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Índice
Portada
Créditos
Introducción: «No podemos no comunicar»
1. Lengua materna-patria
2. El lenguaje en el Evangelio de Lucas
3. El lenguaje en Juan
4. Conversar, decir, disertar[1]
5. Hablar y escuchar
6. Lenguaje y fe
7. El lenguaje religioso
8. El lenguaje corporal
9. El lenguaje en la liturgia
10. Hablar y escribir
11. Hablar sobre otros: el lenguaje público
12. Hablar y obrar
13. Lenguaje y protesta
14. Algunas reglas de la comunicación
15. Hablar y callar
16. Lenguaje y poder
17. La dificultad para hablar con el corazón en la mano
18. Palabras efectivas: palabras transformadoras
19. Palabras y oración
Reflexiones finales: «El lenguaje habla»
Bibliografía
2
ANSELM GRÜN
El arte de hablar
y de callar
Por una nueva cultura del lenguaje
3
SAL TERRAE
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser
realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con
CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447
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Grupo de Comunicación Loyola
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Título original:
Achtsam sprechen – kraftvoll schweigen
© Vier-Türme GmbH, Verlag, 2013
D-97359 Münsterschwarzach Abtei
www.vier-tuerme-verlag.de
Traducción:
Melecio Agúndez Agúndez
© Editorial Sal Terrae, 2017
Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
info@gcloyola.com / www.gcloyola.com
Imprimatur:
† Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander
05-12-2014
Diseño de cubierta:
María José Casanova
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2419-8
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Introducción:
«No podemos no comunicar»
«No podemos no comunicar». Esta conocida afirmación del psicólogo austriaco Paul
Watzlawick describe nuestra vida humana como permanente comunicación. Estamos
hablando permanentemente. Incluso cuando callamos, estamos hablando. Estamos
expresando algo con nuestra actitud corporal. Estamos en diálogo unos con otros.
En la conversación queremos hacernos comprensibles al otro y también ser
comprendidos de hecho por él. Quisiéramos además participar en su vida. Y sin
embargo, con frecuencia mis palabras le llegan al otro de manera distinta de como yo las
había pensado. No es algo evidente de por sí que una conversación logre el resultado
previsto. Con frecuencia, en las familias, en las comunidades, en los negocios,
predomina la inexpresividad, la carencia de palabra. Y muchas conversaciones fracasan.
Hoy se ofrecen infinidad de cursos de retórica. Precisamente entre directivos de
empresa es donde encuentran especial acogida estos cursos. Porque los directivos
perciben lo importante que es expresar en un buen lenguaje lo que quieren transmitir a
sus colaboradores o clientes. Sin embargo, las más de las veces en estos cursos solo se
enseñan técnicas sobre la manera de hablar con más eficacia y mejor acogida. El
lenguaje se utiliza como instrumento para conseguir un mejor resultado.
En este libro, a mí no me interesa la efectividad o el mayor influjo sobre otros
mediante un lenguaje más atractivo. Me interesa más bien rastrear el secreto, el misterio,
del lenguaje. Cada día hablamos unos con otros. Pero ¿qué sucede cuando hablamos
unos con otros? ¿Qué expresa el lenguaje? ¿Qué efecto produce? ¿Y cuál es su secreto,
su misterio?
Cuando leo libros sobre lenguaje, me suele suceder lo siguiente: o me concentro en
controlar mi propio lenguaje, o miro con angustia a ver dónde cometo este o aquel error
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al hablar. Sin embargo, tampoco este es el objetivo del presente libro. No pretendo crear
mala conciencia. No quiero acusar ni denunciar que alguien hable un lenguaje
desaliñado.
Quisiera más bien afinar mi propia sensibilidad y la de los lectores y lectoras
respecto del misterio del lenguaje. Quisiera despertar el placer de tratar con más esmero
el propio lenguaje.
Desde siempre, filósofos, teólogos y poetas han reflexionado sobre el lenguaje. Y
entre todos ellos no han llegado a ningún resultado inequívoco. No existe ningún
lenguaje-tipo que podamos aprender a la perfección. Tampoco en este libro se dan
normas de obligado cumplimiento al hablar. Este libro quiere abrir los ojos y los oídos a
lo que acontece al hablar, al oír, al leer: qué hace el lenguaje conmigo y qué hago yo con
el lenguaje; en qué me siento ya gratificado por el lenguaje; en qué lenguaje me siento
como en casa, aceptado y comprendido; y qué lenguaje me desazona, me irrita, me
solivianta.
El lenguaje hace posible la conversación. Ya para los filósofos griegos, la
conversación [el diálogo] era una fuente importante de conocimiento. Valoraban la
conversación como el espacio en el que las personas se encuentran y en el que
mutuamente se estimulan a conocer cada vez con más profundidad el misterio del ser
humano.
Esta cultura griega de la conversación la tuvo presente, sobre todo, el evangelista
Lucas en su evangelio y en los Hechos de los Apóstoles. Jesús, según Lucas, transmite
sus más importantes mensajes en conversaciones; sobre todo, en conversaciones que
tienen lugar con ocasión de un convite.
El simposio, la comida compartida, unida a conversaciones profundas, imprimió su
sello en la cultura griega del pensar y del hablar. Creemos que también hoy necesitamos
para nosotros algo de esa cultura: tanto para las conversaciones en la familia, en la
iglesia, en la empresa, en las comunidades religiosas, como para las intervenciones
públicas en radio y televisión.
Hoy observamos con mucha frecuencia un deterioro de la cultura de la
conversación. En programas de entrevistas cada uno habla a su aire y en paralelo. En ese
momento, la conversación no contribuye en absoluto a la estima recíproca y al esfuerzo
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conjunto por alumbrar la verdad; está más bien al servicio del sensacionalismo y del
halago de los oídos de espectadores y oyentes. Los políticos ya no entablan ningún
diálogo, sino que utilizan la tribuna del Parlamento o los medios de comunicación para
exponer de la manera más incisiva posible su propia posición y para ridiculizar al
adversario político. Ahí ya no hay nada que sea oír o escuchar o dialogar en serio. Ahí
no existe ninguna conversación: no tenemos más remedio que aguantar un continuo
chismorreo.
En muchos ámbitos se está intentando desarrollar una nueva cultura de la
conversación. Se habla de «comunicación libre, sin coacción»: una comunicación con la
que el mariscal B. Rosenberg, durante el proceso de reconciliación de grupos
enfrentados, pudo obtener experiencias satisfactorias. Las empresas gastan mucho dinero
en mejorar, a base de seminarios, su cultura de la comunicación. Desde el Concilio
Vaticano II, la Iglesia se ha preocupado una y otra vez por crear foros de intercambio
para hacer posible un diálogo ágil entre obispos, sacerdotes y laicos. También, como
respuesta a los debates sobre abusos, se ha hecho más explícita la llamada a una
comunicación abierta en la Iglesia. Y en numerosas diócesis se ha iniciado un proceso de
diálogo. En todos estos intentos hay mucha y muy buena voluntad. Sin embargo, muchas
veces el diálogo no logra el resultado apetecido. Con frecuencia se cargan al diálogo
expectativas que dificultan el contacto real y la apertura mutua.
En este libro quisiera reflexionar sobre qué es lo que constituye una conversación
auténtica. Y me gustaría formularme algunos interrogantes sobre el lenguaje que
hablamos. Porque antes de que una conversación pueda tener éxito, es preciso tratar con
esmero el lenguaje. Así pues, desearía reflexionar sobre el misterio del lenguaje.
«Tu lenguaje te delata» (Mt 26,73), dice la criada a Pedro. Nuestro lenguaje –el que
nosotros hablamos– delata nuestro talante interior; delata también nuestras necesidades
soterradas y nuestras agresividades reprimidas. Por eso es bueno poner ante los ojos los
presupuestos de nuestro hablar, y recapacitar sobre la actitud interior que se manifiesta
en el lenguaje.
El lenguaje imprime su sello a una época y a una sociedad. Los germanistas
constatan una decadencia del lenguaje y una falta de comprensión del mismo. Cuando la
Académica Bávara de Bellas Artes, en el año 1959, organizó una serie de conferencias
8
sobre «El lenguaje», el dibujante y escenógrafo Emil Preetorius, en su discurso de
apertura, opinó que la crítica que desde la gramática se hace al declive del lenguaje,
todavía no da en la auténtica esencia del lenguaje. Se trata más bien –como dice el
escritor Günther Eich, al que Preetorius cita en esta ocasión– de ver el mundo como
lenguaje: «Lenguaje auténtico me parece a mí aquel en el que la palabra y la cosa
coinciden» (Preetorius 10).
Este es el auténtico problema: que, con frecuencia, el lenguaje que hoy hablamos ya
no deja a las cosas hacerse realidad, sino que hace afirmaciones sobre las cosas sin que
las cosas mismas hablen de por sí. Cuando viajo en tren y presto atención a las
conversaciones que se mantienen a mi alrededor, muchas veces me quedo aterrado de la
banalidad del lenguaje. Se pronuncian muchas palabras. Pero en realidad no se dice
nada. En esas palabras, el mundo no se traduce a sí mismo en lenguaje.
Naturalmente, muchas veces me llama también la atención la incapacidad para
construir frases enteras. Solo se sueltan acá y allá cabos o jirones de frases. Pero eso no
es una conversación. No se crea una comunidad al hablar. El lenguaje no une, sino que
solo revela el aislamiento y la errabundez de las personas. Para los humanos, el lenguaje
ya no es su casa, su hogar.
Muchas veces, cuando se habla de otros, percibo en las palabras un runrún de
desprecio. Extranjeros que han aprendido bien el alemán encuentran difícil seguir este
lenguaje. No es el lenguaje que ellos han aprendido. No es el lenguaje de los poetas y
pensadores alemanes, sino un lenguaje banal. El lenguaje nos delata. Delata la
banalización de nuestro pensamiento.
Dolf Sternberger hizo una investigación sobre el lenguaje del Tercer Reich; en esa
investigación descubrió lo delator que es el lenguaje. En el Tercer Reich se acumulan
palabras que llevan el prefijo be- [1] . Este prefijo expresa con frecuencia intromisión
violenta o ataque, e incluye un tono de imposición y autoritarismo.
Es verdad que el prefijo be- tiene también a veces un significado positivo [2] .
Entonces expresa la bondad de una aptitud o capacidad. Pero en el Tercer Reich se
prefirieron las palabras be- agresivas. En la nueva edición de su libro Aus dem
Wörterbuch eines Unmenschen [Del vocabulario de una barbarie], Dolf Sternberger tuvo
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que constatar que en el año 1960 el lenguaje del «monstruo» apenas si había cambiado y
que más bien se había extendido ampliamente entre las autoridades administrativas.
Un sacerdote esloveno que vivió y trabajó en Alemania durante la época del
comunismo, al volver a Eslovenia después del cambio, constató que los comunistas
habían modificado el lenguaje. Se encuentra en su país con un lenguaje distinto del que
se hablaba cuando él huyó de los comunistas a Alemania. Las gentes del país no lo
notaban en absoluto, pero imperceptiblemente la filosofía de los comunistas, desdeñosa
y enemiga de lo humano, se había reflejado cada vez más en el lenguaje.
En una visita a Ucrania tuve el honor de pronunciar una conferencia ante la
Administración de la ciudad de Lviv sobre «Gobernar con valores». También en esa
conferencia abordé el tema del lenguaje. En la conversación con un responsable de la
Administración, esta persona me contaba que él se esfuerza por modificar el lenguaje de
los empleados. Porque en la época comunista, los funcionarios trataban a los usuarios de
esa oficina como intrusos que había que rechazar o traer a mandamiento. La animosidad
frente a los clientes se manifestaba en un lenguaje agresivo y de desprecio hacia las
personas.
No es tan fácil modificar el lenguaje de una Administración. Esto no pasa por
edictos o decretos que prohíban utilizar tales palabras, sino que se necesita una toma de
conciencia del efecto que causamos con nuestro lenguaje en el ánimo de los demás. Pero
el cambio de lenguaje de una Administración crea también un nuevo clima en una
ciudad, en un país. El cambio de una persona pasa por el lenguaje. Aprendiendo a hablar
de otra manera, nos hacemos de otra manera.
Naturalmente, ese lenguaje diferente no se puede aprender de forma puramente
externa; tiene que ser expresión de una forma distinta nuestra de pensar. Pensar y hablar
se condicionan mutuamente.
En este libro quisiera abordar el fenómeno del lenguaje y de la conversación desde
distintos puntos de vista. No tengo la pretensión de exponer los secretos filosóficos y
teológicos del lenguaje. Quiero adentrarme en el fenómeno del lenguaje más como
observador, partiendo de la Biblia, aunque también de observaciones concretas sobre el
lenguaje de hoy. Voy a proceder subjetivamente. Destacaré lo que me interesa
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personalmente, lo que interiormente me tira, en la esperanza de que eso también haya de
afectar a los lectores y lectoras.
Para la redacción de este libro he buscado inspiración en el encuentro que
mantuvimos en un pequeño círculo. Una editora, un pastoralista, un asesor financiero, un
maestro de novicios, un estudiante universitario, una librera y colaboradora de la
editorial, hablamos de lo que se nos ocurría a propósito del lenguaje y de la
conversación. Se desarrolló una conversación de la que salí oxigenado.
El chismorreo me cansa, una conversación me oxigena. Espero que ustedes,
queridos lectores y lectoras, no se cansen con la lectura de este libro sino que se sientan
reconfortados, porque se van a poner en contacto con su propio corazón y con sus
propias experiencias sobre el lenguaje y la conversación.
[1] El autor aduce en este pasaje una serie de ejemplos. Para los estudiosos del alemán reproducimos aquí,
en nota, lo que el autor incluye en el texto: be-fehlen (mandar), be-handeln (tratar), be-stimmen (determinar), beherrschen
(dominar), be-fallen (acometer), be-aufsichtigen (supervisar), be-dauern (sentir/lamentar), be-haupten
(afirmar), be-shimpfen (ultrajar/denostar) [N. del T.].
[2] Como en be-geistern (entusiasmar), be-sänftigen (suavizar), be-leuchten (iluminar), be-kleiden (cubrir,
revestir).
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1.
Lengua materna-patria
No es casual que el alemán hable de Muttersprache [lengua materna] y de Vaterland
[patria, tierra de los padres]. Con el concepto de «patria» asociamos más bien la
posesión, el patrimonio. El padre posee la tierra. La patria nos pertenece. Es el territorio
que habitamos, pero también el espacio que cultivamos, el que nos proporciona los
frutos de la tierra. A la patria se la defiende contra sus enemigos. Es un patrimonio que
hay que proteger y defender.
La lengua materna no tiene uno que defenderla. Es el regazo que nos regala
seguridad. La lengua materna no nos la puede quitar ningún enemigo; a lo sumo, puede
arrebatárnosla cuando la adultera sin que nosotros nos demos cuenta de ello. La lengua
materna precisa cuidado y atención. Y se necesita tener un contacto íntimo con ella para
poder beber del pozo maternal de nuestra lengua.
Lo mismo que la madre está-ahí para el niño, así también está-ahí, en la madre, la
lengua materna: «Y el niño va desarrollándose en ella; asimila el lenguaje materno.
Jugando, el niño vive atareado en la asimilación de la lengua. Jugando, copia e imita las
palabras y su conexión, y remeda al mismo tiempo lo que más tarde va a hablar. Graba
en la memoria y en el recuerdo lo que ya de por sí es producto de memoria y de
recuerdo. Porque la lengua, la palabra que hablamos, es algo recordado y memorizado
que retorna una y otra vez» (Jünger 55).
El aprendizaje de la lengua materna no es para el niño algo puramente exterior. El
niño «crece en comprensión de la comunidad de lengua y en ella empieza a entenderse a
sí mismo. Percibe el lenguaje no como algo solo exterior, algo que está-ahí-fuera de él;
en el lenguaje desarrolla su propia vida interior, su vitalidad, la que nace de la
12
pertenencia» (ibid. 57). En la lengua materna, el niño crece y se va encontrando cada vez
más consigo mismo y con su identidad. Se entiende a sí mismo siempre en su lengua.
El lenguaje mismo tiene algo de maternal. La madre no juzga, sino que expresa
objetivamente con palabras lo que hay. La lengua, además, alimenta. Impulsa el
crecimiento de la persona. Le proporciona seguridad y cobijo. La madre es algo muy
significativo para el niño. Las primeras palabras que el niño oye una y otra vez, modelan
su talante interior. Porque en ese proceso no están solo las palabras que se dicen: está
también la forma y manera como se dicen.
Pero la lengua materna no es simplemente la lengua que la madre nos ha hablado: la
lengua misma se convierte en la madre que está pendiente de nosotros, que nos consuela,
nos anima y nos remite a todo lo que de bello hay en nuestra vida.
Cuando una persona vuelve a su lugar de origen, enseguida le resuena el tonillo
peculiar con el que allí se habla. Esto vale del dialecto pero también de todo el canturreo
y la musicalidad del idioma hablado. La nueva alta valoración del dialecto, a la que
estamos asistiendo, corresponde a esa nostalgia del lenguaje como hogar. En un dialecto
normalmente no se puede tener ninguna discusión teórica.
El dialecto es palabra de encuentro y palabra de comunicación. Con el dialecto, me
siento tratado como persona. Con el dialecto se me comunica algo. Se me comunica el
amor, pero también la sabiduría que las personas del lugar han ido condensando en su
lenguaje. Dialecto viene de diálogo. El dialecto es un lenguaje dialogal, una lengua en la
que uno y otro entran en conversación.
El dialecto es siempre un lenguaje plástico. Y un lenguaje plástico solo expresa
datos positivos. No puede en modo alguno negar un dato objetivo. Lo irrelevante de un
acontecimiento es imposible expresarlo plásticamente (cf. Watzlawick 56). El dialecto
es, por eso, un lenguaje afirmativo, un lenguaje que, como la madre, cuida y fomenta la
vida y no la niega, como algunos racionalistas, ni la pone en cuestión. La lengua materna
es una lengua nodriza y una lengua cargada de confianza, que nos introduce en la vida.
Sobre el lenguaje como patria ha escrito principalmente la poeta judía Hilde Domin.
Patria, para ella, es lo que no se puede perder. Y eso es precisamente el lenguaje. «Para
mí, el lenguaje es lo que es imposible perder, después de que se ha visto que todo lo
demás se puede perder. El último e irrenunciable hogar. Solo dejar de ser persona (la
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muerte cerebral) me lo puede arrebatar. Así es la lengua alemana. En las otras lenguas
que hablo me siento como huésped. Huésped, gustosamente y agradecido. La lengua
alemana ha sido el soporte; a ella le debemos haber podido conservar nuestra identidad.
A causa del lenguaje he regresado yo» (Domin 14).
La situación en el destierro era, para Hilde Domin, algo «inhóspito». Es verdad que
allí conservaba su lengua como hogar patrio. Pero, en su destierro, no podía hacerse
entender con las personas en la lengua materna. Tuvo que aprender otro idioma. Por el
contrario, para ella era excitante «volver de nuevo a casa, al país en que había nacido,
donde las personas hablan alemán» (ibid. 14). Cuando hablaba de patria y hogar,
escritores alemanes colegas reaccionaron con extrañeza. Sin embargo, Domin se
reafirma: «Es que estamos viviendo en una crisis de pertenencias. También en una crisis
de lengua y de habla: crisis de comunicación, crisis de identidad. En el no-hogar» (ibid.
16).
El que no es consciente de su lengua, no encuentra su identidad. La lengua es un
importante lugar de encuentro de la identidad. El lenguaje es también el lugar de
pertenencia. Si hablo el mismo lenguaje, pertenezco a las personas que me oyen y a las
que oigo.
A una persona le pueden robar la patria exterior; el hogar, no: «La lengua en la que
consciente y responsablemente pongo nombre a las cosas del mundo, en la que
conscientemente lo hago comunicable (y además lo comunico de tal manera que soy
oído), esa nadie la puede arrebatar, es el último refugio. Ese íntimo hogar lo defiendo
hasta mi último aliento. Como antiguamente el campesino, su terruño. No puedo en
absoluto obrar de otra manera» (ibid. 16). Es una bella imagen la que aquí utiliza Hilde
Domin para el lenguaje: es refugio de la persona. Cuando le han arrebatado todo, el
lenguaje no se lo pueden arrebatar: solo con la muerte. Incluso si enmudece hacia fuera,
tiene el lenguaje interior, en el que puede conversar con su espíritu y en el que puede
experimentar algo de hogar en medio de tanta intemperie.
La lengua es para Hilde Domin la apropiación del mundo por la palabra. No solo
escucho al mundo. Al hablar sobre el mundo, el mundo se convierte en mi propiedad.
Me apropio de él. Lo tomo en posesión. Me pertenece. El lenguaje me pone en relación
con el mundo y con las personas que me escuchan. En el lenguaje encuentro escucha. Al
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comunicar mis experiencias con el mundo, soy escuchado por otros. Y de este modo, el
mundo pertenece al que habla y al que escucha.
Nosotros mismos experimentamos lo que significa la lengua materna cuando en un
país extranjero, de repente, oímos los tonos familiares de nuestro propio idioma. Cuando
un alemán, en el extranjero, se dirige a nosotros, enseguida nos encontramos como en
casa, en nuestro ambiente. Y enseguida notamos de qué región del ámbito lingüístico
alemán procede. Su lenguaje le delata. Y cuando nosotros, tras una larga estancia en el
extranjero, regresamos a casa, experimentamos también la lengua materna como hogar –
como algo que nos proporciona seguridad, que nos alimenta, que guarda y defiende
nuestro espíritu– y como «último refugio», tal como la califica Hilde Domin.
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2.
El lenguaje en el Evangelio de Lucas
El evangelista Lucas se había formado en la filosofía y la retórica griegas. Esto se nota
en su lenguaje culto y pulido. La tradición le tiene por médico y pintor. Ambas imágenes
dicen algo sobre su lenguaje.
Lucas habla un lenguaje terapéutico. No moraliza; tampoco formula tesis
dogmáticas. Narra. La narración fue la primera forma de terapia. Al leer u oír una
narración, me siento transformado, algo se mueve dentro de mí: se opera un proceso de
cambio sin que yo me sienta forzado a ello por presiones moralizantes. En la narración
vuelvo a encontrarme a mí mismo.
