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EL ARTE DE HABLAR Y DE CALLAR. Por una nueva cultura del lenguaje - Anselm Grun

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Índice

Portada

Créditos

Introducción: «No podemos no comunicar»

1. Lengua materna-patria

2. El lenguaje en el Evangelio de Lucas

3. El lenguaje en Juan

4. Conversar, decir, disertar[1]

5. Hablar y escuchar

6. Lenguaje y fe

7. El lenguaje religioso

8. El lenguaje corporal

9. El lenguaje en la liturgia

10. Hablar y escribir

11. Hablar sobre otros: el lenguaje público

12. Hablar y obrar

13. Lenguaje y protesta

14. Algunas reglas de la comunicación

15. Hablar y callar

16. Lenguaje y poder

17. La dificultad para hablar con el corazón en la mano

18. Palabras efectivas: palabras transformadoras

19. Palabras y oración

Reflexiones finales: «El lenguaje habla»

Bibliografía

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ANSELM GRÜN

El arte de hablar

y de callar

Por una nueva cultura del lenguaje

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SAL TERRAE


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser

realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro

Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con

CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447

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Grupo de Comunicación Loyola

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Título original:

Achtsam sprechen – kraftvoll schweigen

© Vier-Türme GmbH, Verlag, 2013

D-97359 Münsterschwarzach Abtei

www.vier-tuerme-verlag.de

Traducción:

Melecio Agúndez Agúndez

© Editorial Sal Terrae, 2017

Grupo de Comunicación Loyola

Polígono de Raos, Parcela 14-I

39600 Maliaño (Cantabria) – España

Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201

info@gcloyola.com / www.gcloyola.com

Imprimatur:

† Vicente Jiménez Zamora

Obispo de Santander

05-12-2014

Diseño de cubierta:

María José Casanova

Edición Digital

ISBN: 978-84-293-2419-8

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Introducción:

«No podemos no comunicar»

«No podemos no comunicar». Esta conocida afirmación del psicólogo austriaco Paul

Watzlawick describe nuestra vida humana como permanente comunicación. Estamos

hablando permanentemente. Incluso cuando callamos, estamos hablando. Estamos

expresando algo con nuestra actitud corporal. Estamos en diálogo unos con otros.

En la conversación queremos hacernos comprensibles al otro y también ser

comprendidos de hecho por él. Quisiéramos además participar en su vida. Y sin

embargo, con frecuencia mis palabras le llegan al otro de manera distinta de como yo las

había pensado. No es algo evidente de por sí que una conversación logre el resultado

previsto. Con frecuencia, en las familias, en las comunidades, en los negocios,

predomina la inexpresividad, la carencia de palabra. Y muchas conversaciones fracasan.

Hoy se ofrecen infinidad de cursos de retórica. Precisamente entre directivos de

empresa es donde encuentran especial acogida estos cursos. Porque los directivos

perciben lo importante que es expresar en un buen lenguaje lo que quieren transmitir a

sus colaboradores o clientes. Sin embargo, las más de las veces en estos cursos solo se

enseñan técnicas sobre la manera de hablar con más eficacia y mejor acogida. El

lenguaje se utiliza como instrumento para conseguir un mejor resultado.

En este libro, a mí no me interesa la efectividad o el mayor influjo sobre otros

mediante un lenguaje más atractivo. Me interesa más bien rastrear el secreto, el misterio,

del lenguaje. Cada día hablamos unos con otros. Pero ¿qué sucede cuando hablamos

unos con otros? ¿Qué expresa el lenguaje? ¿Qué efecto produce? ¿Y cuál es su secreto,

su misterio?

Cuando leo libros sobre lenguaje, me suele suceder lo siguiente: o me concentro en

controlar mi propio lenguaje, o miro con angustia a ver dónde cometo este o aquel error

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al hablar. Sin embargo, tampoco este es el objetivo del presente libro. No pretendo crear

mala conciencia. No quiero acusar ni denunciar que alguien hable un lenguaje

desaliñado.

Quisiera más bien afinar mi propia sensibilidad y la de los lectores y lectoras

respecto del misterio del lenguaje. Quisiera despertar el placer de tratar con más esmero

el propio lenguaje.

Desde siempre, filósofos, teólogos y poetas han reflexionado sobre el lenguaje. Y

entre todos ellos no han llegado a ningún resultado inequívoco. No existe ningún

lenguaje-tipo que podamos aprender a la perfección. Tampoco en este libro se dan

normas de obligado cumplimiento al hablar. Este libro quiere abrir los ojos y los oídos a

lo que acontece al hablar, al oír, al leer: qué hace el lenguaje conmigo y qué hago yo con

el lenguaje; en qué me siento ya gratificado por el lenguaje; en qué lenguaje me siento

como en casa, aceptado y comprendido; y qué lenguaje me desazona, me irrita, me

solivianta.

El lenguaje hace posible la conversación. Ya para los filósofos griegos, la

conversación [el diálogo] era una fuente importante de conocimiento. Valoraban la

conversación como el espacio en el que las personas se encuentran y en el que

mutuamente se estimulan a conocer cada vez con más profundidad el misterio del ser

humano.

Esta cultura griega de la conversación la tuvo presente, sobre todo, el evangelista

Lucas en su evangelio y en los Hechos de los Apóstoles. Jesús, según Lucas, transmite

sus más importantes mensajes en conversaciones; sobre todo, en conversaciones que

tienen lugar con ocasión de un convite.

El simposio, la comida compartida, unida a conversaciones profundas, imprimió su

sello en la cultura griega del pensar y del hablar. Creemos que también hoy necesitamos

para nosotros algo de esa cultura: tanto para las conversaciones en la familia, en la

iglesia, en la empresa, en las comunidades religiosas, como para las intervenciones

públicas en radio y televisión.

Hoy observamos con mucha frecuencia un deterioro de la cultura de la

conversación. En programas de entrevistas cada uno habla a su aire y en paralelo. En ese

momento, la conversación no contribuye en absoluto a la estima recíproca y al esfuerzo

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conjunto por alumbrar la verdad; está más bien al servicio del sensacionalismo y del

halago de los oídos de espectadores y oyentes. Los políticos ya no entablan ningún

diálogo, sino que utilizan la tribuna del Parlamento o los medios de comunicación para

exponer de la manera más incisiva posible su propia posición y para ridiculizar al

adversario político. Ahí ya no hay nada que sea oír o escuchar o dialogar en serio. Ahí

no existe ninguna conversación: no tenemos más remedio que aguantar un continuo

chismorreo.

En muchos ámbitos se está intentando desarrollar una nueva cultura de la

conversación. Se habla de «comunicación libre, sin coacción»: una comunicación con la

que el mariscal B. Rosenberg, durante el proceso de reconciliación de grupos

enfrentados, pudo obtener experiencias satisfactorias. Las empresas gastan mucho dinero

en mejorar, a base de seminarios, su cultura de la comunicación. Desde el Concilio

Vaticano II, la Iglesia se ha preocupado una y otra vez por crear foros de intercambio

para hacer posible un diálogo ágil entre obispos, sacerdotes y laicos. También, como

respuesta a los debates sobre abusos, se ha hecho más explícita la llamada a una

comunicación abierta en la Iglesia. Y en numerosas diócesis se ha iniciado un proceso de

diálogo. En todos estos intentos hay mucha y muy buena voluntad. Sin embargo, muchas

veces el diálogo no logra el resultado apetecido. Con frecuencia se cargan al diálogo

expectativas que dificultan el contacto real y la apertura mutua.

En este libro quisiera reflexionar sobre qué es lo que constituye una conversación

auténtica. Y me gustaría formularme algunos interrogantes sobre el lenguaje que

hablamos. Porque antes de que una conversación pueda tener éxito, es preciso tratar con

esmero el lenguaje. Así pues, desearía reflexionar sobre el misterio del lenguaje.

«Tu lenguaje te delata» (Mt 26,73), dice la criada a Pedro. Nuestro lenguaje –el que

nosotros hablamos– delata nuestro talante interior; delata también nuestras necesidades

soterradas y nuestras agresividades reprimidas. Por eso es bueno poner ante los ojos los

presupuestos de nuestro hablar, y recapacitar sobre la actitud interior que se manifiesta

en el lenguaje.

El lenguaje imprime su sello a una época y a una sociedad. Los germanistas

constatan una decadencia del lenguaje y una falta de comprensión del mismo. Cuando la

Académica Bávara de Bellas Artes, en el año 1959, organizó una serie de conferencias

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sobre «El lenguaje», el dibujante y escenógrafo Emil Preetorius, en su discurso de

apertura, opinó que la crítica que desde la gramática se hace al declive del lenguaje,

todavía no da en la auténtica esencia del lenguaje. Se trata más bien –como dice el

escritor Günther Eich, al que Preetorius cita en esta ocasión– de ver el mundo como

lenguaje: «Lenguaje auténtico me parece a mí aquel en el que la palabra y la cosa

coinciden» (Preetorius 10).

Este es el auténtico problema: que, con frecuencia, el lenguaje que hoy hablamos ya

no deja a las cosas hacerse realidad, sino que hace afirmaciones sobre las cosas sin que

las cosas mismas hablen de por sí. Cuando viajo en tren y presto atención a las

conversaciones que se mantienen a mi alrededor, muchas veces me quedo aterrado de la

banalidad del lenguaje. Se pronuncian muchas palabras. Pero en realidad no se dice

nada. En esas palabras, el mundo no se traduce a sí mismo en lenguaje.

Naturalmente, muchas veces me llama también la atención la incapacidad para

construir frases enteras. Solo se sueltan acá y allá cabos o jirones de frases. Pero eso no

es una conversación. No se crea una comunidad al hablar. El lenguaje no une, sino que

solo revela el aislamiento y la errabundez de las personas. Para los humanos, el lenguaje

ya no es su casa, su hogar.

Muchas veces, cuando se habla de otros, percibo en las palabras un runrún de

desprecio. Extranjeros que han aprendido bien el alemán encuentran difícil seguir este

lenguaje. No es el lenguaje que ellos han aprendido. No es el lenguaje de los poetas y

pensadores alemanes, sino un lenguaje banal. El lenguaje nos delata. Delata la

banalización de nuestro pensamiento.

Dolf Sternberger hizo una investigación sobre el lenguaje del Tercer Reich; en esa

investigación descubrió lo delator que es el lenguaje. En el Tercer Reich se acumulan

palabras que llevan el prefijo be- [1] . Este prefijo expresa con frecuencia intromisión

violenta o ataque, e incluye un tono de imposición y autoritarismo.

Es verdad que el prefijo be- tiene también a veces un significado positivo [2] .

Entonces expresa la bondad de una aptitud o capacidad. Pero en el Tercer Reich se

prefirieron las palabras be- agresivas. En la nueva edición de su libro Aus dem

Wörterbuch eines Unmenschen [Del vocabulario de una barbarie], Dolf Sternberger tuvo

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que constatar que en el año 1960 el lenguaje del «monstruo» apenas si había cambiado y

que más bien se había extendido ampliamente entre las autoridades administrativas.

Un sacerdote esloveno que vivió y trabajó en Alemania durante la época del

comunismo, al volver a Eslovenia después del cambio, constató que los comunistas

habían modificado el lenguaje. Se encuentra en su país con un lenguaje distinto del que

se hablaba cuando él huyó de los comunistas a Alemania. Las gentes del país no lo

notaban en absoluto, pero imperceptiblemente la filosofía de los comunistas, desdeñosa

y enemiga de lo humano, se había reflejado cada vez más en el lenguaje.

En una visita a Ucrania tuve el honor de pronunciar una conferencia ante la

Administración de la ciudad de Lviv sobre «Gobernar con valores». También en esa

conferencia abordé el tema del lenguaje. En la conversación con un responsable de la

Administración, esta persona me contaba que él se esfuerza por modificar el lenguaje de

los empleados. Porque en la época comunista, los funcionarios trataban a los usuarios de

esa oficina como intrusos que había que rechazar o traer a mandamiento. La animosidad

frente a los clientes se manifestaba en un lenguaje agresivo y de desprecio hacia las

personas.

No es tan fácil modificar el lenguaje de una Administración. Esto no pasa por

edictos o decretos que prohíban utilizar tales palabras, sino que se necesita una toma de

conciencia del efecto que causamos con nuestro lenguaje en el ánimo de los demás. Pero

el cambio de lenguaje de una Administración crea también un nuevo clima en una

ciudad, en un país. El cambio de una persona pasa por el lenguaje. Aprendiendo a hablar

de otra manera, nos hacemos de otra manera.

Naturalmente, ese lenguaje diferente no se puede aprender de forma puramente

externa; tiene que ser expresión de una forma distinta nuestra de pensar. Pensar y hablar

se condicionan mutuamente.

En este libro quisiera abordar el fenómeno del lenguaje y de la conversación desde

distintos puntos de vista. No tengo la pretensión de exponer los secretos filosóficos y

teológicos del lenguaje. Quiero adentrarme en el fenómeno del lenguaje más como

observador, partiendo de la Biblia, aunque también de observaciones concretas sobre el

lenguaje de hoy. Voy a proceder subjetivamente. Destacaré lo que me interesa

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personalmente, lo que interiormente me tira, en la esperanza de que eso también haya de

afectar a los lectores y lectoras.

Para la redacción de este libro he buscado inspiración en el encuentro que

mantuvimos en un pequeño círculo. Una editora, un pastoralista, un asesor financiero, un

maestro de novicios, un estudiante universitario, una librera y colaboradora de la

editorial, hablamos de lo que se nos ocurría a propósito del lenguaje y de la

conversación. Se desarrolló una conversación de la que salí oxigenado.

El chismorreo me cansa, una conversación me oxigena. Espero que ustedes,

queridos lectores y lectoras, no se cansen con la lectura de este libro sino que se sientan

reconfortados, porque se van a poner en contacto con su propio corazón y con sus

propias experiencias sobre el lenguaje y la conversación.

[1] El autor aduce en este pasaje una serie de ejemplos. Para los estudiosos del alemán reproducimos aquí,

en nota, lo que el autor incluye en el texto: be-fehlen (mandar), be-handeln (tratar), be-stimmen (determinar), beherrschen

(dominar), be-fallen (acometer), be-aufsichtigen (supervisar), be-dauern (sentir/lamentar), be-haupten

(afirmar), be-shimpfen (ultrajar/denostar) [N. del T.].

[2] Como en be-geistern (entusiasmar), be-sänftigen (suavizar), be-leuchten (iluminar), be-kleiden (cubrir,

revestir).

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1.

Lengua materna-patria

No es casual que el alemán hable de Muttersprache [lengua materna] y de Vaterland

[patria, tierra de los padres]. Con el concepto de «patria» asociamos más bien la

posesión, el patrimonio. El padre posee la tierra. La patria nos pertenece. Es el territorio

que habitamos, pero también el espacio que cultivamos, el que nos proporciona los

frutos de la tierra. A la patria se la defiende contra sus enemigos. Es un patrimonio que

hay que proteger y defender.

La lengua materna no tiene uno que defenderla. Es el regazo que nos regala

seguridad. La lengua materna no nos la puede quitar ningún enemigo; a lo sumo, puede

arrebatárnosla cuando la adultera sin que nosotros nos demos cuenta de ello. La lengua

materna precisa cuidado y atención. Y se necesita tener un contacto íntimo con ella para

poder beber del pozo maternal de nuestra lengua.

Lo mismo que la madre está-ahí para el niño, así también está-ahí, en la madre, la

lengua materna: «Y el niño va desarrollándose en ella; asimila el lenguaje materno.

Jugando, el niño vive atareado en la asimilación de la lengua. Jugando, copia e imita las

palabras y su conexión, y remeda al mismo tiempo lo que más tarde va a hablar. Graba

en la memoria y en el recuerdo lo que ya de por sí es producto de memoria y de

recuerdo. Porque la lengua, la palabra que hablamos, es algo recordado y memorizado

que retorna una y otra vez» (Jünger 55).

El aprendizaje de la lengua materna no es para el niño algo puramente exterior. El

niño «crece en comprensión de la comunidad de lengua y en ella empieza a entenderse a

sí mismo. Percibe el lenguaje no como algo solo exterior, algo que está-ahí-fuera de él;

en el lenguaje desarrolla su propia vida interior, su vitalidad, la que nace de la

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pertenencia» (ibid. 57). En la lengua materna, el niño crece y se va encontrando cada vez

más consigo mismo y con su identidad. Se entiende a sí mismo siempre en su lengua.

El lenguaje mismo tiene algo de maternal. La madre no juzga, sino que expresa

objetivamente con palabras lo que hay. La lengua, además, alimenta. Impulsa el

crecimiento de la persona. Le proporciona seguridad y cobijo. La madre es algo muy

significativo para el niño. Las primeras palabras que el niño oye una y otra vez, modelan

su talante interior. Porque en ese proceso no están solo las palabras que se dicen: está

también la forma y manera como se dicen.

Pero la lengua materna no es simplemente la lengua que la madre nos ha hablado: la

lengua misma se convierte en la madre que está pendiente de nosotros, que nos consuela,

nos anima y nos remite a todo lo que de bello hay en nuestra vida.

Cuando una persona vuelve a su lugar de origen, enseguida le resuena el tonillo

peculiar con el que allí se habla. Esto vale del dialecto pero también de todo el canturreo

y la musicalidad del idioma hablado. La nueva alta valoración del dialecto, a la que

estamos asistiendo, corresponde a esa nostalgia del lenguaje como hogar. En un dialecto

normalmente no se puede tener ninguna discusión teórica.

El dialecto es palabra de encuentro y palabra de comunicación. Con el dialecto, me

siento tratado como persona. Con el dialecto se me comunica algo. Se me comunica el

amor, pero también la sabiduría que las personas del lugar han ido condensando en su

lenguaje. Dialecto viene de diálogo. El dialecto es un lenguaje dialogal, una lengua en la

que uno y otro entran en conversación.

El dialecto es siempre un lenguaje plástico. Y un lenguaje plástico solo expresa

datos positivos. No puede en modo alguno negar un dato objetivo. Lo irrelevante de un

acontecimiento es imposible expresarlo plásticamente (cf. Watzlawick 56). El dialecto

es, por eso, un lenguaje afirmativo, un lenguaje que, como la madre, cuida y fomenta la

vida y no la niega, como algunos racionalistas, ni la pone en cuestión. La lengua materna

es una lengua nodriza y una lengua cargada de confianza, que nos introduce en la vida.

Sobre el lenguaje como patria ha escrito principalmente la poeta judía Hilde Domin.

Patria, para ella, es lo que no se puede perder. Y eso es precisamente el lenguaje. «Para

mí, el lenguaje es lo que es imposible perder, después de que se ha visto que todo lo

demás se puede perder. El último e irrenunciable hogar. Solo dejar de ser persona (la

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muerte cerebral) me lo puede arrebatar. Así es la lengua alemana. En las otras lenguas

que hablo me siento como huésped. Huésped, gustosamente y agradecido. La lengua

alemana ha sido el soporte; a ella le debemos haber podido conservar nuestra identidad.

A causa del lenguaje he regresado yo» (Domin 14).

La situación en el destierro era, para Hilde Domin, algo «inhóspito». Es verdad que

allí conservaba su lengua como hogar patrio. Pero, en su destierro, no podía hacerse

entender con las personas en la lengua materna. Tuvo que aprender otro idioma. Por el

contrario, para ella era excitante «volver de nuevo a casa, al país en que había nacido,

donde las personas hablan alemán» (ibid. 14). Cuando hablaba de patria y hogar,

escritores alemanes colegas reaccionaron con extrañeza. Sin embargo, Domin se

reafirma: «Es que estamos viviendo en una crisis de pertenencias. También en una crisis

de lengua y de habla: crisis de comunicación, crisis de identidad. En el no-hogar» (ibid.

16).

El que no es consciente de su lengua, no encuentra su identidad. La lengua es un

importante lugar de encuentro de la identidad. El lenguaje es también el lugar de

pertenencia. Si hablo el mismo lenguaje, pertenezco a las personas que me oyen y a las

que oigo.

A una persona le pueden robar la patria exterior; el hogar, no: «La lengua en la que

consciente y responsablemente pongo nombre a las cosas del mundo, en la que

conscientemente lo hago comunicable (y además lo comunico de tal manera que soy

oído), esa nadie la puede arrebatar, es el último refugio. Ese íntimo hogar lo defiendo

hasta mi último aliento. Como antiguamente el campesino, su terruño. No puedo en

absoluto obrar de otra manera» (ibid. 16). Es una bella imagen la que aquí utiliza Hilde

Domin para el lenguaje: es refugio de la persona. Cuando le han arrebatado todo, el

lenguaje no se lo pueden arrebatar: solo con la muerte. Incluso si enmudece hacia fuera,

tiene el lenguaje interior, en el que puede conversar con su espíritu y en el que puede

experimentar algo de hogar en medio de tanta intemperie.

La lengua es para Hilde Domin la apropiación del mundo por la palabra. No solo

escucho al mundo. Al hablar sobre el mundo, el mundo se convierte en mi propiedad.

Me apropio de él. Lo tomo en posesión. Me pertenece. El lenguaje me pone en relación

con el mundo y con las personas que me escuchan. En el lenguaje encuentro escucha. Al

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comunicar mis experiencias con el mundo, soy escuchado por otros. Y de este modo, el

mundo pertenece al que habla y al que escucha.

Nosotros mismos experimentamos lo que significa la lengua materna cuando en un

país extranjero, de repente, oímos los tonos familiares de nuestro propio idioma. Cuando

un alemán, en el extranjero, se dirige a nosotros, enseguida nos encontramos como en

casa, en nuestro ambiente. Y enseguida notamos de qué región del ámbito lingüístico

alemán procede. Su lenguaje le delata. Y cuando nosotros, tras una larga estancia en el

extranjero, regresamos a casa, experimentamos también la lengua materna como hogar –

como algo que nos proporciona seguridad, que nos alimenta, que guarda y defiende

nuestro espíritu– y como «último refugio», tal como la califica Hilde Domin.

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2.

El lenguaje en el Evangelio de Lucas

El evangelista Lucas se había formado en la filosofía y la retórica griegas. Esto se nota

en su lenguaje culto y pulido. La tradición le tiene por médico y pintor. Ambas imágenes

dicen algo sobre su lenguaje.

Lucas habla un lenguaje terapéutico. No moraliza; tampoco formula tesis

dogmáticas. Narra. La narración fue la primera forma de terapia. Al leer u oír una

narración, me siento transformado, algo se mueve dentro de mí: se opera un proceso de

cambio sin que yo me sienta forzado a ello por presiones moralizantes. En la narración

vuelvo a encontrarme a mí mismo.

En razón de este efecto terapéutico del lenguaje, Lucas está en la tradición de los

filósofos griegos. Plutarco, por ejemplo, refiere de Antifón, el terapeuta: «Cuando aún

estaba dedicado a la poética, descubrió un arte de liberar de dolores, semejante a un

tratamiento médico de los que ya existen para los que están enfermos. En Corinto se le

adjudicó una casa junto al ágora; en ella fijó un letrero que decía que podía curar

enfermos mediante la palabra» (citado en Watzlawick 12).

Con su evangelio, Lucas ha escrito un libro que pueden leer personas que padecen

enfermedades interiores y exteriores, para así experimentar en sí mismas la fuerza

curativa y consoladora de las palabras. Lucas escribe de Jesús de tal manera que los

lectores y lectoras sienten en sí su influjo de médico y salvador. Es una cualidad

magistral. Lucas la aprendió de Platón, que pasa por ser «el padre de la catarsis, es decir,

de la purificación del alma y de la persuasión mediante el lenguaje» (Watzlawick 13).

Además, el lenguaje de Lucas es un lenguaje pictórico. Al escribir su evangelio,

Lucas pinta un cuadro de Jesús. Y lo pinta de tal manera que los lectores se transforman

a la vista de su pintura.

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El teólogo protestante de Würzburg Klaas Huizing opina que en una narración del

Evangelio de Lucas le sucede a uno lo que le pasó a Rilke al contemplar el torso del

Apolo clásico: «No hay en él sitio alguno que no te vea a ti. Tienes que cambiar tu vida».

En los cuadros que Lucas pinta en su evangelio y en los Hechos de los Apóstoles, nos

vemos a nosotros mismos. Y los cuadros nos miran. Esto nos transforma. Lucas no

moraliza ni me incita a cambiar mi vida. Pero, al contar historias fascinantes, acontecen

de por sí la transformación y el cambio de mi vida y de mi actitud ante ella.

Esos cuadros que pinta Lucas puede uno contemplarlos una y otra vez para

experimentar su efecto transformante. Como los griegos, Lucas apuesta en ellos por la

belleza. Para los griegos, todo lo que es, es bello. Y el lenguaje tiene la tarea de hacer

honor a la belleza de las cosas y de poner a las personas, mediante la belleza, en contacto

con su propia belleza interior, con el fulgor divino que hay dentro de ellas.

Cuando la persona contacta con su belleza originaria, entonces recupera salud e

integridad, vuelve a ser buena y bella. Para Platón, lo bello es también «lo justo, lo

conveniente, lo bueno, lo acorde con su naturaleza, aquello por lo que la persona posee

integridad, bienestar, plenitud». Lucas ha narrado también sus historias de curación de

tal manera que las personas se sienten elevadas a su belleza originaria. A través de su

bello lenguaje, el lector puede experimentar lo que Jesús hace en los enfermos. El lector

contacta con su propia belleza, con su esplendor originario.

El lenguaje de Lucas es también un lenguaje emocional. No nombra sentimientos,

sino que los expresa con su lenguaje. En su lenguaje uno percibe que Lucas está en

sintonía con las personas sobre las que escribe, y que se acomoda con su lenguaje al

acontecimiento en cuestión. Al mismo tiempo, uno percibe que quiere a las personas y

que habla de ellas con respeto. También esto es un rasgo esencial de un buen lenguaje.

La lengua habla a alguien y sobre alguien. Y en la forma y manera como hablo, se

evidencia si quiero a las personas o las desprecio, si querría decir a las personas buenas

palabras o malas. Decir palabras buenas significa bendecir (en latín benedicere). Decir

malas palabras significa maldecir (en latín maledicere). Cuando Lucas escribe palabras

buenas porque piensa bien del lector y le quiere, sus palabras se convierten en bendición

para sus lectores y lectoras.

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El lenguaje de Lucas es un lenguaje cordial, que toca los corazones de los lectores.

Esto se pone de manifiesto en su narración de la historia de la infancia de Jesús o en sus

maravillosas descripciones del hijo pródigo o de los discípulos de Emaús. Quien alguna

vez ha leído con atención estos textos, ya no los podrá olvidar nunca. Estas historias han

impactado interiormente a hombres y mujeres a lo largo de los siglos. E incluso no

cristianos leen con gusto estos relatos porque experimentan en ellos la cordialidad. Los

poetas han citado una y otra vez estas historias porque no encontraban mejores ejemplos

de cómo se puede escribir entrañablemente sobre las personas y su destino, sobre sus

desengaños y sus alienaciones, pero, al mismo tiempo, también sobre la alegría del

reencuentro y de una cálida acogida personal.

El lenguaje de Lucas es un lenguaje dialogal. Siempre tiene ante la vista al lector o

al oyente. Le gustan también el saludo y la dedicatoria inicial. Su evangelio lo comienza

ya con una dedicatoria personal. Se lo dedica a un personaje distinguido y rico, Teófilo.

A este Teófilo quiere contarle la historia de Jesús de tal modo que pueda convencerse de

la fiabilidad de la doctrina (cf. Lc 1,4).

El lenguaje dialogal de Lucas se pone de manifiesto nuevamente en las

Bienaventuranzas. Mateo escribe las ocho Bienaventuranzas como enunciados

sapienciales, en tercera persona. En Lucas, Jesús se dirige concretamente a las personas

y les habla en segunda persona, en estilo-tú. Entabla un diálogo con los oyentes. Y este

diálogo debe llevar a una decisión. Por eso, Lucas, en su versión, formula cuatro

bienaventuranzas y cuatro lamentaciones. Jesús, al presentar diversas posibilidades,

emplaza a las personas ante la opción.

Lucas llama a la enseñanza cristiana «logos». Logos es la palabra que Dios ha dicho

a los hombres y mujeres en Jesucristo. Pero Logos abarca también lo que los otros

evangelistas llaman euangelion, «buena noticia». Lucas nunca designa así a su

evangelio, sino que habla de una narración. En esa narración no describe simplemente

hechos, sino que, al escribir, tiene una idea trascendente y unificadora: al narrar,

pretende presentar la salvación y redención que tuvo lugar entonces en Jesucristo y que

hoy tiende a hacerse efectiva en nosotros.

Lucas es el primer representante de la «teología narrativa», una «teología por

narración». En su sugestiva narración, Lucas pretende ganar personas para Cristo. Su

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narración es al mismo tiempo un escrito publicitario y la primera pieza literaria del

primitivo cristianismo que se puede incluir en la literatura de su tiempo.

Lucas habla de «narración» (en griego diḗgēsis) cuando piensa en su Evangelio y de

«logos» cuando tiene ante los ojos el mensaje que ha salido de Dios y que Jesús ha

anunciado a los hombres y mujeres. Pero a ese logos lo califica de «lógos paraklḗseōs»,

«palabra de gozo, palabra de aliento» (cf. Hch 13,15). La esencia de nuestro hablar de

Dios debe ser, según esto, consolar, fortalecer, animar.

Y Lucas llama a la Palabra de Dios «lógos tês sōterías», es decir: palabra de

salvación, palabra de redención, de santificación. Por eso, solo hablamos adecuadamente

de Dios cuando nuestras palabras son palabras que sanan y salvan. Pero en esta

expresión hay todavía más. Sōtería puede significar «conservación y mantenimiento de

la esencia interior». La palabra que Lucas predica por encargo de Jesús es una palabra

que defiende nuestro ser interior y lo protege de adulteraciones. Es una palabra que salva

comunicando conocimiento. La palabra nos arranca del estado de sueño y de

inconsciencia.

Si nos aplicamos esta Palabra de Dios, esto significa lo siguiente: diciendo palabras

que reflejan el espíritu de Jesús, defendemos a los hombres y mujeres contra las palabras

e interpretaciones falsas y engañosas que oyen a su alrededor. Protegemos su verdadera

esencia. La Palabra de Dios concuerda con su más íntimo ser. Nuestro lenguaje pretende

defender y guardar el misterio del ser humano y de su alma.

