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• EDAD OSCURA: VAMPIRO • - Distrimagen

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en una corriente de aire frío y no me pude relajar, ni siquiera en la<br />

dorada calidez de la voz de Genevria.<br />

—Y Athaniel, ángel de las tormentas, trajo la lluvia a la sedienta<br />

tierra —vibraron sus palabras, elevándose en el aire mientras alzaba<br />

sus blancas manos al cielo, echando hacia atrás la cabeza y cerrando<br />

los ojos. Miré a las pesadas nubes sobre mi cabeza, maduras y llenas<br />

de potencial, que esperaban mis órdenes. Alzando mis propios brazos<br />

al cielo, llamé al expectante rayo para que se desplegara en un arco<br />

cruzando la nube. Una fina lluvia cayó sobre mi profetisa. Incluso<br />

Genevria pareció sorprendida cuando las primeras frías gotas de lluvia<br />

golpearon su inmóvil rostro, y una ola de fe surgió de la multitud.<br />

—Loor a Athaniel —gritó Genevria—. ¡Loor al bendito ángel de Dios!<br />

—Los monjes y las monjas del jardín, con las vestiduras brillantes por las<br />

gotas de lluvia, elevaron sus voces y se unieron a ella en su adoración.<br />

—¡Loor a Athaniel, ángel de las tormentas!<br />

Una vez encendida, la fe cobra vida. Genevria sembró las semillas<br />

de una creencia que creció y se expandió como las vidas en el Edén,<br />

cubriendo toda la abadía antes de que me diera cuenta de lo lejos que<br />

había llegado mi alcance. Oí como empezaba un canto en el patio de<br />

la abadía. Genevria no podía entender su propia reluctancia a dirigir<br />

las devociones dentro del santuario y aceptó agradecida mi orden de<br />

que los servicios de adoración deberían realizarse bajo el cielo abierto,<br />

donde todos podrían recibir la bendita lluvia en el caso de que me<br />

dignara a ofrecerla. Nunca atendía a sus homilías, sino que visitaba la<br />

biblioteca o me dedicaba a recorrer una y otra vez los pasillos. El<br />

hermano Micchele se apresuró, haciendo una pausa cuando me vio.<br />

—Hermano Octinellus —exclamó, sin aliento, el joven—, ¿venís<br />

a la Misa del Ángel?<br />

Negué con la cabeza y él se apresuró hacia el patio. Al irse<br />

incrementando la actividad en la abadía, cada vez pasaba menos<br />

tiempo entre los oros hermanos, prefiriendo la calma relativa de la<br />

biblioteca. Mi cuerpo mortal demostró ser una vestimenta cada vez<br />

más incómoda. Apenas dejaba mi celda. Sentía la necesidad de la<br />

sutileza y el secretismo, la continua necesidad de ocultar la verdad de<br />

mi forma humana, que se hacía cada vez más difícil al ceñirse cada vez<br />

más mi piel sobre mis huesos. Sólo la hermana Genevria sabía la<br />

conexión entre el hermano Octinellus y Athaniel de las Tormentas,<br />

como me llamaba mi cada vez mayor congregación de acólitos, y a<br />

menudo descansaba en ella para los detalles de mi adoración. Sólo<br />

desplegaba mis alas para Genevria, quien me correspondía con su<br />

total devoción en espíritu, mente y cuerpo. A pesar de que su fe<br />

siempre creciente la cubría como un halo de bruma, y a pesar de mi<br />

sed, bebía poco de ella. Lo poco que me atrevía a tomar lo saboreaba<br />

como el buen vino dulce que los miembros de mi culto rebajaban con<br />

agua de lluvia antes de beberlo en mi nombre.<br />

Tras las desnudas paredes de mi celda, podía oír a mis suplicantes<br />

llamándome. Respiré profundamente, llenando mis pulmones con las<br />

plegarias susurradas y con las vaharadas de incienso que llegaban<br />

desde el patio. Aunque saboreaba la fe en el aire, me seguía sintiendo<br />

constreñido, atado por esta carne que parecía estrecharse y encoger.<br />

La parpadeante llama del hambre persistía y luché por satisfacer mi<br />

creciente deseo, para detener el desgaste de mi cuerpo. Necesitaba<br />

más. Necesitaba que rezasen hasta que el viento de su aliento se<br />

convirtiera en el viento de mi tormenta, una tormenta que borraría<br />

para siempre la apatía de esta abadía.<br />

Necesitaba un milagro.<br />

Como de costumbre, la hermana Genevria acudió a mí después<br />

de su sermón, el rostro enrojecido en la pálida luz del atardecer.<br />

Intenté contener la sonrisa que quería aflorar ante su aspecto,<br />

mostrando un gesto sombrío mientras ella citaba el número de<br />

asistentes y el tributo de los pueblos de alrededor. No comenté nada<br />

hasta que ella comenzó a preocuparse.<br />

