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Chuang-Tzu, un contraveneno

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<strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong>, <strong>un</strong> <strong>contraveneno</strong><br />

Vida de poeta<br />

Octavio Paz<br />

Durante su existencia, el gran escritor mexicano Octavio Paz, recientemente fallecido, se<br />

ocupó de dif<strong>un</strong>dir a los autores que admiraba. Como poeta recreaba la obra de otros poetas<br />

y les inf<strong>un</strong>día nueva vida. En su homenaje se publica <strong>un</strong>o de sus textos en el que presenta al<br />

pensador chino <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong>. Además, el lector encontrará la traducción, hecha por Paz, de<br />

alg<strong>un</strong>os de los apólogos de su colega oriental.<br />

EN 1957 hice alg<strong>un</strong>as traducciones de breves textos de clásicos chinos. El formidable<br />

obstáculo de la lengua no me detuvo y, sin respeto por la filología, traduje del inglés y del<br />

francés. Me pareció que esos textos debían traducirse al español no sólo por su belleza -<br />

construcciones a <strong>un</strong> tiempo geométricas y aéreas, fantasías templadas siempre por <strong>un</strong>a<br />

sonrisa irónica- sino también para compartir el placer que había experimentado al leerlos.<br />

Los publiqué, ese mismo año, en "México en la cultura", el suplemento literario de<br />

Novedades que dirigía Fernando Benítez. Más tarde re<strong>un</strong>í esos apólogos y cortos ensayos -<br />

alg<strong>un</strong>os muy cerca de lo que llamamos "poema en prosa"- en Versiones y diversiones<br />

(1974), bajo <strong>un</strong> título adrede ambiguo: "Trazos". Excluí únicamente los fragmentos de<br />

<strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong>. Ahora los recojo. Creo que <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong> no sólo es <strong>un</strong> filósofo notable sino <strong>un</strong><br />

gran poeta. Es el maestro de la paradoja y del humor, puentes colgantes entre el concepto y<br />

la iluminación sin palabras.<br />

Poco o nada se sabe de <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong>, salvo las anécdotas, discursos y ensayos que aparecen<br />

en su libro (que ostenta también el nombre de su autor). <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong> vivió a mediados del<br />

siglo IV antes de Cristo, en <strong>un</strong>a época de intensa actividad intelectual y de gran<br />

inestabilidad política. Como en el caso de las repúblicas italianas del Renacimiento o de las<br />

ciudades griegas de la época clásica, las querellas que dividían a los príncipes y a los<br />

pequeños Estados corrían parejas con la fec<strong>un</strong>didad de los espíritus y con la originalidad y<br />

valentía de la especulación. A grandes males, grandes remedios. Un poco más tarde los<br />

Ch'n (249-206 a. C.) <strong>un</strong>ificaron al país y f<strong>un</strong>daron el primer Imperio histórico. Desde<br />

entonces hasta la caída de la última dinastía en nuestro siglo, China vivió de las ideas<br />

inventadas en el período de los Reinos Combatientes.<br />

Durante dos milenios no hizo más que perfeccionarlas, podarlas, extenderlas o adaptarlas a<br />

las condiciones y circ<strong>un</strong>stancias históricas. La filosofía, o mejor: la moral -y mejor aún: la<br />

política- de Confucio (K<strong>un</strong>g-Fu-<strong>Tzu</strong>) y sus grandes sucesores (Mo-<strong>Tzu</strong> o Mencio) fueron el<br />

f<strong>un</strong>damento de la vida social; sus principios regían lo mismo la vida de la ciudad que la de


la familia. Pero la ortodoxia confuciana no dejó de tener rivales; los más poderosos fueron<br />

el taoísmo y, más tarde, el budismo. Ambas tendencias predican la pasividad, la<br />

indiferencia frente al m<strong>un</strong>do, el olvido de los deberes sociales y familiares, la búsqueda de<br />

<strong>un</strong> estado de perfecta beatitud, la disolución del yo en <strong>un</strong>a realidad indecible. A diferencia<br />

del budismo -corriente de fuera- el taoísmo no niega al yo ni a la persona; al contrario, los<br />

afirma ante el Estado, la familia y la sociedad. El taoísmo es <strong>un</strong> "disolvente". No es extraño<br />

que los confucionistas lo viesen como <strong>un</strong>a tendencia antisocial, enemiga de la sociedad y<br />

del Estado. En el taoísmo hay <strong>un</strong>a persistente tonalidad anarquista.<br />

