Selección libro Ponchos de América
Selección del Libro Ponchos de América - Matteo Goretti
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Prefacio
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Prefacio
Matteo Goretti
Este libro comenzó a gestarse hace más de cinco años cuando, en una fresca tarde de primavera de
2011, Ruth Corcuera me mostró un poncho jesuítico del siglo XVIII, finamente tejido. Nunca antes
había visto uno, aunque sabía de su existencia por su libro Ponchos de las tierras del Plata, editado
en el año 2000 con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes.
Nuestras conversaciones siguieron adelante hasta que poco después acordamos avanzar en un nuevo
libro sobre los ponchos, que retomara críticamente los textos de la mencionada publicación e incorporara
el producto de las investigaciones y los hallazgos de Ruth de los últimos años.
Hace tiempo que el poncho es objeto de estudio y de publicaciones. Esta prenda es una de las mejores
expresiones del mestizaje que define a nuestra América, es la síntesis de la tradición textil andina que se
desarrolló en nuestra región durante milenios. Recordemos, por caso, las túnicas y unkus de las culturas
prehispánicas, las mantas y camisas del período virreinal, y las capas del período republicano siguiendo la
moda española. Principales museos del mundo y coleccionistas los atesoran.
En la América prehispánica los textiles tenían un significado sagrado, y también comunicaban la jerarquía
de su portador dentro de la comunidad. En numerosas culturas, como Paracas (Perú, Costa Sur, 700
a.C.-200 d.C.), los difuntos eran envueltos en varias capas de mantas finamente elaboradas para el tránsito
al otro mundo. Estos textiles son bellos, su hechura es compleja y sus materiales son variados porque brindaban
protección y eran símbolos de culto y poder.
Las elaboradas técnicas de tejido y teñido, la pluralidad de materias primas con los que eran confeccionados
y la riqueza de sus diseños y motivos ornamentales expresaban significados potentes que reproducían
la cosmovisión de las culturas andinas originarias.
Los ponchos recogen y ponen en valor esas tradiciones. Por ejemplo, resulta habitual encontrar en
ponchos históricos y contemporáneos la figura de la chacana, también llamada cruz andina, tantas veces
reproducida en los textiles prehispánicos, al igual que los motivos escalonados, las franjas verticales y los
diseños geométricos.
El poncho se difundió ampliamente en toda América. Su demanda creciente impulsó la formación de
generaciones de expertos tejedores y la ampliación de los mercados y de los flujos comerciales, motivando
adicionalmente la fabricación de otros textiles, como mantas y chalinas.
El interés de la Fundación CEPPA de contribuir a la difusión de los textiles americanos se remonta
a 2010, cuando publicamos el libro de Clara Abal Arte textil incaico en ofrendatorios de la alta cordillera
andina. Un año más tarde apareció Herencia textil andina, de Ruth Corcuera; ahora, proponemos Ponchos
de América. De los Andes a las pampas, de la misma autora. Con este libro completamos una tríada que
se propone revalorizar los textiles de la región y contribuir a la investigación y conservación de nuestra
herencia cultural.
Este libro va más allá del estudio y la difusión de esta prenda; Ruth Corcuera pone el centro de atención
Gaucho. Fotografía de
Francisco Ayerza, ca. 1890.
Colección privada.
10 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas
Prólogo
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en las personas: en los gauchos, indígenas y criollos que lo usaban y lo usan de vestimenta, y en las tejedoras
que lo confeccionaban y lo siguen haciendo. Ruth logra lo deseable: darle actualidad y contemporaneidad a
una prenda histórica, que es una marca de América.
Ruth Corcuera es una pionera en el estudio de los textiles, y una humanista dotada de una sensibilidad
especial. Su amor por la tierra criolla de sus antepasados ha sido el motor de sus investigaciones sobre el
arte textil durante los últimos cincuenta años, y su contribución a la cultura y al arte ha trascendido las
fronteras del país.
La Fundación CEPPA se honra en publicar este libro y ponerlo al alcance del público.
Prólogo*
Félix Luna
Un día (un día que debió ser memorable pero que nadie registró) el hijo, el nieto o el bisnieto de un
conquistador español de estas tierras, en lugar de decir “capa”, dijo “poncho”. Es cierto que la capa,
que venía de la península como prenda irreemplazable de caballeros, era parecida al poncho. Pero el
criollo del que hablamos advertía que había diferencias entre las dos vestimentas, y que ésta que había escogido,
con su lana tejida, sus dibujos y colores, su forma, era definida y definitivamente no una capa sino otra
cosa distinta. Para mentarla, entonces, no encontró otra palabra que la debida, la que correspondía: poncho.
Sin saberlo, esta gala, un elemento más de la definición americanista, quedaba valorizada con su elección
y se convertía en uno de los soportes de la identidad que se venía elaborando lentamente en estas
remotas regiones de las Indias.
El poncho es una prenda casi universal. Por su simpleza y su lógica, apareció espontáneamente un poco
en todos lados. Ruth Corcuera nos habla en este libro de los ponchos nuestros, los de esta parte del continente
americano, y de sus descripciones surgen las características de aquellos que sentimos como propios.
Pues los hemos visto en la indumentaria del gaucho de la pampa, sobre los hombros de los paisanos del
norte, perfilando las figuras retratadas de próceres y personajes ilustres. Admiramos a algunos que están
en los museos, no pocos con forro de seda o presentando orgullosamente los colores patrios o partidarios.
A veces nos ha ocurrido descubrir un poncho magnífico en poder de la gente más humilde. Pero siempre,
aunque lo ignoremos todo sobre el arte textil, las técnicas del tejido o la simbología oculta de valores cromáticos
o dibujos, intuitivamente sabemos los que son nuestros; los que forman parte de nuestro patrimonio
y están integrados a nuestros bienes culturales más preciados. Y hay que agregar algo más: que los
ponchos son, en su mayor parte, productos de la imaginación y la creación anónima, como una copla o una
tonada regional.
No sé si los ancestros catamarqueños de Ruth Corcuera, seudónimo de Rosa del Valle Quiroga, han
pesado en la vocación que esta admirable investigadora ha encauzado durante años en el estudio de los
textiles, y no sólo en nuestro país sino en el mundo andino y en África. El arte de elaborar tejidos es universal,
ciertamente, pero en pocos lugares como en la Catamarca de Ruth Corcuera se practica con tanta
intensidad, naturalidad y destreza. Será tal vez porque en esa comarca argentina las teleras han podido
trabajar durante siglos manipulando ese don de Dios, la lana de las vicuñas, que permite la elaboración de
ponchos, mantas, chalinas, livianos, suaves, tiernos y querendones, con la magia de esa inesperada tibie-
*
Este prólogo fue escrito para la edición del libro de Ruth Corcuera Ponchos de las tierras del Plata, Buenos Aires, Fondo Nacional de las
Artes-Verstraeten, 2000. Se lo incluye en esta edición pues sus observaciones sobre la americanidad del poncho y su posterior mestizaje
continúan vigentes.
12 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas
Introducción - Bajo la Cruz del Sur
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za que es como una caricia de la mujer amada. La lana de vicuña no puede desperdiciarse ni malograrse
porque es demasiado valiosa, de ahí que aquellas manos que le van dando forma y textura expresan una
profunda y vieja sabiduría. Y uno tiene que inclinarse ante ella. Pero si además, como lo hace la autora, se
está en condiciones de examinar, catalogar, clasificar y encontrar semejanzas y diferencias, entonces aquel
arte, sin perder su impronta popular, cobra la jerarquía de una bella arte.
El poncho viene desde los más remotos tiempos arqueológicos, pero en nuestra América y en la Argentina
sigue manteniendo su vigencia. No es una moda, no es una jactancia ni una extravagancia. Sirve
porque abriga, protege y luce. Con este libro, Ruth Corcuera nos abre los ojos sobre la complejidad de esta
prenda, tan asociada a nuestra historia, nuestra estética, nuestra cultura.
Felicitémosla, por esta aproximación erudita pero comprensible y entretenida. Y felicitémonos por disponer
de una obra como ésta, una mirada para entender mejor la patria.
INTRODUCCIÓN
Bajo la Cruz del Sur
Desde la edición de Ponchos de las tierras del Plata (2000) han pasado diecisiete años, un período muy
importante puesto que las comunicaciones, a la vez que permitieron poner en contacto a una población
planetaria, posibilitaron objetivamente observar las diferencias con otras historias. A modo de
ejemplo, señalaremos que esa edición tenía una sabia presentación del historiador Roberto Levillier, en la que
subrayaba el nombre que se le dio a nuestro continente en los primeros siglos del contacto entre europeos y
amerindios. Hoy sabemos que la Terra Argentea no comprendía sólo el mapa de 1554 de Lupo Homen, el gran
cartógrafo portugués, sino que esa denominación puede incluir a todo el continente americano.
Querríamos ahora recordar el escenario en el que se desenvolvieron los primeros encuentros entre estos
dos mundos.
La extrañeza de los habitantes de América
Luego de los primeros viajes y del asombro que nació de los contactos entre los europeos y estos hombres
desconocidos, los americanos, la pregunta que los primeros se plantearon era de dónde provenían
esos extraños personajes. El problema era teológico: si nos ubicamos en el contexto de esa época, el siglo
XVI, la Edad Media aún tenía vigencia. “Todos proceden de un primer hombre”, era la respuesta que daba
el padre José de Acosta ante las noticias que llegaban.
Pero, ¿cómo imaginaban los europeos a esos seres? Encontramos muy tempranas representaciones
de su aspecto, y esto nos lleva a nuestra propia imaginación o a nuestros propios miedos profundos de
los que da testimonio el cine del siglo XX: hombres azules y de cabezas cuadradas. Otra imagen corriente
es aquella que Herbert George Wells acuñara en La guerra de los mundos y en La máquina del tiempo en
la última década del siglo XIX: grandes cabezas verdosas o azules y extremidades similares a las de los
artrópodos. Así lo hemos visto en las pantallas cinematográficas y en las descripciones de extraterrestres,
y así parece que también los describió en el siglo XIII el astrónomo inglés John of Holywood. 1 ¿Es
que tenemos todavía un profundo miedo a lo desconocido que está escondido en nosotros? Esa misma
extrañeza alentó las innumerables fantasías que forman parte de esta conquista de lo imaginario que
fue la conquista americana.
Más allá de las Columnas de Hércules, el actual estrecho de Gibraltar, que según los antiguos griegos
eran el candado que cerraba el Mediterráneo, y más allá de los mitos de la época, sólo se extendía un mar
1. John of Holywood, o Juan de Sacrobosco, fue un monje agustino y científico inglés (ca. 1195-1256), que propuso y divulgó la esfericidad
de la Tierra. Difundió el sistema de Ptolomeo en su Tratado de la esfera. En el siglo XX se dio su nombre a un cráter de la Luna, teniendo en
cuenta la proyección de su pensamiento.
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avasallante e ignoto. Pese a ello, ya los griegos, entre ellos Plinio el Viejo, afirmaban haber traspasado las
famosas Columnas. No obstante, fueron los portugueses los primeros que se animaron a franquear esos
límites. Conocimientos que fueron tomando de los orientales los alentaron a esas hazañas. Entre los productos
de esos conocimientos se encontraban la brújula, original de los chinos y expandida por los árabes,
y los astrolabios, también difundidos por estos últimos, y construcciones navales muy perfeccionadas.
Estos adelantos fueron posibilitando exploraciones cuyos resultados rompieron las ideas que se tenía con
respecto al mundo. Cristóbal Colón pensó que había llegado a Cipango, o sea, Japón, y regresó con algunos
indígenas, guacamayos y otras aves tropicales que no sólo demostraban la existencia de una tierra hasta
entonces apenas sospechada sino que también representaban la diversidad que ella contenía. Entendemos
el término “diversidad” en sus dos sentidos: lo diferente y lo variado.
A medida que se fueron conociendo las riquezas americanas, el asombro se va extendiendo en el Viejo
Mundo. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, hacia 1530, escribió que haría falta la mano de algún Berruguete
o la de un maestro como Leonardo da Vinci o Andrea Mantegna para representar visualmente las extrañas
plantas de América. Hacia 1515 el gran Durero se asombraba al conocer los atuendos de Moctezuma, y
en los márgenes del libro de horas del emperador Maximiliano dibujó una idealización del indígena mexica.
Hieronymus Bosch incorporó en El Jardín de las Delicias
elementos de la flora americana. Papagayos y otras
extrañas aves empiezan a representarse como muestra
del exotismo. El filósofo Francis Bacon se preguntaba
a qué se debía tanto plumario en los atuendos. Solía
responderse que, después del Diluvio, los ancestros de
los amerindios encontraron refugio en las montañas,
guiados por bandadas de pájaros.
Nació así una geografía de lo maravilloso, según
la cual aquello que se había soñado en distintos puntos
a lo largo de las centurias encontraba territorialidad.
Ulises había llegado a su Ítaca, pero a partir del
Tratado de Tordesillas (1494), en el transcurso de los
siglos XV y XVI sólo Portugal y España eran dueños
del Nuevo Mundo. Pero, advertidas de la prodigalidad
de esas tierras, las otras naciones europeas también
quisieron poseer esas riquezas. En América estaba el
Paraíso Terrenal, la Fuente de la Juventud, y era el lugar
donde los sueños europeos se encarnaban.
La América del siglo XVI era ante todo un río de
oro y plata que desembocaba sobre Sevilla, que se
transformó de ciudad ibérica, romana, almohade y
castellana en un polo en el cual las ambiciones por ir
Primera cerámica conocida del actual territorio argentino que
al Nuevo Mundo llamaban a los más diversos personajes.
