertad Religiosa Internacional. El texto
de esta legislación asigna responsabilidades al Ejecutivo
en la tutela y determinación de cumplimientos
e incumplimientos en materia de libertades religiosas
en el resto del mundo. A fin de garantizar su aplicación
se creó la Oficina para la Libertad Religiosa
Internacional, dentro del Buró para la Democracia,
los Derechos Humanos y el Trabajo, del Departamento
de Estado. Y finalmente, completa esta burocracia
del control mundial de la fe, una Comisión de
los Estados Unidos para la Libertad Religiosa Inter-
nacional, adscrita a la Presidencia. Nos vigilan, nos
juzgan, nos sancionan y respaldan con su legislación
el supuesto derecho a hacerlo.
El atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001
marcaría el momento del paso del neoconservadurismo
convencional («compasivo», lo llama Porretti)
a la respuesta al terror con el terror bajo la cobertura
de la cruzada:
una nueva era de la hegemonía estadounidense
[...] que glorificó el uso de la fuerza militar de
los Estados Unidos en cualquier parte del mundo,
con la expectativa indiscutible de que el
mundo se sumaría a la cruzada […] La retórica
de la guerra contra el terror fue inflamada por
el lenguaje de la derecha religiosa [130].
Y más adelante, al caracterizar la creación de esta
subjetividad política hegemónica, en la cual comienzan
por demonizar al Islam, destaca «el rol de la
religión, en tanto factor funcional a una autopercepción
mesiánica/excepcionalista de los Estados
Unidos en la humanidad» (160).
La ingeniería de una estrategia compleja que combine
una peculiar asociación hegemónica interna de
las fuerzas del poder político y económico con el
factor religioso, y su vertimiento sobre el resto del
mundo, se mantienen en pleno funcionamiento. En
2008, en el sexagésimo tercer período de sesiones
de la Asamblea General de Naciones Unidas,
George W. Bush proclamaba:
Hemos establecido una Comisión sobre la Libertad
Religiosa Internacional para vigilar el
estado de la libertad religiosa en todo el mundo.
Alentamos firmemente a los países a comprender
que la libertad religiosa es el fundamento

de una sociedad sana y esperanzada. No tenemos
miedo a estar con los disidentes religiosos
y creyentes que practican su fe, aun cuando no
sea bien visto [184].
Al acto inaugural del presidente Barack Obama
asistió como invitado el líder religioso ultraconservador
Rick Warren, quien intervino con un denso
mensaje confesional que desentonaba con el carácter
laico de la investidura presidencial y el resto
de los discursos. Escojo para citar un agudo comentario
de Porretti:
Pareciera que el hecho de que Obama eligiera
a Rick Warren no hace sino reconocer los cambios
operados en los últimos treinta años en la
sociedad norteamericana. De tal modo, incluso
una presidencia que arriba al poder con un
mandato de cambio [...] debe reconocer el
enorme poder de la derecha religiosa en los
Estados Unidos [163].
Los dos años posteriores justifican sus prevenciones.
Cuando el autor concluyó el presente estudio no
se conocía aún que el candidato republicano que
discutiría la Presidencia a Barack Obama, en su
intento de relegirse en el presente 2012, sería Mitt
Romney, un mormón. La tradición mormona tiene
características muy diferentes a otras confesiones
religiosas de raíz cristiana, en particular en lo que
se refiere al vínculo de la devoción de los miembros
de la comunidad religiosa con su vida secular
dentro y fuera de la misma. Y, en consecuencia,
con la empresa privada tanto como con los poderes
del Estado. Entre las estadísticas de las que se vale
Porretti, llama la atención el cuadro de resultados
de una encuesta acerca del papel de los Estados
Unidos en el mundo, desde las perspectivas de las
más importantes confesiones religiosas (160). La
pregunta eje es si el Estado debe ser «activo en
los asuntos mundiales» o si debe concentrarse en los
problemas domésticos. Casi todas las confesiones
se sitúan por debajo del cuarenta por ciento en la
prioridad de los asuntos mundiales y dan más valor
a lo doméstico, con dos excepciones: los judíos
priorizan en un cincuenta y tres por ciento la actividad
externa, y los mormones en un cincuenta y un
por ciento.
Un presidente mormón significaría la introducción
de un cambio de mirada –una más severa, si ello es
posible– tan poco promisorio para las libertades en
el mundo, como todo aquello que en las últimas
tres décadas viene haciendo bajo la paradójica
cobertura de su promoción y ante la miopía de los
electores. c
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ARTURO SORHEGUI D’MARES
En el centenario
del historiador
Eric Williams*
Un acontecimiento editorial notable puede considerarse
–en el centenario del nacimiento de
Eric Eustace Williams– la publicación por la Casa
de las Américas de dos de sus libros capitales: El
negro en el Caribe y Capitalismo y esclavitud,
en una tirada enriquecida con diecisiete cartas inéditas
cruzadas entre Williams, Fernando Ortiz y
otras personalidades, y el testimonio de una visita
oficial que, en su condición de primer ministro de
Trinidad y Tobago, realizó el autor a la mayor de las
Antillas en el año 1975.
La presente publicación, además de ser la primera
en idioma castellano de El negro en el Caribe,
puede considerarse una incitación a estudiar,
en conjunto, estos dos libros. Divulgados originalmente
entre 1942 y 1944, fueron el resultado de la
culminación de un hito en su pensamiento y su acción:
la del cierre de una etapa formativa y de maduración,
luego de que presentara en 1939 su tesis
The Economic Aspect of the Abolition of the
West Indies Slave Trade and Slavery, y fuera
aceptado para trabajar en la Universidad estadunidense
de Howard, en Wáshington D.C., donde
permaneció durante diez años, en un medio favo-
* Eric Williams: El negro en el Caribe y otros textos,
coord. editorial Graciella Chailloux Laffita, La Habana,
Fondo Editorial Casa de las Américas, 2011.
rable para la confección de
los dos textos de nuestro interés.
La profundización en
las singularidades de este
período en Williams bien puede
ser reveladora para el análisis
integral de un pensamiento
al que todavía no se le ha
prestado toda la atención que
merece.
Sus trabajos acerca de la historia de la servidumbre
de los africanos en el Caribe y la relación entre
la Revolución Industrial inglesa del siglo XVIII y la
esclavitud los realiza luego de alcanzar un conjunto
de habilidades y conocimientos difícilmente reunidos
por ningún otro historiador, gracias a las opciones
que le brindó su dominio del francés y el
español, además de su idioma materno; a haber
alcanzado el Ph.D. en la Facultad de Sociología y
Ciencias Sociales de uno de los centros europeos
de más prestigio, la Universidad de Oxford, lo que
lo acreditó como historiador, según el tipo de estudios
en que se especializó; y a haber viajado por
casi todo el Caribe gracias a la obtención en 1940
de una beca Rosenwald que le permitió conocer
en su entorno a las personalidades intelectuales más
destacadas de Cuba, Puerto Rico, Haití y República
Dominicana, lugares donde visitó los archivos y
recopiló información valiosa para su trabajo. Este
periplo se extendió posteriormente a las otras islas
gracias a su desempeño en la Oficina de Servicios
Estratégicos de los Estados Unidos, vinculada a la
Comisión Anglo Americana del Caribe y su sucesora,
la Comisión del Caribe, en actividades también
comprometidas con la investigación de repositorios
documentales.
La orientación singular que Williams aportó a
sus temas resulta significativa a la hora de inter-

pretar su obra. La novedad está íntimamente ligada
a las peculiaridades de una generación que
alcanzó su predominio entre 1924 y 1953, influida
por los avatares y búsquedas ocasionados por
el caos de la Primera Guerra Mundial, los conflictos
propios de la crisis de 1929, y el contexto
de haberse convertido el Caribe –según el autor–
«en un Mediterráneo estadounidense, con Puerto
Rico como su Gibraltar». Esta situación signó de
conjunto a uno de los grupos intelectuales más
brillantes que ha dado esta parte del mundo, influyente
todavía en los derroteros del pensamiento
político actual, entre ellos, Cyril Lionel Robert
James y George Padmore, de Trinidad; Aimé
Cesaire y Frantz Fanon, de Martinica; y E. R.
Braithwaite, en el caso de Barbados.
