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• EDAD OSCURA: VAMPIRO • - Distrimagen

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no ocultaba su disgusto ante las mujeres, especialmente por aquellas<br />

que tomaban los votos sagrados y mancillaban la pureza de su abadía.<br />

Busqué su nombre en la memoria de Octinellus. La hermana<br />

Genevria, de la Segunda Orden Franciscana. El disgusto de Octinellus<br />

surgió por un momento a la superficie y sentí cómo mis nuevas facciones<br />

se retorcían en un mohín de disgusto. Sorprendido ante la fuerza de sus<br />

emociones, jugueteé con la idea de que se mostrara en mi cara en todo<br />

su esplendor, pero entonces me di cuenta de que los dedos temblorosos<br />

de Genevria tocaban los cordeles de su cintura, y sus labios se movían<br />

en una plegaria. Mi necesidad alcanzó su cima, acabando con los juegos<br />

que había practicado con mi nueva humanidad. Vi que la fe estaba<br />

claramente escrita en su cara. La hermana Genevria creía en la divinidad<br />

sin duda alguna, considerando que los pequeños inconvenientes como<br />

la ira del hermano Octinellus eran un precio pequeño que pagar para<br />

poder cumplir sus obligaciones para con Dios.<br />

Saboreé su fe y la deseé. Me asaltó el pánico por un momento.<br />

¿Qué pasaría si estuviese encerrado en esta forma, incapaz de<br />

revelarme, incapaz de tomar aquello que necesito de los otros<br />

mortales que respiraban y tenían pulso y que me rodeaban y<br />

mancillaban? De repente me di cuenta de lo cansado que me<br />

encontraba en esta carne, y lo mucho que había apurado las insignificantes<br />

reservas que había traído a este cuerpo desde el Abismo. Aun<br />

así, conseguir su fe justificaba el coste inmediato de mi fuerza. Me<br />

acerqué hacia ella, sin saber exactamente cómo sabía hasta dónde<br />

podía llegar, separando la carne de la divinidad. Permití que retrocediera<br />

la forma del hermano Octinellus y que surgiera la radiación<br />

angelical. Genevria no podía saber que la radiación había disminuido,<br />

una pobre burla de mi antigua gloria celestial. Sólo vio desplegarse<br />

desde mis hombros unas alas gris acero de bruma y niebla y una<br />

corona de luz que me rodeaba como la luz del sol iluminaba los bordes<br />

de una nube de tormenta. Cuando me acerqué a ella, mis manos<br />

portaban el fuerte aroma de la lluvia y el amargo regusto del rayo.<br />

La hermana Genevria cayó de rodillas con lágrimas fluyendo de<br />

sus ojos y sus manos ante ella, unidas en oración, y volví a convertirme<br />

en el hermano Octinellus. Genevria rezó, agradeciéndole a Dios el<br />

haberme aparecido ante ella, que necesitaba desesperadamente una<br />

prueba de su fe. Por lo que resultó muy fácil, en medio de su éxtasis<br />

religioso, susurrarle una desapasionada bendición y prometerle milagros<br />

y maravillas si tan sólo me amaba, creía en mí.<br />

—¿Sabes qué soy? —le pregunté a Genevria, acercando su cara<br />

hacia mí con mis dedos temblorosos bajo su puntiaguda barbilla.<br />

Necesitaba que su respuesta fuera la correcta, al igual que necesitaba<br />

que se atase a mí mediante las palabras y la fe.<br />

—¡Un ángel! —exclamó, irradiando una fe que encendió de nuevo<br />

mi voraz necesidad, ese fuego hambriento que suplicaba combustible.<br />

—Sé mi profeta, Genevria —le dije suavemente al oído mientras<br />

me arrodillaba sobre las losas a su lado—. Soy el ángel Athaniel. Di<br />

mi nombre y acudiré a ti. Sé mi profeta y podrás realizar todos los<br />

milagros del Cielo.<br />

Fue increíble que no me quemara los labios al seguir llamándome<br />

ángel, pero lo retorcido de mi mentira, tan cercana a la verdad, le robó<br />

toda la santidad a las palabras. Sus emotivas afirmaciones me agradaron<br />

y me sustentaron, despertando en mi nuevo cuerpo un extraño<br />

sentimiento de nostalgia. Dios se encontraba en los labios de Octinellus,<br />

pero yo llenaba el resto de su ser. Al mirarme la mujer en abyecta<br />

adoración, las lágrimas surcando sus enrojecidas mejillas como lluvia<br />

de verano, sentí calor en mi piel, que mi sangre se aceleraba y un<br />

retumbar en mis oídos que ocultaba todo ruido a mi alrededor y me<br />

obligaba a centrar mi atención en Genevria. La deseaba. Deseaba<br />

agarrar con mis manos, al menos con mis sólidas manos de materia,<br />

sus delicados huesos, enterrar mi nariz en su pelo y recordar una vez<br />

más el amor de Dios; sentir, oler, gustar y tocar. Sí, tocar de nuevo tras<br />