El comercio considerado de manera global era
representa a un jinete. La curiosa representación del caballo
expresa el intento del autor de reflejar un elemento nuevo para
los indígenas. Noroeste argentino, probablemente fines del siglo más amplio y de mayor riqueza de lo que se había
XVI. Colección privada.
pensado, de manera que Sevilla de pronto aparecía
Izquierda: Nativos de América. Grabado original sobre cobre de John Ogilby, de su obra América, Amsterdam, 1670. Derecha: indio
americano con abanico y loro. El texto dice: “Este también es un indio. Un caballero, por sus gestos”. Dibujo acuarelado de Christoph
Weiditz. Trachtenbuch, Nuremberg, Germanisches Nationalmuseum, 1529.
como una ciudad de exceso para los europeos. La población se duplicó en pocos años, y hombres de diverso
origen confluían en ese puerto. Traficantes castellanos, comerciantes catalanes, herreros vascos,
laneros de Burgos, financistas italianos, así como flamencos, ingleses, franceses y alemanes llenaban sus
calles. No faltaban los simples aventureros.
Del mundo musulmán quedaba en Sevilla la diversidad y singularidad de su mercado. Nos detendremos
a recordar la Alcaicería, que se rehusaba a morir en este nuevo gran bazar de Occidente. La Alcaicería,
el más importante mercado popular, era el sitio donde se ubicaban los negocios que proveían los artículos
de lujo importados de Flandes, Portugal, Inglaterra y, por cierto, luego del descubrimiento, los exotismos
de América. En ese mercado se hallaban las maravillas provenientes de las más lejanas tierras: perlas,
corales, brocatos, perfumes, piedras preciosas y plumas. De noche se cerraban las puertas de hierro de la
Alcaicería, que indudablemente era el espacio donde se depositaban todas las ambiciones.
Teresa de Jesús, de juicio ponderado y místico, observaba que para ella Sevilla era una tierra muy
extraña por su poco amor a la verdad, y comprendía que por eso tenía tan mala reputación. Miguel de
Cervantes Saavedra llegó a esa ciudad en 1587. Pocos años después, en Don Quijote y Sancho reflejaría la
contradicción de una nación y de una época.
Carlos V y el Nuevo Mundo
En 1516 el emperador adoptó como emblema la imagen de las Columnas de Hércules decoradas con
volutas con el lema “Plus Ultra”. Éste expresaba la idea del joven Carlos de Gante, que compartía los objetivos
de Bartolomé de Las Casas y anhelaba hacer en el Nuevo Mundo un sitio de encuentro de hombres de
distinto origen. Por ello hoy se lo considera un temprano propulsor del mestizaje.
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Para la Europa de Carlos V, o el Mediterráneo de su hijo Felipe II, el Nuevo Mundo estaba construido a
ambos lados del océano Atlántico, a través de enlaces anudados entre América, Europa occidental y luego
África. La historia de América se jugó en México, en Sevilla, en Amsterdam, pero también en Luanda, en
Manila y en Nagasaki, puesto que desde el Tratado de Tordesillas españoles y portugueses dominaban
puertos de Oriente y Occidente con los cuales comerciaban.
La evangelización se apoyó en creencias que ya poseían los viejos americanos, como enseguida veremos.
Los pájaros que hablaban
El catecismo de 1584 indica que el Hanan-Pacha (el “mundo de arriba”) de la cosmovisión andina es cercano
al Paraíso cristiano. Esto equivale a afirmar que la imagen del Edén transmitida al hombre americano
era un espacio poblado por árboles y hermosos pájaros.
Para el hombre que bajaba de la puna, el paraíso era el lugar donde había vegetación, ríos, una naturaleza
variada y siempre asombrosa, mariposas y sobre todo pájaros, incluso pájaros que hablaban. Para
el hombre de las altas cumbres andinas, bajar hacia el Antisuyu, la zona selvática, era el encuentro con la
magnificencia de la naturaleza.
Utilizando esas búsquedas del Paraíso, los misioneros encontraron una coincidencia. Es así como el
proceso de evangelización permitió identificar pájaros con seres angélicos. El concepto del pájaro-ángel
fue rápidamente asimilado por los indígenas. Con el tiempo veremos en la iconografía amerindia una
identificación entre los ángeles y la idea aborigen de los pájaros que transmiten la voz de la divinidad,
como era el caso del pájaro mitológico que los indígenas llamaban indi.
Antonio de León Pinelo (ca. 1590-1660), miembro del Consejo de Indias y cronista mayor de Indias, es
quien le dio territorialidad a su paraíso y lo situó en el Antisuyu, que hoy corresponde al actual departamento
peruano de Madre de Dios, viejos caminos que bajan desde Cusco hasta la selva. Un lugar idílico
donde el tiempo parecía detenido y mostraba una particular naturaleza: es allí donde Antonio de León
Pinelo especula cuál podría ser el “árbol del bien y del mal”. Según Teresa Gisbert, Silvia Arze y Martha Cajía
(1992: 160), es posible que el autor tuviera en cuenta el texto de San Isidoro que dice:
“El paraíso es un lugar situado en tierras orientales, cuya denominación, traducida del griego al latín,
significa «jardín»; en lengua hebrea se denomina Edén, que en nuestro idioma quiere decir «delicias» […]
Allí, en efecto, abunda todo tipo de arboledas y de frutales, incluso el árbol de la vida. No existe allí frío ni
calor, sino una templanza constante. De su centro brota una fontana que riega todo el bosque, y se divide
en cuatro ramales que dan lugar a cuatro ríos distintos”.
Hay testimonios de esa identificación de señales de la naturaleza con la tradición cristiana. Recordemos
el fruto de la pasión o mburucuyá, que se interpreta como portador de los símbolos de la Pasión de
Cristo. Pinelo describe así la flor:
Tabardo de plumas sobre tejido de algodón. Perú, Horizonte Wari-Tiahuanaco, 700-1250 d.C., 76 x 89 cm. Museo Metropolitano,
Nueva York, Estados Unidos.
“Es blanca en lo principal, del tamaño de una rosa, ábrese con sólo una hoja redonda y plana, con la circunferencia
dividida en muchas partes… y por reverso jaspeadas de leonado; en igual distancia del centro tiene
cinco señales carmesíes, como cinco llagas o gotas de sangre… Del centro sale un talle en forma de coluna
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con sus basas y chapitel, que ciñe una Corona… de que nacen setenta y dos espinas. Del punto de la coluna por
dentro de la corona salen tres clavos bien echos, como se pintan los de la Cruz de Christo Señor Nuestro. Las
hojas del árbol son en todo semejantes al hierro de una lanza… tiene a trechos otros talles delgados retorcidos
como los de las vides, de color sangriento, que parecen Azotes”. (Citado por Gisbert, Arze y Cajía, 1992: 163)
La idea del sincretismo cultural Hanan-Pacha/cielo no era fácil de comprender en la España de la época.
Recordemos que desde Carlos V en adelante no fueron pocos los que soñaron, como es el caso de Pinelo, con
un continente diverso. Ese paraíso incluía la posibilidad de convivir en armonía. Por esta razón el emperador
Carlos V enfrentó no pocas dificultades, pues se le recordó la legislación vigente promulgada por Alfonso el
Sabio en sus Siete partidas, por la cual los mestizos eran considerados ilegítimos, una marca infamante. Bajo
esta influencia, en 1549 el emperador decretó que los mestizos no podían ocupar cargos públicos sin licencia
real; a los indios no se les permitía ejercer la función de curaca en sus pueblos ni portar armas.
Agobiado Carlos V por problemas económicos debido a los frentes de guerra, América fue convirtiéndose
no en el paraíso que algunos hombres habían soñado sino en fuente de recursos para mitigar deudas.
A partir del Tratado de Tordesillas (1494) la gran fortuna que se les había concedido a Portugal y España
no podía ser sino objeto de rivalidad para Francia, Inglaterra y Holanda. Desde el siglo XVI al XVII,
los comerciantes de estos países tuvieron un poderío económico notable. Estados ricos, fundados sobre la
acumulación de metales preciosos, se habían convertido en grandes potencias. El pensamiento económico
de la época forjó una doctrina que dio sustento teórico a lo que ocurrió en la práctica: el metalismo. Según
esta doctrina, el bienestar económico de un Estado se mide por la cantidad de metales preciosos que estén
dentro de sus fronteras. Para estas naciones, que no eran productoras de oro ni de plata, la solución consistía
en ampliar el volumen de comercio con todo el mundo. En forma simplista, diríamos que esto estimuló
en mucho las expediciones, como la holandesa, tanto al norte de Brasil como al sur de Chile, y la presencia
creciente de ingleses y franceses.
Carlos V impulsó en Sevilla la Casa de Contratación, una institución de comercio comparable a la Casa da
India de Lisboa. Todo el comercio americano debía canalizarse a través de Sevilla porque América, además de
convertirse al cristianismo, debía otorgar beneficios a las finanzas de Castilla. Hacia 1523, el gobierno real en
el nuevo continente era un gobierno consultivo de letrados que lejos estaban de conocer la idiosincrasia de
los americanos. Pese a ello, debe reconocérseles a esos letrados de los siglos XVI y XVII notables éxitos en el
campo de las leyes, que tendían a impedir la concentración de poder.
El problema americano empieza a ser visto desde diferentes ópticas. Michel Eyquem, señor de Montaigne,
en sus Ensayos publicados en 1580, da su opinión con respecto a lo que contaban los que habían visto
el Nuevo Mundo. En ese ensayo, “De los caníbales”, Montaigne considera: “De modo que hay que cuidar
el aferrarse a las opiniones vulgares. Deben ser éstas juzgadas por la razón y no por la voz del común”. Es lo
que el autor propone hacer: que la razón explique al mito. Agrega el autor:
“Tuve conmigo durante largo tiempo a un hombre que había vivido diez o doce años en aquel otro
mundo descubierto en nuestro siglo en el lugar en que Villegaignon tocó tierra y que llamó Francia antártica
[las costas de Brasil, en la bahía de Guanabara] […] Me temo que tenemos los ojos más grandes que el
vientre, y más curiosidad que capacidades: todo lo abarcamos, pero no apretamos sino viento […] Allí cuenta
que ciertos cartagineses, que se arrojaron a través del Atlántico fuera del estrecho de Gibraltar y navegaron
largo tiempo, descubrieron finalmente una amplia isla fértil, cubierta de bosques, regada por grandes y
Diferentes imágenes de hombre-pájaro. Por la combinación de atributos de ambos seres, estos híbridos poseen cualidades
extraordinarias y un fuerte significado simbólico y religioso. Los encontramos representados tanto en las culturas prehispánicas
como en la religión católica.
De arriba hacia abajo y de izquierda a derecha: detalle de un manto. Perú, cultura Paracas, 700 a.C.-200 d.C.; tabardo de plumas
sobre tejido de algodón, Perú, Costa Sur, 1400-1610 d.C., 74 x 63 cm (Museo Metropolitano, Nueva York, Estados Unidos); orejera
de oro, turquesa, sodalita y spondylus. Perú, cultura Mochica, 400-800 d.C., 8 cm (Museo Metropolitano, Nueva York, Estados
Unidos); Arcángel Rafael, óleo sobre tela, Escuela Cusqueña, siglo XVIII.
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profundos ríos y muy alejada de las demás tierras firmes; y muchos de ellos, y otros más adelante, atraídos
por la bondad y fertilidad del terreno, fueron con sus mujeres e hijos y comenzaron a habitar el lugar.
”Diría yo a Platón que se trata de una nación en la que no existe ningún tipo de comercio; ni conocimiento
de las letras; ni ciencia de los números; ni nombre de magistrado o superioridad política; ni uso de esclavitud,
riqueza o pobreza; ni contratos ni sucesiones; ni repartos; ni ocupaciones, sino las del ocio; ni respeto
por el parentesco más que el respeto mismo; ni vestidos, ni agricultura, ni metales, ni uso del vino o el trigo.
Incluso las palabras que significan mentira, traición, disimulo, avaricia, envidia, crítica, perdón, son desconocidas.
¿Qué opinaría de la República, que él imaginó tan alejada de esta perfección?” (Montaigne, 2001: 189)
Esta idealización se interrumpe sólo con el horror del canibalismo ritual, tan extendido. Recordemos
que éstos son pensamientos de Montaigne. En su ensayo se describe una sociedad ideal en que las hamacas
de algodón, las frutas y los bienes la hacen semejar un paraíso, aunque también esconde la brutalidad
del canibalismo.
que se hallaron al sur de Colombia 2 son antecedentes de la sorprendente joyería que se encontró. Sebastián
de Belalcázar, Gonzalo Jiménez de Quesada, Francisco de Orellana, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Domingo
Martínez de Irala y Nuflio de Chávez persiguieron El Dorado.
Las leyendas se extendieron como la noticia de un gran espacio rico en oro y esmeraldas.
La réplica septentrional de El Dorado fue el mítico reino de Quivira, una ciudad legendaria en algún
lugar de Nueva España, entre lo que hoy es el norte de México y el suroeste de Estados Unidos. Este mito
comenzó a ser conocido por el relato de un indio prisionero en el oeste de Kansas. A ese lugar llegó en 1541
Francisco Vázquez de Coronado, pero de tal reino, símbolo de riquezas, no hay ninguna constancia en los
mapas. 3 Quizá Quivira fue la simple traslación de un sueño europeo situado en el Nuevo Mundo, como
tantas otras maravillas que andaban de boca en boca en aquellos siglos. Aseguraban que los indios de California,
como los de la tierra firme de la Florida, tenían numerosos reyes con coronas de oro.
El mito como meta de un largo viaje
“El cielo estaba en un lejano tiempo, muy cerca de la tierra, de modo tal que se podía tener acceso
fácilmente trepándose a un árbol por una liana, una escalera, ascendiendo una montaña o dejándose
llevar por los pájaros.”
