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Caballo perdido: Revista de Ficción Breve No. 1

Caballo Perdido: Revista de Ficción Breve, es una publicación creada en Pereira, Colombia, por un grupo de estudiantes del semillero de investigación en cuento de la Universidad Tecnológica de Pereira, la propuesta busca mediar entre un diseño moderno y fresco, con una excelente contenido, escrito y revisado por un nutrido equipo de colaboradores de talla nacional e internacional. La revista cuenta con ensayos, traducciones, cuentos, relatos, entrevistas, fotografías e ilustraciones.

Caballo Perdido: Revista de Ficción Breve, es una publicación creada en Pereira, Colombia, por un grupo de estudiantes del semillero de investigación en cuento de la Universidad Tecnológica de Pereira, la propuesta busca mediar entre un diseño moderno y fresco, con una excelente contenido, escrito y revisado por un nutrido equipo de colaboradores de talla nacional e internacional. La revista cuenta con ensayos, traducciones, cuentos, relatos, entrevistas, fotografías e ilustraciones.

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Editor

Juan Manuel Ramírez Rave

Autores:

Roberto Burgos Cantor

Juan Manuel Roca

Umberto Valverde

Jaime Echeverri

Jaime Manrique Ardila

José Chalarca

Alejandro Burgos

Miguel Ángel Manrique

Beatriz Cortez

Claribel Alegría

Jacinta Escudos

Claudia Hernández

Vanessa Núñez Handal

Carlos Alberto Castrillón

Kevin Alexis García

Editora gráfica

Leidy Yulieth Montoya Aguirre

Comité editorial

Rigoberto Gil Montoya

Carlos Alberto Castrillón

Leandro Arbey Giraldo

Kevin Alexis García

Susana Henao

Jaiber Ladino Guapacha

Comité asesor

Dr. Manuel Lozano (Argentina)

Dr. César Valencia Solanilla (Colombia)

Juan Manuel Roca (Colombia)

Fotografías

Leidy Yulieth Montoya Aguirre

Johan David Sierra García

Ilustraciones

Mirot Caballero

Johan David Sierra García

Boris Hernández

Portada: Johan David Sierra García

Corporación de Arte y Cultura Ángel del Sur

Cra. 23 Nro. 17 b 26 Barrio Boston.

Cel. 3188156651 - 3154296433

Pereira - Risaralda, Colombia.

revistacaballoperdido@gmail.com

www.revistacaballoperdido.com

Diseño y diagramación

Luisa Fernanda Cardona

Johan David Sierra García

Boutique Creativa Elefante

Caballo Perdido

Revista de ficción breve

Número 1- 2011

Pereira - Colombia

ISSN 978-958-722-100-8

Los conceptos emitidos en los artículos publicados

en Caballo Perdido: Revista de ficción breve, así como su

redacción, son responsabilidad directa de sus autores.


Editorial

UN CABALLO

AL GALOPE

Rigoberto Gil Montoya

Dir. Semillero

de Investigación

Caballo Perdido: Revista

de Ficcion Breve

Me complace presentar la revista Caballo Perdido, un

proyecto literario que quiere combinar la seriedad de

la labor académica surgida en las aulas universitarias, con la

creatividad e imaginación que todo proyecto requiere para

abrirse espacio en el ámbito cultural. A la cabeza de este

proyecto se encuentra un grupo de jóvenes estudiantes,

vinculado a un semillero de investigación, con deseos de

aportar sus experiencias de lectura más allá del campus

universitario.

Pocas son las revistas que circulan en el país atentas

al devenir del cuento como género y tradición. De hecho,

los propios cuentistas suelen discutir sobre la pertinencia del

cuento en el panorama comercial y las conclusiones no son

alentadoras. En términos comerciales y de recepción lectoral

un libro de cuentos resulta menos interesante que una novela

y por eso no extraña que los cuentistas decidan, un poco para

permanecer en los circuitos culturales, pasarse a la novela y

experimentar allí con narraciones de largo aliento. Creo que

la discusión sobre los abismos y autonomías que existen

entre ambos géneros, en cuanto a sus formas y ambiciones

estéticas, está zanjada por los planteamientos y derroteros

que en su momento alentaron Chéjov, Quiroga, Borges,

Cortázar, Carver. Lo importante aquí está más en el hecho de

reactualizar unas miradas, evidenciar unas transformaciones

cuentísticas, perfilar un corpus que propala su propia

identidad.

Caballo Perdido quiere galopar hacia el reconocimiento

de una vasta tradición cuentística y revelar las novedades de

esa tradición a nivel latinoamericano. Para ello se resuelve

atento al diálogo con los cuentistas actuales, a la recepción

crítica de sus textos, a la recuperación de cuentos que, vistos en

perspectiva, amplíen la diversidad de las propuestas literarias,

que suelen ser motivo de estudio por los especialistas y críticos.

Pero como una revista es un todo, Caballo Perdido también

quiere ser una bella revista, con un diseño que responda a las

exigencias visuales de este tiempo. Entre su contenido y su

forma, presumo que este caballo de sangre joven iniciará su

carrera con un galope firme y esperanzador.


PRESENTACIÓN

Cuando lo dejaban acercarse al papel, la punta parecía un hocico que husmeaba algo,

con instinto de lápiz, desconocido para nosotros, y registraba entre las patas de las

notas buscando un lugar blanco donde morder.

Felisberto Hernández, El Caballo Perdido

Muchos lápices, como en el cuento de Felisberto Hernández, han encontrado en las

páginas de esta revista un lugar blanco donde morder y jugar, describiendo líneas y

curvas que le dan circunferencia a mundos posibles en los que el tiempo no es enemigo.

En nuestra sección Ceniza de los sueños, el lápiz del poeta Jaime Manrique Ardila nos

presenta una reflexión sobre los vínculos y relaciones entre el cuento, la poesía y la fotografía

a la vez que sugiere el índice de sus maestros.

Los lápices pueden hacer puentes para ir por encima de mares y océanos en la sección

Del cuento y sus alrededores. Cuentos de Daniil Harms y Jaime Echeverri presentados por Carlos

A. Castrillón y Santiago Espinosa, en ensayos que nos hablan del creador, de la creación y de

las múltiples interpretaciones de las que podemos ser beneficiarios.

Cuando muchos lápices se ponen de acuerdo en un retrato, el resultado es una obra

con proyección en el espacio. El autor, el lente y su obra es el sitio de reunión de muchos trazos

en torno a la figura de Roberto Burgos Cantor, protagonista de nuestro primer número. Un

reconocimiento al hombre que cultiva la amistad y el oficio literario con el mismo esmero. El

dossier contiene fotografías de Leidy Yulieth Montoya, una entrevista de Juan Manuel Ramírez

Rave, una carta desde el mundo poético de su hijo Alejandro Burgos y, dos textos entre la

amistad y la academia de Umberto Valverde y Kevin García. Culmina esta sección la voz

narrativa del maestro con los cuentos Batallas solitarias, Olvidos a veces y El otro que habita.

Para revisitar los clásicos, Caballo Perdido ofrece el espacio de encuentro Teatro

de la memoria. En esta ocasión, un cuento de Ambrose Bierce, en la traducción de Nicolás

Suescún.

Las mujeres Centroamericanas se toman la voz de Caballo Perdido en la sección Puro

cuento, en la que cuatro salvadoreñas nos llevan, de su puño y letra, a las trampas con las que el

cuento nos seduce. Presentadas por Beatriz Cortez, estas narradoras son Claudia Hernández,

Claribel Alegría, Jacinta Escudos y Vanessa Núñez.

Acompañarán en Puro cuento a nuestras invitadas, tres autores colombianos: Juan

Manuel Roca, Miguel Ángel Manrique y José Chalarca, quienes se aventuran por los mundos

de Gauguin, Nietzsche y Mozart.

Leidy Yulieth Montoya nos entregará su versión fotográfica de El retorno a casa de

Nicolás Suescún en fotos que abren cada una de las secciones y que nos invitarán a volver

sobre la cuentistica de este escritor bogotano.

Si el texto es tejido, Dossier de la sastrería es el resultado de una intervención en el traje

ya hecho: recortamos cuellos, mangas, bolsillos, para armar con todos esos retazos un traje

nuevo. En esta ocasión, de novelas de J.M. Coetzee, J.M.G. Le Clézio, Herta Müller y Doris

Lessing recortaremos pequeñas narraciones. También hay otros relatos fijos como son las

ilustraciones de Mirot Caballero, Johan David Sierra y Boris Hernández quienes enriquecen el

ejemplar que el lector tiene entre sus manos.

Presentación


CONTENIDO

Contenido

8 CENIZAS DE LOS SUEÑOS

Afinidades secretas entre mis cuentos y mis poemas

Texto de Jaime Manrique

11 DEL CUENTO Y SUS ALREDEDORES

11 Monedas imaginarias

Texto de Santiago Espinosa

15 Cuatro cuentos

Jaime Echeverri

19 Los happenings de Daniil Harms y la escritura fractal

Ensayo de Carlos A. Castrillón

28 Eventos: Daniil Harms

Versiones Carlos A. Castrillón

38 EL AUTOR, EL LENTE Y SU OBRA

DOSSIER ROBERTO BURGOS CANTOR

40 Es el silencio lo que nos está haciendo falta

Entrevista por Juan Manuel Ramírez Rave

60 En el laberinto de los espejos

Texto de Alejandro Burgos Bernal

66 Una siempre es la misma ¿cuento o nouvelle?

Texto de Umberto Valverde

70 Roberto Burgos Cantor: un testimonio en la ficción

Ensayo de Kevin Alexis García

78 Cuentos de Roberto Burgos Cantor

79 Batallas solitarias

81 Noticias de Trastienda. Olvidos a veces

82 Noticias de Trastienda. El otro que habita


94 TEATRO DE LA MEMORIA

Una conflagración imperfecta

Cuento de Ambrose Bierce

Traducción de Nicolás Suescún

99 DOSSIER

EL SALVADOR EN RELATOS

100 El Salvador en relatos

Ensayo de Beatriz Cortez

Claudia Hernández

109 Invitación

110 Lázaro, el buitre

112 La voz del jardín

Claribel Alegría

114 El despertar

Jacinta Escudos

118 El espacio de las cosas

Vanessa Núñez Handal

121 Ella camina sin bolso

126 PURO CUENTO

126 En el café

Juan Manuel Roca

130 Federico Nietzsche en el

paraíso

Miguel Ángel Manrique

134 Mozart en desconcierto

José Chalarca

140 DOSSIER DE LA SASTRERÍA

CUATRO PREMIOS NOBEL DE LITERATURA

141 Herta Müller

141 J.M. Coetzee

142 Doris Lessing

142 J.M.G Le Clézio

EL RETORNO A CASA:

Fotografías de Leidy Yulieth Montoya inspiradas en la obra de Nicolás Suescún

9-10 La otra

37 Retrato de novios

92-93-94 En mi pieza

97-98 Un nuevo día

124 Un profeta

125 El amigo de Mario

139 El retorno a casa


Cenizas de los sueños

AFINIDADES

secretas

entre mis cuentos y mis poemas

Jaime Manrique Ardila

Jaime Manrique Ardila (Barranquilla,

1949). Poeta, novelista,

ensayista. Obtuvo una

licenciatura en inglés de la

Universidad South Florida en

1972. Reside en Nueva York

y es profesor asociado en el

M.F.A. de la escuela para escritores

de Columbia University.

Recibió el Cote Lamus en

1975 por su libro Los adoradores

de la luna. Sus publicaciones narrativas

son: El cadáver de papá,

Oro Colombiano, Luna Latina en

Manhattan, Twilight at the Equator,

Nuestras vidas son los ríos.

En poesía: Mi noche con Federico

García Lorca, Tarzán, Mi cuerpo,

Cristóbal Colón.

He publicado menos de una docena de cuentos en mi

carrera de escritor, aunque el género me apasiona

y muchos de mis escritores favoritos son excelsos

cuentistas: Borges, Chekhov, Flannery O’Connor, John

Cheever, Katherine Mansfield, Katherine Anne Porter,

Willa Cather, para mencionar sólo unos cuantos. Sin

embargo, no he cultivado el género con el fervor que le

he dedicado a la poesía, la novela o la crítica. Pero entre

los grandes placeres que me depara la lectura, leer un

cuento “perfecto” es de una exquisitez incomparable.

No podría decir que mi poesía se ha nutrido

de mi escasa producción cuentística, pero al reflexionar

un poco sobre el asunto encuentro afinidades entre mis

poemas y mis cuentos. Tanto en un género como el otro,

lo que más me interesa es contar una historia breve, de la

manera más sucinta posible; una historia que en mí caso

siempre tiene un narrador en primera persona, a través de

cuyos ojos vemos lo que él observa o contempla.

Eudora Welty, una de mis cuentistas favoritas, y

una fotógrafa talentosa, dijo en una ocasión que el cuento

intenta, como la fotografía, captar un instante de la vida.

En mi caso, tanto en un poema como en un cuento, lo

que intento es pintar una imagen (en la poesía) o una serie

de imágenes entrelazadas (en el caso del cuento, o en los

poemas extensos), siempre intentando que esa imagen,

o serie de imágenes, se extienda del presente inmediato

hasta el infinito. Pero en ambos géneros, en el breve

espacio con el cual cuenta el escritor, lo más esencial para

mí es crear, con la precisión de un relojero, un objeto

en el cual no sobre ni falte absolutamente nada, pues en

el cuento, como en la poesía, el artista debe aspirar a la

perfección.

Caballo Perdido

8

Número1


LA OTRA


LA OTRA

Monedas

IMAGINARIAS

Santiago Espinosa

Tres ediciones en menos de diez años, son para Versiones, perversiones y otras inversiones de Jaime

Echeverri, un acontecimiento del que Santiago Espinosa quiere hacer eco en este ensayo, ya que

entre la poesía y la fina ironía, condensada en relatos, aforismos, parábolas o monólogos, Echeverri

construye una arqueología de lo humano a través de lo imaginario.


Santiago Espinosa (Bogotá

1985). Crítico y periodista.

Ha escrito artículos y reseñas

para revistas como Alforja, de

México y Casa de Poesía Silva.

Actualmente es columnista de

la revista Arcadia. Ha trabajado

en adaptaciones de teatro

para grupos aficionados, y

fue asistente de dirección en

cursos del Teatro Libre de Bogotá.

Los ecos, su primer libro

de poemas, fue presentado en

junio del 2010.

Versiones y Perversiones en la primera edición, que apareció

en México en el año 2000. Versiones, perversiones y

otras inversiones en el volumen que hoy nos reúne, y que

ha sido publicado en España por la Editora regional de

Extremadura. Tres ediciones en menos diez años es un

verdadero acontecimiento, y más para un libro de cuentos

o de relatos cortos, “el género paria” en el argot de los

editores.

Vengo leyendo este libro desde el mismo día en

que conocí a Jaime, hace dos, tres años, entre los avatares

y desencuentros de alguna Feria del libro. Quién lo creyera,

libro y autor a un mismo tiempo. Y así comenzó esta

experiencia extraordinaria de conocer una literatura a través

de las charlas con su autor. Las líneas de un rostro en los

trazos de sus textos.

Desde entonces tengo una misma sospecha, de

Jaime y de su libro: me temo que lo que ocurre en estas

páginas no es el mero ejercicio de un autor cuidadoso,

inteligente, que reúne entre dos tapas la colección de sus

desvaríos y quebrantos, no. Tampoco es la ambiciosa

elaboración de un plan, pariente del esqueleto y de los

extractos bancarios.

Estos relatos, entre el aforismo y el poema, la

parábola y el monólogo, se me aparecen como el resultado

espontáneo de un poderoso diálogo con el tiempo. Un

catálogo de versiones que entre sus situaciones y desenlaces

podrían conformar, a la manera de Kafka, una visión de

la historia desde los lentes mordaces de la paradoja. Cada

relato es una compleja reflexión, atenta, valiente. Una llave

secreta que llega a nuestras manos como un consuelo para

entender y entendernos. Más que un ejercicio de lectura en

cinco partes, lo que podría estar ofreciéndonos Jaime es toda

una arqueología de lo humano a través de lo imaginario.

El catálogo va de lo legendario a lo brutal, de lo

insólito a lo más concreto. Del Jaime psicoanalista, que hemos

visto abandonar el diván para encontrarse con sus amigos,

beber algo, y regresar de nuevo al diván algo más aturdido,

nos quedan varios cuadros de neurosis y traumatologías. Y el

ojo de Jaime es malicioso, tiene la perversidad inconfundible

del que se detiene en los detalles. El autor de estos cuentos,

como un Dios de los judíos versión minimalista, parece

alimentarse de pequeños cataclismos. Y juega, somete a sus

criaturas ante las situaciones más insólitas, como el que sabe

indagar en nuestro propio desvarío.

Del cuento y sus alrededores

Caballo Perdido

Número1

11


Es aquí cuando Jaime nos presenta

un mundo en el que las mujeres, en un acto

de liberación, se comen a los insectos para

safarse de sus traumas. Las esposas esperan

a sus hombres, dócilmente, y luego le vierten

con cuidado “aceite hirviendo en los oídos”.

Y en otro relato, casi que respondiendo al

anterior, un hombre le encuentra sentido a su

texto ahorcando a la esposa con sus propias

manos. Buena literatura para un domingo en

familia.

Otro es el Jaime de la cuarta parte

del libro, autor de relatos como “Polvo”,

“Desaparecido” o “Abreviatura”. Ante una situación

política que supera cualquier intento

de racionalidad. Cuando contradiciendo los

principios de cualquier constitución decente,

la nuestra y la de cualquier parte, vivimos en

un bello país en donde pareciera que la función

del estado fuera frustrar y entorpecer a

la nación, Jaime responde con las armas de la

cordura.

Trata de comprender la Burocracia

sugiriendo una imagen aparatosa: la del

funcionario que esconde los calendarios para

que el tiempo no corra. Señala cuánto hay de

sonambulismo y de ceguera en nuestra estética

corporal. El horror familiar en una “Cena

de navidad”. En otros relatos, como el que

sabe que no hay otra manera de enfrentar a la

violencia que asumiendo sus horrores, intenta

comprender la lógica del que dispara, las

relaciones que se tejen en la oscura danza de

la víctima y el victimario. Vuelve a recodarnos

que detrás de cada bomba, telón de fondo de

mi generación, también algo es inmolado en

el que la detona.

A estas alturas, Jaime se parece mucho

al escritor que opone al olvido sistemático,

impuesto, la fidelidad de un espejo reflexivo.

Pregunta por el crimen cuando el resto calla, y

encuentra en el discurso del progreso, asunto

indiscutible, elevado al mesianismo en un

país “subdesarrollado”, las dinámicas de una

brutal y eficiente matanza. Escribe en el relato

“Civilización”, que por su lograda unidad

quisiera citar del todo: “No olvide las llaves

al salir ni el chaleco protector ni sentarse de

espaldas a la pared en sitios concurridos. Por

el aire balas vienen y van y una tiene grabado

su nombre. En una sociedad adelantada

nada se deja al azar. Todo está calculado. Los

accidentes han sido superados”.

Hay en estos relatos un peligroso

señalamiento, la presencia de una conciencia

incomoda para los intereses de muchos. Mas

no cae Jaime en los absolutismos del maniqueo,

pues parte de su resistencia al mundo es su

no aceptación a los lenguajes chabacanos

del poder, su renuncia a los lugares comunes

y al calendario de las mayorías. Frente al

que acalla con la unanimidad del revólver,

Jaime responde con los infinitos sentidos

de una pregunta. Frente a un pensamiento

programático, que limita sus pensamientos a

una línea de partido, Jaime responde con la

diversidad de su aventura; inventando nuevas

metáforas. Ampliando las fronteras de nuestra

chata realidad.

Un ejemplo extraordinario de esta

actitud ocurre en “Historia de colmillos”, uno

de los grandes momentos de la literatura de

Jaime, y me atrevería a decir que del cuento

colombiano reciente. En un planteamiento

de la locura, digno de Lu-Sin, un descreído

de lo fantástico ve como su mundo se puebla

de vampiros. “Me he visto obligado a recurrir

a dientes de ajo que coloco en puertas y

ventanas”, nos dice el personaje, y agrega

para aumentar el patetismo de la escena,

“Aunque no soy creyente llevo atado al cuello

un crucifijo y en las noches uso mil trucos

para evitar la intrusión de mis sedientos e

insaciables vecinos”. ¿Puede alguien pensar

una mejor imagen para hablar de la disidencia

en estos tiempos? ¿Una metáfora más

acertada para evidenciar el arrinconamiento

al que hemos llegado?

Imaginando, sugiriendo, resistiendo

en su escritura. Quizás sea este el único

compromiso que se le pueda exigir a un

Caballo Perdido Número 1

12


Versiones, perversiones y otras inversiones.

Jaime Echeverri

Editora Regional de Extremadura

escritor. Serle fiel a sus fantasmas, no

traicionar el rigor que él mismo se ha trazado.

Y esto es lo que ha hecho Jaime, incluso a

fuerza de tener una obra breve. Nadie podría

decir que este hombre ha traicionado a ese

poeta niño, gafas, delgado como las hebras de

la abuela, que trazaba animales en las paredes

de Manizales para escampar su soledad. Que

tuvo que fabular otra realidad, más nítida,

menos mezquina, ante la niebla que le fue

impuesta para ver nuestros colores.

Y digo poeta sin ningún rubor. No

estoy pensando con el deseo o intentando

acomodar los lenguajes de Jaime a mis

propios intereses. De ninguna manera. Si he

dicho esto es porque veo en muchos de estos

relatos la condición de una palabra hallada,

no forzada o estrujada sino hallada, rasgo

del poeta que sabe esperar. Esa voluntad de

querer cristalizar la totalidad en las contadas

palabras de una sola situación, es el caso de

“Sarajevo” o “Vértigo”, para citar dos relatos

que por su contundencia y capacidad de

evocación podrían ser mis favoritos.

Un poeta, por todo esto y por muchas

otras razones que cada cual juzgará. Pero ante

todo porque se comporta y resiste como

poeta, porque en su mensaje nunca claudica

esa necesidad genuina por encontrarse en las

palabras una casa, por hacer del trabajo con

ellas una suerte de rito secreto que le permita

vivir.

Puede que en ningún momento

alumbren tanto estos candiles de la poesía

como en la primera parte del libro, una serie

de diez relatos que como en los poemas del

venezolano José Antonio Ramos Sucre, o en

los Relatos en el umbral de ese abuelo de todos

que es Héctor Rojas Herazo, nos llevan en

un viaje de ensueño por los dominios de lo

legendario. Guerreros en busca de lo ilusorio.

Bestias haladas del sueño, que aparecen en

la muerte para cerrar el ciclo. Sabios que

quieren buscar ese lugar del cuerpo en donde

ocurren los olvidos, y escriben tratados que

luego son olvidados al mismo tiempo que sus

creadores.

Escribe Ramos Sucre en alguna de

sus prosas: “Yo quisiera estar entre vacías

tinieblas, porque el mundo lastima mis sentidos

y la vida me aflige, impenitente amada que

me cuenta amarguras... El movimiento, signo

molesto de la realidad, respeta mi fantástico

asilo, mas yo lo habré escalado de brazo con la

muerte”. Cuando un autor abre los desvanes

de la leyenda, o al menos en la mayoría de los

casos, no evade la realidad o la desprecia. Por

el contrario, está haciendo un desesperado

intento por hacerla habitable. Por convertir

sus aires enrarecidos en materia respirable.

Encuentro esta actitud de una

manera muy singular en el libro de Jaime.

Especialmente en su primera parte, claro, pero

podría ampliarse a su visión de la literatura y a

esa necesidad intrínseca de imaginar. Nos dice

Jaime en su relato “Parábola de la muerte”:

“El viejo, cubierto por un sucio vestido rojo,

toma una moneda entre sus dedos largos y

manchados y la lanza al aire,” y agrega, más

adelante: “entre el impulso del lanzamiento

de la moneda y su inevitable caída ocurre

cada vez un acto de violencia y de suma

crueldad”.

¿No existe en esta imagen una

reveladora y sorprendente poética? Así lo

Caballo Perdido Número 1

13


creo. Mientras ocurre un acto de crueldad

este poeta lanza sus monedas imaginarias,

una, otra vez, y afirma una palabra de belleza

como el que siembra un lirio en el suelo de los

mataderos.

“Por cada moneda un millón de

crímenes, otro tanto de naufragios. Incluso

ahora mismo, mientras les leo esto en la calma

de La Soledad, algún inocente cae por la bala

equivocada. Otra a familia abandona el pueblo,

en completo silencio, dejando un rastro de

harapos y de incendio. Alguien muere, aquel

lo asesina, y entre las luces que comienzan a

prenderse un niño despide a sus fantasmas,

sigilosamente, frente a los escombros y

demoliciones de la casa vecina”. Pero Jaime

lanza sus monedas imaginarias, no se doblega.

Y en sus giros equidistantes ve un orden que

le ha sido extirpado a la realidad, los ecos de

una armonía que supieron usurparnos. Ve

un mundo donde los hombres sí son regidos

por la justicia de los astros, y sus rostros, en

plena transparencia, están determinados por

las líneas de la mano. Una morada imaginaria,

al fin y al cabo, donde las cosas recobran su

sentido tras el humor de las paradojas.

Sentido y humor, paradoja y realidad.

Los dos términos parecerían entidades

contradictorias, ajenas, pero no en todos los

casos se anulan. Habría que recordar con

Hegel que sólo quien se atreve a invertir

el mundo, emblema de un pensamiento

paradójico (y quizás a esto se deba la aparición

de la palabra Inversiones en el nuevo título), a

imaginárselo al revés, podría comprender las

lógicas que subyacen a sus rutinas. Y aquí es

cuando el humor tiene que ser tomado con

toda la seriedad del caso. Jaime no sólo resiste

a los tiempos porque se atreve a señalar sus

abusos, a plantearnos una leyenda que los

haga asibles. Resiste porque entre versiones y

perversiones también nos enseña a reírnos de

ellos.

No hablaré en esta ocasión del Jaime

amigo, no hay nada más contrario a sus textos

que la figuración personal, a su personalidad

que el reclamo de dádivas o de favores

literarios. Baste decir que nuestro amigo,

facha de sueco, tres chaquetas, que para gracia

de sus amigos y desgracia de los peatones,

tiene ese paso melodioso de los detectives

impenitentes, nos ha dejado con este libro una

lección de sabiduría. De dignidad humana en

tiempos sombríos.

Hablé antes de una arqueología a

través de lo imaginario, y todavía lo sostengo. Si

el mundo se extinguiera en sus propios flujos.

Sin ruinas, sin huellas. Sólo el fugaz parpadeo

de un astro. Y estas páginas aparecieran como

las últimas claves de una ciudad sumergida,

salvadas en la deriva de una botella, quien las

encuentre podría hallar en ellas algún sentido

de nuestro paso por la tierra. También hallaría

las razones de nuestra desaparición.

Cuando un autor abre los desvanes de

la leyenda, o al menos en la mayoría de los

casos, no evade la realidad o la desprecia. Por

el contrario, está haciendo un desesperado

intento por hacerla habitable. Por convertir

sus aires enrarecidos en materia respirable.

Caballo Perdido Número 1

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CUATRO

RELATOS

de Jaime Echeverry

Cuentos

Ilustraciones Mirot Caballero

Jaime Echeverri (Manizales - 1943). Ha recibido numerosos premios y distinciones

en su país. Colaborador de los principales periódicos y revistas colombianas,

es autor de los libros de cuentos Historias reales de la vida falsa (1979) y Las vueltas

del baile (1991), de las novelas Reina de picas (1990) y Corte Final (2001).


PARÁBOLA

DE

LA

MUERTE

El viejo, cubierto por un sucio

vestido roto, toma una moneda entre

sus dedos largos y manchados y la lanza

al aire. Quienes pasan por la calle y lo

ven, disimulan su curiosidad desviando

la mirada. Quienes están acostumbrados

aseguran que su manía lo entretiene y que

en ella gasta todos los días de su vida.

Algunos dicen que es siempre la misma

y única moneda, toda su fortuna, la que

lanza hacia arriba esperando que un golpe

de suerte la multiplique en su caída. Otros

sostienen que el viejo nunca ha tenido una

moneda y que lo que dicen los demás no

es sino el producto de una imaginación

enferma, la misma de una sociedad que

sólo piensa en el dinero. Pero hay también

los que consideran que el problema no

es la moneda en sí misma, sino lo que

significa. Aseguran que el gesto es lo

importante y que la escena no se vería

menguada si la moneda no existiera. Para

confirmar su teoría argumentan que entre

el impulso del lanzamiento de la moneda

y su inevitable caída ocurre cada vez un

acto de violencia y de suma crueldad. Que

el viejo es eterno y que todos sus actos

son eternos también. Sostienen que para

que algo sea eterno tiene que sucederse

idéntico en un espacio imaginario y

que, por eso mismo, el viejo no cesará

de lanzar su moneda al aire, exista o

no, pues el gesto tiene que repetirse

interminablemente. Su conclusión es que

la historia está hecha de gestos –no de

gestas– que al repetirse marcan grados

de evolución, incluso en lo moral. Por

eso, cada vez que la moneda es lanzada

al espacio, en el tiempo que tarda en caer

alguien ejecuta un acto perverso. Como

el descenso se repite constantemente, los

actos pacíficos y sus consecuencias son

reemplazados por actos cada vez más

crueles y ésta es la causa única del destino

del hombre, incapacitado para la paz y la

bondad.

Caballo Perdido Número 1

16


OLVIDO

Quería saber cómo era el fondo del olvido. Dónde se encontraba. Creía que

dentro, muy adentro, unos huesillos iban triturándolo todo. Lo que se vive. Lo que se

siente. Lo que se ama. Lo que se lee. Como si el cuerpo fuera una preciosa máquina

insaciable y devoradora. Buscó otras explicaciones. Viajó por todo el mundo. Leyó en

empolvadas bibliotecas. Oyó secretos de sabios que habían perdido ya las claves de

sus conocimientos. Visitó lugares escondidos. Se enfrascó en tratados de psicología

y en ninguno halló el secreto.

De tanto ir de un lado a otro, perdió sus huellas. Los años pasaron como

trenes veloces y su maquinaria interior seguía triturándolo todo, deshaciendo todas

sus experiencias. Hasta que un día, en un puerto borrado de los mapas, murió sin

que nadie guardara en la memoria lo inútil de su hazaña.

EL

CASANOVA de

RUGGIERO

Entre las múltiples interpretaciones sobre la personalidad de gente famosa,

figura una acerca de Giaccomo Casanova en un antiguo manuscrito encontrado en

1852, firmado por un tal Francesco Ruggiero o di Ruggiero, oscuro poeta veneciano

que trabajó ardiente e infructuosamente para la posteridad, pues fue ignorado en su

tiempo y no se recordó en ninguna otra época. Los folios se hallaron por azar y, a

pesar de su inteligente análisis, fueron devorados nuevamente por el olvido, destino

que, al parecer, les estaba reservado.

<< Sabido es que hay dos sexos, dice. Que las hembras, seres inferiores y

de talante pérfido, han sido creadas para la concepción, el placer y el pecado. Los

hombres, en cambio, han sido destinados a menesteres magníficos, tales como el

gobierno, las artes, la sabiduría, el comercio, amén de estar dotados de fuerza tal

que pueden mover el universo y alcanzar las estrellas si les viniere a gusto. Mas hay

entre ellos algunos que emplean sus oficios buscando más solaz que el dictado por

la naturaleza y siguen los caminos de Sodoma y cultivan la amistad griega y pierden

su rumbo en este mundo. Los hombres que tal hacen, hácenlo por voluntad. Con el

letrado Casanova no acontece así, como lo manifiestan sus andanzas. Es éste un ser

que quedó a medio camino y no es ni varón ni hembra y es más hembra que varón y

anda errante en busca de su esencia verdadera, como a Dios, en el sabido lugar de la

Caballo Perdido Número 1

17


mujer. Pero entre más la busca más se le escabulle. Como no tiene conocimiento de lo

que acontece, disfraza su desventura con un amor tan volátil como el sexo que perdió

al ser concebido en noche oscura y sin ningún astro visible sobre el cielo limpio. Las

hembras en cuanto lo ven, comprenden que un congénere extraviado y lo ayudan y son

muy solícitas con él y esto acaece hasta con las doncellas que guardan su virtud en los

claustros. Su talante dice a las gentes que no nació para otro destino que para solazarse

anhelando dar al mundo vástagos de su propio vientre, pues no fue creado para sino

más grande y noble. Sólo las mujeres piensan tanto en holgar…>>

La continuación del texto ha sido borrada por el tiempo.

ERION*

La veía escupir su baba, templándola

con una voluntad ciega, armando con

frío cálculo el tejido extendido entre

dos paredes de su cuarto. Era una araña

pequeña y ágil que en pocos minutos

construía su trampa mortal. No supo

explicarse de dónde venía eso de la buena

suerte de quien encuentra una araña por

ahí, si precisamente los seres enredados

en el hilo debían deplorar su suerte,

presintiendo que el plazo de su vida acaba

de acortarse. Y la dueña y señora del tejido

invisible, paciente cazadora, atiende desde

el centro al más leve temblor de la tela,

indicador de la caída de un incauto. La

mujer comprende entonces que tendría

que hacer como ella, atar el hilo con que

lo había atraído para, luego, desde su

centro, sentir la leve vibración de la caída.

Él llegaría a las seis y ya jamás podría salir

de su feliz prisión.

*Erion, en griego, significa por igual telaraña y vello púbico.

ECHEVERRI, Jaime. Versiones, perversiones y otras inversiones. Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2009.

Caballo Perdido Número 1

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Del cuento y sus alrededores

Los happenings

de Daniil Harms y la escritura fractal

Carlos A. Castrillón

Universidad del Quindío

La obra del escritor ruso Daniil Harms (1905-1942) representa uno de los momentos más

extremos de la experimentación narrativa en la tradición europea del siglo XX. Mediante la

fragmentariedad, la fractalidad, la hibridación y el carácter abierto de las estructuras, Harms

propone una estética particular del absurdo que resulta de interés para comprender la génesis

de las formas narrativas posmodernas.

Fotografia: Leidy Yulieth Montoya


Introducción

En la obra de Daniil Harms (transliterado a veces

Kharms o Charms), redescubierta hace menos

de dos décadas, es posible rastrear formas que se

sitúan claramente en la línea de las posmodernidades

literarias, en especial la fragmentariedad, la fractalidad,

las hibridaciones de géneros y el carácter abierto de

las estructuras. Además, el juego con la estética del

absurdo, de la cual Harms fue un adelantado, sitúa su

obra en el centro de una discusión acerca de la función

del arte en una sociedad cerrada, más aún si tenemos en

cuenta que los happenings de Harms fueron escritos en

la época más dura del estalinismo y que, por su carácter

insumiso, el autor pagaría con la vida su desdén por los

preceptos del realismo socialista.

1. Arte y repudio

Carlos A. Castrillón. Poeta y ensayista.

Profesor de la Universidad

del Quindío y de la Maestría en Literatura

de la Universidad Tecnológica

de Pereira. Director de la línea

de investigación en “Relecturas del

Canon Literario” (Universidad del

Quindío). Entre sus publicaciones

recientes se encuentran La Casa

poética de Zoe Savina (2009), El destino

doble en Los Hijos del Agua de Susana

Henao (2007), Ortega y Gasset: La

plenitud del Quijote (2006)

En uno de sus trabajos más densos, El sujeto

en proceso, Julia Kristeva asume el estudio de los dos

extremos posibles en la explicación del sentido que se

produce en las artes, con especial atención a la poesía,

representada allí por un sujeto epigonal, Antonin

Artaud.

En primer lugar, y bajo premisa antropocéntrica,

Kristeva anota la existencia de una pulsión hacia la

ruptura que tiene su máxima expresión cuando el

lenguaje rompe con el lenguaje, como en toda poesía

no regulada por condicionantes externos a ella misma.

En la poesía –y por extensión, en la escritura creativa–

el lenguaje entra en una paradoja fundacional: se crea y

se destruye a sí mismo, es instrumento y producto de su

transformación. En esa dinámica, el sujeto unario (soporte

de la realidad) se rompe por la pulsión del sujeto en proceso

(motor de la historia) bajo la fuerza del repudio.

En este sentido, afirma Kristeva, una teoría del

sujeto, cualquiera que ella sea, es más necesaria para el

arte que una teoría de sus productos (Kristeva, 1977:

27ss). El sujeto en proceso se define, en casi todas las

concepciones, por el deseo metonímico: el deseo de

ser siempre distinto, de estar en función de otro que

le es complementario. El sujeto unario, por su parte, se

Caballo Perdido Número 1

20


instituye por la censura de orden social. Es la tragedia del sujeto concreto (sujeto-significante)

cuando pasa a ser sujeto-significado, la que produce el ser de lenguaje, el ser en el mundo de

lo simbólico, el ser del arte.

La red pulsional inherente al sujeto lo lleva, mediante repudios reiterados, a su

constitución como sujeto en proceso. La ruptura reiterada es, por su dinámica, una negatividad

afirmativa y una disolución productiva, en cuanto afirma al sujeto y construye nuevas formas

de lo simbólico. El repudio como motor de las artes genera desconfianza por la forma

problemática como se inserta en el pensamiento (Kristeva, 1977: 38): El arte es el reverso de

la creencia.

En el proyecto de la modernidad estas actitudes artísticas son un obstáculo porque

multiplican las posibilidades, diseminan los sentidos y producen formas problemáticas que

no caben en los preceptos. Como lo afirma el poeta argentino Roberto Juarroz: “La gran

poesía desnuda las cosas. Es la búsqueda de lo abierto, no de una realidad cercada, estrecha,

confortable, que ya conocemos, sino un territorio que a veces el hombre ignora de sí mismo y

en donde surgen, a veces, sus más ricos instantes” (Juarroz, 2000: 9).

El arte es la posibilidad de acceder al “espacio de lo imposible, que a veces parece

también el espacio de lo indecible”. Juarroz lo define del modo más bello: “Hablar ante el

abismo en el que estamos con el abismo que somos”. Los contornos de ese abismo al que se

refiere Juarroz han cambiado, pero el problema para el sujeto es el mismo. Vivimos abismados

frente a otras cosas, pero abismados de todos modos; para expresarlo, el artista vive en los

post-ceptos, no en los pre-ceptos, y por eso es un hereje indomeñable.

En la estética marxista más ortodoxa se pregona la posibilidad de un sujeto sin

conflictos, que permanece como unidad, con contradicciones sociales pero sin contradicción

consigo mismo. Es la ilusión del materialismo histórico acerca de un sujeto sin proceso, simétrica

a la ilusión metafísica de un proceso sin sujeto (Kristeva, 1977). Las vanguardias artísticas, sin

embargo, siempre están señalando la falacia de estas ilusiones; en sus diversas búsquedas las

vanguardias representan al sujeto en proceso que rompe la tranquilidad del sujeto unario

mediante la práctica de la negatividad, génesis del cambio en el nivel de lo simbólico.

