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En 2050, la población del mundo alcanzará

poco más de 9 500 millones de

personas. Se estima que este crecimiento

irá acompañado de un aumento en la

demanda por alimentos mayor al 70%. Como

es de esperarse, la demanda por productos

del mar sufrirá la misma suerte, pero debido

a los incentivos que producen las instituciones

que regulan la pesca en muchos países,

la continuidad de su oferta será posible sólo

si comenzamos a utilizar los recursos marinos

en forma responsable.

Sin lugar a dudas, el mayor reto a vencer

para lograr la conservación del océano es la

sobrepesca. Desde 1996, año en que la producción

pesquera global alcanzó su máximo

nivel histórico con 86.4 millones de toneladas

métricas extraídas del mar, la producción

global de captura ha decrecido en forma constante,

y también lo han hecho el número de

pesquerías en su máximo nivel sustentable.

De acuerdo con la Organización de Naciones

Unidas para la Alimentación y la Agricultura

(FAO), mientras en 1974 cerca de 90% de

las pesquerías se encontraba dentro de sus

niveles de explotación sustentable, en 2013

solamente 68% de ellas lo estaba. En ese

mismo año, más de 31% de las pesquerías

del mundo se encontraban sobreexplotadas.

Cabe notar que en ese mismo año, 58% de las

pesquerías se encontraba en su máximo nivel

sustentable, lo que significa que incrementos

en el esfuerzo pesquero podrían haber provocado

su sobreexplotación futura.

Las instituciones tradicionales de regulación

pesquera contribuyen con la sobreexplotación

del océano, principalmente porque

fueron construidas a partir del paradigma

de la abundancia infinita de recursos marinos.

Desde la perspectiva internacional, la

Convención de Naciones Unidas sobre la Ley

del Mar establece que el mar territorial de

las naciones comprende 12 millas náuticas

alrededor de sus costas, mientras que su

Zona Económica Exclusiva se extiende por

200 millas náuticas. De este modo, cerca

de 40% de la superficie total del océano,

aproximadamente 130 millones de kilómetros

cuadrados, se encuentran fuera

de la jurisdicción de alguna nación. A este

territorio se le conoce como “Altamar”, y

ahí ocurre un fenómeno conocido como

“La Tragedia de los Comunes”, en el que

el libre acceso a los recursos genera incentivos

individuales a sobreexplotarlos a

fin de maximizar las ganancias de hoy, aun

cuando ello vaya en contra de los intereses

futuros de quienes viven del mar.

“La Tragedia de los Comunes” también

ocurre dentro de los mares territoriales y

las aguas bajo la jurisdicción de aquellos

países en donde todavía existe “libre acceso”

a la pesca, o bien en la que los sistemas

de monitoreo y control son deficientes, lo

que incentiva la pesca furtiva que hoy se

estima es responsable de un tercio de la

captura global.

En muchos países, esta dinámica se profundiza

como resultado de los programas de

gobierno. Por ejemplo, ahí donde se otorgan

subsidios para subvencionar combustibles

y equipos de pesca cada vez más eficientes,

se promueve la sobreexplotación. Ello

es porque en buena medida, estos subsidios

han contribuido a incrementar la capacidad

de extracción de los recursos marinos en

todo el mundo. Hoy se estima que hay más

de 4.6 millones de embarcaciones pesqueras

con una capacidad de carga mayor (por

unidad de tiempo) a la que el océano puede

ofrecer en forma sustentable. Es decir, hoy

podemos pescar más rápido de lo que toma

al océano reponer los recursos.

En este sentido, atravesamos por un momento

clave en las decisiones de política

pública alrededor de la conservación del

océano. Por un lado, enfrentamos una dinámica

en la que muchos barcos persiguen

pocos peces, lo que a su vez promueve la

sobreexplotación de distintas especies. Por

otro, enfrentamos también un crecimiento

acelerado en la demanda por alimentos, por

lo que de no haber cambios de fondo en la

manera en la que pensamos y utilizamos

los recursos marinos, la tendencia a la sobreexplotación

solamente podrá aumentar.

Ello sucedería porque la escases de cualquier

bien incrementa su precio, y también

los ingresos esperados por su venta. En el

caso de los productos del mar, existe un

ejemplo contundente: en enero de 2017, el

primer atún aleta azul de la temporada (una

especie en inminente peligro de extinción) y

que pesó 212 kilos se vendió en el Mercado

de Tokio en 860 000 dólares, un precio de 4 057

dólares por kilo.

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