Mircea Eliade
Al introducimos en esta breve historia de la singularidad de nuestro continente, debemos aludir a los
elementos míticos. Algunos de ellos perviven: aún hoy habitantes de las altas cumbres andinas creen que
las aves llevan gotas de agua en sus alas que alimentan a sus ancestros que moran en el Hanan-Pacha.
La omnipresencia de aves en textiles, ceramios y orfebrería llamó la atención por su recurrencia y dio
las primeras claves para desentrañar la cosmovisión de estos pueblos.
Fueron épocas en que se entremezclaron mitos y realidades, entre el resplandor solar y el valor monetario
que conocieron los europeos. Sólo algunos personajes como Bartolomé de Las Casas soñaron con el
valor de lo sagrado.
Juan Ponce de León (1474-1521), buscando la Fuente de la Juventud, llegó en el día de Pascua Florida a la
conocida península cuya denominación permanece, y que hoy forma parte de Estados Unidos.
Los mitos de El Dorado y la Fuente de la Juventud, transmitidos por el cronista y colonizador Gonzalo
Fernández de Oviedo (1478-1557), fueron los que más llamaron la atención en su época. En cuanto a El Dorado,
geográficamente en lo que hoy es Colombia, se originó porque albergaba a poderosos jefes que en
ocasiones rituales adherían a su cuerpo partículas de oro. La realidad de los hallazgos arqueológicos da
veracidad a aquellos sueños. En el Museo del Oro de Bogotá se encuentran algunos fragmentos de maravillosos
tejidos metálicos, cuyas piezas originales el ambiente no preservó. Estos tejidos son antecedentes
directos de la orfebrería, que sí resistió el paso del tiempo. Filigranas de tumbaga, aleación de cobre y oro,
Mapa con la ubicación del lago Parima, en cuya costa se presume se encontraba la legendaria ciudad de El Dorado, también
conocida como Manoa. Jodocus Hondius, Nieuwe caerte van het Wonderbaer ende Goudrjcke Landt Guiana, 1598.
2. Se trata de textiles procedentes de Miraflores, municipio de Pupiales, departamento de Nariño (Cortés Moreno, s/f).
3. Entre las referencias más antiguas está la de Antonio de la Ascensión, que recorrió California con la expedición de Sebastián Vizcaíno
(1602-1603). En 1662 Diego de Peñaloza difundió su encuentro con una ciudad rica y civilizada (Rojas Mix, 1992: 63).
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23
El oro no fue el único elemento conformador de mitos. En América del Sur la arqueología demuestra
que la búsqueda del Spondylus o mullu, una preciosa conchilla sacralizada, hizo de la actual República de
Ecuador un destino mítico y a la vez permitió un gran mestizaje.
La cultura Jama Coaque (350 a.C.-400 d.C.) nos brinda información en su cerámica y en algunas impresiones
de tejidos que quedaron grabados en fragmentos de piezas para seguir la textilería y la prenda poncho.
Conocemos que la isla de Puná tuvo siempre una gran atracción en el mundo prehispánico, puesto que es
allí donde abundaban Spondylus. Conocíamos la familiaridad que tienen las culturas ecuatorianas con el
poncho; éstos se pueden distinguir entre ceremoniales, festivos y de uso diario. Los trabajos arqueológicos
mostraron su uso en las culturas Manteña (600-1530 d.C.), Cañari (500-1470 d.C.) y Panzaleo (500-1500 d.C.).
A medida que avanzan las investigaciones, se evidencia la fuerte presencia del poncho en el actual Ecuador.
Una de las últimas publicaciones acerca de Jama Coaque nos indica que en sus ceramios aparecen representaciones
de dos tipos de ponchos usados en diferentes ceremonias: sacerdotes vestidos con ponchos
adornados de caracoles que serían utilizados para “llamar” a la lluvia en épocas de sequía, como también
se encuentran figurillas con atuendos de plumas, referencias
a la sacralidad de los elementos plumarios.
Podemos señalar que en esta cultura el culto al felino
no está ausente (Gutiérrez Usillos, 2011: 23).
La amplia franja desértica que corre desde Tumbez,
al norte de Perú, hasta el norte de Chile, paralela
al océano, posee condiciones propicias para la conservación
perfecta de textiles. Los enterratorios que
durante milenios se efectuaron en esas costas han
presentado un muestrario excepcional, no sólo de lo
que se tejió en el sitio sino también de piezas que provenían
de otras culturas. Por esta razón hemos podido
conocer las secuencias de focos de gran textilería.
Esos centros estuvieron conectados por intercambio
de bienes desde tempranas épocas.
Pese a las evidencias de que el tejido está unido
al hombre desde los inicios de su cultura, dos de los
sitios en los cuales se da este fenómeno de conservación
natural son el mencionado desierto de la costa
del Pacífico y el de Egipto. Ambos presentan condiciones
ideales de conservación: terreno seco y poca incidencia
del material orgánico sobre los tejidos. A ello
se suma la ausencia de luz, pues esos textiles fueron
enterrados. Estos factores configuraron el ámbito que
la actual tecnología museológica trata de recrear con
grandes dificultades.
Cerámica que representa a un chamán, con tocado y vestimenta
con caracoles marinos. Ecuador, cultura Jama Coaque, 300 a.C-
A este hecho debemos añadir un paralelo cultural:
en esos desiertos vivieron comunidades 400 d.C., 37 x 19 cm. Museo Quai Branly, París, Francia.
que
creyeron que en la vida sobrenatural los
hombres necesitaban los objetos que antes
los habían acompañado y, por lo tanto,
depositaron en los entierros, entre otros
preciosos bienes, prendas tejidas. En el desierto
africano, además de textiles faraónicos,
se han hallado romanos, orientales y
cristianos.
En forma similar hemos podido seguir
el desarrollo del proceso textil en esta parte
de América, el que se nos brinda así como
un espejo que nos permite contemplar la vivacidad
y el esplendor de ese gran pasado. Valvas arqueológicas del caracol Spondylus, conocido por los pueblos
Uno de los trabajos más interesantes andinos como mullu. Debido a su significado religioso y sagrado, se lo
utilizó en la América precolombina y en comunidades antiguas de otras
respecto de la posible conexión entre las
partes del mundo. En nuestra región esta especie se encuentra en las
grandes culturas americanas es el basado costas del Pacífico, desde Ecuador hasta América Central, desde donde
en la investigación que realizó la historiadora
peruana María Rostworowski de Diez
partían las rutas de intercambio hacia el sur.
Canseco en su obra Costa peruana prehispánica,
quien ha trabajado sobre documentos del Archivo General de Indias y de Perú. Rostworowski señala
que el comercio costero aseguraba a los habitantes del área obtener el célebre Spondylus en la isla
de Puná. En épocas prehispánicas ese comercio se realizaba con precarias embarcaciones que se dirigían
hasta Valdivia, en el sur de Chile, y hasta el norte, al actual Ecuador. También señala los pedidos que se
hacían a los artesanos de entonces, entre ellos los Ichma camayoc que labraban las tierras de colores y
los Tanti camayoc, encargados de preparar los colorantes realizados sobre la base de hierbas, y también a
pintores de tela (Rostworowski, 1989: 285).
En una instrucción ordenada por el rey en 1561, se dice que en tiempo de los incas “no había estimación
en ninguna cosa a dineros, porque no se compraba comida con oro ni plata […] lo que había eran permutaciones
como ropa de algodón por de lana, o pescado por otras comidas; lo primero se hacía con los principales
porque la gente común solo rescatua comida por comida… (RAH. Madrid. Colección Muñoz, t. 27)”
(Rostworowski, 1989: 286).
Los que realizaban el intercambio eran los mismos productores: tejedores de cumbi (la ropa de mayor
calidad que se producía), alpargateros, cabestreros, plateros y otros oficios. Abundaban plateros y
ceramistas, y Rostworowski presenta evidencia documental de la presencia de pintores en el primer
contacto entre europeos y naturales. Estos primeros encuentros nos indican que a través de la imagen se
producía la expansión del culto cristiano. Algunas especializaciones de la costa norte son curiosas, como
las referidas a pintores de paños. Los naturales tenían por oficio pintar ropa e iban por los valles usando
de su arte.
Michael Moseley y Kent Day (1982) mencionan que en Chan Chan (cerca de Trujillo, Perú) existen artefactos
relacionados con una producción artesanal, en especial con la metalurgia, aunque también con
la manufactura textil, de calidad superior y con evidencias de trabajos en piedra y madera.
24 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Introducción - Bajo la Cruz del Sur
25
Reproducimos del libro de María Rostworowski (1989: 282-283) esta lista de oficiales prehispánicos proporcionada
por el licenciado Francisco Falcón, que no deja de ser sorprendente por el grado de especialización
de los artesanos:
“Llacxa camayoc yndios que labraban piedras que sacauan del mar, y turquesas y otras piedras.
Ychna camayoc yndios que labran tierras de colores.
Guaca camayox, Llano paucar camayoc, Haua paucar camayoc de menos suerte.
Llano pachac camayoc que hazian ropa rica para el Ynga.
Haua compic camayoc, que hazian ropa basta.
Tanti camayoc yndios que hazian colores de yeruas.”
La escalera sagrada
La sacralidad del Sol, la Luna, el rayo y de las fuentes de agua se repite a lo largo del continente. En Teotihuacán,
México, o en Tikal, Guatemala, encontramos una clara asociación con lo que hoy denominamos
vocación ascensional. Esto nos indica que existía un gran conocimiento astronómico del cual nos dan testimonio
los antiguos observatorios 4 y los sistemas calendáricos. En los últimos años se ha profundizado el
estudio de la producción arqueológica de México, donde los plumarios, las prendas de algodón y las piedras
preciosas tuvieron un gran significado.
Los templos escalonados demuestran
una búsqueda de equilibrio entre el mundo
de los hombres y el mundo de los dioses. Lo
mismo puede observarse en nuestro territorio,
en Ambato, Catamarca, aunque con
una arquitectura más modesta, como lo
demuestran los trabajos arqueológicos de
Alberto Rex González, José Pérez Gollán y
otros estudiosos. 5
Estos templos escalonados han sido
objeto de reflexiones de Laurette Séjourné
acerca del tema de la mitología teotihuacana.
Para Séjourné, la metrópoli de los dioses,
como se da en llamar a Teotihuacán, no
Fragmento de textil cuyo motivo escalonado forma una chacana
era otra cosa que el sitio donde la serpiente
o cruz andina, que también encontramos en los ponchos
mapuches. Perú, Horizonte Wari-Tiahuanaco, 700-1250 d.C., 15 x
aprendía a volar, es decir, donde el individuo
alcanzaba la categoría de ser 9 cm. Colección privada.
celeste,
4. En la ciudad de Uaxactún, Guatemala, se ha podido señalar un conjunto de cuatro edificaciones, de las que la última sería el observatorio
(un punto central de la escalinata de acceso), mientras las primeras señalarían justamente los equinoccios y los solsticios. Un conjunto similar
ha podido observarse en Naachtún, en el mismo país.
5. El tema de la greca escalonada fue estudiado especialmente por Tom Zuidema (1991), quien señala que existen conceptos astronómicos,
cosmológicos y calendáricos codificados en la arquitectura y la textilería andina.
Camisa con motivos escalonados
y aserrados, tejida en pelo de
camélido y algodón. Perú, cultura
Moche-Wari, 600-1000 d.C., 87
x 147 cm. Museo Metropolitano,
Nueva York, Estados Unidos.
Camisa o unku con motivo
escalonado, formando un damero.
Está tejida con técnica de tapiz en
pelo de camélido (probablemente
vicuña). Integra el ajuar de
la Niña de Chuscha. Período
Incaico, 1300-1530 d.C., 66,5 x 56
cm. Museo de Arqueología de
Alta Montaña, Salta, Argentina.
Donación Matteo Goretti.
26 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Introducción - Bajo la Cruz del Sur
27
Construcciones piramidales de la cultura Caral en la costa central de Perú, 3000-1800 a.C.
por elevación interior. Esta antropóloga también señaló aquello que la arqueología por entonces había
comprobado: que diferentes estilizaciones de la serpiente eran comunes a todo el continente americano.
Una greca escalonada, un motivo en forma de S o el entrelazamiento de dos cuerpos de reptil nos hablan
de movimiento del descenso y del ascenso. En sentido literal, el término Quetzalcóatl significa “pájaro con
rasgos de serpiente”, pues mientras el reptil tiende a subir al cielo, el pájaro lo ayuda a elevarse; aquello que
parece indicar que el movimiento es concebido como descenso y ascensión, sombra y luz. El mensaje de
Quetzalcóatl consistiría en resolver el problema de la dualidad de la naturaleza humana.
Para comprender el antiguo arte del continente americano es necesario vincularlo al mito. De ahí que un
etnógrafo como Alfred Métraux (1998) haya sostenido que el mito es para la humanidad primitiva la expresión
de sus representaciones místicas, el producto concreto de su propia mentalidad.
Si nos ubicamos en el mundo andino, nos encontramos con similitudes con respecto a la vocación ascensional
y a la obsesiva presencia de pájaros en los textiles (Yakovleff, 1931). Uno de los más importantes hallazgos
fue realizado por Junius Bird, quien encontró tejidos de algodón en los que puede apreciarse con claridad un
fuerte énfasis en la representación del cóndor. Los trabajos de Bird abarcan un período comprendido entre
los años 4000 a 2500 a.C.
Poncho con decoración policroma de tocapus. Tapiz y tramas complementarias en algodón y fibra de camélido.
Período Incaico, estilo Chuquibamba, ca. 1500-1600, 240 x 180 cm. Museo de Arte de Lima, Perú.