Los padres del taoísmo (Lao-<strong>Tzu</strong> y <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong>) recuerdan a veces a los filósofos<br />

presocráticos; otras, a los cínicos, a los estoicos y a los escépticos. También, ya en la edad<br />

moderna, a Thoreau. Lejos de perderse en las especulaciones metafísicas del budismo, los<br />

taoístas no olvidan n<strong>un</strong>ca al hombre concreto que, para ellos, es el "hombre natural". Sus<br />

emblemas son el pedazo de madera sin tallar y el agua, que adquiere siempre la forma de la<br />

roca o del suelo que la contiene. El hombre natural es dúctil y blando como el agua; como<br />

ella, es transparente. Se le puede ver el fondo y en ese fondo todos pueden verse. El sabio<br />

es el rostro de todos los hombres.<br />

He dividido mi brevísima selección en tres secciones. La primera se refiere a la lógica y a la<br />

dialéctica. La crítica de <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong> a las especulaciones intelectuales de los lógicos<br />

aparece en <strong>un</strong>a serie de apólogos y cuentos en los que el humor se alía al raciocinio.<br />

Muchos entre ellos asumen la forma de <strong>un</strong> diálogo entre Hui-<strong>Tzu</strong>, el intelectual, y <strong>Chuang</strong>-<br />

<strong>Tzu</strong> (o su maestro: Lao-<strong>Tzu</strong>). Ante las sutilezas del dialéctico el sabio verdadero recurre,<br />

sonriente, al conocido método de reductio ad absurdum. En nuestra época erizada de<br />

filosofías y razonamientos cortantes y tajantes (preludio necesario de las atroces<br />

operaciones de cirugía social que hoy ejecutan los políticos, discípulos de los filósofos),<br />

nada más saludable que divulgar <strong>un</strong>os cuantos de estos diálogos llenos de buen sentido y<br />

sabiduría. Estas anécdotas nos enseñan a desconfiar de las quimeras de la razón y, sobre<br />

todo, a tener piedad de los hombres.<br />

La seg<strong>un</strong>da sección está compuesta por fragmentos acerca de la moral. Con mayor encono<br />

aún que a los dialécticos y a los filósofos, <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong> ataca a los moralistas. El arquetipo<br />

del moralista es Confucio. Su moral es la del equilibrio social; su f<strong>un</strong>damento es la<br />

autoridad de los seis libros clásicos, depositarios del saber de <strong>un</strong>a mítica edad de oro en la<br />

que reinaban la virtud y la piedad filial. La virtud (jen) era concebida como <strong>un</strong> compuesto<br />

de benevolencia, rectitud y justicia, encarnación del culto al Emperador y a los antepasados.<br />

La acción del sabio, esencialmente política, consistía en preservar la herencia del pasado y,<br />

así, mantener el equilibrio social. Éste, a su vez, no era sino el reflejo del orden cósmico.<br />

Cosmología política. Nosotros, en lengua española, tenemos <strong>un</strong>a palabra que quizá dé cierta<br />

idea del término chino: "hidalguía". La hidalguía está f<strong>un</strong>dada en la lealtad a ciertos<br />

principios tradicionales: fidelidad al señor, dignidad personal (el hidalgo es el rey de su<br />

casa) y la honra. Todo esto hace de la hidalguía <strong>un</strong>a virtud social. Pero el hidalgo es <strong>un</strong><br />

caballero; venera el pasado pero no ve en él <strong>un</strong> principio cósmico ni <strong>un</strong> orden f<strong>un</strong>dado en el<br />

movimiento de la naturaleza. El discípulo de Confucio es <strong>un</strong> mandarín: <strong>un</strong> letrado, <strong>un</strong><br />

f<strong>un</strong>cionario y <strong>un</strong> padre de familia.


El carácter utilitario y conservador de la filosofía de Confucio, su respeto supersticioso por<br />

los libros clásicos, su culto a la ley y, sobre todo, su moral hecha de premios y castigos,<br />

eran tendencias que no podían sino inspirar repugnancia a <strong>un</strong> filósofo-poeta como <strong>Chuang</strong>-<br />