Junto al concepto «logos», Lucas utiliza frecuentemente la palabra griega ‘rêma.

Rêma es a la vez «palabra» y «acontecimiento». Es una palabra que acontece, que se

hace realidad. Heinrich Schlier opina que rêma significa el acontecer «desde luego, en

cuanto, como acontecimiento, interpela a las personas» (Schlier 857). Rêma tiene

siempre carácter dialogal. Dios nos habla siempre en palabras y en hechos. Los pastores,

tras el nacimiento de Jesús, se dirigen a Belén con estas palabras: «Vayamos, pues, a

Belén y veamos esta palabra acontecida, que el Señor nos ha anunciado» (Lc 2,15,

traducción de Grundmann).

Rêma es una palabra que se hace suceso. La palabra alemana Ereignis [suceso,

acontecimiento] procede de Eräugnis. Es una palabra que se ha hecho visible y que

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ahora se puede ver [1] . Esto se puede entender históricamente: la palabra que el ángel

anunció a los pastores se ha hecho realidad. Se ha convertido en suceso histórico.

Pero también se puede entender psicológicamente. Una palabra produce un efecto

en la persona. Cuando critico u ofendo a alguien, se pone colorado. Cuando lo animo, su

rostro se ilumina. Cuando lo humillo con palabras, palidece. La palabra en cuestión se

hace visible en la reacción del otro.

De María dice Lucas: «Pero María conservaba todas estas palabras [rémata]

meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Lucas emplea aquí dos palabras interesantes:

synterein y symballein. La primera palabra indica contemplar en una visión de conjunto.

María contempla conjuntamente las palabras y los acontecimientos que han sucedido. Ve

lo que ha acontecido partiendo de la palabra que el ángel y los pastores le han dicho. Y

ensambla lo uno y lo otro –es el significado de la segunda palabra–, los mezcla para

entender su sentido más profundo y simbólico. Todo lo que ha acontecido tiene un

sentido más profundo. Para esto se necesita la palabra que interpreta el acontecimiento.

Pero se necesita también para ello el ojo interior, que ve más hondo y que comprende las

conexiones.

Del lenguaje de Jesús dice Lucas que es un lenguaje cálido: un lenguaje que toca

los corazones de los hombres. Los discípulos de Emaús reaccionaron a la conversación

de Jesús con la expresión «¿no se abrasaba nuestro corazón mientras nos hablaba por el

camino y nos explicaba la Escritura?» (Lc 24,32).

Lucas utiliza la palabra griega laleîn tanto cuando habla de los pastores como

cuando se refiere a Jesús. Con ella indica un hablar personal, un hablar con el corazón.

Laleîn es una onomatopeya de los sonidos inarticulados del niño. Es un hablar no

revestido de reflexiones racionales sino que –como el hablar de un niño– sale del

corazón y en el que se deja oír lo más íntimo del ser. Cuando uno habla desde el corazón,

tiene siempre un lenguaje cálido, en contraste con el lenguaje frío que muchas veces se

habla hoy en las empresas, y también con frecuencia en la Iglesia.

El lenguaje cálido es siempre para Lucas un signo del Espíritu Santo que nos

interpela. Lucas describe Pentecostés diciendo que el Espíritu Santo desciende sobre los

apóstoles en forma de lenguas de fuego. Con esto indica que el Espíritu Santo capacita a

20


los apóstoles para un nuevo lenguaje: un lenguaje del que salta una chispa y que toca los

corazones. Un lenguaje así calienta los corazones.

Los discípulos hablan ahora en lenguas extrañas; pero de tal manera que cada uno

de los oyentes los oye hablar en su propio idioma. Es una lengua que las personas

entienden, una lengua que se acomoda al modo de hablar de las personas. Los oyentes

están asombrados ante esa lengua: «Fuera de sí por el asombro, comentaban: ¿No son

todos los que hablan galileos?; pues ¿cómo los oímos cada uno en nuestra lengua

nativa?» (Hch 2,7s).

En el original griego, Lucas habla aquí del «dialecto en el que hemos nacido». Las

personas se sienten afectadas por las palabras de los apóstoles como por su madre.

Entienden lo que los discípulos dicen. Las palabras los ponen en contacto con el saber de

su propia alma.

El secreto de un lenguaje que procede del Espíritu Santo es que todo el mundo lo

entiende. Algunas veces se dice: «Al leer el libro tengo la sensación de haberlo escrito

yo mismo. Esas palabras son precisamente las que expresan lo que siento en el corazón».

Hablar, para Lucas, es siempre una acción espiritual que fluye del Espíritu Santo hacia

nosotros. Cuando hablamos movidos por el Espíritu Santo, cualquier persona entiende

nuestro lenguaje.

Lucas no formula ninguna teoría sobre el lenguaje. Habla un lenguaje que sana.

Habla también un lenguaje que reconcilia. En su lenguaje reconcilia a judíos y griegos,

cultos e incultos, hombres y mujeres. Su lenguaje no excluye a nadie. Está abierto a

cualquier persona.

Esto se manifiesta en que Lucas, en su lenguaje pictórico, representa al ser humano

sencillamente como es, sin juicios de valor. Reconcilia los contrarios. Si narra una

parábola que habla de un varón, pone enseguida una alegoría en la que una mujer

desempeña el papel principal. Cuando habla del amor al prójimo –en la parábola del

buen samaritano– viene inmediatamente el contrapunto: María sentada a los pies de

Jesús, escuchándolo. En la descripción de Lucas, Jesús responde alternativamente, una y

otra vez, al imaginario judío y a los anhelos griegos.

Podemos aprender de Lucas este lenguaje conciliador, no excluyente. Nuestro

lenguaje eclesial es con frecuencia un lenguaje riguroso y un lenguaje excluyente. Las

21


personas que no pertenecen a este círculo no entienden este lenguaje. Lucas se acomoda

en su lenguaje a los oyentes. Hace suyos sus anhelos.

La conversación desempeña un papel importante en el Evangelio de Lucas. Las

miradas más profundas al misterio de Jesús, pero también al misterio de Dios y del ser

humano, tienen lugar en la conversación.

Esto vale ya para los relatos de la infancia. En ellos encontramos los diálogos del

ángel con Zacarías y con María. Zacarías, varón, interrumpe el diálogo con su duda,

mientras que María se adentra en él. El maravilloso encuentro entre María e Isabel se

desarrolla en el diálogo entre ambas mujeres. El misterio del nacimiento de Jesús lo

aclara Lucas en el diálogo de los pastores con María y con José. Y el misterio de ese

niño se pone de manifiesto en la conversación del anciano Simeón y de Ana, la viuda de

edad avanzada, con los padres.

Pero el diálogo puede ser también un doloroso proceso de aprendizaje. Así nos lo

describe Lucas en la escena en la que los padres, tras una búsqueda de tres días,

reencuentran al Jesús de los doce años en el Templo. El diálogo no solo confirma, sino

que también lleva a nuevos modos de ver las cosas. Pero es doloroso dejar la antigua

forma de entender y hacerse al comportamiento del hijo, incomprensible en un primer

momento.

María no entiende las palabras de Jesús pero, a pesar de todo, las guarda en su

corazón. En griego se utiliza aquí la palabra diatēreîn, que significa «mirar a través».

María miraba, a través de las palabras de Jesús, el fondo de su propio corazón (cf. Lc

2,51). Allí, más allá de las palabras, entiende el misterio de su divino hijo. Las palabras –

dirán más tarde los monjes primitivos– abren las puertas al misterio inexpresable de

Dios. Esto es lo que quiere decir Lucas en esa expresión.

Nosotros nos decimos palabras unos a otros, oímos palabras de los demás; y a

través de las palabras, miramos al Dios que está más allá de toda palabra, al silencio puro

que hay en el fondo de nuestra alma, dentro de cada uno de nosotros. Si, como María,

miramos a través de las palabras –que con demasiada frecuencia también nos son

ininteligibles y que no captamos plenamente con la inteligencia– se abrirá sobre nosotros

el misterio indecible de Dios y también, en último término, el misterio indecible del ser

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humano. Las palabras llevan a la mística, la cual también necesita muchas palabras para

hacer que, a través de ellas, se manifieste el Dios que está más allá de toda palabra.

En la conversación tienen lugar con frecuencia curaciones. Las historias de

curaciones las toma Lucas del Evangelio de Marcos. Pero Lucas acentúa el diálogo que

Jesús mantiene con los enfermos. Precisamente las narraciones que solo se encuentran en

Lucas se distinguen por sus preciosos diálogos.

Por ejemplo, el encuentro de Jesús con la pecadora. La mujer habla sin palabras al

enjuagar con sus lágrimas los pies de Jesús y ungirlos con óleo. Su amor se hace visible

a través de su gesto. Su acción da que pensar al anfitrión. Jesús cae en la cuenta de sus

pensamientos y los orienta en otra dirección contando la parábola del acreedor que tenía

dos deudores de deuda desigual (cf. Lc 7,41).

Jesús no adoctrina al anfitrión, sino que con una pregunta le orienta en otra

dirección. Jesús entonces explica la conducta de la mujer y habla del misterio del perdón

y del amor. En el diálogo no solo se clarifica la naturaleza del perdón, sino que también

se opera la transformación de aquellas personas que están presentes. Su modo de ver se

transforma. La mujer vuelve a casa transformada y también los fariseos se sienten

interiormente tan descolocados que miran de otra manera a la mujer.

Con sus parábolas, Jesús responde a los chismorreos de la gente. Así se dice en la

introducción a las tres parábolas: la de la oveja perdida, la del dracma perdido y la del

hijo pródigo: «Los fariseos y los doctores de la ley se irritaron por esto y decían: Este

recibe a pecadores e incluso come con ellos» (Lc 12,2). Mediante el relato de las

parábolas, Jesús modifica los puntos de vista de las personas.

Precisamente en la magnífica parábola del hijo pródigo, el diálogo desempeña un

papel central. La conversión del hijo comienza con un diálogo que entabla consigo

mismo. En ese diálogo consigo mismo se hace consciente de su situación y cobra ánimo

para ponerse en camino y volver a su padre. El regreso se describe mediante gestos y

mediante palabras. El padre sale al encuentro del hijo, le echa los brazos al cuello y lo

besa. Y en el diálogo se percibe con claridad lo que significa perdonar: poner al hijo una

túnica preciosa, volver a hacer ver su belleza originaria. La acción exterior se justifica

con las palabras «porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, se había perdido y se

ha encontrado» (Lc 15,24). En el diálogo se produce la transformación. Con todo, Lucas

23


indica también que el diálogo del padre con el hijo que había quedado en casa es un

fracaso. Se precisa también la apertura por ambas partes. Las amables palabras del padre

rebotan en el hermano mayor, que se ha endurecido. Lucas deja la parábola abierta. A

pesar de todo, para él persiste la esperanza de que en algún momento el diálogo habrá de

cambiar también al hermano mayor.

También la transformación del rico publicano Zaqueo tiene lugar en la

conversación. Pero la conversación va incrustada en gestos. Zaqueo hace una cosa: se

encarama a un sicómoro para ver a Jesús. Jesús alza la vista y lo mira. La palabra griega

anablépō significa que Jesús mira hacia arriba y que en el pecador Zaqueo ve el cielo,

que Jesús ve en él el resplandor divino. Jesús se dirige a él sin reproche alguno:

«Zaqueo, baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa» (Lc 19,5). Esta palabra

transforma a Zaqueo. Porque hay alguien que no lo condena sino que le muestra

confianza, que quiere ser su huésped, que lo acepta sin condiciones, Zaqueo puede

abandonar la conducta mantenida hasta entonces: la de tener que hacerse valer ante los

demás a base de dinero. Su conversión se pone de manifiesto en el diálogo con Jesús. Le

dice lo que desea hacer. Y Jesús le responde: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa,

pues también él es hijo de Abrahán» (Lc 19,9).

Una conversación transforma a Zaqueo. La conversación crea una atmósfera de

conversión, de salvación y de alegría. Con esto muestra Lucas lo que una conversación

acertada puede obrar. Cambia a las personas y abre un nuevo comienzo. Crea

comunidad. Las conversaciones fracasadas generan, por el contrario, amargura y

división. Jesús –tal como lo dibuja Lucas– es un maestro en el arte de la conversación.

Se dirige a las personas de tal manera que llega a tocar el núcleo sano que hay en ellas y

le hace florecer.

Lucas mismo, en todo su evangelio, habla de las personas de tal modo que no

descarta a nadie; que incluso para los enemigos, los fariseos y escribas, incluso para el

mismo Judas, deja abierta la esperanza. Esto es para mí un gran modelo: no hablar

tampoco en mi lenguaje contra nadie sino decir positivamente las cosas que tengo que

decir.

El lenguaje de Lucas me incita también a hablar de los hombres y mujeres de hoy

de tal manera que se vea que creo en lo bueno que hay en ellos.

24


En los años setenta, los teólogos hablaban con frecuencia de los directivos de

empresa como de «capitalistas ávidos de dinero». Si yo con mi lenguaje descalifico a

alguien, no puedo iniciar con él ningún diálogo. Un diálogo llega a buen término cuando

me dirijo a lo que en el otro hay de bueno. Entonces podrá imponerse en la conversación

lo bueno que hay en ambas partes.

Si en mi modo de hablar me sitúo por encima de los otros, no hay conversación que

tenga éxito; más bien solo suscitaré en el otro resistencia. Esto me sucede a mí en

ocasiones cuando «los cristianos del nuevo nacimiento» pretenden demostrarme que no

soy un auténtico cristiano; que, por tanto, en última instancia, debo convertirme a Jesús.

Cuando alguien con su modo de hablar se pone por encima de mí, no siento ninguna

motivación para entablar con él una conversación.

También esto es para mí una importante interpelación a nuestro lenguaje eclesial.

También en la Iglesia nos ponemos con demasiada frecuencia por encima de los demás.

Actuamos como si hubiéramos sentido a Dios y tuviéramos hilo directo con Él. Y

pretendemos ilustrar a los demás. Pero esta actitud solo provoca rechazo. Con un

lenguaje así no llegamos a las personas. No entramos en diálogo con ellas. El evangelista

Lucas podría hoy enseñarnos un camino para encontrar un lenguaje con el que poder

llegar a los corazones de las personas y de este modo entrar en un diálogo profundo con

ellas.

[1] El conocedor del alemán descubrirá, sin duda, en la palabra Eräugnis una clara referencia a Auge (=

ojo). De ahí el recurso del autor a las metáforas «visible/ver» [N. del T.].

25


3.

El lenguaje en Juan

Juan comienza su evangelio con la famosa expresión «En el principio era el Verbo

[Lógos]» (Jn 1,1). Sobre esta frase han reflexionado filósofos y poetas desde tiempo

inmemorial. En ella no solo se expresa algo sobre Jesucristo y su relación con Dios.

Antes que nada, esta expresión quiere decir también que en el comienzo de todo ser está

la palabra. No hay vida humana sin palabra.

Pero en la mente de Juan, esta frase es más que una proposición teórica sobre

comunicación humana. «La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios» (Jn1,1).

La palabra llega hasta el interior de Dios. Dios se expresa a Sí mismo en la Palabra. Y

Dios crea mediante la Palabra. Todo lo que es, ha llegado a ser por la Palabra. Y en toda

la creación que ha llegado a ser por la palabra, llega a hacerse reconocible la palabra que

Dios nos dice a nosotros. La creación ha llegado a ser por medio de la palabra y ella

misma es palabra dicha a nosotros para que le demos respuesta.

La palabra planea sobre toda la creación. De este modo afirma Juan un misterio:

que las palabras son siempre palabras creadoras. Las palabras crean un mundo. Esto no

vale solo para la creación y para la naturaleza, en las que vemos resplandecer la belleza

de Dios. Vale también para nuestro decir humano. Las palabras crean una realidad.

Llaman a existir a lo que no existe (cf. Rom 4,17).

Si nuestras palabras son conformes a la palabra que Dios nos dice, también ellas

deben traer luz y vida a la existencia de los humanos. La palabra que Dios nos habla está

llena de luz y de vida. En cualquier lugar de la creación en el que oímos la Palabra de

Dios, allí esa palabra nos aporta luz. Ilumina nuestra existencia. Nos hace comprender el

mundo. Y suscita en nosotros vida. La palabra está llena de vida y despierta en nosotros

la vida que con demasiada frecuencia dormita dentro de nosotros.

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Por la palabra todo ha llegado a ser: así lo dice Juan. Pero esto significa también

que podemos entender la creación, que dentro de ella actúa una razón. La creación nos

habla. Es una Palabra de Dios dicha a nosotros. Pero Juan va más allá: la Palabra es

Dios.

Lo que Juan ha indicado en su evangelio, eso ha intentado desarrollarlo la filosofía.

El filólogo de la antigüedad Walter F. Otto parte de las palabras griegas légein y lógos y

opina que pensar y hablar son uno. Para él, la lengua no es simplemente un calco de las

cosas que trata de caracterizarlas. Para él, más bien, vale la afirmación: «las cosas (en el

sentido más verdadero de la palabra) solo se dan en el lenguaje, en el pensar hablante o

en el hablar pensante... Para decirlo una vez más: lo que se expresa en el lenguaje (o en

el pensamiento hecho palabra) solo existe en el lenguaje. No es un opinar, no es una

afirmación sobre algo que podría ser verdadero o falso: es la esencia misma, el ser del

ente en su existencia inmediata. El lenguaje es la esencia y el corazón del mundo» (Otto

176).

Esto puede sonar abstruso. Pero la filosofía fenomenológica, representada por la

santa carmelita Edith Stein, distingue entre existir y ser-real. El árbol existe. Pero real

solo llega a ser por el lenguaje en el que se expresa la esencia del árbol. Walter F. Otto

ha vislumbrado algo del misterio del lenguaje tal como lo expresa el prólogo del

Evangelio de Juan. No hablamos solo sobre las cosas; más bien, la esencia de las cosas

se expresa en nuestro lenguaje.

El misterio de la teología joánica del lenguaje consiste, pues, en que la Palabra de

Dios ha tomado carne en Jesús. Se ha manifestado y se ha hecho visible en una

naturaleza humana. La Palabra se ha «encarnado». Y en esa Palabra hecha carne brilla la

gloria de Dios entre nosotros. La Palabra de Dios resplandece a través de la belleza. En

la Palabra resplandece la belleza de Dios.

Bello es lo que se contempla [1] . La Palabra de Dios se ve en Jesús. Y está llena de

belleza y de gracia. La palabra griega para decir gracia –cháris– indica el encanto, la

belleza interior que nos impacta. Gracia significa, pues, el don amoroso y tierno de Dios

a los hombres. Cuando Dios nos habla, se trata de un hablar tierno que nos llena de sus

dones. Y la verdad se hace visible en la palabra.

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Verdad es para los griegos alethéia, y se refiere a una verdad que resplandece. Se

retira el velo que lo cubre todo. Y lo auténtico, lo originario, resplandece. Cuando la

Palabra divina se hace carne, la verdad brilla. Ahora bien, esto tiene también una

aplicación a nuestro hablar: si en nuestras palabras palpamos el misterio de Dios, si en

nuestras palabras resuena la Palabra de Dios, entonces se retira el velo que cubre la

realidad. Y entonces reconocemos la verdadera realidad.

La Palabra de Dios se hace visible y perceptible en Jesucristo. En Lucas hemos

visto que las palabras de Dios se hacen suceso e historia. Lucas utiliza siempre la palabra

‘rema. Juan, por el contrario, habla de lógos. Lógos refleja la idea griega del ser. Es un

«concepto central dentro de la filosofía griega que interconecta pensar y ser» (Blank 76).

Para la filosofía estoica, lógos es la ley cósmica que lo ordena todo. Ese Lógos –la

Palabra de Dios que lo crea y ordena todo– se hace visible en una persona, en el Lógos

hecho hombre, que podemos contemplar en Jesucristo. Esta es la paradoja: la palabra

que es intemporal se muestra históricamente. Y la poderosa Palabra de Dios que lo ha

creado todo, aparece en carne mortal y débil. Y en este hombre histórico brillan el

resplandor y la belleza de Dios; en él se hace corporalmente visible para nosotros, los

humanos, el resplandor de Dios.

La debilidad y caducidad de la carne se sublima en el curso del Evangelio de Juan:

Jesús es el cordero desvalido que está expuesto a los ataques de los humanos. Y es

colgado en la cruz. La cruz, como signo de suprema debilidad, se convierte al mismo

tiempo en el lugar de la gloria de Dios. Es el lugar en el que el amor de Dios para con

nosotros, los humanos, se manifiesta de la manera más llamativa. Juan describe la

crucifixión gráficamente. Al contemplar a Jesús en la cruz, se graban en nuestros

corazones el amor y la belleza de Dios. Y la Palabra de Dios llega a nosotros cuando,

ante la cruz, abrimos nuestro corazón al amor de Dios.

Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. Cuando Jesús habla, sucede todo lo que

indica Juan en su prólogo: trae luz y vida a nuestra existencia, podemos, en sus palabras,

percibir la gloria de Dios. Me gustaría aclarar esto en la exposición que sigue, al hilo de

cinco afirmaciones de Jesús sobre sí mismo:

Una primera palabra de Jesús sobre sí: «Quien oye mi palabra y cree en aquel que

me envió, tiene vida eterna..., ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5,24). De este modo

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dice Jesús a las personas con las que habla que ya ahora pasan de la muerte, de lo

inauténtico, fosilizado, a la vida. Sus palabras deparan vida. Despiertan a la vida todo lo

que está anquilosado en el ser humano. Quien acoge su palabra, experimenta ya ahora

algo de vida eterna, de una vida en la que tiempo y eternidad se entrelazan formando una

unidad.

Las palabras de Jesús son un reto para nosotros. La pregunta es si nuestras palabras

suscitan vida. Hay palabras que le convierten a uno en un fósil, palabras que ellas

mismas están muertas y que estrangulan la vida. Si digo a alguien: «Para mí eres una

carga o un cero a la izquierda, no quiero tener nada que ver contigo», tales palabras

matan algo en el otro: la esperanza en una vida llena de sentido, la esperanza de ser

considerado y aceptado. Y hay palabras que nos abren los ojos y nos hacen ver las cosas

a fondo. Cuando alguien me describe con palabras la belleza de un monte, mi corazón se

ensancha. Adivino algo de la verdad del monte. Entonces la vida corre a chorros dentro

de mí. Entonces paso de la muerte a la vida.

Segunda afirmación que Jesús hace sobre sus palabras: «Vosotros estáis ya limpios

por la palabra que os he dicho» (Jn 15,2). Jesús hablaba de tal manera que los discípulos

se sentían limpios, en armonía consigo mismos y palpando su claridad, su limpieza y su

belleza interiores.

Pero esto quiere decir también que las palabras de Jesús eran limpias y nítidas.

Nuestro hablar está muchas veces mezclado con otras tendencias. Queremos, por

ejemplo, dárnoslas de mejores de lo que somos. O se mezclan en nuestro lenguaje tonos

agresivos e hirientes. Y con excesiva frecuencia, nuestro lenguaje es evaluador y crítico.

Solo un lenguaje terso, que nos salga del corazón, podrá desenturbiar lo que hay de

turbio en el ser humano.

Con frecuencia hablamos un lenguaje cargado de reproches y moralizador. Pero con

un lenguaje moralizador, las personas no se sienten limpias, sino sucias, manchadas,

culpabilizadas. De Jesús podemos aprender un lenguaje claro y limpio, que, por eso,

remite a la persona a su claridad interior.

Pero esa palabra de Jesús quiere decirme otra cosa más: mi reacción a las palabras

del otro no solo afirma algo sobre mí mismo, sino también sobre el otro. Muchas veces,

al oír una conferencia o un sermón, me siento incómodo. Con frecuencia percibo

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agresividades. Jesús me invita a preguntarme qué percibo en el conferenciante. Tal vez

quiere adoctrinarme, tal vez quiere manipularme. O se exhibe. Se engríe. O pretende

provocar en mí un talante de euforia. Todas estas segundas intenciones me producen

sentimientos negativos. No me siento limpio, sino ensuciado con la suciedad interior del

que habla.

La tercera palabra: «Os he dicho esto [laleîn = “hablar con el corazón”] para que

participéis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada [plērousthai]» (Jn 15,11). Cuando

Jesús habla, comunica a los oyentes su clima interior: un clima de alegría. Su tonalidad

interior ha captado a los oyentes. Y con sus palabras ha hecho que las personas palpen la

fuente de alegría que mana en el fondo de su alma y que con excesiva frecuencia está

cegada por preocupaciones y miedos.

Jesús no adoctrina a las personas, sino que las induce a trabar contacto con la fuente

de la alegría y con la fuente del amor que mana en su interior pero que a veces no

percibimos porque se ha convertido en un minúsculo regatillo. Con las palabras de Jesús,

esa fuente de la alegría y del amor se enriquece en cierto modo, de manera que asciende

y llega incluso a impregnar la conciencia de la persona.

Mediante nuestro lenguaje transmitimos también nuestro talante interior.

Naturalmente, esto sucede, ante todo, con la voz, pero también con lo que decimos y con

el modo como lo decimos. Hay personas que dicen palabras piadosas, pero tras esas

palabras oímos desprecio al ser humano o presunción o afán de ostentación. Con

palabras piadosas quieren ponerse por encima de los demás. O tal vez oímos un

desgarrón interior, frialdad o pesimismo.

De Jesús podemos aprender un lenguaje con el que transmitir alegría y amor. Pero

esa escuela del lenguaje de Jesús no se fija solo en las palabras exteriores. En último

término, solo puede hablar adecuadamente el que se deja impregnar del espíritu de Jesús.

Ese espíritu tiene que impregnar nuestro cuerpo y nuestra alma, de amor, alegría, tersura

y vida. Solo entonces hablará también desde nosotros mismos. Así, en último término,

hablar es un acto espiritual.

La cuarta palabra: «Las palabras que yo os digo no las digo por mi cuenta; el Padre

que está en mí realiza sus propias obras» (Jn 14,10). Jesús no habla por su propia cuenta,

sino que, en su hablar, se hace transparente para el hablar de Dios. Habla lo que oye al

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Padre. Su decir procede de un oír interior. Lo que oye no lo mezcla con sentimientos

personales, sino que deja que la Palabra de Dios resuene con toda su originaria claridad

en sus palabras.

Lo que Jesús dice de sí, vale también del Espíritu Santo que él nos envía como

Protector. «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena;

pues no hablará por su cuenta sino que dirá lo que oye» (Jn 16,13). En el original griego

se usa aquí siempre laleîn: él expresará de manera plenamente personal, desde el

corazón, lo que ha oído a Dios Padre.

Aquí se pone de manifiesto otra condición del lenguaje adecuado. Nuestro hablar

solo será fecundo si procede de una escucha, si escuchamos los silenciosos impulsos de

nuestro corazón, en los que el Espíritu Santo nos habla. Entonces nuestras palabras

irradian verdad, entonces nuestras palabras son también clarificadoras y luminosas. Las

palabras nos llevan al fondo de la realidad.

Una quinta y última palabra: «Os he dicho [laleîn] esto para que gracias a mí

tengáis paz» (Jn 16,33). Jesús habla a los discípulos de tal manera que estos, por sus

palabras, llegan a la paz: paz consigo mismos y paz con los demás. Jesús dice, con todo,

que los discípulos tienen paz en él mismo. Las palabras de Jesús llevan a lo interior de su

corazón. Jesús afirma que los discípulos habitan, por decirlo así, en sus palabras. Y si

habitan en las palabras de Jesús y si dejan que esas palabras suyas habiten dentro de

ellos, en ese momento experimentan paz en Jesús.

Este es para mí un importante criterio del modo debido de hablar. Debe llevar a las

personas a la paz y a la armonía consigo mismas. La palabra con la que en griego se dice

paz –irēne– proviene de la música y significa «armonía». Los distintos tonos de nuestro

interior deben sonar afinadamente en su conjunto. Jesús habla de que, mediante sus

palabras, surge no solo una armoniosa consonancia de los sonidos que hay en nuestro

interior, sino también una armoniosa consonancia de su corazón con nuestro corazón. El

hablar auténtico produce unión. En una conversación lograda, se tiene la impresión de

que todo suena al unísono y que produce una armoniosa melodía.

Todavía hay otro aspecto del lenguaje que, a mi parecer, se pone de manifiesto en el

Evangelio de Juan: su evangelio es, en un ochenta por ciento, diálogo. Juan no narra,

31


como hace Lucas, sino que presenta a Jesús en continuo diálogo con los judíos o con

personas singulares –como, por ejemplo, con la mujer samaritana o con María y Marta–.

El diálogo con la samaritana pasa sin solución de continuidad de la sed real y del

agua del pozo de Jacob al misterio de la fuente interior. Eso de lo que ambos hablan se

convierte en símbolo del agua que da vida, del Espíritu Santo que Jesús da gratuitamente

a los humanos.

Aquí resalta algo de la esencia de todo diálogo. La conversación no solo aclara

cosas exteriores. Debe no solo proyectar luz sobre aquello que vemos, sino llevar, en

último término, a lo invisible, a aquello que en lo más íntimo de nuestro ser nos afecta,

nos mueve y nos da consistencia: aquello de lo que realmente vivimos.

En las múltiples discusiones de Jesús con los judíos se debaten, en último término,

nuestras propias dudas. Las objeciones contra Jesús son, al fin y al cabo, nuestras propias

reservas frente a Jesús. Nos resulta a nosotros tan difícil como a los judíos de entonces

ver en este hombre concreto, Jesús, la gloria de Dios: más aún, al Padre mismo.

Por un lado, nos sentimos fascinados por Jesús y sus palabras. Por otro, dudamos

que tenga que ser precisamente en este hombre de Nazaret donde haya ido a manifestarse

la gloria de Dios. En la conversación, Jesús intenta una y otra vez ganar a los judíos para

la fe. Para Jesús, creer no significa aceptar determinadas verdades, sino ver en él, en su

persona concreta, la gloria de Dios. Creer es contemplar: contemplar a Dios en el

hombre Jesús, ver la gloria de Dios en la cruz. Según esto, la conversación tiene un

objetivo: que aprendamos a mirar con ojos nuevos, que contemplemos en Jesús la

belleza y el amor de Dios.