Entre el cielo y la tierra
Las iconografías estelares son habitualmente reproducidas en los antiguos textiles. En el mundo andino
la serpiente o amaru es el arco iris y representa, a la vez, los grandes ríos del Amazonas. El rayo o el zig-
28 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Introducción - Bajo la Cruz del Sur
29
zag, que Aby Warburg observó entre los hopis de América del Norte, también se halla en tejidos del centro
de la Argentina y en la pintura rupestre de la Patagonia. El ojo del felino, que está asociado a Venus, brilla
en la estrella de los tejidos de la cultura Chiribaya (Perú, 900-1350) y también entre textiles mapuches. El
felino, como representación de poder, tiene una fuerte presencia en toda la iconografía textil. Respecto de
los pájaros, el cóndor, el búho o el loro, en las regiones forestales, son figuras de ascensión, al igual que las
montañas, los árboles y las escaleras. La simbología de la forma está vinculada a los ritos; ambos poseen un
común denominador que es la búsqueda del equilibrio cósmico.
Las montañas en sus altas cumbres son un natural observatorio desde el cual, hoy como ayer, la luminosidad
de las estrellas constituye una experiencia numinosa, una experiencia trascendente en cuanto señala
la finitud de lo humano. Una diferencia notable entre su concepción del mundo y la nuestra es la actitud
contemporánea referente a lo sagrado. En su clásico libro Lo santo, Rudolf Otto define la característica de lo
numinoso como una vocación del hombre tendiente a reconocerse criatura asombrada, temerosa y atraída
por una realidad que descubre poderosa y heterogénea respecto de su propia humanidad. Este hombre concreto
de la etnografía o del pasado conoce que el mundo en el cual vive sanciona conductas buenas y malas.
Para él era indispensable mantener armoniosamente todas las relaciones con el universo.
Hoy advertimos que la complejidad del sistema cultural americano estuvo fundada sobre la observación
del cielo. Sabemos que las constelaciones para nuestros pueblos antiguos fueron espacios míticos
en los cuales los antepasados correteaban o cazaban; así nos lo dice la etnografía. La Cruz del Sur aún hoy
domina nuestro cielo.
Las observaciones de Aby Warburg
En su viaje a Nuevo México, entre 1895 y 1896,
un destacado investigador del Renacimiento,
Aby Warburg, visitó las comunidades indígenas
pueblo y hopis, y presenció sus rituales. En ellos
advirtió la complejidad de las creencias en las
que lo aterrador y lo benéfico se presentan
imbricados. Warburg descubrió la existencia de
un “pattern decorativo-simbólico” que se hallaba
presente desde la cerámica y los tejidos hasta
los objetos sagrados de la kiva, una habitación
subterránea destinada a la plegaria y a los ritos.
Estos patrones invaden hasta los muros de las
iglesias cristianas que los hopis frecuentaban en
las poblaciones subsistentes de la época colonial.
Se trataba de una banda en zigzag, un diseño
que reproducía el perfil de una escalera y que
representaba o simbolizaba varias cosas a la vez:
el rayo, el camino de ascenso y descenso del cielo,
la escalera utilizada por el indígena pueblo para
ingresar a su casa o la temible serpiente. Warburg
advirtió que estos objetos se hallaban unidos
por diversas asociaciones de forma y sentido,
vínculos a veces contradictorios y no precisamente
pacíficos. “Pues si, por una parte, la violencia
del rayo podía compensarse con su efecto
benéfico mediante la lluvia y entonces quedar
integrada en la imagen del cielo y de la escala,
símbolo de la superioridad del hombre respecto
de los animales, del ser que camina erecto y
es capaz de alzar la cabeza para mirar hacia
lo alto, por otra parte, las relaciones formales
dinámicas entre el rayo y la serpiente convertían
a ésta, la criatura más perturbadora de la
naturaleza, asimilable al cielo por su parecido
con el relámpago y misteriosamente ligada a
la tierra por su reptar, en la señora indiscutida
del santuario” (citado por Burucúa, 2003).
El poncho: tres milenios de presencia
Cerámicas con motivos del rayo. Izquierda: vasija contemporánea de Paula Estevan. Cultura Pueblo, 11 cm. Colección privada.
Derecha: vasija arqueológica. Cultura Condorhuasi, período Temprano, Noroeste argentino, 500 a.C.-250 d.C., 17 cm. Colección privada.
El poncho tejido, tal como lo conocemos tradicionalmente hoy, se encuentra difundido por la mayor
parte de los países de América, con más presencia sobre ambos lados del macizo andino, y conforma el patrimonio
cultural de nuestros pueblos. Tiene diferentes antecedentes: ponchos trabajados con corteza de
cedro entre los indios de los grandes bosques norteamericanos; ponchos de los esquimales, confeccionados
con las pieles de los animales que tenían a su alcance; camisas de cuero tipo poncho, empleadas por los
cazadores de búfalos de las grandes llanuras norteamericanas y realizadas con los cueros de los animales
desollados. Estas últimas constituyen el estadio cultural más avanzado de esta prenda. Se las puede encontrar
desde la Baja California hasta la Patagonia, y sobre todo en las proximidades de la cordillera de los
Andes (Montandon, 1934: 340).
Respecto de la americanidad del poncho, debemos remitirnos a los trabajos de la investigadora Mary
Elizabeth King (1965), quien considera que la prenda existía en la primera gran cultura andina, Paracas (700
a.C.-200 d.C.), al sur de la actual República del Perú. En estos últimos años se están revisando con nuevos criterios
las grandes colecciones de textilería depositadas en museos de Estados Unidos, y como consecuencia
30 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Introducción - Bajo la Cruz del Sur
31
Pictografías con motivos de personajes escutiformes, que podrían estar representando textiles. Alero Ambrosetti, cerro Cuevas
Pintadas, Guachipas, provincia de Salta, Argentina, 900-1470 d.C.
han surgido otros conceptos con respecto al poncho; asimismo, debemos remitirnos a las publicaciones que
se realizaron en la época de los descubrimientos que hicieron famosos a los textiles de esa antigua cultura. La
textilería de Paracas hoy es considerada, con algunas piezas arqueológicas egipcias u orientales, la de mayor
nivel dentro del patrimonio textil universal. 6
En 1925, Julio Tello halló en la bahía de Paracas fardos funerarios compuestos por prendas con técnicas
en las que ya estaban prácticamente las matrices del patrimonio textil andino (Tello y Mejía Xesspe,
1959: lám. 22). Actualmente se acepta que la indumentaria de estos antiguos americanos estaba formada
por taparrabo, túnica –es decir, camisa con costura–, poncho corto, gran poncho o manto, turbante
y otros adornos. Los diversos nombres dados a las prendas prehispánicas constituyeron igualmente un
motivo de confusión, ya que historiadores y arqueólogos habitualmente emplean en forma indistinta las
denominaciones manto, camisa o poncho. Sólo señalaremos como antecedente prehispánico del amplio
poncho argentino una prenda rectangular suelta a los costados y con una abertura en el medio. Dentro
del material paraqueño Julio Tello dio a conocer un gran poncho azul con adornos de cuero y metal, con
dimensiones de 1,80 de largo por 1,60 metro de ancho, mientras que Alan Sawyer publicó en 1968, en Mastercraft
Men of Ancient Perú, una prenda de Nazca cuyo tamaño es de 1,81 por 0,88 metro de ancho. Estos
ponchos grandes, que no son habituales, constituyen algunos de los antecedentes más importantes de la
prenda argentina.
En 1969 la investigadora Agatha Huepenbecker,
siguiendo la revisión realizada por King, analizó
doscientas ochenta piezas de estilo poncho.
Para esta arqueóloga, las prendas pertenecían a
todos los períodos del actual territorio peruano y
a las culturas del altiplano boliviano. 7 De todos estos
trabajos se deduce la existencia de la prenda
poncho en forma independiente de la túnica y del
manto, y se confirma su presencia, aunque poco
popular, en todas las culturas desde Paracas hasta
el período Inca, cuya cronología todavía está en
discusión (Bruce, 1986, fig. 14).
A medida que avanzamos, encontramos que
nuestra prenda no sólo fue un abrigo sino que
tuvo otras funciones. Su aparente modestia estuvo
unida a un complejo sistema de creencias. Es evidente
la relación entre las culturas andinas y las
de América Central, por ejemplo, Chichén Itzá, una
teocracia que basaba su poder en conocimientos
astronómicos (Alcina Franch, 1965: 402-403). Los
intermediarios entre cielo y tierra eran privilegiados
dentro de la sociedad, y los plumarios azules
Disco de bronce con dos personajes ataviados con ponchos
o túnicas con motivos geométricos, con restos de pintura
de los ponchos ceremoniales tenían entre ellos un
amarilla y roja. Cultura Santa María, período Tardío, Noroeste
significado fuertemente simbólico. 8 En el mundo
argentino, 900-1400 d.C., 22,5 cm. Ministerio de Relaciones
andino es la vicuña la representación más fuerte
Exteriores, Comercio Internacional y Culto, Argentina.
6. Rebeca Carrión Cachot (1931), luego de estudiar los cuatrocientos fardos funerarios de Paracas, presentó un trabajo sobre vestimentas.
De este trabajo se rescata como asociada a la prenda poncho una pieza rectangular con abertura para pasar la cabeza pero de un tamaño más
pequeño, con una dimensión media de 65 por 48 centímetros, al que podríamos denominar “esclavina” o ponchito. Otra pieza similar al poncho
sería la estudiada por Jorge Muelle y Eugenio Yakovleff (1934), la unkucha, cuyas características son las cintas en el pecho para sostenerla,
y una dimensión de 40 x 45 centímetros. Julio Tello y Toribio Mejía Xesspe (1959) mencionan la unkuña, que aparece asociada en la necrópolis
de Paracas; se trata de una prenda también pequeña de uso ceremonial.
7. Huepenbecker (1970: 49, fig. 21) cita para el período Paracas dos piezas de 2,07 por 0,99 metro y de 1,86 por 0,74 metro (TM 1959.11.1 y
BM 34.1579).
8. Teresa Gisbert, Silvia Arze y Martha Cajía (1992) le atribuyen al arte plumario la trascendencia que tuvo tanto en el mundo prehispánico
como aún tiene en Bolivia. Transcriben (pp. 56-58) la cita del cronista Bernabé Cobo sobre la especialización que poseían los cazadores de
colibríes o guacamayos para lograr los colores que convenían a sus ceremonias.
32 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Introducción - Bajo la Cruz del Sur
33
Izquierda: vasija de cerámica que representa un personaje femenino con un atuendo con motivos geométricos. Cultura Condorhuasi,
estilo Vaquerías, período Formativo, Noroeste argentino, 500 a.C.-250 d.C., 19 cm. Colección privada. Derecha: figurilla en plata que
representa a un personaje mascando hojas de coca, con tocado y un atuendo con figuras geométricas abstractas que podrían representar
las cabezas de serpientes. Período Medio o Tardío, probablemente Noroeste argentino, 500-1500 d.C., 7,2 cm. Colección privada.
del mito solar. El Inca máximo, el que reunía todo el poder, igual que este camélido, no dependía sino del Sol. 9
En cuanto a América del Sur, hay testimonios de que a su llegada los europeos encontraron que el poncho
era la prenda vestida por los indios:
“Gaboto encuentra en 1529 indios con ponchos al remontar el río Paraná. En 1536 y 1537 Ulrico Schmidl
cita las faldas de paño de algodón desde el ombligo hasta las rodillas usadas por las mujeres charrúa y querandí
(Buenos Aires), en Coronda (Santa Fe), curemaguá del río Paraguay, agaces del río Bermejo. Entre los
guaraníes se documentó el uso de falda de algodón por hombres y mujeres, camisa de hilo de ortiga entre
las mujeres o corta camiseta de algodón a modo de dalmática. Hans Staden documentó el tipo de camisa de
algodón tubular entre las mujeres tupinambá de Brasil entre 1548 y 1554”. (Rolandi de Perrot y Nardi, 1978: 16)
El poncho se nos presenta nítidamente asociado a la vida ecuestre y a la pampa argentina. Las investigaciones
llevadas a cabo en las últimas décadas permiten afirmar que esta prenda no puede desvincu-
larse de rasgos propios del pasado prehispánico, aunque su mayor difusión se realiza cuando el indígena
pasa a ser jinete en los siglos XVIII y XIX.
Pero, antes de este cambio cultural de gran trascendencia, los cazadores nómadas o seminómadas
dominaban vastas extensiones del territorio; el material que les era propio eran los cueros y las pieles,
cuyo empleo fue anterior y luego contemporáneo al hecho textil.
El poncho es, como se sabe, una prenda de forma
rectangular que mide por lo general 1,80 por 1,40 metro,
con una abertura en el medio para poder pasarlo
por la cabeza. Queda apoyado sobre los hombros,
de donde cae cubriendo ampliamente el cuerpo y los
brazos de la persona que lo lleva.
Con respecto a la aparición de la palabra poncho
dentro del territorio argentino, la investigación documental
está avanzando. Nos referimos a aquella en la
cual aparece esta palabra mapuche para designar la
prenda. En San Luis, hacia el 1600, se anota en un documento
la presencia de tres tipos de vestidos entre
los indios: la camiseta, la manta y el poncho, 10 pero no
siempre en los testimonios escritos aparece con claridad
la relación entre la prenda y el nombre que se le
da, pues a veces se habla de manta o camiseta pero
por la descripción parecería un poncho. Juan Carlos
Garavaglia (1986: 57) dice: “Todo esto indicaría la relativa
novedad que aún tenía la palabra. Lo cierto es
que la mención siguiente que hemos hallado es de
1737 y se sitúa en San Luis”. Con respecto a la actividad
textil de San Luis, Garavaglia transcribe las líneas
que le dedica al tema la descripción, fechada en 1785,
que hace el entonces gobernador-intendente de Córdoba,
marqués de Sobremonte: “Las mujeres trabajaban
Ponchos y Fresadas que se conducen al Reyno de
Chile y retornarán Lencería”.
