Caballo perdido: Revista de Ficción Breve No. 1
Caballo Perdido: Revista de Ficción Breve, es una publicación creada en Pereira, Colombia, por un grupo de estudiantes del semillero de investigación en cuento de la Universidad Tecnológica de Pereira, la propuesta busca mediar entre un diseño moderno y fresco, con una excelente contenido, escrito y revisado por un nutrido equipo de colaboradores de talla nacional e internacional. La revista cuenta con ensayos, traducciones, cuentos, relatos, entrevistas, fotografías e ilustraciones.
Caballo Perdido: Revista de Ficción Breve, es una publicación creada en Pereira, Colombia, por un grupo de estudiantes del semillero de investigación en cuento de la Universidad Tecnológica de Pereira, la propuesta busca mediar entre un diseño moderno y fresco, con una excelente contenido, escrito y revisado por un nutrido equipo de colaboradores de talla nacional e internacional. La revista cuenta con ensayos, traducciones, cuentos, relatos, entrevistas, fotografías e ilustraciones.
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Editor
Juan Manuel Ramírez Rave
Autores:
Roberto Burgos Cantor
Juan Manuel Roca
Umberto Valverde
Jaime Echeverri
Jaime Manrique Ardila
José Chalarca
Alejandro Burgos
Miguel Ángel Manrique
Beatriz Cortez
Claribel Alegría
Jacinta Escudos
Claudia Hernández
Vanessa Núñez Handal
Carlos Alberto Castrillón
Kevin Alexis García
Editora gráfica
Leidy Yulieth Montoya Aguirre
Comité editorial
Rigoberto Gil Montoya
Carlos Alberto Castrillón
Leandro Arbey Giraldo
Kevin Alexis García
Susana Henao
Jaiber Ladino Guapacha
Comité asesor
Dr. Manuel Lozano (Argentina)
Dr. César Valencia Solanilla (Colombia)
Juan Manuel Roca (Colombia)
Fotografías
Leidy Yulieth Montoya Aguirre
Johan David Sierra García
Ilustraciones
Mirot Caballero
Johan David Sierra García
Boris Hernández
Portada: Johan David Sierra García
Corporación de Arte y Cultura Ángel del Sur
Cra. 23 Nro. 17 b 26 Barrio Boston.
Cel. 3188156651 - 3154296433
Pereira - Risaralda, Colombia.
revistacaballoperdido@gmail.com
www.revistacaballoperdido.com
Diseño y diagramación
Luisa Fernanda Cardona
Johan David Sierra García
Boutique Creativa Elefante
Caballo Perdido
Revista de ficción breve
Número 1- 2011
Pereira - Colombia
ISSN 978-958-722-100-8
Los conceptos emitidos en los artículos publicados
en Caballo Perdido: Revista de ficción breve, así como su
redacción, son responsabilidad directa de sus autores.
Editorial
UN CABALLO
AL GALOPE
Rigoberto Gil Montoya
Dir. Semillero
de Investigación
Caballo Perdido: Revista
de Ficcion Breve
Me complace presentar la revista Caballo Perdido, un
proyecto literario que quiere combinar la seriedad de
la labor académica surgida en las aulas universitarias, con la
creatividad e imaginación que todo proyecto requiere para
abrirse espacio en el ámbito cultural. A la cabeza de este
proyecto se encuentra un grupo de jóvenes estudiantes,
vinculado a un semillero de investigación, con deseos de
aportar sus experiencias de lectura más allá del campus
universitario.
Pocas son las revistas que circulan en el país atentas
al devenir del cuento como género y tradición. De hecho,
los propios cuentistas suelen discutir sobre la pertinencia del
cuento en el panorama comercial y las conclusiones no son
alentadoras. En términos comerciales y de recepción lectoral
un libro de cuentos resulta menos interesante que una novela
y por eso no extraña que los cuentistas decidan, un poco para
permanecer en los circuitos culturales, pasarse a la novela y
experimentar allí con narraciones de largo aliento. Creo que
la discusión sobre los abismos y autonomías que existen
entre ambos géneros, en cuanto a sus formas y ambiciones
estéticas, está zanjada por los planteamientos y derroteros
que en su momento alentaron Chéjov, Quiroga, Borges,
Cortázar, Carver. Lo importante aquí está más en el hecho de
reactualizar unas miradas, evidenciar unas transformaciones
cuentísticas, perfilar un corpus que propala su propia
identidad.
Caballo Perdido quiere galopar hacia el reconocimiento
de una vasta tradición cuentística y revelar las novedades de
esa tradición a nivel latinoamericano. Para ello se resuelve
atento al diálogo con los cuentistas actuales, a la recepción
crítica de sus textos, a la recuperación de cuentos que, vistos en
perspectiva, amplíen la diversidad de las propuestas literarias,
que suelen ser motivo de estudio por los especialistas y críticos.
Pero como una revista es un todo, Caballo Perdido también
quiere ser una bella revista, con un diseño que responda a las
exigencias visuales de este tiempo. Entre su contenido y su
forma, presumo que este caballo de sangre joven iniciará su
carrera con un galope firme y esperanzador.
PRESENTACIÓN
Cuando lo dejaban acercarse al papel, la punta parecía un hocico que husmeaba algo,
con instinto de lápiz, desconocido para nosotros, y registraba entre las patas de las
notas buscando un lugar blanco donde morder.
Felisberto Hernández, El Caballo Perdido
Muchos lápices, como en el cuento de Felisberto Hernández, han encontrado en las
páginas de esta revista un lugar blanco donde morder y jugar, describiendo líneas y
curvas que le dan circunferencia a mundos posibles en los que el tiempo no es enemigo.
En nuestra sección Ceniza de los sueños, el lápiz del poeta Jaime Manrique Ardila nos
presenta una reflexión sobre los vínculos y relaciones entre el cuento, la poesía y la fotografía
a la vez que sugiere el índice de sus maestros.
Los lápices pueden hacer puentes para ir por encima de mares y océanos en la sección
Del cuento y sus alrededores. Cuentos de Daniil Harms y Jaime Echeverri presentados por Carlos
A. Castrillón y Santiago Espinosa, en ensayos que nos hablan del creador, de la creación y de
las múltiples interpretaciones de las que podemos ser beneficiarios.
Cuando muchos lápices se ponen de acuerdo en un retrato, el resultado es una obra
con proyección en el espacio. El autor, el lente y su obra es el sitio de reunión de muchos trazos
en torno a la figura de Roberto Burgos Cantor, protagonista de nuestro primer número. Un
reconocimiento al hombre que cultiva la amistad y el oficio literario con el mismo esmero. El
dossier contiene fotografías de Leidy Yulieth Montoya, una entrevista de Juan Manuel Ramírez
Rave, una carta desde el mundo poético de su hijo Alejandro Burgos y, dos textos entre la
amistad y la academia de Umberto Valverde y Kevin García. Culmina esta sección la voz
narrativa del maestro con los cuentos Batallas solitarias, Olvidos a veces y El otro que habita.
Para revisitar los clásicos, Caballo Perdido ofrece el espacio de encuentro Teatro
de la memoria. En esta ocasión, un cuento de Ambrose Bierce, en la traducción de Nicolás
Suescún.
Las mujeres Centroamericanas se toman la voz de Caballo Perdido en la sección Puro
cuento, en la que cuatro salvadoreñas nos llevan, de su puño y letra, a las trampas con las que el
cuento nos seduce. Presentadas por Beatriz Cortez, estas narradoras son Claudia Hernández,
Claribel Alegría, Jacinta Escudos y Vanessa Núñez.
Acompañarán en Puro cuento a nuestras invitadas, tres autores colombianos: Juan
Manuel Roca, Miguel Ángel Manrique y José Chalarca, quienes se aventuran por los mundos
de Gauguin, Nietzsche y Mozart.
Leidy Yulieth Montoya nos entregará su versión fotográfica de El retorno a casa de
Nicolás Suescún en fotos que abren cada una de las secciones y que nos invitarán a volver
sobre la cuentistica de este escritor bogotano.
Si el texto es tejido, Dossier de la sastrería es el resultado de una intervención en el traje
ya hecho: recortamos cuellos, mangas, bolsillos, para armar con todos esos retazos un traje
nuevo. En esta ocasión, de novelas de J.M. Coetzee, J.M.G. Le Clézio, Herta Müller y Doris
Lessing recortaremos pequeñas narraciones. También hay otros relatos fijos como son las
ilustraciones de Mirot Caballero, Johan David Sierra y Boris Hernández quienes enriquecen el
ejemplar que el lector tiene entre sus manos.
Presentación
CONTENIDO
Contenido
8 CENIZAS DE LOS SUEÑOS
Afinidades secretas entre mis cuentos y mis poemas
Texto de Jaime Manrique
11 DEL CUENTO Y SUS ALREDEDORES
11 Monedas imaginarias
Texto de Santiago Espinosa
15 Cuatro cuentos
Jaime Echeverri
19 Los happenings de Daniil Harms y la escritura fractal
Ensayo de Carlos A. Castrillón
28 Eventos: Daniil Harms
Versiones Carlos A. Castrillón
38 EL AUTOR, EL LENTE Y SU OBRA
DOSSIER ROBERTO BURGOS CANTOR
40 Es el silencio lo que nos está haciendo falta
Entrevista por Juan Manuel Ramírez Rave
60 En el laberinto de los espejos
Texto de Alejandro Burgos Bernal
66 Una siempre es la misma ¿cuento o nouvelle?
Texto de Umberto Valverde
70 Roberto Burgos Cantor: un testimonio en la ficción
Ensayo de Kevin Alexis García
78 Cuentos de Roberto Burgos Cantor
79 Batallas solitarias
81 Noticias de Trastienda. Olvidos a veces
82 Noticias de Trastienda. El otro que habita
94 TEATRO DE LA MEMORIA
Una conflagración imperfecta
Cuento de Ambrose Bierce
Traducción de Nicolás Suescún
99 DOSSIER
EL SALVADOR EN RELATOS
100 El Salvador en relatos
Ensayo de Beatriz Cortez
Claudia Hernández
109 Invitación
110 Lázaro, el buitre
112 La voz del jardín
Claribel Alegría
114 El despertar
Jacinta Escudos
118 El espacio de las cosas
Vanessa Núñez Handal
121 Ella camina sin bolso
126 PURO CUENTO
126 En el café
Juan Manuel Roca
130 Federico Nietzsche en el
paraíso
Miguel Ángel Manrique
134 Mozart en desconcierto
José Chalarca
140 DOSSIER DE LA SASTRERÍA
CUATRO PREMIOS NOBEL DE LITERATURA
141 Herta Müller
141 J.M. Coetzee
142 Doris Lessing
142 J.M.G Le Clézio
EL RETORNO A CASA:
Fotografías de Leidy Yulieth Montoya inspiradas en la obra de Nicolás Suescún
9-10 La otra
37 Retrato de novios
92-93-94 En mi pieza
97-98 Un nuevo día
124 Un profeta
125 El amigo de Mario
139 El retorno a casa
Cenizas de los sueños
AFINIDADES
secretas
entre mis cuentos y mis poemas
Jaime Manrique Ardila
Jaime Manrique Ardila (Barranquilla,
1949). Poeta, novelista,
ensayista. Obtuvo una
licenciatura en inglés de la
Universidad South Florida en
1972. Reside en Nueva York
y es profesor asociado en el
M.F.A. de la escuela para escritores
de Columbia University.
Recibió el Cote Lamus en
1975 por su libro Los adoradores
de la luna. Sus publicaciones narrativas
son: El cadáver de papá,
Oro Colombiano, Luna Latina en
Manhattan, Twilight at the Equator,
Nuestras vidas son los ríos.
En poesía: Mi noche con Federico
García Lorca, Tarzán, Mi cuerpo,
Cristóbal Colón.
He publicado menos de una docena de cuentos en mi
carrera de escritor, aunque el género me apasiona
y muchos de mis escritores favoritos son excelsos
cuentistas: Borges, Chekhov, Flannery O’Connor, John
Cheever, Katherine Mansfield, Katherine Anne Porter,
Willa Cather, para mencionar sólo unos cuantos. Sin
embargo, no he cultivado el género con el fervor que le
he dedicado a la poesía, la novela o la crítica. Pero entre
los grandes placeres que me depara la lectura, leer un
cuento “perfecto” es de una exquisitez incomparable.
No podría decir que mi poesía se ha nutrido
de mi escasa producción cuentística, pero al reflexionar
un poco sobre el asunto encuentro afinidades entre mis
poemas y mis cuentos. Tanto en un género como el otro,
lo que más me interesa es contar una historia breve, de la
manera más sucinta posible; una historia que en mí caso
siempre tiene un narrador en primera persona, a través de
cuyos ojos vemos lo que él observa o contempla.
Eudora Welty, una de mis cuentistas favoritas, y
una fotógrafa talentosa, dijo en una ocasión que el cuento
intenta, como la fotografía, captar un instante de la vida.
En mi caso, tanto en un poema como en un cuento, lo
que intento es pintar una imagen (en la poesía) o una serie
de imágenes entrelazadas (en el caso del cuento, o en los
poemas extensos), siempre intentando que esa imagen,
o serie de imágenes, se extienda del presente inmediato
hasta el infinito. Pero en ambos géneros, en el breve
espacio con el cual cuenta el escritor, lo más esencial para
mí es crear, con la precisión de un relojero, un objeto
en el cual no sobre ni falte absolutamente nada, pues en
el cuento, como en la poesía, el artista debe aspirar a la
perfección.
Caballo Perdido
8
Número1
LA OTRA
LA OTRA
Monedas
IMAGINARIAS
Santiago Espinosa
Tres ediciones en menos de diez años, son para Versiones, perversiones y otras inversiones de Jaime
Echeverri, un acontecimiento del que Santiago Espinosa quiere hacer eco en este ensayo, ya que
entre la poesía y la fina ironía, condensada en relatos, aforismos, parábolas o monólogos, Echeverri
construye una arqueología de lo humano a través de lo imaginario.
Santiago Espinosa (Bogotá
1985). Crítico y periodista.
Ha escrito artículos y reseñas
para revistas como Alforja, de
México y Casa de Poesía Silva.
Actualmente es columnista de
la revista Arcadia. Ha trabajado
en adaptaciones de teatro
para grupos aficionados, y
fue asistente de dirección en
cursos del Teatro Libre de Bogotá.
Los ecos, su primer libro
de poemas, fue presentado en
junio del 2010.
Versiones y Perversiones en la primera edición, que apareció
en México en el año 2000. Versiones, perversiones y
otras inversiones en el volumen que hoy nos reúne, y que
ha sido publicado en España por la Editora regional de
Extremadura. Tres ediciones en menos diez años es un
verdadero acontecimiento, y más para un libro de cuentos
o de relatos cortos, “el género paria” en el argot de los
editores.
Vengo leyendo este libro desde el mismo día en
que conocí a Jaime, hace dos, tres años, entre los avatares
y desencuentros de alguna Feria del libro. Quién lo creyera,
libro y autor a un mismo tiempo. Y así comenzó esta
experiencia extraordinaria de conocer una literatura a través
de las charlas con su autor. Las líneas de un rostro en los
trazos de sus textos.
Desde entonces tengo una misma sospecha, de
Jaime y de su libro: me temo que lo que ocurre en estas
páginas no es el mero ejercicio de un autor cuidadoso,
inteligente, que reúne entre dos tapas la colección de sus
desvaríos y quebrantos, no. Tampoco es la ambiciosa
elaboración de un plan, pariente del esqueleto y de los
extractos bancarios.
Estos relatos, entre el aforismo y el poema, la
parábola y el monólogo, se me aparecen como el resultado
espontáneo de un poderoso diálogo con el tiempo. Un
catálogo de versiones que entre sus situaciones y desenlaces
podrían conformar, a la manera de Kafka, una visión de
la historia desde los lentes mordaces de la paradoja. Cada
relato es una compleja reflexión, atenta, valiente. Una llave
secreta que llega a nuestras manos como un consuelo para
entender y entendernos. Más que un ejercicio de lectura en
cinco partes, lo que podría estar ofreciéndonos Jaime es toda
una arqueología de lo humano a través de lo imaginario.
El catálogo va de lo legendario a lo brutal, de lo
insólito a lo más concreto. Del Jaime psicoanalista, que hemos
visto abandonar el diván para encontrarse con sus amigos,
beber algo, y regresar de nuevo al diván algo más aturdido,
nos quedan varios cuadros de neurosis y traumatologías. Y el
ojo de Jaime es malicioso, tiene la perversidad inconfundible
del que se detiene en los detalles. El autor de estos cuentos,
como un Dios de los judíos versión minimalista, parece
alimentarse de pequeños cataclismos. Y juega, somete a sus
criaturas ante las situaciones más insólitas, como el que sabe
indagar en nuestro propio desvarío.
Del cuento y sus alrededores
Caballo Perdido
Número1
11
Es aquí cuando Jaime nos presenta
un mundo en el que las mujeres, en un acto
de liberación, se comen a los insectos para
safarse de sus traumas. Las esposas esperan
a sus hombres, dócilmente, y luego le vierten
con cuidado “aceite hirviendo en los oídos”.
Y en otro relato, casi que respondiendo al
anterior, un hombre le encuentra sentido a su
texto ahorcando a la esposa con sus propias
manos. Buena literatura para un domingo en
familia.
Otro es el Jaime de la cuarta parte
del libro, autor de relatos como “Polvo”,
“Desaparecido” o “Abreviatura”. Ante una situación
política que supera cualquier intento
de racionalidad. Cuando contradiciendo los
principios de cualquier constitución decente,
la nuestra y la de cualquier parte, vivimos en
un bello país en donde pareciera que la función
del estado fuera frustrar y entorpecer a
la nación, Jaime responde con las armas de la
cordura.
Trata de comprender la Burocracia
sugiriendo una imagen aparatosa: la del
funcionario que esconde los calendarios para
que el tiempo no corra. Señala cuánto hay de
sonambulismo y de ceguera en nuestra estética
corporal. El horror familiar en una “Cena
de navidad”. En otros relatos, como el que
sabe que no hay otra manera de enfrentar a la
violencia que asumiendo sus horrores, intenta
comprender la lógica del que dispara, las
relaciones que se tejen en la oscura danza de
la víctima y el victimario. Vuelve a recodarnos
que detrás de cada bomba, telón de fondo de
mi generación, también algo es inmolado en
el que la detona.
A estas alturas, Jaime se parece mucho
al escritor que opone al olvido sistemático,
impuesto, la fidelidad de un espejo reflexivo.
Pregunta por el crimen cuando el resto calla, y
encuentra en el discurso del progreso, asunto
indiscutible, elevado al mesianismo en un
país “subdesarrollado”, las dinámicas de una
brutal y eficiente matanza. Escribe en el relato
“Civilización”, que por su lograda unidad
quisiera citar del todo: “No olvide las llaves
al salir ni el chaleco protector ni sentarse de
espaldas a la pared en sitios concurridos. Por
el aire balas vienen y van y una tiene grabado
su nombre. En una sociedad adelantada
nada se deja al azar. Todo está calculado. Los
accidentes han sido superados”.
Hay en estos relatos un peligroso
señalamiento, la presencia de una conciencia
incomoda para los intereses de muchos. Mas
no cae Jaime en los absolutismos del maniqueo,
pues parte de su resistencia al mundo es su
no aceptación a los lenguajes chabacanos
del poder, su renuncia a los lugares comunes
y al calendario de las mayorías. Frente al
que acalla con la unanimidad del revólver,
Jaime responde con los infinitos sentidos
de una pregunta. Frente a un pensamiento
programático, que limita sus pensamientos a
una línea de partido, Jaime responde con la
diversidad de su aventura; inventando nuevas
metáforas. Ampliando las fronteras de nuestra
chata realidad.
Un ejemplo extraordinario de esta
actitud ocurre en “Historia de colmillos”, uno
de los grandes momentos de la literatura de
Jaime, y me atrevería a decir que del cuento
colombiano reciente. En un planteamiento
de la locura, digno de Lu-Sin, un descreído
de lo fantástico ve como su mundo se puebla
de vampiros. “Me he visto obligado a recurrir
a dientes de ajo que coloco en puertas y
ventanas”, nos dice el personaje, y agrega
para aumentar el patetismo de la escena,
“Aunque no soy creyente llevo atado al cuello
un crucifijo y en las noches uso mil trucos
para evitar la intrusión de mis sedientos e
insaciables vecinos”. ¿Puede alguien pensar
una mejor imagen para hablar de la disidencia
en estos tiempos? ¿Una metáfora más
acertada para evidenciar el arrinconamiento
al que hemos llegado?
Imaginando, sugiriendo, resistiendo
en su escritura. Quizás sea este el único
compromiso que se le pueda exigir a un
Caballo Perdido Número 1
12
Versiones, perversiones y otras inversiones.
Jaime Echeverri
Editora Regional de Extremadura
escritor. Serle fiel a sus fantasmas, no
traicionar el rigor que él mismo se ha trazado.
Y esto es lo que ha hecho Jaime, incluso a
fuerza de tener una obra breve. Nadie podría
decir que este hombre ha traicionado a ese
poeta niño, gafas, delgado como las hebras de
la abuela, que trazaba animales en las paredes
de Manizales para escampar su soledad. Que
tuvo que fabular otra realidad, más nítida,
menos mezquina, ante la niebla que le fue
impuesta para ver nuestros colores.
Y digo poeta sin ningún rubor. No
estoy pensando con el deseo o intentando
acomodar los lenguajes de Jaime a mis
propios intereses. De ninguna manera. Si he
dicho esto es porque veo en muchos de estos
relatos la condición de una palabra hallada,
no forzada o estrujada sino hallada, rasgo
del poeta que sabe esperar. Esa voluntad de
querer cristalizar la totalidad en las contadas
palabras de una sola situación, es el caso de
“Sarajevo” o “Vértigo”, para citar dos relatos
que por su contundencia y capacidad de
evocación podrían ser mis favoritos.
Un poeta, por todo esto y por muchas
otras razones que cada cual juzgará. Pero ante
todo porque se comporta y resiste como
poeta, porque en su mensaje nunca claudica
esa necesidad genuina por encontrarse en las
palabras una casa, por hacer del trabajo con
ellas una suerte de rito secreto que le permita
vivir.
Puede que en ningún momento
alumbren tanto estos candiles de la poesía
como en la primera parte del libro, una serie
de diez relatos que como en los poemas del
venezolano José Antonio Ramos Sucre, o en
los Relatos en el umbral de ese abuelo de todos
que es Héctor Rojas Herazo, nos llevan en
un viaje de ensueño por los dominios de lo
legendario. Guerreros en busca de lo ilusorio.
Bestias haladas del sueño, que aparecen en
la muerte para cerrar el ciclo. Sabios que
quieren buscar ese lugar del cuerpo en donde
ocurren los olvidos, y escriben tratados que
luego son olvidados al mismo tiempo que sus
creadores.
Escribe Ramos Sucre en alguna de
sus prosas: “Yo quisiera estar entre vacías
tinieblas, porque el mundo lastima mis sentidos
y la vida me aflige, impenitente amada que
me cuenta amarguras... El movimiento, signo
molesto de la realidad, respeta mi fantástico
asilo, mas yo lo habré escalado de brazo con la
muerte”. Cuando un autor abre los desvanes
de la leyenda, o al menos en la mayoría de los
casos, no evade la realidad o la desprecia. Por
el contrario, está haciendo un desesperado
intento por hacerla habitable. Por convertir
sus aires enrarecidos en materia respirable.
Encuentro esta actitud de una
manera muy singular en el libro de Jaime.
Especialmente en su primera parte, claro, pero
podría ampliarse a su visión de la literatura y a
esa necesidad intrínseca de imaginar. Nos dice
Jaime en su relato “Parábola de la muerte”:
“El viejo, cubierto por un sucio vestido rojo,
toma una moneda entre sus dedos largos y
manchados y la lanza al aire,” y agrega, más
adelante: “entre el impulso del lanzamiento
de la moneda y su inevitable caída ocurre
cada vez un acto de violencia y de suma
crueldad”.
¿No existe en esta imagen una
reveladora y sorprendente poética? Así lo
Caballo Perdido Número 1
13
creo. Mientras ocurre un acto de crueldad
este poeta lanza sus monedas imaginarias,
una, otra vez, y afirma una palabra de belleza
como el que siembra un lirio en el suelo de los
mataderos.
“Por cada moneda un millón de
crímenes, otro tanto de naufragios. Incluso
ahora mismo, mientras les leo esto en la calma
de La Soledad, algún inocente cae por la bala
equivocada. Otra a familia abandona el pueblo,
en completo silencio, dejando un rastro de
harapos y de incendio. Alguien muere, aquel
lo asesina, y entre las luces que comienzan a
prenderse un niño despide a sus fantasmas,
sigilosamente, frente a los escombros y
demoliciones de la casa vecina”. Pero Jaime
lanza sus monedas imaginarias, no se doblega.
Y en sus giros equidistantes ve un orden que
le ha sido extirpado a la realidad, los ecos de
una armonía que supieron usurparnos. Ve
un mundo donde los hombres sí son regidos
por la justicia de los astros, y sus rostros, en
plena transparencia, están determinados por
las líneas de la mano. Una morada imaginaria,
al fin y al cabo, donde las cosas recobran su
sentido tras el humor de las paradojas.
Sentido y humor, paradoja y realidad.
Los dos términos parecerían entidades
contradictorias, ajenas, pero no en todos los
casos se anulan. Habría que recordar con
Hegel que sólo quien se atreve a invertir
el mundo, emblema de un pensamiento
paradójico (y quizás a esto se deba la aparición
de la palabra Inversiones en el nuevo título), a
imaginárselo al revés, podría comprender las
lógicas que subyacen a sus rutinas. Y aquí es
cuando el humor tiene que ser tomado con
toda la seriedad del caso. Jaime no sólo resiste
a los tiempos porque se atreve a señalar sus
abusos, a plantearnos una leyenda que los
haga asibles. Resiste porque entre versiones y
perversiones también nos enseña a reírnos de
ellos.
No hablaré en esta ocasión del Jaime
amigo, no hay nada más contrario a sus textos
que la figuración personal, a su personalidad
que el reclamo de dádivas o de favores
literarios. Baste decir que nuestro amigo,
facha de sueco, tres chaquetas, que para gracia
de sus amigos y desgracia de los peatones,
tiene ese paso melodioso de los detectives
impenitentes, nos ha dejado con este libro una
lección de sabiduría. De dignidad humana en
tiempos sombríos.
Hablé antes de una arqueología a
través de lo imaginario, y todavía lo sostengo. Si
el mundo se extinguiera en sus propios flujos.
Sin ruinas, sin huellas. Sólo el fugaz parpadeo
de un astro. Y estas páginas aparecieran como
las últimas claves de una ciudad sumergida,
salvadas en la deriva de una botella, quien las
encuentre podría hallar en ellas algún sentido
de nuestro paso por la tierra. También hallaría
las razones de nuestra desaparición.
“
Cuando un autor abre los desvanes de
la leyenda, o al menos en la mayoría de los
casos, no evade la realidad o la desprecia. Por
el contrario, está haciendo un desesperado
intento por hacerla habitable. Por convertir
sus aires enrarecidos en materia respirable.
”
Caballo Perdido Número 1
14
CUATRO
RELATOS
de Jaime Echeverry
Cuentos
Ilustraciones Mirot Caballero
Jaime Echeverri (Manizales - 1943). Ha recibido numerosos premios y distinciones
en su país. Colaborador de los principales periódicos y revistas colombianas,
es autor de los libros de cuentos Historias reales de la vida falsa (1979) y Las vueltas
del baile (1991), de las novelas Reina de picas (1990) y Corte Final (2001).
PARÁBOLA
DE
LA
MUERTE
El viejo, cubierto por un sucio
vestido roto, toma una moneda entre
sus dedos largos y manchados y la lanza
al aire. Quienes pasan por la calle y lo
ven, disimulan su curiosidad desviando
la mirada. Quienes están acostumbrados
aseguran que su manía lo entretiene y que
en ella gasta todos los días de su vida.
Algunos dicen que es siempre la misma
y única moneda, toda su fortuna, la que
lanza hacia arriba esperando que un golpe
de suerte la multiplique en su caída. Otros
sostienen que el viejo nunca ha tenido una
moneda y que lo que dicen los demás no
es sino el producto de una imaginación
enferma, la misma de una sociedad que
sólo piensa en el dinero. Pero hay también
los que consideran que el problema no
es la moneda en sí misma, sino lo que
significa. Aseguran que el gesto es lo
importante y que la escena no se vería
menguada si la moneda no existiera. Para
confirmar su teoría argumentan que entre
el impulso del lanzamiento de la moneda
y su inevitable caída ocurre cada vez un
acto de violencia y de suma crueldad. Que
el viejo es eterno y que todos sus actos
son eternos también. Sostienen que para
que algo sea eterno tiene que sucederse
idéntico en un espacio imaginario y
que, por eso mismo, el viejo no cesará
de lanzar su moneda al aire, exista o
no, pues el gesto tiene que repetirse
interminablemente. Su conclusión es que
la historia está hecha de gestos –no de
gestas– que al repetirse marcan grados
de evolución, incluso en lo moral. Por
eso, cada vez que la moneda es lanzada
al espacio, en el tiempo que tarda en caer
alguien ejecuta un acto perverso. Como
el descenso se repite constantemente, los
actos pacíficos y sus consecuencias son
reemplazados por actos cada vez más
crueles y ésta es la causa única del destino
del hombre, incapacitado para la paz y la
bondad.
Caballo Perdido Número 1
16
OLVIDO
Quería saber cómo era el fondo del olvido. Dónde se encontraba. Creía que
dentro, muy adentro, unos huesillos iban triturándolo todo. Lo que se vive. Lo que se
siente. Lo que se ama. Lo que se lee. Como si el cuerpo fuera una preciosa máquina
insaciable y devoradora. Buscó otras explicaciones. Viajó por todo el mundo. Leyó en
empolvadas bibliotecas. Oyó secretos de sabios que habían perdido ya las claves de
sus conocimientos. Visitó lugares escondidos. Se enfrascó en tratados de psicología
y en ninguno halló el secreto.
De tanto ir de un lado a otro, perdió sus huellas. Los años pasaron como
trenes veloces y su maquinaria interior seguía triturándolo todo, deshaciendo todas
sus experiencias. Hasta que un día, en un puerto borrado de los mapas, murió sin
que nadie guardara en la memoria lo inútil de su hazaña.
EL
CASANOVA de
RUGGIERO
Entre las múltiples interpretaciones sobre la personalidad de gente famosa,
figura una acerca de Giaccomo Casanova en un antiguo manuscrito encontrado en
1852, firmado por un tal Francesco Ruggiero o di Ruggiero, oscuro poeta veneciano
que trabajó ardiente e infructuosamente para la posteridad, pues fue ignorado en su
tiempo y no se recordó en ninguna otra época. Los folios se hallaron por azar y, a
pesar de su inteligente análisis, fueron devorados nuevamente por el olvido, destino
que, al parecer, les estaba reservado.
<< Sabido es que hay dos sexos, dice. Que las hembras, seres inferiores y
de talante pérfido, han sido creadas para la concepción, el placer y el pecado. Los
hombres, en cambio, han sido destinados a menesteres magníficos, tales como el
gobierno, las artes, la sabiduría, el comercio, amén de estar dotados de fuerza tal
que pueden mover el universo y alcanzar las estrellas si les viniere a gusto. Mas hay
entre ellos algunos que emplean sus oficios buscando más solaz que el dictado por
la naturaleza y siguen los caminos de Sodoma y cultivan la amistad griega y pierden
su rumbo en este mundo. Los hombres que tal hacen, hácenlo por voluntad. Con el
letrado Casanova no acontece así, como lo manifiestan sus andanzas. Es éste un ser
que quedó a medio camino y no es ni varón ni hembra y es más hembra que varón y
anda errante en busca de su esencia verdadera, como a Dios, en el sabido lugar de la
Caballo Perdido Número 1
17
mujer. Pero entre más la busca más se le escabulle. Como no tiene conocimiento de lo
que acontece, disfraza su desventura con un amor tan volátil como el sexo que perdió
al ser concebido en noche oscura y sin ningún astro visible sobre el cielo limpio. Las
hembras en cuanto lo ven, comprenden que un congénere extraviado y lo ayudan y son
muy solícitas con él y esto acaece hasta con las doncellas que guardan su virtud en los
claustros. Su talante dice a las gentes que no nació para otro destino que para solazarse
anhelando dar al mundo vástagos de su propio vientre, pues no fue creado para sino
más grande y noble. Sólo las mujeres piensan tanto en holgar…>>
La continuación del texto ha sido borrada por el tiempo.
ERION*
La veía escupir su baba, templándola
con una voluntad ciega, armando con
frío cálculo el tejido extendido entre
dos paredes de su cuarto. Era una araña
pequeña y ágil que en pocos minutos
construía su trampa mortal. No supo
explicarse de dónde venía eso de la buena
suerte de quien encuentra una araña por
ahí, si precisamente los seres enredados
en el hilo debían deplorar su suerte,
presintiendo que el plazo de su vida acaba
de acortarse. Y la dueña y señora del tejido
invisible, paciente cazadora, atiende desde
el centro al más leve temblor de la tela,
indicador de la caída de un incauto. La
mujer comprende entonces que tendría
que hacer como ella, atar el hilo con que
lo había atraído para, luego, desde su
centro, sentir la leve vibración de la caída.
Él llegaría a las seis y ya jamás podría salir
de su feliz prisión.
*Erion, en griego, significa por igual telaraña y vello púbico.
ECHEVERRI, Jaime. Versiones, perversiones y otras inversiones. Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2009.
Caballo Perdido Número 1
18
Del cuento y sus alrededores
Los happenings
de Daniil Harms y la escritura fractal
Carlos A. Castrillón
Universidad del Quindío
La obra del escritor ruso Daniil Harms (1905-1942) representa uno de los momentos más
extremos de la experimentación narrativa en la tradición europea del siglo XX. Mediante la
fragmentariedad, la fractalidad, la hibridación y el carácter abierto de las estructuras, Harms
propone una estética particular del absurdo que resulta de interés para comprender la génesis
de las formas narrativas posmodernas.
Fotografia: Leidy Yulieth Montoya
Introducción
En la obra de Daniil Harms (transliterado a veces
Kharms o Charms), redescubierta hace menos
de dos décadas, es posible rastrear formas que se
sitúan claramente en la línea de las posmodernidades
literarias, en especial la fragmentariedad, la fractalidad,
las hibridaciones de géneros y el carácter abierto de
las estructuras. Además, el juego con la estética del
absurdo, de la cual Harms fue un adelantado, sitúa su
obra en el centro de una discusión acerca de la función
del arte en una sociedad cerrada, más aún si tenemos en
cuenta que los happenings de Harms fueron escritos en
la época más dura del estalinismo y que, por su carácter
insumiso, el autor pagaría con la vida su desdén por los
preceptos del realismo socialista.
1. Arte y repudio
Carlos A. Castrillón. Poeta y ensayista.
Profesor de la Universidad
del Quindío y de la Maestría en Literatura
de la Universidad Tecnológica
de Pereira. Director de la línea
de investigación en “Relecturas del
Canon Literario” (Universidad del
Quindío). Entre sus publicaciones
recientes se encuentran La Casa
poética de Zoe Savina (2009), El destino
doble en Los Hijos del Agua de Susana
Henao (2007), Ortega y Gasset: La
plenitud del Quijote (2006)
En uno de sus trabajos más densos, El sujeto
en proceso, Julia Kristeva asume el estudio de los dos
extremos posibles en la explicación del sentido que se
produce en las artes, con especial atención a la poesía,
representada allí por un sujeto epigonal, Antonin
Artaud.
En primer lugar, y bajo premisa antropocéntrica,
Kristeva anota la existencia de una pulsión hacia la
ruptura que tiene su máxima expresión cuando el
lenguaje rompe con el lenguaje, como en toda poesía
no regulada por condicionantes externos a ella misma.
En la poesía –y por extensión, en la escritura creativa–
el lenguaje entra en una paradoja fundacional: se crea y
se destruye a sí mismo, es instrumento y producto de su
transformación. En esa dinámica, el sujeto unario (soporte
de la realidad) se rompe por la pulsión del sujeto en proceso
(motor de la historia) bajo la fuerza del repudio.
En este sentido, afirma Kristeva, una teoría del
sujeto, cualquiera que ella sea, es más necesaria para el
arte que una teoría de sus productos (Kristeva, 1977:
27ss). El sujeto en proceso se define, en casi todas las
concepciones, por el deseo metonímico: el deseo de
ser siempre distinto, de estar en función de otro que
le es complementario. El sujeto unario, por su parte, se
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20
instituye por la censura de orden social. Es la tragedia del sujeto concreto (sujeto-significante)
cuando pasa a ser sujeto-significado, la que produce el ser de lenguaje, el ser en el mundo de
lo simbólico, el ser del arte.
La red pulsional inherente al sujeto lo lleva, mediante repudios reiterados, a su
constitución como sujeto en proceso. La ruptura reiterada es, por su dinámica, una negatividad
afirmativa y una disolución productiva, en cuanto afirma al sujeto y construye nuevas formas
de lo simbólico. El repudio como motor de las artes genera desconfianza por la forma
problemática como se inserta en el pensamiento (Kristeva, 1977: 38): El arte es el reverso de
la creencia.
En el proyecto de la modernidad estas actitudes artísticas son un obstáculo porque
multiplican las posibilidades, diseminan los sentidos y producen formas problemáticas que
no caben en los preceptos. Como lo afirma el poeta argentino Roberto Juarroz: “La gran
poesía desnuda las cosas. Es la búsqueda de lo abierto, no de una realidad cercada, estrecha,
confortable, que ya conocemos, sino un territorio que a veces el hombre ignora de sí mismo y
en donde surgen, a veces, sus más ricos instantes” (Juarroz, 2000: 9).
El arte es la posibilidad de acceder al “espacio de lo imposible, que a veces parece
también el espacio de lo indecible”. Juarroz lo define del modo más bello: “Hablar ante el
abismo en el que estamos con el abismo que somos”. Los contornos de ese abismo al que se
refiere Juarroz han cambiado, pero el problema para el sujeto es el mismo. Vivimos abismados
frente a otras cosas, pero abismados de todos modos; para expresarlo, el artista vive en los
post-ceptos, no en los pre-ceptos, y por eso es un hereje indomeñable.
En la estética marxista más ortodoxa se pregona la posibilidad de un sujeto sin
conflictos, que permanece como unidad, con contradicciones sociales pero sin contradicción
consigo mismo. Es la ilusión del materialismo histórico acerca de un sujeto sin proceso, simétrica
a la ilusión metafísica de un proceso sin sujeto (Kristeva, 1977). Las vanguardias artísticas, sin
embargo, siempre están señalando la falacia de estas ilusiones; en sus diversas búsquedas las
vanguardias representan al sujeto en proceso que rompe la tranquilidad del sujeto unario
mediante la práctica de la negatividad, génesis del cambio en el nivel de lo simbólico.
En un sentido general, se trata del papel de toda vanguardia artística, que combate
los sistemas cerrados, entre ellos el lenguaje y las formas artísticas canónicas; y combatir esos
sistemas significa negarlos mediante la reafirmación de la ruptura y subvertirlos, no desde
fuera (desde la mirada ideológica), sino desde dentro (desde su realidad concreta, discursiva).