En un sentido general, se trata del papel de toda vanguardia artística, que combate

los sistemas cerrados, entre ellos el lenguaje y las formas artísticas canónicas; y combatir esos

sistemas significa negarlos mediante la reafirmación de la ruptura y subvertirlos, no desde

fuera (desde la mirada ideológica), sino desde dentro (desde su realidad concreta, discursiva).

Como propuesta estética, la ruptura se muestra en literatura en la lucha por “la primacía de

la imaginación deconstructiva para encarar el despotismo de la imaginación constructiva y

mitificadora” (Kadir, 1984: 302).

2. Daniil Harms

En todas las épocas las búsquedas individuales se oponen a las pretensiones de

universalidad y el deseo de licencia total para el arte encuentra múltiples obstáculos. Como lo

afirma Jacques Aumont, “el arte es una producción entre otras producciones y la responsabilidad

de su definición y de su regulación corresponde a la sociedad” (Aumont, 1997: 43). El rasgo

genérico es la limitación y la presión, que frecuentemente llegan hasta la supresión. En el caso

de Daniil Harms, la regulación obedeció a la “ley de utilidad” que derivó del famoso discurso

de Andrei Jdanov, Sobre la literatura, la filosofía y la música (1934), mediante el cual se oficializó

Caballo Perdido Número 1

21


la estética del realismo socialista como precepto ineludible para todos los artistas soviéticos, a

quienes “su gobierno les proponía un código de conducta al mismo tiempo que un conjunto

de reglas técnicas e ideológicas que determinaban estrictamente su actividad, y le asignaban un

campo rigurosamente acotado y rigurosamente estructurado” (Aumont, 1997: 43).

Esto incluía, en las manifestaciones artísticas, la ambigüedad, la ironía, el subjetivismo

y las abstracciones, considerados todos “vicios burgueses”; igualmente, se censuraba toda

forma de arte “multilateral”. Es en este ambiente especial en el que surge la obra de Harms.

Daniil Harms (1905 - 1942) fue el pseudónimo principal de Daniil Ivanovich Yuvachev.

Hijo de un conocido político y hombre de letras de San Petersburgo, Harms alcanzaría

renombre local en los años 20 y 30 como autor de historias para niños y escritor excéntrico y

vanguardista. Desde 1925 Harms comienza a aparecer en lecturas de poesía y actividades de

vanguardia, se hace miembro de la sección leningradense de la Unión de Poetas de Rusia y

publica dos poemas en antologías de 1926 y 1927. Aunque parezca increíble, esas fueron las

únicas obras “adultas” que publicó Harms en toda su vida. En 1927, Harms se reunió con un

grupo de escritores experimentales para formar el Oberiu (acrónimo de “Asociación del Arte

Real”), un movimiento artístico y literario. Para los miembros del Oberiu el absurdo es el “arte

real” (Brown, 1985: 413)

El Oberiu era considerado como una especie de “flanco izquierdo” de la vanguardia,

con multitud de actos provocadores y absurdos que alcanzaron poca notoriedad. Sin

embargo, la época estalinista no era propicia para esas actitudes frente al arte y el tiempo de

la experimentación había pasado. Luego de la hostilidad pública, el movimiento terminó en

desbandada después de unas cuantas apariciones.

Harms y sus compañeros se dedicaron a cultivar la literatura infantil. Para 1940 Harms

había publicado 11 libros para niños y mantenía una regular colaboración en periódicos y

revistas del género. Pero Harms seguía utilizando en sus escritos los procedimientos del

Oberiu. En 1930 un periódico de Leningrado denunció al Oberiu como “reaccionario” y en

1931 Harms y su amigo Vedensky fueron arrestados, acusados de “distraer al pueblo de la

construcción del socialismo por medio de sus versos insensatos”. Harms pasó épocas de

hambruna y sufrimiento, pero sobrevivió a las purgas estalinistas de 1930. Sin embargo, el

comienzo de la guerra trajo nuevos problemas: Harms fue arrestado de nuevo en 1941, en

Leningrado. Vedensky fue arrestado un mes después y murió en diciembre de ese año, y

Harms, al parecer de física hambre, murió en el hospital de la prisión en 1942. Ambos fueron

“rehabilitados” en la época de Kruschev, pero debió llegar el gobierno de Gorbachov para ver

publicadas sus obras.

Desde su primer arresto en 1931, Harms tuvo suerte de escapar al desastre por un

poema infantil acerca de un hombre que sale a comprar tabaco y desaparece. Por esa época se

concentró más en la prosa y en fragmentos dramáticos; igualmente, algunos textos teóricos,

filosóficos y matemáticos, así como un diario y un buen conjunto de poemas. Los manuscritos

fueron conservados por su amigo, el filósofo Yakov Semionovich Druskin, hasta cuando

pudieron ser depositados con seguridad en una biblioteca. Las obras infantiles se publicaron

de nuevo en 1962, y las demás en 1988. En la actualidad Harms ha sido proclamado en Rusia

como una figura internacional, ejemplo literario de la fragmentación postmoderna.

Los escritores favoritos de Harms fueron Gogol, Hamsun y Lewis Carrol, y se sentía

afín a movimientos como el surrealismo y el dadaísmo. Como característica especial de su obra

está el extremismo, tanto en su gusto por la brevedad como por el nonsense. “La verbosidad es la

Caballo Perdido Número 1

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madre de la mediocridad”, decía, y sus textos reflejan ese deseo de inconsistencia consciente:

“Un Viejo se rascaba la cabeza con ambas manos. En donde no podía utilizar las dos manos,

se rascaba con una, pero muy, muy rápidamente. Y mientras lo hacía, parpadeaba” * .

El nonsense de Harms puede llevar los textos a la autodestrucción por medio del

rompimiento de las expectativas del lector. Otro rasgo notable es su tendencia a temas como

las caídas, los accidentes, los cambios, las muertes súbitas y otras formas de violencia no

intencional. La violencia del humor también es común: “¿Qué hay de bueno en las flores? Se

obtiene un mejor aroma de la entrepierna de una mujer. No se molesten con mis palabras,

ambos aromas vienen de la naturaleza”. O esta posición frente al mundo: “Sólo me interesa

el nonsense, lo que no tiene sentido práctico. No estoy interesado en la vida sino sólo en su

manifestación absurda”.

Harms está ligado en espíritu a los comienzos de la narrativa europea moderna,

centrada en el hombre como enigma psicológico y en su deseo universal de desvincularse de

la masa y del control de entes ajenos a su plano de vida. El humor de Daniil Harms puede ser

definido como “humor absurdo”, pero es evidente que, como en el caso de Jonathan Swift,

sus alcances son mucho más vastos.

3. Los happenings de Daniil Harms

Es difícil determinar cuáles son las obras terminadas y las intencionalmente inconclusas

de Harms. El manifiesto del Oberiu proclamaba:

¿Quiénes somos? ¿Por qué somos? Somos los poetas de una nueva conciencia y de

un nuevo arte. En nuestras creaciones expandimos y profundizamos el significado de

un objeto y una palabra, pero sin destruirlo. Un objeto concreto se convierte en objeto

artístico cuando se le libera de sus redes literarias y cotidianas. En poesía, la colisión

de sentidos de las palabras expresa ese objeto con precisión mecánica (Cf. Winitzki,

1998).

Esta confusa proclama sirve para explicar los actos externos del Oberiu, pero no sus

producciones. Los happenings de Harms guardan relación con múltiples formas de relato:

la fábula, la parábola, el cuento de hadas, los diálogos dramáticos, el monólogo, el ensayo

seudoargumentativo, el cine mudo y las historietas. Todas estas formas se presentan en

hibridaciones muy complejas. Como lo explica Neil Carrick:

Harms transforma los límites de la trama y los recursos narrativos de la literatura

universal, desde los relatos antiguos, la ficción clásica europea, el teatro y las

metaficciones características de la era posmoderna: desde el Satiricón, hasta Cervantes

y Calvino. […] Las ficciones de Harms anticipan los dibujos animados y los videoclips.

Harms, el miniaturista, es un exponente del posmoderno y minimalista “fin de la

historia”, una tendencia que ejemplifica bien la fragmentación, la ruptura y el impulso

autodestructivo (Carrick, 1993).

Su prosa está marcada por la simplicidad estructural y una inquietante oscuridad

semántica. Los sentidos son móviles, aparentemente insustanciales y casi siempre deceptivos.

Leamos un ejemplo:

*

Todas las traducciones de los textos de Harms son versiones personales del autor de estas notas

Caballo Perdido Número 1

23


El pelirojo

Había un pelirrojo que no tenía ojos ni orejas. Tampoco tenía pelo, y lo llamaban pelirrojo sólo por

un convencionalismo. No podía hablar porque no tenía boca. También le faltaba la nariz. No tenía

ni siquiera brazos ni piernas, ni vientre, ni espinazo, ni intestinos. ¡No tenía nada!. Por lo tanto, es

incomprensible de qué se trata. Mejor no hablemos de él.

Harms señala el fin trágico del arte de vanguardia en Rusia y anuncia el teatro del

absurdo en Europa. Sus Sluchai (happenings, eventos), como los llamó, forman un entramado de

textos fractales que adquieren pleno sentido cuando se leen en simultaneidad y se siguen sus

corrientes semánticas subterráneas.

Una anciana que cae

Una anciana demasiado curiosa cayó desde una ventana y se rompió los huesos. Otra anciana se asomó

a la ventana a mirar a la anciana caída, pero por exceso de curiosidad también cayó y se rompió los

huesos. Después cayó una tercera anciana, luego la cuarta y la quinta. Cuando cayó la sexta anciana,

me cansé de mirar y me fui a la feria, donde, según decían, a un ciego le habían regalado un paño

tejido.

Los géneros y sus hibridaciones, corresponden más bien a momentos de un continuum

que va del fragmento a la totalidad incierta y no a formas claramente discernibles: minificciones

en verso-prosa, como cuento-teatro, como carta-ensayo; seudoensayos de matemáticas o de

lógica formal que terminan siendo parodia altamente subversiva del estatus del arte, como en

“Cisfinitum”, donde Harms asume la “demostración” de la naturaleza creativa del arte a partir

de cinco teoremas que procede a dilucidar. Como afirma Sloterdijk, “lo que en la lógica pasa

como paradoja, en la literatura es agudeza” (Sloterdijk, 2003: 41), y sobre ese simulacro de lo

racional que es el nonsense fundamenta Harms su escritura. El objeto parece ser la vacuidad de

todo intento racional para describir la realidad y la acción humana:

Cuatro ejemplos de cómo una nueva idea deja perplejo a quien no está preparado para ella

1.

El escritor: ¡Yo soy un escritor!

El lector: ¡Pero yo pienso que usted es una mierda!

[El escritor queda consternado por esa nueva idea y cae muerto. Se lo llevan]

2.

El pintor: ¡Yo soy un pintor!

El trabajador: ¡Pero yo pienso que usted es una mierda!

[El pintor palidece de terror, tiembla como brizna de hierba, y cae muerto. Se lo llevan]

3.

El compositor: ¡Yo soy un compositor!

Iván Rublov: ¡Pero yo pienso que usted es una mierda!

[El compositor, respirando con dificultad, da un paso en falso. Se lo llevan]

4.

El químico: ¡Yo soy un químico!

El Físico: ¡Pero yo pienso que usted es una mierda!

[El Químico, sin decir palabra, cae pesadamente al piso]

Sus piezas literarias son un mosaico de aconteceres aparentemente insignificantes

y absurdos, al mismo tiempo autónomos y dependientes, que pueden ser leídos como un

todo complejo que carece de límites definidos en lo literario, en la visión de mundo y en la

Caballo Perdido Número 1

24


oclusión textual. La minificción es, según Lauro Zavala, un “género proteico, ubicuo

y sugerente, que a la vez se encuentra en los márgenes y en el centro de la escritura

contemporánea”, y sostiene que “la minificción es la escritura del próximo milenio, pues

es muy próxima a la fragmentariedad paratáctica de la escritura hipertextual, propia de

los medios electrónicos” (Zavala, 2000).

Este tipo de narrativa de difícil clasificación comporta al menos seis

características que se evidencian en la obra de Harms: brevedad, diversidad, complicidad,

fractalidad, fugacidad y virtualidad. Como fractal, un texto “puede ser leído de manera

independiente de la unidad que lo contiene (como fractal de un universo autónomo)”,

pues la fractalidad es “la idea de que un fragmento no es un detalle, sino un elemento que

contiene una totalidad que merece ser descubierta y explorada por su cuenta” (Zavala,

2000). La fractalidad implica también la recursividad del texto hacia sí mismo o hacia

otros momentos del todo, como en este ejemplo:

El diván

Un tipo recibió como regalo un diván, cuatro sillas y un sofá. Se sentó en una de las sillas junto

a la ventana; pero sintió un fuerte deseo de recostarse en el diván. Se recostó en el diván, pero

al punto quiso meterse en el sofá. Se levantó del diván y se acomodó como rey en el sofá, pero

le intranquilizaba la idea de que estar en un sofá era demasiado lujo para él. Sería preferible

una simple silla. Nuestro hombre se sentó en la silla junto a la ventana, pero, incomodado por

el viento que entraba, se levantó. Se sentó en una silla junto al horno y se dio cuenta de que ya

estaba cansado. Entonces decidió recostarse en el diván y descansar, pero a medio camino hacia

el diván cambió de parecer y se metió en el sofá.

-¡Se está bien aquí! dijo, y agregó: Pero tal vez estaría mejor en el diván.

Zavala anota también la fuerte intertextualidad propia de este tipo de literatura,

en la concepción posmoderna, que va más allá de la simple copresencia de textos

diversos:

Diversas estrategias de intertextualidad (hibridación genérica, silepsis, alusión,

citación y parodia); diversas clases de metaficción (en el plano narrativo:

construcción en abismo, metalepsis, diálogo con el lector; en el plano lingüístico:

juegos de lenguaje como lipogramas, tautogramas o repeticiones lúdicas); diversas

clases de ambigüedad semántica (final sorpresivo o enigmático), y diversas formas

de humor (intertextual) y de ironía (necesariamente inestable) (Zavala, 2004).

En la obra de Harms la fractalidad establece series y simetrías a medida que los

momentos del conjunto se agrupan por la acción del lector, quien finalmente recompone

las imbricaciones y llena los vacíos, como en el siguiente juego de repeticiones que

conecta con los anteriores, sólo que aquí la repetición es no sólo diegética sino también

literal:

Andrei Semenovich y el Matemático

El Matemático (sacándose una esfera de la cabeza):

Saqué una esfera de la cabeza.

Saqué una esfera de la cabeza.

Saqué una esfera de la cabeza.

Saqué una esfera de la cabeza.

Andrei Semenovich:

Caballo Perdido Número 1

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Vuélvela a meter.

Vuélvela a meter.

Vuélvela a meter.

Vuélvela a meter.

El Matemático:

Me niego a hacerlo.

Me niego a hacerlo.

Me niego a hacerlo.

Me niego a hacerlo.

Andrei Semenovich:

Niégate entonces.

Niégate entonces.

Niégate entonces.

Niégate entonces.

El Matemático:

No la meteré.

No la meteré.

No la meteré.

Andrei Semenovich:

Como quieras.

Como quieras.

Como quieras.

El Matemático:

Ja, ¡gané!

Ja, ¡gané!

Ja, ¡gané!

Andrei Semenovich:

Ganaste, entonces tranquilízate.

El Matemático:

Me niego a tranquilizarme.

Me niego a tranquilizarme.

Me niego a tranquilizarme.

Andrei Semenovich:

Aunque eres un matemático, la sensatez no te alcanza.

El Matemático:

Soy sensato y sé mucho.

Soy sensato y sé mucho.

Soy sensato y sé mucho.

Andrei Semenovich:

Sabes mucho, pero sólo galimatías.

El Matemático:

Galimatías no.

Galimatías no.

Galimatías no.

Andrei Semenovich:

Caballo Perdido Número 1

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Esta discusión me fastidia.

El Matemático:

No es fastidiosa.

No es fastidiosa.

No es fastidiosa.

(Andrei Semenovich alza los brazos con desesperación y sale. El Matemático, después de un minuto, sale

corriendo detrás de Andrei Semenovich).

La obra de Daniil Harms es una de las más interesantes en el proceso de recuperación

de la literatura rusa después de la caída de la Unión Soviética. El carácter experimental,

fragmentario, diverso e inacabado del conjunto convierte a Harms en un prototipo de las

tendencias narrativas actuales. Como ejemplo de sujeto en proceso en el arte, sus propuestas

minimalistas y metaficcionales, su concepción de la literatura como destrucción de las formas

y su carácter de precursor de las estéticas contemporáneas, han llevado a considerarlo como

el fundador de la posmodernidad literaria en Rusia. Así lo atestiguan la presencia de su obra

en la actitud reivindicativa de la cultura, las permanentes representaciones de sus “eventos”

y la reescritura de la que es objeto en el arte pop ruso.

BIBLIOGRAFÍA

Aumont, Jacques (1997). La estética hoy. Madrid: Cátedra.

Brown, Clarence (1985). The portable twentieth-century russian reader. New York: Penguin Books.

Carrick, Neil P. (1993). Kharms and a theology of the absurd. Norwestern University.

Castrillón, Carlos A. (1993). “El absurdo literario de Daniil Harms”. Kanora, 30. Calarcá.

Juarroz, Roberto (2000). Poesía y realidad. Valencia: Pre-textos.

Kadir, Djelal (1984). “Historia y Novela: Tramatización de la Palabra”. En González Echeverría, R., ed. Historia y Ficción en la

Narrativa Hispanoamericana. Caracas: Monte Ávila,

Kristeva, Julia (1977). El Sujeto en Proceso. Cali: Ediciones Signos.

Sloterdijk, Peter (2003). Crítica de la razón cínica. Madrid: Siruela.

Winitzki, Serge (1998). Complete works of Daniil Kharms. En: www.geocities.com/Athens/8926/

Zavala, Lauro (2000). Seis problemas para la minificción, un género del tercer milenio: Brevedad, Diversidad, Complicidad, Fractalidad, Fugacidad,

Virtualidad. México: Universidad Autónoma Metropolitana.

Zavala, Lauro (2000b). “El cuento ultracorto bajo el microscopio”. El Cuento en Red, 1. [www.cuentoenred.org].

Zavala, Lauro (2004). “Fragmentos, fractales y fronteras: Género y lectura en las series de narrativa breve”. Cuadernos Interdisciplinarios Pedagógicos,

Universidad del Quindío, 5: 13-26.

Caballo Perdido Número 1

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Eventos

Daniil Harms

(Versiones de Carlos A. Castrillón) *

Ilustraciones Mirot Caballero

* Estas versiones o reescrituras, algunas de ellas bastante libres, fueron hechas para uso personal. Se publicaron parcialmente en las revistas Sonorilo (1989), Kanora

(1992) y Minificciones (2004). Agradezco la importante colaboración de Alexandr Fjodorov.


El licor espirituoso

Una botella con licor, el llamado

licor espirituoso. Y junto a ella está Nikolai

Ivanovich Serpuhov. De la botella se levanta

un vapor espirituoso. Mirad cómo la aspira

Nikolai Ivanovich Serpuhov por la nariz.

Mirad cómo se relame los labios y cierra los

ojos. Se nota que para él es muy agradable,

en especial porque se trata de una bebida

espirituosa.

Pero daos cuenta de que detrás de

Nikolai Ivanovich no hay nada. No se trata

de que haya un armario o una cómoda, o algo

por el estilo: no hay nada, ni siquiera aire.

Creedlo o no, detrás de Nikolai Ivanovich no

existe ni siquiera el vacío, o como se dice, el

éter del mundo. Lo digo sinceramente: nada

hay. En verdad, es algo que ni imaginarse

puede.

Pero dejemos eso a un lado. Lo

único que nos interesa es el licor espirituoso

y Nikolai Ivanovich Serpuhov. Y he aquí que

Nikolai Ivanovich toma la botella y se la lleva

a la nariz. Nikolai Ivanovich huele y mueve la

boca, como un conejo.

Ahora es tiempo de decir que no

sólo detrás de Nikolai Ivanovich no hay nada:

tampoco existe cosa alguna delante de él, ni

en todos los alrededores. La falta perfecta de

cualquier existencia, o como se dijo alguna

vez con agudeza: La ausencia completa de

cualquier asistencia.

Sin embargo, concentremos nuestra

atención en el líquido espirituoso y en Nikolai

Ivanovich.

Imaginad que Nikolai Ivanovich mira

la botella, la lleva después a los labios, la hace

dar media vuelta de modo que el fondo queda

arriba y bebe —¡sólo imaginad!— todo el

contenido. ¡Qué habilidad! Nikolai Ivanovich

bebió todo el licor y quedó con un tic en el

ojo. ¡Qué valiente! ¿Cómo lo hizo?

Y ahora debemos confesar lo

siguiente: Hemos dicho que nada existe ni

detrás, ni delante, ni en los alrededores de

Nikolai Ivanovich. Pues bien, tampoco existe

nada dentro de Nikolai Ivanovich, nada

existe.

Ciertamente todo eso puede ser

como lo contamos, y sin embargo Nikolai

Ivanovich podría existir sin problemas en tales

condiciones. Es verdad. Pero, para hablar con

sinceridad, el asunto es que Nikolai Ivanovich

no existió ni existe. Mirad cómo es la cosa.

Podréis preguntar: “¿Qué pasa entonces con la

botella y con el licor espirituoso? En especial,

¿cómo y hacia dónde desapareció el licor, si lo

bebió un tal Nikolai Ivanovich que no existe?

Supongamos que la botella permanece. ¿Y el

licor? Hace un momento estaba y ya no está.

Decís que Nikolai Ivanovich no existe. Ahora

bien, ¿cómo se puede explicar eso?”.

La verdad es que, en esta ocasión,

tampoco yo sé qué pensar. Y además, ¿cuál

es el problema? Ya dijimos que nada existe al

interior ni al exterior de Nikolai Ivanovich. Y si

afuera y adentro nada existe, en consecuencia

tampoco la botella existe, ¿no?

Pero, por otra parte, prestad atención

a lo siguiente: Si decimos que nada existe

adentro ni afuera, viene la pregunta: ¿al

interior y al exterior de qué? Es evidente

entonces que algo existe. Pero puede ser

también que no exista. En este caso, ¿por qué

decimos “adentro” y “afuera”?

Es claro que estamos en la sin salida.

Y ni yo mismo sé qué decir.

Hasta pronto.

Fin

(Septiembre 18 de 1934)

Del cuento y sus alrededores

Caballo Perdido Número 1

29


Rimenov el ebanista

Había una vez un ebanista. Se

llamaba Rimenov. Un día salió a la calle para ir

a la tienda a comprar pegante para la madera.

Era la época de los deshielos de primavera

y la calle estaba muy resbalosa. El ebanista

dio varios pasos, patinó, cayó y se golpeó la

frente. “Ay”, dijo. Se levantó y entró en una

farmacia a comprar una pequeña venda y se la

puso en la frente. Pero cuando salió a la calle

y dio algunos pasos, patinó de nuevo, cayó y

se hizo una herida en la nariz. “Uff ”, dijo el

ebanista. Fue otra vez a la farmacia, compró

una venda y se la puso en la nariz. Salió a la

calle, patinó, cayó y se golpeó en una mejilla.

¿Qué hacer? Debió volver a la farmacia y

ponerse otra venda en la mejilla. “Estimado

señor, le dijo el boticario, usted se cae y se

golpea tanto que le aconsejo comprar un

paquete completo de vendas”. “No, rehusó

el ebanista, no me caeré más”. Pero cuando

salió a la calle patinó nuevamente, cayó y se

hizo una herida en el mentón. “¡Maldita sea!”,

gritó, y corrió hacia la farmacia. “Se lo advertí,

dijo el boticario, otra vez se cayó usted”. “No,

gritó el ebanista, no deseo escuchar nada más;

haga el favor de darme la venda”. El boticario

le dio la venda, el ebanista se cubrió el mentón

y corrió a casa. Pero en la casa nadie lo

reconoció y no le permitieron entrar. “Yo soy

el ebanista Rimenov”, gritó. “No nos venga

con cuentos”, le respondieron desde adentro,

y cerraron la puerta con llave y candado. El

ebanista Rimenov estuvo un tiempo en las

gradas, sentado frente a la puerta, escupió al

suelo y volvió a la calle.

Una pregunta

—¿Existe algo en la tierra que tenga

sentido y que pueda cambiar el curso de los

sucesos no sólo en la tierra sino también en

otros mundos? —le pregunté al Maestro.

—Existe —respondió el Maestro.

—¿Qué es? —pregunté.

—Es... —comenzó el Maestro y se

quedó en silencio.

Yo me quedé esperando su respuesta.

Pero él seguía en silencio. Yo esperaba y

callaba.

Y él seguía callado.

Y yo esperaba y callaba.

Y él seguía en silencio.

Y los dos en silencio.

¡Oh sí! Los dos esperábamos y

callábamos.

¡Hey! Sí. Los dos esperábamos y

callábamos.

(Julio 16-17 de 1937)


Tema para un cuento

Un ingeniero estaba obsesionado con

la idea de construir un enorme muro de ladrillo

que atravesara Petersburgo. Reflexionando

sobre cómo podría hacerlo, no durmió

durante varias noches. Poco a poco reunió un

pequeño grupo de ingenieros y pensadores que

elaboraron los planes para la construcción del

muro. Decidieron levantar el muro en una sola

noche, de modo que apareciera frente a todos

por sorpresa. Consiguieron trabajadores,

distribuyeron responsabilidades, sobornaron

a los funcionarios de la ciudad; y por fin llegó

la noche en que el muro sería construido.

De la obra sabían sólo cuatro personas. Los

trabajadores e ingenieros recibieron órdenes

precisas: qué debía hacer y en qué lugar debía

estar cada uno. Gracias a los cálculos exactos,

la construcción del muro durante una noche

fue todo un éxito. Al día siguiente, la ciudad

de Petersburgo estaba sumida en el pánico. El

gestor de la obra está muy afligido. Ni siquiera

él sabe para qué sirve el muro.

(1930)

Disputa

príncipe?

Hospicitov: Pues que voy a derramarte

la sopa encima.

Pupov: No, no lo hagas.

Hospicitov: ¿Y por qué no puedo

hacerlo?

Pupov: ¿Y por qué me vas a bañar con

la sopa?

Hospicitov: ¿Tú crees que porque eres

un príncipe yo no tengo derecho a tirarte la

sopa?

Pupov: Pues eso es lo que yo pienso.

Hospicitov: Pues yo me río de tu

opinión.

Pupov: Pues tú eres un tonto.

Hospicitov: Pues tu nariz parece un

tambor.

Pupov: Pues a ti te quedaría bien usar

la cara para sentarte.

Hospicitov: Pues tú tienes cuello de

rueca.

Pupov: Pues tú eres un cerdo.

Hospicitov: Pues te arrancaré las

orejas.

Pupov: Pues tú eres un cerdo.

Hospicitov: ¡Te arrancaré las orejas!

Pupov: ¡Eres un cerdo!

Hospicitov: ¿Cerdo? ¿Y tú qué eres?

Pupov: Yo soy un príncipe.

Hospicitov: ¡Ja, un príncipe!

Pupov: ¿Y qué pasa con que yo sea un

príncipe?

Hospicitov: Pues que voy a derramarte

la sopa encima (etc.)

(Noviembre 20 de 1933)

Pupov y Hospicitov toman la sopa

en una mesa con mantel.

Pupov: Yo soy un príncipe.

Hospicitov: ¡Ja, un príncipe!

Pupov: ¿Y qué pasa con que yo sea un


Cok

Verano, una mesa. A la derecha, una

puerta. Sobre la mesa hay una pintura. En

la pintura se puede ver un caballo de cuyos

dientes cuelga un gitano. Olga Petrovna trata

de cortar un leño para la hoguera. A cada golpe

del hacha, los anteojos se le caen. Eudokim

Osipovich fuma sentado en un sillón.

Olga Petrovna: (Golpea el leño con el

hacha, pero la dura madera no se parte).

Eudokim Osipovich: ¡Cok!

Olga Petrovna: (Acomodándose los

anteojos, golpea con el hacha).

Eudokim Osipovich: ¡Cok!

Olga Petrovna: (Se pone de nuevo los

anteojos). Eudokim Osipovich, te pido por favor

que no digas más “Cok”.

Eudokim Osipovich: Sí, sí, como

quieras.

Olga Petrovna: (Golpea el leño con el

hacha).

Eudokim Osipovich: ¡Cok!

Olga Petrovna: ¡Eudokim Osipovich!

Prometiste no decir más “Cok”.

Eudokim Osipovich: Sí, Olga Petrovna.

Lo prometo, ya no más.

Olga Petrovna: (Golpea de nuevo el

leño con el hacha).

Eudokim Osipovich: ¡Cok!

Olga Petrovna: ¡Qué conducta tan

reprobable la tuya! Eres ya un adulto y no

entiendes una petición tan simple.

Eudokim Osipovich: Olga Petrovna,

puedes terminar tu trabajo tranquila. No te

molestaré más.

Olga Petrovna: Está bien. Sólo te pido

que no me impidas cortar al menos este leño.

Eudokim Osipovich: Córtalo, córtalo

tranquila.

Olga Petrovna: (Golpea el leño con el

hacha).

Eudokim Osipovich: ¡Cok!

Olga Petrovna deja el hacha y abre la

boca, pero ya no puede decir nada. Eudokim

Osipovich se levanta del sillón, desliza la

mirada por el cuerpo de Olga Petrovna,

desde la cabeza hasta los tobillos, y sale con

parsimonia. Olga Petrovna, con la boca aún

abierta, se queda mirando hacia donde se

aleja Eudokim Osipovich.

(Cae despacio el telón)

Un soneto

Hoy me ocurrió algo muy divertido:

Olvidé qué va primero, el 7 o el 8. Fui donde

los vecinos y les pregunté su opinión sobre la

materia. Cuál no sería la sorpresa cuando se

dieron cuenta de que tampoco recordaban el

orden del conteo. Recordaban 1, 2, 3, 4, 5, y

6, pero no sabían qué venía después.

Fuimos a una tienda, la que queda

en la esquina de las calles Znamenskaya y

Basseinaya para preguntarle al cajero acerca

de nuestra perplejidad. El cajero nos recibió

con una sonrisa triste, se sacó un pequeño

martillo de la boca, y moviendo la nariz hacia

atrás y hacia delante, dijo:

—En mi opinión, un siete va después

de un ocho, siempre y cuando un ocho vaya

después de un siete.

Dimos gracias al cajero y salimos

contentos de la tienda. Pero, pensándolo bien,

quedamos de nuevo contrariados porque sus

palabras no tenían ningún sentido. ¿Qué

íbamos a hacer? Fuimos entonces al Jardín

de Verano y comenzamos a contar árboles.

Pero cuando llegábamos al sexto, parábamos

y comenzaba la discusión. Unos decían que

seguía el séptimo, otros opinaban que seguía

el octavo.

Así estuvimos, hasta que, por la

buena ventura, un niño se cayó de una banca

y se quebró ambas piernas. Esto nos distrajo

de la discusión. Y cada uno partió hacia su

casa.

Caballo Perdido Número 1

32


Ilusión óptica

Semión Semionovich se pone los

anteojos y ve que en el pino hay un campesino

que lo amenaza con el puño.

Semión Semionovich se quita los

anteojos y ve que en el pino no hay nadie.

Semión Semionovich mira de nuevo

con los anteojos y ve que en el pino sigue el

campesino amenazándolo con el puño.

Semión Semionovich mira sin los

anteojos y ve que en el pino no hay nadie.

Semión Semionovich se pone los

anteojos una vez más y mira hacia el árbol y

ve que en el pino hay un campesino que lo

amenaza con el puño.

Semión Semionovich se niega a creer

en el fenómeno, y concluye que se trata de

una ilusión óptica.

Evento

Una vez Faikov comió demasiado

puré de guisantes y murió. Al conocer

la noticia, también Flugilia murió. Pero

Spiridonov murió sin que se sepa por qué.

La mujer de Spiridonov murió al caer de un

armario. Además, los hijos de Spiridonov se

ahogaron en un lago, y la abuela de Spiridonov

bebió sin parar y se fue a recorrer el mundo.

A Mijailov le dio sarna porque dejó de peinarse

la cabeza. Rondov, por su parte, dibujó a una

mujer con azote y enloqueció. Sin embargo,

Trakrutsov recibió por correo cuatrocientos

rublos y se volvió tan pretencioso que lo

echaron del trabajo.

Buenas personas, pero no saben vivir

con los pies en la tierra.

(Agosto 22 de 1936)

Caballo Perdido Número 1

33


El vigilante

Conocí a un vigilante que estaba

interesado sólo en los vicios. Luego su

interés se redujo y se dedicó sólo a un vicio.

Así, cuando descubrió una especialización

dentro de ese vicio y empezó a interesarse

sólo en esa especialización, se sintió de

nuevo persona. Lleno de confianza, requirió

erudición, abordó las especialidades vecinas y

el hombre comenzó a progresar. Ese vigilante

se convirtió en un genio.

El artista y el reloj

Serov, un artista, fue al Canal

Obvodny. ¿Para qué? Para comprar goma

india. ¿Y para qué quería goma india? Para

hacerse una banda de goma. ¿Y para qué

quería una banda de goma? Para estirarla.

Para eso era. ¿Y qué más? Pues esto: Serov,

el artista, había roto su reloj; el reloj había

funcionado bien, pero él lo tomó y lo rompió.

¿Y qué más? Nada más, eso es todo, en pocas

palabras. Aleja tu sucio hocico de donde no te

han llamado. Y que el Señor tenga piedad de

nosotros.

Vivió una vez una anciana. Vivió y

vivió hasta que murió quemada en su horno.

Se lo tenía merecido, además. Al menos, así

pensaba Serov, el artista...

¡Uh! Quería escribir más, pero el

tintero de repente desapareció.

(1938)

Perechin

Perechin se sentó en una tachuela

y, desde ese momento, su vida cambió. De

ser un hombre tranquilo y contemplativo, se

convirtió en un completo sinvergüenza. Se dejó

crecer el bigote y lo recortaba tan desaliñado

que un lado era siempre más largo que el otro.

Así, su bigote creció más bien inclinado. Era

imposible mirar a Perechin. Es más, tenía un

repulsivo guiño y un movimiento nervioso en

la mejilla. Por un tiempo, Perechin se limitó a

trucos insignificantes y censurables: contaba

historias, acusaba a la gente y engañaba a los

conductores de tranvía pagándoles con las

monedas más pequeñas y siempre dos o tres

kópecs menos.

(1940)

Cuento de hadas del Norte

Un viejo decidió adentrarse en el

bosque, aunque no sabía para qué. Luego

regresó y dijo:

—¡Hey, tú, vieja!

La vieja cayó cuan larga era.

Y desde entonces, las liebres son

blancas en invierno.

Caballo Perdido Número 1

34


Un encuentro

En una ocasión un hombre salió a

trabajar y en el camino se encontró con otro

hombre que, después de comprar una barra

de pan polaco, regresaba a su casa.

Y eso es casi todo.

Un ladrillo

Un señor no muy alto, con una

piedra en el ojo, se dirigía hacia la tabaquería

y se detuvo de repente. Sus negros zapatos

brillaban en la acera que llevaba a la tabaquería,

con las puntas proyectadas hacia su destino.

Dos pasos más y el señor estaría frente a la

puerta.

Pero se detuvo, como para poner la

cabeza debajo de un ladrillo que caía desde el

techo. Es más, el señor se quitó el sombrero

dejando ver su cráneo calvo, de modo tal que

el ladrillo le cayó justo en la cabeza desnuda,

le rompió el hueso del cráneo y se le acomodó

en el cerebro.

El señor no cayó. Sólo se tambaleó

por el terrible golpe, sacó un pañuelo, se frotó

la cara… y dijo a los curiosos que se habían

arremolinado:

—No se preocupen, señores. Yo ya

estoy vacunado. ¿Ven esta piedrecilla en mi

ojo derecho? Eso fue hace un tiempo. Ya

estoy acostumbrado a estas cosas. Ahora nada

me hace daño.

Diciendo estas palabras, el señor se

puso el sombrero y se marchó, dejando a

todos los curiosos en la incomprensión.

Makarov y Petersen

Makarov: Aquí, en este libro, se habla

de nuestros deseos y de su cumplimiento.

Léelo y comprenderás cómo son de vanos

nuestros deseos. Además, aprenderás cuán

fácil es satisfacer los propios.

Petersen: Comenzaste a hablar con

demasiada solemnidad. Como acostumbraban

hacerlo los jefes indios.

Makarov: Este libro tiene tal

significado que uno puede referirse a él sólo en

estilo exaltado. Y es que nada más para pensar

en él tengo que descubrirme piadosamente.

Petersen: ¿Y te lavas las manos antes

de tocarlo?

Makarov: Sí, uno se debe lavar las manos.

Petersen: En cualquier caso, tendrías

que lavarte incluso los pies.

Makarov: ¡Qué ordinariez la tuya!

Petersen: ¿Qué es entonces este libro?

Makarov: El título del libro es algo

misterioso…

Petersen: ¡Ja!

Makarov: Este libro se llama Malgil.

(Petersen desaparece)

Makarov: ¡Dios! ¿Qué pasó? ¡Petersen!

La voz de Petersen: ¿Qué ocurre?

¡Makarov! ¿Dónde estoy?

Makarov: ¿En dónde estás? No te

veo.

La voz de Petersen: ¿En dónde estás tú?

Tampoco te veo. ¿Qué son esas esferas?

Caballo Perdido Número 1

35


Makarov: ¿Qué hago? Petersen,

¿me oyes?

La voz de Petersen: Te oigo. Pero

¿qué significan esas esferas?

Makarov: ¿Te puedes mover?

La voz de Petersen: Makarov,

¿puedes ver las esferas?

Makarov: ¿Cuáles esferas?

La voz de Petersen: ¡Déjenme!

¡Déjenme! ¡Makarov!

(Silencio. Makarov está aterrado,

después toma el libro y lo abre)

Makarov (Lee): “… y poco a

poco el hombre pierde su figura y se

transforma en una esfera. Y cuando el

hombre es una esfera pierde todos sus

deseos”.

Telón

Caballo Perdido Número 1

36


RETRATO

DE NOVIOS


DOSSIER

Roberto Burgos Cantor



Es el silencio lo que nos

está haciendo falta

Entrevista: Juan Manuel Ramírez Rave

Fotografías: Leidy Yulieth Montoya Aguirre.

Los cerros de la capital colombiana ardían en

el horizonte. Propios y extraños descargaban

en la radio su impotencia sobre pirómanos e

incendiarios. Yo, mientras tanto, observaba a través

de la ventana del taxi aquel cielo límpido. Parecía

como si el Caribe colombiano hubiera viajado

kilómetros para encontrarse con nosotros aquel 5

de Enero. Por un momento me distraje dibujando

las hélices de un bicho irreal que se perdía en la

distancia cargado de litros de agua para apaciguar

la sed infernal de los cerros. Cuando bajé la mirada

del cielo, me encontré con esa Bogotá atípica de

Transmilenio a medio llenar, sin sus multitudes y

avenidas congestionadas. Quiero pensar que fue

en ese momento de encuentro apacible con la

ciudad cuando se me ocurrió pensar en el valor de

nuestro viaje: encontrarnos con Roberto Burgos

Cantor, un Caribe anclado en la lejana, alta y fría

capital.

