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Jordi Doce - ZURGAI

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<strong>Jordi</strong> <strong>Doce</strong><br />

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Islas de papel. Medio siglo de poesía británica<br />

El itinerario de la poesía británica en los últimos veinte o veinticinco<br />

años permite una descripción análoga en lo fundamental a las que ha<br />

merecido nuestra poesía, en la medida en que sus practicantes han conocido<br />

parecidas circunstancias sociales, económicas e incluso políticas. Las<br />

diferencias aparentes, que son muchas, no pueden ocultar que tanto<br />

España como Gran Bretaña son parte integrante de una Europa occidental<br />

cruzada por similares hábitos y referencias culturales, por las mismas<br />

aspiraciones y temores laborales, por una forma de entender las relaciones<br />

entre individuos y grupos sociales que, no obstante las peculiaridades<br />

nacionales, ofrece un rostro casi uniforme. Dicho a grandes rasgos: como<br />

la española, grandes zonas de la poesía británica, o al menos las que han<br />

recibido una exposición crítica y mediática mayor, se caracterizan por un<br />

abandono o repudio del vanguardismo y un gusto más o menos disimulado<br />

por las poéticas de signo realista, en el convencimiento de que este realismo<br />

(tome la forma que tome) permite enlazar con un público lector más<br />

amplio. Hay, me parece, un paralelismo nada casual entre la actitud de<br />

nuestros (mal) llamados poetas de la experiencia y la de muchos jóvenes<br />

escritores británicos que han optado por una poesía de corte prosaico y<br />

narrativo, a menudo irónica o abiertamente humorística, que abunda en<br />

referencias a la cultura popular y tiene por dogmas la claridad expositiva,<br />

la moderación verbal y la desconfianza hacia cualquier forma de trascendencia<br />

fuera de la apelación sentimental al lector. Hablo, por supuesto, de<br />

una tendencia general y no de artículos de fe suscritos universalmente: la<br />

realidad es siempre más compleja de lo que nuestra mirada, tendiente a la<br />

simplificación y el prejuicio, nos deja entrever. Dicho esto, pienso que una<br />

comprensión más o menos detallada del actual estado de cosas exige primero<br />

un acercamiento histórico, una suerte de revisión de los hitos que lo<br />

han condicionado.<br />

A. Alvarez, quien dominó la crítica británica en los sesenta con sus artículos<br />

en The Observer y su antología The New Poetry (Penguin), la misma<br />

que consagró a Ted Hughes y Sylvia Plath y difundió en el Reino Unido la<br />

obra de los norteamericanos Robert Lowell y John Berryman, señalaba ya<br />

en 1963 el retroceso del influjo vanguardista de Eliot y Pound y el regreso<br />

de una sensibilidad más tradicional que venía a enlazar con el victorianismo<br />

tardío de Thomas Hardy y Edward Thomas. Esa sensibilidad, encarnada<br />

desde mediados de los cincuenta en los poetas del llamado Movement<br />

(Philip Larkin, Kingsley Amis o el primer Donald Davie), tenía que ver, a<br />

juicio de Alvarez, con la pervivencia en la sociedad y la literatura británicas<br />

del principio de gentility (término intraducible que puede traducirse, tal<br />

vez, por “cortesía” o “decoro”). Su tesis era que el modernism de Eliot y<br />

Pound, prorrogado en los primeros libros de Auden, no había significado<br />

sino un paréntesis fugaz. Era, también, un injerto estadounidense que no<br />

había logrado arraigar en las islas y que duró lo que la etapa de investigación<br />

formal de Eliot: apenas dos décadas. La marcha de Pound a París y<br />

luego a Rapallo, en Italia, había coincidido con la deriva formal e ideológicamente<br />

conservadora de Eliot, y ello permitió el regreso a una poesía de<br />

corte tradicional, anclada en una visión convencional y vagamente escép-


tica de la realidad y que reivindicaba el “viejo y querido utillaje retórico”,<br />

por citar una conocida expresión de Gimferrer: lo que primaba, según<br />

Alvarez, era una escritura “decorosa” tanto en su renuncia a explorar los<br />

aspectos más oscuros, enigmáticos o inestables de la existencia como en<br />

su apego a formas métricas y estróficas de viejo cuño. Los nuevos maestros<br />

eran Thomas Hardy y el último Auden, sin desdeñar a un John<br />

Betjeman (lo más parecido a un poeta de corte que ha tenido la Inglaterra<br />

del siglo XX, nostálgico de la época victoriana y hacedor de estampas amables<br />