Como propuesta estética, la ruptura se muestra en literatura en la lucha por “la primacía de
la imaginación deconstructiva para encarar el despotismo de la imaginación constructiva y
mitificadora” (Kadir, 1984: 302).
2. Daniil Harms
En todas las épocas las búsquedas individuales se oponen a las pretensiones de
universalidad y el deseo de licencia total para el arte encuentra múltiples obstáculos. Como lo
afirma Jacques Aumont, “el arte es una producción entre otras producciones y la responsabilidad
de su definición y de su regulación corresponde a la sociedad” (Aumont, 1997: 43). El rasgo
genérico es la limitación y la presión, que frecuentemente llegan hasta la supresión. En el caso
de Daniil Harms, la regulación obedeció a la “ley de utilidad” que derivó del famoso discurso
de Andrei Jdanov, Sobre la literatura, la filosofía y la música (1934), mediante el cual se oficializó
Caballo Perdido Número 1
21
la estética del realismo socialista como precepto ineludible para todos los artistas soviéticos, a
quienes “su gobierno les proponía un código de conducta al mismo tiempo que un conjunto
de reglas técnicas e ideológicas que determinaban estrictamente su actividad, y le asignaban un
campo rigurosamente acotado y rigurosamente estructurado” (Aumont, 1997: 43).
Esto incluía, en las manifestaciones artísticas, la ambigüedad, la ironía, el subjetivismo
y las abstracciones, considerados todos “vicios burgueses”; igualmente, se censuraba toda
forma de arte “multilateral”. Es en este ambiente especial en el que surge la obra de Harms.
Daniil Harms (1905 - 1942) fue el pseudónimo principal de Daniil Ivanovich Yuvachev.
Hijo de un conocido político y hombre de letras de San Petersburgo, Harms alcanzaría
renombre local en los años 20 y 30 como autor de historias para niños y escritor excéntrico y
vanguardista. Desde 1925 Harms comienza a aparecer en lecturas de poesía y actividades de
vanguardia, se hace miembro de la sección leningradense de la Unión de Poetas de Rusia y
publica dos poemas en antologías de 1926 y 1927. Aunque parezca increíble, esas fueron las
únicas obras “adultas” que publicó Harms en toda su vida. En 1927, Harms se reunió con un
grupo de escritores experimentales para formar el Oberiu (acrónimo de “Asociación del Arte
Real”), un movimiento artístico y literario. Para los miembros del Oberiu el absurdo es el “arte
real” (Brown, 1985: 413)
El Oberiu era considerado como una especie de “flanco izquierdo” de la vanguardia,
con multitud de actos provocadores y absurdos que alcanzaron poca notoriedad. Sin
embargo, la época estalinista no era propicia para esas actitudes frente al arte y el tiempo de
la experimentación había pasado. Luego de la hostilidad pública, el movimiento terminó en
desbandada después de unas cuantas apariciones.
Harms y sus compañeros se dedicaron a cultivar la literatura infantil. Para 1940 Harms
había publicado 11 libros para niños y mantenía una regular colaboración en periódicos y
revistas del género. Pero Harms seguía utilizando en sus escritos los procedimientos del
Oberiu. En 1930 un periódico de Leningrado denunció al Oberiu como “reaccionario” y en
1931 Harms y su amigo Vedensky fueron arrestados, acusados de “distraer al pueblo de la
construcción del socialismo por medio de sus versos insensatos”. Harms pasó épocas de
hambruna y sufrimiento, pero sobrevivió a las purgas estalinistas de 1930. Sin embargo, el
comienzo de la guerra trajo nuevos problemas: Harms fue arrestado de nuevo en 1941, en
Leningrado. Vedensky fue arrestado un mes después y murió en diciembre de ese año, y
Harms, al parecer de física hambre, murió en el hospital de la prisión en 1942. Ambos fueron
“rehabilitados” en la época de Kruschev, pero debió llegar el gobierno de Gorbachov para ver
publicadas sus obras.
Desde su primer arresto en 1931, Harms tuvo suerte de escapar al desastre por un
poema infantil acerca de un hombre que sale a comprar tabaco y desaparece. Por esa época se
concentró más en la prosa y en fragmentos dramáticos; igualmente, algunos textos teóricos,
filosóficos y matemáticos, así como un diario y un buen conjunto de poemas. Los manuscritos
fueron conservados por su amigo, el filósofo Yakov Semionovich Druskin, hasta cuando
pudieron ser depositados con seguridad en una biblioteca. Las obras infantiles se publicaron
de nuevo en 1962, y las demás en 1988. En la actualidad Harms ha sido proclamado en Rusia
como una figura internacional, ejemplo literario de la fragmentación postmoderna.
Los escritores favoritos de Harms fueron Gogol, Hamsun y Lewis Carrol, y se sentía
afín a movimientos como el surrealismo y el dadaísmo. Como característica especial de su obra
está el extremismo, tanto en su gusto por la brevedad como por el nonsense. “La verbosidad es la
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22
madre de la mediocridad”, decía, y sus textos reflejan ese deseo de inconsistencia consciente:
“Un Viejo se rascaba la cabeza con ambas manos. En donde no podía utilizar las dos manos,
se rascaba con una, pero muy, muy rápidamente. Y mientras lo hacía, parpadeaba” * .
El nonsense de Harms puede llevar los textos a la autodestrucción por medio del
rompimiento de las expectativas del lector. Otro rasgo notable es su tendencia a temas como
las caídas, los accidentes, los cambios, las muertes súbitas y otras formas de violencia no
intencional. La violencia del humor también es común: “¿Qué hay de bueno en las flores? Se
obtiene un mejor aroma de la entrepierna de una mujer. No se molesten con mis palabras,
ambos aromas vienen de la naturaleza”. O esta posición frente al mundo: “Sólo me interesa
el nonsense, lo que no tiene sentido práctico. No estoy interesado en la vida sino sólo en su
manifestación absurda”.
Harms está ligado en espíritu a los comienzos de la narrativa europea moderna,
centrada en el hombre como enigma psicológico y en su deseo universal de desvincularse de
la masa y del control de entes ajenos a su plano de vida. El humor de Daniil Harms puede ser
definido como “humor absurdo”, pero es evidente que, como en el caso de Jonathan Swift,
sus alcances son mucho más vastos.
3. Los happenings de Daniil Harms
Es difícil determinar cuáles son las obras terminadas y las intencionalmente inconclusas
de Harms. El manifiesto del Oberiu proclamaba:
¿Quiénes somos? ¿Por qué somos? Somos los poetas de una nueva conciencia y de
un nuevo arte. En nuestras creaciones expandimos y profundizamos el significado de
un objeto y una palabra, pero sin destruirlo. Un objeto concreto se convierte en objeto
artístico cuando se le libera de sus redes literarias y cotidianas. En poesía, la colisión
de sentidos de las palabras expresa ese objeto con precisión mecánica (Cf. Winitzki,
1998).
Esta confusa proclama sirve para explicar los actos externos del Oberiu, pero no sus
producciones. Los happenings de Harms guardan relación con múltiples formas de relato:
la fábula, la parábola, el cuento de hadas, los diálogos dramáticos, el monólogo, el ensayo
seudoargumentativo, el cine mudo y las historietas. Todas estas formas se presentan en
hibridaciones muy complejas. Como lo explica Neil Carrick:
Harms transforma los límites de la trama y los recursos narrativos de la literatura
universal, desde los relatos antiguos, la ficción clásica europea, el teatro y las
metaficciones características de la era posmoderna: desde el Satiricón, hasta Cervantes
y Calvino. […] Las ficciones de Harms anticipan los dibujos animados y los videoclips.
Harms, el miniaturista, es un exponente del posmoderno y minimalista “fin de la
historia”, una tendencia que ejemplifica bien la fragmentación, la ruptura y el impulso
autodestructivo (Carrick, 1993).
Su prosa está marcada por la simplicidad estructural y una inquietante oscuridad
semántica. Los sentidos son móviles, aparentemente insustanciales y casi siempre deceptivos.
Leamos un ejemplo:
*
Todas las traducciones de los textos de Harms son versiones personales del autor de estas notas
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El pelirojo
Había un pelirrojo que no tenía ojos ni orejas. Tampoco tenía pelo, y lo llamaban pelirrojo sólo por
un convencionalismo. No podía hablar porque no tenía boca. También le faltaba la nariz. No tenía
ni siquiera brazos ni piernas, ni vientre, ni espinazo, ni intestinos. ¡No tenía nada!. Por lo tanto, es
incomprensible de qué se trata. Mejor no hablemos de él.
Harms señala el fin trágico del arte de vanguardia en Rusia y anuncia el teatro del
absurdo en Europa. Sus Sluchai (happenings, eventos), como los llamó, forman un entramado de
textos fractales que adquieren pleno sentido cuando se leen en simultaneidad y se siguen sus
corrientes semánticas subterráneas.
Una anciana que cae
Una anciana demasiado curiosa cayó desde una ventana y se rompió los huesos. Otra anciana se asomó
a la ventana a mirar a la anciana caída, pero por exceso de curiosidad también cayó y se rompió los
huesos. Después cayó una tercera anciana, luego la cuarta y la quinta. Cuando cayó la sexta anciana,
me cansé de mirar y me fui a la feria, donde, según decían, a un ciego le habían regalado un paño
tejido.
Los géneros y sus hibridaciones, corresponden más bien a momentos de un continuum
que va del fragmento a la totalidad incierta y no a formas claramente discernibles: minificciones
en verso-prosa, como cuento-teatro, como carta-ensayo; seudoensayos de matemáticas o de
lógica formal que terminan siendo parodia altamente subversiva del estatus del arte, como en
“Cisfinitum”, donde Harms asume la “demostración” de la naturaleza creativa del arte a partir
de cinco teoremas que procede a dilucidar. Como afirma Sloterdijk, “lo que en la lógica pasa
como paradoja, en la literatura es agudeza” (Sloterdijk, 2003: 41), y sobre ese simulacro de lo
racional que es el nonsense fundamenta Harms su escritura. El objeto parece ser la vacuidad de
todo intento racional para describir la realidad y la acción humana:
Cuatro ejemplos de cómo una nueva idea deja perplejo a quien no está preparado para ella
1.
El escritor: ¡Yo soy un escritor!
El lector: ¡Pero yo pienso que usted es una mierda!
[El escritor queda consternado por esa nueva idea y cae muerto. Se lo llevan]
2.
El pintor: ¡Yo soy un pintor!
El trabajador: ¡Pero yo pienso que usted es una mierda!
[El pintor palidece de terror, tiembla como brizna de hierba, y cae muerto. Se lo llevan]
3.
El compositor: ¡Yo soy un compositor!
Iván Rublov: ¡Pero yo pienso que usted es una mierda!
[El compositor, respirando con dificultad, da un paso en falso. Se lo llevan]
4.
El químico: ¡Yo soy un químico!
El Físico: ¡Pero yo pienso que usted es una mierda!
[El Químico, sin decir palabra, cae pesadamente al piso]
Sus piezas literarias son un mosaico de aconteceres aparentemente insignificantes
y absurdos, al mismo tiempo autónomos y dependientes, que pueden ser leídos como un
todo complejo que carece de límites definidos en lo literario, en la visión de mundo y en la
Caballo Perdido Número 1
24
oclusión textual. La minificción es, según Lauro Zavala, un “género proteico, ubicuo
y sugerente, que a la vez se encuentra en los márgenes y en el centro de la escritura
contemporánea”, y sostiene que “la minificción es la escritura del próximo milenio, pues
es muy próxima a la fragmentariedad paratáctica de la escritura hipertextual, propia de
los medios electrónicos” (Zavala, 2000).
Este tipo de narrativa de difícil clasificación comporta al menos seis
características que se evidencian en la obra de Harms: brevedad, diversidad, complicidad,
fractalidad, fugacidad y virtualidad. Como fractal, un texto “puede ser leído de manera
independiente de la unidad que lo contiene (como fractal de un universo autónomo)”,
pues la fractalidad es “la idea de que un fragmento no es un detalle, sino un elemento que
contiene una totalidad que merece ser descubierta y explorada por su cuenta” (Zavala,
2000). La fractalidad implica también la recursividad del texto hacia sí mismo o hacia
otros momentos del todo, como en este ejemplo:
El diván
Un tipo recibió como regalo un diván, cuatro sillas y un sofá. Se sentó en una de las sillas junto
a la ventana; pero sintió un fuerte deseo de recostarse en el diván. Se recostó en el diván, pero
al punto quiso meterse en el sofá. Se levantó del diván y se acomodó como rey en el sofá, pero
le intranquilizaba la idea de que estar en un sofá era demasiado lujo para él. Sería preferible
una simple silla. Nuestro hombre se sentó en la silla junto a la ventana, pero, incomodado por
el viento que entraba, se levantó. Se sentó en una silla junto al horno y se dio cuenta de que ya
estaba cansado. Entonces decidió recostarse en el diván y descansar, pero a medio camino hacia
el diván cambió de parecer y se metió en el sofá.
-¡Se está bien aquí! dijo, y agregó: Pero tal vez estaría mejor en el diván.
Zavala anota también la fuerte intertextualidad propia de este tipo de literatura,
en la concepción posmoderna, que va más allá de la simple copresencia de textos
diversos:
Diversas estrategias de intertextualidad (hibridación genérica, silepsis, alusión,
citación y parodia); diversas clases de metaficción (en el plano narrativo:
construcción en abismo, metalepsis, diálogo con el lector; en el plano lingüístico:
juegos de lenguaje como lipogramas, tautogramas o repeticiones lúdicas); diversas
clases de ambigüedad semántica (final sorpresivo o enigmático), y diversas formas
de humor (intertextual) y de ironía (necesariamente inestable) (Zavala, 2004).
En la obra de Harms la fractalidad establece series y simetrías a medida que los
momentos del conjunto se agrupan por la acción del lector, quien finalmente recompone
las imbricaciones y llena los vacíos, como en el siguiente juego de repeticiones que
conecta con los anteriores, sólo que aquí la repetición es no sólo diegética sino también
literal:
Andrei Semenovich y el Matemático
El Matemático (sacándose una esfera de la cabeza):
Saqué una esfera de la cabeza.
Saqué una esfera de la cabeza.
Saqué una esfera de la cabeza.
Saqué una esfera de la cabeza.
Andrei Semenovich:
Caballo Perdido Número 1
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Vuélvela a meter.
Vuélvela a meter.
Vuélvela a meter.
Vuélvela a meter.
El Matemático:
Me niego a hacerlo.
Me niego a hacerlo.
Me niego a hacerlo.
Me niego a hacerlo.
Andrei Semenovich:
Niégate entonces.
Niégate entonces.
Niégate entonces.
Niégate entonces.
El Matemático:
No la meteré.
No la meteré.
No la meteré.
Andrei Semenovich:
Como quieras.
Como quieras.
Como quieras.
El Matemático:
Ja, ¡gané!
Ja, ¡gané!
Ja, ¡gané!
Andrei Semenovich:
Ganaste, entonces tranquilízate.
El Matemático:
Me niego a tranquilizarme.
Me niego a tranquilizarme.
Me niego a tranquilizarme.
Andrei Semenovich:
Aunque eres un matemático, la sensatez no te alcanza.
El Matemático:
Soy sensato y sé mucho.
Soy sensato y sé mucho.
Soy sensato y sé mucho.
Andrei Semenovich:
Sabes mucho, pero sólo galimatías.
El Matemático:
Galimatías no.
Galimatías no.
Galimatías no.
Andrei Semenovich:
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Esta discusión me fastidia.
El Matemático:
No es fastidiosa.
No es fastidiosa.
No es fastidiosa.
(Andrei Semenovich alza los brazos con desesperación y sale. El Matemático, después de un minuto, sale
corriendo detrás de Andrei Semenovich).
La obra de Daniil Harms es una de las más interesantes en el proceso de recuperación
de la literatura rusa después de la caída de la Unión Soviética. El carácter experimental,
fragmentario, diverso e inacabado del conjunto convierte a Harms en un prototipo de las
tendencias narrativas actuales. Como ejemplo de sujeto en proceso en el arte, sus propuestas
minimalistas y metaficcionales, su concepción de la literatura como destrucción de las formas
y su carácter de precursor de las estéticas contemporáneas, han llevado a considerarlo como
el fundador de la posmodernidad literaria en Rusia. Así lo atestiguan la presencia de su obra
en la actitud reivindicativa de la cultura, las permanentes representaciones de sus “eventos”
y la reescritura de la que es objeto en el arte pop ruso.
BIBLIOGRAFÍA
Aumont, Jacques (1997). La estética hoy. Madrid: Cátedra.
Brown, Clarence (1985). The portable twentieth-century russian reader. New York: Penguin Books.
Carrick, Neil P. (1993). Kharms and a theology of the absurd. Norwestern University.
Castrillón, Carlos A. (1993). “El absurdo literario de Daniil Harms”. Kanora, 30. Calarcá.
Juarroz, Roberto (2000). Poesía y realidad. Valencia: Pre-textos.
Kadir, Djelal (1984). “Historia y Novela: Tramatización de la Palabra”. En González Echeverría, R., ed. Historia y Ficción en la
Narrativa Hispanoamericana. Caracas: Monte Ávila,
Kristeva, Julia (1977). El Sujeto en Proceso. Cali: Ediciones Signos.
Sloterdijk, Peter (2003). Crítica de la razón cínica. Madrid: Siruela.
Winitzki, Serge (1998). Complete works of Daniil Kharms. En: www.geocities.com/Athens/8926/
Zavala, Lauro (2000). Seis problemas para la minificción, un género del tercer milenio: Brevedad, Diversidad, Complicidad, Fractalidad, Fugacidad,
Virtualidad. México: Universidad Autónoma Metropolitana.
Zavala, Lauro (2000b). “El cuento ultracorto bajo el microscopio”. El Cuento en Red, 1. [www.cuentoenred.org].
Zavala, Lauro (2004). “Fragmentos, fractales y fronteras: Género y lectura en las series de narrativa breve”. Cuadernos Interdisciplinarios Pedagógicos,
Universidad del Quindío, 5: 13-26.
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Eventos
Daniil Harms
(Versiones de Carlos A. Castrillón) *
Ilustraciones Mirot Caballero
* Estas versiones o reescrituras, algunas de ellas bastante libres, fueron hechas para uso personal. Se publicaron parcialmente en las revistas Sonorilo (1989), Kanora
(1992) y Minificciones (2004). Agradezco la importante colaboración de Alexandr Fjodorov.
El licor espirituoso
Una botella con licor, el llamado
licor espirituoso. Y junto a ella está Nikolai
Ivanovich Serpuhov. De la botella se levanta
un vapor espirituoso. Mirad cómo la aspira
Nikolai Ivanovich Serpuhov por la nariz.
Mirad cómo se relame los labios y cierra los
ojos. Se nota que para él es muy agradable,
en especial porque se trata de una bebida
espirituosa.
Pero daos cuenta de que detrás de
Nikolai Ivanovich no hay nada. No se trata
de que haya un armario o una cómoda, o algo
por el estilo: no hay nada, ni siquiera aire.
Creedlo o no, detrás de Nikolai Ivanovich no
existe ni siquiera el vacío, o como se dice, el
éter del mundo. Lo digo sinceramente: nada
hay. En verdad, es algo que ni imaginarse
puede.
Pero dejemos eso a un lado. Lo
único que nos interesa es el licor espirituoso
y Nikolai Ivanovich Serpuhov. Y he aquí que
Nikolai Ivanovich toma la botella y se la lleva
a la nariz. Nikolai Ivanovich huele y mueve la
boca, como un conejo.
Ahora es tiempo de decir que no
sólo detrás de Nikolai Ivanovich no hay nada:
tampoco existe cosa alguna delante de él, ni
en todos los alrededores. La falta perfecta de
cualquier existencia, o como se dijo alguna
vez con agudeza: La ausencia completa de
cualquier asistencia.
Sin embargo, concentremos nuestra
atención en el líquido espirituoso y en Nikolai
Ivanovich.
Imaginad que Nikolai Ivanovich mira
la botella, la lleva después a los labios, la hace
dar media vuelta de modo que el fondo queda
arriba y bebe —¡sólo imaginad!— todo el
contenido. ¡Qué habilidad! Nikolai Ivanovich
bebió todo el licor y quedó con un tic en el
ojo. ¡Qué valiente! ¿Cómo lo hizo?
Y ahora debemos confesar lo
siguiente: Hemos dicho que nada existe ni
detrás, ni delante, ni en los alrededores de
Nikolai Ivanovich. Pues bien, tampoco existe
nada dentro de Nikolai Ivanovich, nada
existe.
Ciertamente todo eso puede ser
como lo contamos, y sin embargo Nikolai
Ivanovich podría existir sin problemas en tales
condiciones. Es verdad. Pero, para hablar con
sinceridad, el asunto es que Nikolai Ivanovich
no existió ni existe. Mirad cómo es la cosa.
Podréis preguntar: “¿Qué pasa entonces con la
botella y con el licor espirituoso? En especial,
¿cómo y hacia dónde desapareció el licor, si lo
bebió un tal Nikolai Ivanovich que no existe?
Supongamos que la botella permanece. ¿Y el
licor? Hace un momento estaba y ya no está.
Decís que Nikolai Ivanovich no existe. Ahora
bien, ¿cómo se puede explicar eso?”.
La verdad es que, en esta ocasión,
tampoco yo sé qué pensar. Y además, ¿cuál
es el problema? Ya dijimos que nada existe al
interior ni al exterior de Nikolai Ivanovich. Y si
afuera y adentro nada existe, en consecuencia
tampoco la botella existe, ¿no?
Pero, por otra parte, prestad atención
a lo siguiente: Si decimos que nada existe
adentro ni afuera, viene la pregunta: ¿al
interior y al exterior de qué? Es evidente
entonces que algo existe. Pero puede ser
también que no exista. En este caso, ¿por qué
decimos “adentro” y “afuera”?
Es claro que estamos en la sin salida.
Y ni yo mismo sé qué decir.
Hasta pronto.
Fin
(Septiembre 18 de 1934)
Del cuento y sus alrededores
Caballo Perdido Número 1
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Rimenov el ebanista
Había una vez un ebanista. Se
llamaba Rimenov. Un día salió a la calle para ir
a la tienda a comprar pegante para la madera.
Era la época de los deshielos de primavera
y la calle estaba muy resbalosa. El ebanista
dio varios pasos, patinó, cayó y se golpeó la
frente. “Ay”, dijo. Se levantó y entró en una
farmacia a comprar una pequeña venda y se la
puso en la frente. Pero cuando salió a la calle
y dio algunos pasos, patinó de nuevo, cayó y
se hizo una herida en la nariz. “Uff ”, dijo el
ebanista. Fue otra vez a la farmacia, compró
una venda y se la puso en la nariz. Salió a la
calle, patinó, cayó y se golpeó en una mejilla.
¿Qué hacer? Debió volver a la farmacia y
ponerse otra venda en la mejilla. “Estimado
señor, le dijo el boticario, usted se cae y se
golpea tanto que le aconsejo comprar un
paquete completo de vendas”. “No, rehusó
el ebanista, no me caeré más”. Pero cuando
salió a la calle patinó nuevamente, cayó y se
hizo una herida en el mentón. “¡Maldita sea!”,
gritó, y corrió hacia la farmacia. “Se lo advertí,
dijo el boticario, otra vez se cayó usted”. “No,
gritó el ebanista, no deseo escuchar nada más;
haga el favor de darme la venda”. El boticario
le dio la venda, el ebanista se cubrió el mentón
y corrió a casa. Pero en la casa nadie lo
reconoció y no le permitieron entrar. “Yo soy
el ebanista Rimenov”, gritó. “No nos venga
con cuentos”, le respondieron desde adentro,
y cerraron la puerta con llave y candado. El
ebanista Rimenov estuvo un tiempo en las
gradas, sentado frente a la puerta, escupió al
suelo y volvió a la calle.
Una pregunta
—¿Existe algo en la tierra que tenga
sentido y que pueda cambiar el curso de los
sucesos no sólo en la tierra sino también en
otros mundos? —le pregunté al Maestro.
—Existe —respondió el Maestro.
—¿Qué es? —pregunté.
—Es... —comenzó el Maestro y se
quedó en silencio.
Yo me quedé esperando su respuesta.
Pero él seguía en silencio. Yo esperaba y
callaba.
Y él seguía callado.
Y yo esperaba y callaba.
Y él seguía en silencio.
Y los dos en silencio.
¡Oh sí! Los dos esperábamos y
callábamos.
¡Hey! Sí. Los dos esperábamos y
callábamos.
(Julio 16-17 de 1937)
Tema para un cuento
Un ingeniero estaba obsesionado con
la idea de construir un enorme muro de ladrillo
que atravesara Petersburgo. Reflexionando
sobre cómo podría hacerlo, no durmió
durante varias noches. Poco a poco reunió un
pequeño grupo de ingenieros y pensadores que
elaboraron los planes para la construcción del
muro. Decidieron levantar el muro en una sola
noche, de modo que apareciera frente a todos
por sorpresa. Consiguieron trabajadores,
distribuyeron responsabilidades, sobornaron
a los funcionarios de la ciudad; y por fin llegó
la noche en que el muro sería construido.
De la obra sabían sólo cuatro personas. Los
trabajadores e ingenieros recibieron órdenes
precisas: qué debía hacer y en qué lugar debía
estar cada uno. Gracias a los cálculos exactos,
la construcción del muro durante una noche
fue todo un éxito. Al día siguiente, la ciudad
de Petersburgo estaba sumida en el pánico. El
gestor de la obra está muy afligido. Ni siquiera
él sabe para qué sirve el muro.
(1930)
Disputa
príncipe?
Hospicitov: Pues que voy a derramarte
la sopa encima.
Pupov: No, no lo hagas.
Hospicitov: ¿Y por qué no puedo
hacerlo?
Pupov: ¿Y por qué me vas a bañar con
la sopa?
Hospicitov: ¿Tú crees que porque eres
un príncipe yo no tengo derecho a tirarte la
sopa?
Pupov: Pues eso es lo que yo pienso.
Hospicitov: Pues yo me río de tu
opinión.
Pupov: Pues tú eres un tonto.
Hospicitov: Pues tu nariz parece un
tambor.
Pupov: Pues a ti te quedaría bien usar
la cara para sentarte.
Hospicitov: Pues tú tienes cuello de
rueca.
Pupov: Pues tú eres un cerdo.
Hospicitov: Pues te arrancaré las
orejas.
Pupov: Pues tú eres un cerdo.
Hospicitov: ¡Te arrancaré las orejas!
Pupov: ¡Eres un cerdo!
Hospicitov: ¿Cerdo? ¿Y tú qué eres?
Pupov: Yo soy un príncipe.
Hospicitov: ¡Ja, un príncipe!
Pupov: ¿Y qué pasa con que yo sea un
príncipe?
Hospicitov: Pues que voy a derramarte
la sopa encima (etc.)
(Noviembre 20 de 1933)
Pupov y Hospicitov toman la sopa
en una mesa con mantel.
Pupov: Yo soy un príncipe.
Hospicitov: ¡Ja, un príncipe!
Pupov: ¿Y qué pasa con que yo sea un
Cok
Verano, una mesa. A la derecha, una
puerta. Sobre la mesa hay una pintura. En
la pintura se puede ver un caballo de cuyos
dientes cuelga un gitano. Olga Petrovna trata
de cortar un leño para la hoguera. A cada golpe
del hacha, los anteojos se le caen. Eudokim
Osipovich fuma sentado en un sillón.
Olga Petrovna: (Golpea el leño con el
hacha, pero la dura madera no se parte).
Eudokim Osipovich: ¡Cok!
Olga Petrovna: (Acomodándose los
anteojos, golpea con el hacha).
Eudokim Osipovich: ¡Cok!
Olga Petrovna: (Se pone de nuevo los
anteojos). Eudokim Osipovich, te pido por favor
que no digas más “Cok”.
Eudokim Osipovich: Sí, sí, como
quieras.
Olga Petrovna: (Golpea el leño con el
hacha).
Eudokim Osipovich: ¡Cok!
Olga Petrovna: ¡Eudokim Osipovich!
Prometiste no decir más “Cok”.
Eudokim Osipovich: Sí, Olga Petrovna.
Lo prometo, ya no más.
Olga Petrovna: (Golpea de nuevo el
leño con el hacha).
Eudokim Osipovich: ¡Cok!
Olga Petrovna: ¡Qué conducta tan
reprobable la tuya! Eres ya un adulto y no
entiendes una petición tan simple.
Eudokim Osipovich: Olga Petrovna,
puedes terminar tu trabajo tranquila. No te
molestaré más.
Olga Petrovna: Está bien. Sólo te pido
que no me impidas cortar al menos este leño.
Eudokim Osipovich: Córtalo, córtalo
tranquila.
Olga Petrovna: (Golpea el leño con el
hacha).
Eudokim Osipovich: ¡Cok!
Olga Petrovna deja el hacha y abre la
boca, pero ya no puede decir nada. Eudokim
Osipovich se levanta del sillón, desliza la
mirada por el cuerpo de Olga Petrovna,
desde la cabeza hasta los tobillos, y sale con
parsimonia. Olga Petrovna, con la boca aún
abierta, se queda mirando hacia donde se
aleja Eudokim Osipovich.
(Cae despacio el telón)
Un soneto
Hoy me ocurrió algo muy divertido:
Olvidé qué va primero, el 7 o el 8. Fui donde
los vecinos y les pregunté su opinión sobre la
materia. Cuál no sería la sorpresa cuando se
dieron cuenta de que tampoco recordaban el
orden del conteo. Recordaban 1, 2, 3, 4, 5, y
6, pero no sabían qué venía después.
Fuimos a una tienda, la que queda
en la esquina de las calles Znamenskaya y
Basseinaya para preguntarle al cajero acerca
de nuestra perplejidad. El cajero nos recibió
con una sonrisa triste, se sacó un pequeño
martillo de la boca, y moviendo la nariz hacia
atrás y hacia delante, dijo:
—En mi opinión, un siete va después
de un ocho, siempre y cuando un ocho vaya
después de un siete.
Dimos gracias al cajero y salimos
contentos de la tienda. Pero, pensándolo bien,
quedamos de nuevo contrariados porque sus
palabras no tenían ningún sentido. ¿Qué
íbamos a hacer? Fuimos entonces al Jardín
de Verano y comenzamos a contar árboles.
Pero cuando llegábamos al sexto, parábamos
y comenzaba la discusión. Unos decían que
seguía el séptimo, otros opinaban que seguía
el octavo.
Así estuvimos, hasta que, por la
buena ventura, un niño se cayó de una banca
y se quebró ambas piernas. Esto nos distrajo
de la discusión. Y cada uno partió hacia su
casa.
Caballo Perdido Número 1
32
Ilusión óptica
Semión Semionovich se pone los
anteojos y ve que en el pino hay un campesino
que lo amenaza con el puño.
Semión Semionovich se quita los
anteojos y ve que en el pino no hay nadie.
Semión Semionovich mira de nuevo
con los anteojos y ve que en el pino sigue el
campesino amenazándolo con el puño.
Semión Semionovich mira sin los
anteojos y ve que en el pino no hay nadie.
Semión Semionovich se pone los
anteojos una vez más y mira hacia el árbol y
ve que en el pino hay un campesino que lo
amenaza con el puño.
Semión Semionovich se niega a creer
en el fenómeno, y concluye que se trata de
una ilusión óptica.
Evento
Una vez Faikov comió demasiado
puré de guisantes y murió. Al conocer
la noticia, también Flugilia murió. Pero
Spiridonov murió sin que se sepa por qué.
La mujer de Spiridonov murió al caer de un
armario. Además, los hijos de Spiridonov se
ahogaron en un lago, y la abuela de Spiridonov
bebió sin parar y se fue a recorrer el mundo.
A Mijailov le dio sarna porque dejó de peinarse
la cabeza. Rondov, por su parte, dibujó a una
mujer con azote y enloqueció. Sin embargo,
Trakrutsov recibió por correo cuatrocientos
rublos y se volvió tan pretencioso que lo
echaron del trabajo.
Buenas personas, pero no saben vivir
con los pies en la tierra.
(Agosto 22 de 1936)
Caballo Perdido Número 1
33
El vigilante
Conocí a un vigilante que estaba
interesado sólo en los vicios. Luego su
interés se redujo y se dedicó sólo a un vicio.
Así, cuando descubrió una especialización
dentro de ese vicio y empezó a interesarse
sólo en esa especialización, se sintió de
nuevo persona. Lleno de confianza, requirió
erudición, abordó las especialidades vecinas y
el hombre comenzó a progresar. Ese vigilante
se convirtió en un genio.
El artista y el reloj
Serov, un artista, fue al Canal
Obvodny. ¿Para qué? Para comprar goma
india. ¿Y para qué quería goma india? Para
hacerse una banda de goma. ¿Y para qué
quería una banda de goma? Para estirarla.
Para eso era. ¿Y qué más? Pues esto: Serov,
el artista, había roto su reloj; el reloj había
funcionado bien, pero él lo tomó y lo rompió.
¿Y qué más? Nada más, eso es todo, en pocas
palabras. Aleja tu sucio hocico de donde no te
han llamado. Y que el Señor tenga piedad de
nosotros.
Vivió una vez una anciana. Vivió y
vivió hasta que murió quemada en su horno.
Se lo tenía merecido, además. Al menos, así
pensaba Serov, el artista...
¡Uh! Quería escribir más, pero el
tintero de repente desapareció.
(1938)
Perechin
Perechin se sentó en una tachuela
y, desde ese momento, su vida cambió. De
ser un hombre tranquilo y contemplativo, se
convirtió en un completo sinvergüenza. Se dejó
crecer el bigote y lo recortaba tan desaliñado
que un lado era siempre más largo que el otro.
Así, su bigote creció más bien inclinado. Era
imposible mirar a Perechin. Es más, tenía un
repulsivo guiño y un movimiento nervioso en
la mejilla. Por un tiempo, Perechin se limitó a
trucos insignificantes y censurables: contaba
historias, acusaba a la gente y engañaba a los
conductores de tranvía pagándoles con las
monedas más pequeñas y siempre dos o tres
kópecs menos.
(1940)
Cuento de hadas del Norte
Un viejo decidió adentrarse en el
bosque, aunque no sabía para qué. Luego
regresó y dijo:
—¡Hey, tú, vieja!
La vieja cayó cuan larga era.
Y desde entonces, las liebres son
blancas en invierno.
Caballo Perdido Número 1
34
Un encuentro
En una ocasión un hombre salió a
trabajar y en el camino se encontró con otro
hombre que, después de comprar una barra
de pan polaco, regresaba a su casa.
Y eso es casi todo.
Un ladrillo
Un señor no muy alto, con una
piedra en el ojo, se dirigía hacia la tabaquería
y se detuvo de repente. Sus negros zapatos
brillaban en la acera que llevaba a la tabaquería,
con las puntas proyectadas hacia su destino.
Dos pasos más y el señor estaría frente a la
puerta.
Pero se detuvo, como para poner la
cabeza debajo de un ladrillo que caía desde el
techo. Es más, el señor se quitó el sombrero
dejando ver su cráneo calvo, de modo tal que
el ladrillo le cayó justo en la cabeza desnuda,
le rompió el hueso del cráneo y se le acomodó
en el cerebro.
El señor no cayó. Sólo se tambaleó
por el terrible golpe, sacó un pañuelo, se frotó
la cara… y dijo a los curiosos que se habían
arremolinado:
—No se preocupen, señores. Yo ya
estoy vacunado. ¿Ven esta piedrecilla en mi
ojo derecho? Eso fue hace un tiempo. Ya
estoy acostumbrado a estas cosas. Ahora nada
me hace daño.
Diciendo estas palabras, el señor se
puso el sombrero y se marchó, dejando a
todos los curiosos en la incomprensión.
Makarov y Petersen
Makarov: Aquí, en este libro, se habla
de nuestros deseos y de su cumplimiento.
Léelo y comprenderás cómo son de vanos
nuestros deseos. Además, aprenderás cuán
fácil es satisfacer los propios.
Petersen: Comenzaste a hablar con
demasiada solemnidad. Como acostumbraban
hacerlo los jefes indios.
Makarov: Este libro tiene tal
significado que uno puede referirse a él sólo en
estilo exaltado. Y es que nada más para pensar
en él tengo que descubrirme piadosamente.
Petersen: ¿Y te lavas las manos antes
de tocarlo?
Makarov: Sí, uno se debe lavar las manos.
Petersen: En cualquier caso, tendrías
que lavarte incluso los pies.
Makarov: ¡Qué ordinariez la tuya!
Petersen: ¿Qué es entonces este libro?
Makarov: El título del libro es algo
misterioso…
Petersen: ¡Ja!
Makarov: Este libro se llama Malgil.
(Petersen desaparece)
Makarov: ¡Dios! ¿Qué pasó? ¡Petersen!
La voz de Petersen: ¿Qué ocurre?
¡Makarov! ¿Dónde estoy?
Makarov: ¿En dónde estás? No te
veo.
La voz de Petersen: ¿En dónde estás tú?
Tampoco te veo. ¿Qué son esas esferas?
Caballo Perdido Número 1
35
Makarov: ¿Qué hago? Petersen,
¿me oyes?
La voz de Petersen: Te oigo. Pero
¿qué significan esas esferas?
Makarov: ¿Te puedes mover?
La voz de Petersen: Makarov,
¿puedes ver las esferas?
Makarov: ¿Cuáles esferas?
La voz de Petersen: ¡Déjenme!
¡Déjenme! ¡Makarov!
(Silencio. Makarov está aterrado,
después toma el libro y lo abre)
Makarov (Lee): “… y poco a
poco el hombre pierde su figura y se
transforma en una esfera. Y cuando el
hombre es una esfera pierde todos sus
deseos”.
Telón
Caballo Perdido Número 1
36
RETRATO
DE NOVIOS
DOSSIER
Roberto Burgos Cantor
Es el silencio lo que nos
está haciendo falta
Entrevista: Juan Manuel Ramírez Rave
Fotografías: Leidy Yulieth Montoya Aguirre.
Los cerros de la capital colombiana ardían en
el horizonte. Propios y extraños descargaban
en la radio su impotencia sobre pirómanos e
incendiarios. Yo, mientras tanto, observaba a través
de la ventana del taxi aquel cielo límpido. Parecía
como si el Caribe colombiano hubiera viajado
kilómetros para encontrarse con nosotros aquel 5
de Enero. Por un momento me distraje dibujando
las hélices de un bicho irreal que se perdía en la
distancia cargado de litros de agua para apaciguar
la sed infernal de los cerros. Cuando bajé la mirada
del cielo, me encontré con esa Bogotá atípica de
Transmilenio a medio llenar, sin sus multitudes y
avenidas congestionadas. Quiero pensar que fue
en ese momento de encuentro apacible con la
ciudad cuando se me ocurrió pensar en el valor de
nuestro viaje: encontrarnos con Roberto Burgos
Cantor, un Caribe anclado en la lejana, alta y fría
capital.
