Ochoa_Lagunes_CarmillaEdiciónFESC
Actividad Escolar de Laboratorio de Diseño Editorial I, para el aprendizaje de Maquetado de Libro, aplicación y uso de Adobe InDesign
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Carmilla
Carmilla
Sheridan Le Fanu
Primera edición: Estados Unidos Mexicanos, diciembre de 2021
© De la traducción: Joe Broderick.
© De la edición: Instituto Distrital de las Artes - Idartes
Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida, parcial o totalmente, por ningún medio
de reproducción, sin consentimiento escrito del editor. Trabajo escolar realizado para la UNAM, FESC, 2021,
Laboratorio de Diseño Editorial
ISBN 9 786077 363279
Edición: Ochoa Lagunes Rodolfo
Diseño gráfico: Ochoa Lagunes Rodolfo
Impreso en los Estados Unidos Mexicanos (digital)
“¿Qué es un hombre? Una miserable pila de secretos.”
Drácula en Castlevania Symphony of the Night
Esta actividad se la dedico a mi profesora que
le agradezco las enseñanzas de un correcto y mas
profesional diseño editorial, y el aprendizaje del
software para edición editorial
Ochoa Lagunes Rodolfo
Capítulo l
Indice
Prologo
Un susto temprano
La invitada
Comparamos notas
Sus costumbres un paseo
Un parecido extraordinario
Una agonía muy extraña
En descenso
La búsqueda
El médico
De luto
El relato
La petición
El leñador
El encuentro
La ordalia y la ejecución
Conclusión
...17
...19
...25
...35
...45
...57
...63
...67
...75
...81
...87
...91
...97
...103
...109
...115
...119
La vampiresa que llegó antes
Drácula, de Bram Stoker, es el clásico unánime del subgénero
vampiresco. Su mítico personaje permanece en la mente
popular junto con las grandes invenciones de la literatura universal,
como Ulises, El Quijote, Pinocho y Sherlock Holmes,
merced a todas las adaptaciones audiovisuales, las versiones
condensadas, las apariciones en series animadas, los productos
que utilizan su imagen y las caracterizaciones infantiles en
Halloween. Sin embargo, 26 años antes de Drácula estaba Carmilla.
Sería ingenuo pensar que todo empieza con Drácula. Hay un
puñado de relatos que fueron escritos antes y hacen parte de la
tradición. De todos ellos, Carmilla es quizá el más importante
por la originalidad de su abordaje, el compendio de rasgos y caracterizaciones
vampiriles que contiene, la fuerza de su figura
principal y la influencia directa de dicho texto en el clásico de
Stoker. Si Drácula es el rey, Carmilla es la reina de esa dinastía
que al sol de hoy –o a la luna llena, mejor– desemboca tanto
en Anne Rice como en los vampiros estudiantiles de la saga
Crepúsculo.
Carmilla fue escrita por el autor irlandés Sheridan Le Fanu
(1814-1873) y publicada en el magacín The Dark Blue entre
finales de 1871 y comienzos de 1872. Ese mismo año fue editada
con otros cuatro relatos en el volumen titulado In A Glass
Darkly. Los cinco textos se presentan como extractados de los
papeles póstumos pertenecientes a un tal doctor Martin Hesselius,
investigador del ocultismo. En ella, Laura, una jovencita
de diecinueve años, se ve envuelta en una relación de tintes
eróticos con Carmilla, una vampiresa que por un deliberado
accidente empieza a vivir con ella y su padre en el solitario
castillo que poseen en Estiria. Laura escribe su testimonio años
después de los acontecimientos, y ese es el manuscrito de Carmilla.
Un recurso narrativo muy de la época –recordemos el
Manuscrito hallado en una botella, de Poe–, y el tipo de cosas
que llamaban la atención de Borges.
Le Fanu nació el 28 de agosto de 1814 en Dublín. Era hijo
de Philip Le Fanu, capellán de la Escuela Militar Royal Hibernian,
y la señora Emma Lucretia Dobbin. Cuando Le Fanu
tenía doce años, la familia se trasladó a Abington, a seis millas
de Dublín.
Aunque Le Fanu y su hermano tenían un tutor, los chicos
permanecían casi siempre a su libre albedrío. Philip Le Fanu
tenía una bien aprovisionada biblioteca donde su hijo Sheridan
se sumergió en libros de demonología, ocultismo y folclore,
que luego serían fundamentales para sus relatos y novelas macabras.
En 1830, Le Fanu entró al Trinity College, en donde
destacó por sus discursos en la Sociedad Histórica. Empezó
estudios de derecho, pero los abandonó para dedicarse al periodismo.
Fue dueño de publicaciones como el Dublin Evening
Mail. En 1844 se casó con Susan Bennett, con quien tendría
cuatro hijos. Al año siguiente publicó su primer relato de terror.
El matrimonio duró catorce años, hasta la muerte de Susan en
1858. A partir de entonces, Le Fanu se recluyó en el 18 Merrion
Square, su casa, de donde raramente salía, y ahí permaneció
por el resto de su vida. Además de su célebre Carmilla, vale la
pena leer dos relatos de su autoría: Casa de alquiler (1863) y
Tío Silas (1864).
Con esta impecable traducción de Joe Broderick, Libro al
Viento le hinca los colmillos a la tradición vampiresca. Espero
la disfruten tanto como nosotros.
Antonio García Ángel
Prólogo
Sobre una hoja de papel adherida a la narración que sigue,
el doctor Hesselius ha escrito una nota bastante elaborada, nota
que acompaña con una referencia a un ensayo suyo sobre el
extraño tema iluminado por el presente manuscrito.
En dicho ensayo, el doctor Hesselius trata este misterioso
tema con su habitual erudición e inteligencia, y de una manera
notablemente directa y concisa. Constituirá apenas un tomo
entre la serie de escritos recopilados de aquel hombre extraordinario.
Dado que, en este volumen, estoy publicando el caso simplemente
por su interés para el «lego», de lo escrito por la inteligente
autora del relato no voy a escatimar nada. Y luego
de ponderar el asunto debidamente, he decidido abstenerme de
presentar un resumen de los argumentos de tan ilustrado doctor,
o de publicar un extracto de sus afirmaciones en torno a un
fenómeno que, a su parecer, «involucra, muy probablemente,
algunos de los arcanos más profundos de nuestra doble existencia
y sus intermediarios».
Al descubrir este documento, sentí el deseo de reabrir la correspondencia
iniciada por el doctor Hesselius tantos años atrás
con una persona tan astuta y cuidadosa como parece haber sido
su informante. Pero muy lamentablemente encontré que, entre
tanto, ella había fallecido.
Sin embargo, es poco probable que la autora hubiera agregado
alguna novedad significativa a los hechos que narra en
las páginas que siguen, redactadas con lo que considero tan
concienzuda particularidad.
I
Un susto temprano
En Estiria, aunque no somos ricos, vivimos en un castillo.
En aquella región del mundo, una renta modesta
rinde mucho. Con ochocientas o novecientas
libras esterlinas anuales se hacen milagros. En nuestro propio
país, con esa misma suma habríamos vivido mucho menos
holgadamente. Mi padre es inglés, y por lo tanto mi apellido
también lo es, aunque no he visto nunca Inglaterra. Pero aquí,
en este lugar aislado y primitivo, todo es tan maravillosamente
económico que, aun disponiendo de muchísimo más dinero,
no veo cómo uno podría disfrutar de más confort material, e
incluso de más lujos, de los que gozamos nosotros.
Mi padre había servido en el ejército austríaco, y al jubilarse
con su pensión y un cierto patrimonio, adquirió esta residencia
feudal, además de unas pocas hectáreas de tierra a su alrededor.
Imposible imaginar nada más pintoresco y solitario. El
castillo se yergue sobre una pequeña colina en medio del
bosque. La carretera, muy vieja y estrecha, corre delante del
puente levadizo –que jamás he visto levantado– y el foso
se mantiene surtido de peces, mientras que una bandada de
cisnes navega entre islas flotantes formadas por las hojas de
los nenúfares. Y dominando la escena, se levanta la amplia
fachada del castillo con sus innumerables ventanas y su capilla
gótica.
Carmilla
Delante del castillo, si uno sale por la verja, se encuentra
en un claro del bosque, irregular y pintoresco, y a la derecha
puede observar un alto puente gótico donde el camino pasa por
encima de un arroyo que serpentea hasta perderse de vista entre
las profundas sombras del denso follaje.
He dicho que el lugar es muy apartado. Usted verá si no
estoy diciendo la verdad. Al mirar por la puerta principal hacia
la carretera, el bosque que rodea nuestro castillo se extiende
quince millas a la derecha, y doce a la izquierda. A unas siete
millas en esa misma dirección, o sea a la izquierda, queda
el pueblo habitado más próximo. Y a una distancia de aproximadamente
veinte millas en sentido contrario se halla el más
cercano castillo de alguna importancia histórica, el del viejo
general Spielsdorf.
He dicho el pueblo más próximo «habitado». Porque existe,
a no más de veinte millas hacia el occidente, es decir, en dirección
al castillo del general
Spielsdorf, una aldea abandonada con su diminuta iglesia,
ahora desentejada, en cuya nave se encuentran las vetustas y
enmohecidas tumbas de la aristocrática familia Karnstein, de
un linaje ya extinguido, antiguos dueños del desolado castillo
que, erguido en medio del bosque, contempla las silenciosas
ruinas del pueblo.
Sobre la causa del abandono de este imponente y melancólico
paraje existe una leyenda, de la que hablaré en otro momento.
Por ahora debo decirle que era muy reducido el número de
personas que compartíamos la vida en el castillo. No incluyo a
los criados, ni a los dependientes que ocupaban algunos cuartos
en los edificios anexos. Estaba mi padre, el hombre más
bondadoso sobre la faz de la tierra pero ya entrando en años, y
yo, que solo contaba con diecinueve años en la época en la que
ocurrieron los sucesos que le voy a contar. Todo sucedió hace
unos ocho años.
20
Capítulo l
Mi padre y yo constituíamos la familia en el castillo. Mi madre,
una señora de la sociedad estiriana, murió cuando yo era
bebé. Pero tuve una nana, una mujer de muy buen genio, que
me acompañó, podría decirse, desde mi infancia. De hecho, no
recuerdo ningún tiempo en que su rostro, regordete y benigno,
no haya sido un cuadro familiar en mi memoria.
Su tierno cuidado y amable temperamento suplieron en
parte la pérdida de mi madre, de quien ni me acuerdo, ya
que la perdí a tan tierna edad. Madame Perrodon, que así se
llamaba, oriunda de Berna, era el tercer miembro de nuestro
grupo cuando nos reuníamos a cenar. Había un cuarto, mademoiselle
De Lafontaine, que me servía de institutriz, como
creo que es el término correcto. Ella hablaba francés y alemán;
madame Perrodon, francés y un inglés chapuceado; y
al anterior mi padre y yo agregamos el inglés correcto, en
el que nos acostumbrábamos a conversar siempre, en parte
para que no se perdiera entre nosotros, y también por razones
patrióticas. En consecuencia la casa era una especie de Torre
de Babel, que les causaba risa a nuestros visitantes. Pero no
haré ningún intento de reproducir el efecto en el curso de este
relato. Había dos o tres muchachas de aproximadamente mi
edad que en ocasiones nos visitaban. Normalmente, aunque
no siempre, sus visitas eran bastante breves. Yo las visitaba a
ellas también, pero con poca frecuencia.
De manera que nuestras relaciones sociales eran escasas,
aunque no faltaba la visita ocasional de uno de nuestros vecinos,
si se puede llamar «vecino» a una persona que vive a
cinco o seis leguas de distancia de la casa de uno. En resumidas
cuentas, puede usted estar seguro de que llevaba yo una vida
bastante solitaria.
Mi nana y mi institutriz ejercían sobre mí apenas el mínimo
control que usted pueda imaginar, tratándose de una niña mimada
como yo, criada sin madre y con un papá que la consentía
y le daba gusto prácticamente en todo.
21
Carmilla
Uno de los primeros incidentes de mi vida que puedo recordar
fue algo que marcó mi mente con un sello terrorífico e indeleble,
y que nunca he podido borrar de mi memoria. Algunos
dirán que fue una cosa tan trivial que no merece ser registrada
aquí. Pero pronto verá usted por qué la incluyo en mi relato.
El cuarto de los niños –pues así se llamaba, aunque yo lo
tenía para mí sola– era una amplia habitación con un empinado
techo de roble. Se hallaba en el último piso del castillo.
Creo que yo no debía haber tenido más de seis años cuando
una noche me desperté y al mirar para todos lados no vi a
la niñera. En realidad ella no estaba, y yo supuse que me
encontraba sola. Pero no sentí miedo, porque yo era una de
esas niñas afortunadas cuyos padres o guardianes se esfuerzan
por mantener en la ignorancia de historias de fantasmas
y cuentos de hadas, y todos esos relatos folclóricos de misterio
y terror que hacen que uno esconda la cabeza cuando una
puerta cruje súbitamente en el silencio, o cuando el titileo de
una vela que se apaga hace bailar la sombra de un mueble a
pocos metros de uno. Simplemente me sentí perpleja, y un
poco molesta al encontrarme, como suponía, abandonada. Y
empecé a lloriquear, preparándome para pegar una tanda de
alaridos, cuando, para mi sorpresa, percibí un rostro, solemne
pero muy bello, que me contemplaba desde el otro lado
de la cama. Pertenecía a una joven que estaba de rodillas
con sus manos metidas debajo de la cobija. La miré con una
suerte de asombro placentero, y dejé de lloriquear. Ella me
acarició con las manos, y luego se acostó a mi lado y me
abrazó, sonriendo. Al instante me sentí deliciosamente tranquila,
y volví a dormir. Me despertó la sensación de un par
de agujas que penetraban muy hondo en mi pecho y lancé un
grito muy fuerte. La joven se apartó de mí con brusquedad,
pero sin dejar de mirarme fijamente. Luego se deslizó hasta
caer al piso y esconderse debajo de la cama. Al menos así
creía yo.
22
Capítulo l
Ahora sí, por primera vez estaba asustada y empecé a gritar
a pulmón partido. La nana, la niñera, el ama de llaves, todas
vinieron corriendo. Pero cuando les conté lo que me había pasado
no le dieron importancia y se dedicaron a tranquilizarme.
Sin embargo, a pesar de ser solo una niña, me di cuenta de que
se habían puesto pálidas y llevaban una expresión inusual de
ansiedad. Las observé mientras miraban debajo de la cama y
examinaban los rincones de la habitación. También se agachaban
para ver si había algo debajo de las mesas y abrieron el
armario para inspeccionar allí. Y oí al ama de llaves comentar
a la niñera:
—Ponga la mano aquí, en esta depresión en la cama. Alguien
se acostó ahí, seguro. Y no fue usted. Mire, todavía está tibio.
Recuerdo cómo la niñera me reconfortaba, y cómo las tres
examinaron mi pecho, donde les dije que había sentido el pinchazo,
y me aseguraron que no había ningún signo visible de
que algo me hubiera pasado.
El ama de llaves y dos sirvientas encargadas del cuarto de
niños permanecieron al pie de mi cama toda la noche, y a partir
de entonces una de las sirvientas siempre me acompañaba en
las noches hasta cuando cumplí catorce años.
Después del incidente estuve nerviosa durante mucho tiempo.
Llamaron a un médico, un señor mayor, muy pálido. Aún recuerdo
su largo rostro saturnino levemente picado de viruela, y su
peluca castaña. Durante un buen tiempo me visitó con intervalos
de dos días, y me daba medicinas que por supuesto odiaba.
La mañana siguiente a la aparición yo estaba en un estado de
terror y no soportaba estar sola ni por un momento, a pesar de
que ya había amanecido. Recuerdo que mi padre vino y se quedó
al pie de mi cama, conversando amablemente, preguntándole
cosas a la niñera y riéndose con gusto de alguna respuesta
suya. Me dio un beso y una palmadita en el hombro, y me dijo
que no tuviera miedo, que sólo había sido un sueño y que no
me iba a pasar nada.
23
Carmilla
Pero no me sentí consolada, porque sabía que la visita de la
extraña joven no había sido un sueño. Yo estaba terriblemente
asustada.
La niñera intentó consolarme un poco al asegurarme que fue
ella quien había entrado a mirarme y quien se había acostado
junto a mí en la cama, que yo debía de estar medio dormida
para no haberla reconocido. Pero esto, a pesar de ser testimonio
de la niñera, no me satisfizo del todo.
Recuerdo también que, en el curso de aquel día, un señor
viejo y venerable vestido de sotana negra entró a la habitación
en compañía de la niñera y del ama de llaves, y, después de
conversar un rato con ellas, se dirigió a mí de la manera más
gentil. Su cara era muy dulce, y me dijo que iban a rezar. Me
juntó las dos manos y me rogó que dijera lo siguiente, suavemente,
mientras ellas oraban: «Señor, presta oído a todas nuestras
plegarias, por nosotros, en el nombre de Jesús». Creo que
esas eran sus palabras, ya que las repetía para mí misma con
frecuencia, y durante años mi niñera insistía que las pronunciara
cada vez que rezaba.
Guardo tanto la imagen de la dulce cara pensativa de aquel
señor viejo de cabellos blancos y sotana negra parado en esa
rústica habitación de color marrón, rodeado de muebles incómodos
y anticuados de un estilo de hace trescientos años, y de
la tenue luz que entraba por entre las rejas de una ventana pequeña
intentando aliviar la atmósfera sombría de aquel cuarto.
El anciano se arrodilló, y las tres mujeres con él, y rezó en voz
alta con una voz temblorosa durante lo que parecía ser un largo
tiempo.
Se me ha olvidado todo lo que viví antes de aquel incidente,
y sólo recuerdo vagamente las cosas que me pasaron por ese
tiempo. Pero las escenas que acabo de describir se resaltan muy
vívidas en mi memoria como unos cuadros aislados dentro de
un mundo fantasmagórico rodeado de oscuridad.
24
ll
La invitada
II La invitada
Ahora le voy a contar algo tan extraño que tendrá que poner
toda su fe en mi veracidad. Pero la historia no solamente es
verídica, sino que yo misma fui testigo ocular.
Era un dulce atardecer de verano cuando mi padre me propuso,
tal como solía hacerlo con alguna frecuencia, que fuéramos
a pasear juntos por los caminos del bello bosque que, como ya
mencioné, quedaba frente a nuestro castillo.
—El general Spielsdorf no puede venir a visitarnos tan pronto
como hubiera querido –me dijo papá en el curso de nuestra
caminata.
El general planeaba hacernos una visita de varias semanas, y
esperábamos su llegada para el día siguiente. Había dicho que
vendría acompañado de una joven, una sobrina que tenía a su
cargo, mademoiselle Rheinfeldt, a quien yo no había conocido
pero a quien me habían descrito como una niña encantadora.
En su compañía anticipaba pasar unos días felices. Así que el
hecho de haberse aplazado la visita me produjo una desilusión
grande, mucho más grande, incluso, de lo que podría imaginar
una muchacha acostumbrada a vivir en una ciudad, o en un
vecindario de mucha actividad social. Durante varias semanas
había soñado con la visita del general y su sobrina, pues ella
prometía ser una nueva amiga para mí.
Carmilla
—¿Entonces cuándo van a venir? –le pregunté.
—No antes del otoño. En un par de meses, me imagino –
respondió mi padre–. Y ahora me pongo feliz de que no hayas
conocido a mademoiselle Rheinfeldt.
—¿Por qué? –le pregunté, mortificada y a la vez curiosa.
—Porque la pobre muchacha ha muerto –respondió–. Se me
olvidó que no te lo había contado, pero tú no estabas conmigo
cuando recibí la carta del general esta tarde.
Quedé aterrada. Seis o siete semanas antes, en una primera
carta, el general había mencionado que la niña no estaba tan
bien de salud como él quisiera, pero nada indicaba ni la remota
sospecha de que existiera un peligro.
—Aquí tienes la carta del general –me dijo papá al entregármela–.
Me temo que el general está hondamente afectado. Me
parece que ha redactado esta carta en un estado lamentable de
angustia.
Nos sentamos en una banca rústica a la sombra de unos
limeros. Nos encontrábamos a la orilla del arroyo que corre
al lado de nuestro castillo, debajo del viejo puente de piedra
que serpentea, como ya he dicho, entre una cantidad de
nobles árboles. De hecho la corriente fluía prácticamente a
nuestros pies. En el horizonte silvestre se estaba poniendo el
sol con todo su melancólico esplendor, y en el agua se reflejaba
el rojo vivo del cielo que poco a poco se iba destiñendo.
La carta del general Spielsdorf era tan extraordinaria, tan
vehemente, y en algunos apartes tan contradictoria, que la
tuve que leer dos veces –la segunda vez en voz alta para mi
padre– y aun así no fui capaz de entender bien lo que había
pasado, aparte del hecho de que el general parecía estar casi
enloquecido.
La carta decía lo siguiente:
«He perdido a mi amada hija, pues como tal la quería. Durante
los últimos días de la vida de Bertha no me sentí capaz
de escribirle.
26
Capítulo ll
»En un comienzo no tenía ni idea del peligro que corría. La
he perdido, y ahora me doy cuenta de todo, pero demasiado
tarde. Ella murió en la paz de la inocencia, y con la gloriosa esperanza
de un futuro bendito. La culpa toda la tiene la malvada
que traicionó nuestra hospitalidad. Creí que recibía en mi casa
a la inocencia, a la felicidad, a una compañera encantadora para
mi adorada Bertha. ¡Por Dios, qué tonto he sido yo!.
»Doy gracias a Dios que mi niña haya muerto sin sospechar
la causa de sus sufrimientos. Se ha ido sin haber sospechado
siquiera la naturaleza de su enfermedad, ni la maldita pasión
de quien trajo toda esta miseria. Dedicaré el resto de mis días
a la persecución y extinción de aquel monstruo. Me dicen que
existe la posibilidad de que pueda cumplir con mi propósito,
tan justo como misericordioso. Por el momento no encuentro
más que un mero resquicio de esperanza, un tenue rayo de luz
para guiarme. Maldigo mi presumida incredulidad, mi despreciable
afectación de superioridad, mi ceguera, mi terquedad,
todo. Pero demasiado tarde. En este momento no puedo escribir
ni hablar con calma. Mi mente está turbada. Tan pronto me
haya recuperado un poco, pienso dedicarme durante un tiempo
a hacer pesquisas, cosa que posiblemente significaría un viaje
hasta Viena. En algún momento, cuando llegue el otoño, es decir
en un par de meses, o tal vez antes si aún estoy vivo, espero
ir a verlo –es decir, si me lo permite–, y entonces le contaré lo
que en este momento no me atrevo a poner en el papel. Hasta
luego. Rece por mí, querido amigo».
Con estas palabras terminó tan extraña carta. A pesar de no
haber visto nunca a Bertha Rheinfeldt, se me llenaron los ojos
de lágrimas al enterarme tan súbitamente de lo sucedido. Quedé
asustada, además de profundamente desilusionada.