e idealizadas) que Larkin reivindicó por su arraigo palpable en un clima<br />

intelectual y emocional exclusivamente insular. Se reforzaba de este modo<br />

la zona más refractaria al influjo continental de la tradición nativa:<br />

Wordsworth sobre Coleridge, Tennyson sobre Browning, Hardy sobre<br />

Yeats, Auden sobre Bunting. Es una tradición que ha hecho de la claridad<br />

y la palabra inteligible sus valores supremos, y que remite siempre a una<br />

concepción estable (convencional en el sentido inmediato de la palabra) de<br />

la realidad. El papel de Eliot en este proceso de restauración es curioso.<br />

Eliot, en calidad de director editorial de Faber & Faber, que bajo su guía<br />

amasó un inmenso prestigio, apoyó a poetas como Stephen Spender y<br />

Louis McNeice en detrimento de otros, como Basil Bunting y Hugh<br />

McDiarmid, que enlazaban de manera directa con el ejemplo de The<br />

Waste Land. Al mismo tiempo, renunció a difundir a sus estrictos contemporáneos<br />

en Estados Unidos: ignoró ostensiblemente los logros de W.<br />

C. Williams y publicó a Wallace Stevens y Marianne Moore cuando ya eran<br />

poco menos que clásicos en vida en su país.<br />

La década de los sesenta y los setenta trajo consigo cambios importantes.<br />

Aunque son los años en que Larkin escribió sus dos mejores libros (The<br />

Whitsun Weddings y High Windows), el cansancio de la ideología del<br />

Movement propició la emergencia de poetas más ambiciosos y sutiles en su<br />

concepción de la escritura y la realidad, que conectan, cada uno a su manera,<br />

con aquellas etapas de la tradición inglesa que deben su existencia al contacto<br />

con las literaturas continentales. Me refiero a Ted Hughes (1930-1998),<br />

Charles Tomlinson (1927) y Geoffrey Hill (1932), muy distintos entre sí pero<br />

que presiden sobre un panorama de excepcional riqueza y vivacidad cuyo<br />

punto final puede situarse a finales de los setenta, coincidiendo con la llegada<br />

al poder de Margaret Thatcher. No es casual que los tres hayan dedicado gran<br />

parte de sus esfuerzos a la traducción y el conocimiento de otras literaturas, ni<br />

que Estados Unidos haya sido una presencia determinante en sus vidas:<br />

Hughes residió un tiempo en Boston con su primera esposa, la legendaria<br />

Sylvia Plath; Tomlinson ha sido un visitante asiduo y un interlocutor no menos<br />

asiduo de sus colegas norteamericanos, como Robert Creeley o George<br />

Oppen; Hill se estableció a principios de los noventa en Boston, a disgusto con<br />

las transformaciones sociales y económicas operadas en Inglaterra durante la<br />

etapa de gobierno conservador. La obra de Hughes y Tomlinson es relativamente<br />

conocida en nuestro país y no precisa de grandes introducciones. La de<br />

Hill está por conocer, aunque ya se han dado algunos pasos para subsanar está<br />

carencia. (1) Si Ted Hughes subraya el sustrato anglosajón de la lengua, de Sir<br />

Gawain y el caballero verde a Dylan Thomas pasando por G. M. Hopkins, y<br />

Charles Tomlinson parte del modernism de Stevens y Williams en un viaje que<br />

culmina, en sus libros más recientes, en una relectura de la retórica neoclásica<br />

de Dryden y Pope, Hill es un digno heredero de la poesía metafísica, de la que<br />

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ha tomado una dicción tortuosa y torturada y el gusto por la elipsis y la expresión<br />

paradójica, en una aleación que lo muestra próximo al Valente de La memoria<br />

y los signos. Aunque a los tres les unió el desprecio del siempre arisco Larkin, es<br />

difícil hallar poetas más distintos entre sí y sin embargo más unidos por la intensidad<br />

de su vocación y el alto rigor con que han encarado su trabajo.<br />

La década de los sesenta fue una etapa de gran actividad y logros indudables.<br />

Ted Hughes y Daniel Weissbort fundaron en 1963 la revista Modern<br />

Poetry in Translation, aún en activo y que dio a conocer la obra de muchos<br />

escritores de Europa del Este como Zbigniew Herbert, Miroslav Holub y Vasko<br />

Popa. Igualmente, la editorial Penguin creó una colección ahora legendaria,<br />