Lo primero que recuerdo de Roberto
Burgos es su voz y no un libro. Después de aquel
primer encuentro en la Universidad Tecnológica
de Pereira, sus palabras siguieron galopando en mi
cabeza como galopa el mar durante semanas en
la memoria del niño ya lejos de la playa. Luego,
gracias al rastreo de un docente en las librerías de
segunda mano de Bogotá, llegó a mí El patio de
los vientos perdidos: derroche poético, extensión de
lo escuchado a viva voz meses atrás. Tendría que
esperar un par de años para encontrarme cara a
cara con el autor; primero como una voz anónima
protegida por un auditorio dispuesto a preguntarlo
todo, más tarde en la cordialidad de una charla en
un bar de Pereira acompañados del poeta Giovanni
Gómez y de la fotógrafa Leidy Yulieth Montoya.
Esa noche hablamos –como se dice– de todo un
poco, de poesía y poetas, de libertad y literatura, y
también de la posibilidad de un encuentro. Quiero
pensar que fue en ese momento de revelación que
nació la idea de Caballo Perdido, sé que no fue así;
pero quiero pensarlo.
Meses después viajamos a Cali con
el pretexto de la Feria del Libro Pacífico, para
encontrarnos con Roberto Burgos Cantor. Al
Caballo Perdido Número 1
40
Encuentros con
Roberto
Burgos
El Autor, el lente y su obra
llegar al Club Campestre lo buscamos por todos
lados, hasta que nos encontramos con su sonrisa.
No estaba solo, lo acompañaba un joven profesor
de la Univalle, quien lo entrevistaba con el objeto
de reunir datos para su tesis de Maestría. Fue así
como conocimos a Kevin García, quien pronto
se entusiasmó con nuestra idea de una revista
de Ficción Breve. Suyo es el ensayo “Roberto
Burgos Cantor: un testimonio en la ficción” que
reproducimos en esta primera edición de Caballo
Perdido. Pasamos la tarde recorriendo el campus
de aquella universidad pública. Roberto, Kevin y
yo caminábamos, mientras Leidy, como un cíclope
moderno, nos seguía disparando su cámara,
siempre insaciable… daba brinquitos aquí y allá,
luego se unía a la conversación como si nunca se
hubiera alejado, aunque quiero pensar que Leidy,
cuando toma fotos, está lejos, ella, su cámara y el
fragmento de mundo que eterniza.
Desde aquel encuentro en Cali quedó
pactada nuestra visita a Bogotá para los primeros
días del mes de diciembre; pero ésta sólo se dio
hasta aquel 5 de Enero del 2010, cuando los cerros
capitalinos ardían y mientras aquellos escarabajos
acerados intentaban calmar su sed. Finalmente
nos encontramos con el cálido abrazo del recién
finalista del Premio Rómulo Gallegos y ganador
del Casa de Las Américas por su novela La ceiba de
la memoria. Por primera vez constaté que el Caribe
de boxeadores y cantantes, estaba contenido
en el apartamento 503 de un edificio cercano a
la avenida Belalcázar, a 2600 metros de altura.
Muchas fueron las conversaciones a partir de este
momento con un hombre generoso como el clima
capitalino de aquel principio de año. Roberto
Burgos, amablemente, me confesó algunos meses
después en el silencio de un correo electrónico
“Querido Juan: Muchas gracias. Creo que nunca
me habían sacado tanto”.
El resultado de tales conversaciones es
lo que aquí se recoge.
Caballo Perdido Número 1
41
En alguna ocasión en Argentina Ernesto
Sábato le dijo que “el camino más difícil era iniciarse
con un libro de cuentos”. ¿Por qué su insistencia en
el cuento para iniciarse en el, ya de por sí, complicado
camino de la literatura? ¿Por qué no la poesía, la
novela, por qué después de semejante confesión eligió
el cuento?
Claro que ahí hay una idea, un
sentimiento que resuelve muchas cosas, es
que el escritor no siempre hace lo que quiere
sino lo que puede, y si bien era cariñosa, era
de abuelo la recomendación de don Ernesto,
también es cierto que esa era otra atipicidad
en la expresión de la vocación literaria. Fíjate,
es algo que además nos corresponde como
país: ¿por qué intentamos? El género sin
duda más difícil, así lo siento, es la poesía,
y sin embargo muchas personas comienzan
su trabajo literario, su trabajo artístico por
la poesía: ¿por qué empezar por lo más
difícil? Después está el cuento, que no
admite digresión, ni formulaciones que te
saquen del centro de atención y esto tú no
lo sabes, no lo sabes porque es lo que en un
momento dado te llama, te pone a trabajar.
Yo había intentado escribir una novela, era
mi designio cuando sentí que no podía seguir
como un escritor de fin de semana y me
avergonzaba que me llamaran como tal, si yo
no había publicado un libro. Era un escritor
de revista de suplementos,
de periódicos y, llega
un momento en que
trato de solucionarlo.
Porque la novela,
para quien está
en ese
conflicto ético en el cual yo estaba, aparece
como un pañito, como un algodón que
suaviza las heridas de tú conciencia, porque
tú escribes un fragmento hoy, escribes otro
intento de capítulo un día si estás muy
enredado y no logras la continuidad das un
salto, y dejas la hoja allí y eso te va como
tranquilizando. Pero eso te agota y se da uno
cuenta de su propia mentira. Entonces ese era
el problema, que me di cuenta que yo no tenía.
Carecía del saber, del ejercicio, de la gasolina
para escribir novela. Llevaba varios años de
estar escribiendo cuentos experimentales
como bien lo percibes, y la experimentación
es la búsqueda de la forma, funciona en
cuanto es una necesidad del escritor para
encontrar lo que a él le correspondería. En ese
momento, ante el fracaso de la novela y todas
las desdichas que me agobiaban, apareció Lo
Amador, que entonces me solucionaba dentro
de esas aflicciones el no caer en la trampa
de recoger los cuentos publicados y hacer un
libro de unos meros cuentos publicados, sino
dedicarme a un propósito claro que era un
libro de cuentos. Claro, esa parte voluntariosa
del escritor a veces da un tono, da unas
definiciones de lo que haces y algunos creen
ver en Lo Amador, una novela escondida.
En los años 70’s Colombia atravesaba un
momento histórico vital que entre otras cosas unía
como nunca a la literatura con el pensamiento crítico,
flotaba en el ambiente un deseo de transformación
de la lógica establecida e impuesta. Al respecto, la
profesora Luz Mary Giraldo, refiriéndose a esta
época, dice que escritores como Parra Sandoval,
R.H Moreno, Cruz Kronfly, Marvel Moreno,
Burgos Cantor: “(…) proponen una narrativa
que puede ser más contestataria y crítica, más
referida a la reflexión sobre la creación artística,
menos testimonial y evidentemente de estirpe urbana”
Como uno de los escritores que participó en esa
transformación de las letras colombianas ¿Qué opina
de lo expuesto por Luz Mary Giraldo? ¿Cuáles son
las características del cuento de los años 70´s?
Si bien es un concepto verificable
–el del contexto– en el cual la profesora
Giraldo ubica a unos escritores de literatura,
ese concepto existió de manera distinta en
otras circunstancias de la vida colombiana.
La literatura cercana que antecedía a los
escritores allí mencionados era una literatura
con un fundamento moral, con un deseo
virtuoso, el deseo de denunciar. Un deseo
tradicional que habría que estudiar un poco
más en la literatura de América Latina. Se
trata de un revuelto entre deseo, creencia y
fe, en considerar a la palabra en sí como un
elemento transformador, como un talismán
frente a las realidades desgraciadas. De esta
manera construimos leyes y canciones,
construimos relatos, construimos amores,
construimos encuentros, fundamentados sólo
en un presunto poder o virtud de la palabra,
como si fuéramos unos nuevos retóricos.
Creo que esa literatura que nos antecedía, con
esas virtudes humanas y sociales apreciables,
era de una deplorable ambición estética,
porque al darle una dirección a los cuentos,
a las novelas, para subrayar todo el horror,
toda la tristeza, todo el crimen que envolvió
la Violencia de los años 50, al darle prioridad
y jerarquía a ese sentimiento humano, moral,
se creía que ese elemento en sí bastaba para
validar esas producciones comunicativas.
Entonces, con este antecedente en otra
situación como la contextualizada por la
profesora Giraldo, ¿qué vemos? Que hay una
necesidad de validar una producción narrativa
por lo que la hace tal, y ese hacerla tal no era
más que búsqueda en su propio espacio,
una literatura que se desprendiera de la sola
satisfacción moral de denuncia, de mensaje,
que le devolviera al texto literario su libertad
y quizá, eso que ella señala como el interés
por la estética era una necesidad de partir
para empezar a narrar de una manera distinta
y validada desde la literatura. Un momento
que tenía diversas características y más allá
del mero elemento crisis, del mero elemento
violencia, del mero elemento transformación,
que evidentemente juegan, pero que no son la
totalidad del espacio estético.
De acuerdo con lo anterior ¿Cuál sería en su
opinión el logro más significativo del cuento, teniendo
en cuenta tanto su participación en aquel entonces
como en la actualidad?
Logró algo muy interesante: rompió
la uniformidad. Si uno observa las diversas
búsquedas, incluso en los nombres citados
por la profesora Giraldo, encuentra que son
aventuras estéticas distintas. Lo que enriquece
el espacio de lo literario y lo estético es
la posibilidad de vasos comunicantes,
diálogos, discusiones entre diversos textos
narrativos. Obviamente tienen que ver con
el empecinamiento personal y la búsqueda
irremplazable de cada autor.
Recientemente en una entrevista para La
Gaceta en la ciudad de Cali, usted dijo que: “las
novelas y los cuentos te fortalecen el sentimiento de
arraigo. En un mundo cuyo vértigo atropella todo,
los escritores costeños nos inventamos el pretexto
de las ficciones para seguir viviendo en el lugar que
abandonamos”, lo anterior se percibe fuertemente en
sus obras Lo Amador y De gozos y desvelos en
donde se percibe una fuerte sensación de extrañamiento
del Caribe colombiano. Hablemos un poco más del
arraigo como elemento esencial y detonante en su
obra.
El arraigo es un elemento que
siempre me ha despertado curiosidad como
posibilidad de reflexión, como posibilidad
también de lo que se construye en literatura.
Lograr que los cuentos, la novela, los poemas,
sean lugares de crecimiento y de refugio de
lo humano, ante un mundo en donde hemos
destruido la posibilidad de un porvenir, de
un futuro. Este hecho, deja al ser humano en
Caballo Perdido Número 1
43
una situación en la que desaparece el deseo,
desaparece el horizonte hacia el cual marchar
o detenerse. De manera que veo en el texto
literario una especie, como lo decía mi amigo
José Viñals refiriéndose al poema en alguno de
sus libros: “poema: pequeña casa contra los miedos
de la noche”. Creo que algo de eso hay en el
sentimiento de arraigo, cómo no desaparecer,
cómo reconocernos nosotros mismos en
medio de un mundo que está devastando todo,
a la naturaleza, al otro como posibilidad de
encuentro y de crecimiento, a las urbes, a las
aldeas, a los ríos, a las montañas, a la política
misma que perdió la imaginación y que era
un elemento de cohesión del ser humano.
Entonces no es que debamos sobrevalorar
el arte y ponerle funciones y tareas que no
le corresponden, sino que cada quien puede
mitigar allí, ayudarse cuando todo nos
enfrenta a una onírica (unívoca) posibilidad
que es resistir.
Sus primeros cuentos pueden denominarse
como una poética de la geografía sentimental de
Cartagena, pero no de la Cartagena de agencias de
viajes, sino de aquella que conserva el universo de la
barriada, con personajes envueltos por la desesperanza
y en la nostalgia, pero que aún cosechan ilusiones. Ya
a partir del libro De gozos y desvelos y sobre
todo en Una siempre es la misma, los personajes
se encuentran fundidos con la monotonía de los días,
viviendo el instante, renegando constantemente del
mito del progreso, sin otra opción que soportar el peso
de la rutina. ¿A qué se debe este cambio de visión en
sus personajes?
Creo que esta perspectiva que
me plantean es muy aguda, creo que me
están mostrando algo de lo cual yo no soy
tan consciente y de pronto ocurre que se
ha cambiado el peregrinaje externo -el
deambular-, por el peregrinaje interior, como
si hubiese allí una seña de autoescarbamiento,
o sea no escarbar afuera sino escarbar en el ser
humano mismo, para extraer tanto miserias
como esperanzas, tanto sufrimientos como
guiños de alegría. De manera que este cambio
de visión que observan ustedes podría ser
también un resultado de la enorme decepción
que nos causa el mundo, la sociedad, pero ya
asumida, y tal vez pide esa decepción que
seamos capaces de dimensionar el reto que
implica transformarla.
¿Es posible que a través de su obra,
ubicada en el espacio geográfico del Caribe, esté dando
cuenta de la identidad caribeña y contribuyendo a la
formación de la identidad latinoamericana?
Hay ideas que han marcado mucho
la literatura en América Latina, tanto en las
lecturas como en la labor crítica, que siguen
superviviendo como pivotes de análisis: la
identidad, la legitimidad y la justicia, como sí
la literatura hubiese ocupado un espacio vacío
que exigía voces allí, en el espacio de las
ciencias sociales. La literatura estuvo marcando
temas significativos cuando no había tanto
desarrollo de las ciencias sociales, como
el de la estructura y la propiedad de la tierra,
los personajes que están en el poblamiento
de nuestro mundo, los aborígenes, los afrodescendientes,
los mestizos. Pero encontrar
allí eso que llaman identidad… Creo que la
literatura, en su enorme poder derivado de
la imaginación y en la insobornable libertad
que exige a quien la escribe, la produce, logra
mostrar –o logra el lector ver– algo complejo
que no es tan uniforme, que no es tan regular,
que muestra verdades del ser humano que
están más allá del ser Wuayu, Quechua y que
convoca para que, a partir de ese reconocimiento,
exista la posibilidad de comunicación
que ofrece en general el arte, la literatura. Si
tengo guiños, como faro en un mar turbulento,
es porque esos guiños me permiten
comunicarme sin avasallar, sin imponer, sin
negar y sobre todo aprendiendo a escuchar.
Es el silencio lo que nos está haciendo falta.
Caballo Perdido Número 1
44
A pesar de que su literatura apunta a un
sujeto moderno: fragmentado, nostálgico, sumergido
en un vacío desesperanzado, en la soledad, en las
angustias que genera la existencia, ¿cómo se da,
dentro de su obra cuentística, esa señal de optimismo,
esa voz de resistencia de la que usted habla en Señas
Particulares?
Paradójicamente, sus personajes iluminados por el
sol caribeño y bañados por la brisa y el salitre son
trágicos y desesperanzados, mientras los de Milciades
son serenos y resignados mostrando una placentera
visión de la existencia en la fría urbe capitalina. ¿A
qué se debe tal visión de mundo tan magistralmente
registrada en la naturaleza de sus personajes?
La parte, por llamarla de una manera
imprecisa, positiva de los desesperanzados
consiste en asumir la existencia desde su verdad,
desde la dificultad, desde su posibilidad.
Al mirarla así, hay sencillamente dos posibilidades:
el apabullamiento, el ceder, el entregar
o el ser capaz de vislumbrar lo que requiere
esta situación para plantearle horizontes nuevos.
No sé, y a lo mejor es momento de que
entre todos empecemos a pensar, si el destino
del ser humano es la felicidad, si el destino
del ser humano es la libertad. Llevamos siglos
matándonos, muriéndonos, entristeciéndonos,
frustrándonos con unos ideales que no
nos han mostrado su rostro todavía.
Su segundo libro de cuentos De gozos y
desvelos fue publicado apenas unos meses antes de
El oficio de la adoración de Milcíades Arévalo.
Además de la pequeña coincidencia del mismo año
de nacimiento (1948), sus libros comparten algunas
coincidencias temáticas como el sexo, la soledad, la
nostalgia, el desamor, la desesperanza, entre otros; pero
mientras la primera obra se desarrolla en el Caribe,
la otra se desarrolla en la zona del altiplano, lo cual
determina ritmos de narración e intenciones antitéticas.
Caballo Perdido Número 1
45
Encontré un poco tarde la relación,
–la expresión tarde tiene que ver con el momento
en que supe una clave de ese libro De
gozos y desvelos– en un autor del Caribe anglófono,
don Derek Walcott. Don Derek en
alguna entrevista o en alguno de sus libros
decía: “…al fin encontré el mercado, el mercado
público, el lugar de venta, relatos, encuentros”.
Cuando leí eso, sentí que se estaba
hablando de algo que yo había conocido en
su momento y que estaba en De gozos y desvelos:
el encuentro con el mercado. El mercado es
el lugar de voces, el lugar de intercambios, el
lugar de… hay que vivirlo un poco. No sé si
ustedes conocieron en Cartagena el mercado
público, antes de ser erradicado hace 30 o 20
años, cuando construyeron el centro de convenciones.
Esto debió ser por los años 80,
quizá un poco antes. Un lugar que estaba a la
orilla de la bahía, que vivía con intensidad las
24 horas. De allí surgía mucho y por supuesto,
pensar que en ese espacio del Caribe existían
destinos trágicos o vidas trágicas, enfrentaba
uno de los prototipos con los cuales el centralismo
colombiano mira el Caribe, como
un lugar de jolgorio, de liviandad de la vida.
Creo que lo que ocurre es un enorme silencio
inexplorado y es en el mercado donde ese
silencio comienza a romperse: la gente esta
contándose a gritos, el ropaje de la discreción
surge de otra cosa inasible. Creo que de cosas
así esta hecha la diferencia que marca De gozos
y desvelos, como posibilidad de búsqueda. Yo
tendría que releerlo, pero tengo el recuerdo
que también había varios elementos que me
tocaban: el descubrimiento de la poderosa
presencia de lo femenino y el encuentro con
un lenguaje también que no había experimentado.
Su primer libro, Lo Amador, inicialmente
se iba a llamar Historias de Cantantes, ¿por qué
cambió el título? ¿Quién influyó? ¿Por qué se le
ocurrió inicialmente llamarlo de esta forma?
Había algo en el aire de la narrativa
de esos años y ese algo me impidió la decisión
del título. En esos días salió una novela de
Severo Sarduy, escritor que me gusta, cuyo
nombre es De dónde son los cantantes. Vino
entonces el encuentro con mi amigo José
Viñals, quien leyó ese libro en Buenos Aires.
Yo me había llevado mis borradores, para
corregirlos en los ratos tranquilos de un viaje
de trabajo. Le conté la dificultad que tenía:
sufro el complejo de no saber poner títulos.
(Este complejo me lo quitó un amigo escritor
de Barranquilla, que tiene la facilidad verbal
para los títulos, se llama Heriberto Fiorillo.
Heriberto en alguna presentación de La ceiba
de la memoria se refirió a los títulos que yo ponía
y cómo le gustaban. Eso me ha ayudado. Me
sirvió de psicoanalista para quitarme ese
complejo que me acompañaba). Entonces,
conversando con José Viñals en Buenos
Aires, surgió algo interesante que tomé como
un aprendizaje: buscar en uno, buscar en lo
propio cuando uno quiere nombrar. Claro,
Historias de cantantes es sonoro, llamativo,
satisfacía de alguna manera mi respeto por
lo popular. Pero había otros en el ambiente y
eso puede llevar a distorsiones sobre lo que se
va a leer. En esas conversaciones, Viñals me
propuso un nombre cercano a mí, un lugar
que yo conocía cuando caminaba muchacho
en Cartagena de Indias: Lo Amador. Cuando
él me lo dice allá, en Buenos Aires, en ese
mundo de Borges y de Sábato, en seguida me
surgió lo misterioso, lo ambiguo, Lo Amador
y dije, no, así es y se me desprendió cualquier
posibilidad de promiscuidad que me impidiera
verlo. Así ocurrió con ese título.
Desde su llegada a Bogotá en el año 1966
la ciudad ha pasado -para muchos- de ser una “ciudad
en estado de sitio” creada por los sectores dominantes
a un paradigma sudamericano de desarrollo en el cual
han intervenido desde arquitectos hasta sociólogos y
narradores. ¿Cuál cree usted que es la Bogotá que se
teje en su libro Una siempre es la misma teniendo
en cuenta las complejas relaciones estéticas entre
narrativa y desarrollo urbano?
Es la Bogotá de la literatura, la que se
odia y la que se ama. La que permitió el miedo
en las noches de estado de sitio y la que alegró
el corazón con su luz espléndida de los cerros
a las cinco de la tarde, la que lo acogió a uno
y fue el escenario de un crecimiento, la que le
permitió conocer a tantos seres bellos y tantos
dolores incurables, en la que se vivió y se vive
el misterio del amor, en la que se sueña con el
mar y se tiene la nostalgia indestructible de ese
tren que pasa por las carrileras gastadas con
su velocidad de zorra y parece acompañar la
huída de la luz al final de las tardes, la ciudad
en que nacieron los hijos y se conoció la
fuerza de la amistad. Bogotá D.C es muchas
ciudades. La amorosa tía paterna, Zoila
Ojeda, me refería sin cansancio cómo el abril
de 1948 su hijo mayor estuvo a milimetros de
morir cuándo un tiro perdido le atravesó el
hombro de su saco de paño. Desde la aldea
hasta el bogotazo; desde el tranvía hasta los
troleys; desde las amables casas de citas hasta
la vulgaridad de La Piscina; desde la Atenas
Caballo Perdido Número 1
46
hasta su rostro propio todavía pintarrejeado.
¿Qué será?
En Señas particulares dice que su designio
era ser escritor y entre los elementos imprescindibles
para la creación literaria aparecía como modelo
de ciudad una urbe fría y nublada que le brindara
un margen de soledad amplio y cruel. En este sentido
¿durante estos 44 años de vida capitalina, Bogotá ha
cumplido con sus expectativas? Y ¿Por qué hasta ahora
había preferido evocar al Caribe en vez de narrar a
su ciudad adoptiva?
Tal vez la nostalgia sea más poderosa
que el asombro. Yo pasé de la biblioteca
de mi padre en Cartagena de Indias, a la
biblioteca del escritor Policarpo Varón en
el barrio Santa Fé de Bogotá. Ambos eran
maestros. La ciudad grande, desmesurada en
su inhumanidad, le muestra al ser humano lo
infinito de su pequeñez.
Y fijese Juan, Cartagena de Indias
tampoco termina de encontrar su rostro.
Esa diferencia tan grande entre el mar y la
montaña nos permite, quizá, acercarnos al
país que todavía queremos comprender.
¿Cuál ciudad siente más próxima en sus
cuentos: la Cartagena evocada o la Bogotá habitada?
Tanto la distancia como la proximidad
son instancias de lo humano. Quien decide
es el cuento. Uno, el escritor, es apenas un
instrumento de una intuición por lo regular
oscura, inexplicable, lejana, de la cual apenas
se rasguña su sentido en las palabras.
De las distintas novelas que ha leído y
que tienen como ambiente de los sucesos Bogotá o
Cartagena, ¿cuál considera la más significativa?
Una novela con las ambiciones
inescrutables de la primera novela: Dos o tres
Inviernos de Alberto Sierra. Allí se mostró
la ciudad moderna a pesar del escenario de
ruinas, era como el nuevo cine recorriendo
un París hediondo. Y sin duda Los parientes de
Esther de Luis Fayad. No olvidaría Las bestias
de agosto de Enrique Posada.
En su último libro Una siempre es la
misma se percibe un progresivo desplazamiento de
sus narraciones y personajes a la fría Bogotá. En
contraposición a esto, usted anteriormente contaba
que ve en Una siempre es la misma un regreso a
Lo Amador, obra que se desarrolla por entero en el
Caribe. ¿Qué tipo de regreso es éste? ¿Cuáles son las
similitudes entre ambas obras? Y, ¿en qué se pueden
diferenciar de los otros trabajos?
Fíjate que la vida se ha ido encargando
de desmontar un poco la leyenda del frío.
Mira la Bogotá que hemos vivido en estos
últimos días con este sol de páramo picante
que quema mucho. Hay cambios, pero bueno,
eso es una presencia si aceptamos la idea
que Ustedes me propone del refugio frío
como parte de la condición legendaria de un
territorio, de un espacio. Yo pienso que es un
poco imperceptible lo que siente un escritor
cuando hace afirmaciones como la que ahora
me devuelven: que volví a Lo Amador. Y es
imperceptible, porque lo que noto es que el
interés, la curiosidad por algo que degusto de
una manera que uno llamaría como gusto por
los seres elementales, oficios humildes, resulta mucho
más complejo cuando se inicia el escarbamiento
de esta afirmación. No hay nada elemental
ni humilde: hay una complejidad. En el
momento de la afirmación que me recuerda,
sentí lo que era que un escritor primerizo –el
de Lo Amador– intuía, pero todavía no sabía
cómo atrapar a ese ser humano que para
sentir no requiere tratados, reflexiones, sino
que pone una fuerza incontenible en la vida,
generando una visión novedosa del mundo,
una percepción, un sueño. Quizás a esto me
refería cuando tuve la idea de que había vuelto
a Lo Amador.
Caballo Perdido Número 1
47
Se pueden hacer otras conjeturas.
Tengo la tendencia a pensar en Lo Amador
por la gratitud que me genera este libro, que
ya les había relatado que es el libro con el
cual me sentí haciéndome escritor, y un acto
también necesario en el empeño de escribir
ficciones que es, como la virtud de San
Francisco: la humildad. Cuando uno vuelve
a lo que considera el comienzo sabe que
siempre está el comienzo, y no olvidar esto
es una clave para mantener intacto el reto y
no envanecerse pensando que la culminación
de un libro o de otro libro han resuelto esa
ambición incancelable del arte que lo hace
tal, que es mantener la ambición, mantener la
incertidumbre.
¿Considera usted que su acto de escritura
está mediado, como dice Rymel Serrano, por “…
ese barroquismo tan característico de los escritores
caribeños que, más que un rasgo literario, parece una
cualidad de la sangre”? Y si es así, ¿cree usted que
dicha cualidad le otorga un tono único a sus cuentos?
A veces me surge la necesidad de reflexionar
sobre afirmaciones que se van acuñando
a lo largo de las lecturas, de los trabajos
críticos, de las reseñas. Yo no logro comprender
qué se quiere decir cuando se habla de
barroquismo y menos entiendo cuando se
atribuye algo que no se ha explicado suficientemente
a todo un espacio, a un continente
literario. Probablemente la idea que voy a decir
ahora pertenezca a Carlos Fuentes, pero
el entendimiento del barroco, para el caso
de nuestra América, no podía ser otro que
llenar el vacío con las palabras. Y para llenar
un vacío hay que ser cuidadoso, no sólo en la
escogencia, sino en el trabajo de las palabras,
porque normalmente los vacíos no se dejan
llenar y en el caso del Caribe, decía don Derek
Walcott –que lo hemos recordado ahora–,
que en el Caribe la historia desapareció, que
está sumergida en el mar, luego hay un vacío.
Recuperar una manera de mostrar un mundo
tan conflictuado nos lleva a una sensibilidad
que menciona el crítico recordado, a una sensibilidad
por saber cómo digo, cómo cuento,
cómo relato y claro, esta sangre especial
de los relatos que son las palabras requieren
mucha atención, mucha preocupación. Sí, mi
preocupación con el barroquismo es porque
aparece como una idea distinta a lo que enmarcaría
el barroquismo como posibilidad
arquitectónica surgida en un tiempo preciso.
Creo que en el caso contemporáneo se trata
de un enfrentamiento con el vacío.
En el cuento “Uno jamás se imagina”
uno de los personajes dice: “…un hombre y una mujer
que no conocen el sufrimiento tampoco reconocen la
felicidad”. Al respecto, ¿se podría afirmar que la
mayoría de los personajes de sus narraciones atraviesan
por estados de desesperanza y en ocasiones de extremo
sufrimiento con el anhelo de encontrar al fin –o como lo
dice el personaje– de reconocer un hálito de felicidad?
¿Por qué le atrae tanto situar a sus personajes en tales
momentos de incertidumbre?
Sí, es probable que sea más interesante
–puede ser una perversión de quien escribe,
del autor–, una persona indecisa que una
persona feliz. Los matices hacen diferencias
en la vida y en la literatura. Cuando uno puede
caracterizar todo a partir de prototipos, sean de
orden sicológico o social, no sólo empobrece
la vida, sino que también le quita poder de
indagación al texto literario. Lo indefinido me
atrae, no para definirlo, sino para mostrarlo,
para preguntarlo, para dialogar con él.
Una de las muchas particularidades dentro
de la obra de Roberto Burgos Cantor es que muchos
de los personajes van saltando del cuento a la novela,
lo cual por ejemplo se percibe entre Lo Amador y El
patio de los vientos perdidos. ¿Qué hace a estos
personajes tan fuertes para que usted insista en ellos?
Si creo que hay un elemento, puede
ser la gratitud hacia lo anterior. Lo anterior,
como parte del caudal narrativo, no determina
Caballo Perdido Número 1
48
lo que sigue, pero sí lo permite, sí amplía el
resto. Enfrenta al escritor a saber o a aprender
a no repetirse, a aumentar su ambición estética.
Entonces hacia esos libros que han permitido
el nuevo reto, la otra ambición, el correr la
raya hacia otro horizonte, uno se inclina a
recordarlos, casi siempre se recuerdan no
con un sentimiento de inacabamiento, ni por
permitirles una aventura distinta, sino como
esas señas del escritor donde da cuenta que
hay una totalidad y que esa totalidad esta
jugando.
Es frecuente encontrar en sus obras
boxeadores y cantantes, ¿será que dichos personajes en
sí encierran otra complejidad? ¿Por qué la fijación con
este tipo de personajes? Por otra parte el boxeador en
los libros Lo Amador, El patio de los vientos
perdidos y en el más reciente, Una siempre es
la misma, aparece como un personaje nostálgico,
envuelto en la soledad, marginado, que no puede con
su pasado; son –digamos– personajes que apuntan a
la complejidad del ser humano. ¿Por qué la insistencia
en el boxeador? ¿Se puede tomar el ring como una
metáfora de la vida?
¿Qué tienen estos personajes? Tienen
algo que no está en todas las vidas. En un
lapso breve, corto, son capaces de dar cuenta
de una ambición total, una frustración total
o una realización total. Ahora enmarcar esa
intensidad, ese momento fugaz pero intenso
en donde el ser humano se la juega toda, es
un tema de tentación literaria. En los cuentos
de Una siempre es la misma se perciben algunos
cambios en el tono narrativo, sobre todo en
aquellos que se desarrollan en el litoral: “Yo
quería enterrarlo” y en “Entre golpes”. Ambos
cuentos gozan de estructuras narrativas
distintas a los otros cinco que componen la
obra, además de una artesanía del lenguaje
más próxima a lo sensitivo, lo poético y lo
musical.
Además, yo creo que para mi grupo
cercano, el que llaman con el equívoco
término de generación, después de la vivencia
de esa enorme visión colectiva, la referencia
que nos quedó de la vida fue la del fracaso,
y la metáfora del fracaso más cercana, para
quienes nacimos en el Caribe colombiano, es
la del boxeo, en donde todo se define a golpes
y se define en un espacio donde las cosas o
se logran o se frustran. Puede que tenga que
Caballo Perdido Número 1
49
ver con eso, porque entonces lo que más nos
interesaba como grupo de amigos, de lectores,
de escritores, era esa noción de fracaso: ¿Qué
ocurría para que siempre se empuercaran, se
dañaran las cosas?
¿Cómo se dio el proceso de creación de Una
siempre es la misma?
En Una siempre es la misma se realiza
otra vez una –no es característica–, seña de
lo que voy escribiendo y es que –no sé cómo
se llama en cine–, pero yo voy haciendo el
montaje en la medida que filmo, yo no tengo
una etapa para hacer montaje y descartar
fotogramas, incluir, variar las temporalidades
ya hechas con la cámara, sino que el proceso
va haciéndose de una manera uniforme,
íntegra, con sus dificultades, y este libro
fue publicado en el mismo orden en que
fue escrito, no hay armazón posterior, de
que esto quedara mejor allá o acá. Esto le
da cuenta al lector de una búsqueda porque
son cuentos que se fueron escribiendo en un
mismo clima estético, espiritual, de intereses.
No fueron cuentos escritos a lo largo de los
tiempos. Pero hay cosas que van –sin que el
escritor se dé cuenta– marcando. Quienes
leímos El viejo y el mar –por ejemplo–
siempre pensamos, que hay una posibilidad
de hacerle un homenaje a Hemingway desde
otra perspectiva, está uno como marcado,
Uno lee esa aventura de Santiago, como se
llama el pescador de Hemingway, con esa
tesón buscando un horizonte de vida, una
realización que logra moralmente. Uno dice:
eso está ahí ¿cómo lo vio? Hay que hacerle
entonces un homenaje a Hemingway, porque
nos ha dicho mucho de un mundo que, por
razones del azar, está presente en uno: el mar,
los pescadores, las aldeas, el salitre. Creo que
cuando el escritor no es un canalla marca la
marca, la reconoce y esto lo compromete. A
veces se logra, a veces no.
Yo investigo mucho, preciso mucho.
Para el cuento del personaje enfermo que
cierra el libro, hice un revuelto de personas
que conocí en el colegio. Aún no reconocía
la enfermedad como tal y el indagar detalles,
precisiones sobre este sufrimiento, me
trajeron también momentos de ternura a
pesar de que recordaba los años en el colegio
cuando la discriminación era más fuerte, más
dura, había una sanción social, disciplinaria,
religiosa. Uno no sabe por qué a veces se
aparecen estas cosas. Surgen de un momento
de la vida que incide en uno, y uno la coge o
no la coge.
De los siete cuentos que conforman su
último libro Una siempre es la misma escoja uno
para hablarnos del modo en que surgió, de sus posibles
obsesiones y miedos, del tiempo que le tomó concluirlo
y sentirse satisfecho con el resultado y obviamente
relatarnos alguna anécdota que se encuentre alrededor
de su escritura.
Me sorprendió que estuviera latente
la presencia del boxeador como imagen del
empecinamiento y metáfora del fracaso. Recordé
que uno de los primeros cuentos que
escribí consistía en la historia de un combate
por el fajón mundial. Contraponía las sensaciones
del boxeador dándose golpes fuera de
su tierra con quienes escuchaban por radio la
pelea en su barrio, y cómo la transmitían los
cables de las agencias de información. Ese
cuento fue publicado en alguna antología, la
del maestro Pachón Padilla, en Casa de las
Américas y en un libro publicado en Chile
con otros cuentos de boxeadores. Allí estaba
Torito de Julio Cortázar.
Quizá el escritor al enfrentarse
a la búsqueda de la perfección padece el
sentimiento de qué algo hizo falta. Y por
supuesto los guiños de la vida, incesante,
vuelven a retarlo. Me dediqué varias semanas
a escribir “Entre golpes”. Ahora no tenía la
angustia de cuando se publicó El patio de los
vientos perdidos al pensar en qué ocurriría al
lector si por esos días resultaba un boxeador
Caballo Perdido Número 1
50
exitoso, un campeón. Pero eso era una
ingenuidad, considerar que la verosimilitud de
las novelas podía ser afectada por el escándalo
de la realidad.
Muchos de los considerados “maestros”
del cuento han realizado en su momento importantes
ejercicios reflexivos sobre la teoría del cuento…
Quiroga, Cortázar y Borges, por mencionar algunos.
¿Qué lugar ocupa la teorización del cuento en su labor
literaria y en su arte poética?
Yo no podría ubicar de dónde surge
el interés real de un escritor por un género,
pero el cuento es un género que yo sé que me
llama, que es un género que me gusta explorar.
Es probable que los narradores seamos
unos poetas frustrados y lo que nos permite
mitigar la frustración de no ser poetas es el
cuento, por las características mismas de este
género que siempre está ofreciendo posibilidades
de hallazgos, posibilidades de exploración.
A mí me gusta mucho. Si bien escribo
novela, el género cuento tiene un lugar que
me importa, que me significa, no lo considero
un género menor, es un género exigente, un
género que exige disciplina al escritor. Sobre
todo cuando sale de ese espacio enorme de
disquisiciones, de variaciones, de experimentaciones
arriesgadas que es la novela. Volver
al cuento tiene su valor en sí. Es como recuperar
algo que tiene mucho que ver con
el rigor de la palabra, con la exploración del
lenguaje, con la investigación del instante que
son aprendizajes necesarios para el escritor
de literatura, si es que aprendemos algo. A lo
mejor es pura ilusión y lo que resulta de la
literatura no es un aprendizaje, ni una sabiduría
y por eso uno se está siempre llenando
de fuerza para sobrevivir al fracaso y escribir
otra vez.
¿Cree que aún queda mucho por investigar
y proponer en este género?
Sin duda. Es un terreno infinito,
lleno de retos y de propuestas. Sólo que el
escritor debe aprender a verlas. Lo que más
ocurre con el cuento es esa manera de ver.
Ya lo decía el maestro Juan Bosch: saber ver
dónde está el cuento. Uno no sabe en qué
momento surge, brinca, aparece la posibilidad
del cuento, pero de repente la clave es que
el escribir cuentos va habituando al escritor y
le va habilitando el ojo y la sensibilidad para
saber dónde está y verlo. Es como el cazador
en el bosque, acechando conejos o jabalíes,
y aprende tanto de su empeño de cazador
que logra descubrir al animal entre el follaje.
Donde uno sólo ve hojas, ramas, penumbra,
tierra, hormigas, frutas, él logra ver al animal
escondido. Así ocurre con el cuento.
Creo que fue Gil de Biedma el que alguna
vez aseguró que las influencias no hay que buscarlas
sino merecerlas. En el mismo sentido, hace algunos
años Onetti aceptó que su obra La sombra… era
un libro eminentemente Faulkneriano. ¿Cree usted
que después de una vida consagrada a la escritura ya
merece alguna influencia?
La verdad de la vida es que todo
influye en la vida. Para el bien y para el mal.
El clima, la comida, el amor, la compañía, el
abandono, el amanecer, la declinación de la luz
en la tarde, la lluvia, el roce de piel de alguien
que no veremos otra vez, la música. Aceptar
las influencias nos permite sabernos y al
sabernos padecemos más porque el mundo es
una estructura inconclusa. Pero no nos hemos
preguntado: ¿Qué es influencia? Fijate que la
palabra se parece a esos resfríados graves.
Onetti no recuerda cuándo empezó a
escribir; pero sí recuerda que el escritor empezó
mintiendo, cuando de niño inventaba historias para
sus amigos de barrio, después –dijo– siguió mintiendo
en todos sus libros. ¿Mantiene firme la idea de que
Roberto Burgos Cantor sólo se sintió escritor hasta
mucho después de publicar sus primeros cuentos?
Caballo Perdido Número 1
51
Debo reiterarlo: el escritor es quien
escribe. Lo demás es pura haraganería o a
lo mejor una forma respetable de ganarse la
vida.
En una charla reciente con Nicolás Suescún
afirmaba que el cuento es el género más cercano a la
poesía. Hace algunos años aparecieron en el Magazín
Dominical seis poemas de Roberto Burgos Cantor,
sin hasta ahora conocerse más producción poética de
su parte, ¿por qué se da esto? ¿Es suficiente para
Roberto Burgos el derroche poético de sus cuentos?
Oye, ¿en dónde encontraron eso que
yo he tenido muy escondido? ¿Y recuerdan
cómo se llaman? ¿Y qué tal que yo diga que
tengo un doble? ¿Han leído últimamente la
tira cómica de Calvin? Ahora se inventó que
él tiene unos duplicados y con eso le hace
bromas a la madre.