<strong>Tzu</strong>. Su crítica a la moral fue también <strong>un</strong>a crítica al Estado y a lo que comúnmente se llama<br />

bien y mal. Cuando los virtuosos -es decir: los filósofos, los que creen que saben lo que es<br />

bueno y lo que es malo-, toman el poder, instauran la tiranía más insoportable: la de los<br />

justos. El reino de los filósofos, nos dice <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong>, se transforma fatalmente en<br />

despotismo y terror. En nombre de la virtud se castiga; esos castigos son cada vez más<br />

crueles y abarcan a mayor número de personas, porque la naturaleza humana -rebelde a<br />

todo sistema- no puede n<strong>un</strong>ca conformar a la rigidez geométrica de los conceptos. Frente a<br />

esa sociedad de justos y criminales, de leyes y castigos, <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong> postula <strong>un</strong>a<br />

com<strong>un</strong>idad de ermitaños y de gente sencilla. La sociedad ideal, para él, es <strong>un</strong>a sociedad de<br />

sabios rústicos. En ella no hay gobierno ni trib<strong>un</strong>ales ni técnica; nadie ha leído <strong>un</strong> libro;<br />

nadie quiere ganar más de lo necesario; nadie teme a la muerte porque nadie le pide nada a<br />

la vida. La ley del cielo, la ley natural, rige a los hombres como rige la ronda de las<br />

estaciones. Así, el arquetipo de los taoístas es el mismo de los confucianos: el orden<br />

cósmico, la naturaleza y sus cambios recurrentes. Sin embargo, lo mismo en el dominio de<br />

la política y la moral que en el de las ideas, su oposición es irreductible. La sociedad de<br />

Confucio, imperfecta como todo lo humano, se realizó y se convirtió en el ideario y el<br />

patrón ideal de <strong>un</strong> Imperio que duró dos mil años. La sociedad de Lao-<strong>Tzu</strong> y de <strong>Chuang</strong>-<br />

<strong>Tzu</strong> es irrealizable pero la crítica que los dos hacen a la civilización merece nuestra<br />

simpatía. Nuestra época ama el poder, adora el éxito, la fama, la eficacia, la utilidad y<br />

sacrifica todo a esos ídolos. Es consolador saber que, hace dos mil años, alguien predicaba<br />

lo contrario: la oscuridad, la inseguridad y la ignorancia, es decir, la sabiduría y no el<br />

conocimiento.<br />

En la tercera sección he procurado agrupar alg<strong>un</strong>os textos sobre lo que podría llamarse el<br />

hombre perfecto. El sabio, el santo, es aquel que está en relación -en contacto, en el sentido<br />

directo del término- con los poderes naturales. El sabio obra milagros porque es <strong>un</strong> ser en<br />

estado natural y sólo la naturaleza es hacedora de milagros. Pero mejor será cederle la<br />

palabra a <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong>.<br />

Por Octavio Paz<br />

México<br />

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Sobre la sabiduría<br />

------------------------------------------------------------------------<br />

Volver al p<strong>un</strong>to de partida


Cansados de buscar en vano, ¿no deberíamos moler nuestras sutilezas en el Mortero<br />

Celeste, olvidar nuestras disquisiciones sobre la eternidad y vivir en paz los días que nos<br />

quedan? ¿Y qué quiere decir moler nuestras sutilezas en el Mortero divino? Aniquilar las<br />

diferencias entre ser y no ser, entre esto y aquello. Olvido, olvido... ser y no ser, esto y<br />

aquello, son partículas desprendidas del infinito y volverán a f<strong>un</strong>dirse en el infinito.<br />

La tortuga sagrada<br />

<strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong> paseaba por las orillas del río Pu. El rey de Chou envió a dos altos<br />

f<strong>un</strong>cionarios con la misión de proponerle el cargo de Primer Ministro. La caña entre las<br />

manos y los ojos fijos en el sedal, <strong>Chuang</strong>-<strong>Tzu</strong> respondió: "Me han dicho que en Chou<br />

veneran <strong>un</strong>a tortuga sagrada, que murió hace tres mil años. Los reyes conservan sus restos<br />

en el altar familiar, en <strong>un</strong>a caja cubierta con <strong>un</strong> paño. Si el día que pescaron a la tortuga le<br />

hubiesen dado la posibilidad de elegir entre morir y ver sus huesos adorados por siglos o<br />

seguir viviendo con la cola enterrada en el lodo, ¿qué habría escogido?" Los f<strong>un</strong>cionarios<br />

repusieron: "Vivir con la cola en el lodo". "Pues ésa es mi respuesta: prefiero que me dejen<br />

aquí, con la cola en el lodo, pero vivo".<br />

Los cerrojos y los ladrones<br />

Para protegernos de los malhechores que abren las arcas, escudriñan los cajones y hacen<br />

saltar las cerraduras de los cofres, la gente acostumbra reforzar con toda clase de nudos y<br />

cerrojos los muebles que guardan sus bienes. El m<strong>un</strong>do aprueba estas precauciones, que le<br />

parecen muestra de cordura. Pero de pronto se presentan <strong>un</strong>os ladrones. Si lo son realmente,<br />

en <strong>un</strong> abrir y cerrar de ojos desatarán los nudos, abrirán los cerrojos y, si es necesario,<br />

cargarán con las cajas sirviéndose para ello de las cuerdas y nudos de que están provistas.<br />