Penguin Poets in Translation, donde vieron la luz diversas antologías, entre<br />

ellas la poesía de Machado en la estupenda versión de Charles Tomlinson o la<br />

de Paul Celan en la canónica de Michael Hamburger. Por esas mismas fechas<br />

el Festival de Poesía de Londres, en cuya dirección fue determinante la presencia<br />

de Hughes, permitió escuchar en vivo a Neruda, Ungaretti, Ginsberg o<br />

Auden, entre otros muchos, en un ejercicio de sincretismo que resume fielmente<br />

el espíritu de curiosidad y apertura de aquellos años. Michael<br />

Hamburger (1924) logró capturar un rastro de aquel espíritu en un espléndido<br />

libro de crítica, The Truth of Poetry (1967), que constituía, no obstante algunas<br />

limitaciones comprensibles, un lúcido y generoso intento por reivindicar,<br />

en el ámbito de la modernidad, una tradición europea común. Larkin dijo alguna<br />

vez (la cita es famosa) que sólo le interesaba la poesía escrita en inglés y que<br />

aborrecía la literatura traducida. Hamburger, que fue compañero de Larkin en<br />

Oxford, corrige esta expresión de una insularidad casi grotesca con un estudio<br />

que inserta el itinerario de la poesía británica en Europa y cuya amplitud de<br />

aliento y riqueza de referencias (de Eliot a Bretch, de Bonnefoy a Herbert) todavía<br />

no ha sido superado.<br />

Los setenta fueron, a grandes rasgos, años confusos. El impulso cosmopolita<br />

y ecléctico de la década anterior perdió gas en Londres pero floreció a<br />

lo largo y ancho de la isla con la creación de multitud de revistas y editoriales<br />

independientes. Fue una floración súbita y por lo general efímera, aunque en<br />

algunos casos la decadencia ha sido tan lenta como llevadera. Con la muerte<br />

de Eliot en 1963 Faber perdió cierto ascendiente, pero siguió siendo la editorial<br />

de referencia, con un catálogo envidiable que incluía, entre los nuevos, un<br />

trío de nombres fundamentales: Philip Larkin, Ted Hughes y, a partir de 1966,<br />

Seamus Heaney, quien no tardó en convertirse (algo prematuramente incluso)<br />

en el poeta irlandés de mayor prestigio desde Yeats. Otras editoriales importantes<br />

en este periodo fueron Oxford University Press (con Tomlinson y el australiano<br />

Peter Porter como buques insignia), Jonathan Cape (primer editor de<br />

Walcott), André Deutsch (que publicó los primeros libros de Hill) o Routledge,<br />

Kegan & Paul (hogar del excéntrico y vitalista Peter Redgrove). Pero, en general,<br />

la política de las grandes editoriales en los setenta fue conservadora e incluso<br />

regresiva, con pocas incorporaciones a sus catálogos y una desconfianza<br />

renovada hacia la contratación de traducciones. Es muy sintomático, por ejemplo,<br />

que Ted Hughes, quien ya en esa época era tratado casi como un clásico<br />

vivo, deba recurrir a una pequeña editorial independiente para publicar, en<br />

1976, sus versiones de János Pilinszky. El honor le corresponde a Carcanet,<br />

fundada en Oxford por un joven estudiante estadounidense, Michael Schmidt.<br />

Carcanet y su revista asociada, la espléndida Poetry Nation Review, fueron y<br />

siguen siendo un proyecto muy personal de Schmidt, quien no ha cejado en


su intento de abrir el panorama poético del Reino Unido apelando al espíritu<br />

curioso y cosmopolita de la mejor vanguardia. PNReview es, hoy por hoy, la<br />

mejor revista de poesía de las islas, muy por encima de su casi homónima<br />

Poetry Review, más apegada al rancio provincianismo de Larkin. En sus treinta<br />

años de existencia y con un cambio de residencia a sus espaldas (de Oxford<br />

a Manchester, en cuya universidad es catedrático de literatura), Schmidt ha<br />

dado a conocer nombres fundamentales como John Ashbery, C. H. Sisson, el<br />

australiano Les Murray o el actual poet laureate Andrew Motion. Carcanet es<br />

una de las escasas editoriales que publica traducciones de poesía extranjera y<br />

que ha mostrado interés por las literaturas ibéricas (en su catálogo figuran<br />

Fernando Pessoa y Salvador Espriu, entre otros).<br />

Otra editorial que ha logrado prosperar después de unos inicios modestos es<br />

