El Ansia 1 :: Marcelo Cohen - Hernán Ronsino - Alberto Laiseca | 2013
El Ansia es una revista dedicada a la literatura argentina. Elegimos a tres autores y tenemos varios encuentros a lo largo de un año. La idea es retratarlos desde diferentes perspectivas: escribimos una crónica de los encuentros y un ensayo sobre sus obras, les solicitamos textos a colaboradores, les pedimos a nuestros autores que nos recomienden obras ajenas y, finalmente, escogemos textos diversos escritos por ellos.
El Ansia es una revista dedicada a la literatura argentina. Elegimos a tres autores y tenemos varios encuentros a lo largo de un año. La idea es retratarlos desde diferentes perspectivas: escribimos una crónica de los encuentros y un ensayo sobre sus obras, les solicitamos textos a colaboradores, les pedimos a nuestros autores que nos recomienden obras ajenas y, finalmente, escogemos textos diversos escritos por ellos.
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Revista de literatura argentina. Nº1. Octubre de 2013. ISSN 2346-9315.
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Sumario
4 Vivir con fantasmas, por José María Brindisi.
Marcelo Cohen
VERSIONES DE COHEN. 16 El conjunto vivo y otras formas de lo que no se termina: dos
conversaciones con Marcelo Cohen, por Lara Segade. 28 Un escritor que recuerda el futuro,
por Federico Goldchluk. 36 El De Lellis: una recapitulación, por Matías Capelli. 44 El mundo
es las historias que hacemos, por Ariel Dilon.
COHENIANOS. 58 La ocupación de los suelos, de Jean Echenoz. 64 Maizal del gregoriano,
de Arnaldo Calveyra. 72 El paseo, de Lydia Davis. 82 Historia, de LD. 84 La carta, de LD.
PRIMERA PERSONA. 93 Victorilo. 100 Extravío. 110 Postales jazzeras.
Hernán Ronsino
VERSIONES DE RONSINO. 120 Un secreto persistente, por Mariana Lerner. 130 Arqueología
del chisme, por Lucas Adur. 144 Sobre La descomposición, por Jorge Consiglio. 150 Glaxo,
entre Saer y Walsh, por Sylvia Saítta. 158 Una nube de polvo, por Luciano Guiñazú. 166 Zona
traicionera: enunciación, pasado y territorio en los textos de Hernán Ronsino, por Edgardo
Scott. 172 Miguel Ronsino.
RONSINIANOS. 178 Pánico al amanecer, de Kenneth Cook. 184 La sed, de Hernán Arias.
188 Verano, de J. M. Coetzee.
PRIMERA PERSONA. 196 La curva. 198 Lumbre. 206 Un mundo que se quema.
Alberto Laiseca
VERSIONES DE LAISECA. 218 Abecedario Laiseca, por Guido Herzovich. 232 Pequeña
biografía amorosa, por Fernando Espinosa. 246 A Camilo Aldao con Laiseca y Leo, por Juan
Guinot. 254 Un obrero de las pirámides, por Edgardo Scott. 260 La mesa vaticana, por Selva
Almada. 264 Un Big Bang llamado Laiseca, por Miguel Vitagliano. 270 La operación Laiseca,
por Guido Herzovich. 280 El gótico según Laiseca: Beber en rojo (Drácula), por Jerónimo
Ledesma. 288 iluSORIAS.
LAISEQUIANOS. 294 Choripán social, de Sebastián Pandolfelli. 300 El fantasma de la Ópera,
de Gastón Leroux.
PRIMERA PERSONA. 318 El fantasma de la Ópera (prólogo). 322 La usina parlante. 332
Beber en rojo.
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4
Vivir con fantasmas
POR JOSÉ MARÍA BRINDISI
Hace algunos años estábamos con Silvia, mi mujer,
en la playa, tirados boca arriba, todavía sin la
necesidad de estar prestándole cuidado a la niña
que más tarde revolotearía maravillosamente a nuestro
alrededor, y en una de esas irrupciones pueriles de lo
utópico ella dijo: si yo tuviese un poco más de plata, lo
que me gustaría es sacar un sello, una pequeña editorial.
Aunque ya la conocía muy bien, y por lo tanto sabía que
era una excelente lectora y de hecho había trabajado bastante
en el rubro, no sé por qué motivo esa afirmación,
en cierta medida, me tomó por sorpresa. Tal vez lo que
me sorprendió, pienso ahora, fue lo sencillo del enunciado,
la convicción; yo, que siempre me había jactado de
saber lo que quería, no hubiese podido responderlo tan
directamente, más allá de los obvios deseos de viajar más
y ese tipo de generalidades con las que casi cualquiera
podría identificarse. No hubiese podido responderlo hasta
que la escuché a ella, y pensé, o dije: sí, yo también.
Tiempo después, Silvia le comentó ese deseo a un
amigo, y ese amigo le dijo, con un grado de convicción
todavía más apabullante, que en realidad no se necesitaba
plata y que podíamos hacerlo, juntos, ya mismo.
Uno se deja contagiar con facilidad, en particular cuando
el delirio de los otros coincide mágicamente con el nuestro,
así que de pronto nos habíamos subido a ese barco
y teníamos la sensación de que para salir al mar ni
siquiera hacía falta mantenerse a flote. La realidad nos
demostró que nuestros cálculos estaban algo errados,
pero sobre todo esa sociedad espontánea no terminó de
funcionar y nos pareció que cuando algo nacía torcido,
desangelado, tal vez conviniera retirarse a tiempo.
Pero nos quedaron las ganas de hacer algo juntos,
y entonces yo empecé a estar más permeable a ciertos
pensamientos que se me cruzaban, ciertos modos de relacionarme
con la literatura, y en esencia traté de darle
cauce a una pregunta fundamental, un tipo de pregunta
que con frecuencia solemos relegar porque sus consecuencias
nos arrastran a lugares incómodos: ¿qué tenía ganas
de hacer? La respuesta que yo mismo encontré, en efecto,
fue de lo más perturbadora: demasiadas cosas. En el
camino aparecieron proyectos que se pinchaban antes de
que me los hubiese formulado en voz alta, y entonces
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aprendí -una vez más, porque hay cosas que se reaprenden
constantemente- que siempre es necesario que los entusiasmos
decanten, porque al principio todas las ideas
son geniales pero, luego de un día, la mayoría de ellas ya
no sobrevive ni ante nosotros mismos.
En algún momento, así, surgió un tema, o una
perspectiva. Años atrás, un alumno con el que trabajamos
durante bastante tiempo me había dicho, casi
como una despedida: una de las
cosas más importantes que me
enseñaste fue cómo era que vivía
un escritor. En qué piensa, quiso
decir, qué riesgos corre, cómo se
levanta los lunes por la mañana,
cómo la escritura y la vida se pelean
y se abrazan. Yo se lo
agradecí, aunque en el fondo lo
único que había hecho era ser
observado por él, y si de allí
había sacado algo era todo
mérito suyo. Pero ahora volvía a mí ese diálogo, y lo
relacionaba con eso que bien temprano me habían enseñado
-y que yo mismo había tratado de transmitir- y
que era la necesidad de no hacer una lectura biograficista
de los textos. Es decir: mantenerse apartado de la vida
de los autores, no dejar que lo biográfico contamine
nuestra lectura -a la manera de lo que proponía Proust
con aquello de desembarazarse de toda referencia-, o en
todo caso, y la diferencia es sustancial, establecer esa
relación con ellos en otro terreno, aunque ambos termi-
Pensé: ¿para qué
tantas ansias? ¿Para
qué los secretos
crapulosos y alelantes?
Los reportajes de Felix
Chaneton, Carlos Correas
Las tres enfermedades de la literatura moderna
—dije yo—. D. H. Lawrence esa cosa del pene, el
latah es James Joyce, el amok ese joven
personaje de Hemingway. Bang bang, paf paf,
pero en realidad es el ansia de muerte.
Poderes terrenales, Anthony Burgess
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nen por confluir en algún punto, o en un tercer e inasible
ángulo de ese recorrido.
Esa otra dimensión, que excede los textos y que
luego permite reformularlos, abre un espacio que siempre
me ha interesado de manera no totalmente autónoma,
claro, porque tal vez eso resulte imposible, pero al menos
como una suerte de dimensión paralela, que empieza
Pues no me voy a ir contigo como convenimos,
Maurice querido. Te quiero, pero no podré
verte de nuevo. No sé cómo voy a vivir
con este sufrimiento y esta ansia, y me paso el
tiempo rogando a Dios que no sea duro
conmigo y no me mantenga en este mundo.
El fin de la aventura, Graham Greene
mucho antes de la obra y termina mucho después. Una
dimensión que es la puerta de entrada a la ingeniería, al
universo real y virtual de cada autor, a su inserción compleja
y siempre distinta en un medio en el que todos convivimos
pero, salvo por las camarillas y las asociaciones
lícitas que hoy son tan preciadas, en silencio. Es eso: la
obra de los escritores habla. Pero yo ahora quería recostarme
en los silencios, o en los intersticios de esa obra
con la que voy a seguir entreverándome en otro campo,
otras circunstancias, y con otras reglas.
Seguirlos, pensé, rodearlos, meternos en sus vidas
no para revelar sus enigmas sino para ser partícipes de su
silencio. Hacerlos hablar para que nunca den en el clavo,
chocarnos con esa imposibilidad. Hay un núcleo, pensé,
un núcleo al que nunca vamos a acceder, y que tal vez
ellos mismos, los escritores, desconozcan, o les esté vedado
traducir en palabras.
Entonces la idea era retratarlos; descubrir qué hay
de ellos en nosotros, reconocernos en sus gestos, en sus
pasiones, en sus rituales, en sus renuncias, en lo que esconden.
Para que ese retrato tomara cuerpo, debían ser
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unos pocos autores por número, y tres nos parecieron suficientes.
Tres autores por año, tres escritores con los que
pudiésemos juntarnos a conversar, comer, beber, y a partir
de allí, de escucharlos, ver cómo se iba tramando una red
que debía situarlos en el centro.
La primera elección, para este número inaugural,
recayó en Marcelo Cohen. No hizo falta que lo fogoneara:
sobraban cohenianos en el grupo de editores,
aunque en algunos casos haya sido yo mismo –mi fanatismo
sin remedio, sin necesidad de ser remediadoquien
les contagiara la enfermedad o, al menos, inoculara
en ellos la primera dosis de lo que pronto tendría la
fuerza de una iluminación.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir
esa comezón en el estómago que le llegaba
de pronto siempre que veía de cerca la muerte
y que le sacaba el ansia por los ojos.
¡Diles que no me maten!, Juan Rulfo
De todos modos fue una elección lógica, la de
Cohen: no hay duda de que la suya es una de las obras
más contundentes, sólidas y ambiciosas de estas últimas
décadas. Una escritura contagiosa, viral, en este sentido
de riesgo para cualquiera que intente construir una voz
propia porque se trata de una música que no nos abandona
con facilidad. Mejor dicho: la búsqueda de una musicalidad,
el acento puesto en la cadencia, en el despliegue
rítmico de las frases y en sus interminables capas de sentido,
en el modo en que cuentan la historia a partir de su
propia armonía formal. Una escritura que deviene del jazz,
sin duda: el modo en que las frases cohenianas se desprenden
unas de otras, a partir de un primer motivo que
les da fundamento y al que vuelven, de vez en cuando,
como buscando su razón de ser. Que Cohen estuviese en
la base de nuestra pirámide era para mí todo un símbolo,
porque se trataba de un escritor que me había cambiado
la vida, como nos la cambian durante un tiempito todos
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aquellos que parecen islas y
que derriban nuestras pocas
certezas; como me la habían
cambiado, para restringirnos a
lo nuestro, Saer, Borges, Walsh.
Como con tantas otras
cosas, la primera vez que supe
de un tal Laiseca fue gracias a
Miguel Vitagliano. Cruzarse con
uno de sus textos, en la adolescencia,
sobre todo si uno está
pensando en escribir o empieza
a hacerlo más o menos en serio
es una de las cosas más enfervorizantes que pueda haber.
¿De dónde sacaba todas esas ideas, toda esa lógica mordaz,
todas esas palabras? ¿De dónde sacaba esa voluntad
enorme para labrarse a sí mismo a la sombra de la literatura
respetable, a contrapelo de cualquier moral que no fuese la
de su pluma? Alberto Laiseca es, también en este sentido,
un monstruo: una criatura solitaria, porque la clave de su
literatura está en la antítesis, en la reacción, en la soledad
sólo aparente de su delirio realista.
El caso de Hernán Ronsino fue diferente: para mí
era una incógnita. Dos o tres de los editores de la revista
ya lo habían leído y hablaban maravillas de su última
novela hasta entonces, Glaxo, que yo tenía pendiente.
Habíamos decidido no transitar necesariamente los nom-
El ansia de matar sigue
envenenándome.
Es comparable con los
delirios de amor
que nos torturan
a los veinte años.
El loco, Guy de Maupassant
Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base
del cráneo, sostenido como en un pretil
en una rugosidad del occipital, está acurrucado
un hombrecillo tiritante, amarillo,
el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca
amoratada, los ojos profundamente hundidos,
y la mirada enloquecida de ansia.
El infierno artificial, Horacio Quiroga
9
bres obvios; si estos llegaban a imponerse, que no fuera
por ninguna imaginaria rendición de cuentas con quien
fuera sino por convicción, porque teníamos ganas de
vérnoslas con ellos. Pero la premisa mínima era que se
tratara de escritores con una obra, ya, personal, de cierto
peso, una obra que ya empezara a discutir en sus propios
términos. ¿Estaba Ronsino a la altura? Decidí confiar en
quienes lo habían propuesto –y lo habían hecho con énfasis-,
entre otras cosas porque desde el principio me
había impuesto compartir el proyecto, y no sólo el trabajo;
hasta donde fuese posible, ellos debían tomar también
sus decisiones, o como mínimo obligarme a que las
tomáramos juntos. Entonces abrí La descomposición, leí
un par de páginas y supe que, tal como más tarde descubriría
que a él le gustaba señalar en otros, ahí había
un mundo. Un mundo entero. La posterior lectura de
Glaxo no hizo más que potenciar un simulacro: confirmar,
en mí, lo que de ningún modo necesitaba ya ser corroborado.
Ronsino era, por escándalo, un tipo que
merecía ser considerado en serio.
Durante todos estos meses, la revista tomó un impulso
impensado, en particular por el eco que recibía de
cada uno de aquellos a quienes
les contábamos la idea. Por lo
general, lo que la gente nos decía
En las horas
de oficina el escritor
era nuevamente presa
del ansia; estaba
en su entrepiso
—pensaba— como
un alma errante
en las orillas
del Aqueronte.
Los escritores inútiles,
Ermanno Cavazzoni
era que se trataba de algo que, al
menos con estas características,
no se había hecho. Yo no estaba
ni estoy tan seguro de eso,
porque en definitiva nadie termina
de inventar nada, y en el
fondo me sentía un estafador por
hablar tanto de algo que todavía
no era, algo que rigurosamente
no existía. Pero de lo que sí estaba
seguro es que las obsesiones
y los arrebatos no necesitan ser
justificados. A propósito de eso,
hace un par de años un amigo me
preguntó, cuando aún estábamos
tras el proyecto del sello, para
10
En cuanto a la ópera, yo la juzgo una diversión
de burgueses ascendentes que encuentran
refinada esa mezcla primaria de drama
y canto que, en realidad,
aun en el pasado reciente, satisfacía apenas
las ansias culturales de la ralea.
Llamaradas en la oscuridad, Rubem Fonseca
qué, cuál era la necesidad de que hubiera otra editorial
más dando vueltas. Me pareció una pregunta absurda:
¿por qué debería tener sentido para los demás lo que sólo
necesitamos justificar ante nosotros mismos? ¿Alcanza
con decir que así nos gusta vivir, que es una buena manera
de gastar nuestro tiempo?
Y ya que menciono –por última vez- aquel otro
proyecto, hay que decir que el nombre de la revista también
le pertenece. No había un modo, a mi entender, más
categórico de definir lo que despierta en algunos de
nosotros la literatura, y muy en especial –o con mayor
intensidad aún- la escritura. Algunos confunden el ansia
con la ansiedad, que es apenas una reverberancia demasiado
tímida de aquella, un camino previsible y tranquilizador.
La ansiedad, a lo sumo, es capaz de perturbarnos
el sueño. El ansia no nos deja dormir, y si lo hace nos
acostumbra a vivir –y dormir- con fantasmas. El ansia es
una búsqueda extraviada, una pulsión subterránea, oscura
y luminosa al mismo tiempo, ni más ni menos que
un diálogo con ese destino que hemos imaginado para
nosotros, esa cueva en la que una parte de nosotros decidió
encerrarnos.
El escritor es presa del ansia, y el ansia es su modo
de vivir y morir en la literatura.
No es la necesidad o el placer de alimentarse de los
libros. No es eso. Es algo que no tiene cura, algo que no
puede ser saciado.
Es el hambre. <
11
MARCELO
COHEN
Un misterio hecho de naufragios
“Escucho una música y no la
puedo tocar”, decía Coleman
Hawkins, el extraordinario
saxofonista, al borde de la
desesperación. Pocas veces, como
sucede en el caso de Marcelo
Cohen, la obra de un escritor deja
entrever con semejante intensidad
ese tipo de angustia: la sensación
de una búsqueda constante,
incansable, abismal. Una
búsqueda que se define en el
plano de lo poético, en lo
estructural y lo formal, pero que
también resuena en el campo de la
filosofía, la ciencia y la política. La
de Cohen es una escritura total,
que está siempre redefiniéndose a
sí misma, encontrando su espacio,
negando sus propias leyes. Ese
movimiento es un misterio
irresoluble: está hecho
de remanentes, de impurezas,de
ausencias, de fantasmas, de todo
lo que se pierde o transforma.
A continuación, una aproximación
posible al misterio coheniano: sus
intereses, sus preocupaciones,
sus orígenes, su imaginario, sus
disidencias. Vida y obra dándose
la mano para terminar, siempre,
dándose la espalda.
12
13
©Alejandra López
14
Primero dos miradas: la de la experiencia o la crónica,
es decir los ecos de una voz reverberando en otra;
y la del lector, rastreando las claves de un universo
amorfo y envenenado de sentido. Luego dos
conversaciones: una de ficción, que es en verdad
un diálogo interior, un diálogo con el pasado; otra que
tal vez sea, entre otras cosas, un diálogo con el futuro.
VERSIONES
DE COHEN
15
El conjunto vivo y otras formas
de lo que no se termina:
dos conversaciones con
Marcelo Cohen
Películas del Delta Panorámico. La ilusión del fin. Amistades
literarias y musicales: lo que dejan los amigos. Casualidades.
Lo que no se quiere. Lo que sí. Y el Yo que desaparece.
POR LARA SEGADE
FOTOS CAROLINA CASTAGNOLA
A Ciro, que nació uno de esos días.
N
os encontramos con Marcelo
Cohen dos veces, las dos en el
mismo bar, sobre la avenida
Cabildo. El que por fuera reproduce
un edificio de Nueva York. Es feo,
me dijo por teléfono, pero el piso de
arriba es tranquilo: era cierto. Tiene
una luz fuerte, blanca, como de
invernadero. Marcelo va seguido, lo
conocen. Nos presenta al mozo, Luis
Alberto, que es fanático de Spinetta
y siempre le guarda los libros que él
indefectiblemente se olvida. La
primera vez fue un viernes de
agosto de 2012.
Marcelo cuenta que está trabajando
en un libro de películas sobre el
Delta Panorámico, ese espacio en el
que transcurren todas sus historias a
partir de Los acuáticos –y las
anteriores, tal vez, también, aunque
todavía esa zona no tuviera nombre.
“Es un sujeto que es Marcelo Cohen
del Delta Panorámico, al que le gusta
contar películas que le han
interesado por alguna razón y las
cuenta de distintas maneras. Hay de
todos los géneros, de espionaje,
comedias, traspiés de la vida, y
muchas que no son de ningún
género, no se sabe qué son”. Como El
beso de la mujer araña, le digo. Más
o menos: Marcelo Cohen no las
interpreta. No hay introspección
tampoco, “toda la psicología es lo
que él cuenta de las acciones”.
Una de esas historias dio origen a
Como fuimos, una confluencia de
monomedios (que no es lo mismo,
según dice en la página del evento,
que una obra multimedia) que se
presentó en junio en la Alianza
Francesa. Algo así como un “cine
desarmado”: entrecruzamientos
calculados y encuentros fortuitos de
la proyección de una película,
16
música en vivo, lectura del texto –la
voz de Cohen suena en lo oscuro
como un arrullo en una casa sin
niños: la historia transcurre en la
inminencia del fin del mundo. Tres
amigos, Gonando, Drea y Bosco
están ahí, mitad esperando, mitad
viviendo. La escena final es muy
muchísimo frío. Será el estado en
que queda lo que no se termina: el
miedo reacomodándose en las
estructuras ordinarias del mundo.
En una de las ediciones del
programa “El fantasma”, conducido
por Silvia Hopenhayn, en el que un
escritor se encuentra con un lector,
“El apocalipsis es la última ilusión de la mente
burguesa mundial; esa morbidez que lleva a
pretender que todo se venga abajo.”
parecida a la de la película
Melancholia, de Lars von Trier, que
vi de casualidad unas semanas
después: solo que ahí se produce el
impacto del planeta Melancholia
con la Tierra. Todo se termina en
una luz blanca que inunda la
pantalla. En Como fuimos no pasa
nada: los tres amigos quedan
agarrados de las manos.
Después, Marcelo se acerca a
preguntarnos qué nos pareció. Nos
dice: “Chicos, no se vayan a creer
que se termina todo”. Más adelante,
completará: “El apocalipsis es la
última ilusión de la mente burguesa
mundial; esa morbidez que lleva a
pretender que todo se venga abajo.
Pero si es por ellos, puede empeorar
eternamente”. Es 2012. Cuando salgo,
me parece que el centro, un viernes a
la noche, en invierno, tiene algo de
eso que viene después de un falso
final, como si una voz todavía
hablara en lo oscuro. Hace
se juntaron Marcelo Cohen y Adrián
Dárgelos. La relación tiene una larga
historia, de ahí salió, entre otras
cosas, la canción “Falsario”, de
Babasónicos. En un momento,
Dárgelos habla de la entropía como
clave de lectura de El fin de lo
mismo, ese libro que valió la
indignación de Fogwill ante la
indiferencia del mundo literario:
“Pienso en una decena de narradores
nacidos después de 1950, que han
publicado recientemente. Los cruzo
en la presentación de Infierno
Albino en encuentros con la cátedra
de la Sarlo y en las borracherías
donde solemos intercambiar
figuritas literarias y tasarnos las
novias, y desde la aparición de El fin
de lo mismo –desde agosto– vengo
fallando en la intención de
comentarlo con ellos porque
ninguno se ha dado tiempo para
leerlo”. Eso decía Fogwill en 1992,
cuando salió el libro. Ahora,
18
Dárgelos habla de entropía. Y Cohen
contesta que sí, que pensó en eso,
que ha leído algunos libros de
ciencia. Dice que cuando crece el
desorden en un sistema cerrado, la
potencia del sistema decae. Los
personajes se fatigan.
Entonces: lo que no se termina se
gasta. Es una acumulación inútil la
que al final no estalla, choca ni
produce algo vivo. Marcelo se resiste
a hablar de sí mismo, le da pudor,
aburrimiento; el yo le resulta
obsceno. “Es mejor hablar de la
gente que hablar de uno”, dice. Me
acuerdo de algo que me dijo un
amigo hace unos días: lo peor de
perder a alguien es perder el testigo
de una parte de nosotros.
Habla, entonces, de algunos amigos
poetas, con los que editó, en los
inicios de los años setenta, la revista
El juguete rabioso: Jorge Aulicino,
Daniel Freidemberg, Irene Gruss. A
propósito de los desperdicios de la
acumulación y los sistemas cerrados,
pienso en la serie de poemas de Irene
Gruss sobre el asma:
La realidad es que el aire no sale
pero la impresión
es que el aire
no entra, ¿el alma,
el asma de quién?
No abras la puerta,
las ventanas, la realidad, la
enfermedad es el alma, el asma,
el aire
que no sale
(pero la impresión…) ahoga.
Marcelo habla también de sus
amigos músicos de cuando era
joven: Javier Zentner, que cantó en
Zupay y ahora es un fabuloso
director de coros, Litto Nebbia,
Miguel Cantilo: “Cantilo venía a las
reuniones de El juguete rabioso. Fui
a su casa, a Conesa, la del nombre
del disco ese, Conesa. Un tipo muy
talentoso. Cantilo era muy
independiente, una especie de
anarco-hippie, a la vez muy
porteño y muy Woodstock. En una
época se hizo sufí, creo. Ahora,
cuando lo veo ya mayor como yo,
me da un no sé qué que haya
derivado en el progresismo. Pero
entonces era un bicho particular, un
disidente, ¿no?”. Con esa palabra
Marcelo define el contorno de lo
que le importa: la disidencia.
19
Al final de nuestro segundo
encuentro en el bar, cuando ya
estábamos por despedirnos, Marcelo
nos dice que no quiere crecer, que
no hay que crecer, pero no en el
sentido de quedarse en la infancia,
no; no hay que crecer ni
económicamente ni como escritor
ni como almacén espiritual.
Federico me hará notar, tiempo
después, que Marcelo parece una
persona mucho más joven, cómo se
mueve, piensa, revuelve el café.
Marcelo no crece pero tampoco se
cierra en una conservación
entrópica y fatigosa. Marcelo
prefiere hablar de otros –o, como
Puig, con las voces de otros– y sus
palabras se hacen hilos y una red.
“Uno es lo que le dejan los amigos,
yo soy un sedimento de lo que
dejaron los amigos en mí, estoy
hecho de otras personas, no me
cabe la menor duda”.
‘porción’ cada vez más amplia del
mundo que nos rodea: el pulso de
vida contiene y sostiene la vitalidad
(a menudo sufriente) de personas y
situaciones que conocemos.
Podemos ‘amarlas’ o no, pero
calibramos el fondo denso e
inapelable de la existencia ajena,
que advertimos en cada caso ser
parte de la nuestra”.
“Todo lo más interesante de la vida
pasa de casualidad”, dice Marcelo,
que llegó al yoga por Alberto Silva.
Y nos cuenta una historia, de
cuando vivía en Barcelona. Su
departamento quedaba en un lugar
muy raro de Barcelona donde se
juntan tres niveles de calles: una
avenida que se llama República
Argentina, una calle que baja y
encuentra, a la misma altura,
edificios y un puente. Me imagino
un dibujo de Escher. El
departamento estaba a la altura del
“Uno es lo que le dejan los amigos. Yo soy un
sedimento de lo que dejaron los amigos en mí,
estoy hecho de otras personas.”
Entonces nos habla de Alberto
Silva, que entre muchas otras cosas
es un erudito y practicante
contagioso del zen. Busco, después,
y encuentro que tiene un blog. Ahí
dice: “nuestra vida afectiva energiza
drásticamente el corazón,
haciéndolo capaz de ‘contener’ una
puente, por la ventana se veían
pasar los colectivos. Ahí escribió
Insomnio, “donde el protagonista ve
un puente todo el tiempo”. Un día,
vio a un hombre enseñándole a una
nena a andar en bicicleta, en el
puente. Era Alberto, un amigo que
hacía años que no veía.
20
La segunda vez nos encontramos en
noviembre, aunque desde hacía
varios días venía haciendo un calor
de enero. La noche anterior, la red
eléctrica no había resistido y más de
la mitad de los barrios quedaron sin
luz. Los supermercados cerraron sus
puertas por miedo a los robos pero
vendían velas, bidones de agua y
cerveza por una ventanita, como de
farmacia de turno. La gente hacía
colas en la vereda, las señoras se
abanicaban. Marcelo nos contó que
el apagón lo había agarrado en el
centro, cuando trataba de sacar
entradas para un concierto de Steve
Reich, uno de sus minimalistas
favoritos. En realidad, dice, “un
compositor que tardé en entender,
pero transformó buena parte de la
música que escuchamos”. Que había
entrado al baño en el Centro
Cultural de la Cooperación
completamente a oscuras. Además
había un problema con la
recolección de basura, las bolsas de
nylon negro se acumulaban en las
esquinas, el olor era como el del
verano pero sin la mezcla con
protector solar. Todavía 2012,
todavía un poco creíamos que tal
vez se terminaba todo y tratábamos
de adivinar en cada cosa la forma
del final.
Esta vez, Marcelo habla mucho de
música, de lo que escuchó durante su
vida. No es realmente un
coleccionista, afirma. Pero escucha
de todo, en todos los formatos. Y
durante un rato largo se dedica a
21
armar para nosotros una biografía
musical. Nos cuenta cómo la vida lo
fue llevando, como el agua de un río
que al avanzar va formando algo;
cómo él, de cuerpo flaco, no ofrecía
resistencia, se dejó arrastrar: “Desde
Los Beatles y el Club del Clan, que
todo venía junto para mí, junto con
la música clásica que me inculcó mi
abuela paterna, que era europea y
entonces escuchaba música clásica”,
pasando después por “el boom del
folclore de fines de los sesenta, o
mediados de los sesenta, que empezó
siendo incluso una diversión de
niños bien. Las propagandas de Coca
Cola que eran tandas con gente de
guitarras que vos los veías que eran
tipos que tocaban folclore”. Y,
después, vino “todo el folclore de
izquierda, que además era de gran
calidad, en buena parte. El tango que
me acompañó desde la infancia, toda
la adolescencia. Y después el
hippismo y el estallido del primer
rock acá. Todo eso está en mi vida. Y
el jazz también, desde el principio.
Porque los padres de algunos
compañeros míos del colegio
escuchaban jazz. Y entonces yo iba a
la casa de un compañero y
sacábamos los discos del padre y
poníamos a Charlie Parker, no a
Erroll Garner porque ignorantemente
nos parecía mersa”.
Tiene algo especial el jazz. Hay
algo, dice, que pasa, con los últimos
discos de Stan Getz, por ejemplo,
en los que toca con el pianista
Kenny Barron, “grabados en vivo
en países escandinavos, que están
los dos súper colocados. Eso pasa a
veces con el jazz en vivo, que los
tipos se colocaron con la misma
música. Pasa con el rock en vivo
también. Es decir, entraron en
trance”. Y entonces, “no paran, de
pronto me doy cuenta que estoy
tirado y quiero estallar, hay algo
que te ocupa, te sentís ocupado.
Todo lo que te está entrando no
cabe en tu cuerpo”.
Esa forma cruel de respirar, guardar
el alma.
Entonces vuelven a aparecerse los
amigos, que “sería una falacia no
nombrar”. Ana Basualdo, por
ejemplo, que abandona los libros
cuando pierde la vehemencia con
que comenzó a escribirlos. O Carlos
Moreira, “una persona
incomparable: poeta, masajista,
pintor de paredes, lector
desmesurado, experto en
Shostakovich, y adalid de la
revolución gay. Un tipo libérrimo,
sin el menor apego a las posesiones
ni a los lugares que sin embargo
quiere tanto, y el narrador de hechos
reales y ficticios más variado y
obstinado que conozco”. En una
entrevista que leo después, que dio a
raíz de la publicación de su libro de
cuentos, El pueblo de los ratones,
Carlos Moreira habla de la Barcelona
de los años setenta, a la que llegó
exiliado, donde imagino que se
habrán conocido con Marcelo, “una
ciudad libertaria que ni Franco pudo
oscurecer. España estaba llena de
argentinos, mucha gente de la JP
que ni siquiera se había
comprometido con la lucha armada.
22
Se encuentran con un país en
ebullición donde se estaban
debatiendo otras cuestiones que ya
no tenían que ver con la toma del
poder. Se hablaba ahí de temas de
género, feminismo, privacidad,
derechos de minorías sexuales. Para
los machos argentinos
acostumbrados a los discursos del
cuanto más traiciona un destino
familiar. Yo no transgredí mucho mi
formato inicial de muy pequeño
burguesía judía porteña. No he sido
rompedor, no muy libre. Hago cosas,
soy un emprendedor forzado pero
ilusionado. Nunca logré ser un gran
aventurero, un experimentador
arriesgado. Más bien voy probando
“Nunca logré ser un gran aventurero,
un experimentador arriesgado. Más bien
voy probando con cierta prudencia modos
de dejarme atrás, de descargarme.”
Che o de Fidel, el panorama
filosófico era desolador”. Para otros,
en cambio, era tierra donde echar
raíces, para que las flores se abrieran
tanto después, inducidas por la luz
artificial de un bar de Belgrano –no
sabremos, entonces, hasta dónde se
extienden las raíces de lo que cuenta
Marcelo, ni si conviene llamar raíces
a algo tan inquieto.
“Barcelona de los 70 y los 80 me
hizo otro, y con los amigos
argentinos de ese tiempo hay una
hermandad, digamos, consustancial:
Américo Cristófalo, Andrés
Ehrenhaus, Daniel Schiavi, Nora
Catelli. Lo que siento es que esté tan
lejos Paco Porrúa, que me enseñó
demasiadas cosas, entre ellas a leer
de nuevo. Pero la transformación no
para. Lezama Lima dijo que un
hombre es tanto más interesante
con cierta prudencia modos de
dejarme atrás, de descargarme. Para
eso no conozco nada como dejarse
impregnar de las figuras que la
realidad decide que te salgan al paso.
Así que desde que volví también fui
siendo otra cosa. Soy mi mujer, soy
mi hija, es eso lo único que puede
hacerme un poco más libre; hasta
soy el alemán que venía a
arreglarnos la caldera y hace un
tiempo se murió. Es decir, intento.
Después uno se da cuenta de que el
nudo de manía es incurable”.
Carlos Moreira le presentó a Carlos
Sampayo, guionista de historietas –
creador, junto a José Muñoz, del
policial negro Alack Sinner–,
apasionado y coleccionista de jazz.
Hace unos años, nos cuenta
Marcelo, Sampayo tuvo un infarto.
Lo operaron del corazón, pero
23
entonces le agarró una infección
intrahospitalaria. Estuvo al borde
del final durante tres meses que
pasó en terapia intensiva,
muriéndose todos los días, dormido,
dopado. Cuando se despertó, estaba
como metido dentro de una historia
suya. Lo agarró del brazo a Marcelo
y le dijo, refiriéndose a su esposa:
Sampayo estructuró su hermoso
libro Memorias de un ladrón
de discos.
En El oído absoluto se dice que “si
un paranoico inventa un complot
contra él, es para darle forma a
ese mogollón de agresividad que
hay en el aire y poder moverse
“Lo que queremos es cambios en la vida,
en las formas de supervivencia, en las formas
de felicidad, de infelicidad, en la libertad.”
“A Victoria le lavaron el cerebro
ellos”. “Quiénes son ellos”, preguntó
Marcelo. “Los húngaros”. Cuando se
recuperó un poco, empezó a temer
que en el hospital le hubiesen
robado la memoria. Tal vez no a
propósito, sino por desidia, por esa
propensión natural a aumentar el
sufrimiento humano que tiene el
sistema. Entonces, para comprobar
si le habían robado o no la
memoria, Sampayo se hizo a sí
mismo un “blinfold test”, una
prueba que consiste en reconocer
sucesivos discos puestos al azar,
con los ojos vendados. Es algo muy
frecuente entre los expertos del
jazz, que luego fue extendiéndose a
otros expertos de otras músicas. Los
adivinó todos, y así se quedó
tranquilo. No le habían robado la
memoria. En parte en base a ese
“blinfold test”, años después
con coherencia”.
Pero si por un camino nos aquieta
la fatiga y por el otro nos empuja el
miedo. ¿Puede algo moverse
felizmente?
“Podemos crear espacios en donde
las cosas funcionen de acuerdo a
otras reglas que las reglas sociales,
jurídicas, económicas y mantenerlos
lo más posible. Cambiar de reglas.
Proponernos consignas parciales”. Y
entonces bajo la luz artificial nace
una flor de raíces acuáticas,
transoceánicas: “Eso ya lo decía
Foucault, un clarividente. No
debemos querer el poder. Porque no
sabemos qué hacer con el poder,
porque el poder es una mala
educación, porque no tenemos
interés, porque desde el poder no se
puede decir la verdad ni ver la
realidad ni ver todo lo que uno no
es. No nos interesa bajar nuestra
24
25
visión de mundo a toda la sociedad,
que es una de las cosas que debe
hacer el poder para mantenerse. Lo
que queremos es cambios en la vida,
en las formas de supervivencia, en
las formas de felicidad, de
infelicidad, en la libertad”.
Desesperadamente le pedimos
ejemplos. Entonces nos habla de uno
de sus proyectos más importantes, la
revista Otra parte, que dirige junto a
su mujer Graciela Speranza.
Ahí, dice, nadie tiene que quedarse.
Pero muchos se quedan. Tal vez sea
porque se manejan con reglas laxas
que sin embargo tratan de cumplir,
porque son las que mantienen el
organismo vivo. Como la literatura,
dice, donde hacen falta pequeñas
coerciones que a uno lo obliguen a
cambiar de actitud. Uno tiene que
ponerse normas. O las inventa o
toma alguna que exista y le da un
uso supuestamente equivocado;
pero no para sus propios fines. Uno
viene escribiendo, sigue escribiendo,
con su idea, se deja arrastrar. Pero,
como tiene que cumplir un
requisito, entonces modifica la
frase, y con eso modifica el rumbo
de la historia. “O a veces el
mecanismo funciona solo y uno se
tiene que entregar a eso. Entonces,
digamos, hace abandono de sí
mismo. Y algo parecido sucede en
estas formas de organización entre
muchos. Cumplís las reglas y el
acuerdo con los demás. Y lo más
interesante de eso es que, al
contrario del facebook, el yo tiene
cada vez menos importancia. No es
que desaparezca, más bien, la
prueba es la temperatura de algunas
discusiones. Pero hay que conversar
con todos, hay que mantener el
conjunto vivo, hay que mantener el
texto vivo más allá de lo que uno
cree. Y en el jazz sucede lo mismo.
La pieza tiene que salir adelante, en
un acuerdo con lo que está
26
produciendo el equipo pero sobre
todo en un abandono al mecanismo
de la misma pieza. Eso es lo que
uno oye en Coltrane. Hay
expresividad, pero llega un
momento en que él no es dueño de
su expresividad, lo que está
expresando es lo que le arranca eso
que él está tratando de hacer con lo
que la música le ordena. Si es un
gemido es un gemido, si es un salto
que también, entonces, lo es su
poder. Gongue es la historia de esa
inquietud que se cuece. Los pájaros,
por ejemplo, que pasan; un levísimo
aumento de la temperatura; las
plantas flotantes: “Islotes forman al
juntarse esos vegetales, con forma
de corazón las enormes hojas, y
entre los tallos llevan escondida la
flor blanca que se abre mostrando
más pétalos y más dentro de los
“Eso es lo que uno oye en Coltrane.
Hay expresividad, pero llega un momento
en que él no es dueño de esa expresividad.”
de undécima que suena mal lo es. Y
al mismo tiempo hay una
conciencia que está operando, al
mismo tiempo no puede dejar atrás
la sección rítmica que lo está
sosteniendo. Eso puede pasar con el
grupo entero, como en los combos
de Mingus, cuando la inventiva
furibunda de él los arrastra a todos
y Eric Dolphy se desenfrena”.
Por esos días, yo estaba leyendo
Gongue, la última novela de
Marcelo, que trata sobre una
inundación. Las cosas que quedaron
bajo el agua deben ser cuidadas;
acompañadas. Las cosas bajo el
agua también necesitan testigos.
Empieza así: “El agua está quieta.
Yo soy muy poderoso”. Pero el vigía,
Gabelio Támper, irá descubriendo
que la quietud es solo aparente y
anteriores. A veces, estropea esa
preciosura una rata que, no bien
descubierta, retrae el morro para
mostrar los dientes. Con los saltitos
del bicho náufrago la planta se
balancea. Aunque también podría
deberse el balanceo al roce de un
pescado por la parte de abajo”.
Salimos del bar, empezamos a
transpirar enseguida. El aire,
húmedo, huele a basura. Algunas
calles están cortadas a raíz de una
protesta. Marcelo se olvidaba un
libro, dice que igual no importa
porque Luis Alberto, el fanático de
Spinetta, se lo guarda. <
27
28
Un escritor que recuerda
el futuro
La obra de Cohen como un mundo amplio, fascinante e injusto.
Los huecos de la civilización y la orfebrería del lenguaje.
POR FEDERICO GOLDCHLUK
ILUSTRACIONES OSCAR ZÁRATE
M
arcelo Cohen viajó a España a
fines de 1975, semanas
después de la muerte de
Franco y tres meses antes de la
asunción de Videla en la Argentina.
Tenía veinticuatro años y militaba en
el Partido Comunista. A pesar de que
su idea era pasar un año o dos en
Europa, con más espíritu de aventura
que de huida, la situación política en
nuestro país cambió los planes. Se
quedó a vivir en Barcelona y volvió
definitivamente a Buenos Aires veinte
años más tarde.
Antes de irse a España, publicó dos
libros de cuentos: Lo que queda, en
1972, con prólogo elogioso de
Abelardo Castillo, y Los pájaros
también se comen. En este último, se
destaca “El mar dulce”, la historia de
dos adolescentes que salen a remar
por el Delta del Paraná. Uno quiere
mostrarle al otro la magnificencia del
Río de la Plata. Para eso reman,
mientras conversan sobre una chica
que les gusta y sobre los exploradores
españoles que habían confundido el
río con un mar de agua dulce. Los
amigos llegan a la desembocadura,
admiran por unos momentos la
inmensidad y dan la vuelta. En el
regreso, después de haberse diluido en
el paisaje, ya nada es tan importante
como antes.
Un puñado de elementos de este
relato se han mantenido firmes en la
literatura de Cohen: los lazos de
amistad, la vocación por explorar y
por nombrar, el espacio del Delta.
Sin embargo, la narrativa que
desarrolló en el exilio, y luego
continuó al regresar a la Argentina,
no es así de epifánica. Más bien al
contrario, se volcó por completo a
las distopías: mundos fantásticos e
indeseables, semidestruidos, oscuros,
29
pesadillas factibles.
Cohen pone en escena, con maestría,
diferentes modos del encierro. En
Insomnio, su segunda novela, todo
transcurre en Bardas de Krámer, una
ciudad patagónica imaginaria
controlada por un ejército
interamericano. Los militares, día a
día, deciden quién puede salir de allí.
Lorelei es el escenario de El oído
absoluto, distopía disfrazada de
utopía: una especie de Disneyland de
entrada libre y gratuita, donde el
autoritarismo queda oculto detrás de
una máscara de filantropía y
sanación.
El primer relato de El fin de lo
mismo, “La ilusión monarca” (título
tomado de un verso de su poeta
preferido, César Vallejo), trata sobre
una cárcel de puertas abiertas, con
salida al mar. Los presos pasan las
horas imaginando cómo escapar y
miran el horizonte con esperanzas. El
problema es que los que se animan a
nadar vuelven muertos, traídos por
las olas. Los personajes, por lo tanto,
conversan, hacen planes y temen.
Ya en ese relato se vislumbra lo que
aparece en una novela posterior como
Inolvidables veladas: el encierro
puede ser mental e interiorizarse.
Golo, el protagonista, está atrapado
por su madre. No por la madre real,
una cantante de tangos que vegeta en
un geriátrico, sino por su holograma,
que sigue dando conciertos a sala
llena. Golo produce esos espectáculos,
aunque quiere dedicarse a otra cosa.
2001 es el año bisagra. En la
Argentina, por la explosión de la
crisis; en la literatura de Cohen, por
la publicación, en la editorial Norma,
de Los acuáticos, un conjunto de
relatos interconectados donde figura
por primera vez el Delta Panorámico.
A decir verdad, no se trata de un
cambio drástico. Cohen ha
perfeccionado algo que había
ensayado y buscado desde siempre: la
instalación de un mundo amplio,
consistente, fascinante e injusto. En
definitiva, un desplazamiento, una
torsión de la sociedad contemporánea.
A partir de Los acuáticos, el Delta
Panorámico pasa a ser el lugar donde
transcurre su narrativa entera hasta
la fecha (y todo indica que lo seguirá
siendo). Se trata de un conjunto de
islas-estado esparcidas por un río. A
pesar de su independencia,
comparten lengua y moneda. Situado
30
en un futuro incierto, pero con
reminiscencias de formaciones
sociopolíticas tan constitutivas de lo
occidental como la Antigua Grecia,
lejano y próximo a la vez, este Delta
merecería una enciclopedia propia.
Cohen podría redactarla, pero sigue
en plena tarea de exploración. No ha
elaborado un mundo delimitado,
sobre la nada.
La literatura, al igual que la música,
puede buscar esa clase de libertad.
Parecería que el Delta Panorámico se
ha convertido en el tema que le
permite a Cohen improvisar, en
sentido riguroso, desde hace más de
una década. Los acontecimientos
pueden avanzar, retroceder, crear
Parecería que el Delta Panorámico se ha
convertido en el tema que le permite a Cohen
improvisar, en sentido riguroso, desde hace
más de una década.
completo y cerrado. Cada narración
transcurre en una isla diferente, con
sus propias costumbres, sus formas
de gobierno y sus relaciones con
otras islas.
Si pensamos en el jazz, género caro a
Cohen, cualquier músico aceptaría
que la improvisación tiene un punto
de partida, un acuerdo mínimo entre
los integrantes de la banda: un tema,
un ritmo, un clima, o algún terreno
compartido desde donde todos
puedan elevarse. Nunca se improvisa
intriga, destruirla, pero siempre con
la familiaridad de ese universo.
Incluso hay un efecto visual que
refuerza la idea: los títulos de sus
tres últimas novelas (Casa de Ottro,
Balada y Gongue) descansan sobre
el subtítulo “Una historia del Delta
Panorámico”. Cuentan con ese
límite, a la vez desconocido y
posiblemente infinito.
Cohen hace convivir elementos
disímiles. El nombre mismo del Delta
Panorámico puede ser pensado como
31
32
un oxímoron. Las islas son miles de
fragmentos que están conectados pero
no forman una unidad. Por otro lado,
el panorama habla de una mirada que
abarca un todo. ¿Cómo mirar de
forma totalizadora lo que está
fragmentado?
Suele decirse que Petrarca inauguró
el espíritu del Renacimiento al escalar
una montaña del sur de Francia en el
siglo XIV. Desde la cima, según
escribió en una carta, admiró el
paisaje circundante, pero también
sintió la grandeza del alma humana.
Lo panorámico del Delta, en cambio,
está ligado a la dominación, a la
mirada del control, ejercida por las
instituciones: gobiernos, fuerza
pública, corporaciones, medios de
comunicación. Y ahí está la
Panconciencia, una suerte de
conciencia única de todas las islas
del Delta a la que los ciudadanos
pueden enchufarse, una realidad
establecido por una ronda perimetral
que separa a la ciudad del suburbio
pobre. Los ajanios viven en esa
superficie, alienados, chocando unos
contra otros.
Viol Minago, un disc jockey inquieto
y reflexivo, funda la palabrística,
una actividad circense. Grupos de
entusiastas hacen piruetas,
entrelazan sus cuerpos y forman
letras que, en el aire, se convierten
en palabras. En el momento
culminante del relato, el personaje se
ilumina. Subido a una montaña
humana de palabristas, observa por
primera vez lo que hay del otro lado
de la ronda perimetral. Ve,
básicamente, la miseria de los
bordes. La escena recuerda al clímax
de “El Aleph”, pero no transcurre en
la soledad de un sótano, concentrado
en un punto, sino en las alturas, en
un panorama de 360 grados.
El Delta insiste en yuxtaponer
Las historias de Cohen no suponen la
resignación confortante, la entrega al sinsentido
o a la abulia. Es una literatura de resistencia.
virtual que reafirma el vínculo entre
lo totalizador y lo dispersivo.
Igualmente, la narrativa de Cohen
no renuncia a la mirada. En el
primer relato de Los acuáticos, “El
fin de la palabrística”, se da un
contrapunto. La ciudad de Ajania
sufre el hacinamiento. Crece en
altura para no sobrepasar el límite
opulencia y miseria. Cohen narra
desde ambos lugares. Describe las
ciudades, pero también los
descampados y los espacios
marginales. Es una versión diferente
del desierto de Sarmiento. La
civilización genera actividad
incesante, pero también huecos,
pozos, baldíos, basura e infertilidad.
33
En “Neutralidad”, otro relato de Los
acuáticos, un gobierno crea un
desierto para mantener lejos a sus
vecinos, que quieren cruzar la
frontera y trabajar en ese país. En el
final de la nouvelle Impureza, el
protagonista recorre un terreno típico
de los suburbios de una gran ciudad,
donde solamente hay un perro paria,
un remolino y mucho viento.
Sin embargo, las historias de Cohen
no suponen la resignación
confortante, la entrega al
sinsentido o a la abulia. Es una
literatura de resistencia. Sus
personajes, sin ser líderes
carismáticos, se unen por el deseo
de huir y así salen del aislamiento.
No estamos ante valientes que
desafían los límites y
logran cambios
revolucionarios. Los
mundos permanecen igual.
La búsqueda es de un
lugar nuevo.
En definitiva, lo que Cohen
pone en escena es la
complejidad del escape. Si
solamente se tratara de
desplazarse hacia otro
lugar, todo resultaría más
fácil. En su narrativa, la
liberación es similar a un
despertar. Los personajes
empiezan adormecidos,
subyugados por una
atmósfera a la vez
placentera y opresiva. A lo
largo de las páginas, se van
desperezando, abren los
ojos y, como Viol Minago,
ven más allá de lo que
tienen alrededor.
La resistencia más significativa en
la narrativa coheniana pasa, sin
duda, por el lenguaje. El oficio de
traductor, principalmente del inglés,
parece haberle dado el
entrenamiento para experimentar
con el lenguaje y hacerlo mutar.
Cohen alterna entre diferentes
registros; puede pasar de frases
recargadas y barrocas a otras más
sencillas. Mezcla jergas y argots
con cultismo y arcaísmos, hasta
alcanzar una lengua comprensible
y, a la vez, futurista. Su estrategia
es la proliferación.
Tal como se dice del narradorprotagonista
de El oído absoluto,
Cohen es un orfebre del lenguaje. Las
34
palabras en sus manos son artefactos.
Hay un rastreo para encontrarlas,
para ubicarlas en un lugar extraño o
para, directamente, inventarlas.
Los neologismos, especialmente a
partir de Los acuáticos, son una
marca de su estilo. Nunca están
presentados como una rareza,
entrecomillados o en una tipografía
diferente. A veces, designan un
objeto inexistente en el presente, y el
término o el contexto se encargan de
dar alguna pista. Si un flaytaxi pasa
por el cielo, no es necesario aclarar
que es un taxi volador. O si surge
una nueva institución que en lugar
de matrimonio se llama trimonio, se
supone que los involucrados son tres
en vez de dos.
El neologismo también puede hacer
el camino inverso: esconder algo
conocido detrás de un vocablo
opaco. En el Delta Panorámico
toman yecle, en ronda, en cáscara de
calabaza, sorbiendo con una caña.
Demasiado parecido al mate, pero
con otra denominación.
Más allá de encierros y distopías, el
lenguaje es una fuente de poder.
Trabajar sobre él, con soltura, con
espíritu de explorador, posibilita la
llegada a un mundo nuevo, que no
existía antes que ese lenguaje.
Empieza a existir cuando se lo lee. <
LOS LIBROS
Lo que queda. Cuentos, LH, 1972.
Los pájaros también se comen. Cuentos, Boedo, 1975.
El instrumento más caro de la Tierra. Cuentos, Montesinos, 1981.
El país de la dama eléctrica. Novela, Bruguera 1984, Interzona 2004.
El buitre en invierno. Cuentos, Montesinos 1985.
Insomnio. Novela, Muchnik 1986, Paradiso 1994.
El sitio de Kelany. Novela, Muchnik/Ada Korn, 1987.
El oído absoluto. Novela, Muchnik 1989 y Norma 1997.
Buda. Biografía, Lumen 1990 y Norma 1999.
El fin de lo mismo. Relatos, Anaya & Muchnik/Alianza 1992 y Página12 2005.
El testamento de O’Jaral. Novela, Anaya & Muchnik/Alianza, 1995.
Inolvidables veladas. Novela, Minotauro, 1996 (traducida al francés).
Hombres amables. Nouvelle, Norma, 1998.
Los acuáticos. Relatos, Norma, 2001.
¡Realmente fantástico! Ensayo, Norma, 2003.
La solución parcial. Cuentos, Páginas de espuma, 2003.
Fossey. Cuento, Eloísa Cartonera, 2004.
Donde yo no estaba. Novela, Norma, 2006.
Impureza. Novela, Norma, 2007.
Casa de Ottro. Novela, Alfaguara, 2009.
Balada. Novela, Alfaguara, 2011.
Gongue. Novela, Interzona, 2012.
35
El De Lellis: una recapitulación
Mario Jorge De Lellis fue un insigne poeta porteño de los cincuenta
y sesenta. Poco tiempo después de su muerte, un grupo
de escritores principiantes entre los que se contaban Marcelo
Cohen, Jorge Asís, Irene Gruss, Jorge Aulicino y Daniel Freidemberg
bautizaron con su nombre un taller literario que marcaría
la forma en que entenderían a la literatura de ahí en más.
A continuación, un ejercicio de ficción recrea aquellos años.
POR MATÍAS CAPELLI
Para Irene Gruss, Marcelo Cohen y Jorge Aulicino.
Marcelo Cohen, Raúl González Tuñon y Daniel Freidemberg en 1970. Foto Mauricio Herzovich.
36
Si mal no recuerdo el taller
empezó en 1969. Al principio
se llamaba “taller Aníbal
Ponce” y se hacía los sábados en el
barrio de Once, alrededor de una
mesa en una oficina que nos
prestaba el IFT, el teatro de la
comunidad judía comunista. Casi
todos caímos ahí por nuestro vínculo
con la juventud del Partido. El que
no era militante, simpatizaba: Gruss,
Cohen, Asís, Freidemberg, Reches,
Aulicino y yo éramos parte de un
grupo de pendejos apasionados
coordinado por José Murillo. Era una
buena persona Murillo, muy
elegante, de bigote recortado,
siempre de traje, canoso y de ojos
verdes, acento jujeño, pero con una
visión literaria dogmática. Hubo una
época en que se dedicó a la literatura
infantil y publicaba cuentos con
animales en el monte jujeño, buenos
relatos, pero por ese entonces había
pasado a escribir novelas proletarias
que salían por alguna de las seis o
siete editoriales del PC. Una de sus
novelas se llamó Los traidores y era
sobre el movimiento sindical,
aparecía Vandor pero con otro
nombre, porque él había trabajado
en fábricas y sabía de eso. Lo
apreciábamos aunque nos resultaba
demasiado rígido y limitado, con
bajadas de línea del tipo la literatura
tiene que estar al servicio de la
revolución, alumbrar la conciencia
del hombre nuevo.
No recuerdo si fue producto de una
defenestración de Murillo o si el IFT
no pudo albergarnos más, lo cierto
es que nos fuimos a la SADE, al
caserón de la calle México, y ahí
empezó a llamarse taller Mario Jorge
De Lellis. Creo que fue el Turco Asís,
que tenía mucha circulación por los
37
Para nosotros De Lellis era un personaje
legendario por las historias que de él
se contaban. Era un tipo muy recio, socarrón,
de perfil bajo, que representaba todo
lo que era la porteñidad.
cafés de Corrientes, quien vino y nos
dijo que se había encontrado con
Ulyses Petit de Murat, presidente de
la SADE, y que este le había ofrecido
un espacio para hacer el taller. Lo
discutimos y aceptamos ir incluso
teniendo aversión hacia la SADE. Era
como dar un empuje de luz y de
juventud, mal que bien.
Para nosotros De Lellis era un
personaje legendario por las historias
que de él se contaban. Era un tipo
muy recio, socarrón, de perfil bajo,
que representaba todo lo que era la
porteñidad. Se pasaba las noches
chupando en los boliches, muy de
Almagro, del bar Gildo de Medrano y
Corrientes, hincha fanático de Boca.
Pero más allá del mito, la verdad es
que no era un poeta al que
admiráramos tanto como a Tuñón,
por ejemplo, a quien íbamos a
visitar. Además De Lellis había
muerto dos o tres años antes. Le
pusimos su nombre porque
estábamos en esa corriente medio
porteñista coloquialista, nos gustaba
Gelman, y entonces en algún punto
sí fue una declaración de principios.
Fue una marca urbana, ideológica en
cuanto a tener libertad y no estar
atados.
Cuando nos mudamos a la SADE
dejó de haber coordinador y cada
reunión pasó a ser coordinada por
un integrante del taller que se hacía
cargo de distribuir el uso de la
palabra cuando se comentaba un
texto sometido a consideración. Era
como se dice ahora un taller
autogestionado. Alguien se proponía
para ser leído en la siguiente reunión
y traía fotocopias. Había poetas y
narradores, la mayoría teníamos
dieciocho, diecinueve años. Leíamos
poemas, fragmentos de novelas,
cuentos, y después venía la ronda de
crítica, totalmente libre, en la que
cada uno decía lo que opinaba.
Había turbulencias dentro del taller
porque éramos de hacer críticas muy
duras, muy desbocadas; tal vez
porque no teníamos muchos
elementos teóricos terminábamos
diciendo cualquier disparate. Todo
era “no me gustó porque es una
cagada”, “cómo escribís así”,
etcétera. Eso sí: había mucha
honestidad intelectual. Éramos muy
apasionados, y muy crueles. Yo
aprendí así, a los palos. Si hay algo
que reivindico es haber aprendido
que el poema es un objeto estético,
no es a mí me pasó tal cosa y esto es
38
lo que me salió. Éramos muy críticos
y autocríticos, no se permitía la
chantada, la cosa fácil. No queríamos
seducir, queríamos conmover.
Teníamos una línea antinerudiana,
provallejiana a full. Éramos muy de
Girondo, de Huidobro, en cambio a
Benedetti lo denostábamos mal. Nos
interesaba la poesía yanqui, que no
era tan conocida, toda la generación
de Wallace Stevens, Williams C.
Williams, muchísimo Eliot, Ezra
Pound. Montale y Pavese fueron dos
de nuestros maestros. No eran
autores para Gelman o para Urondo,
no era lo que ellos leían. Hubo un
recambio; en ese momento leer a
Dylan Thomas era rarísimo, no era
una lectura de época. Novela se leía
sobre todo la novela argentina que
iba saliendo, lo que editaba Tiempo
contemporáneo: Viñas,
Rozenmacher, etcétera. Cada tanto,
una vez por mes, había un invitado,
por ejemplo un abogado que hoy es
uno de los grandes abogados de
derechos humanos, hasta trabajó
para Naciones Unidas, Roberto
Matarolo, en ese momento era poeta
y vino a dar una clase de poesía
francesa. O un poeta comunista
paralítico de apellido Malamud, no
era muy buen poeta pero daba una
lección rara de creencia en la poesía
y voluntad de sobrevivir. Y después
los maestros, tipos que iban a dar
una charla, a contestar preguntas:
Isidoro Blaisten, Haroldo Conti,
Abelardo Castillo, Liliana Heker,
Humberto Costantini, Luis Luchi,
Alfredo Carlino, Miguel Briante.
Mal que bien por ese entonces
muchos sacaron su primer librito.
Por esos años Aulicino publicó su
primer libro, Reunión, del cual
reniega; Freidemberg, Blues del que
vuelve solo a casa; Cohen los
cuentos de Los pájaros también se
comen, del que reniega, él también.
Y en ese momento era difícil sacar
narrativa, salvo ser un Turco que
convencía a cualquiera. El Turco
tenía una labia impresionante, era
muy hábil: sacó un libro de poemas,
Señorita Vida, la novela Don Abdel
Salim, el burlador de Domínico y los
cuentos de La manifestación, en los
que todos éramos personajes, nos
escrachó. Un librito digno, igual. A
finales del 72 salió una antología
que se llamó Los que siguen. Era de
ediciones Noé y tenía poemas de
Lucina Álvarez, Guillermo Boido,
Daniel Freidemberg, Guillermo
Martínez Yantoro, Rubén Reches,
Jorge Ricardo Aulicino, Manuel
Ruano y también algunos poemas
míos. A Gruss le dijeron lisa y
llanamente vos todavía no estás, y
ella acató.
En ese momento el que
verdaderamente tenía una idea
personal de la poesía era Reches, un
poeta romántico tardío con unos
poemas increíbles en que podía
aparecer la palabra “rueca”. Tenía un
hálito muy rimbaudeano, una voz
muy linda. Era comunista hijo de
comunistas, como Aulicino. Después
en los ochenta publicó Arrabal de
esferas, que le presentó Beatriz
Sarlo, y en noviembre pasado
editaron su poesía reunida, que son
39
setenta páginas. A Reches lo había
traído el Turco y era un poeta que
no se parecía a nadie, de un lirismo
triste, con una dicción muy clara y
sin embargo, en fin. Otros que
también se acercaron al taller a
través del Turco, aunque eran más
grandes que nosotros, fueron Oscar
Barros y su mujer, Lucina Álvarez.
Eran de esos noviazgos de los
setenta de estar siempre en los cafés,
horas de café por día leyéndose
cosas. Barros era un intelectual de
Corrientes que escribía pero nunca
terminaba de escribir una novela
demasiado cortazariana. Lucina
había sido mujer, compañera nada
menos que de De Lellis. Era mucho
más joven que él y lo había cuidado
en su agonía, De Lellis enfermo a los
cuarenta y pico y ella de veinte. Por
supuesto que tenía un aura por
haber sido mujer del tipo. Muy
hermosa, buena poeta, era
impensable para cualquiera de
nosotros, pero Barros no había
tenido escrúpulos con el mito.
Vivían en un departamento por
Arenales y Coronel Díaz. Después los
dejé de ver y en mayo del 76 los
secuestró un grupo de tareas.
Durante el taller no tomábamos,
fumábamos como escuerzos, eso sí.
Después íbamos a comer. En esa
época eras pobre pero podías comer
afuera, podías comprar libros
usados, pilas de libros, íbamos al
cine, no sé cómo hacíamos. Al
principio después del taller
tomábamos algo a la vuelta del IFT.
Había un bar en la esquina de
Corrientes y Pueyrredón, El paulista,
y otro a la vuelta, sobre Corrientes
hacia Boulogne sur Mer, La cubana,
que tenía una barra adelante, un
pasillo estrecho y después un
saloncito. Éramos pendejos,
teníamos veinte años, faltaba un
poco para que empezáramos a
ginebrear, así que era más de café
que de trago. La nuestra era una
bohemia no diría mojigata pero sí
muy tibia. Éramos militantes,
entonces el alcohol nunca abundaba,
al porro cada uno entró por su lado.
El primer o segundo BA Rock que se
hizo en el Velódromo, cuando vi
parejas de mujeres besándose fue un
shock, no lo iba a condenar pero mi
ser de joven comunista crujía de un
deseo que yo no entendía.
No se hablaba tanto de política, lo
que más interesaba era la literatura.
Participábamos poco de las
reuniones oficiales partidarias, y de
parte de los dirigentes del área
cultural nunca tuvimos presión. Nos
movíamos con bastante autonomía,
no había bajada de línea del PC en
materia literaria o estética, no había
un control ideológico muy estricto.
Muchos de nosotros pertenecíamos a
una célula de la rama de la cultura,
con Héctor Agosti a la cabeza.
Éramos muy autocríticos del Partido,
no por nada todos nos terminamos
yendo. El PC tenía ese pacifismo
cauto que al final lo llevó a la
condena, sobre todo por seguidismo
soviético, pero te enseñaba
autodefensa, a tirar, tenías un arma
en tu casa. Durante un tiempo, en la
época más brava, tuve un arma en
40
Una vez tomamos el edificio de la SADE,
subimos la escalera, tiramos bancos, el Turco
mandándose una perorata arriba del escritorio,
Reches cantando en francés canciones
de Jacques Brel, una euforia de pendejos…
casa. Nadie lo supo nunca, ni
siquiera mi compañera.
En la SADE duramos poco. Una vez
pusieron una bomba en un edificio
de la misma manzana y de la
explosión se cayó parte del techo en
el salón que nos prestaban, entonces
nos dijeron que por un tiempo no
volviéramos. En ese interín hubo
elecciones, Petit de Murat perdió y
asumió Dardo Cúneo, con quien
estábamos enfrentados. Cúneo nos
dijo que la SADE organizaba
actividades oficiales, que si
queríamos seguir con el taller, iba a
tener que ser un taller de la SADE,
pero el De Lellis, no. Entonces nos
fuimos a la Sociedad de Artistas
Plásticos, que nos prestó un lugar en
Viamonte y Florida, y después
yiramos por oficinas, locales de
galerías. Cada uno se fue alejando del
taller en distintos momentos. Yo
estuve hasta que hice el servicio
militar, en el año de Cámpora. Creo
que en el 73 fue un poco la
dispersión. Freidemberg y Gruss se
hicieron pareja, Asís dentro de su
mujerieguismo se hizo una novia más
estable, Mirta Hortas, una escritora
realista muy buena con la cual se
casaría. Ninguno de ese núcleo
siguió, pero había entrado gente que
lo sostuvo: Alicia Genovese, Juano
Villafañe, Leonor García Hernando,
Luis Alonso, Sergio Kisielewsky, Nora
Perusiny, toda la gente de la revista
Mascaró, que eran más chicos. Ellos
un poco se apropiaron del De Lellis,
si hasta terminaron haciendo una
obra de teatro.
Una vez tomamos el edificio de la
SADE, subimos la escalera, tiramos
bancos, el Turco mandándose una
perorata arriba del escritorio, Reches
cantando en francés canciones de
Jacques Brel, una euforia de
pendejos… Íbamos a las asambleas,
armábamos quilombo. Creamos un
movimiento político que ganó
elecciones de la SADE en alianza con
los socialistas; estaba Conti,
Costantini, Cohen llegó a ser vocal.
Otra vez ejecutamos una acción
contra la dirección de Cúneo, no
recuerdo bien por qué, lo cierto es
que fuimos a sabotear un acto.
Organizaban una especie de feria del
libro, un precedente de la feria
actual, en la calle Florida casi plaza
San Martín. Habían montado un
41
Era un buen poeta popular, auténticamente
popular y urbano, como Carlos de la Púa;
escribía uniendo las formas de la gran poesía
con metáforas lo más al ras posible.
escenario y un podio para hablar el
día de la inauguración, y nosotros
fuimos a sabotear el acto con
bombitas de olor. Era ridículo porque
era al aire libre. Lo tremendo fue que
al llegar vimos que en el podio
estaba Tuñón, a quien respetábamos
mucho y con quien teníamos cierta
relación. Entonces fuimos por el
costado a hablar con él, el tipo bajó
del escenario, y nosotros le
informamos que estábamos en contra
de esta comisión directiva, que
íbamos a sabotear el acto. Y Tuñón
nos dijo por qué van a hacer eso,
muchachos, es una pavada, Cúneo es
un buen tipo.
Estábamos todos con bombitas de
olor en los bolsillos, Carlino que
pasaba tapándose con un piloto listo
para dar la orden, y al final ganó la
opción de hacer explotar las
bombitas. Lo peor es que pasó
inadvertido, a lo sumo alguno se dio
vuelta diciendo qué feo olor.
La poesía de De Lellis no era
sentimental tanguera, evocativa o
nostalgiosa; era más exaltadora,
celebradora de su época. Tiene un
libro, Hortigueral de Almagro, que es
un canto a las calles del barrio. No
es “paredón y después”, es una cosa
más contemporánea. Está ligado con
el pasado, pero ocurre en tiempo
presente. Exalta la materia, las cosas
simples: el pan, el guiso, la comida.
El “Canto a los hombres del vino
tinto” y el “Canto a los hombres del
pan duro” es eso. No es el boliche del
tipo que está tomando ginebra solo,
sino un boliche vital, de inmigrantes
comiendo, más fonda bulliciosa que
triste. Hay una visión de futuro
celebradora, y el ritmo, la energía de
los poemas de De Lellis, salvando
cien mil verstas, tiene algo de
Mayakovsky. Era un buen poeta
popular, auténticamente popular y
urbano, como Carlos de la Púa;
escribía uniendo las formas de la
gran poesía con metáforas lo más al
ras posible. Y tiene la misma
vigencia que puede tener Gotán, de
Gelman, A la sombra de los barrios
amados, de Tuñón, o muchos poemas
de Borges. Porque, ¿qué vigencia
tienen hoy los cuchilleros o Jacinto
Chiclana? Nada, un carajo, es un
mundo que fue. <
Matías Capelli nació en Buenos Aires en 1982.
Publicó el libro de relatos Frío en Alaska y la
novela Trampa de luz, ambos por el sello
Eterna Cadencia.
42
43
©Alejandro Guyot
44
“El mundo es las historias
que hacemos”
¿Cómo ser fiel a lo que se dijo? Al principio hubo un tema, o
una idea. Pero luego, es decir antes: la preservación de la identidad,
la retórica como búsqueda de la verdad, la realidad que
se escapa, la literatura que ilumina y reconcilia. Y el desapego:
un vacío lleno de posibilidades.
POR ARIEL DILON
FOTOS ALEJANDRO GUYOT
[Floresta, 21/2/2013] “Querido
Marcelo [...]: sé que estás bajo el
asedio de la tribu El ansia, y por ende
ya muy solicitado. Sin embargo, José
me invitó hace meses a sumarme a
sus hordas amigables, y ahora me
llama para recordármelo. En aquel
momento, lo único que pensé fue
proponerte que habláramos de...
—me da pudor decirlo— algo así
como religión. Esas intuiciones o
vislumbres sobre lo real, la
conciencia, la percepción —alguna
vez hablamos de eso en relación con
Michaux, te acordarás— que uno
reconoce en ciertos escritores. Algo
que seguramente cuadra al budismo,
al zen [...], a lo que para cada uno...
[etc., etc.]. Aludimos un poco a esas
cosas... ¿o lo soñé? [...] Y en ese caso,
quizá estoy abusando de los indicios
que creí encontrar en breves charlas
pasadas. Pero me animo a
proponértelo, a no decirle (todavía) a
José que me perdone, que aquel día
deliraba de fiebre: como nada de lo
humano le es ajeno al “hombre
amable” que sé que sos, hay razones
de más para esperar que algo bueno
salga del diálogo.
En fin, ya está dicho: espero tus
señales.
Un gran abrazo, A.”
[Belgrano, bar Manhattan,
4/4/2013, 17.30: Argumentos,
dice]
[“Señales”, “indicios”, andaba
buscando yo: A Hint from... En algún
momento le confesaría algunos de
mis hints: Proust, la memoria como
único reino de lo real; el bañero de
Nadie nada nunca a quien el mundo
se le disuelve en partículas de luz —
45
coincidimos, y la charla sobre Saer,
solita, daría para tantas páginas
como todo lo demás—; ciertos
cuentos de Cortázar —larga digresión
de M.C. sobre la bajada de Cortázar
del canon, precisamente, entre otros,
por Saer (otras tantas páginas)—; no
sé si hablé de Tarkovsky (en ese caso,
lo borré): lo pienso ahora; y varios
otros... Pero en qué lío me metí: ni él
mismo imaginaría cuánto, a su vez,
tenía para decir: todo el camino
desde su casa, según me contó, vino
pensando y pensando. Durante un
largo tramo de la charla no supe con
certeza si hablábamos de lo mismo. Y
aún después. En el encantamiento de
la voz mientras nos desgrababa, en
charlas con otros amigos sobre lo que
me dijo, en la sangrienta faena —
ahora— de reducir todo eso a una
“caja” publicable, voy advirtiendo
esos indicios llegados bajo formas
que en un principio solo reconocí
tenuemente, porque venían con su
propio sello, por su propio afán.]
Marcelo Cohen [...y uno enciende
siempre tarde el grabador. En medio
de la charla casual alrededor de un
par de cafés —hablábamos de los
inundados, de la simple solidaridad
humana, y rápidamente fuimos a
parar a la soledad necesaria para la
escritura—, de pronto se
interrumpió:“bueno, ya empezamos,
¿no?”; y entonces, atolondrado,
presioné el botón]: ...una economía
de la vida montada alrededor de la
escritura, te decía, y la tensión que
eso suscita. Porque es una vida de
defensa de un espacio. Ya que de las
muchas cosas que pasan con la
literatura, una está relacionada con
la preservación de una identidad.
[Sí, habíamos empezado.]
Yo sé que la literatura puede ser
enfermedad, obsesión, superstición
religiosa... (con lo cual, según los
psicoanalistas, también sería una
enfermedad). O puede ser un acto de
amor, como la entendía Rilke. O
como dice Aira: puro narcisismo. Yo
no creo que sea solamente una de
esas cosas. En cualquier caso, sé que
yo estoy más contento y me llevo
mejor con la gente cuando estoy
escribiendo. Y aquello que escribo
absorbe todo lo que pasa, se
relaciona inmediatamente con los
hechos cotidianos, con lo que leo,
con todo. Y cuando no escribo, todo
el tiempo se me están ocurriendo
cosas. Es un mecanismo esclerosado.
O un automatismo. Si yo no puedo
escribir, algo se traba, la mente y el
cuerpo se embotellan.
He pensado mucho en esto
últimamente, por cosas que leí y por
algo que estoy escribiendo... [Luego
dirá: “Hace dos años que estoy con
esto. Podría haber escrito cincuenta
páginas: escribí veinte y ahora
quiero que sean ocho”] que es una
defensa del argumento en narrativa,
un poco quejándome de las poéticas
de las vanguardias narrativas de hoy,
que básicamente son tres: una es la
del montaje, otra es la autoficción, y
una tercera es el camino de no
contar nada, el de las narrativas de
la deriva. Pero en este mundo de cut
& paste, todos somos collagistas, y la
gente no sabe hablar, y cuando
cuenta, cuenta con los argumentos
46
que tiene a mano. Todo el mundo
cuenta lo mismo.
Entonces creo que hoy la narrativa
tiene que presentar argumentos
nuevos. No es cierto que solo
existan los mismos temas de
siempre: el amor, la muerte, el
poder, todas esas palabritas... Dios.
Yo no lo creo. Creo que los temas
cambian, que aparecen otros: la
posibilidad de tener un hijo como
quieras, la extensión del cuerpo con
prótesis, la transformación de los
cuerpos, son temas nuevos, como lo
fue la velocidad en el siglo XIX. La
realidad virtual: Matrix es una
historia nueva. Vieja como la gnosis,
pero no importa: lo que es seguro es
que con la superficie del tema se
pueden inventar argumentos nuevos,
cosas que nunca le pasaron a
ningún personaje.
Lo que yo defiendo es un modo de
argumentar —los dos tipos de
argumento—: argumento como
sucesión de peripecias, y el arte de
la argumentación, que es gramático
y retórico. El retórico antiguo era el
tipo que tenía una idea y te quería
convencer de eso de la manera que
fuera, por las artes retóricas.
Mientras que la razón de la
Ilustración parte de “verdades
evidentes”, para la retórica moderna
no hay verdades evidentes, y
defiende el arte de la retórica como
búsqueda consecuencial de una
verdad, que puede llegar o no. Y eso
a mí me gusta: quiero que la
narrativa también funcione así. Los
bastidores de la narrativa
argumental, sobre todo de la gran
novela del siglo XIX y buena parte
de la del XX, son mecanismos de
tensión y desenlace: de expectativa,
de nudo, de clímax... y a eso hay
que renunciar. Hay que narrar
partiendo de una idea argumental,
librándose al argumento para ver a
dónde va. Hay muchísimos libros
hechos así, atendiendo a la
interacción de la escritura con la
imaginación. Porque la imaginación
razona: no hay un divorcio entre
razón e imaginación. Y ahí te chocás
con el problema del final: lo único,
en realidad, que convenía al tema de
nuestra conversación.
[Para acabar de una vez con los
finales]
Ariel Dilon [A qué negarlo: yo no
advertí enseguida cómo y cuánto
convenía el problema del final “al
tema de nuestra conversación”. Pero
si eso “otro” de lo que hablaba M.C.
nos llevó a chocar con esto, había
que parar a copiar los datos del
seguro]: ¿Y qué hacer con el
problema del final?
MC: El final de una historia —sobre
todo en los cuentos, como bien dice
Piglia— es el que da el sentido.
Entonces no hay que narrar desde el
final: hay que narrar el final, hay
que llegar al final.
Aunque la historia nazca completa,
después la escritura, y las
constricciones que uno se pone, o el
mecanismo, o la misma energía del
lenguaje, crean alternativas. La
imaginación funciona después de sus
47
propios planes, te sigue
abasteciendo, sintetiza.
AD: ¿Por eso decías que todo
lo que vas viviendo entra en el
proceso de escritura?
MC: Yo trato de que sea así, como
lo es para muchos escritores, pero
me lo consiento especialmente
desde hace muchos años, cuando
me di cuenta de estas cosas. La
escritura, así, te modifica la vida:
porque si no, no sirve para nada.
Me preocupa que, si la hago —como
me pasa cuando la leo—, la
literatura sirva para la vida. Que
aprendas, que cambien tus éticas,
que estés menos ansioso.
AD:¿Efectos colaterales de la
exploración argumental de la
“verdad”?
MC: Desde luego. Es como cuando
Kafka dice: “Hay que escribir como
se ora”. Vio tan claro, Kafka. Como
cuando dice: “Hay un punto a partir
del cual no hay retorno. Es ahí donde
hay que empezar”. De todas maneras
aparece el problema del final: ¿cómo
termino esto para no traicionar la
verdad que podría contener esta
historia, para no manipularla ni
manipular al lector, en pro de su
arquitectura, o de la trasmisión o el
capricho? No hablo de los finales
abiertos, digo que se puede terminar
de una manera que no sea un “final”.
Se puede interrumpir, como pasa a
48
veces en las novelas de Bernhard,
porque se agota. O se puede dejar al
personaje en un momento en que
necesita reposo.
Y cuando termino un libro, ya se me
está ocurriendo otro, y después otro,
y otro... ¿Por qué seguimos
escribiendo, los escritores? Por
cualquiera de esos motivos
psicológicos o espirituales que te
crean la necesidad de escribir, a
veces simplemente porque se te
ocurren cosas. Pero también porque
pensás que en el próximo vas a decir
lo que todavía no lograste decir. Eso
es más genuino: a ver si agarro lo
que se deja decir.
Todo este asentimiento al hilo del
argumento es porque hay una fe en
la historia como lamento de la vida
en común. El mundo es las historias
que hacemos, y después está la
realidad, que se escapa, se escapa
siempre, y yo busco una manera de
narrar que se acerque a la de la
poesía, que es la persecución de
más realidad.
AD: Más realidad, mejor calidad
de lo real: de eso vinimos a
hablar... [No llegué a formular mi
pregunta: no se deja distraer
fácilmente MC; en él, la voluntad de
decir es auténtica enjundia (palabra
que aprendí de él, hará unos quince
años). Con suavidad, me llevó otra vez
a su senda.]
MC: O bien es una manera de pasar
el tiempo: seguir con otro libro.
También hay quien no puede
terminar un libro y entonces
empieza otro. Y está la búsqueda de
silencio, como en Beckett: porque,
ante tal estado de cosas y lo poco
que vale la palabra... mejor callarse.
Pero sus personajes se van
extinguiendo y no dejan de escribir:
un poco más, otra palabrita
excavada, vivificada o por lo menos
limpiada de barro. El mismo Borges
dijo: “Toda literatura aspira a su
aniquilación”, o algo parecido. O
como te decía al principio:
“Terminemos con esta esclavitud”.
[Me temo que fue antes de que
encendiera el grabador. Pero creo
que volverá sobre eso. Esperemos. Y
yo vuelvo a pensar —está en mis
notas previas— en “el Esteves sin
metafísica” del “Estanco” de Álvaro
de Campos. Y también en un poema
de Ungaretti, “Peso”, que habla un
poco de lo mismo: “Ese campesino /
se confía a la medalla / de San
Antonio / y va ligero / Pero bien sola
y bien desnuda / sin esperanza /
llevo mi alma”.]
Todas estas son cuestiones de final
[sigue MC]. Y hay tipos que no
logran decir lo que querían, aunque
hayan hecho cosas muy
importantes. Están los que escriben
hasta el último día, con el último
aliento. Y eso es muy misterioso. Lo
mejor que se puede decir de eso, lo
más emocionante y esclarecedor
para uno, es que están convencidos,
como Bolaño, de que la literatura es
la muerte. Entonces llegan
acompañando.
[“Proust”, murmuré.]