Ahora se había acostado el sol. A la luz del crepúsculo devolví
a mi padre la carta del general.
Era un atardecer suave, de cielo despejado, y nos quedamos
sentados allí especulando sobre la posible significación de las
27
Carmilla
violentas e incoherentes frases que yo acababa de leer. Nos faltaba
caminar más de un kilómetro antes de llegar a la carretera
que pasa por delante del castillo, y mientras tanto salió la luna,
iluminándolo todo. En el puente levadizo nos encontramos con
madame Perrodon y mademoiselle De Lafontaine, quienes habían
salido, las cabezas descubiertas, para disfrutar el exquisito
claro de luna. Al acercarnos oímos sus voces dialogando en
animada cháchara. Y nos reunimos con ellas al pie del puente
levadizo para admirar la belleza de la escena.
Frente a nosotros se distinguía el claro que acabábamos de
atravesar. A nuestra izquierda la estrecha vía zigzagueaba a la
sombra de majestuosos árboles hasta perderse de vista entre la
densidad del bosque. A la derecha la misma carretera pasa por
encima del alto y pintoresco puente, cerca de una torre en ruinas
que una vez vigilaba el paso. Y más allá del puente se eleva
una montaña empinada, cubierta de árboles.
En la penumbra del bosque se divisan algunas rocas grises
invadidas por la hiedra.
Sobre el césped y todo el terreno llano avanzaba lentamente
una delgada capa de niebla que parecía humo, y a lo lejos se
divisaba una que otra curva del río en la que la luna producía,
por momentos, unos breves destellos de luz. Imposible imaginar
una escena más dulce o más apacible. Aunque la noticia
que acababa de recibir transmitía a todo un tono melancólico,
nada podía malograr ese ambiente de profunda serenidad, ni la
gloria encantada y la hermosa nebulosidad de aquel panorama.
Mi padre, a quien le placía todo lo pintoresco, quedó de pie a
mi lado contemplando en silencio el paisaje a nuestros pies.
Las dos buenas mujeres conservaban una discreta distancia de
nosotros. Discurrían acerca de la escena y alababan con elocuencia
la belleza de la luna.
Madame Perrodon era una matrona regordeta y romántica
que hablaba y suspiraba poéticamente. Mademoiselle De Lafontaine,
que ostentaba ciertos conocimientos heredados de su
28
Capítulo ll
padre –un alemán quien había sido, según decían, un gran sicólogo
y metafísico, tomado incluso por místico–, afirmó que
cuando la luna brillaba con una luz tan intensa, como aquella
noche, se producía una actividad espiritual excepcional. El
efecto de la luna en ese estado de brillantez era múltiple. Ejercía
su influencia sobre los sueños, y sobre los locos también,
y sobre personas nerviosas. Poseía una maravillosa potencia
física relacionada con la vida. Mademoiselle contó cómo su
primo, marinero en un barco de la marina mercante, al quedarse
dormido sobre el planchón del barco en una noche similar,
acostado boca arriba con su rostro iluminado totalmente por la
luna, después de soñar con una anciana que le arañaba la cara,
despertó con sus facciones horriblemente distorsionadas. Su
rostro nunca recuperó su forma normal.
—Esta noche –dijo– la luna está plena de influencias idílicas
y magnéticas. Miren, si se voltean y contemplan la fachada del
castillo que está a sus espaldas, verán cómo todas sus ventanas
despiden destellos de luz de un esplendor argénteo, como si
unas manos invisibles hubieran prendido las luces en las habitaciones
para recibir a unos huéspedes hechizados.
Era un típico momento cuando uno sufre de una suerte de
indolencia y, aunque no tiene ganas de hablar, disfruta de la
charla de otros cuando llega a sus oídos. Así me deleitaba el
tintineo de la conversación de las dos mujeres.
—Esta noche he sucumbido a uno de mis ratos de melancolía
–me dijo papá, después de un silencio, y antes de
pronunciar una cita de Shakespeare cuya obra solía leerme
en voz alta para que mantuviéramos vivo el inglés–. «En
verdad no sé por qué estoy tan triste. Me fatiga. Me dices
que te fatiga también a ti. Pero cómo llegué a este…» Ya
no me acuerdo del resto –continuó–, pero siento como si
un inmenso e inminente infortunio pendiera sobre nosotros.
Debe ser que la angustiada carta del pobre general tiene que
ver con ello.
29
Carmilla
En ese preciso momento nuestra conversación fue interrumpida
por el sonido inusual de las ruedas de un coche y el batir
de cascos en la carretera. El ruido parecía proceder de la tierra
alta que daba al viejo puente. Y efectivamente, en ese momento
toda una comitiva emergió de ese punto: primero dos jinetes
cruzaron el puente, seguidos de un coche tirado por cuatro caballos,
con dos hombres montados detrás. Evidentemente era el
coche de una persona de alto rango, y al instante quedamos fascinados
frente a un espectáculo tan inusitado. Pocos instantes
más tarde, el espectáculo se volvió aún más interesante, ya que,
apenas pasada la cumbre del alto puente, uno de los caballos
que tiraban el coche, el que iba adelante, se asustó. Su pánico
contagió a los demás, y luego de corcovear desesperadamente,
todos arrancaron en un galope desenfrenado y, sobrepasando a
los jinetes que iban en primera fila, vinieron tronando, desbocados,
hacia nosotros a la velocidad de un huracán.
A lo dramático de la escena se agregó un elemento más doloroso
aún: los largos y terroríficos gritos de una voz femenina
que emergían de la ventanilla de la carroza.
Nos acercamos todos, inspirados por una mezcla de curiosidad
y horror; yo, en silencio; los demás, con variadas expresiones
de temor.
No íbamos a quedar en suspenso por mucho rato. Justo
antes de llegar al puente levadizo del castillo, siguiendo la
ruta que ellos habían tomado, hay un magnífico limero al
borde de la carretera. Frente a este árbol se encuentra una
antigua cruz de piedra. Ahora, al ver la cruz, los caballos,
que venían a una velocidad aterradora, dieron un viraje
abrupto haciendo que las ruedas del coche se montaran sobre
las raíces del árbol.
Yo sabía lo que iba a pasar. Me cubrí los ojos, pues no fui
capaz de mirarlo. Volteé la cabeza para otro lado y, en ese momento,
oí un grito de una de las dos señoras amigas quienes se
habían alejado un poco de nosotros.
30
Capítulo ll
Finalmente la curiosidad me hizo abrir los ojos. Y lo que
contemplé fue una escena de confusión total. Dos de los caballos
estaban echados en la tierra; el coche se recostaba sobre
un lado con dos ruedas en el aire; los hombres se dedicaban a
soltar los tirantes del arnés; y una señora, de aspecto imponente
y de un aire imperioso, había descendido del coche y quedaba
de pie retorciéndose las manos y, de vez en cuando, levantando
un pañuelo para enjugarse los ojos.
Acto seguido, por la portezuela de la carroza sacaron en brazos
a una mujer joven, aparentemente sin vida. Mi viejo y querido
padre ya se encontraba al lado de la señora, sombrero en
mano, evidentemente ofreciendo su ayuda y los recursos de su
castillo. La señora parecía no escucharlo, o más bien no poder
hacer otra cosa que observar a la delgada muchacha a quien
pusieron a descansar en el terraplén.
Me acerqué. La muchacha se veía aturdida, pero por fortuna
no estaba muerta. Mi padre, que se preciaba de poseer buenos
conocimientos médicos, acababa de colocar los dedos en su
muñeca, y le aseguraba a la señora, quien se declaró ser madre
de la joven, que su pulso, aunque tenue e irregular, todavía se
distinguía, sin la menor duda. La señora se juntó las manos y
miró hacia el cielo, como una expresión momentánea de gratitud.
Pero irrumpió en seguida con un gesto dramático y teatral
que, según entiendo, es natural en ciertas personas.
Era lo que llaman una mujer atractiva para sus años, y habrá
sido muy hermosa cuando joven. Era alta, pero no demasiado
delgada, vestía terciopelo negro y, aunque pálida, su cara revelaba
una persona soberbia y acostumbrada a mandar, a pesar de
estar ahora extrañamente agitada. Me acerqué para verla mejor.
—¿Existe otra que haya nacido para aguantar tantas calamidades?
–le oí decir, nuevamente retorciéndose las manos–. Heme
aquí en un viaje de vida o muerte, un viaje en el que perder
una hora significa posiblemente perderlo todo. Mi hija no se
habrá recuperado lo suficiente como para poder acompañarme.
31
Carmilla
Y, ¿quién puede saber por cuánto tiempo tengo que abandonarla?
No puedo esperar, no me atrevería a demorarme. Dígame,
señor, ¿de aquí cuánto dista el pueblo más cercano? Voy a tener
que dejarla allá. ¡Ay, no voy a volver a ver a mi tesoro, ni siquiera
saber de ella, hasta mi regreso, en unos tres meses!
Halé del abrigo a mi papá y susurré en su oído con emoción:
—¡Oh, papá! Por favor, pídele que nos permita que la niña
permanezca aquí con nosotros. Sería tan agradable. Sí, papá.
Díselo, te lo ruego.
—Si madame acepta dejar a su hija al cuidado de la mía –
dijo mi padre–, y de nuestra buena ama de llaves, madame Perrodon,
para que resida aquí como invitada hasta su regreso, y
bajo mi responsabilidad, sería para nosotros un reconocimiento
y, al mismo tiempo, una obligación. Y la cuidaríamos con todas
las atenciones y devoción que merece encargo tan sagrado.
—No puedo aceptarlo, señor. Sería pedir demasiado de su
amabilidad y su galantería –respondió la señora, distraída.
—Al contrario –dijo mi padre–, sería para nosotros un gesto
de gran amabilidad, sobre todo en este momento cuando más
nos hace falta. Mi hija acaba de sufrir una desilusión debido a
un evento cruel, que le ha privado de una visita largamente esperada,
una visita que le habría proporcionado mucha felicidad.
Si usted fuera a confiar esta joven a nuestro cuidado, sería el
mejor consuelo para mi hija. El pueblo más cercano está lejos,
y no goza de ningún hospedaje digno de recibir a su hija. No
puedo permitir que continúe un viaje que evidentemente será
largo, sin que corra peligro. Si es verdad, como usted ha dicho,
que no puede suspender el viaje, tendrá que separarse de ella
esta misma noche. Y en ningún lugar podría dejarla con tantas
y tan honestas manifestaciones de un tierno cuidado como el
que encontrará aquí.
Había algo en el aire de esta señora, y en su figura, de tanta
distinción, e incluso de imponencia, y en su manera de ser tan
agradable, que dejaba a uno impresionado. Y eso aparte de su
32
Capítulo ll
elegante comitiva y la sensación inequívoca de que se trataba
de un personaje importante.
Ya habían levantado la carroza, estaba puesta en posición
para andar de nuevo, y los caballos se habían calmado y tenían
sus arneses otra vez en orden.
La señora echó a su hija una mirada que no me pareció tan
afectuosa como hubiera esperado a la luz de la escena inicial.
Luego, con un gesto discreto, llamó a mi padre a un lado y se
alejó con él unos pasos para que estuvieran fuera del alcance de
nuestros oídos. Observé cómo le habló con una expresión fija
y severa, muy diferente de la que había tenido cuando hablaba
unos momentos antes.
Me sorprendió mucho que mi padre no pareciera haber notado
el cambio. Me dio una curiosidad insaciable por saber qué
era lo que ella le estaba diciendo, prácticamente pegada a su
oído. Lo decía, además, con tanta intensidad, y tan rápido.
Estuvieron ocupados así durante dos minutos, o tres cuando
mucho. Terminada la conversación, ella se volteó y dando unos
cortos pasos llegó a donde yacía su hija en brazos de madame
Perrodon. Se arrodilló a su lado por un momento y le susurró
algo al oído, que madame suponía era una bendición. Luego,
de prisa, le plantó un beso en la frente e inmediatamente se
levantó, entró en el coche, la portezuela se cerró, dos lacayos
de elegantes atuendos subieron a ocupar sus puestos en la parte
de atrás, los jinetes acompañantes espolearon sus bestias, los
postillones soltaron latigazos, los caballos corcoveaban antes
de arrancar a un medio galope que amenazaba con convertirse
pronto en un galope veloz y el coche partió en estampida con
los dos jinetes auxiliares siguiendo por detrás al mismo acelerado
ritmo de todos.
33
lll
Comparamos notas
Nuestras miradas siguieron la comitiva hasta que se perdió
abruptamente entre la neblina del bosque y el ruido de cascos y
ruedas murió en el aire silencioso de la noche.
Lo único que quedó para asegurarnos de que la aventura no
había sido simplemente la ilusión de un instante fue la joven,
quien, justo en ese momento, abrió los ojos. Yo no los podía
ver, porque ella se había volteado hacia el otro lado, pero levantó
la cabeza, evidentemente mirando a su alrededor, y oí
una voz muy dulce que preguntaba en tono quejumbroso:
—¿Dónde está mamá?
Nuestra querida madame Perrodon le contestó tiernamente,
agregando algunas palabras de consuelo.
Luego le oí preguntar:
—¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?
Y después dijo:
—No veo el coche. ¿Y Matska? ¿Dónde está Matska?
Madame respondió todas sus preguntas hasta donde pudo
entenderlas, y gradualmente la muchacha recordaba cómo había
sucedido la desventura, y se puso feliz cuando supo que
nadie en el coche, ni ninguno de los que estaban atendiendo,
había sufrido heridas. Pero, al enterarse de que su madre le
había dejado aquí hasta su regreso en unos tres meses, se puso
a llorar.
Carmilla
Estaba yo al punto de agregar mis consuelos a los de madame
Perrodon, cuando mademoiselle De Lafontaine me tomó
del brazo y me dijo:
—No te acerques. Por ahora ella no puede conversar con todos
nosotros al mismo tiempo, sino solamente uno por uno. En
este momento cualquier agitación le podría hacer daño.
Tan pronto esté cómodamente acostada en una cama, pensé
yo, voy a ir a su cuarto para verla.
Mientras tanto mi padre había despachado a un sirviente a
caballo para que fuera a traer al médico que vivía a unas dos
leguas de nosotros. Y una habitación se preparaba para recibir
a nuestra joven huésped.
Ella se levantó ahora, y recostada en el brazo de madame, caminó
lentamente por el puente levadizo y entró al castillo. En el
amplio vestíbulo del castillo los sirvientes la esperaban, y sin más
demora la condujeron a su habitación. El lugar que habitualmente
usamos como salón de estar es una sala larga con cuatro ventanales
que dan a la fosa y al puente levadizo, y al bosque que antes
describí. Los muebles son de roble tallado, y hay altos escaparates.
Los asientos están forrados de terciopelo carmesí de Utrecht. Las
paredes están cubiertas de tapicerías con grandes marcos dorados,
y las figuras, de tamaño real, están vestidas de atuendos antiguos
y muy curiosos. Los personajes representados están dedicados a
la cacería, a la halconería, y en general a un ambiente festivo. El
lugar no es tan majestuoso como para no ser cómodo. Y es aquí
donde nos tomamos el té, porque papá, con su consabida tendencia
patriótica, insiste en que la bebida nacional debe aparecer con
regularidad, sin descuidar el café y el chocolate.
Aquella noche estuvimos sentados allí con las velas prendidas
hablando de los acontecimientos de la tarde. Madame
Perrodon y mademoiselle De Lafontaine nos acompañaban.
Nuestra joven visitante apenas se había acostado en la cama
cuando entró en un sueño profundo, y las dos señoras le habían
dejado al cuidado de una sirvienta.
36
Capítulo lll
—¿Cómo le parece nuestra invitada? –le pregunté a madame
apenas entró al salón–. Cuénteme todo de ella.
—Me gusta mucho –contestó madame–. Casi diría que nunca
he visto una criatura más hermosa. Es como de la misma
edad tuya, tan amable y querida.
—Sí, es absolutamente bella –añadió mademoiselle, quien
se había asomado por un momento a la habitación de la niña.
—Y tiene una voz tan dulce –agregó madame Perrodon.
—¿Se fijó usted en una dama en el coche, después de que
lo levantaron? ¿Una mujer que no descendió –preguntó mademoiselle–,
sino que únicamente nos observó a través de la
ventana?
—No, no la vimos.
Luego mademoiselle describió una mujer negra, horrorosa,
de turbante rojo, que miraba fijamente todo el tiempo desde
la ventana de la carroza, asintiendo con la cabeza y sonriendo
despectivamente en dirección de las dos señoras. Sus grandes
ojos sobresaltados brillaban, dijo, y mantenía los dientes apretados
en una mueca de furia.
—¿Y se fijó en los sirvientes que la acompañaban? –
preguntó madame–. Una pandilla de tipos de muy mal
aspecto.
—Es cierto –dijo mi padre, quien acababa de entrar–. Los
más feos y mal encarados que he visto en mi vida. Ojalá no le
vayan a robar a la pobre señora en el bosque. Sin embargo, son
hábiles, hay que admitirlo. Arreglaron todo en segundos.
—Supongo que están agotados de viajar tanto –dijo madame–.
Además de parecer malévolos, tenían caras tan raras,
alargadas, oscuras y taciturnas. Me suscitaron curiosidad, lo
reconozco. Me supongo que la joven te contará todo mañana,
si está suficientemente recuperada.
—No creo que lo haga –dijo mi padre, con una sonrisa misteriosa
y una inclinación de la cabeza, como si supiera más del
asunto de lo que estaba dispuesto a revelar.
37
Carmilla
Lo cual me incitó a querer saber qué era lo que había pasado
entre él y la señora de terciopelo negro durante la breve pero
intensa entrevista que se llevó a cabo justo antes de su partida.
Apenas estuvimos a solas, le pedí que me lo contara. No
hubo necesidad de insistir.
—No hay ninguna razón particular por la que no debería
contarte. Ella expresó su renuencia a molestarnos con el cuidado
de su hija, explicando que la niña tenía una salud precaria,
que era nerviosa, pero no sufría de ninguna clase de epilepsia
(cosa que la señora reveló sin yo preguntárselo) ni de ningún
tipo de ilusiones, dijo, siendo, de hecho, perfectamente sana.
—Qué raro que dijera todo eso –dije–. No era necesario.
—De todas maneras sí lo dijo –contestó con una risa–. Y
como quieres enterarte de todo lo que sucedió, que no era
mucho en realidad, pues te lo cuento. A continuación ella me
dijo: «Voy a emprender un largo viaje de vital importancia»,
ella subrayó la palabra «vital». «Un viaje rápido y secreto»,
dijo. «Regresaré por mi niña en tres meses. Mientras tanto ella
mantendrá silencio sobre quiénes somos, de dónde venimos y
a dónde vamos». Eso fue todo lo que me dijo. Habla un francés
excelente. Al pronunciar la palabra «secreto», hizo una pausa
de varios segundos, mirándome severa y fijamente a los ojos.
Me pareció que era muy importante para ella. Tú viste cómo se
fue de rápido. Espero no haber cometido un error estúpido al
encargarme de esta jovencita.
Por mi parte, estaba feliz. Ansiaba verla y hablar con ella.
Solo esperaba a que el médico me diera el permiso. Las personas
que viven en las ciudades no tienen idea de lo enorme
que es el hecho de encontrar a una nueva amiga en medio de la
soledad que nos rodea.
Daba casi la una de la mañana cuando llegó el médico. Pero
para mí era tan imposible acostarme a dormir como habría sido
alcanzar a pie la carroza en la que había partido la princesa de
terciopelo negro.
38
Capítulo lll
Cuando el médico, habiendo examinado a la paciente, entró
al salón de estar, nos dio un informe muy favorable. La niña
estaba despierta, sentada en la cama. Su pulso era regular y se
veía perfectamente bien. No había sufrido ningún golpe y el
pequeño sobresalto nervioso ya se le había quitado sin dejar
huella. Una visita mía no suponía ningún inconveniente, si las
dos estábamos de acuerdo. De modo que, con el beneplácito
del médico, fui a preguntar si ella me permitía visitarla por
unos minutos en su habitación.
La sirvienta regresó inmediatamente y me dijo que, para la
niña, sería lo mejor que se podía esperar.
Puede usted tener la certeza de que no me demoré nada en
aprovechar ese permiso.
A nuestra invitada le habían asignado una de las habitaciones
más elegantes de nuestro castillo. Era, tal vez, excesivamente
majestuosa. Al pie de la cama colgaba una tapicería que representaba
a Cleopatra apretando el áspide contra su pecho. Otras
escenas clásicas, un poco desteñidas, adornaban las demás paredes.
Pero había algunas tallas de oro, además de otros objetos
del decorado de colores lo suficientemente ricos y variados
como para contrarrestar lo sombrío de las viejas tapicerías.
Al lado de la cama habían prendido unas velas. Ella estaba
sentada, su delgada y bella figura envuelta en una bata de seda
con bordado de flores y forrada de una seda más gruesa, una
prenda con la que su madre le había cubierto los pies mientras
yacía en el suelo.
Cuando llegué al borde de la cama y estaba a punto de saludarla,
¿qué cosa fue la que me dejó muda y me hizo echar atrás
ante su presencia? Se lo voy a decir. Vi la misma cara que me
había visitado aquella noche en mi infancia y que había quedado
tan fija en mi memoria, y sobre la que había rumiado con
frecuencia, y con horror, a lo largo de los años, cuando nadie
imaginaba en qué estaba pensando. Era una cara bonita –diría
que bella–, y cuando la vi por primera vez tenía esa misma
39
Carmilla
expresión melancólica. Pero esa expresión cambió casi instantáneamente
y se convirtió en una extraña e inmóvil sonrisa de
reconocimiento.
Siguió un silencio de al menos un minuto y luego, finalmente,
ella habló. Yo no podía.
—¡Qué maravilla! –exclamó–. Hace doce años vi tu cara en
un sueño y me ha perseguido desde entonces.
—De verdad, maravilloso –repetí yo, superando con un esfuerzo
el horror que, por unos momentos, me había impedido
hablar–. Hace doce años, en una visión o en realidad, a ti ciertamente
te vi. No pude olvidar tu rostro. Ha permanecido ante
mis ojos desde entonces.
Su sonrisa se volvió más tierna. Lo que en un primer momento
había visto como extraño en ella se había desvanecido.
Ahora su sonrisa, con los hoyuelos de sus mejillas, prestaba a
su cara tan deleitable, tan bonita, un toque de inteligencia. Me
sentí más segura, y continué en la tónica indicada por las reglas
de la hospitalidad, dándole la bienvenida y diciéndole cómo su
accidental llegada había sido placentera para todos nosotros, y
le conté especialmente cuánta felicidad me había traído a mí.
La tomé de la mano. Yo era un poco tímida, como es normal
en las personas solitarias, pero en esta situación me volví elocuente,
y hasta audaz. Ella me apretó la mano, poniendo la suya
encima de la mía. Sus ojos brillaban, y al mirarme a los ojos,
sonrió de nuevo, y se ruborizó.
