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Ochoa_Lagunes_CarmillaEdiciónFESC

Actividad Escolar de Laboratorio de Diseño Editorial I, para el aprendizaje de Maquetado de Libro, aplicación y uso de Adobe InDesign

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Carmilla



Carmilla

Sheridan Le Fanu


Primera edición: Estados Unidos Mexicanos, diciembre de 2021

© De la traducción: Joe Broderick.

© De la edición: Instituto Distrital de las Artes - Idartes

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida, parcial o totalmente, por ningún medio

de reproducción, sin consentimiento escrito del editor. Trabajo escolar realizado para la UNAM, FESC, 2021,

Laboratorio de Diseño Editorial

ISBN 9 786077 363279

Edición: Ochoa Lagunes Rodolfo

Diseño gráfico: Ochoa Lagunes Rodolfo

Impreso en los Estados Unidos Mexicanos (digital)


“¿Qué es un hombre? Una miserable pila de secretos.”

Drácula en Castlevania Symphony of the Night



Esta actividad se la dedico a mi profesora que

le agradezco las enseñanzas de un correcto y mas

profesional diseño editorial, y el aprendizaje del

software para edición editorial

Ochoa Lagunes Rodolfo



Capítulo l

Indice

Prologo

Un susto temprano

La invitada

Comparamos notas

Sus costumbres un paseo

Un parecido extraordinario

Una agonía muy extraña

En descenso

La búsqueda

El médico

De luto

El relato

La petición

El leñador

El encuentro

La ordalia y la ejecución

Conclusión

...17

...19

...25

...35

...45

...57

...63

...67

...75

...81

...87

...91

...97

...103

...109

...115

...119



La vampiresa que llegó antes

Drácula, de Bram Stoker, es el clásico unánime del subgénero

vampiresco. Su mítico personaje permanece en la mente

popular junto con las grandes invenciones de la literatura universal,

como Ulises, El Quijote, Pinocho y Sherlock Holmes,

merced a todas las adaptaciones audiovisuales, las versiones

condensadas, las apariciones en series animadas, los productos

que utilizan su imagen y las caracterizaciones infantiles en

Halloween. Sin embargo, 26 años antes de Drácula estaba Carmilla.

Sería ingenuo pensar que todo empieza con Drácula. Hay un

puñado de relatos que fueron escritos antes y hacen parte de la

tradición. De todos ellos, Carmilla es quizá el más importante

por la originalidad de su abordaje, el compendio de rasgos y caracterizaciones

vampiriles que contiene, la fuerza de su figura

principal y la influencia directa de dicho texto en el clásico de

Stoker. Si Drácula es el rey, Carmilla es la reina de esa dinastía

que al sol de hoy –o a la luna llena, mejor– desemboca tanto

en Anne Rice como en los vampiros estudiantiles de la saga

Crepúsculo.

Carmilla fue escrita por el autor irlandés Sheridan Le Fanu

(1814-1873) y publicada en el magacín The Dark Blue entre

finales de 1871 y comienzos de 1872. Ese mismo año fue editada

con otros cuatro relatos en el volumen titulado In A Glass


Darkly. Los cinco textos se presentan como extractados de los

papeles póstumos pertenecientes a un tal doctor Martin Hesselius,

investigador del ocultismo. En ella, Laura, una jovencita

de diecinueve años, se ve envuelta en una relación de tintes

eróticos con Carmilla, una vampiresa que por un deliberado

accidente empieza a vivir con ella y su padre en el solitario

castillo que poseen en Estiria. Laura escribe su testimonio años

después de los acontecimientos, y ese es el manuscrito de Carmilla.

Un recurso narrativo muy de la época –recordemos el

Manuscrito hallado en una botella, de Poe–, y el tipo de cosas

que llamaban la atención de Borges.

Le Fanu nació el 28 de agosto de 1814 en Dublín. Era hijo

de Philip Le Fanu, capellán de la Escuela Militar Royal Hibernian,

y la señora Emma Lucretia Dobbin. Cuando Le Fanu

tenía doce años, la familia se trasladó a Abington, a seis millas

de Dublín.

Aunque Le Fanu y su hermano tenían un tutor, los chicos

permanecían casi siempre a su libre albedrío. Philip Le Fanu

tenía una bien aprovisionada biblioteca donde su hijo Sheridan

se sumergió en libros de demonología, ocultismo y folclore,

que luego serían fundamentales para sus relatos y novelas macabras.

En 1830, Le Fanu entró al Trinity College, en donde

destacó por sus discursos en la Sociedad Histórica. Empezó

estudios de derecho, pero los abandonó para dedicarse al periodismo.

Fue dueño de publicaciones como el Dublin Evening

Mail. En 1844 se casó con Susan Bennett, con quien tendría

cuatro hijos. Al año siguiente publicó su primer relato de terror.

El matrimonio duró catorce años, hasta la muerte de Susan en

1858. A partir de entonces, Le Fanu se recluyó en el 18 Merrion

Square, su casa, de donde raramente salía, y ahí permaneció

por el resto de su vida. Además de su célebre Carmilla, vale la

pena leer dos relatos de su autoría: Casa de alquiler (1863) y

Tío Silas (1864).

Con esta impecable traducción de Joe Broderick, Libro al


Viento le hinca los colmillos a la tradición vampiresca. Espero

la disfruten tanto como nosotros.

Antonio García Ángel



Prólogo

Sobre una hoja de papel adherida a la narración que sigue,

el doctor Hesselius ha escrito una nota bastante elaborada, nota

que acompaña con una referencia a un ensayo suyo sobre el

extraño tema iluminado por el presente manuscrito.

En dicho ensayo, el doctor Hesselius trata este misterioso

tema con su habitual erudición e inteligencia, y de una manera

notablemente directa y concisa. Constituirá apenas un tomo

entre la serie de escritos recopilados de aquel hombre extraordinario.

Dado que, en este volumen, estoy publicando el caso simplemente

por su interés para el «lego», de lo escrito por la inteligente

autora del relato no voy a escatimar nada. Y luego

de ponderar el asunto debidamente, he decidido abstenerme de

presentar un resumen de los argumentos de tan ilustrado doctor,

o de publicar un extracto de sus afirmaciones en torno a un

fenómeno que, a su parecer, «involucra, muy probablemente,

algunos de los arcanos más profundos de nuestra doble existencia

y sus intermediarios».

Al descubrir este documento, sentí el deseo de reabrir la correspondencia

iniciada por el doctor Hesselius tantos años atrás

con una persona tan astuta y cuidadosa como parece haber sido

su informante. Pero muy lamentablemente encontré que, entre

tanto, ella había fallecido.


Sin embargo, es poco probable que la autora hubiera agregado

alguna novedad significativa a los hechos que narra en

las páginas que siguen, redactadas con lo que considero tan

concienzuda particularidad.


I

Un susto temprano

En Estiria, aunque no somos ricos, vivimos en un castillo.

En aquella región del mundo, una renta modesta

rinde mucho. Con ochocientas o novecientas

libras esterlinas anuales se hacen milagros. En nuestro propio

país, con esa misma suma habríamos vivido mucho menos

holgadamente. Mi padre es inglés, y por lo tanto mi apellido

también lo es, aunque no he visto nunca Inglaterra. Pero aquí,

en este lugar aislado y primitivo, todo es tan maravillosamente

económico que, aun disponiendo de muchísimo más dinero,

no veo cómo uno podría disfrutar de más confort material, e

incluso de más lujos, de los que gozamos nosotros.

Mi padre había servido en el ejército austríaco, y al jubilarse

con su pensión y un cierto patrimonio, adquirió esta residencia

feudal, además de unas pocas hectáreas de tierra a su alrededor.

Imposible imaginar nada más pintoresco y solitario. El

castillo se yergue sobre una pequeña colina en medio del

bosque. La carretera, muy vieja y estrecha, corre delante del

puente levadizo –que jamás he visto levantado– y el foso

se mantiene surtido de peces, mientras que una bandada de

cisnes navega entre islas flotantes formadas por las hojas de

los nenúfares. Y dominando la escena, se levanta la amplia

fachada del castillo con sus innumerables ventanas y su capilla

gótica.


Carmilla

Delante del castillo, si uno sale por la verja, se encuentra

en un claro del bosque, irregular y pintoresco, y a la derecha

puede observar un alto puente gótico donde el camino pasa por

encima de un arroyo que serpentea hasta perderse de vista entre

las profundas sombras del denso follaje.

He dicho que el lugar es muy apartado. Usted verá si no

estoy diciendo la verdad. Al mirar por la puerta principal hacia

la carretera, el bosque que rodea nuestro castillo se extiende

quince millas a la derecha, y doce a la izquierda. A unas siete

millas en esa misma dirección, o sea a la izquierda, queda

el pueblo habitado más próximo. Y a una distancia de aproximadamente

veinte millas en sentido contrario se halla el más

cercano castillo de alguna importancia histórica, el del viejo

general Spielsdorf.

He dicho el pueblo más próximo «habitado». Porque existe,

a no más de veinte millas hacia el occidente, es decir, en dirección

al castillo del general

Spielsdorf, una aldea abandonada con su diminuta iglesia,

ahora desentejada, en cuya nave se encuentran las vetustas y

enmohecidas tumbas de la aristocrática familia Karnstein, de

un linaje ya extinguido, antiguos dueños del desolado castillo

que, erguido en medio del bosque, contempla las silenciosas

ruinas del pueblo.

Sobre la causa del abandono de este imponente y melancólico

paraje existe una leyenda, de la que hablaré en otro momento.

Por ahora debo decirle que era muy reducido el número de

personas que compartíamos la vida en el castillo. No incluyo a

los criados, ni a los dependientes que ocupaban algunos cuartos

en los edificios anexos. Estaba mi padre, el hombre más

bondadoso sobre la faz de la tierra pero ya entrando en años, y

yo, que solo contaba con diecinueve años en la época en la que

ocurrieron los sucesos que le voy a contar. Todo sucedió hace

unos ocho años.

20


Capítulo l

Mi padre y yo constituíamos la familia en el castillo. Mi madre,

una señora de la sociedad estiriana, murió cuando yo era

bebé. Pero tuve una nana, una mujer de muy buen genio, que

me acompañó, podría decirse, desde mi infancia. De hecho, no

recuerdo ningún tiempo en que su rostro, regordete y benigno,

no haya sido un cuadro familiar en mi memoria.

Su tierno cuidado y amable temperamento suplieron en

parte la pérdida de mi madre, de quien ni me acuerdo, ya

que la perdí a tan tierna edad. Madame Perrodon, que así se

llamaba, oriunda de Berna, era el tercer miembro de nuestro

grupo cuando nos reuníamos a cenar. Había un cuarto, mademoiselle

De Lafontaine, que me servía de institutriz, como

creo que es el término correcto. Ella hablaba francés y alemán;

madame Perrodon, francés y un inglés chapuceado; y

al anterior mi padre y yo agregamos el inglés correcto, en

el que nos acostumbrábamos a conversar siempre, en parte

para que no se perdiera entre nosotros, y también por razones

patrióticas. En consecuencia la casa era una especie de Torre

de Babel, que les causaba risa a nuestros visitantes. Pero no

haré ningún intento de reproducir el efecto en el curso de este

relato. Había dos o tres muchachas de aproximadamente mi

edad que en ocasiones nos visitaban. Normalmente, aunque

no siempre, sus visitas eran bastante breves. Yo las visitaba a

ellas también, pero con poca frecuencia.

De manera que nuestras relaciones sociales eran escasas,

aunque no faltaba la visita ocasional de uno de nuestros vecinos,

si se puede llamar «vecino» a una persona que vive a

cinco o seis leguas de distancia de la casa de uno. En resumidas

cuentas, puede usted estar seguro de que llevaba yo una vida

bastante solitaria.

Mi nana y mi institutriz ejercían sobre mí apenas el mínimo

control que usted pueda imaginar, tratándose de una niña mimada

como yo, criada sin madre y con un papá que la consentía

y le daba gusto prácticamente en todo.

21


Carmilla

Uno de los primeros incidentes de mi vida que puedo recordar

fue algo que marcó mi mente con un sello terrorífico e indeleble,

y que nunca he podido borrar de mi memoria. Algunos

dirán que fue una cosa tan trivial que no merece ser registrada

aquí. Pero pronto verá usted por qué la incluyo en mi relato.

El cuarto de los niños –pues así se llamaba, aunque yo lo

tenía para mí sola– era una amplia habitación con un empinado

techo de roble. Se hallaba en el último piso del castillo.

Creo que yo no debía haber tenido más de seis años cuando

una noche me desperté y al mirar para todos lados no vi a

la niñera. En realidad ella no estaba, y yo supuse que me

encontraba sola. Pero no sentí miedo, porque yo era una de

esas niñas afortunadas cuyos padres o guardianes se esfuerzan

por mantener en la ignorancia de historias de fantasmas

y cuentos de hadas, y todos esos relatos folclóricos de misterio

y terror que hacen que uno esconda la cabeza cuando una

puerta cruje súbitamente en el silencio, o cuando el titileo de

una vela que se apaga hace bailar la sombra de un mueble a

pocos metros de uno. Simplemente me sentí perpleja, y un

poco molesta al encontrarme, como suponía, abandonada. Y

empecé a lloriquear, preparándome para pegar una tanda de

alaridos, cuando, para mi sorpresa, percibí un rostro, solemne

pero muy bello, que me contemplaba desde el otro lado

de la cama. Pertenecía a una joven que estaba de rodillas

con sus manos metidas debajo de la cobija. La miré con una

suerte de asombro placentero, y dejé de lloriquear. Ella me

acarició con las manos, y luego se acostó a mi lado y me

abrazó, sonriendo. Al instante me sentí deliciosamente tranquila,

y volví a dormir. Me despertó la sensación de un par

de agujas que penetraban muy hondo en mi pecho y lancé un

grito muy fuerte. La joven se apartó de mí con brusquedad,

pero sin dejar de mirarme fijamente. Luego se deslizó hasta

caer al piso y esconderse debajo de la cama. Al menos así

creía yo.

22


Capítulo l

Ahora sí, por primera vez estaba asustada y empecé a gritar

a pulmón partido. La nana, la niñera, el ama de llaves, todas

vinieron corriendo. Pero cuando les conté lo que me había pasado

no le dieron importancia y se dedicaron a tranquilizarme.

Sin embargo, a pesar de ser solo una niña, me di cuenta de que

se habían puesto pálidas y llevaban una expresión inusual de

ansiedad. Las observé mientras miraban debajo de la cama y

examinaban los rincones de la habitación. También se agachaban

para ver si había algo debajo de las mesas y abrieron el

armario para inspeccionar allí. Y oí al ama de llaves comentar

a la niñera:

—Ponga la mano aquí, en esta depresión en la cama. Alguien

se acostó ahí, seguro. Y no fue usted. Mire, todavía está tibio.

Recuerdo cómo la niñera me reconfortaba, y cómo las tres

examinaron mi pecho, donde les dije que había sentido el pinchazo,

y me aseguraron que no había ningún signo visible de

que algo me hubiera pasado.

El ama de llaves y dos sirvientas encargadas del cuarto de

niños permanecieron al pie de mi cama toda la noche, y a partir

de entonces una de las sirvientas siempre me acompañaba en

las noches hasta cuando cumplí catorce años.

Después del incidente estuve nerviosa durante mucho tiempo.

Llamaron a un médico, un señor mayor, muy pálido. Aún recuerdo

su largo rostro saturnino levemente picado de viruela, y su

peluca castaña. Durante un buen tiempo me visitó con intervalos

de dos días, y me daba medicinas que por supuesto odiaba.

La mañana siguiente a la aparición yo estaba en un estado de

terror y no soportaba estar sola ni por un momento, a pesar de

que ya había amanecido. Recuerdo que mi padre vino y se quedó

al pie de mi cama, conversando amablemente, preguntándole

cosas a la niñera y riéndose con gusto de alguna respuesta

suya. Me dio un beso y una palmadita en el hombro, y me dijo

que no tuviera miedo, que sólo había sido un sueño y que no

me iba a pasar nada.

23


Carmilla

Pero no me sentí consolada, porque sabía que la visita de la

extraña joven no había sido un sueño. Yo estaba terriblemente

asustada.

La niñera intentó consolarme un poco al asegurarme que fue

ella quien había entrado a mirarme y quien se había acostado

junto a mí en la cama, que yo debía de estar medio dormida

para no haberla reconocido. Pero esto, a pesar de ser testimonio

de la niñera, no me satisfizo del todo.

Recuerdo también que, en el curso de aquel día, un señor

viejo y venerable vestido de sotana negra entró a la habitación

en compañía de la niñera y del ama de llaves, y, después de

conversar un rato con ellas, se dirigió a mí de la manera más

gentil. Su cara era muy dulce, y me dijo que iban a rezar. Me

juntó las dos manos y me rogó que dijera lo siguiente, suavemente,

mientras ellas oraban: «Señor, presta oído a todas nuestras

plegarias, por nosotros, en el nombre de Jesús». Creo que

esas eran sus palabras, ya que las repetía para mí misma con

frecuencia, y durante años mi niñera insistía que las pronunciara

cada vez que rezaba.

Guardo tanto la imagen de la dulce cara pensativa de aquel

señor viejo de cabellos blancos y sotana negra parado en esa

rústica habitación de color marrón, rodeado de muebles incómodos

y anticuados de un estilo de hace trescientos años, y de

la tenue luz que entraba por entre las rejas de una ventana pequeña

intentando aliviar la atmósfera sombría de aquel cuarto.

El anciano se arrodilló, y las tres mujeres con él, y rezó en voz

alta con una voz temblorosa durante lo que parecía ser un largo

tiempo.

Se me ha olvidado todo lo que viví antes de aquel incidente,

y sólo recuerdo vagamente las cosas que me pasaron por ese

tiempo. Pero las escenas que acabo de describir se resaltan muy

vívidas en mi memoria como unos cuadros aislados dentro de

un mundo fantasmagórico rodeado de oscuridad.

24


ll

La invitada

II La invitada

Ahora le voy a contar algo tan extraño que tendrá que poner

toda su fe en mi veracidad. Pero la historia no solamente es

verídica, sino que yo misma fui testigo ocular.

Era un dulce atardecer de verano cuando mi padre me propuso,

tal como solía hacerlo con alguna frecuencia, que fuéramos

a pasear juntos por los caminos del bello bosque que, como ya

mencioné, quedaba frente a nuestro castillo.

—El general Spielsdorf no puede venir a visitarnos tan pronto

como hubiera querido –me dijo papá en el curso de nuestra

caminata.

El general planeaba hacernos una visita de varias semanas, y

esperábamos su llegada para el día siguiente. Había dicho que

vendría acompañado de una joven, una sobrina que tenía a su

cargo, mademoiselle Rheinfeldt, a quien yo no había conocido

pero a quien me habían descrito como una niña encantadora.

En su compañía anticipaba pasar unos días felices. Así que el

hecho de haberse aplazado la visita me produjo una desilusión

grande, mucho más grande, incluso, de lo que podría imaginar

una muchacha acostumbrada a vivir en una ciudad, o en un

vecindario de mucha actividad social. Durante varias semanas

había soñado con la visita del general y su sobrina, pues ella

prometía ser una nueva amiga para mí.


Carmilla

—¿Entonces cuándo van a venir? –le pregunté.

—No antes del otoño. En un par de meses, me imagino –

respondió mi padre–. Y ahora me pongo feliz de que no hayas

conocido a mademoiselle Rheinfeldt.

—¿Por qué? –le pregunté, mortificada y a la vez curiosa.

—Porque la pobre muchacha ha muerto –respondió–. Se me

olvidó que no te lo había contado, pero tú no estabas conmigo

cuando recibí la carta del general esta tarde.

Quedé aterrada. Seis o siete semanas antes, en una primera

carta, el general había mencionado que la niña no estaba tan

bien de salud como él quisiera, pero nada indicaba ni la remota

sospecha de que existiera un peligro.

—Aquí tienes la carta del general –me dijo papá al entregármela–.

Me temo que el general está hondamente afectado. Me

parece que ha redactado esta carta en un estado lamentable de

angustia.

Nos sentamos en una banca rústica a la sombra de unos

limeros. Nos encontrábamos a la orilla del arroyo que corre

al lado de nuestro castillo, debajo del viejo puente de piedra

que serpentea, como ya he dicho, entre una cantidad de

nobles árboles. De hecho la corriente fluía prácticamente a

nuestros pies. En el horizonte silvestre se estaba poniendo el

sol con todo su melancólico esplendor, y en el agua se reflejaba

el rojo vivo del cielo que poco a poco se iba destiñendo.

La carta del general Spielsdorf era tan extraordinaria, tan

vehemente, y en algunos apartes tan contradictoria, que la

tuve que leer dos veces –la segunda vez en voz alta para mi

padre– y aun así no fui capaz de entender bien lo que había

pasado, aparte del hecho de que el general parecía estar casi

enloquecido.

La carta decía lo siguiente:

«He perdido a mi amada hija, pues como tal la quería. Durante

los últimos días de la vida de Bertha no me sentí capaz

de escribirle.

26


Capítulo ll

»En un comienzo no tenía ni idea del peligro que corría. La

he perdido, y ahora me doy cuenta de todo, pero demasiado

tarde. Ella murió en la paz de la inocencia, y con la gloriosa esperanza

de un futuro bendito. La culpa toda la tiene la malvada

que traicionó nuestra hospitalidad. Creí que recibía en mi casa

a la inocencia, a la felicidad, a una compañera encantadora para

mi adorada Bertha. ¡Por Dios, qué tonto he sido yo!.

»Doy gracias a Dios que mi niña haya muerto sin sospechar

la causa de sus sufrimientos. Se ha ido sin haber sospechado

siquiera la naturaleza de su enfermedad, ni la maldita pasión

de quien trajo toda esta miseria. Dedicaré el resto de mis días

a la persecución y extinción de aquel monstruo. Me dicen que

existe la posibilidad de que pueda cumplir con mi propósito,

tan justo como misericordioso. Por el momento no encuentro

más que un mero resquicio de esperanza, un tenue rayo de luz

para guiarme. Maldigo mi presumida incredulidad, mi despreciable

afectación de superioridad, mi ceguera, mi terquedad,

todo. Pero demasiado tarde. En este momento no puedo escribir

ni hablar con calma. Mi mente está turbada. Tan pronto me

haya recuperado un poco, pienso dedicarme durante un tiempo

a hacer pesquisas, cosa que posiblemente significaría un viaje

hasta Viena. En algún momento, cuando llegue el otoño, es decir

en un par de meses, o tal vez antes si aún estoy vivo, espero

ir a verlo –es decir, si me lo permite–, y entonces le contaré lo

que en este momento no me atrevo a poner en el papel. Hasta

luego. Rece por mí, querido amigo».

Con estas palabras terminó tan extraña carta. A pesar de no

haber visto nunca a Bertha Rheinfeldt, se me llenaron los ojos

de lágrimas al enterarme tan súbitamente de lo sucedido. Quedé

asustada, además de profundamente desilusionada.