Bloodaxe, afincada en Newcastle y con un catálogo irregular pero interesante,<br />

que ha dado cabida a los nuevas corrientes de poesía dialectal y también a poetas<br />

originarios del Caribe y el subcontinente indio. Bloodaxe y Carcanet ejemplifican<br />

el lento proceso de descentralización que ha caracterizado el desarrollo de<br />

la poesía y en general de la cultura británica en los últimos veinte años. Londres,<br />

no obstante la pervivencia de Faber y otros (Cape, Anvil Press, Chatto &<br />

Windus), ha delegado poder en las capitales del norte, Manchester y Newcastle,<br />

en los numerosos festivales literarios que se organizan a lo largo y ancho del país,<br />

y en los no menos comunes seminarios, cursos de poesía y talleres de escritura<br />

creativa que emplean a buena parte de los poetas jóvenes del país.<br />

Llegados aquí, tal vez sea oportuno señalar algunas peculiaridades del<br />

mundo poético británico que lo hacen sensiblemente distinto del español, para<br />

lo cual no tengo mejor opción que remitirme a mi experiencia personal.<br />

Cuando, en el otoño de 1992, me trasladé a Sheffield, me sorprendió la total<br />

ausencia de cualquier forma de ambiente o comunidad literaria. Sheffield era<br />

entonces, y lo sigue siendo, una ciudad industrial de cierta entidad, más o<br />

menos del tamaño y población del Gijón de mi adolescencia, pero era también<br />

una ciudad muy uniformada en el plano comercial, como lo eran la mayor<br />

parte de las poblaciones inglesas: esto es, la casi totalidad de los comercios del<br />

centro eran sucursales de una franquicia, y los tenderos tradicionales habían<br />

sido arrojados a la periferia de ciertos barrios, donde subsistían con dificultad<br />

pequeños negocios familiares. El mercado librero de Sheffield, en particular, se<br />

lo disputaban tres grandes compañías: Blackwell’s, Dillons y Waterstone’s.<br />

Eran librerías de gran tamaño, perfectamente equipadas, pero de las que se<br />

había desterrado todo asomo de cultura local. Quiero decir que era imposible<br />

conseguir ningún libro de un poeta local, ninguna revista de un grupo de la ciudad.<br />

En rigor, este tipo de iniciativas son casi desconocidas en el Reino Unido.<br />

Las autoridades e instituciones locales o regionales, a diferencia de lo que sucede<br />

en España, son muy reacias a subvencionar cualquier tipo de iniciativa editorial<br />

y remiten a los interesados al Arts Council, de alcance estatal, que sólo<br />

financia proyectos muy consolidados. Por otro lado, la inexistencia de pequeñas<br />

librerías hace que los escasos grupos poéticos que subsisten en el país, y<br />

que pese a todo hacen frente a la inercia de las circunstancias, deban recurrir<br />

a las librerías de viejo para distribuir sus publicaciones, por lo común de una<br />

pobreza de medios sorprendente para quien está acostumbrado a las lujosas<br />

páginas subvencionadas de nuestro país. Un cierto alivio lo proporcionan las<br />

Universidades, que sí destinan partidas presupuestarias a financiar las publicaciones<br />

de sus estudiantes, aunque esto no es ni mucho menos habitual.<br />

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Sumemos a ello la extremada homogeneización de la sociedad inglesa<br />

y tendremos un panorama casi opuesto al español. La ausencia de una<br />

prensa local o regional de cierta entidad, capaz de vertebrar e intensificar<br />

el espíritu de comunidad, y la división radical, dentro de la zona urbana,<br />

entre zonas comerciales y extensas áreas residenciales, contribuyen a esta<br />

uniformidad y hacen que el extranjero tenga, con frecuencia, la sensación<br />

de moverse por una inmensa urbanización llamada Gran Bretaña.<br />

La falta de revistas y publicaciones modestas donde los poetas jóvenes<br />

puedan foguearse y contrastar su trabajo con el de colegas cercanos, creando<br />

una comunidad de intereses capaz de fomentar su vocación incipiente, dibuja<br />

un panorama muy distinto del que conocemos en España. Para empezar,<br />

rubrica la soledad del poeta, borroso habitante de ciudades intercambiables. En<br />

segundo lugar, retrasa, tal vez en beneficio suyo y del lector, su acceso a la<br />

publicación: es muy raro dar un primer libro a la imprenta antes de los treinta<br />

o treinta y cinco años. Por último, acentúa el individualismo y la confianza<br />

en sí mismo del poeta, acostumbrado a clamar en el desierto de su calle.<br />

Este individualismo no ha impedido, sin embargo, la elaboración incontinente<br />

de antologías que tratan de ordenar y jerarquizar un panorama confuso<br />

y bastante inestable. Sin duda es una obsesión que a los españoles nos resulta<br />

familiar. Una de las más significativas de los últimos años, en la medida en que<br />

