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País Cultural AÑO XIV. No2

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—Está en el permiso que leyó, ¿no

recuerda?... Señor Soria, véame, por favor —y

entonces mi padre se atrevió a detener su mirada

en los iris color miel—. Señor Soria, ¿alguien

lo ha necesitado alguna vez? —¿qué

clase de pregunta es esa?, dice él que pensó—

Dígame, contésteme.

—No.

—Yo lo necesito ahora, y quizás sea la

única vez en su vida en que alguien va a solicitar

su ayuda y la única en que usted tendrá la

oportunidad de darla. Es una experiencia muy

gratificante, ¿sabe?

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PAÍS CULTURAL

IVÁN TOVAR • ALPHABET TOVAR.

Serigrafía a 8 colores sobre papel Fabriano artístico,

76x56 cm. Barcelona, 2017. Colección privada.

go de sus años de vigilancia. Una vez leído el

mensaje y verificada la autenticidad de la doctora

Weil y del organismo y persona expedidor

del permiso, consultó con una ojeada el mapa

luminoso y procedió a conducirla a la estancia

116, una de las tantas a las que él mismo jamás

se había aproximado, impecablemente limpia y

bien dispuesta, sin embargo.

Justo al dar media vuelta para dejarla

sola en su investigación o lo que fuera, la mujer

le pidió por favor que se quedara, que estaba

consciente del desacato que para ambos

eso implicaba, pero para ella era fundamental

contar con un “testigo”, palabra que mi padre

recibió con extrema suspicacia.

irme.

—Lo siento, doctora, tengo que

—Señor Soria…

—¡¿Cómo sabe mi nombre?!

—¿Qué cosa?

—Ayudar.

—¿Qué debo hacer?

—Ya le dije, nada, solo quedarse aquí

y ver lo mismo que yo veré. Siéntese, ¿sí? –le

dijo desde el otro extremo del salón, señalándole

un asiento a la distancia, muy cerca de la

única puerta.

Entonces —contaba él— ella sacó

algo de entre sus ropajes que conectó a uno

de los extraños y antiguos aparatos. Tocó dos

o tres botones y comenzaron a proyectarse

frente a sus ojos una serie de imágenes completamente

planas, primero en blanco y negro

y luego en colores chillones e imposibles. Allí

hombres y mujeres no solo se tocaban, sino

que juntaban fuertemente sus cuerpos, a veces

con ropa, a veces desnudos, y además restregaban

sus bocas como hambrientos animales a

punto de devorarse.

Según parece, tuvo que hacer grandes

esfuerzos para controlar las náuseas que aquello

le producía (como a mí, la primera vez que

se lo oí contar, como tal vez a ti ahora), pero

al mismo tiempo no podía apartar sus ojos

de la pared, o acaso sí lo hizo, pero solo

para observarla a ella, porque de pronto

se dio cuenta de que la doctora Weil caminaba

lentamente hacia él mientras se

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