En verdad, los propietarios ahorran a los ladrones el trabajo de empacar los objetos.<br />

No es exagerado afirmar que todo lo que llamamos "cordura" no es sino empacar para los<br />

ladrones". Y lo que llamamos "virtud", acumular botines para los malhechores. ¿Por qué<br />

digo esto? A lo largo y a lo ancho del país de Chi (<strong>un</strong> territorio tan poblado que el mero<br />

cacareo de los gallos y el ladrido de los perros en <strong>un</strong> pueblo se oye en el de j<strong>un</strong>to), entre<br />

pescadores, campesinos, cazadores y artesanos, en santuarios y cementerios, prefecturas y<br />

palacios, en ciudades, poblados, distritos, barrios, calles y casas particulares... en fin, en<br />

todo el reino, veneradas por todos sus habitantes, imperaban las leyes de los Reyes<br />

Antiguos. Sin embargo, en menos de veinticuatro horas Tien-Ch'eng <strong>Tzu</strong> asesinó al<br />

príncipe de Chi y se apoderó de su reino. Y no sólo de su reino, sino también de las leyes y<br />

artes de gobierno de los sabios de antaño, que habían inspirado a los soberanos legítimos de<br />

Chi. Es verdad que la historia llama a Tien-Ch'eng <strong>Tzu</strong> usurpador y asesino; pero mientras<br />

vivió fue respetado como el virtuoso Tsen y el benévolo Sh<strong>un</strong>. Los pequeños reinos no se<br />

atrevieron a criticarlo, ni los grandes a castigarlo. Durante doce generaciones sus<br />

descendientes conservaron entre sus manos la tierra de Chi...<br />

Causalidad<br />

La Penumbra le dijo a la Sombra: "A ratos te mueves, otros te quedas quieta. Una vez te<br />

acuestas, otra te levantas. ¿Por qué eres tan cambiante?". "Dependo", dijo la sombra, "de


algo que me lleva de aquí para allá. Y ese algo a su vez depende de otro algo que lo obliga<br />

a moverse o a quedarse inmóvil. Como los anillos de la serpiente, o las alas del pájaro, que<br />

no se arrastran ni vuelan por vol<strong>un</strong>tad propia, así yo. ¿Cómo quieres que responda a tu<br />

preg<strong>un</strong>ta?".<br />

Por <strong>Chuang</strong>- <strong>Tzu</strong><br />

Traducción de Octavio Paz<br />

(c) Copyright 1998<br />

La Nación On Line<br />

All rights reserved<br />

xXXXXXXXXXXXXXXXX<br />

Anticipo<br />

Me preg<strong>un</strong>to qué ha sido de Sally<br />

La luz del sol sobre las piedras, de Hopper<br />

La ternura, la nostalgia y la mirada poética del autor de El vino del estío resurgen en su<br />

nuevo libro de cuentos, A ciegas (Emecé), poblado de personajes conmovedores y<br />

cautivantes.


ALGUIEN empezó a tocar el piano de teclas amarillas, otro comenzó a cantar y yo, el<br />

tercero, me enfrasqué en <strong>un</strong> mar de pensamientos. La letra de la canción estaba imbuida de<br />

<strong>un</strong> espíritu lento, dulce y triste.<br />

Comencé a tararearla, puesto que recordaba algo de la letra.<br />

El Sol dejó de iluminar nuestro callejón<br />

El día en que Sally partió.<br />

-Yo conocí a <strong>un</strong>a Sally -dije.<br />

-No me diga -contestó el dueño del bar, sin mirarme.<br />

-Sí. Fue mi primera novia. Como la letra de esa canción, me preg<strong>un</strong>to qué habrá sido de<br />

ella. ¿Dónde estará hoy? Lo único que <strong>un</strong>o puede desear es que sea feliz, que esté casada,<br />

tenga cinco hijos y <strong>un</strong> marido que no llegue tarde más de <strong>un</strong>a vez por semana y que<br />

recuerde, o no, la fecha de su cumpleaños, como ella prefiera.<br />

-¿Por qué no la busca? -preg<strong>un</strong>tó el dueño del bar, que seguía sin mirarme, mientras<br />

lustraba <strong>un</strong>a copa.<br />

Bebí lentamente.<br />

Dondequiera que haya ido,<br />

Dondequiera que esté,<br />

Si nadie la quiere ahora<br />

Entonces, la quiero yo.<br />

La gente re<strong>un</strong>ida alrededor del piano daba fin a la canción, mientras yo escuchaba, con los<br />

ojos cerrados.<br />

Me preg<strong>un</strong>to qué ha sido de Sally,<br />

Aquella amiga de otros tiempos<br />

El piano se interrumpió con <strong>un</strong>a explosión de risas y voces calladas.<br />