Ahora se había acostado el sol. A la luz del crepúsculo devolví

a mi padre la carta del general.

Era un atardecer suave, de cielo despejado, y nos quedamos

sentados allí especulando sobre la posible significación de las

27


Carmilla

violentas e incoherentes frases que yo acababa de leer. Nos faltaba

caminar más de un kilómetro antes de llegar a la carretera

que pasa por delante del castillo, y mientras tanto salió la luna,

iluminándolo todo. En el puente levadizo nos encontramos con

madame Perrodon y mademoiselle De Lafontaine, quienes habían

salido, las cabezas descubiertas, para disfrutar el exquisito

claro de luna. Al acercarnos oímos sus voces dialogando en

animada cháchara. Y nos reunimos con ellas al pie del puente

levadizo para admirar la belleza de la escena.

Frente a nosotros se distinguía el claro que acabábamos de

atravesar. A nuestra izquierda la estrecha vía zigzagueaba a la

sombra de majestuosos árboles hasta perderse de vista entre la

densidad del bosque. A la derecha la misma carretera pasa por

encima del alto y pintoresco puente, cerca de una torre en ruinas

que una vez vigilaba el paso. Y más allá del puente se eleva

una montaña empinada, cubierta de árboles.

En la penumbra del bosque se divisan algunas rocas grises

invadidas por la hiedra.

Sobre el césped y todo el terreno llano avanzaba lentamente

una delgada capa de niebla que parecía humo, y a lo lejos se

divisaba una que otra curva del río en la que la luna producía,

por momentos, unos breves destellos de luz. Imposible imaginar

una escena más dulce o más apacible. Aunque la noticia

que acababa de recibir transmitía a todo un tono melancólico,

nada podía malograr ese ambiente de profunda serenidad, ni la

gloria encantada y la hermosa nebulosidad de aquel panorama.

Mi padre, a quien le placía todo lo pintoresco, quedó de pie a

mi lado contemplando en silencio el paisaje a nuestros pies.

Las dos buenas mujeres conservaban una discreta distancia de

nosotros. Discurrían acerca de la escena y alababan con elocuencia

la belleza de la luna.

Madame Perrodon era una matrona regordeta y romántica

que hablaba y suspiraba poéticamente. Mademoiselle De Lafontaine,

que ostentaba ciertos conocimientos heredados de su

28


Capítulo ll

padre –un alemán quien había sido, según decían, un gran sicólogo

y metafísico, tomado incluso por místico–, afirmó que

cuando la luna brillaba con una luz tan intensa, como aquella

noche, se producía una actividad espiritual excepcional. El

efecto de la luna en ese estado de brillantez era múltiple. Ejercía

su influencia sobre los sueños, y sobre los locos también,

y sobre personas nerviosas. Poseía una maravillosa potencia

física relacionada con la vida. Mademoiselle contó cómo su

primo, marinero en un barco de la marina mercante, al quedarse

dormido sobre el planchón del barco en una noche similar,

acostado boca arriba con su rostro iluminado totalmente por la

luna, después de soñar con una anciana que le arañaba la cara,

despertó con sus facciones horriblemente distorsionadas. Su

rostro nunca recuperó su forma normal.

—Esta noche –dijo– la luna está plena de influencias idílicas

y magnéticas. Miren, si se voltean y contemplan la fachada del

castillo que está a sus espaldas, verán cómo todas sus ventanas

despiden destellos de luz de un esplendor argénteo, como si

unas manos invisibles hubieran prendido las luces en las habitaciones

para recibir a unos huéspedes hechizados.

Era un típico momento cuando uno sufre de una suerte de

indolencia y, aunque no tiene ganas de hablar, disfruta de la

charla de otros cuando llega a sus oídos. Así me deleitaba el

tintineo de la conversación de las dos mujeres.

—Esta noche he sucumbido a uno de mis ratos de melancolía

–me dijo papá, después de un silencio, y antes de

pronunciar una cita de Shakespeare cuya obra solía leerme

en voz alta para que mantuviéramos vivo el inglés–. «En

verdad no sé por qué estoy tan triste. Me fatiga. Me dices

que te fatiga también a ti. Pero cómo llegué a este…» Ya

no me acuerdo del resto –continuó–, pero siento como si

un inmenso e inminente infortunio pendiera sobre nosotros.

Debe ser que la angustiada carta del pobre general tiene que

ver con ello.

29


Carmilla

En ese preciso momento nuestra conversación fue interrumpida

por el sonido inusual de las ruedas de un coche y el batir

de cascos en la carretera. El ruido parecía proceder de la tierra

alta que daba al viejo puente. Y efectivamente, en ese momento

toda una comitiva emergió de ese punto: primero dos jinetes

cruzaron el puente, seguidos de un coche tirado por cuatro caballos,

con dos hombres montados detrás. Evidentemente era el

coche de una persona de alto rango, y al instante quedamos fascinados

frente a un espectáculo tan inusitado. Pocos instantes

más tarde, el espectáculo se volvió aún más interesante, ya que,

apenas pasada la cumbre del alto puente, uno de los caballos

que tiraban el coche, el que iba adelante, se asustó. Su pánico

contagió a los demás, y luego de corcovear desesperadamente,

todos arrancaron en un galope desenfrenado y, sobrepasando a

los jinetes que iban en primera fila, vinieron tronando, desbocados,

hacia nosotros a la velocidad de un huracán.

A lo dramático de la escena se agregó un elemento más doloroso

aún: los largos y terroríficos gritos de una voz femenina

que emergían de la ventanilla de la carroza.

Nos acercamos todos, inspirados por una mezcla de curiosidad

y horror; yo, en silencio; los demás, con variadas expresiones

de temor.

No íbamos a quedar en suspenso por mucho rato. Justo

antes de llegar al puente levadizo del castillo, siguiendo la

ruta que ellos habían tomado, hay un magnífico limero al

borde de la carretera. Frente a este árbol se encuentra una

antigua cruz de piedra. Ahora, al ver la cruz, los caballos,

que venían a una velocidad aterradora, dieron un viraje

abrupto haciendo que las ruedas del coche se montaran sobre

las raíces del árbol.

Yo sabía lo que iba a pasar. Me cubrí los ojos, pues no fui

capaz de mirarlo. Volteé la cabeza para otro lado y, en ese momento,

oí un grito de una de las dos señoras amigas quienes se

habían alejado un poco de nosotros.

30


Capítulo ll

Finalmente la curiosidad me hizo abrir los ojos. Y lo que

contemplé fue una escena de confusión total. Dos de los caballos

estaban echados en la tierra; el coche se recostaba sobre

un lado con dos ruedas en el aire; los hombres se dedicaban a

soltar los tirantes del arnés; y una señora, de aspecto imponente

y de un aire imperioso, había descendido del coche y quedaba

de pie retorciéndose las manos y, de vez en cuando, levantando

un pañuelo para enjugarse los ojos.

Acto seguido, por la portezuela de la carroza sacaron en brazos

a una mujer joven, aparentemente sin vida. Mi viejo y querido

padre ya se encontraba al lado de la señora, sombrero en

mano, evidentemente ofreciendo su ayuda y los recursos de su

castillo. La señora parecía no escucharlo, o más bien no poder

hacer otra cosa que observar a la delgada muchacha a quien

pusieron a descansar en el terraplén.

Me acerqué. La muchacha se veía aturdida, pero por fortuna

no estaba muerta. Mi padre, que se preciaba de poseer buenos

conocimientos médicos, acababa de colocar los dedos en su

muñeca, y le aseguraba a la señora, quien se declaró ser madre

de la joven, que su pulso, aunque tenue e irregular, todavía se

distinguía, sin la menor duda. La señora se juntó las manos y

miró hacia el cielo, como una expresión momentánea de gratitud.

Pero irrumpió en seguida con un gesto dramático y teatral

que, según entiendo, es natural en ciertas personas.

Era lo que llaman una mujer atractiva para sus años, y habrá

sido muy hermosa cuando joven. Era alta, pero no demasiado

delgada, vestía terciopelo negro y, aunque pálida, su cara revelaba

una persona soberbia y acostumbrada a mandar, a pesar de

estar ahora extrañamente agitada. Me acerqué para verla mejor.

—¿Existe otra que haya nacido para aguantar tantas calamidades?

–le oí decir, nuevamente retorciéndose las manos–. Heme

aquí en un viaje de vida o muerte, un viaje en el que perder

una hora significa posiblemente perderlo todo. Mi hija no se

habrá recuperado lo suficiente como para poder acompañarme.

31


Carmilla

Y, ¿quién puede saber por cuánto tiempo tengo que abandonarla?

No puedo esperar, no me atrevería a demorarme. Dígame,

señor, ¿de aquí cuánto dista el pueblo más cercano? Voy a tener

que dejarla allá. ¡Ay, no voy a volver a ver a mi tesoro, ni siquiera

saber de ella, hasta mi regreso, en unos tres meses!

Halé del abrigo a mi papá y susurré en su oído con emoción:

—¡Oh, papá! Por favor, pídele que nos permita que la niña

permanezca aquí con nosotros. Sería tan agradable. Sí, papá.

Díselo, te lo ruego.

—Si madame acepta dejar a su hija al cuidado de la mía –

dijo mi padre–, y de nuestra buena ama de llaves, madame Perrodon,

para que resida aquí como invitada hasta su regreso, y

bajo mi responsabilidad, sería para nosotros un reconocimiento

y, al mismo tiempo, una obligación. Y la cuidaríamos con todas

las atenciones y devoción que merece encargo tan sagrado.

—No puedo aceptarlo, señor. Sería pedir demasiado de su

amabilidad y su galantería –respondió la señora, distraída.

—Al contrario –dijo mi padre–, sería para nosotros un gesto

de gran amabilidad, sobre todo en este momento cuando más

nos hace falta. Mi hija acaba de sufrir una desilusión debido a

un evento cruel, que le ha privado de una visita largamente esperada,

una visita que le habría proporcionado mucha felicidad.

Si usted fuera a confiar esta joven a nuestro cuidado, sería el

mejor consuelo para mi hija. El pueblo más cercano está lejos,

y no goza de ningún hospedaje digno de recibir a su hija. No

puedo permitir que continúe un viaje que evidentemente será

largo, sin que corra peligro. Si es verdad, como usted ha dicho,

que no puede suspender el viaje, tendrá que separarse de ella

esta misma noche. Y en ningún lugar podría dejarla con tantas

y tan honestas manifestaciones de un tierno cuidado como el

que encontrará aquí.

Había algo en el aire de esta señora, y en su figura, de tanta

distinción, e incluso de imponencia, y en su manera de ser tan

agradable, que dejaba a uno impresionado. Y eso aparte de su

32


Capítulo ll

elegante comitiva y la sensación inequívoca de que se trataba

de un personaje importante.

Ya habían levantado la carroza, estaba puesta en posición

para andar de nuevo, y los caballos se habían calmado y tenían

sus arneses otra vez en orden.

La señora echó a su hija una mirada que no me pareció tan

afectuosa como hubiera esperado a la luz de la escena inicial.

Luego, con un gesto discreto, llamó a mi padre a un lado y se

alejó con él unos pasos para que estuvieran fuera del alcance de

nuestros oídos. Observé cómo le habló con una expresión fija

y severa, muy diferente de la que había tenido cuando hablaba

unos momentos antes.

Me sorprendió mucho que mi padre no pareciera haber notado

el cambio. Me dio una curiosidad insaciable por saber qué

era lo que ella le estaba diciendo, prácticamente pegada a su

oído. Lo decía, además, con tanta intensidad, y tan rápido.

Estuvieron ocupados así durante dos minutos, o tres cuando

mucho. Terminada la conversación, ella se volteó y dando unos

cortos pasos llegó a donde yacía su hija en brazos de madame

Perrodon. Se arrodilló a su lado por un momento y le susurró

algo al oído, que madame suponía era una bendición. Luego,

de prisa, le plantó un beso en la frente e inmediatamente se

levantó, entró en el coche, la portezuela se cerró, dos lacayos

de elegantes atuendos subieron a ocupar sus puestos en la parte

de atrás, los jinetes acompañantes espolearon sus bestias, los

postillones soltaron latigazos, los caballos corcoveaban antes

de arrancar a un medio galope que amenazaba con convertirse

pronto en un galope veloz y el coche partió en estampida con

los dos jinetes auxiliares siguiendo por detrás al mismo acelerado

ritmo de todos.

33



lll

Comparamos notas

Nuestras miradas siguieron la comitiva hasta que se perdió

abruptamente entre la neblina del bosque y el ruido de cascos y

ruedas murió en el aire silencioso de la noche.

Lo único que quedó para asegurarnos de que la aventura no

había sido simplemente la ilusión de un instante fue la joven,

quien, justo en ese momento, abrió los ojos. Yo no los podía

ver, porque ella se había volteado hacia el otro lado, pero levantó

la cabeza, evidentemente mirando a su alrededor, y oí

una voz muy dulce que preguntaba en tono quejumbroso:

—¿Dónde está mamá?

Nuestra querida madame Perrodon le contestó tiernamente,

agregando algunas palabras de consuelo.

Luego le oí preguntar:

—¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?

Y después dijo:

—No veo el coche. ¿Y Matska? ¿Dónde está Matska?

Madame respondió todas sus preguntas hasta donde pudo

entenderlas, y gradualmente la muchacha recordaba cómo había

sucedido la desventura, y se puso feliz cuando supo que

nadie en el coche, ni ninguno de los que estaban atendiendo,

había sufrido heridas. Pero, al enterarse de que su madre le

había dejado aquí hasta su regreso en unos tres meses, se puso

a llorar.


Carmilla

Estaba yo al punto de agregar mis consuelos a los de madame

Perrodon, cuando mademoiselle De Lafontaine me tomó

del brazo y me dijo:

—No te acerques. Por ahora ella no puede conversar con todos

nosotros al mismo tiempo, sino solamente uno por uno. En

este momento cualquier agitación le podría hacer daño.

Tan pronto esté cómodamente acostada en una cama, pensé

yo, voy a ir a su cuarto para verla.

Mientras tanto mi padre había despachado a un sirviente a

caballo para que fuera a traer al médico que vivía a unas dos

leguas de nosotros. Y una habitación se preparaba para recibir

a nuestra joven huésped.

Ella se levantó ahora, y recostada en el brazo de madame, caminó

lentamente por el puente levadizo y entró al castillo. En el

amplio vestíbulo del castillo los sirvientes la esperaban, y sin más

demora la condujeron a su habitación. El lugar que habitualmente

usamos como salón de estar es una sala larga con cuatro ventanales

que dan a la fosa y al puente levadizo, y al bosque que antes

describí. Los muebles son de roble tallado, y hay altos escaparates.

Los asientos están forrados de terciopelo carmesí de Utrecht. Las

paredes están cubiertas de tapicerías con grandes marcos dorados,

y las figuras, de tamaño real, están vestidas de atuendos antiguos

y muy curiosos. Los personajes representados están dedicados a

la cacería, a la halconería, y en general a un ambiente festivo. El

lugar no es tan majestuoso como para no ser cómodo. Y es aquí

donde nos tomamos el té, porque papá, con su consabida tendencia

patriótica, insiste en que la bebida nacional debe aparecer con

regularidad, sin descuidar el café y el chocolate.

Aquella noche estuvimos sentados allí con las velas prendidas

hablando de los acontecimientos de la tarde. Madame

Perrodon y mademoiselle De Lafontaine nos acompañaban.

Nuestra joven visitante apenas se había acostado en la cama

cuando entró en un sueño profundo, y las dos señoras le habían

dejado al cuidado de una sirvienta.

36


Capítulo lll

—¿Cómo le parece nuestra invitada? –le pregunté a madame

apenas entró al salón–. Cuénteme todo de ella.

—Me gusta mucho –contestó madame–. Casi diría que nunca

he visto una criatura más hermosa. Es como de la misma

edad tuya, tan amable y querida.

—Sí, es absolutamente bella –añadió mademoiselle, quien

se había asomado por un momento a la habitación de la niña.

—Y tiene una voz tan dulce –agregó madame Perrodon.

—¿Se fijó usted en una dama en el coche, después de que

lo levantaron? ¿Una mujer que no descendió –preguntó mademoiselle–,

sino que únicamente nos observó a través de la

ventana?

—No, no la vimos.

Luego mademoiselle describió una mujer negra, horrorosa,

de turbante rojo, que miraba fijamente todo el tiempo desde

la ventana de la carroza, asintiendo con la cabeza y sonriendo

despectivamente en dirección de las dos señoras. Sus grandes

ojos sobresaltados brillaban, dijo, y mantenía los dientes apretados

en una mueca de furia.

—¿Y se fijó en los sirvientes que la acompañaban? –

preguntó madame–. Una pandilla de tipos de muy mal

aspecto.

—Es cierto –dijo mi padre, quien acababa de entrar–. Los

más feos y mal encarados que he visto en mi vida. Ojalá no le

vayan a robar a la pobre señora en el bosque. Sin embargo, son

hábiles, hay que admitirlo. Arreglaron todo en segundos.

—Supongo que están agotados de viajar tanto –dijo madame–.

Además de parecer malévolos, tenían caras tan raras,

alargadas, oscuras y taciturnas. Me suscitaron curiosidad, lo

reconozco. Me supongo que la joven te contará todo mañana,

si está suficientemente recuperada.

—No creo que lo haga –dijo mi padre, con una sonrisa misteriosa

y una inclinación de la cabeza, como si supiera más del

asunto de lo que estaba dispuesto a revelar.

37


Carmilla

Lo cual me incitó a querer saber qué era lo que había pasado

entre él y la señora de terciopelo negro durante la breve pero

intensa entrevista que se llevó a cabo justo antes de su partida.

Apenas estuvimos a solas, le pedí que me lo contara. No

hubo necesidad de insistir.

—No hay ninguna razón particular por la que no debería

contarte. Ella expresó su renuencia a molestarnos con el cuidado

de su hija, explicando que la niña tenía una salud precaria,

que era nerviosa, pero no sufría de ninguna clase de epilepsia

(cosa que la señora reveló sin yo preguntárselo) ni de ningún

tipo de ilusiones, dijo, siendo, de hecho, perfectamente sana.

—Qué raro que dijera todo eso –dije–. No era necesario.

—De todas maneras sí lo dijo –contestó con una risa–. Y

como quieres enterarte de todo lo que sucedió, que no era

mucho en realidad, pues te lo cuento. A continuación ella me

dijo: «Voy a emprender un largo viaje de vital importancia»,

ella subrayó la palabra «vital». «Un viaje rápido y secreto»,

dijo. «Regresaré por mi niña en tres meses. Mientras tanto ella

mantendrá silencio sobre quiénes somos, de dónde venimos y

a dónde vamos». Eso fue todo lo que me dijo. Habla un francés

excelente. Al pronunciar la palabra «secreto», hizo una pausa

de varios segundos, mirándome severa y fijamente a los ojos.

Me pareció que era muy importante para ella. Tú viste cómo se

fue de rápido. Espero no haber cometido un error estúpido al

encargarme de esta jovencita.

Por mi parte, estaba feliz. Ansiaba verla y hablar con ella.

Solo esperaba a que el médico me diera el permiso. Las personas

que viven en las ciudades no tienen idea de lo enorme

que es el hecho de encontrar a una nueva amiga en medio de la

soledad que nos rodea.

Daba casi la una de la mañana cuando llegó el médico. Pero

para mí era tan imposible acostarme a dormir como habría sido

alcanzar a pie la carroza en la que había partido la princesa de

terciopelo negro.

38


Capítulo lll

Cuando el médico, habiendo examinado a la paciente, entró

al salón de estar, nos dio un informe muy favorable. La niña

estaba despierta, sentada en la cama. Su pulso era regular y se

veía perfectamente bien. No había sufrido ningún golpe y el

pequeño sobresalto nervioso ya se le había quitado sin dejar

huella. Una visita mía no suponía ningún inconveniente, si las

dos estábamos de acuerdo. De modo que, con el beneplácito

del médico, fui a preguntar si ella me permitía visitarla por

unos minutos en su habitación.

La sirvienta regresó inmediatamente y me dijo que, para la

niña, sería lo mejor que se podía esperar.

Puede usted tener la certeza de que no me demoré nada en

aprovechar ese permiso.

A nuestra invitada le habían asignado una de las habitaciones

más elegantes de nuestro castillo. Era, tal vez, excesivamente

majestuosa. Al pie de la cama colgaba una tapicería que representaba

a Cleopatra apretando el áspide contra su pecho. Otras

escenas clásicas, un poco desteñidas, adornaban las demás paredes.

Pero había algunas tallas de oro, además de otros objetos

del decorado de colores lo suficientemente ricos y variados

como para contrarrestar lo sombrío de las viejas tapicerías.

Al lado de la cama habían prendido unas velas. Ella estaba

sentada, su delgada y bella figura envuelta en una bata de seda

con bordado de flores y forrada de una seda más gruesa, una

prenda con la que su madre le había cubierto los pies mientras

yacía en el suelo.

Cuando llegué al borde de la cama y estaba a punto de saludarla,

¿qué cosa fue la que me dejó muda y me hizo echar atrás

ante su presencia? Se lo voy a decir. Vi la misma cara que me

había visitado aquella noche en mi infancia y que había quedado

tan fija en mi memoria, y sobre la que había rumiado con

frecuencia, y con horror, a lo largo de los años, cuando nadie

imaginaba en qué estaba pensando. Era una cara bonita –diría

que bella–, y cuando la vi por primera vez tenía esa misma

39


Carmilla

expresión melancólica. Pero esa expresión cambió casi instantáneamente

y se convirtió en una extraña e inmóvil sonrisa de

reconocimiento.

Siguió un silencio de al menos un minuto y luego, finalmente,

ella habló. Yo no podía.

—¡Qué maravilla! –exclamó–. Hace doce años vi tu cara en

un sueño y me ha perseguido desde entonces.

—De verdad, maravilloso –repetí yo, superando con un esfuerzo

el horror que, por unos momentos, me había impedido

hablar–. Hace doce años, en una visión o en realidad, a ti ciertamente

te vi. No pude olvidar tu rostro. Ha permanecido ante

mis ojos desde entonces.

Su sonrisa se volvió más tierna. Lo que en un primer momento

había visto como extraño en ella se había desvanecido.

Ahora su sonrisa, con los hoyuelos de sus mejillas, prestaba a

su cara tan deleitable, tan bonita, un toque de inteligencia. Me

sentí más segura, y continué en la tónica indicada por las reglas

de la hospitalidad, dándole la bienvenida y diciéndole cómo su

accidental llegada había sido placentera para todos nosotros, y

le conté especialmente cuánta felicidad me había traído a mí.

La tomé de la mano. Yo era un poco tímida, como es normal

en las personas solitarias, pero en esta situación me volví elocuente,

y hasta audaz. Ella me apretó la mano, poniendo la suya

encima de la mía. Sus ojos brillaban, y al mirarme a los ojos,

sonrió de nuevo, y se ruborizó.