Lo primero que recuerdo de Roberto

Burgos es su voz y no un libro. Después de aquel

primer encuentro en la Universidad Tecnológica

de Pereira, sus palabras siguieron galopando en mi

cabeza como galopa el mar durante semanas en

la memoria del niño ya lejos de la playa. Luego,

gracias al rastreo de un docente en las librerías de

segunda mano de Bogotá, llegó a mí El patio de

los vientos perdidos: derroche poético, extensión de

lo escuchado a viva voz meses atrás. Tendría que

esperar un par de años para encontrarme cara a

cara con el autor; primero como una voz anónima

protegida por un auditorio dispuesto a preguntarlo

todo, más tarde en la cordialidad de una charla en

un bar de Pereira acompañados del poeta Giovanni

Gómez y de la fotógrafa Leidy Yulieth Montoya.

Esa noche hablamos –como se dice– de todo un

poco, de poesía y poetas, de libertad y literatura, y

también de la posibilidad de un encuentro. Quiero

pensar que fue en ese momento de revelación que

nació la idea de Caballo Perdido, sé que no fue así;

pero quiero pensarlo.

Meses después viajamos a Cali con

el pretexto de la Feria del Libro Pacífico, para

encontrarnos con Roberto Burgos Cantor. Al

Caballo Perdido Número 1

40


Encuentros con

Roberto

Burgos

El Autor, el lente y su obra

llegar al Club Campestre lo buscamos por todos

lados, hasta que nos encontramos con su sonrisa.

No estaba solo, lo acompañaba un joven profesor

de la Univalle, quien lo entrevistaba con el objeto

de reunir datos para su tesis de Maestría. Fue así

como conocimos a Kevin García, quien pronto

se entusiasmó con nuestra idea de una revista

de Ficción Breve. Suyo es el ensayo “Roberto

Burgos Cantor: un testimonio en la ficción” que

reproducimos en esta primera edición de Caballo

Perdido. Pasamos la tarde recorriendo el campus

de aquella universidad pública. Roberto, Kevin y

yo caminábamos, mientras Leidy, como un cíclope

moderno, nos seguía disparando su cámara,

siempre insaciable… daba brinquitos aquí y allá,

luego se unía a la conversación como si nunca se

hubiera alejado, aunque quiero pensar que Leidy,

cuando toma fotos, está lejos, ella, su cámara y el

fragmento de mundo que eterniza.

Desde aquel encuentro en Cali quedó

pactada nuestra visita a Bogotá para los primeros

días del mes de diciembre; pero ésta sólo se dio

hasta aquel 5 de Enero del 2010, cuando los cerros

capitalinos ardían y mientras aquellos escarabajos

acerados intentaban calmar su sed. Finalmente

nos encontramos con el cálido abrazo del recién

finalista del Premio Rómulo Gallegos y ganador

del Casa de Las Américas por su novela La ceiba de

la memoria. Por primera vez constaté que el Caribe

de boxeadores y cantantes, estaba contenido

en el apartamento 503 de un edificio cercano a

la avenida Belalcázar, a 2600 metros de altura.

Muchas fueron las conversaciones a partir de este

momento con un hombre generoso como el clima

capitalino de aquel principio de año. Roberto

Burgos, amablemente, me confesó algunos meses

después en el silencio de un correo electrónico

“Querido Juan: Muchas gracias. Creo que nunca

me habían sacado tanto”.

El resultado de tales conversaciones es

lo que aquí se recoge.

Caballo Perdido Número 1

41


En alguna ocasión en Argentina Ernesto

Sábato le dijo que “el camino más difícil era iniciarse

con un libro de cuentos”. ¿Por qué su insistencia en

el cuento para iniciarse en el, ya de por sí, complicado

camino de la literatura? ¿Por qué no la poesía, la

novela, por qué después de semejante confesión eligió

el cuento?

Claro que ahí hay una idea, un

sentimiento que resuelve muchas cosas, es

que el escritor no siempre hace lo que quiere

sino lo que puede, y si bien era cariñosa, era

de abuelo la recomendación de don Ernesto,

también es cierto que esa era otra atipicidad

en la expresión de la vocación literaria. Fíjate,

es algo que además nos corresponde como

país: ¿por qué intentamos? El género sin

duda más difícil, así lo siento, es la poesía,

y sin embargo muchas personas comienzan

su trabajo literario, su trabajo artístico por

la poesía: ¿por qué empezar por lo más

difícil? Después está el cuento, que no

admite digresión, ni formulaciones que te

saquen del centro de atención y esto tú no

lo sabes, no lo sabes porque es lo que en un

momento dado te llama, te pone a trabajar.

Yo había intentado escribir una novela, era

mi designio cuando sentí que no podía seguir

como un escritor de fin de semana y me

avergonzaba que me llamaran como tal, si yo

no había publicado un libro. Era un escritor

de revista de suplementos,

de periódicos y, llega

un momento en que

trato de solucionarlo.

Porque la novela,

para quien está

en ese

conflicto ético en el cual yo estaba, aparece

como un pañito, como un algodón que

suaviza las heridas de tú conciencia, porque

tú escribes un fragmento hoy, escribes otro

intento de capítulo un día si estás muy

enredado y no logras la continuidad das un

salto, y dejas la hoja allí y eso te va como

tranquilizando. Pero eso te agota y se da uno

cuenta de su propia mentira. Entonces ese era

el problema, que me di cuenta que yo no tenía.

Carecía del saber, del ejercicio, de la gasolina

para escribir novela. Llevaba varios años de

estar escribiendo cuentos experimentales

como bien lo percibes, y la experimentación

es la búsqueda de la forma, funciona en

cuanto es una necesidad del escritor para

encontrar lo que a él le correspondería. En ese

momento, ante el fracaso de la novela y todas

las desdichas que me agobiaban, apareció Lo

Amador, que entonces me solucionaba dentro

de esas aflicciones el no caer en la trampa

de recoger los cuentos publicados y hacer un

libro de unos meros cuentos publicados, sino

dedicarme a un propósito claro que era un

libro de cuentos. Claro, esa parte voluntariosa

del escritor a veces da un tono, da unas

definiciones de lo que haces y algunos creen

ver en Lo Amador, una novela escondida.

En los años 70’s Colombia atravesaba un

momento histórico vital que entre otras cosas unía

como nunca a la literatura con el pensamiento crítico,

flotaba en el ambiente un deseo de transformación

de la lógica establecida e impuesta. Al respecto, la

profesora Luz Mary Giraldo, refiriéndose a esta

época, dice que escritores como Parra Sandoval,

R.H Moreno, Cruz Kronfly, Marvel Moreno,

Burgos Cantor: “(…) proponen una narrativa

que puede ser más contestataria y crítica, más

referida a la reflexión sobre la creación artística,

menos testimonial y evidentemente de estirpe urbana”

Como uno de los escritores que participó en esa


transformación de las letras colombianas ¿Qué opina

de lo expuesto por Luz Mary Giraldo? ¿Cuáles son

las características del cuento de los años 70´s?

Si bien es un concepto verificable

–el del contexto– en el cual la profesora

Giraldo ubica a unos escritores de literatura,

ese concepto existió de manera distinta en

otras circunstancias de la vida colombiana.

La literatura cercana que antecedía a los

escritores allí mencionados era una literatura

con un fundamento moral, con un deseo

virtuoso, el deseo de denunciar. Un deseo

tradicional que habría que estudiar un poco

más en la literatura de América Latina. Se

trata de un revuelto entre deseo, creencia y

fe, en considerar a la palabra en sí como un

elemento transformador, como un talismán

frente a las realidades desgraciadas. De esta

manera construimos leyes y canciones,

construimos relatos, construimos amores,

construimos encuentros, fundamentados sólo

en un presunto poder o virtud de la palabra,

como si fuéramos unos nuevos retóricos.

Creo que esa literatura que nos antecedía, con

esas virtudes humanas y sociales apreciables,

era de una deplorable ambición estética,

porque al darle una dirección a los cuentos,

a las novelas, para subrayar todo el horror,

toda la tristeza, todo el crimen que envolvió

la Violencia de los años 50, al darle prioridad

y jerarquía a ese sentimiento humano, moral,

se creía que ese elemento en sí bastaba para

validar esas producciones comunicativas.

Entonces, con este antecedente en otra

situación como la contextualizada por la

profesora Giraldo, ¿qué vemos? Que hay una

necesidad de validar una producción narrativa

por lo que la hace tal, y ese hacerla tal no era

más que búsqueda en su propio espacio,

una literatura que se desprendiera de la sola

satisfacción moral de denuncia, de mensaje,

que le devolviera al texto literario su libertad

y quizá, eso que ella señala como el interés

por la estética era una necesidad de partir

para empezar a narrar de una manera distinta

y validada desde la literatura. Un momento

que tenía diversas características y más allá

del mero elemento crisis, del mero elemento

violencia, del mero elemento transformación,

que evidentemente juegan, pero que no son la

totalidad del espacio estético.

De acuerdo con lo anterior ¿Cuál sería en su

opinión el logro más significativo del cuento, teniendo

en cuenta tanto su participación en aquel entonces

como en la actualidad?

Logró algo muy interesante: rompió

la uniformidad. Si uno observa las diversas

búsquedas, incluso en los nombres citados

por la profesora Giraldo, encuentra que son

aventuras estéticas distintas. Lo que enriquece

el espacio de lo literario y lo estético es

la posibilidad de vasos comunicantes,

diálogos, discusiones entre diversos textos

narrativos. Obviamente tienen que ver con

el empecinamiento personal y la búsqueda

irremplazable de cada autor.

Recientemente en una entrevista para La

Gaceta en la ciudad de Cali, usted dijo que: “las

novelas y los cuentos te fortalecen el sentimiento de

arraigo. En un mundo cuyo vértigo atropella todo,

los escritores costeños nos inventamos el pretexto

de las ficciones para seguir viviendo en el lugar que

abandonamos”, lo anterior se percibe fuertemente en

sus obras Lo Amador y De gozos y desvelos en

donde se percibe una fuerte sensación de extrañamiento

del Caribe colombiano. Hablemos un poco más del

arraigo como elemento esencial y detonante en su

obra.

El arraigo es un elemento que

siempre me ha despertado curiosidad como

posibilidad de reflexión, como posibilidad

también de lo que se construye en literatura.

Lograr que los cuentos, la novela, los poemas,

sean lugares de crecimiento y de refugio de

lo humano, ante un mundo en donde hemos

destruido la posibilidad de un porvenir, de

un futuro. Este hecho, deja al ser humano en

Caballo Perdido Número 1

43


una situación en la que desaparece el deseo,

desaparece el horizonte hacia el cual marchar

o detenerse. De manera que veo en el texto

literario una especie, como lo decía mi amigo

José Viñals refiriéndose al poema en alguno de

sus libros: “poema: pequeña casa contra los miedos

de la noche”. Creo que algo de eso hay en el

sentimiento de arraigo, cómo no desaparecer,

cómo reconocernos nosotros mismos en

medio de un mundo que está devastando todo,

a la naturaleza, al otro como posibilidad de

encuentro y de crecimiento, a las urbes, a las

aldeas, a los ríos, a las montañas, a la política

misma que perdió la imaginación y que era

un elemento de cohesión del ser humano.

Entonces no es que debamos sobrevalorar

el arte y ponerle funciones y tareas que no

le corresponden, sino que cada quien puede

mitigar allí, ayudarse cuando todo nos

enfrenta a una onírica (unívoca) posibilidad

que es resistir.

Sus primeros cuentos pueden denominarse

como una poética de la geografía sentimental de

Cartagena, pero no de la Cartagena de agencias de

viajes, sino de aquella que conserva el universo de la

barriada, con personajes envueltos por la desesperanza

y en la nostalgia, pero que aún cosechan ilusiones. Ya

a partir del libro De gozos y desvelos y sobre

todo en Una siempre es la misma, los personajes

se encuentran fundidos con la monotonía de los días,

viviendo el instante, renegando constantemente del

mito del progreso, sin otra opción que soportar el peso

de la rutina. ¿A qué se debe este cambio de visión en

sus personajes?

Creo que esta perspectiva que

me plantean es muy aguda, creo que me

están mostrando algo de lo cual yo no soy

tan consciente y de pronto ocurre que se

ha cambiado el peregrinaje externo -el

deambular-, por el peregrinaje interior, como

si hubiese allí una seña de autoescarbamiento,

o sea no escarbar afuera sino escarbar en el ser

humano mismo, para extraer tanto miserias

como esperanzas, tanto sufrimientos como

guiños de alegría. De manera que este cambio

de visión que observan ustedes podría ser

también un resultado de la enorme decepción

que nos causa el mundo, la sociedad, pero ya

asumida, y tal vez pide esa decepción que

seamos capaces de dimensionar el reto que

implica transformarla.

¿Es posible que a través de su obra,

ubicada en el espacio geográfico del Caribe, esté dando

cuenta de la identidad caribeña y contribuyendo a la

formación de la identidad latinoamericana?

Hay ideas que han marcado mucho

la literatura en América Latina, tanto en las

lecturas como en la labor crítica, que siguen

superviviendo como pivotes de análisis: la

identidad, la legitimidad y la justicia, como sí

la literatura hubiese ocupado un espacio vacío

que exigía voces allí, en el espacio de las

ciencias sociales. La literatura estuvo marcando

temas significativos cuando no había tanto

desarrollo de las ciencias sociales, como

el de la estructura y la propiedad de la tierra,

los personajes que están en el poblamiento

de nuestro mundo, los aborígenes, los afrodescendientes,

los mestizos. Pero encontrar

allí eso que llaman identidad… Creo que la

literatura, en su enorme poder derivado de

la imaginación y en la insobornable libertad

que exige a quien la escribe, la produce, logra

mostrar –o logra el lector ver– algo complejo

que no es tan uniforme, que no es tan regular,

que muestra verdades del ser humano que

están más allá del ser Wuayu, Quechua y que

convoca para que, a partir de ese reconocimiento,

exista la posibilidad de comunicación

que ofrece en general el arte, la literatura. Si

tengo guiños, como faro en un mar turbulento,

es porque esos guiños me permiten

comunicarme sin avasallar, sin imponer, sin

negar y sobre todo aprendiendo a escuchar.

Es el silencio lo que nos está haciendo falta.

Caballo Perdido Número 1

44


A pesar de que su literatura apunta a un

sujeto moderno: fragmentado, nostálgico, sumergido

en un vacío desesperanzado, en la soledad, en las

angustias que genera la existencia, ¿cómo se da,

dentro de su obra cuentística, esa señal de optimismo,

esa voz de resistencia de la que usted habla en Señas

Particulares?

Paradójicamente, sus personajes iluminados por el

sol caribeño y bañados por la brisa y el salitre son

trágicos y desesperanzados, mientras los de Milciades

son serenos y resignados mostrando una placentera

visión de la existencia en la fría urbe capitalina. ¿A

qué se debe tal visión de mundo tan magistralmente

registrada en la naturaleza de sus personajes?

La parte, por llamarla de una manera

imprecisa, positiva de los desesperanzados

consiste en asumir la existencia desde su verdad,

desde la dificultad, desde su posibilidad.

Al mirarla así, hay sencillamente dos posibilidades:

el apabullamiento, el ceder, el entregar

o el ser capaz de vislumbrar lo que requiere

esta situación para plantearle horizontes nuevos.

No sé, y a lo mejor es momento de que

entre todos empecemos a pensar, si el destino

del ser humano es la felicidad, si el destino

del ser humano es la libertad. Llevamos siglos

matándonos, muriéndonos, entristeciéndonos,

frustrándonos con unos ideales que no

nos han mostrado su rostro todavía.

Su segundo libro de cuentos De gozos y

desvelos fue publicado apenas unos meses antes de

El oficio de la adoración de Milcíades Arévalo.

Además de la pequeña coincidencia del mismo año

de nacimiento (1948), sus libros comparten algunas

coincidencias temáticas como el sexo, la soledad, la

nostalgia, el desamor, la desesperanza, entre otros; pero

mientras la primera obra se desarrolla en el Caribe,

la otra se desarrolla en la zona del altiplano, lo cual

determina ritmos de narración e intenciones antitéticas.

Caballo Perdido Número 1

45

Encontré un poco tarde la relación,

–la expresión tarde tiene que ver con el momento

en que supe una clave de ese libro De

gozos y desvelos– en un autor del Caribe anglófono,

don Derek Walcott. Don Derek en

alguna entrevista o en alguno de sus libros

decía: “…al fin encontré el mercado, el mercado

público, el lugar de venta, relatos, encuentros”.

Cuando leí eso, sentí que se estaba

hablando de algo que yo había conocido en

su momento y que estaba en De gozos y desvelos:

el encuentro con el mercado. El mercado es

el lugar de voces, el lugar de intercambios, el

lugar de… hay que vivirlo un poco. No sé si

ustedes conocieron en Cartagena el mercado

público, antes de ser erradicado hace 30 o 20

años, cuando construyeron el centro de convenciones.

Esto debió ser por los años 80,

quizá un poco antes. Un lugar que estaba a la

orilla de la bahía, que vivía con intensidad las

24 horas. De allí surgía mucho y por supuesto,

pensar que en ese espacio del Caribe existían

destinos trágicos o vidas trágicas, enfrentaba

uno de los prototipos con los cuales el centralismo

colombiano mira el Caribe, como

un lugar de jolgorio, de liviandad de la vida.


Creo que lo que ocurre es un enorme silencio

inexplorado y es en el mercado donde ese

silencio comienza a romperse: la gente esta

contándose a gritos, el ropaje de la discreción

surge de otra cosa inasible. Creo que de cosas

así esta hecha la diferencia que marca De gozos

y desvelos, como posibilidad de búsqueda. Yo

tendría que releerlo, pero tengo el recuerdo

que también había varios elementos que me

tocaban: el descubrimiento de la poderosa

presencia de lo femenino y el encuentro con

un lenguaje también que no había experimentado.

Su primer libro, Lo Amador, inicialmente

se iba a llamar Historias de Cantantes, ¿por qué

cambió el título? ¿Quién influyó? ¿Por qué se le

ocurrió inicialmente llamarlo de esta forma?

Había algo en el aire de la narrativa

de esos años y ese algo me impidió la decisión

del título. En esos días salió una novela de

Severo Sarduy, escritor que me gusta, cuyo

nombre es De dónde son los cantantes. Vino

entonces el encuentro con mi amigo José

Viñals, quien leyó ese libro en Buenos Aires.

Yo me había llevado mis borradores, para

corregirlos en los ratos tranquilos de un viaje

de trabajo. Le conté la dificultad que tenía:

sufro el complejo de no saber poner títulos.

(Este complejo me lo quitó un amigo escritor

de Barranquilla, que tiene la facilidad verbal

para los títulos, se llama Heriberto Fiorillo.

Heriberto en alguna presentación de La ceiba

de la memoria se refirió a los títulos que yo ponía

y cómo le gustaban. Eso me ha ayudado. Me

sirvió de psicoanalista para quitarme ese

complejo que me acompañaba). Entonces,

conversando con José Viñals en Buenos

Aires, surgió algo interesante que tomé como

un aprendizaje: buscar en uno, buscar en lo

propio cuando uno quiere nombrar. Claro,

Historias de cantantes es sonoro, llamativo,

satisfacía de alguna manera mi respeto por

lo popular. Pero había otros en el ambiente y

eso puede llevar a distorsiones sobre lo que se

va a leer. En esas conversaciones, Viñals me

propuso un nombre cercano a mí, un lugar

que yo conocía cuando caminaba muchacho

en Cartagena de Indias: Lo Amador. Cuando

él me lo dice allá, en Buenos Aires, en ese

mundo de Borges y de Sábato, en seguida me

surgió lo misterioso, lo ambiguo, Lo Amador

y dije, no, así es y se me desprendió cualquier

posibilidad de promiscuidad que me impidiera

verlo. Así ocurrió con ese título.

Desde su llegada a Bogotá en el año 1966

la ciudad ha pasado -para muchos- de ser una “ciudad

en estado de sitio” creada por los sectores dominantes

a un paradigma sudamericano de desarrollo en el cual

han intervenido desde arquitectos hasta sociólogos y

narradores. ¿Cuál cree usted que es la Bogotá que se

teje en su libro Una siempre es la misma teniendo

en cuenta las complejas relaciones estéticas entre

narrativa y desarrollo urbano?

Es la Bogotá de la literatura, la que se

odia y la que se ama. La que permitió el miedo

en las noches de estado de sitio y la que alegró

el corazón con su luz espléndida de los cerros

a las cinco de la tarde, la que lo acogió a uno

y fue el escenario de un crecimiento, la que le

permitió conocer a tantos seres bellos y tantos

dolores incurables, en la que se vivió y se vive

el misterio del amor, en la que se sueña con el

mar y se tiene la nostalgia indestructible de ese

tren que pasa por las carrileras gastadas con

su velocidad de zorra y parece acompañar la

huída de la luz al final de las tardes, la ciudad

en que nacieron los hijos y se conoció la

fuerza de la amistad. Bogotá D.C es muchas

ciudades. La amorosa tía paterna, Zoila

Ojeda, me refería sin cansancio cómo el abril

de 1948 su hijo mayor estuvo a milimetros de

morir cuándo un tiro perdido le atravesó el

hombro de su saco de paño. Desde la aldea

hasta el bogotazo; desde el tranvía hasta los

troleys; desde las amables casas de citas hasta

la vulgaridad de La Piscina; desde la Atenas

Caballo Perdido Número 1

46


hasta su rostro propio todavía pintarrejeado.

¿Qué será?

En Señas particulares dice que su designio

era ser escritor y entre los elementos imprescindibles

para la creación literaria aparecía como modelo

de ciudad una urbe fría y nublada que le brindara

un margen de soledad amplio y cruel. En este sentido

¿durante estos 44 años de vida capitalina, Bogotá ha

cumplido con sus expectativas? Y ¿Por qué hasta ahora

había preferido evocar al Caribe en vez de narrar a

su ciudad adoptiva?

Tal vez la nostalgia sea más poderosa

que el asombro. Yo pasé de la biblioteca

de mi padre en Cartagena de Indias, a la

biblioteca del escritor Policarpo Varón en

el barrio Santa Fé de Bogotá. Ambos eran

maestros. La ciudad grande, desmesurada en

su inhumanidad, le muestra al ser humano lo

infinito de su pequeñez.

Y fijese Juan, Cartagena de Indias

tampoco termina de encontrar su rostro.

Esa diferencia tan grande entre el mar y la

montaña nos permite, quizá, acercarnos al

país que todavía queremos comprender.

¿Cuál ciudad siente más próxima en sus

cuentos: la Cartagena evocada o la Bogotá habitada?

Tanto la distancia como la proximidad

son instancias de lo humano. Quien decide

es el cuento. Uno, el escritor, es apenas un

instrumento de una intuición por lo regular

oscura, inexplicable, lejana, de la cual apenas

se rasguña su sentido en las palabras.

De las distintas novelas que ha leído y

que tienen como ambiente de los sucesos Bogotá o

Cartagena, ¿cuál considera la más significativa?

Una novela con las ambiciones

inescrutables de la primera novela: Dos o tres

Inviernos de Alberto Sierra. Allí se mostró

la ciudad moderna a pesar del escenario de

ruinas, era como el nuevo cine recorriendo

un París hediondo. Y sin duda Los parientes de

Esther de Luis Fayad. No olvidaría Las bestias

de agosto de Enrique Posada.

En su último libro Una siempre es la

misma se percibe un progresivo desplazamiento de

sus narraciones y personajes a la fría Bogotá. En

contraposición a esto, usted anteriormente contaba

que ve en Una siempre es la misma un regreso a

Lo Amador, obra que se desarrolla por entero en el

Caribe. ¿Qué tipo de regreso es éste? ¿Cuáles son las

similitudes entre ambas obras? Y, ¿en qué se pueden

diferenciar de los otros trabajos?

Fíjate que la vida se ha ido encargando

de desmontar un poco la leyenda del frío.

Mira la Bogotá que hemos vivido en estos

últimos días con este sol de páramo picante

que quema mucho. Hay cambios, pero bueno,

eso es una presencia si aceptamos la idea

que Ustedes me propone del refugio frío

como parte de la condición legendaria de un

territorio, de un espacio. Yo pienso que es un

poco imperceptible lo que siente un escritor

cuando hace afirmaciones como la que ahora

me devuelven: que volví a Lo Amador. Y es

imperceptible, porque lo que noto es que el

interés, la curiosidad por algo que degusto de

una manera que uno llamaría como gusto por

los seres elementales, oficios humildes, resulta mucho

más complejo cuando se inicia el escarbamiento

de esta afirmación. No hay nada elemental

ni humilde: hay una complejidad. En el

momento de la afirmación que me recuerda,

sentí lo que era que un escritor primerizo –el

de Lo Amador– intuía, pero todavía no sabía

cómo atrapar a ese ser humano que para

sentir no requiere tratados, reflexiones, sino

que pone una fuerza incontenible en la vida,

generando una visión novedosa del mundo,

una percepción, un sueño. Quizás a esto me

refería cuando tuve la idea de que había vuelto

a Lo Amador.

Caballo Perdido Número 1

47


Se pueden hacer otras conjeturas.

Tengo la tendencia a pensar en Lo Amador

por la gratitud que me genera este libro, que

ya les había relatado que es el libro con el

cual me sentí haciéndome escritor, y un acto

también necesario en el empeño de escribir

ficciones que es, como la virtud de San

Francisco: la humildad. Cuando uno vuelve

a lo que considera el comienzo sabe que

siempre está el comienzo, y no olvidar esto

es una clave para mantener intacto el reto y

no envanecerse pensando que la culminación

de un libro o de otro libro han resuelto esa

ambición incancelable del arte que lo hace

tal, que es mantener la ambición, mantener la

incertidumbre.

¿Considera usted que su acto de escritura

está mediado, como dice Rymel Serrano, por “…

ese barroquismo tan característico de los escritores

caribeños que, más que un rasgo literario, parece una

cualidad de la sangre”? Y si es así, ¿cree usted que

dicha cualidad le otorga un tono único a sus cuentos?

A veces me surge la necesidad de reflexionar

sobre afirmaciones que se van acuñando

a lo largo de las lecturas, de los trabajos

críticos, de las reseñas. Yo no logro comprender

qué se quiere decir cuando se habla de

barroquismo y menos entiendo cuando se

atribuye algo que no se ha explicado suficientemente

a todo un espacio, a un continente

literario. Probablemente la idea que voy a decir

ahora pertenezca a Carlos Fuentes, pero

el entendimiento del barroco, para el caso

de nuestra América, no podía ser otro que

llenar el vacío con las palabras. Y para llenar

un vacío hay que ser cuidadoso, no sólo en la

escogencia, sino en el trabajo de las palabras,

porque normalmente los vacíos no se dejan

llenar y en el caso del Caribe, decía don Derek

Walcott –que lo hemos recordado ahora–,

que en el Caribe la historia desapareció, que

está sumergida en el mar, luego hay un vacío.

Recuperar una manera de mostrar un mundo

tan conflictuado nos lleva a una sensibilidad

que menciona el crítico recordado, a una sensibilidad

por saber cómo digo, cómo cuento,

cómo relato y claro, esta sangre especial

de los relatos que son las palabras requieren

mucha atención, mucha preocupación. Sí, mi

preocupación con el barroquismo es porque

aparece como una idea distinta a lo que enmarcaría

el barroquismo como posibilidad

arquitectónica surgida en un tiempo preciso.

Creo que en el caso contemporáneo se trata

de un enfrentamiento con el vacío.

En el cuento “Uno jamás se imagina”

uno de los personajes dice: “…un hombre y una mujer

que no conocen el sufrimiento tampoco reconocen la

felicidad”. Al respecto, ¿se podría afirmar que la

mayoría de los personajes de sus narraciones atraviesan

por estados de desesperanza y en ocasiones de extremo

sufrimiento con el anhelo de encontrar al fin –o como lo

dice el personaje– de reconocer un hálito de felicidad?

¿Por qué le atrae tanto situar a sus personajes en tales

momentos de incertidumbre?

Sí, es probable que sea más interesante

–puede ser una perversión de quien escribe,

del autor–, una persona indecisa que una

persona feliz. Los matices hacen diferencias

en la vida y en la literatura. Cuando uno puede

caracterizar todo a partir de prototipos, sean de

orden sicológico o social, no sólo empobrece

la vida, sino que también le quita poder de

indagación al texto literario. Lo indefinido me

atrae, no para definirlo, sino para mostrarlo,

para preguntarlo, para dialogar con él.

Una de las muchas particularidades dentro

de la obra de Roberto Burgos Cantor es que muchos

de los personajes van saltando del cuento a la novela,

lo cual por ejemplo se percibe entre Lo Amador y El

patio de los vientos perdidos. ¿Qué hace a estos

personajes tan fuertes para que usted insista en ellos?

Si creo que hay un elemento, puede

ser la gratitud hacia lo anterior. Lo anterior,

como parte del caudal narrativo, no determina

Caballo Perdido Número 1

48


lo que sigue, pero sí lo permite, sí amplía el

resto. Enfrenta al escritor a saber o a aprender

a no repetirse, a aumentar su ambición estética.

Entonces hacia esos libros que han permitido

el nuevo reto, la otra ambición, el correr la

raya hacia otro horizonte, uno se inclina a

recordarlos, casi siempre se recuerdan no

con un sentimiento de inacabamiento, ni por

permitirles una aventura distinta, sino como

esas señas del escritor donde da cuenta que

hay una totalidad y que esa totalidad esta

jugando.

Es frecuente encontrar en sus obras

boxeadores y cantantes, ¿será que dichos personajes en

sí encierran otra complejidad? ¿Por qué la fijación con

este tipo de personajes? Por otra parte el boxeador en

los libros Lo Amador, El patio de los vientos

perdidos y en el más reciente, Una siempre es

la misma, aparece como un personaje nostálgico,

envuelto en la soledad, marginado, que no puede con

su pasado; son –digamos– personajes que apuntan a

la complejidad del ser humano. ¿Por qué la insistencia

en el boxeador? ¿Se puede tomar el ring como una

metáfora de la vida?

¿Qué tienen estos personajes? Tienen

algo que no está en todas las vidas. En un

lapso breve, corto, son capaces de dar cuenta

de una ambición total, una frustración total

o una realización total. Ahora enmarcar esa

intensidad, ese momento fugaz pero intenso

en donde el ser humano se la juega toda, es

un tema de tentación literaria. En los cuentos

de Una siempre es la misma se perciben algunos

cambios en el tono narrativo, sobre todo en

aquellos que se desarrollan en el litoral: “Yo

quería enterrarlo” y en “Entre golpes”. Ambos

cuentos gozan de estructuras narrativas

distintas a los otros cinco que componen la

obra, además de una artesanía del lenguaje

más próxima a lo sensitivo, lo poético y lo

musical.

Además, yo creo que para mi grupo

cercano, el que llaman con el equívoco

término de generación, después de la vivencia

de esa enorme visión colectiva, la referencia

que nos quedó de la vida fue la del fracaso,

y la metáfora del fracaso más cercana, para

quienes nacimos en el Caribe colombiano, es

la del boxeo, en donde todo se define a golpes

y se define en un espacio donde las cosas o

se logran o se frustran. Puede que tenga que

Caballo Perdido Número 1

49


ver con eso, porque entonces lo que más nos

interesaba como grupo de amigos, de lectores,

de escritores, era esa noción de fracaso: ¿Qué

ocurría para que siempre se empuercaran, se

dañaran las cosas?

¿Cómo se dio el proceso de creación de Una

siempre es la misma?

En Una siempre es la misma se realiza

otra vez una –no es característica–, seña de

lo que voy escribiendo y es que –no sé cómo

se llama en cine–, pero yo voy haciendo el

montaje en la medida que filmo, yo no tengo

una etapa para hacer montaje y descartar

fotogramas, incluir, variar las temporalidades

ya hechas con la cámara, sino que el proceso

va haciéndose de una manera uniforme,

íntegra, con sus dificultades, y este libro

fue publicado en el mismo orden en que

fue escrito, no hay armazón posterior, de

que esto quedara mejor allá o acá. Esto le

da cuenta al lector de una búsqueda porque

son cuentos que se fueron escribiendo en un

mismo clima estético, espiritual, de intereses.

No fueron cuentos escritos a lo largo de los

tiempos. Pero hay cosas que van –sin que el

escritor se dé cuenta– marcando. Quienes

leímos El viejo y el mar –por ejemplo–

siempre pensamos, que hay una posibilidad

de hacerle un homenaje a Hemingway desde

otra perspectiva, está uno como marcado,

Uno lee esa aventura de Santiago, como se

llama el pescador de Hemingway, con esa

tesón buscando un horizonte de vida, una

realización que logra moralmente. Uno dice:

eso está ahí ¿cómo lo vio? Hay que hacerle

entonces un homenaje a Hemingway, porque

nos ha dicho mucho de un mundo que, por

razones del azar, está presente en uno: el mar,

los pescadores, las aldeas, el salitre. Creo que

cuando el escritor no es un canalla marca la

marca, la reconoce y esto lo compromete. A

veces se logra, a veces no.

Yo investigo mucho, preciso mucho.

Para el cuento del personaje enfermo que

cierra el libro, hice un revuelto de personas

que conocí en el colegio. Aún no reconocía

la enfermedad como tal y el indagar detalles,

precisiones sobre este sufrimiento, me

trajeron también momentos de ternura a

pesar de que recordaba los años en el colegio

cuando la discriminación era más fuerte, más

dura, había una sanción social, disciplinaria,

religiosa. Uno no sabe por qué a veces se

aparecen estas cosas. Surgen de un momento

de la vida que incide en uno, y uno la coge o

no la coge.

De los siete cuentos que conforman su

último libro Una siempre es la misma escoja uno

para hablarnos del modo en que surgió, de sus posibles

obsesiones y miedos, del tiempo que le tomó concluirlo

y sentirse satisfecho con el resultado y obviamente

relatarnos alguna anécdota que se encuentre alrededor

de su escritura.

Me sorprendió que estuviera latente

la presencia del boxeador como imagen del

empecinamiento y metáfora del fracaso. Recordé

que uno de los primeros cuentos que

escribí consistía en la historia de un combate

por el fajón mundial. Contraponía las sensaciones

del boxeador dándose golpes fuera de

su tierra con quienes escuchaban por radio la

pelea en su barrio, y cómo la transmitían los

cables de las agencias de información. Ese

cuento fue publicado en alguna antología, la

del maestro Pachón Padilla, en Casa de las

Américas y en un libro publicado en Chile

con otros cuentos de boxeadores. Allí estaba

Torito de Julio Cortázar.

Quizá el escritor al enfrentarse

a la búsqueda de la perfección padece el

sentimiento de qué algo hizo falta. Y por

supuesto los guiños de la vida, incesante,

vuelven a retarlo. Me dediqué varias semanas

a escribir “Entre golpes”. Ahora no tenía la

angustia de cuando se publicó El patio de los

vientos perdidos al pensar en qué ocurriría al

lector si por esos días resultaba un boxeador

Caballo Perdido Número 1

50


exitoso, un campeón. Pero eso era una

ingenuidad, considerar que la verosimilitud de

las novelas podía ser afectada por el escándalo

de la realidad.

Muchos de los considerados “maestros”

del cuento han realizado en su momento importantes

ejercicios reflexivos sobre la teoría del cuento…

Quiroga, Cortázar y Borges, por mencionar algunos.

¿Qué lugar ocupa la teorización del cuento en su labor

literaria y en su arte poética?

Yo no podría ubicar de dónde surge

el interés real de un escritor por un género,

pero el cuento es un género que yo sé que me

llama, que es un género que me gusta explorar.

Es probable que los narradores seamos

unos poetas frustrados y lo que nos permite

mitigar la frustración de no ser poetas es el

cuento, por las características mismas de este

género que siempre está ofreciendo posibilidades

de hallazgos, posibilidades de exploración.

A mí me gusta mucho. Si bien escribo

novela, el género cuento tiene un lugar que

me importa, que me significa, no lo considero

un género menor, es un género exigente, un

género que exige disciplina al escritor. Sobre

todo cuando sale de ese espacio enorme de

disquisiciones, de variaciones, de experimentaciones

arriesgadas que es la novela. Volver

al cuento tiene su valor en sí. Es como recuperar

algo que tiene mucho que ver con

el rigor de la palabra, con la exploración del

lenguaje, con la investigación del instante que

son aprendizajes necesarios para el escritor

de literatura, si es que aprendemos algo. A lo

mejor es pura ilusión y lo que resulta de la

literatura no es un aprendizaje, ni una sabiduría

y por eso uno se está siempre llenando

de fuerza para sobrevivir al fracaso y escribir

otra vez.

¿Cree que aún queda mucho por investigar

y proponer en este género?

Sin duda. Es un terreno infinito,

lleno de retos y de propuestas. Sólo que el

escritor debe aprender a verlas. Lo que más

ocurre con el cuento es esa manera de ver.

Ya lo decía el maestro Juan Bosch: saber ver

dónde está el cuento. Uno no sabe en qué

momento surge, brinca, aparece la posibilidad

del cuento, pero de repente la clave es que

el escribir cuentos va habituando al escritor y

le va habilitando el ojo y la sensibilidad para

saber dónde está y verlo. Es como el cazador

en el bosque, acechando conejos o jabalíes,

y aprende tanto de su empeño de cazador

que logra descubrir al animal entre el follaje.

Donde uno sólo ve hojas, ramas, penumbra,

tierra, hormigas, frutas, él logra ver al animal

escondido. Así ocurre con el cuento.

Creo que fue Gil de Biedma el que alguna

vez aseguró que las influencias no hay que buscarlas

sino merecerlas. En el mismo sentido, hace algunos

años Onetti aceptó que su obra La sombra… era

un libro eminentemente Faulkneriano. ¿Cree usted

que después de una vida consagrada a la escritura ya

merece alguna influencia?

La verdad de la vida es que todo

influye en la vida. Para el bien y para el mal.

El clima, la comida, el amor, la compañía, el

abandono, el amanecer, la declinación de la luz

en la tarde, la lluvia, el roce de piel de alguien

que no veremos otra vez, la música. Aceptar

las influencias nos permite sabernos y al

sabernos padecemos más porque el mundo es

una estructura inconclusa. Pero no nos hemos

preguntado: ¿Qué es influencia? Fijate que la

palabra se parece a esos resfríados graves.

Onetti no recuerda cuándo empezó a

escribir; pero sí recuerda que el escritor empezó

mintiendo, cuando de niño inventaba historias para

sus amigos de barrio, después –dijo– siguió mintiendo

en todos sus libros. ¿Mantiene firme la idea de que

Roberto Burgos Cantor sólo se sintió escritor hasta

mucho después de publicar sus primeros cuentos?

Caballo Perdido Número 1

51


Debo reiterarlo: el escritor es quien

escribe. Lo demás es pura haraganería o a

lo mejor una forma respetable de ganarse la

vida.

En una charla reciente con Nicolás Suescún

afirmaba que el cuento es el género más cercano a la

poesía. Hace algunos años aparecieron en el Magazín

Dominical seis poemas de Roberto Burgos Cantor,

sin hasta ahora conocerse más producción poética de

su parte, ¿por qué se da esto? ¿Es suficiente para

Roberto Burgos el derroche poético de sus cuentos?

