Gusano
Emparentado con el realismo crudo que con tan incisivos resultados cultivó el Maestro Eusebio Ruvalcaba, de felice memoria, Enrique I. Castillo recurre en este volumen de cuentos al uso de diversas estrategias narrativas. No se conforma con encontrar la fórmula que le asegure el conflicto y la tensión, sino que va ensayando diversas maneras de abordar sus temas. En algunos de los textos va descolocando a sus personajes de la realidad circundante para perseguir el hilito de sangre que deja su angustia, para encontrar el punto de quiebre de “la normalidad”, la grieta donde se puede palpar una dimensión casi fantástica. No se puede decir que se trate de cuentos bonitos, complacientes o gratificantes porque su impacto va en función del malestar que provoca una invitación a asomarse en los abismos interiores. Su enseñanza se basa en la precariedad de la vida, en la constatación del gusto de la raza humana por el sabor de lo putrefacto.
Emparentado con el realismo crudo que con tan incisivos resultados cultivó el Maestro Eusebio Ruvalcaba, de felice memoria, Enrique I. Castillo recurre en este volumen de cuentos al uso de diversas estrategias narrativas. No se conforma con encontrar la fórmula que le asegure el conflicto y la tensión, sino que va ensayando diversas maneras de abordar sus temas.
En algunos de los textos va descolocando a sus personajes de la realidad circundante para perseguir el hilito de sangre que deja su angustia, para encontrar el punto de quiebre de “la normalidad”, la grieta donde se puede palpar una dimensión casi fantástica.
No se puede decir que se trate de cuentos bonitos, complacientes o gratificantes porque su impacto va en función del malestar que provoca una invitación a asomarse en los abismos interiores.
Su enseñanza se basa en la precariedad de la vida, en la constatación del gusto de la raza humana por el sabor de lo putrefacto.
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
Gusano
Gusano
Enrique I. Castillo
©ilustración de portada: Oscar Carmona
A la memoria del maestro Eusebio Ruvalcaba
©2021, Enrique I. Castillo
1ra Edición con Vodevil Ediciones: Marzo, 2021
Impreso y hecho artesanalmente en México
Contacto con la editorial: vodevilediciones@hotmail.com
https://www.facebook.com/vodevilediciones
Un sonido duro y seco
Para Alfonso, mi hermano
No sentí pena, ni tristeza, ni dolor, ni remordimiento al estar
frente a su ataúd. Aquella mañana era como cualquier
otra, lo único que la hacía diferente era que tendría que
ir a su funeral. Me tomé un tiempo para pensar el asunto.
Unos minutos bastaban. Busqué la ropa que usaría. Pensé
que lo mejor sería ir formal. Opté por un traje negro
con una camisa obscura, sin corbata, habría sido demasiado
usar una. Me preparé para bañarme. Al rasurarme
me hice una pequeña cortada, pero a veces de esas
pequeñas cortadas sale mucha sangre. Dejé que saliera un
poco y después la cubrí con una toalla hasta que paró.
Terminé con eso y me metí bajo la regadera. La noche
había sido un poco fría así que el agua caliente me cayó
bien. La dejé correr hasta que sentí que ya no aguantaba
su temperatura. Salí y me tumbé un rato sobre la cama.
En realidad me habría gustado dormir más tiempo, la noche
anterior había dormido como hacía mucho no podía
y resultaba molesto el asunto de tener que salir. Pero debía
hacerlo. Hola, ¿cómo estás?, preguntó mi hermano al teléfono.
Bien, alistándome para salir, le dije. Me preguntó si
quería que pasara por mí, respondí que sí, que lo esperaba.
De camino al cementerio no hablamos mucho, en realidad
no había mucho de qué hablar. Sólo nos pusimos al tanto el
uno del otro, ya tenía algunos meses que no nos veíamos.
Al llegar al lugar ya estaban ahí los hijos del primer matrimonio
de mi padre, también algunos de sus parientes que
nos recibieron con un abrazo y una sonrisa por el gusto,
aun bajo esas circunstancias, de vernos después de tantos
años, o eso dijeron. Por lo menos así lo hicieron tía Lourdes,
tía Marisol y tía Martha. Los demás nos dieron el abrazo
pero ninguna sonrisa o muestra de gusto por vernos, y si lo
hubieran hecho no les habría creído. Fueron llegando más
desconocidos que nos daban el pésame, uno o más abrazos y
algunas otras palabras que consideraban debían decirnos.