Había respondido a mi bienvenida de una manera muy bella.

Yo me senté a su lado. Estaba todavía llena de dudas y preguntas.

Y ella me dijo lo siguiente:

—Tengo que contarte cómo fue la visión que tuve de ti. Es

tan extraño que hayamos tenido las dos, tú y yo, un sueño tan

vívido, una de la otra. Y que ambas nos hayamos visto con las

mismas caras que tenemos ahora, dado que, en aquel entonces,

éramos apenas niñas. Yo tenía unos seis años, y cuando me

desperté de un sueño confuso y perturbado, me encontré en

40


Capítulo lll

una habitación muy distinta de la mía, con paredes forradas en

paneles de madera oscura. Había armarios, y alrededor de la

cama, asientos y bancas.

Creía que las camas estaban desocupadas, que en la habitación

no había nadie más que yo. Luego, después de mirar por

todos lados (y recuerdo cómo me llamó la atención especialmente

un candelabro de dos brazos que reconocería fácilmente

si lo volviera a ver), me metí debajo de una de las camas para

llegar hasta la ventana. Pero al levantarme al otro lado de la

cama sentí que alguien estaba llorando. Y estando yo todavía

de rodillas, mi mirada cayó sobre la cama, y te vi. Estoy segura

de que eras tú. Y estabas como te veo ahora, una bella adolescente

con bucles dorados y grandes ojos azules, y con los

labios, tus labios, tal como te veo aquí en este momento.

Y continuó:

—Tu belleza me conquistó. Trepé encima de la cama para

abrazarte, y creo que las dos nos quedamos dormidas. Me

despertó un grito; tú estabas sentada, gritando. Me asusté, y

deslizándome, caí al piso. Parece que perdí el conocimiento

momentáneamente, y cuando volví en mí, estaba otra vez en

mi propia habitación en casa de mamá. Pero nunca he podido

olvidar tu cara. Un mero parecido no me engañaría. La joven

mujer que yo vi aquella noche eras tú.

Entonces me tocó el turno de narrar la correspondiente visión

que yo tuve. Cosa que hice. Y al oír mi historia mi nueva amiga no

ocultó su asombro. —No sé cuál de las dos –me dijo con una sonrisa–,

debería sentir más miedo de la otra. Si no fueras tan bonita,

tal vez sentiría mucho miedo en tu presencia. Pero siendo como

eres, y las dos tan jóvenes, solo siento haberte conocido hace doce

años y por eso he ganado un cierto derecho a la intimidad contigo.

En todo caso, parece evidente que, desde la primera infancia, estábamos

destinadas a ser amigas. Me pregunto si tú te sientes tan

extrañamente atraída hacia mí como yo me siento hacia ti. Nunca

he tenido una amiga. ¿Voy a encontrar una amiga ahora?

41


Carmilla

Suspiró hondamente y sus bellos ojos oscuros me contemplaron

con pasión.

Ahora, para decir verdad, tenía una sensación imposible de

explicar frente a esta bella desconocida. Me sentí, como dijo,

«atraída hacia ella». Pero había, al mismo tiempo, un elemento

de repulsión. No obstante, en medio de esta ambigüedad de

sensaciones, la atracción predominaba fuertemente. Ella captó

mi interés, me conquistó. ¡Era tan bella y tan indescriptiblemente

encantadora!

Entonces experimenté otra sensación: me invadió una especie

de languidez y agotamiento. De modo que le di las buenas

noches y comencé a retirarme.

Pero antes, le dije:

—El médico opina que una sirvienta debería acompañarte

esta noche. Hay una de las nuestras que espera afuera. Encontrarás

en ella a una persona tranquila, y también útil.

—Tan amable tú. Pero no podría dormir. Nunca he podido

dormir con otra persona en la habitación. No me hará falta ninguna

asistencia. Y debo confesar mi debilidad. Me persigue un

terror frente a los ladrones. Una vez los ladrones se metieron

a nuestra casa y asesinaron a dos sirvientas nuestras. Así que

siempre cierro la puerta con llave. Se me ha vuelto una costumbre.

Y como tú eres tan amable, estoy segura de que me perdonarás.

Veo que la puerta tiene una llave colgada en la cerradura.

Me apretó entre sus bellos brazos y me susurró al oído:

—Buenas noches, querida. Es tan difícil despedirme de ti.

Pero te deseo una buena noche. Mañana nos volveremos a ver.

Pero no muy temprano.

Con un suspiro se recostó sobre la almohada, y sus bellos

ojos me siguieron con una mirada amorosa y melancólica.

Nuevamente murmuró:

—Buenas noches, amiga querida.

Los jóvenes se quieren –incluso, se aman– por un impulso.

Me sentí halagada por el evidente aunque, hasta ahí, inmereci-

42


Capítulo lll

do cariño que me había mostrado. Me había gustado la confianza

con la que me recibió espontáneamente. Ella estaba decidida

a que íbamos a ser amigas íntimas.

Al otro día nos volvimos a encontrar. Y yo estaba feliz con

mi nueva compañera. Es decir, bajo muchos aspectos. Vista a

la luz del sol su belleza no perdía nada; era la criatura más bella

que había visto jamás. Y el desagradable recuerdo de la cara

que se me había presentado en aquel sueño de niña había perdido

el efecto de ese primer momento de reconocimiento. Ella

confesó que había experimentado un miedo similar cuando me

vio, y precisamente la misma vaga antipatía mezclada con admiración

que, en un primer momento, yo había sentido frente

a ella. Nos reímos juntas de nuestros momentáneos temores.

43



lV

Sus costumbres-un paseo

Les dije que ella me encantaba en casi todo. Pero había ciertos

aspectos que no me gustaban tanto. Voy a comenzar por

describirla.

Era más alta que el promedio de las mujeres, delgada, y de

una maravillosa gracia en su porte. Aparte de que sus movimientos,

que eran lánguidos –muy lánguidos–, no había nada

en su figura que indicara invalidez. Su cutis era de un brillo

muy rico, sus facciones pequeñas y bellamente formadas, sus

ojos grandes, oscuros y lustrosos, sus cabellos, maravillosos.

Nunca había conocido cabellos tan magníficamente densos, y

eran tan largos que le cubrían totalmente los hombros. Muchas

veces metía las manos debajo de su pelo, y me reía con asombro

al constatar su peso. Al mismo tiempo era exquisitamente

suave y fino, y de un rico color castaño oscuro, con unos toques

dorados. Me fascinaba soltarlo y verlo caer por su propio peso

cuando, en su habitación, ella se estiraba en su silla y hablaba

con su dulce tono de voz semiapagada. Yo solía doblar su pelo

y hacerle trenzas. O explayarlo y jugar con él. ¡Por Dios! ¡Sí

hubiera sabido lo que sé ahora!

He dicho que había ciertas cosas que no me gustaban. Como

ya les conté, su confianza me conquistó desde cuando la vi esa

primera noche. Pero descubrí que, con respecto a sí misma, su

madre, su historia, de hecho todo lo relacionado con su vida,


Carmilla

sus planes y su gente, ella mantenía una tremenda reserva,

como si estuviera siempre vigilante. Mi manera de averiguar

no era del todo razonable, tal vez. A lo mejor me equivocaba.

Debería haber respetado la solemne amonestación pronunciada

por la majestuosa dama de terciopelo negro en conversación

con mi padre. Pero la curiosidad es una pasión inquieta y sin

escrúpulos. Y ninguna niña la soporta con paciencia, ni aguanta

que su natural curiosidad encuentre rechazo por parte de otra.

¿Qué daño haría si ella respondiera y me contara todo lo que,

con todo ardor, quería yo saber? ¿No confiaba en mi sensatez?

¿En mi honor? ¿Por qué no me iba a creer cuando le juraba,

como lo hice solemnemente, que no divulgaría a ningún ser

mortal una sola sílaba de lo que me revelara?

Mostraba algo de frialdad, me parecía, una dureza más allá

de sus años, cuando, con su persistente y melancólica sonrisa,

se negaba a darme un solo rayo de luz acerca de su vida.

No digo que hayamos peleado por eso, ya que ella no peleaba

por nada. De mi parte, por supuesto, era injusto presionarla.

Era de mala educación. Pero no podía controlarme. Aunque en

realidad daba lo mismo. Porque, comparado con mis expectativas,

lo que me contó sobre ella no fue prácticamente nada.

Se puede resumir todo en tres revelaciones: Primera, que su

nombre era Carmilla; segunda, que su familia era muy antigua

y noble; y tercera, que su casa estaba en el oeste con respecto a

nuestro castillo. No me quiso contar el apellido de su familia,

ni detalles de su escudo, ni el nombre de sus tierras. Ni siquiera

me dijo de qué país era.

No debe creer usted que yo le molestaba incesantemente

preguntando sobre estos temas. Esperaba cada oportunidad, y

prefería insinuar mis averiguaciones, en vez de urgir una respuesta.

Una que otra vez la ataqué más directamente, es verdad.

Pero no importaba cuál táctica empleara, el resultado era

siempre el mismo: ningún avance. No servían ni las caricias ni

los reproches. Pero debo admitir que evadía las respuestas con

46


Capítulo lV

una melancolía y un alzar de hombros, y con tantas, y a veces

tan apasionadas, declaraciones de su amor por mí, y de su

confianza en mi honradez, y tantas promesas de que algún día,

por fin, yo iba a saberlo todo, que no encontraba en mi corazón

cómo sentirme ofendida.

Ella solía tomarme en sus bellos brazos, abrazarme y, su mejilla

contra la mía y sus labios en mi oído, murmurar:

—Mi amada, tu pequeño corazón está herido. No me creas

cruel simplemente porque obedezco la irresistible ley de mi

fortaleza y de mi debilidad. Si tu querido corazón está herido,

el salvaje corazón mío sangra por el tuyo. En el éxtasis de mi

enorme humillación, vivo en tu cálida vida. Y tú morirás, dulcemente

morirás, en la mía. No tengo remedio. Como yo me

acerco a ti, tú, a tu turno, atraerás a otros y conocerás el éxtasis

de esa crueldad, que aun así es el amor. De modo que, por un

tiempo, no intentes saber más de mí y de los míos, confía en mí

con tu espíritu amante.

Y cuando hablaba de esta manera rapsódica, me apretaba

más fuertemente contra ella en un abrazo tembloroso, mientras

sus leves besos hacían que mi mejilla brillara con una suave

incandescencia.

Su agitación y su lenguaje eran incomprensibles para mí.

De estos abrazos –que, debo decir, no ocurrían con demasiada

frecuencia– yo siempre quise liberarme. Pero se me iba

la energía. Las palabras que murmuraba sonaban en mi oído

como una canción de cuna y convertían mi esfuerzo de resistencia

en una especie de trance, del que sólo podía recuperarme

después de que ella hubiera dejado de abrazarme.

Durante esos misteriosos episodios, yo no la quería. Experimentaba

una extraña, tumultuosa excitación que muchas veces

era placentera, aunque mezclada con una sensación también de

temor y de repulsión. Mientras duraban estas escenas, no tenía

una idea clara acerca de ella, pero tenía conciencia de un amor

que se convertía poco a poco en adoración, aunque al mismo

47


Carmilla

tiempo en aborrecimiento. Sé que esto suena a paradoja, pero

no encuentro otra forma de intentar una explicación de lo que

yo estaba sintiendo.

Estoy escribiendo esto ahora, después de un intervalo de más

de diez años, con la mano temblorosa, y con un recuerdo horrible

y confuso de ciertas ocurrencias y situaciones que sucedían

durante la ordalía que inconscientemente yo estaba atravesando.

Sin embargo, retengo un agudo recuerdo de la trama central

de mi historia. Supongo que en las vidas de todo el mundo

ocurren episodios emocionales en los que nuestras pasiones

son desatadas tan salvajemente, tan terriblemente, y que, no

obstante, son los momentos, entre todos, que más vagamente

recordamos.

En ciertas ocasiones, después de una hora de apatía, mi extraña

y bella compañera me tomaba la mano, reteniéndola en la

suya con un apretón amoroso, que repetía una y otra vez, mientras

se ruborizaba levemente y me miraba con sus lánguidos y

encendidos ojos, emitiendo gemidos con tanta rapidez que su

vestido subía y bajaba al ritmo de su tumultuosa respiración.

Fue como el ardor de un amante. Me avergonzaba. Era odioso,

y sin embargo se apoderaba de mí. Con una expresión de regodeo,

me atraía hacia ella y sentí sus cálidos labios corriendo por

mis mejillas mientras ella susurraba, casi en sollozos:

—Tú eres mía, serás mía, tú y yo somos una para siempre.

Luego se echaba para atrás en su silla, cubriéndose los ojos

con sus pequeñas manos, mientras me dejaba temblando.

—¿Será que somos parientes? –le preguntaba–. ¿Qué quieres

decir con todo esto? A lo mejor te recuerdo a una persona

que has amado. Pero no puede ser. No me gusta. No te conozco.

No me conozco a mí misma cuando me miras así y hablas

de esa manera.

Ella suspiraba ante mi vehemencia, y en seguida volteaba la

cabeza y dejaba caer mi mano.

Con respecto a estas extraordinarias manifestaciones, intenté

48


Capítulo lV

en vano llegar a formular alguna teoría satisfactoria. No se explicaban

como afectación, ni como trucos. Se trataba, sin lugar

a dudas, del momentáneo estallido de un instinto y de unas

emociones suprimidas. ¿Será que ella sufría de breves períodos

de locura, no obstante la afirmación de su madre en sentido

contrario? ¿O, detrás de todo, existía un disfraz y un romance?

En viejos libros de cuentos había leído sobre cosas de ese

estilo. Qué tal si fuera un adolescente enamorado que se había

metido en nuestra casa, disfrazado, para perseguir al objeto de

su deseo con la ayuda de una vieja aventurera. Pero, a pesar de

que esta teoría alimentaba mi vanidad, contra ella como hipótesis

existían muchas objeciones.

Primero, yo no podría decir que me había asediado con una

galantería masculina tal como los hombres suelen hacer con deleite.

Entre uno de estos momentos apasionados y el siguiente

había largos intervalos cuando todo era normal, de una cotidiana

felicidad, aunque ella manifestaba también su ensimismamiento

y tristeza. Pero, con excepción de los momentos cuando

yo notaba que sus ojos me seguían con un cierto fuego melancólico,

yo no podría haber representado nada para ella. Aparte

de aquellos arranques de misteriosa excitación, ella se portaba

como cualquier niña. Y en ella había siempre una languidez

totalmente incompatible con el sistema masculino cuando un

hombre tiene buena salud.

Bajo ciertos aspectos, sus hábitos eran raros. Tal vez no hubieran

parecido tan singulares en opinión de una mujer citadina,

pero sí lo eran para nosotros, como la gente rústica que

éramos. Ella no se dejaba ver hasta muy tarde, generalmente no

aparecía antes de la una de la tarde. Acaso tomaba una taza de

chocolate, pero no comía nada. Luego solíamos salir a pasear,

no por mucho rato, pues casi inmediatamente se sentía agotada.

De modo que regresábamos al castillo, o nos sentábamos en

una banca de las que se encontraban en diferentes rincones del

bosque, debajo de los árboles. Su cuerpo sufría de una langui-

49


Carmilla

dez que no era acorde con su estado mental. Siempre conversaba

animadamente, y era muy inteligente.

A veces aludía a su casa de modo pasajero, o hablaba de alguna

aventura o situación que había vivido, o un recuerdo temprano,

que indicaba que se movía entre personas de costumbres

extrañas, de costumbres totalmente ignoradas por nosotros. De

estas breves referencias ocasionales deduje que su país natal

era más remoto de lo que, al inicio, había imaginado.

Una tarde estábamos sentadas debajo de un árbol cuando

frente a nosotras pasó un cortejo fúnebre. Eran los funerales de

una niña muy bonita que yo había visto con frecuencia, hija de

uno de los guardabosques. El pobre hombre caminaba detrás

del féretro. Había perdido su única hija y era evidente que tenía

el corazón roto. Unos campesinos venían detrás, a dos en fondo,

entonando un canto fúnebre.

Me levanté en gesto de respeto, y acompañé a los dolientes

con un verso del himno que cantaban muy dulcemente. De súbito

mi compañera me haló, obligándome a voltear hacia ella,

sorprendida.

—¿No te das cuenta de lo desafinados que están? –dijo con

brusquedad.

—Al contrario –le dije–. Me parece que cantan muy bonito.

Me sentí perpleja y muy incómoda, por temor a que la gente

que andaba en la pequeña procesión fuera a oír y a resentirse

por lo que ella había dicho. Seguí cantando, entonces. Pero

nuevamente ella me interrumpió.

—Me están taladrando el oído –protestó Carmilla, muy enfadada,

mientras se tapaba los oídos con sus pequeños dedos–.

Además, ¿no te das cuenta de que tu religión y la mía no son

iguales? Tus formas me hieren. Yo odio los funerales. ¿Por qué

tanto escándalo? Uno tiene que morir. Todo el mundo tiene que

morir. Y todos están más felices cuando están muertos. Vamos

a casa.

—Mi padre ha ido adelante con los clérigos al cementerio.

50


Capítulo lV

Yo creí que tú sabías que la iban a enterrar hoy.

—¿Ella? A mí no me preocupa el campesinado. No tengo

idea quién es –respondió Carmilla, con un centelleo en sus ojos

penetrantes.

—Ella es la pobre niña que, hace quince días, creí que había

visto convertida en fantasma. Desde entonces ha estado moribunda,

hasta ayer, cuando murió.

—No me hables de fantasmas. Si sigues, no voy a poder dormir

esta noche.

—Espero que no esté llegando una plaga o una fiebre, como

sugieren estos indicios –dije–. La joven esposa del porquero

murió hace apenas una semana, y ella creía que alguien, o algo,

había tratado de estrangularla mientras yacía en la cama. Papá

dice que semejantes fantasías horribles suelen acompañar ciertos

tipos de fiebre. El día anterior, ella estaba de buena salud.

Pero después sucumbió y murió en menos de ocho días.

—Bueno, el funeral de ella ya pasó, espero –dijo–. Ya habrán

cantando sus endechas y no nos van a seguir torturando

los oídos con esta cacofonía y jeringonza. Me ha puesto nerviosa.

Siéntate aquí a mi lado. Más cerca. Y toma mi mano fuerte.

Más fuerte. Mucho más.

Nos habíamos retirado un poco y llegamos a otra banca. Ella

se sentó. Su rostro sufrió un cambio que me alarmó. Es más,

por un momento me atemorizó.

Su cara se oscureció, se tornó lívida, horriblemente lívida.

Apretó los dientes y las manos, frunció el ceño, tensó los labios

y miró fijamente el césped, temblando con unas convulsiones

incontrolables. Parecía tener todos sus esfuerzos concentrados

en suprimir una epilepsia, contra la que luchaba hasta quedar

sin aliento. Finalmente emitió un gemido convulsivo, signo de

un intenso dolor, y luego, gradualmente, la histeria se calmó.

—¡Ahí tienes! –dijo por fin–. Eso es lo que pasa cuando tratan

de estrangular a la gente a base de himnos. Abrázame. Tranquilízame.

Ya está pasando.

51


Carmilla

Efectivamente, poco a poco mi compañera regresó a su estado

normal. Y con el fin, tal vez, de compensar la impresión tan

sombría que el espectáculo había producido en mí, se volvió

más animada y charladora que de costumbre. Y de este modo

llegamos a casa.

Fue la primera vez que yo había visto que ella mostrara algún

síntoma concreto de la delicada salud de la que su madre

había hablado. También fue la primera vez que había percibido

en ella un temperamento alzado y furioso.

Pero esa muestra de mal genio se desvaneció como una nube

en el cielo de verano, y solo una vez después observaría, por

parte de ella, un signo momentáneo de iracundia. Voy a contar

cómo sucedió.

Un día, cuando ella y yo estábamos mirando a través de los

altos ventanales del salón, observé que un vagabundo cruzó

el puente levadizo y entró al patio interior del castillo. Lo conocía

bien. Solía visitarnos dos veces en el curso del año. Era

un jorobado de cara larga y facciones agudas, características

típicas de personas deformes. Usaba una barba negra y puntiaguda,

y sonriendo como estaba, de oreja a oreja, dejaba ver

sus blancos colmillos. Vestía un tosco lienzo, rojo y negro, y

de las incontables correas y tiras de cuero que cruzaban su pecho

colgaba toda clase de objetos y aparatos. A sus espaldas

cargaba una lámpara mágica y dos cajas que yo conocía bien;

en una había una salamandra, y en la otra un mandril. Eran

pequeños monstruos que a mi padre causaban mucha risa. Estaban

compuestos de pedazos de micos, loros, ardillas y peces,

con algo de puercoespín, todos secos y luego cuidadosamente

cosidos con hilo para producir un efecto sorprendente. Llevaba

un violín, también, y una caja con utilerías para hacer trucos

de prestidigitación. Unas cuantas máscaras estaban amarradas

a su correa, y otras cuantas cajas misteriosas, y en su mano llevaba

un bordón negro con manija de cobre. Un perro escuálido

venía detrás del hombre, pero, al llegar al puente levadizo, se

52


Capítulo lV

detuvo súbitamente como si sospechara algo y luego empezó a

aullar de una manera atroz.

Mientras tanto, el vagabundo, de pie en la mitad del patio,

nos saludó alzando su grotesco sombrero, inclinándose en una

venia ceremoniosa y vociferando cumplidos en un francés

execrable y un alemán igual de espantoso. Luego, tomando el

violín en las manos, se puso a rasgar una melodía alegre que

acompañaba con un canto, simpático aunque disonante, y una

danza bastante loca que me hizo soltar una carcajada que contrastaba

con el triste aullido del perro.

Al terminar este espectáculo, el hombre se acercó a la ventana

con sonrisas y salutaciones, su sombrero en la mano izquierda

y su violín bajo el brazo, y sin pausa y con gran fluidez

desenrolló, con la mano derecha, un largo pergamino donde se

anunciaban todos sus atributos y las múltiples artes y recursos

que ponía a nuestra disposición, sin hablar de las curiosidades

y los entretenimientos que se proclamaba capaz de presentar

apenas se lo pidiéramos.

—Tal vez quisieran las bellas damas adquirir un talismán

como protección contra el diablo que merodea como un lobo

por estas tierras, según me han contado –dijo, dejando su sombrero

caer sobre el adoquinado–. La gente se está muriendo de

esa maldad a diestra y siniestra, y aquí tienen sus mercedes un

amuleto que nunca falla. Simplemente se prende a la almohada,

y uno puede reírse en las narices del bicho.

Estos talismanes consistían en tiras de tela decoradas con

cifras cabalísticas y algunos diagramas. Carmilla no vaciló en

comprar uno, y yo otro.