Había respondido a mi bienvenida de una manera muy bella.
Yo me senté a su lado. Estaba todavía llena de dudas y preguntas.
Y ella me dijo lo siguiente:
—Tengo que contarte cómo fue la visión que tuve de ti. Es
tan extraño que hayamos tenido las dos, tú y yo, un sueño tan
vívido, una de la otra. Y que ambas nos hayamos visto con las
mismas caras que tenemos ahora, dado que, en aquel entonces,
éramos apenas niñas. Yo tenía unos seis años, y cuando me
desperté de un sueño confuso y perturbado, me encontré en
40
Capítulo lll
una habitación muy distinta de la mía, con paredes forradas en
paneles de madera oscura. Había armarios, y alrededor de la
cama, asientos y bancas.
Creía que las camas estaban desocupadas, que en la habitación
no había nadie más que yo. Luego, después de mirar por
todos lados (y recuerdo cómo me llamó la atención especialmente
un candelabro de dos brazos que reconocería fácilmente
si lo volviera a ver), me metí debajo de una de las camas para
llegar hasta la ventana. Pero al levantarme al otro lado de la
cama sentí que alguien estaba llorando. Y estando yo todavía
de rodillas, mi mirada cayó sobre la cama, y te vi. Estoy segura
de que eras tú. Y estabas como te veo ahora, una bella adolescente
con bucles dorados y grandes ojos azules, y con los
labios, tus labios, tal como te veo aquí en este momento.
Y continuó:
—Tu belleza me conquistó. Trepé encima de la cama para
abrazarte, y creo que las dos nos quedamos dormidas. Me
despertó un grito; tú estabas sentada, gritando. Me asusté, y
deslizándome, caí al piso. Parece que perdí el conocimiento
momentáneamente, y cuando volví en mí, estaba otra vez en
mi propia habitación en casa de mamá. Pero nunca he podido
olvidar tu cara. Un mero parecido no me engañaría. La joven
mujer que yo vi aquella noche eras tú.
Entonces me tocó el turno de narrar la correspondiente visión
que yo tuve. Cosa que hice. Y al oír mi historia mi nueva amiga no
ocultó su asombro. —No sé cuál de las dos –me dijo con una sonrisa–,
debería sentir más miedo de la otra. Si no fueras tan bonita,
tal vez sentiría mucho miedo en tu presencia. Pero siendo como
eres, y las dos tan jóvenes, solo siento haberte conocido hace doce
años y por eso he ganado un cierto derecho a la intimidad contigo.
En todo caso, parece evidente que, desde la primera infancia, estábamos
destinadas a ser amigas. Me pregunto si tú te sientes tan
extrañamente atraída hacia mí como yo me siento hacia ti. Nunca
he tenido una amiga. ¿Voy a encontrar una amiga ahora?
41
Carmilla
Suspiró hondamente y sus bellos ojos oscuros me contemplaron
con pasión.
Ahora, para decir verdad, tenía una sensación imposible de
explicar frente a esta bella desconocida. Me sentí, como dijo,
«atraída hacia ella». Pero había, al mismo tiempo, un elemento
de repulsión. No obstante, en medio de esta ambigüedad de
sensaciones, la atracción predominaba fuertemente. Ella captó
mi interés, me conquistó. ¡Era tan bella y tan indescriptiblemente
encantadora!
Entonces experimenté otra sensación: me invadió una especie
de languidez y agotamiento. De modo que le di las buenas
noches y comencé a retirarme.
Pero antes, le dije:
—El médico opina que una sirvienta debería acompañarte
esta noche. Hay una de las nuestras que espera afuera. Encontrarás
en ella a una persona tranquila, y también útil.
—Tan amable tú. Pero no podría dormir. Nunca he podido
dormir con otra persona en la habitación. No me hará falta ninguna
asistencia. Y debo confesar mi debilidad. Me persigue un
terror frente a los ladrones. Una vez los ladrones se metieron
a nuestra casa y asesinaron a dos sirvientas nuestras. Así que
siempre cierro la puerta con llave. Se me ha vuelto una costumbre.
Y como tú eres tan amable, estoy segura de que me perdonarás.
Veo que la puerta tiene una llave colgada en la cerradura.
Me apretó entre sus bellos brazos y me susurró al oído:
—Buenas noches, querida. Es tan difícil despedirme de ti.
Pero te deseo una buena noche. Mañana nos volveremos a ver.
Pero no muy temprano.
Con un suspiro se recostó sobre la almohada, y sus bellos
ojos me siguieron con una mirada amorosa y melancólica.
Nuevamente murmuró:
—Buenas noches, amiga querida.
Los jóvenes se quieren –incluso, se aman– por un impulso.
Me sentí halagada por el evidente aunque, hasta ahí, inmereci-
42
Capítulo lll
do cariño que me había mostrado. Me había gustado la confianza
con la que me recibió espontáneamente. Ella estaba decidida
a que íbamos a ser amigas íntimas.
Al otro día nos volvimos a encontrar. Y yo estaba feliz con
mi nueva compañera. Es decir, bajo muchos aspectos. Vista a
la luz del sol su belleza no perdía nada; era la criatura más bella
que había visto jamás. Y el desagradable recuerdo de la cara
que se me había presentado en aquel sueño de niña había perdido
el efecto de ese primer momento de reconocimiento. Ella
confesó que había experimentado un miedo similar cuando me
vio, y precisamente la misma vaga antipatía mezclada con admiración
que, en un primer momento, yo había sentido frente
a ella. Nos reímos juntas de nuestros momentáneos temores.
43
lV
Sus costumbres-un paseo
Les dije que ella me encantaba en casi todo. Pero había ciertos
aspectos que no me gustaban tanto. Voy a comenzar por
describirla.
Era más alta que el promedio de las mujeres, delgada, y de
una maravillosa gracia en su porte. Aparte de que sus movimientos,
que eran lánguidos –muy lánguidos–, no había nada
en su figura que indicara invalidez. Su cutis era de un brillo
muy rico, sus facciones pequeñas y bellamente formadas, sus
ojos grandes, oscuros y lustrosos, sus cabellos, maravillosos.
Nunca había conocido cabellos tan magníficamente densos, y
eran tan largos que le cubrían totalmente los hombros. Muchas
veces metía las manos debajo de su pelo, y me reía con asombro
al constatar su peso. Al mismo tiempo era exquisitamente
suave y fino, y de un rico color castaño oscuro, con unos toques
dorados. Me fascinaba soltarlo y verlo caer por su propio peso
cuando, en su habitación, ella se estiraba en su silla y hablaba
con su dulce tono de voz semiapagada. Yo solía doblar su pelo
y hacerle trenzas. O explayarlo y jugar con él. ¡Por Dios! ¡Sí
hubiera sabido lo que sé ahora!
He dicho que había ciertas cosas que no me gustaban. Como
ya les conté, su confianza me conquistó desde cuando la vi esa
primera noche. Pero descubrí que, con respecto a sí misma, su
madre, su historia, de hecho todo lo relacionado con su vida,
Carmilla
sus planes y su gente, ella mantenía una tremenda reserva,
como si estuviera siempre vigilante. Mi manera de averiguar
no era del todo razonable, tal vez. A lo mejor me equivocaba.
Debería haber respetado la solemne amonestación pronunciada
por la majestuosa dama de terciopelo negro en conversación
con mi padre. Pero la curiosidad es una pasión inquieta y sin
escrúpulos. Y ninguna niña la soporta con paciencia, ni aguanta
que su natural curiosidad encuentre rechazo por parte de otra.
¿Qué daño haría si ella respondiera y me contara todo lo que,
con todo ardor, quería yo saber? ¿No confiaba en mi sensatez?
¿En mi honor? ¿Por qué no me iba a creer cuando le juraba,
como lo hice solemnemente, que no divulgaría a ningún ser
mortal una sola sílaba de lo que me revelara?
Mostraba algo de frialdad, me parecía, una dureza más allá
de sus años, cuando, con su persistente y melancólica sonrisa,
se negaba a darme un solo rayo de luz acerca de su vida.
No digo que hayamos peleado por eso, ya que ella no peleaba
por nada. De mi parte, por supuesto, era injusto presionarla.
Era de mala educación. Pero no podía controlarme. Aunque en
realidad daba lo mismo. Porque, comparado con mis expectativas,
lo que me contó sobre ella no fue prácticamente nada.
Se puede resumir todo en tres revelaciones: Primera, que su
nombre era Carmilla; segunda, que su familia era muy antigua
y noble; y tercera, que su casa estaba en el oeste con respecto a
nuestro castillo. No me quiso contar el apellido de su familia,
ni detalles de su escudo, ni el nombre de sus tierras. Ni siquiera
me dijo de qué país era.
No debe creer usted que yo le molestaba incesantemente
preguntando sobre estos temas. Esperaba cada oportunidad, y
prefería insinuar mis averiguaciones, en vez de urgir una respuesta.
Una que otra vez la ataqué más directamente, es verdad.
Pero no importaba cuál táctica empleara, el resultado era
siempre el mismo: ningún avance. No servían ni las caricias ni
los reproches. Pero debo admitir que evadía las respuestas con
46
Capítulo lV
una melancolía y un alzar de hombros, y con tantas, y a veces
tan apasionadas, declaraciones de su amor por mí, y de su
confianza en mi honradez, y tantas promesas de que algún día,
por fin, yo iba a saberlo todo, que no encontraba en mi corazón
cómo sentirme ofendida.
Ella solía tomarme en sus bellos brazos, abrazarme y, su mejilla
contra la mía y sus labios en mi oído, murmurar:
—Mi amada, tu pequeño corazón está herido. No me creas
cruel simplemente porque obedezco la irresistible ley de mi
fortaleza y de mi debilidad. Si tu querido corazón está herido,
el salvaje corazón mío sangra por el tuyo. En el éxtasis de mi
enorme humillación, vivo en tu cálida vida. Y tú morirás, dulcemente
morirás, en la mía. No tengo remedio. Como yo me
acerco a ti, tú, a tu turno, atraerás a otros y conocerás el éxtasis
de esa crueldad, que aun así es el amor. De modo que, por un
tiempo, no intentes saber más de mí y de los míos, confía en mí
con tu espíritu amante.
Y cuando hablaba de esta manera rapsódica, me apretaba
más fuertemente contra ella en un abrazo tembloroso, mientras
sus leves besos hacían que mi mejilla brillara con una suave
incandescencia.
Su agitación y su lenguaje eran incomprensibles para mí.
De estos abrazos –que, debo decir, no ocurrían con demasiada
frecuencia– yo siempre quise liberarme. Pero se me iba
la energía. Las palabras que murmuraba sonaban en mi oído
como una canción de cuna y convertían mi esfuerzo de resistencia
en una especie de trance, del que sólo podía recuperarme
después de que ella hubiera dejado de abrazarme.
Durante esos misteriosos episodios, yo no la quería. Experimentaba
una extraña, tumultuosa excitación que muchas veces
era placentera, aunque mezclada con una sensación también de
temor y de repulsión. Mientras duraban estas escenas, no tenía
una idea clara acerca de ella, pero tenía conciencia de un amor
que se convertía poco a poco en adoración, aunque al mismo
47
Carmilla
tiempo en aborrecimiento. Sé que esto suena a paradoja, pero
no encuentro otra forma de intentar una explicación de lo que
yo estaba sintiendo.
Estoy escribiendo esto ahora, después de un intervalo de más
de diez años, con la mano temblorosa, y con un recuerdo horrible
y confuso de ciertas ocurrencias y situaciones que sucedían
durante la ordalía que inconscientemente yo estaba atravesando.
Sin embargo, retengo un agudo recuerdo de la trama central
de mi historia. Supongo que en las vidas de todo el mundo
ocurren episodios emocionales en los que nuestras pasiones
son desatadas tan salvajemente, tan terriblemente, y que, no
obstante, son los momentos, entre todos, que más vagamente
recordamos.
En ciertas ocasiones, después de una hora de apatía, mi extraña
y bella compañera me tomaba la mano, reteniéndola en la
suya con un apretón amoroso, que repetía una y otra vez, mientras
se ruborizaba levemente y me miraba con sus lánguidos y
encendidos ojos, emitiendo gemidos con tanta rapidez que su
vestido subía y bajaba al ritmo de su tumultuosa respiración.
Fue como el ardor de un amante. Me avergonzaba. Era odioso,
y sin embargo se apoderaba de mí. Con una expresión de regodeo,
me atraía hacia ella y sentí sus cálidos labios corriendo por
mis mejillas mientras ella susurraba, casi en sollozos:
—Tú eres mía, serás mía, tú y yo somos una para siempre.
Luego se echaba para atrás en su silla, cubriéndose los ojos
con sus pequeñas manos, mientras me dejaba temblando.
—¿Será que somos parientes? –le preguntaba–. ¿Qué quieres
decir con todo esto? A lo mejor te recuerdo a una persona
que has amado. Pero no puede ser. No me gusta. No te conozco.
No me conozco a mí misma cuando me miras así y hablas
de esa manera.
Ella suspiraba ante mi vehemencia, y en seguida volteaba la
cabeza y dejaba caer mi mano.
Con respecto a estas extraordinarias manifestaciones, intenté
48
Capítulo lV
en vano llegar a formular alguna teoría satisfactoria. No se explicaban
como afectación, ni como trucos. Se trataba, sin lugar
a dudas, del momentáneo estallido de un instinto y de unas
emociones suprimidas. ¿Será que ella sufría de breves períodos
de locura, no obstante la afirmación de su madre en sentido
contrario? ¿O, detrás de todo, existía un disfraz y un romance?
En viejos libros de cuentos había leído sobre cosas de ese
estilo. Qué tal si fuera un adolescente enamorado que se había
metido en nuestra casa, disfrazado, para perseguir al objeto de
su deseo con la ayuda de una vieja aventurera. Pero, a pesar de
que esta teoría alimentaba mi vanidad, contra ella como hipótesis
existían muchas objeciones.
Primero, yo no podría decir que me había asediado con una
galantería masculina tal como los hombres suelen hacer con deleite.
Entre uno de estos momentos apasionados y el siguiente
había largos intervalos cuando todo era normal, de una cotidiana
felicidad, aunque ella manifestaba también su ensimismamiento
y tristeza. Pero, con excepción de los momentos cuando
yo notaba que sus ojos me seguían con un cierto fuego melancólico,
yo no podría haber representado nada para ella. Aparte
de aquellos arranques de misteriosa excitación, ella se portaba
como cualquier niña. Y en ella había siempre una languidez
totalmente incompatible con el sistema masculino cuando un
hombre tiene buena salud.
Bajo ciertos aspectos, sus hábitos eran raros. Tal vez no hubieran
parecido tan singulares en opinión de una mujer citadina,
pero sí lo eran para nosotros, como la gente rústica que
éramos. Ella no se dejaba ver hasta muy tarde, generalmente no
aparecía antes de la una de la tarde. Acaso tomaba una taza de
chocolate, pero no comía nada. Luego solíamos salir a pasear,
no por mucho rato, pues casi inmediatamente se sentía agotada.
De modo que regresábamos al castillo, o nos sentábamos en
una banca de las que se encontraban en diferentes rincones del
bosque, debajo de los árboles. Su cuerpo sufría de una langui-
49
Carmilla
dez que no era acorde con su estado mental. Siempre conversaba
animadamente, y era muy inteligente.
A veces aludía a su casa de modo pasajero, o hablaba de alguna
aventura o situación que había vivido, o un recuerdo temprano,
que indicaba que se movía entre personas de costumbres
extrañas, de costumbres totalmente ignoradas por nosotros. De
estas breves referencias ocasionales deduje que su país natal
era más remoto de lo que, al inicio, había imaginado.
Una tarde estábamos sentadas debajo de un árbol cuando
frente a nosotras pasó un cortejo fúnebre. Eran los funerales de
una niña muy bonita que yo había visto con frecuencia, hija de
uno de los guardabosques. El pobre hombre caminaba detrás
del féretro. Había perdido su única hija y era evidente que tenía
el corazón roto. Unos campesinos venían detrás, a dos en fondo,
entonando un canto fúnebre.
Me levanté en gesto de respeto, y acompañé a los dolientes
con un verso del himno que cantaban muy dulcemente. De súbito
mi compañera me haló, obligándome a voltear hacia ella,
sorprendida.
—¿No te das cuenta de lo desafinados que están? –dijo con
brusquedad.
—Al contrario –le dije–. Me parece que cantan muy bonito.
Me sentí perpleja y muy incómoda, por temor a que la gente
que andaba en la pequeña procesión fuera a oír y a resentirse
por lo que ella había dicho. Seguí cantando, entonces. Pero
nuevamente ella me interrumpió.
—Me están taladrando el oído –protestó Carmilla, muy enfadada,
mientras se tapaba los oídos con sus pequeños dedos–.
Además, ¿no te das cuenta de que tu religión y la mía no son
iguales? Tus formas me hieren. Yo odio los funerales. ¿Por qué
tanto escándalo? Uno tiene que morir. Todo el mundo tiene que
morir. Y todos están más felices cuando están muertos. Vamos
a casa.
—Mi padre ha ido adelante con los clérigos al cementerio.
50
Capítulo lV
Yo creí que tú sabías que la iban a enterrar hoy.
—¿Ella? A mí no me preocupa el campesinado. No tengo
idea quién es –respondió Carmilla, con un centelleo en sus ojos
penetrantes.
—Ella es la pobre niña que, hace quince días, creí que había
visto convertida en fantasma. Desde entonces ha estado moribunda,
hasta ayer, cuando murió.
—No me hables de fantasmas. Si sigues, no voy a poder dormir
esta noche.
—Espero que no esté llegando una plaga o una fiebre, como
sugieren estos indicios –dije–. La joven esposa del porquero
murió hace apenas una semana, y ella creía que alguien, o algo,
había tratado de estrangularla mientras yacía en la cama. Papá
dice que semejantes fantasías horribles suelen acompañar ciertos
tipos de fiebre. El día anterior, ella estaba de buena salud.
Pero después sucumbió y murió en menos de ocho días.
—Bueno, el funeral de ella ya pasó, espero –dijo–. Ya habrán
cantando sus endechas y no nos van a seguir torturando
los oídos con esta cacofonía y jeringonza. Me ha puesto nerviosa.
Siéntate aquí a mi lado. Más cerca. Y toma mi mano fuerte.
Más fuerte. Mucho más.
Nos habíamos retirado un poco y llegamos a otra banca. Ella
se sentó. Su rostro sufrió un cambio que me alarmó. Es más,
por un momento me atemorizó.
Su cara se oscureció, se tornó lívida, horriblemente lívida.
Apretó los dientes y las manos, frunció el ceño, tensó los labios
y miró fijamente el césped, temblando con unas convulsiones
incontrolables. Parecía tener todos sus esfuerzos concentrados
en suprimir una epilepsia, contra la que luchaba hasta quedar
sin aliento. Finalmente emitió un gemido convulsivo, signo de
un intenso dolor, y luego, gradualmente, la histeria se calmó.
—¡Ahí tienes! –dijo por fin–. Eso es lo que pasa cuando tratan
de estrangular a la gente a base de himnos. Abrázame. Tranquilízame.
Ya está pasando.
51
Carmilla
Efectivamente, poco a poco mi compañera regresó a su estado
normal. Y con el fin, tal vez, de compensar la impresión tan
sombría que el espectáculo había producido en mí, se volvió
más animada y charladora que de costumbre. Y de este modo
llegamos a casa.
Fue la primera vez que yo había visto que ella mostrara algún
síntoma concreto de la delicada salud de la que su madre
había hablado. También fue la primera vez que había percibido
en ella un temperamento alzado y furioso.
Pero esa muestra de mal genio se desvaneció como una nube
en el cielo de verano, y solo una vez después observaría, por
parte de ella, un signo momentáneo de iracundia. Voy a contar
cómo sucedió.
Un día, cuando ella y yo estábamos mirando a través de los
altos ventanales del salón, observé que un vagabundo cruzó
el puente levadizo y entró al patio interior del castillo. Lo conocía
bien. Solía visitarnos dos veces en el curso del año. Era
un jorobado de cara larga y facciones agudas, características
típicas de personas deformes. Usaba una barba negra y puntiaguda,
y sonriendo como estaba, de oreja a oreja, dejaba ver
sus blancos colmillos. Vestía un tosco lienzo, rojo y negro, y
de las incontables correas y tiras de cuero que cruzaban su pecho
colgaba toda clase de objetos y aparatos. A sus espaldas
cargaba una lámpara mágica y dos cajas que yo conocía bien;
en una había una salamandra, y en la otra un mandril. Eran
pequeños monstruos que a mi padre causaban mucha risa. Estaban
compuestos de pedazos de micos, loros, ardillas y peces,
con algo de puercoespín, todos secos y luego cuidadosamente
cosidos con hilo para producir un efecto sorprendente. Llevaba
un violín, también, y una caja con utilerías para hacer trucos
de prestidigitación. Unas cuantas máscaras estaban amarradas
a su correa, y otras cuantas cajas misteriosas, y en su mano llevaba
un bordón negro con manija de cobre. Un perro escuálido
venía detrás del hombre, pero, al llegar al puente levadizo, se
52
Capítulo lV
detuvo súbitamente como si sospechara algo y luego empezó a
aullar de una manera atroz.
Mientras tanto, el vagabundo, de pie en la mitad del patio,
nos saludó alzando su grotesco sombrero, inclinándose en una
venia ceremoniosa y vociferando cumplidos en un francés
execrable y un alemán igual de espantoso. Luego, tomando el
violín en las manos, se puso a rasgar una melodía alegre que
acompañaba con un canto, simpático aunque disonante, y una
danza bastante loca que me hizo soltar una carcajada que contrastaba
con el triste aullido del perro.
Al terminar este espectáculo, el hombre se acercó a la ventana
con sonrisas y salutaciones, su sombrero en la mano izquierda
y su violín bajo el brazo, y sin pausa y con gran fluidez
desenrolló, con la mano derecha, un largo pergamino donde se
anunciaban todos sus atributos y las múltiples artes y recursos
que ponía a nuestra disposición, sin hablar de las curiosidades
y los entretenimientos que se proclamaba capaz de presentar
apenas se lo pidiéramos.
—Tal vez quisieran las bellas damas adquirir un talismán
como protección contra el diablo que merodea como un lobo
por estas tierras, según me han contado –dijo, dejando su sombrero
caer sobre el adoquinado–. La gente se está muriendo de
esa maldad a diestra y siniestra, y aquí tienen sus mercedes un
amuleto que nunca falla. Simplemente se prende a la almohada,
y uno puede reírse en las narices del bicho.
Estos talismanes consistían en tiras de tela decoradas con
cifras cabalísticas y algunos diagramas. Carmilla no vaciló en
comprar uno, y yo otro.