se ofrecía como secuela y corrección de The New Poetry (1963), fue The<br />

Penguin Book of Contemporary British Poetry, editada en 1982 por Blake<br />

Morrison (quien, no obstante sus inicios poéticos, se ha convertido en un reputado<br />

cronista de sociedad) y el actual poet laureate Andrew Motion. En un<br />

plano puramente estratégico, la antología de Morrison y Motion tuvo el doble<br />

mérito de ofrecerse como continuadora de la visión de Alvarez, confirmando la<br />

importancia de Robert Lowell y Elizabeth Bishop en la educación de los nuevos<br />

poetas británicos, al tiempo que reforzaba la vertiente chatamente insular y conservadora<br />

del Movement. Apoyados en el prestigio casi normativo que les daba<br />

publicar su selección en Penguin, Morrison y Motion condenaron definitivamente<br />

al destierro cualquier asomo de práctica vanguardista y confirmaron el<br />

ostracismo de poetas como J. H. Prynne o Roy Fisher, que no han dejado de<br />

tender puentes con los escritores norteamericanos de Black Mountain<br />

(Creeley, Olson, Duncan), la escuela de Nueva York y otros. Curiosamente, los<br />

dos poetas irlandeses que abren y cierran la antología constituyen lo más interesante<br />

de la misma, señal tal vez de que el centro de gravedad de la poesía británica,<br />

ya entonces, se había desplazado a la periferia. Por un lado, Seamus<br />

Heaney (1939), quien inició su andadura bajo el influjo de Hughes y que ha<br />

sabido crecer con cada libro, escogiendo en cada etapa a los guías que mejor<br />

le convenían: Robert Lowell en Field Work (1979), Czeslaw Milosz y Zbigniew<br />

Herbert en The Haw Lantern (1987). Heaney es hoy un poeta muy bien conocido<br />

en nuestro país y autor de una obra de gran intensidad y hondura dentro<br />

de un marco estético innegablemente conservador. Por el otro, Paul Muldoon<br />

(1951), alumno de Heaney y poeta precoz, autor de una obra talentosa y variada<br />

al que sólo le pierde cierto afán exhibicionista y una inteligencia demasiado<br />

pagada de sí. Pese a que el prestigio internacional se lo ha llevado Heaney, convertido<br />

en patriarca oficioso, lo cierto es que Muldoon es, hoy por hoy, el poeta<br />

más imitado y admirado por las nuevas generaciones, y es que su obra está cruzada<br />

por una inteligencia lúdica y socarrona que huye de cualquier forma de<br />

trascendencia y se complace por igual en la mezcla de registros y referencias


culturales, en la alusión erudita y el humor grosero, en los juegos de palabras y<br />

la apelación sentimental. En el mejor de los casos, el sincretismo ecléctico de<br />

Muldoon asombra y vivifica; en el peor, confunde y hastía. Se trata, desde<br />

luego, de un poeta mayor, pero a diferencia de Heaney, cuya obra no sobrepasa<br />

jamás los límites del decoro, muy difícil de traducir. No es sólo una cuestión<br />

de lenguaje, aunque la afición de Muldoon a los puns y juegos verbales son<br />

un impedimento notable para el traductor. Sus poemas están colmados de referencias,<br />

guiños y alusiones veladísimas a la cultura popular británica y más concretamente<br />

irlandesa, hasta el punto de constituir un lenguaje casi secreto y<br />

muchas veces vedado para los lectores ingleses que no conocen el medio cultural<br />

irlandés. Muldoon constituye un caso curioso de poeta estimado por el<br />

establishment, autor estrella de Faber y presencia habitual en revistas de prestigio,<br />

que sin embargo ha practicado una poesía de espíritu vanguardista, compleja<br />

en sus formas y operaciones intelectuales, arriesgada en su afán constante<br />

de búsqueda y renovación. La paradoja se explica, en parte, al advertir el<br />

hondo escepticismo que encarna la escritura de Muldoon: la aparente sofisticación<br />

de sus formas esconde un temperamento anti-intelectual, que desconfía<br />

de los sistemas y las construcciones ideológicas. En última instancia, Muldoon<br />

es un hábil tejedor de anécdotas y curiosidades que satiriza cualquier afán de<br />

trascendencia, cualquier intento de construir un armazón de ideas que haga justicia<br />

a la existencia. Hay algo en esta actitud anti-intelectual que satisface profundamente<br />

al temperamento británico.<br />

Me he demorado en la obra de Muldoon puesto que constituye el eslabón<br />

más visible entre los poetas seleccionados por Morrison y Motion y los<br />

que surgen a mediados de los ochenta y principios de los noventa. La obra<br />

de Muldoon es un referente fundamental, aunque ninguno de sus seguidores<br />

va tan lejos como él en el plano formal: se heredan su gusto por lo grotesco<br />