Creo que la mayoría decía más o menos lo mismo, no puse
mucha atención. Aquello no duró mucho y pronto nos dispusimos
a enterrarlo. Volteé a ver a mi hermano y vi que
estaba llorando. Pude comprenderlo, o por lo menos intenté
comprender por qué lo hacía. Mi madre se acercó a consolarlo.
Tal vez debí acercarme y hacer algo parecido, pero no
lo hice, me quedé ahí parado. Noté la mirada escrutadora
del tío Norberto dirigida hacia mí, podía sentir su desaprobación,
y no era el único. Al término se acercaron varios de
aquellos parientes que me parecían tan lejanos y extraños.
Nos dijeron que a partir de entonces deberíamos tener más
contacto, saber nosotros de ellos y viceversa. Les dije que
sí, que cómo no, sabiendo que ellos tenían tanto interés en
volver a vernos como nosotros a ellos. Nos despedimos con
los infaltables abrazos y nos largamos de ahí.
No sentí pena, ni tristeza, ni dolor, ni remordimiento ese
día ni tampoco un par de noches antes cuando él me habló,
después de tantos años que no lo hacía. Esa noche me pidió
que nos encontráramos en un bar que él sugirió. Yo no
estaba interesado en verlo, menos aún podía imaginarme
compartiendo unos tragos con él en un bar o una cantina,
como un par de viejos amigos. Me parecía ridículo el siquiera
pensar en que pudiera pasar. Pero había algo en su voz
que hacía que, más que a petición, sonara a súplica. Decidí
ir a verlo. El encuentro fue extraño, yo no sabía qué hacer,
no sabía si darle un abrazo, un apretón de manos o qué. Sólo
me pidió que me sentara con él. Él bebía un brandy, yo pedí
un whisky que bebí de un solo trago para sentirme más relajado
y enseguida pedí otro. No dije nada, no se me ocurría
algo para decir, preguntarle cómo estaba y todo eso habría
sonado falso. Rompió el silencio al decirme que terminar
así era como una maldición que él había heredado y que
seguramente yo también. Le pregunté que a qué se refería.
A esto, a terminar así, como yo, solo y odiando estar solo. El
mero hecho de estar bebiendo con mi hijo, pero siéndonos
extraños el uno al otro debe ser una muestra de esa soledad,
respondió. Continuó con lo que parecía una agónica letanía
sobre lo hecho por su abuelo, por su padre, por él mismo y
por su primer hijo. Todos con miedo de estar solos, todos
abandonando a sus familias en algún momento. Uno regresando
a su país de origen, otro perdiéndose en éste… y así
con cada uno. Un ciclo funesto del que no podían desprenderse,
y al que yo estaba condenado, me aseguró. Le dije
que no se preocupara, al menos no por mí. No mentí, si la
soledad es compañera desde la infancia puede ser difícil al
principio pero se aprende a disfrutarla. Terminé mi bebida
y me levanté dispuesto a marcharme, no había mucho más
que pudiera agregar. Me detuvo cuando estaba por salir y
dijo que me había hablado por otra razón, no para detallar
todo aquello. Me mostró una carta que escribió a manera de
despedida, dijo que pensaba suicidarse, que ya no aguantaba
la situación. No supe qué responder, o si esperaba una
respuesta. Antes de yo poder decir nada me pidió ayuda,
dijo que no se atrevía, no podía hacerlo, quería que yo lo hiciera.
Le respondí que al igual que su abuelo y su padre, él ya
había escapado, que no había razón para hacerlo aún más,
o que por lo menos no me involucrara. Empezó a llorar,
dijo que lo entendía, pero que eso debía hacer. Suplicó que
lo ayudara. Nunca imaginé verlo así. En realidad ya no imaginaba
verlo de ninguna manera, desde hacía mucho había
dejado de ser parte también de mis recuerdos y pensamientos.
Entendí que quería que lo ayudara no como hijo o pariente,
ni siquiera como amigo, tal vez como si fuera un viejo
conocido, el último recurso del que disponía. Sentí compasión
por él y decidí hacerlo. Dejamos el bar y fuimos a
su casa. Algo había en sus muebles, en cada silla, en el vaso
sobre la mesa, en la mesa misma, la pintura de la pared y
las cortinas. Era tan triste. Me dio las gracias y un arma que
tenía preparada. Se despidió de mí, ningún mensaje para
sus familiares más allá de su carta, y tal vez no hacía falta explicar
más. No le dije nada, tomé el arma y le disparé en la
sien. Un sonido duro y seco.