Igualmente de interés resulta la extracción socioclasista
y las vivencias de este hijo de Trinidad y
Tobago. Habitante de uno de los barrios pobres
de Puerto España e integrante del sector social
medio bajo, debido a los escasos recursos de su
padre –un empleado del correo que debía agenciárselas
para poder mantener a sus doce hijos–,
fue discriminado por negro, según él mismo ha revelado
en su libro Inward Hunger: the Education
of a Prime Minister, de 1969.
Fue sensible, por demás, al hecho de «no existir
para principios del siglo XX una nacionalidad definida
en las islas inglesas o francesas», las que resultan,
en su opinión, «una dependencia parásita
del Viejo Mundo y de las ideas del Viejo Mundo»;
situación que «como en cualquier otro lugar del
mundo, se solucionará» –añade– «cuando un arte
nacional, una literatura nacional pueda reemerger,
solo cuando se retire la mano muerta del control
extranjero». Cuando llegue ese momento –amplía
Williams–, «como en cualquier otro lugar, el negro
será partícipe de ese renacimiento».
En resumen, la generación a la que perteneció
Williams fue la misma que en Latinoamérica propició
la Reforma de Córdoba, en Argentina; la
Revolución Mexicana de 1910; y los movimientos
de lucha social que en esta parte del mundo
dieron como resultado el derrocamiento de la vieja
oligarquía y su sustitución por exponentes de los
sectores medios. Movimientos que en las Antillas
británicas y francesas tuvieron su expresión entre
1935 y 1938 en una serie de movilizaciones y manifestaciones
de rebeldía presentes en la huelga
azucarera en Saint Kitts (1935); y la revuelta contra
el aumento del derecho de importación, en San
Vicente (1935); la huelga del carbón, de Santa
Lucía (1935); las disputas laborales en las plantaciones
azucareras de Guyana (1935) y la revuelta
de 1937; la huelga en el sector petrolero
devenida paro general, en Trinidad (1937); la huelga
azucarera de Santa Lucía (1937); los problemas
azucareros en Jamaica (1937); y las huelgas
en los muelles de este último país (1938). Todo
ello acompañado por un proceso inédito en esta
área: la formación de sindicatos y partidos políticos
en casi todas partes.
Williams puede considerarse el historiador de esta
generación, el que llevará al campo de la historiografía
los problemas específicos que debió enfrentar
con la paulatina conversión del Caribe en un mar
jurisdiccional de los Estados Unidos. Las consecuencias
derivadas de las singularidades de la conversión
de los antiguos esclavos en hombres libres,
y del fin de la antigua plantación, no significaron la
desaparición de los males del latifundismo. Temáticas
que en parte habían sido tratadas por la intelectualidad
cubana del XIX, que al igual que la del siglo
XX, las llevó al género historiográfico, como medio
favorable para abordar los problemas de la realidad
colonial, en un afán por propiciar una nueva
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memoria colectiva surgida de un conocimiento de
los problemas que permitieran una posible solución.
No es fortuito que el precedente historiográfico
caribeño a la historia del negro en el Caribe fuera la
Historia de la esclavitud desde los tiempos más
remotos hasta nuestros días, del cubano José
Antonio Saco, publicada en 1875, así como su
Historia de la raza africana en el Nuevo Mundo
y en especial de los países Américo Hispanos,
de 1879. Y que las afectaciones de la nueva variante
de la plantación del siglo XX, incentivada por
los inversionistas norteamericanos, tuviera un tratamiento
anterior en el también cubano Ramiro
Guerra –al que conoció en su viaje a La Habana–,
un referente obligado en Azúcar y población en
las Antillas, publicada en 1927.
Aunque Capitalismo y esclavitud es un libro posterior
a El negro en el Caribe, las dos obras forman
una suerte de corpus unitario en la medida en que
están emparentadas con la amplia investigación
que llevara a efecto Williams para la elaboración de
su ya mencionada tesis en 1939. Los fines de esta,
mediados por los requerimientos de un trabajo académico,
y de su defensa en un tribunal inglés, se presentan
sin cortapisas en su libro de 1944, en el que
plantea: «se trata de un estudio económico del papel
representado por la esclavitud y la trata de esclavos
negros en el suministro del capital que financió la
Revolución Industrial en Inglaterra, y del capitalismo
industrial maduro en la destrucción del sistema esclavista».
O sea, dedicado «en primer lugar a la historia
económica inglesa, y en segundo lugar a la historia
del negro y el antillano».
La novedad no se encuentra, como en ocasiones
se ha planteado, en analizar el proceso de la eliminación
de la trata y la esclavitud sobre la base de
sus determinantes económicas, en detrimento de la
tesis de que se debió al movimiento moralista pro-
piciado por las sociedades abolicionistas europeas.
Lo original era hacer descansar el análisis desde el
ángulo de la política colonial de una metrópoli que,
como resultado de la Revolución Industrial, va a
gestar una política colonial diferente y que tenía su
razón de ser, en gran medida, en fundamentos económicos.
Mientras Capitalismo y esclavitud se centra en
el análisis económico –excepción aparte del capítulo
dedicado a «Los esclavos y la esclavitud»–, el
primero de sus libros publicados se consagra a la
problemática social del negro en todo el Caribe. En
su tratamiento se vale de las posibilidades de un análisis
de larga duración que se extiende desde el siglo
XIX hasta el XX y no es ajeno a una historia comparativa
en la que afloran los elementos comunes y diferentes
de todas las islas del arco antillano, además
de abordar las singularidades, para nuestros territorios,
de la colonización francesa, danesa, inglesa,
española, holandesa y norteamericana. Las vivencias
de Williams en todos nuestros territorios y en
los Estados Unidos le da ocasión para hacer consideraciones
generalizadoras de gran interés, como
la de que la condición racial en el Caribe y en aquel
país es radicalmente diferente y, «por lo tanto, incomprensible
tanto para los blancos como para los
negros nacidos en los Estados Unidos».
El volumen de las obras de Williams que nos
presenta la Casa de las Américas bien pudiera ser
un detonante propiciatorio para un análisis conjunto
de la producción historiográfica y el pensamiento
de este trinitense universal, el mismo que
en 1970 elaboró una notable historia del Caribe
bajo el título From Columbus to Castro: The History
of the Caribbean 1492-1969, y que ya cuenta,
gracias al Instituto Mora de México, con una
edición al castellano, de 1984. c

JUAN VALDÉS PAZ
Una mirada libertaria
a la Revolución
Haitiana*
El motivo expreso de esta reseña es llamar la
atención sobre este excelente ensayo de Dmitri
Prieto Samsónov, mediante el cual el autor nos propone
una nueva lectura en clave libertaria de la Revolución
Haitiana, aportándonos una de las reflexiones
más profundas de las elaboradas por cubanos
sobre ese trascendental acontecimiento histórico.
De hecho, el subtítulo que lo acompaña es Una
mirada libertaria a la primera revolución social
victoriosa en las Américas, y con él nos anticipa
el alcance de su propuesta.
Cabe aclarar que mi breve comentario a este texto
no será el de un especialista en la historia haitiana
sino, más bien, el de un sociólogo y politólogo impresionado
por este incitante y luminoso estudio.
En este apretado ensayo de un centenar de páginas,
denso en información pero expuesto con
claridad y elegancia, lo primero que salta a la vista
es la amplitud de miras y recursos del autor, quien
nos trae desde la antigüedad griega hasta Lezama
Lima, pasando por la filosofía clásica alemana, sin
la tradicional intención de «epatarnos». En cambio,
muestra una voluntad de transdisciplinariedad y de
búsqueda de nuevos conceptos que le permitan dar
* Dmitri Prieto Samsónov: Transdominación en Haití
(1791-1826). Una mirada libertaria a la primera revolución
social victoriosa en las Américas, La Haba-
cuenta del cruento proceso
histórico de una sociedad cuyas
luchas condujeron a la
primera revolución antiesclavista
triunfante de la historia
y el primer Estado independiente
en la América Latina y
el Caribe.
La mirada que Dmitri nos
propone en este examen se
empina, desde las clases y grupos subalternos, sobre
una realidad compleja y mutante, a partir de
tendencias sociales contrapuestas y con desenlaces
históricos desproporcionados a los empeños y
sufrimientos del pueblo haitiano.