Oye, ¿en dónde encontraron eso que

yo he tenido muy escondido? ¿Y recuerdan

cómo se llaman? ¿Y qué tal que yo diga que

tengo un doble? ¿Han leído últimamente la

tira cómica de Calvin? Ahora se inventó que

él tiene unos duplicados y con eso le hace

bromas a la madre.

No. Ése es un género muy difícil.

Yo creo que esos poemas son fugas de los

cuentos. Creo que la poesía es un género

exigente. No puede decir uno que estaría

satisfecho con la posibilidad poética del texto

narrativo porque ésa es otra búsqueda, otra

percepción del mundo, de las cosas.

Para la argentina Leila Guerriero, así

como los cocineros tienen sus juegos de cuchillos, los

cirujanos su instrumental quirúrgico y las modistas

sus canastas de hilos, los periodistas tienen su caja

de herramientas. ¿Posee el escritor su propia caja

de herramientas? ¿Qué elementos imprescindibles

contiene la caja de Roberto Burgos?

Con los años uno se encapricha.

Además del lápiz me gusta escoger la libreta

que siempre llevo. Las amigas, más intuitivas

y sabias que los varones, todas, desde las hojas

artesanales que me confeccionan Alicia y

Gabriela, hasta los papeles seleccionados que

uno piensa si acaso se los merece, venidos

de papelerías de Nueva York, Florencia,

Londres, Roma, Bogotá, Madrid, París, con

que me dicen amor y fe. Los amigos ayudan a

ennoblecer la vida. En estos días también me

regalan lápices y escribidores preciosos que lo

obligan a uno a querer escribir mejor.

En algún momento usted afirma que la

literatura es libertad, que las ficciones no pueden estar

al servicio de nada, dice por ejemplo que el texto que

es tomado de la realidad se endurece, pero uno logra

percibir en algunos momentos de su obra que puede

existir una idea de compromiso, un sentido moral

imperioso en el acto mismo de escritura… nos podría

ayudar a aclarar un poco esta aparente contradicción,

¿qué es la realidad para Roberto Burgos Cantor?

¿La literatura finalmente sí tiene alguna función?

La realidad es una apariencia y la literatura,

las novelas, cuentos, los poemas, una

manera de quitarle ese vestido y contemplar

la desnudez. Quienes alguna vez han desnudado,

y sobre todo quienes no han necesitado

desnudar, saben que al mundo le falta un

mucho de humildad para reconocer la importancia

de lo inútil. En ese PARA NADA está

el espacio de las artes y su poder revulsivo y

transgresor.

Por la extensión de sus cuentos, se percibe

que un cuento debe ir mucho más allá del número de

páginas, ¿resulta relevante la extensión de un cuento?

¿Es más importante su intensidad y ritmo? ¿Qué

otro factor es determinante a la hora de construir un

cuento?

Cada aventura estética va abriendo un

espacio en donde el escritor se mueve. Lo que

termina por sentir el escritor es que no puede

sacrificar una inspiración, una búsqueda, una

aventura a un formato, porque cada aventura

es distinta. Lo que está intentando decir sólo

lo va a decir de esa manera, y esa manera

no depende de la extensión, del número de

hojas. Hay cosas que están sometidas a reglas

como las del periodismo: reseñas de libros,

Caballo Perdido Número 1

52


de exposiciones, donde es mucho lo que se

sacrifica. Creo que esta idea de reducción del

mundo no termina de mostrar su beneficio.

El caso más patente y del cual nadie parece

darse por enterado es que los regaños de don

José Salgar a García Márquez cuando escribía

sus crónicas eran: está escribiendo como

poeta, usted no es poeta, el periodismo es el

rigor, es la trascripción severa de la realidad

contada. Sin embargo, esa petición de don

José Salgar es sistemáticamente desobedecida

por García Márquez y el periódico sale de

una crisis importante, por esas larguísimas

crónicas que los lectores de la época leían día

tras día. No eran aventuras actuales, ya habían

pasado. ¡Viejísimas! Nadie daba diez centavos

por esa aventura y un hombre con el poder de

la imaginación vuelve a trabajarla y muestra

cosas que nadie había visto, como lo es la

aventura del marinero Velasco, por la cual

descubren el contrabando en los buques de

la armada, descubren el sufrimiento humano,

descubren el empeño por sobrevivir. Si uno

encuentra dos cosas que se contradicen, que

muestran, ¿por qué no se sacar conclusiones,

en lugar de seguirnos empecinando en una

regla que no ha podido ser demostrada? ¿Será

que la gente quiere todo así, el almuerzo

rápido como vitamina de astronauta, el amor

breve?

Quienes tienen la idea de iniciarse en la

escritura, ven en los premios literarios un aliciente

para continuar con su trabajo. Sin embargo, se

encuentran con que los premios literarios colocan un

límite bastante desalentador como es el de las llamadas

cuartillas, ¿esto afecta la creación? ¿Cómo ve usted

este tipo de premios literarios en donde siempre se le

pone un límite a lo que se debe escribir?

Cuando he debido intervenir en esas

charlas, discusiones sobre las reglas de un

concurso, siempre he sido partidario de un

esquema abierto, dejar que cada escritor realice

su búsqueda, haga su aventura. Habrá un

jurado perspicaz que descubra esos elementos,

los elementos que hacen a un artista y apueste

por él, o no lo verán, ese es el riesgo de la vida,

al fin y al cabo el concurso es como comprar

el baloto, la lotería. La dificultad es cuando

se compra y se le agrega el elemento ilusión

de una manera tan decidida y tan fuerte que

después se sufre las consecuencias de a quien

se le cumple el deseo; pero hay que participar

como los buenos compradores de baloto y

de lotería que se les olvida que lo compraron

y un día los llaman a decirle que se lo han

ganado.

Para el escritor argentino Andrés Neuman

“el cuento es el único género que no cuenta con una

crítica especializada”, lo que conlleva a que éste no

sea valorado por sí mismo, “como si, en lugar de un

resultado literario pleno, el cuento tuviera que ser un

paso previo para otra cosa, una especie de gimnasio

o de antesala”. Por el contrario Cristina Fernández

Cubas opina que “encerrar a los cuentistas en unas

columnas predeterminadas tendría algo de segregación,

y probablemente lo que se lograría sería apartar a todo

aquel que no estuviera interesado desde el principio en

el género”. ¿Qué opinión tiene usted al respecto?

Es probable que la concepción

de Andrés del ejercicio crítico como un

seguimiento del destino de un género, una

atención a las producciones, no esté tan

presente como sería deseado. Pero hay

momentos interesantes en nuestra literatura

en los que existe clarividencia sobre el

género: los trabajos de don Juan Bosch

sobre el cuento, los de Quiroga, Cortázar,

las reflexiones de Mempo Giardinelli. Existe

una especie de masa reflexiva que valdría la

pena recoger. Curiosamente, esa reflexión

es aportada por el escritor mismo cuando

reflexiona sobre su trabajo. Esa mirada que

pide Andrés, esa mirada especializada cuya

ausencia quiere terminar, habría que llenarla

con más trabajo entre los lectores para que

comprendan no sólo la felicidad leer cuentos,

Caballo Perdido Número 1

53


sino la importancia del cuento y lo que nos

aporta. Yo supongo que los lectores de poesía

deben ser buenos lectores de cuento.

¿Cómo percibe el panorama actual del

cuento latinoamericano?

Es un momento que tiene como

elemento destacado la experimentación y

las exploraciones en el género. Me parece

apreciable que el escritor se esté acercando

a algo y no lo tome como un elemento

constituido, severo, rígido, sino que busque

maneras de aportar lo que él tendría para

aportar, que no siempre cabe en el formato,

no siempre se realiza con lo predeterminado,

sino que tiene sorpresas. Sin embargo por

estos tiempos, fuera de esas experimentaciones

interesantes, estoy leyendo a una escritora

canadiense de cuento que se llama Alice

Munro y me ha entregado un montón de

sorpresas que a medida que la leo digo: cómo

se puede decir que el cuento no es apreciable,

que el cuento tiene dificultades de publicación

y lectura. El cuento es un mundo de hondura,

con tal capacidad para generar maravillas en

el lector que es impresionante.

Colombia, reconocida como una “tierra de

poetas”, hunde sus raíces, en el cuento, permitiendo así

una renovación literaria que no es muy reconocida por

la crítica. A su modo de ver, ¿cuál o cuáles narradores

colombianos deben ser rescatados de los inmerecidos

anaqueles del olvido? Y ¿cuál o cuáles narradores han

sido injustamente vapuleados por la crítica?

Seria pregunta. La pregunta tiene

un supuesto que complica la respuesta y el

supuesto es que existe una crítica atenta a

responder, que sigue el transcurrir literario,

que aporta. Si uno mira momentos de

discusión crítica significativos, encuentra

momentos de decaimiento de esa presencia,

de esa crítica, por tardía, por ausente, o

perezosa o demorada, pero todo esto está

inscrito en una estructura social en donde

faltan elementos para construir una sociedad.

Estos elementos que faltan muestran su

capacidad de generar una anormalidad por

ausencia, en casos como las artes. Y no sólo en

la literatura. ¿Quién brinda hoy a las personas

que van a los museos, a las exposiciones, a las

instalaciones, una referencia que cumpla esa

labor mínima de ayudar a abrir la comprensión

para aceptarla o para discutirla? Esa parte del

quehacer artístico que culmina su diálogo,

que la hace presente en una sociedad, es la

crítica. Ahora, nosotros en Colombia tenemos

una prueba muy dura, desastrosa para las

limitaciones, para las posibilidades de la

crítica: la obra de García Márquez. Una crítica

avezada que hubiese seguido el transcurrir

de un escritor podría esperar más o menos

lo que se venía, pero Cien años de soledad los

cogió –como dicen los muchachos ahora–,

con los calzones abajo y sin vergüenza. No

sólo a la crítica, sino también a los editores,

que de ésta no se recuperan. El síndrome del

editor colombiano, es ¿dónde hay un Cien años

de soledad que no se me vaya a escapar? Por

supuesto, el primer error es que es irrepetible,

sitúese en la sensibilidad de la época. De

manera que hay ante esa dificultad, mucha

necesidad de balance, de establecimiento

de corrientes, de características, y hace falta

porque se está publicando mucho.

¿Qué cree que le hace falta por contar en ese

maravilloso testimonio de vocación literaria llamado

Señas particulares?

Los libros surgen de una necesidad

de las entrañas. A veces esa necesidad se

conecta con un momento de la vida espiritual

de una sociedad. Otras veces no. El escritor

cumple con la lealtad a su llamado. No lo

deja interferir por cualesquier intereses. Es

su abismo y su cielo. Ya vendrá, tal vez, un

momento en el cual la escritura pida ese

testimonio.

Caballo Perdido Número 1

54


¿Qué piensa usted de ese primer libro de

cuentos habiendo ya transcurrido más de 20 años de

su publicación?

Ya no pienso. Es el libro que me salvó

o me condenó como escritor. Su entrañable

complicidad me reclama por no haberlo

vuelto a leer después de escribirlo. Lo amador:

mi amor.

¿Te imaginas lo que significa tener un

amor?

¿Ya es claro para Roberto Burgos Cantor

su espacio como artista y sus tareas en un mundo por

fundar?

El artista es un extraviado. A lo mejor

termina por enamorarse de su extravío. Y ahí

va. Alguna mañana siembra algo: mineral,

vegetal, veneno o humano. ¿Qué surgirá sin

agua, sin sol, sin noches? No lo sé. Pero lo

hago.

¿El cuentista por excelencia?

El escritor es un saboteador

permanente de las excelencias. Admira lo

irrealizado.

¿El cuento perfecto?

El que alguien se empeña en

escribir.

¿García Márquez?

Lo mejor que le sucedió a nuestra

literatura.

¿Álvaro y Santiago Mutis?

Tendría que escribir un texto largo. Celebrar

al Mutis generoso e irreverente y sabio de

entonces. Ya sabes que lo conocí primero a él

que a Santiago. Y también sabes que Santiago

es mi poeta, a quien no hago más que

reclamarle con discreto pudor que nos regale

más y más poemas. A los poetas hay que

azotarlos para que suelten el don, el talismán.

Yo no me atrevo pero Ustedes quizás…


¿Ernesto Sábato?

Otro texto. Su valor, su persistencia, su arbitrariedad. Lo que implicó

Sobre Héroes y Tumbas para la literatura y la vida. Permanece el sábado silencioso

de Bogotá en que estuvimos con él en la casa de Simón Bolívar en las faldas

del cerro de Guadalupe y no pudimos entrar.

¿Luis Carlos López?

¡Qué renovador!

¿Eligio García?

Qué puedo decir de un amigo que aún me hace falta ¿?

¿Qué no dejaría de hacer por escribir un buen cuento?

Todo. La tiranía existe. Uno la propicia.

¿Qué sigue para Roberto Burgos Cantor? ¿Cuál es la propuesta a futuro?

Estoy empeñado como los deportistas que preparan la próxima

contienda. Me estoy preparando, salgo en bicicleta; no he logrado acostarme

temprano, a pesar de que hace parte de un buen entrenamiento deportivo.

Pero todo esto es porque siento que las exigencias de la novela son rigurosas,

insaciables, y en tanto me pido paciencia a esa búsqueda de la forma, de estar

en forma para escribir, preparo un libro de cuentos en donde quiero jugar un

poco con la idea misma del libro de cuentos. Cómo se podrían mostrar, claves,

tonos, registros distintos, sin que el libro resulte como una compilación o una

antología de aventuras. Estoy trabajando en él. Tengo la ilusión que se llame

Del cielo, de la tierra y del infierno. Entonces, en eso estoy trabajando mientras

pasa el Festival de Cine de Cartagena y ya me toque afrontar la realidad del

cuadrilátero.

Caballo Perdido Número 1

56





EN EL LABERINTO

Corría el verano del año 2002 y la ciudad de Roma repetía en sus muros de piedra antiquísima los colores

y la cualidad del fuego. El poeta, Alejandro Burgos Bernal, nos interna en la vocación literaria

de su padre, de la que ha sido testigo, con La ceiba de la memoria como carta de navegación.

Un testimonio sobre la recepción de las palabras de un Padre, poeta también, que enseña

con la posibilidad de nuevos aprendizajes Recibo yo todo aquello, las palabras de mi padre encendidas

ya de puro enmudecimiento, ¿como quien recibe una semilla de certidumbre o como terrible impulso de las

metamorfosis?

Fotografía: Leidy Yulieth Montoya


DE LOS

espejos

Alejandro Burgos Bernal. Inició

estudios de filosofía y letras

en la Universidad Nacional de

Colombia; obtuvo una beca del

gobierno italiano y los concluyó

en la Universitá degli Studi di

Roma “La Sapienza”. Allí también

—en colaboración con el

MACRO (Museo d’Arte Contemporanea

di Roma)— realizó

estudios de maestría en curaduría

de exposiciones de arte contemporáneo.

En el año 2001

ganó el Premio Internacional

de Poesía Gabriel Celaya con el

libro Dulcamaras.

Alejandro Burgos Bernal

Corría el verano del año 2002 y la ciudad de Roma

repetía en sus muros de piedra antiquísima los

colores y la cualidad del fuego. Yo había recibido allí la

tercera entrega del avanzar de esa obra que más tarde

habría recibido el nombre de La ceiba de la memoria. Era

ya inexorable la escritura.

Mientras esperaba en la amplia sala de la

oficina de correos, acompañado en esa hora insólita

de la calura romana por ancianos que recogían su

pensión, supe interpretar –en una pregunta, interpretar

en una pregunta– la afirmación de Paul Celan que me

asilaba: “La lengua debe pasar a través de un terrible

enmudecimiento, pasar a través de las múltiples tinieblas

del discurso mortífero.”

Recibía yo aquello, las palabras de mi padre

encendidas ya de puro enmudecimiento, ¿como quien

recibe una semilla de certidumbre o como terrible

impulso de las metamorfosis? Era tu voz, padre, ¿como

si fuese la voz del cuclillo que se llama a sí mismo con su

reclamo o como voz dispersa que convoca la nidada que

creció en nidos ajenos?

Hoy –corre el año 2010 en un invierno de lluvias

verticales en la ciudad de Bogotá– y mientras me reparo

en un café donde suelo encontrar a mi padre, recorro

otro enigma de Celan: “Entonces el poema sería la lengua

hecha forma de un individuo, así como, esencialmente,

actualidad y presencia.”

Entiendo, padre, que te has convertido en un

diálogo… en un diálogo a menudo desesperado. Y sé,

porque me constituyo dentro del espacio de este diálogo,

sé que yo he sabido estar contigo. “A esa misma luz”.

Durante ese verano del año 2002 le escribí una

carta a mi padre. Desde allí lo veo, lo retrato en este

laberinto de los espejos.

“Padre,

ya en dos ocasiones –o tal vez tres, no recuerdo

con exactitud– tú cumplías con el deber epistolar de la

acusa de no recibo. Simple y amorosamente me decías

Caballo Perdido Número 1

61


“no olvido que estoy esperando”. Esperabas

ésta que ahora comienza.

En ninguna de aquellas ocasiones

encontré las palabras para mostrarte la

incandescencia en que la materia se hallaba

y precisarte que por esa ígnea virtud yo

guardaba un silencio ansioso.

Incandescente, hubiese yo quemado

la conversación en un ardimiento inexplicable.

Naturalmente, nuestra actual ocasión no

surge con el fin de explicar el fuego. Más bien

de atizarlo, ese fogaje, que en un principio yo

identificaba como una “prosa poética, musical,

sin ritmo y sin rima” y ahora arde como

“algo singularmente diferente”.

Me explico, padre. Ese “furor visionario”

con el que yo identificaba desde la

primera lectura el fundamento de tu novela,

esa actitud creativa tan cercana a la intolerable

tensión lingüística que llevó a Baudelaire

a abandonar la forma lírica en su Spleen de

París (la prosa que invadía el corazón de la

forma), esa “prosa poética, musical, sin ritmo

y sin rima” que de alguna manera hubiese debido

dar razón entre otras cosas de la fragmentariedad

de la obra, eso que hasta ahora

me resultaba pertinente, me resulta hoy singularmente

insuficiente.

Quiero decir que si bien el furor

visionario podía dar cuenta de ese esencial

carácter novelesco de tu obra –eso que en

otras ocasiones llamamos sublime sinsentido

y escándalo de la fe–, ya no puede ser

forzado a dar cuenta además de la semilla de

certidumbre que la novela trae consigo y que

ahora brilla por sobre la fragmentariedad.

Algo singularmente diferente se

impone y yo asumo el riesgo de indagarlo. “El

riesgo”, así lo he llamado, pues que algo tiene

que ver esto con la sentencia de Adorno: “…

es seguro que después de Auschwitz –ya que

Auschwitz fue posible y es posible aún por

un tiempo indeterminado– no nos será más

posible imaginar un arte sereno…”. Una

innombrable inquietud y una pobre, mas

cuánto brilla, padre, cuánto brilla, semilla de

certidumbre.

En algún momento del proceso

que desde la anterior carta hasta ésta he

ido cumpliendo, pensé mandarte como

comentario epistolar a lectura ultimada de

tu novela, una reproducción de un cuadro

de Gustave Courbet. Se trataba de Entierro

en Ornans. Se explicitaba así, mediante un

cuadro, la insuficiencia crítica del furor

visionario y la singular diferencia que yo

intentaba aprehender indagándola. En tal

cuadro yo veía –convertida en luz– algo así

como la unidad del fragmento, la lábil ocasión

de una semilla, el brillo de los dientes después

de la batalla. Baudelaire, en cambio, parecía

no apreciar el trabajo de Courbet; en uno de

sus escritos sobre el arte Baudelaire definía

a Courbet “soldado en una guerra contra

la imaginación”. Courbet, decía Baudelaire

“posee una energía destructora de facultad”.

Te imaginarás entonces mi acertijo:

allí donde yo veía esa pura energía lingüística

en acción y también apaciguada en el instante

de su posibilidad, allí donde el furor visionario

parecía sostener en unidad propia la necesaria

fragmentación de la prosa (tu novela y Entierro

en Ornans) Baudelaire veía en cambio una fácil

contienda contra la imaginación, el furor

visionario que destruye en vez de otorgar

unidad.

Te imaginarás mi acertijo: Baudelaire

que me había acompañado durante todo el

periplo de tu novela, que me había sugerido

las figuras críticas para fijar en cristales de

transparencia el inmenso aliento de tu lengua,

que envenenaba mi alma de amor por las

imágenes y así podía yo sostener la mirada

en el abismo de la memoria, Baudelaire que

desconfiaba de la serenidad, de la armonía,

de la consonancia, ese Baudelaire bajaba la

mirada cuando era necesario renunciar a

la riqueza del misterio, cuando de todas las

empresas no quedaba más que un puñado de

arena.

Caballo Perdido Número 1

62


El puerto negrero de Cartagena de

Indias, el bosque incinerado, la maleta de

cartón del condenado.

Tuve que recurrir entonces a un

ejercicio de refinación de nuestra conversación

a tres (tú, monsieur Baudelaire y yo). Tuve que

recurrir a los papeles íntimos de Baudelaire y

esta vez leerlos a la luz de la lumbre de tu

novela, esta vez penetre su misterio a la luz

de la lumbre de tu novela: Baudelaire allí

parecía capaz de renuncia, capaz de la radical

pobreza de la imaginación en el instante

del conocimiento. Baudelaire entonces no

buscaba decir lo indecible, Baudelaire buscaba

decir únicamente lo indecible.

Y en este adverbio todo radica: decir

únicamente lo indecible, funde la experiencia

poética de la nominación con su deber ético.

Así en los papeles íntimos: higiene,

conducta y moral.

Entendí entonces que la plenitud

de la noción de imaginación (la imaginación

en cuanto misteriosa facultad que ha dado al

hombre el sentido moral del color, del sonido

y del aroma, reina de las facultades, creadora

y gobernante del mundo) es posterior en la

reflexión de Baudelaire a la crítica a Courbet.

Por lo tanto supe que en esa crítica actuaba

aún una tensión cuya posterior resolución

implicaría el concepto de imaginación; actuaba

aún en Baudelaire la decisiva batalla entre el

ideal y el spleen, entre una compleja estructura

lírica que justificase la imagen y un agresivo

contenido prosaico que la imagen ocasionaba.

Para el Baudelaire de esos años (1855) Courbet

representaba el desequilibrador triunfo del

spleen –decir únicamente lo indecible– y la

negación de la expresión poética.

Supuse entonces que para el Baudelaire

ya en plena posesión de la noción de

imaginación –el Baudelaire que escribía los

fragmentos de Spleen de París en escandalosa

negación de la expresión poética– Courbet

no hubiese podido ser otra cosa que una especie

de hermano de sangre, su semejante, su

igual. Supe así que mi tarea era comprender

la relación entre spleen e imaginación: ver en tu

novela, mediante Entierro en Ornans, el sentido

moral del color, del sonido y del aroma, comprender

el furor visionario en cuanto función

de la unidad del fragmento.

Ver tu novela como se ve Entierro

en Ornans constituye, además de una tarea,

una necesidad. Pues que tal tarea ya señalaba

para mí el proceso correcto de lectura de tu

novela: se ha de leer como si ya fuera libro

de la memoria, imagen en la memoria. Como

en Entierro en Ornans –como en Spleen de

París– en tu novela la imaginación genera

una elaboración de la materia orgánica de la

lengua sin recurrir a la cualidad alegórica de

su contenido ni a la cualidad idealizante del

estilo.

Leer tu novela como si ya fuera libro

de la memoria significa situarse paradójicamente

allí donde el furor visionario puede

cumplir con su posibilidad, situarse exactamente

en el instante de la certidumbre, el

instante del conocimiento en que el tiempo

se redime, el instante –acéptame este atrevimiento

crítico– en que el ideal se vuelve spleen.

Un húmedo puñado de arena.

Intentaré explicarme mejor.

Puedo pensar, ya ves, estoy ardido y

así valiente, que hay eventos históricos que

determinan un límite más allá del cual la experiencia

estética está destinada a cambiar de

manera irreversible. Adorno, radicalizando

la sentencia que arriba recordábamos, afirmaba

que “escribir una poesía después de

Auschwitz es un acto barbárico”. Y con toda

seguridad la experiencia de la ciudad constituyó

para Baudelaire un evento de este tipo.

Bien puedo yo discernir que, aunque sean

dos eventos históricos diferentes (Auschwitz

y la urbe que nace), determinen en cambio

un mismo límite: el evento del lenguaje ya no

se decide dentro del marco de la posibilidad

de la representación, el evento del lenguaje se

decide ahora en el territorio de la posibilidad

misma de la verdad.

Caballo Perdido Número 1

63


Si piensas en la obra de Primo Levi

–o en la de Celan– bien me entenderás, padre:

el problema no es la representación del horror

sino su testimonio, la declaración de simple

existencia que el lenguaje ha de otorgar, ha

de donar. Los poetas que fundan la lengua

como tarea ética de atestiguación, establecen

entre lenguaje y existencia una relación de

problemática identidad.

Cuando tú, dando luces respecto al

lenguaje de tu novela, hablas de un “vacío de

nominaciones” que enfrentas, tal vez te refieras

a la génesis de ese lenguaje: hablas únicamente

en nombre de lo que no tiene nombre.

Hablas, no de lo que no se puede representar,

sino de lo que no se puede atestiguar, de lo

que no se puede afirmar, pues tan sólo en esa

afirmación reside su existencia.

Entiendo ahora en plenitud cómo

tu batalla, padre, es la batalla de Baudelaire

y vislumbro el significado de la problemática

relación entre spleen e imaginación: la imaginación,

misteriosa facultad que ha dado al

hombre el sentido moral del color, del sonido

y del aroma, reina de las facultades, creadora y

gobernante del mundo…, la imaginación establece

una ética de la forma, una especie de

rectitud que actúa antes de cualquier forma,

cualquier imagen, cualquier cosa.

Se habla únicamente en nombre de

lo que no tiene nombre.

Y yo que soy tu lector –y en un cierto

profundísimo sentido, tu corresponsal– yo

logro ya intuir el modo de esa rectitud, la potencia

de esa intolerable tensión.

Para Courbet era claro que el lenguaje

de las imágenes se construye de acuerdo a

unos principios que son del todo diferentes

respecto a los principios que generan el lenguaje

verbal. Los principios del lenguaje de

las imágenes explican el desarrollo de valores

formales en el tiempo mientras que los principios

que generan el lenguaje verbal determinan

las modalidades constantes de agregación

de los elementos de una lengua. Para Courbet

es así familiar la idea de una ética de la forma

pues la posibilidad de concebir tal ética –y por

lo tanto la relación absoluta entre lenguaje y

verdad– nace en la trama de un lenguaje cuyas

hebras las constituye el tiempo.

El lenguaje de las imágenes es testimonial

mientras que el lenguaje verbal es representativo.

Entierro en Ornans cierra, anticipándolo

respecto a Auschwitz, el círculo del testimonio

y habla únicamente en nombre de lo

que no tiene nombre: la muerte. Courbet no

representa la muerte sino que hace que el espectador

sea testigo, desde el mismísimo reino

de los muertos, del rito de su existencia, su

simple existencia.

Su contemporaneidad. Su hebra de

tiempo.

Definir por medio de una imagen

–Entierro en Ornans– la cualidad esencial del

espacio –la contemporaneidad– significa entender

y poner a funcionar lingüísticamente

la gramática del lenguaje de las imágenes. La

extrema concisión del discurso pictórico de

Courbet fija una luminosa simultaneidad de

espacio y de tiempo.

Y cada vez que cautamente a esta

materia me acercaba, cada vez que Courbet

me acercaba a tu semilla, pensaba en un título

para esta carta, un título aún enigmático: enfermos

de mar o la gramática de la luz. Ya ves,

entonces, cómo se va tejiendo todo esto. Ya

te decía que ver tu novela como se ve Entierro

en Ornans constituía para mí, además de una

tarea, una necesidad. Como en Entierro en Ornans

en tu novela la imaginación genera la elaboración

significante de la materia orgánica

de la lengua, sin recurrir a la cualidad alegórica

de su contenido ni a la cualidad idealizante

del estilo. Tan sólo –¡y qué profundidad en tal

pobreza, qué rectitud!– el lenguaje de las imágenes;

la batalla de Baudelaire y el lenguaje de

Courbet.

Así, una vez terminada la lectura de la

novela, aparece toda ella como en una imagen

Caballo Perdido Número 1

64


y en esa extrema concisión se fija una

luminosa simultaneidad de espacio y de

tiempo.

He aquí, entonces, la razón y el

origen de tu demanda: pasaba el tiempo

mientras yo asumía completamente

mi función de testigo. Poco a poco fui

adquiriendo conciencia de esa doble

función: testigo –vivo y contigo– de una

muerte que se duda en llamar muerte

(nuestro viaje en Polonia, el cuarto

en piedra y madera del moribundo

Pedro Claver en Cartagena, la fachada

envejecida de san Giovanni Rotondo

donde nunca pudimos entrar a visitar la

tumba sin nombre de Giordano Bruno)

y testigo –muerto ya y empobrecido–

del habla.

El habla. El instante del conocimiento

como una frontera irreversible

que cruzo inquieto.

Usual me resulta ahora la incandescencia

en que la materia se halla.

Usual este silencio ansioso.

Y ya sin más –iba buscando

las orillas, drusas sobre piedras de mar:

Spleen de París, Entierro en Ornans–, ya sin

más el furor de callar me habla.”

Recibo yo todo aquello, las

palabras de mi padre encendidas ya de

puro enmudecimiento, ¿como quien recibe

una semilla de certidumbre o como

terrible impulso de las metamorfosis?

(Bogotá D.C., abril 2010)


Una siempre

ES LA MISMA,

¿ CUENTO O NOUVELLE?

Umberto Valverde

Dos caminos de escritura distintos, con emotivos momentos de encuentro a lo largo de más

de 30 años, vuelven a encontrarse en Cali para la presentación de Una siempre es la misma de

Roberto Burgos Cantor. Desde los afectos que han nacido y crecido durante este transitar,

Umberto Valverde nos invita a conocer esta última colección de cuentos que generan duda

¿Cuentos o Nouvelle?

Umberto Valverde. Escritor y periodista.

Sus libros de cuento son: Bomba

Camará y En busca de tu nombre; sus novelas:

Celia Cruz: Reina Rumba y Quítate

de la vía perico. Otras obras suyas son

Abran paso, Historia de las orquestas femeninas

de Cali; Memoria de la Sonora Matancera;

Con la música adentro.

C

uando tenía 18 años, en la mitad de los

años sesenta, leí el cuento “La lechuza

dijo el réquiem” de Roberto Burgos Cantor,

publicado en Letras Nacionales, revista dirigida

por Manuel Zapata Olivella, quien a los pocos

años nos invitó a hacer parte de su consejo de

redacción. Fue como un asalto a la orientación

de la publicación, permitido por él mismo.

Meses después se publicó la antología

Cuentistas Colombianos, publicada por Gerardo

Rivas Moreno, en la cual nos incluyó a Burgos

Cantor y a mi persona, compartiendo honores

con famosos escritores nacionales cuando

nosotros apenas nos acercábamos a los 20 años.

El índice sumaba 16 autores, entre los

cuales podemos mencionar a Alfonso Bonilla,

Manuel Zapata Olivella, Antonio Montaña,

Gonzalo Arango, Germán Espinosa, Fanny



Buitrago y Oscar Collazos. El libro apareció

en mayo de 1966 y tuvo un tiraje de 5.000

ejemplares (inusitado para la época).

Le solicité a Rivas Moreno, editor

caleño, la dirección de Roberto Burgos para

escribirle e iniciar una larga correspondencia

que se convirtió en una de mis mejores

amistades, que rápidamente incluyó en un

círculo afectivo a Eligio García Márquez, hermano

menor de Gabriel García Márquez y,

posteriormente, a Heriberto Fiorillo, como

también a Santiago Mutis. Hacíamos parte de

la generación de los años setenta, que abrió

caminos insospechados en la literatura colombiana,

sobre todo en lo que más adelante

se llamó la literatura urbana, porque encontramos

el lenguaje de los barrios, las galladas,

los olores y sabores de las calles, cartageneras,

bogotanas, caleñas, barranquilleras y paisas.

Hicimos amistad con Policarpo Varón, Luis

Fayad, Ricardo Cano Gaviria, más o menos

contemporáneos nuestros, y uno de nuestros

puntos de reunión era la librería Buchholz,

donde inicialmente trabajaba Nicolás Suescún,

quien igualmente nos abrió las puerta

de la revista ECO (exclusiva por esos años)

y nos incluyó en una antología de cuento en

una editorial uruguaya, patrocinada por Ángel

Rama.

La primera carta de Roberto Burgos,

en respuesta a la mía, data del 12 de mayo de

l966. Viajé a Bogotá para conocer a Roberto

y también conocí a Eligio que por esa época

estudiaba Física en la Universidad Nacional.

Una de mis visitas a la capital coincidió

con la llegada de Gabriel García Márquez

y Mario Vargas Llosa. Se trataba del acto

de lanzamiento de la edición de Cien años de

soledad en la Librería Metropolitana, de Marta

Traba.

En esa larga espera, uno de los

primeros en llegar fue el poeta Jorge Zalamea.

Con Roberto Burgos le pedimos una cita y

aceptó encantado. Ese día se molestó porque

él se encontraba en la puerta, quizás un poco

para saludar a estos nuevos escritores célebres

y debido al tumulto, Gabo y Vargas Llosa no

lo saludaron. En la cita que hicimos a casa del

poeta, se refirió al desconocimiento que tenía

el país de su obra. Estaba casado con una rusa

y vivían entre pájaros, que volaban sin control,

sin estar en sus jaulas. Ciertamente, el país fue

y sigue siendo mezquino con su obra, una de

las pocas que influyó a García Márquez. Fue

una noche inolvidable.

Nuestra generación asumió la literatura

desde el amor incondicional a la palabra.

Abiertamente desde la poesía, por eso nuestro

amor a Marcel Proust, Jorge Zalamea,

Saint Jhon Perse, Álvaro Mutis, Lawrence

Durrell, André Gide, Marcel Camus, Robert

Musil, James Joyce, Julio Cortázar, Juan Carlos

Onetti, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato

(quien tanto influyó a Burgos y a Eligio García),

y Cabrera Infante. Para nosotros también

era poesía Luis Buñuel, con Los Olvidados, y el

cine soviético. El cine francés y el objetalismo,

especialmente Alain Robbe Grillet. También

la música era poesía, Richie Ray, Willie

Colón y Héctor Lavoe. Nuestros sueños los

compartimos en la pastelería Florida hasta

dedicarnos a lo único que podíamos hacer,

escribir. Éramos escritores de clases medias

o populares, como en mi caso. Hemos compartido

este amor por la literatura por todos

estos años, entre nosotros, con Eligio y Heriberto.

Lo más triste es que Eligio se nos murió

y se nos llevó una gran parte de nuestro

amor. Esas tardes y noches memoriosas en el

hotel Caribe en los maravillosos festivales de

cine de Cartagena, informales a la manera de

Víctor Nieto, pero afectuosos como él.

Burgos es la mejor expresión de

ese amor por la palabra. Su libro La ceiba

de la memoria me impresionó y me provocó

admiración, más allá de mi condición de

amigo. Lo llamé para decírselo. Su lectura

no me fue fácil, la hice lentamente. Para un

país facilista, donde predomina una literatura

mediatizada por las editoriales que tratan de

Caballo Perdido Número 1

68


vender sin lograrlo de verdad, es plantear una

literatura con riesgos. La ceiba de la memoria,

a mi manera de ver, es una de las mejores

novelas de estos últimos diez años. Es la

más sólida y convincente. Es producto del

oficio, de la investigación, pero sobre todo

de la poesía. Es el propósito de nuestra

generación, que no ha sido el mismo para los

que vinieron después. Sin embargo, he visto

que el reconocimiento no ha sido igual para

Burgos que para otros escritores. Ni siquiera

con el premio Casa de las Américas que ganó

merecidamente y con el reconocimiento que

obtuvo en el premio Rómulo Gallegos.

Una siempre es la misma es como Lo

Amador, no una selección de cuentos, sino

un conjunto de cuentos que generan vínculos

entre sí. El cuento incluido en Cuentistas

colombianos exploraba el dolor de los vivos

mediante voces anónimas. Es la misma temática

del nuevo libro, pero trabajada muchos

años después. Eso confirma que la mayoría

de los narradores insisten en lo mismo, sino

que perfeccionan el estilo. Me hace recordar a

Juan Carlos Onetti, el otro lado del fracaso, la

desdicha, la muerte.

Tengo un interrogante para Burgos:

¿Cuento o nouvelle? ¿Dónde está ese límite, esa

frontera? ¿La extensión? Esa vieja definición

que un cuento se gana por nocaut y una

novela por puntos nos sirve para aclarar lo

que los franceses plantearon esa dicotomía:

cuento o nouvelle. Burgos gana con el poder

de la palabra, no con la acción. Faulkner tiene

un viaje de ida a la fatalidad. Onetti sabe cual

es el final: la destrucción. Burgos, creo, que

conjuga los dos. La muerte es el fin, porque

es como nuestro país, porque nacimos en

la muerte y moriremos por ella. Burgos lo

afirma en una entrevista: “Se escribe para

no morirse”. Es el ejercicio de la vocación,

que nace de tus entrañas, que se alimenta

del entorno y persevera contra todos los

obstáculos (económicos, familiares, políticos y

espirituales). A estos se agregan los obstáculos

editoriales: para los editores el cuento no

existe, hace dos décadas presionaron a los

“jóvenes” escritores para que se dedicaran a

la novela sin tener ninguna preparación. La

premisa es: El cuento no vende, la novela sí. Si

esto hubiera sido en mi época Bomba Camará

hubiera sido novela y no un libro de cuentos.

“Entre golpes”, “Una siempre es la

misma”, “El tiempo es nada”, son los cuentos

que más me atraen de este libro escrito por

mi viejo amigo, roberto e., como se firmaba

en las primeras cartas que nos cruzamos para

construir una amistad, tan escasa en estos

tiempos.

Caballo Perdido Número 1

69


Roberto Burgos Cantor:

UN TESTIMONIO

en la ficción

Kevin Alexis García

La invención de un mundo narrado con una poética de lo humano y cotidiano, es la que Kevin Alexis

García descubre en la primera colección de cuentos publicada por Burgos Cantor, Lo Amador, un

libro que continúa encantando lectores desprevenidos que se dejan envolver por el sentir de un barrio

cartagenero del que el lector se siente habitante de toda la vida.

Caballo Perdido Número 1

70


Kevin Alexis García es Magister

en Literatura Colombiana y

Latinoamérica (con Tesis Laureada)

de la Universidad del

Valle. Actualmente se desempeña

en esta institución como

docente de la Escuela de Estudios

Literarios. Es editor del

periódico La Palabra de Cali y

coordinador del Centro Virtual

Isaacs. Su área de investigación

es la relación entre historia y

ficción, sus encuentros, derivaciones

y problematizaciones en

géneros como la novela histórica,

la novela de no ficción, el

periodismo literario y la literatura

testimonial.

