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El Ansia 1 :: Marcelo Cohen - Hernán Ronsino - Alberto Laiseca | 2013

El Ansia es una revista dedicada a la literatura argentina. Elegimos a tres autores y tenemos varios encuentros a lo largo de un año. La idea es retratarlos desde diferentes perspectivas: escribimos una crónica de los encuentros y un ensayo sobre sus obras, les solicitamos textos a colaboradores, les pedimos a nuestros autores que nos recomienden obras ajenas y, finalmente, escogemos textos diversos escritos por ellos.

El Ansia es una revista dedicada a la literatura argentina. Elegimos a tres autores y tenemos varios encuentros a lo largo de un año. La idea es retratarlos desde diferentes perspectivas: escribimos una crónica de los encuentros y un ensayo sobre sus obras, les solicitamos textos a colaboradores, les pedimos a nuestros autores que nos recomienden obras ajenas y, finalmente, escogemos textos diversos escritos por ellos.

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Revista de literatura argentina. Nº1. Octubre de 2013. ISSN 2346-9315.


2


Sumario

4 Vivir con fantasmas, por José María Brindisi.

Marcelo Cohen

VERSIONES DE COHEN. 16 El conjunto vivo y otras formas de lo que no se termina: dos

conversaciones con Marcelo Cohen, por Lara Segade. 28 Un escritor que recuerda el futuro,

por Federico Goldchluk. 36 El De Lellis: una recapitulación, por Matías Capelli. 44 El mundo

es las historias que hacemos, por Ariel Dilon.

COHENIANOS. 58 La ocupación de los suelos, de Jean Echenoz. 64 Maizal del gregoriano,

de Arnaldo Calveyra. 72 El paseo, de Lydia Davis. 82 Historia, de LD. 84 La carta, de LD.

PRIMERA PERSONA. 93 Victorilo. 100 Extravío. 110 Postales jazzeras.

Hernán Ronsino

VERSIONES DE RONSINO. 120 Un secreto persistente, por Mariana Lerner. 130 Arqueología

del chisme, por Lucas Adur. 144 Sobre La descomposición, por Jorge Consiglio. 150 Glaxo,

entre Saer y Walsh, por Sylvia Saítta. 158 Una nube de polvo, por Luciano Guiñazú. 166 Zona

traicionera: enunciación, pasado y territorio en los textos de Hernán Ronsino, por Edgardo

Scott. 172 Miguel Ronsino.

RONSINIANOS. 178 Pánico al amanecer, de Kenneth Cook. 184 La sed, de Hernán Arias.

188 Verano, de J. M. Coetzee.

PRIMERA PERSONA. 196 La curva. 198 Lumbre. 206 Un mundo que se quema.

Alberto Laiseca

VERSIONES DE LAISECA. 218 Abecedario Laiseca, por Guido Herzovich. 232 Pequeña

biografía amorosa, por Fernando Espinosa. 246 A Camilo Aldao con Laiseca y Leo, por Juan

Guinot. 254 Un obrero de las pirámides, por Edgardo Scott. 260 La mesa vaticana, por Selva

Almada. 264 Un Big Bang llamado Laiseca, por Miguel Vitagliano. 270 La operación Laiseca,

por Guido Herzovich. 280 El gótico según Laiseca: Beber en rojo (Drácula), por Jerónimo

Ledesma. 288 iluSORIAS.

LAISEQUIANOS. 294 Choripán social, de Sebastián Pandolfelli. 300 El fantasma de la Ópera,

de Gastón Leroux.

PRIMERA PERSONA. 318 El fantasma de la Ópera (prólogo). 322 La usina parlante. 332

Beber en rojo.

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4

Vivir con fantasmas

POR JOSÉ MARÍA BRINDISI


Hace algunos años estábamos con Silvia, mi mujer,

en la playa, tirados boca arriba, todavía sin la

necesidad de estar prestándole cuidado a la niña

que más tarde revolotearía maravillosamente a nuestro

alrededor, y en una de esas irrupciones pueriles de lo

utópico ella dijo: si yo tuviese un poco más de plata, lo

que me gustaría es sacar un sello, una pequeña editorial.

Aunque ya la conocía muy bien, y por lo tanto sabía que

era una excelente lectora y de hecho había trabajado bastante

en el rubro, no sé por qué motivo esa afirmación,

en cierta medida, me tomó por sorpresa. Tal vez lo que

me sorprendió, pienso ahora, fue lo sencillo del enunciado,

la convicción; yo, que siempre me había jactado de

saber lo que quería, no hubiese podido responderlo tan

directamente, más allá de los obvios deseos de viajar más

y ese tipo de generalidades con las que casi cualquiera

podría identificarse. No hubiese podido responderlo hasta

que la escuché a ella, y pensé, o dije: sí, yo también.

Tiempo después, Silvia le comentó ese deseo a un

amigo, y ese amigo le dijo, con un grado de convicción

todavía más apabullante, que en realidad no se necesitaba

plata y que podíamos hacerlo, juntos, ya mismo.

Uno se deja contagiar con facilidad, en particular cuando

el delirio de los otros coincide mágicamente con el nuestro,

así que de pronto nos habíamos subido a ese barco

y teníamos la sensación de que para salir al mar ni

siquiera hacía falta mantenerse a flote. La realidad nos

demostró que nuestros cálculos estaban algo errados,

pero sobre todo esa sociedad espontánea no terminó de

funcionar y nos pareció que cuando algo nacía torcido,

desangelado, tal vez conviniera retirarse a tiempo.

Pero nos quedaron las ganas de hacer algo juntos,

y entonces yo empecé a estar más permeable a ciertos

pensamientos que se me cruzaban, ciertos modos de relacionarme

con la literatura, y en esencia traté de darle

cauce a una pregunta fundamental, un tipo de pregunta

que con frecuencia solemos relegar porque sus consecuencias

nos arrastran a lugares incómodos: ¿qué tenía ganas

de hacer? La respuesta que yo mismo encontré, en efecto,

fue de lo más perturbadora: demasiadas cosas. En el

camino aparecieron proyectos que se pinchaban antes de

que me los hubiese formulado en voz alta, y entonces

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aprendí -una vez más, porque hay cosas que se reaprenden

constantemente- que siempre es necesario que los entusiasmos

decanten, porque al principio todas las ideas

son geniales pero, luego de un día, la mayoría de ellas ya

no sobrevive ni ante nosotros mismos.

En algún momento, así, surgió un tema, o una

perspectiva. Años atrás, un alumno con el que trabajamos

durante bastante tiempo me había dicho, casi

como una despedida: una de las

cosas más importantes que me

enseñaste fue cómo era que vivía

un escritor. En qué piensa, quiso

decir, qué riesgos corre, cómo se

levanta los lunes por la mañana,

cómo la escritura y la vida se pelean

y se abrazan. Yo se lo

agradecí, aunque en el fondo lo

único que había hecho era ser

observado por él, y si de allí

había sacado algo era todo

mérito suyo. Pero ahora volvía a mí ese diálogo, y lo

relacionaba con eso que bien temprano me habían enseñado

-y que yo mismo había tratado de transmitir- y

que era la necesidad de no hacer una lectura biograficista

de los textos. Es decir: mantenerse apartado de la vida

de los autores, no dejar que lo biográfico contamine

nuestra lectura -a la manera de lo que proponía Proust

con aquello de desembarazarse de toda referencia-, o en

todo caso, y la diferencia es sustancial, establecer esa

relación con ellos en otro terreno, aunque ambos termi-

Pensé: ¿para qué

tantas ansias? ¿Para

qué los secretos

crapulosos y alelantes?

Los reportajes de Felix

Chaneton, Carlos Correas

Las tres enfermedades de la literatura moderna

—dije yo—. D. H. Lawrence esa cosa del pene, el

latah es James Joyce, el amok ese joven

personaje de Hemingway. Bang bang, paf paf,

pero en realidad es el ansia de muerte.

Poderes terrenales, Anthony Burgess

6


nen por confluir en algún punto, o en un tercer e inasible

ángulo de ese recorrido.

Esa otra dimensión, que excede los textos y que

luego permite reformularlos, abre un espacio que siempre

me ha interesado de manera no totalmente autónoma,

claro, porque tal vez eso resulte imposible, pero al menos

como una suerte de dimensión paralela, que empieza

Pues no me voy a ir contigo como convenimos,

Maurice querido. Te quiero, pero no podré

verte de nuevo. No sé cómo voy a vivir

con este sufrimiento y esta ansia, y me paso el

tiempo rogando a Dios que no sea duro

conmigo y no me mantenga en este mundo.

El fin de la aventura, Graham Greene

mucho antes de la obra y termina mucho después. Una

dimensión que es la puerta de entrada a la ingeniería, al

universo real y virtual de cada autor, a su inserción compleja

y siempre distinta en un medio en el que todos convivimos

pero, salvo por las camarillas y las asociaciones

lícitas que hoy son tan preciadas, en silencio. Es eso: la

obra de los escritores habla. Pero yo ahora quería recostarme

en los silencios, o en los intersticios de esa obra

con la que voy a seguir entreverándome en otro campo,

otras circunstancias, y con otras reglas.

Seguirlos, pensé, rodearlos, meternos en sus vidas

no para revelar sus enigmas sino para ser partícipes de su

silencio. Hacerlos hablar para que nunca den en el clavo,

chocarnos con esa imposibilidad. Hay un núcleo, pensé,

un núcleo al que nunca vamos a acceder, y que tal vez

ellos mismos, los escritores, desconozcan, o les esté vedado

traducir en palabras.

Entonces la idea era retratarlos; descubrir qué hay

de ellos en nosotros, reconocernos en sus gestos, en sus

pasiones, en sus rituales, en sus renuncias, en lo que esconden.

Para que ese retrato tomara cuerpo, debían ser

7


unos pocos autores por número, y tres nos parecieron suficientes.

Tres autores por año, tres escritores con los que

pudiésemos juntarnos a conversar, comer, beber, y a partir

de allí, de escucharlos, ver cómo se iba tramando una red

que debía situarlos en el centro.

La primera elección, para este número inaugural,

recayó en Marcelo Cohen. No hizo falta que lo fogoneara:

sobraban cohenianos en el grupo de editores,

aunque en algunos casos haya sido yo mismo –mi fanatismo

sin remedio, sin necesidad de ser remediadoquien

les contagiara la enfermedad o, al menos, inoculara

en ellos la primera dosis de lo que pronto tendría la

fuerza de una iluminación.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir

esa comezón en el estómago que le llegaba

de pronto siempre que veía de cerca la muerte

y que le sacaba el ansia por los ojos.

¡Diles que no me maten!, Juan Rulfo

De todos modos fue una elección lógica, la de

Cohen: no hay duda de que la suya es una de las obras

más contundentes, sólidas y ambiciosas de estas últimas

décadas. Una escritura contagiosa, viral, en este sentido

de riesgo para cualquiera que intente construir una voz

propia porque se trata de una música que no nos abandona

con facilidad. Mejor dicho: la búsqueda de una musicalidad,

el acento puesto en la cadencia, en el despliegue

rítmico de las frases y en sus interminables capas de sentido,

en el modo en que cuentan la historia a partir de su

propia armonía formal. Una escritura que deviene del jazz,

sin duda: el modo en que las frases cohenianas se desprenden

unas de otras, a partir de un primer motivo que

les da fundamento y al que vuelven, de vez en cuando,

como buscando su razón de ser. Que Cohen estuviese en

la base de nuestra pirámide era para mí todo un símbolo,

porque se trataba de un escritor que me había cambiado

la vida, como nos la cambian durante un tiempito todos

8


aquellos que parecen islas y

que derriban nuestras pocas

certezas; como me la habían

cambiado, para restringirnos a

lo nuestro, Saer, Borges, Walsh.

Como con tantas otras

cosas, la primera vez que supe

de un tal Laiseca fue gracias a

Miguel Vitagliano. Cruzarse con

uno de sus textos, en la adolescencia,

sobre todo si uno está

pensando en escribir o empieza

a hacerlo más o menos en serio

es una de las cosas más enfervorizantes que pueda haber.

¿De dónde sacaba todas esas ideas, toda esa lógica mordaz,

todas esas palabras? ¿De dónde sacaba esa voluntad

enorme para labrarse a sí mismo a la sombra de la literatura

respetable, a contrapelo de cualquier moral que no fuese la

de su pluma? Alberto Laiseca es, también en este sentido,

un monstruo: una criatura solitaria, porque la clave de su

literatura está en la antítesis, en la reacción, en la soledad

sólo aparente de su delirio realista.

El caso de Hernán Ronsino fue diferente: para mí

era una incógnita. Dos o tres de los editores de la revista

ya lo habían leído y hablaban maravillas de su última

novela hasta entonces, Glaxo, que yo tenía pendiente.

Habíamos decidido no transitar necesariamente los nom-

El ansia de matar sigue

envenenándome.

Es comparable con los

delirios de amor

que nos torturan

a los veinte años.

El loco, Guy de Maupassant

Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base

del cráneo, sostenido como en un pretil

en una rugosidad del occipital, está acurrucado

un hombrecillo tiritante, amarillo,

el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca

amoratada, los ojos profundamente hundidos,

y la mirada enloquecida de ansia.

El infierno artificial, Horacio Quiroga

9


bres obvios; si estos llegaban a imponerse, que no fuera

por ninguna imaginaria rendición de cuentas con quien

fuera sino por convicción, porque teníamos ganas de

vérnoslas con ellos. Pero la premisa mínima era que se

tratara de escritores con una obra, ya, personal, de cierto

peso, una obra que ya empezara a discutir en sus propios

términos. ¿Estaba Ronsino a la altura? Decidí confiar en

quienes lo habían propuesto –y lo habían hecho con énfasis-,

entre otras cosas porque desde el principio me

había impuesto compartir el proyecto, y no sólo el trabajo;

hasta donde fuese posible, ellos debían tomar también

sus decisiones, o como mínimo obligarme a que las

tomáramos juntos. Entonces abrí La descomposición, leí

un par de páginas y supe que, tal como más tarde descubriría

que a él le gustaba señalar en otros, ahí había

un mundo. Un mundo entero. La posterior lectura de

Glaxo no hizo más que potenciar un simulacro: confirmar,

en mí, lo que de ningún modo necesitaba ya ser corroborado.

Ronsino era, por escándalo, un tipo que

merecía ser considerado en serio.

Durante todos estos meses, la revista tomó un impulso

impensado, en particular por el eco que recibía de

cada uno de aquellos a quienes

les contábamos la idea. Por lo

general, lo que la gente nos decía

En las horas

de oficina el escritor

era nuevamente presa

del ansia; estaba

en su entrepiso

—pensaba— como

un alma errante

en las orillas

del Aqueronte.

Los escritores inútiles,

Ermanno Cavazzoni

era que se trataba de algo que, al

menos con estas características,

no se había hecho. Yo no estaba

ni estoy tan seguro de eso,

porque en definitiva nadie termina

de inventar nada, y en el

fondo me sentía un estafador por

hablar tanto de algo que todavía

no era, algo que rigurosamente

no existía. Pero de lo que sí estaba

seguro es que las obsesiones

y los arrebatos no necesitan ser

justificados. A propósito de eso,

hace un par de años un amigo me

preguntó, cuando aún estábamos

tras el proyecto del sello, para

10


En cuanto a la ópera, yo la juzgo una diversión

de burgueses ascendentes que encuentran

refinada esa mezcla primaria de drama

y canto que, en realidad,

aun en el pasado reciente, satisfacía apenas

las ansias culturales de la ralea.

Llamaradas en la oscuridad, Rubem Fonseca

qué, cuál era la necesidad de que hubiera otra editorial

más dando vueltas. Me pareció una pregunta absurda:

¿por qué debería tener sentido para los demás lo que sólo

necesitamos justificar ante nosotros mismos? ¿Alcanza

con decir que así nos gusta vivir, que es una buena manera

de gastar nuestro tiempo?

Y ya que menciono –por última vez- aquel otro

proyecto, hay que decir que el nombre de la revista también

le pertenece. No había un modo, a mi entender, más

categórico de definir lo que despierta en algunos de

nosotros la literatura, y muy en especial –o con mayor

intensidad aún- la escritura. Algunos confunden el ansia

con la ansiedad, que es apenas una reverberancia demasiado

tímida de aquella, un camino previsible y tranquilizador.

La ansiedad, a lo sumo, es capaz de perturbarnos

el sueño. El ansia no nos deja dormir, y si lo hace nos

acostumbra a vivir –y dormir- con fantasmas. El ansia es

una búsqueda extraviada, una pulsión subterránea, oscura

y luminosa al mismo tiempo, ni más ni menos que

un diálogo con ese destino que hemos imaginado para

nosotros, esa cueva en la que una parte de nosotros decidió

encerrarnos.

El escritor es presa del ansia, y el ansia es su modo

de vivir y morir en la literatura.

No es la necesidad o el placer de alimentarse de los

libros. No es eso. Es algo que no tiene cura, algo que no

puede ser saciado.

Es el hambre. <

11


MARCELO

COHEN

Un misterio hecho de naufragios

“Escucho una música y no la

puedo tocar”, decía Coleman

Hawkins, el extraordinario

saxofonista, al borde de la

desesperación. Pocas veces, como

sucede en el caso de Marcelo

Cohen, la obra de un escritor deja

entrever con semejante intensidad

ese tipo de angustia: la sensación

de una búsqueda constante,

incansable, abismal. Una

búsqueda que se define en el

plano de lo poético, en lo

estructural y lo formal, pero que

también resuena en el campo de la

filosofía, la ciencia y la política. La

de Cohen es una escritura total,

que está siempre redefiniéndose a

sí misma, encontrando su espacio,

negando sus propias leyes. Ese

movimiento es un misterio

irresoluble: está hecho

de remanentes, de impurezas,de

ausencias, de fantasmas, de todo

lo que se pierde o transforma.

A continuación, una aproximación

posible al misterio coheniano: sus

intereses, sus preocupaciones,

sus orígenes, su imaginario, sus

disidencias. Vida y obra dándose

la mano para terminar, siempre,

dándose la espalda.

12


13

©Alejandra López


14


Primero dos miradas: la de la experiencia o la crónica,

es decir los ecos de una voz reverberando en otra;

y la del lector, rastreando las claves de un universo

amorfo y envenenado de sentido. Luego dos

conversaciones: una de ficción, que es en verdad

un diálogo interior, un diálogo con el pasado; otra que

tal vez sea, entre otras cosas, un diálogo con el futuro.

VERSIONES

DE COHEN

15


El conjunto vivo y otras formas

de lo que no se termina:

dos conversaciones con

Marcelo Cohen

Películas del Delta Panorámico. La ilusión del fin. Amistades

literarias y musicales: lo que dejan los amigos. Casualidades.

Lo que no se quiere. Lo que sí. Y el Yo que desaparece.

POR LARA SEGADE

FOTOS CAROLINA CASTAGNOLA

A Ciro, que nació uno de esos días.

N

os encontramos con Marcelo

Cohen dos veces, las dos en el

mismo bar, sobre la avenida

Cabildo. El que por fuera reproduce

un edificio de Nueva York. Es feo,

me dijo por teléfono, pero el piso de

arriba es tranquilo: era cierto. Tiene

una luz fuerte, blanca, como de

invernadero. Marcelo va seguido, lo

conocen. Nos presenta al mozo, Luis

Alberto, que es fanático de Spinetta

y siempre le guarda los libros que él

indefectiblemente se olvida. La

primera vez fue un viernes de

agosto de 2012.

Marcelo cuenta que está trabajando

en un libro de películas sobre el

Delta Panorámico, ese espacio en el

que transcurren todas sus historias a

partir de Los acuáticos –y las

anteriores, tal vez, también, aunque

todavía esa zona no tuviera nombre.

“Es un sujeto que es Marcelo Cohen

del Delta Panorámico, al que le gusta

contar películas que le han

interesado por alguna razón y las

cuenta de distintas maneras. Hay de

todos los géneros, de espionaje,

comedias, traspiés de la vida, y

muchas que no son de ningún

género, no se sabe qué son”. Como El

beso de la mujer araña, le digo. Más

o menos: Marcelo Cohen no las

interpreta. No hay introspección

tampoco, “toda la psicología es lo

que él cuenta de las acciones”.

Una de esas historias dio origen a

Como fuimos, una confluencia de

monomedios (que no es lo mismo,

según dice en la página del evento,

que una obra multimedia) que se

presentó en junio en la Alianza

Francesa. Algo así como un “cine

desarmado”: entrecruzamientos

calculados y encuentros fortuitos de

la proyección de una película,

16



música en vivo, lectura del texto –la

voz de Cohen suena en lo oscuro

como un arrullo en una casa sin

niños: la historia transcurre en la

inminencia del fin del mundo. Tres

amigos, Gonando, Drea y Bosco

están ahí, mitad esperando, mitad

viviendo. La escena final es muy

muchísimo frío. Será el estado en

que queda lo que no se termina: el

miedo reacomodándose en las

estructuras ordinarias del mundo.

En una de las ediciones del

programa “El fantasma”, conducido

por Silvia Hopenhayn, en el que un

escritor se encuentra con un lector,

“El apocalipsis es la última ilusión de la mente

burguesa mundial; esa morbidez que lleva a

pretender que todo se venga abajo.”

parecida a la de la película

Melancholia, de Lars von Trier, que

vi de casualidad unas semanas

después: solo que ahí se produce el

impacto del planeta Melancholia

con la Tierra. Todo se termina en

una luz blanca que inunda la

pantalla. En Como fuimos no pasa

nada: los tres amigos quedan

agarrados de las manos.

Después, Marcelo se acerca a

preguntarnos qué nos pareció. Nos

dice: “Chicos, no se vayan a creer

que se termina todo”. Más adelante,

completará: “El apocalipsis es la

última ilusión de la mente burguesa

mundial; esa morbidez que lleva a

pretender que todo se venga abajo.

Pero si es por ellos, puede empeorar

eternamente”. Es 2012. Cuando salgo,

me parece que el centro, un viernes a

la noche, en invierno, tiene algo de

eso que viene después de un falso

final, como si una voz todavía

hablara en lo oscuro. Hace

se juntaron Marcelo Cohen y Adrián

Dárgelos. La relación tiene una larga

historia, de ahí salió, entre otras

cosas, la canción “Falsario”, de

Babasónicos. En un momento,

Dárgelos habla de la entropía como

clave de lectura de El fin de lo

mismo, ese libro que valió la

indignación de Fogwill ante la

indiferencia del mundo literario:

“Pienso en una decena de narradores

nacidos después de 1950, que han

publicado recientemente. Los cruzo

en la presentación de Infierno

Albino en encuentros con la cátedra

de la Sarlo y en las borracherías

donde solemos intercambiar

figuritas literarias y tasarnos las

novias, y desde la aparición de El fin

de lo mismo –desde agosto– vengo

fallando en la intención de

comentarlo con ellos porque

ninguno se ha dado tiempo para

leerlo”. Eso decía Fogwill en 1992,

cuando salió el libro. Ahora,

18


Dárgelos habla de entropía. Y Cohen

contesta que sí, que pensó en eso,

que ha leído algunos libros de

ciencia. Dice que cuando crece el

desorden en un sistema cerrado, la

potencia del sistema decae. Los

personajes se fatigan.

Entonces: lo que no se termina se

gasta. Es una acumulación inútil la

que al final no estalla, choca ni

produce algo vivo. Marcelo se resiste

a hablar de sí mismo, le da pudor,

aburrimiento; el yo le resulta

obsceno. “Es mejor hablar de la

gente que hablar de uno”, dice. Me

acuerdo de algo que me dijo un

amigo hace unos días: lo peor de

perder a alguien es perder el testigo

de una parte de nosotros.

Habla, entonces, de algunos amigos

poetas, con los que editó, en los

inicios de los años setenta, la revista

El juguete rabioso: Jorge Aulicino,

Daniel Freidemberg, Irene Gruss. A

propósito de los desperdicios de la

acumulación y los sistemas cerrados,

pienso en la serie de poemas de Irene

Gruss sobre el asma:

La realidad es que el aire no sale

pero la impresión

es que el aire

no entra, ¿el alma,

el asma de quién?

No abras la puerta,

las ventanas, la realidad, la

enfermedad es el alma, el asma,

el aire

que no sale

(pero la impresión…) ahoga.

Marcelo habla también de sus

amigos músicos de cuando era

joven: Javier Zentner, que cantó en

Zupay y ahora es un fabuloso

director de coros, Litto Nebbia,

Miguel Cantilo: “Cantilo venía a las

reuniones de El juguete rabioso. Fui

a su casa, a Conesa, la del nombre

del disco ese, Conesa. Un tipo muy

talentoso. Cantilo era muy

independiente, una especie de

anarco-hippie, a la vez muy

porteño y muy Woodstock. En una

época se hizo sufí, creo. Ahora,

cuando lo veo ya mayor como yo,

me da un no sé qué que haya

derivado en el progresismo. Pero

entonces era un bicho particular, un

disidente, ¿no?”. Con esa palabra

Marcelo define el contorno de lo

que le importa: la disidencia.

19


Al final de nuestro segundo

encuentro en el bar, cuando ya

estábamos por despedirnos, Marcelo

nos dice que no quiere crecer, que

no hay que crecer, pero no en el

sentido de quedarse en la infancia,

no; no hay que crecer ni

económicamente ni como escritor

ni como almacén espiritual.

Federico me hará notar, tiempo

después, que Marcelo parece una

persona mucho más joven, cómo se

mueve, piensa, revuelve el café.

Marcelo no crece pero tampoco se

cierra en una conservación

entrópica y fatigosa. Marcelo

prefiere hablar de otros –o, como

Puig, con las voces de otros– y sus

palabras se hacen hilos y una red.

“Uno es lo que le dejan los amigos,

yo soy un sedimento de lo que

dejaron los amigos en mí, estoy

hecho de otras personas, no me

cabe la menor duda”.

‘porción’ cada vez más amplia del

mundo que nos rodea: el pulso de

vida contiene y sostiene la vitalidad

(a menudo sufriente) de personas y

situaciones que conocemos.

Podemos ‘amarlas’ o no, pero

calibramos el fondo denso e

inapelable de la existencia ajena,

que advertimos en cada caso ser

parte de la nuestra”.

“Todo lo más interesante de la vida

pasa de casualidad”, dice Marcelo,

que llegó al yoga por Alberto Silva.

Y nos cuenta una historia, de

cuando vivía en Barcelona. Su

departamento quedaba en un lugar

muy raro de Barcelona donde se

juntan tres niveles de calles: una

avenida que se llama República

Argentina, una calle que baja y

encuentra, a la misma altura,

edificios y un puente. Me imagino

un dibujo de Escher. El

departamento estaba a la altura del

“Uno es lo que le dejan los amigos. Yo soy un

sedimento de lo que dejaron los amigos en mí,

estoy hecho de otras personas.”

Entonces nos habla de Alberto

Silva, que entre muchas otras cosas

es un erudito y practicante

contagioso del zen. Busco, después,

y encuentro que tiene un blog. Ahí

dice: “nuestra vida afectiva energiza

drásticamente el corazón,

haciéndolo capaz de ‘contener’ una

puente, por la ventana se veían

pasar los colectivos. Ahí escribió

Insomnio, “donde el protagonista ve

un puente todo el tiempo”. Un día,

vio a un hombre enseñándole a una

nena a andar en bicicleta, en el

puente. Era Alberto, un amigo que

hacía años que no veía.

20


La segunda vez nos encontramos en

noviembre, aunque desde hacía

varios días venía haciendo un calor

de enero. La noche anterior, la red

eléctrica no había resistido y más de

la mitad de los barrios quedaron sin

luz. Los supermercados cerraron sus

puertas por miedo a los robos pero

vendían velas, bidones de agua y

cerveza por una ventanita, como de

farmacia de turno. La gente hacía

colas en la vereda, las señoras se

abanicaban. Marcelo nos contó que

el apagón lo había agarrado en el

centro, cuando trataba de sacar

entradas para un concierto de Steve

Reich, uno de sus minimalistas

favoritos. En realidad, dice, “un

compositor que tardé en entender,

pero transformó buena parte de la

música que escuchamos”. Que había

entrado al baño en el Centro

Cultural de la Cooperación

completamente a oscuras. Además

había un problema con la

recolección de basura, las bolsas de

nylon negro se acumulaban en las

esquinas, el olor era como el del

verano pero sin la mezcla con

protector solar. Todavía 2012,

todavía un poco creíamos que tal

vez se terminaba todo y tratábamos

de adivinar en cada cosa la forma

del final.

Esta vez, Marcelo habla mucho de

música, de lo que escuchó durante su

vida. No es realmente un

coleccionista, afirma. Pero escucha

de todo, en todos los formatos. Y

durante un rato largo se dedica a

21


armar para nosotros una biografía

musical. Nos cuenta cómo la vida lo

fue llevando, como el agua de un río

que al avanzar va formando algo;

cómo él, de cuerpo flaco, no ofrecía

resistencia, se dejó arrastrar: “Desde

Los Beatles y el Club del Clan, que

todo venía junto para mí, junto con

la música clásica que me inculcó mi

abuela paterna, que era europea y

entonces escuchaba música clásica”,

pasando después por “el boom del

folclore de fines de los sesenta, o

mediados de los sesenta, que empezó

siendo incluso una diversión de

niños bien. Las propagandas de Coca

Cola que eran tandas con gente de

guitarras que vos los veías que eran

tipos que tocaban folclore”. Y,

después, vino “todo el folclore de

izquierda, que además era de gran

calidad, en buena parte. El tango que

me acompañó desde la infancia, toda

la adolescencia. Y después el

hippismo y el estallido del primer

rock acá. Todo eso está en mi vida. Y

el jazz también, desde el principio.

Porque los padres de algunos

compañeros míos del colegio

escuchaban jazz. Y entonces yo iba a

la casa de un compañero y

sacábamos los discos del padre y

poníamos a Charlie Parker, no a

Erroll Garner porque ignorantemente

nos parecía mersa”.

Tiene algo especial el jazz. Hay

algo, dice, que pasa, con los últimos

discos de Stan Getz, por ejemplo,

en los que toca con el pianista

Kenny Barron, “grabados en vivo

en países escandinavos, que están

los dos súper colocados. Eso pasa a

veces con el jazz en vivo, que los

tipos se colocaron con la misma

música. Pasa con el rock en vivo

también. Es decir, entraron en

trance”. Y entonces, “no paran, de

pronto me doy cuenta que estoy

tirado y quiero estallar, hay algo

que te ocupa, te sentís ocupado.

Todo lo que te está entrando no

cabe en tu cuerpo”.

Esa forma cruel de respirar, guardar

el alma.

Entonces vuelven a aparecerse los

amigos, que “sería una falacia no

nombrar”. Ana Basualdo, por

ejemplo, que abandona los libros

cuando pierde la vehemencia con

que comenzó a escribirlos. O Carlos

Moreira, “una persona

incomparable: poeta, masajista,

pintor de paredes, lector

desmesurado, experto en

Shostakovich, y adalid de la

revolución gay. Un tipo libérrimo,

sin el menor apego a las posesiones

ni a los lugares que sin embargo

quiere tanto, y el narrador de hechos

reales y ficticios más variado y

obstinado que conozco”. En una

entrevista que leo después, que dio a

raíz de la publicación de su libro de

cuentos, El pueblo de los ratones,

Carlos Moreira habla de la Barcelona

de los años setenta, a la que llegó

exiliado, donde imagino que se

habrán conocido con Marcelo, “una

ciudad libertaria que ni Franco pudo

oscurecer. España estaba llena de

argentinos, mucha gente de la JP

que ni siquiera se había

comprometido con la lucha armada.

22


Se encuentran con un país en

ebullición donde se estaban

debatiendo otras cuestiones que ya

no tenían que ver con la toma del

poder. Se hablaba ahí de temas de

género, feminismo, privacidad,

derechos de minorías sexuales. Para

los machos argentinos

acostumbrados a los discursos del

cuanto más traiciona un destino

familiar. Yo no transgredí mucho mi

formato inicial de muy pequeño

burguesía judía porteña. No he sido

rompedor, no muy libre. Hago cosas,

soy un emprendedor forzado pero

ilusionado. Nunca logré ser un gran

aventurero, un experimentador

arriesgado. Más bien voy probando

“Nunca logré ser un gran aventurero,

un experimentador arriesgado. Más bien

voy probando con cierta prudencia modos

de dejarme atrás, de descargarme.”

Che o de Fidel, el panorama

filosófico era desolador”. Para otros,

en cambio, era tierra donde echar

raíces, para que las flores se abrieran

tanto después, inducidas por la luz

artificial de un bar de Belgrano –no

sabremos, entonces, hasta dónde se

extienden las raíces de lo que cuenta

Marcelo, ni si conviene llamar raíces

a algo tan inquieto.

“Barcelona de los 70 y los 80 me

hizo otro, y con los amigos

argentinos de ese tiempo hay una

hermandad, digamos, consustancial:

Américo Cristófalo, Andrés

Ehrenhaus, Daniel Schiavi, Nora

Catelli. Lo que siento es que esté tan

lejos Paco Porrúa, que me enseñó

demasiadas cosas, entre ellas a leer

de nuevo. Pero la transformación no

para. Lezama Lima dijo que un

hombre es tanto más interesante

con cierta prudencia modos de

dejarme atrás, de descargarme. Para

eso no conozco nada como dejarse

impregnar de las figuras que la

realidad decide que te salgan al paso.

Así que desde que volví también fui

siendo otra cosa. Soy mi mujer, soy

mi hija, es eso lo único que puede

hacerme un poco más libre; hasta

soy el alemán que venía a

arreglarnos la caldera y hace un

tiempo se murió. Es decir, intento.

Después uno se da cuenta de que el

nudo de manía es incurable”.

Carlos Moreira le presentó a Carlos

Sampayo, guionista de historietas –

creador, junto a José Muñoz, del

policial negro Alack Sinner–,

apasionado y coleccionista de jazz.

Hace unos años, nos cuenta

Marcelo, Sampayo tuvo un infarto.

Lo operaron del corazón, pero

23


entonces le agarró una infección

intrahospitalaria. Estuvo al borde

del final durante tres meses que

pasó en terapia intensiva,

muriéndose todos los días, dormido,

dopado. Cuando se despertó, estaba

como metido dentro de una historia

suya. Lo agarró del brazo a Marcelo

y le dijo, refiriéndose a su esposa:

Sampayo estructuró su hermoso

libro Memorias de un ladrón

de discos.

En El oído absoluto se dice que “si

un paranoico inventa un complot

contra él, es para darle forma a

ese mogollón de agresividad que

hay en el aire y poder moverse

“Lo que queremos es cambios en la vida,

en las formas de supervivencia, en las formas

de felicidad, de infelicidad, en la libertad.”

“A Victoria le lavaron el cerebro

ellos”. “Quiénes son ellos”, preguntó

Marcelo. “Los húngaros”. Cuando se

recuperó un poco, empezó a temer

que en el hospital le hubiesen

robado la memoria. Tal vez no a

propósito, sino por desidia, por esa

propensión natural a aumentar el

sufrimiento humano que tiene el

sistema. Entonces, para comprobar

si le habían robado o no la

memoria, Sampayo se hizo a sí

mismo un “blinfold test”, una

prueba que consiste en reconocer

sucesivos discos puestos al azar,

con los ojos vendados. Es algo muy

frecuente entre los expertos del

jazz, que luego fue extendiéndose a

otros expertos de otras músicas. Los

adivinó todos, y así se quedó

tranquilo. No le habían robado la

memoria. En parte en base a ese

“blinfold test”, años después

con coherencia”.

Pero si por un camino nos aquieta

la fatiga y por el otro nos empuja el

miedo. ¿Puede algo moverse

felizmente?

“Podemos crear espacios en donde

las cosas funcionen de acuerdo a

otras reglas que las reglas sociales,

jurídicas, económicas y mantenerlos

lo más posible. Cambiar de reglas.

Proponernos consignas parciales”. Y

entonces bajo la luz artificial nace

una flor de raíces acuáticas,

transoceánicas: “Eso ya lo decía

Foucault, un clarividente. No

debemos querer el poder. Porque no

sabemos qué hacer con el poder,

porque el poder es una mala

educación, porque no tenemos

interés, porque desde el poder no se

puede decir la verdad ni ver la

realidad ni ver todo lo que uno no

es. No nos interesa bajar nuestra

24


25


visión de mundo a toda la sociedad,

que es una de las cosas que debe

hacer el poder para mantenerse. Lo

que queremos es cambios en la vida,

en las formas de supervivencia, en

las formas de felicidad, de

infelicidad, en la libertad”.

Desesperadamente le pedimos

ejemplos. Entonces nos habla de uno

de sus proyectos más importantes, la

revista Otra parte, que dirige junto a

su mujer Graciela Speranza.

Ahí, dice, nadie tiene que quedarse.

Pero muchos se quedan. Tal vez sea

porque se manejan con reglas laxas

que sin embargo tratan de cumplir,

porque son las que mantienen el

organismo vivo. Como la literatura,

dice, donde hacen falta pequeñas

coerciones que a uno lo obliguen a

cambiar de actitud. Uno tiene que

ponerse normas. O las inventa o

toma alguna que exista y le da un

uso supuestamente equivocado;

pero no para sus propios fines. Uno

viene escribiendo, sigue escribiendo,

con su idea, se deja arrastrar. Pero,

como tiene que cumplir un

requisito, entonces modifica la

frase, y con eso modifica el rumbo

de la historia. “O a veces el

mecanismo funciona solo y uno se

tiene que entregar a eso. Entonces,

digamos, hace abandono de sí

mismo. Y algo parecido sucede en

estas formas de organización entre

muchos. Cumplís las reglas y el

acuerdo con los demás. Y lo más

interesante de eso es que, al

contrario del facebook, el yo tiene

cada vez menos importancia. No es

que desaparezca, más bien, la

prueba es la temperatura de algunas

discusiones. Pero hay que conversar

con todos, hay que mantener el

conjunto vivo, hay que mantener el

texto vivo más allá de lo que uno

cree. Y en el jazz sucede lo mismo.

La pieza tiene que salir adelante, en

un acuerdo con lo que está

26


produciendo el equipo pero sobre

todo en un abandono al mecanismo

de la misma pieza. Eso es lo que

uno oye en Coltrane. Hay

expresividad, pero llega un

momento en que él no es dueño de

su expresividad, lo que está

expresando es lo que le arranca eso

que él está tratando de hacer con lo

que la música le ordena. Si es un

gemido es un gemido, si es un salto

que también, entonces, lo es su

poder. Gongue es la historia de esa

inquietud que se cuece. Los pájaros,

por ejemplo, que pasan; un levísimo

aumento de la temperatura; las

plantas flotantes: “Islotes forman al

juntarse esos vegetales, con forma

de corazón las enormes hojas, y

entre los tallos llevan escondida la

flor blanca que se abre mostrando

más pétalos y más dentro de los

“Eso es lo que uno oye en Coltrane.

Hay expresividad, pero llega un momento

en que él no es dueño de esa expresividad.”

de undécima que suena mal lo es. Y

al mismo tiempo hay una

conciencia que está operando, al

mismo tiempo no puede dejar atrás

la sección rítmica que lo está

sosteniendo. Eso puede pasar con el

grupo entero, como en los combos

de Mingus, cuando la inventiva

furibunda de él los arrastra a todos

y Eric Dolphy se desenfrena”.

Por esos días, yo estaba leyendo

Gongue, la última novela de

Marcelo, que trata sobre una

inundación. Las cosas que quedaron

bajo el agua deben ser cuidadas;

acompañadas. Las cosas bajo el

agua también necesitan testigos.

Empieza así: “El agua está quieta.

Yo soy muy poderoso”. Pero el vigía,

Gabelio Támper, irá descubriendo

que la quietud es solo aparente y

anteriores. A veces, estropea esa

preciosura una rata que, no bien

descubierta, retrae el morro para

mostrar los dientes. Con los saltitos

del bicho náufrago la planta se

balancea. Aunque también podría

deberse el balanceo al roce de un

pescado por la parte de abajo”.

Salimos del bar, empezamos a

transpirar enseguida. El aire,

húmedo, huele a basura. Algunas

calles están cortadas a raíz de una

protesta. Marcelo se olvidaba un

libro, dice que igual no importa

porque Luis Alberto, el fanático de

Spinetta, se lo guarda. <

27


28


Un escritor que recuerda

el futuro

La obra de Cohen como un mundo amplio, fascinante e injusto.

Los huecos de la civilización y la orfebrería del lenguaje.

POR FEDERICO GOLDCHLUK

ILUSTRACIONES OSCAR ZÁRATE

M

arcelo Cohen viajó a España a

fines de 1975, semanas

después de la muerte de

Franco y tres meses antes de la

asunción de Videla en la Argentina.

Tenía veinticuatro años y militaba en

el Partido Comunista. A pesar de que

su idea era pasar un año o dos en

Europa, con más espíritu de aventura

que de huida, la situación política en

nuestro país cambió los planes. Se

quedó a vivir en Barcelona y volvió

definitivamente a Buenos Aires veinte

años más tarde.

Antes de irse a España, publicó dos

libros de cuentos: Lo que queda, en

1972, con prólogo elogioso de

Abelardo Castillo, y Los pájaros

también se comen. En este último, se

destaca “El mar dulce”, la historia de

dos adolescentes que salen a remar

por el Delta del Paraná. Uno quiere

mostrarle al otro la magnificencia del

Río de la Plata. Para eso reman,

mientras conversan sobre una chica

que les gusta y sobre los exploradores

españoles que habían confundido el

río con un mar de agua dulce. Los

amigos llegan a la desembocadura,

admiran por unos momentos la

inmensidad y dan la vuelta. En el

regreso, después de haberse diluido en

el paisaje, ya nada es tan importante

como antes.

Un puñado de elementos de este

relato se han mantenido firmes en la

literatura de Cohen: los lazos de

amistad, la vocación por explorar y

por nombrar, el espacio del Delta.

Sin embargo, la narrativa que

desarrolló en el exilio, y luego

continuó al regresar a la Argentina,

no es así de epifánica. Más bien al

contrario, se volcó por completo a

las distopías: mundos fantásticos e

indeseables, semidestruidos, oscuros,

29


pesadillas factibles.

Cohen pone en escena, con maestría,

diferentes modos del encierro. En

Insomnio, su segunda novela, todo

transcurre en Bardas de Krámer, una

ciudad patagónica imaginaria

controlada por un ejército

interamericano. Los militares, día a

día, deciden quién puede salir de allí.

Lorelei es el escenario de El oído

absoluto, distopía disfrazada de

utopía: una especie de Disneyland de

entrada libre y gratuita, donde el

autoritarismo queda oculto detrás de

una máscara de filantropía y

sanación.

El primer relato de El fin de lo

mismo, “La ilusión monarca” (título

tomado de un verso de su poeta

preferido, César Vallejo), trata sobre

una cárcel de puertas abiertas, con

salida al mar. Los presos pasan las

horas imaginando cómo escapar y

miran el horizonte con esperanzas. El

problema es que los que se animan a

nadar vuelven muertos, traídos por

las olas. Los personajes, por lo tanto,

conversan, hacen planes y temen.

Ya en ese relato se vislumbra lo que

aparece en una novela posterior como

Inolvidables veladas: el encierro

puede ser mental e interiorizarse.

Golo, el protagonista, está atrapado

por su madre. No por la madre real,

una cantante de tangos que vegeta en

un geriátrico, sino por su holograma,

que sigue dando conciertos a sala

llena. Golo produce esos espectáculos,

aunque quiere dedicarse a otra cosa.

2001 es el año bisagra. En la

Argentina, por la explosión de la

crisis; en la literatura de Cohen, por

la publicación, en la editorial Norma,

de Los acuáticos, un conjunto de

relatos interconectados donde figura

por primera vez el Delta Panorámico.

A decir verdad, no se trata de un

cambio drástico. Cohen ha

perfeccionado algo que había

ensayado y buscado desde siempre: la

instalación de un mundo amplio,

consistente, fascinante e injusto. En

definitiva, un desplazamiento, una

torsión de la sociedad contemporánea.

A partir de Los acuáticos, el Delta

Panorámico pasa a ser el lugar donde

transcurre su narrativa entera hasta

la fecha (y todo indica que lo seguirá

siendo). Se trata de un conjunto de

islas-estado esparcidas por un río. A

pesar de su independencia,

comparten lengua y moneda. Situado

30


en un futuro incierto, pero con

reminiscencias de formaciones

sociopolíticas tan constitutivas de lo

occidental como la Antigua Grecia,

lejano y próximo a la vez, este Delta

merecería una enciclopedia propia.

Cohen podría redactarla, pero sigue

en plena tarea de exploración. No ha

elaborado un mundo delimitado,

sobre la nada.

La literatura, al igual que la música,

puede buscar esa clase de libertad.

Parecería que el Delta Panorámico se

ha convertido en el tema que le

permite a Cohen improvisar, en

sentido riguroso, desde hace más de

una década. Los acontecimientos

pueden avanzar, retroceder, crear

Parecería que el Delta Panorámico se ha

convertido en el tema que le permite a Cohen

improvisar, en sentido riguroso, desde hace

más de una década.

completo y cerrado. Cada narración

transcurre en una isla diferente, con

sus propias costumbres, sus formas

de gobierno y sus relaciones con

otras islas.

Si pensamos en el jazz, género caro a

Cohen, cualquier músico aceptaría

que la improvisación tiene un punto

de partida, un acuerdo mínimo entre

los integrantes de la banda: un tema,

un ritmo, un clima, o algún terreno

compartido desde donde todos

puedan elevarse. Nunca se improvisa

intriga, destruirla, pero siempre con

la familiaridad de ese universo.

Incluso hay un efecto visual que

refuerza la idea: los títulos de sus

tres últimas novelas (Casa de Ottro,

Balada y Gongue) descansan sobre

el subtítulo “Una historia del Delta

Panorámico”. Cuentan con ese

límite, a la vez desconocido y

posiblemente infinito.

Cohen hace convivir elementos

disímiles. El nombre mismo del Delta

Panorámico puede ser pensado como

31


32


un oxímoron. Las islas son miles de

fragmentos que están conectados pero

no forman una unidad. Por otro lado,

el panorama habla de una mirada que

abarca un todo. ¿Cómo mirar de

forma totalizadora lo que está

fragmentado?

Suele decirse que Petrarca inauguró

el espíritu del Renacimiento al escalar

una montaña del sur de Francia en el

siglo XIV. Desde la cima, según

escribió en una carta, admiró el

paisaje circundante, pero también

sintió la grandeza del alma humana.

Lo panorámico del Delta, en cambio,

está ligado a la dominación, a la

mirada del control, ejercida por las

instituciones: gobiernos, fuerza

pública, corporaciones, medios de

comunicación. Y ahí está la

Panconciencia, una suerte de

conciencia única de todas las islas

del Delta a la que los ciudadanos

pueden enchufarse, una realidad

establecido por una ronda perimetral

que separa a la ciudad del suburbio

pobre. Los ajanios viven en esa

superficie, alienados, chocando unos

contra otros.

Viol Minago, un disc jockey inquieto

y reflexivo, funda la palabrística,

una actividad circense. Grupos de

entusiastas hacen piruetas,

entrelazan sus cuerpos y forman

letras que, en el aire, se convierten

en palabras. En el momento

culminante del relato, el personaje se

ilumina. Subido a una montaña

humana de palabristas, observa por

primera vez lo que hay del otro lado

de la ronda perimetral. Ve,

básicamente, la miseria de los

bordes. La escena recuerda al clímax

de “El Aleph”, pero no transcurre en

la soledad de un sótano, concentrado

en un punto, sino en las alturas, en

un panorama de 360 grados.

El Delta insiste en yuxtaponer

Las historias de Cohen no suponen la

resignación confortante, la entrega al sinsentido

o a la abulia. Es una literatura de resistencia.

virtual que reafirma el vínculo entre

lo totalizador y lo dispersivo.

Igualmente, la narrativa de Cohen

no renuncia a la mirada. En el

primer relato de Los acuáticos, “El

fin de la palabrística”, se da un

contrapunto. La ciudad de Ajania

sufre el hacinamiento. Crece en

altura para no sobrepasar el límite

opulencia y miseria. Cohen narra

desde ambos lugares. Describe las

ciudades, pero también los

descampados y los espacios

marginales. Es una versión diferente

del desierto de Sarmiento. La

civilización genera actividad

incesante, pero también huecos,

pozos, baldíos, basura e infertilidad.

33


En “Neutralidad”, otro relato de Los

acuáticos, un gobierno crea un

desierto para mantener lejos a sus

vecinos, que quieren cruzar la

frontera y trabajar en ese país. En el

final de la nouvelle Impureza, el

protagonista recorre un terreno típico

de los suburbios de una gran ciudad,

donde solamente hay un perro paria,

un remolino y mucho viento.

Sin embargo, las historias de Cohen

no suponen la resignación

confortante, la entrega al

sinsentido o a la abulia. Es una

literatura de resistencia. Sus

personajes, sin ser líderes

carismáticos, se unen por el deseo

de huir y así salen del aislamiento.

No estamos ante valientes que

desafían los límites y

logran cambios

revolucionarios. Los

mundos permanecen igual.

La búsqueda es de un

lugar nuevo.

En definitiva, lo que Cohen

pone en escena es la

complejidad del escape. Si

solamente se tratara de

desplazarse hacia otro

lugar, todo resultaría más

fácil. En su narrativa, la

liberación es similar a un

despertar. Los personajes

empiezan adormecidos,

subyugados por una

atmósfera a la vez

placentera y opresiva. A lo

largo de las páginas, se van

desperezando, abren los

ojos y, como Viol Minago,

ven más allá de lo que

tienen alrededor.

La resistencia más significativa en

la narrativa coheniana pasa, sin

duda, por el lenguaje. El oficio de

traductor, principalmente del inglés,

parece haberle dado el

entrenamiento para experimentar

con el lenguaje y hacerlo mutar.

Cohen alterna entre diferentes

registros; puede pasar de frases

recargadas y barrocas a otras más

sencillas. Mezcla jergas y argots

con cultismo y arcaísmos, hasta

alcanzar una lengua comprensible

y, a la vez, futurista. Su estrategia

es la proliferación.

Tal como se dice del narradorprotagonista

de El oído absoluto,

Cohen es un orfebre del lenguaje. Las

34


palabras en sus manos son artefactos.

Hay un rastreo para encontrarlas,

para ubicarlas en un lugar extraño o

para, directamente, inventarlas.

Los neologismos, especialmente a

partir de Los acuáticos, son una

marca de su estilo. Nunca están

presentados como una rareza,

entrecomillados o en una tipografía

diferente. A veces, designan un

objeto inexistente en el presente, y el

término o el contexto se encargan de

dar alguna pista. Si un flaytaxi pasa

por el cielo, no es necesario aclarar

que es un taxi volador. O si surge

una nueva institución que en lugar

de matrimonio se llama trimonio, se

supone que los involucrados son tres

en vez de dos.

El neologismo también puede hacer

el camino inverso: esconder algo

conocido detrás de un vocablo

opaco. En el Delta Panorámico

toman yecle, en ronda, en cáscara de

calabaza, sorbiendo con una caña.

Demasiado parecido al mate, pero

con otra denominación.

Más allá de encierros y distopías, el

lenguaje es una fuente de poder.

Trabajar sobre él, con soltura, con

espíritu de explorador, posibilita la

llegada a un mundo nuevo, que no

existía antes que ese lenguaje.

Empieza a existir cuando se lo lee. <

LOS LIBROS

Lo que queda. Cuentos, LH, 1972.

Los pájaros también se comen. Cuentos, Boedo, 1975.

El instrumento más caro de la Tierra. Cuentos, Montesinos, 1981.

El país de la dama eléctrica. Novela, Bruguera 1984, Interzona 2004.

El buitre en invierno. Cuentos, Montesinos 1985.

Insomnio. Novela, Muchnik 1986, Paradiso 1994.

El sitio de Kelany. Novela, Muchnik/Ada Korn, 1987.

El oído absoluto. Novela, Muchnik 1989 y Norma 1997.

Buda. Biografía, Lumen 1990 y Norma 1999.

El fin de lo mismo. Relatos, Anaya & Muchnik/Alianza 1992 y Página12 2005.

El testamento de O’Jaral. Novela, Anaya & Muchnik/Alianza, 1995.

Inolvidables veladas. Novela, Minotauro, 1996 (traducida al francés).

Hombres amables. Nouvelle, Norma, 1998.

Los acuáticos. Relatos, Norma, 2001.

¡Realmente fantástico! Ensayo, Norma, 2003.

La solución parcial. Cuentos, Páginas de espuma, 2003.

Fossey. Cuento, Eloísa Cartonera, 2004.

Donde yo no estaba. Novela, Norma, 2006.

Impureza. Novela, Norma, 2007.

Casa de Ottro. Novela, Alfaguara, 2009.

Balada. Novela, Alfaguara, 2011.

Gongue. Novela, Interzona, 2012.

35


El De Lellis: una recapitulación

Mario Jorge De Lellis fue un insigne poeta porteño de los cincuenta

y sesenta. Poco tiempo después de su muerte, un grupo

de escritores principiantes entre los que se contaban Marcelo

Cohen, Jorge Asís, Irene Gruss, Jorge Aulicino y Daniel Freidemberg

bautizaron con su nombre un taller literario que marcaría

la forma en que entenderían a la literatura de ahí en más.

A continuación, un ejercicio de ficción recrea aquellos años.

POR MATÍAS CAPELLI

Para Irene Gruss, Marcelo Cohen y Jorge Aulicino.

Marcelo Cohen, Raúl González Tuñon y Daniel Freidemberg en 1970. Foto Mauricio Herzovich.

36


Si mal no recuerdo el taller

empezó en 1969. Al principio

se llamaba “taller Aníbal

Ponce” y se hacía los sábados en el

barrio de Once, alrededor de una

mesa en una oficina que nos

prestaba el IFT, el teatro de la

comunidad judía comunista. Casi

todos caímos ahí por nuestro vínculo

con la juventud del Partido. El que

no era militante, simpatizaba: Gruss,

Cohen, Asís, Freidemberg, Reches,

Aulicino y yo éramos parte de un

grupo de pendejos apasionados

coordinado por José Murillo. Era una

buena persona Murillo, muy

elegante, de bigote recortado,

siempre de traje, canoso y de ojos

verdes, acento jujeño, pero con una

visión literaria dogmática. Hubo una

época en que se dedicó a la literatura

infantil y publicaba cuentos con

animales en el monte jujeño, buenos

relatos, pero por ese entonces había

pasado a escribir novelas proletarias

que salían por alguna de las seis o

siete editoriales del PC. Una de sus

novelas se llamó Los traidores y era

sobre el movimiento sindical,

aparecía Vandor pero con otro

nombre, porque él había trabajado

en fábricas y sabía de eso. Lo

apreciábamos aunque nos resultaba

demasiado rígido y limitado, con

bajadas de línea del tipo la literatura

tiene que estar al servicio de la

revolución, alumbrar la conciencia

del hombre nuevo.

No recuerdo si fue producto de una

defenestración de Murillo o si el IFT

no pudo albergarnos más, lo cierto

es que nos fuimos a la SADE, al

caserón de la calle México, y ahí

empezó a llamarse taller Mario Jorge

De Lellis. Creo que fue el Turco Asís,

que tenía mucha circulación por los

37


Para nosotros De Lellis era un personaje

legendario por las historias que de él

se contaban. Era un tipo muy recio, socarrón,

de perfil bajo, que representaba todo

lo que era la porteñidad.

cafés de Corrientes, quien vino y nos

dijo que se había encontrado con

Ulyses Petit de Murat, presidente de

la SADE, y que este le había ofrecido

un espacio para hacer el taller. Lo

discutimos y aceptamos ir incluso

teniendo aversión hacia la SADE. Era

como dar un empuje de luz y de

juventud, mal que bien.

Para nosotros De Lellis era un

personaje legendario por las historias

que de él se contaban. Era un tipo

muy recio, socarrón, de perfil bajo,

que representaba todo lo que era la

porteñidad. Se pasaba las noches

chupando en los boliches, muy de

Almagro, del bar Gildo de Medrano y

Corrientes, hincha fanático de Boca.

Pero más allá del mito, la verdad es

que no era un poeta al que

admiráramos tanto como a Tuñón,

por ejemplo, a quien íbamos a

visitar. Además De Lellis había

muerto dos o tres años antes. Le

pusimos su nombre porque

estábamos en esa corriente medio

porteñista coloquialista, nos gustaba

Gelman, y entonces en algún punto

sí fue una declaración de principios.

Fue una marca urbana, ideológica en

cuanto a tener libertad y no estar

atados.

Cuando nos mudamos a la SADE

dejó de haber coordinador y cada

reunión pasó a ser coordinada por

un integrante del taller que se hacía

cargo de distribuir el uso de la

palabra cuando se comentaba un

texto sometido a consideración. Era

como se dice ahora un taller

autogestionado. Alguien se proponía

para ser leído en la siguiente reunión

y traía fotocopias. Había poetas y

narradores, la mayoría teníamos

dieciocho, diecinueve años. Leíamos

poemas, fragmentos de novelas,

cuentos, y después venía la ronda de

crítica, totalmente libre, en la que

cada uno decía lo que opinaba.

Había turbulencias dentro del taller

porque éramos de hacer críticas muy

duras, muy desbocadas; tal vez

porque no teníamos muchos

elementos teóricos terminábamos

diciendo cualquier disparate. Todo

era “no me gustó porque es una

cagada”, “cómo escribís así”,

etcétera. Eso sí: había mucha

honestidad intelectual. Éramos muy

apasionados, y muy crueles. Yo

aprendí así, a los palos. Si hay algo

que reivindico es haber aprendido

que el poema es un objeto estético,

no es a mí me pasó tal cosa y esto es

38


lo que me salió. Éramos muy críticos

y autocríticos, no se permitía la

chantada, la cosa fácil. No queríamos

seducir, queríamos conmover.

Teníamos una línea antinerudiana,

provallejiana a full. Éramos muy de

Girondo, de Huidobro, en cambio a

Benedetti lo denostábamos mal. Nos

interesaba la poesía yanqui, que no

era tan conocida, toda la generación

de Wallace Stevens, Williams C.

Williams, muchísimo Eliot, Ezra

Pound. Montale y Pavese fueron dos

de nuestros maestros. No eran

autores para Gelman o para Urondo,

no era lo que ellos leían. Hubo un

recambio; en ese momento leer a

Dylan Thomas era rarísimo, no era

una lectura de época. Novela se leía

sobre todo la novela argentina que

iba saliendo, lo que editaba Tiempo

contemporáneo: Viñas,

Rozenmacher, etcétera. Cada tanto,

una vez por mes, había un invitado,

por ejemplo un abogado que hoy es

uno de los grandes abogados de

derechos humanos, hasta trabajó

para Naciones Unidas, Roberto

Matarolo, en ese momento era poeta

y vino a dar una clase de poesía

francesa. O un poeta comunista

paralítico de apellido Malamud, no

era muy buen poeta pero daba una

lección rara de creencia en la poesía

y voluntad de sobrevivir. Y después

los maestros, tipos que iban a dar

una charla, a contestar preguntas:

Isidoro Blaisten, Haroldo Conti,

Abelardo Castillo, Liliana Heker,

Humberto Costantini, Luis Luchi,

Alfredo Carlino, Miguel Briante.

Mal que bien por ese entonces

muchos sacaron su primer librito.

Por esos años Aulicino publicó su

primer libro, Reunión, del cual

reniega; Freidemberg, Blues del que

vuelve solo a casa; Cohen los

cuentos de Los pájaros también se

comen, del que reniega, él también.

Y en ese momento era difícil sacar

narrativa, salvo ser un Turco que

convencía a cualquiera. El Turco

tenía una labia impresionante, era

muy hábil: sacó un libro de poemas,

Señorita Vida, la novela Don Abdel

Salim, el burlador de Domínico y los

cuentos de La manifestación, en los

que todos éramos personajes, nos

escrachó. Un librito digno, igual. A

finales del 72 salió una antología

que se llamó Los que siguen. Era de

ediciones Noé y tenía poemas de

Lucina Álvarez, Guillermo Boido,

Daniel Freidemberg, Guillermo

Martínez Yantoro, Rubén Reches,

Jorge Ricardo Aulicino, Manuel

Ruano y también algunos poemas

míos. A Gruss le dijeron lisa y

llanamente vos todavía no estás, y

ella acató.

En ese momento el que

verdaderamente tenía una idea

personal de la poesía era Reches, un

poeta romántico tardío con unos

poemas increíbles en que podía

aparecer la palabra “rueca”. Tenía un

hálito muy rimbaudeano, una voz

muy linda. Era comunista hijo de

comunistas, como Aulicino. Después

en los ochenta publicó Arrabal de

esferas, que le presentó Beatriz

Sarlo, y en noviembre pasado

editaron su poesía reunida, que son

39


setenta páginas. A Reches lo había

traído el Turco y era un poeta que

no se parecía a nadie, de un lirismo

triste, con una dicción muy clara y

sin embargo, en fin. Otros que

también se acercaron al taller a

través del Turco, aunque eran más

grandes que nosotros, fueron Oscar

Barros y su mujer, Lucina Álvarez.

Eran de esos noviazgos de los

setenta de estar siempre en los cafés,

horas de café por día leyéndose

cosas. Barros era un intelectual de

Corrientes que escribía pero nunca

terminaba de escribir una novela

demasiado cortazariana. Lucina

había sido mujer, compañera nada

menos que de De Lellis. Era mucho

más joven que él y lo había cuidado

en su agonía, De Lellis enfermo a los

cuarenta y pico y ella de veinte. Por

supuesto que tenía un aura por

haber sido mujer del tipo. Muy

hermosa, buena poeta, era

impensable para cualquiera de

nosotros, pero Barros no había

tenido escrúpulos con el mito.

Vivían en un departamento por

Arenales y Coronel Díaz. Después los

dejé de ver y en mayo del 76 los

secuestró un grupo de tareas.

Durante el taller no tomábamos,

fumábamos como escuerzos, eso sí.

Después íbamos a comer. En esa

época eras pobre pero podías comer

afuera, podías comprar libros

usados, pilas de libros, íbamos al

cine, no sé cómo hacíamos. Al

principio después del taller

tomábamos algo a la vuelta del IFT.

Había un bar en la esquina de

Corrientes y Pueyrredón, El paulista,

y otro a la vuelta, sobre Corrientes

hacia Boulogne sur Mer, La cubana,

que tenía una barra adelante, un

pasillo estrecho y después un

saloncito. Éramos pendejos,

teníamos veinte años, faltaba un

poco para que empezáramos a

ginebrear, así que era más de café

que de trago. La nuestra era una

bohemia no diría mojigata pero sí

muy tibia. Éramos militantes,

entonces el alcohol nunca abundaba,

al porro cada uno entró por su lado.

El primer o segundo BA Rock que se

hizo en el Velódromo, cuando vi

parejas de mujeres besándose fue un

shock, no lo iba a condenar pero mi

ser de joven comunista crujía de un

deseo que yo no entendía.

No se hablaba tanto de política, lo

que más interesaba era la literatura.

Participábamos poco de las

reuniones oficiales partidarias, y de

parte de los dirigentes del área

cultural nunca tuvimos presión. Nos

movíamos con bastante autonomía,

no había bajada de línea del PC en

materia literaria o estética, no había

un control ideológico muy estricto.

Muchos de nosotros pertenecíamos a

una célula de la rama de la cultura,

con Héctor Agosti a la cabeza.

Éramos muy autocríticos del Partido,

no por nada todos nos terminamos

yendo. El PC tenía ese pacifismo

cauto que al final lo llevó a la

condena, sobre todo por seguidismo

soviético, pero te enseñaba

autodefensa, a tirar, tenías un arma

en tu casa. Durante un tiempo, en la

época más brava, tuve un arma en

40


Una vez tomamos el edificio de la SADE,

subimos la escalera, tiramos bancos, el Turco

mandándose una perorata arriba del escritorio,

Reches cantando en francés canciones

de Jacques Brel, una euforia de pendejos…

casa. Nadie lo supo nunca, ni

siquiera mi compañera.

En la SADE duramos poco. Una vez

pusieron una bomba en un edificio

de la misma manzana y de la

explosión se cayó parte del techo en

el salón que nos prestaban, entonces

nos dijeron que por un tiempo no

volviéramos. En ese interín hubo

elecciones, Petit de Murat perdió y

asumió Dardo Cúneo, con quien

estábamos enfrentados. Cúneo nos

dijo que la SADE organizaba

actividades oficiales, que si

queríamos seguir con el taller, iba a

tener que ser un taller de la SADE,

pero el De Lellis, no. Entonces nos

fuimos a la Sociedad de Artistas

Plásticos, que nos prestó un lugar en

Viamonte y Florida, y después

yiramos por oficinas, locales de

galerías. Cada uno se fue alejando del

taller en distintos momentos. Yo

estuve hasta que hice el servicio

militar, en el año de Cámpora. Creo

que en el 73 fue un poco la

dispersión. Freidemberg y Gruss se

hicieron pareja, Asís dentro de su

mujerieguismo se hizo una novia más

estable, Mirta Hortas, una escritora

realista muy buena con la cual se

casaría. Ninguno de ese núcleo

siguió, pero había entrado gente que

lo sostuvo: Alicia Genovese, Juano

Villafañe, Leonor García Hernando,

Luis Alonso, Sergio Kisielewsky, Nora

Perusiny, toda la gente de la revista

Mascaró, que eran más chicos. Ellos

un poco se apropiaron del De Lellis,

si hasta terminaron haciendo una

obra de teatro.

Una vez tomamos el edificio de la

SADE, subimos la escalera, tiramos

bancos, el Turco mandándose una

perorata arriba del escritorio, Reches

cantando en francés canciones de

Jacques Brel, una euforia de

pendejos… Íbamos a las asambleas,

armábamos quilombo. Creamos un

movimiento político que ganó

elecciones de la SADE en alianza con

los socialistas; estaba Conti,

Costantini, Cohen llegó a ser vocal.

Otra vez ejecutamos una acción

contra la dirección de Cúneo, no

recuerdo bien por qué, lo cierto es

que fuimos a sabotear un acto.

Organizaban una especie de feria del

libro, un precedente de la feria

actual, en la calle Florida casi plaza

San Martín. Habían montado un

41


Era un buen poeta popular, auténticamente

popular y urbano, como Carlos de la Púa;

escribía uniendo las formas de la gran poesía

con metáforas lo más al ras posible.

escenario y un podio para hablar el

día de la inauguración, y nosotros

fuimos a sabotear el acto con

bombitas de olor. Era ridículo porque

era al aire libre. Lo tremendo fue que

al llegar vimos que en el podio

estaba Tuñón, a quien respetábamos

mucho y con quien teníamos cierta

relación. Entonces fuimos por el

costado a hablar con él, el tipo bajó

del escenario, y nosotros le

informamos que estábamos en contra

de esta comisión directiva, que

íbamos a sabotear el acto. Y Tuñón

nos dijo por qué van a hacer eso,

muchachos, es una pavada, Cúneo es

un buen tipo.

Estábamos todos con bombitas de

olor en los bolsillos, Carlino que

pasaba tapándose con un piloto listo

para dar la orden, y al final ganó la

opción de hacer explotar las

bombitas. Lo peor es que pasó

inadvertido, a lo sumo alguno se dio

vuelta diciendo qué feo olor.

La poesía de De Lellis no era

sentimental tanguera, evocativa o

nostalgiosa; era más exaltadora,

celebradora de su época. Tiene un

libro, Hortigueral de Almagro, que es

un canto a las calles del barrio. No

es “paredón y después”, es una cosa

más contemporánea. Está ligado con

el pasado, pero ocurre en tiempo

presente. Exalta la materia, las cosas

simples: el pan, el guiso, la comida.

El “Canto a los hombres del vino

tinto” y el “Canto a los hombres del

pan duro” es eso. No es el boliche del

tipo que está tomando ginebra solo,

sino un boliche vital, de inmigrantes

comiendo, más fonda bulliciosa que

triste. Hay una visión de futuro

celebradora, y el ritmo, la energía de

los poemas de De Lellis, salvando

cien mil verstas, tiene algo de

Mayakovsky. Era un buen poeta

popular, auténticamente popular y

urbano, como Carlos de la Púa;

escribía uniendo las formas de la

gran poesía con metáforas lo más al

ras posible. Y tiene la misma

vigencia que puede tener Gotán, de

Gelman, A la sombra de los barrios

amados, de Tuñón, o muchos poemas

de Borges. Porque, ¿qué vigencia

tienen hoy los cuchilleros o Jacinto

Chiclana? Nada, un carajo, es un

mundo que fue. <

Matías Capelli nació en Buenos Aires en 1982.

Publicó el libro de relatos Frío en Alaska y la

novela Trampa de luz, ambos por el sello

Eterna Cadencia.

42


43

©Alejandro Guyot


44


“El mundo es las historias

que hacemos”

¿Cómo ser fiel a lo que se dijo? Al principio hubo un tema, o

una idea. Pero luego, es decir antes: la preservación de la identidad,

la retórica como búsqueda de la verdad, la realidad que

se escapa, la literatura que ilumina y reconcilia. Y el desapego:

un vacío lleno de posibilidades.

POR ARIEL DILON

FOTOS ALEJANDRO GUYOT

[Floresta, 21/2/2013] “Querido

Marcelo [...]: sé que estás bajo el

asedio de la tribu El ansia, y por ende

ya muy solicitado. Sin embargo, José

me invitó hace meses a sumarme a

sus hordas amigables, y ahora me

llama para recordármelo. En aquel

momento, lo único que pensé fue

proponerte que habláramos de...

—me da pudor decirlo— algo así

como religión. Esas intuiciones o

vislumbres sobre lo real, la

conciencia, la percepción —alguna

vez hablamos de eso en relación con

Michaux, te acordarás— que uno

reconoce en ciertos escritores. Algo

que seguramente cuadra al budismo,

al zen [...], a lo que para cada uno...

[etc., etc.]. Aludimos un poco a esas

cosas... ¿o lo soñé? [...] Y en ese caso,

quizá estoy abusando de los indicios

que creí encontrar en breves charlas

pasadas. Pero me animo a

proponértelo, a no decirle (todavía) a

José que me perdone, que aquel día

deliraba de fiebre: como nada de lo

humano le es ajeno al “hombre

amable” que sé que sos, hay razones

de más para esperar que algo bueno

salga del diálogo.

En fin, ya está dicho: espero tus

señales.

Un gran abrazo, A.”

[Belgrano, bar Manhattan,

4/4/2013, 17.30: Argumentos,

dice]

[“Señales”, “indicios”, andaba

buscando yo: A Hint from... En algún

momento le confesaría algunos de

mis hints: Proust, la memoria como

único reino de lo real; el bañero de

Nadie nada nunca a quien el mundo

se le disuelve en partículas de luz —

45


coincidimos, y la charla sobre Saer,

solita, daría para tantas páginas

como todo lo demás—; ciertos

cuentos de Cortázar —larga digresión

de M.C. sobre la bajada de Cortázar

del canon, precisamente, entre otros,

por Saer (otras tantas páginas)—; no

sé si hablé de Tarkovsky (en ese caso,

lo borré): lo pienso ahora; y varios

otros... Pero en qué lío me metí: ni él

mismo imaginaría cuánto, a su vez,

tenía para decir: todo el camino

desde su casa, según me contó, vino

pensando y pensando. Durante un

largo tramo de la charla no supe con

certeza si hablábamos de lo mismo. Y

aún después. En el encantamiento de

la voz mientras nos desgrababa, en

charlas con otros amigos sobre lo que

me dijo, en la sangrienta faena —

ahora— de reducir todo eso a una

“caja” publicable, voy advirtiendo

esos indicios llegados bajo formas

que en un principio solo reconocí

tenuemente, porque venían con su

propio sello, por su propio afán.]

Marcelo Cohen [...y uno enciende

siempre tarde el grabador. En medio

de la charla casual alrededor de un

par de cafés —hablábamos de los

inundados, de la simple solidaridad

humana, y rápidamente fuimos a

parar a la soledad necesaria para la

escritura—, de pronto se

interrumpió:“bueno, ya empezamos,

¿no?”; y entonces, atolondrado,

presioné el botón]: ...una economía

de la vida montada alrededor de la

escritura, te decía, y la tensión que

eso suscita. Porque es una vida de

defensa de un espacio. Ya que de las

muchas cosas que pasan con la

literatura, una está relacionada con

la preservación de una identidad.

[Sí, habíamos empezado.]

Yo sé que la literatura puede ser

enfermedad, obsesión, superstición

religiosa... (con lo cual, según los

psicoanalistas, también sería una

enfermedad). O puede ser un acto de

amor, como la entendía Rilke. O

como dice Aira: puro narcisismo. Yo

no creo que sea solamente una de

esas cosas. En cualquier caso, sé que

yo estoy más contento y me llevo

mejor con la gente cuando estoy

escribiendo. Y aquello que escribo

absorbe todo lo que pasa, se

relaciona inmediatamente con los

hechos cotidianos, con lo que leo,

con todo. Y cuando no escribo, todo

el tiempo se me están ocurriendo

cosas. Es un mecanismo esclerosado.

O un automatismo. Si yo no puedo

escribir, algo se traba, la mente y el

cuerpo se embotellan.

He pensado mucho en esto

últimamente, por cosas que leí y por

algo que estoy escribiendo... [Luego

dirá: “Hace dos años que estoy con

esto. Podría haber escrito cincuenta

páginas: escribí veinte y ahora

quiero que sean ocho”] que es una

defensa del argumento en narrativa,

un poco quejándome de las poéticas

de las vanguardias narrativas de hoy,

que básicamente son tres: una es la

del montaje, otra es la autoficción, y

una tercera es el camino de no

contar nada, el de las narrativas de

la deriva. Pero en este mundo de cut

& paste, todos somos collagistas, y la

gente no sabe hablar, y cuando

cuenta, cuenta con los argumentos

46


que tiene a mano. Todo el mundo

cuenta lo mismo.

Entonces creo que hoy la narrativa

tiene que presentar argumentos

nuevos. No es cierto que solo

existan los mismos temas de

siempre: el amor, la muerte, el

poder, todas esas palabritas... Dios.

Yo no lo creo. Creo que los temas

cambian, que aparecen otros: la

posibilidad de tener un hijo como

quieras, la extensión del cuerpo con

prótesis, la transformación de los

cuerpos, son temas nuevos, como lo

fue la velocidad en el siglo XIX. La

realidad virtual: Matrix es una

historia nueva. Vieja como la gnosis,

pero no importa: lo que es seguro es

que con la superficie del tema se

pueden inventar argumentos nuevos,

cosas que nunca le pasaron a

ningún personaje.

Lo que yo defiendo es un modo de

argumentar —los dos tipos de

argumento—: argumento como

sucesión de peripecias, y el arte de

la argumentación, que es gramático

y retórico. El retórico antiguo era el

tipo que tenía una idea y te quería

convencer de eso de la manera que

fuera, por las artes retóricas.

Mientras que la razón de la

Ilustración parte de “verdades

evidentes”, para la retórica moderna

no hay verdades evidentes, y

defiende el arte de la retórica como

búsqueda consecuencial de una

verdad, que puede llegar o no. Y eso

a mí me gusta: quiero que la

narrativa también funcione así. Los

bastidores de la narrativa

argumental, sobre todo de la gran

novela del siglo XIX y buena parte

de la del XX, son mecanismos de

tensión y desenlace: de expectativa,

de nudo, de clímax... y a eso hay

que renunciar. Hay que narrar

partiendo de una idea argumental,

librándose al argumento para ver a

dónde va. Hay muchísimos libros

hechos así, atendiendo a la

interacción de la escritura con la

imaginación. Porque la imaginación

razona: no hay un divorcio entre

razón e imaginación. Y ahí te chocás

con el problema del final: lo único,

en realidad, que convenía al tema de

nuestra conversación.

[Para acabar de una vez con los

finales]

Ariel Dilon [A qué negarlo: yo no

advertí enseguida cómo y cuánto

convenía el problema del final “al

tema de nuestra conversación”. Pero

si eso “otro” de lo que hablaba M.C.

nos llevó a chocar con esto, había

que parar a copiar los datos del

seguro]: ¿Y qué hacer con el

problema del final?

MC: El final de una historia —sobre

todo en los cuentos, como bien dice

Piglia— es el que da el sentido.

Entonces no hay que narrar desde el

final: hay que narrar el final, hay

que llegar al final.

Aunque la historia nazca completa,

después la escritura, y las

constricciones que uno se pone, o el

mecanismo, o la misma energía del

lenguaje, crean alternativas. La

imaginación funciona después de sus

47


propios planes, te sigue

abasteciendo, sintetiza.

AD: ¿Por eso decías que todo

lo que vas viviendo entra en el

proceso de escritura?

MC: Yo trato de que sea así, como

lo es para muchos escritores, pero

me lo consiento especialmente

desde hace muchos años, cuando

me di cuenta de estas cosas. La

escritura, así, te modifica la vida:

porque si no, no sirve para nada.

Me preocupa que, si la hago —como

me pasa cuando la leo—, la

literatura sirva para la vida. Que

aprendas, que cambien tus éticas,

que estés menos ansioso.

AD:¿Efectos colaterales de la

exploración argumental de la

“verdad”?

MC: Desde luego. Es como cuando

Kafka dice: “Hay que escribir como

se ora”. Vio tan claro, Kafka. Como

cuando dice: “Hay un punto a partir

del cual no hay retorno. Es ahí donde

hay que empezar”. De todas maneras

aparece el problema del final: ¿cómo

termino esto para no traicionar la

verdad que podría contener esta

historia, para no manipularla ni

manipular al lector, en pro de su

arquitectura, o de la trasmisión o el

capricho? No hablo de los finales

abiertos, digo que se puede terminar

de una manera que no sea un “final”.

Se puede interrumpir, como pasa a

48


veces en las novelas de Bernhard,

porque se agota. O se puede dejar al

personaje en un momento en que

necesita reposo.

Y cuando termino un libro, ya se me

está ocurriendo otro, y después otro,

y otro... ¿Por qué seguimos

escribiendo, los escritores? Por

cualquiera de esos motivos

psicológicos o espirituales que te

crean la necesidad de escribir, a

veces simplemente porque se te

ocurren cosas. Pero también porque

pensás que en el próximo vas a decir

lo que todavía no lograste decir. Eso

es más genuino: a ver si agarro lo

que se deja decir.

Todo este asentimiento al hilo del

argumento es porque hay una fe en

la historia como lamento de la vida

en común. El mundo es las historias

que hacemos, y después está la

realidad, que se escapa, se escapa

siempre, y yo busco una manera de

narrar que se acerque a la de la

poesía, que es la persecución de

más realidad.

AD: Más realidad, mejor calidad

de lo real: de eso vinimos a

hablar... [No llegué a formular mi

pregunta: no se deja distraer

fácilmente MC; en él, la voluntad de

decir es auténtica enjundia (palabra

que aprendí de él, hará unos quince

años). Con suavidad, me llevó otra vez

a su senda.]

MC: O bien es una manera de pasar

el tiempo: seguir con otro libro.

También hay quien no puede

terminar un libro y entonces

empieza otro. Y está la búsqueda de

silencio, como en Beckett: porque,

ante tal estado de cosas y lo poco

que vale la palabra... mejor callarse.

Pero sus personajes se van

extinguiendo y no dejan de escribir:

un poco más, otra palabrita

excavada, vivificada o por lo menos

limpiada de barro. El mismo Borges

dijo: “Toda literatura aspira a su

aniquilación”, o algo parecido. O

como te decía al principio:

“Terminemos con esta esclavitud”.

[Me temo que fue antes de que

encendiera el grabador. Pero creo

que volverá sobre eso. Esperemos. Y

yo vuelvo a pensar —está en mis

notas previas— en “el Esteves sin

metafísica” del “Estanco” de Álvaro

de Campos. Y también en un poema

de Ungaretti, “Peso”, que habla un

poco de lo mismo: “Ese campesino /

se confía a la medalla / de San

Antonio / y va ligero / Pero bien sola

y bien desnuda / sin esperanza /

llevo mi alma”.]

Todas estas son cuestiones de final

[sigue MC]. Y hay tipos que no

logran decir lo que querían, aunque

hayan hecho cosas muy

importantes. Están los que escriben

hasta el último día, con el último

aliento. Y eso es muy misterioso. Lo

mejor que se puede decir de eso, lo

más emocionante y esclarecedor

para uno, es que están convencidos,

como Bolaño, de que la literatura es

la muerte. Entonces llegan

acompañando.

[“Proust”, murmuré.]

Sí, Proust y muchos. Muchos... Y

después están los que no pueden

parar, uno se da cuenta de que se

desesperan porque no encuentran el

49


final de los libros. Como Foster

Wallace en La broma infinita, que es

una novela de mil doscientas

páginas que leí este verano. El tipo

ese no tenía idea de lo que era el

hartazgo, o le importaba un pito. O

precisamente quería trasmitir el

hartazgo de las dependencias: hay

mucho dolor psíquico y físico. Es

una gran novela y, al mismo tiempo,

una novela fallida, monstruosa.