Perspectiva histórica
Precisamente, el sorpresivo prólogo de John Holloway
nos señala de entrada la importancia del
estudio de Dmitri y la originalidad de sus análisis
desde las categorías de «transdominación» y «mimesis».
Si bien Holloway parece rebasar con sus
conclusiones el alcance de este ensayo, llama la
atención su perspicacia para captar la importancia
de la interpretación propuesta por su autor.
Aunque no es nuestro propósito sustituir la lectura
de este texto sino, todo lo contrario, invitar a ella
y de inmediato, quisiéramos subrayar algunos de
los conceptos claves de los cuales se ha valido
Dmitri en su interpretación de esta historia revolucionaria:
–El concepto de «transdominación», central en
la obra, se refiere a la superación histórica de un
orden de dominación social (colonial, capitalista,
esclavista moderno, estatista) mediante un proceso
revolucionario que sustenta un proyecto de liberación,
el cual da lugar a un nuevo orden fundado en
un poder autónomo (también de dominación, pero
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que a diferencia del orden precedente se manifiesta
en sus conquistas y libertades).
–El concepto de homo sacer, tomado de Giorgio
Agamben, aplicado a la esclavitud moderna
como «vida desnuda», y entendida esta como la
exclusión social basada en un «bando soberano»
del orden establecido, situación que dará lugar a
sus propias instituciones «desnudas».
–El concepto de «mimesis» como una relación
recíproca entre el dominante y el dominado, quienes
se imitan en sus mecanismos de dominación e
instituciones.
–El concepto de terror como una institución social
de la cual la esclavitud es su máximo exponente.
–La cuestión racial/racialidad como un recurso de
la dominación y también como una expresión de la
lucha de clases.
–El «cimarronaje» como un concepto polémico
por su ambigüedad como fenómeno libertario.
–El fenómeno del «vodú» como expresión de una
religiosidad autóctona y como cultura de la resistencia.
La Revolución Haitiana
El trazado interpretativo de este ensayo lo lleva de
la dominación a la transdominación pasando por la
revolución antiesclavista y anticolonial. En su transcurso,
la lucha por la liberación de la esclavitud,
contra el poder colonial y por la constitución de un
Estado independiente, es también una lucha por la
identidad haitiana y caribeña.
Las reivindicaciones enarboladas tempranamente
darán lugar a conquistas incompletas, a saber: la
libertad, entendida como abolición de la esclavitud,
dará lugar a nuevas formas de sujeción y de
segmentación social; la aspiración republicana y
campesina a la propiedad conducirá a una interminable
cuestión agraria que llega hasta nuestros días;
la aspiración a un mayor consumo se verá trabada
por las contradicciones entre la economía internacional
y la doméstica; la soberanía quedará restringida
por la concertación de las potencias interesadas
en la inviabilidad de esta primera revolución
del tercer mundo, etcétera.
Ese trazado nos trae desde el momento colonial
hasta la revolución política y social liderada por
Toussaint Louverture, y de esta, pasando por el
interregno autocrático de Dessalines, a las situaciones
posrevolucionarias de los regímenes contemporáneos
de la monarquía de Henri Christophe
y de la República liberal de Pétion. Este momento
posrevolucionario manifestará, a la par que la mimesis
de viejas instituciones –caso del «constitucionalismo»–,
sus propias modalidades de la lucha
racial y de clases, sus nuevos mecanismos de exclusión
y sus peculiares instituciones de la transdominación,
algunas como expresión de la autorganización
campesina y otras derivadas de la condición
«desnuda» de los nuevos excluidos.
La instauración de la transdominación, datada por
el año en que se enmarca este examen de 1826, en
realidad señala el inicio de un largo período y modalidades
de dominación originadas en la revolución
fundacional de la nación haitiana y, en mayor
medida, en las condiciones impuestas a ella por el
imperialismo, cuyas consecuencias se extienden
hasta nuestros días.
Transdominación: ¿para qué?
Una discusión inconclusa
Particular importancia tiene el capítulo que bajo este
título hace un examen de los referentes históricos y
teóricos del concepto de «transdominación». Este
es contrastado con las interpretaciones historicistas,
con las ideas de Max Weber y con las propuestas
de lo que la escuela soviética llamó mar-

xismo-leninismo. De este examen se deriva la necesidad
de una nueva conceptualización que dé
cuenta de la especificidad de la historia social y
política de la Revolución Haitiana.
Temas para el debate
Algunos problemas de «ensamblaje» del libro –caso
de los «apéndices» que deberían estar integrados
al texto central en favor de su mejor argumentación
u otros– no estorban el gran incentivo que entraña
para hacernos reflexionar en sus propuestas y también
en sus omisiones. En este sentido, mi lectura
me ha sugerido algunos temas para un texto más
amplio o para un examen más pormenorizado de
algunas de las cuestiones apenas apuntadas. Me
permito enumerar algunas «a beneficio de inventario»:
–Enmarcar la Revolución Haitiana en el ciclo de
las luchas de independencia de la América Latina y
el Caribe en una perspectiva comparada tal que
nos permita captar sus similitudes y diferencias.
–Analizar las contradicciones que se muestran
históricamente entre la instauración del poder revolucionario
y la institucionalización forzosa de ese
poder.
–Estudiar la esclavitud como un sistema esclavista
complejo, el cual rebasa las simples relaciones
entre los esclavos y sus amos, e incluso, su modalidad
plantacionista; y más en general, estudiar el
sistema de regimentación vigente en cada etapa.
–Investigar la evolución de la subjetividad social
que acompañó este proceso, como una arista de la
dimensión cultural de esta historia.
–Investigar la evolución de la cultura material o
tangible de este proceso como parte del efecto civilizatorio
generado por la Revolución.
–Distinguir entre el sistema institucional y el régimen
«realmente existente» en cada etapa. Indagar
qué queda fuera del «sistema» o es marginado por
el «régimen».
–Estudiar el tránsito del «orden desnudo» prerrevolucionario
al orden social dominante o transdominación,
posrevolucionario. Ampliar sobre los
«desnudos» del nuevo orden, caso del fenómeno
zombis u otros.
–Discutir la insalvable contradicción entre las condiciones
de la independencia política del Estado
nación y las constricciones impuestas por la dependencia
del mercado externo. Analizar los
desafíos planteados al desarrollo de la sociedad
haitiana en las condiciones heredadas de atraso y
dependencia.
–Adelantar un estudio más extenso de los sujetos
sociales y de los actores políticos de los momentos
de la dominación y de la transdominación.
–Describir la evolución de la estructura social de
cada etapa.
Como era de esperarse de un revolucionario libertario
como Dmitri, el final de este ensayo será
optimista, al menos desde una perspectiva de «onda
larga» cuando nos dice en sus «conclusiones provisionales»:
solo el rescate de los contenidos populares de
una Revolución (institucionalización del proyecto
liberador en una sociedad autónoma donde no
existan fracturas entre el sistema poético y el
sistema político) puede impedir su deriva hacia
la transdominación.
Pero pienso que aun en una versión pesimista
(siempre pasamos de una dominación a otra) lo más
importante estará en la «diferencia» que los proyectos
de liberación sustentados por los pueblos
habrán impuesto entre un momento y otro de una
historia siempre inacabada. c
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YAMIL DÍAZ GÓMEZ
Barquet, volviendo
a El Puente*
Las batallas de la poesía deben ganarse con poesía,
no con el cierre forzoso de proyectos editoriales.
La peor de las censuras es la que se ejerce
no contra los discursos sino contra las personas.
Esas simples verdades me han asaltado tras la
lectura de Ediciones El Puente en La Habana de
los años 60, obra debida a la paciencia investigativa
y al rigor intelectual del escritor cubano Jesús J.
Barquet. Esas simples verdades ahora se pueden
defender en calma; pero no así en el convulso y
lejano 1965, año en que aires jacobinos de la Revolución
derribaron El Puente.
¿Qué impacto tuvo en nuestra literatura la nacionalización,
por aquel tiempo, de las pequeñas imprentas?
El hecho, mencionado por Virgilio López
Lemus en el tomo tercero de la Historia de la literatura
cubana, contribuyó a una relativa monopolización
de las normas expresivas.