Sí, Proust y muchos. Muchos... Y
después están los que no pueden
parar, uno se da cuenta de que se
desesperan porque no encuentran el
49
final de los libros. Como Foster
Wallace en La broma infinita, que es
una novela de mil doscientas
páginas que leí este verano. El tipo
ese no tenía idea de lo que era el
hartazgo, o le importaba un pito. O
precisamente quería trasmitir el
hartazgo de las dependencias: hay
mucho dolor psíquico y físico. Es
una gran novela y, al mismo tiempo,
una novela fallida, monstruosa.
[Autoinmolados]
[La larga digresión por el argumento
de Wallace no lo apartó del hilo de
su argumentación: quería decirme su
repertorio de finales.] Al mismo
tiempo leí El traductor, de Salvador
Benesdra. Y pensé mucho en los
suicidas de la literatura argentina,
que son bastantes. Lugones,
Alejandra Pizarnik, Barón Biza... Y
está el caso Néstor Sánchez, que
también es un caso de “finales”.
Porque él decide que hay que
terminar con la literatura. [Osvaldo]
Baigorria, en la biografía, da una
carta de él de fines de los setenta,
principios de los ochenta, desde
Nueva York, o California. La época
que él describe en los cuentos [de La
condición efímera]. Después de años
de no publicar novelas y de
dedicarse a Gurdjeff, volvió a la
Argentina y publicó ese libro. Uno
de los cuentos se llama “Diario de
Manhattan”, donde hay una
aplicación narrativa de lo que él
hacía con [las enseñanzas de]
Gurdjeff: hacerse linyera en
Manhattan. Vivir en la calle, en el
frío, educándose para escribir con la
mano izquierda...
El hijo toma contacto con él,
Sánchez lo trata muy duramente y
después se empiezan a cartear en
mejores términos. Y él habla de que
hay que buscar la “vía”. Dice cosas
muy interesantes, como esto: “Lo
único que importa es ampliar la
conciencia”. Ahora, ¿qué pensaba?,
¿que la literatura no sirve para
ampliar la conciencia? Y también
dice una cosa muy linda: “Yo pienso
mucho estas cartas, y vos también
tenés que pensarlas, cada acto tiene
que ser impecable”. Esta es la
exigencia que también tenía para
con la literatura.
AD: Estaba combatiendo los
automatismos, que es lo que
enseñan muchos “maestros”.
MC: Sí, exactamente, además lo dice
más o menos así, dice: “Los
automatismos estos que nos tienen
inoculados...”.
Ahora bien, a él, Gurdjeff lo
reventó... Y al mismo tiempo, cuando
vos leés “Diario de Manhattan”, ves
que hay algo que él logró, que es ser
más fuerte que la sociedad de
mierda, sin otras armas que el
método y su decisión. Poder escribir,
incluso, su diario. Pero todo es para
adentro, porque él cuando mira
Nueva York... —es cierto que Nueva
York, si te hiciste linyera, te debe dar
un odio espantoso, como da odio la
Buenos Aires de hoy—... pero hay
algo que no logró, que es suspender
el juicio. Todas las vías insisten en
eso. Y quedó muy escéptico. De
50
todas maneras es admirable en todos
los sentidos: como escritor y,
digamos, como santo...
AD: Parece un terrible
malentendido: un santo muy
egocéntrico. Tan concentrado
en combatir los automatismos,
se olvidó, como mínimo, de la
ecuanimidad.
MC: Porque su escuela era así, la
escuela de Gurdjeff era la escuela de
la dureza. Dura lex. Otra ley, que no
es la ley, pero es una ley un poco
como la regla monástica...
Y en la literatura argentina de las
últimas décadas hay dos casos así de
radicales: Sánchez y Walsh. Lo de
Walsh es: creo en esto y lo voy a
hacer. Uno podría decir que también
se mató. Yo pienso que era una
cuestión de fe en el cambio de
sociedad. Pero también, ¡una manera
de dejar de escribir!
[“Este pájaro canta”]
A raíz de todas estas lecturas, de
estas ideas y de esta época de mi
vida demasiado agitada, he vuelto a
hacerme una pregunta que ya me he
hecho, en ocasiones: ¿por qué estoy
escribiendo, si este fulano, este
primo mío, que hizo una vida
totalmente distinta, parece que
viviera mejor que yo?
[Aquí estaba, el pariente ágrafo:
primo real o imaginario, el hombre
que no escribe y es feliz.]
Pero uno cree en la literatura o no
cree. Eso es ciego, como todas las
creencias. Lo podés justificar con
políticas del habla, vocación, amor,
fe, tradición. Porque lo mejor que
ha dado el hombre es a través de
los libros, etcétera... Todo eso es
cierto, pero no deja de ser una
cuestión de fe.
Entonces pensé: todo esto es sobre
escribir y la verdad, ¿no?
¿De cuánta realidad estoy dispuesto
a hacerme cargo? ¿Cuánto quiero
estar tranquilo? ¿Y sabés qué pensé?
Pensé: la verdad se juega en escribir
sin conciencia.
[Pero, ¿sería posible, a menor
conciencia, mayor realidad?
Conciencia: quizá no hay palabra de
definición más esquiva, con
acepciones más dispares, como los
dos usos contradictorios —ampliar la
conciencia, escribir sin conciencia—
que ha hecho de ella el propio MC.]
AD: ¿Cómo es eso de “sin
conciencia”?
MC: Es la máxima aspiración, es
como... el grillo de Nalé Roxlo. Pero
no como él dice: “Música porque sí,
música vana”... Puede ser vana o no,
el juicio sobre el valor de su música
al grillo no le compete. Lo
importante es otra cosa, en la
escritura: este pájaro canta, como
cantan los pájaros, como muge la
vaca. Sin sentido. Porque su
naturaleza es cantar. Sería genial,
¿no? ¡Tengo ganas de escribir, y me
vienen argumentos, me vienen
historias a la cabeza! Hay
narradores así...
Bradbury, en ese famoso librito El
zen y el arte de escribir, que traduje
hace mucho para Minotauro, dice
que no hay que pensar. Tenés una
51
52
idea, te ponés y le das para adelante.
AD [Ahora pienso en Armonía
Sommers, en La mujer desnuda, pero
en ese momento no lo dije. Dije, en
cambio]: Como quien sueña...
MC: Como quien sueña.
AD: Más realidad,
precisamente.
MC: Yo creo que es así: como si
colocaras más realidad en un
mundo restringido.
AD: Como si de una
potencialidad sin forma,
hicieras surgir las formas...
MC: Exactamente. Aunque desde
hace tres o cuatro décadas, a raíz de
Bataille, de las nuevas modalidades
artísticas, de muchos poderosos
atacantes de la forma, como
Gombrowicz —la forma cuaja, la
forma inmoviliza, la forma petrifica—,
ha sido, entonces, el momento del
prestigio de lo amorfo...
Pero yo creo que no hay nada
amorfo: amorfo es una forma para la
que todavía no tenemos nombre.
[La vía y la voz]
Y después está tu gran amor —y el
mío también— que es Michaux: el
tipo se la pasó destruyendo y en
última instancia se alegró de recibir
el vacío, de terminar con todos los
significados. Yo no sé si se habrá
muerto tranquilo o no. Pero que
pudiera escribir esos poemas de
reconciliación con la ausencia de
sentido... [Habla de Ineffable vide,
Inefable vacío, apostilla de 1969 a
Miserable milagro (1956).] Son casi
himnos: no son solamente apacibles.
Son de regocijo. Él llegó a tener esa
experiencia y a expresarla después
de todos sus experimentos con
estados anormales, y de abominar de
las drogas: es prodigioso. De la rabia
de los comienzos a eso, es un
camino impresionante.
Y otro caso extraordinario es Sarduy.
Él era practicante de budismo. No sé
si era ritualista, pero meditaba, todo
muy mezclado con esos modos
sesentistas de la escritura del cuerpo
y demás. Barroquismo, androginia,
pop. Pero a él le gustaba la
iconografía del budismo, y del
budismo más duro, el madyamika.
No sé si “más duro” es la palabra,
pero es el budismo del vacío, el más
filosófico. Su último libro de
narrativa [es Pájaros de la playa,
póstumo], un libro precioso, mucho
menos enmarañado, menos
conceptista y violentamente barroco,
con menos manera que otros... Él
tenía SIDA, se iba a morir, y escribió
ese libro luminoso, melancólico, con
mucha recreación de cosas de
infancia. Y al final hay unos
aforismos sobre el desapego, el fin de
la ansiedad. Y están los poemas: el
soneto a Buda es bellísimo. Cada
pocos meses vuelvo a leerlo... Con
esa cara medio china que tenía
Sarduy... Y él decía que se ponía a
escribir después de... no sé si usa la
palabra “meditar”... Después de
haberse vaciado, en todo caso.
[Meditar, según MC: “El reposo más
absoluto, el único reposo que existe.
¿Puede suceder? No lo sé, yo no soy
un gran meditador. Lo hago de otras
53
maneras, eso de parar el pensamiento.
Durante años lo hice corriendo. A
veces pasa escribiendo...”. Eficacia,
dijo: “No en vano los guerreros se
interesaron por estas cosas. Te da
eficacia: para martillar un clavo, para
conversar con alguien que tiene una
preocupación, para el amor, para la
escritura”.]
Un poeta tiene menos aprensiones:
de pronto, meditar puede ser muy
malo para un narrador... Si uno
lograra parar el pensamiento, si
alcanzara realmente el desapego, ya
no tendría nada que proteger y tal
vez decidiría si verdaderamente tiene
necesidad de escribir o no...
AD: En ese espacio sin centro
parecería no haber motivo para
escribir, nadie que necesite
argumentar...
MC: Por eso, o sos como un pájaro
(digamos que en su jaula) o, si
querés lanzarte, te dedicás a la vía.
Los practicantes de zen más íntegros
y avezados que conozco dicen que
no es así, que no hay tal dicotomía.
Se trata de una disponibilidad, un
vacío lleno de posibilidades: que se
consuman y se disuelven. El asunto
es dejar que se disuelvan.
[La cofradía de los solitarios]
AD: Hay cierta literatura que
habla como en trance: pájaros
que solo soportan cantar
sobre, o por, o en el vacío
casi. Un paso más acá de la fe
y, desde luego, del dogma.
Muchos más escritores de los
que uno pensaría...
MC: Sí, es que está por todas
partes...
AD: El “Estanco” de Álvaro de
Campos menciona a la gente
que cree que simplemente está
en el mundo, como si eso no
constituyera de por sí una
metafísica.
MC: De hecho, Pessoa, para poder
llegar a eso, tuvo que inventar uno
de los heterónimos, Caeiro, que es el
maestro de los demás. Caeiro dice:
“Yo miro el río y es nada más que un
río, y estoy sentado en la puerta de
mi casa y todo esto ya me es
suficiente”. No lo era para Pessoa.
Y está ese poema de Leopardi,
“Canto de un pastor errante de
Asia”. El tipo está sentado y dice:
“¿Por qué no puedo ser como la
oveja, que no tiene la necesidad de
escribir este poema...?”
Cinco de cada diez buenos escritores
lo piensan. La literatura está repleta
de esto.
AD: Y está la escuela de los
indiferentes, que miran el
mundo como con una
perplejidad...
MC: Son formas de la distancia, del
desapego, como incluso lo es el
furor extremo: porque es extático,
una borrachera del resentimiento.
Todas son admirables. Lo mejor que
he podido lograr de mí mismo, en
estas cosas, es educarme como
admirador. ¡Mirá estos tipos!
Después resulta que a algunos los
conocías y eran imposibles... Y no
digamos ya Céline, que todo el
mundo sabe que debía ser tremendo.
54
Yo jamás me habría querido hacer
amigo de un nazi, ¿no?
AD: No, pero tal vez sí del
autor del Viaje... Hay una
compasión enorme, ahí.
MC: Sí, enorme. El que escribe es
otro que el que vive, como bien
escribió Borges. El que vive puede
ser muchos y también el que escribe.
Y en algún momento, alguno de esos
que escriben pone, de todo lo que
hay en ese ser múltiple, lo mejor. De
manera que esa obra no es una
impostura, como creía Sartre. Es un
derrame de lo mejor que ese sujeto
podía dar. Vos querrías vivir con el
que escribió eso y no con el que era
cuando se levantaba de escribir y se
iba a la cocina. Digo esto contra la
mediocre noción de los narradores
impostadamente escépticos que
dicen... Y no solo Vargas Llosa, que
es un imbécil, porque ni se da cuenta
de que alguien mejor que él escribió
La ciudad y los perros. Hay escritores
muy interesantes, que a uno le da
pena que digan eso. Las historias a
veces son mentiras, sí, pero a veces
son la verdad más honda a la que un
tipo pudo llegar.
En fin, no había pensado nada de lo
que me dijiste, y por el camino me di
cuenta de que venía con unas ganas
bárbaras de... ¿Pero vos qué me
querías preguntar? <
Ariel Dilon nació en Buenos Aires en 1964. Es
escritor y traductor. Publicó los libros: Vladimir
Nabokov y las lecciones de literatura (Campo
de Ideas), Relatos de faros (Cántaro) y El
inventor de dioses y otros apócrifos chinos
(Diputación de Badajoz, España).
55
56
Si es posible definir un mapa personal desde las
preferencias, habrá que situarse en el presente: autores
que nos acompañan, que irrumpen desde alguna parte,
y que acaso tengan buenas razones para abandonarnos
en el futuro. Tres eslabones, pues, de la familia
coheniana: un cuento de Jean Echenoz, tres relatos
breves de Lydia Davis, y algunos momentos de Maizal
del gregoriano, del poeta Arnaldo Calveyra.
COHENIANOS
57
JEAN ECHENOZ
La ocupación de los suelos
Traducción de Lara Segade
(Revisión: Lucila Yankelevich)
Fotos Carolina Castagnola
Como todo se había quemado –la madre, los muebles y las fotografías
de la madre–, para Fabre y el hijo Paul hubo de inmediato mucho trabajo: toda
esa ceniza y ese duelo, mudarse, volver a salir a las grandes superficies. 1 Fabre
encontró demasiado pronto algo menos amplio, dos ambientes de funciones
intercambiables bajo una chimenea de ladrillo cuya sombra daba la hora, y que
tenían la ventaja de estar bastante cerca del quai de Valmy.
Por la noche después de la cena, Fabre hablaba a Paul de su madre, la
madre de él, Paul, a veces incluso mientras cenaban. Como no había otra representación
de Sylvie Fabre, él se agotaba queriendo describirla cada vez con
mayor exactitud: en medio de la cocina nacían hologramas que la menor imprecisión
desinflaba. No resulta, suspiraba Fabre, pasándose una mano por la
cabeza, por los ojos, y el desánimo lo adormecía. A menudo le tocaba a Paul
desplegar el sofá cama, transformando las cosas en dormitorio.
El domingo y algunos jueves, iban al quai de Valmy, hacia la calle Marseille,
la calle Dieu, iban a ver a Sylvie Fabre. Ella los miraba desde lo alto, tendía
hacia ellos el frasco de perfume Piver, Forvil, sonreía en quince metros de vestido
azul. La rejilla de un tragaluz atravesaba su cadera. No había otra imagen de ella.
El artista Flers la había representado sobre el costado de un edificio,
justo antes de la esquina. El edificio era más delgado y más sólido, mejor sostenido
que las viejas construcciones que se pegaban contra él chirriando, aterrorizadas
por el plan de ocupación de los suelos. A falta de marquesina, su
1
N del T: en francés, “grandes superficies” significa también supermercados.
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59
portal saturado de molduras portaba el nombre (Wagner) del arquitecto-escultor
grabado en un letrero arriba a la derecha. Y el muro sobre el cual, con todo su
equipo, el artista Flers se había esmerado por representar a Sylvie Fabre de pie,
dominaba un pequeño espacio verde rudimentario, una suerte de plaza sin
adornos que no servía más que para formar la esquina de la calle.
Elegida por Flers, presionada por Fabre, Sylvie había aceptado posar. No
le había gustado. Eso fue tres años antes del nacimiento de Paul, para quien
ese muro no era más que un trozo de vida anterior. Mira un poco a tu madre,
se ponía nervioso Fabre, a quien el espectáculo hacía llorar o excitaba, según.
Pero también podía hacer una escena, volverse francamente hostil frente a la
efigie contra la cual rebotaban, como un eco, sus reproches –Paul se ocupaba
de moderar al padre cuando amenazaba con formarse una aglomeración.
Más tarde, suficientemente alejados con Fabre como para incluso no hablarse,
Paul visitó a su madre con un ritmo más flexible, dos o tres veces por
mes, sin contar las que el azar lo llevaba hasta ahí. Desde una cabina ubicada
en el campo visual de Sylvie Fabre, estuvo a punto de llamar a su padre cuando
se pusieron a demoler la vieja cosa insalubre que lindaba con el edificio Wagner.
Este quedó solo, erguido como un faro al borde del canal. El revoque de la
fachada hizo nacer sobre el vestido azul, por efecto del contraste, una pátina y
unos matices insospechados. Era un hermoso vestido con un escote profundo,
era verdaderamente una madre. Se reemplazó la vieja cosa por una construcción
dinámica, de azulejos blancos, cubierta de balconcitos curvos, el otro lado
del Wagner se encontraba felizmente protegido por la permanencia del espacio
verde, que formaba un césped subsidiario a los pies de Sylvie.
La negligencia o la estrategia hicieron que el espacio se deteriorara. Las
cosas verdes se volvieron escasas en beneficio de residuos marrones que cubrían
un barro del que salía chatarra de aristas amenazantes, tendidas hacia el usuario
como las garras mismas del tétanos. Los usuarios se ofenden fácilmente con
estas prácticas. Herido, el usuario boicotea este espacio eliminado del mundo
clorofílico, no manda más allí a su descendencia, ni lleva a defecar al animal
doméstico. Al encontrarlo una mañana cruzado por una empalizada, avala esa
cuarentena con los ojos secos, sin cuestionarse la iniciativa; su corazón está
60
frío, su conciencia ensimismada.
A la larga la empalizada se deterioraría: soporte perfecto de afiches y
de inscripciones contradictorias, rápidamente se rompió por el desgaste de las
cosas, integrada al abandono. Serenados, los perros venían a hacer pis sobre
los tablones ya colmados de pegamento y de tinta, rápidamente corrompidos:
separados, lo que se adivinaba entre ellos hacía desviar la mirada. Con su perfume
levantado por encima de la carroña, Sylvie Fabre luchaba sin embargo
contra su desaparición personal, desafiando la erosión eólica con toda la fuerza
de sus dos dimensiones. Paul vio algunas veces con una mirada inquieta la piedra
tallada ahuyentar el azul, surgir desnuda, desgarrando la malla del vestido
maternal, aunque todo esto fue muy progresivo.
Alcanza con un objeto para iniciar una cadena, siempre se encuentra uno
que cierra al que lo precede, tiñe al que va a seguir –en un esténcil, así, el aviso
de permiso de construir. Desde entonces es muy rápido, sin duda alguien ha
vendido su alma junto con el espacio, está el agujero. Estuvo el agujero, cubierto
de esa tierra fresca que hay bajo las ciudades, no más estéril que otras; con tranquilidad
unos hombres de cascos amarillos la removían con método, ayudándose
con máquinas, dos topadoras y una grúa amarillas. Los tablones destrozados de
la empalizada ardían sin llama en una excavación, impulsando espirales de pegamento
negro en el aire. Tendida entre estacas oxidadas, una cinta roja y blanca
indicaba el teatro. Con los cimientos enraizados, las materias primas entregadas,
se lanzó la superestructura y nuevos tablones recién llegados estaban tirados
por todos lados, envueltos en un grumo de cemento. Los pisos se tragaron a
Sylvie como una marea. Paul divisó a Fabre en la obra una vez, el edificio estaba
por alcanzar el vientre de su madre. Otra vez, cerca del pecho, el viudo hablaba
con un capataz que desplegaba calcos milimetrados. Paul se mantuvo a distancia,
fuera del alcance de la enervante voz.
En lugar del espacio verde, habría un edificio casi idéntico al sucesor de
la vieja cosa, con bow-windows en lugar de balconcitos. Más tarde los dos serían
solidarios guardaespaldas del Wagner preservado, al proyectar la intersección de
sus sombras protectoras sobre el viejo techo de zinc. Pero a partir de los hombros,
la obra se volvió insostenible para un hijo, Paul dejó de visitarla cuando el vestido
61
entero hubo estado tapiado. Pasaron semanas antes de que él regresara al quai
de Valmy, por otra parte accidentalmente. El edificio no estaba enteramente acabado,
las terminaciones se retrasaron, con las bolsas de cemento rasgadas; enmasillados
hacía poco, los cristales tenían todavía cruces blancas para que no se
los confundiera con nada. Era un sepulcro en lugar de una efigie de Sylvie, al
que uno se aproximaba con otro paso, con una marcha menos ligera.
Después de la entrada, en el corazón de un patio de baldosas, un terraplén
blando presagiaba el retorno de la vegetación traicionada. Mientras Paul apreciaba
todo esto, una mujer que venía por la vereda se detuvo detrás de él, elevó
los ojos al cielo y gritó Fabre. Paul, cuyo apellido es el mismo, giró hacia ella
que todavía gritaba Fabre Fabre, tengo la leche. La enervante voz cayó del cielo,
de una ventana alta en el medio del cielo: simulas, Jacqueline. La mujer se alejaba,
no se sabe quién era. Sube, Paul.
Algunos reveses debían de haberse producido durante el tiempo en que
no se vieron, puesto que no quedaba ninguno de esos muebles grandes comprados
en medio del duelo, lustrosos por el dinero del seguro. No había más que un colchón
de goma espuma apoyado contra el muro de la derecha, un anafe, unos caballetes
con unos planos encima; ya las migas y las pelusas se perseguían sobre
el suelo inacabado. Pero Fabre se mantenía bien vestido, no le temía a nada. Había
puesto los vidrios por los cuales se distinguía el fondo del canal, privado de su líquido
por el vaciado trianual: muy pocas armas del crimen se encontraban ahí,
los únicos esqueletos eran los armazones de sillas de hierro, carcasas de ciclomotores.
Si no, aquello consistía en llantas y neumáticos separados, caños de escape,
manubrios; la proporción de botellas vacías parecía normal, en cambio desconcertaba
la multitud de carritos de supermercados rivales. Constelado de caracoles
estercorarios, todo eso se tendía en el lodazal que grandes mangueras vertían con
indolencia por sus anillos pegajosos, lanzando eventuales ruidos de sifón.
Fabre había sido el primero en presentarse en la oficina de alquiler, incluso
antes de la intervención de los pintores, dirigiendo una mirada muerta al
departamento modelo. Francamente no se lo disuadió de mudarse enseguida,
al cuarto piso del lado de Wagner, a un estudio situado bajo los ojos de Sylvie,
que eran dos lámparas sordas detrás del muro de la derecha. Según sus cálculos,
él dormía contra la sonrisa, suspendido en sus labios como en una hamaca; se
lo demostró a su hijo en los planos. La voz de Fabre exponía una misión superior,
remitiendo a una causa que los nervios del hijo podían ignorar. De todas
formas Paul partió a los veinte minutos.
Juntó sus pertenencias y volvió el sábado a la tarde. El padre había hecho
algunas compras: otro bloque de goma espuma, algunas herramientas, mucho
yogur y papas fritas, mucho alimento liviano. Ninguno contó nada de los últimos
años, no se evocó nada bajo la lamparita desnuda, solo se habló de la necesidad,
después del color de una pantalla. Fabre estaba un poco más elocuente que Paul,
antes de dormirse se quejó levemente, como para sí mismo, del sistema de losa
radiante. Mira un poco el sol que tenemos, dijo él también a la mañana siguiente.
El sol en efecto barría todo el estudio, como el reflector de un music-hall
fronterizo. Era domingo, afuera los rumores ahogados protestaban apenas, hasta
que casi se los añorara. Igual que en los días feriados, las horas de comida tenderían
a deslizarse unas sobre las otras, se arregló para las dos de la tarde –enseguida
nos ponemos manos a la obra. Un sol como este verdaderamente da ganas de
mandarse a mudar. Se expresaron igualmente poco sobre la dificultad de su tarea
que requería, es cierto, paciencia y músculo, además de, por último, escrúpulos de
egiptólogo. Fabre había detallado todas las etapas del proceso en un anexo abrochado
a los planos. Comieron entonces hacia las dos de la tarde pero sin mucho
apetito, sus mandíbulas trituraban el tiempo, la masticación no era más que un
relojero. De tal cuenta regresiva se pudo, antes de término, convocar el cero a voluntad.
Entonces, en cuanto se ponen manos a la obra, comienzan a rasquetear
enseguida, sin necesidad de cambiarse, desde la mañana se vistieron esos largos
uniformes blancos bordados de pintura vieja, se rasquetea y las nubes de yeso
flotan al sol, salpicando las frentes, los cafés olvidados. Se rasquetea y después
muy pronto se respira mal, se transpira, comienza a hacer un calor terrible. <
La ocupación de los suelos (L’occupation des sols) fue publicado originalmente en Francia por Les
Éditions de Minuit, París, 1988.
Jean Echenoz (Orange, Francia, 1947) es autor, entre otras, de las novelas Me voy, Nosotros tres,
Rubias peligrosas, Correr y Relámpagos, todas ellas publicadas en español por la editorial Anagrama.
ARNALDO CALVEYRA
Maizal del gregoriano
(fragmentos)
Ilustraciones Delfina Estrada
De la serie “Aullar los sentimientos más profundos”
64
Las dos de la mañana. Escucho la canción inventada por un tartamudo. Con
solo desearlo la pone a rodar, el aire poco a poco enrarece, por su causa y a
causa del aire la canción enrarece, se interna en vocales recién empezadas de
la mente, rueda entre las santas que se reclinan al ofrecer una vara de nardo
con la mano suave, dulcemente en nichos lo largo, lo ancho, lo alto de la nave
de la iglesia murmurada de nombres, murmura, le murmura noticias y he aquí
que la canción se interesa, empieza a desear que algo, alguien en el recinto
siga siendo tesoro oculto, jardín secreto.
A fuerza de obstinado empeño la canción rueda en el espacio del recinto, y el
recinto y el espacio poco a poco encuentra asidero, lugar entre el aire y ella —
que ya es el aire y ella—, canción de vocales extáticas, discurren al mismo
tiempo, tiempo entre ella y el aire, encuentran lo que buscan al seguir rodando.
A fuerza de pausado empeño arde, arde también ella entre las cuerdas vocales
de los monjes, poco a poco encuentra acomodo el aire —el aire y ella—, tiempo
ella y nosotros y memoria, canta, se canta, encuentra lo que busca para seguir
rodando entre los bancos. Adivino las huellas, asisto a esas huellas, canción
inventada por un tartamudo.
Alas se despliegan, huellas de tartamudeo entre los bancos, en los pasillos. El
pliegue de canción reaparece. Lugar para el aire y para ella, canción hecha de lirios
que se pudren. Vocal recién nombrada de la nave de la iglesia donde estamos
65
reunidos. Sigue rodando entre las santas que se recuestan en la pared ni bien las
miramos. Vocales entretenidas con cuatro paredes. Los cantores, las santas, una
vara de nardo en la mano mientras que la otra vara asoma de sus bocas.
Acudimos al espectáculo en derredor de un plato incandescente y de una danza,
y yo, entrerriano recién llegado a la abadía de Solesmes en busca de retiro y
de silencio, me siento en un lugar apartado de la iglesia a oír el gregoriano que
cunde a lo maizal de nave a nave en procura de los techos entibiados por la
luz de las velas, oigo al monje a mano derecha, de pie junto a la columna, en
busca de notas que se amen.
¿A cuál de los dos ríos atendió el caminante?, ¿cuál de los dos ríos conversó
con el mar?, ¿cuál es el virtual y cuál el río de la mente?, ¿vacilante, el canto
por una falla de la imaginación?, hombre ni joven ni viejo, yo, el que esto escribe,
ni alto ni bajo, señas particulares ninguna, llegado del entre dos ríos,
oigo la queja del gregoriano sin orillas, busco en los artesonados del cielo raso
la razón de mis ganas de silencio.
Ondula el maizal del gregoriano, nace de unas cuchillas, de unas lomas en la
mesopotamia argentina, se diría la canción inventada por un tartamudo que, a
fuerza de desearlo, terminara por echarla a rodar en el recinto de una pieza
vacía, ya sin el menor asomo de tartamudeo. Y el canto, libre, conserva las
huellas del antiguo traspié, tanto, que la canción, sin apoyos precisos, sin pautas
precisas, su melancolía confiada entra en tratos con él. Ambos juegan a ponerse
nombres, a intercambiar horizontes, nombres de músicas no oídas, tanto, que
el aire en derredor encuentra asidero, lugar para el aire —alrededor y tiempo y
ella—, canción dejada por muerta en lomas junto a las costas del Uruguay y
ahora en boca de unos monjes.
¿Pero qué? ¿Con qué cuerdas vocales retener la canción hasta verla desaparecer,
perderse? Vocal empieza a arder en frío —recinto clausurado, indiferente y desasido—.
Entre ella y nosotros no queda aire. Una segunda vocal se propaga en dirección
de las santas apostadas en nichos de vidrio. Desde allí menciona lo alto,
lo ancho, lo alto de la nave de la iglesia recorrida de nombres. Encuentra un lugar
para el aire y para ella —lugar que ya es el aire y ella—, extática vocal canta, cantó
y tiempo entre ella y nosotros, tiempo ella y nosotros y memoria. Canta, se canta.
Ángel aterido de la derecha. La vocal anestesiada se desarrima de la pared.
Ahora que la luz de las velas describe mi silencio, por hileras, por rachas, a lo
maizal cunde el gregoriano, anábasis en blanco y negro asciende para volver
a descender de un cielo. Saco mi cuaderno y empiezo a escribir el libro que se
pergeñaba en el camino.
66
Revelaciones de una noche subtropical
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Espejo avanza con muerte. Cegado por Salomé que irrumpe de detrás del espejo.
Instantes de la mirada del profeta. Cegado por Salomé, espejo vuelto del revés,
vueltos ciegos los ojos del profeta, ojos en los que nadie podría aguantar más
imagen, más imagen no se podría.
Lenta, la espiga arriba a la raíz. Los atardeceres ocultan. Me quedo observando
la cortina de agua mansa. Lugar: el aire. “Y de la hospitalidad no te olvides”.
Canción de corazón reseco. Imposible imagen.
Bajo esa misma lluvia hombre callado. A quien mirar llover vuelve silencio.
Entra la lluvia por una luz de puerta al abrirse, por esa luz llega al patio y al
hombre le parece avanzar por entre una luz mojada, hombre de una sola lluvia.
De quedar más cerca esa puerta y de no ser de noche asistirías, peregrino en
busca de silencio, al regreso del hijo pródigo. Parada a la entrada de la cueva,
una vizcacha le madruga a la madrugada.
Calado bajo esa lluvia que le llega del pasado. A medida que avanza de memoria
hacia ese lugar, avanza por un pasado de lluvia. Hombre a quien mirar
llover vuelve silencio, el cielo una canilla averiada es el entierro de Mozart.
Lluvia callada, se calla la tierra, el hombre mira alejarse los árboles desaparecer
los árboles.
Permanece en la lluvia atenta. Por su luz, hombre callado por su luz callada.
En quien los recuerdos se vuelven lluvia ni bien se da vuelta para evitar unas
ramas caídas. Mira avecindarse unos árboles. Callada la lluvia, callado el hombre
que por ella avanza, lluvia de su memoria que lo moja.
Llueve, la lluvia ciega que llega del fondo de los campos empapa al hombre en
su caminata. Empujado por sus propias nubes, hombre ya mitad nube. Va
quieto. ¿Qué nubes podrán ser esas nubes?, ¿qué pájaros se ocultan detrás de
ellas? Horizonte del alto de la lluvia.
Horizonte del alto de la lluvia, estragado por las arboledas del diluvio por donde
avanza, llega del pasado de la lluvia y siempre la misma. Permanece el hombre
a la puerta de su rancho y, mientras, se pasea por el campo.
Luz de lluvia en Entre Ríos. Para el hombre parado a la puerta de su rancho
llega de otrora, gustosas las plantas la reciben, llamita trémula se agranda ni
bien asoma del suelo, se vuelve azul el caballo en esa luz de esponja. El hombre
se acerca a saludarla junto al alambrado y todo Entre Ríos es llover, es una
sola lluvia. Parece reclinarse un poquito más en los bordes de los charcos. El
horizonte no cierra.
68
Llueve añares (en la plata de antes). El pasado llega con lluvia. Palabra lejos,
con ella asoma. Son de alguna, de ninguna parte los años. Aparece desaparece
como en un espejismo la distancia.
Desfile de los años. De agua el horizonte. Azul el caballo que quedó parado
en mitad del campo. Mirar se vuelve agua, vuelve de agua las parvas, los bultos
en la distancia. Lluvia, te agrandas al llegar al horizonte, ¿juegas al boquete
de cielo?
Luz de lluvia en Entre Ríos, hacerse de un azul los cañaverales de junto al
pozo. Luz de lluvia en Entre Ríos, sueñan azul los cañaverales de junto al pozo.
Lluvia avecindada a ríos, próxima a los bordes del pantano. Azul el caballo
en la cerrazón. Un poquito más próximo el pasado, sueña azul, sueña con caballo
de color azul.
Volcanes
El hombre sale del rancho a contemplar las nubes. Entre los pastizales, a golpecitos
blandos, los primeros goterones, hombre despertado por su propia lluvia.
Dios hecho de hombre, de hombre solo por el campo anochecido de la
mañana. Avanza entre los teros que se guarecen en los pastos, la perdiz se hizo
perdiz, avanza por la lluvia como animal por los rincones de la madriguera.
Avanza por lo mismo de hombre. Callada la lluvia y callada la tierra. Hombre
que se fuera llamando a silencio.
De esas nubes nacen nubes, ¿qué pájaros huyen?, ¿a quién alumbrará el farol que
quedó colgando de la cumbrera? De cara al horizonte que no cierra, entre la esponja
de nubes que se agachan, lluvia capaz de apagar el fuego de los cuerpos.
Casita de hornero derruida al parecer, abandonada al parecer, un aromo la sostiene.
69
Río arriba
La lluvia lo sigue como un perro, con él avanza, lo acompaña. Son lo alto, lo
ancho, son lo mismo. Por ninguna parte la mañana. Cielo tapiado, clausurado.
Silencioso por la misma lluvia, hombre y casi el mismo con la lluvia de otrora.
Se está volviendo lluvia.
Sentado en la iglesia, fatigado por el largo viaje, ¿de dónde sale este lamento
que termina en silencio, silencio que es mío y será mío? Hombrecito del
Entre Ríos, para que puedas volverte rincón de la iglesia, permanece en el
rincón de la iglesia.
Puertas adentro disponen la mazorca de granos rubio mestizo, mazorca recién
cosechada sobre plato blanco refulgente. Insistencias del foco, luz olvidada al
fondo del coro, vocal tomada en préstamo a las santas. Asaltada por la duda,
la cabeza del profeta. La blancura parece protegerla. Y a la vez cegarla. Cegada
un poco más.
La entonación se precisa de cuando el maizal se empina contra viento y la cuesta
empieza a suceder entre vocales. ¿Acaso no oyes el tartamudeo que vuelve al
atril desvencijado de tu memoria? Una imagen corta campo. A tientas busca por
el lado de la lucecita inseparable del canto, lucecita —inseparable— de gregoriano.
Del canto no se separa la mazorca decidida a hacer noche. Obstinada, ni brilla
ni se apaga, luz de la piedra, insiste en escuchar esta historia de personas desaparecidas.
En la oscuridad la mazorca empieza a madurar, a estar pronta,
colmo del espectáculo. El canto no las separa. Lugar hacia donde empinarse
no queda, avanza a reculones de oscuridad, al avanzar pregunta, durante largo
rato tendrá forma de pregunta.
70
La imagen figura un leñador, se inmoviliza para entrar en el cuadro del atardecer
—atardecer de apenas, de ningún, de casi ningún pájaro. También madura
el gesto de blandir el hacha. Con el llegar retrocede. En poder de la noche
la sombra, nuestros sueños. Anda de mano en mano. La imagen termina por
desaparecer.
Luz de la piedra. Escribe la página, la trabajas de izquierda a derecha, de arriba
hacia abajo, mientras la mano se acerca. No se aleja de la otra mano. Sabes
que después de tu gesto no hay nada. Después de la carilla, que no tiene después,
carilla sin después, no queda nada.
Empéñate en la forma. Te pones de acuerdo con la forma, como en el teatro religioso
del que tu gesto procede, con el rito, tu carilla, te pones de acuerdo.
Buscarla, esmerarte en la forma, darle el último toque, perfilarla, darle el toquecito
último. Porque más allá de la forma no hay nada.
¿Escribir aunque más no sea de bueyes perdidos para tratar de llenar el agujero?
¿Fondo sería forma? ¿O al llegar al fondo te encontrarías con la forma dispuesta
a entrar en el juego?, ¿a entrar en conversación con el fondo hasta dar con la
forma?, ¿al tocar fondo te encontrarías con la forma?, ¿al llegar a la forma te
encontrarías con que fondo y forma ya no son mera forma? ¿o al tocar fondo
te encontrarías con la forma? ¿Fondo no sería forma?, ¿dejaría de ser fondo a
secas, a solas?
No duplicar el canto, no tratar de escribir dos veces la misma melopea, en ningún
momento describir lo que cantan, gregoriano de los montes. No poetizar
la voz, que las voces sigan emergiendo a medida que guardas el compás. No
reescribir la partitura. Fluya el hilito nacido y criado en las lomas entrerrianas,
napa brotando desde tantas partes como otrora la lluvia, su voz no cesa. No
sumarte al canto con palabras —palabras no son el canto—, la partitura que
oyes tendría que bastarte. Que no llueva sobre mojado. <
Maizal del gregoriano. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005.
Arnaldo Calveyra (Mansilla, Entre Ríos, 1929) es poeta, novelista, cuentista y dramaturgo. Algunos de
sus libros: El hombre de Luxemburgo, Diario de fumigador de guardia, El libro del espejo y El origen
de la luz.
71
LYDIA DAVIS
_ El paseo
_ Historia
_ La carta
Fotos Luis Sens
El paseo
Una traductora y un crítico coincidieron en la gran ciudad universitaria
de Oxford, invitados a participar en un congreso sobre traducción. El congreso
se celebró a lo largo de un sábado, y esa noche cenaron los dos juntos, aunque
no totalmente por elección. El resto de los que habían intervenido o asistido al
congreso se habían ido ya, incluidos los organizadores. Sólo ellos habían elegido
pasar una segunda noche en las habitaciones que les ofrecieron en el college
en el que el congreso se había celebrado, un edificio venido a menos, con
alfombras manchadas en los pasillos, olor a moho en los dormitorios para invitados
y chirriantes camas de hierro.
El restaurante era luminoso, bien ventilado, con las paredes de cristal
como un invernadero. La comida era buena y la conversación decayó pocas
veces. Ella le hizo muchas preguntas y él habló largo y tendido sobre sí
mismo. Sabía cosas de él, puesto que llevaban años escribiéndose de vez en
cuando: le había pedido ayuda en dos o tres cuestiones, y él había mostrado
admiración ante uno de sus ensayos, como ella había elogiado una de sus reminiscencias.
El crítico había tenido la amabilidad de incluir un fragmento
de su última traducción en una antología. Tenía un encanto casi servil. Le
gustaba hablar de sí mismo y no le hacía demasiadas preguntas. La traductora
notaba el desequilibrio, pero no le importaba. Se tenían aprecio, aunque entre
ellos había también cierta tensión subyacente, por la reacción negativa del
crítico a su traducción.
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Opinaba que se había ceñido demasiado al texto original. Prefería las
estudiadas cadencias de una versión anterior y así lo había dicho en persona y
por escrito. La traductora opinaba que su admiración por el lirismo y las florituras
retóricas iba en detrimento de la exactitud y la fidelidad al estilo del original,
más llano y claro, decía, que el estilo florido y confuso de la antigua
versión. Durante el congreso, la traductora había presentado formalmente sus
planteamientos, y él no le había contestado, aunque desde el atril pudo deducir
por la expresión entre divertida y displicente de su cara, y por una repentina
mueca de dolor cuando se removió en su asiento, que las opiniones del crítico
eran contundentes. Para su propia exposición el crítico había optado por reflexionar
sobre el lenguaje de la crítica de traducciones, incluyendo sus propios
trabajos y utilizando, por travesura o malevolencia, ejemplos de críticas a las
traducciones de los participantes en el congreso. Había causado malestar e incomodidad
en casi todos, y había herido su orgullo, pues sólo uno se salvó de
recibir malas críticas.
Cuando la traductora y el crítico acabaron de cenar, aún había claridad
en la calle. Hacía pocos días del solsticio de verano. Como el cielo seguiría iluminado
unas horas y habían pasado el día encerrados en la sala donde se celebraba
el congreso, entre, a ratos, el aburrimiento y la tensión, causada por él
casi siempre, y puesto que habían disfrutado, en cierta medida, de la mutua
compañía, coincidieron en que sería agradable dar un paseo.
El college donde el congreso se había celebrado y el restaurante, muy
cerca, estaban a unos buenos diez minutos a pie del centro, y planearon ir andando
a la ciudad, callejear un rato, y volver andando también. El crítico no
pisaba la ciudad desde hacía muchos años y sentía curiosidad por verla de
nuevo. La traductora la había explorado por su cuenta el día antes, a su llegada,
pero no a fondo ni a plena satisfacción, porque estaba llena de turistas
y el sol del mediodía pegaba demasiado fuerte para que se sintiera cómoda.
Había tomado dos veces el autobús de circunvalación o, con mayor precisión,
había recorrido dos veces el trayecto completo, y una vez sólo medio, bajando
dos veces la calle principal, pasando dos veces por el jardín botánico, llegando
dos veces a los colleges de las afueras, para regresar otra vez al centro y ser
devuelta al punto donde se alojaba, así que conocía mejor la ciudad que el
crítico. Por tácito acuerdo, ella asumió el papel de guía. Se sentían como lo
que eran, súbditos de las colonias en la madre patria, ella con su acento, desagradable
a los oídos nativos, y él con el suyo, un acento que nadie habría
sido capaz de localizar.
Hablaron sin parar mientras caminaban hacia la ciudad, casi siempre
sobre él, su trabajo en la universidad, sus alumnos, sus hijos y la educación de
sus hijos, y su mujer, a la que echaba de menos. Su mujer y él habían intentado
separarse, pero al cabo de unas semanas ella había vuelto. Durante esas semanas,
dijo, se había sumido en la desesperación. Cuando se es dos, se deciden en
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común muchas cosas insignificantes, como en qué habitación tomar el café por
la mañana. Pero, cuando uno está solo, dijo, qué penoso y difícil resulta tomar
esas mínimas decisiones.
Las calles estaban relativamente vacías, aunque era un sábado por la
noche. No había demasiados turistas, sólo unas cuantas familias y parejas. Las
aceras estaban despejadas, como si hubieran barrido al gentío. De vez en
cuando pasaban a toda prisa estudiantes con traje, en grupo o solos, camino
de alguna ceremonia académica. El crítico y la traductora tenían la extraña
sensación de que la ciudad estaba llena de gente, pero que toda la gente asistía
a algún acto a puerta cerrada, invisible. Las calles eran suyas por el momento.
El sol, bajo, flotaba en el cielo, suspendido sobre el horizonte, y descendía tan
despacio que apenas se notaba el descenso. Bañaba las piedras de los viejos
edificios con una luz color de miel. El cielo sobre los tejados era inmenso, como
pintado de azul pálido.
Al final de una larga calle peatonal pavimentada con adoquines, oyeron
un coro de voces que llegaba en el aire apacible del anochecer. El concierto
tenía lugar en una sala rosa y circular. Subieron los peldaños hasta la puerta
de entrada con la intención de colarse hasta que acabara el concierto. Él, el
más niño de los niños mimados, no era de los que se someten a reglas y, aunque
a estas alturas ella empezaba a sentirse una especie de tía afectuosa que lo mirara
con indulgencia, a él y a sus insultantes juicios, no estaba más acostumbrada
que él a atenerse a la ley. Especialmente allí, en la madre patria,
sintiéndose menos decentes que los ciudadanos nativos, se dejaban seducir por
la posibilidad de comportarse menos decorosamente.
Pero, bloqueando la entrada, charlando y riendo, había dos mujeres de
mediana edad y volumen considerable, faldas largas y zapatos de pesados tacones,
una de las cuales les dijo con mucha educación y firmeza que no podían
entrar. Se quedaron, sin embargo, un rato al lado de las mujeres, disfrutando
de cómo nacía y se extinguía la canción mientras admiraban lo que había sido
el corazón de la universidad originaria, un mínimo patio centenario al pie de
la fachada, modesta, de la primera biblioteca universitaria.
Cada una de las cortas calles del vecindario les ofrecía en su paseo otro
viejo college, casi siempre con su propia puerta, su verja rematada en puntas,
y su patio, tracerías o ménsulas, o algún campanario que admirar. A veces los
dos querían tomar la misma calle, a veces sólo uno, y el otro lo acompañaba
educadamente. A ella le parecía un ejercicio interesante explorar un sitio con
una persona a la que no conocía bien, y seguir no sólo los propios impulsos
sino también los del otro.
Como los dos llevaban casados muchos años, pasear juntos así tenía
algo de la familiaridad agradable de una larga costumbre, pero también de la
torpeza de una primera cita, dado que, al fin y al cabo, no se conocían demasiado.
El crítico era un hombre menudo, de gestos y movimientos delicados.
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Ella tuvo cuidado de no acercársele demasiado al andar, y dedujo por sus vaivenes
que también él procuraba mantenerse a cierta distancia.
Cuando había pasado más de una hora, decidieron volver a su college.
Y entonces les pareció interesante tomar un camino diferente, por una calle
paralela a la que habían seguido primero y en la que desembocarían poco antes
de llegar a su destino. Esto no se lo explicó la traductora al crítico, sólo le aseguró
que la calle que iban a tomar los llevaría de vuelta a su facultad. Él se
confió a ella, prestó poca atención al camino y siguió hablando.
Hablaba categóricamente, usando poderosos adverbios que con frecuencia
expresaban indignación, y reconociendo que algunas de sus opiniones
eran, como explicó, virulentamente amargas: había cosas, a su juicio,
flagrantemente obvias, o embarazosamente inexactas, o patentemente ridículas;
otras, por supuesto, eran espléndidas, deliciosas o cautivadoras. Para
condenar a una determinada editorial, subrayó —aunque no era lo suficien-
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temente viejo como para haber conocido la Segunda Guerra Mundial— que,
en su primera línea, la incompetencia y la falta de honradez pululaban como
pulgas de trinchera entre los soldados de infantería y que a sus administradores
del nivel máximo los deberían sacar de las trincheras para confiarles
cada cierto tiempo alguna tarea tranquila y restauradora, coser páginas, por
ejemplo. La traductora disfrutaba escuchando, y varias veces pensó lo bien
que encajaba ese final —su propia pasividad, el suave ejercicio físico— en un
día largo y cansado.
La calle, en general, le resultaba familiar, por haberla recorrido antes
tres veces, cuando el autobús de circunvalación salía de la ciudad, pero empezó
a sentirse un poco preocupada a los diez minutos de paseo, insegura
de dónde doblar a la izquierda. Las cosas, era verdad, pasaban relativamente
de prisa ante la ventana del autobús. Él le preguntó cariñosamente dos veces
y ella admitió sus dudas la segunda vez. Pero, cuando tomaron la que resultó
ser la vía correcta y llegaron perfectamente a su calle, casi frente al restaurante
en el que habían cenado, y ella disfrutaba de 1a satisfacción de haber
encontrado el camino, él ni siquiera se dio cuenta de dónde estaban, y se limitó
a caminar a su lado, por la calle del restaurante, hasta que ella se lo
señaló. Y entonces se sintió verdaderamente asombrado, como si imaginara
que estaban lejos de aquella esquina y ella acabara de sacársela del bolsillo
de la chaqueta.
Entonces la traductora pensó que el crítico iba a reconocer el paralelo
con una escena del libro que ella había traducido, pero no fue así; pensó que
quizá estaba demasiado ocupado intentando orientarse. En la versión que el
crítico prefería, el pasaje dice:
Volvíamos por el paseo de la estación, donde estaban los hoteles
más bonitos del lugar. La luna iba sembrando en los jardines, como Hubert
Robert, un pedazo de marmórea escalinata, un surtidor y una verja entreabierta.
Su luz había destruido la Oficina de Telégrafos. No quedaba más
que una columna tronchada, pero bella como una ruina inmortal. Yo iba
a rastras, me caía de sueño, y el olor de los tilos que embalsamaba el aire
se me aparecía como una recompensa que sólo se logra a costa de grandes
fatigas, y que no vale la pena lo que cuesta. De cuando en cuando, detrás
de las verjas, perros que despertábamos con nuestros pasos solitarios,
daban alternos ladridos, de esos que todavía oigo algunas veces; y en el
seno de esos ladridos debió de ir a refugiarse el paseo de la estación
(cuando se construyó en su emplazamiento el parque público de Combray),
porque donde quiera que me encuentro, en cuanto empiezan a oírse, lo
veo, con sus tilos y sus aceras iluminadas por la luna.
De pronto, mi padre nos paraba y preguntaba a mamá: «¿Dónde estamos?»
Rendida por el paseo, pero orgullosa de su esposo, mi madre reco-
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nocía cariñosamente que lo ignoraba en absoluto. Entonces él se encogía
de hombros, riéndose. Y como si la extrajera del bolsillo de la americana al
sacar la llave, nos mostraba, allí, en pie y delante de nosotros, la puertecita
trasera de nuestro jardín, que había venido, con la esquina de la calle del
Espíritu Santo, a esperarnos al cabo de los caminos desconocidos.
Puesto que el crítico no se había dado cuenta, pensó mencionárselo enseguida,
pero en ese momento estaba más interesada en enseñarle la casa ante
la que iban a pasar. Una vez había sido la casa de Charles Murray, el gran editor
de The Oxford English Dictionary.
Cuando llegó a la ciudad el día antes, lo que más deseaba era ver, no
los más famosos monumentos, sino la casa en la que ese editor había vivido
mientras producía lo mejor de su obra, según había leído en el relato personal
de la nieta de Murray. Se había molestado en preguntarle a cada persona con
la que se encontraba si sabía dónde estaba la casa. Nadie había podido decírselo
y, conforme se le acababa el tiempo, iba renunciando a la idea de encontrarla.
Entonces, al final de su jornada turística, cuando el autobús
desembocaba por tercera vez en su calle y se detenía para que se apeara junto
a la portería del college, el guía dijo algo sobre el editor y la casa. Estaba bajándose
del autobús, casi en la calle, cuando lo oyó y no le preguntó nada al
guía. No podía creer que la casa estuviera allí mismo, en el barrio donde ella
se alojaba, y al día siguiente siguió preguntándole a todo el mundo dónde
podía estar la casa.
Después de dar su charla en el congreso, se le había acercado un hombre
bajo y robusto, de expresión preocupada, casi de irritación, que concentró
toda su atención en ella, sin reparar en nadie que no fueran la traductora
y él, le formuló varias preguntas pertinentes y le hizo unas cuantas observaciones,
concisas, sobre la charla. Era lo suficientemente modesto como
para no identificarse, y, cuando ella le preguntó quién era, le dijo que acababa
de jubilarse como bibliotecario del college y que le complacería, de
hecho, enseñarle la biblioteca. Puesto que parecía una persona muy competente
y de larga experiencia, a la traductora se le ocurrió preguntarle lo que
le preguntaba a todos desde el día anterior. El bibliotecario dijo que conocía
la casa, por supuesto: estaba al otro lado de la calle. E inmediatamente la
acompañó a la esquina y se la señaló. Allí estaba, con su planta alta y el tejado
elevándose sobre el muro de ladrillo, como si el bibliotecario se la hubiera
sacado del bolsillo de la chaqueta y la hubiera colocado allí para
complacer a la traductora.
La situación no era exactamente así, desde luego, porque el bibliotecario
no la había llevado a casa por arte de magia, sino que le había mostrado la
casa que andaba buscando. Pero ahora le contó la historia al crítico, con el
que sentía un mayor compañerismo después de caminar hasta tan lejos con él
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y de devolverlo al punto de partida sano y salvo. Pensaba que ahora reconocería
la situación, y pensaba en su paseo y en el pasaje del libro que el crítico
conocía tan bien.
En la versión de la traductora, la escena es así:
Volvíamos por el bulevar de la estación, donde estaban las más agradables
villas de la parroquia. En cada jardín la luz de luna, como Hubert
Robert, bañaba sus escalones rotos de mármol blanco, sus fuentes, sus verjas
entreabiertas. Su luz había destruido la oficina de telégrafos. Sólo quedaba
una columna medio rota, pero que conservaba la belleza de una ruina
inmortal. Yo arrastraba los pies, me caía de sueño, el olor de los tilos que
perfumaba el aire me parecía una recompensa que sólo podía obtener al
precio del cansancio más grande y que no valía la pena. De las verjas, muy
alejadas unas de otras, perros a los que despertaban nuestros pasos solitarios
se cruzaban ladridos como los que todavía oigo algunas noches y entre
los que el bulevar de la estación (cuando sobre su emplazamiento se creó
el jardín público de Combray) debió de ir a refugiarse, pues, allí donde me
encuentre, en cuanto empiezan a resonar y a responderse, vuelvo a verlo,
con sus tilos y su acera iluminada por la luna.
De pronto mi padre nos paraba y preguntaba a mi madre: «¿Dónde
estamos?» Cansada después del paseo, pero orgullosa de mi padre, le confesaba
tiernamente que no tenía ni idea. Mi padre se encogía de hombros y
reía. Entonces, como si se la hubiera sacado del bolsillo de la chaqueta con
la llave, nos señalaba, allí, ante nosotros, la puerta trasera de nuestro jardín
que, con la esquina de la rue du Saint-Esprit había salido a esperarnos al
final de aquellas calles desconocidas.
Pero al crítico le interesaba más el gran editor, y la casa, y el buzón de
enfrente de la casa, puesto allí especialmente para que lo usara el editor y desde
el que fueron enviados por correo muchos de los encargos de artículos para el
diccionario. La traductora pensó que ya le comentaría el paralelo en otra ocasión,
por carta, y que quizá entonces le pareciera divertido.
Era tarde. El sol se había puesto por fin, pero aún permanecía en el cielo
la luz fría del solsticio. Después de que el crítico abriera la puerta con la llave
desconocida, se dieron las buenas noches en el vestíbulo del college y cada uno
siguió su camino, él, escaleras arriba, y ella, pasillo abajo, a sus habitaciones
con olor a humedad.
Era demasiado tarde para disfrutar, como le gustaba, de aquel momento
de soledad en su habitación después de un día tan largo; tenía que levantarse
temprano. Pero no era aquella, en ningún caso, la clase de habitación en la
que disfrutar del silencio y el descanso, tan pobremente amueblada, con su
pequeño y frágil armario (en el que la puerta oscilaba, siempre abierta), su
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lámpara poco práctica, sus almohadas duras y planas, y aquel persistente olor
a moho. El cuarto de baño, es verdad, por contraste, era de mármol y porcelana,
y su única y estrecha ventana daba a un bonito jardín, aunque le faltaran
algunas cosas de primera necesidad: en cuanto llegó, el día antes, y mientras
ella daba un paseo por la ciudad, el crítico le había dejado una nota de pánico,
a la busca de jabón.
La experiencia, en su conjunto, no la había decepcionado, decidió,
mientras sus pensamientos se ordenaban por su cuenta. Estaba en una cama
nueva, con un libro abierto delante, intentando leer a la luz insuficiente de
la lámpara, pero, cada vez que volvía los ojos a la página, se le ocurría otra
idea insistente y le impedía leer. Se sentiría decepcionada si no hubiera visto
por fin la casa de Murray, o si no hubiera visto la biblioteca, en la que estuvo
a punto de activar la alarma al cruzar un espacio, abierto sin ninguna duda,
al final de una antigua escalera. Se habría sentido decepcionada en aquella
casa si la sala del congreso no hubiera sido tan elegante, con sus techos altos
y sus oscuras vigas de roble, y se habría sentido decepcionada, quizá, por el
propio congreso, si uno de los conferenciantes no hubiera ofrecido tan interesantes
ejemplos de borradores de grandes escritores. La había decepcionado
que algunos de los participantes no se hubieran quedado más tiempo,
como habían hecho ellos, y que, incluso, parecieran tener verdadera prisa
en irse.
Pero también contaba el largo paseo, y sus mudables impresiones de
la ciudad, que había encontrado tan llena de gente, tan calurosa y opresiva
al mediodía el día antes y que aquella noche había resultado tan serena, con
sus calles vacías, los espacios desolados de sus patios y jardincillos, la oscuridad,
contra el cielo, de las agujas y campanarios de sus iglesias, con sus callejones
y pasadizos, y sus piedras suaves que, en su memoria, reflejaban el
cielo con matices coral, y apenas se iban oscureciendo al paso de las horas,
al frío de la noche.
La paz y la desolación de la ciudad al anochecer le habían parecido frágiles
y transitorias; volvería a sumergirse al día siguiente en el calor de la multitud.
Y, después de sus largos paseos por la ciudad, primero en autobús y luego
a pie, le parecía que el peso de su experiencia de la ciudad estaba allí, en el college,
a distancia, como si la ciudad tuviera siempre que ser experimentada
desde una distancia igual a la longitud de esas dos calles que, partiendo del
college, y divergiendo, llevaban a la ciudad.
Por fin las ideas se fueron espaciando, y pudo leer y, con la lectura,
dejó de pensar. Leyó más de lo que quería, y poco a poco se fue olvidando
de la lámpara, de la habitación y del congreso, aunque el paseo persistía,
como una presencia, en algún punto más acá o más allá de lo que leía, hasta
que se relajó por completo y se durmió, y ya no le molestaba la almohada,
tan dura.
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A la mañana siguiente, cuando salió con la maleta, allí estaba también
él, en la portería, con un traje blanco de verano, demasiado amplio para un
cuerpo tan menudo. El día antes, los dos habían pedido un taxi para la
misma hora, y allí estaban los dos taxistas, charlando junto al bordillo, esperándolos
al sol temprano. Aunque el crítico iba a la misma zona de la ciudad,
pero no a la estación, ninguno de los dos había sugerido compartir el
taxi. La traductora esperó unos minutos a que acabara de hablar con el portero,
y luego volvieron a despedirse antes de partir en su taxis separados.
Cuando el crítico se dirigía al suyo, las últimas palabras que dijo, solemnes
e incluso portentosas, pensó la traductora, jamás se las había dicho nadie,
aunque las consideró probablemente ciertas, dado que él vivía en el extremo
opuesto del mundo: «Es probable que no volvamos a vernos.» Y entonces
hizo un gracioso gesto con la mano que la traductora, más tarde, no podía
recordar con precisión, y cuyo significado exacto se le escapaba, aunque parecía
combinar una despedida con una aceptación de alguna clase de inevitabilidad,
y su taxi se puso lentamente en movimiento, seguido, de cerca,
por el suyo. <
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Historia
Vuelvo a casa después del trabajo y encuentro su mensaje: que no viene,
que tiene trabajo. Volverá a llamar. Espero, y a las nueve voy adonde vive, veo
su coche, pero él no está en casa. Llamo a la puerta de su apartamento y a
todas las puertas de garaje, porque no sé cuál es su puerta de garaje. Nadie responde.
Escribo una nota, la releo, escribo otra nota y la pego en su puerta. En
casa no me tranquilizo, y lo único que puedo hacer, aunque tengo mucho que
hacer porque mañana salgo de viaje, es tocar el piano. Vuelvo a llamar por teléfono
a las once menos cuarto y está en casa. Ha ido al cine con su antigua
novia, que continúa allí. Dice que ahora me llama. Espero. Me siento por fin y
escribo en mi cuaderno que cuando me llame o venga a casa, o no venga, me
enfadaré, y tendré que vérmelas con él o con mi rabia, y eso podría ser estupendo,
porque la rabia es siempre un gran consuelo, como descubrí con mi marido.
Y entonces sigo escribiendo, en tercera persona y en pasado, que
indudablemente ella siempre ha necesitado un amor, aunque fuera un amor difícil.
Antes de que me dé tiempo a terminar de escribir, llama. Cuando llama,
son poco más de las once y media. Discutimos hasta las doce, casi. Todo lo que
dice es contradictorio: por ejemplo, dice que no ha querido verme porque quería
trabajar y, más aún, porque quería estar solo, pero ni ha trabajado ni ha estado
solo. No encuentro forma de que resuelva ninguna de sus contradicciones y,
cuando la conversación empieza a sonarme a una de las muchas que mantuve
con mi marido, me despido y cuelgo. Acabo de escribir lo que había empezado
a escribir, aunque ya no parezca verdad que la rabia sea un gran consuelo.
Lo llamo otra vez cinco minutos más tarde para decirle que lamento
toda la discusión, y que lo quiero, pero no contesta. Repito la llamada cinco
minutos más tarde, pensando que quizá hubiera ido al garaje y ya haya vuelto,
pero sigue sin contestar. Pienso en la posibilidad de coger el coche e ir otra vez
adonde vive y mirar en el garaje a ver si está trabajando allí, porque allí tiene
su mesa y sus libros y allí es donde lee y escribe. Estoy en camisón, son más
de las doce y al día siguiente tengo que salir a las cinco de la mañana. A pesar
de eso, me visto y hago el kilómetro y medio largo que hay hasta su casa. Tengo
miedo de llegar y encontrarme delante de su casa otros coches que no había
visto antes y que uno de ellos sea el de su antigua novia. En el camino de entrada
veo dos coches que antes no estaban, uno de ellos aparcado lo más cerca
posible de su puerta, y pienso que ella está allí. A pie, doy la vuelta al pequeño
edificio, hasta la parte de atrás, donde tiene su apartamento, y miro por la ventana:
hay luz, pero no puedo ver nada con claridad porque están las persianas
a medio echar y los cristales empañados. Pero en la habitación las cosas no
están como estaban por la tarde, y antes no había vaho en los cristales. Abro
la puerta mosquitera y llamo. Espero. Nadie contesta. Cierro la puerta y voy a
inspeccionar los garajes. Ahora la puerta se abre a mis espaldas, mientras me
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alejo, y sale él. No puedo verlo bien porque el pasaje al que da su puerta está
a oscuras, y lleva ropa oscura, y la poca luz que hay está a sus espaldas. Se me
acerca y me abraza sin hablar, y pienso que no habla no porque la emoción se
lo impida sino porque está preparando lo que va a decir. Me suelta, da una
vuelta a mi alrededor y se adelanta hacia los coches que hay aparcados a la
puerta de los garajes.
Mientras andamos dice «mira», y mi nombre, y espero que me diga que
ella está allí y también que todo ha terminado entre nosotros. Pero no lo dice, y
tengo la sensación de que iba a decir algo parecido, por lo menos a decir que
ella estaba allí, y de que luego, por alguna razón, lo ha pensado mejor. En vez de
eso, dice que todos los desencuentros de esta noche han sido por su culpa, y que
lo siente. Apoya la espalda en la puerta del garaje, la luz le da en la cara, y yo
estoy frente a él, de espaldas a la luz. En cierto momento me abraza, tan de repente
que mi cigarrillo encendido se aplasta contra la puerta del garaje, detrás
de él. Sé por qué estamos fuera y no en su casa, pero no se lo pregunto hasta que
todo se arregla entre nosotros. Entonces dice: «Ella no estaba aquí cuando te
llamé. Volvió después.» Dice que la única razón de que esté aquí es que tiene un
problema y que él es el único con quien puede hablar del asunto. Luego dice:
«No lo entiendes, ¿verdad?»
Intento aclararme la situación.
Fueron al cine y después volvieron a su casa y entonces llamé yo y luego
ella se fue y él me devolvió la llamada y discutimos y luego lo llamé yo dos veces
más pero él había salido a comprar cerveza (dice) y entonces he cogido el coche
y entretanto él ha vuelto de comprar cerveza y ella también ha vuelto y estaba
en su apartamento y por eso estábamos hablando en la puerta del garaje. Pero
¿cuál es la verdad? ¿Es posible que los dos volvieran en el corto espacio de tiempo
que media entre mi última llamada y mi llegada a la casa? ¿O la verdad es que,
mientras él me llamaba, ella esperaba fuera, o en el garaje, o en su propio coche,
y que luego él la invitó otra vez a entrar, y que, cuando el teléfono sonó con mi
segunda y mi tercera llamada, él lo dejó sonar, sin contestar, porque estaba harto
de mí y harto de discusiones? Y ni siquiera creo que saliera a por cerveza.
El hecho de que no me diga siempre la verdad, me hace dudar de su sinceridad
en determinados momentos, y entonces intento aclarar si lo que me
dice es verdad o no, y a veces veo clarísimamente que no es verdad y a veces
no lo sé ni lo sabré nunca, y a veces, sólo por el hecho de que me repite lo
mismo una y otra vez, me convenzo de que es verdad porque no creo que repitiera
tantas veces una mentira. Quizá la verdad no importe, pero quisiera conocerla,
aunque sólo sea para llegar a alguna conclusión sobre cuestiones
como: si está enfadado conmigo o no; si lo está, cuánto; si sigue queriéndola
o no; si la quiere, cuánto; si me quiere o no; cuánto; hasta qué punto es capaz
de engañarme con sus actos y, después de los actos, con sus palabras. <
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La carta
Su amante está a su lado, en la cama, y, puesto que ella ha sacado a relucir
el asunto, le pregunta cuándo acabó. Le dice que acabó hace más o menos
un año, y ya no puede decir más. Él espera y le pregunta cómo acabó, y ella
responde que acabó tormentosamente. Él, con delicadeza, le dice que quisiera
saber más, conocer toda su vida, pero que no quiere que se lo cuente si no
quiere. Ella aparta ligeramente la cara y la luz de la lámpara le ilumina los ojos
cerrados. Pensaba que quería contárselo, pero ahora no puede, y siente las lágrimas
bajo los párpados. Está sorprendida porque es la segunda vez que llora
hoy y llevaba semanas sin llorar.
No consigue decirse a sí misma que aquello terminó de verdad, aunque
cualquiera diría que acabó, dado que él se fue a otra ciudad, no ha tenido contacto
con ella desde hace más de un año y se ha casado con otra. De vez en
cuando le llegan noticias. Alguien recibe una carta suya, y las noticias son que
sus problemas económicos están a punto de resolverse y piensa fundar una revista.
Antes, otro se entera de que vive en el centro con la mujer con la que
terminará casándose. No tienen teléfono, porque le deben mucho dinero a la
compañía telefónica. Por aquel entonces, la compañía telefónica la llama a ella
de vez en cuando y le pregunta por él muy correctamente. Un amigo le dice
que trabaja de noche en el puerto empaquetando erizos de mar y que vuelve a
casa a las cuatro de la mañana. Luego ese mismo amigo le cuenta que, a cambio
de una gran cantidad de dinero, le ofreció a una mujer sola algo que hizo que
la mujer se sintiera muy ofendida e infeliz.
Antes, cuando él todavía trabajaba cerca, iba en coche a verlo, a pelearse
en la estación de servicio, donde él leía a Faulkner en la oficina, bajo el letrero
luminoso, y levantaba la mirada, llena de recelo, cuando la veía entrar. Se peleaban
entre cliente y cliente y, mientras él le llenaba el depósito a un coche,
ella pensaba lo que diría a continuación. Después, cuando dejó de ir a la gasolinera,
recorría la ciudad buscando su coche. Una vez, bajo la lluvia, una furgoneta
dobló la esquina de repente y ella dio un traspié y metió las botas en
una zanja y entonces se vio a sí misma con total claridad: una mujer al principio
de su mediana edad, con botas de agua, que andaba en la oscuridad buscando
un coche blanco y acababa de caerse en una zanja, dispuesta a seguir
andando y contentarse con ver el coche blanco de ese hombre en un aparcamiento,
aunque el hombre se encontrara en otra parte y con otra mujer. Esa
noche dio vueltas por la ciudad mucho tiempo, comprobando una y otra vez
los mismos sitios, pensando que, durante los quince minutos que había empleado
en ir de un extremo a otro de la ciudad, él podría haber llegado al punto
que ella había dejado quince minutos antes, pero no encontró el coche.
El coche era un viejo Volvo blanco. Tenía una línea perfecta, suave. Veía
Volvos viejos todos los días, y algunos eran de color canela, o crema, parecidos
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al color del suyo, y algunos eran del mismo color, blanco, pero no estaban abollados
ni oxidados. Las matrículas nunca tenían una K, y los conductores, apenas
una silueta, eran hombres o mujeres con gafas, o bien hombres con la
cabeza más pequeña que la suya.
Aquella primavera ella estaba traduciendo un libro porque era lo único
que sabía hacer. Cada vez que dejaba de teclear y cogía el diccionario, la cara de
él aparecía flotando entre ella y la página, y otra vez la invadía el dolor, y cada
vez que cerraba el diccionario y seguía tecleando la cara y el dolor desaparecían.
Puso todo su empeño en aquella traducción, sólo para mantener el dolor a raya.
Antes, a finales de marzo, en un bar lleno de gente, él le dijo lo que estaba
esperando oír, lo que temía oír. Inmediatamente perdió el apetito, pero él
comió muy bien, e incluso se comió la comida de ella. No tenía dinero para
pagar la cena, así que pagó ella. Después de cenar dijo: A lo mejor dentro de
diez años. Ella dijo: A lo mejor dentro de cinco. Pero él no contestó.
Para en la oficina de Correos para recoger un cheque. Llega tarde a donde
va, pero necesita dinero. En su apartado postal ve la letra de él en un sobre. Aunque
le es muy familiar, o porque le es tan familiar, al principio no sabe de quién
es esa caligrafía. Cuando cae en que es la de él, empieza a soltar palabrotas en
voz alta, una y otra vez, camino del coche. Mientras maldice, también piensa, y
llega a la conclusión de que en el sobre tiene que haber un cheque a cuenta del
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dinero que le debe. Le debe más de trescientos dólares. Que se sintiera incómodo
por la deuda explicaría el año de silencio, y que ahora tenga algo de dinero para
mandarle explicaría el hecho de que rompa por fin el silencio. Sube al coche,
mete la llave de contacto y abre el sobre. No hay ningún cheque dentro, ni tampoco
una carta, sino un poema en francés, copiado meticulosamente, de su puño
y letra. El poema termina así: compagnon de silence. Y su nombre. No lo lee entero
porque llega tarde a una cita con gente a la que no conoce muy bien.
Sigue maldiciéndolo hasta que sale a la autopista. Le irrita que le haya escrito
una carta, y que la carta la haya hecho feliz inmediatamente, y que luego la
felicidad le haya revivido el dolor. Y le irrita que nada pueda remediar el dolor,
nunca. Aunque evidentemente es complicado llamarle a eso una carta, puesto que
sólo es un poema, y el poema está en francés, y lo escribió otro. Y también le
irrita el poema en sí. Y también le irrita que, a pesar de que más tarde piense cómo
podría contestar, sabe perfectamente que aquello no tiene contestación posible.
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Empieza a sentir vértigo y náuseas. Conduce despacio por el carril de la derecha
y se pellizca el cuello con fuerza hasta que el desfallecimiento desaparece.
Pasa el día con otra gente y no puede volver a ver la carta. Por la noche,
cuando se queda sola, trabaja, traduciendo un poema en prosa muy difícil. La
llama su amante, y ella le cuenta lo difícil que es la traducción, pero no habla
de la carta. Termina de trabajar, limpia la casa a fondo. Luego saca la carta del
bolso y se acuesta a pensar qué debería hacer.
Examina, en primer lugar, el matasellos. La fecha, la hora y el nombre
de la ciudad se leen con claridad. Luego examina su nombre, sobre la dirección.
Quizá él haya dudado al escribir su apellido porque hay una mancha minúscula
de tinta en la curva de una letra. Hay un error insignificante en la dirección y
el código postal no es el suyo. Mira el nombre del remitente o, mejor, la inicial,
la G, muy bien trazada, y, después, su apellido. Luego su dirección, y se pregunta
por qué le ha puesto remite a la carta. ¿Espera contestación? Lo más probable
es que no esté seguro de que ella siga viviendo allí y, si no es así, quiere
que le devuelvan la carta para saberlo. Su código postal no coincide con el código
postal del matasellos. Debe de haberla echado al correo en un barrio distinto
del suyo. ¿Escribió la carta lejos de casa? ¿Dónde?
Abre el sobre y desdobla el papel, limpio y nuevo. Ahora ve con mayor
exactitud lo que contiene la carta. La fecha, 10 de mayo, está en el ángulo superior
derecho, con una caligrafía más apretada y menuda que la de la carta,
como si la hubiera escrito en otro momento, antes o después del resto. La escribe
primero, luego se detiene y piensa, apretando los labios, o busca el libro
del que tomará el poema —aunque esto es menos probable, porque debía de tenerlo
preparado, delante, cuando se sentó a escribir—. O decide, después de escribir
la carta, fecharla. Ahora advierte que ha encabezado la carta con su
nombre, con el nombre de ella, seguido por una coma, paralelo a su propio
nombre al final del poema. La fecha, el nombre de ella, coma, a continuación
el poema, a continuación el nombre de él, punto. Así que el poema es la carta.
Después de examinar el conjunto, lee el poema con mayor atención, varias
veces. Hay una palabra que no puede descifrar. Está al final de un verso,
así que comprueba el sistema de las rimas. La palabra debería rimar con pures,
puras (ideas puras), así que la palabra que no puede leer probablemente sea
obscures, oscuras (flores oscuras). Luego hay otras dos palabras que es incapaz
de leer, al principio del último verso de la estrofa de ocho. Observa la forma en
que ha trazado otras letras mayúsculas y ve que esta mayúscula debe de ser
una L, y las palabras deben de ser La lune, la luna, la luna que es generosa o
amable aux insensés, con los insensatos.
Lo primero que vio, las únicas palabras que podía recordar mientras conducía
por la autopista, fueron compagnon de silence, compañero de silencio, y
algún verso sobre cogerse las manos, otro sobre verdes prados, prairies en francés,
la luna, y el morir sobre el musgo. No vio lo que ahora ve, que, a pesar de
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que han muerto, o de que los dos del poema han muerto, vuelven a encontrarse,
nous nous retrouvions, nos encontrábamos de nuevo, arriba, en algo que es inmense,
en algún sitio que debe de ser el cielo. Han vuelto a encontrarse llorando.
Y así termina el poema, más o menos, nos reencontramos llorando, querido
compañero de silencio. Examina la palabra retrouvions despacio, para cerciorarse
de lo que está escrito, de que las letras componen verdaderamente ese reencontrarse.
Se aferra a esas letras con tal concentración que por un momento
siente todo lo que lleva dentro, y todo lo que hay en la habitación, y toda su
vida hasta ahora, reunido detrás de sus ojos como si todo dependiera de una
línea de tinta que se inclina de la forma correcta y se redondea en otro verso tal
como ella espera. Si no hay dudas en lo que respecta a retrouvions, y parece
que no hay dudas, entonces puede creer que él todavía piensa, a más de mil kilómetros
de distancia, que todavía hay posibilidades, de aquí a diez años, o a
cinco, o, puesto que ya ha pasado casi un año, dentro de nueve años, o de cuatro.
Pero le preocupa la parte que habla de la muerte: podría significar que,
en el fondo, él no espera volver a verla, puesto que están muertos, al fin y al
cabo; o que el tiempo que habrá de transcurrir es tan largo que durará toda
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una vida. O podría ser también que ese poema fuera lo más próximo a un
poema que expresara sus pensamientos sobre compañeros, silencio, llanto y
cosas que se terminan, aunque no coincidiera exactamente con lo que estaba
pensando; o quizá encontró por casualidad el poema mientras leía un libro de
poemas franceses, se acordó de ella, sintió el impulso de mandárselo, y se lo
mandó sin más, sin ninguna intención determinada.
Vuelve a doblar la carta y a meterla en el sobre, la deja encima del escritorio,
bajo su mano, cierra los ojos, y un rato después, todavía con la luz encendida, empieza
a dormirse. Medio en sueños, piensa que el papel quizá conserve algo de su
olor y se despierta. Saca el papel del sobre, lo desdobla y aspira profundamente el
amplio margen en blanco al final de la página. Nada. Entonces huele el poema, y
cree percibir algo, aunque probablemente sólo sea el olor de la tinta. <
Los relatos Historia, El paseo y La carta pertenecen a la edición de los Cuentos completos, publicada
por el sello Seix Barral, de Barcelona, en 2011 (The Collected Stories of Lydia Davis, Picador, Nueva
York, 2009). La traducción de los mismos pertenece a Justo Navarro.
Lydia Davis nació en Northampton, Massachusetts, Estados Unidos, en 1947. Es autora, además de
numerosos libros de relatos, de la novela The End of the Story.
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Por último, tres facetas de las escritura de Marcelo
Cohen en ámbitos muy diversos: el del narrador, el del
ensayista, el del crítico. Entonces: un cuento inédito,
un artículo sobre la lectura en los transportes públicos,
y una perlita: una serie de breves reseñas jazzísticas.
PRIMERA
PERSONA
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©Oscar Zárate
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Victorilo
A lo largo de una playa una población practica el esparcimiento. Juegos de
paleté, hamacas masajeadoras, ofertorios de zumos y bizcochos, padres a gatas
tras chiquilines tambaleantes, un coscorrón de madre. Burbujas de vigilancia, brochetes
de telujo, áreas de nudismo. El sol se disputa el cielo con nubes menores. El
río reverbera como una plancha de arcanos mágicos. A lo lejos, entre olitas, asoma
una parte de la enorme cabeza de un coloso de arenisca que eras y eras han ido
hundiendo en el lecho. En una punta de la bahía tres alademoscas vivaces proyectan
información cultural sobre edificios de media altura. En la otra punta, cubriendo
el liquidador de aguas residuales, un cartel grande recuerda: Durante un
crudo invierno la comunidad de Villa de Asunda trabajó como un solo individuo
para purificar esta playa. Ahora es nuestra y de la naturaleza. El placer es de todos.
Como los asundos son gente de piel canela, ninguno se la protege con nada. Suspiro,
remoloneo, gafas opacas con proyector interior de folletines, alborozo en la
orilla, un bocado, aromúsica, cabinas de exhibicionismo para adolescentes, toqueteo
en las bailacquas, risas medidas, galletas caseras de manutí. Dominan las prendas
blancas o beige. Como mandan los libros tradicionales de la isla, no hay
hombres con barba o bigotes ni mujeres con el pelo corto. El cronodión entona las
once y media. Pocos vendedores recorren la playa, como si el mismo desahogo hiciese
a la población muy ahorrativa. En eso, desde los tamarindos del paseo, en
diagonal por la arena, un niño de camisola rojo amapola, shorts verdes y ojotas
negras se abre paso entre los cuerpos como una ilegible señal de advertencia. Tiene
unos once años, hombros estrechos, panza de comida grasa y piel más clara y dura
que la de los playistas. Cargado como va con tres alforjas grandes, camina despa-
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cio, aunque sin pausa; y si bien no resopla, no se queja, los ojos celestes miran
con una tristeza que corta el aliento. El ceño y los mínimos gestos son muy tristes
también. Una enérgica sonrisa del sol disuelve la última nube. Los mofletes rubios
del niño relucen de bronceador derretido. La brisa le enarena la mansedumbre. A
medida que avanza, por la playa se propaga un clima de dolor. Pero los reflejos de
los asundos lo neutralizan rápidamente con una reacción propia de su jovialidad,
pero perpleja. Es que el brachito vende diarios, en realidad ejemplares de un cierto
diario Deasunde, y se nota que ningún playista lee un diario desde hace mucho y
pocos sabían que en Asunde se siguieran publicando. El diaario, anuncia el bracho
cabizbajo, el diaario, Relator el diaario, con una voz indiferente a lo que transmite
como el cimbreo de un cable, pero firme y fina como una palmera. La primera
mujer que le compra, aunque se porte con sobriedad, desata la reacción. Otros bañistas
se acercan al niño, cuidándose de no expresar compasión o curiosidad, y
otros los llaman desde las colchonetas, porque creen que así expresan más interés,
pero todos se las arreglan para paliar el posible sufrimiento del niño con una simpatía
convincente, por teatral que sea, porque en Asunda la teatralidad no es una
impostura sino un rasgo de carácter. De la tristeza de los ojos del niño no se puede
decir nada. No la matiza ni la curva dócil con que la mano llega a una alforja,
pinza un diario, ventila los ligeros folios de clodoperlonato color crema y los deposita
en la mano del comprador con su compacto tesoro informativo. Es un ademán
de una soltura apesadumbrada. Como algunos de los que ya han comprado
se quedan a mirarlo, en cada parada del niño se forman corrillos que, si bien no
llegan a remolinos, modifican los algoritmos de la actividad de la playa. Diaario,
Relator el diaario, sigue voceando el niño, aunque ya no haga tanta falta, como si
el susurro fuera un tic que produce el dolor. Más playistas le compran. Algunos ya
sacuden la arena de los folios o les pasan una toalla, como si supieran que les han
dejado una responsabilidad y hasta una fuente de gusto que habían descuidado.