El hombre nos miraba desde abajo en el patio, y nosotros lo

mirábamos sonriendo. Nos hizo gracia; a mí, al menos. Mirando

a nuestras caras con sus penetrantes ojos negros parecía detectar

algo que, por un instante, parecía despertar su curiosidad.

Inmediatamente sacó una caja de cuero que contenía toda clase

de pequeños instrumentos de acero.

53


Carmilla

—Mire usted, señorita –dijo, mostrándome la caja–. Entre

otros oficios menos útiles, practico el arte de la dentistería.

¡Maldito perro! –se interrumpió–. ¡Cállate, animal! Él aúlla

para que usted, señorita, no pueda oír lo que estoy diciendo. Su

noble amiga, la señorita allí a su derecha, tiene el diente muy

afilado. Es largo, delgado, punzante como un alfiler. ¡Ja! ¡Ja!

Con mi ojo agudo y la buena visión que tengo, desde donde

estoy parado aquí abajo lo he visto clarísimamente. Ahora, si a

la señorita le molesta –y me parece imposible que no le cause

dolor– aquí me tiene, aquí está mi lima y mi pequeño alicate.

Podría volver ese diente redondo y romo, si a la señorita le

place. Ya no será el diente de un pez, sino el diente de la bella

joven que ella es… ¿Cómo? ¿Qué pasa? ¿Se ha molestado la

señorita? ¿He sido demasiado osado? ¿La he ofendido?

Y era cierto. La bella joven se veía muy enojada, y se retiró

de la ventana.

—¿Cómo se atreve este vagabundo a insultarnos de esta manera?

¿Dónde está tu padre? Voy a insistir que me repare esta

ofensa. Mi padre hubiera atado a este atrevido a un poste y le

habría castigado con látigo. Es más, le habría quemado el pellejo

con la marca del ganado de nuestro castillo.

Dando unos pasos para alejarse del ventanal, se sentó. Y apenas

el hombre se había perdido de su vista, su ira se calmó tan

súbitamente como había estallado. En pocos minutos había recuperado

su actitud normal. Aparentemente había olvidado la

existencia del diminuto jorobado y sus tonterías.

Aquella noche mi padre no estaba de buen humor. Cuando

llegó a casa, nos habló de un nuevo caso muy similar a los otros

dos fatales que habían ocurrido en tiempos muy recientes. La

hermana de un joven campesino que trabajaba en sus tierras,

apenas a una milla de distancia, estaba muy enferma. Tal como

ella misma contó, fue atacada en casi la misma forma de la otra

y estaba muriendo lenta pero irremediablemente.

—Todos estos casos –dijo mi padre–, tienen una explicación

54


Capítulo lV

científica. Se deben a causas naturales. Pero estos pobres heredan

sus supersticiones y por eso transmiten de generación en

generación unas versiones de terror que se transforman luego

en imágenes y van contagiando a sus vecinos.

—Pero esa misma circunstancia me asusta terriblemente –

dijo Carmilla.

—¿Cómo así? –pregunto papá.

—Me da tanto miedo ver cosas imaginarias. Creo que sería

tan malo como si fueran de verdad.

—Estamos en las manos de Dios –dijo mi padre–. Nada puede

ocurrir sin su consentimiento, y todo terminará bien para

aquellos que lo amen. Él es nuestro fiel Creador. Él nos ha creado

a todos y se encargará de cuidarnos.

—¡Creador! ¡Naturaleza! –exclamó Carmilla en respuesta a

las palabras de mi amable padre–. Esta enfermedad que está

invadiendo el país es natural. La Naturaleza. Todo procede de

la Naturaleza, ¿no es así? Todas las cosas que hay en el cielo

y sobre la tierra, y bajo la tierra, ¿no actúan y viven como la

Naturaleza ha ordenado? Yo creo que sí.

—El médico prometió venir hoy –dijo mi padre finalmente,

después de un silencio–. Quiero saber qué piensa él de todo

esto, y qué cree él que debemos hacer.

—Los médicos nunca me han hecho ningún bien –dijo Carmilla.

—¿Entonces nunca has estado enferma? –le pregunté.

—Más enferma de lo que tú has estado nunca –respondió.

—¿Hace mucho tiempo?

—Sí, hace mucho tiempo. Yo sufría de esta misma enfermedad.

No recuerdo sino el dolor y la debilidad que me produjo,

pero no eran tan graves como los dolores de otras enfermedades.

—¿Eras muy joven entonces?

—Supongo que sí. Pero no hablemos más de eso.

—Bueno, no hablemos más del asunto. Uno no quisiera hacerle

daño a una amiga.

55


Carmilla

Ella me miró con languidez, pasó su brazo alrededor de mi

cintura y me condujo fuera del salón. Mi padre se ocupaba de

algunos papeles en un rincón al pie de la ventana.

—¿Por qué a tu papá le gusta asustarnos? –suspiró la bella

niña, y se estremeció levemente.

—No es cierto, Carmilla querida. Nada podría estar más lejos

de su intención.

—¿Tienes miedo, querida? –preguntó ella.

—Tendría mucho miedo –dije–, si pensara que existe algún

peligro real de que yo fuera a ser atacada como lo fue esa pobre

gente.

—¿Tienes miedo a la muerte?

—Sí. Todo el mundo tiene miedo a la muerte.

—Pero morir como mueren los amantes. Morir juntos, para

vivir juntos.

—Las niñas son orugas mientras viven en el mundo –dije–,

para convertirse en mariposas en cuanto llegue el verano. Mientras

tanto, son gusanitos y larva, ¿no ves? cada cual con sus propensiones

particulares, sus necesidades y su estructura. Lo dice

Monsieur Buffon en un libro grande que hay en el cuarto vecino.

El médico llegó más tarde y se quedó hablando con papá durante

un largo rato. Era un hombre muy hábil, de unos sesenta

años o más. Se perfumaba con polvos y se afeitaba hasta que su

cara quedaba lisa como la cáscara de una calabaza. Él y papá

salieron del cuarto juntos. Papá estaba riéndose y le oí decir:

—Me sorprende en un hombre sabio como usted. ¿También

cree en los dragones?

El médico sonreía y lo negó con un movimiento de la cabeza.

—Sin embargo –dijo–, la vida y la muerte son estados misteriosos,

y sabemos muy poco de los recursos de la una y de la

otra.

Habiendo dicho eso, salió y no supe más. En ese momento

ignoraba cuál era el tema que el médico había introducido.

Pero ahora creo que lo puedo adivinar.

56


V

Un parecido extraordinario

Una tarde llegó de Gratz el hijo del restaurador de arte, un

joven de rostro serio y tez oscura. En su carreta tirada por un

caballo traía dos grandes guacales que contenían una cantidad

de cuadros. Gratz quedaba a diez leguas de distancia, y cada

vez que alguien llegaba de esa pequeña ciudad, nuestra capital,

todos salíamos a recibirlo para ver qué noticias traía. La llegada

de cualquier persona a un lugar tan aislado como el nuestro

fue motivo de celebración.

El joven colocó los guacales en el atrio del castillo mientras

los sirvientes lo llevaron a cenar. Más tarde, acompañado de

unos ayudantes, y con martillo, buril y destornillador en las

manos, se reunió con nosotros en el atrio donde nos habíamos

citado para ver el contenido de esas dos grandes cajas de madera

en el momento en que fueran abiertas.

Carmilla se sentó para observar, evidentemente sin mucho

interés, cuando, uno tras otro, sacaban a la luz los viejos cuadros,

casi todos retratos, que habían sido restaurados. Mi madre

descendía de una vieja familia de la nobleza húngara, y la mayoría

de estos cuadros, destinados a ocupar sus antiguos puestos

en las paredes de nuestro castillo, fueron herencia de ella.

Mi padre llevaba en la mano una lista que leía en voz alta

mientras el artista hurgaba entre los guacales para encontrar el

número correspondiente en cada caso. Dudo que las pinturas


Carmilla

hayan sido muy buenas, pero ciertamente eran muy viejas, y

algunas muy curiosas. Tenían un especial mérito para mí, pues

las estaba viendo por primera vez, ya que, antes de que fueran

limpiadas y restauradas, el polvo y la pátina de los siglos las

habían dejado en un estado tan lamentable que era imposible

apreciarlas.

—Allá puedes ver un óleo que estaba esperando –dijo mi

padre–. En una esquina, allá arriba, está el nombre. Si no estoy

mal dice «Marcia Karnstein» y la fecha «1698». Tenía ganas de

ver cómo había quedado.

Yo me acordaba del cuadro. Era bastante pequeño, de unos

quince centímetros aproximadamente, cuadrado, sin marco.

Pero era tan viejo y había estado siempre tan cubierto de mugre,

que nunca pude verlo bien. Ahora el joven restaurador lo

presentó con evidente orgullo. Era hermoso. Asombroso.

Parecía vivo. ¡Era la auténtica imagen y semejanza de Carmilla!

—Carmilla querida. Es un milagro. Aquí estás tú, sonriendo,

a punto de hablar, en este cuadro. ¿No te parece hermoso,

Papá? Mira, hasta tiene el pequeño lunar en el cuello.

Mi padre se rió y dijo:

—De verdad, el parecido es formidable.

Pero. para mi sorpresa, no le dio importancia y siguió hablando

con el restaurador, quien tenía mucho de artista, y mantuvo

una conversación inteligente con mi padre acerca de los

retratos y otras obras que su trabajo acababa de revelar con

toda su luz y color. Mientras tanto, yo me entregué a la contemplación

del retrato, maravillándome ante lo que era, sin duda, la

cara misma de Carmilla.

—¿Papá, me permites colgar este cuadro en mi alcoba? –le

pregunté.

—Por supuesto, hija –me contestó, sonriendo–. Me alegra que

lo encuentres tan parecido a Carmilla. Tal vez tengas razón. En

tal caso el cuadro es aún más hermoso de lo que yo creía.

58


Capítulo V

La bella joven no reaccionó ante este piropo. Actuó como

si no lo hubiera escuchado. Estaba medio recostada en una

silla y me contemplaba, sus ojos mirándome por debajo de

sus largas pestañas. Luego sonrió como si estuviera en una

especie de éxtasis. —Y ahora –le dije–, uno puede ver nítidamente

el nombre en la esquina del cuadro. Parece escrito

en oro. No es Marcia. El nombre es Mircalla, condesa de

Karnstein. Lleva puesta una pequeña corona. Y abajo dice

A.D. 1698. Yo soy descendiente de los Karnstein. Es decir,

lo era mi mamá.

—Yo también –dijo ella, lánguidamente–. Es un linaje muy

antiguo. ¿Aún viven algunos de la familia Karnstein?

—Ninguno que lleve el nombre, creo. Me dicen que la familia

se arruinó en unas guerras civiles hace mucho tiempo. Las

ruinas del castillo están cerca de aquí, a unos cinco kilómetros.

—¡Qué interesante! –comentó.

Y, cambiando de tema, dijo:

—Pero mira la belleza de esta noche de luna.

Miró por la puerta principal, que estaba medio abierta.

—¿Por qué no paseamos por el patio –propuso– y miramos

cómo se ve la carretera y el río?

—Me recuerda la noche que tú llegaste –le dije.

Ella suspiró, sonriendo.

Se levantó, y las dos, cada una con un brazo alrededor de la

cintura de la otra, caminamos por el adoquinado. En silencio,

lentamente, nos acercamos al puente levadizo para contemplar

el bello paisaje.

—Así que estabas pensando en la noche que llegué –me dijo

en un susurro–.¿Estás contenta de que yo esté aquí?

—Encantada, mi querida Carmilla –contesté.

—Y pediste que te dejaran el cuadro que se parece a mí, para

colgarlo en tu alcoba –murmuró con un suspiro, apretando su

brazo alrededor de mi cintura y descansando su bella cabeza

sobre mi hombro.

59


Carmilla

—Cómo eres de romántica, Carmilla –le dije–. El día que

me cuentes tu vida, estoy segura de que será la historia de un

gran romance.

Me besó en silencio.

—Estoy segura que has estado enamorada, Carmilla. En este

mismo momento, debe haber algún amor en tu corazón.

—Jamás me he enamorado de nadie –susurró–. Y no me voy

a enamorar nunca. A no ser que sea de ti.

Cómo se veía de bella a la luz de la luna. Con una expresión

a la vez tímida y extraña. Escondió su rostro entre mis cabellos

y mi cuello, emitiendo suspiros tumultuosos que parecían sollozos,

y tomó mi mano en la suya, que estaba temblando. Su

suave mejilla calentaba la mía.

—Querida, querida –murmuró–. Yo vivo en ti. Y tú morirías

por mí. Te amo tanto.

Me distancié de ella, asustada. Me miraba con ojos carentes

de cualquier viso de fuego, ojos sin sentido. Su rostro, pálido

en extremo, reflejaba una enorme apatía.

—¿No sientes frío, querida? –preguntó con voz somnolienta–.

Estoy tiritando. ¿He estado soñando?

Entremos, pues. Sí, sí, entremos.

—Veo que estás mal, Carmilla. Casi desmayada. Debes beber

un poco de vino.

—Sí. Lo haré. Ya me siento mejor. En unos momentos estaré

perfectamente bien. Sí, te acepto un poco de vino –dijo, mientras

nos acercábamos a la puerta.

—Pero miremos otra vez, por un momento. A lo mejor será

la última vez que voy a contemplar el claro de luna contigo.

—¿Cómo te sientes ahora, Carmilla? ¿De verdad estás mejor?

–le pregunté.

Empezaba a alarmarme. Me preocupaba que le hubiera atacado

la extraña epidemia que parecía haber invadido la campiña

a nuestro alrededor.

—Papá se preocuparía sobremanera –agregué– si te fueras a

60


Capítulo V

enfermar, aunque sea un poquito, sin hacérselo saber inmediatamente.

Tenemos un médico muy eficiente, vive aquí cerca, el

mismo que estaba hoy con papá.

—No dudo que sea bueno. Yo sé cómo son de amables ustedes.

Pero, mi querida niña, ya estoy bien otra vez. No tengo

ningún problema de salud. Solo un poco de debilidad. La gente

dice que soy lánguida. Soy incapaz de esfuerzos grandes, es

cierto. Difícilmente camino lo que caminaría una niña de tres

años. Y de vez en cuando, lo poco de fortaleza que tengo me

falla, y me vuelvo como me acabas de ver. Pero me recupero

fácilmente. En un instante soy otra vez yo. ¿No ves cómo me

recuperé?

Y era cierto; se había recuperado. Seguimos charlando un

largo rato, ella muy animada. Y el resto de la noche pasó sin

que ella volviera a repetir esas expresiones de enamoramiento.

Me refiero a su forma loca de hablar y de mirar, que me producían

vergüenza, y hasta miedo.

Pero esa misma noche ocurrió una cosa que hizo dar un nuevo

giro a mis pensamientos, algo que incluso parece haber sacado

a Carmilla de su habitual languidez, llevándola, aunque

fuera por un momento, a un inusual arranque de vitalidad.

61



Vl

Una agonía muy extraña

Cuando llegamos al salón y nos sentamos a tomar nuestro

café y chocolate, y a pesar de que no tomó nada, Carmilla parecía

estar de nuevo en su estado normal. Madame Perrodon

y mademoiselle De Lafontaine nos acompañaron y estábamos

jugando naipes cuando entró papá para tomar lo que llamaba

su «plato de té».

Cuando terminamos el partido, él se sentó en el sofá al lado

de Carmilla y le preguntó, en tono levemente ansioso, si había

tenido noticias de su madre desde que llegó a nuestra casa.

—No lo puedo saber –respondió, ambiguamente–. Pero he

pensado que les voy a abandonar. No quiero abusar de su hospitalidad.

Ya han sido demasiado amables conmigo. Les he

causado una infinidad de problemas, ya lo sé. Quiero tomar un

coche mañana e ir en busca de mi madre. Yo sé dónde la puedo

encontrar en últimas, aunque no me atrevo a decir dónde es.

—¡Ni soñarlo! –exclamó papá, para mi gran alivio–. No podemos

perderte así no más. No te doy permiso para partir, a no ser

bajo la custodia de tu madre, que en su bondad tuvo la cortesía

de dejarte aquí con nosotros hasta que ella misma regresara.

El día que recibas noticias de ella, me encantaría saberlo. Esta

noche los relatos sobre el progreso de la misteriosa enfermedad

que está asaltando nuestra vecindad son cada vez más alarmantes.

Y, mi querida huésped, siento mucha responsabilidad por


Carmilla

ti en ausencia de tu madre. Ella no está para aconsejarme, pero

en las circunstancias haré lo mejor que pueda. Pero una cosa

es segura: que ni debes pensar en abandonarnos sin que recibas

una orden explícita de ella. Además, tu ida nos produciría

demasiada tristeza para que fuéramos a dar nuestro consentimiento

fácilmente.

—Agradezco, señor, mil veces, su hospitalidad – respondió

con una tímida sonrisa–. Todos han sido tan amables conmigo.

Rara vez en la vida he estado tan feliz como me siento aquí, en

su bello castillo, disfrutando de sus cuidados, y en compañía de

su querida hija.

Ante esto, mi padre, con su acostumbrada galantería a la antigua,

le besó la mano, sonriendo y evidentemente contento con

el pequeño discurso de ella.

Como siempre, yo acompañé a Carmilla a su alcoba, y me

quedé sentada charlando con ella mientras preparaba su cama.

Finalmente le dije:

—¿Tú crees que algún día confiarás plenamente en mí?

Levantó la cabeza para mirarme, con una sonrisa. Pero no

respondió. Apenas siguió sonriendo.

—¿No me vas a contestar? –le dije–. No eres capaz de contestar

amablemente. No debí haberte dicho nada.

—No, hiciste bien en preguntarme eso, o cualquier cosa que

se te ocurra. No sabes lo especial que eres para mí. Porque de

otra manera entenderías que no hay ninguna confianza demasiado

grande que puedas tomar. Pero estoy obligada por mis votos,

ninguna monja más seriamente, y todavía no puedo contar

mi historia. Ni siquiera a ti. Se acerca el momento en que vas a

saberlo todo. Me creerás cruel, y egoísta. Pero el amor siempre

es egoísta. Mientras más ardiente, más egoísta. No puedes imaginar

cómo soy de celosa. Me tienes que acompañar, y amar,

hasta la muerte. O si no, odiarme y aun así acompañarme hasta

la muerte, y más allá de la muerte. En mi naturaleza aparentemente

indolente, no existe la palabra indiferencia.

64


Capítulo Vl

—Ahora, Carmilla, comienzas a hablar tus locuras insensatas

otra vez –le dije, un poco molesta.

—Ya no más, tonta que soy, y llena de caprichos y fantasías.

Para ti, solo hablaré como una mujer sabia. ¿Has ido alguna

vez a un baile?

—No. Pero ¡cómo corre tu pensamiento! ¿Cómo es un baile?

Debe de ser encantador.

—Casi ni me acuerdo ya. Eso fue hace muchos años.

Me reí.

—Tú no eres tan vieja. No puedes haber olvidado tu primer

baile tan rápido.

—Recuerdo todo… con un esfuerzo. Sí, lo veo todo, como

los buzos en el mar ven lo que está sucediendo por encima

de sus cabezas, a través de un medio, denso, ondulante, pero

transparente. Algo ocurrió aquella noche que confundió el cuadro,

volviendo pálidos sus colores. Por poco fui asesinada en

mi cama. Me hirieron aquí –se tocó el pecho– y nunca fui la

misma después.

—¿Estabas cerca de la muerte?

—Sí. Muy cerca. Fue un amor cruel, un amor extraño, que

me hubiera quitado la vida. El amor demanda sus sacrificios.

Y no hay sacrificio sin sangre. Bueno, a dormir entonces. Me

siento tan perezosa. No me siento capaz de levantarme para

echar llave a la puerta.

Estaba recostada, su cabeza en la almohada, y por debajo de

su mejilla había enterrado sus pequeñas manos entre sus densos

y ondulantes cabellos. Sus brillantes ojos siguieron todos

mis movimientos, y sonreía con una timidez que no fui capaz

de descifrar.

65



Vll

En descenso

En vano trataría de comunicarle el terror con el que, aun ahora,

traigo a la memoria lo ocurrido aquella noche. No se trataba

del terror pasajero que deja un mal sueño. Al contrario, parecía

profundizarse en mí cada vez más con el tiempo. Incluso parecía

afectar la alcoba y los muebles que habían sido el entorno

de la aparición.

Durante el día siguiente no podía estar sola ni un segundo.

Debí contárselo a papá, pero no lo hice por dos razones opuestas.

En un comienzo creí que él se reiría de la historia, y no

soportaba que lo fuera a tratar como un chiste. Pero también

pensé que él estaría convencido de que yo había sido víctima

de la misteriosa enfermedad que estaba haciendo estragos en

nuestra comunidad. Yo personalmente no creía eso. Pero dado

que, desde tiempo atrás, él no gozaba de muy buena salud, no

quise alarmarlo.

Me sentí bastante tranquila en compañía de las bien humoradas

señoras, madame Perrodon y mademoiselle De Lafontaine.

Las dos notaron que yo estaba desanimada y nerviosa, y finalmente

les conté la causa de la pesadez que sentía en el corazón.

Mademoiselle rió pero, si no me equivoco; la cara de madame

Perrodon expresó cierta ansiedad.

—A propósito –dijo mademoiselle, riéndose–, el sendero de limeros

que corre bajo la ventana de Carmilla tiene su propio fantasma.


Carmilla

—¡Tonterías! –exclamó madame, que probablemente consideraba

el tema inapropiado–. ¿Y quién le contó eso, querida?

—Martín dice que, cuando la vieja puerta estaba en reparación,

él pasó por allá dos veces antes del amanecer, y en ambas

ocasiones vio la misma figura femenina caminando por ese

sendero.

—Así debe de entretenerse cuando todavía no ha ordeñado

las vacas que lo están esperando en los campos al borde del

río –dijo madame.

—Tal vez. Pero Martín se asustó. Diría que nunca he visto

un bobo tan asustado como estaba él.

—No debes decirle nada de eso a Carmilla, porque ella puede

ver ese sendero desde su ventana –le dije–. Y ella es aún más

cobarde que yo, si eso es posible.

Ese día Camilla se presentó más tarde que de costumbre.

—Estaba muy asustada anoche –dijo, tan pronto nos encontramos–.

Estoy segura de que hubiera visto algo horrible si no

fuera por ese amuleto que me vendió aquel pobre jorobado a

quien insulté tanto. Soñé con algo negro que merodeaba alrededor

de mi cama y me desperté horrorizada. Durante unos

segundos estaba convencida de que estaba viendo una figura

oscura al lado de la chimenea. Pero busqué mi amuleto debajo

de la almohada y apenas lo toqué la figura desapareció. Si no

hubiera tenido ese talismán a la mano, estoy segura de que algo

terrorífico habría aparecido, y tal vez me habría estrangulado,

como le pasó a esa pobre gente de quienes nos hablaron.

—Bueno, escúchame –empecé–. Y le conté lo que me había

pasado, ante lo cual ella se veía horrorizada.