Para el noroeste las referencias son más tardías.
Las primeras menciones documentales de un poncho
las hallamos en la confesión de un portugués realizada
en Salta en 1750 y otra en La Rioja en 1772. 11
y que lleva un importante tocado de plumas. Formaba parte
Figura en plata envuelta en un manto prendido con un tupo,
de una ofrenda funeraria. Procede de Inca Huasi. Período
No obstante, no son numerosos los testimonios Incaico, Noroeste argentino, 1350-1550 d.C., 20 cm. Dirección de
materiales provenientes del hoy territorio argentino. Antropología, gobierno de la provincia de Catamarca, Argentina.
9. Respecto del Sol en otras culturas, es interesante lo planteado por Cláude Lévi-Strauss en La otra cara de la luna, donde estudia la cultura
japonesa. Los miembros de esta cultura, aunque tecnológicamente avanzados, intelectualmente siempre se considerarán hijos del Sol. Un
fenómeno similar sucede en China. Estos ejemplos sirven para acercarnos a culturas que ante nuestros ojos occidentales representan algo muy
antiguo y no coincidente con los avances tecnológicos.
10. Juan Carlos Garavaglia, comunicación personal.
11. AGN IX-5-9-3; ABN-EC.1756, 112, 17 vta.
34 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Introducción - Bajo la Cruz del Sur
35
Página anterior
Poncho arqueológico de pelo
de camélido encontrado en
Angualasto, provincia de San
Juan, Argentina. Se observan
las cuatro divisiones que
corresponden al antiguo lenguaje
simbólico del mundo andino, y el
refuerzo bordado de los extremos
de la boca del poncho. 1100 d.C.,
240 x 163 cm. Museo Etnográfico
Juan B. Ambrosetti, Buenos
Aires, Argentina.
Poncho arqueológico de pelo
de camélido proveniente del
departamento de Calingasta,
provincia de San Juan, Argentina.
Por su estado de deterioro ha
sido montado en un lienzo de
tamaño y color similar. La pieza
está confeccionada en tela de
cuatro orillos con técnica de
faz de urdimbre, con hilo muy
delgado de lana, teñido de rojo.
Los orillos laterales y la abertura
para el cuello están realizados
con el uso de tramas múltiples.
Los orillos superior e inferior, la
abertura para el cuello y el sector
del orillo lateral que caía sobre
el hombro fueron cubiertos
por una costura decorativa en
punto de aguja realizada con hilo
verde (datos proporcionados por
Catalina Teresa Michieli). 1100 d.C.,
240 x 144 cm. Instituto de
Investigaciones Arqueológicas
y Museo Profesor Mariano
Gambier, Universidad Nacional de
San Juan, Argentina.
36 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Introducción - Bajo la Cruz del Sur
37
Manta de algodón y lana.
Perú, cultura Paracas, 700
a.C.-200 d.C., 251 x 138 cm.
Lima, Museo Nacional de
Arqueología, Antropología
e Historia del Perú, Lima.
Uno de los ejemplos más notables es
el del “jaguar de Aguada”, un textil originario
de la actual Catamarca datado
en 600-700 d.C. y hallado en San Pedro
de Atacama, Chile, seguramente como
producto de intercambios puesto que
entonces esa zona actuaba como un
verdadero mercado regional (Llagostera,
1995). Se trata de una camisa tejida
en faz de urdimbre, con urdimbres discontinuas
en la división de los paneles
de diferentes colores en el frente y en el
dorso y, asimismo, en el cambio de color
en el hombro; pero quizá lo más significativo
sean los diseños. En la parte
superior domina el felino; en la inferior,
el motivo serpentiforme. Esta camisa
sería el primer caso comprobado de
una prenda de vestir arqueológica del
período Medio del noroeste argentino
en la cual se usó para su teñido la vieja
técnica del teñido por reservas (tie dye).
Citamos otro ejemplo del material
que se encuentra actualmente en el
Museo de San Pedro de Atacama y que Camisa formada por cuatro paños tejidos en faz de urdimbre. Teñido con reserva
por amarra y costuras; de azul (2 paños) y rojo (2 paños). Fibra de camélido,
habría llegado por el viejo comercio
cultura Aguada. Procedencia: Quitor 2 (San Pedro de Atacama, norte de Chile),
andino. En ese museo hemos hallado
700-900 d.C., 58 x 142 cm. Museo Arqueológico R. P. Gustavo Le Paige, San Pedro
cernidores de grano entre nosotros llamados
tipas, que combinan la cestería
de Atacama, Chile.
con técnica de enrollado (wrapping) de
lana y con la iconografía de la cultura Aguada (región fronteriza en Catamarca y La Rioja, 600-700 d.C).
En el contexto Aguada se encuentran numerosas agujas de metal, elementos que nos hacen pensar en una
avanzada técnica textil de la cual, como vemos, no existen demasiados testimonios. Con respecto al vestuario,
la observación de las figuras de cerámica nos ilustra sobre las vestimentas utilizadas antes de la llegada
de los europeos. Los cronistas hablan de largas camisas de algodón adornadas con cuenta de piedra.
Antes de introducirnos específicamente en el mundo del poncho, es útil tener una primera aproximación
de la variedad que esta prenda fue adquiriendo a lo largo del tiempo. Nacido como vestimenta portadora
de identidades regionales, sociales y políticas, se abrió a la creatividad de los artesanos que aportaron
sus improntas sin apartarse de las características de sus respectivas tradiciones.
Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
145
CAPÍTULO 4
El poncho entre los siglos XVIII y XIX
El trueque desigual
A lo largo del siglo XVIII existía en el poder político preocupación por el abuso que se hacía de los indios
respecto de la venta de ponchos. Aquello que habían señalado los misioneros se había hecho un hábito:
trueque de ponchos por aguardiente.
Domingo Ortiz de Rozas, gobernador y capitán general de Buenos Aires, por bando que data del 10 de
julio de 1744, se refiere a la llegada de doscientos indios serranos a Luján, con el objeto de vender sus ponchos;
se prohibía en ese bando la venta de aguardiente y armas a los indios bajo pena a los españoles de una
multa de 16 pesos y seis años de destierro en el presidio de San Felipe de Montevideo.
Las invasiones inglesas al Río de la Plata buscaron incorporar territorios y acceder a materias primas valiosas para expandir el
libre comercio liderado por la Corona británica. Front View of Montevideo. Acuarela original firmada “Banalier ENSG (ensign) 45th
Regiment” (alférez y dibujante en la flota de las invasiones inglesas al Río de la Plata), 1807, 35,5 x 19 cm. Colección privada.
146 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
147
La historia ha documentado varios circuitos de pillaje de hacienda, pues cabe destacar que el objetivo
principal del acercamiento entre indígenas y pobladores europeos no era sólo la venta de ponchos. Los
indios serranos robaban ganado y lo llevaban a Chile.
Las metas de las tropillas eran los pueblos de la cordillera, productores de ponchos, los serranos que se
ubicaban en las nacientes del río del Sauce, cerca de las montañas de Chile, y los aucas (pehuenches), que se
localizaban en la cordillera. Aquellos aucas, mencionados por José Cardiel, eran productores de ponchos y
mantas, mientras que los puelches de las sierras de Volcán, Balcarce y Casuhati, Ventana, en la actual provincia
de Buenos Aires, eran compradores de las prendas. Las mujeres aucas se quedaban en la cordillera y tejían
ponchos, mientras los varones mantenían tratos comerciales con los pobladores de las llanuras. Las producciones
de mayor importancia, dentro de los textiles de los indios, eran los ponchos, las mantas y las jergas. Reiteramos
que, en una primera etapa, los indígenas que habitaban nuestras pampas obtenían los ponchos mediante
el comercio con los mapuches transcordilleranos; progresivamente adquirirán las técnicas del tejido.
Los jesuitas hicieron mención de las relaciones comerciales que mantenían los indios serranos con
ellos y con los españoles. Algunos indios serranos estaban reducidos en Nuestra Señora del Pilar, provincia
de Buenos Aires; otros indígenas, pese a que no vivían en las reducciones, también mantenían tratos
comerciales con los jesuitas. Los indios obtenían yerba y abalorios –cascabeles y cuentas de vidrio– por
trueque de caballos y ponchos; los jesuitas participaban de ese comercio en la provincia de Buenos Aires.
A su vez, los serranos efectuaban continuos viajes a la ciudad de Buenos Aires y a las estancias, en procura
de ganado caballar y vacuno, obtenido por saqueo.
Numerosos testimonios permiten verificar la amplitud del circuito comercial de los ponchos sureños
que no sólo llegaban a lo que hoy es nuestra capital, sino al litoral, a las misiones, y también al noroeste.
Poncho de amarras hecho en
una sola pieza, sin costura, con
abertura central producida
con tramas discontinuas.
Realizado en faz de urdimbre,
tejido llano. Tres guardas con
diseños geométricos obtenidos
por teñido, con reserva de
los dibujos por atadura de
urdimbres (ikat), con listas
rayadas a cada lado. Tejido con
cuatro orillos. Origen mapuche,
Chile o Argentina, siglo XIX, 167
x 165 cm. Colección privada.
Vista general de Buenos Aires desde la Plaza de Toros. Acuarela original de Emeric Essex Vidal, 1816-1818, 26 x 47,3 cm.
Colección privada.
148 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
149
Conflictos a las puertas de Buenos Aires
El poder español no era ajeno al problema que planteaba la tensión permanente entre los pobladores,
debido a la violencia y al robo de ganado por parte de los indígenas. Hacia 1740, los indios llegaron hasta Magdalena,
donde se produjeron enfrentamientos muy crueles, con sus secuelas de muertes, incendios y raptos
de mujeres y niños. Todo indica que la línea de fronteras, desde San Luis de la Punta hasta Santa Fe, pasando
por los valles “abajeños” de Córdoba, hacia 1710 era una línea al rojo vivo. Blancos e indios se enfrentaban continuamente;
una serie de medidas, entre ellas la creación de los fortines, fueron llevando cierta tranquilidad
a la zona. Cabe destacar el comienzo de la actuación del cuerpo de Blandengues (cuyas compañías originarias
datan de 1751) en esas fronteras defensivas. La presencia del poncho se verifica en los diferentes acontecimientos
de la época: aparte de los episodios violentos, las tribus los van imponiendo por el trueque. Por los
enfrentamientos surgieron los fortines del pago de Luján, cerca de la actual ciudad de Mercedes; del Zanjón,
sobre el río Samborombón, al norte de Chascomús, y en Salto. Estas tres compañías constituyeron el primer
cuerpo orgánico de fronteras y recibieron el nombre de Blandengues, designación proveniente del hecho de
que los integrantes desfilaran por la Plaza Mayor porteña blandiendo las lanzas con las que estaban armados,
según explica el historiador Roberto Marfany (1944). Este autor plantea la posibilidad de que el origen de su
nominación sea el “blandearse”, o moverse de una comarca a otra, que constituía la misión defensiva de este
cuerpo. Son los blandengues los primeros soldados que llevarían “capa-poncho”.
La relación entre culturas diferentes, en nuestras tierras, estuvo amenazada continuamente por tensiones,
debido a ello el poder español llegó a reglamentar la presencia de los indios en la ciudad. Sabemos que,
“con el paso del tiempo, las relaciones entre el poder español y los indios se fueron delimitando. Solamente
podían entrar con boleadoras a la ciudad los indígenas que llegaban a vender ponchos, mientras que se
prohibía venderles armas y alcohol, como lo dicen los bandos de la época” (Nardi, 1992: 170). Se hizo una
condición indispensable ganar territorio, ir marcando fronteras, para disipar la inseguridad que se vivía.
Las crónicas describen a los salineros como hábiles jinetes, expedicionarios pertrechados de mantas
y anteojos verdes para evitar los reflejos de la sal, y cubiertos con ponchos. Éstos eran comprados en sus
pagos o quizá cambiados a los indios por yeguas mansas que les donaban los estancieros para ayudar a
ese temido encuentro con los mapuches. Regresaban con sal, cautivas y prendas, que quizá habían sido
cambiadas por algunas chucherías.
Pero el avance sobre el territorio estaba decidido. Por ese entonces ya se vislumbraban las disputas que,
casi cien años después, se darían por el triángulo de la sal. Así es como, en octubre de 1786, se realizó una
expedición a cargo del maestro de campo Manuel Pinazo. El gobernador Francisco de Paula Sanz hizo incorporar
en esa salida al piloto de la Real Armada Pablo Cizur para que hiciera un mapa topográfico del terreno.
Como venía sucediendo, en esta ocasión también se efectuaron intercambios comerciales con los indios.
Encabezados por el cacique Purrel Tipay, se acercaron a los integrantes de la expedición y les vendieron sus
ponchos. Sal, cautivas, historias de su viaje y ponchos constituían el bagaje de esos hombres que regresaban
a sus pueblos enriquecidos de aventuras. Las coplas los reconocen como mozos afortunados y jactanciosos,
dispuestos a hacer valer su condición de salineros:
“Oh, devota lujanera,
un granito de tu sal
que cura de todo mal
derrama en mi limosnera.”