En razón de este efecto terapéutico del lenguaje, Lucas está en la tradición de los
filósofos griegos. Plutarco, por ejemplo, refiere de Antifón, el terapeuta: «Cuando aún
estaba dedicado a la poética, descubrió un arte de liberar de dolores, semejante a un
tratamiento médico de los que ya existen para los que están enfermos. En Corinto se le
adjudicó una casa junto al ágora; en ella fijó un letrero que decía que podía curar
enfermos mediante la palabra» (citado en Watzlawick 12).
Con su evangelio, Lucas ha escrito un libro que pueden leer personas que padecen
enfermedades interiores y exteriores, para así experimentar en sí mismas la fuerza
curativa y consoladora de las palabras. Lucas escribe de Jesús de tal manera que los
lectores y lectoras sienten en sí su influjo de médico y salvador. Es una cualidad
magistral. Lucas la aprendió de Platón, que pasa por ser «el padre de la catarsis, es decir,
de la purificación del alma y de la persuasión mediante el lenguaje» (Watzlawick 13).
Además, el lenguaje de Lucas es un lenguaje pictórico. Al escribir su evangelio,
Lucas pinta un cuadro de Jesús. Y lo pinta de tal manera que los lectores se transforman
a la vista de su pintura.
16
El teólogo protestante de Würzburg Klaas Huizing opina que en una narración del
Evangelio de Lucas le sucede a uno lo que le pasó a Rilke al contemplar el torso del
Apolo clásico: «No hay en él sitio alguno que no te vea a ti. Tienes que cambiar tu vida».
En los cuadros que Lucas pinta en su evangelio y en los Hechos de los Apóstoles, nos
vemos a nosotros mismos. Y los cuadros nos miran. Esto nos transforma. Lucas no
moraliza ni me incita a cambiar mi vida. Pero, al contar historias fascinantes, acontecen
de por sí la transformación y el cambio de mi vida y de mi actitud ante ella.
Esos cuadros que pinta Lucas puede uno contemplarlos una y otra vez para
experimentar su efecto transformante. Como los griegos, Lucas apuesta en ellos por la
belleza. Para los griegos, todo lo que es, es bello. Y el lenguaje tiene la tarea de hacer
honor a la belleza de las cosas y de poner a las personas, mediante la belleza, en contacto
con su propia belleza interior, con el fulgor divino que hay dentro de ellas.
Cuando la persona contacta con su belleza originaria, entonces recupera salud e
integridad, vuelve a ser buena y bella. Para Platón, lo bello es también «lo justo, lo
conveniente, lo bueno, lo acorde con su naturaleza, aquello por lo que la persona posee
integridad, bienestar, plenitud». Lucas ha narrado también sus historias de curación de
tal manera que las personas se sienten elevadas a su belleza originaria. A través de su
bello lenguaje, el lector puede experimentar lo que Jesús hace en los enfermos. El lector
contacta con su propia belleza, con su esplendor originario.
El lenguaje de Lucas es también un lenguaje emocional. No nombra sentimientos,
sino que los expresa con su lenguaje. En su lenguaje uno percibe que Lucas está en
sintonía con las personas sobre las que escribe, y que se acomoda con su lenguaje al
acontecimiento en cuestión. Al mismo tiempo, uno percibe que quiere a las personas y
que habla de ellas con respeto. También esto es un rasgo esencial de un buen lenguaje.
La lengua habla a alguien y sobre alguien. Y en la forma y manera como hablo, se
evidencia si quiero a las personas o las desprecio, si querría decir a las personas buenas
palabras o malas. Decir palabras buenas significa bendecir (en latín benedicere). Decir
malas palabras significa maldecir (en latín maledicere). Cuando Lucas escribe palabras
buenas porque piensa bien del lector y le quiere, sus palabras se convierten en bendición
para sus lectores y lectoras.
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El lenguaje de Lucas es un lenguaje cordial, que toca los corazones de los lectores.
Esto se pone de manifiesto en su narración de la historia de la infancia de Jesús o en sus
maravillosas descripciones del hijo pródigo o de los discípulos de Emaús. Quien alguna
vez ha leído con atención estos textos, ya no los podrá olvidar nunca. Estas historias han
impactado interiormente a hombres y mujeres a lo largo de los siglos. E incluso no
cristianos leen con gusto estos relatos porque experimentan en ellos la cordialidad. Los
poetas han citado una y otra vez estas historias porque no encontraban mejores ejemplos
de cómo se puede escribir entrañablemente sobre las personas y su destino, sobre sus
desengaños y sus alienaciones, pero, al mismo tiempo, también sobre la alegría del
reencuentro y de una cálida acogida personal.
El lenguaje de Lucas es un lenguaje dialogal. Siempre tiene ante la vista al lector o
al oyente. Le gustan también el saludo y la dedicatoria inicial. Su evangelio lo comienza
ya con una dedicatoria personal. Se lo dedica a un personaje distinguido y rico, Teófilo.
A este Teófilo quiere contarle la historia de Jesús de tal modo que pueda convencerse de
la fiabilidad de la doctrina (cf. Lc 1,4).
El lenguaje dialogal de Lucas se pone de manifiesto nuevamente en las
Bienaventuranzas. Mateo escribe las ocho Bienaventuranzas como enunciados
sapienciales, en tercera persona. En Lucas, Jesús se dirige concretamente a las personas
y les habla en segunda persona, en estilo-tú. Entabla un diálogo con los oyentes. Y este
diálogo debe llevar a una decisión. Por eso, Lucas, en su versión, formula cuatro
bienaventuranzas y cuatro lamentaciones. Jesús, al presentar diversas posibilidades,
emplaza a las personas ante la opción.
Lucas llama a la enseñanza cristiana «logos». Logos es la palabra que Dios ha dicho
a los hombres y mujeres en Jesucristo. Pero Logos abarca también lo que los otros
evangelistas llaman euangelion, «buena noticia». Lucas nunca designa así a su
evangelio, sino que habla de una narración. En esa narración no describe simplemente
hechos, sino que, al escribir, tiene una idea trascendente y unificadora: al narrar,
pretende presentar la salvación y redención que tuvo lugar entonces en Jesucristo y que
hoy tiende a hacerse efectiva en nosotros.
Lucas es el primer representante de la «teología narrativa», una «teología por
narración». En su sugestiva narración, Lucas pretende ganar personas para Cristo. Su
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narración es al mismo tiempo un escrito publicitario y la primera pieza literaria del
primitivo cristianismo que se puede incluir en la literatura de su tiempo.
Lucas habla de «narración» (en griego diḗgēsis) cuando piensa en su Evangelio y de
«logos» cuando tiene ante los ojos el mensaje que ha salido de Dios y que Jesús ha
anunciado a los hombres y mujeres. Pero a ese logos lo califica de «lógos paraklḗseōs»,
«palabra de gozo, palabra de aliento» (cf. Hch 13,15). La esencia de nuestro hablar de
Dios debe ser, según esto, consolar, fortalecer, animar.
Y Lucas llama a la Palabra de Dios «lógos tês sōterías», es decir: palabra de
salvación, palabra de redención, de santificación. Por eso, solo hablamos adecuadamente
de Dios cuando nuestras palabras son palabras que sanan y salvan. Pero en esta
expresión hay todavía más. Sōtería puede significar «conservación y mantenimiento de
la esencia interior». La palabra que Lucas predica por encargo de Jesús es una palabra
que defiende nuestro ser interior y lo protege de adulteraciones. Es una palabra que salva
comunicando conocimiento. La palabra nos arranca del estado de sueño y de
inconsciencia.
Si nos aplicamos esta Palabra de Dios, esto significa lo siguiente: diciendo palabras
que reflejan el espíritu de Jesús, defendemos a los hombres y mujeres contra las palabras
e interpretaciones falsas y engañosas que oyen a su alrededor. Protegemos su verdadera
esencia. La Palabra de Dios concuerda con su más íntimo ser. Nuestro lenguaje pretende
defender y guardar el misterio del ser humano y de su alma.
Junto al concepto «logos», Lucas utiliza frecuentemente la palabra griega ‘rêma.
Rêma es a la vez «palabra» y «acontecimiento». Es una palabra que acontece, que se
hace realidad. Heinrich Schlier opina que rêma significa el acontecer «desde luego, en
cuanto, como acontecimiento, interpela a las personas» (Schlier 857). Rêma tiene
siempre carácter dialogal. Dios nos habla siempre en palabras y en hechos. Los pastores,
tras el nacimiento de Jesús, se dirigen a Belén con estas palabras: «Vayamos, pues, a
Belén y veamos esta palabra acontecida, que el Señor nos ha anunciado» (Lc 2,15,
traducción de Grundmann).
Rêma es una palabra que se hace suceso. La palabra alemana Ereignis [suceso,
acontecimiento] procede de Eräugnis. Es una palabra que se ha hecho visible y que
19
ahora se puede ver [1] . Esto se puede entender históricamente: la palabra que el ángel
anunció a los pastores se ha hecho realidad. Se ha convertido en suceso histórico.
Pero también se puede entender psicológicamente. Una palabra produce un efecto
en la persona. Cuando critico u ofendo a alguien, se pone colorado. Cuando lo animo, su
rostro se ilumina. Cuando lo humillo con palabras, palidece. La palabra en cuestión se
hace visible en la reacción del otro.
De María dice Lucas: «Pero María conservaba todas estas palabras [rémata]
meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Lucas emplea aquí dos palabras interesantes:
synterein y symballein. La primera palabra indica contemplar en una visión de conjunto.
María contempla conjuntamente las palabras y los acontecimientos que han sucedido. Ve
lo que ha acontecido partiendo de la palabra que el ángel y los pastores le han dicho. Y
ensambla lo uno y lo otro –es el significado de la segunda palabra–, los mezcla para
entender su sentido más profundo y simbólico. Todo lo que ha acontecido tiene un
sentido más profundo. Para esto se necesita la palabra que interpreta el acontecimiento.
Pero se necesita también para ello el ojo interior, que ve más hondo y que comprende las
conexiones.
Del lenguaje de Jesús dice Lucas que es un lenguaje cálido: un lenguaje que toca
los corazones de los hombres. Los discípulos de Emaús reaccionaron a la conversación
de Jesús con la expresión «¿no se abrasaba nuestro corazón mientras nos hablaba por el
camino y nos explicaba la Escritura?» (Lc 24,32).
Lucas utiliza la palabra griega laleîn tanto cuando habla de los pastores como
cuando se refiere a Jesús. Con ella indica un hablar personal, un hablar con el corazón.
Laleîn es una onomatopeya de los sonidos inarticulados del niño. Es un hablar no
revestido de reflexiones racionales sino que –como el hablar de un niño– sale del
corazón y en el que se deja oír lo más íntimo del ser. Cuando uno habla desde el corazón,
tiene siempre un lenguaje cálido, en contraste con el lenguaje frío que muchas veces se
habla hoy en las empresas, y también con frecuencia en la Iglesia.
El lenguaje cálido es siempre para Lucas un signo del Espíritu Santo que nos
interpela. Lucas describe Pentecostés diciendo que el Espíritu Santo desciende sobre los
apóstoles en forma de lenguas de fuego. Con esto indica que el Espíritu Santo capacita a
20
los apóstoles para un nuevo lenguaje: un lenguaje del que salta una chispa y que toca los
corazones. Un lenguaje así calienta los corazones.
Los discípulos hablan ahora en lenguas extrañas; pero de tal manera que cada uno
de los oyentes los oye hablar en su propio idioma. Es una lengua que las personas
entienden, una lengua que se acomoda al modo de hablar de las personas. Los oyentes
están asombrados ante esa lengua: «Fuera de sí por el asombro, comentaban: ¿No son
todos los que hablan galileos?; pues ¿cómo los oímos cada uno en nuestra lengua
nativa?» (Hch 2,7s).
En el original griego, Lucas habla aquí del «dialecto en el que hemos nacido». Las
personas se sienten afectadas por las palabras de los apóstoles como por su madre.
Entienden lo que los discípulos dicen. Las palabras los ponen en contacto con el saber de
su propia alma.
El secreto de un lenguaje que procede del Espíritu Santo es que todo el mundo lo
entiende. Algunas veces se dice: «Al leer el libro tengo la sensación de haberlo escrito
yo mismo. Esas palabras son precisamente las que expresan lo que siento en el corazón».
Hablar, para Lucas, es siempre una acción espiritual que fluye del Espíritu Santo hacia
nosotros. Cuando hablamos movidos por el Espíritu Santo, cualquier persona entiende
nuestro lenguaje.
Lucas no formula ninguna teoría sobre el lenguaje. Habla un lenguaje que sana.
Habla también un lenguaje que reconcilia. En su lenguaje reconcilia a judíos y griegos,
cultos e incultos, hombres y mujeres. Su lenguaje no excluye a nadie. Está abierto a
cualquier persona.
Esto se manifiesta en que Lucas, en su lenguaje pictórico, representa al ser humano
sencillamente como es, sin juicios de valor. Reconcilia los contrarios. Si narra una
parábola que habla de un varón, pone enseguida una alegoría en la que una mujer
desempeña el papel principal. Cuando habla del amor al prójimo –en la parábola del
buen samaritano– viene inmediatamente el contrapunto: María sentada a los pies de
Jesús, escuchándolo. En la descripción de Lucas, Jesús responde alternativamente, una y
otra vez, al imaginario judío y a los anhelos griegos.
Podemos aprender de Lucas este lenguaje conciliador, no excluyente. Nuestro
lenguaje eclesial es con frecuencia un lenguaje riguroso y un lenguaje excluyente. Las
21
personas que no pertenecen a este círculo no entienden este lenguaje. Lucas se acomoda
en su lenguaje a los oyentes. Hace suyos sus anhelos.
La conversación desempeña un papel importante en el Evangelio de Lucas. Las
miradas más profundas al misterio de Jesús, pero también al misterio de Dios y del ser
humano, tienen lugar en la conversación.
Esto vale ya para los relatos de la infancia. En ellos encontramos los diálogos del
ángel con Zacarías y con María. Zacarías, varón, interrumpe el diálogo con su duda,
mientras que María se adentra en él. El maravilloso encuentro entre María e Isabel se
desarrolla en el diálogo entre ambas mujeres. El misterio del nacimiento de Jesús lo
aclara Lucas en el diálogo de los pastores con María y con José. Y el misterio de ese
niño se pone de manifiesto en la conversación del anciano Simeón y de Ana, la viuda de
edad avanzada, con los padres.
Pero el diálogo puede ser también un doloroso proceso de aprendizaje. Así nos lo
describe Lucas en la escena en la que los padres, tras una búsqueda de tres días,
reencuentran al Jesús de los doce años en el Templo. El diálogo no solo confirma, sino
que también lleva a nuevos modos de ver las cosas. Pero es doloroso dejar la antigua
forma de entender y hacerse al comportamiento del hijo, incomprensible en un primer
momento.
María no entiende las palabras de Jesús pero, a pesar de todo, las guarda en su
corazón. En griego se utiliza aquí la palabra diatēreîn, que significa «mirar a través».
María miraba, a través de las palabras de Jesús, el fondo de su propio corazón (cf. Lc
2,51). Allí, más allá de las palabras, entiende el misterio de su divino hijo. Las palabras –
dirán más tarde los monjes primitivos– abren las puertas al misterio inexpresable de
Dios. Esto es lo que quiere decir Lucas en esa expresión.
Nosotros nos decimos palabras unos a otros, oímos palabras de los demás; y a
través de las palabras, miramos al Dios que está más allá de toda palabra, al silencio puro
que hay en el fondo de nuestra alma, dentro de cada uno de nosotros. Si, como María,
miramos a través de las palabras –que con demasiada frecuencia también nos son
ininteligibles y que no captamos plenamente con la inteligencia– se abrirá sobre nosotros
el misterio indecible de Dios y también, en último término, el misterio indecible del ser
22
humano. Las palabras llevan a la mística, la cual también necesita muchas palabras para
hacer que, a través de ellas, se manifieste el Dios que está más allá de toda palabra.
En la conversación tienen lugar con frecuencia curaciones. Las historias de
curaciones las toma Lucas del Evangelio de Marcos. Pero Lucas acentúa el diálogo que
Jesús mantiene con los enfermos. Precisamente las narraciones que solo se encuentran en
Lucas se distinguen por sus preciosos diálogos.
Por ejemplo, el encuentro de Jesús con la pecadora. La mujer habla sin palabras al
enjuagar con sus lágrimas los pies de Jesús y ungirlos con óleo. Su amor se hace visible
a través de su gesto. Su acción da que pensar al anfitrión. Jesús cae en la cuenta de sus
pensamientos y los orienta en otra dirección contando la parábola del acreedor que tenía
dos deudores de deuda desigual (cf. Lc 7,41).
Jesús no adoctrina al anfitrión, sino que con una pregunta le orienta en otra
dirección. Jesús entonces explica la conducta de la mujer y habla del misterio del perdón
y del amor. En el diálogo no solo se clarifica la naturaleza del perdón, sino que también
se opera la transformación de aquellas personas que están presentes. Su modo de ver se
transforma. La mujer vuelve a casa transformada y también los fariseos se sienten
interiormente tan descolocados que miran de otra manera a la mujer.
Con sus parábolas, Jesús responde a los chismorreos de la gente. Así se dice en la
introducción a las tres parábolas: la de la oveja perdida, la del dracma perdido y la del
hijo pródigo: «Los fariseos y los doctores de la ley se irritaron por esto y decían: Este
recibe a pecadores e incluso come con ellos» (Lc 12,2). Mediante el relato de las
parábolas, Jesús modifica los puntos de vista de las personas.
Precisamente en la magnífica parábola del hijo pródigo, el diálogo desempeña un
papel central. La conversión del hijo comienza con un diálogo que entabla consigo
mismo. En ese diálogo consigo mismo se hace consciente de su situación y cobra ánimo
para ponerse en camino y volver a su padre. El regreso se describe mediante gestos y
mediante palabras. El padre sale al encuentro del hijo, le echa los brazos al cuello y lo
besa. Y en el diálogo se percibe con claridad lo que significa perdonar: poner al hijo una
túnica preciosa, volver a hacer ver su belleza originaria. La acción exterior se justifica
con las palabras «porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, se había perdido y se
ha encontrado» (Lc 15,24). En el diálogo se produce la transformación. Con todo, Lucas
23
indica también que el diálogo del padre con el hijo que había quedado en casa es un
fracaso. Se precisa también la apertura por ambas partes. Las amables palabras del padre
rebotan en el hermano mayor, que se ha endurecido. Lucas deja la parábola abierta. A
pesar de todo, para él persiste la esperanza de que en algún momento el diálogo habrá de
cambiar también al hermano mayor.
También la transformación del rico publicano Zaqueo tiene lugar en la
conversación. Pero la conversación va incrustada en gestos. Zaqueo hace una cosa: se
encarama a un sicómoro para ver a Jesús. Jesús alza la vista y lo mira. La palabra griega
anablépō significa que Jesús mira hacia arriba y que en el pecador Zaqueo ve el cielo,
que Jesús ve en él el resplandor divino. Jesús se dirige a él sin reproche alguno:
«Zaqueo, baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa» (Lc 19,5). Esta palabra
transforma a Zaqueo. Porque hay alguien que no lo condena sino que le muestra
confianza, que quiere ser su huésped, que lo acepta sin condiciones, Zaqueo puede
abandonar la conducta mantenida hasta entonces: la de tener que hacerse valer ante los
demás a base de dinero. Su conversión se pone de manifiesto en el diálogo con Jesús. Le
dice lo que desea hacer. Y Jesús le responde: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa,
pues también él es hijo de Abrahán» (Lc 19,9).
Una conversación transforma a Zaqueo. La conversación crea una atmósfera de
conversión, de salvación y de alegría. Con esto muestra Lucas lo que una conversación
acertada puede obrar. Cambia a las personas y abre un nuevo comienzo. Crea
comunidad. Las conversaciones fracasadas generan, por el contrario, amargura y
división. Jesús –tal como lo dibuja Lucas– es un maestro en el arte de la conversación.
Se dirige a las personas de tal manera que llega a tocar el núcleo sano que hay en ellas y
le hace florecer.
Lucas mismo, en todo su evangelio, habla de las personas de tal modo que no
descarta a nadie; que incluso para los enemigos, los fariseos y escribas, incluso para el
mismo Judas, deja abierta la esperanza. Esto es para mí un gran modelo: no hablar
tampoco en mi lenguaje contra nadie sino decir positivamente las cosas que tengo que
decir.
El lenguaje de Lucas me incita también a hablar de los hombres y mujeres de hoy
de tal manera que se vea que creo en lo bueno que hay en ellos.
24
En los años setenta, los teólogos hablaban con frecuencia de los directivos de
empresa como de «capitalistas ávidos de dinero». Si yo con mi lenguaje descalifico a
alguien, no puedo iniciar con él ningún diálogo. Un diálogo llega a buen término cuando
me dirijo a lo que en el otro hay de bueno. Entonces podrá imponerse en la conversación
lo bueno que hay en ambas partes.
Si en mi modo de hablar me sitúo por encima de los otros, no hay conversación que
tenga éxito; más bien solo suscitaré en el otro resistencia. Esto me sucede a mí en
ocasiones cuando «los cristianos del nuevo nacimiento» pretenden demostrarme que no
soy un auténtico cristiano; que, por tanto, en última instancia, debo convertirme a Jesús.
Cuando alguien con su modo de hablar se pone por encima de mí, no siento ninguna
motivación para entablar con él una conversación.
También esto es para mí una importante interpelación a nuestro lenguaje eclesial.
También en la Iglesia nos ponemos con demasiada frecuencia por encima de los demás.
Actuamos como si hubiéramos sentido a Dios y tuviéramos hilo directo con Él. Y
pretendemos ilustrar a los demás. Pero esta actitud solo provoca rechazo. Con un
lenguaje así no llegamos a las personas. No entramos en diálogo con ellas. El evangelista
Lucas podría hoy enseñarnos un camino para encontrar un lenguaje con el que poder
llegar a los corazones de las personas y de este modo entrar en un diálogo profundo con
ellas.