Una técnica estilística típica en las conversaciones del Evangelio de Juan es el

llamado «malentendido joánico». Aparentemente, Jesús y Nicodemo, Jesús y la

samaritana, Jesús y los judíos hablan cada uno por su lado, en paralelo, y no se

entienden. Sin embargo, en realidad el equívoco lleva la conversación a otro nivel. De

repente se ve claro lo auténtico.

Nicodemo atisba algo del misterio de Jesús y del misterio de renacer en el Espíritu

Santo. La samaritana entiende quién es el Mesías y entiende su propia vida y su propia

búsqueda de una vida llena. Y a los judíos, Jesús les abre los ojos, precisamente a través

de los malentendidos, al misterio de Dios que se manifiesta en el hombre concreto Jesús.

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Cuando en nuestras conversaciones aparecen equívocos o malentendidos, la

mayoría de las veces le echamos en cara al otro que nos ha malinterpretado. Intentamos

aclarárselo otra vez. Los diálogos joánicos quieren invitarnos a examinar con más

precisión los malentendidos que se producen una y otra vez en nuestras conversaciones,

y a hacer una pausa para permitir que el equívoco nos lleve a otro nivel de pensamiento.

[1] Imposible reproducir en castellano el juego de palabras del alemán: schön (bello) y schauen

(ver/contemplar) tienen la misma raíz [N. del T.].

33


4.

Conversar, decir, disertar [1]

En alemán se utilizan tres palabras para expresar el hecho de hablar:

La primera palabra –sagen– [decir] significa propiamente «mostrar» [zeigen].

Cuando digo una cosa, muestro a los oyentes algo que ellos mismos deben mirar. Decir

significa hacer ver algo, mostrar algo. Esto se hace patente en el holandés. Allí se dice

zeggen, palabra muy similar al alemán zeigen.

Decir [sagen] tiene que ver también con contar [erzählen]. Etimológicamente,

erzählen viene de zählen: «hacer cuentas», «computar», «contar hasta el final».

Hablamos de un cuento, de una saga. Contamos historias para mostrar a las personas

algo acerca de la vida, para comunicarles algo que ilumine su existencia. A este decir

corresponde lo que la filosofía llama poner nombre, nombrar, denominar. Denominamos

algo poniéndole un nombre. De ese modo, delimitamos el objeto y lo hacemos

perceptible. Se nos muestra algo y el lenguaje da nombre a lo que se nos muestra.

La segunda palabra es reden [hablar, disertar]. Reden significa propiamente «dar

cuenta», «proceder por afirmación-réplica», «justificar algo y exponerlo racionalmente».

Tiene también afinidad con raten, que quiere decir «explicar racionalmente algo»,

«reflexionar» o «imaginar». Este hablar/disertar tiene que ver, por tanto, con la razón:

intento con mi razón y mi inteligencia exponer algo, justificarlo, aclararlo. Se trata de un

decir objetivo. Hablar es siempre justificar. Decimos de una persona que es elocuente,

orador facundo, que sabe hablar bien, que es capaz de justificar lo que dice [2] . También

decimos que una persona es honrada, honesta, cuando es coherente con lo que dice [3] .

Esta expresión se corresponde, en griego, con la palabra lógos, y en latín, con el

concepto de oratio: «discurso, disertación». Con la disertación exponemos algo. La

disertación nos explica e interpreta lo que nos muestra la palabra. Tales palabras inciden

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sobre la realidad: le dan un sentido, y ese sentido busca ser entendido. La trabazón de la

disertación o discurso, su estructura lógica, la claridad de la exposición: todo eso tiene

como meta la comprensión lógica. El filósofo Hans-Georg Gadamer ha entendido el

lenguaje como exégesis de la realidad. Y exégesis, para él, es siempre comprensión,

inteligencia.

La tercera palabra, sprechen [conversar], es afín a la palabra sueca spraka, que

significa «chisporrotear, crepitar». Es una palabra onomatopéyica. Significa también

«romper», «estallar», «arrancar». Cuando converso, algo se arranca de mí. Entrego mi

talante interior, lo dejo a merced del oyente, y mis sentimientos se hacen oír. Esta

palabra onomatopéyica corresponde al griego laleîn, que procede del balbuceo del niño.

Disertar corresponde al griego légein; conversar, a laleîn. La lengua [Sprache] procede

realmente de hablar/conversar [sprechen]. Quiere decir que el lenguaje es siempre

experiencia, emoción, pasión, amor... hechos sonido.

«El lenguaje no aparece solo como ayuda a la manifestación y representación

gráfica de una cosa; es un fenómeno que, al comenzar, arranca del silencio: la palabra, la

frase, el discurso arrancan del silencio y recaen en él. La lengua (re)suena» (Halder 44s).

El filósofo Alois Halder prosigue describiendo este resonar del lenguaje: «Algo resuena

cuando su forma y su figura se siente impactada y removida hasta en lo más íntimo,

cuando se estremece bajo una suave caricia o un duro golpe» (ibid. 45). El lenguaje

resuena y de nuevo recae en el silencio. Esto pertenece a la esencia del lenguaje. Así lo

ha visto también Romano Guardini: «A la esencia de todo lenguaje pertenece su

referencia al silencio... Porque en realidad solo puede hablar el que puede callar, lo

mismo que solo a aquel que puede hablar le es posible un auténtico silencio... Sin

relación con el silencio, la palabra se convierte en palabrería; sin relación con la palabra,

el silencio se convierte en necedad» (Guardini 15s).

Junto al callar, forma también parte esencial del hablar el escuchar. El hablar busca

ser escuchado. El hablar no puede caer en el vacío: «El hablar da parte [comparte] y el

escuchar toma parte [participa] en cómo se siente uno bajo el contacto y la emoción, bajo

las caricias y los golpes, bajo los mimos y el zarpazo. Hablar y escuchar son, si nos

fijamos bien, dar y tomar parte en el movimiento anímico, en el latido del corazón de las

personas y de las cosas» (Halder 45). El que habla expresa su emoción y la comparte con

35


el que escucha, para hacerlo partícipe de su clima interior. Cuando Dios nos habla,

quiere ser escuchado, quiere hacernos participantes de su vida interior, de su Espíritu.

Tanto a reden [disertar] como a sprechen [hablar] les podemos añadir el prefijo

Ge-. Entonces hablamos de cháchara o habladuría [Ge-rede] o de conversación [Gespräch].

El prefijo ge- indica siempre comunidad. Pero el alemán distingue con

precisión.

La cháchara o habladuría [Ge-rede] tiene una resonancia negativa. Se monta una

habladuría sobre esta o aquella persona: se pone en circulación un rumor. O se trata de

un parloteo vacío. Dos personas hablan cada uno por su lado. Hablan de trivialidades.

Eso es una cháchara o habladuría, que nos deja insatisfechos. Se charla sobre otros, no se

habla a otros. La cháchara no es una conversación personal, no es un diálogo, sino un

charlar sobre otros. Y de este modo la palabrería falsea la esencia del hablar.

La cháchara y la habladuría también crean comunidad, pero una comunidad muy

estrecha de fariseos, una comunidad que al mismo tiempo se alza por encima de los

otros, sobre los que se está murmurando. De aquí que la habladuría divida, en último

término, la comunidad, entre gentes que se atribuyen la pretensión de hablar

correctamente de los demás, y los excluidos, aquellos de los que se habla y que no

pueden defenderse.

La conversación es otra cosa completamente distinta. A la conversación se refieren

los espléndidos versos de Friedrich Hölderlin tomados de su poesía «Celebración de la

paz» [Friedensfeier]:

«Muchas experiencias ha vivido el ser humano.

A muchas cosas del cielo les ha dado nombre

desde que nosotros somos una conversación

y podemos oír unos de otros».

No solo entablamos una conversación. Somos una conversación. Un diálogo es algo

distinto de un intercambio de palabras; se crea comunidad entre los que conversan, no

entre los que charlotean. Y no es que solo se convierten en una conversación: es que son

una conversación.

Friedrich Hölderlin nos expone las condiciones de una buena conversación o

diálogo y nos muestra cuáles son sus características.

36


La primera condición es que las personas que hablan entre sí hayan experimentado

muchas cosas. Hablan desde su propia experiencia. No repiten lo que otros han dicho,

sino que expresan lo que su corazón, en lo más íntimo, ha vivido, experimentado,

barruntado.

La segunda condición es que la conversación esté abierta a lo celeste.

Evidentemente, Hölderlin quiere decir con esto estar abierto a su Dios, a lo trascendente.

Una buena conversación abre también el cielo sobre nosotros. Palpamos algo que nos

sobrepasa. En ese momento no solo surge una comunidad entre los interlocutores, sino

también con Aquel al que siempre se está aludiendo: Dios.

Estas son las dos condiciones para que una conversación tenga éxito. Ahora, dos

cuadros describen la conversación:

Primer cuadro: no solo mantenemos una conversación: somos una conversación.

Los interlocutores no están forzados a hablar bien el uno con el otro, a argumentar

adecuadamente, a escucharse correctamente, sino que ambos son una conversación. No

están sometidos a ninguna presión de tener que llevar a cabo un buen diálogo. Ambos

son auténticos. Están sobre sí mismos y a la vez en sintonía con el otro. Expresan lo que

nace en su corazón, sin ninguna presión de querer impresionar con las palabras. Así es

como nace una conversación. Se hacen uno entre sí. Experimentan la comunidad en el

hablar porque cada uno ex-pone su corazón.

Segundo cuadro: no solo se escuchan el uno al otro. No son solo buenos oyentes.

Más bien, oyen el uno del otro. Oír uno de otro significa para mí «tomo para mí algo del

otro». Oír el uno del otro significa participar en los orígenes del otro: en su historia, en

su experiencia, en su talante, en sus raíces, en su corazón.

Cuando oigo del otro, llego hasta el punto de partida del que él sale, el fondo radical

del que vive. En una conversación, en un diálogo, participamos uno del otro. Y así, en la

conversación nace algo nuevo. Por la participación nace comunidad, interés, com-partir

el uno con el otro. Cuando oímos el uno del otro, nos pertenecemos el uno al otro.

Otorgamos escucha al otro y así escuchamos algo de él y, a la vez, de nosotros mismos.

Tomamos el uno del otro; y eso nos gratifica.

Hans-Georg Gadamer, discípulo de Martin Heidegger y filósofo de la hermenéutica,

arte de la interpretación, piensa que no es que nosotros mantengamos una conversación

37


sino que caemos dentro de ella: «Lo que “resulta” de un diálogo no lo sabe nadie de

antemano. El entendimiento o el fracaso del diálogo es como un suceso que se ha

realizado en nosotros» (Gadamer 361). En la conversación no se trata de que

intercambiamos verdades entre nosotros, sino de que en ella acontece la verdad: que el

lenguaje que se habla en la conversación «“desvela” y hace salir fuera algo que en

adelante está ahí» (ibid. 361).

En la conversación se trata de entenderse: intento entender lo que el otro expresa en

su lenguaje. Me pregunto por la experiencia que hay detrás de sus palabras. Intento

sumergirme en esa experiencia y entenderla. Al mismo tiempo, me pregunto si yo he

tenido experiencias similares y cómo expresaría esas experiencias con palabras mías.

Así, en el diálogo no se trata nunca de tener razón, sino de entenderse sobre el

asunto que está detrás de las experiencias. Ahora bien, ese asunto no es algo que se

puede coger con las manos. Más bien es un secreto, un misterio, que se nos descubre y al

mismo se nos encubre de nuevo.

Un diálogo tiene éxito, según Hans-Georg Gadamer, cuando tiene lugar una fusión

de horizontes. Yo tengo un determinado horizonte en función del cual veo el mundo. El

otro interlocutor tiene otro horizonte distinto. No discutimos qué horizonte es el

verdadero. Más bien, lo que nos importa es una fusión de horizontes. Porque nuestro

horizonte es siempre limitado. Si fundimos los horizontes unos con otros, entonces es la

cosa misma la que llega a expresarse, la cual no es nunca únicamente mi asunto personal

sino, en último término, nuestro asunto común (cf. ibid. 366).

Para que una conversación pueda tener éxito se precisa apertura para situarse en el

horizonte del otro y contemplar el tema desde su punto de vista. Y luego se trata de mirar

la cosa desde mi posición y de contemplar, más allá de las interpretaciones, la cosa

misma. Ahora bien, esto no es evidente de por sí. Con frecuencia existen bloqueos y

obstáculos que nos impiden no solo mantener un buen diálogo, sino también ser un

diálogo.

Si tomáramos en consideración las experiencias de la lengua alemana respecto de

decir, disertar, conversar/ dialogar, por un lado, y sobre el parloteo y la

conversación/diálogo, por otro, nuestras conversaciones alcanzarían otra calidad. No se

daría lugar a ningún tipo de charlatanería en la que muchos hablaran entre sí sin

38


entenderse y aduciendo paralelo con otros aduciendo todo tipo de razones que se

yuxtapusieran unas a otras. En un parloteo nadie escucha a nadie; es un hablar caótico,

una palabrería sin objetivo alguno.

Una conversación solo nace cuando estoy dispuesto a construir comunidad con el

otro y con los otros con quienes hablo, cuando quiero tener comunicación con ellos y

participar de sus experiencias. Si lo único que hago es imponer al otro mi opinión, de ahí

no puede salir nada. Si solo pretendo convencer al otro, sin mostrarme interesado en su

opinión y en su experiencia, en ese caso no puede tener lugar ningún diálogo.

[1] El título de este capítulo en alemán es «Sprechen – sagen – reden».

Es difícil encontrar en castellano una secuencia de verbos que se corresponda exactamente con el alemán. Por

eso, creo conveniente introducir aquí una nota aclaratoria con el contenido que el mismo autor da en el texto a los

verbos en cuestión.

Sprechen: lo traducimos por «conversar/dialogar». El sustantivo Gespräch significa «conversación/diálogo».

Se trata de un «hablar» de carácter dialogal/conversacional.

Sagen: utilizamos el verbo genérico decir. Pero se debe tener en cuenta que el autor, en su análisis filológico,

le atribuye tres acepciones más concretas: «decir/mostrar», «contar/narrar» (de ahí los sustantivos castellanos

cuento, saga) y nombrar, poner nombre. Se destaca aquí, principal aunque no exclusivamente, la idea de un

«hablar» de carácter narrativo.

Reden: hemos optado por el verbo castellano disertar. El sustantivo Rede es «disertación, discurso», etc. Es

un «hablar» lógico-discursivo y, muchas veces, público.

Creemos que, aunque la correspondencia castellana de los términos no sea perfecta, recogen suficientemente

bien la intención del autor, que no es otra que inculcar en el conversar/decir/disertar [sprechen/sagen/reden] el

debido cuidado/atención/esmero (Achtsamkeit) [N. del T.].

Por fidelidad al texto conservamos en la traducción los análisis etimológicos que hace el autor, aunque a los

lectores no iniciados en el alemán les pueda resultar un tanto farragosa la lectura.

[2] Las palabras alemanas que aquí aduce el autor tienen todas la misma raíz de reden: beredsam, beredt [N.

del T.].

[3] El adjetivo alemán utilizado aquí es redlich («honrado, honesto»); de este modo, el autor subraya la

relación entre oratoria y ética/ honestidad [N. del T.].

39


5.

Hablar y escuchar

La conversación solo llega a buen fin cuando no solo hablamos correcta y

personalmente, sino también sabemos escuchar bien. Oír es parte esencial del hablar.

Esto ya se lo hemos oído más arriba al filósofo Alois Halder.

El que habla quiere que se le oiga. Quiere hacer partícipes a los demás de su

experiencia y de lo que piensa y siente. Vale también la inversa: solo podemos hablar

adecuadamente si antes escuchamos al otro con el que estamos hablando y si atendemos

a los sutiles impulsos de nuestro propio interior.

Hablar es expresar lo oído y lo que, al hilo de lo oído, sentimos interiormente.

Hablar es también dar respuesta [Antwort] a lo oído. El prefijo ant- se refiere a la palabra

griega ánti- y significa «a la vista de, ante, frente a...». Respuesta [Antwort] indica

siempre que elijo palabras [Worte] a la vista del otro y que digo palabras a la cara del

otro.

De la respuesta forma parte el mirar. Miro al otro, al que doy respuesta y al que

dirijo palabras que tienen que afectarle personalmente. Dar respuesta significa que me

vienen las palabras adecuadas al mirar la cara de una persona y descubrir en ella su más

profundo deseo. Mi respuesta busca encontrar palabras que le afecten en sus deseos y

sean promesa de satisfacción.

Jesús dice lo que oye a su Padre. En todo lo que decimos, debemos prestar oído a la

voz del Espíritu Santo en nuestro interior. El Espíritu Santo habla en nosotros a través de

los sutiles impulsos de nuestra alma. Pero igualmente importante es escuchar a las

personas a las que y con las que hablamos. En ese momento no solo oímos palabras sino

que oímos al ser humano, a la persona que «resuena» (en latín, personare) a través de las

palabras. A partir de su voz y de sus palabras, oímos su estado de ánimo, sus emociones,

40


su actitud. Oír adecuadamente significa no juzgar, sino acoger interiormente lo que el

otro dice.

Oír hace posible el encuentro personal. Escucho a la persona. Oigo a la persona. Al

oírla, puedo entenderla. Oír me libera del aislamiento. Ahora bien, oímos siempre con

nuestros prejuicios. Por eso se necesita cuidado al oír y disposición para escuchar

realmente y corresponder al otro. Karl-Heinz Kleber, en su artículo sobre el escuchar,

opina que escuchar exige atención: «En la palabra griega ‘akouéin resuena ese tener-queesforzarse,

el empeño» (Kleber 636).

Es agradable hablar con una persona que escucha bien. La conversación se hace por

sí misma cada vez más profunda y llega a tocar más y más el corazón. Al contrario,

resulta sumamente desagradable hablar con personas que no escuchan. En esos

momentos tengo la impresión de que tales personas ni se escuchan a sí mismas ni a su

interlocutor. Del interlocutor solo escuchan palabras-clave sobre las que poder dar

cuerda a sus interminables monólogos. Le inundan a uno con un aluvión de palabras. Y

no aguantan ni una pausa. Tienen que estar continuamente hablando. Evidentemente, no

se escuchan a sí mismas. Posiblemente a esas personas les da pánico escuchar a su

corazón y a su alma. Así que solo dicen banalidades y tópicos. Para esa persona, en ese

momento, no soy su interlocutor, sino solo un instrumento que utiliza para calmar su

necesidad de hablar. Percibo en ella miedo a un encuentro personal: consigo misma y

conmigo. E intento escapar lo más rápidamente posible de esta sumamente desagradable

manipulación. Un encuentro de persona a persona en la conversación, transforma. Un

charloteo que, sin escuchar, solo echa un velo sobre todo, incita a huir de la cháchara.

Me incita a buscar refugio en el silencio y en la soledad.

Los griegos reflexionaron sobre la escucha. Para ellos, oír era «un suceso afectivo»

(Mayr 1031). Las voces y los sonidos, creían los antiguos griegos, no llegan al cerebro

sino al diafragma y allí provocan sentimientos. El oír tiene que ver, sobre todo, con un

sentirse-afectado interiormente. Por eso, el filósofo e investigador de la naturaleza

Teofrasto de Ereso, califica al sentido del oído como el más emocional de todos los

sentidos. Las emociones pasan por la escucha. Al oír, participo de las emociones del

otro. Y en la escucha mutua se excitan nuestras emociones para así ponernos en

movimiento.

41


Oímos no solo las palabras y el contenido: oímos, sobre todo, cómo se dice algo. A

través de las palabras escuchamos la intención: la cercanía o la distancia, el amor o la

frialdad, la comprensión o la cerrazón.

Para los griegos, el ideal era el filósofo, que ve; para los romanos, el rhetor, el

orador que llega a los oyentes, traba relación con ellos, los cautiva y consigue algo de

ellos. Hablar y oír es esencialmente un proceso de relación. Para tener una comunicación

lograda, se precisa una escucha atenta: no solo escuchar las palabras sino también los

matices, la intención, el estado emocional del que habla. Muchas conversaciones

fracasan porque no somos capaces de escuchar y porque queremos imponer nuestros

propios argumentos sin intentar sacar de las palabras del otro lo nuevo que tal vez podría

aportarnos.

El ver no quiere terminar; el oír, en cambio, siempre es solo del momento.

«Empieza, continúa y se apaga» (Halder 36). El oír pasa. Pero somos siempre oyentes.

«Podemos cerrar los ojos más fácilmente que los oídos. El ver depende mucho más de

nuestra facultad, de nuestra voluntad, de nuestro poder. Oír, tenemos que hacerlo

querámoslo o no» (ibid. 36). Oímos algo incluso cuando tenemos taponados los oídos.

Todavía entonces oímos ruidos fuera de nosotros. Y nos oímos a nosotros mismos. No

tenemos más remedio que oír. Incluso cuando estamos meditando y en total silencio,

escuchamos el silencio, oímos lo que sucede en nuestro interior.

En nuestro tiempo, Joachim-Ernst Berendt ha roto una lanza en favor del oír. Él

cree que, en un tiempo en el que el ver ha pasado unilateralmente al primer plano, sería

importante conceder de nuevo más espacio al oír.

Ver es, para él, masculino; oír, por el contrario, femenino. Una orientación

unilateral hacia el ver le hace a uno agresivo. Tenemos que volver a cultivar el oído para

ser capaces de escuchar y acoger, en lo que se puede oír, aquello que trasciende todo oír.

Martin Heidegger habla de lo «escuchable». Pensar, para él, es prestar atención, aguzar

el oído. Pensar quiere decir percibir el ser, prestar atención a la incitación del lenguaje,

en el que el ser se ofrece al oído. Los hermanos Grimm describen «la peculiar ternura del

oído» (Berendt 35).

Joachim Scharfenberg, psicólogo y pastoralista protestante, advierte que el

resultado de una conversación sale con frecuencia perjudicado porque no escuchamos

42


correctamente al otro. Muchas veces esto no es mala voluntad, sino que depende de las

propias represiones. No nos escuchamos lo bastante bien a nosotros mismos. Sobre todo,

no escuchamos a nuestro subconsciente. Cuanto menos escuchemos a nuestro

subconsciente, tanto menos llegará a tener buen resultado una auténtica conversación.

«En la medida en que uno se siente forzado a alejarse de determinados ámbitos de su

propio subconsciente, y, por tanto, también a distanciarse de la consciencia, no estará en

situación de entender y de aceptar ese ámbito en algún otro» (Scharfenberg 48).

Escucharme bien a mí mismo es condición para poder escuchar sin prejuicios al

otro. Y todavía se precisa otra condición más para una buena conversación: lo que el otro

me dice no es algo completamente extraño. Más bien, al oír lo que el otro dice, no puedo

por menos de tomar contacto con lo que se agita en mi propia alma.

En la conversación, el otro no me pasa simplemente información. En la auténtica

conversación acontece más bien «un acordarse de algunas experiencias personales», por

«la activación del conocimiento innato que aún dormita en uno mismo» (ibid. 51). Este

es el método de la filosofía griega, cuyo máximo representante es Sócrates. En último

término, de lo que se trata en la conversación es de contactar con la sabiduría que tengo

en mi propia alma, a través de la expresión de las experiencias, pensamientos y vivencias

propias, y en la escucha de lo que el otro dice. Así, en la conversación no hay ningún

desnivel entre el que enseña y el que aprende, entre el que habla y el que escucha.

Ambos se fecundan mutuamente y ambos se guían recíprocamente más hacia el fondo, a

la sabiduría de la propia alma.

Cómo es la relación entre el hablar y el oír, nos lo muestra Jesús en la curación del

sordomudo. En la sordomudez podemos reconocernos a nosotros mismos. Muchas veces

estamos mudos. Decimos muchas palabras, es verdad, pero en realidad no hablamos. No

hablamos acerca de nuestros sentimientos reales. Y estamos sordos. Tenemos el oído en

piloto automático. Oímos y, sin embargo, no oímos. Solo oímos lo que queremos, y

cerramos nuestros oídos cuando se empieza a decir algo desagradable.

Muchas personas padecen hoy de acúfenos. Aun cuando los acúfenos puedan tener

muchas causas, tal vez son también señal de que tenemos que oír demasiadas cosas, que

oímos lo que no queremos en absoluto oír, que oímos lo amenazador, lo negativo, lo

agresivo: nada de esto nos hace ningún bien.

43


Jesús cura al sordomudo en seis pasos:

Primer paso: Jesús lo aparta de la multitud. Se necesita un espacio de confianza

para volver a aprender a oír y a hablar. Y se precisa un espacio protegido, sin

espectadores, en el que dos personas puedan relacionarse personalmente.

Segundo paso de la curación: Jesús comienza por el oído. Mete el dedo en los oídos

del sordomudo. Con este gesto, en cierto modo Jesús le está diciendo: «Todos los que te

hablan, aunque lo hagan con agresividad, negativa o críticamente, quieren establecer una

relación personal contigo. Les gustaría que tú pudieras oírlos». Sin embargo, cuando

Jesús le mete el dedo en los oídos y así cierra en cierto modo su capacidad auditiva, le

está diciendo: «Escúchate a ti mismo. Escucha los quedos latidos de tu corazón. Escucha

el inconsciente que emerge en tu alma durante el sueño o en momentos de somnolencia.

Escucha lo que está debajo de la superficie».

Luego, en un tercer paso, Jesús toca con saliva la lengua del mudo. Este es un gesto

maternal. La madre no enjuicia. Solo en un clima de confianza, en el que mis palabras no

son sometidas a juicio, me es posible hablar abiertamente y me atrevo a abrirme y a

comunicarme hablando. Tan pronto como el otro note que me asusta lo que dice, o que

lo juzgo y lo condeno, se callará. Sobre ese asunto no volverá a hablar.

Jesús –este es el cuarto paso– mira al cielo. Es un símbolo de que, al hablar y al oír,

estamos ya para siempre abiertos a la voz de Dios en todas las voces, abiertos a la

Palabra de Dios en todas las palabras. En el oír auténtico tiene lugar ya siempre un

escuchar a Dios, que me habla a través de esa persona concreta.

Jesús –quinto paso– suspira. Expresa sus sentimientos. Con esto da ánimos al

sordomudo para apostar por sus propios sentimientos y expresarlos.

Finalmente, Jesús culmina en un sexto y último paso su terapia verbal: «Effatá, que

significa ¡ábrete!» (Mc 7,34). El decir y el oír solo se logran en un clima de confianza,

lejos de toda crítica. Y solo soy capaz de hablar cuando no oigo únicamente palabras,

sino a personas que me hablan. Entonces cobro aliento también para hablar yo

personalmente y no simplemente para decir palabras sin ton ni son. Entonces las palabras

crean relación personal. Nos escuchamos mutuamente y nos hablamos unos a otros.

Condición para esto es la apertura al misterio del otro, a los propios sentimientos y a las

palabras interiores que se forman en mi corazón.

44


6.

Lenguaje y fe

Un poeta que como ningún otro luchó por la autenticidad del lenguaje fue el poeta judío

Paul Celan. Gerhardt Baumann, profesor de Filología Germánica en Friburgo, ha

reflexionado muy a menudo con Paul Celan sobre el secreto del lenguaje. De este poeta

de exquisita sensibilidad dice Baumann que «jamás utilizó una palabra con descuido; en

cada una de ellas percibía todavía la multiplicidad de imágenes originarias. Luchó contra

la falta de memoria del lenguaje coloquial e intentó agrupar por ramas las significaciones

de una palabra intercambiables entre sí» (Baumann 34).

En sus palabras, Paul Celan intentó «sacar a la luz lo que aún no está patente, lo que

se ve pero todavía no se puede reconocer» (ibid. 100). Paul Celan no se calificaba a sí

mismo de persona creyente. Pero la fe en el lenguaje no la perdió nunca. Para él, el

lenguaje era «revelación y conciencia, aventura y refugio: lo único que no se puede

perder» (ibid. 97). Baumann habló con Paul Celan sobre la conexión entre fe, poesía y

pensamiento. «Analizamos cómo en un factor se revela el otro, cómo todo remite a lo

demás, cómo una fe sin lenguaje es tan sinsentido como el lenguaje sin fe» (ibid. 101).

Me parece que este es un punto de vista importante. No existe fe alguna sin

lenguaje y no hay ningún lenguaje sin fe. La fe se expresa siempre en el lenguaje. Pero

todo lenguaje delata también la fe o la falta de fe del que habla.

Cuando Pedro, desde el atrio del sumo sacerdote, quiso observar lo que le estaba

sucediendo a Jesús, la gente que estaba allí le dijo: «Verdaderamente tú también eres uno

de ellos. Tu lenguaje te delata» (Mt 26,73). En griego se dice aquí «tu lália, tu forma de

hablar, te deja al descubierto, delata quién eres». Nuestro lenguaje nos delata: delata

quiénes somos y qué es lo que creemos y si en absoluto creemos.

45


Si creemos, no se manifiesta en las palabras piadosas que decimos sino en el modo

y manera como hablamos con las personas, a las personas y de las personas. En todo lo

que decimos, se manifiesta nuestra fe o nuestra falta de fe.

Paul Celan era extremadamente crítico respecto de un lenguaje «que alardea de

saberlo todo y ya no dice nada» (ibid. 97). Las palabras piadosas son con frecuencia

expresión de falta de fe. Aparentan saber lo que uno no puede saber. En nuestras

piadosas palabras, lo único que podemos hacer es evocar el misterio. E incluso cuando

hablamos de las personas, nuestras palabras son solo un intento de encontrar la clave

para barruntar el misterio de esa persona.

Con Martin Heidegger, con quien Paul Celan se mostró crítico por su pasado

nacional-socialista, le unía, sin embargo, el hecho de que se consideraba «en camino

hacia el lenguaje». Esta es, para mí, una bella expresión: todos estamos en camino hacia

el lenguaje, hacia un lenguaje adecuado en el trato de unos con otros, y hacia un lenguaje

que a tientas se aventura a evocar con palabras el misterio de Dios. Paul Celan iba

apasionadamente en busca de «abrir ámbitos de lo aún inexpresado..., de dotar de

palabra a lo que aún no tiene palabra» (ibid. 112).

Hay un lenguaje que ofende al otro, lo juzga, lo condena, lo rechaza, lo ridiculiza.