y lo disímil, y también su fascinación por la cultura pop, pero los moldes<br />

escogidos son invariablemente narrativos, más sobrios y timoratos.<br />

Mientras que el irlandés juega con la elipsis y el collage, Ian Duhig, Don<br />

Paterson o Matthew Sweeney, por nombrar a algunos, tienden a relatar<br />

historias lineales o engarzadas por la causalidad. Aquí llegamos a una de<br />

las características fundamentales, a mi juicio, de esta nueva poesía: su<br />

vocación fuertemente narrativa. Analizar el porqué de esta vocación en<br />

pocas líneas es difícil. Lo cierto es que el tronco central de la tradición,<br />

como hemos visto, ha favorecido desde los tiempos de Wordsworth el uso<br />

de un lenguaje llano y tendiente a la concreción. No menos evidente es que<br />

el inglés, con su abundancia de monosílabos y términos compuestos, permite<br />

una mayor compresión semántica. Todo ello redunda en beneficio de<br />

una mayor naturalidad y agilidad expresiva y facilita la conversión del poeta<br />

en relator. Así las cosas, no creo exagerar si afirmo (generalizando una<br />

impresión lectora recurrente) que muchas de estas nuevas voces se ofrecen<br />

como vehículo de anécdotas y breves estampas humorísticas: dos ejemplos<br />

paradigmáticos son Ian Duhig y el irlandés Matthew Sweeney, más ágil el<br />

primero que el segundo, pero ambos igualmente desesperados por despertar<br />

la sonrisa del lector.<br />

El ejemplo de Muldoon me sirve igualmente para recordar otro rasgo<br />

específico de esta poesía, y es su condición fieramente insular. La sociedad<br />

británica concede muy poco espacio a la literatura traducida, y la poesía<br />

no es una excepción. El panorama ha mejorado algo en los últimos años,<br />

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en consonancia con una mayor apertura a Europa, pero no lo suficiente.<br />

El breve paréntesis de los sesenta fue sólo eso, un paréntesis. Lo curioso,<br />

según mi experiencia, es que muchos poetas no comparten esa indiferencia<br />

si se les da la oportunidad, pero el medio ha impuesto una inercia difícil<br />

de combatir. Muchas de las traducciones que aparecen en Gran Bretaña<br />

se encargan y realizan en Estados Unidos, principalmente en el medio universitario,<br />

y son pocos los jóvenes que han mostrado, motu propio, un<br />

interés real por sus colegas o antecesores extranjeros. Son tan pocos que<br />

puedo nombrarlos: John Burnside, buen conocedor de nuestra poesía, en<br />

especial de la generación del 27 y Octavio Paz; Stephen Romer, estupendo<br />

traductor de Yves Bonnefoy; Jamie McKendrick, que ha incluido en sus<br />

libros versiones de otros poetas como Carlos Drummond de Andrade; y<br />

Don Paterson, que ha publicado un volumen (The Eyes, 2000) con su muy<br />

personal lectura de Antonio Machado. En general, la crítica, tanto de revistas<br />

como académica, fomenta una imagen de la poesía británica como una<br />

burbuja impermeable, como mucho expuesta al influjo norteamericano.<br />

Aquí no me resisto a evocar mi asistencia, en el verano de 1998, a un congreso<br />

sobre las relaciones entre las poesías británica y estadounidense, en<br />

el curso del cual ningún conferenciante se vio en la necesidad de mencionar<br />

un solo nombre extranjero. El peso agobiante de los referentes autóctonos<br />

contrasta abiertamente con la apertura de miras que ha caracterizado<br />

siempre a Tomlinson, Hill o el mismo Heaney.<br />

Tal vez la antología con más fortuna mediática haya sido la publicada por<br />

la revista Poetry Review en 1994 bajo el lema de New Generation Poets. El<br />

lema ha hecho fortuna y es ya una presencia habitual en el lenguaje crítico y<br />

académico, aunque el origen de la antología tuviera más que ver con el olfato<br />

publicitario de Peter Forbes, ex director de PR y hombre proveniente del ámbito<br />

periodístico. La neutralidad del lema (poetas de la nueva generación) es sintomática:<br />

libre de todo ánimo sectario o partidista dentro de unos límites bien<br />

definidos (enseguida veremos cuáles), Forbes simplemente reunió a los poetas<br />

jóvenes que habían logrado publicar sus libros en las seis o siete editoriales fuertes<br />

del país. La selección, por tanto, es ecléctica y proporciona una visión bastante<br />