Las Ediciones El Puente (1961-1965), esfuerzo
capitaneado por José Mario Rodríguez –quien
merece como editor y promotor todo el reconocimiento
que no le corresponde como poeta– acabaron
en clausura, en represalias absurdas contra
algunos de sus miembros y en una larga práctica de
estigmatización o ninguneo desde la crítica y la historia
literarias.
* Jesús J. Barquet (ed.): Ediciones El Puente en La Habana
de los años 60. Lecturas críticas y libros de poesía,
Chihuahua, Ediciones del Azar A. C., 2011.
Por supuesto que sería un
error muy lamentable saltar al
otro extremo, al de la idealización,
al mirar un catálogo
que incluyó obras mayores,
como Santa Camila de La
Habana Vieja, junto a piezas
y autores claramente olvidables.
Pero en El Puente
se corría el riesgo de publicar
a los más desconocidos, y, ante una tarea así, lo
esencial no era descubrir Libros sino Autores. Hay
suficientes nombres ahora consagrados de figuras
que publicaron su primer o su segundo título allí,
como para considerar satisfactorio el saldo.
Ya sabemos que en la Isla las polémicas literarias
saltan con mucha facilidad al enfrentamiento personal,
aunque se aborden sucesos de los que nos separe
medio siglo. Pero a partir de un dosier que publicó
en 2005 La Gaceta de Cuba tiene que haber
llegado para El Puente, si no la reivindicación, al
menos la hora de la mirada justa y equilibrada.
Por eso se agradece tanto un libro como Ediciones
El Puente en La Habana de los años 60,
cuyo primer acierto es su tenaz empresa de arqueología
cultural, al rescatar esas rarezas bibliográficas
hasta hace poco inalcanzables y sumar en un tomo
una muestra muy amplia y representativa de la poesía
que a lo largo de más de veinte títulos se publicó
bajo el sello de José Mario. Incluso, de la que
se quedó en pruebas de plana, como la curiosa
Segunda novísima de poesía, preparada en 1964,
que solo ahora alcanza su primera edición. No se
podía aspirar a despojar de prejuicios extraliterarios
el debate sobre el tema sin salvar antes toda
esa masa textual.
En el reverso de estas páginas se esconde el Barquet
poeta. El mismo que en un poema memorable

habló de los amigos que, cuando se fue de Cuba,
había dejado no atrás sino allá, y aquí el adverbio
tenía una carga desgarrante porque él es de los hombres
que no derriban, sino construyen puentes.
Aquí, el compilador y editor Jesús J. Barquet ha
sido profesional en extremo: por su cuidado en el
manejo de las fuentes; su respeto a la voluntad de
los autores de aparecer o no (algo que tanto olvidamos
los antólogos cubanos); por el grado de implicación
que consiguió en muchos poetas a la hora de
seleccionar y corregir los textos; por sus notas precisas
y sus aclaraciones textológicas. Y, por si no
bastara con los poemarios, incluyó tres estudios iniciales
que en ningún modo han dicho la palabra última,
pero sin duda ayudan a establecer el diálogo
sobre bases más objetivas y menos apasionadas.
Si algo pudiera cuestionársele al Barquet compilador
es la inclusión del cuaderno de Ana Garbinski
Osain de un pie (1964), que –pese a la opinión
de Miguel Barnet y de la editorial– está más dentro de
la narrativa que de la prosa poética. Y si algo debemos
agradecerle en extremo es la inclusión de un
texto suyo donde el Barquet investigador intenta
contextualizar el fenómeno y hacer algunas precisiones
conceptuales y corre el riesgo de encender
nuevas polémicas, como le dicta su honestidad intelectual.
Si en 1966 Jesús Díaz –nada menos que Jesús
Díaz– atribuía al núcleo de los «puenteros» una
postura «obvia, clara, terminantemente antirrevolucionaria»,
1 ahora Barquet nos dice:
Como se verá en esta compilación, durante toda
la existencia de El Puente no fueron pocos los
1 Jesús Díaz: «Respuesta a Ana María Simo», en Graziella
Pogolotti (comp.): Polémicas culturales de los 60, La
Habana, Editorial Letras Cubanas, 2006, p. 388.
textos en que el hablante poético reconocía no
solo el privilegio de estar viviendo un excepcional
momento histórico que, en varios aspectos
(incluyendo el racial), dignificaba al ser humano,
sino también su deseo de ser parte de dicho acontecer.
Un ejemplo desatendido es el poemario
La conquista, del propio José Mario [...]. Sin
embargo, durante demasiados años ha sido oscurecida,
cuando no desconocida, esa intención
editorial de El Puente de inscribirse afirmativamente,
desde el inicio y con sus peculiaridades,
en el momento revolucionario cubano. 2
Fuera de publicar a autores emigrados –lo que
hoy en Cuba es práctica común–; fuera de la preferencia
sexual de parte de los miembros del grupo
(por entonces la homosexualidad era por estas tierras
un pecado político y aún sobreviven prejuicios),
cuando uno vuelve a la poesía se pregunta dónde
estuvo, políticamente, la «falta»... Cuando uno vuelve
a esta poesía, obra de seres humanos desfavorecidos:
mujeres, negros, homosexuales, escritores
inéditos… y sabe de un proyecto editorial que
intentó darles voz, llega sola la pregunta: ¿no era
este un ademán típicamente revolucionario? ¿No
era eso lo que resaltaba Ambrosio Fornet al comentar
uno de estos libros?
Cuando uno redescubre en estas páginas versos
tempranos de Isel Rivero, Mercedes Cortázar,
Nancy Morejón, Georgina Herrera, Belkis Cuza
2 Jesús J. Barquet: «Siete glosas pertinentes al grupo y
Ediciones el Puente», en Ediciones El Puente en La
Habana de los años 60..., pp. 54, 74. Las otras «lecturas
críticas» que se incluyen son: «Las Ediciones El Puente
y la nueva promoción de poetas cubanos», pp. 17-38,
de Sílvia Cezar Miskulin, y «Las Ediciones El Puente y
los vacíos del canon: hacia una nueva poética del compromiso»,
pp. 125-161, de María Isabel Alfonso.
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Malé o Lina de Feria, se pregunta si alguna otra
editorial descubrió en menos tiempo tantos talentos
de la poesía femenina.
Queda por definir si El Puente fue una promoción,
tendencia, época, grupo o mayormente una
aventura editorial. A primera vista, la heterogeneidad
estética de los textos publicados hace arriesgada
cualquier generalización. Pero qué bueno poder
«recuperar toda la memoria y toda la historia de
nuestra cultura». 3 Qué bueno que se rescate ese
capítulo, mayor o menor, pero imborrable en el
curso de nuestras letras.
Así como Barquet nos permite en su volumen
volver a la letra de la poesía publicada por el Puente;
así como Inés María Martiatu salvó a su lúcida
manera lo que debió haber sido la malograda «Novísima
de teatro» en la compilación de textos dramáticos
Re-pasar el puente (2010); va faltando
una muestra de la narrativa que también el sello de
José Mario publicó y que, en opinión de Alberto
Abreu, ha sido injustamente invisibilizada en los
prontuarios históricos sobre el cuento en Cuba.
Será que felizmente ya no estamos en 1965, ni en
1968, ni en 1971... Que ya la patria puede contemplar
orgullosa a creadores de allá, de acá, de antes
y de ahora. Que ya no es hora de derribar sino de
seguir tendiendo puentes.
c
3 Guillermo Rodríguez Rivera: «Carta para volver a pasar
El Puente», La Gaceta de Cuba, No. 1, enero-febrero de
2006, p. 37. Los subrayados son de Rodríguez Rivera.
Al profesor Rodríguez Rivera debo la primera noticia
sobre El Puente y parte de mi amor por la literatura.
CARLA PERUGINI
Escribir la historia:
un nuevo libro
de Rosa Maria Grillo*
La clave bajo la cual podemos leer el volumen de
ensayos de la profesora y crítica italiana Rosa
Maria Grillo es la de la dicotomía, anticipada por el
binomio del título: descubrimiento y conquista, términos
entre los cuales la positividad del primero
contrasta con la negatividad del segundo. Ambos
se vuelven argumento de un género, el de la novela
histórica, igualmente ambivalente en su denominación,
ya que mientras la historia busca la verdad de
los hechos y de sus causas, la novela pertenece
por derecho a la ficción, o sea, es una mentira autorizada.
