Septiembre - Iglesia en Mancha Real

La Plaza. Nº 42. Septiembre. 2008. 3 EDITORIAL
LITURGIA,
EL TRATO CON EL SEÑOR
EN LA EUCARISTÍA
A diferencia de otras religiones,
siempre respetables,
el Cristianismo no se puede
definir como la «Religión del
Libro». La especificidad de
nuestra religión está en su auténtica
definición: «Es la religión
de la Palabra encarnada y
viva». El Verbo, la Palabra de
Dios, se hizo Hombre en el
seno virginal y purísimo de
María, y vive y está con nosotros.
Cristo es el corazón del
Cristianismo y de la Iglesia, y
su contenido más profundo.
Cristo está real y sustancialmente
presente, en
Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad
en la Eucaristía, que es el
Sacrificio Pascual de su muerte
y resurrección. Y se queda,
para nuestra adoración, en el
sagrario. También, de otra
manera, podemos encontrarlo
en los que sufren y en todas
las circunstancias de nuestra
vida. Pero, desgraciadamente,
durante este Sacrificio del
Altar, renovado diariamente
por el sacerdote, son demasiados
los fieles que se comportan
como espectadores.
Muy lejos de aquella otra actitud,
con relación a la liturgia,
que nos invita a ser actores, al
mismo tiempo que el sacerdote
y en unión con él, manteniendo
las posturas indicadas
para una correcta y piadosa
adoración al Santísimo Sacra-
mento del Altar. Los «alejados»
verán que los católicos
hacemos una oración colectiva
cuando vean que todos los
fieles se unen exteriormente a
los ritos litúrgicos. Y quedarán
convencidos de ello cuando
los oigan dialogar con el Celebrante
o cuando comprueben
que toda la asamblea lee al
mismo tiempo que él unas mismas
oraciones.
Para vivir bien la
Misa, lo primero es
escuchar lo que el
sacerdote dice en
alta voz, y unirse a él
con el espíritu y el
afecto que corresponde.
Así podemos
ofrecer a Dios Padre,
junto con el sacerdote,
a Cristo presente
por la Consagración.
Es lo que nos
convierte en el mismo
Cristo, lo que nos
hace ser uno, por la
comunión. Lo sabemos
por experiencia:
cuando una persona
asiste semanalmente
a la Eucaristía, da un
cambio radical. De forma silenciosa,
el Señor va transformando
el alma de la persona
que se le acerca tanto. Es lo
que nos ha ocurrido a muchos
de nosotros. Cuando pasa el
tiempo y miramos para atrás,
nos damos cuenta del cambio
que se ha producido.
Corremos el peligro de
acostumbrarnos a lo más importante
de nuestra vida. Todos
podemos hablar de cosas
maravillosas
sobre la santa
misa. Porque,
en verdad,
es lo
más grande
que podemos
hacer en esta
vida. Tiene
más valor que
todos los santos
juntos, incluida
la Santísima
Virgen.
La persona
que quiere ser
santa no es la
que sabe cosas
teóricas,
ni siquiera el
que se esfuerza
en llevarlas
a la
práctica. El
Señor no
quiere hacernos
unos teóricos,
ni tampoco
quiere
hacernos unos prácticos. Lo
que pretende es que descubramos
la figura de Cristo y
tengamos un trato de amistad
con Él. El amor es gratuito, no
se practica para obtener otros
objetivos. Dios no necesita
nada de nosotros, nos quiere
porque Él es bueno, no porque
nosotros seamos buenos.
Estamos en una sociedad comercial,
donde se puede meter
el interés hasta en la vida
cristiana.
Por eso, cuando la gente
ve que se le quiere para
obtener un fin, enseguida se da
a la fuga. El amor lo realiza
Dios muriendo en una cruz.
Pero eso no ocurrió una vez, y
ya está. Jesús ha perpetuado
este acto de entrega mediante
la institución de la Eucaristía.
Dios se enfrenta consigo mismo,
se pone entre las cuerdas,
por nuestro amor. Dios nos
manda que nos amemos; y
puede mandarlo porque antes
se nos ha dado. Los santos
han adquirido su capacidad
de amar al prójimo gracias a
su encuentro con el Señor en
la Eucaristía.
Así se expresa un santo
actual: «La misa es larga porque
nuestro amor es corto». A
esa actitud de amor de los
santos se contrapone nuestra
rutina y acostumbramiento,
nuestra tibieza.
El Santo Cura de Ars
aseguraba que la tibieza en el
sacerdocio se debía a no dar
importancia a las distracciones
durante la Santa Misa. Las
distracciones no deben asustarnos,
porque somos como
niños débiles delante del Señor.
San José, modelo de
persona atenta, siempre estuvo
con el alma a la escucha de
la voluntad de Dios. A él le fue
concedido no sólo ver y oír a
Dios, sino también abrazarlo,
besarlo, vestirlo y cuidar de Él.
Hemos de esforzarnos
en tratar a Jesús en la santa
misa con el cariño con el que
asistía a la Madre de Dios y al
Niño Jesús en la casa humilde
de Nazaret.