Apoyé el vaso vacío en el mostrador, abrí los ojos y lo contemplé por <strong>un</strong> instante.<br />

-¿Sabes <strong>un</strong>a cosa? -le dije al dueño del bar-. Acabas de darme <strong>un</strong>a gran idea...


"¿Por dónde empiezo?", pensé en cuanto salí al encuentro de la lluvia y del viento frío de la<br />

calle, de la noche que se aproximaba, de los autos y de los ómnibus que pasaban y del<br />

m<strong>un</strong>do que acababa de despertar con tanto ruido. "Mejor dicho, ¿empiezo o no?".<br />

-¿Por qué no la busca? -preg<strong>un</strong>tó el dueño del bar, que seguía sin mirarme, mientras<br />

lustraba <strong>un</strong>a copa.<br />

Bebí lentamente.<br />

Dondequiera que haya ido,<br />

Dondequiera que esté,<br />

Si nadie la quiere ahora<br />

Entonces, la quiero yo.<br />

La gente re<strong>un</strong>ida alrededor del piano daba fin a la canción, mientras yo escuchaba, con los<br />

ojos cerrados.<br />

Me preg<strong>un</strong>to qué ha sido de Sally,<br />

Aquella amiga de otros tiempos<br />

El piano se interrumpe con <strong>un</strong>a explosión de risas y voces calladas.<br />

Apoyé el vaso vacío en el mostrador, abrí los ojos y lo contemplé por <strong>un</strong> instante.<br />

-¿Sabes <strong>un</strong>a cosa? -le dije al dueño del bar-. Acabas de darme <strong>un</strong>a gran idea...<br />

"¿Por dónde empiezo?", pensé en cuanto salí al encuentro de la lluvia y del viento frío de la<br />

calle, de la noche que se aproximaba, de los autos y los ómnibus que pasaban y del m<strong>un</strong>do<br />

que acababa de despertar con tanto ruido. "Mejor dicho, ¿empiezo o no?".<br />

Se me habían ocurrido varias veces ideas semejantes; en realidad, se me ocurrían todo el<br />

tiempo. Los domingos, cuando dormía hasta pasado el mediodía, me despertaba con la<br />

sensación de que había oído que alguien lloraba y después encontraba lágrimas en mi rostro<br />

y me preg<strong>un</strong>taba qué año era y a veces tenía que levantarme y buscar <strong>un</strong> calendario para<br />

estar seguro. Durante esos domingos sentía que afuera de la casa había mucha neblina y me<br />

asaltaba la necesidad de abrir la puerta para asegurarme de que el sol aún brillaba sobre el<br />

jardín. No podía controlar esas sensaciones. Las sentía cuando estaba semidormido, cuando<br />

el pasado me envolvía en <strong>un</strong> abrazo y la luz tenía <strong>un</strong> reflejo distinto. Una vez, en <strong>un</strong><br />

domingo así, llamé al otro extremo de los Estados Unidos a <strong>un</strong> viejo compañero de colegio,<br />

Bob Hartmann. Se alegró de oír mi voz, o al menos eso fue lo que dijo, y hablamos durante<br />

media hora. Fue <strong>un</strong>a charla agradable, colmada de promesas. Pero n<strong>un</strong>ca llegamos a<br />

encontrarnos, como habíamos acordado. Al año siguiente, cuando él vino de visita a la<br />

ciudad, yo ya estaba con otro ánimo. Pero así son las cosas. Cálidas y dulces en <strong>un</strong><br />

momento dado y <strong>un</strong> seg<strong>un</strong>do después, exactamente a la inversa.


