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cejas, unos ademanes de resignación con los hombros y unas frases de compasión, que por<br />
ser siempre las mismas, sonaban a indiferencia. Religiosas de verdad, nunca murmuraban<br />
de nadie ni juzgaban duramente la ajena conducta, y para ellas la vida humana no tenía más<br />
que un lado, el anverso, el que cada uno quiere presentar a las gentes. Gozaban con todo<br />
esto las Cardeñosas fama de trato distinguidísimo, y su tarjeta hacía bien en cualquier<br />
bandeja de porcelana de esas donde se amontona, en forma de pedazos de cartulina, la<br />
consideración social.<br />
Para Asís, la insulsa comida de las tías de Cardeñosa y la anodina velada que la siguió,<br />
fueron al principio un bálsamo. Se le disiparon las últimas vibraciones de la jaqueca y las<br />
postreras angustias del estómago, y el espíritu se le aquietó, viendo que aquellas señoras<br />
respetadísimas y excelentes la trataban con el acostumbrado afecto y comprendiendo que ni<br />
por las mientes se les pasaba imaginar de ella nada censurable.<br />
El cuerpo y el alma se le sosegaban a la par, y gracias a tan saludable reacción, aquello<br />
se le figuraba una especie de pesadilla, un cuento fantástico...<br />
Pero obtenido este estado de calma tan necesario a sus nervios, empezó la dama a notar,<br />
hacia eso de las diez, que se aburría ferozmente, por todo lo alto, y que le entraban ya unas<br />
ganas de dormir, ya unos impulsos de tomar el aire, que se revelaban en prolongados<br />
bostezos y en revolverse en la butaca como si estuviese tapizada de alfileres punta arriba.<br />
Tanto, que las Cardeñosas lo percibieron, y con su inalterable bondad comenzaron a<br />
ofrecerle otro sillón de distinta forma, el rincón del sofá, una silla de rejilla, un taburetito<br />
para los pies, un cojín para la espalda.<br />
- No os incomodéis... Mil gracias... Pero si estoy perfectamente.<br />
Y no atreviéndose a mirar el suyo, echaba un ojo al reloj de sobremesa, un Apolo de<br />
bronce dorado, de cuya clásica desnudez ni se habían enterado siquiera las Cardeñosas, en<br />
cuarenta años que llevaba el dios de estarse sobre la consola del salón en postura<br />
académica, con la lira muy empuñada. El reloj... por supuesto, se había parado desde el<br />
primer día, como todos los de su especie. Asís quería disimular, pero se le abría la boca y se<br />
le llenaban de lágrimas los ojos; abanicándose estrepitosamente, contestando por máquina a<br />
las interrogaciones de las tías acerca de la salud de su niña y los proyectos de veraneo,<br />
inminentes ya. Las horas corrían, sin embargo, derramando en el espíritu de Asís el opio del<br />
fastidio... Cada rodar de coches por la retirada calle en que habitaban las Cardeñosas, le