[1] El conocedor del alemán descubrirá, sin duda, en la palabra Eräugnis una clara referencia a Auge (=
ojo). De ahí el recurso del autor a las metáforas «visible/ver» [N. del T.].
25
3.
El lenguaje en Juan
Juan comienza su evangelio con la famosa expresión «En el principio era el Verbo
[Lógos]» (Jn 1,1). Sobre esta frase han reflexionado filósofos y poetas desde tiempo
inmemorial. En ella no solo se expresa algo sobre Jesucristo y su relación con Dios.
Antes que nada, esta expresión quiere decir también que en el comienzo de todo ser está
la palabra. No hay vida humana sin palabra.
Pero en la mente de Juan, esta frase es más que una proposición teórica sobre
comunicación humana. «La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios» (Jn1,1).
La palabra llega hasta el interior de Dios. Dios se expresa a Sí mismo en la Palabra. Y
Dios crea mediante la Palabra. Todo lo que es, ha llegado a ser por la Palabra. Y en toda
la creación que ha llegado a ser por la palabra, llega a hacerse reconocible la palabra que
Dios nos dice a nosotros. La creación ha llegado a ser por medio de la palabra y ella
misma es palabra dicha a nosotros para que le demos respuesta.
La palabra planea sobre toda la creación. De este modo afirma Juan un misterio:
que las palabras son siempre palabras creadoras. Las palabras crean un mundo. Esto no
vale solo para la creación y para la naturaleza, en las que vemos resplandecer la belleza
de Dios. Vale también para nuestro decir humano. Las palabras crean una realidad.
Llaman a existir a lo que no existe (cf. Rom 4,17).
Si nuestras palabras son conformes a la palabra que Dios nos dice, también ellas
deben traer luz y vida a la existencia de los humanos. La palabra que Dios nos habla está
llena de luz y de vida. En cualquier lugar de la creación en el que oímos la Palabra de
Dios, allí esa palabra nos aporta luz. Ilumina nuestra existencia. Nos hace comprender el
mundo. Y suscita en nosotros vida. La palabra está llena de vida y despierta en nosotros
la vida que con demasiada frecuencia dormita dentro de nosotros.
26
Por la palabra todo ha llegado a ser: así lo dice Juan. Pero esto significa también
que podemos entender la creación, que dentro de ella actúa una razón. La creación nos
habla. Es una Palabra de Dios dicha a nosotros. Pero Juan va más allá: la Palabra es
Dios.
Lo que Juan ha indicado en su evangelio, eso ha intentado desarrollarlo la filosofía.
El filólogo de la antigüedad Walter F. Otto parte de las palabras griegas légein y lógos y
opina que pensar y hablar son uno. Para él, la lengua no es simplemente un calco de las
cosas que trata de caracterizarlas. Para él, más bien, vale la afirmación: «las cosas (en el
sentido más verdadero de la palabra) solo se dan en el lenguaje, en el pensar hablante o
en el hablar pensante... Para decirlo una vez más: lo que se expresa en el lenguaje (o en
el pensamiento hecho palabra) solo existe en el lenguaje. No es un opinar, no es una
afirmación sobre algo que podría ser verdadero o falso: es la esencia misma, el ser del
ente en su existencia inmediata. El lenguaje es la esencia y el corazón del mundo» (Otto
176).
Esto puede sonar abstruso. Pero la filosofía fenomenológica, representada por la
santa carmelita Edith Stein, distingue entre existir y ser-real. El árbol existe. Pero real
solo llega a ser por el lenguaje en el que se expresa la esencia del árbol. Walter F. Otto
ha vislumbrado algo del misterio del lenguaje tal como lo expresa el prólogo del
Evangelio de Juan. No hablamos solo sobre las cosas; más bien, la esencia de las cosas
se expresa en nuestro lenguaje.
El misterio de la teología joánica del lenguaje consiste, pues, en que la Palabra de
Dios ha tomado carne en Jesús. Se ha manifestado y se ha hecho visible en una
naturaleza humana. La Palabra se ha «encarnado». Y en esa Palabra hecha carne brilla la
gloria de Dios entre nosotros. La Palabra de Dios resplandece a través de la belleza. En
la Palabra resplandece la belleza de Dios.
Bello es lo que se contempla [1] . La Palabra de Dios se ve en Jesús. Y está llena de
belleza y de gracia. La palabra griega para decir gracia –cháris– indica el encanto, la
belleza interior que nos impacta. Gracia significa, pues, el don amoroso y tierno de Dios
a los hombres. Cuando Dios nos habla, se trata de un hablar tierno que nos llena de sus
dones. Y la verdad se hace visible en la palabra.
27
Verdad es para los griegos alethéia, y se refiere a una verdad que resplandece. Se
retira el velo que lo cubre todo. Y lo auténtico, lo originario, resplandece. Cuando la
Palabra divina se hace carne, la verdad brilla. Ahora bien, esto tiene también una
aplicación a nuestro hablar: si en nuestras palabras palpamos el misterio de Dios, si en
nuestras palabras resuena la Palabra de Dios, entonces se retira el velo que cubre la
realidad. Y entonces reconocemos la verdadera realidad.
La Palabra de Dios se hace visible y perceptible en Jesucristo. En Lucas hemos
visto que las palabras de Dios se hacen suceso e historia. Lucas utiliza siempre la palabra
‘rema. Juan, por el contrario, habla de lógos. Lógos refleja la idea griega del ser. Es un
«concepto central dentro de la filosofía griega que interconecta pensar y ser» (Blank 76).
Para la filosofía estoica, lógos es la ley cósmica que lo ordena todo. Ese Lógos –la
Palabra de Dios que lo crea y ordena todo– se hace visible en una persona, en el Lógos
hecho hombre, que podemos contemplar en Jesucristo. Esta es la paradoja: la palabra
que es intemporal se muestra históricamente. Y la poderosa Palabra de Dios que lo ha
creado todo, aparece en carne mortal y débil. Y en este hombre histórico brillan el
resplandor y la belleza de Dios; en él se hace corporalmente visible para nosotros, los
humanos, el resplandor de Dios.
La debilidad y caducidad de la carne se sublima en el curso del Evangelio de Juan:
Jesús es el cordero desvalido que está expuesto a los ataques de los humanos. Y es
colgado en la cruz. La cruz, como signo de suprema debilidad, se convierte al mismo
tiempo en el lugar de la gloria de Dios. Es el lugar en el que el amor de Dios para con
nosotros, los humanos, se manifiesta de la manera más llamativa. Juan describe la
crucifixión gráficamente. Al contemplar a Jesús en la cruz, se graban en nuestros
corazones el amor y la belleza de Dios. Y la Palabra de Dios llega a nosotros cuando,
ante la cruz, abrimos nuestro corazón al amor de Dios.
Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. Cuando Jesús habla, sucede todo lo que
indica Juan en su prólogo: trae luz y vida a nuestra existencia, podemos, en sus palabras,
percibir la gloria de Dios. Me gustaría aclarar esto en la exposición que sigue, al hilo de
cinco afirmaciones de Jesús sobre sí mismo:
Una primera palabra de Jesús sobre sí: «Quien oye mi palabra y cree en aquel que
me envió, tiene vida eterna..., ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5,24). De este modo
28
dice Jesús a las personas con las que habla que ya ahora pasan de la muerte, de lo
inauténtico, fosilizado, a la vida. Sus palabras deparan vida. Despiertan a la vida todo lo
que está anquilosado en el ser humano. Quien acoge su palabra, experimenta ya ahora
algo de vida eterna, de una vida en la que tiempo y eternidad se entrelazan formando una
unidad.
Las palabras de Jesús son un reto para nosotros. La pregunta es si nuestras palabras
suscitan vida. Hay palabras que le convierten a uno en un fósil, palabras que ellas
mismas están muertas y que estrangulan la vida. Si digo a alguien: «Para mí eres una
carga o un cero a la izquierda, no quiero tener nada que ver contigo», tales palabras
matan algo en el otro: la esperanza en una vida llena de sentido, la esperanza de ser
considerado y aceptado. Y hay palabras que nos abren los ojos y nos hacen ver las cosas
a fondo. Cuando alguien me describe con palabras la belleza de un monte, mi corazón se
ensancha. Adivino algo de la verdad del monte. Entonces la vida corre a chorros dentro
de mí. Entonces paso de la muerte a la vida.
Segunda afirmación que Jesús hace sobre sus palabras: «Vosotros estáis ya limpios
por la palabra que os he dicho» (Jn 15,2). Jesús hablaba de tal manera que los discípulos
se sentían limpios, en armonía consigo mismos y palpando su claridad, su limpieza y su
belleza interiores.
Pero esto quiere decir también que las palabras de Jesús eran limpias y nítidas.
Nuestro hablar está muchas veces mezclado con otras tendencias. Queremos, por
ejemplo, dárnoslas de mejores de lo que somos. O se mezclan en nuestro lenguaje tonos
agresivos e hirientes. Y con excesiva frecuencia, nuestro lenguaje es evaluador y crítico.
Solo un lenguaje terso, que nos salga del corazón, podrá desenturbiar lo que hay de
turbio en el ser humano.
Con frecuencia hablamos un lenguaje cargado de reproches y moralizador. Pero con
un lenguaje moralizador, las personas no se sienten limpias, sino sucias, manchadas,
culpabilizadas. De Jesús podemos aprender un lenguaje claro y limpio, que, por eso,
remite a la persona a su claridad interior.
Pero esa palabra de Jesús quiere decirme otra cosa más: mi reacción a las palabras
del otro no solo afirma algo sobre mí mismo, sino también sobre el otro. Muchas veces,
al oír una conferencia o un sermón, me siento incómodo. Con frecuencia percibo
29
agresividades. Jesús me invita a preguntarme qué percibo en el conferenciante. Tal vez
quiere adoctrinarme, tal vez quiere manipularme. O se exhibe. Se engríe. O pretende
provocar en mí un talante de euforia. Todas estas segundas intenciones me producen
sentimientos negativos. No me siento limpio, sino ensuciado con la suciedad interior del
que habla.
La tercera palabra: «Os he dicho esto [laleîn = “hablar con el corazón”] para que
participéis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada [plērousthai]» (Jn 15,11). Cuando
Jesús habla, comunica a los oyentes su clima interior: un clima de alegría. Su tonalidad
interior ha captado a los oyentes. Y con sus palabras ha hecho que las personas palpen la
fuente de alegría que mana en el fondo de su alma y que con excesiva frecuencia está
cegada por preocupaciones y miedos.
Jesús no adoctrina a las personas, sino que las induce a trabar contacto con la fuente
de la alegría y con la fuente del amor que mana en su interior pero que a veces no
percibimos porque se ha convertido en un minúsculo regatillo. Con las palabras de Jesús,
esa fuente de la alegría y del amor se enriquece en cierto modo, de manera que asciende
y llega incluso a impregnar la conciencia de la persona.
Mediante nuestro lenguaje transmitimos también nuestro talante interior.
Naturalmente, esto sucede, ante todo, con la voz, pero también con lo que decimos y con
el modo como lo decimos. Hay personas que dicen palabras piadosas, pero tras esas
palabras oímos desprecio al ser humano o presunción o afán de ostentación. Con
palabras piadosas quieren ponerse por encima de los demás. O tal vez oímos un
desgarrón interior, frialdad o pesimismo.
De Jesús podemos aprender un lenguaje con el que transmitir alegría y amor. Pero
esa escuela del lenguaje de Jesús no se fija solo en las palabras exteriores. En último
término, solo puede hablar adecuadamente el que se deja impregnar del espíritu de Jesús.
Ese espíritu tiene que impregnar nuestro cuerpo y nuestra alma, de amor, alegría, tersura
y vida. Solo entonces hablará también desde nosotros mismos. Así, en último término,
hablar es un acto espiritual.
La cuarta palabra: «Las palabras que yo os digo no las digo por mi cuenta; el Padre
que está en mí realiza sus propias obras» (Jn 14,10). Jesús no habla por su propia cuenta,
sino que, en su hablar, se hace transparente para el hablar de Dios. Habla lo que oye al
30
Padre. Su decir procede de un oír interior. Lo que oye no lo mezcla con sentimientos
personales, sino que deja que la Palabra de Dios resuene con toda su originaria claridad
en sus palabras.
Lo que Jesús dice de sí, vale también del Espíritu Santo que él nos envía como
Protector. «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena;
pues no hablará por su cuenta sino que dirá lo que oye» (Jn 16,13). En el original griego
se usa aquí siempre laleîn: él expresará de manera plenamente personal, desde el
corazón, lo que ha oído a Dios Padre.
Aquí se pone de manifiesto otra condición del lenguaje adecuado. Nuestro hablar
solo será fecundo si procede de una escucha, si escuchamos los silenciosos impulsos de
nuestro corazón, en los que el Espíritu Santo nos habla. Entonces nuestras palabras
irradian verdad, entonces nuestras palabras son también clarificadoras y luminosas. Las
palabras nos llevan al fondo de la realidad.
Una quinta y última palabra: «Os he dicho [laleîn] esto para que gracias a mí
tengáis paz» (Jn 16,33). Jesús habla a los discípulos de tal manera que estos, por sus
palabras, llegan a la paz: paz consigo mismos y paz con los demás. Jesús dice, con todo,
que los discípulos tienen paz en él mismo. Las palabras de Jesús llevan a lo interior de su
corazón. Jesús afirma que los discípulos habitan, por decirlo así, en sus palabras. Y si
habitan en las palabras de Jesús y si dejan que esas palabras suyas habiten dentro de
ellos, en ese momento experimentan paz en Jesús.
Este es para mí un importante criterio del modo debido de hablar. Debe llevar a las
personas a la paz y a la armonía consigo mismas. La palabra con la que en griego se dice
paz –irēne– proviene de la música y significa «armonía». Los distintos tonos de nuestro
interior deben sonar afinadamente en su conjunto. Jesús habla de que, mediante sus
palabras, surge no solo una armoniosa consonancia de los sonidos que hay en nuestro
interior, sino también una armoniosa consonancia de su corazón con nuestro corazón. El
hablar auténtico produce unión. En una conversación lograda, se tiene la impresión de
que todo suena al unísono y que produce una armoniosa melodía.
Todavía hay otro aspecto del lenguaje que, a mi parecer, se pone de manifiesto en el
Evangelio de Juan: su evangelio es, en un ochenta por ciento, diálogo. Juan no narra,
31
como hace Lucas, sino que presenta a Jesús en continuo diálogo con los judíos o con
personas singulares –como, por ejemplo, con la mujer samaritana o con María y Marta–.
El diálogo con la samaritana pasa sin solución de continuidad de la sed real y del
agua del pozo de Jacob al misterio de la fuente interior. Eso de lo que ambos hablan se
convierte en símbolo del agua que da vida, del Espíritu Santo que Jesús da gratuitamente
a los humanos.
Aquí resalta algo de la esencia de todo diálogo. La conversación no solo aclara
cosas exteriores. Debe no solo proyectar luz sobre aquello que vemos, sino llevar, en
último término, a lo invisible, a aquello que en lo más íntimo de nuestro ser nos afecta,
nos mueve y nos da consistencia: aquello de lo que realmente vivimos.
En las múltiples discusiones de Jesús con los judíos se debaten, en último término,
nuestras propias dudas. Las objeciones contra Jesús son, al fin y al cabo, nuestras propias
reservas frente a Jesús. Nos resulta a nosotros tan difícil como a los judíos de entonces
ver en este hombre concreto, Jesús, la gloria de Dios: más aún, al Padre mismo.
Por un lado, nos sentimos fascinados por Jesús y sus palabras. Por otro, dudamos
que tenga que ser precisamente en este hombre de Nazaret donde haya ido a manifestarse
la gloria de Dios. En la conversación, Jesús intenta una y otra vez ganar a los judíos para
la fe. Para Jesús, creer no significa aceptar determinadas verdades, sino ver en él, en su
persona concreta, la gloria de Dios. Creer es contemplar: contemplar a Dios en el
hombre Jesús, ver la gloria de Dios en la cruz. Según esto, la conversación tiene un
objetivo: que aprendamos a mirar con ojos nuevos, que contemplemos en Jesús la
belleza y el amor de Dios.
Una técnica estilística típica en las conversaciones del Evangelio de Juan es el
llamado «malentendido joánico». Aparentemente, Jesús y Nicodemo, Jesús y la
samaritana, Jesús y los judíos hablan cada uno por su lado, en paralelo, y no se
entienden. Sin embargo, en realidad el equívoco lleva la conversación a otro nivel. De
repente se ve claro lo auténtico.
Nicodemo atisba algo del misterio de Jesús y del misterio de renacer en el Espíritu
Santo. La samaritana entiende quién es el Mesías y entiende su propia vida y su propia
búsqueda de una vida llena. Y a los judíos, Jesús les abre los ojos, precisamente a través
de los malentendidos, al misterio de Dios que se manifiesta en el hombre concreto Jesús.
32
Cuando en nuestras conversaciones aparecen equívocos o malentendidos, la
mayoría de las veces le echamos en cara al otro que nos ha malinterpretado. Intentamos
aclarárselo otra vez. Los diálogos joánicos quieren invitarnos a examinar con más
precisión los malentendidos que se producen una y otra vez en nuestras conversaciones,
y a hacer una pausa para permitir que el equívoco nos lleve a otro nivel de pensamiento.
[1] Imposible reproducir en castellano el juego de palabras del alemán: schön (bello) y schauen
(ver/contemplar) tienen la misma raíz [N. del T.].
33
4.
Conversar, decir, disertar [1]
En alemán se utilizan tres palabras para expresar el hecho de hablar:
La primera palabra –sagen– [decir] significa propiamente «mostrar» [zeigen].
Cuando digo una cosa, muestro a los oyentes algo que ellos mismos deben mirar. Decir
significa hacer ver algo, mostrar algo. Esto se hace patente en el holandés. Allí se dice
zeggen, palabra muy similar al alemán zeigen.
Decir [sagen] tiene que ver también con contar [erzählen]. Etimológicamente,
erzählen viene de zählen: «hacer cuentas», «computar», «contar hasta el final».
Hablamos de un cuento, de una saga. Contamos historias para mostrar a las personas
algo acerca de la vida, para comunicarles algo que ilumine su existencia. A este decir
corresponde lo que la filosofía llama poner nombre, nombrar, denominar. Denominamos
algo poniéndole un nombre. De ese modo, delimitamos el objeto y lo hacemos
perceptible. Se nos muestra algo y el lenguaje da nombre a lo que se nos muestra.
La segunda palabra es reden [hablar, disertar]. Reden significa propiamente «dar
cuenta», «proceder por afirmación-réplica», «justificar algo y exponerlo racionalmente».
Tiene también afinidad con raten, que quiere decir «explicar racionalmente algo»,
«reflexionar» o «imaginar». Este hablar/disertar tiene que ver, por tanto, con la razón:
intento con mi razón y mi inteligencia exponer algo, justificarlo, aclararlo. Se trata de un
decir objetivo. Hablar es siempre justificar. Decimos de una persona que es elocuente,
orador facundo, que sabe hablar bien, que es capaz de justificar lo que dice [2] . También
decimos que una persona es honrada, honesta, cuando es coherente con lo que dice [3] .
Esta expresión se corresponde, en griego, con la palabra lógos, y en latín, con el
concepto de oratio: «discurso, disertación». Con la disertación exponemos algo. La
disertación nos explica e interpreta lo que nos muestra la palabra. Tales palabras inciden
34
sobre la realidad: le dan un sentido, y ese sentido busca ser entendido. La trabazón de la
disertación o discurso, su estructura lógica, la claridad de la exposición: todo eso tiene
como meta la comprensión lógica. El filósofo Hans-Georg Gadamer ha entendido el
lenguaje como exégesis de la realidad. Y exégesis, para él, es siempre comprensión,
inteligencia.
La tercera palabra, sprechen [conversar], es afín a la palabra sueca spraka, que
significa «chisporrotear, crepitar». Es una palabra onomatopéyica. Significa también
«romper», «estallar», «arrancar». Cuando converso, algo se arranca de mí. Entrego mi
talante interior, lo dejo a merced del oyente, y mis sentimientos se hacen oír. Esta
palabra onomatopéyica corresponde al griego laleîn, que procede del balbuceo del niño.
Disertar corresponde al griego légein; conversar, a laleîn. La lengua [Sprache] procede
realmente de hablar/conversar [sprechen]. Quiere decir que el lenguaje es siempre
experiencia, emoción, pasión, amor... hechos sonido.
«El lenguaje no aparece solo como ayuda a la manifestación y representación
gráfica de una cosa; es un fenómeno que, al comenzar, arranca del silencio: la palabra, la
frase, el discurso arrancan del silencio y recaen en él. La lengua (re)suena» (Halder 44s).
El filósofo Alois Halder prosigue describiendo este resonar del lenguaje: «Algo resuena
cuando su forma y su figura se siente impactada y removida hasta en lo más íntimo,
cuando se estremece bajo una suave caricia o un duro golpe» (ibid. 45). El lenguaje
resuena y de nuevo recae en el silencio. Esto pertenece a la esencia del lenguaje. Así lo
ha visto también Romano Guardini: «A la esencia de todo lenguaje pertenece su
referencia al silencio... Porque en realidad solo puede hablar el que puede callar, lo
mismo que solo a aquel que puede hablar le es posible un auténtico silencio... Sin
relación con el silencio, la palabra se convierte en palabrería; sin relación con la palabra,
el silencio se convierte en necedad» (Guardini 15s).
Junto al callar, forma también parte esencial del hablar el escuchar. El hablar busca
ser escuchado. El hablar no puede caer en el vacío: «El hablar da parte [comparte] y el
escuchar toma parte [participa] en cómo se siente uno bajo el contacto y la emoción, bajo
las caricias y los golpes, bajo los mimos y el zarpazo. Hablar y escuchar son, si nos
fijamos bien, dar y tomar parte en el movimiento anímico, en el latido del corazón de las
personas y de las cosas» (Halder 45). El que habla expresa su emoción y la comparte con
35
el que escucha, para hacerlo partícipe de su clima interior. Cuando Dios nos habla,
quiere ser escuchado, quiere hacernos participantes de su vida interior, de su Espíritu.