Pero ahora, parado en la puerta del Bar de Mike, pasé revista a las actuales circ<strong>un</strong>stancias<br />

con ayuda de los dedos: primero, mi esposa estaba lejos, visitando su pueblo natal;<br />

seg<strong>un</strong>do, hoy era viernes y tenía todo el fin de semana por delante; tercero, recordaba muy<br />

bien a Sally, a<strong>un</strong>que fuese el único que lo hiciera; cuarto, de alg<strong>un</strong>a manera quería saludarla<br />

y preg<strong>un</strong>tarle cómo marchaban sus cosas; quinto, ¿por qué carajo no comenzaba la<br />

búsqueda de <strong>un</strong>a vez por todas?<br />

Y así fue como me puse en marcha.<br />

Busqué en la guía telefónica y repasé todas las listas. Sally Ames. Ames, Ames. Revisé<br />

todos los nombres, <strong>un</strong>o por <strong>un</strong>o. Claro. Estaba casada. Eso era lo malo de las mujeres: <strong>un</strong>a<br />

vez que se casan, adoptan alias, se desvanecen en los confines de la Tierra y se pierden para<br />

siempre sin dejar rastros.<br />

Entonces pensé en contactar a sus padres.<br />

No figuraban en guía. O se mudaron o murieron.<br />

¿Y sus amigos que alg<strong>un</strong>a vez habían sido también amigos míos? Joan no sé cuánto. Bob<br />

no me acuerdo. Pasé las páginas <strong>un</strong>a y otra vez hasta que recordé a alguien llamado Tom<br />

Welles.<br />

Encontré a Tom en la guía y lo llamé.<br />

-¿Es verdad? ¿Eres tú, Charlie? No puedo creerlo. Ven a verme. ¿Qué hay de nuevo, viejo?<br />

Increíble. Hace años que no nos vemos. ¿Por qué...?<br />

Le expliqué por qué lo llamaba.<br />

-¿Sally? Hace años que no la veo. Supe que te está yendo muy bien en la vida, Charlie. Que<br />

ganas <strong>un</strong> sueldo de cinco cifras. Excelente para <strong>un</strong> muchacho que se crió al otro lado de las<br />

vías. En realidad, n<strong>un</strong>ca hubo ning<strong>un</strong>a vía; sólo <strong>un</strong>a línea invisible que nadie veía pero<br />

todos sentíamos.<br />

-¿Cuándo podemos vernos, Charlie?<br />

-Te llamo <strong>un</strong>o de estos días.<br />

-Era muy dulce, Sally. Le hablé de ella a mi mujer. Qué ojos tenía. Y <strong>un</strong> color de pelo que<br />

no se logra con ning<strong>un</strong>a tintura. Y...<br />

Mientras Tom hablaba sin parar, muchas cosas volvieron a mi mente. Por ejemplo, el modo<br />

en que ella escuchaba o hacía que escuchaba toda mi charla grandilocuente sobre el futuro.<br />

De pronto tuve la sensación de que ella n<strong>un</strong>ca habló, que yo n<strong>un</strong>ca se lo permití. Con el<br />

sublime y estúpido egocentrismo de todo joven, me dedicaba a llenar las noches y los días<br />

construyendo el mañana y derrumbándolo para volver a edificarlo ante ella. Al mirar hacia<br />

atrás, me sentí incómodo conmigo mismo. Y luego recordé cómo sus ojos se encendían y


sus mejillas se arrebataban con cada <strong>un</strong>a de mis palabras, como si todos mis discursos<br />

merecieran su tiempo, dedicación y esfuerzo. Pero a pesar de toda mi charla, no recordaba<br />

haberle dicho jamás que la quería. Tendría que haberlo dicho. N<strong>un</strong>ca la toqué, más allá de<br />

tomarle la mano, y jamás le di <strong>un</strong> beso siquiera. Eso me producía <strong>un</strong>a prof<strong>un</strong>da tristeza<br />

ahora. Pero había tenido miedo de que si cometía <strong>un</strong> error, como besarla, ella se disolviera<br />

como la nieve en <strong>un</strong>a noche de verano y desapareciera para siempre. Durante <strong>un</strong> año<br />

salimos j<strong>un</strong>tos y hablamos, o mejor dicho yo hablaba y ella escuchaba. No recordaba por<br />

qué habíamos roto relaciones. De pronto, sin motivo alg<strong>un</strong>o, ella se marchó casi al tiempo<br />

en que terminamos el colegio. Meneé la cabeza con los ojos cerrados.<br />

-¿Recuerdas que quería ser cantante? Tenía <strong>un</strong>a voz hermosa -dijo Tom.<br />

-Sí. Lo recuerdo todo. Hasta pronto.<br />

-Espera <strong>un</strong> minuto... -dijo la voz, pero el auricular del otro lado interrumpió la<br />

com<strong>un</strong>icación.<br />

Regresé al antiguo barrio y caminé por sus alrededores. Entré en los almacenes a preg<strong>un</strong>tar.<br />