El triángulo de la sal
Hacia 1668, el lujanense Domingo Isarza descubrió un importante yacimiento de sal, a cien leguas al
oeste de Buenos Aires. Conservar la carne en el campo por el desecado y salado, el charqui, era un factor
económico importante y, de alguna forma, evitaba “el sistema de despilfarro” de carne vacuna, que constituía
una costumbre generalizada. La sal llegaba de Cádiz y en los centros urbanos como Buenos Aires
se dependía de su importación. A partir del descubrimiento de las Salinas, la situación se atenuó, pero el
lugar presentaba graves riesgos: era un baluarte de los indígenas en el corazón de la pampa. Durante varios
siglos, en estas orillas del Plata, el temor a los malones fue el sentimiento permanente de la población de
las ciudades. Sin embargo, un hecho cotidiano, como es la ausencia de la sal, también trastornaba la vida
diaria. Así fue como surgen los salineros, un grupo de hombres rodeados por la admiración de la gente, que
partía hacia el desierto por cuatro o cinco meses, cada dos años. La sola mención de los indios significaba
el oscuro presentimiento de un ataque. Por eso, al escucharse el bando que anunciaba la partida de los salineros,
los habitantes se inquietaban, pues ello significaba que se acercaba un hecho importante para las
poblaciones de Buenos Aires y zonas aledañas. Costumbres del país - Moeurs et costumes. Litografía de Adolphe d’Hastrel, 1846.
150 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
151
Nos llega desde lejos la superstición de no entregar la sal de mano en mano, debido a que los panes de
sal, tan preciados, podían romperse al manipularse.
El período anterior a las tribus ecuestres no representaba un peligro tan agresivo para las poblaciones
como a partir del 1600, cuando con lanza, boleadoreas, arco, flecha, armadura de cuero y caballo en
manos de los indígenas más belicosos componían bandas de quinientos o mil hombres, jinetes “veloces
como el viento”. Éstos conformaron lo que se denominó los “cacicazgos”, organización similar a la que
presentan otras tribus nómadas; los jefes gozaron de gran prestigio entre sus iguales y eran muy temidos
por los blancos. Cabe señalar que en otras partes del mundo, como en Asía y el norte de África, la
sedentarización de los últimos componentes de las culturas ecuestres ha sido un proceso traumático.
Los jinetes a camello o a caballo generan problemas políticos, que suelen aparecer como inexplicables
frente a observadores que desconocen la realidad de esos medios. Se disputan los pozos de agua y se
delimitan zonas amplias de posesión del territorio. El dominio de la sal, entre otras cosas, es objeto de
acuerdos que sólo se dirimen por medio de casamientos intertribales o por la guerra, rechazando al
invasor. Entre estos pueblos siempre existió un difícil equilibrio. Es así como viejos pactos se deshacen
frente a nuevos espacios fraccionados. En nuestro país, los territorios dominados por Buenos Aires fueron
afirmándose, delimitando, despejando zonas circundantes, y es así como nace en sus habitantes el
“espíritu de frontera”.
Diamante, vivían indios que cultivaban poco, y de su lana tejían jergas y ponchos. Permutaban sus tejidos con
otras tribus que eventualmente se acercaban a Buenos Aires. “ (Nardi, 1981: 169)
La expansión del uso de poncho entre algunos grupos indios y entre los españoles ha sido registrada
por numerosos testimonios, que coinciden en que durante el primer cuarto del siglo XVIII los indios bonaerenses
vestían sólo dos piezas: un saco o camisa de algodón parecido a una levita y una “manta para
la lluvia”, el poncho. También coinciden en que los españoles también usaban esta “manta”, pero de varios
colores, de fina tela o de paño, a veces finamente tejida o con bandas de plata o de oro entretejidas.
Joseph Sánchez Labrador, en 1772, consigna datos acerca de la vestimenta de los indígenas de la región
pampeana e informa que entre los “muluches, picunches, y sanquelches”, llamados aucas en Buenos Aires
–la misma nación que los aucas o mapuches de Chile–, las mujeres “tejen muy vistosos ponchos y mantas.
Sacan sus obras pulidas con diferencias de lisos, que forman labores bellas, y de bellos colores” (citado por
Palermo, 1999: 86).
En 1781, la línea de defensa contra los malones corría por Chascomús, Ranchos, Monte, Lobos, Navarro,
Luján, Areco, Salto, Rojas, Mercedes y Melincué. Paulatinamente, los indígenas van apareciendo en la ciudad.
En una nota publicada en 1803 en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, periódico dirigido por
Hipólito Vieytes, se leía: “Es tanto lo que va incrementando el comercio de los indios pampas, que apenas
La frontera y los intercambios
Respecto de los indios que aún permanecían en actitud belicosa, no reducidos, sabemos que para mantenerlos
en armonía los españoles consideraron conveniente hacerles llegar aquello que deseaban tener,
otorgándoles regalos. Merece destacarse que esta práctica de obsequios a los caciques para ganar su amistad
y llevar la tranquilidad a la campaña se había iniciado en la época del gobernador Domingo Ortiz de
Rozas, entre 1742 y 1745.
De esas visitas de “cortesía”, conocemos la del cacique Toro y su séquito: el conjunto se componía de
“tres chinas que lo acompañaban” y tres indios con “otras tres chinas”. Traían doce caballos. Si echamos un
vistazo a la lista de regalos, tendremos una idea clara de aquello que deseaban estos jefes. Los obsequios
para este cacique fueron escasos y constaban de un bastón con puño de plata, una chupa (camisa con volados)
de paño grana de segunda con galón ancho de oro, un sombrero, una camisa de Bretaña con vuelos,
dos mantas de bayeta encarnada de dos varas cada una, ocho mazos de tabaco, un tercio de yerba, un barril
de aguardiente de anís. Para las “tres chinas del cacique” se entregaron tres rebozos azules de dos varas
cada uno y un mazo de abalorios. Esta tribu carecía de textiles y por eso le regalan tres ponchos azules ordinarios.
Se resolvió obsequiar uno de estos ponchos a cada uno de los tres indios de la comitiva. Los gastos
de la visita ascendieron a 192 pesos con cinco reales. Indudablemente, estos grupos indígenas a los que se
les entregaban presentes eran nómadas, no así otros asentados en zonas más lejanas, que eran tejedores.
Félix de Azara describió así la vida en nuestras tierras entre 1781 y 1801:
“El foco de los indios tejedores correspondía a los indios llamados manzaneros, la subsistencia de estos
indios se basaba en la gran cantidad de manzanas silvestres que había en la zona. Según sus datos [de Félix
de Azara], en las cercanías del río Negro, como 30 o 40 leguas al poniente en donde ese río se junta con el río
Ángel Della Valle, La vuelta del malón. Óleo sobre tela, 1892, 186 x 292 cm. Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, Argentina.
152 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
153
pasa día en que no los veamos entrar a esta ciudad con cargas de pieles, plumeros, tejidos y otras varias cosas
apreciables. Ya van sintiendo la necesidad de una vida cómoda, y prefieren las vageries [caprichos] y bebidas
fuertes, de que antes eran sumamente apasionados, los tejidos europeos, de que han empezado a hacer uso
para vestirse. En breve dejarán el quillapi, con sus bárbaras costumbres, y seremos deudores de la permanente
amistad de unos salvajes, que antes se tuvo por imposible de conservarla”. El mencionado quillapi, manta
de retazos de piel, se asemejaba a lo que hoy denominamos quillango.
Entre 1780 y 1790 se instaló en el centro de la campaña bonaerense una feria donde se vendía la producción
de las tribus. La feria de Chapaleufú, en La Pampa, tuvo mucho que ver con la expansión del poncho
mapuche. Esta feria desapareció en la década que va desde 1820 a 1830, con el establecimiento de las
primeras poblaciones criollas del centro-sur de la provincia.
Uno de los propósitos del ataque de los malones fue incorporar mujeres blancas a la vida de la tribu.
Quizá en la toldería alguna vez tejió la cautiva, que tuvo que asimilarse al trabajo de las otras mujeres para
sobrevivir. Con frecuencia las cautivas eran utilizadas como esposas y se sumaban, de este modo, a la mano
de obra femenina. Los indios, mediante este procedimiento, conseguían mujeres sin necesidad de pagar la
dote correspondiente, como debían hacerlo con las indígenas. Existían también otras formas de tratos: las
cautivas eran entregadas a otros hombres a cambio de una dote equivalente a la que se obtenía por una
mujer de la propia familia indígena dada en matrimonio. Se informa al respecto: “Dentro de los regalos
de boda que los novios y sus parientes ofrecían a la familia de su futura esposa, encontramos ponchos,
mantas, espuelas y estribos” (Minutolo de Orsi, 1994: 54). El textil, al igual que los elementos del recado del
caballo, gozaba de una alta estima en la sociedad indígena y, para mantener esa estima, probablemente las
cautivas debieron aprender a tejer como las mujeres indígenas.
La labor de Manuel Belgrano
Poncho de amarras hecho en una sola pieza, sin costura, con abertura central producida con tramas discontinuas. Diseños
geométricos obtenidos por teñido, con reserva de los dibujos por atadura de urdimbres (ikat). Flecos estructurales
conformados por sus propias urdimbres retorcidas. Tejido por una artesana telera de la comunidad indígena de los
Linares, próxima a Carmen de Patagones, provincia de Buenos Aires. Origen mapuche, Argentina, fines del siglo XIX, 183
x 147 cm. Colección privada.
En los últimos momentos del período hispánico, un hecho cobra especial significación. Manuel Belgrano,
entonces secretario del Consulado, manifestó un enorme interés por los “indios pampas”, tanto en el aspecto
económico como en el político. En una nota periodística en el Correo Mercantil de España y sus Indias,
manifestaba la importancia que iba adquiriendo el comercio con los “pampas”: “El comercio de los indios,
a quienes generalmente se les da el nombre de pampas, se ha aumentado indeciblemente con nosotros, y
promete cada día mayor aumento; pues van tomando gusto a nuestras comodidades, y así es que además
de comprar vestuarios llevan utensilios a propósito para sus operaciones, y sobre todo les gustan tanto los
pesos fuertes, que de ningún modo quieren hacer permutas de sus efectos con los nuestros, aun cuando
después tengan que comprarlos con el mismo dinero” (citado por Minutolo de Orsi, 1994: 52). Informaba
que los indígenas comerciaban “ponchos, mantas, jergas, alfombras de pieles que llamaban quillapies, pieles
de nutria, pieles de cisne y plumas, entre otros bienes”.
Tanto los virreyes como el Consulado, cuya función era el desarrollo económico en el Río de la Plata,
manifestaron gran interés por el relevamiento geográfico del territorio, para lo cual continuaron enviando
expedicionarios para que hicieran planos topográficos. Belgrano, en 1803, intentó hallar el viejo camino
que comunicaba con Chile, a través del territorio aborigen. El relevamiento comprendía el reconocimiento
del río Negro hasta la serranía de Volcán y poblaciones de Chile, como también el río Diamante y las sierras
154 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
155
de la provincia de Cuyo. Belgrano dio instrucciones a José Santiago de Cerro y Zamudio, con fecha 30 de
junio de 1803, para que efectuara un detallado relevamiento territorial en cuanto a elementos geográficos,
como lagunas, cañadas, ríos, cerros y montañas. Se ocuparía de averiguar si el paraje Choele-Choel era paso
para el río Negro y cuánto distaba éste del río Colorado. Trataría de definir la ubicación de las Salinas y de
determinar cuáles eran los caminos que hacían los indios en su tránsito hacia Chile. Las indicaciones eran:
“Debía averiguar todo lo referente a la vida de los indios pampas; número, costumbres, ocupaciones,
educación de los niños, y todo lo que pudiese registrar. Le interesaba reconocer el tipo de relaciones que
tenían los pampas con los de la cordillera –araucanos– y los del sur del río Negro –tehuelches– y si practicaban
comercio recíproco. “
Poncho de amarras hecho
en una sola pieza, sin
costura, con abertura central
producida con tramas
discontinuas. Realizado
en faz de urdimbre, tejido
llano. Diseños geométricos
obtenidos por teñido, con
reserva de los dibujos por
atadura de urdimbres (ikat).
Tiene un ribete de terciopelo
cosido en todo su contorno.
Origen mapuche, Argentina,
siglo XIX, 161 x 147 cm.
Colección privada.
Se interesaba, asimismo, por las producciones locales, y la aptitud de esas tierras para la cría de ganados
y cultivos. Todos estos informes deberían consignar puntualmente la existencia de resinas, gomas,
sales, plumas y peletería, por ser materiales que aumentarían el comercio.
A partir de estas indicaciones, se recogieron datos acerca del país del Truptuy, situado en la zona occidental
de la cordillera de los Andes. Después de informarle sobre la existencia del famoso “camino expedito”
hacia Chile por la cordillera, describían el encuentro con los huiliches en Curumalá, donde existían
rebaños de ovejas de “pelo largo”, utilizado en los tejidos que fabricaban.
Mención especial merecen las palabras de Belgrano con relación a las lanas: “Pero sobre todo las lanas
largas son de mucho interés, y pueden llegar a ser un ramo de comercio de consideración, esto debe incitarlo
a emplear toda su atención en indagar qué indios la crían, haciéndoles entender las utilidades que les
reportará si se dedican a aumentar los rebaños”. Por otra parte, buscó la posibilidad de ubicar a las diferentes
parcialidades o tribus indígenas, que se ocupaban de criar animales de pelo más largo, para que progresaran
en estas experiencias. Así manifestaba la importancia que tendría poder incrementar los rebaños:
“Esta preciosa materia es capaz por sí sola de unir a los indios con nosotros, estableciendo un interés
mutuo en la permuta que hagan de lo que les sobra, uniendo sus intereses con los nuestros de manera que
se convenzan que nuestra amistad les es provechosa y que para ser felices deben cultivarla con el mayor
esmero posible.”