No. Ése es un género muy difícil.
Yo creo que esos poemas son fugas de los
cuentos. Creo que la poesía es un género
exigente. No puede decir uno que estaría
satisfecho con la posibilidad poética del texto
narrativo porque ésa es otra búsqueda, otra
percepción del mundo, de las cosas.
Para la argentina Leila Guerriero, así
como los cocineros tienen sus juegos de cuchillos, los
cirujanos su instrumental quirúrgico y las modistas
sus canastas de hilos, los periodistas tienen su caja
de herramientas. ¿Posee el escritor su propia caja
de herramientas? ¿Qué elementos imprescindibles
contiene la caja de Roberto Burgos?
Con los años uno se encapricha.
Además del lápiz me gusta escoger la libreta
que siempre llevo. Las amigas, más intuitivas
y sabias que los varones, todas, desde las hojas
artesanales que me confeccionan Alicia y
Gabriela, hasta los papeles seleccionados que
uno piensa si acaso se los merece, venidos
de papelerías de Nueva York, Florencia,
Londres, Roma, Bogotá, Madrid, París, con
que me dicen amor y fe. Los amigos ayudan a
ennoblecer la vida. En estos días también me
regalan lápices y escribidores preciosos que lo
obligan a uno a querer escribir mejor.
En algún momento usted afirma que la
literatura es libertad, que las ficciones no pueden estar
al servicio de nada, dice por ejemplo que el texto que
es tomado de la realidad se endurece, pero uno logra
percibir en algunos momentos de su obra que puede
existir una idea de compromiso, un sentido moral
imperioso en el acto mismo de escritura… nos podría
ayudar a aclarar un poco esta aparente contradicción,
¿qué es la realidad para Roberto Burgos Cantor?
¿La literatura finalmente sí tiene alguna función?
La realidad es una apariencia y la literatura,
las novelas, cuentos, los poemas, una
manera de quitarle ese vestido y contemplar
la desnudez. Quienes alguna vez han desnudado,
y sobre todo quienes no han necesitado
desnudar, saben que al mundo le falta un
mucho de humildad para reconocer la importancia
de lo inútil. En ese PARA NADA está
el espacio de las artes y su poder revulsivo y
transgresor.
Por la extensión de sus cuentos, se percibe
que un cuento debe ir mucho más allá del número de
páginas, ¿resulta relevante la extensión de un cuento?
¿Es más importante su intensidad y ritmo? ¿Qué
otro factor es determinante a la hora de construir un
cuento?
Cada aventura estética va abriendo un
espacio en donde el escritor se mueve. Lo que
termina por sentir el escritor es que no puede
sacrificar una inspiración, una búsqueda, una
aventura a un formato, porque cada aventura
es distinta. Lo que está intentando decir sólo
lo va a decir de esa manera, y esa manera
no depende de la extensión, del número de
hojas. Hay cosas que están sometidas a reglas
como las del periodismo: reseñas de libros,
Caballo Perdido Número 1
52
de exposiciones, donde es mucho lo que se
sacrifica. Creo que esta idea de reducción del
mundo no termina de mostrar su beneficio.
El caso más patente y del cual nadie parece
darse por enterado es que los regaños de don
José Salgar a García Márquez cuando escribía
sus crónicas eran: está escribiendo como
poeta, usted no es poeta, el periodismo es el
rigor, es la trascripción severa de la realidad
contada. Sin embargo, esa petición de don
José Salgar es sistemáticamente desobedecida
por García Márquez y el periódico sale de
una crisis importante, por esas larguísimas
crónicas que los lectores de la época leían día
tras día. No eran aventuras actuales, ya habían
pasado. ¡Viejísimas! Nadie daba diez centavos
por esa aventura y un hombre con el poder de
la imaginación vuelve a trabajarla y muestra
cosas que nadie había visto, como lo es la
aventura del marinero Velasco, por la cual
descubren el contrabando en los buques de
la armada, descubren el sufrimiento humano,
descubren el empeño por sobrevivir. Si uno
encuentra dos cosas que se contradicen, que
muestran, ¿por qué no se sacar conclusiones,
en lugar de seguirnos empecinando en una
regla que no ha podido ser demostrada? ¿Será
que la gente quiere todo así, el almuerzo
rápido como vitamina de astronauta, el amor
breve?
Quienes tienen la idea de iniciarse en la
escritura, ven en los premios literarios un aliciente
para continuar con su trabajo. Sin embargo, se
encuentran con que los premios literarios colocan un
límite bastante desalentador como es el de las llamadas
cuartillas, ¿esto afecta la creación? ¿Cómo ve usted
este tipo de premios literarios en donde siempre se le
pone un límite a lo que se debe escribir?
Cuando he debido intervenir en esas
charlas, discusiones sobre las reglas de un
concurso, siempre he sido partidario de un
esquema abierto, dejar que cada escritor realice
su búsqueda, haga su aventura. Habrá un
jurado perspicaz que descubra esos elementos,
los elementos que hacen a un artista y apueste
por él, o no lo verán, ese es el riesgo de la vida,
al fin y al cabo el concurso es como comprar
el baloto, la lotería. La dificultad es cuando
se compra y se le agrega el elemento ilusión
de una manera tan decidida y tan fuerte que
después se sufre las consecuencias de a quien
se le cumple el deseo; pero hay que participar
como los buenos compradores de baloto y
de lotería que se les olvida que lo compraron
y un día los llaman a decirle que se lo han
ganado.
Para el escritor argentino Andrés Neuman
“el cuento es el único género que no cuenta con una
crítica especializada”, lo que conlleva a que éste no
sea valorado por sí mismo, “como si, en lugar de un
resultado literario pleno, el cuento tuviera que ser un
paso previo para otra cosa, una especie de gimnasio
o de antesala”. Por el contrario Cristina Fernández
Cubas opina que “encerrar a los cuentistas en unas
columnas predeterminadas tendría algo de segregación,
y probablemente lo que se lograría sería apartar a todo
aquel que no estuviera interesado desde el principio en
el género”. ¿Qué opinión tiene usted al respecto?
Es probable que la concepción
de Andrés del ejercicio crítico como un
seguimiento del destino de un género, una
atención a las producciones, no esté tan
presente como sería deseado. Pero hay
momentos interesantes en nuestra literatura
en los que existe clarividencia sobre el
género: los trabajos de don Juan Bosch
sobre el cuento, los de Quiroga, Cortázar,
las reflexiones de Mempo Giardinelli. Existe
una especie de masa reflexiva que valdría la
pena recoger. Curiosamente, esa reflexión
es aportada por el escritor mismo cuando
reflexiona sobre su trabajo. Esa mirada que
pide Andrés, esa mirada especializada cuya
ausencia quiere terminar, habría que llenarla
con más trabajo entre los lectores para que
comprendan no sólo la felicidad leer cuentos,
Caballo Perdido Número 1
53
sino la importancia del cuento y lo que nos
aporta. Yo supongo que los lectores de poesía
deben ser buenos lectores de cuento.
¿Cómo percibe el panorama actual del
cuento latinoamericano?
Es un momento que tiene como
elemento destacado la experimentación y
las exploraciones en el género. Me parece
apreciable que el escritor se esté acercando
a algo y no lo tome como un elemento
constituido, severo, rígido, sino que busque
maneras de aportar lo que él tendría para
aportar, que no siempre cabe en el formato,
no siempre se realiza con lo predeterminado,
sino que tiene sorpresas. Sin embargo por
estos tiempos, fuera de esas experimentaciones
interesantes, estoy leyendo a una escritora
canadiense de cuento que se llama Alice
Munro y me ha entregado un montón de
sorpresas que a medida que la leo digo: cómo
se puede decir que el cuento no es apreciable,
que el cuento tiene dificultades de publicación
y lectura. El cuento es un mundo de hondura,
con tal capacidad para generar maravillas en
el lector que es impresionante.
Colombia, reconocida como una “tierra de
poetas”, hunde sus raíces, en el cuento, permitiendo así
una renovación literaria que no es muy reconocida por
la crítica. A su modo de ver, ¿cuál o cuáles narradores
colombianos deben ser rescatados de los inmerecidos
anaqueles del olvido? Y ¿cuál o cuáles narradores han
sido injustamente vapuleados por la crítica?
Seria pregunta. La pregunta tiene
un supuesto que complica la respuesta y el
supuesto es que existe una crítica atenta a
responder, que sigue el transcurrir literario,
que aporta. Si uno mira momentos de
discusión crítica significativos, encuentra
momentos de decaimiento de esa presencia,
de esa crítica, por tardía, por ausente, o
perezosa o demorada, pero todo esto está
inscrito en una estructura social en donde
faltan elementos para construir una sociedad.
Estos elementos que faltan muestran su
capacidad de generar una anormalidad por
ausencia, en casos como las artes. Y no sólo en
la literatura. ¿Quién brinda hoy a las personas
que van a los museos, a las exposiciones, a las
instalaciones, una referencia que cumpla esa
labor mínima de ayudar a abrir la comprensión
para aceptarla o para discutirla? Esa parte del
quehacer artístico que culmina su diálogo,
que la hace presente en una sociedad, es la
crítica. Ahora, nosotros en Colombia tenemos
una prueba muy dura, desastrosa para las
limitaciones, para las posibilidades de la
crítica: la obra de García Márquez. Una crítica
avezada que hubiese seguido el transcurrir
de un escritor podría esperar más o menos
lo que se venía, pero Cien años de soledad los
cogió –como dicen los muchachos ahora–,
con los calzones abajo y sin vergüenza. No
sólo a la crítica, sino también a los editores,
que de ésta no se recuperan. El síndrome del
editor colombiano, es ¿dónde hay un Cien años
de soledad que no se me vaya a escapar? Por
supuesto, el primer error es que es irrepetible,
sitúese en la sensibilidad de la época. De
manera que hay ante esa dificultad, mucha
necesidad de balance, de establecimiento
de corrientes, de características, y hace falta
porque se está publicando mucho.
¿Qué cree que le hace falta por contar en ese
maravilloso testimonio de vocación literaria llamado
Señas particulares?
Los libros surgen de una necesidad
de las entrañas. A veces esa necesidad se
conecta con un momento de la vida espiritual
de una sociedad. Otras veces no. El escritor
cumple con la lealtad a su llamado. No lo
deja interferir por cualesquier intereses. Es
su abismo y su cielo. Ya vendrá, tal vez, un
momento en el cual la escritura pida ese
testimonio.
Caballo Perdido Número 1
54
¿Qué piensa usted de ese primer libro de
cuentos habiendo ya transcurrido más de 20 años de
su publicación?
Ya no pienso. Es el libro que me salvó
o me condenó como escritor. Su entrañable
complicidad me reclama por no haberlo
vuelto a leer después de escribirlo. Lo amador:
mi amor.
¿Te imaginas lo que significa tener un
amor?
¿Ya es claro para Roberto Burgos Cantor
su espacio como artista y sus tareas en un mundo por
fundar?
El artista es un extraviado. A lo mejor
termina por enamorarse de su extravío. Y ahí
va. Alguna mañana siembra algo: mineral,
vegetal, veneno o humano. ¿Qué surgirá sin
agua, sin sol, sin noches? No lo sé. Pero lo
hago.
¿El cuentista por excelencia?
El escritor es un saboteador
permanente de las excelencias. Admira lo
irrealizado.
¿El cuento perfecto?
El que alguien se empeña en
escribir.
¿García Márquez?
Lo mejor que le sucedió a nuestra
literatura.
¿Álvaro y Santiago Mutis?
Tendría que escribir un texto largo. Celebrar
al Mutis generoso e irreverente y sabio de
entonces. Ya sabes que lo conocí primero a él
que a Santiago. Y también sabes que Santiago
es mi poeta, a quien no hago más que
reclamarle con discreto pudor que nos regale
más y más poemas. A los poetas hay que
azotarlos para que suelten el don, el talismán.
Yo no me atrevo pero Ustedes quizás…
¿Ernesto Sábato?
Otro texto. Su valor, su persistencia, su arbitrariedad. Lo que implicó
Sobre Héroes y Tumbas para la literatura y la vida. Permanece el sábado silencioso
de Bogotá en que estuvimos con él en la casa de Simón Bolívar en las faldas
del cerro de Guadalupe y no pudimos entrar.
¿Luis Carlos López?
¡Qué renovador!
¿Eligio García?
Qué puedo decir de un amigo que aún me hace falta ¿?
¿Qué no dejaría de hacer por escribir un buen cuento?
Todo. La tiranía existe. Uno la propicia.
¿Qué sigue para Roberto Burgos Cantor? ¿Cuál es la propuesta a futuro?
Estoy empeñado como los deportistas que preparan la próxima
contienda. Me estoy preparando, salgo en bicicleta; no he logrado acostarme
temprano, a pesar de que hace parte de un buen entrenamiento deportivo.
Pero todo esto es porque siento que las exigencias de la novela son rigurosas,
insaciables, y en tanto me pido paciencia a esa búsqueda de la forma, de estar
en forma para escribir, preparo un libro de cuentos en donde quiero jugar un
poco con la idea misma del libro de cuentos. Cómo se podrían mostrar, claves,
tonos, registros distintos, sin que el libro resulte como una compilación o una
antología de aventuras. Estoy trabajando en él. Tengo la ilusión que se llame
Del cielo, de la tierra y del infierno. Entonces, en eso estoy trabajando mientras
pasa el Festival de Cine de Cartagena y ya me toque afrontar la realidad del
cuadrilátero.
Caballo Perdido Número 1
56
EN EL LABERINTO
Corría el verano del año 2002 y la ciudad de Roma repetía en sus muros de piedra antiquísima los colores
y la cualidad del fuego. El poeta, Alejandro Burgos Bernal, nos interna en la vocación literaria
de su padre, de la que ha sido testigo, con La ceiba de la memoria como carta de navegación.
Un testimonio sobre la recepción de las palabras de un Padre, poeta también, que enseña
con la posibilidad de nuevos aprendizajes Recibo yo todo aquello, las palabras de mi padre encendidas
ya de puro enmudecimiento, ¿como quien recibe una semilla de certidumbre o como terrible impulso de las
metamorfosis?
Fotografía: Leidy Yulieth Montoya
DE LOS
espejos
Alejandro Burgos Bernal. Inició
estudios de filosofía y letras
en la Universidad Nacional de
Colombia; obtuvo una beca del
gobierno italiano y los concluyó
en la Universitá degli Studi di
Roma “La Sapienza”. Allí también
—en colaboración con el
MACRO (Museo d’Arte Contemporanea
di Roma)— realizó
estudios de maestría en curaduría
de exposiciones de arte contemporáneo.
En el año 2001
ganó el Premio Internacional
de Poesía Gabriel Celaya con el
libro Dulcamaras.
Alejandro Burgos Bernal
Corría el verano del año 2002 y la ciudad de Roma
repetía en sus muros de piedra antiquísima los
colores y la cualidad del fuego. Yo había recibido allí la
tercera entrega del avanzar de esa obra que más tarde
habría recibido el nombre de La ceiba de la memoria. Era
ya inexorable la escritura.
Mientras esperaba en la amplia sala de la
oficina de correos, acompañado en esa hora insólita
de la calura romana por ancianos que recogían su
pensión, supe interpretar –en una pregunta, interpretar
en una pregunta– la afirmación de Paul Celan que me
asilaba: “La lengua debe pasar a través de un terrible
enmudecimiento, pasar a través de las múltiples tinieblas
del discurso mortífero.”
Recibía yo aquello, las palabras de mi padre
encendidas ya de puro enmudecimiento, ¿como quien
recibe una semilla de certidumbre o como terrible
impulso de las metamorfosis? Era tu voz, padre, ¿como
si fuese la voz del cuclillo que se llama a sí mismo con su
reclamo o como voz dispersa que convoca la nidada que
creció en nidos ajenos?
Hoy –corre el año 2010 en un invierno de lluvias
verticales en la ciudad de Bogotá– y mientras me reparo
en un café donde suelo encontrar a mi padre, recorro
otro enigma de Celan: “Entonces el poema sería la lengua
hecha forma de un individuo, así como, esencialmente,
actualidad y presencia.”
Entiendo, padre, que te has convertido en un
diálogo… en un diálogo a menudo desesperado. Y sé,
porque me constituyo dentro del espacio de este diálogo,
sé que yo he sabido estar contigo. “A esa misma luz”.
Durante ese verano del año 2002 le escribí una
carta a mi padre. Desde allí lo veo, lo retrato en este
laberinto de los espejos.
“Padre,
ya en dos ocasiones –o tal vez tres, no recuerdo
con exactitud– tú cumplías con el deber epistolar de la
acusa de no recibo. Simple y amorosamente me decías
Caballo Perdido Número 1
61
“no olvido que estoy esperando”. Esperabas
ésta que ahora comienza.
En ninguna de aquellas ocasiones
encontré las palabras para mostrarte la
incandescencia en que la materia se hallaba
y precisarte que por esa ígnea virtud yo
guardaba un silencio ansioso.
Incandescente, hubiese yo quemado
la conversación en un ardimiento inexplicable.
Naturalmente, nuestra actual ocasión no
surge con el fin de explicar el fuego. Más bien
de atizarlo, ese fogaje, que en un principio yo
identificaba como una “prosa poética, musical,
sin ritmo y sin rima” y ahora arde como
“algo singularmente diferente”.
Me explico, padre. Ese “furor visionario”
con el que yo identificaba desde la
primera lectura el fundamento de tu novela,
esa actitud creativa tan cercana a la intolerable
tensión lingüística que llevó a Baudelaire
a abandonar la forma lírica en su Spleen de
París (la prosa que invadía el corazón de la
forma), esa “prosa poética, musical, sin ritmo
y sin rima” que de alguna manera hubiese debido
dar razón entre otras cosas de la fragmentariedad
de la obra, eso que hasta ahora
me resultaba pertinente, me resulta hoy singularmente
insuficiente.
Quiero decir que si bien el furor
visionario podía dar cuenta de ese esencial
carácter novelesco de tu obra –eso que en
otras ocasiones llamamos sublime sinsentido
y escándalo de la fe–, ya no puede ser
forzado a dar cuenta además de la semilla de
certidumbre que la novela trae consigo y que
ahora brilla por sobre la fragmentariedad.
Algo singularmente diferente se
impone y yo asumo el riesgo de indagarlo. “El
riesgo”, así lo he llamado, pues que algo tiene
que ver esto con la sentencia de Adorno: “…
es seguro que después de Auschwitz –ya que
Auschwitz fue posible y es posible aún por
un tiempo indeterminado– no nos será más
posible imaginar un arte sereno…”. Una
innombrable inquietud y una pobre, mas
cuánto brilla, padre, cuánto brilla, semilla de
certidumbre.
En algún momento del proceso
que desde la anterior carta hasta ésta he
ido cumpliendo, pensé mandarte como
comentario epistolar a lectura ultimada de
tu novela, una reproducción de un cuadro
de Gustave Courbet. Se trataba de Entierro
en Ornans. Se explicitaba así, mediante un
cuadro, la insuficiencia crítica del furor
visionario y la singular diferencia que yo
intentaba aprehender indagándola. En tal
cuadro yo veía –convertida en luz– algo así
como la unidad del fragmento, la lábil ocasión
de una semilla, el brillo de los dientes después
de la batalla. Baudelaire, en cambio, parecía
no apreciar el trabajo de Courbet; en uno de
sus escritos sobre el arte Baudelaire definía
a Courbet “soldado en una guerra contra
la imaginación”. Courbet, decía Baudelaire
“posee una energía destructora de facultad”.
Te imaginarás entonces mi acertijo:
allí donde yo veía esa pura energía lingüística
en acción y también apaciguada en el instante
de su posibilidad, allí donde el furor visionario
parecía sostener en unidad propia la necesaria
fragmentación de la prosa (tu novela y Entierro
en Ornans) Baudelaire veía en cambio una fácil
contienda contra la imaginación, el furor
visionario que destruye en vez de otorgar
unidad.
Te imaginarás mi acertijo: Baudelaire
que me había acompañado durante todo el
periplo de tu novela, que me había sugerido
las figuras críticas para fijar en cristales de
transparencia el inmenso aliento de tu lengua,
que envenenaba mi alma de amor por las
imágenes y así podía yo sostener la mirada
en el abismo de la memoria, Baudelaire que
desconfiaba de la serenidad, de la armonía,
de la consonancia, ese Baudelaire bajaba la
mirada cuando era necesario renunciar a
la riqueza del misterio, cuando de todas las
empresas no quedaba más que un puñado de
arena.
Caballo Perdido Número 1
62
El puerto negrero de Cartagena de
Indias, el bosque incinerado, la maleta de
cartón del condenado.
Tuve que recurrir entonces a un
ejercicio de refinación de nuestra conversación
a tres (tú, monsieur Baudelaire y yo). Tuve que
recurrir a los papeles íntimos de Baudelaire y
esta vez leerlos a la luz de la lumbre de tu
novela, esta vez penetre su misterio a la luz
de la lumbre de tu novela: Baudelaire allí
parecía capaz de renuncia, capaz de la radical
pobreza de la imaginación en el instante
del conocimiento. Baudelaire entonces no
buscaba decir lo indecible, Baudelaire buscaba
decir únicamente lo indecible.
Y en este adverbio todo radica: decir
únicamente lo indecible, funde la experiencia
poética de la nominación con su deber ético.
Así en los papeles íntimos: higiene,
conducta y moral.
Entendí entonces que la plenitud
de la noción de imaginación (la imaginación
en cuanto misteriosa facultad que ha dado al
hombre el sentido moral del color, del sonido
y del aroma, reina de las facultades, creadora
y gobernante del mundo) es posterior en la
reflexión de Baudelaire a la crítica a Courbet.
Por lo tanto supe que en esa crítica actuaba
aún una tensión cuya posterior resolución
implicaría el concepto de imaginación; actuaba
aún en Baudelaire la decisiva batalla entre el
ideal y el spleen, entre una compleja estructura
lírica que justificase la imagen y un agresivo
contenido prosaico que la imagen ocasionaba.
Para el Baudelaire de esos años (1855) Courbet
representaba el desequilibrador triunfo del
spleen –decir únicamente lo indecible– y la
negación de la expresión poética.
Supuse entonces que para el Baudelaire
ya en plena posesión de la noción de
imaginación –el Baudelaire que escribía los
fragmentos de Spleen de París en escandalosa
negación de la expresión poética– Courbet
no hubiese podido ser otra cosa que una especie
de hermano de sangre, su semejante, su
igual. Supe así que mi tarea era comprender
la relación entre spleen e imaginación: ver en tu
novela, mediante Entierro en Ornans, el sentido
moral del color, del sonido y del aroma, comprender
el furor visionario en cuanto función
de la unidad del fragmento.
Ver tu novela como se ve Entierro
en Ornans constituye, además de una tarea,
una necesidad. Pues que tal tarea ya señalaba
para mí el proceso correcto de lectura de tu
novela: se ha de leer como si ya fuera libro
de la memoria, imagen en la memoria. Como
en Entierro en Ornans –como en Spleen de
París– en tu novela la imaginación genera
una elaboración de la materia orgánica de la
lengua sin recurrir a la cualidad alegórica de
su contenido ni a la cualidad idealizante del
estilo.
Leer tu novela como si ya fuera libro
de la memoria significa situarse paradójicamente
allí donde el furor visionario puede
cumplir con su posibilidad, situarse exactamente
en el instante de la certidumbre, el
instante del conocimiento en que el tiempo
se redime, el instante –acéptame este atrevimiento
crítico– en que el ideal se vuelve spleen.
Un húmedo puñado de arena.
Intentaré explicarme mejor.
Puedo pensar, ya ves, estoy ardido y
así valiente, que hay eventos históricos que
determinan un límite más allá del cual la experiencia
estética está destinada a cambiar de
manera irreversible. Adorno, radicalizando
la sentencia que arriba recordábamos, afirmaba
que “escribir una poesía después de
Auschwitz es un acto barbárico”. Y con toda
seguridad la experiencia de la ciudad constituyó
para Baudelaire un evento de este tipo.
Bien puedo yo discernir que, aunque sean
dos eventos históricos diferentes (Auschwitz
y la urbe que nace), determinen en cambio
un mismo límite: el evento del lenguaje ya no
se decide dentro del marco de la posibilidad
de la representación, el evento del lenguaje se
decide ahora en el territorio de la posibilidad
misma de la verdad.
Caballo Perdido Número 1
63
Si piensas en la obra de Primo Levi
–o en la de Celan– bien me entenderás, padre:
el problema no es la representación del horror
sino su testimonio, la declaración de simple
existencia que el lenguaje ha de otorgar, ha
de donar. Los poetas que fundan la lengua
como tarea ética de atestiguación, establecen
entre lenguaje y existencia una relación de
problemática identidad.
Cuando tú, dando luces respecto al
lenguaje de tu novela, hablas de un “vacío de
nominaciones” que enfrentas, tal vez te refieras
a la génesis de ese lenguaje: hablas únicamente
en nombre de lo que no tiene nombre.
Hablas, no de lo que no se puede representar,
sino de lo que no se puede atestiguar, de lo
que no se puede afirmar, pues tan sólo en esa
afirmación reside su existencia.
Entiendo ahora en plenitud cómo
tu batalla, padre, es la batalla de Baudelaire
y vislumbro el significado de la problemática
relación entre spleen e imaginación: la imaginación,
misteriosa facultad que ha dado al
hombre el sentido moral del color, del sonido
y del aroma, reina de las facultades, creadora y
gobernante del mundo…, la imaginación establece
una ética de la forma, una especie de
rectitud que actúa antes de cualquier forma,
cualquier imagen, cualquier cosa.
Se habla únicamente en nombre de
lo que no tiene nombre.
Y yo que soy tu lector –y en un cierto
profundísimo sentido, tu corresponsal– yo
logro ya intuir el modo de esa rectitud, la potencia
de esa intolerable tensión.
Para Courbet era claro que el lenguaje
de las imágenes se construye de acuerdo a
unos principios que son del todo diferentes
respecto a los principios que generan el lenguaje
verbal. Los principios del lenguaje de
las imágenes explican el desarrollo de valores
formales en el tiempo mientras que los principios
que generan el lenguaje verbal determinan
las modalidades constantes de agregación
de los elementos de una lengua. Para Courbet
es así familiar la idea de una ética de la forma
pues la posibilidad de concebir tal ética –y por
lo tanto la relación absoluta entre lenguaje y
verdad– nace en la trama de un lenguaje cuyas
hebras las constituye el tiempo.
El lenguaje de las imágenes es testimonial
mientras que el lenguaje verbal es representativo.
Entierro en Ornans cierra, anticipándolo
respecto a Auschwitz, el círculo del testimonio
y habla únicamente en nombre de lo
que no tiene nombre: la muerte. Courbet no
representa la muerte sino que hace que el espectador
sea testigo, desde el mismísimo reino
de los muertos, del rito de su existencia, su
simple existencia.
Su contemporaneidad. Su hebra de
tiempo.
Definir por medio de una imagen
–Entierro en Ornans– la cualidad esencial del
espacio –la contemporaneidad– significa entender
y poner a funcionar lingüísticamente
la gramática del lenguaje de las imágenes. La
extrema concisión del discurso pictórico de
Courbet fija una luminosa simultaneidad de
espacio y de tiempo.
Y cada vez que cautamente a esta
materia me acercaba, cada vez que Courbet
me acercaba a tu semilla, pensaba en un título
para esta carta, un título aún enigmático: enfermos
de mar o la gramática de la luz. Ya ves,
entonces, cómo se va tejiendo todo esto. Ya
te decía que ver tu novela como se ve Entierro
en Ornans constituía para mí, además de una
tarea, una necesidad. Como en Entierro en Ornans
en tu novela la imaginación genera la elaboración
significante de la materia orgánica
de la lengua, sin recurrir a la cualidad alegórica
de su contenido ni a la cualidad idealizante
del estilo. Tan sólo –¡y qué profundidad en tal
pobreza, qué rectitud!– el lenguaje de las imágenes;
la batalla de Baudelaire y el lenguaje de
Courbet.
Así, una vez terminada la lectura de la
novela, aparece toda ella como en una imagen
Caballo Perdido Número 1
64
y en esa extrema concisión se fija una
luminosa simultaneidad de espacio y de
tiempo.
He aquí, entonces, la razón y el
origen de tu demanda: pasaba el tiempo
mientras yo asumía completamente
mi función de testigo. Poco a poco fui
adquiriendo conciencia de esa doble
función: testigo –vivo y contigo– de una
muerte que se duda en llamar muerte
(nuestro viaje en Polonia, el cuarto
en piedra y madera del moribundo
Pedro Claver en Cartagena, la fachada
envejecida de san Giovanni Rotondo
donde nunca pudimos entrar a visitar la
tumba sin nombre de Giordano Bruno)
y testigo –muerto ya y empobrecido–
del habla.
El habla. El instante del conocimiento
como una frontera irreversible
que cruzo inquieto.
Usual me resulta ahora la incandescencia
en que la materia se halla.
Usual este silencio ansioso.
Y ya sin más –iba buscando
las orillas, drusas sobre piedras de mar:
Spleen de París, Entierro en Ornans–, ya sin
más el furor de callar me habla.”
Recibo yo todo aquello, las
palabras de mi padre encendidas ya de
puro enmudecimiento, ¿como quien recibe
una semilla de certidumbre o como
terrible impulso de las metamorfosis?
(Bogotá D.C., abril 2010)
Una siempre
ES LA MISMA,
¿ CUENTO O NOUVELLE?
Umberto Valverde
Dos caminos de escritura distintos, con emotivos momentos de encuentro a lo largo de más
de 30 años, vuelven a encontrarse en Cali para la presentación de Una siempre es la misma de
Roberto Burgos Cantor. Desde los afectos que han nacido y crecido durante este transitar,
Umberto Valverde nos invita a conocer esta última colección de cuentos que generan duda
¿Cuentos o Nouvelle?
Umberto Valverde. Escritor y periodista.
Sus libros de cuento son: Bomba
Camará y En busca de tu nombre; sus novelas:
Celia Cruz: Reina Rumba y Quítate
de la vía perico. Otras obras suyas son
Abran paso, Historia de las orquestas femeninas
de Cali; Memoria de la Sonora Matancera;
Con la música adentro.
C
uando tenía 18 años, en la mitad de los
años sesenta, leí el cuento “La lechuza
dijo el réquiem” de Roberto Burgos Cantor,
publicado en Letras Nacionales, revista dirigida
por Manuel Zapata Olivella, quien a los pocos
años nos invitó a hacer parte de su consejo de
redacción. Fue como un asalto a la orientación
de la publicación, permitido por él mismo.
Meses después se publicó la antología
Cuentistas Colombianos, publicada por Gerardo
Rivas Moreno, en la cual nos incluyó a Burgos
Cantor y a mi persona, compartiendo honores
con famosos escritores nacionales cuando
nosotros apenas nos acercábamos a los 20 años.
El índice sumaba 16 autores, entre los
cuales podemos mencionar a Alfonso Bonilla,
Manuel Zapata Olivella, Antonio Montaña,
Gonzalo Arango, Germán Espinosa, Fanny
Buitrago y Oscar Collazos. El libro apareció
en mayo de 1966 y tuvo un tiraje de 5.000
ejemplares (inusitado para la época).
Le solicité a Rivas Moreno, editor
caleño, la dirección de Roberto Burgos para
escribirle e iniciar una larga correspondencia
que se convirtió en una de mis mejores
amistades, que rápidamente incluyó en un
círculo afectivo a Eligio García Márquez, hermano
menor de Gabriel García Márquez y,
posteriormente, a Heriberto Fiorillo, como
también a Santiago Mutis. Hacíamos parte de
la generación de los años setenta, que abrió
caminos insospechados en la literatura colombiana,
sobre todo en lo que más adelante
se llamó la literatura urbana, porque encontramos
el lenguaje de los barrios, las galladas,
los olores y sabores de las calles, cartageneras,
bogotanas, caleñas, barranquilleras y paisas.
Hicimos amistad con Policarpo Varón, Luis
Fayad, Ricardo Cano Gaviria, más o menos
contemporáneos nuestros, y uno de nuestros
puntos de reunión era la librería Buchholz,
donde inicialmente trabajaba Nicolás Suescún,
quien igualmente nos abrió las puerta
de la revista ECO (exclusiva por esos años)
y nos incluyó en una antología de cuento en
una editorial uruguaya, patrocinada por Ángel
Rama.
La primera carta de Roberto Burgos,
en respuesta a la mía, data del 12 de mayo de
l966. Viajé a Bogotá para conocer a Roberto
y también conocí a Eligio que por esa época
estudiaba Física en la Universidad Nacional.
Una de mis visitas a la capital coincidió
con la llegada de Gabriel García Márquez
y Mario Vargas Llosa. Se trataba del acto
de lanzamiento de la edición de Cien años de
soledad en la Librería Metropolitana, de Marta
Traba.
En esa larga espera, uno de los
primeros en llegar fue el poeta Jorge Zalamea.
Con Roberto Burgos le pedimos una cita y
aceptó encantado. Ese día se molestó porque
él se encontraba en la puerta, quizás un poco
para saludar a estos nuevos escritores célebres
y debido al tumulto, Gabo y Vargas Llosa no
lo saludaron. En la cita que hicimos a casa del
poeta, se refirió al desconocimiento que tenía
el país de su obra. Estaba casado con una rusa
y vivían entre pájaros, que volaban sin control,
sin estar en sus jaulas. Ciertamente, el país fue
y sigue siendo mezquino con su obra, una de
las pocas que influyó a García Márquez. Fue
una noche inolvidable.
Nuestra generación asumió la literatura
desde el amor incondicional a la palabra.
Abiertamente desde la poesía, por eso nuestro
amor a Marcel Proust, Jorge Zalamea,
Saint Jhon Perse, Álvaro Mutis, Lawrence
Durrell, André Gide, Marcel Camus, Robert
Musil, James Joyce, Julio Cortázar, Juan Carlos
Onetti, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato
(quien tanto influyó a Burgos y a Eligio García),
y Cabrera Infante. Para nosotros también
era poesía Luis Buñuel, con Los Olvidados, y el
cine soviético. El cine francés y el objetalismo,
especialmente Alain Robbe Grillet. También
la música era poesía, Richie Ray, Willie
Colón y Héctor Lavoe. Nuestros sueños los
compartimos en la pastelería Florida hasta
dedicarnos a lo único que podíamos hacer,
escribir. Éramos escritores de clases medias
o populares, como en mi caso. Hemos compartido
este amor por la literatura por todos
estos años, entre nosotros, con Eligio y Heriberto.
Lo más triste es que Eligio se nos murió
y se nos llevó una gran parte de nuestro
amor. Esas tardes y noches memoriosas en el
hotel Caribe en los maravillosos festivales de
cine de Cartagena, informales a la manera de
Víctor Nieto, pero afectuosos como él.
Burgos es la mejor expresión de
ese amor por la palabra. Su libro La ceiba
de la memoria me impresionó y me provocó
admiración, más allá de mi condición de
amigo. Lo llamé para decírselo. Su lectura
no me fue fácil, la hice lentamente. Para un
país facilista, donde predomina una literatura
mediatizada por las editoriales que tratan de
Caballo Perdido Número 1
68
vender sin lograrlo de verdad, es plantear una
literatura con riesgos. La ceiba de la memoria,
a mi manera de ver, es una de las mejores
novelas de estos últimos diez años. Es la
más sólida y convincente. Es producto del
oficio, de la investigación, pero sobre todo
de la poesía. Es el propósito de nuestra
generación, que no ha sido el mismo para los
que vinieron después. Sin embargo, he visto
que el reconocimiento no ha sido igual para
Burgos que para otros escritores. Ni siquiera
con el premio Casa de las Américas que ganó
merecidamente y con el reconocimiento que
obtuvo en el premio Rómulo Gallegos.
Una siempre es la misma es como Lo
Amador, no una selección de cuentos, sino
un conjunto de cuentos que generan vínculos
entre sí. El cuento incluido en Cuentistas
colombianos exploraba el dolor de los vivos
mediante voces anónimas. Es la misma temática
del nuevo libro, pero trabajada muchos
años después. Eso confirma que la mayoría
de los narradores insisten en lo mismo, sino
que perfeccionan el estilo. Me hace recordar a
Juan Carlos Onetti, el otro lado del fracaso, la
desdicha, la muerte.
Tengo un interrogante para Burgos:
¿Cuento o nouvelle? ¿Dónde está ese límite, esa
frontera? ¿La extensión? Esa vieja definición
que un cuento se gana por nocaut y una
novela por puntos nos sirve para aclarar lo
que los franceses plantearon esa dicotomía:
cuento o nouvelle. Burgos gana con el poder
de la palabra, no con la acción. Faulkner tiene
un viaje de ida a la fatalidad. Onetti sabe cual
es el final: la destrucción. Burgos, creo, que
conjuga los dos. La muerte es el fin, porque
es como nuestro país, porque nacimos en
la muerte y moriremos por ella. Burgos lo
afirma en una entrevista: “Se escribe para
no morirse”. Es el ejercicio de la vocación,
que nace de tus entrañas, que se alimenta
del entorno y persevera contra todos los
obstáculos (económicos, familiares, políticos y
espirituales). A estos se agregan los obstáculos
editoriales: para los editores el cuento no
existe, hace dos décadas presionaron a los
“jóvenes” escritores para que se dedicaran a
la novela sin tener ninguna preparación. La
premisa es: El cuento no vende, la novela sí. Si
esto hubiera sido en mi época Bomba Camará
hubiera sido novela y no un libro de cuentos.
“Entre golpes”, “Una siempre es la
misma”, “El tiempo es nada”, son los cuentos
que más me atraen de este libro escrito por
mi viejo amigo, roberto e., como se firmaba
en las primeras cartas que nos cruzamos para
construir una amistad, tan escasa en estos
tiempos.
Caballo Perdido Número 1
69
Roberto Burgos Cantor:
UN TESTIMONIO
en la ficción
Kevin Alexis García
La invención de un mundo narrado con una poética de lo humano y cotidiano, es la que Kevin Alexis
García descubre en la primera colección de cuentos publicada por Burgos Cantor, Lo Amador, un
libro que continúa encantando lectores desprevenidos que se dejan envolver por el sentir de un barrio
cartagenero del que el lector se siente habitante de toda la vida.
Caballo Perdido Número 1
70
Kevin Alexis García es Magister
en Literatura Colombiana y
Latinoamérica (con Tesis Laureada)
de la Universidad del
Valle. Actualmente se desempeña
en esta institución como
docente de la Escuela de Estudios
Literarios. Es editor del
periódico La Palabra de Cali y
coordinador del Centro Virtual
Isaacs. Su área de investigación
es la relación entre historia y
ficción, sus encuentros, derivaciones
y problematizaciones en
géneros como la novela histórica,
la novela de no ficción, el
periodismo literario y la literatura
testimonial.