Me crucé con alg<strong>un</strong>as personas que había conocido pero que no me recordaban. Por fin<br />

supe algo de ella. Efectivamente, se había casado. No, no sabían exactamente la dirección.<br />

Sí, su apellido de casada era Maretti. A <strong>un</strong>as cuadras por esa calle, o tal vez por la otra.<br />

Busqué en la guía. Eso debería haberme alertado: no tenía teléfono.<br />

Luego, preg<strong>un</strong>tando en distintos almacenes de la zona, conseguí por fin la dirección de los<br />

Maretti. Vivían en el número 407, tercer departamento del cuarto piso, al fondo.<br />

"¿Por qué diablos haces todo esto?", me preg<strong>un</strong>taba mientras subía la escalera y trepaba en<br />

la oscura luz que olía a comida rancia y a polvo. "¿Acaso quieres mostrarle qué bien que te<br />

ha ido?".<br />

"No", me respondí. "Sólo quiero ver a Sally, a alguien que perteneció a mi pasado. Quiero<br />

decirle lo que debería haberle dicho años atrás, que a mi manera, en alg<strong>un</strong>a época, la quise.<br />

N<strong>un</strong>ca se lo dije. Tenía miedo. En cambio, no tengo miedo ahora que ya no importa".<br />

"Eres <strong>un</strong> reverendo tonto", me dije.<br />

"Sí", respondí, "pero ¿acaso no somos todos <strong>un</strong> poco tontos?".<br />

Tuve que parar a descansar en el tercer piso. De pronto, frente al espeso olor de comidas<br />

antiguas, al percibir la susurrante y cercana oscuridad de televisores encendidos a todo<br />

volumen y al grupo de niños distantes que lloraban, sentí el súbito impulso de irme de<br />

aquella casa antes de que fuera demasiado tarde.<br />

"Pero has llegado hasta aquí. No puedes dar marcha atrás ahora. Vamos, adelante", me dije.<br />

"Falta sólo <strong>un</strong> piso".


Lentamente subí los últimos escalones y me detuve frente a <strong>un</strong>a puerta despintada. Detrás,<br />

se oía el movimiento de <strong>un</strong>as personas y la conversación de <strong>un</strong>os niños. Vacilé. "¿Qué le<br />

diría? Hola, Sally, ¿te acuerdas de los viejos tiempos cuando salíamos a andar en bote por<br />

el parque y los árboles estaban verdes y tú eras tan esbelta como <strong>un</strong>a brizna de césped?<br />

¿Recuerdas cuando...?" Pues bien, aquí vamos.<br />

Levanté la mano y llamé a la puerta.<br />

La abrió <strong>un</strong>a mujer: era <strong>un</strong>os diez años mayor que yo, tal vez quince. Llevaba puesto <strong>un</strong><br />

vestido de dos dólares que no le quedaba bien y tenía el pelo cubierto casi por completo de<br />

canas. La grasa se le acumulaba en los sitios más inapropiados de su cuerpo y <strong>un</strong>as líneas le<br />

surcaban las comisuras de sus labios fatigados. Estuve a p<strong>un</strong>to de decir que me había<br />

equivocado de departamento, puesto que estaba buscando a Sally Maretti. Sin embargo, no<br />

dije nada. Sally era <strong>un</strong>os cinco años menor que yo. Pero esa mujer, que se asomaba por la<br />

puerta en la penumbra, era ella. A sus espaldas se alcanzaba a ver <strong>un</strong>a habitación bañada<br />

por <strong>un</strong>a luz mortecina, <strong>un</strong> piso de linóleo, <strong>un</strong>a mesa y <strong>un</strong> par de muebles viejos de color<br />

marrón atestados de objetos varios.<br />

Nos quedamos mirándonos desde la distancia de los veinticinco años transcurridos. ¿Qué<br />

podía decir? "Hola, Sally, estoy de vuelta. Ahora soy <strong>un</strong> hombre próspero, vivo en la otra<br />

zona de la ciudad, tengo <strong>un</strong> buen auto, <strong>un</strong>a buena casa, estoy casado, con hijos que han<br />

egresado del colegio, soy el presidente de <strong>un</strong>a empresa, ¿por qué no te casaste conmigo?<br />

Entonces, no estarías viviendo aquí." Vi cómo sus ojos se clavaron en mi anillo masónico,<br />

en el escudo de mi solapa, en la prolija costura del flamante sombrero que llevaba en la<br />

mano, en mis guantes, en mis zapatos bien lustrados, en mi bronceado de las playas de la<br />