El hombre nos miraba desde abajo en el patio, y nosotros lo
mirábamos sonriendo. Nos hizo gracia; a mí, al menos. Mirando
a nuestras caras con sus penetrantes ojos negros parecía detectar
algo que, por un instante, parecía despertar su curiosidad.
Inmediatamente sacó una caja de cuero que contenía toda clase
de pequeños instrumentos de acero.
53
Carmilla
—Mire usted, señorita –dijo, mostrándome la caja–. Entre
otros oficios menos útiles, practico el arte de la dentistería.
¡Maldito perro! –se interrumpió–. ¡Cállate, animal! Él aúlla
para que usted, señorita, no pueda oír lo que estoy diciendo. Su
noble amiga, la señorita allí a su derecha, tiene el diente muy
afilado. Es largo, delgado, punzante como un alfiler. ¡Ja! ¡Ja!
Con mi ojo agudo y la buena visión que tengo, desde donde
estoy parado aquí abajo lo he visto clarísimamente. Ahora, si a
la señorita le molesta –y me parece imposible que no le cause
dolor– aquí me tiene, aquí está mi lima y mi pequeño alicate.
Podría volver ese diente redondo y romo, si a la señorita le
place. Ya no será el diente de un pez, sino el diente de la bella
joven que ella es… ¿Cómo? ¿Qué pasa? ¿Se ha molestado la
señorita? ¿He sido demasiado osado? ¿La he ofendido?
Y era cierto. La bella joven se veía muy enojada, y se retiró
de la ventana.
—¿Cómo se atreve este vagabundo a insultarnos de esta manera?
¿Dónde está tu padre? Voy a insistir que me repare esta
ofensa. Mi padre hubiera atado a este atrevido a un poste y le
habría castigado con látigo. Es más, le habría quemado el pellejo
con la marca del ganado de nuestro castillo.
Dando unos pasos para alejarse del ventanal, se sentó. Y apenas
el hombre se había perdido de su vista, su ira se calmó tan
súbitamente como había estallado. En pocos minutos había recuperado
su actitud normal. Aparentemente había olvidado la
existencia del diminuto jorobado y sus tonterías.
Aquella noche mi padre no estaba de buen humor. Cuando
llegó a casa, nos habló de un nuevo caso muy similar a los otros
dos fatales que habían ocurrido en tiempos muy recientes. La
hermana de un joven campesino que trabajaba en sus tierras,
apenas a una milla de distancia, estaba muy enferma. Tal como
ella misma contó, fue atacada en casi la misma forma de la otra
y estaba muriendo lenta pero irremediablemente.
—Todos estos casos –dijo mi padre–, tienen una explicación
54
Capítulo lV
científica. Se deben a causas naturales. Pero estos pobres heredan
sus supersticiones y por eso transmiten de generación en
generación unas versiones de terror que se transforman luego
en imágenes y van contagiando a sus vecinos.
—Pero esa misma circunstancia me asusta terriblemente –
dijo Carmilla.
—¿Cómo así? –pregunto papá.
—Me da tanto miedo ver cosas imaginarias. Creo que sería
tan malo como si fueran de verdad.
—Estamos en las manos de Dios –dijo mi padre–. Nada puede
ocurrir sin su consentimiento, y todo terminará bien para
aquellos que lo amen. Él es nuestro fiel Creador. Él nos ha creado
a todos y se encargará de cuidarnos.
—¡Creador! ¡Naturaleza! –exclamó Carmilla en respuesta a
las palabras de mi amable padre–. Esta enfermedad que está
invadiendo el país es natural. La Naturaleza. Todo procede de
la Naturaleza, ¿no es así? Todas las cosas que hay en el cielo
y sobre la tierra, y bajo la tierra, ¿no actúan y viven como la
Naturaleza ha ordenado? Yo creo que sí.
—El médico prometió venir hoy –dijo mi padre finalmente,
después de un silencio–. Quiero saber qué piensa él de todo
esto, y qué cree él que debemos hacer.
—Los médicos nunca me han hecho ningún bien –dijo Carmilla.
—¿Entonces nunca has estado enferma? –le pregunté.
—Más enferma de lo que tú has estado nunca –respondió.
—¿Hace mucho tiempo?
—Sí, hace mucho tiempo. Yo sufría de esta misma enfermedad.
No recuerdo sino el dolor y la debilidad que me produjo,
pero no eran tan graves como los dolores de otras enfermedades.
—¿Eras muy joven entonces?
—Supongo que sí. Pero no hablemos más de eso.
—Bueno, no hablemos más del asunto. Uno no quisiera hacerle
daño a una amiga.
55
Carmilla
Ella me miró con languidez, pasó su brazo alrededor de mi
cintura y me condujo fuera del salón. Mi padre se ocupaba de
algunos papeles en un rincón al pie de la ventana.
—¿Por qué a tu papá le gusta asustarnos? –suspiró la bella
niña, y se estremeció levemente.
—No es cierto, Carmilla querida. Nada podría estar más lejos
de su intención.
—¿Tienes miedo, querida? –preguntó ella.
—Tendría mucho miedo –dije–, si pensara que existe algún
peligro real de que yo fuera a ser atacada como lo fue esa pobre
gente.
—¿Tienes miedo a la muerte?
—Sí. Todo el mundo tiene miedo a la muerte.
—Pero morir como mueren los amantes. Morir juntos, para
vivir juntos.
—Las niñas son orugas mientras viven en el mundo –dije–,
para convertirse en mariposas en cuanto llegue el verano. Mientras
tanto, son gusanitos y larva, ¿no ves? cada cual con sus propensiones
particulares, sus necesidades y su estructura. Lo dice
Monsieur Buffon en un libro grande que hay en el cuarto vecino.
El médico llegó más tarde y se quedó hablando con papá durante
un largo rato. Era un hombre muy hábil, de unos sesenta
años o más. Se perfumaba con polvos y se afeitaba hasta que su
cara quedaba lisa como la cáscara de una calabaza. Él y papá
salieron del cuarto juntos. Papá estaba riéndose y le oí decir:
—Me sorprende en un hombre sabio como usted. ¿También
cree en los dragones?
El médico sonreía y lo negó con un movimiento de la cabeza.
—Sin embargo –dijo–, la vida y la muerte son estados misteriosos,
y sabemos muy poco de los recursos de la una y de la
otra.
Habiendo dicho eso, salió y no supe más. En ese momento
ignoraba cuál era el tema que el médico había introducido.
Pero ahora creo que lo puedo adivinar.
56
V
Un parecido extraordinario
Una tarde llegó de Gratz el hijo del restaurador de arte, un
joven de rostro serio y tez oscura. En su carreta tirada por un
caballo traía dos grandes guacales que contenían una cantidad
de cuadros. Gratz quedaba a diez leguas de distancia, y cada
vez que alguien llegaba de esa pequeña ciudad, nuestra capital,
todos salíamos a recibirlo para ver qué noticias traía. La llegada
de cualquier persona a un lugar tan aislado como el nuestro
fue motivo de celebración.
El joven colocó los guacales en el atrio del castillo mientras
los sirvientes lo llevaron a cenar. Más tarde, acompañado de
unos ayudantes, y con martillo, buril y destornillador en las
manos, se reunió con nosotros en el atrio donde nos habíamos
citado para ver el contenido de esas dos grandes cajas de madera
en el momento en que fueran abiertas.
Carmilla se sentó para observar, evidentemente sin mucho
interés, cuando, uno tras otro, sacaban a la luz los viejos cuadros,
casi todos retratos, que habían sido restaurados. Mi madre
descendía de una vieja familia de la nobleza húngara, y la mayoría
de estos cuadros, destinados a ocupar sus antiguos puestos
en las paredes de nuestro castillo, fueron herencia de ella.
Mi padre llevaba en la mano una lista que leía en voz alta
mientras el artista hurgaba entre los guacales para encontrar el
número correspondiente en cada caso. Dudo que las pinturas
Carmilla
hayan sido muy buenas, pero ciertamente eran muy viejas, y
algunas muy curiosas. Tenían un especial mérito para mí, pues
las estaba viendo por primera vez, ya que, antes de que fueran
limpiadas y restauradas, el polvo y la pátina de los siglos las
habían dejado en un estado tan lamentable que era imposible
apreciarlas.
—Allá puedes ver un óleo que estaba esperando –dijo mi
padre–. En una esquina, allá arriba, está el nombre. Si no estoy
mal dice «Marcia Karnstein» y la fecha «1698». Tenía ganas de
ver cómo había quedado.
Yo me acordaba del cuadro. Era bastante pequeño, de unos
quince centímetros aproximadamente, cuadrado, sin marco.
Pero era tan viejo y había estado siempre tan cubierto de mugre,
que nunca pude verlo bien. Ahora el joven restaurador lo
presentó con evidente orgullo. Era hermoso. Asombroso.
Parecía vivo. ¡Era la auténtica imagen y semejanza de Carmilla!
—Carmilla querida. Es un milagro. Aquí estás tú, sonriendo,
a punto de hablar, en este cuadro. ¿No te parece hermoso,
Papá? Mira, hasta tiene el pequeño lunar en el cuello.
Mi padre se rió y dijo:
—De verdad, el parecido es formidable.
Pero. para mi sorpresa, no le dio importancia y siguió hablando
con el restaurador, quien tenía mucho de artista, y mantuvo
una conversación inteligente con mi padre acerca de los
retratos y otras obras que su trabajo acababa de revelar con
toda su luz y color. Mientras tanto, yo me entregué a la contemplación
del retrato, maravillándome ante lo que era, sin duda, la
cara misma de Carmilla.
—¿Papá, me permites colgar este cuadro en mi alcoba? –le
pregunté.
—Por supuesto, hija –me contestó, sonriendo–. Me alegra que
lo encuentres tan parecido a Carmilla. Tal vez tengas razón. En
tal caso el cuadro es aún más hermoso de lo que yo creía.
58
Capítulo V
La bella joven no reaccionó ante este piropo. Actuó como
si no lo hubiera escuchado. Estaba medio recostada en una
silla y me contemplaba, sus ojos mirándome por debajo de
sus largas pestañas. Luego sonrió como si estuviera en una
especie de éxtasis. —Y ahora –le dije–, uno puede ver nítidamente
el nombre en la esquina del cuadro. Parece escrito
en oro. No es Marcia. El nombre es Mircalla, condesa de
Karnstein. Lleva puesta una pequeña corona. Y abajo dice
A.D. 1698. Yo soy descendiente de los Karnstein. Es decir,
lo era mi mamá.
—Yo también –dijo ella, lánguidamente–. Es un linaje muy
antiguo. ¿Aún viven algunos de la familia Karnstein?
—Ninguno que lleve el nombre, creo. Me dicen que la familia
se arruinó en unas guerras civiles hace mucho tiempo. Las
ruinas del castillo están cerca de aquí, a unos cinco kilómetros.
—¡Qué interesante! –comentó.
Y, cambiando de tema, dijo:
—Pero mira la belleza de esta noche de luna.
Miró por la puerta principal, que estaba medio abierta.
—¿Por qué no paseamos por el patio –propuso– y miramos
cómo se ve la carretera y el río?
—Me recuerda la noche que tú llegaste –le dije.
Ella suspiró, sonriendo.
Se levantó, y las dos, cada una con un brazo alrededor de la
cintura de la otra, caminamos por el adoquinado. En silencio,
lentamente, nos acercamos al puente levadizo para contemplar
el bello paisaje.
—Así que estabas pensando en la noche que llegué –me dijo
en un susurro–.¿Estás contenta de que yo esté aquí?
—Encantada, mi querida Carmilla –contesté.
—Y pediste que te dejaran el cuadro que se parece a mí, para
colgarlo en tu alcoba –murmuró con un suspiro, apretando su
brazo alrededor de mi cintura y descansando su bella cabeza
sobre mi hombro.
59
Carmilla
—Cómo eres de romántica, Carmilla –le dije–. El día que
me cuentes tu vida, estoy segura de que será la historia de un
gran romance.
Me besó en silencio.
—Estoy segura que has estado enamorada, Carmilla. En este
mismo momento, debe haber algún amor en tu corazón.
—Jamás me he enamorado de nadie –susurró–. Y no me voy
a enamorar nunca. A no ser que sea de ti.
Cómo se veía de bella a la luz de la luna. Con una expresión
a la vez tímida y extraña. Escondió su rostro entre mis cabellos
y mi cuello, emitiendo suspiros tumultuosos que parecían sollozos,
y tomó mi mano en la suya, que estaba temblando. Su
suave mejilla calentaba la mía.
—Querida, querida –murmuró–. Yo vivo en ti. Y tú morirías
por mí. Te amo tanto.
Me distancié de ella, asustada. Me miraba con ojos carentes
de cualquier viso de fuego, ojos sin sentido. Su rostro, pálido
en extremo, reflejaba una enorme apatía.
—¿No sientes frío, querida? –preguntó con voz somnolienta–.
Estoy tiritando. ¿He estado soñando?
Entremos, pues. Sí, sí, entremos.
—Veo que estás mal, Carmilla. Casi desmayada. Debes beber
un poco de vino.
—Sí. Lo haré. Ya me siento mejor. En unos momentos estaré
perfectamente bien. Sí, te acepto un poco de vino –dijo, mientras
nos acercábamos a la puerta.
—Pero miremos otra vez, por un momento. A lo mejor será
la última vez que voy a contemplar el claro de luna contigo.
—¿Cómo te sientes ahora, Carmilla? ¿De verdad estás mejor?
–le pregunté.
Empezaba a alarmarme. Me preocupaba que le hubiera atacado
la extraña epidemia que parecía haber invadido la campiña
a nuestro alrededor.
—Papá se preocuparía sobremanera –agregué– si te fueras a
60
Capítulo V
enfermar, aunque sea un poquito, sin hacérselo saber inmediatamente.
Tenemos un médico muy eficiente, vive aquí cerca, el
mismo que estaba hoy con papá.
—No dudo que sea bueno. Yo sé cómo son de amables ustedes.
Pero, mi querida niña, ya estoy bien otra vez. No tengo
ningún problema de salud. Solo un poco de debilidad. La gente
dice que soy lánguida. Soy incapaz de esfuerzos grandes, es
cierto. Difícilmente camino lo que caminaría una niña de tres
años. Y de vez en cuando, lo poco de fortaleza que tengo me
falla, y me vuelvo como me acabas de ver. Pero me recupero
fácilmente. En un instante soy otra vez yo. ¿No ves cómo me
recuperé?
Y era cierto; se había recuperado. Seguimos charlando un
largo rato, ella muy animada. Y el resto de la noche pasó sin
que ella volviera a repetir esas expresiones de enamoramiento.
Me refiero a su forma loca de hablar y de mirar, que me producían
vergüenza, y hasta miedo.
Pero esa misma noche ocurrió una cosa que hizo dar un nuevo
giro a mis pensamientos, algo que incluso parece haber sacado
a Carmilla de su habitual languidez, llevándola, aunque
fuera por un momento, a un inusual arranque de vitalidad.
61
Vl
Una agonía muy extraña
Cuando llegamos al salón y nos sentamos a tomar nuestro
café y chocolate, y a pesar de que no tomó nada, Carmilla parecía
estar de nuevo en su estado normal. Madame Perrodon
y mademoiselle De Lafontaine nos acompañaron y estábamos
jugando naipes cuando entró papá para tomar lo que llamaba
su «plato de té».
Cuando terminamos el partido, él se sentó en el sofá al lado
de Carmilla y le preguntó, en tono levemente ansioso, si había
tenido noticias de su madre desde que llegó a nuestra casa.
—No lo puedo saber –respondió, ambiguamente–. Pero he
pensado que les voy a abandonar. No quiero abusar de su hospitalidad.
Ya han sido demasiado amables conmigo. Les he
causado una infinidad de problemas, ya lo sé. Quiero tomar un
coche mañana e ir en busca de mi madre. Yo sé dónde la puedo
encontrar en últimas, aunque no me atrevo a decir dónde es.
—¡Ni soñarlo! –exclamó papá, para mi gran alivio–. No podemos
perderte así no más. No te doy permiso para partir, a no ser
bajo la custodia de tu madre, que en su bondad tuvo la cortesía
de dejarte aquí con nosotros hasta que ella misma regresara.
El día que recibas noticias de ella, me encantaría saberlo. Esta
noche los relatos sobre el progreso de la misteriosa enfermedad
que está asaltando nuestra vecindad son cada vez más alarmantes.
Y, mi querida huésped, siento mucha responsabilidad por
Carmilla
ti en ausencia de tu madre. Ella no está para aconsejarme, pero
en las circunstancias haré lo mejor que pueda. Pero una cosa
es segura: que ni debes pensar en abandonarnos sin que recibas
una orden explícita de ella. Además, tu ida nos produciría
demasiada tristeza para que fuéramos a dar nuestro consentimiento
fácilmente.
—Agradezco, señor, mil veces, su hospitalidad – respondió
con una tímida sonrisa–. Todos han sido tan amables conmigo.
Rara vez en la vida he estado tan feliz como me siento aquí, en
su bello castillo, disfrutando de sus cuidados, y en compañía de
su querida hija.
Ante esto, mi padre, con su acostumbrada galantería a la antigua,
le besó la mano, sonriendo y evidentemente contento con
el pequeño discurso de ella.
Como siempre, yo acompañé a Carmilla a su alcoba, y me
quedé sentada charlando con ella mientras preparaba su cama.
Finalmente le dije:
—¿Tú crees que algún día confiarás plenamente en mí?
Levantó la cabeza para mirarme, con una sonrisa. Pero no
respondió. Apenas siguió sonriendo.
—¿No me vas a contestar? –le dije–. No eres capaz de contestar
amablemente. No debí haberte dicho nada.
—No, hiciste bien en preguntarme eso, o cualquier cosa que
se te ocurra. No sabes lo especial que eres para mí. Porque de
otra manera entenderías que no hay ninguna confianza demasiado
grande que puedas tomar. Pero estoy obligada por mis votos,
ninguna monja más seriamente, y todavía no puedo contar
mi historia. Ni siquiera a ti. Se acerca el momento en que vas a
saberlo todo. Me creerás cruel, y egoísta. Pero el amor siempre
es egoísta. Mientras más ardiente, más egoísta. No puedes imaginar
cómo soy de celosa. Me tienes que acompañar, y amar,
hasta la muerte. O si no, odiarme y aun así acompañarme hasta
la muerte, y más allá de la muerte. En mi naturaleza aparentemente
indolente, no existe la palabra indiferencia.
64
Capítulo Vl
—Ahora, Carmilla, comienzas a hablar tus locuras insensatas
otra vez –le dije, un poco molesta.
—Ya no más, tonta que soy, y llena de caprichos y fantasías.
Para ti, solo hablaré como una mujer sabia. ¿Has ido alguna
vez a un baile?
—No. Pero ¡cómo corre tu pensamiento! ¿Cómo es un baile?
Debe de ser encantador.
—Casi ni me acuerdo ya. Eso fue hace muchos años.
Me reí.
—Tú no eres tan vieja. No puedes haber olvidado tu primer
baile tan rápido.
—Recuerdo todo… con un esfuerzo. Sí, lo veo todo, como
los buzos en el mar ven lo que está sucediendo por encima
de sus cabezas, a través de un medio, denso, ondulante, pero
transparente. Algo ocurrió aquella noche que confundió el cuadro,
volviendo pálidos sus colores. Por poco fui asesinada en
mi cama. Me hirieron aquí –se tocó el pecho– y nunca fui la
misma después.
—¿Estabas cerca de la muerte?
—Sí. Muy cerca. Fue un amor cruel, un amor extraño, que
me hubiera quitado la vida. El amor demanda sus sacrificios.
Y no hay sacrificio sin sangre. Bueno, a dormir entonces. Me
siento tan perezosa. No me siento capaz de levantarme para
echar llave a la puerta.
Estaba recostada, su cabeza en la almohada, y por debajo de
su mejilla había enterrado sus pequeñas manos entre sus densos
y ondulantes cabellos. Sus brillantes ojos siguieron todos
mis movimientos, y sonreía con una timidez que no fui capaz
de descifrar.
65
Vll
En descenso
En vano trataría de comunicarle el terror con el que, aun ahora,
traigo a la memoria lo ocurrido aquella noche. No se trataba
del terror pasajero que deja un mal sueño. Al contrario, parecía
profundizarse en mí cada vez más con el tiempo. Incluso parecía
afectar la alcoba y los muebles que habían sido el entorno
de la aparición.
Durante el día siguiente no podía estar sola ni un segundo.
Debí contárselo a papá, pero no lo hice por dos razones opuestas.
En un comienzo creí que él se reiría de la historia, y no
soportaba que lo fuera a tratar como un chiste. Pero también
pensé que él estaría convencido de que yo había sido víctima
de la misteriosa enfermedad que estaba haciendo estragos en
nuestra comunidad. Yo personalmente no creía eso. Pero dado
que, desde tiempo atrás, él no gozaba de muy buena salud, no
quise alarmarlo.
Me sentí bastante tranquila en compañía de las bien humoradas
señoras, madame Perrodon y mademoiselle De Lafontaine.
Las dos notaron que yo estaba desanimada y nerviosa, y finalmente
les conté la causa de la pesadez que sentía en el corazón.
Mademoiselle rió pero, si no me equivoco; la cara de madame
Perrodon expresó cierta ansiedad.
—A propósito –dijo mademoiselle, riéndose–, el sendero de limeros
que corre bajo la ventana de Carmilla tiene su propio fantasma.
Carmilla
—¡Tonterías! –exclamó madame, que probablemente consideraba
el tema inapropiado–. ¿Y quién le contó eso, querida?
—Martín dice que, cuando la vieja puerta estaba en reparación,
él pasó por allá dos veces antes del amanecer, y en ambas
ocasiones vio la misma figura femenina caminando por ese
sendero.
—Así debe de entretenerse cuando todavía no ha ordeñado
las vacas que lo están esperando en los campos al borde del
río –dijo madame.
—Tal vez. Pero Martín se asustó. Diría que nunca he visto
un bobo tan asustado como estaba él.
—No debes decirle nada de eso a Carmilla, porque ella puede
ver ese sendero desde su ventana –le dije–. Y ella es aún más
cobarde que yo, si eso es posible.
Ese día Camilla se presentó más tarde que de costumbre.
—Estaba muy asustada anoche –dijo, tan pronto nos encontramos–.
Estoy segura de que hubiera visto algo horrible si no
fuera por ese amuleto que me vendió aquel pobre jorobado a
quien insulté tanto. Soñé con algo negro que merodeaba alrededor
de mi cama y me desperté horrorizada. Durante unos
segundos estaba convencida de que estaba viendo una figura
oscura al lado de la chimenea. Pero busqué mi amuleto debajo
de la almohada y apenas lo toqué la figura desapareció. Si no
hubiera tenido ese talismán a la mano, estoy segura de que algo
terrorífico habría aparecido, y tal vez me habría estrangulado,
como le pasó a esa pobre gente de quienes nos hablaron.
—Bueno, escúchame –empecé–. Y le conté lo que me había
pasado, ante lo cual ella se veía horrorizada.
