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EL CANTO DEL CUCO

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ROBERT GALBRAITHtemprano y mostrarse entusiasta por un trabajo que no leimportaba lo más mínimo.Acababa de poner la mano junto al timbre cuando lapuerta negra se abrió desde dentro y una mujer salió a la calle.Durante un segundo curiosamente estático, ambas semiraron a los ojos mientras se preparaban para aguantaruna colisión. Los sentidos de Robin estaban inusualmentereceptivos aquella mañana encantada. La visión de mediosegundo de aquel rostro blanco le causó tanta impresiónque, momentos después, cuando habían conseguido esquivarsesin tocarse por un centímetro, una vez que la mujerhabía avanzado a toda prisa por la calle, había doblado laesquina y se había perdido de su vista, pensó que podríadibujarla a la perfección de memoria. No fue solo la extraordinariabelleza de su rostro lo que había hecho que sele quedara grabada en su memoria, sino la expresión de sucara: furiosa pero curiosamente alegre.Robin agarró la puerta antes de que se cerrara en el lóbregohueco de la escalera. Una escalera vieja y metálicaascendía en espiral alrededor de un ascensor igualmenteantiguo. Concentrada en evitar que sus altos tacones seatascaran en las escaleras de metal, subió a la primeraplanta, pasó junto a una puerta que tenía un cartel laminadoy enmarcado que decía «Gráficas Crowdy» y siguió subiendo.Solo cuando llegó a la puerta de cristal de la plantade arriba, Robin fue consciente por primera vez del tipode empresa que era aquella a la que la habían enviadopara ayudar. En la agencia, nadie se lo había dicho. Elnombre que había en el papel junto al timbre de fuera estabagrabado en el cristal: «C. B. Strike» y, debajo, «Detectiveprivado».Robin se quedó inmóvil, con la boca ligeramente abierta,experimentando un momento de asombro que nadie que laconociera habría comprendido. Nunca había confiado aningún ser humano —ni siquiera a Matthew— su perenne,secreto e infantil deseo. ¡Y que aquello ocurriera precisa-26

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