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Capítulo 4 - Salvatore Mancuso

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menos la desaparición de capataces de fincas. Qué decir de los despidos sin razón, o de<br />

los entierros de campesinos anónimos. Nada servía para calmar a las guerrillas ni para<br />

romper el temor de la mayoría de los pudientes, la apatía de los políticos, la miseria de<br />

la mayoría, los abusos contra los débiles, la zozobra de los hacendados y la ineficiencia<br />

de la Fuerza Pública ineficiente.<br />

Sólo en las noches, por las trochas veredales, un galopar seco y profundo, cual golpes<br />

de un tambor, quebraba el silencio indiferente.<br />

“Ahí vienen Los rurales”, decían los campesinos de las veredas cuando los sentían<br />

pasar. Sólo se oían. Ningún mayordomo se atrevía a correr la cortina de su casa para<br />

verlos aunque fuera en medio del resplandor de sus linternas. Eran algunos de los<br />

amigos de los clubes, de la misa dominical, del deporte compartido. De día eran<br />

ganaderos, comerciantes, agricultores, campesinos o estudiantes, y pasadas las 8 de la<br />

noche enfrentaban su propio temor para salir a recuperar el ganado robado y desterrar<br />

cuatreros. Husmeaban a caballo las temibles estribaciones de San Jerónimo, el brazo<br />

más largo de Nudo del Paramillo. Allí pernoctaba la guerrilla detrás del ganado robado<br />

de sus fincas, que el EPL arriaba hacia el Urabá. Cuando la noche estaba clara, se<br />

distinguían “Los rurales” con las escopetas terciadas sobre sus camisas de algodón,<br />

cubiertos por sombreros de caña flecha, con los que se tapaban sus caras de gente<br />

conocida. Los monterianos empezaban a despertarse. A sacudirse el miedo. A<br />

reaccionar con una osadía que con los años tomó una fuerza incontenible.

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