Tanto a reden [disertar] como a sprechen [hablar] les podemos añadir el prefijo
Ge-. Entonces hablamos de cháchara o habladuría [Ge-rede] o de conversación [Gespräch].
El prefijo ge- indica siempre comunidad. Pero el alemán distingue con
precisión.
La cháchara o habladuría [Ge-rede] tiene una resonancia negativa. Se monta una
habladuría sobre esta o aquella persona: se pone en circulación un rumor. O se trata de
un parloteo vacío. Dos personas hablan cada uno por su lado. Hablan de trivialidades.
Eso es una cháchara o habladuría, que nos deja insatisfechos. Se charla sobre otros, no se
habla a otros. La cháchara no es una conversación personal, no es un diálogo, sino un
charlar sobre otros. Y de este modo la palabrería falsea la esencia del hablar.
La cháchara y la habladuría también crean comunidad, pero una comunidad muy
estrecha de fariseos, una comunidad que al mismo tiempo se alza por encima de los
otros, sobre los que se está murmurando. De aquí que la habladuría divida, en último
término, la comunidad, entre gentes que se atribuyen la pretensión de hablar
correctamente de los demás, y los excluidos, aquellos de los que se habla y que no
pueden defenderse.
La conversación es otra cosa completamente distinta. A la conversación se refieren
los espléndidos versos de Friedrich Hölderlin tomados de su poesía «Celebración de la
paz» [Friedensfeier]:
«Muchas experiencias ha vivido el ser humano.
A muchas cosas del cielo les ha dado nombre
desde que nosotros somos una conversación
y podemos oír unos de otros».
No solo entablamos una conversación. Somos una conversación. Un diálogo es algo
distinto de un intercambio de palabras; se crea comunidad entre los que conversan, no
entre los que charlotean. Y no es que solo se convierten en una conversación: es que son
una conversación.
Friedrich Hölderlin nos expone las condiciones de una buena conversación o
diálogo y nos muestra cuáles son sus características.
36
La primera condición es que las personas que hablan entre sí hayan experimentado
muchas cosas. Hablan desde su propia experiencia. No repiten lo que otros han dicho,
sino que expresan lo que su corazón, en lo más íntimo, ha vivido, experimentado,
barruntado.
La segunda condición es que la conversación esté abierta a lo celeste.
Evidentemente, Hölderlin quiere decir con esto estar abierto a su Dios, a lo trascendente.
Una buena conversación abre también el cielo sobre nosotros. Palpamos algo que nos
sobrepasa. En ese momento no solo surge una comunidad entre los interlocutores, sino
también con Aquel al que siempre se está aludiendo: Dios.
Estas son las dos condiciones para que una conversación tenga éxito. Ahora, dos
cuadros describen la conversación:
Primer cuadro: no solo mantenemos una conversación: somos una conversación.
Los interlocutores no están forzados a hablar bien el uno con el otro, a argumentar
adecuadamente, a escucharse correctamente, sino que ambos son una conversación. No
están sometidos a ninguna presión de tener que llevar a cabo un buen diálogo. Ambos
son auténticos. Están sobre sí mismos y a la vez en sintonía con el otro. Expresan lo que
nace en su corazón, sin ninguna presión de querer impresionar con las palabras. Así es
como nace una conversación. Se hacen uno entre sí. Experimentan la comunidad en el
hablar porque cada uno ex-pone su corazón.
Segundo cuadro: no solo se escuchan el uno al otro. No son solo buenos oyentes.
Más bien, oyen el uno del otro. Oír uno de otro significa para mí «tomo para mí algo del
otro». Oír el uno del otro significa participar en los orígenes del otro: en su historia, en
su experiencia, en su talante, en sus raíces, en su corazón.
Cuando oigo del otro, llego hasta el punto de partida del que él sale, el fondo radical
del que vive. En una conversación, en un diálogo, participamos uno del otro. Y así, en la
conversación nace algo nuevo. Por la participación nace comunidad, interés, com-partir
el uno con el otro. Cuando oímos el uno del otro, nos pertenecemos el uno al otro.
Otorgamos escucha al otro y así escuchamos algo de él y, a la vez, de nosotros mismos.
Tomamos el uno del otro; y eso nos gratifica.
Hans-Georg Gadamer, discípulo de Martin Heidegger y filósofo de la hermenéutica,
arte de la interpretación, piensa que no es que nosotros mantengamos una conversación
37
sino que caemos dentro de ella: «Lo que “resulta” de un diálogo no lo sabe nadie de
antemano. El entendimiento o el fracaso del diálogo es como un suceso que se ha
realizado en nosotros» (Gadamer 361). En la conversación no se trata de que
intercambiamos verdades entre nosotros, sino de que en ella acontece la verdad: que el
lenguaje que se habla en la conversación «“desvela” y hace salir fuera algo que en
adelante está ahí» (ibid. 361).
En la conversación se trata de entenderse: intento entender lo que el otro expresa en
su lenguaje. Me pregunto por la experiencia que hay detrás de sus palabras. Intento
sumergirme en esa experiencia y entenderla. Al mismo tiempo, me pregunto si yo he
tenido experiencias similares y cómo expresaría esas experiencias con palabras mías.
Así, en el diálogo no se trata nunca de tener razón, sino de entenderse sobre el
asunto que está detrás de las experiencias. Ahora bien, ese asunto no es algo que se
puede coger con las manos. Más bien es un secreto, un misterio, que se nos descubre y al
mismo se nos encubre de nuevo.
Un diálogo tiene éxito, según Hans-Georg Gadamer, cuando tiene lugar una fusión
de horizontes. Yo tengo un determinado horizonte en función del cual veo el mundo. El
otro interlocutor tiene otro horizonte distinto. No discutimos qué horizonte es el
verdadero. Más bien, lo que nos importa es una fusión de horizontes. Porque nuestro
horizonte es siempre limitado. Si fundimos los horizontes unos con otros, entonces es la
cosa misma la que llega a expresarse, la cual no es nunca únicamente mi asunto personal
sino, en último término, nuestro asunto común (cf. ibid. 366).
Para que una conversación pueda tener éxito se precisa apertura para situarse en el
horizonte del otro y contemplar el tema desde su punto de vista. Y luego se trata de mirar
la cosa desde mi posición y de contemplar, más allá de las interpretaciones, la cosa
misma. Ahora bien, esto no es evidente de por sí. Con frecuencia existen bloqueos y
obstáculos que nos impiden no solo mantener un buen diálogo, sino también ser un
diálogo.
Si tomáramos en consideración las experiencias de la lengua alemana respecto de
decir, disertar, conversar/ dialogar, por un lado, y sobre el parloteo y la
conversación/diálogo, por otro, nuestras conversaciones alcanzarían otra calidad. No se
daría lugar a ningún tipo de charlatanería en la que muchos hablaran entre sí sin
38
entenderse y aduciendo paralelo con otros aduciendo todo tipo de razones que se
yuxtapusieran unas a otras. En un parloteo nadie escucha a nadie; es un hablar caótico,
una palabrería sin objetivo alguno.
Una conversación solo nace cuando estoy dispuesto a construir comunidad con el
otro y con los otros con quienes hablo, cuando quiero tener comunicación con ellos y
participar de sus experiencias. Si lo único que hago es imponer al otro mi opinión, de ahí
no puede salir nada. Si solo pretendo convencer al otro, sin mostrarme interesado en su
opinión y en su experiencia, en ese caso no puede tener lugar ningún diálogo.
[1] El título de este capítulo en alemán es «Sprechen – sagen – reden».
Es difícil encontrar en castellano una secuencia de verbos que se corresponda exactamente con el alemán. Por
eso, creo conveniente introducir aquí una nota aclaratoria con el contenido que el mismo autor da en el texto a los
verbos en cuestión.
Sprechen: lo traducimos por «conversar/dialogar». El sustantivo Gespräch significa «conversación/diálogo».
Se trata de un «hablar» de carácter dialogal/conversacional.
Sagen: utilizamos el verbo genérico decir. Pero se debe tener en cuenta que el autor, en su análisis filológico,
le atribuye tres acepciones más concretas: «decir/mostrar», «contar/narrar» (de ahí los sustantivos castellanos
cuento, saga) y nombrar, poner nombre. Se destaca aquí, principal aunque no exclusivamente, la idea de un
«hablar» de carácter narrativo.
Reden: hemos optado por el verbo castellano disertar. El sustantivo Rede es «disertación, discurso», etc. Es
un «hablar» lógico-discursivo y, muchas veces, público.
Creemos que, aunque la correspondencia castellana de los términos no sea perfecta, recogen suficientemente
bien la intención del autor, que no es otra que inculcar en el conversar/decir/disertar [sprechen/sagen/reden] el
debido cuidado/atención/esmero (Achtsamkeit) [N. del T.].
Por fidelidad al texto conservamos en la traducción los análisis etimológicos que hace el autor, aunque a los
lectores no iniciados en el alemán les pueda resultar un tanto farragosa la lectura.
[2] Las palabras alemanas que aquí aduce el autor tienen todas la misma raíz de reden: beredsam, beredt [N.
del T.].
[3] El adjetivo alemán utilizado aquí es redlich («honrado, honesto»); de este modo, el autor subraya la
relación entre oratoria y ética/ honestidad [N. del T.].
39
5.
Hablar y escuchar
La conversación solo llega a buen fin cuando no solo hablamos correcta y
personalmente, sino también sabemos escuchar bien. Oír es parte esencial del hablar.
Esto ya se lo hemos oído más arriba al filósofo Alois Halder.
El que habla quiere que se le oiga. Quiere hacer partícipes a los demás de su
experiencia y de lo que piensa y siente. Vale también la inversa: solo podemos hablar
adecuadamente si antes escuchamos al otro con el que estamos hablando y si atendemos
a los sutiles impulsos de nuestro propio interior.
Hablar es expresar lo oído y lo que, al hilo de lo oído, sentimos interiormente.
Hablar es también dar respuesta [Antwort] a lo oído. El prefijo ant- se refiere a la palabra
griega ánti- y significa «a la vista de, ante, frente a...». Respuesta [Antwort] indica
siempre que elijo palabras [Worte] a la vista del otro y que digo palabras a la cara del
otro.
De la respuesta forma parte el mirar. Miro al otro, al que doy respuesta y al que
dirijo palabras que tienen que afectarle personalmente. Dar respuesta significa que me
vienen las palabras adecuadas al mirar la cara de una persona y descubrir en ella su más
profundo deseo. Mi respuesta busca encontrar palabras que le afecten en sus deseos y
sean promesa de satisfacción.
Jesús dice lo que oye a su Padre. En todo lo que decimos, debemos prestar oído a la
voz del Espíritu Santo en nuestro interior. El Espíritu Santo habla en nosotros a través de
los sutiles impulsos de nuestra alma. Pero igualmente importante es escuchar a las
personas a las que y con las que hablamos. En ese momento no solo oímos palabras sino
que oímos al ser humano, a la persona que «resuena» (en latín, personare) a través de las
palabras. A partir de su voz y de sus palabras, oímos su estado de ánimo, sus emociones,
40
su actitud. Oír adecuadamente significa no juzgar, sino acoger interiormente lo que el
otro dice.
Oír hace posible el encuentro personal. Escucho a la persona. Oigo a la persona. Al
oírla, puedo entenderla. Oír me libera del aislamiento. Ahora bien, oímos siempre con
nuestros prejuicios. Por eso se necesita cuidado al oír y disposición para escuchar
realmente y corresponder al otro. Karl-Heinz Kleber, en su artículo sobre el escuchar,
opina que escuchar exige atención: «En la palabra griega ‘akouéin resuena ese tener-queesforzarse,
el empeño» (Kleber 636).
Es agradable hablar con una persona que escucha bien. La conversación se hace por
sí misma cada vez más profunda y llega a tocar más y más el corazón. Al contrario,
resulta sumamente desagradable hablar con personas que no escuchan. En esos
momentos tengo la impresión de que tales personas ni se escuchan a sí mismas ni a su
interlocutor. Del interlocutor solo escuchan palabras-clave sobre las que poder dar
cuerda a sus interminables monólogos. Le inundan a uno con un aluvión de palabras. Y
no aguantan ni una pausa. Tienen que estar continuamente hablando. Evidentemente, no
se escuchan a sí mismas. Posiblemente a esas personas les da pánico escuchar a su
corazón y a su alma. Así que solo dicen banalidades y tópicos. Para esa persona, en ese
momento, no soy su interlocutor, sino solo un instrumento que utiliza para calmar su
necesidad de hablar. Percibo en ella miedo a un encuentro personal: consigo misma y
conmigo. E intento escapar lo más rápidamente posible de esta sumamente desagradable
manipulación. Un encuentro de persona a persona en la conversación, transforma. Un
charloteo que, sin escuchar, solo echa un velo sobre todo, incita a huir de la cháchara.
Me incita a buscar refugio en el silencio y en la soledad.
Los griegos reflexionaron sobre la escucha. Para ellos, oír era «un suceso afectivo»
(Mayr 1031). Las voces y los sonidos, creían los antiguos griegos, no llegan al cerebro
sino al diafragma y allí provocan sentimientos. El oír tiene que ver, sobre todo, con un
sentirse-afectado interiormente. Por eso, el filósofo e investigador de la naturaleza
Teofrasto de Ereso, califica al sentido del oído como el más emocional de todos los
sentidos. Las emociones pasan por la escucha. Al oír, participo de las emociones del
otro. Y en la escucha mutua se excitan nuestras emociones para así ponernos en
movimiento.
41
Oímos no solo las palabras y el contenido: oímos, sobre todo, cómo se dice algo. A
través de las palabras escuchamos la intención: la cercanía o la distancia, el amor o la
frialdad, la comprensión o la cerrazón.
Para los griegos, el ideal era el filósofo, que ve; para los romanos, el rhetor, el
orador que llega a los oyentes, traba relación con ellos, los cautiva y consigue algo de
ellos. Hablar y oír es esencialmente un proceso de relación. Para tener una comunicación
lograda, se precisa una escucha atenta: no solo escuchar las palabras sino también los
matices, la intención, el estado emocional del que habla. Muchas conversaciones
fracasan porque no somos capaces de escuchar y porque queremos imponer nuestros
propios argumentos sin intentar sacar de las palabras del otro lo nuevo que tal vez podría
aportarnos.
El ver no quiere terminar; el oír, en cambio, siempre es solo del momento.
«Empieza, continúa y se apaga» (Halder 36). El oír pasa. Pero somos siempre oyentes.
«Podemos cerrar los ojos más fácilmente que los oídos. El ver depende mucho más de
nuestra facultad, de nuestra voluntad, de nuestro poder. Oír, tenemos que hacerlo
querámoslo o no» (ibid. 36). Oímos algo incluso cuando tenemos taponados los oídos.
Todavía entonces oímos ruidos fuera de nosotros. Y nos oímos a nosotros mismos. No
tenemos más remedio que oír. Incluso cuando estamos meditando y en total silencio,
escuchamos el silencio, oímos lo que sucede en nuestro interior.
En nuestro tiempo, Joachim-Ernst Berendt ha roto una lanza en favor del oír. Él
cree que, en un tiempo en el que el ver ha pasado unilateralmente al primer plano, sería
importante conceder de nuevo más espacio al oír.
Ver es, para él, masculino; oír, por el contrario, femenino. Una orientación
unilateral hacia el ver le hace a uno agresivo. Tenemos que volver a cultivar el oído para
ser capaces de escuchar y acoger, en lo que se puede oír, aquello que trasciende todo oír.
Martin Heidegger habla de lo «escuchable». Pensar, para él, es prestar atención, aguzar
el oído. Pensar quiere decir percibir el ser, prestar atención a la incitación del lenguaje,
en el que el ser se ofrece al oído. Los hermanos Grimm describen «la peculiar ternura del
oído» (Berendt 35).
Joachim Scharfenberg, psicólogo y pastoralista protestante, advierte que el
resultado de una conversación sale con frecuencia perjudicado porque no escuchamos
42
correctamente al otro. Muchas veces esto no es mala voluntad, sino que depende de las
propias represiones. No nos escuchamos lo bastante bien a nosotros mismos. Sobre todo,
no escuchamos a nuestro subconsciente. Cuanto menos escuchemos a nuestro
subconsciente, tanto menos llegará a tener buen resultado una auténtica conversación.
«En la medida en que uno se siente forzado a alejarse de determinados ámbitos de su
propio subconsciente, y, por tanto, también a distanciarse de la consciencia, no estará en
situación de entender y de aceptar ese ámbito en algún otro» (Scharfenberg 48).
Escucharme bien a mí mismo es condición para poder escuchar sin prejuicios al
otro. Y todavía se precisa otra condición más para una buena conversación: lo que el otro
me dice no es algo completamente extraño. Más bien, al oír lo que el otro dice, no puedo
por menos de tomar contacto con lo que se agita en mi propia alma.
En la conversación, el otro no me pasa simplemente información. En la auténtica
conversación acontece más bien «un acordarse de algunas experiencias personales», por
«la activación del conocimiento innato que aún dormita en uno mismo» (ibid. 51). Este
es el método de la filosofía griega, cuyo máximo representante es Sócrates. En último
término, de lo que se trata en la conversación es de contactar con la sabiduría que tengo
en mi propia alma, a través de la expresión de las experiencias, pensamientos y vivencias
propias, y en la escucha de lo que el otro dice. Así, en la conversación no hay ningún
desnivel entre el que enseña y el que aprende, entre el que habla y el que escucha.
Ambos se fecundan mutuamente y ambos se guían recíprocamente más hacia el fondo, a
la sabiduría de la propia alma.
Cómo es la relación entre el hablar y el oír, nos lo muestra Jesús en la curación del
sordomudo. En la sordomudez podemos reconocernos a nosotros mismos. Muchas veces
estamos mudos. Decimos muchas palabras, es verdad, pero en realidad no hablamos. No
hablamos acerca de nuestros sentimientos reales. Y estamos sordos. Tenemos el oído en
piloto automático. Oímos y, sin embargo, no oímos. Solo oímos lo que queremos, y
cerramos nuestros oídos cuando se empieza a decir algo desagradable.
Muchas personas padecen hoy de acúfenos. Aun cuando los acúfenos puedan tener
muchas causas, tal vez son también señal de que tenemos que oír demasiadas cosas, que
oímos lo que no queremos en absoluto oír, que oímos lo amenazador, lo negativo, lo
agresivo: nada de esto nos hace ningún bien.
43
Jesús cura al sordomudo en seis pasos:
Primer paso: Jesús lo aparta de la multitud. Se necesita un espacio de confianza
para volver a aprender a oír y a hablar. Y se precisa un espacio protegido, sin
espectadores, en el que dos personas puedan relacionarse personalmente.
Segundo paso de la curación: Jesús comienza por el oído. Mete el dedo en los oídos
del sordomudo. Con este gesto, en cierto modo Jesús le está diciendo: «Todos los que te
hablan, aunque lo hagan con agresividad, negativa o críticamente, quieren establecer una
relación personal contigo. Les gustaría que tú pudieras oírlos». Sin embargo, cuando
Jesús le mete el dedo en los oídos y así cierra en cierto modo su capacidad auditiva, le
está diciendo: «Escúchate a ti mismo. Escucha los quedos latidos de tu corazón. Escucha
el inconsciente que emerge en tu alma durante el sueño o en momentos de somnolencia.
Escucha lo que está debajo de la superficie».
Luego, en un tercer paso, Jesús toca con saliva la lengua del mudo. Este es un gesto
maternal. La madre no enjuicia. Solo en un clima de confianza, en el que mis palabras no
son sometidas a juicio, me es posible hablar abiertamente y me atrevo a abrirme y a
comunicarme hablando. Tan pronto como el otro note que me asusta lo que dice, o que
lo juzgo y lo condeno, se callará. Sobre ese asunto no volverá a hablar.
Jesús –este es el cuarto paso– mira al cielo. Es un símbolo de que, al hablar y al oír,
estamos ya para siempre abiertos a la voz de Dios en todas las voces, abiertos a la
Palabra de Dios en todas las palabras. En el oír auténtico tiene lugar ya siempre un
escuchar a Dios, que me habla a través de esa persona concreta.
Jesús –quinto paso– suspira. Expresa sus sentimientos. Con esto da ánimos al
sordomudo para apostar por sus propios sentimientos y expresarlos.
Finalmente, Jesús culmina en un sexto y último paso su terapia verbal: «Effatá, que
significa ¡ábrete!» (Mc 7,34). El decir y el oír solo se logran en un clima de confianza,
lejos de toda crítica. Y solo soy capaz de hablar cuando no oigo únicamente palabras,
sino a personas que me hablan. Entonces cobro aliento también para hablar yo
personalmente y no simplemente para decir palabras sin ton ni son. Entonces las palabras
crean relación personal. Nos escuchamos mutuamente y nos hablamos unos a otros.
Condición para esto es la apertura al misterio del otro, a los propios sentimientos y a las
palabras interiores que se forman en mi corazón.
44
6.
Lenguaje y fe
Un poeta que como ningún otro luchó por la autenticidad del lenguaje fue el poeta judío
Paul Celan. Gerhardt Baumann, profesor de Filología Germánica en Friburgo, ha
reflexionado muy a menudo con Paul Celan sobre el secreto del lenguaje. De este poeta
de exquisita sensibilidad dice Baumann que «jamás utilizó una palabra con descuido; en
cada una de ellas percibía todavía la multiplicidad de imágenes originarias. Luchó contra
la falta de memoria del lenguaje coloquial e intentó agrupar por ramas las significaciones
de una palabra intercambiables entre sí» (Baumann 34).
En sus palabras, Paul Celan intentó «sacar a la luz lo que aún no está patente, lo que
se ve pero todavía no se puede reconocer» (ibid. 100). Paul Celan no se calificaba a sí
mismo de persona creyente. Pero la fe en el lenguaje no la perdió nunca. Para él, el
lenguaje era «revelación y conciencia, aventura y refugio: lo único que no se puede
perder» (ibid. 97). Baumann habló con Paul Celan sobre la conexión entre fe, poesía y
pensamiento. «Analizamos cómo en un factor se revela el otro, cómo todo remite a lo
demás, cómo una fe sin lenguaje es tan sinsentido como el lenguaje sin fe» (ibid. 101).
