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La novia gitana Carmen Mola

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Mientras hablan, mientras Zárate, que quiere ganar puntos, les hace

preguntas sobre su hija, sobre cómo localizar al novio, sobre quiénes son

las amigas que pudieron ir con Susana a la despedida, Elena Blanco se

abstrae. Delante de sus padres no quiere pensar en la última imagen que

tiene de Susana, la de hace unas horas en la sala de autopsias, con el

cráneo abierto y la cavidad llena de gusanos. Quiere pensar en la joven

como ellos la recuerdan, como una chica guapa y rebelde. Piensa también

en su hermana muerta hace años, a la que todavía no pone cara porque no

les ha llegado el expediente con su fotografía. ¿Estaban las dos unidas?,

¿hay algo más allá de su relación familiar que las iguale ante los ojos del

asesino?, ¿hay alguna diferencia en las muertes que permita pensar que no

las haya asesinado la misma persona?, ¿se llevó bien la investigación del

primer asesinato?, ¿está el verdadero asesino en la cárcel? Son muchas las

preguntas sin respuesta. Como en cada caso al que se enfrenta, le costará

dormir bien —más incluso de lo habitual— hasta que las haya encontrado.

—No me he vengado, el asesino de mi hija mayor está en la cárcel.

Podía haber hecho que lo mataran, tenía medios para hacerlo, y no lo he

hecho, he confiado en su justicia. Esta vez no será así.

Elena Blanco no sabe si es una amenaza fundada o una forma de liberar

tensión de Moisés Macaya. Tampoco le importa, detendrá al asesino; lo

que ocurra después —si le castiga el Estado o se venga el padre— no

depende de ella.

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