“Y sé que voy a escribir,
venciendo el temor de que la literatura sea una sustitución”
Lo Amador, 1980
En el inicio de los años 80´s emergió entre las arenas de
la literatura nacional Lo Amador, un pequeño mundo
literario conformado por siete cuentos que de inmediato
demandaron la atención de la crítica nacional hacia su
autor. Su nombre, Roberto Burgos Cantor y pese a que,
desde años atrás, ya era conocido entre narradores como
Álvaro Mutis y García Márquez, con su primera obra
cuentística Burgos indicaba que quería instalarse como
un creador de primer orden en las letras nacionales. Sus
indicaciones eran señas particulares, tal como titulara el
libro testimonial que publicaría poco después de cumplir
sus 50 años y que hoy es fundamental para comprender la
presencia de su periplo vital en la obra literaria.
Consciente de que el valor de un escritor radica
en hacer de una idea un estilo, Burgos Cantor anticipa las
primeras pinceladas de lo que será su particular manera de
narrar, su arte poética. Entre sus características, nuestro
autor aborda el género cuento mediante una exploración
no sometida por la concisión o la supresión de elementos
narrativos; todos los relatos configuran una obra conexa,
coherente e intertextual, dibujan un mismo espacio que es
cifrado en el nombre de la obra: Lo Amador, nombre de
un barrio popular de su ciudad natal. Estas condiciones
que parecerían casuales, serán determinantes en toda su
Caballo Perdido Número 1
71
narrativa; especialmente la indagación y representación profunda de Cartagena, recreada desde
sus expresiones y prácticas populares, una gran constante, uno de sus sellos distintivos.
Construir un universo narrativo, implica tomar una decisión entre múltiples mundos
posibles de ser contados, ya que toda selección es el producto de múltiples exclusiones.
Sabemos que las obras dan cuenta de las conciencias de sus autores y ante esto será clave
preguntarnos ¿qué conciencia de autor se plasma en Lo Amador?, ¿cuáles son las tensiones
que afrontó el creador? Si todo hombre es hijo de su tiempo, ¿cuáles son las coordenadas de
época que configuraron su conciencia creativa, por qué decidirá Burgos detenerse en el mundo
popular? Contrario a las tradiciones que consideraban a la pieza artística cerrada en sí misma,
indagaremos en el hombre para comprender la obra.
Historia nacional y ficción literaria
Burgos nace en Cartagena en 1948, el mismo año en que moría Jorge Eliécer Gaitán.
Este asesinato fue definitivo para la historia nacional de la segunda mitad del siglo XX. Con el
cuerpo de Gaitán moría en Colombia una promesa de reivindicación de las masas populares,
excluidas del ejercicio del poder en el país. Los posteriores conflictos sociales en Colombia
girarán alrededor de esta muerte y de esta fecha, afectando la visión de mundo de nuestro
escritor en formación.
El contexto de los años posteriores a 1948 en Colombia es el de un escenario de
violencia partidista, inestabilidad política, protesta social y deslegitimidad de las instituciones
gubernamentales. Sin duda, Burgos es hijo de una época de descreimiento. En Señas Particulares
contará que en su casa, durante su infancia, alrededor de las reuniones familiares, siempre
aparecía la imagen de Gaitán. En medio de las persecuciones y muertes entre liberales
y conservadores, se acordaba en el país la creación del Frente Nacional, el pacto político
que por 16 años delegaría el control del Estado en los dos partidos más poderosos. Esta
determinación, a pesar de ser interpretada por algunos sectores como una solución oportuna
contra la violencia desbordada, también despertaba grandes interrogantes en otros sectores,
especialmente en los movimientos juveniles, hacia el sistema democrático en que se formaban
las nuevas generaciones.
En el mundo se vivía la llamada Guerra Fría entre la Unión Soviética y los Estados
Unidos. Aunque no era declarada oficialmente, la lucha por hacer prevalecer sus sistemas
políticos, se extendió a Latinoamérica. La revolución cubana en 1959 se sintió como un
campanazo de alerta para los norteamericanos y como un faro de esperanza para los movimientos
juveniles deseosos de embarcarse en un cambio arrasador. El joven Roberto Burgos era en
los años siguientes uno de los entusiastas. A pesar de estudiar en un colegio lasallista, vendía
el periódico Frente Unido que dirigía el sacerdote Camilo Torres, participaba de debates y
escribía temas sociales en una cartelera que él y algunos de sus compañeros habían dispuesto
en el colegio. En su actividad escolar se condensan las principales expresiones juveniles de
Roberto Burgos: su sensibilidad social, su inclinación por la escritura y su deseo de contribuir
a una transformación política de su sociedad, en medio del profundo llamado a emprender el
camino de las letras.
“Entre pecho y espalda yo cargaba la felicidad y la tortura de una vocación literaria que
exploraba con entusiasmo las vías de su realización” 1 . Pero su vocación literaria se confrontaba
Caballo Perdido Número 1
72
permanentemente con el llamado a embarcarse en un proyecto político radical: “En un tiempo
en que todo parecía conspirar a favor de la ilusión. Como si la felicidad estuviera a la vuelta de
la esquina… se compartía el sentimiento imperioso de que éste era el momento de cambiar
para siempre la vida... de entregar la bienaventuranza a los pobres y acabar con la miseria” 2 .
Tensiones de juventud: literatura y política
La lucha interna entre la literatura y la política lo acompañará durante los años
siguientes. Si bien la literatura se anotará un punto con la publicación de su primer cuento
“La lechuza dijo el réquiem”, en la revista Letras Nacionales que dirigía Manuel Zapata Olivella,
su inclinación política tomaba la delantera y finalizando los años 60 Burgos se trasladaba a
Bogotá para estudiar Derecho en la Universidad Nacional. Pero en el mismo instante en que
iniciaba su formación en leyes, tomaba distancia de su ciudad natal, condición fundamental
para comprender el valor narrativo del lugar de origen.
Para Burgos, Cartagena se avergonzaba de la población que heredó tras ser puerto
negrero, lugar para el mercado de los esclavos que en el siglo XVII encontraban en Pedro
Claver una compasiva evangelización. En Bogotá, Burgos estudiaba sobre ciencias políticas
y sociales. La suya fue una generación de utopías que alimentaba la “esperanza poderosa que
todo sería transformado”, la esperanza de reivindicar a los grupos minoritarios que, como
ocurrió en el Caribe, fueron sometidos por los poderes dominantes.
Entre la política y las letras, Burgos Cantor empieza a considerar que se tejen vasos
comunicantes y que antes que combatirse, éstas inclinaciones se complementarán: “En esos
años, se guardaba la esperanza de que el mundo fuera transformado y entonces, el compromiso
del escritor con su literatura sería participar en la construcción de ese mundo de libertad ya al
alcance. Lo haría mediante la producción de imaginerías que tal vez anticiparan el ejercicio de
ese estado de vida. La actitud constituía una esperanza porque como escritor que se inicia, aún
no era claro el espacio de un artista en las tareas del mundo por fundar” 3 .
La búsqueda de una poética
En sus tiempos libres compone sus primeros cuentos. Acordes con sus preocupaciones
sociales tienen a la violencia rural como temática recurrente, abordaje bastante cuestionado
en la tradición latinoamericana. Años después, Burgos Cantor agradecerá a una camada de
autores latinoamericanos que proponen nuevas luces para la representación de los conflictos
sociales, trascendiendo el simplismo, el exotismo, el abuso de lo pintoresco, superando aquellas
obras que terminaban construyendo una mirada maniquea de la realidad. Agradecerá las obras
de Juan Rulfo, José María Arguedas, Álvaro Cepeda Zamudio y Gabriel García Márquez. Con
el hermano de éste último, Eligio García, tenía una gran amistad. Ambos compartían la pasión
por las letras, y ambos habían abandonado juntos la natal Cartagena, para abrirse camino en
Bogotá.
En Colombia, para los años 70, ya se empezaban a publicar obras narrativas que
intentaban construir memorias de la violencia exacerbada que se había vivido en el país,
Caballo Perdido Número 1
73
especialmente después de 1948. Obras que en casos especiales testimoniaban el horror, muchas
veces a través de un tinte truculento que subsumía esa narrativa en un sumario de cuerpos.
Gabriel García Márquez, luego de leer gran parte de la principal literatura nacional, diría que
la literatura colombiana “es un fraude a la nación” y un inventario de muertos.
Burgos Cantor debió forjarse un estilo literario en un momento de profunda tensión
en el campo político y de deconstrucciones y revisiones en el campo artístico. La efervescencia
provocada por la protesta juvenil de mayo del 68 en Francia, en los años siguientes se esparcía
por algunas zonas del mundo pero en Colombia se vivía un agite mucho más problemático,
por los conflictos que surgían entre el Estado y los emergentes movimientos guerrilleros. En
el campo artístico, un grupo revolucionario del arte llamado “Nadaísmo”, sacudía las camisas
de fuerza que constreñían la vida colombiana y se despachaba contra los principales baluartes
del arte nacional.
Dirá Burgos Cantor que en los anuncios del naufragio preservaba su pasión literaria.
Nos dirá cantor que adherir a una u otra facción política era algo sumamente difícil, “la decisión
era dramática porque para un escritor su silencio es voz”. Finalmente, descartando cualquier
militancia armada y desconcertado frente a los dogmas del marxismo, nuestro autor necesitaría
un derrotero intelectual y político que encontraría en Ernesto Sábato. Roberto Burgos y su
amigo Eligio García Márquez escribían cartas a Sábato y éste, comprometido con las causas
juveniles, respondía las misivas dando lugar así a un fructífero intercambio intelectual.
Sin embargo, la posible satisfacción que sintiera Sábato por estimular la conciencia
vital en la juventud se vería empañada por un hecho trágico. Durante unos días de descanso en
Cartagena, Víctor Amaya, uno de los amigos, se derramó una lata de gasolina sobre su cuerpo
y se prendió fuego. Consciente de la decisión alcanzó a dejar un pequeño testamento de sus
objetos y entre sus regalos Amaya dejó a Eligio García Márquez el libro Uno y el universo de
Sábato. En una misiva indicaba que lo hacía deseando que al futuro lector no le hiciera tanto
daño como le hizo a él. Cuando se enteró de este suceso Sábato se mostró profundamente
afectado. A pesar de esto, ya había estimulado un derrotero ideológico en Cantor, una arte
poética: “Si algo emparenta a los escritores de mi generación es la voluntad de hacer del estilo
un dominio de la crítica, denunciar el pasado, subvertir el orden, mejorar las ideas, proponer
otro pensamiento cuando se tropiece con las certezas” 4 .
En la desazón y el descenso de la efervescencia política, Burgos empieza a cultivar una
relación profundamente reflexiva con su oficio, a preguntarse para qué escribía en medio del
desmoronamiento, además de sufrirlo o resignarse. En las respuestas a estos interrogantes se
empieza a entretejer su arte poética: “la presencia de la literatura es una señal de optimismo.
En el peor de los casos será un testimonio más de la resistencia”.
Optimismo y resistencia
Obedeciendo su pulsión literaria, Burgos se internará en casa de su padre en el Caribe
para componer Lo Amador, su primer libro de cuentos que vería la luz en 1980. En la obra que,
tal como lo señalamos en el inicio, hace honor desde su título a un barrio popular de Cartagena
se figura una tendencia literaria siempre en estrecha relación con el Caribe colombiano. En Lo
A mador presenta un compendio de siete cuentos: “Historias de cantantes”, “El otro”, “Era
una vez una reina que tenía”, “Estas frases de amor que se repiten tanto,” “Aquí donde usted
Caballo Perdido Número 1
74
me ve”, “Los misterios gozosos” y “En esta angosta esquina de la tierra”, articulados
todos por un mismo universo narrativo.
Burgos Cantor irrumpe con una propuesta sólida. Lo amador es un barrio
popular conformado mediante invasiones y dispuesto al lado de una ciénaga. Así Burgos
transmuta su sensibilidad política ocupándose de los sectores populares y de la tierra
de sus orígenes; sus personajes son los personajes típicos de barrio: Atenor Jugada, un
mecánico que sentía que Lo Amador era su reino y pasaba las tardes viendo cine con
los pies extendidos en el teatro Laurina; Mabel Herrera, es la modista abandonada por
su padre, un cantante de orquesta; Aracely, es la reina del barrio que se maravillaba
de ver su rostro en todas las paredes de su cuadra; José Raquel Mercado, obrero del
puerto y líder sindical; Onissa, musa complaciente de los mecánicos y algunos jóvenes
que querían hacerla su mujer.
En Lo Amador se destaca la presencia de la música, las historias de cantantes que
escuchan o admiran al Benny Moré y Pedro Infante. Cantor demuestra aquí su voluntad
experimental dejando ver que en su obra narrativa, el lenguaje, más que una herramienta
de trabajo será un escenario permanente de reflexión, lugar de acontecimientos.
Mediante el uso de la primera persona, Burgos presenta una indagación del habla
popular caribeña. Cada cuento está focalizado en un personaje y los personajes de
un cuento hacen parte del universo narrativo de los relatos siguientes, mediante una
sólida estructura temática. A su vez, al interior de cada historia, los protagonistas se
ceden hábilmente la voz en la narración. A través de ellos Burgos Cantor deja entrever
la exploración de recursos onomatopéyicos, así como una composición de frases en
las que se evidencia la incorporación de técnicas modernas de narración como el flujo
de conciencia: mediante la estética de un relato incesante, los personajes se plasman
en frases extensas, subordinadas, en la mayoría de las veces, carentes de puntuación, y
alternadas con frases cortas y yuxtapuestas como sentencias breves.
Luego de conocer algunos bocetos de su experiencia vital, se destaca la
capacidad que evidenció Burgos para desligar sus obsesiones políticas de su universo
literario, aunque tal separación no se da totalmente. Entre pasajes podemos ver ciertos
esbozos de la realidad de la época combinados con una poética de la vida cotidiana;
tratamiento que exime a Lo Amador de cualquier tufo panfletario. La violencia aparece
como una naturaleza a flor de piel, como un elemento más de la realidad, sin estropear
la dimensión literaria. Observemos como opera el procedimiento en el final del cuento
El otro, donde recurre a una combinación de violencia y poesía:
Por mi madre, desde que mataron a Atenor jugada, en este barrio los
niños se mueren de lombrices, las mujeres de tristeza, y los hombres de
miedo. Yo no sé si eso pasaba antes, pero sólo ahora, desde que Atenor
no volvió al teatro Laurina es que nos damos cuenta 5 .
No obstante la autonomía literaria que logró construir, su literatura no estuvo
exenta, −no tendría por qué estarlo– de los hechos más significativos de su trayectoria
vital, especialmente en el plano político, que terminarían transmutados en materia
literaria, aspecto que la crítica de Lo Amador pareció descuidar en su tiempo y que hoy,
gracias a Señas Particulares, –su testimonio de época– se puede establecer con claridad.
En el cuento Estas frases de amor que se repiten tanto, un personaje masculino le
Caballo Perdido Número 1
75
cuenta a su enamorada que le ha salido trabajo como redactor, mientras le comenta la historia
de José Raquel Mercado, líder sindical detenido y, posteriormente, asesinado. Así mismo le
cuenta del suicidio de Víctor Amaya, personaje que toma de la realidad (el amigo incinerado),
conservando el mismo nombre y gran fidelidad de su historia:
…Sé con exactitud cuándo te hablé de Víctor, el compañero de estudios que
se la pasaba escuchando canciones de los Beatles y que leía a Sábato y a Durrel.
Sé la noche en que te busqué despalabrado y a lo mejor también triste para
contarte que se había matado. Te decía lenta y minuciosamente cómo se volvió
a la ciudad que tú querías y no conocías. Te decía cómo compró su galón de
gasolina y lo llevó hasta esas ruinas a las cuales hemos ido mil y mil veces y se
roció con ella y se acercó un fósforo hasta que los gritos fueron ceniza 6 .
Víctor Amaya, amigo personal de Roberto Burgos y Eligio García Márquez, que antes
de suicidarse había dejado la carta en que obsequiaba a Eligio el libro de Sábato, era ahora
un personaje en la literatura. Por su parte, de José Raquel Mercado se nos dice que es un
trabajador del muelle que defendía sus derechos y los de sus compañeros. Fue encarcelado por
la policía y nos enteramos que, por la radio informaron, había sido encontrado en una enorme
bolsa de plástico trasparente. Sabemos que en la realidad existió un líder sindical con el mismo
nombre y que, acusado de corrupción por el M19, también fue retenido y asesinado.
Burgos transmuta así en su primer libro sus preocupaciones sociales, sin deteriorar en
modo alguno la libertad literaria y evidenciando, entre páginas, las significativas decisiones de
su periplo vital, así como su postura política:
Hay algo que no te dije, por pudor tal vez, y es que yo no entiendo una
militancia que no sirve para que la gente se encuentre y mejor que no nos dijimos
lo de la violencia. Yo tengo la ilusión de que hay que alegrarse o joderse juntos y
que así empieza lo colectivo 7 .
Al final del libro a manera de epílogo literario reposa un texto, que sin pertenecer a
ninguno de los cuentos en particular, hace parte del universo ficcional de Lo Amador, y que
pareciera sugerir el descreimiento propio de Burgos Cantor frente al sistema democrático: “…
cada vez que hay elecciones los muertos apartan la tierra, los gusanos, el olvido y con una flor
podrida y una cédula mohosa caminan a votar” (85). Finalmente, en un personaje del cuento
“Estas frases de amor que se repiten tanto” se percibirá una conciencia de autor:
Y sé que voy a escribir, venciendo el temor de que la literatura sea una
sustitución, escribir de este barrio plateado de luna que tiene cantantes y
mecánicos y arregladores de bicicletas y a dónde llegaron dos seres que querían
pintar de rosado el cielo y después se jodieron 8 .
Tres décadas después de su publicación, en Lo amador asistimos al nacimiento de
un Escritor que desde su primera obra ha asumido la literatura como un ejercicio de absoluta
libertad. Lo Amador marcará una etapa fundamental en la trayectoria de Burgos Cantor. Será su
primera obra el escenario para transmutar sus tensiones vitales y sus inquietudes políticas. Lo
Amador anticipa la poética narrativa de Burgos, especialmente una producción cuentística que
antes que distanciarse de la novela, dialoga con ella, la interpela y circunda. Evidencia la presencia
de un autor en exploración de una poética propia. En adelante con mayor vehemencia en su
siguiente libro De gozos y desvelos y en lo sucesivo de su obra cifrará las particularidades de su
arte poética: una estética del relato barroco, profuso, la obsesión por el detalle, la preocupación
por construir un mundo abstracto dispuesto de la mayor referencialidad, pletórico en efectos
Caballo Perdido Número 1
76
sensibles, especialmente visuales; la indagación en la experiencia femenina, y la obsesión por
personajes mustios, meditabundos, melancólicos, sumidos, muchas veces, en sus propias
postrimerías; la recurrencia a escenas llenas de plasticidad. Entre todos estos elementos
pervive un relato incesante de Cartagena, nacido en Lo Amador, saltando entre libros y épocas,
enseñando sus calles adoquinadas, sus plazas y sus playas, también sus silencios y violencias.
Hijo de la época de la fe en la revolución y, posteriormente, descreído de todo dogma,
en Burgos Cantor se fraguó un autor de gran fuerza expresiva que, si comprometer la libertad,
estatuto propio de lo literario, ha consolidado una narrativa en permanente diálogo con la
realidad, un testimonio en la ficción.
Citas
1
Señas Particulares, p.16. Ver bibliografía.
2
Ibídem.
3
Señas, p. 35.
4
Señas, p. 11.
5
Lo Amador, p. 35. Ver bibliografía.
6
Lo Amador, p. 51.
7
Ibíd., p. 59.
8
Lo Amador, p. 58.
BIBLIOGRAFÍA:
Betancourt, Darío y García, Martha L., Matones y cuadrilleros. Origen y evolución de la violencia en el occidente colombiano 1946-1965.
Bogotá: Universidad Nacional de Colombia y Tercer Mundo, 1990
Burgos Cantor, Roberto. Señas Particulares. Testimonio de una vocación literaria. Editorial Norma. 2001.
___________________.Lo Amador. Serie La otra orilla. Reeditado en 2001.
___________________. De gozos y desvelos. Editorial Planeta. Bogotá, 1987.
Caballo Perdido Número 1
77
Ilustración: Johan David Sierra García
CUENTOS
Roberto Burgos Cantor
BATALLAS
s o l i t a r i a s
El autor, el lente y su obra
Antes del bullicio de los estudiantes. A la
salida del colegio el parque está tranquilo.
Las tres bancas desocupadas. Un viento ligero.
Los copetones saltan y hay colibríes. Huyen
de las mirlas hambrientas y se asilan en las
ramas altas de los cinco árboles grandes:
eucaliptos y urapanes. La jornada escolar
continua termina a la 1:45.
La araucaria sola, apartada del parque,
junto al portón de la entrada, mece las ramas.
Alguien dejó en su follaje un sobre blanco
al que le pintaron con tinta lila un corazón
pendiente de una horca. Se lee: Para Mirna,
con urgencia.
Lo vi porque el portero del colegio
advirtió mi cara fuera de la ventana del
tercer piso del edificio vecino y gritó para
preguntarme si yo conocía a Mirna. Tomó
el sobre de la araucaria empinándose y lo
agitó encima de su cabeza. Hice con la mano
un gesto de que esperara. Saqué el catalejo,
gradué la distancia, y miré el sobre. Con un
movimiento de negación entré la cabeza y los
brazos y e puse a mirar detrás de los vidrios.
Caballo Perdido Número 1
79
A la sombra de los árboles está una Volvo familiar, gris, estacionada. Cada día
viene por tres niños, alumnos del kinder. En el techo se mueven los reflejos de las ramas
y los destellos inconstantes del sol.
Miro la calle. Como mirar el cielo vacío. O las colinas al oriente. Nada en esas
abstracciones repetidas, diarias: el cielo, la calle, las colinas, la luz. Los padres, las madres,
los acudientes que llegan y esperan a los niños.
Y de improviso, una figura inesperada. Remueve la inmaterialidad del paisaje.
Me absorbe la belleza que arrastra esa mujer. Un don ajeno que no le pertenece. La lleva
sin ostentación. La ignora. Inmóvil tras la ventana. El sentimiento que nace es diáfano:
esa belleza no es para uno. Enseguida anticipa una nostalgia leve pero honda, brisa tenue
entre profundidades de rocas de mar.
Junto al costado de la Volvo que da a la calle, la mujer mira algo con dedicación
en los vidrios ahumados. Se observa a sí, a ella, a su figura en esta mañana luminosa.
¿Qué sabrá de su belleza?
Hace un movimiento casi coqueto. De ensayo de bailarina. Parece sostenida
por la barra y gira el cuerpo con la cabeza fija para indagar la fidelidad del espejo, o su
traición sorpresiva, su esperada independencia. La mujer ajusta su blusa en la cintura,
bajo la falda plisada, liviana, móvil. Se pone de frente a los vidrios de la Volvo que
además captura los reflejos en las latas. Empieza con las manos a revolver sus cabellos.
Parecen reemplazar al viento. Son de un tono rubio cenizo, un poco largos sin alcanzar
los hombros. A veces deja al descubierto el cuello dúctil en el que refulgen los estambres
dorados: secreta pelusa de duraznos que se entrega al tacto y eriza el alma de la mano, o
del labio osado sin colmillos.
Los dedos de la mujer y el viento juegan a un orden suelto. Me muestran la
posibilidad: un orden sin modelos pre-establecidos. El mundo parece haber desaparecido
para ella; se acerca y se aleja de su imagen con la impunidad de estar sola. Recibirá a su
hijo pequeño. Lo tomará de la mano. Lo ayudará a cargar el morral.
La mujer se distancia del paredón del colegio donde han cubierto con pintura
fresca algunas leyendas procaces o subversivas.
Camina sin precisión, liberada al acaso, por el borde del parque o zona
verde como la clasifican los urbanistas por esconder la vergüenza de la especulación
inmobiliaria.
Su mirada nerviosa y disimulada está en el portón. No abandona su territorio
de espera ahora que el cabello deja filtrar el viento.
Ahora otra figura altera el paisaje: un muchacho de morral y uniforme de
gimnasia. Se dirige a ella con premura. Ni beso. Ni abrazo. Ni preguntas de madre o
las reiteradas de acudiente. Apariencias del azar desentendido. Caminan. La mujer va
adelante. El estudiante detrás. Creen haber ocultado la ansiedad.
Escondidos del mundo se dirigen al refugio. Van a decirse una vez más el amor.
Ella recordará algún verso que la ocasión pasada él había traído del colegio.
Desarmado de experiencias y de palabras, él le dijo a la luz menesterosa de la
pieza de alquiler: mi corazón batalla contra el mar. Ahora ella lo volverá a decir con la
esperanza de vencer. Y se entregará.
Caballo Perdido Número 1
80
de TrASTIENDa
Noticias
olvidos a veces
El autor, el lente y su obra
Es un hotel de paso. Más que pequeño, estrecho. Construcciones apenas
pensadas para el cansancio de la noche que busca descanso sin perderse
en detalles. Allí el hombre espera el automóvil que lo llevará al aeropuerto de
una ciudad cercana.
En tanto, mira de vez en vez el cielo cuajado de una carpa lechosa,
con jirones azules y un resplandor tenue que sin embargo afrenta los ojos.
El ventilador del techo, constante, remueve el aire tibio de la sala de espera
apenas separada de la recepción por el descanso de la escalera. Tiene dos
tramos angostos y empinados que empiezan en la puerta de vidrio de la calle.
El mobiliario de la sala es escaso: dos sillas y un par de sofás con la cojinería
de hule que devuelve el calor de los cuerpos, no transpira.
Así distrae la espera. Saca del morral un libro que compró antes del
viaje. De esas adquisiciones inesperadas donde todo lo resuelve la convicción
del librero. Al hombre le gusta subrayar las coincidencias súbitas o lejanas.
Lee un poema de Wislawa Szymborska con un cielo de color pardo y un
espíritu que invoca a los vivos. Lee: “Pareces un espíritu/ que intenta invocar
a los vivos./ Como aún me cuento entre ellos/ debería cobrar presencia y
dar unos golpes: / buenas noches, es decir, buenos días, / adiós, mejor dicho,
bienvenido.”
Entonces, pasa la mujer. Pequeña y menuda. De formas nítidas. Le
observa la curva graciosa de la espalda y las nalgas erguidas sin énfasis. Antes,
cuando él levantó los ojos del libro, a pesar de los pasos sin ruido, respondió a
su sonrisa: sin escondites, entera, inacabable. El esplendor de la piel surge de
los hombros y del escote de la blusa, ligera y suelta.
La mujer avanza hacia el pasillo de las habitaciones y responde su
teléfono móvil. Dice en un susurro: me tienes olvidada. Lo ha dicho sin
reclamo y sin lamento. Apenas la corriente neutra, helada y sin centro, del
murmullo.
Al hombre lo toma un sentir sin entrometimiento y domina el impulso
de contestar: “A ti quién puede olvidarte ¿?” No se atreve y vuelve a la lectura
del libro. La mujer desaparece al fondo del pasillo.
Caballo Perdido Número 1
81
El autor, el lente y su obra
de TrASTIENDa
Noticias
El otro que habita
Me resisto a contarlo. A nadie le importa la verdad. La gente, en
su mayoría, prefiere las conjeturas de la sospecha. Cultivan la
ambigüedad para mantener la sombra de la esperanza. No quieren
desprenderse de la ilusión del milagro: ese suceso extraordinario
que trastorna la fatalidad.
No todas las veces uno tiene a quién contarle. Parece que
hubo una época en que con pocas salvedades se contaba cuanto
ocurría, hasta las meras intenciones. Esa confianza alimentaba los
ritos de la amistad. Por lo regular con sus convenciones y formas
de proteger el sigilo y la frontera en cada círculo: el de las mujeres
y el de los varones. No voy a nombrar otros: los círculos difusos
que ahora surgen, los conozco menos, y esos mixtos que se dan sin
deliberación en el salón de belleza o en el cuarto de masajes.
La amistad entonces tenía complicidades y protecciones
de la discreción. Es probable que un rincón de la vida estuviera
guardado para verse con los que uno se entiende. Entenderse
no quiere decir aceptar entero lo del otro sino poder escarbar
Caballo Perdido Número 1
82
las diferencias y respetarlas sin darnos tiros, cuchilladas, o incubar
rencores.
Ahora es distinto. El vértigo de los días fragmenta cuanto
estuvo unido. Y no se perciben las señales del cambio. Una es que a un
amigo uno le cuenta algo. A otro se le cuenta un asunto distinto. Y así.
Hasta después en que ninguno se dio cuenta de que quedamos solos.
Y miro el techo en la noche. O el mar hecho oscuridad que me oye
desde este balcón al que le apagué las luces, el aire refrigerado y pasa la
brisa tibia. Al mar se le puede confiar todo. A algunas mujeres, si eres
hombre, les cuentas cuanto quieres y es un oído de privilegio. Pero si
hay sentimiento, si es tu enamorada, no se puede, ni se debe. Esa zona
hay que conocerla mejor, si acaso el conocimiento es lo adecuado para
estas vivencias delicadas y extrañas y descuidadas.
Me resisto a contarlo.
¿Y a quién se lo contaría?
Los médicos no me van a creer. Me escucharán por
condescendencia o porque el seguro de salud los remunera bien y hasta
ahí. Serán inamovibles en su idea de que yo padezco espejismos de la
compañía perdida o algún complejo de culpa no reconocido todavía.
Me resisto a contarlo.
Contarse a uno mismo es una rumia que abre sueños nuevos.
O muestra vacíos. O aparecen instantes mal vistos, olvidados a veces,
y esplenden su significación guardada por años. Y ahí los túneles
laboriosos abiertos en el alma sin que uno se percatara de la materia
expulsada por las excavaciones.
Por esto pensé en el papel. Si de repente uno decidiera ser
notario de uno mismo. Testimonio, testamento abierto, fe de vida: ante
mí, yo concurro, yo me contaré.
Ahora puedo ensartar los hechos, como cuentas, no como
pescados. Aunque podrían asemejarse a pescados por aquello de la vida
como una mar de tormentas y calmas, de oleajes, corrientes y aguas
tranquilas, y de allí uno rescata naufragios, olvidos, troncos, peces de
profundidad, cardúmenes juguetones, fauces de barracudas.
Si se tienen los sucesos ensartados o se ponen en uno de esos
libros grandes del protocolo del notario es posible saber la dirección
de la vida, descubrir señales si las hay, o reiteraciones. Yo no sé si los
hechos de la vida dejan alguna huella. Y ahora me pregunto si tienen
algún sentido que permita vincularlos con algo o pertenecen a una
interioridad inexpugnable.
¿Y para qué cuenta uno algo?
Será que establecer la conjetura de un orden tranquiliza y queda
uno libre de las preocupaciones, eximido de responsabilidades, sin las
torturas de las incertidumbres que afligen y no conceden un instante de
paz o de esa manera de la paz que es el olvido.
Caballo Perdido Número 1
83
UNA IMAGEN
Me resigno a contarlo.
Entonces aparece, sin anuncio y quieta, una imagen. No puedo
establecer si es la primera. Tampoco si es necesario nombrar la cadena
de pequeñas rutinas (por qué las llamo pequeñas) que sirven para ubicar
la condición de especial de la imagen que no me abandona.
Desde que me uní con la mujer cada mañana hicimos lo
mismo. De lunes a viernes me refiero. Los días de trabajo. Y me uní
conforme a las exigencias de hoy. Es decir, si usted pide la mano de
una mujer, o de un hombre de acuerdo a las jurisprudencias libérrimas,
y le es concedida, ya habrá acreditado que tiene casa, utensilios de
cocina, muebles domésticos y manutención suficiente, no ese raspado
congruo que enflaquece y angustia. La idea romántica de sortear entre
dos la carencia y poco a poco hacerse con la fuerza del amor, o por el
susto a la vergüenza pública, a un techo, la comida, y una cama para
no dormir bajo los puentes, ni en los catres de alquiler, esa idea de la
vieja elegancia y el orgullo, a pocos les importa. No soy dogmático.
Puedo ver lo bueno en lo malo: si lo material está resuelto enfrento
sin distracciones la exigencia desconocida de esa aventura del amor. La
limpio de las heroicidades rutinarias que se repiten, no son más que las
imposiciones de la necesidad y a lo mejor encuentro un secreto, una
manera de fundarlo para la vida, lejos de esa imposibilidad tan celebrada
por algunos poetas que sin decirlo aprecian el fracaso, lo celebran, le
conceden dolerse.
Desde que me uní con ella tuvimos carro. No uno lujoso de
los importados, Volvo o BMW, o Mercedes, ni blindado. No. Tampoco
de esas máquinas para el campo o la guerra, Hammer y Jeep, altos, de
vidrios oscuros, rugientes. No. Un automóvil presentable, de los que
ensamblan en el país.
La mujer lo conducía. No me preguntó si ella lo manejaba:
Sólo tomó la llave del encendido y desde que el almacén entregó el
carro con su matrícula de esta ciudad de calles rotas me llevaba a mi
oficina antes de ir a la de ella y al atardecer pasaba para irnos juntos
a la casa. No hice ningún comentario. Observo como durante estos
años las mujeres quieren hacer lo mismo que hacen los varones. No
entiendo por qué. Acepto que los hombres lo hemos hecho casi todo
bastante mal. Y pienso, no por comodidad, que en lugar de ponerse a
repetir el mundo resquebrajado de los machos, las hembras, podrían
inventar otro y allí yo me refugio y espero que me digan para qué sirvo:
boxeador, cantante, tira piedras al cielo o a las iguanas o a las lagartijas
en los muros que soportan los brisotes en las playas marinas.
Así la unión en los hábitos diarios, con el ingrediente alegre que
ponen los encuentros infinitos de los cuerpos, protegía la convivencia
de los demonios que apenas se muestran cuando tienen espectador
Caballo Perdido Número 1
84
forzoso. Conducía bien la mujer. No usaba el retrovisor del carro de
tocador, ni se empecinaba en hacer sonar la bocina como tren con
estaciones o guarda agujas cercanas, o fogonero con enamoradas
escondidas entre las colinas que se ven desde las carrileras, ni otorgó
licencia a su lengua para soltar los petardos prostibularios que saturan
el aire de las vías.
Cada mañana salía ella de primera y abría el garaje. Arrancaba
el automóvil mientras yo revisaba la cartera pequeña del documento de
identidad, la tarjeta de crédito, la libreta militar, la licencia de conducción,
la tarjeta profesional, no hará falta decir en cuál rama ejerzo, el carné
del club social, el del seguro de salud, las cinco tarjetas personales para
evitar la autobiografía verbal en los asuntos de negocios o sociales y
que dejo, una, en manos del recién conocido. Y el llavero con las de la
oficina y las del domicilio. Y la billetera con los pocos pesos para las
circunstancias. A veces pongo en un bolsillo interior la agenda con
los asuntos de la semana. Eso cuando no cargo el portafolio con las
minutas y memoriales o un Diario Oficial o la Gaceta de las Cortes.
Ella no debe cargar mucho. En su consultorio la esperan la
bata, la máscara, los guantes, para revisar las bocas sin besos, escarbar
los dientes y muelas, revisar las encías.
Como la señora que nos ayuda con la limpieza todavía no llega,
yo cierro con precaución de doble llave la puerta, compruebo si la del
garaje quedó hermética y sonrió a la luz fría y resplandeciente de las
colinas o me resigno a que llueva haciendo piruetas con el paraguas.
Varios años así y cuando yo entraba al carro dispuesto junto
a la acera ella había encendido una emisora universitaria donde por lo
regular ponían música de las regiones, el estimulante golpe llanero, los
gregorianos del Pacífico, las alegres malicias del Caribe y enseguida
la felicidad del barroco o ese horizonte de misteriosa entraña de las
Bachianas de Villalobos.
Lo que cuento no es completo al detalle pero dará cuenta de mi
perplejidad. La mañana, la recuerdo como si la viera ahora, inmerso en
la luz fría y sin vibraciones. Y ella en la acera con la llave del encendido
en la mano. La puerta eléctrica del garaje a medio enrollar. Cuando
me acerqué sin decir nada ella se mantuvo quieta y aunque en sus ojos
anidaba la luz dadivosa no sabría decir si me miraba. Era nuevo el vacío
de sus ojos. No había reconocimiento ni indiferencia. Casi no se movió
cuando dijo: ¿Para qué es esta llave?
La guié con delicadeza al automóvil. Abrí la puerta derecha y
la ayudé a subir. Sola se ajustó el cinturón de seguridad. Yo conduje.
Apenas hablamos al despedirnos. En el instante de la despedida me
miró con extrañeza cuando le pregunté: Te sientes bien.
Ninguna otra vez me referí a esto. Ella tampoco. Si me pongo
a buscar algo que no hubiera advertido y que ocurriera después de esa
mañana de luz de Adviento, encuentro una voz, la de ella, en momentos
Caballo Perdido Número 1
85
inesperados: gritaba su nombre en el sueño; repetía su nombre durante
los picos del deseo, su desespero irrepetible.
OTRA IMAGEN
A veces los ritos preservan los extravíos de la identidad. Los
abismos que se abren de repente sin estropicio y uno siente que se
fuga a una región sin referencias. Debe durar segundos o micras. De
otra manera uno enloquecería del pánico, del terror de quedarse sin
regreso.
Poco a poco la tensión que me asaltaba bajo la ducha
mientras la tetera soltaba su silbato alegre en la cocina los días que nos
aficionábamos al té y después volvíamos al café menos ruidoso en su
murmullo de agua en la máquina italiana, la tensión de que se repitiera
el desconcierto con la llave, se apaciguó. Recuperé la confianza y acepté
desconocer si aquel episodio fue una broma o un malestar superado.
El tiempo transcurría y la convivencia estaba en ese punto
de quietud adquirida que aleja las sorpresas y se confunde con el
conocimiento del otro y las conversaciones son crónicas del día,
reiteraciones de las sentencias heredadas con las cuales cada quien
sortea las circunstancias inexplicables.
Me atreví a dos viajes. Uno al mar Caribe donde nos
abandonamos a los haceres informales de playa, las noches tranquilas
y ligeros de ropa, arrimando sin horario a la terraza de un bar y
dedicándonos por momentos a la cortesía con el pasado de invocar las
felicidades, las risas por los tropiezos sin consecuencias de gravedad. El
otro, a las montañas de la zona del café con sus quebradas de corrientes
con remolinos juguetones y choques contra rocas lisas que levantan
un rocío menudo y frío y esparcen su rumor entre los árboles y los
arbustos del bosque de niebla.
En ambos no ocurrió nada que pusiera presente a la sombra
de la mañana de la llave. Apenas ese desentendimiento del mundo
previsto y uno abierto a cuanto no tiene nombre, ni antecedente,
ni hace experiencia. Alguna tarde que nos refugiamos en un café de
orilla para ver armarse el temporal marino y sentir el golpe de las
gotas gruesas contra las vidrieras. Una vez se despejó el horizonte y se
esparció la luz amarilla de renovación, la miré. Habíamos terminado el
café expresso y en la taza pequeña de un peso agradable quedaban las
vetas oscuras. Sentí el silencio insondable en que te metiste. Ahora sé
que me dirijo a ti, que ya no eres tú, y no cuento sino que te lo cuento.
Imposible contar. Te vi convertida en silencio. Te esperé con respeto.
Sé cuántas veces uno clama por ese momento sin ruidos, sin recuerdos,
sin propósitos. Eras y no eras. No me molestó. No sentí celos, esa
sofisticación de la envidia. No sentí agravio porque me negaras o me
desaparecieras delante de mí. Supe que ese silencio es incompartible.