Me parece que este es un punto de vista importante. No existe fe alguna sin
lenguaje y no hay ningún lenguaje sin fe. La fe se expresa siempre en el lenguaje. Pero
todo lenguaje delata también la fe o la falta de fe del que habla.
Cuando Pedro, desde el atrio del sumo sacerdote, quiso observar lo que le estaba
sucediendo a Jesús, la gente que estaba allí le dijo: «Verdaderamente tú también eres uno
de ellos. Tu lenguaje te delata» (Mt 26,73). En griego se dice aquí «tu lália, tu forma de
hablar, te deja al descubierto, delata quién eres». Nuestro lenguaje nos delata: delata
quiénes somos y qué es lo que creemos y si en absoluto creemos.
45
Si creemos, no se manifiesta en las palabras piadosas que decimos sino en el modo
y manera como hablamos con las personas, a las personas y de las personas. En todo lo
que decimos, se manifiesta nuestra fe o nuestra falta de fe.
Paul Celan era extremadamente crítico respecto de un lenguaje «que alardea de
saberlo todo y ya no dice nada» (ibid. 97). Las palabras piadosas son con frecuencia
expresión de falta de fe. Aparentan saber lo que uno no puede saber. En nuestras
piadosas palabras, lo único que podemos hacer es evocar el misterio. E incluso cuando
hablamos de las personas, nuestras palabras son solo un intento de encontrar la clave
para barruntar el misterio de esa persona.
Con Martin Heidegger, con quien Paul Celan se mostró crítico por su pasado
nacional-socialista, le unía, sin embargo, el hecho de que se consideraba «en camino
hacia el lenguaje». Esta es, para mí, una bella expresión: todos estamos en camino hacia
el lenguaje, hacia un lenguaje adecuado en el trato de unos con otros, y hacia un lenguaje
que a tientas se aventura a evocar con palabras el misterio de Dios. Paul Celan iba
apasionadamente en busca de «abrir ámbitos de lo aún inexpresado..., de dotar de
palabra a lo que aún no tiene palabra» (ibid. 112).
Hay un lenguaje que ofende al otro, lo juzga, lo condena, lo rechaza, lo ridiculiza.
El lenguaje hiriente tiene una consecuencia: que las personas se ponen a la defensiva y
se encierran en sí mismas. Se vuelven sordas. Cierran sus oídos. No quieren oír lo que el
otro dice. Es una defensa que levantan contra semejante lenguaje ofensivo.
En muchas empresas y también en administraciones se habla con frecuencia un
lenguaje frío. Un lenguaje frío lleva igualmente a que las personas se cierren. Porque
nadie quiere helarse en el hielo del otro. Los Padres de la Iglesia dicen que, con nuestro
lenguaje, construimos una casa. Y el filósofo alemán Martin Heidegger habla del
lenguaje como la casa del ser. Piensa «que el ser humano tiene en el lenguaje la auténtica
morada de su existencia» (ibid. 159).
Pero no solo el ser humano habita en el lenguaje, sino el ser en general: «El ser de
todo lo que es habita en la palabra. De ahí que sea válida la afirmación “el lenguaje es la
casa del ser”» (ibid. 166). Con esto Martin Heidegger indica que somos responsables,
con nuestro lenguaje, del ser previamente dado. En el lenguaje, el ser debe llegar a
46
hacerse objeto de experiencia. Con nuestro lenguaje tenemos que edificar, por decirlo
así, una casa en la que al ser se le permita ser como es, sin falsificaciones.
Y con nuestras palabras debemos construir una casa en la que las personas se
sientan como en casa y en la que vivan en contacto con su verdadera esencia.
Que estas gráficas descripciones del lenguaje, hechas por los Padres de la Iglesia y
por Heidegger, afirman algo esencial sobre nuestro hablar, se pone de manifiesto cuando
miramos lo que sucede en nuestra vida diaria. Con un lenguaje frío construimos una casa
fría. En ella no quiere habitar nadie. En muchas familias se habla un lenguaje frío o, a
veces, un lenguaje opaco. Muchas veces es un lenguaje equívoco.
Los psicólogos dicen que las personas que crecen en espacios lingüísticos así de
turbios se vuelven enfermizas. No se conocen plenamente. Continuamente se les están
enviando mensajes oscuros. La terapeuta Virginia Satir habla aquí de comunicación
ambigua. Una comunicación así, en la que mi lenguaje es siempre equívoco y en la que
con palabras digo algo distinto de lo que siento en el corazón, tiene como resultado que
los niños de una familia así no pueden desarrollar ningún sentimiento de autoestima.
De la comunicación depende cómo es nuestro crecimiento interno y qué clase de
relación entablamos con otras personas. Satir escribe: «A mi manera de ver, la
comunicación es como un gigantesco arcoíris que abarca todo e influye sobre todo lo que
sucede entre los seres humanos. Tan pronto como una persona llega al mundo, la
comunicación es el único y más importante factor que determina qué clase de relaciones
entabla esa persona con otros y lo que experimenta en su entorno» (Satir 49). Esto
muestra lo decisivo que es el lenguaje que se habla en una familia.
Naturalmente, el lenguaje no es solo algo exterior que puedo aprender a toda
velocidad, como un truco pedagógico con el que todo sale a pedir de boca. Se precisa
esmero en el lenguaje y un aprendizaje permanente para expresar realmente lo que
pienso, para que corazón y lenguaje vayan a una. Y lo que importa es que mi lenguaje
sea expresión de mi fe: de mi fe en Dios, en el sentido de la vida, y de mi fe en los hijos.
Los niños perciben muy rápidamente qué clase de mensajes reciben de los padres:
si su lenguaje expresa fe y esperanza y amor o, por el contrario, descontento, ruptura
interior, desesperanza y frialdad. La fe en Dios tiene que manifestarse en la fe en los
hombres. Conozco cristianos que se esfuerzan honestamente en su fe. Pero en realidad
47
ven con pesimismo a sus hijos. Su fe no impregna el lenguaje con el que hablan de sus
hijos y con sus hijos.
Que mi lenguaje sea expresión de la fe o de la increencia es decisivo para la clase
de empresa que me gustaría construir. El clima de una empresa depende del lenguaje. Si
en ella se habla un lenguaje frío, nadie quiere vivir en esa casa.
En la empresa se necesita mucho cuidado con el lenguaje. Conozco empresas en las
que no está permitido utilizar ninguna expresión militar. Se podría pensar que no hay
que llegar a extremos tan infantiles. Pero tales expresiones militares ejercen un influjo en
el clima de los negocios. Porque en ellos se habla con agresividad sobre otros o con
competidores. Y esa agresividad se infiltra también en el trato de unos con otros. Se
combate entonces a los competidores de la misma empresa y se les expulsa del campo.
Se destruyen y aniquilan estructuras mucho tiempo arraigadas.
Un lenguaje ofensivo provoca un estado enfermizo grave. Cuando el jefe ridiculiza
a otros con su lenguaje, nadie podrá construir un clima de confianza para con él. Todos
se guardarán de él. Las palabras delatan al jefe. Delatan si cree o no en sus
colaboradores.
Pero también en las comunidades religiosas es importante un lenguaje cuidado. En
el encuentro preparatorio de este libro, el maestro de novicios de Münsterschwarzach, el
H. Pascal, opinaba que en muchas comunidades domina la incomunicación. Esto trae
como consecuencia que la gente joven de esas comunidades no sienta que su lenguaje es
comprendido. Se habla sin entenderse.
Pero así ninguna comunidad es posible. Muchas veces la convivencia fracasa por
falta de disposición a hablar con esmero unos con otros y a hacerse en la conversación al
extraño lenguaje de la gente joven. No se encuentra un lenguaje común a unos y otros.
Los jóvenes se sienten incomprendidos. Y así se extienden el desengaño y la frustración.
Un camino importante para que la comunidad pueda crecer cohesionada es el
lenguaje. Muchas veces en las comunidades o se cotillea hablando unos de otros o se
habla de política. Se acalora uno con los políticos, los obispos, los párrocos. Tales
chismorreos separan a los miembros de una comunidad. No se crea convivencia
auténtica.
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En nuestra comunidad de Münsterschwarzach, tras un esfuerzo de años, hemos
aprendido, bajo el abad Fidelis Ruppert, a dialogar unos con otros. Todavía hoy no
siempre se logra. Pero somos conscientes de que el lenguaje de una comunidad es
decisivo bien para crear un hogar en el que también la gente joven quiera entrar, bien
para tener una casa fría, discutidora, con el anatema a la orden del día.
Políticos y periodistas marcan con su lenguaje el clima de una comunidad. Con un
lenguaje de condena levantan fronteras entre las personas y provocan rechazo respecto
de los extraños. Los políticos que con su lenguaje solo aspiran a superar a los otros,
prostituyen la esencia del lenguaje. Expresan su propia infalibilidad y su afán de
prestigio, pero no la realidad misma.
Los políticos deberían manejar con esmero su lenguaje, a fin de expresar las cosas y
los contenidos de las cosas como corresponde a su naturaleza. Y al mismo tiempo, su
lenguaje debería ser un lenguaje de esperanza, de que es posible dominar las
circunstancias difíciles.
El lenguaje delata a los políticos. Por eso, los responsables de estrategia de los
partidos deberían preocuparse de formar a los políticos de su partido en un lenguaje de
reconciliación, de aliento, lleno de esperanza y de fe. Muchos políticos cristianos no han
caído en absoluto en la cuenta de cuán anticristiano ha llegado a ser su lenguaje.
Ciertamente se han posicionado a favor de los valores cristianos, pero su lenguaje no es
lenguaje de fe sino de increencia, de condena y de acusación.
La sensibilidad de Paul Celan respecto de un lenguaje que no alardea de saberlo
todo pero que intenta sacar a la luz lo que en sí es invisible, es también un reto para la
Iglesia. La Iglesia es, por supuesto, el lugar de la fe. Pero cuando escucho muchos
sermones o cuando intento dejarme afectar por muchas declaraciones pastorales, también
en ellos descubro falta de fe. Es verdad que se dicen palabras piadosas. Pero la fe o la
esperanza o el amor no se manifiestan en ese lenguaje.
Ciertamente, muchos predicadores hablan de que la gente debería tener más fe y
amar con más intensidad. Pero sus palabras no reflejan ninguna fe y ningún amor. Son
más bien una solemne declaración de quienes ni parecen tener una existencia propia y en
quienes el lenguaje no se convierte en experiencia.
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Si lo primero que hace un predicador es dibujar un mundo malo para después
ponderar la fe como solución, muchas veces yo no puedo descubrir en ese sermón fe
alguna. El lenguaje delata más bien que el predicador, sin darse cuenta, está hablando de
lo malo que hay en su corazón. No suscita en los oyentes nada de fe. Más bien, en sus
palabras solo oyen resignación y desesperanza.
La apresurada respuesta que entonces se ofrece desde la fe, las más de las veces no
resulta convincente. Por eso, para mí es importante buscar honradamente un lenguaje
que exprese nuestra fe de tal manera que llegue a los creyentes como fe. Los oyentes
captan enseguida si el predicador cree en lo que dice y si sus palabras transmiten
realmente fe. Con frecuencia, las palabras del predicador intentan causar impresión, bien
mediante un lenguaje especialmente trabajado, bien moralizando, con lo que crean entre
los oyentes mala conciencia. Pero, entonces, ese no es un lenguaje de fe sino de falta de
fe. Tengo que moralizar porque no tengo fe en las personas a las que hablo.
Martin Heidegger, en sus artículos sobre el lenguaje, muchas veces de difícil
comprensión, ha expresado a mi entender algo que es importante para el modo de hablar
sobre la fe y para el lenguaje del predicador. Interpretando un poema, dice que nombrar
o llamar una cosa por su nombre implica siempre una invitación: «Invita a las cosas a
que ellas, como cosas, importen a los hombres» (Heidegger 22). Se trata de hablar sobre
lo que percibo de tal manera que importe a las personas.
Y Heidegger cree que en el lenguaje acontece algo. «Lo así acontecido, la esencia
humana, es conducida mediante el lenguaje a su mismidad» (ibid. 30). Si el sermón está
a la altura de la naturaleza del lenguaje, algo sucede en esa predicación. Lo que es
invisible e incomprensible acontece para el hombre. Y al suceder, la persona se adentra
en su autenticidad, en su esencia. Nunca llegaremos a conseguir esta pretensión. Pero
tener un atisbo de que nuestras palabras crean realidad, de que acercan al ser humano lo
incomprensible, tal vez nos induciría a hablar con esmero.
Otro problema es cómo hablamos en público sobre nuestra fe. ¿Qué lenguaje
hallamos para hablar con autenticidad sobre nuestra fe y hacerlo de tal manera que
nuestros interlocutores nos entiendan? Para mí, hay aquí dos puntos importantes.
Como primera tarea, tengo que escuchar mi profundo deseo personal. ¿Cuál es mi
anhelo más hondo? ¿Cómo puedo encontrar en la fe una respuesta a mi deseo? Luego
50
tengo que escuchar también los deseos de las otras personas. La persona a la que hablo
¿tiene el mismo anhelo que yo? ¿O desea otras cosas completamente diferentes? ¿Y cuál
es la meta última de su deseo profundo?
Primero tengo que escucharme a mí y a los otros, para encontrar un lenguaje que
formule mi fe de modo adecuado para mí mismo, y que luego pueda ofrecer al otro. Para
mí, esto constituye una honesta lucha continua, en la que nunca llego al final. Siempre
voy a estar «en camino hacia el lenguaje», nunca voy a llegar.
La segunda tarea es encontrar para mí un lenguaje que yo mismo entienda: ¿cómo
puedo expresar lo que creo de manera que yo lo entienda? Porque, antes de poder
expresarlo, tengo que haberlo entendido yo mismo. La búsqueda de comprensión tiene
lugar en mi interior. Y esta búsqueda en mi interior emplea ya palabras. Hablo con mi
propia alma e intento, en diálogo interior con mi espíritu, encontrar las palabras que me
satisfagan interiormente, que den una respuesta a mis más hondos interrogantes.
Una ayuda eficaz consiste en tener alguna vez este diálogo interior en voz alta,
darme en voz alta al menos una respuesta. Al oír mis propias palabras, siento si están a
tono o si son pura retórica, simple repetición. Al buscar palabras que estén a tono con mi
más íntima inquietud y den respuesta a esa búsqueda, se me hace inteligible mi propia fe
y puedo optar por ella.
Solo si yo mismo entiendo la fe y me comprometo con ella puedo encontrar el
lenguaje para comunicársela a otros. No tiene por qué ser un lenguaje misionero que
pretenda convencer al otro de mi fe o ganarlo para mi punto de vista. Más bien, el
lenguaje de la fe tiene que ver siempre con dar testimonio. Doy testimonio de lo que es
importante para mí y en lo que baso mi vida.
Dar testimonio se dice en griego martyréin. Esto quiere decir, en primer lugar, que
ante un tribunal recuerdo determinados hechos y los atestiguo. Vale también para el
filósofo que testifica de aquello de lo que está convencido.
Una bonita descripción de lo que es dar testimonio de nuestra fe la encontramos en
la Primera Carta de Pedro: «Si alguien os pide explicaciones de vuestra esperanza, estad
dispuestos a defenderla, pero con modestia y respeto, con buena conciencia» (1 Pe 3,15-
16). La situación que Pedro tiene aquí ante los ojos es la pregunta que hacían a los
cristianos sus vecinos «sobre el porqué del cambio y modificación de su conducta y
51
sobre el “hacer el bien”» (Brox 160). Esta es una situación que todavía hoy tiene
actualidad. Pero esto significa también que no debemos hacer propaganda de nuestra fe
por propio impulso, sino que solo mediante nuestra conducta tenemos que llamar la
atención de los demás sobre nuestra fe y nuestra esperanza. ¿Cuál es en realidad la razón
de que yo esté en paz conmigo mismo y con los otros, de que sea capaz de amar a las
personas y de que en mi conducta no piense solo en mi interés?
Se necesita entonces un lenguaje que pueda aclarar esto. Pero este lenguaje tiene
que ser conciliador y no agresivo. La expresión griega méta praytētos kaì phóobou
syniîdesîn échontes ‘agáthen (1 Pe 3,16) significa «de manera suave y respetuosa, con
buena conciencia» (traducción: Brox 156). Hablamos correctamente sobre nuestra fe
cuando nuestras expresiones dejan traslucir algo de la esperanza que llevamos en nuestro
interior.
El lenguaje –nos dice la Primera Carta de Pedro– explica la vida. Traduce a
palabras lo que se manifiesta en nuestra conducta y en nuestro ejemplo. Y el lenguaje ha
de ser suave, tierno, modesto. No debe condenar, no debe ponerse a sí mismo por encima
de los demás. Y siempre debe mostrar respeto a los otros. Si quisiera adoctrinar al otro,
dejaría de ser respetuoso. Me situaría por encima de él.
El lenguaje, además, tiene que ser expresión de una buena conciencia. Esto quiere
decir, por un lado, que tiene que ser sincero, que mis palabras ponen de manifiesto que
lo que digo, lo hago, o al menos intento realizarlo. Y significa, por otro lado, que hablo
desde mi sabiduría interior y desde el corazón, no desde la cabeza.
No se piden demostraciones de la fe puramente racionales, sino un lenguaje que
salga del corazón. Las personas perciben con precisión si, como cristianos, hablamos en
la sociedad ese lenguaje dulce, respetuoso y que sale del corazón o si nos agazapamos
tras una palabrería religiosa o incluso hablamos sobre nuestra fe de manera moralizante o
conminatoria, en el sentido de que «el que no cree no puede en absoluto vivir
decentemente».
Muchas veces deduzco de tales demostraciones que el mismo orador de turno no es
capaz de vivir honestamente. Necesita la fundamentación de la fe ante la carencia que él
mismo padece. Pero nuestro hablar debe brotar de una fe que se haga visible en nuestro
ejemplo y en nuestra conducta.
52
7.
El lenguaje religioso
Todo lenguaje delata fe o increencia. Pero existe también el lenguaje específicamente
religioso.
Romano Guardini abordó la esencia del lenguaje religioso en una conferencia
pronunciada en la Academia de Baviera en el año 1959. Lenguaje religioso no significa
–como muchos creerían a primera vista– decir palabras piadosas, repetir las palabras de
la Biblia o recitar de memoria el catecismo. La pregunta es: ¿qué es lo que hace que un
lenguaje sea auténticamente religioso?
Romano Guardini distingue entre lenguaje religioso auténtico e inauténtico. «Es
auténtico cuando el que habla lo hace desde su propia experiencia; o también, cuando
participa en la experiencia de otro y la vive conjuntamente con él. Inauténtico, cuando el
que habla maneja vocablos religiosos con fines sociales, estéticos o políticos» (Guardini
15).
Religioso es para Guardini solamente un lenguaje que sale del interior. Guardini
cita a Rudolf Otto, experto en ciencias de la religión. Para él, tenemos experiencia
religiosa en cosas naturales siempre que en esas cosas naturales nos impacte algo que
Rudolf Otto denomina «lo santo, lo numinoso». A eso Romano Guardini lo llama «el
misterio».
Todo problema busca solución: para eso existe. El misterio, por el contrario, existe
«para que el yo profundo religioso respire en él» (ibid. 20). Cuando contemplamos el
cielo estrellado o nos adentramos en un bosque encendido por la luz del sol, nos topamos
con el misterio o la realidad religiosa. No la podemos contemplar objetivamente. Nos
importa y nos afecta. Nos transmite el sentido decisivo de nuestra vida.
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El lenguaje religioso expresa la experiencia religiosa. Pero para ello maneja
palabras que proceden de lo secular. «Primero, ese lenguaje le mostrará al oyente algo
secular, conocido inmediatamente; pero a continuación le hará observar que eso
mundano-secular lo entiende como expresión de otra cosa distinta no-secular, de algo
especial, y le inducirá a dar el paso hacia ello» (ibid. 22).
Este es para mí un punto de vista importante: el lenguaje religioso es el arte de
hablar de tal manera, sobre experiencias con personas, con la naturaleza, con
acontecimientos históricos, que al oyente se le manifieste algo del misterio de su vida, de
la misteriosa acción de Dios.
En su conferencia sobre el lenguaje religioso, Romano Guardini se refiere no al
lenguaje de la liturgia sino, sobre todo, al lenguaje de los poetas y de los místicos. El
lenguaje religioso es para él un lenguaje imaginativo, plástico. Cuando Plotino, el
antiguo filósofo neoplatónico, designa a Dios como «la auténtica fuente», todo el mundo
que ha experimentado el frescor y el manar de una fuente entiende algo de esta
afirmación religiosa. Algo se le desvela del misterio de Dios. Lo religioso tiene su
expresión en el contraste de imágenes. Por eso, Guardini cita una canción medieval a la
Trinidad, nacida en el círculo del maestro Eckhart:
«El camino te lleva
a un desierto maravilloso.
Anda sin camino
la senda angosta».
Aquí se han elegido llamativos contrastes. El camino pasa a través del desierto sin
caminos. Nosotros tenemos que recorrer sin camino la senda angosta. Estas imágenes
paradójicas abren nuestro espíritu a lo divino, lo que está más allá de todos los
contrastes.
El lenguaje religioso es, para Romano Guardini, un lenguaje transformante. Este
lenguaje transformador lo encontramos sobre todo en la poesía. Guardini cita un pasaje
de los Demonios de Dostoyevski, en el que Kiriloff dice de una hoja: «Una hoja es
buena. Todo es bueno» (ibid. 30).
Para Guardini aparece aquí la idea de transfiguración, de glorificación, tan central
en la espiritualidad rusa: «Algún día, toda la creación será asumida por el Pneuma y
54
transformada en santidad y en belleza» (ibid. 31). El encanto que Kiriloff experimenta en
esa simple hoja se convierte en «una mirada penetrante en lo numinoso».
Un arte similar descubre Guardini en Rainer Maria Rilke, quien en la séptima de
sus Elegías de Duino habla de «la desmesura de las cosas mundanas, que sobrecoge el
corazón». También aquí son las cosas terrenas las que nos hacen barruntar el misterio de
Dios.