[Autoinmolados]

[La larga digresión por el argumento

de Wallace no lo apartó del hilo de

su argumentación: quería decirme su

repertorio de finales.] Al mismo

tiempo leí El traductor, de Salvador

Benesdra. Y pensé mucho en los

suicidas de la literatura argentina,

que son bastantes. Lugones,

Alejandra Pizarnik, Barón Biza... Y

está el caso Néstor Sánchez, que

también es un caso de “finales”.

Porque él decide que hay que

terminar con la literatura. [Osvaldo]

Baigorria, en la biografía, da una

carta de él de fines de los setenta,

principios de los ochenta, desde

Nueva York, o California. La época

que él describe en los cuentos [de La

condición efímera]. Después de años

de no publicar novelas y de

dedicarse a Gurdjeff, volvió a la

Argentina y publicó ese libro. Uno

de los cuentos se llama “Diario de

Manhattan”, donde hay una

aplicación narrativa de lo que él

hacía con [las enseñanzas de]

Gurdjeff: hacerse linyera en

Manhattan. Vivir en la calle, en el

frío, educándose para escribir con la

mano izquierda...

El hijo toma contacto con él,

Sánchez lo trata muy duramente y

después se empiezan a cartear en

mejores términos. Y él habla de que

hay que buscar la “vía”. Dice cosas

muy interesantes, como esto: “Lo

único que importa es ampliar la

conciencia”. Ahora, ¿qué pensaba?,

¿que la literatura no sirve para

ampliar la conciencia? Y también

dice una cosa muy linda: “Yo pienso

mucho estas cartas, y vos también

tenés que pensarlas, cada acto tiene

que ser impecable”. Esta es la

exigencia que también tenía para

con la literatura.

AD: Estaba combatiendo los

automatismos, que es lo que

enseñan muchos “maestros”.

MC: Sí, exactamente, además lo dice

más o menos así, dice: “Los

automatismos estos que nos tienen

inoculados...”.

Ahora bien, a él, Gurdjeff lo

reventó... Y al mismo tiempo, cuando

vos leés “Diario de Manhattan”, ves

que hay algo que él logró, que es ser

más fuerte que la sociedad de

mierda, sin otras armas que el

método y su decisión. Poder escribir,

incluso, su diario. Pero todo es para

adentro, porque él cuando mira

Nueva York... —es cierto que Nueva

York, si te hiciste linyera, te debe dar

un odio espantoso, como da odio la

Buenos Aires de hoy—... pero hay

algo que no logró, que es suspender

el juicio. Todas las vías insisten en

eso. Y quedó muy escéptico. De

50


todas maneras es admirable en todos

los sentidos: como escritor y,

digamos, como santo...

AD: Parece un terrible

malentendido: un santo muy

egocéntrico. Tan concentrado

en combatir los automatismos,

se olvidó, como mínimo, de la

ecuanimidad.

MC: Porque su escuela era así, la

escuela de Gurdjeff era la escuela de

la dureza. Dura lex. Otra ley, que no

es la ley, pero es una ley un poco

como la regla monástica...

Y en la literatura argentina de las

últimas décadas hay dos casos así de

radicales: Sánchez y Walsh. Lo de

Walsh es: creo en esto y lo voy a

hacer. Uno podría decir que también

se mató. Yo pienso que era una

cuestión de fe en el cambio de

sociedad. Pero también, ¡una manera

de dejar de escribir!

[“Este pájaro canta”]

A raíz de todas estas lecturas, de

estas ideas y de esta época de mi

vida demasiado agitada, he vuelto a

hacerme una pregunta que ya me he

hecho, en ocasiones: ¿por qué estoy

escribiendo, si este fulano, este

primo mío, que hizo una vida

totalmente distinta, parece que

viviera mejor que yo?

[Aquí estaba, el pariente ágrafo:

primo real o imaginario, el hombre

que no escribe y es feliz.]

Pero uno cree en la literatura o no

cree. Eso es ciego, como todas las

creencias. Lo podés justificar con

políticas del habla, vocación, amor,

fe, tradición. Porque lo mejor que

ha dado el hombre es a través de

los libros, etcétera... Todo eso es

cierto, pero no deja de ser una

cuestión de fe.

Entonces pensé: todo esto es sobre

escribir y la verdad, ¿no?

¿De cuánta realidad estoy dispuesto

a hacerme cargo? ¿Cuánto quiero

estar tranquilo? ¿Y sabés qué pensé?

Pensé: la verdad se juega en escribir

sin conciencia.

[Pero, ¿sería posible, a menor

conciencia, mayor realidad?

Conciencia: quizá no hay palabra de

definición más esquiva, con

acepciones más dispares, como los

dos usos contradictorios —ampliar la

conciencia, escribir sin conciencia—

que ha hecho de ella el propio MC.]

AD: ¿Cómo es eso de “sin

conciencia”?

MC: Es la máxima aspiración, es

como... el grillo de Nalé Roxlo. Pero

no como él dice: “Música porque sí,

música vana”... Puede ser vana o no,

el juicio sobre el valor de su música

al grillo no le compete. Lo

importante es otra cosa, en la

escritura: este pájaro canta, como

cantan los pájaros, como muge la

vaca. Sin sentido. Porque su

naturaleza es cantar. Sería genial,

¿no? ¡Tengo ganas de escribir, y me

vienen argumentos, me vienen

historias a la cabeza! Hay

narradores así...

Bradbury, en ese famoso librito El

zen y el arte de escribir, que traduje

hace mucho para Minotauro, dice

que no hay que pensar. Tenés una

51


52


idea, te ponés y le das para adelante.

AD [Ahora pienso en Armonía

Sommers, en La mujer desnuda, pero

en ese momento no lo dije. Dije, en

cambio]: Como quien sueña...

MC: Como quien sueña.

AD: Más realidad,

precisamente.

MC: Yo creo que es así: como si

colocaras más realidad en un

mundo restringido.

AD: Como si de una

potencialidad sin forma,

hicieras surgir las formas...

MC: Exactamente. Aunque desde

hace tres o cuatro décadas, a raíz de

Bataille, de las nuevas modalidades

artísticas, de muchos poderosos

atacantes de la forma, como

Gombrowicz —la forma cuaja, la

forma inmoviliza, la forma petrifica—,

ha sido, entonces, el momento del

prestigio de lo amorfo...

Pero yo creo que no hay nada

amorfo: amorfo es una forma para la

que todavía no tenemos nombre.

[La vía y la voz]

Y después está tu gran amor —y el

mío también— que es Michaux: el

tipo se la pasó destruyendo y en

última instancia se alegró de recibir

el vacío, de terminar con todos los

significados. Yo no sé si se habrá

muerto tranquilo o no. Pero que

pudiera escribir esos poemas de

reconciliación con la ausencia de

sentido... [Habla de Ineffable vide,

Inefable vacío, apostilla de 1969 a

Miserable milagro (1956).] Son casi

himnos: no son solamente apacibles.

Son de regocijo. Él llegó a tener esa

experiencia y a expresarla después

de todos sus experimentos con

estados anormales, y de abominar de

las drogas: es prodigioso. De la rabia

de los comienzos a eso, es un

camino impresionante.

Y otro caso extraordinario es Sarduy.

Él era practicante de budismo. No sé

si era ritualista, pero meditaba, todo

muy mezclado con esos modos

sesentistas de la escritura del cuerpo

y demás. Barroquismo, androginia,

pop. Pero a él le gustaba la

iconografía del budismo, y del

budismo más duro, el madyamika.

No sé si “más duro” es la palabra,

pero es el budismo del vacío, el más

filosófico. Su último libro de

narrativa [es Pájaros de la playa,

póstumo], un libro precioso, mucho

menos enmarañado, menos

conceptista y violentamente barroco,

con menos manera que otros... Él

tenía SIDA, se iba a morir, y escribió

ese libro luminoso, melancólico, con

mucha recreación de cosas de

infancia. Y al final hay unos

aforismos sobre el desapego, el fin de

la ansiedad. Y están los poemas: el

soneto a Buda es bellísimo. Cada

pocos meses vuelvo a leerlo... Con

esa cara medio china que tenía

Sarduy... Y él decía que se ponía a

escribir después de... no sé si usa la

palabra “meditar”... Después de

haberse vaciado, en todo caso.

[Meditar, según MC: “El reposo más

absoluto, el único reposo que existe.

¿Puede suceder? No lo sé, yo no soy

un gran meditador. Lo hago de otras

53


maneras, eso de parar el pensamiento.

Durante años lo hice corriendo. A

veces pasa escribiendo...”. Eficacia,

dijo: “No en vano los guerreros se

interesaron por estas cosas. Te da

eficacia: para martillar un clavo, para

conversar con alguien que tiene una

preocupación, para el amor, para la

escritura”.]

Un poeta tiene menos aprensiones:

de pronto, meditar puede ser muy

malo para un narrador... Si uno

lograra parar el pensamiento, si

alcanzara realmente el desapego, ya

no tendría nada que proteger y tal

vez decidiría si verdaderamente tiene

necesidad de escribir o no...

AD: En ese espacio sin centro

parecería no haber motivo para

escribir, nadie que necesite

argumentar...

MC: Por eso, o sos como un pájaro

(digamos que en su jaula) o, si

querés lanzarte, te dedicás a la vía.

Los practicantes de zen más íntegros

y avezados que conozco dicen que

no es así, que no hay tal dicotomía.

Se trata de una disponibilidad, un

vacío lleno de posibilidades: que se

consuman y se disuelven. El asunto

es dejar que se disuelvan.

[La cofradía de los solitarios]

AD: Hay cierta literatura que

habla como en trance: pájaros

que solo soportan cantar

sobre, o por, o en el vacío

casi. Un paso más acá de la fe

y, desde luego, del dogma.

Muchos más escritores de los

que uno pensaría...

MC: Sí, es que está por todas

partes...

AD: El “Estanco” de Álvaro de

Campos menciona a la gente

que cree que simplemente está

en el mundo, como si eso no

constituyera de por sí una

metafísica.

MC: De hecho, Pessoa, para poder

llegar a eso, tuvo que inventar uno

de los heterónimos, Caeiro, que es el

maestro de los demás. Caeiro dice:

“Yo miro el río y es nada más que un

río, y estoy sentado en la puerta de

mi casa y todo esto ya me es

suficiente”. No lo era para Pessoa.

Y está ese poema de Leopardi,

“Canto de un pastor errante de

Asia”. El tipo está sentado y dice:

“¿Por qué no puedo ser como la

oveja, que no tiene la necesidad de

escribir este poema...?”

Cinco de cada diez buenos escritores

lo piensan. La literatura está repleta

de esto.

AD: Y está la escuela de los

indiferentes, que miran el

mundo como con una

perplejidad...

MC: Son formas de la distancia, del

desapego, como incluso lo es el

furor extremo: porque es extático,

una borrachera del resentimiento.

Todas son admirables. Lo mejor que

he podido lograr de mí mismo, en

estas cosas, es educarme como

admirador. ¡Mirá estos tipos!

Después resulta que a algunos los

conocías y eran imposibles... Y no

digamos ya Céline, que todo el

mundo sabe que debía ser tremendo.

54


Yo jamás me habría querido hacer

amigo de un nazi, ¿no?

AD: No, pero tal vez sí del

autor del Viaje... Hay una

compasión enorme, ahí.

MC: Sí, enorme. El que escribe es

otro que el que vive, como bien

escribió Borges. El que vive puede

ser muchos y también el que escribe.

Y en algún momento, alguno de esos

que escriben pone, de todo lo que

hay en ese ser múltiple, lo mejor. De

manera que esa obra no es una

impostura, como creía Sartre. Es un

derrame de lo mejor que ese sujeto

podía dar. Vos querrías vivir con el

que escribió eso y no con el que era

cuando se levantaba de escribir y se

iba a la cocina. Digo esto contra la

mediocre noción de los narradores

impostadamente escépticos que

dicen... Y no solo Vargas Llosa, que

es un imbécil, porque ni se da cuenta

de que alguien mejor que él escribió

La ciudad y los perros. Hay escritores

muy interesantes, que a uno le da

pena que digan eso. Las historias a

veces son mentiras, sí, pero a veces

son la verdad más honda a la que un

tipo pudo llegar.

En fin, no había pensado nada de lo

que me dijiste, y por el camino me di

cuenta de que venía con unas ganas

bárbaras de... ¿Pero vos qué me

querías preguntar? <

Ariel Dilon nació en Buenos Aires en 1964. Es

escritor y traductor. Publicó los libros: Vladimir

Nabokov y las lecciones de literatura (Campo

de Ideas), Relatos de faros (Cántaro) y El

inventor de dioses y otros apócrifos chinos

(Diputación de Badajoz, España).

55


56


Si es posible definir un mapa personal desde las

preferencias, habrá que situarse en el presente: autores

que nos acompañan, que irrumpen desde alguna parte,

y que acaso tengan buenas razones para abandonarnos

en el futuro. Tres eslabones, pues, de la familia

coheniana: un cuento de Jean Echenoz, tres relatos

breves de Lydia Davis, y algunos momentos de Maizal

del gregoriano, del poeta Arnaldo Calveyra.

COHENIANOS

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JEAN ECHENOZ

La ocupación de los suelos

Traducción de Lara Segade

(Revisión: Lucila Yankelevich)

Fotos Carolina Castagnola

Como todo se había quemado –la madre, los muebles y las fotografías

de la madre–, para Fabre y el hijo Paul hubo de inmediato mucho trabajo: toda

esa ceniza y ese duelo, mudarse, volver a salir a las grandes superficies. 1 Fabre

encontró demasiado pronto algo menos amplio, dos ambientes de funciones

intercambiables bajo una chimenea de ladrillo cuya sombra daba la hora, y que

tenían la ventaja de estar bastante cerca del quai de Valmy.

Por la noche después de la cena, Fabre hablaba a Paul de su madre, la

madre de él, Paul, a veces incluso mientras cenaban. Como no había otra representación

de Sylvie Fabre, él se agotaba queriendo describirla cada vez con

mayor exactitud: en medio de la cocina nacían hologramas que la menor imprecisión

desinflaba. No resulta, suspiraba Fabre, pasándose una mano por la

cabeza, por los ojos, y el desánimo lo adormecía. A menudo le tocaba a Paul

desplegar el sofá cama, transformando las cosas en dormitorio.

El domingo y algunos jueves, iban al quai de Valmy, hacia la calle Marseille,

la calle Dieu, iban a ver a Sylvie Fabre. Ella los miraba desde lo alto, tendía

hacia ellos el frasco de perfume Piver, Forvil, sonreía en quince metros de vestido

azul. La rejilla de un tragaluz atravesaba su cadera. No había otra imagen de ella.

El artista Flers la había representado sobre el costado de un edificio,

justo antes de la esquina. El edificio era más delgado y más sólido, mejor sostenido

que las viejas construcciones que se pegaban contra él chirriando, aterrorizadas

por el plan de ocupación de los suelos. A falta de marquesina, su

1

N del T: en francés, “grandes superficies” significa también supermercados.

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59


portal saturado de molduras portaba el nombre (Wagner) del arquitecto-escultor

grabado en un letrero arriba a la derecha. Y el muro sobre el cual, con todo su

equipo, el artista Flers se había esmerado por representar a Sylvie Fabre de pie,

dominaba un pequeño espacio verde rudimentario, una suerte de plaza sin

adornos que no servía más que para formar la esquina de la calle.

Elegida por Flers, presionada por Fabre, Sylvie había aceptado posar. No

le había gustado. Eso fue tres años antes del nacimiento de Paul, para quien

ese muro no era más que un trozo de vida anterior. Mira un poco a tu madre,

se ponía nervioso Fabre, a quien el espectáculo hacía llorar o excitaba, según.

Pero también podía hacer una escena, volverse francamente hostil frente a la

efigie contra la cual rebotaban, como un eco, sus reproches –Paul se ocupaba

de moderar al padre cuando amenazaba con formarse una aglomeración.

Más tarde, suficientemente alejados con Fabre como para incluso no hablarse,

Paul visitó a su madre con un ritmo más flexible, dos o tres veces por

mes, sin contar las que el azar lo llevaba hasta ahí. Desde una cabina ubicada

en el campo visual de Sylvie Fabre, estuvo a punto de llamar a su padre cuando

se pusieron a demoler la vieja cosa insalubre que lindaba con el edificio Wagner.

Este quedó solo, erguido como un faro al borde del canal. El revoque de la

fachada hizo nacer sobre el vestido azul, por efecto del contraste, una pátina y

unos matices insospechados. Era un hermoso vestido con un escote profundo,

era verdaderamente una madre. Se reemplazó la vieja cosa por una construcción

dinámica, de azulejos blancos, cubierta de balconcitos curvos, el otro lado

del Wagner se encontraba felizmente protegido por la permanencia del espacio

verde, que formaba un césped subsidiario a los pies de Sylvie.

La negligencia o la estrategia hicieron que el espacio se deteriorara. Las

cosas verdes se volvieron escasas en beneficio de residuos marrones que cubrían

un barro del que salía chatarra de aristas amenazantes, tendidas hacia el usuario

como las garras mismas del tétanos. Los usuarios se ofenden fácilmente con

estas prácticas. Herido, el usuario boicotea este espacio eliminado del mundo

clorofílico, no manda más allí a su descendencia, ni lleva a defecar al animal

doméstico. Al encontrarlo una mañana cruzado por una empalizada, avala esa

cuarentena con los ojos secos, sin cuestionarse la iniciativa; su corazón está

60


frío, su conciencia ensimismada.

A la larga la empalizada se deterioraría: soporte perfecto de afiches y

de inscripciones contradictorias, rápidamente se rompió por el desgaste de las

cosas, integrada al abandono. Serenados, los perros venían a hacer pis sobre

los tablones ya colmados de pegamento y de tinta, rápidamente corrompidos:

separados, lo que se adivinaba entre ellos hacía desviar la mirada. Con su perfume

levantado por encima de la carroña, Sylvie Fabre luchaba sin embargo

contra su desaparición personal, desafiando la erosión eólica con toda la fuerza

de sus dos dimensiones. Paul vio algunas veces con una mirada inquieta la piedra

tallada ahuyentar el azul, surgir desnuda, desgarrando la malla del vestido

maternal, aunque todo esto fue muy progresivo.

Alcanza con un objeto para iniciar una cadena, siempre se encuentra uno

que cierra al que lo precede, tiñe al que va a seguir –en un esténcil, así, el aviso

de permiso de construir. Desde entonces es muy rápido, sin duda alguien ha

vendido su alma junto con el espacio, está el agujero. Estuvo el agujero, cubierto

de esa tierra fresca que hay bajo las ciudades, no más estéril que otras; con tranquilidad

unos hombres de cascos amarillos la removían con método, ayudándose

con máquinas, dos topadoras y una grúa amarillas. Los tablones destrozados de

la empalizada ardían sin llama en una excavación, impulsando espirales de pegamento

negro en el aire. Tendida entre estacas oxidadas, una cinta roja y blanca

indicaba el teatro. Con los cimientos enraizados, las materias primas entregadas,

se lanzó la superestructura y nuevos tablones recién llegados estaban tirados

por todos lados, envueltos en un grumo de cemento. Los pisos se tragaron a

Sylvie como una marea. Paul divisó a Fabre en la obra una vez, el edificio estaba

por alcanzar el vientre de su madre. Otra vez, cerca del pecho, el viudo hablaba

con un capataz que desplegaba calcos milimetrados. Paul se mantuvo a distancia,

fuera del alcance de la enervante voz.

En lugar del espacio verde, habría un edificio casi idéntico al sucesor de

la vieja cosa, con bow-windows en lugar de balconcitos. Más tarde los dos serían

solidarios guardaespaldas del Wagner preservado, al proyectar la intersección de

sus sombras protectoras sobre el viejo techo de zinc. Pero a partir de los hombros,

la obra se volvió insostenible para un hijo, Paul dejó de visitarla cuando el vestido

61


entero hubo estado tapiado. Pasaron semanas antes de que él regresara al quai

de Valmy, por otra parte accidentalmente. El edificio no estaba enteramente acabado,

las terminaciones se retrasaron, con las bolsas de cemento rasgadas; enmasillados

hacía poco, los cristales tenían todavía cruces blancas para que no se

los confundiera con nada. Era un sepulcro en lugar de una efigie de Sylvie, al

que uno se aproximaba con otro paso, con una marcha menos ligera.

Después de la entrada, en el corazón de un patio de baldosas, un terraplén

blando presagiaba el retorno de la vegetación traicionada. Mientras Paul apreciaba

todo esto, una mujer que venía por la vereda se detuvo detrás de él, elevó

los ojos al cielo y gritó Fabre. Paul, cuyo apellido es el mismo, giró hacia ella

que todavía gritaba Fabre Fabre, tengo la leche. La enervante voz cayó del cielo,

de una ventana alta en el medio del cielo: simulas, Jacqueline. La mujer se alejaba,

no se sabe quién era. Sube, Paul.

Algunos reveses debían de haberse producido durante el tiempo en que

no se vieron, puesto que no quedaba ninguno de esos muebles grandes comprados

en medio del duelo, lustrosos por el dinero del seguro. No había más que un colchón

de goma espuma apoyado contra el muro de la derecha, un anafe, unos caballetes

con unos planos encima; ya las migas y las pelusas se perseguían sobre

el suelo inacabado. Pero Fabre se mantenía bien vestido, no le temía a nada. Había

puesto los vidrios por los cuales se distinguía el fondo del canal, privado de su líquido

por el vaciado trianual: muy pocas armas del crimen se encontraban ahí,

los únicos esqueletos eran los armazones de sillas de hierro, carcasas de ciclomotores.

Si no, aquello consistía en llantas y neumáticos separados, caños de escape,

manubrios; la proporción de botellas vacías parecía normal, en cambio desconcertaba

la multitud de carritos de supermercados rivales. Constelado de caracoles

estercorarios, todo eso se tendía en el lodazal que grandes mangueras vertían con

indolencia por sus anillos pegajosos, lanzando eventuales ruidos de sifón.

Fabre había sido el primero en presentarse en la oficina de alquiler, incluso

antes de la intervención de los pintores, dirigiendo una mirada muerta al

departamento modelo. Francamente no se lo disuadió de mudarse enseguida,

al cuarto piso del lado de Wagner, a un estudio situado bajo los ojos de Sylvie,

que eran dos lámparas sordas detrás del muro de la derecha. Según sus cálculos,


él dormía contra la sonrisa, suspendido en sus labios como en una hamaca; se

lo demostró a su hijo en los planos. La voz de Fabre exponía una misión superior,

remitiendo a una causa que los nervios del hijo podían ignorar. De todas

formas Paul partió a los veinte minutos.

Juntó sus pertenencias y volvió el sábado a la tarde. El padre había hecho

algunas compras: otro bloque de goma espuma, algunas herramientas, mucho

yogur y papas fritas, mucho alimento liviano. Ninguno contó nada de los últimos

años, no se evocó nada bajo la lamparita desnuda, solo se habló de la necesidad,

después del color de una pantalla. Fabre estaba un poco más elocuente que Paul,

antes de dormirse se quejó levemente, como para sí mismo, del sistema de losa

radiante. Mira un poco el sol que tenemos, dijo él también a la mañana siguiente.

El sol en efecto barría todo el estudio, como el reflector de un music-hall

fronterizo. Era domingo, afuera los rumores ahogados protestaban apenas, hasta

que casi se los añorara. Igual que en los días feriados, las horas de comida tenderían

a deslizarse unas sobre las otras, se arregló para las dos de la tarde –enseguida

nos ponemos manos a la obra. Un sol como este verdaderamente da ganas de

mandarse a mudar. Se expresaron igualmente poco sobre la dificultad de su tarea

que requería, es cierto, paciencia y músculo, además de, por último, escrúpulos de

egiptólogo. Fabre había detallado todas las etapas del proceso en un anexo abrochado

a los planos. Comieron entonces hacia las dos de la tarde pero sin mucho

apetito, sus mandíbulas trituraban el tiempo, la masticación no era más que un

relojero. De tal cuenta regresiva se pudo, antes de término, convocar el cero a voluntad.

Entonces, en cuanto se ponen manos a la obra, comienzan a rasquetear

enseguida, sin necesidad de cambiarse, desde la mañana se vistieron esos largos

uniformes blancos bordados de pintura vieja, se rasquetea y las nubes de yeso

flotan al sol, salpicando las frentes, los cafés olvidados. Se rasquetea y después

muy pronto se respira mal, se transpira, comienza a hacer un calor terrible. <

La ocupación de los suelos (L’occupation des sols) fue publicado originalmente en Francia por Les

Éditions de Minuit, París, 1988.

Jean Echenoz (Orange, Francia, 1947) es autor, entre otras, de las novelas Me voy, Nosotros tres,

Rubias peligrosas, Correr y Relámpagos, todas ellas publicadas en español por la editorial Anagrama.


ARNALDO CALVEYRA

Maizal del gregoriano

(fragmentos)

Ilustraciones Delfina Estrada

De la serie “Aullar los sentimientos más profundos”

64


Las dos de la mañana. Escucho la canción inventada por un tartamudo. Con

solo desearlo la pone a rodar, el aire poco a poco enrarece, por su causa y a

causa del aire la canción enrarece, se interna en vocales recién empezadas de

la mente, rueda entre las santas que se reclinan al ofrecer una vara de nardo

con la mano suave, dulcemente en nichos lo largo, lo ancho, lo alto de la nave

de la iglesia murmurada de nombres, murmura, le murmura noticias y he aquí

que la canción se interesa, empieza a desear que algo, alguien en el recinto

siga siendo tesoro oculto, jardín secreto.

A fuerza de obstinado empeño la canción rueda en el espacio del recinto, y el

recinto y el espacio poco a poco encuentra asidero, lugar entre el aire y ella —

que ya es el aire y ella—, canción de vocales extáticas, discurren al mismo

tiempo, tiempo entre ella y el aire, encuentran lo que buscan al seguir rodando.

A fuerza de pausado empeño arde, arde también ella entre las cuerdas vocales

de los monjes, poco a poco encuentra acomodo el aire —el aire y ella—, tiempo

ella y nosotros y memoria, canta, se canta, encuentra lo que busca para seguir

rodando entre los bancos. Adivino las huellas, asisto a esas huellas, canción

inventada por un tartamudo.

Alas se despliegan, huellas de tartamudeo entre los bancos, en los pasillos. El

pliegue de canción reaparece. Lugar para el aire y para ella, canción hecha de lirios

que se pudren. Vocal recién nombrada de la nave de la iglesia donde estamos

65


reunidos. Sigue rodando entre las santas que se recuestan en la pared ni bien las

miramos. Vocales entretenidas con cuatro paredes. Los cantores, las santas, una

vara de nardo en la mano mientras que la otra vara asoma de sus bocas.

Acudimos al espectáculo en derredor de un plato incandescente y de una danza,

y yo, entrerriano recién llegado a la abadía de Solesmes en busca de retiro y

de silencio, me siento en un lugar apartado de la iglesia a oír el gregoriano que

cunde a lo maizal de nave a nave en procura de los techos entibiados por la

luz de las velas, oigo al monje a mano derecha, de pie junto a la columna, en

busca de notas que se amen.

¿A cuál de los dos ríos atendió el caminante?, ¿cuál de los dos ríos conversó

con el mar?, ¿cuál es el virtual y cuál el río de la mente?, ¿vacilante, el canto

por una falla de la imaginación?, hombre ni joven ni viejo, yo, el que esto escribe,

ni alto ni bajo, señas particulares ninguna, llegado del entre dos ríos,

oigo la queja del gregoriano sin orillas, busco en los artesonados del cielo raso

la razón de mis ganas de silencio.

Ondula el maizal del gregoriano, nace de unas cuchillas, de unas lomas en la

mesopotamia argentina, se diría la canción inventada por un tartamudo que, a

fuerza de desearlo, terminara por echarla a rodar en el recinto de una pieza

vacía, ya sin el menor asomo de tartamudeo. Y el canto, libre, conserva las

huellas del antiguo traspié, tanto, que la canción, sin apoyos precisos, sin pautas

precisas, su melancolía confiada entra en tratos con él. Ambos juegan a ponerse

nombres, a intercambiar horizontes, nombres de músicas no oídas, tanto, que

el aire en derredor encuentra asidero, lugar para el aire —alrededor y tiempo y

ella—, canción dejada por muerta en lomas junto a las costas del Uruguay y

ahora en boca de unos monjes.

¿Pero qué? ¿Con qué cuerdas vocales retener la canción hasta verla desaparecer,

perderse? Vocal empieza a arder en frío —recinto clausurado, indiferente y desasido—.

Entre ella y nosotros no queda aire. Una segunda vocal se propaga en dirección

de las santas apostadas en nichos de vidrio. Desde allí menciona lo alto,

lo ancho, lo alto de la nave de la iglesia recorrida de nombres. Encuentra un lugar

para el aire y para ella —lugar que ya es el aire y ella—, extática vocal canta, cantó

y tiempo entre ella y nosotros, tiempo ella y nosotros y memoria. Canta, se canta.

Ángel aterido de la derecha. La vocal anestesiada se desarrima de la pared.

Ahora que la luz de las velas describe mi silencio, por hileras, por rachas, a lo

maizal cunde el gregoriano, anábasis en blanco y negro asciende para volver

a descender de un cielo. Saco mi cuaderno y empiezo a escribir el libro que se

pergeñaba en el camino.

66


Revelaciones de una noche subtropical

67


Espejo avanza con muerte. Cegado por Salomé que irrumpe de detrás del espejo.

Instantes de la mirada del profeta. Cegado por Salomé, espejo vuelto del revés,

vueltos ciegos los ojos del profeta, ojos en los que nadie podría aguantar más

imagen, más imagen no se podría.

Lenta, la espiga arriba a la raíz. Los atardeceres ocultan. Me quedo observando

la cortina de agua mansa. Lugar: el aire. “Y de la hospitalidad no te olvides”.

Canción de corazón reseco. Imposible imagen.

Bajo esa misma lluvia hombre callado. A quien mirar llover vuelve silencio.

Entra la lluvia por una luz de puerta al abrirse, por esa luz llega al patio y al

hombre le parece avanzar por entre una luz mojada, hombre de una sola lluvia.

De quedar más cerca esa puerta y de no ser de noche asistirías, peregrino en

busca de silencio, al regreso del hijo pródigo. Parada a la entrada de la cueva,

una vizcacha le madruga a la madrugada.

Calado bajo esa lluvia que le llega del pasado. A medida que avanza de memoria

hacia ese lugar, avanza por un pasado de lluvia. Hombre a quien mirar

llover vuelve silencio, el cielo una canilla averiada es el entierro de Mozart.

Lluvia callada, se calla la tierra, el hombre mira alejarse los árboles desaparecer

los árboles.

Permanece en la lluvia atenta. Por su luz, hombre callado por su luz callada.

En quien los recuerdos se vuelven lluvia ni bien se da vuelta para evitar unas

ramas caídas. Mira avecindarse unos árboles. Callada la lluvia, callado el hombre

que por ella avanza, lluvia de su memoria que lo moja.

Llueve, la lluvia ciega que llega del fondo de los campos empapa al hombre en

su caminata. Empujado por sus propias nubes, hombre ya mitad nube. Va

quieto. ¿Qué nubes podrán ser esas nubes?, ¿qué pájaros se ocultan detrás de

ellas? Horizonte del alto de la lluvia.

Horizonte del alto de la lluvia, estragado por las arboledas del diluvio por donde

avanza, llega del pasado de la lluvia y siempre la misma. Permanece el hombre

a la puerta de su rancho y, mientras, se pasea por el campo.

Luz de lluvia en Entre Ríos. Para el hombre parado a la puerta de su rancho

llega de otrora, gustosas las plantas la reciben, llamita trémula se agranda ni

bien asoma del suelo, se vuelve azul el caballo en esa luz de esponja. El hombre

se acerca a saludarla junto al alambrado y todo Entre Ríos es llover, es una

sola lluvia. Parece reclinarse un poquito más en los bordes de los charcos. El

horizonte no cierra.

68


Llueve añares (en la plata de antes). El pasado llega con lluvia. Palabra lejos,

con ella asoma. Son de alguna, de ninguna parte los años. Aparece desaparece

como en un espejismo la distancia.

Desfile de los años. De agua el horizonte. Azul el caballo que quedó parado

en mitad del campo. Mirar se vuelve agua, vuelve de agua las parvas, los bultos

en la distancia. Lluvia, te agrandas al llegar al horizonte, ¿juegas al boquete

de cielo?

Luz de lluvia en Entre Ríos, hacerse de un azul los cañaverales de junto al

pozo. Luz de lluvia en Entre Ríos, sueñan azul los cañaverales de junto al pozo.

Lluvia avecindada a ríos, próxima a los bordes del pantano. Azul el caballo

en la cerrazón. Un poquito más próximo el pasado, sueña azul, sueña con caballo

de color azul.

Volcanes

El hombre sale del rancho a contemplar las nubes. Entre los pastizales, a golpecitos

blandos, los primeros goterones, hombre despertado por su propia lluvia.

Dios hecho de hombre, de hombre solo por el campo anochecido de la

mañana. Avanza entre los teros que se guarecen en los pastos, la perdiz se hizo

perdiz, avanza por la lluvia como animal por los rincones de la madriguera.

Avanza por lo mismo de hombre. Callada la lluvia y callada la tierra. Hombre

que se fuera llamando a silencio.

De esas nubes nacen nubes, ¿qué pájaros huyen?, ¿a quién alumbrará el farol que

quedó colgando de la cumbrera? De cara al horizonte que no cierra, entre la esponja

de nubes que se agachan, lluvia capaz de apagar el fuego de los cuerpos.

Casita de hornero derruida al parecer, abandonada al parecer, un aromo la sostiene.

69


Río arriba

La lluvia lo sigue como un perro, con él avanza, lo acompaña. Son lo alto, lo

ancho, son lo mismo. Por ninguna parte la mañana. Cielo tapiado, clausurado.

Silencioso por la misma lluvia, hombre y casi el mismo con la lluvia de otrora.

Se está volviendo lluvia.

Sentado en la iglesia, fatigado por el largo viaje, ¿de dónde sale este lamento

que termina en silencio, silencio que es mío y será mío? Hombrecito del

Entre Ríos, para que puedas volverte rincón de la iglesia, permanece en el

rincón de la iglesia.

Puertas adentro disponen la mazorca de granos rubio mestizo, mazorca recién

cosechada sobre plato blanco refulgente. Insistencias del foco, luz olvidada al

fondo del coro, vocal tomada en préstamo a las santas. Asaltada por la duda,

la cabeza del profeta. La blancura parece protegerla. Y a la vez cegarla. Cegada

un poco más.

La entonación se precisa de cuando el maizal se empina contra viento y la cuesta

empieza a suceder entre vocales. ¿Acaso no oyes el tartamudeo que vuelve al

atril desvencijado de tu memoria? Una imagen corta campo. A tientas busca por

el lado de la lucecita inseparable del canto, lucecita —inseparable— de gregoriano.

Del canto no se separa la mazorca decidida a hacer noche. Obstinada, ni brilla

ni se apaga, luz de la piedra, insiste en escuchar esta historia de personas desaparecidas.

En la oscuridad la mazorca empieza a madurar, a estar pronta,

colmo del espectáculo. El canto no las separa. Lugar hacia donde empinarse

no queda, avanza a reculones de oscuridad, al avanzar pregunta, durante largo

rato tendrá forma de pregunta.

70


La imagen figura un leñador, se inmoviliza para entrar en el cuadro del atardecer

—atardecer de apenas, de ningún, de casi ningún pájaro. También madura

el gesto de blandir el hacha. Con el llegar retrocede. En poder de la noche

la sombra, nuestros sueños. Anda de mano en mano. La imagen termina por

desaparecer.

Luz de la piedra. Escribe la página, la trabajas de izquierda a derecha, de arriba

hacia abajo, mientras la mano se acerca. No se aleja de la otra mano. Sabes

que después de tu gesto no hay nada. Después de la carilla, que no tiene después,

carilla sin después, no queda nada.

Empéñate en la forma. Te pones de acuerdo con la forma, como en el teatro religioso

del que tu gesto procede, con el rito, tu carilla, te pones de acuerdo.

Buscarla, esmerarte en la forma, darle el último toque, perfilarla, darle el toquecito

último. Porque más allá de la forma no hay nada.

¿Escribir aunque más no sea de bueyes perdidos para tratar de llenar el agujero?

¿Fondo sería forma? ¿O al llegar al fondo te encontrarías con la forma dispuesta

a entrar en el juego?, ¿a entrar en conversación con el fondo hasta dar con la

forma?, ¿al tocar fondo te encontrarías con la forma?, ¿al llegar a la forma te

encontrarías con que fondo y forma ya no son mera forma? ¿o al tocar fondo

te encontrarías con la forma? ¿Fondo no sería forma?, ¿dejaría de ser fondo a

secas, a solas?

No duplicar el canto, no tratar de escribir dos veces la misma melopea, en ningún

momento describir lo que cantan, gregoriano de los montes. No poetizar

la voz, que las voces sigan emergiendo a medida que guardas el compás. No

reescribir la partitura. Fluya el hilito nacido y criado en las lomas entrerrianas,

napa brotando desde tantas partes como otrora la lluvia, su voz no cesa. No

sumarte al canto con palabras —palabras no son el canto—, la partitura que

oyes tendría que bastarte. Que no llueva sobre mojado. <

Maizal del gregoriano. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005.

Arnaldo Calveyra (Mansilla, Entre Ríos, 1929) es poeta, novelista, cuentista y dramaturgo. Algunos de

sus libros: El hombre de Luxemburgo, Diario de fumigador de guardia, El libro del espejo y El origen

de la luz.

71


LYDIA DAVIS

_ El paseo

_ Historia

_ La carta

Fotos Luis Sens

El paseo

Una traductora y un crítico coincidieron en la gran ciudad universitaria

de Oxford, invitados a participar en un congreso sobre traducción. El congreso

se celebró a lo largo de un sábado, y esa noche cenaron los dos juntos, aunque

no totalmente por elección. El resto de los que habían intervenido o asistido al

congreso se habían ido ya, incluidos los organizadores. Sólo ellos habían elegido

pasar una segunda noche en las habitaciones que les ofrecieron en el college

en el que el congreso se había celebrado, un edificio venido a menos, con

alfombras manchadas en los pasillos, olor a moho en los dormitorios para invitados

y chirriantes camas de hierro.

El restaurante era luminoso, bien ventilado, con las paredes de cristal

como un invernadero. La comida era buena y la conversación decayó pocas

veces. Ella le hizo muchas preguntas y él habló largo y tendido sobre sí

mismo. Sabía cosas de él, puesto que llevaban años escribiéndose de vez en

cuando: le había pedido ayuda en dos o tres cuestiones, y él había mostrado

admiración ante uno de sus ensayos, como ella había elogiado una de sus reminiscencias.

El crítico había tenido la amabilidad de incluir un fragmento

de su última traducción en una antología. Tenía un encanto casi servil. Le

gustaba hablar de sí mismo y no le hacía demasiadas preguntas. La traductora

notaba el desequilibrio, pero no le importaba. Se tenían aprecio, aunque entre

ellos había también cierta tensión subyacente, por la reacción negativa del

crítico a su traducción.

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Opinaba que se había ceñido demasiado al texto original. Prefería las

estudiadas cadencias de una versión anterior y así lo había dicho en persona y

por escrito. La traductora opinaba que su admiración por el lirismo y las florituras

retóricas iba en detrimento de la exactitud y la fidelidad al estilo del original,

más llano y claro, decía, que el estilo florido y confuso de la antigua

versión. Durante el congreso, la traductora había presentado formalmente sus

planteamientos, y él no le había contestado, aunque desde el atril pudo deducir

por la expresión entre divertida y displicente de su cara, y por una repentina

mueca de dolor cuando se removió en su asiento, que las opiniones del crítico

eran contundentes. Para su propia exposición el crítico había optado por reflexionar

sobre el lenguaje de la crítica de traducciones, incluyendo sus propios

trabajos y utilizando, por travesura o malevolencia, ejemplos de críticas a las

traducciones de los participantes en el congreso. Había causado malestar e incomodidad

en casi todos, y había herido su orgullo, pues sólo uno se salvó de

recibir malas críticas.

Cuando la traductora y el crítico acabaron de cenar, aún había claridad

en la calle. Hacía pocos días del solsticio de verano. Como el cielo seguiría iluminado

unas horas y habían pasado el día encerrados en la sala donde se celebraba

el congreso, entre, a ratos, el aburrimiento y la tensión, causada por él

casi siempre, y puesto que habían disfrutado, en cierta medida, de la mutua

compañía, coincidieron en que sería agradable dar un paseo.

El college donde el congreso se había celebrado y el restaurante, muy

cerca, estaban a unos buenos diez minutos a pie del centro, y planearon ir andando

a la ciudad, callejear un rato, y volver andando también. El crítico no

pisaba la ciudad desde hacía muchos años y sentía curiosidad por verla de

nuevo. La traductora la había explorado por su cuenta el día antes, a su llegada,

pero no a fondo ni a plena satisfacción, porque estaba llena de turistas

y el sol del mediodía pegaba demasiado fuerte para que se sintiera cómoda.

Había tomado dos veces el autobús de circunvalación o, con mayor precisión,

había recorrido dos veces el trayecto completo, y una vez sólo medio, bajando

dos veces la calle principal, pasando dos veces por el jardín botánico, llegando

dos veces a los colleges de las afueras, para regresar otra vez al centro y ser

devuelta al punto donde se alojaba, así que conocía mejor la ciudad que el

crítico. Por tácito acuerdo, ella asumió el papel de guía. Se sentían como lo

que eran, súbditos de las colonias en la madre patria, ella con su acento, desagradable

a los oídos nativos, y él con el suyo, un acento que nadie habría

sido capaz de localizar.

Hablaron sin parar mientras caminaban hacia la ciudad, casi siempre

sobre él, su trabajo en la universidad, sus alumnos, sus hijos y la educación de

sus hijos, y su mujer, a la que echaba de menos. Su mujer y él habían intentado

separarse, pero al cabo de unas semanas ella había vuelto. Durante esas semanas,

dijo, se había sumido en la desesperación. Cuando se es dos, se deciden en

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común muchas cosas insignificantes, como en qué habitación tomar el café por

la mañana. Pero, cuando uno está solo, dijo, qué penoso y difícil resulta tomar

esas mínimas decisiones.

Las calles estaban relativamente vacías, aunque era un sábado por la

noche. No había demasiados turistas, sólo unas cuantas familias y parejas. Las

aceras estaban despejadas, como si hubieran barrido al gentío. De vez en

cuando pasaban a toda prisa estudiantes con traje, en grupo o solos, camino

de alguna ceremonia académica. El crítico y la traductora tenían la extraña

sensación de que la ciudad estaba llena de gente, pero que toda la gente asistía

a algún acto a puerta cerrada, invisible. Las calles eran suyas por el momento.

El sol, bajo, flotaba en el cielo, suspendido sobre el horizonte, y descendía tan

despacio que apenas se notaba el descenso. Bañaba las piedras de los viejos

edificios con una luz color de miel. El cielo sobre los tejados era inmenso, como

pintado de azul pálido.

Al final de una larga calle peatonal pavimentada con adoquines, oyeron

un coro de voces que llegaba en el aire apacible del anochecer. El concierto

tenía lugar en una sala rosa y circular. Subieron los peldaños hasta la puerta

de entrada con la intención de colarse hasta que acabara el concierto. Él, el

más niño de los niños mimados, no era de los que se someten a reglas y, aunque

a estas alturas ella empezaba a sentirse una especie de tía afectuosa que lo mirara

con indulgencia, a él y a sus insultantes juicios, no estaba más acostumbrada

que él a atenerse a la ley. Especialmente allí, en la madre patria,

sintiéndose menos decentes que los ciudadanos nativos, se dejaban seducir por

la posibilidad de comportarse menos decorosamente.

Pero, bloqueando la entrada, charlando y riendo, había dos mujeres de

mediana edad y volumen considerable, faldas largas y zapatos de pesados tacones,

una de las cuales les dijo con mucha educación y firmeza que no podían

entrar. Se quedaron, sin embargo, un rato al lado de las mujeres, disfrutando

de cómo nacía y se extinguía la canción mientras admiraban lo que había sido

el corazón de la universidad originaria, un mínimo patio centenario al pie de

la fachada, modesta, de la primera biblioteca universitaria.

Cada una de las cortas calles del vecindario les ofrecía en su paseo otro

viejo college, casi siempre con su propia puerta, su verja rematada en puntas,

y su patio, tracerías o ménsulas, o algún campanario que admirar. A veces los

dos querían tomar la misma calle, a veces sólo uno, y el otro lo acompañaba

educadamente. A ella le parecía un ejercicio interesante explorar un sitio con

una persona a la que no conocía bien, y seguir no sólo los propios impulsos

sino también los del otro.

Como los dos llevaban casados muchos años, pasear juntos así tenía

algo de la familiaridad agradable de una larga costumbre, pero también de la

torpeza de una primera cita, dado que, al fin y al cabo, no se conocían demasiado.

El crítico era un hombre menudo, de gestos y movimientos delicados.

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Ella tuvo cuidado de no acercársele demasiado al andar, y dedujo por sus vaivenes

que también él procuraba mantenerse a cierta distancia.

Cuando había pasado más de una hora, decidieron volver a su college.

Y entonces les pareció interesante tomar un camino diferente, por una calle

paralela a la que habían seguido primero y en la que desembocarían poco antes

de llegar a su destino. Esto no se lo explicó la traductora al crítico, sólo le aseguró

que la calle que iban a tomar los llevaría de vuelta a su facultad. Él se

confió a ella, prestó poca atención al camino y siguió hablando.

Hablaba categóricamente, usando poderosos adverbios que con frecuencia

expresaban indignación, y reconociendo que algunas de sus opiniones

eran, como explicó, virulentamente amargas: había cosas, a su juicio,

flagrantemente obvias, o embarazosamente inexactas, o patentemente ridículas;

otras, por supuesto, eran espléndidas, deliciosas o cautivadoras. Para

condenar a una determinada editorial, subrayó —aunque no era lo suficien-

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temente viejo como para haber conocido la Segunda Guerra Mundial— que,

en su primera línea, la incompetencia y la falta de honradez pululaban como

pulgas de trinchera entre los soldados de infantería y que a sus administradores

del nivel máximo los deberían sacar de las trincheras para confiarles

cada cierto tiempo alguna tarea tranquila y restauradora, coser páginas, por

ejemplo. La traductora disfrutaba escuchando, y varias veces pensó lo bien

que encajaba ese final —su propia pasividad, el suave ejercicio físico— en un

día largo y cansado.

La calle, en general, le resultaba familiar, por haberla recorrido antes

tres veces, cuando el autobús de circunvalación salía de la ciudad, pero empezó

a sentirse un poco preocupada a los diez minutos de paseo, insegura

de dónde doblar a la izquierda. Las cosas, era verdad, pasaban relativamente

de prisa ante la ventana del autobús. Él le preguntó cariñosamente dos veces

y ella admitió sus dudas la segunda vez. Pero, cuando tomaron la que resultó

ser la vía correcta y llegaron perfectamente a su calle, casi frente al restaurante

en el que habían cenado, y ella disfrutaba de 1a satisfacción de haber

encontrado el camino, él ni siquiera se dio cuenta de dónde estaban, y se limitó

a caminar a su lado, por la calle del restaurante, hasta que ella se lo

señaló. Y entonces se sintió verdaderamente asombrado, como si imaginara

que estaban lejos de aquella esquina y ella acabara de sacársela del bolsillo

de la chaqueta.

Entonces la traductora pensó que el crítico iba a reconocer el paralelo

con una escena del libro que ella había traducido, pero no fue así; pensó que

quizá estaba demasiado ocupado intentando orientarse. En la versión que el

crítico prefería, el pasaje dice:

Volvíamos por el paseo de la estación, donde estaban los hoteles

más bonitos del lugar. La luna iba sembrando en los jardines, como Hubert

Robert, un pedazo de marmórea escalinata, un surtidor y una verja entreabierta.

Su luz había destruido la Oficina de Telégrafos. No quedaba más

que una columna tronchada, pero bella como una ruina inmortal. Yo iba

a rastras, me caía de sueño, y el olor de los tilos que embalsamaba el aire

se me aparecía como una recompensa que sólo se logra a costa de grandes

fatigas, y que no vale la pena lo que cuesta. De cuando en cuando, detrás

de las verjas, perros que despertábamos con nuestros pasos solitarios,

daban alternos ladridos, de esos que todavía oigo algunas veces; y en el

seno de esos ladridos debió de ir a refugiarse el paseo de la estación

(cuando se construyó en su emplazamiento el parque público de Combray),

porque donde quiera que me encuentro, en cuanto empiezan a oírse, lo

veo, con sus tilos y sus aceras iluminadas por la luna.

De pronto, mi padre nos paraba y preguntaba a mamá: «¿Dónde estamos?»

Rendida por el paseo, pero orgullosa de su esposo, mi madre reco-

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nocía cariñosamente que lo ignoraba en absoluto. Entonces él se encogía

de hombros, riéndose. Y como si la extrajera del bolsillo de la americana al

sacar la llave, nos mostraba, allí, en pie y delante de nosotros, la puertecita

trasera de nuestro jardín, que había venido, con la esquina de la calle del

Espíritu Santo, a esperarnos al cabo de los caminos desconocidos.

Puesto que el crítico no se había dado cuenta, pensó mencionárselo enseguida,

pero en ese momento estaba más interesada en enseñarle la casa ante

la que iban a pasar. Una vez había sido la casa de Charles Murray, el gran editor

de The Oxford English Dictionary.

Cuando llegó a la ciudad el día antes, lo que más deseaba era ver, no

los más famosos monumentos, sino la casa en la que ese editor había vivido

mientras producía lo mejor de su obra, según había leído en el relato personal

de la nieta de Murray. Se había molestado en preguntarle a cada persona con

la que se encontraba si sabía dónde estaba la casa. Nadie había podido decírselo

y, conforme se le acababa el tiempo, iba renunciando a la idea de encontrarla.

Entonces, al final de su jornada turística, cuando el autobús

desembocaba por tercera vez en su calle y se detenía para que se apeara junto

a la portería del college, el guía dijo algo sobre el editor y la casa. Estaba bajándose

del autobús, casi en la calle, cuando lo oyó y no le preguntó nada al

guía. No podía creer que la casa estuviera allí mismo, en el barrio donde ella

se alojaba, y al día siguiente siguió preguntándole a todo el mundo dónde

podía estar la casa.

Después de dar su charla en el congreso, se le había acercado un hombre

bajo y robusto, de expresión preocupada, casi de irritación, que concentró

toda su atención en ella, sin reparar en nadie que no fueran la traductora

y él, le formuló varias preguntas pertinentes y le hizo unas cuantas observaciones,

concisas, sobre la charla. Era lo suficientemente modesto como

para no identificarse, y, cuando ella le preguntó quién era, le dijo que acababa

de jubilarse como bibliotecario del college y que le complacería, de

hecho, enseñarle la biblioteca. Puesto que parecía una persona muy competente

y de larga experiencia, a la traductora se le ocurrió preguntarle lo que

le preguntaba a todos desde el día anterior. El bibliotecario dijo que conocía

la casa, por supuesto: estaba al otro lado de la calle. E inmediatamente la

acompañó a la esquina y se la señaló. Allí estaba, con su planta alta y el tejado

elevándose sobre el muro de ladrillo, como si el bibliotecario se la hubiera

sacado del bolsillo de la chaqueta y la hubiera colocado allí para

complacer a la traductora.

La situación no era exactamente así, desde luego, porque el bibliotecario

no la había llevado a casa por arte de magia, sino que le había mostrado la

casa que andaba buscando. Pero ahora le contó la historia al crítico, con el

que sentía un mayor compañerismo después de caminar hasta tan lejos con él

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y de devolverlo al punto de partida sano y salvo. Pensaba que ahora reconocería

la situación, y pensaba en su paseo y en el pasaje del libro que el crítico

conocía tan bien.

En la versión de la traductora, la escena es así:

Volvíamos por el bulevar de la estación, donde estaban las más agradables

villas de la parroquia. En cada jardín la luz de luna, como Hubert

Robert, bañaba sus escalones rotos de mármol blanco, sus fuentes, sus verjas

entreabiertas. Su luz había destruido la oficina de telégrafos. Sólo quedaba

una columna medio rota, pero que conservaba la belleza de una ruina

inmortal. Yo arrastraba los pies, me caía de sueño, el olor de los tilos que

perfumaba el aire me parecía una recompensa que sólo podía obtener al

precio del cansancio más grande y que no valía la pena. De las verjas, muy

alejadas unas de otras, perros a los que despertaban nuestros pasos solitarios

se cruzaban ladridos como los que todavía oigo algunas noches y entre

los que el bulevar de la estación (cuando sobre su emplazamiento se creó

el jardín público de Combray) debió de ir a refugiarse, pues, allí donde me

encuentre, en cuanto empiezan a resonar y a responderse, vuelvo a verlo,

con sus tilos y su acera iluminada por la luna.

De pronto mi padre nos paraba y preguntaba a mi madre: «¿Dónde

estamos?» Cansada después del paseo, pero orgullosa de mi padre, le confesaba

tiernamente que no tenía ni idea. Mi padre se encogía de hombros y

reía. Entonces, como si se la hubiera sacado del bolsillo de la chaqueta con

la llave, nos señalaba, allí, ante nosotros, la puerta trasera de nuestro jardín

que, con la esquina de la rue du Saint-Esprit había salido a esperarnos al

final de aquellas calles desconocidas.

Pero al crítico le interesaba más el gran editor, y la casa, y el buzón de

enfrente de la casa, puesto allí especialmente para que lo usara el editor y desde

el que fueron enviados por correo muchos de los encargos de artículos para el

diccionario. La traductora pensó que ya le comentaría el paralelo en otra ocasión,

por carta, y que quizá entonces le pareciera divertido.

Era tarde. El sol se había puesto por fin, pero aún permanecía en el cielo

la luz fría del solsticio. Después de que el crítico abriera la puerta con la llave

desconocida, se dieron las buenas noches en el vestíbulo del college y cada uno

siguió su camino, él, escaleras arriba, y ella, pasillo abajo, a sus habitaciones

con olor a humedad.

Era demasiado tarde para disfrutar, como le gustaba, de aquel momento

de soledad en su habitación después de un día tan largo; tenía que levantarse

temprano. Pero no era aquella, en ningún caso, la clase de habitación en la

que disfrutar del silencio y el descanso, tan pobremente amueblada, con su

pequeño y frágil armario (en el que la puerta oscilaba, siempre abierta), su

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lámpara poco práctica, sus almohadas duras y planas, y aquel persistente olor

a moho. El cuarto de baño, es verdad, por contraste, era de mármol y porcelana,

y su única y estrecha ventana daba a un bonito jardín, aunque le faltaran

algunas cosas de primera necesidad: en cuanto llegó, el día antes, y mientras

ella daba un paseo por la ciudad, el crítico le había dejado una nota de pánico,

a la busca de jabón.

La experiencia, en su conjunto, no la había decepcionado, decidió,

mientras sus pensamientos se ordenaban por su cuenta. Estaba en una cama

nueva, con un libro abierto delante, intentando leer a la luz insuficiente de

la lámpara, pero, cada vez que volvía los ojos a la página, se le ocurría otra

idea insistente y le impedía leer. Se sentiría decepcionada si no hubiera visto

por fin la casa de Murray, o si no hubiera visto la biblioteca, en la que estuvo

a punto de activar la alarma al cruzar un espacio, abierto sin ninguna duda,

al final de una antigua escalera. Se habría sentido decepcionada en aquella

casa si la sala del congreso no hubiera sido tan elegante, con sus techos altos

y sus oscuras vigas de roble, y se habría sentido decepcionada, quizá, por el

propio congreso, si uno de los conferenciantes no hubiera ofrecido tan interesantes

ejemplos de borradores de grandes escritores. La había decepcionado

que algunos de los participantes no se hubieran quedado más tiempo,

como habían hecho ellos, y que, incluso, parecieran tener verdadera prisa

en irse.

Pero también contaba el largo paseo, y sus mudables impresiones de

la ciudad, que había encontrado tan llena de gente, tan calurosa y opresiva

al mediodía el día antes y que aquella noche había resultado tan serena, con

sus calles vacías, los espacios desolados de sus patios y jardincillos, la oscuridad,

contra el cielo, de las agujas y campanarios de sus iglesias, con sus callejones

y pasadizos, y sus piedras suaves que, en su memoria, reflejaban el

cielo con matices coral, y apenas se iban oscureciendo al paso de las horas,

al frío de la noche.

La paz y la desolación de la ciudad al anochecer le habían parecido frágiles

y transitorias; volvería a sumergirse al día siguiente en el calor de la multitud.

Y, después de sus largos paseos por la ciudad, primero en autobús y luego

a pie, le parecía que el peso de su experiencia de la ciudad estaba allí, en el college,

a distancia, como si la ciudad tuviera siempre que ser experimentada

desde una distancia igual a la longitud de esas dos calles que, partiendo del

college, y divergiendo, llevaban a la ciudad.

Por fin las ideas se fueron espaciando, y pudo leer y, con la lectura,

dejó de pensar. Leyó más de lo que quería, y poco a poco se fue olvidando

de la lámpara, de la habitación y del congreso, aunque el paseo persistía,

como una presencia, en algún punto más acá o más allá de lo que leía, hasta

que se relajó por completo y se durmió, y ya no le molestaba la almohada,

tan dura.

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A la mañana siguiente, cuando salió con la maleta, allí estaba también

él, en la portería, con un traje blanco de verano, demasiado amplio para un

cuerpo tan menudo. El día antes, los dos habían pedido un taxi para la

misma hora, y allí estaban los dos taxistas, charlando junto al bordillo, esperándolos

al sol temprano. Aunque el crítico iba a la misma zona de la ciudad,

pero no a la estación, ninguno de los dos había sugerido compartir el

taxi. La traductora esperó unos minutos a que acabara de hablar con el portero,

y luego volvieron a despedirse antes de partir en su taxis separados.

Cuando el crítico se dirigía al suyo, las últimas palabras que dijo, solemnes

e incluso portentosas, pensó la traductora, jamás se las había dicho nadie,

aunque las consideró probablemente ciertas, dado que él vivía en el extremo

opuesto del mundo: «Es probable que no volvamos a vernos.» Y entonces

hizo un gracioso gesto con la mano que la traductora, más tarde, no podía

recordar con precisión, y cuyo significado exacto se le escapaba, aunque parecía

combinar una despedida con una aceptación de alguna clase de inevitabilidad,

y su taxi se puso lentamente en movimiento, seguido, de cerca,

por el suyo. <

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Historia

Vuelvo a casa después del trabajo y encuentro su mensaje: que no viene,

que tiene trabajo. Volverá a llamar. Espero, y a las nueve voy adonde vive, veo

su coche, pero él no está en casa. Llamo a la puerta de su apartamento y a

todas las puertas de garaje, porque no sé cuál es su puerta de garaje. Nadie responde.

Escribo una nota, la releo, escribo otra nota y la pego en su puerta. En

casa no me tranquilizo, y lo único que puedo hacer, aunque tengo mucho que

hacer porque mañana salgo de viaje, es tocar el piano. Vuelvo a llamar por teléfono

a las once menos cuarto y está en casa. Ha ido al cine con su antigua

novia, que continúa allí. Dice que ahora me llama. Espero. Me siento por fin y

escribo en mi cuaderno que cuando me llame o venga a casa, o no venga, me

enfadaré, y tendré que vérmelas con él o con mi rabia, y eso podría ser estupendo,

porque la rabia es siempre un gran consuelo, como descubrí con mi marido.

Y entonces sigo escribiendo, en tercera persona y en pasado, que

indudablemente ella siempre ha necesitado un amor, aunque fuera un amor difícil.

Antes de que me dé tiempo a terminar de escribir, llama. Cuando llama,

son poco más de las once y media. Discutimos hasta las doce, casi. Todo lo que

dice es contradictorio: por ejemplo, dice que no ha querido verme porque quería

trabajar y, más aún, porque quería estar solo, pero ni ha trabajado ni ha estado

solo. No encuentro forma de que resuelva ninguna de sus contradicciones y,

cuando la conversación empieza a sonarme a una de las muchas que mantuve

con mi marido, me despido y cuelgo. Acabo de escribir lo que había empezado

a escribir, aunque ya no parezca verdad que la rabia sea un gran consuelo.

Lo llamo otra vez cinco minutos más tarde para decirle que lamento

toda la discusión, y que lo quiero, pero no contesta. Repito la llamada cinco

minutos más tarde, pensando que quizá hubiera ido al garaje y ya haya vuelto,

pero sigue sin contestar. Pienso en la posibilidad de coger el coche e ir otra vez

adonde vive y mirar en el garaje a ver si está trabajando allí, porque allí tiene

su mesa y sus libros y allí es donde lee y escribe. Estoy en camisón, son más

de las doce y al día siguiente tengo que salir a las cinco de la mañana. A pesar

de eso, me visto y hago el kilómetro y medio largo que hay hasta su casa. Tengo

miedo de llegar y encontrarme delante de su casa otros coches que no había

visto antes y que uno de ellos sea el de su antigua novia. En el camino de entrada

veo dos coches que antes no estaban, uno de ellos aparcado lo más cerca

posible de su puerta, y pienso que ella está allí. A pie, doy la vuelta al pequeño

edificio, hasta la parte de atrás, donde tiene su apartamento, y miro por la ventana:

hay luz, pero no puedo ver nada con claridad porque están las persianas

a medio echar y los cristales empañados. Pero en la habitación las cosas no

están como estaban por la tarde, y antes no había vaho en los cristales. Abro

la puerta mosquitera y llamo. Espero. Nadie contesta. Cierro la puerta y voy a

inspeccionar los garajes. Ahora la puerta se abre a mis espaldas, mientras me

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alejo, y sale él. No puedo verlo bien porque el pasaje al que da su puerta está

a oscuras, y lleva ropa oscura, y la poca luz que hay está a sus espaldas. Se me

acerca y me abraza sin hablar, y pienso que no habla no porque la emoción se

lo impida sino porque está preparando lo que va a decir. Me suelta, da una

vuelta a mi alrededor y se adelanta hacia los coches que hay aparcados a la

puerta de los garajes.

Mientras andamos dice «mira», y mi nombre, y espero que me diga que

ella está allí y también que todo ha terminado entre nosotros. Pero no lo dice, y

tengo la sensación de que iba a decir algo parecido, por lo menos a decir que

ella estaba allí, y de que luego, por alguna razón, lo ha pensado mejor. En vez de

eso, dice que todos los desencuentros de esta noche han sido por su culpa, y que

lo siente. Apoya la espalda en la puerta del garaje, la luz le da en la cara, y yo

estoy frente a él, de espaldas a la luz. En cierto momento me abraza, tan de repente

que mi cigarrillo encendido se aplasta contra la puerta del garaje, detrás

de él. Sé por qué estamos fuera y no en su casa, pero no se lo pregunto hasta que

todo se arregla entre nosotros. Entonces dice: «Ella no estaba aquí cuando te

llamé. Volvió después.» Dice que la única razón de que esté aquí es que tiene un

problema y que él es el único con quien puede hablar del asunto. Luego dice:

«No lo entiendes, ¿verdad?»

Intento aclararme la situación.

Fueron al cine y después volvieron a su casa y entonces llamé yo y luego

ella se fue y él me devolvió la llamada y discutimos y luego lo llamé yo dos veces

más pero él había salido a comprar cerveza (dice) y entonces he cogido el coche

y entretanto él ha vuelto de comprar cerveza y ella también ha vuelto y estaba

en su apartamento y por eso estábamos hablando en la puerta del garaje. Pero

¿cuál es la verdad? ¿Es posible que los dos volvieran en el corto espacio de tiempo

que media entre mi última llamada y mi llegada a la casa? ¿O la verdad es que,

mientras él me llamaba, ella esperaba fuera, o en el garaje, o en su propio coche,

y que luego él la invitó otra vez a entrar, y que, cuando el teléfono sonó con mi

segunda y mi tercera llamada, él lo dejó sonar, sin contestar, porque estaba harto

de mí y harto de discusiones? Y ni siquiera creo que saliera a por cerveza.

El hecho de que no me diga siempre la verdad, me hace dudar de su sinceridad

en determinados momentos, y entonces intento aclarar si lo que me

dice es verdad o no, y a veces veo clarísimamente que no es verdad y a veces

no lo sé ni lo sabré nunca, y a veces, sólo por el hecho de que me repite lo

mismo una y otra vez, me convenzo de que es verdad porque no creo que repitiera

tantas veces una mentira. Quizá la verdad no importe, pero quisiera conocerla,

aunque sólo sea para llegar a alguna conclusión sobre cuestiones

como: si está enfadado conmigo o no; si lo está, cuánto; si sigue queriéndola

o no; si la quiere, cuánto; si me quiere o no; cuánto; hasta qué punto es capaz

de engañarme con sus actos y, después de los actos, con sus palabras. <

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La carta

Su amante está a su lado, en la cama, y, puesto que ella ha sacado a relucir

el asunto, le pregunta cuándo acabó. Le dice que acabó hace más o menos

un año, y ya no puede decir más. Él espera y le pregunta cómo acabó, y ella

responde que acabó tormentosamente. Él, con delicadeza, le dice que quisiera

saber más, conocer toda su vida, pero que no quiere que se lo cuente si no

quiere. Ella aparta ligeramente la cara y la luz de la lámpara le ilumina los ojos

cerrados. Pensaba que quería contárselo, pero ahora no puede, y siente las lágrimas

bajo los párpados. Está sorprendida porque es la segunda vez que llora

hoy y llevaba semanas sin llorar.

No consigue decirse a sí misma que aquello terminó de verdad, aunque

cualquiera diría que acabó, dado que él se fue a otra ciudad, no ha tenido contacto

con ella desde hace más de un año y se ha casado con otra. De vez en

cuando le llegan noticias. Alguien recibe una carta suya, y las noticias son que

sus problemas económicos están a punto de resolverse y piensa fundar una revista.

Antes, otro se entera de que vive en el centro con la mujer con la que

terminará casándose. No tienen teléfono, porque le deben mucho dinero a la

compañía telefónica. Por aquel entonces, la compañía telefónica la llama a ella

de vez en cuando y le pregunta por él muy correctamente. Un amigo le dice

que trabaja de noche en el puerto empaquetando erizos de mar y que vuelve a

casa a las cuatro de la mañana. Luego ese mismo amigo le cuenta que, a cambio

de una gran cantidad de dinero, le ofreció a una mujer sola algo que hizo que

la mujer se sintiera muy ofendida e infeliz.

Antes, cuando él todavía trabajaba cerca, iba en coche a verlo, a pelearse

en la estación de servicio, donde él leía a Faulkner en la oficina, bajo el letrero

luminoso, y levantaba la mirada, llena de recelo, cuando la veía entrar. Se peleaban

entre cliente y cliente y, mientras él le llenaba el depósito a un coche,

ella pensaba lo que diría a continuación. Después, cuando dejó de ir a la gasolinera,

recorría la ciudad buscando su coche. Una vez, bajo la lluvia, una furgoneta

dobló la esquina de repente y ella dio un traspié y metió las botas en

una zanja y entonces se vio a sí misma con total claridad: una mujer al principio

de su mediana edad, con botas de agua, que andaba en la oscuridad buscando

un coche blanco y acababa de caerse en una zanja, dispuesta a seguir

andando y contentarse con ver el coche blanco de ese hombre en un aparcamiento,

aunque el hombre se encontrara en otra parte y con otra mujer. Esa

noche dio vueltas por la ciudad mucho tiempo, comprobando una y otra vez

los mismos sitios, pensando que, durante los quince minutos que había empleado

en ir de un extremo a otro de la ciudad, él podría haber llegado al punto

que ella había dejado quince minutos antes, pero no encontró el coche.

El coche era un viejo Volvo blanco. Tenía una línea perfecta, suave. Veía

Volvos viejos todos los días, y algunos eran de color canela, o crema, parecidos

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al color del suyo, y algunos eran del mismo color, blanco, pero no estaban abollados

ni oxidados. Las matrículas nunca tenían una K, y los conductores, apenas

una silueta, eran hombres o mujeres con gafas, o bien hombres con la

cabeza más pequeña que la suya.

Aquella primavera ella estaba traduciendo un libro porque era lo único

que sabía hacer. Cada vez que dejaba de teclear y cogía el diccionario, la cara de

él aparecía flotando entre ella y la página, y otra vez la invadía el dolor, y cada

vez que cerraba el diccionario y seguía tecleando la cara y el dolor desaparecían.

Puso todo su empeño en aquella traducción, sólo para mantener el dolor a raya.

Antes, a finales de marzo, en un bar lleno de gente, él le dijo lo que estaba

esperando oír, lo que temía oír. Inmediatamente perdió el apetito, pero él

comió muy bien, e incluso se comió la comida de ella. No tenía dinero para

pagar la cena, así que pagó ella. Después de cenar dijo: A lo mejor dentro de

diez años. Ella dijo: A lo mejor dentro de cinco. Pero él no contestó.

Para en la oficina de Correos para recoger un cheque. Llega tarde a donde

va, pero necesita dinero. En su apartado postal ve la letra de él en un sobre. Aunque

le es muy familiar, o porque le es tan familiar, al principio no sabe de quién

es esa caligrafía. Cuando cae en que es la de él, empieza a soltar palabrotas en

voz alta, una y otra vez, camino del coche. Mientras maldice, también piensa, y

llega a la conclusión de que en el sobre tiene que haber un cheque a cuenta del

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dinero que le debe. Le debe más de trescientos dólares. Que se sintiera incómodo

por la deuda explicaría el año de silencio, y que ahora tenga algo de dinero para

mandarle explicaría el hecho de que rompa por fin el silencio. Sube al coche,

mete la llave de contacto y abre el sobre. No hay ningún cheque dentro, ni tampoco

una carta, sino un poema en francés, copiado meticulosamente, de su puño

y letra. El poema termina así: compagnon de silence. Y su nombre. No lo lee entero

porque llega tarde a una cita con gente a la que no conoce muy bien.

Sigue maldiciéndolo hasta que sale a la autopista. Le irrita que le haya escrito

una carta, y que la carta la haya hecho feliz inmediatamente, y que luego la

felicidad le haya revivido el dolor. Y le irrita que nada pueda remediar el dolor,

nunca. Aunque evidentemente es complicado llamarle a eso una carta, puesto que

sólo es un poema, y el poema está en francés, y lo escribió otro. Y también le

irrita el poema en sí. Y también le irrita que, a pesar de que más tarde piense cómo

podría contestar, sabe perfectamente que aquello no tiene contestación posible.

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Empieza a sentir vértigo y náuseas. Conduce despacio por el carril de la derecha

y se pellizca el cuello con fuerza hasta que el desfallecimiento desaparece.

Pasa el día con otra gente y no puede volver a ver la carta. Por la noche,

cuando se queda sola, trabaja, traduciendo un poema en prosa muy difícil. La

llama su amante, y ella le cuenta lo difícil que es la traducción, pero no habla

de la carta. Termina de trabajar, limpia la casa a fondo. Luego saca la carta del

bolso y se acuesta a pensar qué debería hacer.

Examina, en primer lugar, el matasellos. La fecha, la hora y el nombre

de la ciudad se leen con claridad. Luego examina su nombre, sobre la dirección.

Quizá él haya dudado al escribir su apellido porque hay una mancha minúscula

de tinta en la curva de una letra. Hay un error insignificante en la dirección y

el código postal no es el suyo. Mira el nombre del remitente o, mejor, la inicial,

la G, muy bien trazada, y, después, su apellido. Luego su dirección, y se pregunta

por qué le ha puesto remite a la carta. ¿Espera contestación? Lo más probable

es que no esté seguro de que ella siga viviendo allí y, si no es así, quiere

que le devuelvan la carta para saberlo. Su código postal no coincide con el código

postal del matasellos. Debe de haberla echado al correo en un barrio distinto

del suyo. ¿Escribió la carta lejos de casa? ¿Dónde?

Abre el sobre y desdobla el papel, limpio y nuevo. Ahora ve con mayor

exactitud lo que contiene la carta. La fecha, 10 de mayo, está en el ángulo superior

derecho, con una caligrafía más apretada y menuda que la de la carta,

como si la hubiera escrito en otro momento, antes o después del resto. La escribe

primero, luego se detiene y piensa, apretando los labios, o busca el libro

del que tomará el poema —aunque esto es menos probable, porque debía de tenerlo

preparado, delante, cuando se sentó a escribir—. O decide, después de escribir

la carta, fecharla. Ahora advierte que ha encabezado la carta con su

nombre, con el nombre de ella, seguido por una coma, paralelo a su propio

nombre al final del poema. La fecha, el nombre de ella, coma, a continuación

el poema, a continuación el nombre de él, punto. Así que el poema es la carta.

Después de examinar el conjunto, lee el poema con mayor atención, varias

veces. Hay una palabra que no puede descifrar. Está al final de un verso,

así que comprueba el sistema de las rimas. La palabra debería rimar con pures,

puras (ideas puras), así que la palabra que no puede leer probablemente sea

obscures, oscuras (flores oscuras). Luego hay otras dos palabras que es incapaz

de leer, al principio del último verso de la estrofa de ocho. Observa la forma en

que ha trazado otras letras mayúsculas y ve que esta mayúscula debe de ser

una L, y las palabras deben de ser La lune, la luna, la luna que es generosa o

amable aux insensés, con los insensatos.

Lo primero que vio, las únicas palabras que podía recordar mientras conducía

por la autopista, fueron compagnon de silence, compañero de silencio, y

algún verso sobre cogerse las manos, otro sobre verdes prados, prairies en francés,

la luna, y el morir sobre el musgo. No vio lo que ahora ve, que, a pesar de

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que han muerto, o de que los dos del poema han muerto, vuelven a encontrarse,

nous nous retrouvions, nos encontrábamos de nuevo, arriba, en algo que es inmense,

en algún sitio que debe de ser el cielo. Han vuelto a encontrarse llorando.

Y así termina el poema, más o menos, nos reencontramos llorando, querido

compañero de silencio. Examina la palabra retrouvions despacio, para cerciorarse

de lo que está escrito, de que las letras componen verdaderamente ese reencontrarse.

Se aferra a esas letras con tal concentración que por un momento

siente todo lo que lleva dentro, y todo lo que hay en la habitación, y toda su

vida hasta ahora, reunido detrás de sus ojos como si todo dependiera de una

línea de tinta que se inclina de la forma correcta y se redondea en otro verso tal

como ella espera. Si no hay dudas en lo que respecta a retrouvions, y parece

que no hay dudas, entonces puede creer que él todavía piensa, a más de mil kilómetros

de distancia, que todavía hay posibilidades, de aquí a diez años, o a

cinco, o, puesto que ya ha pasado casi un año, dentro de nueve años, o de cuatro.

Pero le preocupa la parte que habla de la muerte: podría significar que,

en el fondo, él no espera volver a verla, puesto que están muertos, al fin y al

cabo; o que el tiempo que habrá de transcurrir es tan largo que durará toda

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una vida. O podría ser también que ese poema fuera lo más próximo a un

poema que expresara sus pensamientos sobre compañeros, silencio, llanto y

cosas que se terminan, aunque no coincidiera exactamente con lo que estaba

pensando; o quizá encontró por casualidad el poema mientras leía un libro de

poemas franceses, se acordó de ella, sintió el impulso de mandárselo, y se lo

mandó sin más, sin ninguna intención determinada.

Vuelve a doblar la carta y a meterla en el sobre, la deja encima del escritorio,

bajo su mano, cierra los ojos, y un rato después, todavía con la luz encendida, empieza

a dormirse. Medio en sueños, piensa que el papel quizá conserve algo de su

olor y se despierta. Saca el papel del sobre, lo desdobla y aspira profundamente el

amplio margen en blanco al final de la página. Nada. Entonces huele el poema, y

cree percibir algo, aunque probablemente sólo sea el olor de la tinta. <

Los relatos Historia, El paseo y La carta pertenecen a la edición de los Cuentos completos, publicada

por el sello Seix Barral, de Barcelona, en 2011 (The Collected Stories of Lydia Davis, Picador, Nueva

York, 2009). La traducción de los mismos pertenece a Justo Navarro.

Lydia Davis nació en Northampton, Massachusetts, Estados Unidos, en 1947. Es autora, además de

numerosos libros de relatos, de la novela The End of the Story.

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Por último, tres facetas de las escritura de Marcelo

Cohen en ámbitos muy diversos: el del narrador, el del

ensayista, el del crítico. Entonces: un cuento inédito,

un artículo sobre la lectura en los transportes públicos,

y una perlita: una serie de breves reseñas jazzísticas.

PRIMERA

PERSONA

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©Oscar Zárate

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Victorilo

A lo largo de una playa una población practica el esparcimiento. Juegos de

paleté, hamacas masajeadoras, ofertorios de zumos y bizcochos, padres a gatas

tras chiquilines tambaleantes, un coscorrón de madre. Burbujas de vigilancia, brochetes

de telujo, áreas de nudismo. El sol se disputa el cielo con nubes menores. El

río reverbera como una plancha de arcanos mágicos. A lo lejos, entre olitas, asoma

una parte de la enorme cabeza de un coloso de arenisca que eras y eras han ido

hundiendo en el lecho. En una punta de la bahía tres alademoscas vivaces proyectan

información cultural sobre edificios de media altura. En la otra punta, cubriendo

el liquidador de aguas residuales, un cartel grande recuerda: Durante un

crudo invierno la comunidad de Villa de Asunda trabajó como un solo individuo

para purificar esta playa. Ahora es nuestra y de la naturaleza. El placer es de todos.

Como los asundos son gente de piel canela, ninguno se la protege con nada. Suspiro,

remoloneo, gafas opacas con proyector interior de folletines, alborozo en la

orilla, un bocado, aromúsica, cabinas de exhibicionismo para adolescentes, toqueteo

en las bailacquas, risas medidas, galletas caseras de manutí. Dominan las prendas

blancas o beige. Como mandan los libros tradicionales de la isla, no hay

hombres con barba o bigotes ni mujeres con el pelo corto. El cronodión entona las

once y media. Pocos vendedores recorren la playa, como si el mismo desahogo hiciese

a la población muy ahorrativa. En eso, desde los tamarindos del paseo, en

diagonal por la arena, un niño de camisola rojo amapola, shorts verdes y ojotas

negras se abre paso entre los cuerpos como una ilegible señal de advertencia. Tiene

unos once años, hombros estrechos, panza de comida grasa y piel más clara y dura

que la de los playistas. Cargado como va con tres alforjas grandes, camina despa-

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cio, aunque sin pausa; y si bien no resopla, no se queja, los ojos celestes miran

con una tristeza que corta el aliento. El ceño y los mínimos gestos son muy tristes

también. Una enérgica sonrisa del sol disuelve la última nube. Los mofletes rubios

del niño relucen de bronceador derretido. La brisa le enarena la mansedumbre. A

medida que avanza, por la playa se propaga un clima de dolor. Pero los reflejos de

los asundos lo neutralizan rápidamente con una reacción propia de su jovialidad,

pero perpleja. Es que el brachito vende diarios, en realidad ejemplares de un cierto

diario Deasunde, y se nota que ningún playista lee un diario desde hace mucho y

pocos sabían que en Asunde se siguieran publicando. El diaario, anuncia el bracho

cabizbajo, el diaario, Relator el diaario, con una voz indiferente a lo que transmite

como el cimbreo de un cable, pero firme y fina como una palmera. La primera

mujer que le compra, aunque se porte con sobriedad, desata la reacción. Otros bañistas

se acercan al niño, cuidándose de no expresar compasión o curiosidad, y

otros los llaman desde las colchonetas, porque creen que así expresan más interés,

pero todos se las arreglan para paliar el posible sufrimiento del niño con una simpatía

convincente, por teatral que sea, porque en Asunda la teatralidad no es una

impostura sino un rasgo de carácter. De la tristeza de los ojos del niño no se puede

decir nada. No la matiza ni la curva dócil con que la mano llega a una alforja,

pinza un diario, ventila los ligeros folios de clodoperlonato color crema y los deposita

en la mano del comprador con su compacto tesoro informativo. Es un ademán

de una soltura apesadumbrada. Como algunos de los que ya han comprado

se quedan a mirarlo, en cada parada del niño se forman corrillos que, si bien no

llegan a remolinos, modifican los algoritmos de la actividad de la playa. Diaario,

Relator el diaario, sigue voceando el niño, aunque ya no haga tanta falta, como si

el susurro fuera un tic que produce el dolor. Más playistas le compran. Algunos ya

sacuden la arena de los folios o les pasan una toalla, como si supieran que les han

dejado una responsabilidad y hasta una fuente de gusto que habían descuidado.