Es verdad que en el sema historia también
se mezclan cuentos infundados y sucesos ocurridos,
narración e invención, arte y ciencia, y que,
aun cuando de disciplina científica se trata, los hechos
elegidos por el historiador corresponden las
más de las veces a la historia de los vencedores, de
las batallas y de sus generales, y muy pocas veces,
en cambio, a la de los vencidos, de los silenciados,
a la unamuniana, invisible intrahistoria.
Así las cosas, allá donde aquel testigo imaginario
que es el historiador no llega, por insuficiencia de
conocimientos o bien por falta de sucesos parecidos
(véase la Shoah), lo suple la fantasía, y es el
* Rosa Maria Grillo: Escribir la historia: descubrimiento
y conquista en la novela histórica de los siglos XIX y
XX, Murcia, Universidad de Alicante, Cuadernos de
América sin nombre, 2010.

cuentista, el novelista, quien
toma la palabra. No hay que
olvidar que entre los pueblos
indígenas americanos la historia
es cuento, narrado a través
de artificios retóricos e
insertado dentro de un canon
muy otro respecto al occidental,
o sea, dentro de un tiempo
cíclico en el que figuras míticas
y retornos del pasado son considerados partes
esenciales. Precisamente, a la visión de las culturas
autóctonas, a las «mitologías nacionales» ofrecen
la palabra las novelas históricas de autores
como Carlos Fuentes, Abel Posse, Alejo Carpentier,
Arturo Uslar Pietri, Augusto Roa Bastos, Mario
Vargas Llosa, Homero Aridjis, con su versión no
oficial de la historia (79 y ss.).
La dicotomía indicada por el título se refleja en la
elección que las historiografías nacionales hicieron,
como momentos fundacionales, del descubrimiento
(Río de la Plata) o de la conquista (Mesoamérica),
siguiendo las diversas exigencias de construcción
de modelos de nación. Así, entre los «pueblos testimonios»
destaca la importancia de la narración
del encuentro/desencuentro entre conquistadores
e indígenas (frecuente la antinomia Cortés/Xicoténcatl),
eslabón indispensable en el proceso descolonizador
emprendido por la novela histórica en el
siglo XIX, mientras que entre los «pueblos trasplantados»
«sin culturas prehispánicas fuertes [se] elige
como momento fundacional el tema del viaje y del
descubrimiento» (104).
Al estudiar la novela histórica en la América Latina
(otro sintagma ambiguo, en el que a un continente
desconocido se le atribuyen un sustantivo y
un adjetivo de origen europeo), la autora la clasifica
según dos modelos del siglo XIX, con sus ele-
mentos recurrentes, sus maneras diferentes de relacionarse
con la Historia y según la mayor o menor
presencia de personajes de ficción respecto a
personajes históricos: el de Walter Scott y el de
Alfred de Vigny (21-22).
En los años treinta del siglo XIX la novela histórica
nace y se da a conocer contemporáneamente en
Europa y en la América Latina. Sin embargo, si
en España tuvo como objetivo principal el de difundir
la obra de Walter Scott y realzar la faceta
medieval y peculiar del país ibérico, en el nuevo
continente la novela histórica se fija en consideraciones
sobre el pasado que pudieran esclarecer las
etapas del pensamiento americano en sentido tradicional,
incluso cuando de escritores progresistas
se trataba. En todo caso, la narración marca la
mayoría de edad de los criollos y su emancipación
de la madre patria (61 y ss.), y, en los dos ámbitos
geográficos, la afirmación de la burguesía. En América
esa sigue sintiéndose parte de la occidentalidad,
de la que elige su parte positiva, aunque sin
todavía contemplar la liberación del indígena. Cuando
este aparece en la ficción, se presenta todavía
como evocación nostálgica de un mítico pasado.
Aun así se insinúa por primera vez «lo otro», que
asumirá en el tiempo un papel imprescindible. En el
siglo XX se indagará en los mitos fundacionales prehispánicos
para rescribir la historia oficial, dando
espacio a lo inverosímil, al sueño, a la esfera sensorial.
Al cambiar las fuentes, cambian también las opiniones
acerca de héroes o episodios hasta entonces
intocables, entre ellos Colón, y se descubren figuras
de rebeldes o traidores como Lope de Aguirre, o
de náufragos como Cabeza de Vaca. Nuevas técnicas
narrativas utilizan ya no la tercera sino la primera
persona, así como la metaficción, la parodia,
la ironía.
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Eso da lugar a un abanico de verdades que se
oponen a la Verdad oficial, dada la multiplicidad de
los puntos de vista. Entre los nuevos portadores
de verdades destacan las mujeres, cuya voz se oye,
sea como autoras, sea como personajes (cap. 1.7),
así que, dentro de un discurso cada vez más matizado,
se asoma «la tercera mirada de una mujer
casi siempre étnicamente perteneciente a la cultura
dominante pero afectiva e ideológicamente cercana
al mundo indígena o, generalmente, marginado»
(96). A los nombres de escritoras como Rosario
Ferré (Puerto Rico), Laura Antillano (Venezuela),
Rosa Baldori (Argentina), Ana Pizarro (Chile), que
muy a menudo añaden a los documentos históricos
tradicionales otros más íntimos y personales, se
mezclan los de personajes en el umbral entre realidad
y ficción, como la española Lucía Miranda o la
americana Malinche, objeto de numerosas rescrituras
novelescas. La compañera (¿cómplice?) de
Cortés, personaje muy debatido y controvertido,
sometida a un blanqueamiento ideológico o bien a
una idealización como heroína de la venganza de
su pueblo conquistado por los aztecas, se ha transformado
en el símbolo de la hibridización de la cultura
americana. Puente entre las lenguas, Madre
Tierra violada, objeto de juicios violentos o problemáticos,
es el más traído y llevado de toda una
serie de personajes-puentes: los dos Martines (es
decir, el hijo legítimo y el ilegítimo de Hernán Cortés),
Jerónimo Aguilar y Gonzalo Guerrero, que se
mezclaron con los indios, todos ellos pasados de
las antiguas crónicas a las rescrituras de ficción.
El conjunto de estas novelas va a constituir un
macrotexto sobre la dicotomía civilización/barbarie,
que es uno de los temas a los que la autora ha
dedicado en el tiempo su atención. Entre presupuestos
teóricos y ejemplificaciones textuales, el
libro mantiene una gran coherencia y sugestión, a
pesar de recoger ensayos de diferente origen y cronología.
Como anota en su prólogo Beatriz Aracil
Varón, con este libro Rosa Maria Grillo contribuye
«de manera decisiva a una cada vez más necesaria
comprensión global de los problemas que rodean
a esta sugerente forma narrativa en el ámbito latinoamericano»
(12). c

SERGIO MARELLI
A propósito de Cartas
marcadas*
«L a venganza será terrible», que va de lunes a
viernes, de 0 a 2 horas, desde hace más de
veinte años, es el programa de radio argentino más
escuchado en esa franja horaria. Sin embargo, su
conductor, Alejandro Dolina, no es un hombre de
radio. Es un escritor que hace radio. Cartas marcadas
es su último libro y su primera novela. Sus
obras anteriores: Crónicas del ángel gris, El libro
del fantasma, Bar del infierno, Radiocine, y la opereta
Lo que me costó el amor de Laura –en la que
participaron, además del propio Dolina, Mercedes
Sosa, Ernesto Sábato, Les Luthiers, Joan Manuel
Serrat, Horacio Ferrer, Sandro y la Orquesta Sinfónica
Nacional, entre otros–, vendieron decenas de
miles de ejemplares; pero es recién con el libro que
aquí comentamos que Alejandro Dolina se consolida
como lo que de veras es: uno de los escritores
más diestros, imaginativos y dúctiles que ha dado la
literatura argentina en los últimos años.
Una niebla espesa como una nube derrumbada
es la atmósfera en la que transcurre la narración.