Dentro de la actual provincia de Buenos Aires, hacia comienzos del siglo XIX, el foco de los tejidos estaba
ubicado en el sur, hacia la laguna de los Padres, en Tandil. El río Salado era la frontera natural de los
indígenas. Belgrano nos ofrece en sus Memorias e informes noticias de enorme interés, que definen el trato
que mantenían los “indios pampas” con los que se hallaban en las Salinas y al otro lado de la cordillera
de los Andes. Sus costumbres, sus trabajos, las distancias geográficas, la calidad de sus tierras, riqueza y
recursos fueron considerados. Mientras algunas tribus “araucanizadas” proseguían sus tropelías, sólo unas
pocas de ellas convivían con los blancos. Algunas compartían sus problemas, como aquellas que a través
de sus caciques se presentaron al Cabildo porteño en diciembre de 1806 y ante el peligro de un segundo
ataque inglés, como se produjo, manifestaron a los regidores:
“«Os ofrecemos nuevamente, reunidos todos los grandes caciques que veis, Epumer, Errepuento
y Turuñamquii, entre otros, hasta el número de veinte mil de nuestros súbditos, todos gentes
156 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
157
de guerra y cada cual con cinco caballos; queremos sean los primeros a embestir a esos colorados
[alusión a la chaqueta del ejército británico] que parece aún os quieren acomodar». En la hora de
la victoria el Cabildo ordenó la acuñación de un escudo en plata, sobre el modelo del de Perdriel,
con la leyenda: «A los caciques pampas y araucanos», en reconocimiento a ellos. La integración de
razas, carácter distintivo de la gesta hispánica, más allá de errores y desencuentros, recibe de este
modo un testimonio de algo vívido.” (Chertudi y Nardi, 1961: 172)
Poncho de vicuña con adornos
florales bordados en seda de
colores. Fue obsequiado por
Juan Manuel de Rosas a su
médico, Andrew Dick. Origen
provincia de Catamarca,
Argentina, mediados del siglo
XIX, 200 x 145 cm. Museo
Histórico Nacional, Buenos
Aires, Argentina.
El mercado porteño de ponchos hacia 1800
Venta de ponchos por indios pampas en la actual plaza Lorea de la ciudad
de Buenos Aires. Acuarela de Emeric Essex Vidal publicada como litografía
en la renombrada edición de R. Ackermann, Londres, 1820.
Hacia 1800 los ponchos llanos, cordobeses,
puntanos y santiagueños inundaban
el mercado. Según una nota de El Telégrafo
Mercantil, en el período comprendido entre
el 1 de abril al 30 de julio de 1801 llegaron a
Buenos Aires 23.305 ponchos. El naturalista
y viajero Alcides d’Orbigny, en las primeras
décadas del siglo XIX, escribía que en Corrientes
las mujeres tejían ponchos de lana
y de algodón, de un tejido muy cerrado y
casi impermeable. Los de algodón eran rayados,
alternativamente de colores blanco
y azul, mientras que los de lana eran de colores
muy vivos. La mayor parte de la gente
usaba ponchos fabricados en Córdoba,
prendas que generalmente eran grises con
rayas rojas y azules. También sabemos que
llegaban a Buenos Aires, como en siglos anteriores,
ponchos de pelo de guanaco provenientes
del sur.
A partir de nuestro relevamiento en archivos,
se comprueba que a fines del siglo
XVIII existía una diversidad de ponchos,
cuyas denominaciones eran las siguientes:
poncho pehuenche, jergas dobles (pampas)
aponchadas, ponchos de algodón listados
con lana, ponchos azules musgo y cari de la
sierra de Córdoba, poncho cari pintado hechizo
(¿rojo?), poncho azul listado, poncho
blanco con listas negras, poncho cargazón,
poncho a pala liso, poncho a pala mestizo,
158 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
159
Poncho de vicuña con adornos
florales bordados en seda de
colores, en doble faz. Origen
provincia de Catamarca,
Argentina, comienzos
del siglo XX, 187 x 145 cm.
Colección privada.
poncho azul tejido a pala, poncho balandrán, poncho blanco, ponchillo cordobés azul, poncho santiagueño
con el campo amarillo, poncho de Córdoba de color azul subido, poncho blanco con listas coloradas, poncho
terciado, poncho de pala con rayas azules, blancas y coloradas.
Numerosas referencias evidencian la popularidad y la variedad de ponchos en el siglo XVIII. Desde
España llegaron modelos de bordados íberos, flamencos y orientales; se divulgaron los rapacejos, flecos
de macramé que ornamentaron ponchos que así se enriquecían y que aún se lucen en rebozos, colchas,
mantos y chales de numerosas ciudades hispanoamericanas. En el centro del país el bordado fue estimulado
por la acción del obispo José Antonio de San Alberto (séptimo obispo de Córdoba entre 1778 y 1784). El
arte de bordar formaba parte de la educación femenina y las congregaciones religiosas lo difundieron por
toda la América hispana. Los ponchos bordados de estilo barroco fueron muy utilizados por españoles que
vivían en el Río de la Plata.
En el siglo XIX, en algunos ámbitos, todavía pervivía esa tradición. Ponchos de alpaca o vicuña eran
bordados con hilos de oro y plata, o hilos de seda de colores. En el comienzo de la vida virreinal estos costosos
materiales llegaban de la lejana isla de Chipre, luego comenzaron a ser fabricados por los artesanos
cusqueños con hilos de puro metal. Estas combinaciones de elementos europeos e indígenas tuvieron, a
fines del 1700 y a comienzos del 1800, un punto culminante en los ponchos barrocos de Perú. Nos referimos
a las piezas que, a partir de los ponchos de vicuña y de alpaca, se bordaban con motivos abigarrados de origen
hispano-morisco o persa. El poncho que el virrey José de la Serna le regaló al general José de San Martín
es un ejemplo de ello, que aún se puede admirar en el Museo Histórico de Luján. El poncho bordado en seda
del Museo Histórico de Santiago de Chile, por su estilo oriental, pertenece a las piezas que creemos fueron
hechas en Filipinas o Macao. En el Río de la Plata, se cita el poncho bordado en hilos de oro del gobernador
José Joaquín de Viana.
Hacia 1805 eran comunes los ponchos blancos, de algodón, recamados, los llamados balandranes, de
gran tamaño. Joseph Francisco de Iramain, miembro del Consulado e importante comerciante, escribía
que el principal ingreso a esta ciudad de Buenos Aires y su jurisdicción provenía del “continuo ejercicio
del mujerío” que fabricaban tres calidades de ponchos: balandranes blancos de algodón bordados a la
aguja, otros de segunda clase llamados mestizos, mezclando lana y algodón, y una tercera clase, los “listados
de lana”.
El poncho patria
El poncho patria nació con el Regimiento de Blandengues en 1810, aunque su debut fue en el Regimiento
de Dragones de la Patria. Estaba confeccionado con paño grueso de color azul oscuro con forro de bayeta colorada,
tenía cuello y abertura que se cerraba con botones en el pecho. Antes de la independencia esta prenda
era denominada poncho reyuno, porque lo otorgaba el rey, emblema de la presencia española en la frontera
contra el indio; posteriormente se lo denominó poncho patria, ya que lo proporcionaba el Gobierno Nacional.
El poncho-capa de la Banda Oriental
En Uruguay, el poncho como vestimenta militar tuvo una fuerte presencia. Según el historiador oriental
Fernando Assunção (1979), salvo algunos oficiales que tenían el uniforme completo, en la Banda Oriental la
tropa usaba el poncho-capa. Esto se verificaba especialmente en el cuerpo de Blandengues, típico cuerpo
160 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
161
de frontera. En Uruguay, en la batalla de Carpintería
(1836), para distinguirse los contendientes hacían tiras
con los forros de sus capas para diferenciar a qué
bando pertenecían; de allí nacen blancos y colorados,
partidos políticos tradicionales en el Uruguay actual.
Para Assunçao, este poncho-capa es el único auténticamente
uruguayo. Los otros ponchos que pueblan la
campiña oriental son de origen litoraleño o vieja herencia
de los arribeños.
El poncho patria se hizo muy común entre las tropas
rioplatenses. Prueba de ello es que el 5 de febrero
de 1835 fueron enviados cien ponchos de paño desde
Buenos Aires al III Regimiento de Blandengues, que se
encontraba en la Guardia Constitución. Sin embargo,
simultáneamente se seguían utilizando los ponchos
a telar: en Carmen de Patagones, un tiempo antes, se
habían recibido 113 ponchos de paño y 28 cordobeses.
Los ponchos-capa tenían cuello y botones, con forros
azules o rojos. En el transcurso del siglo XIX la prenda
expresó la adhesión política por color. Entre nosotros,
en la Argentina, en cuanto a las ideas, el blanco
y el rojo indicarían la pertenencia unitaria o federal,
respectivamente. El testimonio del tejedor salteño Alfonso
Guzmán (citado por Celestina Stramigioli, 1991:
Lanciero [Montevideo]. Litografía de Adolphe d’Hastrel, 1839-1840.
21) nos enseña acerca del significado del color de los
ponchos en la época de la independencia: “Este poncho
azul con guarda beige es el color del departamento de Seclantás. Cada localidad tiene su color propio,
para poder identificar a la distancia su procedencia. Esta tradición viene de muy antiguo, de las guerras
gauchas, porque era preciso saber quiénes eran los amigos y quiénes los enemigos.”
Fue el 26 de septiembre de 1998 cuando presencié, en la fiesta de la Virgen de la Merced en Iruya, Salta,
la adhesión a una figura histórica: el recuerdo del general Juan Lavalle volcado en un poncho. Una tejedora,
promesante, que venía peregrinando del caserío de San Isidro, traía un poncho blanco con guardas celestes
que, según sus palabras, recordaba el paso de Lavalle por esos lugares. El tiempo no había borrado el significado
del color que tenía esa prenda.
El pon cho patria, de lana de
oveja, es una capa cor ta da como
si fuese una cir cun fe ren cia, con
aber tu ra para pasar la cabe za
y un cue llo alto. Lleva boto nes
en la peche ra. Origen Buenos
Aires, Argentina, siglo XX, 133 cm.
Colección privada.
El poncho pilagá
Un tipo particular de poncho lo constituye el pilagá, a veces llamado poncho chiriguano. Estos ponchos
llamaron la atención de Alfred Métraux hacia 1930, y constituyen piezas testimonio de influencias
andinas en áreas boscosas. Pilagás, mocovíes, abipones y tobas conforman la misma familia lingüística
guaycurú, de gran parentesco a su vez con los mataco-mataguayos. Son típicos chaquenses.
162 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
163
Su ciclo textil tiene algunos elementos que los acercan a las tradiciones amazónicas. Entre esos elementos
se encuentra la manera de efectuar el hilado, que no se realiza con el huso en el aire, como sucede
en el mundo andino, sino que el instrumento es apoyado en el piso. El telar es vertical, de gran bastidor o
armazón rectangular. La altura del telar llega hasta el techo del rancho. Tiene travesaños horizontales, en
los cuales se extienden los hilos de la urdimbre. A veces los diseños se identifican con aquellos que usan
en sus bolsas de mallas, pero los ponchos son de lana de oveja y suelen tejerse en técnicas andinas. Están
ribeteados con la misma tela, a la que se hace un dobladillo, y sus cuatro puntas son redondeadas. Se
decoran con motivos geométricos, consistentes en fajas más o menos anchas, listas rectas o zigzagueantes,
rombos y triángulos, seguidos, encontrados u opuestos, delineados generalmente en dirección de la
urdimbre (Taullard, 1949: 136-137).
La mirada del viajero
Uno de los viajeros ingleses, Emeric Essex Vidal, que nos ha dejado datos precisos del poncho hacia
1820, observó que la producción de los “pampas” sobrepasaba en mucho a la de los descendientes de los
españoles; si bien éstos les suministraban lo indispensable y algunos de sus lujos. Por entonces se había
establecido en la ciudad de Buenos Aires un mercado indio, en una manzana rodeada por tiendas en el
extremo suroeste de la calle de Las Torres (actual avenida Rivadavia), donde se vendían al por mayor y
por menor sus manufacturas. Este mercado estaba situado en la actual plaza Lorea. Entre las principales
mercancías que cita Vidal se halla el poncho, y lo describe así: “Estaba hecho de dos piezas de tela de siete
pies de longitud y dos de ancho, cosidas a lo largo dejando una abertura para la cabeza”. Es interesante
observar que interpreta la voz poncho como española, aunque también denomina a esta pieza “perezoso”,
porque generalmente se quitaba para realizar cualquier trabajo. Añade que se cree que en toda la provincia
de Buenos Aires no hay ninguna fábrica criolla de estos artículos, a pesar de que tienen un uso tan
general. Por lo contrario, Salta y Perú son famosos por la manufactura de ponchos hechos de algodón, de
gran belleza y alto precio; pero los tejidos por los humildes indios de las pampas son de lana, tan tupidos
y fuertes como para resistir una lluvia muy grande (volveremos sobre esta importante cuestión). Sobre
los decorados, afirma que son curiosos y originales, con los colores sobrios y duraderos, aunque tienen
tinturas de los colores más brillantes, que emplean para otros fines.
Sin embargo, de las observaciones de Vidal se desprende que los indios tratan de asimilarse cada vez
más en sus vestidos a los españoles y que el poncho es lucido sólo por ciertos grupos y por los caciques.
Entre otros numerosos viajeros, Martín de Moussy escribe en 1860:
“Las mujeres de los pampas tejen ponchos y fajas con lana que hilan ellas mismas, y que tiñen de
colores muy vivos y muy durables. Los pampas agregan a ello la industria de los cueros trenzados para cabezadas,
rebenques, ornamentos del caballo. Estos artículos son confeccionados con un arte infinito y muy
buscados en Buenos Aires, lo mismo que sus mantas y sus ponchos, sus plumeros, sus alfombras de plumas
de avestruz o de pieles de zorrillo –zorrino–, sus mates adornados con dibujos muy originales. Todas estas
pequeñas cosas dan lugar a un comercio con los cristianos que no carece de cierta importancia; algunos
indios pampas hasta tienen tiendas en los arrabales de Buenos Aires con surtido de todos estos objetos. Sin
embargo, hoy en día apenas se cuenta con tres o cuatro, pues se han establecido vendedores ambulantes
que especulan yendo a comprar estas mercaderías al territorio indio, llevando en cambio un gran número
de artículos de fabricación europea.”