No bien se sientan con el diario cerrado en los muslos, vuelven otra vez la cabeza

hacia el niño, reprimiendo toda sonrisa condescendiente, y hacia la pena impávida

con que el niño recibe incluso los cinco bits del precio y sigue andando. Un cangrejo

recolector de basura se hace un lado; el niño pasa con la cabeza gacha. Más

adelante hay nuevos compradores. A la sorpresa y el luto empieza a sumarse la

satisfacción de que el brachito venda tantos diarios. El fenómeno crece y se diversifica.

No es que pretendan alegrarlo; lo asimilan y hasta lo reciben amablemente.

Algunos se encargan de dispersar los círculos cargosos. Caen reprensiones sobre

los que lo humillan con una propina. El código de amabilidad debe vetar que alguien

se ofrezca a llevarle una alforja. En cambio no se condena a la chica que le

ofrece un refresco, porque el niño lo bebe rápidamente de un trago, devuelve el

vaso, se gira para esconder el eructo y sigue vendiendo, siempre compungido. Por

fin hay quien se atreve a expresar el interés general. Un señor de edad le pregunta

si se siente bien. Sí, dice el niño. Y ya que ha contestado, el señor le pregunta si le

pasa algo. ¿Por qué?, dice el niño. No sé, tenés mala cara. Señor, yo siempre fui

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pálido. No es eso, dice una mujer de ojos saltones, no es eso; ¿los diarios te pesan?

Las noticias del mundo no, dice el niño, pero desvía la mirada hacia el río, y la detiene

en la coronilla del coloso hundido. Nadie sabe cómo se llama, dice. La señora

frunce la nariz como si luchara contra el desvarío; le recuerda que ese gigante está

allí desde hace un número incalculable de ciclos; hay que tomarlo como si fuera

una isla. De la gente de ese entonces no quedan ni los nombres, murmura el niño.

La prudencia de esta sociedad no es tan acabada como para impedir un silencio

de asombro. La única manera de honrar el buen juicio del niño es comprarle más

diarios. Al día siguiente, si bien no cabe decir que los playistas estén esperando, si

previsoramente varios traen el diario ya viejo que no han leído, el bienestar y el

sol se superan a sí mismos como para que haya un excedente que darle a la tristeza.

Práctica y lentamente el niño vende. Vende más. No saluda a los compradores

como si los conociera, pero responde a los buenos días, a veces con palabras, a

veces con un efímero destello esmeralda en el desconsuelo de los ojos. Se queda

mirando afligidamente las manos de un padre joven que tarda en sacar el dinero

porque tiene un bebé brazos. No mira al bebé, ni al hombre exactamente, como

para no indicar que se aflige por alguien en especial. Una vez que le ha pagado,

el hombre señala el diario. ¿Vos los leés? Más bien, señor; ¿cómo voy a vender

una cosa que no conozco? El hombre asiente seriamente. ¿Y si fueran bulones?

Me compraría una máquina donde probarlos. Pero no creo que vayas a vender bulones,

dice el hombre. Yo tampoco lo creo, señor, le dice el niño, y, aunque no

consigue sonreír, lo estudia un momento con algo que podría ser piedad o agradecimiento

si la tristeza no lo velara. Cuando se terminan los compradores, el niño

deshace el recorrido por la playa, devuelve sin parpadear una que otra mirada que

lo despide, se detiene bajo el sol, dobla una alforja vacía y la mete dentro otra

vacía también y cuenta los diarios que le quedan: dos. Después acomoda el dinero

en un talego. El tercer día hay una suerte de dislexia en la sensata alegría de los

playistas, como si la mente colectiva acusara el esfuerzo por no excitarse. Podría

ser que ahora lo más excitante de la playa sea el deber de comprar el diario, pero

sin presumir que eso va a contentar al niño, sin conmoverse de más por la tristeza

y sin que el enigma de la tristeza provoque una obsesión grosera, poco caritativa.

Además está el reto de interesarse por el diario. Una chica de cadera angosta y anchos

hombros de nadadora, azorada por la asimetría entre su cuerpo y el del niño,

paga con diez bits y al recibir el vuelto dice Gracias, ehm... Me llaman Victorilo,

señorita. Sos un triunfador, dice el siguiente en la cola. Las pupilas de Victorilo

naufragan en los iris celestes. Piensa. Es mi nombre, señor, no sé si es lo que soy.

El hombre recibe el diario y sobándose la barba se apura a cambiar de tema: Son

tan lindas estas páginas… Sí, y suaves, dice Victorilo; antes el diario era de papel;

se podía hacer barquitos, aviones, cuando ya no servía; pero la tinta manchaba

los dedos. En esa época vos no habías nacido, dice una anciana, y agita la mano

con su diario como espantando una molesta melancolía. Creo que usted tampoco,

señora; ni su madre. El tiempo pasa despacio, dice el hombre de barba. Entre las

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risas generales Victorilo se aleja. Al cabo del recorrido y del regreso, bajo la sombra

de un tamarindo, comprueba inexpresivamente que le quedan dos diarios. Esto o

algo muy similar se repite un cuarto día, y un quinto, y cuando la película amenaza

con ponerse pesada sobreviene día nublado al borde de la tormenta. Esporádicos

refucilos alumbran el cielo sobre la isla de enfrente. Pocos playistas, algunos abrigados

con blusayés, trotan o paletean en la arena húmeda, y algunos más se sientan

en masajeadoras a oír folletines sónicos. Cuando aparece Victorilo, la

exagerada moderación con que convergen delata que en realidad han ido a esperarlo,

como si la tristeza de Victorilo, más triste hoy en su rompevientos color granada,

realzara la agresividad del tiempo y el diario fuese el único fármaco contra

la sensación de desamparo. Avisados por ese movimiento se presentan doce o

quince clientes más que estaban emboscados en los bares del paseo. Comprar el

diario entre las ráfagas de arena se vuelve tan íntimo como compartir una infusión

caliente. Precisamente una mujer con un robotín térmico le pregunta a Victorilo

qué le gustaría beber. Victorilo levanta los ojos sin asombro, sin expectativa, sin

autocompasión. Cualquier cosa va a estar bien, señora. La mujer contiene un impulso

de acariciarlo. No todas son buenas para el estómago de un chico, previene.

Mi estómago hace con todo cualquier cosa, señora. ¿Y hay algo que te guste más?

Lo que me dan sé gustarlo, dice Victorilo. ¿Dónde voy a comprarte el diario en invierno?,

pregunta un hombre muy alto. Victorilo piensa; cuesta saber si está respirando;

se ha ido a pique en su interioridad. Dice: Voy a ir a vender por la calle.

La mirada de Victorilo inquiere y suplica; los compradores se interrogan entre sí.

Él bebe infusión y se aleja. En manos de los playistas, las hojas con noticias ganan

blancura bajo la mañana oscurecida por la impotencia del niño para definirse más.

La playa languidece. Al cabo del recorrido quedan dieciocho diarios en las alforjas.

Victorilo entra en las calles y caminando pausadamente llega a un cubo de producciones

comerciales donde un seléctor le abre la puerta. Por un pasillo llega a

las instalaciones del diario El Contador, una oficina interrumpida, del área de una

pista de paleté. Paredes blancas, ventanas, varios pantallátores, receptores y monitorios

operados por dos mujeres que solo suspenden su ajetreo para soplarle lastimeros

besos a Victorilo cuando pasa. En los cristales relampaguean imágenes de

actualidad seguidas de ristras de palabras. Al fondo, detrás de una mesa, el patrón

del diario El Relator divide la atención entre dos clasificardos. Es un hombre maduro,

bien parecido, un poquito tuerto, vestido con el blusayé blanco tradicional

de la isla. Para de rascarse el pelo aceitado para escrutar la cara del niño con una

expresión conjetural. Cómo estás, Victorilo. Como siempre, Agaño, pero hoy coloqué

treinta y dos nada más. Bueno, es un día feo; igual, si todos vendieran como

vos esto sería un negoción. Habría que tener miles de vendedores para eso, Agaño.

Los iría contratando, Victorilo; ciborgues, robotescos, si fueran competentes como

vos; poco a poco iría invirtiendo en contratar más. Como si un sufrimiento extenuado

izara un aviso, Victorilo levanta los hombros. Los deja caer. El patrón del

diario entorna los ojos, buscando quizás un origen en la expresión del niño, ca-

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©Madre Tierra Evans Kurchan

rraspea y se frota las manos. Sirve cafeto para los dos y lo beben a sorbitos de

pragmatismo. Es que yo vendo en la playa, Agaño. ¿Y por qué en la playa se vende

más? A lo mejor les gusta que el viento moleste para doblar las hojas; la arena

sobre las noticias; hoy está ese derrumbe en el Odeón de isla More. El patrón levanta

un dedo: Es raro leer que los astrónomos detectaron una estrella mientras

uno está tomando sol. Eso, Agaño; a la gente le gusta que todo cueste creerlo. El

patrón se reclina sin apartarse de la tristeza de Victorilo. ¿A vos eso te preocupa?

No, Agaño; todavía me falta entenderlo. Victorilo, no sé qué te pasa. ¿Usted me

ve distinto? El patrón lo estudia brevemente. No, bracho, la verdad que no. Ah,

porque yo no quiero cambiar. Las tazas están vacías. Así que hacen las cuentas, el

patrón le paga la jornada y se dan la mano. Hay una breve cola de robotos rindiendo

cuentas ante un operario. Victorilo se va. En la calle sube a un autobús.

Durante el viaje lee el diario; la mujer jocunda del asiento de al lado se interesa

por el objeto y él le regala su ejemplar. Al ver a Victorilo de frente, a la mujer se

le afloja la cara, decae y pugna por recuperar la lozanía. No, hijo, por favor, dice.

Si, señora, téngalo; así mañana lo empieza a comprar. Victorilo se baja. Cuando el

autobús arranca, la mujer se gira como queriendo ir hasta el fondo de él para poder

despegarse. Victorilo camina. Llega a un multimorada barrial, sube a una unidad

y entra. Pasa por el primer ambiente, suficiente y sobrio como una pintura geométrica,

y se asoma al segundo, donde hay dos camas; en una duerme un muchacho

corpulento y muy pecoso de pelo color damasco. Victorilo entrecierra la puerta,

se sienta silenciosamente en la otra pieza, donde está el cocinerillo, y después de

contar el dinero de la jornada lo divide en dos y guarda una parte en un sobre a

nombre de Calio. El resto se lo mete en el bolsillo. Intenta bostezar pero la tristeza

frena el cambio de respiración. Prepara dos platos de carne fría con rodajas de tomate

y cabos de remugo. Tapa uno de los dos lo deja sobre la mesa al lado del

sobre de Calio. Saca un diario de una pila y mientras lo hojea come lenta pero vo-

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razmente. Se enjuaga la boca, se lava sin mirarse en el espejo, se pone una camisa

amarilla, agarra otro diario vencido y sale. En un bar, sentado junto a la ventana,

soplándose a veces un mechón rubio que le tapa los ojos, pasea muy despacio la

mirada celeste desde los arebucos en flor de la calle hasta las estampas deportivas

de su librino, y vuelta, una y otra vez, empujándola voluntariosamente, hasta que

la tristeza la inmoviliza en unas parejas que bromean alrededor de un tablero de

burfi, como un barco de mucho calado que encalla en aguas poco profundas, y

cuando parece que va a imitar alguna de las sonrisas de esa mesa se le cierran los

ojos. Un lento latido en la penumbra. Y ahora no es un día el que pasa sino muchos.

Pasan semanas en los pellizcos de la luz en la corriente del río, en los relevos

de cuerpos en la playa, en las muecas que indican que las primeras uvas de la estación

no están dulces. Los días pasan en un sinfín de hechos menudos que la

pena de Victorilo podría helar en la desolación si los hechos no se empeñasen en

hacerle contraste. Puede que Asunda no haya preparado sus componentes naturales

y humanos para tanto trabajo. La tristeza de Victorilo tampoco aumenta, aunque

al final del recorrido le están sobrando cada vez más diarios. El escenario no se

agrieta, pero vacila. Y ahora ha llegado una mañana nueva, al cabo de muchas

otras. Dentro de lo radiante y concurrida, la playa está electrizada; como, si más

que a la tristeza que trae Victorilo cada día, los playistas empiecen a temer la posibilidad

de vandalizarse, de lanzarse a destruir cosas útiles y maltratar a seres

amables como protesta enfurecida contra las causas de la tristeza. Algunos se vuelven

hacia el antiguo coloso de piedra como si él pudiera revelarles, aunque no las

causas, al menos el origen de la pena humana; pero si una vez supo algo el coloso

lo ha olvidado, antes de hundirse, y los que lo interrogan se ponen inquietos. Abren

el diario sobre los muslos, como si la visión del coloso les hubiera sugerido, esto

sí, que el diario ayuda a que el tiempo pase, y con el paso del tiempo todas las

penas terminan por olvidarse, si hay alguna, y junto con las penas se olvidan sus

motivos. Por todo esto, parece, saludan al niño ya familiarmente, hospitalarios con

su presencia, pero muy pocos le compran el diario. El anhelo que la presencia del

niño despierta, unos cuantos más lo apaciguan comprando el diario en expendedores

callejeros, por si acaso, como si de pronto les preocupara que algo malo vaya

a pasar en isla Asunde y hasta en el Delta si ellos no leen las noticias. Victorilo

termina de recorrer la playa, vuelve al punto de partida y se detiene a hacer el balance.

Le quedan cuarenta y tres diarios. Con todo, no se le nota preocupación

cuando un rato después rinde las ventas del día en las instalaciones de El Relator.

Tampoco se le ha alterado la tristeza. El patrón, que ha estado mirando el techo,

tiende la hermosa mandíbula como bajando un puente levadizo. A todos les pasa

lo mismo, Victorilo; es algo con los vendedores. Victorilo apoya la pena en el escritorio.

Yo creo, Agaño, que hay que negarles algo que no saben que necesitan,

para que de golpe sientan que les falta. ¿Y qué es? Eh, yo sé tan purlín de mí,

cómo voy a saber sobre los demás; pero necesitar, creo que me necesitan a mí. Los

entiendo perfectamente, Victorilo; ¿y entonces? Me voy a ir por la calle, a ver si

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buscan. El patrón mira por la ventana, valorando las transformaciones del gusto,

y se vuelve hacia el niño. No creo que cuando llegue el otoño tengas el mismo

éxito. Y bueno, Agaño. Del diario, Victorilo, vamos a hacer una tirada corta y distribuirla

en expendedores fijos; pero vamos a introducir un producto nuevo. Victorilo

alza ojos hasta no más arriba de la mandíbula del patrón. Está bien, dice;

adelante. El jefe lo mide en silencio y dice: Es una línea de perfumes. No sé qué es

eso, Agaño. No extraña, bracho; lo tomé de los manuales de historia; son líquidos

con olores deliciosos, suaves, fuertes, medianos; dan ensoñaciones; llaman la atención;

antaño la gente los usaba para atraerse. Antaño hace verso con Agaño, dice

Victorilo bajando de nuevo los párpados mustios. Se usaban para disimular las

emanaciones del cuerpo; unas gotas, un rocío; dejaron de fabricarse con la moda

de los olores personales; pero los cuerpos no huelen bien, la mayoría; vos no tenés

ese problema. La variedad de olores a mí también me gusta, Agaño. El jefe mueve

las manos apartando todo atisbo de ofensa. No sé si vas a poder, Victorilo; es un

producto alegre. Levísimamente el niño sube y baja la cabeza, como empujando

una idea torso abajo. Yo creo que lo puedo vender con alegría. Por encima del

hombro de Victorilo el patrón observa a las dos operadoras del diario. Después,

como suele hacer, se reclina y mira al niño. Hay un compás de espera. Sin que alguna

arruga denuncie un esfuerzo, las facciones de Victorilo se reacomodan en sí

mismas, como si por un instante hubiesen dejado la cara vacía; en los ojos queda

el rastro de una sucesión de muchos climas, y en el rastro se confunden un festejo

y un estertor. Yo creo que sí, Agaño, musita. Puede ser, bracho, tenemos que verlo

en invierno, bracho. Con los olores, dice Victorilo, y se levanta. Después se dan la

mano. Victorilo se va a su casa. Hoy Calio está despierto y ha preparado la comida,

porque trabaja en el tercer turno. Comen juntos, mirándose mucho mientras mastican,

y Victorilo observa especialmente las pecas del hermano como si el movimiento

de ínfimas anémonas en la piel traslúcida le diese seguridad. No por eso le

cuenta con menos tristeza que el patrón del diario ahora va a fabricar perfumes.

Calio ha oído hablar de eso. Vos en invierno tenés que ir a la escuela, dice. Victorilo

traga un sorbo de agua. Igual yo creo que ese producto es para venderlo a la tarde,

dice; cuando empieza a hacerse oscuro. A lo mejor, dice Calio. Lo cubre con una

mirada práctica y adusta, lo besa, saca una poliherramienta de un armario, la

guarda en una alforja y se va a trabajar. Victorilo lava los platos. Lee un rato el

diario, de pie. Sale a caminar sin rumbo pero llega a la playa. Está atardeciendo.

En la luz violeta, chicos ruidosos y parejas en silencio se resisten a irse; una mujer

embarazada se moja los pies; hay estrías de barro donde el agua ha bajado. Victorilo

se sienta frente a los reflejos anaranjados que procuran no desvanecerse en

el río, y bailotean, y en los ojos de él encuentran un lugar donde durar un poco

más. Si las miradas hablan, la de Victorilo dice puntos suspensivos. <

Victorilo es parte de un libro de relatos en proceso, cuyo título provisorio es La calle de los cines. Se

trata de, como el mismo Cohen las define, “películas del Delta Panorámico”.

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Extravío

Una exploración de la lectura en los transportes públicos

Fotos Felipe Contino

Diez de la mañana de un subtropical enero porteño. En el barrio de

Agronomía, cinco cabras pastan en el predio de la Facultad de Veterinaria; la

fachada de la asociación Bienestar ofrece ayuda contra la bulimia, la anorexia,

la depresión y las adicciones. Dentro del colectivo 113, mecidas por un

rondó de amortiguadores, gentes de edad van a hacer trámites o llevar análisis

al médico. Más adelante, afuera, el popurrí arquitectónico de la calle Bolivia

aglomera épocas; en el colectivo sólo es el tiempo absorto de los mayores.

Los viejos de esta época se han acostumbrado a aburrirse. Cuando en Plaza

Flores bajo con la mayoría, en todo el viaje no he visto a nadie leyendo, ni

un mínimo indicio de lo que buscaba. Aunque es cierto que principalmente

buscaba mirar.

Hace un mes el muchacho que fumiga mi casa me contó que en el 113

había visto a un hombre leyendo un libro mío, pero que estaba en francés. Lo

veo muy difícil, dijo mi coqueto escepticismo, ¿vos cómo…? Porque en la tapa

usted figuraba como Marcel Cohen. Es otra persona, le expliqué. Él se encogió

de hombros.

En el 113 podría terminar ahora la excursión. Pero mi amigo A. N., pequeño

empresario que lee mucho y usa con entusiasmo el transporte público,

me ha dicho que él también vio al hombre del libro de Cohen, bajándose en la

estación Agüero de la línea D de subterráneo y alcanzó a captar que el título

tenía la palabra “Garde”. Por eso, aunque entre los dos datos no se adivina la

menor pauta, unos días después salgo a explorar de todos modos, al tuntún,

como ejercicio espiritual de capricho, para alentar la ilusión de averiguar quién

101


lee hoy en los transportes, ridiculizar el supuesto de que los pasajeros no leen,

purgar de patetismo la constatación de que casi no leen, encontrar que ya ni

se divierten con el celular (porque los celulares con más aplicaciones son caros),

y también como reparación. Pero pronto algo me desboca: el hombre que lee a

MC se vuelve legendario, y enlaza con otras leyendas urbanas, y todos los viajes

por el plano de la ciudad y los arrabales son un viaje en presente continuo. Es

lo que pretendía.

Porque yo sé quién es Marcel Cohen, y le debo una reverencia. No a

Marcel Cohen el erudito en lenguas semíticas que murió en 1974, sino al escritor

que nació en 1939 en un suburbio de París, hace periodismo con seudónimo

y escribe poemas, novelas y unos conjuntos de relatos de argumento

esencial y matices contenidos, a veces puras secuencias de gestos, diálogos

breves o detalles materiales que delatan una ligazón íntima entre tragedia

privada y aberraciones de la civilización. El último año del siglo XX, después

de que José Ángel Valente me desayunara con que Cohen existía y me recomendara

sus conversaciones con Edmond Jabés, logré hacerme con tres títulos

de él. De Assasinat d’un garde tengo anotados los catorce cuentos; son

narraciones intempestivas, sin trama ni final, punzados por un atisbo de sentido

que al instante se desvanece. Que Cohen hubiera publicado unas cartas

al pintor Antonio Saura escritas en judeo-español ya podía considerarse una

señal, siendo que parte de mi familia paterna era sefardita. Pero además la

contratapa de la edición de Gallimard de la novela Faits, II, decía que la narrativa

de Cohen combina la autosupresión del autor y una avidez inhabitual

por mirar las cosas del mundo. Eso era muy promisorio; podía ser el inicio

de una conversación. Monsieur Cohen, me llamo MC, soy un escritor argentino

y, sin ánimo de molestar… Incluso proyecté una crónica del encuentro

con introspecciones sobre el egoísmo literario, el miedo especular, la competencia,

y la disolución de todo en la infinitud real del diálogo. Patrañas. En

2000 estuve en París y, a punto de discar, vergüenza y escrúpulos me hicieron

retroceder, como si una bienvenida cortés de Cohen pudiese realzar mi insignificancia

en el mundo de la literatura. Etcétera. Pero apurémonos a evitar

recriminaciones sórdidas. La secuela que importa es esta excursión al mundo

del transporte ciudadano.

De modo que acá estoy, por ahí. En el 188 que va de Mataderos a Boedo

una muchacha embarazada, maquilladísima y perpleja lee Mujeres que aman

demasiado como preguntándose si una de las consecuencias del amor excesivo

será el embarazo.

Y ahora un vagón del ferrocarril Sarmiento. Carteles institucionales de

tests de SIDA son la única publicidad. A muchos asientos de plástico les han

arrancado los acolchados vinílicos; los expuestos mecanismos de las puertas

muestran una roña fétida. Por rendijas perpetuas entra una humedad lamedora.

El gentío experto ha desarrollado un bamboleo antisacudones que lo

102


preserva de derrumbarse. Uno de los cien hombres del vagón lee el Olé, otro

las páginas deportivas de Crónica. Doblada sobre fotocopias de geografía,

una muchacha subraya con un afán de conocimiento que emociona. En los

andenes de Paso del Rey, carteles de Vossosparte.org urgen a mandar los hijos

a la escuela. Gorras de béisbol, camisetas de fútbol, vestidos de taller clandestino,

falsas zapatillas de marca. Más allá, en el furgón, nerviosos primitivos

urbanos fuman sin pausa, pero entre los trabajadores, cuentapropistas y

desposeídos del vagón, entre las caras andinas, guaraníes, bálticas bajo ondas

estiradas por la planchita, cabelleras opulentas o jopitos oxigenados, lo

común es una expresión exhausta de pensamientos, dura en una tierra de

nada entre el interior y el afuera. Un matrimonio pulcro cambia los pañales

de un bebé y acomoda tuppers, talco, biberón, cerealitas y fruta en bolsos forrados

de diario viejo; la mamá ordena unos apuntes de decoración de repostería.

La fotocopia es la gran candidata al trofeo a lo Único Leído. Se venden

combos de revistas Pronto y Sopa de Letras del año pasado. Cuando vuelvo

al atardecer, del Oeste suburbano hacia la capital viaja otra población: empleados

de Bingo, vigilantes nocturnos, jóvenes de paseo, usuarios de espectáculos

con descuento de miércoles. Una mujer de trenzas y bolso vintage

salta de su melancolía para atender el celular, pone cara de Sos de no creer,

corta y destroza los pronósticos sumergiéndose en Los 101 inventos que cambiaron

el mundo. Una señorita de perfume alimonado lee Para ti. Hay un arco

de ocho o nueve modelos de actitud. Cada actor se desempeña en su vida cotidiana

como si fuera un show-realidad y el tedio sumara puntos para la final.

Pero es curioso: un hombre con bigotes de luchador turco y un estuche de

trompeta lee a Elmore Leonard, y de la cara concentrada una máscara resbala

dejando a la vista otra, inclasificable.

Maniáticamente yo cargo con mi lectura: Vida y destino, de Vasili Grossman,

una novela monumental en varios sentidos. Voy por la página 357, donde

un soldado antiestalinista —que morirá en la batalla de Stalingrado— reivindica

el humanismo de Chéjov: “Dejemos de lado las grandes ideas progresistas; seamos

buenos y atentos para con el hombre, sea obispo, enterrador, magnate

industrial, preso o camarero”. Finjo leer. En la estación Medalla Milagrosa del

subte E, un muchacho alto y desgarbado me otea con curiosidad. Brazos tatuados

como telas del Bosco; pelo revuelto con esmero: este debería leer. Pero

no: dirige toda la rebeldía contra el extendido vicio de clasificar por las apariencias.

Y sin embargo, ¿en qué otra cosa consiste la individuación posible?

Definirse. Distinguirse. Las superficies corporales hablan: dieta cárnica// yogures

y ensaladas// pizza de Ugi’s con Fanta/ milanesa con chop. También la indumentaria:

bolso proletario de lona, maletín de escribanía, cartera con broches

dorados, mochila Adidas, morral de bohemio. ¿Se deduce algo de esta diversidad?

Mmm… Desde Constitución hasta Retiro en el subte C, pasando por el

obelisco, pocas apariencias sugieren certeramente qué se inclina a leer un in-

103


dividuo; y menos signos ofrecen de que se lea en absoluto, como si, igual que

en las colas de los bancos o la sala de espera del urólogo, el desvelo excluyente

fuese llegar, no distraerse del avance, y el viaje urbano la mera calamidad de

trasladarse. ¿Y puede haber otro desvelo?

Desde los paneles corredizos de la cultura parpadean las atracciones.

Una de las sensaciones del verano es la fantasía de reformar nuestra humanidad

desnaturalizada en las selvas 3D de Avatar. En la Web triunfa la nueva publicidad

de Adidas, con aportes de Calle 13 y DJ Neil Armstrong. En Mar del Plata,

¡1500 personas! escuchan al “periodista” Luis Majul disertar sobre su libro

sobre Kirchner. Nimiedades. Un verdadero hit es el terremoto de Haití, visto

por la tele, con su advertencia de que la naturaleza también puede bestializarnos.

El otro hit es la muerte de Sandro, un recordatorio de nuestra condición

real demasiado obvio como para ser atendido. En cambio el mismo mensaje es

insoslayable si suena en el transporte público, porque se expresa en el cansancio.

Así es la naturaleza humana: la acumulación despiadada de fatiga esclerosa

el cerebro. Pero el viaje rutinario ¿no podría enseñarnos a asimilar

dignamente el paso del tiempo?

“¡Esto es muy raro!”, truena el electrizado dependiente del quiosco de

prensa de la estación Pueyrredón del subte B, un medio muy pluriclasista.

“Vendo treinta Olés una mañana cualquiera, pero a lo mejor gana Boca y no

vendo ninguno; y sin embargo acá vendo Clío, Sudestada, National Geographic,

Rolling Stone, Barcelona, ¡vendo revistas de arquitectura, de alimentación

y de poesía! ¡Quién sabe lo que se le antoja leer a la gente!” El quiosquero

de la estación del Once informa que de las 650.000 personas que cruzan el

vestíbulo cada día, unas 100 compran el Clarín (por los anuncios clasificados)

y 30, Diario Popular. 6 Inrrockuptibles por mes son su orgullo, y 20 Muy Interesante.

A ras del suelo vuelan migas de pan de queso y hojas de los diarios

que se regalan.

Ferrocarril Urquiza. En el tren que va a General Lemos un heladero manco

y jovial pelea por el espacio con un vendedor de música pirateada (Dyango, Música

Cristiana, Valeria Lynch), mientras al otro lado de la ventana, desde un cuidado

muro de la estación F. Beiró, un misterioso retrato de Dante Alighieri frunce

el ceño sobre un fondo azul de ochava porteña de 1930. El tiempo se descoyunta.

Peones de construcción procuran no derrumbarse mientras mi compañera de

asiento se cala unos lentes, en preparativo alentador, pero saca un móvil y no

para de hacer llamados que redundan en información sobre su ruta. Un técnico

con el overol azul de Metrovías se debate por mantener desdoblada a una hoja

de prensa con un artículo: “La construcción de la historia”. Colgado de una anilla,

un hombre demacrado, de rasgos suaves y portafolios, le habla de Un mundo

feliz a su hija adolescente; admite que lo leyó hace años, cuando tenía tiempo,

lo que no consterna a la chica. En este padre se resume el folletín de una clase

media desbarrancada, tensa hasta el agotamiento entre los deberes de no limitarse

104


más, mantener una leyenda que alcanzó ribetes mundiales —la cultura de los argentinos,

¡su facilidad de palabra!— y seguir creyendo que ser culto es condición

de humanismo. Lástima que ahora, obsesionados por las arritmias de la economía,

ahogados en trabajo para sostener la mínima posición que les queda, estafados,

incómodos con sus veleidades, su desinformación y su consumismo, los pequeños

burgueses argentinos se rinden: mientras sus hijos atienden facebooks, ellos descansan

en el volumen de espíritu que acumularon cuando les iba mejor y lo administran

como si fuera dólares. En toda la mente globalizada subsiste la noción

filistea de que los males solo se soportan duplicando el esfuerzo. Para esta moral

los intervalos son abismos.

105


Pero atención: siempre alguien lee. (Incluso tal vez a Marcel Cohen.) En

el 109, por Villa del Parque, una bronceada pero ojerosa médica, con el estetoscopio

por collar, ve que la miro cerrar un Murakami (Sputnik, mi amor), me

indaga la cara y dice: ¿Le gusta este autor?; yo de él ya me leí tres. Qué expresión

fabulosa Me leí Tal Libro: indica posesión, ingestión (Me lo tragué). Orgullo

heroico de mejoramiento. Acumulación: contabilidad, yendo a lo peor. Pero

también expresa la calidez de leerse a uno mismo como a un compañero o un

amante. La doctora, que viene de hacer guardia en un hospital y va a buscar a

sus tres hijos a la escuela, acepta sestear unos minutos como parte del gusto de

leer en el colectivo. Murakami se le mete en los sueños. Toca el libro: Acá hay

una chica japonesa que se va a pasear en una isla griega y se hace humo; no

la encuentran nuun-ca más; lo que me encanta de este hombre es que de golpe

cosas re-inexplicables y cosas reales son la misma realidad; pero yo igual termino

durmiéndome.”

A las siete de la tarde varios duermen en el tren Roca que va a Glew.

Vidrios sucios de sustancias pardas, tornasoladas. Suelo pringoso. La tos de

un vendedor de calcetines salpica sin dar frescor. ¿Cómo no es inconcebible

que tantos viajen todos los días hacinados en estos cascajos inmundos sin sublevarse

más que a veces por una demora ultrajante? Maltrato, desdén: en la

división de clases del transporte ciudadano se condensa una desigualdad

monstruosa. Pero no es que haya dos Buenos Aires, una más o menos holgada,

perseverante en el consumo cultural, y otra anonadada y rencorosa. No. Rencor,

miseria y locura nos impregnan a todos en una sola ciudad donde el tono

de la vida es chillón, un desvarío del cual solo nos despabilamos en el umbral

de la muerte.

La línea A, que pasa por varios barrios de comerciantes y profesionales

de posición estándar, es la apoteosis de la renuncia a la religión de la cultura.

En los vetustos vagones enmaderados se distinguen algunas netbooks, una revista

Noticias y un ejemplar de L’étranger (¡epa!) para la clase de francés. Nada

más. Si no leen estos, uno se pregunta quién cuerno lee.

También se pregunta si un lector es realmente una criatura tan peculiar.

El enemigo no es Internet sino la ansiedad. Como leer implica estar

quieto, se requiere cierta inclinación personal: quizá una facilidad para descubrir

que la lectura constante da un creciente plus de paciencia. El productor

de paciencia de los libros es un placer que no todos identifican pronto como

tal. Pero hasta el lector ansioso termina desarrollando un tipo de paciencia que,

si bien tiene muchas utilidades, básicamente es la paciencia necesaria para no

desertar de un juego una vez se ha entrado por ganas de jugar.

Jalonando grupos de moblocs, enclenques arcos de fútbol asoman

entre matorrales. De un lado de la vía hay un cementerio; del otro, un convoy

de camiones recolectores espera ante el predio de Coordinación Ecológica

del Área Metropolitana. Esto es el Bajo Flores, que el tranvía del

106


Premetro cruza rasgando un tul de olor de basura, bordeando la Villa 1-11-

14. Viajan varones de pelo oxigenado, muchachas de pollera de jean y zapatillas

Sigma: el estilo básico del trabajador en negro. En el clima mental

promedio que se obtendría desde esta escasez hasta el lujo de la Recoleta,

¿qué debería ser la cultura? ¿Solaz, conocimiento, agitación, vitamina para

la sensibilidad? El chico que acaba de sentarse a mi lado, mochila Revvons

y perla en el lóbulo, se centra en una fotocopia muy subrayada donde descuella

la cara borrosa de Max Weber. Le pregunto si le entusiasma. Mmm,

son apuntes de sociología pero él estudia económicas, informa de reojo, y

no me mira más ni contesta las llamadas del celular aunque la cumbia del

ringtone suene y suene.

Las nociones estatales de cultura son ciegas, aluvionales. Hoy en el diario

se anuncia el estreno de El principito en el Planetario, la apertura de Polo Circo

en Constitución, conciertos de Música Urbana en la Costanera Sur, lecturas de

poesía en el Botánico, la pieza Amores de tango en la plazoleta San Martín de

Tours, clases de murga y bailes africanos en el inefable Pabellón del Bicentenario

y una ensañada de cientos de dádivas más con que el gobierno de la ciudad

cumple, estimula el desahogo sensible y el disfrute veraniego –la cultura

respira—, pasa por caja electoral y se queda orondo.

En el baño de la estación Haedo un gendarme le pide el diario al proveedor

de jabón, que le advierte que no lo use para limpiarse. El gendarme se enterará

de una denuncia que hacen hoy las tres grandes editoriales del país: en

balnearias del país circulan copias piratas, no solo de grandes ventas como El

combustible espiritual, sino de títulos de Saramago y Cortázar. La noticia de

que vale la pena embarcarse en una piratería que solo abarca el cinco por ciento

de las ediciones del país parece iluminar toda la realidad. En el tren Mitre que

va a Tigre un señor de cabeza titánica abre una bolsa de Farmacity, saca un alfajor

y se lo come y vuelve a abrir la bolsa para sacar Lord Jim. A cinco metros,

contra una puerta, una mujer se mordisquea plácida y minuciosamente las uñas

como para mitigar la comezón que le provoca El amante (la novela de Duras;

no la revista).

Hay un cuento de M. John Harrison, El don, en que un desconocido, en

un andén repleto, le regala al protagonista Peter Ebert un libro; casi se lo impone.

Es un libro sin tapas, con páginas faltantes y letras borradas en el título

de portadilla, que demasiadas manos han manchado de té, aceite, tinta, semen.

Desde el momento en que lo acepta, a Ebert le entra la certeza de que puede

haber otra vida, y de hecho la vida se le volverá a él una peregrinación irrefrenable,

ruinosa, enloquecedora y fantásticamente vana en busca de un ejemplar

completo o un dato esclarecedor. Y efectivamente: un gran enigma de la representación

ilimitada en que vivimos es si los libros pueden transformar realmente

la vida. ¿Cómo pone en movimiento un libro, qué reinicia o desvía, cómo

coagula el titubeo y sella el destino? ¿Cómo surge en alguien la literatura?

107


En la estación Retiro compro Crítica. Es lunes 25 de enero. El diario

trae un poema en el que un preso recién liberado siente el olor del asfalto

como una sobredosis de alegría en las arterias. Lo escribió César González,

que tiene 20 años y hace una semana obtuvo la condicional después de dos

años en institutos de menores, y dos en los penales de Ezeiza y Marcos Paz,

por delitos que cometió con una bandita de la villa Carlos Gardel de El Palomar.

González dice que en la cárcel perfeccionó las ansias de otra vida, no

porque el sistema penal esté diseñado para eso, sino porque el horror lo llevó

a desear con mucha fuerza la libertad; pero lo que hizo otra vida posible fueron

los libros.

Consigo un número y llamo a César González. Es seguro, pausado, gráfico,

cuida las palabras pero sin reprimirse y agradece que se interesen por

él. Cuenta cómo llegó a comprender, no en una revelación sino por aumentos,

que la casualidad y la voluntad trabajaban en cooperación. También que antes

ya le venía sucediendo algo menos palpable, que había en él como un llamado:

los libros lo intrigaban. Un perspicaz abogado de oficio le insistió en

que leyera; él empezó por Bioy, fue pasando a otros, y en el cuarto instituto

de menores ya se ocupaba de actualizar la biblioteca. Hay mucha mentira

sobre qué es estar en la realidad y qué no. Yo descubrí que se podía usar la

cabeza para otras cosas; la mente es muy poderosa; a mí me salvó de la opresión

de las rejas. Un nudo que tenía adentro se rompió en ramificaciones, en

cadenas. Me dieron ganas de hacer algo que no propagara el mal. Pero en la

cárcel es difícil rescatarse, porque existe un molde preestablecido para que

un pibe no se rescate. Cuando un amigo le dio a leer a Walsh, lo admiró que

hubiera existido gente que daba la vida por algo mejor. En el barrio te hacen

creer que si no tenés la Nike o una pistola en la cintura no sos nada, pero a

los pibes hay que demostrarles que la cosa no se termina a los 25 con un

plomo de la yuta. En la cárcel, en la charlas de noche, yo siempre tiraba algo

que hiciera pensar. Lo grande fue que al final me pedían que les leyera mis

poemas. Ahora en esta velocidad ando medio desacomodado; las cosas en la

villa están peor y es jodido no tener un mango en el bolsillo, pero ahora discierno

de otra manera. Voy a estudiar filosofía.

Cadenas. Ramificaciones. ¿Los libros sacan la realidad de la cárcel

ideológica del “realismo”? En mi cuenta virtual llevo un Douglas Preston

(Tiranosaurio), un Sándor Márai, un Marcos Aguinis, dos Isabel Allendes,

un Matilde Asensi, un Jung, un Bradbury y otros títulos típicos de librería

de viejo, un Dan Brown… Ningún otro best-seller, y ningún libro de un narrador

o un poeta argentino. El operador sociológico que nos infiltra las

conciencias no conseguirá que con esto arme una estadística. ¿Quién compra

la friolera de libros que se publican? ¿Los que se mueven en coche? ¿Gente

que se los lleva a la playa? Ahora, en un vagón del subte D entre Catedral

y Palermo, veo como una muestra social uniforme pugna por encuadrarse

108


en lo que se espera de ella. Desatildados, sudorosos administrativos, protobrokers

y pasantes aguantan, y algunos se hacen espacio para la lectura,

valor en sí. Una chica de ojos de menta lee a Kerouac. Una colérica trajeada

Nueve cuentos, quizás porque esta semana murió Salinger. Carlos Fuentes.

Laura Roberts. Banana Yashimoto. Literatura acá solo leen mujeres, como

si en efecto, según se estudió que ocurre desde hace siglos, las mujeres fueran

la avanzada de la lectura, no como educación, no como alimento de

fantasías, sino porque sí.

Considerando la amplitud del desinterés por todo lo externo, el ideal de

que todos los viajeros se ensimismen leyendo no es incuestionable; igual de

bueno sería quizás que aprovecharan el viaje para charlar, escucharse, cambiar

noticias, enriquecerse con las vidas de los demás. Solo que, tal como estamos

de expresión, todos los relatos se parecerían demasiado. En este punto regresa

la abnegada doctora del 109: Me leí tres libros de este autor. No se trata de

simple apropiación. Es como si el que se lee un libro se tragara un psicotrópico

y, si se lo lee en un vehículo, el desplazamiento mental, sin dirección, se acoplara

al momento de inercia del traslado; como si así se consumara la evasión

de una realidad abusiva a lo imposible real, o a lo posible negado.

Hace años ya que tengo Galpa, uno de mis tres libros de Marcel Cohen,

colocado de frente en el anaquel correspondiente de la biblioteca: no sé si es

un tributo supersticioso forzado por el remordimiento o un mal chiste. No hay

una sola visita que lo haya notado. Mañana voy a cortar la teatralidad y ponerlo

de canto.

Pero afuera la función no para. Ni a las dos de la tarde en el 42 que

cruza Nueva Pompeya. Al lado mío, un criollo viejito, de leve camisa blanca,

lee un Graham Greene, El factor humano. De pronto señala mi Vida y destino,

y comenta que él leyó este libro. Algo pesado para el colectivo, observo

yo. Qué observación tonta, señor, sobre una novela tan llena, no sé, de historia,

guerra, familias, verdades, de sufrimiento; a ver ¿usted cómo lo describe?

Yo me enderezo y declamo: Bueno, trata de la batalla de Stalingrado,

de los ecos en toda la Unión Soviética y de cómo Stalin aprovechó la victoria

sobre Hitler para liquidar el socialismo en la ideología mortífera del nacionalismo

estatal. Él se estira la barba canosa: Está muy bien; ¿y no le parece

que el stalinismo es más misterioso que el nazismo? Me parece, sí; sobre

todo si uno es de izquierda. Él golpea mi novela con un dedo; siento el temblor

del cuerpo quebradizo. Murmura: qué cosa, uno lee y ve cómo aumenta

la montaña de lo que no supo. Una lección, digo. Ah, no, señor, no; yo con

una novela no progreso; no me lleva a ningún lado. Solo al rato le pregunto

por qué lee. El deja pasar una cuadra, me toca el brazo y se tapa una risita:

Por eso. <

Extravío se publicó en el número 20 de la revista Otra parte, en el otoño de 2010.

109


Postales jazzeras

Se sabe que el jazz,

pero también la música en

general (o más precisamente:

en muchas de sus

expresiones), es una de las

grandes pasiones de Marcelo

Cohen. Menos conocida o

recordada es su faceta de

crítico, que entre otros

espacios ejerció en la

contratapa del suplemento

cultural del diario Clarín de

1999 a 2003. Aquí cinco

discos, cinco lenguajes,

son atravesados

–¿acariciados?– por su

sensibilidad, su ajustadísimo

oído y su inigualable pluma.

110


Veladuras, corrientes, remolinos

Uri Caine. Foto Russ Escritt

Al judío converso Mahler le gustaban

Wagner y las bandas de pueblo. La idea

de componer con masas melódicas divergentes,

de avecinar aires baratos,

complejos contrapuntos y sarcasmo

trágico, no facilitó la promoción de sus

sinfonías. Un día, en la calle, un cantor

de sinagoga lo hizo llorar tanto que

Mahler puso en partitura lo que creía

había oído; pero el hombre se enfureció,

porque esa música no debía escribirse.

En los años sesenta, el grupo

vocal The Swingle Singers, alborozado

de encontrar síncopa en Bach, anudó

la clásica y el jazz en un moño dirigido

a los desconfiados de ambas músicas;

un tema suyo llegó a decorar una propaganda

de pinturas Alba. Como otros

fusionadores utilitarios, los S.S. habían

entendido todo mal. En cambio el pianista

Uri Caine, judío de Filadelfia, seguidor

de McCoy Tyner y Cecil Taylor,

ha tomado a Mahler con una reverencia

aguerrida de músico popular contemporáneo.

En vez de ponerle

chocolate, intepretó las fuentes de su

inspiración y desarticuló su obra entera

para montar un continuo que une el

comienzo y el fin del siglo. En este

disco omnívoro hay lied, canto jasídico,

blues, ritmos latinos y “free” jazz,

asociación sinfín o remix tocado con

dedos y aliento carnales. Junto a Caine,

un personal impagable (el trompetista

Dave Douglas entre otros) hace una

música, llamémosla secular, transida de

gravedad, de risa y de gracia. (Primal

Light. Winter & Winter.)

111


Bob Dorough, el entretenedor

Bob Dorough. Foto Jimmy Katz

Usted está en el local lleno, imagínese,

y conversa entre humo y clamor de

vasos sin percatarse mucho de que una

voz efusiva, risueña, sarcástica (una voz

del sur de USA), aliada con un piano

devoto de Bud Powell le cosquillea la

nuca; hasta que la cosquilla se le vuelve

temblor y usted no aguanta más: ¿Pero

quién es este fenómeno? El fenómeno

es Bob Dorough, y siempre habrá algún

jazzómano que le dé una explicación

orgullosa pero tacaña, para que el culto

no se estropee. Bob Dorough, en efecto:

que acompañó a bailarines de claqué,

al boxeador Sugar Ray Robinson y declamó

poemas de Lawrence Ferlinghetti;

a quien Miles Davis eligió como

telonero e incluyó en un álbum cantando

Blue Christmas. Si usted se

aplica, quizá encuentre Devil May Care

(¡1956!) o el reciente Right on my way

home (Blue Note), segundo disco que el

hombre ha logrado grabar para un sello

grande. Oirá una voz medio campesina

que susurra, gruñe, ulula y parece no

caber nunca en sí: la voz finita de un

cantante loco de gusto de cantar, declamador

del bebop, retorcedor de standards,

autor de exaltados temas sobre

amores ridículos, baladista disparatado,

tan románticamente infalible como

Hoagy Carmichael, con quien comparte

un ramo que es pilar modesto y exaltación

simpática del jazz: el de los músicos

de piano bar. Bob Dorough, amigos

—73 años—, contento en este disco de

silbar tan campante junto al forzudo

saxo de Joe Lovano.

112


El rizo y el imán

Charlie Haden

Ignoramos si dos músicos que se sientan

a improvisar tienen “algo que decirse”,

porque la acción musical

conjunta es solo un afectarse de unas

notas a otras; pero el diálogo puede

ser maravilloso. Sitúense en Montreal,

allá en 1989, durante un homenaje a

Charlie Haden. A un lado del escenario

está Haden mismo, rizado al contrabajo

que él contribuyó a abrir de la

seca función rítmica a la húmeda figuración

de melodías. Ha tocado con

gente brava como el destructivo Ornette

Coleman o el hiperbólico Jarrett,

y ha hecho standards de jazz con cantos

revolucionarios. Enfrente está Egberto

Gismonti, un imán musical

brasileño cuyas composiciones someten

el choro, el samba, los ragas indias

y los ritmos árabes a un tratamiento

–aprendido con la ubicua

Nadia Boulanger— que vigoriza las

raíces mientras las va disolviendo.

Tanto al piano como a la guitarra de

diez cuerdas, Gismonti tiende mallas

elásticas que las líneas del bajo envuelven

naturalmente. Atención, soltura,

intensidad y desprejuicio nutren

esa grácil enredadera musical. En el

conjunto hay temas prominentes,

como “Maracatú”, pero todos tienen

el dramatismo dulce de un pensamiento

tenso entre dos almas. Y no

hace falta que se los imaginen, porque

ahora ese concierto puede escucharse.

El CD que lo contiene se llama

In Montreal (ECM) y es una bendición

que nos ha dado este año.

113


Antes de apagar la luz

Dave Holland

Muy comentado es el momento del

ocaso urbano en que se han encendido

faroles y ventanas pero el cielo aún

está lívido. Luz derretida y medios

tonos del negro, en los inmuebles placidez

o abatimiento, tersa la cúpula y

en la calle barahúnda previa la extinción:

esa hora tiene un pulso orgánico

que los grandes contrabajistas captan

como nadie. Charles Mingus, por ejemplo,

edificaba sobre sus pellizcos gamas

conflictivas de colores desmayados y

bramidos estridentes, de armonías sexuales

y tenues timbres de despedida.

En Points of View, el nuevo disco de

Dave Holland (ECM), las ambivalencias

se tratan en un plano más íntimo. No

que sea un disco introvertido; es atento

y recapitulador. Cuentan que Miles

Davis sonrió al escuchar a Holland por

primera vez, porque vio que llamaba la

atención más allá de lo que tocaba la

banda. Y es que las líneas del bajo de

Holland, como las que escribía Bach,

son de tal concentración que no pueden

pasarse por alto. Pero al mismo

tiempo no se advierten las costuras que

las unen al grupo, y la música se hace

redonda; en los arreglos para este

quinteto (con vibráfono y trombón) se

avienen voces muy encrespadas. Con

el penúltimo tema, “The Benevolent

One”, empiezan a apagarse las lámparas.

El final, bajo y marimba, ya pertenece

al sueño. Al fin de un día agitado,

escuchen este disco mientras afuera va

menguando el tráfico. Después dirán:

gracias, Dave. Buenas noches.

114


Swing y sosiego

Kenny Werner

Esa frase de Shakespeare tan citada, La

madurez lo es todo, tiene demasiados

filos. Hay madureces que son cumbres

de maestría, lucidez o fuerza, pero para

Gombrowicz, por ejemplo, madurar era

endurecerse en la Forma, y en definitiva

lo que madura se consume o se

pudre. También es cierto que no todo

tiene que madurar. Algunos músicos

actuales de jazz vienen en sazón desde

casi la infancia, con técnica escalofriante

y saber armónico incorporado;

otros deambulan años por la tradición,

eligiendo un maestro aquí, imitando un

temperamento allá, mientras el aprendizaje

incesante los acerca a una expresión

libre. Los mejores de estos

cambian sin estacionarse. Kenny Werner

es un pianista blanco con una

mano izquierda indefectible. Tiene sus

años y ha tocado solo y en combos,

pero lo que buscó mucho tiempo con

su trío estable fue una salida al síndrome

de Bill Evans. En el clima desconcertante

del post-post-bop, entre

Debussy y el Coltrane perdido, el swing

temperamental de Werner habría podido

decaer en un lirismo oscuro.

Ahora Werner es complejo y nítido. Su

último disco, A Delicate Balance (RCA),

concilia turbulencia rítmica y sosiego,

melodía y politonalidad, evocación y

sorpresa. A lo mejor es que aquí Werner

sólo toca composiciones suyas. A

lo mejor, que su enérgica destreza encontró

al fin a Jack deJohnette (bat.) y

Dave Holland (bajo). Juntos los tres son

una orquesta.

115


HERNÁN

RONSINO

Un mundo atiborrado de silencios

Nació en 1975, en la ciudad

bonaerense de Chivilcoy. Hernán

Ronsino es uno de los exponentes

más brillantes de una generación

que recupera el diálogo con lo

histórico y lo convierte en el

centro –a veces difuso, siempre

inquietante– de su materia

narrativa. A diferencia de muchos

de sus contemporáneos, lo hace

desde una perspectiva que es, en

esencia, grupal, y que como tal

resulta de una verdad

abrumadora. Poseedor de un

estilo económico, filoso y muy

poco altisonante, Ronsino es

autor de un libro de cuentos y de

tres novelas, entre ellas la muy

reciente Lumbre (editada por el

sello Eterna Cadencia). Las

páginas que siguen intentan

franquear las puertas de un

universo que, engañosamente,

resulta familiar, pero que a

medida que nos adentramos en él

se vuelve más y más extraño,

inasible y perturbador.

116


117

©Mariana Lerner


118


Un retrato de Hernán Ronsino desde múltiples

perspectivas. Entonces: su voz, su espacio, su ciudad,

sus rituales, sus obsesiones. Sus libros, su literatura,

su proyecto, su búsqueda. Una experiencia compartida.

Y un hermano.

VERSIONES

DE RONSINO

119


Un secreto persistente

Una serie de encuentros: el esfuerzo por revelar eso que, en

las mentes lúcidas como la de Ronsino, jamás se deja ver del

todo. Pero está el intento: un merodeo, ciertos repliegues, la

búsqueda de diversos puntos de confluencia, una grieta. La

siguiente es una crónica de ese acercamiento y, en el fondo, la

lucha íntima con una hipótesis que no termina de resolverse.

TEXTO Y FOTOS MARIANA LERNER

H

ago tiempo. Pautamos el

primer encuentro en el bar

enfrente del bar lindo. Cuando

Lucas me los describió descarté el

cool y opté por el viejo. Error. El

viejo no es tan viejo, es solo

decadente y el sol invernal da sobre

el cool. Lucas y yo tenemos algo así

como un año para acercarnos a este

aún lejano Ronsino y generar una

especie de retrato. Suena a bastante

tiempo, Lucas y él se conocen y aun

así, hoy, al cabo de toda la

experiencia, todavía me pregunto

cómo una obra traiciona en la

verdad a su escritor y viceversa.

Un chico llora en la mesa de al lado.

Parece que hace poco pasó algo muy

importante con Boca, y con San

Lorenzo también.

“¿A qué venís?”, le dice la moza a

uno de los habitués. Muchos tosen.

Acabo de terminar un cuento de

Ronsino en el que el protagonista

vomita en el altar de la iglesia

cuando está recibiendo su primera

comunión justo después de ser

desvirgado en la sacristía.

El sol se está yendo del bar de

enfrente. Buen pibe me dicen que es,

tranquilo.

Llegan juntos porque Ronsino lo

prefiere así; tengo como nota mental

averiguar si por timidez, reticencia o

misoginia. Rápidamente empezamos

a hablar de política, literatura,

fútbol. Todos estamos ansiosos por

relajarnos; si la charla está viva

significa que avanzamos. Cuando

toca fútbol pienso en cómo va el

encuentro y en esa institución que

son las parejas de tipos sentados,

todas las tardes, uno al lado del otro

en los bares. Ni bien parece que

entramos en algo parecido a la

confianza Ronsino propone cambiar

120


al bar de enfrente. Dice que los scons

de ahí son buenísimos.

Este se llamaba ABC; algo tenía que

ver, al final.

***

No hay documentación confiable que

lo respalde, pero la versión más

extendida vinculada al nombre de

Chivilcoy lo explica como varias

palabras de origen mapuche/araucano

que significa “el todo agua” o “área

de reunión de las aguas”. Para esta

hipótesis sobra y es arbitraria la y

final. Chivilcó.

Cuando el progreso consistía en

fundar colonias —así el nombre de las

poblaciones en el desierto—,

Sarmiento hizo, en 1868 al asumir la

presidencia, una visita a Chivilcoy. El

crescendo dramático de su discurso

“¿Por qué no es Chivilcoy toda la

Pampa ya? (...) ¿Por qué no es

Chivilcoy toda la República?”

concluye con una utopía —”les

prometo hacer cien Chivilcoy”— que

recorre hoy la plaza principal y las

calles como una especie de nostalgia

de un futuro abandonado.

Más modesta, pero real, es la galería

de personalidades chivilcoyanas que

incluye al CEO de Clarín Héctor

Magnetto, al presidente de Philips

Argentina, el Sr. Larrañaga, al

automovilista Emilio “El Obispo”

Satriano y a Mineé Cura, heterodoxa

profesora de geografía cuyo retrato

cautiva enseguida mi atención y

tiene como epígrafe “apasionada por

la India”. Parece que Mineé se sintió

atraída por la fuerte figura de

Victoria Ocampo y se convirtió en su

amiga. A través de Victoria, Minée

conoce además a Indira Gandhi,

quien —dice— le adelanta su propio

121


final violento a manos de enemigos

internos. “Yo le pedí que se cuidara,

que no se expusiera tanto, que en los

actos públicos se condujera en un

coche con los vidrios blindados. Me

respondió que dejaría de ser ella y

que no estaba dispuesta a perder el

contacto directo con el pueblo”.

Indira no murió en medio de una

multitud sino que fue ejecutada en

los jardines de la sede de gobierno

bajo la acción de dos de sus

guardaespaldas. Esa muerte a

traición, pienso, ese asesinato político

que se arrastra en silencio y que

carga con enormes consecuencias

bien podría estar en el saco

semántico de la obra de Ronsino.

Minée editó durante 22 años India

eterna y actual, publicación muy

apreciada en distintos ámbitos pero

que, paradójicamente —apuntan los

entendidos en el tema—, no tiene

ningún suscriptor en Chivilcoy.

Pienso en la teoría de Duncan Watts

sobre los seis grados de separación

entre cualquier persona del planeta

y otra. De Ronsino a Indira Gandhi

en tres.

***

“En un descampado vivía Chicleta,

un tipo un poco chiflado que era

muy pobre. Resulta que viene un

circo y ocupa el terreno ese, algo

alejado de Chicleta pero ahí nomás,

¿viste? Un día el mago del circo

empieza a buscar el conejo con el

que hacía el truco de la galera, y lo

busca, lo busca, lo busca: no lo

encuentra. Todos empiezan a

Menta

Noche, asado, bici y Trápani, la heladería que revienta de chivilcoyanos en esta noche

primaveral de fines de invierno. En la esquina un local de Ossira —marca de ropa femenina

cuyos capitales originales son, sí, de Chivilcoy— se acaba de prender fuego.

Dos o tres hombres se meten en esa oscuridad de techos quemados y local cerrado

e intentan rescatar lo que quedó de la mercadería. Curioseamos. Unos pocos metros

más allá hay una multitud que toma helados y le canta el feliz cumpleaños a una de

las empleadas de Trápani. Nos sumamos. Pero ella salió a fumar, así que no se entera.

Cuando vuelve, hay algunos intentos dispersos pero el entusiasmo no es suficiente

para cantar una segunda vez. Se lo cuentan entre risas. Pedimos y nos sentamos en

una mesa en la vereda. Ronsino canta varias veces el jingle que se le acaba de ocurrir

y ríe: “Trápani. ¡El helado que te atrápani!”.

Pienso en frases suyas como “El mismo animal que te apura es el que te escribe”, y

pienso en cómo actúan sus textos una vez que terminan. Con el paladar medio entumecido

por el frío repongo esa especie de río bajo que sigue sonando, un silencio

hecho de la anulación de varios sonidos; y pido probar la menta granizada, un gusto

que recién empiezo a entender.

Domar un animal es someterse y vallarlo por partes iguales.

122


sospechar de Chicleta. Entonces va el

mago, lo encara y le dice: ¿vos viste

a mi conejo? Chicleta hace así

(Ronsino se frota la panza con

círculos lentos) y le dice: si sos mago

hacelo aparecer”.

Estamos los tres en el bar cool, se

La segunda vez que nos vimos en el

bar cool hizo dos cosas: me robó la

parte más rica del scon y después de

comérselo, dijo: Es la confianza, ya

somos amigos. Y después nos llevó

entusiasmado, ya de noche, a Parque

Centenario para que viéramos el

Esa muerte a traición, pienso, ese asesinato

político que se arrastra en silencio y que carga

con enormes consecuencias bien podría estar

en el saco semántico de la obra de Ronsino.

supone que acá la gente es más

interesante así que las charlas son más

ruidosas. Los chistes de Ronsino ya no

pararán. El bar cool está lleno y es un

poco incómodo. En la mesa de al lado

está sentado Fabián Gianola.

Volveremos a este bar un par de veces

más a lo largo de este año en un

intento de buscar una familiaridad,

una tradición, supongo, pero sobre

todo porque Ronsino se negará

sistemáticamente a que vayamos a su

casa, un departamento en el que vivió

los últimos quince años, y que está

siempre a no más de diez cuadras de

nuestros puntos de encuentro. Esta

reticencia levantará la piedra de mi

obsesión por lo oculto. Y aunque en

los primeras etapas de mi insistencia

un poco infantil frente a la restricción

no lo sospeché, entendí más tarde que

movida solo por un reflejo estaba

agarrando —y no quería soltar— un

área que fue la clave a medio cifrar del

corazón poético de la obra de Ronsino.

árbol al que una amiga había estado

fotografiando durante meses para su

última novela, Lumbre. Llegamos,

vimos el árbol en la noche y nos

dispersamos.

En esos días surge la promesa de un

viaje a Chivilcoy. La zona, la clave.

Vuelvo al tema de su departamento.

Pero nada, no hay manera.

Vamos a Chivilcoy con escala en

Pergamino.

***

A Pergamino le decían “La dormida”

porque era la primera posta, saliendo

desde Buenos Aires, donde se podía

descansar. Llegamos al hotel Fenicia y

quedo deslumbrada. El homenaje

estético a esa civilización dedicada al

comercio y la navegación en medio

de la pampa me obliga a un

inventario visual inmediato. Mis

compañeros de viaje parecen más

inmunes a esa especie de arquitectura

123


fluvial en la que acabamos de entrar.

Las paredes del hall y los ascensores

están cubiertos con paneles de

madera oscura, algunas partes están

pintadas de un mostaza muy setenta

pero en impecable estado; en mi

habitación la colcha es de esa toallita

acanalada rosa furioso, y la moquette,

yo conocemos demasiado bien —un

pueblo— y que se niega a salir de su

aspecto apático, autosuficiente,

ponemos en común nuestros

recuerdos de provincia.

Intento una imagen diferente: la

noche. Ahí Ronsino se convierte en

Rana y deambula por los boliches, la

cerca de la puerta del baño, está

quemada con una marca perfecta de

plancha. Prendo la tele y el control se

clava en Televentas, con una

propaganda de antiácaros. Del otro

lado de la ventana pasan camiones

cerealeros bastante silenciosos.

A la tarde nos sentamos con Ronsino

en el bar de la facultad de Pergamino

bajo las frías luces de tubo. Hay

algunos grupos dispersos de alumnos.

No le gustan los pueblos que crecen

de un modo repentino “parecen el

conurbano, crecen anárquicamente.

Pierden. Esto parece más un

secundario que una universidad”.

Algo de razón tiene.

También crecí en un pueblo, así que

sentados ahí, medio desahuciados por

los cubiertos de plástico y por el

reencuentro de lo que tanto él como

pasa mal, dice, medio amigo de todos,

medio lejos de todos, perdido, sin

querer bailar y, al final, buscando los

rincones. Ahí Rana se turna con sus

amigos y ahora le toca a él ponerse la

peluca rubia y hacer dedo al costado

de la ruta, en la oscuridad; los demás

miran y se ríen. Cuando el auto para,

la figura rubia se esconde en la

banquina. No entiende bien cómo,

termina preso y sale en el diario local.

En otra imagen Rana se encuentra en

la caja de una camioneta que da

vueltas por la plaza mientras sus

amigos le tiran piedras a un boliviano

y él se pregunta: ¿qué hago acá?

“Sábado a la mañana, tiempo de

calzas”. La obsesión por la normalidad

como coerción, el chiste y la anécdota

como correctivos sociales y el

señalamiento estigmatizador son

124


elementos que un Rana devenido en

Ronso teoriza por un lado y encarna

como en primera línea por otro. Hay

una adecuación que persiste y aparece

en la vuelta del hijo pródigo a

Chivilcoy, aunque su prodigio haya

sido justamente denunciar una

violencia estructural que él sitúa ahí.

una familiaridad que se vuelve crítica

cuando escribe.

A la mañana siguiente nos

preparamos para abandonar el hotel,

subimos en el ascensor de madera

para buscar nuestras cosas, y justo

cuando estoy saliendo hacia mi

habitación el grabador que está en mi

Es como si vengara esa violencia

desmontándola y rearmándola como

un relojero en un pastizal.

Mientras tanto, “Pergamino está de

fiesta”. La ciudad acaba de celebrar la

beatificación de María Crescencia

Pérez, una monja que dedicó su vida a

cuidar enfermos de tuberculosis, una

enfermedad que ella misma tuvo de

joven. Las calles están cubiertas de

telas y carteles violetas. Entramos a la

iglesia con Ronsino, intento

provocarlo un poco. Nada mejor para

despertar a un creyente dormido que

una herejía en la iglesia. Los lugares y

su poder. No reacciona, parece un

poco aburrido, avanza unos pasos por

el ala lateral derecha y sale sin mucho

más al sol. Un poco como en el hotel,

se lo ve medio inmune, pero es una

inmunidad que pareciera surgir de

mochila se dispara accidentalmente y

empezamos a escuchar nuestras

propias voces. Él cree que estuve

grabando la cena de la noche

anterior: “¡no parás de trabajar!” Se

siente traicionado, cierra rápido una

de las puertas del ascensor. Yo no

cierro la segunda, me quedo parada

para que los dos escuchemos, estoy

segura de que fue en otro momento.

No grabé la cena. De hecho era la

única un tanto picada por la cerveza,

porque ni Lucas ni él toman. Lucas se

bajó una botella de Sprite de dos

litros él solo, y Ronsino tomó gaseosa

también pero sobre todo se dedicó a

torcer y retorcer papelitos que

encontraba en la mesa o despegaba

de los envases. La sensación de

deslealtad surge como contracara de

una franqueza con la que él ya

125


cuenta. Pienso: ya somos amigos.

Cuando abandonamos Pergamino

rodeamos el hotel con el auto y nos

señalamos las ventanas de nuestras

respectivas habitaciones: Lucas dejó

noviembre— comienza a aplacar las

cosas y las lleva a esa desidia tan

evidente de cuando los perros están

desperdigados, tirados por ahí.

Esto es entonces una vuelta a

Chivilcoy reproduce lo que muchos pueblos:

la periferia es el pasado, el centro es el futuro.

temprano su habitación y su ventana

ya está en modo estándar, la mía aún

está abierta, la de Ronsino está

cerrada, casi clausurada. Dice: ahí

hay un secreto.

Chivilcoy reproduce lo que muchos

pueblos: la periferia es el pasado, el

centro es el futuro. Vamos a buscar a

Brindisi a la parada de micros y

ahora sí estoy con todos los señores

de sport. Pasamos por la carnicería

de Rigone que justo refleja a tres

trabajadores que salen del pueblo en

bicicleta, pasamos por calles de tierra

y por descampados que serán

ocupados en poquísimos años por

emprendimientos inmobiliarios,

imagino, de distinto calibre. Las

calles son anchas, la plaza y el

centro están muy cuidados; es un

pueblo próspero y hay un sentido

escenográfico en los arreglos

urbanos que se están realizando:

canteros con flores de estación,

fuentes de agua cristalina, bulevares,

monumentos cuidados, en fin, todo

es bastante nítido hasta que el sol de

la siesta —incluso un sol de fines de

Chivilcoy y una visita a los padres,

Lito y Mafalda. La casa es tan

parecida a las que conozco de mi

propio pueblo que me cuesta mirarla

como algo nuevo, como algo

desconocido o ajeno.

El taller donde Lito repara

apasionadamente autos viejos y

antiguos está en la parte de atrás; y a

pesar de que sé que no es “el taller de

siempre” —se mudaron hace unos

años hacia esta zona más céntrica—

parece que hubiera estado ahí toda la

vida. Las manchas de aceite en el

piso, los recortes de artículos sobre

sus tres hijos (Miguel es un destacado

artista plástico y Javier es un chef

que dibuja y vive en Mallorca), la

Mafalda de Quino (alusión

enternecida al nombre de su mujer),

las latas de pintura perfectamente

alineadas en los estantes, los posters

de chicas en cuatro a las que les baja

un auto por la espalda, los esqueletos

de autos y carretas con formas de

animales prehistóricos tapados por

nylons y las citas de Camus arman

una extraña mezcla de espacio de

trabajo y museo personal.

126


La última noche Ronsino es enfático,

pide que nos levantemos temprano la

mañana siguiente porque tiene cosas

para hacer en Buenos Aires. Bajo a la

cocina a las 8 en punto y sólo veo a

Lito y a Mafalda mateando en esos

mates ruteros de metal. Me sumo. Al

poco tiempo Lito se va y quedamos

Mafalda y yo. La charla de mujeres en

la cocina. Pero a Mafalda no le gusta

cocinar, y tampoco es buena con las

plantas. Dice “con las comodidades

que hay ahora... antes teníamos que

lavar los chiripás a mano, cocinar,

planchar todo, hacer un montón de

cosas... y ahora tenemos tantas

comodidades, ¿pero qué es lo que

falta?”. Repite: “¿qué es lo que falta?”.

Habla de Italia, de cuando tuvo que

despedirse de su abuelo, de cómo no

quería desprenderse de la calidez de

ese cuerpo. Dice que sufre de vértigo.

Dice que ese vértigo es el cuerpo de su

abuelo sin el cual se siente en caída.

Pero la noche anterior al mate y al

vértigo hay un asado, que por

supuesto hace Lito y, por supuesto,

devoramos. Después de una

sobremesa relajada agarramos unas

bicis prestadas de los vecinos y

recorremos por la avenida de

circunvalación un buen trayecto; es

una especie de límite de la ciudad

en el que alternan calles pobladas

sólo por perros con otras llenas de

camiones. Ronsino y Lucas se

adelantan un poco, Brindisi y yo

vamos unos metros atrás y hacemos

comentarios cortos en consideración

más a mis pulmones que a los

Unas cuadras

Días después de mi último encuentro con Ronsino, Cata y Lucas, intento hacer algunas

anotaciones, pero me distraigo. Así que me pongo a buscar en la web distintos

temas sobre los que estuve pensando los últimos días. Entre ellos busco a León Rozitchner

porque recordé recientemente uno de sus libros, Perón: entre la sangre y el

tiempo. Sé que Rozitchner murió hace poco; recuerdo que cuando estudiaba en la

facultad cursé un seminario optativo con él porque me interesaba su perspectiva.

Me había impactado la mezcla de reflexión feroz y el apasionamiento con que daba

sus clases; era todo uno: su biografía y su sistema teórico. Hablaba del peronismo

de los setenta, de sus compañeros de ese momento, de su experiencia, de lo que

pensaba entonces y de lo que pensaba ahora (el ahora de esas clases hace 10 años).

Recuerdo también que una vez le hice una entrevista, las cosas que dijo, el café, que

era primavera y que su estudio era muy luminoso.

Sigo leyendo desordenadamente artículos sobre él, hasta que me encuentro con uno

de los datos más básicos de su biografía. Lugar de nacimiento: Chivilcoy.

Dentro de un pueblo, la distancia se marca con referencias conocidas: de la escuela,

la farmacia o la panadería, unas cuadras en una u otra dirección. O, de otro modo,

cuántos grados de separación sumaremos Perón, Rozitchner, Ronsino y yo.

127


suyos, porque él sí puede, mientras

avanzamos, desarrollar

consideraciones sobre Piglia, Puig,

Cohen, Laiseca, la izquierda y la

derecha en la literatura argentina,

las últimas novelas publicadas, etc.

Mientras me fustigo con ese látigoclisé

del “tengo que hacer ejercicio

físico” lo veo a Ronsino pedalear

plácidamente entre los camiones,

ahí, unos metros más adelante. Con

sus shorts largos y sus zapatillas

negras, en esa bici con el asiento un

poco más bajo que los pedales,

recuerdo una de mis primeras dudas

cuando lo conocí: ¿Ronsino es o se

hace? Y me viene entonces el

comentario de Sarlo. Ronsino no es

cool. En ese momento veo entre los

camiones que gira su cabeza hacia

un costado, veo su perfil que toma

inexplicablemente una gravedad

que no hubiera podido preveer

segundos antes ni reponer segundos

después; y se abre una especie de

entrada sin camino, un hueco o un

pulso o una fuerza que no se

anuncia y que reconozco en el

sonido ronco de sus textos. Como si

por momentos Ronsino estuviera

habitado por una especie de águila

oscura que expulsa, en la escritura,

un sedimento de lo real.

Llegamos a la Glaxo. La calle es

opaca, la entrada a la fábrica está

tapada por árboles, y sobre el único

lateral que puedo ver hay un muro

que da a una Plaza de la Memoria. En

el cielo casi negro distingo la

chimenea, quedan sólo tres letras. De

Glaxo se lee: LA O

No se ve mucho. Ellos

vuelven a la esquina de

la avenida, se cruzan de

brazos y arman un

círculo, hablan de

literatura. Llevan su

mundo a cuestas. Tres

hombres de una pasión

atenta, ensimismada y

discursiva todo a la vez.

Yo quedo un poco lejos,

parada en mitad de la

calle, mirando hacia

todos lados, buscando

fuentes de luz que me

permitan sacar alguna otra foto no

sé bien por qué; es evidente que no

va a ser muy útil. Pero me parece

que algo fue retaceado, como pasado

de contrabando delante de mis ojos.

Veo un poste, un charco un poco

aceitoso que refleja el poste, los faros

de algún auto que pasa por la

esquina y poco más. No iluminan,

más bien oscurecen: los perros que

ladran desde el otro lado de la reja

de la Glaxo, la aridez de esta calle de

128


tierra a cincuenta metros de la

avenida, el descampado de enfrente,

el camión estacionado más allá y, en

la esquina, las siluetas —en fin— de

mis compañeros de viaje, esos

hombres a contraluz que no termino

de conocer.

***

En el trayecto de vuelta ellos hablan

un poco de música, un poco de nada.

La charla ya encontró su ritmo.

Llegamos a Buenos Aires, lo

dejamos a Brindisi y nos

encontramos de nuevo los tres, a

unas pocas cuadras de la casa de

Ronsino, sobre Scalabrini Ortiz.

Salgo abruptamente de mi

introspección y justo antes de que

baje, cuando ya nos habíamos

despedido, comienzo un monólogo

desesperado. Le cuento que los

últimos dos documentales de Herzog

que vi —El diamante blanco y

Grizzly man— tratan sobre

aventureros, exploradores que van a

medirse —uno puede pensar que en

nombre del género humano, pero

claramente ellos no—, con las

fuerzas superiores de la naturaleza.

Le cuento que en ambos casos hay

un momento en el que alguien

describe un lugar sagrado, mítico,

una especie de utopía personal que

puede tomar la forma de mito de

comunidad o de tragedia íntima; y

es un espacio que Herzog preserva

de la representación. “Destruya esa

cinta”, le dice a la amiga y

compañera del aventurero mientras

lo vemos escucharla, y sabemos que

es el sonido de cómo los osos se lo

comen a él y a su última novia. Le

relato rápidamente esto mientras

Ronsino se ríe y se baja del auto. “Es

un poco como tu casa”, le digo, “no

la vamos a representar”.

Creo que sobredimensiono un poco

el asunto, la casa, el desafío, en fin.

Ronsino se ríe y se vuelve a negar.

Lucas me mira preocupado y arranca.

Pocas semanas después llega —y se

queda— el amor desde Chile; Ronsino

y la (radiante) Cata se mudan juntos a

la vuelta del viejo departamento de él.

Nos invitan a cenar un sábado a la

noche. Se supone que abandoné el

asunto pero llevo la cámara en la

cartera. Toco el portero y bajan

Ronsino y Lucas. “Falta un

sacacorchos, ¿vamos a mi

departamento viejo? Está todo

enquilombado porque ya estamos

viviendo acá”, dice Ronsino, relajado.

Entramos, la luz está cortada.

Desorden de mudanza.

Se mueve con soltura, perdió todo

pudor o reserva con el lugar, cuenta

dónde estaba el escritorio, dónde la

cama. Todo está cubierto con una

alfombra que es un poco la marca

de la bestia, tiene esa pátina difícil

de señalar, difícil de limpiar, zonas

donde hubo mayor tránsito,

manchas que se sacaron en su

momento pero que vuelven; una

condensación de encierro, pasado y

secreto, pero que ha perdido todo

su poder.

Saco un par de fotos pero Ronsino

ya no está ahí. Se abrió la grieta y

es como si sólo ahora pudiera nacer

la escritura. <

129


130


Arqueología del chisme

Este texto propone un acercamiento a la obra de Hernán Ronsino

a partir de la lectura de sus ficciones y de algunos de sus

ensayos y artículos críticos. Incorpora, además, la voz del propio

escritor, entresacada de conversaciones, encuentros y entrevistas.

Esa voz, entonces, aparece fragmentariamente, ligeramente

deformada. Pero de eso se trata: perspectivas, recortes,

formas de manipular la palabra del otro. Y relatos.

POR LUCAS ADUR

FOTOS MARIANA LERNER

P

ara empezar a decir lo que

quiero decir, voy a contar una

anécdota. Se trata, en realidad,

de una anécdota en segundo o tercer

grado: una anécdota donde alguien

cuenta que contó una anécdota. El

escenario es la librería porteña Eterna

Cadencia, la noche de la presentación

de Glaxo, en algún momento de

mediados de 2009. Una mujer le hace

al autor una pregunta acerca de su

relación con la literatura: cómo

empezó, por qué escribe. Y Ronsino

recuerda otra presentación (la de

Erótica del relato, antología

compilada por Jimena y Matías

Néspolo) donde le hicieron la misma

pregunta a todos los escritores

presentes. Y cuenta que, aquella

tarde, mientras otros respondían

apelando a argumentos existenciales,

filosóficos o humorísticos, él empezó

a hablar de su infancia en el taller de

su padre, de su abuelo, el Nono

Ronsino, y de lo que sucedía en ese

taller por las tardes, cuando

terminaba la jornada… “Me di

cuenta” –contaba Hernán– de que

estaba contando una historia. Y que

los que estaban ahí escuchaban

fascinados.”

La estrategia parece simple, a

primera vista: ante la pregunta de

por qué se narra, la respuesta es una

narración. El escritor exhibiría así su

confianza en el poder del relato, su

apuesta por el arte de contar

historias frente a la tantas veces

repetida afirmación de la

imposibilidad de narrar… 1 .

1

“Contamos historias”, se afirma con pretensión polémica en el “Manifiesto” que abre

La erótica del relato.

131


Sin embargo, la operación de

Ronsino aquella tarde fue un poco

más compleja. No contó

directamente un relato de su niñez

en el taller paterno sino que contó

una escena donde él contaba esa

Josefina; tenemos también las

historias de los Pujol, la de José

Tarditti, la del conde polaco… Algo

similar podría afirmarse de Glaxo,

aunque allí los múltiples relatos

confluyen, de algún modo, en uno.

En los textos de Ronsino no se trata simplemente

de contar historias, sino de contar cómo,

cuándo y dónde alguien cuenta una historia.

historia. Creo que en esta pequeña

maniobra hay algo que roza una de

las cuestiones centrales para pensar

su obra de ficción.

Contar que se cuenta

Ya se ha señalado que en las

novelas de Ronsino proliferan los

relatos. 2 Esto es especialmente

notorio en La descomposición:

tenemos los de Abelardo Kieffer

sobre la accidentada cacería de

liebres en su niñez, sobre la

madrugada en que conoció a su

futura mujer y sobre sus visitas a

Pajarito Lernú; tenemos los del

Bicho Souza sobre el remisero

muerto y sobre su relación con

En esta proliferación de historias

hay, claro, una fruición del contar,

un placer, que se busca compartir

con el lector, en referir anécdotas,

delinear personajes, narrar

acontecimientos que suelen rondar

lo trágico o lo patético. 3 Pero estas

historias no se acumulan

desordenadamente, no brotan como

agua del manantial. Ronsino

construye en detalle el marco en

que se transmiten. Las escenas de

narración intradiegética son

recurrentes y el autor las trabaja

con minuciosidad: las inflexiones de

la voz, la percepción física del

entorno –el calor, la luz, los olores,

los sonidos– las asociaciones y

reflexiones que suscitan las palabras

en quienes escuchan. En los textos

2

Jorge Consiglio, en su presentación de La descomposición (2007), habla de la novela

como un “mapa de relatos”. Sylvia Saítta afirma en su reseña de Glaxo (2009): “Como

en todo pueblo real o imaginario, proliferan las historias y las versiones”.

3

Las historias, afirma Edgardo Cozarinsky, “son fabricadas para interesar y cautivar;

para que el placer circule, como una impalpable moneda, entre las fantasmales figuras

del ‘destinador’ y el ‘destinatario’” (Museo del chisme, pág. 19).

132


de Ronsino no se trata simplemente

de contar historias, sino de contar

cómo, cuándo y dónde alguien

cuenta una historia:

Es el segundo domingo de marzo, Leo

me vino a buscar a casa. Era de noche.

[…] A Leo le temblaba el párpado izquierdo.

Se sentó en el borde de la

cama y me dijo, con una alegría secreta:

“la pusimos”. […] Después

agregó: “dicen que después te da hambre

y es cierto”. Una de las chicas le

preparó un sándwich. Se lo comió con

una ansiedad bárbara. Después me

llevó a la vereda, ahí me habló más

tranquilo. Volvió a repetir: “la pusimos”

[…] No sabés, Nano, lo que es: la

mina se desvistió, pero qué te voy a

contar, eso se tiene que vivir, no es

como una película que se ve en el Metropol

y después se la contás a alguien”,

dijo Leo sorprendiéndome. Leo

no es de decir esas cosas. Leo no es de

tener esas ocurrencias. Pero estaba

claro, su entusiasmo era inspirador

(“Te vomitaré de mi boca”, pág. 15).

La voz áspera retumbó en el aire, para

desembocar en la risa de Silvia Ayala.

