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MADAME BOVARY - IDU

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Y además, ¿quién sabe?, ¿por qué de un momento a otro no podría surgir unacontecimiento extraordinario? El mismo Lheureux podía morir.A las nueve de la mañana la despertó un ruido de voces en la plaza. Había unaaglomeración alrededor del mercado para leer un gran cartel pegado en uno de los postes,y vio a Justino que subía a un guardacantón y que rompía el cartel. Pero en este momentoel guarda rural le puso la mano en el cuello. El señor Homais salió de la farmacia y laseñora Lefrançois parecía estar perorando en medio de la muchedumbre.-¡Señora!, ¡señora! -exclamó Felicidad al entrar-, ¡qué infamia! Y la pobre chica,emocionada, le alargó un papel amarillo que acababa de arrancar en la puerta. Emma leyóen un abrir y cerrar de ojos que todo su mobiliario estaba en venta.Se miraron en silencio. No tenían, la sirvienta y el ama, ningún secreto la una para laotra. Por fin, Felicidad suspiró:-Yo en su lugar, señora, iría a ver al señor Guillaumin.--¿Tú crees?Y esta pregunta quería decir:-Tú que conoces la casa por el criado, ¿es que el amo ha hablado de mí alguna vez?-Sí, vaya, hará bien en ir.Se vistió, se puso el traje negro con capota de cuentas de azabache, y para que no laviesen (seguía habiendo mucha gente en la plaza), se encaminó hacia las afueras delpueblo, por el sendero a orilla del agua.Llegó toda sofocada ante la verja del notario; el cielo estaba oscuro y caía un poco denieve.Al ruido de la campanilla, Teodoro, en chaleco rojo, apareció en la escalinata; vino aabrirle casi familiarmente, como a una conocida, y la hizo pasar al comedor.Una amplia estufa de porcelana crepitaba bajo un cactus que llenaba la hornacina, y enmarcos de madera negra, colgados de la pared empapelada de color roble, estaban laEsmeralda de Steuben con la Putiphar de Shopin. La mesa servida, dos calientaplatos deplata, el pomo de cristal de las puertas, el suelo y los muebles, todo relucía con unalimpieza meticulosa, inglesa; los cristales estaban adornados en cada esquina con vidriosde color.-Este sí que es un comedor -pensaba Emma-, como el que me haría falta a mí.Entró el notario, apretando con el brazo izquierdo contra su cuerpo la bata de casa conpalmas bordadas, mientras que con la otra se quitaba y ponía rápidamente un birrete deterciopelo marrón, caído con presunción sobre e1 lado derecho por donde salían laspuntas de tres mechones rubios que, recogidos en el occipucio, contorneaban su cabezacalva.Después de ofrecerle asiento, se sentó a almorzar, pidiéndole muchas disculpas por ladescortesía.-Señor-empezó Emma-, yo quisiera pedirle...-¿Qué, señora? Dígame.Emma comenzó a exponerle su situación.El señor Guillaumin la conocía, pues estaba en relación con el comerciante de telas, encuya casa encontraba siempre capitales para los préstamos hipotecarios que se hacían ensu notaría.Por tanto, conocía, y mejor que ella, la larga historia de aquellos pagarés, mínimos alprincipio, que llevaban como endosantes nombres diversos, espaciados a largos

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