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Cuento 3 – Rosita la obrerita

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Fontanarrosa, Roberto <strong>–</strong> El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos<br />

CUENTO 3: “ROSITA, LA OBRERITA”<br />

Las madrugadas frías del barrio <strong>la</strong> veían pasar, caminando<br />

apurada, hacia el taller.<br />

Pobrecita <strong>Rosita</strong>, <strong>la</strong> <strong>obrerita</strong>. Delgada y tierna, gorrión temprano.<br />

Toda <strong>la</strong> semana en <strong>la</strong> tejeduría, soñando, soñando con el sábado<br />

a <strong>la</strong> noche.<br />

Las mujeres del barrio al ver<strong>la</strong>, aterida de frío, se decían: "Allá va<br />

<strong>Rosita</strong>, <strong>la</strong> <strong>obrerita</strong>. Pobrecita." Gorrión temprano.<br />

Y el<strong>la</strong> era un sol, un rimero de luz, en el aire pesado del oscuro<br />

galpón de su trabajo. Los muchachos del barrio <strong>la</strong> querían. Desde <strong>la</strong><br />

amistosa humareda del café, <strong>la</strong> miraban cruzar, ágil el paso en su<br />

vestidito liviano de percal, y se decían: "Allá va <strong>Rosita</strong>, pobrecita. La<br />

<strong>obrerita</strong>". Gorrión temprano.<br />

Y no apagaba su sonrisa dulce el doble turno feroz de su trabajo,<br />

porque <strong>Rosita</strong> esperaba el sábado a <strong>la</strong> noche. La gota feliz, <strong>la</strong> alegría<br />

corta, <strong>la</strong> inocente diversión del baile.<br />

Y el sábado a <strong>la</strong> noche <strong>Rosita</strong> era un pájaro liberto, una paloma<br />

que arañaba por fin un pedazo de cielo, cuando se miraba en el espejo<br />

de su altillo pobre y se veía linda. Porque era linda, <strong>Rosita</strong>. Pobrecita.<br />

Con esa belleza frágil, cristal apenas, de <strong>la</strong>s muchachas sencil<strong>la</strong>s. Su<br />

madre, viejita dulce, nácar <strong>la</strong>s manos bondadosas, <strong>la</strong> peinaba<br />

<strong>la</strong>rgamente con el mismo peinetón gastado que les había dejado el<br />

cariño ausente de <strong>la</strong> abue<strong>la</strong>, que sin duda, desde arriba, sonreía.<br />

¡Y qué contenta se ponía <strong>Rosita</strong>, pobrecita! Era una flor nocturna,<br />

capullo crecido en el yuyo sin malicia del zanjón urbano, peristilo que<br />

espera el fresco de <strong>la</strong> oscuridad para abrirse en coro<strong>la</strong> para mostrar su<br />

belleza.<br />

Los sábados a <strong>la</strong> noche los muchachos <strong>la</strong> admiraban y se decían:<br />

"Allá va <strong>Rosita</strong>, <strong>la</strong> <strong>obrerita</strong>. Pobrecita".<br />

Eran pocas horas nada más de gozo. La ilusión de una mirada<br />

varonil, el rubor intenso en sus mejil<strong>la</strong>s pálidas, <strong>la</strong> ensoñación de un<br />

tango que <strong>la</strong> hacía girar locamente por <strong>la</strong> pista sintiendo el brazo firme<br />

del muchacho esbelto que <strong>la</strong> pretendiera. Nada más que eso. Un<br />

relámpago fugaz. ¡Pero tan lindo! Después, el retorno a <strong>la</strong> rutina<br />

cotidiana. El encuentro cruel con el frío crudo de <strong>la</strong> madrugada. Las dos<br />

horas de caminar hacia el taller. Y esa tos. Esa tos que a veces <strong>la</strong><br />

dob<strong>la</strong>ba.<br />

Pero no se escuchaba una queja de sus <strong>la</strong>bios. La mantenía jovial<br />

<strong>la</strong> renovada esperanza de <strong>la</strong> noche del sábado, <strong>la</strong>s luces de colores que<br />

bordeaban <strong>la</strong> pista de baile del club de barrio, <strong>la</strong> amistad cristalina de<br />

esa gente humilde y un sueño, un sueño que <strong>Rosita</strong>, pobrecita, no<br />

confiaba a nadie. Sólo su diario, amables hojas de papel amarillento,<br />

sabía de su anhelo. Cuando con mano trému<strong>la</strong> tomaba <strong>la</strong> pluma le<br />