Una niebla que no solo oscurece sino que también
nubla el entendimiento y produce alucinaciones. Un
viento de augurios barre las calles. Fineo, un avatar
del ciego inconsolable del tango de Homero Manzi,
precedido por un perro de fuego, agita su lata
convocando limosnas y anuncia: «El fin del mundo
se acerca... Pero a nadie le importa... Colaboren
* Alejandro Dolina: Cartas marcadas, Buenos Aires, Pla-
con el ciego». Rondan la calle
también La Máscara, un asaltante
que anda en la niebla y obliga
a sus víctimas a desnudarse, despojándolos
de ropa y dinero, y
los Hermanos de la Destrucción,
un grupo de vándalos que
enajenados de furia arrasan todo
lo que encuentran a su paso al
grito de: «¡Se es lo que se posee! ¡Fuera los pobres
del barrio de Flores!».
La novela es un tejido de historias que van entrecruzando
sus hilos, en apariencia, de manera caótica,
pero que leídas con la atención suficiente arman
una figura inteligible y de muy ricas facetas. Un impostor
que condesciende al asesinato para construirse
una fama de desalmado que le permita dormir
tranquilo. Un hombre que una vez por semana
soporta la misma pesadilla que lo instala en una mesa
de juego, ante un Tallador implacable, y lo devuelve
desolado al presente, la verdad, el desengaño,
el despertar, atrapado en la espera de una carta
que no existe. Un suicida indeciso en la cornisa de
un quinto piso, cuyos días transcurren frente al vacío,
contemplado por mirones descontentos por las
postergaciones del suicidio –¿qué está esperando
el suicida?, ¿que el rumbo de la novela lo ayude a
desistir de su propósito? Una mujer que se siente
morir entre grises con el horizonte de su vida patéticamente
cerca, que solo conoce la felicidad falsificada
de un diario íntimo llevado con molesta prolijidad,
y de quien un mozo de un restaurante de
barrio está perdidamente enamorado, mientras sufre
el desamor hundido en un olvido de dientes apretados,
decidido a escapar de su prisión de celos
convirtiéndose en asesino. Hades Pérez, un habitante
del inframundo, que cada tanto abre la tapa
de su catacumba para auxiliar como un superhéroe
neta, 2012. Revista Casa de las Américas No. 268 julio-septiembre/2012 pp. 145-149
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de las cloacas a los personajes en desgracia. Hugo
Lenoir, un amante que atraviesa los tiempos, ya sea
el Buenos Aires de 1828, un París de barricadas y
grupos sediciosos que cantan canciones en contra
de Luis Felipe, a quien también veremos en Cartago
o en el Londres de 1602, viendo una representación
de Twelfth Night por la compañía de William
Shakespeare. Biografías cuyas intersecciones encienden
enigmas, encuentros, escenas gozosas o
caídas brutales. Los personajes sienten que vivir es
una imprudencia, un relámpago, un desatino; extraviados
en un universo que se dibuja a sí mismo
trazando imposibilidades, y los condena a vagar bajo
una quemante certeza: no hay esperanza que no
vuelva polvo la lenta molienda del tiempo; no hay
ilusión que no sea una invitada de humo. Un oscuro
sentimiento de fatalidad parece animar a los personajes,
pero no todos reaccionan del mismo
modo, algunos se pliegan dóciles a los mandatos
recibidos, otros se rebelan ya sea con compadradas
cósmicas o, al menos, con la infinita amargura
de su corazón; y cantan a la vida, aun sintiendo
la muerte en los huesos y en el alma. Incluso
si al final siempre viene el dolor, parecen decir, es
necesario vivir aunque solo sea para hacer flagrante
esa injusticia.
Párrafo aparte merece Nadine Stéfano, puesta
ante los ojos del lector como la mujer más bella del
mundo, encarnación del deseo cuyo paso provoca
incendios de lujuria, mareando a los transeúntes que
se atreven a mirarle el escote. Es el ángel de la juventud
y la belleza mortal. Hay un poeta, Jorge
Allen, que le está destinado, y la sigue por senderos
de equivocación, adivinándola en todos los espejos
de Buenos Aires. La sueña durante el día, la
ve en todos sus insomnios. Es una ciega obstinación
y, a la vez, un recuerdo que lo roe por dentro
como un diente.
En ese barrio que habitan los personajes, nadie
sabe dónde está ni quién es. Viven destinos inventados
o acaso pertenecientes a otras personas, en
una cerrazón «en la que el mundo es incierto, la
ubicación discutible y las apariencias confusas».
Aturdidos por un latido de nadie en la oscuridad
del pecho, azogados en un mismo espejo de desolación.
Nada es lo que aparenta ser, el viejo Ferenzky
–un alquimista dueño de un cabaret– lo dice terminantemente:
No hacemos más que sustituirnos a nosotros
mismos. Las deudas y las promesas son abusos
de los seres que fuimos en el pasado. La
ley nos impone una fe burocrática, conforme a la
cual un escolar de 1956 y el carpintero calvo de
la esquina son la misma persona, tan solo por
llevar el mismo nombre y el mismo número de
documento. ¡Patrañas!... No hay un único sol
sino uno nuevo cada mañana.
Ese no ver es también un no saber casi socrático,
punto de arranque del conocimiento verdadero,
desaprendizaje de una masa confusa de nociones
mal asimiladas constituida en ese cinturón de castidad
de la inteligencia que es el sentido común.
La novela está trabajada desde una concepción
del relato que admite ponerse a sí mismo permanentemente
en entredicho, advirtiendo en todo esquema
narrativo una trampa, una cárcel interpretativa,
un diseño aplastante que conduce a recortar
sentidos y posibilidades imaginativas, no solo del
lector, sino también del propio autor. Dentro de la
novela se menciona con frecuencia el Libro de los
10.000 Sabios o Libro de Raziel, que involucra
a los sucesivos poseedores en una intriga a través
de los siglos. Una obra condenada a permanecer
inconclusa ya que cada lector usurpa la voz del autor

sometiendo el libro a tachaduras, falsificaciones,
saqueos o agregados escritos en los márgenes.
Cartas marcadas ha nacido para esa coautoría del
lector, para esa construcción de sentido que eslabonan
las sucesivas generaciones de lectores.
Dolina pone en juego una gran cantidad de recursos
formales. Uno de los más atractivos consiste
en intercalar algunos capítulos apócrifos que
cuentan el envés de la historia narrada en el capítulo
anterior. A manera de ejemplo: cuando el mozo
Silvano Mansilla, absolutamente extraviado –extravíos
que no solo lo desplazan por el espacio sino
también por el tiempo–, encuentra un circo que lo
retrotrae irresistiblemente a aquel en el que trabajó
en su infancia, se sienta en sus gradas casi desiertas,
y en esa carpa llena de agujeros, tan chica que
los trapecios no pueden alcanzar la altura del miedo,
comprueba, viendo a esos empleados disfrazados
de animales entrando a la pista a paso de
fastidio: «Nadie se asusta... Nadie se ríe... Nadie
se conmueve... Ay, amigos... Queremos algo y no
lo conseguimos. Así se escriben todos los poemas».
En la falsificación de ese capítulo que le sucede
bajo el título de «Títeres», el personaje se duerme
viendo la representación, y al hacer sonar la trompeta
su nota más aguda, el biombo se derrumba y
tras las precarias instalaciones queda a la vista un
palacio verdadero con sus jardines, sus fuentes, sus
caminos de grava, sus estatuas de mármol. Sentada
bajo la pérgola está la princesa que no es otra
que la amada imposible del mozo que ha dejado
de ser espectador para pasearse del brazo de ella
por el parque. Llegan a un humilde teatro de marionetas.
Se sientan en el piso y miran la función.
Un muñeco vestido de clown canta un vals sentimental.
Al terminar, los amantes aplauden con el
mayor entusiasmo. El títere agradece. El personaje
corrobora: «Todos se asustan... todos se ríen... To-
dos se emocionan. ¡Ay, amigos! Deseamos algo y
lo conseguimos. Así no se escribe ningún poema».
En clave doliniana, este axioma también podría escribirse
así: «El deseo alcanzado es la muerte».
Ese es casi el leitmotiv de la novela: vamos tras
un sueño, vemos su brillo, lo sentimos como un diamante
arrancado al fondo de la tierra, pero cuando
abrimos la mano, es arena que se nos escapa. Estamos
sedientos de un agua que no se encuentra en
ninguna parte a la que podamos llegar con nuestros
lentos pies de piedra. Esa es la música de fondo
que baila la pareja central de la novela: el amor y la
muerte, enlazados en una danza que torpemente
podríamos llamar vida.
