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que se lió con los húsares no recuerdo con qué motivo. Volvió a nublarse el sol que entraba<br />
por la abertura y apareció un pordiosero de lo más remendado y haraposo. No contento con<br />
aflojar buena limosna, Pacheco le dio palique largo, y el mendigo nos contó aventuras de su<br />
vida: una sarta de embustes, por supuesto. Oyole el gaditano muy atentamente, y luego<br />
empezó a exigirle que trajese un guitarrillo y se cantase por lo más jondo. El pobre juraba y<br />
perjuraba que no sabía sino unas coplillas, pero sin música, y al fin le soltamos, bajo<br />
palabra de que nos traería un buen cantaor y tocador de bandurria para que nos echase polos<br />
y peteneras hasta morir. Por fortuna hizo la del humo.<br />
Yo, a todo esto, más divertida que en un sainete, y dispuesta a entenderme con las<br />
chuletas y el Champagne. Comprendía, sí, que mis pupilas destellaban lumbre y en mis<br />
mejillas se podía encender un fósforo; pero lejos de percibir el atolondramiento que suponía<br />
precursor de la embriaguez, sólo experimentaba una animación agradabilísima, con la<br />
lengua suelta, los sentidos excitados, el espíritu en volandas y gozoso el corazón. Lo que<br />
más me probaba que aquello no era cosa alarmante, era que comprendía la necesidad de<br />
guardar en mis dichos y modales cierta reserva de buen gusto; y en efecto la guardaba,<br />
evitando toda palabra o movimiento que siendo inocente pudiese parecer equívoco, sin<br />
dejar por eso de reír, de elogiar los guisos, de mostrarme jovial, en armonía con la<br />
situación... Porque allí, vamos, convengan ustedes en ello, también sería muy raro estar<br />
como si me hubiese tragado el molinillo.<br />
-VI -<br />
Pacheco, por su parte, me llevaba la corriente; cuidaba de que nunca estuviesen vacíos<br />
mi vaso ni mi plato, y ajustaba su humor al mío con tal esmero, cual si fuese un director de<br />
escena encargado de entretener y hacer pasar el mejor rato posible a un príncipe. ¡Ay!<br />
Porque eso sí: tengo que rendirle justicia al grandísimo truhán, y una vez que me encuentro<br />
a solas con mi conciencia, reconocer que, animado, oportuno, bromista y (admitamos la<br />
terrible palabra) en juerga redonda conmigo, como se encontraba al fin y al cabo Pacheco,<br />
ni un dicho libre, ni una acción descompuesta o siquiera familiar llegó a permitirse. En<br />
ocasión tan singular y crítica, hubiera sido descortesía y atrevimiento lo que en otra mero<br />
galanteo o flirtación (como dicen los ingleses). Esto lo entendía yo muy bien, aun entonces,