Maldoror Ediciones
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ma tan pronto como me vio dirigiéndome una sarta<br />
de confusas palabras. De aquel guirigay sólo comprendí<br />
que madame Lotze no había visto mi mensaje<br />
y entró en mi habitación para preparar mi cama,<br />
como lo hacía cada tarde. Fue allí, sobre la sábana,<br />
donde descubrió a la infausta culebra enrollada<br />
sobre sí misma. Le entró tanto miedo que estuvo a<br />
punto de sufrir un ataque. Entonces pidió ayuda:<br />
acudió el marido de la arpía, el alfarero, y aplastó<br />
el reptil. Pude ver sus pobres restos que aún estaban<br />
allí, como un tubo de caucho destrozado, en el<br />
cubo de la basura. Madame Lotze debió guardar<br />
cama con una bolsa de agua. Todo aquéllo me<br />
resultó muy penoso. Por la noche escribí una carta<br />
de excusas verdaderamente sincera a mi patrona y<br />
me disculpé de todo aquéllo de lo que ya era demasiado<br />
tarde para disculparse. Pude ver, a la mañana<br />
siguiente, por el comportamiento taciturno de la<br />
anciana y la hosca expresión de su rostro, que, verdaderamente,<br />
no había conseguido calmarla. Nuestras<br />
naturalezas se habían vuelto extrañas una para<br />
la otra.<br />
Otro lamentable incidente nos enemistó de manera<br />
definitiva. Mi destino quería, al parecer, que causase<br />
una vez más un grave perjuicio a la vieja<br />
dama. Aquel año, el otoño había comenzado pronto.<br />
Hacía frío y, como mi grande y suntuosa estufa<br />
de loza multicolor calentaba mal, se me prestó provisionalmente<br />
una pequeña estufa de petróleo. Una<br />
tarde invité a mi amigo. Mientras tomábamos el té,<br />
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