“Y sé que voy a escribir,

venciendo el temor de que la literatura sea una sustitución”

Lo Amador, 1980

En el inicio de los años 80´s emergió entre las arenas de

la literatura nacional Lo Amador, un pequeño mundo

literario conformado por siete cuentos que de inmediato

demandaron la atención de la crítica nacional hacia su

autor. Su nombre, Roberto Burgos Cantor y pese a que,

desde años atrás, ya era conocido entre narradores como

Álvaro Mutis y García Márquez, con su primera obra

cuentística Burgos indicaba que quería instalarse como

un creador de primer orden en las letras nacionales. Sus

indicaciones eran señas particulares, tal como titulara el

libro testimonial que publicaría poco después de cumplir

sus 50 años y que hoy es fundamental para comprender la

presencia de su periplo vital en la obra literaria.

Consciente de que el valor de un escritor radica

en hacer de una idea un estilo, Burgos Cantor anticipa las

primeras pinceladas de lo que será su particular manera de

narrar, su arte poética. Entre sus características, nuestro

autor aborda el género cuento mediante una exploración

no sometida por la concisión o la supresión de elementos

narrativos; todos los relatos configuran una obra conexa,

coherente e intertextual, dibujan un mismo espacio que es

cifrado en el nombre de la obra: Lo Amador, nombre de

un barrio popular de su ciudad natal. Estas condiciones

que parecerían casuales, serán determinantes en toda su

Caballo Perdido Número 1

71


narrativa; especialmente la indagación y representación profunda de Cartagena, recreada desde

sus expresiones y prácticas populares, una gran constante, uno de sus sellos distintivos.

Construir un universo narrativo, implica tomar una decisión entre múltiples mundos

posibles de ser contados, ya que toda selección es el producto de múltiples exclusiones.

Sabemos que las obras dan cuenta de las conciencias de sus autores y ante esto será clave

preguntarnos ¿qué conciencia de autor se plasma en Lo Amador?, ¿cuáles son las tensiones

que afrontó el creador? Si todo hombre es hijo de su tiempo, ¿cuáles son las coordenadas de

época que configuraron su conciencia creativa, por qué decidirá Burgos detenerse en el mundo

popular? Contrario a las tradiciones que consideraban a la pieza artística cerrada en sí misma,

indagaremos en el hombre para comprender la obra.

Historia nacional y ficción literaria

Burgos nace en Cartagena en 1948, el mismo año en que moría Jorge Eliécer Gaitán.

Este asesinato fue definitivo para la historia nacional de la segunda mitad del siglo XX. Con el

cuerpo de Gaitán moría en Colombia una promesa de reivindicación de las masas populares,

excluidas del ejercicio del poder en el país. Los posteriores conflictos sociales en Colombia

girarán alrededor de esta muerte y de esta fecha, afectando la visión de mundo de nuestro

escritor en formación.

El contexto de los años posteriores a 1948 en Colombia es el de un escenario de

violencia partidista, inestabilidad política, protesta social y deslegitimidad de las instituciones

gubernamentales. Sin duda, Burgos es hijo de una época de descreimiento. En Señas Particulares

contará que en su casa, durante su infancia, alrededor de las reuniones familiares, siempre

aparecía la imagen de Gaitán. En medio de las persecuciones y muertes entre liberales

y conservadores, se acordaba en el país la creación del Frente Nacional, el pacto político

que por 16 años delegaría el control del Estado en los dos partidos más poderosos. Esta

determinación, a pesar de ser interpretada por algunos sectores como una solución oportuna

contra la violencia desbordada, también despertaba grandes interrogantes en otros sectores,

especialmente en los movimientos juveniles, hacia el sistema democrático en que se formaban

las nuevas generaciones.

En el mundo se vivía la llamada Guerra Fría entre la Unión Soviética y los Estados

Unidos. Aunque no era declarada oficialmente, la lucha por hacer prevalecer sus sistemas

políticos, se extendió a Latinoamérica. La revolución cubana en 1959 se sintió como un

campanazo de alerta para los norteamericanos y como un faro de esperanza para los movimientos

juveniles deseosos de embarcarse en un cambio arrasador. El joven Roberto Burgos era en

los años siguientes uno de los entusiastas. A pesar de estudiar en un colegio lasallista, vendía

el periódico Frente Unido que dirigía el sacerdote Camilo Torres, participaba de debates y

escribía temas sociales en una cartelera que él y algunos de sus compañeros habían dispuesto

en el colegio. En su actividad escolar se condensan las principales expresiones juveniles de

Roberto Burgos: su sensibilidad social, su inclinación por la escritura y su deseo de contribuir

a una transformación política de su sociedad, en medio del profundo llamado a emprender el

camino de las letras.

“Entre pecho y espalda yo cargaba la felicidad y la tortura de una vocación literaria que

exploraba con entusiasmo las vías de su realización” 1 . Pero su vocación literaria se confrontaba

Caballo Perdido Número 1

72


permanentemente con el llamado a embarcarse en un proyecto político radical: “En un tiempo

en que todo parecía conspirar a favor de la ilusión. Como si la felicidad estuviera a la vuelta de

la esquina… se compartía el sentimiento imperioso de que éste era el momento de cambiar

para siempre la vida... de entregar la bienaventuranza a los pobres y acabar con la miseria” 2 .

Tensiones de juventud: literatura y política

La lucha interna entre la literatura y la política lo acompañará durante los años

siguientes. Si bien la literatura se anotará un punto con la publicación de su primer cuento

“La lechuza dijo el réquiem”, en la revista Letras Nacionales que dirigía Manuel Zapata Olivella,

su inclinación política tomaba la delantera y finalizando los años 60 Burgos se trasladaba a

Bogotá para estudiar Derecho en la Universidad Nacional. Pero en el mismo instante en que

iniciaba su formación en leyes, tomaba distancia de su ciudad natal, condición fundamental

para comprender el valor narrativo del lugar de origen.

Para Burgos, Cartagena se avergonzaba de la población que heredó tras ser puerto

negrero, lugar para el mercado de los esclavos que en el siglo XVII encontraban en Pedro

Claver una compasiva evangelización. En Bogotá, Burgos estudiaba sobre ciencias políticas

y sociales. La suya fue una generación de utopías que alimentaba la “esperanza poderosa que

todo sería transformado”, la esperanza de reivindicar a los grupos minoritarios que, como

ocurrió en el Caribe, fueron sometidos por los poderes dominantes.

Entre la política y las letras, Burgos Cantor empieza a considerar que se tejen vasos

comunicantes y que antes que combatirse, éstas inclinaciones se complementarán: “En esos

años, se guardaba la esperanza de que el mundo fuera transformado y entonces, el compromiso

del escritor con su literatura sería participar en la construcción de ese mundo de libertad ya al

alcance. Lo haría mediante la producción de imaginerías que tal vez anticiparan el ejercicio de

ese estado de vida. La actitud constituía una esperanza porque como escritor que se inicia, aún

no era claro el espacio de un artista en las tareas del mundo por fundar” 3 .

La búsqueda de una poética

En sus tiempos libres compone sus primeros cuentos. Acordes con sus preocupaciones

sociales tienen a la violencia rural como temática recurrente, abordaje bastante cuestionado

en la tradición latinoamericana. Años después, Burgos Cantor agradecerá a una camada de

autores latinoamericanos que proponen nuevas luces para la representación de los conflictos

sociales, trascendiendo el simplismo, el exotismo, el abuso de lo pintoresco, superando aquellas

obras que terminaban construyendo una mirada maniquea de la realidad. Agradecerá las obras

de Juan Rulfo, José María Arguedas, Álvaro Cepeda Zamudio y Gabriel García Márquez. Con

el hermano de éste último, Eligio García, tenía una gran amistad. Ambos compartían la pasión

por las letras, y ambos habían abandonado juntos la natal Cartagena, para abrirse camino en

Bogotá.

En Colombia, para los años 70, ya se empezaban a publicar obras narrativas que

intentaban construir memorias de la violencia exacerbada que se había vivido en el país,

Caballo Perdido Número 1

73


especialmente después de 1948. Obras que en casos especiales testimoniaban el horror, muchas

veces a través de un tinte truculento que subsumía esa narrativa en un sumario de cuerpos.

Gabriel García Márquez, luego de leer gran parte de la principal literatura nacional, diría que

la literatura colombiana “es un fraude a la nación” y un inventario de muertos.

Burgos Cantor debió forjarse un estilo literario en un momento de profunda tensión

en el campo político y de deconstrucciones y revisiones en el campo artístico. La efervescencia

provocada por la protesta juvenil de mayo del 68 en Francia, en los años siguientes se esparcía

por algunas zonas del mundo pero en Colombia se vivía un agite mucho más problemático,

por los conflictos que surgían entre el Estado y los emergentes movimientos guerrilleros. En

el campo artístico, un grupo revolucionario del arte llamado “Nadaísmo”, sacudía las camisas

de fuerza que constreñían la vida colombiana y se despachaba contra los principales baluartes

del arte nacional.

Dirá Burgos Cantor que en los anuncios del naufragio preservaba su pasión literaria.

Nos dirá cantor que adherir a una u otra facción política era algo sumamente difícil, “la decisión

era dramática porque para un escritor su silencio es voz”. Finalmente, descartando cualquier

militancia armada y desconcertado frente a los dogmas del marxismo, nuestro autor necesitaría

un derrotero intelectual y político que encontraría en Ernesto Sábato. Roberto Burgos y su

amigo Eligio García Márquez escribían cartas a Sábato y éste, comprometido con las causas

juveniles, respondía las misivas dando lugar así a un fructífero intercambio intelectual.

Sin embargo, la posible satisfacción que sintiera Sábato por estimular la conciencia

vital en la juventud se vería empañada por un hecho trágico. Durante unos días de descanso en

Cartagena, Víctor Amaya, uno de los amigos, se derramó una lata de gasolina sobre su cuerpo

y se prendió fuego. Consciente de la decisión alcanzó a dejar un pequeño testamento de sus

objetos y entre sus regalos Amaya dejó a Eligio García Márquez el libro Uno y el universo de

Sábato. En una misiva indicaba que lo hacía deseando que al futuro lector no le hiciera tanto

daño como le hizo a él. Cuando se enteró de este suceso Sábato se mostró profundamente

afectado. A pesar de esto, ya había estimulado un derrotero ideológico en Cantor, una arte

poética: “Si algo emparenta a los escritores de mi generación es la voluntad de hacer del estilo

un dominio de la crítica, denunciar el pasado, subvertir el orden, mejorar las ideas, proponer

otro pensamiento cuando se tropiece con las certezas” 4 .

En la desazón y el descenso de la efervescencia política, Burgos empieza a cultivar una

relación profundamente reflexiva con su oficio, a preguntarse para qué escribía en medio del

desmoronamiento, además de sufrirlo o resignarse. En las respuestas a estos interrogantes se

empieza a entretejer su arte poética: “la presencia de la literatura es una señal de optimismo.

En el peor de los casos será un testimonio más de la resistencia”.

Optimismo y resistencia

Obedeciendo su pulsión literaria, Burgos se internará en casa de su padre en el Caribe

para componer Lo Amador, su primer libro de cuentos que vería la luz en 1980. En la obra que,

tal como lo señalamos en el inicio, hace honor desde su título a un barrio popular de Cartagena

se figura una tendencia literaria siempre en estrecha relación con el Caribe colombiano. En Lo

A mador presenta un compendio de siete cuentos: “Historias de cantantes”, “El otro”, “Era

una vez una reina que tenía”, “Estas frases de amor que se repiten tanto,” “Aquí donde usted

Caballo Perdido Número 1

74


me ve”, “Los misterios gozosos” y “En esta angosta esquina de la tierra”, articulados

todos por un mismo universo narrativo.

Burgos Cantor irrumpe con una propuesta sólida. Lo amador es un barrio

popular conformado mediante invasiones y dispuesto al lado de una ciénaga. Así Burgos

transmuta su sensibilidad política ocupándose de los sectores populares y de la tierra

de sus orígenes; sus personajes son los personajes típicos de barrio: Atenor Jugada, un

mecánico que sentía que Lo Amador era su reino y pasaba las tardes viendo cine con

los pies extendidos en el teatro Laurina; Mabel Herrera, es la modista abandonada por

su padre, un cantante de orquesta; Aracely, es la reina del barrio que se maravillaba

de ver su rostro en todas las paredes de su cuadra; José Raquel Mercado, obrero del

puerto y líder sindical; Onissa, musa complaciente de los mecánicos y algunos jóvenes

que querían hacerla su mujer.

En Lo Amador se destaca la presencia de la música, las historias de cantantes que

escuchan o admiran al Benny Moré y Pedro Infante. Cantor demuestra aquí su voluntad

experimental dejando ver que en su obra narrativa, el lenguaje, más que una herramienta

de trabajo será un escenario permanente de reflexión, lugar de acontecimientos.

Mediante el uso de la primera persona, Burgos presenta una indagación del habla

popular caribeña. Cada cuento está focalizado en un personaje y los personajes de

un cuento hacen parte del universo narrativo de los relatos siguientes, mediante una

sólida estructura temática. A su vez, al interior de cada historia, los protagonistas se

ceden hábilmente la voz en la narración. A través de ellos Burgos Cantor deja entrever

la exploración de recursos onomatopéyicos, así como una composición de frases en

las que se evidencia la incorporación de técnicas modernas de narración como el flujo

de conciencia: mediante la estética de un relato incesante, los personajes se plasman

en frases extensas, subordinadas, en la mayoría de las veces, carentes de puntuación, y

alternadas con frases cortas y yuxtapuestas como sentencias breves.

Luego de conocer algunos bocetos de su experiencia vital, se destaca la

capacidad que evidenció Burgos para desligar sus obsesiones políticas de su universo

literario, aunque tal separación no se da totalmente. Entre pasajes podemos ver ciertos

esbozos de la realidad de la época combinados con una poética de la vida cotidiana;

tratamiento que exime a Lo Amador de cualquier tufo panfletario. La violencia aparece

como una naturaleza a flor de piel, como un elemento más de la realidad, sin estropear

la dimensión literaria. Observemos como opera el procedimiento en el final del cuento

El otro, donde recurre a una combinación de violencia y poesía:

Por mi madre, desde que mataron a Atenor jugada, en este barrio los

niños se mueren de lombrices, las mujeres de tristeza, y los hombres de

miedo. Yo no sé si eso pasaba antes, pero sólo ahora, desde que Atenor

no volvió al teatro Laurina es que nos damos cuenta 5 .

No obstante la autonomía literaria que logró construir, su literatura no estuvo

exenta, −no tendría por qué estarlo– de los hechos más significativos de su trayectoria

vital, especialmente en el plano político, que terminarían transmutados en materia

literaria, aspecto que la crítica de Lo Amador pareció descuidar en su tiempo y que hoy,

gracias a Señas Particulares, –su testimonio de época– se puede establecer con claridad.

En el cuento Estas frases de amor que se repiten tanto, un personaje masculino le

Caballo Perdido Número 1

75


cuenta a su enamorada que le ha salido trabajo como redactor, mientras le comenta la historia

de José Raquel Mercado, líder sindical detenido y, posteriormente, asesinado. Así mismo le

cuenta del suicidio de Víctor Amaya, personaje que toma de la realidad (el amigo incinerado),

conservando el mismo nombre y gran fidelidad de su historia:

…Sé con exactitud cuándo te hablé de Víctor, el compañero de estudios que

se la pasaba escuchando canciones de los Beatles y que leía a Sábato y a Durrel.

Sé la noche en que te busqué despalabrado y a lo mejor también triste para

contarte que se había matado. Te decía lenta y minuciosamente cómo se volvió

a la ciudad que tú querías y no conocías. Te decía cómo compró su galón de

gasolina y lo llevó hasta esas ruinas a las cuales hemos ido mil y mil veces y se

roció con ella y se acercó un fósforo hasta que los gritos fueron ceniza 6 .

Víctor Amaya, amigo personal de Roberto Burgos y Eligio García Márquez, que antes

de suicidarse había dejado la carta en que obsequiaba a Eligio el libro de Sábato, era ahora

un personaje en la literatura. Por su parte, de José Raquel Mercado se nos dice que es un

trabajador del muelle que defendía sus derechos y los de sus compañeros. Fue encarcelado por

la policía y nos enteramos que, por la radio informaron, había sido encontrado en una enorme

bolsa de plástico trasparente. Sabemos que en la realidad existió un líder sindical con el mismo

nombre y que, acusado de corrupción por el M19, también fue retenido y asesinado.

Burgos transmuta así en su primer libro sus preocupaciones sociales, sin deteriorar en

modo alguno la libertad literaria y evidenciando, entre páginas, las significativas decisiones de

su periplo vital, así como su postura política:

Hay algo que no te dije, por pudor tal vez, y es que yo no entiendo una

militancia que no sirve para que la gente se encuentre y mejor que no nos dijimos

lo de la violencia. Yo tengo la ilusión de que hay que alegrarse o joderse juntos y

que así empieza lo colectivo 7 .

Al final del libro a manera de epílogo literario reposa un texto, que sin pertenecer a

ninguno de los cuentos en particular, hace parte del universo ficcional de Lo Amador, y que

pareciera sugerir el descreimiento propio de Burgos Cantor frente al sistema democrático: “…

cada vez que hay elecciones los muertos apartan la tierra, los gusanos, el olvido y con una flor

podrida y una cédula mohosa caminan a votar” (85). Finalmente, en un personaje del cuento

“Estas frases de amor que se repiten tanto” se percibirá una conciencia de autor:

Y sé que voy a escribir, venciendo el temor de que la literatura sea una

sustitución, escribir de este barrio plateado de luna que tiene cantantes y

mecánicos y arregladores de bicicletas y a dónde llegaron dos seres que querían

pintar de rosado el cielo y después se jodieron 8 .

Tres décadas después de su publicación, en Lo amador asistimos al nacimiento de

un Escritor que desde su primera obra ha asumido la literatura como un ejercicio de absoluta

libertad. Lo Amador marcará una etapa fundamental en la trayectoria de Burgos Cantor. Será su

primera obra el escenario para transmutar sus tensiones vitales y sus inquietudes políticas. Lo

Amador anticipa la poética narrativa de Burgos, especialmente una producción cuentística que

antes que distanciarse de la novela, dialoga con ella, la interpela y circunda. Evidencia la presencia

de un autor en exploración de una poética propia. En adelante con mayor vehemencia en su

siguiente libro De gozos y desvelos y en lo sucesivo de su obra cifrará las particularidades de su

arte poética: una estética del relato barroco, profuso, la obsesión por el detalle, la preocupación

por construir un mundo abstracto dispuesto de la mayor referencialidad, pletórico en efectos

Caballo Perdido Número 1

76


sensibles, especialmente visuales; la indagación en la experiencia femenina, y la obsesión por

personajes mustios, meditabundos, melancólicos, sumidos, muchas veces, en sus propias

postrimerías; la recurrencia a escenas llenas de plasticidad. Entre todos estos elementos

pervive un relato incesante de Cartagena, nacido en Lo Amador, saltando entre libros y épocas,

enseñando sus calles adoquinadas, sus plazas y sus playas, también sus silencios y violencias.

Hijo de la época de la fe en la revolución y, posteriormente, descreído de todo dogma,

en Burgos Cantor se fraguó un autor de gran fuerza expresiva que, si comprometer la libertad,

estatuto propio de lo literario, ha consolidado una narrativa en permanente diálogo con la

realidad, un testimonio en la ficción.

Citas

1

Señas Particulares, p.16. Ver bibliografía.

2

Ibídem.

3

Señas, p. 35.

4

Señas, p. 11.

5

Lo Amador, p. 35. Ver bibliografía.

6

Lo Amador, p. 51.

7

Ibíd., p. 59.

8

Lo Amador, p. 58.

BIBLIOGRAFÍA:

Betancourt, Darío y García, Martha L., Matones y cuadrilleros. Origen y evolución de la violencia en el occidente colombiano 1946-1965.

Bogotá: Universidad Nacional de Colombia y Tercer Mundo, 1990

Burgos Cantor, Roberto. Señas Particulares. Testimonio de una vocación literaria. Editorial Norma. 2001.

___________________.Lo Amador. Serie La otra orilla. Reeditado en 2001.

___________________. De gozos y desvelos. Editorial Planeta. Bogotá, 1987.

Caballo Perdido Número 1

77


Ilustración: Johan David Sierra García

CUENTOS

Roberto Burgos Cantor


BATALLAS

s o l i t a r i a s

El autor, el lente y su obra

Antes del bullicio de los estudiantes. A la

salida del colegio el parque está tranquilo.

Las tres bancas desocupadas. Un viento ligero.

Los copetones saltan y hay colibríes. Huyen

de las mirlas hambrientas y se asilan en las

ramas altas de los cinco árboles grandes:

eucaliptos y urapanes. La jornada escolar

continua termina a la 1:45.

La araucaria sola, apartada del parque,

junto al portón de la entrada, mece las ramas.

Alguien dejó en su follaje un sobre blanco

al que le pintaron con tinta lila un corazón

pendiente de una horca. Se lee: Para Mirna,

con urgencia.

Lo vi porque el portero del colegio

advirtió mi cara fuera de la ventana del

tercer piso del edificio vecino y gritó para

preguntarme si yo conocía a Mirna. Tomó

el sobre de la araucaria empinándose y lo

agitó encima de su cabeza. Hice con la mano

un gesto de que esperara. Saqué el catalejo,

gradué la distancia, y miré el sobre. Con un

movimiento de negación entré la cabeza y los

brazos y e puse a mirar detrás de los vidrios.

Caballo Perdido Número 1

79


A la sombra de los árboles está una Volvo familiar, gris, estacionada. Cada día

viene por tres niños, alumnos del kinder. En el techo se mueven los reflejos de las ramas

y los destellos inconstantes del sol.

Miro la calle. Como mirar el cielo vacío. O las colinas al oriente. Nada en esas

abstracciones repetidas, diarias: el cielo, la calle, las colinas, la luz. Los padres, las madres,

los acudientes que llegan y esperan a los niños.

Y de improviso, una figura inesperada. Remueve la inmaterialidad del paisaje.

Me absorbe la belleza que arrastra esa mujer. Un don ajeno que no le pertenece. La lleva

sin ostentación. La ignora. Inmóvil tras la ventana. El sentimiento que nace es diáfano:

esa belleza no es para uno. Enseguida anticipa una nostalgia leve pero honda, brisa tenue

entre profundidades de rocas de mar.

Junto al costado de la Volvo que da a la calle, la mujer mira algo con dedicación

en los vidrios ahumados. Se observa a sí, a ella, a su figura en esta mañana luminosa.

¿Qué sabrá de su belleza?

Hace un movimiento casi coqueto. De ensayo de bailarina. Parece sostenida

por la barra y gira el cuerpo con la cabeza fija para indagar la fidelidad del espejo, o su

traición sorpresiva, su esperada independencia. La mujer ajusta su blusa en la cintura,

bajo la falda plisada, liviana, móvil. Se pone de frente a los vidrios de la Volvo que

además captura los reflejos en las latas. Empieza con las manos a revolver sus cabellos.

Parecen reemplazar al viento. Son de un tono rubio cenizo, un poco largos sin alcanzar

los hombros. A veces deja al descubierto el cuello dúctil en el que refulgen los estambres

dorados: secreta pelusa de duraznos que se entrega al tacto y eriza el alma de la mano, o

del labio osado sin colmillos.

Los dedos de la mujer y el viento juegan a un orden suelto. Me muestran la

posibilidad: un orden sin modelos pre-establecidos. El mundo parece haber desaparecido

para ella; se acerca y se aleja de su imagen con la impunidad de estar sola. Recibirá a su

hijo pequeño. Lo tomará de la mano. Lo ayudará a cargar el morral.

La mujer se distancia del paredón del colegio donde han cubierto con pintura

fresca algunas leyendas procaces o subversivas.

Camina sin precisión, liberada al acaso, por el borde del parque o zona

verde como la clasifican los urbanistas por esconder la vergüenza de la especulación

inmobiliaria.

Su mirada nerviosa y disimulada está en el portón. No abandona su territorio

de espera ahora que el cabello deja filtrar el viento.

Ahora otra figura altera el paisaje: un muchacho de morral y uniforme de

gimnasia. Se dirige a ella con premura. Ni beso. Ni abrazo. Ni preguntas de madre o

las reiteradas de acudiente. Apariencias del azar desentendido. Caminan. La mujer va

adelante. El estudiante detrás. Creen haber ocultado la ansiedad.

Escondidos del mundo se dirigen al refugio. Van a decirse una vez más el amor.

Ella recordará algún verso que la ocasión pasada él había traído del colegio.

Desarmado de experiencias y de palabras, él le dijo a la luz menesterosa de la

pieza de alquiler: mi corazón batalla contra el mar. Ahora ella lo volverá a decir con la

esperanza de vencer. Y se entregará.

Caballo Perdido Número 1

80


de TrASTIENDa

Noticias

olvidos a veces

El autor, el lente y su obra

Es un hotel de paso. Más que pequeño, estrecho. Construcciones apenas

pensadas para el cansancio de la noche que busca descanso sin perderse

en detalles. Allí el hombre espera el automóvil que lo llevará al aeropuerto de

una ciudad cercana.

En tanto, mira de vez en vez el cielo cuajado de una carpa lechosa,

con jirones azules y un resplandor tenue que sin embargo afrenta los ojos.

El ventilador del techo, constante, remueve el aire tibio de la sala de espera

apenas separada de la recepción por el descanso de la escalera. Tiene dos

tramos angostos y empinados que empiezan en la puerta de vidrio de la calle.

El mobiliario de la sala es escaso: dos sillas y un par de sofás con la cojinería

de hule que devuelve el calor de los cuerpos, no transpira.

Así distrae la espera. Saca del morral un libro que compró antes del

viaje. De esas adquisiciones inesperadas donde todo lo resuelve la convicción

del librero. Al hombre le gusta subrayar las coincidencias súbitas o lejanas.

Lee un poema de Wislawa Szymborska con un cielo de color pardo y un

espíritu que invoca a los vivos. Lee: “Pareces un espíritu/ que intenta invocar

a los vivos./ Como aún me cuento entre ellos/ debería cobrar presencia y

dar unos golpes: / buenas noches, es decir, buenos días, / adiós, mejor dicho,

bienvenido.”

Entonces, pasa la mujer. Pequeña y menuda. De formas nítidas. Le

observa la curva graciosa de la espalda y las nalgas erguidas sin énfasis. Antes,

cuando él levantó los ojos del libro, a pesar de los pasos sin ruido, respondió a

su sonrisa: sin escondites, entera, inacabable. El esplendor de la piel surge de

los hombros y del escote de la blusa, ligera y suelta.

La mujer avanza hacia el pasillo de las habitaciones y responde su

teléfono móvil. Dice en un susurro: me tienes olvidada. Lo ha dicho sin

reclamo y sin lamento. Apenas la corriente neutra, helada y sin centro, del

murmullo.

Al hombre lo toma un sentir sin entrometimiento y domina el impulso

de contestar: “A ti quién puede olvidarte ¿?” No se atreve y vuelve a la lectura

del libro. La mujer desaparece al fondo del pasillo.

Caballo Perdido Número 1

81


El autor, el lente y su obra

de TrASTIENDa

Noticias

El otro que habita

Me resisto a contarlo. A nadie le importa la verdad. La gente, en

su mayoría, prefiere las conjeturas de la sospecha. Cultivan la

ambigüedad para mantener la sombra de la esperanza. No quieren

desprenderse de la ilusión del milagro: ese suceso extraordinario

que trastorna la fatalidad.

No todas las veces uno tiene a quién contarle. Parece que

hubo una época en que con pocas salvedades se contaba cuanto

ocurría, hasta las meras intenciones. Esa confianza alimentaba los

ritos de la amistad. Por lo regular con sus convenciones y formas

de proteger el sigilo y la frontera en cada círculo: el de las mujeres

y el de los varones. No voy a nombrar otros: los círculos difusos

que ahora surgen, los conozco menos, y esos mixtos que se dan sin

deliberación en el salón de belleza o en el cuarto de masajes.

La amistad entonces tenía complicidades y protecciones

de la discreción. Es probable que un rincón de la vida estuviera

guardado para verse con los que uno se entiende. Entenderse

no quiere decir aceptar entero lo del otro sino poder escarbar

Caballo Perdido Número 1

82


las diferencias y respetarlas sin darnos tiros, cuchilladas, o incubar

rencores.

Ahora es distinto. El vértigo de los días fragmenta cuanto

estuvo unido. Y no se perciben las señales del cambio. Una es que a un

amigo uno le cuenta algo. A otro se le cuenta un asunto distinto. Y así.

Hasta después en que ninguno se dio cuenta de que quedamos solos.

Y miro el techo en la noche. O el mar hecho oscuridad que me oye

desde este balcón al que le apagué las luces, el aire refrigerado y pasa la

brisa tibia. Al mar se le puede confiar todo. A algunas mujeres, si eres

hombre, les cuentas cuanto quieres y es un oído de privilegio. Pero si

hay sentimiento, si es tu enamorada, no se puede, ni se debe. Esa zona

hay que conocerla mejor, si acaso el conocimiento es lo adecuado para

estas vivencias delicadas y extrañas y descuidadas.

Me resisto a contarlo.

¿Y a quién se lo contaría?

Los médicos no me van a creer. Me escucharán por

condescendencia o porque el seguro de salud los remunera bien y hasta

ahí. Serán inamovibles en su idea de que yo padezco espejismos de la

compañía perdida o algún complejo de culpa no reconocido todavía.

Me resisto a contarlo.

Contarse a uno mismo es una rumia que abre sueños nuevos.

O muestra vacíos. O aparecen instantes mal vistos, olvidados a veces,

y esplenden su significación guardada por años. Y ahí los túneles

laboriosos abiertos en el alma sin que uno se percatara de la materia

expulsada por las excavaciones.

Por esto pensé en el papel. Si de repente uno decidiera ser

notario de uno mismo. Testimonio, testamento abierto, fe de vida: ante

mí, yo concurro, yo me contaré.

Ahora puedo ensartar los hechos, como cuentas, no como

pescados. Aunque podrían asemejarse a pescados por aquello de la vida

como una mar de tormentas y calmas, de oleajes, corrientes y aguas

tranquilas, y de allí uno rescata naufragios, olvidos, troncos, peces de

profundidad, cardúmenes juguetones, fauces de barracudas.

Si se tienen los sucesos ensartados o se ponen en uno de esos

libros grandes del protocolo del notario es posible saber la dirección

de la vida, descubrir señales si las hay, o reiteraciones. Yo no sé si los

hechos de la vida dejan alguna huella. Y ahora me pregunto si tienen

algún sentido que permita vincularlos con algo o pertenecen a una

interioridad inexpugnable.

¿Y para qué cuenta uno algo?

Será que establecer la conjetura de un orden tranquiliza y queda

uno libre de las preocupaciones, eximido de responsabilidades, sin las

torturas de las incertidumbres que afligen y no conceden un instante de

paz o de esa manera de la paz que es el olvido.

Caballo Perdido Número 1

83


UNA IMAGEN

Me resigno a contarlo.

Entonces aparece, sin anuncio y quieta, una imagen. No puedo

establecer si es la primera. Tampoco si es necesario nombrar la cadena

de pequeñas rutinas (por qué las llamo pequeñas) que sirven para ubicar

la condición de especial de la imagen que no me abandona.

Desde que me uní con la mujer cada mañana hicimos lo

mismo. De lunes a viernes me refiero. Los días de trabajo. Y me uní

conforme a las exigencias de hoy. Es decir, si usted pide la mano de

una mujer, o de un hombre de acuerdo a las jurisprudencias libérrimas,

y le es concedida, ya habrá acreditado que tiene casa, utensilios de

cocina, muebles domésticos y manutención suficiente, no ese raspado

congruo que enflaquece y angustia. La idea romántica de sortear entre

dos la carencia y poco a poco hacerse con la fuerza del amor, o por el

susto a la vergüenza pública, a un techo, la comida, y una cama para

no dormir bajo los puentes, ni en los catres de alquiler, esa idea de la

vieja elegancia y el orgullo, a pocos les importa. No soy dogmático.

Puedo ver lo bueno en lo malo: si lo material está resuelto enfrento

sin distracciones la exigencia desconocida de esa aventura del amor. La

limpio de las heroicidades rutinarias que se repiten, no son más que las

imposiciones de la necesidad y a lo mejor encuentro un secreto, una

manera de fundarlo para la vida, lejos de esa imposibilidad tan celebrada

por algunos poetas que sin decirlo aprecian el fracaso, lo celebran, le

conceden dolerse.

Desde que me uní con ella tuvimos carro. No uno lujoso de

los importados, Volvo o BMW, o Mercedes, ni blindado. No. Tampoco

de esas máquinas para el campo o la guerra, Hammer y Jeep, altos, de

vidrios oscuros, rugientes. No. Un automóvil presentable, de los que

ensamblan en el país.

La mujer lo conducía. No me preguntó si ella lo manejaba:

Sólo tomó la llave del encendido y desde que el almacén entregó el

carro con su matrícula de esta ciudad de calles rotas me llevaba a mi

oficina antes de ir a la de ella y al atardecer pasaba para irnos juntos

a la casa. No hice ningún comentario. Observo como durante estos

años las mujeres quieren hacer lo mismo que hacen los varones. No

entiendo por qué. Acepto que los hombres lo hemos hecho casi todo

bastante mal. Y pienso, no por comodidad, que en lugar de ponerse a

repetir el mundo resquebrajado de los machos, las hembras, podrían

inventar otro y allí yo me refugio y espero que me digan para qué sirvo:

boxeador, cantante, tira piedras al cielo o a las iguanas o a las lagartijas

en los muros que soportan los brisotes en las playas marinas.

Así la unión en los hábitos diarios, con el ingrediente alegre que

ponen los encuentros infinitos de los cuerpos, protegía la convivencia

de los demonios que apenas se muestran cuando tienen espectador

Caballo Perdido Número 1

84


forzoso. Conducía bien la mujer. No usaba el retrovisor del carro de

tocador, ni se empecinaba en hacer sonar la bocina como tren con

estaciones o guarda agujas cercanas, o fogonero con enamoradas

escondidas entre las colinas que se ven desde las carrileras, ni otorgó

licencia a su lengua para soltar los petardos prostibularios que saturan

el aire de las vías.

Cada mañana salía ella de primera y abría el garaje. Arrancaba

el automóvil mientras yo revisaba la cartera pequeña del documento de

identidad, la tarjeta de crédito, la libreta militar, la licencia de conducción,

la tarjeta profesional, no hará falta decir en cuál rama ejerzo, el carné

del club social, el del seguro de salud, las cinco tarjetas personales para

evitar la autobiografía verbal en los asuntos de negocios o sociales y

que dejo, una, en manos del recién conocido. Y el llavero con las de la

oficina y las del domicilio. Y la billetera con los pocos pesos para las

circunstancias. A veces pongo en un bolsillo interior la agenda con

los asuntos de la semana. Eso cuando no cargo el portafolio con las

minutas y memoriales o un Diario Oficial o la Gaceta de las Cortes.

Ella no debe cargar mucho. En su consultorio la esperan la

bata, la máscara, los guantes, para revisar las bocas sin besos, escarbar

los dientes y muelas, revisar las encías.

Como la señora que nos ayuda con la limpieza todavía no llega,

yo cierro con precaución de doble llave la puerta, compruebo si la del

garaje quedó hermética y sonrió a la luz fría y resplandeciente de las

colinas o me resigno a que llueva haciendo piruetas con el paraguas.

Varios años así y cuando yo entraba al carro dispuesto junto

a la acera ella había encendido una emisora universitaria donde por lo

regular ponían música de las regiones, el estimulante golpe llanero, los

gregorianos del Pacífico, las alegres malicias del Caribe y enseguida

la felicidad del barroco o ese horizonte de misteriosa entraña de las

Bachianas de Villalobos.

Lo que cuento no es completo al detalle pero dará cuenta de mi

perplejidad. La mañana, la recuerdo como si la viera ahora, inmerso en

la luz fría y sin vibraciones. Y ella en la acera con la llave del encendido

en la mano. La puerta eléctrica del garaje a medio enrollar. Cuando

me acerqué sin decir nada ella se mantuvo quieta y aunque en sus ojos

anidaba la luz dadivosa no sabría decir si me miraba. Era nuevo el vacío

de sus ojos. No había reconocimiento ni indiferencia. Casi no se movió

cuando dijo: ¿Para qué es esta llave?

La guié con delicadeza al automóvil. Abrí la puerta derecha y

la ayudé a subir. Sola se ajustó el cinturón de seguridad. Yo conduje.

Apenas hablamos al despedirnos. En el instante de la despedida me

miró con extrañeza cuando le pregunté: Te sientes bien.

Ninguna otra vez me referí a esto. Ella tampoco. Si me pongo

a buscar algo que no hubiera advertido y que ocurriera después de esa

mañana de luz de Adviento, encuentro una voz, la de ella, en momentos

Caballo Perdido Número 1

85


inesperados: gritaba su nombre en el sueño; repetía su nombre durante

los picos del deseo, su desespero irrepetible.

OTRA IMAGEN

A veces los ritos preservan los extravíos de la identidad. Los

abismos que se abren de repente sin estropicio y uno siente que se

fuga a una región sin referencias. Debe durar segundos o micras. De

otra manera uno enloquecería del pánico, del terror de quedarse sin

regreso.

Poco a poco la tensión que me asaltaba bajo la ducha

mientras la tetera soltaba su silbato alegre en la cocina los días que nos

aficionábamos al té y después volvíamos al café menos ruidoso en su

murmullo de agua en la máquina italiana, la tensión de que se repitiera

el desconcierto con la llave, se apaciguó. Recuperé la confianza y acepté

desconocer si aquel episodio fue una broma o un malestar superado.

El tiempo transcurría y la convivencia estaba en ese punto

de quietud adquirida que aleja las sorpresas y se confunde con el

conocimiento del otro y las conversaciones son crónicas del día,

reiteraciones de las sentencias heredadas con las cuales cada quien

sortea las circunstancias inexplicables.

Me atreví a dos viajes. Uno al mar Caribe donde nos

abandonamos a los haceres informales de playa, las noches tranquilas

y ligeros de ropa, arrimando sin horario a la terraza de un bar y

dedicándonos por momentos a la cortesía con el pasado de invocar las

felicidades, las risas por los tropiezos sin consecuencias de gravedad. El

otro, a las montañas de la zona del café con sus quebradas de corrientes

con remolinos juguetones y choques contra rocas lisas que levantan

un rocío menudo y frío y esparcen su rumor entre los árboles y los

arbustos del bosque de niebla.

En ambos no ocurrió nada que pusiera presente a la sombra

de la mañana de la llave. Apenas ese desentendimiento del mundo

previsto y uno abierto a cuanto no tiene nombre, ni antecedente,

ni hace experiencia. Alguna tarde que nos refugiamos en un café de

orilla para ver armarse el temporal marino y sentir el golpe de las

gotas gruesas contra las vidrieras. Una vez se despejó el horizonte y se

esparció la luz amarilla de renovación, la miré. Habíamos terminado el

café expresso y en la taza pequeña de un peso agradable quedaban las

vetas oscuras. Sentí el silencio insondable en que te metiste. Ahora sé

que me dirijo a ti, que ya no eres tú, y no cuento sino que te lo cuento.