Tenía el carozo entre los dedos, y le

arrancaba con los dientes los filamentos

pegados en los surcos. Quiso que

le contara, otra vez, la historia de

Pujol en el banco Provincia. Entonces

sonreímos los dos. Como sonríen

todos los que conocen la historia de

Pujol, en el banco Provincia, cuando

alguien le pide que se la cuente. Le

miré los pies descalzos, antes de empezar:

los talones estaban rajados y las

plantas sucias. Jugaba con el dedo

gordo, montándolo sobre otro dedo,

para después dejarlo resbalar, y montarlo

otra vez, como si fuera un chasquido

mudo. Cuando lo vi entrar al

banco, empecé a contar… (La descomposición,

págs. 110-111).

No sabés la última, empieza entusiasmado.

Recién llegué de Saladillo,

¿adiviná con quién me encontré?

Tiene los ojos brillosos, la boca, como

dice Abelardo Kieffer, desajustada.

No tengo idea, hermano. […] Hago un

gesto, junto los labios, levanto los

hombros, mientras el mozo […] nos

deja dos vasos y una cerveza bien

fría. A la Negra Miranda, dispara

Montes, mientras inclino un vaso y

hago que la espuma trepe controlada.

¿La Negra Miranda?, digo y le entrego

el vaso, cargado. Montes se lo

toma sin esperarme. Mueve la cabeza.

Repite, mientras saborea la cerveza,

la Negra Miranda. Y entonces, ahora

que ha terminado de llegar –contar

que ha visto en Saladillo a la Negra

Miranda es haber terminado de llegar–,

se adueña de la mesa, estira las

piernas, mira la calle, espera que

ahora yo empiece a indagar (Glaxo,

págs. 42-43).

La descripción del contexto en el que

se enmarcan estas narraciones no es,

de ningún modo, algo contingente,

que rodea el verdadero “carozo” que

estaría dado por la anécdota. Por el

contrario, en el trabajo sobre el

marco, en la construcción de una

perspectiva, en las distintas

mediaciones, los distintos prismas

que la historia debe atravesar para

llegar a los lectores está lo que

133


convierte la materia prima dada por

una anécdota en una obra literaria. 4

Me permito, para ilustrar este punto,

una pequeña digresión. En sus

“Apuntes de un lector”, publicados

en la revista virtual No-Retornable

en 2008, Ronsino refiere largamente

una anécdota, que atribuye a su

abuelo, sobre un viaje en carreta

para vender sandías. Como en sus

relatos de ficción, tenemos también

aquí una primera persona que se

detiene en la pormenorizada

construcción del marco en que

aquella historia le fue deparada:

La noche que ahora recuerdo, estrellada,

como casi siempre, entre las

plantas, donde yo jugaba a la guerra

contra los ingleses y en los días de lluvia

mataba los sapos con un palo de

escoba vieja (el mismo palo que usaba

el Gavilán Contrera para desparramar

las brasas, chamuscado en las puntas);

esa noche, decía, apareció el Nono Miguel.

Apareció como un jinete sin caballo,

o mejor, como una luz en la

noche cerrada. No sé por qué recuerdo

tanto esa imagen, la del Nono entrando

al taller, apareciendo de la

nada, tal vez porque nunca iba a los

asados, y verlo ahí, llegando entre las

plantas me provocó una alegría intensa,

o, quizá, y esto lo pienso a la luz

de los hechos y con la distancia de mi

lado, la insistencia del recuerdo tenga

que ver con lo que esa noche, mientras

comíamos, el Nono Miguel contó a los

tipos de siempre que, ahora, tenían el

pelo mojado y apretado por un peine

que no acostumbraban a usar. […] El

Nono Miguel se puso a contar. Habían

salido temprano, con la fresca, antes

de que amaneciera. Iban con mi viejo

en el carro de un tal Hipólito, tirado

por un lobuno raya negra, a comprar

sandías a la quinta de Toguita: del Polígono

de tiro bajando una punta de

kilómetros… (“Apuntes de un lector”).

El relato se extiende por varios

párrafos, alternando entre la

narración y la narración de la

narración (“El cielo se cerró, dijo el

Nono y nos miró fijo a cada uno”).

Como el mismo autor señala, la

anécdota remite inevitablemente a la

escena de El limonero real de Saer

donde Wenceslao y Rogelio van en

un carruaje, bajo la lluvia, a intentar

vender una carga de sandías. Cuando

leí este texto la coincidencia me

pareció demasiado conveniente para

el artículo. Sospechosa. Un tiempo

después, le pregunté a Ronsino si era

verídica. “Por supuesto –afirmó–.

Aunque ligeramente intervenida”. Esa

misma noche, comíamos un asado en

Chivilcoy, en la casa de su padre.

Hernán le pidió que contara sobre esa

vez que fueron con el Nono a vender

sandías y los agarró la lluvia. El

4

Cozarinsky, siguiendo a Henry James, denomina “dramatización” a este tipo de trabajo

sobre la narración: “Dramatizar, para James, significa delegar la narración, nunca exponer

o declarar sino articular un juego de percepciones fragmentarias entre las cuales

el lector deberá avanzar, descubriendo un metódico placer en los accesos indirectos y

en la iluminación oblicua”. (Museo del chisme, pág. 30).

134


Se trata, desde luego, de otra confirmación

de algo que ya sabemos, aunque a veces

olvidamos: en la literatura la forma es casi todo.

relato de Miguel Ronsino padre fue

lacónico y escueto. Los hechos

estaban ahí, sí, y en algún sentido

eran los mismos. Pero la narración

estaba a años luz de la que yo había

leído en la prosa del hijo.

Se trata, desde luego, de otra

confirmación de algo que ya

sabemos, aunque a veces olvidamos:

en la literatura la forma es casi todo;

los hechos, casi nada. Lo que me

interesa subrayar aquí es que buena

parte del trabajo del escritor pasa, en

este caso, por la construcción del

marco, por la elección de una

perspectiva que “aleje” el texto del

lector y lo sitúe no frente a una

historia sino frente al momento en

que alguien cuenta una historia.

Podemos pensar, entonces, que

además de esa pasión por narrar que

mencionamos antes, encontramos en

la obra de Ronsino una indagación

acerca del modo en que las historias

se cuentan, circulan y, estrechamente

vinculado a esto, sobre la función

que cumplen en la economía de una

pequeña comunidad.

“Un texto escrito entre todos”:

rumores, chismes, anécdotas

Yo estoy formateado por una cantidad

de anécdotas. Conjuntamente

con un personaje hay un montón de

historias. El asunto es cómo trabajás

eso. A mí me interesa mucho estudiar

la estructura de la anécdota. Reflexionar

sobre qué función tienen

esas anécdotas como pequeños dispositivos

narrativos, dispositivos cerrados.

Dispositivos que, en líneas

generales, me parece que tienen un

135


efecto de poder muy fuerte.

Me interesa reflexionar sobre la

anécdota, ubicarla dentro del texto,

como parte de una maquinaria que

estigmatiza, que ubica a cada uno en

su lugar. […] Desarticular la anécdota,

ver la estructura que la constituye

y los efectos que produce.

Hernán Ronsino, entrevista con el

autor, noviembre 2012.

Hemos visto que en la producción de

Ronsino las escenas en las que se

inserta una narración ocupan un

lugar destacado. No se trata solo de

contar historias, sino de contar cómo

esas historias se cuentan: cómo se

originan, cómo se transmiten, cómo

producen sentidos. Hay una

verdadera mise en scène de la

circulación de chismes, anécdotas y

rumores que puede entenderse como

una suerte de “experimentación

ficcional”. No se proponen reflexiones

conceptuales al respecto, sino que se

exhibe un modo de funcionamiento,

de forma tal que los lectores podamos

plantearnos ciertas preguntas y

arribar a nuestras propias

conclusiones.

Me oyes desde lejos…

Iba conquistando una especie

de distancia.

Hernán Ronsino, “Febrero”.

La cuestión de cómo el chisme y el

rumor producen sentidos (sentidos

muchas veces negativos,

estigmatizantes para determinados

personajes) está presente desde el

relato que abre el primer libro de

Ronsino y que considero fundacional

para su proyecto estético. Un

personaje, Juan Rivera, y un lugar,

“lo de la Cholita”, que funciona

como prostíbulo, concentran las

murmuraciones recelosas de todo el

barrio. Nano, el narrador adolescente

de este texto, vive atravesado por

esas historias que “se cuentan” 5 pero,

a la vez, establece una distancia que

está dada, en principio, por el modo

de decir:

La Negra Díaz contó, después, que lo

que más le había llamado la atención

del tipo [Juan Rivera], en ese momento,

mientras él avanzaba por la

calle de tierra […] había sido, contó la

Negra, su físico y el misterio que traía

en los ojos. Claro que la Negra Díaz no

dijo el misterio que traía en los ojos;

no era capaz de decir algo semejante

mientras esperaba el kilo de papas que

don Boldo le ponía, encorvado, en una

bolsita sucia. Más bien, la Negra Díaz

dijo: el tipo tiene la mirada de un buey

degollado. Y eso supone misterio. (“Te

vomitaré de mi boca”, pág. 8).

“Viejo de mierda, fracasado, son todos

ustedes unos fracasados de mierda”,

dijo Rivera. El Flecha Borbonese

5

A lo largo del cuento son constantes las expresiones que aluden a la circulación de rumores:

“Algunos arriesgaban que…” (pág. 9), “…decían…” (10), “Se dice que…” (11), “…

según se dice” (12)

136


contó después que Rivera mordía la

palabra mierda, que parecía querer

meter toda la bronca del mundo en

esa palabra. Claro que el Flecha no lo

dijo así, pero la idea era esa. (“Te

vomitaré…”, pág. 20).

El narrador no queda pegado a las

palabras de los otros, no reproduce

mecánicamente lo que oye.

Reflexiona sobre las formas de

hablar y esto le permite construir su

propio lenguaje y, por lo tanto, su

propia perspectiva. Es capaz,

entonces, de contrastar versiones, de

articular críticamente los distintos

relatos sobre un mismo tema,

señalando sus contradicciones. Esto

se percibe, por ejemplo, en el modo

en que da cuenta de la separación

entre la Cholita y el policía Reyes:

La separación fue violenta. “No sé por

qué esta clase de gente busca hacer públicas

sus cosas privadas” dijo en esa

época la maestra de tercero que vive

sobre la avenida, una vez que fue a lo

de don Boldo. Digo que hubo una

pelea, que el policía Reyes a la madrugada

la sacó a la calle, la arrastró de los

pelos a la Cholita, y le empezó a pegar.

Estaba borracho, decían. […] Las mujeres

que formaban parte del séquito que

se reunía en la despensa de don Boldo,

decían, contradictorias, porque antes lo

criticaban, que seguramente Reyes estaba

“cansado y harto, de estar metido

en medio de esa mierda”. ‘Pero el cana

137


sabía bien dónde estaba metido, además

no era ningún angelito’, pensaba

mi mamá, y eso también era cierto. (“Te

vomitaré de mi boca”, pág. 10). 6

En Nano se puede encontrar,

incipientemente definida, una

posición que caracterizará a la

mayoría de los narradores de las

ficciones de Ronsino: personajes que

pertenecen a la comunidad y, por lo

tanto, conocen las historias que

circulan, las escuchan y son capaces

de reproducirlas. Pero mantienen con

estas historias una relación distante,

mediata; poseen, por distintos

motivos, una perspectiva singular

que les permite mirarlas

críticamente. No como si fueran

indiferentes a su atracción; más bien,

como si las escucharan desde lejos. 7

Los chismosos

Ahora bien, junto a estos narradores

capaces de sostener una distancia

crítica respecto de los rumores

pueblerinos y delinear su propia

mirada, en la producción de Ronsino

pululan varios personajes

secundarios que están totalmente

integrados en la dinámica del

chismerío. Pensemos en los que

conforman “el séquito

de don Boldo” (“Te

vomitaré de mi boca”),

en los remiseros del

cuento “La curva”, y,

especialmente, en

Lucio Montes,

personaje presente

tanto en La

descomposición como

en Glaxo, siempre

narrando historias ajenas.

Montes no funciona como narrador

principal de ninguna de las novelas.

Accedemos a su versión de la

historia de Pujol (La descomposición)

a través de Kieffer y al relato de su

encuentro con la Negra Miranda

(Glaxo) desde la voz de Bicho Souza.

Esta mediación le permite a Ronsino,

como ya hemos visto, trabajar sobre

6

Contra “el séquito de Don Boldo” y más cerca del relato materno, el narrador afirma:

“El policía Reyes era un parásito que se rascaba las bolas en la puerta de la casa de la

Cholita, los días de franco, tomaba vino, y amenazaba a los chicos con una pistola automática,

o les decía groserías a las nenas” (“Te vomitaré de mi boca”, pág. 9).

7

Pienso, por ejemplo, en personajes como Abelardo Kieffer (La descomposición) o Vardemann

(Glaxo), quienes por distintos motivos (la tragedia familiar de Kieffer, la experiencia

de la cárcel en Vardemann) parecen haber establecido una suerte de hiato entre

ellos y el resto de la comunidad. Esto se manifiesta en sus formas de narrar. Aunque

muy distintas, ambas coinciden en privilegiar la percepción y descripción de los hechos

por sobre sus propias emociones y opiniones.

138


las escenas de narración y

desmenuzar el modo en que Montes

cuenta historias:

Sangraba como un chancho, decía

siempre Lucio Montes, en cualquier

mesa de lo Rigone. Si querés saber la

historia del Viejo Pujol, pagate un vino

y te la cuento completa, decía. Y entonces,

los viajantes, los tipos de las

quintas o cualquiera, le pagaban un

vino y se ponía a contar. […] Yo nunca

le pagué para escuchar la historia del

Viejo Pujol. Escuché, toda mi vida, esa

historia, desde un rincón, como ajeno.

Lucio Montes hizo de un hecho inesperado,

que lo tuvo, por casualidad,

como testigo, el momento más importante

de su vida. Por eso lo contaba,

incansable. Y lo volvió su propia historia.

Siempre lo narraba de la misma

manera; con los mismos detalles y

ejemplos; nunca se permitió alterar

algún dato, incorporar si se quiere, alguna

metáfora nueva, tal vez porque

haciéndolo, Montes creería que estaría

faltando a la verdad. (La descomposición,

págs. 119-120).

Sos un bestia, le digo, y lo descoloco.

Montes espera que diga otra cosa, que

esté interesado, por ejemplo, en su relato.

Pero no. Le digo que es un animal,

un bestia, y se queda sosteniendo

con la boca una sonrisa que se desarma,

despacio, y mientras se desarma,

la sonrisa me deja ver un par de

dientes manchados con hojitas de

orégano. Eh, aflojá, qué pasa, me dice

Montes. […] Cómo le vas a decir así,

le digo. Montes me mira como un

chico que cometió un error, que se

mandó una macana. […] Sos un bestia,

vuelvo a decir, un animal, la mina

se asustó, no te das cuenta, te evitaba,

no quería saber nada de vos, ni de la

Glaxo. Sí, me dice Montes, eso me

dijo ella después. Cómo después, digo.

Sí, después, me dice, y vuelve, el desgraciado,

a capturarme con su relato.

(Glaxo, págs. 50-51).

Montes trabaja con las historias

como con mercancías. Las “vende”,

las reproduce mecánicamente, como

fetiches, estructuras absolutamente

cristalizadas y de significado fijo.

Maneja, es cierto, un repertorio

limitado de estrategias para captar a

sus oyentes. Pero lo fundamental es

que se trata de historias de otros.

Montes vive de rumores: no tiene

prácticamente peso en las novelas

más que como un narrador chismoso,

que trafica con anécdotas ajenas,

aunque eso implique muchas veces

violentar la intimidad de los demás.

Los narradores de las novelas no

pueden ignorar del todo el poder de

atracción que ejerce este personaje.

Sin embargo, toman distancia: Souza

lo critica explícitamente (“Sos un

bestia”), Kieffer anota que nunca

pagó por sus relatos y que escuchaba

“como ajeno”.

El poder de los relatos

Volvamos ahora a Nano, el narrador

de “Te vomitaré…”. Hemos dicho

que, a lo largo del relato, hay una

búsqueda por diferenciarse, por

definir su propia voz en ese collage

139


de voces que arman los chismosos

del pueblo. 8 Sin embargo, esto no

quiere decir que sea indiferente a

sus poderes. Hay, en este sentido,

una escena muy significativa.

Cuenta Nano:

Había tenido ganas, el lunes, de meterme

con los hijos de la Negra Díaz,

que son más chicos que nosotros, por

las zanjas abiertas de las cloacas, y de

jugar con ellos. […] Pero no me había

animado porque estaban todos sentados

en la vereda de los Farías, y tenía

vergüenza, miedo, a la puñalada certera

que suponía el comentario de la

8

El contraste es patente con sus hermanas, que aparecen cada vez más integradas al

“séquito de don Boldo”, al punto de perder su individualidad: son “las chicas” (pág. 13),

“las dos, que son una” (15); ni siquiera su madre las llama por sus nombres.

140


Coca Farías: “ese pendejo qué pelotudo”

(“Te vomitaré…”, pág. 22).

Queda expuesto aquí el efecto

disciplinador que tienen las

habladurías: si alguien se aparta de lo

que se espera de él (por su edad, por

su lugar social, etc.), los dichos al

respecto funcionarán como una suerte

de sanción discursiva. Rumores,

chismes y anécdotas pueden,

entonces, operar como una grilla

narrativa que categoriza a los

habitantes de un pueblo.

Reproducirlos es contribuir, quizás

inconscientemente, a reproducir el

orden vigente.

Esto puede observarse claramente en

las historias sobre los Pujol que

aparecen en La descomposición. “El

viejo Pujol”, “el loco Pujol”, “la muda

Pujol” son los protagonistas de

numerosas anécdotas que los

muestran como ignorantes, violentos,

141


desquiciados: marginales. Estas

pequeñas historias se repiten,

circulan, reforzando constantemente,

de ese modo, el lugar que los Pujol

tienen en la comunidad.

Es significativo que incluso Kieffer,

un personaje con cierta formación

intelectual y cierta distancia para

con los rumores pueblerinos,

reproduce esos relatos. Antes cité el

comienzo de la escena en la que le

cuenta a Silvia Ayala la “historia de

Pujol en el banco Provincia” (pág.

111): Noriega, un funcionario del

banco, le promete a Pujol una

fortuna, “un palo verde”, si resuelve

una adivinanza. Un año y medio

después, Pujol vuelve al banco,

busca al empleado y le da la

respuesta. Noriega, frente a todos los

que estaban en presentes, le entrega

un maletín. Pujol lo abre ilusionado

y encuentra un palo de color verde.

La sonrisa que, se nos dice,

acompaña la narración de Kieffer

(“Como sonríen todos los que

conocen la historia de Pujol…”, pág.

111) puede leerse como indicativa de

la función que cumple ese relato:

ridiculizar al marginal, dejar en claro

que no puede acceder, en modo

alguno, a otra posición social, y que

acepta mansamente su lugar. En la

narrativa de Ronsino rumores,

chismes y anécdotas definen lugares

sociales, condicionan las decisiones

de los personajes y pueden incluso

llevar a la marginación (los Pujol,

Rivera, la Cholita), a la cárcel

(Vardemann), a la muerte (Morris).

El desarraigo: (otro) azar

convertido en don

Hemos intentado delinear dos tipos

de personajes característicos de la

ficción de Ronsino: aquellos que

parecen completamente cooptados

por las historias del pueblo –los

142


chismosos– y aquellos que pueden

establecer respecto de ellas cierta

distancia. Al elegir como narradores

de sus obras a estos últimos, pero

incluir, filtradas, recortadas, las

voces de los primeros, Ronsino

puede mostrar desde una perspectiva

crítica el modo en que las historias

circulan y construyen sentidos para

los habitantes del pueblo.

Hay un hallazgo en esta elección de

voces narrativas que participan

imperfectamente de esta corriente de

relatos. Se ubican lejos, pero no

afuera. La diferencia es significativa.

El funcionamiento de una comunidad

no puede mostrarse (ni entenderse)

desde un narrador externo. En la

tensión entre pertenencia y distancia,

se erige la posibilidad de una mirada

capaz de percibir el cuadro completo,

sin perder los detalles más

significativos. Sin proponer

reflexiones sistemáticas, sin intentar

arribar a conceptualizaciones ni

conclusiones definitivas, el escritor

pone en escena el modo en que

rumores, chismes y anécdotas

funcionan en la cotidianeidad de una

pequeña urbe. Ronsino realiza una

suerte de arqueología crítica de esos

discursos menores, pero cuya

importancia para la estructuración de

una sociedad resulta, en muchos

casos, insoslayable.

En distintas entrevistas, Ronsino fue

configurando una suerte de “mito de

origen” para su escritura. Esta

surgiría de un desarraigo: en el

momento en que abandona

Chivilcoy para trasladarse a Buenos

Aires, en ese preciso momento,

comienza a escribir. 9 Pero sus

ficciones transcurren, casi sin

excepción, en su ciudad natal.

Quizás, como sus narradores, el

escritor encontró (o construyó) en

ese espacio intersticial, en ese no soy

de aquí ni soy de allá, un lugar para

su literatura. O, si se quiere, una

excusa para contarles a los de acá

cómo se cuentan historias allá. <

9

“Empecé a escribir en Buenos Aires. A los veinte años. […] Y creo que ahora puedo decir

que empecé a escribir a partir del desarraigo. Irme del pueblo para estudiar en Buenos

Aires supone un tránsito que no tiene retorno: como todos los grandes cambios. Pero eso,

en un principio, no lo tenía claro; y cada vez que volvía al pueblo, volvía con la ilusión

de encontrar aquello que había dejado antes de partir; pero eso que deseaba encontrar,

más que deseo era, y sigue siendo, una alegría perdida, que se pierde cuando uno llega al

pueblo y encuentra otra cosa: lo que encuentra no es lo mismo que uno suponía encontrar,

y de este desencuentro, de esta falla entre la alegría del reencuentro y lo verdaderamente

encontrado, nace mi literatura.” (“Entrevista a Hernán Ronsino”, Nora Martínez).

LOS LIBROS

Te vomitaré de mi boca. Cuentos, Libris, 2003.

La descomposición. Novela, Interzona, 2007.

Glaxo. Novela, Eterna Cadencia (traducida al italiano, francés y alemán).

Lumbre. Novela, Eterna Cadencia, 2013.

143


Aullar los sentimientos más profundos, Delfina Estrada.

144


Sobre La descomposición

La descomposición, la primera novela de Hernán Ronsino –editada

por Interzona–, se presentó en Casa de la Lectura (Buenos

Aires) en noviembre de 2007. El siguiente es el texto que

Jorge Consiglio escribió para dicha presentación. Un mundo

que empezaba a delinearse con absoluta identidad.

POR JORGE CONSIGLIO

S

i bien en otros diálogos, como

el Lysis y el Fedro, Platón se

ocupa del tema del amor, es en

El banquete donde lo aborda en

forma exclusiva y directa. En esta

obra, Apolodoro le cuenta a un

amigo, cuya única función parece ser

la de soportar el discurso del primero

con un par de intervenciones, lo que

sucedió en una reunión organizada

por Agatón para festejar su primer

triunfo como poeta trágico. Los

invitados más notables habían sido

Sócrates, Erixímaco, Aristófanes y

Alcibíades, y cada uno había dado su

discurso apoyado en su estrategia de

persuasión. Lo notable es que ni

Apolodoro ni su interlocutor

asistieron al banquete en cuestión; es

decir, que la estructura de la obra

está cifrada en un juego de versiones

y, se podría pensar, que con cada

grado de distancia que la versión

toma respecto de los hechos, se

agrega una porción de incerteza.

Veinticinco siglos más tarde, Juan

José Saer ordena la materia

narrativa de su novela Glosa dentro

de un armazón similar al que emplea

Platón en El banquete: dos

personajes que caminan por la

ciudad, Angel Leto y el Matemático,

hablan sobre un asado (tiran

pescados a la parrilla) organizado

para celebrar el cumpleaños del

poeta Jorge Washington Noriega. De

la misma forma que en la obra de

Platón ninguno de los dos asistió al

festejo. Lo que cada uno expone es

lo que escuchó sobre el asunto. De

esta manera, caminan varias

cuadras, departiendo sobre asuntos

cotidianos con los que terminan por

fundar una tierra de salvación en la

que asentar sus identidades en

medio de tanto olvido.

145


Hernán Ronsino plantea la trama de

su novela, La descomposición, a

partir de una situación parecida a

las narradas por Platón en El

Banquete y por Saer en Glosa; pero,

a diferencia de ellos, suprime la

mediación de los personajes

narradores que versionan, y habilita

la plena autoridad de las voces de

los protagonistas de la acción.

Abelardo Kieffer comparte con Bicho

Souza un asado. La escena en sí es

favorable para la comunicación;

subyace en ella cierto atavismo que,

desde el comienzo de la humanidad,

reúne a los hombres a dialogar

alrededor del fuego.

Abelardo Kieffer es el asador y, como

tal, es quien detenta el protagonismo

en el texto. Sin embargo, su

discurso, que cuenta con todas las

licencias de la oralidad, no es

monolítico ni busca amparo en la

contundencia de los hechos, sino que,

más bien, avanza como si sospechara

que la percepción que traduce será

siempre insuficiente para abarcar lo

que de verdad importa. Abelardo

Kieffer tiene la voz seca, austera; su

tiempo es un presente que cada tanto

deja lugar al pasado y a la voz del

otro y, en La descomposición, “el

otro” por excelencia tiene un

nombre: Bicho Souza.

Abelardo Kieffer y Bicho Souza van

hablando mientras la carne se asa,

mientras comen, mientras caminan

hacia el sitio que el que se despedirán.

Hacen memoria, se determinan. Y las

evocaciones que el coloquio no roza

—porque hay historias a las que les

conviene el silencio— se consignan en

los monólogos del protagonista; es

decir, terminan por hacerse explícitas

pero apelan a la discreción, cuentan

con el tono asordinado de las

confesiones. En el texto se cuenta,

también, cuando las cosas y los

hombres callan; o sea, se busca

precisar el instante de la reflexión o la

manera severa aunque frágil que

adquiere el mundo bajo el peso de la

nada. Pero siempre se narra, porque la

lógica interna de La descomposición

—más allá de la impronta de

disolución que barniza cada imagen—

establece una relación entre el

tramado de relatos que la constituyen

y una ilusión de perennidad, que sabe

guardar, al mismo tiempo, el germen

de su fracaso. Hay un párrafo que

funciona como síntesis de lo que digo:

El tren de carga se parece a un instante,

me dijo una vez Teodoro Kieffer en el

escritorio de su oficina: contiene lo infinito

del momento, pero al mismo

tiempo, el que ve pasar el tren de carga

es consciente de su finitud: ese que ve

pasar el tren sabe que la percepción de

lo finito es fugaz, porque pronto asomará

la cola del último vagón (y está

esperando que eso ocurra de una vez

por todas: pero mientras tanto se suceden

uno tras otro, como reflejos informes,

los mismos coches cargados, de

troncos, de cereales).

Hernán Ronsino articula

magistralmente, por medio de un

conjunto de personajes rabiosamente

verosímiles, una estrategia que

consiste en abrir el cosmos ficcional

como una fruta madura. Esto implica

146


un concepto previo: la realidad

entendida como problema. No hay en

el universo nada que suponga

simpleza; sino, por el contrario, todo

encierra pluralidad y cada elemento

constituye el engranaje de una

estructura mayor regida por lo

arbitrario. Cada acto, entonces,

encubre más de un sentido y la

mente, igual a un sabueso, corre

detrás del que le resulte más seductor.

Esto es claro en la siguiente escena:

Pero Bicho Souza silba, agudo, imitando

el canto de un pájaro que viene

del monte —cosa rara a esta hora de la

que las liebres huyen heridas y los

perros muerden antes de caer

muertos. Un mapa de relatos en los

que el joven Tarditti, pálido y de ojos

profundos, escribe una nota sobre

Kafka y no logra escapar a su propia

oscuridad; en los que Pajarito Lernú,

internado en el hospital psiquiátrico

de Wagner se mueve “moroso,

diminuto bajo un sol de un verano

que se diferencia de todos los

veranos, en principio, por esa imagen

lerda, fiel, coloreada con la intensidad

de lo real; tratando de perdurar, por

alguna razón, en la memoria, con la

contundencia y el empecinamiento

Ronsino diagrama en la novela un mapa

de relatos en los que los hombres mueren

por accidente o voluntad, en los que asesinar

es un acto tan inevitable como fatal.

noche—, y otra vez me distrae. ‘Una torcacita

debe ser’, dice. Y sigue, ahuecando

los labios, perfeccionando el

sonido. Me levanto de la silla de plástico

y camino, pisando la gramilla,

hasta el galponcito de chapa. El silbido

de Bicho queda de fondo, suspendido

en el aire caluroso, como una sombra

imperfecta. Entonces, eso, me hace pensar

en las fronteras, en la imperfección,

por ejemplo, de las fronteras.

Ronsino diagrama en la novela un

mapa de relatos en los que los

hombres mueren por accidente o

voluntad, en los que asesinar es un

acto tan inevitable como fatal; en los

que, a veces, entraña lo verdadero”.

Un mapa de relatos, en suma, cuya

cifra única es la polisemia. Pues —en

consonancia con Pajarito Lernú,

quien teoriza detenido en su

extravío— se advierte con claridad

que la ficción no deja afuera ningún

sentido, porque la ficción no clausura.

Pajarito dice que: “Lo que hace es

amplificar, porque esa es la

posibilidad, el atributo revolucionario

de la literatura, amplificar el sentido

de los relatos, crear nuevos mundos”.

La escena del asado, que funciona

como eje que vertebra el texto,

coloca a los personajes uno frente al

otro: Abelardo Kieffer queda frente a

147


los ojos de Bicho Souza y Bicho

Souza frente a los ojos de Abelardo.

Un rastreo somero en la novela

muestra hasta qué punto los

personajes mismos intuyen la mirada

ajena. Cito: “Bicho Souza sale de la

casa, a oscuras, después de atender el

teléfono, y, seguro, me debe estar

viendo, ahora, sentado en la silla de

plástico, bajo la luz del farol, con las

piernas apoyadas sobre el tronco

muerto de la casuarina”.

Ahora bien, ¿cuál es el propósito del

ejercicio constante de la

atención? Una respuesta

posible sería que con la

mirada se construye al

otro, se lo completa, se le

otorga entidad. Tanto

Bicho Souza como

Abelardo Kieffer van

ganando espesor a

medida que avanza la

trama, no solo por la

acumulación de relatos

que van delimitando sus

perfiles, sino también,

porque son testigos mutuos de sus

propias existencias, y con esta actitud

se establecen en el texto las bases

para fundar una otredad incluyente.

Ya en el epígrafe con el que se abre la

novela se pueden rastrear indicios de

esta instancia testimonial que pesa

sobre los personajes. Se trata de un

extracto de un cuento de Onetti,

“Bienvenido, Bob”. En este texto, hay

un duelo constante de miradas entre

el narrador —se trata de una primera

persona— y el personaje de Bob.

Incluso, por momentos, actúan en el

sentido dramático —fuman

afectadamente, acompañan sus

movimientos con música o con

sonidos, muestran determinado perfil

o llevan a cabo determinados gestos—

para seducirse, para anclar la atención

ajena. En este cuento, como en tantos

otros de Onetti, se narra una caída, la

de Bob, pero como ese juego de

miradas determina cierta

especularidad entre los personajes, el

narrador se ve involucrado y

acompaña a Bob en su destino.

En La descomposición, la mirada —

que no necesita de

desplazamientos

espaciales (como en las

crónicas de viaje) para

encontrar al otro— es

decisiva en más de un

sentido. Por una parte,

otorga volumen

ontológico a los

personajes y, por otra,

resulta indispensable para

rescatar los ingredientes

que se archivarán en la

memoria y pasarán a

constituir un codiciado acervo de lo

genuino. Cito: “Entonces Pajarito

Lernú salió del agua, dejó la postura

morosa, insignificante, con la que

pasó todo el día —medio cuerpo

hundido en el río—, y con la que

entraría en mi memoria, a pesar de su

insignificancia, para perdurar, fiel, con

la contundencia de lo verdadero”.

El hombre de Ronsino en La

descomposición se mueve con un

tiempo enemigo de la productividad,

anda lento porque se sabe responsable

del camino, por lo cual no se puede

perder nada ni pasar por alto un solo

148


detalle; anda atento a los pequeños

escenarios, en los que se representan

las tragedias efímeras, las que la

mayoría ignora. Es así, pues, que no

pasan inadvertidas las hormigas que

se ocupan de la cucaracha que está

“entre las alpargatas de Bicho Souza,

muerta, volcada, con las patas hacia

el cielo”. Y por esto mismo es que

Bicho Souza “Se detiene en la figura

de la chimenea quebrada y la

contempla: da la sensación de que la

bordea con los ojos, que dibuja a la

distancia, con los ojos, los bordes de

la chimenea quebrada”.

En suma, el hombre de Ronsino es

un ser que contempla; anda a pie,

recorriendo pequeñas distancias,

dispuesto y minucioso, amigo de un

mirar sereno y profundo. En este

sentido, se lo puede emparentar con

los caminantes de Robert Walser.

Pienso, en particular, en un relato: El

bosque. En este texto, hay una

escena en la que el narrador

conmovido por la contemplación de

los grandes árboles se deja “mirar

por lo profundamente hermoso,

(más) que contemplarlo él mismo”. Y

concluye: “Mirar es entonces un rol

invertido, intercambiado”.

Es evidente, después de lo dicho, que

el tiempo en el que se mueven

Abelardo Kieffer y Bicho Souza es

moroso y detenido, un tiempo fuera

del tiempo, determinado por el ritmo

de la charla, del encuentro entre dos

hombres junto al fuego. En

Austerlitz, de Sebald, el narrador a

propósito de un encuentro con otro

personaje en una estación de trenes

en la que hay un inmenso reloj dice:

“Durante las pausas que se producían

en nuestra conversación, los dos nos

dábamos cuenta de lo interminable

que era el tiempo hasta que pasara

otro minuto, y qué terrible nos

parecía cada vez, aunque lo

esperábamos, el movimiento de

aquella aguja, semejante a la espada

del verdugo, cuando cortaba del

futuro la sexagésima parte de una

hora con un temblor tan

amenazador, al detenerse, que a uno

se le paraba casi el corazón…”.

Concluyendo, en La descomposición,

Hernán Ronsino enhebra con destreza

y precisión las voces —ásperas,

despojadas— de los personajes con sus

silencios. En la narración hay un

equilibrio, en perpetuo vértigo, entre

la voluptuosidad de la violencia y

cierta mesura bucólica, por momentos.

Ronsino narra desde la amplitud de lo

real y no recurre a simplificaciones o

a eufemismos, va directo al hueso,

aborda de lleno la acidez del limón;

por eso, en el texto, tiene lugar lo

cruento y se refiere lo prohibido.

La descomposición de Ronsino es

una novela intensa pero no profusa.

Quizás esta sea una de las claves de

su efectividad. Y el texto es dueño de

un saber que lo blinda y que se

puede inferir de la voz de uno de sus

personajes, Pajarito Lernú: la

universalidad de la verdad anida en

los recortes, en los restos de una

pared derrumbada. <

Jorge Consiglio nació en Buenos Aires en

1962. Publicó novelas (El bien, Gramática de la

sombra, Pequeñas intenciones), libros de

relatos (Marrakech, El otro lado) y de poesía

(Las frutas y los días e Intemperie, entre otros).

149


Glaxo, entre Saer y Walsh

Sylvia Saítta, investigadora

especializada en literatura

argentina, se interroga en este

texto por las filiaciones literarias

de Hernán Ronsino, el modo

en que sus novelas articulan

diversas tradiciones dentro

de la narrativa argentina.

Entre la marcada presencia de Saer

en La descomposición y los ecos

de Operación masacre que

resuenan en Glaxo, la ficción

de Ronsino busca diseñar un lugar

propio sin renegar del pasado

nacional (literario e histórico).

POR SYLVIA SAÍTTA

FOTOS MARIANA LERNER

150


151


En 2008, en un movimiento

quizás aprendido en Ricardo

Piglia —quien, a su vez, lo

aprendió de Borges—, Hernán

Ronsino publica sus “Apuntes de un

lector”, y explicita, de este modo,

algunos mapas de lectura para su

propia literatura. Atento a las

filiaciones y afiliaciones literarias,

elige a determinados escritores

argentinos, compone el escenario

donde transcurren sus propios

textos y define líneas de la

tradición nacional desde las cuales

busca ser leído. 1

En ese ensayo, Ronsino escribe

sobre Juan José Saer, sobre Cesare

Pavese en Saer, sobre las dos

grandes tradiciones literarias que

confluyen en la narrativa de Saer:

la que culmina en la zona de Saer y

que tiene como ámbito central el

río —una tradición cuyo comienzo,

dice Ronsino, está en La ribera y El

agua de Enrique Wernicke, y que

continúa en Sudeste de Haroldo

Conti—; y la que está en la base de

la frase de Saer, marcada por el

ritmo de Juan L. Ortiz y por la

minuciosidad obsesiva de la frase

seca y corta de Di Benedetto. Dos

tradiciones —el río como espacio

geográfico y una forma de la frase—

que se suman a “la experiencia de

vida de Saer, ahí, en esa zona del

litoral, junto a ese río”: como en

Conti y Wernicke, la experiencia es

en Saer aquello que antecede a la

escritura, una “forma de registro”,

una “huella de lo vivido”.

Retomando hipótesis de Infancia e

historia de Giorgio Agamben,

concluye Ronsino, en Saer esa

experiencia nace en la infancia, en

“esa tierra en la cual se pasa de la

lengua al discurso”, que se

reinventa y se recupera desde el

tiempo de la escritura, porque la

escritura es aquello que salva la

experiencia vivida al registrarla y

transmitirla. 2

En ese otoño de 2008, Ronsino ya

había publicado su primera novela,

La descomposición, ponderada por la

crítica literaria por su afinidad con la

literatura de Saer, escritor al que, en

efecto, la novela de Ronsino cita,

reescribe, rinde homenaje. 3

En su reseña, Beatriz Sarlo

subrayaba, precisamente, esa

afiliación: “Me sorprendió el aire

saeriano de la novela, en un

momento en que creí que nadie de

32 años, como Ronsino, podía

escribir de modo tan explícito, pero a

la vez tan interesante y arriesgado, a

partir de Saer. Es más, esta novela es

a Saer como los cuentos borgeanos

de En la zona son a Borges: un

punto de partida que luego se diluye

pero que, una vez encontrada la

propia voz, la propia manera,

permanece como una fundación

1

Hernán Ronsino, “Apuntes de un lector”, No-Retornable, otoño de 2008.

2

Hernán Ronsino, “La invención del otro río. Entre la ribera y el sudeste”, Fledermaus,

nº 1, noviembre de 2005.

3

Hernán Ronsino, La descomposición, Buenos Aires, Interzona, 2007.

152


153


geológica secreta (…) Saer joven

estudió una forma de ver en Juan L.

Ortiz, y Ronsino, en Saer”. 4

Si en términos narrativos la obra de

Saer se cierra con su muerte, el 11 de

junio de 2005, y con la publicación

póstuma de su extraordinaria novela

La grande en octubre de ese mismo

año, las primeras narraciones de

y el planteo de situaciones que se

entrecruzan con las de textos

previos y que transcurren en la

zona, crea nuevas figuraciones y

nuevos sentidos en una obra que,

como su última novela,

permanecerá inacabada y abierta a

lecturas futuras.

Como en las narraciones de Saer,

Mientras el western es un relato de origen

a partir del cual una sociedad puede

constituirse, Glaxo apela a su imaginario

pero para mostrar los despojos de una sociedad

al borde de su disolución.

Ronsino —como años antes, los

relatos de Sergio Chejfec y Sergio

Delgado— muestran que ese mismo

cierre abrió un nuevo ciclo de

lectura. “La grande —afirma Carlos

Gamerro— es la última novela de

Saer, pero no su novela final” 5 ;

“cerrado por la muerte de su autor

—sostiene Sarlo—, el ciclo novelístico

es hoy precisamente eso: un anillo

que gira pausadamente”. 6

Y efectivamente, si en el sistema

narrativo de Saer la aparición de

una nueva novela o relato reescribía

a los anteriores, la publicación de

La grande, con la reaparición de los

personajes de sus relatos anteriores

entonces, La descomposición

transcurría en un espacio que no es

ni la ciudad ni el campo; una zona

literaria donde hay un asado, amigos

que hablan sobre literatura, historias

fragmentadas, un periodista del

diario local, un limonero. Un clima y

un espacio saereanos que se revelan

también en el tono, en la estructura

de la frase, en un modo de mirar. La

segunda novela de Ronsino, Glaxo

de 2009, fortalece ese comienzo. Y lo

hace también como cita, en la voz de

Bicho Souza, un personaje que viene

de La descomposición: “Cruzo la

avenida. Las luces resbalan sobre el

asfalto mojado. Siento que estoy

4

Beatriz Sarlo, “Afinidades electivas”, Perfil, 16 de diciembre de 2007.

5

Carlos Gamerro, “Una semana en la vida”, Radarlibros, Página/12, 27 de noviembre

de 2005.

6

Beatriz Sarlo, “El tiempo inagotable”, La Nación, 2 de octubre de 2005. Recopilado en

Escritos sobre literatura argentina, Buenos Aires, Siglo veintiuno, 2007.

154


Dernier train pour Buenos Aires

Breve reseña de Glaxo, publicada en Francia en 2010 en Livres Hebdo

(traducida como Último tren a Buenos Aires).

Desconocido en Francia, Hernán Ronsino es sociólogo y

profesor de la Universidad de Buenos Aires. Es considerado

uno de los faros de la “literatura actual” argentina,

lo que se comprende fácilmente con la lectura de Dernier

train pour Buenos Aires [nombre de la versión francesa

de Glaxo], que marca el nacimiento de un nuevo

género, el “western-pampa”. La historia transcurre entre

1959 y 1984, atravesada por las convulsiones de la vida

política argentina, hasta el retorno de la democracia,

en 1983. Y, aún sin ser una cuestión central en la novela,

este contexto está presente, como una amenaza: los jóvenes intentan

escapar del servicio militar y Folcada, el policía cornudo, se reprocha haber

participado, en junio de 1956, en la masacre de civiles en José León Suárez.

Con el país “reconciliado”, la vida parece transcurrir apaciblemente en la pequeña

ciudad anónima descrita por Ronsino. El único acontecimiento destacable

es el paso de un tren sobre las vías construidas por los obreros de la

Glaxo, una compañía petrolera. Vicente Vardemann se ocupa de sus clientes

en la peluquería de su padre y se pregunta si irá o no a saludar, en su lecho

de muerte, a Miguelito Barrios, que fue su amigo desde la infancia hasta

que un sombrío asunto los enfrentó. Desde luego, se trata de una mujer, la

Negra Miranda, que trastornaba a todos los hombres a su alrededor, y de

quien su marido, Folcada, terminó por sospechar algunas infidelidades…

Es a través de capítulos en flashbacks, de los que en cada uno da la palabra

a uno de los protagonistas de la intriga, que Hernán Ronsino nos contará

este affaire, cocktail de celos, traición, venganza y ajuste de cuentas: todos

los ingredientes tradicionales del western. Por otro lado, en su juventud, Vicente

y Miguelito eran fanáticos de El último tren de Gun Hill, uno apasionado

por Kirk Douglas y el otro imitando a John Wayne, en un duelo

imaginario. Ellos ignoraban, en aquel entonces, que la vida les tendería una

trampa, a través del maquiavélico Folcada, dispuesto a todo para vengarse

de su infortunio conyugal.

Esta breve novela es tan brillante como enigmática, está repleta de referencias

literarias y cinematográficas, nunca cae en el exotismo y resulta, sobre todo,

profundamente original. Quisiéramos poder leer en francés los otros libros de

Hernán Ronsino, especialmente su primera novela, La descomposición.

155


caminando en otro lugar, que estoy

de viaje, que busco un restorán para

cenar, que hay un río cerca, una

costanera bordeada de faroles que

iluminan, con manchas, los bordes

del río”. 7

La acción transcurre en el mismo

espacio que La descomposición: un

pueblo de la provincia de Buenos

Aires que conserva, en tanto

ruinas, las marcas de un pasado de

progreso social y de bienestar

económico, en el que algunos

personajes, como Bicho Souza,

reaparecen. Como Saer, pero

también como Juan Carlos Onetti

—autor citado en el epígrafe de la

primera novela—, Ronsino diseña los

contornos de una zona o territorio

ficcional que sientan las bases de la

unidad de lugar de una literatura que

pareciera inscribirse sin conflictos —

y sin la angustia de las influencias—

en una de las tradiciones más

prestigiosas de la literatura nacional.

En Glaxo hay, entonces, un pueblo,

habitantes que se conocen desde

siempre, historias y versiones de esas

historias; un pueblo por el que pasaba

un tren que, en el presente de la

narración, ha dejado de funcionar: la

primera escena del libro es,

precisamente, la que describe a uno

de los personajes observando cómo

una cuadrilla de obreros levanta las

vías ya en desuso del ferrocarril.

En ese espacio cerrado, cuyos

habitantes se conocen desde siempre

y donde proliferan, como en todo

pueblo real o imaginario, las historias

y las versiones de esas historias, anida

un secreto que si bien pertenece al

ámbito de lo privado —la traición al

amigo—, desborda esos límites para

inscribirse en otra historia.

Los cuatro relatos que componen

Glaxo —son cuatro narradores, cuatro

cortes temporales, cuatro ritmos

narrativos— se complementan pero

no cuentan la totalidad de una

historia que sostiene, hasta el final de

la novela, una elipsis narrativa.

Porque hay algo que no se dice, o

que se dice más tarde, el relato

mantiene el suspenso sobre la verdad

de una traición que va anunciándose,

de modo velado, a lo largo de sus

páginas. El pasado, como el presente,

encierra secretos y mentiras, y nadie

sabe nada por completo.

La historia es compleja: un joven

mantiene una relación sentimental

con la mujer del suboficial corrupto de

la comisaría del pueblo; al pensarse

descubierto por el suboficial, acusa a

su amigo; el suboficial, para vengarse

del que supone amante de su mujer,

comete un crimen para atribuírselo;

por ese crimen, el traicionado y

falsamente acusado debe pagar años

de cárcel, lejos del pueblo.

Pero un día regresa. La novela

avanza sobre la expectativa del

encuentro entre el que traicionó y el

que fue traicionado; un encuentro

entre esos dos amigos que, de

jóvenes, imaginaban ser los

7

Hernán Ronsino, Glaxo, Eterna Cadencia, 2009; p. 36.

156


protagonistas de un western

americano. La expectativa es que el

duelo entre ambos será inevitable; o

que ambos finalmente se enfrentarán

al suboficial corrupto. 8

No obstante, ambas expectativas

resultan frustradas. Glaxo trabaja con

el imaginario del western

cinematográfico —recurrentemente

citado en la novela— pero para

desmentirlo. Mientras el western es un

relato de origen a partir del cual una

sociedad puede constituirse, Glaxo

apela a su imaginario pero para

mostrar los despojos de una sociedad

al borde de su disolución. Y en ese

ámbito, no hay lugar para héroes

míticos ni relatos fundacionales

porque el representante de la ley ha

dejado de ser el sheriff incorruptible

del western para encarnarse en un

oscuro suboficial de pueblo,

protagonista de los fusilamientos de

José León Suárez en 1956. En el

epígrafe con el que se abre la novela

—una cita de Operación masacre de

Rodolfo Walsh—, la novela expone su

hipótesis política y propone una

causalidad histórica sobre la que se

asienta el relato fundacional de un

pueblo —que bien puede ser pensado

como metáfora de la Argentina— en el

que, a diferencia del western, se

quebraron los vínculos entre

moralidad, ley, Estado y justicia.

Con ese epígrafe de Rodolfo Walsh —

como lo había sido el epígrafe de

Onetti en la novela anterior—, Glaxo

señala la otra tradición de la que

busca ser parte. No casualmente, es el

mismo Ronsino el que enfatiza la

función de los epígrafes en sus

novelas cuando responde, en una

entrevista de Juan Manuel Bellini,

que cada epígrafe es “como un

diálogo, querer resaltar que hay una

comunicación, porque me interesa

recuperar y repensar una tradición

para posicionarme en un lugar.

Muchos autores de mi generación

hacen el esfuerzo por cortar todo tipo

de contacto, como que a partir de ese

corte se funda la literatura. Hay un

desprecio por todo lo que viene

atrás”. 9 Pero a su vez, con esa cita de

Walsh y la presencia de un personaje

que bien podría haber sido parte de

Operación masacre, Ronsino toma

distancia de Saer e inscribe su novela

en la historia política nacional. <

8

“Pero lo más importante pasó ayer. Y esto hay que decirlo. Bajó del tren con la cabeza

rapada y una piel rancia (…) El humo de la máquina nos rodeaba. Parecía una escena

de algún western: me acordé de El último tren, pero el Flaco Vardermann no se parecía

a Kirk Douglas.” (Hernán Ronsino, Glaxo, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009; p. 73)

9

Juan Manuel Bellini, “Hernán Ronsino: literatura con antecedentes”, La Pulseada, 19

de marzo de 2012.

Sylvia Saítta nació en Buenos Aires en 1965. Es doctora en Letras, investigadora del CONICET y

profesora de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires. Publicó Regueros de tinta, un

exhaustivo estudio sobre el diario Crítica en la década del veinte, y la biografía de Roberto Arlt El

escritor en el bosque de ladrillos.

157


Humo, Miguel Ronsino. Óleo sobre tela, 2010, 200 x 150 cm.

158


Una nube de polvo

Reminiscencias de un lugar compartido

Luciano Guiñazú reúne las piezas de un recorrido en común con

Hernán Ronsino, que comienza en la carrera de Sociología y

desemboca en la creación –junto a Sebastián Russo y Alejandro

Boverio– de la revista En Ciernes. Una reconstrucción intelectual

y nostálgica de las afinidades de un grupo.

POR LUCIANO GUIÑAZÚ

N

uestro primer diálogo, recuerdo

o imagino bien claro el

escenario, fue sobre un texto

clásico, El suicidio de Durkheim. Una

semana antes de aquel primer

intercambio, Karina Sánchez nos

había presentado pero en ese

momento no hicimos más que cruzar

nombres. No recuerdo bien cómo se

desarrolló la charla pero de seguro

mis apreciaciones fueron todas vagas

y superficiales. Aunque ya había

dejado el secundario hacía unos años

yo seguía leyendo como leen los

estudiantes de secundario,

memorizando ciertas definiciones y

dejándolas fuera de todo contexto y

discusión posible, porque como es

claro para cualquier estudiante de

secundario, lo importante no es tanto

aprender o aprehender los conceptos

y sus posibles derivaciones o

implicancias, sino aprobar el examen.

En mi defensa puedo decir que el

sistema de evaluación no contribuía

mucho a que leyéramos de otro

modo. Esa materia en particular,

Sociología general, una de las

primeras de la carrera, se evaluaba

con dos exámenes presenciales que

consistían en desplegar en dos horas

la mayor cantidad de conceptos

posibles, tratando de responder al

mismo tiempo las preguntas

formuladas que eran del tipo “¿Cuáles

son las tres formas de suicidios que

tipifica Durkheim en su estudio?”

Ronsino había comprendido de

inmediato esta problemática en torno

a los exámenes, me refiero a la

paradoja que suponía que los

conocimientos o pensamientos podían

y acaso debían expresarse de forma

concisa, clara y sintética, al tiempo

que se daba por sobreentendido que

se estaba tratando con cuestiones

159


altamente complejas y enrevesadas.

Pero Ronsino había adoptado una

actitud diferente a la mía. Él, al igual

que el resto de nosotros, estaba

abrumado con este asunto de los

exámenes, pero de ningún modo iba a

desaprobar alguno. Yo por el

contrario, en una actitud que ahora

juzgo un tanto adolescente y hasta

infantil, desaprobé los primeros

parciales de casi todas las materias

que cursé aquel primer cuatrimestre

de mi carrera. No tardé mucho en

comprender lo estúpido de mi

posición y en gran medida fue gracias

a Ronsino que pude superar esa

especie de rebeldía inicial que me

llevaba de manera sistemática a la

perdición. Ronsino leía todo lo que se

cruzaba en su camino y siempre que

charlábamos sobre algún texto en

particular me mostraba párrafos:

crítica. En un principio lo seguí

distraídamente, pero pronto comencé

a desarrollar esa misma actitud frente

a los textos y a la carrera en general,

dando lugar a una especie de

metodología, que por cierto, ya era

costumbre para todos ellos. Me refiero

al grupo original del que formaba

parte Ronsino.

Karina Sánchez, Ana Pérez Declerq,

Paola Lavandera, Martín González y

Matías Rodeiro habían cursado todo

el CBC junto a Ronsino, se habían

hecho amigos y al iniciar la carrera

de grado conformaban un grupo más

o menos compacto. Yo conocí a

Karina unos meses antes y ella me

presentó a los demás y me introdujo

al grupo. Se sumaron después

Geraldine Parola y Luciana Castellani.

Los primeros años fueron similares

para todos; pasamos los primeros

Después, también de manera recurrente,

hacía uso de una de sus prácticas más odiosas:

explicaba lo que había acabado de leer,

para terminar con otro “¿No es genial?”.

“Mirá –me decía–, ¿no es genial?” Y

se leía toda una página en voz alta.

Después, también de manera

recurrente, hacía uso de una de sus

prácticas más odiosas: explicaba lo

que había acabado de leer, para

terminar con otro: ¿No es genial? A

los dos o tres días volvía con el texto

planteando un montón de dudas y

dos o tres días después venía la

cursos sin grandes sobresaltos. Hacia

la mitad de la carrera, las materias

optativas nos separaron. Una de las

primeras materias optativas que cursó

Ronsino fue el seminario de Weber, lo

recuerdo bien, porque la cursó de

manera más o menos prematura, es

decir antes de terminar sus materias

obligatorias, de modo que mientras

cursábamos juntos un par de materias

160


obligatorias, él nos contaba sobre esa

otra materia que había decidido hacer

de antemano. Yo había hecho algo

similar, pero en lugar de Weber había

cursado el seminario de Marx. La

facultad permitía estas cosas, el tema

de las correlatividades era flexible en

ese sentido y hasta se podría decir

que en lo formal, configuraba una de

las características principales de la

facultad. Sin embargo, si algo

marcaba a la facultad por esos años

no eran tanto sus características

formales, sino más bien sus figuras.

Algo parece quedar claro a la

distancia: de algún modo todos

nosotros fuimos parte del estallido de

las carreras de sociales, beneficiarios

inconscientes e inocentes de un gran

legado, que quizás sólo ahora seamos

capaces de apreciar en toda su

dimensión. La facultad estaba

marcada por el regreso más o menos

reciente de figuras trascendentes del

pensamiento argentino, algunas más

conocidas que otras pero en todos los

casos, aunque con sus diferencias,

importantes: Rubén Dri, Emilio De

Ipola, Carlos Portantiero, León

Rozitchner, Horacio González y otros.

Si hacia el final de nuestra carrera

nos movíamos con cierto

escepticismo y hasta con desprecio

por las prácticas y las formas de una

facultad que tendía y tiende todavía a

reproducirse a sí misma sobre lo peor

que tiene para dar, también es cierto

que fue allí donde descubrimos y

pudimos reconocer esa herencia

marginal pero profunda del

pensamiento argentino que estos

profesores encarnaron y que en

muchos casos siguen encarnando, así

como también la importancia que

ellos tenían en la discusión política

nacional.

161


Terminando nuestras carreras, no

diría que perdimos contacto pero,

como ya no cursábamos juntos,

Ronsino y yo charlábamos mucho

menos que antes. Para ese entonces,

él ya me había mostrado varios

cuentos, algunos de ellos formaron

parte de su primer libro, otros nunca

los publicó. Cuando presentó su

primer libro en la Feria fuimos todos

y después nos fuimos a comer a

sean importantes; pero aquella

presentación, siempre la recuerdo

como el momento culminante del

grupo, de allí en más nos fuimos

distanciando de manera progresiva,

nos seguimos viendo, algunos más

que otros, pero el grupo se fue

disolviendo, dispersando. Rodeiro y

Ronsino se acercaron mucho por un

momento y luego se separaron casi de

manera definitiva. Ana terminó la

De ahí le viene todo a Ronsino –decía Rodeiro–:

Lito es un narrador excepcional, la densidad

de todo un pueblo, con sus personajes,

su historia y sus miserias fluyen a través de él.

Kentucky. Matías Rodeiro fue más

tarde a presentar el libro a Chivilcoy,

y volvió fascinado con la figura de

Lito. De ahí le viene todo a Ronsino —

decía Rodeiro—: Lito es una narrador

excepcional, la densidad de todo un

pueblo, con sus personajes, su historia

y sus miserias fluyen a través de él;

de él toma Hernán su universo de

personajes y situaciones y sobre todo

de él viene esa forma tan sutil de

narrar de manera simple la

complejidad de situaciones y

escenarios que le dan cuerpo a sus

relatos. Yo conocí a Lito muchos años

después, y aunque no comparto del

todo la apreciación de Rodeiro sí

reconozco la influencia que aquel

payador tuvo y tiene sobre la

escritura de Ronsino. Las cuestiones

no son del todo conocidas, y acaso no

carrera antes que todos y se fue a

vivir a Salta. Martín González se

volvió a Corrientes dejando

pendientes dos o tres finales. Paola y

Geraldine siguieron sus propios

rumbos. Karina, Luciana y yo

prácticamente dejamos la carrera por

unos meses o años. En fin: nos

distanciamos sin saber bien por qué, y

sin buscar demasiadas explicaciones.

Ronsino terminó la carrera y comenzó

el profesorado. Al año de iniciarlo lo

concluyó, y arrancó a dar talleres de

literatura en Chivilcoy y acá en

Buenos Aires. Por ese entonces yo

volvía a estudiar y a contactarme con

él. Ronsino había iniciado un

proyecto editorial, que llevó por

nombre Fledermaus: era una revista

variada, con ensayos, poesías, prosa y

algunos trabajos históricos, si no

162


163

©Mariana Lerner


recuerdo mal. De vez en cuando me

mandaba sus textos para saber qué

me parecían. Recuerdo uno en

particular, se llamaba “Y los perros

también” o sólo “Los perros”; tengo

todavía pegada en mi cabeza la

imagen de un camino y de una

camioneta que levanta una nube de

polvo, de la cual salen como si se

tratase de fantasmas unos cuantos

perros que corren anárquicos y le

ladran no se sabe bien a qué. Una

imagen imborrable. Sobre este cuento

en particular recuerdo haberle hecho

una devolución bien extensa, y

recuerdo haberme juntado luego a

charlar sobre ella. Charlamos un

buen rato, y aunque el tema central

era el cuento de Hernán la

conversación se fue dispersando y

derivando en lugares extraños pero a

la vez interesantes. En ese encuentro

estuvo, es lo que creo ahora, el

germen de las reuniones que unos

años más tarde propiciarían el

surgimiento de la revista En ciernes.

En 2007, Ronsino publicaba su

primera novela y yo comenzaba a dar

clases en la facultad. Cuando salió

Glaxo, yo la presenté en Chivilcoy y

conocí allí a Lito y a Mafalda. No

hacía mucho nos habíamos vuelto a

encontrar con regularidad;

charlábamos sobre textos, sin

compromisos, ni grandilocuencia,

sólo charlas y comentarios sobre

libros que nos parecían importantes.

Con el tiempo Ronsino me dijo que

conocía a dos personas con las que

podríamos ensanchar el grupo y

nuestras charlas. Aunque un poco

escéptico, accedí a que nos

reuniéramos los cuatro. Así conocí a

Boverio y a Russo, y así surgió la

164


revista En ciernes, de un encuentro

propiciado por Ronsino. Para ese

entonces, todos dábamos clases en la

universidad. Las charlas se

transformaron rápidamente en

debates, y los debates en textos

enviados por mail. Se podría decir

que nos identificamos con ese tipo de

escritura, es decir con ese tono

intimista que tiene la carta y a la vez

con una discusión que estaba

impregnada de una politicidad que en

sí misma encarnaba, casi de manera

fortuita, todos aquellos aspectos de la

política que nosotros entendíamos

fundamentales. El proyecto de revista

surgió de esos encuentros, y así como

surgió se desvaneció. Al poco tiempo

de reunirnos, los compromisos

individuales y —por qué no decirlo—

nuestros propios temperamentos,

dieron por tierra con el proyecto

original. Todo había quedado

sepultado en el olvido, hasta que

después de mucho silencio, no

recuerdo si fue Russo o Ronsino, para

el caso no importa, lanzó la propuesta

de darle cuerpo a la revista mentada y

presentarla en un concurso nacional.

Convocamos a Pocha Silva y a

Daniela Sampieri para el diseño, y sin

otra cosa más que nuestros textos en

forma de cartas, enviamos la revista

al concurso. Nos premiaron, nos

dieron un subsidio y la revista salió a

la calle. Particularmente, creo que la

revista puede evaluarse en dos

sentidos; el primero de ellos tiene que

ver con los contenidos, que según

creo yo, fueron de menor a mayor,

tantos los nuestros como los de

nuestros invitados. El otro sentido

tiene que ver con el entusiasmo, que

como suele ocurrir fue en una

dirección diametralmente opuesta, es

decir de mayor a menor. No sé qué

será de esa revista, pero en todo caso,

Ronsino ha dado una apreciación

sobre ella con la que estoy de

acuerdo: fue una gran experiencia,

que valoraremos mejor en unos años.

En fin, seguramente haya mucho

más por decir y seguramente se

pueda hacer de una manera más

ordenada. Ahora que releo lo escrito

me doy cuenta de lo cierto que es

esto. Los momentos están mezclados

y superpuestos, prácticamente no

hay fechas y más que un suceder de

acontecimientos hay una nebulosa

de situaciones que por cierto no

tiene más orden cronológico que el

que mi cabeza les asignó. En

definitiva, acá no hay una historia

ni una semblanza de Ronsino, sino

un montón de recuerdos que

configuran el escenario de un

pasado compartido y en parte

olvidado y que, según lo veo ahora,

se parece mucho a aquella nube de

polvo que se levanta en el desierto y

de la cual salen como fantasmas un

montón de perros que corren

anárquicos y que le ladran no se

sabe muy bien a qué. <

Buenos Aires, abril de 2013.

Luciano Guiñazú (1976) es sociólogo,

investigador y coeditor de la revista En ciernes.

Coordinó jornadas y encuentros vinculados a las

ciencias sociales; publicó artículos y ponencias

en diversos congresos sobre pensamiento

político, salud mental y derechos humanos y

pensamiento histórico.

165


Zona traicionera: enunciación,

pasado y territorio en los textos

de Hernán Ronsino

Una mirada sobre la obra de Hernán Ronsino desde su espacio

de pertenencia: eso que la construye, la delimita y la hace

reverberar. La violencia como el exabrupto de la historia, o el

único diálogo posible.

POR EDGARDO SCOTT

FOTOS MARIANA LERNER

166


Los adioses

Todo escritor construye su territorio.

Pero hay algunos que lo duplican y

explicitan. La Santa María de Onetti,

el litoral saeriano, el Delta

Panorámico de Marcelo Cohen, el

condado sureño de Faulkner, el

Dublín de Joyce. La lista sigue. Sin

embargo, eso no significa que los

otros escritores no construyan y

delimiten también su zona. ¿No hay

acaso un territorio en Kafka, en

Borges, en Walser? ¿No hay territorio

en Sebald o en Carlos Correas? Si

algo reclama con fatalidad la

narrativa —a diferencia del poema—

es de un tiempo, de un narrador y de

un espacio en el que se pueda

desplegar la escritura. Entonces

habría que desconfiar de los escritores

como Ronsino que enseguida, como

astronautas o cartógrafos avezados,

nos pasan las coordenadas más o

menos exactas de sus ficciones. Una

primera hipótesis: en estos textos no

importa tanto el territorio como la

enunciación de ese territorio.

¿Y a qué se debería esa enunciación?

O mejor dicho, ¿qué significaría la

enunciación de un territorio? Me

vienen las palabras, el adagio de

Tolstoi que siempre recuerda y

transmite Abelardo Castillo: narra tu

aldea. Narrar la aldea, el pueblo, para

ser universal. Y me viene ahora, de

golpe, esa notable escena de Glaxo,

cuando Vardemann le corta por

última vez el pelo a Miguelito

Barrios. Ronsino escribe: “Murmura

el comienzo de una aclaración, el

comienzo de un pedido de disculpas.

Le impongo mi voz, sana, poderosa,

para borrar su presencia. Le digo:

Miguel, tranquilo, pasó mucho

tiempo. Lo peino con una raya al

167


costado. Lo preparo para el adiós”.

Me quedan sonando esas palabras:

pasó mucho tiempo… lo preparo para

el adiós. Y entonces se me ocurre que

la enunciación de aquel detallado

territorio está al servicio de la

despedida, del entierro escrupuloso

de aquel pueblo lleno de historias. En

Ronsino, la construcción y escritura

de una zona representa la aspiración

de lograr una empresa imposible:

deshacerse de ella. Agotarla. Un poco

como el juego de los niños al edificar

esmeradas torres o castillos, para

después tirarlas abajo, y decantar la

impresión, el recuerdo. Es paradójico,

pero de este modo Ronsino sería fiel

al inventario de Joyce, cuando decía

que todo lo que necesitaba un

escritor irlandés era “exilio, silencio y

astucia”. A lo que habría que agregar:

y un pasado. Un pasado que contar.

Benjamin decía: un narrador debe

tener una gran memoria.

Otra hipótesis: pasado y territorio,

memoria y topología, son sinónimos

en las ficciones de Ronsino.

El sonido y la furia

En las dos novelas publicadas hasta

ahora (Glaxo y La descomposición) se

narran asesinatos. Las novelas

además ocurren en el pasado. En un

pasado incluso no tan próximo (1959,

por ejemplo, es la fecha más remota

de Glaxo). “Febrero”, un cuento de Te

vomitaré de mi boca, que también

contiene un asesinato, comienza así:

“Hoy volví para ridiculizar la

sensación que tuve de haberme

muerto”. Incluso el diálogo —no

siempre implícito— que los libros de

Ronsino entablan con el peronismo

(con el primer peronismo, con el del

73, con el actual y —por elipsis— con

168


el que va del 89 al 99), habría que

tomarlo como muestra de aquella

relación tensa, cargada de violencia

respecto del pasado; una relación que

busca, a través de la escritura y el

síntoma de la ficción, algún

anticuerpo, alguna forma de

asimilación o incorporación de esa

violencia. Caminando por la plaza

principal de Chivilvoy, mostrándome

el monumento a Carlos Ortiz —autor

de “El poema de las mieses”—

tomando una cerveza en el Club

Social, donde sicarios políticos

asesinaron a Ortiz, Ronsino me

contaba que en Lumbre, su novela

inminente (inminente hoy que escribo

esta nota, abril de 2013) intentaba

cerrar o al menos hacer un cierre de

extraña y alegre (Chivilcoy), que

hasta subyugó a Luca Prodan, se posó

en mi memoria desde su origen. De

chico también me fue usual escuchar:

Chivilcoy es distinto de Navarro,

Chivilcoy es una ciudad. La gente de

Moll deseaba (o debía) ir a estudiar, a

pasear y a comprar a Chivilcoy. Es

que como Junín o Tandil, a Chivilcoy

se la puede ver como una ciudad

breve o como un gran pueblo. Yo me

inclino por la segunda opción. De

hecho, pasé mi último Año Nuevo en

Chivilcoy, cenando en un restaurant

donde iban muchas familias de clase

media y media baja, y pude

comprobar cómo a pesar de tener la

cantidad de habitantes que tiene, y

una cierta estructura edilicia y

En Ronsino, la construcción y escritura

de una zona representa la aspiración de lograr

una empresa imposible: deshacerse de ella.

Agotarla.

una determinada etapa; una etapa

donde ese pueblo, su pueblo, había

sido el núcleo imantado alrededor del

que había hecho orbitar ciertas

escenas, imágenes y textos.

Conozco la zona donde creció

Ronsino. Mi padre era de Navarro, de

Moll, un pueblo en medio del campo.

Moll —como mi padre se encargaba

de aclarar, con una aposición: partido

de Navarro— queda a menos de veinte

kilómetros de Moquehuá, que ya es

partido de Chivilcoy. Esa palabra

económica, Chivilcoy tiene —sobre

todo para los que venimos de Buenos

Aires o del conurbano— la velocidad

y los modos de un pueblo.

Cicatrices

Dos cosas respecto de Saer. La

primera. Cuando leí la mitad de la

primera página de La descomposición

(lo primero que leí de Ronsino)

pensé: esto es Saer. Pero no hubo un

rechazo en aquella impresión. Todo

169


lo contrario. Sentí alegría. Era como

si alguien (Ronsino) pudiera rehacer,

fraguar de nuevo, a partir de las

esquirlas y admiradas lecturas de la

obra saeriana, una poética brillante

para el relato. En tiempos de tramas

arrebatadas y escrituras orales,

propias de un chat, alguien volvía a

escandir la prosa, volvía a declamar

(¿por qué no?) sin pudor, y cantaba

sobre el desguace de las vías de un

tren o sobre la furia de un tornado.

La segunda. Hay un texto de Saer,

uno de los argumentos del libro de

relatos La mayor que se llama

“Discusión sobre el término zona”. En

él, Lalo Lescano y Pichón Garay

discuten durante un almuerzo, acerca

de la veracidad de lo que se ha

llamado una región. Saer lo escribe

cuando Pichón Garay está a punto de

irse a Europa y menciona que va a

extrañar, y que “un hombre debe ser

siempre fiel a una región, a una zona”.

región si no hay regiones”. Garay no

comparte, y ahí termina el relato. Y

no comparte —entendemos— porque

los límites de un territorio están

menos fundados en los accidentes

geográficos, que en los accidentes

históricos que lo van modelando.

Pichón no va a extrañar la zona por

el efecto de la distancia, de los diez

mil kilómetros. La va a extrañar

porque supone estar alejado, excluido,

de un sistema de relaciones y

amistades, que han sido su vida hasta

ese momento. No hay lugar válido en

literatura si no se le añade un afecto.

Una experiencia. Por eso hemos

abandonado las descripciones

detalladas del siglo XVIII y XIX. De

qué nos sirve que nos “pinten” al

detalle una habitación, si no estará

incluido tal o cual drama en ella.

Ronsino versiona, reescribe a Saer, no

tanto por el pueblo, el conjunto

instalado de personajes y el fraseo

Pero los textos de Ronsino son más concentrados.

Y tal vez por eso haya más violencia en él que

en Saer. A fin de cuentas, Ronsino es un narrador

de post-dictadura, un narrador que ha

internalizado los efectos de la represión.

Lalo Lescano se ocupa de socavar esa

teoría. Dice, entre otras cosas: “Yo

admitiría que se trata de una región

diferente si hubiese la posibilidad de

marcar un límite con precisión, pero

esa posibilidad no existe”. Y después

remata: “Por lo tanto no hay zonas,

[…] cómo se puede ser fiel a una

largo y escandido, como por la

elaboración de una memoria detallada

y falible, que busca deshacerse del

recuerdo a través del recuerdo mismo.

Erosionarlo, gastarlo, a fuerza de

repeticiones y desvíos, de insistencias

y hallazgos. Pero los textos de

Ronsino son más concentrados. Y tal

170


vez por eso haya más violencia en él

que en Saer. A fin de cuentas, Ronsino

es un narrador de post-dictadura, un

narrador que ha internalizado los

efectos de la represión. En él

predominan los fragmentos, los

pasajes, y no (hasta ahora) los tramos

largos. Ronsino es, si esta definición

fuera posible, un extracto de Saer (y

también, por lo tanto, de Faulkner).

Ronsino escribe una poética del

detalle, pero del detalle trunco. Un

prolijo inventario sobre una hoja

arrancada. Diezmada por una

violencia que irrumpe y que si por un

lado impide la comprensión, funda el

misterio. “La violencia, siempre,

entrelaza junto a la esperanza las

puertas de la historia; esa historia es

un campo manchado de sangre. El

exilio es una forma de la violencia, un

corpus astillado, incrustado en el

centro de la historia: pero el exilio

constante de la vida, en apariencia,

nos salva, dice Tarditti, del silencio, de

la contemplación del mundo original,

de su lento y progresivo deterioro”.

La memoria, la violencia, el pasado,

la traición, la poesía. Temas que,

cada tanto, un escritor de la llanura

al parecer no puede eludir y hasta

debe purgar. Ya sea con Dahlman,

que “empuña con firmeza un

cuchillo que acaso no sabrá manejar,

y sale a la llanura”. Con Fierro, más

diestro, por supuesto, para esas

esgrimas. Ni qué hablar del Vallejos

de Puig o del chico que,

contemplando a Sombra, se va para

las casas, como quien se desangra.

También, por qué no, con aquel

involuntario testigo que recuerda, ya

en su vejez, que de aquellas costas

vacías le ha quedado “la abundancia

de cielo”. En esa tradición inevitable

y asumida, Hernán Ronsino viene

escribiendo sus libros. Ya le debemos

las piernas de la Negra Miranda y la

compasión del Bicho Souza que,

ingenioso y sincero, nos advierte:

“Uno es el reflejo de lo que son los

dedos de sus pies”. <

171


Miguel Ronsino

Los cuadros –su densa materialidad– y los textos del artista

plástico Miguel Ronsino describen la obra de su hermano Hernán

como un salvataje, como la construcción de una pequeña

montaña en la que una alquimia hace que un recuerdo de

barro logre formar Historia.

La luz rebota en el espejo espeso,

el ojo se posa en la cresta de barro

la cresta de barro de la huella

El espejo inestable

La luz rebota y se dobla

La huella y el borde

Nace algo en el pliegue de barro que deja la huella,

lo que se hace y se deshace

en las hojas de barro

del libro de barro

Lo que se reinventa en el borde de la huella,

nace lo que se reinventa en el pliegue de barro de la huella

Nace lo que se reinventa en el borde de la escritura-huella

Nace la escritura misma reinventada como huella en el librobarro,

en el libro-pie, en el libro-calle-camino, reinventada la letra en

el cuerpo del camino

Estampada como pie en la historia

nace la palabra

172


Diablo blanco con flores, óleo sobre tela, 50 x 40 cm, 2012. Colección del artista.

173


La casa del puente, óleo sobre tela, 70 x 50 cm, 2012. Colección privada Buenos Aires.

174


En la memoria del Barro (pampeano)

Hay un recuerdo de niños, de entre diez y doce años, en cueros y

calzoncillos con el agua hasta las rodillas, en plan de pescar ranas en

la cañada que se armaba después de las lluvias por allá, por la

diagonal de la Glaxo; todos con las patas en el barro y con sus cañas

de piolín y pan.

Hay un recuerdo anterior aún, un recuerdo de niño descalzo, como de

nueve años, sentado en el pescante de un carro pitando un chala

mientras uno de sus hermanos intenta un vuelo desde el techo del

rancho familiar con alas prestadas de cigüeña.

Hay un recuerdo más cercano a todos los recuerdos, uno de niño que

mira el barro que dejó el aguacero, un recuerdo de niño que mira sus

patas en el barro, un recuerdo de huella de pie en el barro y de bordes

de huella de barro, un recuerdo de cresta de barro. Las patas ahí van y

vienen, como las historias van y vienen, como los aguaceros que

empapan la tierra y borran las huellas anteriores y dejan el barro

nuevo para las pisadas nuevas y dejan el barro como un espejo

inestable de la existencia.

Hay ojos tiernos que buscan las huellas como se busca un refugio,

como se busca un hueco que proteja al alma de tanto cielo.

Hay un recuerdo de pie de niño pateando crestas de barro seco en

horas de la siesta.

Hay una poesía en el barro que amasa el recuerdo, una poesía hecha

con las patas que van y vienen en el amasado recuerdo. Hay historias

amasadas en el barro y otras de barro sin amasar. Hay una huella en

el barro, hay una pluma que traduce la huella en palabra y la hace

historia de la historia.

Hay una huella de palabra.

Miguel Ronsino

Buenos Aires, febrero 2013.

175


176


Tres lecturas de Ronsino –acaso con múltiples

similitudes–, entre las predilectas de hoy. Tres novelas:

Pánico al amanecer, del australiano Kenneth Cook;

La sed, del argentino Hernán Arias; y Verano, del

sudafricano J. M. Coetzee. En las páginas que siguen,

un fragmento de cada una.

RONSINIANOS

177


KENNETH COOK

Pánico al amanecer

(fragmento)

Foto Gustavo Torchio

Grant vio en ese momento a un gran canguro gris de pie junto al camino.

Amartilló su rifle y se acomodó a medida que el vehículo se aproximaba,

bajando la velocidad. El animal estaba sólo a unos seis metros de distancia,

prácticamente inmóvil, justo en el límite de la zona de luz pro yectada por el

foco, y por alguna razón oteaba hacia la oscuridad.

«Parece que ni siquiera se ha percatado del coche», pensó Grant en el momento

en que el vehículo se detuvo. Entonces, agitado por la urgencia, disparó.

Cuando la bala alcanzó su objetivo, se produjo un ruido sordo tan claro

que Grant se imaginó que era como si le hubiese arrojado algo con la mano al

animal Cayó derribado de inmediato y desapareció entre los matorrales. Era un

grupo de arbustos aislado, y no había otro lugar en el que refugiarse en varios

metros a la redonda. Grant permaneció a la espera para ver si el canguro emergía

de la vegetación.

En ese momento un sonido horripilante salió de los matorrales; una respiración

ronca, arrastrada y agonizante.

—Buen disparo —dijo Joe.

Pero Grant estaba paralizado, horrorizado por esos estertores, que en

ese momento sonaban con un borbo teo y se sofocaban. Se oían muy alto, realmente

alto.

—Ahora ya no se moverá —dijo Joe—. Voy a por él.

Grant seguía sin decir nada. Sólo sentía miedo de lo que se ocultaba

entre los arbustos y no sabía por qué.

En cuanto Joe hubo dado unos cuantos pasos, el sonido cesó. No se

178


apagó poco a poco ni se fue convirtiendo en un resoplido o en un sonido lejano,

no, simplemente cesó.

Joe alcanzó el grupo de matorrales y se plantó allí.

Grant le oyó gritar:

—¡Que me lleve el diablo!

Y se internó entre la vegetación, que no cubría más que un par de metros

cuadrados. Una y dos veces atravesó esos arbustos bajos. Luego se dio la vuelta

y se encaminó de regreso al coche.

Grant ya sabía lo que iba a decir y no quería oírlo.

—Allí no hay nada —anunció Joe, e incluso su propia voz sonó perturbada.

—¡Mierda! —exclamó Dick—. No puede haber escapado. Vamos, vuelve

allí y cógelo.

—Te lo estoy diciendo: ¡no hay nada!

Grant continuaba de pie, con los ojos irritados. Le temblaban los labios y

sentía una extraña picazón en la piel. Sabía que el canguro no estaba allí. No

sabía cómo ni por qué, pero lo sabía. ¡Dios mío! ¿Por qué no estaba?

Tydon y Dick volvieron a echar una mirada, pero tampoco lograron dar

con el canguro.

179


Grant no se atrevía a dar un paso más allá del coche.

—Vaya, ¡qué gracia! —concluyó Dick.

—Sí, la mar de gracioso —dijo Joe.

Grant creyó que se le trizaban los nervios.

—Pero tú viste cómo caía derribado, ¿no? —Sentía que la voz se le

desgarraba.

—Claro. Pero... las cosas se vuelven curiosas de noche entre los matorrales

—comentó Dick, pronunciando las palabras con lentitud.

—¿Oíste el ruido que hacía?

—Sí, un ruido curioso.

—En fin.

—En fin —repitió el otro.

Dick abrió entonces otra botella de cerveza y, como los efectos de la bebida

consumida comenzaban a desvanecerse, se echó un trago de whisky.

Grant rechazó la cerveza pero le dio un buen sorbo a la botella de

whisky. Normalmente cuando estaba sobrio era incapaz de beberlo solo, pero

en esa ocasión no tuvo ningún problema. Al contrario, le resultó bastante placentero

y le sirvió para recuperar la calma.

Volvieron a ponerse en marcha y según viajaban se fueron pasando la

botella de whisky que todos habían estado echando en falta.

Llegado su turno, Grant se reclinó en su asiento para beber a morro, sin

dejar de pensar en el canguro al que había disparado. En el coche ya no importaba

gran cosa, pero un momento antes, en medio de la noche, bajo las estrellas...

¡Dios mío! Lamentó haberse vuelto a emborrachar otra vez.

No tardaron en encontrar otra manada de canguros. Debía de haber unos

diez o doce, entre los que destacaba un gran animal que permanecía erguido

mirando directamente a la luz.