Florida y en mi corbata Bronzini. Por último, sus ojos se posaron en mi rostro. Estaba<br />

esperando a que yo me decidiera por <strong>un</strong>a u otra cosa. Entonces, hice lo correcto.<br />

-Disculpe. Vendo pólizas de seguros.<br />

-Lo siento. No necesito por el momento -respondió.<br />

Mantuvo abierta la puerta por <strong>un</strong> momento, como si estuviese a p<strong>un</strong>to de franquearse.<br />

-Perdóneme por haberla molestado.<br />

-No hay problema.<br />

Miré por encima de su hombro. Me había equivocado. No había cinco niños sino seis en la<br />

mesa del comedor j<strong>un</strong>to a su marido, <strong>un</strong> hombre moreno con el entrecejo fr<strong>un</strong>cido<br />

estampado como <strong>un</strong> rictus permanente sobre su frente.<br />

-¡Cierra la puerta! ¡Hay mucha corriente de aire!<br />

-Buenas noches -dije.<br />

-Buenas noches -contestó ella.


Di <strong>un</strong> paso hacia atrás y ella cerró la puerta, sin dejar de mirarme.<br />

Me volví para salir a la calle.<br />

Acababa de bajar los últimos escalones de piedra marrón cuando oí <strong>un</strong>a voz que me<br />

llamaba a mis espaldas. Era la voz de <strong>un</strong>a mujer. Seguí caminando. La voz volvió a<br />

llamarme, aminoré la marcha pero no me di vuelta. Un instante más tarde, alguien me tomó<br />

del brazo. Sólo entonces me volví.<br />

Era la mujer del departamento 407, con los ojos alterados y la boca jadeante, al borde de las<br />

lágrimas.<br />

-Perdón -comenzó a decir, pero estuvo a p<strong>un</strong>to de echarse atrás. Sin embargo, por fin se<br />

atrevió a continuar: -Lo que le voy a preg<strong>un</strong>tar es <strong>un</strong> poco absurdo. Pero usted, por<br />

casualidad, no es... sé que no es posible... pero ¿usted no es Charlie McGraw?<br />

Dudé mientras sus ojos escudriñaban mi rostro, en busca de algún rasgo familiar oculto<br />

entre tantos años transcurridos.<br />

Mi silencio la hizo sentirse incómoda.<br />

-No, realmente no pensé que pudiera ser...<br />

-Lo siento, pero ¿quién era él?<br />

-Ah. No sé -dijo, bajando la mirada y ahogando <strong>un</strong>a risa-. Tal vez <strong>un</strong> novio que tuve hace<br />

muchos años.<br />

Le tomé la mano y la retuve por <strong>un</strong> momento.<br />

-Ojalá lo hubiera sido. Habríamos tenido mucho de qué conversar.<br />

-Demasiado, seguramente. -Una lágrima rodó por sus mejillas. Dio <strong>un</strong> paso hacia atrás. -Y<br />

bueno, no siempre se puede tenerlo todo.<br />

-No -dije, liberando su mano con mucha suavidad.<br />

Mi suavidad la impulsó a preg<strong>un</strong>tármelo por última vez.<br />

-¿Está seguro de que usted no es Charlie?<br />

-Seguramente ese Charlie fue <strong>un</strong> gran hombre.<br />

-El mejor -contestó ella.<br />

-Bueno, hasta pronto -dije por fin.


-No. Adiós.<br />

Dio media vuelta, corrió hacia las escaleras y subió los escalones con tanta prisa que casi<br />

tropieza. Una vez en lo alto, giró con los ojos relucientes y alzó la mano para saludarme.<br />

Traté de no responder, pero mi mano lo hizo por mí.<br />

Me quedé durante medio minuto como si hubiera echado raíces en la acera antes de<br />

reanudar la marcha. "Dios mío, logré arruinar todos los amores que tuve", pensé.<br />

Llegué al bar justo cuando faltaba poco para que cerrara. El pianista, por alg<strong>un</strong>a misteriosa<br />

razón, tal vez por no querer volver a su casa, aún estaba allí.<br />

Después de dos vueltas de coñac y con <strong>un</strong> vaso de cerveza en la mano, le dije: -Haz lo que<br />

quieras, pero no toques ese tema que dice "dondequiera que haya ido, dondequiera que esté,<br />

si nadie la quiere ahora, entonces la quiero yo...".<br />

-¿Cuál era esa canción? -preg<strong>un</strong>tó el pianista, con las manos en el teclado.<br />

-Una acerca de <strong>un</strong>a tal... ¿cómo se llamaba?... Ah, sí. Sally.<br />

Por Ray Bradbury

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