Imposible contar. Te vi convertida en silencio. Te esperé con respeto.

Sé cuántas veces uno clama por ese momento sin ruidos, sin recuerdos,

sin propósitos. Eras y no eras. No me molestó. No sentí celos, esa

sofisticación de la envidia. No sentí agravio porque me negaras o me

desaparecieras delante de mí. Supe que ese silencio es incompartible.

Caballo Perdido Número 1

86


Es tan propio. Tan intraducible. Y sí: intocable.

No me atreví a preguntarte dónde estabas, qué hacías allí, si

había allí. Algo de uno debe quedar en uno para ser uno. Eras tú y tu

pertenencia secreta.

Una mañana en la tierra de los cafetales, sentados en los

corredores amplios de la hacienda con el humo de las cocinas circulando

por las habitaciones y el aroma tenue de las masas de maíz sobre las

parrillas mientras la niebla se tomaba el bosque como el aliento de una

bestia escondida y de suspiro ambicioso, te volví a ver en ese silencio.

Cómo decirlo: te perdiste, te sumergiste, te desvaneciste ¿? Sigo sin

saberlo.

No lo relacioné con el episodio de la llave. No creo tener

derecho para hacerlo por una simple percepción de lo distinto. Ni

siquiera te interrumpí con el curioso entrometimiento del que pregunta:

¿Qué estás pensando? Estoy seguro de que no te hubieras dado por

enterada. O si acaso me habrías dicho por compasivas buenas maneras:

En nada.

Y una tarde que volvíamos de las oficinas, conducías el carro

como de costumbre, me preguntaste: ¿A dónde vamos?

Como lo más natural te respondí: A casa.

Después de vueltas y vueltas por rutas que antes no habías

tomado ni una sola vez, y que yo interpreté como ganas tuyas de jugar,

me consultaste: ¿Dónde queda?

Te guíe con la idea de que hacíamos bromas con el laberinto

sin minotauro por calles, también distintas a las que conocíamos. Y

cuando, con el énfasis de la urgencia, dije: ¡Mira es aquí, aquí!, frenaste

con brusquedad improvisada.

Hasta ese momento la inocencia y el olvido me protegieron

de la angustia de un mal que retorna. Metiste con dificultad el

automóvil en el garaje. Y cuando percibí que caminabas como alguien

a quien sorprende la oscuridad en paisaje desconocido, la puñalada del

conocimiento me derrumbó. A pesar de esto no pude mitigar el dolor

que me poseyó sin misericordia y en aumento a cada segundo cuando

sin desconcierto, ni duda, te dirigiste a mí, quién sabe si mi orgulloso

“mi” era el mismo para ti, y escuche: ¿Quién es usted?

Ahora me resultaba imposible contestarle algo tranquilizante.

Entiendo que la tranquilidad era para mí. Y de todas maneras quién

puede decir quién es, más allá de las convenciones de la identidad y la

nacionalidad y el sexo y el color de los ojos, y el número de hijos y si

tiene la sociedad conyugal vigente y.

La noche había cubierto las calles y las casas desde antes que

entráramos. No tengo que decir que encendí las luces de la casa. Te

sentaste en el sofá de la sala con la misma compostura tiesa de quien

visita a alguien por primera vez y mira cuanto lo rodea con indiferencia

respetuosa. Inmóvil y recogida, callada, estuviste mientras el tiempo

Caballo Perdido Número 1

87


demoraba su transcurrir. Esperaba un momento en que fueras al

dormitorio o al baño para llamar al médico. Eso no ocurría. Apenas

tú y yo en la sala mientras los ruidos de la calle cesaban y te miraba y

te miraba sin recibir un gesto de reconocimiento o de excusas y pena,

una pregunta, una morisqueta de complicidad, nada, allí el reto de tu

esfinge en la cual yo apenas podía querer encontrar lo que habías sido

hasta sólo unas horas, o unos años que no me di cuenta.

¿A dónde voy ahora?

Lo escuché claro y en un tono de equilibrada incertidumbre

que me produjo escalofrío. No supe responder y atiné a levantarme,

tomar tu mano y te conduje a la alcoba. Te dejé de pies junto a la cama y

antes de salir abrí las puertas de acordeón del closet. Creí que más cosas

conocidas te devolverían las coordenadas donde estaban los puntos y

líneas que permitieron nuestro encuentro. Y previo a él sabernos de

cierta y aceptada manera. El soy escurridizo y tan orgulloso que nunca

percibe cuándo empieza a convertirse en aquel, en otro, y se le escurre

a uno mismo.

Me dirigí con premura al teléfono y conseguí al médico.

Después de las preguntas sobre la conducta me dijo que vendría

temprano con la ambulancia. Volví a la alcoba y te habías dormido con

la ropa puesta encima de las cobijas y un zapato estaba en el suelo con

la ruana que te había echado encima de las piernas.

Aún no se colaba la luz de espejo, fría, por los bordes de las

cortinas cuando me desperté con la sensación de desconcierto de un

abismo al cual no sabía en qué momento me había desbarrancado.

Tuve que reírme al recibir la seguridad por verte allí, dormida con un

resuello de confianza, en la misma posición que estabas cuando antes

de acostarme te puse encima una ruana de tejido crudo.

Me quedé quieto, bocarriba, observando el temblor de la

claridad en el techo, incapaz de encontrar pensamientos de redención.

Ningún rito volvió cuando te sentí moverte, respirar hondo y limpiarte

la saliva nocturna de los alrededores de la boca. Las palabras de iniciar

el día: ¿Dormiste bien? ¿Qué soñaste? ¿Me baño de primera? ¿Qué hora

es?, no salieron. Toqué tus mejillas con el dorso de mi mano y estaban

frescas. Sentí los restos de polvo que no te quitaste. Te pregunté si

habías descansado y dijiste que sí. Agregué que me iba a limpiar en el

baño auxiliar y no dijiste nada.

Empecé a vestirme con la sentida carencia de no tener a

quién preguntarle si la corbata iría bien con el chaleco de cashemir y la

chaqueta. Oí el rumor de la regadera en el baño y vi la ropa con la cual

te dormiste por el suelo.

Fui a la cocina y cargué la cafetera con la mezcla de un grano

del pie de monte de los llanos y otro de la sierra con nieve. Sentí la

cocina como un refugio. Sentí que ahora no sabía cuál era mi sitio.

Sentí que en cualquier sitio estaba fuera de lugar. Como un estorbo.

Caballo Perdido Número 1

88


Esperé que estuviera listo y busqué en el mueble encima del lavaplatos

unas tazas medianas. Las llevé a la sala y las puse en la mesa de centro:

dos enfrente del sofá y otra frente al sillón donde pensé se sentaría el

médico. Debía estar al llegar. Oí el vapor y el café subiendo y apagué la

llama azul y naranja del gas. Entonces sonó el timbre.

Abrí y en el sendero del antejardín estaba un hombre joven

con su camisón a la cintura.

La ambulancia con las llantas pegadas a la acera mantenía las

lámparas de destellos rojos y azules encendidas. Cuando me saludó

reconocí la voz en el teléfono y lo invité a entrar y a un café.

Lo dejé en la sala y fui por la cafetera que todavía estaba

humeante.

Mientras bebíamos el café le conté lo que había visto en la

noche después de hablar con él. Terminamos y entre las palabras o en

sus pausas me llegaba la sonoridad, no tan fuerte como cuando caen

todos los hilos de agua sobre los baldosines, constante, de la ducha.

Terminamos el café y el ruido del agua persistía invariable. El

médico dirigió el rostro en dirección al rumor de lluvia y enseguida

me miró con ojos de interrogación. Por esta época el municipio había

iniciado una campaña de ahorro del agua potable y la televisión pasaba

una publicidad abundante del alcalde limpiándose con un estropajo

húmedo y explicando cómo se guardaban los meados con bolitas de

naftalina para descargar la cisterna al final del día. Creo que le respondí

con un gesto de similar duda y caminé al baño. Con seguridad afirmó:

lo acompaño y me siguió.

Formal el médico se detuvo en la puerta del baño. Corrí la

cortina de hule y lo que vi me dejó inmóvil, sumido en la visión, sin

palabras. Ella estaba sentada en el suelo y envuelta en la llovizna que

caía en sus cabellos, la frente y los hombros, y rodaba por sus pechos

dejando en los pezones entre rosas y morenos una floración de perlas

transparentes, y formando un tejido de hilos gruesos que seguía por el

vientre y se perdía en su medusa oscura y rojiza empapada. Las manos

las apoyaba en el lado interno de las rodillas un poco levantadas y los

pies cruzados. Tenía el rostro dirigido al centro del rombo que formaba

su centro y las piernas. Un cinturón de agua encharcada la rodeaba y el

resto corría sin obstáculos por la reja de cobre del sumidero mientras

el vapor flotaba y ahora se expandía hasta la puerta que dejé abierta

por cortesía con el médico. No supe si la claridad de esa mañana que

se derramaba franca por el ventanuco de hojas de aluminio y vidrio

deslizantes me mostraron como por primera vez el esplendor de su piel

de alba sin sombras y la tersura de piedra pulida por el agua.

Sé que estuve poseído por más embrujo que extrañeza. Un

deseo repentino y fuerte se sobreponía a la alarma por su lejanía sin

señas.

Caballo Perdido Número 1

89


La voz del médico me sacó de la parálisis: Ocurrió algo grave

–preguntó–.

Reaccioné y en la luna del espejo grande sobre el lavabo me descubrí

con cara de perdido entre el brumal del vapor y detrás el médico que se

acercaba.

No encontré ninguna palabra. La mujer era intocable y por un

instante ni siquiera me atreví a aceptarla como aquella que yo conocía. Entré

con zapatos a su espacio y cerré la llave del agua mojándome la manga de la

camisa.

La tomé por sus antebrazos, firmes y resbalosos, y atiné a decir en

un susurro: ven. Sólo entonces me miró. Las pestañas empapadas. Los ojos

distantes. Me miró sin sorpresa, sin curiosidad, sin reclamo, sin vergüenza,

sin desconcierto, sin susto, sin miedo. Abrí las piernas para mejorar el

equilibrio y sentí resbalar mis manos hasta sus hombros cuando quise

ayudarla a ponerse de pies. Ella no opuso resistencia. Ni animal acorralado

ni mujer extraviada en un bosque de lluvia y neblina, se incorporó con

agilidad lenta, segura, a lo mejor confiada, pero traer la confianza en esta

circunstancia parece un acto de vanidad personal. ¿Por qué iba a confiar en

mí si habíamos dejado de conocernos?

Entonces regresó poderosa sin talanqueras sin pudores la presencia

soberbia de su cuerpo, tan cerca como ajeno, en ese recinto de agua donde

alguna vez nos entregamos a las búsquedas del entrometimiento, al desespero

gozoso de fundir en uno a dos. Me sentí egoísta al tapar ese esplendor al

médico y después de abrazarla un instante tiré mi brazo hacia atrás para

que encontrará a ciegas la toalla. Como pude la quité del colgador y la cubrí

desde el cuello. Era de un verde esmeralda y esponjosa. Con breves y suaves

halones la atraía hacia mí mientras caminaba hacia atrás.

LO QUE QUEDA

Hace días no hablo con el médico joven. A ella, si es ella, ¿qué

sentido tiene referirme a ella con un nombre y unos recuerdos a lo mejor

deformados que ya no le corresponden y no van a servir para llamarla, para

intentar conocerla?, la han trasladado a un sanatorio cerca de la ciudad.

Está entre eucaliptos y pinos y en los días laborales demoro menos de

una hora en llegar. Su estructura es la de las casas sabaneras con paredes

gruesas de arcilla embutida y guaduas para proteger del frío y ventanas

pequeñas de vidrios que nunca limpiaron desde la guerra de los mil días. En

los alrededores, apartados de la carretera principal, cantan los copetones y

las mirlas. Una chimenea encendida siempre arroja el humo de los trozos

de árboles secos que el viento derriba. Los vidrios están rotos desde igual

tiempo que sucios. Los pájaros que se estrellan contra el espejismo. Las

piedras de los muchachos que cortan el camino de la escuela y quieren oír la

voz de los locos, sus canciones matutinas y nocturnas hasta que los inyectan

Caballo Perdido Número 1

90


o los guardan en la cámara de chorros helados y camisas de lona y

cuero.

Los médicos veteranos, residentes perpetuos, me permiten

visitarla y a veces salir por los senderos cubiertos de conos y colchón

de cilindros delgados. Ellos me ilustran con su aprendizaje de hace años

y años y según el cual estos pacientes sufren males incurables.

Yo pienso lo mismo: son incurables. Pero no son males.

Repito: donde algo termina todo empieza.

Y vengo aquí a enamorar a esa mujer que decidió ser otra.

Quiero conocerla y que ella me conozca. Si es posible. Si el amor tiene

la virtud del conocimiento humano. Tan infinito, tan sin reglas. Y

sé que me cambiará a mí también. Que rescatará al otro yo mío que

desconozco y le dará la oportunidad de ser.

Cada visita es más interesante. No le hablo de lo que fuimos.

Le hablo de lo que seremos. Ella se ríe y si enamorarse, seducir, es un

reto, el único, vuelvo a la casa con una felicidad que no conocía. A veces

por los caminos que paseo con ella y en los que me atrevo, y ella se deja

tomar la mano, atraviesa una oveja preñada.

Mi enamorada: dos amores en una vida. En tiempos de guerra.

¡Qué lujo!

Caballo Perdido Número 1

91


EN MI PIEZA


EN MI PIEZA


EN MI PIEZA

Una

CONFLAGRACIÓN

imperfecta

Ambrose Bierce

Traducción : Nicolás Suescún

De Aceite de perro y otros cuentos macabros


Temprano, en una mañana de junio

de 1872, asesiné a mi padre, acto que

entonces me causó profunda impresión.

Fue antes de mi matrimonio, cuando aún

vivía con mi familia en Wisconsin. Mi

padre y yo estábamos en la Biblioteca de

nuestro hogar, dividiendo el producto de

un robo que habíamos perpetrado la noche

anterior. Consistía más que todo en artículos

domésticos, lo que hacía difícil la tarea de una

división equitativa. Nos desenvolvimos muy

bien con las servilletas, las toallas y cosas por

el estilo, y partimos la platería en porciones

casi iguales; pero cualquiera puede ver por sí

mismo que habrá problemas al tratar de dividir

sin residuo una única cajita de música. Fue

esa cajita de música la que causó el desastre

y la tragedia de mi familia. Si la hubiéramos

dejado mi pobre padre todavía podría vivir.

Era una obra de la más exquisita

y bella artesanía, taraceada con costosas

maderas y tallada con gran ingenio. Y no sólo

tocaba una gran variedad de canciones, sino

que piaba como una codorniz, ladraba como

un perro, al alba cantaba como un gallo y

además rompía los Diez Mandamientos. Esta

última cualidad fue la que realmente cautivó el

corazón de mi padre y la que le hizo cometer

el único acto deshonroso de su vida, aunque

es posible que hubiese cometido más de uno

si hubiera sido perdonado: trató de esconder

de mí la cajita de música y declaró por su

honor que no la había tomado, aunque yo

sabía perfectamente, en cuanto lo concernía

a él, que el robo había sido realizado con el

propósito primordial de obtenerla.

Mi padre tenía la cajita escondida

bajo su capa; nos habíamos puesto capas

para disfrazarnos. Me había asegurado

solemnemente que no la había tomado.

Yo sabía que lo había hecho, y estaba al

corriente de algo que él evidentemente

ignoraba, o sea, que la cajita cantaría al

amanecer, denunciándolo, si yo era capaz de

prolongar la división de las ganancias hasta

ese momento. Todo sucedió tal como yo lo

deseaba: al empezar a debilitarse la luz del gas

y al verse vagamente la forma de las ventanas

detrás de las cortinas, surgió un quiquiriquí de

la capa del viejo caballero, seguido por unas

pocas notas de un aria de Tannhäuser cortadas

por un poderoso chasquido. Había, sobre la

mesa entre nosotros, un hacha pequeña que

habíamos usado para entrar en la infortunada

casa; la tomé. El viejo, al ver que era inútil

esconderla más, sacó la cajita de su capa y la

puso sobre la mesa.

–Córtala en dos, si prefieres ese

plan –me dijo–; yo trataba de evitar su

destrucción.

Él era apasionado amante de la

música y hasta podía tocar la concertina con

pasión y sentimiento. Yo le dije:

–No dudo de la pureza de tus

motivos; sería presuntuoso de parte mía

juzgar a mi padre. Pero los negocios son los

negocios, y con esta hacha voy a disolver

nuestra sociedad si no consientes en llevar

una campanilla automática en todos nuestros

robos futuros.

–No –dijo después de reflexionar

un poco–, no podría hacer eso; parecería una

confesión de deshonestidad. La gente diría

que no confías en mí.

Teatro de la memoria

Caballo Perdido Número 1

95


No pude sino admirar su valor

y sensibilidad; por un momento me sentí

orgulloso de él y dispuesto a pasar por alto

su culpa, pero una mirada a la reluciente

y enjoyada cajita de música hizo que me

decidiera y, tal como he dicho, removí a mi

padre de este valle de lágrimas. Después de

hacerlo, me sentí algo intranquilo. No sólo

era mi padre, el autor de mi existencia, sino

que el cuerpo sería ciertamente descubierto.

Era pleno día ahora, y mi madre podía entrar

a la Biblioteca en cualquier momento. Bajo las

circunstancias me pareció oportuno librarme

de ella, y así lo hice. Luego les pagué a todos

los sirvientes y los despedí.

Esa misma tarde fui donde el jefe de

la policía, le conté lo que había hecho y le pedí

consejo. Para mí hubiera sido muy doloroso

que los sucesos descritos salieran a la luz. Mi

conducta sería universalmente condenada,

y los periódicos me la echarían en cara si

alguna vez decidía candidatizarme para un

puesto público. El jefe midió el peso de estas

consideraciones; el mismo era un asesino de

amplia experiencia. Y tras consultar con el

juez en funciones de la Corte Jurisdiccional

Variable, me aconsejó esconder los cuerpos

en uno de los estantes de la biblioteca, adquirir

un seguro alto sobre la casa y luego quemarla.

Procedía a hacerlo.

En la biblioteca había un estante que

mi padre le había comprado hacía poco a un

inventor chiflado y que se hallaba vacío. Por su

forma y tamaño se asemejaba en algo a esos

armarios que se ven en algunas alcobas sin

ropero, pero era abierto hasta abajo como las

batas de dormir de las mujeres. Tenía puertas

de vidrio. Acababa de amortajar a mis padres,

pero ya estaban lo bastante rígidos como

para ponerlos de pie; así que los coloqué

en el estante después de haber retirado los

entrepaños. Los encerré con llave y colgué

unas cortinas sobre las puertas de vidrio. El

inspector de la compañía de seguros pasó

media docena de veces delante de la biblioteca

mortuoria, sin sospechar nada.

Esa noche después de haber obtenido

la póliza, incendié la casa y a través del bosque

corrí hasta el pueblo, a dos millas de distancia,

donde logré ingeniármelas para que me

vieran en el momento de mayor conmoción.

Con gritos de terror por la suerte de mis

padres, me uní a la turba y llegué al incendio

dos horas después de haberlo iniciado. Todo

el pueblo estaba allí al llegar yo de prisa. El

fuego había devorado toda la casa, pero en

un extremo del lecho de brasas fulgurantes

estaba el estante, parado e intacto. Las cortinas

se habían quemado, revelando las puertas de

vidrio, a través de las cuales la impetuosa luz

roja iluminaba el interior. Allí estaban mi

querido padre, con su “diario atuendo”, y a

su lado la compañera de sus penas y alegrías.

Ni uno de sus pelos se había chamuscado y su

ropa se encontraba como nueva. Sobresalían

en sus cabezas y cuellos las lesiones que me

había visto obligado a infligirles para lograr

mis propósitos. La gente guardaba silencio,

como ante un milagro; un temor reverente

y el terror habían callado todas las lenguas.

También yo estaba muy afectado.

Tres años después, cuando los

acontecimientos aquí narrados habían casi

desaparecido de mi memoria, fui a Nueva

York para colaborar en la distribución de

unos bonos falsos del gobierno, y al mirar un

día distraídamente la vitrina de una tienda de

muebles, vi una copia exacta del estante.

–Se lo compré por nada a un inventor

reformado –me explicó el propietario–;

dijo que era a prueba de fuego porque con

alumbre llenó a presión los poros de la

madera y el vidrio lo hizo de asbesto. Yo no

creo que en verdad sea a prueba de fuego,

pero se lo puede llevar por el precio de un

estante común y corriente.

–No –le dije– si no me garantiza que

es a prueba de fuego no puedo llevarlo.

Y me despedí.

Por ningún precio lo hubiera comprado:

revivió en mí recuerdos extraordinariamente

desagradables.

Caballo Perdido Edición 1

96


UN NUEVO DÍA


UN NUEVO DÍA


DOSSIER

El Salvador en relatos

Texto introductorio:

Beatriz Cortez

Cuentos de:

Claudia Hernández

Claribel Alegría

Jacinta Escudos

Vanessa Núñez Handal


El Salvador en relatos

Beatriz Cortez

Universidad Estatal de

California, Northridge

Beatriz Cortez (El Salvador). Catedrática

titular y directora del

Programa de Estudios Centroamericanos

en la Universidad Estatal

de California, Northridge.

Doctora en literatura latinoamericana

de la Universidad Estatal

de Arizona. Obras suyas son:

Estética del cinismo: la ficción centroamericana

de posguerra, y co-editora

del tomo III de la colección

“Hacia una historia de la literatura

centroamericana” Perversiones de la

modernidad: literaturas, identidades y

desplazamientos.

El Salvador tiene una rica tradición narrativa que

tiene sus raíces tanto en el concepto moderno de

lo literario como en la literatura oral. Las tradiciones

orales que surgen de las narrativas indígenas y la vida

campesina han tenido un impacto en la narrativa

salvadoreña contemporánea. Algunos de estos relatos

orales sobreviven en la vida cotidiana del salvadoreño,

otros han sobrevivido a través de intermediarios y

traducciones. Una colección sobresaliente de relatos

pipiles, transcritos en nahuat y traducidos al alemán

por Leonhard Schultze-Jena, se titula Mitos y Leyendas

de los pipiles de Izalco. Aunque estos textos han estado

disponibles en español únicamente a través de una

traducción de la traducción alemana, más recientemente

el investigador Rafael Lara Martínez ha llevado a

cabo la labor de traducir algunos de ellos del original

nahuat, presentándonos una versión más inmediata del

material.

Hacia finales del siglo 19 e inicios del siglo

20, la literatura fue surgiendo en El Salvador como

disciplina inscrita dentro del ámbito de la modernidad.

Ricardo Roque Baldovinos ha llevado a cabo

varias investigaciones de archivo que nos permiten

comprender mejor el surgimiento del campo literario

desde una perspectiva moderna en El Salvador

tomando como punto de referencia publicaciones

periódicas como la revista literaria La quincena o el

periódico La unión.

Durante la primera mitad del siglo 20 hay

varios autores salvadoreños que elaboran una obra

que se inscribe formalmente dentro de la tradición

de la modernidad y que exploran el cuento, la

crónica y la poesía como géneros literarios y también

periodísticos. Entre ellos figuran Francisco Gavidia y

Arturo Ambrogi, y más adelante también Hugo Lindo

y Cristóbal Humberto Ibarra. Francisco Gavidia,

quien ha sido señalado como el padre de las letras

salvadoreñas (modernas), se distinguió en sus esfuerzos

por modernizar este espacio de producción cultural.

Sin embargo, es de notar que modernizar la literatura

salvadoreña significaba también universalizarla y

eliminar la diversidad cultural de la región, en cuanto

a perspectivas culturales e idiosincrasias, para afiliarse

al hispanismo, al liberalismo, y a la cultura eurocéntrica

en general.

Caballo Perdido Número 1

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Más adelante surge en El Salvador una corriente indigenista que busca forjar la

identidad salvadoreña celebrando la vida campesina y el espacio rural de la nación, aunque

este interés tiene como objetivo último inscribirlo dentro del contexto del espacio de la nación

moderna. Es decir, este indigenismo era otra forma de borrar la diversidad cultural, o de

apropiarse de ella, para definir el sujeto de la nación moderna. En ese sentido, el indigenismo

opera como un movimiento de corte paternalista que busca celebrar la cultura indígena para

encausarla a formar parte del estado moderno, para aculturarse.

Sin embargo, la literatura de corte indigenista o costumbrista también está influenciada

por el pensamiento teosófico. La teosofía es fundamental para comprender la producción

intelectual salvadoreña, especialmente de mediados del siglo 20. Entre otras cosas, es necesario

comprender que en muchos de los casos, el interés por las culturas indígenas no viene por su

conocimiento y su respeto como a un sujeto tan válido como el sujeto mestizo que promueve

la cultura nacional, sino porque las culturas indígenas ocupan un lugar primordial en el

pensamiento teosófico como parte de la una raza originaria de las Américas que desde la

perspectiva teosófica era considerada superior siempre y cuando no hubiera sido contaminada

por el hispanismo. Todo esto no era para llevar al sujeto indígena a formar parte de la nación

como tal, sino para lograr que los teósofos, sus herederos, pudieran tener acceso al conocimiento

antiguo que según su pensamiento, se había perdido con el hundimiento de la Atlántida y

Lemuria, los dos continentes perdidos. Así, muchos intelectuales se afilian al indigenismo

buscando encontrar allí un lazo que los uniera a las culturas indígenas de las Américas para

poder forjarse como herederos dignos de Lemuria y Atlántida, y como los nuevos sujetos de la

nación. En este sentido es importante aclarar que muchas de las interpretaciones que se hacen

en textos indigenistas de las culturas indígenas van marcadas por el pensamiento teosófico y

por las ansias de reconstruir una conexión con Lemuria y Atlántida, entre otros.

Uno de los autores con interés en el costumbrismo y con influencia de la teosofía

fue Salarrué (Salvador Salazar Arrué), quien escribió relatos que plasman, por medio de la

palabra escrita, el habla oral del espacio rural salvadoreño. Un aspecto interesante de la obra

de Salarrué es su inmersión en el espacio cultural del campo, sus esfuerzos por comprender

la idiosincrasia del espacio rural. De esta tradición Cuentos de barro (1933) es un ejemplo por

excelencia. Sin embargo, Salarrué también escribe una obra sobresaliente desde la perspectiva y

con el lenguaje del habla popular de la niñez, Cuentos de cipotes (publicada en diferentes ediciones

de 1945, 1961 y 1974).

Por otra parte, las marcadas diferencias de clase y la cultura del militarismo que se

había impuesto en el espacio nacional también tuvieron un fuerte impacto en las letras. Fue

así que surgió toda una generación de escritores que se dedicaron a denunciar la injusticia

social, la pobreza, la opresión. Entre ellos sobresale Oswaldo Escobar Velado, pero también

los miembros de la Generación Comprometida como Ítalo López Vallecillos, Álvaro Menén

Desleal, Roque Dalton, Manlio Argueta, Roberto Armijo, Alfonso Quijada Urías, entre otros.

De este grupo de autores, la obra de Roque Dalton alcanzó mayor difusión internacional.

Su obra es prolífica y diversa a pesar de su muerte a la temprana edad de 39 años, y es una obra

compleja y de primer nivel que conlleva a la vez una dimensión vanguardista y un marcado

compromiso revolucionario. La mayor parte de su obra es poética, sin embargo, también

escribió narrativa en Historias prohibidas del pulgarcito (1974) y la novela póstuma Pobrecito poeta

que era yo (1981).

El integrante de la Generación Comprometida que más explora el género cuentístico

es Álvaro Menén Desleal. Aunque su obra es diversa y abarca varios géneros literarios, entre

ellos el teatro y la poesía, el cuento es su principal medio. Su obra se coloca en una tradición

contestataria ante la política nacional. Pero también su narrativa sobresale por la exploración

artística y por la producción de materiales de ciencia ficción desde los que se construyen

metáforas contestatarias de su momento histórico, político, social. Estos relatos que se

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inscriben dentro de una tradición de literatura fantástica le permiten llevar a cabo duras críticas

a un sistema político con poca tolerancia para las críticas, pero esto se lleva a cabo a partir de

metáforas de otros mundos. Entre sus obras figuran Cuentos breves y maravillosos (1962), Una

cuerda de nylon y oro y otros cuentos maravillosos (1964), La ilustre familia androide (1968) y Revolución

en el país que edificó un castillo de hadas y otros cuentos maravillosos (1977).

El momento histórico –entre la década de los 50 hasta la década de los 70– en que

emergen las organizaciones revolucionarias, permite también la elaboración de una obra

literaria contestataria en El Salvador que se inscribe dentro de la tradición de la literatura

comprometida, pero también de la literatura ligada a la cultura revolucionaria y al testimonio.

Este tipo de obras eventualmente forja una importante veta en la narrativa salvadoreña. Se

trata de obras que son testimonios mediatizados por un artista, es decir, que son literatura

testimonial. En ese espacio sobresale la obra de Manlio Argueta, y sobre todo, su novela corta

Un día en la vida (1981).

La obra de Claribel Alegría tiene sus raíces en ese contexto de la producción literaria

contestataria que forma parte de una cultura de denuncia. Su obra más conocida es Cenizas de

Izalco (1966), novela sobre la matanza indígena de 1932, la cual escribió en colaboración con su

esposo, Darwin J. Flakoll. Alegría es una escritora prolífica que ha elaborado una obra extensa

y que abarca varios géneros literarios entre los que sobresale la poesía, la novela, el cuento y la

narrativa testimonial.

Desde estos diferentes espacios literarios, Alegría ha dado forma a una obra literaria

que sobresale por la denuncia de la exclusión, particularmente de género, pero también de

clase, así como por la lucha por los derechos humanos. Su obra explora además el espacio

personal tanto a través de escritos con un carácter íntimo desde el espacio poético como

por los escritos en los que se denuncia la violencia, la dureza y las dificultades que enfrenta

la mujer a partir de una obra narrativa que lleva lo personal a lo político. Su obra transgrede

las definiciones formales de los géneros literarios y sobresale por su exploración del espacio

testimonial a partir de una perspectiva literaria, como es el caso de No me agarran viva (1983).

Es así que con la exploración de nuevos espacios narrativos, el relato contemporáneo en

El Salvador se inscribe también en un contexto que pone en tela de juicio la versión tradicional

del cuento como género literario. Se trata de una producción de narrativas de ficción que está

influenciada por las narraciones orales y el habla popular, pero que está también influenciada

por una tradición de exploración artística vanguardista y, de manera particular, por la narrativa

de autores latinoamericanos como Borges, Cortázar, Quiroga y del salvadoreño Roque Dalton,

pero que también está influenciada por la realidad de la guerra que se ha dejado atrás y la

tradición de denuncia que se construye a partir del espacio narrativo del testimonio.

Entre estos autores sobresale Horacio Castellanos Moya, cuya obra narrativa de

novela y cuento es prolífica. En ella se explora la alienación del individuo en el espacio urbano,

la cultura de la exclusión, el deseo de reconocimiento, la búsqueda de la identidad y la vida

cotidiana en las actuales sociedades centroamericanas con sus altos niveles de violencia. Su

obra más leída es la novela breve titulada El asco: Thomas Bernhard in San Salvador (1997). Se

trata de un relato a través del cual se considera cuáles son los valores sobre los que se basa la

identidad del salvadoreño, se pone en tela de juicio su nacionalismo y se pone en evidencia el

clasismo y racismo que permean a la sociedad salvadoreña, particularmente a la clase media.

Castellanos Moya ha publicado numerosas novelas y también varias colecciones de relatos,

entre ellas Indolencia (2004) y su recién publicada Con la congoja de la pasada tormenta. Casi todos los

cuentos (2009).

Otro autor que ha sobresalido por su prolífica producción narrativa es Rafael Menjívar

Ochoa. En su obra se explora la violencia del espacio urbano centroamericano, pero también

el aislamiento y la soledad del sujeto, su necesidad de obtener reconocimiento público, su

deseo de ser reconocido como sujeto, su ansiedad por ‘ser alguien’. Entre sus obras sobresalen

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la novela breve de corte policial titulada Los héroes tienen sueño (1998). En sus relatos, la trama

policial que se desarrolla en varias de sus novelas breves pasa a segundo plano y se explora

mucho más la complejidad sicológica de los personajes, el trauma, la violencia de su entorno y

la locura. Un ejemplo de ello es su colección de relatos titulada Terceras personas (1996).

En la actualidad, en la época posterior al conflicto armado, es decir, la así llamada

posguerra en El Salvador, el relato ha servido como un espacio desde el que se ha cuestionado

el status quo, y se ha convertido en un espacio de denuncia de la violencia, el cinismo, el

desencanto y la pérdida de la fe en un proyecto colectivo que buscara el cambio futuro. Esto es

particularmente importante en el caso de las mujeres escritoras, cuyas producciones literarias

presentan también un reto a la construcción normativa de la subjetividad, tanto en términos

del ámbito público como del ámbito privado, presentando alternativas a la versión masculina

oficial.

Las autoras que en esta oportunidad nos competen representan diferentes momentos

en la producción literaria salvadoreña. Mientras que la obra de Claribel Alegría se inscribe

como parte de un proyecto cultural que expresa fe en el proyecto utópico revolucionario, a

lo largo del tiempo va transformándose con los diferentes momentos históricos. A pesar de

que la época de las revoluciones ha terminado, la lucha por los derechos humanos y por los

derechos de la mujer, sigue a medida que su obra se transforma y explora nuevos espacios

literarios, nuevos discursos de la intimidad que también tienen una dimensión política y que

transfieren la lucha del período revolucionario hacia otras luchas identitarias que han adquirido

relevancia en el momento actual.

De manera paralela, Jacinta Escudos se forja como escritora cuando todavía la guerra

estaba en curso y se incribe en el panorama literario produciendo, entre otras, una obra de

literatura testimonial titulada Apuntes de una historia de amor que no fue (1987). Un aspecto de

gran importancia en su obra es su capacidad de transformarse y la forma en que documenta el

contexto de transformación histórica en el que se crea. Pues su obra documenta la guerra, pero

también va transformándose paulatinamente en una obra que la narra desde una perspectiva

social y de denuncia, como es el caso de la narrativa testimonial, hacia una literatura que

explora la experiencia de la guerra a partir de la perspectiva de la mujer, del espacio privado,

de las relaciones personales, de pareja, de amantes, es decir, la experiencia de la guerra y el fin

de ésta también se plasma en sus textos a partir de una perspectiva de mujer que existe en el

espacio privado. Entre estos textos sobresale el relato “La noche de los escritores asesinos”,

el cual forma parte de su colección Cuentos sucios (1997).

Otro aspecto fundamental de la obra de Escudos es que reclama, por medio de sus

textos de ficción, el derecho que tiene la mujer de transformarse de un objeto del deseo en un

sujeto del deseo. Este cuestionamiento del centro y de su espacio de poder le permite también

explorar la pasión y el deseo como dimensiones fundamentales en la construcción identitaria

de un sujeto engendrado, valga la redundancia, con un género. En otras palabras, se trata de un

sujeto que para existir debe definir su género, y al hacerlo, someterse a una serie de relaciones

de poder que le afectan y le someten tanto en el espacio público como en el privado. Uno de

los espacios que la obra de Escudos explora a profundidad es el espacio de la familia y sus

relaciones de poder.

La exploración de Jacinta Escudos continúa en la actualidad, cuando no solamente

explora con otros géneros literarios como la crónica, sino también, cuando explora medios

alternativos para la difusión de sus escritos, como a través de columnas de opinión o de su blog

Jacintario.

Por su parte, Vanessa Núñez Handal retrata la experiencia de la clase media denunciando

la violencia de género, de clase, el trauma, la locura y la violencia que existe al interior del espacio

privado del hogar, de la familia, en las relaciones con los amigos. Su énfasis en la clase media es

fundamental, porque explora un espacio identitario que había sido relevado a la oscuridad en

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el ámbito de la producción literaria revolucionaria y que Núñéz Handal devela como

un espacio de violencia y de locura. Su primer novela, Los locos mueren de viejos (2008),

es un ejemplo sobresaliente de ello. Ha publicado además numerosos cuentos en

antologías y medios periódicos incluyendo la revista Narrativas de España, Sin casaca,

una colección del relato corto en Guatemala publicado por el Centro Cultural de

España, la antología de cuentos Cuento macho de la colección Libros Mínimos de

Guatemala, y en un suplemento especial de la publicación electrónica salvadoreña

Contrapunto.

Otro aspecto interesante de la perspectiva identitaria que nos presenta

Núñez Handal es su capacidad para narrar la realidad salvadoreña, la injusticia

social, la lucha popular, incluso la guerra, pero no desde la perspectiva de quienes

estuvieron involucrados ni desde la perspectiva que nos había presentado antes la

literatura testimonial, sino desde la perspectiva de la clase media alta que la miraba

desde fuera, a veces con indiferencia, a veces con ignorancia, a veces con sorpresa.

Su retrato de la clase media salvadoreña, su desglose de ésta, su capacidad crítica

de la realidad clasemediera, representa una contribución muy importante para la

discusión sobre la identidad salvadoreña actual.

Por su parte, Claudia Hernández tiene una obra innovadora que la ha

llevado a explorar diversos formatos de relatos cortos, algunos de ellos de corte

vanguardista y con un dejo de surrealismo, como sus relatos de la colección de La

canción del mar (2007), otros cargados de cinismo, desencanto, donde se explora la

deshumanización del individuo, la construcción de identidades transnacionales, la

violencia y la otredad, como la sobresaliente colección de relatos titulada Mediodía de

frontera (2002).

Claudia Hernández ha sido selectiva y cuidadosa a la hora de publicar su

obra, razón por la que su obra es de una calidad exquisita, de gran diversidad y quizá

una de las obras literarias con mayor amplitud y exploración del discurso. Mientras

que en Mediodía de frontera no solamente se expresa el desencanto de su momento,

también hay una exploración profunda de la deshumanización que se experimenta en

el espacio urbano salvadoreño, enfatizando la forma en que dicha deshumanización

se ha naturalizado al grado de llegar a ser parte de la vida cotidiana. Este efecto se

logra de forma muy convincente por medio de la frialdad con que el narrador nos

cuenta sobre el valor que el ser humano ha llegado a tener en este espacio social:

mucho menor que el de un animal.

Otro aspecto interesante de su obra es la capacidad que ha tenido para

retratar la transformación de la realidad salvadoreña y la incursión de un mundo

global a la realidad cotidiana del sujeto salvadoreño a través de la exploración de la

experiencia de migración. Su obra Olvida uno (2005) sobresale en este sentido.

Es así que la producción literaria salvadoreña en la actualidad presenta

un retrato de nuestra realidad: deshumanización, locura, trauma, aislamiento,

globalización e inmigración, pero también lucha por mantener la humanidad, la

cordura, la comunidad y el sentido de pertenencia a la nación, y de reinventar lo que

significa el ser salvadoreño.