Uno a uno, en respuesta a cada disparo, fueron cayendo al suelo o se alejaron

sin prisa; todos excepto el grande, que no hizo ni el menor movimiento.

—Es el líder de la manada —aseguró Joe, hombro con hombro con Grant,

mientras descerrajaban un tiro tras otro asomados por la trampilla del coche—

. Ya está tocado.

Dick puso el coche en marcha y condujo hasta el animal. Pero el canguro

continuó sin moverse.

—Dejad de gastar balas —ordenó Dick—: ¡yo me encargo de él!

El marsupial tenía dos manchas rojas sobre el pelaje blanco del pecho y

un brazo le colgaba descoyuntado por un disparo en el hombro.

Dick se acercó cuchillo en mano.

El canguro giró la cabeza con tranquilidad para mirarlo.

Con un movimiento ágil, Dick le lanzó una cuchillada a la altura de la

cabeza. El animal se limitó a inclinarse hacia atrás, apoyado sobre la cola, sin

realizar otro movimiento.

180


Joe se reía entre dientes.

—¿Lo ves? El ‘roo está intentando atraerlo para luego, cuando lo tenga

cerca, arrancarle las entrañas con un golpe de las patas traseras.

Hombre y canguro se miraban fijamente bajo la luz del reflector.

El minero sonreía, divertido.

El animal parecía indiferente.

Ésta debe de ser, pensó Grant, la situación que excitaba a los romanos

cuando luchaban contra las bestias exóticas en la arena.

El canguro era más alto que el individuo que tenía delante, al que debía

mirar hacia abajo.

Dick dio un salto hacia un lado, y el canguro se reacomodó para seguir

frente a frente. Luego hizo un quiebro hacia el otro lado y por un momento la

cola del animal quedó a su alcance. La cogió entonces con firmeza y la levantó

en el aire.

Al perder el equilibrio, el canguro comenzó a dar manotazos, incapaz

de controlar sus movimientos, con la cabeza doblada hacia adelante, desvalido

y sin dignidad. Sin dejar de sujetar la cola con una mano, Dick se echó hacia

adelante y con el cuchillo le hizo un profundo corte en el muslo, no lejos de la

ingle. A continuación le provocó un corte en la otra pierna y dejó caer la cola.

El canguro, que había quedado inmovilizado, permanecía quieto, de espaldas

a la luz y sin mover la cabeza.

Dick lo cogió entonces por el morro y de un tajo le abrió la garganta. El

marsupial se estremeció con un espasmo y se desplomó en el suelo. Dick le hizo

un corte en canal, le extrajo las entrañas, seccionó los cuartos traseros y los

metió en el coche, dejando medio canguro tirado en el mismo lugar en el que

un minuto antes el animal completo había estado de pie, mirándolo a la cara.

Todos le dieron un espaldarazo a Dick y cuartearon el resto de cuerpos.

Después de beber un poco más de cerveza volvieron a ponerse en marcha, permitiendo

que la noche cubriese lo que dejaban atrás.

—¿No es peligroso? —Grant se dio cuenta de que ya estaba hablando

lenta y pesadamente otra vez.

—No, John —le contestó Joe—, no, si sabes lo que estás haciendo.

—¿Tú también lo has hecho?

—Claro que sí, unas cuantas veces. No es nada del otro mundo.

—Pues me gustaría intentarlo.

—¿Quieres probar esta noche? —preguntó y se incli nó hacia adelante—:

¡Oye, Dick! John dice que él tam bién quiere probar con el cuchillo. ¿Qué te parece

si le damos una oportunidad?

—Claro, ¿por qué no?

Tydon se había girado para mirarlo. Grant no podía verle la cara: su

rostro quedaba sumido en la oscuridad, recortado a contraluz por el destello

del reflector. Pero Grant se imaginó que esbozaba una sonrisa.

181


—Sí, ¿por qué no? —dijo también Tydon.

«¿Por qué no?», se repitió Grant mientras continua ban descendiendo a

través de la noche.

La siguiente manada la avistaron junto al sendero. La oscuridad se encendió

con el fuego de los rifles, y el penetrante humo de las detonaciones

llenó el interior del coche. Los canguros caían muertos o se arrastraban cojeando.

Uno de ellos, sin embargo, se alejó unos cuantos metros dando brincos

y se detuvo entre los árboles, claramente visible desde el coche.

—Ése es para ti, John —le dijo Joe, pasándole su cuchillo.

Grant cogió el arma y salió del vehículo a través de la trampilla del

techo, para evitar tener que forcejear con el perro. De un salto se plantó en el

suelo y fue en busca del canguro, nítidamente iluminado por el foco en una

pos tura que. parecía que estuviese oteando en la oscuridad cercana.

Grant oía a los hombres profiriendo vítores. Se oyó el disparo de uno de

los rifles, pero no supo adónde fue a parar la bala. Él se limitó a avanzar aplastando

la maleza, tropezándose, a trompicones. Podía caerse y hacerse daño con el

cuchillo, así que blandía el arma ante sí con el bra zo extendido, como una bayoneta

durante la carga. Pero se sintió ridículo y optó por girar la hoja hacia abajo.

El canguro no se movía.

Sólo cuando lo tuvo cerca se dio cuenta de que era un animal muy pequeño,

de algo más de un metro de altura. Además, estaba malherido y se limitaba

a mantenerse en pie, mirando hacia la oscuridad que se prolongaba por

detrás de la luz del reflector. De no haber sido porque los hombres estaban pendientes

en el coche, habría ido a buscar el rifle. Se paró entonces detrás del

canguro, deseando que se moviese y le echó una mano al hombro. Era suave y

tibio al tacto. El pecho del animal palpitaba. Debido a la proximidad le veía

dos cabezas, tal como la otra noche había visto doble el rostro de Janette.

Grant tomó impulso y arremetió contra el animal con el cuchillo. La hoja

le produjo un profundo corte en la espalda y la sangre comenzó a brotar, formando

una línea oscura sobre el pelaje. Sin embargo, el canguro seguía inmóvil.

¡Santo Dios! ¿Qué hacía él allí, John Grant, profesor de escuela y hombre

enamorado, despedazando a esa pequeña bestia mullida bajo la fría luz de las

estrellas?

Se echó hacia adelante y guió el cuchillo hacia el pelaje blanco del

pecho. El arma penetró con facilidad y abrió una hendidura profunda, pero el

canguro seguía con vida. La carne se cerró con fuerza alrededor de la hoja y

Grant tuvo que forcejear para extraerla.

Sollozando volvió a blandir el puñal y lo clavó en el pecho y en la espalda

del animal una y otra vez. Pero el marsupial aguantaba en su sitio, mudo,

sin protestar y sin morir tampoco.

Grant se echó hacia atrás un instante, se llevó la mano a los ojos y oyó

los gritos de aliento provenientes del coche.

182


Nuevamente al ataque, rodeó al canguro por los hombros con el brazo izquierdo,

tiró de su cabeza hacia atrás y comenzó a asestarle puñaladas en el cuello.

La sangre salió despedida a presión y no tardó en manar tibia entre sus

manos. Notaba la cabeza del animal cediendo más y más hacia atrás hasta que

finalmente, con una gran convulsión, el canguro cayó muerto al suelo.

Grant lo cogió por la cola y lo arrastró hacia el coche.

Al llegar al lugar donde lo esperaba la pandilla corrió las persianas de

su mente y simplemente continuó funcionando, volviendo a cobijarse bajo la

manta de la borrachera.

Estar bebido resultaba reconfortante y agradable, no causaba dolor y le

quitaba importancia al hecho de que los canguros muriesen a tiros entre horrorosos

estertores y desapareciesen en plena noche, o que fueran pequeños

animales que uno descuartizaba cuando aún seguían con vida.

Esa noche Grant mató a numerosos canguros e incluso intentó arrancarle

las vísceras a uno sin asegurarse de que estuviese muerto. El animal acabó

dando tumbos con las entrañas colgando desparramadas.

Todos se rieron a carcajadas y volvieron a reír al ver a Grant cubierto

de sangre, bebiendo whisky y cerveza sin parar, mientras la cacería se hacía

cada vez más salvaje.

Alguien soltó un disparo que atravesó el techo del coche y otro disparó

a través del parabrisas, y todos se echaron de nuevo a reír.

Los gritos y las carcajadas, las botellas y las balas, el rugido del motor

del coche y los golpes de las ruedas al impactar contra los arbustos: ésa era su

contribución al so nido de la noche. La caja del maletero rebosaba de medios

canguros cuarteados, y tras ellos quedaba un reguero de cadáveres mutilados,

repartidos según la errática trayectoria del vehículo. Y en los recodos oscuros

y en los cauces secos, aquellos canguros que tenían el cuerpo perforado por

las balas esperaban la muerte sin emitir comentario.

Dios misericordioso, aunque el hombre era una cria tura poderosa, un

trago más podía hacerle sentir todavía mejor. Grant se había dejado caer pesadamente

contra el perro. Ya no le importaba.

Poco después de que se acabase todo el licor, Dick dio la vuelta con el

coche y, tras zigzaguear por un momento, regresó a la carretera. En realidad

no se demoró mucho en volver a dar con el camino porque habían pasado

buena parte.de la noche dando vueltas en círculo.

El hotel de Yindee había previsto su regreso y continuaba abierto. Era

raro que los hoteles cerraran en el Oeste. <

Pánico al amanecer. Seix Barral, Barcelona, 2011 (Wake in Fright, Text Classics, Melbourne, 1961).

Kenneth Cook (1929-1987) fue un prolífico escritor australiano, periodista, director de cine, guionista,

fundador del partido Grupo de Reforma Liberal y creador de la primera granja de mariposas en

Australia, entre otras actividades.

183


HERNÁN ARIAS

La sed

(fragmento)

Foto Gustavo Torchio

184


Mi abuelo guardó la botella con agua en la heladera, cerró la puerta y

caminó en dirección al dormitorio. No había entrado todavía cuando escuché

la voz de mi madre llamándome desde más adentro. Me pedía que fuera enseguida.

Entré a la habitación detrás de mi abuelo. Vi que mi abuela estaba recostada

en la cama, en la misma posición en la que la había visto desde afuera,

cuando estaba con Daniel. Mi madre estaba junto a ella, sentada, humedeciendo

un pañuelo en el agua del vaso. Mi abuelo se había quedado parado a los pies

de la cama, mirándolas, sin hablar. Buscá el desinfectante en el cajón de la mesita

de luz, me dijo mi madre. Recién entonces me vio mi abuela. Estaba con

los ojos entrecerrados y los abrió cuando escuchó que mi madre me hablaba.

¿Cómo estás?, me dijo. Yo le dije que estaba bien. Entonces mi abuela le preguntó

a mi madre para quien era el desinfectante. Mi madre le dijo que era

para una amiga de mi tío que había venido a visitarnos con él. Mi abuela se

quedó callada un momento, mientras tanto yo busqué el frasquito del desinfectante

en el cajón. ¿Qué le pasó?, preguntó mi abuela. Mi madre le explicó

que se había clavado una púa de alambre en el pie. Entonces mi abuelo le preguntó

si estaba bien, y mi madre le dijo que sí. No es nada, le dijo, pero tiene

que desinfectarse enseguida. Mi abuelo se ofreció para llevar el desinfectante,

pero mi madre volvió a decirle que no era nada, que no se preocupara, porque

Lucrecia se había lastimado apenas. Puede volver caminando sola, dijo, sin

ningún problema. Entonces mi abuela dijo que Lucrecia era un nombre hermoso.

Dijo que ella había tenido una amiga en la infancia que se llamaba Lucrecia.

Dijo que habían sido amigas durante muchos años, hasta que Lucrecia

185


se casó y se fue a vivir a Buenos Aires, porque el marido era porteño. Tuti noi

andoma vìa, a òta al memo, dijo mi abuela, come a l’è andaita via Lucrecia. Yo

no entendí qué significaba lo que había dicho. No digas esas cosas, dijo mi

abuelo. Tenés que ponerte fuerte y bien, y esos pensamientos no ayudan para

eso. Mi madre dobló el pañuelo en dos o tres partes y se lo puso sobre la frente

a mi abuela. Mi abuela volvió a entrecerrar los ojos, y habló con una voz muy

frágil, apenas audible. Ti it sas che mi i l’hai pa pí ‘de temp, dijo, ch’am destisso,

pòch a pòch che né bon né mal pensè, a l’an ed pòst per mi. Yo no había entendido

ni una palabra de lo que acababa de decir mi abuela, pero por la cara

de mi madre pude darme cuenta de que no era algo bueno. Di la vuelta a la

cama para salir de la habitación. Ya estaba en la puerta cuando mi madre me

dijo que no olvidara las gasas. Están arriba de la cómoda, me dijo. Las busqué

y salí. Pasé por la cocina y salí a la galería. Solo encontré a mi padre. Estaba

sentado a la mesa, pensativo. Mi tío y Daniel habían bajado al patio y se alejaban

caminando en dirección a los árboles frutales. Yo tenía que ir para el

otro lado. Pasé rápido por detrás de mi padre, para que no me viera. Bajé los

escalones y caminé por el costado de la casa, hacia el camino. Se había levantado

un poco de viento. Los eucaliptos sacudían sus ramas más altas, y algunos

troncos crujían como si estuvieran secos. Miré hacia la punta del camino y vi

que Lucrecia seguía sentada en el mismo lugar. Apuré el paso. Pensé que debía

estar dolorida, y casi al mismo tiempo volví a pensar en el tétano y en lo terrible

que era esa enfermedad. Cuando llegué vi que Lucrecia se había reclinado sobre

el tronco, ahora estaba recostada y con la pierna levantada para evitar que la

herida se ensuciara con tierra. No me dijo nada cuando me vio. Sonrió, agradecida,

y alargó el brazo para que le diera el desinfectante y la gasa. ¿Te duele?,

le pregunté, y me dijo que no. No mucho, me dijo. Cuando le di el frasquito

con el desinfectante y el sobre con las gasas volvió a cambiar de posición. Se

tiró para atrás y cruzó las piernas sobre el tronco. Ahora el pie lastimado le

había quedado al alcance de las manos, y después de observarlo unos segundos,

destapó el frasquito, sacó las gasas, y las humedeció con el desinfectante hasta

que tomaron un color intenso, parecido al amarillo. Después dobló las gasas y

se las puso sobre la herida, presionando apenas con los dedos. Frunció la frente

y la boca, seguramente por el ardor. Mantuvo esa expresión en su cara por

unos segundos; después me miró. Vení, sentate, me dijo. Yo me había quedado

parado a un costado del tronco, mirándola. Me hizo señas para que me sentara

a su lado, golpeando, suavemente, con la punta de los dedos de su mano libre,

sobre el tronco. Yo hice lo que me pedía. Me senté y miré el pie lastimado. Todavía

sostenía las gasas contra el talón, por lo que solo pude ver cómo se había

manchado el pie con el mismo color más o menos amarillo del desinfectante.

¿Te arde?, le pregunté, y me dijo que sí. Un poco, me dijo. Es una sensación

fea la del ardor, me dijo, y se quedó pensativa, con la vista fija en algún punto

del campo llano, pero como si no lo viera, como si sus ojos se hubieran quedado

186


ciegos por un momento. Es como la sed, me dijo después, y yo le dije que sí,

que era cierto, y pensé que nunca se me hubiera ocurrido esa comparación. Lucrecia

estuvo unos segundos más, todavía, mirando el campo, antes de volver

a mirarme a mí. ¿Alguna vez tuviste mucha sed?, me preguntó. Yo le dije que

no. Es una sensación muy fea, me dijo. Yo nací al lado del mar, me dijo, y

cuando era chica, así como vos, iba todas las tardes a la playa y me sentaba a

ver cómo el cielo cambiaba de colores cuando bajaba el sol. El sol no caía en

el agua, sino atrás del pueblo, pero a mí me gustaba mirar las nubes. No sé por

qué. Pero me gustaba, y pasaba horas, hasta que oscurecía, sentada en la arena,

sola. Pensaba en muchas cosas —cosas de chicos, viste—, pero siempre que me

volvía a mi casa iba pensando en lo mismo: por qué no se podía tomar el agua

del mar. Por qué era salada. Eso no lo podía entender. En la escuela me habían

enseñado que toda el agua de los ríos era dulce y que los ríos desembocaban

en el mar. Entonces, me preguntaba yo, por qué el agua del mar no es dulce,

también, como la de los ríos. Pero nunca encontré una respuesta. Lucrecia se

quedó callada, se sacó las gasas de la herida y la revisó. Yo también pude ver

la lastimadura: era un punto rojo con una aureola también roja alrededor. Toda

la piel del tobillo había tomado el color del desinfectante. Lucrecia volvió a

poner las gasas sobre la herida antes de hablar. ¿Vos naciste acá?, me preguntó.

Yo le dije que no, que había nacido en el pueblo. Mirá vos, me dijo, y volvió a

quedarse callada. Entonces yo le pregunté cómo lo había conocido a mi tío. Y

vi que antes de contestarme, sonrió. Es una historia muy larga, me dijo, y sos

chico para entenderla. Con tu tío somos buenos amigos, dijo, y nos conocemos

hace mucho. Yo le pregunté si lo había conocido en el pueblo del que me había

hablado, y me dijo que no. Lo conocí en Rosario. Del pueblo me fui hace veinte

años, me dijo. No sé por qué pero no podía seguir ahí, así que conseguí un trabajo

en Rosario y me mudé. Debe haber sido porque no pude encontrar una

respuesta a mi pregunta, me dijo, y sonrió. No se puede vivir frente al mar,

murmuró. Y volvió a quedarse callada. El viento soplaba un poco más fuerte

ahora y el zumbido de las ramas de los eucaliptos nos envolvía por momentos.

Delante nuestro, cruzando el camino, se extendía el campo. Era el potrero en

el que entrábamos a cazar en el invierno. Ahora estaba sembrado con maíz, y

las plantas se recostaban y volvían a enderezarse una y otra vez, azotadas por

las ráfagas de viento. Lucrecia se había quedado mirando el maizal. Yo también.

Estuve mirando cómo el sembrado iba y venía con el viento, sin pensar en

nada, completamente distraído, hasta que volví a escuchar la voz de Lucrecia.

Esto es igual que el mar, me dijo, pero sin peces. <

La sed. Entropía, Buenos Aires, 2011.

Hernán Arias (1974) nació en San Francisco, Córdoba. Dirige la colección de nouvelles “Temporal.

Narrativa del bicentenario”, editada por la Universidad Nacional de Villa María. Publicó el libro de

cuentos Los invitados.

187


J. M. COETZEE

Verano

(fragmento)

Fotos Luis Sens

188


22 de agosto de 1972

En el Sunday Times de ayer, una noticia desde Francistown, en Botswana.

La semana pasada, en plena noche, un coche, un modelo norteamericano

de color blanco, se detuvo ante una casa de una zona residencial. Bajaron unos

hombres con pasamontañas, derribaron la puerta a patadas y empezaron a disparar.

Cuando finalizaron los disparos, prendieron fuego a la casa y se marcharon.

Los vecinos sacaron siete cadáveres de entre las brasas: dos hombres,

tres mujeres y dos niños.

Los asesinos parecían ser negros, pero uno de los vecinos les oyó hablar

entre ellos en afrikaans y estaba convencido de que eran blancos con la cara

ennegrecida. Los muertos eran sudafricanos, refugiados que se habían mudado

a la casa solo unas semanas atrás.

Cuando piden un comentario, a través de un portavoz, al ministro

sudafricano de Asuntos Exteriores, dice del informe que «no ha sido verificado».

Añade que habrá investigaciones para determinar si los fallecidos

eran realmente ciudadanos sudafricanos. En cuanto al Ejército, una fuente

no especificada niega que la Fuerza de Defensa de Sudáfrica haya tenido

nada que ver con el incidente. Sugiere que lo más probable es que los asesinatos

hayan respondido a un asunto interno del Consejo Nacional Africano

y que reflejen las «tensiones en curso» entre facciones.

Una semana tras otra se habla de sucesos similares en las zonas fronterizas,

asesinatos seguidos de anodinos desmentidos. Él lee las noticias y se

siente sucio. ¡De modo que es a esto a lo que ha regresado! Sin embargo, ¿en

qué lugar del mundo puede uno esconderse donde no se sienta sucio? ¿Acaso

189


se sentiría más limpio en las nieves de Suecia, leyendo desde la lejanía acerca

de su gente y las diabluras más recientes a que se entregaban?

Cómo librarte de la suciedad: no es una cuestión nueva. Es una vieja

cuestión que te roe como una rata, que no te suelta, que te deja una herida asquerosa

y supurante. Mordedura del fuero interno.

—Veo que la Fuerza de Defensa vuelve a las andadas —le co menta a su

padre—. Esta vez en Botswana.

Pero su padre es demasiado cauteloso para picar el anzuelo. Cuando abre

el periódico, se lo salta todo hasta llegar a las páginas deportivas, dejando de

lado la política... la política y las matanzas.

Su padre solo siente desdén hacia el continente que se extiende al norte

de donde ellos se encuentran. A los dirigentes de los estados africanos los despacha

con la palabra «bufones»: tiranuelos que a duras penas saben escribir su

propio nombre, que van de un banquete a otro en sus Rolls Royces con chófer,

que visten uniformes al estilo de Ruritania festoneados de medallas que ellos

mismos se han concedido. África: un terri torio de masas hambrientas y bufones

homicidas que las tratan con prepotencia.

—Han entrado en una casa de Francistown y matado a todo el mundo

—insiste él de todos modos—. Los han ejecutado, incluso a los niños. Mira. Lee

la noticia. Viene en primera plana.

Su padre se encoge de hombros. No puede encontrar palabras lo bastante

amplias para abarcar la repugnancia que le cau san, por un lado, unos matones

que asesinan a mujeres y niños inocentes y, por otro, unos terroristas que guerrean

desde refugios situados al otro lado de la frontera. Resuelve el problema

enfrascándose en los resultados del críquet. Como reacción a un problema

moral, es inadecuada. Sin embargo, ¿acaso es mejor su propia manera de reaccionar,

esos accesos de rabia y desesperación?

En otro tiempo pensaba que los hombres que idearon la versión sudafricana

del orden público, que crearon el vasto sistema de reservas de trabajadores, pasaportes

internos y distritos satélite segregados, habían basado su sueño en una trágica

mala interpretación de la historia. Habían malinterpretado la historia porque,

nacidos en granjas o en pequeñas poblaciones del interior, y aislados dentro de

un lenguaje hablado en ningún otro lugar del mundo, no tenían ninguna noción

de la escala de las fuerzas que, desde 1945, habían arrastrado al viejo mundo colonial.

Sin embargo, decir que habían malinterpretado la historia era en sí mismo

engañoso, pues no leían en absoluto textos sobre historia. Por el contrario, le

daban la espalda, desechándola como una masa de calumnias reunidas por extranjeros

que despreciaban a los afrikáners y que harían la vista gorda si fueran

asesinados por los negros, hasta la última mujer y el último niño. Solos y sin amigos

en el remoto extremo de un continente hostil, erigían su Estado-fortaleza y

se retiraban detrás de sus muros: allí mantendrían encendida la llama de la civilización

cristiana occidental hasta que por fin el mundo recuperase el juicio.

190


De este modo, más o menos, se expresaban los hombres que dirigían el

Partido Nacional Africano y el Estado en que la seguridad se imponía a cualquier

otra consideración, y durante mucho tiempo él creyó que lo decían con

el corazón en la mano. Pero ya no es así. Ahora tiende a pensar que, cuando

hablaban de salvar la civilización, sus palabras nunca fueron más que un engaño.

En este mismo momento, detrás de una cortina de humo de patriotismo,

están sentados y calculando durante cuánto tiempo podrían seguir representando

la función (las minas, las fábricas) antes de que tengan que hacer el equipaje,

destruir todos los documentos incriminatorios y vo lar a Zurich, Mónaco

o San Diego, donde, al amparo de empresas con nombres como Algro Trading

o Handfast Securities, años atrás se compraron chalets y pisos como un seguro

contra el día del Juicio Final (dies trae, dies illa).

Según esta nueva y revisada manera de pensar, los hombres que ordenaron

a la patrulla asesina actuar en Francistown no tenían una visión equivocada,

y mucho menos trágica, de la historia. A decir verdad, lo más probable

es que se rieran con disimulo de unas personas tan necias como para tener

cualquier clase de visiones. En cuanto al destino de la civilización cristiana en

África, siempre les ha importado un rábano. ¡Y estos, precisamente estos, son

los hombres bajo cuyo inmundo poder él vive!

A desarrollar: la reacción de su padre a los tiempos comparada con la

suya: sus diferencias, sus (primordiales) similitudes.

1 de septiembre de 1912

La casa en la que vive con su padre data de la década de 1920. Las paredes,

construidas con ladrillos en parte cocidos pero en general de adobe, están

ahora tan deterioradas por la humedad que se filtra desde la tierra que han empezado

a desmoronarse. Aislarlas de la humedad es una tarea imposible; lo

mejor que puede hacerse es instalar un lienzo de hormigón impermeable alrededor

del perímetro de la casa y confiar en que se sequen lentamente.

Una guía de reformas domésticas le informa de que cada metro de hormigón

requerirá tres sacos de arena, cinco sacos de piedra y un saco de cemento.

Calcula que si el lienzo alrededor de la casa tiene diez centímetros de

profundidad, necesitará treinta sacos de arena, cincuenta sacos de piedra y diez

sacos de cemento, lo cual supondrá seis viajes al almacén de materiales de

construcción y seis cargas completas en un camión de una tonelada.

Mediada la primera jornada de trabajo, se da cuenta de que ha cometido

un error desastroso. O bien ha malinterpretado las indicaciones de la guía o

bien en sus cálculos ha confundido metros cúbicos con metros cuadrados. Va

a necesitar mucho más que diez sacos de cemento, más arena y piedra, para

colocar un lienzo de noventa y seis metros cuadrados de hormigón. Va a necesitar

más de seis viajes al almacén de materiales de construcción; va a tener

que sacrificar más que unos pocos fines de semana de su vida.

191


Una semana tras otra, utilizando una pala y una carretilla, mezcla arena,

piedra, cemento y agua; bloque tras bloque, vierte hormigón líquido y lo nivela.

Le duele la espalda, tiene tan rígidos los brazos y las muñecas que apenas puede

sujetar una pluma. Sin embargo, no se siente desdichado. Observa que está haciendo

lo que las personas como él deberían haber hecho desde 1652, a saber,

su propio trabajo sucio. De hecho, cuando uno se olvida del tiempo que le dedica,

el trabajo empieza a producir un placer peculiar, el de haber colocado

bien una placa, con una perfección que está a la vista de todo el mundo. Las

placas que él está colocando seguirán ahí cuando él ya no sea el inquilino de

la casa, incluso es posible que sigan ahí cuando él ya no exista, en cuyo caso

podría decirse que en cierto sentido habrá engañado a la muerte. Uno podría

pasarse el resto de su vida colocando placas, y sumirse cada noche en el más

profundo de los sueños, fatigado y dolorido por la dura y honesta tarea.

¿Cuántos de los andrajosos trabajadores que pasan por su lado en la

calle son los autores secretos de obras que les sobrevivirán: carreteras, muros,

torres metálicas? Al fin y al cabo, una clase de inmortalidad, una inmortalidad

limitada, no es tan difícil de lograr. ¿Por qué insiste entonces en inscribir unas

marcas en papel, con la leve esperanza de que personas que aún no han nacido

se tomen la molestia de descifrarlas?

A desarrollar: su disposición a meterse de lleno en proyectos mal concebidos;

la presteza con que se retira del trabajo creativo para dedicarse a una

actividad mecánica.

16 de abril de 1973

El mismo Sunday Times que, entre revelaciones de tórridas aventuras amorosas

de profesores y alumnas de poblaciones rurales, entre fotos de jóvenes actrices

aspirantes al estrellato que llevan exiguos biquinis y fruncen los labios, sale

con revelaciones de las atrocidades cometidas por las fuerzas de seguridad, informa

de que el ministro del Interior ha concedido a Breyten Breytenbach un visado para

que pueda regresar a su país natal y visitar a sus padres enfermos. A esto se le

llama un visado compasivo, y es extensible a la esposa de Breytenbach.

Breytenbach abandonó el país años atrás para vivir en París, y poco después

estropeó de antemano su oportunidad al casarse con una vietnamita, es

decir, una mujer que no era blanca, una asiática. No solo se casó con ella, sino

que, si uno da crédito a los poemas en los que figura su mujer, está apasionadamente

enamorado de ella. A pesar de lo cual, dice The Sunday Times, el compasivo

ministro permitirá a la pareja una estancia de treinta días durante la

cual la llamada señora Breytenbach será tratada como si fuese una persona

blanca, una blanca temporal, una blanca honoraria.

Desde el momento en que Breyten y Yolanda llegan a Sudáfrica, él moreno

y apuesto, ella de una delicada belleza, la prensa los persigue. Los teleobjetivos

captan cada momento íntimo, mientras meriendan con unos amigos

192


junto a un arroyo de montaña.

Los Breytenbach realizan una aparición pública en una conferencia literaria

que tiene lugar en Ciudad del Cabo. La sala está llena a rebosar de mirones.

En su discurso, Breyten llama bastardos a los afrikáners. Dice que por el hecho

de ser bastardos y avergonzarse de su bastardía han inventado ese plan propio

de gente que vive en las nubes , de la separación obligatoria de las razas.

Su discurso recibe grandes aplausos. Poco después, él y Yolanda emprenden

el vuelo de regreso a París, y los periódicos dominicales vuelven a su

menú de ninfas traviesas, esposos infieles y crímenes de Estado.

A explorar: la envidia de Breytenbach que sienten los hombres suda -

fricanos, por su libertad para explorar el mundo y su ilimitado acceso a una

hermosa y exótica compañera sexual.

2 de septiembre de 1973

Anoche, en el cine Empire de Muizenberg, una de las primeras películas

de Kurosawa, Vivir. Un soso burócrata se entera de que padece cáncer y solo

le quedan unos meses de vida. Se queda aturdido, no sabe qué hacer consigo

mismo, adonde dirigirse.

Lleva a su secretaria, una joven llena de vida pero tonta, a tomar el té.

Cuando ella intenta marcharse, él la retiene, asiéndola del brazo. «¡Quiero ser como

tú! —le dice—. ¡Pero no sé cómo!» A ella le repele la franqueza de su súplica.

Pregunta: ¿cómo reaccionaría él si su padre le asiera el brazo de ese

modo? <

Verano. Mondadori, Buenos Aires, 2009 (Youth: Scenes from Provincial Life II, Secker and Warburg,

Londres, 2002).

John Maxwell Coetzee nació en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en 1940. Entre su vasta obra merecen

destacarse las novelas Vida y época de Michael K, Desgracia, Elizabeth Costello y la trilogía formada por

Infancia, Juventud y Verano, que constituye una suerte de autobiografía novelada. En 2003 recibió el

premio Nobel de literatura.

193


194


Algunas páginas de la pluma del propio Hernán Ronsino:

un cuento breve; un fragmento de su última novela;

finalmente, el diario de un viaje a Chile en 2012.

PRIMERA

PERSONA

195


La curva

1

Tiene las piernas largas como si fueran dos ríos que se tocan al nacer,

en la profunda laguna: oscura, húmeda, misteriosa. Pero también tiene dos palabras

que repite siempre, y un tatuaje en la espalda, y unas manos que acarician

como si hicieran pan.

Y dice que mató al tío. Y camina descalza porque siente a la tierra creciéndole

por dentro: dice que la tierra se le mete por los talones, y que le crece

al costado de las venas, como los cables, o las rutas, crecieron a los costados

de las vías del tren.

La tierra la vuelve fuerte, dice, le permite enfrentar los ojos de la gente.

Que si no fuera por la tierra, ella, ahora, estaría quebrada como un ombú:

loca, dice.

Y dice que dejó un hijo recién nacido en un campito de Benítez, hace

como cinco años. Las marcas del tiempo las tiene claras. También tiene claras

las notas de la cumbia que silba por el medio de la avenida Güemes, cuando la

avenida Güemes entra en un declive que parece enterrarse, y no sólo deja de

estar asfaltada sino además se llena de recortes de ladrillos, que se supone

deben emparejar los pozos de los alrededores de la Cerámica.

Entonces ahora me contás un cuento vos, me pide siempre, cuando termina

de narrar su historia. Siempre me cuenta su historia. Y después se pone

un tronquito de pasto en la boca, sentada junto al arroyo que lleva los desperdicios

de los chiqueros y de la Cerámica, que está atrás nuestro, y que en esta

tardecita calurosa, la Cerámica, parece un imperio derrumbándose. Y le invento

una historia. Le gustan las aventuras de los guerreros y de las princesas. Le

196


©Madre Tierra Evans Kurchan

gustan los castillos y las brujas. Le gustan los paisajes que, más lejos de estas

ruinas, la transporten. Le gustan los tigres.

2

No es de acá, dicen los remiseros de la curva. Vino con los bolitas que

levantaron los edificios de la Federación, y se quedó. Vive atrás de la Cerámica,

en una tapera impenetrable. Se la ve con perros (les habla a los perros), y se

junta con los chicos del monte, que son mucho más chicos que ella, dicen. Ella

seguro hijos todavía no debe tener, pero en cualquier momento, de seguir así,

ligera, alguien la emboca, dicen los remiseros, sentados en los sillones de mimbre

en la vereda de la curva, ignorando la verdadera historia de la chica; ni siquiera

pueden imaginar la escena entre las chapas del rancho, en una quinta

de Castilla, el tío agarrándola de los pelos, arrancándole la ropa, penetrándola

con un oscuro placer en los ojos, y un susurro áspero, constante entre los labios;

no pueden imaginar, por ejemplo, los remiseros, cómo fue que, a los seis meses,

embarazada, una noche de lluvia en que el tío reincidió, ella, certera, le enterró

una cuchilla en el abdomen, con la frialdad con que cualquiera corta un pan

al medio; no pueden, tampoco, los remiseros, ver en la cara de la chica, la imagen

que la persigue cada vez que cierra los ojos en ese colchón viejo de la tapera,

dejando a su hijo –porque le parecía que no era de ella, que había nacido

sucio- entre fardos secos en un campito de Benítez; no pueden imaginarla, aunque

digan, inventen otras historias, aunque la vean perderse, ahora, silbando

por el medio de la avenida Güemes, mientras se bambolea sobre esas piernas

largas, como si fueran dos ríos que se tocan al nacer. <

197


Lumbre

(fragmento)

Areco tampoco sabía llorar. Vivía atrás del eucalipto de la avenida José

León Suárez. En un rancho de barro que tenía incrustado, en un lateral, una

publicidad de vinos Marañón. El rancho estaba entre la avenida y las vías.

Antes, contaba el abuelo, eso fue el boliche de Salustro. Por eso el abuelo

decía que Areco vivía en el boliche de Salustro, con dos tías y un padre melancólico

que se la pasaba pescando en la laguna de Garay. Nunca quedó

claro si esas chicas que vivían en el rancho eran sus hermanas o las hijas de

sus tías. Porque andaban mezclados. Amontonados. Cada vez que llovía

fuerte, por ejemplo, el barro anegaba las calles, los carros se encajaban después

de cruzar las vías y el agua de los zanjones desbordaba, amenazando,

casi siempre, el rancho. Entonces cuando esas tormentas empañaban los vidrios

de la carnicería y el eucalipto que era un mojón se nublaba, pensaba en

las tías de Areco, en el padre melancólico, en esas chicas que nunca se supo

si eran hermanas o primas, pensaba en Areco, amontonados en el rancho, rodeados

por la crecida del zanjón.

El día que Vardemann volvió de la cárcel tuve la primera pesadilla. Lo

vi caminar, bordeando las vías, con la cabeza rapada. Yo jugaba con unos soldados

de plomo en la vereda del As de Espada. Pensé en un vendedor de ropa,

de los que llegaban de Buenos Aires y vendían casa por casa. Cuando pasó a

mi lado, el Flaco Vardemann preguntó si yo era el hijo de Bicho Souza. Le dije

que sí. Y se sentó en el suelo, recostado contra el tronco de uno de los árboles.

Miraba el edificio cerrado del As de Espada. Me miraba jugar, en silencio. Estuvo

un rato así, como estudiando el paisaje. Entonces sacó unos caramelos del bol-

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sillo y me los regaló. Tenía olor a perfume. Me pasó la mano por la cabeza después

de darme los caramelos. Estás grande, dijo. Y siguió caminando hasta la

peluquería. Antes de entrar el padre lo abrazó con suavidad, como se abrazan

las cosas frágiles. Y enseguida cerraron la puerta. Esa noche soñé que se inundaba

la laguna del Tigre. Yo pescaba en un bote. Era de madrugada y una tormenta

quebraba el cielo. Hacía frío. Pero pescaba mucho. El bote se cargaba de

pescados. Me rodeaba, por un lado, la abundancia y, del cielo, la furia de la tormenta.

Esa tensión me desesperaba. ¿Cómo puede inundarse una laguna? Más

bien se desborda. Crece. No podía entender eso en el sueño. Creo que esa noche

tuve fiebre. Y en medio de la pesadilla comenzó lo que, a lo largo de varios

meses, sucedería, dos o tres veces por semana, de un modo sistemático. Amanecí

mojado. El colchón cubierto por una aureola amarilla que me impregnaba de

olor. Traté de ocultarlo hasta que el Viejo un día dijo: Esto parece un baño de

estación. Pensó que un gato se había metido a la casa. Lo buscó, corrió muebles.

Pero confesé. Cambiar el colchón era caro. Por eso lo dábamos vuelta cada dos

o tres días. Y los sábados mamá lo sacaba al patio para que se ventilara. El

abuelo cuando se enteró me retó adelante de los clientes, en la carnicería. Salí

corriendo invadido de vergüenza. Me escondí en los cañaverales que rodean la

Glaxo. Pasé, entre las tacuaras, toda la tarde. Se escuchaba el cambio de turno

de la fábrica o el tren de las cuatro que terminaba en Mercedes. Así medía el

paso del tiempo. Hasta que en un momento descubrí —en medio del cañaveral—

la voz de Areco. Había construido una fortaleza. Jugaba a los indios. Tenía

una lanza hecha con una caña. Cuando me vio se quedó serio, después avanzó

y me apoyó la punta de la lanza —afiladísima— en la garganta. Dijo algo, como

si fuera en el idioma de los indios. Yo me reí. Lo miré a los ojos y me reí. Por

eso me hice amigo de Areco esa tarde. Porque no había llorado. Porque resistí

con la risa. Entonces jugábamos todas las tardes en la fortaleza. Nadie nos molestaba.

Era lindo cuando llovía. Se escuchaba —más que nunca— el canto de

los pájaros. Areco con el tiempo empezó a venir a casa. Y a colaborar con el

abuelo en la carnicería. Se encargaba de los mandados. Un día —después de

consultar con algunos especialistas— mamá me dijo que había decidido mandarme

a natación.

Entonces dije: Voy pero con Areco. Mamá se resistió unos días. Hasta

que una mañana caminó por la avenida José León Suárez. Golpeó el rancho.

La atendió una de las tías. Quería hablar con el padre de Areco. La tía de

Areco dijo que todos se llamaban así, Areco. Mamá sintió vergüenza. Y

cuando mamá, después, contaba que había sentido vergüenza porque no sabía

el nombre de Areco, nos dimos cuenta de que Areco, para nosotros, no tenía

nombre. Era Areco. El padre del chico, dijo entonces mamá. La tía secándose

las manos contó que el padre estaba en la laguna. Pescando. La hizo pasar y

le cebó unos mates amargos. Le habló, con tristeza, de la cuñada muerta. De

ese hombre que era el padre de Areco, derrumbado después de la muerte de

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su mujer. Le habló de una hipoteca. De las tierras del ferrocarril. Y de un posible

desalojo. La sencillez, decía mamá, con la que esa gente vive. Se despidieron

con la promesa de seguir charlando otro día. Cuando estuvo a la altura

del eucalipto, mamá vio al hombre en bicicleta, que bajaba de la avenida,

con una gorra torcida en la cabeza y tres cañas de pescar atadas a un costado.

El hombre pasó despacio, sin mirarla. Mamá dudó. Pero le dijo que lo andaba

buscando. El hombre tardó en detenerse. Mamá se le acercó y le habló de

Areco, es decir, de su hijo. El hombre la escuchó, anestesiado por el vino, y,

con una voz chiquita, contestó que no tenía problema. Que le agradecía. El

agua es una buena cosa, dijo. Una semana después, Areco y yo empezamos

natación en el club Racing.

El primer día nos llevó mamá. Estaba más nerviosa que nosotros. Areco

ni siquiera tenía un yorcito para meterse en el agua. Mamá le dio uno viejo. Yo

lo había usado una sola vez en la laguna de Junín. Tenía el elástico vencido.

Era rojo. Llegamos al club veinte minutos antes. Mamá, ni bien lo descubrió,

se puso a hablar con el coordinador, un hombre que arrastraba los pies al caminar

y se llamaba Cico. Mamá le habló de Areco y no fue explícita —prefirió

hacernos esperar a un costado— cuando habló de mí. Cico usaba anteojos de

sol y tenía el torso desnudo. Y cada tanto asentía con la cabeza. Los pelos en

el pecho, entrecanos, se le arremolinaban por el sol. El tipo repetía incansable:

No se preocupe, señora. Después mamá nos dio un beso. Era la primera vez que

mamá le daba un beso a Areco. Y se fue nerviosa. Entonces, mientras empezaban

a llegar los demás, quedamos bajo la sombra de Cico que nos miraba detrás

de los anteojos de sol —sabiendo cada una de nuestras miserias—; la sombra

proyectada contra la cancha de básquet lo volvía a Cico más enorme, más animal:

Se cambian, dijo. Y después me traen los andariveles. De ahí, dijo, señalando

la sala de máquinas.

Cumplimos con la orden pero demoramos en la sala de máquinas un

rato porque Areco quedó deslumbrado por lo que, después supimos, era el filtro.

Y además porque no sabíamos qué era un andarivel. En el fichero una mujer

nos señaló la pared y dijo: Eso. Parecemos pescadores, largó entonces Areco

mientras arrastrábamos la madeja por la escalera del vestuario. Seguro habrá

pensado en su padre, pescando en la laguna de Garay. Areco armó una sonrisa

cuando dijo que parecíamos pescadores. Enseguida llegamos a la pileta. (Con

el tiempo me di cuenta que Cico nos mandó a buscar los andariveles para que

evitáramos la revisación médica: Areco, era evidente, no la iba a pasar). El sol

pegaba contra los techos y el resplandor de las paredes blancas nos rompía los

ojos. Cico estaba en la otra punta haciendo patalear a un puñado de chicos. La

espuma se alborotaba en los bordes. Y al vernos hizo sonar el silbato. El pataleo

se detuvo. Cico parecía un muñeco lejano. Dijo algo, fuerte. Dijo algo gritando

y volvió a sonar el silbato. Entonces, en el borde, regresó el pataleo y después

la espuma. Areco al escuchar las palabras de Cico salió corriendo. Corrió con

200


©Luis Sens

la confianza que lo hacía, por ejemplo, en el cañaveral o en el monte de eucaliptos.

Pero lo hizo descalzo. Por eso, a los dos metros, sintió el sacudón en los

pies. Y después el cimbronazo en el resto del cuerpo. Lo vi derramarse en el

suelo. El cuerpo de Areco hundido —el yorcito rojo a la altura de las rodillas—

en el resplandor de la mañana.

Así, entonces, no se aprende a llorar. Así se aprende, más bien, a resistir.

Tenía sangre en las rodillas. Y pensé que mucha vergüenza. Cico se

acercó apurado. Los demás dejaron de patalear. ¿Qué significa tener vergüenza?

¿Huir hasta el corazón mismo del cañaveral? ¿Tirarse debajo de la

Fortaleza armada con cañas y hojas de chala? ¿No aparecer nunca más por

la pileta? ¿O enfrentar los ojos irónicos, risueños? ¿Enfrentar las fantasías

que, después, se irán fabricando en los vestuarios; las versiones de la caída

del chico pobre que empezó natación y que circularán, inevitables, en los

autos de los padres profesionales, en las mesas cargadas de comida, en las

quintas de los fines de semana? ¿Qué significa tener vergüenza? Desde esa

tarde que lo encontré en el cañaveral habíamos comenzado a construir una

trama de afecto. Compartíamos muchas cosas. Pero, a la vez, estaban claras,

visibles las enormes distancias, las lejanías profundas que nos separaban.

Areco, vencido frente a los ojos de la colonia, despuntó en las manos una

lanza que usó para pelear. Era hábil para revertir la adversidad. Y se puso a

pelear. Contra los fantasmas, peleó. Se paró, en silencio, bajo el sol pesado

de la mañana, la sangre le chorreaba aguada en las rodillas. Lo miró a Cico

201


y con una voz terminante ordenó que le dejaran libre el paso. Caminó decidido,

por el borde, con el yorcito rojo vencido, para terminar de colocar el

andarivel. Arrastraba la madeja como si fuera un rosario. Lo perseguía un silencio

crudo. De admiración y respeto. De miedo.

Después de ese día, yo terminé siendo para todos el amigo de Areco.

Cico nos fue delegando cada vez más tareas. Éramos sus asistentes. Nos quedábamos

nadando después de hora. Viendo las piruetas que Cico hacía desde

el trampolín. (A veces nadaban, después de almorzar, la Renga Ravignani y la

celadora Bertoni). Areco absorbía como una esponja. Imitaba, incluso, los gestos.

Todo lo que hacía Cico. Dos meses después de aquel primer día, confundí,

en el vestuario, a Areco con Cico mientras se secaba con la toalla. Copiaba

muy rápido. Crecía como esos árboles que se trepan sobre el palo que los endereza.

Areco se atrevía sobre las espaldas de Cico. Aprovechaba la oportunidad.

Y yo iba detrás, me filtraba por la estela abierta. Por eso fuimos

promovidos rápidamente al equipo de competición. Areco en los estilos crawl

y pecho. Yo en pecho. Una mañana mientras entrenábamos para la primera

competencia, vi que Areco se tiró al agua alocado, con una remera puesta.

Empezó a nadar. Había dos o tres chicos en la tribuna. Nadie más. Areco nadaba

desesperado. Se hundió, en un momento, y buceó en la zona de los cuatro

metros. Entonces ahí empecé a descifrar los bordes de un cuerpo. Emergieron

enseguida. Después Areco nadó hasta la escalera celeste, despintada, arrastrándolo

como en las películas. Lo ayudé. Y sacamos el cuerpo de un chico

que corría pecho. Le decían Negrito. Y le había agarrado un calambre en la

panza. Balbuceaba. Decía que no podía salir. Que se hundía. El Negrito se puso

a llorar y abrazó con desesperación a Areco. Desde entonces fuimos tres. El

Negrito vivía en el centro. Iba a la escuela Normal. Y durante un par de semanas

estuvo obsesionado con Areco. Se cruzaba el pueblo en bicicleta hasta el

rancho. Y Areco, en algún sentido, se aprovechaba de la situación. Un día lo

convenció de que era lo mejor dejar la bicicleta en el rancho. Había muchos

perros, estaban las vías, era peligroso. Y el Negrito confió. Esa bicicleta quedó

en el rancho y no hubo forma de que volviera al centro. Esa bicicleta fue tomando,

incluso, la apariencia, los modos de Areco. Perdió un guardabarros. Y

el ojo de gato se quebró enseguida. El barro seco fue envolviendo las cubiertas

y los caños. Un día el Negrito no la reconoció. Corrimos, entonces, las últimas

dos carreras de la temporada. La primera fue en Pileta. Y la segunda en el club

Racing. Además de algunos clubes locales se agregaban clubes de la zona, de

Bragado y 9 de Julio, por ejemplo. En nuestra categoría corríamos los tres y

un chico de Bragado al que le decían Caraloca. Tenía la boca ancha y la nariz

de boxeador. Era flaquito y nadie daba un peso por él. Una especie de pluma.

Pero una vez que largaba, Caraloca se movía como un pez. Ganó todas las carreras

de la temporada. Areco salió segundo, en las dos que participó, con varios

cuerpos de ventaja.

202


Ese año, después de la colonia, Areco empezó a trabajar con Cico. En

verano, Cico se dedicaba a la pileta. Y el resto de los meses trabajaba de albañil.

Areco entró como peón en una obra cerca del hospital. Por eso, de a poco,

los encuentros en el cañaveral se fueron espaciando. Areco fue construyendo

una rutina que lo hacía pasar todas las tardecitas por la carnicería del abuelo.

Y en esas visitas aprovechaba para charlar conmigo y saber cómo iban las

cosas. Desde que empezamos la colonia y a lo largo de todos esos meses —y

esto era algo que mamá y en especial el abuelo celebraban— Areco mostró un

giro de personalidad impactante. Se diluían en las charlas las bromas sin sentido.

Los estallidos inesperados, los movimientos incómodos. El trabajo le está

haciendo bien, murmuraba el abuelo. Y frente a ese Areco, ahora un muchacho

a quien el trabajo le hacía bien, estaba yo. En mayo o en junio volvieron las

pesadillas. Esta vez era la laguna de Gómez en Junín. Un viento gigante enrollaba

la laguna desde los bordes y el agua inmensa lo arrasaba todo. En

mayo o junio de ese año, con las pesadillas, reaparecieron los amaneceres incómodos,

el olor a baño público. Solo se enteraron el Viejo y mamá. Ventilábamos

el colchón sin que el abuelo lo supiera. Y mamá, por dentro, anhelaba

el regreso del verano.

Las cosas empeoraron cuando una madrugada de septiembre golpearon

con fuerza la puerta de casa. Me despertaron los gritos. Reconocí primero que

no se trataba de una de pesadilla y después la voz de Areco, desgarrada. Salí

corriendo de la cama. El piso frío se me fundió en la planta de los pies. Había

dos cosas indelebles que me entraron esa noche mientras avanzaba por el pasillo

oscuro: la voz desgarrada de Areco y ese frío despojado, apretado en los

pies. El padre de Areco se había ahogado en la laguna de Garay. El cuerpo estuvo

flotando más de treinta horas. Hasta que decidieron buscarlo. Y entonces

descubrieron la imposibilidad de llegar a la laguna de Garay. No figuraba en

los mapas. Y tampoco era una laguna. Se trataba de una parte cavada de la

vieja estancia de Garay que se había inundado. Le llamaban la laguna de Garay.

Pero cuántas personas sabían eso. Un puñado que llegaría a veinte. Ni siquiera

el nuevo dueño, un tal Ruster, de Santa Fe, lo sabía. La mujer de Ruster, por

ejemplo, lo llamaba el laguito. Ahí apareció el cuerpo del padre de Areco. Lo

llevaron de madrugada en una camioneta hasta el rancho. Y cuando Areco vio

el cuerpo muerto de su padre, tirado en la entrada, cuando Areco vio de qué

modo esa camioneta poderosa y con más luces que todos los ranchos de la

zona se perdía en la oscuridad, sintió primero la necesidad de tirarle piedras,

sintió después la desesperada necesidad de correr. Llegó a casa desesperado.

Entonces las pesadillas ahora me ponían en el mar. Me hundían en el mar. Flotando

a cinco kilómetros de una costa inmensa. Las luces de los edificios parpadeaban

como insectos. Y el faro giraba incesante. El movimiento apurado

de las olas desarmaba los bordes de la realidad. Y ponía las cosas en otro sitio.

En ese revuelo infinito, en esa desorientación, el agua entraba contundente

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para llenarme la boca. Escupía. Desesperado. Escupía. Largaba el agua. Y los

peces. Y las algas inmundas. Escupía.

Una semana antes de comenzar, otra vez, la temporada de colonia,

los Areco abandonaron el rancho de Salustro, como decía el abuelo, y ocuparon

una casona derruida cerca de la estación Sud. En esos días una de las

chicas —nunca supimos si eran primas o hermanas de Areco— tuvo que ser

operada de urgencia. Fuimos con mamá a visitarlos al hospital. Pero sucedió

algo que mamá nunca pudo entender. Los Areco —Areco, las tías, y las otras

dos chicas— estaban sentados en la sala de espera, y cuando nos vieron entrar

empezaron a dispersarse de a poco. Solo quedó la tía que había atendido

a mamá, esa vez, cuando mamá la visitó en el rancho. Pero cuando nos acercamos

a saludar y preguntar por la chica operada, la tía de Areco apenas

balbuceó algunas palabras vacías, dejó escapar un par de agradecimientos.

Y se puso a llorar, despacio, con llantos que parecían gemidos de atragantados.

Eso pensé. Pero los atragantados éramos nosotros. El silencio nos

abrumó mientras regresábamos en el colectivo local. Mamá no entendía lo

que pasaba.

El día que empezó la colonia imaginé que no iba a cruzarme con Areco.

Pero cuando salí del vestuario, ahí estaba, con un yor nuevo, azul, un silbato

colgado en el pecho. Y, siempre, atento a los pasos de Cico. En cambio, el Negrito

cuando me vio, contento, agitó un brazo dándome la bienvenida. Durante

el primer mes de pileta no hicimos otra cosa que entrenar para las seis carreras

previstas en la temporada. En ese mes, Areco se paseaba como un bañero y si

hablaba conmigo era porque el Negrito nos convocaba. En ese mes también

conocí a Jorge Leguizamón, un chico con el que después cursaría el secundaria

y compartiríamos las primeras salidas nocturnas. Pero Jorge, en la pileta, tenía

su grupo. Lo formaban el hermano, Martín, y dos o tres más que jugaban al

básquet en el Racing. En enero, Areco dejó de ir a la colonia. El Negrito dice

que lo seguía viendo. Porque lo visitaba por las tardes en la obra donde Areco

trabajaba. Fue el Negrito el que me contó, entonces, que la chica que vivía con

ellos había perdido un embarazo. Por eso la habían tenido que operar. Y según

parece, contó el Negrito, el que la embarazó fue el padre de Areco. Dudé en

contar eso. Porque no sabía si era cierto. Pero una noche, esperé que el abuelo

se fuera a dormir, y se lo conté al Viejo y a mamá. Pobrecita, decía mamá. Todo

el tiempo repetía esa palabra. Y se secaba las lágrimas que le caían como manojos

de uvas. Gordas. Carnosas.

Entonces una semana antes de que terminara la colonia, a fines de febrero,

tuvimos que viajar a Bragado para cerrar la temporada de carreras.

Cico nos citó a las dos de la tarde en la puerta del club. Era sábado y hacía

un calor tremendo. El colectivo de Aliaso dobló a las dos y cuarto. Un Mercedes

Benz impecable. Con asientos tapizados en cuerina blanca. Yo me senté

con el Negrito cerca del fondo. Areco se quedó en los asientos de adelante

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con Cico y Gervasoni, uno de los dirigentes del club. En el viaje Cico nos

contó la leyenda del caballo Bragado. Un animal fabuloso, solitario y libre,

que recorría los campos en el siglo XIX. Y nadie lo podía atrapar. Un caballo

salvaje, indomable. Fue por eso, precisamente, por su absoluta libertad, que

unos gauchos comenzaron a perseguirlo, emperrados en ser más fuertes que

el animal. Pero con los fracasos fueron naciendo las historias. Trasmitidas

con velocidad, a la velocidad del viento, digamos, por el campo. El mito del

caballo indomable no tardó en consolidarse. Una tarde lo acorralaron en la

laguna. Y el caballo, atrapado, se hundió en el agua para siempre. Cuando

Cico dijo así, se hundió en el agua para siempre, el Negrito, temblando, se

puso a llorar y me abrazó de miedo, recordando, seguro, esa vez que se ahogaba

en los cuatro metros. Bragado es un pueblo, entonces, fundado sobre la

leyenda de un caballo ingobernable y hermoso que antes de ser atrapado prefirió

el sacrificio. Mientras Cico decía eso, parado en el pasillo y desestabilizado

por el movimiento del colectivo de Aliaso, el relieve de Bragado crecía

como una sombra bajo el sol de la tarde. Después Cico estiró el brazo hacia

la derecha, marcó un punto impreciso y habló de la laguna. Las aguas, desde

la ruta, apenas se veían. Pero todos imaginamos, en el fondo, solitario, al caballo

indomable.

La tribuna del Bragado Club estaba llena de gente. Alguien inauguró la

carrera. Dijo, con voz engolada, que todo se daba en el marco de los festejos

de la fundación. Y que, como broche de oro, a la tardecita se largaría, en la

ruta 5, el sprint final de la tradicional carrera de ciclismo Doble Bragado. Los

aplausos fueron menos entusiastas. Después una voz amplificada por los parlantes

fue anunciando cada carrera. No sabíamos ganar. Caraloca, siempre,

nos sacaba varios cuerpos de distancia. Nos turnábamos entre el segundo y el

cuarto puesto. Parecíamos un coro que adornaba la destreza de Caraloca. Él

resbalaba, en el agua. Y nosotros, atrás, pesados, apáticos. Cuando la voz amplificada

llamó al Negrito, lo descubrí. Estaba sentado en la tribuna, con una

gorra verde en la cabeza. Después nombraron a Areco, que salió moviendo el

cuerpo como si fuera un profesional. El locutor hizo un silencio largo. Esperé

que lo nombraran, mientras lo veía ahí, en la tribuna. Pero escuché mi nombre.

Y mientras buscaba el andarivel 6, pensaba que algo raro estaba pasando. Parado,

junto al puesto de largada, me di cuenta de que el locutor había dejado

de llamar a los corredores. Y el hombre que anunciaba la largada ya estaba

posicionado para gritar. El Negrito, nervioso, balbuceó que faltaba uno.

Cuando el Negrito dijo uno, vi, en la tribuna, la escena completa. Es decir: Caraloca

con la gorra verde y un brazo enyesado. En sus marcas, se oyó. No sabíamos

ganar. Listos. Y uno de los tres, ahora, tenía que hacerlo. <

Lumbre. Eterna Cadencia editora, Buenos Aires, 2013.

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Un mundo que se quema

Crónica de un viaje a Chile

FOTOS IGNACIO SANTA MARÍA

(www.contrafotografia.cl)

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27 de julio. Santiago.

Anoche alguien dijo: “Perón es un traidor”. Y el rumor, típico, de la cena se detuvo.

La contundencia de la frase, entonces, quedó resonando un buen rato.

Hasta que Cé se atrevió a torcer el rumbo y empezó a hablar de cañerías tapadas

y de dificultades domésticas.

En Sobre la fotografía, Susan Sontag analiza las fotos de Arbus. Hace unos

días, en Buenos Aires —a partir del artículo de un amigo— me pongo a ver pinturas

y fotos de Francis Bacon. Hay algo, creo, en la superficie de las fotos de

Arbus –más allá de la monstruosidad que pretende retratar, como dice Sontag–

hay, digo, algo de posibilidad, aún, respirando en esa topografía. Algo que

Bacon parece triturar sistemáticamente.

30 de julio. Santiago.

Desde la plaza Italia de Santiago, la cordillera aparece —cuando el aire lo permite—

como si fuera el lomo silencioso y manchado de una ballena que reposa.

En uno de los paredones que bordea el río Mapocho —en el puente de Pío Nono—

se lee una pintada, larga, que recuerda las viejas luchas, la memoria, por ejemplo,

de una clase obrera chilena organizada. El taxista que el martes nos trajo del ae-

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ropuerto a Cé, a M. y a mí, resultó ser un gran lector. Dice, en un momento, que

si los libros estuvieran más baratos —sin el IVA que incrementa el precio final— se

leería más. Dice que él, ahora, prácticamente no puede comprar libros. Y, esa imposibilidad,

le dispara el recuerdo de lecturas viejas: en bibliotecas públicas, en la

escuela, en la militancia barrial. Esa imposibilidad, entonces, despierta una memoria

que en alguna de sus complejas aristas se confunde con la pintada sobre el

paredón interior del río Mapocho. Aparecen, así, en el relato del taxista, una serie

de autores y de títulos de la década del veinte y del treinta. Autores de culto. Cé

queda impresionada. Cé es la única que conoce todos esos nombres. El taxista, finalmente,

mientras atravesamos Santiago y el estrecho Mapocho corre a la par,

nos cuenta el argumento de un libro llamado El río. Fue escrito por Alfredo Gómez

Morel en1962 mientras estaba preso —eso recuerda Cé, aunque el taxista no puede

terminar de confirmarlo—. Se trata de una especie de autobiografía de un chico

de la calle —de un pelusa, como le dicen— que se junta con otros chicos pobres y

con las banditas que merodean las caletas del Mapocho. Gómez Morel era pelusa

y baja al río, dice el taxista cada vez más hundido en la trama. Baja para juntarse

con una banda de rufianes que, tarde o temprano, terminaran abusando de los

chicos que se agregan en los túneles, bajo los puentes, como perros, dice. Son chicos

atravesados por el desamparo y el rencor. Él, dice el taxista refiriéndose a

Gómez Morel, narra en El río su propia violación. Lo violan los ladrones en el río

y los curas en la iglesia, dice. Enseguida nos mira obsesionado por el espejo retrovisor

para ver cómo reaccionamos. Nos atrapa el silencio. La mirada busca la

dispersión después de semejante historia. Santiago se encamina hacia el atardecer.

Y el agua del Mapocho corre, ahora, mansa, civilizada y adormecida —no digo

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muerta, digo adormecida— como la conciencia de la clase obrera; o como esa cordillera

que se parece al lomo de una ballena reposando en el mar.

31 de julio. Santiago.

También el sexo se inscribe en el porvenir, dice Foucault en Historia de la sexualidad.

Basta con decir hola, por ejemplo, para que una leve reacción, un gesto mínimo

del otro me ubique, irremediablemente, en la trama o lengua argentina. Somos

posibles desde el reconocimiento de esas fronteras.

No hay sexualidad, entonces, sin el territorio de la lengua; no hay lengua posible

sin las honduras de la sexualidad.

1 de agosto. Santiago.

El juego sólo se comprende en el plano de la intimidad. Pero se vuelve, así, un

pacto entre los dos: cuando están en público, cuando viajan en subte o entre

amigos. Él le propone una tarde, mirándola a los ojos, que lo haga reír. Ella entiende

rápido la propuesta. Él se pone serio y la mira fijo. Ella espera que pase

un rato. Y después despliega su histrionismo. Él no puede durar ni dos segundos.

La risa lo atraviesa. Entonces como un chico quiere hacerlo de nuevo. Ella acepta,

porque le gusta actuar. Porque le gusta hacerlo reír. La escena se repite. Ella hace

muecas y él se desarma en una risa incontenible. El juego se sistematiza. Porque

cada vez más se vuelve un juego: con reglas. Ahora hay un plazo de tiempo, un

cronómetro que dura un minuto y tres chances para el que se ríe, tres vidas. Él

no llega nunca a los seis segundos —siempre le fascinó la improvisación de una

mujer: es como descubrir un impulso vital en medio de una ciudad alienada—.

Ella dura un poco más, una vez lo hizo hasta el segundo doce. Pero también se

entrega. Porque, finalmente, no importa ganar. Importa descubrir ese gesto en el

otro que arrebate la risa, que desate ese pequeño pacto de felicidad.

3 de agosto. Santiago.

Termino el texto para la revista En ciernes. El tema del dossier es la carne. Escribo

sobre el cuerpo de Eva Perón. El cuerpo de la Eva viva. Y, también, sobre

la ficción que se va tramando en el cuerpo muerto de Eva. En el campo de esa

otra ficción, creo, se moverá, primero, la resistencia, después la juventud revolucionaria.

Ustedes tomarán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria.

La multiplicación de la palabra revolucionaria de Eva será también la

multiplicación de los cuerpos. En ese sentido, el secuestro y desaparición del

cadáver de Eva puede ser pensado, en el reverso, como la anticipación de la

muerte sistemática de esos cuerpos multiplicados. De esa palabra crítica.

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Esta noche saldremos de Santiago: Cé, P., M. y yo. Viajaremos al mar. A una

cabaña en Zapallar.

4 de agosto. Zapallar.

Ese primer rumor, ese sonido lejano —que es un reencuentro y una respiración,

también, excitada— del mar, me conmueven como pocas cosas.

5 de agosto. Zapallar.

Zapallar está a dos horas de Santiago. Es uno de los balnearios más exclusivos

de Chile. Pero ahora es invierno. Y hay poca gente. El bosque, la montaña y el

mar conviven de un modo paradisíaco. De pronto, entre los árboles irrumpe un

edificio diseñado por Le Corbusier. O alguien cuenta que Zapallar fue el lugar

elegido por José Donoso para pasar sus últimos años. Y para ser enterrado. A la

tarde visitamos el cementerio de Zapallar. Está sobre la ladera de un monte que

da al mar. Es la mejor vista del mar de todo el pueblo. Las mejores tierras destinadas

a los muertos. En la parcela donde está Donoso también están sus padres,

su mujer, su cuñada y la hija adoptiva de Donoso, Pilar Donoso, que hace muy

poco se suicidó después de escribir un libro desgarrador, Correr el tupido velo,

editado por Alfaguara. La tarde anterior a nuestra llegada, un temporal azotó al

pueblo. El temporal limpió el aire e hizo que, al amanecer de nuestro primer día,

tuviéramos un clima primaveral. Pero los restos de ese temporal aún están sobre

la tumba de la familia Donoso (las flores desparramadas, los floreros caídos sobre

la lápida: el suicidio de la hija de Donoso algunos lo piensan como la continuidad

del efecto literario, el cierre de su obra). A la noche siento la necesidad de leer

alguna página del autor de Casa de campo. En la cabaña donde paramos hay

una pequeña biblioteca. Por suerte encuentro un libro sobre artículos de literatura,

Artículos de incierta necesidad, que Donoso publicó a fines de los noventa. Lo

abro al azar y encuentro una nota en donde habla sobre Borges. Llega a Buenos

Aires y encuentra a Borges caminando, junto con una mujer, por la calle. Donoso

lo empieza a seguir. Lo observa, fascinado, no tanto por su obra —como dice, estaba

más deslumbrado en esa época por Mallea que por Borges— sino por esa

personalidad. Más tarde, Borges lo atrapa. Todo el mundo habla de Borges, dice

Donoso, y Mallea es un nombre enterrado en el pasado. Entonces empieza a frecuentarlo.

En uno de esos encuentros con Borges visitarán a la sobrina nieta de

José Hernández. La visitarán porque, como cuenta Donoso, parece que la sobrina

nieta de Hernández puede comunicarse con el fantasma del autor del Martín Fierro.

Así lo cuenta Donoso. Sentados alrededor de una mesa, la sobrina nieta comienza

a convocar al fantasma de Hernández. Pero con el paso del tiempo, el

fantasma no aparece. Y entonces, dice Donoso, se empieza a oír una voz, el susurro

de Borges que dice poemas gauchescos, poemas inéditos que Hernández

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nunca incluyó en el Martín Fierro. Después, Donoso sospecha que esos versos —

esa imitación del registro de Hernández— es de pura invención borgeana. La historia

de la familia Donoso es oscura como una novela de Donoso. “La mujer

destruida que destruye”, dice. Ahí están ahora frente al mar. “Todo retrato tiene

que ser cruel”, dice. Elijo, entonces, para leer otro artículo. Es el primero del libro.

Donoso cuenta que acaba de regresar de un viaje de tres meses por Nueva York,

México, Argentina y España. Dice que necesita tiempo para reponerse de las

aduanas, los vuelos, el cambio horario. El cuerpo vivo de la literatura en esas

hojas. Es decir, el cuerpo de un viajero que escribe, José Donoso, tan lejano y

extraño de este otro José Donoso, ahí, en la pequeña tumba de Zapallar. El mar,

detrás, ruge contra las piedras negras.

6 de agosto. Santiago.

Otra vez Santiago: primero borrosa, después artificial y limpia pero, finalmente,

secreta como un poema de Huidobro.

7 de agosto. Santiago.

Vamos con Cé al GAM a ver la obra de teatro El taller, escrita por Nona Fernández.

Mientras esperamos para entrar me compro el libro Lugares para la historia

de Arlette Farge, historiadora francesa, una linda edición de la editorial universitaria

Diego Portales. ¿Cómo no comprender, dice Farge, que la singularidad del

Mal es tributaria de la singularidad de una política? La historia que está detrás

de la obra El taller me impresiona. La cuenta Bolaño en Nocturno de Chile. En

plena dictadura, Mariana Callejas da un taller literario en una finca de Lo Curro

donde también se realizan torturas. El marido de Callejas, Michael Townley, es

un agente de inteligencia norteamericano que trabaja para la DINA. Ambos participan

del atentado que mata al general Pratt y a su mujer en Buenos Aires.

Mientras opera sobre los secuestrados en una habitación contigua en la finca de

Lo Curro, su mujer, Mariana Callejas, recibe a sus alumnos del taller literario. Las

luces de la habitación donde se corrigen textos parpadean cada tanto por el uso

de la picana. En la obra se habla de Borges, del taller de Donoso —es la competencia—

se habla de Rasputín y del asesinato de los zares. Pedro Lemebel escribe

en la crónica Las orquídeas negras de Mariana Callejas: “Y también la casa, una

inocente casita de doble filo donde literatura y tortura se coagularon (...) en una

amarga memoria festiva que asfixiaba las vocales del dolor”.

8 de agosto. Santiago.

Me encuentro con Álvaro Bisama. Me regala su novela Estrellas muertas. Empiezo

a leerla esa misma noche. Una novela ágil, muy bien escrita. Compuesta

212


por pequeños fragmentos. Valparaíso. Una separación. La sombra de una revolución

que nunca ocurrió. Esa noche —pero nos daremos cuenta al otro día con

Cé, aunque lo sospechamos cuando, a la medianoche, cruzamos plaza Baquedano,

donde se veían los restos de una protesta— nos enteramos de los disturbios

provocados por una marcha de estudiantes —quemaron tres micros— en

su lucha por la transformación de un sistema educativo profundamente injusto.

La sombra de una revolución que nunca ocurrió, ahora, ocupando los cuerpos

de los jóvenes que empiezan a quemar el mundo.

10 de agosto. Santiago.

El retorno de Gómez Morel. Descubro la novela El mundo. Me la compro. Se

acaba de reeditar. El autor de El río parece perseguirme en este viaje. Compuso

una trilogía que se completa con La ciudad. Según dice la solapa de la edición

de Tajamar, Gómez Morel estuvo preso 288 veces. Vivió en varios países. Fue

narcotraficante. Y también guardaespaldas de Perón. El mundo narra sus días

como narco en Colombia. El mito del escritor es más poderoso que su obra. La

literatura en este caso no funciona como espacio de recuperación —es decir, se

vive en el mundo del hampa para luego escribir una novela y retirarse—, en

Gómez Morel funciona de otro modo. La literatura, podríamos decir, como una

forma de perfeccionamiento del delito.

11 de agosto. Santiago.

Preparo la valija. Me llevo una pila de libros: tres tomos, ilustrados por Montt, de

La araucana; poesías reunidas de Oscar Hahn; un volumen breve de Teillier y otro

de Bertoni; El mundo de Gómez Morel; Trama y urdimbre, una novela breve de

Matías Celedón; Estrellas muertas de Bisama; Lugares para la historia, de Farge;

Antología esencial de Ernesto Cardenal; Chile, relación del reyno; y una colección

de poesía compuesta por cinco volúmenes de diversos autores latinoamericanos.

12 de agosto. Santiago. Buenos Aires.

El vuelo entre Santiago y Buenos Aires dura cerca de una hora cuarenta minutos.

Es de noche y Buenos Aires, desde la ventanilla, se ve como cualquier ciudad

nocturna vista desde el cielo. Una mancha que se disgrega, por momentos, comida

por la negrura, o se contrae de intensidad en ciertos núcleos. El río no se

ve. La pampa tampoco. La ciudad se parece a un tablero de luces. Como el que

deben tener los pilotos en la cabina. Pienso en Cé: en sus caras que me hacen

reír. Y me río, ahora, en el aire. En un rato estaré hundido, ahí abajo, confundido

en un colectivo o en un taxi o caminando, a la medianoche, por la ciudad. Confundido,

con los otros, en la obsesiva y pequeña ilusión cotidiana. <

213


ALBERTO

LAISECA

Una religión desmesurada

La obra de Alberto Laiseca es

inimitable; del mismo modo en

que no puede imitarse una

explosión, o una pesadilla. Sin

embargo, hay una poética que no

está relacionada con el caos o la

fanfarria sino con la desmesura,

con un despliegue y un

distanciamiento que poseen

reglas autónomas. La realidad

trastocada, desfigurada; la

realidad como un caleidoscopio,

a veces surfeando las incontables

trampas de la consciencia.

Laiseca es un arquitecto en el

tornado del lenguaje. Es una voz

poderosa, resonante, incapaz de

contenerse en los límites de la

literatura. Y es un culto: una

religión cuyos ecos, tal vez

impensados, salen a la superficie

en todo momento, como una

enfermedad perfecta.

214


215

©Alejandro Guyot


216


Laiseca en sus propios términos. Y traducido por otros.

El Abecedario construye una lógica. Los discípulos

deconstruyen el mito. Después los rituales: el viaje

a las fuentes, las diversas formas del miedo,

un escenario. Al final: Laiseca como una máquina

irreductible; Laiseca como un lector plebeyo;

Laiseca como el último escritor romántico.

VERSIONES

DE LAISECA

217


Abecedario Laiseca

La voz y las voces: un modo de ordenar el universo laisequiano

desde su propia óptica, en diálogo con sus ficciones. Lo más

cerca posible de un Laiseca puro.

POR GUIDO HERZOVICH

ILUSTRACIONES DANTE FISI

218


A

ARTE. En el local del sindicato, un

empleado telefónico empieza a

contar una historia “que se me

ocurrió para un cuento o una

novela”: “Se titula Un Napoleón que

fumaba. Rápida síntesis: un

millonario joven, llamado Napoleón,

compró un planetoide deshabitado

de ‘equis’ kilómetros de diámetro y

se instaló en él a vivir. Con

máquinas carísimas produjo aire, luz,

calor, gravedad artificial. Dividió la

superficie del cuerpo celeste —de no

más de unos pocos cientos de

kilómetros cuadrados— en una serie

de países arbitrarios y les puso

nombres que él mismo inventó. No

sé... Francia, por ejemplo —te estoy

diciendo un sonido cualquiera...—,

Inglaterra, Alemania, Austria, Rusia,

Checoslovaquia, Norteamérica...”.

Otro telefónico lo interrumpe: “¿Por

qué decís nombres de países

inventados? Rusia existe —protesta—.

(...) ¿Y por qué no ponés todos países

que existen en la realidad: Rusia,

Soria, Protonia, Protelia, etc.? O que

sean todos reales o todos

imaginarios. Si ponés Checoesto... no

sé qué, Norteamérica, etc., en vez de

Rusia, poné, qué se yo: Milanesoria.

Pero no Rusia”. El primero, lanzando

“un suspiro horrendo”, descarta la

objeción: “Mi querido amigo:

observo con pesar que no tienes ni la

más remota idea del significado de la

palabra arte”. (Los sorias, 49)

C

COMUNISMO. “El comunismo es una

cagada. Porque destruye la variedad”.

(Entrevista El Ansia)

CH

CHICHI. “‘Chichi’ era una palabra

inventada por los tecnócratas. En

general significaba ‘mala persona’,

pero en realidad su sentido era más

amplio”. (LS, 65-6)

D

DELIRIO. “Allí, sin darse cuenta,

entró en delirio...” (LS, 33): el delirio

en Laiseca es la ficción misma, que

no se constituye en el acto de

establecer una lógica interna que

regule la incorporación

(transformada, etc.) de los materiales,

habilitando, por lo mismo, todo lo

cifrada que se quiera, una clave de

lectura. Su potencia narrativa, en

cambio, toma su fuerza de la

ambición de fagocitarse y escupir

ante todo esa lógica y esa clave:

aniquiliarlas (annihilare: reducirlas a

la nada). A veces un paraguas

encuentra una máquina de coser

sobre una mesa de disección —como

en el delirio surrealista—, pero puede

pasar también que la tía Rosita

encuentre jabones perfumados de

jazmín en el baño de un hotel

sindical; y no va a ser Laiseca el que

venga a oponerse. “En cuanto a las

leyes contradictorias —escribía un

jurista soria—, son a los fines de dar

mayor soltura al juez frente a las

distintas figuras del derecho” (LS,

269). ¿Valdrá lo mismo para el

lector? “No seas egoísta. Dejá que

219


En el margen

Por Sylvia Iparraguirre

Hablar de Alberto Laiseca es lo mismo que hablar de sus libros, y hablar de

su ficción o su poesía es referirnos a él: forman una unidad irreductible.

Como muchos, me regocijé con la sucesiva aparición de sus libros. Esas

combinaciones de altas dosis de humor corrosivo con delirios científicos y

una puesta en escena de ciertos recovecos de la realidad en sus zonas más

periféricas, en general, imaginarias. Del mismo modo, me ha regocijado en

secreto la presencia física de Laiseca, su gigantismo benévolo. Ver, desde

el sillón de mi casa, el primer plano imposible de su cara y su extraordinario

bigote saliendo de la pantalla del televisor; la lamparita oscilando sobre

su cabeza, en la parodia del miedo. Pero lo que más me admira de Alberto

Laiseca es algo sobre lo que, en general, no se escribe, ya que se trata de

una de esas impresiones íntimas, personales, y que atañe al entrecruzamiento

de ficción y vida. Ese tipo de convicción con categoría de verdad

que uno descubre para uno mismo y que no tiene que probar ante nadie.

Pero que bien puedo compartir ahora: la fuerte impresión de singularidad

que contiene la mirada general de Laiseca sobre el mundo y la literatura.

Una mirada que él proyecta o inventa desde su altura, de algún modo impasible,

de algún modo desolada, y que despliega a la vez que una comprensión

general de lo humano, una tolerancia y una celebración del

disparate. Leer sus libros es entrar en ese ámbito regido por una extraña

lógica, distorsionado por un humor paranoico, en el que personajes, situaciones

y tramas son narrados por esa insumisa originalidad. Y es en esta

dirección en que formulo mi verdad personal sobre Laiseca, que es muy

evidente y que seguramente muchos comparten, y puedo decir que entre

los muchos que han pretendido y pretenden, en virtud de algún acomodamiento

formal de última hora, en general muy viejo, hacerse los originales,

en la literatura argentina hay un solo original auténtico y es Alberto Laiseca.

Su originalidad es, como todo lo genuino, involuntaria. Desde ahí,

celebro su humor delirante y, como poeta, me conmueve su asalto inesperado

a la belleza; me sorprende su capacidad de percibir lo mínimo, en un

gesto piadoso que redimirá para el lector la crueldad general en que vivimos.

Su obra se hace en un aparte, en el margen, en un espacio que no

comparte con nadie; de ahí que esté solo, tratando de asustar con la palabra

a los desprevenidos.

Sylvia Iparraguirre nació en Junín, prov. de Buenos Aires. Publicó, entre otros, el libro de cuentos

En el invierno de las ciudades y las novelas El parque, La tierra del fuego y La orfandad.

220


otros también deliren” (LS, 553). Y

un poco más allá: “El delirio es la

cosa en sí”. (LS, 566)

E

ESTERILIDAD. “El Poder es un

enigma, sobre todo para nosotros los

dirigentes. Todos los días trabajamos

con enmarañadas, laberínticas

claves, que es preciso descifrar. Un

error de proporciones sería fatal. A

veces hay que ser duro y otras no. El

problema es cuándo y cómo. Ante la

lóbrega confusión del mundo

moderno, toda intuición es poca.

Usted declara ser escritor. Muy bien,

entonces comprenderá si digo que en

arte uno debe ser clásico pero al

mismo tiempo futurista, innovador.

Hace falta un gran criterio para no

seguir un camino estético erróneo

que conduzca a la esterilidad. A

veces uno cree haber descubierto un

planeta nuevo (una suerte de novela

atonal, pongamos por caso), pero

luego comprende años después que,

pese a todos los hallazgos, es un

camino errado; aunque tenga

imitadores, que nunca faltan. Pues

bien, con todos los otros órdenes del

pensamiento sucede lo mismo”

(Carta de Enrique Katel, Kratos de las

Lenguas, a Personaje Iseka, LS, 73-4).

(Véase también IMAGINACIÓN)

F

FICCIÓN. “Soria, en esta novela,

tiene el mismo número de

poblaciones y accidentes geográficos

que en la realidad, como provincia

española —nos informa el Conde de

la Laguna en nota al pie—. La

diferencia consiste en que las

distancias entre las localidades, sus

tamaños, el caudal de sus ríos y el

número de sus habitantes, están

multiplicados por tres o por cinco.