No bien se sientan con el diario cerrado en los muslos, vuelven otra vez la cabeza
hacia el niño, reprimiendo toda sonrisa condescendiente, y hacia la pena impávida
con que el niño recibe incluso los cinco bits del precio y sigue andando. Un cangrejo
recolector de basura se hace un lado; el niño pasa con la cabeza gacha. Más
adelante hay nuevos compradores. A la sorpresa y el luto empieza a sumarse la
satisfacción de que el brachito venda tantos diarios. El fenómeno crece y se diversifica.
No es que pretendan alegrarlo; lo asimilan y hasta lo reciben amablemente.
Algunos se encargan de dispersar los círculos cargosos. Caen reprensiones sobre
los que lo humillan con una propina. El código de amabilidad debe vetar que alguien
se ofrezca a llevarle una alforja. En cambio no se condena a la chica que le
ofrece un refresco, porque el niño lo bebe rápidamente de un trago, devuelve el
vaso, se gira para esconder el eructo y sigue vendiendo, siempre compungido. Por
fin hay quien se atreve a expresar el interés general. Un señor de edad le pregunta
si se siente bien. Sí, dice el niño. Y ya que ha contestado, el señor le pregunta si le
pasa algo. ¿Por qué?, dice el niño. No sé, tenés mala cara. Señor, yo siempre fui
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pálido. No es eso, dice una mujer de ojos saltones, no es eso; ¿los diarios te pesan?
Las noticias del mundo no, dice el niño, pero desvía la mirada hacia el río, y la detiene
en la coronilla del coloso hundido. Nadie sabe cómo se llama, dice. La señora
frunce la nariz como si luchara contra el desvarío; le recuerda que ese gigante está
allí desde hace un número incalculable de ciclos; hay que tomarlo como si fuera
una isla. De la gente de ese entonces no quedan ni los nombres, murmura el niño.
La prudencia de esta sociedad no es tan acabada como para impedir un silencio
de asombro. La única manera de honrar el buen juicio del niño es comprarle más
diarios. Al día siguiente, si bien no cabe decir que los playistas estén esperando, si
previsoramente varios traen el diario ya viejo que no han leído, el bienestar y el
sol se superan a sí mismos como para que haya un excedente que darle a la tristeza.
Práctica y lentamente el niño vende. Vende más. No saluda a los compradores
como si los conociera, pero responde a los buenos días, a veces con palabras, a
veces con un efímero destello esmeralda en el desconsuelo de los ojos. Se queda
mirando afligidamente las manos de un padre joven que tarda en sacar el dinero
porque tiene un bebé brazos. No mira al bebé, ni al hombre exactamente, como
para no indicar que se aflige por alguien en especial. Una vez que le ha pagado,
el hombre señala el diario. ¿Vos los leés? Más bien, señor; ¿cómo voy a vender
una cosa que no conozco? El hombre asiente seriamente. ¿Y si fueran bulones?
Me compraría una máquina donde probarlos. Pero no creo que vayas a vender bulones,
dice el hombre. Yo tampoco lo creo, señor, le dice el niño, y, aunque no
consigue sonreír, lo estudia un momento con algo que podría ser piedad o agradecimiento
si la tristeza no lo velara. Cuando se terminan los compradores, el niño
deshace el recorrido por la playa, devuelve sin parpadear una que otra mirada que
lo despide, se detiene bajo el sol, dobla una alforja vacía y la mete dentro otra
vacía también y cuenta los diarios que le quedan: dos. Después acomoda el dinero
en un talego. El tercer día hay una suerte de dislexia en la sensata alegría de los
playistas, como si la mente colectiva acusara el esfuerzo por no excitarse. Podría
ser que ahora lo más excitante de la playa sea el deber de comprar el diario, pero
sin presumir que eso va a contentar al niño, sin conmoverse de más por la tristeza
y sin que el enigma de la tristeza provoque una obsesión grosera, poco caritativa.
Además está el reto de interesarse por el diario. Una chica de cadera angosta y anchos
hombros de nadadora, azorada por la asimetría entre su cuerpo y el del niño,
paga con diez bits y al recibir el vuelto dice Gracias, ehm... Me llaman Victorilo,
señorita. Sos un triunfador, dice el siguiente en la cola. Las pupilas de Victorilo
naufragan en los iris celestes. Piensa. Es mi nombre, señor, no sé si es lo que soy.
El hombre recibe el diario y sobándose la barba se apura a cambiar de tema: Son
tan lindas estas páginas… Sí, y suaves, dice Victorilo; antes el diario era de papel;
se podía hacer barquitos, aviones, cuando ya no servía; pero la tinta manchaba
los dedos. En esa época vos no habías nacido, dice una anciana, y agita la mano
con su diario como espantando una molesta melancolía. Creo que usted tampoco,
señora; ni su madre. El tiempo pasa despacio, dice el hombre de barba. Entre las
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risas generales Victorilo se aleja. Al cabo del recorrido y del regreso, bajo la sombra
de un tamarindo, comprueba inexpresivamente que le quedan dos diarios. Esto o
algo muy similar se repite un cuarto día, y un quinto, y cuando la película amenaza
con ponerse pesada sobreviene día nublado al borde de la tormenta. Esporádicos
refucilos alumbran el cielo sobre la isla de enfrente. Pocos playistas, algunos abrigados
con blusayés, trotan o paletean en la arena húmeda, y algunos más se sientan
en masajeadoras a oír folletines sónicos. Cuando aparece Victorilo, la
exagerada moderación con que convergen delata que en realidad han ido a esperarlo,
como si la tristeza de Victorilo, más triste hoy en su rompevientos color granada,
realzara la agresividad del tiempo y el diario fuese el único fármaco contra
la sensación de desamparo. Avisados por ese movimiento se presentan doce o
quince clientes más que estaban emboscados en los bares del paseo. Comprar el
diario entre las ráfagas de arena se vuelve tan íntimo como compartir una infusión
caliente. Precisamente una mujer con un robotín térmico le pregunta a Victorilo
qué le gustaría beber. Victorilo levanta los ojos sin asombro, sin expectativa, sin
autocompasión. Cualquier cosa va a estar bien, señora. La mujer contiene un impulso
de acariciarlo. No todas son buenas para el estómago de un chico, previene.
Mi estómago hace con todo cualquier cosa, señora. ¿Y hay algo que te guste más?
Lo que me dan sé gustarlo, dice Victorilo. ¿Dónde voy a comprarte el diario en invierno?,
pregunta un hombre muy alto. Victorilo piensa; cuesta saber si está respirando;
se ha ido a pique en su interioridad. Dice: Voy a ir a vender por la calle.
La mirada de Victorilo inquiere y suplica; los compradores se interrogan entre sí.
Él bebe infusión y se aleja. En manos de los playistas, las hojas con noticias ganan
blancura bajo la mañana oscurecida por la impotencia del niño para definirse más.
La playa languidece. Al cabo del recorrido quedan dieciocho diarios en las alforjas.
Victorilo entra en las calles y caminando pausadamente llega a un cubo de producciones
comerciales donde un seléctor le abre la puerta. Por un pasillo llega a
las instalaciones del diario El Contador, una oficina interrumpida, del área de una
pista de paleté. Paredes blancas, ventanas, varios pantallátores, receptores y monitorios
operados por dos mujeres que solo suspenden su ajetreo para soplarle lastimeros
besos a Victorilo cuando pasa. En los cristales relampaguean imágenes de
actualidad seguidas de ristras de palabras. Al fondo, detrás de una mesa, el patrón
del diario El Relator divide la atención entre dos clasificardos. Es un hombre maduro,
bien parecido, un poquito tuerto, vestido con el blusayé blanco tradicional
de la isla. Para de rascarse el pelo aceitado para escrutar la cara del niño con una
expresión conjetural. Cómo estás, Victorilo. Como siempre, Agaño, pero hoy coloqué
treinta y dos nada más. Bueno, es un día feo; igual, si todos vendieran como
vos esto sería un negoción. Habría que tener miles de vendedores para eso, Agaño.
Los iría contratando, Victorilo; ciborgues, robotescos, si fueran competentes como
vos; poco a poco iría invirtiendo en contratar más. Como si un sufrimiento extenuado
izara un aviso, Victorilo levanta los hombros. Los deja caer. El patrón del
diario entorna los ojos, buscando quizás un origen en la expresión del niño, ca-
96
©Madre Tierra Evans Kurchan
rraspea y se frota las manos. Sirve cafeto para los dos y lo beben a sorbitos de
pragmatismo. Es que yo vendo en la playa, Agaño. ¿Y por qué en la playa se vende
más? A lo mejor les gusta que el viento moleste para doblar las hojas; la arena
sobre las noticias; hoy está ese derrumbe en el Odeón de isla More. El patrón levanta
un dedo: Es raro leer que los astrónomos detectaron una estrella mientras
uno está tomando sol. Eso, Agaño; a la gente le gusta que todo cueste creerlo. El
patrón se reclina sin apartarse de la tristeza de Victorilo. ¿A vos eso te preocupa?
No, Agaño; todavía me falta entenderlo. Victorilo, no sé qué te pasa. ¿Usted me
ve distinto? El patrón lo estudia brevemente. No, bracho, la verdad que no. Ah,
porque yo no quiero cambiar. Las tazas están vacías. Así que hacen las cuentas, el
patrón le paga la jornada y se dan la mano. Hay una breve cola de robotos rindiendo
cuentas ante un operario. Victorilo se va. En la calle sube a un autobús.
Durante el viaje lee el diario; la mujer jocunda del asiento de al lado se interesa
por el objeto y él le regala su ejemplar. Al ver a Victorilo de frente, a la mujer se
le afloja la cara, decae y pugna por recuperar la lozanía. No, hijo, por favor, dice.
Si, señora, téngalo; así mañana lo empieza a comprar. Victorilo se baja. Cuando el
autobús arranca, la mujer se gira como queriendo ir hasta el fondo de él para poder
despegarse. Victorilo camina. Llega a un multimorada barrial, sube a una unidad
y entra. Pasa por el primer ambiente, suficiente y sobrio como una pintura geométrica,
y se asoma al segundo, donde hay dos camas; en una duerme un muchacho
corpulento y muy pecoso de pelo color damasco. Victorilo entrecierra la puerta,
se sienta silenciosamente en la otra pieza, donde está el cocinerillo, y después de
contar el dinero de la jornada lo divide en dos y guarda una parte en un sobre a
nombre de Calio. El resto se lo mete en el bolsillo. Intenta bostezar pero la tristeza
frena el cambio de respiración. Prepara dos platos de carne fría con rodajas de tomate
y cabos de remugo. Tapa uno de los dos lo deja sobre la mesa al lado del
sobre de Calio. Saca un diario de una pila y mientras lo hojea come lenta pero vo-
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razmente. Se enjuaga la boca, se lava sin mirarse en el espejo, se pone una camisa
amarilla, agarra otro diario vencido y sale. En un bar, sentado junto a la ventana,
soplándose a veces un mechón rubio que le tapa los ojos, pasea muy despacio la
mirada celeste desde los arebucos en flor de la calle hasta las estampas deportivas
de su librino, y vuelta, una y otra vez, empujándola voluntariosamente, hasta que
la tristeza la inmoviliza en unas parejas que bromean alrededor de un tablero de
burfi, como un barco de mucho calado que encalla en aguas poco profundas, y
cuando parece que va a imitar alguna de las sonrisas de esa mesa se le cierran los
ojos. Un lento latido en la penumbra. Y ahora no es un día el que pasa sino muchos.
Pasan semanas en los pellizcos de la luz en la corriente del río, en los relevos
de cuerpos en la playa, en las muecas que indican que las primeras uvas de la estación
no están dulces. Los días pasan en un sinfín de hechos menudos que la
pena de Victorilo podría helar en la desolación si los hechos no se empeñasen en
hacerle contraste. Puede que Asunda no haya preparado sus componentes naturales
y humanos para tanto trabajo. La tristeza de Victorilo tampoco aumenta, aunque
al final del recorrido le están sobrando cada vez más diarios. El escenario no se
agrieta, pero vacila. Y ahora ha llegado una mañana nueva, al cabo de muchas
otras. Dentro de lo radiante y concurrida, la playa está electrizada; como, si más
que a la tristeza que trae Victorilo cada día, los playistas empiecen a temer la posibilidad
de vandalizarse, de lanzarse a destruir cosas útiles y maltratar a seres
amables como protesta enfurecida contra las causas de la tristeza. Algunos se vuelven
hacia el antiguo coloso de piedra como si él pudiera revelarles, aunque no las
causas, al menos el origen de la pena humana; pero si una vez supo algo el coloso
lo ha olvidado, antes de hundirse, y los que lo interrogan se ponen inquietos. Abren
el diario sobre los muslos, como si la visión del coloso les hubiera sugerido, esto
sí, que el diario ayuda a que el tiempo pase, y con el paso del tiempo todas las
penas terminan por olvidarse, si hay alguna, y junto con las penas se olvidan sus
motivos. Por todo esto, parece, saludan al niño ya familiarmente, hospitalarios con
su presencia, pero muy pocos le compran el diario. El anhelo que la presencia del
niño despierta, unos cuantos más lo apaciguan comprando el diario en expendedores
callejeros, por si acaso, como si de pronto les preocupara que algo malo vaya
a pasar en isla Asunde y hasta en el Delta si ellos no leen las noticias. Victorilo
termina de recorrer la playa, vuelve al punto de partida y se detiene a hacer el balance.
Le quedan cuarenta y tres diarios. Con todo, no se le nota preocupación
cuando un rato después rinde las ventas del día en las instalaciones de El Relator.
Tampoco se le ha alterado la tristeza. El patrón, que ha estado mirando el techo,
tiende la hermosa mandíbula como bajando un puente levadizo. A todos les pasa
lo mismo, Victorilo; es algo con los vendedores. Victorilo apoya la pena en el escritorio.
Yo creo, Agaño, que hay que negarles algo que no saben que necesitan,
para que de golpe sientan que les falta. ¿Y qué es? Eh, yo sé tan purlín de mí,
cómo voy a saber sobre los demás; pero necesitar, creo que me necesitan a mí. Los
entiendo perfectamente, Victorilo; ¿y entonces? Me voy a ir por la calle, a ver si
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buscan. El patrón mira por la ventana, valorando las transformaciones del gusto,
y se vuelve hacia el niño. No creo que cuando llegue el otoño tengas el mismo
éxito. Y bueno, Agaño. Del diario, Victorilo, vamos a hacer una tirada corta y distribuirla
en expendedores fijos; pero vamos a introducir un producto nuevo. Victorilo
alza ojos hasta no más arriba de la mandíbula del patrón. Está bien, dice;
adelante. El jefe lo mide en silencio y dice: Es una línea de perfumes. No sé qué es
eso, Agaño. No extraña, bracho; lo tomé de los manuales de historia; son líquidos
con olores deliciosos, suaves, fuertes, medianos; dan ensoñaciones; llaman la atención;
antaño la gente los usaba para atraerse. Antaño hace verso con Agaño, dice
Victorilo bajando de nuevo los párpados mustios. Se usaban para disimular las
emanaciones del cuerpo; unas gotas, un rocío; dejaron de fabricarse con la moda
de los olores personales; pero los cuerpos no huelen bien, la mayoría; vos no tenés
ese problema. La variedad de olores a mí también me gusta, Agaño. El jefe mueve
las manos apartando todo atisbo de ofensa. No sé si vas a poder, Victorilo; es un
producto alegre. Levísimamente el niño sube y baja la cabeza, como empujando
una idea torso abajo. Yo creo que lo puedo vender con alegría. Por encima del
hombro de Victorilo el patrón observa a las dos operadoras del diario. Después,
como suele hacer, se reclina y mira al niño. Hay un compás de espera. Sin que alguna
arruga denuncie un esfuerzo, las facciones de Victorilo se reacomodan en sí
mismas, como si por un instante hubiesen dejado la cara vacía; en los ojos queda
el rastro de una sucesión de muchos climas, y en el rastro se confunden un festejo
y un estertor. Yo creo que sí, Agaño, musita. Puede ser, bracho, tenemos que verlo
en invierno, bracho. Con los olores, dice Victorilo, y se levanta. Después se dan la
mano. Victorilo se va a su casa. Hoy Calio está despierto y ha preparado la comida,
porque trabaja en el tercer turno. Comen juntos, mirándose mucho mientras mastican,
y Victorilo observa especialmente las pecas del hermano como si el movimiento
de ínfimas anémonas en la piel traslúcida le diese seguridad. No por eso le
cuenta con menos tristeza que el patrón del diario ahora va a fabricar perfumes.
Calio ha oído hablar de eso. Vos en invierno tenés que ir a la escuela, dice. Victorilo
traga un sorbo de agua. Igual yo creo que ese producto es para venderlo a la tarde,
dice; cuando empieza a hacerse oscuro. A lo mejor, dice Calio. Lo cubre con una
mirada práctica y adusta, lo besa, saca una poliherramienta de un armario, la
guarda en una alforja y se va a trabajar. Victorilo lava los platos. Lee un rato el
diario, de pie. Sale a caminar sin rumbo pero llega a la playa. Está atardeciendo.
En la luz violeta, chicos ruidosos y parejas en silencio se resisten a irse; una mujer
embarazada se moja los pies; hay estrías de barro donde el agua ha bajado. Victorilo
se sienta frente a los reflejos anaranjados que procuran no desvanecerse en
el río, y bailotean, y en los ojos de él encuentran un lugar donde durar un poco
más. Si las miradas hablan, la de Victorilo dice puntos suspensivos. <
Victorilo es parte de un libro de relatos en proceso, cuyo título provisorio es La calle de los cines. Se
trata de, como el mismo Cohen las define, “películas del Delta Panorámico”.
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Extravío
Una exploración de la lectura en los transportes públicos
Fotos Felipe Contino
Diez de la mañana de un subtropical enero porteño. En el barrio de
Agronomía, cinco cabras pastan en el predio de la Facultad de Veterinaria; la
fachada de la asociación Bienestar ofrece ayuda contra la bulimia, la anorexia,
la depresión y las adicciones. Dentro del colectivo 113, mecidas por un
rondó de amortiguadores, gentes de edad van a hacer trámites o llevar análisis
al médico. Más adelante, afuera, el popurrí arquitectónico de la calle Bolivia
aglomera épocas; en el colectivo sólo es el tiempo absorto de los mayores.
Los viejos de esta época se han acostumbrado a aburrirse. Cuando en Plaza
Flores bajo con la mayoría, en todo el viaje no he visto a nadie leyendo, ni
un mínimo indicio de lo que buscaba. Aunque es cierto que principalmente
buscaba mirar.
Hace un mes el muchacho que fumiga mi casa me contó que en el 113
había visto a un hombre leyendo un libro mío, pero que estaba en francés. Lo
veo muy difícil, dijo mi coqueto escepticismo, ¿vos cómo…? Porque en la tapa
usted figuraba como Marcel Cohen. Es otra persona, le expliqué. Él se encogió
de hombros.
En el 113 podría terminar ahora la excursión. Pero mi amigo A. N., pequeño
empresario que lee mucho y usa con entusiasmo el transporte público,
me ha dicho que él también vio al hombre del libro de Cohen, bajándose en la
estación Agüero de la línea D de subterráneo y alcanzó a captar que el título
tenía la palabra “Garde”. Por eso, aunque entre los dos datos no se adivina la
menor pauta, unos días después salgo a explorar de todos modos, al tuntún,
como ejercicio espiritual de capricho, para alentar la ilusión de averiguar quién
101
lee hoy en los transportes, ridiculizar el supuesto de que los pasajeros no leen,
purgar de patetismo la constatación de que casi no leen, encontrar que ya ni
se divierten con el celular (porque los celulares con más aplicaciones son caros),
y también como reparación. Pero pronto algo me desboca: el hombre que lee a
MC se vuelve legendario, y enlaza con otras leyendas urbanas, y todos los viajes
por el plano de la ciudad y los arrabales son un viaje en presente continuo. Es
lo que pretendía.
Porque yo sé quién es Marcel Cohen, y le debo una reverencia. No a
Marcel Cohen el erudito en lenguas semíticas que murió en 1974, sino al escritor
que nació en 1939 en un suburbio de París, hace periodismo con seudónimo
y escribe poemas, novelas y unos conjuntos de relatos de argumento
esencial y matices contenidos, a veces puras secuencias de gestos, diálogos
breves o detalles materiales que delatan una ligazón íntima entre tragedia
privada y aberraciones de la civilización. El último año del siglo XX, después
de que José Ángel Valente me desayunara con que Cohen existía y me recomendara
sus conversaciones con Edmond Jabés, logré hacerme con tres títulos
de él. De Assasinat d’un garde tengo anotados los catorce cuentos; son
narraciones intempestivas, sin trama ni final, punzados por un atisbo de sentido
que al instante se desvanece. Que Cohen hubiera publicado unas cartas
al pintor Antonio Saura escritas en judeo-español ya podía considerarse una
señal, siendo que parte de mi familia paterna era sefardita. Pero además la
contratapa de la edición de Gallimard de la novela Faits, II, decía que la narrativa
de Cohen combina la autosupresión del autor y una avidez inhabitual
por mirar las cosas del mundo. Eso era muy promisorio; podía ser el inicio
de una conversación. Monsieur Cohen, me llamo MC, soy un escritor argentino
y, sin ánimo de molestar… Incluso proyecté una crónica del encuentro
con introspecciones sobre el egoísmo literario, el miedo especular, la competencia,
y la disolución de todo en la infinitud real del diálogo. Patrañas. En
2000 estuve en París y, a punto de discar, vergüenza y escrúpulos me hicieron
retroceder, como si una bienvenida cortés de Cohen pudiese realzar mi insignificancia
en el mundo de la literatura. Etcétera. Pero apurémonos a evitar
recriminaciones sórdidas. La secuela que importa es esta excursión al mundo
del transporte ciudadano.
De modo que acá estoy, por ahí. En el 188 que va de Mataderos a Boedo
una muchacha embarazada, maquilladísima y perpleja lee Mujeres que aman
demasiado como preguntándose si una de las consecuencias del amor excesivo
será el embarazo.
Y ahora un vagón del ferrocarril Sarmiento. Carteles institucionales de
tests de SIDA son la única publicidad. A muchos asientos de plástico les han
arrancado los acolchados vinílicos; los expuestos mecanismos de las puertas
muestran una roña fétida. Por rendijas perpetuas entra una humedad lamedora.
El gentío experto ha desarrollado un bamboleo antisacudones que lo
102
preserva de derrumbarse. Uno de los cien hombres del vagón lee el Olé, otro
las páginas deportivas de Crónica. Doblada sobre fotocopias de geografía,
una muchacha subraya con un afán de conocimiento que emociona. En los
andenes de Paso del Rey, carteles de Vossosparte.org urgen a mandar los hijos
a la escuela. Gorras de béisbol, camisetas de fútbol, vestidos de taller clandestino,
falsas zapatillas de marca. Más allá, en el furgón, nerviosos primitivos
urbanos fuman sin pausa, pero entre los trabajadores, cuentapropistas y
desposeídos del vagón, entre las caras andinas, guaraníes, bálticas bajo ondas
estiradas por la planchita, cabelleras opulentas o jopitos oxigenados, lo
común es una expresión exhausta de pensamientos, dura en una tierra de
nada entre el interior y el afuera. Un matrimonio pulcro cambia los pañales
de un bebé y acomoda tuppers, talco, biberón, cerealitas y fruta en bolsos forrados
de diario viejo; la mamá ordena unos apuntes de decoración de repostería.
La fotocopia es la gran candidata al trofeo a lo Único Leído. Se venden
combos de revistas Pronto y Sopa de Letras del año pasado. Cuando vuelvo
al atardecer, del Oeste suburbano hacia la capital viaja otra población: empleados
de Bingo, vigilantes nocturnos, jóvenes de paseo, usuarios de espectáculos
con descuento de miércoles. Una mujer de trenzas y bolso vintage
salta de su melancolía para atender el celular, pone cara de Sos de no creer,
corta y destroza los pronósticos sumergiéndose en Los 101 inventos que cambiaron
el mundo. Una señorita de perfume alimonado lee Para ti. Hay un arco
de ocho o nueve modelos de actitud. Cada actor se desempeña en su vida cotidiana
como si fuera un show-realidad y el tedio sumara puntos para la final.
Pero es curioso: un hombre con bigotes de luchador turco y un estuche de
trompeta lee a Elmore Leonard, y de la cara concentrada una máscara resbala
dejando a la vista otra, inclasificable.
Maniáticamente yo cargo con mi lectura: Vida y destino, de Vasili Grossman,
una novela monumental en varios sentidos. Voy por la página 357, donde
un soldado antiestalinista —que morirá en la batalla de Stalingrado— reivindica
el humanismo de Chéjov: “Dejemos de lado las grandes ideas progresistas; seamos
buenos y atentos para con el hombre, sea obispo, enterrador, magnate
industrial, preso o camarero”. Finjo leer. En la estación Medalla Milagrosa del
subte E, un muchacho alto y desgarbado me otea con curiosidad. Brazos tatuados
como telas del Bosco; pelo revuelto con esmero: este debería leer. Pero
no: dirige toda la rebeldía contra el extendido vicio de clasificar por las apariencias.
Y sin embargo, ¿en qué otra cosa consiste la individuación posible?
Definirse. Distinguirse. Las superficies corporales hablan: dieta cárnica// yogures
y ensaladas// pizza de Ugi’s con Fanta/ milanesa con chop. También la indumentaria:
bolso proletario de lona, maletín de escribanía, cartera con broches
dorados, mochila Adidas, morral de bohemio. ¿Se deduce algo de esta diversidad?
Mmm… Desde Constitución hasta Retiro en el subte C, pasando por el
obelisco, pocas apariencias sugieren certeramente qué se inclina a leer un in-
103
dividuo; y menos signos ofrecen de que se lea en absoluto, como si, igual que
en las colas de los bancos o la sala de espera del urólogo, el desvelo excluyente
fuese llegar, no distraerse del avance, y el viaje urbano la mera calamidad de
trasladarse. ¿Y puede haber otro desvelo?
Desde los paneles corredizos de la cultura parpadean las atracciones.
Una de las sensaciones del verano es la fantasía de reformar nuestra humanidad
desnaturalizada en las selvas 3D de Avatar. En la Web triunfa la nueva publicidad
de Adidas, con aportes de Calle 13 y DJ Neil Armstrong. En Mar del Plata,
¡1500 personas! escuchan al “periodista” Luis Majul disertar sobre su libro
sobre Kirchner. Nimiedades. Un verdadero hit es el terremoto de Haití, visto
por la tele, con su advertencia de que la naturaleza también puede bestializarnos.
El otro hit es la muerte de Sandro, un recordatorio de nuestra condición
real demasiado obvio como para ser atendido. En cambio el mismo mensaje es
insoslayable si suena en el transporte público, porque se expresa en el cansancio.
Así es la naturaleza humana: la acumulación despiadada de fatiga esclerosa
el cerebro. Pero el viaje rutinario ¿no podría enseñarnos a asimilar
dignamente el paso del tiempo?
“¡Esto es muy raro!”, truena el electrizado dependiente del quiosco de
prensa de la estación Pueyrredón del subte B, un medio muy pluriclasista.
“Vendo treinta Olés una mañana cualquiera, pero a lo mejor gana Boca y no
vendo ninguno; y sin embargo acá vendo Clío, Sudestada, National Geographic,
Rolling Stone, Barcelona, ¡vendo revistas de arquitectura, de alimentación
y de poesía! ¡Quién sabe lo que se le antoja leer a la gente!” El quiosquero
de la estación del Once informa que de las 650.000 personas que cruzan el
vestíbulo cada día, unas 100 compran el Clarín (por los anuncios clasificados)
y 30, Diario Popular. 6 Inrrockuptibles por mes son su orgullo, y 20 Muy Interesante.
A ras del suelo vuelan migas de pan de queso y hojas de los diarios
que se regalan.
Ferrocarril Urquiza. En el tren que va a General Lemos un heladero manco
y jovial pelea por el espacio con un vendedor de música pirateada (Dyango, Música
Cristiana, Valeria Lynch), mientras al otro lado de la ventana, desde un cuidado
muro de la estación F. Beiró, un misterioso retrato de Dante Alighieri frunce
el ceño sobre un fondo azul de ochava porteña de 1930. El tiempo se descoyunta.
Peones de construcción procuran no derrumbarse mientras mi compañera de
asiento se cala unos lentes, en preparativo alentador, pero saca un móvil y no
para de hacer llamados que redundan en información sobre su ruta. Un técnico
con el overol azul de Metrovías se debate por mantener desdoblada a una hoja
de prensa con un artículo: “La construcción de la historia”. Colgado de una anilla,
un hombre demacrado, de rasgos suaves y portafolios, le habla de Un mundo
feliz a su hija adolescente; admite que lo leyó hace años, cuando tenía tiempo,
lo que no consterna a la chica. En este padre se resume el folletín de una clase
media desbarrancada, tensa hasta el agotamiento entre los deberes de no limitarse
104
más, mantener una leyenda que alcanzó ribetes mundiales —la cultura de los argentinos,
¡su facilidad de palabra!— y seguir creyendo que ser culto es condición
de humanismo. Lástima que ahora, obsesionados por las arritmias de la economía,
ahogados en trabajo para sostener la mínima posición que les queda, estafados,
incómodos con sus veleidades, su desinformación y su consumismo, los pequeños
burgueses argentinos se rinden: mientras sus hijos atienden facebooks, ellos descansan
en el volumen de espíritu que acumularon cuando les iba mejor y lo administran
como si fuera dólares. En toda la mente globalizada subsiste la noción
filistea de que los males solo se soportan duplicando el esfuerzo. Para esta moral
los intervalos son abismos.
105
Pero atención: siempre alguien lee. (Incluso tal vez a Marcel Cohen.) En
el 109, por Villa del Parque, una bronceada pero ojerosa médica, con el estetoscopio
por collar, ve que la miro cerrar un Murakami (Sputnik, mi amor), me
indaga la cara y dice: ¿Le gusta este autor?; yo de él ya me leí tres. Qué expresión
fabulosa Me leí Tal Libro: indica posesión, ingestión (Me lo tragué). Orgullo
heroico de mejoramiento. Acumulación: contabilidad, yendo a lo peor. Pero
también expresa la calidez de leerse a uno mismo como a un compañero o un
amante. La doctora, que viene de hacer guardia en un hospital y va a buscar a
sus tres hijos a la escuela, acepta sestear unos minutos como parte del gusto de
leer en el colectivo. Murakami se le mete en los sueños. Toca el libro: Acá hay
una chica japonesa que se va a pasear en una isla griega y se hace humo; no
la encuentran nuun-ca más; lo que me encanta de este hombre es que de golpe
cosas re-inexplicables y cosas reales son la misma realidad; pero yo igual termino
durmiéndome.”
A las siete de la tarde varios duermen en el tren Roca que va a Glew.
Vidrios sucios de sustancias pardas, tornasoladas. Suelo pringoso. La tos de
un vendedor de calcetines salpica sin dar frescor. ¿Cómo no es inconcebible
que tantos viajen todos los días hacinados en estos cascajos inmundos sin sublevarse
más que a veces por una demora ultrajante? Maltrato, desdén: en la
división de clases del transporte ciudadano se condensa una desigualdad
monstruosa. Pero no es que haya dos Buenos Aires, una más o menos holgada,
perseverante en el consumo cultural, y otra anonadada y rencorosa. No. Rencor,
miseria y locura nos impregnan a todos en una sola ciudad donde el tono
de la vida es chillón, un desvarío del cual solo nos despabilamos en el umbral
de la muerte.
La línea A, que pasa por varios barrios de comerciantes y profesionales
de posición estándar, es la apoteosis de la renuncia a la religión de la cultura.
En los vetustos vagones enmaderados se distinguen algunas netbooks, una revista
Noticias y un ejemplar de L’étranger (¡epa!) para la clase de francés. Nada
más. Si no leen estos, uno se pregunta quién cuerno lee.
También se pregunta si un lector es realmente una criatura tan peculiar.
El enemigo no es Internet sino la ansiedad. Como leer implica estar
quieto, se requiere cierta inclinación personal: quizá una facilidad para descubrir
que la lectura constante da un creciente plus de paciencia. El productor
de paciencia de los libros es un placer que no todos identifican pronto como
tal. Pero hasta el lector ansioso termina desarrollando un tipo de paciencia que,
si bien tiene muchas utilidades, básicamente es la paciencia necesaria para no
desertar de un juego una vez se ha entrado por ganas de jugar.
Jalonando grupos de moblocs, enclenques arcos de fútbol asoman
entre matorrales. De un lado de la vía hay un cementerio; del otro, un convoy
de camiones recolectores espera ante el predio de Coordinación Ecológica
del Área Metropolitana. Esto es el Bajo Flores, que el tranvía del
106
Premetro cruza rasgando un tul de olor de basura, bordeando la Villa 1-11-
14. Viajan varones de pelo oxigenado, muchachas de pollera de jean y zapatillas
Sigma: el estilo básico del trabajador en negro. En el clima mental
promedio que se obtendría desde esta escasez hasta el lujo de la Recoleta,
¿qué debería ser la cultura? ¿Solaz, conocimiento, agitación, vitamina para
la sensibilidad? El chico que acaba de sentarse a mi lado, mochila Revvons
y perla en el lóbulo, se centra en una fotocopia muy subrayada donde descuella
la cara borrosa de Max Weber. Le pregunto si le entusiasma. Mmm,
son apuntes de sociología pero él estudia económicas, informa de reojo, y
no me mira más ni contesta las llamadas del celular aunque la cumbia del
ringtone suene y suene.
Las nociones estatales de cultura son ciegas, aluvionales. Hoy en el diario
se anuncia el estreno de El principito en el Planetario, la apertura de Polo Circo
en Constitución, conciertos de Música Urbana en la Costanera Sur, lecturas de
poesía en el Botánico, la pieza Amores de tango en la plazoleta San Martín de
Tours, clases de murga y bailes africanos en el inefable Pabellón del Bicentenario
y una ensañada de cientos de dádivas más con que el gobierno de la ciudad
cumple, estimula el desahogo sensible y el disfrute veraniego –la cultura
respira—, pasa por caja electoral y se queda orondo.
En el baño de la estación Haedo un gendarme le pide el diario al proveedor
de jabón, que le advierte que no lo use para limpiarse. El gendarme se enterará
de una denuncia que hacen hoy las tres grandes editoriales del país: en
balnearias del país circulan copias piratas, no solo de grandes ventas como El
combustible espiritual, sino de títulos de Saramago y Cortázar. La noticia de
que vale la pena embarcarse en una piratería que solo abarca el cinco por ciento
de las ediciones del país parece iluminar toda la realidad. En el tren Mitre que
va a Tigre un señor de cabeza titánica abre una bolsa de Farmacity, saca un alfajor
y se lo come y vuelve a abrir la bolsa para sacar Lord Jim. A cinco metros,
contra una puerta, una mujer se mordisquea plácida y minuciosamente las uñas
como para mitigar la comezón que le provoca El amante (la novela de Duras;
no la revista).
Hay un cuento de M. John Harrison, El don, en que un desconocido, en
un andén repleto, le regala al protagonista Peter Ebert un libro; casi se lo impone.
Es un libro sin tapas, con páginas faltantes y letras borradas en el título
de portadilla, que demasiadas manos han manchado de té, aceite, tinta, semen.
Desde el momento en que lo acepta, a Ebert le entra la certeza de que puede
haber otra vida, y de hecho la vida se le volverá a él una peregrinación irrefrenable,
ruinosa, enloquecedora y fantásticamente vana en busca de un ejemplar
completo o un dato esclarecedor. Y efectivamente: un gran enigma de la representación
ilimitada en que vivimos es si los libros pueden transformar realmente
la vida. ¿Cómo pone en movimiento un libro, qué reinicia o desvía, cómo
coagula el titubeo y sella el destino? ¿Cómo surge en alguien la literatura?
107
En la estación Retiro compro Crítica. Es lunes 25 de enero. El diario
trae un poema en el que un preso recién liberado siente el olor del asfalto
como una sobredosis de alegría en las arterias. Lo escribió César González,
que tiene 20 años y hace una semana obtuvo la condicional después de dos
años en institutos de menores, y dos en los penales de Ezeiza y Marcos Paz,
por delitos que cometió con una bandita de la villa Carlos Gardel de El Palomar.
González dice que en la cárcel perfeccionó las ansias de otra vida, no
porque el sistema penal esté diseñado para eso, sino porque el horror lo llevó
a desear con mucha fuerza la libertad; pero lo que hizo otra vida posible fueron
los libros.
Consigo un número y llamo a César González. Es seguro, pausado, gráfico,
cuida las palabras pero sin reprimirse y agradece que se interesen por
él. Cuenta cómo llegó a comprender, no en una revelación sino por aumentos,
que la casualidad y la voluntad trabajaban en cooperación. También que antes
ya le venía sucediendo algo menos palpable, que había en él como un llamado:
los libros lo intrigaban. Un perspicaz abogado de oficio le insistió en
que leyera; él empezó por Bioy, fue pasando a otros, y en el cuarto instituto
de menores ya se ocupaba de actualizar la biblioteca. Hay mucha mentira
sobre qué es estar en la realidad y qué no. Yo descubrí que se podía usar la
cabeza para otras cosas; la mente es muy poderosa; a mí me salvó de la opresión
de las rejas. Un nudo que tenía adentro se rompió en ramificaciones, en
cadenas. Me dieron ganas de hacer algo que no propagara el mal. Pero en la
cárcel es difícil rescatarse, porque existe un molde preestablecido para que
un pibe no se rescate. Cuando un amigo le dio a leer a Walsh, lo admiró que
hubiera existido gente que daba la vida por algo mejor. En el barrio te hacen
creer que si no tenés la Nike o una pistola en la cintura no sos nada, pero a
los pibes hay que demostrarles que la cosa no se termina a los 25 con un
plomo de la yuta. En la cárcel, en la charlas de noche, yo siempre tiraba algo
que hiciera pensar. Lo grande fue que al final me pedían que les leyera mis
poemas. Ahora en esta velocidad ando medio desacomodado; las cosas en la
villa están peor y es jodido no tener un mango en el bolsillo, pero ahora discierno
de otra manera. Voy a estudiar filosofía.
Cadenas. Ramificaciones. ¿Los libros sacan la realidad de la cárcel
ideológica del “realismo”? En mi cuenta virtual llevo un Douglas Preston
(Tiranosaurio), un Sándor Márai, un Marcos Aguinis, dos Isabel Allendes,
un Matilde Asensi, un Jung, un Bradbury y otros títulos típicos de librería
de viejo, un Dan Brown… Ningún otro best-seller, y ningún libro de un narrador
o un poeta argentino. El operador sociológico que nos infiltra las
conciencias no conseguirá que con esto arme una estadística. ¿Quién compra
la friolera de libros que se publican? ¿Los que se mueven en coche? ¿Gente
que se los lleva a la playa? Ahora, en un vagón del subte D entre Catedral
y Palermo, veo como una muestra social uniforme pugna por encuadrarse
108
en lo que se espera de ella. Desatildados, sudorosos administrativos, protobrokers
y pasantes aguantan, y algunos se hacen espacio para la lectura,
valor en sí. Una chica de ojos de menta lee a Kerouac. Una colérica trajeada
Nueve cuentos, quizás porque esta semana murió Salinger. Carlos Fuentes.
Laura Roberts. Banana Yashimoto. Literatura acá solo leen mujeres, como
si en efecto, según se estudió que ocurre desde hace siglos, las mujeres fueran
la avanzada de la lectura, no como educación, no como alimento de
fantasías, sino porque sí.
Considerando la amplitud del desinterés por todo lo externo, el ideal de
que todos los viajeros se ensimismen leyendo no es incuestionable; igual de
bueno sería quizás que aprovecharan el viaje para charlar, escucharse, cambiar
noticias, enriquecerse con las vidas de los demás. Solo que, tal como estamos
de expresión, todos los relatos se parecerían demasiado. En este punto regresa
la abnegada doctora del 109: Me leí tres libros de este autor. No se trata de
simple apropiación. Es como si el que se lee un libro se tragara un psicotrópico
y, si se lo lee en un vehículo, el desplazamiento mental, sin dirección, se acoplara
al momento de inercia del traslado; como si así se consumara la evasión
de una realidad abusiva a lo imposible real, o a lo posible negado.
Hace años ya que tengo Galpa, uno de mis tres libros de Marcel Cohen,
colocado de frente en el anaquel correspondiente de la biblioteca: no sé si es
un tributo supersticioso forzado por el remordimiento o un mal chiste. No hay
una sola visita que lo haya notado. Mañana voy a cortar la teatralidad y ponerlo
de canto.
Pero afuera la función no para. Ni a las dos de la tarde en el 42 que
cruza Nueva Pompeya. Al lado mío, un criollo viejito, de leve camisa blanca,
lee un Graham Greene, El factor humano. De pronto señala mi Vida y destino,
y comenta que él leyó este libro. Algo pesado para el colectivo, observo
yo. Qué observación tonta, señor, sobre una novela tan llena, no sé, de historia,
guerra, familias, verdades, de sufrimiento; a ver ¿usted cómo lo describe?
Yo me enderezo y declamo: Bueno, trata de la batalla de Stalingrado,
de los ecos en toda la Unión Soviética y de cómo Stalin aprovechó la victoria
sobre Hitler para liquidar el socialismo en la ideología mortífera del nacionalismo
estatal. Él se estira la barba canosa: Está muy bien; ¿y no le parece
que el stalinismo es más misterioso que el nazismo? Me parece, sí; sobre
todo si uno es de izquierda. Él golpea mi novela con un dedo; siento el temblor
del cuerpo quebradizo. Murmura: qué cosa, uno lee y ve cómo aumenta
la montaña de lo que no supo. Una lección, digo. Ah, no, señor, no; yo con
una novela no progreso; no me lleva a ningún lado. Solo al rato le pregunto
por qué lee. El deja pasar una cuadra, me toca el brazo y se tapa una risita:
Por eso. <
Extravío se publicó en el número 20 de la revista Otra parte, en el otoño de 2010.
109
Postales jazzeras
Se sabe que el jazz,
pero también la música en
general (o más precisamente:
en muchas de sus
expresiones), es una de las
grandes pasiones de Marcelo
Cohen. Menos conocida o
recordada es su faceta de
crítico, que entre otros
espacios ejerció en la
contratapa del suplemento
cultural del diario Clarín de
1999 a 2003. Aquí cinco
discos, cinco lenguajes,
son atravesados
–¿acariciados?– por su
sensibilidad, su ajustadísimo
oído y su inigualable pluma.
110
Veladuras, corrientes, remolinos
Uri Caine. Foto Russ Escritt
Al judío converso Mahler le gustaban
Wagner y las bandas de pueblo. La idea
de componer con masas melódicas divergentes,
de avecinar aires baratos,
complejos contrapuntos y sarcasmo
trágico, no facilitó la promoción de sus
sinfonías. Un día, en la calle, un cantor
de sinagoga lo hizo llorar tanto que
Mahler puso en partitura lo que creía
había oído; pero el hombre se enfureció,
porque esa música no debía escribirse.
En los años sesenta, el grupo
vocal The Swingle Singers, alborozado
de encontrar síncopa en Bach, anudó
la clásica y el jazz en un moño dirigido
a los desconfiados de ambas músicas;
un tema suyo llegó a decorar una propaganda
de pinturas Alba. Como otros
fusionadores utilitarios, los S.S. habían
entendido todo mal. En cambio el pianista
Uri Caine, judío de Filadelfia, seguidor
de McCoy Tyner y Cecil Taylor,
ha tomado a Mahler con una reverencia
aguerrida de músico popular contemporáneo.
En vez de ponerle
chocolate, intepretó las fuentes de su
inspiración y desarticuló su obra entera
para montar un continuo que une el
comienzo y el fin del siglo. En este
disco omnívoro hay lied, canto jasídico,
blues, ritmos latinos y “free” jazz,
asociación sinfín o remix tocado con
dedos y aliento carnales. Junto a Caine,
un personal impagable (el trompetista
Dave Douglas entre otros) hace una
música, llamémosla secular, transida de
gravedad, de risa y de gracia. (Primal
Light. Winter & Winter.)
111
Bob Dorough, el entretenedor
Bob Dorough. Foto Jimmy Katz
Usted está en el local lleno, imagínese,
y conversa entre humo y clamor de
vasos sin percatarse mucho de que una
voz efusiva, risueña, sarcástica (una voz
del sur de USA), aliada con un piano
devoto de Bud Powell le cosquillea la
nuca; hasta que la cosquilla se le vuelve
temblor y usted no aguanta más: ¿Pero
quién es este fenómeno? El fenómeno
es Bob Dorough, y siempre habrá algún
jazzómano que le dé una explicación
orgullosa pero tacaña, para que el culto
no se estropee. Bob Dorough, en efecto:
que acompañó a bailarines de claqué,
al boxeador Sugar Ray Robinson y declamó
poemas de Lawrence Ferlinghetti;
a quien Miles Davis eligió como
telonero e incluyó en un álbum cantando
Blue Christmas. Si usted se
aplica, quizá encuentre Devil May Care
(¡1956!) o el reciente Right on my way
home (Blue Note), segundo disco que el
hombre ha logrado grabar para un sello
grande. Oirá una voz medio campesina
que susurra, gruñe, ulula y parece no
caber nunca en sí: la voz finita de un
cantante loco de gusto de cantar, declamador
del bebop, retorcedor de standards,
autor de exaltados temas sobre
amores ridículos, baladista disparatado,
tan románticamente infalible como
Hoagy Carmichael, con quien comparte
un ramo que es pilar modesto y exaltación
simpática del jazz: el de los músicos
de piano bar. Bob Dorough, amigos
—73 años—, contento en este disco de
silbar tan campante junto al forzudo
saxo de Joe Lovano.
112
El rizo y el imán
Charlie Haden
Ignoramos si dos músicos que se sientan
a improvisar tienen “algo que decirse”,
porque la acción musical
conjunta es solo un afectarse de unas
notas a otras; pero el diálogo puede
ser maravilloso. Sitúense en Montreal,
allá en 1989, durante un homenaje a
Charlie Haden. A un lado del escenario
está Haden mismo, rizado al contrabajo
que él contribuyó a abrir de la
seca función rítmica a la húmeda figuración
de melodías. Ha tocado con
gente brava como el destructivo Ornette
Coleman o el hiperbólico Jarrett,
y ha hecho standards de jazz con cantos
revolucionarios. Enfrente está Egberto
Gismonti, un imán musical
brasileño cuyas composiciones someten
el choro, el samba, los ragas indias
y los ritmos árabes a un tratamiento
–aprendido con la ubicua
Nadia Boulanger— que vigoriza las
raíces mientras las va disolviendo.
Tanto al piano como a la guitarra de
diez cuerdas, Gismonti tiende mallas
elásticas que las líneas del bajo envuelven
naturalmente. Atención, soltura,
intensidad y desprejuicio nutren
esa grácil enredadera musical. En el
conjunto hay temas prominentes,
como “Maracatú”, pero todos tienen
el dramatismo dulce de un pensamiento
tenso entre dos almas. Y no
hace falta que se los imaginen, porque
ahora ese concierto puede escucharse.
El CD que lo contiene se llama
In Montreal (ECM) y es una bendición
que nos ha dado este año.
113
Antes de apagar la luz
Dave Holland
Muy comentado es el momento del
ocaso urbano en que se han encendido
faroles y ventanas pero el cielo aún
está lívido. Luz derretida y medios
tonos del negro, en los inmuebles placidez
o abatimiento, tersa la cúpula y
en la calle barahúnda previa la extinción:
esa hora tiene un pulso orgánico
que los grandes contrabajistas captan
como nadie. Charles Mingus, por ejemplo,
edificaba sobre sus pellizcos gamas
conflictivas de colores desmayados y
bramidos estridentes, de armonías sexuales
y tenues timbres de despedida.
En Points of View, el nuevo disco de
Dave Holland (ECM), las ambivalencias
se tratan en un plano más íntimo. No
que sea un disco introvertido; es atento
y recapitulador. Cuentan que Miles
Davis sonrió al escuchar a Holland por
primera vez, porque vio que llamaba la
atención más allá de lo que tocaba la
banda. Y es que las líneas del bajo de
Holland, como las que escribía Bach,
son de tal concentración que no pueden
pasarse por alto. Pero al mismo
tiempo no se advierten las costuras que
las unen al grupo, y la música se hace
redonda; en los arreglos para este
quinteto (con vibráfono y trombón) se
avienen voces muy encrespadas. Con
el penúltimo tema, “The Benevolent
One”, empiezan a apagarse las lámparas.
El final, bajo y marimba, ya pertenece
al sueño. Al fin de un día agitado,
escuchen este disco mientras afuera va
menguando el tráfico. Después dirán:
gracias, Dave. Buenas noches.
114
Swing y sosiego
Kenny Werner
Esa frase de Shakespeare tan citada, La
madurez lo es todo, tiene demasiados
filos. Hay madureces que son cumbres
de maestría, lucidez o fuerza, pero para
Gombrowicz, por ejemplo, madurar era
endurecerse en la Forma, y en definitiva
lo que madura se consume o se
pudre. También es cierto que no todo
tiene que madurar. Algunos músicos
actuales de jazz vienen en sazón desde
casi la infancia, con técnica escalofriante
y saber armónico incorporado;
otros deambulan años por la tradición,
eligiendo un maestro aquí, imitando un
temperamento allá, mientras el aprendizaje
incesante los acerca a una expresión
libre. Los mejores de estos
cambian sin estacionarse. Kenny Werner
es un pianista blanco con una
mano izquierda indefectible. Tiene sus
años y ha tocado solo y en combos,
pero lo que buscó mucho tiempo con
su trío estable fue una salida al síndrome
de Bill Evans. En el clima desconcertante
del post-post-bop, entre
Debussy y el Coltrane perdido, el swing
temperamental de Werner habría podido
decaer en un lirismo oscuro.
Ahora Werner es complejo y nítido. Su
último disco, A Delicate Balance (RCA),
concilia turbulencia rítmica y sosiego,
melodía y politonalidad, evocación y
sorpresa. A lo mejor es que aquí Werner
sólo toca composiciones suyas. A
lo mejor, que su enérgica destreza encontró
al fin a Jack deJohnette (bat.) y
Dave Holland (bajo). Juntos los tres son
una orquesta.
115
HERNÁN
RONSINO
Un mundo atiborrado de silencios
Nació en 1975, en la ciudad
bonaerense de Chivilcoy. Hernán
Ronsino es uno de los exponentes
más brillantes de una generación
que recupera el diálogo con lo
histórico y lo convierte en el
centro –a veces difuso, siempre
inquietante– de su materia
narrativa. A diferencia de muchos
de sus contemporáneos, lo hace
desde una perspectiva que es, en
esencia, grupal, y que como tal
resulta de una verdad
abrumadora. Poseedor de un
estilo económico, filoso y muy
poco altisonante, Ronsino es
autor de un libro de cuentos y de
tres novelas, entre ellas la muy
reciente Lumbre (editada por el
sello Eterna Cadencia). Las
páginas que siguen intentan
franquear las puertas de un
universo que, engañosamente,
resulta familiar, pero que a
medida que nos adentramos en él
se vuelve más y más extraño,
inasible y perturbador.
116
117
©Mariana Lerner
118
Un retrato de Hernán Ronsino desde múltiples
perspectivas. Entonces: su voz, su espacio, su ciudad,
sus rituales, sus obsesiones. Sus libros, su literatura,
su proyecto, su búsqueda. Una experiencia compartida.
Y un hermano.
VERSIONES
DE RONSINO
119
Un secreto persistente
Una serie de encuentros: el esfuerzo por revelar eso que, en
las mentes lúcidas como la de Ronsino, jamás se deja ver del
todo. Pero está el intento: un merodeo, ciertos repliegues, la
búsqueda de diversos puntos de confluencia, una grieta. La
siguiente es una crónica de ese acercamiento y, en el fondo, la
lucha íntima con una hipótesis que no termina de resolverse.
TEXTO Y FOTOS MARIANA LERNER
H
ago tiempo. Pautamos el
primer encuentro en el bar
enfrente del bar lindo. Cuando
Lucas me los describió descarté el
cool y opté por el viejo. Error. El
viejo no es tan viejo, es solo
decadente y el sol invernal da sobre
el cool. Lucas y yo tenemos algo así
como un año para acercarnos a este
aún lejano Ronsino y generar una
especie de retrato. Suena a bastante
tiempo, Lucas y él se conocen y aun
así, hoy, al cabo de toda la
experiencia, todavía me pregunto
cómo una obra traiciona en la
verdad a su escritor y viceversa.
Un chico llora en la mesa de al lado.
Parece que hace poco pasó algo muy
importante con Boca, y con San
Lorenzo también.
“¿A qué venís?”, le dice la moza a
uno de los habitués. Muchos tosen.
Acabo de terminar un cuento de
Ronsino en el que el protagonista
vomita en el altar de la iglesia
cuando está recibiendo su primera
comunión justo después de ser
desvirgado en la sacristía.
El sol se está yendo del bar de
enfrente. Buen pibe me dicen que es,
tranquilo.
Llegan juntos porque Ronsino lo
prefiere así; tengo como nota mental
averiguar si por timidez, reticencia o
misoginia. Rápidamente empezamos
a hablar de política, literatura,
fútbol. Todos estamos ansiosos por
relajarnos; si la charla está viva
significa que avanzamos. Cuando
toca fútbol pienso en cómo va el
encuentro y en esa institución que
son las parejas de tipos sentados,
todas las tardes, uno al lado del otro
en los bares. Ni bien parece que
entramos en algo parecido a la
confianza Ronsino propone cambiar
120
al bar de enfrente. Dice que los scons
de ahí son buenísimos.
Este se llamaba ABC; algo tenía que
ver, al final.
***
No hay documentación confiable que
lo respalde, pero la versión más
extendida vinculada al nombre de
Chivilcoy lo explica como varias
palabras de origen mapuche/araucano
que significa “el todo agua” o “área
de reunión de las aguas”. Para esta
hipótesis sobra y es arbitraria la y
final. Chivilcó.
Cuando el progreso consistía en
fundar colonias —así el nombre de las
poblaciones en el desierto—,
Sarmiento hizo, en 1868 al asumir la
presidencia, una visita a Chivilcoy. El
crescendo dramático de su discurso
“¿Por qué no es Chivilcoy toda la
Pampa ya? (...) ¿Por qué no es
Chivilcoy toda la República?”
concluye con una utopía —”les
prometo hacer cien Chivilcoy”— que
recorre hoy la plaza principal y las
calles como una especie de nostalgia
de un futuro abandonado.
Más modesta, pero real, es la galería
de personalidades chivilcoyanas que
incluye al CEO de Clarín Héctor
Magnetto, al presidente de Philips
Argentina, el Sr. Larrañaga, al
automovilista Emilio “El Obispo”
Satriano y a Mineé Cura, heterodoxa
profesora de geografía cuyo retrato
cautiva enseguida mi atención y
tiene como epígrafe “apasionada por
la India”. Parece que Mineé se sintió
atraída por la fuerte figura de
Victoria Ocampo y se convirtió en su
amiga. A través de Victoria, Minée
conoce además a Indira Gandhi,
quien —dice— le adelanta su propio
121
final violento a manos de enemigos
internos. “Yo le pedí que se cuidara,
que no se expusiera tanto, que en los
actos públicos se condujera en un
coche con los vidrios blindados. Me
respondió que dejaría de ser ella y
que no estaba dispuesta a perder el
contacto directo con el pueblo”.
Indira no murió en medio de una
multitud sino que fue ejecutada en
los jardines de la sede de gobierno
bajo la acción de dos de sus
guardaespaldas. Esa muerte a
traición, pienso, ese asesinato político
que se arrastra en silencio y que
carga con enormes consecuencias
bien podría estar en el saco
semántico de la obra de Ronsino.
Minée editó durante 22 años India
eterna y actual, publicación muy
apreciada en distintos ámbitos pero
que, paradójicamente —apuntan los
entendidos en el tema—, no tiene
ningún suscriptor en Chivilcoy.
Pienso en la teoría de Duncan Watts
sobre los seis grados de separación
entre cualquier persona del planeta
y otra. De Ronsino a Indira Gandhi
en tres.
***
“En un descampado vivía Chicleta,
un tipo un poco chiflado que era
muy pobre. Resulta que viene un
circo y ocupa el terreno ese, algo
alejado de Chicleta pero ahí nomás,
¿viste? Un día el mago del circo
empieza a buscar el conejo con el
que hacía el truco de la galera, y lo
busca, lo busca, lo busca: no lo
encuentra. Todos empiezan a
Menta
Noche, asado, bici y Trápani, la heladería que revienta de chivilcoyanos en esta noche
primaveral de fines de invierno. En la esquina un local de Ossira —marca de ropa femenina
cuyos capitales originales son, sí, de Chivilcoy— se acaba de prender fuego.
Dos o tres hombres se meten en esa oscuridad de techos quemados y local cerrado
e intentan rescatar lo que quedó de la mercadería. Curioseamos. Unos pocos metros
más allá hay una multitud que toma helados y le canta el feliz cumpleaños a una de
las empleadas de Trápani. Nos sumamos. Pero ella salió a fumar, así que no se entera.
Cuando vuelve, hay algunos intentos dispersos pero el entusiasmo no es suficiente
para cantar una segunda vez. Se lo cuentan entre risas. Pedimos y nos sentamos en
una mesa en la vereda. Ronsino canta varias veces el jingle que se le acaba de ocurrir
y ríe: “Trápani. ¡El helado que te atrápani!”.
Pienso en frases suyas como “El mismo animal que te apura es el que te escribe”, y
pienso en cómo actúan sus textos una vez que terminan. Con el paladar medio entumecido
por el frío repongo esa especie de río bajo que sigue sonando, un silencio
hecho de la anulación de varios sonidos; y pido probar la menta granizada, un gusto
que recién empiezo a entender.
Domar un animal es someterse y vallarlo por partes iguales.
122
sospechar de Chicleta. Entonces va el
mago, lo encara y le dice: ¿vos viste
a mi conejo? Chicleta hace así
(Ronsino se frota la panza con
círculos lentos) y le dice: si sos mago
hacelo aparecer”.
Estamos los tres en el bar cool, se
La segunda vez que nos vimos en el
bar cool hizo dos cosas: me robó la
parte más rica del scon y después de
comérselo, dijo: Es la confianza, ya
somos amigos. Y después nos llevó
entusiasmado, ya de noche, a Parque
Centenario para que viéramos el
Esa muerte a traición, pienso, ese asesinato
político que se arrastra en silencio y que carga
con enormes consecuencias bien podría estar
en el saco semántico de la obra de Ronsino.
supone que acá la gente es más
interesante así que las charlas son más
ruidosas. Los chistes de Ronsino ya no
pararán. El bar cool está lleno y es un
poco incómodo. En la mesa de al lado
está sentado Fabián Gianola.
Volveremos a este bar un par de veces
más a lo largo de este año en un
intento de buscar una familiaridad,
una tradición, supongo, pero sobre
todo porque Ronsino se negará
sistemáticamente a que vayamos a su
casa, un departamento en el que vivió
los últimos quince años, y que está
siempre a no más de diez cuadras de
nuestros puntos de encuentro. Esta
reticencia levantará la piedra de mi
obsesión por lo oculto. Y aunque en
los primeras etapas de mi insistencia
un poco infantil frente a la restricción
no lo sospeché, entendí más tarde que
movida solo por un reflejo estaba
agarrando —y no quería soltar— un
área que fue la clave a medio cifrar del
corazón poético de la obra de Ronsino.
árbol al que una amiga había estado
fotografiando durante meses para su
última novela, Lumbre. Llegamos,
vimos el árbol en la noche y nos
dispersamos.
En esos días surge la promesa de un
viaje a Chivilcoy. La zona, la clave.
Vuelvo al tema de su departamento.
Pero nada, no hay manera.
Vamos a Chivilcoy con escala en
Pergamino.
***
A Pergamino le decían “La dormida”
porque era la primera posta, saliendo
desde Buenos Aires, donde se podía
descansar. Llegamos al hotel Fenicia y
quedo deslumbrada. El homenaje
estético a esa civilización dedicada al
comercio y la navegación en medio
de la pampa me obliga a un
inventario visual inmediato. Mis
compañeros de viaje parecen más
inmunes a esa especie de arquitectura
123
fluvial en la que acabamos de entrar.
Las paredes del hall y los ascensores
están cubiertos con paneles de
madera oscura, algunas partes están
pintadas de un mostaza muy setenta
pero en impecable estado; en mi
habitación la colcha es de esa toallita
acanalada rosa furioso, y la moquette,
yo conocemos demasiado bien —un
pueblo— y que se niega a salir de su
aspecto apático, autosuficiente,
ponemos en común nuestros
recuerdos de provincia.
Intento una imagen diferente: la
noche. Ahí Ronsino se convierte en
Rana y deambula por los boliches, la
cerca de la puerta del baño, está
quemada con una marca perfecta de
plancha. Prendo la tele y el control se
clava en Televentas, con una
propaganda de antiácaros. Del otro
lado de la ventana pasan camiones
cerealeros bastante silenciosos.
A la tarde nos sentamos con Ronsino
en el bar de la facultad de Pergamino
bajo las frías luces de tubo. Hay
algunos grupos dispersos de alumnos.
No le gustan los pueblos que crecen
de un modo repentino “parecen el
conurbano, crecen anárquicamente.
Pierden. Esto parece más un
secundario que una universidad”.
Algo de razón tiene.
También crecí en un pueblo, así que
sentados ahí, medio desahuciados por
los cubiertos de plástico y por el
reencuentro de lo que tanto él como
pasa mal, dice, medio amigo de todos,
medio lejos de todos, perdido, sin
querer bailar y, al final, buscando los
rincones. Ahí Rana se turna con sus
amigos y ahora le toca a él ponerse la
peluca rubia y hacer dedo al costado
de la ruta, en la oscuridad; los demás
miran y se ríen. Cuando el auto para,
la figura rubia se esconde en la
banquina. No entiende bien cómo,
termina preso y sale en el diario local.
En otra imagen Rana se encuentra en
la caja de una camioneta que da
vueltas por la plaza mientras sus
amigos le tiran piedras a un boliviano
y él se pregunta: ¿qué hago acá?
“Sábado a la mañana, tiempo de
calzas”. La obsesión por la normalidad
como coerción, el chiste y la anécdota
como correctivos sociales y el
señalamiento estigmatizador son
124
elementos que un Rana devenido en
Ronso teoriza por un lado y encarna
como en primera línea por otro. Hay
una adecuación que persiste y aparece
en la vuelta del hijo pródigo a
Chivilcoy, aunque su prodigio haya
sido justamente denunciar una
violencia estructural que él sitúa ahí.
una familiaridad que se vuelve crítica
cuando escribe.
A la mañana siguiente nos
preparamos para abandonar el hotel,
subimos en el ascensor de madera
para buscar nuestras cosas, y justo
cuando estoy saliendo hacia mi
habitación el grabador que está en mi
Es como si vengara esa violencia
desmontándola y rearmándola como
un relojero en un pastizal.
Mientras tanto, “Pergamino está de
fiesta”. La ciudad acaba de celebrar la
beatificación de María Crescencia
Pérez, una monja que dedicó su vida a
cuidar enfermos de tuberculosis, una
enfermedad que ella misma tuvo de
joven. Las calles están cubiertas de
telas y carteles violetas. Entramos a la
iglesia con Ronsino, intento
provocarlo un poco. Nada mejor para
despertar a un creyente dormido que
una herejía en la iglesia. Los lugares y
su poder. No reacciona, parece un
poco aburrido, avanza unos pasos por
el ala lateral derecha y sale sin mucho
más al sol. Un poco como en el hotel,
se lo ve medio inmune, pero es una
inmunidad que pareciera surgir de
mochila se dispara accidentalmente y
empezamos a escuchar nuestras
propias voces. Él cree que estuve
grabando la cena de la noche
anterior: “¡no parás de trabajar!” Se
siente traicionado, cierra rápido una
de las puertas del ascensor. Yo no
cierro la segunda, me quedo parada
para que los dos escuchemos, estoy
segura de que fue en otro momento.
No grabé la cena. De hecho era la
única un tanto picada por la cerveza,
porque ni Lucas ni él toman. Lucas se
bajó una botella de Sprite de dos
litros él solo, y Ronsino tomó gaseosa
también pero sobre todo se dedicó a
torcer y retorcer papelitos que
encontraba en la mesa o despegaba
de los envases. La sensación de
deslealtad surge como contracara de
una franqueza con la que él ya
125
cuenta. Pienso: ya somos amigos.
Cuando abandonamos Pergamino
rodeamos el hotel con el auto y nos
señalamos las ventanas de nuestras
respectivas habitaciones: Lucas dejó
noviembre— comienza a aplacar las
cosas y las lleva a esa desidia tan
evidente de cuando los perros están
desperdigados, tirados por ahí.
Esto es entonces una vuelta a
Chivilcoy reproduce lo que muchos pueblos:
la periferia es el pasado, el centro es el futuro.
temprano su habitación y su ventana
ya está en modo estándar, la mía aún
está abierta, la de Ronsino está
cerrada, casi clausurada. Dice: ahí
hay un secreto.
Chivilcoy reproduce lo que muchos
pueblos: la periferia es el pasado, el
centro es el futuro. Vamos a buscar a
Brindisi a la parada de micros y
ahora sí estoy con todos los señores
de sport. Pasamos por la carnicería
de Rigone que justo refleja a tres
trabajadores que salen del pueblo en
bicicleta, pasamos por calles de tierra
y por descampados que serán
ocupados en poquísimos años por
emprendimientos inmobiliarios,
imagino, de distinto calibre. Las
calles son anchas, la plaza y el
centro están muy cuidados; es un
pueblo próspero y hay un sentido
escenográfico en los arreglos
urbanos que se están realizando:
canteros con flores de estación,
fuentes de agua cristalina, bulevares,
monumentos cuidados, en fin, todo
es bastante nítido hasta que el sol de
la siesta —incluso un sol de fines de
Chivilcoy y una visita a los padres,
Lito y Mafalda. La casa es tan
parecida a las que conozco de mi
propio pueblo que me cuesta mirarla
como algo nuevo, como algo
desconocido o ajeno.
El taller donde Lito repara
apasionadamente autos viejos y
antiguos está en la parte de atrás; y a
pesar de que sé que no es “el taller de
siempre” —se mudaron hace unos
años hacia esta zona más céntrica—
parece que hubiera estado ahí toda la
vida. Las manchas de aceite en el
piso, los recortes de artículos sobre
sus tres hijos (Miguel es un destacado
artista plástico y Javier es un chef
que dibuja y vive en Mallorca), la
Mafalda de Quino (alusión
enternecida al nombre de su mujer),
las latas de pintura perfectamente
alineadas en los estantes, los posters
de chicas en cuatro a las que les baja
un auto por la espalda, los esqueletos
de autos y carretas con formas de
animales prehistóricos tapados por
nylons y las citas de Camus arman
una extraña mezcla de espacio de
trabajo y museo personal.
126
La última noche Ronsino es enfático,
pide que nos levantemos temprano la
mañana siguiente porque tiene cosas
para hacer en Buenos Aires. Bajo a la
cocina a las 8 en punto y sólo veo a
Lito y a Mafalda mateando en esos
mates ruteros de metal. Me sumo. Al
poco tiempo Lito se va y quedamos
Mafalda y yo. La charla de mujeres en
la cocina. Pero a Mafalda no le gusta
cocinar, y tampoco es buena con las
plantas. Dice “con las comodidades
que hay ahora... antes teníamos que
lavar los chiripás a mano, cocinar,
planchar todo, hacer un montón de
cosas... y ahora tenemos tantas
comodidades, ¿pero qué es lo que
falta?”. Repite: “¿qué es lo que falta?”.
Habla de Italia, de cuando tuvo que
despedirse de su abuelo, de cómo no
quería desprenderse de la calidez de
ese cuerpo. Dice que sufre de vértigo.
Dice que ese vértigo es el cuerpo de su
abuelo sin el cual se siente en caída.
Pero la noche anterior al mate y al
vértigo hay un asado, que por
supuesto hace Lito y, por supuesto,
devoramos. Después de una
sobremesa relajada agarramos unas
bicis prestadas de los vecinos y
recorremos por la avenida de
circunvalación un buen trayecto; es
una especie de límite de la ciudad
en el que alternan calles pobladas
sólo por perros con otras llenas de
camiones. Ronsino y Lucas se
adelantan un poco, Brindisi y yo
vamos unos metros atrás y hacemos
comentarios cortos en consideración
más a mis pulmones que a los
Unas cuadras
Días después de mi último encuentro con Ronsino, Cata y Lucas, intento hacer algunas
anotaciones, pero me distraigo. Así que me pongo a buscar en la web distintos
temas sobre los que estuve pensando los últimos días. Entre ellos busco a León Rozitchner
porque recordé recientemente uno de sus libros, Perón: entre la sangre y el
tiempo. Sé que Rozitchner murió hace poco; recuerdo que cuando estudiaba en la
facultad cursé un seminario optativo con él porque me interesaba su perspectiva.
Me había impactado la mezcla de reflexión feroz y el apasionamiento con que daba
sus clases; era todo uno: su biografía y su sistema teórico. Hablaba del peronismo
de los setenta, de sus compañeros de ese momento, de su experiencia, de lo que
pensaba entonces y de lo que pensaba ahora (el ahora de esas clases hace 10 años).
Recuerdo también que una vez le hice una entrevista, las cosas que dijo, el café, que
era primavera y que su estudio era muy luminoso.
Sigo leyendo desordenadamente artículos sobre él, hasta que me encuentro con uno
de los datos más básicos de su biografía. Lugar de nacimiento: Chivilcoy.
Dentro de un pueblo, la distancia se marca con referencias conocidas: de la escuela,
la farmacia o la panadería, unas cuadras en una u otra dirección. O, de otro modo,
cuántos grados de separación sumaremos Perón, Rozitchner, Ronsino y yo.
127
suyos, porque él sí puede, mientras
avanzamos, desarrollar
consideraciones sobre Piglia, Puig,
Cohen, Laiseca, la izquierda y la
derecha en la literatura argentina,
las últimas novelas publicadas, etc.
Mientras me fustigo con ese látigoclisé
del “tengo que hacer ejercicio
físico” lo veo a Ronsino pedalear
plácidamente entre los camiones,
ahí, unos metros más adelante. Con
sus shorts largos y sus zapatillas
negras, en esa bici con el asiento un
poco más bajo que los pedales,
recuerdo una de mis primeras dudas
cuando lo conocí: ¿Ronsino es o se
hace? Y me viene entonces el
comentario de Sarlo. Ronsino no es
cool. En ese momento veo entre los
camiones que gira su cabeza hacia
un costado, veo su perfil que toma
inexplicablemente una gravedad
que no hubiera podido preveer
segundos antes ni reponer segundos
después; y se abre una especie de
entrada sin camino, un hueco o un
pulso o una fuerza que no se
anuncia y que reconozco en el
sonido ronco de sus textos. Como si
por momentos Ronsino estuviera
habitado por una especie de águila
oscura que expulsa, en la escritura,
un sedimento de lo real.
Llegamos a la Glaxo. La calle es
opaca, la entrada a la fábrica está
tapada por árboles, y sobre el único
lateral que puedo ver hay un muro
que da a una Plaza de la Memoria. En
el cielo casi negro distingo la
chimenea, quedan sólo tres letras. De
Glaxo se lee: LA O
No se ve mucho. Ellos
vuelven a la esquina de
la avenida, se cruzan de
brazos y arman un
círculo, hablan de
literatura. Llevan su
mundo a cuestas. Tres
hombres de una pasión
atenta, ensimismada y
discursiva todo a la vez.
Yo quedo un poco lejos,
parada en mitad de la
calle, mirando hacia
todos lados, buscando
fuentes de luz que me
permitan sacar alguna otra foto no
sé bien por qué; es evidente que no
va a ser muy útil. Pero me parece
que algo fue retaceado, como pasado
de contrabando delante de mis ojos.
Veo un poste, un charco un poco
aceitoso que refleja el poste, los faros
de algún auto que pasa por la
esquina y poco más. No iluminan,
más bien oscurecen: los perros que
ladran desde el otro lado de la reja
de la Glaxo, la aridez de esta calle de
128
tierra a cincuenta metros de la
avenida, el descampado de enfrente,
el camión estacionado más allá y, en
la esquina, las siluetas —en fin— de
mis compañeros de viaje, esos
hombres a contraluz que no termino
de conocer.
***
En el trayecto de vuelta ellos hablan
un poco de música, un poco de nada.
La charla ya encontró su ritmo.
Llegamos a Buenos Aires, lo
dejamos a Brindisi y nos
encontramos de nuevo los tres, a
unas pocas cuadras de la casa de
Ronsino, sobre Scalabrini Ortiz.
Salgo abruptamente de mi
introspección y justo antes de que
baje, cuando ya nos habíamos
despedido, comienzo un monólogo
desesperado. Le cuento que los
últimos dos documentales de Herzog
que vi —El diamante blanco y
Grizzly man— tratan sobre
aventureros, exploradores que van a
medirse —uno puede pensar que en
nombre del género humano, pero
claramente ellos no—, con las
fuerzas superiores de la naturaleza.
Le cuento que en ambos casos hay
un momento en el que alguien
describe un lugar sagrado, mítico,
una especie de utopía personal que
puede tomar la forma de mito de
comunidad o de tragedia íntima; y
es un espacio que Herzog preserva
de la representación. “Destruya esa
cinta”, le dice a la amiga y
compañera del aventurero mientras
lo vemos escucharla, y sabemos que
es el sonido de cómo los osos se lo
comen a él y a su última novia. Le
relato rápidamente esto mientras
Ronsino se ríe y se baja del auto. “Es
un poco como tu casa”, le digo, “no
la vamos a representar”.
Creo que sobredimensiono un poco
el asunto, la casa, el desafío, en fin.
Ronsino se ríe y se vuelve a negar.
Lucas me mira preocupado y arranca.
Pocas semanas después llega —y se
queda— el amor desde Chile; Ronsino
y la (radiante) Cata se mudan juntos a
la vuelta del viejo departamento de él.
Nos invitan a cenar un sábado a la
noche. Se supone que abandoné el
asunto pero llevo la cámara en la
cartera. Toco el portero y bajan
Ronsino y Lucas. “Falta un
sacacorchos, ¿vamos a mi
departamento viejo? Está todo
enquilombado porque ya estamos
viviendo acá”, dice Ronsino, relajado.
Entramos, la luz está cortada.
Desorden de mudanza.
Se mueve con soltura, perdió todo
pudor o reserva con el lugar, cuenta
dónde estaba el escritorio, dónde la
cama. Todo está cubierto con una
alfombra que es un poco la marca
de la bestia, tiene esa pátina difícil
de señalar, difícil de limpiar, zonas
donde hubo mayor tránsito,
manchas que se sacaron en su
momento pero que vuelven; una
condensación de encierro, pasado y
secreto, pero que ha perdido todo
su poder.
Saco un par de fotos pero Ronsino
ya no está ahí. Se abrió la grieta y
es como si sólo ahora pudiera nacer
la escritura. <
129
130
Arqueología del chisme
Este texto propone un acercamiento a la obra de Hernán Ronsino
a partir de la lectura de sus ficciones y de algunos de sus
ensayos y artículos críticos. Incorpora, además, la voz del propio
escritor, entresacada de conversaciones, encuentros y entrevistas.
Esa voz, entonces, aparece fragmentariamente, ligeramente
deformada. Pero de eso se trata: perspectivas, recortes,
formas de manipular la palabra del otro. Y relatos.
POR LUCAS ADUR
FOTOS MARIANA LERNER
P
ara empezar a decir lo que
quiero decir, voy a contar una
anécdota. Se trata, en realidad,
de una anécdota en segundo o tercer
grado: una anécdota donde alguien
cuenta que contó una anécdota. El
escenario es la librería porteña Eterna
Cadencia, la noche de la presentación
de Glaxo, en algún momento de
mediados de 2009. Una mujer le hace
al autor una pregunta acerca de su
relación con la literatura: cómo
empezó, por qué escribe. Y Ronsino
recuerda otra presentación (la de
Erótica del relato, antología
compilada por Jimena y Matías
Néspolo) donde le hicieron la misma
pregunta a todos los escritores
presentes. Y cuenta que, aquella
tarde, mientras otros respondían
apelando a argumentos existenciales,
filosóficos o humorísticos, él empezó
a hablar de su infancia en el taller de
su padre, de su abuelo, el Nono
Ronsino, y de lo que sucedía en ese
taller por las tardes, cuando
terminaba la jornada… “Me di
cuenta” –contaba Hernán– de que
estaba contando una historia. Y que
los que estaban ahí escuchaban
fascinados.”
La estrategia parece simple, a
primera vista: ante la pregunta de
por qué se narra, la respuesta es una
narración. El escritor exhibiría así su
confianza en el poder del relato, su
apuesta por el arte de contar
historias frente a la tantas veces
repetida afirmación de la
imposibilidad de narrar… 1 .
1
“Contamos historias”, se afirma con pretensión polémica en el “Manifiesto” que abre
La erótica del relato.
131
Sin embargo, la operación de
Ronsino aquella tarde fue un poco
más compleja. No contó
directamente un relato de su niñez
en el taller paterno sino que contó
una escena donde él contaba esa
Josefina; tenemos también las
historias de los Pujol, la de José
Tarditti, la del conde polaco… Algo
similar podría afirmarse de Glaxo,
aunque allí los múltiples relatos
confluyen, de algún modo, en uno.
En los textos de Ronsino no se trata simplemente
de contar historias, sino de contar cómo,
cuándo y dónde alguien cuenta una historia.
historia. Creo que en esta pequeña
maniobra hay algo que roza una de
las cuestiones centrales para pensar
su obra de ficción.
Contar que se cuenta
Ya se ha señalado que en las
novelas de Ronsino proliferan los
relatos. 2 Esto es especialmente
notorio en La descomposición:
tenemos los de Abelardo Kieffer
sobre la accidentada cacería de
liebres en su niñez, sobre la
madrugada en que conoció a su
futura mujer y sobre sus visitas a
Pajarito Lernú; tenemos los del
Bicho Souza sobre el remisero
muerto y sobre su relación con
En esta proliferación de historias
hay, claro, una fruición del contar,
un placer, que se busca compartir
con el lector, en referir anécdotas,
delinear personajes, narrar
acontecimientos que suelen rondar
lo trágico o lo patético. 3 Pero estas
historias no se acumulan
desordenadamente, no brotan como
agua del manantial. Ronsino
construye en detalle el marco en
que se transmiten. Las escenas de
narración intradiegética son
recurrentes y el autor las trabaja
con minuciosidad: las inflexiones de
la voz, la percepción física del
entorno –el calor, la luz, los olores,
los sonidos– las asociaciones y
reflexiones que suscitan las palabras
en quienes escuchan. En los textos
2
Jorge Consiglio, en su presentación de La descomposición (2007), habla de la novela
como un “mapa de relatos”. Sylvia Saítta afirma en su reseña de Glaxo (2009): “Como
en todo pueblo real o imaginario, proliferan las historias y las versiones”.
3
Las historias, afirma Edgardo Cozarinsky, “son fabricadas para interesar y cautivar;
para que el placer circule, como una impalpable moneda, entre las fantasmales figuras
del ‘destinador’ y el ‘destinatario’” (Museo del chisme, pág. 19).
132
de Ronsino no se trata simplemente
de contar historias, sino de contar
cómo, cuándo y dónde alguien
cuenta una historia:
Es el segundo domingo de marzo, Leo
me vino a buscar a casa. Era de noche.
[…] A Leo le temblaba el párpado izquierdo.
Se sentó en el borde de la
cama y me dijo, con una alegría secreta:
“la pusimos”. […] Después
agregó: “dicen que después te da hambre
y es cierto”. Una de las chicas le
preparó un sándwich. Se lo comió con
una ansiedad bárbara. Después me
llevó a la vereda, ahí me habló más
tranquilo. Volvió a repetir: “la pusimos”
[…] No sabés, Nano, lo que es: la
mina se desvistió, pero qué te voy a
contar, eso se tiene que vivir, no es
como una película que se ve en el Metropol
y después se la contás a alguien”,
dijo Leo sorprendiéndome. Leo
no es de decir esas cosas. Leo no es de
tener esas ocurrencias. Pero estaba
claro, su entusiasmo era inspirador
(“Te vomitaré de mi boca”, pág. 15).