—¿Athaniel? —me preguntó, sus ojos tensos y preocupados. Me<br />

volví hacia ella, haciendo que me rodeara una destellante aura de<br />

rayos anaranjados. Genevria retrocedió con los ojos como platos, pero<br />

incluso en su miedo pude saborear su fe renovada.<br />

—¿Nos hemos convertido en algo tan familiar, hermana Genevria?<br />

—demandé, mi voz como un suave trueno. Con el pánico brillando en<br />

sus ojos, se aplastó contra el muro—. ¿Os habéis vuelto tan complacientes<br />

en mi adoración? —Di un paso hacia ella con cada frase.<br />

—¡No, Athaniel! —sollozó Genevria—. ¡No, nunca!<br />

—¿Crees que invocas la lluvia, que las tormentas te obedecen? —<br />

Desplegué por completo mis alas, cubriéndola con toda su gloria<br />

oscura mientras ella se agazapaba contra la rugosa pared. Mis palabras<br />

vibraban a través de la piedra—. ¿Aceptarás la segunda revelación?<br />

—¡Sí! —sollozó, encogiéndose en una esquina de la habitación.<br />

Fuera, el cielo rugía y los rayos crepitaban.<br />

—¿Soportarás la tormenta que se avecina? ¿Tienes fe?<br />

—¡Sí, sí, sí! —gimió, dirigiéndose hacia mí en una súplica desesperada<br />

y en horrorizada confusión. El cielo se calmó y quedó en silencio.<br />

—Entonces extiende el relato de mi milagro —susurré en el<br />

repentino silencio—. Te encuentro digna de sangrar por tu fe. —La<br />

besé en la frente y me introduje en su ser, llenándola y recomponiéndola.<br />

Se abrieron llagas en las palmas de sus manos, que se llenaron<br />

de sangre—. Acude a mi grey, Genevria. Diles que difundan mi<br />

nombre como cae la lluvia sobre la buena tierra. Diles que recen.<br />

Salió de la habitación, salpicando mi suelo con gotas rojas, rubíes<br />

de su devoción. Me dejé caer sobre mi camastro, hambriento y<br />

exhausto, y esperé a que la marea de fe me cubriera.<br />

Mis devotos abarrotaban el patio en cada misa y Genevria añadió<br />

nuevos devocionales. El milagro de sus estigmas atrajo tanto a las masas<br />

de curiosos como a multitud de reverentes. La fe me envolvía como un<br />

torrente, y aún quería más. Los hermosos rasgos de Genevria comenzaron<br />

a palidecer y a marchitarse bajo el estrés de los constantes sermones<br />

y las heridas de su devoción. Temiendo volver a caer en el pecado del<br />

orgullo, y, por ende, descontentarme, acudía a mí cada tarde para<br />

confesar sus pecados. Los susurrantes vestigios del hermano Octinellus<br />

sentían piedad por ella y yo veía cómo el exceso de trabajo amenazaba<br />

con destruir a mi profetisa elegida. Genevria necesitaba ayuda para<br />

expandir la adoración a mi persona, y yo necesitaba la añadida<br />

seguridad de que mi palabra podía transmitirse de dos formas a la vez.<br />

Desde que me envolví en carne sólo me había revelado a un único<br />

mortal, Genevria. Ahora escogí a un segundo. El hermano Graciano, un<br />

talentoso pintor de iconos y frescos, demostró ser la elección natural.<br />

Manifestaba abiertamente sus creencias, por lo que no necesitaba<br />

convertirse, sino tan sólo un pequeño despliegue de divinidad para<br />

cristalizar su fe. Ahora que mi nombre salía de todas las bocas de la<br />

abadía, podía permitirme realizar un portentoso despliegue. Necesitaba<br />

descansar, aunque fuera temporalmente, de la decadente celda humana<br />

en la que voluntariamente me había encerrado. Cuando mis alas de<br />

tormenta se desplegaron a través de su cielo, Graciano se llenó de placer<br />

y casi de inmediato fue a buscar sus pinceles.<br />

Tras jurarle devoción eterna al ángel Athaniel, el hermano Graciano<br />

dejó de pintar iconos de Cristo y de la Virgen Bendita. Sólo pintaba<br />

ángeles, sus resplandecientes alas delineadas sobre nubes de tormenta.<br />

Estos nuevos iconos traslucían divinidad, la imagen de la perfección<br />

divina, y aquellos que los contemplaban sentían estremecerse sus almas.<br />

Muchos pares de manos abrazaron fuerte estos iconos al apresurarse<br />

tanto monjes como monjas en sus recién establecidos devocionales, sus<br />

rostros mostrando un espíritu fervoroso. Cuando vi uno de ellos en<br />

manos del abad, supe que la abadía me pertenecía al completo.<br />

Genevria se entregó únicamente a los sermones, dejando el<br />

proselitismo en manos de Graciano. Ella dirigía las corrientes de las<br />

creencias, la figura central de mi culto, el ojo en la tormenta. Día y<br />

PRELUDIO PRELUDIO<br />

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