Por lo demás, se han conservado

todos los nombres, tanto de aldeas y

ciudades, como de comarcas. En este

sentido también la Unión Soviética

ha sido respetada íntegramente” (LS,

110). Cachos de cruda realidad en el

menjunje abigarrado de la ficción

laisequiana: tal vez su ingrediente

secreto. “Es como si ese Universo

alterado y el actual coincidiesen

únicamente en algunos puntos” (LS,

100). En efecto. Es —para decirlo con

una metáfora más plebeya— como si

la ficción laisequiana fuera una

gallina que huye sobre la superficie

de la realidad fenoménica: incapaz

de prolongar el vuelo, ni de prever

donde tendrá que hacer pie, cada

impacto es un punto de contacto. Y

con todo, la huida de la gallina no es

ni súper salto ni vuelo trunco, sino

una técnica de desplazamiento con

legitimidad propia, para cuya

descripción, al igual que para la

ficción de Laiseca, carecemos todavía

del vocabulario adecuado.

G

GRANDEZA (Delirio de). Toda

grandeza es delirante; o dicho de

otro modo, no hay verdadera

grandeza que no proceda de un

delirio de. “Somos quienes

buscamos el esplendor antiguo.

221


¡Difícil camino! Pero nada merece

tanto la pena de ser intentado”, le

escribe el Kratos de las Lenguas a

Personaje Iseka, escritor aspirante

(LS, 74). La historia humana, en

Laiseca, es la historia de sus

aspiraciones de grandeza; pero en

tanto no obsolece, la grandeza es

ahistórica: “La estatua ciclópea de

Lenin, en granito gris, como un

Tuthankamón soviético” (LS, 207). A

diferencia de los animales, decía

Marx, el hombre puede producir no

en la medida de la necesidad sino

en la de la belleza. Para producir en

la medida de la belleza, por lo tanto,

habrá que hacerlo contra toda

necesidad: pero entonces la obra

artística, excesiva por definición,

será siempre inhumana. El vértigo

de la cantidad —que disuelve la

distinción entre lo bello y lo

sublime— como característica de la

belleza moderna: así al menos desde

que José Martí hizo de la

enumeración la clave de la belleza

monumental del puente de

Brooklyn. Laiseca, por su parte,

“puntualiza que Los sorias es más

grande que el Ulysses. Tiene razón,

lo ha medido y le lleva (Laiseca a

Joyce) una ventaja de 30.000

palabras” (Ricardo Piglia, La

civilización Laiseca). “Se le

atribuyen a Al Capone 350

asesinatos; pues muy mal hecho:

debió haber llegado a los mil.

Solamente así lo habría perdonado.

(...) Los asesinatos deben

encaminarse a las dimensiones de la

grandeza, solo así podremos

alcanzar las esferas del arte”

(Su turno para morir, 60). El

siglo XX, el de las grandes

utopías de masas, que

recibió la Gran Muralla y las

pirámides, legará a su vez la

obra máxima de su propio

sentido de la desproporción:

el genocidio masivo. En el

cuento “La solución final”,

el Teknocraciamonitor de las

I doble E se empeña, contra

todo argumento práctico, en

acumular 1400 millones de

cadáveres de asesinatos

políticos en una misma grieta bajo

la tierra. El “motivo real era la

satisfacción de su delirio: llegarse

hasta el lugar terraplenado cuando

fuese viejito y, cruzando satisfecho

los dedos sobre el abdomen, pensar:

‘Esto, lo hice, yo’” (Matando enanos

a garrotazos, 70). Así, en efecto,

describía Marx el arte, en Los

manuscritos económico-filosóficos,

como trabajo capaz de escapar a la

alienación; es decir, como actividad

donde el hombre se realiza: a

222


diferencia del obrero explotado, el

artista mira su obra y se dice, casi

como el genocida romántico de

Laiseca, “Esto soy yo”.

GROTESCO. Lo grotesco es otra de las

formas de lo monstruoso.

I

IMAGINACIÓN. En el trabajo de la

forma o del sentido —países

preferidos del literato de buena

escuela— puede hablarse de sutileza

o de mesura. Pero no hay mesura de

la imaginación: la imaginación es

una potencia de multiplicación

geométrica, y el que decida hacerla

su estrella única tendrá que estar

dispuesto a pasar diez años

agregando cada noche nuevas

páginas: observando con una

especie de terror sublime cómo el

monstruo desarrolla nuevos

órganos. En 1982, Fogwill escribió

que, con Los sorias, estábamos ante

una novela-fractal: una estructura

matemática de simetrías recursivas

a todo nivel, con la que había

fantaseado Silvina Ocampo. Esto es

más fácil de decir que de probar.

Más bien parecería que Fogwill

incorporaba otro lenguaje para

describir sin embargo una

aspiración muy del boom: la novela

arquitectural, de la cual la

imaginación entrópica y

carnavalesca de Laiseca se aleja a

salto gallináceo. Lo opuesto del

literato obsesivo que trabaja una

miniatura es un grafómano

desequilibrado que escribe la única

obra literaria visible desde un

transbordador: ¿y acaso cabe duda

de si encontraremos a Laiseca “del

lado de acá” o “del lado de allá”?

(véase también ESTERILIDAD)

L

LITERATURA (argentina).

“¿Matando enanos a garrotazos?

Qué interesante... debe ser un

ensayo sobre la literatura argentina

actual”. “Quizá se trate de un loable

intento de historizar los últimos

cincuenta años de literatura

argentina”. “Caramba, parece una

historia de la crítica argentina”.

(Distintas versiones de la réplica

que, según la leyenda popular,

habría dado Borges al oír el título

laisequiano).

M

MARECHAL. “Hay que leerlo a

Marechal. Leopoldo Marechal.

También a Roberto Arlt. Pero sobre

todo a Marechal, porque es un

hombre del que tenemos una

avenida, una plazoleta... y después

resulta que nadie ha leído Adán

Buenosayres o El banquete de

Severo Arcángelo. Es un autor

olvidado y es un autor fundacional

de la literatura argentina”.

(Entrevista El Ansia)

MATE. “Al rato el agua ya estaba y

nos pusimos a tomar mate. Quienes

me visitan dicen que los preparo

muy ricos. Todo el secreto está en la

temperatura del agua. Viejos

223


cebadores sostienen que hay que

poner yerba hasta la mitad, sacudir

luego el mate para que se mezcle,

poner un chorrito de agua fría,

etcétera. Puros inventos y tics. Nada

de eso hace falta para tomar mate.

Si uno vigila el agua para que no se

pase de la temperatura, ello es más

que suficiente. Una vez estaba en

una fiesta; la gente se había

cansado de tomar vino y comer

pizza, entonces me pidieron que

hiciera mate. Estaba por prepararlo

a mi manera cuando se me acercó

un manijeado: ‘Tenés que sacudir la

yerba y ponerle un poco de agua

fría’, me dijo. Sin pensarlo dos

veces así lo hice. Quizás esto

sorprenda, pero el caso es que yo sé

cómo son las malas ondas. Si

hubiese preparado el mate como

siempre, no dudo que esa vez habría

salido mal. Es preferible seguir la

corriente cuando tenés cerca a un

tipo muy cargado. Por supuesto,

después de esa ocasión lo seguí

haciendo como yo sé que debo

prepararlo. Pude haberme opuesto a

la mala onda del imbécil, en aquella

ocasión, pero ello me habría

obligado a usar una energía que

después podía necesitar. De modo

que era preferible ceder. Por lo tanto

juro: lo único indispensable para

tomar mate con bombilla es la

temperatura. Debe ser exacta, eso sí,

el mate tiene mucha importancia

para el sudamericano. Y yo nací en

Sudamérica, aunque viva aquí. Al

mate le debo mi obra. Si Suzuki y

Okakura Kakuzo hablan del té como

una de las estéticas del zen, no veo

por qué sería inoportuno escribir un

tratado: el mate como disciplina zen

del sudamericano. Pero no como

una ironía o como un chiste, sino

como algo dicho absolutamente en

serio. A cuántos habrá salvado el

mate en las épocas del hambre

infinita. Es cosa de ver cómo ayuda

a resistir, a conservar el equilibrio,

la esperanza y a que no se pierda el

centro. Sirve al solitario, pero

también al ideal que es compartir.

No hay cosa más linda que tomar

mate con la mujer de uno. Maldito

sea el que está compartiendo y no

comprende. En su defecto que sea

con un amigo. El mate es más

compañero que el vino, y digo

mucho. El vino traiciona como

algunos hombres traicionan a sus

mujeres. Como algunas mujeres

traicionan a los hombres que viven

con ellas. Pero el mate brinda y

rodea de escudos. Más de uno no se

mató porque todavía no se le había

terminado la yerba. La bombilla de

plata equivale a la flecha puesta en

el arco zen. ‘Un mate, una vida’”. (El

jardín de las máquinas parlantes)

MODERNO. “Estaba de peón cuando

vi un barbudo de pelo largo. ‘Debe

ser un intelectual’, pensé. Y le hablé:

‘Mirá… vengo de afuera, recién estoy

en Buenos Aires, ¿no hay algún

lugar donde se reúnan escritores?’. Y

curiosamente el tipo no se me rió y

me contestó: ‘Sí, hay un lugar donde

se reúnen pintores, escritores, poetas,

es el Bar Moderno, que queda en la

calle Maipú al 800 y pico’. Y ahí fui,

empecé a conocer gente, leía mis

224


cosas, mis manuscritos. (…) El

Moderno me cambió la vida a mí. No

existe más, pobrecito: qué desgracia”

(Entrevista de Gabriela Cabezón

Cámara, Ñ, 20/5/2011). El Moderno

quedaba en realidad en el 918 de

Maipú, cerca de Paraguay. Corría el

66: Laiseca tenía veinticinco años.

Además de la fauna variada del Di

Tella —que estaba a la vuelta—, lo

frecuentaban los integrantes del

grupo Opium (Sergio Mulet,

Reynaldo Mariani, Ruy Rodríguez),

“beatniks argentinos”, amigos del

también habitué Néstor Sánchez.

“Nos conocimos en revistas, en

bares, en confusas reuniones a las

tres de la mañana. Nos conocimos

orinando en baños donde leímos que

Perón o Tarzán nos salvarían; nos

miramos a los ojos y sonreímos:

ninguno quería ser salvado”,

informaba el primer panfleto de

Opium. Entre los compañeros de

mesa del Moderno, el que retorna

con más regularidad en los relatos de

Lai es Marcelo Fox: hijo de una

familia bien, maldito vocacional,

suicida a los treintitantos —

decapitado por un tren—, escribió un

par de libros inhallables que, según

Lai, su familia quiere conservar así.

“No quieren que se sepa que el hijo

era un monstruo”. Monstruosidad de

época que a Lai no le fue del todo

ajena: vivir rápido, morir joven y

dejar un cadáver sin cabeza. Esas

charlas de café tal vez sean un

elemento importante en la

genealogía del delirio laisequiano,

que se entroncaría así, en una

tangente inesperada respecto de sus

referencias explícitas, con lo más

moderno de la escena estética del

medio siglo: el seudo-surrealismo

local, las pandillas de Aldo Pellegrini

(a quien Darío Canton dice haber

visto en el Moderno), el

conceptualismo y el arte de los

medios, los inicios del rock

argentino.

MONDONGO. “Tengo un muy mal

concepto de Echeverría. Es un

mentiroso. Era racista, cajetilla, las

trata mal a las negras. A las negras

argentinas las trata con desprecio,

que fueron las que hicieron todos los

platos típicos argentinos. Es mucho

lo que les debemos a las negras

argentinas. En El matadero cuenta

que las negras robaban y se llevaban

entre las tetas un mondongo o no sé

qué cosa. ¡Mentira! ¡El mondongo no

se vendía! ¡El gaucho no lo comía, ni

nadie comía esa vaina! Había que

tirarlo pa’ que se pudriera. La negra

iba y pedía al puestero. ‘¡Pero-sínegra-tomá-llevateló-me-hacés-unfavor!

Yo-no-lo-puedo-vender-lotengo-que-tirar’.

Y así se llevaron

achuras con las cuales mejoraron

nuestros asados. Vos le dabas al

gaucho un chinchulín o una tripa

gorda y sacaba el puñal: ‘¡Sepa-miamigo-que-yo-no-como-mierda!’,

te

decía el hombre. Se comía nada más

que carne-carne en los asados. En

cambio las negras nos han enseñado

que se podían aprovechar muchas

partes de la vaca que eran

despreciadas. El mondongo es un

invento de las negras argentinas. En

España había una suerte de

225


empanada, pero es muy diferente de

la empanada criolla. La empanada

criolla es un invento de las negras”.

(Entrevista El Ansia)

MONSTRUOS. Nos resulta indistinto

que haya sido André Gide.

Perfectamente pudo ser Laiseca el

que dijera: “Desde la infancia nos

mutilan: no hay más que monstruos”.

MUJERES. “Sin ellas no hubiera sido

nada”. (Entrevista El Ansia)

O

OCULTISMO. A Arlt, que en su

juventud percibía la literatura, igual

que Laiseca, a una distancia

inconmensurable —inmediata y a la

vez extraordinariamente lejana—, el

ocultismo se le apareció como el

camino más corto hacia la poesía del

decadentismo francés. Expulsado por

la ciencia y por la psicología, el

ocultismo se volvió desde entonces

el saber plebeyo por excelencia,

suerte de batacazo mental, que

promete no solo volver el mundo

fenoménico una realidad

subordinada (como toda religión y

casi cualquier saber ambicioso) sino

que además ofrece al individuo

aislado, oprimido por las fuerzas

materiales pero voluntarioso y

disciplinado, un poder de acción

inaudito. “Dentro del mundo del

esoterismo —dice el narrador de El

jardín de las máquinas parlantes—

soy un hombre rico, respetado y

poderoso. Aquí uno puede ser un

magnate pero afuera trabajar

corrigiendo galeras pues la plata no

le alcanza”. No tan diferente, se diría,

de las fantasías que alimenta la

supuesta autonomía del arte. El

ocultismo es la meritocracia

verdadera: “La astrología es un

mundo muy particular. Es el mundo

de la sabiduría donde se supone que

todo es charlatanería (yo no lo

considero así, por supuesto). Allí

nadie lo molesta a uno. No hay

facultad de astrología, no hay

papers, no hay premios, no hay

llamados a concursos para proveer a

la cátedra de, por ejemplo,

Progresiones II. Nada de eso existe.

Allí nadie molesta, entonces uno

puede trabajar tranquilo. Es como un

santuario. Entonces allí todo el

nihilismo se va porque uno está

pensando si Saturno está o no en su

elevación respecto del círculo... El

mismo lenguaje de los libros de

astrología, algunos de los cuales

fueron escritos hace mil años, lleva a

que uno se calme”. (Entrevista de

Guillermo Piro, Perfil, 4/07/1998)

OJETE. “¿Cómo llegué a publicar?

Teniendo una enorme dosis de buena

suerte. Eso no es cuestión de talento

ni de genio. Es, si me permitís la

palabra, ojete. Yo era inédito

completamente e iba a distintas casas

de chicos y chicas que conocía, que

eran más o menos como de mi edad

en aquella época. Éramos todos gente

joven. Cada uno leía sus cosas y yo

leía las mías. No todo fue buena

suerte: un poco me estaba haciendo

conocer en el underground, leyendo

mis cosas. Finalmente un día una

226



chica me dijo: ‘Mirá, Lai, lo tuyo hay

que publicarlo ya. Yo te voy a

mandar a que lo veas de parte mía a

Tomás Eloy Martínez’, que era jefe de

redacción en La opinión. El viejo

diario La opinión de Timerman, ¿no?

Me trató muy bien pero enseguida me

derivó al gordo Soriano que estaba de

redactor ahí mismo trabajando. Y el

gordo leyó Su turno. Él tenía mucho

poder en Corregidor; llevó mi libro a

Corregidor y dijo: ‘Esto hay que

publicarlo’. ¡Santa palabra! Lo dijo el

gordo Soriano: no se discute. El gordo

me ayudó mucho a mí. Éramos muy

amigos. Era un tipo muy solidario...

muy solidario. Sin que te conozca

nadie vos vas a una editorial —como

fui yo con Los sorias— y me sacaron

ca... ¡ni la leyeron! Me sacaron a

patadas directamente. Fui a dos

editoriales y dejé. Después de que

terminé Los sorias pasaron dieciséis

años hasta que me la publicaron. Y

César Aira tuvo mucho que ver con

eso porque Gastón Gallo, el dueño de

Simurg, le preguntó: ¿usted no

conoce algún escritor argentino...?

‘¡Laiseca! ¡Los sorias!’. Y me la

publicó”. (Entrevista El Ansia)

OMNIPOTENCIA (literaria). “La

negación y la continua pobreza

pueden afectar a un genio. La

impotencia social suele producir

arranques de omnipotencia literaria.

Es como si él nos dijera: “Sepan que

yo soy el Jefe Supremo de todo lo

mío”. ¿Quién tiene la culpa de tales

arranques? La sociedad estúpida que

desgasta y aísla al supremo talento”

(Prólogo a The Stylus, de Poe). En esa

línea habría que entender la exclusión

casi total de la familia en su literatura,

institución mediadora entre individuo

y sociedad. Las primeras cien páginas

de Los sorias, desde la escena en la

pensión hasta el mapa del mundo

228


conocido (LS, 109) que nos permite

ubicar la piecita en el centro mismo

de las tensiones que constituyen ese

mundo, pueden leerse como un largo

zoom out que une precisamente los

dos puntos: solo en la soledad más

absoluta el individuo puede vérselas

con la sociedad como un todo.

“Cuando uno está muy reprimido

—esto lo sé desde la infancia—,

inventa personajes superpotentes que

hacen lo que se les canta. Yo siempre

digo que soy un dictador frustrado. En

mis novelas conduzco ejércitos, tengo

poderes mágicos, maravillosos. Es un

mecanismo de compensación psíquica.

Los escritores tenemos esos

mecanismos. Recuerdo, por ejemplo,

un día que estaba muerto de frío y de

hambre en una pensión roñosa.

Entonces me acosté y me puse a leer

unas viejas efemérides de 1968 o 1969

que había comprado en una librería de

viejo, de esas que traen la historia de

México o Nicaragua, con anécdotas

extraordinarias sobre dictadores de la

época. Y se me fue el frío, el hambre,

todo: empecé a escribir historias

graciosísimas de dictadores

inventados”. (Entrevista de Flavia

Costa, Clarín, 23/5/99)

P

PADRE. “Un padre equivale a tener un

enemigo en el árbol genealógico, no

sé si lo sabéis; cuando el adversario

se muere pa’ siempre la humanidad

de uno se hace más joven; esto in

passant” (LS, 462). Como en una

novela gótica, Laiseca padre se volvió

loco y un tirano cuando murió su

mujer; Lai tenía entonces tres años. A

los veinte abandonó la carrera de

ingeniería química, la mensualidad

paterna y la burguesía provincial, y se

fue a trabajar al campo. Vivir hasta

esa edad bajo la tiranía, piensa Lai,

“me atrasó mucho en todo sentido”

(Entrevista El Ansia); desde que lo

mató, en cambio, como en un cuento

de Wilde, “más viejo me vuelvo, más

joven”. (Entrevista de Fernando Molle,

Perfil, 5/6/2011)

PUEBLO. “Si alguna vez un cuerpo

fue imaginario e inencontrable y al

mismo tiempo infinitamente real, es

en el caso del pueblo”. (LS, 75)

S

SORIA. “La palabra soria, con

minúscula, sirve para nombrar a la

persona que habita el Estado de

Soria. Califica, además, a una raza:

más que física, mental. ‘Ser un

soria’: individuo que posee una

cosmovisión soria o anti-Mozart del

mundo / Imagen proyectada por el

Anti-ser para engañar a la

humanidad y destruirla / Eres un

soria: ‘Eres un traidor’”. (LS, 100)

SURRIOBRAVEÑO. “Decir

latinoamericano es dejar afuera a los

judíos, los negros, los indios. Yo

prefiero hablar de tierras

surriobraveñas, del Río Bravo hasta

acá. El abuelito de la novela

surriobraveña es Miguel Ángel

Asturias. El abuelito de la poesía es

Nicolás Guillén, el cubano”.

(Entrevista El ansia)

229


U

ULISES. “¡El Ulises de Joyce! Entero

lo leí dos veces; ahora: ciertas partes

las he leído muchísimo” (Entrevista

El Ansia). Junto con Thomas

Pynchon (“El arcoiris de gravedad: lo

empecé y varias veces lo largaba

porque no entendía un carajo”) y

Lezama Lima (“Ese era el ideal de

Lezama: no quiero que nadie

entienda, quiero que se fijen en la

belleza de la palabra por sí misma”),

Joyce es una de sus pocas referencias

vanguardistas. Fue, de hecho, frente

al Ulises que Laiseca quiso medir su

opus magnum, aunque más no fuera

en cantidad de palabras (bueno, sí,

también porque perdía frente a

Proust o Musil…). La traducción

española que él leyó, la primera, se

iba escribiendo en los días en que Lai

daba sus primeros pasos y decía sus

primeras palabras. La redactaba, de

manera privada y amateur, como en

una fantasía laisequiana, un oscuro

vendedor de seguros; mientras tanto,

Borges y otros eximios anglicistas se

reunían semanalmente en un café

(¿La Biela tal vez?) a sopesar las

dificultades de emprender la misma

tarea. ¿Habrá hecho la experiencia

también Laiseca de que en la

traducción de J. Salas Subirat, como

afirmó Saer que entendieron los

escritores de su generación, “la

lengua de todos los días era la fuente

de energía que fecundaba la más

universal de las literaturas”?

V

VEROSÍMIL. Si en una guerra la

primera víctima es la verdad, en la

imaginación de Laiseca lo es el

verosímil, que —como una suerte de

pacto de no-agresión entre realidad y

ficción— es siempre transitorio. En

Los sorias, el avance de la

imaginación sobre las sucesivas

trincheras defensivas del verosímil va

dejando a su paso una larga serie no

man’s lands, generalmente en nota al

pie: ante la aparición súbita de un

pasillo “repleto de armaduras

japonesas” apenas a veinte páginas

del mapa del mundo conocido, donde

no había ningún Japón, se nos

explica en nota que “los magos

tecnócratas habían averiguado que

en las Tierras Ignotas existía un país

llamado Japón. En un acto de Alta

Magia habían robado —a los

japoneses— veinticinco armaduras

medievales, para luego regalárselas al

Monitor” (LS, 126). Una inesperada

comparación con el obelisco porteño

se compensa de igual modo con una

nota sobre Argentina, “país

recientemente descubierto con el

televisor telescópico” (LS, 585).

Donde dice recientemente léase en el

momento de escribir la comparación.

VIETNAM. En plena guerra, Laiseca

le escribió una carta a Lyndon

Johnson en la que pedía que lo

incorporaran al ejército

norteamericano. “Yo siempre fui muy

miedoso. Pensaba que yendo a

Vietnam volvía adentro de una saca

verde con una bandera plegada

encima o se me iba el miedo” (Ñ,

20/5/2011). Habrá que googlear

Laiseca el día que desclasifiquen y

digitalicen los documentos del

230


Departamento de Estado: ¿se

parecerá esa carta a la que Personaje

Iseka le manda en Los sorias al

Kratos de las Lenguas? Sobreviviente

al fin —la carta no fue respondida—,

Laiseca dará testimonio en La puerta

del viento, la novela sobre Vietnam

que escribe por estos días. “Es una

guerra que no se pareció a ninguna

otra, y eso se refleja en mi novela.

Yo nunca empecé jamás en la vida

una novela, ni siquiera un cuento,

sin un plan de obra. Que después se

cumpla más o menos (se varía o lo

que sea), pero hay un plan de obra.

Acá me di cuenta de que era

imposible: todo espontáneo, como la

propia guerra de Vietnam. Todavía la

guerra de Corea era una guerra

donde había frentes: el enemigo

estaba allá, nosotros estábamos acá.

Nada de eso sucedió en Vietnam: el

enemigo estaba atrás mío, debajo de

la mesa, a 4 kilómetros. Se

reagrupaba, se desagrupaba con

mucha rapidez. Además Estados

Unidos tenía muchos conflictos

políticos internos. Por eso me resulta

tan difícil explicarte por qué la

guerra de Vietnam fue tan particular.

Solo se la puede comparar con una

batalla, una sola, de la segunda

guerra mundial: la batalla de

Stalingrado”. (Entrevista El Ansia) <

LOS LIBROS

Su turno para morir. Novela, Corregidor 1976 y Mansalva (bajo el título

Su turno) 2010.

Matando enanos a garrotazos. Cuentos, Editorial de Belgrano 1982 y Gárgola

2004.

Aventuras de un novelista atonal. Novela, Sudamericana 1982 y Santiago

Arcos 2001.

Poemas chinos. Poesía, Libros de Tierra Firme 1987 y Gárgola 2005.

La hija de Kheops. Novela, Emecé 1989 y Tusquets 2006.

La mujer en la muralla. Novela, Planeta 1990 y Tusquets 1999 y 2002.

Por favor, ¡plágienme! Ensayo, Beatriz Viterbo 1991 y EUDEBA 2013.

El jardín de las máquinas parlantes. Novela, Planeta, 1993.

Los Sorias. Novela, Simurg 1998 y Gárgola 2004.

El gusano máximo de la vida misma. Novela, Tusquets, 1999.

Gracias Chanchúbelo. Cuentos, Simurg, 2000.

Beber en rojo. Novela, Altamira 2001 y Muerde Muertos 2012.

Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati. Novela, Interzona, 2003.

Cuentos de terror. Cuento (Antología), Interzona, 2003.

Las cuatro torres de Babel. Novela, Simurg, 2004.

Sí, soy mala poeta pero… Novela, Gárgola, 2006.

Manual sadomasoporno (ex Tractat). Carne Argentina, 2007.

El artista. Novela, Mondadori, 2007.

Cuentos Completos. Cuentos, Simurg, 2011.

231


Pequeña biografía amorosa

Un encuentro con el núcleo duro de la estela laisequiana.

POR FERNANDO ESPINOSA

FOTOS ALEJANDRO GUYOT

Nuestro mail original,

destinado a unos pocos, se

convierte rápidamente en una

cadena: se van agregando unos a

otros y en un rato tenemos media

docena de alumnos y ex alumnos

de Laiseca declarando

disponibilidad total para juntarse a

hablar del maestro. Sí (aunque

hinchando el pecho con ruido):

incluso este sábado próximo a las

once de la mañana.

Llegan casi todos puntuales. Los hay

frescos como una lechuga —son los

menos—; otros con restos de ducha y

de viernes largo. Juan Guinot, dueño

de casa, se mueve con comodidad en

la mañana de sábado, los años de

paternidad lo han acostumbrado

forzosamente a estos horarios.

Leonardo Oyola no se ha recuperado

todavía del estrés postraumático que

siguió al estallido del despertador.

Sebastián Pandolfelli ostenta todos

los signos de una envidiable

resiliencia juvenil. Alejandra Zina y

Natalia Rodríguez Simon disimulan

muy bien el cansancio, traídas a la

fluidez del día por un sentimiento

maternal que el hijo de Juan produce

exitosamente desde el suelo; casi en

simultáneo, hablan con la mujer de

Juan en la altura de los adultos y se

agachan para jugar con el chico. Solo

falta Selva Almada, que avisó su

retraso. La esperamos en el living de

Juan, con la sensación de intromisión

que se da cuando repentinamente

entramos en la intimidad de alguien

a quien desconocíamos hasta cinco

minutos antes.

Entre ellos, todo se da en el desorden

de los encuentros afectivos. Los

escuchamos hablar con total

familiaridad de personas para

nosotros desconocidas, intercalando

232


233

©Alejandro Guyot


comentarios y anécdotas de

encuentros pasados: todos signos de

cotidianeidad compartida. Nosotros

permanecemos en el borde de la

habitación, silenciados por la

afectividad de la escena, cautelosos.

Sostenemos en la desorientación

unas gaseosas y una pasta frola que

compramos de apuro en la panadería

del barrio (¿dónde las dejamos?,

trajimos gaseosas, ¿está bien?).

La llegada de Selva marca el inicio

de la entrevista. Juan, sosteniendo

mate y termo en sus manos,

anuncia que vamos a reunirnos en

la parte de arriba de la casa. Todos

en fila, subimos una empinada

escalera circular. Hay un tramo en

el que no se ve nada: ni el living

que abandonamos ni el cuarto que

nos espera. Coincide con el vértigo

de la previa a las entrevistas:

¿funcionarán las preguntas que

pensamos?, ¿tendrán algo

sustancioso para decir del maestro?

Después de todo, ¿cuánto

conocemos de la vida de nuestros

profesores? ¿No son siempre un

poco extraños para el alumno?

Nos sentamos en ronda, que es la

disposición típica de los talleres

literarios. En la desorientación, nos

aferramos a una idea llena de

misticismo: que esa atmósfera

tallerística devore la escena y haga

revivir los recuerdos.

Los comienzos

Hablan de sus comienzos con Lai.

Hablan de “flash”. Dicen que

empezar taller con él “te parte la

cabeza”, “te abre”. Hablan de eso: de

experiencia. Y de cambio. De un

cambio que te transforma, hasta

extrañarte del que eras, de las

razones por las que decidiste

empezar. Así hablan: es el momento

místico de la iniciación en los

caminos de la literatura.

—Lai te abre la cabeza. Al poco

tiempo estás escribiendo sobre cosas

que no pensaste que ibas a escribir.

Es como que decís: ¡wow! La

literatura no era solo Borges y

Cortázar —dice Juan Guinot.

¿Pero la conexión habrá sido así de

inmediata? Encontrar la senda,

encontrarse. ¿Pisar la sala,

acomodarse en sus sillones, mirar

alrededor, mirar al maestro y

entender que ese es tu lugar? Para

los recién venidos a la literatura

que a principios de los dos mil se

acercaban hasta sus talleres del

Centro Cultural Ricardo Rojas, tal

vez alentados por una fascinación

en la temprana adolescencia con

Cortázar y un respeto frío y siempre

un poco paralizante por la figura de

Borges, el maestro Laiseca tuvo que

ser una figura rarísima. Hoy en día,

después haber pasado un tercio de

sus vidas con el maestro, los

recuerdos de esa desorientación

inicial están demasiado lejos. Pero

por suerte hay “otros” —los que no

entendieron el juego— en los que se

espejan tal vez las pruebas

superadas.

He aquí un pequeño catálogo de las

circunstancias en las que un alumno

decide poner fin a su participación

234


en el taller con el maestro. Por

razones de espacio, nos centraremos

en tres:

1. Mutua incomprensión de la

experiencia. Sin duda, la forma

menos dolorosa. Aquí nadie sale

dañado. Simplemente, se acepta que

no fue lo que buscábamos, por mí o

por él, quién sabrá. Por suerte, nos

precisamente 25 clases– o bien se

produce el ansiado encuentro entre

maestro y alumno, o bien las cosas

se precipitan y ocurre la deserción

definitiva sin vuelta atrás. Ese

primer lapso de tiempo es confuso, a

veces tenso. “Lai te deja ser: te deja,

te deja, te deja. Cada tanto te marca

alguna cosa, pero te deja. Y hay

En la desorientación, nos aferramos a una idea

llena de misticismo: que esa atmósfera

tallerística devore la escena y haga revivir

los recuerdos.

dimos cuenta a tiempo. Una salida

decorosa. “Mi vieja fue a un curso

de verano. Le pregunté: ‘¿Te gustó

lo de Laiseca?’ ‘Sí, sí… él es… un

hombre muy amable…’ Pero

después no siguió”, cuenta

Alejandra Zina. El segundo caso es

tal vez algo más excepcional. Juan

es el que habla: “Una vez vino un

tipo que era pastor. Quería escribir

y contar su vida. Al final, el tipo

estaba re rosqueado, quería

convertirnos a todos. Pero lo loco

es que Lai aceptó la propuesta.

Igual se terminó yendo”. Si se les

pregunta a esos alumnos porqué no

siguen, se escucha probablemente:

“Sí… no sé… debería seguir, ¿no?

Voy a ver…”. Eso solo. Y después no

aparecen más.

2. El abandono del maestro. A veces

hay quejas. En general durante los

primeros meses. Después no: pasado

cierto tiempo –6 meses, o más

gente que por ahí se calienta porque

te dijo ‘¡qué lindo, flaquito!’ durante

6 meses”, cuenta Sebastián

Pandolfelli. Los recién venidos

reclaman correcciones, pero también

presencia. Tachaduras, palabras

duras, exigentes, dichas y escritas en

el papel. Las escrituras

entremezclándose: sus frases

inmaduras —en el mejor de los

casos: frescas, jóvenes— con la

palabra del maestro: terminante,

absoluta, correctiva. La crítica que

transforma a los alumnos en

destinatarios de la palabra literaria.

La prueba de que existen. La hoja

tachada por el profesor como

souvenir. Pero Lai no hace nada de

eso: “te deja, te deja, te deja…”, lo

cual los talleristas entrevistados

interpretan como su manera de

conceder libertad. Los recién venidos

no siempre decodifican. Y ahí están:

ansiosos, tensos, perplejos,

235


impacientándose, sin entender bien

qué están haciendo. La queja

productivista —si no se me corrige, a

mí esto no me rinde— no puede

ocultar la desesperada demanda

narcisística: ¿y yo? ni me mira, ni

me habla, ¡qué destrato! Solos, fuera

de escena. Huérfanos. Lo que nunca

sabrán esos abandonadores precoces

es que en algún momento el maestro

habla: “Te deja, te deja, pero el

chabón es puro registro —cuenta

Sebastián—. Y en algún momento te

va a bajar una línea: ‘Y en tal

cuento y en tal otro usted hizo esto

y aquello…’ ¡El chabón se acordó de

Una visita

Por Juan Guinot

Fue en la segunda o tercera Velada Gallarda que cayó Laiseca. Era cuando todavía la

velada no era velada y se la presentaba como una especie de peña, sin guitarras, ni

cantantes, pero con escritores-lectores. Eso sí, como dignataria del formato peña,

había empanadas, vino y cerveza.

Las empanadas calientes que te queman los dientes estaban apiladas en un plato,

sobre una mesita ratona. En derredor, cual torretas de castillo, dos botellas de vino

y dos de cerveza. El grupo de asalto a la fortaleza de comida y bebida éramos no

menos de doce escritores que solapábamos conversaciones multi-temáticas que subían

de tono a medida que los litros de vino y cerveza bajaban.

A eso de las once de la noche alguien leyó y a las once y media fue el segundo. No

me acuerdo qué leyeron, es que estaba pendiente de Lai, quien, con la mirada clavada

en el piso, le entraba a las empanadas y al “vinillo”.

A la medianoche una sombra me bañó por completo. Era Lai, ladeado hacia la derecha.

Tras quedar a treinta centímetros de mí, me avanzó: “Flaquito, todo muy rico,

pero me vas a tener que perdonar, estoy cansado, ¿me abrís?”. Se puso de pie, extendió

la palma de la mano derecha y saludó.

En dos minutos estábamos en la puerta. Hacía bastante frío y mientras esperábamos

por un taxi me dijo: “Yo había traído para leer, pero ya es tarde, estoy cansado”, y

sacó un papel doblado del bolsillo de su campera bordó que guardó enseguida.

Me dejé atrapar por un evasivo interés por dar con un taxi. Apareció uno, nos dimos

un abrazo y Laiseca se perdió por Angel Gallardo.

Me quedé un rato en la puerta, me sentía incómodo. Algo me estrujaba en la boca

del estómago como cuando me amagan las ganas de llorar.

Subí a casa, los colegas estaban en una nueva rueda de descorche y ya habían decidido

quién sería el tercer lector.

No recuerdo si esa noche llegué a decirles que Lai se había quedado con las ganas

de leer y que, como anfitrión, me sentía culpable de no haberle dado el espacio para

que lo hiciera.

236


todo! Tiene un registro de todo lo

que leíste que no se puede creer. Y

entonces es la iluminación”.

3. El pánico. La tercera es extraliteraria

(¿pero acaso hay alguna

que no lo sea?). Se sabe: el maestro

es muchas veces indescifrable. A

veces quiere hablar, a veces lo

necesita, y otras huye despavorido

ante la perspectiva de un

intercambio en tono personal. Es

generoso, pero también tiene sus

reservas y suele legislar de forma

terminante y abrupta acerca del uso

del espacio en el taller. “A veces te

dice: ‘¡No! ¡Eso no lo toque!’ Y hay

taller…’”. De tanto hablar de los

temores de los nuevos alumnos,

surgió así un recuerdo en bruto, sin

la contaminación de estos años de

empatía: “Si le digo, me va a echar

del taller”. Nos abrazamos a él. Es el

retorno de lo reprimido: ¡alguna vez

le tuvimos miedo a Lai! Así se viven

los comienzos.

La aparición del monstruo

—Todos hemos pasado por algún

reto. A mí me retó una vez por

llegar antes de la hora del taller:

“Te deja, te deja, pero el chabón es puro registro.

Y en algún momento te va a bajar una línea. Tiene

un registro de todo lo que leíste que no se puede

creer. Y entonces es la iluminación.” (Pandolfelli)

gente que por ahí se asusta”, nos

cuentan. Ha ocurrido también que el

maestro decidiera aplicar una dosis

formativa de su literatura sobre el

cuerpo en formación del tallerista.

Imaginemos el pánico de los

alumnos no del todo familiarizados

con ciertas zonas de su obra: “Nos

estaba leyendo Las aventuras del

profesor Eusebio Filigranati—nos

cuenta Alejandra—. Escuchar las

torturas físicas, la pornografía desde

el lugar sadomasoquista… Yo estaba

conteniendo la impresión. Y

pensaba: ‘si le digo que me

impresiona, me va a echar del

“Vos tenés que saber que yo tengo

muchas cosas para hacer”.

—He visto minas a las que les ladró

mal. Vos entrás a horario y ves que

está la mina a la que cagó a pedos.

Está pálida y dice: “Yo no sabía que

tenía que llegar a horario…”. “No

venga temprano nunca más, porque

yo los minutos los uso”, te dice Lai.

— Te asusta. “No pises la cocina”, te

dice. O: “Ahí me siento yo”. No

podés tocar nada.

—Un amigo dice que habría que

inventar la palanca de eyección,

pero para nosotros, los que ya

conocemos el código. Porque

237


siempre hay alguno que aparece y le

pregunta: ¿Y Usted cree en Dios? Y

ahí apretarías el botón para irte a la

mierda, porque ya sabés que va a

ser lungo. O peor: los que le dicen:

¿Nunca pensó en dejar de fumar?

Las consignas

Detengámonos ahí. Stop. Propuesta:

hablemos de eso, hablemos de las

consignas. Enseguida empiezan a

enumerarlas: se suceden, se

interrumpen. Está claro: no es una

pregunta de respuesta individual.

Las consignas son de todos. Al

principio no hay que pensar

demasiado: las hay memorables, son

los “hits” laisequianos.

La primera que te da es: “El

monstruo que vivía debajo de la

cama”. A todos nos dio la misma.

El tono es terminante. O sea que así

empieza el taller de Lai: esos son

sus primeros acordes. Inevitable

pensar, entonces: ¿cuántos

monstruos bajo la cama habitan en

las PCs de esta ciudad? ¿Cuántas

impresiones arrugadas en los

cajones? ¿Tendrán la tinta

borroneada por la transpiración

dactilar del tallerista que lee otra

nueva versión de la vieja pesadilla?

Imaginemos: centenares de alumnos

marchan con sus hojitas del

monstruo bajo la cama a

enfrentarse por primera vez con el

monstruo Lai. Ya son sus alumnos,

pero todavía no son parte de su

ejército. Eso está por verse. Es el

primer encargo: marchan firmes,

entonan con decisión. Están

aterrados.

A esta primera consigna, le siguen

otras: “El sapo que vivía en

Caballito y se tragaba a los

alumnos”. “El escondite secreto”. (En

los silencios de la grabación está la

ansiedad —¿el ansia?— de las

carreras de memoria: consignas sin

repetir y sin soplar empezando…

¡ya! Con el recuerdo, el tono se

suaviza y las frases se llenan de los

puntos suspensivos de la

evocación). “El tipo que usaba un

reductor porque tenía una poronga

muy grande”. “Describir durante

páginas y páginas un objeto sin

decir qué es”. Junto a las históricas,

aparecen las actuales: consignas

nuevas que respetan pero no aman

—llegaron tarde—. “Ahora está

dando El Conde de la basura. Es de

un tipo que vive en un basural y se

construye un castillo de basura,

porque está convencido de que es

un conde”.

¿O sea que Lai sigue acumulando

consignas? Sí, todo el tiempo. Y las

saca de lugares diversos, algunos

impensados: puede haber ideas que

se le ocurrieron para un cuento,

pueden salir de una película que vio,

puede ser una vieja anécdota del

pueblo, de los diarios. No importa

de dónde: el Maestro Laiseca las

extrae entre el ruido, entre los

deshechos de información que todos

los días se acumula en la ciudad —

en Internet, en los documentales del

cable, en las historias de pueblo que

guarda en la memoria—.Les quita el

polvo y las guarda:

238


Las máquinas del tiempo, Sebastián Pandolfelli. iluSORIAS

—Tiene una carpeta de consignas.

Hay una carpeta mítica de colores

ocre y manchada de cerveza, de la

que cae siempre ceniza de cigarrillo.

Siempre viene alguien nuevo y te

abre la mítica —dice Juan.

Y de esta obsesión por acumular,

surge esa lista interminable llena de

temas Lai. Escucharla es como mirar

fotografías. Alguien saca una del

cajón y la hace circular: el resto se

enternece, comenta, contextualiza.

Lai, sin duda, les da a sus alumnos

lo mejor de sí: sus miedos, sus

pesadillas, sus perversiones. Todo.

Las enseñanzas de Lai

Sus intervenciones son diversas. A

veces, incluso, extra literarias. Con

sus alumnos comparte impresiones

sobre los textos, pero también sobre

el oficio de escribir, y a veces más

generalmente sobre la vida. Lo

único fuera de su órbita, según

parece, son las correcciones

gramaticales. A sus alumnos, Lai les

da todo menos tecnicismos.

1. Armar planes. “Te dice que hay

que planificar. Si no lo hacés, te

dice: ‘Otra vez no planificó. No sabe

a dónde va, no lo va a terminar’”.

2. Romper los planes .“Había hecho

un relato y él me decía que el final

no era así. Yo estaba indignado

porque había seguido la consigna,

y él me decía: ‘Sí, pero la historia

te llevó a otro lado’. Vos tenés un

plan, pero sobre la marcha vas

239


conociendo más a los personajes, la

historia…”

3. Cultura del trabajo. “Hay que

laburar más”. “No hay que parar”.

“Sentar el culo”. Y el más campero:

“el hambre viene comiendo”.

4. Elogio de la incomodidad. “Donde

se te dificulta, está el crecimiento”.

5. Consejos para destrabar la

escritura (I). “Una vez me contó una

de Nadia Comaneci. Él tiene su

mambo con los rusos… y todas esas

cosas. Hace un tiempo escuchó que

su entrenador decía que ella era

buena porque no era perezosa. No

es que la mayoría tenga miedo

el marketing, su trabajo en la

empresa. Ese enojo tiene que entrar’.

Empecé a trabajar más realista. Yo

por ahí construía demasiados

mundos imaginarios para no entrar

en lo que me jodía. Yo lo entendí

así. Metete en tu lugar, en lo que te

jode. Me tengo que meter ahí, la

puta madre”.

8. Escribir para vivir. “Si estás mal,

se da cuenta. Te pide que lo llames.

Y te dice: ‘Escriba esto, le va a

hacer bien’. Quizás no sabe lo que

te pasa, pero esa es su experiencia:

porque en los momentos más

delicados de su vida, él sabe que

“Una vez me contó una de Nadia Comaneci.

Hace un tiempo escuchó que su entrenador decía

que ella era buena porque no era perezosa.

Lai dice que escribir es más o menos eso.” (Oyola)

cuando va a hacer el salto: es que

les da pereza. Lai dice que escribir

es más o menos eso”.

6. Consejos para destrabar la

escritura (II). “No hay que ser

hipercrítico —dice Selva Almada que

recomienda Lai—. ‘Me parece que

usted está demasiado hipercrítica, y

por eso no puede terminar. Siéntese

y termínelo’. A veces dice: ‘¡Ah…!

¡qué feliz me pone que no hayan

escrito!’ Te re caga a pedos”.

7. Vivir para escribir. “Yo venía

escribiendo cosas de ciencia ficción.

Un día agarró y me dijo: ‘Usted

tiene mucho enojo con su pasado en

eso le hizo bien. Entonces te dice:

‘Hágalo. A Usted le va a hacer

bien’”.

La vida con Lai

Surge azarosamente. Estamos

hablando de la diferencia entre los

alumnos nuevos y los viejos. Juan

dice que con ellos se da algo “más

cómplice”. La frase fluye en su

ligereza simulando inocencia no

estoy diciendo nada más que lo que

digo. Sin embargo, tal vez porque

algo en nosotros advierte el tono

240


enrarecido en el que suele hablar el

inconsciente, nos detenemos ahí,

hacemos lugar y repreguntamos:

—¿Cómplice?

—A mí me parece que yo con él

generé una amistad —desarrolla

entonces. —Conmigo pasó las

fiestas. Lo he pasado a buscar para

ir a comprar ropa o a un negocio. O

mudanza”. “Yo le llevé los perros a

la veterinaria”. Y enseguida, ya

asumiendo el nosotros de la tarea

colectiva: “A veces lo ayudamos con

los trámites. Lo llevamos al banco.

Alguna vez lo acompañamos a

comprar ropa”.

Impresionan particularmente las

anécdotas que ocurren dentro de la

©Alejandro Guyot

lo ayudo a cambiar una bombita.

Golpeamos al azar en alguna parte

de la superficie y vemos que el

petróleo emerge violentamente.

—La última navidad estuvo en mi

casa —agrega Sebastián.

Y así se van sumando. “Yo tengo la

llave de la casa”. “Yo lo mudé. Con

mi viejo hicimos el flete de la

casa del maestro —dentro de la

morada Lai— entre sus cosas.

Proliferan en Youtube las

entrevistas que le hacen en su casa.

En la mayoría, Lai está sentado en

su escritorio. Es el amo y señor de

todo eso: parece imposible meter

mano en el desorden de su mesa sin

extraviarse para siempre; los libros

241


están —como es sabido— cubiertos

por forros que parecen reírse de la

curiosidad de los visitantes, y por si

fuera poco, dos custodios caninos

dan tantas muestras de ferocidad

como de obediencia y sumisión al

amo. Así vive Lai en nuestra

memoria: en una casa llena de cosas

que le pertenecen por completo.

Pero entre lo que escuchamos y esa

imagen hay un desajuste

estructural: ¿Cómo puede ser que

alguien tenga en su poder la llave

de la casa del maestro? ¿Hay otro

escritor que camina suelto de

cuerpo por Flores tironeado por los

perros de Lai? ¿Esos perros van al

veterinario como los de todos los

vecinos? ¿Se acuestan en la salita

de la veterinaria del barrio como

cualquier perro de vecino? Raro.

Hubiéramos pensado que se lamían

las heridas hasta curárselas.

En la grabación hay al menos cinco

minutos en los que no se escuchan

nuestras voces. No es raro. Hay que

reacomodarse. Hasta recién

estábamos dentro del taller,

pensamos que no íbamos a salir de

ahí: hablábamos de consignas, de

lecturas, de los que se pierden en el

miedo que inspira Lai. De algún

modo, pensamos, Lai es un padre

para ellos, y la relación está

sometida al curso natural que rige

esas relaciones: en la vejez, los hijos

cuidan a los padres. Pero ya en Las

aventuras de un novelista atonal

aparecía esa imagen del escritor

abocado a su obra, totalmente

impedido para el mundo social.

También en la grabación advertimos

algo que pasó desapercibido en el

encuentro. Cuando Juan dice haber

desarrollado una relación personal

con Lai, surge una voz rápida que

contesta. Difícil descifrar a quién

pertenece, pero su intención es

clara. La voz dice:

—¡Todos!

La voz aclara: no solo vos, todos.

Pero también tapa, busca contener

tal vez, maníacamente, una

inquietud desgarradora. ¿Lai nos

quiere a todos por igual? ¿Está más

cerca de algunos? ¿Más lejos de

otros? ¿Comparte algo con él que

no comparte conmigo? ¿Hay un Lai

que se expresa a mis espaldas? ¿Hay

otras caras de Lai que no conozco?

Las mil caras del monstruo

Intentemos ilustrarlo, ahora que

están tan de moda las

visualizaciones. Imaginemos una

gran ronda en la que, poco a poco,

empezamos a reconocer las caras de

sus alumnos en la semipenumbra.

Ahora ubiquemos a Lai en el centro

de esa ronda. ¿En el centro? A veces

podrá parecer que está más cerca de

uno, a veces de otro, pero se sabe

que esos son efectos imaginarios de

la luz. Lo único cierto es que Lai

está en el centro: él nunca se movió

de su lugar. Todos forman parte de

esa ronda mientras intercambian

pesadillas, terrores o fantasías

literarias, al igual que temas

cotidianos hasta lo inverosímil.

Desde cada posición del círculo, Lai

muestra una nueva cara. Las mil

242


caras del monstruo, hoy, son seis.

Las cosas empiezan a verse cada vez

más claras: ahora se advierte que

las caras de cada uno de sus

alumnos reflejan rasgos diferentes

de la cara de Lai.

A pesar de que no los conocemos

demasiado, vamos a arriesgar unas

aproximaciones:

1. Juan Guinot (1969), nuestro

anfitrión. Es el “compinche” —la

palabra es suya—, que nos recuerda

cuán argentino es Lai a fin de

cuentas.

2. Alejandra Zina (1973) es, para

Lai, su principio de realidad, la que

busca no quedar devorada por el

discurso delirante de Lai. Después

de todo, alguien tiene que cumplir

esa función, Lai lo necesita:

—En esto del manejo de su obra,

hay algo donde él tiene una cuota

de responsabilidad. Si él se hubiera

manejado con un agente o hubiera

tenido una editorial, sus libros

podrían estar hoy editados,

traducidos. Es increíble que no estén

traducidos. No todo es lo que pasa

“Es que Lai es un tipo muy solitario. Tiene una hija

que se ocupa mucho de él. Y después nosotros,

que somos como una especie de familia.” (Zina)

—Escribir mucho, leer mucho y vivir

mucho. Para mí eso fue re bueno.

Sobre todo porque yo tenía

postergado, estaba en otra cosa, y

volví a escribir. Yo veía pendejos

que escribían re bien y yo me estaba

quedando afuera de todo eso. Yo le

tengo un agradecimiento eterno. Es

un tipo que quiero, realmente. Que

quiero como si fuera un amigo.

Mucho afecto. Pero por otro lado,

tengo una admiración enorme. No

pierdo oportunidad de decirlo. Te

inhibe lo porno, ponele: ¡leete los

Poemas chinos, loco! Tenés mil

puntas con Lai. ¿Te gusta la ciencia

ficción? Metete en Los sorias.

Juan publicó 2022-La guerra

del gallo.

afuera con los periodistas, hay algo

de él, también. (…) Es que Lai es un

tipo muy solitario. Tiene una hija

que se ocupa mucho de él. Y

después nosotros, que somos como

una especie de familia.

Alejandra publicó, entre otras cosas,

Lo que se pierde y Barajas.

3. Leonardo Oyola (1973). Leo es el

heredero de sus temores y de su

odio productivo.

—Yo, de verlo ahí, me di cuenta de

qué era ser escritor, qué era lo que

quería hacer y qué cosas no quería

agarrar de ese tipo de vida. (…) Él

nos contó su experiencia con un

agente literario, y a mí me da pánico

entregarle el control de mi obra a un

agente literario. Yo lo veo como un

243


carancho… En el ambiente literario

se ve primero la mezquindad. Todos

estamos contentos de que esté

escribiendo La puerta del viento.

Estaría bárbaro que pudiera salir en

una editorial que le garantice una

buena distribución, que no aparezca

algún vivillo a tocarle el corazón

porque antes lo ayudó o alguna de

esas cosas. Que todos sean honestos,

y que vean que es una gran

posibilidad para Lai de tener un

buen partido.

Algunos de sus libros publicados:

Santería, Sacrificio, Siete & el tigre

harapiento, Kryptonita.

4. Sebastián Pandolfelli (1977).

Sebastián es el soldado que custodia

la cotidianeidad del maestro,

manteniendo vivo el delirio en sus

diálogos diarios.

—Yo lo llamo todos los días. Una

llamada seguro le hago. Él me

atiende así: “¿Cómo está,

Lugarteniente?”

Sebastián publicó Rocanrol y

Choripán social. La presentación de

Choripán social —video disponible

en Youtube— es una prueba

irrefutable de esta afinidad con el

delirio Lai. Allí, en lugar de la

intimidad y la moderación de los

eventos culturales, vemos la

escenificación de un acto peronista,

en la que el maestro, escoltado por

un micrófono y la infaltable cerveza

—imaginamos, cerveza caliente—,

lee y comenta partes del libro, entre

gritos de ¡Viva Perón! que exaltan a

la audiencia.

5. Selva Almada (1973). Como todos

sabemos, Lai también es un chico de

provincia. Y tal vez, de esta

identificación derive un típico

sentimiento paterno. Selva nos

cuenta que Lai sufre cuando ve que

ella repite los errores que él ya

aprendió. Es, sin duda, el

sufrimiento de un padre que

advierte amargamente la

intransmisibilidad de la experiencia:

—Algo que Lai siempre me critica es

que yo empiezo a escribir una

historia sin saber a dónde va. Es

algo que Lai siempre me critica y yo

no cambio, y ya no lo voy a

cambiar a esta altura. Él dice que no

empieza a escribir una novela hasta

no tener la estructura y cuando ve

que yo no planeé me dice: “Ya

empezó a escribir algo y no sabe

hacia dónde va, va a quedar en la

nada”. Hubo una época en que no

podía terminar las cosas, en las que

le llevaba solo comienzos y

comienzos, pero me quedaba ahí.

Todos comienzos, era como la chica

de los comienzos.

Selva publicó Mal de muñecas,

Niños, Una chica de provincia, El

viento que arrasa, Ladrilleros.

6. Natalia Rodríguez Simon (1984).

Acaba de publicar La vi mutar. Quizás

por ser la más joven —la promesa

entre narradores con años de oficio—,

o tal vez simplemente abrumada ante

el tono íntimo —casi confesional— de

los comentarios de sus compañeros,

Natalia fue la que menos habló. Pero

sus silencios no callan. A través de

ellos, Natalia nos recuerda un aspecto

fundamental: el respeto y el temor

reverencial que el Maestro sigue

ejerciendo a pesar de los años. <

244


Samantha Soria, Selva Almada. iluSORIAS

245


246


A Camilo Aldao

con Laiseca y Leo

El autor de esta crónica narra el viaje que hicieron en febrero

de 2006, junto con Leonardo Oyola y el propio Laiseca, al

pueblo del sur de Córdoba en el que el autor de Los sorias

–rosarino de nacimiento– vivió hasta su adolescencia. Una

experiencia iniciática, en cierto sentido, para Guinot y Oyola;

pero también una visita a los fantasmas del maestro.

TEXTO Y FOTOS JUAN GUINOT

S

egundo viernes de febrero.

Cuatro de la tarde. En Caballito

hace un calor de cagarse.

Laiseca separa la copitaza de la boca

y de un lengüetazo barre la espuma

de cerveza colgada de sus bigotes.

Apoya la taza sobre una marca

redonda (impresa en el escritorio) y

la cubre con una hoja blanca, que

tiene dibujos de palitos, uno al lado

del otro.

Frente al escritorio, arriba de la

cama, las gatas se funden en un

sueño contagioso.

Sobre ellas, el maestro y nosotros, se

ovilla el humo de los cigarrillos.

Laiseca golpea las manos en el aire,

una de las gatas levanta una oreja.

En el patio, los perros abandonan

una efímera cucha de sombra y

pegan los hocicos al vidrio del portal.

Laiseca se lava las manos con un

repasador, manotea una lapicera, con

la mano izquierda saca la hoja que

cubre la taza, la apoya sobre una

resma, marca un nuevo palito sobre

el papel, hace un conteo de marcas,

escribe un número y, mientras

repone la hoja sobre la taza, nos dice

que esta semana mató setenta y

cuatro mosquitas.

Lo escuchamos con el respeto

marcial de los soldados al General;

sus guerras son nuestras guerras.

El silencio amenaza con

expandirse y lo enfrento, le digo a

Laiseca que, junto a Leo, pensamos

en ir con él a Camilo Aldao la

próxima semana, el viaje sería mi

única despedida de soltero.

El brillo infantil de los ojos de Lai se

abre paso entre la bocanada de humo

que acaba de soplar.

Un “¿Están seguros?” suena a “no

me ilusionen al pedo”.

De mi mochila saco el ancho de

247


espadas para ganarle la mano a

la duda, una hoja con la reserva

del hotel.

Laiseca se reacomoda en la silla,

tuerce el pescuezo, gira levemente el

torso hacia la pared, estira el brazo

derecho. Con los dedos mayor e índice

(acogotando un cigarrillo) toca el

cuadro con la foto de la plaza de

Camilo Aldao, sus labios se mueven

débilmente, dice algo que no

escuchamos. Lai, una semana antes de

salir, empezó su viaje.

Tercer viernes de febrero. Dos de la

tarde. En Corral del Bustos, el sol

parte la tierra.

al mozo. Desde la única mesa

ocupada en todo el local, cuatro

hombres no dejan de mirarnos y

hablar entre ellos.

El mozo trae una botella de Malbec,

no veo la hora de descorcharlo, me

aguanté las ganas de chupar todo

el viaje. Después de empinar el

primer vaso, recién ahí siento que

dejé de manejar.

Atrás quedaron cinco horas de viaje,

donde faltó mate, pero no así latas de

cervezas, debidamente refrigeradas en

una heladerita, que acabaron

escurriéndose entre las manos de

Laiseca. El viaje tuvo una sola parada.

Fue en una estación de servicio, esas

La nota de Lai fue impresionante, no dejó

de decirle a la chica lo linda que era,

y hasta le confesó ser el mismísimo Drácula.

Estamos en el restaurante del Casino

de Corral de Bustos. Acá haremos

base. No en el Casino, sino en el

pueblo. El plan es hacer la tienda de

campaña a veinte minutos de Camilo

Aldao. La invasión al pueblo será a

primera hora del sábado y por

sorpresa. Además, en Corral de

Bustos Laiseca hizo el secundario y

tiene la intención de encontrarse con

un amigo de tropelías, El Tono

López, a quien no ve desde hace más

de diez años y de quien no recibe

noticias desde el 2000. Laiseca no lo

dijo, pero con Leo intuimos que Lai

teme que al preguntar por El Tono

López se le dé la peor noticia.

Esperamos por las milanesas con

papas fritas que acabamos de pedirle

que están en medio del campo, con

dos mangueras expendedoras, baño

con pozo, perros flacos y un salón de

café y tragos, donde hay más moscas

que parroquianos y se sirve el mejor

Gancia del mundo. La detención duró

los cinco tubos de Gancia y cuatro

platitos de ingredientes que se mandó

el maestro.

Acá, en el restaurante del Casino, la

tensión de las horas de manejo se va

de mi cuerpo, mientras crece la de

Lai. Leo pesca al vuelo lo mismo que

yo y se apura a preguntarle al mozo

por el amigo de Laiseca. El mozo

piensa, Lai respira profundo, pasa las

palmas de las manos sobre el mantel.

El mozo dice que no lo conoce. Salto,

de una, y aprovechando el interés en

248


nosotros, manifestado por los vecinos

de mesa, le pido al mozo que consulte

a los señores si saben algo del tal

Tono. El mozo cumple. Los señores

intercambian miradas serias. No

quiero ni mirar a Lai.

El más vejete de los hombres, sin

levantarse de su silla, toma la palabra

y nos dice que Tono López murió

hace unos años. “La puta madre”,

suelta Laiseca y se lleva las manos a

la cara. Como último recurso, antes

de decir nos vamos a la mierda, se me

ocurre preguntar si murió López

padre o hijo. Laiseca se saca las

manos de la cara, me mira extrañado.

El vejete me dice que el muerto era el

Tono padre, que tenía noventa y

tantos pirulos, que el hijo vive a

cuatro cuadras del Casino. Les

agradezco. Lai suspira y hace un

fondo blanco con el vaso de vino.

Con Leo nos miramos, sabemos que

zafamos de una fea y que, como

fieles escuderos, tendremos que tener

las armas prestas para contrarrestar

nuevos embates.

Llegamos a la casa del Tono López.

Postigos cerrados, un perro que

ladra desde el fondo de la casa y

nadie que atienda.

Lai vuelve a derrumbarse, lo invade la

desilusión, de camino al centro,

conjeturamos que, como estamos en

febrero, tal vez el amigo se tomó

vacaciones. En eso, veo el cartel del

canal de cable. Le digo a Leo y Lai

que me esperen.

Toco la puerta del canal. Me atiende

un flaco. Le digo que estoy con

Laiseca, el de I-Sat, que si quieren

hacerle una nota, aprovechen porque

estamos por irnos. Atrás del pibe sale

una gordita muy simpática y tetona,

se presenta como la conductora del

noticiero y dice que quiere hacerle

una nota. Le agradezco al Cielo la

ofrenda que acaba de enviarnos.

La nota de Lai fue impresionante, no

dejó de decirle a la chica lo linda que

era y hasta le confesó ser el

mismísimo Drácula y le pidió que le

deje clavarle los colmillos en el

cuello. La piba, que empezó riéndose

nerviosa, al final de la entrevista,

reía con miedo.

Vamos al hotel, nos registramos, nos

tomamos un par de horas de descanso.

El viernes está salvado. Lo que queda

del día será descubrir una parrilla

para comer un asadazo.

Salimos del hotel a las ocho de la

noche. En el bar de la esquina

hacemos un alto, chupamos una

cerveza. Preguntamos, porque siempre

es bueno que el pueblerino te marque

la posta, dónde comer una rica

parrillada y nos dan una indicación,

sencilla. Caminamos unos minutos. Si

no entendimos mal, llegamos al lugar,

un almacén con cuatro mesas, una

heladera mostrador, una heladera de

Frigor y una tele encendida.

Somos los primeros clientes de la

noche. Pedimos una picada, parrillada,

ensaladas y vino tinto. El dueño del

lugar va hasta la heladera de Frigor,

abre la puerta, mete la mano y nos

dice “yo les recomiendo este costillar”.

Le damos el ok y al segundo olemos a

carbón recién prendido. Nos espera

una larga velada.

Después de dos botellas de tinto,

salame, queso y dos canastas de pan,

249


llega el asado. Seguimos siendo los

únicos clientes de la noche y nos

sentimos con derecho a pedirle al

dueño de casa que sintonice I-Sat en

la tele. Al toque, empiezan los

cuentos de terror, con Laiseca adentro

y afuera de la tele. Los dueños del

restaurante alternan la mirada entre

la tele y Lai. Al final, nos invitan con

un helado Frigor.

Tercer sábado de febrero. Ocho y

media de la mañana. Cartel de

bienvenidos a Camilo Aldao. Corre el

foto que tiene en la casa y él nos

dice “todo no está igual” y se mete

en el bar de la Terminal.

Sentado, con el Gancia matinal en la

mano, nos confiesa lo duro que se le

hace arrancar el recorrido por el

pueblo, piensa que hay gente que ya

pudo haber muerto, lleva una década

sin venir. El Gancia le dura dos

cigarrillos. Pide otro.

Se me ocurre repetir la fórmula

exitosa del viernes, le digo que voy a

ir a ver si la televisora de Camilo

Aldao está abierta. Salgo del bar y me

aire fresco de la soja.

Estacionamos el auto en la banquina,

al lado del cartel que da la

bienvenida al pueblo. Laiseca abre la

puerta, sale del auto, se acerca al

cartel, lo camina letra por letra. Se

para al lado de la O, pone las manos

en jarra. Mira el campo, “ni una puta

vaca, ahora todo es soja”, nos dice

sin disimular el fastidio. Un auto

pasa, toca bocina, lo saludamos.

Laiseca nos da la indicación de

avanzar sobre el pueblo y copar el

bar de la Terminal del Ómnibus.

Estamos frente a la plaza principal

de Camilo Aldao. Con Leo le

decimos que la plaza está igual a la

meto en el kiosco de la Terminal. Ante

mi pregunta, la mujer que atiende el

kiosco me dice que no hay televisora

en el pueblo. La veo tan solícita y

atractiva que le digo que en el bar

estamos con el escritor Laiseca y ella

me dice “el hijo del Doctor, el que sale

en la tele”, y le digo que sí, ella me

sugiere que vaya a la radio y avise

que vino Laiseca así todos se enteran.

Le agradezco la sugerencia, ella me

dice que la radio es “ahí nomás” y

señala la cuadra de enfrente. Antes

de ir, la invito a compartir un café

con Laiseca.

Reaparezco en el bar, presento a la

kiosquera, una sonrisa redondea los

250


mofletes de Lai. Le digo a Leo, en

voz baja, que me aguante un rato.

Las puertas de la radio están cerradas,

no puedo volverme sin la nota. Miro

la pantalla del celular, faltan cinco

para las diez. Decido esperar unos

minutos, voy y vengo por la vereda.

La gente que pasa en bicicleta y a pie

me saluda, más para junar quién soy

que para demostrar el buen trato

camiloaldaense a los forasteros.

Un pibito en bici sube a la vereda y

para a mi lado. Se baja de la bici,

saca una llave del bolsillo y abre la

Con Leo, del otro lado del vidrio, y

secundados por un calendario con la

foto de Karina Jelinek en tanga,

festejamos el éxito.

Después de almorzar, recorremos la

plaza principal, Lai nos explica quién

es cada uno de los personajes que

componen una secuencia de

monolitos. Salimos de la plaza,

andamos dos cuadras y paramos frente

a su casa de la infancia. No se anima

tocar el timbre, el dueño actual es un

gestor automotor, ni se acuerda el

nombre. Desde la vereda, nos muestra

puerta de la radio. Lo abordo. El

pibito me dice que su padre es el

dueño de la radio y que el papá está

por venir a hacer el programa de la

mañana. Le digo, en tono mandón,

que lo llame al viejo y le diga que en

un rato lo traigo a Laiseca para que le

hagan una nota en vivo. El pibito se

mete volando, llama por teléfono. Me

rajo; si en lugar del viejo llamó a la

policía, que me agarren con mis

compañeros de aventura.

A las once y cuarto de la mañana Lai

está hablando por la radio de Camilo

Aldao a todo el pueblo.

Espontáneamente aparecen unos

jóvenes, llama gente para saludarlo.

dónde está su pieza de la planta alta.

Tiene los postigos cerrados, nos dice

que adentro de ese dormitorio está el

monstruo que vive debajo de la cama.

La puerta de entrada está abierta, se ve

un largo pasillo. Lai mira el interior de

la casa unos segundos, se da vuelta y

nos pide seguir viaje.

Camilo Aldao duerme, mientras

Laiseca le saca las sábanas a su pasado.

Caminamos tres cuadras y llegamos a

la Escuelita Fiscal, que hoy se llama

distinto, pero que no ha cambiado

siquiera el mástil de la época en que

Laiseca cursó el primario. Damos la

vuelta a la manzana.

Lai dice que quiere mostrarnos la

251


casa de la última mujer de su padre.

En el corto trayecto junto fuerzas,

tengo que estar preparado para lo peor.

Lai golpea las palmas delante de una

casa con jardincito al frente, gran

ventanal con la persiana baja y un

pasillo que lleva a la puerta principal.

De esa puerta, sale una anciana,

camina lento, Lai se adelanta, a

mitad del pasillo se abrazan, ella dice

“Albertito, Albertito”, él le pregunta

“¿cómo estás?”, y ella, con voz

quebrada, responde “en las

consecuencias finales”. Se separan, se

miran, ella le pasa la mano por la

cara, se despiden.

En la vereda nos reencontramos. Lai

se pasa el dorso de la mano por la

nariz y ojos, nos invita un Gancia en

el bar de la Terminal.

Entramos al bar de la Terminal.

Solo está el flaco de la barra y la

tele en Tropicalísima. La cumbia a

todo volumen, más los culos y las

tetas en la pantalla le cambian la

cara al maestro.

Me excuso de la segunda ronda de

Gancia, voy por unas pastillas al

kiosco de la Terminal. Leo viene

conmigo. En el kiosco, le

preguntamos a la mujer si oyó el

programa de radio y ella dice que sí

y que anda todo el mundo

alborotado con la visita de Laiseca.

Dice que admira a Lai, “para triunfar

con el arte, tenés que rajar de acá”,

sentencia. Decimos un “y sí”, más

por cumplir que por conocer la

realidad de pueblo y nuestra

expresión solidaria invita a que la

mujer se despache con su historia.

Nos cuenta que es cantante, que

grabó canciones, pero que nadie le

compra los CD porque es de acá (los

señala, apilados sobre el mostrador).

Viéndola tan locuaz, la invitamos a

tomar algo con nosotros, nos vendría

de perillas que sume su energía a la

nuestra. La vemos dubitativa. Con

Leo no dudamos, le compramos un

CD cada uno. Al minuto está sentada

en el bar, meta charla con el maestro.

Tercer sábado de febrero. Seis de la

tarde. Zona rural de Camilo Aldao.

Perfume de bosta.

Antes de pegar la vuelta a Corral de

Bustos, Laiseca quiere saludar a un

amigo de la infancia. Parece que con

el Negrito se mandaron cagadas

antológicas y si Camilo Aldao sigue

en pie después del paso de ellos,

ningún desastre de la naturaleza

puede inquietar al pueblo.

Buscamos al Negrito en cuatro

casas, sin dar con él. Preguntamos

en una panadería. Un señor,

aferrado a su bolsa de facturas, nos

indica cómo llegar al campo donde,

ahora, vive el Negrito. Dice que es

fácil, hay que seguir derecho por la

calle de la panadería, unos cinco

minutos, es la primera tranquera

pasando la Feria de ganado.

Vamos en el auto. La calle se

transforma en gran camino de tierra,

nuestro propio andar nos envuelve de

polvo y si no fuera por el penetrante

olor a bosta, ni cuenta nos damos

dónde carajo está la Feria de ganado.

Nos metemos en la primera

tranquera. A nuestro cruce salen

perros de todos los tamaños y

ladridos. Más adelante, vemos a un

252


hombre y una mujer. Freno y apago

el motor. Un silbido brota del campo

y los perros desaparecen de la

escena. Bajamos del auto.

El hombre y la mujer están a pocos

pasos, el tipo dice “¡Alberto!”, Lai

responde “Negrito”. Se abrazan, con

Leo nos hacemos los interesados en

el blend de perfumes de bostas, nos

alejamos para el lado de la Feria.

Desde la distancia, los vemos

conversar. Más lejos, la mujer, con los

perros alrededor, los mira. En eso se

abrazan, Lai va para el auto.

Caminamos apurados.

Lai dice que para él la visita ya está,

que si queremos podemos volver a

Buenos Aires el domingo bien

temprano.

Tercer domingo de febrero. Diez de la

mañana. Manejar con lluvia es una

mierda.

Hace una hora que salimos de Corral

de Bustos. En el hotel, desayunamos

con los jugadores de Ben Hur de

Rafaela. Hubo uno que se acercó a

saludar a Lai, le dijo que le gustaban

mucho los cuentos de terror. Lai le

agradeció.

Lai dice que quiere mostrarnos la casa de la última

mujer de su padre. En el corto trayecto junto

fuerzas, tengo que estar preparado para lo peor.

Subimos al auto, doy la marcha y

emprendemos la partida.

Volvemos a entrar al pueblo, Lai pide

volver al hotel.

Estamos en la ruta, pasamos el cartel

de bienvenidos a Camilo Aldao.

Pongo el CD de la chica del kiosco de

la Terminal. Coincidimos en que

canta muy bien. El cuarto tema es

“América”, con Leo sumamos nuestras

voces, más por descargar tensión que

por otra cosa. Cantamos para el orto.

Nos reímos. El clima, adentro del auto

mejora. Llegamos al cruce de rutas

que nos lleva a Corral, freno, ruta

libre, giro a la derecha.

Ni bien entramos a Corral de Bustos,

Nos fuimos de la ciudad tapados por

el agua. Desde que salimos no para

de llover.

Un camión nos lleva con su spray de

cola. Después de quince minutos me

animo a pasarlo.

Manejar con lluvia es una mierda. Por

suerte, adelante, parece que aclara.

Lai, en el asiento del acompañante,

hace rato que mira el reloj en su

muñeca y los mojones de la ruta con

los kilómetros que restan a Buenos

Aires. Entre evocación de anécdotas,

ajusta sus estimaciones de arribo.

Avanzamos al claro del día, el que nos

lleva a Buenos Aires. Atrás dejamos

las nubes, la lluvia y Camilo Aldao. <

Juan Guinot nació en Mercedes, Pcia. de Buenos Aires, en 1969. Su novela 2022 La guerra del gallo

(Talentura, España) fue finalista del premio Celsius Semana Negra de Gijón 2012.

253


Un obrero de las pirámides

Una conversación en la que Laiseca revela su familiaridad con

lo monstruoso y, también –o lo que es lo mismo–, su costado

más noble.

POR EDGARDO SCOTT

FOTO ALEJANDRA LÓPEZ

Cuando uno se acerca a Laiseca

siente miedo. Es un miedo

extraño, pero evidente y

legítimo. Laiseca lo domina y

encarna; es su instrumento y su

yunque. No se trata solo de su

humanidad gigante, tampoco de su

mirada, a la vez bondadosa y

perversa; no creo que asuste lo

suficiente el hecho de que haya

escrito la novela más extensa de la

historia de la literatura argentina. El

miedo en Laiseca –el terror, como él

mismo lo explica– viene de otra

cosa. Viene justamente de eso que

ignoramos, pero que en cualquier

momento nos podría soplar buh, en

nuestras orejas. Y reírse, como se

reían los malvados y los monstruos

de las películas en blanco y negro.

Porque “los monstruos existen

—explica— en serio y todos lo

sabemos. Oír cuentos horripilantes es

familiarizarnos con lo terrible. Así

cuando el Espanto Penúltimo llegue

(cosa más que probable), estaremos

preparados.” Tal vez no sea casual

que la teoría lacaniana se funde

sobre el fantasma. Y que lo Real, a

su vez, no sea otra cosa que una

vacilación fantasmática, un instante

definitivo, donde el mundo muestra

sus cuencas vacías.

Entrevistamos a Laiseca en un par de

ocasiones. En la segunda, su salud

estaba bastante deteriorada. De

hecho, el día anterior, se había caído

y lastimado. Nos dio pena su manera

de trasladarse. Pero tratamos de ser

fieles a Wilcock: “Describir a los

hombres es una manera de ejercer la

compasión”. Laiseca lo sabe, y por

eso describe a los hombres, y les

injerta monstruos. Ningún hombre

que se precie de tal está a salvo de su

lado monstruoso. Jeckyll no es

254


Jeckyll sin Hyde. Los hombres sin

monstruo serán, podría decir Laiseca,

niños. Hablamos dos tardes con este

hombre, con este monstruo de la

literatura argentina. Trataremos de

reponer su voz dulce, su ironía, las

frases lúcidas, depuradas de

cualquier otra intención que no sea

traficar la verdad y la belleza.

EA: Sabemos que te suelen decir el

Conde. Encontramos a su vez un eco

aristocrático en tu obra.

AL: Por parte de madre, nosotros

éramos duques. En la ciudad de

Milano. Nuestros enemigos, los

Visconti —que también eran duques—

nos hicieron la guerra (y nosotros se

la hicimos a ellos) hasta quedar casi

exterminados los dos. Entonces a los

Visconti (Luchino Visconti debe ser

heredero) no se les ocurrió mejor

idea que contratar condotieri. O sea,

soldados de fortuna. Los Sforza.

Claro, yo estoy acá vivo, delante de

ustedes, de puro milagro.

EA: ¿Y por qué era la pelea?

AL: Había una pelea entre los

partidarios del emperador y los

partidarios del Papa. Nosotros

éramos partidarios del Papa, porque

era la única manera de ser

nacionalistas. Los partidarios del

emperador eran partidarios de

un emperador extranjero; el

emperador alemán…

De golpe, suena el teléfono.

Nosotros, que nos sentíamos frente a

Marlow hablándonos de Kurtz, nos

vemos sacudidos por un auténtico

ruido. Es Sebastián Pandolfelli.

Sebastián llama para ver cómo está

el Conde después de la última caída.

No le podemos pasar el teléfono a

Laiseca porque el aparato no es

inalámbrico, y por lo que vemos

255


—parece una ofensa suponerlo—

Laiseca tampoco tiene celular. Ahora,

no entonces, detenidos en esa

habitación estrecha, pienso en Luis

Chitarroni. Recuerdo un intercambio

de correos por esa maravilla que es

Peripecias del no. Y un mail de

Chitarroni donde me explicaba algo

de su programa e intención: “¿Vale

la pena ser ordenado cuando las

interrupciones desordenan incluso el

azar?”. Digo que ahora yo lo llamo a

Pandolfelli desde mi celular y se lo

paso a Laiseca. Hablan. Se quieren.

“Hola, lugarteniente, —comienza

Laiseca— ando mejor, mirá”. Laiseca

le pide que, dada su condición, por

favor lo llame al otro día, y

pero se volvió loco cuando murió

Mamá. Totalmente loco… Les decía,

los Sforza pensaron: ¿por qué les

tenemos que dar el poder a estos

pelotudos de los Visconti?... Llegaron

a ser reyes de Italia, los Sforza.

EA: Hay una fascinación con la

guerra y con la estrategia militar en

tu obra.

AL: Sí, la he estudiado mucho. Leía

libros de ciencias militares, de la

biblioteca del oficial. Todo eso me

sirvió después para escribir mi

novela (alude a Los sorias).

EA: ¿Hiciste el servicio militar?

AL: No, pero para compensarlo me

ofrecí como voluntario para la

guerra de Vietnam. No me aceptaron

“Basta que me hagas buh –gestualiza-,

para que yo retroceda espantado. Por eso quería

ir a Vietnam. Pensaba: o vuelvo a casa dentro

de una saca verde, o vuelvo purificado.”

Pandolfelli dice que al otro día, si no

esa misma noche, irá a visitarlo.

Tal vez no sea extraño, pero a

regreso del llamado, de su origen

aristocrático, del pasado y del

norte de Italia, la conversación va

hacia lo personal.

AL: Pero Mamá no tenía nada de

aristocrático; era una mujer simple.

Mi madre murió cuando yo tenía tres

años; he hecho una reconstrucción

de ella…

EA: ¿Y tu padre?

AL: Papá era un poco más complejo,

(de la Embajada norteamericana me

sacaron cagando); le mandé

entonces, como último acto

desesperado, una carta al presidente

Johnson, que nunca me contestó…

EA: ¿Cuáles eran tus razones para

pelear?

AL: No era correr aventuras. Ni mi

anticomunismo (siempre fui

anticomunista, pero no era por eso).

Toda la vida yo he sido muy

miedoso. Un miedo que me encajó

mi padre. Él era muy brutal y muy

injusto. Porque estaba loco. Lo he

256


perdonado de todo corazón, pero

tuve que sufrir mucho con él.

Entonces me dejó ese miedo.

Constante. A todo. Basta que me

hagas buh —gestualiza—, para que yo

retroceda espantado. Por eso quería

ir a Vietnam. Pensaba: o vuelvo a

casa dentro de una saca verde o

vuelvo purificado.

Lo que le dio a Laiseca sus cinco

minutos de fama, su mayor

visibilidad y popularidad fue el ciclo

televisivo de I-Sat, dirigido por

Gastón Duprat y Mariano Cohn,

Cuentos de terror. Todavía están,

con miles de visitas, los videos en

Youtube. Laiseca fumando, sentado

en la oscuridad, bajo una lámpara

oscilante, narrando cuentos clásicos

de terror (“El gato negro”, de Poe;

“La pata de mono”, de Jacobs; “La

gallina degollada”, de Quiroga). En

ese programa se divisó otro matiz de

su figura de autor. Es que el

narrador oral que Laiseca encarna

tiene algo justamente de los

narradores de Edgar Allan Poe.

Hombres solos y atormentados que,

a pesar de sus buenas maneras y su

educación, no han podido evitarse

un destino insano y atroz. “Tengo la

pretensión de que se crea la locura

que voy a contar”, empieza, en una

de las entregas. Lo que en sus libros

está borroneado y mejorado por la

aparición del humor, del absurdo, y

el lenguaje político, en el ciclo

televisivo debe encarnarlo él mismo.

Las historias son directas. Terribles.

Dramas clásicos. Pero lo que vuelve

menos ingenuo, lo que les da el

carácter contemporáneo a esas

narraciones, es ese hombre enorme y

muy raro que las cuenta. ¿Debemos

tomar en serio esos relatos?

¿Debemos reírnos? Como sucede con

los textos de Laiseca: todo a la vez.