El montaje que Alejandro Dolina pone en funcionamiento
en su novela, inevitablemente va a desconcertar
a los lectores –y, sobre todo, a los críticos,
algunos de los cuales recibirán esta novela con
hostilidad de cactus–, presos de la linealidad y del
desarrollo rigurosamente cronológico de los personajes
y las acciones. Hans Magnus Enzensberger,
en Conversaciones con Marx y Engels, sostiene
que el montaje es considerado «una de las
técnicas más avanzadas de la literatura del siglo XX»,
pero, en realidad, los filólogos inventaron ese procedimiento
en los inicios del siglo XIX, eso sí, «no
eran en absoluto conscientes de las implicaciones
teórico-literarias originadas por su forma de trabajo».
Dolina practica el montaje con una libertad que
le permite iniciar la novela en una pequeña ciudad
china, no lejos de la capital imperial de Chang An;
y terminarla un rato después del fin del mundo, con
unos amigos caminando por las vías de un barrio
de Buenos Aires. Muestra palmaria de que para el
autor las fronteras existen para ser saltadas.
(Esta misma nota oblicuamente homenajea esa
voluntad de montaje, ya que buena parte de ella
articula fragmentos textuales de la novela fundidos
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en el fluir de una escritura que da cuenta de un libro
leído sintomáticamente. Citas libres de comillas, ya
que, como dijo Javier Villafañe, las comillas son la
cárcel de las palabras).
Alejandro Dolina trabaja el lenguaje como un
orfebre, haciendo decir al silencio y callando palabras
inútiles, con ese delicado olfato del que hablaba
William Faulkner: «Hay cosas que dichas en tres
palabras tienen tres palabras de más y, en tres mil,
tres mil palabras de menos». Dolina conoce las
palabras exactas que las cosas necesitan para aparecer
ante los ojos del lector con la verosimilitud y
el compromiso que requiere el pacto de lectura.
Es una prosa erudita pero no estentórea; rica en
matices, polifónica en efectos, crece como el agua,
uno puede acercar el oído y escuchar los susurros
primeros que se remueven en el trasfondo de la
condición humana.
Hay personajes que ya nos había presentado en
libros anteriores: el poeta Jorge Allen, el músico Ives
Castagnino, el polígrafo Manuel Mandeb, el ruso
Salzman, pero ahora aparecen redimidos de cierta
edulcorada ambición de encarnar la idealidad de los
hombres sensibles en abierta lucha contra los refutadores
de leyendas, como esquemáticamente planteaban
sus primeros textos, difuminando su efectividad
en un universo ingenuamente binario. Aquí los
encontramos más ásperos y perplejos. Más vivos,
más verosímiles, más humanos. Se trata de seres
que se mueven en un mundo lleno de extraños, como
perdidos entre individuos de otra especie, mediocremente
contentadizos, que tienen los resortes de
la emoción armados al revés –muertos todos de la
misma muerte: la indiferencia–, y así las criaturas de
Dolina deambulan, por esos arenales de melancolía,
persiguiendo una belleza perdida que no significa
nada para los demás. Hombres irremisiblemente
extraviados en los misterios del amor.
Se dirá –no sin cierta razón– que estos amigos
que padecen el invierno de una soledad existencial,
son parientes de esos compañeros de aventuras
del Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal:
Samuel Tesler, el petizo Bernini, Schultze y
Franky Amundsen. Si bien Dolina ha reconocido
que robó muchas flores del jardín de Borges, es la
tradición literaria de Marechal la que de manera,
quizá involuntaria, mantiene vivo este libro.
Se podría establecer cierta analogía entre «Ferenzky
en el día del Juicio Final», del libro de Dolina,
y el capítulo «Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia»,
de Adán Buenosayres. En el descenso
infernal marechaliano también hay una densa bruma
que envuelve y estrecha a los personajes, cerrándoles
el horizonte casi en las narices. «El paraíso
no es posible. Solo puede ocurrir antes, no después.
Cuando uno ha vivido, cualquier destino es
el infierno», dice uno de los personajes de Cartas
marcadas. Pero antes de que suene la trompeta
del ángel final, antes del infierno y de la nada, sucederá
la orgía del fin del mundo, una saturnalia cuya
potencia podía torcer el eje de los implacables rumbos
del universo, donde sus invitados navegan a
merced de mareas de caricias y vientos de carcajadas,
dispuestos a sobrepasar cualquier escrúpulo
y aprender inéditas alegrías.
Los expedicionarios de Marechal que salían a
abrir en la noche los portales del misterio, se parecen
a estos atorrantes que tienen la entereza de no
escapar a los zarpazos de la nostalgia pero que se
lavan de toda costra melancólica en el río de vivir.
A diferencia de los personajes de Marechal, los de
Dolina no creen que sea posible ese instante único,
la sola oportunidad a que tiene derecho hasta el
hombre más ruin: la oportunidad de mirar sin sobresaltos
una flor o un cielo; la de oír sin angustia la
risa de sus chicos y el canto de sus mujeres; la de

hallar, entonces, que la vida es dura pero hermosa,
que por un Dios les fue dada, y que ese Dios es
bueno.
Todos los personajes de Cartas marcadas golpean
puertas negadas que no se abrirán. Al final de
la novela, los amigos se van cantando una canción
que se quiere puerca, comprendiendo que aquellas
alegrías señalan el límite de la dicha posible. Como
si esa bagatela fuera toda la gracia que puede recibirse
de la vida.
Es una suerte que el éxito multitudinario que desde
hace décadas acompaña a Alejandro Dolina en
la radiofonía argentina no lo haya distraído del camino
de la literatura, que ya estaba ronco de tanto
llamarlo.
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HÉCTOR BOSCH HERRERA
«Período especial»:
otra retórica del llanto*
¿Q ué fue, qué ha sido, qué es el «período especial»
en Cuba? Es una pregunta, o mejor
un conjunto de interrogantes a las que habría que
buscar tantas respuestas como variantes han encontrado
–o no– quienes lo han vivido.
Por lo general, las precisiones temporales son
cuestionables. A estas alturas y a falta de estudios científicos
determinantes sobre esta época aún reciente
de la historia cubana, en lo que casi todo el mundo
está de acuerdo es en que se hizo más definible en
la década de los noventa del siglo pasado, justo en
el momento en que las penurias materiales llegaron
a hacer tambalear muchos de los cimientos espirituales
del cubano.
De ahí que, al igual que en tantos estadios sombríos
de la humanidad, las angustiosas circunstancias
del día a día pasaran a nutrir las diversas manifestaciones
artísticas de la cultura nacional.
Una peculiar visión, desde las particularidades de
la creación literaria, se puede encontrar en el libro
No hay que llorar, Premio Memoria 2009, 1 de
Arístides Vega Chapú, quien convocó a varios escritores
cubanos a testimoniar sus vivencias pero,
sobre todo, el modo en que estas pudieron influir en
su lucha con la página en blanco.
Si luchar ha constituido sello del carácter en esta
Isla desde los enfrentamientos a conquistadores y
* Arístides Vega Chapú: No hay que llorar, La Habana,
Ediciones La Memoria, 2011.
1 Reconocimiento que otorga el Centro Cultural Pablo de
la Torriente Brau a proyectos de libros de testimonio. Revista Casa de las Américas No. 268 julio-septiembre/2012 pp. 149-152
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colonizadores, y en los procesos
revolucionarios a lo largo
de los siglos XIX y XX, no
es de extrañar que «la lucha»
signe también el deseo de un
pueblo de permanecer y levantarse
ante las adversidades
que le depara una cotidianidad
extrema.
Entre todos los demás habitantes
de la nación, los escritores acometieron la
lucha por su supervivencia y la de sus familias; y,
además, la de sacar adelante su obra, intentando
no ceder en sus presupuestos artísticos, aunque
tuvieran que hacerlo ante necesidades imperiosas
y primarias como comer o vestirse.