amplia de las líneas de fuerza imperantes. Quedan excluidas, por supuesto,<br />

las corrientes más declaradamente vanguardistas, en fuera de juego desde<br />

los tiempos de Alvarez, Morrison y Motion, y el lector interesado en obtener<br />

un vislumbre de esta zona de sombra haría bien en consultar Conductors of<br />

Chaos (Picador), de Ian Sinclair, donde se incluye a escritores que trabajan por<br />

completo al margen de los conductos establecidos, como Jeremy Reed, Barry<br />

McSweeney y Aaron Williamson. La selección de Sinclair es un intento, verdad<br />

que irregular y condenado al fracaso, de contrarrestar las sucesivas lecturas<br />

normativas y conservadoras usuales desde los tiempos del Movement.<br />

El ámbito hispanohablante, por fortuna para nosotros, es bastante más<br />

permeable que el británico, y ello permite la existencia de una antología<br />

como La generación del cordero (Trilce, México, 2000), preparada por<br />

los poetas y traductores Pedro Serrano y Carlos López Beltrán y en la que<br />

comparecen, grosso modo, nombres asociados a la new generation. Hoy<br />

por hoy, la antología de Serrano y López Beltrán es un compendio indispensable<br />

para conocer la realidad poética de las islas. Tengo reservas sobre<br />

su prólogo, un tanto egotista y obsesionado con los avatares que dieron<br />

lugar a la antología, y poco atento a analizar críticamente la obra de los


seleccionados, pero no cabe duda de que la selección de autores y poemas<br />

es generosa y que la traducción es correcta, no obstante la abundancia<br />

de mexicanismos y ciertas asperezas rítmicas disculpables por la ambición<br />

y amplitud del empeño. Serrano y López Beltrán aseguran haber<br />

leído toda o casi toda la poesía joven de la isla y haberse quedado con<br />

veintinueve poetas. Tal vez son demasiados (¿los hay en España?), pero el<br />

volumen ha de tomarse como guía y no como toma de partido. Yo debo<br />

declarar mi debilidad por la obra de John Burnside (1955) y Stephen<br />

Romer (1957), que enlaza de manera sutil con el simbolismo continental:<br />

en Burnside, autor de siete poemarios entre los que destacan The Myth<br />

of the Twin (1994) y The Asylum Dance (2000), todos ellos en Cape,<br />

renovando la tradición gótica y la creación de paisajes amenazadores, esta<br />

vez incardinados en el ámbito de los suburbios y barrios residenciales; en<br />

Romer, cuyo mejor libro es el más reciente, Tribute (OUP, 1998), al servicio<br />

de una meditación de corte filosófico obsesionada con las ideas de<br />

ausencia y pérdida, con el lado de irrealidad en que se apoya lo real. Afín<br />

a su poética se encuentra la obra de Katherine Pierpoint (1961), que en<br />

sus mejores poemas ofrece una renovación de la tradición paisajística<br />

inglesa, con ecos del estilo aliterado del mejor Hughes y un ojo que recuerda<br />

por su nitidez y precisión a Tomlinson. No es casual, y tal vez ello traicione<br />

de algún modo mi perspectiva crítica, que los tres enlacen con el<br />

mejor simbolismo y hayan sabido combinar su propuesta esencialista con<br />

una honda fascinación por la materia del mundo.<br />

Ya he mencionado a Ian Duhig (1954), dueño de un sentido del humor<br />

rabelesiano y autor de un estupendo primer libro (The Bradford Count,<br />

Bloodaxe, 1991), pero apenas a Don Paterson (1963), traductor de<br />

Machado y autor de dos libros (Nil Nil y God’s Gift to Women, ambos<br />

en Faber) recorridos por una ironía nihilista que sólo en ocasiones ofrece<br />

un rostro amable. Como Muldoon, Paterson puede mostrarse algo envanecido<br />

de su indudable inteligencia, pero es un poeta ambicioso y capaz<br />

de tejer extensos discursos narrativos que abundan en líneas memorables,<br />

cercanas al aforismo, como “A Private Bottling”.<br />

Confirmando el movimiento de transferencia a la periferia que iniciaron<br />

Heaney y Muldoon, cabe señalar que algunos de los nombres más vigorosos<br />

de esta generación provienen de Escocia, como es el caso de Robert<br />

Crawford (1959) y Frank Kuppner (1951). Crawford, autor de cinco poemarios<br />

entre los que destaca Masculinity (1996), es una variante moderna<br />

del binomio poeta-profesor y padece a veces el exhibicionismo del crítico versado<br />