—¿Y tenías el amuleto cerca? –preguntó, ansiosa.
—No. Lo había dejado caer en un florero de porcelana que
hay en el salón. Pero esta noche sin falta lo voy a llevar conmigo,
ya que tú has puesto tanta fe en él.
A esa distancia en el tiempo, no puedo explicar, ni siquiera
entender, cómo había superado mi temor tanto para poder
68
Capítulo Vll
acostarme sola en mi alcoba esa noche. Recuerdo cómo prendí
el amuleto con una aguja a mi almohada y caí dormida casi al
instante. Incluso dormí más profundamente que de costumbre
toda la noche.
La noche siguiente, igual. Dormí profundo, deliciosamente
profundo, y sin soñar nada. Pero me desperté con una sensación
de pereza y melancolía, aunque, por fortuna, no excedía
un grado que se podría definir como de voluptuosidad.
—Bueno, te lo dije –comentó Carmilla, cuando le describí
mi sueño tranquilo–. Yo misma dormí muy bien anoche. Prendí
el amuleto a mi camisón. La noche anterior lo había dejado
demasiado lejos de mí. Estoy segura de que todo fue una mera
fantasía, salvo por los sueños. Antes creía que los sueños fueron
creados por los espíritus malignos, pero un médico me dijo
una vez que no existe tal cosa. Se debe únicamente a una fiebre
pasajera, o algún otro mal, que toca en la puerta e, incapaz de
entrar, sigue derecho, dejando esa alarma.
—Y, ¿en qué consiste el amuleto, crees tú? –le pregunté.
—Ha sido fumigado por alguna droga, o inmerso en una droga,
como podría ser un antídoto contra la malaria –contestó.
—Entonces, ¿solo actúa sobre el cuerpo?
—Por supuesto. ¿Tú crees que los espíritus malignos se asustan
con una tirita de tela, o con los perfumes que se compran
en la farmacia? No, estos seres andan por el aire y empiezan
con un ataque a los nervios, para así infectar el cerebro. Pero
antes de que te agarren, el antídoto los repele. Eso es lo que nos
ha hecho el amuleto, estoy segura. No tiene nada de magia. Es
simplemente natural.
Habría estado más contenta si hubiera podido estar totalmente
de acuerdo con Carmilla. Pero hice lo que pude por creerle,
y se mermaba la fuerte impresión que la experiencia había dejado
en mí al inicio.
Durante las noches siguientes dormí bien. Sin embargo, cada
mañana sentía esa misma pereza y una languidez que pesaba
69
Carmilla
en mí por el resto del día. Me sentí como otra persona. Me entregaba
a una extraña melancolía, una melancolía de la que no
hubiera querido salir. Vagos pensamientos acerca de la muerte
me invadían. Y la idea de que me estaba hundiendo lentamente
empezó a poseerme con suavidad. Y de alguna manera, a aquella
sensación le daba yo la bienvenida. Aunque triste, el estado
mental que esto producía era dulce también.
Sea lo que fuera, mi alma lo aceptó sin la menor prevención.
No admitiría que estaba enferma. No le contaría a mi papá, ni
permitiría que me fueran a traer el médico.
Carmilla dedicó más tiempo que nunca a consentirme, y sus
extraños paroxismos de lánguida devoción ocurrían con más
frecuencia. Se regodeaba en mi mal con un ardor que se incrementaba
a diario en la medida en que mi fuerza y mi espíritu se
debilitaban. Cosa que me alarmaba, como si fuera una momentánea
manifestación de locura.
Sin saberlo, estaba yo en un estado avanzado de la enfermedad
más rara que un ser mortal podía padecer. En la etapa de
los síntomas tempranos sentía una fascinación irracional que
me reconciliaba con el efecto de incapacidad que el mal me
producía. Esta fascinación aumentó durante un tiempo, hasta
llegar a cierto punto cuando gradualmente un sentido del horror
empezaba a mezclarse con ella, profundizándose, como
se verá, hasta llegar a desfigurar y pervertir completamente el
estado de mi vida.
El primer cambio que experimenté fue bastante agradable.
Sin saberlo, estaba muy cerca del punto de no retorno desde
donde se inicia el descenso al Averno. Ciertas vagas y extrañas
sensaciones me visitaban mientras dormía. La sensación
dominante fue ese peculiar estremecimiento, frío pero placentero,
que le pasa a uno cuando se mete en un río y nada contra
la corriente. Esta sensación fue acompañada prontamente por
interminables sueños tan vagos que nunca pude recordar cómo
era su escenario ni quiénes eran las personas, ni nada relacio-
70
Capítulo Vll
nado con la acción. Sin embargo me dejaban con una impresión
espantosa, y la sensación de agotamiento, como si hubiera transitado
por un largo periodo de esfuerzo mental y de peligro.
Al despertar, después de todos estos sueños, permanecía el
recuerdo de haber estado en un lugar oscuro, y de haber hablado
con personas a quienes no podía ver. Me acordaba, sobre todo,
de una sola voz clara, una voz femenina, muy profunda, que hablaba
desde la distancia, muy despacio, y que producía siempre
la misma sensación de una indescriptible solemnidad y temor. A
veces, también, tuve la sensación de una mano que me acariciaba
la mejilla y el cuello. En ocasiones fue como si me besaran unos
cálidos labios, besos cada vez más prolongados y con más amor
hasta alcanzaban mi garganta, y allí la acaricia se instaló de modo
fijo e inmóvil. Mi corazón latía más rápido, respiraba e inhalaba
con mayor velocidad, y emitía unos sollozos que terminaban en
la sensación de estrangulamiento y una tremenda convulsión que
me privó de mis sentidos y me dejó sin conocimiento.
Habían pasado tres semanas desde el inicio de este inexplicable
estado. En los últimos días, mi sufrimiento dejó huella en
mi rostro. Estaba pálida, mis ojos se habían dilatado y tenía notorias
ojeras. Además, la languidez que venía experimentando
durante bastante tiempo se notaba en mi expresión facial. Mi
padre me preguntó si me sentía mal. Pero, con una obstinación
que ahora me parece inexplicable, seguía insistiendo en asegurarle
que me sentía perfectamente normal.
En cierto sentido era la verdad. No sentía ningún dolor. No
podía quejarme de ningún malestar físico. Mi mal parecía ser
una cosa de la fantasía, o de los nervios. Y por más horribles
que fueran mis sufrimientos, los guardé prácticamente para mí
misma, con una reserva morbosa.
No podría ser ese terrible mal que los campesinos llamaban
el diablo, porque yo ya llevaba tres semanas de sufrimientos, y
ellos no se enfermaban durante más de unos cuantos días antes
de que la muerte pusiera fin a su miseria.
71
Carmilla
Carmilla se quejaba de sueños y de fiebres, pero nada tan
alarmante como lo que me estaba pasando a mí. Digo que lo
mío era alarmante en extremo. De haber sido capaz de comprender
mi condición, me habría puesto de rodillas para exhortar
que me socorrieran. Pero en mí obraba una sustancia narcótica
de una influencia insospechada que anulaba mi percepción.
Ahora le voy a hablar de un sueño que condujo inmediatamente
a un curioso descubrimiento.
Una noche, en vez de escuchar las voces que estaba acostumbrada
a oír en la oscuridad, sentí una sola voz, dulce y tierna,
y al mismo tiempo temible, que dijo:
—Tu madre te advierte; ten cuidado del asesino.
En el mismo momento, una luz surgió inesperadamente, y
vi a Carmilla, parada al pie de mi cama, en su camisón blanco,
bañada, de pies a cabeza, por una gran mancha de sangre.
Me desperté con un aullido, convencida de que a Carmilla la
estaban matando. Recuerdo cómo salí de la cama de un brinco,
y mi próximo recuerdo es estar en el corredor, pidiendo ayuda
a gritos.
Madame y mademoiselle salieron de sus habitaciones a la
carrera. A la luz de una lámpara que se mantenía encendida en
el corredor, ellas me vieron y pronto les conté la causa de mi
terror.
Insistí en que teníamos que llamar a la puerta de Carmilla.
Tocamos, pero no hubo respuesta. En cuestión de minutos estábamos
golpeando durísimo y gritando a voz en cuello. La
llamamos fuertemente por su nombre. Pero todo en vano.
Nos asustamos las tres, porque la puerta estaba cerrada con
llave. Regresamos con pánico a mi alcoba. Una vez allá, tocamos
la campana largamente, y con furia. Si el cuarto de mi padre
se hubiera localizado en ese lado del castillo, le habríamos
llamado de una vez para ayudarnos. Pero lamentablemente estaba
demasiado lejos y no nos podía oír. Para llegar a donde él
se requería de un coraje que ninguna de nosotras poseía.
72
Capítulo Vll
Por fortuna vinieron los sirvientes, subiendo a toda velocidad
por la escalera. Mientras tanto, yo me había puesto la bata
de levantar y mis pantuflas. Mis compañeras habían llegado ya
vestidas. Al reconocer las voces de los sirvientes en la escalera,
salimos a encontrarlos. Y habiendo vuelto a tocar con fuerza en
la puerta de Carmilla, con el mismo resultado negativo, ordené
a los hombres que forzaran la cerradura. Así lo hicieron, y nos
quedamos parados todos en el marco de la puerta mirando hacia
el interior de la alcoba.
La llamamos otra vez por su nombre, y aún no hubo respuesta.
Entramos y examinamos lo que había en la habitación.
Encontramos todo exactamente en el estado en que lo había dejado
cuando le di las buenas noches. Pero no estaba Carmilla.
73
Vlll
La búsqueda
Al contemplar la alcoba con todo en su lugar –salvo lo que
habíamos movido al entrar tan violentamente–, el único estorbo
habiendo sido nuestra violenta entrada, empezamos a calmarnos
un poco y muy pronto nos sentimos lo suficientemente
tranquilas como para despedir a los hombres. A mademoiselle
se le ocurrió que posiblemente Carmilla fue despertada por
la bulla en el corredor, y que, en un primer pánico, se habría
escondido en el clóset o detrás de una cortina o un lugar semejante
del cual no iba a emerger, naturalmente, hasta que el
mayordomo y su séquito se hubieran retirado. Ahora, entonces,
iniciamos la búsqueda, llamándola de nuevo por su nombre.
Pero todo en vano. Sólo se aumentó nuestra perplejidad. Examinamos
las ventanas, pero las encontramos selladas. A Carmilla
le imploré que, si estaba escondida, que dejará de jugar cruelmente
con nosotras, que saliera para poner fin a nuestra ansiedad. Pero para
nada servía. Ya me convencí de que ella no estaba en la alcoba, ni en
el vestuario al lado, cuya puerta aún quedaba cerrada con la llave por
nuestro lado. Imposible que haya salido por allá. Estaba totalmente
confundida. Sería que Carmilla había descubierto uno de aquellos
pasillos secretos que la vieja ama de llaves decía que existían en el
castillo, según la tradición, pero que ya nadie sabía dónde se encontraban.
Sin duda, pensé, con el tiempo sabremos la explicación, por
más desconcertados que estábamos en ese momento.
Carmilla
Eran más de las cuatro de la mañana, y yo decidí pasar el
resto de la noche en la habitación de madame Perrodon.
El alba llegó, sin ninguna solución del misterio. Todo el
mundo, con mi padre a la cabeza, amaneció en un estado de
confusión y agite. Se buscó en cada rincón del castillo. Algunos
salieron a explorar dentro del bosque. Pero no se encontraba
ningún vestigio de Carmilla. Se contemplaba la posibilidad
de dragar el río. Mi padre estaba angustiado. ¿Cómo contar lo
sucedido a la madre de la pobre niña cuando regresara? Yo también
estaba adolorida, pero mi sufrimiento era de otro orden.
Pasó la mañana entre la angustia y la agitación. Llegó la una
de la tarde, y aún no había noticia alguna. Yo subí la escalera
y entré en la alcoba de Carmilla, y sheridan le fanu allí estaba
ella al pie del tocador. Quedé de una sola pieza. No podía creer
lo que estaba viendo. En silencio, con un gesto de su dedo tan
bonito, me señaló que me acercara. Llevaba una expresión de
mucho temor. Me lancé a sus brazos en un éxtasis de alegría.
La abracé y la besé una y otra vez. Corrí a buscar la campana y
la toqué con vehemencia para que los demás llegaran al lugar y
así poder aliviar la angustia de papá.
—Querida Carmilla, ¿dónde has estado todo este tiempo?
Hemos estado muertos de la angustia buscándote. ¿Dónde estabas?
¿Cómo regresaste?
—Fue una noche de maravillas –me dijo.
—Por el amor de Dios, explícate.
—Anoche, después de las dos –dijo–, fue cuando me acosté
como siempre en mi cama, con las dos puertas cerradas con
llave, la del guardarropa y la que da al corredor. Dormí profundo,
sin sueños, que yo recuerde. Pero me desperté hace un momento
en el sofá del guardarropa, y encontré la puerta abierta,
y la otra forzada. ¿Cómo podría haber sucedido todo eso sin yo
despertarme? Porque debe haber causado mucho ruido, y a mí
cualquier cosa me despierta. ¿Y cómo podrían haberme sacado
de mi cama sin interrumpir mi sueño? ¿A mí, que me asusto
76
Capítulo Vlll
con la menor cosa?
Mi padre, junto con mademoiselle y varios sirvientes llegaron
a la alcoba. Como era de esperarse, bombardearon a Carmilla
con una cantidad de preguntas, y con felicitaciones y bienvenidas.
Ella siempre repetía la misma historia, y entre todos
parecía ser la menos capaz de sugerir una explicación de lo que
había pasado.
Mi padre caminaba por el cuarto de arriba abajo, muy pensativo.
Observé cómo, en un momento, Carmilla lo miró de
soslayo. Una mirada algo turbia, me pareció.
Cuando mi padre había despachado a los sirvientes, y mademoiselle
había ido a traer un frasco de valeriana y sales aromáticas,
y dado que no había nadie más en el cuarto, aparte de
mi padre, madame Perrodon y yo, él se le acercó, pensativo. Le
tomó de la mano con suma gentileza, la condujo al sofá y se
sentó a su lado.
—¿Me perdonarás, querida, si me atrevo a hacer una conjetura
y preguntarte algunas cositas?
—¿Quién tiene más derecho que usted? –respondió–. Pregunte
lo que le parezca importante, y le contaré todo. Pero mi
historia consta únicamente de confusión y oscuridad. No sé
nada en absoluto. Me puede preguntar cualquier cosa, pero conoce,
por supuesto, las limitaciones acordadas con mi mamá.
—Perfectamente, mi querida niña. No tengo por qué tocar
los temas sobre los cuales ella insiste que guardemos silencio.
Ahora, la maravilla de anoche es el hecho de que tú hayas sido
sacada de tu cama y de tu alcoba sin ser despertada, y que este
sheridan le fanu traslado haya ocurrido aparentemente estando
las ventanas selladas y las dos puertas cerradas con llave desde
dentro. Te voy a contar mi teoría. Pero primero quiero formularte
una pregunta.
Carmilla descansaba su cabeza sobre una mano. Parecía desanimada.
Madame y yo quedamos a la escucha, casi sin respirar.
77
Carmilla
—Ahora, mi pregunta es la siguiente. ¿Alguna vez han sospechado
que tú seas sonámbula?
—No, desde que fui muy niña.
—¿Pero sí caminabas dormida cuando muy niña?
—Sí, es cierto. Muchas veces me lo contó mi vieja nodriza.
Mi padre sonrió y movía la cabeza como signo de complacencia.
—Entonces lo que sucedió fue esto: te levantaste dormida,
abriste la puerta sin dejar la llave en la cerradura, como era la
costumbre, sino que la sacaste y aseguraste la puerta nuevamente
desde fuera. Luego retiraste la llave y la llevaste contigo
a una de las veinticinco habitaciones que hay en este piso, o
a un piso superior, o a otras más abajo. Es que aquí hay tantas
habitaciones y closets, y tantos muebles pesados, y tanta
acumulación de trastos viejos que haría falta una semana para
poder lograr una requisa completa de este castillo. ¿Ahora me
entiendes?
—Sí. Pero no del todo –respondió ella.
—Pero, papá –intervine–, ¿cómo explicas el hecho de que,
cuando ella despertó, se encontró en el guardarropa, donde la
habíamos buscado con esmero?
—Ella volvió allá después de la requisa de ustedes. Estaba
aún dormida, y finalmente se despertó espontáneamente, y fue
tan sorprendida como cualquiera al encontrarse allí. Ojalá todos
los misterios tuvieran una explicación tan sencilla y fácil
como el tuyo.
Mi padre rió.
—Debemos felicitarnos –continuó–, porque queda claro que
la explicación más natural del episodio no tiene que ver con
drogas, ni con cerraduras forzadas, ni con ladrones o brujas o
asesinos. De hecho no hay nada que deba alarmar a Carmilla,
ni a nadie. Gracias a Dios, estamos todos sanos y salvos.
Carmilla parecía estar encantada. Y no había nadie tan hermoso
como ella cuando estaba así. Creo que esa languidez que
78
Capítulo Vlll
llevaba con tanta gracia y que era tan característica de ella sólo
servía para destacar más su belleza. Evidentemente mi padre
estaba pensando en el contraste entre su semblanza y la mía,
porque suspiró y dijo:
—Ojalá mi pobre Laura también luciera ahora como en ella
ha sido usual.
Bueno, nuestras preocupaciones se habían desvanecido y
Carmilla disfrutaba de nuevo de su vida entre nosotros.
79
lX
El médico
Dado que Carmilla no permitía que nadie propusiera ni siquiera
la posibilidad de que una persona la acompañara en la
noche, mi padre ordenó que una de las sirvientas durmiera en
el corredor al pie de su puerta. De este modo evitaba que ella
intentara otra excursión nocturna, pues la sirvienta se daría
cuenta y se lo impediría.
Todo pasó tranquilamente esa noche, y el día siguiente, temprano,
el médico llegó para examinarme. Mi padre lo había
citado, sin decirme nada.
Madame me acompañó hasta la biblioteca, donde me esperaba
el doctor, un hombre muy serio, de baja estatura y pelo blanco,
que usaba anteojos. Cuando le conté mi historia, se puso
más serio todavía.
Los dos estábamos de pie, enfrentados, al pie de un ventanal.
Cuando terminé mi relato, él descansó los hombros en la
pared, mirándome fijamente. Había oído mi relato con mucha
atención y por su cara se notaba que quedaba bastante impresionado.
Luego de un silencio, le dijo a madame que quería ver
a mi padre. A los pocos minutos papá entró sonriendo y le dijo:
—Me supongo, doctor, que me va a decir que soy un viejo
tonto por haberlo traído. Al menos, así espero.
Pero se le desvaneció la sonrisa cuando el médico, con cara
de solemnidad, le señaló que se acercara.
Carmilla
Mi padre y el médico conversaron durante un buen rato al
lado del mismo ventanal. Se veían muy serios y agitados. Allá
en la biblioteca, que es muy grande, madame Perrodon y yo
quedamos de pie en el extremo más lejano, muertas de la curiosidad.
No podíamos entender una palabra de la conversación,
pues mi padre y el médico hablaban muy quedo, y el nicho de
la ventana prácticamente los ocultaba. De mi padre apenas se
le percibía un pie, el brazo y el hombro. Y sus voces resultaban
aún más inaudibles debido a una especie de ropero formado por
la gruesa pared.
Había pasado bastante tiempo antes de que mi padre mirara
en nuestra dirección. Se le notaba el rostro pálido. Vi que estaba
pensativo, y me pareció angustiado también.
—Laura, querida, ven acá por un instante. Madame, no la
vamos a molestar más por el momento.
Obedeciendo órdenes, me acerqué hacia donde estaba mi
padre y el médico. Por primera vez me sentí alarmada porque,
aunque estaba muy débil, no creía que estaba enferma. Y la
fuerza es algo que uno puede volver a tener en cualquier momento.
Al menos así pensaba yo.
Mi padre me extendió la mano, pero miraba hacia el médico
y dijo:
—Sin duda es muy extraño. Confieso que no acabo de entenderlo
del todo. Laura, querida, ven acá y oye lo que dice el
doctor Spielsberg. Y mantén la calma. Hablaste de la sensación
de dos agujas que te penetraban la piel cerca del cuello la noche
que tuviste tu primer sueño horrible. ¿Todavía te duele?
—No, papá. Ya no.
—Nos puedes señalar con el dedo más o menos el punto
donde crees que te entraron las agujas.
—Aquí –dije, indicando–, un poco más abajo de la garganta.
El vestido que llevaba puesto cubría el lugar.
—Ahora usted puede ver, señor –dijo el médico–. Si no te
82
Capítulo lX
molesta, señorita, tu padre te va a bajar el cuello del vestido,
pero muy poco. Es necesario para que podamos detectar el síntoma
del mal que padeces.
Yo consentí. El lugar estaba apenas a una pulgada debajo del
cuello del vestido.
—¡Que Dios me bendiga! –exclamó papá–. ¡Es verdad!
Y empalideció.
—Ahora lo puede ver con sus propios ojos – dijo el médico,
triunfante, pero en tono lúgubre.
—¿Qué es? –pregunté, empezando a alarmarme.
—Nada, mi querida señorita –dijo el médico–, sólo un diminuto
punto azul, como la punta de tu dedo. Y ahora… –y se
volteó hacia papá–, ahora la cuestión es ¿qué vamos a hacer?
—¿Existe algún peligro? –pregunté, con creciente temor.
—Espero que no, querida –replicó el médico –. No veo por
qué no vayas a recuperar tu salud. Debe empezar a mejorar
desde ahora. ¿Es ese el punto donde se inicia el sentido de estrangulación?
—Sí –le dije.
—Entonces, recuerda lo mejor que puedas. ¿Fue ese punto el
centro, de alguna manera, del estremecimiento que me acabas
de describir, como las aguas frías de un arroyo cuya corriente
venía contra ti?
—Podría ser. Sí, creo que sí.
—¿Logra verlo? –dijo dirigiéndose a mi padre–.
¿Me permite una palabra con madame? —Naturalmente –
respondió papá.
Hizo que madame Perrodon se acercara, y le dijo:
—Encuentro que nuestra joven amiga aquí presente no está bien,
ni mucho menos. Ojalá no sea de mucha gravedad. Creo que no.
Sin embargo, hay que tomar ciertas medidas, que le voy a explicar
prontamente. Pero mientras tanto, madame, le ruego que no deje a
la señorita Laura sola en ningún momento. Es lo único que le puedo
recomendar por ahora. Pero es absolutamente indispensable.
83
Carmilla
—Yo sé que contamos con su amabilidad, madame. Y su
cuidado –dijo papá–. De eso estoy seguro.
Sin vacilar, madame le aseguró que sí.
—Y tú, mi querida Laura –dijo papá–, yo sé que vas a acatar
la recomendación del doctor.