La voz áspera retumbó en el aire, para
desembocar en la risa de Silvia Ayala.
Tenía el carozo entre los dedos, y le
arrancaba con los dientes los filamentos
pegados en los surcos. Quiso que
le contara, otra vez, la historia de
Pujol en el banco Provincia. Entonces
sonreímos los dos. Como sonríen
todos los que conocen la historia de
Pujol, en el banco Provincia, cuando
alguien le pide que se la cuente. Le
miré los pies descalzos, antes de empezar:
los talones estaban rajados y las
plantas sucias. Jugaba con el dedo
gordo, montándolo sobre otro dedo,
para después dejarlo resbalar, y montarlo
otra vez, como si fuera un chasquido
mudo. Cuando lo vi entrar al
banco, empecé a contar… (La descomposición,
págs. 110-111).
No sabés la última, empieza entusiasmado.
Recién llegué de Saladillo,
¿adiviná con quién me encontré?
Tiene los ojos brillosos, la boca, como
dice Abelardo Kieffer, desajustada.
No tengo idea, hermano. […] Hago un
gesto, junto los labios, levanto los
hombros, mientras el mozo […] nos
deja dos vasos y una cerveza bien
fría. A la Negra Miranda, dispara
Montes, mientras inclino un vaso y
hago que la espuma trepe controlada.
¿La Negra Miranda?, digo y le entrego
el vaso, cargado. Montes se lo
toma sin esperarme. Mueve la cabeza.
Repite, mientras saborea la cerveza,
la Negra Miranda. Y entonces, ahora
que ha terminado de llegar –contar
que ha visto en Saladillo a la Negra
Miranda es haber terminado de llegar–,
se adueña de la mesa, estira las
piernas, mira la calle, espera que
ahora yo empiece a indagar (Glaxo,
págs. 42-43).
La descripción del contexto en el que
se enmarcan estas narraciones no es,
de ningún modo, algo contingente,
que rodea el verdadero “carozo” que
estaría dado por la anécdota. Por el
contrario, en el trabajo sobre el
marco, en la construcción de una
perspectiva, en las distintas
mediaciones, los distintos prismas
que la historia debe atravesar para
llegar a los lectores está lo que
133
convierte la materia prima dada por
una anécdota en una obra literaria. 4
Me permito, para ilustrar este punto,
una pequeña digresión. En sus
“Apuntes de un lector”, publicados
en la revista virtual No-Retornable
en 2008, Ronsino refiere largamente
una anécdota, que atribuye a su
abuelo, sobre un viaje en carreta
para vender sandías. Como en sus
relatos de ficción, tenemos también
aquí una primera persona que se
detiene en la pormenorizada
construcción del marco en que
aquella historia le fue deparada:
La noche que ahora recuerdo, estrellada,
como casi siempre, entre las
plantas, donde yo jugaba a la guerra
contra los ingleses y en los días de lluvia
mataba los sapos con un palo de
escoba vieja (el mismo palo que usaba
el Gavilán Contrera para desparramar
las brasas, chamuscado en las puntas);
esa noche, decía, apareció el Nono Miguel.
Apareció como un jinete sin caballo,
o mejor, como una luz en la
noche cerrada. No sé por qué recuerdo
tanto esa imagen, la del Nono entrando
al taller, apareciendo de la
nada, tal vez porque nunca iba a los
asados, y verlo ahí, llegando entre las
plantas me provocó una alegría intensa,
o, quizá, y esto lo pienso a la luz
de los hechos y con la distancia de mi
lado, la insistencia del recuerdo tenga
que ver con lo que esa noche, mientras
comíamos, el Nono Miguel contó a los
tipos de siempre que, ahora, tenían el
pelo mojado y apretado por un peine
que no acostumbraban a usar. […] El
Nono Miguel se puso a contar. Habían
salido temprano, con la fresca, antes
de que amaneciera. Iban con mi viejo
en el carro de un tal Hipólito, tirado
por un lobuno raya negra, a comprar
sandías a la quinta de Toguita: del Polígono
de tiro bajando una punta de
kilómetros… (“Apuntes de un lector”).
El relato se extiende por varios
párrafos, alternando entre la
narración y la narración de la
narración (“El cielo se cerró, dijo el
Nono y nos miró fijo a cada uno”).
Como el mismo autor señala, la
anécdota remite inevitablemente a la
escena de El limonero real de Saer
donde Wenceslao y Rogelio van en
un carruaje, bajo la lluvia, a intentar
vender una carga de sandías. Cuando
leí este texto la coincidencia me
pareció demasiado conveniente para
el artículo. Sospechosa. Un tiempo
después, le pregunté a Ronsino si era
verídica. “Por supuesto –afirmó–.
Aunque ligeramente intervenida”. Esa
misma noche, comíamos un asado en
Chivilcoy, en la casa de su padre.
Hernán le pidió que contara sobre esa
vez que fueron con el Nono a vender
sandías y los agarró la lluvia. El
4
Cozarinsky, siguiendo a Henry James, denomina “dramatización” a este tipo de trabajo
sobre la narración: “Dramatizar, para James, significa delegar la narración, nunca exponer
o declarar sino articular un juego de percepciones fragmentarias entre las cuales
el lector deberá avanzar, descubriendo un metódico placer en los accesos indirectos y
en la iluminación oblicua”. (Museo del chisme, pág. 30).
134
Se trata, desde luego, de otra confirmación
de algo que ya sabemos, aunque a veces
olvidamos: en la literatura la forma es casi todo.
relato de Miguel Ronsino padre fue
lacónico y escueto. Los hechos
estaban ahí, sí, y en algún sentido
eran los mismos. Pero la narración
estaba a años luz de la que yo había
leído en la prosa del hijo.
Se trata, desde luego, de otra
confirmación de algo que ya
sabemos, aunque a veces olvidamos:
en la literatura la forma es casi todo;
los hechos, casi nada. Lo que me
interesa subrayar aquí es que buena
parte del trabajo del escritor pasa, en
este caso, por la construcción del
marco, por la elección de una
perspectiva que “aleje” el texto del
lector y lo sitúe no frente a una
historia sino frente al momento en
que alguien cuenta una historia.
Podemos pensar, entonces, que
además de esa pasión por narrar que
mencionamos antes, encontramos en
la obra de Ronsino una indagación
acerca del modo en que las historias
se cuentan, circulan y, estrechamente
vinculado a esto, sobre la función
que cumplen en la economía de una
pequeña comunidad.
“Un texto escrito entre todos”:
rumores, chismes, anécdotas
Yo estoy formateado por una cantidad
de anécdotas. Conjuntamente
con un personaje hay un montón de
historias. El asunto es cómo trabajás
eso. A mí me interesa mucho estudiar
la estructura de la anécdota. Reflexionar
sobre qué función tienen
esas anécdotas como pequeños dispositivos
narrativos, dispositivos cerrados.
Dispositivos que, en líneas
generales, me parece que tienen un
135
efecto de poder muy fuerte.
Me interesa reflexionar sobre la
anécdota, ubicarla dentro del texto,
como parte de una maquinaria que
estigmatiza, que ubica a cada uno en
su lugar. […] Desarticular la anécdota,
ver la estructura que la constituye
y los efectos que produce.
Hernán Ronsino, entrevista con el
autor, noviembre 2012.
Hemos visto que en la producción de
Ronsino las escenas en las que se
inserta una narración ocupan un
lugar destacado. No se trata solo de
contar historias, sino de contar cómo
esas historias se cuentan: cómo se
originan, cómo se transmiten, cómo
producen sentidos. Hay una
verdadera mise en scène de la
circulación de chismes, anécdotas y
rumores que puede entenderse como
una suerte de “experimentación
ficcional”. No se proponen reflexiones
conceptuales al respecto, sino que se
exhibe un modo de funcionamiento,
de forma tal que los lectores podamos
plantearnos ciertas preguntas y
arribar a nuestras propias
conclusiones.
Me oyes desde lejos…
Iba conquistando una especie
de distancia.
Hernán Ronsino, “Febrero”.
La cuestión de cómo el chisme y el
rumor producen sentidos (sentidos
muchas veces negativos,
estigmatizantes para determinados
personajes) está presente desde el
relato que abre el primer libro de
Ronsino y que considero fundacional
para su proyecto estético. Un
personaje, Juan Rivera, y un lugar,
“lo de la Cholita”, que funciona
como prostíbulo, concentran las
murmuraciones recelosas de todo el
barrio. Nano, el narrador adolescente
de este texto, vive atravesado por
esas historias que “se cuentan” 5 pero,
a la vez, establece una distancia que
está dada, en principio, por el modo
de decir:
La Negra Díaz contó, después, que lo
que más le había llamado la atención
del tipo [Juan Rivera], en ese momento,
mientras él avanzaba por la
calle de tierra […] había sido, contó la
Negra, su físico y el misterio que traía
en los ojos. Claro que la Negra Díaz no
dijo el misterio que traía en los ojos;
no era capaz de decir algo semejante
mientras esperaba el kilo de papas que
don Boldo le ponía, encorvado, en una
bolsita sucia. Más bien, la Negra Díaz
dijo: el tipo tiene la mirada de un buey
degollado. Y eso supone misterio. (“Te
vomitaré de mi boca”, pág. 8).
“Viejo de mierda, fracasado, son todos
ustedes unos fracasados de mierda”,
dijo Rivera. El Flecha Borbonese
5
A lo largo del cuento son constantes las expresiones que aluden a la circulación de rumores:
“Algunos arriesgaban que…” (pág. 9), “…decían…” (10), “Se dice que…” (11), “…
según se dice” (12)
136
contó después que Rivera mordía la
palabra mierda, que parecía querer
meter toda la bronca del mundo en
esa palabra. Claro que el Flecha no lo
dijo así, pero la idea era esa. (“Te
vomitaré…”, pág. 20).
El narrador no queda pegado a las
palabras de los otros, no reproduce
mecánicamente lo que oye.
Reflexiona sobre las formas de
hablar y esto le permite construir su
propio lenguaje y, por lo tanto, su
propia perspectiva. Es capaz,
entonces, de contrastar versiones, de
articular críticamente los distintos
relatos sobre un mismo tema,
señalando sus contradicciones. Esto
se percibe, por ejemplo, en el modo
en que da cuenta de la separación
entre la Cholita y el policía Reyes:
La separación fue violenta. “No sé por
qué esta clase de gente busca hacer públicas
sus cosas privadas” dijo en esa
época la maestra de tercero que vive
sobre la avenida, una vez que fue a lo
de don Boldo. Digo que hubo una
pelea, que el policía Reyes a la madrugada
la sacó a la calle, la arrastró de los
pelos a la Cholita, y le empezó a pegar.
Estaba borracho, decían. […] Las mujeres
que formaban parte del séquito que
se reunía en la despensa de don Boldo,
decían, contradictorias, porque antes lo
criticaban, que seguramente Reyes estaba
“cansado y harto, de estar metido
en medio de esa mierda”. ‘Pero el cana
137
sabía bien dónde estaba metido, además
no era ningún angelito’, pensaba
mi mamá, y eso también era cierto. (“Te
vomitaré de mi boca”, pág. 10). 6
En Nano se puede encontrar,
incipientemente definida, una
posición que caracterizará a la
mayoría de los narradores de las
ficciones de Ronsino: personajes que
pertenecen a la comunidad y, por lo
tanto, conocen las historias que
circulan, las escuchan y son capaces
de reproducirlas. Pero mantienen con
estas historias una relación distante,
mediata; poseen, por distintos
motivos, una perspectiva singular
que les permite mirarlas
críticamente. No como si fueran
indiferentes a su atracción; más bien,
como si las escucharan desde lejos. 7
Los chismosos
Ahora bien, junto a estos narradores
capaces de sostener una distancia
crítica respecto de los rumores
pueblerinos y delinear su propia
mirada, en la producción de Ronsino
pululan varios personajes
secundarios que están totalmente
integrados en la dinámica del
chismerío. Pensemos en los que
conforman “el séquito
de don Boldo” (“Te
vomitaré de mi boca”),
en los remiseros del
cuento “La curva”, y,
especialmente, en
Lucio Montes,
personaje presente
tanto en La
descomposición como
en Glaxo, siempre
narrando historias ajenas.
Montes no funciona como narrador
principal de ninguna de las novelas.
Accedemos a su versión de la
historia de Pujol (La descomposición)
a través de Kieffer y al relato de su
encuentro con la Negra Miranda
(Glaxo) desde la voz de Bicho Souza.
Esta mediación le permite a Ronsino,
como ya hemos visto, trabajar sobre
6
Contra “el séquito de Don Boldo” y más cerca del relato materno, el narrador afirma:
“El policía Reyes era un parásito que se rascaba las bolas en la puerta de la casa de la
Cholita, los días de franco, tomaba vino, y amenazaba a los chicos con una pistola automática,
o les decía groserías a las nenas” (“Te vomitaré de mi boca”, pág. 9).
7
Pienso, por ejemplo, en personajes como Abelardo Kieffer (La descomposición) o Vardemann
(Glaxo), quienes por distintos motivos (la tragedia familiar de Kieffer, la experiencia
de la cárcel en Vardemann) parecen haber establecido una suerte de hiato entre
ellos y el resto de la comunidad. Esto se manifiesta en sus formas de narrar. Aunque
muy distintas, ambas coinciden en privilegiar la percepción y descripción de los hechos
por sobre sus propias emociones y opiniones.
138
las escenas de narración y
desmenuzar el modo en que Montes
cuenta historias:
Sangraba como un chancho, decía
siempre Lucio Montes, en cualquier
mesa de lo Rigone. Si querés saber la
historia del Viejo Pujol, pagate un vino
y te la cuento completa, decía. Y entonces,
los viajantes, los tipos de las
quintas o cualquiera, le pagaban un
vino y se ponía a contar. […] Yo nunca
le pagué para escuchar la historia del
Viejo Pujol. Escuché, toda mi vida, esa
historia, desde un rincón, como ajeno.
Lucio Montes hizo de un hecho inesperado,
que lo tuvo, por casualidad,
como testigo, el momento más importante
de su vida. Por eso lo contaba,
incansable. Y lo volvió su propia historia.
Siempre lo narraba de la misma
manera; con los mismos detalles y
ejemplos; nunca se permitió alterar
algún dato, incorporar si se quiere, alguna
metáfora nueva, tal vez porque
haciéndolo, Montes creería que estaría
faltando a la verdad. (La descomposición,
págs. 119-120).
Sos un bestia, le digo, y lo descoloco.
Montes espera que diga otra cosa, que
esté interesado, por ejemplo, en su relato.
Pero no. Le digo que es un animal,
un bestia, y se queda sosteniendo
con la boca una sonrisa que se desarma,
despacio, y mientras se desarma,
la sonrisa me deja ver un par de
dientes manchados con hojitas de
orégano. Eh, aflojá, qué pasa, me dice
Montes. […] Cómo le vas a decir así,
le digo. Montes me mira como un
chico que cometió un error, que se
mandó una macana. […] Sos un bestia,
vuelvo a decir, un animal, la mina
se asustó, no te das cuenta, te evitaba,
no quería saber nada de vos, ni de la
Glaxo. Sí, me dice Montes, eso me
dijo ella después. Cómo después, digo.
Sí, después, me dice, y vuelve, el desgraciado,
a capturarme con su relato.
(Glaxo, págs. 50-51).
Montes trabaja con las historias
como con mercancías. Las “vende”,
las reproduce mecánicamente, como
fetiches, estructuras absolutamente
cristalizadas y de significado fijo.
Maneja, es cierto, un repertorio
limitado de estrategias para captar a
sus oyentes. Pero lo fundamental es
que se trata de historias de otros.
Montes vive de rumores: no tiene
prácticamente peso en las novelas
más que como un narrador chismoso,
que trafica con anécdotas ajenas,
aunque eso implique muchas veces
violentar la intimidad de los demás.
Los narradores de las novelas no
pueden ignorar del todo el poder de
atracción que ejerce este personaje.
Sin embargo, toman distancia: Souza
lo critica explícitamente (“Sos un
bestia”), Kieffer anota que nunca
pagó por sus relatos y que escuchaba
“como ajeno”.
El poder de los relatos
Volvamos ahora a Nano, el narrador
de “Te vomitaré…”. Hemos dicho
que, a lo largo del relato, hay una
búsqueda por diferenciarse, por
definir su propia voz en ese collage
139
de voces que arman los chismosos
del pueblo. 8 Sin embargo, esto no
quiere decir que sea indiferente a
sus poderes. Hay, en este sentido,
una escena muy significativa.
Cuenta Nano:
Había tenido ganas, el lunes, de meterme
con los hijos de la Negra Díaz,
que son más chicos que nosotros, por
las zanjas abiertas de las cloacas, y de
jugar con ellos. […] Pero no me había
animado porque estaban todos sentados
en la vereda de los Farías, y tenía
vergüenza, miedo, a la puñalada certera
que suponía el comentario de la
8
El contraste es patente con sus hermanas, que aparecen cada vez más integradas al
“séquito de don Boldo”, al punto de perder su individualidad: son “las chicas” (pág. 13),
“las dos, que son una” (15); ni siquiera su madre las llama por sus nombres.
140
Coca Farías: “ese pendejo qué pelotudo”
(“Te vomitaré…”, pág. 22).
Queda expuesto aquí el efecto
disciplinador que tienen las
habladurías: si alguien se aparta de lo
que se espera de él (por su edad, por
su lugar social, etc.), los dichos al
respecto funcionarán como una suerte
de sanción discursiva. Rumores,
chismes y anécdotas pueden,
entonces, operar como una grilla
narrativa que categoriza a los
habitantes de un pueblo.
Reproducirlos es contribuir, quizás
inconscientemente, a reproducir el
orden vigente.
Esto puede observarse claramente en
las historias sobre los Pujol que
aparecen en La descomposición. “El
viejo Pujol”, “el loco Pujol”, “la muda
Pujol” son los protagonistas de
numerosas anécdotas que los
muestran como ignorantes, violentos,
141
desquiciados: marginales. Estas
pequeñas historias se repiten,
circulan, reforzando constantemente,
de ese modo, el lugar que los Pujol
tienen en la comunidad.
Es significativo que incluso Kieffer,
un personaje con cierta formación
intelectual y cierta distancia para
con los rumores pueblerinos,
reproduce esos relatos. Antes cité el
comienzo de la escena en la que le
cuenta a Silvia Ayala la “historia de
Pujol en el banco Provincia” (pág.
111): Noriega, un funcionario del
banco, le promete a Pujol una
fortuna, “un palo verde”, si resuelve
una adivinanza. Un año y medio
después, Pujol vuelve al banco,
busca al empleado y le da la
respuesta. Noriega, frente a todos los
que estaban en presentes, le entrega
un maletín. Pujol lo abre ilusionado
y encuentra un palo de color verde.
La sonrisa que, se nos dice,
acompaña la narración de Kieffer
(“Como sonríen todos los que
conocen la historia de Pujol…”, pág.
111) puede leerse como indicativa de
la función que cumple ese relato:
ridiculizar al marginal, dejar en claro
que no puede acceder, en modo
alguno, a otra posición social, y que
acepta mansamente su lugar. En la
narrativa de Ronsino rumores,
chismes y anécdotas definen lugares
sociales, condicionan las decisiones
de los personajes y pueden incluso
llevar a la marginación (los Pujol,
Rivera, la Cholita), a la cárcel
(Vardemann), a la muerte (Morris).
El desarraigo: (otro) azar
convertido en don
Hemos intentado delinear dos tipos
de personajes característicos de la
ficción de Ronsino: aquellos que
parecen completamente cooptados
por las historias del pueblo –los
142
chismosos– y aquellos que pueden
establecer respecto de ellas cierta
distancia. Al elegir como narradores
de sus obras a estos últimos, pero
incluir, filtradas, recortadas, las
voces de los primeros, Ronsino
puede mostrar desde una perspectiva
crítica el modo en que las historias
circulan y construyen sentidos para
los habitantes del pueblo.
Hay un hallazgo en esta elección de
voces narrativas que participan
imperfectamente de esta corriente de
relatos. Se ubican lejos, pero no
afuera. La diferencia es significativa.
El funcionamiento de una comunidad
no puede mostrarse (ni entenderse)
desde un narrador externo. En la
tensión entre pertenencia y distancia,
se erige la posibilidad de una mirada
capaz de percibir el cuadro completo,
sin perder los detalles más
significativos. Sin proponer
reflexiones sistemáticas, sin intentar
arribar a conceptualizaciones ni
conclusiones definitivas, el escritor
pone en escena el modo en que
rumores, chismes y anécdotas
funcionan en la cotidianeidad de una
pequeña urbe. Ronsino realiza una
suerte de arqueología crítica de esos
discursos menores, pero cuya
importancia para la estructuración de
una sociedad resulta, en muchos
casos, insoslayable.
En distintas entrevistas, Ronsino fue
configurando una suerte de “mito de
origen” para su escritura. Esta
surgiría de un desarraigo: en el
momento en que abandona
Chivilcoy para trasladarse a Buenos
Aires, en ese preciso momento,
comienza a escribir. 9 Pero sus
ficciones transcurren, casi sin
excepción, en su ciudad natal.
Quizás, como sus narradores, el
escritor encontró (o construyó) en
ese espacio intersticial, en ese no soy
de aquí ni soy de allá, un lugar para
su literatura. O, si se quiere, una
excusa para contarles a los de acá
cómo se cuentan historias allá. <
9
“Empecé a escribir en Buenos Aires. A los veinte años. […] Y creo que ahora puedo decir
que empecé a escribir a partir del desarraigo. Irme del pueblo para estudiar en Buenos
Aires supone un tránsito que no tiene retorno: como todos los grandes cambios. Pero eso,
en un principio, no lo tenía claro; y cada vez que volvía al pueblo, volvía con la ilusión
de encontrar aquello que había dejado antes de partir; pero eso que deseaba encontrar,
más que deseo era, y sigue siendo, una alegría perdida, que se pierde cuando uno llega al
pueblo y encuentra otra cosa: lo que encuentra no es lo mismo que uno suponía encontrar,
y de este desencuentro, de esta falla entre la alegría del reencuentro y lo verdaderamente
encontrado, nace mi literatura.” (“Entrevista a Hernán Ronsino”, Nora Martínez).
LOS LIBROS
Te vomitaré de mi boca. Cuentos, Libris, 2003.
La descomposición. Novela, Interzona, 2007.
Glaxo. Novela, Eterna Cadencia (traducida al italiano, francés y alemán).
Lumbre. Novela, Eterna Cadencia, 2013.
143
Aullar los sentimientos más profundos, Delfina Estrada.
144
Sobre La descomposición
La descomposición, la primera novela de Hernán Ronsino –editada
por Interzona–, se presentó en Casa de la Lectura (Buenos
Aires) en noviembre de 2007. El siguiente es el texto que
Jorge Consiglio escribió para dicha presentación. Un mundo
que empezaba a delinearse con absoluta identidad.
POR JORGE CONSIGLIO
S
i bien en otros diálogos, como
el Lysis y el Fedro, Platón se
ocupa del tema del amor, es en
El banquete donde lo aborda en
forma exclusiva y directa. En esta
obra, Apolodoro le cuenta a un
amigo, cuya única función parece ser
la de soportar el discurso del primero
con un par de intervenciones, lo que
sucedió en una reunión organizada
por Agatón para festejar su primer
triunfo como poeta trágico. Los
invitados más notables habían sido
Sócrates, Erixímaco, Aristófanes y
Alcibíades, y cada uno había dado su
discurso apoyado en su estrategia de
persuasión. Lo notable es que ni
Apolodoro ni su interlocutor
asistieron al banquete en cuestión; es
decir, que la estructura de la obra
está cifrada en un juego de versiones
y, se podría pensar, que con cada
grado de distancia que la versión
toma respecto de los hechos, se
agrega una porción de incerteza.
Veinticinco siglos más tarde, Juan
José Saer ordena la materia
narrativa de su novela Glosa dentro
de un armazón similar al que emplea
Platón en El banquete: dos
personajes que caminan por la
ciudad, Angel Leto y el Matemático,
hablan sobre un asado (tiran
pescados a la parrilla) organizado
para celebrar el cumpleaños del
poeta Jorge Washington Noriega. De
la misma forma que en la obra de
Platón ninguno de los dos asistió al
festejo. Lo que cada uno expone es
lo que escuchó sobre el asunto. De
esta manera, caminan varias
cuadras, departiendo sobre asuntos
cotidianos con los que terminan por
fundar una tierra de salvación en la
que asentar sus identidades en
medio de tanto olvido.
145
Hernán Ronsino plantea la trama de
su novela, La descomposición, a
partir de una situación parecida a
las narradas por Platón en El
Banquete y por Saer en Glosa; pero,
a diferencia de ellos, suprime la
mediación de los personajes
narradores que versionan, y habilita
la plena autoridad de las voces de
los protagonistas de la acción.
Abelardo Kieffer comparte con Bicho
Souza un asado. La escena en sí es
favorable para la comunicación;
subyace en ella cierto atavismo que,
desde el comienzo de la humanidad,
reúne a los hombres a dialogar
alrededor del fuego.
Abelardo Kieffer es el asador y, como
tal, es quien detenta el protagonismo
en el texto. Sin embargo, su
discurso, que cuenta con todas las
licencias de la oralidad, no es
monolítico ni busca amparo en la
contundencia de los hechos, sino que,
más bien, avanza como si sospechara
que la percepción que traduce será
siempre insuficiente para abarcar lo
que de verdad importa. Abelardo
Kieffer tiene la voz seca, austera; su
tiempo es un presente que cada tanto
deja lugar al pasado y a la voz del
otro y, en La descomposición, “el
otro” por excelencia tiene un
nombre: Bicho Souza.
Abelardo Kieffer y Bicho Souza van
hablando mientras la carne se asa,
mientras comen, mientras caminan
hacia el sitio que el que se despedirán.
Hacen memoria, se determinan. Y las
evocaciones que el coloquio no roza
—porque hay historias a las que les
conviene el silencio— se consignan en
los monólogos del protagonista; es
decir, terminan por hacerse explícitas
pero apelan a la discreción, cuentan
con el tono asordinado de las
confesiones. En el texto se cuenta,
también, cuando las cosas y los
hombres callan; o sea, se busca
precisar el instante de la reflexión o la
manera severa aunque frágil que
adquiere el mundo bajo el peso de la
nada. Pero siempre se narra, porque la
lógica interna de La descomposición
—más allá de la impronta de
disolución que barniza cada imagen—
establece una relación entre el
tramado de relatos que la constituyen
y una ilusión de perennidad, que sabe
guardar, al mismo tiempo, el germen
de su fracaso. Hay un párrafo que
funciona como síntesis de lo que digo:
El tren de carga se parece a un instante,
me dijo una vez Teodoro Kieffer en el
escritorio de su oficina: contiene lo infinito
del momento, pero al mismo
tiempo, el que ve pasar el tren de carga
es consciente de su finitud: ese que ve
pasar el tren sabe que la percepción de
lo finito es fugaz, porque pronto asomará
la cola del último vagón (y está
esperando que eso ocurra de una vez
por todas: pero mientras tanto se suceden
uno tras otro, como reflejos informes,
los mismos coches cargados, de
troncos, de cereales).
Hernán Ronsino articula
magistralmente, por medio de un
conjunto de personajes rabiosamente
verosímiles, una estrategia que
consiste en abrir el cosmos ficcional
como una fruta madura. Esto implica
146
un concepto previo: la realidad
entendida como problema. No hay en
el universo nada que suponga
simpleza; sino, por el contrario, todo
encierra pluralidad y cada elemento
constituye el engranaje de una
estructura mayor regida por lo
arbitrario. Cada acto, entonces,
encubre más de un sentido y la
mente, igual a un sabueso, corre
detrás del que le resulte más seductor.
Esto es claro en la siguiente escena:
Pero Bicho Souza silba, agudo, imitando
el canto de un pájaro que viene
del monte —cosa rara a esta hora de la
que las liebres huyen heridas y los
perros muerden antes de caer
muertos. Un mapa de relatos en los
que el joven Tarditti, pálido y de ojos
profundos, escribe una nota sobre
Kafka y no logra escapar a su propia
oscuridad; en los que Pajarito Lernú,
internado en el hospital psiquiátrico
de Wagner se mueve “moroso,
diminuto bajo un sol de un verano
que se diferencia de todos los
veranos, en principio, por esa imagen
lerda, fiel, coloreada con la intensidad
de lo real; tratando de perdurar, por
alguna razón, en la memoria, con la
contundencia y el empecinamiento
Ronsino diagrama en la novela un mapa
de relatos en los que los hombres mueren
por accidente o voluntad, en los que asesinar
es un acto tan inevitable como fatal.
noche—, y otra vez me distrae. ‘Una torcacita
debe ser’, dice. Y sigue, ahuecando
los labios, perfeccionando el
sonido. Me levanto de la silla de plástico
y camino, pisando la gramilla,
hasta el galponcito de chapa. El silbido
de Bicho queda de fondo, suspendido
en el aire caluroso, como una sombra
imperfecta. Entonces, eso, me hace pensar
en las fronteras, en la imperfección,
por ejemplo, de las fronteras.
Ronsino diagrama en la novela un
mapa de relatos en los que los
hombres mueren por accidente o
voluntad, en los que asesinar es un
acto tan inevitable como fatal; en los
que, a veces, entraña lo verdadero”.
Un mapa de relatos, en suma, cuya
cifra única es la polisemia. Pues —en
consonancia con Pajarito Lernú,
quien teoriza detenido en su
extravío— se advierte con claridad
que la ficción no deja afuera ningún
sentido, porque la ficción no clausura.
Pajarito dice que: “Lo que hace es
amplificar, porque esa es la
posibilidad, el atributo revolucionario
de la literatura, amplificar el sentido
de los relatos, crear nuevos mundos”.
La escena del asado, que funciona
como eje que vertebra el texto,
coloca a los personajes uno frente al
otro: Abelardo Kieffer queda frente a
147
los ojos de Bicho Souza y Bicho
Souza frente a los ojos de Abelardo.
Un rastreo somero en la novela
muestra hasta qué punto los
personajes mismos intuyen la mirada
ajena. Cito: “Bicho Souza sale de la
casa, a oscuras, después de atender el
teléfono, y, seguro, me debe estar
viendo, ahora, sentado en la silla de
plástico, bajo la luz del farol, con las
piernas apoyadas sobre el tronco
muerto de la casuarina”.
Ahora bien, ¿cuál es el propósito del
ejercicio constante de la
atención? Una respuesta
posible sería que con la
mirada se construye al
otro, se lo completa, se le
otorga entidad. Tanto
Bicho Souza como
Abelardo Kieffer van
ganando espesor a
medida que avanza la
trama, no solo por la
acumulación de relatos
que van delimitando sus
perfiles, sino también,
porque son testigos mutuos de sus
propias existencias, y con esta actitud
se establecen en el texto las bases
para fundar una otredad incluyente.
Ya en el epígrafe con el que se abre la
novela se pueden rastrear indicios de
esta instancia testimonial que pesa
sobre los personajes. Se trata de un
extracto de un cuento de Onetti,
“Bienvenido, Bob”. En este texto, hay
un duelo constante de miradas entre
el narrador —se trata de una primera
persona— y el personaje de Bob.
Incluso, por momentos, actúan en el
sentido dramático —fuman
afectadamente, acompañan sus
movimientos con música o con
sonidos, muestran determinado perfil
o llevan a cabo determinados gestos—
para seducirse, para anclar la atención
ajena. En este cuento, como en tantos
otros de Onetti, se narra una caída, la
de Bob, pero como ese juego de
miradas determina cierta
especularidad entre los personajes, el
narrador se ve involucrado y
acompaña a Bob en su destino.
En La descomposición, la mirada —
que no necesita de
desplazamientos
espaciales (como en las
crónicas de viaje) para
encontrar al otro— es
decisiva en más de un
sentido. Por una parte,
otorga volumen
ontológico a los
personajes y, por otra,
resulta indispensable para
rescatar los ingredientes
que se archivarán en la
memoria y pasarán a
constituir un codiciado acervo de lo
genuino. Cito: “Entonces Pajarito
Lernú salió del agua, dejó la postura
morosa, insignificante, con la que
pasó todo el día —medio cuerpo
hundido en el río—, y con la que
entraría en mi memoria, a pesar de su
insignificancia, para perdurar, fiel, con
la contundencia de lo verdadero”.
El hombre de Ronsino en La
descomposición se mueve con un
tiempo enemigo de la productividad,
anda lento porque se sabe responsable
del camino, por lo cual no se puede
perder nada ni pasar por alto un solo
148
detalle; anda atento a los pequeños
escenarios, en los que se representan
las tragedias efímeras, las que la
mayoría ignora. Es así, pues, que no
pasan inadvertidas las hormigas que
se ocupan de la cucaracha que está
“entre las alpargatas de Bicho Souza,
muerta, volcada, con las patas hacia
el cielo”. Y por esto mismo es que
Bicho Souza “Se detiene en la figura
de la chimenea quebrada y la
contempla: da la sensación de que la
bordea con los ojos, que dibuja a la
distancia, con los ojos, los bordes de
la chimenea quebrada”.
En suma, el hombre de Ronsino es
un ser que contempla; anda a pie,
recorriendo pequeñas distancias,
dispuesto y minucioso, amigo de un
mirar sereno y profundo. En este
sentido, se lo puede emparentar con
los caminantes de Robert Walser.
Pienso, en particular, en un relato: El
bosque. En este texto, hay una
escena en la que el narrador
conmovido por la contemplación de
los grandes árboles se deja “mirar
por lo profundamente hermoso,
(más) que contemplarlo él mismo”. Y
concluye: “Mirar es entonces un rol
invertido, intercambiado”.
Es evidente, después de lo dicho, que
el tiempo en el que se mueven
Abelardo Kieffer y Bicho Souza es
moroso y detenido, un tiempo fuera
del tiempo, determinado por el ritmo
de la charla, del encuentro entre dos
hombres junto al fuego. En
Austerlitz, de Sebald, el narrador a
propósito de un encuentro con otro
personaje en una estación de trenes
en la que hay un inmenso reloj dice:
“Durante las pausas que se producían
en nuestra conversación, los dos nos
dábamos cuenta de lo interminable
que era el tiempo hasta que pasara
otro minuto, y qué terrible nos
parecía cada vez, aunque lo
esperábamos, el movimiento de
aquella aguja, semejante a la espada
del verdugo, cuando cortaba del
futuro la sexagésima parte de una
hora con un temblor tan
amenazador, al detenerse, que a uno
se le paraba casi el corazón…”.
Concluyendo, en La descomposición,
Hernán Ronsino enhebra con destreza
y precisión las voces —ásperas,
despojadas— de los personajes con sus
silencios. En la narración hay un
equilibrio, en perpetuo vértigo, entre
la voluptuosidad de la violencia y
cierta mesura bucólica, por momentos.
Ronsino narra desde la amplitud de lo
real y no recurre a simplificaciones o
a eufemismos, va directo al hueso,
aborda de lleno la acidez del limón;
por eso, en el texto, tiene lugar lo
cruento y se refiere lo prohibido.
La descomposición de Ronsino es
una novela intensa pero no profusa.
Quizás esta sea una de las claves de
su efectividad. Y el texto es dueño de
un saber que lo blinda y que se
puede inferir de la voz de uno de sus
personajes, Pajarito Lernú: la
universalidad de la verdad anida en
los recortes, en los restos de una
pared derrumbada. <
Jorge Consiglio nació en Buenos Aires en
1962. Publicó novelas (El bien, Gramática de la
sombra, Pequeñas intenciones), libros de
relatos (Marrakech, El otro lado) y de poesía
(Las frutas y los días e Intemperie, entre otros).
149
Glaxo, entre Saer y Walsh
Sylvia Saítta, investigadora
especializada en literatura
argentina, se interroga en este
texto por las filiaciones literarias
de Hernán Ronsino, el modo
en que sus novelas articulan
diversas tradiciones dentro
de la narrativa argentina.
Entre la marcada presencia de Saer
en La descomposición y los ecos
de Operación masacre que
resuenan en Glaxo, la ficción
de Ronsino busca diseñar un lugar
propio sin renegar del pasado
nacional (literario e histórico).
POR SYLVIA SAÍTTA
FOTOS MARIANA LERNER
150
151
En 2008, en un movimiento
quizás aprendido en Ricardo
Piglia —quien, a su vez, lo
aprendió de Borges—, Hernán
Ronsino publica sus “Apuntes de un
lector”, y explicita, de este modo,
algunos mapas de lectura para su
propia literatura. Atento a las
filiaciones y afiliaciones literarias,
elige a determinados escritores
argentinos, compone el escenario
donde transcurren sus propios
textos y define líneas de la
tradición nacional desde las cuales
busca ser leído. 1
En ese ensayo, Ronsino escribe
sobre Juan José Saer, sobre Cesare
Pavese en Saer, sobre las dos
grandes tradiciones literarias que
confluyen en la narrativa de Saer:
la que culmina en la zona de Saer y
que tiene como ámbito central el
río —una tradición cuyo comienzo,
dice Ronsino, está en La ribera y El
agua de Enrique Wernicke, y que
continúa en Sudeste de Haroldo
Conti—; y la que está en la base de
la frase de Saer, marcada por el
ritmo de Juan L. Ortiz y por la
minuciosidad obsesiva de la frase
seca y corta de Di Benedetto. Dos
tradiciones —el río como espacio
geográfico y una forma de la frase—
que se suman a “la experiencia de
vida de Saer, ahí, en esa zona del
litoral, junto a ese río”: como en
Conti y Wernicke, la experiencia es
en Saer aquello que antecede a la
escritura, una “forma de registro”,
una “huella de lo vivido”.
Retomando hipótesis de Infancia e
historia de Giorgio Agamben,
concluye Ronsino, en Saer esa
experiencia nace en la infancia, en
“esa tierra en la cual se pasa de la
lengua al discurso”, que se
reinventa y se recupera desde el
tiempo de la escritura, porque la
escritura es aquello que salva la
experiencia vivida al registrarla y
transmitirla. 2
En ese otoño de 2008, Ronsino ya
había publicado su primera novela,
La descomposición, ponderada por la
crítica literaria por su afinidad con la
literatura de Saer, escritor al que, en
efecto, la novela de Ronsino cita,
reescribe, rinde homenaje. 3
En su reseña, Beatriz Sarlo
subrayaba, precisamente, esa
afiliación: “Me sorprendió el aire
saeriano de la novela, en un
momento en que creí que nadie de
32 años, como Ronsino, podía
escribir de modo tan explícito, pero a
la vez tan interesante y arriesgado, a
partir de Saer. Es más, esta novela es
a Saer como los cuentos borgeanos
de En la zona son a Borges: un
punto de partida que luego se diluye
pero que, una vez encontrada la
propia voz, la propia manera,
permanece como una fundación
1
Hernán Ronsino, “Apuntes de un lector”, No-Retornable, otoño de 2008.
2
Hernán Ronsino, “La invención del otro río. Entre la ribera y el sudeste”, Fledermaus,
nº 1, noviembre de 2005.
3
Hernán Ronsino, La descomposición, Buenos Aires, Interzona, 2007.
152
153
geológica secreta (…) Saer joven
estudió una forma de ver en Juan L.
Ortiz, y Ronsino, en Saer”. 4
Si en términos narrativos la obra de
Saer se cierra con su muerte, el 11 de
junio de 2005, y con la publicación
póstuma de su extraordinaria novela
La grande en octubre de ese mismo
año, las primeras narraciones de
y el planteo de situaciones que se
entrecruzan con las de textos
previos y que transcurren en la
zona, crea nuevas figuraciones y
nuevos sentidos en una obra que,
como su última novela,
permanecerá inacabada y abierta a
lecturas futuras.
Como en las narraciones de Saer,
Mientras el western es un relato de origen
a partir del cual una sociedad puede
constituirse, Glaxo apela a su imaginario
pero para mostrar los despojos de una sociedad
al borde de su disolución.
Ronsino —como años antes, los
relatos de Sergio Chejfec y Sergio
Delgado— muestran que ese mismo
cierre abrió un nuevo ciclo de
lectura. “La grande —afirma Carlos
Gamerro— es la última novela de
Saer, pero no su novela final” 5 ;
“cerrado por la muerte de su autor
—sostiene Sarlo—, el ciclo novelístico
es hoy precisamente eso: un anillo
que gira pausadamente”. 6
Y efectivamente, si en el sistema
narrativo de Saer la aparición de
una nueva novela o relato reescribía
a los anteriores, la publicación de
La grande, con la reaparición de los
personajes de sus relatos anteriores
entonces, La descomposición
transcurría en un espacio que no es
ni la ciudad ni el campo; una zona
literaria donde hay un asado, amigos
que hablan sobre literatura, historias
fragmentadas, un periodista del
diario local, un limonero. Un clima y
un espacio saereanos que se revelan
también en el tono, en la estructura
de la frase, en un modo de mirar. La
segunda novela de Ronsino, Glaxo
de 2009, fortalece ese comienzo. Y lo
hace también como cita, en la voz de
Bicho Souza, un personaje que viene
de La descomposición: “Cruzo la
avenida. Las luces resbalan sobre el
asfalto mojado. Siento que estoy
4
Beatriz Sarlo, “Afinidades electivas”, Perfil, 16 de diciembre de 2007.
5
Carlos Gamerro, “Una semana en la vida”, Radarlibros, Página/12, 27 de noviembre
de 2005.
6
Beatriz Sarlo, “El tiempo inagotable”, La Nación, 2 de octubre de 2005. Recopilado en
Escritos sobre literatura argentina, Buenos Aires, Siglo veintiuno, 2007.
154
Dernier train pour Buenos Aires
Breve reseña de Glaxo, publicada en Francia en 2010 en Livres Hebdo
(traducida como Último tren a Buenos Aires).
Desconocido en Francia, Hernán Ronsino es sociólogo y
profesor de la Universidad de Buenos Aires. Es considerado
uno de los faros de la “literatura actual” argentina,
lo que se comprende fácilmente con la lectura de Dernier
train pour Buenos Aires [nombre de la versión francesa
de Glaxo], que marca el nacimiento de un nuevo
género, el “western-pampa”. La historia transcurre entre
1959 y 1984, atravesada por las convulsiones de la vida
política argentina, hasta el retorno de la democracia,
en 1983. Y, aún sin ser una cuestión central en la novela,
este contexto está presente, como una amenaza: los jóvenes intentan
escapar del servicio militar y Folcada, el policía cornudo, se reprocha haber
participado, en junio de 1956, en la masacre de civiles en José León Suárez.
Con el país “reconciliado”, la vida parece transcurrir apaciblemente en la pequeña
ciudad anónima descrita por Ronsino. El único acontecimiento destacable
es el paso de un tren sobre las vías construidas por los obreros de la
Glaxo, una compañía petrolera. Vicente Vardemann se ocupa de sus clientes
en la peluquería de su padre y se pregunta si irá o no a saludar, en su lecho
de muerte, a Miguelito Barrios, que fue su amigo desde la infancia hasta
que un sombrío asunto los enfrentó. Desde luego, se trata de una mujer, la
Negra Miranda, que trastornaba a todos los hombres a su alrededor, y de
quien su marido, Folcada, terminó por sospechar algunas infidelidades…
Es a través de capítulos en flashbacks, de los que en cada uno da la palabra
a uno de los protagonistas de la intriga, que Hernán Ronsino nos contará
este affaire, cocktail de celos, traición, venganza y ajuste de cuentas: todos
los ingredientes tradicionales del western. Por otro lado, en su juventud, Vicente
y Miguelito eran fanáticos de El último tren de Gun Hill, uno apasionado
por Kirk Douglas y el otro imitando a John Wayne, en un duelo
imaginario. Ellos ignoraban, en aquel entonces, que la vida les tendería una
trampa, a través del maquiavélico Folcada, dispuesto a todo para vengarse
de su infortunio conyugal.
Esta breve novela es tan brillante como enigmática, está repleta de referencias
literarias y cinematográficas, nunca cae en el exotismo y resulta, sobre todo,
profundamente original. Quisiéramos poder leer en francés los otros libros de
Hernán Ronsino, especialmente su primera novela, La descomposición.
155
caminando en otro lugar, que estoy
de viaje, que busco un restorán para
cenar, que hay un río cerca, una
costanera bordeada de faroles que
iluminan, con manchas, los bordes
del río”. 7
La acción transcurre en el mismo
espacio que La descomposición: un
pueblo de la provincia de Buenos
Aires que conserva, en tanto
ruinas, las marcas de un pasado de
progreso social y de bienestar
económico, en el que algunos
personajes, como Bicho Souza,
reaparecen. Como Saer, pero
también como Juan Carlos Onetti
—autor citado en el epígrafe de la
primera novela—, Ronsino diseña los
contornos de una zona o territorio
ficcional que sientan las bases de la
unidad de lugar de una literatura que
pareciera inscribirse sin conflictos —
y sin la angustia de las influencias—
en una de las tradiciones más
prestigiosas de la literatura nacional.
En Glaxo hay, entonces, un pueblo,
habitantes que se conocen desde
siempre, historias y versiones de esas
historias; un pueblo por el que pasaba
un tren que, en el presente de la
narración, ha dejado de funcionar: la
primera escena del libro es,
precisamente, la que describe a uno
de los personajes observando cómo
una cuadrilla de obreros levanta las
vías ya en desuso del ferrocarril.
En ese espacio cerrado, cuyos
habitantes se conocen desde siempre
y donde proliferan, como en todo
pueblo real o imaginario, las historias
y las versiones de esas historias, anida
un secreto que si bien pertenece al
ámbito de lo privado —la traición al
amigo—, desborda esos límites para
inscribirse en otra historia.
Los cuatro relatos que componen
Glaxo —son cuatro narradores, cuatro
cortes temporales, cuatro ritmos
narrativos— se complementan pero
no cuentan la totalidad de una
historia que sostiene, hasta el final de
la novela, una elipsis narrativa.
Porque hay algo que no se dice, o
que se dice más tarde, el relato
mantiene el suspenso sobre la verdad
de una traición que va anunciándose,
de modo velado, a lo largo de sus
páginas. El pasado, como el presente,
encierra secretos y mentiras, y nadie
sabe nada por completo.
La historia es compleja: un joven
mantiene una relación sentimental
con la mujer del suboficial corrupto de
la comisaría del pueblo; al pensarse
descubierto por el suboficial, acusa a
su amigo; el suboficial, para vengarse
del que supone amante de su mujer,
comete un crimen para atribuírselo;
por ese crimen, el traicionado y
falsamente acusado debe pagar años
de cárcel, lejos del pueblo.
Pero un día regresa. La novela
avanza sobre la expectativa del
encuentro entre el que traicionó y el
que fue traicionado; un encuentro
entre esos dos amigos que, de
jóvenes, imaginaban ser los
7
Hernán Ronsino, Glaxo, Eterna Cadencia, 2009; p. 36.
156
protagonistas de un western
americano. La expectativa es que el
duelo entre ambos será inevitable; o
que ambos finalmente se enfrentarán
al suboficial corrupto. 8
No obstante, ambas expectativas
resultan frustradas. Glaxo trabaja con
el imaginario del western
cinematográfico —recurrentemente
citado en la novela— pero para
desmentirlo. Mientras el western es un
relato de origen a partir del cual una
sociedad puede constituirse, Glaxo
apela a su imaginario pero para
mostrar los despojos de una sociedad
al borde de su disolución. Y en ese
ámbito, no hay lugar para héroes
míticos ni relatos fundacionales
porque el representante de la ley ha
dejado de ser el sheriff incorruptible
del western para encarnarse en un
oscuro suboficial de pueblo,
protagonista de los fusilamientos de
José León Suárez en 1956. En el
epígrafe con el que se abre la novela
—una cita de Operación masacre de
Rodolfo Walsh—, la novela expone su
hipótesis política y propone una
causalidad histórica sobre la que se
asienta el relato fundacional de un
pueblo —que bien puede ser pensado
como metáfora de la Argentina— en el
que, a diferencia del western, se
quebraron los vínculos entre
moralidad, ley, Estado y justicia.
Con ese epígrafe de Rodolfo Walsh —
como lo había sido el epígrafe de
Onetti en la novela anterior—, Glaxo
señala la otra tradición de la que
busca ser parte. No casualmente, es el
mismo Ronsino el que enfatiza la
función de los epígrafes en sus
novelas cuando responde, en una
entrevista de Juan Manuel Bellini,
que cada epígrafe es “como un
diálogo, querer resaltar que hay una
comunicación, porque me interesa
recuperar y repensar una tradición
para posicionarme en un lugar.
Muchos autores de mi generación
hacen el esfuerzo por cortar todo tipo
de contacto, como que a partir de ese
corte se funda la literatura. Hay un
desprecio por todo lo que viene
atrás”. 9 Pero a su vez, con esa cita de
Walsh y la presencia de un personaje
que bien podría haber sido parte de
Operación masacre, Ronsino toma
distancia de Saer e inscribe su novela
en la historia política nacional. <
8
“Pero lo más importante pasó ayer. Y esto hay que decirlo. Bajó del tren con la cabeza
rapada y una piel rancia (…) El humo de la máquina nos rodeaba. Parecía una escena
de algún western: me acordé de El último tren, pero el Flaco Vardermann no se parecía
a Kirk Douglas.” (Hernán Ronsino, Glaxo, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009; p. 73)
9
Juan Manuel Bellini, “Hernán Ronsino: literatura con antecedentes”, La Pulseada, 19
de marzo de 2012.
Sylvia Saítta nació en Buenos Aires en 1965. Es doctora en Letras, investigadora del CONICET y
profesora de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires. Publicó Regueros de tinta, un
exhaustivo estudio sobre el diario Crítica en la década del veinte, y la biografía de Roberto Arlt El
escritor en el bosque de ladrillos.
157
Humo, Miguel Ronsino. Óleo sobre tela, 2010, 200 x 150 cm.
158
Una nube de polvo
Reminiscencias de un lugar compartido
Luciano Guiñazú reúne las piezas de un recorrido en común con
Hernán Ronsino, que comienza en la carrera de Sociología y
desemboca en la creación –junto a Sebastián Russo y Alejandro
Boverio– de la revista En Ciernes. Una reconstrucción intelectual
y nostálgica de las afinidades de un grupo.
POR LUCIANO GUIÑAZÚ
N
uestro primer diálogo, recuerdo
o imagino bien claro el
escenario, fue sobre un texto
clásico, El suicidio de Durkheim. Una
semana antes de aquel primer
intercambio, Karina Sánchez nos
había presentado pero en ese
momento no hicimos más que cruzar
nombres. No recuerdo bien cómo se
desarrolló la charla pero de seguro
mis apreciaciones fueron todas vagas
y superficiales. Aunque ya había
dejado el secundario hacía unos años
yo seguía leyendo como leen los
estudiantes de secundario,
memorizando ciertas definiciones y
dejándolas fuera de todo contexto y
discusión posible, porque como es
claro para cualquier estudiante de
secundario, lo importante no es tanto
aprender o aprehender los conceptos
y sus posibles derivaciones o
implicancias, sino aprobar el examen.
En mi defensa puedo decir que el
sistema de evaluación no contribuía
mucho a que leyéramos de otro
modo. Esa materia en particular,
Sociología general, una de las
primeras de la carrera, se evaluaba
con dos exámenes presenciales que
consistían en desplegar en dos horas
la mayor cantidad de conceptos
posibles, tratando de responder al
mismo tiempo las preguntas
formuladas que eran del tipo “¿Cuáles
son las tres formas de suicidios que
tipifica Durkheim en su estudio?”
Ronsino había comprendido de
inmediato esta problemática en torno
a los exámenes, me refiero a la
paradoja que suponía que los
conocimientos o pensamientos podían
y acaso debían expresarse de forma
concisa, clara y sintética, al tiempo
que se daba por sobreentendido que
se estaba tratando con cuestiones
159
altamente complejas y enrevesadas.
Pero Ronsino había adoptado una
actitud diferente a la mía. Él, al igual
que el resto de nosotros, estaba
abrumado con este asunto de los
exámenes, pero de ningún modo iba a
desaprobar alguno. Yo por el
contrario, en una actitud que ahora
juzgo un tanto adolescente y hasta
infantil, desaprobé los primeros
parciales de casi todas las materias
que cursé aquel primer cuatrimestre
de mi carrera. No tardé mucho en
comprender lo estúpido de mi
posición y en gran medida fue gracias
a Ronsino que pude superar esa
especie de rebeldía inicial que me
llevaba de manera sistemática a la
perdición. Ronsino leía todo lo que se
cruzaba en su camino y siempre que
charlábamos sobre algún texto en
particular me mostraba párrafos:
crítica. En un principio lo seguí
distraídamente, pero pronto comencé
a desarrollar esa misma actitud frente
a los textos y a la carrera en general,
dando lugar a una especie de
metodología, que por cierto, ya era
costumbre para todos ellos. Me refiero
al grupo original del que formaba
parte Ronsino.
Karina Sánchez, Ana Pérez Declerq,
Paola Lavandera, Martín González y
Matías Rodeiro habían cursado todo
el CBC junto a Ronsino, se habían
hecho amigos y al iniciar la carrera
de grado conformaban un grupo más
o menos compacto. Yo conocí a
Karina unos meses antes y ella me
presentó a los demás y me introdujo
al grupo. Se sumaron después
Geraldine Parola y Luciana Castellani.
Los primeros años fueron similares
para todos; pasamos los primeros
Después, también de manera recurrente,
hacía uso de una de sus prácticas más odiosas:
explicaba lo que había acabado de leer,
para terminar con otro “¿No es genial?”.
“Mirá –me decía–, ¿no es genial?” Y
se leía toda una página en voz alta.
Después, también de manera
recurrente, hacía uso de una de sus
prácticas más odiosas: explicaba lo
que había acabado de leer, para
terminar con otro: ¿No es genial? A
los dos o tres días volvía con el texto
planteando un montón de dudas y
dos o tres días después venía la
cursos sin grandes sobresaltos. Hacia
la mitad de la carrera, las materias
optativas nos separaron. Una de las
primeras materias optativas que cursó
Ronsino fue el seminario de Weber, lo
recuerdo bien, porque la cursó de
manera más o menos prematura, es
decir antes de terminar sus materias
obligatorias, de modo que mientras
cursábamos juntos un par de materias
160
obligatorias, él nos contaba sobre esa
otra materia que había decidido hacer
de antemano. Yo había hecho algo
similar, pero en lugar de Weber había
cursado el seminario de Marx. La
facultad permitía estas cosas, el tema
de las correlatividades era flexible en
ese sentido y hasta se podría decir
que en lo formal, configuraba una de
las características principales de la
facultad. Sin embargo, si algo
marcaba a la facultad por esos años
no eran tanto sus características
formales, sino más bien sus figuras.
Algo parece quedar claro a la
distancia: de algún modo todos
nosotros fuimos parte del estallido de
las carreras de sociales, beneficiarios
inconscientes e inocentes de un gran
legado, que quizás sólo ahora seamos
capaces de apreciar en toda su
dimensión. La facultad estaba
marcada por el regreso más o menos
reciente de figuras trascendentes del
pensamiento argentino, algunas más
conocidas que otras pero en todos los
casos, aunque con sus diferencias,
importantes: Rubén Dri, Emilio De
Ipola, Carlos Portantiero, León
Rozitchner, Horacio González y otros.
Si hacia el final de nuestra carrera
nos movíamos con cierto
escepticismo y hasta con desprecio
por las prácticas y las formas de una
facultad que tendía y tiende todavía a
reproducirse a sí misma sobre lo peor
que tiene para dar, también es cierto
que fue allí donde descubrimos y
pudimos reconocer esa herencia
marginal pero profunda del
pensamiento argentino que estos
profesores encarnaron y que en
muchos casos siguen encarnando, así
como también la importancia que
ellos tenían en la discusión política
nacional.
161
Terminando nuestras carreras, no
diría que perdimos contacto pero,
como ya no cursábamos juntos,
Ronsino y yo charlábamos mucho
menos que antes. Para ese entonces,
él ya me había mostrado varios
cuentos, algunos de ellos formaron
parte de su primer libro, otros nunca
los publicó. Cuando presentó su
primer libro en la Feria fuimos todos
y después nos fuimos a comer a
sean importantes; pero aquella
presentación, siempre la recuerdo
como el momento culminante del
grupo, de allí en más nos fuimos
distanciando de manera progresiva,
nos seguimos viendo, algunos más
que otros, pero el grupo se fue
disolviendo, dispersando. Rodeiro y
Ronsino se acercaron mucho por un
momento y luego se separaron casi de
manera definitiva. Ana terminó la
De ahí le viene todo a Ronsino –decía Rodeiro–:
Lito es un narrador excepcional, la densidad
de todo un pueblo, con sus personajes,
su historia y sus miserias fluyen a través de él.
Kentucky. Matías Rodeiro fue más
tarde a presentar el libro a Chivilcoy,
y volvió fascinado con la figura de
Lito. De ahí le viene todo a Ronsino —
decía Rodeiro—: Lito es una narrador
excepcional, la densidad de todo un
pueblo, con sus personajes, su historia
y sus miserias fluyen a través de él;
de él toma Hernán su universo de
personajes y situaciones y sobre todo
de él viene esa forma tan sutil de
narrar de manera simple la
complejidad de situaciones y
escenarios que le dan cuerpo a sus
relatos. Yo conocí a Lito muchos años
después, y aunque no comparto del
todo la apreciación de Rodeiro sí
reconozco la influencia que aquel
payador tuvo y tiene sobre la
escritura de Ronsino. Las cuestiones
no son del todo conocidas, y acaso no
carrera antes que todos y se fue a
vivir a Salta. Martín González se
volvió a Corrientes dejando
pendientes dos o tres finales. Paola y
Geraldine siguieron sus propios
rumbos. Karina, Luciana y yo
prácticamente dejamos la carrera por
unos meses o años. En fin: nos
distanciamos sin saber bien por qué, y
sin buscar demasiadas explicaciones.
Ronsino terminó la carrera y comenzó
el profesorado. Al año de iniciarlo lo
concluyó, y arrancó a dar talleres de
literatura en Chivilcoy y acá en
Buenos Aires. Por ese entonces yo
volvía a estudiar y a contactarme con
él. Ronsino había iniciado un
proyecto editorial, que llevó por
nombre Fledermaus: era una revista
variada, con ensayos, poesías, prosa y
algunos trabajos históricos, si no
162
163
©Mariana Lerner
recuerdo mal. De vez en cuando me
mandaba sus textos para saber qué
me parecían. Recuerdo uno en
particular, se llamaba “Y los perros
también” o sólo “Los perros”; tengo
todavía pegada en mi cabeza la
imagen de un camino y de una
camioneta que levanta una nube de
polvo, de la cual salen como si se
tratase de fantasmas unos cuantos
perros que corren anárquicos y le
ladran no se sabe bien a qué. Una
imagen imborrable. Sobre este cuento
en particular recuerdo haberle hecho
una devolución bien extensa, y
recuerdo haberme juntado luego a
charlar sobre ella. Charlamos un
buen rato, y aunque el tema central
era el cuento de Hernán la
conversación se fue dispersando y
derivando en lugares extraños pero a
la vez interesantes. En ese encuentro
estuvo, es lo que creo ahora, el
germen de las reuniones que unos
años más tarde propiciarían el
surgimiento de la revista En ciernes.
En 2007, Ronsino publicaba su
primera novela y yo comenzaba a dar
clases en la facultad. Cuando salió
Glaxo, yo la presenté en Chivilcoy y
conocí allí a Lito y a Mafalda. No
hacía mucho nos habíamos vuelto a
encontrar con regularidad;
charlábamos sobre textos, sin
compromisos, ni grandilocuencia,
sólo charlas y comentarios sobre
libros que nos parecían importantes.
Con el tiempo Ronsino me dijo que
conocía a dos personas con las que
podríamos ensanchar el grupo y
nuestras charlas. Aunque un poco
escéptico, accedí a que nos
reuniéramos los cuatro. Así conocí a
Boverio y a Russo, y así surgió la
164
revista En ciernes, de un encuentro
propiciado por Ronsino. Para ese
entonces, todos dábamos clases en la
universidad. Las charlas se
transformaron rápidamente en
debates, y los debates en textos
enviados por mail. Se podría decir
que nos identificamos con ese tipo de
escritura, es decir con ese tono
intimista que tiene la carta y a la vez
con una discusión que estaba
impregnada de una politicidad que en
sí misma encarnaba, casi de manera
fortuita, todos aquellos aspectos de la
política que nosotros entendíamos
fundamentales. El proyecto de revista
surgió de esos encuentros, y así como
surgió se desvaneció. Al poco tiempo
de reunirnos, los compromisos
individuales y —por qué no decirlo—
nuestros propios temperamentos,
dieron por tierra con el proyecto
original. Todo había quedado
sepultado en el olvido, hasta que
después de mucho silencio, no
recuerdo si fue Russo o Ronsino, para
el caso no importa, lanzó la propuesta
de darle cuerpo a la revista mentada y
presentarla en un concurso nacional.
Convocamos a Pocha Silva y a
Daniela Sampieri para el diseño, y sin
otra cosa más que nuestros textos en
forma de cartas, enviamos la revista
al concurso. Nos premiaron, nos
dieron un subsidio y la revista salió a
la calle. Particularmente, creo que la
revista puede evaluarse en dos
sentidos; el primero de ellos tiene que
ver con los contenidos, que según
creo yo, fueron de menor a mayor,
tantos los nuestros como los de
nuestros invitados. El otro sentido
tiene que ver con el entusiasmo, que
como suele ocurrir fue en una
dirección diametralmente opuesta, es
decir de mayor a menor. No sé qué
será de esa revista, pero en todo caso,
Ronsino ha dado una apreciación
sobre ella con la que estoy de
acuerdo: fue una gran experiencia,
que valoraremos mejor en unos años.
En fin, seguramente haya mucho
más por decir y seguramente se
pueda hacer de una manera más
ordenada. Ahora que releo lo escrito
me doy cuenta de lo cierto que es
esto. Los momentos están mezclados
y superpuestos, prácticamente no
hay fechas y más que un suceder de
acontecimientos hay una nebulosa
de situaciones que por cierto no
tiene más orden cronológico que el
que mi cabeza les asignó. En
definitiva, acá no hay una historia
ni una semblanza de Ronsino, sino
un montón de recuerdos que
configuran el escenario de un
pasado compartido y en parte
olvidado y que, según lo veo ahora,
se parece mucho a aquella nube de
polvo que se levanta en el desierto y
de la cual salen como fantasmas un
montón de perros que corren
anárquicos y que le ladran no se
sabe muy bien a qué. <
Buenos Aires, abril de 2013.
Luciano Guiñazú (1976) es sociólogo,
investigador y coeditor de la revista En ciernes.
Coordinó jornadas y encuentros vinculados a las
ciencias sociales; publicó artículos y ponencias
en diversos congresos sobre pensamiento
político, salud mental y derechos humanos y
pensamiento histórico.
165
Zona traicionera: enunciación,
pasado y territorio en los textos
de Hernán Ronsino
Una mirada sobre la obra de Hernán Ronsino desde su espacio
de pertenencia: eso que la construye, la delimita y la hace
reverberar. La violencia como el exabrupto de la historia, o el
único diálogo posible.
POR EDGARDO SCOTT
FOTOS MARIANA LERNER
166
Los adioses
Todo escritor construye su territorio.
Pero hay algunos que lo duplican y
explicitan. La Santa María de Onetti,
el litoral saeriano, el Delta
Panorámico de Marcelo Cohen, el
condado sureño de Faulkner, el
Dublín de Joyce. La lista sigue. Sin
embargo, eso no significa que los
otros escritores no construyan y
delimiten también su zona. ¿No hay
acaso un territorio en Kafka, en
Borges, en Walser? ¿No hay territorio
en Sebald o en Carlos Correas? Si
algo reclama con fatalidad la
narrativa —a diferencia del poema—
es de un tiempo, de un narrador y de
un espacio en el que se pueda
desplegar la escritura. Entonces
habría que desconfiar de los escritores
como Ronsino que enseguida, como
astronautas o cartógrafos avezados,
nos pasan las coordenadas más o
menos exactas de sus ficciones. Una
primera hipótesis: en estos textos no
importa tanto el territorio como la
enunciación de ese territorio.
¿Y a qué se debería esa enunciación?
O mejor dicho, ¿qué significaría la
enunciación de un territorio? Me
vienen las palabras, el adagio de
Tolstoi que siempre recuerda y
transmite Abelardo Castillo: narra tu
aldea. Narrar la aldea, el pueblo, para
ser universal. Y me viene ahora, de
golpe, esa notable escena de Glaxo,
cuando Vardemann le corta por
última vez el pelo a Miguelito
Barrios. Ronsino escribe: “Murmura
el comienzo de una aclaración, el
comienzo de un pedido de disculpas.
Le impongo mi voz, sana, poderosa,
para borrar su presencia. Le digo:
Miguel, tranquilo, pasó mucho
tiempo. Lo peino con una raya al
167
costado. Lo preparo para el adiós”.
Me quedan sonando esas palabras:
pasó mucho tiempo… lo preparo para
el adiós. Y entonces se me ocurre que
la enunciación de aquel detallado
territorio está al servicio de la
despedida, del entierro escrupuloso
de aquel pueblo lleno de historias. En
Ronsino, la construcción y escritura
de una zona representa la aspiración
de lograr una empresa imposible:
deshacerse de ella. Agotarla. Un poco
como el juego de los niños al edificar
esmeradas torres o castillos, para
después tirarlas abajo, y decantar la
impresión, el recuerdo. Es paradójico,
pero de este modo Ronsino sería fiel
al inventario de Joyce, cuando decía
que todo lo que necesitaba un
escritor irlandés era “exilio, silencio y
astucia”. A lo que habría que agregar:
y un pasado. Un pasado que contar.
Benjamin decía: un narrador debe
tener una gran memoria.
Otra hipótesis: pasado y territorio,
memoria y topología, son sinónimos
en las ficciones de Ronsino.
El sonido y la furia
En las dos novelas publicadas hasta
ahora (Glaxo y La descomposición) se
narran asesinatos. Las novelas
además ocurren en el pasado. En un
pasado incluso no tan próximo (1959,
por ejemplo, es la fecha más remota
de Glaxo). “Febrero”, un cuento de Te
vomitaré de mi boca, que también
contiene un asesinato, comienza así:
“Hoy volví para ridiculizar la
sensación que tuve de haberme
muerto”. Incluso el diálogo —no
siempre implícito— que los libros de
Ronsino entablan con el peronismo
(con el primer peronismo, con el del
73, con el actual y —por elipsis— con
168
el que va del 89 al 99), habría que
tomarlo como muestra de aquella
relación tensa, cargada de violencia
respecto del pasado; una relación que
busca, a través de la escritura y el
síntoma de la ficción, algún
anticuerpo, alguna forma de
asimilación o incorporación de esa
violencia. Caminando por la plaza
principal de Chivilvoy, mostrándome
el monumento a Carlos Ortiz —autor
de “El poema de las mieses”—
tomando una cerveza en el Club
Social, donde sicarios políticos
asesinaron a Ortiz, Ronsino me
contaba que en Lumbre, su novela
inminente (inminente hoy que escribo
esta nota, abril de 2013) intentaba
cerrar o al menos hacer un cierre de
extraña y alegre (Chivilcoy), que
hasta subyugó a Luca Prodan, se posó
en mi memoria desde su origen. De
chico también me fue usual escuchar:
Chivilcoy es distinto de Navarro,
Chivilcoy es una ciudad. La gente de
Moll deseaba (o debía) ir a estudiar, a
pasear y a comprar a Chivilcoy. Es
que como Junín o Tandil, a Chivilcoy
se la puede ver como una ciudad
breve o como un gran pueblo. Yo me
inclino por la segunda opción. De
hecho, pasé mi último Año Nuevo en
Chivilcoy, cenando en un restaurant
donde iban muchas familias de clase
media y media baja, y pude
comprobar cómo a pesar de tener la
cantidad de habitantes que tiene, y
una cierta estructura edilicia y
En Ronsino, la construcción y escritura
de una zona representa la aspiración de lograr
una empresa imposible: deshacerse de ella.
Agotarla.
una determinada etapa; una etapa
donde ese pueblo, su pueblo, había
sido el núcleo imantado alrededor del
que había hecho orbitar ciertas
escenas, imágenes y textos.
Conozco la zona donde creció
Ronsino. Mi padre era de Navarro, de
Moll, un pueblo en medio del campo.
Moll —como mi padre se encargaba
de aclarar, con una aposición: partido
de Navarro— queda a menos de veinte
kilómetros de Moquehuá, que ya es
partido de Chivilcoy. Esa palabra
económica, Chivilcoy tiene —sobre
todo para los que venimos de Buenos
Aires o del conurbano— la velocidad
y los modos de un pueblo.
Cicatrices
Dos cosas respecto de Saer. La
primera. Cuando leí la mitad de la
primera página de La descomposición
(lo primero que leí de Ronsino)
pensé: esto es Saer. Pero no hubo un
rechazo en aquella impresión. Todo
169
lo contrario. Sentí alegría. Era como
si alguien (Ronsino) pudiera rehacer,
fraguar de nuevo, a partir de las
esquirlas y admiradas lecturas de la
obra saeriana, una poética brillante
para el relato. En tiempos de tramas
arrebatadas y escrituras orales,
propias de un chat, alguien volvía a
escandir la prosa, volvía a declamar
(¿por qué no?) sin pudor, y cantaba
sobre el desguace de las vías de un
tren o sobre la furia de un tornado.
La segunda. Hay un texto de Saer,
uno de los argumentos del libro de
relatos La mayor que se llama
“Discusión sobre el término zona”. En
él, Lalo Lescano y Pichón Garay
discuten durante un almuerzo, acerca
de la veracidad de lo que se ha
llamado una región. Saer lo escribe
cuando Pichón Garay está a punto de
irse a Europa y menciona que va a
extrañar, y que “un hombre debe ser
siempre fiel a una región, a una zona”.
región si no hay regiones”. Garay no
comparte, y ahí termina el relato. Y
no comparte —entendemos— porque
los límites de un territorio están
menos fundados en los accidentes
geográficos, que en los accidentes
históricos que lo van modelando.
Pichón no va a extrañar la zona por
el efecto de la distancia, de los diez
mil kilómetros. La va a extrañar
porque supone estar alejado, excluido,
de un sistema de relaciones y
amistades, que han sido su vida hasta
ese momento. No hay lugar válido en
literatura si no se le añade un afecto.
Una experiencia. Por eso hemos
abandonado las descripciones
detalladas del siglo XVIII y XIX. De
qué nos sirve que nos “pinten” al
detalle una habitación, si no estará
incluido tal o cual drama en ella.
Ronsino versiona, reescribe a Saer, no
tanto por el pueblo, el conjunto
instalado de personajes y el fraseo
Pero los textos de Ronsino son más concentrados.
Y tal vez por eso haya más violencia en él que
en Saer. A fin de cuentas, Ronsino es un narrador
de post-dictadura, un narrador que ha
internalizado los efectos de la represión.
Lalo Lescano se ocupa de socavar esa
teoría. Dice, entre otras cosas: “Yo
admitiría que se trata de una región
diferente si hubiese la posibilidad de
marcar un límite con precisión, pero
esa posibilidad no existe”. Y después
remata: “Por lo tanto no hay zonas,
[…] cómo se puede ser fiel a una
largo y escandido, como por la
elaboración de una memoria detallada
y falible, que busca deshacerse del
recuerdo a través del recuerdo mismo.
Erosionarlo, gastarlo, a fuerza de
repeticiones y desvíos, de insistencias
y hallazgos. Pero los textos de
Ronsino son más concentrados. Y tal
170
vez por eso haya más violencia en él
que en Saer. A fin de cuentas, Ronsino
es un narrador de post-dictadura, un
narrador que ha internalizado los
efectos de la represión. En él
predominan los fragmentos, los
pasajes, y no (hasta ahora) los tramos
largos. Ronsino es, si esta definición
fuera posible, un extracto de Saer (y
también, por lo tanto, de Faulkner).
Ronsino escribe una poética del
detalle, pero del detalle trunco. Un
prolijo inventario sobre una hoja
arrancada. Diezmada por una
violencia que irrumpe y que si por un
lado impide la comprensión, funda el
misterio. “La violencia, siempre,
entrelaza junto a la esperanza las
puertas de la historia; esa historia es
un campo manchado de sangre. El
exilio es una forma de la violencia, un
corpus astillado, incrustado en el
centro de la historia: pero el exilio
constante de la vida, en apariencia,
nos salva, dice Tarditti, del silencio, de
la contemplación del mundo original,
de su lento y progresivo deterioro”.
La memoria, la violencia, el pasado,
la traición, la poesía. Temas que,
cada tanto, un escritor de la llanura
al parecer no puede eludir y hasta
debe purgar. Ya sea con Dahlman,
que “empuña con firmeza un
cuchillo que acaso no sabrá manejar,
y sale a la llanura”. Con Fierro, más
diestro, por supuesto, para esas
esgrimas. Ni qué hablar del Vallejos
de Puig o del chico que,
contemplando a Sombra, se va para
las casas, como quien se desangra.
También, por qué no, con aquel
involuntario testigo que recuerda, ya
en su vejez, que de aquellas costas
vacías le ha quedado “la abundancia
de cielo”. En esa tradición inevitable
y asumida, Hernán Ronsino viene
escribiendo sus libros. Ya le debemos
las piernas de la Negra Miranda y la
compasión del Bicho Souza que,
ingenioso y sincero, nos advierte:
“Uno es el reflejo de lo que son los
dedos de sus pies”. <
171
Miguel Ronsino
Los cuadros –su densa materialidad– y los textos del artista
plástico Miguel Ronsino describen la obra de su hermano Hernán
como un salvataje, como la construcción de una pequeña
montaña en la que una alquimia hace que un recuerdo de
barro logre formar Historia.
La luz rebota en el espejo espeso,
el ojo se posa en la cresta de barro
la cresta de barro de la huella
El espejo inestable
La luz rebota y se dobla
La huella y el borde
Nace algo en el pliegue de barro que deja la huella,
lo que se hace y se deshace
en las hojas de barro
del libro de barro
Lo que se reinventa en el borde de la huella,
nace lo que se reinventa en el pliegue de barro de la huella
Nace lo que se reinventa en el borde de la escritura-huella
Nace la escritura misma reinventada como huella en el librobarro,
en el libro-pie, en el libro-calle-camino, reinventada la letra en
el cuerpo del camino
Estampada como pie en la historia
nace la palabra
172
Diablo blanco con flores, óleo sobre tela, 50 x 40 cm, 2012. Colección del artista.
173
La casa del puente, óleo sobre tela, 70 x 50 cm, 2012. Colección privada Buenos Aires.
174
En la memoria del Barro (pampeano)
Hay un recuerdo de niños, de entre diez y doce años, en cueros y
calzoncillos con el agua hasta las rodillas, en plan de pescar ranas en
la cañada que se armaba después de las lluvias por allá, por la
diagonal de la Glaxo; todos con las patas en el barro y con sus cañas
de piolín y pan.
Hay un recuerdo anterior aún, un recuerdo de niño descalzo, como de
nueve años, sentado en el pescante de un carro pitando un chala
mientras uno de sus hermanos intenta un vuelo desde el techo del
rancho familiar con alas prestadas de cigüeña.
Hay un recuerdo más cercano a todos los recuerdos, uno de niño que
mira el barro que dejó el aguacero, un recuerdo de niño que mira sus
patas en el barro, un recuerdo de huella de pie en el barro y de bordes
de huella de barro, un recuerdo de cresta de barro. Las patas ahí van y
vienen, como las historias van y vienen, como los aguaceros que
empapan la tierra y borran las huellas anteriores y dejan el barro
nuevo para las pisadas nuevas y dejan el barro como un espejo
inestable de la existencia.
Hay ojos tiernos que buscan las huellas como se busca un refugio,
como se busca un hueco que proteja al alma de tanto cielo.
Hay un recuerdo de pie de niño pateando crestas de barro seco en
horas de la siesta.
Hay una poesía en el barro que amasa el recuerdo, una poesía hecha
con las patas que van y vienen en el amasado recuerdo. Hay historias
amasadas en el barro y otras de barro sin amasar. Hay una huella en
el barro, hay una pluma que traduce la huella en palabra y la hace
historia de la historia.
Hay una huella de palabra.
Miguel Ronsino
Buenos Aires, febrero 2013.
175
176
Tres lecturas de Ronsino –acaso con múltiples
similitudes–, entre las predilectas de hoy. Tres novelas:
Pánico al amanecer, del australiano Kenneth Cook;
La sed, del argentino Hernán Arias; y Verano, del
sudafricano J. M. Coetzee. En las páginas que siguen,
un fragmento de cada una.
RONSINIANOS
177
KENNETH COOK
Pánico al amanecer
(fragmento)
Foto Gustavo Torchio
Grant vio en ese momento a un gran canguro gris de pie junto al camino.
Amartilló su rifle y se acomodó a medida que el vehículo se aproximaba,
bajando la velocidad. El animal estaba sólo a unos seis metros de distancia,
prácticamente inmóvil, justo en el límite de la zona de luz pro yectada por el
foco, y por alguna razón oteaba hacia la oscuridad.
«Parece que ni siquiera se ha percatado del coche», pensó Grant en el momento
en que el vehículo se detuvo. Entonces, agitado por la urgencia, disparó.
Cuando la bala alcanzó su objetivo, se produjo un ruido sordo tan claro
que Grant se imaginó que era como si le hubiese arrojado algo con la mano al
animal Cayó derribado de inmediato y desapareció entre los matorrales. Era un
grupo de arbustos aislado, y no había otro lugar en el que refugiarse en varios
metros a la redonda. Grant permaneció a la espera para ver si el canguro emergía
de la vegetación.
En ese momento un sonido horripilante salió de los matorrales; una respiración
ronca, arrastrada y agonizante.
—Buen disparo —dijo Joe.
Pero Grant estaba paralizado, horrorizado por esos estertores, que en
ese momento sonaban con un borbo teo y se sofocaban. Se oían muy alto, realmente
alto.
—Ahora ya no se moverá —dijo Joe—. Voy a por él.
Grant seguía sin decir nada. Sólo sentía miedo de lo que se ocultaba
entre los arbustos y no sabía por qué.
En cuanto Joe hubo dado unos cuantos pasos, el sonido cesó. No se
178
apagó poco a poco ni se fue convirtiendo en un resoplido o en un sonido lejano,
no, simplemente cesó.
Joe alcanzó el grupo de matorrales y se plantó allí.
Grant le oyó gritar:
—¡Que me lleve el diablo!
Y se internó entre la vegetación, que no cubría más que un par de metros
cuadrados. Una y dos veces atravesó esos arbustos bajos. Luego se dio la vuelta
y se encaminó de regreso al coche.
Grant ya sabía lo que iba a decir y no quería oírlo.
—Allí no hay nada —anunció Joe, e incluso su propia voz sonó perturbada.
—¡Mierda! —exclamó Dick—. No puede haber escapado. Vamos, vuelve
allí y cógelo.
—Te lo estoy diciendo: ¡no hay nada!
Grant continuaba de pie, con los ojos irritados. Le temblaban los labios y
sentía una extraña picazón en la piel. Sabía que el canguro no estaba allí. No
sabía cómo ni por qué, pero lo sabía. ¡Dios mío! ¿Por qué no estaba?
Tydon y Dick volvieron a echar una mirada, pero tampoco lograron dar
con el canguro.
179
Grant no se atrevía a dar un paso más allá del coche.
—Vaya, ¡qué gracia! —concluyó Dick.
—Sí, la mar de gracioso —dijo Joe.
Grant creyó que se le trizaban los nervios.
—Pero tú viste cómo caía derribado, ¿no? —Sentía que la voz se le
desgarraba.
—Claro. Pero... las cosas se vuelven curiosas de noche entre los matorrales
—comentó Dick, pronunciando las palabras con lentitud.
—¿Oíste el ruido que hacía?
—Sí, un ruido curioso.
—En fin.
—En fin —repitió el otro.
Dick abrió entonces otra botella de cerveza y, como los efectos de la bebida
consumida comenzaban a desvanecerse, se echó un trago de whisky.
Grant rechazó la cerveza pero le dio un buen sorbo a la botella de
whisky. Normalmente cuando estaba sobrio era incapaz de beberlo solo, pero
en esa ocasión no tuvo ningún problema. Al contrario, le resultó bastante placentero
y le sirvió para recuperar la calma.
Volvieron a ponerse en marcha y según viajaban se fueron pasando la
botella de whisky que todos habían estado echando en falta.
Llegado su turno, Grant se reclinó en su asiento para beber a morro, sin
dejar de pensar en el canguro al que había disparado. En el coche ya no importaba
gran cosa, pero un momento antes, en medio de la noche, bajo las estrellas...
¡Dios mío! Lamentó haberse vuelto a emborrachar otra vez.