En esto consiste el primer mérito del libro de Arístides:
cómo obtener, desde un presupuesto común,
que dota de una estructura sólida al texto, múltiples
visiones sobre un mismo hecho, las cuales aportan
la riqueza de matices añorada para el esclarecimiento
de las complejas circunstancias vividas en esa
etapa.
Se trata, según la introducción del volumen, de
testimoniar las vicisitudes de un sector sensible de
la sociedad, y de «dejar constancia de ese período
en el que la mayoría de los cubanos demostramos
el temple que nos define y salva».
He ahí otro aspecto destacable: no se trata de un
intento de definición, sino de encontrar aportes a
un panorama general a través de miradas particulares.
De paso, despoja al escritor del aura de distanciamiento
social con que suele enfocarse la
literatura, y nos lo muestra en carne y huesos, afrontando
el mismo devenir que sus coterráneos.
Se abre de este modo un diapasón de opiniones
que abarca tanto la casi imposibilidad de sustraerse
de la vorágine diaria como la paradoja de que
algunos encontraran en la creación una salida a la
penuria, o al menos un alivio existencial.
No se trata de una indagación periodística. Diríase
que es más bien un impulso espontáneo de
comunicación, de diálogo, de intercambio de experiencias
lo que se propuso –y logra– Arístides
Vega en estas páginas.
Su capacidad como comunicador, animador
de tertulias y promotor en diversos medios y
espacios, pero sobre todo su probada estirpe
de conversador ameno y ocurrente, le permitieron
acercarse a colegas de diferentes edades, estilos,
géneros, residentes o no en Cuba, quienes aceptaron
el reto, a veces doloroso, de exponer sus
vivencias personales a las generaciones actuales
y futuras.
Si bien reconoce que son insuficientes los relatos
para abarcar toda la gama de criterios acerca de
este fenómeno sociotemporal, queda claro que la
intención es «solo una provocación al recuerdo,
para que los nacidos en esos años y los posteriores
sepan que sus padres, abuelos y hermanos mayores
supimos sobrevivir también por ellos», advierte
el compilador.
La supervivencia es, en efecto, una suerte de leitmotiv
en el libro, porque de una forma u otra de
eso se trata en el «período especial»: de cómo salvarse
de la maldita circunstancia de la desesperación
por todas partes.
Lo cual no es óbice para enfoques a veces encontrados.
Así, Virgilio López Lemus esquiva el término,
y considera «que se impuso a la dificultad acrecida
del medio y logró, logré, buena parte de mis
propósitos vitales»; y determina que «[q]uizás lo “especial”
sea no dejarse vencer por la pereza, el deseo
de irse de la realidad o el pesimismo militante».
En tanto Ricardo Riverón conservó «el decoro
de haberle permitido solo un mínimo de concesio-

nes a la despiadada lógica de la plusvalía», mientras
le atormentaban
la incertidumbre, el desasosiego, la ilegalidad
de la sobrevivencia, la angustia de no saber si,
además de condenarme a muerte por inanición
o por bala, condenaba también a mis hijos y a mi
esposa, sin que estuvieran ellos amparados por
una conciencia y una memoria como las mías.
No es de extrañar entonces que cada testimoniante
haya escogido un modo de hacerlo a su
manera. En No hay que llorar aparecen anécdotas,
recuentos introspectivos, reflexiones, pequeños
alegatos, profesiones de fe y abjuraciones, a veces
en tono conversacional, otras en cuidada exposición
«por escrito» y, ¿por qué no?, textos que se
adentran en la más pura creación literaria.
La imaginación, a no dudarlo, emergió en las noches
de apagón como hada madrina, y la pericia
narrativa permitió a algunos padres esquivar difíciles
preguntas. No tanto por su contenido, sino porque
era preciso superar el desánimo para afrontar
la inocencia infantil.
Es el caso de Laidi Fernández de Juan, quien inventó
un personaje de ficción: Juana Pérez, a la
que acudió por ayuda ante los cuestionamientos que
procuraba el día a día en las tiernas mentes de sus
niños. De ahí este diálogo –aparentemente disparatado–
entre madre e hijos:
–¿Y por qué los monos tienen el culo rojo?
–Porque así se los dibujó Anacleto.
–¿Y quién es Anacleto?
–El sobrino de Juana Pérez.
–¿Y desde cuándo en el Polo Norte hay frío?
–Desde que estuvo allí Pancracia, la cuñada de
Juana Pérez.
–¿Cuándo iremos al Acuario?
–Cuando nos avise Antonio.
–¿Quién es Antonio?
–El abuelo de Juana Pérez.
–¿Por qué la niña de enfrente masca chicle?
–Porque se los regala Nancy Pérez, hermana
de Juana Pérez.
–¿Por qué el niño de la esquina tiene bate y
pelota nueva y nosotros no?
–Porque se los trajo Mauricio Pérez, cuñado
de Juana.
–¿Cuándo volverá la luz?
–Cuando la ponga Esperanza.
–¿Y quién es ella?
–La prima de Juana Pérez.
En todos los casos se aprecia una sincera intención
de retratar el «período especial» sin ataduras
de tipo ideológico ni intereses comerciales. Queda
a merced del lector inferir en qué medida estos podrían
permear los discursos ahí expuestos. Sobresale,
ante todo, una especie de identificación gremial
por encima de los modos de asumir cada
postura.
Llevado el individuo a su condición primigenia de
especie en peligro, el recuerdo se apodera de cosas
que debieron soslayarse en un día normal. Y
para algunos, como Dean Luis Reyes, queda en la
memoria «[e]l hambre física, que devuelve al hombre
a su condición animal, a su hechura de vísceras
y fluidos, de tripas y gases. El Hambre como angustia,
locura casi [..]».
«La vida reducida a un comer y despertar al día
siguiente ilustra lo duro de la cotidianidad, y lo enajenante
que puede ser esa gruesa franja de tiempo
ocupada en satisfacer necesidades primarias»,
reflexiona en cambio Reinaldo Montero, para percatarse
de que es también una «enorme franja
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vacía», y que «esa franja es el espacio que permite
catapultarse al décimo cielo».
Particularmente duro es el testimonio de Guillermo
Vidal, cuando afirmó que
[p]ude ser mejor hombre, mejor escritor, de
no vivir el Período Especial. No creo que la
miseria sirva para algo como no sea para odiar.
Lo he perdonado todo, pero no puedo olvidar
lo que ocurrió. Fue peor que una guerra y
es muy triste ver a la gente inventando platos
mentirosos.
A esa «percepción del “sálvese quien pueda”»,
señala Aramís Quintero, que nos legó un momento
«caótico, contradictorio, demorado, difícil», según
Caridad Atencio, los escritores reunidos en No hay
que llorar antepusieron su voluntad. Tal vez amparados
por su hálito creativo, que les hace ver
poesía donde terminan los universos de los demás
simples mortales.
El libro concluye con un poema del propio Arístides
Vega, inspirado en las circunstancias a las
cuales trasciende. Pero, en lugar de sellar la historia,
con aire januario abre puertas al pasado y al
presente: «te contaré mi secreto / si es que ya he
descubierto el final de este fatigoso camino», puesto
que «cerrar con poesía es apertura», como anuncia
en el prólogo Jorge Ángel Hernández Pérez.
La vocación comunicativa surge del propio título,
referencia a un tema musical que alcanzó gran
popularidad en la época, y que simboliza la actitud
–sea cual fuese la opción encontrada– de no rendirse,
de perseverar en la supervivencia como mucho
más que burdos animales irracionales.
«No hay que llorar», advierte la portada, aunque
estas páginas más de una vez estremecen el alma,
aun hoy, cuando muchos de estos acontecimientos
parecen ya «suavizados» por la clemente pátina del
tiempo.
En su génesis, algunos de ellos fueron publicados
en la revista villaclareña Umbral y desde entonces
tuvieron ese efecto de escalofrío intelectual.
No se trata, ahora, de desgarrarse las vestiduras y
echar cenizas en el cabello, invocando a los dioses
del infortunio. Este libro es una especie de retórica
del llanto como antídoto contra la desmemoria. Las
voces que en él habitan tienen el eco de lo lejano y
trascendental. El desnudo vivencial de los testimoniantes
solo precisa un acercamiento desprejuiciado
y sensitivo. Más que con lágrimas persuasivas,
«que el corazón me vieses, deseaba». c