El lenguaje hiriente tiene una consecuencia: que las personas se ponen a la defensiva y

se encierran en sí mismas. Se vuelven sordas. Cierran sus oídos. No quieren oír lo que el

otro dice. Es una defensa que levantan contra semejante lenguaje ofensivo.

En muchas empresas y también en administraciones se habla con frecuencia un

lenguaje frío. Un lenguaje frío lleva igualmente a que las personas se cierren. Porque

nadie quiere helarse en el hielo del otro. Los Padres de la Iglesia dicen que, con nuestro

lenguaje, construimos una casa. Y el filósofo alemán Martin Heidegger habla del

lenguaje como la casa del ser. Piensa «que el ser humano tiene en el lenguaje la auténtica

morada de su existencia» (ibid. 159).

Pero no solo el ser humano habita en el lenguaje, sino el ser en general: «El ser de

todo lo que es habita en la palabra. De ahí que sea válida la afirmación “el lenguaje es la

casa del ser”» (ibid. 166). Con esto Martin Heidegger indica que somos responsables,

con nuestro lenguaje, del ser previamente dado. En el lenguaje, el ser debe llegar a

46


hacerse objeto de experiencia. Con nuestro lenguaje tenemos que edificar, por decirlo

así, una casa en la que al ser se le permita ser como es, sin falsificaciones.

Y con nuestras palabras debemos construir una casa en la que las personas se

sientan como en casa y en la que vivan en contacto con su verdadera esencia.

Que estas gráficas descripciones del lenguaje, hechas por los Padres de la Iglesia y

por Heidegger, afirman algo esencial sobre nuestro hablar, se pone de manifiesto cuando

miramos lo que sucede en nuestra vida diaria. Con un lenguaje frío construimos una casa

fría. En ella no quiere habitar nadie. En muchas familias se habla un lenguaje frío o, a

veces, un lenguaje opaco. Muchas veces es un lenguaje equívoco.

Los psicólogos dicen que las personas que crecen en espacios lingüísticos así de

turbios se vuelven enfermizas. No se conocen plenamente. Continuamente se les están

enviando mensajes oscuros. La terapeuta Virginia Satir habla aquí de comunicación

ambigua. Una comunicación así, en la que mi lenguaje es siempre equívoco y en la que

con palabras digo algo distinto de lo que siento en el corazón, tiene como resultado que

los niños de una familia así no pueden desarrollar ningún sentimiento de autoestima.

De la comunicación depende cómo es nuestro crecimiento interno y qué clase de

relación entablamos con otras personas. Satir escribe: «A mi manera de ver, la

comunicación es como un gigantesco arcoíris que abarca todo e influye sobre todo lo que

sucede entre los seres humanos. Tan pronto como una persona llega al mundo, la

comunicación es el único y más importante factor que determina qué clase de relaciones

entabla esa persona con otros y lo que experimenta en su entorno» (Satir 49). Esto

muestra lo decisivo que es el lenguaje que se habla en una familia.

Naturalmente, el lenguaje no es solo algo exterior que puedo aprender a toda

velocidad, como un truco pedagógico con el que todo sale a pedir de boca. Se precisa

esmero en el lenguaje y un aprendizaje permanente para expresar realmente lo que

pienso, para que corazón y lenguaje vayan a una. Y lo que importa es que mi lenguaje

sea expresión de mi fe: de mi fe en Dios, en el sentido de la vida, y de mi fe en los hijos.

Los niños perciben muy rápidamente qué clase de mensajes reciben de los padres:

si su lenguaje expresa fe y esperanza y amor o, por el contrario, descontento, ruptura

interior, desesperanza y frialdad. La fe en Dios tiene que manifestarse en la fe en los

hombres. Conozco cristianos que se esfuerzan honestamente en su fe. Pero en realidad

47


ven con pesimismo a sus hijos. Su fe no impregna el lenguaje con el que hablan de sus

hijos y con sus hijos.

Que mi lenguaje sea expresión de la fe o de la increencia es decisivo para la clase

de empresa que me gustaría construir. El clima de una empresa depende del lenguaje. Si

en ella se habla un lenguaje frío, nadie quiere vivir en esa casa.

En la empresa se necesita mucho cuidado con el lenguaje. Conozco empresas en las

que no está permitido utilizar ninguna expresión militar. Se podría pensar que no hay

que llegar a extremos tan infantiles. Pero tales expresiones militares ejercen un influjo en

el clima de los negocios. Porque en ellos se habla con agresividad sobre otros o con

competidores. Y esa agresividad se infiltra también en el trato de unos con otros. Se

combate entonces a los competidores de la misma empresa y se les expulsa del campo.

Se destruyen y aniquilan estructuras mucho tiempo arraigadas.

Un lenguaje ofensivo provoca un estado enfermizo grave. Cuando el jefe ridiculiza

a otros con su lenguaje, nadie podrá construir un clima de confianza para con él. Todos

se guardarán de él. Las palabras delatan al jefe. Delatan si cree o no en sus

colaboradores.

Pero también en las comunidades religiosas es importante un lenguaje cuidado. En

el encuentro preparatorio de este libro, el maestro de novicios de Münsterschwarzach, el

H. Pascal, opinaba que en muchas comunidades domina la incomunicación. Esto trae

como consecuencia que la gente joven de esas comunidades no sienta que su lenguaje es

comprendido. Se habla sin entenderse.

Pero así ninguna comunidad es posible. Muchas veces la convivencia fracasa por

falta de disposición a hablar con esmero unos con otros y a hacerse en la conversación al

extraño lenguaje de la gente joven. No se encuentra un lenguaje común a unos y otros.

Los jóvenes se sienten incomprendidos. Y así se extienden el desengaño y la frustración.

Un camino importante para que la comunidad pueda crecer cohesionada es el

lenguaje. Muchas veces en las comunidades o se cotillea hablando unos de otros o se

habla de política. Se acalora uno con los políticos, los obispos, los párrocos. Tales

chismorreos separan a los miembros de una comunidad. No se crea convivencia

auténtica.

48


En nuestra comunidad de Münsterschwarzach, tras un esfuerzo de años, hemos

aprendido, bajo el abad Fidelis Ruppert, a dialogar unos con otros. Todavía hoy no

siempre se logra. Pero somos conscientes de que el lenguaje de una comunidad es

decisivo bien para crear un hogar en el que también la gente joven quiera entrar, bien

para tener una casa fría, discutidora, con el anatema a la orden del día.

Políticos y periodistas marcan con su lenguaje el clima de una comunidad. Con un

lenguaje de condena levantan fronteras entre las personas y provocan rechazo respecto

de los extraños. Los políticos que con su lenguaje solo aspiran a superar a los otros,

prostituyen la esencia del lenguaje. Expresan su propia infalibilidad y su afán de

prestigio, pero no la realidad misma.

Los políticos deberían manejar con esmero su lenguaje, a fin de expresar las cosas y

los contenidos de las cosas como corresponde a su naturaleza. Y al mismo tiempo, su

lenguaje debería ser un lenguaje de esperanza, de que es posible dominar las

circunstancias difíciles.

El lenguaje delata a los políticos. Por eso, los responsables de estrategia de los

partidos deberían preocuparse de formar a los políticos de su partido en un lenguaje de

reconciliación, de aliento, lleno de esperanza y de fe. Muchos políticos cristianos no han

caído en absoluto en la cuenta de cuán anticristiano ha llegado a ser su lenguaje.

Ciertamente se han posicionado a favor de los valores cristianos, pero su lenguaje no es

lenguaje de fe sino de increencia, de condena y de acusación.

La sensibilidad de Paul Celan respecto de un lenguaje que no alardea de saberlo

todo pero que intenta sacar a la luz lo que en sí es invisible, es también un reto para la

Iglesia. La Iglesia es, por supuesto, el lugar de la fe. Pero cuando escucho muchos

sermones o cuando intento dejarme afectar por muchas declaraciones pastorales, también

en ellos descubro falta de fe. Es verdad que se dicen palabras piadosas. Pero la fe o la

esperanza o el amor no se manifiestan en ese lenguaje.

Ciertamente, muchos predicadores hablan de que la gente debería tener más fe y

amar con más intensidad. Pero sus palabras no reflejan ninguna fe y ningún amor. Son

más bien una solemne declaración de quienes ni parecen tener una existencia propia y en

quienes el lenguaje no se convierte en experiencia.

49


Si lo primero que hace un predicador es dibujar un mundo malo para después

ponderar la fe como solución, muchas veces yo no puedo descubrir en ese sermón fe

alguna. El lenguaje delata más bien que el predicador, sin darse cuenta, está hablando de

lo malo que hay en su corazón. No suscita en los oyentes nada de fe. Más bien, en sus

palabras solo oyen resignación y desesperanza.

La apresurada respuesta que entonces se ofrece desde la fe, las más de las veces no

resulta convincente. Por eso, para mí es importante buscar honradamente un lenguaje

que exprese nuestra fe de tal manera que llegue a los creyentes como fe. Los oyentes

captan enseguida si el predicador cree en lo que dice y si sus palabras transmiten

realmente fe. Con frecuencia, las palabras del predicador intentan causar impresión, bien

mediante un lenguaje especialmente trabajado, bien moralizando, con lo que crean entre

los oyentes mala conciencia. Pero, entonces, ese no es un lenguaje de fe sino de falta de

fe. Tengo que moralizar porque no tengo fe en las personas a las que hablo.

Martin Heidegger, en sus artículos sobre el lenguaje, muchas veces de difícil

comprensión, ha expresado a mi entender algo que es importante para el modo de hablar

sobre la fe y para el lenguaje del predicador. Interpretando un poema, dice que nombrar

o llamar una cosa por su nombre implica siempre una invitación: «Invita a las cosas a

que ellas, como cosas, importen a los hombres» (Heidegger 22). Se trata de hablar sobre

lo que percibo de tal manera que importe a las personas.

Y Heidegger cree que en el lenguaje acontece algo. «Lo así acontecido, la esencia

humana, es conducida mediante el lenguaje a su mismidad» (ibid. 30). Si el sermón está

a la altura de la naturaleza del lenguaje, algo sucede en esa predicación. Lo que es

invisible e incomprensible acontece para el hombre. Y al suceder, la persona se adentra

en su autenticidad, en su esencia. Nunca llegaremos a conseguir esta pretensión. Pero

tener un atisbo de que nuestras palabras crean realidad, de que acercan al ser humano lo

incomprensible, tal vez nos induciría a hablar con esmero.

Otro problema es cómo hablamos en público sobre nuestra fe. ¿Qué lenguaje

hallamos para hablar con autenticidad sobre nuestra fe y hacerlo de tal manera que

nuestros interlocutores nos entiendan? Para mí, hay aquí dos puntos importantes.

Como primera tarea, tengo que escuchar mi profundo deseo personal. ¿Cuál es mi

anhelo más hondo? ¿Cómo puedo encontrar en la fe una respuesta a mi deseo? Luego

50


tengo que escuchar también los deseos de las otras personas. La persona a la que hablo

¿tiene el mismo anhelo que yo? ¿O desea otras cosas completamente diferentes? ¿Y cuál

es la meta última de su deseo profundo?

Primero tengo que escucharme a mí y a los otros, para encontrar un lenguaje que

formule mi fe de modo adecuado para mí mismo, y que luego pueda ofrecer al otro. Para

mí, esto constituye una honesta lucha continua, en la que nunca llego al final. Siempre

voy a estar «en camino hacia el lenguaje», nunca voy a llegar.

La segunda tarea es encontrar para mí un lenguaje que yo mismo entienda: ¿cómo

puedo expresar lo que creo de manera que yo lo entienda? Porque, antes de poder

expresarlo, tengo que haberlo entendido yo mismo. La búsqueda de comprensión tiene

lugar en mi interior. Y esta búsqueda en mi interior emplea ya palabras. Hablo con mi

propia alma e intento, en diálogo interior con mi espíritu, encontrar las palabras que me

satisfagan interiormente, que den una respuesta a mis más hondos interrogantes.

Una ayuda eficaz consiste en tener alguna vez este diálogo interior en voz alta,

darme en voz alta al menos una respuesta. Al oír mis propias palabras, siento si están a

tono o si son pura retórica, simple repetición. Al buscar palabras que estén a tono con mi

más íntima inquietud y den respuesta a esa búsqueda, se me hace inteligible mi propia fe

y puedo optar por ella.

Solo si yo mismo entiendo la fe y me comprometo con ella puedo encontrar el

lenguaje para comunicársela a otros. No tiene por qué ser un lenguaje misionero que

pretenda convencer al otro de mi fe o ganarlo para mi punto de vista. Más bien, el

lenguaje de la fe tiene que ver siempre con dar testimonio. Doy testimonio de lo que es

importante para mí y en lo que baso mi vida.

Dar testimonio se dice en griego martyréin. Esto quiere decir, en primer lugar, que

ante un tribunal recuerdo determinados hechos y los atestiguo. Vale también para el

filósofo que testifica de aquello de lo que está convencido.

Una bonita descripción de lo que es dar testimonio de nuestra fe la encontramos en

la Primera Carta de Pedro: «Si alguien os pide explicaciones de vuestra esperanza, estad

dispuestos a defenderla, pero con modestia y respeto, con buena conciencia» (1 Pe 3,15-

16). La situación que Pedro tiene aquí ante los ojos es la pregunta que hacían a los

cristianos sus vecinos «sobre el porqué del cambio y modificación de su conducta y

51


sobre el “hacer el bien”» (Brox 160). Esta es una situación que todavía hoy tiene

actualidad. Pero esto significa también que no debemos hacer propaganda de nuestra fe

por propio impulso, sino que solo mediante nuestra conducta tenemos que llamar la

atención de los demás sobre nuestra fe y nuestra esperanza. ¿Cuál es en realidad la razón

de que yo esté en paz conmigo mismo y con los otros, de que sea capaz de amar a las

personas y de que en mi conducta no piense solo en mi interés?

Se necesita entonces un lenguaje que pueda aclarar esto. Pero este lenguaje tiene

que ser conciliador y no agresivo. La expresión griega méta praytētos kaì phóobou

syniîdesîn échontes ‘agáthen (1 Pe 3,16) significa «de manera suave y respetuosa, con

buena conciencia» (traducción: Brox 156). Hablamos correctamente sobre nuestra fe

cuando nuestras expresiones dejan traslucir algo de la esperanza que llevamos en nuestro

interior.

El lenguaje –nos dice la Primera Carta de Pedro– explica la vida. Traduce a

palabras lo que se manifiesta en nuestra conducta y en nuestro ejemplo. Y el lenguaje ha

de ser suave, tierno, modesto. No debe condenar, no debe ponerse a sí mismo por encima

de los demás. Y siempre debe mostrar respeto a los otros. Si quisiera adoctrinar al otro,

dejaría de ser respetuoso. Me situaría por encima de él.

El lenguaje, además, tiene que ser expresión de una buena conciencia. Esto quiere

decir, por un lado, que tiene que ser sincero, que mis palabras ponen de manifiesto que

lo que digo, lo hago, o al menos intento realizarlo. Y significa, por otro lado, que hablo

desde mi sabiduría interior y desde el corazón, no desde la cabeza.

No se piden demostraciones de la fe puramente racionales, sino un lenguaje que

salga del corazón. Las personas perciben con precisión si, como cristianos, hablamos en

la sociedad ese lenguaje dulce, respetuoso y que sale del corazón o si nos agazapamos

tras una palabrería religiosa o incluso hablamos sobre nuestra fe de manera moralizante o

conminatoria, en el sentido de que «el que no cree no puede en absoluto vivir

decentemente».

Muchas veces deduzco de tales demostraciones que el mismo orador de turno no es

capaz de vivir honestamente. Necesita la fundamentación de la fe ante la carencia que él

mismo padece. Pero nuestro hablar debe brotar de una fe que se haga visible en nuestro

ejemplo y en nuestra conducta.

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7.

El lenguaje religioso

Todo lenguaje delata fe o increencia. Pero existe también el lenguaje específicamente

religioso.

Romano Guardini abordó la esencia del lenguaje religioso en una conferencia

pronunciada en la Academia de Baviera en el año 1959. Lenguaje religioso no significa

–como muchos creerían a primera vista– decir palabras piadosas, repetir las palabras de

la Biblia o recitar de memoria el catecismo. La pregunta es: ¿qué es lo que hace que un

lenguaje sea auténticamente religioso?

Romano Guardini distingue entre lenguaje religioso auténtico e inauténtico. «Es

auténtico cuando el que habla lo hace desde su propia experiencia; o también, cuando

participa en la experiencia de otro y la vive conjuntamente con él. Inauténtico, cuando el

que habla maneja vocablos religiosos con fines sociales, estéticos o políticos» (Guardini

15).

Religioso es para Guardini solamente un lenguaje que sale del interior. Guardini

cita a Rudolf Otto, experto en ciencias de la religión. Para él, tenemos experiencia

religiosa en cosas naturales siempre que en esas cosas naturales nos impacte algo que

Rudolf Otto denomina «lo santo, lo numinoso». A eso Romano Guardini lo llama «el

misterio».

Todo problema busca solución: para eso existe. El misterio, por el contrario, existe

«para que el yo profundo religioso respire en él» (ibid. 20). Cuando contemplamos el

cielo estrellado o nos adentramos en un bosque encendido por la luz del sol, nos topamos

con el misterio o la realidad religiosa. No la podemos contemplar objetivamente. Nos

importa y nos afecta. Nos transmite el sentido decisivo de nuestra vida.

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El lenguaje religioso expresa la experiencia religiosa. Pero para ello maneja

palabras que proceden de lo secular. «Primero, ese lenguaje le mostrará al oyente algo

secular, conocido inmediatamente; pero a continuación le hará observar que eso

mundano-secular lo entiende como expresión de otra cosa distinta no-secular, de algo

especial, y le inducirá a dar el paso hacia ello» (ibid. 22).

Este es para mí un punto de vista importante: el lenguaje religioso es el arte de

hablar de tal manera, sobre experiencias con personas, con la naturaleza, con

acontecimientos históricos, que al oyente se le manifieste algo del misterio de su vida, de

la misteriosa acción de Dios.

En su conferencia sobre el lenguaje religioso, Romano Guardini se refiere no al

lenguaje de la liturgia sino, sobre todo, al lenguaje de los poetas y de los místicos. El

lenguaje religioso es para él un lenguaje imaginativo, plástico. Cuando Plotino, el

antiguo filósofo neoplatónico, designa a Dios como «la auténtica fuente», todo el mundo

que ha experimentado el frescor y el manar de una fuente entiende algo de esta

afirmación religiosa. Algo se le desvela del misterio de Dios. Lo religioso tiene su

expresión en el contraste de imágenes. Por eso, Guardini cita una canción medieval a la

Trinidad, nacida en el círculo del maestro Eckhart:

«El camino te lleva

a un desierto maravilloso.

Anda sin camino

la senda angosta».

Aquí se han elegido llamativos contrastes. El camino pasa a través del desierto sin

caminos. Nosotros tenemos que recorrer sin camino la senda angosta. Estas imágenes

paradójicas abren nuestro espíritu a lo divino, lo que está más allá de todos los

contrastes.

El lenguaje religioso es, para Romano Guardini, un lenguaje transformante. Este

lenguaje transformador lo encontramos sobre todo en la poesía. Guardini cita un pasaje

de los Demonios de Dostoyevski, en el que Kiriloff dice de una hoja: «Una hoja es

buena. Todo es bueno» (ibid. 30).

Para Guardini aparece aquí la idea de transfiguración, de glorificación, tan central

en la espiritualidad rusa: «Algún día, toda la creación será asumida por el Pneuma y

54


transformada en santidad y en belleza» (ibid. 31). El encanto que Kiriloff experimenta en

esa simple hoja se convierte en «una mirada penetrante en lo numinoso».

Un arte similar descubre Guardini en Rainer Maria Rilke, quien en la séptima de

sus Elegías de Duino habla de «la desmesura de las cosas mundanas, que sobrecoge el

corazón». También aquí son las cosas terrenas las que nos hacen barruntar el misterio de

Dios.

El lenguaje religioso se arriesga siempre a dar el paso hacia campos abiertos: del

ruido al silencio, del espacio a lo supraespacial, de lo exterior a lo interior... Este es el

arte del lenguaje religioso. No tiene nada que ver con sensiblerías piadosas. El arte del

lenguaje religioso consiste más bien en que habla recta y atinadamente sobre lo que en el

mundo le sale al encuentro. Pero habla sobre lo mundano de tal forma que en ello se

transparenta otra cosa distinta: lo numinoso, el misterio.

Este es un desiderátum que difícilmente podrá alcanzar en su plenitud un predicador

o un escritor religioso. Los poetas han dominado este arte. Pero también debería

manifestarse en él algo de la calidad del arte poético. De lo contrario, nuestro lenguaje

religioso se convertirá en un lenguaje-gueto que solo los inquilinos de ese gueto van a

poder entender.

Romano Guardini opina que el lenguaje religioso tiene que impactar a cualquier

persona, porque todo ser humano tiene algún barrunto de lo santo y de lo numinoso. Con

un lenguaje puramente religioso, ese que solo se compone de palabras religiosas sin

referencia al mundo, no se impacta a las personas. Les resbala, porque en él no se

encuentran ni a sí mismas ni a su mundo. Ahora bien, el lenguaje religioso no es un puro

narrar mundano, sino el arte de abrir lo mundano al ámbito de lo supramundano y de lo

numinoso. Es el arte de abrir el cielo sobre lo terreno en lo que vivimos el día a día.

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8.

El lenguaje corporal

Antes de comenzar a hablar con la lengua, uno ya está hablando con el cuerpo. Nuestro

cuerpo está hablando siempre. Muchas veces, cuando viajo en tren, me gusta observar a

la gente en la estación: cómo uno está parado de pie, cómo se mueve el otro, cómo un

tercero está sentado en un banco; todo esto ya dice algo acerca de la persona. Nuestro

cuerpo nos delata. El uno está inseguro y manifiesta su inseguridad. El otro muestra su

propia indefinición: está sentado en el banco como un signo de interrogación, sin

expresividad alguna. Con una persona así de amorfa no me gustaría trabar contacto. El

otro está seguro de sí mismo. Se le ve en su centro y solo con su actitud corporal invita a

otros a trabar contacto con él. Alguno camina con los hombros bien erguidos: revela el

miedo que le sacude por dentro y le fuerza a aferrarse firmemente a sí mismo. Muchos

andan su camino conscientes de lo que quieren y llenos de energía; otros van sin fuerza,

sin gusto, sin orientación; más bien, se dejan llevar. No oigo ninguna palabra. Pero

entiendo el lenguaje que cada uno habla.

Cuando mantenemos una conversación con alguien, hablamos al mismo tiempo con

nuestra lengua y con nuestro cuerpo. Y con frecuencia, ambos lenguajes no coinciden. A

uno le decimos que somos todo oídos para sus problemas; pero nuestros brazos cruzados

indican que estamos ausentes y que nos cerramos ante él. O giramos nuestro cuerpo

apartándonos de él, con lo que le damos a entender que en realidad nos importa un

comino. O jugueteamos con un objeto cualquiera y de esa manera mostramos la poca

atención que el otro nos merece.

Nuestro interlocutor ve cuál es nuestra actitud para con él no solo en la postura de

nuestro cuerpo y en los gestos de nuestras manos, sino también, y sobre todo, en nuestra

mímica. Si ve un rostro hermético, sabe, por ejemplo, que lo estamos considerando solo

como cliente, pero no como esa persona concreta. Si ve una cara continuamente

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sonriente, también él se siente inseguro y se preguntará si todo eso es realmente

auténtico. En nuestra mímica percibe cómo reaccionamos a sus palabras: si esa mímica

nos sale del corazón, si realmente estamos conmovidos y nos sentimos afectados, o si

nuestras palabras son puro camuflaje. En nuestros gestos percibe también si le

aceptamos interiormente o si rechazamos y descalificamos lo que nos está contando –y

de ese modo, si le rechazamos y le juzgamos a él mismo–.

Cuando asisto a una conferencia no solo presto atención a las palabras, sino que

también me fijo en el lenguaje de los gestos. Miro cuál es la postura de cada uno: si está

quieto, seguro de sí, o si se mueve de acá para allá una y otra vez, si simplemente está

ahí o si en todo momento busca provocar algún efecto. En su modo de estar y en sus

gestos percibo si está comprometido con algo más importante o si lo que pretende es

exhibirse y situarse en el centro.

Luego me fijo también en sus manos: ¿se corresponden sus gestos con lo que dice,

o se me antojan artificiales?; ¿tengo la impresión de que están estudiados para causar

impresión?; ¿son auténticos?

A veces el conferenciante delata también su actitud interior con su gesticulación.

Delata su actitud interior autoritaria con gestos como estirar el dedo. O muestra su

actitud magisterial, apuntando una y otra vez con el dedo como hace un profesor. Ya

pueden ser suaves sus palabras: muchas veces, gestos agresivos como el puño cerrado o

movimientos crispados revelan la agresividad reprimida del orador.

Algunos deportistas, empresarios o políticos se han perjudicado a sí mismos por un

lenguaje corporal inadecuado. Famoso es el signo de victoria que el antiguo presidente

del Deutsche Bank, Josef Ackermann, hizo a los periodistas con los dedos extendidos, en

el curso de un proceso. Se dejó arrastrar a este gesto por un periodista. Quería satisfacer

el deseo de este de conseguir una fotografía espectacular. Pero no tenía conciencia de la

reacción negativa que con ello iba a provocar en el público. Tuvo que aprender con

amargura lo importante que es tener cuidado de cómo hablamos a la gente con nuestro

cuerpo.

No solo las palabras irreflexivas, sino también los gestos desconsiderados pueden

provocar un inmenso desastre. Es importante expresar lo que tenemos dentro y no

dejarnos arrastrar por otro a algo que no nos va.

57


Si nuestro lenguaje sale del corazón, eso se manifiesta tanto en la voz como en los

gestos. Y es que siempre hablamos con todo el cuerpo. Nosotros, los alemanes,

pensamos que esto es típico de los italianos. Pero cualquier orador subraya sus palabras

con gestos y con mímica.

A veces la mímica contradice las afirmaciones del conferenciante –acabo de aludir

ya a ello–. El psicólogo americano Albert Mehrabian ha investigado con más precisión la

importancia de los elementos no verbales en la comunicación. Dice que solo un siete por

ciento del efecto le corresponde al contenido verbal; en cambio, el 38 por ciento a la

expresión verbal (es decir, a la voz y al tono) y el 55 por ciento a la expresión corporal.

Podrá parecer exagerada esta distribución. Se la puede criticar con todo derecho,

porque el efecto no se deja distribuir tan fácilmente. Pero una cosa queda clara en estas

investigaciones: una auténtica disertación exige que la expresión del contenido y del

lenguaje (selección de las palabras, construcción de las frases) concuerde con la

expresión de la voz y del cuerpo en la mímica y en los gestos.

En la liturgia se prescriben al sacerdote determinados gestos. Pero incluso entonces

se nota si los gestos están a tono o no, si están aprendidos o si salen del corazón. Y con

frecuencia, el lenguaje gestual del sacerdote solamente pone de manifiesto su personal

dispersión, su ruptura interior y su falta de espiritualidad.

La gente observa al sacerdote meticulosamente. Ya con la misma entada, ve si se

pone al servicio del culto divino o si se exhibe a sí mismo, si representa un hecho

sagrado o si pone en escena su personal pieza teatral. Lo importante no es realizar los

gestos con corrección puramente externa. Más bien, lo que importa es cuidar la propia

actitud interior, que en esos momentos tiende a manifestarse también en el cuerpo.

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9.

El lenguaje en la liturgia

Hoy muchas personas no saben cómo arreglárselas con el lenguaje litúrgico. Las

oraciones y los prefacios son, para muchos, ininteligibles. Entonces muchos sacerdotes

intentan reformular personalmente las oraciones. Pero el resultado tampoco es mejor: se

cae con frecuencia en un lenguaje banal que no está a tono con el culto litúrgico. Y

cuando se cree que hay que comentarlo y aclararlo todo, la liturgia muchas veces se

convierte en un batiburrillo.

Las oraciones clásicas tienen una agradable brevedad, mientras que las formuladas

personalmente, a veces, no terminan nunca. Con frecuencia, en esos momentos se habla

de Dios tan inteligiblemente que se pierde el misterio del Dios incomprensible. Ese

lenguaje sabe demasiado.

Mucho depende de cómo se dicen las oraciones oficiales: si se nota que el que las

recita está convencido de lo que reza y si son expresión de su experiencia. Y depende

también de si las palabras personales de la introducción y de la homilía encuentran el

camino hacia el corazón de la gente.

El lenguaje litúrgico está ligado a determinadas actitudes corporales. El sacerdote

extiende las manos para la oración, o las levanta. Ya la postura de las manos da a sus

palabras un sello propio y una fuerza peculiar. El sacerdote podría aprender algo del

actor, en quien lenguaje y gesto van a una y sintonizan.

Los que participan en el culto divino no oyen nunca las palabras de la liturgia sin

experiencias personales previas o sin prejuicios. Muchas palabras remueven viejas

experiencias vitales. Por ejemplo, en la liturgia se habla con frecuencia de sacrificio o de

pecado y culpa. A personas a las que en su niñez se les echó en cara constantemente su

culpa, estas palabras les provocan rechazo. No quieren aparecer siempre como

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pecadores. Sacrificio les suena inmediatamente a «expiación» y les vienen pensamientos

tales como «¿Tan malo soy que Jesús tuvo que morir con una muerte tan cruel para

expiar mis pecados?».

Para mí, esas palabras son imágenes que abren una ventana al misterio de la muerte

de Jesús. Pero no las relaciono con un sacrificio sangriento de expiación, sino con el

aspecto de amor y entrega. El discurso sobre el sacrificio es solo una imagen con la que

expreso el misterio de la cruz. Hay otras imágenes que son mucho más importantes: la

cruz es consumación del amor; en la cruz nos abraza Jesús con todas nuestras

contradicciones. El Evangelio de Juan relaciona la imagen de la cruz con la imagen de la

serpiente de bronce. La cruz es, según esto, una imagen que habla de la curación de

nuestras heridas.

No debemos rechazar ninguna imagen de la Biblia. Pero es tarea nuestra poner ante

los ojos a las personas la riqueza de imágenes, a fin de que puedan dar de mano a la

fijación en la imagen que les resulte amenazadora.