—¿Y tenías el amuleto cerca? –preguntó, ansiosa.

—No. Lo había dejado caer en un florero de porcelana que

hay en el salón. Pero esta noche sin falta lo voy a llevar conmigo,

ya que tú has puesto tanta fe en él.

A esa distancia en el tiempo, no puedo explicar, ni siquiera

entender, cómo había superado mi temor tanto para poder

68


Capítulo Vll

acostarme sola en mi alcoba esa noche. Recuerdo cómo prendí

el amuleto con una aguja a mi almohada y caí dormida casi al

instante. Incluso dormí más profundamente que de costumbre

toda la noche.

La noche siguiente, igual. Dormí profundo, deliciosamente

profundo, y sin soñar nada. Pero me desperté con una sensación

de pereza y melancolía, aunque, por fortuna, no excedía

un grado que se podría definir como de voluptuosidad.

—Bueno, te lo dije –comentó Carmilla, cuando le describí

mi sueño tranquilo–. Yo misma dormí muy bien anoche. Prendí

el amuleto a mi camisón. La noche anterior lo había dejado

demasiado lejos de mí. Estoy segura de que todo fue una mera

fantasía, salvo por los sueños. Antes creía que los sueños fueron

creados por los espíritus malignos, pero un médico me dijo

una vez que no existe tal cosa. Se debe únicamente a una fiebre

pasajera, o algún otro mal, que toca en la puerta e, incapaz de

entrar, sigue derecho, dejando esa alarma.

—Y, ¿en qué consiste el amuleto, crees tú? –le pregunté.

—Ha sido fumigado por alguna droga, o inmerso en una droga,

como podría ser un antídoto contra la malaria –contestó.

—Entonces, ¿solo actúa sobre el cuerpo?

—Por supuesto. ¿Tú crees que los espíritus malignos se asustan

con una tirita de tela, o con los perfumes que se compran

en la farmacia? No, estos seres andan por el aire y empiezan

con un ataque a los nervios, para así infectar el cerebro. Pero

antes de que te agarren, el antídoto los repele. Eso es lo que nos

ha hecho el amuleto, estoy segura. No tiene nada de magia. Es

simplemente natural.

Habría estado más contenta si hubiera podido estar totalmente

de acuerdo con Carmilla. Pero hice lo que pude por creerle,

y se mermaba la fuerte impresión que la experiencia había dejado

en mí al inicio.

Durante las noches siguientes dormí bien. Sin embargo, cada

mañana sentía esa misma pereza y una languidez que pesaba

69


Carmilla

en mí por el resto del día. Me sentí como otra persona. Me entregaba

a una extraña melancolía, una melancolía de la que no

hubiera querido salir. Vagos pensamientos acerca de la muerte

me invadían. Y la idea de que me estaba hundiendo lentamente

empezó a poseerme con suavidad. Y de alguna manera, a aquella

sensación le daba yo la bienvenida. Aunque triste, el estado

mental que esto producía era dulce también.

Sea lo que fuera, mi alma lo aceptó sin la menor prevención.

No admitiría que estaba enferma. No le contaría a mi papá, ni

permitiría que me fueran a traer el médico.

Carmilla dedicó más tiempo que nunca a consentirme, y sus

extraños paroxismos de lánguida devoción ocurrían con más

frecuencia. Se regodeaba en mi mal con un ardor que se incrementaba

a diario en la medida en que mi fuerza y mi espíritu se

debilitaban. Cosa que me alarmaba, como si fuera una momentánea

manifestación de locura.

Sin saberlo, estaba yo en un estado avanzado de la enfermedad

más rara que un ser mortal podía padecer. En la etapa de

los síntomas tempranos sentía una fascinación irracional que

me reconciliaba con el efecto de incapacidad que el mal me

producía. Esta fascinación aumentó durante un tiempo, hasta

llegar a cierto punto cuando gradualmente un sentido del horror

empezaba a mezclarse con ella, profundizándose, como

se verá, hasta llegar a desfigurar y pervertir completamente el

estado de mi vida.

El primer cambio que experimenté fue bastante agradable.

Sin saberlo, estaba muy cerca del punto de no retorno desde

donde se inicia el descenso al Averno. Ciertas vagas y extrañas

sensaciones me visitaban mientras dormía. La sensación

dominante fue ese peculiar estremecimiento, frío pero placentero,

que le pasa a uno cuando se mete en un río y nada contra

la corriente. Esta sensación fue acompañada prontamente por

interminables sueños tan vagos que nunca pude recordar cómo

era su escenario ni quiénes eran las personas, ni nada relacio-

70


Capítulo Vll

nado con la acción. Sin embargo me dejaban con una impresión

espantosa, y la sensación de agotamiento, como si hubiera transitado

por un largo periodo de esfuerzo mental y de peligro.

Al despertar, después de todos estos sueños, permanecía el

recuerdo de haber estado en un lugar oscuro, y de haber hablado

con personas a quienes no podía ver. Me acordaba, sobre todo,

de una sola voz clara, una voz femenina, muy profunda, que hablaba

desde la distancia, muy despacio, y que producía siempre

la misma sensación de una indescriptible solemnidad y temor. A

veces, también, tuve la sensación de una mano que me acariciaba

la mejilla y el cuello. En ocasiones fue como si me besaran unos

cálidos labios, besos cada vez más prolongados y con más amor

hasta alcanzaban mi garganta, y allí la acaricia se instaló de modo

fijo e inmóvil. Mi corazón latía más rápido, respiraba e inhalaba

con mayor velocidad, y emitía unos sollozos que terminaban en

la sensación de estrangulamiento y una tremenda convulsión que

me privó de mis sentidos y me dejó sin conocimiento.

Habían pasado tres semanas desde el inicio de este inexplicable

estado. En los últimos días, mi sufrimiento dejó huella en

mi rostro. Estaba pálida, mis ojos se habían dilatado y tenía notorias

ojeras. Además, la languidez que venía experimentando

durante bastante tiempo se notaba en mi expresión facial. Mi

padre me preguntó si me sentía mal. Pero, con una obstinación

que ahora me parece inexplicable, seguía insistiendo en asegurarle

que me sentía perfectamente normal.

En cierto sentido era la verdad. No sentía ningún dolor. No

podía quejarme de ningún malestar físico. Mi mal parecía ser

una cosa de la fantasía, o de los nervios. Y por más horribles

que fueran mis sufrimientos, los guardé prácticamente para mí

misma, con una reserva morbosa.

No podría ser ese terrible mal que los campesinos llamaban

el diablo, porque yo ya llevaba tres semanas de sufrimientos, y

ellos no se enfermaban durante más de unos cuantos días antes

de que la muerte pusiera fin a su miseria.

71


Carmilla

Carmilla se quejaba de sueños y de fiebres, pero nada tan

alarmante como lo que me estaba pasando a mí. Digo que lo

mío era alarmante en extremo. De haber sido capaz de comprender

mi condición, me habría puesto de rodillas para exhortar

que me socorrieran. Pero en mí obraba una sustancia narcótica

de una influencia insospechada que anulaba mi percepción.

Ahora le voy a hablar de un sueño que condujo inmediatamente

a un curioso descubrimiento.

Una noche, en vez de escuchar las voces que estaba acostumbrada

a oír en la oscuridad, sentí una sola voz, dulce y tierna,

y al mismo tiempo temible, que dijo:

—Tu madre te advierte; ten cuidado del asesino.

En el mismo momento, una luz surgió inesperadamente, y

vi a Carmilla, parada al pie de mi cama, en su camisón blanco,

bañada, de pies a cabeza, por una gran mancha de sangre.

Me desperté con un aullido, convencida de que a Carmilla la

estaban matando. Recuerdo cómo salí de la cama de un brinco,

y mi próximo recuerdo es estar en el corredor, pidiendo ayuda

a gritos.

Madame y mademoiselle salieron de sus habitaciones a la

carrera. A la luz de una lámpara que se mantenía encendida en

el corredor, ellas me vieron y pronto les conté la causa de mi

terror.

Insistí en que teníamos que llamar a la puerta de Carmilla.

Tocamos, pero no hubo respuesta. En cuestión de minutos estábamos

golpeando durísimo y gritando a voz en cuello. La

llamamos fuertemente por su nombre. Pero todo en vano.

Nos asustamos las tres, porque la puerta estaba cerrada con

llave. Regresamos con pánico a mi alcoba. Una vez allá, tocamos

la campana largamente, y con furia. Si el cuarto de mi padre

se hubiera localizado en ese lado del castillo, le habríamos

llamado de una vez para ayudarnos. Pero lamentablemente estaba

demasiado lejos y no nos podía oír. Para llegar a donde él

se requería de un coraje que ninguna de nosotras poseía.

72


Capítulo Vll

Por fortuna vinieron los sirvientes, subiendo a toda velocidad

por la escalera. Mientras tanto, yo me había puesto la bata

de levantar y mis pantuflas. Mis compañeras habían llegado ya

vestidas. Al reconocer las voces de los sirvientes en la escalera,

salimos a encontrarlos. Y habiendo vuelto a tocar con fuerza en

la puerta de Carmilla, con el mismo resultado negativo, ordené

a los hombres que forzaran la cerradura. Así lo hicieron, y nos

quedamos parados todos en el marco de la puerta mirando hacia

el interior de la alcoba.

La llamamos otra vez por su nombre, y aún no hubo respuesta.

Entramos y examinamos lo que había en la habitación.

Encontramos todo exactamente en el estado en que lo había dejado

cuando le di las buenas noches. Pero no estaba Carmilla.

73



Vlll

La búsqueda

Al contemplar la alcoba con todo en su lugar –salvo lo que

habíamos movido al entrar tan violentamente–, el único estorbo

habiendo sido nuestra violenta entrada, empezamos a calmarnos

un poco y muy pronto nos sentimos lo suficientemente

tranquilas como para despedir a los hombres. A mademoiselle

se le ocurrió que posiblemente Carmilla fue despertada por

la bulla en el corredor, y que, en un primer pánico, se habría

escondido en el clóset o detrás de una cortina o un lugar semejante

del cual no iba a emerger, naturalmente, hasta que el

mayordomo y su séquito se hubieran retirado. Ahora, entonces,

iniciamos la búsqueda, llamándola de nuevo por su nombre.

Pero todo en vano. Sólo se aumentó nuestra perplejidad. Examinamos

las ventanas, pero las encontramos selladas. A Carmilla

le imploré que, si estaba escondida, que dejará de jugar cruelmente

con nosotras, que saliera para poner fin a nuestra ansiedad. Pero para

nada servía. Ya me convencí de que ella no estaba en la alcoba, ni en

el vestuario al lado, cuya puerta aún quedaba cerrada con la llave por

nuestro lado. Imposible que haya salido por allá. Estaba totalmente

confundida. Sería que Carmilla había descubierto uno de aquellos

pasillos secretos que la vieja ama de llaves decía que existían en el

castillo, según la tradición, pero que ya nadie sabía dónde se encontraban.

Sin duda, pensé, con el tiempo sabremos la explicación, por

más desconcertados que estábamos en ese momento.


Carmilla

Eran más de las cuatro de la mañana, y yo decidí pasar el

resto de la noche en la habitación de madame Perrodon.

El alba llegó, sin ninguna solución del misterio. Todo el

mundo, con mi padre a la cabeza, amaneció en un estado de

confusión y agite. Se buscó en cada rincón del castillo. Algunos

salieron a explorar dentro del bosque. Pero no se encontraba

ningún vestigio de Carmilla. Se contemplaba la posibilidad

de dragar el río. Mi padre estaba angustiado. ¿Cómo contar lo

sucedido a la madre de la pobre niña cuando regresara? Yo también

estaba adolorida, pero mi sufrimiento era de otro orden.

Pasó la mañana entre la angustia y la agitación. Llegó la una

de la tarde, y aún no había noticia alguna. Yo subí la escalera

y entré en la alcoba de Carmilla, y sheridan le fanu allí estaba

ella al pie del tocador. Quedé de una sola pieza. No podía creer

lo que estaba viendo. En silencio, con un gesto de su dedo tan

bonito, me señaló que me acercara. Llevaba una expresión de

mucho temor. Me lancé a sus brazos en un éxtasis de alegría.

La abracé y la besé una y otra vez. Corrí a buscar la campana y

la toqué con vehemencia para que los demás llegaran al lugar y

así poder aliviar la angustia de papá.

—Querida Carmilla, ¿dónde has estado todo este tiempo?

Hemos estado muertos de la angustia buscándote. ¿Dónde estabas?

¿Cómo regresaste?

—Fue una noche de maravillas –me dijo.

—Por el amor de Dios, explícate.

—Anoche, después de las dos –dijo–, fue cuando me acosté

como siempre en mi cama, con las dos puertas cerradas con

llave, la del guardarropa y la que da al corredor. Dormí profundo,

sin sueños, que yo recuerde. Pero me desperté hace un momento

en el sofá del guardarropa, y encontré la puerta abierta,

y la otra forzada. ¿Cómo podría haber sucedido todo eso sin yo

despertarme? Porque debe haber causado mucho ruido, y a mí

cualquier cosa me despierta. ¿Y cómo podrían haberme sacado

de mi cama sin interrumpir mi sueño? ¿A mí, que me asusto

76


Capítulo Vlll

con la menor cosa?

Mi padre, junto con mademoiselle y varios sirvientes llegaron

a la alcoba. Como era de esperarse, bombardearon a Carmilla

con una cantidad de preguntas, y con felicitaciones y bienvenidas.

Ella siempre repetía la misma historia, y entre todos

parecía ser la menos capaz de sugerir una explicación de lo que

había pasado.

Mi padre caminaba por el cuarto de arriba abajo, muy pensativo.

Observé cómo, en un momento, Carmilla lo miró de

soslayo. Una mirada algo turbia, me pareció.

Cuando mi padre había despachado a los sirvientes, y mademoiselle

había ido a traer un frasco de valeriana y sales aromáticas,

y dado que no había nadie más en el cuarto, aparte de

mi padre, madame Perrodon y yo, él se le acercó, pensativo. Le

tomó de la mano con suma gentileza, la condujo al sofá y se

sentó a su lado.

—¿Me perdonarás, querida, si me atrevo a hacer una conjetura

y preguntarte algunas cositas?

—¿Quién tiene más derecho que usted? –respondió–. Pregunte

lo que le parezca importante, y le contaré todo. Pero mi

historia consta únicamente de confusión y oscuridad. No sé

nada en absoluto. Me puede preguntar cualquier cosa, pero conoce,

por supuesto, las limitaciones acordadas con mi mamá.

—Perfectamente, mi querida niña. No tengo por qué tocar

los temas sobre los cuales ella insiste que guardemos silencio.

Ahora, la maravilla de anoche es el hecho de que tú hayas sido

sacada de tu cama y de tu alcoba sin ser despertada, y que este

sheridan le fanu traslado haya ocurrido aparentemente estando

las ventanas selladas y las dos puertas cerradas con llave desde

dentro. Te voy a contar mi teoría. Pero primero quiero formularte

una pregunta.

Carmilla descansaba su cabeza sobre una mano. Parecía desanimada.

Madame y yo quedamos a la escucha, casi sin respirar.

77


Carmilla

—Ahora, mi pregunta es la siguiente. ¿Alguna vez han sospechado

que tú seas sonámbula?

—No, desde que fui muy niña.

—¿Pero sí caminabas dormida cuando muy niña?

—Sí, es cierto. Muchas veces me lo contó mi vieja nodriza.

Mi padre sonrió y movía la cabeza como signo de complacencia.

—Entonces lo que sucedió fue esto: te levantaste dormida,

abriste la puerta sin dejar la llave en la cerradura, como era la

costumbre, sino que la sacaste y aseguraste la puerta nuevamente

desde fuera. Luego retiraste la llave y la llevaste contigo

a una de las veinticinco habitaciones que hay en este piso, o

a un piso superior, o a otras más abajo. Es que aquí hay tantas

habitaciones y closets, y tantos muebles pesados, y tanta

acumulación de trastos viejos que haría falta una semana para

poder lograr una requisa completa de este castillo. ¿Ahora me

entiendes?

—Sí. Pero no del todo –respondió ella.

—Pero, papá –intervine–, ¿cómo explicas el hecho de que,

cuando ella despertó, se encontró en el guardarropa, donde la

habíamos buscado con esmero?

—Ella volvió allá después de la requisa de ustedes. Estaba

aún dormida, y finalmente se despertó espontáneamente, y fue

tan sorprendida como cualquiera al encontrarse allí. Ojalá todos

los misterios tuvieran una explicación tan sencilla y fácil

como el tuyo.

Mi padre rió.

—Debemos felicitarnos –continuó–, porque queda claro que

la explicación más natural del episodio no tiene que ver con

drogas, ni con cerraduras forzadas, ni con ladrones o brujas o

asesinos. De hecho no hay nada que deba alarmar a Carmilla,

ni a nadie. Gracias a Dios, estamos todos sanos y salvos.

Carmilla parecía estar encantada. Y no había nadie tan hermoso

como ella cuando estaba así. Creo que esa languidez que

78


Capítulo Vlll

llevaba con tanta gracia y que era tan característica de ella sólo

servía para destacar más su belleza. Evidentemente mi padre

estaba pensando en el contraste entre su semblanza y la mía,

porque suspiró y dijo:

—Ojalá mi pobre Laura también luciera ahora como en ella

ha sido usual.

Bueno, nuestras preocupaciones se habían desvanecido y

Carmilla disfrutaba de nuevo de su vida entre nosotros.

79



lX

El médico

Dado que Carmilla no permitía que nadie propusiera ni siquiera

la posibilidad de que una persona la acompañara en la

noche, mi padre ordenó que una de las sirvientas durmiera en

el corredor al pie de su puerta. De este modo evitaba que ella

intentara otra excursión nocturna, pues la sirvienta se daría

cuenta y se lo impediría.

Todo pasó tranquilamente esa noche, y el día siguiente, temprano,

el médico llegó para examinarme. Mi padre lo había

citado, sin decirme nada.

Madame me acompañó hasta la biblioteca, donde me esperaba

el doctor, un hombre muy serio, de baja estatura y pelo blanco,

que usaba anteojos. Cuando le conté mi historia, se puso

más serio todavía.

Los dos estábamos de pie, enfrentados, al pie de un ventanal.

Cuando terminé mi relato, él descansó los hombros en la

pared, mirándome fijamente. Había oído mi relato con mucha

atención y por su cara se notaba que quedaba bastante impresionado.

Luego de un silencio, le dijo a madame que quería ver

a mi padre. A los pocos minutos papá entró sonriendo y le dijo:

—Me supongo, doctor, que me va a decir que soy un viejo

tonto por haberlo traído. Al menos, así espero.

Pero se le desvaneció la sonrisa cuando el médico, con cara

de solemnidad, le señaló que se acercara.


Carmilla

Mi padre y el médico conversaron durante un buen rato al

lado del mismo ventanal. Se veían muy serios y agitados. Allá

en la biblioteca, que es muy grande, madame Perrodon y yo

quedamos de pie en el extremo más lejano, muertas de la curiosidad.

No podíamos entender una palabra de la conversación,

pues mi padre y el médico hablaban muy quedo, y el nicho de

la ventana prácticamente los ocultaba. De mi padre apenas se

le percibía un pie, el brazo y el hombro. Y sus voces resultaban

aún más inaudibles debido a una especie de ropero formado por

la gruesa pared.

Había pasado bastante tiempo antes de que mi padre mirara

en nuestra dirección. Se le notaba el rostro pálido. Vi que estaba

pensativo, y me pareció angustiado también.

—Laura, querida, ven acá por un instante. Madame, no la

vamos a molestar más por el momento.

Obedeciendo órdenes, me acerqué hacia donde estaba mi

padre y el médico. Por primera vez me sentí alarmada porque,

aunque estaba muy débil, no creía que estaba enferma. Y la

fuerza es algo que uno puede volver a tener en cualquier momento.

Al menos así pensaba yo.

Mi padre me extendió la mano, pero miraba hacia el médico

y dijo:

—Sin duda es muy extraño. Confieso que no acabo de entenderlo

del todo. Laura, querida, ven acá y oye lo que dice el

doctor Spielsberg. Y mantén la calma. Hablaste de la sensación

de dos agujas que te penetraban la piel cerca del cuello la noche

que tuviste tu primer sueño horrible. ¿Todavía te duele?

—No, papá. Ya no.

—Nos puedes señalar con el dedo más o menos el punto

donde crees que te entraron las agujas.

—Aquí –dije, indicando–, un poco más abajo de la garganta.

El vestido que llevaba puesto cubría el lugar.

—Ahora usted puede ver, señor –dijo el médico–. Si no te

82


Capítulo lX

molesta, señorita, tu padre te va a bajar el cuello del vestido,

pero muy poco. Es necesario para que podamos detectar el síntoma

del mal que padeces.

Yo consentí. El lugar estaba apenas a una pulgada debajo del

cuello del vestido.

—¡Que Dios me bendiga! –exclamó papá–. ¡Es verdad!

Y empalideció.

—Ahora lo puede ver con sus propios ojos – dijo el médico,

triunfante, pero en tono lúgubre.

—¿Qué es? –pregunté, empezando a alarmarme.

—Nada, mi querida señorita –dijo el médico–, sólo un diminuto

punto azul, como la punta de tu dedo. Y ahora… –y se

volteó hacia papá–, ahora la cuestión es ¿qué vamos a hacer?

—¿Existe algún peligro? –pregunté, con creciente temor.

—Espero que no, querida –replicó el médico –. No veo por

qué no vayas a recuperar tu salud. Debe empezar a mejorar

desde ahora. ¿Es ese el punto donde se inicia el sentido de estrangulación?

—Sí –le dije.

—Entonces, recuerda lo mejor que puedas. ¿Fue ese punto el

centro, de alguna manera, del estremecimiento que me acabas

de describir, como las aguas frías de un arroyo cuya corriente

venía contra ti?

—Podría ser. Sí, creo que sí.

—¿Logra verlo? –dijo dirigiéndose a mi padre–.

¿Me permite una palabra con madame? —Naturalmente –

respondió papá.

Hizo que madame Perrodon se acercara, y le dijo:

—Encuentro que nuestra joven amiga aquí presente no está bien,

ni mucho menos. Ojalá no sea de mucha gravedad. Creo que no.

Sin embargo, hay que tomar ciertas medidas, que le voy a explicar

prontamente. Pero mientras tanto, madame, le ruego que no deje a

la señorita Laura sola en ningún momento. Es lo único que le puedo

recomendar por ahora. Pero es absolutamente indispensable.

83


Carmilla

—Yo sé que contamos con su amabilidad, madame. Y su

cuidado –dijo papá–. De eso estoy seguro.

Sin vacilar, madame le aseguró que sí.

—Y tú, mi querida Laura –dijo papá–, yo sé que vas a acatar

la recomendación del doctor.