en las teorías de moda, algo curioso en un sentimental en el mejor sentido<br />

de la palabra, que ha escrito hermosas evocaciones de su juventud y sus<br />

relaciones familiares. De Kuppner confieso que sé bien poco, pero “Passing<br />

Through Doorways”, largo poema alegórico incluido en su antología por<br />

Serrano y López Beltrán, me parece un logro mayor por su laconismo, limpieza<br />

verbal y atención a lo esencial: escrito en cuartetas blancas, el poema<br />

es una autobiografía velada y elíptica que avanza como al desgaire, capaz de<br />

suscitar una fuerte emoción con pocos elementos.<br />

Tal vez los dos poetas de su generación que han obtenido un mayor<br />

reconocimiento lector sean Carol Ann Duffy (1955) y Simon Armitage<br />

(1963). Uno y otro se han convertido en los cabecillas por su capacidad<br />

para conectar con el espíritu de los tiempos y ofrecer relatos veraces de<br />

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94<br />

la cotidianidad urbana. Esto es especialmente cierto en el caso de Duffy,<br />

de quien Penguin ya ha editado un interesante Selected Poems (1994),<br />

donde es palpable su facilidad para desdoblarse en multitud de máscaras y<br />

voces narrativas mediante un uso inteligente de las hablas dialectales y las<br />

marcas que identifican a los distintos grupos urbanos. Duffy tiene buen<br />

oído para el lenguaje coloquial pero su peligro mayor estriba en el sentimentalismo<br />

y cierta mirada maniquea sobre la realidad, peligro que en<br />

rigor asedia a muchos de sus contemporáneos.<br />

He dejado para el final al que suele tenerse por la estrella de esta promoción,<br />

Simon Armitage, autor prolífico y mimado por Faber, que tal vez<br />

planea convertirlo en el nuevo Ted Hughes. Armitage comenzó como un<br />

poeta humorístico, aficionado a las anécdotas y los golpes de efecto, pero<br />

rápidamente suavizó la presencia del dialecto norteño de sus primeros libros<br />

en beneficio de un tono más reflexivo e incluso solemne, a tono con su prestigio<br />

creciente. A pesar de todo, yo prefiero sus primeros libros, Zoom!<br />

(1989) y Kid (1992), precisamente porque su falta de pretensiones les otorga<br />

una frescura y viveza singulares. El primer Armitage es un poeta menor<br />

de lo más agradable, el último esgrime maneras de mayor pero no convence.<br />

Michael Schmidt ha señalado con gran tino las limitaciones de su poética<br />

en un capítulo de Lives of the Poets, su monumental historia de la poesía<br />

en lengua inglesa, en el que desliza apreciaciones que me parecen fundamentales<br />

a la hora de enjuiciar globalmente a estos “novísimos” británicos:<br />

“El humor y pathos de sus libros Kid (1992) y Book of Matches (1993)<br />

dependen en parte de la voz y los acentos [del norte]. (...) El peligro para él,<br />

como para Duffy, no es el elogio de los críticos sino la seducción del público.<br />

(...) En sus mejores momentos tanto Duffy como Armitage responden<br />

pero también despiertan serias desconfianzas. No es imposible que levanten<br />

a su audiencia con ellos (disponen de los medios técnicos), pero es una<br />

audiencia inglesa o como mucho británica, un nido cómodo y reconfortante<br />

sin duda, pero...”.(2) Las palabras de Schmidt funcionan, a mi juicio, de aviso<br />

para navegantes en un momento en que las aspiraciones y expectativas asociadas<br />

a la poesía británica se han disparado. Es posible que el optimismo<br />

esté justificado, y así parecen creerlo Serrano y López Beltrán. Yo me permito<br />

ser un poco escéptico, sin embargo, y recuerdo con Schmidt que una<br />

parte no desdeñable de la “generación del cordero” ha hecho un arte de<br />

halagar las expectativas de un público exclusivamente inglés o como mucho<br />

británico. El valor último de su obra dependerá del grado en que sepan sobreponerse<br />

a esos cantos de sirena y ampliar sus campos de referencia, enlazando<br />

con lo más granado de la modernidad literaria occidental.<br />

(1) Aparece incluida, por ejemplo, en Antología esencial de la poesía inglesa, ed. Ángel<br />

Rupérez, Espasa, Madrid, 2000, pp.425-430. Asimismo, está próxima a ver la luz una<br />

breve selección de sus dos primeros libros a cargo del Taller de Traducción Colectiva dirigido<br />

en Tenerife por el escritor Andrés Sánchez Robayna<br />

(2) Michael Schmidt, Lives of the Poets, Weindenfeld & Nicholson, Londres, 1998, p.850.

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