No es fácil sacar a la gente de la cabeza viejas imágenes hirientes. Muchos

sacerdotes intentan entonces quitar hierro a las oraciones litúrgicas. Pero, de esa manera,

con frecuencia se abre la puerta a la banalidad y la sosería. Sería cometido del que

preside la liturgia crear con su propio lenguaje una atmósfera de lo santo y de la gracia

misericordiosa. En esa atmósfera adquieren su justificación incluso las palabras de

pecado y de culpa. Ya no tienen un efecto inculpatorio sino liberador. Apuntan a una

realidad que efectivamente también existe en nosotros: que vivimos superficialmente y

que llevamos dentro sentimientos de culpa. La referencia a este dato no tendría entonces

un efecto de carga sino de alivio. Pero estaría bien interpretar esas palabras también en el

sermón. Entonces se podrían tratar y eliminar viejos patrones de vida.

La liturgia vive de ritos. Estos ritos van unidos a palabras que los interpretan.

Muchas veces las palabras establecidas no se bastan por sí solas para explicar los ritos de

tal modo que la gente pueda entenderlos. De aquí que sea cometido nuestro explicar los

viejos ritos de tal manera que la gente pueda entenderlos y pueda experimentar en ellos

que se trata de ritos que sanan, ritos que hacen bien, que abren un nuevo horizonte y que

nos ponen en contacto con la fuerza sanante y liberadora de Jesucristo.

60


Sin interpretación, los ritos se convierten en ritos vacíos. Cuando en cursos y

convivencias celebro conscientemente la eucaristía con los participantes y explico

muchos ritos –como la señal de la cruz, la elevación de la patena y del cáliz–, para la

gente esto es como una revelación. De repente se les enciende una luz: que en esos ritos,

de lo que se trata es de su transformación y santificación.

Siempre quedan los dos caminos: o sencillamente recitar solo las oraciones y los

textos establecidos auténticamente o también, en casos singulares, precisamente en

determinados ritos, usar expresiones personales. Me gustaría aclarar esto con un

ejemplo. Cuando asisto a un matrimonio, comento siempre con los novios el rito y su

significado. En el tema de la disposición a contraer un matrimonio cristiano, puedo

limitarme a las fórmulas prefijadas. Pero también puedo invitar a la pareja a aclarar ante

la comunidad con palabras personales por qué están aquí, en esta iglesia, para darse

mutuamente el «sí, quiero» ante Dios.

Cuando les propongo a los novios la tarea de reflexionar sobre ello y de formular

personalmente lo que esperan del matrimonio canónico y de la bendición de Dios, eso

supone para los dos un reto: el de pensar en su modo de vida, en su fe y en un

matrimonio cristiano. Luego tienen que formular también por escrito sus reflexiones. No

hace falta que las lean en público. Pero el escribirlas les aporta claridad sobre lo que para

ellos es realmente importante. Y van a notar que no es en absoluto tan fácil expresar en

palabras lo que les une mutuamente y lo que esperan de la bendición de Dios.

Algo parecido sucede con la manifestación del consentimiento. Pueden utilizar una

de las tres fórmulas previstas. Cuando pronuncian esa fórmula con plena convicción, el

rito tiene una gran fuerza. Pero también pregunto a los novios si quieren formular ellos

mismos esta manifestación de consentimiento. También en ese caso sería razonable

formularla por escrito. Con frecuencia los novios se ponen a reflexionar. Perciben que

también la fórmula prescrita tiene su fuerza. Y si ahora se deciden por ella, entones la

fórmula canónica es al mismo tiempo su palabra y ya no una palabra ajena.

Si, por el contrario, intentan formular ellos mismos una manifestación del

consentimiento, eso desencadena un proceso común de reflexión. Y van a experimentar

que no es tan fácil expresar con palabras propias lo que la declaración de consentimiento

pretende. Cuando en la entrevista preparatoria hablamos abiertamente de esto, el sentido

61


de la fórmula oficial prescrita se acrecienta. Sus palabras adquieren una fuerza nueva.

Muchas parejas logran expresar en palabras muy personales lo que quieren prometer al

otro. Las palabras, en esa coyuntura, no pueden ser cualesquiera, sino que tienen que

lograr que todos los asistentes al acto litúrgico de la boda perciban y constaten el sí

incondicional dado al otro.

Cuando una vez, hace cuarenta años, estuve en Taizé, me sentí muy impresionado

por los textos bíblicos que se leían en público. En cada palabra percibía que allí se estaba

proclamando la Palabra de Dios. Cuando aquí, en muchas iglesias, escucho las lecturas,

muchas veces tengo la impresión de que el lector está luchando con el texto para de

alguna manera presentarlo decentemente. Pero eso entonces no es una proclamación. Así

no llega a oírse la Palabra de Dios. Tampoco se trata aquí de pura técnica de lectura, sino

también de ser tocado por la Palabra de Dios. Si me siento interpelado por esa palabra,

también la proclamaré adecuadamente.

En los últimos tiempos, los obispos católicos acentúan una y otra vez la primacía de

la celebración de la eucaristía frente a la liturgia de la Palabra. Naturalmente, la

eucaristía es el punto culminante de la liturgia. En ella celebramos la muerte y

resurrección de Jesucristo, signo de que todo en nosotros puede ser transformado: el

anquilosamiento, en vitalidad; la oscuridad, en luz; el yacer en la tumba, en un poderoso

resucitar; y el fracaso, en un nuevo comienzo. Pero junto al punto culminante

necesitamos también otras formas de liturgia.

La liturgia de la Palabra vive, por un lado, de la fuerza de la palabra divina. Y si la

Iglesia habla del «sacramento de la Palabra», esto habría que experimentarlo

precisamente en la liturgia de la Palabra. Las palabras de la Escritura son palabras

sagradas que quieren afectarnos. Pero precisamente por eso se necesita atención y

sensibilidad para expresar las palabras de tal manera que la gente se sienta afectada por

ellas.

Por otra parte, la liturgia de la Palabra vive de ritos. Esa liturgia podría ser el lugar

de nuevos ritos que realizaran comunitariamente los fieles. Los ritos crean comunidad.

Los ritos son el lugar en el que se pueden expresar sentimientos que de otra manera

nunca se llegaría a manifestar. Los ritos –así dicen los antiguos griegos– crean un

espacio sagrado y un tiempo sagrado. Y para los griegos, solo lo santo es capaz de sanar.

62


Los ritos en las liturgias de la Palabra podrían proporcionar a la gente de hoy la fuerza

sanante de Jesucristo.

Desde hace algunos años, en los más importantes cambios del ciclo anual,

celebramos en Münsterschwarzach liturgias de bendición: una en torno al 2 de febrero, la

liturgia penitencial antes del Domingo de Ramos, otras liturgias en torno al 24 de junio y

al 2 de noviembre; todas ellas, los miércoles por la tarde. La liturgia de bendición consta

de palabra, de rito y de música. Un coro acompaña el acto litúrgico con una música

meditativa que hace que las palabras penetren más profundamente en el corazón.

Me gustaría contar solo un par de ejemplos. El 2 de febrero repartí pequeñas velas

entre los participantes. Las encendimos en la iglesia a oscuras para que la luz iluminase,

ante todo, los oscuros espacios de nuestra vida. Luego nos pusimos en marcha y

caminamos en procesión silenciosa a lo largo de la iglesia, mientras un compañero

nuestro, monje, acompañaba nuestros pasos con el violín. En un acto litúrgico había yo

comentado la parábola del dracma perdido como imagen para la procesión: buscamos en

nuestro interior el yo perdido, el centro personal perdido, los ideales perdidos, el

entusiasmo perdido, la fe perdida, el amor perdido.

En otra liturgia de bendición para esa fiesta, tomé como imagen la canción «María

caminaba por un zarzal», que el compañero monje hacía sonar una y otra vez en el

violín. Con la luz de Jesucristo, avanzábamos a través del zarzal de nuestra vida diaria.

La zarza es, según una palabra de Jesús, un símbolo de las preocupaciones que con

frecuencia nos asfixian en el día a día. Pero también simboliza las heridas que nos

hieren, las humillaciones de la historia de nuestra vida, así como las muchas punzadas

que diariamente recibimos. Tales ritos llevan el mensaje de la fiesta de la Presentación

de María al corazón de la gente. El mensaje se hace vivencia.

Para el 2 de noviembre, escogí el tema «Descubrir nuestras propias raíces». Los

santos y los difuntos que hemos conocido personalmente, incluidos nuestros propios

familiares y antepasados, son nuestras raíces, de las que vivimos. De pie en el acto

litúrgico, meditamos el árbol que somos. Nuestro árbol tiene profundas raíces y

despliega hacia arriba una corona. Somos personas de la tierra y del cielo. Nuestras

raíces son nuestros antepasados, su energía vital y la fuerza de su fe. Con los ritos

participamos de su fuerza vital y de la energía de su fe.

63


Luego, en la liturgia de bendición, abrimos nuestras manos en forma de patena y

meditamos lo que está grabado en nuestras manos. Allí está grabada la historia de

nuestra vida. Dios ha puesto aptitudes y capacidades en nuestras manos. Pero en nuestras

manos está también grabada la historia de nuestros antepasados. Luego alzamos las

manos para la oración en un gesto ancestral de bendición. Los monjes primitivos

interpretan estos gestos no solo como gestos de bendición, sino también como gestos que

nos recuerdan que nuestros dedos llegan al cielo.

Si en esa actitud recitamos despacio el padrenuestro, podemos imaginarnos que lo

estamos rezando juntamente con nuestros difuntos. Recordamos entonces lo que nuestros

padres y abuelos pusieron en cada una de las palabras, cómo con esas palabras –a través

y a lo largo de todas las crisis– llevaron a cabo su vida. Nos imaginamos que rezamos

ahora esas palabras juntamente con ellos. Las rezamos como personas que buscan, que

dudan, que creen; nuestros difuntos las dicen ahora como quienes contemplan a Dios en

el cielo. Así, esta oración nos une con los difuntos. Nos abre el cielo sobre nuestra vida.

Participamos de las raíces de nuestros antepasados. Esto da fuerza y consistencia a

nuestra vida.

El lenguaje de la liturgia es un lenguaje con toda la dignidad de la tradición.

Necesita también hoy cultivo y reelaboración. Pero sería una pena que, porque a alguien

le dan en rostro, abandonásemos formulaciones que se han ido fraguando a lo largo de

siglos y que en su plasticidad han conmovido los corazones de la gente. Mejor sería

desarrollar el lenguaje de la liturgia de tal manera que pudiera ser vivido en su

plasticidad y que se convirtiera –como dice Martin Heidegger– en una invitación a hacer

que también en nuestros corazones esté presente lo que existe.

Teólogos pastoralistas y expertos liturgistas se preguntan cómo traducir

adecuadamente hoy a la lengua materna los antiguos textos litúrgicos para que la gente

los entienda. Lo decisivo es –así se expresa, por ejemplo, Karl Schlemmer en su artículo

aparecido en la revista Anzeiger für die Seelsorge, número de junio de 2012– que la

gente entienda el lenguaje litúrgico. Para ello es importante que las palabras se digan

desde el corazón: « Para el éxito de todos los actos litúrgicos con lecturas, son

ineludibles un lenguaje sencillo y modesto y unos contenidos que muevan a los

cristianos de hoy» (Schlemmer 13).

64


Sin embargo, desde hace algunos años, precisamente desde Roma, se pide que se

traduzcan los textos latinos de la manera más literal posible, sin consideración a que se

entiendan o no. Esto es, ya desde un punto de vista filológico, un absurdo. Porque toda

lengua tiene su propia lógica conceptual. Y la traducción no se puede hacer nunca

literalmente, sino que tiene que realizarse de tal manera que se vierta en el nuevo

lenguaje y en su idiosincrasia interna.

Martin Stuflesser, experto liturgista de Würzburg, cree que, manteniendo las

directrices romanas sobre las traducciones, no nacería ninguna nueva traducción sino

«neologismos, extranjerismos de reciente creación, que no pueden ocultar su origen

latino (ni quieren). Que una fidelidad así al original latino ayude realmente a la

comprensión del texto traducido, se puede poner efectivamente en duda» (Stuflesser 21).

Traducir es un arte culto. Traducir algo lo más literalmente posible no cabe en ese arte.

Porque se trata siempre de traducir a otro espacio lingüístico y a otra sensibilidad

lingüística.

No solo el lenguaje de los textos litúrgicos: también el lenguaje del predicador

precisa de una alta sensibilidad. Johannes Röser, redactor jefe de Christ in der

Gegenwart, critica el hecho de que muchos predicadores empleen cada día más «una

retórica religiosa triunfalista, muchas veces penosamente chabacana» (citado en

Schlemmer 14).

Cuando oigo un sermón, siempre presto atención al lenguaje: ¿tiene entidad o es

palabrería huera?; ¿es perorata aprendida de memoria o sale del corazón?; ¿es sugerente

o es lenguaje típico de teólogos?; ¿tiene el orador, con su lenguaje, contacto con la

gente?; ¿responde a sus preguntas, o despliega un lenguaje que en sí es ciertamente

correcto, pero que no afecta a nadie?

Pierre Stutz, en su colaboración en el número más arriba citado del Anzeiger für die

Seelsorge, hace algunas sugerencias sobre el tema del nuevo lenguaje en la liturgia.

Muestra cómo el predicador encuentra continuamente nuevas palabras para lo indecible,

«para el acontecer del amor de Dios en medio de los altibajos de nuestra vida» (Stutz

15). Aquí no se trata solo de que encontremos un nuevo lenguaje, sino también de que,

en una escucha silenciosa, «nos dejemos encontrar por palabras nuevas» (ibid. 17).

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Para ello es necesario que nos tomemos tiempo suficiente para un silencio

sosegado, que en esa calma nos «despalabremos», a fin de que nuestro hablar no nos

lleve a una «diarrea verbal», como el teólogo-pastoralista emérito vienés Paul Michael

Zulehner califica al «proceso inflacionista de palabras en nuestras liturgias».

El experto en pedagogía religiosa Hubertus Halfbas habla de un «punto muerto del

lenguaje de fe» y aboga por que no separemos nunca la experiencia de uno mismo y la

experiencia de Dios. Hablar de Dios significa hablar también del ser humano y a la

inversa. Se trataría de hablar del ser humano y de su vida de tal manera que en ellos se

hiciera visible Dios. Este fue evidentemente el arte de Jesús, el cual en sus parábolas

habló del ser humano y de su vida diaria –en la agricultura, en la economía, en el

comercio, en la convivencia– y en medio de su narración provocaba en los oyentes una

apertura al misterio incomprensible de Dios.

Parte de la liturgia es el canto. Aquí no me refiero solo a las canciones que se

cantan entre los textos y los ritos. Me refiero a algo más esencial. Los textos que la

liturgia seleccionó de la Sagrada Escritura para el introito, el gradual, el aleluya, el

ofertorio y la comunión, se cantaban en gregoriano. En estos casos, el canto servía total y

absolutamente a la palabra. El canto quería hacer tan audibles las palabras de Dios que

tocaran el corazón humano y pudieran desarrollar en cantores y oyentes su efecto

salvador.

Lenguaje y canto forman un todo. Esto lo ha subrayado una y otra vez Martin

Heidegger. Dice: «Poesía es canto» (Heidegger 182). Heidegger cita los himnos de la

«Celebración de la paz» de Hölderlin en una versión distinta:

«De la mañana en adelante,

desde que somos una conversación,

desde que oímos unos de otros,

muchas cosas ha experimentado el ser humano;

pero pronto seremos canto».

E interpreta esta estrofa de la siguiente manera: «Los que “oyen unos de otros” –los

unos y los otros– son los hombres y los dioses. El canto es la fiesta de la llegada de los

dioses, a cuya llegada todo se vuelve silencioso. El canto no es la antítesis de la

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conversación, sino lo más íntimamente afín a ella: pues también el lenguaje es canto»

(ibid. 182).

Yo caí en la cuenta de lo que significa esto en concreto cuando nuestro antiguo

cantor de Münsterschwarzach, Godehard Joppich, con ocasión de las convivencias

juveniles que dirigí durante mucho tiempo, dedicó ocasionalmente en Semana Sana una

hora al canto; o, por mejor decir, a la iniciación al canto de la liturgia. Godehard tenía un

maravilloso modo y manera de comunicar a los jóvenes el embrujo del canto gregoriano

–fuera en latín o en alemán–.

Hacía que los jóvenes recitaran una y otra vez, muy despacio, muy

conscientemente, la antífona que cantamos al final de la liturgia del Viernes Santo:

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no

perezca, sino tenga vida eterna» (Jn 3,16). Y entonces decía: «Cuando uno ha entendido

estas palabras y ha saboreado el lenguaje de Juan, entonces solo puede cantar estas

palabras así». Y acto seguido cantaba él el versículo. Y nosotros teníamos esta

impresión: «Realmente, es imposible cantar esas palabras de otra manera». La melodía

suena con precisión, hace sonar las palabras. Entonces, el amor de Dios se hace vivencia,

y su entrega, experiencia. En ese momento uno no necesita en absoluto creer. La fe

sucede sencillamente en el canto. Y la vida eterna... está simplemente ahí. En el cantar,

está ya en nosotros.

Lo que Godehard transmitió aquí de forma magistral a la gente joven debería valer

para todo canto litúrgico. Debería hacer oír las palabras de la liturgia, las palabras de la

Escritura de tal manera que desarrollaran su efecto santificador en el corazón de cantores

y oyentes.

67


10.

Hablar y escribir

En el encuentro que cité al comienzo de esta obra, la encargada de la librería contaba sus

experiencias con los libros: muchos libros le resultaban demasiado planos. Aterrizaban

con excesiva rapidez en dar consejos. Los consejos, por añadidura, venían de fuera. Y su

mensaje era que la vida es muy fácil: bastaría con seguirlos para que todo saliera a pedir

de boca. Aunque el lenguaje de tales libros se presenta con frecuencia muy modoso,

tiene un tic autoritario. Su autor sabe de sobra cómo se las gasta la vida. Y sugiere al

lector que tiene que seguirle incondicionalmente. Solo así su vida podrá tener éxito.

Tales libros no tienen un lenguaje a la altura de la honesta búsqueda de Paul Celan.

Son más bien, en palabras de este autor, un abuso del lenguaje, puro márketing con

peligrosos resabios de soborno (cf. Baumann 97). Prometen en su lenguaje algo que no

se va a poder cobrar. Su lenguaje sabe demasiado. Ya no deja ningún resquicio libre.

Pero, aun con todas las explicaciones, lo inexplicable siempre debe tener un espacio.

Paul Celan –dice Gerhart Baumann– compartía la convicción de Rudolf Kassner: «Una

historia es verdadera mientras no se intenta explicarla» (ibid. 17). De Paul Celan

podríamos aprender, en relación con los imponentemente sabihondos libros de consejos,

a «percibir lo traicionero del lenguaje, a descubrir lo inauténtico e insincero en medio de

las descaradas protestas de verdad» (ibid. 19).

Que el lenguaje no debería contentarse nunca con describir simplemente las cosas,

sino que su misión es sacar a la luz los trasfondos y los secretos de la realidad, lo ha

subrayado una y otra vez el escritor austriaco Peter Handke, sobre todo. A los realistas

alemanes, como Günter Grass y el crítico-estrella Marcel Reich-Ranicki, les reprocha su

ingenua postura de realismo y naturalismo. En un encuentro del grupo de los 47, en el

año 1966, calificó a esta corriente de «impotencia descriptiva». Con ello, por supuesto,

se granjeó la enemistad de ambos.

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Günter Grass reprocha a Handke su intimismo y su mimosa sensibilidad lingüística.

Pero este reproche solo muestra que Peter Handke había dado en el blanco con su

calificativo de «impotencia descriptiva». El lenguaje pretende no solo describir con

realismo, sino también llegar a palpar lo nuclear de las cosas y hacerlas objeto de

experiencia (cf. Höller 42-46). Pretende revestir de palabras el misterio que anida en las

cosas.

Los libros que le gusta leer a la librera de nuestro encuentro penetran en un mundo

interior, en el mundo de su propia alma. Así, en el lenguaje de los libros, descubre el

lenguaje de su propio espíritu, del que muchas veces no es consciente. Tiene la sensación

de que el libro expresa algo que ella lleva mucho tiempo sintiendo interiormente, pero

para lo que aún no ha encontrado ninguna palabra. Cuando esto sucede, lee un libro que

le resulte congruente.

Pero hay también otra experiencia: muchos libros, en un primer momento, no le

dicen nada a uno. Sin embargo, un par de años más tarde vuelve a coger el libro en sus

manos y, de repente, le impacta: da respuesta a las preguntas que en ese momento le

inquietan. Que un libro nos interpele o no, depende muchas veces de la situación anímica

del momento. Hay libros que caen en nuestras manos en el momento adecuado y libros

que no nos dicen nada precisamente porque estamos en otra situación.

Cuando hoy leo libros que leí hace algunos años, descubro en ellos páginas

completamente diferentes. Muchas veces pienso que no había leído nunca el libro o que

lo había leído de otra manera. Hoy me hablan palabras distintas de las de hace veinte

años.

El cantautor de nuestro encuentro inicial citaba la expresión de una reunión sobre

canciones espirituales modernas: «Muchas canciones saben demasiado». Tienen un

lenguaje cerrado. Y muchas veces su lenguaje es plano. Hablan de Dios como si lo

supieran todo de Él. Así se banaliza el misterio del Dios incomprensible. Un lenguaje así

de plano expresa también de manera plana las irregularidades y los accidentes del

camino de la fe.

Yo mismo he trabajado mucho tiempo con jóvenes. En aquellos tiempos nos

gustaba cantar en las convivencias los cantos juveniles modernos. Entonces caí en la

cuenta de la diferencia. Muchas canciones, en algún momento, quedaban anticuadas. Ya

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no se podían cantar. Se habían desgastado. Y muchas veces su lenguaje era muy

moralizante y simplificador. Sin embargo, las canciones caracterizadas por un lenguaje

gráfico, metafórico, se podían cantar una y otra vez. Tales canciones tenían un lenguaje

abierto que dejaba espacio libre al cantor para introducir sus propias imágenes en las

metáforas verbales de la canción y hacer que tales imágenes se reforzasen entre sí.

Peter Handke dijo una vez, en una entrevista, que para él escribir era hallar con

palabras la llave de lo desconocido, del misterio.

Esa imagen se me quedó grabada. Sí, yo también intento, al escribir, hallar una

clave para descifrar el misterio de Dios y el misterio del ser humano y para describirlo de

tal manera que yo lo entienda. Pero siento que, con mis escritos, nunca llego al final.

Siempre hay un nuevo intento de expresar lo que pienso y lo que anhelo en lo profundo

de mi alma. Este «em-palabrar» es para mí un proceso de clarificación interior.

Pero en Peter Handke hay otra bella imagen más para su función de escribir. Al

escribir sobre un lugar, Handke lo hace familiar y transitable: «Se percibe una

domiciliación, uno se siente como en su hogar» (Handke 32).

Tarea del lenguaje escrito es, al mismo tiempo, captar en una forma literaria el

silencio y así conseguirlo y conservarlo: «Por el hecho de callar, uno no consigue el

silencio; pero cuando uno capta la calma y el silencio y el vacío en una forma de

expresión, entonces consigue la calma y el vacío y el silencio. Esto es sin duda lo

paradójico. Hay una literatura que destroza el silencio... Pero hay unas pocas obras –y

estas son para mí en último término las que cuentan y las que siempre contarán– que

refuerzan el silencio: las que no “conservan” el silencio, sino que lo transmiten (esta es

exactamente la palabra justa)» (Handke 114).

Para Hilde Domin, escribir era su camino hacia la vida. Cuando, desterrada en la

República Dominicana, no le iban bien las cosas, escribir en su lengua materna fue para

ella el camino para superar la crisis. La teóloga Stephanie Lehr-Rosenberg dice a

propósito de este escribir como superación de la crisis: «Cuando Hilde Domin empezó a

escribir, se encontraba en una crisis extrema, al borde del suicidio. Escribir poesía era

algo que no estaba previsto. Este suceso fue tan decisivo que ella lo describe como un

nuevo nacimiento. Escribir se convierte en “alternativa al suicidio”. Al poner nombre a

70


lo que está aconteciendo, se realiza su liberación y con ello se le abre un horizonte de

futuro» (Lehr-Rosenberg 175).

Para mí es importante otro aspecto en relación con el hecho de escribir. El escritor,

escribiendo, crea realidad. Y la lengua en la que cada uno escribe produce un efecto en la

gente. Hilde Domin critica las actuales recomendaciones lingüísticas, que pretenden

recortar lo que de creativo tiene el lenguaje. Cuando al lenguaje ya no se le permite ser

creativo, el mismo pensamiento se vuelve cada vez más acomodaticio y conformista.

Escribe: «Todo lo vivo está hoy en peligro, y no por infra- sino por superestandarización.

Se pretende recortar y desmochar, y se sale trasquilado. También el

lenguaje» (Domin 368).

Hilde Domin cita a continuación a Jean Paul: «En el poeta, la humanidad llega a

hacerse sensibilidad y lenguaje. Por eso el poeta la reaviva fácilmente en otros» (ibid.

368). El escritor, según esto, tiene una responsabilidad para con el lenguaje de sus

lectores y lectoras. Y con esto imprime su sello también en el lenguaje de la sociedad.

Hilde Domin se queja de que el lenguaje ha entrado en un prolongado proceso de

desgaste. Sin embargo, « son los poetas los que afinan el lenguaje y los que

constantemente lo están poniendo a punto para la comprensión de la realidad, para una

renovada autointeligencia del ser humano en la cambiante realidad» (ibid. 372).

Yo soy consciente de que con mis escritos asumo también una responsabilidad para

con las personas y para con la sociedad. Mediante mi lenguaje, pongo a la gente en

contacto con su sabiduría personal profunda: construyo una casa en la que se sienten

como en su hogar. O, a la inversa, les pervierto con él y les transmito la impresión de

que ahora ya lo saben todo, de que se conocen a sí mismos y a Dios con precisión. Puedo

azuzar a la gente con mi lenguaje a juzgar a los demás o, por el contrario, puedo

invitarles a hallar un lenguaje para decir su propia realidad y luego hablar

adecuadamente sobre las personas y a las personas.

Cuál es la meta última del lenguaje escrito nos lo dice el final del Evangelio de

Juan. El Evangelio de Juan tiene dos finales. Juan concluye el capítulo 20 con las

siguientes palabras: «[Estos signos] quedan escritos para que creáis que Jesús es el

Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida por medio de él» (Jn 20,31).

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La finalidad del escribir es que los lectores y lectoras crean. Juan quiere escribir

sobre Jesús de tal modo que los lectores reconozcan en él al Hijo de Dios y así sientan

vida en su interior. Si nos aplicamos estas palabras, podemos traducirlas así: la finalidad

del escribir es que creamos en nuestro propio manantial interior y en el núcleo divino

que hay en nosotros, y que vivamos en contacto con la vida que tenemos dentro y que en

el fondo de nuestra alma mana hacia nosotros.

El capítulo 21 lo termina Juan con estas palabras: «Quedan otras muchas cosas que

hizo Jesús. Si quisiéramos escribirlas una por una, pienso que los libros escritos no

cabrían en el mundo» (Jn 21,25). Podemos escribir tantos libros como queramos. Jamás

descifraremos plenamente el misterio de Jesús, como tampoco el misterio de nuestro

propio proceso de humanización.

Gregorio de Nisa, padre de la Iglesia, interpreta este pasaje de la siguiente manera:

«Como Dios ha creado todas las cosas con sabiduría, y dado que no hay fronteras para su

saber, el mundo, limitado como está por sus propias fronteras, no puede abarcar dentro

de sí la inmensidad de una sabiduría ilimitada» (citado en Sanford 2, 213). Dios es la

verdadera sabiduría; y esta es infinita. No podemos captar esta verdad ilimitada por

muchos libros que escribamos. Únicamente podremos rozar esa sabiduría de Dios.

Cualquier libro –también el presente– es solo un intento de hacer accesible para

nosotros algo de la sabiduría de Dios. Ojalá la sabiduría de Dios nos ponga en contacto

con la sabiduría de nuestra alma. En el fondo de nuestra alma sabemos exactamente lo

que es bueno para nosotros. La escritura intenta sacar a la consciencia lo que

inconscientemente sabemos en nuestra alma.

Escribir es un movimiento de búsqueda. Busco la llave del ser. Pruebo palabras

para ver si expresan lo que mi alma percibe y barrunta. Y escribir es un proceso de

clarificación. Al principio todavía no sé lo que escribo. Pero, a medida que me empeño y

pruebo, se van formando las palabras. Muchas veces no estoy satisfecho con lo que

escribo. Pero entonces lo dejo reposar y espero hasta que llegan nuevas idea y mi espíritu

ve con más claridad.

No me siento sin más y escribo lo que tengo en la cabeza. Más bien, al escribir

busco palabras que den expresión a mis más hondos anhelos.

72


11.

Hablar sobre otros: el lenguaje público

Los monjes primitivos nos previenen contra el hablar sobre otras personas. Porque tan

pronto como hablamos de otros corremos el peligro de juzgarles y criticarles. Y contra

esa actitud de juzgar ya nos previno Jesús: «No juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7,1).

Al juzgar a otros nos volvemos ciegos para las faltas propias. El psicoanalista Carl

Gustav Jung dice que, al juzgar y criticar, estamos proyectando nuestras zonas sombrías

sobre el otro; que con ello nos descargamos en alguna medida, pero que así no podemos

desarrollar ningún potencial de cambio. Más bien, nos volvemos ciegos para nuestros

fallos y de este modo los utilizamos de una manera destructiva. Jesús comparó estas

zonas sombrías con una viga: «¿Por qué te fijas en la mota en el ojo de tu hermano y no

reparas en la viga del tuyo?» (Mt 7,3). Para Jung, lo que importa es mirar las sombras

que hay dentro de uno mismo y reconciliarse con ellas. Entonces también podremos

hablar un lenguaje conciliador.