El lenguaje religioso se arriesga siempre a dar el paso hacia campos abiertos: del
ruido al silencio, del espacio a lo supraespacial, de lo exterior a lo interior... Este es el
arte del lenguaje religioso. No tiene nada que ver con sensiblerías piadosas. El arte del
lenguaje religioso consiste más bien en que habla recta y atinadamente sobre lo que en el
mundo le sale al encuentro. Pero habla sobre lo mundano de tal forma que en ello se
transparenta otra cosa distinta: lo numinoso, el misterio.
Este es un desiderátum que difícilmente podrá alcanzar en su plenitud un predicador
o un escritor religioso. Los poetas han dominado este arte. Pero también debería
manifestarse en él algo de la calidad del arte poético. De lo contrario, nuestro lenguaje
religioso se convertirá en un lenguaje-gueto que solo los inquilinos de ese gueto van a
poder entender.
Romano Guardini opina que el lenguaje religioso tiene que impactar a cualquier
persona, porque todo ser humano tiene algún barrunto de lo santo y de lo numinoso. Con
un lenguaje puramente religioso, ese que solo se compone de palabras religiosas sin
referencia al mundo, no se impacta a las personas. Les resbala, porque en él no se
encuentran ni a sí mismas ni a su mundo. Ahora bien, el lenguaje religioso no es un puro
narrar mundano, sino el arte de abrir lo mundano al ámbito de lo supramundano y de lo
numinoso. Es el arte de abrir el cielo sobre lo terreno en lo que vivimos el día a día.
55
8.
El lenguaje corporal
Antes de comenzar a hablar con la lengua, uno ya está hablando con el cuerpo. Nuestro
cuerpo está hablando siempre. Muchas veces, cuando viajo en tren, me gusta observar a
la gente en la estación: cómo uno está parado de pie, cómo se mueve el otro, cómo un
tercero está sentado en un banco; todo esto ya dice algo acerca de la persona. Nuestro
cuerpo nos delata. El uno está inseguro y manifiesta su inseguridad. El otro muestra su
propia indefinición: está sentado en el banco como un signo de interrogación, sin
expresividad alguna. Con una persona así de amorfa no me gustaría trabar contacto. El
otro está seguro de sí mismo. Se le ve en su centro y solo con su actitud corporal invita a
otros a trabar contacto con él. Alguno camina con los hombros bien erguidos: revela el
miedo que le sacude por dentro y le fuerza a aferrarse firmemente a sí mismo. Muchos
andan su camino conscientes de lo que quieren y llenos de energía; otros van sin fuerza,
sin gusto, sin orientación; más bien, se dejan llevar. No oigo ninguna palabra. Pero
entiendo el lenguaje que cada uno habla.
Cuando mantenemos una conversación con alguien, hablamos al mismo tiempo con
nuestra lengua y con nuestro cuerpo. Y con frecuencia, ambos lenguajes no coinciden. A
uno le decimos que somos todo oídos para sus problemas; pero nuestros brazos cruzados
indican que estamos ausentes y que nos cerramos ante él. O giramos nuestro cuerpo
apartándonos de él, con lo que le damos a entender que en realidad nos importa un
comino. O jugueteamos con un objeto cualquiera y de esa manera mostramos la poca
atención que el otro nos merece.
Nuestro interlocutor ve cuál es nuestra actitud para con él no solo en la postura de
nuestro cuerpo y en los gestos de nuestras manos, sino también, y sobre todo, en nuestra
mímica. Si ve un rostro hermético, sabe, por ejemplo, que lo estamos considerando solo
como cliente, pero no como esa persona concreta. Si ve una cara continuamente
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sonriente, también él se siente inseguro y se preguntará si todo eso es realmente
auténtico. En nuestra mímica percibe cómo reaccionamos a sus palabras: si esa mímica
nos sale del corazón, si realmente estamos conmovidos y nos sentimos afectados, o si
nuestras palabras son puro camuflaje. En nuestros gestos percibe también si le
aceptamos interiormente o si rechazamos y descalificamos lo que nos está contando –y
de ese modo, si le rechazamos y le juzgamos a él mismo–.
Cuando asisto a una conferencia no solo presto atención a las palabras, sino que
también me fijo en el lenguaje de los gestos. Miro cuál es la postura de cada uno: si está
quieto, seguro de sí, o si se mueve de acá para allá una y otra vez, si simplemente está
ahí o si en todo momento busca provocar algún efecto. En su modo de estar y en sus
gestos percibo si está comprometido con algo más importante o si lo que pretende es
exhibirse y situarse en el centro.
Luego me fijo también en sus manos: ¿se corresponden sus gestos con lo que dice,
o se me antojan artificiales?; ¿tengo la impresión de que están estudiados para causar
impresión?; ¿son auténticos?
A veces el conferenciante delata también su actitud interior con su gesticulación.
Delata su actitud interior autoritaria con gestos como estirar el dedo. O muestra su
actitud magisterial, apuntando una y otra vez con el dedo como hace un profesor. Ya
pueden ser suaves sus palabras: muchas veces, gestos agresivos como el puño cerrado o
movimientos crispados revelan la agresividad reprimida del orador.
Algunos deportistas, empresarios o políticos se han perjudicado a sí mismos por un
lenguaje corporal inadecuado. Famoso es el signo de victoria que el antiguo presidente
del Deutsche Bank, Josef Ackermann, hizo a los periodistas con los dedos extendidos, en
el curso de un proceso. Se dejó arrastrar a este gesto por un periodista. Quería satisfacer
el deseo de este de conseguir una fotografía espectacular. Pero no tenía conciencia de la
reacción negativa que con ello iba a provocar en el público. Tuvo que aprender con
amargura lo importante que es tener cuidado de cómo hablamos a la gente con nuestro
cuerpo.
No solo las palabras irreflexivas, sino también los gestos desconsiderados pueden
provocar un inmenso desastre. Es importante expresar lo que tenemos dentro y no
dejarnos arrastrar por otro a algo que no nos va.
57
Si nuestro lenguaje sale del corazón, eso se manifiesta tanto en la voz como en los
gestos. Y es que siempre hablamos con todo el cuerpo. Nosotros, los alemanes,
pensamos que esto es típico de los italianos. Pero cualquier orador subraya sus palabras
con gestos y con mímica.
A veces la mímica contradice las afirmaciones del conferenciante –acabo de aludir
ya a ello–. El psicólogo americano Albert Mehrabian ha investigado con más precisión la
importancia de los elementos no verbales en la comunicación. Dice que solo un siete por
ciento del efecto le corresponde al contenido verbal; en cambio, el 38 por ciento a la
expresión verbal (es decir, a la voz y al tono) y el 55 por ciento a la expresión corporal.
Podrá parecer exagerada esta distribución. Se la puede criticar con todo derecho,
porque el efecto no se deja distribuir tan fácilmente. Pero una cosa queda clara en estas
investigaciones: una auténtica disertación exige que la expresión del contenido y del
lenguaje (selección de las palabras, construcción de las frases) concuerde con la
expresión de la voz y del cuerpo en la mímica y en los gestos.
En la liturgia se prescriben al sacerdote determinados gestos. Pero incluso entonces
se nota si los gestos están a tono o no, si están aprendidos o si salen del corazón. Y con
frecuencia, el lenguaje gestual del sacerdote solamente pone de manifiesto su personal
dispersión, su ruptura interior y su falta de espiritualidad.
La gente observa al sacerdote meticulosamente. Ya con la misma entada, ve si se
pone al servicio del culto divino o si se exhibe a sí mismo, si representa un hecho
sagrado o si pone en escena su personal pieza teatral. Lo importante no es realizar los
gestos con corrección puramente externa. Más bien, lo que importa es cuidar la propia
actitud interior, que en esos momentos tiende a manifestarse también en el cuerpo.
58
9.
El lenguaje en la liturgia
Hoy muchas personas no saben cómo arreglárselas con el lenguaje litúrgico. Las
oraciones y los prefacios son, para muchos, ininteligibles. Entonces muchos sacerdotes
intentan reformular personalmente las oraciones. Pero el resultado tampoco es mejor: se
cae con frecuencia en un lenguaje banal que no está a tono con el culto litúrgico. Y
cuando se cree que hay que comentarlo y aclararlo todo, la liturgia muchas veces se
convierte en un batiburrillo.
Las oraciones clásicas tienen una agradable brevedad, mientras que las formuladas
personalmente, a veces, no terminan nunca. Con frecuencia, en esos momentos se habla
de Dios tan inteligiblemente que se pierde el misterio del Dios incomprensible. Ese
lenguaje sabe demasiado.
Mucho depende de cómo se dicen las oraciones oficiales: si se nota que el que las
recita está convencido de lo que reza y si son expresión de su experiencia. Y depende
también de si las palabras personales de la introducción y de la homilía encuentran el
camino hacia el corazón de la gente.
El lenguaje litúrgico está ligado a determinadas actitudes corporales. El sacerdote
extiende las manos para la oración, o las levanta. Ya la postura de las manos da a sus
palabras un sello propio y una fuerza peculiar. El sacerdote podría aprender algo del
actor, en quien lenguaje y gesto van a una y sintonizan.
Los que participan en el culto divino no oyen nunca las palabras de la liturgia sin
experiencias personales previas o sin prejuicios. Muchas palabras remueven viejas
experiencias vitales. Por ejemplo, en la liturgia se habla con frecuencia de sacrificio o de
pecado y culpa. A personas a las que en su niñez se les echó en cara constantemente su
culpa, estas palabras les provocan rechazo. No quieren aparecer siempre como
59
pecadores. Sacrificio les suena inmediatamente a «expiación» y les vienen pensamientos
tales como «¿Tan malo soy que Jesús tuvo que morir con una muerte tan cruel para
expiar mis pecados?».
Para mí, esas palabras son imágenes que abren una ventana al misterio de la muerte
de Jesús. Pero no las relaciono con un sacrificio sangriento de expiación, sino con el
aspecto de amor y entrega. El discurso sobre el sacrificio es solo una imagen con la que
expreso el misterio de la cruz. Hay otras imágenes que son mucho más importantes: la
cruz es consumación del amor; en la cruz nos abraza Jesús con todas nuestras
contradicciones. El Evangelio de Juan relaciona la imagen de la cruz con la imagen de la
serpiente de bronce. La cruz es, según esto, una imagen que habla de la curación de
nuestras heridas.
No debemos rechazar ninguna imagen de la Biblia. Pero es tarea nuestra poner ante
los ojos a las personas la riqueza de imágenes, a fin de que puedan dar de mano a la
fijación en la imagen que les resulte amenazadora.
No es fácil sacar a la gente de la cabeza viejas imágenes hirientes. Muchos
sacerdotes intentan entonces quitar hierro a las oraciones litúrgicas. Pero, de esa manera,
con frecuencia se abre la puerta a la banalidad y la sosería. Sería cometido del que
preside la liturgia crear con su propio lenguaje una atmósfera de lo santo y de la gracia
misericordiosa. En esa atmósfera adquieren su justificación incluso las palabras de
pecado y de culpa. Ya no tienen un efecto inculpatorio sino liberador. Apuntan a una
realidad que efectivamente también existe en nosotros: que vivimos superficialmente y
que llevamos dentro sentimientos de culpa. La referencia a este dato no tendría entonces
un efecto de carga sino de alivio. Pero estaría bien interpretar esas palabras también en el
sermón. Entonces se podrían tratar y eliminar viejos patrones de vida.
La liturgia vive de ritos. Estos ritos van unidos a palabras que los interpretan.
Muchas veces las palabras establecidas no se bastan por sí solas para explicar los ritos de
tal modo que la gente pueda entenderlos. De aquí que sea cometido nuestro explicar los
viejos ritos de tal manera que la gente pueda entenderlos y pueda experimentar en ellos
que se trata de ritos que sanan, ritos que hacen bien, que abren un nuevo horizonte y que
nos ponen en contacto con la fuerza sanante y liberadora de Jesucristo.
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Sin interpretación, los ritos se convierten en ritos vacíos. Cuando en cursos y
convivencias celebro conscientemente la eucaristía con los participantes y explico
muchos ritos –como la señal de la cruz, la elevación de la patena y del cáliz–, para la
gente esto es como una revelación. De repente se les enciende una luz: que en esos ritos,
de lo que se trata es de su transformación y santificación.
Siempre quedan los dos caminos: o sencillamente recitar solo las oraciones y los
textos establecidos auténticamente o también, en casos singulares, precisamente en
determinados ritos, usar expresiones personales. Me gustaría aclarar esto con un
ejemplo. Cuando asisto a un matrimonio, comento siempre con los novios el rito y su
significado. En el tema de la disposición a contraer un matrimonio cristiano, puedo
limitarme a las fórmulas prefijadas. Pero también puedo invitar a la pareja a aclarar ante
la comunidad con palabras personales por qué están aquí, en esta iglesia, para darse
mutuamente el «sí, quiero» ante Dios.
Cuando les propongo a los novios la tarea de reflexionar sobre ello y de formular
personalmente lo que esperan del matrimonio canónico y de la bendición de Dios, eso
supone para los dos un reto: el de pensar en su modo de vida, en su fe y en un
matrimonio cristiano. Luego tienen que formular también por escrito sus reflexiones. No
hace falta que las lean en público. Pero el escribirlas les aporta claridad sobre lo que para
ellos es realmente importante. Y van a notar que no es en absoluto tan fácil expresar en
palabras lo que les une mutuamente y lo que esperan de la bendición de Dios.
Algo parecido sucede con la manifestación del consentimiento. Pueden utilizar una
de las tres fórmulas previstas. Cuando pronuncian esa fórmula con plena convicción, el
rito tiene una gran fuerza. Pero también pregunto a los novios si quieren formular ellos
mismos esta manifestación de consentimiento. También en ese caso sería razonable
formularla por escrito. Con frecuencia los novios se ponen a reflexionar. Perciben que
también la fórmula prescrita tiene su fuerza. Y si ahora se deciden por ella, entones la
fórmula canónica es al mismo tiempo su palabra y ya no una palabra ajena.
Si, por el contrario, intentan formular ellos mismos una manifestación del
consentimiento, eso desencadena un proceso común de reflexión. Y van a experimentar
que no es tan fácil expresar con palabras propias lo que la declaración de consentimiento
pretende. Cuando en la entrevista preparatoria hablamos abiertamente de esto, el sentido
61
de la fórmula oficial prescrita se acrecienta. Sus palabras adquieren una fuerza nueva.
Muchas parejas logran expresar en palabras muy personales lo que quieren prometer al
otro. Las palabras, en esa coyuntura, no pueden ser cualesquiera, sino que tienen que
lograr que todos los asistentes al acto litúrgico de la boda perciban y constaten el sí
incondicional dado al otro.
Cuando una vez, hace cuarenta años, estuve en Taizé, me sentí muy impresionado
por los textos bíblicos que se leían en público. En cada palabra percibía que allí se estaba
proclamando la Palabra de Dios. Cuando aquí, en muchas iglesias, escucho las lecturas,
muchas veces tengo la impresión de que el lector está luchando con el texto para de
alguna manera presentarlo decentemente. Pero eso entonces no es una proclamación. Así
no llega a oírse la Palabra de Dios. Tampoco se trata aquí de pura técnica de lectura, sino
también de ser tocado por la Palabra de Dios. Si me siento interpelado por esa palabra,
también la proclamaré adecuadamente.
En los últimos tiempos, los obispos católicos acentúan una y otra vez la primacía de
la celebración de la eucaristía frente a la liturgia de la Palabra. Naturalmente, la
eucaristía es el punto culminante de la liturgia. En ella celebramos la muerte y
resurrección de Jesucristo, signo de que todo en nosotros puede ser transformado: el
anquilosamiento, en vitalidad; la oscuridad, en luz; el yacer en la tumba, en un poderoso
resucitar; y el fracaso, en un nuevo comienzo. Pero junto al punto culminante
necesitamos también otras formas de liturgia.
La liturgia de la Palabra vive, por un lado, de la fuerza de la palabra divina. Y si la
Iglesia habla del «sacramento de la Palabra», esto habría que experimentarlo
precisamente en la liturgia de la Palabra. Las palabras de la Escritura son palabras
sagradas que quieren afectarnos. Pero precisamente por eso se necesita atención y
sensibilidad para expresar las palabras de tal manera que la gente se sienta afectada por
ellas.
Por otra parte, la liturgia de la Palabra vive de ritos. Esa liturgia podría ser el lugar
de nuevos ritos que realizaran comunitariamente los fieles. Los ritos crean comunidad.
Los ritos son el lugar en el que se pueden expresar sentimientos que de otra manera
nunca se llegaría a manifestar. Los ritos –así dicen los antiguos griegos– crean un
espacio sagrado y un tiempo sagrado. Y para los griegos, solo lo santo es capaz de sanar.
62
Los ritos en las liturgias de la Palabra podrían proporcionar a la gente de hoy la fuerza
sanante de Jesucristo.
Desde hace algunos años, en los más importantes cambios del ciclo anual,
celebramos en Münsterschwarzach liturgias de bendición: una en torno al 2 de febrero, la
liturgia penitencial antes del Domingo de Ramos, otras liturgias en torno al 24 de junio y
al 2 de noviembre; todas ellas, los miércoles por la tarde. La liturgia de bendición consta
de palabra, de rito y de música. Un coro acompaña el acto litúrgico con una música
meditativa que hace que las palabras penetren más profundamente en el corazón.
Me gustaría contar solo un par de ejemplos. El 2 de febrero repartí pequeñas velas
entre los participantes. Las encendimos en la iglesia a oscuras para que la luz iluminase,
ante todo, los oscuros espacios de nuestra vida. Luego nos pusimos en marcha y
caminamos en procesión silenciosa a lo largo de la iglesia, mientras un compañero
nuestro, monje, acompañaba nuestros pasos con el violín. En un acto litúrgico había yo
comentado la parábola del dracma perdido como imagen para la procesión: buscamos en
nuestro interior el yo perdido, el centro personal perdido, los ideales perdidos, el
entusiasmo perdido, la fe perdida, el amor perdido.
En otra liturgia de bendición para esa fiesta, tomé como imagen la canción «María
caminaba por un zarzal», que el compañero monje hacía sonar una y otra vez en el
violín. Con la luz de Jesucristo, avanzábamos a través del zarzal de nuestra vida diaria.
La zarza es, según una palabra de Jesús, un símbolo de las preocupaciones que con
frecuencia nos asfixian en el día a día. Pero también simboliza las heridas que nos
hieren, las humillaciones de la historia de nuestra vida, así como las muchas punzadas
que diariamente recibimos. Tales ritos llevan el mensaje de la fiesta de la Presentación
de María al corazón de la gente. El mensaje se hace vivencia.
Para el 2 de noviembre, escogí el tema «Descubrir nuestras propias raíces». Los
santos y los difuntos que hemos conocido personalmente, incluidos nuestros propios
familiares y antepasados, son nuestras raíces, de las que vivimos. De pie en el acto
litúrgico, meditamos el árbol que somos. Nuestro árbol tiene profundas raíces y
despliega hacia arriba una corona. Somos personas de la tierra y del cielo. Nuestras
raíces son nuestros antepasados, su energía vital y la fuerza de su fe. Con los ritos
participamos de su fuerza vital y de la energía de su fe.
63
Luego, en la liturgia de bendición, abrimos nuestras manos en forma de patena y
meditamos lo que está grabado en nuestras manos. Allí está grabada la historia de
nuestra vida. Dios ha puesto aptitudes y capacidades en nuestras manos. Pero en nuestras
manos está también grabada la historia de nuestros antepasados. Luego alzamos las
manos para la oración en un gesto ancestral de bendición. Los monjes primitivos
interpretan estos gestos no solo como gestos de bendición, sino también como gestos que
nos recuerdan que nuestros dedos llegan al cielo.
Si en esa actitud recitamos despacio el padrenuestro, podemos imaginarnos que lo
estamos rezando juntamente con nuestros difuntos. Recordamos entonces lo que nuestros
padres y abuelos pusieron en cada una de las palabras, cómo con esas palabras –a través
y a lo largo de todas las crisis– llevaron a cabo su vida. Nos imaginamos que rezamos
ahora esas palabras juntamente con ellos. Las rezamos como personas que buscan, que
dudan, que creen; nuestros difuntos las dicen ahora como quienes contemplan a Dios en
el cielo. Así, esta oración nos une con los difuntos. Nos abre el cielo sobre nuestra vida.
Participamos de las raíces de nuestros antepasados. Esto da fuerza y consistencia a
nuestra vida.
El lenguaje de la liturgia es un lenguaje con toda la dignidad de la tradición.
Necesita también hoy cultivo y reelaboración. Pero sería una pena que, porque a alguien
le dan en rostro, abandonásemos formulaciones que se han ido fraguando a lo largo de
siglos y que en su plasticidad han conmovido los corazones de la gente. Mejor sería
desarrollar el lenguaje de la liturgia de tal manera que pudiera ser vivido en su
plasticidad y que se convirtiera –como dice Martin Heidegger– en una invitación a hacer
que también en nuestros corazones esté presente lo que existe.
Teólogos pastoralistas y expertos liturgistas se preguntan cómo traducir
adecuadamente hoy a la lengua materna los antiguos textos litúrgicos para que la gente
los entienda. Lo decisivo es –así se expresa, por ejemplo, Karl Schlemmer en su artículo
aparecido en la revista Anzeiger für die Seelsorge, número de junio de 2012– que la
gente entienda el lenguaje litúrgico. Para ello es importante que las palabras se digan
desde el corazón: « Para el éxito de todos los actos litúrgicos con lecturas, son
ineludibles un lenguaje sencillo y modesto y unos contenidos que muevan a los
cristianos de hoy» (Schlemmer 13).
64
Sin embargo, desde hace algunos años, precisamente desde Roma, se pide que se
traduzcan los textos latinos de la manera más literal posible, sin consideración a que se
entiendan o no. Esto es, ya desde un punto de vista filológico, un absurdo. Porque toda
lengua tiene su propia lógica conceptual. Y la traducción no se puede hacer nunca
literalmente, sino que tiene que realizarse de tal manera que se vierta en el nuevo
lenguaje y en su idiosincrasia interna.