haber estado tanto tiempo hambriento y solo.<br />

6 LA LA DEUDA DEUDA DEL DEL DIABLO<br />

DIABLO<br />

Me asusté ante este arrebato, nuevo y extraño. ¿Realmente era<br />

esto lo que deseaba, tras eones de estar separado de mis pupilos<br />

mortales? Recordé vagamente el amarles, sonriéndoles desde arriba<br />

mientras bailaban bajo mis nubes bendiciéndome por las nutricias<br />

lluvias, pero no podía recordar la sensación concreta o aplicarla a la<br />

suplicante que estaba ante mí. Quizás entonces me di cuenta de la<br />

magnitud del castigo que nos impuso Dios. El aislamiento y la agonía<br />

del Abismo habían tomado nuestro amor y lo habían retorcido hasta<br />

convertirlo de algo puro en esta ardiente lujuria que buscaba su<br />

combustible en la carne humana. Estaba hambriento. ¿Qué podía<br />

hacer sino alimentar las llamas?<br />

Tomé en mis manos las manitas de Genevria. Ella no retrocedió<br />

ante mi mano ampollada; la aceptó con tanta facilidad como lo había<br />

hecho con un ángel oculto en el cuerpo del hermano Octinellus. No<br />

era ninguna tonta, esta querida hija de Dios, sólo una creyente que<br />

había estado demasiado tiempo sin nada que sustentara su fe. Yo<br />

podía entregarle suficiente sustancia como para satisfacer sus anhelos<br />

espirituales, suficientes milagros como para cumplir sus sueños<br />

infantiles de santidad y salvación. Genevria era mi primera, pero más<br />

la seguirían. Podía ver un mar infinito de convicción que se abría ante<br />

mí y yo sólo tenía que mojar en él mis dedos.<br />

—Dios creó a los ángeles, y los ángeles crearon el mundo. —La<br />

voz de Genevria alcanzaba con facilidad a toda la congregación de<br />

monjas y monjes reunidos en los asientos de piedra en un rincón del<br />

jardín. Los devotos hombres y mujeres se removían inquietos en sus<br />

asientos, mirando nerviosamente a su alrededor por si aparecía el<br />

abad. Genevria estaba sin duda blasfemando, pero sus palabras acerca<br />

de ángeles que caminaban entre los hombres eran tan encarecedoras,<br />

tan esperanzadoras, que no podían dejarse de escuchar. Su entusiasmo<br />

ya se había extendido por la abadía, fortaleciendo la fe de<br />

creyentes cansados de una religión sin recompensa.<br />

Querían creer que existía algo divino más allá de los libros y los<br />

himnos. Querían creer en la hueste angelical de Dios, oír el gran batir<br />

de alas que les prometía eternidad y confirmaba las máximas de la<br />

Iglesia. Lo más importante, deseaban que algo volviese a encender en<br />

ellos la apasionada devoción hacia Dios que un día les hizo abandonar<br />

a sus iguales y encerrarse en esa gran fortaleza de piedra y de<br />

adoración. Qué hambre de algo más tenían esos cuervos de Dios<br />

vestidos de negro, musitando sus cansadas Escrituras sin entusiasmo<br />

ni sinceridad. Yo podía acrecentar su hambre mientras saciaba la mía.<br />

Les deseaba a todos y cada uno de ellos, y anhelaba su devoción, sus<br />

caras llenas de entusiasmo y la promesa de maravillas aún por cumplir.<br />

Observé a Genevria desde lejos, admirando su habilidosa manipulación<br />

de la multitud y su obediente remedo de mis palabras.<br />

Encontré más efectivo el decirle a mi discípula todo lo posible de la<br />

verdad, ocultando las semillas del engaño en los axiomas familiares<br />

del Cristianismo. Su voz continuaba y continuaba, suavizando las<br />

líneas de preocupación de los rostros y aliviando el peso de los<br />

hombros cargados. Desde el otro lado del jardín me llegó el primer<br />

suave hálito de adulación de los prosélitos congregados, pequeños<br />

zafiros de fe virgen aún no puesta a prueba por el tiempo ni<br />

confrontada con la amarga realidad. Inhalé el dulce perfume de la<br />

creencia de mis nuevos devotos, ciegas criaturas que concentraban su<br />

atención en la encantadora monja y en sus fanáticos discursos, sin<br />

darse cuenta de que la fuente de su celo les observaba desde mucho<br />

más cerca de lo que Dios nunca estuvo. Genevria narró hermosas<br />

historias del Cielo, los ángeles y la salvación, creadas por ella en su<br />

mayor parte. Yo tenía poco que contarle sobre el Cielo, ocultando mis<br />

escasos recuerdos con un velo de misterio, que ella aceptó sin dudas<br />

por provenir de su propio angélico mensajero de Dios. Al observarla<br />

desgranando sus bellas mentiras, que ella creía totalmente ciertas, me<br />

recorrió un desagradable escalofrío. Mi piel se tensó como si estuviera

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