Luego se dirigió al médico:

—Tengo que pedir su opinión sobre otra paciente, cuyos síntomas

se asemejan a los de mi hija. En menor grado, creo, pero

similares. Se trata de una joven que es nuestra invitada. Como

me dice que vuelve a pasar por estos lados más tarde, le invito

a cenar con nosotros, y luego la puede examinar. Ella nunca

aparece sino después de la una de la tarde.

—Le agradezco –dijo el médico–. Estaré con ustedes, entonces,

a las siete de la noche.

Los dos repitieron sus indicaciones para mí y para madame,

y con eso mi padre acompañó al médico a la salida. Los observé

caminando para arriba y para abajo sobre el césped frente

al castillo, entre la carretera y la fosa. Se veían absortos en una

conversación muy seria.

El médico no regresó con papá. Lo vi montar su caballo y

galopar hacia el este por el bosque. Casi en el mismo momento

vi que el hombre de Dranfield

llegó con el correo. Se apeó y entregó las cartas a papá.

Mientras tanto, madame y yo nos ocupábamos en conjeturas

acerca de los motivos que había inspirado la severa recomendación

impuesta por el médico, secundado por mi padre. Fue solo

después que madame me contó su verdadera opinión; creía que

el médico tenía miedo de que me diera una súbita epilepsia y

que, sin ayuda instantánea, podría perder la vida en un ataque,

o al menos quedar gravemente herida.

A mí no se me ocurrió interpretar la cosa así. Me imaginaba

–y tal vez fue afortunado, dado el estado de mis nervios– que

se me había formulado esa precaución simplemente para que

tuviera una compañera constantemente a mi lado, para que no

84


Capítulo lX

fuera a hacer demasiados esfuerzos o comer frutas verdes, o

hacer alguna de las mil tonterías para las que, según suponen

los mayores, nosotros los jóvenes somos propensos.

Una media hora más tarde, mi padre entró. En la mano llevaba

una carta.

—Esta carta llegó con demora –dijo–. Es del general Spielsdorf.

Podría haber venido a vernos ayer. Ahora no llegará hasta

mañana, a no ser que alcance a llegar hoy mismo.

Colocó la carta en mi mano, pero no se veía contento, como

solía ser cuando esperaba una visita, especialmente la de una

persona tan querida como era el general Spielsdorf. Al contrario,

tenía cara de querer hundir al general en el fondo del mar.

Era evidente que algo lo tenía sumamente preocupado, algo

que no quiso revelarnos a nosotros.

—Papá, querido papá –le dije de súbito, poniendo mi mano

en su brazo y mirándolo como quien implora–, ¿por qué no me

cuentas qué es lo que pasa?

—Tal vez –me dijo, acariciándome el pelo. —¿El médico

piensa que estoy muy grave?

—No, hija mía. Piensa que, si tomamos las medidas correctas,

vas a estar muy bien otra vez, en camino a una recuperación

total. En cuestión de días. Pero hubiera querido que nuestro

amigo el general escogiera otro momento. Es decir, quisiera

que tú estuvieras perfectamente bien para recibirlo.

—Pero dime, papá –le insistí–, ¿qué es lo que el médico cree

que tengo?

—Nada. No me debes acosar con tantas preguntas –me respondió,

con una irascibilidad que no le había conocido nunca.

Luego, viéndome desconcertada, me dio un beso y agregó:

—Vas a saber todo en un par de días. Es todo lo que sé.

Mientras tanto, no debes preocuparte.

Se volteó y salió del cuarto. Pero antes de que yo hubiera tenido

tiempo para reflexionar sobre lo raro de todo esto, regresó.

Fue para decir que pensaba ir a Karnstein. Ordenó que el coche

85


Carmilla

estuviera listo a las doce del día, y dijo que madame y yo deberíamos

acompañarlo. Quería visitar a un sacerdote que vivía

cerca de ese pintoresco lugar. Un asunto de negocios, dijo. Y ya

que Carmilla no conocía el sitio, ella podía seguirnos cuando

bajara de su habitación. Carmilla viajaría con mademoiselle,

quien llevaría cosas de comer para hacer un picnic en los predios

del castillo en ruinas.

A las doce yo estaba lista. Y a los pocos minutos mi padre,

madame y yo emprendimos el viaje. Después de atravesar el

puente levadizo, volteamos a la derecha y, siguiendo la carretera,

cruzamos el puente gótico. Viajamos hacia el oeste con

el fin de llegar a la aldea abandonada al pie de las ruinas del

castillo de los Karnstein.

Ningún paseo podría ser más grato. El panorama es una

mezcla de colinas y valles, todo vestido de bosques, sin ese

formalismo que se ve en los bosques plantados artificialmente,

todo podado y bien arreglado.

Las irregularidades del terreno obligan a la vía que cambie

constantemente de ruta, de modo que anda merodeando al borde

de las colinas más empinadas y bajando a las hondonadas

para revelar ante nuestros ojos una variedad inagotable de paisajes.

A la vuelta de una curva, nos encontramos de improviso con

nuestro viejo amigo, el general Spielsdorf. Venía cabalgando

hacia nosotros, en compañía de un asistente, igualmente bien

montado. Sus maletas venían detrás en una carreta halada por

un caballo.

Cuando el general llegó al lado de nuestro coche, frenamos

y él se apeó para saludarnos. No resultó difícil persuadirle para

que ocupara el asiento vacante en nuestro coche. Subió, entonces,

y con el sirviente, mandó su caballo a nuestro castillo.

86


X

De luto

Desde nuestro último encuentro con el general habían pasado

unos diez meses, tiempo suficiente para haber producido un

cambio de años en su figura. Estaba más delgado, y la cordial

serenidad que antiguamente le era tan característica se había

reemplazado con una actitud lúgubre y ansiosa. Sus ojos de

un azul profundo, siempre penetrantes, miraban al mundo ahora

con una expresión severa debajo de sus hirsutas y tupidas

cejas. La alteración que se le notaba no parecía ser producto

únicamente del dolor de haber perdido a un ser querido. A ese

dolor se agregaba un raro elemento que yo llamaría apasionada

iracundia.

Pocos minutos después de reiniciar el viaje, el general empezó

a hablar. Con su típica franqueza militar, se refirió al luto

que padeció después de la muerte de su querida sobrina. Acto

seguido, irrumpió en un tono de intensa furia y amargura, maldiciendo

las «artes infernales» de las que ella había sido víctima.

Expresaba, con más exasperación que piedad, su rechazo

de un dios que permitiera tan monstruosa indulgencia a la lujuria

y malignidad del Infierno.

Mi padre entendió en seguida que el general había sufrido alguna

calamidad fuera de lo común. Le pidió que, si no fuera

demasiado doloroso, nos contara cuáles eran las circunstancias

que merecían los términos tan fuertes en que se había expresado.


Carmilla

—Podría contarle, con gusto –dijo el general–.

Pero usted no me creería.

—¿Por qué no? –preguntó papá.

—Porque usted solamente cree en lo que está de acuerdo con

sus propios prejuicios y sus propias ilusiones –dijo en un tono

algo irascible–. Yo era como usted. Pero la vida me ha enseñado

a pensar de manera diferente.

—Intente conmigo, entonces –dijo papá–. No soy tan dogmático

como usted cree. Además, yo sé muy bien que usted

siempre necesita pruebas para creer, y por eso estoy muy dispuesto

a respetar sus conclusiones.

—Usted tiene razón al suponer que no ha sido a la ligera

que he llegado a creer en lo fantasioso, porque lo que he experimentado

es eso, fantasioso. Una evidencia extraordinaria

me ha obligado a dar crédito a algo que era diametralmente

opuesto a todas mis convicciones anteriores. He sido utilizado

como una ficha inconsciente en manos de una conspiración sobrenatural.

No obstante haber profesado su confianza en la seriedad del

general, observé cómo mi padre, ante esto, miró al general con

lo que me parecía una duda acerca de su estado mental.

Por fortuna, el general no lo notó. Con una mezcla de tristeza

y curiosidad estaba contemplando el sombreado paisaje de

valles y bosques por donde nuestro coche pasaba en ese momento.

—¿Se van a las ruinas de Karnstein? –preguntó–. Es una

coincidencia afortunada. Iba a pedirle el favor de llevarme allá

para verlas. Tengo un motivo especial para querer examinarlas.

Tengo entendido que hay una capilla, también en ruinas, con

una cantidad de tumbas de miembros de aquella antigua familia,

¿no es así?

—Es verdad –dijo mi padre–. Y son muy interesantes. ¿Está

pensando usted en reclamar las tierras y los títulos hereditarios

de los Karnstein? –preguntó mi padre.

88


Capítulo X

Lo había dicho en broma. Pero el general no respondió con

una risa, ni siquiera una sonrisa, al chiste de su amigo, como

dictaba la etiqueta. Al contrario, se puso aún más serio, incluso

molesto, rumiando algún asunto que había provocado su ira y

su horror.

—Algo muy distinto –dijo bruscamente–. Tengo la intención

de desenterrar algunos de esos nobles personajes. Con la

bendición de Dios, allá espero poder cumplir con un sacrilegio

piadoso. Con él, espero eliminar a ciertos monstruos que andan

por la tierra, y permitir así que la gente pueda dormir tranquilamente

en sus camas sin ser asediada por asesinos. Tengo cosas

extrañas para contarle, mi querido amigo, cosas que, hace unos

meses, yo mismo no habría creído posibles.

Mi padre lo observó de nuevo, pero esta vez sin una mirada

de duda o sospecha. Más bien con una expresión de aguda inteligencia,

y de alarma.

—El linaje de los Karnstein –dijo– está extinto. Desde hace

cien años, al menos. Mi querida esposa fue descendiente de esa

familia, por el lado materno. Pero hace mucho tiempo que no

existen ni el nombre ni el título. El castillo es una ruina, y la

aldea está abandonada. Hace medio siglo que no se vislumbra

el humo de una chimenea en ese lugar. Y ninguna de las casas

tiene techo ya.

—Tiene usted razón –dijo el general–. Me he enterado de

todo eso desde la última vez que nos vimos. Y he aprendido

muchas cosas que le van a sorprender. Pero mejor narro todo

en el orden en que los eventos ocurrieron. Usted conoció a mi

querida sobrina; mejor dicho, mi niña, como yo la llamaba.

Ninguna criatura más hermosa. Hace apenas tres meses estaba

en la flor de su juventud y su belleza.

—Es verdad, ¡la pobre! –dijo mi padre–. La última vez que

la vi estaba hermosa. Su muerte me dolió más de lo que le

puedo decir, mi querido amigo. Sé que para usted fue un golpe

terrible.

89


Carmilla

Tomó la mano del general y la apretó. Los ojos del viejo

militar se llenaron de lágrimas y no hizo ningún esfuerzo por

ocultarlas.

—Hace muchos años que somos amigos –dijo–. Sabía cómo

me acompañaba en mi dolor, yo que no tengo hijos propios. A

Bertha la quería con un amor especial, y ella me correspondió

con un afecto que llenó de alegría mi hogar y me volvió la vida

feliz. Ya nada de eso existe. No estoy destinado a vivir muchos

años más sobre la tierra. Pero antes de morir, con la ayuda de

Dios, espero poder cumplir un servicio a la humanidad. Espero

colaborar con la venganza del Cielo contra los malvados que

asesinaron a mi pobre niña en la primavera de sus esperanzas

y de su belleza.

—Hace un momento –dijo mi padre–, usted prometió contarnos

todo en el orden en que ocurrieron las cosas. Hágalo,

se lo ruego. Le aseguro que me incita algo más que una mera

curiosidad.

En esas llegamos a una encrucijada donde el camino de

Drumstall, por donde había venido el general, se desvía de la

carretera que nos iba llevando hacia Karnstein.

—¿Cuánto hay de aquí a las ruinas? –preguntó el general

con cierta ansiedad.

—Una media legua, aproximadamente –respondió mi padre.

Pero, por favor, cuéntenos la historia que, en su bondad, nos

había prometido.

90


Xl

El relato

—Con el mayor gusto –dijo el general Spielsdorf, haciendo

un esfuerzo. Y luego de una breve pausa que parecía necesitar

para ordenar el tema en su cabeza, comenzó a contar el relato

más extraño que he escuchado en mi vida.

—Mi querida niña anticipaba con el mayor placer la visita

que usted había tenido la cortesía de preparar para que pudiera

pasar un tiempo en su castillo con su encantadora hija. –Aquí se

interrumpió para hacer una venia melancólica, dirigida a mí–.

Mientras llegaba el momento, aceptamos una invitación de mi

viejo amigo el Conde Carlsfield, cuyo castillo está a unas seis

leguas de Karnstein, en dirección contraria. Fue para asistir a la

serie de kermeses que, como usted recordará, él acostumbraba

dar en honor de su ilustre visitante, el Gran Duque Carlos.

—Sí, me acuerdo. Y muy espléndidas que eran, según entiendo

–dijo mi padre.

—¡Dignas de un príncipe! Su hospitalidad siempre es digna

de la realeza. El conde parece poseer la lámpara de Aladino. La

noche de la que data mi dolor nos invitó a un magnífico baile de

máscaras. Sus jardines se pusieron a disposición, y lámparas de

múltiples colores colgaban de los árboles. Hubo una muestra

de pirotecnia superior a la que he visto en la mismísima Ciudad

Luz. Y ¡qué música¡ (la música, usted sabe, es mi debilidad),

¡qué música más bella! Tal vez la mejor orquesta del mundo, y


Carmilla

los mejores cantantes seleccionados de los grandes teatros de

la ópera de toda Europa. Cuando uno deambulaba por aquellos

predios con su iluminación de fantasía, viendo cómo una luz

rosada se reflejaba en la fila de altos ventanales del castillo, se

podía oír las espléndidas voces de tenores y sopranos que se

levantaban de entre el silencio de la arboleda. En cierto momento

se producía la ilusión de que se levantaban desde los botes

que uno adivinaba balanceándose sobre las aguas del lago.

Al contemplar toda esta escena y escuchar la música, me sentí

transportado al romance y la poesía de mi primera juventud.

»Al concluir la extraordinaria muestra de pirotecnia, y con el

inicio del baile, regresamos todos a los nobles salones dispuestos

para los danzantes. Como usted sabe, un baile de máscaras

es algo muy bonito. Pero el espectáculo aquella noche fue el

más brillante que yo he conocido.

»Los asistentes eran todos gente de la aristocracia. Entre los

presentes, yo era uno de los muy pocos plebeyos.

»Mi querida niña estaba más bella que nunca. No llevaba

máscara. Y su emoción y su deleite agregaban un encanto especial

a sus facciones, siempre tan hermosas. Me fijé en una

joven, magníficamente vestida, pero con máscara, quien, me

parecía, miraba a mi niña con muchísimo interés. La había visto

antes, en el gran vestíbulo, y por unos minutos andaba cerca

de nosotros por la terraza, debajo de las ventanas del castillo.

En ese momento también se fijaba en mi niña con la misma

atención. Esta joven fue acompañada por una señora igualmente

enmascarada y vestida con elegancia pero, al mismo tiempo,

con una cierta austeridad. Su aire imperioso indicaba que era

un personaje de alto rango.

»Si la joven no hubiera llevado máscara, es obvio que yo

podría haber sabido con más certeza si de verdad estaba concentrada

en la contemplación de mi niña, o si fue simplemente

mi imaginación. Ahora le puedo asegurar que no era mi ima-

92


Capítulo Xl

ginación.

»Estábamos en uno de los salones cuando mi querida niña, la

pobre, que había bailado mucho, descansaba en una silla cerca

de la puerta. Yo estaba de pie, no lejos de ella. Las dos mujeres

que acabo de mencionar se acercaron, y la joven se sentó al

lado de mi niña. Su acompañante, o chaperón, se paró al lado

mío, y durante un tiempo se dirigía en susurros a la joven.

»Contando con el privilegio que le daba la máscara, se volteó

hacia mí y me habló como si fuéramos viejos amigos, llamándome

por mi nombre. Su conversación me picó la curiosidad,

pues se refirió a varias circunstancias en las que me había conocido:

en la Corte, y también en casas de personas distinguidas.

Trajo a la memoria pequeños incidentes en los que yo no había

vuelto a pensar en mucho tiempo, aunque estaban allí en mi

mente, porque volví a recordarlos vívidamente apenas ella los

mencionó.

»Creció en mí una enorme curiosidad por saber quién era.

Ella, con mucha habilidad y elegancia, sorteaba mis intentos

por descubrir su identidad. Demostraba un conocimiento inexplicable

de tantos detalles de mi vida. Se deleitaba, además, haciendo

maniobras para frustrar mi curiosidad, y gozaba viendo

mi perplejidad ante cada nueva muestra de su familiaridad con

mis andares.

»Observé también cómo, mientras hablábamos, la joven

había entablado conversación con igual facilidad y gracia con

mi niña. La señora resultó ser la madre de esta joven, a quien

se dirigió un par de veces, llamándola por el curioso nombre

de Millarca. »La tal Millarca, al iniciar la charla con mi

niña, dijo que su madre era una vieja amiga mía. Dijo que

le gustaba usar la máscara, porque le permitía una agradable

osadía a la hora de comenzar una relación. Habló con mi niña

amigablemente, admirando su vestido e insinuando un gran

aprecio por su belleza. También la entretuvo con sus simpáticos

comentarios sobre la otra gente en el salón de baile, y

93


Carmilla

le hizo gracia la manera de gozar de mi pobre criatura. Esta

joven se daba gusto exhibiendo su inteligencia y simpatía, y

muy pronto las dos habían forjado una amistad. En esas, la joven

desconocida bajó la máscara para revelar un rostro extremadamente

hermoso. No la había conocido antes, ni mi niña

tampoco. Pero, a pesar de ser una cara nueva para nosotros, la

encontramos tan encantadora como bella. Resultó imposible

no sentirse atraído hacia ella inmediatamente. Mi pobre niña

sintió ese atractivo. Nunca había visto una persona conquistada

tan rápidamente como lo fue mi niña. O a lo mejor fue al

revés. Es decir, tal vez la desconocida se había enamorado al

instante de mi niña.

»Mientras tanto, aproveché la licencia que otorga el uso de

las máscaras para dirigir unas preguntas a la señora. “Usted me

tiene muy intrigado”, le dije jocosamente. “¿No está satisfecha

ya? ¿No está dispuesta ahora a ponernos en igualdad de condiciones

y hacerme el favor de quitarse la máscara?”.

»“¿Puede haber una solicitud más injusta?”, replicó. “¡Pedir

a una mujer que se deje en desventaja! Además, ¿cómo sabe

usted que me va a reconocer? Los años no vienen solos”.

»“Como usted puede ver”, le dije, haciendo una venia, y con

una leve risa, sin duda algo melancólica.

»“Y como nos dicen los filósofos”, dijo ella. “Y ¿por qué

cree que ver mi cara lo ayudará?”.

»“En cuanto a eso, estoy dispuesto a correr el riesgo”, le dije.

“No puede fingir que es una mujer vieja. Su figura la delata”.

»“No obstante, han pasado bastante años desde que lo vi por

última vez. O más bien, desde que usted me vio a mí. Millarca

es mi hija, lo cual quiere decir que yo no puedo ser considerada

joven, ni siquiera en opinión de personas a quienes el tiempo

ha enseñado a ser indulgentes. Y tal vez no me gustaría que

usted me comparara con la persona de quien se acuerda. Usted

no lleva máscara, entonces no se la puede quitar. No tiene nada

para ofrecerme en cambio”.

94


Capítulo Xl

»“Mi solicitud es que tenga piedad usted de mí y se la quite”.

»“Y la solicitud mía es que me permita dejarla ahí donde

está”.

»“Bueno, pero al menos me puede decir si usted es francesa

o alemana. Habla ambos idiomas tan perfectamente”.

»“Creo que no se lo voy a contar, mi general. Usted me quiere

sorprender y está calculando cuál será el mejor punto del

ataque”.

»“En todo caso, hay algo que no puede negar”, le dije. “que

por tener el honor de poder conversar con usted, debería saber

cuál es la forma correcta de expresarme. ¿Debería llamarla madame?

¿O condesa?’

»Ella se rió y, sin lugar a dudas, me habría respondido con

una nueva evasiva. Es decir, si algún aspecto de aquella entrevista

podría haberse modificado por algo incidental. Cosa que

es imposible, porque, como veo ahora, fue preparada anticipadamente,

y con la más profunda astucia.

»“En cuanto a eso…”, empezó, pero fue interrumpida, casi

en el momento de abrir la boca, por un caballero, vestido de negro,

que lucía particularmente elegante y distinguido, salvo por

un detalle: su rostro era como el de un cadáver, de una palidez

que no había visto sino en los muertos. Como es evidente, no

llevaba máscara. Vestía el consabido traje negro de todo caballero

en esas circunstancias. Hizo una venia ceremoniosa e inusualmente

profunda, y sin sonreír, dijo lo siguiente: “¿Me permite

Madame la Condesa que tenga unas palabras con ella?”

»La señora levantó la vista para mirarlo y se tocó los labios

en señal de guardar silencio. Luego se dirigió a mí, y dijo:

“Guarde este asiento para mí, mi general. Yo vuelvo en un momento”.

»Y con esta petición, hecha de manera simpática, se alejó

con el caballero de negro. La miré conversando con él por unos

minutos con mucha seriedad. Acto seguido, se fueron y desaparecieron

entre la multitud.

95


Carmilla

»Durante los minutos que siguieron, me dediqué a forzar el

cerebro en un intento por imaginar la identidad de esa señora

que tantos recuerdos guardaba de mí. Incluso se me ocurrió

unirme a la conversación de mi niña con la hija de la tal condesa

y tratar de averiguar algo. Pensé que, con suerte, podría preparar

una sorpresa para ella cuando regresara. Tal vez podría

enterarme, a través de su hija, de cuál era su título de nobleza,

el nombre y localización de su chateau, y cosas por el estilo.

Pero en ese momento ella apareció, acompañada por el pálido

caballero de negro, quien habló y dijo:

»“Volveré para informar a Madame la Condesa cuando su

coche esté listo en la puerta”.

»Hizo una venia, y se fue.

96


Xll

La petición

—“De modo que Madame la Condesa nos va a privar de su

compañía”, dije, haciendo una venia de cortesía. “Pero espero

que sea solo por unas pocas horas”.

»“Tal vez. O posiblemente por unas semanas. Lamento que

el señor me haya saludado como hizo en su presencia. ¿Usted

ya sabe quién soy?”.

»Le aseguré que no.

»“Pronto lo sabrá”, dijo. “Pero aún no. Somos viejos amigos,

usted y yo, amigos más antiguos y cercanos de lo que usted

sospecha, tal vez. Todavía no puedo revelar mi identidad. Pero

en unas tres semanas pasaré por su bello castillo, sobre el cual

he hecho mis averiguaciones. Le visitaré por una hora, o dos,

y retomaré una amistad que nunca traigo a la memoria sin que

me evoque mil recuerdos placenteros. Pero en este momento

he recibido una noticia que me ha caído como un trueno. Tengo

que despedirme de inmediato y viajar por una ruta difícil, casi

cien millas, lo más rápido que pueda. Mis confusiones se me

multiplican. Si no fuera por la obligatoria reserva que mantengo

en cuanto a mi identidad, le pediría un favor muy singular.

