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La rebelión de las masas José Ortega y Gasset<br />
políticos peroraban ante las multitudes, solían rechazar esta o la otra<br />
medida de gobierno, tal o cual desmán, diciendo que era impropio de la<br />
plenitud de los tiempos. Es curioso recordar que la misma frase aparece<br />
empleada por Trajano en su famosa carta a Plinio, al recomendarle que no<br />
se persiguiese a los cristianos en virtud de denuncias anónimas: Nec nostri<br />
saeculi est. Ha habido, pues, varias épocas en la historia que se han sentido<br />
a sí mismas como arribadas a una altura plena, definitiva; tiempos en que se<br />
cree haber llegado al término de un viaje, en que se cumple un afán antiguo<br />
y planifica una esperanza. Es la «plenitud de los tiempos», la completa<br />
madurez de la vida histórica. Hace treinta años, en efecto, creía el europeo<br />
que la vida humana había llegado a ser lo que debía ser, lo que desde<br />
muchas generaciones se venía anhelando que fuese, lo que tendría ya que<br />
ser siempre. Los tiempos de plenitud se sienten siempre como resultado de<br />
otras muchas edades preparatorias, de otros tiempos sin plenitud, inferiores<br />
al propio, sobre los cuales va montada esta hora bien granada. Vistos desde<br />
su altura, aquellos períodos preparatorios aparecen como si en ellos se<br />
hubiese vivido de puro afán e ilusión no lograda; tiempos de sólo deseo<br />
insatisfecho, de ardientes precursores, de «todavía no», de contraste penoso<br />
entre una aspiración clara y la realidad que no le corresponde. Así ve a la<br />
Edad Media el siglo XIX. Por fin llega un día en que ese viejo deseo, a<br />
veces milenario, parece cumplirse: la realidad lo recoge y obedece. ¡Hemos<br />
llegado a la altura entrevista, a la meta anticipada, a la cima del tiempo! Al<br />
«todavía no», ha sucedido el «por fin».<br />
Esta era la sensación que de su propia vida tenían nuestros padres y<br />
toda su centuria. No se olvide esto: nuestro tiempo es un tiempo que viene<br />
después de un tiempo de plenitud. De aquí que, irremediablemente, el que<br />
siga adscrito a la otra orilla, a ese próximo plenario pasado, y lo mire todo<br />
bajo su óptica, sufrirá el espejismo de sentir la edad presente como un caer<br />
desde la plenitud, como una decadencia.<br />
Pero un viejo aficionado a la historia, empedernido tomador de pulso<br />
de tiempos, no puede dejarse alucinar por esa óptica de las supuestas<br />
plenitudes.<br />
Según he dicho, lo esencial para que exista «plenitud de los tiempos»<br />
es que un deseo antiguo, el cual venía arrastrándose anheloso y querellante<br />
durante siglos, por fin un día queda satisfecho. Y, en efecto, esos tiempos<br />
plenos son tiempos satisfechos de sí mismos; a veces, como en el siglo<br />
XIX, archisatisfechos. Pero ahora caemos en la cuenta de que esos siglos<br />
tan satisfechos, tan logrados, están muertos por dentro. La auténtica<br />
plenitud vital no consiste en la satisfacción, en el logro, en la arribada. Ya<br />
decía Cervantes que «el camino es siempre mejor que la posada». Un<br />
tiempo que ha satisfecho su deseo, su ideal, es que ya no desea nada más,<br />
que se le ha secado la fontana del desear. Es decir, que la famosa plenitud<br />
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La rebelión de las masas José Ortega y Gasset<br />
es en realidad una conclusión. Hay siglos que por no saber renovar sus<br />
deseos mueren de satisfacción, como muere el zángano afortunado después<br />
del vuelo nupcial.<br />
De aquí el dato sorprendente de que esas etapas de llamada plenitud<br />
hayan sentido siempre en el poso de sí mismas una peculiarísima tristeza.<br />
El deseo tan lentamente gestado, y que en el siglo XIX parece al cabo<br />
realizarse, es lo que, resumiendo, se denominó a sí mismo «cultura<br />
moderna». Ya el nombre es inquietante: ¡que un tiempo se llame a sí mismo<br />
«moderno», es decir, último, definitivo, frente al cual todos los demás son<br />
puros pretéritos, modestas preparaciones y aspiraciones hacia él! ¡Saetas sin<br />
brío que fallan el blanco!.<br />
¿No se palpa ya aquí la diferencia esencial entre nuestro tiempo y ese<br />
que acaba de preterir, de transponer? Nuestro tiempo, en efecto, no se siente<br />
ya definitivo; al contrario, en su raíz misma encuentra oscuramente la<br />
intuición de que no hay tiempos definitivos, seguros, para siempre<br />
cristalizados, sino que, al revés, esa pretensión de que un tipo de vida -el<br />
llamado «cultura moderna»- fuese definitivo, nos parece una obcecación y<br />
estrechez inverosímiles del campo visual. Y al sentir así, percibimos una<br />
deliciosa impresión de habernos evadido de un recinto angosto y hermético,<br />
de haber escapado, y salir de nuevo bajo las estrellas al mundo auténtico,<br />
profundo, terrible, imprevisible e inagotable, donde todo, todo es posible:<br />
lo mejor y lo peor.<br />
La fe en la cultura moderna era triste: era saber que mañana iba a ser,<br />
en todo lo esencial, igual a hoy; que el progreso consistía sólo en avanzar<br />
por todos los «siempres» sobre un camino idéntico al que ya estaba bajo<br />
nuestros pies. Un camino así es más bien una prisión que, elástica, se alarga<br />
sin libertarnos.<br />
Cuando en los comienzos del Imperio algún fino provincial llegaba a<br />
Roma -Lucano, por ejemplo, o Séneca- y veía las majestuosas<br />
construcciones imperiales, símbolo de un poder definitivo, sentía contraerse<br />
su corazón. Ya nada nuevo podía pasar en el mundo. Roma era eterna. Y si<br />
hay una melancolía de las ruinas, que se levanta de ellas como el vaho de<br />
las aguas muertas, el provincial sensible percibía una melancolía no menos<br />
premiosa, aunque de signo inverso: la melancolía de los edificios eternos.<br />
Frente a ese estado emotivo, ¿no es evidente que la sensación de<br />
nuestra época se parece más a la alegría y alboroto de chicos que se han<br />
escapado de la escuela? Ahora ya no sabemos lo que va a pasar mañana en<br />
el mundo, y eso secretamente nos regocija; porque eso, ser imprevisible, ser<br />
un horizonte siempre abierto a toda posibilidad, es la vida auténtica, la<br />
verdadera plenitud de la vida.<br />
Contrasta este diagnóstico, al cual falta, es cierto, su otra mitad, con<br />
la quejumbre de decadencias que lloriquea en las páginas de tantos<br />
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