No tardaron en encontrar otra manada de canguros. Debía de haber unos
diez o doce, entre los que destacaba un gran animal que permanecía erguido
mirando directamente a la luz.
Uno a uno, en respuesta a cada disparo, fueron cayendo al suelo o se alejaron
sin prisa; todos excepto el grande, que no hizo ni el menor movimiento.
—Es el líder de la manada —aseguró Joe, hombro con hombro con Grant,
mientras descerrajaban un tiro tras otro asomados por la trampilla del coche—
. Ya está tocado.
Dick puso el coche en marcha y condujo hasta el animal. Pero el canguro
continuó sin moverse.
—Dejad de gastar balas —ordenó Dick—: ¡yo me encargo de él!
El marsupial tenía dos manchas rojas sobre el pelaje blanco del pecho y
un brazo le colgaba descoyuntado por un disparo en el hombro.
Dick se acercó cuchillo en mano.
El canguro giró la cabeza con tranquilidad para mirarlo.
Con un movimiento ágil, Dick le lanzó una cuchillada a la altura de la
cabeza. El animal se limitó a inclinarse hacia atrás, apoyado sobre la cola, sin
realizar otro movimiento.
180
Joe se reía entre dientes.
—¿Lo ves? El ‘roo está intentando atraerlo para luego, cuando lo tenga
cerca, arrancarle las entrañas con un golpe de las patas traseras.
Hombre y canguro se miraban fijamente bajo la luz del reflector.
El minero sonreía, divertido.
El animal parecía indiferente.
Ésta debe de ser, pensó Grant, la situación que excitaba a los romanos
cuando luchaban contra las bestias exóticas en la arena.
El canguro era más alto que el individuo que tenía delante, al que debía
mirar hacia abajo.
Dick dio un salto hacia un lado, y el canguro se reacomodó para seguir
frente a frente. Luego hizo un quiebro hacia el otro lado y por un momento la
cola del animal quedó a su alcance. La cogió entonces con firmeza y la levantó
en el aire.
Al perder el equilibrio, el canguro comenzó a dar manotazos, incapaz
de controlar sus movimientos, con la cabeza doblada hacia adelante, desvalido
y sin dignidad. Sin dejar de sujetar la cola con una mano, Dick se echó hacia
adelante y con el cuchillo le hizo un profundo corte en el muslo, no lejos de la
ingle. A continuación le provocó un corte en la otra pierna y dejó caer la cola.
El canguro, que había quedado inmovilizado, permanecía quieto, de espaldas
a la luz y sin mover la cabeza.
Dick lo cogió entonces por el morro y de un tajo le abrió la garganta. El
marsupial se estremeció con un espasmo y se desplomó en el suelo. Dick le hizo
un corte en canal, le extrajo las entrañas, seccionó los cuartos traseros y los
metió en el coche, dejando medio canguro tirado en el mismo lugar en el que
un minuto antes el animal completo había estado de pie, mirándolo a la cara.
Todos le dieron un espaldarazo a Dick y cuartearon el resto de cuerpos.
Después de beber un poco más de cerveza volvieron a ponerse en marcha, permitiendo
que la noche cubriese lo que dejaban atrás.
—¿No es peligroso? —Grant se dio cuenta de que ya estaba hablando
lenta y pesadamente otra vez.
—No, John —le contestó Joe—, no, si sabes lo que estás haciendo.
—¿Tú también lo has hecho?
—Claro que sí, unas cuantas veces. No es nada del otro mundo.
—Pues me gustaría intentarlo.
—¿Quieres probar esta noche? —preguntó y se incli nó hacia adelante—:
¡Oye, Dick! John dice que él tam bién quiere probar con el cuchillo. ¿Qué te parece
si le damos una oportunidad?
—Claro, ¿por qué no?
Tydon se había girado para mirarlo. Grant no podía verle la cara: su
rostro quedaba sumido en la oscuridad, recortado a contraluz por el destello
del reflector. Pero Grant se imaginó que esbozaba una sonrisa.
181
—Sí, ¿por qué no? —dijo también Tydon.
«¿Por qué no?», se repitió Grant mientras continua ban descendiendo a
través de la noche.
La siguiente manada la avistaron junto al sendero. La oscuridad se encendió
con el fuego de los rifles, y el penetrante humo de las detonaciones
llenó el interior del coche. Los canguros caían muertos o se arrastraban cojeando.
Uno de ellos, sin embargo, se alejó unos cuantos metros dando brincos
y se detuvo entre los árboles, claramente visible desde el coche.
—Ése es para ti, John —le dijo Joe, pasándole su cuchillo.
Grant cogió el arma y salió del vehículo a través de la trampilla del
techo, para evitar tener que forcejear con el perro. De un salto se plantó en el
suelo y fue en busca del canguro, nítidamente iluminado por el foco en una
pos tura que. parecía que estuviese oteando en la oscuridad cercana.
Grant oía a los hombres profiriendo vítores. Se oyó el disparo de uno de
los rifles, pero no supo adónde fue a parar la bala. Él se limitó a avanzar aplastando
la maleza, tropezándose, a trompicones. Podía caerse y hacerse daño con el
cuchillo, así que blandía el arma ante sí con el bra zo extendido, como una bayoneta
durante la carga. Pero se sintió ridículo y optó por girar la hoja hacia abajo.
El canguro no se movía.
Sólo cuando lo tuvo cerca se dio cuenta de que era un animal muy pequeño,
de algo más de un metro de altura. Además, estaba malherido y se limitaba
a mantenerse en pie, mirando hacia la oscuridad que se prolongaba por
detrás de la luz del reflector. De no haber sido porque los hombres estaban pendientes
en el coche, habría ido a buscar el rifle. Se paró entonces detrás del
canguro, deseando que se moviese y le echó una mano al hombro. Era suave y
tibio al tacto. El pecho del animal palpitaba. Debido a la proximidad le veía
dos cabezas, tal como la otra noche había visto doble el rostro de Janette.
Grant tomó impulso y arremetió contra el animal con el cuchillo. La hoja
le produjo un profundo corte en la espalda y la sangre comenzó a brotar, formando
una línea oscura sobre el pelaje. Sin embargo, el canguro seguía inmóvil.
¡Santo Dios! ¿Qué hacía él allí, John Grant, profesor de escuela y hombre
enamorado, despedazando a esa pequeña bestia mullida bajo la fría luz de las
estrellas?
Se echó hacia adelante y guió el cuchillo hacia el pelaje blanco del
pecho. El arma penetró con facilidad y abrió una hendidura profunda, pero el
canguro seguía con vida. La carne se cerró con fuerza alrededor de la hoja y
Grant tuvo que forcejear para extraerla.
Sollozando volvió a blandir el puñal y lo clavó en el pecho y en la espalda
del animal una y otra vez. Pero el marsupial aguantaba en su sitio, mudo,
sin protestar y sin morir tampoco.
Grant se echó hacia atrás un instante, se llevó la mano a los ojos y oyó
los gritos de aliento provenientes del coche.
182
Nuevamente al ataque, rodeó al canguro por los hombros con el brazo izquierdo,
tiró de su cabeza hacia atrás y comenzó a asestarle puñaladas en el cuello.
La sangre salió despedida a presión y no tardó en manar tibia entre sus
manos. Notaba la cabeza del animal cediendo más y más hacia atrás hasta que
finalmente, con una gran convulsión, el canguro cayó muerto al suelo.
Grant lo cogió por la cola y lo arrastró hacia el coche.
Al llegar al lugar donde lo esperaba la pandilla corrió las persianas de
su mente y simplemente continuó funcionando, volviendo a cobijarse bajo la
manta de la borrachera.
Estar bebido resultaba reconfortante y agradable, no causaba dolor y le
quitaba importancia al hecho de que los canguros muriesen a tiros entre horrorosos
estertores y desapareciesen en plena noche, o que fueran pequeños
animales que uno descuartizaba cuando aún seguían con vida.
Esa noche Grant mató a numerosos canguros e incluso intentó arrancarle
las vísceras a uno sin asegurarse de que estuviese muerto. El animal acabó
dando tumbos con las entrañas colgando desparramadas.
Todos se rieron a carcajadas y volvieron a reír al ver a Grant cubierto
de sangre, bebiendo whisky y cerveza sin parar, mientras la cacería se hacía
cada vez más salvaje.
Alguien soltó un disparo que atravesó el techo del coche y otro disparó
a través del parabrisas, y todos se echaron de nuevo a reír.
Los gritos y las carcajadas, las botellas y las balas, el rugido del motor
del coche y los golpes de las ruedas al impactar contra los arbustos: ésa era su
contribución al so nido de la noche. La caja del maletero rebosaba de medios
canguros cuarteados, y tras ellos quedaba un reguero de cadáveres mutilados,
repartidos según la errática trayectoria del vehículo. Y en los recodos oscuros
y en los cauces secos, aquellos canguros que tenían el cuerpo perforado por
las balas esperaban la muerte sin emitir comentario.
Dios misericordioso, aunque el hombre era una cria tura poderosa, un
trago más podía hacerle sentir todavía mejor. Grant se había dejado caer pesadamente
contra el perro. Ya no le importaba.
Poco después de que se acabase todo el licor, Dick dio la vuelta con el
coche y, tras zigzaguear por un momento, regresó a la carretera. En realidad
no se demoró mucho en volver a dar con el camino porque habían pasado
buena parte.de la noche dando vueltas en círculo.
El hotel de Yindee había previsto su regreso y continuaba abierto. Era
raro que los hoteles cerraran en el Oeste. <
Pánico al amanecer. Seix Barral, Barcelona, 2011 (Wake in Fright, Text Classics, Melbourne, 1961).
Kenneth Cook (1929-1987) fue un prolífico escritor australiano, periodista, director de cine, guionista,
fundador del partido Grupo de Reforma Liberal y creador de la primera granja de mariposas en
Australia, entre otras actividades.
183
HERNÁN ARIAS
La sed
(fragmento)
Foto Gustavo Torchio
184
Mi abuelo guardó la botella con agua en la heladera, cerró la puerta y
caminó en dirección al dormitorio. No había entrado todavía cuando escuché
la voz de mi madre llamándome desde más adentro. Me pedía que fuera enseguida.
Entré a la habitación detrás de mi abuelo. Vi que mi abuela estaba recostada
en la cama, en la misma posición en la que la había visto desde afuera,
cuando estaba con Daniel. Mi madre estaba junto a ella, sentada, humedeciendo
un pañuelo en el agua del vaso. Mi abuelo se había quedado parado a los pies
de la cama, mirándolas, sin hablar. Buscá el desinfectante en el cajón de la mesita
de luz, me dijo mi madre. Recién entonces me vio mi abuela. Estaba con
los ojos entrecerrados y los abrió cuando escuchó que mi madre me hablaba.
¿Cómo estás?, me dijo. Yo le dije que estaba bien. Entonces mi abuela le preguntó
a mi madre para quien era el desinfectante. Mi madre le dijo que era
para una amiga de mi tío que había venido a visitarnos con él. Mi abuela se
quedó callada un momento, mientras tanto yo busqué el frasquito del desinfectante
en el cajón. ¿Qué le pasó?, preguntó mi abuela. Mi madre le explicó
que se había clavado una púa de alambre en el pie. Entonces mi abuelo le preguntó
si estaba bien, y mi madre le dijo que sí. No es nada, le dijo, pero tiene
que desinfectarse enseguida. Mi abuelo se ofreció para llevar el desinfectante,
pero mi madre volvió a decirle que no era nada, que no se preocupara, porque
Lucrecia se había lastimado apenas. Puede volver caminando sola, dijo, sin
ningún problema. Entonces mi abuela dijo que Lucrecia era un nombre hermoso.
Dijo que ella había tenido una amiga en la infancia que se llamaba Lucrecia.
Dijo que habían sido amigas durante muchos años, hasta que Lucrecia
185
se casó y se fue a vivir a Buenos Aires, porque el marido era porteño. Tuti noi
andoma vìa, a òta al memo, dijo mi abuela, come a l’è andaita via Lucrecia. Yo
no entendí qué significaba lo que había dicho. No digas esas cosas, dijo mi
abuelo. Tenés que ponerte fuerte y bien, y esos pensamientos no ayudan para
eso. Mi madre dobló el pañuelo en dos o tres partes y se lo puso sobre la frente
a mi abuela. Mi abuela volvió a entrecerrar los ojos, y habló con una voz muy
frágil, apenas audible. Ti it sas che mi i l’hai pa pí ‘de temp, dijo, ch’am destisso,
pòch a pòch che né bon né mal pensè, a l’an ed pòst per mi. Yo no había entendido
ni una palabra de lo que acababa de decir mi abuela, pero por la cara
de mi madre pude darme cuenta de que no era algo bueno. Di la vuelta a la
cama para salir de la habitación. Ya estaba en la puerta cuando mi madre me
dijo que no olvidara las gasas. Están arriba de la cómoda, me dijo. Las busqué
y salí. Pasé por la cocina y salí a la galería. Solo encontré a mi padre. Estaba
sentado a la mesa, pensativo. Mi tío y Daniel habían bajado al patio y se alejaban
caminando en dirección a los árboles frutales. Yo tenía que ir para el
otro lado. Pasé rápido por detrás de mi padre, para que no me viera. Bajé los
escalones y caminé por el costado de la casa, hacia el camino. Se había levantado
un poco de viento. Los eucaliptos sacudían sus ramas más altas, y algunos
troncos crujían como si estuvieran secos. Miré hacia la punta del camino y vi
que Lucrecia seguía sentada en el mismo lugar. Apuré el paso. Pensé que debía
estar dolorida, y casi al mismo tiempo volví a pensar en el tétano y en lo terrible
que era esa enfermedad. Cuando llegué vi que Lucrecia se había reclinado sobre
el tronco, ahora estaba recostada y con la pierna levantada para evitar que la
herida se ensuciara con tierra. No me dijo nada cuando me vio. Sonrió, agradecida,
y alargó el brazo para que le diera el desinfectante y la gasa. ¿Te duele?,
le pregunté, y me dijo que no. No mucho, me dijo. Cuando le di el frasquito
con el desinfectante y el sobre con las gasas volvió a cambiar de posición. Se
tiró para atrás y cruzó las piernas sobre el tronco. Ahora el pie lastimado le
había quedado al alcance de las manos, y después de observarlo unos segundos,
destapó el frasquito, sacó las gasas, y las humedeció con el desinfectante hasta
que tomaron un color intenso, parecido al amarillo. Después dobló las gasas y
se las puso sobre la herida, presionando apenas con los dedos. Frunció la frente
y la boca, seguramente por el ardor. Mantuvo esa expresión en su cara por
unos segundos; después me miró. Vení, sentate, me dijo. Yo me había quedado
parado a un costado del tronco, mirándola. Me hizo señas para que me sentara
a su lado, golpeando, suavemente, con la punta de los dedos de su mano libre,
sobre el tronco. Yo hice lo que me pedía. Me senté y miré el pie lastimado. Todavía
sostenía las gasas contra el talón, por lo que solo pude ver cómo se había
manchado el pie con el mismo color más o menos amarillo del desinfectante.
¿Te arde?, le pregunté, y me dijo que sí. Un poco, me dijo. Es una sensación
fea la del ardor, me dijo, y se quedó pensativa, con la vista fija en algún punto
del campo llano, pero como si no lo viera, como si sus ojos se hubieran quedado
186
ciegos por un momento. Es como la sed, me dijo después, y yo le dije que sí,
que era cierto, y pensé que nunca se me hubiera ocurrido esa comparación. Lucrecia
estuvo unos segundos más, todavía, mirando el campo, antes de volver
a mirarme a mí. ¿Alguna vez tuviste mucha sed?, me preguntó. Yo le dije que
no. Es una sensación muy fea, me dijo. Yo nací al lado del mar, me dijo, y
cuando era chica, así como vos, iba todas las tardes a la playa y me sentaba a
ver cómo el cielo cambiaba de colores cuando bajaba el sol. El sol no caía en
el agua, sino atrás del pueblo, pero a mí me gustaba mirar las nubes. No sé por
qué. Pero me gustaba, y pasaba horas, hasta que oscurecía, sentada en la arena,
sola. Pensaba en muchas cosas —cosas de chicos, viste—, pero siempre que me
volvía a mi casa iba pensando en lo mismo: por qué no se podía tomar el agua
del mar. Por qué era salada. Eso no lo podía entender. En la escuela me habían
enseñado que toda el agua de los ríos era dulce y que los ríos desembocaban
en el mar. Entonces, me preguntaba yo, por qué el agua del mar no es dulce,
también, como la de los ríos. Pero nunca encontré una respuesta. Lucrecia se
quedó callada, se sacó las gasas de la herida y la revisó. Yo también pude ver
la lastimadura: era un punto rojo con una aureola también roja alrededor. Toda
la piel del tobillo había tomado el color del desinfectante. Lucrecia volvió a
poner las gasas sobre la herida antes de hablar. ¿Vos naciste acá?, me preguntó.
Yo le dije que no, que había nacido en el pueblo. Mirá vos, me dijo, y volvió a
quedarse callada. Entonces yo le pregunté cómo lo había conocido a mi tío. Y
vi que antes de contestarme, sonrió. Es una historia muy larga, me dijo, y sos
chico para entenderla. Con tu tío somos buenos amigos, dijo, y nos conocemos
hace mucho. Yo le pregunté si lo había conocido en el pueblo del que me había
hablado, y me dijo que no. Lo conocí en Rosario. Del pueblo me fui hace veinte
años, me dijo. No sé por qué pero no podía seguir ahí, así que conseguí un trabajo
en Rosario y me mudé. Debe haber sido porque no pude encontrar una
respuesta a mi pregunta, me dijo, y sonrió. No se puede vivir frente al mar,
murmuró. Y volvió a quedarse callada. El viento soplaba un poco más fuerte
ahora y el zumbido de las ramas de los eucaliptos nos envolvía por momentos.
Delante nuestro, cruzando el camino, se extendía el campo. Era el potrero en
el que entrábamos a cazar en el invierno. Ahora estaba sembrado con maíz, y
las plantas se recostaban y volvían a enderezarse una y otra vez, azotadas por
las ráfagas de viento. Lucrecia se había quedado mirando el maizal. Yo también.
Estuve mirando cómo el sembrado iba y venía con el viento, sin pensar en
nada, completamente distraído, hasta que volví a escuchar la voz de Lucrecia.
Esto es igual que el mar, me dijo, pero sin peces. <
La sed. Entropía, Buenos Aires, 2011.
Hernán Arias (1974) nació en San Francisco, Córdoba. Dirige la colección de nouvelles “Temporal.
Narrativa del bicentenario”, editada por la Universidad Nacional de Villa María. Publicó el libro de
cuentos Los invitados.
187
J. M. COETZEE
Verano
(fragmento)
Fotos Luis Sens
188
22 de agosto de 1972
En el Sunday Times de ayer, una noticia desde Francistown, en Botswana.
La semana pasada, en plena noche, un coche, un modelo norteamericano
de color blanco, se detuvo ante una casa de una zona residencial. Bajaron unos
hombres con pasamontañas, derribaron la puerta a patadas y empezaron a disparar.
Cuando finalizaron los disparos, prendieron fuego a la casa y se marcharon.
Los vecinos sacaron siete cadáveres de entre las brasas: dos hombres,
tres mujeres y dos niños.
Los asesinos parecían ser negros, pero uno de los vecinos les oyó hablar
entre ellos en afrikaans y estaba convencido de que eran blancos con la cara
ennegrecida. Los muertos eran sudafricanos, refugiados que se habían mudado
a la casa solo unas semanas atrás.
Cuando piden un comentario, a través de un portavoz, al ministro
sudafricano de Asuntos Exteriores, dice del informe que «no ha sido verificado».
Añade que habrá investigaciones para determinar si los fallecidos
eran realmente ciudadanos sudafricanos. En cuanto al Ejército, una fuente
no especificada niega que la Fuerza de Defensa de Sudáfrica haya tenido
nada que ver con el incidente. Sugiere que lo más probable es que los asesinatos
hayan respondido a un asunto interno del Consejo Nacional Africano
y que reflejen las «tensiones en curso» entre facciones.
Una semana tras otra se habla de sucesos similares en las zonas fronterizas,
asesinatos seguidos de anodinos desmentidos. Él lee las noticias y se
siente sucio. ¡De modo que es a esto a lo que ha regresado! Sin embargo, ¿en
qué lugar del mundo puede uno esconderse donde no se sienta sucio? ¿Acaso
189
se sentiría más limpio en las nieves de Suecia, leyendo desde la lejanía acerca
de su gente y las diabluras más recientes a que se entregaban?
Cómo librarte de la suciedad: no es una cuestión nueva. Es una vieja
cuestión que te roe como una rata, que no te suelta, que te deja una herida asquerosa
y supurante. Mordedura del fuero interno.
—Veo que la Fuerza de Defensa vuelve a las andadas —le co menta a su
padre—. Esta vez en Botswana.
Pero su padre es demasiado cauteloso para picar el anzuelo. Cuando abre
el periódico, se lo salta todo hasta llegar a las páginas deportivas, dejando de
lado la política... la política y las matanzas.
Su padre solo siente desdén hacia el continente que se extiende al norte
de donde ellos se encuentran. A los dirigentes de los estados africanos los despacha
con la palabra «bufones»: tiranuelos que a duras penas saben escribir su
propio nombre, que van de un banquete a otro en sus Rolls Royces con chófer,
que visten uniformes al estilo de Ruritania festoneados de medallas que ellos
mismos se han concedido. África: un terri torio de masas hambrientas y bufones
homicidas que las tratan con prepotencia.
—Han entrado en una casa de Francistown y matado a todo el mundo
—insiste él de todos modos—. Los han ejecutado, incluso a los niños. Mira. Lee
la noticia. Viene en primera plana.
Su padre se encoge de hombros. No puede encontrar palabras lo bastante
amplias para abarcar la repugnancia que le cau san, por un lado, unos matones
que asesinan a mujeres y niños inocentes y, por otro, unos terroristas que guerrean
desde refugios situados al otro lado de la frontera. Resuelve el problema
enfrascándose en los resultados del críquet. Como reacción a un problema
moral, es inadecuada. Sin embargo, ¿acaso es mejor su propia manera de reaccionar,
esos accesos de rabia y desesperación?
En otro tiempo pensaba que los hombres que idearon la versión sudafricana
del orden público, que crearon el vasto sistema de reservas de trabajadores, pasaportes
internos y distritos satélite segregados, habían basado su sueño en una trágica
mala interpretación de la historia. Habían malinterpretado la historia porque,
nacidos en granjas o en pequeñas poblaciones del interior, y aislados dentro de
un lenguaje hablado en ningún otro lugar del mundo, no tenían ninguna noción
de la escala de las fuerzas que, desde 1945, habían arrastrado al viejo mundo colonial.
Sin embargo, decir que habían malinterpretado la historia era en sí mismo
engañoso, pues no leían en absoluto textos sobre historia. Por el contrario, le
daban la espalda, desechándola como una masa de calumnias reunidas por extranjeros
que despreciaban a los afrikáners y que harían la vista gorda si fueran
asesinados por los negros, hasta la última mujer y el último niño. Solos y sin amigos
en el remoto extremo de un continente hostil, erigían su Estado-fortaleza y
se retiraban detrás de sus muros: allí mantendrían encendida la llama de la civilización
cristiana occidental hasta que por fin el mundo recuperase el juicio.
190
De este modo, más o menos, se expresaban los hombres que dirigían el
Partido Nacional Africano y el Estado en que la seguridad se imponía a cualquier
otra consideración, y durante mucho tiempo él creyó que lo decían con
el corazón en la mano. Pero ya no es así. Ahora tiende a pensar que, cuando
hablaban de salvar la civilización, sus palabras nunca fueron más que un engaño.
En este mismo momento, detrás de una cortina de humo de patriotismo,
están sentados y calculando durante cuánto tiempo podrían seguir representando
la función (las minas, las fábricas) antes de que tengan que hacer el equipaje,
destruir todos los documentos incriminatorios y vo lar a Zurich, Mónaco
o San Diego, donde, al amparo de empresas con nombres como Algro Trading
o Handfast Securities, años atrás se compraron chalets y pisos como un seguro
contra el día del Juicio Final (dies trae, dies illa).
Según esta nueva y revisada manera de pensar, los hombres que ordenaron
a la patrulla asesina actuar en Francistown no tenían una visión equivocada,
y mucho menos trágica, de la historia. A decir verdad, lo más probable
es que se rieran con disimulo de unas personas tan necias como para tener
cualquier clase de visiones. En cuanto al destino de la civilización cristiana en
África, siempre les ha importado un rábano. ¡Y estos, precisamente estos, son
los hombres bajo cuyo inmundo poder él vive!
A desarrollar: la reacción de su padre a los tiempos comparada con la
suya: sus diferencias, sus (primordiales) similitudes.
1 de septiembre de 1912
La casa en la que vive con su padre data de la década de 1920. Las paredes,
construidas con ladrillos en parte cocidos pero en general de adobe, están
ahora tan deterioradas por la humedad que se filtra desde la tierra que han empezado
a desmoronarse. Aislarlas de la humedad es una tarea imposible; lo
mejor que puede hacerse es instalar un lienzo de hormigón impermeable alrededor
del perímetro de la casa y confiar en que se sequen lentamente.
Una guía de reformas domésticas le informa de que cada metro de hormigón
requerirá tres sacos de arena, cinco sacos de piedra y un saco de cemento.
Calcula que si el lienzo alrededor de la casa tiene diez centímetros de
profundidad, necesitará treinta sacos de arena, cincuenta sacos de piedra y diez
sacos de cemento, lo cual supondrá seis viajes al almacén de materiales de
construcción y seis cargas completas en un camión de una tonelada.
Mediada la primera jornada de trabajo, se da cuenta de que ha cometido
un error desastroso. O bien ha malinterpretado las indicaciones de la guía o
bien en sus cálculos ha confundido metros cúbicos con metros cuadrados. Va
a necesitar mucho más que diez sacos de cemento, más arena y piedra, para
colocar un lienzo de noventa y seis metros cuadrados de hormigón. Va a necesitar
más de seis viajes al almacén de materiales de construcción; va a tener
que sacrificar más que unos pocos fines de semana de su vida.
191
Una semana tras otra, utilizando una pala y una carretilla, mezcla arena,
piedra, cemento y agua; bloque tras bloque, vierte hormigón líquido y lo nivela.
Le duele la espalda, tiene tan rígidos los brazos y las muñecas que apenas puede
sujetar una pluma. Sin embargo, no se siente desdichado. Observa que está haciendo
lo que las personas como él deberían haber hecho desde 1652, a saber,
su propio trabajo sucio. De hecho, cuando uno se olvida del tiempo que le dedica,
el trabajo empieza a producir un placer peculiar, el de haber colocado
bien una placa, con una perfección que está a la vista de todo el mundo. Las
placas que él está colocando seguirán ahí cuando él ya no sea el inquilino de
la casa, incluso es posible que sigan ahí cuando él ya no exista, en cuyo caso
podría decirse que en cierto sentido habrá engañado a la muerte. Uno podría
pasarse el resto de su vida colocando placas, y sumirse cada noche en el más
profundo de los sueños, fatigado y dolorido por la dura y honesta tarea.
¿Cuántos de los andrajosos trabajadores que pasan por su lado en la
calle son los autores secretos de obras que les sobrevivirán: carreteras, muros,
torres metálicas? Al fin y al cabo, una clase de inmortalidad, una inmortalidad
limitada, no es tan difícil de lograr. ¿Por qué insiste entonces en inscribir unas
marcas en papel, con la leve esperanza de que personas que aún no han nacido
se tomen la molestia de descifrarlas?
A desarrollar: su disposición a meterse de lleno en proyectos mal concebidos;
la presteza con que se retira del trabajo creativo para dedicarse a una
actividad mecánica.
16 de abril de 1973
El mismo Sunday Times que, entre revelaciones de tórridas aventuras amorosas
de profesores y alumnas de poblaciones rurales, entre fotos de jóvenes actrices
aspirantes al estrellato que llevan exiguos biquinis y fruncen los labios, sale
con revelaciones de las atrocidades cometidas por las fuerzas de seguridad, informa
de que el ministro del Interior ha concedido a Breyten Breytenbach un visado para
que pueda regresar a su país natal y visitar a sus padres enfermos. A esto se le
llama un visado compasivo, y es extensible a la esposa de Breytenbach.
Breytenbach abandonó el país años atrás para vivir en París, y poco después
estropeó de antemano su oportunidad al casarse con una vietnamita, es
decir, una mujer que no era blanca, una asiática. No solo se casó con ella, sino
que, si uno da crédito a los poemas en los que figura su mujer, está apasionadamente
enamorado de ella. A pesar de lo cual, dice The Sunday Times, el compasivo
ministro permitirá a la pareja una estancia de treinta días durante la
cual la llamada señora Breytenbach será tratada como si fuese una persona
blanca, una blanca temporal, una blanca honoraria.
Desde el momento en que Breyten y Yolanda llegan a Sudáfrica, él moreno
y apuesto, ella de una delicada belleza, la prensa los persigue. Los teleobjetivos
captan cada momento íntimo, mientras meriendan con unos amigos
192
junto a un arroyo de montaña.
Los Breytenbach realizan una aparición pública en una conferencia literaria
que tiene lugar en Ciudad del Cabo. La sala está llena a rebosar de mirones.
En su discurso, Breyten llama bastardos a los afrikáners. Dice que por el hecho
de ser bastardos y avergonzarse de su bastardía han inventado ese plan propio
de gente que vive en las nubes , de la separación obligatoria de las razas.
Su discurso recibe grandes aplausos. Poco después, él y Yolanda emprenden
el vuelo de regreso a París, y los periódicos dominicales vuelven a su
menú de ninfas traviesas, esposos infieles y crímenes de Estado.
A explorar: la envidia de Breytenbach que sienten los hombres suda -
fricanos, por su libertad para explorar el mundo y su ilimitado acceso a una
hermosa y exótica compañera sexual.
2 de septiembre de 1973
Anoche, en el cine Empire de Muizenberg, una de las primeras películas
de Kurosawa, Vivir. Un soso burócrata se entera de que padece cáncer y solo
le quedan unos meses de vida. Se queda aturdido, no sabe qué hacer consigo
mismo, adonde dirigirse.
Lleva a su secretaria, una joven llena de vida pero tonta, a tomar el té.
Cuando ella intenta marcharse, él la retiene, asiéndola del brazo. «¡Quiero ser como
tú! —le dice—. ¡Pero no sé cómo!» A ella le repele la franqueza de su súplica.
Pregunta: ¿cómo reaccionaría él si su padre le asiera el brazo de ese
modo? <
Verano. Mondadori, Buenos Aires, 2009 (Youth: Scenes from Provincial Life II, Secker and Warburg,
Londres, 2002).
John Maxwell Coetzee nació en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en 1940. Entre su vasta obra merecen
destacarse las novelas Vida y época de Michael K, Desgracia, Elizabeth Costello y la trilogía formada por
Infancia, Juventud y Verano, que constituye una suerte de autobiografía novelada. En 2003 recibió el
premio Nobel de literatura.
193
194
Algunas páginas de la pluma del propio Hernán Ronsino:
un cuento breve; un fragmento de su última novela;
finalmente, el diario de un viaje a Chile en 2012.
PRIMERA
PERSONA
195
La curva
1
Tiene las piernas largas como si fueran dos ríos que se tocan al nacer,
en la profunda laguna: oscura, húmeda, misteriosa. Pero también tiene dos palabras
que repite siempre, y un tatuaje en la espalda, y unas manos que acarician
como si hicieran pan.
Y dice que mató al tío. Y camina descalza porque siente a la tierra creciéndole
por dentro: dice que la tierra se le mete por los talones, y que le crece
al costado de las venas, como los cables, o las rutas, crecieron a los costados
de las vías del tren.
La tierra la vuelve fuerte, dice, le permite enfrentar los ojos de la gente.
Que si no fuera por la tierra, ella, ahora, estaría quebrada como un ombú:
loca, dice.
Y dice que dejó un hijo recién nacido en un campito de Benítez, hace
como cinco años. Las marcas del tiempo las tiene claras. También tiene claras
las notas de la cumbia que silba por el medio de la avenida Güemes, cuando la
avenida Güemes entra en un declive que parece enterrarse, y no sólo deja de
estar asfaltada sino además se llena de recortes de ladrillos, que se supone
deben emparejar los pozos de los alrededores de la Cerámica.
Entonces ahora me contás un cuento vos, me pide siempre, cuando termina
de narrar su historia. Siempre me cuenta su historia. Y después se pone
un tronquito de pasto en la boca, sentada junto al arroyo que lleva los desperdicios
de los chiqueros y de la Cerámica, que está atrás nuestro, y que en esta
tardecita calurosa, la Cerámica, parece un imperio derrumbándose. Y le invento
una historia. Le gustan las aventuras de los guerreros y de las princesas. Le
196
©Madre Tierra Evans Kurchan
gustan los castillos y las brujas. Le gustan los paisajes que, más lejos de estas
ruinas, la transporten. Le gustan los tigres.
2
No es de acá, dicen los remiseros de la curva. Vino con los bolitas que
levantaron los edificios de la Federación, y se quedó. Vive atrás de la Cerámica,
en una tapera impenetrable. Se la ve con perros (les habla a los perros), y se
junta con los chicos del monte, que son mucho más chicos que ella, dicen. Ella
seguro hijos todavía no debe tener, pero en cualquier momento, de seguir así,
ligera, alguien la emboca, dicen los remiseros, sentados en los sillones de mimbre
en la vereda de la curva, ignorando la verdadera historia de la chica; ni siquiera
pueden imaginar la escena entre las chapas del rancho, en una quinta
de Castilla, el tío agarrándola de los pelos, arrancándole la ropa, penetrándola
con un oscuro placer en los ojos, y un susurro áspero, constante entre los labios;
no pueden imaginar, por ejemplo, los remiseros, cómo fue que, a los seis meses,
embarazada, una noche de lluvia en que el tío reincidió, ella, certera, le enterró
una cuchilla en el abdomen, con la frialdad con que cualquiera corta un pan
al medio; no pueden, tampoco, los remiseros, ver en la cara de la chica, la imagen
que la persigue cada vez que cierra los ojos en ese colchón viejo de la tapera,
dejando a su hijo –porque le parecía que no era de ella, que había nacido
sucio- entre fardos secos en un campito de Benítez; no pueden imaginarla, aunque
digan, inventen otras historias, aunque la vean perderse, ahora, silbando
por el medio de la avenida Güemes, mientras se bambolea sobre esas piernas
largas, como si fueran dos ríos que se tocan al nacer. <
197
Lumbre
(fragmento)
Areco tampoco sabía llorar. Vivía atrás del eucalipto de la avenida José
León Suárez. En un rancho de barro que tenía incrustado, en un lateral, una
publicidad de vinos Marañón. El rancho estaba entre la avenida y las vías.
Antes, contaba el abuelo, eso fue el boliche de Salustro. Por eso el abuelo
decía que Areco vivía en el boliche de Salustro, con dos tías y un padre melancólico
que se la pasaba pescando en la laguna de Garay. Nunca quedó
claro si esas chicas que vivían en el rancho eran sus hermanas o las hijas de
sus tías. Porque andaban mezclados. Amontonados. Cada vez que llovía
fuerte, por ejemplo, el barro anegaba las calles, los carros se encajaban después
de cruzar las vías y el agua de los zanjones desbordaba, amenazando,
casi siempre, el rancho. Entonces cuando esas tormentas empañaban los vidrios
de la carnicería y el eucalipto que era un mojón se nublaba, pensaba en
las tías de Areco, en el padre melancólico, en esas chicas que nunca se supo
si eran hermanas o primas, pensaba en Areco, amontonados en el rancho, rodeados
por la crecida del zanjón.
El día que Vardemann volvió de la cárcel tuve la primera pesadilla. Lo
vi caminar, bordeando las vías, con la cabeza rapada. Yo jugaba con unos soldados
de plomo en la vereda del As de Espada. Pensé en un vendedor de ropa,
de los que llegaban de Buenos Aires y vendían casa por casa. Cuando pasó a
mi lado, el Flaco Vardemann preguntó si yo era el hijo de Bicho Souza. Le dije
que sí. Y se sentó en el suelo, recostado contra el tronco de uno de los árboles.
Miraba el edificio cerrado del As de Espada. Me miraba jugar, en silencio. Estuvo
un rato así, como estudiando el paisaje. Entonces sacó unos caramelos del bol-
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sillo y me los regaló. Tenía olor a perfume. Me pasó la mano por la cabeza después
de darme los caramelos. Estás grande, dijo. Y siguió caminando hasta la
peluquería. Antes de entrar el padre lo abrazó con suavidad, como se abrazan
las cosas frágiles. Y enseguida cerraron la puerta. Esa noche soñé que se inundaba
la laguna del Tigre. Yo pescaba en un bote. Era de madrugada y una tormenta
quebraba el cielo. Hacía frío. Pero pescaba mucho. El bote se cargaba de
pescados. Me rodeaba, por un lado, la abundancia y, del cielo, la furia de la tormenta.
Esa tensión me desesperaba. ¿Cómo puede inundarse una laguna? Más
bien se desborda. Crece. No podía entender eso en el sueño. Creo que esa noche
tuve fiebre. Y en medio de la pesadilla comenzó lo que, a lo largo de varios
meses, sucedería, dos o tres veces por semana, de un modo sistemático. Amanecí
mojado. El colchón cubierto por una aureola amarilla que me impregnaba de
olor. Traté de ocultarlo hasta que el Viejo un día dijo: Esto parece un baño de
estación. Pensó que un gato se había metido a la casa. Lo buscó, corrió muebles.
Pero confesé. Cambiar el colchón era caro. Por eso lo dábamos vuelta cada dos
o tres días. Y los sábados mamá lo sacaba al patio para que se ventilara. El
abuelo cuando se enteró me retó adelante de los clientes, en la carnicería. Salí
corriendo invadido de vergüenza. Me escondí en los cañaverales que rodean la
Glaxo. Pasé, entre las tacuaras, toda la tarde. Se escuchaba el cambio de turno
de la fábrica o el tren de las cuatro que terminaba en Mercedes. Así medía el
paso del tiempo. Hasta que en un momento descubrí —en medio del cañaveral—
la voz de Areco. Había construido una fortaleza. Jugaba a los indios. Tenía
una lanza hecha con una caña. Cuando me vio se quedó serio, después avanzó
y me apoyó la punta de la lanza —afiladísima— en la garganta. Dijo algo, como
si fuera en el idioma de los indios. Yo me reí. Lo miré a los ojos y me reí. Por
eso me hice amigo de Areco esa tarde. Porque no había llorado. Porque resistí
con la risa. Entonces jugábamos todas las tardes en la fortaleza. Nadie nos molestaba.
Era lindo cuando llovía. Se escuchaba —más que nunca— el canto de
los pájaros. Areco con el tiempo empezó a venir a casa. Y a colaborar con el
abuelo en la carnicería. Se encargaba de los mandados. Un día —después de
consultar con algunos especialistas— mamá me dijo que había decidido mandarme
a natación.
Entonces dije: Voy pero con Areco. Mamá se resistió unos días. Hasta
que una mañana caminó por la avenida José León Suárez. Golpeó el rancho.
La atendió una de las tías. Quería hablar con el padre de Areco. La tía de
Areco dijo que todos se llamaban así, Areco. Mamá sintió vergüenza. Y
cuando mamá, después, contaba que había sentido vergüenza porque no sabía
el nombre de Areco, nos dimos cuenta de que Areco, para nosotros, no tenía
nombre. Era Areco. El padre del chico, dijo entonces mamá. La tía secándose
las manos contó que el padre estaba en la laguna. Pescando. La hizo pasar y
le cebó unos mates amargos. Le habló, con tristeza, de la cuñada muerta. De
ese hombre que era el padre de Areco, derrumbado después de la muerte de
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su mujer. Le habló de una hipoteca. De las tierras del ferrocarril. Y de un posible
desalojo. La sencillez, decía mamá, con la que esa gente vive. Se despidieron
con la promesa de seguir charlando otro día. Cuando estuvo a la altura
del eucalipto, mamá vio al hombre en bicicleta, que bajaba de la avenida,
con una gorra torcida en la cabeza y tres cañas de pescar atadas a un costado.
El hombre pasó despacio, sin mirarla. Mamá dudó. Pero le dijo que lo andaba
buscando. El hombre tardó en detenerse. Mamá se le acercó y le habló de
Areco, es decir, de su hijo. El hombre la escuchó, anestesiado por el vino, y,
con una voz chiquita, contestó que no tenía problema. Que le agradecía. El
agua es una buena cosa, dijo. Una semana después, Areco y yo empezamos
natación en el club Racing.
El primer día nos llevó mamá. Estaba más nerviosa que nosotros. Areco
ni siquiera tenía un yorcito para meterse en el agua. Mamá le dio uno viejo. Yo
lo había usado una sola vez en la laguna de Junín. Tenía el elástico vencido.
Era rojo. Llegamos al club veinte minutos antes. Mamá, ni bien lo descubrió,
se puso a hablar con el coordinador, un hombre que arrastraba los pies al caminar
y se llamaba Cico. Mamá le habló de Areco y no fue explícita —prefirió
hacernos esperar a un costado— cuando habló de mí. Cico usaba anteojos de
sol y tenía el torso desnudo. Y cada tanto asentía con la cabeza. Los pelos en
el pecho, entrecanos, se le arremolinaban por el sol. El tipo repetía incansable:
No se preocupe, señora. Después mamá nos dio un beso. Era la primera vez que
mamá le daba un beso a Areco. Y se fue nerviosa. Entonces, mientras empezaban
a llegar los demás, quedamos bajo la sombra de Cico que nos miraba detrás
de los anteojos de sol —sabiendo cada una de nuestras miserias—; la sombra
proyectada contra la cancha de básquet lo volvía a Cico más enorme, más animal:
Se cambian, dijo. Y después me traen los andariveles. De ahí, dijo, señalando
la sala de máquinas.
Cumplimos con la orden pero demoramos en la sala de máquinas un
rato porque Areco quedó deslumbrado por lo que, después supimos, era el filtro.
Y además porque no sabíamos qué era un andarivel. En el fichero una mujer
nos señaló la pared y dijo: Eso. Parecemos pescadores, largó entonces Areco
mientras arrastrábamos la madeja por la escalera del vestuario. Seguro habrá
pensado en su padre, pescando en la laguna de Garay. Areco armó una sonrisa
cuando dijo que parecíamos pescadores. Enseguida llegamos a la pileta. (Con
el tiempo me di cuenta que Cico nos mandó a buscar los andariveles para que
evitáramos la revisación médica: Areco, era evidente, no la iba a pasar). El sol
pegaba contra los techos y el resplandor de las paredes blancas nos rompía los
ojos. Cico estaba en la otra punta haciendo patalear a un puñado de chicos. La
espuma se alborotaba en los bordes. Y al vernos hizo sonar el silbato. El pataleo
se detuvo. Cico parecía un muñeco lejano. Dijo algo, fuerte. Dijo algo gritando
y volvió a sonar el silbato. Entonces, en el borde, regresó el pataleo y después
la espuma. Areco al escuchar las palabras de Cico salió corriendo. Corrió con
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©Luis Sens
la confianza que lo hacía, por ejemplo, en el cañaveral o en el monte de eucaliptos.
Pero lo hizo descalzo. Por eso, a los dos metros, sintió el sacudón en los
pies. Y después el cimbronazo en el resto del cuerpo. Lo vi derramarse en el
suelo. El cuerpo de Areco hundido —el yorcito rojo a la altura de las rodillas—
en el resplandor de la mañana.
Así, entonces, no se aprende a llorar. Así se aprende, más bien, a resistir.
Tenía sangre en las rodillas. Y pensé que mucha vergüenza. Cico se
acercó apurado. Los demás dejaron de patalear. ¿Qué significa tener vergüenza?
¿Huir hasta el corazón mismo del cañaveral? ¿Tirarse debajo de la
Fortaleza armada con cañas y hojas de chala? ¿No aparecer nunca más por
la pileta? ¿O enfrentar los ojos irónicos, risueños? ¿Enfrentar las fantasías
que, después, se irán fabricando en los vestuarios; las versiones de la caída
del chico pobre que empezó natación y que circularán, inevitables, en los
autos de los padres profesionales, en las mesas cargadas de comida, en las
quintas de los fines de semana? ¿Qué significa tener vergüenza? Desde esa
tarde que lo encontré en el cañaveral habíamos comenzado a construir una
trama de afecto. Compartíamos muchas cosas. Pero, a la vez, estaban claras,
visibles las enormes distancias, las lejanías profundas que nos separaban.
Areco, vencido frente a los ojos de la colonia, despuntó en las manos una
lanza que usó para pelear. Era hábil para revertir la adversidad. Y se puso a
pelear. Contra los fantasmas, peleó. Se paró, en silencio, bajo el sol pesado
de la mañana, la sangre le chorreaba aguada en las rodillas. Lo miró a Cico
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y con una voz terminante ordenó que le dejaran libre el paso. Caminó decidido,
por el borde, con el yorcito rojo vencido, para terminar de colocar el
andarivel. Arrastraba la madeja como si fuera un rosario. Lo perseguía un silencio
crudo. De admiración y respeto. De miedo.
Después de ese día, yo terminé siendo para todos el amigo de Areco.
Cico nos fue delegando cada vez más tareas. Éramos sus asistentes. Nos quedábamos
nadando después de hora. Viendo las piruetas que Cico hacía desde
el trampolín. (A veces nadaban, después de almorzar, la Renga Ravignani y la
celadora Bertoni). Areco absorbía como una esponja. Imitaba, incluso, los gestos.
Todo lo que hacía Cico. Dos meses después de aquel primer día, confundí,
en el vestuario, a Areco con Cico mientras se secaba con la toalla. Copiaba
muy rápido. Crecía como esos árboles que se trepan sobre el palo que los endereza.
Areco se atrevía sobre las espaldas de Cico. Aprovechaba la oportunidad.
Y yo iba detrás, me filtraba por la estela abierta. Por eso fuimos
promovidos rápidamente al equipo de competición. Areco en los estilos crawl
y pecho. Yo en pecho. Una mañana mientras entrenábamos para la primera
competencia, vi que Areco se tiró al agua alocado, con una remera puesta.
Empezó a nadar. Había dos o tres chicos en la tribuna. Nadie más. Areco nadaba
desesperado. Se hundió, en un momento, y buceó en la zona de los cuatro
metros. Entonces ahí empecé a descifrar los bordes de un cuerpo. Emergieron
enseguida. Después Areco nadó hasta la escalera celeste, despintada, arrastrándolo
como en las películas. Lo ayudé. Y sacamos el cuerpo de un chico
que corría pecho. Le decían Negrito. Y le había agarrado un calambre en la
panza. Balbuceaba. Decía que no podía salir. Que se hundía. El Negrito se puso
a llorar y abrazó con desesperación a Areco. Desde entonces fuimos tres. El
Negrito vivía en el centro. Iba a la escuela Normal. Y durante un par de semanas
estuvo obsesionado con Areco. Se cruzaba el pueblo en bicicleta hasta el
rancho. Y Areco, en algún sentido, se aprovechaba de la situación. Un día lo
convenció de que era lo mejor dejar la bicicleta en el rancho. Había muchos
perros, estaban las vías, era peligroso. Y el Negrito confió. Esa bicicleta quedó
en el rancho y no hubo forma de que volviera al centro. Esa bicicleta fue tomando,
incluso, la apariencia, los modos de Areco. Perdió un guardabarros. Y
el ojo de gato se quebró enseguida. El barro seco fue envolviendo las cubiertas
y los caños. Un día el Negrito no la reconoció. Corrimos, entonces, las últimas
dos carreras de la temporada. La primera fue en Pileta. Y la segunda en el club
Racing. Además de algunos clubes locales se agregaban clubes de la zona, de
Bragado y 9 de Julio, por ejemplo. En nuestra categoría corríamos los tres y
un chico de Bragado al que le decían Caraloca. Tenía la boca ancha y la nariz
de boxeador. Era flaquito y nadie daba un peso por él. Una especie de pluma.
Pero una vez que largaba, Caraloca se movía como un pez. Ganó todas las carreras
de la temporada. Areco salió segundo, en las dos que participó, con varios
cuerpos de ventaja.
202
Ese año, después de la colonia, Areco empezó a trabajar con Cico. En
verano, Cico se dedicaba a la pileta. Y el resto de los meses trabajaba de albañil.
Areco entró como peón en una obra cerca del hospital. Por eso, de a poco,
los encuentros en el cañaveral se fueron espaciando. Areco fue construyendo
una rutina que lo hacía pasar todas las tardecitas por la carnicería del abuelo.
Y en esas visitas aprovechaba para charlar conmigo y saber cómo iban las
cosas. Desde que empezamos la colonia y a lo largo de todos esos meses —y
esto era algo que mamá y en especial el abuelo celebraban— Areco mostró un
giro de personalidad impactante. Se diluían en las charlas las bromas sin sentido.
Los estallidos inesperados, los movimientos incómodos. El trabajo le está
haciendo bien, murmuraba el abuelo. Y frente a ese Areco, ahora un muchacho
a quien el trabajo le hacía bien, estaba yo. En mayo o en junio volvieron las
pesadillas. Esta vez era la laguna de Gómez en Junín. Un viento gigante enrollaba
la laguna desde los bordes y el agua inmensa lo arrasaba todo. En
mayo o junio de ese año, con las pesadillas, reaparecieron los amaneceres incómodos,
el olor a baño público. Solo se enteraron el Viejo y mamá. Ventilábamos
el colchón sin que el abuelo lo supiera. Y mamá, por dentro, anhelaba
el regreso del verano.
Las cosas empeoraron cuando una madrugada de septiembre golpearon
con fuerza la puerta de casa. Me despertaron los gritos. Reconocí primero que
no se trataba de una de pesadilla y después la voz de Areco, desgarrada. Salí
corriendo de la cama. El piso frío se me fundió en la planta de los pies. Había
dos cosas indelebles que me entraron esa noche mientras avanzaba por el pasillo
oscuro: la voz desgarrada de Areco y ese frío despojado, apretado en los
pies. El padre de Areco se había ahogado en la laguna de Garay. El cuerpo estuvo
flotando más de treinta horas. Hasta que decidieron buscarlo. Y entonces
descubrieron la imposibilidad de llegar a la laguna de Garay. No figuraba en
los mapas. Y tampoco era una laguna. Se trataba de una parte cavada de la
vieja estancia de Garay que se había inundado. Le llamaban la laguna de Garay.
Pero cuántas personas sabían eso. Un puñado que llegaría a veinte. Ni siquiera
el nuevo dueño, un tal Ruster, de Santa Fe, lo sabía. La mujer de Ruster, por
ejemplo, lo llamaba el laguito. Ahí apareció el cuerpo del padre de Areco. Lo
llevaron de madrugada en una camioneta hasta el rancho. Y cuando Areco vio
el cuerpo muerto de su padre, tirado en la entrada, cuando Areco vio de qué
modo esa camioneta poderosa y con más luces que todos los ranchos de la
zona se perdía en la oscuridad, sintió primero la necesidad de tirarle piedras,
sintió después la desesperada necesidad de correr. Llegó a casa desesperado.
Entonces las pesadillas ahora me ponían en el mar. Me hundían en el mar. Flotando
a cinco kilómetros de una costa inmensa. Las luces de los edificios parpadeaban
como insectos. Y el faro giraba incesante. El movimiento apurado
de las olas desarmaba los bordes de la realidad. Y ponía las cosas en otro sitio.
En ese revuelo infinito, en esa desorientación, el agua entraba contundente
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para llenarme la boca. Escupía. Desesperado. Escupía. Largaba el agua. Y los
peces. Y las algas inmundas. Escupía.
Una semana antes de comenzar, otra vez, la temporada de colonia,
los Areco abandonaron el rancho de Salustro, como decía el abuelo, y ocuparon
una casona derruida cerca de la estación Sud. En esos días una de las
chicas —nunca supimos si eran primas o hermanas de Areco— tuvo que ser
operada de urgencia. Fuimos con mamá a visitarlos al hospital. Pero sucedió
algo que mamá nunca pudo entender. Los Areco —Areco, las tías, y las otras
dos chicas— estaban sentados en la sala de espera, y cuando nos vieron entrar
empezaron a dispersarse de a poco. Solo quedó la tía que había atendido
a mamá, esa vez, cuando mamá la visitó en el rancho. Pero cuando nos acercamos
a saludar y preguntar por la chica operada, la tía de Areco apenas
balbuceó algunas palabras vacías, dejó escapar un par de agradecimientos.
Y se puso a llorar, despacio, con llantos que parecían gemidos de atragantados.
Eso pensé. Pero los atragantados éramos nosotros. El silencio nos
abrumó mientras regresábamos en el colectivo local. Mamá no entendía lo
que pasaba.
El día que empezó la colonia imaginé que no iba a cruzarme con Areco.
Pero cuando salí del vestuario, ahí estaba, con un yor nuevo, azul, un silbato
colgado en el pecho. Y, siempre, atento a los pasos de Cico. En cambio, el Negrito
cuando me vio, contento, agitó un brazo dándome la bienvenida. Durante
el primer mes de pileta no hicimos otra cosa que entrenar para las seis carreras
previstas en la temporada. En ese mes, Areco se paseaba como un bañero y si
hablaba conmigo era porque el Negrito nos convocaba. En ese mes también
conocí a Jorge Leguizamón, un chico con el que después cursaría el secundaria
y compartiríamos las primeras salidas nocturnas. Pero Jorge, en la pileta, tenía
su grupo. Lo formaban el hermano, Martín, y dos o tres más que jugaban al
básquet en el Racing. En enero, Areco dejó de ir a la colonia. El Negrito dice
que lo seguía viendo. Porque lo visitaba por las tardes en la obra donde Areco
trabajaba. Fue el Negrito el que me contó, entonces, que la chica que vivía con
ellos había perdido un embarazo. Por eso la habían tenido que operar. Y según
parece, contó el Negrito, el que la embarazó fue el padre de Areco. Dudé en
contar eso. Porque no sabía si era cierto. Pero una noche, esperé que el abuelo
se fuera a dormir, y se lo conté al Viejo y a mamá. Pobrecita, decía mamá. Todo
el tiempo repetía esa palabra. Y se secaba las lágrimas que le caían como manojos
de uvas. Gordas. Carnosas.
Entonces una semana antes de que terminara la colonia, a fines de febrero,
tuvimos que viajar a Bragado para cerrar la temporada de carreras.
Cico nos citó a las dos de la tarde en la puerta del club. Era sábado y hacía
un calor tremendo. El colectivo de Aliaso dobló a las dos y cuarto. Un Mercedes
Benz impecable. Con asientos tapizados en cuerina blanca. Yo me senté
con el Negrito cerca del fondo. Areco se quedó en los asientos de adelante
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con Cico y Gervasoni, uno de los dirigentes del club. En el viaje Cico nos
contó la leyenda del caballo Bragado. Un animal fabuloso, solitario y libre,
que recorría los campos en el siglo XIX. Y nadie lo podía atrapar. Un caballo
salvaje, indomable. Fue por eso, precisamente, por su absoluta libertad, que
unos gauchos comenzaron a perseguirlo, emperrados en ser más fuertes que
el animal. Pero con los fracasos fueron naciendo las historias. Trasmitidas
con velocidad, a la velocidad del viento, digamos, por el campo. El mito del
caballo indomable no tardó en consolidarse. Una tarde lo acorralaron en la
laguna. Y el caballo, atrapado, se hundió en el agua para siempre. Cuando
Cico dijo así, se hundió en el agua para siempre, el Negrito, temblando, se
puso a llorar y me abrazó de miedo, recordando, seguro, esa vez que se ahogaba
en los cuatro metros. Bragado es un pueblo, entonces, fundado sobre la
leyenda de un caballo ingobernable y hermoso que antes de ser atrapado prefirió
el sacrificio. Mientras Cico decía eso, parado en el pasillo y desestabilizado
por el movimiento del colectivo de Aliaso, el relieve de Bragado crecía
como una sombra bajo el sol de la tarde. Después Cico estiró el brazo hacia
la derecha, marcó un punto impreciso y habló de la laguna. Las aguas, desde
la ruta, apenas se veían. Pero todos imaginamos, en el fondo, solitario, al caballo
indomable.
La tribuna del Bragado Club estaba llena de gente. Alguien inauguró la
carrera. Dijo, con voz engolada, que todo se daba en el marco de los festejos
de la fundación. Y que, como broche de oro, a la tardecita se largaría, en la
ruta 5, el sprint final de la tradicional carrera de ciclismo Doble Bragado. Los
aplausos fueron menos entusiastas. Después una voz amplificada por los parlantes
fue anunciando cada carrera. No sabíamos ganar. Caraloca, siempre,
nos sacaba varios cuerpos de distancia. Nos turnábamos entre el segundo y el
cuarto puesto. Parecíamos un coro que adornaba la destreza de Caraloca. Él
resbalaba, en el agua. Y nosotros, atrás, pesados, apáticos. Cuando la voz amplificada
llamó al Negrito, lo descubrí. Estaba sentado en la tribuna, con una
gorra verde en la cabeza. Después nombraron a Areco, que salió moviendo el
cuerpo como si fuera un profesional. El locutor hizo un silencio largo. Esperé
que lo nombraran, mientras lo veía ahí, en la tribuna. Pero escuché mi nombre.
Y mientras buscaba el andarivel 6, pensaba que algo raro estaba pasando. Parado,
junto al puesto de largada, me di cuenta de que el locutor había dejado
de llamar a los corredores. Y el hombre que anunciaba la largada ya estaba
posicionado para gritar. El Negrito, nervioso, balbuceó que faltaba uno.
Cuando el Negrito dijo uno, vi, en la tribuna, la escena completa. Es decir: Caraloca
con la gorra verde y un brazo enyesado. En sus marcas, se oyó. No sabíamos
ganar. Listos. Y uno de los tres, ahora, tenía que hacerlo. <
Lumbre. Eterna Cadencia editora, Buenos Aires, 2013.
205
Un mundo que se quema
Crónica de un viaje a Chile
FOTOS IGNACIO SANTA MARÍA
(www.contrafotografia.cl)
206
27 de julio. Santiago.
Anoche alguien dijo: “Perón es un traidor”. Y el rumor, típico, de la cena se detuvo.
La contundencia de la frase, entonces, quedó resonando un buen rato.
Hasta que Cé se atrevió a torcer el rumbo y empezó a hablar de cañerías tapadas
y de dificultades domésticas.
En Sobre la fotografía, Susan Sontag analiza las fotos de Arbus. Hace unos
días, en Buenos Aires —a partir del artículo de un amigo— me pongo a ver pinturas
y fotos de Francis Bacon. Hay algo, creo, en la superficie de las fotos de
Arbus –más allá de la monstruosidad que pretende retratar, como dice Sontag–
hay, digo, algo de posibilidad, aún, respirando en esa topografía. Algo que
Bacon parece triturar sistemáticamente.
30 de julio. Santiago.
Desde la plaza Italia de Santiago, la cordillera aparece —cuando el aire lo permite—
como si fuera el lomo silencioso y manchado de una ballena que reposa.
En uno de los paredones que bordea el río Mapocho —en el puente de Pío Nono—
se lee una pintada, larga, que recuerda las viejas luchas, la memoria, por ejemplo,
de una clase obrera chilena organizada. El taxista que el martes nos trajo del ae-
207
ropuerto a Cé, a M. y a mí, resultó ser un gran lector. Dice, en un momento, que
si los libros estuvieran más baratos —sin el IVA que incrementa el precio final— se
leería más. Dice que él, ahora, prácticamente no puede comprar libros. Y, esa imposibilidad,
le dispara el recuerdo de lecturas viejas: en bibliotecas públicas, en la
escuela, en la militancia barrial. Esa imposibilidad, entonces, despierta una memoria
que en alguna de sus complejas aristas se confunde con la pintada sobre el
paredón interior del río Mapocho. Aparecen, así, en el relato del taxista, una serie
de autores y de títulos de la década del veinte y del treinta. Autores de culto. Cé
queda impresionada. Cé es la única que conoce todos esos nombres. El taxista, finalmente,
mientras atravesamos Santiago y el estrecho Mapocho corre a la par,
nos cuenta el argumento de un libro llamado El río. Fue escrito por Alfredo Gómez
Morel en1962 mientras estaba preso —eso recuerda Cé, aunque el taxista no puede
terminar de confirmarlo—. Se trata de una especie de autobiografía de un chico
de la calle —de un pelusa, como le dicen— que se junta con otros chicos pobres y
con las banditas que merodean las caletas del Mapocho. Gómez Morel era pelusa
y baja al río, dice el taxista cada vez más hundido en la trama. Baja para juntarse
con una banda de rufianes que, tarde o temprano, terminaran abusando de los
chicos que se agregan en los túneles, bajo los puentes, como perros, dice. Son chicos
atravesados por el desamparo y el rencor. Él, dice el taxista refiriéndose a
Gómez Morel, narra en El río su propia violación. Lo violan los ladrones en el río
y los curas en la iglesia, dice. Enseguida nos mira obsesionado por el espejo retrovisor
para ver cómo reaccionamos. Nos atrapa el silencio. La mirada busca la
dispersión después de semejante historia. Santiago se encamina hacia el atardecer.
Y el agua del Mapocho corre, ahora, mansa, civilizada y adormecida —no digo
208
muerta, digo adormecida— como la conciencia de la clase obrera; o como esa cordillera
que se parece al lomo de una ballena reposando en el mar.
31 de julio. Santiago.
También el sexo se inscribe en el porvenir, dice Foucault en Historia de la sexualidad.
Basta con decir hola, por ejemplo, para que una leve reacción, un gesto mínimo
del otro me ubique, irremediablemente, en la trama o lengua argentina. Somos
posibles desde el reconocimiento de esas fronteras.
No hay sexualidad, entonces, sin el territorio de la lengua; no hay lengua posible
sin las honduras de la sexualidad.
1 de agosto. Santiago.
El juego sólo se comprende en el plano de la intimidad. Pero se vuelve, así, un
pacto entre los dos: cuando están en público, cuando viajan en subte o entre
amigos. Él le propone una tarde, mirándola a los ojos, que lo haga reír. Ella entiende
rápido la propuesta. Él se pone serio y la mira fijo. Ella espera que pase
un rato. Y después despliega su histrionismo. Él no puede durar ni dos segundos.
La risa lo atraviesa. Entonces como un chico quiere hacerlo de nuevo. Ella acepta,
porque le gusta actuar. Porque le gusta hacerlo reír. La escena se repite. Ella hace
muecas y él se desarma en una risa incontenible. El juego se sistematiza. Porque
cada vez más se vuelve un juego: con reglas. Ahora hay un plazo de tiempo, un
cronómetro que dura un minuto y tres chances para el que se ríe, tres vidas. Él
no llega nunca a los seis segundos —siempre le fascinó la improvisación de una
mujer: es como descubrir un impulso vital en medio de una ciudad alienada—.
Ella dura un poco más, una vez lo hizo hasta el segundo doce. Pero también se
entrega. Porque, finalmente, no importa ganar. Importa descubrir ese gesto en el
otro que arrebate la risa, que desate ese pequeño pacto de felicidad.
3 de agosto. Santiago.
Termino el texto para la revista En ciernes. El tema del dossier es la carne. Escribo
sobre el cuerpo de Eva Perón. El cuerpo de la Eva viva. Y, también, sobre
la ficción que se va tramando en el cuerpo muerto de Eva. En el campo de esa
otra ficción, creo, se moverá, primero, la resistencia, después la juventud revolucionaria.
Ustedes tomarán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria.
La multiplicación de la palabra revolucionaria de Eva será también la
multiplicación de los cuerpos. En ese sentido, el secuestro y desaparición del
cadáver de Eva puede ser pensado, en el reverso, como la anticipación de la
muerte sistemática de esos cuerpos multiplicados. De esa palabra crítica.
209
Esta noche saldremos de Santiago: Cé, P., M. y yo. Viajaremos al mar. A una
cabaña en Zapallar.
4 de agosto. Zapallar.
Ese primer rumor, ese sonido lejano —que es un reencuentro y una respiración,
también, excitada— del mar, me conmueven como pocas cosas.
5 de agosto. Zapallar.
Zapallar está a dos horas de Santiago. Es uno de los balnearios más exclusivos
de Chile. Pero ahora es invierno. Y hay poca gente. El bosque, la montaña y el
mar conviven de un modo paradisíaco. De pronto, entre los árboles irrumpe un
edificio diseñado por Le Corbusier. O alguien cuenta que Zapallar fue el lugar
elegido por José Donoso para pasar sus últimos años. Y para ser enterrado. A la
tarde visitamos el cementerio de Zapallar. Está sobre la ladera de un monte que
da al mar. Es la mejor vista del mar de todo el pueblo. Las mejores tierras destinadas
a los muertos. En la parcela donde está Donoso también están sus padres,
su mujer, su cuñada y la hija adoptiva de Donoso, Pilar Donoso, que hace muy
poco se suicidó después de escribir un libro desgarrador, Correr el tupido velo,
editado por Alfaguara. La tarde anterior a nuestra llegada, un temporal azotó al
pueblo. El temporal limpió el aire e hizo que, al amanecer de nuestro primer día,
tuviéramos un clima primaveral. Pero los restos de ese temporal aún están sobre
la tumba de la familia Donoso (las flores desparramadas, los floreros caídos sobre
la lápida: el suicidio de la hija de Donoso algunos lo piensan como la continuidad
del efecto literario, el cierre de su obra). A la noche siento la necesidad de leer
alguna página del autor de Casa de campo. En la cabaña donde paramos hay
una pequeña biblioteca. Por suerte encuentro un libro sobre artículos de literatura,
Artículos de incierta necesidad, que Donoso publicó a fines de los noventa. Lo
abro al azar y encuentro una nota en donde habla sobre Borges. Llega a Buenos
Aires y encuentra a Borges caminando, junto con una mujer, por la calle. Donoso
lo empieza a seguir. Lo observa, fascinado, no tanto por su obra —como dice, estaba
más deslumbrado en esa época por Mallea que por Borges— sino por esa
personalidad. Más tarde, Borges lo atrapa. Todo el mundo habla de Borges, dice
Donoso, y Mallea es un nombre enterrado en el pasado. Entonces empieza a frecuentarlo.
En uno de esos encuentros con Borges visitarán a la sobrina nieta de
José Hernández. La visitarán porque, como cuenta Donoso, parece que la sobrina
nieta de Hernández puede comunicarse con el fantasma del autor del Martín Fierro.
Así lo cuenta Donoso. Sentados alrededor de una mesa, la sobrina nieta comienza
a convocar al fantasma de Hernández. Pero con el paso del tiempo, el
fantasma no aparece. Y entonces, dice Donoso, se empieza a oír una voz, el susurro
de Borges que dice poemas gauchescos, poemas inéditos que Hernández
210
211
nunca incluyó en el Martín Fierro. Después, Donoso sospecha que esos versos —
esa imitación del registro de Hernández— es de pura invención borgeana. La historia
de la familia Donoso es oscura como una novela de Donoso. “La mujer
destruida que destruye”, dice. Ahí están ahora frente al mar. “Todo retrato tiene
que ser cruel”, dice. Elijo, entonces, para leer otro artículo. Es el primero del libro.
Donoso cuenta que acaba de regresar de un viaje de tres meses por Nueva York,
México, Argentina y España. Dice que necesita tiempo para reponerse de las
aduanas, los vuelos, el cambio horario. El cuerpo vivo de la literatura en esas
hojas. Es decir, el cuerpo de un viajero que escribe, José Donoso, tan lejano y
extraño de este otro José Donoso, ahí, en la pequeña tumba de Zapallar. El mar,
detrás, ruge contra las piedras negras.
6 de agosto. Santiago.
Otra vez Santiago: primero borrosa, después artificial y limpia pero, finalmente,
secreta como un poema de Huidobro.
7 de agosto. Santiago.
Vamos con Cé al GAM a ver la obra de teatro El taller, escrita por Nona Fernández.
Mientras esperamos para entrar me compro el libro Lugares para la historia
de Arlette Farge, historiadora francesa, una linda edición de la editorial universitaria
Diego Portales. ¿Cómo no comprender, dice Farge, que la singularidad del
Mal es tributaria de la singularidad de una política? La historia que está detrás
de la obra El taller me impresiona. La cuenta Bolaño en Nocturno de Chile. En
plena dictadura, Mariana Callejas da un taller literario en una finca de Lo Curro
donde también se realizan torturas. El marido de Callejas, Michael Townley, es
un agente de inteligencia norteamericano que trabaja para la DINA. Ambos participan
del atentado que mata al general Pratt y a su mujer en Buenos Aires.
Mientras opera sobre los secuestrados en una habitación contigua en la finca de
Lo Curro, su mujer, Mariana Callejas, recibe a sus alumnos del taller literario. Las
luces de la habitación donde se corrigen textos parpadean cada tanto por el uso
de la picana. En la obra se habla de Borges, del taller de Donoso —es la competencia—
se habla de Rasputín y del asesinato de los zares. Pedro Lemebel escribe
en la crónica Las orquídeas negras de Mariana Callejas: “Y también la casa, una
inocente casita de doble filo donde literatura y tortura se coagularon (...) en una
amarga memoria festiva que asfixiaba las vocales del dolor”.
8 de agosto. Santiago.
Me encuentro con Álvaro Bisama. Me regala su novela Estrellas muertas. Empiezo
a leerla esa misma noche. Una novela ágil, muy bien escrita. Compuesta
212
por pequeños fragmentos. Valparaíso. Una separación. La sombra de una revolución
que nunca ocurrió. Esa noche —pero nos daremos cuenta al otro día con
Cé, aunque lo sospechamos cuando, a la medianoche, cruzamos plaza Baquedano,
donde se veían los restos de una protesta— nos enteramos de los disturbios
provocados por una marcha de estudiantes —quemaron tres micros— en
su lucha por la transformación de un sistema educativo profundamente injusto.
La sombra de una revolución que nunca ocurrió, ahora, ocupando los cuerpos
de los jóvenes que empiezan a quemar el mundo.
10 de agosto. Santiago.
El retorno de Gómez Morel. Descubro la novela El mundo. Me la compro. Se
acaba de reeditar. El autor de El río parece perseguirme en este viaje. Compuso
una trilogía que se completa con La ciudad. Según dice la solapa de la edición
de Tajamar, Gómez Morel estuvo preso 288 veces. Vivió en varios países. Fue
narcotraficante. Y también guardaespaldas de Perón. El mundo narra sus días
como narco en Colombia. El mito del escritor es más poderoso que su obra. La
literatura en este caso no funciona como espacio de recuperación —es decir, se
vive en el mundo del hampa para luego escribir una novela y retirarse—, en
Gómez Morel funciona de otro modo. La literatura, podríamos decir, como una
forma de perfeccionamiento del delito.
11 de agosto. Santiago.
Preparo la valija. Me llevo una pila de libros: tres tomos, ilustrados por Montt, de
La araucana; poesías reunidas de Oscar Hahn; un volumen breve de Teillier y otro
de Bertoni; El mundo de Gómez Morel; Trama y urdimbre, una novela breve de
Matías Celedón; Estrellas muertas de Bisama; Lugares para la historia, de Farge;
Antología esencial de Ernesto Cardenal; Chile, relación del reyno; y una colección
de poesía compuesta por cinco volúmenes de diversos autores latinoamericanos.
12 de agosto. Santiago. Buenos Aires.
El vuelo entre Santiago y Buenos Aires dura cerca de una hora cuarenta minutos.
Es de noche y Buenos Aires, desde la ventanilla, se ve como cualquier ciudad
nocturna vista desde el cielo. Una mancha que se disgrega, por momentos, comida
por la negrura, o se contrae de intensidad en ciertos núcleos. El río no se
ve. La pampa tampoco. La ciudad se parece a un tablero de luces. Como el que
deben tener los pilotos en la cabina. Pienso en Cé: en sus caras que me hacen
reír. Y me río, ahora, en el aire. En un rato estaré hundido, ahí abajo, confundido
en un colectivo o en un taxi o caminando, a la medianoche, por la ciudad. Confundido,
con los otros, en la obsesiva y pequeña ilusión cotidiana. <
213
ALBERTO
LAISECA
Una religión desmesurada
La obra de Alberto Laiseca es
inimitable; del mismo modo en
que no puede imitarse una
explosión, o una pesadilla. Sin
embargo, hay una poética que no
está relacionada con el caos o la
fanfarria sino con la desmesura,
con un despliegue y un
distanciamiento que poseen
reglas autónomas. La realidad
trastocada, desfigurada; la
realidad como un caleidoscopio,
a veces surfeando las incontables
trampas de la consciencia.
Laiseca es un arquitecto en el
tornado del lenguaje. Es una voz
poderosa, resonante, incapaz de
contenerse en los límites de la
literatura. Y es un culto: una
religión cuyos ecos, tal vez
impensados, salen a la superficie
en todo momento, como una
enfermedad perfecta.
214
215
©Alejandro Guyot
216
Laiseca en sus propios términos. Y traducido por otros.
El Abecedario construye una lógica. Los discípulos
deconstruyen el mito. Después los rituales: el viaje
a las fuentes, las diversas formas del miedo,
un escenario. Al final: Laiseca como una máquina
irreductible; Laiseca como un lector plebeyo;
Laiseca como el último escritor romántico.
VERSIONES
DE LAISECA
217
Abecedario Laiseca
La voz y las voces: un modo de ordenar el universo laisequiano
desde su propia óptica, en diálogo con sus ficciones. Lo más
cerca posible de un Laiseca puro.
POR GUIDO HERZOVICH
ILUSTRACIONES DANTE FISI
218
A
ARTE. En el local del sindicato, un
empleado telefónico empieza a
contar una historia “que se me
ocurrió para un cuento o una
novela”: “Se titula Un Napoleón que
fumaba. Rápida síntesis: un
millonario joven, llamado Napoleón,
compró un planetoide deshabitado
de ‘equis’ kilómetros de diámetro y
se instaló en él a vivir. Con
máquinas carísimas produjo aire, luz,
calor, gravedad artificial. Dividió la
superficie del cuerpo celeste —de no
más de unos pocos cientos de
kilómetros cuadrados— en una serie
de países arbitrarios y les puso
nombres que él mismo inventó. No
sé... Francia, por ejemplo —te estoy
diciendo un sonido cualquiera...—,
Inglaterra, Alemania, Austria, Rusia,
Checoslovaquia, Norteamérica...”.
Otro telefónico lo interrumpe: “¿Por
qué decís nombres de países
inventados? Rusia existe —protesta—.
(...) ¿Y por qué no ponés todos países
que existen en la realidad: Rusia,
Soria, Protonia, Protelia, etc.? O que
sean todos reales o todos
imaginarios. Si ponés Checoesto... no
sé qué, Norteamérica, etc., en vez de
Rusia, poné, qué se yo: Milanesoria.
Pero no Rusia”. El primero, lanzando
“un suspiro horrendo”, descarta la
objeción: “Mi querido amigo:
observo con pesar que no tienes ni la
más remota idea del significado de la
palabra arte”. (Los sorias, 49)
C
COMUNISMO. “El comunismo es una
cagada. Porque destruye la variedad”.
(Entrevista El Ansia)
CH
CHICHI. “‘Chichi’ era una palabra
inventada por los tecnócratas. En
general significaba ‘mala persona’,
pero en realidad su sentido era más
amplio”. (LS, 65-6)
D
DELIRIO. “Allí, sin darse cuenta,
entró en delirio...” (LS, 33): el delirio
en Laiseca es la ficción misma, que
no se constituye en el acto de
establecer una lógica interna que
regule la incorporación
(transformada, etc.) de los materiales,
habilitando, por lo mismo, todo lo
cifrada que se quiera, una clave de
lectura. Su potencia narrativa, en
cambio, toma su fuerza de la
ambición de fagocitarse y escupir
ante todo esa lógica y esa clave:
aniquiliarlas (annihilare: reducirlas a
la nada). A veces un paraguas
encuentra una máquina de coser
sobre una mesa de disección —como
en el delirio surrealista—, pero puede
pasar también que la tía Rosita
encuentre jabones perfumados de
jazmín en el baño de un hotel
sindical; y no va a ser Laiseca el que
venga a oponerse. “En cuanto a las
leyes contradictorias —escribía un
jurista soria—, son a los fines de dar
mayor soltura al juez frente a las
distintas figuras del derecho” (LS,
269). ¿Valdrá lo mismo para el
lector? “No seas egoísta. Dejá que
219
En el margen
Por Sylvia Iparraguirre
Hablar de Alberto Laiseca es lo mismo que hablar de sus libros, y hablar de
su ficción o su poesía es referirnos a él: forman una unidad irreductible.
Como muchos, me regocijé con la sucesiva aparición de sus libros. Esas
combinaciones de altas dosis de humor corrosivo con delirios científicos y
una puesta en escena de ciertos recovecos de la realidad en sus zonas más
periféricas, en general, imaginarias. Del mismo modo, me ha regocijado en
secreto la presencia física de Laiseca, su gigantismo benévolo. Ver, desde
el sillón de mi casa, el primer plano imposible de su cara y su extraordinario
bigote saliendo de la pantalla del televisor; la lamparita oscilando sobre
su cabeza, en la parodia del miedo. Pero lo que más me admira de Alberto
Laiseca es algo sobre lo que, en general, no se escribe, ya que se trata de
una de esas impresiones íntimas, personales, y que atañe al entrecruzamiento
de ficción y vida. Ese tipo de convicción con categoría de verdad
que uno descubre para uno mismo y que no tiene que probar ante nadie.
Pero que bien puedo compartir ahora: la fuerte impresión de singularidad
que contiene la mirada general de Laiseca sobre el mundo y la literatura.
Una mirada que él proyecta o inventa desde su altura, de algún modo impasible,
de algún modo desolada, y que despliega a la vez que una comprensión
general de lo humano, una tolerancia y una celebración del
disparate. Leer sus libros es entrar en ese ámbito regido por una extraña
lógica, distorsionado por un humor paranoico, en el que personajes, situaciones
y tramas son narrados por esa insumisa originalidad. Y es en esta
dirección en que formulo mi verdad personal sobre Laiseca, que es muy
evidente y que seguramente muchos comparten, y puedo decir que entre
los muchos que han pretendido y pretenden, en virtud de algún acomodamiento
formal de última hora, en general muy viejo, hacerse los originales,
en la literatura argentina hay un solo original auténtico y es Alberto Laiseca.
Su originalidad es, como todo lo genuino, involuntaria. Desde ahí,
celebro su humor delirante y, como poeta, me conmueve su asalto inesperado
a la belleza; me sorprende su capacidad de percibir lo mínimo, en un
gesto piadoso que redimirá para el lector la crueldad general en que vivimos.
Su obra se hace en un aparte, en el margen, en un espacio que no
comparte con nadie; de ahí que esté solo, tratando de asustar con la palabra
a los desprevenidos.
Sylvia Iparraguirre nació en Junín, prov. de Buenos Aires. Publicó, entre otros, el libro de cuentos
En el invierno de las ciudades y las novelas El parque, La tierra del fuego y La orfandad.
220
otros también deliren” (LS, 553). Y
un poco más allá: “El delirio es la
cosa en sí”. (LS, 566)
E
ESTERILIDAD. “El Poder es un
enigma, sobre todo para nosotros los
dirigentes. Todos los días trabajamos
con enmarañadas, laberínticas
claves, que es preciso descifrar. Un
error de proporciones sería fatal. A
veces hay que ser duro y otras no. El
problema es cuándo y cómo. Ante la
lóbrega confusión del mundo
moderno, toda intuición es poca.
Usted declara ser escritor. Muy bien,
entonces comprenderá si digo que en
arte uno debe ser clásico pero al
mismo tiempo futurista, innovador.
Hace falta un gran criterio para no
seguir un camino estético erróneo
que conduzca a la esterilidad. A
veces uno cree haber descubierto un
planeta nuevo (una suerte de novela
atonal, pongamos por caso), pero
luego comprende años después que,
pese a todos los hallazgos, es un
camino errado; aunque tenga
imitadores, que nunca faltan. Pues
bien, con todos los otros órdenes del
pensamiento sucede lo mismo”
(Carta de Enrique Katel, Kratos de las
Lenguas, a Personaje Iseka, LS, 73-4).
(Véase también IMAGINACIÓN)
F
FICCIÓN. “Soria, en esta novela,
tiene el mismo número de
poblaciones y accidentes geográficos
que en la realidad, como provincia
española —nos informa el Conde de
la Laguna en nota al pie—. La
diferencia consiste en que las
distancias entre las localidades, sus
tamaños, el caudal de sus ríos y el
número de sus habitantes, están
multiplicados por tres o por cinco.