Quien no está reconciliado consigo mismo manifestará en su lenguaje su desgarro

interior. Y muchas veces desencadenará en torno a sí llamaradas de rupturas, condenas y

repulsas. Contra esto nos previene ya Santiago en su carta de finales del siglo I:

«Observad cómo una chispa incendia todo un bosque. Pues la lengua es fuego. Como un

mundo de injusticia, la lengua instalada entre nuestros miembros, contamina el cuerpo

entero e inflama el curso de la existencia» (Sant 3,6).

Existe hoy una cultura de la indignación y de la cólera. Continuamente estoy

recibiendo llamadas de televidentes: que debería decir algo a este o a aquel político o

empresario. Y las más de las veces, esa sugerencia va unida a la expectativa de que

debería dé rienda suelta a mi indignación o a mi enfado.

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A esto, respondo siempre: «Sobre personas no hablo. No las conozco. Y por eso, no

soy quién para juzgarlas». A pesar de todo, muchos periodistas de la televisión intentan

forzarme a hacer alguna declaración. Otros, por el contrario, dicen al final: «Realmente,

usted tiene razón. Al fin y al cabo, a mí tampoco me va toda esa cultura de la

indignación».

En la indignación me pongo por encima de los otros. Me levanto sobre ellos y los

miro de arriba abajo. Pero esto no nos hace bien. La tradición espiritual habla de

humildad, de humilitas. Esto quiere decir que nosotros, los humanos, estamos todos al

mismo nivel. No nos compete elevarnos por encima de los demás. Somos humanos

como los otros.

Dicen los monjes antiguos: «Cuando veas pecar a un hermano, di: Yo he pecado».

La persona que ha cometido una falta es un espejo para mí. Si contemplo ese espejo, veo

que tal vez yo tengo también la misma falta, o que al menos llevo en mí la tendencia a

cometerla. No tengo ninguna garantía de que lo que critico en el otro no pueda yo

hacerlo de la misma manera, si es que no lo he hecho ya.

La palabra alemana Entrüstung [indignación, enojo] deriva de rüsten [armar, hacer

preparativos]. Esto no solo significa el acopio [Ausrüstung] de armas, sino también el

acicalarse y el aderezarse y disponerse para algo.

Cuando me enfado con alguien, le quito su armadura, su protección [Rüstung]. Le

quito la posibilidad de defenderse. En ese momento, es incapaz de prepararse para una

tarea. Y le quito el ornato. Le desnudo públicamente y le despojo de su ornato. Esto es

como dejarle a uno las vergüenzas al aire.

Las más de las veces no pensamos en el otro y no miramos qué siente cuando se ve

despojado de su protección. Solo pensamos en nosotros y en nuestra indignación. Y en

nuestro enojo nos sentimos moralmente superiores: todo lo hacemos correctamente. Y

pensamos que es importante indignarnos en este mundo para mostrar cómo deben

comportarse los demás. También aquí vale la palabra de Jesús: «Quien de vosotros esté

sin pecado, tire la primera piedra» (Jn 8,7).

Nuestra sociedad está marcada por una mentalidad de chivo expiatorio. Cuando una

persona pública comete una falta se la pone en la picota hasta que dimita. En ese

momento, es como si se la cargara con toda la culpa que uno mismo lleva dentro. Se le

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echa encima toda la inmundicia, en la creencia de que de ese modo uno se libera de su

propia suciedad.

Sin embargo, la basura que lanzo sobre otros sigue estando pegada como una costra

a mi vida. En vez de echarla sobre los otros, debería ponerme yo bajo la ducha.

Lanzando basura, la sociedad no se limpia. Solo cuando estoy dispuesto a limpiarme yo

mismo se crea en torno a mí una atmósfera distinta.

En una sociedad en la que cada persona que destaca públicamente se convierte en

un chivo expiatorio, sobre el que se descargan los propios trapos sucios, son cada vez

menos los que están dispuestos a asumir responsabilidades.

Internet ha abierto puertas completamente nuevas a esa posibilidad de enfangar a

otros. Cualquiera puede colgar en Internet su opinión y su crítica a otras personas. En

Internet, ese lanzamiento es con frecuencia anónimo. No es la persona que ha lanzado la

suciedad la que tiene que justificarse, sino aquella a la que se le ha lanzado.

Da lo mismo que sea en Internet o en otros medios donde se hace esto: el

mecanismo del chivo expiatorio lleva a sacrificar un chivo expiatorio tras otro. Sin

embargo, en todo ese proceso la sociedad sigue siendo la antigua. Nada cambia. Más

bien, todo el mundo escurre el bulto para no hacerse el blanco de ningún lanzador de

basura.

Cuando se lee el lenguaje de muchos de estos expertos de la inmundicia, uno se

estremece ante su agresividad, pero, sobre todo, ante su primitivismo. Con mucha

frecuencia, ya no redactan ni una sola frase correcta. Y este lenguaje prostituido, encima,

muchas veces alardea de ser «la conciencia de la nación». Cuando oigo tales

expresiones, añoro a las personas que todavía exhiben cultura en su lenguaje: personas

en cuyo lenguaje se puede percibir aprecio y esmero, y también belleza y creatividad.

En la filosofía de la religión se ha juzgado de modo plenamente positivo el

mecanismo del chivo expiatorio. Los filósofos de la religión dicen que el mecanismo del

chivo expiatorio purifica o al menos descarga a la sociedad. Sin embargo, la diferencia

entre el mecanismo del chivo expiatorio que practicaron los judíos para limpiar a la

sociedad del pecado y el de otros chivos expiatorios es la siguiente: el chivo expiatorio

sobre el que los judíos volcaban toda la culpa del pueblo era inocente. Esto lo sabían los

sacerdotes y los que participaban en este rito. De este modo, el chivo expiatorio,

75


subsidiariamente, en representación del pueblo, podía llevar al desierto los pecados del

pueblo. Pero al chivo expiatorio no se le condenaba: al contrario, se le apreciaba porque

prestaba un servicio importante para la comunidad.

Nosotros, en cambio, proyectamos nuestra culpa sobre personas que no son

perfectas. Estas no tienen ninguna posibilidad de defenderse contra ese mecanismo. En

cierto modo, se las sacrifica. La sociedad cree que esa persona tiene conscientemente

muchas faltas y que ha cometido multitud de errores. Y el chivo expiatorio no tiene

ninguna gran oportunidad de defenderse. Esto, entonces, ya no es un rito: más bien, se ha

vaciado el rito de su contenido. Y de este modo se le convierte en una pretensión

imposible y en una acusación pública.

El lenguaje público, tal como a menudo se habla en los programas de entrevistas –

por supuesto, existen también excepciones en las que el moderador se esfuerza por

mantener una conversación auténtica– es la mayoría de las veces un lenguaje de

descalificación. Tal lenguaje no puede ennoblecer a los interlocutores. En tales

programas no surge una conversación. No se logra un modo de hablar que vincule

personalmente a unos con otros.

En los programas de entrevistas, lo que tiene lugar es más bien una charla sobre

otros o también una cháchara provocadora cuyo objetivo es sacar de sus casillas al

interlocutor y forzarle a hacer manifestaciones fuera de lugar. Muchas veces, este

lenguaje condena ya antes de que se haya estimado el asunto correctamente. Lo único

que hace es forzar al otro a justificarse. Pero no puede tener lugar una conversación en la

que uno escuche al otro y por su medio se adentre en su propia conciencia.

En los programas de entrevistas se oye con frecuencia una jerga que le pone a uno

al borde de un ataque de nervios. Ya antes de la entrevista, se instruye y motiva

convenientemente a los invitados: todo ha de resultar divertido. Con esto, ya de entrada

se pone de manifiesto que no se trata de un diálogo serio, que no se trata del esfuerzo de

hablar realmente sobre algo. Siempre tiene que haber unos cuantos chistes con los que

uno pueda reírse. De este modo se monta un chismorreo superficial que pasa por todo y

por nada, que es absolutamente irrelevante y se queda en pura vacuidad e insignificancia.

El chismorreo vacuo siempre se da a costa de otros. Se les ridiculiza. Si se

defienden, son unos aguafiestas. Ridiculizar a alguien es un abuso hiriente de poder,

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exactamente igual que transmitir sentimientos de culpa. Frente a ambas cosas, uno no se

puede defender.

De todos modos, también hay en la televisión moderadores que contactan realmente

con el entrevistado y quieren entablar una conversación no prefabricada: una

conversación que más bien se puede ir desarrollando porque ambos se escuchan

mutuamente. Esto es posible sobre todo en un diálogo entre dos, cara a cara. En

entrevistas hechas en grupo tengo con frecuencia la impresión de que muchos

participantes miden su importancia por la frecuencia con que toman la palabra y así

dominan la conversación.

En las crónicas de sociedad de las revistas, lo que importa las más de las veces, al

igual que en la televisión, es solo el sensacionalismo. Continuamente se está hablando de

otros. En los periódicos serios, los artículos sobre otras personas son las más de las veces

plenamente respetuosos. En ellos se intenta respetar al otro.

Sin embargo, esta clase de lenguaje que se muestra sensible para con el otro y se

abstiene de juzgar es más bien rara. Incluso en los periódicos serios se ejerce con

frecuencia una presión sobre los periodistas para que presenten sus temas de la manera

más incisiva posible. Lo que es solo equilibrado, evidentemente no interesa a nadie. Se

distorsiona la finalidad del lenguaje: el lenguaje sirve para aumentar la tirada de los

periódicos, no para exponer los hechos o para aclarar los sucesos del momento y sus

trasfondos. En este contexto encaja bien una descripción de Paul Celan: «Nada podría

ofenderle tanto como el abuso y la venalidad, aquellos cálculos dañinos y aquellos

peligrosos intentos de soborno a base de un lenguaje que alardea de saberlo todo y que

en realidad no dice nada» (Baumann 97).

En la atmósfera de charlatanería de nuestro tiempo, la instrucción de san Benito de

Nursia sobre la discreta guarda del silencio sería una buena medicina. Escribe san

Benito: «Por mor del discreto silencio debe uno renunciar a veces a buenas

conversaciones. Tanto más, en razón del castigo de los pecados, tenemos que

abstenernos de malas palabras. Por tanto, aun cuando se trate de conversaciones buenas,

santas, edificantes, solo raramente les sean permitidas a los discípulos perfectos, a causa

de la importancia de la guarda del silencio. Porque está escrito: con el mucho hablar, no

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escaparás al pecado...; y en otro lugar: vida y muerte están en poder de la lengua...»

(Regla 7, 2-5).

Tan pronto como empezamos a hablar de otros, nos asalta siempre el impulso de

juzgar y condenar, y este impulso se funde con nuestras palabras. Pero, con ello, muchas

veces provocamos desastres. Ofendemos a otras personas y solo conseguimos atacarles

los nervios a nuestros oyentes o lectores.

Quien hoy toma la palabra en público imprime su sello en la sociedad. Todo aquel

que pronuncia una conferencia y todo aquel que publica una colaboración en un

periódico o en una revista contribuye a marcar su impronta en el lenguaje de nuestro

mundo. Por eso importa manejar el lenguaje con cuidado y tratarlo con esmero. Con

nuestro lenguaje colaboramos en la construcción de la casa de nuestra sociedad.

Sabemos con qué frecuencia, sin darnos cuenta, se deslizan en nuestro lenguaje la

agresividad, la crítica y la provocación.

Tanto mayor es la responsabilidad de las personas que hablan en público:

responsabilidad para con el lenguaje y para con el pensamiento de nuestro tiempo. Hilde

Domin ha visto así, desde la poesía, lo que a primera vista solo tiene una pequeña

repercusión sobre nuestro mundo. En la poesía, el poeta se aparta del mundo de lo

funcional. Por eso los poemas, por insignificantes que parezcan, forman parte «de lo

mejor que tenemos. De lo que salva al ser humano en su humanidad, lo libera de los

ataques inesperados, independientemente de la forma de sociedad en la que tenga que

vivir» (Domin 295).

Dado que todo poema renueva el lenguaje, tiene un influjo sobre la sociedad. Pero

también todo el que abre su boca en público o el que toma la pluma debería ser

consciente de la responsabilidad no solo para con el lenguaje, sino también para con el

pensamiento y para con la idea de hombre que tiene la sociedad.

El lenguaje en público debería tener algo de la cualidad del lenguaje de Jesús, el

cual también habló en público. El lenguaje público no debe segregar.

Pero con frecuencia el lenguaje segrega: ante todo, por las condenas y las

descalificaciones, pero también por un lenguaje-gueto. Un lenguaje científico segrega

con frecuencia a los no científicos. Un lenguaje teológico puede convertirse en lenguaje-

78


gueto, que ya nadie entiende. El lenguaje público tiene el cometido de unir a las personas

unas con otras y reconciliarlas.

Muchas veces notamos –tan pronto como toma la palabra un político o un

economista– la ruptura interior del orador. Porque él está interiormente roto, su discurso

tiene un efecto de ruptura en la sociedad. De otros políticos se dice: «Hablan mucho sin

decir nada». Ese es un lenguaje puramente superficial. Se pierde en tópicos. Pero no

alumbra ningún horizonte; no desencadena dinamismo alguno.

Deberíamos ser conscientes de nuestra responsabilidad respecto de nuestro hablar.

No basta con hablar solamente con corrección. Decimos las cosas tal como nos parecen.

Por eso, antes que nada, nuestro hablar exige un trabajo espiritual: el trabajo de

reconciliarse uno consigo mismo, de purificar su corazón y con ello su lenguaje, para

luego poder hablar de tal manera que mis palabras respeten a los otros, los valoren, les

den ánimos, los reconcilien y les transmitan esperanza.

79


12.

Hablar y obrar

Hablar y obrar deberían ir a una. Sin embargo, ya Jesús echó en cara a los fariseos que

no hacían lo que decían. Jesús advierte a sus discípulos: «Lo que os digan, ponedlo por

obra, pero no los imitéis, porque dicen y no hacen» (Mt 23,3).

Esta discrepancia entre decir y hacer es conocida también en el espacio cultural

griego. Diógenes critica a los oradores que llenos de ardor dicen lo que es justo pero no

lo hacen (Grundmann 484).

Pero el Evangelio de Mateo no entiende primariamente la prevención contra los

fariseos, que obran de forma distinta de como hablan, como crítica de los círculos

farisaicos del judaísmo, sino como toque de atención a las comunidades cristianas: en

todo tiempo y en toda comunidad –también y particularmente en las comunidades

cristianas– existe el peligro de que hablemos de manera distinta de como obramos.

Deberíamos, pues, tomar en serio las palabras de Jesús para nuestro particular examen de

conciencia, en vez de hablar de otros.

El evangelista Mateo presenta a Jesús no solo como maestro, sino también como

alguien que sí hace lo que dice. Jesús cumple en su pasión lo que en el Sermón del

Monte exige de sus discípulos: hacer la voluntad de Dios y renunciar al poder. Por eso,

Jesús es un Maestro digno de crédito, alguien que anda el mismo camino que enseña a

otros.

Al final del Sermón del Monte, con una imagen Jesús exhorta encarecidamente a

sus discípulos a no solo escuchar sus palabras, sino también seguirlas: «Quien escucha

estas palabras mías y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que construyó

su casa sobre roca. Cayó la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron

sobre la casa; pero no se derrumbó porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7,24). Una

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vez, cuando los parientes de Jesús quieren hablar con él, remite a sus oyentes a su nueva

familia: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la

cumplen» (Lc 8,21).

Ambas cosas van juntas: oír y hacer, hablar y obrar. Hoy a muchos moralistas se les

echa en cara que «es más fácil predicar que dar trigo» [1] . Este refrán se refiere a

personas cuyos dichos no coinciden con sus hechos. A la larga, tales personas nos

resultan poco creíbles.

Naturalmente, todos corremos el peligro de que nuestras obras no siempre

coincidan plenamente con nuestro discurso. Por eso no deberíamos fanfarronear, sino

hablar con modestia. El peligro está en que los más grandes moralistas muchas veces no

hacen ellos mismos lo que exigen a los demás. El psicoanalista C. G. Jung opina que el

moralista tiene que hablar tan enérgicamente contra el mal porque teme el mal que hay

en su corazón; que tiene que defender la moral con tanto rigor porque percibe lo que hay

de inmoral en su propio corazón, pero no quiere admitirlo. Por eso nos sentimos

escépticos cuando alguien lanza palabras demasiado grandilocuentes. Entonces, está

siempre en peligro de caer en una contradicción entre sus dichos y sus hechos.

Nuestras obras no coincidirán nunca totalmente con nuestro discurso. Pero debería

quedar bien claro que lo que decimos intentamos también vivirlo. Lo que predicamos a

otros nos lo decimos siempre y en primer lugar a nosotros mismos. Si los oyentes ven

que nos esforzamos por hacer concordar nuestro decir y nuestro hacer, nos percibirán

como auténticos. No es auténtico el hombre perfecto, sino el que honestamente intenta

hacer coincidir sus hechos con sus dichos.

Pero decir y hacer tienen otra correlación más. Ambos radican en el pensamiento.

Primero pensamos mal de los otros, luego hablamos despectivamente de ellos y

finalmente sigue una conducta agresiva o hiriente.

El modo en que hablamos de otras personas no queda oculto. Se refleja en nuestro

porte. Aun cuando exteriormente no hagamos al otro ningún daño, él percibe en nuestro

talante qué hemos dicho de él y cómo. El discurso repercute inmediatamente en nuestra

actitud y luego también en nuestra conducta.

Cuando hablo con representantes de empresas, me fijo siempre con mucha atención

en el modo en que hablan de otras marcas. Y cuando estoy en comunidades religiosas,

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percibo el espíritu que domina en ellas por, entre otras cosas, el modo como hablan de

otras comunidades. Si hablan mal de todas las demás comunidades, eso es siempre señal

de que ellas mismas reprimen sus debilidades y sus zonas de sombra y las proyectan

sobre otros. Su discurso marca también su conducta: primero, el comportamiento

respecto de los otros, pero también la conducta dentro de la propia comunidad.

Esta conexión podemos observarla también en el ámbito político. En el Tercer

Reich se atacó primero verbalmente a los judíos y se les calificó de raza inferior. El

lenguaje agresivo llevó después a la bárbara brutalidad ejercida contra los judíos.

Con nuestro lenguaje influimos en nuestro propio obrar y en el hacer de los otros.

Por eso somos responsables de nuestro lenguaje. No podemos escabullirnos: «eran solo

palabras, no hemos hecho nada malo...». Las palabras sí hacen algo malo. Siembran la

semilla del mal, que luego brota en malas acciones. Primero viene el pensar, después el

decir y luego la acción. Estos tres ámbitos no se pueden separar uno de otro.

[1] El refrán alemán que cita el autor dice, literalmente, que «predican agua y beben vino» [N. del T.].

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13.

Lenguaje y protesta

Cuando decimos protesta, creemos que siempre está dirigida contra alguien. Pero la

palabra significa propiamente «presentarse públicamente como testigo», «afirmar algo

públicamente». En la palabra protesta están el verbo testari, que quiere decir «ser

testigo», «atestiguar», y el prefijo pro-, que puede significar tanto «ante, delante de»

como «por/a favor de».

Doy testimonio ante otros y anuncio algo a favor de otros. No presento pruebas

contra alguien, sino a favor de alguien y de algo. Muchos poetas y escritores entienden

sus poemas y sus novelas como protesta contra la opinión predominante. Pero en la

protesta auténtica nunca está la intención de hablar contra alguien, sino que se trata del

compromiso a favor de alguien o de una buena causa. Mi poema o mi artículo se

convierten en protesta por cuanto esa poesía o ese artículo –contra el punto de vista

ampliamente extendido– atestiguan una manera distinta de pensar o de hablar. La

verdadera protesta no acusa de algo, sino que atestigua algo. Pero lo hace

conscientemente en confrontación con otras opiniones y palabras.

La protesta tiene la misión de poner en cuestión formas de hablar y de pensar que se

han infiltrado en la cabeza de la gente. Los profetas del Antiguo Testamento, frente a los

vítores de quienes siguen ciegamente a los reyes, pretenden llamar la atención sobre la

situación política y religiosa del país: no todo está tan bien como cree la gente que trae

sus ofrendas al templo. De este modo, la protesta se puede convertir también en

acusación que busca sacudir a la gente.

El profeta Amós tiene que hablar abiertamente un lenguaje crudo para que lo

escuchen. Porque la gente se arrulla muchas veces en sus ilusiones. No quiere ver la

realidad como es. Por eso Amós acusa a los ricos: «Contemplad el tráfago en medio de

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ella [Samaría], las opresiones en su recinto. No sabían obrar rectamente –oráculo del

Señor–, atesoraban violencias y crímenes en sus palacios. Por eso, así dice el Señor: El

enemigo asedia el país, derriba tu fortaleza, saquea tus palacios» (Am 3,9-11).

Mi tío, P. Sturmius, que como yo fue monje en Münsterschwarzach, estaba muy

sensibilizado con un lenguaje que se había acomodado en exceso al espíritu del tiempo.

También él entendía siempre sus sermones y sus libros como protesta, si bien nunca

atacó en ellos a nadie. Pero se puso en guardia contra tendencias que, según él, no

sintonizaban con el espíritu de Jesús. Así, incluso en círculos monacales, tras la Segunda

Guerra Mundial, tenía vigencia el eslogan «La compasión es debilidad». Los monjes que

hablaban así no caían en absoluto en la cuenta de que con ello habían interiorizado el

punto de vista del Tercer Reich. Entonces mi tío pronunció un sermón sobre el tema

«Compasión». No atacó a nadie. Pero en su sermón formuló una protesta contra una

forma de hablar que se había introducido inconscientemente en muchos de sus

compañeros monjes. Al parecer, el sermón causó tal impresión que en adelante ya nadie

en el convento volvió a pronunciar ese eslogan. La protesta provocó un cambio de

mentalidad.

Muchos poetas han entendido sus poemas como protesta; así también Bertolt

Brecht. No habla para halagar a los lectores. Levanta su voz a favor de los privados de

sus derechos y de personas que sufren a causa del sistema. Entre los cantautores hay

canciones-protesta. Estas no acusan a personas concretas, sino a una actitud que impera

en la sociedad.

El lenguaje tiene siempre carácter de protesta. Se presenta como testigo en favor de

una manera de pensar que quiere imponerse contra otra que no beneficia a la gente. Así

es como lo entendió también san Pablo. Continuamente echaba mano de formas de decir

y de pensar de sus lectores y mediante otro lenguaje protestaba contra ellas. Así,

reprocha a los corintios: «Aún os guía el instinto» (1 Cor 3,3). Les echa en cara su modo

de hablar: «Cuando uno dice: Yo estoy por Pablo, y otro: Yo por Apolo, ¿no os quedáis

en simples hombres?» (ibid. 3,4). Y a continuación fundamenta una manera de ver

distinta: no se trata de los predicadores sino de Cristo, que es el predicado. O toma

eslóganes que corrían entre los corintios y dejaban su impronta en su modo de pensar y

de comportarse. Y entonces da la vuelta al eslogan: «Todo está permitido, decís; pero no

todo conviene» (ibid. 10,23).

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Todo está permitido: este era el modo de pensar de la gnosis, que se había

aclimatado en Corinto. En ella ya no existen normas. Sin embargo, Pablo muestra a los

corintios que se trata de otra cosa: mi conducta y mi discurso debe ser útil a los demás y

edificar a la comunidad y a los individuos. Pablo no condena a los corintios. Mediante su

lenguaje-protesta solo orienta su pensar, decir y obrar en otra dirección. Esta es la

esencia de la protesta: a la vista de formas de pensar y decir, habla un lenguaje que se

ajusta a la esencia del ser humano.

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14.

Algunas reglas de la comunicación

Sobre las condiciones de éxito de una conversación son ya muchas las personas que han

reflexionado. En nuestro encuentro preparatorio de este libro, muchas aportaciones

giraron en torno a la pregunta de cuál es el secreto de una buena conversación y cómo

puede llegar a buen fin una conversación.

En la conversación, las personas se acercan entre sí por medio del lenguaje. Llegan

a conocerse mutuamente. Pero, al mismo tiempo, reconocen que el lenguaje es solo un

medio imperfecto de expresarse y de decir al otro lo que llevan en el corazón. Las

personas hablan porque tienen una necesidad: la necesidad de cercanía, de ser

comprendidas, de comunión. Me gustaría que me tuvieran en cuenta, que no

prescindieran de mí. Quisiera pertenecer al grupo, ser oído y oír a los otros, de modo que

pudiera surgir así un sentimiento de pertenencia.

Al expresar en el lenguaje las necesidades, estas se modifican. Muchas veces siento

la necesidad de contar en la conversación mis experiencias. Al contar a otros mi propia

vida, se me hace a mí más clara. Contar es aclarar la propia situación. Y al mismo

tiempo, mediante mi narración los oyentes se introducen en mi historia. El contar lleva

también a que el otro se reencuentre a sí mismo en mis palabras, a que por mi exposición

se entienda mejor a sí mismo.

El filósofo y teórico de los medios Vilém Flusser opina en una ocasión que el

diálogo es rebelión contra la muerte y protesta contra lo que se desmorona (cf. Flusser

10). El diálogo quisiera cohesionar a las personas. A mí me es dado ser yo mismo, y al

otro, ser él mismo; pero al mismo tiempo desearíamos estar presentes el uno al otro.

Wilhelm von Humboldt opina: «Todo hablar se basa en el diálogo». El lenguaje incluye

siempre a un otro e intenta relacionarse con él y corresponderle.

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El diálogo aspira al encuentro entre personas. Si resulta bien, nadie es

instrumentalizado ni utilizado abusivamente como medio. En el diálogo me dirijo al otro

por razón de él mismo. En el diálogo no solo intento entender al otro, sino que quisiera

unirme a él para lo que nos es común y para lo que es personal: lo que «nos atañe

absolutamente» (Paul Tillich). De este modo, en todo diálogo auténtico está presente

Dios como Aquel que nos atañe incondicionalmente.

Friedemann Schulz von Thun ha descrito de modo bien impresionante en su famoso

«modelo de cuatro lados» cómo puede tener buen resultado un diálogo y qué puede

entorpecerlo. Para la descripción de este modelo me baso en las notas que el experto en

comunicación Ralph Wüst me facilitó en nuestro encuentro preparatorio de este libro.

Schulz von Thun opina que, en la comunicación de una persona con otra, las

noticias se pueden contemplar desde cuatro lados distintos y pueden interpretarse bajo

cuatro supuestos diferentes:

El primer aspecto se refiere a la relación con la cosa: se comunica el asunto

descrito, el contenido objetivo de la cosa.

El segundo aspecto considera la relación con el que habla: se refiere a la

automanifestación del que habla. Este da a conocer algo de sí mismo.

El tercer aspecto va referido a la relación mutua: en la clase de mensaje se

manifiesta algo sobre la relación del uno con el otro. Está claro lo que pienso de ti y cuál

es nuestra situación mutua.

El cuarto aspecto se refiere al efecto pretendido: mis palabras contienen una

apelación al otro. Quisiera mover al otro a hacer algo.

Los trastornos y los conflictos surgen cuando el que habla y el que escucha

interpretan y valoran de manera diferente los cuatro niveles. Esto lleva a malentendidos

y conflictos. Un ejemplo conocido, pero que sigue siendo impresionante, lo describe

Schulz von Thun en su libro Miteinander reden. Una pareja va sentada en el coche, la

mujer al volante. Se detienen ante un semáforo. El varón dice a la mujer: «El semáforo

está en verde». La mujer contesta: «¿Conduces tú o conduzco yo?» (cf. Schulz von Thun

1, 25s).

87


En esta situación, la intervención del varón, además de en su nivel objetivo, se

puede entender en relación con las otras tres dimensiones, de la siguiente manera: como

incitación a arrancar (nivel de apelación), como intención del copiloto de ayudar a la

mujer que va al volante o también como demostración de la superioridad del copiloto

sobre la mujer (nivel de relación) o bien como manifestación de que el copiloto tiene

prisa y está impaciente (automanifestación).

Evidentemente, la mujer ha interpretado el mensaje de su marido como

menosprecio o como tutela. Por eso reacciona con despecho, dispuesta a atizar el fuego

de una discusión de principio: ¿quién conduce ahora: él o ella? Y en su expresión hay

también una apelación, una llamada: si conduzco yo, déjame conducir como mejor me

plazca; no te inmiscuyas en mi manera de conducir.

Schulz von Thun puede describir este modelo de cuatro lados también como

«modelo de cuatro oídos». Con esta expresión piensa que todo oyente debe oír el

mensaje del otro siempre con equilibrio entre el «oído para el objeto», el «oído para la

relación», el «oído para la automanifestación» y el «oído para la apelación». Sin

embargo, esto raras veces sucede. Muchas personas solo oyen con el oído para la

apelación. Por ejemplo, la pregunta del marido «¿Queda todavía cerveza?» no la oye la

mujer con el oído para el objeto. Entonces le podría dar la información correcta. Pero

tampoco la oye con el oído para la automanifestación. En ese caso preguntaría:

«¿Todavía tienes sed?». Más bien es frecuente que la oiga con el oído para la apelación y

tal vez también con el oído para la relación. En la pregunta oye enseguida el reproche de

que se ha preocupado poco por la cerveza. A la inversa, puede también suceder que el

que habla –inconsciente o, muchas veces, también conscientemente– combine y mezcle

en su comunicación los diferentes niveles de las noticias.

Con qué oídos oímos depende también de la historia de nuestra vida. Cuando las

personas, en su niñez, en cada comunicación de los padres han oído solo una exigencia o

un reproche, de mayores oyen sobre todo con el oído para la apelación. Y en todas las

preguntas del otro se sienten puestos en tela de juicio.

Un hombre llega a casa por la tarde y pregunta a su mujer: «¿Cómo estás? ¿Qué has

hecho hoy?». En esta pregunta el marido pone todo su interés por su mujer y quiere

simplemente saber cómo ha pasado el día y cómo le han ido las cosas. La pregunta es

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una invitación a contar y a entrar en comunicación. Sin embargo, la mujer entiende

inmediatamente la pregunta como control. Se siente controlada por su marido porque esa

pregunta la tuvo siempre en sus oídos como pregunta de control por parte de su padre.