Martin Stuflesser, experto liturgista de Würzburg, cree que, manteniendo las
directrices romanas sobre las traducciones, no nacería ninguna nueva traducción sino
«neologismos, extranjerismos de reciente creación, que no pueden ocultar su origen
latino (ni quieren). Que una fidelidad así al original latino ayude realmente a la
comprensión del texto traducido, se puede poner efectivamente en duda» (Stuflesser 21).
Traducir es un arte culto. Traducir algo lo más literalmente posible no cabe en ese arte.
Porque se trata siempre de traducir a otro espacio lingüístico y a otra sensibilidad
lingüística.
No solo el lenguaje de los textos litúrgicos: también el lenguaje del predicador
precisa de una alta sensibilidad. Johannes Röser, redactor jefe de Christ in der
Gegenwart, critica el hecho de que muchos predicadores empleen cada día más «una
retórica religiosa triunfalista, muchas veces penosamente chabacana» (citado en
Schlemmer 14).
Cuando oigo un sermón, siempre presto atención al lenguaje: ¿tiene entidad o es
palabrería huera?; ¿es perorata aprendida de memoria o sale del corazón?; ¿es sugerente
o es lenguaje típico de teólogos?; ¿tiene el orador, con su lenguaje, contacto con la
gente?; ¿responde a sus preguntas, o despliega un lenguaje que en sí es ciertamente
correcto, pero que no afecta a nadie?
Pierre Stutz, en su colaboración en el número más arriba citado del Anzeiger für die
Seelsorge, hace algunas sugerencias sobre el tema del nuevo lenguaje en la liturgia.
Muestra cómo el predicador encuentra continuamente nuevas palabras para lo indecible,
«para el acontecer del amor de Dios en medio de los altibajos de nuestra vida» (Stutz
15). Aquí no se trata solo de que encontremos un nuevo lenguaje, sino también de que,
en una escucha silenciosa, «nos dejemos encontrar por palabras nuevas» (ibid. 17).
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Para ello es necesario que nos tomemos tiempo suficiente para un silencio
sosegado, que en esa calma nos «despalabremos», a fin de que nuestro hablar no nos
lleve a una «diarrea verbal», como el teólogo-pastoralista emérito vienés Paul Michael
Zulehner califica al «proceso inflacionista de palabras en nuestras liturgias».
El experto en pedagogía religiosa Hubertus Halfbas habla de un «punto muerto del
lenguaje de fe» y aboga por que no separemos nunca la experiencia de uno mismo y la
experiencia de Dios. Hablar de Dios significa hablar también del ser humano y a la
inversa. Se trataría de hablar del ser humano y de su vida de tal manera que en ellos se
hiciera visible Dios. Este fue evidentemente el arte de Jesús, el cual en sus parábolas
habló del ser humano y de su vida diaria –en la agricultura, en la economía, en el
comercio, en la convivencia– y en medio de su narración provocaba en los oyentes una
apertura al misterio incomprensible de Dios.
Parte de la liturgia es el canto. Aquí no me refiero solo a las canciones que se
cantan entre los textos y los ritos. Me refiero a algo más esencial. Los textos que la
liturgia seleccionó de la Sagrada Escritura para el introito, el gradual, el aleluya, el
ofertorio y la comunión, se cantaban en gregoriano. En estos casos, el canto servía total y
absolutamente a la palabra. El canto quería hacer tan audibles las palabras de Dios que
tocaran el corazón humano y pudieran desarrollar en cantores y oyentes su efecto
salvador.
Lenguaje y canto forman un todo. Esto lo ha subrayado una y otra vez Martin
Heidegger. Dice: «Poesía es canto» (Heidegger 182). Heidegger cita los himnos de la
«Celebración de la paz» de Hölderlin en una versión distinta:
«De la mañana en adelante,
desde que somos una conversación,
desde que oímos unos de otros,
muchas cosas ha experimentado el ser humano;
pero pronto seremos canto».
E interpreta esta estrofa de la siguiente manera: «Los que “oyen unos de otros” –los
unos y los otros– son los hombres y los dioses. El canto es la fiesta de la llegada de los
dioses, a cuya llegada todo se vuelve silencioso. El canto no es la antítesis de la
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conversación, sino lo más íntimamente afín a ella: pues también el lenguaje es canto»
(ibid. 182).
Yo caí en la cuenta de lo que significa esto en concreto cuando nuestro antiguo
cantor de Münsterschwarzach, Godehard Joppich, con ocasión de las convivencias
juveniles que dirigí durante mucho tiempo, dedicó ocasionalmente en Semana Sana una
hora al canto; o, por mejor decir, a la iniciación al canto de la liturgia. Godehard tenía un
maravilloso modo y manera de comunicar a los jóvenes el embrujo del canto gregoriano
–fuera en latín o en alemán–.
Hacía que los jóvenes recitaran una y otra vez, muy despacio, muy
conscientemente, la antífona que cantamos al final de la liturgia del Viernes Santo:
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no
perezca, sino tenga vida eterna» (Jn 3,16). Y entonces decía: «Cuando uno ha entendido
estas palabras y ha saboreado el lenguaje de Juan, entonces solo puede cantar estas
palabras así». Y acto seguido cantaba él el versículo. Y nosotros teníamos esta
impresión: «Realmente, es imposible cantar esas palabras de otra manera». La melodía
suena con precisión, hace sonar las palabras. Entonces, el amor de Dios se hace vivencia,
y su entrega, experiencia. En ese momento uno no necesita en absoluto creer. La fe
sucede sencillamente en el canto. Y la vida eterna... está simplemente ahí. En el cantar,
está ya en nosotros.
Lo que Godehard transmitió aquí de forma magistral a la gente joven debería valer
para todo canto litúrgico. Debería hacer oír las palabras de la liturgia, las palabras de la
Escritura de tal manera que desarrollaran su efecto santificador en el corazón de cantores
y oyentes.
67
10.
Hablar y escribir
En el encuentro que cité al comienzo de esta obra, la encargada de la librería contaba sus
experiencias con los libros: muchos libros le resultaban demasiado planos. Aterrizaban
con excesiva rapidez en dar consejos. Los consejos, por añadidura, venían de fuera. Y su
mensaje era que la vida es muy fácil: bastaría con seguirlos para que todo saliera a pedir
de boca. Aunque el lenguaje de tales libros se presenta con frecuencia muy modoso,
tiene un tic autoritario. Su autor sabe de sobra cómo se las gasta la vida. Y sugiere al
lector que tiene que seguirle incondicionalmente. Solo así su vida podrá tener éxito.
Tales libros no tienen un lenguaje a la altura de la honesta búsqueda de Paul Celan.
Son más bien, en palabras de este autor, un abuso del lenguaje, puro márketing con
peligrosos resabios de soborno (cf. Baumann 97). Prometen en su lenguaje algo que no
se va a poder cobrar. Su lenguaje sabe demasiado. Ya no deja ningún resquicio libre.
Pero, aun con todas las explicaciones, lo inexplicable siempre debe tener un espacio.
Paul Celan –dice Gerhart Baumann– compartía la convicción de Rudolf Kassner: «Una
historia es verdadera mientras no se intenta explicarla» (ibid. 17). De Paul Celan
podríamos aprender, en relación con los imponentemente sabihondos libros de consejos,
a «percibir lo traicionero del lenguaje, a descubrir lo inauténtico e insincero en medio de
las descaradas protestas de verdad» (ibid. 19).
Que el lenguaje no debería contentarse nunca con describir simplemente las cosas,
sino que su misión es sacar a la luz los trasfondos y los secretos de la realidad, lo ha
subrayado una y otra vez el escritor austriaco Peter Handke, sobre todo. A los realistas
alemanes, como Günter Grass y el crítico-estrella Marcel Reich-Ranicki, les reprocha su
ingenua postura de realismo y naturalismo. En un encuentro del grupo de los 47, en el
año 1966, calificó a esta corriente de «impotencia descriptiva». Con ello, por supuesto,
se granjeó la enemistad de ambos.
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Günter Grass reprocha a Handke su intimismo y su mimosa sensibilidad lingüística.
Pero este reproche solo muestra que Peter Handke había dado en el blanco con su
calificativo de «impotencia descriptiva». El lenguaje pretende no solo describir con
realismo, sino también llegar a palpar lo nuclear de las cosas y hacerlas objeto de
experiencia (cf. Höller 42-46). Pretende revestir de palabras el misterio que anida en las
cosas.
Los libros que le gusta leer a la librera de nuestro encuentro penetran en un mundo
interior, en el mundo de su propia alma. Así, en el lenguaje de los libros, descubre el
lenguaje de su propio espíritu, del que muchas veces no es consciente. Tiene la sensación
de que el libro expresa algo que ella lleva mucho tiempo sintiendo interiormente, pero
para lo que aún no ha encontrado ninguna palabra. Cuando esto sucede, lee un libro que
le resulte congruente.
Pero hay también otra experiencia: muchos libros, en un primer momento, no le
dicen nada a uno. Sin embargo, un par de años más tarde vuelve a coger el libro en sus
manos y, de repente, le impacta: da respuesta a las preguntas que en ese momento le
inquietan. Que un libro nos interpele o no, depende muchas veces de la situación anímica
del momento. Hay libros que caen en nuestras manos en el momento adecuado y libros
que no nos dicen nada precisamente porque estamos en otra situación.
Cuando hoy leo libros que leí hace algunos años, descubro en ellos páginas
completamente diferentes. Muchas veces pienso que no había leído nunca el libro o que
lo había leído de otra manera. Hoy me hablan palabras distintas de las de hace veinte
años.
El cantautor de nuestro encuentro inicial citaba la expresión de una reunión sobre
canciones espirituales modernas: «Muchas canciones saben demasiado». Tienen un
lenguaje cerrado. Y muchas veces su lenguaje es plano. Hablan de Dios como si lo
supieran todo de Él. Así se banaliza el misterio del Dios incomprensible. Un lenguaje así
de plano expresa también de manera plana las irregularidades y los accidentes del
camino de la fe.
Yo mismo he trabajado mucho tiempo con jóvenes. En aquellos tiempos nos
gustaba cantar en las convivencias los cantos juveniles modernos. Entonces caí en la
cuenta de la diferencia. Muchas canciones, en algún momento, quedaban anticuadas. Ya
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no se podían cantar. Se habían desgastado. Y muchas veces su lenguaje era muy
moralizante y simplificador. Sin embargo, las canciones caracterizadas por un lenguaje
gráfico, metafórico, se podían cantar una y otra vez. Tales canciones tenían un lenguaje
abierto que dejaba espacio libre al cantor para introducir sus propias imágenes en las
metáforas verbales de la canción y hacer que tales imágenes se reforzasen entre sí.
Peter Handke dijo una vez, en una entrevista, que para él escribir era hallar con
palabras la llave de lo desconocido, del misterio.
Esa imagen se me quedó grabada. Sí, yo también intento, al escribir, hallar una
clave para descifrar el misterio de Dios y el misterio del ser humano y para describirlo de
tal manera que yo lo entienda. Pero siento que, con mis escritos, nunca llego al final.
Siempre hay un nuevo intento de expresar lo que pienso y lo que anhelo en lo profundo
de mi alma. Este «em-palabrar» es para mí un proceso de clarificación interior.
Pero en Peter Handke hay otra bella imagen más para su función de escribir. Al
escribir sobre un lugar, Handke lo hace familiar y transitable: «Se percibe una
domiciliación, uno se siente como en su hogar» (Handke 32).
Tarea del lenguaje escrito es, al mismo tiempo, captar en una forma literaria el
silencio y así conseguirlo y conservarlo: «Por el hecho de callar, uno no consigue el
silencio; pero cuando uno capta la calma y el silencio y el vacío en una forma de
expresión, entonces consigue la calma y el vacío y el silencio. Esto es sin duda lo
paradójico. Hay una literatura que destroza el silencio... Pero hay unas pocas obras –y
estas son para mí en último término las que cuentan y las que siempre contarán– que
refuerzan el silencio: las que no “conservan” el silencio, sino que lo transmiten (esta es
exactamente la palabra justa)» (Handke 114).
Para Hilde Domin, escribir era su camino hacia la vida. Cuando, desterrada en la
República Dominicana, no le iban bien las cosas, escribir en su lengua materna fue para
ella el camino para superar la crisis. La teóloga Stephanie Lehr-Rosenberg dice a
propósito de este escribir como superación de la crisis: «Cuando Hilde Domin empezó a
escribir, se encontraba en una crisis extrema, al borde del suicidio. Escribir poesía era
algo que no estaba previsto. Este suceso fue tan decisivo que ella lo describe como un
nuevo nacimiento. Escribir se convierte en “alternativa al suicidio”. Al poner nombre a
70
lo que está aconteciendo, se realiza su liberación y con ello se le abre un horizonte de
futuro» (Lehr-Rosenberg 175).
Para mí es importante otro aspecto en relación con el hecho de escribir. El escritor,
escribiendo, crea realidad. Y la lengua en la que cada uno escribe produce un efecto en la
gente. Hilde Domin critica las actuales recomendaciones lingüísticas, que pretenden
recortar lo que de creativo tiene el lenguaje. Cuando al lenguaje ya no se le permite ser
creativo, el mismo pensamiento se vuelve cada vez más acomodaticio y conformista.
Escribe: «Todo lo vivo está hoy en peligro, y no por infra- sino por superestandarización.
Se pretende recortar y desmochar, y se sale trasquilado. También el
lenguaje» (Domin 368).
Hilde Domin cita a continuación a Jean Paul: «En el poeta, la humanidad llega a
hacerse sensibilidad y lenguaje. Por eso el poeta la reaviva fácilmente en otros» (ibid.
368). El escritor, según esto, tiene una responsabilidad para con el lenguaje de sus
lectores y lectoras. Y con esto imprime su sello también en el lenguaje de la sociedad.
Hilde Domin se queja de que el lenguaje ha entrado en un prolongado proceso de
desgaste. Sin embargo, « son los poetas los que afinan el lenguaje y los que
constantemente lo están poniendo a punto para la comprensión de la realidad, para una
renovada autointeligencia del ser humano en la cambiante realidad» (ibid. 372).
Yo soy consciente de que con mis escritos asumo también una responsabilidad para
con las personas y para con la sociedad. Mediante mi lenguaje, pongo a la gente en
contacto con su sabiduría personal profunda: construyo una casa en la que se sienten
como en su hogar. O, a la inversa, les pervierto con él y les transmito la impresión de
que ahora ya lo saben todo, de que se conocen a sí mismos y a Dios con precisión. Puedo
azuzar a la gente con mi lenguaje a juzgar a los demás o, por el contrario, puedo
invitarles a hallar un lenguaje para decir su propia realidad y luego hablar
adecuadamente sobre las personas y a las personas.
Cuál es la meta última del lenguaje escrito nos lo dice el final del Evangelio de
Juan. El Evangelio de Juan tiene dos finales. Juan concluye el capítulo 20 con las
siguientes palabras: «[Estos signos] quedan escritos para que creáis que Jesús es el
Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida por medio de él» (Jn 20,31).
71
La finalidad del escribir es que los lectores y lectoras crean. Juan quiere escribir
sobre Jesús de tal modo que los lectores reconozcan en él al Hijo de Dios y así sientan
vida en su interior. Si nos aplicamos estas palabras, podemos traducirlas así: la finalidad
del escribir es que creamos en nuestro propio manantial interior y en el núcleo divino
que hay en nosotros, y que vivamos en contacto con la vida que tenemos dentro y que en
el fondo de nuestra alma mana hacia nosotros.
El capítulo 21 lo termina Juan con estas palabras: «Quedan otras muchas cosas que
hizo Jesús. Si quisiéramos escribirlas una por una, pienso que los libros escritos no
cabrían en el mundo» (Jn 21,25). Podemos escribir tantos libros como queramos. Jamás
descifraremos plenamente el misterio de Jesús, como tampoco el misterio de nuestro
propio proceso de humanización.
Gregorio de Nisa, padre de la Iglesia, interpreta este pasaje de la siguiente manera:
«Como Dios ha creado todas las cosas con sabiduría, y dado que no hay fronteras para su
saber, el mundo, limitado como está por sus propias fronteras, no puede abarcar dentro
de sí la inmensidad de una sabiduría ilimitada» (citado en Sanford 2, 213). Dios es la
verdadera sabiduría; y esta es infinita. No podemos captar esta verdad ilimitada por
muchos libros que escribamos. Únicamente podremos rozar esa sabiduría de Dios.
Cualquier libro –también el presente– es solo un intento de hacer accesible para
nosotros algo de la sabiduría de Dios. Ojalá la sabiduría de Dios nos ponga en contacto
con la sabiduría de nuestra alma. En el fondo de nuestra alma sabemos exactamente lo
que es bueno para nosotros. La escritura intenta sacar a la consciencia lo que
inconscientemente sabemos en nuestra alma.
Escribir es un movimiento de búsqueda. Busco la llave del ser. Pruebo palabras
para ver si expresan lo que mi alma percibe y barrunta. Y escribir es un proceso de
clarificación. Al principio todavía no sé lo que escribo. Pero, a medida que me empeño y
pruebo, se van formando las palabras. Muchas veces no estoy satisfecho con lo que
escribo. Pero entonces lo dejo reposar y espero hasta que llegan nuevas idea y mi espíritu
ve con más claridad.
No me siento sin más y escribo lo que tengo en la cabeza. Más bien, al escribir
busco palabras que den expresión a mis más hondos anhelos.
72
11.
Hablar sobre otros: el lenguaje público
Los monjes primitivos nos previenen contra el hablar sobre otras personas. Porque tan
pronto como hablamos de otros corremos el peligro de juzgarles y criticarles. Y contra
esa actitud de juzgar ya nos previno Jesús: «No juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7,1).
Al juzgar a otros nos volvemos ciegos para las faltas propias. El psicoanalista Carl
Gustav Jung dice que, al juzgar y criticar, estamos proyectando nuestras zonas sombrías
sobre el otro; que con ello nos descargamos en alguna medida, pero que así no podemos
desarrollar ningún potencial de cambio. Más bien, nos volvemos ciegos para nuestros
fallos y de este modo los utilizamos de una manera destructiva. Jesús comparó estas
zonas sombrías con una viga: «¿Por qué te fijas en la mota en el ojo de tu hermano y no
reparas en la viga del tuyo?» (Mt 7,3). Para Jung, lo que importa es mirar las sombras
que hay dentro de uno mismo y reconciliarse con ellas. Entonces también podremos
hablar un lenguaje conciliador.
Quien no está reconciliado consigo mismo manifestará en su lenguaje su desgarro
interior. Y muchas veces desencadenará en torno a sí llamaradas de rupturas, condenas y
repulsas. Contra esto nos previene ya Santiago en su carta de finales del siglo I:
«Observad cómo una chispa incendia todo un bosque. Pues la lengua es fuego. Como un
mundo de injusticia, la lengua instalada entre nuestros miembros, contamina el cuerpo
entero e inflama el curso de la existencia» (Sant 3,6).
Existe hoy una cultura de la indignación y de la cólera. Continuamente estoy
recibiendo llamadas de televidentes: que debería decir algo a este o a aquel político o
empresario. Y las más de las veces, esa sugerencia va unida a la expectativa de que
debería dé rienda suelta a mi indignación o a mi enfado.
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A esto, respondo siempre: «Sobre personas no hablo. No las conozco. Y por eso, no
soy quién para juzgarlas». A pesar de todo, muchos periodistas de la televisión intentan
forzarme a hacer alguna declaración. Otros, por el contrario, dicen al final: «Realmente,
usted tiene razón. Al fin y al cabo, a mí tampoco me va toda esa cultura de la
indignación».
En la indignación me pongo por encima de los otros. Me levanto sobre ellos y los
miro de arriba abajo. Pero esto no nos hace bien. La tradición espiritual habla de
humildad, de humilitas. Esto quiere decir que nosotros, los humanos, estamos todos al
mismo nivel. No nos compete elevarnos por encima de los demás. Somos humanos
como los otros.
Dicen los monjes antiguos: «Cuando veas pecar a un hermano, di: Yo he pecado».
La persona que ha cometido una falta es un espejo para mí. Si contemplo ese espejo, veo
que tal vez yo tengo también la misma falta, o que al menos llevo en mí la tendencia a
cometerla. No tengo ninguna garantía de que lo que critico en el otro no pueda yo
hacerlo de la misma manera, si es que no lo he hecho ya.
La palabra alemana Entrüstung [indignación, enojo] deriva de rüsten [armar, hacer
preparativos]. Esto no solo significa el acopio [Ausrüstung] de armas, sino también el
acicalarse y el aderezarse y disponerse para algo.
Cuando me enfado con alguien, le quito su armadura, su protección [Rüstung]. Le
quito la posibilidad de defenderse. En ese momento, es incapaz de prepararse para una
tarea. Y le quito el ornato. Le desnudo públicamente y le despojo de su ornato. Esto es
como dejarle a uno las vergüenzas al aire.
Las más de las veces no pensamos en el otro y no miramos qué siente cuando se ve
despojado de su protección. Solo pensamos en nosotros y en nuestra indignación. Y en
nuestro enojo nos sentimos moralmente superiores: todo lo hacemos correctamente. Y
pensamos que es importante indignarnos en este mundo para mostrar cómo deben
comportarse los demás. También aquí vale la palabra de Jesús: «Quien de vosotros esté
sin pecado, tire la primera piedra» (Jn 8,7).
Nuestra sociedad está marcada por una mentalidad de chivo expiatorio. Cuando una
persona pública comete una falta se la pone en la picota hasta que dimita. En ese
momento, es como si se la cargara con toda la culpa que uno mismo lleva dentro. Se le
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echa encima toda la inmundicia, en la creencia de que de ese modo uno se libera de su
propia suciedad.
Sin embargo, la basura que lanzo sobre otros sigue estando pegada como una costra
a mi vida. En vez de echarla sobre los otros, debería ponerme yo bajo la ducha.
Lanzando basura, la sociedad no se limpia. Solo cuando estoy dispuesto a limpiarme yo
mismo se crea en torno a mí una atmósfera distinta.
En una sociedad en la que cada persona que destaca públicamente se convierte en
un chivo expiatorio, sobre el que se descargan los propios trapos sucios, son cada vez
menos los que están dispuestos a asumir responsabilidades.
