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menos la desaparición de capataces de fincas. Qué decir de los despidos sin razón, o de<br />
los entierros de campesinos anónimos. Nada servía para calmar a las guerrillas ni para<br />
romper el temor de la mayoría de los pudientes, la apatía de los políticos, la miseria de<br />
la mayoría, los abusos contra los débiles, la zozobra de los hacendados y la ineficiencia<br />
de la Fuerza Pública ineficiente.<br />
Sólo en las noches, por las trochas veredales, un galopar seco y profundo, cual golpes<br />
de un tambor, quebraba el silencio indiferente.<br />
“Ahí vienen Los rurales”, decían los campesinos de las veredas cuando los sentían<br />
pasar. Sólo se oían. Ningún mayordomo se atrevía a correr la cortina de su casa para<br />
verlos aunque fuera en medio del resplandor de sus linternas. Eran algunos de los<br />
amigos de los clubes, de la misa dominical, del deporte compartido. De día eran<br />
ganaderos, comerciantes, agricultores, campesinos o estudiantes, y pasadas las 8 de la<br />
noche enfrentaban su propio temor para salir a recuperar el ganado robado y desterrar<br />
cuatreros. Husmeaban a caballo las temibles estribaciones de San Jerónimo, el brazo<br />
más largo de Nudo del Paramillo. Allí pernoctaba la guerrilla detrás del ganado robado<br />
de sus fincas, que el EPL arriaba hacia el Urabá. Cuando la noche estaba clara, se<br />
distinguían “Los rurales” con las escopetas terciadas sobre sus camisas de algodón,<br />
cubiertos por sombreros de caña flecha, con los que se tapaban sus caras de gente<br />
conocida. Los monterianos empezaban a despertarse. A sacudirse el miedo. A<br />
reaccionar con una osadía que con los años tomó una fuerza incontenible.