Mi pobre niña no ha recuperado su salud luego de caer de su

caballo. Cayó cuando había salido para observar una cacería.

Sus nervios están afectados y nuestro médico insiste en que,

durante un buen tiempo, no debe hacer ningún esfuerzo. Por


Carmilla

lo tanto llegamos aquí por etapas, no más que de seis leguas al

día. Ahora yo tengo que viajar día y noche, en una misión de

vida o muerte, una misión cuya naturaleza crítica le voy a poder

explicar cuando nos volvamos a encontrar, que espero sea

dentro unas semanas, cuando ya no estaré obligada a guardar

secretos”.

»A continuación presentó su petición. Lo hizo no como

quien ruega un favor, sino como quien condesciende a favorecer

al otro. Me refiero únicamente a su estilo, pues no creo

que haya sido consciente de ello. Aparte de la manera en que

se expresó, no podría haber implorado con más humildad. Me

pidió simplemente que consintiera a encargarme de su hija durante

su ausencia.

»Tomando en cuenta todas las circunstancias, su solicitud

me pareció bastante audaz. Pero de alguna manera me desarmó,

ya que inmediatamente ella reconoció las evidentes razones

en contra de su petición, entregándose enteramente a mi

sentido de la caballerosidad. En ese preciso momento, debido

a una fatalidad que parece haber determinado todo lo que ocurrió,

mi pobre niña vino a mi lado y, en voz baja, me imploró

que invitara a su nueva amiga, Millarca, para que fuera a hacernos

una visita. En conversación con la joven desconocida, esta

le había dicho a mi niña que, si su madre estuviera de acuerdo,

a ella le gustaría mucho visitar nuestro hogar.

»En otras circunstancias le habría dicho que esperara un

poco, al menos hasta saber con quiénes estábamos tratando.

Pero no me dieron tiempo para reflexionar. Las dos mujeres,

la señora y la joven, me asediaron al tiempo. Y debo confesar

que la bella y refinada cara de la joven, que poseía una cualidad

extremadamente encantadora, sin hablar de su elegancia, evidencia

de que provenía de muy noble cuna, eran factores que

me subyugaron totalmente. Me rendí y acepté, con demasiada

facilidad, tener bajo mi tutela por un tiempo a la linda adolescente

a quien su madre llamaba Millarca.

98


Capítulo Xll

»La condesa hizo acercar a su hija, y noté que la muchacha

escuchó con mucha seriedad mientras su madre le contó,

en términos generales, cómo había sido llamada súbita

y perentoriamente, explicándole también el arreglo hecho

conmigo para que ella se quedara bajo mi protección. A

esto agregó que yo era uno de sus más viejos y preciados

amigos.

»Yo, desde luego, eché un pequeño discurso tal como la ocasión

parecía merecer. Solo más tarde me di cuenta de que estaba

metido en una situación que no me gustaba en lo más mínimo.

»Regresó el caballero de negro, y con mucha ceremonia,

condujo la señora hacia la puerta. El porte de este señor fue

impresionante, y me dejó convencido de que la condesa era una

mujer de mucha más importancia de lo que su relativamente

modesto título podría sugerir.

»Su última advertencia, dirigida a mí, fue que, antes de su

regreso, por ningún motivo debía tratar de averiguar ningún

dato más acerca de ella, aparte de lo que ya podría haber adivinado.

Me aseguró que el Conde Carlsfield, nuestro distinguido

anfitrión, conocía perfectamente sus motivos.

»“Pero aquí”, dijo, “ni yo ni mi hija podemos permanecer

por más de veinticuatro horas. Hace una hora aproximadamente

yo me quité la máscara. Fue un acto imprudente y no fue

por más de un momento. Pero tuve la impresión de que usted

me había visto. Fue por eso que decidí buscar una oportunidad

de entablar conversación con usted. Si hubiera encontrado que

me había visto, habría invocado su alto sentido del honor para

guardar mi secreto por unas semanas. Ahora estoy convencida

de que no me vio. Pero si sospecha, o si más adelante, reflexionando,

llegue a sospechar quién soy yo, cuento igualmente con

su honorabilidad. Mi hija también guardará nuestro secreto. Y

espero que, de vez en cuando, usted le recuerde su obligación

al respecto, para evitar que, por un descuido momentáneo, lo

fuera a revelar”.

99


Carmilla

»Susurró unas palabras más al oído de su hija, le dio un beso

apurado, y se fue, acompañada por el pálido caballero de negro.

En un instante se habían perdido entre la multitud.

»“En la sala aquí al lado”, dijo Millarca, “hay una ventana de

donde se puede ver la puerta principal. Me gustaría ver a mamá

cuando salga y mandarle un beso con la mano”.

»Asentimos, por supuesto, y la acompañamos a la ventana.

Desde allá vimos una carroza muy bella de estilo antiguo, con

una cantidad de sirvientes y jinetes auxiliares. Observamos la

esbelta figura del caballero de negro quien llevaba en las manos

una capa de terciopelo negro que colocó sobre los hombros de

la señora y sobre su cabeza puso el capuche. Ella le hizo una

pequeña venia y le tocó la mano levemente. Él se inclinó una

y otra vez mientras cerraba la portezuela del coche que, apenas

su pasajera estaba a bordo, arrancó a andar.

»“Ella ya se fue”, dijo Millarca, con un suspiro.

»“Sí, ya se fue”, repetí yo para mis adentros, mientras, por

primera vez luego de los acelerados momentos que habían pasado

desde que acepté el encargo, reflexionaba sobre la ligereza

con la que yo había actuado.

»“Ni siquiera miró para acá”, dijo Millarca con tristeza.

»“A lo mejor la condesa se había quitado la máscara y no

quiso mostrar la cara”, dije. “Además ella no sabía que tú la

estabas viendo desde la ventana”.

»Ella suspiró y me miró a los ojos. Viéndola tan hermosa

sentí vergüenza por haberme arrepentido, aunque fuera mentalmente,

de ofrecerle mi hospitalidad. Tomé la decisión de compensarla

por mi indudable egoísmo.

»Ella volvió a ponerse la máscara, y las dos, ella y mi hija,

me persuadieron para que regresáramos a los jardines donde se

reiniciaba el concierto. Salimos, entonces, y caminábamos por

la terraza del castillo frente a la larga fila de altos ventanales.

»Millarca nos trató como si fuéramos amigos íntimos, y nos

entretuvo con animadas descripciones de las importantes per-

100


Capítulo Xll

sonalidades que observábamos en la terraza, y con historias sobre

ellas. Le iba queriendo más con cada minuto que pasaba.

No contaba sus chismes con maldad, y para mí resultaron muy

divertidos, ya que me había ausentado durante mucho tiempo

del gran mundo y de los círculos sociales. Pensé en cómo la

llegada de Millarca a nuestro hogar iba a dar nueva vida a nuestras

largas tardes de soledad.

»El baile no terminó antes de que el sol matutino empezara

a asomarse por el horizonte. Al Gran Duque le gustaba bailar

la noche entera, de modo que los invitados, para expresar su

lealtad, no podrían ni pensar en partir e ir a la cama antes del

amanecer.

»Habíamos pasado por un salón atestado de gente, cuando

mi querida niña me preguntó si yo había visto a Millarca. Yo

creía que ella acompañaba a mi niña, y mi niña Bertha creía

que estaba conmigo. De súbito caímos en la cuenta de que la

habíamos perdido.

»En vano la busqué. Se me ocurrió que, en la confusión de

separarse momentáneamente de nosotros, hubiera tomado a

otras personas por sus nuevos amigos y que, en su error, las

hubiera perseguido dentro de los amplios jardines hasta desorientarse

del todo.

»Ahora entendí, en toda su extensión, que había cometido

una tremenda estupidez: me había encargado de esta muchacha

sin saber quién era, ni siquiera cuál era su apellido. Peor aún,

amarrado por la obligación de guardar un secreto (una obligación

impuesta por razones para mí desconocidas), no podía

buscar ayuda con decir que se trataba de la hija de la condesa

que había partido unas horas antes.

»Llegó la aurora. Fue a plena luz del día, entonces, cuando

finalmente abandoné la búsqueda. Fuimos a descansar en

la habitación preparada para nosotros en el castillo de Conde

Carlsfield. Solo a las dos de la tarde del día siguiente supimos

algo de la muchacha perdida.

101


Carmilla

»Fue a esa hora aproximadamente cuando un sirviente tocó

en la puerta de mi niña para decirle que una joven, en estado de

evidente ansiedad, le había preguntado dónde podría encontrar

al Barón general Spielsdorf y a su hija, al encargo de quienes le

había dejado su madre.

»No quedaba duda de que se trataba de nuestra nueva amiguita.

Había vuelto a aparecer. ¡Ojalá se hubiera perdido para

siempre!

»A mi pobre niña le contó todo un cuento para explicar su

demora en volver. Muy tarde en la noche, dijo, resignada ante

la imposibilidad de encontrarnos, había llegado a la habitación

del ama de llaves del castillo, donde cayó en un sueño largo y

profundo que escasamente fue suficiente para que se recuperara

de la fatiga que había experimentado en el baile.

»Ese día, Millarca fue con nosotros para casa. Y yo me sentía

feliz de que mi niña hubiera encontrado a una compañera

tan encantadora.

102


Xlll

El leñador

—Sin embargo, no demoraron en aparecer algunos inconvenientes.

En primer lugar, Millarca padecía una languidez extrema

(aparentemente una secuela de su reciente enfermedad)

y jamás salía de su alcoba hasta bien entrada la tarde. Además,

se descubrió accidentalmente que, a pesar de que ella siempre

cerraba la puerta de su alcoba con llave desde adentro y nunca

sacaba la llave de la cerradura hasta cuando permitiera entrar

a una sirvienta para asistirla en el baño, no obstante se ausentaba

de su habitación con cierta frecuencia en la madrugada, y

también en ciertos momentos en el curso del día. Y esto ocurría

aun cuando ella indicaba que todavía no se había movido de

su cuarto. Contradiciendo esto, desde las ventanas del castillo

varias personas la habían visto, en la primera tenue luz de la

madrugada, caminando entre los árboles, yendo hacia el oriente

y con la apariencia de una persona en trance. Lo cual me

convenció de que ella era sonámbula. Pero esta hipótesis no

resolvió el misterio. ¿Cómo fue capaz de salir de su alcoba y, al

mismo tiempo, dejar la puerta cerrada con la llave adentro? ¿Y

cómo se escapaba de la casa sin abrir ninguna puerta y ninguna

ventana?

»En medio de mi perplejidad, se me presentó una preocupación

mucho más grave y urgente: mi querida niña empezó a

perder su buena salud y se le mermaba incluso su misma be-


Carmilla

lleza. Y todo de una manera tan extraña, y tan horrible, que me

dejó completamente atemorizado.

»Primero tuvo sueños espantosos. Luego imaginaba que se

le aparecía un fantasma, a veces con cara de Millarca, y otras

veces en la forma de un animal salvaje, percibido borrosamente,

que merodeaba al pie de su cama, yendo de un lado a otro.

»Y por último, experimentó una serie de sensaciones. Una

de ellas, muy peculiar pero no desagradable, dijo, se asemejaba

a la corriente de un río que fluía contra su pecho. Más tarde,

sintió algo como un par de largas agujas que le penetraban un

poco debajo de la garganta, causándole un dolor agudo. Unas

noches después, sintió una gradual y convulsiva sensación de

ser estrangulada. Seguido por una pérdida de conocimiento.

Pude oír distintamente cada palabra que pronunciaba el viejo

general Spielsdorf, ya que el coche pasaba entonces sobre el

césped que se extiende por ambos lados de la carretera cuando

uno se acerca al desentejado pueblo donde no se había vislumbrado

humo de ninguna chimenea en más de medio siglo.

Usted puede imaginar lo extraño que resultó para mí oír

mis propios síntomas descritos tan exactamente como los de

la pobre muchacha quien, si no fuera por la catástrofe que le

sucedió, hubiera estado de visita en nuestro hogar. Puede usted

suponer, también, cómo me sentía al escucharle detallar los hábitos

y las misteriosas peculiaridades que eran, de hecho, las de

nuestra bella visitante Carmilla.

Se abrió un claro en el bosque, y nos encontramos de sopetón

frente a las chimeneas y las desvencijadas paredes del pueblo

en ruinas. Encima de nosotros se erguían las derruidas torres y

almenas del viejo castillo, rodeado de gigantescos árboles.

Todos bajamos del coche, yo con sentimientos de temor, y

todos en silencio, pues en ese momento cada cual tenía mucho

en qué pensar. Caminamos en dirección del castillo por una

empinada colina, y dentro de pocos minutos nos hallábamos en

el castillo de corredores oscuros, escaleras en espiral y vastos

104


Capítulo Xlll

salones en un lamentable estado de deterioro. Luego de un largo

silencio, el general habló.

—De modo que esto fue alguna vez la residencia palaciega

de la familia Karnstein –dijo, mientras que, a través de un alto

ventanal, contemplaba el panorama que abarcaba el pueblo desierto

y una ancha franja de árboles que cubrían las montañas

a nuestro alrededor.

—Fue una familia mala, y en este lugar escribió su ensangrentada

historia. Es duro de aceptar que, después de muertos,

los Karnstein puedan seguir plagando la humanidad con su lascivia

atroz. Miren donde está su capilla, allá abajo.

Señaló los muros grises de una construcción gótica escasamente

visible entre el follaje.

—Siento golpes del hacha de un leñador –agregó–, trabajando

entre los árboles circundantes. Puede que él nos informe

acerca de la cosa que yo busco. Quiero que me diga dónde está

la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein. Esta gente rústica

conserva las tradiciones locales acerca de las grandes familias,

mientras que los ricos y los aristócratas olvidan todo una vez

que sus ancestros han dejado de existir.

—En casa –dijo papá–, tenemos un retrato de Mircalla, la

condesa de Karnstein. ¿Le gustaría verlo?

—Habrá tiempo para eso, mi querido amigo –respondió el

general–. Creo haber visto la original. Y una cosa que me motivó

para buscarlo a usted antes de lo previsto fue mi intención

de explorar la capilla, a donde vamos a entrar ahora.

—¿Quiere ver a la condesa? –exclamó mi padre–. Pero si

hace más de un siglo está muerta.

—No tan muerta como usted cree –dijo el general–. Al menos

así me han dicho.

—Confieso, general, que usted me intriga, pero mucho –dijo

mi padre, mirándolo con cierta sospecha de que estaba diciendo

locuras. Fue una mirada que había detectado en mi padre

en una ocasión anterior. Pero, a pesar de que se notaba ira y

105


Carmilla

disgusto en la actitud del viejo general, hablaba con mucha seriedad.

Pasamos debajo del arco gótico de la iglesia – pues era más

que una capilla; por sus dimensiones parecía merecer el término

«iglesia»– y nuevamente habló el general:

—Un solo objetivo me sostiene ahora en los pocos años que

me quedan de vida: vengarme de ella. Y gracias a Dios, es algo

que un arma mortal puede aún cumplir.

—¿De qué venganza habla? –preguntó mi padre, cada vez

más atónito.

—Hablo de decapitar al monstruo –respondió el general, con

furia, y con un golpe de pie que resonó con un triste eco a lo

largo de la ruina hueca. Levantó su brazo con el puño cerrado

como si estuviera agarrando un hacha, y lo blandió ferozmente

en el aire.

—¿Qué? –exclamó mi padre, consternado.

—¡Quitarle la cabeza!

—¿Decapitarla?

—Sí, con un hacha, o una pala o con lo que sea, algo que

pueda rebanar su garganta asesina. Va a saber –dijo, temblando

de la furia.

Luego caminó adelante y señaló una viga echada en el piso.

—Esa viga puede servir de asiento –dijo–. Su querida hija se

ve fatigada. Que tome asiento, y con unas pocas palabras más,

voy a concluir mi espantosa historia.

El bloque de madera que yacía sobre el adoquinado cubierto

de musgo en la destartalada capilla hizo las veces de banca

donde, con el mayor alivio, me senté. Mientras tanto, el general

llamó al leñador, quien estaba ocupado cortando las ramas de

un árbol que descansaba sobre el muro de piedra de la capilla.

Al instante, el robusto hombre se presentó ante nosotros, hacha

en mano.

No pudo contarnos nada acerca de los monumentos. Pero

nos habló de un anciano, un empleado del guardabosques, que

106


Capítulo Xlll

se alojaba en la casa del cura, a unas dos millas de distancia.

Ese señor podría indicarnos todos los monumentos de la familia

Karnstein. Estimulado por una propina que le dio el general,

el leñador ofreció ir por él y traerlo en media hora, si le prestábamos

uno de los caballos.

Efectivamente, el hombre regresó rápidamente con el anciano.

—¿Hace cuánto trabaja usted en estos bosques? –le preguntó

mi padre.

—Toda la vida he estado cortando leña aquí –contestó con el

fuerte acento de la gente de la región–. Tal como lo hizo mi padre,

y todas las generaciones de mi familia, más generaciones

incluso de las que pueda yo contar. Le podría mostrar la casa en

el pueblo donde antiguamente vivían mis antepasados.

—¿Por qué la gente abandonó el pueblo?

—Los perseguían los espíritus de los muertos, señor –respondió

el viejo–. Algunos de aquellos fantasmas fueron identificados

en sus tumbas, donde la gente los eliminó de la manera usual.

Los decapitaban, o los quemaban en la hoguera. Pero no antes de

que esos espíritus hubieran asesinado a mucha gente del pueblo.

Sin embargo –continuó–, aun después de todos estos procedimientos

legales, luego de abrir muchas tumbas y quitarles a los

vampiros su terrible poder de destrucción, el pueblo no se alivió.

Pero hace muchos años la noticia de lo que estaba pasando llegó

al oído de un aristócrata de Moravia que casualmente viajaba por

esta región. Siendo él adepto, como lo es mucha gente en su tierra,

según entiendo, en la práctica de ciertas artes y poderes sobre

los espíritus, el hombre se encargó de liberar al pueblo de los

fantasmas que lo atormentaban. Y lo hizo de la siguiente manera.

En una noche de luna, subió a una de las almenas desde donde

podía divisar el patio de la capilla. Usted mismo puede verlo

desde esa ventana. Esperó allá hasta que vio al vampiro salir de

su tumba y dejar al lado de ella su ropa bien doblada. Luego ese

espanto se deslizó hacia el pueblo para atacar a sus habitantes.

107


Carmilla

»El hombre, habiendo visto todo esto, descendió, levantó la

ropa (mejor dicho, la mortaja del vampiro) y con ella en sus

manos, ascendió de nuevo a la cumbre de la almena. Cuando

el vampiro regresó de sus miedosas andanzas y no encontró la

tela en que quería envolverse, vio al hombre de Moravia arriba

en la torre; y este le señaló que ascendiera para recibir su mortaja.

El vampiro aceptó y subió al encuentro con el hombre,

quien, con un fuerte golpe de su espada, partió el cráneo del

otro en dos, haciendo que cayera estrepitosamente al patio. El

hombre de Moravia bajó lo más rápido que pudo por la escalera

en espiral y le quitó la cabeza. Al día siguiente entregó cabeza

y cuerpo a los del pueblo, y ellos quemaron todo en una gran

hoguera.

»Eso fue hace mucho tiempo. Y el caballero de Moravia,

siendo un hombre de la nobleza, recibió un permiso por parte

de la familia Karnstein para llevarse la tumba de la condesa

Mircalla, cosa que efectivamente hizo. Así que, al poco tiempo,

nadie se acordaba del lugar exacto que la tumba había ocupado.

—¿No nos puede siquiera indicar el sitio? –preguntó el general,

ansioso.

El anciano negó con la cabeza.

—No hay nadie vivo que pueda mostrarlo ahora –dijo–.

Además, dicen que el cuerpo fue llevado lejos. Pero eso tampoco

es seguro.

No teniendo nada más que decir, el viejo tomó su hacha y

partió. Nos dejó solos con el general Spielsdorf, quien arrancó

a contar el final de su extraña historia.

108


XlV

El encuentro

—La salud de mi querida niña empeoraba día a día –dijo el

general, retomando su relato–. El médico que la atendía no había

logrado detener el avance de lo que yo creía era simplemente

una enfermedad. Consciente de mi preocupación, propuso

buscar una segunda opinión. Entonces acudí a un médico más

célebre y más experimentado, de la ciudad de Gratz.

»Pasaron varios días antes de que aquel sabio llegara. Era un

hombre bueno y religioso, además de ser un renombrado científico.

Los dos se reunieron para examinar a mi niña, y luego se

encerraron en mi biblioteca para conversar con el fin de llegar a

alguna solución. Desde un salón adyacente, mientras esperaba

su veredicto, sentí las voces de los dos caballeros levantadas en

lo que parecía ser algo más que una mera discusión científica.

Toqué en la puerta y entré. Encontré que el célebre médico de

Gratz defendía una cierta teoría con respecto al estado de mi

niña, mientras que su rival le refutaba con un mal disimulado

desprecio, acompañado de carcajadas. Mi entrada a la biblioteca

sirvió para poner fin a esta indecorosa manifestación de

discrepancias.

»“Mi general”, dijo el primero, “mi ilustre colega parece

creer que a usted le hace falta un mago, no un médico”.

»“Con su permiso”, dijo el viejo médico de Gratz, evidentemente

molesto, “voy a elaborar mi juicio sobre el caso a mi


Carmilla

manera, y en otro momento. Lamento decirle, Monsieur le General,

que mis conocimientos y mis remedios no sirven en la

situación actual. Pero antes de retirarme, me haré el honor de

hacerle una sugerencia”.

»Estaba pensativo. Se sentó ante una mesa y comenzó a escribir.

»Yo, profundamente decepcionado, hice una venia y empecé

a retirarme, cuando el otro médico señaló al que estaba sentado

escribiendo, tocándose la frente con un gesto bastante despectivo,

pues se refería al estado mental de su viejo colega.

»Este par de consultas me habían dejado en las mismas. Salí

al jardín sintiendo que la ansiedad me enloquecía. Después de

diez o quince minutos, el médico de Gratz apareció a mi lado.

Pidió disculpas por haberme perseguido, pero dijo que su conciencia

no le permitía abandonar la casa sin decir nada.

Me dijo que era imposible que se equivocara: que ninguna

enfermedad natural mostraba los síntomas que mostraba mi

niña, y que muy prontamente iba a morir. Apenas le quedaba

un día de vida, o posiblemente dos. Si se tomaran medidas inmediatamente

para evitar el próximo ataque, existía la posibilidad

de que, con sumo cuidado y mucha pericia, recuperara su

salud. Pero todo dependía de factores irrevocables. Un asalto

más sería suficiente para extinguir el último, tenue signo de

vitalidad que aún le restaba.