Por lo demás, se han conservado
todos los nombres, tanto de aldeas y
ciudades, como de comarcas. En este
sentido también la Unión Soviética
ha sido respetada íntegramente” (LS,
110). Cachos de cruda realidad en el
menjunje abigarrado de la ficción
laisequiana: tal vez su ingrediente
secreto. “Es como si ese Universo
alterado y el actual coincidiesen
únicamente en algunos puntos” (LS,
100). En efecto. Es —para decirlo con
una metáfora más plebeya— como si
la ficción laisequiana fuera una
gallina que huye sobre la superficie
de la realidad fenoménica: incapaz
de prolongar el vuelo, ni de prever
donde tendrá que hacer pie, cada
impacto es un punto de contacto. Y
con todo, la huida de la gallina no es
ni súper salto ni vuelo trunco, sino
una técnica de desplazamiento con
legitimidad propia, para cuya
descripción, al igual que para la
ficción de Laiseca, carecemos todavía
del vocabulario adecuado.
G
GRANDEZA (Delirio de). Toda
grandeza es delirante; o dicho de
otro modo, no hay verdadera
grandeza que no proceda de un
delirio de. “Somos quienes
buscamos el esplendor antiguo.
221
¡Difícil camino! Pero nada merece
tanto la pena de ser intentado”, le
escribe el Kratos de las Lenguas a
Personaje Iseka, escritor aspirante
(LS, 74). La historia humana, en
Laiseca, es la historia de sus
aspiraciones de grandeza; pero en
tanto no obsolece, la grandeza es
ahistórica: “La estatua ciclópea de
Lenin, en granito gris, como un
Tuthankamón soviético” (LS, 207). A
diferencia de los animales, decía
Marx, el hombre puede producir no
en la medida de la necesidad sino
en la de la belleza. Para producir en
la medida de la belleza, por lo tanto,
habrá que hacerlo contra toda
necesidad: pero entonces la obra
artística, excesiva por definición,
será siempre inhumana. El vértigo
de la cantidad —que disuelve la
distinción entre lo bello y lo
sublime— como característica de la
belleza moderna: así al menos desde
que José Martí hizo de la
enumeración la clave de la belleza
monumental del puente de
Brooklyn. Laiseca, por su parte,
“puntualiza que Los sorias es más
grande que el Ulysses. Tiene razón,
lo ha medido y le lleva (Laiseca a
Joyce) una ventaja de 30.000
palabras” (Ricardo Piglia, La
civilización Laiseca). “Se le
atribuyen a Al Capone 350
asesinatos; pues muy mal hecho:
debió haber llegado a los mil.
Solamente así lo habría perdonado.
(...) Los asesinatos deben
encaminarse a las dimensiones de la
grandeza, solo así podremos
alcanzar las esferas del arte”
(Su turno para morir, 60). El
siglo XX, el de las grandes
utopías de masas, que
recibió la Gran Muralla y las
pirámides, legará a su vez la
obra máxima de su propio
sentido de la desproporción:
el genocidio masivo. En el
cuento “La solución final”,
el Teknocraciamonitor de las
I doble E se empeña, contra
todo argumento práctico, en
acumular 1400 millones de
cadáveres de asesinatos
políticos en una misma grieta bajo
la tierra. El “motivo real era la
satisfacción de su delirio: llegarse
hasta el lugar terraplenado cuando
fuese viejito y, cruzando satisfecho
los dedos sobre el abdomen, pensar:
‘Esto, lo hice, yo’” (Matando enanos
a garrotazos, 70). Así, en efecto,
describía Marx el arte, en Los
manuscritos económico-filosóficos,
como trabajo capaz de escapar a la
alienación; es decir, como actividad
donde el hombre se realiza: a
222
diferencia del obrero explotado, el
artista mira su obra y se dice, casi
como el genocida romántico de
Laiseca, “Esto soy yo”.
GROTESCO. Lo grotesco es otra de las
formas de lo monstruoso.
I
IMAGINACIÓN. En el trabajo de la
forma o del sentido —países
preferidos del literato de buena
escuela— puede hablarse de sutileza
o de mesura. Pero no hay mesura de
la imaginación: la imaginación es
una potencia de multiplicación
geométrica, y el que decida hacerla
su estrella única tendrá que estar
dispuesto a pasar diez años
agregando cada noche nuevas
páginas: observando con una
especie de terror sublime cómo el
monstruo desarrolla nuevos
órganos. En 1982, Fogwill escribió
que, con Los sorias, estábamos ante
una novela-fractal: una estructura
matemática de simetrías recursivas
a todo nivel, con la que había
fantaseado Silvina Ocampo. Esto es
más fácil de decir que de probar.
Más bien parecería que Fogwill
incorporaba otro lenguaje para
describir sin embargo una
aspiración muy del boom: la novela
arquitectural, de la cual la
imaginación entrópica y
carnavalesca de Laiseca se aleja a
salto gallináceo. Lo opuesto del
literato obsesivo que trabaja una
miniatura es un grafómano
desequilibrado que escribe la única
obra literaria visible desde un
transbordador: ¿y acaso cabe duda
de si encontraremos a Laiseca “del
lado de acá” o “del lado de allá”?
(véase también ESTERILIDAD)
L
LITERATURA (argentina).
“¿Matando enanos a garrotazos?
Qué interesante... debe ser un
ensayo sobre la literatura argentina
actual”. “Quizá se trate de un loable
intento de historizar los últimos
cincuenta años de literatura
argentina”. “Caramba, parece una
historia de la crítica argentina”.
(Distintas versiones de la réplica
que, según la leyenda popular,
habría dado Borges al oír el título
laisequiano).
M
MARECHAL. “Hay que leerlo a
Marechal. Leopoldo Marechal.
También a Roberto Arlt. Pero sobre
todo a Marechal, porque es un
hombre del que tenemos una
avenida, una plazoleta... y después
resulta que nadie ha leído Adán
Buenosayres o El banquete de
Severo Arcángelo. Es un autor
olvidado y es un autor fundacional
de la literatura argentina”.
(Entrevista El Ansia)
MATE. “Al rato el agua ya estaba y
nos pusimos a tomar mate. Quienes
me visitan dicen que los preparo
muy ricos. Todo el secreto está en la
temperatura del agua. Viejos
223
cebadores sostienen que hay que
poner yerba hasta la mitad, sacudir
luego el mate para que se mezcle,
poner un chorrito de agua fría,
etcétera. Puros inventos y tics. Nada
de eso hace falta para tomar mate.
Si uno vigila el agua para que no se
pase de la temperatura, ello es más
que suficiente. Una vez estaba en
una fiesta; la gente se había
cansado de tomar vino y comer
pizza, entonces me pidieron que
hiciera mate. Estaba por prepararlo
a mi manera cuando se me acercó
un manijeado: ‘Tenés que sacudir la
yerba y ponerle un poco de agua
fría’, me dijo. Sin pensarlo dos
veces así lo hice. Quizás esto
sorprenda, pero el caso es que yo sé
cómo son las malas ondas. Si
hubiese preparado el mate como
siempre, no dudo que esa vez habría
salido mal. Es preferible seguir la
corriente cuando tenés cerca a un
tipo muy cargado. Por supuesto,
después de esa ocasión lo seguí
haciendo como yo sé que debo
prepararlo. Pude haberme opuesto a
la mala onda del imbécil, en aquella
ocasión, pero ello me habría
obligado a usar una energía que
después podía necesitar. De modo
que era preferible ceder. Por lo tanto
juro: lo único indispensable para
tomar mate con bombilla es la
temperatura. Debe ser exacta, eso sí,
el mate tiene mucha importancia
para el sudamericano. Y yo nací en
Sudamérica, aunque viva aquí. Al
mate le debo mi obra. Si Suzuki y
Okakura Kakuzo hablan del té como
una de las estéticas del zen, no veo
por qué sería inoportuno escribir un
tratado: el mate como disciplina zen
del sudamericano. Pero no como
una ironía o como un chiste, sino
como algo dicho absolutamente en
serio. A cuántos habrá salvado el
mate en las épocas del hambre
infinita. Es cosa de ver cómo ayuda
a resistir, a conservar el equilibrio,
la esperanza y a que no se pierda el
centro. Sirve al solitario, pero
también al ideal que es compartir.
No hay cosa más linda que tomar
mate con la mujer de uno. Maldito
sea el que está compartiendo y no
comprende. En su defecto que sea
con un amigo. El mate es más
compañero que el vino, y digo
mucho. El vino traiciona como
algunos hombres traicionan a sus
mujeres. Como algunas mujeres
traicionan a los hombres que viven
con ellas. Pero el mate brinda y
rodea de escudos. Más de uno no se
mató porque todavía no se le había
terminado la yerba. La bombilla de
plata equivale a la flecha puesta en
el arco zen. ‘Un mate, una vida’”. (El
jardín de las máquinas parlantes)
MODERNO. “Estaba de peón cuando
vi un barbudo de pelo largo. ‘Debe
ser un intelectual’, pensé. Y le hablé:
‘Mirá… vengo de afuera, recién estoy
en Buenos Aires, ¿no hay algún
lugar donde se reúnan escritores?’. Y
curiosamente el tipo no se me rió y
me contestó: ‘Sí, hay un lugar donde
se reúnen pintores, escritores, poetas,
es el Bar Moderno, que queda en la
calle Maipú al 800 y pico’. Y ahí fui,
empecé a conocer gente, leía mis
224
cosas, mis manuscritos. (…) El
Moderno me cambió la vida a mí. No
existe más, pobrecito: qué desgracia”
(Entrevista de Gabriela Cabezón
Cámara, Ñ, 20/5/2011). El Moderno
quedaba en realidad en el 918 de
Maipú, cerca de Paraguay. Corría el
66: Laiseca tenía veinticinco años.
Además de la fauna variada del Di
Tella —que estaba a la vuelta—, lo
frecuentaban los integrantes del
grupo Opium (Sergio Mulet,
Reynaldo Mariani, Ruy Rodríguez),
“beatniks argentinos”, amigos del
también habitué Néstor Sánchez.
“Nos conocimos en revistas, en
bares, en confusas reuniones a las
tres de la mañana. Nos conocimos
orinando en baños donde leímos que
Perón o Tarzán nos salvarían; nos
miramos a los ojos y sonreímos:
ninguno quería ser salvado”,
informaba el primer panfleto de
Opium. Entre los compañeros de
mesa del Moderno, el que retorna
con más regularidad en los relatos de
Lai es Marcelo Fox: hijo de una
familia bien, maldito vocacional,
suicida a los treintitantos —
decapitado por un tren—, escribió un
par de libros inhallables que, según
Lai, su familia quiere conservar así.
“No quieren que se sepa que el hijo
era un monstruo”. Monstruosidad de
época que a Lai no le fue del todo
ajena: vivir rápido, morir joven y
dejar un cadáver sin cabeza. Esas
charlas de café tal vez sean un
elemento importante en la
genealogía del delirio laisequiano,
que se entroncaría así, en una
tangente inesperada respecto de sus
referencias explícitas, con lo más
moderno de la escena estética del
medio siglo: el seudo-surrealismo
local, las pandillas de Aldo Pellegrini
(a quien Darío Canton dice haber
visto en el Moderno), el
conceptualismo y el arte de los
medios, los inicios del rock
argentino.
MONDONGO. “Tengo un muy mal
concepto de Echeverría. Es un
mentiroso. Era racista, cajetilla, las
trata mal a las negras. A las negras
argentinas las trata con desprecio,
que fueron las que hicieron todos los
platos típicos argentinos. Es mucho
lo que les debemos a las negras
argentinas. En El matadero cuenta
que las negras robaban y se llevaban
entre las tetas un mondongo o no sé
qué cosa. ¡Mentira! ¡El mondongo no
se vendía! ¡El gaucho no lo comía, ni
nadie comía esa vaina! Había que
tirarlo pa’ que se pudriera. La negra
iba y pedía al puestero. ‘¡Pero-sínegra-tomá-llevateló-me-hacés-unfavor!
Yo-no-lo-puedo-vender-lotengo-que-tirar’.
Y así se llevaron
achuras con las cuales mejoraron
nuestros asados. Vos le dabas al
gaucho un chinchulín o una tripa
gorda y sacaba el puñal: ‘¡Sepa-miamigo-que-yo-no-como-mierda!’,
te
decía el hombre. Se comía nada más
que carne-carne en los asados. En
cambio las negras nos han enseñado
que se podían aprovechar muchas
partes de la vaca que eran
despreciadas. El mondongo es un
invento de las negras argentinas. En
España había una suerte de
225
empanada, pero es muy diferente de
la empanada criolla. La empanada
criolla es un invento de las negras”.
(Entrevista El Ansia)
MONSTRUOS. Nos resulta indistinto
que haya sido André Gide.
Perfectamente pudo ser Laiseca el
que dijera: “Desde la infancia nos
mutilan: no hay más que monstruos”.
MUJERES. “Sin ellas no hubiera sido
nada”. (Entrevista El Ansia)
O
OCULTISMO. A Arlt, que en su
juventud percibía la literatura, igual
que Laiseca, a una distancia
inconmensurable —inmediata y a la
vez extraordinariamente lejana—, el
ocultismo se le apareció como el
camino más corto hacia la poesía del
decadentismo francés. Expulsado por
la ciencia y por la psicología, el
ocultismo se volvió desde entonces
el saber plebeyo por excelencia,
suerte de batacazo mental, que
promete no solo volver el mundo
fenoménico una realidad
subordinada (como toda religión y
casi cualquier saber ambicioso) sino
que además ofrece al individuo
aislado, oprimido por las fuerzas
materiales pero voluntarioso y
disciplinado, un poder de acción
inaudito. “Dentro del mundo del
esoterismo —dice el narrador de El
jardín de las máquinas parlantes—
soy un hombre rico, respetado y
poderoso. Aquí uno puede ser un
magnate pero afuera trabajar
corrigiendo galeras pues la plata no
le alcanza”. No tan diferente, se diría,
de las fantasías que alimenta la
supuesta autonomía del arte. El
ocultismo es la meritocracia
verdadera: “La astrología es un
mundo muy particular. Es el mundo
de la sabiduría donde se supone que
todo es charlatanería (yo no lo
considero así, por supuesto). Allí
nadie lo molesta a uno. No hay
facultad de astrología, no hay
papers, no hay premios, no hay
llamados a concursos para proveer a
la cátedra de, por ejemplo,
Progresiones II. Nada de eso existe.
Allí nadie molesta, entonces uno
puede trabajar tranquilo. Es como un
santuario. Entonces allí todo el
nihilismo se va porque uno está
pensando si Saturno está o no en su
elevación respecto del círculo... El
mismo lenguaje de los libros de
astrología, algunos de los cuales
fueron escritos hace mil años, lleva a
que uno se calme”. (Entrevista de
Guillermo Piro, Perfil, 4/07/1998)
OJETE. “¿Cómo llegué a publicar?
Teniendo una enorme dosis de buena
suerte. Eso no es cuestión de talento
ni de genio. Es, si me permitís la
palabra, ojete. Yo era inédito
completamente e iba a distintas casas
de chicos y chicas que conocía, que
eran más o menos como de mi edad
en aquella época. Éramos todos gente
joven. Cada uno leía sus cosas y yo
leía las mías. No todo fue buena
suerte: un poco me estaba haciendo
conocer en el underground, leyendo
mis cosas. Finalmente un día una
226
chica me dijo: ‘Mirá, Lai, lo tuyo hay
que publicarlo ya. Yo te voy a
mandar a que lo veas de parte mía a
Tomás Eloy Martínez’, que era jefe de
redacción en La opinión. El viejo
diario La opinión de Timerman, ¿no?
Me trató muy bien pero enseguida me
derivó al gordo Soriano que estaba de
redactor ahí mismo trabajando. Y el
gordo leyó Su turno. Él tenía mucho
poder en Corregidor; llevó mi libro a
Corregidor y dijo: ‘Esto hay que
publicarlo’. ¡Santa palabra! Lo dijo el
gordo Soriano: no se discute. El gordo
me ayudó mucho a mí. Éramos muy
amigos. Era un tipo muy solidario...
muy solidario. Sin que te conozca
nadie vos vas a una editorial —como
fui yo con Los sorias— y me sacaron
ca... ¡ni la leyeron! Me sacaron a
patadas directamente. Fui a dos
editoriales y dejé. Después de que
terminé Los sorias pasaron dieciséis
años hasta que me la publicaron. Y
César Aira tuvo mucho que ver con
eso porque Gastón Gallo, el dueño de
Simurg, le preguntó: ¿usted no
conoce algún escritor argentino...?
‘¡Laiseca! ¡Los sorias!’. Y me la
publicó”. (Entrevista El Ansia)
OMNIPOTENCIA (literaria). “La
negación y la continua pobreza
pueden afectar a un genio. La
impotencia social suele producir
arranques de omnipotencia literaria.
Es como si él nos dijera: “Sepan que
yo soy el Jefe Supremo de todo lo
mío”. ¿Quién tiene la culpa de tales
arranques? La sociedad estúpida que
desgasta y aísla al supremo talento”
(Prólogo a The Stylus, de Poe). En esa
línea habría que entender la exclusión
casi total de la familia en su literatura,
institución mediadora entre individuo
y sociedad. Las primeras cien páginas
de Los sorias, desde la escena en la
pensión hasta el mapa del mundo
228
conocido (LS, 109) que nos permite
ubicar la piecita en el centro mismo
de las tensiones que constituyen ese
mundo, pueden leerse como un largo
zoom out que une precisamente los
dos puntos: solo en la soledad más
absoluta el individuo puede vérselas
con la sociedad como un todo.
“Cuando uno está muy reprimido
—esto lo sé desde la infancia—,
inventa personajes superpotentes que
hacen lo que se les canta. Yo siempre
digo que soy un dictador frustrado. En
mis novelas conduzco ejércitos, tengo
poderes mágicos, maravillosos. Es un
mecanismo de compensación psíquica.
Los escritores tenemos esos
mecanismos. Recuerdo, por ejemplo,
un día que estaba muerto de frío y de
hambre en una pensión roñosa.
Entonces me acosté y me puse a leer
unas viejas efemérides de 1968 o 1969
que había comprado en una librería de
viejo, de esas que traen la historia de
México o Nicaragua, con anécdotas
extraordinarias sobre dictadores de la
época. Y se me fue el frío, el hambre,
todo: empecé a escribir historias
graciosísimas de dictadores
inventados”. (Entrevista de Flavia
Costa, Clarín, 23/5/99)
P
PADRE. “Un padre equivale a tener un
enemigo en el árbol genealógico, no
sé si lo sabéis; cuando el adversario
se muere pa’ siempre la humanidad
de uno se hace más joven; esto in
passant” (LS, 462). Como en una
novela gótica, Laiseca padre se volvió
loco y un tirano cuando murió su
mujer; Lai tenía entonces tres años. A
los veinte abandonó la carrera de
ingeniería química, la mensualidad
paterna y la burguesía provincial, y se
fue a trabajar al campo. Vivir hasta
esa edad bajo la tiranía, piensa Lai,
“me atrasó mucho en todo sentido”
(Entrevista El Ansia); desde que lo
mató, en cambio, como en un cuento
de Wilde, “más viejo me vuelvo, más
joven”. (Entrevista de Fernando Molle,
Perfil, 5/6/2011)
PUEBLO. “Si alguna vez un cuerpo
fue imaginario e inencontrable y al
mismo tiempo infinitamente real, es
en el caso del pueblo”. (LS, 75)
S
SORIA. “La palabra soria, con
minúscula, sirve para nombrar a la
persona que habita el Estado de
Soria. Califica, además, a una raza:
más que física, mental. ‘Ser un
soria’: individuo que posee una
cosmovisión soria o anti-Mozart del
mundo / Imagen proyectada por el
Anti-ser para engañar a la
humanidad y destruirla / Eres un
soria: ‘Eres un traidor’”. (LS, 100)
SURRIOBRAVEÑO. “Decir
latinoamericano es dejar afuera a los
judíos, los negros, los indios. Yo
prefiero hablar de tierras
surriobraveñas, del Río Bravo hasta
acá. El abuelito de la novela
surriobraveña es Miguel Ángel
Asturias. El abuelito de la poesía es
Nicolás Guillén, el cubano”.
(Entrevista El ansia)
229
U
ULISES. “¡El Ulises de Joyce! Entero
lo leí dos veces; ahora: ciertas partes
las he leído muchísimo” (Entrevista
El Ansia). Junto con Thomas
Pynchon (“El arcoiris de gravedad: lo
empecé y varias veces lo largaba
porque no entendía un carajo”) y
Lezama Lima (“Ese era el ideal de
Lezama: no quiero que nadie
entienda, quiero que se fijen en la
belleza de la palabra por sí misma”),
Joyce es una de sus pocas referencias
vanguardistas. Fue, de hecho, frente
al Ulises que Laiseca quiso medir su
opus magnum, aunque más no fuera
en cantidad de palabras (bueno, sí,
también porque perdía frente a
Proust o Musil…). La traducción
española que él leyó, la primera, se
iba escribiendo en los días en que Lai
daba sus primeros pasos y decía sus
primeras palabras. La redactaba, de
manera privada y amateur, como en
una fantasía laisequiana, un oscuro
vendedor de seguros; mientras tanto,
Borges y otros eximios anglicistas se
reunían semanalmente en un café
(¿La Biela tal vez?) a sopesar las
dificultades de emprender la misma
tarea. ¿Habrá hecho la experiencia
también Laiseca de que en la
traducción de J. Salas Subirat, como
afirmó Saer que entendieron los
escritores de su generación, “la
lengua de todos los días era la fuente
de energía que fecundaba la más
universal de las literaturas”?
V
VEROSÍMIL. Si en una guerra la
primera víctima es la verdad, en la
imaginación de Laiseca lo es el
verosímil, que —como una suerte de
pacto de no-agresión entre realidad y
ficción— es siempre transitorio. En
Los sorias, el avance de la
imaginación sobre las sucesivas
trincheras defensivas del verosímil va
dejando a su paso una larga serie no
man’s lands, generalmente en nota al
pie: ante la aparición súbita de un
pasillo “repleto de armaduras
japonesas” apenas a veinte páginas
del mapa del mundo conocido, donde
no había ningún Japón, se nos
explica en nota que “los magos
tecnócratas habían averiguado que
en las Tierras Ignotas existía un país
llamado Japón. En un acto de Alta
Magia habían robado —a los
japoneses— veinticinco armaduras
medievales, para luego regalárselas al
Monitor” (LS, 126). Una inesperada
comparación con el obelisco porteño
se compensa de igual modo con una
nota sobre Argentina, “país
recientemente descubierto con el
televisor telescópico” (LS, 585).
Donde dice recientemente léase en el
momento de escribir la comparación.
VIETNAM. En plena guerra, Laiseca
le escribió una carta a Lyndon
Johnson en la que pedía que lo
incorporaran al ejército
norteamericano. “Yo siempre fui muy
miedoso. Pensaba que yendo a
Vietnam volvía adentro de una saca
verde con una bandera plegada
encima o se me iba el miedo” (Ñ,
20/5/2011). Habrá que googlear
Laiseca el día que desclasifiquen y
digitalicen los documentos del
230
Departamento de Estado: ¿se
parecerá esa carta a la que Personaje
Iseka le manda en Los sorias al
Kratos de las Lenguas? Sobreviviente
al fin —la carta no fue respondida—,
Laiseca dará testimonio en La puerta
del viento, la novela sobre Vietnam
que escribe por estos días. “Es una
guerra que no se pareció a ninguna
otra, y eso se refleja en mi novela.
Yo nunca empecé jamás en la vida
una novela, ni siquiera un cuento,
sin un plan de obra. Que después se
cumpla más o menos (se varía o lo
que sea), pero hay un plan de obra.
Acá me di cuenta de que era
imposible: todo espontáneo, como la
propia guerra de Vietnam. Todavía la
guerra de Corea era una guerra
donde había frentes: el enemigo
estaba allá, nosotros estábamos acá.
Nada de eso sucedió en Vietnam: el
enemigo estaba atrás mío, debajo de
la mesa, a 4 kilómetros. Se
reagrupaba, se desagrupaba con
mucha rapidez. Además Estados
Unidos tenía muchos conflictos
políticos internos. Por eso me resulta
tan difícil explicarte por qué la
guerra de Vietnam fue tan particular.
Solo se la puede comparar con una
batalla, una sola, de la segunda
guerra mundial: la batalla de
Stalingrado”. (Entrevista El Ansia) <
LOS LIBROS
Su turno para morir. Novela, Corregidor 1976 y Mansalva (bajo el título
Su turno) 2010.
Matando enanos a garrotazos. Cuentos, Editorial de Belgrano 1982 y Gárgola
2004.
Aventuras de un novelista atonal. Novela, Sudamericana 1982 y Santiago
Arcos 2001.
Poemas chinos. Poesía, Libros de Tierra Firme 1987 y Gárgola 2005.
La hija de Kheops. Novela, Emecé 1989 y Tusquets 2006.
La mujer en la muralla. Novela, Planeta 1990 y Tusquets 1999 y 2002.
Por favor, ¡plágienme! Ensayo, Beatriz Viterbo 1991 y EUDEBA 2013.
El jardín de las máquinas parlantes. Novela, Planeta, 1993.
Los Sorias. Novela, Simurg 1998 y Gárgola 2004.
El gusano máximo de la vida misma. Novela, Tusquets, 1999.
Gracias Chanchúbelo. Cuentos, Simurg, 2000.
Beber en rojo. Novela, Altamira 2001 y Muerde Muertos 2012.
Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati. Novela, Interzona, 2003.
Cuentos de terror. Cuento (Antología), Interzona, 2003.
Las cuatro torres de Babel. Novela, Simurg, 2004.
Sí, soy mala poeta pero… Novela, Gárgola, 2006.
Manual sadomasoporno (ex Tractat). Carne Argentina, 2007.
El artista. Novela, Mondadori, 2007.
Cuentos Completos. Cuentos, Simurg, 2011.
231
Pequeña biografía amorosa
Un encuentro con el núcleo duro de la estela laisequiana.
POR FERNANDO ESPINOSA
FOTOS ALEJANDRO GUYOT
Nuestro mail original,
destinado a unos pocos, se
convierte rápidamente en una
cadena: se van agregando unos a
otros y en un rato tenemos media
docena de alumnos y ex alumnos
de Laiseca declarando
disponibilidad total para juntarse a
hablar del maestro. Sí (aunque
hinchando el pecho con ruido):
incluso este sábado próximo a las
once de la mañana.
Llegan casi todos puntuales. Los hay
frescos como una lechuga —son los
menos—; otros con restos de ducha y
de viernes largo. Juan Guinot, dueño
de casa, se mueve con comodidad en
la mañana de sábado, los años de
paternidad lo han acostumbrado
forzosamente a estos horarios.
Leonardo Oyola no se ha recuperado
todavía del estrés postraumático que
siguió al estallido del despertador.
Sebastián Pandolfelli ostenta todos
los signos de una envidiable
resiliencia juvenil. Alejandra Zina y
Natalia Rodríguez Simon disimulan
muy bien el cansancio, traídas a la
fluidez del día por un sentimiento
maternal que el hijo de Juan produce
exitosamente desde el suelo; casi en
simultáneo, hablan con la mujer de
Juan en la altura de los adultos y se
agachan para jugar con el chico. Solo
falta Selva Almada, que avisó su
retraso. La esperamos en el living de
Juan, con la sensación de intromisión
que se da cuando repentinamente
entramos en la intimidad de alguien
a quien desconocíamos hasta cinco
minutos antes.
Entre ellos, todo se da en el desorden
de los encuentros afectivos. Los
escuchamos hablar con total
familiaridad de personas para
nosotros desconocidas, intercalando
232
233
©Alejandro Guyot
comentarios y anécdotas de
encuentros pasados: todos signos de
cotidianeidad compartida. Nosotros
permanecemos en el borde de la
habitación, silenciados por la
afectividad de la escena, cautelosos.
Sostenemos en la desorientación
unas gaseosas y una pasta frola que
compramos de apuro en la panadería
del barrio (¿dónde las dejamos?,
trajimos gaseosas, ¿está bien?).
La llegada de Selva marca el inicio
de la entrevista. Juan, sosteniendo
mate y termo en sus manos,
anuncia que vamos a reunirnos en
la parte de arriba de la casa. Todos
en fila, subimos una empinada
escalera circular. Hay un tramo en
el que no se ve nada: ni el living
que abandonamos ni el cuarto que
nos espera. Coincide con el vértigo
de la previa a las entrevistas:
¿funcionarán las preguntas que
pensamos?, ¿tendrán algo
sustancioso para decir del maestro?
Después de todo, ¿cuánto
conocemos de la vida de nuestros
profesores? ¿No son siempre un
poco extraños para el alumno?
Nos sentamos en ronda, que es la
disposición típica de los talleres
literarios. En la desorientación, nos
aferramos a una idea llena de
misticismo: que esa atmósfera
tallerística devore la escena y haga
revivir los recuerdos.
Los comienzos
Hablan de sus comienzos con Lai.
Hablan de “flash”. Dicen que
empezar taller con él “te parte la
cabeza”, “te abre”. Hablan de eso: de
experiencia. Y de cambio. De un
cambio que te transforma, hasta
extrañarte del que eras, de las
razones por las que decidiste
empezar. Así hablan: es el momento
místico de la iniciación en los
caminos de la literatura.
—Lai te abre la cabeza. Al poco
tiempo estás escribiendo sobre cosas
que no pensaste que ibas a escribir.
Es como que decís: ¡wow! La
literatura no era solo Borges y
Cortázar —dice Juan Guinot.
¿Pero la conexión habrá sido así de
inmediata? Encontrar la senda,
encontrarse. ¿Pisar la sala,
acomodarse en sus sillones, mirar
alrededor, mirar al maestro y
entender que ese es tu lugar? Para
los recién venidos a la literatura
que a principios de los dos mil se
acercaban hasta sus talleres del
Centro Cultural Ricardo Rojas, tal
vez alentados por una fascinación
en la temprana adolescencia con
Cortázar y un respeto frío y siempre
un poco paralizante por la figura de
Borges, el maestro Laiseca tuvo que
ser una figura rarísima. Hoy en día,
después haber pasado un tercio de
sus vidas con el maestro, los
recuerdos de esa desorientación
inicial están demasiado lejos. Pero
por suerte hay “otros” —los que no
entendieron el juego— en los que se
espejan tal vez las pruebas
superadas.
He aquí un pequeño catálogo de las
circunstancias en las que un alumno
decide poner fin a su participación
234
en el taller con el maestro. Por
razones de espacio, nos centraremos
en tres:
1. Mutua incomprensión de la
experiencia. Sin duda, la forma
menos dolorosa. Aquí nadie sale
dañado. Simplemente, se acepta que
no fue lo que buscábamos, por mí o
por él, quién sabrá. Por suerte, nos
precisamente 25 clases– o bien se
produce el ansiado encuentro entre
maestro y alumno, o bien las cosas
se precipitan y ocurre la deserción
definitiva sin vuelta atrás. Ese
primer lapso de tiempo es confuso, a
veces tenso. “Lai te deja ser: te deja,
te deja, te deja. Cada tanto te marca
alguna cosa, pero te deja. Y hay
En la desorientación, nos aferramos a una idea
llena de misticismo: que esa atmósfera
tallerística devore la escena y haga revivir
los recuerdos.
dimos cuenta a tiempo. Una salida
decorosa. “Mi vieja fue a un curso
de verano. Le pregunté: ‘¿Te gustó
lo de Laiseca?’ ‘Sí, sí… él es… un
hombre muy amable…’ Pero
después no siguió”, cuenta
Alejandra Zina. El segundo caso es
tal vez algo más excepcional. Juan
es el que habla: “Una vez vino un
tipo que era pastor. Quería escribir
y contar su vida. Al final, el tipo
estaba re rosqueado, quería
convertirnos a todos. Pero lo loco
es que Lai aceptó la propuesta.
Igual se terminó yendo”. Si se les
pregunta a esos alumnos porqué no
siguen, se escucha probablemente:
“Sí… no sé… debería seguir, ¿no?
Voy a ver…”. Eso solo. Y después no
aparecen más.
2. El abandono del maestro. A veces
hay quejas. En general durante los
primeros meses. Después no: pasado
cierto tiempo –6 meses, o más
gente que por ahí se calienta porque
te dijo ‘¡qué lindo, flaquito!’ durante
6 meses”, cuenta Sebastián
Pandolfelli. Los recién venidos
reclaman correcciones, pero también
presencia. Tachaduras, palabras
duras, exigentes, dichas y escritas en
el papel. Las escrituras
entremezclándose: sus frases
inmaduras —en el mejor de los
casos: frescas, jóvenes— con la
palabra del maestro: terminante,
absoluta, correctiva. La crítica que
transforma a los alumnos en
destinatarios de la palabra literaria.
La prueba de que existen. La hoja
tachada por el profesor como
souvenir. Pero Lai no hace nada de
eso: “te deja, te deja, te deja…”, lo
cual los talleristas entrevistados
interpretan como su manera de
conceder libertad. Los recién venidos
no siempre decodifican. Y ahí están:
ansiosos, tensos, perplejos,
235
impacientándose, sin entender bien
qué están haciendo. La queja
productivista —si no se me corrige, a
mí esto no me rinde— no puede
ocultar la desesperada demanda
narcisística: ¿y yo? ni me mira, ni
me habla, ¡qué destrato! Solos, fuera
de escena. Huérfanos. Lo que nunca
sabrán esos abandonadores precoces
es que en algún momento el maestro
habla: “Te deja, te deja, pero el
chabón es puro registro —cuenta
Sebastián—. Y en algún momento te
va a bajar una línea: ‘Y en tal
cuento y en tal otro usted hizo esto
y aquello…’ ¡El chabón se acordó de
Una visita
Por Juan Guinot
Fue en la segunda o tercera Velada Gallarda que cayó Laiseca. Era cuando todavía la
velada no era velada y se la presentaba como una especie de peña, sin guitarras, ni
cantantes, pero con escritores-lectores. Eso sí, como dignataria del formato peña,
había empanadas, vino y cerveza.
Las empanadas calientes que te queman los dientes estaban apiladas en un plato,
sobre una mesita ratona. En derredor, cual torretas de castillo, dos botellas de vino
y dos de cerveza. El grupo de asalto a la fortaleza de comida y bebida éramos no
menos de doce escritores que solapábamos conversaciones multi-temáticas que subían
de tono a medida que los litros de vino y cerveza bajaban.
A eso de las once de la noche alguien leyó y a las once y media fue el segundo. No
me acuerdo qué leyeron, es que estaba pendiente de Lai, quien, con la mirada clavada
en el piso, le entraba a las empanadas y al “vinillo”.
A la medianoche una sombra me bañó por completo. Era Lai, ladeado hacia la derecha.
Tras quedar a treinta centímetros de mí, me avanzó: “Flaquito, todo muy rico,
pero me vas a tener que perdonar, estoy cansado, ¿me abrís?”. Se puso de pie, extendió
la palma de la mano derecha y saludó.
En dos minutos estábamos en la puerta. Hacía bastante frío y mientras esperábamos
por un taxi me dijo: “Yo había traído para leer, pero ya es tarde, estoy cansado”, y
sacó un papel doblado del bolsillo de su campera bordó que guardó enseguida.
Me dejé atrapar por un evasivo interés por dar con un taxi. Apareció uno, nos dimos
un abrazo y Laiseca se perdió por Angel Gallardo.
Me quedé un rato en la puerta, me sentía incómodo. Algo me estrujaba en la boca
del estómago como cuando me amagan las ganas de llorar.
Subí a casa, los colegas estaban en una nueva rueda de descorche y ya habían decidido
quién sería el tercer lector.
No recuerdo si esa noche llegué a decirles que Lai se había quedado con las ganas
de leer y que, como anfitrión, me sentía culpable de no haberle dado el espacio para
que lo hiciera.
236
todo! Tiene un registro de todo lo
que leíste que no se puede creer. Y
entonces es la iluminación”.
3. El pánico. La tercera es extraliteraria
(¿pero acaso hay alguna
que no lo sea?). Se sabe: el maestro
es muchas veces indescifrable. A
veces quiere hablar, a veces lo
necesita, y otras huye despavorido
ante la perspectiva de un
intercambio en tono personal. Es
generoso, pero también tiene sus
reservas y suele legislar de forma
terminante y abrupta acerca del uso
del espacio en el taller. “A veces te
dice: ‘¡No! ¡Eso no lo toque!’ Y hay
taller…’”. De tanto hablar de los
temores de los nuevos alumnos,
surgió así un recuerdo en bruto, sin
la contaminación de estos años de
empatía: “Si le digo, me va a echar
del taller”. Nos abrazamos a él. Es el
retorno de lo reprimido: ¡alguna vez
le tuvimos miedo a Lai! Así se viven
los comienzos.
La aparición del monstruo
—Todos hemos pasado por algún
reto. A mí me retó una vez por
llegar antes de la hora del taller:
“Te deja, te deja, pero el chabón es puro registro.
Y en algún momento te va a bajar una línea. Tiene
un registro de todo lo que leíste que no se puede
creer. Y entonces es la iluminación.” (Pandolfelli)
gente que por ahí se asusta”, nos
cuentan. Ha ocurrido también que el
maestro decidiera aplicar una dosis
formativa de su literatura sobre el
cuerpo en formación del tallerista.
Imaginemos el pánico de los
alumnos no del todo familiarizados
con ciertas zonas de su obra: “Nos
estaba leyendo Las aventuras del
profesor Eusebio Filigranati—nos
cuenta Alejandra—. Escuchar las
torturas físicas, la pornografía desde
el lugar sadomasoquista… Yo estaba
conteniendo la impresión. Y
pensaba: ‘si le digo que me
impresiona, me va a echar del
“Vos tenés que saber que yo tengo
muchas cosas para hacer”.
—He visto minas a las que les ladró
mal. Vos entrás a horario y ves que
está la mina a la que cagó a pedos.
Está pálida y dice: “Yo no sabía que
tenía que llegar a horario…”. “No
venga temprano nunca más, porque
yo los minutos los uso”, te dice Lai.
— Te asusta. “No pises la cocina”, te
dice. O: “Ahí me siento yo”. No
podés tocar nada.
—Un amigo dice que habría que
inventar la palanca de eyección,
pero para nosotros, los que ya
conocemos el código. Porque
237
siempre hay alguno que aparece y le
pregunta: ¿Y Usted cree en Dios? Y
ahí apretarías el botón para irte a la
mierda, porque ya sabés que va a
ser lungo. O peor: los que le dicen:
¿Nunca pensó en dejar de fumar?
Las consignas
Detengámonos ahí. Stop. Propuesta:
hablemos de eso, hablemos de las
consignas. Enseguida empiezan a
enumerarlas: se suceden, se
interrumpen. Está claro: no es una
pregunta de respuesta individual.
Las consignas son de todos. Al
principio no hay que pensar
demasiado: las hay memorables, son
los “hits” laisequianos.
La primera que te da es: “El
monstruo que vivía debajo de la
cama”. A todos nos dio la misma.
El tono es terminante. O sea que así
empieza el taller de Lai: esos son
sus primeros acordes. Inevitable
pensar, entonces: ¿cuántos
monstruos bajo la cama habitan en
las PCs de esta ciudad? ¿Cuántas
impresiones arrugadas en los
cajones? ¿Tendrán la tinta
borroneada por la transpiración
dactilar del tallerista que lee otra
nueva versión de la vieja pesadilla?
Imaginemos: centenares de alumnos
marchan con sus hojitas del
monstruo bajo la cama a
enfrentarse por primera vez con el
monstruo Lai. Ya son sus alumnos,
pero todavía no son parte de su
ejército. Eso está por verse. Es el
primer encargo: marchan firmes,
entonan con decisión. Están
aterrados.
A esta primera consigna, le siguen
otras: “El sapo que vivía en
Caballito y se tragaba a los
alumnos”. “El escondite secreto”. (En
los silencios de la grabación está la
ansiedad —¿el ansia?— de las
carreras de memoria: consignas sin
repetir y sin soplar empezando…
¡ya! Con el recuerdo, el tono se
suaviza y las frases se llenan de los
puntos suspensivos de la
evocación). “El tipo que usaba un
reductor porque tenía una poronga
muy grande”. “Describir durante
páginas y páginas un objeto sin
decir qué es”. Junto a las históricas,
aparecen las actuales: consignas
nuevas que respetan pero no aman
—llegaron tarde—. “Ahora está
dando El Conde de la basura. Es de
un tipo que vive en un basural y se
construye un castillo de basura,
porque está convencido de que es
un conde”.
¿O sea que Lai sigue acumulando
consignas? Sí, todo el tiempo. Y las
saca de lugares diversos, algunos
impensados: puede haber ideas que
se le ocurrieron para un cuento,
pueden salir de una película que vio,
puede ser una vieja anécdota del
pueblo, de los diarios. No importa
de dónde: el Maestro Laiseca las
extrae entre el ruido, entre los
deshechos de información que todos
los días se acumula en la ciudad —
en Internet, en los documentales del
cable, en las historias de pueblo que
guarda en la memoria—.Les quita el
polvo y las guarda:
238
Las máquinas del tiempo, Sebastián Pandolfelli. iluSORIAS
—Tiene una carpeta de consignas.
Hay una carpeta mítica de colores
ocre y manchada de cerveza, de la
que cae siempre ceniza de cigarrillo.
Siempre viene alguien nuevo y te
abre la mítica —dice Juan.
Y de esta obsesión por acumular,
surge esa lista interminable llena de
temas Lai. Escucharla es como mirar
fotografías. Alguien saca una del
cajón y la hace circular: el resto se
enternece, comenta, contextualiza.
Lai, sin duda, les da a sus alumnos
lo mejor de sí: sus miedos, sus
pesadillas, sus perversiones. Todo.
Las enseñanzas de Lai
Sus intervenciones son diversas. A
veces, incluso, extra literarias. Con
sus alumnos comparte impresiones
sobre los textos, pero también sobre
el oficio de escribir, y a veces más
generalmente sobre la vida. Lo
único fuera de su órbita, según
parece, son las correcciones
gramaticales. A sus alumnos, Lai les
da todo menos tecnicismos.
1. Armar planes. “Te dice que hay
que planificar. Si no lo hacés, te
dice: ‘Otra vez no planificó. No sabe
a dónde va, no lo va a terminar’”.
2. Romper los planes .“Había hecho
un relato y él me decía que el final
no era así. Yo estaba indignado
porque había seguido la consigna,
y él me decía: ‘Sí, pero la historia
te llevó a otro lado’. Vos tenés un
plan, pero sobre la marcha vas
239
conociendo más a los personajes, la
historia…”
3. Cultura del trabajo. “Hay que
laburar más”. “No hay que parar”.
“Sentar el culo”. Y el más campero:
“el hambre viene comiendo”.
4. Elogio de la incomodidad. “Donde
se te dificulta, está el crecimiento”.
5. Consejos para destrabar la
escritura (I). “Una vez me contó una
de Nadia Comaneci. Él tiene su
mambo con los rusos… y todas esas
cosas. Hace un tiempo escuchó que
su entrenador decía que ella era
buena porque no era perezosa. No
es que la mayoría tenga miedo
el marketing, su trabajo en la
empresa. Ese enojo tiene que entrar’.
Empecé a trabajar más realista. Yo
por ahí construía demasiados
mundos imaginarios para no entrar
en lo que me jodía. Yo lo entendí
así. Metete en tu lugar, en lo que te
jode. Me tengo que meter ahí, la
puta madre”.
8. Escribir para vivir. “Si estás mal,
se da cuenta. Te pide que lo llames.
Y te dice: ‘Escriba esto, le va a
hacer bien’. Quizás no sabe lo que
te pasa, pero esa es su experiencia:
porque en los momentos más
delicados de su vida, él sabe que
“Una vez me contó una de Nadia Comaneci.
Hace un tiempo escuchó que su entrenador decía
que ella era buena porque no era perezosa.
Lai dice que escribir es más o menos eso.” (Oyola)
cuando va a hacer el salto: es que
les da pereza. Lai dice que escribir
es más o menos eso”.
6. Consejos para destrabar la
escritura (II). “No hay que ser
hipercrítico —dice Selva Almada que
recomienda Lai—. ‘Me parece que
usted está demasiado hipercrítica, y
por eso no puede terminar. Siéntese
y termínelo’. A veces dice: ‘¡Ah…!
¡qué feliz me pone que no hayan
escrito!’ Te re caga a pedos”.
7. Vivir para escribir. “Yo venía
escribiendo cosas de ciencia ficción.
Un día agarró y me dijo: ‘Usted
tiene mucho enojo con su pasado en
eso le hizo bien. Entonces te dice:
‘Hágalo. A Usted le va a hacer
bien’”.
La vida con Lai
Surge azarosamente. Estamos
hablando de la diferencia entre los
alumnos nuevos y los viejos. Juan
dice que con ellos se da algo “más
cómplice”. La frase fluye en su
ligereza simulando inocencia no
estoy diciendo nada más que lo que
digo. Sin embargo, tal vez porque
algo en nosotros advierte el tono
240
enrarecido en el que suele hablar el
inconsciente, nos detenemos ahí,
hacemos lugar y repreguntamos:
—¿Cómplice?
—A mí me parece que yo con él
generé una amistad —desarrolla
entonces. —Conmigo pasó las
fiestas. Lo he pasado a buscar para
ir a comprar ropa o a un negocio. O
mudanza”. “Yo le llevé los perros a
la veterinaria”. Y enseguida, ya
asumiendo el nosotros de la tarea
colectiva: “A veces lo ayudamos con
los trámites. Lo llevamos al banco.
Alguna vez lo acompañamos a
comprar ropa”.
Impresionan particularmente las
anécdotas que ocurren dentro de la
©Alejandro Guyot
lo ayudo a cambiar una bombita.
Golpeamos al azar en alguna parte
de la superficie y vemos que el
petróleo emerge violentamente.
—La última navidad estuvo en mi
casa —agrega Sebastián.
Y así se van sumando. “Yo tengo la
llave de la casa”. “Yo lo mudé. Con
mi viejo hicimos el flete de la
casa del maestro —dentro de la
morada Lai— entre sus cosas.
Proliferan en Youtube las
entrevistas que le hacen en su casa.
En la mayoría, Lai está sentado en
su escritorio. Es el amo y señor de
todo eso: parece imposible meter
mano en el desorden de su mesa sin
extraviarse para siempre; los libros
241
están —como es sabido— cubiertos
por forros que parecen reírse de la
curiosidad de los visitantes, y por si
fuera poco, dos custodios caninos
dan tantas muestras de ferocidad
como de obediencia y sumisión al
amo. Así vive Lai en nuestra
memoria: en una casa llena de cosas
que le pertenecen por completo.
Pero entre lo que escuchamos y esa
imagen hay un desajuste
estructural: ¿Cómo puede ser que
alguien tenga en su poder la llave
de la casa del maestro? ¿Hay otro
escritor que camina suelto de
cuerpo por Flores tironeado por los
perros de Lai? ¿Esos perros van al
veterinario como los de todos los
vecinos? ¿Se acuestan en la salita
de la veterinaria del barrio como
cualquier perro de vecino? Raro.
Hubiéramos pensado que se lamían
las heridas hasta curárselas.
En la grabación hay al menos cinco
minutos en los que no se escuchan
nuestras voces. No es raro. Hay que
reacomodarse. Hasta recién
estábamos dentro del taller,
pensamos que no íbamos a salir de
ahí: hablábamos de consignas, de
lecturas, de los que se pierden en el
miedo que inspira Lai. De algún
modo, pensamos, Lai es un padre
para ellos, y la relación está
sometida al curso natural que rige
esas relaciones: en la vejez, los hijos
cuidan a los padres. Pero ya en Las
aventuras de un novelista atonal
aparecía esa imagen del escritor
abocado a su obra, totalmente
impedido para el mundo social.
También en la grabación advertimos
algo que pasó desapercibido en el
encuentro. Cuando Juan dice haber
desarrollado una relación personal
con Lai, surge una voz rápida que
contesta. Difícil descifrar a quién
pertenece, pero su intención es
clara. La voz dice:
—¡Todos!
La voz aclara: no solo vos, todos.
Pero también tapa, busca contener
tal vez, maníacamente, una
inquietud desgarradora. ¿Lai nos
quiere a todos por igual? ¿Está más
cerca de algunos? ¿Más lejos de
otros? ¿Comparte algo con él que
no comparte conmigo? ¿Hay un Lai
que se expresa a mis espaldas? ¿Hay
otras caras de Lai que no conozco?
Las mil caras del monstruo
Intentemos ilustrarlo, ahora que
están tan de moda las
visualizaciones. Imaginemos una
gran ronda en la que, poco a poco,
empezamos a reconocer las caras de
sus alumnos en la semipenumbra.
Ahora ubiquemos a Lai en el centro
de esa ronda. ¿En el centro? A veces
podrá parecer que está más cerca de
uno, a veces de otro, pero se sabe
que esos son efectos imaginarios de
la luz. Lo único cierto es que Lai
está en el centro: él nunca se movió
de su lugar. Todos forman parte de
esa ronda mientras intercambian
pesadillas, terrores o fantasías
literarias, al igual que temas
cotidianos hasta lo inverosímil.
Desde cada posición del círculo, Lai
muestra una nueva cara. Las mil
242
caras del monstruo, hoy, son seis.
Las cosas empiezan a verse cada vez
más claras: ahora se advierte que
las caras de cada uno de sus
alumnos reflejan rasgos diferentes
de la cara de Lai.
A pesar de que no los conocemos
demasiado, vamos a arriesgar unas
aproximaciones:
1. Juan Guinot (1969), nuestro
anfitrión. Es el “compinche” —la
palabra es suya—, que nos recuerda
cuán argentino es Lai a fin de
cuentas.
2. Alejandra Zina (1973) es, para
Lai, su principio de realidad, la que
busca no quedar devorada por el
discurso delirante de Lai. Después
de todo, alguien tiene que cumplir
esa función, Lai lo necesita:
—En esto del manejo de su obra,
hay algo donde él tiene una cuota
de responsabilidad. Si él se hubiera
manejado con un agente o hubiera
tenido una editorial, sus libros
podrían estar hoy editados,
traducidos. Es increíble que no estén
traducidos. No todo es lo que pasa
“Es que Lai es un tipo muy solitario. Tiene una hija
que se ocupa mucho de él. Y después nosotros,
que somos como una especie de familia.” (Zina)
—Escribir mucho, leer mucho y vivir
mucho. Para mí eso fue re bueno.
Sobre todo porque yo tenía
postergado, estaba en otra cosa, y
volví a escribir. Yo veía pendejos
que escribían re bien y yo me estaba
quedando afuera de todo eso. Yo le
tengo un agradecimiento eterno. Es
un tipo que quiero, realmente. Que
quiero como si fuera un amigo.
Mucho afecto. Pero por otro lado,
tengo una admiración enorme. No
pierdo oportunidad de decirlo. Te
inhibe lo porno, ponele: ¡leete los
Poemas chinos, loco! Tenés mil
puntas con Lai. ¿Te gusta la ciencia
ficción? Metete en Los sorias.
Juan publicó 2022-La guerra
del gallo.
afuera con los periodistas, hay algo
de él, también. (…) Es que Lai es un
tipo muy solitario. Tiene una hija
que se ocupa mucho de él. Y
después nosotros, que somos como
una especie de familia.
Alejandra publicó, entre otras cosas,
Lo que se pierde y Barajas.
3. Leonardo Oyola (1973). Leo es el
heredero de sus temores y de su
odio productivo.
—Yo, de verlo ahí, me di cuenta de
qué era ser escritor, qué era lo que
quería hacer y qué cosas no quería
agarrar de ese tipo de vida. (…) Él
nos contó su experiencia con un
agente literario, y a mí me da pánico
entregarle el control de mi obra a un
agente literario. Yo lo veo como un
243
carancho… En el ambiente literario
se ve primero la mezquindad. Todos
estamos contentos de que esté
escribiendo La puerta del viento.
Estaría bárbaro que pudiera salir en
una editorial que le garantice una
buena distribución, que no aparezca
algún vivillo a tocarle el corazón
porque antes lo ayudó o alguna de
esas cosas. Que todos sean honestos,
y que vean que es una gran
posibilidad para Lai de tener un
buen partido.
Algunos de sus libros publicados:
Santería, Sacrificio, Siete & el tigre
harapiento, Kryptonita.
4. Sebastián Pandolfelli (1977).
Sebastián es el soldado que custodia
la cotidianeidad del maestro,
manteniendo vivo el delirio en sus
diálogos diarios.
—Yo lo llamo todos los días. Una
llamada seguro le hago. Él me
atiende así: “¿Cómo está,
Lugarteniente?”
Sebastián publicó Rocanrol y
Choripán social. La presentación de
Choripán social —video disponible
en Youtube— es una prueba
irrefutable de esta afinidad con el
delirio Lai. Allí, en lugar de la
intimidad y la moderación de los
eventos culturales, vemos la
escenificación de un acto peronista,
en la que el maestro, escoltado por
un micrófono y la infaltable cerveza
—imaginamos, cerveza caliente—,
lee y comenta partes del libro, entre
gritos de ¡Viva Perón! que exaltan a
la audiencia.
5. Selva Almada (1973). Como todos
sabemos, Lai también es un chico de
provincia. Y tal vez, de esta
identificación derive un típico
sentimiento paterno. Selva nos
cuenta que Lai sufre cuando ve que
ella repite los errores que él ya
aprendió. Es, sin duda, el
sufrimiento de un padre que
advierte amargamente la
intransmisibilidad de la experiencia:
—Algo que Lai siempre me critica es
que yo empiezo a escribir una
historia sin saber a dónde va. Es
algo que Lai siempre me critica y yo
no cambio, y ya no lo voy a
cambiar a esta altura. Él dice que no
empieza a escribir una novela hasta
no tener la estructura y cuando ve
que yo no planeé me dice: “Ya
empezó a escribir algo y no sabe
hacia dónde va, va a quedar en la
nada”. Hubo una época en que no
podía terminar las cosas, en las que
le llevaba solo comienzos y
comienzos, pero me quedaba ahí.
Todos comienzos, era como la chica
de los comienzos.
Selva publicó Mal de muñecas,
Niños, Una chica de provincia, El
viento que arrasa, Ladrilleros.
6. Natalia Rodríguez Simon (1984).
Acaba de publicar La vi mutar. Quizás
por ser la más joven —la promesa
entre narradores con años de oficio—,
o tal vez simplemente abrumada ante
el tono íntimo —casi confesional— de
los comentarios de sus compañeros,
Natalia fue la que menos habló. Pero
sus silencios no callan. A través de
ellos, Natalia nos recuerda un aspecto
fundamental: el respeto y el temor
reverencial que el Maestro sigue
ejerciendo a pesar de los años. <
244
Samantha Soria, Selva Almada. iluSORIAS
245
246
A Camilo Aldao
con Laiseca y Leo
El autor de esta crónica narra el viaje que hicieron en febrero
de 2006, junto con Leonardo Oyola y el propio Laiseca, al
pueblo del sur de Córdoba en el que el autor de Los sorias
–rosarino de nacimiento– vivió hasta su adolescencia. Una
experiencia iniciática, en cierto sentido, para Guinot y Oyola;
pero también una visita a los fantasmas del maestro.
TEXTO Y FOTOS JUAN GUINOT
S
egundo viernes de febrero.
Cuatro de la tarde. En Caballito
hace un calor de cagarse.
Laiseca separa la copitaza de la boca
y de un lengüetazo barre la espuma
de cerveza colgada de sus bigotes.
Apoya la taza sobre una marca
redonda (impresa en el escritorio) y
la cubre con una hoja blanca, que
tiene dibujos de palitos, uno al lado
del otro.
Frente al escritorio, arriba de la
cama, las gatas se funden en un
sueño contagioso.
Sobre ellas, el maestro y nosotros, se
ovilla el humo de los cigarrillos.
Laiseca golpea las manos en el aire,
una de las gatas levanta una oreja.
En el patio, los perros abandonan
una efímera cucha de sombra y
pegan los hocicos al vidrio del portal.
Laiseca se lava las manos con un
repasador, manotea una lapicera, con
la mano izquierda saca la hoja que
cubre la taza, la apoya sobre una
resma, marca un nuevo palito sobre
el papel, hace un conteo de marcas,
escribe un número y, mientras
repone la hoja sobre la taza, nos dice
que esta semana mató setenta y
cuatro mosquitas.
Lo escuchamos con el respeto
marcial de los soldados al General;
sus guerras son nuestras guerras.
El silencio amenaza con
expandirse y lo enfrento, le digo a
Laiseca que, junto a Leo, pensamos
en ir con él a Camilo Aldao la
próxima semana, el viaje sería mi
única despedida de soltero.
El brillo infantil de los ojos de Lai se
abre paso entre la bocanada de humo
que acaba de soplar.
Un “¿Están seguros?” suena a “no
me ilusionen al pedo”.
De mi mochila saco el ancho de
247
espadas para ganarle la mano a
la duda, una hoja con la reserva
del hotel.
Laiseca se reacomoda en la silla,
tuerce el pescuezo, gira levemente el
torso hacia la pared, estira el brazo
derecho. Con los dedos mayor e índice
(acogotando un cigarrillo) toca el
cuadro con la foto de la plaza de
Camilo Aldao, sus labios se mueven
débilmente, dice algo que no
escuchamos. Lai, una semana antes de
salir, empezó su viaje.
Tercer viernes de febrero. Dos de la
tarde. En Corral del Bustos, el sol
parte la tierra.
al mozo. Desde la única mesa
ocupada en todo el local, cuatro
hombres no dejan de mirarnos y
hablar entre ellos.
El mozo trae una botella de Malbec,
no veo la hora de descorcharlo, me
aguanté las ganas de chupar todo
el viaje. Después de empinar el
primer vaso, recién ahí siento que
dejé de manejar.
Atrás quedaron cinco horas de viaje,
donde faltó mate, pero no así latas de
cervezas, debidamente refrigeradas en
una heladerita, que acabaron
escurriéndose entre las manos de
Laiseca. El viaje tuvo una sola parada.
Fue en una estación de servicio, esas
La nota de Lai fue impresionante, no dejó
de decirle a la chica lo linda que era,
y hasta le confesó ser el mismísimo Drácula.
Estamos en el restaurante del Casino
de Corral de Bustos. Acá haremos
base. No en el Casino, sino en el
pueblo. El plan es hacer la tienda de
campaña a veinte minutos de Camilo
Aldao. La invasión al pueblo será a
primera hora del sábado y por
sorpresa. Además, en Corral de
Bustos Laiseca hizo el secundario y
tiene la intención de encontrarse con
un amigo de tropelías, El Tono
López, a quien no ve desde hace más
de diez años y de quien no recibe
noticias desde el 2000. Laiseca no lo
dijo, pero con Leo intuimos que Lai
teme que al preguntar por El Tono
López se le dé la peor noticia.
Esperamos por las milanesas con
papas fritas que acabamos de pedirle
que están en medio del campo, con
dos mangueras expendedoras, baño
con pozo, perros flacos y un salón de
café y tragos, donde hay más moscas
que parroquianos y se sirve el mejor
Gancia del mundo. La detención duró
los cinco tubos de Gancia y cuatro
platitos de ingredientes que se mandó
el maestro.
Acá, en el restaurante del Casino, la
tensión de las horas de manejo se va
de mi cuerpo, mientras crece la de
Lai. Leo pesca al vuelo lo mismo que
yo y se apura a preguntarle al mozo
por el amigo de Laiseca. El mozo
piensa, Lai respira profundo, pasa las
palmas de las manos sobre el mantel.
El mozo dice que no lo conoce. Salto,
de una, y aprovechando el interés en
248
nosotros, manifestado por los vecinos
de mesa, le pido al mozo que consulte
a los señores si saben algo del tal
Tono. El mozo cumple. Los señores
intercambian miradas serias. No
quiero ni mirar a Lai.
El más vejete de los hombres, sin
levantarse de su silla, toma la palabra
y nos dice que Tono López murió
hace unos años. “La puta madre”,
suelta Laiseca y se lleva las manos a
la cara. Como último recurso, antes
de decir nos vamos a la mierda, se me
ocurre preguntar si murió López
padre o hijo. Laiseca se saca las
manos de la cara, me mira extrañado.
El vejete me dice que el muerto era el
Tono padre, que tenía noventa y
tantos pirulos, que el hijo vive a
cuatro cuadras del Casino. Les
agradezco. Lai suspira y hace un
fondo blanco con el vaso de vino.
Con Leo nos miramos, sabemos que
zafamos de una fea y que, como
fieles escuderos, tendremos que tener
las armas prestas para contrarrestar
nuevos embates.
Llegamos a la casa del Tono López.
Postigos cerrados, un perro que
ladra desde el fondo de la casa y
nadie que atienda.
Lai vuelve a derrumbarse, lo invade la
desilusión, de camino al centro,
conjeturamos que, como estamos en
febrero, tal vez el amigo se tomó
vacaciones. En eso, veo el cartel del
canal de cable. Le digo a Leo y Lai
que me esperen.
Toco la puerta del canal. Me atiende
un flaco. Le digo que estoy con
Laiseca, el de I-Sat, que si quieren
hacerle una nota, aprovechen porque
estamos por irnos. Atrás del pibe sale
una gordita muy simpática y tetona,
se presenta como la conductora del
noticiero y dice que quiere hacerle
una nota. Le agradezco al Cielo la
ofrenda que acaba de enviarnos.
La nota de Lai fue impresionante, no
dejó de decirle a la chica lo linda que
era y hasta le confesó ser el
mismísimo Drácula y le pidió que le
deje clavarle los colmillos en el
cuello. La piba, que empezó riéndose
nerviosa, al final de la entrevista,
reía con miedo.
Vamos al hotel, nos registramos, nos
tomamos un par de horas de descanso.
El viernes está salvado. Lo que queda
del día será descubrir una parrilla
para comer un asadazo.
Salimos del hotel a las ocho de la
noche. En el bar de la esquina
hacemos un alto, chupamos una
cerveza. Preguntamos, porque siempre
es bueno que el pueblerino te marque
la posta, dónde comer una rica
parrillada y nos dan una indicación,
sencilla. Caminamos unos minutos. Si
no entendimos mal, llegamos al lugar,
un almacén con cuatro mesas, una
heladera mostrador, una heladera de
Frigor y una tele encendida.
Somos los primeros clientes de la
noche. Pedimos una picada, parrillada,
ensaladas y vino tinto. El dueño del
lugar va hasta la heladera de Frigor,
abre la puerta, mete la mano y nos
dice “yo les recomiendo este costillar”.
Le damos el ok y al segundo olemos a
carbón recién prendido. Nos espera
una larga velada.
Después de dos botellas de tinto,
salame, queso y dos canastas de pan,
249
llega el asado. Seguimos siendo los
únicos clientes de la noche y nos
sentimos con derecho a pedirle al
dueño de casa que sintonice I-Sat en
la tele. Al toque, empiezan los
cuentos de terror, con Laiseca adentro
y afuera de la tele. Los dueños del
restaurante alternan la mirada entre
la tele y Lai. Al final, nos invitan con
un helado Frigor.
Tercer sábado de febrero. Ocho y
media de la mañana. Cartel de
bienvenidos a Camilo Aldao. Corre el
foto que tiene en la casa y él nos
dice “todo no está igual” y se mete
en el bar de la Terminal.
Sentado, con el Gancia matinal en la
mano, nos confiesa lo duro que se le
hace arrancar el recorrido por el
pueblo, piensa que hay gente que ya
pudo haber muerto, lleva una década
sin venir. El Gancia le dura dos
cigarrillos. Pide otro.
Se me ocurre repetir la fórmula
exitosa del viernes, le digo que voy a
ir a ver si la televisora de Camilo
Aldao está abierta. Salgo del bar y me
aire fresco de la soja.
Estacionamos el auto en la banquina,
al lado del cartel que da la
bienvenida al pueblo. Laiseca abre la
puerta, sale del auto, se acerca al
cartel, lo camina letra por letra. Se
para al lado de la O, pone las manos
en jarra. Mira el campo, “ni una puta
vaca, ahora todo es soja”, nos dice
sin disimular el fastidio. Un auto
pasa, toca bocina, lo saludamos.
Laiseca nos da la indicación de
avanzar sobre el pueblo y copar el
bar de la Terminal del Ómnibus.
Estamos frente a la plaza principal
de Camilo Aldao. Con Leo le
decimos que la plaza está igual a la
meto en el kiosco de la Terminal. Ante
mi pregunta, la mujer que atiende el
kiosco me dice que no hay televisora
en el pueblo. La veo tan solícita y
atractiva que le digo que en el bar
estamos con el escritor Laiseca y ella
me dice “el hijo del Doctor, el que sale
en la tele”, y le digo que sí, ella me
sugiere que vaya a la radio y avise
que vino Laiseca así todos se enteran.
Le agradezco la sugerencia, ella me
dice que la radio es “ahí nomás” y
señala la cuadra de enfrente. Antes
de ir, la invito a compartir un café
con Laiseca.
Reaparezco en el bar, presento a la
kiosquera, una sonrisa redondea los
250
mofletes de Lai. Le digo a Leo, en
voz baja, que me aguante un rato.
Las puertas de la radio están cerradas,
no puedo volverme sin la nota. Miro
la pantalla del celular, faltan cinco
para las diez. Decido esperar unos
minutos, voy y vengo por la vereda.
La gente que pasa en bicicleta y a pie
me saluda, más para junar quién soy
que para demostrar el buen trato
camiloaldaense a los forasteros.
Un pibito en bici sube a la vereda y
para a mi lado. Se baja de la bici,
saca una llave del bolsillo y abre la
Con Leo, del otro lado del vidrio, y
secundados por un calendario con la
foto de Karina Jelinek en tanga,
festejamos el éxito.
Después de almorzar, recorremos la
plaza principal, Lai nos explica quién
es cada uno de los personajes que
componen una secuencia de
monolitos. Salimos de la plaza,
andamos dos cuadras y paramos frente
a su casa de la infancia. No se anima
tocar el timbre, el dueño actual es un
gestor automotor, ni se acuerda el
nombre. Desde la vereda, nos muestra
puerta de la radio. Lo abordo. El
pibito me dice que su padre es el
dueño de la radio y que el papá está
por venir a hacer el programa de la
mañana. Le digo, en tono mandón,
que lo llame al viejo y le diga que en
un rato lo traigo a Laiseca para que le
hagan una nota en vivo. El pibito se
mete volando, llama por teléfono. Me
rajo; si en lugar del viejo llamó a la
policía, que me agarren con mis
compañeros de aventura.
A las once y cuarto de la mañana Lai
está hablando por la radio de Camilo
Aldao a todo el pueblo.
Espontáneamente aparecen unos
jóvenes, llama gente para saludarlo.
dónde está su pieza de la planta alta.
Tiene los postigos cerrados, nos dice
que adentro de ese dormitorio está el
monstruo que vive debajo de la cama.
La puerta de entrada está abierta, se ve
un largo pasillo. Lai mira el interior de
la casa unos segundos, se da vuelta y
nos pide seguir viaje.
Camilo Aldao duerme, mientras
Laiseca le saca las sábanas a su pasado.
Caminamos tres cuadras y llegamos a
la Escuelita Fiscal, que hoy se llama
distinto, pero que no ha cambiado
siquiera el mástil de la época en que
Laiseca cursó el primario. Damos la
vuelta a la manzana.
Lai dice que quiere mostrarnos la
251
casa de la última mujer de su padre.
En el corto trayecto junto fuerzas,
tengo que estar preparado para lo peor.
Lai golpea las palmas delante de una
casa con jardincito al frente, gran
ventanal con la persiana baja y un
pasillo que lleva a la puerta principal.
De esa puerta, sale una anciana,
camina lento, Lai se adelanta, a
mitad del pasillo se abrazan, ella dice
“Albertito, Albertito”, él le pregunta
“¿cómo estás?”, y ella, con voz
quebrada, responde “en las
consecuencias finales”. Se separan, se
miran, ella le pasa la mano por la
cara, se despiden.
En la vereda nos reencontramos. Lai
se pasa el dorso de la mano por la
nariz y ojos, nos invita un Gancia en
el bar de la Terminal.
Entramos al bar de la Terminal.
Solo está el flaco de la barra y la
tele en Tropicalísima. La cumbia a
todo volumen, más los culos y las
tetas en la pantalla le cambian la
cara al maestro.
Me excuso de la segunda ronda de
Gancia, voy por unas pastillas al
kiosco de la Terminal. Leo viene
conmigo. En el kiosco, le
preguntamos a la mujer si oyó el
programa de radio y ella dice que sí
y que anda todo el mundo
alborotado con la visita de Laiseca.
Dice que admira a Lai, “para triunfar
con el arte, tenés que rajar de acá”,
sentencia. Decimos un “y sí”, más
por cumplir que por conocer la
realidad de pueblo y nuestra
expresión solidaria invita a que la
mujer se despache con su historia.
Nos cuenta que es cantante, que
grabó canciones, pero que nadie le
compra los CD porque es de acá (los
señala, apilados sobre el mostrador).
Viéndola tan locuaz, la invitamos a
tomar algo con nosotros, nos vendría
de perillas que sume su energía a la
nuestra. La vemos dubitativa. Con
Leo no dudamos, le compramos un
CD cada uno. Al minuto está sentada
en el bar, meta charla con el maestro.
Tercer sábado de febrero. Seis de la
tarde. Zona rural de Camilo Aldao.
Perfume de bosta.
Antes de pegar la vuelta a Corral de
Bustos, Laiseca quiere saludar a un
amigo de la infancia. Parece que con
el Negrito se mandaron cagadas
antológicas y si Camilo Aldao sigue
en pie después del paso de ellos,
ningún desastre de la naturaleza
puede inquietar al pueblo.
Buscamos al Negrito en cuatro
casas, sin dar con él. Preguntamos
en una panadería. Un señor,
aferrado a su bolsa de facturas, nos
indica cómo llegar al campo donde,
ahora, vive el Negrito. Dice que es
fácil, hay que seguir derecho por la
calle de la panadería, unos cinco
minutos, es la primera tranquera
pasando la Feria de ganado.
Vamos en el auto. La calle se
transforma en gran camino de tierra,
nuestro propio andar nos envuelve de
polvo y si no fuera por el penetrante
olor a bosta, ni cuenta nos damos
dónde carajo está la Feria de ganado.
Nos metemos en la primera
tranquera. A nuestro cruce salen
perros de todos los tamaños y
ladridos. Más adelante, vemos a un
252
hombre y una mujer. Freno y apago
el motor. Un silbido brota del campo
y los perros desaparecen de la
escena. Bajamos del auto.
El hombre y la mujer están a pocos
pasos, el tipo dice “¡Alberto!”, Lai
responde “Negrito”. Se abrazan, con
Leo nos hacemos los interesados en
el blend de perfumes de bostas, nos
alejamos para el lado de la Feria.
Desde la distancia, los vemos
conversar. Más lejos, la mujer, con los
perros alrededor, los mira. En eso se
abrazan, Lai va para el auto.
Caminamos apurados.
Lai dice que para él la visita ya está,
que si queremos podemos volver a
Buenos Aires el domingo bien
temprano.
Tercer domingo de febrero. Diez de la
mañana. Manejar con lluvia es una
mierda.
Hace una hora que salimos de Corral
de Bustos. En el hotel, desayunamos
con los jugadores de Ben Hur de
Rafaela. Hubo uno que se acercó a
saludar a Lai, le dijo que le gustaban
mucho los cuentos de terror. Lai le
agradeció.
Lai dice que quiere mostrarnos la casa de la última
mujer de su padre. En el corto trayecto junto
fuerzas, tengo que estar preparado para lo peor.
Subimos al auto, doy la marcha y
emprendemos la partida.
Volvemos a entrar al pueblo, Lai pide
volver al hotel.
Estamos en la ruta, pasamos el cartel
de bienvenidos a Camilo Aldao.
Pongo el CD de la chica del kiosco de
la Terminal. Coincidimos en que
canta muy bien. El cuarto tema es
“América”, con Leo sumamos nuestras
voces, más por descargar tensión que
por otra cosa. Cantamos para el orto.
Nos reímos. El clima, adentro del auto
mejora. Llegamos al cruce de rutas
que nos lleva a Corral, freno, ruta
libre, giro a la derecha.
Ni bien entramos a Corral de Bustos,
Nos fuimos de la ciudad tapados por
el agua. Desde que salimos no para
de llover.
Un camión nos lleva con su spray de
cola. Después de quince minutos me
animo a pasarlo.
Manejar con lluvia es una mierda. Por
suerte, adelante, parece que aclara.
Lai, en el asiento del acompañante,
hace rato que mira el reloj en su
muñeca y los mojones de la ruta con
los kilómetros que restan a Buenos
Aires. Entre evocación de anécdotas,
ajusta sus estimaciones de arribo.
Avanzamos al claro del día, el que nos
lleva a Buenos Aires. Atrás dejamos
las nubes, la lluvia y Camilo Aldao. <
Juan Guinot nació en Mercedes, Pcia. de Buenos Aires, en 1969. Su novela 2022 La guerra del gallo
(Talentura, España) fue finalista del premio Celsius Semana Negra de Gijón 2012.
253
Un obrero de las pirámides
Una conversación en la que Laiseca revela su familiaridad con
lo monstruoso y, también –o lo que es lo mismo–, su costado
más noble.
POR EDGARDO SCOTT
FOTO ALEJANDRA LÓPEZ
Cuando uno se acerca a Laiseca
siente miedo. Es un miedo
extraño, pero evidente y
legítimo. Laiseca lo domina y
encarna; es su instrumento y su
yunque. No se trata solo de su
humanidad gigante, tampoco de su
mirada, a la vez bondadosa y
perversa; no creo que asuste lo
suficiente el hecho de que haya
escrito la novela más extensa de la
historia de la literatura argentina. El
miedo en Laiseca –el terror, como él
mismo lo explica– viene de otra
cosa. Viene justamente de eso que
ignoramos, pero que en cualquier
momento nos podría soplar buh, en
nuestras orejas. Y reírse, como se
reían los malvados y los monstruos
de las películas en blanco y negro.
Porque “los monstruos existen
—explica— en serio y todos lo
sabemos. Oír cuentos horripilantes es
familiarizarnos con lo terrible. Así
cuando el Espanto Penúltimo llegue
(cosa más que probable), estaremos
preparados.” Tal vez no sea casual
que la teoría lacaniana se funde
sobre el fantasma. Y que lo Real, a
su vez, no sea otra cosa que una
vacilación fantasmática, un instante
definitivo, donde el mundo muestra
sus cuencas vacías.
Entrevistamos a Laiseca en un par de
ocasiones. En la segunda, su salud
estaba bastante deteriorada. De
hecho, el día anterior, se había caído
y lastimado. Nos dio pena su manera
de trasladarse. Pero tratamos de ser
fieles a Wilcock: “Describir a los
hombres es una manera de ejercer la
compasión”. Laiseca lo sabe, y por
eso describe a los hombres, y les
injerta monstruos. Ningún hombre
que se precie de tal está a salvo de su
lado monstruoso. Jeckyll no es
254
Jeckyll sin Hyde. Los hombres sin
monstruo serán, podría decir Laiseca,
niños. Hablamos dos tardes con este
hombre, con este monstruo de la
literatura argentina. Trataremos de
reponer su voz dulce, su ironía, las
frases lúcidas, depuradas de
cualquier otra intención que no sea
traficar la verdad y la belleza.
EA: Sabemos que te suelen decir el
Conde. Encontramos a su vez un eco
aristocrático en tu obra.
AL: Por parte de madre, nosotros
éramos duques. En la ciudad de
Milano. Nuestros enemigos, los
Visconti —que también eran duques—
nos hicieron la guerra (y nosotros se
la hicimos a ellos) hasta quedar casi
exterminados los dos. Entonces a los
Visconti (Luchino Visconti debe ser
heredero) no se les ocurrió mejor
idea que contratar condotieri. O sea,
soldados de fortuna. Los Sforza.
Claro, yo estoy acá vivo, delante de
ustedes, de puro milagro.
EA: ¿Y por qué era la pelea?
AL: Había una pelea entre los
partidarios del emperador y los
partidarios del Papa. Nosotros
éramos partidarios del Papa, porque
era la única manera de ser
nacionalistas. Los partidarios del
emperador eran partidarios de
un emperador extranjero; el
emperador alemán…
De golpe, suena el teléfono.
Nosotros, que nos sentíamos frente a
Marlow hablándonos de Kurtz, nos
vemos sacudidos por un auténtico
ruido. Es Sebastián Pandolfelli.
Sebastián llama para ver cómo está
el Conde después de la última caída.
No le podemos pasar el teléfono a
Laiseca porque el aparato no es
inalámbrico, y por lo que vemos
255
—parece una ofensa suponerlo—
Laiseca tampoco tiene celular. Ahora,
no entonces, detenidos en esa
habitación estrecha, pienso en Luis
Chitarroni. Recuerdo un intercambio
de correos por esa maravilla que es
Peripecias del no. Y un mail de
Chitarroni donde me explicaba algo
de su programa e intención: “¿Vale
la pena ser ordenado cuando las
interrupciones desordenan incluso el
azar?”. Digo que ahora yo lo llamo a
Pandolfelli desde mi celular y se lo
paso a Laiseca. Hablan. Se quieren.
“Hola, lugarteniente, —comienza
Laiseca— ando mejor, mirá”. Laiseca
le pide que, dada su condición, por
favor lo llame al otro día, y
pero se volvió loco cuando murió
Mamá. Totalmente loco… Les decía,
los Sforza pensaron: ¿por qué les
tenemos que dar el poder a estos
pelotudos de los Visconti?... Llegaron
a ser reyes de Italia, los Sforza.
EA: Hay una fascinación con la
guerra y con la estrategia militar en
tu obra.
AL: Sí, la he estudiado mucho. Leía
libros de ciencias militares, de la
biblioteca del oficial. Todo eso me
sirvió después para escribir mi
novela (alude a Los sorias).
EA: ¿Hiciste el servicio militar?
AL: No, pero para compensarlo me
ofrecí como voluntario para la
guerra de Vietnam. No me aceptaron
“Basta que me hagas buh –gestualiza-,
para que yo retroceda espantado. Por eso quería
ir a Vietnam. Pensaba: o vuelvo a casa dentro
de una saca verde, o vuelvo purificado.”
Pandolfelli dice que al otro día, si no
esa misma noche, irá a visitarlo.
Tal vez no sea extraño, pero a
regreso del llamado, de su origen
aristocrático, del pasado y del
norte de Italia, la conversación va
hacia lo personal.
AL: Pero Mamá no tenía nada de
aristocrático; era una mujer simple.
Mi madre murió cuando yo tenía tres
años; he hecho una reconstrucción
de ella…
EA: ¿Y tu padre?
AL: Papá era un poco más complejo,
(de la Embajada norteamericana me
sacaron cagando); le mandé
entonces, como último acto
desesperado, una carta al presidente
Johnson, que nunca me contestó…
EA: ¿Cuáles eran tus razones para
pelear?
AL: No era correr aventuras. Ni mi
anticomunismo (siempre fui
anticomunista, pero no era por eso).
Toda la vida yo he sido muy
miedoso. Un miedo que me encajó
mi padre. Él era muy brutal y muy
injusto. Porque estaba loco. Lo he
256
perdonado de todo corazón, pero
tuve que sufrir mucho con él.
Entonces me dejó ese miedo.
Constante. A todo. Basta que me
hagas buh —gestualiza—, para que yo
retroceda espantado. Por eso quería
ir a Vietnam. Pensaba: o vuelvo a
casa dentro de una saca verde o
vuelvo purificado.
Lo que le dio a Laiseca sus cinco
minutos de fama, su mayor
visibilidad y popularidad fue el ciclo
televisivo de I-Sat, dirigido por
Gastón Duprat y Mariano Cohn,
Cuentos de terror. Todavía están,
con miles de visitas, los videos en
Youtube. Laiseca fumando, sentado
en la oscuridad, bajo una lámpara
oscilante, narrando cuentos clásicos
de terror (“El gato negro”, de Poe;
“La pata de mono”, de Jacobs; “La
gallina degollada”, de Quiroga). En
ese programa se divisó otro matiz de
su figura de autor. Es que el
narrador oral que Laiseca encarna
tiene algo justamente de los
narradores de Edgar Allan Poe.
Hombres solos y atormentados que,
a pesar de sus buenas maneras y su
educación, no han podido evitarse
un destino insano y atroz. “Tengo la
pretensión de que se crea la locura
que voy a contar”, empieza, en una
de las entregas. Lo que en sus libros
está borroneado y mejorado por la
aparición del humor, del absurdo, y
el lenguaje político, en el ciclo
televisivo debe encarnarlo él mismo.
Las historias son directas. Terribles.
Dramas clásicos. Pero lo que vuelve
menos ingenuo, lo que les da el
carácter contemporáneo a esas
narraciones, es ese hombre enorme y
muy raro que las cuenta. ¿Debemos
tomar en serio esos relatos?