Luego se dirigió al médico:
—Tengo que pedir su opinión sobre otra paciente, cuyos síntomas
se asemejan a los de mi hija. En menor grado, creo, pero
similares. Se trata de una joven que es nuestra invitada. Como
me dice que vuelve a pasar por estos lados más tarde, le invito
a cenar con nosotros, y luego la puede examinar. Ella nunca
aparece sino después de la una de la tarde.
—Le agradezco –dijo el médico–. Estaré con ustedes, entonces,
a las siete de la noche.
Los dos repitieron sus indicaciones para mí y para madame,
y con eso mi padre acompañó al médico a la salida. Los observé
caminando para arriba y para abajo sobre el césped frente
al castillo, entre la carretera y la fosa. Se veían absortos en una
conversación muy seria.
El médico no regresó con papá. Lo vi montar su caballo y
galopar hacia el este por el bosque. Casi en el mismo momento
vi que el hombre de Dranfield
llegó con el correo. Se apeó y entregó las cartas a papá.
Mientras tanto, madame y yo nos ocupábamos en conjeturas
acerca de los motivos que había inspirado la severa recomendación
impuesta por el médico, secundado por mi padre. Fue solo
después que madame me contó su verdadera opinión; creía que
el médico tenía miedo de que me diera una súbita epilepsia y
que, sin ayuda instantánea, podría perder la vida en un ataque,
o al menos quedar gravemente herida.
A mí no se me ocurrió interpretar la cosa así. Me imaginaba
–y tal vez fue afortunado, dado el estado de mis nervios– que
se me había formulado esa precaución simplemente para que
tuviera una compañera constantemente a mi lado, para que no
84
Capítulo lX
fuera a hacer demasiados esfuerzos o comer frutas verdes, o
hacer alguna de las mil tonterías para las que, según suponen
los mayores, nosotros los jóvenes somos propensos.
Una media hora más tarde, mi padre entró. En la mano llevaba
una carta.
—Esta carta llegó con demora –dijo–. Es del general Spielsdorf.
Podría haber venido a vernos ayer. Ahora no llegará hasta
mañana, a no ser que alcance a llegar hoy mismo.
Colocó la carta en mi mano, pero no se veía contento, como
solía ser cuando esperaba una visita, especialmente la de una
persona tan querida como era el general Spielsdorf. Al contrario,
tenía cara de querer hundir al general en el fondo del mar.
Era evidente que algo lo tenía sumamente preocupado, algo
que no quiso revelarnos a nosotros.
—Papá, querido papá –le dije de súbito, poniendo mi mano
en su brazo y mirándolo como quien implora–, ¿por qué no me
cuentas qué es lo que pasa?
—Tal vez –me dijo, acariciándome el pelo. —¿El médico
piensa que estoy muy grave?
—No, hija mía. Piensa que, si tomamos las medidas correctas,
vas a estar muy bien otra vez, en camino a una recuperación
total. En cuestión de días. Pero hubiera querido que nuestro
amigo el general escogiera otro momento. Es decir, quisiera
que tú estuvieras perfectamente bien para recibirlo.
—Pero dime, papá –le insistí–, ¿qué es lo que el médico cree
que tengo?
—Nada. No me debes acosar con tantas preguntas –me respondió,
con una irascibilidad que no le había conocido nunca.
Luego, viéndome desconcertada, me dio un beso y agregó:
—Vas a saber todo en un par de días. Es todo lo que sé.
Mientras tanto, no debes preocuparte.
Se volteó y salió del cuarto. Pero antes de que yo hubiera tenido
tiempo para reflexionar sobre lo raro de todo esto, regresó.
Fue para decir que pensaba ir a Karnstein. Ordenó que el coche
85
Carmilla
estuviera listo a las doce del día, y dijo que madame y yo deberíamos
acompañarlo. Quería visitar a un sacerdote que vivía
cerca de ese pintoresco lugar. Un asunto de negocios, dijo. Y ya
que Carmilla no conocía el sitio, ella podía seguirnos cuando
bajara de su habitación. Carmilla viajaría con mademoiselle,
quien llevaría cosas de comer para hacer un picnic en los predios
del castillo en ruinas.
A las doce yo estaba lista. Y a los pocos minutos mi padre,
madame y yo emprendimos el viaje. Después de atravesar el
puente levadizo, volteamos a la derecha y, siguiendo la carretera,
cruzamos el puente gótico. Viajamos hacia el oeste con
el fin de llegar a la aldea abandonada al pie de las ruinas del
castillo de los Karnstein.
Ningún paseo podría ser más grato. El panorama es una
mezcla de colinas y valles, todo vestido de bosques, sin ese
formalismo que se ve en los bosques plantados artificialmente,
todo podado y bien arreglado.
Las irregularidades del terreno obligan a la vía que cambie
constantemente de ruta, de modo que anda merodeando al borde
de las colinas más empinadas y bajando a las hondonadas
para revelar ante nuestros ojos una variedad inagotable de paisajes.
A la vuelta de una curva, nos encontramos de improviso con
nuestro viejo amigo, el general Spielsdorf. Venía cabalgando
hacia nosotros, en compañía de un asistente, igualmente bien
montado. Sus maletas venían detrás en una carreta halada por
un caballo.
Cuando el general llegó al lado de nuestro coche, frenamos
y él se apeó para saludarnos. No resultó difícil persuadirle para
que ocupara el asiento vacante en nuestro coche. Subió, entonces,
y con el sirviente, mandó su caballo a nuestro castillo.
86
X
De luto
Desde nuestro último encuentro con el general habían pasado
unos diez meses, tiempo suficiente para haber producido un
cambio de años en su figura. Estaba más delgado, y la cordial
serenidad que antiguamente le era tan característica se había
reemplazado con una actitud lúgubre y ansiosa. Sus ojos de
un azul profundo, siempre penetrantes, miraban al mundo ahora
con una expresión severa debajo de sus hirsutas y tupidas
cejas. La alteración que se le notaba no parecía ser producto
únicamente del dolor de haber perdido a un ser querido. A ese
dolor se agregaba un raro elemento que yo llamaría apasionada
iracundia.
Pocos minutos después de reiniciar el viaje, el general empezó
a hablar. Con su típica franqueza militar, se refirió al luto
que padeció después de la muerte de su querida sobrina. Acto
seguido, irrumpió en un tono de intensa furia y amargura, maldiciendo
las «artes infernales» de las que ella había sido víctima.
Expresaba, con más exasperación que piedad, su rechazo
de un dios que permitiera tan monstruosa indulgencia a la lujuria
y malignidad del Infierno.
Mi padre entendió en seguida que el general había sufrido alguna
calamidad fuera de lo común. Le pidió que, si no fuera
demasiado doloroso, nos contara cuáles eran las circunstancias
que merecían los términos tan fuertes en que se había expresado.
Carmilla
—Podría contarle, con gusto –dijo el general–.
Pero usted no me creería.
—¿Por qué no? –preguntó papá.
—Porque usted solamente cree en lo que está de acuerdo con
sus propios prejuicios y sus propias ilusiones –dijo en un tono
algo irascible–. Yo era como usted. Pero la vida me ha enseñado
a pensar de manera diferente.
—Intente conmigo, entonces –dijo papá–. No soy tan dogmático
como usted cree. Además, yo sé muy bien que usted
siempre necesita pruebas para creer, y por eso estoy muy dispuesto
a respetar sus conclusiones.
—Usted tiene razón al suponer que no ha sido a la ligera
que he llegado a creer en lo fantasioso, porque lo que he experimentado
es eso, fantasioso. Una evidencia extraordinaria
me ha obligado a dar crédito a algo que era diametralmente
opuesto a todas mis convicciones anteriores. He sido utilizado
como una ficha inconsciente en manos de una conspiración sobrenatural.
No obstante haber profesado su confianza en la seriedad del
general, observé cómo mi padre, ante esto, miró al general con
lo que me parecía una duda acerca de su estado mental.
Por fortuna, el general no lo notó. Con una mezcla de tristeza
y curiosidad estaba contemplando el sombreado paisaje de
valles y bosques por donde nuestro coche pasaba en ese momento.
—¿Se van a las ruinas de Karnstein? –preguntó–. Es una
coincidencia afortunada. Iba a pedirle el favor de llevarme allá
para verlas. Tengo un motivo especial para querer examinarlas.
Tengo entendido que hay una capilla, también en ruinas, con
una cantidad de tumbas de miembros de aquella antigua familia,
¿no es así?
—Es verdad –dijo mi padre–. Y son muy interesantes. ¿Está
pensando usted en reclamar las tierras y los títulos hereditarios
de los Karnstein? –preguntó mi padre.
88
Capítulo X
Lo había dicho en broma. Pero el general no respondió con
una risa, ni siquiera una sonrisa, al chiste de su amigo, como
dictaba la etiqueta. Al contrario, se puso aún más serio, incluso
molesto, rumiando algún asunto que había provocado su ira y
su horror.
—Algo muy distinto –dijo bruscamente–. Tengo la intención
de desenterrar algunos de esos nobles personajes. Con la
bendición de Dios, allá espero poder cumplir con un sacrilegio
piadoso. Con él, espero eliminar a ciertos monstruos que andan
por la tierra, y permitir así que la gente pueda dormir tranquilamente
en sus camas sin ser asediada por asesinos. Tengo cosas
extrañas para contarle, mi querido amigo, cosas que, hace unos
meses, yo mismo no habría creído posibles.
Mi padre lo observó de nuevo, pero esta vez sin una mirada
de duda o sospecha. Más bien con una expresión de aguda inteligencia,
y de alarma.
—El linaje de los Karnstein –dijo– está extinto. Desde hace
cien años, al menos. Mi querida esposa fue descendiente de esa
familia, por el lado materno. Pero hace mucho tiempo que no
existen ni el nombre ni el título. El castillo es una ruina, y la
aldea está abandonada. Hace medio siglo que no se vislumbra
el humo de una chimenea en ese lugar. Y ninguna de las casas
tiene techo ya.
—Tiene usted razón –dijo el general–. Me he enterado de
todo eso desde la última vez que nos vimos. Y he aprendido
muchas cosas que le van a sorprender. Pero mejor narro todo
en el orden en que los eventos ocurrieron. Usted conoció a mi
querida sobrina; mejor dicho, mi niña, como yo la llamaba.
Ninguna criatura más hermosa. Hace apenas tres meses estaba
en la flor de su juventud y su belleza.
—Es verdad, ¡la pobre! –dijo mi padre–. La última vez que
la vi estaba hermosa. Su muerte me dolió más de lo que le
puedo decir, mi querido amigo. Sé que para usted fue un golpe
terrible.
89
Carmilla
Tomó la mano del general y la apretó. Los ojos del viejo
militar se llenaron de lágrimas y no hizo ningún esfuerzo por
ocultarlas.
—Hace muchos años que somos amigos –dijo–. Sabía cómo
me acompañaba en mi dolor, yo que no tengo hijos propios. A
Bertha la quería con un amor especial, y ella me correspondió
con un afecto que llenó de alegría mi hogar y me volvió la vida
feliz. Ya nada de eso existe. No estoy destinado a vivir muchos
años más sobre la tierra. Pero antes de morir, con la ayuda de
Dios, espero poder cumplir un servicio a la humanidad. Espero
colaborar con la venganza del Cielo contra los malvados que
asesinaron a mi pobre niña en la primavera de sus esperanzas
y de su belleza.
—Hace un momento –dijo mi padre–, usted prometió contarnos
todo en el orden en que ocurrieron las cosas. Hágalo,
se lo ruego. Le aseguro que me incita algo más que una mera
curiosidad.
En esas llegamos a una encrucijada donde el camino de
Drumstall, por donde había venido el general, se desvía de la
carretera que nos iba llevando hacia Karnstein.
—¿Cuánto hay de aquí a las ruinas? –preguntó el general
con cierta ansiedad.
—Una media legua, aproximadamente –respondió mi padre.
Pero, por favor, cuéntenos la historia que, en su bondad, nos
había prometido.
90
Xl
El relato
—Con el mayor gusto –dijo el general Spielsdorf, haciendo
un esfuerzo. Y luego de una breve pausa que parecía necesitar
para ordenar el tema en su cabeza, comenzó a contar el relato
más extraño que he escuchado en mi vida.
—Mi querida niña anticipaba con el mayor placer la visita
que usted había tenido la cortesía de preparar para que pudiera
pasar un tiempo en su castillo con su encantadora hija. –Aquí se
interrumpió para hacer una venia melancólica, dirigida a mí–.
Mientras llegaba el momento, aceptamos una invitación de mi
viejo amigo el Conde Carlsfield, cuyo castillo está a unas seis
leguas de Karnstein, en dirección contraria. Fue para asistir a la
serie de kermeses que, como usted recordará, él acostumbraba
dar en honor de su ilustre visitante, el Gran Duque Carlos.
—Sí, me acuerdo. Y muy espléndidas que eran, según entiendo
–dijo mi padre.
—¡Dignas de un príncipe! Su hospitalidad siempre es digna
de la realeza. El conde parece poseer la lámpara de Aladino. La
noche de la que data mi dolor nos invitó a un magnífico baile de
máscaras. Sus jardines se pusieron a disposición, y lámparas de
múltiples colores colgaban de los árboles. Hubo una muestra
de pirotecnia superior a la que he visto en la mismísima Ciudad
Luz. Y ¡qué música¡ (la música, usted sabe, es mi debilidad),
¡qué música más bella! Tal vez la mejor orquesta del mundo, y
Carmilla
los mejores cantantes seleccionados de los grandes teatros de
la ópera de toda Europa. Cuando uno deambulaba por aquellos
predios con su iluminación de fantasía, viendo cómo una luz
rosada se reflejaba en la fila de altos ventanales del castillo, se
podía oír las espléndidas voces de tenores y sopranos que se
levantaban de entre el silencio de la arboleda. En cierto momento
se producía la ilusión de que se levantaban desde los botes
que uno adivinaba balanceándose sobre las aguas del lago.
Al contemplar toda esta escena y escuchar la música, me sentí
transportado al romance y la poesía de mi primera juventud.
»Al concluir la extraordinaria muestra de pirotecnia, y con el
inicio del baile, regresamos todos a los nobles salones dispuestos
para los danzantes. Como usted sabe, un baile de máscaras
es algo muy bonito. Pero el espectáculo aquella noche fue el
más brillante que yo he conocido.
»Los asistentes eran todos gente de la aristocracia. Entre los
presentes, yo era uno de los muy pocos plebeyos.
»Mi querida niña estaba más bella que nunca. No llevaba
máscara. Y su emoción y su deleite agregaban un encanto especial
a sus facciones, siempre tan hermosas. Me fijé en una
joven, magníficamente vestida, pero con máscara, quien, me
parecía, miraba a mi niña con muchísimo interés. La había visto
antes, en el gran vestíbulo, y por unos minutos andaba cerca
de nosotros por la terraza, debajo de las ventanas del castillo.
En ese momento también se fijaba en mi niña con la misma
atención. Esta joven fue acompañada por una señora igualmente
enmascarada y vestida con elegancia pero, al mismo tiempo,
con una cierta austeridad. Su aire imperioso indicaba que era
un personaje de alto rango.
»Si la joven no hubiera llevado máscara, es obvio que yo
podría haber sabido con más certeza si de verdad estaba concentrada
en la contemplación de mi niña, o si fue simplemente
mi imaginación. Ahora le puedo asegurar que no era mi ima-
92
Capítulo Xl
ginación.
»Estábamos en uno de los salones cuando mi querida niña, la
pobre, que había bailado mucho, descansaba en una silla cerca
de la puerta. Yo estaba de pie, no lejos de ella. Las dos mujeres
que acabo de mencionar se acercaron, y la joven se sentó al
lado de mi niña. Su acompañante, o chaperón, se paró al lado
mío, y durante un tiempo se dirigía en susurros a la joven.
»Contando con el privilegio que le daba la máscara, se volteó
hacia mí y me habló como si fuéramos viejos amigos, llamándome
por mi nombre. Su conversación me picó la curiosidad,
pues se refirió a varias circunstancias en las que me había conocido:
en la Corte, y también en casas de personas distinguidas.
Trajo a la memoria pequeños incidentes en los que yo no había
vuelto a pensar en mucho tiempo, aunque estaban allí en mi
mente, porque volví a recordarlos vívidamente apenas ella los
mencionó.
»Creció en mí una enorme curiosidad por saber quién era.
Ella, con mucha habilidad y elegancia, sorteaba mis intentos
por descubrir su identidad. Demostraba un conocimiento inexplicable
de tantos detalles de mi vida. Se deleitaba, además, haciendo
maniobras para frustrar mi curiosidad, y gozaba viendo
mi perplejidad ante cada nueva muestra de su familiaridad con
mis andares.
»Observé también cómo, mientras hablábamos, la joven
había entablado conversación con igual facilidad y gracia con
mi niña. La señora resultó ser la madre de esta joven, a quien
se dirigió un par de veces, llamándola por el curioso nombre
de Millarca. »La tal Millarca, al iniciar la charla con mi
niña, dijo que su madre era una vieja amiga mía. Dijo que
le gustaba usar la máscara, porque le permitía una agradable
osadía a la hora de comenzar una relación. Habló con mi niña
amigablemente, admirando su vestido e insinuando un gran
aprecio por su belleza. También la entretuvo con sus simpáticos
comentarios sobre la otra gente en el salón de baile, y
93
Carmilla
le hizo gracia la manera de gozar de mi pobre criatura. Esta
joven se daba gusto exhibiendo su inteligencia y simpatía, y
muy pronto las dos habían forjado una amistad. En esas, la joven
desconocida bajó la máscara para revelar un rostro extremadamente
hermoso. No la había conocido antes, ni mi niña
tampoco. Pero, a pesar de ser una cara nueva para nosotros, la
encontramos tan encantadora como bella. Resultó imposible
no sentirse atraído hacia ella inmediatamente. Mi pobre niña
sintió ese atractivo. Nunca había visto una persona conquistada
tan rápidamente como lo fue mi niña. O a lo mejor fue al
revés. Es decir, tal vez la desconocida se había enamorado al
instante de mi niña.
»Mientras tanto, aproveché la licencia que otorga el uso de
las máscaras para dirigir unas preguntas a la señora. “Usted me
tiene muy intrigado”, le dije jocosamente. “¿No está satisfecha
ya? ¿No está dispuesta ahora a ponernos en igualdad de condiciones
y hacerme el favor de quitarse la máscara?”.
»“¿Puede haber una solicitud más injusta?”, replicó. “¡Pedir
a una mujer que se deje en desventaja! Además, ¿cómo sabe
usted que me va a reconocer? Los años no vienen solos”.
»“Como usted puede ver”, le dije, haciendo una venia, y con
una leve risa, sin duda algo melancólica.
»“Y como nos dicen los filósofos”, dijo ella. “Y ¿por qué
cree que ver mi cara lo ayudará?”.
»“En cuanto a eso, estoy dispuesto a correr el riesgo”, le dije.
“No puede fingir que es una mujer vieja. Su figura la delata”.
»“No obstante, han pasado bastante años desde que lo vi por
última vez. O más bien, desde que usted me vio a mí. Millarca
es mi hija, lo cual quiere decir que yo no puedo ser considerada
joven, ni siquiera en opinión de personas a quienes el tiempo
ha enseñado a ser indulgentes. Y tal vez no me gustaría que
usted me comparara con la persona de quien se acuerda. Usted
no lleva máscara, entonces no se la puede quitar. No tiene nada
para ofrecerme en cambio”.
94
Capítulo Xl
»“Mi solicitud es que tenga piedad usted de mí y se la quite”.
»“Y la solicitud mía es que me permita dejarla ahí donde
está”.
»“Bueno, pero al menos me puede decir si usted es francesa
o alemana. Habla ambos idiomas tan perfectamente”.
»“Creo que no se lo voy a contar, mi general. Usted me quiere
sorprender y está calculando cuál será el mejor punto del
ataque”.
»“En todo caso, hay algo que no puede negar”, le dije. “que
por tener el honor de poder conversar con usted, debería saber
cuál es la forma correcta de expresarme. ¿Debería llamarla madame?
¿O condesa?’
»Ella se rió y, sin lugar a dudas, me habría respondido con
una nueva evasiva. Es decir, si algún aspecto de aquella entrevista
podría haberse modificado por algo incidental. Cosa que
es imposible, porque, como veo ahora, fue preparada anticipadamente,
y con la más profunda astucia.
»“En cuanto a eso…”, empezó, pero fue interrumpida, casi
en el momento de abrir la boca, por un caballero, vestido de negro,
que lucía particularmente elegante y distinguido, salvo por
un detalle: su rostro era como el de un cadáver, de una palidez
que no había visto sino en los muertos. Como es evidente, no
llevaba máscara. Vestía el consabido traje negro de todo caballero
en esas circunstancias. Hizo una venia ceremoniosa e inusualmente
profunda, y sin sonreír, dijo lo siguiente: “¿Me permite
Madame la Condesa que tenga unas palabras con ella?”
»La señora levantó la vista para mirarlo y se tocó los labios
en señal de guardar silencio. Luego se dirigió a mí, y dijo:
“Guarde este asiento para mí, mi general. Yo vuelvo en un momento”.
»Y con esta petición, hecha de manera simpática, se alejó
con el caballero de negro. La miré conversando con él por unos
minutos con mucha seriedad. Acto seguido, se fueron y desaparecieron
entre la multitud.
95
Carmilla
»Durante los minutos que siguieron, me dediqué a forzar el
cerebro en un intento por imaginar la identidad de esa señora
que tantos recuerdos guardaba de mí. Incluso se me ocurrió
unirme a la conversación de mi niña con la hija de la tal condesa
y tratar de averiguar algo. Pensé que, con suerte, podría preparar
una sorpresa para ella cuando regresara. Tal vez podría
enterarme, a través de su hija, de cuál era su título de nobleza,
el nombre y localización de su chateau, y cosas por el estilo.
Pero en ese momento ella apareció, acompañada por el pálido
caballero de negro, quien habló y dijo:
»“Volveré para informar a Madame la Condesa cuando su
coche esté listo en la puerta”.
»Hizo una venia, y se fue.
96
Xll
La petición
—“De modo que Madame la Condesa nos va a privar de su
compañía”, dije, haciendo una venia de cortesía. “Pero espero
que sea solo por unas pocas horas”.
»“Tal vez. O posiblemente por unas semanas. Lamento que
el señor me haya saludado como hizo en su presencia. ¿Usted
ya sabe quién soy?”.
»Le aseguré que no.
»“Pronto lo sabrá”, dijo. “Pero aún no. Somos viejos amigos,
usted y yo, amigos más antiguos y cercanos de lo que usted
sospecha, tal vez. Todavía no puedo revelar mi identidad. Pero
en unas tres semanas pasaré por su bello castillo, sobre el cual
he hecho mis averiguaciones. Le visitaré por una hora, o dos,
y retomaré una amistad que nunca traigo a la memoria sin que
me evoque mil recuerdos placenteros. Pero en este momento
he recibido una noticia que me ha caído como un trueno. Tengo
que despedirme de inmediato y viajar por una ruta difícil, casi
cien millas, lo más rápido que pueda. Mis confusiones se me
multiplican. Si no fuera por la obligatoria reserva que mantengo
en cuanto a mi identidad, le pediría un favor muy singular.