»“¿De cuál asalto habla?”, le pregunté. “¿De qué naturaleza

es?”.

»“He dicho todo en esta nota, que le entrego a usted con la

condición de que llame sin demora a un sacerdote y que abra

esta carta en su presencia. Por nada del mundo debe leerla antes

de que el cura esté presente. Porque de otra manera podría

menospreciar lo que he escrito, y el asunto es de vida o muerte.

Solo en el caso de que un sacerdote no se consiga, puede usted

leerla”.

»Finalmente, antes de partir, me preguntó si quisiera ver a un

110


Capítulo XlV

hombre muy conocedor del tema que, una vez leída la carta, seguramente

me iba a interesar mucho. En tal caso, dijo, debería

llamarlo para que el personaje me hiciera una visita.

»En el evento, resultó imposible encontrar al sacerdote; estaba

ausente. Así que leí la carta solo.

En otro momento, o frente a otro caso, lo escrito ahí podría

haberme parecido ridículo. Pero uno está dispuesto a escuchar

incluso a un charlatán si éste parece ofrecer una tabla de salvación

cuando la vida de un ser querido está en juego y todos los

demás remedios han fracasado.

»Ustedes dirán que nada podría ser más absurdo de lo que

había escrito este viejo médico. Era lo suficientemente fantasioso

como para haberlo certificado como demente. Dijo que la

paciente sufría de visitas de un vampiro. La penetración de las

agujas que ella sentía cerca de la garganta fue causada por los

dos largos y afilados colmillos que, como es bien sabido, son

la particularidad de los vampiros. Y no podría haber duda acerca

de las pequeñas y bien definidas huellas lívidas que todos

describen como típico sello producido por los labios de ese demonio.

Todos los síntomas que la víctima describe, dijo, coincidían

con los registrados en cada caso de un ataque similar.

»Bueno, yo he sido totalmente incrédulo en cuanto a la existencia

de portentos de esta índole. La teoría preternatural del

médico fue algo que yo asociaba con las alucinaciones. Sin

embargo, me sentía tan abatido que estaba dispuesto a intentar

cualquier remedio. El contenido de la carta me llevó a la

acción.

»Me oculté en el guardarropa, un pequeño cuarto oscuro que

daba a la alcoba de mi pobre paciente. En la alcoba se había

prendido una vela. Me quedé allí vigilante, esperando que mi

querida niña estuviera bien dormida. Desde la puerta del guardarropa

me asomaba para estar pendiente de cualquier cosa

que pasara. Siguiendo las instrucciones de la carta del médico,

tenía mi espada puesta a mi alcance sobre una pequeña mesa.

111


Carmilla

Alrededor de la una de la madrugada, vi un gran objeto negro,

poco definido, que se arrastraba hasta la cama de mi pobre

niña y rápidamente la cubrió hasta llegar a su garganta donde,

en una fracción de segundo, se hinchó, convirtiéndose en una

enorme masa palpitante.

»Por un momento me quedé petrificado. Pero luego salté,

blandiendo la espada. La creatura negra se contrajo súbitamente

y se deslizó por encima de la cama. En seguida, estaba parada

a pocos metros de mí, confrontándome con una mirada

feroz, horripilante. Era Millarca. La ataqué con la espada. Pero

no la alcancé. Ahora estaba parada al pie de la puerta, ilesa.

Horrorizado, ataqué de nuevo. Pero ella despareció en el acto,

y mi espada dio contra la puerta, echando chispas.

»No les puedo describir todo lo que pasaba esa noche. Fue

horrible. Todos se levantaron y hubo una confusión total. El

espectro de Millarca había desaparecido. Pero su víctima se

hundía rápidamente y antes del amanecer estaba muerta.

El viejo general estaba muy agitado. Nosotros no le dijimos

nada. Mi padre se alejó y comenzó a leer las inscripciones en

las lápidas. Entró en la capilla por una puerta lateral y siguió

examinando las tumbas. El general se recostó contra un muro,

enjugó las lágrimas y suspiró pesadamente. Yo sentí alivio al

oír las voces de Carmilla y madame Perrodon, que en ese momento

se acercaban. Pero luego no las escuché más.

En esta soledad, cuando acababa de oír el extraño relato relacionado

con los aristócratas muertos cuyos monumentos se

desmoronaban entre el polvo y la hiedra a mi alrededor, pensaba

en cómo cada incidente de la historia del general contenía

elementos tan parecidos a mi propio caso misterioso. Entonces,

en aquel lugar de fantasmas, oscurecido por el alto y denso follaje

que nos rodeaba y que trepaba encima de los silenciosos

muros, me oprimió una sensación de horror, y sentí una tremenda

corazonada cuando creí que, después de todo, mis amigas

no iban a entrar para disipar el ambiente triste y ominoso.

112


Capítulo XlV

El viejo general se apoyaba ahora con la mano puesta en la

base de un monumento con los ojos fijos en el suelo. Observé

un arco estrecho coronado por una de aquellas grotescas fantasías

esculpidas en piedra típicas de la vieja arquitectura gótica.

Por debajo de ese arco, desde las sombras de la capilla, emergió

Carmilla. Fue para mí un alivio volver a ver su bella figura

y tenerla nuevamente a mi lado.

Estaba yo a punto de levantarme y sonreír en respuesta a la

especialmente encantadora sonrisa de Carmilla, cuando, con

un alarido, el general agarró el hacha del leñador y arremetió

contra ella. En ese instante, al echarse atrás para esquivar el

ataque del viejo, Carmilla se transformó horriblemente. Su cara

se tornó brutal. Y antes de que yo pudiera gritar, el general la

embistió con toda su fuerza. Pero ella se agachó para evitar el

golpe y con su pequeña mano agarró a su atacante por la muñeca.

Él intentó zafarse, pero no pudo. Su mano se abrió, el hacha

cayó al suelo, y Carmilla desapareció.

El general tambaleó, aferrándose al muro para no caer. Sudaba,

y su rostro se veía tan pálido que pensé que iba a morir

ahí mismo.

Todo había ocurrido en un instante. La primera cosa que recuerdo

después de eso fue que madame Perrodon estaba frente

a mí preguntando, una y otra vez y con impaciencia, si yo sabía

a dónde se había ido Carmilla.

—No sé –le dije–. No lo puedo explicar. Ella salió por ahí.

Y señalé la puerta por donde madame acababa de entrar.

—Pero yo estaba allí, en el pasillo –dijo madame–, desde

que entró la señorita Carmilla. Por ahí no salió.

Luego empezó a llamar a Carmilla por su nombre, por todas

las puertas y ventanas y pasillos. Pero no hubo respuesta alguna.

—¿Ella se hacía llamar Carmilla? –preguntó el general.

—Sí, Carmilla –contesté.

—Ah –dijo él–. Es Millarca. La misma que hace tanto tiem-

113


Carmilla

po se llamaba Mircalla, la condesa de Karnstein. Sal de esta

maldita tierra, mi pobre muchacha, lo más rápido que puedas.

Toma el coche y vete a la casa del cura. Quédate allí hasta que

lleguemos nosotros. Ojalá nunca más vuelvas a ver a Carmilla.

Aquí no la vas a encontrar.

114


XV

La ordalia y la ejecución

Antes de que el general Spielsdorf hubiera terminado de hablar,

entró por la misma puerta de la capilla, por donde Carmilla

había entrado y salido, un personaje de la apariencia más

rara que yo había visto jamás en un hombre. Era alto, flaco y

encorvado, con hombros altos y vestido de negro. Su muy arrugado

rostro era de color marrón, y llevaba puesto un sombrero

de ala ancha y forma peculiar. Su pelo, largo y entrecano, le

caía sobre los hombros. Tenía gafas de marco dorado y caminaba

lentamente, arrastrando los pies, mirando por turnos el cielo

y el suelo, con una inamovible sonrisa en los labios. Sus delgadas

manos, que llevaban guantes negros de una talla demasiado

grande, gesticulaban en el aire de la manera más extraña.

—¡Ah, por fin! ¡El hombre que necesitábamos! –exclamó

el general, con evidente júbilo. —Mi querido Barón, tengo un

gran gusto en verlo. No esperaba encontrarlo tan pronto.

Llamó a mi padre, que ya había terminado su examen de las

lápidas, y lo presentó, de modo muy formal, a este viejo estrafalario

a quien le decía Barón. Luego los tres iniciaron una conversación

muy seria. El extraño caballero sacó del bolsillo un

rollo de papel y lo extendió sobre la superficie de la tumba más

cercana. En seguida con un lápiz trazaba líneas que indicaban

varios puntos diferentes sobre el papel. Y de la manera como lo

miraban y luego alzaban la vista para observar distintas áreas a


Carmilla

su alrededor, concluí que el papel era un croquis de la capilla.

El caballero acompañó su conferencia, por así llamarla, con

lecturas de un libro viejo cuyas páginas eran cubiertas de letra

muy menuda.

Luego, inmersos en conversación, caminaron los tres por la

nave lateral de la capilla. Yo, mirándolos desde donde estaba

parada en la nave opuesta, vi cómo empezaron a medir distancias

con sus pasos. Finalmente se detuvieron frente a una sección

del muro y comenzaron a examinarlo con suma atención,

arrancando las hojas de hiedra que lo cubrían y golpeándolo

con palos para quitar pedazos de estuco. Al cabo de unos minutos,

descubrieron una ancha laja de mármol grabada con letras

en relieve.

Con la ayuda del leñador, que volvió a aparecer, destaparon

una inscripción y un escudo tallado en la superficie. Resultaron

ser indicios inequívocos de sheridan le fanu un monumento

perdido durante muchos años: el de Mircalla, la condesa de

Karnstein.

El viejo general –quien era poco aficionado a las plegarias,

creo yo– levantó los ojos hacia el cielo en un acto de mudo

agradecimiento.

—Mañana –le oí decir–, vendrá un hombre nombrado oficialmente

para llevar a cabo una exhumación de acuerdo con

la ley.

Dicho lo cual, se dirigió al anciano de gafas doradas y tomó

sus manos en las suyas.

—¿Cómo agradecerle, Barón? –dijo–. ¿Cómo podríamos todos

agradecerle? Usted habrá liberado esta región de lo que

ha sido un flagelo para sus habitantes durante más de un siglo.

Gracias a Dios, ya hemos localizado a este terrible enemigo.

Mi padre se alejó con el caballero y el general los siguió.

Lo llevaba fuera del alcance de mis oídos evidentemente para

poder hablar de mi caso. Vi cómo, de vez en cuando, me miraban

de soslayo. Cuando dejaron de conversar, mi padre vino a

116


Capítulo XV

donde yo estaba, me besó y me llevó fuera de la capilla.

—Es hora de regresar –dijo–. Pero tenemos que llevar con

nosotros al buen sacerdote que vive cerca de aquí. Tenemos

que persuadirle para que nos acompañe.

El sacerdote aceptó nuestra invitación y nos fuimos para la

casa con él. Me sentí feliz de llegar, ya que estaba muy cansada.

Pero mi contento se convirtió en desconcierto cuando me dijeron

que nada se sabía sobre el paradero de Carmilla. Encima,

nadie me explicó qué era lo que había ocurrido en la capilla.

Evidentemente se trataba de un secreto que mi padre guardaba

y que no me iba a comunicar en ese momento.

La siniestra ausencia de Carmilla sólo sirvió para subrayar

el horror de la escena que había visto. Y para la noche se preparó

algo muy singular: dos criadas junto con madame Perrodon

fueron destacadas para permanecer conmigo en la alcoba,

mientras que mi padre y el sacerdote se escondieron, vigilantes,

en el vestuario.

Antes de acostarme, el sacerdote había celebrado ciertos

ritos solemnes cuyo sentido no comprendía. Como tampoco

comprendía por qué se tomaban tan extremas medidas de precaución

para protegerme mientras dormía.

Entendí todo perfectamente unos días después ya que, con

la desaparición de Carmilla, se acabaron mis sufrimientos nocturnos.

Usted se habrá enterado, sin duda, de la superstición que

abunda en Estiria, Moravia, Silesia y la Serbia turca, sin hablar

de Polonia y Rusia. Más que una superstición es una convicción

acerca de la existencia de los vampiros.

Ahora bien, si algo valen los testimonios de seres humanos

tomados con todo cuidado y solemnidad, y registrados judicialmente

ante numerosas comisiones consistentes de personas

escogidas por su inteligencia e integridad, y que abarcan informes

más voluminosos de los que existen acerca de cualquier

otro tipo de casos, entonces es difícil negar, o aun dudar, que

117


Carmilla

exista el fenómeno conocido como el vampiro. Por mi parte, no

conozco ninguna teoría más convincente para explicar lo que

yo misma he visto y experimentado.

Al día siguiente se llevaron a cabo unos procedimientos formales

en la capilla de los Karnstein. Se abrió la fosa donde

estaba enterrada la condesa Mircalla y tanto mi padre como el

general reconocieron el rostro de la hermosa y pérfida mujer

que nos había visitado. A pesar del siglo y medio que había

trascurrido desde sus funerales, sus facciones llevaban la calidez

de un ser vivo. Tenía los ojos abiertos y ningún hedor de

cadáver emanaba del ataúd. Los dos médicos presentes, uno

oficialmente, y otro por parte del promotor de la encuesta, reconocieron

un hecho extraordinario: se apreciaba en la mujer una

leve respiración y la acción correspondiente de su corazón. Sus

miembros eran perfectamente flexibles, la carne elástica, y el

cuerpo dentro del ataúd de plomo estaba inmerso en un baño de

sangre de siete pulgadas de profundidad. Se presentaban, entonces,

todos los reconocidos signos y pruebas del vampirismo.

Acto seguido, en cumplimiento de las antiguas prácticas, levantaron

el cuerpo y clavaron en su corazón una estaca con

punta de lanza. Ante eso la vampiresa emitió un penetrante alarido

como de una persona en su última agonía. Luego le cortaron

la cabeza, y un tremendo chorro de sangre brotó de la garganta

cercenada. Prendieron fuego a una pila de leña preparada

para el evento, y en la hoguera quemaron el cuerpo y la cabeza

hasta que no quedaban sino las cenizas, cenizas que fueron tiradas

al río y llevadas por la corriente. Desde ese día el territorio

ha dejado de ser plagado por las visitas de los vampiros.

Mi padre posee una copia del informe de la Comisión Imperial,

con las firmas de todos los partícipes y testigos del procedimiento.

Fue a partir de este documento oficial que pude presentar

aquí mi resumen de aquella última y aterradora escena.

118


XVl

Conclusión

Tal vez asuma usted que estoy escribiendo todo esto con

calma. Pero todo lo contrario. No puedo recordar lo que pasó

sin sentir angustia. Sólo su insistencia, tantas veces repetida,

podría haberme llevado a dedicarme a una tarea que ha afectado

mi sistema nervioso durante meses, y que me ha traído el

recuerdo del indescriptible horror que, aun años después de mi

liberación, ha seguido convirtiendo mis días y mis noches en

algo espantoso, haciendo imposible que soportara estar sola ni

un minuto.

Quiero agregar unas palabras acerca del curioso Barón Vordenburg,

a quien le debemos el descubrimiento de la tumba de

la condesa Mircalla.

Este caballero había fijado su residencia en Gratz, donde vivía

modestamente de una muy escasa herencia que le quedaba

de las propiedades, otrora principescas, de su familia en las tierras

altas de Estiria. Allí se dedicó a la minuciosa investigación

de la tradición del vampirismo, un estudio maravillosamente

documentado. El barón citaba de memoria todo lo que se había

escrito sobre el tema. Libros como Magia Posthuma, Phlegon

de Mirabilibus, Augustinus de cura por Mortuis y Philosophicae

et Cristianae Cogitationes de Vampiris de John Christopher

Herenberg, y mil tomos más, entre los que sólo recuerdo algunos

que prestó a mi padre. El barón había digerido todo el


Carmilla

material que encontró en los voluminosos procesos judiciales,

y de ahí extrajo un sistema de principios que parecían regir el

comportamiento de los vampiros. En algunos casos, siempre;

en otros, sólo ocasionalmente. Debo mencionar, de paso, que la

palidez mortal que suele atribuirse a esa clase de espectros es

pura ficción melodramática. Al contrario, vistos en la tumba, o

cuando se presentan en compañía de hombres y mujeres, se ven

como personas saludables. Y en sus ataúdes, cuando uno los

mira a la luz del día, exhiben todos los síntomas que pudieron

demostrar la vitalidad vampiresca de la condesa de Karnstein

tantos años después de su muerte.

Nadie ha podido explicar cómo los vampiros se escapan de

sus tumbas durante varias horas del día, antes de regresar a

ocuparlas, sin mover la tierra que las cubre, y sin dejar ningún

indicio de que la tumba haya sido alterada. La existencia

anfibia del vampiro sheridan le fanu se sustenta con un sueño

diario dentro del ataúd. Su terrible lascivia y gusto por la sangre

humana le proporciona el vigor que necesita durante sus

andanzas cotidianas. El vampiro es propenso a dejarse fascinar

con enorme vehemencia, algo parecido a la pasión amorosa

que experimentan ciertos humanos. En la persecución de

estos amores, el vampiro es capaz de ejercer estratagemas y de

mostrar una paciencia inagotable, ya que su acceso a un objeto

particular podría ser obstruido de mil maneras. El vampiro no

descansa hasta satisfacer su pasión y drenar toda la vida de su

víctima tan ansiosamente deseada. Es capaz de prolongar su

goce asesino con el refinamiento de un Epicuro. A veces, incluso,

cuando quiere saborearla con más fruición, se acerca a su

víctima gradualmente, como quien corteja con sutileza. En tales

casos, parece añorar algo parecido a la simpatía o el consentimiento.

Pero normalmente va directo a su objetivo, subyuga

a la persona violentamente, para luego agotarla y estrangularla

en un solo banquete.

En ciertas situaciones el vampiro parece ser obligado a cum-

120


Capítulo XVl

plir con condiciones especiales. En el caso que yo acabo de

contar, Mircalla parece haber sido restringida a usar un nombre

que, aunque no fuera el suyo propio, debería reproducirlo en

otra forma, y sin omitir una sola letra. Así inventó los nombres

Carmilla y Millarca.

El Barón Vordenburg permaneció con nosotros en casa durante

dos o tres semanas después de la expulsión de Carmilla.

Y en ese tiempo mi padre le contó la historia del aristócrata de

Moravia y su experiencia con la vampiresa en el patio de la

capilla de Karnstein. Luego le preguntó al barón cómo había

descubierto el sitio exacto de la tumba de la condesa tantos

años oculta. El grotesco rostro del barón se iluminó en una sonrisa

misteriosa. Miró el estuche de sus gafas, lo acarició, y en

seguida levantó la cabeza para hablar.

—Yo tengo en mi posesión –dijo– muchos papeles y anotaciones

de ese admirable caballero. Entre todos sus escritos, el

relato sobre su visita a Karnstein es el más notable. La tradición

tiende a tergiversar un poco la verdad, como es natural. Tal vez

se conocía como un aristócrata de Moravia por lo que había

cambiado de lugar; residía en Moravia, y era además de sangre

noble. Pero en realidad era oriundo de las tierras altas de Estiria.

Cuando joven había sido un amante apasionado, y favorecido,

de la bella Mircalla, condesa de Karnstein. Cuando ella

murió tempranamente, él se entregó a un duelo inconsolable.

»Ahora es de la naturaleza misma de un vampiro que se multiplica,

de acuerdo con una ley espectral bien documentada.

Imaginemos, para comenzar, un territorio totalmente libre de

aquella peste. ¿Cómo se sheridan le fanu inicia? ¿Y cómo se

multiplica? Les voy a decir. Una persona, más o menos mala,

se suicida. Un suicida, bajo ciertas condiciones, se convierte en

vampiro. El espectro visita a ciertas personas mientras duermen.

Ellas se mueren, y casi invariablemente, dentro de sus

tumbas, se convierten en vampiros. Tal fue el caso de la bella

Mircalla, perseguida por aquellos demonios. Mi ancestro, Vor-

121


Carmilla

denburg, cuyo título ostento, descubrió esto y, en el curso de

los estudios a los que dedicó su vida, aprendió mucho más.

»Entre otras cosas, ese hombre, supuestamente de Moravia,

concluyó que, tarde o temprano, la sospecha de haberse convertido

en vampiro iba a ser la suerte de la condesa, ella que

había sido su ídolo. Le horrorizó pensar que, sea ella lo que

haya sido en vida, sus restos fueran a ser profanados por una

ejecución póstuma. En un escrito mostró que el vampiro, al

ser expulsado de su existencia anfibia, es lanzado a una vida

aún más horrible. Entonces él decidió salvar de esta suerte a su

amada Mircalla.

»Adoptó la estratagema de un viaje a estas tierras, fingió sacar

los restos mortales de su amada y borró todo vestigio de su

monumento. Muchos años después, ya viejo, y entre lágrimas,

reflexionó sobre el pasado y sintió repulsión por lo que había

hecho. En un papel anotó las líneas que me guiaron para llegar

al sitio preciso y confesó por escrito que había sido culpable

de un grave engaño. No sabemos si el caballero pretendía llevar

a cabo alguna acción posterior con respecto a todo esto.

Lo alcanzó la muerte, y la mano de un descendiente remoto,

o sea, la mía, ha podido dirigir la persecución hasta llegar a la

madriguera de la horrible criatura. Demasiado tarde, en el caso

de muchos.

Conversamos sobre muchas cosas y entre otras él dijo lo siguiente:

—Un signo del vampiro es el poder de su mano. Cuando

el general levantó el hacha para atacar a Mircalla, ella, con su

delgada mano, agarró la muñeca de su contrincante y la encerró

en un viso de acero. Pero su poder no se limita únicamente a

su fuerza, sino que deja entumecido el miembro que agarra, del

cual la persona sólo se recupera lentamente, o tal vez nunca.

En la primavera siguiente mi padre me llevó con él en un

viaje por Italia, que duró más de un año. Pasó mucho tiempo

antes de que el terror de los acontecimientos hubiera mermado.

122


Capítulo XVl

Pero aún hoy la imagen de Carmilla invade mis recuerdos. A

veces aparece como la bella, lánguida, juguetona que conocí.

Otras veces la veo como el brutal demonio de la capilla en ruinas.

Y con alguna frecuencia me he despertado súbitamente de

mi ensueño al sentir el paso ligero de Carmilla entrando por el

salón de estar.

123



Este libro de termino de diseñar

El día 30 de noviembre de 2021

En los Estados Unidos Mexicanos

Para la Universidad Nacional Autónoma de México.

Facultad de Estudios Superiores Cuautitlán

En el Software de Adobe InDesign 2021

Se utilizó la tipografía de:

Times New Roman 12 pt sobre espaciado de 14 pt

Así como las tipografías complementarias de:

Fette classic y Beloved en tamaños de 24 pt



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