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Capítulo 12 - Salvatore Mancuso

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atentados del 11 de septiembre de 2001, para reafirmarse y concluir<br />

que los días en armas de las AUC estaban contados.<br />

En un tensa reunión a mediados de 2002, con 100 comandantes de<br />

todo el país, Castaño tomó la palabra. No había tiempo de<br />

contemplaciones, los atentados contra las Torres Gemelas exigían un<br />

cambio de fondo en el comportamiento de las AUC. Las masacres<br />

como método de intimidación para colonizar territorios no podían<br />

repetirse y el divorcio del narcotráfico era un imperativo inaplazable. A<br />

pesar de su vehemencia, no todos quedaron convencidos. La fisura<br />

entre los bloques comenzó a profundizarse. <strong>Mancuso</strong> entendió que la<br />

fortaleza militar y la cohesión del Bloque Norte no eran suficientes<br />

para afrontar la nueva situación: urgía capacidad política.<br />

Pero Kenia precipitó más decisiones. Castaño desistió de las<br />

argumentaciones en torno a la financiación de las autodefensas con<br />

contradictores tan radicales como Ernesto Báez, del Bloque Central<br />

Bolívar 3, y Martín Llanos, de las Autodefensas del Casanare 4.<br />

Prefirió acompañar a su joven esposa durante el atropellado<br />

embarazo, entre fincas, campamentos y chequeos médicos. En mayo<br />

de 2002, renunció irrevocablemente a la dirección política de las AUC.<br />

Una decisión que posibilitó el ascenso político de <strong>Salvatore</strong> <strong>Mancuso</strong>.<br />

Sus prioridades habían cambiado y tenía puesta la atención en la<br />

contienda electoral que enfrentaba a Horacio Serpa y Álvaro Uribe,<br />

cuyos resultados serían definitivos en el futuro. Las apuestas estaban<br />

a favor de Uribe, quien había hecho pública su disposición de negociar<br />

con cualquier grupo armado, sobre la base del cese de hostilidades y<br />

la desmovilización.<br />

Rosa María Castaño Gómez nació una tarde plomiza, como presagio<br />

de la tristeza que traería consigo. Desde su concepción, Carlos<br />

Castaño, sin ningún reparo, había hecho público todo lo que para él<br />

significaba su hija: el inicio de una nueva vida en familia, el motor para<br />

dejar las armas, la esperanza del futuro. Con ilusión, su padre, en el<br />

Nudo de Paramillo, y su madre, en la sala de partos, esperaban que el<br />

llanto vigoroso de Rosa María fuera el grito que les abriera la puerta a<br />

tantos sueños contenidos. Pero la niña nació en silencio. Un leve

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