Caballo Perdido Número 1
86
Es tan propio. Tan intraducible. Y sí: intocable.
No me atreví a preguntarte dónde estabas, qué hacías allí, si
había allí. Algo de uno debe quedar en uno para ser uno. Eras tú y tu
pertenencia secreta.
Una mañana en la tierra de los cafetales, sentados en los
corredores amplios de la hacienda con el humo de las cocinas circulando
por las habitaciones y el aroma tenue de las masas de maíz sobre las
parrillas mientras la niebla se tomaba el bosque como el aliento de una
bestia escondida y de suspiro ambicioso, te volví a ver en ese silencio.
Cómo decirlo: te perdiste, te sumergiste, te desvaneciste ¿? Sigo sin
saberlo.
No lo relacioné con el episodio de la llave. No creo tener
derecho para hacerlo por una simple percepción de lo distinto. Ni
siquiera te interrumpí con el curioso entrometimiento del que pregunta:
¿Qué estás pensando? Estoy seguro de que no te hubieras dado por
enterada. O si acaso me habrías dicho por compasivas buenas maneras:
En nada.
Y una tarde que volvíamos de las oficinas, conducías el carro
como de costumbre, me preguntaste: ¿A dónde vamos?
Como lo más natural te respondí: A casa.
Después de vueltas y vueltas por rutas que antes no habías
tomado ni una sola vez, y que yo interpreté como ganas tuyas de jugar,
me consultaste: ¿Dónde queda?
Te guíe con la idea de que hacíamos bromas con el laberinto
sin minotauro por calles, también distintas a las que conocíamos. Y
cuando, con el énfasis de la urgencia, dije: ¡Mira es aquí, aquí!, frenaste
con brusquedad improvisada.
Hasta ese momento la inocencia y el olvido me protegieron
de la angustia de un mal que retorna. Metiste con dificultad el
automóvil en el garaje. Y cuando percibí que caminabas como alguien
a quien sorprende la oscuridad en paisaje desconocido, la puñalada del
conocimiento me derrumbó. A pesar de esto no pude mitigar el dolor
que me poseyó sin misericordia y en aumento a cada segundo cuando
sin desconcierto, ni duda, te dirigiste a mí, quién sabe si mi orgulloso
“mi” era el mismo para ti, y escuche: ¿Quién es usted?
Ahora me resultaba imposible contestarle algo tranquilizante.
Entiendo que la tranquilidad era para mí. Y de todas maneras quién
puede decir quién es, más allá de las convenciones de la identidad y la
nacionalidad y el sexo y el color de los ojos, y el número de hijos y si
tiene la sociedad conyugal vigente y.
La noche había cubierto las calles y las casas desde antes que
entráramos. No tengo que decir que encendí las luces de la casa. Te
sentaste en el sofá de la sala con la misma compostura tiesa de quien
visita a alguien por primera vez y mira cuanto lo rodea con indiferencia
respetuosa. Inmóvil y recogida, callada, estuviste mientras el tiempo
Caballo Perdido Número 1
87
demoraba su transcurrir. Esperaba un momento en que fueras al
dormitorio o al baño para llamar al médico. Eso no ocurría. Apenas
tú y yo en la sala mientras los ruidos de la calle cesaban y te miraba y
te miraba sin recibir un gesto de reconocimiento o de excusas y pena,
una pregunta, una morisqueta de complicidad, nada, allí el reto de tu
esfinge en la cual yo apenas podía querer encontrar lo que habías sido
hasta sólo unas horas, o unos años que no me di cuenta.
¿A dónde voy ahora?
Lo escuché claro y en un tono de equilibrada incertidumbre
que me produjo escalofrío. No supe responder y atiné a levantarme,
tomar tu mano y te conduje a la alcoba. Te dejé de pies junto a la cama y
antes de salir abrí las puertas de acordeón del closet. Creí que más cosas
conocidas te devolverían las coordenadas donde estaban los puntos y
líneas que permitieron nuestro encuentro. Y previo a él sabernos de
cierta y aceptada manera. El soy escurridizo y tan orgulloso que nunca
percibe cuándo empieza a convertirse en aquel, en otro, y se le escurre
a uno mismo.
Me dirigí con premura al teléfono y conseguí al médico.
Después de las preguntas sobre la conducta me dijo que vendría
temprano con la ambulancia. Volví a la alcoba y te habías dormido con
la ropa puesta encima de las cobijas y un zapato estaba en el suelo con
la ruana que te había echado encima de las piernas.
Aún no se colaba la luz de espejo, fría, por los bordes de las
cortinas cuando me desperté con la sensación de desconcierto de un
abismo al cual no sabía en qué momento me había desbarrancado.
Tuve que reírme al recibir la seguridad por verte allí, dormida con un
resuello de confianza, en la misma posición que estabas cuando antes
de acostarme te puse encima una ruana de tejido crudo.
Me quedé quieto, bocarriba, observando el temblor de la
claridad en el techo, incapaz de encontrar pensamientos de redención.
Ningún rito volvió cuando te sentí moverte, respirar hondo y limpiarte
la saliva nocturna de los alrededores de la boca. Las palabras de iniciar
el día: ¿Dormiste bien? ¿Qué soñaste? ¿Me baño de primera? ¿Qué hora
es?, no salieron. Toqué tus mejillas con el dorso de mi mano y estaban
frescas. Sentí los restos de polvo que no te quitaste. Te pregunté si
habías descansado y dijiste que sí. Agregué que me iba a limpiar en el
baño auxiliar y no dijiste nada.
Empecé a vestirme con la sentida carencia de no tener a
quién preguntarle si la corbata iría bien con el chaleco de cashemir y la
chaqueta. Oí el rumor de la regadera en el baño y vi la ropa con la cual
te dormiste por el suelo.
Fui a la cocina y cargué la cafetera con la mezcla de un grano
del pie de monte de los llanos y otro de la sierra con nieve. Sentí la
cocina como un refugio. Sentí que ahora no sabía cuál era mi sitio.
Sentí que en cualquier sitio estaba fuera de lugar. Como un estorbo.
Caballo Perdido Número 1
88
Esperé que estuviera listo y busqué en el mueble encima del lavaplatos
unas tazas medianas. Las llevé a la sala y las puse en la mesa de centro:
dos enfrente del sofá y otra frente al sillón donde pensé se sentaría el
médico. Debía estar al llegar. Oí el vapor y el café subiendo y apagué la
llama azul y naranja del gas. Entonces sonó el timbre.
Abrí y en el sendero del antejardín estaba un hombre joven
con su camisón a la cintura.
La ambulancia con las llantas pegadas a la acera mantenía las
lámparas de destellos rojos y azules encendidas. Cuando me saludó
reconocí la voz en el teléfono y lo invité a entrar y a un café.
Lo dejé en la sala y fui por la cafetera que todavía estaba
humeante.
Mientras bebíamos el café le conté lo que había visto en la
noche después de hablar con él. Terminamos y entre las palabras o en
sus pausas me llegaba la sonoridad, no tan fuerte como cuando caen
todos los hilos de agua sobre los baldosines, constante, de la ducha.
Terminamos el café y el ruido del agua persistía invariable. El
médico dirigió el rostro en dirección al rumor de lluvia y enseguida
me miró con ojos de interrogación. Por esta época el municipio había
iniciado una campaña de ahorro del agua potable y la televisión pasaba
una publicidad abundante del alcalde limpiándose con un estropajo
húmedo y explicando cómo se guardaban los meados con bolitas de
naftalina para descargar la cisterna al final del día. Creo que le respondí
con un gesto de similar duda y caminé al baño. Con seguridad afirmó:
lo acompaño y me siguió.
Formal el médico se detuvo en la puerta del baño. Corrí la
cortina de hule y lo que vi me dejó inmóvil, sumido en la visión, sin
palabras. Ella estaba sentada en el suelo y envuelta en la llovizna que
caía en sus cabellos, la frente y los hombros, y rodaba por sus pechos
dejando en los pezones entre rosas y morenos una floración de perlas
transparentes, y formando un tejido de hilos gruesos que seguía por el
vientre y se perdía en su medusa oscura y rojiza empapada. Las manos
las apoyaba en el lado interno de las rodillas un poco levantadas y los
pies cruzados. Tenía el rostro dirigido al centro del rombo que formaba
su centro y las piernas. Un cinturón de agua encharcada la rodeaba y el
resto corría sin obstáculos por la reja de cobre del sumidero mientras
el vapor flotaba y ahora se expandía hasta la puerta que dejé abierta
por cortesía con el médico. No supe si la claridad de esa mañana que
se derramaba franca por el ventanuco de hojas de aluminio y vidrio
deslizantes me mostraron como por primera vez el esplendor de su piel
de alba sin sombras y la tersura de piedra pulida por el agua.
Sé que estuve poseído por más embrujo que extrañeza. Un
deseo repentino y fuerte se sobreponía a la alarma por su lejanía sin
señas.
Caballo Perdido Número 1
89
La voz del médico me sacó de la parálisis: Ocurrió algo grave
–preguntó–.
Reaccioné y en la luna del espejo grande sobre el lavabo me descubrí
con cara de perdido entre el brumal del vapor y detrás el médico que se
acercaba.
No encontré ninguna palabra. La mujer era intocable y por un
instante ni siquiera me atreví a aceptarla como aquella que yo conocía. Entré
con zapatos a su espacio y cerré la llave del agua mojándome la manga de la
camisa.
La tomé por sus antebrazos, firmes y resbalosos, y atiné a decir en
un susurro: ven. Sólo entonces me miró. Las pestañas empapadas. Los ojos
distantes. Me miró sin sorpresa, sin curiosidad, sin reclamo, sin vergüenza,
sin desconcierto, sin susto, sin miedo. Abrí las piernas para mejorar el
equilibrio y sentí resbalar mis manos hasta sus hombros cuando quise
ayudarla a ponerse de pies. Ella no opuso resistencia. Ni animal acorralado
ni mujer extraviada en un bosque de lluvia y neblina, se incorporó con
agilidad lenta, segura, a lo mejor confiada, pero traer la confianza en esta
circunstancia parece un acto de vanidad personal. ¿Por qué iba a confiar en
mí si habíamos dejado de conocernos?
Entonces regresó poderosa sin talanqueras sin pudores la presencia
soberbia de su cuerpo, tan cerca como ajeno, en ese recinto de agua donde
alguna vez nos entregamos a las búsquedas del entrometimiento, al desespero
gozoso de fundir en uno a dos. Me sentí egoísta al tapar ese esplendor al
médico y después de abrazarla un instante tiré mi brazo hacia atrás para
que encontrará a ciegas la toalla. Como pude la quité del colgador y la cubrí
desde el cuello. Era de un verde esmeralda y esponjosa. Con breves y suaves
halones la atraía hacia mí mientras caminaba hacia atrás.
LO QUE QUEDA
Hace días no hablo con el médico joven. A ella, si es ella, ¿qué
sentido tiene referirme a ella con un nombre y unos recuerdos a lo mejor
deformados que ya no le corresponden y no van a servir para llamarla, para
intentar conocerla?, la han trasladado a un sanatorio cerca de la ciudad.
Está entre eucaliptos y pinos y en los días laborales demoro menos de
una hora en llegar. Su estructura es la de las casas sabaneras con paredes
gruesas de arcilla embutida y guaduas para proteger del frío y ventanas
pequeñas de vidrios que nunca limpiaron desde la guerra de los mil días. En
los alrededores, apartados de la carretera principal, cantan los copetones y
las mirlas. Una chimenea encendida siempre arroja el humo de los trozos
de árboles secos que el viento derriba. Los vidrios están rotos desde igual
tiempo que sucios. Los pájaros que se estrellan contra el espejismo. Las
piedras de los muchachos que cortan el camino de la escuela y quieren oír la
voz de los locos, sus canciones matutinas y nocturnas hasta que los inyectan
Caballo Perdido Número 1
90
o los guardan en la cámara de chorros helados y camisas de lona y
cuero.
Los médicos veteranos, residentes perpetuos, me permiten
visitarla y a veces salir por los senderos cubiertos de conos y colchón
de cilindros delgados. Ellos me ilustran con su aprendizaje de hace años
y años y según el cual estos pacientes sufren males incurables.
Yo pienso lo mismo: son incurables. Pero no son males.
Repito: donde algo termina todo empieza.
Y vengo aquí a enamorar a esa mujer que decidió ser otra.
Quiero conocerla y que ella me conozca. Si es posible. Si el amor tiene
la virtud del conocimiento humano. Tan infinito, tan sin reglas. Y
sé que me cambiará a mí también. Que rescatará al otro yo mío que
desconozco y le dará la oportunidad de ser.
Cada visita es más interesante. No le hablo de lo que fuimos.
Le hablo de lo que seremos. Ella se ríe y si enamorarse, seducir, es un
reto, el único, vuelvo a la casa con una felicidad que no conocía. A veces
por los caminos que paseo con ella y en los que me atrevo, y ella se deja
tomar la mano, atraviesa una oveja preñada.
Mi enamorada: dos amores en una vida. En tiempos de guerra.
¡Qué lujo!
Caballo Perdido Número 1
91
EN MI PIEZA
EN MI PIEZA
EN MI PIEZA
Una
CONFLAGRACIÓN
imperfecta
Ambrose Bierce
Traducción : Nicolás Suescún
De Aceite de perro y otros cuentos macabros
Temprano, en una mañana de junio
de 1872, asesiné a mi padre, acto que
entonces me causó profunda impresión.
Fue antes de mi matrimonio, cuando aún
vivía con mi familia en Wisconsin. Mi
padre y yo estábamos en la Biblioteca de
nuestro hogar, dividiendo el producto de
un robo que habíamos perpetrado la noche
anterior. Consistía más que todo en artículos
domésticos, lo que hacía difícil la tarea de una
división equitativa. Nos desenvolvimos muy
bien con las servilletas, las toallas y cosas por
el estilo, y partimos la platería en porciones
casi iguales; pero cualquiera puede ver por sí
mismo que habrá problemas al tratar de dividir
sin residuo una única cajita de música. Fue
esa cajita de música la que causó el desastre
y la tragedia de mi familia. Si la hubiéramos
dejado mi pobre padre todavía podría vivir.
Era una obra de la más exquisita
y bella artesanía, taraceada con costosas
maderas y tallada con gran ingenio. Y no sólo
tocaba una gran variedad de canciones, sino
que piaba como una codorniz, ladraba como
un perro, al alba cantaba como un gallo y
además rompía los Diez Mandamientos. Esta
última cualidad fue la que realmente cautivó el
corazón de mi padre y la que le hizo cometer
el único acto deshonroso de su vida, aunque
es posible que hubiese cometido más de uno
si hubiera sido perdonado: trató de esconder
de mí la cajita de música y declaró por su
honor que no la había tomado, aunque yo
sabía perfectamente, en cuanto lo concernía
a él, que el robo había sido realizado con el
propósito primordial de obtenerla.
Mi padre tenía la cajita escondida
bajo su capa; nos habíamos puesto capas
para disfrazarnos. Me había asegurado
solemnemente que no la había tomado.
Yo sabía que lo había hecho, y estaba al
corriente de algo que él evidentemente
ignoraba, o sea, que la cajita cantaría al
amanecer, denunciándolo, si yo era capaz de
prolongar la división de las ganancias hasta
ese momento. Todo sucedió tal como yo lo
deseaba: al empezar a debilitarse la luz del gas
y al verse vagamente la forma de las ventanas
detrás de las cortinas, surgió un quiquiriquí de
la capa del viejo caballero, seguido por unas
pocas notas de un aria de Tannhäuser cortadas
por un poderoso chasquido. Había, sobre la
mesa entre nosotros, un hacha pequeña que
habíamos usado para entrar en la infortunada
casa; la tomé. El viejo, al ver que era inútil
esconderla más, sacó la cajita de su capa y la
puso sobre la mesa.
–Córtala en dos, si prefieres ese
plan –me dijo–; yo trataba de evitar su
destrucción.
Él era apasionado amante de la
música y hasta podía tocar la concertina con
pasión y sentimiento. Yo le dije:
–No dudo de la pureza de tus
motivos; sería presuntuoso de parte mía
juzgar a mi padre. Pero los negocios son los
negocios, y con esta hacha voy a disolver
nuestra sociedad si no consientes en llevar
una campanilla automática en todos nuestros
robos futuros.
–No –dijo después de reflexionar
un poco–, no podría hacer eso; parecería una
confesión de deshonestidad. La gente diría
que no confías en mí.
Teatro de la memoria
Caballo Perdido Número 1
95
No pude sino admirar su valor
y sensibilidad; por un momento me sentí
orgulloso de él y dispuesto a pasar por alto
su culpa, pero una mirada a la reluciente
y enjoyada cajita de música hizo que me
decidiera y, tal como he dicho, removí a mi
padre de este valle de lágrimas. Después de
hacerlo, me sentí algo intranquilo. No sólo
era mi padre, el autor de mi existencia, sino
que el cuerpo sería ciertamente descubierto.
Era pleno día ahora, y mi madre podía entrar
a la Biblioteca en cualquier momento. Bajo las
circunstancias me pareció oportuno librarme
de ella, y así lo hice. Luego les pagué a todos
los sirvientes y los despedí.
Esa misma tarde fui donde el jefe de
la policía, le conté lo que había hecho y le pedí
consejo. Para mí hubiera sido muy doloroso
que los sucesos descritos salieran a la luz. Mi
conducta sería universalmente condenada,
y los periódicos me la echarían en cara si
alguna vez decidía candidatizarme para un
puesto público. El jefe midió el peso de estas
consideraciones; el mismo era un asesino de
amplia experiencia. Y tras consultar con el
juez en funciones de la Corte Jurisdiccional
Variable, me aconsejó esconder los cuerpos
en uno de los estantes de la biblioteca, adquirir
un seguro alto sobre la casa y luego quemarla.
Procedía a hacerlo.
En la biblioteca había un estante que
mi padre le había comprado hacía poco a un
inventor chiflado y que se hallaba vacío. Por su
forma y tamaño se asemejaba en algo a esos
armarios que se ven en algunas alcobas sin
ropero, pero era abierto hasta abajo como las
batas de dormir de las mujeres. Tenía puertas
de vidrio. Acababa de amortajar a mis padres,
pero ya estaban lo bastante rígidos como
para ponerlos de pie; así que los coloqué
en el estante después de haber retirado los
entrepaños. Los encerré con llave y colgué
unas cortinas sobre las puertas de vidrio. El
inspector de la compañía de seguros pasó
media docena de veces delante de la biblioteca
mortuoria, sin sospechar nada.
Esa noche después de haber obtenido
la póliza, incendié la casa y a través del bosque
corrí hasta el pueblo, a dos millas de distancia,
donde logré ingeniármelas para que me
vieran en el momento de mayor conmoción.
Con gritos de terror por la suerte de mis
padres, me uní a la turba y llegué al incendio
dos horas después de haberlo iniciado. Todo
el pueblo estaba allí al llegar yo de prisa. El
fuego había devorado toda la casa, pero en
un extremo del lecho de brasas fulgurantes
estaba el estante, parado e intacto. Las cortinas
se habían quemado, revelando las puertas de
vidrio, a través de las cuales la impetuosa luz
roja iluminaba el interior. Allí estaban mi
querido padre, con su “diario atuendo”, y a
su lado la compañera de sus penas y alegrías.
Ni uno de sus pelos se había chamuscado y su
ropa se encontraba como nueva. Sobresalían
en sus cabezas y cuellos las lesiones que me
había visto obligado a infligirles para lograr
mis propósitos. La gente guardaba silencio,
como ante un milagro; un temor reverente
y el terror habían callado todas las lenguas.
También yo estaba muy afectado.
Tres años después, cuando los
acontecimientos aquí narrados habían casi
desaparecido de mi memoria, fui a Nueva
York para colaborar en la distribución de
unos bonos falsos del gobierno, y al mirar un
día distraídamente la vitrina de una tienda de
muebles, vi una copia exacta del estante.
–Se lo compré por nada a un inventor
reformado –me explicó el propietario–;
dijo que era a prueba de fuego porque con
alumbre llenó a presión los poros de la
madera y el vidrio lo hizo de asbesto. Yo no
creo que en verdad sea a prueba de fuego,
pero se lo puede llevar por el precio de un
estante común y corriente.
–No –le dije– si no me garantiza que
es a prueba de fuego no puedo llevarlo.
Y me despedí.
Por ningún precio lo hubiera comprado:
revivió en mí recuerdos extraordinariamente
desagradables.
Caballo Perdido Edición 1
96
UN NUEVO DÍA
UN NUEVO DÍA
DOSSIER
El Salvador en relatos
Texto introductorio:
Beatriz Cortez
Cuentos de:
Claudia Hernández
Claribel Alegría
Jacinta Escudos
Vanessa Núñez Handal
El Salvador en relatos
Beatriz Cortez
Universidad Estatal de
California, Northridge
Beatriz Cortez (El Salvador). Catedrática
titular y directora del
Programa de Estudios Centroamericanos
en la Universidad Estatal
de California, Northridge.
Doctora en literatura latinoamericana
de la Universidad Estatal
de Arizona. Obras suyas son:
Estética del cinismo: la ficción centroamericana
de posguerra, y co-editora
del tomo III de la colección
“Hacia una historia de la literatura
centroamericana” Perversiones de la
modernidad: literaturas, identidades y
desplazamientos.
El Salvador tiene una rica tradición narrativa que
tiene sus raíces tanto en el concepto moderno de
lo literario como en la literatura oral. Las tradiciones
orales que surgen de las narrativas indígenas y la vida
campesina han tenido un impacto en la narrativa
salvadoreña contemporánea. Algunos de estos relatos
orales sobreviven en la vida cotidiana del salvadoreño,
otros han sobrevivido a través de intermediarios y
traducciones. Una colección sobresaliente de relatos
pipiles, transcritos en nahuat y traducidos al alemán
por Leonhard Schultze-Jena, se titula Mitos y Leyendas
de los pipiles de Izalco. Aunque estos textos han estado
disponibles en español únicamente a través de una
traducción de la traducción alemana, más recientemente
el investigador Rafael Lara Martínez ha llevado a
cabo la labor de traducir algunos de ellos del original
nahuat, presentándonos una versión más inmediata del
material.
Hacia finales del siglo 19 e inicios del siglo
20, la literatura fue surgiendo en El Salvador como
disciplina inscrita dentro del ámbito de la modernidad.
Ricardo Roque Baldovinos ha llevado a cabo
varias investigaciones de archivo que nos permiten
comprender mejor el surgimiento del campo literario
desde una perspectiva moderna en El Salvador
tomando como punto de referencia publicaciones
periódicas como la revista literaria La quincena o el
periódico La unión.
Durante la primera mitad del siglo 20 hay
varios autores salvadoreños que elaboran una obra
que se inscribe formalmente dentro de la tradición
de la modernidad y que exploran el cuento, la
crónica y la poesía como géneros literarios y también
periodísticos. Entre ellos figuran Francisco Gavidia y
Arturo Ambrogi, y más adelante también Hugo Lindo
y Cristóbal Humberto Ibarra. Francisco Gavidia,
quien ha sido señalado como el padre de las letras
salvadoreñas (modernas), se distinguió en sus esfuerzos
por modernizar este espacio de producción cultural.
Sin embargo, es de notar que modernizar la literatura
salvadoreña significaba también universalizarla y
eliminar la diversidad cultural de la región, en cuanto
a perspectivas culturales e idiosincrasias, para afiliarse
al hispanismo, al liberalismo, y a la cultura eurocéntrica
en general.
Caballo Perdido Número 1
100
Más adelante surge en El Salvador una corriente indigenista que busca forjar la
identidad salvadoreña celebrando la vida campesina y el espacio rural de la nación, aunque
este interés tiene como objetivo último inscribirlo dentro del contexto del espacio de la nación
moderna. Es decir, este indigenismo era otra forma de borrar la diversidad cultural, o de
apropiarse de ella, para definir el sujeto de la nación moderna. En ese sentido, el indigenismo
opera como un movimiento de corte paternalista que busca celebrar la cultura indígena para
encausarla a formar parte del estado moderno, para aculturarse.
Sin embargo, la literatura de corte indigenista o costumbrista también está influenciada
por el pensamiento teosófico. La teosofía es fundamental para comprender la producción
intelectual salvadoreña, especialmente de mediados del siglo 20. Entre otras cosas, es necesario
comprender que en muchos de los casos, el interés por las culturas indígenas no viene por su
conocimiento y su respeto como a un sujeto tan válido como el sujeto mestizo que promueve
la cultura nacional, sino porque las culturas indígenas ocupan un lugar primordial en el
pensamiento teosófico como parte de la una raza originaria de las Américas que desde la
perspectiva teosófica era considerada superior siempre y cuando no hubiera sido contaminada
por el hispanismo. Todo esto no era para llevar al sujeto indígena a formar parte de la nación
como tal, sino para lograr que los teósofos, sus herederos, pudieran tener acceso al conocimiento
antiguo que según su pensamiento, se había perdido con el hundimiento de la Atlántida y
Lemuria, los dos continentes perdidos. Así, muchos intelectuales se afilian al indigenismo
buscando encontrar allí un lazo que los uniera a las culturas indígenas de las Américas para
poder forjarse como herederos dignos de Lemuria y Atlántida, y como los nuevos sujetos de la
nación. En este sentido es importante aclarar que muchas de las interpretaciones que se hacen
en textos indigenistas de las culturas indígenas van marcadas por el pensamiento teosófico y
por las ansias de reconstruir una conexión con Lemuria y Atlántida, entre otros.
Uno de los autores con interés en el costumbrismo y con influencia de la teosofía
fue Salarrué (Salvador Salazar Arrué), quien escribió relatos que plasman, por medio de la
palabra escrita, el habla oral del espacio rural salvadoreño. Un aspecto interesante de la obra
de Salarrué es su inmersión en el espacio cultural del campo, sus esfuerzos por comprender
la idiosincrasia del espacio rural. De esta tradición Cuentos de barro (1933) es un ejemplo por
excelencia. Sin embargo, Salarrué también escribe una obra sobresaliente desde la perspectiva y
con el lenguaje del habla popular de la niñez, Cuentos de cipotes (publicada en diferentes ediciones
de 1945, 1961 y 1974).
Por otra parte, las marcadas diferencias de clase y la cultura del militarismo que se
había impuesto en el espacio nacional también tuvieron un fuerte impacto en las letras. Fue
así que surgió toda una generación de escritores que se dedicaron a denunciar la injusticia
social, la pobreza, la opresión. Entre ellos sobresale Oswaldo Escobar Velado, pero también
los miembros de la Generación Comprometida como Ítalo López Vallecillos, Álvaro Menén
Desleal, Roque Dalton, Manlio Argueta, Roberto Armijo, Alfonso Quijada Urías, entre otros.
De este grupo de autores, la obra de Roque Dalton alcanzó mayor difusión internacional.
Su obra es prolífica y diversa a pesar de su muerte a la temprana edad de 39 años, y es una obra
compleja y de primer nivel que conlleva a la vez una dimensión vanguardista y un marcado
compromiso revolucionario. La mayor parte de su obra es poética, sin embargo, también
escribió narrativa en Historias prohibidas del pulgarcito (1974) y la novela póstuma Pobrecito poeta
que era yo (1981).
El integrante de la Generación Comprometida que más explora el género cuentístico
es Álvaro Menén Desleal. Aunque su obra es diversa y abarca varios géneros literarios, entre
ellos el teatro y la poesía, el cuento es su principal medio. Su obra se coloca en una tradición
contestataria ante la política nacional. Pero también su narrativa sobresale por la exploración
artística y por la producción de materiales de ciencia ficción desde los que se construyen
metáforas contestatarias de su momento histórico, político, social. Estos relatos que se
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101
inscriben dentro de una tradición de literatura fantástica le permiten llevar a cabo duras críticas
a un sistema político con poca tolerancia para las críticas, pero esto se lleva a cabo a partir de
metáforas de otros mundos. Entre sus obras figuran Cuentos breves y maravillosos (1962), Una
cuerda de nylon y oro y otros cuentos maravillosos (1964), La ilustre familia androide (1968) y Revolución
en el país que edificó un castillo de hadas y otros cuentos maravillosos (1977).
El momento histórico –entre la década de los 50 hasta la década de los 70– en que
emergen las organizaciones revolucionarias, permite también la elaboración de una obra
literaria contestataria en El Salvador que se inscribe dentro de la tradición de la literatura
comprometida, pero también de la literatura ligada a la cultura revolucionaria y al testimonio.
Este tipo de obras eventualmente forja una importante veta en la narrativa salvadoreña. Se
trata de obras que son testimonios mediatizados por un artista, es decir, que son literatura
testimonial. En ese espacio sobresale la obra de Manlio Argueta, y sobre todo, su novela corta
Un día en la vida (1981).
La obra de Claribel Alegría tiene sus raíces en ese contexto de la producción literaria
contestataria que forma parte de una cultura de denuncia. Su obra más conocida es Cenizas de
Izalco (1966), novela sobre la matanza indígena de 1932, la cual escribió en colaboración con su
esposo, Darwin J. Flakoll. Alegría es una escritora prolífica que ha elaborado una obra extensa
y que abarca varios géneros literarios entre los que sobresale la poesía, la novela, el cuento y la
narrativa testimonial.
Desde estos diferentes espacios literarios, Alegría ha dado forma a una obra literaria
que sobresale por la denuncia de la exclusión, particularmente de género, pero también de
clase, así como por la lucha por los derechos humanos. Su obra explora además el espacio
personal tanto a través de escritos con un carácter íntimo desde el espacio poético como
por los escritos en los que se denuncia la violencia, la dureza y las dificultades que enfrenta
la mujer a partir de una obra narrativa que lleva lo personal a lo político. Su obra transgrede
las definiciones formales de los géneros literarios y sobresale por su exploración del espacio
testimonial a partir de una perspectiva literaria, como es el caso de No me agarran viva (1983).
Es así que con la exploración de nuevos espacios narrativos, el relato contemporáneo en
El Salvador se inscribe también en un contexto que pone en tela de juicio la versión tradicional
del cuento como género literario. Se trata de una producción de narrativas de ficción que está
influenciada por las narraciones orales y el habla popular, pero que está también influenciada
por una tradición de exploración artística vanguardista y, de manera particular, por la narrativa
de autores latinoamericanos como Borges, Cortázar, Quiroga y del salvadoreño Roque Dalton,
pero que también está influenciada por la realidad de la guerra que se ha dejado atrás y la
tradición de denuncia que se construye a partir del espacio narrativo del testimonio.
Entre estos autores sobresale Horacio Castellanos Moya, cuya obra narrativa de
novela y cuento es prolífica. En ella se explora la alienación del individuo en el espacio urbano,
la cultura de la exclusión, el deseo de reconocimiento, la búsqueda de la identidad y la vida
cotidiana en las actuales sociedades centroamericanas con sus altos niveles de violencia. Su
obra más leída es la novela breve titulada El asco: Thomas Bernhard in San Salvador (1997). Se
trata de un relato a través del cual se considera cuáles son los valores sobre los que se basa la
identidad del salvadoreño, se pone en tela de juicio su nacionalismo y se pone en evidencia el
clasismo y racismo que permean a la sociedad salvadoreña, particularmente a la clase media.
Castellanos Moya ha publicado numerosas novelas y también varias colecciones de relatos,
entre ellas Indolencia (2004) y su recién publicada Con la congoja de la pasada tormenta. Casi todos los
cuentos (2009).
Otro autor que ha sobresalido por su prolífica producción narrativa es Rafael Menjívar
Ochoa. En su obra se explora la violencia del espacio urbano centroamericano, pero también
el aislamiento y la soledad del sujeto, su necesidad de obtener reconocimiento público, su
deseo de ser reconocido como sujeto, su ansiedad por ‘ser alguien’. Entre sus obras sobresalen
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102
la novela breve de corte policial titulada Los héroes tienen sueño (1998). En sus relatos, la trama
policial que se desarrolla en varias de sus novelas breves pasa a segundo plano y se explora
mucho más la complejidad sicológica de los personajes, el trauma, la violencia de su entorno y
la locura. Un ejemplo de ello es su colección de relatos titulada Terceras personas (1996).
En la actualidad, en la época posterior al conflicto armado, es decir, la así llamada
posguerra en El Salvador, el relato ha servido como un espacio desde el que se ha cuestionado
el status quo, y se ha convertido en un espacio de denuncia de la violencia, el cinismo, el
desencanto y la pérdida de la fe en un proyecto colectivo que buscara el cambio futuro. Esto es
particularmente importante en el caso de las mujeres escritoras, cuyas producciones literarias
presentan también un reto a la construcción normativa de la subjetividad, tanto en términos
del ámbito público como del ámbito privado, presentando alternativas a la versión masculina
oficial.
Las autoras que en esta oportunidad nos competen representan diferentes momentos
en la producción literaria salvadoreña. Mientras que la obra de Claribel Alegría se inscribe
como parte de un proyecto cultural que expresa fe en el proyecto utópico revolucionario, a
lo largo del tiempo va transformándose con los diferentes momentos históricos. A pesar de
que la época de las revoluciones ha terminado, la lucha por los derechos humanos y por los
derechos de la mujer, sigue a medida que su obra se transforma y explora nuevos espacios
literarios, nuevos discursos de la intimidad que también tienen una dimensión política y que
transfieren la lucha del período revolucionario hacia otras luchas identitarias que han adquirido
relevancia en el momento actual.
De manera paralela, Jacinta Escudos se forja como escritora cuando todavía la guerra
estaba en curso y se incribe en el panorama literario produciendo, entre otras, una obra de
literatura testimonial titulada Apuntes de una historia de amor que no fue (1987). Un aspecto de
gran importancia en su obra es su capacidad de transformarse y la forma en que documenta el
contexto de transformación histórica en el que se crea. Pues su obra documenta la guerra, pero
también va transformándose paulatinamente en una obra que la narra desde una perspectiva
social y de denuncia, como es el caso de la narrativa testimonial, hacia una literatura que
explora la experiencia de la guerra a partir de la perspectiva de la mujer, del espacio privado,
de las relaciones personales, de pareja, de amantes, es decir, la experiencia de la guerra y el fin
de ésta también se plasma en sus textos a partir de una perspectiva de mujer que existe en el
espacio privado. Entre estos textos sobresale el relato “La noche de los escritores asesinos”,
el cual forma parte de su colección Cuentos sucios (1997).
Otro aspecto fundamental de la obra de Escudos es que reclama, por medio de sus
textos de ficción, el derecho que tiene la mujer de transformarse de un objeto del deseo en un
sujeto del deseo. Este cuestionamiento del centro y de su espacio de poder le permite también
explorar la pasión y el deseo como dimensiones fundamentales en la construcción identitaria
de un sujeto engendrado, valga la redundancia, con un género. En otras palabras, se trata de un
sujeto que para existir debe definir su género, y al hacerlo, someterse a una serie de relaciones
de poder que le afectan y le someten tanto en el espacio público como en el privado. Uno de
los espacios que la obra de Escudos explora a profundidad es el espacio de la familia y sus
relaciones de poder.
La exploración de Jacinta Escudos continúa en la actualidad, cuando no solamente
explora con otros géneros literarios como la crónica, sino también, cuando explora medios
alternativos para la difusión de sus escritos, como a través de columnas de opinión o de su blog
Jacintario.
Por su parte, Vanessa Núñez Handal retrata la experiencia de la clase media denunciando
la violencia de género, de clase, el trauma, la locura y la violencia que existe al interior del espacio
privado del hogar, de la familia, en las relaciones con los amigos. Su énfasis en la clase media es
fundamental, porque explora un espacio identitario que había sido relevado a la oscuridad en
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103
el ámbito de la producción literaria revolucionaria y que Núñéz Handal devela como
un espacio de violencia y de locura. Su primer novela, Los locos mueren de viejos (2008),
es un ejemplo sobresaliente de ello. Ha publicado además numerosos cuentos en
antologías y medios periódicos incluyendo la revista Narrativas de España, Sin casaca,
una colección del relato corto en Guatemala publicado por el Centro Cultural de
España, la antología de cuentos Cuento macho de la colección Libros Mínimos de
Guatemala, y en un suplemento especial de la publicación electrónica salvadoreña
Contrapunto.
Otro aspecto interesante de la perspectiva identitaria que nos presenta
Núñez Handal es su capacidad para narrar la realidad salvadoreña, la injusticia
social, la lucha popular, incluso la guerra, pero no desde la perspectiva de quienes
estuvieron involucrados ni desde la perspectiva que nos había presentado antes la
literatura testimonial, sino desde la perspectiva de la clase media alta que la miraba
desde fuera, a veces con indiferencia, a veces con ignorancia, a veces con sorpresa.
Su retrato de la clase media salvadoreña, su desglose de ésta, su capacidad crítica
de la realidad clasemediera, representa una contribución muy importante para la
discusión sobre la identidad salvadoreña actual.
Por su parte, Claudia Hernández tiene una obra innovadora que la ha
llevado a explorar diversos formatos de relatos cortos, algunos de ellos de corte
vanguardista y con un dejo de surrealismo, como sus relatos de la colección de La
canción del mar (2007), otros cargados de cinismo, desencanto, donde se explora la
deshumanización del individuo, la construcción de identidades transnacionales, la
violencia y la otredad, como la sobresaliente colección de relatos titulada Mediodía de
frontera (2002).
Claudia Hernández ha sido selectiva y cuidadosa a la hora de publicar su
obra, razón por la que su obra es de una calidad exquisita, de gran diversidad y quizá
una de las obras literarias con mayor amplitud y exploración del discurso. Mientras
que en Mediodía de frontera no solamente se expresa el desencanto de su momento,
también hay una exploración profunda de la deshumanización que se experimenta en
el espacio urbano salvadoreño, enfatizando la forma en que dicha deshumanización
se ha naturalizado al grado de llegar a ser parte de la vida cotidiana. Este efecto se
logra de forma muy convincente por medio de la frialdad con que el narrador nos
cuenta sobre el valor que el ser humano ha llegado a tener en este espacio social:
mucho menor que el de un animal.
Otro aspecto interesante de su obra es la capacidad que ha tenido para
retratar la transformación de la realidad salvadoreña y la incursión de un mundo
global a la realidad cotidiana del sujeto salvadoreño a través de la exploración de la
experiencia de migración. Su obra Olvida uno (2005) sobresale en este sentido.
Es así que la producción literaria salvadoreña en la actualidad presenta
un retrato de nuestra realidad: deshumanización, locura, trauma, aislamiento,
globalización e inmigración, pero también lucha por mantener la humanidad, la
cordura, la comunidad y el sentido de pertenencia a la nación, y de reinventar lo que
significa el ser salvadoreño.
Caballo Perdido Número 1
104
OBRAS CITADAS:
Alegría, Claribel y Darwin J. Flakoll. Cenizas de Izalco. Barcelona: Seix Barral, 1966.
Alegría, Claribel y Darwin J. Flakoll. No me agarran viva. La mujer salvadoreña en la lucha. México, D.F.: Ediciones Era,
1983.
Argueta, Manlio. Un día en la vida. San Salvador: UCA Editores, 1981.
Castellanos Moya, Horacio. El asco: Thomas Bernhard in San Salvador. San Salvador: Istmo Editores, 1997.