Mi pobre niña no ha recuperado su salud luego de caer de su
caballo. Cayó cuando había salido para observar una cacería.
Sus nervios están afectados y nuestro médico insiste en que,
durante un buen tiempo, no debe hacer ningún esfuerzo. Por
Carmilla
lo tanto llegamos aquí por etapas, no más que de seis leguas al
día. Ahora yo tengo que viajar día y noche, en una misión de
vida o muerte, una misión cuya naturaleza crítica le voy a poder
explicar cuando nos volvamos a encontrar, que espero sea
dentro unas semanas, cuando ya no estaré obligada a guardar
secretos”.
»A continuación presentó su petición. Lo hizo no como
quien ruega un favor, sino como quien condesciende a favorecer
al otro. Me refiero únicamente a su estilo, pues no creo
que haya sido consciente de ello. Aparte de la manera en que
se expresó, no podría haber implorado con más humildad. Me
pidió simplemente que consintiera a encargarme de su hija durante
su ausencia.
»Tomando en cuenta todas las circunstancias, su solicitud
me pareció bastante audaz. Pero de alguna manera me desarmó,
ya que inmediatamente ella reconoció las evidentes razones
en contra de su petición, entregándose enteramente a mi
sentido de la caballerosidad. En ese preciso momento, debido
a una fatalidad que parece haber determinado todo lo que ocurrió,
mi pobre niña vino a mi lado y, en voz baja, me imploró
que invitara a su nueva amiga, Millarca, para que fuera a hacernos
una visita. En conversación con la joven desconocida, esta
le había dicho a mi niña que, si su madre estuviera de acuerdo,
a ella le gustaría mucho visitar nuestro hogar.
»En otras circunstancias le habría dicho que esperara un
poco, al menos hasta saber con quiénes estábamos tratando.
Pero no me dieron tiempo para reflexionar. Las dos mujeres,
la señora y la joven, me asediaron al tiempo. Y debo confesar
que la bella y refinada cara de la joven, que poseía una cualidad
extremadamente encantadora, sin hablar de su elegancia, evidencia
de que provenía de muy noble cuna, eran factores que
me subyugaron totalmente. Me rendí y acepté, con demasiada
facilidad, tener bajo mi tutela por un tiempo a la linda adolescente
a quien su madre llamaba Millarca.
98
Capítulo Xll
»La condesa hizo acercar a su hija, y noté que la muchacha
escuchó con mucha seriedad mientras su madre le contó,
en términos generales, cómo había sido llamada súbita
y perentoriamente, explicándole también el arreglo hecho
conmigo para que ella se quedara bajo mi protección. A
esto agregó que yo era uno de sus más viejos y preciados
amigos.
»Yo, desde luego, eché un pequeño discurso tal como la ocasión
parecía merecer. Solo más tarde me di cuenta de que estaba
metido en una situación que no me gustaba en lo más mínimo.
»Regresó el caballero de negro, y con mucha ceremonia,
condujo la señora hacia la puerta. El porte de este señor fue
impresionante, y me dejó convencido de que la condesa era una
mujer de mucha más importancia de lo que su relativamente
modesto título podría sugerir.
»Su última advertencia, dirigida a mí, fue que, antes de su
regreso, por ningún motivo debía tratar de averiguar ningún
dato más acerca de ella, aparte de lo que ya podría haber adivinado.
Me aseguró que el Conde Carlsfield, nuestro distinguido
anfitrión, conocía perfectamente sus motivos.
»“Pero aquí”, dijo, “ni yo ni mi hija podemos permanecer
por más de veinticuatro horas. Hace una hora aproximadamente
yo me quité la máscara. Fue un acto imprudente y no fue
por más de un momento. Pero tuve la impresión de que usted
me había visto. Fue por eso que decidí buscar una oportunidad
de entablar conversación con usted. Si hubiera encontrado que
me había visto, habría invocado su alto sentido del honor para
guardar mi secreto por unas semanas. Ahora estoy convencida
de que no me vio. Pero si sospecha, o si más adelante, reflexionando,
llegue a sospechar quién soy yo, cuento igualmente con
su honorabilidad. Mi hija también guardará nuestro secreto. Y
espero que, de vez en cuando, usted le recuerde su obligación
al respecto, para evitar que, por un descuido momentáneo, lo
fuera a revelar”.
99
Carmilla
»Susurró unas palabras más al oído de su hija, le dio un beso
apurado, y se fue, acompañada por el pálido caballero de negro.
En un instante se habían perdido entre la multitud.
»“En la sala aquí al lado”, dijo Millarca, “hay una ventana de
donde se puede ver la puerta principal. Me gustaría ver a mamá
cuando salga y mandarle un beso con la mano”.
»Asentimos, por supuesto, y la acompañamos a la ventana.
Desde allá vimos una carroza muy bella de estilo antiguo, con
una cantidad de sirvientes y jinetes auxiliares. Observamos la
esbelta figura del caballero de negro quien llevaba en las manos
una capa de terciopelo negro que colocó sobre los hombros de
la señora y sobre su cabeza puso el capuche. Ella le hizo una
pequeña venia y le tocó la mano levemente. Él se inclinó una
y otra vez mientras cerraba la portezuela del coche que, apenas
su pasajera estaba a bordo, arrancó a andar.
»“Ella ya se fue”, dijo Millarca, con un suspiro.
»“Sí, ya se fue”, repetí yo para mis adentros, mientras, por
primera vez luego de los acelerados momentos que habían pasado
desde que acepté el encargo, reflexionaba sobre la ligereza
con la que yo había actuado.
»“Ni siquiera miró para acá”, dijo Millarca con tristeza.
»“A lo mejor la condesa se había quitado la máscara y no
quiso mostrar la cara”, dije. “Además ella no sabía que tú la
estabas viendo desde la ventana”.
»Ella suspiró y me miró a los ojos. Viéndola tan hermosa
sentí vergüenza por haberme arrepentido, aunque fuera mentalmente,
de ofrecerle mi hospitalidad. Tomé la decisión de compensarla
por mi indudable egoísmo.
»Ella volvió a ponerse la máscara, y las dos, ella y mi hija,
me persuadieron para que regresáramos a los jardines donde se
reiniciaba el concierto. Salimos, entonces, y caminábamos por
la terraza del castillo frente a la larga fila de altos ventanales.
»Millarca nos trató como si fuéramos amigos íntimos, y nos
entretuvo con animadas descripciones de las importantes per-
100
Capítulo Xll
sonalidades que observábamos en la terraza, y con historias sobre
ellas. Le iba queriendo más con cada minuto que pasaba.
No contaba sus chismes con maldad, y para mí resultaron muy
divertidos, ya que me había ausentado durante mucho tiempo
del gran mundo y de los círculos sociales. Pensé en cómo la
llegada de Millarca a nuestro hogar iba a dar nueva vida a nuestras
largas tardes de soledad.
»El baile no terminó antes de que el sol matutino empezara
a asomarse por el horizonte. Al Gran Duque le gustaba bailar
la noche entera, de modo que los invitados, para expresar su
lealtad, no podrían ni pensar en partir e ir a la cama antes del
amanecer.
»Habíamos pasado por un salón atestado de gente, cuando
mi querida niña me preguntó si yo había visto a Millarca. Yo
creía que ella acompañaba a mi niña, y mi niña Bertha creía
que estaba conmigo. De súbito caímos en la cuenta de que la
habíamos perdido.
»En vano la busqué. Se me ocurrió que, en la confusión de
separarse momentáneamente de nosotros, hubiera tomado a
otras personas por sus nuevos amigos y que, en su error, las
hubiera perseguido dentro de los amplios jardines hasta desorientarse
del todo.
»Ahora entendí, en toda su extensión, que había cometido
una tremenda estupidez: me había encargado de esta muchacha
sin saber quién era, ni siquiera cuál era su apellido. Peor aún,
amarrado por la obligación de guardar un secreto (una obligación
impuesta por razones para mí desconocidas), no podía
buscar ayuda con decir que se trataba de la hija de la condesa
que había partido unas horas antes.
»Llegó la aurora. Fue a plena luz del día, entonces, cuando
finalmente abandoné la búsqueda. Fuimos a descansar en
la habitación preparada para nosotros en el castillo de Conde
Carlsfield. Solo a las dos de la tarde del día siguiente supimos
algo de la muchacha perdida.
101
Carmilla
»Fue a esa hora aproximadamente cuando un sirviente tocó
en la puerta de mi niña para decirle que una joven, en estado de
evidente ansiedad, le había preguntado dónde podría encontrar
al Barón general Spielsdorf y a su hija, al encargo de quienes le
había dejado su madre.
»No quedaba duda de que se trataba de nuestra nueva amiguita.
Había vuelto a aparecer. ¡Ojalá se hubiera perdido para
siempre!
»A mi pobre niña le contó todo un cuento para explicar su
demora en volver. Muy tarde en la noche, dijo, resignada ante
la imposibilidad de encontrarnos, había llegado a la habitación
del ama de llaves del castillo, donde cayó en un sueño largo y
profundo que escasamente fue suficiente para que se recuperara
de la fatiga que había experimentado en el baile.
»Ese día, Millarca fue con nosotros para casa. Y yo me sentía
feliz de que mi niña hubiera encontrado a una compañera
tan encantadora.
102
Xlll
El leñador
—Sin embargo, no demoraron en aparecer algunos inconvenientes.
En primer lugar, Millarca padecía una languidez extrema
(aparentemente una secuela de su reciente enfermedad)
y jamás salía de su alcoba hasta bien entrada la tarde. Además,
se descubrió accidentalmente que, a pesar de que ella siempre
cerraba la puerta de su alcoba con llave desde adentro y nunca
sacaba la llave de la cerradura hasta cuando permitiera entrar
a una sirvienta para asistirla en el baño, no obstante se ausentaba
de su habitación con cierta frecuencia en la madrugada, y
también en ciertos momentos en el curso del día. Y esto ocurría
aun cuando ella indicaba que todavía no se había movido de
su cuarto. Contradiciendo esto, desde las ventanas del castillo
varias personas la habían visto, en la primera tenue luz de la
madrugada, caminando entre los árboles, yendo hacia el oriente
y con la apariencia de una persona en trance. Lo cual me
convenció de que ella era sonámbula. Pero esta hipótesis no
resolvió el misterio. ¿Cómo fue capaz de salir de su alcoba y, al
mismo tiempo, dejar la puerta cerrada con la llave adentro? ¿Y
cómo se escapaba de la casa sin abrir ninguna puerta y ninguna
ventana?
»En medio de mi perplejidad, se me presentó una preocupación
mucho más grave y urgente: mi querida niña empezó a
perder su buena salud y se le mermaba incluso su misma be-
Carmilla
lleza. Y todo de una manera tan extraña, y tan horrible, que me
dejó completamente atemorizado.
»Primero tuvo sueños espantosos. Luego imaginaba que se
le aparecía un fantasma, a veces con cara de Millarca, y otras
veces en la forma de un animal salvaje, percibido borrosamente,
que merodeaba al pie de su cama, yendo de un lado a otro.
»Y por último, experimentó una serie de sensaciones. Una
de ellas, muy peculiar pero no desagradable, dijo, se asemejaba
a la corriente de un río que fluía contra su pecho. Más tarde,
sintió algo como un par de largas agujas que le penetraban un
poco debajo de la garganta, causándole un dolor agudo. Unas
noches después, sintió una gradual y convulsiva sensación de
ser estrangulada. Seguido por una pérdida de conocimiento.
Pude oír distintamente cada palabra que pronunciaba el viejo
general Spielsdorf, ya que el coche pasaba entonces sobre el
césped que se extiende por ambos lados de la carretera cuando
uno se acerca al desentejado pueblo donde no se había vislumbrado
humo de ninguna chimenea en más de medio siglo.
Usted puede imaginar lo extraño que resultó para mí oír
mis propios síntomas descritos tan exactamente como los de
la pobre muchacha quien, si no fuera por la catástrofe que le
sucedió, hubiera estado de visita en nuestro hogar. Puede usted
suponer, también, cómo me sentía al escucharle detallar los hábitos
y las misteriosas peculiaridades que eran, de hecho, las de
nuestra bella visitante Carmilla.
Se abrió un claro en el bosque, y nos encontramos de sopetón
frente a las chimeneas y las desvencijadas paredes del pueblo
en ruinas. Encima de nosotros se erguían las derruidas torres y
almenas del viejo castillo, rodeado de gigantescos árboles.
Todos bajamos del coche, yo con sentimientos de temor, y
todos en silencio, pues en ese momento cada cual tenía mucho
en qué pensar. Caminamos en dirección del castillo por una
empinada colina, y dentro de pocos minutos nos hallábamos en
el castillo de corredores oscuros, escaleras en espiral y vastos
104
Capítulo Xlll
salones en un lamentable estado de deterioro. Luego de un largo
silencio, el general habló.
—De modo que esto fue alguna vez la residencia palaciega
de la familia Karnstein –dijo, mientras que, a través de un alto
ventanal, contemplaba el panorama que abarcaba el pueblo desierto
y una ancha franja de árboles que cubrían las montañas
a nuestro alrededor.
—Fue una familia mala, y en este lugar escribió su ensangrentada
historia. Es duro de aceptar que, después de muertos,
los Karnstein puedan seguir plagando la humanidad con su lascivia
atroz. Miren donde está su capilla, allá abajo.
Señaló los muros grises de una construcción gótica escasamente
visible entre el follaje.
—Siento golpes del hacha de un leñador –agregó–, trabajando
entre los árboles circundantes. Puede que él nos informe
acerca de la cosa que yo busco. Quiero que me diga dónde está
la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein. Esta gente rústica
conserva las tradiciones locales acerca de las grandes familias,
mientras que los ricos y los aristócratas olvidan todo una vez
que sus ancestros han dejado de existir.
—En casa –dijo papá–, tenemos un retrato de Mircalla, la
condesa de Karnstein. ¿Le gustaría verlo?
—Habrá tiempo para eso, mi querido amigo –respondió el
general–. Creo haber visto la original. Y una cosa que me motivó
para buscarlo a usted antes de lo previsto fue mi intención
de explorar la capilla, a donde vamos a entrar ahora.
—¿Quiere ver a la condesa? –exclamó mi padre–. Pero si
hace más de un siglo está muerta.
—No tan muerta como usted cree –dijo el general–. Al menos
así me han dicho.
—Confieso, general, que usted me intriga, pero mucho –dijo
mi padre, mirándolo con cierta sospecha de que estaba diciendo
locuras. Fue una mirada que había detectado en mi padre
en una ocasión anterior. Pero, a pesar de que se notaba ira y
105
Carmilla
disgusto en la actitud del viejo general, hablaba con mucha seriedad.
Pasamos debajo del arco gótico de la iglesia – pues era más
que una capilla; por sus dimensiones parecía merecer el término
«iglesia»– y nuevamente habló el general:
—Un solo objetivo me sostiene ahora en los pocos años que
me quedan de vida: vengarme de ella. Y gracias a Dios, es algo
que un arma mortal puede aún cumplir.
—¿De qué venganza habla? –preguntó mi padre, cada vez
más atónito.
—Hablo de decapitar al monstruo –respondió el general, con
furia, y con un golpe de pie que resonó con un triste eco a lo
largo de la ruina hueca. Levantó su brazo con el puño cerrado
como si estuviera agarrando un hacha, y lo blandió ferozmente
en el aire.
—¿Qué? –exclamó mi padre, consternado.
—¡Quitarle la cabeza!
—¿Decapitarla?
—Sí, con un hacha, o una pala o con lo que sea, algo que
pueda rebanar su garganta asesina. Va a saber –dijo, temblando
de la furia.
Luego caminó adelante y señaló una viga echada en el piso.
—Esa viga puede servir de asiento –dijo–. Su querida hija se
ve fatigada. Que tome asiento, y con unas pocas palabras más,
voy a concluir mi espantosa historia.
El bloque de madera que yacía sobre el adoquinado cubierto
de musgo en la destartalada capilla hizo las veces de banca
donde, con el mayor alivio, me senté. Mientras tanto, el general
llamó al leñador, quien estaba ocupado cortando las ramas de
un árbol que descansaba sobre el muro de piedra de la capilla.
Al instante, el robusto hombre se presentó ante nosotros, hacha
en mano.
No pudo contarnos nada acerca de los monumentos. Pero
nos habló de un anciano, un empleado del guardabosques, que
106
Capítulo Xlll
se alojaba en la casa del cura, a unas dos millas de distancia.
Ese señor podría indicarnos todos los monumentos de la familia
Karnstein. Estimulado por una propina que le dio el general,
el leñador ofreció ir por él y traerlo en media hora, si le prestábamos
uno de los caballos.
Efectivamente, el hombre regresó rápidamente con el anciano.
—¿Hace cuánto trabaja usted en estos bosques? –le preguntó
mi padre.
—Toda la vida he estado cortando leña aquí –contestó con el
fuerte acento de la gente de la región–. Tal como lo hizo mi padre,
y todas las generaciones de mi familia, más generaciones
incluso de las que pueda yo contar. Le podría mostrar la casa en
el pueblo donde antiguamente vivían mis antepasados.
—¿Por qué la gente abandonó el pueblo?
—Los perseguían los espíritus de los muertos, señor –respondió
el viejo–. Algunos de aquellos fantasmas fueron identificados
en sus tumbas, donde la gente los eliminó de la manera usual.
Los decapitaban, o los quemaban en la hoguera. Pero no antes de
que esos espíritus hubieran asesinado a mucha gente del pueblo.
Sin embargo –continuó–, aun después de todos estos procedimientos
legales, luego de abrir muchas tumbas y quitarles a los
vampiros su terrible poder de destrucción, el pueblo no se alivió.
Pero hace muchos años la noticia de lo que estaba pasando llegó
al oído de un aristócrata de Moravia que casualmente viajaba por
esta región. Siendo él adepto, como lo es mucha gente en su tierra,
según entiendo, en la práctica de ciertas artes y poderes sobre
los espíritus, el hombre se encargó de liberar al pueblo de los
fantasmas que lo atormentaban. Y lo hizo de la siguiente manera.
En una noche de luna, subió a una de las almenas desde donde
podía divisar el patio de la capilla. Usted mismo puede verlo
desde esa ventana. Esperó allá hasta que vio al vampiro salir de
su tumba y dejar al lado de ella su ropa bien doblada. Luego ese
espanto se deslizó hacia el pueblo para atacar a sus habitantes.
107
Carmilla
»El hombre, habiendo visto todo esto, descendió, levantó la
ropa (mejor dicho, la mortaja del vampiro) y con ella en sus
manos, ascendió de nuevo a la cumbre de la almena. Cuando
el vampiro regresó de sus miedosas andanzas y no encontró la
tela en que quería envolverse, vio al hombre de Moravia arriba
en la torre; y este le señaló que ascendiera para recibir su mortaja.
El vampiro aceptó y subió al encuentro con el hombre,
quien, con un fuerte golpe de su espada, partió el cráneo del
otro en dos, haciendo que cayera estrepitosamente al patio. El
hombre de Moravia bajó lo más rápido que pudo por la escalera
en espiral y le quitó la cabeza. Al día siguiente entregó cabeza
y cuerpo a los del pueblo, y ellos quemaron todo en una gran
hoguera.
»Eso fue hace mucho tiempo. Y el caballero de Moravia,
siendo un hombre de la nobleza, recibió un permiso por parte
de la familia Karnstein para llevarse la tumba de la condesa
Mircalla, cosa que efectivamente hizo. Así que, al poco tiempo,
nadie se acordaba del lugar exacto que la tumba había ocupado.
—¿No nos puede siquiera indicar el sitio? –preguntó el general,
ansioso.
El anciano negó con la cabeza.
—No hay nadie vivo que pueda mostrarlo ahora –dijo–.
Además, dicen que el cuerpo fue llevado lejos. Pero eso tampoco
es seguro.
No teniendo nada más que decir, el viejo tomó su hacha y
partió. Nos dejó solos con el general Spielsdorf, quien arrancó
a contar el final de su extraña historia.
108
XlV
El encuentro
—La salud de mi querida niña empeoraba día a día –dijo el
general, retomando su relato–. El médico que la atendía no había
logrado detener el avance de lo que yo creía era simplemente
una enfermedad. Consciente de mi preocupación, propuso
buscar una segunda opinión. Entonces acudí a un médico más
célebre y más experimentado, de la ciudad de Gratz.
»Pasaron varios días antes de que aquel sabio llegara. Era un
hombre bueno y religioso, además de ser un renombrado científico.
Los dos se reunieron para examinar a mi niña, y luego se
encerraron en mi biblioteca para conversar con el fin de llegar a
alguna solución. Desde un salón adyacente, mientras esperaba
su veredicto, sentí las voces de los dos caballeros levantadas en
lo que parecía ser algo más que una mera discusión científica.
Toqué en la puerta y entré. Encontré que el célebre médico de
Gratz defendía una cierta teoría con respecto al estado de mi
niña, mientras que su rival le refutaba con un mal disimulado
desprecio, acompañado de carcajadas. Mi entrada a la biblioteca
sirvió para poner fin a esta indecorosa manifestación de
discrepancias.
»“Mi general”, dijo el primero, “mi ilustre colega parece
creer que a usted le hace falta un mago, no un médico”.
»“Con su permiso”, dijo el viejo médico de Gratz, evidentemente
molesto, “voy a elaborar mi juicio sobre el caso a mi
Carmilla
manera, y en otro momento. Lamento decirle, Monsieur le General,
que mis conocimientos y mis remedios no sirven en la
situación actual. Pero antes de retirarme, me haré el honor de
hacerle una sugerencia”.
»Estaba pensativo. Se sentó ante una mesa y comenzó a escribir.
»Yo, profundamente decepcionado, hice una venia y empecé
a retirarme, cuando el otro médico señaló al que estaba sentado
escribiendo, tocándose la frente con un gesto bastante despectivo,
pues se refería al estado mental de su viejo colega.
»Este par de consultas me habían dejado en las mismas. Salí
al jardín sintiendo que la ansiedad me enloquecía. Después de
diez o quince minutos, el médico de Gratz apareció a mi lado.
Pidió disculpas por haberme perseguido, pero dijo que su conciencia
no le permitía abandonar la casa sin decir nada.
Me dijo que era imposible que se equivocara: que ninguna
enfermedad natural mostraba los síntomas que mostraba mi
niña, y que muy prontamente iba a morir. Apenas le quedaba
un día de vida, o posiblemente dos. Si se tomaran medidas inmediatamente
para evitar el próximo ataque, existía la posibilidad
de que, con sumo cuidado y mucha pericia, recuperara su
salud. Pero todo dependía de factores irrevocables. Un asalto
más sería suficiente para extinguir el último, tenue signo de
vitalidad que aún le restaba.