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Fontanarrosa, Roberto <strong>–</strong> El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos<br />

contaba a su álbum confidente, <strong>la</strong> espera paciente de aquél que <strong>la</strong><br />

vendría a buscar para llevar<strong>la</strong>, para sacar<strong>la</strong> de allí, de aquel<strong>la</strong> fábrica y<br />

le rega<strong>la</strong>ra una casa sencil<strong>la</strong>, pero amplia. Un bienestar para su madre.<br />

Y tres pequeños, rubios como debería ser él, cabellos de trigal, ojos celestes.<br />

El<strong>la</strong> sabía que alguna noche de sábado, ese hombre vendría.<br />

Y como suele pasar en los cuentos de hadas, una noche de<br />

sábado, ese hombre, vino.<br />

Al patio humilde del club de barrio llegó un joven distinguido, de<br />

hermoso porte y ropas elegantes. "Un príncipe" cuchichearon <strong>la</strong>s<br />

madres, asombradas. "Un hombre rico" comentaban <strong>la</strong>s jóvenes, entre<br />

el<strong>la</strong>s, entretejiendo sueños de bai<strong>la</strong>r con el desconocido. Pero una so<strong>la</strong><br />

mujer hubo esa noche para el recién llegado, y fue <strong>Rosita</strong>, pobrecita,<br />

quien ya no se sintió tan solo una <strong>obrerita</strong>. Esa noche el<strong>la</strong> fue, entre los<br />

brazos gentiles de aquel muchacho, una princesa, una muñeca fina<br />

bai<strong>la</strong>ndo sobre nubes de algodón.<br />

Más tarde que otras veces, volvió a su casa, y le contó a su<br />

madrecita buena el sueño realizado. Con sus ojos buenos le contó del<br />

príncipe aquél, de sus pa<strong>la</strong>bras, y de <strong>la</strong> promesa que le había dejado al<br />

partir, antes de alejarse en su lujosa vuaturé: "Vendré a buscarte".<br />

Desde aquel<strong>la</strong> noche <strong>la</strong> cara buena de <strong>Rosita</strong>, era una fiesta. No le<br />

importaba ni el frío cortante de <strong>la</strong> mañana, ni el sucio aire oscuro del<br />

taller, ni su rebelde tos, tan reiterada. Era feliz <strong>Rosita</strong>, <strong>la</strong> <strong>obrerita</strong>.<br />

Pobrecita. Gorrión temprano.<br />

Sólo tenía que esperar, e hilvanar sueños: <strong>la</strong> casa grande de<br />

ventanales por donde <strong>la</strong> luz se derramara generosa, <strong>la</strong> pieza alegre para<br />

su madrecita y volver cada tanto hasta su barrio bueno, a ver a los<br />

amigos, a quienes <strong>la</strong> vieron crecer, a los testigos sencillos de su vida.<br />

Pero pasó más de un año y del muchacho aquél no tuvo ni una<br />

flor, ni una noticia, ni un recado apenas, pobrecita. En su pecho, <strong>la</strong><br />

congoja, comenzó a apretar su corazón joven con un puño duro. Y fue<br />

una tarde, volviendo del taller, aquel taller que le compraba su juventud<br />

por un puñado de monedas, que <strong>Rosita</strong> se encontró con don Nico<strong>la</strong>, el<br />

tano viejo y bueno que había venido hasta aquí en el "Conte Grande" a<br />

pob<strong>la</strong>r nuestra tierra con sus hijos, también buenos.<br />

El organito de don Nico<strong>la</strong> desgranaba su melodía cadenciosa y<br />

algo triste, que sabía tararear una cotorra. Una cotorrita de <strong>la</strong> suerte. Y<br />