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OBRAS CITADAS:

Alegría, Claribel y Darwin J. Flakoll. Cenizas de Izalco. Barcelona: Seix Barral, 1966.

Alegría, Claribel y Darwin J. Flakoll. No me agarran viva. La mujer salvadoreña en la lucha. México, D.F.: Ediciones Era,

1983.

Argueta, Manlio. Un día en la vida. San Salvador: UCA Editores, 1981.

Castellanos Moya, Horacio. El asco: Thomas Bernhard in San Salvador. San Salvador: Istmo Editores, 1997.

Castellanos Moya, Horacio. Indolencia. Antigua Guatemala: Ediciones del Pensativo, 2004.

Castellanos Moya, Horacio. Con la congoja de la pasada tormenta. Casi todos los cuentos. Barcelona: Tusquets Editores,

2009.

Dalton, Roque. Historias prohibidas del pulgarcito. México, D.F.: Siglo XXI, 1974.

Dalton, Roque. Pobrecito poeta que era yo. San José: EDUCA, 1976.

Escudos, Jacinta. Apuntes de una historia de amor que no fue. San Salvador: UCA Editores, 1987.

Escudos, Jacinta. Cuentos sucios. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 1997.

Escudos, Jacinta. Crónicas para sentimentales. Guatemala: F&G Editores, 2010.

Hernández, Claudia. Mediodía de frontera. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 2002.

Hernández, Claudia. La canción del mar. San Salvador: Suplemento cultural de La Prensa Gráfica, 2007.

Hernández, Claudia. Olvida Uno. San Salvador: Índole Editores, 2005.

Lara Martínez, Rafael. “Masculinidad, etnia y paisaje. Invención del espacio literario salvadoreño”. MS.

Lara Martínez, Rafael. “Mitos en lengua materna de los pipiles de Izalco en El Salvador por el Dr. Leonhard

Schultze- Jena, traducción de Rafael Lara Martínez”. Revista de temas nicaraguenses 16 (2009): 122-166.

Leonhard Schultze-Jena. Mitos y Leyendas de los pipiles de Izalco. San Salvador: Ediciones Cuscatlán, 1977.

Menén Desleal, Álvaro. Cuentos breves y maravillosos. San Salvador: Ministerio de Educación, 1963.

Menén Desleal, Álvaro. Una cuerda de nylon y oro y otros cuentos maravillosos. San Salvador: Ministerio de Educación,

1969.

Menén Desleal, Álvaro. La ilustre familia androide. Buenos Aires: Ediciones Orión, 1972.

Menén Desleal, Álvaro. Revolución en el país que edificó un castillo de hadas y otros cuentos maravillosos. San José: EDUCA,

1971.

Menjívar Ochoa, Rafael. Los héroes tienen sueño. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 1998.

Menjívar Ochoa, Rafael. Terceras personas. México, D.F.: Universidad Autónoma Metropolitana, 1996.

Núñez Handal, Vanessa. Los locos mueren de viejos. Guatemala, F&G Editores, 2008.

Ricardo Roque Baldovinos. “La formación del espacio literario en El Salvador en el siglo XIX”. Istmo: Revista virtual

de estudios culturales y literarios centroamericanos 3 (2002): n.p.

Salarrué. Cuentos de barro. San Salvador: Editorial la Montaña, 1933.

Salarrué. Cuentos de cipotes. San Salvador: Ministerio de Educación, 1974.

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Jaramillo Levi, Enrique, ed. Pequeñas resistencias 2. Antología del cuento centroamericano contemporáneo. Madrid: Editorial

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Lindo, Ricardo. Treinta cuentos. San Salvador: Ministerio de Educación, 1970.

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Mackenbach, Werner, ed. Cicatrices. Un retrato del cuento centroamericano. Anama editores, Managua, 2004.

Mackenbach, Werner, ed. Papayas und Bananen. Erotische und andere Erzählungen aus Zentralamerika. Trad. W.

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Santos, Rosario. And We Sold the Rain. Contemporary Fiction from Central America. New York: Four Walls Eight

Windows, 1988.

Silva, José Enrique. Breve antología del cuento salvadoreño. San Salvador: Editorial Universitaria, 1962.

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105


Claudia Hernández

© Periódico (LPG)

Claribel Alegría

Jacinta Escudos

CUENTOS

Vanessa Núñez Handal


Ilustración: Boris Hernández


CLAUDIA

HERNÁNDEZ

Claudia Hernández (San Salvador, 1975). Ha

publicado los libros De fronteras, Otras ciudades,

Olvida uno y La canción del mar. En el año 1998

recibió uno de los premios Juan Rulfo de Radio

Francia Internacional, en la categoría de cuento.

En 2004 obtuvo el prestigioso premio Anne

Seghers, en Alemania, por obra publicada. Ha

sido antologada en España, Italia, Francia, Estados

Unidos y Alemania.


INVITACIÓN

Salí porque fui invitada a hacerlo. Acababa

de bañarme y estaba asomando los ojos

a la ventana de mi habitación cuando, de

pronto, me vi pasar. Era yo. Pero no la yo que

miraba en las visiones del espejo, sino otra yo

que conocía y que tenía mucho tiempo de no

ver: yo niña. Imposible confundir mi mirada,

mi forma de andar, mi sombra, mi vestido

pálido y mis zapatos gruesos. Era yo que

pasaba frente a mi casa corriendo con tanta

velocidad que me hice dudar. Pensé que se

trataba de mi imaginación, que debía haber

salido a correr por las calles que, siendo de

una ciudad tan joven, se ven ya tan viejas.

Me quedé sonriendo por lo bueno que había

sido haberme visto de nuevo con los huesos

diminutos y los dientes de leche. Acomodé

mejor la vista en la ventana. Tenía la esperanza

de que, si me quedaba ahí, si esperaba, yo–

niña volvería a pasar sobre mi vuelo como

hacen las mariposas. Diez minutos después

(el tiempo que de pequeña me tomaba darle la

vuelta al barrio), yo–niña aparecí. Me detuve

frente a mí, que estaba esperándome en la

ventana, me sonreí de nuevo y corrí alrededor

del barrio siete veces en total. Entonces,

yo–niña me invité a bajar con un ademán

insistente. Yo –que deseaba bajar y tomarme

de la mano, y correr, correr, correr, correr,

correr-, bajé deprisa por las escaleras.

A mitad de ellas me di cuenta de

que estaba desnuda y me desistí de salir

porque recordé los vecinos sacaban a pasear

a sus infantes a esa hora. Segura de que se

alarmarían (las mujeres desnudas que corren

por las calles asidas de la mano de ellas mismas

cuando eran niñas no son muy frecuentes por

acá), subí a la habitación para gritarle que no

podía acompañarla porque estaba sin ropas y

que lo sentía mucho. Noté en su rostro que no

me había creído. Por eso, me asomé completa

a la ventana para probárselo.

Pareció no importarle. Seguía gritando

que saliera, que saliera ya, que saliera pronto,

que me apurara. Pataleaba con insistencia,

hacía temblar el asfalto. Me hacía angustiarme.

Y, cuando me llenó de desesperación por no

poder salir, entonces escuché mi voz –pero

no mi voz de niña ni mi voz de ahora, sino mi

voz de cuando esté ya muy vieja– que me decía

que saliera a jugar conmigo–niña, que no me

dejara esperándome. Me hablaba con voz de

mando. Me lo ordenaba mientras –como yo

no daba un paso para cubrirme el cuerpo–

me vestía con una sábana y me llevaba de

la mano rumbo a la salida. Escaleras abajo,

yo–vieja me colgué la llave de la casa al cuello

para cuando volviera, me saqué a la calle y

me di un empujón para que me alcanzara a

mí–niña, que, al verme salir, echó a correr

colgando las risas en el aire como si se tratara

de globos enormes.

Toda la mañana corrí tras de mí

sin darme alcance. Yo–niña me animaba a

aumentar la velocidad y a atraparme, pero

seguía corriendo más rápido de lo que a mi

edad puedo hacerlo. Corría y volvía a verme

burlona con mi risa de niña mientras yo–vieja

nos vigilaba desde mi puerta. Ambas se veían

satisfechas. Parecían modelos de un cuadro.

Lo único que quebrantaba la atmósfera de

armonía era yo, que no sonreía, que estaba

cansada y que me dolía de mis pies sin zapatos

lastimados por el asfalto caliente.

Dimos vueltas al barrio. De pronto,

yo-niña se internó en la ciudad. Intenté

seguirla guiándome solo por su carcajada.

Estaba empecinada en darle alcance, pero

tenía la desventaja de no saber dónde estaba.

No reconocía el paraje. La ciudad parecía

desordenarse detrás de mis pasos. No

encontraba yo una señal que me revelara su

Caballo Perdido Número 1

109


ubicación o la mía. Ni siquiera la gente me

ayudaba a situarme. Unas me decían que

estaba cerca de mi barrio; otras, que nunca

estaría más lejos que entonces. Por eso

preferí caminar sola. Sabía que, de alguna

manera, saldría de allí. Me pedí paciencia. Me

pedí esfuerzo. Me pedí no dejar de caminar.

Estaba segura de que conseguiría descifrar el

laberinto y salir de él. Pero toda mi seguridad

no alejaba la desesperación, que se posaba

sobre mí en forma de pájaros oscuros que

tenía que espantar con movimientos de

manos mientras caminaba.

Anduve tanto y tantas veces alrededor

de los mismos sitios que perdí la esperanza

de regresar. Y, cuando ya ni siquiera tenía

ilusiones, cuando ya ni siquiera deseaba dar

con mi casa, visualicé mi techo celeste y mi

ventana. Caminé hacia ellos en el ocaso. La

noche se precipitaba tras de mí.

Buscando refugiarme de las noches

frías de esta zona, tomé la llave que yo–vieja

me ató al cuello y la metí en la cerradura.

Entró sin problemas y hasta giró, mas no

abrió. Falló en los cuatro intentos. Entonces,

aunque vivo sola, toqué para que alguien me

abriera.

Cuando nadie atendió mi llamado,

comencé a pensar en donde encontrar un

cerrajero que me ayudara y no preguntara

porqué me había quedado fuera envuelta en

una sábana.

Pensando estaba cuando me cayó una

colcha encima. “Para el frío”, me dijo una voz

que venía de mi habitación y que distinguí de

inmediato porque era con la que hablaba en

la infancia. Yo-niña me miraba burlona desde

la ventana. Se reía de mí. Le grité que me

abriera, que me abriera de inmediato, que me

abriera ya. Pero no respondió a mi petición.

Solo sonrió y me hizo señales de despedida

con la mano hasta que llegué yo–vieja y la halé

hacia el interior de la casa. Me miró, como ve

la gente a un ser molesto cuando le pedí que

me abriera, cerró la ventana y desapareció.

Intuí que no me dejarían entrar más,

así que me di la vuelta y me interné en la ciudad

en búsqueda de un empleo que me permitiera

pagar una habitación en la que pudiera vivir.

Busqué un lugar en un edificio alto, muy

alto, un sitio donde las voces de la gente que

camina en la calle no pueden distinguirse para

que, si ellas regresan, no pueda yo escucharlas

ni aceptar sus invitaciones, ni salir a la calle, ni

quedarme de nuevo sin casa.

LÁZARO, EL BUITRE

De vez en cuando, a Lázaro se le salía

el instinto. Sucedía sobre todo en los funerales,

donde siempre había que mantenerlo lejos

del muerto porque se le acercaba de más y

decía en voz alta que quería comérselo, que

le despertaba el apetito. Entonces nos lo

llevábamos al restaurante más cercano a

tomar una copa y a que comiera algo.

Ordenaba carne cruda para que le

recordara al “bocado que acababa de dejar

en el ataúd”. Nosotros le celebrábamos el

comentario como si se tratara de la mejor

de las bromas, pero sabíamos que hablaba

en serio. Lázaro, bajo el traje y la sonrisa, era

un buitre como los otros. No lo disimulaba.

No se recortaba las garras ni plegaba las

alas, salvo cuando viajaba en autobús, por

consideración a los demás pasajeros. Pero,

una vez en la calle, las extendía de nuevo y, si

andaba más contento de lo usual, elevaba el

vuelo, surcaba la cuidad y coloreaba con sus

alas nuestro cielo de granito.

Era motivo de conversaciones tanto

si volaba como si se quedaba en tierra. La

gente le sonreía y lo saludaba, no porque

fuera un buitre, sino porque era gracioso,

amable. Caminaba por la ciudad soltando

frases corteses al aire y provocando pláticas

Caballo Perdido Número 1

110


en cada esquina. Como siempre tenía algo que

comentar, nadie lo excluía por ser un buitre ni

por tener plumas incrustadas en la piel y un

pico enorme en lugar de boca o por su estatura

de hombre, que es descomunal para un

buitre. Él se comportaba como hombre. Salía

temprano de casa y compraba los periódicos

de la tarde. Era un buen ciudadano, pese a

que no tenía sus papeles en orden ni había

hecho algo por obtenerlos.

Le agradaba a todo el mundo -a

los de las calles, a los del vecindario y hasta

a mí, que tenía que soportar su silencio

sobre mi techo- porque era simpático. Sus

chistes eran lo mejor que cualquiera hubiera

oído. Eran capaces de hacer reír hasta a los

que les corre vinagre por las venas. Uno

podía perdonarle cualquier cosa con tal de

conservar su compañía. El gusto por la carne

cruda durante las cenas que compartía con

nosotros, su arrogancia cuando hablaba de lo

bien que se siente volar sin ir encerrado en

un avión, el olor del polvillo que despedían

sus plumas y hasta su manía de salir por la

ventana en lugar de retirarse, como todos

nosotros, por la puerta eran tolerables. Yo

pude incluso perdonarle que, en un día de

hambre, arrebatara de mi terraza al perro de

mi señora (no puede uno negarle comida al

vecino) y que, otro día, hiriera por accidente

con sus garras el brazo de mi hija cuando

quiso tomarla durante un juego. Lo que no

pude excusarle fue la avidez con que le limpió

la sangre con su propia lengua.

Mi esposa, que no ve malas

intenciones, le dijo que no se abochornara,

que la herida cerraría porque mi hija tenía

un buen organismo. Hasta besó su mejilla

en agradecimiento porque él continuaba

lamiéndole la herida, sonriendo y haciéndole

cosquillas a mi hija. Ella, como los demás,

reía creyendo que él jugaba. Parecía que

habían olvidado que nadie que juega mira con

la voracidad con que él miraba a mi niña.

Lázaro deseaba comérsela como se

había comido al perro y como había querido

comerse a los muertos en los funerales, y

como comía la carne cruda en los restaurantes,

y como se habría comido a miles de animales

en el lugar de donde venía. Yo lo sabía. Lo

había descubierto. Él lo notó, por eso se

acercó a disculparse conmigo, a decirme que

aún no lograba controlar ciertos impulsos,

que no fuera yo a creer que él quería dañar

a mi hija. Le sonreí entonces y le dije que

no había problema. En verdad quise creerlo.

Pero, por la noche, lo veía en mis sueños

llevarse en las garras y el pico al perro muerto

de mi esposa, a mi hija y a mi hijo. En ellos,

los devoraba con deleite y luego, junto a una

banda inmensa de buitres, devoraba al resto

de las personas de esta ciudad.

Tras notarme nervioso los días

siguientes, me invitó a salir para que olvidara

lo sucedido. Me rehusé la mayor parte de las

veces. Por fin, acepté y lo llevé de caza sin

decirle a nadie y sin darle tiempo para que

avisara hacia dónde saldría. Él, encantado,

insistió durante el camino en que -gracias a

su vuelo, su vista y sus garras- atraparíamos

piezas valiosas. Cada vez que lo afirmaba, le

brillaban los ojos de deseo.

Una vez en el campo, él volaba alto y

dibujaba círculos en el cielo mientras yo fingía

buscar liebres. Lázaro, cada cierto tiempo,

descendía y volvía a mí con una pieza enorme

incrustada en las uñas. La depositaba a mis

pies, me miraba con malicia y decía que aún

podía traer algo más grande. Yo sonreía.

Después de siete piezas, voló alto y

dibujó círculos en el trozo de cielo que estaba

sobre mí. Supe entonces que era mi momento.

Antes de que decidiera arrojarse sobre mí,

le disparé. Mientras galanteaba su vuelo, le

disparé. Mientras se precipitaba herido, le

disparé. Le disparé también cuando cayó.

Incluso cuando ya estaba muerto le disparé.

Luego regresé a casa, donde nadie había

Caballo Perdido Número 1

111


notado nuestra ausencia porque yo había

vuelto a la misma hora de todos los días.

Cuando comentaban que ya no

aparecía y ya no volaba, yo sugería que a

lo mejor se había marchado, así, sin avisar,

como había llegado. O que, a lo mejor, nunca

había sido, nunca había estado ni se había

llamado Lázaro, sino que solo había sido un

sueño colectivo. Y, como la gente dejó de

preocuparse y olvidó con facilidad, yo decidí

hacer igual. Así, cuando el dueño del edificio

vino una tarde a desalojar sus pertenencias,

me lamenté como el resto por su ausencia y

ayudé a desalojar sus pertenencias. De entre

todo lo que sacamos, me quedé con uno de

sus trajes. Los demás se quedaron aguardando

la llegada del siguiente vecino.

LA VOZ DEL JARDÍN

Había una voz en el jardín que,

al hablar, provocaba que las cortinas de la

habitación se elevaran del suave modo en

que lo hacen cuando el viento de final del

invierno entra a la casa. Era una voz dulce a

veces y a veces severa que conocía nuestros

nombres y ofrecía enseñarnos, si salíamos al

verdor, hermosas canciones que no podían

ser entonadas por voces humanas. Su sonido

estremecía siempre nuestros corazones y

dificultaba nuestra respiración. Temíamos

que nos sedujera como al hermano de nuestra

madre y nos sucediera lo mismo que a él, que

se fue y no regresó más después de que salió

para escuchar a la voz cantar la canción de

uno que se fue y no volvió jamás.

Jamás le contestábamos. Por más que

nos llamaba, permanecíamos en silencio y de

espaldas a ella, como nos habían dicho que

debíamos hacer. Nos tapábamos los oídos

con las manos y mirábamos hacia el piso hasta

que su presencia se desvanecía. Estábamos

seguras de que desistiría de invitarnos, tal

como sucedió. Fue llamando cada vez con

menos frecuencia y cada vez de manera más

silenciosa hasta que se convirtió primero

en un murmullo lejano; luego, en silencio y,

después, en vacío.

Sentimos alivio cuando por fin

la brisa que entraba era solo brisa que no

pronunciaba nuestros nombres y el jardín

era solo un espacio verde sin más habitantes

que las plantas, los pájaros y los insectos.

Pasábamos el día completo sin temores

ni sobresaltos. Disfrutamos las horas y el

silencio hasta que, con el paso del tiempo,

el vacío se nos volvió primero inquietante,

luego lamentable y después angustiante. No

podíamos explicarnos la zozobra que nos

producía. Rompíamos a llorar porque la brisa

que entraba era solo brisa que no pronunciaba

nuestros nombres y que el jardín no era más

que un espacio verde sin otros habitantes

que las plantas, los pájaros y los insectos.

Terminamos por salir a rogarle a gritos a la

voz que regresara a anidar en nuestro sitio,

a rogarle que nos cantara las canciones que

antes nos ofrecía, a que al menos pronunciara

nuestros nombres. Creíamos que volvería si

seguíamos suplicándoselo, pero estábamos

equivocadas. Ella no volvería: nos lo dijo el

vacío en la terrible canción de las hermanas

que perdieron su oportunidad.

Caballo Perdido Número 1

112


Ilustración: Johan David Sierra García


CLARIBEL ALEGRÍA

EL DESPERTAR

Claribel Alegría (Estelí, Nicaragua, 1924). Sus

obras son, entre otras: Anillo de silencio (1948), Pasaré

a cobrar y otros poemas (1973), Sobrevivo (1978),

Premio Casa de las Américas de Poesía), Flores del

volcán; Suma y sigue (1981), Luisa en el país de la realidad

(1987) Cenizas de Izalco (1966), No me agarran

viva: la mujer salvadoreña en lucha (1983), Para romper

el silencio: resistencia y lucha en las cárceles salvadoreñas

(1984), Ars Poética. Antología (1948-2006)

Fue a mediados de mayo. Laura y Juan

Carlos, sentados frente a una mesita

del bar contemplaban el paisaje marino

saboreando un Extra Seco. Habían venido

a pasar el fin de semana a Montelimar y se

hospedaban en uno de sus bungalows, el

número 233.

–¿Por qué no vamos a nadar un

ratito y después volvemos a terminarnos las

bebidas? -sugirió Laura-. El sol ya se va a

hundir y quiero ver la chispa verde. ¿Nunca

la viste, verdad?

–No –dijo Juan Carlos–, creo que

son cuentos tuyos.

–Vamos –se puso de pie Laura.

–No se lleve las bebidas –le dijo Juan

Caballo Perdido Número 1

114


Carlos al mesero-, dentro de diez minutos

regresamos.

–Está bien, pero mejor déjelas

pagadas.

Juan Carlos sacó dos billetes y se los

extendió.

–Podés quedarte con el vuelto –dijo.

Laura salió corriendo hacia la playa

en su bikini estampado y Juan Carlos la siguió

con pasos mesurados.

–Apurate – gritó Laura–. O no vas a

ver nada.

Agarrados de la mano se internaron

los dos hasta que el agua les llegó a la cintura.

El sol, un enorme disco rojo, empezaba a

hundirse en el horizonte.

–No dejés de mirarlo y procurá no

pestañear -dijo Laura con voz cantarina-,

cuando veás la luz verde, pedí tres cosas y

verás cómo se te conceden.

–Supersticiones –le apretó Juan

Carlos la mano y ambos fijaron su mirada en

el sol.

–Ya, ya se va a hundir -decía ella

cuando una enorme ola los aplastó contra

el fondo separándolos, arrollándolos,

succionándolos mar adentro en la resaca.

Laura alcanzó la superficie. Intentó gritar

pero no pudo. Tenía la boca y la garganta

llenas de agua salada y estaba enloquecida de

terror. Otra ola gigante la cubrió, la sacudió

en sus fauces como si fuera una muñeca de

trapo, la sumergió de nuevo y entonces sí, ella

gritó y el mar entró a su boca y a sus narices

entorpeciendo el aullido. Los segundos se

dilataron, se volvieron horas mientras ella

agitaba piernas y brazos convulsivamente. De

pronto, un pie tocó la arena y se orientó en un

mundo de arriba y abajo, de planos separados

de agua y aire.

Luchó a ciegas por alcanzar la

playa y se lanzó sobre el reflujo de una ola

agarrándose a la arena. Levantó la cabeza,

aturdida. Divisó a Juan Carlos a unos cuantos

metros de distancia haciendo esfuerzos

por levantarse y salió tambaleándose, a su

encuentro. Se besaron desesperadamente y se

tumbaron sobre la playa. Estaban magullados

y adoloridos.

–Qué susto – dijo Laura–, te juro que

creí que me moría.

–Yo también. Todo debe haber

durado un minuto, pero sentí que eran siglos

y qué cosa curiosa, de repente perdí el miedo,

pensé que qué manera más idiota de morir y

vi cómo toda mi vida desfilaba ante mí.

–Lástima que no viste la luz verde.

Juan Carlos sonrió y no dijo nada.

–Lo increíble –cambió ella de tema–,

es que tragué toneladas de agua y ahora no

siento nada en los pulmones.

–Yo tampoco, la debemos haber

vomitado sin darnos cuenta.

–Podríamos habernos muerto –abrió

Laura grandes los ojos–, juro que no vuelvo a

meterme al mar.

–Después de semejante susto –hizo

Juan Carlos una mueca y se estremeció–, lo

que más necesito en este mundo es un trago

fuerte para brindar a la vida. ¿Qué te parece

si volvemos al bar? Se incorporaron con

dificultad y caminando despacio se dirigieron

hacia allí. Las bebidas los estaban esperando

en la mesita.

–Qué rico sabe este ron –dijo Juan

Carlos–, más rico que hace unos minutos.

–Tenés razón-, tiene como un sabor

más intenso.

–En cambio la música –torció Juan

Carlos el rostro–, me golpea los oídos. Le diré

al camarero que la ponga más baja.

Se levantó, fue hasta el mostrador

y pidió que la bajaran. No hubo caso. Julio

Iglesias seguía cantando a voz en cuello.

–Estaba mirando esta rodajita de

limón – dijo Laura cuando volvió Juan Carlos–,

nunca me había dado cuenta de este verde

iridiscente que tiene el limón. Parece mentira

que sólo hasta ahora lo haya descubierto.

–Es como si de pronto todo se hu-

Caballo Perdido Número 1

115


biera intensificado –dijo Juan Carlos–, mirale

la cara al mesero. ¿Te habías dado cuenta de

la enorme tristeza y de la rabia que ese rostro

encierra? Laura levantó la vista de la rodaja de

limón y la fijó en el rostro del mesero que les

servía a los otros dos parroquianos en la mesa

de al lado.

–Increíble –dijo–, dan ganas de llorar.

–¿Querés otro ron?

–No, amor, estoy muy cansada y no

soporto la música.

Cuando salieron Laura levantó la mirada

hacia el cielo. Las estrellas eran enormes,

jamás había visto estrellas así. Brillaban de

una manera extraña y se sintió al borde del

vértigo.

–¿Sabés? –dijo–, me siento igualito a

aquella vez que tomamos LSD. ¿Te acordás?

–Es verdad, yo también. Sólo entonces

he sentido esa intensificación de las cosas

que siento hoy. Estuvimos a punto de ahogarnos,

¿será eso?

–Fue horrible –dijo Laura apretándole

la mano-, procuremos olvidarlo.

Los bunagalows eran todos igualitos.

Caminaron dos cuadras en silencio y doblaron

a la izquierda.

–Creo que es por aquí –dijo Juan

Carlos-. Estoy confundido.

–Parece un laberinto.

–No, no es por aquí, creo que había

que doblar a la derecha.

–Estoy tan cansada, ni un alma a

quien preguntarle. ¿Te fijaste que fuera de la

pareja que dejamos en el bar no hemos visto

a ningún otro turista?

–Sí que me fijé. La crisis es tremenda,

pero qué lindo tener la playa para uno solo,

¿verdad?

Siguieron caminado y perdiéndose

en el laberinto hasta que por fin, después de

más de media hora de dar vueltas y sintiéndose

ambos exhaustos, Juan Carlos descubrió el

número 233.

Laura entró primero y fue directamente al

baño. Cuando volvió al dormitorio Juan Carlos

ya estaba dormido. Ni siquiera se había

quitado la calzoneta. Se tendió junto a él, desnuda,

apagó la lamparita de la mesa de noche

y se quedó dormida.

Soñó: La luz de la mañana entraba

a chorros por la ventana y se filtraba por las

cortinas iluminando la habitación. Dos muchachas

vestidas en uniforme azul y delantal

blanco entraron conversando. Laura trató de

incorporarse y no pudo. Sentía el cuerpo pesado.

Trató de increparlas y tampoco pudo.

La voz no le salía, era como si tuviera la boca

llena de algodones. Trató de despertar a Juan

Carlos. Todo en vano. Más que miedo sentía

indignación. Reconoció que estaba atrapada

en un sueño. La familiar sensación de pesadilla

en la que uno queda inerme ante las circunstancias.

Las dos muchachas se dirigieron

al armario.

–Empecemos por aquí –dijo una.

Laura las miró atónita, enmudecida,

mientras ellas empezaron a sacar la ropa y lo

metieron todo en la maleta que reposaba sobre

un banquito, al lado. Cuando terminaron

se dirigieron al baño.

–“Opio de St. Laurent” –exclamó la

más bajita-, voy a quedármelo de propina.

–Hacés bien –dijo la otra estallando

en risas-, yo en cambio me quedaré con el bikini

amarillo que encontré en el closet.

Regresaron al dormitorio y entre las

dos pusieron la maleta sobre la cama para cerrarla.

Fue sólo entonces, cuando la colocaron

sobre sus piernas sin que ella sintiera nada,

absolutamente nada, que Laura comprendió.

Caballo Perdido Número 1

116


Ilustración: Mirot Caballero

Caballo Perdido Edición 1

117


JACINTA

ESCUDOS

EL ESPACIO DE LAS COSAS

Jacinta Escudos (El Salvador). Ha

cultivado los géneros de novela, cuento,

poesía, crónica y ensayo. Fue escritora

residente en la Heinrich Böll Haus de

Alemania y de La Maison des Écrivains

Étrangers et des Traducteurs de Saint-

Nazaire, Francia, ambas en el año 2000.

Entre sus publicaciones destacan Cuentos

sucios (1997), El desencanto (2001), Felicidad

doméstica y otras cosas aterradoras (2002) y

A-B-Sudario (2003).

El hombre está dormido boca arriba

cuando siente el temblor.

Se despierta alterado y piensa que es

un terremoto y su primer reflejo es saltar de

la cama, salir del cuarto, buscar refugio bajo el

arco de una puerta como suelen recomendar.

Busca la orilla de la cama y comienza a levantar

el mosquitero, agitado, con mucha prisa. La

rapidez es importante en estos casos. No sabe

si el temblor sigue o si son sus nervios los que

hacen temblar su cuerpo, pero alterado como


está y cegado por la oscuridad de la habitación,

no encuentra el borde del mosquitero contra

el cual se debate enfurecido, sintiendo que la

tela es una pegajosa sombra que se le enreda

entre las manos y los brazos.

Ya desesperado, decide dar un jalón

para arrancar la tela, partirla, pero la tela

no se rompe y se estira como chicle en sus

manos al tiempo que la siente pegajosa y

húmeda y se pregunta por qué el mosquitero

está mojado, no concuerda, no tiene ningún

sentido y ya no importa si el temblor continúa

o no porque está atascado hasta las orejas con

el mosquitero y lo único que le interesa es

desenredarse, encender la luz, recuperarse del

susto y volver a dormir.

Mientras tanto, los ojos se acomodan

a la oscuridad y nota que el mosquitero está

totalmente deshilachado, o eso parece, y se

le pega en las manos y el cuerpo, y mientras

más se mueve para desenredarse, más parece

atascarse. Siente que algo lo jala por detrás

y piensa que sus propias maniobras lo están

enredando más en los hilos. Voltea la cabeza

para saber lo que pasa y mira la sombra de lo

que parece una gigantesca araña que avanza

hacia él a velocidad vertiginosa.

El hombre queda paralizado un

momento, tratando de comprender, “las

arañas gigantes no existen”, se repite a sí

mismo como un mantra, pero la verdad es

que a medida que se acerca aquella sombra

se convence de que lo que viene es una araña

de ojos rojos y patas espantosamente peludas

y en lo que parece la boca del animal hay un

par de mandíbulas que se abren y se cierran

lanzando un líquido que viene a pegársele a la

piel junto con los restos del mosquitero.

El hombre se agita, apurado, trata

de zafarse antes de ser alcanzado, pero se

da cuenta que el líquido que el animal lanza

comienza a atarle los pies y a envolverle las

piernas, desesperado comienza a gritar, a pedir

auxilio a los vecinos o a cualquiera que pueda

escucharlo, mientras la araña, ya encima de él,

continúa llenándolo de saliva y tejiéndole una

mortaja al hombre que poco a poco comienza

a tener el aspecto de una momia.

Se siente paralizado, inútil, tan

atemorizado por los ojos rojos de la araña

que están tan cerca de su cabeza que prefiere

callar y dejar de gritar porque piensa que la

araña podrá enfadarse y arrancarle la cabeza

de un mordisco y siente el cuerpo apretado

dentro del capullo de la saliva que el arácnido

teje a toda prisa para evitar que la presa escape

porque las arañas prefieren su alimento

fresco.

El hombre ya no resiste. No hay nada

que hacer. Apretado en su camisa de fuerza,

en su capullo de muerte, cierra los ojos para

no ver más y piensa que quizás está dormido

y que tiene que hacer un intento por despertar

ahora, en este preciso instante antes de que

penetre la oscuridad total en sus ojos, antes

que el insecto lo toque con sus mandíbulas y

le quite el último momento de visión que le

queda porque la araña cierra el capullo que

envuelve su alimento, y se acerca y comienza

a chupar su contenido, a sorberlo lentamente

mientras se escucha un leve gemido que no

perturba a la araña que sorbe el alimento

hasta el final, hasta exprimirlo, hasta dejar un

pequeño casco vacío, disecado y comprimido,

uno más entre tantos puntos blancos, grises y

negros que cuelgan de la telaraña en la esquina

del dormitorio, una basurita que cae cuando la

tela es sacudida a medida que la araña se retira

a su esquina para esperar el próximo alimento,

basurita que cae sobre el papel sobre el cual

una mujer escribe de noche, en su escritorio

y que ella limpia con la mano, fastidiada,

tirándola al suelo, una basurita blanca que la

asistente doméstica barre al día siguiente, con

el resto del polvo y la suciedad que encuentra

en el suelo de aquella habitación.

© Jacinta Escudos

Del libro El Diablo sabe mi nombre,

Uruk Editores, Costa Rica, 2008

Caballo Perdido Número 1

119


VANESSA Núñez

Handal

Vanessa Núñez Handal (1973, San Salvador).

Magíster en Literatura Hispanoamericana. Se

desempeña como profesora en la Universidad

Rafael Landívar. Publicaciones suyas son: “Cuentos

sucios” o del reflejo de la realidad patriarcal, análisis de la

obra de Jacinta Escudos desde la perspectiva de género; Un

gato en mi jardín, Los locos mueren de viejos.


ELLA CAMINA SIN BOLSO

Ella camina sin bolso. Lo ha olvidado en casa o lo dejó a propósito

dentro del coche. También se ha dejado los lentes, por eso no

reconoce a nadie, ni quiere hacerlo. Todos le parecen una mancha

borrosa que apenas diferencia del entorno.

Cuando piensa en su niñez, recuerda al pasar por la panadería,

la invade siempre un vago temor.

Cuando alguien le pregunta por su vida, nunca sabe qué

responder. Nunca está segura si quieren saber de ésta, la nueva o la

recién estrenada.

Esta vez no se detendrá por el pan. Sabe que no lleva un

quinto, y no podría si quiera comprar un trozo de pastel.

La vida, en cambio, no se vive en pedazos. Lo sabe hace

mucho. En una vida se viven mil más. Son varias ocupando un mismo

cuerpo, dentro del cual van muriendo sin anunciar enfermedad o

agonía. Mueren en silencio, como avergonzadas de no tener más que

ofrecer.

El sol, que a esta hora de la tarde calienta su cabello y le hace

sudar las manos, las axilas y la nuca, le impide pensar con claridad, lo

Caballo Perdido Número 1

121


que es un alivio tomando en cuenta lo que la

ocupa.

Siempre sucede. Recuerda las ocasiones

en que ha despertado y junto a ella amanecen

vidas nuevas. Y aunque jamás ha podido

asegurar si la anterior se ha dado cuenta

de su caída, está segura de que las nuevas

siempre son conscientes de su nacimiento, y

es por ello que lo anuncian con pompas. Y,

entre la tristeza de haber perdido a la anterior

y la alegría de recibir a la nueva, el sentimiento

se vuelve angustia, lo que da inicio a la muerte

de la recién llegada.

Su silueta cruza frente a la vitrina de

la farmacia, misma que durante años, quizás

décadas, ha estado en la esquina. Año con

año, al volver de cualquier parte, ha pasado

frente al negocio y se ha observado. En aquel

espejo improvisado se ha visto caminar, correr,

huir de la lluvia, estornudar, anudarse el

cabello en una cola, planchar con sus manos

su falda, beber un sorbo de café.

Por eso, más que por otra cosa, sabe

cómo ha sido estos años. Pero jamás, también

lo sabe, ha sido capaz de percibir cambios

físicos. Estos, si es que los ha habido, han sido

más de humor o de estado de ánimo.

No es verdad –hoy puede decirlo–

que, como creyó durante algunos años, las

arrugas que rodean sus ojos las haya adquirido

en una de las mencionadas transacciones.

Estaban ahí desde siempre, desde antes de

que supiera que sonreír arruina el cutis.

Además, según ella ha notado, nadie

las ha percibido. Tampoco ella se las ha hecho

notar. Los más cercanos, los que alguna vez

se tomaron el tiempo de escucharla, –como

la mujer que se encarga de meter los bollos

al horno en la panadería, contar el tiempo y

sacarlos antes de que se quemen, la anciana

que prepara el café y el hombrecillo de bata

blanca que despacha en la farmacia y sabe

aplicar inyecciones sin dolor en la cuarta

exterior de la cadera– la habrían tomado por

loca.

Para los demás –a los que nunca dirigió

la palabra– no fue nada, o quizá pensaron que

se trataba de un mero agotamiento.

Y es que todo comenzó –hoy lo

recuerda al pasar frente al kiosko donde hace

algunos años vendían deliciosas paletas de

frutas y leche–, con un ataúd abierto al fondo

del salón. Entonces pudo ver los zapatos

sobresaliendo –o quizá los inventó– ya no

sabe. Células inmensas de color blanco y

centros rosados la acosaron durante algunas

noches. Otras, era un mar enfurecido que

arrastraba todo. Pero era el olor a pino y laurel

lo que jamás habría de sacar de su memoria

olfativa.

Acuclillada en el andén, esperaba.

Los demás niños la invitaban a jugar. Ella se

negaba meneando la cabeza. ¿Cómo pueden?

¿Acaso no saben? Todos mueren. Dejan de

existir entre las paredes, que un día dejan de

sentir las palmas de sus inquilinos.

Supo entonces que jamás le sería

posible borrar el sentimiento, pero tampoco

tuvo el valor para enterarlos. Era suficientemente

atroz que ella lo supiera. Gritar tampoco

habría servido, porque el gesto la convertiría

en “no querida”, y el amor –lo que hoy

llama recuerdo–, si es que algunas vez existió,

era lo único que podía salvarla.

Desde entonces, decidió dejarlos

gozar por un tiempo hasta que la conciencia

les quitara la sonrisa del rostro y supieran que

se irían. ¿A dónde? Un escalofrío palmeó su

espalda. Había llegado.

Dejarse caer de las alturas con las

alas atadas, murmuró. Al fin y al cabo que

la niña, decían siempre, era inteligente. Sabía

poesías de memoria y tenía ojos que buscaban

anclas, que siempre llegaron tarde.

Colocó el paraguas en el perchero. Se

alisó la falda con las manos y entró con aire

de consternación. Las personas se disponían

ya en torno al salón. Murmuraban. Era el

momento, se dijo, de cambiarle el nombre al

miedo, y gritó.

Caballo Perdido Número 1

122


Ilustración: Johan David Sierra García


UN PROFETA


EL AMIGO DE MARIO


elCAFÉ

En

Juan Manuel Roca

Fotografía: Johan David Sierra García


Puro cuento

“Un cuadro colgado en un museo es,

posiblemente, lo que tiene que escuchar más

tonterías en todo el mundo”.

Hermanos Goncourt

Juan Manuel Roca (Medellín, 1946).