Castellanos Moya, Horacio. Indolencia. Antigua Guatemala: Ediciones del Pensativo, 2004.
Castellanos Moya, Horacio. Con la congoja de la pasada tormenta. Casi todos los cuentos. Barcelona: Tusquets Editores,
2009.
Dalton, Roque. Historias prohibidas del pulgarcito. México, D.F.: Siglo XXI, 1974.
Dalton, Roque. Pobrecito poeta que era yo. San José: EDUCA, 1976.
Escudos, Jacinta. Apuntes de una historia de amor que no fue. San Salvador: UCA Editores, 1987.
Escudos, Jacinta. Cuentos sucios. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 1997.
Escudos, Jacinta. Crónicas para sentimentales. Guatemala: F&G Editores, 2010.
Hernández, Claudia. Mediodía de frontera. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 2002.
Hernández, Claudia. La canción del mar. San Salvador: Suplemento cultural de La Prensa Gráfica, 2007.
Hernández, Claudia. Olvida Uno. San Salvador: Índole Editores, 2005.
Lara Martínez, Rafael. “Masculinidad, etnia y paisaje. Invención del espacio literario salvadoreño”. MS.
Lara Martínez, Rafael. “Mitos en lengua materna de los pipiles de Izalco en El Salvador por el Dr. Leonhard
Schultze- Jena, traducción de Rafael Lara Martínez”. Revista de temas nicaraguenses 16 (2009): 122-166.
Leonhard Schultze-Jena. Mitos y Leyendas de los pipiles de Izalco. San Salvador: Ediciones Cuscatlán, 1977.
Menén Desleal, Álvaro. Cuentos breves y maravillosos. San Salvador: Ministerio de Educación, 1963.
Menén Desleal, Álvaro. Una cuerda de nylon y oro y otros cuentos maravillosos. San Salvador: Ministerio de Educación,
1969.
Menén Desleal, Álvaro. La ilustre familia androide. Buenos Aires: Ediciones Orión, 1972.
Menén Desleal, Álvaro. Revolución en el país que edificó un castillo de hadas y otros cuentos maravillosos. San José: EDUCA,
1971.
Menjívar Ochoa, Rafael. Los héroes tienen sueño. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 1998.
Menjívar Ochoa, Rafael. Terceras personas. México, D.F.: Universidad Autónoma Metropolitana, 1996.
Núñez Handal, Vanessa. Los locos mueren de viejos. Guatemala, F&G Editores, 2008.
Ricardo Roque Baldovinos. “La formación del espacio literario en El Salvador en el siglo XIX”. Istmo: Revista virtual
de estudios culturales y literarios centroamericanos 3 (2002): n.p.
Salarrué. Cuentos de barro. San Salvador: Editorial la Montaña, 1933.
Salarrué. Cuentos de cipotes. San Salvador: Ministerio de Educación, 1974.
BIBLIOGRAFÍA:
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Délano, Poli y Arturo Arias. Cuentos Centroamericanos. Barcelona: Editorial Andrés Bello, 2000.
Góchez, Rafael Francisco et al, eds. 3 x 15 mundos. Cuentos salvadoreños 1962-1992. San Salvador: UCA Editores,
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Jaramillo Levi, Enrique, ed. Pequeñas resistencias 2. Antología del cuento centroamericano contemporáneo. Madrid: Editorial
Páginas de Espuma, 2003.
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et al. University of Texas Pres, 1994.
Lindo, Ricardo. Treinta cuentos. San Salvador: Ministerio de Educación, 1970.
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Mackenbach, Werner, ed. Papayas und Bananen. Erotische und andere Erzählungen aus Zentralamerika. Trad. W.
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Mejía, José, ed. Los centroamericanos. Guatemala: Alfaguara, 2002.
Méndez, Francisco Alejandro. Tiempo de narrar. Guatemala: Piedra Santa, 2007.
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Ramírez, Sergio. Antología del cuento centroamericano. San José: EDUCA, 1984.
Roque Baldovinos, Ricardo, ed. Cuentos escogidos. San José, EDUCA, 1998.
Santos, Rosario. And We Sold the Rain. Contemporary Fiction from Central America. New York: Four Walls Eight
Windows, 1988.
Silva, José Enrique. Breve antología del cuento salvadoreño. San Salvador: Editorial Universitaria, 1962.
Caballo Perdido Número 1
105
Claudia Hernández
© Periódico (LPG)
Claribel Alegría
Jacinta Escudos
CUENTOS
Vanessa Núñez Handal
Ilustración: Boris Hernández
CLAUDIA
HERNÁNDEZ
Claudia Hernández (San Salvador, 1975). Ha
publicado los libros De fronteras, Otras ciudades,
Olvida uno y La canción del mar. En el año 1998
recibió uno de los premios Juan Rulfo de Radio
Francia Internacional, en la categoría de cuento.
En 2004 obtuvo el prestigioso premio Anne
Seghers, en Alemania, por obra publicada. Ha
sido antologada en España, Italia, Francia, Estados
Unidos y Alemania.
INVITACIÓN
Salí porque fui invitada a hacerlo. Acababa
de bañarme y estaba asomando los ojos
a la ventana de mi habitación cuando, de
pronto, me vi pasar. Era yo. Pero no la yo que
miraba en las visiones del espejo, sino otra yo
que conocía y que tenía mucho tiempo de no
ver: yo niña. Imposible confundir mi mirada,
mi forma de andar, mi sombra, mi vestido
pálido y mis zapatos gruesos. Era yo que
pasaba frente a mi casa corriendo con tanta
velocidad que me hice dudar. Pensé que se
trataba de mi imaginación, que debía haber
salido a correr por las calles que, siendo de
una ciudad tan joven, se ven ya tan viejas.
Me quedé sonriendo por lo bueno que había
sido haberme visto de nuevo con los huesos
diminutos y los dientes de leche. Acomodé
mejor la vista en la ventana. Tenía la esperanza
de que, si me quedaba ahí, si esperaba, yo–
niña volvería a pasar sobre mi vuelo como
hacen las mariposas. Diez minutos después
(el tiempo que de pequeña me tomaba darle la
vuelta al barrio), yo–niña aparecí. Me detuve
frente a mí, que estaba esperándome en la
ventana, me sonreí de nuevo y corrí alrededor
del barrio siete veces en total. Entonces,
yo–niña me invité a bajar con un ademán
insistente. Yo –que deseaba bajar y tomarme
de la mano, y correr, correr, correr, correr,
correr-, bajé deprisa por las escaleras.
A mitad de ellas me di cuenta de
que estaba desnuda y me desistí de salir
porque recordé los vecinos sacaban a pasear
a sus infantes a esa hora. Segura de que se
alarmarían (las mujeres desnudas que corren
por las calles asidas de la mano de ellas mismas
cuando eran niñas no son muy frecuentes por
acá), subí a la habitación para gritarle que no
podía acompañarla porque estaba sin ropas y
que lo sentía mucho. Noté en su rostro que no
me había creído. Por eso, me asomé completa
a la ventana para probárselo.
Pareció no importarle. Seguía gritando
que saliera, que saliera ya, que saliera pronto,
que me apurara. Pataleaba con insistencia,
hacía temblar el asfalto. Me hacía angustiarme.
Y, cuando me llenó de desesperación por no
poder salir, entonces escuché mi voz –pero
no mi voz de niña ni mi voz de ahora, sino mi
voz de cuando esté ya muy vieja– que me decía
que saliera a jugar conmigo–niña, que no me
dejara esperándome. Me hablaba con voz de
mando. Me lo ordenaba mientras –como yo
no daba un paso para cubrirme el cuerpo–
me vestía con una sábana y me llevaba de
la mano rumbo a la salida. Escaleras abajo,
yo–vieja me colgué la llave de la casa al cuello
para cuando volviera, me saqué a la calle y
me di un empujón para que me alcanzara a
mí–niña, que, al verme salir, echó a correr
colgando las risas en el aire como si se tratara
de globos enormes.
Toda la mañana corrí tras de mí
sin darme alcance. Yo–niña me animaba a
aumentar la velocidad y a atraparme, pero
seguía corriendo más rápido de lo que a mi
edad puedo hacerlo. Corría y volvía a verme
burlona con mi risa de niña mientras yo–vieja
nos vigilaba desde mi puerta. Ambas se veían
satisfechas. Parecían modelos de un cuadro.
Lo único que quebrantaba la atmósfera de
armonía era yo, que no sonreía, que estaba
cansada y que me dolía de mis pies sin zapatos
lastimados por el asfalto caliente.
Dimos vueltas al barrio. De pronto,
yo-niña se internó en la ciudad. Intenté
seguirla guiándome solo por su carcajada.
Estaba empecinada en darle alcance, pero
tenía la desventaja de no saber dónde estaba.
No reconocía el paraje. La ciudad parecía
desordenarse detrás de mis pasos. No
encontraba yo una señal que me revelara su
Caballo Perdido Número 1
109
ubicación o la mía. Ni siquiera la gente me
ayudaba a situarme. Unas me decían que
estaba cerca de mi barrio; otras, que nunca
estaría más lejos que entonces. Por eso
preferí caminar sola. Sabía que, de alguna
manera, saldría de allí. Me pedí paciencia. Me
pedí esfuerzo. Me pedí no dejar de caminar.
Estaba segura de que conseguiría descifrar el
laberinto y salir de él. Pero toda mi seguridad
no alejaba la desesperación, que se posaba
sobre mí en forma de pájaros oscuros que
tenía que espantar con movimientos de
manos mientras caminaba.
Anduve tanto y tantas veces alrededor
de los mismos sitios que perdí la esperanza
de regresar. Y, cuando ya ni siquiera tenía
ilusiones, cuando ya ni siquiera deseaba dar
con mi casa, visualicé mi techo celeste y mi
ventana. Caminé hacia ellos en el ocaso. La
noche se precipitaba tras de mí.
Buscando refugiarme de las noches
frías de esta zona, tomé la llave que yo–vieja
me ató al cuello y la metí en la cerradura.
Entró sin problemas y hasta giró, mas no
abrió. Falló en los cuatro intentos. Entonces,
aunque vivo sola, toqué para que alguien me
abriera.
Cuando nadie atendió mi llamado,
comencé a pensar en donde encontrar un
cerrajero que me ayudara y no preguntara
porqué me había quedado fuera envuelta en
una sábana.
Pensando estaba cuando me cayó una
colcha encima. “Para el frío”, me dijo una voz
que venía de mi habitación y que distinguí de
inmediato porque era con la que hablaba en
la infancia. Yo-niña me miraba burlona desde
la ventana. Se reía de mí. Le grité que me
abriera, que me abriera de inmediato, que me
abriera ya. Pero no respondió a mi petición.
Solo sonrió y me hizo señales de despedida
con la mano hasta que llegué yo–vieja y la halé
hacia el interior de la casa. Me miró, como ve
la gente a un ser molesto cuando le pedí que
me abriera, cerró la ventana y desapareció.
Intuí que no me dejarían entrar más,
así que me di la vuelta y me interné en la ciudad
en búsqueda de un empleo que me permitiera
pagar una habitación en la que pudiera vivir.
Busqué un lugar en un edificio alto, muy
alto, un sitio donde las voces de la gente que
camina en la calle no pueden distinguirse para
que, si ellas regresan, no pueda yo escucharlas
ni aceptar sus invitaciones, ni salir a la calle, ni
quedarme de nuevo sin casa.
LÁZARO, EL BUITRE
De vez en cuando, a Lázaro se le salía
el instinto. Sucedía sobre todo en los funerales,
donde siempre había que mantenerlo lejos
del muerto porque se le acercaba de más y
decía en voz alta que quería comérselo, que
le despertaba el apetito. Entonces nos lo
llevábamos al restaurante más cercano a
tomar una copa y a que comiera algo.
Ordenaba carne cruda para que le
recordara al “bocado que acababa de dejar
en el ataúd”. Nosotros le celebrábamos el
comentario como si se tratara de la mejor
de las bromas, pero sabíamos que hablaba
en serio. Lázaro, bajo el traje y la sonrisa, era
un buitre como los otros. No lo disimulaba.
No se recortaba las garras ni plegaba las
alas, salvo cuando viajaba en autobús, por
consideración a los demás pasajeros. Pero,
una vez en la calle, las extendía de nuevo y, si
andaba más contento de lo usual, elevaba el
vuelo, surcaba la cuidad y coloreaba con sus
alas nuestro cielo de granito.
Era motivo de conversaciones tanto
si volaba como si se quedaba en tierra. La
gente le sonreía y lo saludaba, no porque
fuera un buitre, sino porque era gracioso,
amable. Caminaba por la ciudad soltando
frases corteses al aire y provocando pláticas
Caballo Perdido Número 1
110
en cada esquina. Como siempre tenía algo que
comentar, nadie lo excluía por ser un buitre ni
por tener plumas incrustadas en la piel y un
pico enorme en lugar de boca o por su estatura
de hombre, que es descomunal para un
buitre. Él se comportaba como hombre. Salía
temprano de casa y compraba los periódicos
de la tarde. Era un buen ciudadano, pese a
que no tenía sus papeles en orden ni había
hecho algo por obtenerlos.
Le agradaba a todo el mundo -a
los de las calles, a los del vecindario y hasta
a mí, que tenía que soportar su silencio
sobre mi techo- porque era simpático. Sus
chistes eran lo mejor que cualquiera hubiera
oído. Eran capaces de hacer reír hasta a los
que les corre vinagre por las venas. Uno
podía perdonarle cualquier cosa con tal de
conservar su compañía. El gusto por la carne
cruda durante las cenas que compartía con
nosotros, su arrogancia cuando hablaba de lo
bien que se siente volar sin ir encerrado en
un avión, el olor del polvillo que despedían
sus plumas y hasta su manía de salir por la
ventana en lugar de retirarse, como todos
nosotros, por la puerta eran tolerables. Yo
pude incluso perdonarle que, en un día de
hambre, arrebatara de mi terraza al perro de
mi señora (no puede uno negarle comida al
vecino) y que, otro día, hiriera por accidente
con sus garras el brazo de mi hija cuando
quiso tomarla durante un juego. Lo que no
pude excusarle fue la avidez con que le limpió
la sangre con su propia lengua.
Mi esposa, que no ve malas
intenciones, le dijo que no se abochornara,
que la herida cerraría porque mi hija tenía
un buen organismo. Hasta besó su mejilla
en agradecimiento porque él continuaba
lamiéndole la herida, sonriendo y haciéndole
cosquillas a mi hija. Ella, como los demás,
reía creyendo que él jugaba. Parecía que
habían olvidado que nadie que juega mira con
la voracidad con que él miraba a mi niña.
Lázaro deseaba comérsela como se
había comido al perro y como había querido
comerse a los muertos en los funerales, y
como comía la carne cruda en los restaurantes,
y como se habría comido a miles de animales
en el lugar de donde venía. Yo lo sabía. Lo
había descubierto. Él lo notó, por eso se
acercó a disculparse conmigo, a decirme que
aún no lograba controlar ciertos impulsos,
que no fuera yo a creer que él quería dañar
a mi hija. Le sonreí entonces y le dije que
no había problema. En verdad quise creerlo.
Pero, por la noche, lo veía en mis sueños
llevarse en las garras y el pico al perro muerto
de mi esposa, a mi hija y a mi hijo. En ellos,
los devoraba con deleite y luego, junto a una
banda inmensa de buitres, devoraba al resto
de las personas de esta ciudad.
Tras notarme nervioso los días
siguientes, me invitó a salir para que olvidara
lo sucedido. Me rehusé la mayor parte de las
veces. Por fin, acepté y lo llevé de caza sin
decirle a nadie y sin darle tiempo para que
avisara hacia dónde saldría. Él, encantado,
insistió durante el camino en que -gracias a
su vuelo, su vista y sus garras- atraparíamos
piezas valiosas. Cada vez que lo afirmaba, le
brillaban los ojos de deseo.
Una vez en el campo, él volaba alto y
dibujaba círculos en el cielo mientras yo fingía
buscar liebres. Lázaro, cada cierto tiempo,
descendía y volvía a mí con una pieza enorme
incrustada en las uñas. La depositaba a mis
pies, me miraba con malicia y decía que aún
podía traer algo más grande. Yo sonreía.
Después de siete piezas, voló alto y
dibujó círculos en el trozo de cielo que estaba
sobre mí. Supe entonces que era mi momento.
Antes de que decidiera arrojarse sobre mí,
le disparé. Mientras galanteaba su vuelo, le
disparé. Mientras se precipitaba herido, le
disparé. Le disparé también cuando cayó.
Incluso cuando ya estaba muerto le disparé.
Luego regresé a casa, donde nadie había
Caballo Perdido Número 1
111
notado nuestra ausencia porque yo había
vuelto a la misma hora de todos los días.
Cuando comentaban que ya no
aparecía y ya no volaba, yo sugería que a
lo mejor se había marchado, así, sin avisar,
como había llegado. O que, a lo mejor, nunca
había sido, nunca había estado ni se había
llamado Lázaro, sino que solo había sido un
sueño colectivo. Y, como la gente dejó de
preocuparse y olvidó con facilidad, yo decidí
hacer igual. Así, cuando el dueño del edificio
vino una tarde a desalojar sus pertenencias,
me lamenté como el resto por su ausencia y
ayudé a desalojar sus pertenencias. De entre
todo lo que sacamos, me quedé con uno de
sus trajes. Los demás se quedaron aguardando
la llegada del siguiente vecino.
LA VOZ DEL JARDÍN
Había una voz en el jardín que,
al hablar, provocaba que las cortinas de la
habitación se elevaran del suave modo en
que lo hacen cuando el viento de final del
invierno entra a la casa. Era una voz dulce a
veces y a veces severa que conocía nuestros
nombres y ofrecía enseñarnos, si salíamos al
verdor, hermosas canciones que no podían
ser entonadas por voces humanas. Su sonido
estremecía siempre nuestros corazones y
dificultaba nuestra respiración. Temíamos
que nos sedujera como al hermano de nuestra
madre y nos sucediera lo mismo que a él, que
se fue y no regresó más después de que salió
para escuchar a la voz cantar la canción de
uno que se fue y no volvió jamás.
Jamás le contestábamos. Por más que
nos llamaba, permanecíamos en silencio y de
espaldas a ella, como nos habían dicho que
debíamos hacer. Nos tapábamos los oídos
con las manos y mirábamos hacia el piso hasta
que su presencia se desvanecía. Estábamos
seguras de que desistiría de invitarnos, tal
como sucedió. Fue llamando cada vez con
menos frecuencia y cada vez de manera más
silenciosa hasta que se convirtió primero
en un murmullo lejano; luego, en silencio y,
después, en vacío.
Sentimos alivio cuando por fin
la brisa que entraba era solo brisa que no
pronunciaba nuestros nombres y el jardín
era solo un espacio verde sin más habitantes
que las plantas, los pájaros y los insectos.
Pasábamos el día completo sin temores
ni sobresaltos. Disfrutamos las horas y el
silencio hasta que, con el paso del tiempo,
el vacío se nos volvió primero inquietante,
luego lamentable y después angustiante. No
podíamos explicarnos la zozobra que nos
producía. Rompíamos a llorar porque la brisa
que entraba era solo brisa que no pronunciaba
nuestros nombres y que el jardín no era más
que un espacio verde sin otros habitantes
que las plantas, los pájaros y los insectos.
Terminamos por salir a rogarle a gritos a la
voz que regresara a anidar en nuestro sitio,
a rogarle que nos cantara las canciones que
antes nos ofrecía, a que al menos pronunciara
nuestros nombres. Creíamos que volvería si
seguíamos suplicándoselo, pero estábamos
equivocadas. Ella no volvería: nos lo dijo el
vacío en la terrible canción de las hermanas
que perdieron su oportunidad.
Caballo Perdido Número 1
112
Ilustración: Johan David Sierra García
CLARIBEL ALEGRÍA
EL DESPERTAR
Claribel Alegría (Estelí, Nicaragua, 1924). Sus
obras son, entre otras: Anillo de silencio (1948), Pasaré
a cobrar y otros poemas (1973), Sobrevivo (1978),
Premio Casa de las Américas de Poesía), Flores del
volcán; Suma y sigue (1981), Luisa en el país de la realidad
(1987) Cenizas de Izalco (1966), No me agarran
viva: la mujer salvadoreña en lucha (1983), Para romper
el silencio: resistencia y lucha en las cárceles salvadoreñas
(1984), Ars Poética. Antología (1948-2006)
Fue a mediados de mayo. Laura y Juan
Carlos, sentados frente a una mesita
del bar contemplaban el paisaje marino
saboreando un Extra Seco. Habían venido
a pasar el fin de semana a Montelimar y se
hospedaban en uno de sus bungalows, el
número 233.
–¿Por qué no vamos a nadar un
ratito y después volvemos a terminarnos las
bebidas? -sugirió Laura-. El sol ya se va a
hundir y quiero ver la chispa verde. ¿Nunca
la viste, verdad?
–No –dijo Juan Carlos–, creo que
son cuentos tuyos.
–Vamos –se puso de pie Laura.
–No se lleve las bebidas –le dijo Juan
Caballo Perdido Número 1
114
Carlos al mesero-, dentro de diez minutos
regresamos.
–Está bien, pero mejor déjelas
pagadas.
Juan Carlos sacó dos billetes y se los
extendió.
–Podés quedarte con el vuelto –dijo.
Laura salió corriendo hacia la playa
en su bikini estampado y Juan Carlos la siguió
con pasos mesurados.
–Apurate – gritó Laura–. O no vas a
ver nada.
Agarrados de la mano se internaron
los dos hasta que el agua les llegó a la cintura.
El sol, un enorme disco rojo, empezaba a
hundirse en el horizonte.
–No dejés de mirarlo y procurá no
pestañear -dijo Laura con voz cantarina-,
cuando veás la luz verde, pedí tres cosas y
verás cómo se te conceden.
–Supersticiones –le apretó Juan
Carlos la mano y ambos fijaron su mirada en
el sol.
–Ya, ya se va a hundir -decía ella
cuando una enorme ola los aplastó contra
el fondo separándolos, arrollándolos,
succionándolos mar adentro en la resaca.
Laura alcanzó la superficie. Intentó gritar
pero no pudo. Tenía la boca y la garganta
llenas de agua salada y estaba enloquecida de
terror. Otra ola gigante la cubrió, la sacudió
en sus fauces como si fuera una muñeca de
trapo, la sumergió de nuevo y entonces sí, ella
gritó y el mar entró a su boca y a sus narices
entorpeciendo el aullido. Los segundos se
dilataron, se volvieron horas mientras ella
agitaba piernas y brazos convulsivamente. De
pronto, un pie tocó la arena y se orientó en un
mundo de arriba y abajo, de planos separados
de agua y aire.
Luchó a ciegas por alcanzar la
playa y se lanzó sobre el reflujo de una ola
agarrándose a la arena. Levantó la cabeza,
aturdida. Divisó a Juan Carlos a unos cuantos
metros de distancia haciendo esfuerzos
por levantarse y salió tambaleándose, a su
encuentro. Se besaron desesperadamente y se
tumbaron sobre la playa. Estaban magullados
y adoloridos.
–Qué susto – dijo Laura–, te juro que
creí que me moría.
–Yo también. Todo debe haber
durado un minuto, pero sentí que eran siglos
y qué cosa curiosa, de repente perdí el miedo,
pensé que qué manera más idiota de morir y
vi cómo toda mi vida desfilaba ante mí.
–Lástima que no viste la luz verde.
Juan Carlos sonrió y no dijo nada.
–Lo increíble –cambió ella de tema–,
es que tragué toneladas de agua y ahora no
siento nada en los pulmones.
–Yo tampoco, la debemos haber
vomitado sin darnos cuenta.
–Podríamos habernos muerto –abrió
Laura grandes los ojos–, juro que no vuelvo a
meterme al mar.
–Después de semejante susto –hizo
Juan Carlos una mueca y se estremeció–, lo
que más necesito en este mundo es un trago
fuerte para brindar a la vida. ¿Qué te parece
si volvemos al bar? Se incorporaron con
dificultad y caminando despacio se dirigieron
hacia allí. Las bebidas los estaban esperando
en la mesita.
–Qué rico sabe este ron –dijo Juan
Carlos–, más rico que hace unos minutos.
–Tenés razón-, tiene como un sabor
más intenso.
–En cambio la música –torció Juan
Carlos el rostro–, me golpea los oídos. Le diré
al camarero que la ponga más baja.
Se levantó, fue hasta el mostrador
y pidió que la bajaran. No hubo caso. Julio
Iglesias seguía cantando a voz en cuello.
–Estaba mirando esta rodajita de
limón – dijo Laura cuando volvió Juan Carlos–,
nunca me había dado cuenta de este verde
iridiscente que tiene el limón. Parece mentira
que sólo hasta ahora lo haya descubierto.
–Es como si de pronto todo se hu-
Caballo Perdido Número 1
115
biera intensificado –dijo Juan Carlos–, mirale
la cara al mesero. ¿Te habías dado cuenta de
la enorme tristeza y de la rabia que ese rostro
encierra? Laura levantó la vista de la rodaja de
limón y la fijó en el rostro del mesero que les
servía a los otros dos parroquianos en la mesa
de al lado.
–Increíble –dijo–, dan ganas de llorar.
–¿Querés otro ron?
–No, amor, estoy muy cansada y no
soporto la música.
Cuando salieron Laura levantó la mirada
hacia el cielo. Las estrellas eran enormes,
jamás había visto estrellas así. Brillaban de
una manera extraña y se sintió al borde del
vértigo.
–¿Sabés? –dijo–, me siento igualito a
aquella vez que tomamos LSD. ¿Te acordás?
–Es verdad, yo también. Sólo entonces
he sentido esa intensificación de las cosas
que siento hoy. Estuvimos a punto de ahogarnos,
¿será eso?
–Fue horrible –dijo Laura apretándole
la mano-, procuremos olvidarlo.
Los bunagalows eran todos igualitos.
Caminaron dos cuadras en silencio y doblaron
a la izquierda.
–Creo que es por aquí –dijo Juan
Carlos-. Estoy confundido.
–Parece un laberinto.
–No, no es por aquí, creo que había
que doblar a la derecha.
–Estoy tan cansada, ni un alma a
quien preguntarle. ¿Te fijaste que fuera de la
pareja que dejamos en el bar no hemos visto
a ningún otro turista?
–Sí que me fijé. La crisis es tremenda,
pero qué lindo tener la playa para uno solo,
¿verdad?
Siguieron caminado y perdiéndose
en el laberinto hasta que por fin, después de
más de media hora de dar vueltas y sintiéndose
ambos exhaustos, Juan Carlos descubrió el
número 233.
Laura entró primero y fue directamente al
baño. Cuando volvió al dormitorio Juan Carlos
ya estaba dormido. Ni siquiera se había
quitado la calzoneta. Se tendió junto a él, desnuda,
apagó la lamparita de la mesa de noche
y se quedó dormida.
Soñó: La luz de la mañana entraba
a chorros por la ventana y se filtraba por las
cortinas iluminando la habitación. Dos muchachas
vestidas en uniforme azul y delantal
blanco entraron conversando. Laura trató de
incorporarse y no pudo. Sentía el cuerpo pesado.
Trató de increparlas y tampoco pudo.
La voz no le salía, era como si tuviera la boca
llena de algodones. Trató de despertar a Juan
Carlos. Todo en vano. Más que miedo sentía
indignación. Reconoció que estaba atrapada
en un sueño. La familiar sensación de pesadilla
en la que uno queda inerme ante las circunstancias.
Las dos muchachas se dirigieron
al armario.
–Empecemos por aquí –dijo una.
Laura las miró atónita, enmudecida,
mientras ellas empezaron a sacar la ropa y lo
metieron todo en la maleta que reposaba sobre
un banquito, al lado. Cuando terminaron
se dirigieron al baño.
–“Opio de St. Laurent” –exclamó la
más bajita-, voy a quedármelo de propina.
–Hacés bien –dijo la otra estallando
en risas-, yo en cambio me quedaré con el bikini
amarillo que encontré en el closet.
Regresaron al dormitorio y entre las
dos pusieron la maleta sobre la cama para cerrarla.
Fue sólo entonces, cuando la colocaron
sobre sus piernas sin que ella sintiera nada,
absolutamente nada, que Laura comprendió.
Caballo Perdido Número 1
116
Ilustración: Mirot Caballero
Caballo Perdido Edición 1
117
JACINTA
ESCUDOS
EL ESPACIO DE LAS COSAS
Jacinta Escudos (El Salvador). Ha
cultivado los géneros de novela, cuento,
poesía, crónica y ensayo. Fue escritora
residente en la Heinrich Böll Haus de
Alemania y de La Maison des Écrivains
Étrangers et des Traducteurs de Saint-
Nazaire, Francia, ambas en el año 2000.
Entre sus publicaciones destacan Cuentos
sucios (1997), El desencanto (2001), Felicidad
doméstica y otras cosas aterradoras (2002) y
A-B-Sudario (2003).
El hombre está dormido boca arriba
cuando siente el temblor.
Se despierta alterado y piensa que es
un terremoto y su primer reflejo es saltar de
la cama, salir del cuarto, buscar refugio bajo el
arco de una puerta como suelen recomendar.
Busca la orilla de la cama y comienza a levantar
el mosquitero, agitado, con mucha prisa. La
rapidez es importante en estos casos. No sabe
si el temblor sigue o si son sus nervios los que
hacen temblar su cuerpo, pero alterado como
está y cegado por la oscuridad de la habitación,
no encuentra el borde del mosquitero contra
el cual se debate enfurecido, sintiendo que la
tela es una pegajosa sombra que se le enreda
entre las manos y los brazos.
Ya desesperado, decide dar un jalón
para arrancar la tela, partirla, pero la tela
no se rompe y se estira como chicle en sus
manos al tiempo que la siente pegajosa y
húmeda y se pregunta por qué el mosquitero
está mojado, no concuerda, no tiene ningún
sentido y ya no importa si el temblor continúa
o no porque está atascado hasta las orejas con
el mosquitero y lo único que le interesa es
desenredarse, encender la luz, recuperarse del
susto y volver a dormir.
Mientras tanto, los ojos se acomodan
a la oscuridad y nota que el mosquitero está
totalmente deshilachado, o eso parece, y se
le pega en las manos y el cuerpo, y mientras
más se mueve para desenredarse, más parece
atascarse. Siente que algo lo jala por detrás
y piensa que sus propias maniobras lo están
enredando más en los hilos. Voltea la cabeza
para saber lo que pasa y mira la sombra de lo
que parece una gigantesca araña que avanza
hacia él a velocidad vertiginosa.
El hombre queda paralizado un
momento, tratando de comprender, “las
arañas gigantes no existen”, se repite a sí
mismo como un mantra, pero la verdad es
que a medida que se acerca aquella sombra
se convence de que lo que viene es una araña
de ojos rojos y patas espantosamente peludas
y en lo que parece la boca del animal hay un
par de mandíbulas que se abren y se cierran
lanzando un líquido que viene a pegársele a la
piel junto con los restos del mosquitero.
El hombre se agita, apurado, trata
de zafarse antes de ser alcanzado, pero se
da cuenta que el líquido que el animal lanza
comienza a atarle los pies y a envolverle las
piernas, desesperado comienza a gritar, a pedir
auxilio a los vecinos o a cualquiera que pueda
escucharlo, mientras la araña, ya encima de él,
continúa llenándolo de saliva y tejiéndole una
mortaja al hombre que poco a poco comienza
a tener el aspecto de una momia.
Se siente paralizado, inútil, tan
atemorizado por los ojos rojos de la araña
que están tan cerca de su cabeza que prefiere
callar y dejar de gritar porque piensa que la
araña podrá enfadarse y arrancarle la cabeza
de un mordisco y siente el cuerpo apretado
dentro del capullo de la saliva que el arácnido
teje a toda prisa para evitar que la presa escape
porque las arañas prefieren su alimento
fresco.
El hombre ya no resiste. No hay nada
que hacer. Apretado en su camisa de fuerza,
en su capullo de muerte, cierra los ojos para
no ver más y piensa que quizás está dormido
y que tiene que hacer un intento por despertar
ahora, en este preciso instante antes de que
penetre la oscuridad total en sus ojos, antes
que el insecto lo toque con sus mandíbulas y
le quite el último momento de visión que le
queda porque la araña cierra el capullo que
envuelve su alimento, y se acerca y comienza
a chupar su contenido, a sorberlo lentamente
mientras se escucha un leve gemido que no
perturba a la araña que sorbe el alimento
hasta el final, hasta exprimirlo, hasta dejar un
pequeño casco vacío, disecado y comprimido,
uno más entre tantos puntos blancos, grises y
negros que cuelgan de la telaraña en la esquina
del dormitorio, una basurita que cae cuando la
tela es sacudida a medida que la araña se retira
a su esquina para esperar el próximo alimento,
basurita que cae sobre el papel sobre el cual
una mujer escribe de noche, en su escritorio
y que ella limpia con la mano, fastidiada,
tirándola al suelo, una basurita blanca que la
asistente doméstica barre al día siguiente, con
el resto del polvo y la suciedad que encuentra
en el suelo de aquella habitación.
© Jacinta Escudos
Del libro El Diablo sabe mi nombre,
Uruk Editores, Costa Rica, 2008
Caballo Perdido Número 1
119
VANESSA Núñez
Handal
Vanessa Núñez Handal (1973, San Salvador).
Magíster en Literatura Hispanoamericana. Se
desempeña como profesora en la Universidad
Rafael Landívar. Publicaciones suyas son: “Cuentos
sucios” o del reflejo de la realidad patriarcal, análisis de la
obra de Jacinta Escudos desde la perspectiva de género; Un
gato en mi jardín, Los locos mueren de viejos.
ELLA CAMINA SIN BOLSO
Ella camina sin bolso. Lo ha olvidado en casa o lo dejó a propósito
dentro del coche. También se ha dejado los lentes, por eso no
reconoce a nadie, ni quiere hacerlo. Todos le parecen una mancha
borrosa que apenas diferencia del entorno.
Cuando piensa en su niñez, recuerda al pasar por la panadería,
la invade siempre un vago temor.
Cuando alguien le pregunta por su vida, nunca sabe qué
responder. Nunca está segura si quieren saber de ésta, la nueva o la
recién estrenada.
Esta vez no se detendrá por el pan. Sabe que no lleva un
quinto, y no podría si quiera comprar un trozo de pastel.
La vida, en cambio, no se vive en pedazos. Lo sabe hace
mucho. En una vida se viven mil más. Son varias ocupando un mismo
cuerpo, dentro del cual van muriendo sin anunciar enfermedad o
agonía. Mueren en silencio, como avergonzadas de no tener más que
ofrecer.
El sol, que a esta hora de la tarde calienta su cabello y le hace
sudar las manos, las axilas y la nuca, le impide pensar con claridad, lo
Caballo Perdido Número 1
121
que es un alivio tomando en cuenta lo que la
ocupa.
Siempre sucede. Recuerda las ocasiones
en que ha despertado y junto a ella amanecen
vidas nuevas. Y aunque jamás ha podido
asegurar si la anterior se ha dado cuenta
de su caída, está segura de que las nuevas
siempre son conscientes de su nacimiento, y
es por ello que lo anuncian con pompas. Y,
entre la tristeza de haber perdido a la anterior
y la alegría de recibir a la nueva, el sentimiento
se vuelve angustia, lo que da inicio a la muerte
de la recién llegada.
Su silueta cruza frente a la vitrina de
la farmacia, misma que durante años, quizás
décadas, ha estado en la esquina. Año con
año, al volver de cualquier parte, ha pasado
frente al negocio y se ha observado. En aquel
espejo improvisado se ha visto caminar, correr,
huir de la lluvia, estornudar, anudarse el
cabello en una cola, planchar con sus manos
su falda, beber un sorbo de café.
Por eso, más que por otra cosa, sabe
cómo ha sido estos años. Pero jamás, también
lo sabe, ha sido capaz de percibir cambios
físicos. Estos, si es que los ha habido, han sido
más de humor o de estado de ánimo.
No es verdad –hoy puede decirlo–
que, como creyó durante algunos años, las
arrugas que rodean sus ojos las haya adquirido
en una de las mencionadas transacciones.
Estaban ahí desde siempre, desde antes de
que supiera que sonreír arruina el cutis.
Además, según ella ha notado, nadie
las ha percibido. Tampoco ella se las ha hecho
notar. Los más cercanos, los que alguna vez
se tomaron el tiempo de escucharla, –como
la mujer que se encarga de meter los bollos
al horno en la panadería, contar el tiempo y
sacarlos antes de que se quemen, la anciana
que prepara el café y el hombrecillo de bata
blanca que despacha en la farmacia y sabe
aplicar inyecciones sin dolor en la cuarta
exterior de la cadera– la habrían tomado por
loca.
Para los demás –a los que nunca dirigió
la palabra– no fue nada, o quizá pensaron que
se trataba de un mero agotamiento.
Y es que todo comenzó –hoy lo
recuerda al pasar frente al kiosko donde hace
algunos años vendían deliciosas paletas de
frutas y leche–, con un ataúd abierto al fondo
del salón. Entonces pudo ver los zapatos
sobresaliendo –o quizá los inventó– ya no
sabe. Células inmensas de color blanco y
centros rosados la acosaron durante algunas
noches. Otras, era un mar enfurecido que
arrastraba todo. Pero era el olor a pino y laurel
lo que jamás habría de sacar de su memoria
olfativa.
Acuclillada en el andén, esperaba.
Los demás niños la invitaban a jugar. Ella se
negaba meneando la cabeza. ¿Cómo pueden?
¿Acaso no saben? Todos mueren. Dejan de
existir entre las paredes, que un día dejan de
sentir las palmas de sus inquilinos.
Supo entonces que jamás le sería
posible borrar el sentimiento, pero tampoco
tuvo el valor para enterarlos. Era suficientemente
atroz que ella lo supiera. Gritar tampoco
habría servido, porque el gesto la convertiría
en “no querida”, y el amor –lo que hoy
llama recuerdo–, si es que algunas vez existió,
era lo único que podía salvarla.
Desde entonces, decidió dejarlos
gozar por un tiempo hasta que la conciencia
les quitara la sonrisa del rostro y supieran que
se irían. ¿A dónde? Un escalofrío palmeó su
espalda. Había llegado.
Dejarse caer de las alturas con las
alas atadas, murmuró. Al fin y al cabo que
la niña, decían siempre, era inteligente. Sabía
poesías de memoria y tenía ojos que buscaban
anclas, que siempre llegaron tarde.
Colocó el paraguas en el perchero. Se
alisó la falda con las manos y entró con aire
de consternación. Las personas se disponían
ya en torno al salón. Murmuraban. Era el
momento, se dijo, de cambiarle el nombre al
miedo, y gritó.
Caballo Perdido Número 1
122
Ilustración: Johan David Sierra García
UN PROFETA
EL AMIGO DE MARIO
elCAFÉ
En
Juan Manuel Roca
Fotografía: Johan David Sierra García
Puro cuento
“Un cuadro colgado en un museo es,
posiblemente, lo que tiene que escuchar más
tonterías en todo el mundo”.
Hermanos Goncourt
Juan Manuel Roca (Medellín, 1946).