Entre el intercambio y el conflicto
Escribe el etnógrafo Eduardo Crivelli Montero:
India lengua tejiendo una manta. Fotógrafo no identificado. Misión anglicana Markthalawaya, Chaco paraguayo, 1905.
Colección privada.
“El siglo XIX fue el período en el cual el avance de los indios preanuncia las expediciones punitivas
y la conquista del desierto. Pero los indios y un país sin otras fronteras que las que pudiera marcar los
164 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
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galopes de un día llegaban en sus correrías a Buenos Aires. En ese siglo se acentuó la llegada de verdaderas
confederaciones, reveladoras de la tendencia de la sociedad araucana hacia la formación de
unidades políticas mayores, es decir, de un creciente grado de integración. Estas confederaciones se
ganaban un lugar por el propio número de sus lanzas, aunque no dejaban de aliarse con grupos locales
y baqueanos de los campos. Los transcordilleranos, al desplazarse desde el área de consumo, en Chile,
al área de producción de los pampas, buscaban participar más y en mejores condiciones del comercio
del ganado. Hay que hacer notar que, para los grupos chilenos arribados en esta época, la llanura bonaerense
fue más bien territorio de incursión que de asentamiento: se instalaron preferentemente
en los montes que la bordean por el suroeste. La araucanización siguió su curso, estimulada ahora por
las convulsiones de Chile, donde entre 1811 y 1818 se entremezclaron la guerra de la independencia y
la guerra civil; en ambas tomaron parte los mapuches, en su mayoría realistas. Hubo proscripciones
y persecuciones. Las pampas, en su mayor parte libres de cualquier autoridad hispano-criolla, fueron
válvula de escape para estas altas presiones políticas y buen terreno para el bandolerismo desesperado
de facciones de distinto signo.”
Luego de la batalla de Maipú, en 1818, los indígenas chilenos se dividieron en patriotas y realistas.
Algunos grupos de Boroa, departamento de Cautín, Chile, se trasladaron al lado argentino. Siguiendo a
Crivelli Montero leemos:
“La guerra de la independencia, que había sido mantenida, en buena medida, fuera del actual territorio
argentino, se filtró en las llanuras, portada por fuerzas multiétnicas, irregulares pero muy fogueadas.
Para comprender los conflictos de esta época, hay que agregar que en las pampas los animales cimarrones
se habían agotado y que la demanda chilena había aumentado por las compras que hacían los
numerosos barcos extranjeros que, después de la independencia, anclaban en Valdivia y otros puertos.”
La lealtad al rey de España fue característica en tribus como las que capitaneaba el cacique Quintuleo.
Estas lealtades deben ser el origen de ciertos ponchos que llevan entre sus franjas decoradas los colores
rojo y amarillo, como una cinta de reconocimiento a la bandera española. 1 Llegan ponchos de origen transcordillerano
y otras tradiciones de diseños y colores desde el sur de Chile (Marfany, 1944: 17-18).
Es en el siglo XIX cuando los conflictos entre los caudillos involucran a los indígenas; a esto le podemos
sumar otros factores, como las buenas razones de cuidar las poblaciones de los malones, más la codicia
que se despertó en algunos respecto de las tierras que pertenecían a los indígenas. Es así como la cultura
ecuestre va ir dirigiéndose durante estas décadas hacia su desenlace.
El ataque del 2 de diciembre de 1820 a la población de Salto estuvo dirigido por José Miguel Carrera,
caudillo chileno que logró el apoyo indígena para atacar al gobierno de Buenos Aires. Injustamente, el gobernador
Martín Rodríguez culpó a los “indios pampas” de este hecho y en señal de venganza los sacó de la
estancia Miraflores, cuyo dueño era Francisco Ramos Mejía. El estanciero asumió la defensa de sus indios,
hecho que le valió ser acusado de colaborar con ellos y lo llevó a terminar sus días confinado en Tapiales,
otra de sus propiedades, cerca de la ciudad de Buenos Aires.
1. Los pehuenches, dueños del comercio fronterizo de los Andes cuyanos y patagónicos, es probable que emplearan el amarillo en referencia al Incario.
Ante el ataque a Salto, Juan Manuel de Rosas se mostró partidario de la diferenciación entre indios
mapuches, a los que se denominaba ranqueles:
“He hecho seguir muy lejos el rastro de los indios y por los rumbos que conozco me afirmó que no son
pampas y sí ranqueles los que han invadido y robado estas fronteras. Por ello, es que clamo al cielo por que
nuestras operaciones militares no alcancen a ofender a los pampas, a quienes debemos buscar por amigos
y protegerlos como tales.”
Consideraba este hábil político y estanciero que atacar a estos indios era “la empresa más arriesgada,
peligrosa y fatal capaz de concluir con la existencia, con el honor y con el resto de las fortunas que han quedado
en la campaña” (citado por Mansilla,
1966, 1: 191).
Hacia 1827, los indígenas chilenos lanzados
hacia las pampas conformaban dos unidades
étnico-políticas: los pehuenches, cuyo
peso se hacía sentir en ellas, por lo menos
desde el siglo XVII, y los llanistas, procedentes
del valle central. En tanto los segundos
eran mapuches propiamente dichos, los primeros
conformaban una etnia cordillerana
tempranamente “araucanizada”. Importante
es señalar que eran tradicionalmente enemigas
y que estaban desigualmente situadas
para controlar el comercio del ganado
bonaerense.
Opina Crivelli Montero: “Un núcleo poderoso,
dentro de la fracción llanista, era el
de los voroganos, próximos a la ciudad de
Temuco. En buena parte, los voroganos habían
pasado a las llanuras argentinas junto
a una fuerza irregular de chilenos realistas
acaudillada por los hermanos Pincheira.
En cualquier caso, en la puja por una localización
óptima, los pehuenches habían
impuesto la ventaja geopolítica del control
de los pasos cordilleranos. Calfucurá, natural
de la zona del volcán Llaima, se instaló
algún tiempo después cerca de las Salinas
Grandes, precisamente donde los voroganos
habían habitado largamente, y cumplió 31 x 41 cm. Colección privada. Este retrato está pintado sobre una base de
Juan Manuel de Rosas, al frente firmado Román-C. Balar y fechado 1839, óleo,
el más largo gobierno que alguna vez haya seda color rojo punzó. Un borde de pasamanería recorre todo su perímetro.
166 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
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Poncho de Juan Manuel de
Rosas. Tejido en lana gra na te,
está adornado con franjas azules
y blan cas, y dibu jos blan cos y
rojos. Se uti li zó la téc ni ca de
doble faz. El hom bro presenta
peb ble o gra ne ci lla y rayas de
urdim bre. Origen provincia de
Buenos Aires, 1850, 192 x 156
cm. Museo Histórico Nacional,
Buenos Aires, Argentina.
regido en territorio argentino: casi cuatro décadas. Su hermano Reuque Curá –que lo sobrevivió– se hizo del
control de los pasos neuquinos –solía estar instalado en las cabeceras del arroyo Picún Leufú– garantizando
el tránsito de ganado y de lanceros. Las rastrilladas que comunicaban las pampas con la ultracordillera se conocían
como «caminos de los chilenos»; una de las más importantes partía de Azul y pasaba por Olavarría,
Guaminí, Carhué y Salinas Grandes, donde confluía con varias huellas que conducían a los pasos cordilleranos
aprovechando las aguadas”. Actualmente la ruta provincial 60 sigue parte de ese trayecto.
Los datos sobre la “araucanización” nos indican la importancia que va tomando el tejido a medida que
se populariza en la provincia de Buenos Aires. No analizaremos lo ocurrido en los siguientes años; simplemente
puntualizaremos que la situación de inestabilidad continuaría hasta 1833, fecha en la cual Rosas
efectuó la expedición al llamado “desierto”. Realizó un reconocimiento de los ríos Colorado y Negro y una
de las consecuencias inmediatas fue poder afianzar la soberanía en puntos estratégicos con la asignación
de efectivos militares, como los fortines Federación, Puerto Mayo, Tapalqué, Azul, Independencia, Argentino
y Patagones. Esta ubicación de los fortines que enumeramos ha testimoniado de la presencia de grupos de
indígenas con tejedores hacia 1860.
Pero las tribus cordilleranas iban avanzando sobre el territorio y la lucha por ganados y cautivas se hacía
despiadada. El avance de la textilería de los sureños estaba relacionado con el terror, ese era el avance
de una cultura impetuosa, que difería en el comercio con la de los arribeños, quienes durante trescientos
años con sus ponchos, en forma natural y con armonía, siempre estuvieron presentes.
Tamaño de los ponchos
Si volvemos a observar nuestra antigua prenda, el poncho, advertimos su expansión con la vida ecuestre
a nivel popular en toda América.
El poncho pequeño llamado ponchillo era corto y de bordes redondeados. Pensamos que su forma debe
haber sido muy popular porque hemos notado que, a principios del siglo XIX, llegaron a Buenos Aires cinco
mil ponchillos del Alto Perú. En cambio, el balandrán, poncho similar a una casulla, era de gran tamaño.
Respecto del poncho calamaco o ponchillo, Lucio V. Mansilla, en su obra Una excursión a los indios ranqueles,
de 1870, nos brinda este diálogo:
“–¿Cómo va, hermano? –le dije.
”–Bueno, hermano –contestó fingiendo un estremecimiento y añadió, llevando un puñado de azúcar a
la boca–: Mucho frío ese pobre indio.
”Le hice dar un poncho calamaco que llevaba entre mis caronas.” (Mansilla, 1966, I: 170)
Hemos tratado de acercarnos a la prenda en uso durante los siglos XVIII y XIX. Si nos situamos en Buenos
Aires, la variedad es completa. La explicación nos la da no sólo la actividad de las teleras en el país y sus
fuertes envíos en el siglo XIX, sino un problema de índole económica. El Río de la Plata constituyó una gran
fuente de trabajo y, a medida que se debilitaba el comercio de los antiguos circuitos regionales, comenzaban
a producirse migraciones internas, que hacían que la gente del norte bajara a las pampas y a la Banda Oriental.
Esto se refleja hacia 1827, cuando se escribían estas líneas que transcribe Ricardo Rodríguez Molas (1982:
168 PONCHOS de AMÉRICA. De los Andes a las pampas Capítulo 4 - El poncho entre los siglos XVIII y XIX
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152): “De las provincias del interior viajan periódicamente numerosos peones para lograr algún empleo en
chacras y estancias. La cantidad de los que emigran de regiones pobres y propensas a sequías –La Rioja,
Catamarca y Santiago del Estero– aumenta notoriamente durante la época de siega. Algunos aprovechan el
viaje para vender ponchos y mantas de manufactura doméstica. Los porteños distinguen fácilmente a los
santiagueños por la ropa que visten: chiripá de poncho, poncho azul a rayas punzó, denominado «santiagueño»,
y sombrero blanco”. De esta observación se deduce que los santiagueños utilizaban más de un color
en sus ponchos.
Poncho listado, compuesto
por dos piezas unidas con
costura central. Realizado
en faz de urdimbre, tejido
llano. En todo su contorno
presenta una flecadura
que fue tejida y cosida
con flecos en dos colores
por tramos. Origen ranquel,
Argentina, siglo XIX, 219 x
141 cm. Colección privada.
Criollas tejedoras para la patria naciente
Nuestras tradiciones y los documentos nos ayudan a recrear la imagen del tejido familiar en el centro
del país, sitios desde donde saldrán abrigos y ponchos que cubrieron a los hombres que cruzaron los Andes.
El testimonio de José Francisco de Amigorena, antiguo capitán general de Chile, designado comandante de
la frontera de Cuyo, cuando pasó por Fraile Muerto, allá por 1787, nos pinta un excelente cuadro de la vida
de la tejedora en esos lugares: “En los ranchos que hay en esta distancia sólo vive gente pobre, con tal cual
Majadita, algunas lecheras, y los caballos de su trajín, conchábanse los hombres en las estancias próximas
por 6 pesos mensuales, y las mujeres se ocupan de hilar, tejer bayetillas, jergas y ponchillos, ya para vestir
sus familias y ya también para trocar por géneros que les llevan algunos buhoneros que corren estas campañas”
(citado por Garavaglia y Wentzel, 1989: 234-235). Amigorena nos ofrece una descripción realista de
la tejeduría doméstica del trabajo familiar.
Imagen similar nos llega del pueblo de Renca, situado entre San Luis y Córdoba, en la parte puntana de
las Sierras Centrales. Renca era una de las aldeas campesinas que habían nacido en el valle que corre entre
las sierras y el morro, a lo largo del río Conralá. La población contaba con un administrador de correos y
era la cabeza de una vasta área campesina, que fue creciendo en importancia durante el siglo XIX. En 1812
la mayoría de la población era descendiente de españoles, según un censo de la época. Preponderaba la
población blanca o tenida por tal, en el 77,6%; la acompañaban indios, negros esclavos, pardos y mulatos.
Una importante descripción de la vida de Renca la dan Juan Carlos Garavaglia y Claudia Wentzel (1989:
219): “Guardaba ya en esos tiempos en su bella iglesia colonial una reliquia, traída probablemente desde el
«reino de Chile», que desde hace dos siglos es honrada con procesiones los días 3 de mayo de cada año. Renca,
ubicada en una zona cercana a la frontera indígena, sufrió varias veces los embates pampas. Sus actividades
textiles han llegado hasta nuestros días cuando, desvinculada de las grandes vías de comunicación,
fue perdiendo gran parte de su antigua vitalidad”. La actividad productiva más importante era la tejeduría
doméstica; allí las mujeres tejían, con una leve preponderancia de las “blancas” de origen español.