En 1997 recibió el doctorado honoris

causa en literatura, otorgado

por la Universidad del Valle. Algunos

de sus libros de poemas publicados

son: Memoria del agua (1973);

Luna de ciegos (1975); Ciudadano de

la noche (1989); La farmacia del ángel

(1995) En narrativa: Las plagas

secretas y otros cuentos (2001); Esa

maldita costumbre de morir (novela,

2003). Libros de ensayos: Museo de

encuentros (1995).

Cautiva de mí, presa de mí, exiliada de mí por artes de

un hechizo, vivo en un cuadro, en un café desvelado.

Se que Gauguin en su lucha con el ángel ganó el duelo

y que en su lucha con el diablo lo perdió, pero en esa

guerra aprendió a vivir tras el claroscuro del tiempo.

Como yo, Madame Ginoux, que soy parte inmortal de

su progenie.

Ahora sale el sol, un sol vendimiero y picante

que nos invita a levantar de la mesa del café. No es el

sol hipócrita que se anuncia entre la niebla parisina de

otros días y que crispaba al pelirojo pintor obseso de

amarillo. El señor Gauguin lo llamaba el zuavo, tal vez

porque Van Gogh había hecho un retrato de un zuavo

peregrino.

La verdad es que yo, Madame Ginoux, no

conozco en detalle lo que rodea la escena, pues estoy

de espaldas al suceso. Sólo tengo por delante una mesa

de mármol más fría que esta galería del Museo en que

reposo, y en ella una botella de grifo, una copa esmerilada

y a medio llenar, un pequeño plato con restos de una

mantequilla que aún, en este año de desgracias de 1999,

no se hace rancia. Corre, y no deja de correr ya nunca

más, el año de 1888 en el que fui cautiva del pincel de

Gauguin, como si hubiera pinchado mi dedo en la rueca

del sueño.

No sé que ocurre tras de mí, pero por tanto

profesor que desliza su mirada y por tanto visitante del

Museo que se detiene ante mi eterna sonrisa, he oido

Caballo Perdido Número 1

127


que hay una mesa de billar que algunos comparan con la del “café

nocturno” de Van Gogh.

El señor Gauguin, que ya no va a la Bolsa de valores pues ha

renunciado a la vida burguesa, ha raptado al zuavo del cuadro de su

amigo y lo ha invitado a sentarse junto a un hombre que dormita, quizá,

un sueño de alcohol donde chapalea el olvido. Yo misma posé alguna

vez para Van Gogh. Creo que Gauguin y Van Gogh intercambiaban

fantasmas porque acá está, dicen algunos críticos con caras de velorio,

el cartero Roulin con su gorra imperdible charlando con tres damas de

ocasión, prostitutas, aldeanas, como todas las chicas de los burdeles de

Arles. ¿Eran Blanche, Monelle, Solange? No recuerdo si alguna de ellas

recibió de Van Gogh el caracol de su oreja. Ni si el cartero les trajo

algún mensaje, pero allí está, tras la jornada de nomadeo por calles

empedradas donde reparte cartas, trozos de lejanía. Hay una modorra

similar al nirvana de un gato y tres bolas de billar quietas sobre la verde

sábana de la mesa, lo que agrega –dice el hombre de boina ladeada

parado frente a mí como ante un espejo– una atmósfera de mayor

quietud al óleo, a las figuras convocadas.

–Creo que en los rostros he alcanzado una gran simplicidad

rústica y supersticiosa, le dijo un día Gauguin a su amigo.

Y yo no sé, no puedo verme, ignoro si tengo un rostro rústico

y algo agorero en mi semblante. Vivo en un cuadro y esto es como

vivir en cuatro esquinas a la vez. Es extraño que mi antiguo local, que

mi Café de la Gare, del cual soy propietaria, ya no quede en Arles, sino

en este rincón de un museo parisino.

El cuadro en el que vivo es un homenaje de Gauguin a Van

Gogh. Tiene, según dicen, rojos, verdes y ocres, semejantes a los del

“café nocturno” del impaciente pintor. Muchas veces los vi llegar a

mi dulce abrevadero, ruidosos, levantiscos, pendencieros. Gauguin,

arrogante, levantando su perfil de águila e impostando ser descendiente

de incas o nieto de un tal Simón Bolívar, era terco como el mar. Un año

antes de que lograra el hechizo de fijarme en el tiempo, había estado

paleando en el canal de Panamá y paseando su “ojo ejercitado” de

pintor por Martinica, la isla lamida por un mar que mecía su recuerdo

como una inmensa cuna.

Su abuela se llamaba Flora, Flora Tristán. Era paria como él,

revolucionaria como él, arisca como él. Y su padre, Clovis Gauguin,

periodista al fin y al cabo, habría de morir en Puerto del Hambre,

cuando iba con toda su familia hacia Perú, es decir, hacia el mito o el

olvido.

Es 1888 en el cuadro y en la vida. Un trágico año en el que Van

Gogh esgrime una navaja contra su amigo, el mismo año en que Van

Gogh se cercena una oreja (alguien dice que lo hizo para no escuchar

el canto idiota de la época) y la envía, como quien entrega un souvenir,

a una prostituta. Es un año negro, aunque el negro no exista según

Caballo Perdido Número 1

128


las palabras de Gauguin: “rechacen el negro, y esa mezcla de blanco y de

negro que se llama gris. Nada es negro, nada es gris. Lo que parece gris es

un compuesto de matices claros que puede adivinar un ojo ejercitado”. Pero

si no hay negro, si no hay gris, no sé como llamar este febril año de 1888,

me digo, y no borro mi sonrisa ni bajo mi puño acodado a la mesa desde

la que veo cruzar el mundo, el lento mundo. Es 1888 y mi pintor martilla

tres clavos de óleo a un “Cristo amarillo”. Ebrio de color, da de beber a

su soledad, a su sombra y a su hastío, habla solo y se dice que una paleta

embrujada está hecha de ocres rojos, de bermellón y amarillo de cadmio, de

verde esmeralda, azul de cobalto y azul de Prusia, todos mezclados en una

marmita, la pasión.

Ama a la mujer como a un país desconocido y a la bebida como a

una estación para el festejo. Un día Van Gogh dijo algo así: Paul es un ser en

el que la sangre y el sexo prevalecen sobre la ambición.

Ahora cruza un pedante frente a mí y atomiza mis recuerdos: “al

pintor que hizo este engendro de colores, no le adjudicarían hoy una plaza

de profesor en ninguna escuela de Bellas Artes”. Y sigue de largo. A cada

tanto aparecen por acá los artistas del desdén: son dioses sin Olimpo.

Hay otros que se aproximan a mi rostro y me examinan como a un

mapa. Quieren encontrar el truco, la pincelada de la eterna juventud, pero

sólo me dejan un rancio olor a vino. Muchos de ellos, parisinos malolientes,

parece que llevaran en la boca algún muerto insepulto.

Pero nada tan parecido como un Museo y una sesión de espiritismo.

En torno de los cuadros, el medium, con los ojos en blanco, habla. Tiene una

voz distinta para cada cuadro, describe el mobiliario de una pintura como

si él lo hubiera fabricado, e invoca a los espíritus. Sabe que soy Madame

Ginoux, mesonera, dueña de burdel, dama de café, amiga de dos pintores

salvajes, los locos de Arles a los que llama por medio de mi oido. Tiene el

vicio de la historia. Por eso me pregunta qué se siente viviendo más allá de

un simple cuerpo, qué se siente atrapado en un espejo, mientras el cuerpo

es, hace ya muchos soles, un suave pasto de olvidos.

Mis ojos sólo parpadean cuando se prenden y apagan las luces

del Museo. No se cierran mis ojos aún cuando la noche echa a andar por

los pasillos con pasos de bailarina, con pies de musgo o de gamo. El viejo

guardián duerme en su rústica silla, a veces lo hace bajo el cuadro en el que

vivo. Y es como si su figura silente se sumara al zuavo y al durmiente, al

cartero Roulin y a las tres mujeres. En realidad, duerme bajo mi mesa de

mármol, más fría que esta galería del Museo.

Ahora sale el sol, un sol vendimiero y picante que nos invita a

levantarnos de la mesa del café. Pero él único que lo hace es el guardián. Él

abre sus ojos para envidia de nosotros, que nunca los cerramos.

Para Germán Espinosa

Caballo Perdido Número 1

129


Federico Nietzsche

en el paraíso

Miguel Ángel Manrique

Fotografía: Johan David Sierra García

Miguel Ángel Manrique. Estudió literatura en la

Universidad Nacional de Colombia. Se especializó

en Ciencias de la Comunicación en la Universidad

Autónoma de Barcelona, España y obtuvo

una Maestría en Educación en la Universidad

Externado de Colombia. Autor de los libros de

cuentos La mirada enferma (2005) y Confesiones de

un mutante (2002). En 2008 su novela Disturbio

fue Premio Nacional de Novela del Ministerio de

Cultura.


la fiesta que se celebraba en el Paraíso

A podían asistir todos los filósofos. Allí

estaba sentado el Creador con Trinity, su

inseparable asistente negra. Ella le dijo que

durante el año los temas discutidos fueron

importantes para el bienestar del Paraíso.

Pero que a ella le gustaría que hablaran un día

del amor.

—Me parece un gran tema, Trinity

—dijo el Creador—, ¿a quién quieres invitar?

—Me gustaría escuchar a Sócrates

—dijo Trinity.

—He tenido la oportunidad de

conversar con el maestro en más de una

ocasión —dijo el Creador—, me agradará

tenerlo de nuevo entre nosotros. Pero tengo

pensado invitar a otras mentes para hablar

del tema. Platón no asistirá a esta cena, pero

estoy seguro de que nos estará pensando.

Conversaban animadamente, cuando

se acercó Federico Nietzsche ebrio y con la

camisa fuera del pantalón. Saludó a Trinity

con un beso en la mejilla y luego se dirigió al

Creador.

—Le tengo noticias, caballero —dijo

Nietzsche. Pertenecía a un buen grupo de

seres que no llamaban Señor al Creador—.

Presiento que alguien lo quiere matar.

Trinity se sobresaltó. Nunca escuchó

que alguien quisiera hacerle algún daño al

Creador, así que de inmediato hizo un par de

llamadas por su teléfono celular y al instante

unos enormes pero discretos guardaespaldas

crearon una serie de anillos de seguridad

alrededor del lugar donde estaba el Creador.

—¿Por qué dices eso, Federico?

—preguntó el Creador.

—Porque hay quienes creemos

—respondió Nietzsche—, que te has

convertido en un mariquita, en un débil y

malogrado Creador, y por eso, debes perecer.

—Sé, Federico —dijo el Creador—,

que jamás nos hemos entendido bien tú y yo.

No obstante, te dejo vivir a tus anchas en este

lugar, ¿no eres feliz?, ¿sientes que gobierno

mal el Estado?, discutámoslo. ¿Quieres irte?

Vete.

—Esto no es ningún Estado. Déjeme

decirle que usted sólo se dedica a contemplar

este lugar, a reunirse con los sabios, a comer y

beber pero no gobierna —dijo Nietzsche.

—Este lugar se gobierna solo,

Federico —dijo el Creador—. Los que viven

aquí disponen eternamente de todo lo que

necesitan para vivir y ser felices.

—¿No cree usted, caballero

—preguntó Nietzsche—, que esto es una

ficción cerebral, la utopía de un desocupado?

—Podría ser, Federico —respondió

el Creador—, pero mientras exista, disfrutaré

de cada uno de los momentos que me

proporcione esta ficción. Eso deberías

hacer tú, Federico, siento que vives un poco

amargado por todo lo que te rodea.

—Esa será su perdición, Señor

—dijo Nietzsche y fue la primera vez que

llamó de esta manera al Creador—, muchos

en este lugar merecemos estar libres de esta

falsa inmortalidad que nos ofrecen. Tú eres

sólo un ser imaginario.

Caballo Perdido Número 1

131


—¿Eso piensas, Federico? —preguntó el Creador sin despelucarse.

—No sólo lo pienso, majestad —respondió Nietzsche irónico—, sino que lo creo.

Creo que este supuesto reino que habitamos en donde usted es el jefe, es producto de una

teleología imaginaria.

—Entonces, ¿qué haces hablando conmigo? —preguntó el Creador—, ¿qué haces tú

aquí?

—Al igual que usted, Creador —respondió Nietzsche—, no soy más que el resultado

del odio que alguien siente por la naturaleza, por la vida, por las fiestas. Alguien que debería

estar jugando con sus hijos o haciéndole el amor a su esposa. Alguien que necesita evadirse de

la realidad, ese ser, nos inventó. Somos una mentira, Señor, una mera ficción.

—Cállate miserable escoria —gritó, por primera vez en su larga existencia, el Creador.

Los seres alrededor del Creador se quedaron callados. Trinity se levantó del sillón en el que

estaba sentada escribiendo todo acerca del Creador. Se sentía desconcertada—. Cállate infeliz

gusano —continuó el Creador—. ¿Crees que no conozco la cólera, la venganza, la envidia, la

burla, la astucia, la violencia?

Nietzsche sonreía.

—¿Crees, Federico Nietzsche —gritó el Creador, de pie y mirando los ojos vidriosos

del filósofo—, que soy un mojigato, alguien que sólo aconseja la paz del alma?

—Creo que nos estamos entendiendo —dijo Nietzsche—, siempre juzgué que eras

un moralista despreciable.

—Aún tengo poder, Federico —dijo el Creador—, aún reino entre los hombres.

—Déjeme decirle, Señor —dijo Nietzsche respetuoso—, que alguien que pretende

ser solo el jefe de los buenos muchachos, está condenado a perecer.

—Está bien —dijo el Creador ahora más calmado—, está bien, Federico. Acepto tus

terribles palabras. Pero entiende que ya no soy el de antes. He cambiado. En otras épocas tu

insolencia hubiera sido castigada con la perdición de tu alma, tampoco puedo perdonarte ni

salvarte de nada. Las políticas del Paraíso, Federico, han cambiado. Con los tiempos tuve que

prepararme para ser algo más que un simple observador, no sé si me explico, pero el paraíso

necesitaba un administrador, alguien con un perfil más ejecutivo, hubo que cambiar de imagen.

Mira nomás a Trinity.

—Zaratustra es un escéptico —dijo Nietzsche sonriendo.

—Eres un criminal —dijo Trinity, levantándose del sillón para llevarse al Creador que

se había deprimido.

Nietzsche calló porque en ese momento entró Sócrates al recinto.

Trinity llevó al Creador a la alta habitación del palacio. Lo recostó, le quitó los zapatos

y se quedó a su lado acariciándole la cabeza para calmarlo.

—¿Qué opinas de todo esto, Trinity? —preguntó el Creador.

—¿Y si lo que dice Federico es cierto? —preguntó Trinity.

—Despídelo —ordenó el Creador.

Estuvo tendido muchas horas en un andén, desde la alta noche hasta el amanecer.

Los transeúntes pensaban que estaba borracho y un indigente que pasaba por allí le robó los

zapatos. La lluvia le lavó el rostro ensangrentado, se había tropezado contra el borde de la

acera, sintió un sabor metálico en su boca y el cuerpo le dolía. Entonces supo que estaba vivo.

Abrió los ojos y vio el pavimento, vio girar las ruedas de un carro, vio un par de zapatos de

mujer, negros, elegantes, salpicados de barro enfrente de sus ojos. Trató de incorporarse pero

no pudo.

Caballo Perdido Número 1

132


Brrrrrmmmmmm

Brrrrmmmmmm

Brrrrrrrmmmmm

Buscó en su chaqueta y vio que tenía

algo de dinero. Torpemente, entró a una

tienda y compró una botella de aguardiente.

La metió en una bolsa y comenzó a bebérsela

despacio.

La ciudad estaba más gris que nunca,

caía una lluvia intermitente, fría. Sentía un

escozor en los genitales y se rascó. Se empapó

la ropa. No le importó caminar bajo la lluvia

ni mojarse ni enfermarse. Estaba perdiéndole

el sentido a la existencia. En menos de un mes

estuvo con tres mujeres distintas, tres mujeres

que, pensó no se lo merecían. Se bebió un largo

trago de aguardiente y pensó en la muerte, en

el suicidio, en arrojarse a las ruedas de un bus

urbano, en saltar de un puente, en llenarse el

estómago de anfetaminas y barbitúricos, pero

algo lo aferraba a la vida, por lo que todas esas

ideas le parecieron absurdas. No entendía qué

estaba pasando. El aguacero arreció. Estaba

ebrio, cuando intentó saltar un enorme charco

para cruzar la avenida Caracas. La tierra se lo

tragó. Federico Nietzsche se hundió en el

hueco de una alcantarilla.

Abrió los ojos y vio las tinieblas.

Pensó que soñaba, entonces los cerró. Se

quedó en silencio y así escuchó lo que sucedía

a su alrededor. Sabía que estaba recostado en

una cama, que de su brazo derecho le colgaba

algo. Palpó con la otra mano y advirtió que

era una delgada manguera. Se llevó la mano

izquierda a la cara y se frotó los ojos. Los

abrió y volvió a estar entre las tinieblas.

—¡Dios mío! —gritó—, estoy ciego.

Entonces una enfermera acudió a la

habitación.

—¿Cómo está señor? —le preguntó

la enfermera—, estese tranquilo que ya viene el

doctor para examinarlo. Estuvo inconsciente

durante varios días.

—¿Qué me pasó?

—¿No recuerda?

—No recuerdo.

—Se cayó en una alcantarilla destapada.

—No recuerdo nada, ¿y dónde estoy?

—Está en un hospital público, señor,

cálmese, ya viene el doctor.

—Señorita, dígame qué me pasó.

—Que casi se ahoga. También tiene

un golpe en la cabeza.

—Señorita —dijo Federico angustiado—

no veo, estoy ciego.

—Ya viene el doctor, señor, todo va

a estar bien. Ahora necesitamos unos datos

suyos para poder abrirle una historia clínica,

necesito el nombre de un familiar. Por favor,

¿cómo es su nombre?

—No me acuerdo.

—Bueno señor, descanse un poco.

—Estoy ciego y no me acuerdo de

quién soy.

—Cálmese señor.

Cerró los ojos.

El médico entró a la habitación y lo

auscultó. Luego le acercó una linterna a los

ojos.

—Por favor señor, abra los ojos.

Los abrió.

—Dígame, ¿si ve la luz?

—No veo nada, doctor, no veo nada,

por favor haga algo, ¡no veo nada! —gritó Federico

desesperado.

—Cálmese señor —dijo el médico—,

necesito saber su nombre, ¿cómo se

llama?

—No me acuerdo, doctor.

—Enfermera —dijo el médico—,

llame urgente al doctor Camacho de neurología.

Federico Nietzsche, quien no sabía

que se llamaba Federico Nietzsche, de pronto

olvidó todo. Su mente era como un papel en

blanco, sus ojos exploraron el horizonte pero

no vio más que sombras.

***

Caballo Perdido Número 1

133


MOZART

EN DESCONCIERTO

José Chalarca

José Chalarca (Manizales, 1941). Estudios de

Filosofía y Letras en la Universidad de Caldas.

Escritor, Pintor y Periodista. En 1973 publicó su

primer libro de cuento Color de Hormiga. Escritor

prolífico en el tema cafetero, también ha publicado

ensayos y cuentos en varios periódicos y revistas,

recogidos entre otros libros en El Contador de

Cuentos, El oficio de preguntar, Diario de una Infancia,

Marguerite Yourcenar o la profundidad, Las muertes de

Caín, La escritura como pasión.

Fotografía: Johan David Sierra García


¡Por qué diablos no hacen ropa

para niños! Confieso que no puedo querer

ese retrato que me hizo Lorenzoni en el

que aparezco luciendo el traje que mandó

a confeccionar para mí la emperatriz María

Teresa. Es más, a veces siento que lo odio.

No porque esté mal pintado o le falte calidad

sino por la imagen que proyecta: ¿Soy un niño

de seis años disfrazado de adulto? ¿Soy un

adulto enano que se confunde con un niño?

O, a lo mejor, es el fantoche de lo que mi

padre, Leopoldo, quiso hacer de mí: un adulto

metido en el cuerpo de un niño para ganar a

su costa dinero y posición.

¡Maldita sea! No lo sé. Lo único cierto

es que cada vez que lo miro me enferma. Y

el vestidito de marras, confeccionado con las

mejores telas del mercado vienés, recamado

con los adornos más finos, me vistió para

muchas otras galas que tuvieron lugar después

de la noche en el palacio de Shoenbrunn

cuando toqué, en compañía de mi hermana

Nannerl, el primer gran concierto de mi vida.

Por varios años fue lo primero que empacaron

en mi equipaje, pues, para regodeo de mi

infortunio, era demasiado fino y yo no crecía

mucho.

Pero no es solamente eso lo que me

angustia. También mi padre con su actitud.

Creo que nació con el corazón arrodillado,

siempre detrás de los ricos y de los poderosos

para sacudirles el polvo de los zapatos y hasta

lamerles el culo si era necesario para impulsar

mi carrera o lograr la plaza de director de

orquesta en la corte de cualquier noble.

En ocasiones siento como una

maldición mi facilidad para la música.

Que bien mirada no es extraña porque mis

primeros pasos los di entre partituras y

papá, que no era ningún tonto, se dio cuenta

inmediatamente de que lo que no le había

deparado su talento de compositor, intérprete

o maestro, se lo podría dar yo si manejaba

bien mis habilidades. Y acometió la tarea sin

ningún prejuicio.

Él mismo me enseñó a leer y a

escribir. Andaba por los tres años cuando

cogí el manual que había preparado para que

mi hermana tocara el clavecín. Fue mi primer

encuentro cara a cara con la música que se

constituyó desde entonces en mi paraíso y mi

calvario.

No quisiera admitirlo pero me

da vueltas y vueltas en la cabeza la idea de

que más allá de ser su hijo soy su negocio,

su fuente de ingresos. Hasta ahora no he

escuchado cómo habla de mí, cómo me

presenta, de qué discurso se vale para ofrecer

mis conciertos y ponderar mis virtudes de

compositor precoz. Sin embargo, por el gesto

del público que asiste a mis presentaciones,

deduzco su desencanto por no encontrar en

mi corta anatomía el prodigio sobrehumano

que les vendieron.

Gracias al apetito desmesurado por

el dinero que aguijonea la voluntad de mi

padre no logro sentirme de ninguna parte.

Mis relaciones sociales son nulas, no tengo

compañeros de juego ni amigos. Soy el más

solitario de los solitarios y el más paria de los

parias. La primera gira de conciertos que se

inició cuando yo tenía seis años se prolongó

Caballo Perdido Número 1

135


por tres y en su curso llegamos hasta Londres.

Mis presentaciones dieron para los gastos de

transporte, de hoteles, de posadas y no sé para

cuántas cosas más. Nunca he sabido el monto

de lo que recaudó en efectivo y en regalos que

luego convirtió en numerario. Seguramente

fue muy grande.

Mi querido Fritz, perdona si te fatigo

con esta confesión de parte; tenme un poco

de paciencia y escúchame porque, si no lo

cuento, me ahogo. He compuesto infinidad

de piezas que tiro aquí y allá. No me preocupa

ordenarlas porque sé que luego vendrá un tal

señor Koechel quien se ocupará, por amor a

mí y a mi obra, de clasificarlas rigurosamente.

Él llegará a saber de mi música mucho más

de lo que yo sé. En ella hay de todo: sonatas

para violín, sonatas para piano, para piano y

violín, para vientos, música para conjuntos

de instrumentos, óperas, misas, oratorios,

canciones. Pero ¿sabes qué es lo que me resulta

más doloroso y humillante? Que muchos no

creen que sean mías y han tenido el descaro

de someterme a pruebas extenuantes como

componer piezas sobre temas propuestos

por las gentes en plazas públicas. El mismo

arzobispo de Salzburgo, incrédulo de los

éxitos que con seguridad había exagerado la

charla fanfarrona de mi padre, tuvo el cinismo

de encerrarme durante ocho días para que

compusiera un oratorio, prueba que cumplí

a cabalidad y que me ganó la confianza del

prelado e hizo posible la representación de mi

ópera La Finta Simplice.

A estas alturas no se si quiero a mi

padre. Soy conciente de lo que hace por mi

y tengo muy claro que yo, solo, no hubiera

llegado a donde estoy, –si es verdad que

estoy en alguna parte–. Pero, también lo

siento pegado a mí como una sangujuela

chupándome la sangre y la vida. No me deja

un instante a solas, siempre está a mi lado o

detrás de mí como si fuera la proyección de mi

sombra. No me permite la más insignificante

intimidad; está como metido entre mi carne

y mi piel para impedir cualquier tentativa de

que me asuma, de que sea yo, como si temiera

que eso lo sacaba de mi entorno con lo que

perdería entonces su carácter de empresario,

no, de dueño y curador de la gallina de los

huevos de oro y de su promisorio corral.

El estudio y la composición han

ocupado todas mis horas. Él programa cada

movimiento; cada minuto de mis días. Su

sobreprotección es tan exagerada que en

ocasiones pienso y siento que no puedo nada

sin él, que ha hecho de mí un perfecto inútil.

Estudio y compongo pero no lo que yo quiero

sino lo que mi padre cree me puede, corrijo, le

puede servir y creo la música que quieren los

que pagan el encargo. Única y exclusivamente

lo que es la moda del momento en el estilo y a

la manera italiana, la que impera por ahora en

el mundo musical.

Lo que me saca de quicio con más

fuerza al componer piezas por solicitud

de clientes, es la suerte que corren en la

interpretación. Las que tienen por destino

el lucimiento de quien las pide para festejar

un cumpleaños, una boda, la visita de algún

personaje. Si las ejecuta una buena orquesta

sólo te resientes por la falta de atención de

la concurrencia para la que acaba siendo la

cortina sonora de su charla o el elemento que

mimetiza el eco del último chisme.

Las que corren con peor suerte son

las que compongo para ser interpretadas por

un príncipe o cualquier noble que aporrea el

piano o azota el violín. Pero estas, al menos,

me brindan la oportunidad de cobrar venganza

porque la aparente facilidad interpretativa que

les imprimo hace sudar gotas de su preciada

sangre azul cuando las tocan.

¡Oh Fritz, amigo! Hay días –y hoy

es uno de esos–, en que me angustio hasta

la desesperación por esta vida que llevo.

Entiéndeme, no es la música ni la carga que

acarrea mi condición de niño prodigio. No.

Lo que me desespera es que no pueda ser

quien creo ser, el adolescente que fisiológica y

Caballo Perdido Número 1

136


emocionalmente soy. Que no pueda disfrutar

de la haraganería inconsecuente que les cabe

a los seres humanos de mi edad. Cómo

me gustaría experimentar la sensación que

produce escaparse de clase para jugar un

chico de billar o darse un chapuzón en el río.

Pero yo no tengo derecho a eso

porque siempre estoy en función de figura

pública, porque eso no le queda bien a un

niño prodigio de la talla que dicen soy yo. ¡Al

infierno todo! ¿De qué vale ser tan brillante si

no puedo desahogarme cuando el cuerpo lo

pide?

Dizque soy un gran músico, dice

toda Europa. Vaya gracia, y no se me permite

escribir la música que quiero, la mía, la que

pide pentagrama desde lo más profundo de

mi ser, hecha de mi sangre, de mi entraña, de

mi hiel. Me está absolutamente vedado dejar

traslucir el más insignificante tono de tristeza,

que refleje la angustia que me atenaza el alma.

No puedo permitirme el lujo de sentirme y,

menos aún, de mostrarme desesperado. Esa,

Fritz, es la razón por la que gran parte de la

música compuesta por mi hasta ahora, está en

modo mayor.

Hoy siento que he llegado al límite y

sería capaz de cualquier cosa. Nos mudamos

de casa y aunque la nueva es mucho mejor

que la que habitábamos, todo está patas

arriba. Extraño mis rincones y mis cosas que

están empacadas no se en qué fardos. Mira,

creo que se me exige demasiado: hemos

realizado varios viajes a Italia en los últimos

tres años y no han sido ningunas vacaciones

porque estuvieron copados por conciertos

y extenuantes jornadas de estudio con los

compositores más destacados de las distintas

ciudades que visitamos. El sólo ajetreo de

los caminos y los carruajes incómodos es

ya suficiente para dejar fuera de combate al

campeón mas esforzado y yo soy apenas un

niño.

En estos últimos días después de mi

regreso de Viena y, a escondidas de mi padre

que en gracia del trasteo me ha quitado los

ojos de encima, compuse esta sinfonía en sol

menor que te encargo guardes bien mientras

nos instalamos del todo en la nueva residencia

y encuentro un buen escondite en el cuarto

que me asignen. No digas a nadie que la

tienes.

Fritz, en esta pequeña sinfonía

derramé todas mis congojas y estoy seguro

de que es lo mejor que he logrado componer

hasta el presente. No creo oportuno darla

a conocer por el momento: las síncopas

reiteradas del comienzo, el dramatismo de la

caída de séptima disminuida, los acordes que

dan las cuatro trompas no son lo que la gente

quiere oír y, seguramente, mis enemigos dirán

que la pieza, toda, es un atentado contra el

buen gusto establecido por la dictadura de la

música italiana.

Queda en tus manos. Publícala

y hazla ejecutar solamente si algo grave e

irremediable me ocurre.

Caballo Perdido Número 1

137


Fotografía: Johan David Sierra García


EL RETORNO A CASA

Caballo Perdido Edición 1

139


DOSSIER DE LA SASTRERÍA

CUATRO PREMIOS NOBEL DE LITERATURA

Fotografia: Leidy Yulieth Montoya


HERTA MÜLLER (2009) 1

“Una primavera, la modista del suburbio compró diez pollitos en el

mercado. No tenía gallina clueca. Yo me siento aquí a coser y ellos crecen

solos, decía. Los pollitos estuvieron con ella en el taller mientras tuvieron

plumón. Correteaban de un lado a otro o se acurrucaban sobre los retales para

calentarse. Cuando crecieron, empezaron a salir al patio y se estaban allí el día

entero. Sólo uno siguió quedándose en el taller. Avanzaba a saltitos sobre los

retales, tenía una pata lisiada. Y se pasaba horas mirando coser a la modista.

Cuando ella se levantaba, él saltaba detrás de sus pasos. Cuando no había

clientes, la modista charlaba con él. El pollo tenía el plumaje y los ojos de un

color rojo herrumbroso. Como era el que menos se movía, creció más rápido

que los demás y fue el que más engordó. Fue el primero que mataron, antes

de que llegara realmente el verano. Los otros pollos siguieron escarbando en el

patio.

La modista se pasó un verano entero hablando del pollo cojo. Tuve

que matarlo, decía, era como un crío”

J. M. COETZEE (2003) 2

“¿De dónde llegaban de repente aquellos millares de ranas? La

respuesta es que siempre están ahí. En la estación seca se meten bajo tierra,

excavan y excavan para alejarse del calor del sol hasta que cada una de ellas ha

creado una tumba individual. Y en esas tumbas mueren, por decirlo de algún

modo. Los latidos de sus corazones se ralentizan, su respiración se detiene y

adoptan el color del barro. Las noches vuelven a ser silenciosas.

Y siguen así hasta que llegan las siguientes lluvias, que repican, por

decirlo de algún modo, sobre los miles de tapas diminutas de sus ataúdes. Y

en esos ataúdes empiezan a latir los corazones y empiezan a moverse las patas

que llevaban meses sin vida. Los muertos despiertan. A medida que el barro

solidificado se ablanda, las ranas comienzan a excavar hacia la superficie y

pronto sus voces resuenan nuevamente alegres y exultantes bajo la bóveda del

cielo.

Perdonen mi lenguaje. Soy o he sido escritora profesional. Normalmente

me preocupo por esconder las extravagancias de la imaginación. Pero hoy, para

esta ocasión, he pensado en no esconder nada, en desnudarlo todo. La sangre

vivificante, el coro de bramidos gozosos, seguido de la retirada de las aguas y

el regreso a la tumba, luego una sequía aparentemente interminable, luego más

lluvias y la resurrección de los muertos: es una historia que presento de forma

transparente, sin disfrazarla.”

Caballo Perdido Número 1

141


DORIS LESSING (2007) 3

“De pronto, mientras retumbaba el trueno y se agitaban los árboles, el

cielo se iluminó y ella vio la silueta de un hombre emerger de la oscuridad, ir

hacia ella y deslizarse en silencio por los escalones; los perros al reparar en su

presencia, agitaron la cola en señal de bienvenida. A dos metros de distancia,

Moses se detuvo. Ella atisbó sus hombros anchos, la forma de su cabeza, el

brillo de sus ojos. Entonces sus emociones sufrieron un cambio inesperado,

que despertó en ella un profundo remordimiento por haberle sido desleal, y a

instancias del inglés. Concibió la esperanza de que si daba un paso y le ofrecía

explicaciones y súplicas, el terror se disolvería. Abrió la boca para hablar y, en

aquel preciso momento, advirtió que él tenía la mano levantada sobre su cabeza

y que empuñaba un objeto largo y curvado. Entonces supo que era demasiado

tarde.”

J. M. G. LE CLÉZIO (2008) 4

“La cosa ocurre en un convento donde hay una docena de pensionistas,

doce niñas huérfanas como yo lo era cuando tenía vuestra edad. Es de noche,

durante la cena. ¿Sabéis qué hay en la mesa? En una gran bandeja hay sardinas

y a ellas les gustan mucho, son pobres, ¿sabéis?, para ellas las sardinas son

una fiesta. Y precisamente en la bandeja hay tantas sardinas como huérfanas,

doce sardinas. No, no, hay una más, en total hay trece sardinas. Cuando todo el

mundo ha comido, la hermana señala la última sardina que queda en la bandeja

y pregunta: ¿Quién se la come? ¿Hay entre vosotras alguien que la quiera? Ni

una sola mano se levanta, ni una sola de las niñas responde. Bueno, dice la

hermana alegremente, ya sé lo que vamos a hacer: apagaremos la vela y, cuando

todo esté oscuro, la que la quiera podrá comerse la sardina sin tener vergüenza.

La hermana apaga la vela, ¿y qué ocurre? Todas las niñas tienden la mano en la

oscuridad para coger la sardina y encuentran la mano de otra niña. ¡Hay doce

manitas en la gran bandeja!”

Citas

1

Müller, Herta. La piel del zorro. Traducción de Juan José del Solar. Plaza & Janes, septiembre 1996. Barcelona.

2

Coetzee, J.M. Elizabeth Costello. Traducción de Javier Calvo Perales. Mondadori,2004. Barcelona.

3

Lessing, Doris. Canta la hierba. Traducción de Pilar Giralt. Ediciones B, S. A., 2005.Barcelona.

4

Le Clézio, J. M. G. El buscador de oro. Traducción de Manuel Serrat Crespo. EditorialNorma, 2008. Colombia.

Caballo Perdido Número 1

142


Perfil editorial

Las personas interesadas en publicar en la revista deberán seguir

las Instrucciones para Colaboradores antes de enviar sus manuscritos. Las

áreas de interés para la revista son, entre otras, las siguientes:

• Obra de creación: Cuentos, antologías de cuento, minicuento.

• Teoría: Poéticas personales, definiciones, métodos de análisis, modelos de

interpretación, géneros y subgéneros.

• Historia: Recepción, períodos, países, regiones, generaciones.

• Crítica: Estudios de autores o cuentos individuales, entrevistas a escritores,

biografías y testimonios de cuentistas.

• Difusión: Traducción, antologías, publicaciones, concursos, adaptaciones

cinematográficas, cuentistas que escriben sobre otros cuentistas

• Enseñanza: Estrategias, programas de estudio, glosarios, bibliografías,

talleres.

• Fronteras: Minicuento, ficciones de hipertexto, metaficción, cuento

posmoderno, cibertextos.

¿Cómo colaborar en Caballo Perdido Revista de Ficción Breve?

Caballo Perdido: Revista de Ficción Breve: invita a los investigadores,

reseñistas y cuentistas a participar con estudios y trabajos inéditos

o publicados en medios de escasa distribución internacional. Toda

colaboración deberá estar adscrita al Perfil Editorial de la revista y deberá

ser sometida al dictamen editorial de los expertos en la materia para su final

aceptación. Los colaboradores serán notificados por vía electrónica y/o

telefónica sobre el recibo y posterior dictamen de sus manuscritos.

Toda colaboración deberá ser enviada por correo electrónico acompañada

de:

1.Una sinopsis del artículo de aproximadamente 75-100 palabras.

2.Un perfil profesional con los siguientes datos: nombre del autor,

adscripción institucional, dirección postal, dirección electrónica (e-mail),

página Web si se cuenta con una, teléfono y fax.

3.Una narración de hasta 150 palabras que describa datos biográficos e

intereses de investigación.

4.Una bibliografía con un máximo de diez títulos publicados. Éstos

pueden corresponder a libros y/o artículos, ya sean de investigación y/o

de creación, de preferencia relacionados con el cuento.

Los textos deberán estar escritos en la fuente Garamond tamaño 11, en el

Caballo Perdido Número 1

143


sistema MS Word (97-2003/2007). Los colaboradores deben enviar también

una fotografía personal en 300 ppp, de carácter informal, de preferencia en

color, ya sea impresa en papel (enviarla por correo tradicional) o digitalizada

(enviarla por correo electrónico).

Investigación / Entrevistas

No hay un límite de extensión para los estudios académicos, se asume

el criterio de extensión necesario para cubrir el tema tratado. Los editores

recomiendan un máximo entre 2.000 y 4.000 palabras (aproximadamente

entre 8 y 16 cuartillas de 28 renglones a doble espacio).

Reseñas

Las reseñas bibliográficas podrán tener una extensión de 500 a

1500 palabras (aproximadamente entre 2 a 6 cuartillas de 28 renglones a

doble espacio), y podrán estar dedicadas a libros de creación o a estudios

especializados sobre cuentos publicados en los tres años anteriores al

momento del envío.

Cuentistas

Caballo Perdido Revista de Ficción Breve: publica obra de creación. La

revista hace una invitación especial a los/las escritores/as a colaborar en la

revista enviando además de sus “cuentos” cualquiera de los materiales que se

indican a continuación:

• Ensayo sobre su poética personal del cuento.

• Ensayo sobre la obra cuentística de otro escritor.

• Reseña sobre alguno de sus libros de cuento. Acompañar un ejemplar del

libro reseñado.

• Enviar ejemplares de sus libros de cuentos. La revista buscará reseñistas para

los títulos más recientes.

Toda colaboración deberá ser enviada a la siguiente dirección:

Corporación Ángel del Sur - Cra. 23 Nro. 17 b 26 Barrio Boston.

revistacaballoperdido@gmail.com

www.revistacaballoperdido.com



146



Caballo Perdido quiere galopar hacia el reconocimiento de una vasta

tradición cuentística y revelar las novedades de esa tradición a nivel

latinoamericano. Para ello se resuelve atento al diálogo con los cuentistas

actuales, a la recepción crítica de sus textos, a la recuperación de cuentos

que, vistos en perspectiva, amplíen la diversidad de las propuestas

literarias, que suelen ser motivo de estudio por los especialistas y críticos.

Pero como una revista es un todo, Caballo Perdido también quiere ser una

bella revista, con un diseño que responda a las exigencias visuales de

este tiempo. Entre su contenido y su forma, presumo que este caballo

de sangre joven iniciará su carrera con un galope firme y esperanzador.

Rigoberto Gil Montoya

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