Pero lo que le importa a Friedmann Schulz von Thun en el diálogo no es solo

escuchar con exactitud en el nivel en que está emitido el mensaje del otro. Expone

también que tenemos dentro de nosotros mismos diversas voces (cf. Schulz von Thun 3,

21s). En primer lugar, llevamos dentro al moralista, el que continuamente está

blandiendo normas. Luego al altruista, el que quiere siempre ayudar al prójimo. Después

tenemos dentro la mala conciencia, que pone en duda la rectitud de nuestra intención. O

también al consciente de su responsabilidad, que pretende asumir la responsabilidad de

todo. Y con demasiada frecuencia, nuestra conversación se ve perturbada porque

nosotros mismos no sabemos con exactitud qué voz o qué persona interior es la que está

hablando verdaderamente en ese momento.

Schulz von Thun opina: antes de entablar una conversación con otro, lo primero que

tendríamos que hacer es organizar una conferencia para discutir conjuntamente las

diversas voces que hay en nosotros. Cada voz de las que llevamos dentro tiene una

determinada justificación, pero con frecuencia se contradicen entre sí. Y entonces fracasa

la conversación. Porque el otro se siente irritado. No sabe exactamente quién es el que

está hablando con él. Por eso se necesita antes una clarificación interior: con qué voz

queremos hablar. Entonces podrá resultar bien la conversación. Porque con frecuencia

habla el moralista que llevamos dentro y provoca rechazo en el otro. Luego empieza a

hablar el indulgente y comprensivo. Eso le irrita todavía más. Y si, encima, comienza

después a hablar el altruista ayudador, el otro no entiende nada de nada…

Cuando pronuncio una conferencia ante directivos de empresa, oigo muchas veces

esta alabanza: «Su conferencia me ha impactado profundamente. Ha hablado con tanta

autenticidad… Esta experiencia no la he tenido en todas las conferencias». No pretendo

ponerme a mí mismo como modelo con esta alabanza ajena. Pero en estas palabras oigo

también la necesidad de hablar con autenticidad.

Para mí es importante que lo que se dice salga del corazón. Y se tiene que hablar en

relación con los oyentes. Por eso siempre tomo contacto visual con ellos. Miro a las

89


personas y en sus reacciones percibo cómo puedo hablar de manera que mi charla no se

convierta en un simple monólogo, sino que llegue a ser un diálogo.

Muchos conferenciantes no hacen más que leer su texto. Sin embargo, la palabra

escrita es algo distinto de la palabra hablada. La palabra hablada necesita siempre la

relación con el oyente. Cuando miro al oyente, noto lo que puedo decir y cómo puedo

hacerle compartir mis ideas. Las frases escritas son con frecuencia demasiado largas para

ser escuchadas. Y muchas veces su lenguaje es demasiado complicado.

Una y otra vez tengo que habérmelas también con traductores. Se quejan con

frecuencia de las frases largas y demasiado complicadas con las que tienen que

enfrentarse. Muchos profesores creen que sus ideas solo las pueden transmitir en

períodos de largo aliento.

Sin embargo, mi experiencia es esta: cuando he entendido una cosa, puedo

expresarla con facilidad. Tras frases complicadas se oculta muchas veces un alma

complicada o la necesidad de causar impresión mediante frases retorcidas. Naturalmente,

el lenguaje no puede ser banal. Pero el arte estaría en entender las cosas y exponerlas en

un lenguaje que fuera inteligible.

Pero no solo los profesores tienen su propio lenguaje, un lenguaje que a veces solo

está en la cabeza y no sale del corazón. El experto en comunicación –que también da

clases– me contaba, en el encuentro citado al comienzo, que muchos estudiantes, en sus

conferencias pronunciadas ante compañeros de profesión, renegaban de su propio

lenguaje. Copiaban el lenguaje de los profesores. Pensaban que tenían que acomodarse al

lenguaje de ellos. Sin embargo, sus trabajos académicos resultaban desvaídos. Cuando

de nuevo están solos entre sus compañeros universitarios, hablan de manera

completamente diferente. Entonces pueden también exponer los temas de modo mucho

más claro.

Un universitario, en nuestra ronda de intervenciones del comienzo, opinaba que

muchos estudiantes, por miedo al futuro, se amoldan en sus disertaciones públicas a las

expectativas implícitas o explícitas de sus oyentes. Tienen miedo a ser auténticos y

escapar a las expectativas a las que se sienten expuestos.

Muchas veces somos acomodaticios en nuestro lenguaje: los estudiantes se

acomodan al lenguaje de los profesores; los deportistas que son entrevistados, al

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lenguaje de los periodistas; los directivos de empresa, al lenguaje económico-financiero.

Pero, entonces, a esas personas no las percibimos como auténticas. Su lenguaje no nos

llega. A través de su lenguaje no oímos al ser humano. Oímos, a lo sumo, el miedo a

revelar algo propio.

Las personas se acomodan al lenguaje que creen que es el esperado por el gran

público. Pero de ese modo su propio lenguaje queda falseado. Ya no sale del corazón,

sino únicamente de un cálculo para mostrarse, según la situación o el temperamento, lo

más discreto o lo más extravagante posible.

Una vez estuve retenido en un atasco durante cuatro horas y tuve que pronunciar

por teléfono una conferencia ante cinco mil maestros, en números redondos. Eso me

resultó muy penoso. Cuando no tengo contacto visual alguno con los oyentes, no me

fluyen las palabras. Puedo, por supuesto, decir lo que pienso. Pero falta la relación

personal. En el curso de la conferencia, sencillamente me imaginé a los oyentes.

Entonces la cosa fue algo mejor.

Hablar es siempre un proceso dialogal, nunca solo un monólogo, incluso cuando el

conferenciante pronuncia la conferencia solo. Siempre habla a personas concretas. Y el

arte de la conferencia consiste en afectar a las personas que están sentadas delante de mí

y llegar a su corazón.

Como en mi conferencia a la multitud de maestros no podía ver ante mí a las

personas, me vino a la mente lo que el filósofo Ferdinand Ebner repetía una y otra vez

sobre la dimensión dialogal del lenguaje.

Decía: «Todo intento de ahondar en el lenguaje desde la perspectiva de su

importancia espiritual, debe partir de un hecho: que la palabra se desarrolla entre la

primera y la segunda persona» (Ebner 29).

Sin lenguaje no hay personalidad alguna, y sin relación entre el yo y el tú no habría

ningún lenguaje. En el lenguaje se expresa el yo frente al tú. Esto es para mí importante

no solo al dar una conferencia, sino también al escribir. También en este caso tengo

siempre ante los ojos a personas concretas a las que intento entender cuando las describo

y cuando con mis palabras quiero darles una respuesta. El escrito es en último término la

respuesta elaborada que, de manera para mí insuficiente, he dado en el diálogo personal.

91


15.

Hablar y callar

Los monjes primitivos consideraban el silencio como su más importante camino

espiritual. Pero precisamente a estos monjes, expertos en silencio, venían muchas

personas de Roma y de todas las comarcas del Imperio romano de entonces para oír unas

palabras. Y con mucha frecuencia los monjes les negaban sus palabras; sobre todo,

cuando notaban que tales personas venían solo por curiosidad.

Al abad Teodoro le llega una vez un hermano buscando oír de él unas palabras. Sin

embargo, el abad guarda silencio durante tres días. Cuando sus discípulos se lo

reprochan, les responde: «Es verdad, no he querido hablarle. Es un presuntuoso que

quiere darse tono con palabras ajenas» (Instrucción de los Padres, 270). La condición

para que los monjes diesen unas palabras suyas era la disposición del oyente a cumplirla.

Así, el abad Filikas dice a personas que querían escuchar de él unas palabras: «Ya no

hay palabras. Antes, cuando los hermanos preguntaban a los mayores y hacían lo que

estos les decían, Dios les inspiraba lo que debían decir. Pero hoy día, que ciertamente se

pregunta pero no se hace lo que se oye, Dios ha retirado a los mayores el don de la

palabra y no encuentran lo que tienen que decir porque no hay nadie que lo ponga en

práctica» (ibid. 231).

Un motivo por el que los hermanos niegan las palabras reside en Dios mismo. Dios

mismo no inspira a los padres ninguna palabra cuando a ellos vienen solo personas que

no están dispuestas a seguir lo que les dicen. La palabra por la palabra no tiene valor

para los monjes. Para ellos, una palabra solo tiene importancia cuando también se pone

en práctica. Los monjes toman a pecho la palabra de Jesús: «Quien escucha estas

palabras mías y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que edificó su casa

sobre roca» (Mt 7,24).

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El que no está dispuesto a seguir las palabras que oye es para los monjes un

presuntuoso. Ese tal pretende fanfarronear con las palabras que ha oído a los monjes.

Pero no está dispuesto a seguirlas.

Los monjes han callado. Sus palabras habían nacido del silencio. Y Dios se las

regalaba. Los monjes no utilizaron el silencio para poder después hablar mejor. Querían

encontrar a Dios en el silencio. Pero en ese camino hacia Dios se apoyaron unos a otros.

Y para eso emplearon la palabra. La palabra les fue regalada de arriba. No la habían

obtenido ellos mismos por reflexión. Pero, precisamente porque sus palabras venían del

silencio y de Dios, tenían un peso especial.

Hay personas que necesitan estar hablando continuamente. No pueden aguantar ni

un momento de silencio. Su hablar se convierte realmente en charlatanería. Solo sirve

para acallar el silencio y evitar la quietud.

Quien tiene algo que decir, tiene que acudir al silencio. En el silencio puede juzgar

qué palabras merecen ser dichas y cuáles más bien no deberían pronunciarse. En el

silencio sopesa las palabras. No habla sin ton ni son, sino que dice palabras que tienen un

sentido, que le levantan a uno, que muestran un camino, que dan expresión al misterio.

Pero el callar y el decir tienen otro significado más. Muchas veces callamos porque

no tenemos nada que decir y porque no se nos ocurre ninguna palabra que tenga

importancia. Precisamente personas que tienen que hablar mucho –directores

espirituales, terapeutas, políticos, médicos– sienten que en algunos momentos no saben

qué deben decir. Muchos esquivan como pueden este silencio interior. Están bajo la

presión de tener que decir algo a pesar de todo. Los medios exigen de los políticos que

den inmediatamente una opinión sobre este o aquel problema. El político no tiene tiempo

alguno para reflexionar sobre lo que podría decir con más sentido. Los predicadores

tienen la experiencia de que en algún momento les faltan las palabras para dar a la fe una

expresión como corresponde a su naturaleza. Pero en ese momento las palabras se

vuelven con frecuencia vacías.

En la conversación con un paciente, a un terapeuta no se le ocurre nada que le

pueda decir respecto de su dolencia. Muchos se refugian entonces en teorías psicológicas

para hurtar el bulto a su falta de palabra. Sin embargo, tanto al acompañante espiritual y

al terapeuta como al político les vendría bien optar por el silencio, soportar por una vez

93


que no tienen –o todavía no tienen– nada que decir sobre este o aquel tema. Eso sería

más honesto. Eso nos protegería de la mucha verborrea y de los muchos tópicos que

están banalizando cada vez más nuestro lenguaje.

Sería bueno soportar el silencio y esperar hasta que del silencio nacieran nuevas

palabras. Más de un escritor necesita tales tiempos de silencio para que, por su medio,

puedan fluir nuevas ideas hacia la sociedad. Hugo von Hofmannsthal lo confirma: «Una

persona tendrá un lenguaje tanto más vigoroso cuanto más profunda sea la soledad de la

que sale en un momento dado» (citado en Baumann 104). Con esta idea se puede aclarar

también el poderío expresivo de Paul Celan, quien con frecuencia se retiraba a la soledad

y a la quietud para que en él nacieran nuevas palabras.

Las palabras que nacen del silencio nunca son moralizantes. Pero pueden, sin duda

alguna, reanimar a las personas, de la misma manera que Jesús reanimó con frecuencia a

hombres y mujeres. Les quitó, por decirlo así, las vendas que tenían ante los ojos para

que los abriesen y viesen a las personas y la realidad de sus vidas tal como en realidad

son.

Jesús no habló moralizando. Sus palabras eran retos, pero siempre despertaban vida.

El moralizar siempre crea en los oyentes una mala conciencia. Y crear mala conciencia

es una forma sutil de abuso de poder. Porque nadie puede protegerse por completo

contra la mala conciencia. Todo el mundo lleva en sí la sospecha de que en su interior no

todo es recto. Pero con una mala conciencia no transformo a las personas. Una mala

conciencia genera modorra. Y la modorra raras veces ha contribuido a la transformación

de una persona.

Muchas veces la mala conciencia nos roba la energía para cambiar algo dentro de

nosotros. Los sermones moralizantes tienen con frecuencia algo de amenazador y de

sabihondo. Quien predica así, se sitúa por encima de los demás. Se comporta como si

cumpliese todo lo que exige a los otros. Pero a tales moralistas se les puede aplicar el

juicio de Jesús sobre los fariseos: «Dicen y no hacen; lían fardos pesados y se los cargan

en la espalda a la gente, mientras ellos se niegan a moverlos con el dedo» (Mt 23,3-4).

En griego se usa aquí la palabra légousin, que significa «disertan», «argumentan».

Los argumentos de los fariseos están dirigidos a los demás. Pero ellos mismos se

mantienen lejos de sus propias argumentaciones. Y no hacen nada para interpretar la Ley

94


de tal manera que no se convierta en una carga innecesaria para las personas. Su lenguaje

moralizador busca más bien ejercer el poder y oprimir a las personas para ponerse por

encima de ellas. Ahora bien, esto no es un lenguaje dialogal ni un lenguaje que procede

del silencio.

Lo que hace la palabra que viene del silencio nos lo muestra de modo impresionante

el primer relato de la creación en la Biblia. Al principio de la creación había silencio.

Este silencio carecía de estructura. Todo era un caos informe (cf. Gn 1,1). En ese silencio

pronunció Dios la palabra: «Que exista la luz». La palabra configura el silencio informe

y le da estructura. Y la palabra trae luz al interior del mundo.

Hay palabras-raíz que no perturban el silencio, sino que acentúan su mensaje. Y hay

palabras que provienen del silencio y lo hacen audible. La palabra que estalla desde el

silencio nos conduce al silencio. No interrumpe el silencio, sino que lo hace más

profundo.

Hay personas cuyos discursos no interrumpen el silencio. Sin embargo, también hay

otras que hacia fuera no dicen gran cosa, pero en las que se palpa la inquietud interior. El

que habla desde el silencio sopesa sus palabras. No emplea palabras para huir del

silencio. Dice palabras cuando el Espíritu de Dios le fuerza a ello. De lo contrario, calla.

No está bajo la presión de tener que decir algo.

Cuando organizo seminarios sobre el silencio, frecuentemente los participantes

perciben como un servicio gratificante el poder guardar silencio durante la comida.

Entonces se dan cuenta de cómo muchas veces, en otros momentos, solo hablan porque

hay que decir algo. Hablan con frecuencia para romper la atmósfera embarazosa del

silencio. Pero cuando todos juntos guardan silencio, se crea una profunda unión interior.

Cuando los participantes, al final del curso, vuelven a charlar otra vez entre sí, se sienten

más unidos en las pocas palabras que si hubieran estado hablando todo el tiempo unos

con otros.

En el introito –canto de entrada– del primer domingo del tiempo de Navidad, la

liturgia medita las palabras del Libro de la Sabiduría y las refiere a la humanización de

Dios en Jesucristo: «Un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera,

tu palabra todopoderosa se abalanzó desde el trono real de los cielos» (Sab 18,14). La

Palabra que en Jesús toma carne viene del profundo silencio de Dios.

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El místico Juan de la Cruz interpreta estas palabras de la siguiente manera: la

Palabra que Dios dice desde siempre en el silencio eterno tiene que ser también oída por

los humanos en el silencio. Se precisa la quietud para percibir esta Palabra de Dios en lo

profundo del corazón. Pero entonces es además una palabra que alimenta. Entonces se

cumplen las palabras que Jesús dice en la tentación de Satanás, citando el Deuteronomio:

«Está escrito: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de

Dios» (Mt 4,4).

Hoy ansiamos palabras que nos alimenten, palabras de las que podamos vivir. Con

frecuencia conocemos palabras tales que nos tocan el fondo del alma y que luego nos

acompañan a través de varias miserias. Son verdaderamente un alimento para nuestro

espíritu.

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16.

Lenguaje y poder

La ciencia de las religiones conoce el poder de la palabra. En época primitiva, cuando

aún no se decían tantas palabras, se atribuía siempre a la palabra un poder efectivo. La

palabra hace lo que dice. Esto se muestra, por ejemplo, en la palabra creadora de Dios.

La Palabra de Dios crea la realidad.

Para nosotros esto significa: con nuestras palabras, creamos igualmente una

realidad. Toda novela crea una realidad propia. Pero también en cada conversación

creamos con nuestras palabras una realidad. Marcamos una atmósfera. Con nuestras

palabras creamos un clima determinado.

Muchas veces notamos esto en el espacio. Cuando entramos en un recinto en el que

se está desarrollando una conversación agradable, nos sentimos a gusto allí. Pero el

efecto sobre el espacio se mantiene todavía después de la conversación. Cuando

entramos en un sitio en el que se ha discutido mucho, nos sentimos a disgusto allí.

El lenguaje imprime su sello en los espacios en los que vivimos y trabajamos. Un

lenguaje conciliador crea una atmósfera de paz y de perdón. Un lenguaje que se habla

sobre el trasfondo de una dura represión divide y crea incluso en los espacios un clima

negativo. Efectivamente, hay incluso investigaciones según las cuales las palabras de

bendición –buenas palabras– que se pronuncian sobre el agua modifican la estructura del

agua. Antiguamente, los curanderos orantes decían su conjuro sobre las heridas y

esperaban de todo ello la curación. Hay experimentos que muestran que las palabras

pueden ejercer influjo incluso sobre las plantas.

La ciencia de las religiones distingue entre palabras de bendición y palabras de

maldición, entre juramento y conjuro. Y conoce encantamientos y palabras mágicas.

Cuando en el Antiguo Testamento Isaac bendice a su hijo Jacob, esas palabras realizan

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lo que dicen. Después Isaac ya no puede decir las mismas palabras a su primogénito

Esaú, a quien le habrían correspondido propiamente. Hay palabras que no se pueden

revocar.

Las palabras de bendición realizan lo que prometen. Pero también las palabras de

maldición tienen sus efectos. Hoy ya apenas hablamos de que, por ejemplo, un padre

maldice a su hija porque anda por unos caminos distintos de los que él había imaginado.

Antiguamente se atribuía a la maldición y a la imprecación un efecto mágico. Las

maldiciones las entendemos hoy como palabras ofensivas y de repulsa. Le deseamos al

otro desgracia e infelicidad.

Sabemos por la psicología qué efecto tan fuerte producen tales palabras en el alma

de la persona. Hoy ya no creemos en el efecto mágico de las maldiciones. Pero el efecto

psicológico de tales palabras lo reconocemos en numerosas terapias. Allí, las personas

que han oído esas negatividades tienen que sacudirse el poder de tales palabras. Por eso,

reciben la tarea de –en vez de concentrarse en las maldiciones– anotar palabras positivas

que hayan escuchado de sus padres o de sus maestros y educadores. Luego esas personas

tienen que hacer que las bendiciones penetren profundamente en el corazón para así

desterrar del espíritu a las maldiciones o, al menos, anular su poder.

En las convivencias mando a los participantes que anoten qué palabras de buenos

deseos y qué maldiciones han oído en su infancia. En muchos predominan palabras

positivas como «eres un ángel», «qué bien que estés tú», «eres un sol para la familia».

Otros recuerdan sobre todo palabras como «eres un hijo no deseado», «eres una carga

para la familia», «eres imposible», «eres malo», «no puedes ser hijo nuestro, pareces hijo

de otros». Más aún, una señora me dijo que su padre la había llamado «hija de Satanás».

Tales imprecaciones se clavan profundamente en el corazón. Y con frecuencia se

necesita mucho tiempo para anularlas. Para esto, uno puede recordar las bendiciones de

Dios: «Tú eres mi hijo querido. Tú eres mi hija querida. En ti tengo mis complacencias».

Pero para que esta palabra disuelva una maldición, tiene que penetrar profundamente en

el subconsciente para allí, en lo profundo, derrocar las palabras de maldición y actuar en

nosotros como palabras de bendición.

La palabra alemana beschwören tiene dos significados: uno, «afirmar bajo

juramento»; el otro, «dominar mediante conjuros». El que afirma algo bajo juramento se

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ata a su palabra. Ya no puede revocarla. De lo contrario, cometería perjurio.

Lanzar un conjuro era antiguamente un modo de conseguir poder sobre algo. Se

creía que los conjuros realizan lo que dicen. Aquí se habla de magia: las palabras tienen

un efecto mágico. Crean lo que expresan. De ahí que con frecuencia las personas sientan

miedo ante tales palabras.

El evangelista Marcos nos cuenta que, en la primera intervención de Jesús en

Cafarnaún, estaba sentado un hombre al que poseía un espíritu inmundo. Ese espíritu

inmundo quiere conseguir poder también sobre Jesús, al llamarle por su nombre: «Sé

quién eres tú: el Santo de Dios» (Mc 1,24). El poder mediante el nombre nos es bien

conocido de los cuentos o sagas, por ejemplo el de El enano saltarín [en alemán,

Rumpelstilzchen]. Jesús predica con plena autoridad. El espíritu inmundo no tiene poder

alguno sobre el hombre. Y Jesús le manda: «¡Calla y sal de él!» (Mc 1,25). Con su

palabra desarma Jesús la palabra mágica del demonio.

Si volvemos a nuestro tiempo, percibimos el poder del lenguaje en otros ámbitos.

Los políticos y periodistas pueden ejercer poder mediante el lenguaje. Deciden la

regulación del lenguaje sobre determinados temas. Cuando se impone tal regulación del

lenguaje, apenas si es posible usar otros argumentos y hablar de manera diferente sobre

los datos objetivos. Con frecuencia, este modo de hablar tiene un efecto demagógico.

Cuando Paul Kirchhoff fue candidato por la CDU y presentó en el año 2001 con un

grupo de trabajo un nuevo sistema fiscal, Gerhardt Schröder se lo liquidó de un plumazo

con su declaración pública «¡Ahí tienen a ese profesor de Heidelberg!». Esto fue tan

despectivo que Kirchhoff, a pesar de sus inteligentes propuestas, ya no tuvo ninguna

posibilidad. En acontecimientos como este se nota cómo las palabras demagógicas

pueden desacreditar y burlar todos los argumentos.

Las palabras que ridiculizan tienen un poder contra el que apenas pueden protegerse

aquellos a los que se deja en ridículo. Pero tales palabras dominan el clima. Y de tales

palabras depende quién llega finalmente al Gobierno del estado. Muchas veces son los

tópicos los que impiden un pensamiento objetivo.

En el debate sobre una educación infantil adecuada, los psicólogos que resaltan la

presencia materna en los primeros años del niño no tienen ninguna posibilidad de

hacerse oír. Enseguida se les ridiculiza con los tres tópicos: «niños, cocina, iglesia» [1] , y

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se les relega a un rincón archiconservador. En estos casos se ve el poder que tienen las

palabras y cómo muchas veces impiden un diálogo objetivo.

Adolf Hitler, con su lenguaje demagógico, embaucó a todo un pueblo. Las palabras

que en aquella época sonaban en todas las radios marcaron el talante del pueblo. A base

de tabúes rompieron y crearon, incluso entre personas cultas, patrones de

comportamiento que ningún profesor de bachillerato hubiera ofrecido jamás a sus

alumnos. Muchas veces no nos damos cuenta en absoluto de la medida en que nuestro

pensamiento está condicionado por el lenguaje que a diario cae como un chaparrón sobre

nosotros desde los periódicos o desde la radio y la televisión o desde Internet. El que es

hábil en el manejo del lenguaje determina la opinión de una sociedad.

Hoy se pone de manifiesto el poder del lenguaje de otra manera más. En muchas

empresas, aun cuando la mayoría de los empleados sean alemanes, el idioma de la

empresa es hoy el inglés. Esto tiene como consecuencia que los colaboradores que tienen

más conocimientos de inglés son los que ejercen el mayor influjo. Los que dominan el

inglés tienen poder. En las discusiones se retraen los que no tienen conocimientos

suficientes de inglés. Muchas veces, los líderes con buenos conocimientos de lenguas

hacen sentir a los otros que no tienen «nada que decir».

En la mentira, la palabra ejerce un poder negativo. Jesús, en el Evangelio de Juan,

llama al demonio «padre de la mentira». Y es un homicida (cf. Jn 8,44). El que miente,

daña a la persona y, en último término, la mata en su veracidad. El abad de

Schweiklberg, Christian Schütz, interpreta estas palabras diciendo que todos los pecados

son siempre pecados de palabra también y que los pecados de palabra anuncian a los

demás pecados: «Primero “que reviente el judío”, después Auschwitz; primero se niega

el alma a toda vida extrahumana (cf. Descartes), luego un industrialismo desenfrenado le

quita de facto el alma a todo» (Schütz/Nestle 1440s).

Cuánto poder tiene la mentira, pero también cuánto poder puede tener la verdad, lo

expresó magistralmente Alexander Solzhenitsin en una carta abierta escrita en el año

1974. Piensa que el poder necesita la mentira para conseguir su fuerza. «El poder no

puede protegerse detrás de ninguna otra cosa que no sea la mentira, y la mentira solo

puede sostenerse por el poder» (Solzhenitsin 61).

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Sin embargo, la mentira pierde su fuerza cuando no nos hacemos cómplices de ella.

Para nosotros este es el camino más fácil «y el más devastador para la mentira. Porque

cuando las personas se distancian de la mentira, entonces simplemente deja de existir»

(ibid. 61). Quitar su fuerza a la mentira quiere decir, para Solzhenitsin, «no escribir,

firmar o imprimir en el futuro ni una sola frase que, a su juicio, deforme la verdad; […]

no pronunciar una frase así ni en conversación privada ni ante un auditorio, ni en nombre

propio ni según un texto preparado, ni en el papel de orador político, de maestro o de

educador, ni de acuerdo con un guion» (ibid. 62).

Alexander Solzhenitsin confía en que las personas que se apean del carrusel de

poder de la mentira transforman el país. Sus optimistas palabras intentan animarnos

todavía hoy a no quedarnos varados en un lamento sobre el lenguaje oficial, sino

comenzar nosotros mismos a hablar un lenguaje veraz. Entonces –así dice Solzhenitsin

lleno de esperanza– «¡no vamos a reconocer a nuestro país!» (ibid. 63).

[1] El eslogan en alemán es Kinder, Küche, Kirche: las tres palabras comienzan con k [N. del T.].

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17.

La dificultad para hablar

con el corazón en la mano

No siempre podemos hablar con el corazón. Pero precisamente en algunas ocasiones

deberíamos decir lo que llevamos dentro y nos sale del corazón. Esto podría ser, por

poner un ejemplo, un rito de cumpleaños.

En un cumpleaños podemos decir las fórmulas acostumbradas de felicitación. Pero

también podemos expresar lo que desde mucho tiempo atrás quisiéramos haber dicho

alguna vez y que, sin embargo, nunca nos hemos atrevido a decir, por miedo a desnudar

demasiado nuestro corazón ante los otros. De este modo, un rito es una buena

oportunidad para decir al niño en su cumpleaños algo que salga del corazón. Las

palabras no deben ser una vacía lisonja, sino expresión de lo que hemos visto en el otro,

lo que significa para nosotros, lo que nos da y lo que de alentador encontramos en él. Y

deben ser palabras que expresen lo que para él deseamos desde lo más profundo del

corazón.

Encontramos las palabras adecuadas si nos ponemos en el lugar del otro y si

escuchamos también a nuestro propio corazón: ¿qué regusto deja el otro en nuestro

corazón? ¿Qué resonancias oímos cuando, mirándole, escuchamos a nuestro interior?

La superficialidad de las palabras se percibe con frecuencia en momentos de

despedida. Y qué gratificante es cuando realmente se dicen palabras que, de otro modo,

no se dirían nunca. Esto vale para la despedida tras unas vacaciones, para la despedida

tras una convivencia bastante prolongada, para la despedida de la empresa o de los

vecinos que se trasladan. Cuando en la empresa es despedido un jefe de departamento

porque la dirección lo rechaza, a menudo se dicen palabras insinceras. El jefe de

departamento es «despedido entre aplausos». Sin embargo, al mismo despedido esas

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palabras hipócritas le suenan interiormente a sarcasmo. Se siente ofendido. A veces, sin

embargo, no se encuentra ninguna palabra para expresar la despedida. También esto

produce dolor y muestra que en esa empresa no hay ninguna cultura del compañerismo

ni ningún sentido del aprecio.

Especialmente importantes son las palabras que salen del corazón en la despedida

definitiva de la muerte. Me cuentan algunos médicos que los familiares de un enfermo

grave les suelen prohibir decirle la verdad sobre su estado. Los familiares saben en

verdad que el enfermo va a morir pronto. Pero se comportan como si todo estuviese en

orden. Hablan con superficialidad de la próxima excursión que van a hacer tan pronto

como el enfermo vuelva a casa. Sin embargo, el enfermo sabe que no va a volver nunca

más a casa. Con él solo hablan de cosas triviales. Pero él anhela hablar de lo que

importa. Le gustaría decir lo que quisiera dejarles como últimas palabras y última

voluntad; le gustaría darles su bendición.

En una charla superficial es absolutamente imposible decir estas palabras cordiales.

Se le quedan a uno atascadas en la garganta. Sin embargo, tan pronto como el enfermo

ha muerto efectivamente, los familiares reconocen la oportunidad que han perdido.

Para determinadas palabras hay tiempos determinados. Si se desaprovecha ese

momento, ya nunca se pueden decir esas palabras. La despedida de un moribundo lo

muestra con toda claridad. Se consideraría exitosa una despedida en la que el enfermo

dijera las palabras que nunca en su vida había pronunciado, en la que diera las gracias a

familiares y amigos, les dijera lo que habían significado para él y los bendijese.

Las palabras de bendición de una persona en trance de muerte son verdaderamente

palabras que salen del corazón y van al corazón. Tras la muerte sin una despedida así,

con frecuencia a los familiares se les cae la venda de los ojos. Reconocen la oportunidad

que han desperdiciado y las palabras que les han quedado por decir. No han dicho al

moribundo, la bendición que él ha sido para ellos, el ejemplo que les ha dejado y lo que

ha significado para todos. Y no le han expresado ningún buen deseo para su último viaje.