En 1997 recibió el doctorado honoris
causa en literatura, otorgado
por la Universidad del Valle. Algunos
de sus libros de poemas publicados
son: Memoria del agua (1973);
Luna de ciegos (1975); Ciudadano de
la noche (1989); La farmacia del ángel
(1995) En narrativa: Las plagas
secretas y otros cuentos (2001); Esa
maldita costumbre de morir (novela,
2003). Libros de ensayos: Museo de
encuentros (1995).
Cautiva de mí, presa de mí, exiliada de mí por artes de
un hechizo, vivo en un cuadro, en un café desvelado.
Se que Gauguin en su lucha con el ángel ganó el duelo
y que en su lucha con el diablo lo perdió, pero en esa
guerra aprendió a vivir tras el claroscuro del tiempo.
Como yo, Madame Ginoux, que soy parte inmortal de
su progenie.
Ahora sale el sol, un sol vendimiero y picante
que nos invita a levantar de la mesa del café. No es el
sol hipócrita que se anuncia entre la niebla parisina de
otros días y que crispaba al pelirojo pintor obseso de
amarillo. El señor Gauguin lo llamaba el zuavo, tal vez
porque Van Gogh había hecho un retrato de un zuavo
peregrino.
La verdad es que yo, Madame Ginoux, no
conozco en detalle lo que rodea la escena, pues estoy
de espaldas al suceso. Sólo tengo por delante una mesa
de mármol más fría que esta galería del Museo en que
reposo, y en ella una botella de grifo, una copa esmerilada
y a medio llenar, un pequeño plato con restos de una
mantequilla que aún, en este año de desgracias de 1999,
no se hace rancia. Corre, y no deja de correr ya nunca
más, el año de 1888 en el que fui cautiva del pincel de
Gauguin, como si hubiera pinchado mi dedo en la rueca
del sueño.
No sé que ocurre tras de mí, pero por tanto
profesor que desliza su mirada y por tanto visitante del
Museo que se detiene ante mi eterna sonrisa, he oido
Caballo Perdido Número 1
127
que hay una mesa de billar que algunos comparan con la del “café
nocturno” de Van Gogh.
El señor Gauguin, que ya no va a la Bolsa de valores pues ha
renunciado a la vida burguesa, ha raptado al zuavo del cuadro de su
amigo y lo ha invitado a sentarse junto a un hombre que dormita, quizá,
un sueño de alcohol donde chapalea el olvido. Yo misma posé alguna
vez para Van Gogh. Creo que Gauguin y Van Gogh intercambiaban
fantasmas porque acá está, dicen algunos críticos con caras de velorio,
el cartero Roulin con su gorra imperdible charlando con tres damas de
ocasión, prostitutas, aldeanas, como todas las chicas de los burdeles de
Arles. ¿Eran Blanche, Monelle, Solange? No recuerdo si alguna de ellas
recibió de Van Gogh el caracol de su oreja. Ni si el cartero les trajo
algún mensaje, pero allí está, tras la jornada de nomadeo por calles
empedradas donde reparte cartas, trozos de lejanía. Hay una modorra
similar al nirvana de un gato y tres bolas de billar quietas sobre la verde
sábana de la mesa, lo que agrega –dice el hombre de boina ladeada
parado frente a mí como ante un espejo– una atmósfera de mayor
quietud al óleo, a las figuras convocadas.
–Creo que en los rostros he alcanzado una gran simplicidad
rústica y supersticiosa, le dijo un día Gauguin a su amigo.
Y yo no sé, no puedo verme, ignoro si tengo un rostro rústico
y algo agorero en mi semblante. Vivo en un cuadro y esto es como
vivir en cuatro esquinas a la vez. Es extraño que mi antiguo local, que
mi Café de la Gare, del cual soy propietaria, ya no quede en Arles, sino
en este rincón de un museo parisino.
El cuadro en el que vivo es un homenaje de Gauguin a Van
Gogh. Tiene, según dicen, rojos, verdes y ocres, semejantes a los del
“café nocturno” del impaciente pintor. Muchas veces los vi llegar a
mi dulce abrevadero, ruidosos, levantiscos, pendencieros. Gauguin,
arrogante, levantando su perfil de águila e impostando ser descendiente
de incas o nieto de un tal Simón Bolívar, era terco como el mar. Un año
antes de que lograra el hechizo de fijarme en el tiempo, había estado
paleando en el canal de Panamá y paseando su “ojo ejercitado” de
pintor por Martinica, la isla lamida por un mar que mecía su recuerdo
como una inmensa cuna.
Su abuela se llamaba Flora, Flora Tristán. Era paria como él,
revolucionaria como él, arisca como él. Y su padre, Clovis Gauguin,
periodista al fin y al cabo, habría de morir en Puerto del Hambre,
cuando iba con toda su familia hacia Perú, es decir, hacia el mito o el
olvido.
Es 1888 en el cuadro y en la vida. Un trágico año en el que Van
Gogh esgrime una navaja contra su amigo, el mismo año en que Van
Gogh se cercena una oreja (alguien dice que lo hizo para no escuchar
el canto idiota de la época) y la envía, como quien entrega un souvenir,
a una prostituta. Es un año negro, aunque el negro no exista según
Caballo Perdido Número 1
128
las palabras de Gauguin: “rechacen el negro, y esa mezcla de blanco y de
negro que se llama gris. Nada es negro, nada es gris. Lo que parece gris es
un compuesto de matices claros que puede adivinar un ojo ejercitado”. Pero
si no hay negro, si no hay gris, no sé como llamar este febril año de 1888,
me digo, y no borro mi sonrisa ni bajo mi puño acodado a la mesa desde
la que veo cruzar el mundo, el lento mundo. Es 1888 y mi pintor martilla
tres clavos de óleo a un “Cristo amarillo”. Ebrio de color, da de beber a
su soledad, a su sombra y a su hastío, habla solo y se dice que una paleta
embrujada está hecha de ocres rojos, de bermellón y amarillo de cadmio, de
verde esmeralda, azul de cobalto y azul de Prusia, todos mezclados en una
marmita, la pasión.
Ama a la mujer como a un país desconocido y a la bebida como a
una estación para el festejo. Un día Van Gogh dijo algo así: Paul es un ser en
el que la sangre y el sexo prevalecen sobre la ambición.
Ahora cruza un pedante frente a mí y atomiza mis recuerdos: “al
pintor que hizo este engendro de colores, no le adjudicarían hoy una plaza
de profesor en ninguna escuela de Bellas Artes”. Y sigue de largo. A cada
tanto aparecen por acá los artistas del desdén: son dioses sin Olimpo.
Hay otros que se aproximan a mi rostro y me examinan como a un
mapa. Quieren encontrar el truco, la pincelada de la eterna juventud, pero
sólo me dejan un rancio olor a vino. Muchos de ellos, parisinos malolientes,
parece que llevaran en la boca algún muerto insepulto.
Pero nada tan parecido como un Museo y una sesión de espiritismo.
En torno de los cuadros, el medium, con los ojos en blanco, habla. Tiene una
voz distinta para cada cuadro, describe el mobiliario de una pintura como
si él lo hubiera fabricado, e invoca a los espíritus. Sabe que soy Madame
Ginoux, mesonera, dueña de burdel, dama de café, amiga de dos pintores
salvajes, los locos de Arles a los que llama por medio de mi oido. Tiene el
vicio de la historia. Por eso me pregunta qué se siente viviendo más allá de
un simple cuerpo, qué se siente atrapado en un espejo, mientras el cuerpo
es, hace ya muchos soles, un suave pasto de olvidos.
Mis ojos sólo parpadean cuando se prenden y apagan las luces
del Museo. No se cierran mis ojos aún cuando la noche echa a andar por
los pasillos con pasos de bailarina, con pies de musgo o de gamo. El viejo
guardián duerme en su rústica silla, a veces lo hace bajo el cuadro en el que
vivo. Y es como si su figura silente se sumara al zuavo y al durmiente, al
cartero Roulin y a las tres mujeres. En realidad, duerme bajo mi mesa de
mármol, más fría que esta galería del Museo.
Ahora sale el sol, un sol vendimiero y picante que nos invita a
levantarnos de la mesa del café. Pero él único que lo hace es el guardián. Él
abre sus ojos para envidia de nosotros, que nunca los cerramos.
Para Germán Espinosa
Caballo Perdido Número 1
129
Federico Nietzsche
en el paraíso
Miguel Ángel Manrique
Fotografía: Johan David Sierra García
Miguel Ángel Manrique. Estudió literatura en la
Universidad Nacional de Colombia. Se especializó
en Ciencias de la Comunicación en la Universidad
Autónoma de Barcelona, España y obtuvo
una Maestría en Educación en la Universidad
Externado de Colombia. Autor de los libros de
cuentos La mirada enferma (2005) y Confesiones de
un mutante (2002). En 2008 su novela Disturbio
fue Premio Nacional de Novela del Ministerio de
Cultura.
la fiesta que se celebraba en el Paraíso
A podían asistir todos los filósofos. Allí
estaba sentado el Creador con Trinity, su
inseparable asistente negra. Ella le dijo que
durante el año los temas discutidos fueron
importantes para el bienestar del Paraíso.
Pero que a ella le gustaría que hablaran un día
del amor.
—Me parece un gran tema, Trinity
—dijo el Creador—, ¿a quién quieres invitar?
—Me gustaría escuchar a Sócrates
—dijo Trinity.
—He tenido la oportunidad de
conversar con el maestro en más de una
ocasión —dijo el Creador—, me agradará
tenerlo de nuevo entre nosotros. Pero tengo
pensado invitar a otras mentes para hablar
del tema. Platón no asistirá a esta cena, pero
estoy seguro de que nos estará pensando.
Conversaban animadamente, cuando
se acercó Federico Nietzsche ebrio y con la
camisa fuera del pantalón. Saludó a Trinity
con un beso en la mejilla y luego se dirigió al
Creador.
—Le tengo noticias, caballero —dijo
Nietzsche. Pertenecía a un buen grupo de
seres que no llamaban Señor al Creador—.
Presiento que alguien lo quiere matar.
Trinity se sobresaltó. Nunca escuchó
que alguien quisiera hacerle algún daño al
Creador, así que de inmediato hizo un par de
llamadas por su teléfono celular y al instante
unos enormes pero discretos guardaespaldas
crearon una serie de anillos de seguridad
alrededor del lugar donde estaba el Creador.
—¿Por qué dices eso, Federico?
—preguntó el Creador.
—Porque hay quienes creemos
—respondió Nietzsche—, que te has
convertido en un mariquita, en un débil y
malogrado Creador, y por eso, debes perecer.
—Sé, Federico —dijo el Creador—,
que jamás nos hemos entendido bien tú y yo.
No obstante, te dejo vivir a tus anchas en este
lugar, ¿no eres feliz?, ¿sientes que gobierno
mal el Estado?, discutámoslo. ¿Quieres irte?
Vete.
—Esto no es ningún Estado. Déjeme
decirle que usted sólo se dedica a contemplar
este lugar, a reunirse con los sabios, a comer y
beber pero no gobierna —dijo Nietzsche.
—Este lugar se gobierna solo,
Federico —dijo el Creador—. Los que viven
aquí disponen eternamente de todo lo que
necesitan para vivir y ser felices.
—¿No cree usted, caballero
—preguntó Nietzsche—, que esto es una
ficción cerebral, la utopía de un desocupado?
—Podría ser, Federico —respondió
el Creador—, pero mientras exista, disfrutaré
de cada uno de los momentos que me
proporcione esta ficción. Eso deberías
hacer tú, Federico, siento que vives un poco
amargado por todo lo que te rodea.
—Esa será su perdición, Señor
—dijo Nietzsche y fue la primera vez que
llamó de esta manera al Creador—, muchos
en este lugar merecemos estar libres de esta
falsa inmortalidad que nos ofrecen. Tú eres
sólo un ser imaginario.
Caballo Perdido Número 1
131
—¿Eso piensas, Federico? —preguntó el Creador sin despelucarse.
—No sólo lo pienso, majestad —respondió Nietzsche irónico—, sino que lo creo.
Creo que este supuesto reino que habitamos en donde usted es el jefe, es producto de una
teleología imaginaria.
—Entonces, ¿qué haces hablando conmigo? —preguntó el Creador—, ¿qué haces tú
aquí?
—Al igual que usted, Creador —respondió Nietzsche—, no soy más que el resultado
del odio que alguien siente por la naturaleza, por la vida, por las fiestas. Alguien que debería
estar jugando con sus hijos o haciéndole el amor a su esposa. Alguien que necesita evadirse de
la realidad, ese ser, nos inventó. Somos una mentira, Señor, una mera ficción.
—Cállate miserable escoria —gritó, por primera vez en su larga existencia, el Creador.
Los seres alrededor del Creador se quedaron callados. Trinity se levantó del sillón en el que
estaba sentada escribiendo todo acerca del Creador. Se sentía desconcertada—. Cállate infeliz
gusano —continuó el Creador—. ¿Crees que no conozco la cólera, la venganza, la envidia, la
burla, la astucia, la violencia?
Nietzsche sonreía.
—¿Crees, Federico Nietzsche —gritó el Creador, de pie y mirando los ojos vidriosos
del filósofo—, que soy un mojigato, alguien que sólo aconseja la paz del alma?
—Creo que nos estamos entendiendo —dijo Nietzsche—, siempre juzgué que eras
un moralista despreciable.
—Aún tengo poder, Federico —dijo el Creador—, aún reino entre los hombres.
—Déjeme decirle, Señor —dijo Nietzsche respetuoso—, que alguien que pretende
ser solo el jefe de los buenos muchachos, está condenado a perecer.
—Está bien —dijo el Creador ahora más calmado—, está bien, Federico. Acepto tus
terribles palabras. Pero entiende que ya no soy el de antes. He cambiado. En otras épocas tu
insolencia hubiera sido castigada con la perdición de tu alma, tampoco puedo perdonarte ni
salvarte de nada. Las políticas del Paraíso, Federico, han cambiado. Con los tiempos tuve que
prepararme para ser algo más que un simple observador, no sé si me explico, pero el paraíso
necesitaba un administrador, alguien con un perfil más ejecutivo, hubo que cambiar de imagen.
Mira nomás a Trinity.
—Zaratustra es un escéptico —dijo Nietzsche sonriendo.
—Eres un criminal —dijo Trinity, levantándose del sillón para llevarse al Creador que
se había deprimido.
Nietzsche calló porque en ese momento entró Sócrates al recinto.
Trinity llevó al Creador a la alta habitación del palacio. Lo recostó, le quitó los zapatos
y se quedó a su lado acariciándole la cabeza para calmarlo.
—¿Qué opinas de todo esto, Trinity? —preguntó el Creador.
—¿Y si lo que dice Federico es cierto? —preguntó Trinity.
—Despídelo —ordenó el Creador.
Estuvo tendido muchas horas en un andén, desde la alta noche hasta el amanecer.
Los transeúntes pensaban que estaba borracho y un indigente que pasaba por allí le robó los
zapatos. La lluvia le lavó el rostro ensangrentado, se había tropezado contra el borde de la
acera, sintió un sabor metálico en su boca y el cuerpo le dolía. Entonces supo que estaba vivo.
Abrió los ojos y vio el pavimento, vio girar las ruedas de un carro, vio un par de zapatos de
mujer, negros, elegantes, salpicados de barro enfrente de sus ojos. Trató de incorporarse pero
no pudo.
Caballo Perdido Número 1
132
Brrrrrmmmmmm
Brrrrmmmmmm
Brrrrrrrmmmmm
Buscó en su chaqueta y vio que tenía
algo de dinero. Torpemente, entró a una
tienda y compró una botella de aguardiente.
La metió en una bolsa y comenzó a bebérsela
despacio.
La ciudad estaba más gris que nunca,
caía una lluvia intermitente, fría. Sentía un
escozor en los genitales y se rascó. Se empapó
la ropa. No le importó caminar bajo la lluvia
ni mojarse ni enfermarse. Estaba perdiéndole
el sentido a la existencia. En menos de un mes
estuvo con tres mujeres distintas, tres mujeres
que, pensó no se lo merecían. Se bebió un largo
trago de aguardiente y pensó en la muerte, en
el suicidio, en arrojarse a las ruedas de un bus
urbano, en saltar de un puente, en llenarse el
estómago de anfetaminas y barbitúricos, pero
algo lo aferraba a la vida, por lo que todas esas
ideas le parecieron absurdas. No entendía qué
estaba pasando. El aguacero arreció. Estaba
ebrio, cuando intentó saltar un enorme charco
para cruzar la avenida Caracas. La tierra se lo
tragó. Federico Nietzsche se hundió en el
hueco de una alcantarilla.
Abrió los ojos y vio las tinieblas.
Pensó que soñaba, entonces los cerró. Se
quedó en silencio y así escuchó lo que sucedía
a su alrededor. Sabía que estaba recostado en
una cama, que de su brazo derecho le colgaba
algo. Palpó con la otra mano y advirtió que
era una delgada manguera. Se llevó la mano
izquierda a la cara y se frotó los ojos. Los
abrió y volvió a estar entre las tinieblas.
—¡Dios mío! —gritó—, estoy ciego.
Entonces una enfermera acudió a la
habitación.
—¿Cómo está señor? —le preguntó
la enfermera—, estese tranquilo que ya viene el
doctor para examinarlo. Estuvo inconsciente
durante varios días.
—¿Qué me pasó?
—¿No recuerda?
—No recuerdo.
—Se cayó en una alcantarilla destapada.
—No recuerdo nada, ¿y dónde estoy?
—Está en un hospital público, señor,
cálmese, ya viene el doctor.
—Señorita, dígame qué me pasó.
—Que casi se ahoga. También tiene
un golpe en la cabeza.
—Señorita —dijo Federico angustiado—
no veo, estoy ciego.
—Ya viene el doctor, señor, todo va
a estar bien. Ahora necesitamos unos datos
suyos para poder abrirle una historia clínica,
necesito el nombre de un familiar. Por favor,
¿cómo es su nombre?
—No me acuerdo.
—Bueno señor, descanse un poco.
—Estoy ciego y no me acuerdo de
quién soy.
—Cálmese señor.
Cerró los ojos.
El médico entró a la habitación y lo
auscultó. Luego le acercó una linterna a los
ojos.
—Por favor señor, abra los ojos.
Los abrió.
—Dígame, ¿si ve la luz?
—No veo nada, doctor, no veo nada,
por favor haga algo, ¡no veo nada! —gritó Federico
desesperado.
—Cálmese señor —dijo el médico—,
necesito saber su nombre, ¿cómo se
llama?
—No me acuerdo, doctor.
—Enfermera —dijo el médico—,
llame urgente al doctor Camacho de neurología.
Federico Nietzsche, quien no sabía
que se llamaba Federico Nietzsche, de pronto
olvidó todo. Su mente era como un papel en
blanco, sus ojos exploraron el horizonte pero
no vio más que sombras.
***
Caballo Perdido Número 1
133
MOZART
EN DESCONCIERTO
José Chalarca
José Chalarca (Manizales, 1941). Estudios de
Filosofía y Letras en la Universidad de Caldas.
Escritor, Pintor y Periodista. En 1973 publicó su
primer libro de cuento Color de Hormiga. Escritor
prolífico en el tema cafetero, también ha publicado
ensayos y cuentos en varios periódicos y revistas,
recogidos entre otros libros en El Contador de
Cuentos, El oficio de preguntar, Diario de una Infancia,
Marguerite Yourcenar o la profundidad, Las muertes de
Caín, La escritura como pasión.
Fotografía: Johan David Sierra García
¡Por qué diablos no hacen ropa
para niños! Confieso que no puedo querer
ese retrato que me hizo Lorenzoni en el
que aparezco luciendo el traje que mandó
a confeccionar para mí la emperatriz María
Teresa. Es más, a veces siento que lo odio.
No porque esté mal pintado o le falte calidad
sino por la imagen que proyecta: ¿Soy un niño
de seis años disfrazado de adulto? ¿Soy un
adulto enano que se confunde con un niño?
O, a lo mejor, es el fantoche de lo que mi
padre, Leopoldo, quiso hacer de mí: un adulto
metido en el cuerpo de un niño para ganar a
su costa dinero y posición.
¡Maldita sea! No lo sé. Lo único cierto
es que cada vez que lo miro me enferma. Y
el vestidito de marras, confeccionado con las
mejores telas del mercado vienés, recamado
con los adornos más finos, me vistió para
muchas otras galas que tuvieron lugar después
de la noche en el palacio de Shoenbrunn
cuando toqué, en compañía de mi hermana
Nannerl, el primer gran concierto de mi vida.
Por varios años fue lo primero que empacaron
en mi equipaje, pues, para regodeo de mi
infortunio, era demasiado fino y yo no crecía
mucho.
Pero no es solamente eso lo que me
angustia. También mi padre con su actitud.
Creo que nació con el corazón arrodillado,
siempre detrás de los ricos y de los poderosos
para sacudirles el polvo de los zapatos y hasta
lamerles el culo si era necesario para impulsar
mi carrera o lograr la plaza de director de
orquesta en la corte de cualquier noble.
En ocasiones siento como una
maldición mi facilidad para la música.
Que bien mirada no es extraña porque mis
primeros pasos los di entre partituras y
papá, que no era ningún tonto, se dio cuenta
inmediatamente de que lo que no le había
deparado su talento de compositor, intérprete
o maestro, se lo podría dar yo si manejaba
bien mis habilidades. Y acometió la tarea sin
ningún prejuicio.
Él mismo me enseñó a leer y a
escribir. Andaba por los tres años cuando
cogí el manual que había preparado para que
mi hermana tocara el clavecín. Fue mi primer
encuentro cara a cara con la música que se
constituyó desde entonces en mi paraíso y mi
calvario.
No quisiera admitirlo pero me
da vueltas y vueltas en la cabeza la idea de
que más allá de ser su hijo soy su negocio,
su fuente de ingresos. Hasta ahora no he
escuchado cómo habla de mí, cómo me
presenta, de qué discurso se vale para ofrecer
mis conciertos y ponderar mis virtudes de
compositor precoz. Sin embargo, por el gesto
del público que asiste a mis presentaciones,
deduzco su desencanto por no encontrar en
mi corta anatomía el prodigio sobrehumano
que les vendieron.
Gracias al apetito desmesurado por
el dinero que aguijonea la voluntad de mi
padre no logro sentirme de ninguna parte.
Mis relaciones sociales son nulas, no tengo
compañeros de juego ni amigos. Soy el más
solitario de los solitarios y el más paria de los
parias. La primera gira de conciertos que se
inició cuando yo tenía seis años se prolongó
Caballo Perdido Número 1
135
por tres y en su curso llegamos hasta Londres.
Mis presentaciones dieron para los gastos de
transporte, de hoteles, de posadas y no sé para
cuántas cosas más. Nunca he sabido el monto
de lo que recaudó en efectivo y en regalos que
luego convirtió en numerario. Seguramente
fue muy grande.
Mi querido Fritz, perdona si te fatigo
con esta confesión de parte; tenme un poco
de paciencia y escúchame porque, si no lo
cuento, me ahogo. He compuesto infinidad
de piezas que tiro aquí y allá. No me preocupa
ordenarlas porque sé que luego vendrá un tal
señor Koechel quien se ocupará, por amor a
mí y a mi obra, de clasificarlas rigurosamente.
Él llegará a saber de mi música mucho más
de lo que yo sé. En ella hay de todo: sonatas
para violín, sonatas para piano, para piano y
violín, para vientos, música para conjuntos
de instrumentos, óperas, misas, oratorios,
canciones. Pero ¿sabes qué es lo que me resulta
más doloroso y humillante? Que muchos no
creen que sean mías y han tenido el descaro
de someterme a pruebas extenuantes como
componer piezas sobre temas propuestos
por las gentes en plazas públicas. El mismo
arzobispo de Salzburgo, incrédulo de los
éxitos que con seguridad había exagerado la
charla fanfarrona de mi padre, tuvo el cinismo
de encerrarme durante ocho días para que
compusiera un oratorio, prueba que cumplí
a cabalidad y que me ganó la confianza del
prelado e hizo posible la representación de mi
ópera La Finta Simplice.
A estas alturas no se si quiero a mi
padre. Soy conciente de lo que hace por mi
y tengo muy claro que yo, solo, no hubiera
llegado a donde estoy, –si es verdad que
estoy en alguna parte–. Pero, también lo
siento pegado a mí como una sangujuela
chupándome la sangre y la vida. No me deja
un instante a solas, siempre está a mi lado o
detrás de mí como si fuera la proyección de mi
sombra. No me permite la más insignificante
intimidad; está como metido entre mi carne
y mi piel para impedir cualquier tentativa de
que me asuma, de que sea yo, como si temiera
que eso lo sacaba de mi entorno con lo que
perdería entonces su carácter de empresario,
no, de dueño y curador de la gallina de los
huevos de oro y de su promisorio corral.
El estudio y la composición han
ocupado todas mis horas. Él programa cada
movimiento; cada minuto de mis días. Su
sobreprotección es tan exagerada que en
ocasiones pienso y siento que no puedo nada
sin él, que ha hecho de mí un perfecto inútil.
Estudio y compongo pero no lo que yo quiero
sino lo que mi padre cree me puede, corrijo, le
puede servir y creo la música que quieren los
que pagan el encargo. Única y exclusivamente
lo que es la moda del momento en el estilo y a
la manera italiana, la que impera por ahora en
el mundo musical.
Lo que me saca de quicio con más
fuerza al componer piezas por solicitud
de clientes, es la suerte que corren en la
interpretación. Las que tienen por destino
el lucimiento de quien las pide para festejar
un cumpleaños, una boda, la visita de algún
personaje. Si las ejecuta una buena orquesta
sólo te resientes por la falta de atención de
la concurrencia para la que acaba siendo la
cortina sonora de su charla o el elemento que
mimetiza el eco del último chisme.
Las que corren con peor suerte son
las que compongo para ser interpretadas por
un príncipe o cualquier noble que aporrea el
piano o azota el violín. Pero estas, al menos,
me brindan la oportunidad de cobrar venganza
porque la aparente facilidad interpretativa que
les imprimo hace sudar gotas de su preciada
sangre azul cuando las tocan.
¡Oh Fritz, amigo! Hay días –y hoy
es uno de esos–, en que me angustio hasta
la desesperación por esta vida que llevo.
Entiéndeme, no es la música ni la carga que
acarrea mi condición de niño prodigio. No.
Lo que me desespera es que no pueda ser
quien creo ser, el adolescente que fisiológica y
Caballo Perdido Número 1
136
emocionalmente soy. Que no pueda disfrutar
de la haraganería inconsecuente que les cabe
a los seres humanos de mi edad. Cómo
me gustaría experimentar la sensación que
produce escaparse de clase para jugar un
chico de billar o darse un chapuzón en el río.
Pero yo no tengo derecho a eso
porque siempre estoy en función de figura
pública, porque eso no le queda bien a un
niño prodigio de la talla que dicen soy yo. ¡Al
infierno todo! ¿De qué vale ser tan brillante si
no puedo desahogarme cuando el cuerpo lo
pide?
Dizque soy un gran músico, dice
toda Europa. Vaya gracia, y no se me permite
escribir la música que quiero, la mía, la que
pide pentagrama desde lo más profundo de
mi ser, hecha de mi sangre, de mi entraña, de
mi hiel. Me está absolutamente vedado dejar
traslucir el más insignificante tono de tristeza,
que refleje la angustia que me atenaza el alma.
No puedo permitirme el lujo de sentirme y,
menos aún, de mostrarme desesperado. Esa,
Fritz, es la razón por la que gran parte de la
música compuesta por mi hasta ahora, está en
modo mayor.
Hoy siento que he llegado al límite y
sería capaz de cualquier cosa. Nos mudamos
de casa y aunque la nueva es mucho mejor
que la que habitábamos, todo está patas
arriba. Extraño mis rincones y mis cosas que
están empacadas no se en qué fardos. Mira,
creo que se me exige demasiado: hemos
realizado varios viajes a Italia en los últimos
tres años y no han sido ningunas vacaciones
porque estuvieron copados por conciertos
y extenuantes jornadas de estudio con los
compositores más destacados de las distintas
ciudades que visitamos. El sólo ajetreo de
los caminos y los carruajes incómodos es
ya suficiente para dejar fuera de combate al
campeón mas esforzado y yo soy apenas un
niño.
En estos últimos días después de mi
regreso de Viena y, a escondidas de mi padre
que en gracia del trasteo me ha quitado los
ojos de encima, compuse esta sinfonía en sol
menor que te encargo guardes bien mientras
nos instalamos del todo en la nueva residencia
y encuentro un buen escondite en el cuarto
que me asignen. No digas a nadie que la
tienes.
Fritz, en esta pequeña sinfonía
derramé todas mis congojas y estoy seguro
de que es lo mejor que he logrado componer
hasta el presente. No creo oportuno darla
a conocer por el momento: las síncopas
reiteradas del comienzo, el dramatismo de la
caída de séptima disminuida, los acordes que
dan las cuatro trompas no son lo que la gente
quiere oír y, seguramente, mis enemigos dirán
que la pieza, toda, es un atentado contra el
buen gusto establecido por la dictadura de la
música italiana.
Queda en tus manos. Publícala
y hazla ejecutar solamente si algo grave e
irremediable me ocurre.
Caballo Perdido Número 1
137
Fotografía: Johan David Sierra García
EL RETORNO A CASA
Caballo Perdido Edición 1
139
DOSSIER DE LA SASTRERÍA
CUATRO PREMIOS NOBEL DE LITERATURA
Fotografia: Leidy Yulieth Montoya
HERTA MÜLLER (2009) 1
“Una primavera, la modista del suburbio compró diez pollitos en el
mercado. No tenía gallina clueca. Yo me siento aquí a coser y ellos crecen
solos, decía. Los pollitos estuvieron con ella en el taller mientras tuvieron
plumón. Correteaban de un lado a otro o se acurrucaban sobre los retales para
calentarse. Cuando crecieron, empezaron a salir al patio y se estaban allí el día
entero. Sólo uno siguió quedándose en el taller. Avanzaba a saltitos sobre los
retales, tenía una pata lisiada. Y se pasaba horas mirando coser a la modista.
Cuando ella se levantaba, él saltaba detrás de sus pasos. Cuando no había
clientes, la modista charlaba con él. El pollo tenía el plumaje y los ojos de un
color rojo herrumbroso. Como era el que menos se movía, creció más rápido
que los demás y fue el que más engordó. Fue el primero que mataron, antes
de que llegara realmente el verano. Los otros pollos siguieron escarbando en el
patio.
La modista se pasó un verano entero hablando del pollo cojo. Tuve
que matarlo, decía, era como un crío”
J. M. COETZEE (2003) 2
“¿De dónde llegaban de repente aquellos millares de ranas? La
respuesta es que siempre están ahí. En la estación seca se meten bajo tierra,
excavan y excavan para alejarse del calor del sol hasta que cada una de ellas ha
creado una tumba individual. Y en esas tumbas mueren, por decirlo de algún
modo. Los latidos de sus corazones se ralentizan, su respiración se detiene y
adoptan el color del barro. Las noches vuelven a ser silenciosas.
Y siguen así hasta que llegan las siguientes lluvias, que repican, por
decirlo de algún modo, sobre los miles de tapas diminutas de sus ataúdes. Y
en esos ataúdes empiezan a latir los corazones y empiezan a moverse las patas
que llevaban meses sin vida. Los muertos despiertan. A medida que el barro
solidificado se ablanda, las ranas comienzan a excavar hacia la superficie y
pronto sus voces resuenan nuevamente alegres y exultantes bajo la bóveda del
cielo.
Perdonen mi lenguaje. Soy o he sido escritora profesional. Normalmente
me preocupo por esconder las extravagancias de la imaginación. Pero hoy, para
esta ocasión, he pensado en no esconder nada, en desnudarlo todo. La sangre
vivificante, el coro de bramidos gozosos, seguido de la retirada de las aguas y
el regreso a la tumba, luego una sequía aparentemente interminable, luego más
lluvias y la resurrección de los muertos: es una historia que presento de forma
transparente, sin disfrazarla.”
Caballo Perdido Número 1
141
DORIS LESSING (2007) 3
“De pronto, mientras retumbaba el trueno y se agitaban los árboles, el
cielo se iluminó y ella vio la silueta de un hombre emerger de la oscuridad, ir
hacia ella y deslizarse en silencio por los escalones; los perros al reparar en su
presencia, agitaron la cola en señal de bienvenida. A dos metros de distancia,
Moses se detuvo. Ella atisbó sus hombros anchos, la forma de su cabeza, el
brillo de sus ojos. Entonces sus emociones sufrieron un cambio inesperado,
que despertó en ella un profundo remordimiento por haberle sido desleal, y a
instancias del inglés. Concibió la esperanza de que si daba un paso y le ofrecía
explicaciones y súplicas, el terror se disolvería. Abrió la boca para hablar y, en
aquel preciso momento, advirtió que él tenía la mano levantada sobre su cabeza
y que empuñaba un objeto largo y curvado. Entonces supo que era demasiado
tarde.”
J. M. G. LE CLÉZIO (2008) 4
“La cosa ocurre en un convento donde hay una docena de pensionistas,
doce niñas huérfanas como yo lo era cuando tenía vuestra edad. Es de noche,
durante la cena. ¿Sabéis qué hay en la mesa? En una gran bandeja hay sardinas
y a ellas les gustan mucho, son pobres, ¿sabéis?, para ellas las sardinas son
una fiesta. Y precisamente en la bandeja hay tantas sardinas como huérfanas,
doce sardinas. No, no, hay una más, en total hay trece sardinas. Cuando todo el
mundo ha comido, la hermana señala la última sardina que queda en la bandeja
y pregunta: ¿Quién se la come? ¿Hay entre vosotras alguien que la quiera? Ni
una sola mano se levanta, ni una sola de las niñas responde. Bueno, dice la
hermana alegremente, ya sé lo que vamos a hacer: apagaremos la vela y, cuando
todo esté oscuro, la que la quiera podrá comerse la sardina sin tener vergüenza.
La hermana apaga la vela, ¿y qué ocurre? Todas las niñas tienden la mano en la
oscuridad para coger la sardina y encuentran la mano de otra niña. ¡Hay doce
manitas en la gran bandeja!”
Citas
1
Müller, Herta. La piel del zorro. Traducción de Juan José del Solar. Plaza & Janes, septiembre 1996. Barcelona.
2
Coetzee, J.M. Elizabeth Costello. Traducción de Javier Calvo Perales. Mondadori,2004. Barcelona.
3
Lessing, Doris. Canta la hierba. Traducción de Pilar Giralt. Ediciones B, S. A., 2005.Barcelona.
4
Le Clézio, J. M. G. El buscador de oro. Traducción de Manuel Serrat Crespo. EditorialNorma, 2008. Colombia.
Caballo Perdido Número 1
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Perfil editorial
Las personas interesadas en publicar en la revista deberán seguir
las Instrucciones para Colaboradores antes de enviar sus manuscritos. Las
áreas de interés para la revista son, entre otras, las siguientes:
• Obra de creación: Cuentos, antologías de cuento, minicuento.
• Teoría: Poéticas personales, definiciones, métodos de análisis, modelos de
interpretación, géneros y subgéneros.
• Historia: Recepción, períodos, países, regiones, generaciones.
• Crítica: Estudios de autores o cuentos individuales, entrevistas a escritores,
biografías y testimonios de cuentistas.
• Difusión: Traducción, antologías, publicaciones, concursos, adaptaciones
cinematográficas, cuentistas que escriben sobre otros cuentistas
• Enseñanza: Estrategias, programas de estudio, glosarios, bibliografías,
talleres.
• Fronteras: Minicuento, ficciones de hipertexto, metaficción, cuento
posmoderno, cibertextos.
¿Cómo colaborar en Caballo Perdido Revista de Ficción Breve?
Caballo Perdido: Revista de Ficción Breve: invita a los investigadores,
reseñistas y cuentistas a participar con estudios y trabajos inéditos
o publicados en medios de escasa distribución internacional. Toda
colaboración deberá estar adscrita al Perfil Editorial de la revista y deberá
ser sometida al dictamen editorial de los expertos en la materia para su final
aceptación. Los colaboradores serán notificados por vía electrónica y/o
telefónica sobre el recibo y posterior dictamen de sus manuscritos.
Toda colaboración deberá ser enviada por correo electrónico acompañada
de:
1.Una sinopsis del artículo de aproximadamente 75-100 palabras.
2.Un perfil profesional con los siguientes datos: nombre del autor,
adscripción institucional, dirección postal, dirección electrónica (e-mail),
página Web si se cuenta con una, teléfono y fax.
3.Una narración de hasta 150 palabras que describa datos biográficos e
intereses de investigación.
4.Una bibliografía con un máximo de diez títulos publicados. Éstos
pueden corresponder a libros y/o artículos, ya sean de investigación y/o
de creación, de preferencia relacionados con el cuento.
Los textos deberán estar escritos en la fuente Garamond tamaño 11, en el
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sistema MS Word (97-2003/2007). Los colaboradores deben enviar también
una fotografía personal en 300 ppp, de carácter informal, de preferencia en
color, ya sea impresa en papel (enviarla por correo tradicional) o digitalizada
(enviarla por correo electrónico).
Investigación / Entrevistas
No hay un límite de extensión para los estudios académicos, se asume
el criterio de extensión necesario para cubrir el tema tratado. Los editores
recomiendan un máximo entre 2.000 y 4.000 palabras (aproximadamente
entre 8 y 16 cuartillas de 28 renglones a doble espacio).
Reseñas
Las reseñas bibliográficas podrán tener una extensión de 500 a
1500 palabras (aproximadamente entre 2 a 6 cuartillas de 28 renglones a
doble espacio), y podrán estar dedicadas a libros de creación o a estudios
especializados sobre cuentos publicados en los tres años anteriores al
momento del envío.
Cuentistas
Caballo Perdido Revista de Ficción Breve: publica obra de creación. La
revista hace una invitación especial a los/las escritores/as a colaborar en la
revista enviando además de sus “cuentos” cualquiera de los materiales que se
indican a continuación:
• Ensayo sobre su poética personal del cuento.
• Ensayo sobre la obra cuentística de otro escritor.
• Reseña sobre alguno de sus libros de cuento. Acompañar un ejemplar del
libro reseñado.
• Enviar ejemplares de sus libros de cuentos. La revista buscará reseñistas para
los títulos más recientes.
Toda colaboración deberá ser enviada a la siguiente dirección:
Corporación Ángel del Sur - Cra. 23 Nro. 17 b 26 Barrio Boston.
revistacaballoperdido@gmail.com
www.revistacaballoperdido.com
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Caballo Perdido quiere galopar hacia el reconocimiento de una vasta
tradición cuentística y revelar las novedades de esa tradición a nivel
latinoamericano. Para ello se resuelve atento al diálogo con los cuentistas
actuales, a la recepción crítica de sus textos, a la recuperación de cuentos
que, vistos en perspectiva, amplíen la diversidad de las propuestas
literarias, que suelen ser motivo de estudio por los especialistas y críticos.
Pero como una revista es un todo, Caballo Perdido también quiere ser una
bella revista, con un diseño que responda a las exigencias visuales de
este tiempo. Entre su contenido y su forma, presumo que este caballo
de sangre joven iniciará su carrera con un galope firme y esperanzador.
Rigoberto Gil Montoya