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Anaconda y otros cuentos

Seguidor de la escuela modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, HORACIO QUIROGA se sintió atraído por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte. Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico Rudyard Kipling (El libro de la selva), que cristalizaría en su propio Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios relatos protagonizados por animales. Su Decálogo del perfecto cuentista, dedicado a los escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y llana y claridad en la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y un vocabulario por momentos ostentoso. Al desarrollarse aún más su particular estilo, Quiroga evolucionó hacia el retrato realista (casi siempre angustioso y desesperado) de la salvaje naturaleza que le rodeaba en Misiones: la jungla, el río, la fauna, el clima y el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus personajes se mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente en sus relatos, Quiroga describe con arte y humanismo la tragedia que persigue a los miserables obreros rurales de la región, los peligros y padecimientos a que se ven expuestos y el modo en que se perpetúa este dolor existencial a las generaciones siguientes. Trató, además, muchos temas considerados tabú en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose como un escritor arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y tratamientos. Estas particularidades siguen siendo evidentes al leer sus textos hoy en día. Algunos estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación con la muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con Edgar Allan Poe y Baudelaire) se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en suerte. Sea esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX.

Seguidor de la escuela modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, HORACIO QUIROGA se sintió atraído por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.
Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico Rudyard Kipling (El libro de la selva), que cristalizaría en su propio Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios relatos protagonizados por animales. Su Decálogo del perfecto cuentista, dedicado a los escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y llana y claridad en la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y un vocabulario por momentos ostentoso.
Al desarrollarse aún más su particular estilo, Quiroga evolucionó hacia el retrato realista (casi siempre angustioso y desesperado) de la salvaje naturaleza que le rodeaba en Misiones: la jungla, el río, la fauna, el clima y el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus personajes se mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente en sus relatos, Quiroga describe con arte y humanismo la tragedia que persigue a los miserables obreros rurales de la región, los peligros y padecimientos a que se ven expuestos y el modo en que se perpetúa este dolor existencial a las generaciones siguientes. Trató, además, muchos temas considerados tabú en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose como un escritor arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y tratamientos. Estas particularidades siguen siendo evidentes al leer sus textos hoy en día.
Algunos estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación con la muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con Edgar Allan Poe y Baudelaire) se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en suerte. Sea esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX.

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Žwxy z{ cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los<br />

hombres, y que se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la<br />

escuela vestido de pantalón y camisa, y dio sus lecciones corrientemente,<br />

aunque era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que<br />

su figura era de hombre, conforme se narra en las siguientes líneas:<br />

Una vez, a principios de otoño, la viruela visitó un pueblo de<br />

un país lejano y mató a muchas personas. Los hermanos perdieron<br />

a sus hermanitas, y las criaturas que comenzaban a caminar<br />

quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez a sus<br />

hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar<br />

a su hijito, lo único que tenía en este mundo. Cuando volvió a su<br />

casa, se quedó sentada pensando en su chiquito. Y murmuraba:<br />

–Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado<br />

a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los<br />

conoce. Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío!<br />

Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa,<br />

frente a un portoncito por donde se veía la selva.<br />

Ahora bien; en la selva había muchos animales feroces que<br />

rugían al caer la noche y al amanecer. Y la pobre mujer, que continuaba<br />

sentada, alcanzó a ver en la oscuridad una cosa chiquita<br />

y vacilante que entraba por la puerta, como un gatito que apenas<br />

tuviera fuerzas para caminar. La mujer se agachó y levantó en las<br />

manos un tigrecito de pocos días, pues tenía aún los ojos cerrados.<br />

Y cuando el mísero cachorro sintió el contacto de las manos, runruneó<br />

de contento, porque ya no estaba solo. La madre tuvo largo<br />

rato suspendido en el aire aquel pequeño enemigo de los hombres,<br />

aquella fiera indefensa que tan fácil le hubiera sido exterminar.<br />

Pero quedó pensativa ante el desvalido cachorro que venía quién<br />

sabe de dónde, y cuya madre con seguridad había muerto. Sin

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