»“¿De cuál asalto habla?”, le pregunté. “¿De qué naturaleza
es?”.
»“He dicho todo en esta nota, que le entrego a usted con la
condición de que llame sin demora a un sacerdote y que abra
esta carta en su presencia. Por nada del mundo debe leerla antes
de que el cura esté presente. Porque de otra manera podría
menospreciar lo que he escrito, y el asunto es de vida o muerte.
Solo en el caso de que un sacerdote no se consiga, puede usted
leerla”.
»Finalmente, antes de partir, me preguntó si quisiera ver a un
110
Capítulo XlV
hombre muy conocedor del tema que, una vez leída la carta, seguramente
me iba a interesar mucho. En tal caso, dijo, debería
llamarlo para que el personaje me hiciera una visita.
»En el evento, resultó imposible encontrar al sacerdote; estaba
ausente. Así que leí la carta solo.
En otro momento, o frente a otro caso, lo escrito ahí podría
haberme parecido ridículo. Pero uno está dispuesto a escuchar
incluso a un charlatán si éste parece ofrecer una tabla de salvación
cuando la vida de un ser querido está en juego y todos los
demás remedios han fracasado.
»Ustedes dirán que nada podría ser más absurdo de lo que
había escrito este viejo médico. Era lo suficientemente fantasioso
como para haberlo certificado como demente. Dijo que la
paciente sufría de visitas de un vampiro. La penetración de las
agujas que ella sentía cerca de la garganta fue causada por los
dos largos y afilados colmillos que, como es bien sabido, son
la particularidad de los vampiros. Y no podría haber duda acerca
de las pequeñas y bien definidas huellas lívidas que todos
describen como típico sello producido por los labios de ese demonio.
Todos los síntomas que la víctima describe, dijo, coincidían
con los registrados en cada caso de un ataque similar.
»Bueno, yo he sido totalmente incrédulo en cuanto a la existencia
de portentos de esta índole. La teoría preternatural del
médico fue algo que yo asociaba con las alucinaciones. Sin
embargo, me sentía tan abatido que estaba dispuesto a intentar
cualquier remedio. El contenido de la carta me llevó a la
acción.
»Me oculté en el guardarropa, un pequeño cuarto oscuro que
daba a la alcoba de mi pobre paciente. En la alcoba se había
prendido una vela. Me quedé allí vigilante, esperando que mi
querida niña estuviera bien dormida. Desde la puerta del guardarropa
me asomaba para estar pendiente de cualquier cosa
que pasara. Siguiendo las instrucciones de la carta del médico,
tenía mi espada puesta a mi alcance sobre una pequeña mesa.
111
Carmilla
Alrededor de la una de la madrugada, vi un gran objeto negro,
poco definido, que se arrastraba hasta la cama de mi pobre
niña y rápidamente la cubrió hasta llegar a su garganta donde,
en una fracción de segundo, se hinchó, convirtiéndose en una
enorme masa palpitante.
»Por un momento me quedé petrificado. Pero luego salté,
blandiendo la espada. La creatura negra se contrajo súbitamente
y se deslizó por encima de la cama. En seguida, estaba parada
a pocos metros de mí, confrontándome con una mirada
feroz, horripilante. Era Millarca. La ataqué con la espada. Pero
no la alcancé. Ahora estaba parada al pie de la puerta, ilesa.
Horrorizado, ataqué de nuevo. Pero ella despareció en el acto,
y mi espada dio contra la puerta, echando chispas.
»No les puedo describir todo lo que pasaba esa noche. Fue
horrible. Todos se levantaron y hubo una confusión total. El
espectro de Millarca había desaparecido. Pero su víctima se
hundía rápidamente y antes del amanecer estaba muerta.
El viejo general estaba muy agitado. Nosotros no le dijimos
nada. Mi padre se alejó y comenzó a leer las inscripciones en
las lápidas. Entró en la capilla por una puerta lateral y siguió
examinando las tumbas. El general se recostó contra un muro,
enjugó las lágrimas y suspiró pesadamente. Yo sentí alivio al
oír las voces de Carmilla y madame Perrodon, que en ese momento
se acercaban. Pero luego no las escuché más.
En esta soledad, cuando acababa de oír el extraño relato relacionado
con los aristócratas muertos cuyos monumentos se
desmoronaban entre el polvo y la hiedra a mi alrededor, pensaba
en cómo cada incidente de la historia del general contenía
elementos tan parecidos a mi propio caso misterioso. Entonces,
en aquel lugar de fantasmas, oscurecido por el alto y denso follaje
que nos rodeaba y que trepaba encima de los silenciosos
muros, me oprimió una sensación de horror, y sentí una tremenda
corazonada cuando creí que, después de todo, mis amigas
no iban a entrar para disipar el ambiente triste y ominoso.
112
Capítulo XlV
El viejo general se apoyaba ahora con la mano puesta en la
base de un monumento con los ojos fijos en el suelo. Observé
un arco estrecho coronado por una de aquellas grotescas fantasías
esculpidas en piedra típicas de la vieja arquitectura gótica.
Por debajo de ese arco, desde las sombras de la capilla, emergió
Carmilla. Fue para mí un alivio volver a ver su bella figura
y tenerla nuevamente a mi lado.
Estaba yo a punto de levantarme y sonreír en respuesta a la
especialmente encantadora sonrisa de Carmilla, cuando, con
un alarido, el general agarró el hacha del leñador y arremetió
contra ella. En ese instante, al echarse atrás para esquivar el
ataque del viejo, Carmilla se transformó horriblemente. Su cara
se tornó brutal. Y antes de que yo pudiera gritar, el general la
embistió con toda su fuerza. Pero ella se agachó para evitar el
golpe y con su pequeña mano agarró a su atacante por la muñeca.
Él intentó zafarse, pero no pudo. Su mano se abrió, el hacha
cayó al suelo, y Carmilla desapareció.
El general tambaleó, aferrándose al muro para no caer. Sudaba,
y su rostro se veía tan pálido que pensé que iba a morir
ahí mismo.
Todo había ocurrido en un instante. La primera cosa que recuerdo
después de eso fue que madame Perrodon estaba frente
a mí preguntando, una y otra vez y con impaciencia, si yo sabía
a dónde se había ido Carmilla.
—No sé –le dije–. No lo puedo explicar. Ella salió por ahí.
Y señalé la puerta por donde madame acababa de entrar.
—Pero yo estaba allí, en el pasillo –dijo madame–, desde
que entró la señorita Carmilla. Por ahí no salió.
Luego empezó a llamar a Carmilla por su nombre, por todas
las puertas y ventanas y pasillos. Pero no hubo respuesta alguna.
—¿Ella se hacía llamar Carmilla? –preguntó el general.
—Sí, Carmilla –contesté.
—Ah –dijo él–. Es Millarca. La misma que hace tanto tiem-
113
Carmilla
po se llamaba Mircalla, la condesa de Karnstein. Sal de esta
maldita tierra, mi pobre muchacha, lo más rápido que puedas.
Toma el coche y vete a la casa del cura. Quédate allí hasta que
lleguemos nosotros. Ojalá nunca más vuelvas a ver a Carmilla.
Aquí no la vas a encontrar.
114
XV
La ordalia y la ejecución
Antes de que el general Spielsdorf hubiera terminado de hablar,
entró por la misma puerta de la capilla, por donde Carmilla
había entrado y salido, un personaje de la apariencia más
rara que yo había visto jamás en un hombre. Era alto, flaco y
encorvado, con hombros altos y vestido de negro. Su muy arrugado
rostro era de color marrón, y llevaba puesto un sombrero
de ala ancha y forma peculiar. Su pelo, largo y entrecano, le
caía sobre los hombros. Tenía gafas de marco dorado y caminaba
lentamente, arrastrando los pies, mirando por turnos el cielo
y el suelo, con una inamovible sonrisa en los labios. Sus delgadas
manos, que llevaban guantes negros de una talla demasiado
grande, gesticulaban en el aire de la manera más extraña.
—¡Ah, por fin! ¡El hombre que necesitábamos! –exclamó
el general, con evidente júbilo. —Mi querido Barón, tengo un
gran gusto en verlo. No esperaba encontrarlo tan pronto.
Llamó a mi padre, que ya había terminado su examen de las
lápidas, y lo presentó, de modo muy formal, a este viejo estrafalario
a quien le decía Barón. Luego los tres iniciaron una conversación
muy seria. El extraño caballero sacó del bolsillo un
rollo de papel y lo extendió sobre la superficie de la tumba más
cercana. En seguida con un lápiz trazaba líneas que indicaban
varios puntos diferentes sobre el papel. Y de la manera como lo
miraban y luego alzaban la vista para observar distintas áreas a
Carmilla
su alrededor, concluí que el papel era un croquis de la capilla.
El caballero acompañó su conferencia, por así llamarla, con
lecturas de un libro viejo cuyas páginas eran cubiertas de letra
muy menuda.
Luego, inmersos en conversación, caminaron los tres por la
nave lateral de la capilla. Yo, mirándolos desde donde estaba
parada en la nave opuesta, vi cómo empezaron a medir distancias
con sus pasos. Finalmente se detuvieron frente a una sección
del muro y comenzaron a examinarlo con suma atención,
arrancando las hojas de hiedra que lo cubrían y golpeándolo
con palos para quitar pedazos de estuco. Al cabo de unos minutos,
descubrieron una ancha laja de mármol grabada con letras
en relieve.
Con la ayuda del leñador, que volvió a aparecer, destaparon
una inscripción y un escudo tallado en la superficie. Resultaron
ser indicios inequívocos de sheridan le fanu un monumento
perdido durante muchos años: el de Mircalla, la condesa de
Karnstein.
El viejo general –quien era poco aficionado a las plegarias,
creo yo– levantó los ojos hacia el cielo en un acto de mudo
agradecimiento.
—Mañana –le oí decir–, vendrá un hombre nombrado oficialmente
para llevar a cabo una exhumación de acuerdo con
la ley.
Dicho lo cual, se dirigió al anciano de gafas doradas y tomó
sus manos en las suyas.
—¿Cómo agradecerle, Barón? –dijo–. ¿Cómo podríamos todos
agradecerle? Usted habrá liberado esta región de lo que
ha sido un flagelo para sus habitantes durante más de un siglo.
Gracias a Dios, ya hemos localizado a este terrible enemigo.
Mi padre se alejó con el caballero y el general los siguió.
Lo llevaba fuera del alcance de mis oídos evidentemente para
poder hablar de mi caso. Vi cómo, de vez en cuando, me miraban
de soslayo. Cuando dejaron de conversar, mi padre vino a
116
Capítulo XV
donde yo estaba, me besó y me llevó fuera de la capilla.
—Es hora de regresar –dijo–. Pero tenemos que llevar con
nosotros al buen sacerdote que vive cerca de aquí. Tenemos
que persuadirle para que nos acompañe.
El sacerdote aceptó nuestra invitación y nos fuimos para la
casa con él. Me sentí feliz de llegar, ya que estaba muy cansada.
Pero mi contento se convirtió en desconcierto cuando me dijeron
que nada se sabía sobre el paradero de Carmilla. Encima,
nadie me explicó qué era lo que había ocurrido en la capilla.
Evidentemente se trataba de un secreto que mi padre guardaba
y que no me iba a comunicar en ese momento.
La siniestra ausencia de Carmilla sólo sirvió para subrayar
el horror de la escena que había visto. Y para la noche se preparó
algo muy singular: dos criadas junto con madame Perrodon
fueron destacadas para permanecer conmigo en la alcoba,
mientras que mi padre y el sacerdote se escondieron, vigilantes,
en el vestuario.
Antes de acostarme, el sacerdote había celebrado ciertos
ritos solemnes cuyo sentido no comprendía. Como tampoco
comprendía por qué se tomaban tan extremas medidas de precaución
para protegerme mientras dormía.
Entendí todo perfectamente unos días después ya que, con
la desaparición de Carmilla, se acabaron mis sufrimientos nocturnos.
Usted se habrá enterado, sin duda, de la superstición que
abunda en Estiria, Moravia, Silesia y la Serbia turca, sin hablar
de Polonia y Rusia. Más que una superstición es una convicción
acerca de la existencia de los vampiros.
Ahora bien, si algo valen los testimonios de seres humanos
tomados con todo cuidado y solemnidad, y registrados judicialmente
ante numerosas comisiones consistentes de personas
escogidas por su inteligencia e integridad, y que abarcan informes
más voluminosos de los que existen acerca de cualquier
otro tipo de casos, entonces es difícil negar, o aun dudar, que
117
Carmilla
exista el fenómeno conocido como el vampiro. Por mi parte, no
conozco ninguna teoría más convincente para explicar lo que
yo misma he visto y experimentado.
Al día siguiente se llevaron a cabo unos procedimientos formales
en la capilla de los Karnstein. Se abrió la fosa donde
estaba enterrada la condesa Mircalla y tanto mi padre como el
general reconocieron el rostro de la hermosa y pérfida mujer
que nos había visitado. A pesar del siglo y medio que había
trascurrido desde sus funerales, sus facciones llevaban la calidez
de un ser vivo. Tenía los ojos abiertos y ningún hedor de
cadáver emanaba del ataúd. Los dos médicos presentes, uno
oficialmente, y otro por parte del promotor de la encuesta, reconocieron
un hecho extraordinario: se apreciaba en la mujer una
leve respiración y la acción correspondiente de su corazón. Sus
miembros eran perfectamente flexibles, la carne elástica, y el
cuerpo dentro del ataúd de plomo estaba inmerso en un baño de
sangre de siete pulgadas de profundidad. Se presentaban, entonces,
todos los reconocidos signos y pruebas del vampirismo.
Acto seguido, en cumplimiento de las antiguas prácticas, levantaron
el cuerpo y clavaron en su corazón una estaca con
punta de lanza. Ante eso la vampiresa emitió un penetrante alarido
como de una persona en su última agonía. Luego le cortaron
la cabeza, y un tremendo chorro de sangre brotó de la garganta
cercenada. Prendieron fuego a una pila de leña preparada
para el evento, y en la hoguera quemaron el cuerpo y la cabeza
hasta que no quedaban sino las cenizas, cenizas que fueron tiradas
al río y llevadas por la corriente. Desde ese día el territorio
ha dejado de ser plagado por las visitas de los vampiros.
Mi padre posee una copia del informe de la Comisión Imperial,
con las firmas de todos los partícipes y testigos del procedimiento.
Fue a partir de este documento oficial que pude presentar
aquí mi resumen de aquella última y aterradora escena.
118
XVl
Conclusión
Tal vez asuma usted que estoy escribiendo todo esto con
calma. Pero todo lo contrario. No puedo recordar lo que pasó
sin sentir angustia. Sólo su insistencia, tantas veces repetida,
podría haberme llevado a dedicarme a una tarea que ha afectado
mi sistema nervioso durante meses, y que me ha traído el
recuerdo del indescriptible horror que, aun años después de mi
liberación, ha seguido convirtiendo mis días y mis noches en
algo espantoso, haciendo imposible que soportara estar sola ni
un minuto.
Quiero agregar unas palabras acerca del curioso Barón Vordenburg,
a quien le debemos el descubrimiento de la tumba de
la condesa Mircalla.
Este caballero había fijado su residencia en Gratz, donde vivía
modestamente de una muy escasa herencia que le quedaba
de las propiedades, otrora principescas, de su familia en las tierras
altas de Estiria. Allí se dedicó a la minuciosa investigación
de la tradición del vampirismo, un estudio maravillosamente
documentado. El barón citaba de memoria todo lo que se había
escrito sobre el tema. Libros como Magia Posthuma, Phlegon
de Mirabilibus, Augustinus de cura por Mortuis y Philosophicae
et Cristianae Cogitationes de Vampiris de John Christopher
Herenberg, y mil tomos más, entre los que sólo recuerdo algunos
que prestó a mi padre. El barón había digerido todo el
Carmilla
material que encontró en los voluminosos procesos judiciales,
y de ahí extrajo un sistema de principios que parecían regir el
comportamiento de los vampiros. En algunos casos, siempre;
en otros, sólo ocasionalmente. Debo mencionar, de paso, que la
palidez mortal que suele atribuirse a esa clase de espectros es
pura ficción melodramática. Al contrario, vistos en la tumba, o
cuando se presentan en compañía de hombres y mujeres, se ven
como personas saludables. Y en sus ataúdes, cuando uno los
mira a la luz del día, exhiben todos los síntomas que pudieron
demostrar la vitalidad vampiresca de la condesa de Karnstein
tantos años después de su muerte.
Nadie ha podido explicar cómo los vampiros se escapan de
sus tumbas durante varias horas del día, antes de regresar a
ocuparlas, sin mover la tierra que las cubre, y sin dejar ningún
indicio de que la tumba haya sido alterada. La existencia
anfibia del vampiro sheridan le fanu se sustenta con un sueño
diario dentro del ataúd. Su terrible lascivia y gusto por la sangre
humana le proporciona el vigor que necesita durante sus
andanzas cotidianas. El vampiro es propenso a dejarse fascinar
con enorme vehemencia, algo parecido a la pasión amorosa
que experimentan ciertos humanos. En la persecución de
estos amores, el vampiro es capaz de ejercer estratagemas y de
mostrar una paciencia inagotable, ya que su acceso a un objeto
particular podría ser obstruido de mil maneras. El vampiro no
descansa hasta satisfacer su pasión y drenar toda la vida de su
víctima tan ansiosamente deseada. Es capaz de prolongar su
goce asesino con el refinamiento de un Epicuro. A veces, incluso,
cuando quiere saborearla con más fruición, se acerca a su
víctima gradualmente, como quien corteja con sutileza. En tales
casos, parece añorar algo parecido a la simpatía o el consentimiento.
Pero normalmente va directo a su objetivo, subyuga
a la persona violentamente, para luego agotarla y estrangularla
en un solo banquete.
En ciertas situaciones el vampiro parece ser obligado a cum-
120
Capítulo XVl
plir con condiciones especiales. En el caso que yo acabo de
contar, Mircalla parece haber sido restringida a usar un nombre
que, aunque no fuera el suyo propio, debería reproducirlo en
otra forma, y sin omitir una sola letra. Así inventó los nombres
Carmilla y Millarca.
El Barón Vordenburg permaneció con nosotros en casa durante
dos o tres semanas después de la expulsión de Carmilla.
Y en ese tiempo mi padre le contó la historia del aristócrata de
Moravia y su experiencia con la vampiresa en el patio de la
capilla de Karnstein. Luego le preguntó al barón cómo había
descubierto el sitio exacto de la tumba de la condesa tantos
años oculta. El grotesco rostro del barón se iluminó en una sonrisa
misteriosa. Miró el estuche de sus gafas, lo acarició, y en
seguida levantó la cabeza para hablar.
—Yo tengo en mi posesión –dijo– muchos papeles y anotaciones
de ese admirable caballero. Entre todos sus escritos, el
relato sobre su visita a Karnstein es el más notable. La tradición
tiende a tergiversar un poco la verdad, como es natural. Tal vez
se conocía como un aristócrata de Moravia por lo que había
cambiado de lugar; residía en Moravia, y era además de sangre
noble. Pero en realidad era oriundo de las tierras altas de Estiria.
Cuando joven había sido un amante apasionado, y favorecido,
de la bella Mircalla, condesa de Karnstein. Cuando ella
murió tempranamente, él se entregó a un duelo inconsolable.
»Ahora es de la naturaleza misma de un vampiro que se multiplica,
de acuerdo con una ley espectral bien documentada.
Imaginemos, para comenzar, un territorio totalmente libre de
aquella peste. ¿Cómo se sheridan le fanu inicia? ¿Y cómo se
multiplica? Les voy a decir. Una persona, más o menos mala,
se suicida. Un suicida, bajo ciertas condiciones, se convierte en
vampiro. El espectro visita a ciertas personas mientras duermen.
Ellas se mueren, y casi invariablemente, dentro de sus
tumbas, se convierten en vampiros. Tal fue el caso de la bella
Mircalla, perseguida por aquellos demonios. Mi ancestro, Vor-
121
Carmilla
denburg, cuyo título ostento, descubrió esto y, en el curso de
los estudios a los que dedicó su vida, aprendió mucho más.
»Entre otras cosas, ese hombre, supuestamente de Moravia,
concluyó que, tarde o temprano, la sospecha de haberse convertido
en vampiro iba a ser la suerte de la condesa, ella que
había sido su ídolo. Le horrorizó pensar que, sea ella lo que
haya sido en vida, sus restos fueran a ser profanados por una
ejecución póstuma. En un escrito mostró que el vampiro, al
ser expulsado de su existencia anfibia, es lanzado a una vida
aún más horrible. Entonces él decidió salvar de esta suerte a su
amada Mircalla.
»Adoptó la estratagema de un viaje a estas tierras, fingió sacar
los restos mortales de su amada y borró todo vestigio de su
monumento. Muchos años después, ya viejo, y entre lágrimas,
reflexionó sobre el pasado y sintió repulsión por lo que había
hecho. En un papel anotó las líneas que me guiaron para llegar
al sitio preciso y confesó por escrito que había sido culpable
de un grave engaño. No sabemos si el caballero pretendía llevar
a cabo alguna acción posterior con respecto a todo esto.
Lo alcanzó la muerte, y la mano de un descendiente remoto,
o sea, la mía, ha podido dirigir la persecución hasta llegar a la
madriguera de la horrible criatura. Demasiado tarde, en el caso
de muchos.
Conversamos sobre muchas cosas y entre otras él dijo lo siguiente:
—Un signo del vampiro es el poder de su mano. Cuando
el general levantó el hacha para atacar a Mircalla, ella, con su
delgada mano, agarró la muñeca de su contrincante y la encerró
en un viso de acero. Pero su poder no se limita únicamente a
su fuerza, sino que deja entumecido el miembro que agarra, del
cual la persona sólo se recupera lentamente, o tal vez nunca.
En la primavera siguiente mi padre me llevó con él en un
viaje por Italia, que duró más de un año. Pasó mucho tiempo
antes de que el terror de los acontecimientos hubiera mermado.
122
Capítulo XVl
Pero aún hoy la imagen de Carmilla invade mis recuerdos. A
veces aparece como la bella, lánguida, juguetona que conocí.
Otras veces la veo como el brutal demonio de la capilla en ruinas.
Y con alguna frecuencia me he despertado súbitamente de
mi ensueño al sentir el paso ligero de Carmilla entrando por el
salón de estar.
123
Este libro de termino de diseñar
El día 30 de noviembre de 2021
En los Estados Unidos Mexicanos
Para la Universidad Nacional Autónoma de México.
Facultad de Estudios Superiores Cuautitlán
En el Software de Adobe InDesign 2021
Se utilizó la tipografía de:
Times New Roman 12 pt sobre espaciado de 14 pt
Así como las tipografías complementarias de:
Fette classic y Beloved en tamaños de 24 pt