Tales palabras no dichas dejan en los familiares sentimientos de culpa. Se les hace

un nudo en la garganta. No pudieron pronunciar las palabras que se atascaron en ella.

Así que ahora estas bloquean la garganta. Ahora es cuando se reconoce la oportunidad

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que ofrece una despedida: decir palabras que salen del corazón y tocan el corazón del

otro.

Lo que se dice de la despedida definitiva en la muerte, vale también para otras

muchas despedidas. La despedida es una oportunidad para decir las palabras que desde

mucho tiempo atrás he querido decirle al otro: lo valioso que es para mí, cuánto he

aprendido gracias a él, cómo me ha llegado al corazón.

La despedida es dejar irse al otro. Pero ese dejar irse y esa separación del otro

tienen que ir acompañados de buenas palabras, las cuales, a pesar del distanciamiento

exterior, crean una nueva vinculación y cercanía que tal vez no existían antes de la

separación. Y las palabras de despedida cierran una etapa de la vida. La redondean. Y de

este modo puede uno desprenderse mejor de esa etapa.

También en el matrimonio se desperdician muchas veces los momentos en los que

los esposos podrían decirse mutuamente palabras salidas del corazón. En el matrimonio

se habla mucho y muy frecuentemente sobre la rutina diaria, de tal forma que apenas

queda tiempo para las palabras personales.

También en el matrimonio hay un tiempo adecuado para las palabras adecuadas,

por ejemplo, los ritos diarios de despedida, cuando uno va al trabajo, o los rituales de

cumpleaños o de la onomástica, los ritos de domingo o de vacaciones. O también el rito

de la conversación de fin de semana, cuando la pareja se toma tiempo para su diálogo

personal. Muchas parejas se resisten a esto. Piensan que ya hay tiempo suficiente a lo

largo del día para abordar las cuestiones íntimas. Pero no lo hacen. A menudo, la

renuencia al rito de la conversación de fin de semana muestra la oposición a manifestar

sentimientos y a desnudarse ante el otro en el diálogo personal.

Las personas que van a la iglesia, que asisten a un acto de culto, esperan también en

la homilía palabras que salgan del corazón y que toquen el corazón. Sin duda, el más

valioso agradecimiento que un oyente puede mostrar al predicador es decirle que su

sermón le ha llegado al corazón.

Está claro que Jesús hablaba a las personas de manera que les llegaba al corazón, y

que su corazón incluso se inflamaba cuando les hablaba. No podemos copiar a Jesús.

Pero hablar desde el corazón podemos hacerlo todos.

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Para esto se necesita el valor de mostrar los sentimientos personales sin asfixiar a

los otros con los sentimientos propios. También hay sermones sentimentales que más

bien chocan desagradablemente al oyente. Los sentimientos tienen que ser auténticos. Y

tienen que brotar del corazón, no estar aderezados conscientemente para arrancar

sentimientos al otro.

Para las palabras cordiales vale lo que Jesús dijo de la Palabra de Dios: «No solo de

pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» –del corazón de

una persona–.

Ansiamos esas palabras que tocan nuestro corazón. Esto vale no solo para la

predicación, no solo para la relación entre esposos, no solo para la educación de los

hijos: vale también para los sobrios ámbitos del trabajo.

Los colaboradores notan al detalle si el jefe solo ha hecho un curso de retórica o si

sus palabras le salen del corazón. Y solo cuando sus palabras salen del corazón los

colaboradores se sienten tocados y también, en último término, motivados. Con palabras

escogidas conscientemente para conseguir un efecto determinado, se sienten

manipulados. Y reaccionan a ello más bien con rechazo. Se defienden contra tales

palabras.

Allí donde las palabras salen del corazón, nace también una atmósfera cordial. Esto

vale para el trabajo, esto vale para cualquier saludo y encuentro personal.

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18.

Palabras efectivas:

palabras transformadoras

El psicoanalista suizo Peter Schellenbaum habla de palabras eficaces. Las palabras

tienen un efecto sobre las personas. Se refiere, sobre todo, a la palabra Dios como

palabra eficaz y la distingue de las palabras objetivas. Si Dios se convierte en una

palabra objetiva, se podrá discutir si Dios existe o no, qué propiedades tiene y cuáles no.

Pero al ser humano le resbalan tales palabras. No le afectan.

Dios, como palabra eficaz, actúa sobre el alma humana. «El efecto que me permite

calificar a una palabra como Palabra de Dios y a una imagen como imagen divina es el

de una transformación plena del yo en una personalidad más inclusiva y más central que,

en referencia al atman de los indios, designamos como la mismidad» (Schellenbaum 28).

Dios, como palabra eficaz, hace estallar la soledad en el yo. «Es la palabra eficaz de la

relación» (ibid. 29). Dios es siempre un Tú que interpela, que me enfrenta conmigo

mismo. Al igual que Dios,amor es también una palabra eficaz y no una palabra objetiva.

Schellenbaum opina que las palabras eficaces son tan importantes porque sin ellas el

individuo se hundiría en el mutismo y en la incomunicación (cf. ibid. 34s).

Para la salud psíquica es importante que dejemos que actúen sobre nosotros las

palabras eficaces tales como Dios y amor. Nos remiten al fondo de nuestra alma, a la

fuente interior de la que bebemos para dominar nuestra vida.

Jesús mismo pronunció muchas de estas palabras eficaces. Cuando al leproso que

no se puede aceptar a sí mismo le dice «Quiero, queda sano», el leproso se percibe a sí

mismo de manera distinta; de repente es capaz de aceptarse y se percibe limpio (cf. Mt

1,40ss). Jesús dice al paralítico: «Levántate, toma tu camilla y vete a casa». La palabra

realiza lo que dice. Hace levantarse y andar al paralítico (cf. Mc 2,1-12). Al hombre de la

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mano paralizada le dice Jesús: «Extiende la mano». Y «el hombre la extendió y su mano

quedó curada» (Mc 3,5). El hombre que hasta entonces se ha conformado con no pillarse

los dedos, siente de repente ánimo para tomar su vida en sus manos y dar forma con

estas a lo que se le presente. En muchas historias de curación, Jesús dice unas palabras al

enfermo. Y la palabra le sana. La palabra realiza lo que dice.

Una preciosa historia sobre el poder de la palabra nos la refiere Lucas. Hay un

capitán romano cuyo criado está mortalmente enfermo. El capitán envía a Jesús algunos

judíos de los más ancianos con el ruego de que cure a su criado. Jesús va con ellos. Sin

embargo, cuando está ya cerca de la casa del capitán, este envía amigos a Jesús con el

encargo de decirle: «Señor, no te molestes; no soy digno de que entres bajo mi techo. Por

eso no me consideré digno de acercarme a ti. Pronuncia una palabra y mi criado quedará

sano» (Lc 7,6s).

La liturgia ha recogido esta historia. Manda a los fieles pronunciar las palabras del

capitán pagano antes de la comunión. A algunos les chocan estas palabras, sobre todo el

«no soy digno». Esa expresión les recuerda todas las descalificaciones que con

frecuencia sufrieron en su educación y muchas veces también en su instrucción religiosa,

como si no fueran dignos de llegarse a Dios.

Sin embargo, cuando leemos la historia bíblica, percibimos que el capitán rebosa

confianza en sí mismo. Y la historia nos invita a ponernos en el lugar del capitán; es

decir, en el de una persona respetable, en el de una fuerte personalidad. Con sus palabras

no se rebaja, sino que dignifica al que quiere llegar a él. Muestra su respeto reverencial

ante el completamente Otro que en Jesús le sale al encuentro. El capitán es romano y,

por lo mismo, tanto para los judíos como más tarde para los cristianos, un gentil.

Muestra nuestro alejamiento interior de Dios. A pesar de toda la religiosidad, Dios ha

seguido siendo todavía para nosotros el Extraño y el completamente Otro.

Como el capitán, confesamos que no somos dignos de que Jesús entre en nuestra

casa: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Pero di una sola palabra y mi

alma quedará sana». Lo que aconteció en esta historia de curación tiene que sucedernos a

nosotros en la comunión. No tiene que quedar sano nuestro criado, sino nuestra alma.

Pero, en contraste con la historia bíblica, Jesús va a entrar en nuestra casa. Sin

embargo, antes de que entre, decimos que tenga a bien decir su palabra, la que cura y

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sana nuestra alma. Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. No solo dice una palabra. Él,

la Palabra de Dios, en la comunión va a entrar en la casa de nuestra vida y va a

«empalabrar» todas las dependencias de nuestra casa interior. Va a decir su Palabra

santificante y transformadora en todas las estancias de nuestra alma para que quedemos

plena y completamente sanos. Y en esa Palabra hecha carne, el amor de Dios, hecho

hombre, nos va a impregnar y transformar.

Esta palabra que la liturgia ha escogido para la comunión no tiene nada que ver con

una autohumillación, sino con el agradecimiento y el respeto reverencial ante el

acontecimiento sagrado que tiene lugar cuando Jesús entra en el hogar de mi alma y

sana, santifica y reintegra mi yo profundo.

Lo que la liturgia atribuye a esa sanante y santificadora palabra de Jesús lo ha

reconocido también la actual psicología respecto de palabras que decimos nosotros. No

solo existen las palabras saludables que otro nos dice, esas que levantan nuestro espíritu

y nos sanan. Las palabras que nosotros mismos nos decimos pueden o sanarnos o

enfermarnos. Esto vale, sin duda, para las cavilaciones negativas con las que

continuamente nos paralizamos. Por ejemplo, si en todas mis acciones digo «Tengo

miedo; no puedo hacerlo; ¿qué van a pensar de mí los otros?», esas palabras refuerzan la

angustia que hay en mí.

Junto a esas palabras de miedo puedo introducir palabras de confianza como, por

ejemplo, el versículo del salmo 118 «El Señor está de mi parte: no temo lo que pueda

hacerme un hombre» (Sal 118,6). Estas palabras me ponen en contacto con la confianza

que ya existe en el fondo de mi alma.

Pero hay otro camino más para transformar, con el cambio del lenguaje, la propia

actitud interior. Cuando, en las sesiones de acompañamiento, me fijo con precisión en lo

que el otro me dice, con frecuencia descubro, en el modo y manera de expresarse, su

actitud negativa ante la vida, su autorrechazo y su desesperanza. Un método de curación

consiste en sustituir conscientemente alguna frase por otra. Por ejemplo, siempre que yo

mismo me meto el miedo en la cabeza –«Esto es demasiado, no voy a poder hacerlo

nunca»– puedo conscientemente decir estas otras palabras: «Esto sí que lo hago; con la

ayuda de Dios, esto va a salir adelante».

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Esta parece una solución externa. Pero, al trabajar mi lenguaje, se va transformando

también mi espíritu. El lenguaje actúa sobre mí. Las palabras negativas, las

negatividades continuas, las palabras cargadas de miedo, las palabras que en todo ven

desgracias, tiran de mi espíritu hacia abajo. Al usar otro lenguaje, también mi alma

puede transformarse. A menudo, este es un proceso lento. El primer paso es empezar por

darme cuenta de cómo hablo y de lo que digo. Luego puedo reflexionar sobre si evito

conscientemente algunas palabras y las sustituyo por otras. Con el tiempo se producirá

en mí un cambio interior. Las nuevas palabras ejercen un efecto sanante sobre mí.

La fuerza transformadora de las palabras la experimentamos en el sacramento. En él

la palabra tiene una fuerza transformante. En la eucaristía, el sacerdote extiende sus

manos sobre las ofrendas de pan y vino y ora: «Envía tu santo Espíritu sobre estos dones

y santifícalos para que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo, nuestro Señor

Jesucristo». Y al decir estas palabras, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la

sangre de Jesucristo.

Cuando el sacerdote dice en la confesión «Yo te absuelvo de tus pecados», en ese

momento tiene lugar el perdón. Lo visible se convierte en signo de lo invisible. La

palabra realiza lo que expresa. Cambia mi situación, lo mismo da que sea en el bautismo,

en la confirmación o en la unción de los enfermos.

La fuerza transformadora de las palabras sacramentales cumple lo que la gente

esperaba en tiempos primitivos de las palabras mágicas. Los sacramentos no son ninguna

magia. Pero podemos confiar en que sus palabras no se quedan en simples palabras

piadosas, sino que realizan lo que dicen porque están dichas con el pleno poder de

Jesucristo.

Pero las palabras que se pronuncian en los sacramentos no pretenden transformar

solo el pan y el vino, sino mi vida entera. La eficacia de las palabras sacramentales debe

manifestarse en el día a día. «Tus pecados te son perdonados»: tengo que recordármelo

en la vida ordinaria cuando interiormente me culpo a mí mismo. Esas palabras, entonces,

me liberan del mecanismo de autorreproche y me capacitan para perdonarme a mí

mismo.

Y cuando estoy en el trajín de la vida diaria, la palabra transformadora de la

eucaristía puede recordarme que, en medio del caos de lo cotidiano, Cristo mismo está

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presente. Y si él impregna mi vida cotidiana con su espíritu y su amor, ese día es

distinto: entonces lo banal se convierte en lugar de encuentro con Dios, y lo que me

consume se convierte en pan que me alimenta.

Es bueno repetirse a sí mismo una y otra vez en la vida ordinaria las palabras

eficaces y transformadoras de los sacramentos, a fin de que transformen el instante en

cuestión, que desde entonces ya no está determinado por palabras que producen malestar

sino por las palabras sanantes que se me dicen en el sacramento.

De esta eficacia transformadora de la Palabra de Dios ya habló la Biblia. Allí se

dice, en el profeta Isaías: «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven allá,

sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar para que dé semilla al

sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí

vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,10-11).

Este versículo vale para la Palabra que Dios nos dice, pero también para la palabra

que en su nombre proclamamos. Este versículo debería dar a los predicadores confianza

y esperanza de que sus palabras no quedan baldías. Aun cuando a primera vista sus

palabras reboten en muchos oídos, algo hacen en la mayoría de los oyentes.

Esta eficacia no se hace visible de inmediato, lo mismo que el brote tampoco se

hace visible inmediatamente después de la lluvia. Pero muchas veces esas palabras

prenden cuando la persona cae en una crisis, cuando el campo de su alma es roturado por

cambios exteriores bruscos.

Los monjes meditaban constantemente palabras de la Biblia, se las recitaban a sí

mismos en medio de las ocupaciones cotidianas para que esas palabras impregnaran su

pensamiento.

Cuando proyecto unas palabras de la Biblia sobre una situación concreta de la vida

diaria, esa situación se transforma. Me digo, por ejemplo: «El Señor es mi pastor, nada

me falta». No tengo por qué creer en absoluto las palabras. Las proyecto sobre la

situación en la que me siento vigilado por el jefe, por mi cónyuge, por una amiga; y

entonces me pregunto: «Si estas palabras son verdad, ¿qué percepción tengo de la ofensa

de estar vigilado?; ¿no percibo entonces en mí mismo otra realidad distinta?». Y la

ofensa se relativiza. Yo siento: «Si Cristo está en mí, si él es mi pastor, no me falta

nada». Entonces, mi necesidad de ser respetado y tenido en cuenta se transforma. La

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necesidad está ahí, pero pierde su fuerza sobre mí. La Palabra de Dios transforma mi

autopercepción.

Pablo llama a la Palabra de Dios «una fuerza divina de salvación para todo el que

cree: primero, el judío, después, el griego» (Rom 1,16). Según esto, la Palabra de Dios

no solo transforma el ámbito eclesial. Lleva en sí una fuerza que también transforma a

los griegos, que toca los corazones de los gentiles, porque sintoniza con sus anhelos. Es

una palabra que eleva y consuela (cf. Jr 29,10).

La segunda carta a Timoteo advierte a los predicadores: «Proclama la Palabra,

insiste a tiempo y destiempo» (2 Tim 4,2). Conozco sacerdotes que ya no esperan nada

de la Palabra de Dios. Piensan que es un lenguaje extraño que no impacta a las personas.

Para mí, lo que importa es proclamar esas palabras de los evangelios y de las lecturas de

forma tan convincente que los oyentes perciban: «Estas no son palabras simplemente

leídas en voz alta. Han pasado por el corazón en búsqueda y creyente del predicador. Y

el predicador confía en que esa palabra será capaz de obrar algo también ahora, en este

momento, en los oyentes».

111


19.

Palabras y oración

En la oración hablamos con Dios. Muchas personas ya no saben qué lenguaje deben usar

con Dios. Recuerdan todavía oraciones infantiles. Pero tan pronto como quieren hablar

personalmente con Dios, solo se les ocurren palabras banales. Si dicen esas palabras,

notan que son cáscaras vacías, que han perdido el verdadero lenguaje para con Dios.

En tales situaciones, podemos ayudarnos de las palabras que la misma Biblia nos

ofrece para la oración. Estas son, sobre todo, los salmos. Pero también el lenguaje de los

salmos le resulta extraño a mucha gente. Con frecuencia, los salmos no contienen

ninguna palabra piadosa sino palabras que expresan nuestros sentimientos: nuestra

desilusión, nuestra desesperanza, nuestro miedo, pero también nuestra confianza y

nuestra esperanza y amor.

Juan Casiano, abad y escritor de los primeros tiempos del cristianismo, piensa que,

al recitar los salmos, deberíamos como versificarlos por nosotros mismos. Así se

convierten en palabras nuestras. Con esas palabras «prefabricadas» expresamos nuestra

propia vida y la revestimos de palabras ante Dios. Las palabras de los salmos son

palabras que nos ponen en contacto con nuestra propia alma; también con las zonas que

con frecuencia quisiéramos ocultar ante Dios porque no son tan agradables. Tres

aspectos me parecen importantes en el lenguaje de los salmos:

Notker Füglister, mi profesor de Antiguo Testamento en San Anselmo (Roma),

indica una y otra vez que el lenguaje de los salmos es, en primer lugar, un lenguaje

evocador. El lenguaje de los salmos me evoca sentimientos que tengo reprimidos. Me

pone en contacto con experiencias que he relegado al subconsciente. Abre en mi alma

espacios de experiencia que, con frecuencia, en la vida diaria están clausurados.

112


El lenguaje de los salmos es ciertamente un lenguaje ya acuñado, pero que da

expresión a mis más profundos deseos, necesidades, miedos, apuros.

En segundo lugar, el lenguaje de los salmos es un lenguaje enriquecido. Está

enriquecido por las muchas personas que los han orado durante los últimos tres mil años.

También Jesús rezó los salmos. En estas palabras, por tanto, podemos también

identificarnos con las experiencias que Jesús tuvo con su Dios: con sus dudas, su

abandono, pero también con su profunda, abismal confianza. El lenguaje de los salmos

nos conduce al centro mismo del corazón de Jesús.

De aquí que san Agustín nos recomiende rezar los salmos juntamente con Jesús

para identificarnos con sus sentimientos al decir esas palabras. Pero rezamos también los

salmos con la conciencia de que, durante tres milenios, los judíos y cristianos devotos

han dicho esas palabras y de ese modo han orientado su vida. Rezaron esas palabras

cuando estaban desesperanzados, cuando el hambre y la guerra les hacían difícil la vida,

en la enfermedad y en la necesidad, pero también en el gozo y el júbilo. Al rezar hoy

esos salmos, participamos de las raíces de todos los devotos que nos han precedido.

Como tercer aspecto del lenguaje de los salmos, cita Notker Füglister su

plasticidad. El lenguaje metafórico de los salmos se dirige a todo el ser humano: habla

no solo a su entendimiento, sino también a sus sentidos, a su fantasía y a su corazón. El

lenguaje imaginativo de los salmos es intemporal. Nos habla también hoy a nosotros

porque hace resonar en nuestro espíritu imágenes arquetípicas.

Del lenguaje metafórico de los salmos emana un efecto sanante sobre las personas.

Füglister cita a Romano Guardini, quien se queja de que en nuestro tiempo las imágenes

hayan sido sustituidas por conceptos: «El que considera esto con más hondura sabe lo

absurdo que es. En verdad, por este camino el ser humano se vuelve un ser enfermizo,

porque su naturaleza interior solo puede vivir de imágenes» (Füglister 103).

El lenguaje de los salmos es ya en sí mismo diálogo. Yo digo a Dios mis deseos, le

ofrezco mi corazón. Y al mismo tiempo, oigo lo que Dios me dice. A veces estoy más

embebido en mí mismo y en mis problemas, a veces se me manifiesta en las palabras lo

que Dios quiere decirme. Entonces oigo palabras maravillosas de Dios. Y de repente

puedo creer en su amor. En las mismas palabras me expreso yo y oigo la respuesta de

Dios. En último término, es un diálogo ante Dios y en Dios. Las palabras me llevan

113


hacia la intimidad de Dios. No solo expreso mi estado de ánimo, sino que también digo

palabras santas de Dios que me llenan del Espíritu Santo de Dios.

El mismo Jesús nos ha transmitido palabras para que sepamos cómo debemos orar.

Es el padrenuestro, que desde el siglo primero ha sido rezado por todos los cristianos, al

menos tres veces al día, para crecer y profundizar más en el espíritu de Jesús. Rezando

las palabras de Jesús participamos de su relación con Dios.

Para muchas personas, hoy las palabras del padrenuestro son un lenguaje extraño.

Pero precisamente en esas palabras, que no concuerdan con nuestras experiencias diarias,

es donde trabamos contacto con nuestro más profundo deseo de Dios y de su Reinado en

nosotros y en nuestro mundo. En esta oración se trata sobre todo de que Dios se haga

visible en nuestra vida y en el mundo.

Pero las palabras del padrenuestro no son solo las palabras de Jesús. Están también

–como las de los salmos– enriquecidas por todas las experiencias que los humanos han

vivido desde hace casi dos mil años con esta oración. Por eso, son palabras santas que

nos interpelan. Y son palabras que están impregnadas de una larga historia de

espiritualidad. Cuando, por ejemplo, rezo «hágase tu voluntad», recuerdo la lucha de

muchas personas por la voluntad de Dios. Y rezo esas palabras juntamente con mi padre,

a quien esa oración le acompañó a lo largo de su vida, porque su meta fue siempre vivir

conforme a la voluntad de Dios.

Y cuando rezo «danos hoy nuestro pan de cada día», me acuerdo de la necesidad

que experimentaron mis padres después de la guerra, cuando no sabían cómo alimentar a

su numerosa familia. Así, las palabras del padrenuestro están enriquecidas con

recuerdos, experiencias, esperanzas, deseos y con la confianza que muchas personas

expresaron con ellas antes que yo.

Cuando alguien no sabe lo que debe orar y qué lenguaje debe usar ante Dios, le

propongo con frecuencia el siguiente ejercicio:

Siéntate a solas en tu habitación. Imagina que te envuelve la presencia de Dios. Y

luego comienza a hablar en voz alta con Dios, no tan alto que te oigan los demás, pero de

tal manera que oigas tu propia voz. Di a Dios lo que te gustaría contarle de ti mismo. Y

pregúntale a Dios: «¿Y qué dices Tú de todo esto? ¿Es este realmente mi más profundo

deseo?». Al oír tu propia voz, enseguida notarás si tus palabras no reproducen tu verdad,

114


si son inadecuadas y vacías. Escuchándolas, poco a poco te irás haciendo capaz de decir

aquellas palabras que son verdaderas, genuinas, auténticas, adecuadas.

Cuando hablamos con otra persona, a menudo nos aferramos a nuestros

argumentos. O muchas veces nos acomodamos a las expectativas del otro. Cuando

hablamos en voz alta con Dios, entonces nos oímos a nosotros mismos. Y muchas veces

nos aterra nuestro propio lenguaje: hablamos con superficialidad. Somos incapaces de

traducir a palabras lo que nuestra alma realmente quisiera decir.

Pero al luchar así por encontrar las palabras, percibimos qué fatigoso es encontrar

las que son realmente adecuadas para nuestra conversación con Dios. Y nos volvemos

modestos y humildes. Nos adentramos poco a poco en nuestra verdad. Porque cuando las

palabras no concuerdan con nuestra verdad interior, nos chocan. Además surge en

nosotros el rechazo. Y sentimos: «Esto no es todavía toda la verdad». Las palabras

quieren adecuarse a la verdad. Pero encontrar la verdad interior y expresarla de tal

manera que sea realmente la verdad, es un camino de búsqueda.

115


Reflexiones finales:

«El lenguaje habla»

El filósofo Martin Heidegger, en un discurso sobre la lengua, prescinde de todas las

teorías del lenguaje y se centra únicamente en la meditación de la sentencia «El lenguaje

habla». Esto suena demasiado simple. Pero pone de manifiesto algo del misterio de la

lengua. Ninguna de las teorías lingüísticas nos vale ya para entender el lenguaje que

hablamos diariamente.

En esta obra no he explorado toda la riqueza del lenguaje. Como se hizo notar en

nuestro encuentro preparatorio de este libro, me he limitado simplemente a lo que a mí

mismo me preocupa cuando pienso en el lenguaje. Yo hablo diariamente con personas:

muchas veces, con toda sencillez, a mis colaboradores en la administración; en

ocasiones, con estilo más culto en mis conferencias. Hablo como encargado de la liturgia

y manejo el lenguaje escribiendo. Al escribir, intento dar con un lenguaje que esté a tono

con mi personal sensibilidad y que, al mismo tiempo, diga algo a las personas para las

que escribo.

Cuanto más tiempo llevo escribiendo, tanto más me siento en camino hacia el

lenguaje. Todavía no he encontrado el lenguaje que presente las cosas de tal manera que

en él se haga perceptible el mismo ser y que, a través de él, la persona llegue a penetrar

en su propia esencia.

Martin Heidegger da vueltas una y otra vez a la relación entre decir, ser y esencia.

En las tres lecciones en las que interpreta un poema de Georg Trakl, vuelve una y otra

vez sobre el último verso: «Cosa alguna no hay do la palabra falla». Sin el lenguaje no

percibimos la realidad, el ser no sale para nosotros. Y Heidegger concluye su lección con

la referencia al lógos. «Pero la misma palabra lógos, como tal palabra, es al mismo

tiempo palabra para el decir y palabra para el ser,es decir, para la presencia de lo que

116


está presente. Decir y ser, palabra y cosa, forman un único todo de manera velada,

apenas consciente e impenetrable» (Heidegger 237).

En el lenguaje se hace presente el ser, y nosotros, las personas, nos adentramos en

nuestra esencia. Hablando experimentamos quiénes somos. Y al escribir buscamos el

lenguaje que descubre nuestra esencia o, como dice Heidegger, la «destapa». En el

lenguaje se destapa lo que en nuestro interior está tapado. Así es como entramos en

contacto con nuestro verdadero ser.

El cuidado y el profundo respeto por el lenguaje que nos llegan de las ideas de

Martin Heidegger, Paul Celan, Peter Handke y Hilde Domin, los echamos de menos hoy

en nuestras múltiples charlas. Y tengo que confesar sinceramente que, a pesar de todo el

cuidado con que intento hablar y escribir, me quedo a muchas leguas de las pretensiones

de los poetas y pensadores.

Con este libro he querido rendirme cuentas a mí mismo de lo que hago al hablar y

escribir. También he querido agudizar la sensibilidad para con el lenguaje. Muchas veces

nuestro hablar y escribir es inconsciente. Tampoco podemos poner en la balanza cada

una de las palabras que decimos. De lo contrario no volveríamos a decir ninguna palabra

más. No ha sido mi intención en este libro acusar –ni siquiera el modo de hablar en

público–. Me quedo más bien con Alexander Solzhenitsin, el cual nos exhorta a apearnos

de la mentira y a decir y escribir solo frases verdaderas.

Este es también mi deseo: que nos hagamos sensibles al lenguaje que se habla a

nuestro alrededor, que nos fijemos con esmero en si un lenguaje nos hace bien o no, si

dice mentira o verdad, si construye una casa en la que las personas puedan encontrar su

hogar o si por el contrario destruye las casas que las personas anhelan hoy, en la

incomunicación de nuestro tiempo.

Solo he rozado algunos ámbitos en los que el lenguaje desempeña un papel

importante: la conversación, los medios de comunicación, la liturgia, el modo de hablar

en la empresa, en la familia, en las comunidades, el hablar en público y la oración. Son

los ámbitos en los que yo vivo. Están seleccionados arbitrariamente.

El lenguaje es siempre limitado. Y así, al final de este libro, me encuentro con las

manos vacías. He analizado el lenguaje tal como se nos presenta en Lucas y Juan, tal

como nosotros mismos lo hablamos y como nos lo dicen los poetas.

117


Les deseo, querida lectora, querido lector, que al leerlo se adentren en sí mismos y

en su propio ser. Les deseo que vuelvan alguna que otra vez a leer con gusto una poesía

para dejar que el lenguaje pulido de los poetas actúe sobre ustedes. Les deseo que

ustedes mismos se hagan cada vez más sensibles al lenguaje que oyen y con el que

ustedes mismos hablan: un lenguaje en el que ustedes se expresan a sí mismos y hacen

así que su propio pensamiento pueda ser experimentado por otros.

Deseo para nosotros que todos hablemos como augura el Evangelio de Juan: que

nuestras palabras traigan vida y luz a este mundo, que por nuestras palabras sea recreado

este mundo. Como un mundo que responda a la palabra originaria de Dios:

«Todo existió por la Palabra

y sin ella nada existió de cuanto existe.

En ella había vida,

y la vida era la luz de los hombres;

la luz brilló en las tinieblas» (Jn 1,3-5).

118


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121


Índice

Índice 2

Portada 3

Créditos 5

Introducción: «No podemos no comunicar» 6

1. Lengua materna-patria 12

2. El lenguaje en el Evangelio de Lucas 16

3. El lenguaje en Juan 26

4. Conversar, decir, disertar[1] 34

5. Hablar y escuchar 40

6. Lenguaje y fe 45

7. El lenguaje religioso 53

8. El lenguaje corporal 56

9. El lenguaje en la liturgia 59

10. Hablar y escribir 68

11. Hablar sobre otros: el lenguaje público 73

12. Hablar y obrar 80

13. Lenguaje y protesta 83

14. Algunas reglas de la comunicación 86

15. Hablar y callar 92

16. Lenguaje y poder 97

17. La dificultad para hablar con el corazón en la mano 102

18. Palabras efectivas: palabras transformadoras 106

19. Palabras y oración 112

Reflexiones finales: «El lenguaje habla» 116

Bibliografía 119

122

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