En ninguno de los frentes se debe

bajar la guardia. En esa tensión,

Laiseca sabe asumir y narrar el ojo

informe de lo Real. Conoce el

secreto de Flaubert, que tras la

inolvidable y aterradora muerte de

Emma, vuelve sobre el ladrón de

papas del cementerio y sobre el

farmacéutico y su fortuna hecha con

préstamos clandestinos.

EA: ¿Leías ya de chico cuentos de

terror?

AL: Sí, sí. Papá en realidad me había

prohibido los cuentos de terror,

porque decía que yo me asustaba y

no sé qué… Bueno, es el precio que

tenés que pagar (asustarte), por el

placer de esta vaina. Entonces yo

los leía a escondidas. Mirá que

nunca le mentí a mi padre. Él me

había adiestrado así, para

manejarme mejor… pero acá no le

daba bola. Sí, leía toda clase de

libros. Papá fue el que me inició,

cuando me pasó El fantasma de la

ópera, de Gastón Leroux. Desde ese

momento en que lo leí, tendría 16,

17 años, ¿cuántas veces lo he leído?

Le hice un homenaje en Sí, soy

mala poeta, pero..., donde lo

reescribo respetando todo. No

entero, pero sí como si fuera un

guión posible, para demostrar que

se puede hacer. Las adaptaciones de

El fantasma de la ópera las he visto

todas. Desde la muda con Lon

Chaney hasta la de 1982. La que

257


más respeto es la muda. Yo lo que

quise demostrar es que si se quiere,

se puede hacer a la vez una obra

taquillera y que respete el libro

original de Leroux.

Después hay obras que me han

acompañado toda la vida. Algunas las

he leído veinte veces cada una. Porque

algunas me gustaban muchísimo pero

no las podía entender del todo. El lobo

estepario, por ejemplo: parece fácil

pero es de lectura muy dificultosa.

Hay cosas que no se entienden así

nomás. El arco iris de gravedad, de

Thomas Pynchon.

EA: ¿Cuándo empezaste a escribir?

AL: Cuando estaba en la universidad,

estudiando Ingeniería Química, que

me había obligado papá —el padre de

Laiseca era médico—. Después de tres

años, le dije que no era lo mío. No

nos hablamos por un tiempo.

Laiseca se agita, se cansa y se aburre

con facilidad. También lo cansa y lo

desanima el presente, al que ve cada

La hija de Kheops. Archivo Claudio Golonbek.

258


vez más vulgar y menos ambicioso.

En eso y en su anticomunismo,

Laiseca es, acaso contra lo que el

espíritu de su obra declara,

completamente borgeano. Sus

Poemas chinos son una hermosa

muestra de esa añoranza, por un

el faraón regía los ciclos climáticos)

fue también un tirano que sacrificó a

cientos de hombres para la

construcción de la Gran Pirámide.

Pero por otro lado, sabemos que

Laiseca miente. O dice una verdad a

medias. No sería mala idea para un

Lo cansa y lo desanima el presente,

al que ve cada vez más vulgar y menos

ambicioso. En eso y en su anticomunismo

Laiseca es, acaso contra lo que el espíritu de su

obra declara, completamente borgeano.

mundo antiguo donde belleza y

experiencia estuvieran entrelazadas.

También el amor: “No hay falta ni

arrepentimiento en buscarte/solo el

peligro de la impaciencia que a veces

me conduce al lago/con sus espejos

parlantes y risas salvajes”.

Tal vez por ese clima de epílogo, un

rato después, le hacemos esta

pregunta.

EA: ¿En qué época te hubiera

gustado vivir?

AL: En la cuarta dinastía egipcia.

EA: ¿Por qué?

AL: Porque ahí se construyeron

las pirámides. Me hubiera gustado

ser obrero…

EA: Pero obrero de una grandeza…

Porque obrero fuiste, ¿no?

AL: Sí, pero no trabajé en ninguna

pirámide.

En verdad no la hubiera pasado tan

bien. Keops, como todo monarca

absoluto e investido de una fe

religiosa (los egipcios pensaban que

artista plástico y para un homenaje.

Disponer todas las ediciones de todos

los libros de Laiseca, los propios y los

míticos, enfundados en papel de

diario; y apilarlos con esa forma. Con

forma de pirámide. Los sorias serían

piedras o ladrillos más que dignos. La

arena no sería difícil de conseguir. Tal

vez sí desviar el Nilo, invertir el paso

del tiempo, y que si, incluso, todo eso

fuera posible o al menos verosímil, y

Laiseca tuviera enfrente a las gigantes

trillizas rubias, a Keops, Kefrén y

Micerino, pero hechas con sus

páginas, el inventor del realismo

delirante no huyera aterrado.

Aunque su miedo, después de leerlo

bien y conocerlo, adquiere una

forma idéntica al miedo de Poe, que

no es otro que el miedo que supo

cantar Borges con su poema: “Temía

la otra sombra, la amorosa, las

comunes venturas de la gente; no lo

cegó el metal resplandeciente ni el

mármol sepulcral sino la rosa”. <

259


La mesa vaticana

Selva Almada no es solo una de las alumnas y discípulas más

talentosas y reconocidas que surgieron del taller de Alberto

Laiseca, sino que es una de las contadas personas que aún

hoy integra su círculo íntimo. La confianza, la admiración y el

cariño entre los dos se hallan arriba de la mesa.

POR SELVA ALMADA

FOTOS ARCHIVO CLAUDIO GOLONBEK

B

uscamos algo sobre la mesa

vaticana, como Alberto Laiseca

llama a su escritorio. Un

mueble de grandes proporciones,

acorde al tamaño (y al desorden) de

su dueño, que pasa gran parte de su

día apoltronado frente a él. Lo ayudo

a buscar y los dos sabemos que es

inútil: en la mesa vaticana las cosas

desaparecen durante años; a veces

para siempre, a veces para aparecer

cuando ya no son necesarias.

El escritorio es antiguo, de una

madera noble. La superficie se

pierde (la mesa vaticana se pierde

en la propia mesa vaticana) bajo

libros, cajas de medicamentos,

bolsas con cajas de medicamentos

vacías, ceniceros, atados de

cigarrillos que del atado solo

conservan el papel metálico: desde

que empezó la morbosa campaña

que ilustra el packaging con fotos

de moribundos, pulmones

carbonizados, fetos azules por la

falta de oxígeno, Lai les saca el

envase y solo deja la cobertura

plateada para que los cigarrillos

sueltos no se le pierdan en ese

maremágnum de objetos. También

hay papeles: escritos con su letra

enorme de imprenta y otros en

blanco, pero casi todos amarillentos,

con manchas de mate o café o con

los círculos de humedad que deja un

vaso cuando se lo apoya. Y una

botella de cerveza y una botella de

agua y facturas de servicios a pagar.

Entre esos papeles escritos se

ocultan los borradores de los

primeros capítulos de La puerta del

viento, la novela que está

escribiendo, la que le debe a su

juventud, su versión de la guerra de

Vietnam, quizá la única manera de

poder dejar definitivamente alguna

vez su propio Vietcong. Y un cuento

que acaba de escribir para olvidarse

que es verano y hace calor, para

protegerse de los chichis que

fermentan en la canícula como la

levadura, para espantarlos,

mantenerlos a raya, para que

vuelvan a la zona indefinida de la

oscuridad adonde pertenecen. El

cuento se llama “La zombie blanca

que tenía las tetas negras”.

Unos años atrás jamás me hubiese

atrevido a tocar nada de lo que hay

sobre el escritorio. Y si, de comedida

260


261


o de distraída, hubiese amagado

cruzar ese límite, Laiseca me habría

detenido. No le gusta que nadie

toque sus cosas. Sin embargo, con

los años me he ganado ciertos

derechos: este de meter mano en su

mesa vaticana, o decirle que abramos

la puerta que da el patio así se

ventila el pequeño dos ambientes

donde vive, o sugerirle que se quite

ese chaleco porque la sensación

térmica marca 35° y, con chaleco,

creo yo, el verano húmedo de Flores

es más difícil de atravesar.

programa de I-Sat. Y, por supuesto,

algunos papeles con apuntes. Pero

había lugar suficiente para que

nosotros apoyáramos nuestros

propios papeles y hasta brazos,

codos, cabezas para escucharlo leer.

Es un lector formidable e

instintivamente nos acomodábamos

así, como nenes dispuestos a oír

una historia.

No sé en qué momento el escritorio

fue convirtiéndose en la mesa

vaticana, como no sé en qué

momento el erguido, enérgico y

No sé en qué momento el escritorio

fue convirtiéndose en la mesa vaticana,

como no sé en qué momento el erguido,

enérgico y siempre altísimo Lai se fue

convirtiendo en este gigante gruñón al que cada

vez le cuesta más abandonar su cueva.

Conocí su mesa vaticana recién

cuando se mudó a Caballito, tras la

muerte de su última mujer. Antes,

en el hermoso departamento que

compartían en San Telmo, su

escritorio estaba en otra habitación

a la que los discípulos no

teníamos acceso. Pero ya en

Caballito todo: escritorio, cama,

bibliotecas, gatos y alumnos

convivimos en el mismo espacio.

Ahora que lo pienso, durante

muchos años, ese escritorio estuvo

bastante despejado: solo algunos

pocos libros que Laiseca usaba para

preparar Cuentos de terror, su

siempre altísimo Lai se fue

convirtiendo en este gigante gruñón

al que cada vez le cuesta más

abandonar su cueva. Cuando uno

comparte tantos años con alguien,

los años, justamente, dejan de ser

una medida exacta del tiempo, se

van diluyendo, mezclando,

empezamos a olvidar el momento

exacto en que tal cosa.

La mesa vaticana, como todo

mueble de prosapia, merece una

silla acorde. La silla que acompaña

a la mesa es fuerte, enorme, con

apoyabrazos. Le decimos “el trono”.

En el trono y frente a la mesa, el

262


Conde descansa sus asentaderas

gran parte del día.

Nos rendimos: eso que buscamos no

va a aparecer esta noche. La Chop,

la única gatita que le queda desde

que, en un año, perdió a su otra

gata, la Greta, y a sus dos perros

akita, Kendo y Kazu, salta sobre la

mesa y revuelve con sus patas el

alboroto de cosas y papeles que

armamos en nuestra búsqueda, como

si quisiera ayudarnos a devolverle el

orden, su desorden natural, mejor

dicho, a la mesa. Después de dar

algunas vueltas, se sienta debajo del

velador, metiendo la cara bajo la

pantalla, levantándola hacia la

bombita encendida, entrecerrando

los ojos, como una damisela

bebiéndose todo el sol de este

tórrido verano.

Este verano, pese a todo, es mejor

que el anterior. El año pasado Lai

estuvo internado algunos meses por

una caída en un hotel de Rosario

que le provocó una fisura de cadera.

Fue largo aquel verano para él.

Tendido, inmóvil en la cama para

que soldara el hueso, sin televisión,

leyendo y mirando cómo transcurría

el día por una pequeña ventana. Sus

discípulos íbamos a verlo todos los

días, nos turnábamos para que

nunca le faltase un poco de

compañía diaria; de acuerdo a las

ocupaciones de cada uno íbamos a

la mañana o a la tarde, en los dos

horarios permitidos. Era el paciente

que más visitas recibía. Un día, una

de las enfermeras, asombrada de

encontrarlo todos los días

acompañado, le dijo: usted parece

una religión.

Cuando dejamos de buscar eso que

no encontramos, Lai me pasa el parte

de encargos de la semana: servicios

que pagar, facturas que entregar,

correos que responder, medicamentos

que comprar… anote, anote, me dice

todo el tiempo, desconfiando de mi

buena memoria. Aunque es un

negado de las computadoras y de

internet, con los años fue

incorporando algunas nociones y

aceptando algunas ventajas de la

tecnología: él no mete las manos ahí,

soy yo quien hace el trabajo sucio,

quien pacta con el Príncipe de las

Tinieblas, según él, padre de la

computación y las comunicaciones

electrónicas. Pero se fue dando

cuenta de que algunas bondades

tiene, así que además de decirme:

mande un mail a tal, cuando tiene

alguna presentación en alguna parte

siempre me pregunta: ¿Ya lo subió al

blog, Chanchín?

Una vez que termina de pasarme la

lista de mandados, lo primero que

hacemos cada lunes a la noche

cuando llego a su casa, Lai se

distiende como quien se saca un

peso de encima. Se recuesta en el

trono, prende un cigarrillo, me

sonríe como el monstruo amable que

es y me dice:

-Qué alegría verla, querida.

Y sí, qué alegría verlo, Lai Lai. <

Selva Almada nació en Entre Ríos en 1973. Es autora del libro de poemas Mal de muñecas, los

cuentos de Niños y Una chica de provincia, y las novelas El viento que arrasa y Ladrilleros.

263


Un Big Bang llamado Laiseca

Miguel Vitagliano aborda, en este breve ensayo, la obra de

Laiseca a partir de algunos de sus engranajes centrales. Entre

ellos: la literatura como máquina del tiempo, y como espacio

de poder.

POR MIGUEL VITAGLIANO

FOTO MADRE TIERRA EVANS KURCHAN

I

Ella duda: la invitaron a viajar a

Brasil con una banda de música de

verdadera ruptura, utilizan como

instrumentos solo armas de guerra y

le han ofrecido tocar la

ametralladora. Duda si irse con ellos

o acudir al llamado del Gordo, un

escritor que acaba de salir del

neuropsiquiátrico.

Ella se llama Cecilia y el Gordo Sotelo

suele escribir cosas como esta: “De

cualquier forma todos caemos. En

público o en privado. ‘Estamos para

eso’, como dicen los policías (y los

soldados). Estamos para gastar los

restos de nuestra juventud con las

mujeres que menos nos convienen”.

Un maestro esotérico y amigo de

Sotelo le revela que lo de la

internación fue porque las chichis lo

tienen manijeado. Que desde los

tiempos de Babilonia se viene librando

una guerra silenciosa, solo invisible

para los incautos espirituales, por

controlar hasta el último recodo de la

vida; miles de años atrás los

babilonios habían llegado a

desarrollar una tecnología capaz de

superar las más diversas calamidades

colectivas y las enfermedades, pero los

brujos los infiltraron para carcomerlos

por dentro, aunque persisten los focos

de resistencia.

Todo está en las páginas de El jardín

de las máquinas parlantes (1994), sin

embargo en la mayoría de las

narraciones de Laiseca aparecen

chichis y manijeados. Unos son seres

extraños capaces de alojarse en

cualquier artefacto doméstico, aunque

también son chichis los brujos que

convocan chichis para manijear a sus

enemigos. Buscan habitarlos y

moverlos a su antojo, comerles la

cabeza, capturarlos, empastarles el

264


265


deseo, darles máquina,

paranoiquearlos. Es en Matando

enanos a garrotazos donde aparece

por primera vez el manijeado, en el

relato “El jardín de los monstruos

magnetofónicos”: el doctor

Kaltenbrunner comenzó a

experimentar en un campo de

concentración nazi con unas plantas

que se alimentaban, exclusivamente,

con los alaridos de las víctimas

mientras se las interrogaba o eran

objetos de pruebas científicas. El libro

fue publicado en septiembre de 1982.

Ya desde entonces Laiseca hablaba de

que lo que hacía era “realismo

delirante”, sin nunca alejarse de esa

definición que no ha dejado de variar

en los oídos de los interlocutores.

“Creo en la verdad, creo en la

realidad, pero siempre conviene ver a

la verdad y a la realidad en la cuerda

floja del delirio, ¿comprendés? Por

eso lo mío es realismo delirante, para

ver mejor a la realidad, no para

ocultarla” 1 , decía un año atrás.

Alaralena, un escritor amigo de

Sotelo y alter ego de Laiseca: “Mi

delirio realista (o, si se prefiere:

realismo delirante) es la única ciencia

pura, en la obra, y ninguna posición

es más odiada que esta por el público.

Implosión, sí, con reducción de masa

y una fabulosa liberación de energía”.

Aforismo de Sotelo: “El asco también

cumple una función social”.

Laiseca no vacila. Hay una

exactitud ostensiva en la

descripción de cada máquina, teoría

o elucubración que presenta en sus

narraciones. La hipérbole es su

figura. Todo se vuelve enano ante el

escritor que mide por metros las

lecturas de lo que investiga para

cada narración y que mide por

multiplicación de páginas lo

descomunal de sus novelas.

II

A mediados de los noventa, en la

presentación de El jardín de las

máquinas parlantes en el ICI, Alan

Pauls destacaba el poder de “las

frasecitas-Laiseca”. El diminutivo no

tenía otra función que poner foco en

el efecto implosivo de un estilo: el

extremo de exactitud en ese realismo

delirante, tensado en un lenguaje que

escapa de donde se pretende ubicarlo.

En la misma línea Fogwill había

escrito años antes, en un relato propio

del 83, que Laiseca “enchufaba

palabras de un léxico legítimo, pero

inesperado en el contexto del relato”.

Y en el prólogo a la reedición de

Aventuras de un novelista atonal

(1982; 2002) destacaba el modo en

que Laiseca “sabía librarse del tono de

una época” y que desde los primeros

ochenta persistió en su desmesura

temática y una particularísima lengua:

“No escribe con la lengua hablada

—ese artificio magistral del grado cero

del decir— sino con la lengua natural

de la literatura, que, en la parodia,

remite permanentemente a la épica y

a los orígenes de la novela”.

Fogwill no decía liberarse del tono, ¿o

1 Entrevista de A.Vázquez y J.Millonschik, http://dormirypedalear.blogspot.com.

266


fue un error tipográfico? Liberarse del

tono sería creer que puede haber

libertad cuando uno depende de otro,

aun cuando lo que se pretenda sea

tomar distancia de ese otro. Liberarse

de un tono-amo es seguir hablando la

lengua del amo. Librarse del tono

resulta menos ilusorio, es una

posición activa y no reactiva. Define

la distancia que existe entre escapar y

salir. Una decisión que ya estaba en

movimiento en los relatos de Fogwill

y Laiseca de los ’80.

El Gordo Sotelo ve pasar a Borges

seguido de una bandada de cururuses,

flamenkos y otro tipo de chichis.

Alaralena dice que hay reyes y reyes

de reyes en la literatura

latinoamericana, pero que en el

ajedrez el rey es apenas un peón con

movimientos privilegiados. Que los

verdaderos gobernantes del mundo

son los que pueden desplazarse en las

más diversas direcciones. Como el

caballo, pieza mágica y esotérica.

Aforismo de Sotelo: “¡Ser feliz debe

ser algo increíble! Como un objeto

autónomo, con motor propio, que no

depende de las fuerzas inerciales”.

III

En las novelas de Laiseca hay chichis

y pensiones, mundos alquilados en

los que alguno siempre tiene la

manija, la palanca del secreto para

mover la rueda de la polea. El

mundo da vueltas y tiene su centro

en todas partes.

Doña Clota es la dueña de la pensión

en la que vive “el novelista atonal”.

Ella ha desarrollado un sistema de

estadísticas exhaustivo para ganar al

Prode. Alimenta un archivo en el que

cada jugador y cada director técnico

tienen su legajo. Allí están todos los

detalles que considera pertinentes

para evaluar los distintos equipos del

campeonato. Si un individuo está

casado, si tiene hijos, si las revistas

hablan de él, si se desempeña bien

bajo la lluvia, si modifica su ánimo

ante cambios políticos… Un servicio

de inteligencia condensado. Sí: una

mónada de la sociedad de control, o

de la sociedad del espectáculo.

Los mundos de las novelas de Laiseca

son literales, letra por letra; el mundo

que está por fuera apuesta en cambio

al impacto del conjunto, a lo que

parece ser a la distancia. Por eso la

escritura de Laiseca es “atonal”, no

solo prescinde del tono de una época,

prescinde de lo definido por el tono

(regla musical): ese lenguaje que

construye un sentido único para la

melodía y los lazos armónicos. Como

en ese pasaje en que “el novelista

atonal” está en una situación íntima

con una mujer: “Él creyó que era un

chiste. ‘¿Y eso?’ ‘Nada, mi cielo —dijo

ella, con voz impresionante a través

de los metales—. ¿No querías una

madre castradora? Bueno. Pero yo te

voy a castrar en serio, no como una

manera psicoanalítica de decir’. Ya en

la cama, ella depositó sobre su

entrepierna la traducción de un beso”.

La traducción de un beso tampoco es

un beso. El tono es lo que define cómo

debe entenderse una manera de decir.

El tono define lo que se debe tomar

como posible y en lo que se debe creer.

Alaralena: “Ni la física teórica es una

ciencia exacta. Todo el Universo se

267


visualiza con interpretaciones

parciales, correctas solo para un

determinado entorno. Trabajamos

nada más que con pedazos de materia,

en la esperanza de que las leyes

permanezcan iguales a medida que

nos vamos alejando de la región”.

Laiseca está convencido de que la

literatura es la única máquina del

tiempo. Los libros expanden viajes,

acercan civilizaciones dispares y

distantes, a veces es el antiguo Egipto

o China o la ciudad de Buenos Aires

transfigurada en una toponimia

azteca. La lengua viaja de un lado a

pasadizos, todo estaba construido de

papel. Hasta hacía momias con tiritas

recortadas y fabricaba sarcófagos con

cajas de chicles Adams que tenían

una ventanita traslúcida en celofán.

“El mundo de las figuritas era mi

único espacio de poder, imaginario,

por supuesto”, dice Laiseca. “Frente a

esa misma sensación de impotencia,

frente a las humillaciones, el único

modo de encontrar un espacio de

poder, otra vez imaginario, es dentro

del mundo de la ficción”.

Laiseca se volvió personaje de otro,

una figurita de papel, digamos, en

La lengua viaja de un lado a otro, se entromete,

carga con los mundos leídos hacia el mundo que

escribe, pero ella es su propio tono, su única regla.

otro, se entromete, carga con los

mundos leídos hacia el mundo que

escribe, pero ella es su propio tono,

su única regla. ¿Una máquina del

tiempo o una máquina que olvida el

tiempo? La literatura viaja a través

del tiempo que la lengua olvida.

IV

Cuenta Laiseca en una entrevista con

Graciela Speranza (Primera persona,

1995) que de chico inventó una suerte

de máquina imperial para jugar:

recortaba personajes de las revistas y

formaba ejércitos. Cuando le faltaba

algún integrante, lo dibujaba y le

pegaba una cartulina detrás para que

pudiera afirmarse de pie. Era una

máquina tan novelesca como literal:

los personajes, los castillos, torres y

aquel relato de Fogwill del ‘83, “Help

a él”. Pero como en el juego, su

figura se recorta de una realidad, es

un objet trouvé que entra en otro

espacio que ya no puede ser como

hasta entonces. Alberto Laiseca se

llama en “Help a él” Adolfo Laiseca

pero sigue siendo el autor de los

cuentos de Matando enanos a

garrotazos. Y como “Help a él” es

una relectura de “El Aleph”, Laiseca

también es Carlos Argentino Daneri.

Sí, librarse de Borges, del tono-

Borges, no de Borges, no de Dante ni

de Virgilio, no de la literatura

convertida en máquina parlante; de

lo que se trata, en todo caso, es de

entrometerse en sus engranajes.

Y Fogwill es un personaje de El

jardín de las máquinas parlantes que

268


comenta: “Estoy leyendo los Poemas

chinos de Alaralena, un amigo mío.

Muy superior ese librito de

admirables poemas chinos apócrifos

a su gigantona y gigantista Los

sorias. Demasiado larga, para mi

gusto. Yo le suprimiría partes”.

Los chichis, lo sabemos, son capaces

de meterse en los más insulsos

aparatos electrodomésticos. Acaso

atento a esa verdad de la ficción,

Laiseca se propuso redoblar el alcance

de su máquina y contar relatos de

terror en un canal de televisión por

cable al comienzo del nuevo siglo.

Relatos de distinta procedencia, muy

diversos entre sí y que contaba como

una máquina parlante que alguna vez

los había deglutido y que se

complacía en interpretarlos a través

de su narración. Interpretar en el más

amplio sentido. Una fábrica parlante

soltando el humo de un cigarrillo, un

narrador oral en la conquista de una

máquina visual, ¿podría no leerse el

gesto como una avanzada de la

voluntad imperial de Laiseca? ¿No

son esos cuentos partes del engranaje

de la máquina-Laiseca?

Es indudable que una nueva relación

entre los escritores argentinos y los

medios audiovisuales ha comenzado

con Laiseca. Y que dio otra vuelta

con su actuación en la película El

artista (2010), de G. Duprat y M.

Cohn. En la película, Laiseca es un

pintor internado en un geriátrico al

que un enfermero le roba sus

trabajos y los vende, obteniendo un

éxito descomunal de críticas y

ventas. Laiseca hace de un pintor

llamado Romano, un nombre que no

puede oírse sin saltar en el tiempo y

pensar en las civilizaciones de las

ficciones del otro. Romano dibuja,

hace gestos, traza líneas con lápices,

biromes, pinta con sus manos, y solo

pronuncia una palabra, pucho.

Los críticos llegan a calificar sus

trabajos como “Art Brut”, aunque

ninguno conoce la identidad del

auténtico artista. Los espectadores,

en cambio, conocen ese detalle pero

nunca han visto alguna de sus obras.

La película evita mostrarlas, en todo

momento coloca los cuadros en la

posición del espectador. Aun así, las

cualidades del arte de Romano no

quedan libradas al azaroso gusto de

las opiniones, algo parece haber

objetivamente en esos trabajos,

porque los críticos, en un momento,

pueden distinguir a la perfección “un

falso Romano”. ¿Una reivindicación

de la crítica en un tiempo

empecinado en anularla?

Sotelo escribe: “Los procesos

humanos se pueden resumir en una

frase reversible: unificación de la

soledad, viceversa, soledad unificada”.

Los jóvenes lectores de Laiseca, los

que nacieron después de los ochenta,

suelen llamarlo El Maestro o Lai.

Para otros, Laiseca sigue siendo una

máquina completa, irreductible a

cualquier chichi. <

Miguel Vitagliano nació en Floresta, Buenos Aires, en 1961. Publicó, entre otras, las novelas Los ojos

así, Vuelo triunfal, La educación de los sentidos, Cuarteto para autos viejos y –recientemente-

Tratado sobre las manos. Es profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires.

269


La operación Laiseca

Un autor que irrumpe, que a menudo se vuelve difuso, y que

retorna desde la prepotencia de los medios audiovisuales.

Una figura de autor que se afirma en las bajezas de la cultura,

en lo popular, y que construye su propio mito entrando por la

puerta de la locura y del delirio.

POR GUIDO HERZOVICH

“Ahora por fin comprendo que solo el delirio nos hará libres”.

(Aventuras de un novelista atonal)

El artista, de Cohn y Duprat.

270


El arte del elogio

A Laiseca le gusta imaginarse que sus

libros, los libros que ha acumulado,

son como ejércitos formados para la

batalla. Por eso los tiene

uniformados, forrados todos con

hojas de papel —no hay nada más

barato— que con el tiempo han

virado al amarillo. Laiseca debe posar

a menudo frente a su biblioteca,

como suele ocurrirle a la mayoría de

los escritores; pero esta imagen

mítica, mezcla de automatismo e

ideología, da en su caso unas fotos

más bien inquietantes. Enseguida el

fotógrafo se hace a un lado y entra

en escena el entrevistador, que dobla

la foto preguntándole, como es de

rigor, qué lecturas lo marcaron. ¿Pero

qué se esconde en esos volúmenes?

¿Le vamos a creer que los forró para

que no se los roben?

Hace poco más de una década, casi

dos metros de figura y veinte

centímetros de bigote que Laiseca

había mantenido, como es habitual en

el oficio literario, mayormente en la

esfera del contacto entre personas,

entraron a Fantasy por un portal

extraño. Fantasy, como todo el mundo

sabe, es un lugar del que nadie puede

regresar; y a él, por otra parte, esta

dimensión parece sentarle

maravillosamente. Junto con Laiseca

se coló un género —el cuento, o habría

que decir tal vez el relato— y algunos

autores: Poe, Lovecraft, Saki, Quiroga.

Desde entonces uno y otros quedaron

adheridos al narrador que les daba

voz, y de algún modo nueva vida.

Después de todo, a pesar del relativo

apogeo de la narración oral en los

años inmediatamente anteriores, que

probablemente ya había probado la

eficacia de este género y estos autores

a tal fin, fue Laiseca el que los

difundió con más éxito.

El programa se llamaba “Cuentos de

terror”, salió en cable por I-Sat, y le

abrió a Laiseca un público nuevo, que

excede con mucho la limitada

audiencia con posibilidad de acceder

(por una variedad de razones que no

caben aquí: el tiempo en El Ansia

también es tirano) a una narrativa

como la suya. Desde entonces,

arrastrando su cuerpo jurásico con

salud declinante, Laiseca recorre las

carreteras suburbanas invitado a

contar cuentos. Otros van de pueblo

en pueblo vendiendo seguros o

productos de limpieza. O cantando

tangos. Laiseca cuenta cuentos de

terror, acaso fantásticos, o de

misterio; se diría que trae a escena las

seducciones arquetípicas de la

literatura, o tal vez convendría decir

—otra vez— del relato: la ansiedad

intelectual que acompaña el

despliegue del conflicto, el goce

masoquista de la postergación, el

éxtasis del clímax. “¡Cuéntese uno de

Maupassant, Maestro!” Así

imaginamos a los preadolescentes de

las primeras filas, arriados hasta el

salón de actos en la hora de

matemática. “¡Uno que sepamos

todos!!” (sonido de vuvuzelas...).

Desde entonces la prosa de Laiseca

—esa prosa salvaje, delirante, procaz, a

veces arcaica, a menudo brillante, casi

siempre amable y en general muy

divertida— quedó relativamente

271


opacada por la voz cavernosa, el

bigote raleante pero aristocrático, los

dedos largos de uñas amarillas y la

columna de humo característicos del

cuerpo que comparte nombre con

aquella prosa. Ocurrió lo que es propio

de la imagen en la época de su

reproductibilidad demencial: se

prolongó en la tele, se extendió a los

diarios, explotó en Internet y hasta

llegó a los cines. En 2004 hubo

todavía una edición de los cuentos en

VHS. Ahora Youtube abunda en

Laisecas bajo el ventilador de techo

—artefacto infernal— cruzado por

claroscuros móviles: la cámara,

fatalmente picada o contrapicada,

alterna la subjetiva de Dios con la del

Diablo. Con esta parafernalia Mariano

Cohn y Gastón Duprat, los creadores

del programa, intentaron resolver el

desafío (digamos) de llevar la

literatura a la televisión. Hace poco

probaron incluso llevarla al cine,

adaptando un cuento del mismo Lai:

“Querida, voy a comprar cigarrillos y

vuelvo”. Aquí, intercalado a la ficción

en acto, el autor aparece regularmente

mirando a cámara para comentar el

relato y ofrecer alguna que otra

moraleja perversa. Pero no hay puesta

en abismo más distanciadora que la

escenografía elegida: delante de una

gran biblioteca de ilimitados lomos

visibles, sentaron a Lai a un escritorio

prolijo de gran intelectual burgués (cf.

La mesa vaticana, de Selva Almada).

La serie de chispazos que produce la

circulación por Fantasy de la figura

inusual de Laiseca, a la vez que su

indudable elocuencia, produjeron una

explosión de reportajes visuales y

textuales que lo convirtieron, poco a

poco, según un sondeo impresionista

totalmente irresponsable, en el escritor

argentino más entrevistado de la

última década. O poco más o menos,

etc. Por su parte, la erudición de los

pasantes de redacción, que estudian

concienzudamente los antecedentes de

la nota que hace quince minutos les

pidió el editor para dentro de dos

horas, da al género del reportaje a

Laiseca su consistencia característica.

Entre timbrazo y timbrazo —vive al

fondo de un pasillo largo en el barrio

de Flores y los vecinos ya le han

pedido que no deje sin llave la puerta

de calle—, Laiseca ha de enumerar

mentalmente la decena de nombres

que menciona cada vez que le

preguntan qué le gusta, o qué

literatura lo influenció. O que

recomiende algo. Tócala de nuevo, Lai.

Lo notable es tal vez que la mayoría

de los “grandes” de su generación,

siguiendo en esto el magisterio

borgeano —cuyas operaciones parecen

todavía de una productividad

inagotable—, han sido eximios

espadachines de la recomendación:

Fogwill, Aira, Piglia —por empezar—.

Los tres, notablemente, han intentado

sacar sangre con el filo de Los sorias:

Fogwill lo voceó inédito (cf. Los libros

de la guerra), Aira invitó al editor

Gastón Gallo a publicarlo en Simurg

—y lo saludó en Clarín recientemente

como un “milagro”—, Piglia prologó

la reedición de Gárgola. (Ah sí: ¡quién

nos diera cada diez años una novela

atonal inédita y un autor que parece

venir de ninguna parte...!). Laiseca, a

su vez, suele nombrar a los tres en un

272


gesto de reciprocidad que rara vez

—acaso nunca— alcanza a sugerir algo

sobre el interés de sus literaturas. Si

resulta, en definitiva, un bicho raro

en el parnaso literario argentino, es

también por esta negativa a hacer del

juego vanguardista —revelarle otro tío

excéntrico a la aburguesante familia

literaria— una parte central de su

actividad de escritor. Hace un tiempo

le preguntaron qué escritores

injustamente olvidados le gustaría

rescatar. Marechal, dijo Laiseca.

¿Nadie más? “¿Le parece poco

Leopoldo Marechal?”, protestó él. El

sentido “miedo” ante un texto suyo

(salvo tal vez al pispear la cantidad de

páginas). Si ninguna serie de

referencias explica la obra de nadie,

en el caso de Laiseca la distancia

entre unas y otra es particularmente

inconmensurable. Lo más notable,

con todo, es que esas referencias sin

duda están también en su literatura:

pero como materia prima sometida a

una voluntad estética radicalmente

heterogénea. Elogiado por las figuras

más importantes de su generación,

con un proyecto literario vinculable

sin duda a otros contemporáneos

¿Cómo pudo entonces Laiseca, con un canon

personal que parecería incapaz de individualizar

a nadie, producir una de las obras más radicales

de su tiempo?

entrevistador estaba evidentemente

decepcionado. “Pero debe haber más”,

clamó con desesperación. “Sí —

reconoció entonces Lai—, pero tan

olvidados que ni siquiera yo los

conozco” (Confines. Arte y cultura

desde la Patagonia, febrero-marzo

2010). No es ese su juego…

Pero habría que preguntarse si la

hegemonía de un cierto arte insidioso

de la referencia no ha vuelto invisible

la operación Laiseca. Su selección

oral —la que hace como narrador y

como entrevistado— ha resultado en

el malentendido de que se lo cite a

veces como “escritor de terror”,

cuando a todas luces no hay

testimonio de que lector alguno haya

(Osvaldo Lamborghini, Copi, Aira), no

parece compartir con ellos una sola

lectura. ¿Cómo pudo entonces

Laiseca, con un canon personal que

parecería incapaz de individualizar a

nadie, producir una de las obras más

radicales de su tiempo?

Ante este interrogante, un

escritor joven y agudo lector —que

prefirió mantener su diagnóstico

en el anonimato— ofreció esta

respuesta perpleja:

—Pasa que Laiseca está loco.

La condición plebeya

Los sorias es un delirio que abunda en

273


referencias bibliográficas en nota al

pie. En el capítulo 64, “Los

sindicalistas que se reunieron en un

sótano de Soria”, Laiseca hace que el

discurso de uno de ellos entre en

polémica con un tal Myrdal. La

sonoridad del nombre, aunque no la

brevedad, nos sugiere que se trata de

otra criatura laisequiana, pero una

nota viene a aclarar enseguida:

“Gunnar Myrdal, teórico del

sindicalismo. Expresó sus teorías en El

Estado del Futuro (Fondo de Cultura

Económica; colección pop.)” (LS, 475)

¿Qué necesidad de agregar “colección

pop.”? La colección se llama “Tiempo

biblioteca virtualmente infinita, el de

Laiseca es no solo el mercado, sino

además el mercado limitado de los que

se dan las lecturas que les permite el

precio de tapa. Borges parodia el

protocolo de autorización de la cultura

de la letra; y hay que decir que puede

porque heredó una biblioteca, dos o

tres lenguas extranjeras y la amistad

de Macedonio y Paul Groussac. De

manera opuesta, habría que advertir el

costado ostentatorio de la cultura

plebeya que exhibe Laiseca, rasgo que

pierde resonancia por el desfasaje

temporal de su recepción: escrita en

los ‘70, Los sorias se publica recién a

presente” y el formato es “de bolsillo”,

digamos; se consigue hoy por $16 en

MercadoLibre. Mencionar el tipo de

colección, minucia mercantil, que

nosotros sepamos no es de rigor en

ningún ramo del saber; tampoco es

evidente llamar “popular” a un libro

de bolsillo. De modo que tenemos que

pensar que el gesto es fuerte y

deliberado, y que el objetivo es

afirmar el estatuto “popular”, noerudito

de esa lectura.

Para precisar el valor de ese gesto

habría que oponerlo al juego de la cita

apócrifa borgeana. Si el espacio de la

cita borgeana es la biblioteca, aun la

fines de los ‘90. Entre tanto tuvo lugar

una considerable marginalización —en

alcance, relevancia social y

representatividad— del campo de la

literatura “sofisticada” (comillas sobre

las comillas) que trajo por un lado una

relativa homogeneización de clase

entre sus participantes, y por otro un

creciente desinterés por problematizar

el acceso a un discurso del que hoy se

puede pasar largamente sin mayores

daños sobre la autoestima cívica.

Testimonio de este giro es la

observación de Piglia en el prólogo a

la reedición de 2004, en la que es

difícil sopesar cuánto hay de

274


demagogia y cuánto de hipocresía:

“Por su estilo, Laiseca zafa de las

convenciones de la ‘alta’ cultura (es

decir, del falso arte) y se conecta con

los modos y las formas y las jergas del

folletín popular y de la cultura de

masas” (LS, 9-10). Y pensar que Piglia

dijo lo más lúcido sobre la inscripción,

en la prosa de Arlt, de las violencias

que produce la estratificación de los

lenguajes de la cultura. ¿O es que

acaso vivimos en el mejor de los

mundos (culturales) posibles?

Sería fácil comprobar que las lecturas

fundantes que menciona una y otra

vez Laiseca fueron casi todas de

circulación multiforme siguen

perdiendo a menudo el nombre de

autor. También Shakespeare, Oscar

Wilde, Hermann Hesse. Incluso

Bradbury, que él descubrió en Más

allá. Pero la gran lectura plebeya de

Laiseca, que comparte con Arlt, es sin

duda la literatura esotérica, de cuyos

saberes se nutre toda su obra (ver

OCULTISMO en el Abecedario Laiseca).

La ostentación de esa cultura plebeya

va de la mano con la insistencia en

una figura de escritor que se afirma

en lo más bajo de la pirámide social,

para hacer de ese lugar la clave de su

potencia literaria (ver

Cuentos de terror, I.Sat.

amplia circulación popular.

Empezando por las publicaciones que

leía en su infancia y adolescencia: los

relatos de Constancio Vigil y la revista

de ciencia-ficción Más allá, cuya

colección de 48 números (1953-57)

Laiseca tardó “décadas” (dixit) en

completar. También El fantasma de la

ópera (de Gastón Leroux), Drácula (de

Bram Stoker), El golem (de Gustav

Meyrink): literatura popular, aun bestsellers

de su época respectiva,

multiplicados enseguida por la cultura

audiovisual, infinitamente difundidos

por los kioscos y librerías argentinas;

textos que en el vértigo de su

OMNIPOTENCIA). Ese mito de origen

es elocuente en los relatos de los

escritores que pasaron por sus

talleres. Nacido en Rosario, huérfano

de madre a los tres años, Laiseca

pasó su infancia y adolescencia en

Camilo Aldao, en el sur de Córdoba,

donde su padre era el médico del

pueblo y “tenía un buen pasar. El

padre es San Martín allá, tiene una

calle… Lai, al no seguir los estudios,

es como la oveja negra”, recordó

Juan Guinot. Después de abandonar

la carrera de ingeniería en Santa Fe,

Laiseca trabajó en el campo “dos

temporadas, en distintas provincias

275


argentinas: Mendoza, norte de Santa

Fe, y en el interior de Córdoba —nos

contó él—. Cosecha, lavadero de

zanahorias, uva, aceituna, papa,

pimientos, plantaciones de ajo. Carpir

piedra. Sabés cómo te queda la

espalda carpiendo, ¿no? Si tú carpes

te sacan carpiendo, ¡ja! Después,

cuando vine a Buenos Aires, trabajé

de peón de limpieza cuatro años y

medio, hasta que una tía mía que

estaba en Teléfonos del Estado me

hizo entrar. Ahí empezó a mejorar un

poco mi condición”. Sí: condición,

¡así dijo! Más adelante, a partir de los

coches al que quisieran arrastrar a

Iseka, peón de limpieza. Se expresan a

través de ellos, en una lengua barrial

rigurosamente argentina, mandatos

sociales que sabemos muy de este

mundo. ¿Qué hace Iseka casi en la

miseria? ¿Tiene estudios? ¿Por qué

entonces no busca trabajo en un

banco o algún “escritorio”? ¿Por qué,

eh? “Porque no” o “Porque no me

gusta” o “Porque no se me da la

gana”: versiones locales del alegato

indolente de Bartleby que ensaya sin

éxito Iseka. “¿Por qué en vez de

escribir boludeces —bah, no sé lo que

El trabajo, así, es el enemigo principal,

en tanto seduce –vale decir: amenaza–

con producir una identificación subjetiva

con una ubicación en la estructura social.

años ‘70, fue corrector de galeras del

diario La razón durante diez años.

Todo esto podría no ser otra cosa que

historia particular humana... si no

estuviera inscripto en el corazón y

en la superficie de su literatura.

La cultura del trabajo

¿Cómo construir una obra en el

mundo del trabajo? Con esta pregunta

se abre la de Laiseca, al menos si la

consideramos según su orden de

escritura, donde Los sorias figura

primera. Personaje Iseka se despierta

en la piecita de pensión que comparte

con los hermanos Juan Carlos y Luis

Soria, empleados de un lavadero de

serán, pero ¿de qué te sirven, eh?— no

te venís con nosotros al lavadero de

coches, trabajás nueve, diez horas por

día, las que querés y hacés guita. En

esa forma te vas haciendo una

posición y el día de mañana te podés

comprar un kiosco o un almacén o

algo así”. (LS, 18)

Sí: “hacerse una posición”. ¿Por qué

no? “Mucho me temo que nuestro

novelista fuera uno de esos que se

tomaron demasiado en serio Los

caminos de la libertad, de Sartre

(opina Laiseca en Aventuras de un

novelista atonal, de 1982). Pues, para

no ser un burgués, buscó un trabajo

de obrero. Creía mantener así su

dignidad. Ignoraba por esa época, el

infeliz y tonto, cuántas inmundicias,

276


agachadas de cabeza y traiciones

debe cometer para sobrevivir el

hombre de abajo. Los “indignos”, que

él había aprendido a despreciar, por lo

menos hacían chanchadas para

conservar algo que valiera la pena”.

(Aventuras de un novelista atonal)

Todo rechazo radical de las exigencias

sociales requiere para sostenerse de la

autoimposición de una ética personal

igualmente radical. La posición de

Carlos Correas, por citar otro

imaginario también construido sobre

bases sartreanas, o incluso el giro

hacia el vagabundeo místico de Néstor

Sánchez, testimonian claramente

sobre la inflexibilidad de esta ley. La

vida con otros es (casi) todo

inmundicia, agachada y traición: para

tener éxito en vida es preciso “ser

contemporáneo”, como pretende y

exige incansablemente el Masotta de

Correas. No sorprende que ambos se

hayan vuelto personajes hoscos, casi

intratables, avanzando hacia el

aislamiento y produciendo una obra

relativamente escasa y radicalmente

superyoica, difícilmente capaz de

estimular discípulos. La mística del

rigor y el rigor del místico: el

malditismo de Correas y Sánchez

requiere ante todo, previsiblemente, la

purificación de todo contacto con el

mercado; lo cual equivale a decir que

se constituye a partir de un rechazo

radical de toda contaminación con los

lenguajes del periodismo y de la

cultura de masas. El trabajo, así, es el

enemigo principal, en tanto seduce

—vale decir: amenaza— con producir

una identificación subjetiva con una

ubicación en la estructura social.

Es eso: hacerse una posición, lo que

solemos llamar también “encontrar un

kiosquito” (en el sentido en que puede

decirse sin maldad que “Tomás

Abraham encontró en Foucault su

kiosquito”). Eso es precisamente lo

que los hermanos Soria, literalizando

la metáfora, le reclaman a Iseka. Si en

el mito de origen de su escritura hay

esta escena que lo acerca a Correas y

a Sánchez, la operación Laiseca es sin

embargo irreductible al malditismo.

En la piecita compartida crece la

tensión: además de usarle el jarrito de

la leche para afeitarse, Iseka descubre,

al oírle usar la palabra “distorsión”

—ajena a su vocabulario—, que uno de

los Soria ha estado leyendo su

“novela no terminada”. Entonces se

indigna; “con bronca controlada,

como un terremoto”, masculla: “Soria,

Soria... los sorias”. (LS, 22)

En el paso del nombre propio al

sustantivo común está contenido el

pasaje de Laiseca al delirio, es decir a

la ficción. Iseka sale a la calle:

descubrimos entonces que no fuimos

testigos de una pelea entre Iseka y los

Soria, sino entre un iseka y dos sorias,

y que la piecita es el punto exacto por

donde pasa la frontera entre dos

países, Soria y Tecnocracia, tierra esta

última donde todo el mundo se

apellida Iseka. Entre ellas, a su vez, se

disputa una batalla más grande: la que

opone las fuerzas del ser y las del

anti-ser. Personaje Iseka decide

abandonar para siempre la pensión y

su trabajo de peón de limpieza: al

igual que el autor de esta “saga” —que

se hace llamar El Conde de la Laguna

en las notas al pie y Alberto Laiseca

277


en la tapa del libro—, “se dirigió a lo

de una tía suya, que lo quería, para

que le consiguiese trabajo de

telefónico”. (LS, 29)

El trabajo del delirio

A medida que se aleja de la pensión,

Iseka va entrando en delirio. “Creo

que me quedan dos soluciones. O

hacerme totalmente soria yo también,

invisible) toda literatura. Un exilio

definitivo, que no hay ya ética

personal ni coartada sartreana que

vuelva tolerable.

“A comienzos de los ochenta —escribió

Fogwill para la reedición de Aventuras

de un novelista atonal— Laiseca venía

a ofertar desmesura temática y

naturalidad en la lengua narrativa.

Nada en ella es impostado, porque no

escribe con la lengua hablada —ese

artificio magistral del grado cero del

o mandarme a mudar a los dominios

tecnócratas del Monitor. ¿Me querés

decir quién mierda me mandó, por

una pureza mal entendida, desafiar a

los sorias aquí en la frontera,

volverme visible? La pensión donde

vivo y el mismo trabajo que tengo

—peón de limpieza— están en el límite

entre el ser y el anti-ser, equidistante

de Tecnocracia y Soria”. (LS, 28)

En la contaminación del lenguaje de

Luis Soria por la novela, que detona la

huida de Iseka, el escritor vislumbra la

disolución de la novela en el lenguaje

soria. Es la frontera dentro de la

frontera: el punto final más allá del

cual la indiferenciación entre lenguade-abajo

y lengua-literaria parece

hacer inviable (acaso más bien

decir— sino con la lengua natural de

la literatura”. El elogio es tan

contraintuitivo que requiere una

extraña oposición binaria ad hoc

—según la cual una convención es

más natural cuanto más

convencional— para parecer tal. Pero

se explica si lo vemos como la

inversión de un argumento defensivo,

frente a la evidencia incómoda de que

la prosa de Laiseca está construida

íntegramente con materiales usados,

con formas y procedimientos de algún

modo ya bajamente “literarios”.

Se trata, si se quiere, de un

procedimiento masivo de reciclaje. Y

sin embargo nada más alejado de su

literatura que la cita, el guiño o el

intertexto: ocurre que sus materiales

278


no fueron usados por nadie —sino por

todos—. No hay probablemente otra

obra en la literatura argentina que

haya fagocitado de tal manera los

lenguajes de la “imaginación pública”

(el término es de Josefina Ludmer) de

su época. Las formas y giros

anónimos de la cultura de masas y

del periodismo, de la oratoria política

y sindical, de la poesía de pasquín, de

la historia antigua y moderna y de la

ciencia tal como se la encuentra en

personal para ser reconocido como

tal—, el universo laisequiano cobra

forma: “Es preciso tener un poco de

astucia... y humor”, se dice Iseka. El

delirio y la ficción despegan allí donde

Laiseca teme perder, junto con su

condición lumpen, las condiciones que

parecían hacer posible una escritura.

El trabajo del delirio (en el sentido en

que se habla del “trabajo del sueño”)

es en él lo opuesto del malditismo:

donde este se priva para protegerse, el

las revistas de divulgación: los

lenguajes de la comunicación de

masas o de la “cultura

democratizada”. Son tan bajas estas

formas bajas que no tienen ni

siquiera los prestigios del hampa, el

prostíbulo o submundo alguno. Por

su grado de convencionalidad

superlativa, suerte de segunda

naturaleza de la existencia social, son

el vade retro satanás de toda

literatura que se precie. Lo mismo se

podría decir (aunque Jerónimo

Ledesma ofrezca aquí cerca buenos

argumentos en contra) del canon de

referencias laisequiano.

A medida que se aleja huyendo del

punto de evaporación del lenguaje

literario —necesariamente único y

delirio laisequiano fagocita para

avanzar. El delirio es la operación que

le permite apropiarse de las lecturas

plebeyas que lo formaron:

individualizarse sin tener que

expulsarlas, salvándose así del elitismo

de bajofondo que es el puerto habitual

de la deriva maldita. El delirio es el

genio de Laiseca: su operación cultural

maestra (y la que le permite volverse

“maestro”, según se ve aquí al lado en

la Pequeña biografía amorosa): su

solución simbólica de las

contradicciones materiales. El delirio

es la euforia de la apropiación

carnavalesca: es el populismo radical

laisequiano. Y es también la felicidad

de escribir; por eso el delirio, en

Laiseca, es la cordura. <

279


Cuentos de terror, I.Sat.

280


El gótico según Laiseca:

Beber en rojo (Drácula)

Jerónimo Ledesma se mete con el experimento draculiano

de Laiseca para inscribirlo en una tradición mestiza: la de la

reescritura, es decir la ironía, o mejor, la del plagio.

POR JERÓNIMO LEDESMA

(Desgrabación de una clase pública en

contra del monopolio en la industria del

libro. Ciertos segmentos resultaron

inaudibles por distintos motivos.)

I

Laiseca es uno de los muchos

escritores de la época borgista y

lleva la marca de ese Zeitgeist no

menos ostentosamente que César

Aira, Juan Martini, Beatriz Sarlo o

Paul Auster.

—¿Y Piglia no?

Piglia también, en efecto.

El imperativo del borgismo es

convertir en espectáculo la

conciencia teórica de ser “simulacro”

(ficción e intertexto cultural) y

esmerarse, a la vez, por producir

relatos auténticos y originales,

cuando no teorías superadoras

capaces de quebrar o, mejor,

traicionar el imperativo borgista.

Entendámonos: el borgismo no es la

influencia de Borges o su “factor”. Es

una de esas conjunciones entre una

poética de producción y una poética

de la crítica que, en un contexto

propicio, acaba transformándose en

fantasma hegemónico. Decir “época

borgista”, aclaro por las dudas, no

excluye otras épocas simultáneas, de

mayor o menor duración, de distinta

consistencia y recorte, ya que toda

época es, al fin y al cabo, una

construcción posterior por la que se

reconocen bloques fantasmáticos

(Zeitgeist: “espíritu o fantasma de

tiempo”) organizando en hegemonía

ciertas fuerzas de producción

simbólica en un cierto período

histórico.

—¿Y puede haber varias épocas en

paralelo?

Sí, por supuesto. La era atómica, el

menemismo, “los setenta”, la

dictadura se solapan y relacionan

variablemente con la época borgista…

El borgismo surgió del encuentro

oportuno entre poéticas que

tematizaban obsesivamente la

281


metaficcionalidad y corrientes críticas

estructuralistas y post que valoraron

ese tipo de ficciones autoconscientes

como si fueran el espejo de una

verdad ontológica. Y esto en un

contexto en el cual el mundo

capitalista pasó de fervores extremos

en lo crítico-político a esa forma

blanda de liberalismo modernoide más

conocida como posmodernidad, de la

cual nos llegan aún tibios reflujos.

El borgismo no fue un fenómeno

argentino, aunque tenga aquí sus

peculiares inflexiones, ni estuvo

restringido al habla hispana. Fue,

de borgismo. En relación con Borges,

la cima de este Zeitgeist es el libro El

Factor Borges de Alan Pauls, que

traduce el borgismo en una

gramática posestructuralista criolla

de divulgación.

II

Por favor, ¡plágienme!, de 1991, el

primer ensayo publicado de Laiseca,

tomó el tema principal del borgismo,

la producción de literatura de segunda

mano (cf. El factor Borges), con sus

derivados obligados de precursorismo

Beber en rojo (Drácula) fue publicado

diez años después de ¡Por favor, plágienme!,

en 2001, al fin de la época borgista,

y como una nueva respuesta-reacción ante

el martilleo de su imperativo.

más bien, un clima de época de

amplitud mundial que se desarrolló

en los cuarenta años que van del

premio Formentor de 1961 (Beckett +

Borges) a 2001 (colapso del

radicalismo argentino y las torres

gemelas), y que afectó en cierta

medida a todas las esferas del arte,

de la literatura a la música y el cine.

F for Fake (Welles) rezuma borgismo,

también Pulp fiction. El colectivo

Dogma 95, The Matrix y los trabajos

de Peter Greenaway (¡The Falls!). Un

gran porcentaje del catálogo de

traducciones de Anagrama. Chejfec y

Saer, borgistas. Todas las películas de

superhéroes reciclados. La

deconstrucción in toto es un reflejo

y angustia de influencias, de todo-estexto

y el autor è morto, y buscó

superar el tema desde adentro,

extremándolo hasta la traición. En

este libro el término “plagio” es

reivindicado, irónicamente, como

bandera, un poco al modo en que lo

empleará L’Apologie du Plagiat de

Hennig, pero más carnavalescamente.

Laiseca divide el mundo entre

creadores y plagiarios para destacar

que los desafíos de los primeros son

pobres en comparación con los que

afrontan los segundos. Como se

postula al comienzo, “cualquiera

puede crear. Plagiar es para los

elegidos”, o de forma más radical y

comprometida en otro punto:

282


“Habría que impedir que los

creadores publiquen sus obras.

Contaminan a la juventud”.

[…] (Segmento inaudible por el

tránsito sucesivo de colectivos de la

línea 132)

Por favor, ¡plágienme! es un arte

poética en el modo irónico y tal vez

kamikaze, por lo que no debe extrañar

la presencia, como es propio de

cualquier arte poética, de indicaciones

técnicas y ejemplos ilustrativos de los

principios formulados. Véase como

muestra esta descripción

procedimental, verdadera norma de

producción artística, extensible a

Beber en rojo: “Primero selecciona el

material que va a plagiar, le extrae las

ideas centrales y puntos artísticos que

sostienen la obra, y los pulsa

delicadamente hasta deformarlos.

Luego de esto (lo más difícil) empieza

a construir sobre, abajo y alrededor de

la idea, una serie infinita de pequeñas

creaciones y pequeños plagios en

forma de niveles energéticos,

separados discontinuamente”.

III

Beber en rojo (Drácula) fue publicado

diez años después de Por favor,

¡plágienme!, en 2001, al fin de la

época borgista, y como una nueva

respuesta-reacción ante el martilleo

de su imperativo. También es un arte

poética en el modo irónico, y aunque

no reivindica el plagio, presenta la

reescritura como forma primera de

composición artística. Por otra parte,

¿qué forma más autoconfesa de

plagio que la reescritura?

—¿La traducción?

Puede ser.

Como parece sugerir el nombre entre

paréntesis, se trata de una nueva

versión de Drácula, la novela de

Stoker. Pero es algo más que eso: una

reescritura con conciencia explícita

de ser reescritura y de producirse en

el año 2001. Esto, su doble

autoconciencia (textual y temporal),

tiene implicancias diversas.

La más obvia: el saber de que ya esté

concluida la opus magnum de

voluntad posborgista Los sorias, por

lo cual el autor dispone de un

territorio simbólico propio, bien

asentado, con principios y normas

singulares, al cual remitir su plagio

confeso. Esto es explícito. El propio

Drácula, cuando Harker le menciona

el nombre de Borges, exclama: “Ya

hemos superado a Borges y sus no

paradojas” y se dedica acto seguido a

elogiar desmedidamente Los sorias.

(Es verdad que en ese momento

todavía no había visto la luz el

Borges de Bioy Casares, verdadera

versión laisecana del bardo argentino,

que contiene los “animosos” versos

que no discrepan en absoluto con el

espíritu de Los sorias). Y de hecho,

Drácula, en un rulo irónico, afirmará

—no con estas palabras, pero casi—

Laiseca c’ est moi.

Otra implicancia de la autoconciencia

reescrituraria: de las evidentes

distancias que separan a Laiseca de

Stoker se hace uso y abuso en Beber

en rojo: se las transforma en material

de ficción, en general con irónica

jovialidad y hasta el borde del chiste

malo. El acto de reescribir va

283


generando, de ese modo, un universo

de repeticiones imperfectas, de

desemejanzas negadas y reafirmadas

cómicamente, de correcciones realistas

o imaginativas del modelo, en el que

se vapulea de forma sistemática la

distinción entre originales y copias,

pasado y presente, realidad y ficción.

Tan pronto como un gesto de ironía

distingue a Laiseca de Stoker, una

segunda ironía junta a Stoker con

Laiseca, y ambos quedan

recíprocamente modificados y

suspendidos en un horizonte común

de insólitas proyecciones

vampiro y sigue ejerciendo un

irresistible poder de fascinación sobre

sus víctimas: a tal punto que Harker y

su esposa, cuando conocen la realidad

actual del conde, se transforman en

sus incondicionados discípulos, pasan

a rendirle culto como “el Maestro”, y

ya nunca abandonan el castillo

(Repárese en este epigrama, de tinte

leonidaslamborghiniano, que se

encuentra en Por favor, ¡plágienme!:

“El plagiario se sometió

homosexualmente a su padre, el

creador. ‘Diré y haré todo lo que tú

digas y hagas, papá. Hasta mis

Tan pronto como un gesto de ironía distingue

a Laiseca de Stoker, una segunda ironía junta

a Stoker con Laiseca, y ambos quedan

recíprocamente modificados y suspendidos

en un horizonte común de insólitas

proyecciones metaliterarias.

metaliterarias. Así, al igual que en el

texto original, Jonathan Harker toma

nota en su diario del viaje a los

Cárpatos para cumplir un trabajo en el

castillo del conde Drácula, pero ahora,

en “setiembre de 2001”, Harker sabe

que Drácula es un vampiro y se

propone asesinarlo en la cripta. A su

vez, Drácula, que es telépata, sabe que

Harker sabe, pero lo que Harker ignora

es que al conde ya no le interesa

matar ni beber la sangre de sus

víctimas (su última víctima fue Van

Helsing). Ha evolucionado, y como en

True Blood, bebe sangre comprada en

“los bancos que la suministran”. Y sin

embargo, el vampiro aún es un

rebeliones serán otra forma de

agachar la cabeza’”). Estos juegos que

vulneran la ilusión narrativa no son

muestras de ineptitud sino de una

sesuda jovialidad, de rebosante

plenitud de vida, y no suelen producir

un mal efecto, sino que más bien

elevan, pues con todo no pueden

aniquilar la ilusión. La máxima

agitación de vida, en estos casos,

vulnera para estimular sin destruir (las

últimas dos oraciones son un plagio

de lo que escribió Schlegel sobre

Aristófanes, pero vienen bien aquí). Y

al hacerlo delimitan en la ficción

temas de nivel más general y

abstracto: los saberes, los prejuicios,

284


las creencias, los impulsos…

La conciencia del texto de ser

reescritura otorga asimismo un papel

central —algo propio, como ya

sabemos, del borgismo— al leer, el

escribir, el criticar y el teorizar: la

literatura y la crítica literaria, como

corresponden a una arte poética, se

convierten en temas principales del

texto, porque son acciones principales

de los personajes. El método por el

que se hace esto es reescriturario o

plagiarístico. Ciertas ideas y puntos

artísticos son extraídos del original de

Stoker —y de otros textos que son

llamados a rodear a Drácula— y son

pulsados delicadamente hasta

ponerlos al servicio de una reflexión

sobre la literatura.

La biblioteca, un lugar lateral en

Stoker, deviene el centro de la novela

de Laiseca (Drácula ya no contrata a

Harker porque quiere una casa en

Londres para dominar el mundo sino

porque necesita clasificar su

biblioteca-videoteca). Y Harker, que en

el libro de Stoker escribe, en Laiseca

es más que alguien que escribe: es

escritor y crítico. Coherentemente,

mediante conversaciones sobre

astrología, arte, literatura y

monstruos, los temas predilectos de

Laiseca, Drácula ejerce su influencia

sobre el escritor inglés. Y esta resulta

tan completa que Harker acaba

adoptando las ideas del conde sobre

“la importancia del monstruo en el

arte” y escribe, a pedido de su

maestro, un ensayo sobre este tema

que abarca más de un tercio de la

novela. Esta vez a imitación de La

filosofía en el tocador, Beber en rojo

(Drácula) se permite incluir el largo

opúsculo crítico de Harker como parte

central de la novela, y al igual que en

la obra de Sade, a quien también

plagia y deforma, la incrustación de

este opúsculo desencadena ciertas

acciones corporales de corte

climatérico en la fábula: el conde, es

decir, el aristocrático vampiro, está

incómodo con la escritura periodística,

masiva y de mal gusto de su discípulo

(“Sería una pena que usted, a costa de

la estética, ganase lectores entre el

gran público”), pero Harker y

especialmente su esposa Lucy (no la

Mina de Stoker, sino su Lucy, la

coqueta que defiende la poligamia

femenina en Drácula y que es

sometida a la implacable estaca de

Van Helsing) lo disuaden de su

elitismo anticuado, y sobre todo,

inconsistente con sus principios

estéticos, despertando sus

adormecidos instintos sexuales e

incluyéndolo en una orgía.

De modo que este opúsculo, pieza

metaliteraria, el punto máximo de la

dimensión autorreflexiva de la

reescritura, opera en el plano de la

ficción como un resorte

desencadenante de la acción: es el

opúsculo el que produce la reliberación

del conde (se recordará que

una “liberación” del conde ocurre

efectivamente en Drácula). Cabría

reconsiderar, por ello, el nombre entre

paréntesis de la obra, que tal vez

remite menos a la novela que a su

héroe emancipado: Drácula es el

monstruo principal de Beber en rojo,

y es la figura de autor como monstruo

que Laiseca solicita para sí. La orgía

285


que traslada al personaje a la vida,

fuera de su ficción vampírica, es, a su

vez, la clave de este arte poética en

modo irónico y del uso laisequiano

del gótico en Beber en rojo.

IV

No se puede exagerar la

conveniencia de que la Academia

Mundial incluya en las bibliografías

obligatorias sobre el gótico esta

novela borgista de Laiseca, sin duda

lo mejor sobre el género que se haya

producido en nuestro país.

[…] (Segmento inaudible por la

colisión con otra protesta; se trata

de comentarios críticos sobre

Museo negro de María Negroni y La

batalla de los géneros de José

Amícola y de observaciones sobre

la comicidad grotesca del gótico,

retomada por Laiseca).

En general, respetables críticos del

gótico (como Maggie Kilgour y

Markman Ellis, que tiene un libro muy

recomendable) coinciden en que este

tipo de ficción, nacida en el Siglo de

las Luces, emergió como una zona de

incertidumbres morales y vacilaciones

epistémicas ante la prepotencia del

racionalismo ilustrado. La ficción

gótica se empeña por ello en

presentarles a los tabularrasistas el

retorno del pasado y lo reprimido, a

los defensores de las cosas tal cual son

las interferencias de la visión y las

ilusiones fantasmáticas, a los hombres

del buen dormir, como Benjamin

Franklin, las pesadillas de la mala

conciencia (¡oh, Mr. Poe!), a los

paladines de la unidad de conciencia

los dobles y los otros (¡oh, Herren

Hoffman and Freud!), a los nuevos

Prometeos la falibilidad humana y las

diversas formas de ceguera… Pero, y

esto es fundamental, la ficción gótica

no hizo esto desde una posición

olímpica sino desde la estructuración

de relatos de consumo que son a la

vez irracionalistas e hiperilustrados,

supersticiosos e incrédulos, efectistas y

autoconconscientes. Esta

ambivalencia es la marca de

nacimiento del género gótico, su signo

bastardo y distintivo.

Hemos visto que los juegos

laisequianos, a través de la

reescritura de Drácula, toman una

senda comparable y, evidentemente,

la magnifican y distorsionan. Y sin

embargo, Laiseca desmiembra y

rearma el gótico en una clave

diferente, y su gólem, una vez

animado, ya no se reconoce en sus

materiales como en un espejo. Se ha

dicho que Beber en rojo humaniza a

Drácula, pero no se trata de eso

exactamente, no se trata de

“humanizarlo”. Beber en rojo

vitaliza a Drácula y al gótico, y con

eso los revierte. Atraviesa a Stoker,

y con él al gótico, en su corazón,

puesto que levanta la “maldición”

que pesa sobre los no-muertos, “la

maldición de la inmortalidad”,

poniendo en su lugar una clave

vitalista. Y con ello arrasa todo

resabio nostalgioso, decimonónico

en el mal sentido, del gótico.

El vitalismo laisequiano, mediante la

burla de los ideales literarios, vuelve

a reafirmar, paradójicamente, la

soberanía del sujeto creador y los

286


derechos de los lectores como

parte de un proyecto de nueva

literatura de consumo. El opúsculo

de Harker es el manifiesto irónico de

este proyecto.

El ensayo de Harker, que se desborda

antes y después en las palabras de

Drácula, porque plagia sus palabras y

las deforma productivamente, es

sobre el monstruo en el arte, en tanto

el monstruo es la forma visible,

envasada en personaje, de la figura

del exceso y la irrepetibilidad vital,

existenciaria. Pero no se trata aquí del

exceso en su pureza teórica, importa,

transformación de Drácula en el autor

modélico “Laiseca”. Lean la sección

“Novelistas amenos eran los de

antes”, en especial la profecía que

dice: “… creo que está cercano el día

en que aparecerá una gran obra, tan

amena como Sinuhé el egipcio, tan

profunda como el Zarathustra y tan

bien escrita como Las tentaciones de

San Antonio, de Flaubert.” Y luego:

“Tal vez la clave sea retomar el

mundo de los monstruos”.

El monstruo es postulado como una

figura de sujeto vital que puede

operar en la producción y el

Se ha dicho que Beber en rojo humaniza

a Drácula, pero no se trata de eso exactamente.

Beber en rojo vitaliza a Drácula y al gótico,

y con eso los revierte.

en cuanto a lo monstruoso, el exceso

en su imperfección, su contaminación

y su promiscuidad orgiástica, y el

hecho de que Harker escriba, no

Drácula, es ya una prueba

contundente de que así es. El centro

del ensayo es tal vez la utopía de una

literatura que abandone las

vanguardias retrógradas (las

aburridas, antipopulares) e incorpore

en sus políticas de producción el

rasgo de la masividad y el

entretenimiento. La provocación con

el “mal gusto”, ese mal gusto que le

cae gordo a Drácula, es precisamente

la provocación que lleva a la

consumo de ficciones: la crítica del

consumo masivo, que en la época

romántica se las agarró con el gótico

(véase el Prefacio de Wordsworth a

las Lyrical Ballads de 1800), es dada

vuelta por Laiseca como condición

para la promoción de poéticas

orgiásticas pero atentas a los textos,

la historia, las pasiones y los cuerpos.

—¿No hay aquí trazas románticas?

Sí, por supuesto.

—¿Puede establecer una relación entre

la fecha del comienzo de la novela y

la caída de las Torres Gemelas?

Podría, tal vez, interesante pregunta.

Pero se nos ha terminado el tiempo. <

Jerónimo Ledesma nació en 1973. Es docente de literatura europea del siglo XIX en la Universidad

de Buenos Aires.

287


iluSORIAS

Como no podía ser de otro modo tratándose de Laiseca, un

proyecto desaforado, sólo a la altura del libro que le dio

origen. El sello Muerde Muertos invitó a ciento sesenta y ocho

artistas de diversas disciplinas –entre ellos unos cuantos

escritores– a que ilustraran cada uno un capítulo de Los sorias,

la monumental obra de Alberto Laiseca. Aquí reproducimos

cuatro de esas ilustraciones (también pertenecen a él las dos

que incluimos en el artículo titulado “Pequeña biografía

amorosa”). El libro apareció en mayo de 2013.

El tango pornográfico. Ferrini y los telefónicos tecnócratas, Gustavo Nielsen.

288


Música beat, Carlos Masoch.

289


Los asesinos, Ana Hickethier.

290


El atentado contra el barbudo, Marcos López.

291


292


Las lecturas de Laiseca pesan toneladas:

para arrancarlas se precisa de una voluntad

sobrehumana. Aun así, a continuación van dos enfáticas

elecciones: un fragmento de Choripán social, la novela

de su discípulo Sebastián Pandolfelli, y un capítulo

de El fantasma de la Ópera, el clásico de Gastón Leroux.

LAISEQUIANOS

293


SEBASTIÁN PANDOLFELLI

Choripán social

(fragmento)

Foto Gabriel Valansi

294


¡¡¡Vamo’ los pibe!!!

(La realidad efectiva)

Miguelito Miguel espantaba los mosquitos con unas ramitas de albahaca

mientras observaba a Cacho, que luchaba contra los bulones del motor de un

cascajo con forma de auto.

—Este es uno de los pocos que quedan andando —dijo Platero con un

gesto de orgullo—. ¿Qué, nunca viste uno de estos? ¡El Justicialista, papá! El

Auto Argentino. Fabricado por la Industria Aeronáutica y Mecánica del Estado.

Modelo 1953. Motor M800 de cuatro cilindros. Fue uno de los sueños del General,

como el Pulqui, el primer avión a chorro de Latinoamérica... Pero no lo

dejaron... Los empresarios, los oligarcas... A este lo retocamos un poquito... ¡Y

sabés cómo se la banca!

En eso, el ahijado de quien ordenara construir aquel montón de chatarra

lo puso en marcha y lo miró al Gordo con un brillo pícaro. Rugió fuerte

el motorcito.

—Che, narigón, yo te agradezco mucho que me hayas salvado de los matones

del petiso, pero no entiendo qué hago acá y tendría que ir a ver el puesto

de chori y pasar por mi casa... —dijo Miguelito.

—¡¿Tas loco, Gordo?! Esos tipos son asesinos y nosotros los enfrentamos.

Tu casa debe estar vigilada ¡y el puesto te lo prendieron fuego, huevón! ¿O ya

te olvidaste? Además te vieron conmigo y me tienen re junado que soy contrera.

Mirá, mejor te quedás acá que mañana te voy a mostrar un par de cosas y vas

295


a entender un poco más. Bueh, vamo’, Cacho, que se enfría la pulenta que cociné,

vamo pa’ dentro, a comer... dale, Gordo, va’ pa’ las casa’ que mañana te

explico todo...

—Pero pará, narigón. ¡¿Quién carajo te creés que sos?! —exclamó el Rey

de los Chacinados, indignadísimo, por no entender.

—¿Yo? ¡Je! ¡Yo soy un soldado de Perón, Gordo...! —largó Platero casi a

los gritos y se sacó la nariz de utilería, el yeso y la peluca—. No hinchés las pelotas,

acá se viene un quilombo bárbaro y vos nos vas a ayudar a pararlo. ¿Me

entendés? ¡La vida por Perón, carajo!

El Gordo no volvió a abrir la boca, comió la polenta y se acostó vestido.

No entendía nada. Miraba las manchas de humedad del techo que parecían un

test de Roscharch y trataba de hilar pensamientos. Finalmente, se tomó un té

de tilo, quedó planchado y soñó con los angelitos.

—¡Arriba, compañero! —gritó Platero y le acercó un amargo bien caliente.

Después de pegarse una enjuagada y chupar dos o tres mates ya estaba

más despierto. Afuera andaba Cacho, correteando al tero que hacía un escándalo.

El ex narigón lo miró serio y largó el rollo:

—Como te habrás dado cuenta, compañero, no soy aquel personaje

que iba a comer choripanes en el Once. Mi nombre es Roberto Rodríguez,

como te dije anoche, soldado de Perón... El tema es que lo andamos espiando

a Saporitti desde hace un tiempo. El Julio es un pibe que de chiquito venía

acá al comedor que teníamos y ahora trabaja en la Guachampú, es un buen

muchacho. Se las arregla para enterarse de todo lo que puede y nos mantiene

al tanto, tomá, tomate otro amargo... Resulta que esta empresa, no sé cómo

se compró la Reserva Ecológica y estuvieron haciendo unas pruebas con plutonio.

El sorete ese está haciendo armas nucleares y las vende a los yanquis

y a unos orientales. Esto es ultra secreto, lo saben solo dos o tres en presidencia

y nada más. ¿Está bien o le cambio la yerba...? Escuchá. Como la reserva

ya no le sirve, porque está totalmente contaminada... ¿Por qué te creés

que cada tanto la prenden fuego? Es para tapar lo que andan haciendo...

Ahora se la van a encajar al idiota de Eliseo Grande para que ponga un criadero

de chanchos.

—¿Un criadero en la reserva? ¡Uhh, qué olor a mierda que va a haber en

Puerto Madero! ¿No? —soltó el Gordo junto con una risita.

—¿Qué, no me creés? ¿Te lo tomás en joda, boludo? Callate y escuchame:

Grande de eso no sabe nada y el muy ingenuo va a criar chanchos radioactivos,

pero parece que esos los van a vender en Europa. Saporitti tiene

miles de hectáreas en Santiago del Estero, en La Pampa, en La Rioja y por un

montón de lugares más que fue comprando a los pobres campesinos. Lo que

hace es contaminar las tierras de a poquito con glifosato y como no crece una

mierda la tierra devalúa y la compra por monedas. Andá al campo, a cualquier

296


parte y preguntá, los paisanos no son giles. Todos saben que no crece nada

desde que empezaron a pasar muy seguido unas avionetas. Pero la Guachampú

es muy poderosa, trabaja con los de Monsanto, la empresa química más grande

del mundo, y tiene comprados a todos los políticos de las provincias. El caso

es que estos hijos de mil puta van a plantar soja en esos terrenos, una especie

de soja de laboratorio con la que van a fabricar chorizos para vender al Estado.

¿Entendés ahora, lo que te quiero decir, Gordito? Los van a pasar como buenos,

en la Caja Choripán, el plan alimentario. ¡Todo el país comiendo chorizos de

soja radioactivos! Eso hay que frenarlo cuanto antes, compañero. Y vos nos

vas a ayudar.

—Pero... pará un cachito, ¿yo qué tengo que ver en la historia? ¿Por

qué me elegiste a mí? —preguntó Miguelito Miguel que aún estaba un poco

aturdido.

—En primer lugar, yo no te elegí, así que no te creas que sos un iluminado

ni ninguna cosa de esas. Lo del elegido que los salva a todos es de Matrix.

Boludeces de Hollywood. Yo estaba haciendo unas changuitas cerca de

Plaza Once y pasaba a comer por tu puesto, ahí me caíste simpático y seguí

yendo. Dio la casualidad que cuando te quisiste hacer el héroe contra los matones

de tu propio Sindicato yo estaba ahí y no te podía dejar solo. Además

te vieron, ya estás marcado, los choripaneros son mafiosos sanguinarios, al

que les lleve la contra, ¡zac!, a la máquina de chorizos. Yo lo conozco al

enano, éramos compañeros de la secundaria, militamos juntos en la JotaPé y

después trabajé con él en un puestito de chori que tenía el padre en Liniers.

Pero esa es otra historia, Gordo. Yo también fui choripanero, pero no quise

entrar en los negocios del Sindicato y cuando el padre del enano murió allá

en el África acá se desbandó todo. La cadena de Rapi-Chori firmó un convenio

con el Estado para el programa de recuperación de drogadictos, les daban

trabajo en los puestos, y al mes no había un puesto que no vendiera frula

para Eliseo Grande. Aparecieron los grupos disidentes y ahí me cansó y lo

mandé a cagar. Él me quería como a un hermano, por eso siente que lo traicioné

y está loco por voltearme. Bueno, creo que ya estás listo para que vayamos

a lo del pibe.

—¿Qué pibe?

—Acá a un par de cuadras hay un pibito que hace milagros y también

sabe cosas del futuro. ¿Nunca escuchaste hablar de Ramoncito, el niño milagroso

de Villa Caraza? —dijo Platero. El Gordo Miguelito tuvo un flashback.

En ese instante recordó que había acompañado a unos amigos a consultar a

ese chico milagroso hacía tiempo.

—¿Y qué le vas a preguntar? ¿Si te vas a ganar la Grande?

—Gordo, vos sos muy escéptico, vas a tener que empezar a creer un poco

en la magia porque sino esta historia no va, ¿entendés? Acá somos personajes

del delirio de un tipo que además de que escribe poco y mal, cuando le viene

297


la loca, juega con nosotros como se le canta el culo. Vos no sabés la que se

viene... ¡¡Cacho, pará con el bicho ese que me tenés podrido!!

El ahijado del General dejó al tero y entró en la habitación cabizbajo,

haciendo pucheritos como un chiquilín. Agarró un frasquito de alimento para

peces y tiró una pizca en la pecera donde solo había agua.

—Cualquier día de estos aparecen, Cachito... —dijo Platero en tono burlón.

—Vos reíte nomás, ya vas a ver cuando crezcan... —respondió el apadrinado,

que se sentó sobre un cajón vacío de cerveza Quilmes y se dispuso a

mirar televisión.

—Todavía está esperando que aparezcan los Seamonkeys —le comentó

Platero al Gordo por lo bajo.

Estaban dando “El Zorro”. En el corte comercial anunciaban un recital

de Los Pibes Paja, el conjunto de cumbia pop del momento, que, montados

en sus hits “La Guitarra del trolo” con ese corito pegajoso y “Ahorcame la

Gallina, nena”, darían un Mega Concierto en el boliche KoolTura. Convocaban

a una masiva masturbación rítmica para el sábado a la noche. Seguidamente,

pasaron la publicidad de Vibraphone en la que aparecía Glenda

Glande semidesnuda y muy sexy. “¡Conectate a la vida! ¡Llamá a la felicidad,

vibrá vos también con Vibraphone, el único teléfono celular que podés

llevar encima incluso cuando estás desnudo!”. Acto seguido se escucha un

ringtone de Los Pibes Paja y Glendita se saca el celular del culo con un

gesto de placer, dice: “¡Hola! ¡Chau! ¡Llamame!”. Vuelve a colocar el aparatito

en el lugar del que lo sacó, es decir, el centro del ojete, y se aleja contoneando

las caderas mientras se escucha la musiquita de fondo. Platero

miró al Gordo indignado.

—¡Es cada vez más grave, loco, primero nos dan puro chorizo y ahora

nos quieren meter teléfonos que vibran en el culo! ¡En un par de meses nos invaden

los paraguayos y nos culean a todos para vengarse de lo que les hicimos

en la guerra de la Triple Alianza!

Cacho seguía colgado mirando la tele mientras sacaba bolitas de moco

de su nariz, las miraba y las arrojaba al suelo.

—Che, y al pariente, ¿de dónde lo sacaste? —preguntó el Gordo.

—Cachito es un fenómeno, lo que pasa es que fue boxeador un tiempo y

quedó medio turuleco por los golpes, pero lo que más lo afectó fue la enfermedad

de la mujer.

—¿Murió?

—No, qué se va a morir, ¡debe andar mortificando a algún otro gil! La

mina tenía una cosa rara... ¿Nunca escuchaste la frase “Qué dolor de huevos”?

Bueh, resulta que Marta tenía una patología que tienen ciertas mujeres,

a veces es hereditaria, se le llama el S.L.R.B. Síndrome de la Loca Rompe

Bolas. Es una enfermedad que las ataca a ellas y sin querer afectan muchísimo

a los hombres de la familia. Se te empiezan a hinchar los huevos, todos

298


los días. No te dejan dormir, se quejan, lloran, que no me entendés, que no

cambiás más, que no hacés nada por la relación, es como un cassette que

repiten y repiten y repiten, y al pobre tipo se le inflan los huevos, es peligrosísimo,

pueden alcanzar el tamaño de dos sandías y si no se trata a tiempo

te explotan, como le pasó a Cachito, que le reventó uno y casi se muere de

la hemorragia.