<strong>Rosita</strong> quiso saber si su futuro podría encontrarse entre los dobleces<br />

desprolijos de un papelito. Un papelito que <strong>la</strong> cotorrita buena le alcanzó<br />

a <strong>Rosita</strong> con su pico. Y allí decía, estaba escrito: "Se está casando, el<br />

muchacho aquél, en <strong>la</strong> parroquia, de San Miguel".<br />

Pobrecita <strong>Rosita</strong>, <strong>la</strong> <strong>obrerita</strong>. Deshecha en lágrimas, un mar de<br />

l<strong>la</strong>nto, cayó en su lecho quebrado el pecho por <strong>la</strong> tos convulsa. En <strong>la</strong><br />

pobre humildad de su altillo, pálida y apagándose como una l<strong>la</strong>ma de<br />

un fósforo de cera, dos cosas nada más pidió a su pobre madre: que le<br />

trajese <strong>la</strong> muñeca vestida de colombina, y que fuese a buscar al ingrato<br />

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Fontanarrosa, Roberto <strong>–</strong> El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos<br />

que <strong>la</strong> engañase con promesas vanas. En <strong>la</strong> noche de cierzo zafiro, salió<br />

<strong>la</strong> anciana arrebujada en una pañoleta, mientras, en <strong>la</strong> cama, <strong>Rosita</strong>, <strong>la</strong><br />

<strong>obrerita</strong>, acunaba en un tango a su muñeca.<br />

Era un salón lujoso, bril<strong>la</strong>ba el piso de mármol como un espejo<br />

caro, y una gran orquesta esparcía por el aire los evanescentes giros del<br />

vals de los novios. Él, flotando en el aire su pelo rubio, trigal al viento,<br />

no supo de <strong>la</strong> entrada de <strong>la</strong> viejecita humilde cuando el<strong>la</strong> llegó bañada<br />

en lágrimas, hasta <strong>la</strong> escalinata de <strong>la</strong> fiesta rica. Pero cruzó el salón <strong>la</strong><br />

pobre anciana y <strong>la</strong> orquesta calló, como una ofrenda. La pobre anciana<br />

tomó del brazo al petimetre y sólo dijo: "Mi hija se nos marcha, camino<br />

del Señor". Del brazo de <strong>la</strong> otra se desprendió el mancebo. Y en su<br />

lujoso coche, perseguido quizás por <strong>la</strong> culpa, se <strong>la</strong>nzó en busca de<br />

aquel<strong>la</strong> que lo había esperado en vano, tanto tiempo, y que ahora se<br />

marchaba en busca de otra cita, allá en el cielo.<br />

Cuando subió al altillo, <strong>Rosita</strong> lo miró con esos ojos, resecos de<br />

llorar y sólo dijo: "Estos son mis compañeros. Julio y Franco". Y señaló<br />

a dos obreritos, con ropa de trabajo, sudor honesto. Y los dos obreritos,<br />

pájaros buenos le dijeron al muchacho aquel, al elegante, con ese tono<br />

simple y sencillo del que se educó en <strong>la</strong> escue<strong>la</strong> popu<strong>la</strong>r de <strong>la</strong>s veredas,<br />

que sería mejor si retomaba a esos quince operarios, despedidos.<br />

Y el muchacho aquél, el elegante, del taller tejedor único dueño,<br />

quizás ante el tono convincente de esos hombres, de esos hombres puro<br />

sudor y herramientas de trabajo, quizás ante <strong>la</strong> vista de esas manos<br />

que sostenían tal vez un fierro en "U", alguna l<strong>la</strong>ve en cruz, una barreta,<br />

firmó con mano veloz cuanto papel le pusieron ade<strong>la</strong>nte los muchachos.<br />

Y siguió el barrio viéndo<strong>la</strong> pasar a <strong>la</strong> <strong>obrerita</strong>, de <strong>la</strong> casa al taller<br />

todos los días. Se curó de <strong>la</strong> tos y sigue alegre, sencil<strong>la</strong> y buena. Las<br />

mujeres amigas de su madre, viejitas buenas, dicen al ver<strong>la</strong>: "Allá va<br />

<strong>Rosita</strong>, <strong>la</strong> <strong>obrerita</strong>. Pobrecita".<br />

O suelen comentar, curiosas el<strong>la</strong>s: "Desde que vio Norma Rae<br />

¡cómo ha cambiado!".<br />

Y Rosa sigue esperando el sábado, su día dilecto, como un pájaro<br />

gris, gorrión temprano.<br />

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