¿Debemos reírnos? Como sucede con
los textos de Laiseca: todo a la vez.
En ninguno de los frentes se debe
bajar la guardia. En esa tensión,
Laiseca sabe asumir y narrar el ojo
informe de lo Real. Conoce el
secreto de Flaubert, que tras la
inolvidable y aterradora muerte de
Emma, vuelve sobre el ladrón de
papas del cementerio y sobre el
farmacéutico y su fortuna hecha con
préstamos clandestinos.
EA: ¿Leías ya de chico cuentos de
terror?
AL: Sí, sí. Papá en realidad me había
prohibido los cuentos de terror,
porque decía que yo me asustaba y
no sé qué… Bueno, es el precio que
tenés que pagar (asustarte), por el
placer de esta vaina. Entonces yo
los leía a escondidas. Mirá que
nunca le mentí a mi padre. Él me
había adiestrado así, para
manejarme mejor… pero acá no le
daba bola. Sí, leía toda clase de
libros. Papá fue el que me inició,
cuando me pasó El fantasma de la
ópera, de Gastón Leroux. Desde ese
momento en que lo leí, tendría 16,
17 años, ¿cuántas veces lo he leído?
Le hice un homenaje en Sí, soy
mala poeta, pero..., donde lo
reescribo respetando todo. No
entero, pero sí como si fuera un
guión posible, para demostrar que
se puede hacer. Las adaptaciones de
El fantasma de la ópera las he visto
todas. Desde la muda con Lon
Chaney hasta la de 1982. La que
257
más respeto es la muda. Yo lo que
quise demostrar es que si se quiere,
se puede hacer a la vez una obra
taquillera y que respete el libro
original de Leroux.
Después hay obras que me han
acompañado toda la vida. Algunas las
he leído veinte veces cada una. Porque
algunas me gustaban muchísimo pero
no las podía entender del todo. El lobo
estepario, por ejemplo: parece fácil
pero es de lectura muy dificultosa.
Hay cosas que no se entienden así
nomás. El arco iris de gravedad, de
Thomas Pynchon.
EA: ¿Cuándo empezaste a escribir?
AL: Cuando estaba en la universidad,
estudiando Ingeniería Química, que
me había obligado papá —el padre de
Laiseca era médico—. Después de tres
años, le dije que no era lo mío. No
nos hablamos por un tiempo.
Laiseca se agita, se cansa y se aburre
con facilidad. También lo cansa y lo
desanima el presente, al que ve cada
La hija de Kheops. Archivo Claudio Golonbek.
258
vez más vulgar y menos ambicioso.
En eso y en su anticomunismo,
Laiseca es, acaso contra lo que el
espíritu de su obra declara,
completamente borgeano. Sus
Poemas chinos son una hermosa
muestra de esa añoranza, por un
el faraón regía los ciclos climáticos)
fue también un tirano que sacrificó a
cientos de hombres para la
construcción de la Gran Pirámide.
Pero por otro lado, sabemos que
Laiseca miente. O dice una verdad a
medias. No sería mala idea para un
Lo cansa y lo desanima el presente,
al que ve cada vez más vulgar y menos
ambicioso. En eso y en su anticomunismo
Laiseca es, acaso contra lo que el espíritu de su
obra declara, completamente borgeano.
mundo antiguo donde belleza y
experiencia estuvieran entrelazadas.
También el amor: “No hay falta ni
arrepentimiento en buscarte/solo el
peligro de la impaciencia que a veces
me conduce al lago/con sus espejos
parlantes y risas salvajes”.
Tal vez por ese clima de epílogo, un
rato después, le hacemos esta
pregunta.
EA: ¿En qué época te hubiera
gustado vivir?
AL: En la cuarta dinastía egipcia.
EA: ¿Por qué?
AL: Porque ahí se construyeron
las pirámides. Me hubiera gustado
ser obrero…
EA: Pero obrero de una grandeza…
Porque obrero fuiste, ¿no?
AL: Sí, pero no trabajé en ninguna
pirámide.
En verdad no la hubiera pasado tan
bien. Keops, como todo monarca
absoluto e investido de una fe
religiosa (los egipcios pensaban que
artista plástico y para un homenaje.
Disponer todas las ediciones de todos
los libros de Laiseca, los propios y los
míticos, enfundados en papel de
diario; y apilarlos con esa forma. Con
forma de pirámide. Los sorias serían
piedras o ladrillos más que dignos. La
arena no sería difícil de conseguir. Tal
vez sí desviar el Nilo, invertir el paso
del tiempo, y que si, incluso, todo eso
fuera posible o al menos verosímil, y
Laiseca tuviera enfrente a las gigantes
trillizas rubias, a Keops, Kefrén y
Micerino, pero hechas con sus
páginas, el inventor del realismo
delirante no huyera aterrado.
Aunque su miedo, después de leerlo
bien y conocerlo, adquiere una
forma idéntica al miedo de Poe, que
no es otro que el miedo que supo
cantar Borges con su poema: “Temía
la otra sombra, la amorosa, las
comunes venturas de la gente; no lo
cegó el metal resplandeciente ni el
mármol sepulcral sino la rosa”. <
259
La mesa vaticana
Selva Almada no es solo una de las alumnas y discípulas más
talentosas y reconocidas que surgieron del taller de Alberto
Laiseca, sino que es una de las contadas personas que aún
hoy integra su círculo íntimo. La confianza, la admiración y el
cariño entre los dos se hallan arriba de la mesa.
POR SELVA ALMADA
FOTOS ARCHIVO CLAUDIO GOLONBEK
B
uscamos algo sobre la mesa
vaticana, como Alberto Laiseca
llama a su escritorio. Un
mueble de grandes proporciones,
acorde al tamaño (y al desorden) de
su dueño, que pasa gran parte de su
día apoltronado frente a él. Lo ayudo
a buscar y los dos sabemos que es
inútil: en la mesa vaticana las cosas
desaparecen durante años; a veces
para siempre, a veces para aparecer
cuando ya no son necesarias.
El escritorio es antiguo, de una
madera noble. La superficie se
pierde (la mesa vaticana se pierde
en la propia mesa vaticana) bajo
libros, cajas de medicamentos,
bolsas con cajas de medicamentos
vacías, ceniceros, atados de
cigarrillos que del atado solo
conservan el papel metálico: desde
que empezó la morbosa campaña
que ilustra el packaging con fotos
de moribundos, pulmones
carbonizados, fetos azules por la
falta de oxígeno, Lai les saca el
envase y solo deja la cobertura
plateada para que los cigarrillos
sueltos no se le pierdan en ese
maremágnum de objetos. También
hay papeles: escritos con su letra
enorme de imprenta y otros en
blanco, pero casi todos amarillentos,
con manchas de mate o café o con
los círculos de humedad que deja un
vaso cuando se lo apoya. Y una
botella de cerveza y una botella de
agua y facturas de servicios a pagar.
Entre esos papeles escritos se
ocultan los borradores de los
primeros capítulos de La puerta del
viento, la novela que está
escribiendo, la que le debe a su
juventud, su versión de la guerra de
Vietnam, quizá la única manera de
poder dejar definitivamente alguna
vez su propio Vietcong. Y un cuento
que acaba de escribir para olvidarse
que es verano y hace calor, para
protegerse de los chichis que
fermentan en la canícula como la
levadura, para espantarlos,
mantenerlos a raya, para que
vuelvan a la zona indefinida de la
oscuridad adonde pertenecen. El
cuento se llama “La zombie blanca
que tenía las tetas negras”.
Unos años atrás jamás me hubiese
atrevido a tocar nada de lo que hay
sobre el escritorio. Y si, de comedida
260
261
o de distraída, hubiese amagado
cruzar ese límite, Laiseca me habría
detenido. No le gusta que nadie
toque sus cosas. Sin embargo, con
los años me he ganado ciertos
derechos: este de meter mano en su
mesa vaticana, o decirle que abramos
la puerta que da el patio así se
ventila el pequeño dos ambientes
donde vive, o sugerirle que se quite
ese chaleco porque la sensación
térmica marca 35° y, con chaleco,
creo yo, el verano húmedo de Flores
es más difícil de atravesar.
programa de I-Sat. Y, por supuesto,
algunos papeles con apuntes. Pero
había lugar suficiente para que
nosotros apoyáramos nuestros
propios papeles y hasta brazos,
codos, cabezas para escucharlo leer.
Es un lector formidable e
instintivamente nos acomodábamos
así, como nenes dispuestos a oír
una historia.
No sé en qué momento el escritorio
fue convirtiéndose en la mesa
vaticana, como no sé en qué
momento el erguido, enérgico y
No sé en qué momento el escritorio
fue convirtiéndose en la mesa vaticana,
como no sé en qué momento el erguido,
enérgico y siempre altísimo Lai se fue
convirtiendo en este gigante gruñón al que cada
vez le cuesta más abandonar su cueva.
Conocí su mesa vaticana recién
cuando se mudó a Caballito, tras la
muerte de su última mujer. Antes,
en el hermoso departamento que
compartían en San Telmo, su
escritorio estaba en otra habitación
a la que los discípulos no
teníamos acceso. Pero ya en
Caballito todo: escritorio, cama,
bibliotecas, gatos y alumnos
convivimos en el mismo espacio.
Ahora que lo pienso, durante
muchos años, ese escritorio estuvo
bastante despejado: solo algunos
pocos libros que Laiseca usaba para
preparar Cuentos de terror, su
siempre altísimo Lai se fue
convirtiendo en este gigante gruñón
al que cada vez le cuesta más
abandonar su cueva. Cuando uno
comparte tantos años con alguien,
los años, justamente, dejan de ser
una medida exacta del tiempo, se
van diluyendo, mezclando,
empezamos a olvidar el momento
exacto en que tal cosa.
La mesa vaticana, como todo
mueble de prosapia, merece una
silla acorde. La silla que acompaña
a la mesa es fuerte, enorme, con
apoyabrazos. Le decimos “el trono”.
En el trono y frente a la mesa, el
262
Conde descansa sus asentaderas
gran parte del día.
Nos rendimos: eso que buscamos no
va a aparecer esta noche. La Chop,
la única gatita que le queda desde
que, en un año, perdió a su otra
gata, la Greta, y a sus dos perros
akita, Kendo y Kazu, salta sobre la
mesa y revuelve con sus patas el
alboroto de cosas y papeles que
armamos en nuestra búsqueda, como
si quisiera ayudarnos a devolverle el
orden, su desorden natural, mejor
dicho, a la mesa. Después de dar
algunas vueltas, se sienta debajo del
velador, metiendo la cara bajo la
pantalla, levantándola hacia la
bombita encendida, entrecerrando
los ojos, como una damisela
bebiéndose todo el sol de este
tórrido verano.
Este verano, pese a todo, es mejor
que el anterior. El año pasado Lai
estuvo internado algunos meses por
una caída en un hotel de Rosario
que le provocó una fisura de cadera.
Fue largo aquel verano para él.
Tendido, inmóvil en la cama para
que soldara el hueso, sin televisión,
leyendo y mirando cómo transcurría
el día por una pequeña ventana. Sus
discípulos íbamos a verlo todos los
días, nos turnábamos para que
nunca le faltase un poco de
compañía diaria; de acuerdo a las
ocupaciones de cada uno íbamos a
la mañana o a la tarde, en los dos
horarios permitidos. Era el paciente
que más visitas recibía. Un día, una
de las enfermeras, asombrada de
encontrarlo todos los días
acompañado, le dijo: usted parece
una religión.
Cuando dejamos de buscar eso que
no encontramos, Lai me pasa el parte
de encargos de la semana: servicios
que pagar, facturas que entregar,
correos que responder, medicamentos
que comprar… anote, anote, me dice
todo el tiempo, desconfiando de mi
buena memoria. Aunque es un
negado de las computadoras y de
internet, con los años fue
incorporando algunas nociones y
aceptando algunas ventajas de la
tecnología: él no mete las manos ahí,
soy yo quien hace el trabajo sucio,
quien pacta con el Príncipe de las
Tinieblas, según él, padre de la
computación y las comunicaciones
electrónicas. Pero se fue dando
cuenta de que algunas bondades
tiene, así que además de decirme:
mande un mail a tal, cuando tiene
alguna presentación en alguna parte
siempre me pregunta: ¿Ya lo subió al
blog, Chanchín?
Una vez que termina de pasarme la
lista de mandados, lo primero que
hacemos cada lunes a la noche
cuando llego a su casa, Lai se
distiende como quien se saca un
peso de encima. Se recuesta en el
trono, prende un cigarrillo, me
sonríe como el monstruo amable que
es y me dice:
-Qué alegría verla, querida.
Y sí, qué alegría verlo, Lai Lai. <
Selva Almada nació en Entre Ríos en 1973. Es autora del libro de poemas Mal de muñecas, los
cuentos de Niños y Una chica de provincia, y las novelas El viento que arrasa y Ladrilleros.
263
Un Big Bang llamado Laiseca
Miguel Vitagliano aborda, en este breve ensayo, la obra de
Laiseca a partir de algunos de sus engranajes centrales. Entre
ellos: la literatura como máquina del tiempo, y como espacio
de poder.
POR MIGUEL VITAGLIANO
FOTO MADRE TIERRA EVANS KURCHAN
I
Ella duda: la invitaron a viajar a
Brasil con una banda de música de
verdadera ruptura, utilizan como
instrumentos solo armas de guerra y
le han ofrecido tocar la
ametralladora. Duda si irse con ellos
o acudir al llamado del Gordo, un
escritor que acaba de salir del
neuropsiquiátrico.
Ella se llama Cecilia y el Gordo Sotelo
suele escribir cosas como esta: “De
cualquier forma todos caemos. En
público o en privado. ‘Estamos para
eso’, como dicen los policías (y los
soldados). Estamos para gastar los
restos de nuestra juventud con las
mujeres que menos nos convienen”.
Un maestro esotérico y amigo de
Sotelo le revela que lo de la
internación fue porque las chichis lo
tienen manijeado. Que desde los
tiempos de Babilonia se viene librando
una guerra silenciosa, solo invisible
para los incautos espirituales, por
controlar hasta el último recodo de la
vida; miles de años atrás los
babilonios habían llegado a
desarrollar una tecnología capaz de
superar las más diversas calamidades
colectivas y las enfermedades, pero los
brujos los infiltraron para carcomerlos
por dentro, aunque persisten los focos
de resistencia.
Todo está en las páginas de El jardín
de las máquinas parlantes (1994), sin
embargo en la mayoría de las
narraciones de Laiseca aparecen
chichis y manijeados. Unos son seres
extraños capaces de alojarse en
cualquier artefacto doméstico, aunque
también son chichis los brujos que
convocan chichis para manijear a sus
enemigos. Buscan habitarlos y
moverlos a su antojo, comerles la
cabeza, capturarlos, empastarles el
264
265
deseo, darles máquina,
paranoiquearlos. Es en Matando
enanos a garrotazos donde aparece
por primera vez el manijeado, en el
relato “El jardín de los monstruos
magnetofónicos”: el doctor
Kaltenbrunner comenzó a
experimentar en un campo de
concentración nazi con unas plantas
que se alimentaban, exclusivamente,
con los alaridos de las víctimas
mientras se las interrogaba o eran
objetos de pruebas científicas. El libro
fue publicado en septiembre de 1982.
Ya desde entonces Laiseca hablaba de
que lo que hacía era “realismo
delirante”, sin nunca alejarse de esa
definición que no ha dejado de variar
en los oídos de los interlocutores.
“Creo en la verdad, creo en la
realidad, pero siempre conviene ver a
la verdad y a la realidad en la cuerda
floja del delirio, ¿comprendés? Por
eso lo mío es realismo delirante, para
ver mejor a la realidad, no para
ocultarla” 1 , decía un año atrás.
Alaralena, un escritor amigo de
Sotelo y alter ego de Laiseca: “Mi
delirio realista (o, si se prefiere:
realismo delirante) es la única ciencia
pura, en la obra, y ninguna posición
es más odiada que esta por el público.
Implosión, sí, con reducción de masa
y una fabulosa liberación de energía”.
Aforismo de Sotelo: “El asco también
cumple una función social”.
Laiseca no vacila. Hay una
exactitud ostensiva en la
descripción de cada máquina, teoría
o elucubración que presenta en sus
narraciones. La hipérbole es su
figura. Todo se vuelve enano ante el
escritor que mide por metros las
lecturas de lo que investiga para
cada narración y que mide por
multiplicación de páginas lo
descomunal de sus novelas.
II
A mediados de los noventa, en la
presentación de El jardín de las
máquinas parlantes en el ICI, Alan
Pauls destacaba el poder de “las
frasecitas-Laiseca”. El diminutivo no
tenía otra función que poner foco en
el efecto implosivo de un estilo: el
extremo de exactitud en ese realismo
delirante, tensado en un lenguaje que
escapa de donde se pretende ubicarlo.
En la misma línea Fogwill había
escrito años antes, en un relato propio
del 83, que Laiseca “enchufaba
palabras de un léxico legítimo, pero
inesperado en el contexto del relato”.
Y en el prólogo a la reedición de
Aventuras de un novelista atonal
(1982; 2002) destacaba el modo en
que Laiseca “sabía librarse del tono de
una época” y que desde los primeros
ochenta persistió en su desmesura
temática y una particularísima lengua:
“No escribe con la lengua hablada
—ese artificio magistral del grado cero
del decir— sino con la lengua natural
de la literatura, que, en la parodia,
remite permanentemente a la épica y
a los orígenes de la novela”.
Fogwill no decía liberarse del tono, ¿o
1 Entrevista de A.Vázquez y J.Millonschik, http://dormirypedalear.blogspot.com.
266
fue un error tipográfico? Liberarse del
tono sería creer que puede haber
libertad cuando uno depende de otro,
aun cuando lo que se pretenda sea
tomar distancia de ese otro. Liberarse
de un tono-amo es seguir hablando la
lengua del amo. Librarse del tono
resulta menos ilusorio, es una
posición activa y no reactiva. Define
la distancia que existe entre escapar y
salir. Una decisión que ya estaba en
movimiento en los relatos de Fogwill
y Laiseca de los ’80.
El Gordo Sotelo ve pasar a Borges
seguido de una bandada de cururuses,
flamenkos y otro tipo de chichis.
Alaralena dice que hay reyes y reyes
de reyes en la literatura
latinoamericana, pero que en el
ajedrez el rey es apenas un peón con
movimientos privilegiados. Que los
verdaderos gobernantes del mundo
son los que pueden desplazarse en las
más diversas direcciones. Como el
caballo, pieza mágica y esotérica.
Aforismo de Sotelo: “¡Ser feliz debe
ser algo increíble! Como un objeto
autónomo, con motor propio, que no
depende de las fuerzas inerciales”.
III
En las novelas de Laiseca hay chichis
y pensiones, mundos alquilados en
los que alguno siempre tiene la
manija, la palanca del secreto para
mover la rueda de la polea. El
mundo da vueltas y tiene su centro
en todas partes.
Doña Clota es la dueña de la pensión
en la que vive “el novelista atonal”.
Ella ha desarrollado un sistema de
estadísticas exhaustivo para ganar al
Prode. Alimenta un archivo en el que
cada jugador y cada director técnico
tienen su legajo. Allí están todos los
detalles que considera pertinentes
para evaluar los distintos equipos del
campeonato. Si un individuo está
casado, si tiene hijos, si las revistas
hablan de él, si se desempeña bien
bajo la lluvia, si modifica su ánimo
ante cambios políticos… Un servicio
de inteligencia condensado. Sí: una
mónada de la sociedad de control, o
de la sociedad del espectáculo.
Los mundos de las novelas de Laiseca
son literales, letra por letra; el mundo
que está por fuera apuesta en cambio
al impacto del conjunto, a lo que
parece ser a la distancia. Por eso la
escritura de Laiseca es “atonal”, no
solo prescinde del tono de una época,
prescinde de lo definido por el tono
(regla musical): ese lenguaje que
construye un sentido único para la
melodía y los lazos armónicos. Como
en ese pasaje en que “el novelista
atonal” está en una situación íntima
con una mujer: “Él creyó que era un
chiste. ‘¿Y eso?’ ‘Nada, mi cielo —dijo
ella, con voz impresionante a través
de los metales—. ¿No querías una
madre castradora? Bueno. Pero yo te
voy a castrar en serio, no como una
manera psicoanalítica de decir’. Ya en
la cama, ella depositó sobre su
entrepierna la traducción de un beso”.
La traducción de un beso tampoco es
un beso. El tono es lo que define cómo
debe entenderse una manera de decir.
El tono define lo que se debe tomar
como posible y en lo que se debe creer.
Alaralena: “Ni la física teórica es una
ciencia exacta. Todo el Universo se
267
visualiza con interpretaciones
parciales, correctas solo para un
determinado entorno. Trabajamos
nada más que con pedazos de materia,
en la esperanza de que las leyes
permanezcan iguales a medida que
nos vamos alejando de la región”.
Laiseca está convencido de que la
literatura es la única máquina del
tiempo. Los libros expanden viajes,
acercan civilizaciones dispares y
distantes, a veces es el antiguo Egipto
o China o la ciudad de Buenos Aires
transfigurada en una toponimia
azteca. La lengua viaja de un lado a
pasadizos, todo estaba construido de
papel. Hasta hacía momias con tiritas
recortadas y fabricaba sarcófagos con
cajas de chicles Adams que tenían
una ventanita traslúcida en celofán.
“El mundo de las figuritas era mi
único espacio de poder, imaginario,
por supuesto”, dice Laiseca. “Frente a
esa misma sensación de impotencia,
frente a las humillaciones, el único
modo de encontrar un espacio de
poder, otra vez imaginario, es dentro
del mundo de la ficción”.
Laiseca se volvió personaje de otro,
una figurita de papel, digamos, en
La lengua viaja de un lado a otro, se entromete,
carga con los mundos leídos hacia el mundo que
escribe, pero ella es su propio tono, su única regla.
otro, se entromete, carga con los
mundos leídos hacia el mundo que
escribe, pero ella es su propio tono,
su única regla. ¿Una máquina del
tiempo o una máquina que olvida el
tiempo? La literatura viaja a través
del tiempo que la lengua olvida.
IV
Cuenta Laiseca en una entrevista con
Graciela Speranza (Primera persona,
1995) que de chico inventó una suerte
de máquina imperial para jugar:
recortaba personajes de las revistas y
formaba ejércitos. Cuando le faltaba
algún integrante, lo dibujaba y le
pegaba una cartulina detrás para que
pudiera afirmarse de pie. Era una
máquina tan novelesca como literal:
los personajes, los castillos, torres y
aquel relato de Fogwill del ‘83, “Help
a él”. Pero como en el juego, su
figura se recorta de una realidad, es
un objet trouvé que entra en otro
espacio que ya no puede ser como
hasta entonces. Alberto Laiseca se
llama en “Help a él” Adolfo Laiseca
pero sigue siendo el autor de los
cuentos de Matando enanos a
garrotazos. Y como “Help a él” es
una relectura de “El Aleph”, Laiseca
también es Carlos Argentino Daneri.
Sí, librarse de Borges, del tono-
Borges, no de Borges, no de Dante ni
de Virgilio, no de la literatura
convertida en máquina parlante; de
lo que se trata, en todo caso, es de
entrometerse en sus engranajes.
Y Fogwill es un personaje de El
jardín de las máquinas parlantes que
268
comenta: “Estoy leyendo los Poemas
chinos de Alaralena, un amigo mío.
Muy superior ese librito de
admirables poemas chinos apócrifos
a su gigantona y gigantista Los
sorias. Demasiado larga, para mi
gusto. Yo le suprimiría partes”.
Los chichis, lo sabemos, son capaces
de meterse en los más insulsos
aparatos electrodomésticos. Acaso
atento a esa verdad de la ficción,
Laiseca se propuso redoblar el alcance
de su máquina y contar relatos de
terror en un canal de televisión por
cable al comienzo del nuevo siglo.
Relatos de distinta procedencia, muy
diversos entre sí y que contaba como
una máquina parlante que alguna vez
los había deglutido y que se
complacía en interpretarlos a través
de su narración. Interpretar en el más
amplio sentido. Una fábrica parlante
soltando el humo de un cigarrillo, un
narrador oral en la conquista de una
máquina visual, ¿podría no leerse el
gesto como una avanzada de la
voluntad imperial de Laiseca? ¿No
son esos cuentos partes del engranaje
de la máquina-Laiseca?
Es indudable que una nueva relación
entre los escritores argentinos y los
medios audiovisuales ha comenzado
con Laiseca. Y que dio otra vuelta
con su actuación en la película El
artista (2010), de G. Duprat y M.
Cohn. En la película, Laiseca es un
pintor internado en un geriátrico al
que un enfermero le roba sus
trabajos y los vende, obteniendo un
éxito descomunal de críticas y
ventas. Laiseca hace de un pintor
llamado Romano, un nombre que no
puede oírse sin saltar en el tiempo y
pensar en las civilizaciones de las
ficciones del otro. Romano dibuja,
hace gestos, traza líneas con lápices,
biromes, pinta con sus manos, y solo
pronuncia una palabra, pucho.
Los críticos llegan a calificar sus
trabajos como “Art Brut”, aunque
ninguno conoce la identidad del
auténtico artista. Los espectadores,
en cambio, conocen ese detalle pero
nunca han visto alguna de sus obras.
La película evita mostrarlas, en todo
momento coloca los cuadros en la
posición del espectador. Aun así, las
cualidades del arte de Romano no
quedan libradas al azaroso gusto de
las opiniones, algo parece haber
objetivamente en esos trabajos,
porque los críticos, en un momento,
pueden distinguir a la perfección “un
falso Romano”. ¿Una reivindicación
de la crítica en un tiempo
empecinado en anularla?
Sotelo escribe: “Los procesos
humanos se pueden resumir en una
frase reversible: unificación de la
soledad, viceversa, soledad unificada”.
Los jóvenes lectores de Laiseca, los
que nacieron después de los ochenta,
suelen llamarlo El Maestro o Lai.
Para otros, Laiseca sigue siendo una
máquina completa, irreductible a
cualquier chichi. <
Miguel Vitagliano nació en Floresta, Buenos Aires, en 1961. Publicó, entre otras, las novelas Los ojos
así, Vuelo triunfal, La educación de los sentidos, Cuarteto para autos viejos y –recientemente-
Tratado sobre las manos. Es profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires.
269
La operación Laiseca
Un autor que irrumpe, que a menudo se vuelve difuso, y que
retorna desde la prepotencia de los medios audiovisuales.
Una figura de autor que se afirma en las bajezas de la cultura,
en lo popular, y que construye su propio mito entrando por la
puerta de la locura y del delirio.
POR GUIDO HERZOVICH
“Ahora por fin comprendo que solo el delirio nos hará libres”.
(Aventuras de un novelista atonal)
El artista, de Cohn y Duprat.
270
El arte del elogio
A Laiseca le gusta imaginarse que sus
libros, los libros que ha acumulado,
son como ejércitos formados para la
batalla. Por eso los tiene
uniformados, forrados todos con
hojas de papel —no hay nada más
barato— que con el tiempo han
virado al amarillo. Laiseca debe posar
a menudo frente a su biblioteca,
como suele ocurrirle a la mayoría de
los escritores; pero esta imagen
mítica, mezcla de automatismo e
ideología, da en su caso unas fotos
más bien inquietantes. Enseguida el
fotógrafo se hace a un lado y entra
en escena el entrevistador, que dobla
la foto preguntándole, como es de
rigor, qué lecturas lo marcaron. ¿Pero
qué se esconde en esos volúmenes?
¿Le vamos a creer que los forró para
que no se los roben?
Hace poco más de una década, casi
dos metros de figura y veinte
centímetros de bigote que Laiseca
había mantenido, como es habitual en
el oficio literario, mayormente en la
esfera del contacto entre personas,
entraron a Fantasy por un portal
extraño. Fantasy, como todo el mundo
sabe, es un lugar del que nadie puede
regresar; y a él, por otra parte, esta
dimensión parece sentarle
maravillosamente. Junto con Laiseca
se coló un género —el cuento, o habría
que decir tal vez el relato— y algunos
autores: Poe, Lovecraft, Saki, Quiroga.
Desde entonces uno y otros quedaron
adheridos al narrador que les daba
voz, y de algún modo nueva vida.
Después de todo, a pesar del relativo
apogeo de la narración oral en los
años inmediatamente anteriores, que
probablemente ya había probado la
eficacia de este género y estos autores
a tal fin, fue Laiseca el que los
difundió con más éxito.
El programa se llamaba “Cuentos de
terror”, salió en cable por I-Sat, y le
abrió a Laiseca un público nuevo, que
excede con mucho la limitada
audiencia con posibilidad de acceder
(por una variedad de razones que no
caben aquí: el tiempo en El Ansia
también es tirano) a una narrativa
como la suya. Desde entonces,
arrastrando su cuerpo jurásico con
salud declinante, Laiseca recorre las
carreteras suburbanas invitado a
contar cuentos. Otros van de pueblo
en pueblo vendiendo seguros o
productos de limpieza. O cantando
tangos. Laiseca cuenta cuentos de
terror, acaso fantásticos, o de
misterio; se diría que trae a escena las
seducciones arquetípicas de la
literatura, o tal vez convendría decir
—otra vez— del relato: la ansiedad
intelectual que acompaña el
despliegue del conflicto, el goce
masoquista de la postergación, el
éxtasis del clímax. “¡Cuéntese uno de
Maupassant, Maestro!” Así
imaginamos a los preadolescentes de
las primeras filas, arriados hasta el
salón de actos en la hora de
matemática. “¡Uno que sepamos
todos!!” (sonido de vuvuzelas...).
Desde entonces la prosa de Laiseca
—esa prosa salvaje, delirante, procaz, a
veces arcaica, a menudo brillante, casi
siempre amable y en general muy
divertida— quedó relativamente
271
opacada por la voz cavernosa, el
bigote raleante pero aristocrático, los
dedos largos de uñas amarillas y la
columna de humo característicos del
cuerpo que comparte nombre con
aquella prosa. Ocurrió lo que es propio
de la imagen en la época de su
reproductibilidad demencial: se
prolongó en la tele, se extendió a los
diarios, explotó en Internet y hasta
llegó a los cines. En 2004 hubo
todavía una edición de los cuentos en
VHS. Ahora Youtube abunda en
Laisecas bajo el ventilador de techo
—artefacto infernal— cruzado por
claroscuros móviles: la cámara,
fatalmente picada o contrapicada,
alterna la subjetiva de Dios con la del
Diablo. Con esta parafernalia Mariano
Cohn y Gastón Duprat, los creadores
del programa, intentaron resolver el
desafío (digamos) de llevar la
literatura a la televisión. Hace poco
probaron incluso llevarla al cine,
adaptando un cuento del mismo Lai:
“Querida, voy a comprar cigarrillos y
vuelvo”. Aquí, intercalado a la ficción
en acto, el autor aparece regularmente
mirando a cámara para comentar el
relato y ofrecer alguna que otra
moraleja perversa. Pero no hay puesta
en abismo más distanciadora que la
escenografía elegida: delante de una
gran biblioteca de ilimitados lomos
visibles, sentaron a Lai a un escritorio
prolijo de gran intelectual burgués (cf.
La mesa vaticana, de Selva Almada).
La serie de chispazos que produce la
circulación por Fantasy de la figura
inusual de Laiseca, a la vez que su
indudable elocuencia, produjeron una
explosión de reportajes visuales y
textuales que lo convirtieron, poco a
poco, según un sondeo impresionista
totalmente irresponsable, en el escritor
argentino más entrevistado de la
última década. O poco más o menos,
etc. Por su parte, la erudición de los
pasantes de redacción, que estudian
concienzudamente los antecedentes de
la nota que hace quince minutos les
pidió el editor para dentro de dos
horas, da al género del reportaje a
Laiseca su consistencia característica.
Entre timbrazo y timbrazo —vive al
fondo de un pasillo largo en el barrio
de Flores y los vecinos ya le han
pedido que no deje sin llave la puerta
de calle—, Laiseca ha de enumerar
mentalmente la decena de nombres
que menciona cada vez que le
preguntan qué le gusta, o qué
literatura lo influenció. O que
recomiende algo. Tócala de nuevo, Lai.
Lo notable es tal vez que la mayoría
de los “grandes” de su generación,
siguiendo en esto el magisterio
borgeano —cuyas operaciones parecen
todavía de una productividad
inagotable—, han sido eximios
espadachines de la recomendación:
Fogwill, Aira, Piglia —por empezar—.
Los tres, notablemente, han intentado
sacar sangre con el filo de Los sorias:
Fogwill lo voceó inédito (cf. Los libros
de la guerra), Aira invitó al editor
Gastón Gallo a publicarlo en Simurg
—y lo saludó en Clarín recientemente
como un “milagro”—, Piglia prologó
la reedición de Gárgola. (Ah sí: ¡quién
nos diera cada diez años una novela
atonal inédita y un autor que parece
venir de ninguna parte...!). Laiseca, a
su vez, suele nombrar a los tres en un
272
gesto de reciprocidad que rara vez
—acaso nunca— alcanza a sugerir algo
sobre el interés de sus literaturas. Si
resulta, en definitiva, un bicho raro
en el parnaso literario argentino, es
también por esta negativa a hacer del
juego vanguardista —revelarle otro tío
excéntrico a la aburguesante familia
literaria— una parte central de su
actividad de escritor. Hace un tiempo
le preguntaron qué escritores
injustamente olvidados le gustaría
rescatar. Marechal, dijo Laiseca.
¿Nadie más? “¿Le parece poco
Leopoldo Marechal?”, protestó él. El
sentido “miedo” ante un texto suyo
(salvo tal vez al pispear la cantidad de
páginas). Si ninguna serie de
referencias explica la obra de nadie,
en el caso de Laiseca la distancia
entre unas y otra es particularmente
inconmensurable. Lo más notable,
con todo, es que esas referencias sin
duda están también en su literatura:
pero como materia prima sometida a
una voluntad estética radicalmente
heterogénea. Elogiado por las figuras
más importantes de su generación,
con un proyecto literario vinculable
sin duda a otros contemporáneos
¿Cómo pudo entonces Laiseca, con un canon
personal que parecería incapaz de individualizar
a nadie, producir una de las obras más radicales
de su tiempo?
entrevistador estaba evidentemente
decepcionado. “Pero debe haber más”,
clamó con desesperación. “Sí —
reconoció entonces Lai—, pero tan
olvidados que ni siquiera yo los
conozco” (Confines. Arte y cultura
desde la Patagonia, febrero-marzo
2010). No es ese su juego…
Pero habría que preguntarse si la
hegemonía de un cierto arte insidioso
de la referencia no ha vuelto invisible
la operación Laiseca. Su selección
oral —la que hace como narrador y
como entrevistado— ha resultado en
el malentendido de que se lo cite a
veces como “escritor de terror”,
cuando a todas luces no hay
testimonio de que lector alguno haya
(Osvaldo Lamborghini, Copi, Aira), no
parece compartir con ellos una sola
lectura. ¿Cómo pudo entonces
Laiseca, con un canon personal que
parecería incapaz de individualizar a
nadie, producir una de las obras más
radicales de su tiempo?
Ante este interrogante, un
escritor joven y agudo lector —que
prefirió mantener su diagnóstico
en el anonimato— ofreció esta
respuesta perpleja:
—Pasa que Laiseca está loco.
La condición plebeya
Los sorias es un delirio que abunda en
273
referencias bibliográficas en nota al
pie. En el capítulo 64, “Los
sindicalistas que se reunieron en un
sótano de Soria”, Laiseca hace que el
discurso de uno de ellos entre en
polémica con un tal Myrdal. La
sonoridad del nombre, aunque no la
brevedad, nos sugiere que se trata de
otra criatura laisequiana, pero una
nota viene a aclarar enseguida:
“Gunnar Myrdal, teórico del
sindicalismo. Expresó sus teorías en El
Estado del Futuro (Fondo de Cultura
Económica; colección pop.)” (LS, 475)
¿Qué necesidad de agregar “colección
pop.”? La colección se llama “Tiempo
biblioteca virtualmente infinita, el de
Laiseca es no solo el mercado, sino
además el mercado limitado de los que
se dan las lecturas que les permite el
precio de tapa. Borges parodia el
protocolo de autorización de la cultura
de la letra; y hay que decir que puede
porque heredó una biblioteca, dos o
tres lenguas extranjeras y la amistad
de Macedonio y Paul Groussac. De
manera opuesta, habría que advertir el
costado ostentatorio de la cultura
plebeya que exhibe Laiseca, rasgo que
pierde resonancia por el desfasaje
temporal de su recepción: escrita en
los ‘70, Los sorias se publica recién a
presente” y el formato es “de bolsillo”,
digamos; se consigue hoy por $16 en
MercadoLibre. Mencionar el tipo de
colección, minucia mercantil, que
nosotros sepamos no es de rigor en
ningún ramo del saber; tampoco es
evidente llamar “popular” a un libro
de bolsillo. De modo que tenemos que
pensar que el gesto es fuerte y
deliberado, y que el objetivo es
afirmar el estatuto “popular”, noerudito
de esa lectura.
Para precisar el valor de ese gesto
habría que oponerlo al juego de la cita
apócrifa borgeana. Si el espacio de la
cita borgeana es la biblioteca, aun la
fines de los ‘90. Entre tanto tuvo lugar
una considerable marginalización —en
alcance, relevancia social y
representatividad— del campo de la
literatura “sofisticada” (comillas sobre
las comillas) que trajo por un lado una
relativa homogeneización de clase
entre sus participantes, y por otro un
creciente desinterés por problematizar
el acceso a un discurso del que hoy se
puede pasar largamente sin mayores
daños sobre la autoestima cívica.
Testimonio de este giro es la
observación de Piglia en el prólogo a
la reedición de 2004, en la que es
difícil sopesar cuánto hay de
274
demagogia y cuánto de hipocresía:
“Por su estilo, Laiseca zafa de las
convenciones de la ‘alta’ cultura (es
decir, del falso arte) y se conecta con
los modos y las formas y las jergas del
folletín popular y de la cultura de
masas” (LS, 9-10). Y pensar que Piglia
dijo lo más lúcido sobre la inscripción,
en la prosa de Arlt, de las violencias
que produce la estratificación de los
lenguajes de la cultura. ¿O es que
acaso vivimos en el mejor de los
mundos (culturales) posibles?
Sería fácil comprobar que las lecturas
fundantes que menciona una y otra
vez Laiseca fueron casi todas de
circulación multiforme siguen
perdiendo a menudo el nombre de
autor. También Shakespeare, Oscar
Wilde, Hermann Hesse. Incluso
Bradbury, que él descubrió en Más
allá. Pero la gran lectura plebeya de
Laiseca, que comparte con Arlt, es sin
duda la literatura esotérica, de cuyos
saberes se nutre toda su obra (ver
OCULTISMO en el Abecedario Laiseca).
La ostentación de esa cultura plebeya
va de la mano con la insistencia en
una figura de escritor que se afirma
en lo más bajo de la pirámide social,
para hacer de ese lugar la clave de su
potencia literaria (ver
Cuentos de terror, I.Sat.
amplia circulación popular.
Empezando por las publicaciones que
leía en su infancia y adolescencia: los
relatos de Constancio Vigil y la revista
de ciencia-ficción Más allá, cuya
colección de 48 números (1953-57)
Laiseca tardó “décadas” (dixit) en
completar. También El fantasma de la
ópera (de Gastón Leroux), Drácula (de
Bram Stoker), El golem (de Gustav
Meyrink): literatura popular, aun bestsellers
de su época respectiva,
multiplicados enseguida por la cultura
audiovisual, infinitamente difundidos
por los kioscos y librerías argentinas;
textos que en el vértigo de su
OMNIPOTENCIA). Ese mito de origen
es elocuente en los relatos de los
escritores que pasaron por sus
talleres. Nacido en Rosario, huérfano
de madre a los tres años, Laiseca
pasó su infancia y adolescencia en
Camilo Aldao, en el sur de Córdoba,
donde su padre era el médico del
pueblo y “tenía un buen pasar. El
padre es San Martín allá, tiene una
calle… Lai, al no seguir los estudios,
es como la oveja negra”, recordó
Juan Guinot. Después de abandonar
la carrera de ingeniería en Santa Fe,
Laiseca trabajó en el campo “dos
temporadas, en distintas provincias
275
argentinas: Mendoza, norte de Santa
Fe, y en el interior de Córdoba —nos
contó él—. Cosecha, lavadero de
zanahorias, uva, aceituna, papa,
pimientos, plantaciones de ajo. Carpir
piedra. Sabés cómo te queda la
espalda carpiendo, ¿no? Si tú carpes
te sacan carpiendo, ¡ja! Después,
cuando vine a Buenos Aires, trabajé
de peón de limpieza cuatro años y
medio, hasta que una tía mía que
estaba en Teléfonos del Estado me
hizo entrar. Ahí empezó a mejorar un
poco mi condición”. Sí: condición,
¡así dijo! Más adelante, a partir de los
coches al que quisieran arrastrar a
Iseka, peón de limpieza. Se expresan a
través de ellos, en una lengua barrial
rigurosamente argentina, mandatos
sociales que sabemos muy de este
mundo. ¿Qué hace Iseka casi en la
miseria? ¿Tiene estudios? ¿Por qué
entonces no busca trabajo en un
banco o algún “escritorio”? ¿Por qué,
eh? “Porque no” o “Porque no me
gusta” o “Porque no se me da la
gana”: versiones locales del alegato
indolente de Bartleby que ensaya sin
éxito Iseka. “¿Por qué en vez de
escribir boludeces —bah, no sé lo que
El trabajo, así, es el enemigo principal,
en tanto seduce –vale decir: amenaza–
con producir una identificación subjetiva
con una ubicación en la estructura social.
años ‘70, fue corrector de galeras del
diario La razón durante diez años.
Todo esto podría no ser otra cosa que
historia particular humana... si no
estuviera inscripto en el corazón y
en la superficie de su literatura.
La cultura del trabajo
¿Cómo construir una obra en el
mundo del trabajo? Con esta pregunta
se abre la de Laiseca, al menos si la
consideramos según su orden de
escritura, donde Los sorias figura
primera. Personaje Iseka se despierta
en la piecita de pensión que comparte
con los hermanos Juan Carlos y Luis
Soria, empleados de un lavadero de
serán, pero ¿de qué te sirven, eh?— no
te venís con nosotros al lavadero de
coches, trabajás nueve, diez horas por
día, las que querés y hacés guita. En
esa forma te vas haciendo una
posición y el día de mañana te podés
comprar un kiosco o un almacén o
algo así”. (LS, 18)
Sí: “hacerse una posición”. ¿Por qué
no? “Mucho me temo que nuestro
novelista fuera uno de esos que se
tomaron demasiado en serio Los
caminos de la libertad, de Sartre
(opina Laiseca en Aventuras de un
novelista atonal, de 1982). Pues, para
no ser un burgués, buscó un trabajo
de obrero. Creía mantener así su
dignidad. Ignoraba por esa época, el
infeliz y tonto, cuántas inmundicias,
276
agachadas de cabeza y traiciones
debe cometer para sobrevivir el
hombre de abajo. Los “indignos”, que
él había aprendido a despreciar, por lo
menos hacían chanchadas para
conservar algo que valiera la pena”.
(Aventuras de un novelista atonal)
Todo rechazo radical de las exigencias
sociales requiere para sostenerse de la
autoimposición de una ética personal
igualmente radical. La posición de
Carlos Correas, por citar otro
imaginario también construido sobre
bases sartreanas, o incluso el giro
hacia el vagabundeo místico de Néstor
Sánchez, testimonian claramente
sobre la inflexibilidad de esta ley. La
vida con otros es (casi) todo
inmundicia, agachada y traición: para
tener éxito en vida es preciso “ser
contemporáneo”, como pretende y
exige incansablemente el Masotta de
Correas. No sorprende que ambos se
hayan vuelto personajes hoscos, casi
intratables, avanzando hacia el
aislamiento y produciendo una obra
relativamente escasa y radicalmente
superyoica, difícilmente capaz de
estimular discípulos. La mística del
rigor y el rigor del místico: el
malditismo de Correas y Sánchez
requiere ante todo, previsiblemente, la
purificación de todo contacto con el
mercado; lo cual equivale a decir que
se constituye a partir de un rechazo
radical de toda contaminación con los
lenguajes del periodismo y de la
cultura de masas. El trabajo, así, es el
enemigo principal, en tanto seduce
—vale decir: amenaza— con producir
una identificación subjetiva con una
ubicación en la estructura social.
Es eso: hacerse una posición, lo que
solemos llamar también “encontrar un
kiosquito” (en el sentido en que puede
decirse sin maldad que “Tomás
Abraham encontró en Foucault su
kiosquito”). Eso es precisamente lo
que los hermanos Soria, literalizando
la metáfora, le reclaman a Iseka. Si en
el mito de origen de su escritura hay
esta escena que lo acerca a Correas y
a Sánchez, la operación Laiseca es sin
embargo irreductible al malditismo.
En la piecita compartida crece la
tensión: además de usarle el jarrito de
la leche para afeitarse, Iseka descubre,
al oírle usar la palabra “distorsión”
—ajena a su vocabulario—, que uno de
los Soria ha estado leyendo su
“novela no terminada”. Entonces se
indigna; “con bronca controlada,
como un terremoto”, masculla: “Soria,
Soria... los sorias”. (LS, 22)
En el paso del nombre propio al
sustantivo común está contenido el
pasaje de Laiseca al delirio, es decir a
la ficción. Iseka sale a la calle:
descubrimos entonces que no fuimos
testigos de una pelea entre Iseka y los
Soria, sino entre un iseka y dos sorias,
y que la piecita es el punto exacto por
donde pasa la frontera entre dos
países, Soria y Tecnocracia, tierra esta
última donde todo el mundo se
apellida Iseka. Entre ellas, a su vez, se
disputa una batalla más grande: la que
opone las fuerzas del ser y las del
anti-ser. Personaje Iseka decide
abandonar para siempre la pensión y
su trabajo de peón de limpieza: al
igual que el autor de esta “saga” —que
se hace llamar El Conde de la Laguna
en las notas al pie y Alberto Laiseca
277
en la tapa del libro—, “se dirigió a lo
de una tía suya, que lo quería, para
que le consiguiese trabajo de
telefónico”. (LS, 29)
El trabajo del delirio
A medida que se aleja de la pensión,
Iseka va entrando en delirio. “Creo
que me quedan dos soluciones. O
hacerme totalmente soria yo también,
invisible) toda literatura. Un exilio
definitivo, que no hay ya ética
personal ni coartada sartreana que
vuelva tolerable.
“A comienzos de los ochenta —escribió
Fogwill para la reedición de Aventuras
de un novelista atonal— Laiseca venía
a ofertar desmesura temática y
naturalidad en la lengua narrativa.
Nada en ella es impostado, porque no
escribe con la lengua hablada —ese
artificio magistral del grado cero del
o mandarme a mudar a los dominios
tecnócratas del Monitor. ¿Me querés
decir quién mierda me mandó, por
una pureza mal entendida, desafiar a
los sorias aquí en la frontera,
volverme visible? La pensión donde
vivo y el mismo trabajo que tengo
—peón de limpieza— están en el límite
entre el ser y el anti-ser, equidistante
de Tecnocracia y Soria”. (LS, 28)
En la contaminación del lenguaje de
Luis Soria por la novela, que detona la
huida de Iseka, el escritor vislumbra la
disolución de la novela en el lenguaje
soria. Es la frontera dentro de la
frontera: el punto final más allá del
cual la indiferenciación entre lenguade-abajo
y lengua-literaria parece
hacer inviable (acaso más bien
decir— sino con la lengua natural de
la literatura”. El elogio es tan
contraintuitivo que requiere una
extraña oposición binaria ad hoc
—según la cual una convención es
más natural cuanto más
convencional— para parecer tal. Pero
se explica si lo vemos como la
inversión de un argumento defensivo,
frente a la evidencia incómoda de que
la prosa de Laiseca está construida
íntegramente con materiales usados,
con formas y procedimientos de algún
modo ya bajamente “literarios”.
Se trata, si se quiere, de un
procedimiento masivo de reciclaje. Y
sin embargo nada más alejado de su
literatura que la cita, el guiño o el
intertexto: ocurre que sus materiales
278
no fueron usados por nadie —sino por
todos—. No hay probablemente otra
obra en la literatura argentina que
haya fagocitado de tal manera los
lenguajes de la “imaginación pública”
(el término es de Josefina Ludmer) de
su época. Las formas y giros
anónimos de la cultura de masas y
del periodismo, de la oratoria política
y sindical, de la poesía de pasquín, de
la historia antigua y moderna y de la
ciencia tal como se la encuentra en
personal para ser reconocido como
tal—, el universo laisequiano cobra
forma: “Es preciso tener un poco de
astucia... y humor”, se dice Iseka. El
delirio y la ficción despegan allí donde
Laiseca teme perder, junto con su
condición lumpen, las condiciones que
parecían hacer posible una escritura.
El trabajo del delirio (en el sentido en
que se habla del “trabajo del sueño”)
es en él lo opuesto del malditismo:
donde este se priva para protegerse, el
las revistas de divulgación: los
lenguajes de la comunicación de
masas o de la “cultura
democratizada”. Son tan bajas estas
formas bajas que no tienen ni
siquiera los prestigios del hampa, el
prostíbulo o submundo alguno. Por
su grado de convencionalidad
superlativa, suerte de segunda
naturaleza de la existencia social, son
el vade retro satanás de toda
literatura que se precie. Lo mismo se
podría decir (aunque Jerónimo
Ledesma ofrezca aquí cerca buenos
argumentos en contra) del canon de
referencias laisequiano.
A medida que se aleja huyendo del
punto de evaporación del lenguaje
literario —necesariamente único y
delirio laisequiano fagocita para
avanzar. El delirio es la operación que
le permite apropiarse de las lecturas
plebeyas que lo formaron:
individualizarse sin tener que
expulsarlas, salvándose así del elitismo
de bajofondo que es el puerto habitual
de la deriva maldita. El delirio es el
genio de Laiseca: su operación cultural
maestra (y la que le permite volverse
“maestro”, según se ve aquí al lado en
la Pequeña biografía amorosa): su
solución simbólica de las
contradicciones materiales. El delirio
es la euforia de la apropiación
carnavalesca: es el populismo radical
laisequiano. Y es también la felicidad
de escribir; por eso el delirio, en
Laiseca, es la cordura. <
279
Cuentos de terror, I.Sat.
280
El gótico según Laiseca:
Beber en rojo (Drácula)
Jerónimo Ledesma se mete con el experimento draculiano
de Laiseca para inscribirlo en una tradición mestiza: la de la
reescritura, es decir la ironía, o mejor, la del plagio.
POR JERÓNIMO LEDESMA
(Desgrabación de una clase pública en
contra del monopolio en la industria del
libro. Ciertos segmentos resultaron
inaudibles por distintos motivos.)
I
Laiseca es uno de los muchos
escritores de la época borgista y
lleva la marca de ese Zeitgeist no
menos ostentosamente que César
Aira, Juan Martini, Beatriz Sarlo o
Paul Auster.
—¿Y Piglia no?
Piglia también, en efecto.
El imperativo del borgismo es
convertir en espectáculo la
conciencia teórica de ser “simulacro”
(ficción e intertexto cultural) y
esmerarse, a la vez, por producir
relatos auténticos y originales,
cuando no teorías superadoras
capaces de quebrar o, mejor,
traicionar el imperativo borgista.
Entendámonos: el borgismo no es la
influencia de Borges o su “factor”. Es
una de esas conjunciones entre una
poética de producción y una poética
de la crítica que, en un contexto
propicio, acaba transformándose en
fantasma hegemónico. Decir “época
borgista”, aclaro por las dudas, no
excluye otras épocas simultáneas, de
mayor o menor duración, de distinta
consistencia y recorte, ya que toda
época es, al fin y al cabo, una
construcción posterior por la que se
reconocen bloques fantasmáticos
(Zeitgeist: “espíritu o fantasma de
tiempo”) organizando en hegemonía
ciertas fuerzas de producción
simbólica en un cierto período
histórico.
—¿Y puede haber varias épocas en
paralelo?
Sí, por supuesto. La era atómica, el
menemismo, “los setenta”, la
dictadura se solapan y relacionan
variablemente con la época borgista…
El borgismo surgió del encuentro
oportuno entre poéticas que
tematizaban obsesivamente la
281
metaficcionalidad y corrientes críticas
estructuralistas y post que valoraron
ese tipo de ficciones autoconscientes
como si fueran el espejo de una
verdad ontológica. Y esto en un
contexto en el cual el mundo
capitalista pasó de fervores extremos
en lo crítico-político a esa forma
blanda de liberalismo modernoide más
conocida como posmodernidad, de la
cual nos llegan aún tibios reflujos.
El borgismo no fue un fenómeno
argentino, aunque tenga aquí sus
peculiares inflexiones, ni estuvo
restringido al habla hispana. Fue,
de borgismo. En relación con Borges,
la cima de este Zeitgeist es el libro El
Factor Borges de Alan Pauls, que
traduce el borgismo en una
gramática posestructuralista criolla
de divulgación.
II
Por favor, ¡plágienme!, de 1991, el
primer ensayo publicado de Laiseca,
tomó el tema principal del borgismo,
la producción de literatura de segunda
mano (cf. El factor Borges), con sus
derivados obligados de precursorismo
Beber en rojo (Drácula) fue publicado
diez años después de ¡Por favor, plágienme!,
en 2001, al fin de la época borgista,
y como una nueva respuesta-reacción ante
el martilleo de su imperativo.
más bien, un clima de época de
amplitud mundial que se desarrolló
en los cuarenta años que van del
premio Formentor de 1961 (Beckett +
Borges) a 2001 (colapso del
radicalismo argentino y las torres
gemelas), y que afectó en cierta
medida a todas las esferas del arte,
de la literatura a la música y el cine.
F for Fake (Welles) rezuma borgismo,
también Pulp fiction. El colectivo
Dogma 95, The Matrix y los trabajos
de Peter Greenaway (¡The Falls!). Un
gran porcentaje del catálogo de
traducciones de Anagrama. Chejfec y
Saer, borgistas. Todas las películas de
superhéroes reciclados. La
deconstrucción in toto es un reflejo
y angustia de influencias, de todo-estexto
y el autor è morto, y buscó
superar el tema desde adentro,
extremándolo hasta la traición. En
este libro el término “plagio” es
reivindicado, irónicamente, como
bandera, un poco al modo en que lo
empleará L’Apologie du Plagiat de
Hennig, pero más carnavalescamente.
Laiseca divide el mundo entre
creadores y plagiarios para destacar
que los desafíos de los primeros son
pobres en comparación con los que
afrontan los segundos. Como se
postula al comienzo, “cualquiera
puede crear. Plagiar es para los
elegidos”, o de forma más radical y
comprometida en otro punto:
282
“Habría que impedir que los
creadores publiquen sus obras.
Contaminan a la juventud”.
[…] (Segmento inaudible por el
tránsito sucesivo de colectivos de la
línea 132)
Por favor, ¡plágienme! es un arte
poética en el modo irónico y tal vez
kamikaze, por lo que no debe extrañar
la presencia, como es propio de
cualquier arte poética, de indicaciones
técnicas y ejemplos ilustrativos de los
principios formulados. Véase como
muestra esta descripción
procedimental, verdadera norma de
producción artística, extensible a
Beber en rojo: “Primero selecciona el
material que va a plagiar, le extrae las
ideas centrales y puntos artísticos que
sostienen la obra, y los pulsa
delicadamente hasta deformarlos.
Luego de esto (lo más difícil) empieza
a construir sobre, abajo y alrededor de
la idea, una serie infinita de pequeñas
creaciones y pequeños plagios en
forma de niveles energéticos,
separados discontinuamente”.
III
Beber en rojo (Drácula) fue publicado
diez años después de Por favor,
¡plágienme!, en 2001, al fin de la
época borgista, y como una nueva
respuesta-reacción ante el martilleo
de su imperativo. También es un arte
poética en el modo irónico, y aunque
no reivindica el plagio, presenta la
reescritura como forma primera de
composición artística. Por otra parte,
¿qué forma más autoconfesa de
plagio que la reescritura?
—¿La traducción?
Puede ser.
Como parece sugerir el nombre entre
paréntesis, se trata de una nueva
versión de Drácula, la novela de
Stoker. Pero es algo más que eso: una
reescritura con conciencia explícita
de ser reescritura y de producirse en
el año 2001. Esto, su doble
autoconciencia (textual y temporal),
tiene implicancias diversas.
La más obvia: el saber de que ya esté
concluida la opus magnum de
voluntad posborgista Los sorias, por
lo cual el autor dispone de un
territorio simbólico propio, bien
asentado, con principios y normas
singulares, al cual remitir su plagio
confeso. Esto es explícito. El propio
Drácula, cuando Harker le menciona
el nombre de Borges, exclama: “Ya
hemos superado a Borges y sus no
paradojas” y se dedica acto seguido a
elogiar desmedidamente Los sorias.
(Es verdad que en ese momento
todavía no había visto la luz el
Borges de Bioy Casares, verdadera
versión laisecana del bardo argentino,
que contiene los “animosos” versos
que no discrepan en absoluto con el
espíritu de Los sorias). Y de hecho,
Drácula, en un rulo irónico, afirmará
—no con estas palabras, pero casi—
Laiseca c’ est moi.
Otra implicancia de la autoconciencia
reescrituraria: de las evidentes
distancias que separan a Laiseca de
Stoker se hace uso y abuso en Beber
en rojo: se las transforma en material
de ficción, en general con irónica
jovialidad y hasta el borde del chiste
malo. El acto de reescribir va
283
generando, de ese modo, un universo
de repeticiones imperfectas, de
desemejanzas negadas y reafirmadas
cómicamente, de correcciones realistas
o imaginativas del modelo, en el que
se vapulea de forma sistemática la
distinción entre originales y copias,
pasado y presente, realidad y ficción.
Tan pronto como un gesto de ironía
distingue a Laiseca de Stoker, una
segunda ironía junta a Stoker con
Laiseca, y ambos quedan
recíprocamente modificados y
suspendidos en un horizonte común
de insólitas proyecciones
vampiro y sigue ejerciendo un
irresistible poder de fascinación sobre
sus víctimas: a tal punto que Harker y
su esposa, cuando conocen la realidad
actual del conde, se transforman en
sus incondicionados discípulos, pasan
a rendirle culto como “el Maestro”, y
ya nunca abandonan el castillo
(Repárese en este epigrama, de tinte
leonidaslamborghiniano, que se
encuentra en Por favor, ¡plágienme!:
“El plagiario se sometió
homosexualmente a su padre, el
creador. ‘Diré y haré todo lo que tú
digas y hagas, papá. Hasta mis
Tan pronto como un gesto de ironía distingue
a Laiseca de Stoker, una segunda ironía junta
a Stoker con Laiseca, y ambos quedan
recíprocamente modificados y suspendidos
en un horizonte común de insólitas
proyecciones metaliterarias.
metaliterarias. Así, al igual que en el
texto original, Jonathan Harker toma
nota en su diario del viaje a los
Cárpatos para cumplir un trabajo en el
castillo del conde Drácula, pero ahora,
en “setiembre de 2001”, Harker sabe
que Drácula es un vampiro y se
propone asesinarlo en la cripta. A su
vez, Drácula, que es telépata, sabe que
Harker sabe, pero lo que Harker ignora
es que al conde ya no le interesa
matar ni beber la sangre de sus
víctimas (su última víctima fue Van
Helsing). Ha evolucionado, y como en
True Blood, bebe sangre comprada en
“los bancos que la suministran”. Y sin
embargo, el vampiro aún es un
rebeliones serán otra forma de
agachar la cabeza’”). Estos juegos que
vulneran la ilusión narrativa no son
muestras de ineptitud sino de una
sesuda jovialidad, de rebosante
plenitud de vida, y no suelen producir
un mal efecto, sino que más bien
elevan, pues con todo no pueden
aniquilar la ilusión. La máxima
agitación de vida, en estos casos,
vulnera para estimular sin destruir (las
últimas dos oraciones son un plagio
de lo que escribió Schlegel sobre
Aristófanes, pero vienen bien aquí). Y
al hacerlo delimitan en la ficción
temas de nivel más general y
abstracto: los saberes, los prejuicios,
284
las creencias, los impulsos…
La conciencia del texto de ser
reescritura otorga asimismo un papel
central —algo propio, como ya
sabemos, del borgismo— al leer, el
escribir, el criticar y el teorizar: la
literatura y la crítica literaria, como
corresponden a una arte poética, se
convierten en temas principales del
texto, porque son acciones principales
de los personajes. El método por el
que se hace esto es reescriturario o
plagiarístico. Ciertas ideas y puntos
artísticos son extraídos del original de
Stoker —y de otros textos que son
llamados a rodear a Drácula— y son
pulsados delicadamente hasta
ponerlos al servicio de una reflexión
sobre la literatura.
La biblioteca, un lugar lateral en
Stoker, deviene el centro de la novela
de Laiseca (Drácula ya no contrata a
Harker porque quiere una casa en
Londres para dominar el mundo sino
porque necesita clasificar su
biblioteca-videoteca). Y Harker, que en
el libro de Stoker escribe, en Laiseca
es más que alguien que escribe: es
escritor y crítico. Coherentemente,
mediante conversaciones sobre
astrología, arte, literatura y
monstruos, los temas predilectos de
Laiseca, Drácula ejerce su influencia
sobre el escritor inglés. Y esta resulta
tan completa que Harker acaba
adoptando las ideas del conde sobre
“la importancia del monstruo en el
arte” y escribe, a pedido de su
maestro, un ensayo sobre este tema
que abarca más de un tercio de la
novela. Esta vez a imitación de La
filosofía en el tocador, Beber en rojo
(Drácula) se permite incluir el largo
opúsculo crítico de Harker como parte
central de la novela, y al igual que en
la obra de Sade, a quien también
plagia y deforma, la incrustación de
este opúsculo desencadena ciertas
acciones corporales de corte
climatérico en la fábula: el conde, es
decir, el aristocrático vampiro, está
incómodo con la escritura periodística,
masiva y de mal gusto de su discípulo
(“Sería una pena que usted, a costa de
la estética, ganase lectores entre el
gran público”), pero Harker y
especialmente su esposa Lucy (no la
Mina de Stoker, sino su Lucy, la
coqueta que defiende la poligamia
femenina en Drácula y que es
sometida a la implacable estaca de
Van Helsing) lo disuaden de su
elitismo anticuado, y sobre todo,
inconsistente con sus principios
estéticos, despertando sus
adormecidos instintos sexuales e
incluyéndolo en una orgía.
De modo que este opúsculo, pieza
metaliteraria, el punto máximo de la
dimensión autorreflexiva de la
reescritura, opera en el plano de la
ficción como un resorte
desencadenante de la acción: es el
opúsculo el que produce la reliberación
del conde (se recordará que
una “liberación” del conde ocurre
efectivamente en Drácula). Cabría
reconsiderar, por ello, el nombre entre
paréntesis de la obra, que tal vez
remite menos a la novela que a su
héroe emancipado: Drácula es el
monstruo principal de Beber en rojo,
y es la figura de autor como monstruo
que Laiseca solicita para sí. La orgía
285
que traslada al personaje a la vida,
fuera de su ficción vampírica, es, a su
vez, la clave de este arte poética en
modo irónico y del uso laisequiano
del gótico en Beber en rojo.
IV
No se puede exagerar la
conveniencia de que la Academia
Mundial incluya en las bibliografías
obligatorias sobre el gótico esta
novela borgista de Laiseca, sin duda
lo mejor sobre el género que se haya
producido en nuestro país.
[…] (Segmento inaudible por la
colisión con otra protesta; se trata
de comentarios críticos sobre
Museo negro de María Negroni y La
batalla de los géneros de José
Amícola y de observaciones sobre
la comicidad grotesca del gótico,
retomada por Laiseca).
En general, respetables críticos del
gótico (como Maggie Kilgour y
Markman Ellis, que tiene un libro muy
recomendable) coinciden en que este
tipo de ficción, nacida en el Siglo de
las Luces, emergió como una zona de
incertidumbres morales y vacilaciones
epistémicas ante la prepotencia del
racionalismo ilustrado. La ficción
gótica se empeña por ello en
presentarles a los tabularrasistas el
retorno del pasado y lo reprimido, a
los defensores de las cosas tal cual son
las interferencias de la visión y las
ilusiones fantasmáticas, a los hombres
del buen dormir, como Benjamin
Franklin, las pesadillas de la mala
conciencia (¡oh, Mr. Poe!), a los
paladines de la unidad de conciencia
los dobles y los otros (¡oh, Herren
Hoffman and Freud!), a los nuevos
Prometeos la falibilidad humana y las
diversas formas de ceguera… Pero, y
esto es fundamental, la ficción gótica
no hizo esto desde una posición
olímpica sino desde la estructuración
de relatos de consumo que son a la
vez irracionalistas e hiperilustrados,
supersticiosos e incrédulos, efectistas y
autoconconscientes. Esta
ambivalencia es la marca de
nacimiento del género gótico, su signo
bastardo y distintivo.
Hemos visto que los juegos
laisequianos, a través de la
reescritura de Drácula, toman una
senda comparable y, evidentemente,
la magnifican y distorsionan. Y sin
embargo, Laiseca desmiembra y
rearma el gótico en una clave
diferente, y su gólem, una vez
animado, ya no se reconoce en sus
materiales como en un espejo. Se ha
dicho que Beber en rojo humaniza a
Drácula, pero no se trata de eso
exactamente, no se trata de
“humanizarlo”. Beber en rojo
vitaliza a Drácula y al gótico, y con
eso los revierte. Atraviesa a Stoker,
y con él al gótico, en su corazón,
puesto que levanta la “maldición”
que pesa sobre los no-muertos, “la
maldición de la inmortalidad”,
poniendo en su lugar una clave
vitalista. Y con ello arrasa todo
resabio nostalgioso, decimonónico
en el mal sentido, del gótico.
El vitalismo laisequiano, mediante la
burla de los ideales literarios, vuelve
a reafirmar, paradójicamente, la
soberanía del sujeto creador y los
286
derechos de los lectores como
parte de un proyecto de nueva
literatura de consumo. El opúsculo
de Harker es el manifiesto irónico de
este proyecto.
El ensayo de Harker, que se desborda
antes y después en las palabras de
Drácula, porque plagia sus palabras y
las deforma productivamente, es
sobre el monstruo en el arte, en tanto
el monstruo es la forma visible,
envasada en personaje, de la figura
del exceso y la irrepetibilidad vital,
existenciaria. Pero no se trata aquí del
exceso en su pureza teórica, importa,
transformación de Drácula en el autor
modélico “Laiseca”. Lean la sección
“Novelistas amenos eran los de
antes”, en especial la profecía que
dice: “… creo que está cercano el día
en que aparecerá una gran obra, tan
amena como Sinuhé el egipcio, tan
profunda como el Zarathustra y tan
bien escrita como Las tentaciones de
San Antonio, de Flaubert.” Y luego:
“Tal vez la clave sea retomar el
mundo de los monstruos”.
El monstruo es postulado como una
figura de sujeto vital que puede
operar en la producción y el
Se ha dicho que Beber en rojo humaniza
a Drácula, pero no se trata de eso exactamente.
Beber en rojo vitaliza a Drácula y al gótico,
y con eso los revierte.
en cuanto a lo monstruoso, el exceso
en su imperfección, su contaminación
y su promiscuidad orgiástica, y el
hecho de que Harker escriba, no
Drácula, es ya una prueba
contundente de que así es. El centro
del ensayo es tal vez la utopía de una
literatura que abandone las
vanguardias retrógradas (las
aburridas, antipopulares) e incorpore
en sus políticas de producción el
rasgo de la masividad y el
entretenimiento. La provocación con
el “mal gusto”, ese mal gusto que le
cae gordo a Drácula, es precisamente
la provocación que lleva a la
consumo de ficciones: la crítica del
consumo masivo, que en la época
romántica se las agarró con el gótico
(véase el Prefacio de Wordsworth a
las Lyrical Ballads de 1800), es dada
vuelta por Laiseca como condición
para la promoción de poéticas
orgiásticas pero atentas a los textos,
la historia, las pasiones y los cuerpos.
—¿No hay aquí trazas románticas?
Sí, por supuesto.
—¿Puede establecer una relación entre
la fecha del comienzo de la novela y
la caída de las Torres Gemelas?
Podría, tal vez, interesante pregunta.
Pero se nos ha terminado el tiempo. <
Jerónimo Ledesma nació en 1973. Es docente de literatura europea del siglo XIX en la Universidad
de Buenos Aires.
287
iluSORIAS
Como no podía ser de otro modo tratándose de Laiseca, un
proyecto desaforado, sólo a la altura del libro que le dio
origen. El sello Muerde Muertos invitó a ciento sesenta y ocho
artistas de diversas disciplinas –entre ellos unos cuantos
escritores– a que ilustraran cada uno un capítulo de Los sorias,
la monumental obra de Alberto Laiseca. Aquí reproducimos
cuatro de esas ilustraciones (también pertenecen a él las dos
que incluimos en el artículo titulado “Pequeña biografía
amorosa”). El libro apareció en mayo de 2013.
El tango pornográfico. Ferrini y los telefónicos tecnócratas, Gustavo Nielsen.
288
Música beat, Carlos Masoch.
289
Los asesinos, Ana Hickethier.
290
El atentado contra el barbudo, Marcos López.
291
292
Las lecturas de Laiseca pesan toneladas:
para arrancarlas se precisa de una voluntad
sobrehumana. Aun así, a continuación van dos enfáticas
elecciones: un fragmento de Choripán social, la novela
de su discípulo Sebastián Pandolfelli, y un capítulo
de El fantasma de la Ópera, el clásico de Gastón Leroux.
LAISEQUIANOS
293
SEBASTIÁN PANDOLFELLI
Choripán social
(fragmento)
Foto Gabriel Valansi
294
¡¡¡Vamo’ los pibe!!!
(La realidad efectiva)
Miguelito Miguel espantaba los mosquitos con unas ramitas de albahaca
mientras observaba a Cacho, que luchaba contra los bulones del motor de un
cascajo con forma de auto.
—Este es uno de los pocos que quedan andando —dijo Platero con un
gesto de orgullo—. ¿Qué, nunca viste uno de estos? ¡El Justicialista, papá! El
Auto Argentino. Fabricado por la Industria Aeronáutica y Mecánica del Estado.
Modelo 1953. Motor M800 de cuatro cilindros. Fue uno de los sueños del General,
como el Pulqui, el primer avión a chorro de Latinoamérica... Pero no lo
dejaron... Los empresarios, los oligarcas... A este lo retocamos un poquito... ¡Y
sabés cómo se la banca!
En eso, el ahijado de quien ordenara construir aquel montón de chatarra
lo puso en marcha y lo miró al Gordo con un brillo pícaro. Rugió fuerte
el motorcito.
—Che, narigón, yo te agradezco mucho que me hayas salvado de los matones
del petiso, pero no entiendo qué hago acá y tendría que ir a ver el puesto
de chori y pasar por mi casa... —dijo Miguelito.
—¡¿Tas loco, Gordo?! Esos tipos son asesinos y nosotros los enfrentamos.
Tu casa debe estar vigilada ¡y el puesto te lo prendieron fuego, huevón! ¿O ya
te olvidaste? Además te vieron conmigo y me tienen re junado que soy contrera.
Mirá, mejor te quedás acá que mañana te voy a mostrar un par de cosas y vas
295
a entender un poco más. Bueh, vamo’, Cacho, que se enfría la pulenta que cociné,
vamo pa’ dentro, a comer... dale, Gordo, va’ pa’ las casa’ que mañana te
explico todo...
—Pero pará, narigón. ¡¿Quién carajo te creés que sos?! —exclamó el Rey
de los Chacinados, indignadísimo, por no entender.
—¿Yo? ¡Je! ¡Yo soy un soldado de Perón, Gordo...! —largó Platero casi a
los gritos y se sacó la nariz de utilería, el yeso y la peluca—. No hinchés las pelotas,
acá se viene un quilombo bárbaro y vos nos vas a ayudar a pararlo. ¿Me
entendés? ¡La vida por Perón, carajo!
El Gordo no volvió a abrir la boca, comió la polenta y se acostó vestido.
No entendía nada. Miraba las manchas de humedad del techo que parecían un
test de Roscharch y trataba de hilar pensamientos. Finalmente, se tomó un té
de tilo, quedó planchado y soñó con los angelitos.
—¡Arriba, compañero! —gritó Platero y le acercó un amargo bien caliente.
Después de pegarse una enjuagada y chupar dos o tres mates ya estaba
más despierto. Afuera andaba Cacho, correteando al tero que hacía un escándalo.
El ex narigón lo miró serio y largó el rollo:
—Como te habrás dado cuenta, compañero, no soy aquel personaje
que iba a comer choripanes en el Once. Mi nombre es Roberto Rodríguez,
como te dije anoche, soldado de Perón... El tema es que lo andamos espiando
a Saporitti desde hace un tiempo. El Julio es un pibe que de chiquito venía
acá al comedor que teníamos y ahora trabaja en la Guachampú, es un buen
muchacho. Se las arregla para enterarse de todo lo que puede y nos mantiene
al tanto, tomá, tomate otro amargo... Resulta que esta empresa, no sé cómo
se compró la Reserva Ecológica y estuvieron haciendo unas pruebas con plutonio.
El sorete ese está haciendo armas nucleares y las vende a los yanquis
y a unos orientales. Esto es ultra secreto, lo saben solo dos o tres en presidencia
y nada más. ¿Está bien o le cambio la yerba...? Escuchá. Como la reserva
ya no le sirve, porque está totalmente contaminada... ¿Por qué te creés
que cada tanto la prenden fuego? Es para tapar lo que andan haciendo...
Ahora se la van a encajar al idiota de Eliseo Grande para que ponga un criadero
de chanchos.
—¿Un criadero en la reserva? ¡Uhh, qué olor a mierda que va a haber en
Puerto Madero! ¿No? —soltó el Gordo junto con una risita.
—¿Qué, no me creés? ¿Te lo tomás en joda, boludo? Callate y escuchame:
Grande de eso no sabe nada y el muy ingenuo va a criar chanchos radioactivos,
pero parece que esos los van a vender en Europa. Saporitti tiene
miles de hectáreas en Santiago del Estero, en La Pampa, en La Rioja y por un
montón de lugares más que fue comprando a los pobres campesinos. Lo que
hace es contaminar las tierras de a poquito con glifosato y como no crece una
mierda la tierra devalúa y la compra por monedas. Andá al campo, a cualquier
296
parte y preguntá, los paisanos no son giles. Todos saben que no crece nada
desde que empezaron a pasar muy seguido unas avionetas. Pero la Guachampú
es muy poderosa, trabaja con los de Monsanto, la empresa química más grande
del mundo, y tiene comprados a todos los políticos de las provincias. El caso
es que estos hijos de mil puta van a plantar soja en esos terrenos, una especie
de soja de laboratorio con la que van a fabricar chorizos para vender al Estado.
¿Entendés ahora, lo que te quiero decir, Gordito? Los van a pasar como buenos,
en la Caja Choripán, el plan alimentario. ¡Todo el país comiendo chorizos de
soja radioactivos! Eso hay que frenarlo cuanto antes, compañero. Y vos nos
vas a ayudar.
—Pero... pará un cachito, ¿yo qué tengo que ver en la historia? ¿Por
qué me elegiste a mí? —preguntó Miguelito Miguel que aún estaba un poco
aturdido.
—En primer lugar, yo no te elegí, así que no te creas que sos un iluminado
ni ninguna cosa de esas. Lo del elegido que los salva a todos es de Matrix.
Boludeces de Hollywood. Yo estaba haciendo unas changuitas cerca de
Plaza Once y pasaba a comer por tu puesto, ahí me caíste simpático y seguí
yendo. Dio la casualidad que cuando te quisiste hacer el héroe contra los matones
de tu propio Sindicato yo estaba ahí y no te podía dejar solo. Además
te vieron, ya estás marcado, los choripaneros son mafiosos sanguinarios, al
que les lleve la contra, ¡zac!, a la máquina de chorizos. Yo lo conozco al
enano, éramos compañeros de la secundaria, militamos juntos en la JotaPé y
después trabajé con él en un puestito de chori que tenía el padre en Liniers.
Pero esa es otra historia, Gordo. Yo también fui choripanero, pero no quise
entrar en los negocios del Sindicato y cuando el padre del enano murió allá
en el África acá se desbandó todo. La cadena de Rapi-Chori firmó un convenio
con el Estado para el programa de recuperación de drogadictos, les daban
trabajo en los puestos, y al mes no había un puesto que no vendiera frula
para Eliseo Grande. Aparecieron los grupos disidentes y ahí me cansó y lo
mandé a cagar. Él me quería como a un hermano, por eso siente que lo traicioné
y está loco por voltearme. Bueno, creo que ya estás listo para que vayamos
a lo del pibe.
—¿Qué pibe?
—Acá a un par de cuadras hay un pibito que hace milagros y también
sabe cosas del futuro. ¿Nunca escuchaste hablar de Ramoncito, el niño milagroso
de Villa Caraza? —dijo Platero. El Gordo Miguelito tuvo un flashback.
En ese instante recordó que había acompañado a unos amigos a consultar a
ese chico milagroso hacía tiempo.
—¿Y qué le vas a preguntar? ¿Si te vas a ganar la Grande?
—Gordo, vos sos muy escéptico, vas a tener que empezar a creer un poco
en la magia porque sino esta historia no va, ¿entendés? Acá somos personajes
del delirio de un tipo que además de que escribe poco y mal, cuando le viene
297
la loca, juega con nosotros como se le canta el culo. Vos no sabés la que se
viene... ¡¡Cacho, pará con el bicho ese que me tenés podrido!!
El ahijado del General dejó al tero y entró en la habitación cabizbajo,
haciendo pucheritos como un chiquilín. Agarró un frasquito de alimento para
peces y tiró una pizca en la pecera donde solo había agua.
—Cualquier día de estos aparecen, Cachito... —dijo Platero en tono burlón.
—Vos reíte nomás, ya vas a ver cuando crezcan... —respondió el apadrinado,
que se sentó sobre un cajón vacío de cerveza Quilmes y se dispuso a
mirar televisión.
—Todavía está esperando que aparezcan los Seamonkeys —le comentó
Platero al Gordo por lo bajo.
Estaban dando “El Zorro”. En el corte comercial anunciaban un recital
de Los Pibes Paja, el conjunto de cumbia pop del momento, que, montados
en sus hits “La Guitarra del trolo” con ese corito pegajoso y “Ahorcame la
Gallina, nena”, darían un Mega Concierto en el boliche KoolTura. Convocaban
a una masiva masturbación rítmica para el sábado a la noche. Seguidamente,
pasaron la publicidad de Vibraphone en la que aparecía Glenda
Glande semidesnuda y muy sexy. “¡Conectate a la vida! ¡Llamá a la felicidad,
vibrá vos también con Vibraphone, el único teléfono celular que podés
llevar encima incluso cuando estás desnudo!”. Acto seguido se escucha un
ringtone de Los Pibes Paja y Glendita se saca el celular del culo con un
gesto de placer, dice: “¡Hola! ¡Chau! ¡Llamame!”. Vuelve a colocar el aparatito
en el lugar del que lo sacó, es decir, el centro del ojete, y se aleja contoneando
las caderas mientras se escucha la musiquita de fondo. Platero
miró al Gordo indignado.
—¡Es cada vez más grave, loco, primero nos dan puro chorizo y ahora
nos quieren meter teléfonos que vibran en el culo! ¡En un par de meses nos invaden
los paraguayos y nos culean a todos para vengarse de lo que les hicimos
en la guerra de la Triple Alianza!
Cacho seguía colgado mirando la tele mientras sacaba bolitas de moco
de su nariz, las miraba y las arrojaba al suelo.
—Che, y al pariente, ¿de dónde lo sacaste? —preguntó el Gordo.
—Cachito es un fenómeno, lo que pasa es que fue boxeador un tiempo y
quedó medio turuleco por los golpes, pero lo que más lo afectó fue la enfermedad
de la mujer.
—¿Murió?
—No, qué se va a morir, ¡debe andar mortificando a algún otro gil! La
mina tenía una cosa rara... ¿Nunca escuchaste la frase “Qué dolor de huevos”?
Bueh, resulta que Marta tenía una patología que tienen ciertas mujeres,
a veces es hereditaria, se le llama el S.L.R.B. Síndrome de la Loca Rompe
Bolas. Es una enfermedad que las ataca a ellas y sin querer afectan muchísimo
a los hombres de la familia. Se te empiezan a hinchar los huevos, todos
298
los días. No te dejan dormir, se quejan, lloran, que no me entendés, que no
cambiás más, que no hacés nada por la relación, es como un cassette que
repiten y repiten y repiten, y al pobre tipo se le inflan los huevos, es peligrosísimo,
pueden alcanzar el tamaño de dos sandías y si no se trata a tiempo
te explotan, como le pasó a Cachito, que le reventó uno y casi se muere de
la hemorragia.