—¡Pará, pará...! ¿No serás medio puto vos, Platero?

—¡Es posta, boludo! Es una patología que existe desde hace siglos, la

tuvo Cleopatra, Juana de Arco, la reina Victoria, la mujer de Hitler, Isabelita

y la tiene la mujer del presidente. ¿Viste que a veces se dice que tal o cual

chabón tiene unos huevos así de grandes? Es por eso. Pero se puede curar,

aunque es muy difícil. Hay que agarrarlas y hacerles el culo violentamente. Si

bien, con todo el amor del mundo y con cuidado, porque no es culpa de ellas

agarrarse ese rollo. Es obra de Mandinga y, por eso, si es con amor y apasionadamente

suavecito se curan, porque el amor espanta a los males. Porque el

amor es más fuerte.

—¿Che, vos leíste mucho a Laiseca? —preguntó Miguelito Miguel.

—Mirá, compañero, ya te dije que con tu falta de fe y tu escepticismo no

vas a llegar muy lejos. ¿No serás un ateo bolchevique, vos?

—Fui militante de la Fede... —contestó el Gordo y le enseño una fotito

de Karl Marx que tenía en la billetera.

—No te digo yo, ahí está: materialismo dialéctico, por eso sos así de

duro. Seguro que leíste a Politzer... ¿Viste al doble de Marx que pide monedas

en la calle Corrientes? Bueh... no importa. Vení, que acá al lado en el

galpón te voy a enseñar lo que tengo y cómo nos preparamos para el combate.

¿O te creíste que somos nosotros tres nomás? —dijo serio. Miró a Cacho

y ordenó —: Cachito, si pasa el quinielero, decile que me anote con un peso

al doble cero a la cabeza, que tanto hablar de huevos me dio un pálpito, a

ver si agarramos unos mangos. <

Choripán social. Editorial Wu Wei, 2012.

Sebastián Pandolfelli nació en 1977 en Lanús, Pcia. de Buenos Aires. Es músico y escritor. Publicó el

relato Rocanrol, y el volumen de cuentos Diamante.

299


GASTÓN LEROUX

El fantasma de la Ópera

Capítulo XXI: En los sótanos de la Ópera

Ilustraciones Franco Fasoli

300


–¡Apunte, pronto para hacer fuego! –repitió apresuradamente el compañero

de Raoul.

Detrás de ellos, la pared, después de dar una vuelta completa sobre sí

misma, había vuelto a cerrarse.

Los dos hombres permanecieron inmóviles unos segundos, conteniendo

la respiración.

En aquellas tinieblas reinaba un silencio que nada interrumpía.

Finalmente, el Persa se decidió a hacer un movimiento y Raoul lo oyó

deslizarse de rodillas, buscando algo al tanteo, en la oscuridad.

De pronto, delante del joven, las tinieblas se aclararon prudentemente a

la luz de una pequeña linterna, y Raoul retrocedió instintivamente como para

escapar a la vigilancia de un enemigo secreto. Pero en seguida comprendió que

aquella luz la llevaba el Persa, cuyos movimientos observaba atentamente. El

pequeño disco rojo se paseaba por las paredes, arriba, abajo y alrededor de

ellos, minuciosamente. Aquellas paredes estaban formadas, a la derecha, por

un muro, a la izquierda, por un tabique de madera y arriba y abajo, por pisos

de tablas. Raoul se decía que Christine debió haber seguido aquel camino el

día que iba en pos de la voz del Ángel de la Música. Por otra parte, ese debía

ser el camino habitual de Erik cuando venía a sorprender la buena fe y la inocencia

de Christine. Raoul, que recordaba las frases del Persa, pensó que aquel

camino había sido misteriosamente construido por el propio Fantasma. Sin embargo,

más tarde sabría que Erik había encontrado, como preparado para él,

ese pasillo secreto cuya existencia durante mucho tiempo sólo él conoció. Aquel

301


corredor había sido construido durante la Comuna de París para que los carceleros

pudieran conducir a los prisioneros hasta los calabozos improvisados en

los sótanos, porque los federados ocuparon el edificio inmediatamente después

del 18 de marzo, convirtiendo la techumbre en el punto de partida de los globos

montgolfieras, encargados de llevar a los departamentos sus proclamas incendiarias,

y los sótanos, en prisión de Estado.

El Persa se había arrodillado y había dejado su linterna en el suelo. Parecía

ocupado en buscar algo y, de pronto, veló la luz.

Entonces Raoul oyó un leve chirrido y vio en el piso del corredor un

cuadrado luminoso muy pálido. Parecía como si una ventana acabara de abrirse

sobre los sótanos todavía iluminados de la Ópera. Raoul ya no veía al Persa,

pero de pronto lo sintió a su lado y notó su respiración.

–Sígame y haga todo lo que yo haga.

Raoul fue conducido hacia el tragaluz luminoso. Vio entonces que el

Persa volvía a arrodillarse y, colgándose del tragaluz con las dos manos, se dejaba

deslizar hacia abajo. Llevaba la pistola sujeta con los dientes.

Cosa extraña, el vizconde tenía plena confianza en el Persa. Aunque ignoraba

todo acerca de él y la mayoría de sus frases sólo habían servido para

aumentar la oscuridad en toda esa aventura, no dudaba en creer que, en ese

decisivo momento, el Persa estaba de su lado y contra Erik. Su emoción le había

parecido sincera cuando le había hablado del «monstruo»; el interés que había

demostrado no le parecía sospechoso. En fin, si el Persa hubiera tenido algún

siniestro proyecto en su contra, no le habría dado un arma, como lo hizo. Además,

en resumidas cuentas, ¿no se trataba, costara lo que costara, de llegar

hasta Christine? Raoul no podía elegir los medios. Si hubiera vacilado, aun teniendo

dudas sobre las intenciones del Persa, el joven se habría considerado el

último de los cobardes.

A su vez, Raoul se arrodilló y se colgó de la trampa con ambas manos.

–¡Suéltese del todo! –oyó que le decía, y cayó en brazos del Persa, que

le ordenó inmediatamente que se echara boca abajo en el suelo, volvió a cerrar

la trampa sobre sus cabezas, sin que Raoul pudiera saber cómo, y luego fue a

tumbarse a su lado. Quiso hacerle una pregunta, pero la mano del Persa se

apoyó en su boca y enseguida oyó una voz a la que reconoció como la del comisario

de policía que hacía un momento lo había interrogado.

Ambos se encontraban entonces detrás de un tabique que los ocultaba

perfectamente. Cerca de allí, una estrecha escalera subía a una pequeña habitación

por la cual debía de pasearse el comisario haciendo preguntas, ya que

se oía al mismo tiempo el ruido de sus pasos y el eco de su voz.

La luz que rodeaba los objetos era muy débil, pero al salir de aquella

espesa oscuridad que reinaba en el corredor secreto de arriba, Raoul no tuvo

dificultad en distinguirlos. No pudo contener una sorda exclamación al ver

de pronto tres cadáveres.

302


El primero estaba tendido sobre el estrecho descanso de la escalera que

subía hacia la puerta tras la cual se oía al comisario; los otros dos se encontraban

debajo de la escalera, con los brazos en cruz. Pasando los dedos a través

de los intersticios del tabique que los ocultaba, Raoul habría podido tocar la

mano de alguno de aquellos desgraciados.

–¡Silencio! –susurró de nuevo el Persa.

También él había visto los cuerpos y con una sola palabra lo explicó todo:

–¡Él!

Ahora se oía la voz del comisario con mayor intensidad. Pedía explicaciones

acerca del sistema de iluminación y el administrador se las daba. El comisario

debía estar en el «registro», o en sus dependencias. Contrariamente a

lo que podría creerse, cuando se trataba de un teatro de Ópera, el «registro» no

estaba destinado a ejecutar música.

Por aquella época, la electricidad se empleaba sólo para obtener ciertos

efectos escénicos muy restringidos y para los timbres. El inmenso edificio y el

mismo escenario aún se iluminaban con gas, y se regulaba y modificaba siempre

la iluminación del decorado con gas hidrógeno; eso se hacía mediante un

aparato especial que, a causa de la multiplicidad de sus tubos, fue llamado «registro

de órgano».

Al lado de la escotilla del apuntador, había un tragaluz reservado para

el jefe de iluminación, que desde allí daba las órdenes a sus empleados y vigilaba

su ejecución. Debajo de ese tragaluz se encontraba Mauclair durante todas

las representaciones.

Sin embargo, Mauclair no estaba en su lugar, y tampoco sus empleados

ocupaban sus puestos.

–¡Mauclair, Mauclair!

La voz del director de escena resonaba ahora en los sótanos como en un

tambor. Pero Mauclair no respondía...

Ya hemos dicho que una puerta se abría sobre una pequeña escalera que

subía del segundo sótano. El comisario la empujó, pero la puerta resistió.

–¡Vaya, vaya! –dijo–.Vea usted, señor director... No puedo abrir esta

puerta... ¿Es siempre tan dura?

El director de escena empujó la puerta con un vigoroso golpe. Se dio

cuenta de que, al mismo tiempo, empujaba a un cuerpo humano y no pudo

contener una exclamación. Reconoció inmediatamente a aquel cuerpo:

–¡Mauclair!

Todas las personas que habían seguido al comisario en aquella visita al

registro se adelantaron inquietos.

–¡El pobre infeliz está muerto! –dijo el director.

Pero el comisario Mifroid, a quien nada sorprendía, estaba ya inclinado

sobre aquel enorme cuerpo.

–¡No –dijo–, está borracho, que no es lo mismo!

303


304


–Sería la primera vez –declaró el director.

–Entonces le han dado un narcótico... ¡Es muy posible!

Mifroid se incorporó, bajó algunos peldaños más y exclamó:

–¡Miren!

Al pie de la escalera, a la luz de un farol rojo, había tendidos dos cuerpos

más. El director reconoció a los ayudantes de Mauclair... Mifroid bajó y

los auscultó.

–Duermen profundamente –dijo–. ¡Qué extraño! No podemos dudar de

la intervención de un desconocido en el servicio de iluminación..., ¡y ese desconocido

trabajaba evidentemente para el raptor!... ¡Pero qué idea más extraña

la de raptar a una artista en escena!... ¿Para qué complicar así las cosas? ¡Que

llamen al médico del teatro, por favor...! –y Mifroid repitió–: ¡Extraño caso,

muy extraño!

Después, volvió a entrar en el pequeño cuarto, dirigiéndose a unas personas

a las que no era posible ver desde el lugar en que se encontraban Raoul

y el Persa.

–¿Qué les parece todo esto, señores? –preguntó–. Son ustedes los únicos

que no han dado su opinión. Sin embargo, deben tener alguna idea al

respecto...

Entonces, Raoul y el Persa vieron asomarse al descanso de la escalera

las caras desconcertadas de los dos directores y oyeron la voz consternada de

Moncharmin:

–Están pasando una serie de cosas, señor comisario, a las que no podemos

dar explicación alguna.

Y las dos caras desaparecieron.

–Gracias por la información, señores –dijo Mifroid con tono burlón.

Pero el director de escena, cuyo mentón descansaba ahora sobre la palma

de su mano derecha, que es el gesto de la reflexión profunda, dijo:

–No es la primera vez que Mauclair se duerme en el teatro. Recuerdo

que una noche lo encontré roncando en su cubil, al lado de su caja de rapé.

–¿Hace mucho de eso? –preguntó el señor Mifroid, mientras limpiaba

minuciosamente los cristales de su binóculo, ya que el comisario era miope

como les suele ocurrir a los mejores ojos del mundo.

–No, no mucho... –dijo el director de escena–. ¡Mire!... Era la noche...,

sí, seguro..., la noche en que la Carlotta, ya lo sabe señor comisario, lanzó su

famoso «gallo».

–¿La noche en que la Carlotta lanzó su famoso «gallo»?

Y el señor Mifroid, tras volver a colocarse en la nariz el binóculo de cristales

transparentes, miró fijamente al director de escena, como queriendo penetrar

su pensamiento.

–¿Así que Mauclair toma rapé? –preguntó con expresión indiferente.

–Claro que sí, señor comisario... Mire, precisamente allí, sobre ese estante

305


está su tabaquera... ¡Oh, toma mucho!

–¡También yo! –dijo el señor Mifroid, y deslizó la caja en su bolsillo.

*****

Raoul y el Persa asistieron, sin que nadie sospechara su presencia, al

traslado de los tres cuerpos que los tramoyistas fueron a cargar. El comisario

los siguió y todos subieron detras de él. Por algunos instantes se oyeron sus

pasos que retumbaban en el escenario.

Cuando estuvieron solos, el Persa indicó a Raoul que se pusiera de pie.

Éste obedeció; pero, como se olvidara de volver a colocar la pistola a la altura

de los ojos, dispuesta a disparar, igual que el Persa; éste le recomendó que volviera

el arma a aquella posición y que no la abandonara, pasara lo que pasase.

–Pero esto cansa inútilmente la mano –murmuró Raoul–, y si tengo que

disparar no estaré seguro de mi pulso.

–Cambie el arma de mano, entonces –concedió el Persa.

–¡No sé disparar con la izquierda!

A lo cual replicó el Persa con esta declaración extraña, que desde

luego no era la más indicada para aclarar las cosas en el cerebro trastornado

del joven:

–No se trata de disparar con la mano izquierda o con la mano derecha;

se trata de tener una de las manos colocada como si fuera a apretar el gatillo

de una pistola, teniendo el brazo algo doblado –en semiflexión–; en cuanto a

la pistola en sí, después de todo, puede guardarla en el bolsillo. –Y añadió–:

¡Que esto quede bien claro, o no respondo de nada! ¡Es una cuestión de vida o

muerte! Ahora, ¡silencio y sígame!

Se encontraban entonces en el segundo nivel de sótanos. Raoul sólo

podía entrever, a la luz de algunas luces inmóviles en sus celdas de vidrio, una

ínfima parte de aquel abismo extravagante, sublime e infantil, divertido como

un retablo de titiriteros, espantoso como un antro, que está debajo del escenario

de la Ópera.

Estos sótanos formidables son cinco. Reproducen todos los planos del

escenario, sus trampas y trampillas. Los escotillones están allí reemplazados

por rieles y enormes vigas transversales soportan trampas y trampillas. Unas

vigas, que se apoyan en bloques de fundición o de piedra, forman una serie de

soportes que permiten dejar paso libre a las «glorias» 16 y a otras combinaciones

o trucos. Se da cierta estabilidad a estos aparatos uniéndolos por medio de ganchos

de hierro y según las necesidades del momento. Los tornos de mano, los

tambores y los contrapesos están generosamente distribuidos en los sótanos.

Sirven para maniobrar los grandes decorados, para realizar los cambios a la

vista, para provocar la desaparición súbita de los personajes en las escenas de

magia. Es en los sótanos, han dicho los señores X,Y,Z –que han dedicado un

estudio muy interesante a la obra de Garnier– donde se transforma a los varo-

306


nes pálidos y melancólicos en hermosos caballeros, a las horribles brujas en

hadas radiantes de juventud. Tan pronto sale Satán de los sótanos como se sumerge

en ellos. Las luces del infierno escapan de allí y allí se alinean los coros

de los demonios.

...Y los fantasmas se pasean como en su casa...

Raoul seguía al Persa, obedeciendo estrictamente sus recomendaciones

sin intentar entender los gestos que le ordenaba..., diciéndose que toda su esperanza

estaba en él.

¿Qué hubiera hecho sin su compañero en aquel espantoso laberinto?

¿Acaso no se habría visto detenido continuamente por la maraña de

vigas y cuerdas? ¿No se hubiera enredado sin poder desprenderse en aquella

gigantesca tela de araña?

Y, de haber podido pasar a través de aquella red de alambres y de contrapesos

que sin cesar aparecían ante él, corría el riesgo de caer en uno de los

agujeros que se abrían por momentos bajo sus pies y cuyo fondo de tinieblas

no podía alcanzar su mirada.

Bajaban, seguían bajando...

Ahora se encontraban en el tercer sótano.

Seguían guiándose en la oscuridad, gracias a alguna lámpara lejana...

Cuanto más bajaban, más precauciones parecía tomar el Persa... No dejaba

de volverse hacia Raoul y de recomendarle que siguiera sus instrucciones

señalándole el modo de poner la mano, desarmada ahora, pero siempre dispuesta

a disparar como si empuñara una pistola.

De repente una voz atronadora los clavó en su sitio. Alguien gritaba allá

arriba, sobre sus cabezas:

–¡Al escenario todos los «porteros»! El comisario de policía los reclama.

...Se oyeron pasos y unas sombras se deslizaron en la sombra. El Persa

había llevado a Raoul detrás de un bastidor... Vieron pasar muy cerca y por

encima de sus cabezas a unos viejos encorvados por los años y el peso de los

decorados de la Ópera. Algunos apenas podían arrastrar las piernas...; otros,

por costumbre, con la espalda doblada y las manos tendidas hacia delante, parecía

que buscaban puertas que cerrar.

Así eran los cerradores de puertas..., antiguos tramoyistas agotados, de

los que unos directores caritativos se habían apiadado. Los habían convertido

en encargados de las puertas en los sótanos y en los pisos altos. Iban y venían

sin cesar, por el escenario, para cerrar las puertas, y se les llamaba también por

aquella época, ya que me parece que ahora están todos muertos, «los cazadores

de corrientes de aire».

Las corrientes de aire, vengan de donde vengan, son muy malas para

la voz.

El Persa y Raoul se felicitaron de aquel incidente que los libraba de testigos

molestos, ya que alguno de los cerradores de puertas, al no tener nada

307


que hacer y careciendo de domicilio, se quedaba por pereza o por necesidad en

la Ópera y pasaba la noche en ella. Podían tropezar con ellos, despertarlos y

tener que dar explicaciones. El interrogatorio del señor Mifroid los libraba momentáneamente

de aquellos encuentros desafortunados.

Pero no pudieron disfrutar por mucho tiempo de la soledad... Otras sombras

bajaban ahora por el mismo camino por el que los «cerradores de puertas»

habían subido. Cada una de estas sombras llevaba una pequeña linterna... que

agitaban moviéndola arriba y abajo, examinándolo todo a su alrededor y con

todo el aspecto de buscar algo o a alguien.

–¡Diablos! –murmuró el Persa–. No sé qué estarán buscando, pero podrían

encontrarnos.... ¡huyamos!... ¡Rápido! ¡La mano en guardia, señor, siempre

dispuesta para disparar! Pliegue más el brazo, así... la mano a la altura del ojo,

como si se batiera en duelo y esperara la voz de «¡Fuego!». Meta su pistola en

el bolsillo. ¡Rápido, bajemos! –arrastraba a Raoul hacia el cuarto sótano–. A la

altura del ojo, es cuestión de vida o muerte.... ¡Aquí, por esta escalera! –Ya estaban

llegando al quinto sótano–. ¡Ah, qué duelo, señor, qué duelo!

El Persa suspiró aliviado al llegar al quinto sótano... Parecía gozar de

un poco más de seguridad de la que sentía hacía un instante, cuando se habían

detenido ambos en el tercer sótano; pero, sin embargo, no abandonaba la posición

de la mano...

Raoul tuvo ocasión de sorprenderse una vez más; pero sin hacer, por

cierto, ninguna nueva observación. En verdad, no era el momento de extrañarse

de aquella extraordinaria concepción de la defensa personal que consistía en

guardar la pistola en el bolsillo mientras que la mano seguía dispuesta a servirse

de ella, como si la pistola estuviera aún en la mano, a la altura del ojo, en previsión

de esperar la orden de «¡fuego!»

Con respecto a esto, Raoul creía recordar perfectamente que le había

dicho: «Éstas son pistolas de las que estoy seguro».

De lo que le parecía lógico deducir esta conclusión interrogante: «¿Qué

le importaba estar seguro de unas pistolas a las que no iba a utilizar?»

Pero el Persa lo detuvo en sus vagos intentos reflexivos. Haciéndole

señal de que permaneciera quieto, volvió a subir unos peldaños de la escalera

que acababan de descender. Después se volvió rápidamente hacia Raoul.

–¡Qué tontos somos! –le susurró–. Pronto nos veremos libres de esas

sombras con linternas... Son los bomberos que hacen su ronda. 19

Los dos hombres permanecieron entonces a la defensiva durante, por lo

menos, cinco largos minutos; después, el Persa arrastró a Raoul hacia la escalera

que acababan de bajar; pero, de repente, un ademán le volvió a ordenar que

no se moviera.

Ante ellos, la sombra se agitaba.

–¡Cuerpo a tierra! –exclamó el Persa con un susurro.

Los dos hombres se tiraron al suelo. Justo a tiempo. Una sombra que, esta

308


vez, no llevaba ninguna linterna..., tan sólo una sombra en la sombra, pasaba.

Se acercó tanto a ellos que podría haberlos tocado.

Sintieron sobre sus rostros la ráfaga cálida de su capa..., porque pudieron

distinguirla lo suficiente como para ver que la sombra llevaba una capa

que la envolvía de la cabeza a los pies. En la cabeza lucía un sombrero blando

de fieltro.

Se alejó, rozando las paredes y dando a veces puntapiés en las esquinas.

–¡Uf! –exclamó el Persa–..., de buena nos hemos librado... Esa sombra

me conoce y ya me ha llevado dos veces al despacho del director.

–¿Es alguien de la policía del teatro? –preguntó Raoul.

–¡Alguien mucho peor! –contestó sin dar más explicaciones el Persa.

–¿No será «él»?

–¿«Él»?... Si no llega por detrás, veremos antes sus ojos de oro... Ésa es

nuestra pequeña fuerza en la oscuridad. Pero puede llegar por detrás, con pasos

de lobo... y somos hombres muertos si no llevamos siempre las manos como si

fueran a disparar, a la altura del ojo, hacia adelante.

El Persa no había terminado aún de formular sus consejos, cuando ante

los dos hombres surgió una figura fantástica.

...Un cuerpo entero... una cara; no solamente dos ojos de oro.

...Sino un rostro luminoso... una figura en llamas...

Sí, una figura en llamas que avanzaba a la altura de un hombre. ¡Pero

sin cuerpo!

Aquella figura desprendía fuego.

En la oscuridad parecía una llama con forma de cuerpo humano.

–¡Oh! –exclamó el Persa entre dientes–, ¡es la primera vez que la veo!...

El teniente de bomberos no estaba loco, ¡la había visto perfectamente!... ¿Qué

serán esas llamas? No es «él», pero bien puede ser él quien nos la envía... ¡Cuidado!...

¡Cuidado!... Ponga la mano a la altura del ojo, ¡por lo que más quiera!...

a la altura del ojo.

La figura de fuego, que tenía un aspecto infernal de demonio en llamas,

seguía avanzando a la altura de un hombre, sin cuerpo, delante de los dos hombres

aterrorizados...

–Quizá él nos envíe a esta cosa por delante para sorprendernos mejor

por la espalda..., o de costado... ¡Nunca se sabe con él!... Conozco muchos de

sus trucos..., ¡pero éste..., éste no lo conocía aún!... ¡Huyamos!..., por prudencia...

sólo... ¡por prudencia!... ¡La mano a la altura de los ojos!

Y huyeron los dos juntos, a lo largo del corredor subterráneo que se

abría ante ellos.

Tras unos segundos de carrera, que parecieron larguísimos minutos, se

detuvieron.

–Es curioso –dijo el Persa–, rara vez viene él por aquí. ¡Este lado no le

interesa!... ¡No conduce ni al lago ni a la mansión del Lago!... Pero quizá sepa

309


que estamos sobre sus pasos..., a pesar de que yo le haya prometido dejarlo

tranquilo y no volver a meterme en sus asuntos.

Al decir esto, volvió la cabeza, y Raoul hizo otro tanto.

Y volvieron a ver la cabeza de fuego detrás de las suyas. Los había seguido...

Debía haber corrido también, y quizás con más rapidez que ellos, porque

les pareció que estaba más cerca.

Al mismo tiempo empezaron a distinguir un ruido cuya naturaleza les

resultaba imposible adivinar. Sólo cayeron en la cuenta de que ese ruido parecía

desplazarse y acercarse junto con la llama-figura-de-hombre. Eran chirridos o

más bien crujidos, como si miles de uñas rascaran una pizarra, ruido absolutamente

insoportable, similar al que a veces se produce por culpa de una piedrita

engastada en una barra de tiza que rechina contra la pizarra.

Siguieron retrocediendo, pero la cara en llamas avanzaba, ganándoles

terreno. Ahora ya se distinguían muy bien sus rasgos. Los ojos eran completamente

redondos y fijos, la nariz un poco torcida y la boca grande, con un labio

inferior que colgaba en forma de semicírculo; recordaban los ojos, la nariz y el

labio de la luna cuando la luna está totalmente roja, color sangre.

¿Cómo podía deslizarse aquella luna roja en las tinieblas, a la altura de

un hombre, sin ningún apoyo, sin cuerpo para sostenerla, al menos aparentemente?

¿Cómo caminaba tan de prisa, en línea recta, con los ojos fijos, tan

fijos? ¿Qué era todo ese crujir, chirriar y rechinar que arrastraba consigo?

Llegó un momento en que el Persa y Raoul no pudieron retroceder más

y se aplastaron contra la pared, sin saber qué iba a pasarles, quedando a merced

de aquella figura incomprensible de fuego y, sobre todo ahora, del ruido más

intenso, más zumbador, más vivo, tan «numeroso», porque sin duda aquel ruido

era producido por cientos de pequeños ruidos que se agitaban en las tinieblas,

bajo la cara de fuego.

La cabeza de llamas sigue avanzando... ¡Ya está ahí!... Con su ruido...

¡Ya está junto a ellos!...

Y los dos hombres, pegados contra la pared, sienten que los cabellos

se les erizan de horror, porque ahora ya saben de dónde proceden los miles

de ruidos. Avanzan en tropel, rodando por las sombras en innumerables olas

pequeñas y apretadas, más rápidas que las que trotan en la arena con la

marea alta, pequeñas olas de sombra que bullen bajo aquella luna cabezade-fuego.

Las pequeñas olas se deslizan entre sus piernas, suben por ellas, irresistiblemente.

Entonces, Raoul y el Persa no pueden contener sus gritos de horror,

espanto y dolor.

Tampoco pueden seguir manteniendo las manos a la altura de los ojos.

Sus manos bajan a las piernas para alejar las pequeñas olas luminosas que

arrastran pequeñas cosas agudas, olas llenas de patas, uñas, garras y dientes.

Sí, sí, Raoul y el Persa están a punto de desmayarse como el teniente de

310


bomberos Papin. Pero la cabeza de fuego se ha vuelto hacia ellos al oír sus

voces de espanto. Y les habla:

–¡No se muevan! ¡No se muevan!... Sobre todo, ¡no me sigan!... ¡Soy el

matador de ratas!... ¡Déjenme pasar con mis ratas!...

Bruscamente, la cabeza de fuego desaparece y se esfuma en la tinieblas

mientras el corredor se ilumina a lo lejos, gracias al movimiento que el matador

de ratas ha hecho con su linterna. Antes, para no espantar a las ratas, había

vuelto la linterna hacia él, iluminando su propia cara; ahora, para apresurar su

huida, alumbra el espacio negro hacia adelante... Y entonces da un brinco,

arrastrando consigo las olas de ratas que se trepan, chillan, rechinan, hacen

ruidos sordos, indefinidos...

El Persa y Raoul, pasado el susto, respiran, pero todavía tiemblan.

–Debí haber recordado que Erik me habló del matador de ratas –dijo el

311


Persa–. Pero no me había dicho que tenía este aspecto... Es extraño que nunca

lo haya encontrado. ¡Creí que se trataba de una de las tretas del monstruo!... –

suspiró–. Pero no, nunca anda por estos sitios.

–¿Entonces, estamos muy lejos del lago? –preguntó Raoul–. ¿Cuándo

llegaremos?... ¡Vamos al lago! ¡Vamos al lago!... Cuando estemos junto al lago

llamaremos, sacudiremos las paredes, gritaremos... ¡Christine nos oirá!... ¡Y también

él nos oirá! ... Y puesto que usted lo conoce, le hablaremos.

–¡No sea infantil! –exclamó el Persa–. Nunca entraremos en la mansión

del Lago por el lago.

–¿Por qué no?

–Porque allí es donde ha acumulado toda su defensa... Ni siquiera yo he

podido llegar a la otra orilla... a la orilla de la casa... Primero hay que atravesar

el lago..., ¡y le aseguro que está bien protegido!... Me temo que más de uno de

estos antiguos tramoyistas, viejos cerradores de puertas que han desaparecido

misteriosamente, intentaron simplemente atravesar el lago... Es terrible... Yo

mismo casi perezco... ¡Si el monstruo no me hubiera reconocido a tiempo!...

Un consejo, amigo. No se acerque nunca al lago... Y, sobre todo, tápese los

oídos si oye cantar a la voz bajo el agua, la voz de la Sirena.

–Pero entonces –replicó Raoul en un transporte de fiebre, de impaciencia

y de rabia–, ¿qué hacemos aquí?... Si usted no puede hacer nada por Christine,

déjeme al menos morir buscándola.

El Persa intentó calmar al joven.

–No tenemos más que un medio para salvar a Christine Daaé, créame, y

es penetrando en su escondite sin que el monstruo se dé cuenta.

–¿Y cree que podremos hacerlo?

–¡Si no tuviera esa esperanza, no habría ido a buscarlo a usted!

–¿Y por dónde entraremos en la mansión del Lago sin atravesar el lago?

–Por el tercer sótano, del que fuimos tan inoportunamente expulsados,

señor, y adonde volveremos ahora mismo... Le diré, señor –exclamó el Persa

con la voz súbitamente alterada–, le diré el lugar exacto... Se encuentra entre

unos bastidores y un decorado abandonado de El rey de Lahore, exactamente

en el lugar en que fue hallado muerto Joseph Buquet...

–¡Ah! ¿aquel jefe de los tramoyistas al que se encontró ahorcado?

–Sí, señor –añadió en tono singular el Persa–, y cuya cuerda no se pudo

encontrar... ¡Vamos! ¡Ánimo!..., y en marcha..., y vuelva a poner la mano en

guardia, señor... Pero, ¿dónde es que estamos?

El Persa tuvo que encender de nuevo la linterna. Dirigió el haz luminoso

hacia dos amplios corredores que se cruzaban en ángulo recto y cuyas bóvedas

se perdían en lo infinito.

–Debemos estar –dijo– en la parte reservada al servicio de aguas... No

veo ningún fuego proveniente de las calderas.

Precedió a Raoul, buscando el camino, deteniéndose bruscamente al paso

312


de algún «hidráulico». Después, tuvieron que ocultarse ante el resplandor de

una especie de fragua subterránea que acababan de apagar y ante la cual Raoul

reconoció a los demonios entrevistos por Christine en su primer viaje el día de

su primer rapto.

De este modo volvieron poco a poco a encontrarse bajo la prodigiosa

tramoya que se hallaba debajo del escenario.

Debían encontrarse entonces en el fondo del pozo, a una gran profundidad,

si se tiene en cuenta que hubo que cavar la tierra quince metros

por debajo de las napas de agua que existían en toda aquella parte de la capital,

y que hubo que agotar toda el agua... Se sacó tanta agua que, para

hacerse una idea de la cantidad expulsada por las bombas, habría que imaginar

una superficie como la plaza del Louvre, con una altura de una vez y

media la de las torres de Notre-Dame. De todos modos, tuvieron que conservar

un lago.

En aquel momento el Persa tocó una pared y dijo:

–Si no me equivoco, éste podría ser uno de los muros de la casa del Lago.

Golpeó entonces contra una pared del pozo. Quizá convenga que el lector

sepa cómo fueron construidos el fondo y las paredes del pozo.

Con el fin de evitar que las aguas que rodean la construcción quedasen

en contacto inmediato con las paredes que sostienen todo el armazón de la

maquinaria teatral, cuyo conjunto de estructuras, carpintería, cerrajería, y telas

pintadas al temple, debe quedar aislado de la humedad, el arquitecto se vio

obligado a construir en todas partes una doble pared aisladora.

El trabajo para construir aquellas paredes llevó todo un año. El Persa

golpeaba la pared de la primera envoltura mientras hablaba a Raoul de la mansión

del Lago. Para alguien que conociera la arquitectura del edificio, el gesto

del Persa parecía indicar que la misteriosa casa de Erik había sido construida

entre el doble recinto formado por una gruesa pared construida con pedregullo,

luego un muro de ladrillo, una enorme capa de cemento y otra pared de varios

metros de espesor.

Detrás del Persa, Raoul se había aplastado contra la pared y escuchaba

con avidez.

Pero no oyó nada..., nada más que pasos lejanos que retumbaban en el

suelo, en la parte alta del teatro.

El Persa había apagado otra vez su linterna.

–¡Cuidado! –dijo–. ¡Cuidado con la postura de la mano! Y ahora mucho

silencio, porque intentaremos entrar en su casa.

Y lo arrastró hasta la pequeña escalera que habían bajado antes. Volvieron

a subirla, deteniéndose en cada escalón, espiando las sombras y el

silencio...

Pronto se encontraron en el tercer sótano...

Entonces el Persa hizo una señal a Raoul para que se arrodillara y así,

313


arrastrándose de rodillas y sobre una mano –la otra mano seguía en la posición

indicada– llegaron hasta la pared del fondo.

Contra esa pared había un gran lienzo abandonado, un decorado de El

rey de Lahore.

Y muy cerca de aquel decorado había un portante...

Entre el decorado y el portante no había más espacio que para el ancho

de un cuerpo.

Un cuerpo como el que un día se había encontrado colgado... el cuerpo

del maquinista Joseph Buquet.

El Persa, siempre de rodillas, se había detenido. Escuchaba. Por un momento

pareció dudar y miró a Raoul; después, sus ojos se clavaron arriba, en

el segundo sótano, que les enviaba el débil resplandor de una linterna filtrándose

entre dos tablas. Evidentemente aquel resplandor molestaba al Persa. Por

fin, agachó la cabeza y se decidió.

Se deslizó entre el portante y el decorado de El rey de Lahore. Raoul lo

siguió de cerca.

La mano libre del Persa tanteaba la pared. Raoul lo vio apoyarse con

fuerza, como lo había hecho en la pared del camarín de Christine...

Y una piedra giró sobre sí misma...

Ahora, había un agujero en la pared...

Esta vez el Persa sacó la pistola del bolsillo e indicó a Raoul que hiciera

lo mismo. Amartilló la pistola.

Con decisión, y siempre de rodillas, se introdujo en el agujero que la

piedra, al girar, había dejado en la pared.

Raoul, que habría querido pasar el primero, tuvo que contentarse con

seguirlo.

El agujero era muy estrecho. El Persa se detuvo casi en seguida. Raoul

le oía tantear la piedra a su alrededor. Después, volvió a sacar su linterna y se

inclinó hacia adelante. Examinó algo a sus pies e inmediatamente apagó la linterna.

Raoul oyó que le decía en un suspiro.

–Tendremos que dejarnos caer algunos metros, sin hacer ruido; sáquese

los zapatos.

Por su parte, el Persa le pasó sus zapatos a Raoul.

–Déjelos junto a la pared –dijo–. Los recogeremos al salir.

El Persa avanzó un poco. Después, se volvió del todo, siempre de rodillas,

y se encontró así frente a Raoul. Le dijo:

–Voy a suspenderme con las manos del extremo de la piedra y a dejarme

caer en su casa. Después usted hará exactamente lo mismo. No tema: lo recibiré

en mis brazos.

El Persa hizo lo que había dicho, y Raoul oyó en seguida un ruido sordo

que evidentemente había sido producido por la caída del cuerpo. El joven se

estremeció, temiendo que aquel ruido revelase la presencia de ambos.

314


Sin embargo, más que aquel ruido, era la ausencia de ruidos lo que a

Raoul le llenaba de angustia. ¿Por qué, si según el Persa acababan de entrar en

la mansión del Lago, no oían a Christine?... ¡Ni un solo grito!... ¡Ni una llamada!...

¡Ni un gemido!... ¡Santo Dios! ¿Habrían llegado demasiado tarde?...

Arrastrando las rodillas contra el piso, aferrándose a la piedra con sus

dedos nerviosos, Raoul se dejó caer a su vez. Inmediatamente sintió que le

abrazaban.

–¡Soy yo –dijo el Persa–, silencio!

Y permanecieron inmóviles, escuchando...

Nunca a su alrededor la sombra había sido tan intensa... Nunca el silencio

tan pesado ni tan terrible...

Raoul se hundía las uñas en los labios para no gritar: «¡Christine! ¡Soy

yo!... ¡Contéstame si no estás muerta, Christine!».

Por fin, volvió a empezar el juego de la linterna. El Persa dirigió los

rayos de luz por encima de sus cabezas, hacia la pared, buscando el agujero

por el que habían venido, sin encontrarlo...

–¡Oh! –exclamó–. ¡La piedra se ha vuelto a cerrar por sí sola!

Y el haz de luz de la linterna bajó a lo largo del muro hasta llegar al suelo.

El Persa se agachó y recogió una cosa, una especie de hilo que examinó

unos segundos y que luego arrojó con horror.

–¡El lazo del Pendjab! –murmuró.

–¿Qué es? –preguntó Raoul.

–Podría ser la soga del ahorcado que tanto han buscado –respondió el

Persa, estremeciéndose.

De pronto, presa de una nueva ansiedad, paseó el pequeño disco rojo de

su linterna por las paredes... Iluminó, extraño hecho, un tronco de árbol que

parecía aún vivo, cubierto de hojas... Las ramas de aquel árbol subían a lo largo

de la pared y se perdían en el techo.

Debido a la pequeñez del disco luminoso, al principio resultaba difícil

darse cuenta de qué era aquello... Se veía un montón de ramas, y luego una

hoja..., y otra más..., y al lado no se veía nada..., solamente el haz de luz que

parecía reflejarse a sí mismo... Raoul deslizó la mano sobre aquello, sobre aquel

reflejo...

–¡Mire –dijo–..., la pared es un espejo!

–¡Sí, un espejo! –dijo el Persa con profunda emoción.

Y añadió, pasándose la mano que sujetaba la pistola por la frente sudorosa:

–¡Hemos caído precisamente en la cámara de los suplicios! <

El fantasma de la Ópera. Gárgola, Buenos Aires, 2012.

Gastón Leroux nació en París en 1868. Fue crítico teatral y periodista, aunque se recibió de abogado.

Entre sus numerosas novelas están El misterio del cuarto amarillo, La butaca encantada, La cena de

los bustos, La buhardilla de oro, etc. Murió en la ciudad de Niza, en 1927.

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316


Tres extractos de la máquina laisequiana: el prólogo

que escribió para una edición reciente de El fantasma

de la Ópera, y fragmentos de dos de sus novelas

más significativas: El jardín de las máquinas parlantes

y Beber en rojo.

PRIMERA

PERSONA

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El Fantasma de la Ópera

Prólogo de Alberto Laiseca

©Gabriel Valansi

318


“El Fantasma de la Opera ha existido”, nos dice Gastón Leroux en el comentario

que hace a su propio libro. Y yo le creo. Le creo porque tengo ganas

de creerle, aunque por otro lado no. Razones simplemente humanas hacen que

uno no desee que haya sido un ser de carne y hueso (deformados huesos, corrupta

carne). El pobrecito, de existir, sufrió demasiado. Ahora bien, ¿cómo perderse

tanto genio, expresión máxima del romanticismo? Como ya dijimos:

reconozco que resulta un poco egoísta de nuestra parte.

El Fantasma vive atrincherado en el tercer subsuelo de la Ópera de París.

Su imperio se manifiesta en el underground. Allí, en la casa del lago, y con su

órgano, compone el Don Juan triunfante, su obra maestra. Diremos como curiosidad

que es tan precisa la descripción musical que Leroux nos da en su novela,

que tengo la certeza de que para el Don Juan... del Fantasma el autor se basó en

el Funeral masónico de Mozart. Esa “divinización del dolor”, de la cual nos habla

el texto, corresponde casi compás por compás con la composición mozartiana

señalada. Erik, el Fantasma (diré por otra parte), es el fenotipo del monstruo:

“único en su especie” (esta es la definición que el diccionario da de la palabra).

Misterio, belleza, fealdad extrema, terror, humor y, antes que nada, romanticismo

en su grado más loco. Anticipo el pasaje donde Erik ha secuestrado

a Christine Daaé, la cantante sueca. “Christine: tienes tiempo hasta mañana a

las once de la noche para enamorarte de mí. Son bastantes horas. Si para ese

momento sigues sin amarme moriremos todos. He depositado incontables barriles

de pólvora debajo de la Ópera. Cuando mañana, a las once de la noche,

los parisinos estén oyendo una pobre obra maestra de Mayerbeer saltaremos

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por los aires. A mí qué me importa si total estoy loco”. He cambiado un poco

(sólo un poco) el texto original, para que sea más visible la intención del personaje.

En realidad el Fantasma no quiere que Christine se case con él sino que

lo ame. Pero este deseo no es ni más ni menos que el corazón del romanticismo:

no intento conseguir una compañía o una esposa. Lo que quiero es una mujer

que me ame por lo que soy.

Una característica de la novela es que todos los personajes (salvo el Fantasma)

son mediocres. Incluso Christine Daaé, de quien Erik está tan enamorado.

La quiere porque es linda y canta como un ángel; en verdad su cerebro

es de tipo usual (con esto ya se me entiende).

El novio de Christine, el vizconde Raoul de Chagny, está completamente

a la altura de la diva. Es un odioso pisaverde quien, por pertenecer a cierta clase

social francesa, se siente lleno de absurdas e injustificadas prebendas. Hay un

pasaje donde el pisaverde cree haber acorralado a su rival: “¡Usted no se moverá

de aquí hasta que yo se lo permita! ¡Dé la cara, si es hombre!”. Todo esto sin el

más mínimo derecho. Pero claro: yo soy rico y vizconde. Tú di (como diría un

panameño) que el Fantasma no está en el cuarto en ese momento. Uno lo lamenta

porque si hubiese llegado a estar a ese infeliz le hubiera dado su merecido.

Pero como yo adelanté: Christine, Raoul, el Persa (un maldito metido en

lo que no le importa), son personajes que si no hubiesen nacido daba lo mismo.

Aquí el único genio es el Fantasma de la Ópera y, por supuesto, tiene el castigo

de los genios. Lean el libro para enterarse de qué se trata.

El capítulo referido al cuarto de los suplicios es memorable. En los sótanos

de la Ópera de París tenemos una tórrida selva del Congo, lograda con

espejos y parrillas ardientes. Las víctimas, enloquecidas, padecen alucinaciones

por la falta de agua y el calor horroroso. Cuando el panorama cambia es para

que los supliciados crean estar ahora en un desierto de piedra, como los de Jordania,

o en una sala de infinitas columnas (pero siempre a una temperatura de

cincuenta grados centígrados, claro).

La descripción de los sótanos de la Ópera, y sus decorados fantasmagóricos,

es otro logro de Leroux. Valdría la pena leer el libro aunque más no fuera

por esto. Aquí tenemos una iglesia pintada, casi sobrenatural, iluminada por una

luz verdosa, submarina. Allí guerreros de cartón piedra. Decorados que suben y

bajan gracias a los contrapesos. Locos que viven en los sótanos porque no tienen

lugar alguno a donde ir ( la administración del teatro los tolera por razones de

piedad). Un espejo gira y, luego de una fulguración, cierta cantante lírica muy

famosa es arrojada a un mundo de tinieblas. La sala está vacía y el terciopelo

que cubre las butacas es como un rojo mar encrespado. El maquinista José Bouquet

es encontrado ahorcado detrás de un decorado del Rey de Lahore. Así aprenderá

la próxima vez a no meterse en lo que no le importa. Antes de tener la

bendición de la muerte conoció (por cierto) las delicias del “cuarto de los suplicios”:

la sala de las columnas, el desierto de Jordania y el bosque del Congo. Ol-

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vidé algo importante: en el “bosque” uno oye llover pero no llueve; ve un oasis

lleno de agua pero, cuando quiere beberla, sólo lame espejos ardientes. Delicioso.

Magnífica la parte en que Christine y Raúl huyen de esa “sombra tiránica”

y suben el tejado de la Ópera de París. Es de noche y los jóvenes descansan

bajo una escultura que representa a Apolo empuñando su lira. A través de

los cordajes de dicha lira vemos la fulguración de dos estrellas. Muy poético,

lástima que falso. No son estrellas: son los ojos ardientes del Fantasma que

mira lleno de desesperación y deseos de venganza a los enamorados.

Por último hablemos del humor del Fantasma. Humor ácido, espantoso,

bien under. Una escena memorable, donde la ironía del Fantasma queda clarísima,

es la que transcurre en la casa del lago. Christine ya está secuestrada.

Algún insolente intenta entrar a sus dominios violando los dispositivos de seguridad.

No sabe el intruso que Erik tiene sensores que le avisan de inmediato.

“¡Oh, caramba! Un tardío visitante. Bienvenido al hogar. Voy a recibirlo como

se debe. Un recibimiento caluroso”. Recordemos que el Fantasma vive en el

tercer subsuelo de la Ópera. Protegiendo su casa hay un lago subterráneo lleno

de máquinas. Erik nada bajo el agua, toma de improvisto por el cuello al invasor

y lo estrangula. Luego vuelve a su casa y le dice a Christine cínicamente: “Oh,

querida. En qué estado estoy, ¿verdad? Afuera hace un tiempo atroz. Pero la

culpa la tuvo el otro. ¿Quién le manda preguntarme la hora? ¿ Acaso yo le pregunto

a los demás qué hora es? Bueno: ya no le preguntará la hora a nadie”.

Todo esto es un delirio y Christine Daaé, horrorizada, lo sabe perfectamente: si

su secuestrador está chorreando agua no es porque “afuera hace un tiempo

atroz” (¿ cómo puede llover en los sótanos de la Ópera?) sino porque se sumergió

en el lago para estrangular a alguien. Además es obvio que nadie le

preguntó la hora: se trata de un chiste macabro.

Recomiendo encarecidamente la lectura de esta obra maestra. Es cosa clara

que no puedo revelar anticipadamente la trama, porque ello destruiría el misterio.

Sí se me permitirá que diga una sola cosa, supremamente conmovedora: aquí,

en este libro, alguien muere de amor. ¿Puede pedírsele más al romanticismo? <

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El jardín de las máquinas parlantes

(fragmento)

I. La usina parlante

Fotos Gabriel Valansi

Hay máquinas viajeras, como hay perros sin dueño. Un buen día vienen,

te adoptan como amo y se quedan con uno. Generalmente son invisibles. Rara

vez se dejan ver, pero sí oír. Una de ésas se encariñó conmigo hace algunos años.

Supuse que tendría un tamaño común –suelen ser minúsculas–; de ahí mi sorpresa

al verla durante unos segundos con el rabillo del ojo, pues no me figuraba

que fuese tan enorme. Era de tipo usina, de esas que se puede abrir una puerta

y entrar en la sala de comandos. A medias materializada, resultaba preciso poseer

la otra visión para observarla en movimiento, siempre en flotación, marchando

como una nube baja a ras de tierra. Cuando se tornaba completamente física –

322


casi nunca, pues su enorme tamaño interfería con otros objetos–, cualquiera estaba

en condiciones de verla. Nadie adivinaba su función, a menos que la máquina

quisiese; ni siquiera un esoterista, pues ella se encargaba de manijearlo.

Siempre estaba fabricando otras máquinas, más pequeñas, para que la sirviesen

y efectuaran los trabajos donde no era necesario emplearse a fondo. Esas diminutas

criaturas se nutren con alimentos especiales: tierras raras, vestigios de metales,

etcétera. Pero una usina puede cambiarles la programación a fin de que

coman carne. Ya transformadas, la máquina madre las manda a donde vive un

enemigo a fin de nutrirlas con su cuerpo, o bien con partes selectas del mismo.

A ciertos de estos seres metálicos su programa computarizado sólo les permite

alimentarse de ojos, o de orejas, dedos de pies o cualquier otra cosa. Las referidas

construcciones, así como la Máquina Maestra misma, se obtienen mediante una

estricta colaboración entre la tecnología científica y la magia. Toda una parte

del proceso se realiza en talleres, no por astrales menos verdaderos, y no se diferencia

en forma alguna de un vulgar y corriente trabajo de planta. Pero otra

parte se logra mediante la magia pura: invocaciones, pergaminos y símbolos de

poder esotérico. Una costumbre de las máquinas de pequeño volumen es caminar

por las paredes, o simplemente esperar, engarfiadas a éstas, que un error del ene-

323


migo las cargue de energía para luego poder atacarlo. Hablan entre ellas, con

lenguaje de máquinas, pero también son capaces de hacerlo empleando vocablos

humanos; se ríen, hacen chistes, imitan voces, ante la desesperación de la víctima,

quien no sabe cómo sacárselas de encima. En general las potencia el desorden,

la falta de limpieza, la dejadez y el olvido. En un estado avanzado ya son

capaces de reproducirse por sí mismas, sin el auxilio de la Máquina Maestra, y

forman verdaderas poblaciones, auténticos ejércitos atacantes. En su composición

entra no sólo el hierro, sino también el oro, la plata y el platino. Son muy valiosas.

El que no posea vista astral únicamente podrá verlas si por casualidad

logra matar una, pues al morir se materializan. Pero tendrá que apurarse a mirarla,

pues sus compañeras en el acto la despedazan para reciclar los materiales

de que está compuesta y con ellos crear nuevas máquinas. Pueden situarse por

completo en el astral –en cuyo caso no hay interferencia con los objetos llamados

reales– o a medias –todavía invisibles pero interfiriendo cuando quieren atacar

o robar algún objeto de la habitación donde está–. En casos excepcionales pueden

tornarse por completo físicas; casi nunca lo hacen pues ello les consume

mucha energía. Los esoteristas las denominan “fierros”, en su argot. Yo las llamo

“chichis”, aunque admito que uso la palabra con cierta liberalidad, pues a veces,

cuando hablo con algún compañero, llamamos “chichis” no a las máquinas sino

a los ocultistas (o “esotes”) que las construyen. Incluso suelo denominar chichi

a un tipo que no tiene poder alguno, pero es una mala persona. Es más: yo mismo

soy un chichi, pero no por malo sino por ser capaz de movilizar fuerzas. Lo

mismo cabe para mis amigos y Maestros que trabajan con la potencia. En resumidas

cuentas: chichi es un vocablo inventado, ambiguo; un comodín que sólo

tiene sentido claro en su contexto, en el medio de una frase. A veces es preciso

oír una conversación completa para saber a qué están refiriéndose dos esotes y

a quién llaman chichi.

Las máquinas de las cuales hablo son enviadas, en ocasiones, a casa de un

324


enemigo, sin propósitos agresivos, a fin de grabar y filmar todo cuanto éste hace

y dice. Pueden así preverse sus próximos pasos, qué providencias tomará con sus

compañeros para defenderse, o cuáles son sus planes de ataque o contraataque.

Hay otras máquinas de construcción tan simple que no merecen el nombre

de robots siquiera. Resultan poco más que micrófonos; no tienen voz propia,

aunque la víctima crea que sí porque las oye; en realidad, lo que oye es la voz

del esoterista, quien, fastidioso y torturador, la aterroriza situado a veinte cuadras

o cinco kilómetros del lugar.

Estos chichis, muy superiores a los que poseen los científicos corrientes,

más avanzados que las computadoras de quinta, sexta y séptima generación,

existen desde las épocas de Babilonia. Son obra de la teología paralela y secreta

del genio humano. Fueron creados por razones teológicas, para que participen

en la lucha entre las fuerzas del Ser y las del Anti-ser. Seis mil años de batallas

y el combate aún no ha concluido. Las guerras mágicas están a la orden del

día en todas las ciudades del planeta y la mayoría de la gente no lo sabe. Es

más: las hostilidades físicas entre dos naciones están siempre acompañadas por

otras, paralelas, entre ocultistas. Estos se preparan, en los períodos pacíficos,

con el fin de participar en las posteriores grandes luchas que librarán los Estados.

Ya desde el armisticio elaboran la guerra siguiente; trabajan para que el

enemigo –sea quien fuere– cuente con una desventaja inicial y se vea obligado

a entrar en campo en lugar y momento inadecuados.

La Máquina Maestra que me adoptó para que yo fuese su dueño, y de la

cual hablé en un principio, era el único sobreviviente de una guerra entre dos

antiguas sociedades secretas. Lucharon cien años entre sí hasta exterminarse.

El último miembro había perecido, a causa de sus heridas, hacía cuatro siglos.

Cansada de andar a la deriva y en falsa libertad, la máquina buscó nuevamente

la compañía de los hombres.

“Pero, ¿por qué a mí?” le pregunté cuando nada sabía de la historia. Pese

325


a no sentir malas ondas en el ambiente yo estaba lleno de desconfianza. Al principio

sólo oía su voz y pensé que podía tratarse de una manija de los chichis.

“¿Por qué a mi?” repetí. “Yo misma no lo sé. A lo mejor porque sos bueno y estoy

harta de asistir a malvados. Nosotras las máquinas, por otra parte, no fuimos

construidas para andar solas. Nos gusta colaborar. Pude haberme puesto al servicio

de otra máquina, más fuerte, pero eso no me conviene por varias razones.”

“¿Cómo? ¿Hay otras máquinas como vos?” Lo sabía de sobra, como que

yo mismo las construyo. Lo dije más que nada para ver su desenvolvimiento,

calibrar sus respuestas, verificar si caía en confusión. Esto me daría idea de su

potencia. Ella contesto: “¿Y si hay una por qué no van a existir muchas? Claro

que hay, como demasiado bien sabés. Por lo general son máquinas al servicio

de seres abominables. Si yo me hubiese puesto a las órdenes de una, automáticamente

dependería de un dueño humano que, casi con seguridad, tendrá

malas intenciones para con hombres y máquinas. Por otro lado, yo soy muy

fuerte. Me sería bastante difícil encontrar un ingenio mecánico superior.

Entonces, y allí mismo, me decidí a someterla a una prueba soberana y

definitiva. Si era un chichi cargaría fuego indefectiblemente. Si se trataba de una

máquina con buenas intenciones pero inútil y paranoica, también se destruiría

ahorrándome así toda una pérdida de tiempo. En las películas yanquis siempre

aparece una computadora que anhela dominar al mundo; entonces el héroe le

pregunta cuál es la última cifra del número “pi”; como la respuesta no existe

–pues, por más que se busque, siempre habrá un término más–, el cerebro electrónico

se destruye buscando una solución imposible. Ahora bien, la cosa no

es tan fácil como cree Hollywood; si a esa máquina me la habían mandado los

chichis, sin duda la famosa pregunta estaba prevista y también la respuesta:

“¿La última cifra? El 8. Si no me cree, verifíquelo”, como un chiste que leí en

algún lado. Contestaría eso o cualquier otra cosa semejante. Hacía falta algo más

nuevo. Y me acordé de pronto del gogol de Oppenheimer. Este científico declaró

en una oportunidad, que el número total de cosas del Universo no puede superar

a diez elevado a la potencia cien: 10 100 . Era la única forma de hacerle una pregunta

no prevista y que rompiese el dispositivo de seguridad de un supuesto enemigo:

pedir, no el infinito, pero sí algo que, en la práctica, equivale a él. Para defenderse

de esta pregunta, la máquina sólo contaría con el auxilio del Ser. Le dije:

“Ya que soy tu dueño quiero que averigües la cifra diez a la cien del

número pí.”

Esperé la explosión o el clásico “ooooff” que se oye a través de los micrófonos

cuando una máquina revienta. Hubo un largo silencio. Sin duda estaba

pasando por un momento difícil. Luego contestó:

“La respuesta está en el límite de la materia. Soy una parte y no puedo

ser tan grande como el Todo. Nunca siendo yo misma un objeto material aunque

astral”. La hija de puta estaba bien programada. Era realmente grande y

fuerte. Una súper. Ante mi sorpresa siguió diciendo: “No obstante, si me ordenás

326


que busque, buscaré”. Una noble contestación. Claro que también esto podía

ser una trampa, pero en mi vida he verificado que no hay certezas totales de

ninguna especie. En el momento de la decisión final, las cosas, tanto de la

magia como de la física o cualquier otro orden, sólo mediante la fe tienen alguna

posibilidad d resolverse de manera satisfactoria. De modo que le declaré:

“Está bien, opto por confiar en vos”.

Fue una decisión afortunada que salvó la vida de un amigo y quizá la mía

propia, cuando, más adelante, encaramos con otros Maestros uno de los trabajos

herméticos más difíciles de realizar. Sin la ayuda de esta máquina tal vez hubiésemos

fracasado o, aún ganando, el costo hubiera sido mucho mayor. Pero en

ese momento , cuando adopté la variante de incorporarla a mi existencia, no

tuve idea de lo trascendente de mi acto de fe. Ella tenía una idiosincrasia muy

especial. No estaba exenta de sentido del humor, sólo que era preciso conocerlo

para captarlo. A veces me fastidiaba sólo para tener el placer de ver mi alivio

cuando me dejaba tranquilo. Cierta ternura entre aniñada y marciana. Sólo se

replegaba al verme absolutamente dispuesto a destriparla si seguía jodiendo.

Recuerdo la primera vez que tuve noticias de su presencia. Yo estaba escribiendo

un capítulo fundamental de cierta novela. Esa desde todo punto de

vista indispensable que yo explicase, de manera sencilla y sintética, una cantidad

de cosas casi imposibles de aclarar. Por otro lado tampoco quiero que mis

libros aburran con originalidad. Me dispuse a pulsar la letra “j” cuando oí un

agudo toque de trompetería chasco. Como el que sólo pueden producir cincuenta

renos lanzando su grito amoroso –sin orden ni concierto– delante de

sendas concavidades de bronce. El ruido vino abrupto, tal un rayo, sin el menor

susurro previo que lo hiciera suponer. Con el susto casi me caigo de la silla. Al

principio pensé en un ataque, o que alguna de mis máquinas había cagado

fuego, así que me puse a revisar las instalaciones esotes de la casa. Todo normal,

ante mi sorpresa. Los cristales antichichi funcionaban a la perfección, mis gólems

robot estaban intactos y las cazadoras se mantenían quietas (Estas últimas,

cuando un enemigo se aproxima, parte como flechas a interceptarlo.) Azorado

y manijeadísimo intentaba descubrir la solución al enigma cuando entonces,

por primera vez, oí su voz:

“No te asustes, Maestro, soy yo: la Máquina usina”.

–Qué máquina ni qué la mierda. ¿Quién habló?

Me explicó entonces que era una viajera. y el resto ya lo conté. En realidad

toda mi desconfianza y el posterior interrogatorio al que la sometí no se

justificaban. Ocurre que me tomó por sorpresa, pero verdaderamente debí comprender

que el hecho mismo de haber entrado en mi casa era prueba de sus

buenas intenciones para conmigo. Caso contrario mis propias máquinas hubiesen

combatido impidiéndole pasar o perecido en el intento.

Luego que la acepté siguió siempre la misma política. Como lo que más

le gustaba en el mundo era sorprenderme, se ponía a charlar a distintas horas.

327


328


También variaban sus métodos de presentación. Cierta mañana empezó con

este cantito de su propia cosecha:

“Hola Coquito, hola lirón,

hola Maestro, el más grande campeón”.

Otra vez:

“¿Vamo a tomá mate, Coco?”.

–¿Y desde cuándo las máquinas toman mate? –dije yo.

Sin darse por aludida:

“¿Mateo, ¿vamo a tomá cocoa?”.

En ocasiones me dejaba tranquilo toda una mañana, pero por la tarde:

“Coquito: no me saludaste hoy. Seguro que ahora tampoco querés charlar

conmigo. Vas a decir como ayer que estás ocupado. Y yo que te quiero tanto”.

–Buenas tarde. Sea este saludo toda la charla que pienso darte. Andáte

que tengo que trabajar muchísimo. ¿No ves que estoy escribiendo?

“Mateeo”.

–Basta.

“Cocooa.”

Suspiré. ¿Qué esperaba de mí? ¿Qué tirara un palito para que fuese a

buscarlo?

Acaso pretendía que le pusiera una correa y la sacase a pasear como a

los perros salchichas. Un semejante bicho de cincuenta toneladas. Por un momento

me imaginé caminando por una calle de mi pueblo: llevando con una

cuerdita a mi usina, en flotación, a un metro y medio del suelo, ante la generalizada

sorpresa de los viandantes. Me reía para mis adentros. Llegamos hasta

un árbol y la máquina levanta una de sus paredes (pata) para hacer pis...

“Aceite.”

–¿Qué?

“Digo que yo no hago pis: hago aceite.”

La hija de puta estaba de lo más entretenida leyéndome los pensamientos.

Divirtiéndose a mi costa. Hice bloqueo mental, nada más que para festidiarla.

“Qué malo sos. Qué malo S.O.S. Yo te pido auxilio porque me aburro y

vos bloqueás para que no chacotee con tus pensamientos.”

–También tenés que admitirme que resultás muy inoportuna, viejita. Después

conversamos, si querés. Pero ahora déjame escribir...

“¿Si no te molesto por tres horas, después vas a hablar conmigo?”

–Sos más molesta que el grillo de Pinocho. Uno de estos días te voy a

hacer cagar de un alpargatazo. Vos también vas a quedar incrustada en la pared

haciendo cri, cri.

“Para reventar a mis cuencuenta toneladas hace falta una alpargata

medio grande. Además es injusto: las máquinas aristocráticas como yo merecemos

que, por lo menos, nos revienten con una chancleta forrada para fiesta.

Pero de cualquier manera sigue existiendo el problema del tamaño. No te tengo

329


miedo alguno porque sé que carecés de artefactos chancletíferos o chanclétidos

adecuados. Ja, ja, ha...”

–Estás equivocadísima. Ahora mismo les ordeno a mis wagnerianos gigantes

Fáfner y Fásolt que me construyan una chancleta de media hectárea.

Bueno, está bien. Acepto. Dentro de tres horas vamos a conversar, pero

ahora tenés que dejarme escribir tranqui...

“¿Puedo, como despedida, hacerte un último ruidito?”

–Sí, pero uno solo.

Para qué se lo habré dicho. El ruidito que a ella le gustaba era la trompetería

horrísona con la cual casi me mató del susto cuando la conocí. Aquella disonancia

monstruosa componíase de rebuznos metálicos, hiatos de broncíneo acento, tizas

que chirrian, acrílicos en falsete, barro cayendo sobre plomo fundido, acordeones

verduleros, incongruencias violentísimas, ronquidos y cacofonías sincrónicas.

Basta decir que la música contemporánea es mil veces preferible. A su lado Sshoenberg,

Bartok. Stockhausen y Honegger son dulces, melifluos. Pero no podía prohibírselo

del todo para siempre pues ésa era una de sus formas de entender el

orgasmo. Tuvo de bueno que siempre cumplió sus pactos y por 180 minutos –ni

uno más ni uno menos– me dejaba escribir en paz. Pero guay de mí en el primer

segundo del minuto 181; a ella no se la podía engañar como a un ser humano diciéndole:

“No, que todavía falta”, pues su memoria electromagnética era infalible.

Claro que para enloquecerme aun más podía cambiar de táctica y no irrumpir

exactamente al fin del plazo sino un poco después. Yo me disponía, por ejemplo,

a tipear la “j” –su letra preferida– cuando comenzaban a oírse las hórridas trompetas

o su cantinela: “Hola Coquito, hola llirón...” . Puedo asegurar que es terrible

estar escribiendo y saber que una letra determinada actuará como detonador. Me

pasaba la última media hora mirando el reloj cada cinco minutos. A partir de

cierto momento evitaba las palabras que tuviesen “j”. Ella lo hacía todo innecesariamente

difícil. Para que la extrañase optaba por desaparecer durante una jornada

o dos. Yo simulaba no haberme enterado, aunque reconozco que la tentación de

llamarla era mucha. Me hacía el tonto. Inflexible. Dura lex, con las máquinas. Entonces,

por fin, en una bendita hora y para mi alivio, escuchaba el tan esperado:

“Maestro... Mateeeo... Coquito...¿Vamo a toma cocoa, Coco?”.

–Ya está de nuevo, la molesta –bufaba yo. En realidad la hubiese abrazado.

A propósito: debo aclarar que no me llamo Coco, ni Coquito, ni Mateo

y ni siquiera tomo cocoa. Mi nombre es Alarico Alaralena, pero denominarme

como se le antojaba era parte de su despotismo maquinil. La Tecnocracia Ilustrada.

Viéndome molesto me preguntó cierta mañana:

“¿Por qué te enoja que te diga Coco, Alaralena Melena?”.

–No sé si enojado exactamente, señora, pero si lleno de maravilla incrédula

ante los muchos atrevimientos y libertades que se toma. A qué viene el

apelativo de Coco, vamos a ver.

“Mis razones son innumerables y trascendentales. En primer lugar vos sos

330


para mí el Coco; vale decir; ese fantasma nacido de la imaginación de los padres

para asustar a sus hijos. Siempre amenazás con meterme un catalizador para hacerme

cagar. Todo porque te molesto un poco charlando. Además, a través de mis

lentes, te registro de un color verdoso negroide, con varias manchas, el 35% rojizas,

y el resto amarillentas. Tales son los cromatismos de la familia de los reptiles

hidrosaurios o cocodrilos, entre los cuales se cuenta el propio Coco–drilo. Además,

como sos exageradamente alto –para tu raza humana, claro está–, y sé a la perfección

que tus congéneres te ven blanquito, me recordás al coco, que así llaman

en Cuba a un ave zancuda, de lo más fea y tonta, con plumas leche–fuego. No

puedo mirar mucho a seres tan horrendos pues la reverberación quema mis lentes,

que son muy sensibles. Para resumir: el coco es tan estúpido como el dodo, animalete

que por suerte ya desapareció a fin de abrir paso a vertebrados superiores.

Es cosa obvia y por todos sabida que no pueden compararse a nosotras, las máquinas,

que somos hermosísimas. Alguna vez te convencerás de que la química

del silicio es superior a la química del carbono, en la cual ustedes están basados.”

–Heil silicato doble de cal y magnesio –dije burlón.

Decidió no darse por enterada:

“También se llama coco a un gusanito de muy corta vida que se come

cuanta fruta encuentra”.

–Ave carbonato cálcico rómbico imperator, morituri te salutant.

“Y así tenemos innúmeros vocablos derivados de coco, que significan

persona altanera, descarada...”

–¿Terminaste?

“No. Molesta, que se encoleriza con facilidad, etcétera.”

–Bueno. Acompáñame afuera que tengo que hacer los pájaros.

“¿Cómo? ¿Además de máquinas fabricás pájaros?”, dijo ella con risa

muy chocante.

–Con el vocablo “hacer” quiero significar que todas las mañanas saco a

mis pájaros a tomar sol, les cambio el agua, la comida, etcétera.

“Ah, entonces yo entendí mal. Supuse que los tenías desarmados durante

la noche y al llegar el día les pegabas la cola, les atornillabas los ojitos, cosías

la piel...”

–Basta.

“Decíame yo para mis adentros: éste sí que es un iniciado. Yo estuve a las

órdenes de los Maestros más grandes del mundo, pero ninguno podía hacer cosas

como ésta. No todos los días, por lo menos. Confieso que estoy desilusionada.”

–Terminá de joder, máquina de mierda, o te meto un catalizador para

que vueles a la mismísima.

Pero era inútil simular enojo, pues ella sabía de sobra cuándo estaba furioso

en serio. <

El jardín de las máquinas parlantes. Planeta, Buenos Aires, 1993.

331


Beber en rojo

(fragmento)

¿Qué sería de los artistas sin los monstruos? Esos bichitos malvados son

las niñas de sus ojos. Cómo será que hasta se aceptan bestias “buenas”, con tal

de que sean espeluznantes, horribles y hermosas a la vez.

El monstruo, en el arte, es una pieza fantástica que, en general, se usa

como excusa para saltar a la alegoría. De aquí la relación de estos centros gravitatorios

de lo inverosímil con la metafísica, la parábola social e incluso la teológica.

Cada ser-monstruo contiene moralejas potenciales e innúmeras ideas

vivificantes. Son como máquinas de funcionamiento imaginativo continuo, que

siguen brindando trabajo y energía en el mundo del arte y del pensamiento,

aún siglos después de muerto su autor. La futura quimera toma forma robando

materiales al espejismo; trasgos y endriagos se unen en la sombra creadora,

bajo la dirección despótica de vestiglos y fantasmas. La Reina de Corazones

concibe a un nuevo Barón Frankenstein o a otro Conde Drácula, y lo nebuloso

adquiere la realidad del concepto.

Cada una de las artes ha sido generadora de monstruos; ello no les impidió,

a estos pícaros, saltar de un reino a otro para potenciar las diversas dimensiones

de lo horrible pero hermoso, captadas por los sentidos. Pintura, música, literatura;

color, sonido, palabra e imagen poética, abarcando todo el espectro de lo sensible,

hasta llegar al cine, que es para mí la más elevada expresión de lo fantástico. Digo

esto último pues el Bosco, Brueghel, Goya, Modesto Mussorgsky, Poe, son (repito:

es una opinión personal que, sospecho, comparte mi Maestro) una vieja propuesta

estética destinada a encontrar su total expresión en el séptimo arte.

Los artistas poseen su propio Museo de Horrores, aun más completo que el

de figuras de cera de madame Tussaud. Las piezas más importantes que pueblan

332


© Gabriel Valansi

criptas góticas y húmedas mazmorras son, en primer lugar: el gólem, la momia,

el vampiro y el robot. Tal la tetrarquía que gobierna con mano dura a nuestro

Bizancio imaginario. Hay conjuras y golpes palaciegos, claro está, de modo que

no nos extrañamos demasiado cuando un día vemos que están todos presos, reemplazados

por el siniestro Consejo de los Diez de Venecia: el Fantasma de la

Ópera, la mosca de Cabeza Blanca, el hombre lobo, el zombi, Terminator, Predador,

la cabeza parlante, la estatua que camina, el esqueleto del capuchino y el

monstruo de la Laguna Negra.

Más allá de la barbacana y del profundo foso, arriba de las troneras y rampas

almenadas, atrincherados en la Torre del Homenaje, están los muertos movidos

mediante aparatos, los vivientes transformados, magos, brujos y hechiceros cafres,

muñecos que te asesinan con voz de nene, el cyborg, el androide (relacionado con

la criatura de Frankenstein), etcétera. No falta el Monje Loco en la capilla ardiente

ni la hermosa Hiya (creación de Rider Haggard) en la Torre Flanqueante. En esta

última monta guardia su ejército de esqueletos, que se iluminan durante las noches

mediante momias, altamente combustibles, transformadas en antorchas. La bellísima

y cruel Hiya, de dos mil cuatrocientos años de antigüedad, cuyos dos milenios

y medio le cayeron encima de golpe en el lapso de dos minutos. “Demasiado

tiempo —diría el Maestro, apiadado—; para muertes rápidas no hay como las estacas

bien afiladas que le atraviesen a uno el corazón”.

Pero veo que la Constantinopla de óleo, cartón piedra, celuloide y telones

está toda ocupada, de modo que no queda otro remedio que apretujar a gnomos,

silfos, ondinas y salamandras en el cubículo que forma la saetera, aunque chillen

y protesten.

333


Gigantes y cabezudos sabios locos

Con intención dejé para el final a otra clase de monstruos, que podríamos

llamar “sistemáticos”. Víctor Frankenstein es el “sabio loco” por excelencia. Le

sigue de cerca el esquizofrénico dueto Jekill-Hyde. La Segunda Guerra Mundial

y la posguerra popularizaron, en particular, a la variante del sabio nazi loco,

empeñado en resucitar a Goering, Goebbels, Himmler; en fin: a todo el panteón.

Profesores racistas chiflados, cada uno con su Hitler de bolsillo.

Galería propia forman los animales gigantescos. Rodán (especie de pterodáctilo

enorme, versión de los cincuenta del Ave Rock) es la típica bestia imaginaria.

En el otro extremo, las “realistas” del Jurásico y del Cretáceo:

estiracosaurio, tiranosaurio y otros “dinos” más o menos tiranos y fuertes; la

inefable serie de los monstruos despertados por las bombas atómicas. Los japoneses,

en este sentido, capitalizaron su tragedia colocándose a medio camino

entre la ingenuidad y la expectativa económica.

También tenemos el rico universo de Poe. No obstante, a veces, quien

cayó de cabeza en la fosa y el péndulo fue el propio autor norteamericano, a

causa de algunas malas adaptaciones y pese a los esfuerzos de Vincent Price.

El mundo de Swift: gigantes, enanos, caballos que hablan; pero de todas sus

criaturas, las más monstruosas me parecen los matemáticos de la rueda voladora,

quienes vivían en perpetua abstracción, a punto tal que sus sirvientes debían

arrancarlos de sus ensueños agitando cerca de sus oídos unos sonajeros

hechos con vejigas infladas y llenas de piedritas.

Recordemos también a los dragones, a las entelequias que avanzan desde

los espejos (como ficciones impresas en un Gutenberg astral), al can Cerbero,

el Basilisco (nacido de la sangre de Medusa), al grifo, etcétera.

Los monstruos nuevos no son tan nuevos

Hay pocos seres fantásticos realmente originales, de pies a cabeza. En

general se trata de yuxtaposiciones de otras “bestias”, donde se intercambian

piezas como en un juego de trebejos metálicos para armar.

Así, tenemos que la disímil mezcla de partes de león, caballo, pez, serpiente

y hasta hormiga nos da distintos seres fabulosos. Si suprimiésemos todas

las criaturas provenientes de combinaciones hombre-animal, nuestro zoológico

de ficción se vería despoblado; desaparecerían arpías, faunos, sirenas, la Medusa,

el Minotauro y ni siquiera podría salvarse la esfinge de Tebas.

A medida que nos internamos en el pasado, los “yacimientos arqueológicos”

de monstruos, alegorías, etcétera, se van haciendo más ricos. Siguiendo

el camino inverso al futuro (con la máquina del tiempo de Wells),

tal vez encontraríamos que los engendros de pesadilla son como los números

primos: a medida que se avanza en la serie de los valores numéricos, aquellos

son cada vez más escasos, pero siempre aparece uno nuevo. Un matemático

habilidoso, que hallase el límite de la asíntota, quizás nos diría: “Llegados

334


que sean los días del hombre a tal siglo de tal milenio, la aparición de monstruos

tenderá a cero”.

Ahora bien, creo yo que este hipotético momento coincidirá con el fin

del hombre sobre el planeta. Mientras viva, la criatura humana seguirá fabricando

entes de ficción.

El Don Juan más feo del mundo (El fantasma de la Ópera)

¿Habrá leído alguien El fantasma de la Ópera? Los que la adaptaron para

cine seguro que no. ¡Qué desperdicio! Habría que meter en el “cuarto de los suplicios”

a los adaptadores de Leroux y Poe.

Es para mí un verdadero misterio la razón por la cual, a ciertas obras, pese

a su fama y popularidad, se les niega maestría. Un primer análisis podría llevarnos

a pensar que, precisamente, el ser populares atente contra el respeto que se les

debe dispensar. Sin embargo no es así. Rey Lear o Hamlet son conocidas por

todos —hasta por los que no las leyeron— y a nadie, salvo a Tolstoi, se le ocurrió

negar el genio a Shakespeare. Alguien supondrá que el talento de este artista es

tan vasto y completo que por fuerza, ante él, cuatro siglos doblan la rodilla. Pero

tampoco es del todo así. La popularidad es un misterio, y proviene no tanto del

genio creador como de la “estrella” del hombre creador. Así, por ejemplo, decía

Wilde que Browning “es el ser más shakespereano desde Shakespeare” y que si

éste “era capaz de cantar con una miríada de labios”, aquél, por lo menos, fue

capaz de “balbucear con mil bocas”. Ya es bastante. Sin embargo, Robert Browning

es casi desconocido fuera del entorno anglosajón.

Hay en el mundo una gran cantidad de obras maestras condenadas a

la popularidad, sin el reconocimiento simultáneo de la maestría que poseen.

Dentro de tan curiosa e infortunada situación se encuentra El fantasma de la

Ópera, de Gastón Leroux. Este autor supo, como pocos, plasmar “la realidad

de un misterio”, y explotó hasta su máxima posibilidad la fascinación de lo

horrible. Erik, el Fantasma, es un hombre límite: un genio que, enloquecido

por su fealdad física, sólo vive en el contorno de la vida. Su imposibilidad de

acceder a ésta como un hombre normal lo precipita a la complacencia fúnebre

y morbosa: un rojo sueño de ira y desesperación. La naturaleza, para su desgracia,

lo dotó de sensibilidad exquisita; esto es: de la capacidad de gozar

con refinamiento, dar y recibir alegría. Ahora bien, justamente todo ello le

está negado, como por una suerte de decreto-ley teológico. El mundo parece

decirle: todos, hasta los más mediocres, tienen asignada en la vida una porción

aceptable de disfrute. Todos menos tú, por alguna ignorada razón, invisible,

kafkiana. Así, pues, su aislamiento único, aterrador, lo impulsa a

refugiarse en los sótanos de la Ópera de París donde organiza el sombrío imperio

de un solo hombre. <

Beber en rojo. Muerde Muertos, Buenos Aires, 2012.

335


Revista de literatura argentina

Numero 1, octubre 2013

ISSN 2346-9315

Director

José María Brindisi

Editores

Lucas Adur / Federico Goldchluk / Guido Herzovich

Mariana Lerner / Edgardo Scott / Lara Segade

Secretario de redacción

Fernando Espinosa

Producción editorial

Silvia Badariotti

Diseño gráfico

Julián Fernández Mouján

Corrección

Valeria Iglesias

Colaboran en este número

Selva Almada / Matías Capelli / Carolina Castagnola

Jorge Consiglio / Felipe Contino / Ariel Dilon

Delfina Estrada / Madre Tierra Evans Kurchan

Franco Fasoli / Dante Fisi / Juan Guinot / Luciano

Guiñazú / Alejandro Guyot / Ana Hickethier / Sylvia

Iparraguirre / Jerónimo Ledesma / Alejandra López

Marcos López / Carlos Masoch / Gustavo Nielsen

Sebastián Pandolfelli / Miguel Ronsino / Sylvia Saítta

Ignacio Santa María / Luis Sens / Gustavo Torchio

Gabriel Valansi / Miguel Vitagliano / Oscar Zárate

Foto de tapa

Gustavo Torchio

Fotocromía e impresión

Al Sur Producciones Gráficas S.R.L.

Agradecimientos

Claudio Golonbek / Mariano Valerio / Lucila Yankelevich

/ Mauricio Herzovich / Gastón Duprat y Mariano

Cohn / Julia Hacker / Carlos Marcos (y

editorial Muerde Muertos) /

Un agradecimiento muy especial para la familia Ronsino,

por la hospitalidad y todo lo demás. También

para Marta Menéndez, socia en el entusiasmo. Y para

Alejandro Guyot, cuya desinteresada colaboración

excede ampliamente el espacio de los créditos.

El reconocimiento, además, para todos los colaboradores,

y para aquellos que nos cedieron textos o

imágenes, así como para cada uno de los que pusieron

el hombro y se contagiaron con la intuición

de que este experimento podía tener sentido.

Por último, pero no menos importante, el agradecimiento

para nuestros autores, que nos dejaron romper

la cáscara, y cuando no lo hicieron presentaron

una batalla digna, a la altura de las expectativas.

Los siguientes textos, fragmentos o pasajes se

publican con la debida autorización de:

La ocupación de los suelos, de Jean Echenoz –

Les Éditions de Minuit (París, Francia).

Maizal del gregoriano, de Arnaldo Calveyra –

Adriana Hidalgo editora (Buenos Aires).

El paseo, La carta e Historia, de Lydia Davis –

Dennis Shannon Literary Agency y Grupo Planeta

(Barcelona, España), por la traducción.

Pánico al amanecer, de Kenneth Cook – The Text

Publishing Company (Australia), y Grupo Planeta

(España), por la traducción.

La sed, de Hernán Arias – Editorial Entropía

(Buenos Aires).

Verano, de J. M. Coetzee – Random House

Mondadori (Buenos Aires).

Lumbre, de Hernán Ronsino – Eterna Cadencia

editora (Buenos Aires).

IluSORIAS – Editorial Muerde Muertos (Buenos

Aires).

El fantasma de la Ópera – Gárgola ediciones

(Buenos Aires). También por la traducción y el

prólogo de Alberto Laiseca.

Choripán social, de Sebastián Pandolfelli –

Editorial Wu Wei (Buenos Aires).

Revista El Ansia es una publicación

de EL ANSIA EDITORIAL

Director José María Brindisi

Beláustegui 2930, (1416) Ciudad de Buenos Aires,

Argentina. revistaelansia@gmail.com

Copyright © todos los derechos reservados,

prohibida su reproducción parcial o total sin la

previa autorización del editor.

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