—¡Pará, pará...! ¿No serás medio puto vos, Platero?
—¡Es posta, boludo! Es una patología que existe desde hace siglos, la
tuvo Cleopatra, Juana de Arco, la reina Victoria, la mujer de Hitler, Isabelita
y la tiene la mujer del presidente. ¿Viste que a veces se dice que tal o cual
chabón tiene unos huevos así de grandes? Es por eso. Pero se puede curar,
aunque es muy difícil. Hay que agarrarlas y hacerles el culo violentamente. Si
bien, con todo el amor del mundo y con cuidado, porque no es culpa de ellas
agarrarse ese rollo. Es obra de Mandinga y, por eso, si es con amor y apasionadamente
suavecito se curan, porque el amor espanta a los males. Porque el
amor es más fuerte.
—¿Che, vos leíste mucho a Laiseca? —preguntó Miguelito Miguel.
—Mirá, compañero, ya te dije que con tu falta de fe y tu escepticismo no
vas a llegar muy lejos. ¿No serás un ateo bolchevique, vos?
—Fui militante de la Fede... —contestó el Gordo y le enseño una fotito
de Karl Marx que tenía en la billetera.
—No te digo yo, ahí está: materialismo dialéctico, por eso sos así de
duro. Seguro que leíste a Politzer... ¿Viste al doble de Marx que pide monedas
en la calle Corrientes? Bueh... no importa. Vení, que acá al lado en el
galpón te voy a enseñar lo que tengo y cómo nos preparamos para el combate.
¿O te creíste que somos nosotros tres nomás? —dijo serio. Miró a Cacho
y ordenó —: Cachito, si pasa el quinielero, decile que me anote con un peso
al doble cero a la cabeza, que tanto hablar de huevos me dio un pálpito, a
ver si agarramos unos mangos. <
Choripán social. Editorial Wu Wei, 2012.
Sebastián Pandolfelli nació en 1977 en Lanús, Pcia. de Buenos Aires. Es músico y escritor. Publicó el
relato Rocanrol, y el volumen de cuentos Diamante.
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GASTÓN LEROUX
El fantasma de la Ópera
Capítulo XXI: En los sótanos de la Ópera
Ilustraciones Franco Fasoli
300
–¡Apunte, pronto para hacer fuego! –repitió apresuradamente el compañero
de Raoul.
Detrás de ellos, la pared, después de dar una vuelta completa sobre sí
misma, había vuelto a cerrarse.
Los dos hombres permanecieron inmóviles unos segundos, conteniendo
la respiración.
En aquellas tinieblas reinaba un silencio que nada interrumpía.
Finalmente, el Persa se decidió a hacer un movimiento y Raoul lo oyó
deslizarse de rodillas, buscando algo al tanteo, en la oscuridad.
De pronto, delante del joven, las tinieblas se aclararon prudentemente a
la luz de una pequeña linterna, y Raoul retrocedió instintivamente como para
escapar a la vigilancia de un enemigo secreto. Pero en seguida comprendió que
aquella luz la llevaba el Persa, cuyos movimientos observaba atentamente. El
pequeño disco rojo se paseaba por las paredes, arriba, abajo y alrededor de
ellos, minuciosamente. Aquellas paredes estaban formadas, a la derecha, por
un muro, a la izquierda, por un tabique de madera y arriba y abajo, por pisos
de tablas. Raoul se decía que Christine debió haber seguido aquel camino el
día que iba en pos de la voz del Ángel de la Música. Por otra parte, ese debía
ser el camino habitual de Erik cuando venía a sorprender la buena fe y la inocencia
de Christine. Raoul, que recordaba las frases del Persa, pensó que aquel
camino había sido misteriosamente construido por el propio Fantasma. Sin embargo,
más tarde sabría que Erik había encontrado, como preparado para él,
ese pasillo secreto cuya existencia durante mucho tiempo sólo él conoció. Aquel
301
corredor había sido construido durante la Comuna de París para que los carceleros
pudieran conducir a los prisioneros hasta los calabozos improvisados en
los sótanos, porque los federados ocuparon el edificio inmediatamente después
del 18 de marzo, convirtiendo la techumbre en el punto de partida de los globos
montgolfieras, encargados de llevar a los departamentos sus proclamas incendiarias,
y los sótanos, en prisión de Estado.
El Persa se había arrodillado y había dejado su linterna en el suelo. Parecía
ocupado en buscar algo y, de pronto, veló la luz.
Entonces Raoul oyó un leve chirrido y vio en el piso del corredor un
cuadrado luminoso muy pálido. Parecía como si una ventana acabara de abrirse
sobre los sótanos todavía iluminados de la Ópera. Raoul ya no veía al Persa,
pero de pronto lo sintió a su lado y notó su respiración.
–Sígame y haga todo lo que yo haga.
Raoul fue conducido hacia el tragaluz luminoso. Vio entonces que el
Persa volvía a arrodillarse y, colgándose del tragaluz con las dos manos, se dejaba
deslizar hacia abajo. Llevaba la pistola sujeta con los dientes.
Cosa extraña, el vizconde tenía plena confianza en el Persa. Aunque ignoraba
todo acerca de él y la mayoría de sus frases sólo habían servido para
aumentar la oscuridad en toda esa aventura, no dudaba en creer que, en ese
decisivo momento, el Persa estaba de su lado y contra Erik. Su emoción le había
parecido sincera cuando le había hablado del «monstruo»; el interés que había
demostrado no le parecía sospechoso. En fin, si el Persa hubiera tenido algún
siniestro proyecto en su contra, no le habría dado un arma, como lo hizo. Además,
en resumidas cuentas, ¿no se trataba, costara lo que costara, de llegar
hasta Christine? Raoul no podía elegir los medios. Si hubiera vacilado, aun teniendo
dudas sobre las intenciones del Persa, el joven se habría considerado el
último de los cobardes.
A su vez, Raoul se arrodilló y se colgó de la trampa con ambas manos.
–¡Suéltese del todo! –oyó que le decía, y cayó en brazos del Persa, que
le ordenó inmediatamente que se echara boca abajo en el suelo, volvió a cerrar
la trampa sobre sus cabezas, sin que Raoul pudiera saber cómo, y luego fue a
tumbarse a su lado. Quiso hacerle una pregunta, pero la mano del Persa se
apoyó en su boca y enseguida oyó una voz a la que reconoció como la del comisario
de policía que hacía un momento lo había interrogado.
Ambos se encontraban entonces detrás de un tabique que los ocultaba
perfectamente. Cerca de allí, una estrecha escalera subía a una pequeña habitación
por la cual debía de pasearse el comisario haciendo preguntas, ya que
se oía al mismo tiempo el ruido de sus pasos y el eco de su voz.
La luz que rodeaba los objetos era muy débil, pero al salir de aquella
espesa oscuridad que reinaba en el corredor secreto de arriba, Raoul no tuvo
dificultad en distinguirlos. No pudo contener una sorda exclamación al ver
de pronto tres cadáveres.
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El primero estaba tendido sobre el estrecho descanso de la escalera que
subía hacia la puerta tras la cual se oía al comisario; los otros dos se encontraban
debajo de la escalera, con los brazos en cruz. Pasando los dedos a través
de los intersticios del tabique que los ocultaba, Raoul habría podido tocar la
mano de alguno de aquellos desgraciados.
–¡Silencio! –susurró de nuevo el Persa.
También él había visto los cuerpos y con una sola palabra lo explicó todo:
–¡Él!
Ahora se oía la voz del comisario con mayor intensidad. Pedía explicaciones
acerca del sistema de iluminación y el administrador se las daba. El comisario
debía estar en el «registro», o en sus dependencias. Contrariamente a
lo que podría creerse, cuando se trataba de un teatro de Ópera, el «registro» no
estaba destinado a ejecutar música.
Por aquella época, la electricidad se empleaba sólo para obtener ciertos
efectos escénicos muy restringidos y para los timbres. El inmenso edificio y el
mismo escenario aún se iluminaban con gas, y se regulaba y modificaba siempre
la iluminación del decorado con gas hidrógeno; eso se hacía mediante un
aparato especial que, a causa de la multiplicidad de sus tubos, fue llamado «registro
de órgano».
Al lado de la escotilla del apuntador, había un tragaluz reservado para
el jefe de iluminación, que desde allí daba las órdenes a sus empleados y vigilaba
su ejecución. Debajo de ese tragaluz se encontraba Mauclair durante todas
las representaciones.
Sin embargo, Mauclair no estaba en su lugar, y tampoco sus empleados
ocupaban sus puestos.
–¡Mauclair, Mauclair!
La voz del director de escena resonaba ahora en los sótanos como en un
tambor. Pero Mauclair no respondía...
Ya hemos dicho que una puerta se abría sobre una pequeña escalera que
subía del segundo sótano. El comisario la empujó, pero la puerta resistió.
–¡Vaya, vaya! –dijo–.Vea usted, señor director... No puedo abrir esta
puerta... ¿Es siempre tan dura?
El director de escena empujó la puerta con un vigoroso golpe. Se dio
cuenta de que, al mismo tiempo, empujaba a un cuerpo humano y no pudo
contener una exclamación. Reconoció inmediatamente a aquel cuerpo:
–¡Mauclair!
Todas las personas que habían seguido al comisario en aquella visita al
registro se adelantaron inquietos.
–¡El pobre infeliz está muerto! –dijo el director.
Pero el comisario Mifroid, a quien nada sorprendía, estaba ya inclinado
sobre aquel enorme cuerpo.
–¡No –dijo–, está borracho, que no es lo mismo!
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–Sería la primera vez –declaró el director.
–Entonces le han dado un narcótico... ¡Es muy posible!
Mifroid se incorporó, bajó algunos peldaños más y exclamó:
–¡Miren!
Al pie de la escalera, a la luz de un farol rojo, había tendidos dos cuerpos
más. El director reconoció a los ayudantes de Mauclair... Mifroid bajó y
los auscultó.
–Duermen profundamente –dijo–. ¡Qué extraño! No podemos dudar de
la intervención de un desconocido en el servicio de iluminación..., ¡y ese desconocido
trabajaba evidentemente para el raptor!... ¡Pero qué idea más extraña
la de raptar a una artista en escena!... ¿Para qué complicar así las cosas? ¡Que
llamen al médico del teatro, por favor...! –y Mifroid repitió–: ¡Extraño caso,
muy extraño!
Después, volvió a entrar en el pequeño cuarto, dirigiéndose a unas personas
a las que no era posible ver desde el lugar en que se encontraban Raoul
y el Persa.
–¿Qué les parece todo esto, señores? –preguntó–. Son ustedes los únicos
que no han dado su opinión. Sin embargo, deben tener alguna idea al
respecto...
Entonces, Raoul y el Persa vieron asomarse al descanso de la escalera
las caras desconcertadas de los dos directores y oyeron la voz consternada de
Moncharmin:
–Están pasando una serie de cosas, señor comisario, a las que no podemos
dar explicación alguna.
Y las dos caras desaparecieron.
–Gracias por la información, señores –dijo Mifroid con tono burlón.
Pero el director de escena, cuyo mentón descansaba ahora sobre la palma
de su mano derecha, que es el gesto de la reflexión profunda, dijo:
–No es la primera vez que Mauclair se duerme en el teatro. Recuerdo
que una noche lo encontré roncando en su cubil, al lado de su caja de rapé.
–¿Hace mucho de eso? –preguntó el señor Mifroid, mientras limpiaba
minuciosamente los cristales de su binóculo, ya que el comisario era miope
como les suele ocurrir a los mejores ojos del mundo.
–No, no mucho... –dijo el director de escena–. ¡Mire!... Era la noche...,
sí, seguro..., la noche en que la Carlotta, ya lo sabe señor comisario, lanzó su
famoso «gallo».
–¿La noche en que la Carlotta lanzó su famoso «gallo»?
Y el señor Mifroid, tras volver a colocarse en la nariz el binóculo de cristales
transparentes, miró fijamente al director de escena, como queriendo penetrar
su pensamiento.
–¿Así que Mauclair toma rapé? –preguntó con expresión indiferente.
–Claro que sí, señor comisario... Mire, precisamente allí, sobre ese estante
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está su tabaquera... ¡Oh, toma mucho!
–¡También yo! –dijo el señor Mifroid, y deslizó la caja en su bolsillo.
*****
Raoul y el Persa asistieron, sin que nadie sospechara su presencia, al
traslado de los tres cuerpos que los tramoyistas fueron a cargar. El comisario
los siguió y todos subieron detras de él. Por algunos instantes se oyeron sus
pasos que retumbaban en el escenario.
Cuando estuvieron solos, el Persa indicó a Raoul que se pusiera de pie.
Éste obedeció; pero, como se olvidara de volver a colocar la pistola a la altura
de los ojos, dispuesta a disparar, igual que el Persa; éste le recomendó que volviera
el arma a aquella posición y que no la abandonara, pasara lo que pasase.
–Pero esto cansa inútilmente la mano –murmuró Raoul–, y si tengo que
disparar no estaré seguro de mi pulso.
–Cambie el arma de mano, entonces –concedió el Persa.
–¡No sé disparar con la izquierda!
A lo cual replicó el Persa con esta declaración extraña, que desde
luego no era la más indicada para aclarar las cosas en el cerebro trastornado
del joven:
–No se trata de disparar con la mano izquierda o con la mano derecha;
se trata de tener una de las manos colocada como si fuera a apretar el gatillo
de una pistola, teniendo el brazo algo doblado –en semiflexión–; en cuanto a
la pistola en sí, después de todo, puede guardarla en el bolsillo. –Y añadió–:
¡Que esto quede bien claro, o no respondo de nada! ¡Es una cuestión de vida o
muerte! Ahora, ¡silencio y sígame!
Se encontraban entonces en el segundo nivel de sótanos. Raoul sólo
podía entrever, a la luz de algunas luces inmóviles en sus celdas de vidrio, una
ínfima parte de aquel abismo extravagante, sublime e infantil, divertido como
un retablo de titiriteros, espantoso como un antro, que está debajo del escenario
de la Ópera.
Estos sótanos formidables son cinco. Reproducen todos los planos del
escenario, sus trampas y trampillas. Los escotillones están allí reemplazados
por rieles y enormes vigas transversales soportan trampas y trampillas. Unas
vigas, que se apoyan en bloques de fundición o de piedra, forman una serie de
soportes que permiten dejar paso libre a las «glorias» 16 y a otras combinaciones
o trucos. Se da cierta estabilidad a estos aparatos uniéndolos por medio de ganchos
de hierro y según las necesidades del momento. Los tornos de mano, los
tambores y los contrapesos están generosamente distribuidos en los sótanos.
Sirven para maniobrar los grandes decorados, para realizar los cambios a la
vista, para provocar la desaparición súbita de los personajes en las escenas de
magia. Es en los sótanos, han dicho los señores X,Y,Z –que han dedicado un
estudio muy interesante a la obra de Garnier– donde se transforma a los varo-
306
nes pálidos y melancólicos en hermosos caballeros, a las horribles brujas en
hadas radiantes de juventud. Tan pronto sale Satán de los sótanos como se sumerge
en ellos. Las luces del infierno escapan de allí y allí se alinean los coros
de los demonios.
...Y los fantasmas se pasean como en su casa...
Raoul seguía al Persa, obedeciendo estrictamente sus recomendaciones
sin intentar entender los gestos que le ordenaba..., diciéndose que toda su esperanza
estaba en él.
¿Qué hubiera hecho sin su compañero en aquel espantoso laberinto?
¿Acaso no se habría visto detenido continuamente por la maraña de
vigas y cuerdas? ¿No se hubiera enredado sin poder desprenderse en aquella
gigantesca tela de araña?
Y, de haber podido pasar a través de aquella red de alambres y de contrapesos
que sin cesar aparecían ante él, corría el riesgo de caer en uno de los
agujeros que se abrían por momentos bajo sus pies y cuyo fondo de tinieblas
no podía alcanzar su mirada.
Bajaban, seguían bajando...
Ahora se encontraban en el tercer sótano.
Seguían guiándose en la oscuridad, gracias a alguna lámpara lejana...
Cuanto más bajaban, más precauciones parecía tomar el Persa... No dejaba
de volverse hacia Raoul y de recomendarle que siguiera sus instrucciones
señalándole el modo de poner la mano, desarmada ahora, pero siempre dispuesta
a disparar como si empuñara una pistola.
De repente una voz atronadora los clavó en su sitio. Alguien gritaba allá
arriba, sobre sus cabezas:
–¡Al escenario todos los «porteros»! El comisario de policía los reclama.
...Se oyeron pasos y unas sombras se deslizaron en la sombra. El Persa
había llevado a Raoul detrás de un bastidor... Vieron pasar muy cerca y por
encima de sus cabezas a unos viejos encorvados por los años y el peso de los
decorados de la Ópera. Algunos apenas podían arrastrar las piernas...; otros,
por costumbre, con la espalda doblada y las manos tendidas hacia delante, parecía
que buscaban puertas que cerrar.
Así eran los cerradores de puertas..., antiguos tramoyistas agotados, de
los que unos directores caritativos se habían apiadado. Los habían convertido
en encargados de las puertas en los sótanos y en los pisos altos. Iban y venían
sin cesar, por el escenario, para cerrar las puertas, y se les llamaba también por
aquella época, ya que me parece que ahora están todos muertos, «los cazadores
de corrientes de aire».
Las corrientes de aire, vengan de donde vengan, son muy malas para
la voz.
El Persa y Raoul se felicitaron de aquel incidente que los libraba de testigos
molestos, ya que alguno de los cerradores de puertas, al no tener nada
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que hacer y careciendo de domicilio, se quedaba por pereza o por necesidad en
la Ópera y pasaba la noche en ella. Podían tropezar con ellos, despertarlos y
tener que dar explicaciones. El interrogatorio del señor Mifroid los libraba momentáneamente
de aquellos encuentros desafortunados.
Pero no pudieron disfrutar por mucho tiempo de la soledad... Otras sombras
bajaban ahora por el mismo camino por el que los «cerradores de puertas»
habían subido. Cada una de estas sombras llevaba una pequeña linterna... que
agitaban moviéndola arriba y abajo, examinándolo todo a su alrededor y con
todo el aspecto de buscar algo o a alguien.
–¡Diablos! –murmuró el Persa–. No sé qué estarán buscando, pero podrían
encontrarnos.... ¡huyamos!... ¡Rápido! ¡La mano en guardia, señor, siempre
dispuesta para disparar! Pliegue más el brazo, así... la mano a la altura del ojo,
como si se batiera en duelo y esperara la voz de «¡Fuego!». Meta su pistola en
el bolsillo. ¡Rápido, bajemos! –arrastraba a Raoul hacia el cuarto sótano–. A la
altura del ojo, es cuestión de vida o muerte.... ¡Aquí, por esta escalera! –Ya estaban
llegando al quinto sótano–. ¡Ah, qué duelo, señor, qué duelo!
El Persa suspiró aliviado al llegar al quinto sótano... Parecía gozar de
un poco más de seguridad de la que sentía hacía un instante, cuando se habían
detenido ambos en el tercer sótano; pero, sin embargo, no abandonaba la posición
de la mano...
Raoul tuvo ocasión de sorprenderse una vez más; pero sin hacer, por
cierto, ninguna nueva observación. En verdad, no era el momento de extrañarse
de aquella extraordinaria concepción de la defensa personal que consistía en
guardar la pistola en el bolsillo mientras que la mano seguía dispuesta a servirse
de ella, como si la pistola estuviera aún en la mano, a la altura del ojo, en previsión
de esperar la orden de «¡fuego!»
Con respecto a esto, Raoul creía recordar perfectamente que le había
dicho: «Éstas son pistolas de las que estoy seguro».
De lo que le parecía lógico deducir esta conclusión interrogante: «¿Qué
le importaba estar seguro de unas pistolas a las que no iba a utilizar?»
Pero el Persa lo detuvo en sus vagos intentos reflexivos. Haciéndole
señal de que permaneciera quieto, volvió a subir unos peldaños de la escalera
que acababan de descender. Después se volvió rápidamente hacia Raoul.
–¡Qué tontos somos! –le susurró–. Pronto nos veremos libres de esas
sombras con linternas... Son los bomberos que hacen su ronda. 19
Los dos hombres permanecieron entonces a la defensiva durante, por lo
menos, cinco largos minutos; después, el Persa arrastró a Raoul hacia la escalera
que acababan de bajar; pero, de repente, un ademán le volvió a ordenar que
no se moviera.
Ante ellos, la sombra se agitaba.
–¡Cuerpo a tierra! –exclamó el Persa con un susurro.
Los dos hombres se tiraron al suelo. Justo a tiempo. Una sombra que, esta
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vez, no llevaba ninguna linterna..., tan sólo una sombra en la sombra, pasaba.
Se acercó tanto a ellos que podría haberlos tocado.
Sintieron sobre sus rostros la ráfaga cálida de su capa..., porque pudieron
distinguirla lo suficiente como para ver que la sombra llevaba una capa
que la envolvía de la cabeza a los pies. En la cabeza lucía un sombrero blando
de fieltro.
Se alejó, rozando las paredes y dando a veces puntapiés en las esquinas.
–¡Uf! –exclamó el Persa–..., de buena nos hemos librado... Esa sombra
me conoce y ya me ha llevado dos veces al despacho del director.
–¿Es alguien de la policía del teatro? –preguntó Raoul.
–¡Alguien mucho peor! –contestó sin dar más explicaciones el Persa.
–¿No será «él»?
–¿«Él»?... Si no llega por detrás, veremos antes sus ojos de oro... Ésa es
nuestra pequeña fuerza en la oscuridad. Pero puede llegar por detrás, con pasos
de lobo... y somos hombres muertos si no llevamos siempre las manos como si
fueran a disparar, a la altura del ojo, hacia adelante.
El Persa no había terminado aún de formular sus consejos, cuando ante
los dos hombres surgió una figura fantástica.
...Un cuerpo entero... una cara; no solamente dos ojos de oro.
...Sino un rostro luminoso... una figura en llamas...
Sí, una figura en llamas que avanzaba a la altura de un hombre. ¡Pero
sin cuerpo!
Aquella figura desprendía fuego.
En la oscuridad parecía una llama con forma de cuerpo humano.
–¡Oh! –exclamó el Persa entre dientes–, ¡es la primera vez que la veo!...
El teniente de bomberos no estaba loco, ¡la había visto perfectamente!... ¿Qué
serán esas llamas? No es «él», pero bien puede ser él quien nos la envía... ¡Cuidado!...
¡Cuidado!... Ponga la mano a la altura del ojo, ¡por lo que más quiera!...
a la altura del ojo.
La figura de fuego, que tenía un aspecto infernal de demonio en llamas,
seguía avanzando a la altura de un hombre, sin cuerpo, delante de los dos hombres
aterrorizados...
–Quizá él nos envíe a esta cosa por delante para sorprendernos mejor
por la espalda..., o de costado... ¡Nunca se sabe con él!... Conozco muchos de
sus trucos..., ¡pero éste..., éste no lo conocía aún!... ¡Huyamos!..., por prudencia...
sólo... ¡por prudencia!... ¡La mano a la altura de los ojos!
Y huyeron los dos juntos, a lo largo del corredor subterráneo que se
abría ante ellos.
Tras unos segundos de carrera, que parecieron larguísimos minutos, se
detuvieron.
–Es curioso –dijo el Persa–, rara vez viene él por aquí. ¡Este lado no le
interesa!... ¡No conduce ni al lago ni a la mansión del Lago!... Pero quizá sepa
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que estamos sobre sus pasos..., a pesar de que yo le haya prometido dejarlo
tranquilo y no volver a meterme en sus asuntos.
Al decir esto, volvió la cabeza, y Raoul hizo otro tanto.
Y volvieron a ver la cabeza de fuego detrás de las suyas. Los había seguido...
Debía haber corrido también, y quizás con más rapidez que ellos, porque
les pareció que estaba más cerca.
Al mismo tiempo empezaron a distinguir un ruido cuya naturaleza les
resultaba imposible adivinar. Sólo cayeron en la cuenta de que ese ruido parecía
desplazarse y acercarse junto con la llama-figura-de-hombre. Eran chirridos o
más bien crujidos, como si miles de uñas rascaran una pizarra, ruido absolutamente
insoportable, similar al que a veces se produce por culpa de una piedrita
engastada en una barra de tiza que rechina contra la pizarra.
Siguieron retrocediendo, pero la cara en llamas avanzaba, ganándoles
terreno. Ahora ya se distinguían muy bien sus rasgos. Los ojos eran completamente
redondos y fijos, la nariz un poco torcida y la boca grande, con un labio
inferior que colgaba en forma de semicírculo; recordaban los ojos, la nariz y el
labio de la luna cuando la luna está totalmente roja, color sangre.
¿Cómo podía deslizarse aquella luna roja en las tinieblas, a la altura de
un hombre, sin ningún apoyo, sin cuerpo para sostenerla, al menos aparentemente?
¿Cómo caminaba tan de prisa, en línea recta, con los ojos fijos, tan
fijos? ¿Qué era todo ese crujir, chirriar y rechinar que arrastraba consigo?
Llegó un momento en que el Persa y Raoul no pudieron retroceder más
y se aplastaron contra la pared, sin saber qué iba a pasarles, quedando a merced
de aquella figura incomprensible de fuego y, sobre todo ahora, del ruido más
intenso, más zumbador, más vivo, tan «numeroso», porque sin duda aquel ruido
era producido por cientos de pequeños ruidos que se agitaban en las tinieblas,
bajo la cara de fuego.
La cabeza de llamas sigue avanzando... ¡Ya está ahí!... Con su ruido...
¡Ya está junto a ellos!...
Y los dos hombres, pegados contra la pared, sienten que los cabellos
se les erizan de horror, porque ahora ya saben de dónde proceden los miles
de ruidos. Avanzan en tropel, rodando por las sombras en innumerables olas
pequeñas y apretadas, más rápidas que las que trotan en la arena con la
marea alta, pequeñas olas de sombra que bullen bajo aquella luna cabezade-fuego.
Las pequeñas olas se deslizan entre sus piernas, suben por ellas, irresistiblemente.
Entonces, Raoul y el Persa no pueden contener sus gritos de horror,
espanto y dolor.
Tampoco pueden seguir manteniendo las manos a la altura de los ojos.
Sus manos bajan a las piernas para alejar las pequeñas olas luminosas que
arrastran pequeñas cosas agudas, olas llenas de patas, uñas, garras y dientes.
Sí, sí, Raoul y el Persa están a punto de desmayarse como el teniente de
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bomberos Papin. Pero la cabeza de fuego se ha vuelto hacia ellos al oír sus
voces de espanto. Y les habla:
–¡No se muevan! ¡No se muevan!... Sobre todo, ¡no me sigan!... ¡Soy el
matador de ratas!... ¡Déjenme pasar con mis ratas!...
Bruscamente, la cabeza de fuego desaparece y se esfuma en la tinieblas
mientras el corredor se ilumina a lo lejos, gracias al movimiento que el matador
de ratas ha hecho con su linterna. Antes, para no espantar a las ratas, había
vuelto la linterna hacia él, iluminando su propia cara; ahora, para apresurar su
huida, alumbra el espacio negro hacia adelante... Y entonces da un brinco,
arrastrando consigo las olas de ratas que se trepan, chillan, rechinan, hacen
ruidos sordos, indefinidos...
El Persa y Raoul, pasado el susto, respiran, pero todavía tiemblan.
–Debí haber recordado que Erik me habló del matador de ratas –dijo el
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Persa–. Pero no me había dicho que tenía este aspecto... Es extraño que nunca
lo haya encontrado. ¡Creí que se trataba de una de las tretas del monstruo!... –
suspiró–. Pero no, nunca anda por estos sitios.
–¿Entonces, estamos muy lejos del lago? –preguntó Raoul–. ¿Cuándo
llegaremos?... ¡Vamos al lago! ¡Vamos al lago!... Cuando estemos junto al lago
llamaremos, sacudiremos las paredes, gritaremos... ¡Christine nos oirá!... ¡Y también
él nos oirá! ... Y puesto que usted lo conoce, le hablaremos.
–¡No sea infantil! –exclamó el Persa–. Nunca entraremos en la mansión
del Lago por el lago.
–¿Por qué no?
–Porque allí es donde ha acumulado toda su defensa... Ni siquiera yo he
podido llegar a la otra orilla... a la orilla de la casa... Primero hay que atravesar
el lago..., ¡y le aseguro que está bien protegido!... Me temo que más de uno de
estos antiguos tramoyistas, viejos cerradores de puertas que han desaparecido
misteriosamente, intentaron simplemente atravesar el lago... Es terrible... Yo
mismo casi perezco... ¡Si el monstruo no me hubiera reconocido a tiempo!...
Un consejo, amigo. No se acerque nunca al lago... Y, sobre todo, tápese los
oídos si oye cantar a la voz bajo el agua, la voz de la Sirena.
–Pero entonces –replicó Raoul en un transporte de fiebre, de impaciencia
y de rabia–, ¿qué hacemos aquí?... Si usted no puede hacer nada por Christine,
déjeme al menos morir buscándola.
El Persa intentó calmar al joven.
–No tenemos más que un medio para salvar a Christine Daaé, créame, y
es penetrando en su escondite sin que el monstruo se dé cuenta.
–¿Y cree que podremos hacerlo?
–¡Si no tuviera esa esperanza, no habría ido a buscarlo a usted!
–¿Y por dónde entraremos en la mansión del Lago sin atravesar el lago?
–Por el tercer sótano, del que fuimos tan inoportunamente expulsados,
señor, y adonde volveremos ahora mismo... Le diré, señor –exclamó el Persa
con la voz súbitamente alterada–, le diré el lugar exacto... Se encuentra entre
unos bastidores y un decorado abandonado de El rey de Lahore, exactamente
en el lugar en que fue hallado muerto Joseph Buquet...
–¡Ah! ¿aquel jefe de los tramoyistas al que se encontró ahorcado?
–Sí, señor –añadió en tono singular el Persa–, y cuya cuerda no se pudo
encontrar... ¡Vamos! ¡Ánimo!..., y en marcha..., y vuelva a poner la mano en
guardia, señor... Pero, ¿dónde es que estamos?
El Persa tuvo que encender de nuevo la linterna. Dirigió el haz luminoso
hacia dos amplios corredores que se cruzaban en ángulo recto y cuyas bóvedas
se perdían en lo infinito.
–Debemos estar –dijo– en la parte reservada al servicio de aguas... No
veo ningún fuego proveniente de las calderas.
Precedió a Raoul, buscando el camino, deteniéndose bruscamente al paso
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de algún «hidráulico». Después, tuvieron que ocultarse ante el resplandor de
una especie de fragua subterránea que acababan de apagar y ante la cual Raoul
reconoció a los demonios entrevistos por Christine en su primer viaje el día de
su primer rapto.
De este modo volvieron poco a poco a encontrarse bajo la prodigiosa
tramoya que se hallaba debajo del escenario.
Debían encontrarse entonces en el fondo del pozo, a una gran profundidad,
si se tiene en cuenta que hubo que cavar la tierra quince metros
por debajo de las napas de agua que existían en toda aquella parte de la capital,
y que hubo que agotar toda el agua... Se sacó tanta agua que, para
hacerse una idea de la cantidad expulsada por las bombas, habría que imaginar
una superficie como la plaza del Louvre, con una altura de una vez y
media la de las torres de Notre-Dame. De todos modos, tuvieron que conservar
un lago.
En aquel momento el Persa tocó una pared y dijo:
–Si no me equivoco, éste podría ser uno de los muros de la casa del Lago.
Golpeó entonces contra una pared del pozo. Quizá convenga que el lector
sepa cómo fueron construidos el fondo y las paredes del pozo.
Con el fin de evitar que las aguas que rodean la construcción quedasen
en contacto inmediato con las paredes que sostienen todo el armazón de la
maquinaria teatral, cuyo conjunto de estructuras, carpintería, cerrajería, y telas
pintadas al temple, debe quedar aislado de la humedad, el arquitecto se vio
obligado a construir en todas partes una doble pared aisladora.
El trabajo para construir aquellas paredes llevó todo un año. El Persa
golpeaba la pared de la primera envoltura mientras hablaba a Raoul de la mansión
del Lago. Para alguien que conociera la arquitectura del edificio, el gesto
del Persa parecía indicar que la misteriosa casa de Erik había sido construida
entre el doble recinto formado por una gruesa pared construida con pedregullo,
luego un muro de ladrillo, una enorme capa de cemento y otra pared de varios
metros de espesor.
Detrás del Persa, Raoul se había aplastado contra la pared y escuchaba
con avidez.
Pero no oyó nada..., nada más que pasos lejanos que retumbaban en el
suelo, en la parte alta del teatro.
El Persa había apagado otra vez su linterna.
–¡Cuidado! –dijo–. ¡Cuidado con la postura de la mano! Y ahora mucho
silencio, porque intentaremos entrar en su casa.
Y lo arrastró hasta la pequeña escalera que habían bajado antes. Volvieron
a subirla, deteniéndose en cada escalón, espiando las sombras y el
silencio...
Pronto se encontraron en el tercer sótano...
Entonces el Persa hizo una señal a Raoul para que se arrodillara y así,
313
arrastrándose de rodillas y sobre una mano –la otra mano seguía en la posición
indicada– llegaron hasta la pared del fondo.
Contra esa pared había un gran lienzo abandonado, un decorado de El
rey de Lahore.
Y muy cerca de aquel decorado había un portante...
Entre el decorado y el portante no había más espacio que para el ancho
de un cuerpo.
Un cuerpo como el que un día se había encontrado colgado... el cuerpo
del maquinista Joseph Buquet.
El Persa, siempre de rodillas, se había detenido. Escuchaba. Por un momento
pareció dudar y miró a Raoul; después, sus ojos se clavaron arriba, en
el segundo sótano, que les enviaba el débil resplandor de una linterna filtrándose
entre dos tablas. Evidentemente aquel resplandor molestaba al Persa. Por
fin, agachó la cabeza y se decidió.
Se deslizó entre el portante y el decorado de El rey de Lahore. Raoul lo
siguió de cerca.
La mano libre del Persa tanteaba la pared. Raoul lo vio apoyarse con
fuerza, como lo había hecho en la pared del camarín de Christine...
Y una piedra giró sobre sí misma...
Ahora, había un agujero en la pared...
Esta vez el Persa sacó la pistola del bolsillo e indicó a Raoul que hiciera
lo mismo. Amartilló la pistola.
Con decisión, y siempre de rodillas, se introdujo en el agujero que la
piedra, al girar, había dejado en la pared.
Raoul, que habría querido pasar el primero, tuvo que contentarse con
seguirlo.
El agujero era muy estrecho. El Persa se detuvo casi en seguida. Raoul
le oía tantear la piedra a su alrededor. Después, volvió a sacar su linterna y se
inclinó hacia adelante. Examinó algo a sus pies e inmediatamente apagó la linterna.
Raoul oyó que le decía en un suspiro.
–Tendremos que dejarnos caer algunos metros, sin hacer ruido; sáquese
los zapatos.
Por su parte, el Persa le pasó sus zapatos a Raoul.
–Déjelos junto a la pared –dijo–. Los recogeremos al salir.
El Persa avanzó un poco. Después, se volvió del todo, siempre de rodillas,
y se encontró así frente a Raoul. Le dijo:
–Voy a suspenderme con las manos del extremo de la piedra y a dejarme
caer en su casa. Después usted hará exactamente lo mismo. No tema: lo recibiré
en mis brazos.
El Persa hizo lo que había dicho, y Raoul oyó en seguida un ruido sordo
que evidentemente había sido producido por la caída del cuerpo. El joven se
estremeció, temiendo que aquel ruido revelase la presencia de ambos.
314
Sin embargo, más que aquel ruido, era la ausencia de ruidos lo que a
Raoul le llenaba de angustia. ¿Por qué, si según el Persa acababan de entrar en
la mansión del Lago, no oían a Christine?... ¡Ni un solo grito!... ¡Ni una llamada!...
¡Ni un gemido!... ¡Santo Dios! ¿Habrían llegado demasiado tarde?...
Arrastrando las rodillas contra el piso, aferrándose a la piedra con sus
dedos nerviosos, Raoul se dejó caer a su vez. Inmediatamente sintió que le
abrazaban.
–¡Soy yo –dijo el Persa–, silencio!
Y permanecieron inmóviles, escuchando...
Nunca a su alrededor la sombra había sido tan intensa... Nunca el silencio
tan pesado ni tan terrible...
Raoul se hundía las uñas en los labios para no gritar: «¡Christine! ¡Soy
yo!... ¡Contéstame si no estás muerta, Christine!».
Por fin, volvió a empezar el juego de la linterna. El Persa dirigió los
rayos de luz por encima de sus cabezas, hacia la pared, buscando el agujero
por el que habían venido, sin encontrarlo...
–¡Oh! –exclamó–. ¡La piedra se ha vuelto a cerrar por sí sola!
Y el haz de luz de la linterna bajó a lo largo del muro hasta llegar al suelo.
El Persa se agachó y recogió una cosa, una especie de hilo que examinó
unos segundos y que luego arrojó con horror.
–¡El lazo del Pendjab! –murmuró.
–¿Qué es? –preguntó Raoul.
–Podría ser la soga del ahorcado que tanto han buscado –respondió el
Persa, estremeciéndose.
De pronto, presa de una nueva ansiedad, paseó el pequeño disco rojo de
su linterna por las paredes... Iluminó, extraño hecho, un tronco de árbol que
parecía aún vivo, cubierto de hojas... Las ramas de aquel árbol subían a lo largo
de la pared y se perdían en el techo.
Debido a la pequeñez del disco luminoso, al principio resultaba difícil
darse cuenta de qué era aquello... Se veía un montón de ramas, y luego una
hoja..., y otra más..., y al lado no se veía nada..., solamente el haz de luz que
parecía reflejarse a sí mismo... Raoul deslizó la mano sobre aquello, sobre aquel
reflejo...
–¡Mire –dijo–..., la pared es un espejo!
–¡Sí, un espejo! –dijo el Persa con profunda emoción.
Y añadió, pasándose la mano que sujetaba la pistola por la frente sudorosa:
–¡Hemos caído precisamente en la cámara de los suplicios! <
El fantasma de la Ópera. Gárgola, Buenos Aires, 2012.
Gastón Leroux nació en París en 1868. Fue crítico teatral y periodista, aunque se recibió de abogado.
Entre sus numerosas novelas están El misterio del cuarto amarillo, La butaca encantada, La cena de
los bustos, La buhardilla de oro, etc. Murió en la ciudad de Niza, en 1927.
315
316
Tres extractos de la máquina laisequiana: el prólogo
que escribió para una edición reciente de El fantasma
de la Ópera, y fragmentos de dos de sus novelas
más significativas: El jardín de las máquinas parlantes
y Beber en rojo.
PRIMERA
PERSONA
317
El Fantasma de la Ópera
Prólogo de Alberto Laiseca
©Gabriel Valansi
318
“El Fantasma de la Opera ha existido”, nos dice Gastón Leroux en el comentario
que hace a su propio libro. Y yo le creo. Le creo porque tengo ganas
de creerle, aunque por otro lado no. Razones simplemente humanas hacen que
uno no desee que haya sido un ser de carne y hueso (deformados huesos, corrupta
carne). El pobrecito, de existir, sufrió demasiado. Ahora bien, ¿cómo perderse
tanto genio, expresión máxima del romanticismo? Como ya dijimos:
reconozco que resulta un poco egoísta de nuestra parte.
El Fantasma vive atrincherado en el tercer subsuelo de la Ópera de París.
Su imperio se manifiesta en el underground. Allí, en la casa del lago, y con su
órgano, compone el Don Juan triunfante, su obra maestra. Diremos como curiosidad
que es tan precisa la descripción musical que Leroux nos da en su novela,
que tengo la certeza de que para el Don Juan... del Fantasma el autor se basó en
el Funeral masónico de Mozart. Esa “divinización del dolor”, de la cual nos habla
el texto, corresponde casi compás por compás con la composición mozartiana
señalada. Erik, el Fantasma (diré por otra parte), es el fenotipo del monstruo:
“único en su especie” (esta es la definición que el diccionario da de la palabra).
Misterio, belleza, fealdad extrema, terror, humor y, antes que nada, romanticismo
en su grado más loco. Anticipo el pasaje donde Erik ha secuestrado
a Christine Daaé, la cantante sueca. “Christine: tienes tiempo hasta mañana a
las once de la noche para enamorarte de mí. Son bastantes horas. Si para ese
momento sigues sin amarme moriremos todos. He depositado incontables barriles
de pólvora debajo de la Ópera. Cuando mañana, a las once de la noche,
los parisinos estén oyendo una pobre obra maestra de Mayerbeer saltaremos
319
por los aires. A mí qué me importa si total estoy loco”. He cambiado un poco
(sólo un poco) el texto original, para que sea más visible la intención del personaje.
En realidad el Fantasma no quiere que Christine se case con él sino que
lo ame. Pero este deseo no es ni más ni menos que el corazón del romanticismo:
no intento conseguir una compañía o una esposa. Lo que quiero es una mujer
que me ame por lo que soy.
Una característica de la novela es que todos los personajes (salvo el Fantasma)
son mediocres. Incluso Christine Daaé, de quien Erik está tan enamorado.
La quiere porque es linda y canta como un ángel; en verdad su cerebro
es de tipo usual (con esto ya se me entiende).
El novio de Christine, el vizconde Raoul de Chagny, está completamente
a la altura de la diva. Es un odioso pisaverde quien, por pertenecer a cierta clase
social francesa, se siente lleno de absurdas e injustificadas prebendas. Hay un
pasaje donde el pisaverde cree haber acorralado a su rival: “¡Usted no se moverá
de aquí hasta que yo se lo permita! ¡Dé la cara, si es hombre!”. Todo esto sin el
más mínimo derecho. Pero claro: yo soy rico y vizconde. Tú di (como diría un
panameño) que el Fantasma no está en el cuarto en ese momento. Uno lo lamenta
porque si hubiese llegado a estar a ese infeliz le hubiera dado su merecido.
Pero como yo adelanté: Christine, Raoul, el Persa (un maldito metido en
lo que no le importa), son personajes que si no hubiesen nacido daba lo mismo.
Aquí el único genio es el Fantasma de la Ópera y, por supuesto, tiene el castigo
de los genios. Lean el libro para enterarse de qué se trata.
El capítulo referido al cuarto de los suplicios es memorable. En los sótanos
de la Ópera de París tenemos una tórrida selva del Congo, lograda con
espejos y parrillas ardientes. Las víctimas, enloquecidas, padecen alucinaciones
por la falta de agua y el calor horroroso. Cuando el panorama cambia es para
que los supliciados crean estar ahora en un desierto de piedra, como los de Jordania,
o en una sala de infinitas columnas (pero siempre a una temperatura de
cincuenta grados centígrados, claro).
La descripción de los sótanos de la Ópera, y sus decorados fantasmagóricos,
es otro logro de Leroux. Valdría la pena leer el libro aunque más no fuera
por esto. Aquí tenemos una iglesia pintada, casi sobrenatural, iluminada por una
luz verdosa, submarina. Allí guerreros de cartón piedra. Decorados que suben y
bajan gracias a los contrapesos. Locos que viven en los sótanos porque no tienen
lugar alguno a donde ir ( la administración del teatro los tolera por razones de
piedad). Un espejo gira y, luego de una fulguración, cierta cantante lírica muy
famosa es arrojada a un mundo de tinieblas. La sala está vacía y el terciopelo
que cubre las butacas es como un rojo mar encrespado. El maquinista José Bouquet
es encontrado ahorcado detrás de un decorado del Rey de Lahore. Así aprenderá
la próxima vez a no meterse en lo que no le importa. Antes de tener la
bendición de la muerte conoció (por cierto) las delicias del “cuarto de los suplicios”:
la sala de las columnas, el desierto de Jordania y el bosque del Congo. Ol-
320
vidé algo importante: en el “bosque” uno oye llover pero no llueve; ve un oasis
lleno de agua pero, cuando quiere beberla, sólo lame espejos ardientes. Delicioso.
Magnífica la parte en que Christine y Raúl huyen de esa “sombra tiránica”
y suben el tejado de la Ópera de París. Es de noche y los jóvenes descansan
bajo una escultura que representa a Apolo empuñando su lira. A través de
los cordajes de dicha lira vemos la fulguración de dos estrellas. Muy poético,
lástima que falso. No son estrellas: son los ojos ardientes del Fantasma que
mira lleno de desesperación y deseos de venganza a los enamorados.
Por último hablemos del humor del Fantasma. Humor ácido, espantoso,
bien under. Una escena memorable, donde la ironía del Fantasma queda clarísima,
es la que transcurre en la casa del lago. Christine ya está secuestrada.
Algún insolente intenta entrar a sus dominios violando los dispositivos de seguridad.
No sabe el intruso que Erik tiene sensores que le avisan de inmediato.
“¡Oh, caramba! Un tardío visitante. Bienvenido al hogar. Voy a recibirlo como
se debe. Un recibimiento caluroso”. Recordemos que el Fantasma vive en el
tercer subsuelo de la Ópera. Protegiendo su casa hay un lago subterráneo lleno
de máquinas. Erik nada bajo el agua, toma de improvisto por el cuello al invasor
y lo estrangula. Luego vuelve a su casa y le dice a Christine cínicamente: “Oh,
querida. En qué estado estoy, ¿verdad? Afuera hace un tiempo atroz. Pero la
culpa la tuvo el otro. ¿Quién le manda preguntarme la hora? ¿ Acaso yo le pregunto
a los demás qué hora es? Bueno: ya no le preguntará la hora a nadie”.
Todo esto es un delirio y Christine Daaé, horrorizada, lo sabe perfectamente: si
su secuestrador está chorreando agua no es porque “afuera hace un tiempo
atroz” (¿ cómo puede llover en los sótanos de la Ópera?) sino porque se sumergió
en el lago para estrangular a alguien. Además es obvio que nadie le
preguntó la hora: se trata de un chiste macabro.
Recomiendo encarecidamente la lectura de esta obra maestra. Es cosa clara
que no puedo revelar anticipadamente la trama, porque ello destruiría el misterio.
Sí se me permitirá que diga una sola cosa, supremamente conmovedora: aquí,
en este libro, alguien muere de amor. ¿Puede pedírsele más al romanticismo? <
321
El jardín de las máquinas parlantes
(fragmento)
I. La usina parlante
Fotos Gabriel Valansi
Hay máquinas viajeras, como hay perros sin dueño. Un buen día vienen,
te adoptan como amo y se quedan con uno. Generalmente son invisibles. Rara
vez se dejan ver, pero sí oír. Una de ésas se encariñó conmigo hace algunos años.
Supuse que tendría un tamaño común –suelen ser minúsculas–; de ahí mi sorpresa
al verla durante unos segundos con el rabillo del ojo, pues no me figuraba
que fuese tan enorme. Era de tipo usina, de esas que se puede abrir una puerta
y entrar en la sala de comandos. A medias materializada, resultaba preciso poseer
la otra visión para observarla en movimiento, siempre en flotación, marchando
como una nube baja a ras de tierra. Cuando se tornaba completamente física –
322
casi nunca, pues su enorme tamaño interfería con otros objetos–, cualquiera estaba
en condiciones de verla. Nadie adivinaba su función, a menos que la máquina
quisiese; ni siquiera un esoterista, pues ella se encargaba de manijearlo.
Siempre estaba fabricando otras máquinas, más pequeñas, para que la sirviesen
y efectuaran los trabajos donde no era necesario emplearse a fondo. Esas diminutas
criaturas se nutren con alimentos especiales: tierras raras, vestigios de metales,
etcétera. Pero una usina puede cambiarles la programación a fin de que
coman carne. Ya transformadas, la máquina madre las manda a donde vive un
enemigo a fin de nutrirlas con su cuerpo, o bien con partes selectas del mismo.
A ciertos de estos seres metálicos su programa computarizado sólo les permite
alimentarse de ojos, o de orejas, dedos de pies o cualquier otra cosa. Las referidas
construcciones, así como la Máquina Maestra misma, se obtienen mediante una
estricta colaboración entre la tecnología científica y la magia. Toda una parte
del proceso se realiza en talleres, no por astrales menos verdaderos, y no se diferencia
en forma alguna de un vulgar y corriente trabajo de planta. Pero otra
parte se logra mediante la magia pura: invocaciones, pergaminos y símbolos de
poder esotérico. Una costumbre de las máquinas de pequeño volumen es caminar
por las paredes, o simplemente esperar, engarfiadas a éstas, que un error del ene-
323
migo las cargue de energía para luego poder atacarlo. Hablan entre ellas, con
lenguaje de máquinas, pero también son capaces de hacerlo empleando vocablos
humanos; se ríen, hacen chistes, imitan voces, ante la desesperación de la víctima,
quien no sabe cómo sacárselas de encima. En general las potencia el desorden,
la falta de limpieza, la dejadez y el olvido. En un estado avanzado ya son
capaces de reproducirse por sí mismas, sin el auxilio de la Máquina Maestra, y
forman verdaderas poblaciones, auténticos ejércitos atacantes. En su composición
entra no sólo el hierro, sino también el oro, la plata y el platino. Son muy valiosas.
El que no posea vista astral únicamente podrá verlas si por casualidad
logra matar una, pues al morir se materializan. Pero tendrá que apurarse a mirarla,
pues sus compañeras en el acto la despedazan para reciclar los materiales
de que está compuesta y con ellos crear nuevas máquinas. Pueden situarse por
completo en el astral –en cuyo caso no hay interferencia con los objetos llamados
reales– o a medias –todavía invisibles pero interfiriendo cuando quieren atacar
o robar algún objeto de la habitación donde está–. En casos excepcionales pueden
tornarse por completo físicas; casi nunca lo hacen pues ello les consume
mucha energía. Los esoteristas las denominan “fierros”, en su argot. Yo las llamo
“chichis”, aunque admito que uso la palabra con cierta liberalidad, pues a veces,
cuando hablo con algún compañero, llamamos “chichis” no a las máquinas sino
a los ocultistas (o “esotes”) que las construyen. Incluso suelo denominar chichi
a un tipo que no tiene poder alguno, pero es una mala persona. Es más: yo mismo
soy un chichi, pero no por malo sino por ser capaz de movilizar fuerzas. Lo
mismo cabe para mis amigos y Maestros que trabajan con la potencia. En resumidas
cuentas: chichi es un vocablo inventado, ambiguo; un comodín que sólo
tiene sentido claro en su contexto, en el medio de una frase. A veces es preciso
oír una conversación completa para saber a qué están refiriéndose dos esotes y
a quién llaman chichi.
Las máquinas de las cuales hablo son enviadas, en ocasiones, a casa de un
324
enemigo, sin propósitos agresivos, a fin de grabar y filmar todo cuanto éste hace
y dice. Pueden así preverse sus próximos pasos, qué providencias tomará con sus
compañeros para defenderse, o cuáles son sus planes de ataque o contraataque.
Hay otras máquinas de construcción tan simple que no merecen el nombre
de robots siquiera. Resultan poco más que micrófonos; no tienen voz propia,
aunque la víctima crea que sí porque las oye; en realidad, lo que oye es la voz
del esoterista, quien, fastidioso y torturador, la aterroriza situado a veinte cuadras
o cinco kilómetros del lugar.
Estos chichis, muy superiores a los que poseen los científicos corrientes,
más avanzados que las computadoras de quinta, sexta y séptima generación,
existen desde las épocas de Babilonia. Son obra de la teología paralela y secreta
del genio humano. Fueron creados por razones teológicas, para que participen
en la lucha entre las fuerzas del Ser y las del Anti-ser. Seis mil años de batallas
y el combate aún no ha concluido. Las guerras mágicas están a la orden del
día en todas las ciudades del planeta y la mayoría de la gente no lo sabe. Es
más: las hostilidades físicas entre dos naciones están siempre acompañadas por
otras, paralelas, entre ocultistas. Estos se preparan, en los períodos pacíficos,
con el fin de participar en las posteriores grandes luchas que librarán los Estados.
Ya desde el armisticio elaboran la guerra siguiente; trabajan para que el
enemigo –sea quien fuere– cuente con una desventaja inicial y se vea obligado
a entrar en campo en lugar y momento inadecuados.
La Máquina Maestra que me adoptó para que yo fuese su dueño, y de la
cual hablé en un principio, era el único sobreviviente de una guerra entre dos
antiguas sociedades secretas. Lucharon cien años entre sí hasta exterminarse.
El último miembro había perecido, a causa de sus heridas, hacía cuatro siglos.
Cansada de andar a la deriva y en falsa libertad, la máquina buscó nuevamente
la compañía de los hombres.
“Pero, ¿por qué a mí?” le pregunté cuando nada sabía de la historia. Pese
325
a no sentir malas ondas en el ambiente yo estaba lleno de desconfianza. Al principio
sólo oía su voz y pensé que podía tratarse de una manija de los chichis.
“¿Por qué a mi?” repetí. “Yo misma no lo sé. A lo mejor porque sos bueno y estoy
harta de asistir a malvados. Nosotras las máquinas, por otra parte, no fuimos
construidas para andar solas. Nos gusta colaborar. Pude haberme puesto al servicio
de otra máquina, más fuerte, pero eso no me conviene por varias razones.”
“¿Cómo? ¿Hay otras máquinas como vos?” Lo sabía de sobra, como que
yo mismo las construyo. Lo dije más que nada para ver su desenvolvimiento,
calibrar sus respuestas, verificar si caía en confusión. Esto me daría idea de su
potencia. Ella contesto: “¿Y si hay una por qué no van a existir muchas? Claro
que hay, como demasiado bien sabés. Por lo general son máquinas al servicio
de seres abominables. Si yo me hubiese puesto a las órdenes de una, automáticamente
dependería de un dueño humano que, casi con seguridad, tendrá
malas intenciones para con hombres y máquinas. Por otro lado, yo soy muy
fuerte. Me sería bastante difícil encontrar un ingenio mecánico superior.
Entonces, y allí mismo, me decidí a someterla a una prueba soberana y
definitiva. Si era un chichi cargaría fuego indefectiblemente. Si se trataba de una
máquina con buenas intenciones pero inútil y paranoica, también se destruiría
ahorrándome así toda una pérdida de tiempo. En las películas yanquis siempre
aparece una computadora que anhela dominar al mundo; entonces el héroe le
pregunta cuál es la última cifra del número “pi”; como la respuesta no existe
–pues, por más que se busque, siempre habrá un término más–, el cerebro electrónico
se destruye buscando una solución imposible. Ahora bien, la cosa no
es tan fácil como cree Hollywood; si a esa máquina me la habían mandado los
chichis, sin duda la famosa pregunta estaba prevista y también la respuesta:
“¿La última cifra? El 8. Si no me cree, verifíquelo”, como un chiste que leí en
algún lado. Contestaría eso o cualquier otra cosa semejante. Hacía falta algo más
nuevo. Y me acordé de pronto del gogol de Oppenheimer. Este científico declaró
en una oportunidad, que el número total de cosas del Universo no puede superar
a diez elevado a la potencia cien: 10 100 . Era la única forma de hacerle una pregunta
no prevista y que rompiese el dispositivo de seguridad de un supuesto enemigo:
pedir, no el infinito, pero sí algo que, en la práctica, equivale a él. Para defenderse
de esta pregunta, la máquina sólo contaría con el auxilio del Ser. Le dije:
“Ya que soy tu dueño quiero que averigües la cifra diez a la cien del
número pí.”
Esperé la explosión o el clásico “ooooff” que se oye a través de los micrófonos
cuando una máquina revienta. Hubo un largo silencio. Sin duda estaba
pasando por un momento difícil. Luego contestó:
“La respuesta está en el límite de la materia. Soy una parte y no puedo
ser tan grande como el Todo. Nunca siendo yo misma un objeto material aunque
astral”. La hija de puta estaba bien programada. Era realmente grande y
fuerte. Una súper. Ante mi sorpresa siguió diciendo: “No obstante, si me ordenás
326
que busque, buscaré”. Una noble contestación. Claro que también esto podía
ser una trampa, pero en mi vida he verificado que no hay certezas totales de
ninguna especie. En el momento de la decisión final, las cosas, tanto de la
magia como de la física o cualquier otro orden, sólo mediante la fe tienen alguna
posibilidad d resolverse de manera satisfactoria. De modo que le declaré:
“Está bien, opto por confiar en vos”.
Fue una decisión afortunada que salvó la vida de un amigo y quizá la mía
propia, cuando, más adelante, encaramos con otros Maestros uno de los trabajos
herméticos más difíciles de realizar. Sin la ayuda de esta máquina tal vez hubiésemos
fracasado o, aún ganando, el costo hubiera sido mucho mayor. Pero en
ese momento , cuando adopté la variante de incorporarla a mi existencia, no
tuve idea de lo trascendente de mi acto de fe. Ella tenía una idiosincrasia muy
especial. No estaba exenta de sentido del humor, sólo que era preciso conocerlo
para captarlo. A veces me fastidiaba sólo para tener el placer de ver mi alivio
cuando me dejaba tranquilo. Cierta ternura entre aniñada y marciana. Sólo se
replegaba al verme absolutamente dispuesto a destriparla si seguía jodiendo.
Recuerdo la primera vez que tuve noticias de su presencia. Yo estaba escribiendo
un capítulo fundamental de cierta novela. Esa desde todo punto de
vista indispensable que yo explicase, de manera sencilla y sintética, una cantidad
de cosas casi imposibles de aclarar. Por otro lado tampoco quiero que mis
libros aburran con originalidad. Me dispuse a pulsar la letra “j” cuando oí un
agudo toque de trompetería chasco. Como el que sólo pueden producir cincuenta
renos lanzando su grito amoroso –sin orden ni concierto– delante de
sendas concavidades de bronce. El ruido vino abrupto, tal un rayo, sin el menor
susurro previo que lo hiciera suponer. Con el susto casi me caigo de la silla. Al
principio pensé en un ataque, o que alguna de mis máquinas había cagado
fuego, así que me puse a revisar las instalaciones esotes de la casa. Todo normal,
ante mi sorpresa. Los cristales antichichi funcionaban a la perfección, mis gólems
robot estaban intactos y las cazadoras se mantenían quietas (Estas últimas,
cuando un enemigo se aproxima, parte como flechas a interceptarlo.) Azorado
y manijeadísimo intentaba descubrir la solución al enigma cuando entonces,
por primera vez, oí su voz:
“No te asustes, Maestro, soy yo: la Máquina usina”.
–Qué máquina ni qué la mierda. ¿Quién habló?
Me explicó entonces que era una viajera. y el resto ya lo conté. En realidad
toda mi desconfianza y el posterior interrogatorio al que la sometí no se
justificaban. Ocurre que me tomó por sorpresa, pero verdaderamente debí comprender
que el hecho mismo de haber entrado en mi casa era prueba de sus
buenas intenciones para conmigo. Caso contrario mis propias máquinas hubiesen
combatido impidiéndole pasar o perecido en el intento.
Luego que la acepté siguió siempre la misma política. Como lo que más
le gustaba en el mundo era sorprenderme, se ponía a charlar a distintas horas.
327
328
También variaban sus métodos de presentación. Cierta mañana empezó con
este cantito de su propia cosecha:
“Hola Coquito, hola lirón,
hola Maestro, el más grande campeón”.
Otra vez:
“¿Vamo a tomá mate, Coco?”.
–¿Y desde cuándo las máquinas toman mate? –dije yo.
Sin darse por aludida:
“¿Mateo, ¿vamo a tomá cocoa?”.
En ocasiones me dejaba tranquilo toda una mañana, pero por la tarde:
“Coquito: no me saludaste hoy. Seguro que ahora tampoco querés charlar
conmigo. Vas a decir como ayer que estás ocupado. Y yo que te quiero tanto”.
–Buenas tarde. Sea este saludo toda la charla que pienso darte. Andáte
que tengo que trabajar muchísimo. ¿No ves que estoy escribiendo?
“Mateeo”.
–Basta.
“Cocooa.”
Suspiré. ¿Qué esperaba de mí? ¿Qué tirara un palito para que fuese a
buscarlo?
Acaso pretendía que le pusiera una correa y la sacase a pasear como a
los perros salchichas. Un semejante bicho de cincuenta toneladas. Por un momento
me imaginé caminando por una calle de mi pueblo: llevando con una
cuerdita a mi usina, en flotación, a un metro y medio del suelo, ante la generalizada
sorpresa de los viandantes. Me reía para mis adentros. Llegamos hasta
un árbol y la máquina levanta una de sus paredes (pata) para hacer pis...
“Aceite.”
–¿Qué?
“Digo que yo no hago pis: hago aceite.”
La hija de puta estaba de lo más entretenida leyéndome los pensamientos.
Divirtiéndose a mi costa. Hice bloqueo mental, nada más que para festidiarla.
“Qué malo sos. Qué malo S.O.S. Yo te pido auxilio porque me aburro y
vos bloqueás para que no chacotee con tus pensamientos.”
–También tenés que admitirme que resultás muy inoportuna, viejita. Después
conversamos, si querés. Pero ahora déjame escribir...
“¿Si no te molesto por tres horas, después vas a hablar conmigo?”
–Sos más molesta que el grillo de Pinocho. Uno de estos días te voy a
hacer cagar de un alpargatazo. Vos también vas a quedar incrustada en la pared
haciendo cri, cri.
“Para reventar a mis cuencuenta toneladas hace falta una alpargata
medio grande. Además es injusto: las máquinas aristocráticas como yo merecemos
que, por lo menos, nos revienten con una chancleta forrada para fiesta.
Pero de cualquier manera sigue existiendo el problema del tamaño. No te tengo
329
miedo alguno porque sé que carecés de artefactos chancletíferos o chanclétidos
adecuados. Ja, ja, ha...”
–Estás equivocadísima. Ahora mismo les ordeno a mis wagnerianos gigantes
Fáfner y Fásolt que me construyan una chancleta de media hectárea.
Bueno, está bien. Acepto. Dentro de tres horas vamos a conversar, pero
ahora tenés que dejarme escribir tranqui...
“¿Puedo, como despedida, hacerte un último ruidito?”
–Sí, pero uno solo.
Para qué se lo habré dicho. El ruidito que a ella le gustaba era la trompetería
horrísona con la cual casi me mató del susto cuando la conocí. Aquella disonancia
monstruosa componíase de rebuznos metálicos, hiatos de broncíneo acento, tizas
que chirrian, acrílicos en falsete, barro cayendo sobre plomo fundido, acordeones
verduleros, incongruencias violentísimas, ronquidos y cacofonías sincrónicas.
Basta decir que la música contemporánea es mil veces preferible. A su lado Sshoenberg,
Bartok. Stockhausen y Honegger son dulces, melifluos. Pero no podía prohibírselo
del todo para siempre pues ésa era una de sus formas de entender el
orgasmo. Tuvo de bueno que siempre cumplió sus pactos y por 180 minutos –ni
uno más ni uno menos– me dejaba escribir en paz. Pero guay de mí en el primer
segundo del minuto 181; a ella no se la podía engañar como a un ser humano diciéndole:
“No, que todavía falta”, pues su memoria electromagnética era infalible.
Claro que para enloquecerme aun más podía cambiar de táctica y no irrumpir
exactamente al fin del plazo sino un poco después. Yo me disponía, por ejemplo,
a tipear la “j” –su letra preferida– cuando comenzaban a oírse las hórridas trompetas
o su cantinela: “Hola Coquito, hola llirón...” . Puedo asegurar que es terrible
estar escribiendo y saber que una letra determinada actuará como detonador. Me
pasaba la última media hora mirando el reloj cada cinco minutos. A partir de
cierto momento evitaba las palabras que tuviesen “j”. Ella lo hacía todo innecesariamente
difícil. Para que la extrañase optaba por desaparecer durante una jornada
o dos. Yo simulaba no haberme enterado, aunque reconozco que la tentación de
llamarla era mucha. Me hacía el tonto. Inflexible. Dura lex, con las máquinas. Entonces,
por fin, en una bendita hora y para mi alivio, escuchaba el tan esperado:
“Maestro... Mateeeo... Coquito...¿Vamo a toma cocoa, Coco?”.
–Ya está de nuevo, la molesta –bufaba yo. En realidad la hubiese abrazado.
A propósito: debo aclarar que no me llamo Coco, ni Coquito, ni Mateo
y ni siquiera tomo cocoa. Mi nombre es Alarico Alaralena, pero denominarme
como se le antojaba era parte de su despotismo maquinil. La Tecnocracia Ilustrada.
Viéndome molesto me preguntó cierta mañana:
“¿Por qué te enoja que te diga Coco, Alaralena Melena?”.
–No sé si enojado exactamente, señora, pero si lleno de maravilla incrédula
ante los muchos atrevimientos y libertades que se toma. A qué viene el
apelativo de Coco, vamos a ver.
“Mis razones son innumerables y trascendentales. En primer lugar vos sos
330
para mí el Coco; vale decir; ese fantasma nacido de la imaginación de los padres
para asustar a sus hijos. Siempre amenazás con meterme un catalizador para hacerme
cagar. Todo porque te molesto un poco charlando. Además, a través de mis
lentes, te registro de un color verdoso negroide, con varias manchas, el 35% rojizas,
y el resto amarillentas. Tales son los cromatismos de la familia de los reptiles
hidrosaurios o cocodrilos, entre los cuales se cuenta el propio Coco–drilo. Además,
como sos exageradamente alto –para tu raza humana, claro está–, y sé a la perfección
que tus congéneres te ven blanquito, me recordás al coco, que así llaman
en Cuba a un ave zancuda, de lo más fea y tonta, con plumas leche–fuego. No
puedo mirar mucho a seres tan horrendos pues la reverberación quema mis lentes,
que son muy sensibles. Para resumir: el coco es tan estúpido como el dodo, animalete
que por suerte ya desapareció a fin de abrir paso a vertebrados superiores.
Es cosa obvia y por todos sabida que no pueden compararse a nosotras, las máquinas,
que somos hermosísimas. Alguna vez te convencerás de que la química
del silicio es superior a la química del carbono, en la cual ustedes están basados.”
–Heil silicato doble de cal y magnesio –dije burlón.
Decidió no darse por enterada:
“También se llama coco a un gusanito de muy corta vida que se come
cuanta fruta encuentra”.
–Ave carbonato cálcico rómbico imperator, morituri te salutant.
“Y así tenemos innúmeros vocablos derivados de coco, que significan
persona altanera, descarada...”
–¿Terminaste?
“No. Molesta, que se encoleriza con facilidad, etcétera.”
–Bueno. Acompáñame afuera que tengo que hacer los pájaros.
“¿Cómo? ¿Además de máquinas fabricás pájaros?”, dijo ella con risa
muy chocante.
–Con el vocablo “hacer” quiero significar que todas las mañanas saco a
mis pájaros a tomar sol, les cambio el agua, la comida, etcétera.
“Ah, entonces yo entendí mal. Supuse que los tenías desarmados durante
la noche y al llegar el día les pegabas la cola, les atornillabas los ojitos, cosías
la piel...”
–Basta.
“Decíame yo para mis adentros: éste sí que es un iniciado. Yo estuve a las
órdenes de los Maestros más grandes del mundo, pero ninguno podía hacer cosas
como ésta. No todos los días, por lo menos. Confieso que estoy desilusionada.”
–Terminá de joder, máquina de mierda, o te meto un catalizador para
que vueles a la mismísima.
Pero era inútil simular enojo, pues ella sabía de sobra cuándo estaba furioso
en serio. <
El jardín de las máquinas parlantes. Planeta, Buenos Aires, 1993.
331
Beber en rojo
(fragmento)
¿Qué sería de los artistas sin los monstruos? Esos bichitos malvados son
las niñas de sus ojos. Cómo será que hasta se aceptan bestias “buenas”, con tal
de que sean espeluznantes, horribles y hermosas a la vez.
El monstruo, en el arte, es una pieza fantástica que, en general, se usa
como excusa para saltar a la alegoría. De aquí la relación de estos centros gravitatorios
de lo inverosímil con la metafísica, la parábola social e incluso la teológica.
Cada ser-monstruo contiene moralejas potenciales e innúmeras ideas
vivificantes. Son como máquinas de funcionamiento imaginativo continuo, que
siguen brindando trabajo y energía en el mundo del arte y del pensamiento,
aún siglos después de muerto su autor. La futura quimera toma forma robando
materiales al espejismo; trasgos y endriagos se unen en la sombra creadora,
bajo la dirección despótica de vestiglos y fantasmas. La Reina de Corazones
concibe a un nuevo Barón Frankenstein o a otro Conde Drácula, y lo nebuloso
adquiere la realidad del concepto.
Cada una de las artes ha sido generadora de monstruos; ello no les impidió,
a estos pícaros, saltar de un reino a otro para potenciar las diversas dimensiones
de lo horrible pero hermoso, captadas por los sentidos. Pintura, música, literatura;
color, sonido, palabra e imagen poética, abarcando todo el espectro de lo sensible,
hasta llegar al cine, que es para mí la más elevada expresión de lo fantástico. Digo
esto último pues el Bosco, Brueghel, Goya, Modesto Mussorgsky, Poe, son (repito:
es una opinión personal que, sospecho, comparte mi Maestro) una vieja propuesta
estética destinada a encontrar su total expresión en el séptimo arte.
Los artistas poseen su propio Museo de Horrores, aun más completo que el
de figuras de cera de madame Tussaud. Las piezas más importantes que pueblan
332
© Gabriel Valansi
criptas góticas y húmedas mazmorras son, en primer lugar: el gólem, la momia,
el vampiro y el robot. Tal la tetrarquía que gobierna con mano dura a nuestro
Bizancio imaginario. Hay conjuras y golpes palaciegos, claro está, de modo que
no nos extrañamos demasiado cuando un día vemos que están todos presos, reemplazados
por el siniestro Consejo de los Diez de Venecia: el Fantasma de la
Ópera, la mosca de Cabeza Blanca, el hombre lobo, el zombi, Terminator, Predador,
la cabeza parlante, la estatua que camina, el esqueleto del capuchino y el
monstruo de la Laguna Negra.
Más allá de la barbacana y del profundo foso, arriba de las troneras y rampas
almenadas, atrincherados en la Torre del Homenaje, están los muertos movidos
mediante aparatos, los vivientes transformados, magos, brujos y hechiceros cafres,
muñecos que te asesinan con voz de nene, el cyborg, el androide (relacionado con
la criatura de Frankenstein), etcétera. No falta el Monje Loco en la capilla ardiente
ni la hermosa Hiya (creación de Rider Haggard) en la Torre Flanqueante. En esta
última monta guardia su ejército de esqueletos, que se iluminan durante las noches
mediante momias, altamente combustibles, transformadas en antorchas. La bellísima
y cruel Hiya, de dos mil cuatrocientos años de antigüedad, cuyos dos milenios
y medio le cayeron encima de golpe en el lapso de dos minutos. “Demasiado
tiempo —diría el Maestro, apiadado—; para muertes rápidas no hay como las estacas
bien afiladas que le atraviesen a uno el corazón”.
Pero veo que la Constantinopla de óleo, cartón piedra, celuloide y telones
está toda ocupada, de modo que no queda otro remedio que apretujar a gnomos,
silfos, ondinas y salamandras en el cubículo que forma la saetera, aunque chillen
y protesten.
333
Gigantes y cabezudos sabios locos
Con intención dejé para el final a otra clase de monstruos, que podríamos
llamar “sistemáticos”. Víctor Frankenstein es el “sabio loco” por excelencia. Le
sigue de cerca el esquizofrénico dueto Jekill-Hyde. La Segunda Guerra Mundial
y la posguerra popularizaron, en particular, a la variante del sabio nazi loco,
empeñado en resucitar a Goering, Goebbels, Himmler; en fin: a todo el panteón.
Profesores racistas chiflados, cada uno con su Hitler de bolsillo.
Galería propia forman los animales gigantescos. Rodán (especie de pterodáctilo
enorme, versión de los cincuenta del Ave Rock) es la típica bestia imaginaria.
En el otro extremo, las “realistas” del Jurásico y del Cretáceo:
estiracosaurio, tiranosaurio y otros “dinos” más o menos tiranos y fuertes; la
inefable serie de los monstruos despertados por las bombas atómicas. Los japoneses,
en este sentido, capitalizaron su tragedia colocándose a medio camino
entre la ingenuidad y la expectativa económica.
También tenemos el rico universo de Poe. No obstante, a veces, quien
cayó de cabeza en la fosa y el péndulo fue el propio autor norteamericano, a
causa de algunas malas adaptaciones y pese a los esfuerzos de Vincent Price.
El mundo de Swift: gigantes, enanos, caballos que hablan; pero de todas sus
criaturas, las más monstruosas me parecen los matemáticos de la rueda voladora,
quienes vivían en perpetua abstracción, a punto tal que sus sirvientes debían
arrancarlos de sus ensueños agitando cerca de sus oídos unos sonajeros
hechos con vejigas infladas y llenas de piedritas.
Recordemos también a los dragones, a las entelequias que avanzan desde
los espejos (como ficciones impresas en un Gutenberg astral), al can Cerbero,
el Basilisco (nacido de la sangre de Medusa), al grifo, etcétera.
Los monstruos nuevos no son tan nuevos
Hay pocos seres fantásticos realmente originales, de pies a cabeza. En
general se trata de yuxtaposiciones de otras “bestias”, donde se intercambian
piezas como en un juego de trebejos metálicos para armar.
Así, tenemos que la disímil mezcla de partes de león, caballo, pez, serpiente
y hasta hormiga nos da distintos seres fabulosos. Si suprimiésemos todas
las criaturas provenientes de combinaciones hombre-animal, nuestro zoológico
de ficción se vería despoblado; desaparecerían arpías, faunos, sirenas, la Medusa,
el Minotauro y ni siquiera podría salvarse la esfinge de Tebas.
A medida que nos internamos en el pasado, los “yacimientos arqueológicos”
de monstruos, alegorías, etcétera, se van haciendo más ricos. Siguiendo
el camino inverso al futuro (con la máquina del tiempo de Wells),
tal vez encontraríamos que los engendros de pesadilla son como los números
primos: a medida que se avanza en la serie de los valores numéricos, aquellos
son cada vez más escasos, pero siempre aparece uno nuevo. Un matemático
habilidoso, que hallase el límite de la asíntota, quizás nos diría: “Llegados
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que sean los días del hombre a tal siglo de tal milenio, la aparición de monstruos
tenderá a cero”.
Ahora bien, creo yo que este hipotético momento coincidirá con el fin
del hombre sobre el planeta. Mientras viva, la criatura humana seguirá fabricando
entes de ficción.
El Don Juan más feo del mundo (El fantasma de la Ópera)
¿Habrá leído alguien El fantasma de la Ópera? Los que la adaptaron para
cine seguro que no. ¡Qué desperdicio! Habría que meter en el “cuarto de los suplicios”
a los adaptadores de Leroux y Poe.
Es para mí un verdadero misterio la razón por la cual, a ciertas obras, pese
a su fama y popularidad, se les niega maestría. Un primer análisis podría llevarnos
a pensar que, precisamente, el ser populares atente contra el respeto que se les
debe dispensar. Sin embargo no es así. Rey Lear o Hamlet son conocidas por
todos —hasta por los que no las leyeron— y a nadie, salvo a Tolstoi, se le ocurrió
negar el genio a Shakespeare. Alguien supondrá que el talento de este artista es
tan vasto y completo que por fuerza, ante él, cuatro siglos doblan la rodilla. Pero
tampoco es del todo así. La popularidad es un misterio, y proviene no tanto del
genio creador como de la “estrella” del hombre creador. Así, por ejemplo, decía
Wilde que Browning “es el ser más shakespereano desde Shakespeare” y que si
éste “era capaz de cantar con una miríada de labios”, aquél, por lo menos, fue
capaz de “balbucear con mil bocas”. Ya es bastante. Sin embargo, Robert Browning
es casi desconocido fuera del entorno anglosajón.
Hay en el mundo una gran cantidad de obras maestras condenadas a
la popularidad, sin el reconocimiento simultáneo de la maestría que poseen.
Dentro de tan curiosa e infortunada situación se encuentra El fantasma de la
Ópera, de Gastón Leroux. Este autor supo, como pocos, plasmar “la realidad
de un misterio”, y explotó hasta su máxima posibilidad la fascinación de lo
horrible. Erik, el Fantasma, es un hombre límite: un genio que, enloquecido
por su fealdad física, sólo vive en el contorno de la vida. Su imposibilidad de
acceder a ésta como un hombre normal lo precipita a la complacencia fúnebre
y morbosa: un rojo sueño de ira y desesperación. La naturaleza, para su desgracia,
lo dotó de sensibilidad exquisita; esto es: de la capacidad de gozar
con refinamiento, dar y recibir alegría. Ahora bien, justamente todo ello le
está negado, como por una suerte de decreto-ley teológico. El mundo parece
decirle: todos, hasta los más mediocres, tienen asignada en la vida una porción
aceptable de disfrute. Todos menos tú, por alguna ignorada razón, invisible,
kafkiana. Así, pues, su aislamiento único, aterrador, lo impulsa a
refugiarse en los sótanos de la Ópera de París donde organiza el sombrío imperio
de un solo hombre. <
Beber en rojo. Muerde Muertos, Buenos Aires, 2012.
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Revista de literatura argentina
Numero 1, octubre 2013
ISSN 2346-9315
Director
José María Brindisi
Editores
Lucas Adur / Federico Goldchluk / Guido Herzovich
Mariana Lerner / Edgardo Scott / Lara Segade
Secretario de redacción
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Producción editorial
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Corrección
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Colaboran en este número
Selva Almada / Matías Capelli / Carolina Castagnola
Jorge Consiglio / Felipe Contino / Ariel Dilon
Delfina Estrada / Madre Tierra Evans Kurchan
Franco Fasoli / Dante Fisi / Juan Guinot / Luciano
Guiñazú / Alejandro Guyot / Ana Hickethier / Sylvia
Iparraguirre / Jerónimo Ledesma / Alejandra López
Marcos López / Carlos Masoch / Gustavo Nielsen
Sebastián Pandolfelli / Miguel Ronsino / Sylvia Saítta
Ignacio Santa María / Luis Sens / Gustavo Torchio
Gabriel Valansi / Miguel Vitagliano / Oscar Zárate
Foto de tapa
Gustavo Torchio
Fotocromía e impresión
Al Sur Producciones Gráficas S.R.L.
Agradecimientos
Claudio Golonbek / Mariano Valerio / Lucila Yankelevich
/ Mauricio Herzovich / Gastón Duprat y Mariano
Cohn / Julia Hacker / Carlos Marcos (y
editorial Muerde Muertos) /
Un agradecimiento muy especial para la familia Ronsino,
por la hospitalidad y todo lo demás. También
para Marta Menéndez, socia en el entusiasmo. Y para
Alejandro Guyot, cuya desinteresada colaboración
excede ampliamente el espacio de los créditos.
El reconocimiento, además, para todos los colaboradores,
y para aquellos que nos cedieron textos o
imágenes, así como para cada uno de los que pusieron
el hombro y se contagiaron con la intuición
de que este experimento podía tener sentido.
Por último, pero no menos importante, el agradecimiento
para nuestros autores, que nos dejaron romper
la cáscara, y cuando no lo hicieron presentaron
una batalla digna, a la altura de las expectativas.
Los siguientes textos, fragmentos o pasajes se
publican con la debida autorización de:
La ocupación de los suelos, de Jean Echenoz –
Les Éditions de Minuit (París, Francia).
Maizal del gregoriano, de Arnaldo Calveyra –
Adriana Hidalgo editora (Buenos Aires).
El paseo, La carta e Historia, de Lydia Davis –
Dennis Shannon Literary Agency y Grupo Planeta
(Barcelona, España), por la traducción.
Pánico al amanecer, de Kenneth Cook – The Text
Publishing Company (Australia), y Grupo Planeta
(España), por la traducción.
La sed, de Hernán Arias – Editorial Entropía
(Buenos Aires).
Verano, de J. M. Coetzee – Random House
Mondadori (Buenos Aires).
Lumbre, de Hernán Ronsino – Eterna Cadencia
editora (Buenos Aires).
IluSORIAS – Editorial Muerde Muertos (Buenos
Aires).
El fantasma de la Ópera – Gárgola ediciones
(Buenos Aires). También por la traducción y el
prólogo de Alberto Laiseca.
Choripán social, de Sebastián Pandolfelli –
Editorial Wu Wei (Buenos Aires).
Revista El Ansia es una publicación
de EL ANSIA EDITORIAL
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Beláustegui 2930, (1416) Ciudad de Buenos Aires,
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