Internet ha abierto puertas completamente nuevas a esa posibilidad de enfangar a
otros. Cualquiera puede colgar en Internet su opinión y su crítica a otras personas. En
Internet, ese lanzamiento es con frecuencia anónimo. No es la persona que ha lanzado la
suciedad la que tiene que justificarse, sino aquella a la que se le ha lanzado.
Da lo mismo que sea en Internet o en otros medios donde se hace esto: el
mecanismo del chivo expiatorio lleva a sacrificar un chivo expiatorio tras otro. Sin
embargo, en todo ese proceso la sociedad sigue siendo la antigua. Nada cambia. Más
bien, todo el mundo escurre el bulto para no hacerse el blanco de ningún lanzador de
basura.
Cuando se lee el lenguaje de muchos de estos expertos de la inmundicia, uno se
estremece ante su agresividad, pero, sobre todo, ante su primitivismo. Con mucha
frecuencia, ya no redactan ni una sola frase correcta. Y este lenguaje prostituido, encima,
muchas veces alardea de ser «la conciencia de la nación». Cuando oigo tales
expresiones, añoro a las personas que todavía exhiben cultura en su lenguaje: personas
en cuyo lenguaje se puede percibir aprecio y esmero, y también belleza y creatividad.
En la filosofía de la religión se ha juzgado de modo plenamente positivo el
mecanismo del chivo expiatorio. Los filósofos de la religión dicen que el mecanismo del
chivo expiatorio purifica o al menos descarga a la sociedad. Sin embargo, la diferencia
entre el mecanismo del chivo expiatorio que practicaron los judíos para limpiar a la
sociedad del pecado y el de otros chivos expiatorios es la siguiente: el chivo expiatorio
sobre el que los judíos volcaban toda la culpa del pueblo era inocente. Esto lo sabían los
sacerdotes y los que participaban en este rito. De este modo, el chivo expiatorio,
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subsidiariamente, en representación del pueblo, podía llevar al desierto los pecados del
pueblo. Pero al chivo expiatorio no se le condenaba: al contrario, se le apreciaba porque
prestaba un servicio importante para la comunidad.
Nosotros, en cambio, proyectamos nuestra culpa sobre personas que no son
perfectas. Estas no tienen ninguna posibilidad de defenderse contra ese mecanismo. En
cierto modo, se las sacrifica. La sociedad cree que esa persona tiene conscientemente
muchas faltas y que ha cometido multitud de errores. Y el chivo expiatorio no tiene
ninguna gran oportunidad de defenderse. Esto, entonces, ya no es un rito: más bien, se ha
vaciado el rito de su contenido. Y de este modo se le convierte en una pretensión
imposible y en una acusación pública.
El lenguaje público, tal como a menudo se habla en los programas de entrevistas –
por supuesto, existen también excepciones en las que el moderador se esfuerza por
mantener una conversación auténtica– es la mayoría de las veces un lenguaje de
descalificación. Tal lenguaje no puede ennoblecer a los interlocutores. En tales
programas no surge una conversación. No se logra un modo de hablar que vincule
personalmente a unos con otros.
En los programas de entrevistas, lo que tiene lugar es más bien una charla sobre
otros o también una cháchara provocadora cuyo objetivo es sacar de sus casillas al
interlocutor y forzarle a hacer manifestaciones fuera de lugar. Muchas veces, este
lenguaje condena ya antes de que se haya estimado el asunto correctamente. Lo único
que hace es forzar al otro a justificarse. Pero no puede tener lugar una conversación en la
que uno escuche al otro y por su medio se adentre en su propia conciencia.
En los programas de entrevistas se oye con frecuencia una jerga que le pone a uno
al borde de un ataque de nervios. Ya antes de la entrevista, se instruye y motiva
convenientemente a los invitados: todo ha de resultar divertido. Con esto, ya de entrada
se pone de manifiesto que no se trata de un diálogo serio, que no se trata del esfuerzo de
hablar realmente sobre algo. Siempre tiene que haber unos cuantos chistes con los que
uno pueda reírse. De este modo se monta un chismorreo superficial que pasa por todo y
por nada, que es absolutamente irrelevante y se queda en pura vacuidad e insignificancia.
El chismorreo vacuo siempre se da a costa de otros. Se les ridiculiza. Si se
defienden, son unos aguafiestas. Ridiculizar a alguien es un abuso hiriente de poder,
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exactamente igual que transmitir sentimientos de culpa. Frente a ambas cosas, uno no se
puede defender.
De todos modos, también hay en la televisión moderadores que contactan realmente
con el entrevistado y quieren entablar una conversación no prefabricada: una
conversación que más bien se puede ir desarrollando porque ambos se escuchan
mutuamente. Esto es posible sobre todo en un diálogo entre dos, cara a cara. En
entrevistas hechas en grupo tengo con frecuencia la impresión de que muchos
participantes miden su importancia por la frecuencia con que toman la palabra y así
dominan la conversación.
En las crónicas de sociedad de las revistas, lo que importa las más de las veces, al
igual que en la televisión, es solo el sensacionalismo. Continuamente se está hablando de
otros. En los periódicos serios, los artículos sobre otras personas son las más de las veces
plenamente respetuosos. En ellos se intenta respetar al otro.
Sin embargo, esta clase de lenguaje que se muestra sensible para con el otro y se
abstiene de juzgar es más bien rara. Incluso en los periódicos serios se ejerce con
frecuencia una presión sobre los periodistas para que presenten sus temas de la manera
más incisiva posible. Lo que es solo equilibrado, evidentemente no interesa a nadie. Se
distorsiona la finalidad del lenguaje: el lenguaje sirve para aumentar la tirada de los
periódicos, no para exponer los hechos o para aclarar los sucesos del momento y sus
trasfondos. En este contexto encaja bien una descripción de Paul Celan: «Nada podría
ofenderle tanto como el abuso y la venalidad, aquellos cálculos dañinos y aquellos
peligrosos intentos de soborno a base de un lenguaje que alardea de saberlo todo y que
en realidad no dice nada» (Baumann 97).
En la atmósfera de charlatanería de nuestro tiempo, la instrucción de san Benito de
Nursia sobre la discreta guarda del silencio sería una buena medicina. Escribe san
Benito: «Por mor del discreto silencio debe uno renunciar a veces a buenas
conversaciones. Tanto más, en razón del castigo de los pecados, tenemos que
abstenernos de malas palabras. Por tanto, aun cuando se trate de conversaciones buenas,
santas, edificantes, solo raramente les sean permitidas a los discípulos perfectos, a causa
de la importancia de la guarda del silencio. Porque está escrito: con el mucho hablar, no
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escaparás al pecado...; y en otro lugar: vida y muerte están en poder de la lengua...»
(Regla 7, 2-5).
Tan pronto como empezamos a hablar de otros, nos asalta siempre el impulso de
juzgar y condenar, y este impulso se funde con nuestras palabras. Pero, con ello, muchas
veces provocamos desastres. Ofendemos a otras personas y solo conseguimos atacarles
los nervios a nuestros oyentes o lectores.
Quien hoy toma la palabra en público imprime su sello en la sociedad. Todo aquel
que pronuncia una conferencia y todo aquel que publica una colaboración en un
periódico o en una revista contribuye a marcar su impronta en el lenguaje de nuestro
mundo. Por eso importa manejar el lenguaje con cuidado y tratarlo con esmero. Con
nuestro lenguaje colaboramos en la construcción de la casa de nuestra sociedad.
Sabemos con qué frecuencia, sin darnos cuenta, se deslizan en nuestro lenguaje la
agresividad, la crítica y la provocación.
Tanto mayor es la responsabilidad de las personas que hablan en público:
responsabilidad para con el lenguaje y para con el pensamiento de nuestro tiempo. Hilde
Domin ha visto así, desde la poesía, lo que a primera vista solo tiene una pequeña
repercusión sobre nuestro mundo. En la poesía, el poeta se aparta del mundo de lo
funcional. Por eso los poemas, por insignificantes que parezcan, forman parte «de lo
mejor que tenemos. De lo que salva al ser humano en su humanidad, lo libera de los
ataques inesperados, independientemente de la forma de sociedad en la que tenga que
vivir» (Domin 295).
Dado que todo poema renueva el lenguaje, tiene un influjo sobre la sociedad. Pero
también todo el que abre su boca en público o el que toma la pluma debería ser
consciente de la responsabilidad no solo para con el lenguaje, sino también para con el
pensamiento y para con la idea de hombre que tiene la sociedad.
El lenguaje en público debería tener algo de la cualidad del lenguaje de Jesús, el
cual también habló en público. El lenguaje público no debe segregar.
Pero con frecuencia el lenguaje segrega: ante todo, por las condenas y las
descalificaciones, pero también por un lenguaje-gueto. Un lenguaje científico segrega
con frecuencia a los no científicos. Un lenguaje teológico puede convertirse en lenguaje-
78
gueto, que ya nadie entiende. El lenguaje público tiene el cometido de unir a las personas
unas con otras y reconciliarlas.
Muchas veces notamos –tan pronto como toma la palabra un político o un
economista– la ruptura interior del orador. Porque él está interiormente roto, su discurso
tiene un efecto de ruptura en la sociedad. De otros políticos se dice: «Hablan mucho sin
decir nada». Ese es un lenguaje puramente superficial. Se pierde en tópicos. Pero no
alumbra ningún horizonte; no desencadena dinamismo alguno.
Deberíamos ser conscientes de nuestra responsabilidad respecto de nuestro hablar.
No basta con hablar solamente con corrección. Decimos las cosas tal como nos parecen.
Por eso, antes que nada, nuestro hablar exige un trabajo espiritual: el trabajo de
reconciliarse uno consigo mismo, de purificar su corazón y con ello su lenguaje, para
luego poder hablar de tal manera que mis palabras respeten a los otros, los valoren, les
den ánimos, los reconcilien y les transmitan esperanza.
79
12.
Hablar y obrar
Hablar y obrar deberían ir a una. Sin embargo, ya Jesús echó en cara a los fariseos que
no hacían lo que decían. Jesús advierte a sus discípulos: «Lo que os digan, ponedlo por
obra, pero no los imitéis, porque dicen y no hacen» (Mt 23,3).
Esta discrepancia entre decir y hacer es conocida también en el espacio cultural
griego. Diógenes critica a los oradores que llenos de ardor dicen lo que es justo pero no
lo hacen (Grundmann 484).
Pero el Evangelio de Mateo no entiende primariamente la prevención contra los
fariseos, que obran de forma distinta de como hablan, como crítica de los círculos
farisaicos del judaísmo, sino como toque de atención a las comunidades cristianas: en
todo tiempo y en toda comunidad –también y particularmente en las comunidades
cristianas– existe el peligro de que hablemos de manera distinta de como obramos.
Deberíamos, pues, tomar en serio las palabras de Jesús para nuestro particular examen de
conciencia, en vez de hablar de otros.
El evangelista Mateo presenta a Jesús no solo como maestro, sino también como
alguien que sí hace lo que dice. Jesús cumple en su pasión lo que en el Sermón del
Monte exige de sus discípulos: hacer la voluntad de Dios y renunciar al poder. Por eso,
Jesús es un Maestro digno de crédito, alguien que anda el mismo camino que enseña a
otros.
Al final del Sermón del Monte, con una imagen Jesús exhorta encarecidamente a
sus discípulos a no solo escuchar sus palabras, sino también seguirlas: «Quien escucha
estas palabras mías y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que construyó
su casa sobre roca. Cayó la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron
sobre la casa; pero no se derrumbó porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7,24). Una
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vez, cuando los parientes de Jesús quieren hablar con él, remite a sus oyentes a su nueva
familia: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la
cumplen» (Lc 8,21).
Ambas cosas van juntas: oír y hacer, hablar y obrar. Hoy a muchos moralistas se les
echa en cara que «es más fácil predicar que dar trigo» [1] . Este refrán se refiere a
personas cuyos dichos no coinciden con sus hechos. A la larga, tales personas nos
resultan poco creíbles.
Naturalmente, todos corremos el peligro de que nuestras obras no siempre
coincidan plenamente con nuestro discurso. Por eso no deberíamos fanfarronear, sino
hablar con modestia. El peligro está en que los más grandes moralistas muchas veces no
hacen ellos mismos lo que exigen a los demás. El psicoanalista C. G. Jung opina que el
moralista tiene que hablar tan enérgicamente contra el mal porque teme el mal que hay
en su corazón; que tiene que defender la moral con tanto rigor porque percibe lo que hay
de inmoral en su propio corazón, pero no quiere admitirlo. Por eso nos sentimos
escépticos cuando alguien lanza palabras demasiado grandilocuentes. Entonces, está
siempre en peligro de caer en una contradicción entre sus dichos y sus hechos.
Nuestras obras no coincidirán nunca totalmente con nuestro discurso. Pero debería
quedar bien claro que lo que decimos intentamos también vivirlo. Lo que predicamos a
otros nos lo decimos siempre y en primer lugar a nosotros mismos. Si los oyentes ven
que nos esforzamos por hacer concordar nuestro decir y nuestro hacer, nos percibirán
como auténticos. No es auténtico el hombre perfecto, sino el que honestamente intenta
hacer coincidir sus hechos con sus dichos.
Pero decir y hacer tienen otra correlación más. Ambos radican en el pensamiento.
Primero pensamos mal de los otros, luego hablamos despectivamente de ellos y
finalmente sigue una conducta agresiva o hiriente.
El modo en que hablamos de otras personas no queda oculto. Se refleja en nuestro
porte. Aun cuando exteriormente no hagamos al otro ningún daño, él percibe en nuestro
talante qué hemos dicho de él y cómo. El discurso repercute inmediatamente en nuestra
actitud y luego también en nuestra conducta.
Cuando hablo con representantes de empresas, me fijo siempre con mucha atención
en el modo en que hablan de otras marcas. Y cuando estoy en comunidades religiosas,
81
percibo el espíritu que domina en ellas por, entre otras cosas, el modo como hablan de
otras comunidades. Si hablan mal de todas las demás comunidades, eso es siempre señal
de que ellas mismas reprimen sus debilidades y sus zonas de sombra y las proyectan
sobre otros. Su discurso marca también su conducta: primero, el comportamiento
respecto de los otros, pero también la conducta dentro de la propia comunidad.
Esta conexión podemos observarla también en el ámbito político. En el Tercer
Reich se atacó primero verbalmente a los judíos y se les calificó de raza inferior. El
lenguaje agresivo llevó después a la bárbara brutalidad ejercida contra los judíos.
Con nuestro lenguaje influimos en nuestro propio obrar y en el hacer de los otros.
Por eso somos responsables de nuestro lenguaje. No podemos escabullirnos: «eran solo
palabras, no hemos hecho nada malo...». Las palabras sí hacen algo malo. Siembran la
semilla del mal, que luego brota en malas acciones. Primero viene el pensar, después el
decir y luego la acción. Estos tres ámbitos no se pueden separar uno de otro.
[1] El refrán alemán que cita el autor dice, literalmente, que «predican agua y beben vino» [N. del T.].
82
13.
Lenguaje y protesta
Cuando decimos protesta, creemos que siempre está dirigida contra alguien. Pero la
palabra significa propiamente «presentarse públicamente como testigo», «afirmar algo
públicamente». En la palabra protesta están el verbo testari, que quiere decir «ser
testigo», «atestiguar», y el prefijo pro-, que puede significar tanto «ante, delante de»
como «por/a favor de».
Doy testimonio ante otros y anuncio algo a favor de otros. No presento pruebas
contra alguien, sino a favor de alguien y de algo. Muchos poetas y escritores entienden
sus poemas y sus novelas como protesta contra la opinión predominante. Pero en la
protesta auténtica nunca está la intención de hablar contra alguien, sino que se trata del
compromiso a favor de alguien o de una buena causa. Mi poema o mi artículo se
convierten en protesta por cuanto esa poesía o ese artículo –contra el punto de vista
ampliamente extendido– atestiguan una manera distinta de pensar o de hablar. La
verdadera protesta no acusa de algo, sino que atestigua algo. Pero lo hace
conscientemente en confrontación con otras opiniones y palabras.
La protesta tiene la misión de poner en cuestión formas de hablar y de pensar que se
han infiltrado en la cabeza de la gente. Los profetas del Antiguo Testamento, frente a los
vítores de quienes siguen ciegamente a los reyes, pretenden llamar la atención sobre la
situación política y religiosa del país: no todo está tan bien como cree la gente que trae
sus ofrendas al templo. De este modo, la protesta se puede convertir también en
acusación que busca sacudir a la gente.
El profeta Amós tiene que hablar abiertamente un lenguaje crudo para que lo
escuchen. Porque la gente se arrulla muchas veces en sus ilusiones. No quiere ver la
realidad como es. Por eso Amós acusa a los ricos: «Contemplad el tráfago en medio de
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ella [Samaría], las opresiones en su recinto. No sabían obrar rectamente –oráculo del
Señor–, atesoraban violencias y crímenes en sus palacios. Por eso, así dice el Señor: El
enemigo asedia el país, derriba tu fortaleza, saquea tus palacios» (Am 3,9-11).
Mi tío, P. Sturmius, que como yo fue monje en Münsterschwarzach, estaba muy
sensibilizado con un lenguaje que se había acomodado en exceso al espíritu del tiempo.
También él entendía siempre sus sermones y sus libros como protesta, si bien nunca
atacó en ellos a nadie. Pero se puso en guardia contra tendencias que, según él, no
sintonizaban con el espíritu de Jesús. Así, incluso en círculos monacales, tras la Segunda
Guerra Mundial, tenía vigencia el eslogan «La compasión es debilidad». Los monjes que
hablaban así no caían en absoluto en la cuenta de que con ello habían interiorizado el
punto de vista del Tercer Reich. Entonces mi tío pronunció un sermón sobre el tema
«Compasión». No atacó a nadie. Pero en su sermón formuló una protesta contra una
forma de hablar que se había introducido inconscientemente en muchos de sus
compañeros monjes. Al parecer, el sermón causó tal impresión que en adelante ya nadie
en el convento volvió a pronunciar ese eslogan. La protesta provocó un cambio de
mentalidad.
Muchos poetas han entendido sus poemas como protesta; así también Bertolt
Brecht. No habla para halagar a los lectores. Levanta su voz a favor de los privados de
sus derechos y de personas que sufren a causa del sistema. Entre los cantautores hay
canciones-protesta. Estas no acusan a personas concretas, sino a una actitud que impera
en la sociedad.
El lenguaje tiene siempre carácter de protesta. Se presenta como testigo en favor de
una manera de pensar que quiere imponerse contra otra que no beneficia a la gente. Así
es como lo entendió también san Pablo. Continuamente echaba mano de formas de decir
y de pensar de sus lectores y mediante otro lenguaje protestaba contra ellas. Así,
reprocha a los corintios: «Aún os guía el instinto» (1 Cor 3,3). Les echa en cara su modo
de hablar: «Cuando uno dice: Yo estoy por Pablo, y otro: Yo por Apolo, ¿no os quedáis
en simples hombres?» (ibid. 3,4). Y a continuación fundamenta una manera de ver
distinta: no se trata de los predicadores sino de Cristo, que es el predicado. O toma
eslóganes que corrían entre los corintios y dejaban su impronta en su modo de pensar y
de comportarse. Y entonces da la vuelta al eslogan: «Todo está permitido, decís; pero no
todo conviene» (ibid. 10,23).
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Todo está permitido: este era el modo de pensar de la gnosis, que se había
aclimatado en Corinto. En ella ya no existen normas. Sin embargo, Pablo muestra a los
corintios que se trata de otra cosa: mi conducta y mi discurso debe ser útil a los demás y
edificar a la comunidad y a los individuos. Pablo no condena a los corintios. Mediante su
lenguaje-protesta solo orienta su pensar, decir y obrar en otra dirección. Esta es la
esencia de la protesta: a la vista de formas de pensar y decir, habla un lenguaje que se
ajusta a la esencia del ser humano.
85
14.
Algunas reglas de la comunicación
Sobre las condiciones de éxito de una conversación son ya muchas las personas que han
reflexionado. En nuestro encuentro preparatorio de este libro, muchas aportaciones
giraron en torno a la pregunta de cuál es el secreto de una buena conversación y cómo
puede llegar a buen fin una conversación.
En la conversación, las personas se acercan entre sí por medio del lenguaje. Llegan
a conocerse mutuamente. Pero, al mismo tiempo, reconocen que el lenguaje es solo un
medio imperfecto de expresarse y de decir al otro lo que llevan en el corazón. Las
personas hablan porque tienen una necesidad: la necesidad de cercanía, de ser
comprendidas, de comunión. Me gustaría que me tuvieran en cuenta, que no
prescindieran de mí. Quisiera pertenecer al grupo, ser oído y oír a los otros, de modo que
pudiera surgir así un sentimiento de pertenencia.
Al expresar en el lenguaje las necesidades, estas se modifican. Muchas veces siento
la necesidad de contar en la conversación mis experiencias. Al contar a otros mi propia
vida, se me hace a mí más clara. Contar es aclarar la propia situación. Y al mismo
tiempo, mediante mi narración los oyentes se introducen en mi historia. El contar lleva
también a que el otro se reencuentre a sí mismo en mis palabras, a que por mi exposición
se entienda mejor a sí mismo.
El filósofo y teórico de los medios Vilém Flusser opina en una ocasión que el
diálogo es rebelión contra la muerte y protesta contra lo que se desmorona (cf. Flusser
10). El diálogo quisiera cohesionar a las personas. A mí me es dado ser yo mismo, y al
otro, ser él mismo; pero al mismo tiempo desearíamos estar presentes el uno al otro.
Wilhelm von Humboldt opina: «Todo hablar se basa en el diálogo». El lenguaje incluye
siempre a un otro e intenta relacionarse con él y corresponderle.
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El diálogo aspira al encuentro entre personas. Si resulta bien, nadie es
instrumentalizado ni utilizado abusivamente como medio. En el diálogo me dirijo al otro
por razón de él mismo. En el diálogo no solo intento entender al otro, sino que quisiera
unirme a él para lo que nos es común y para lo que es personal: lo que «nos atañe
absolutamente» (Paul Tillich). De este modo, en todo diálogo auténtico está presente
Dios como Aquel que nos atañe incondicionalmente.
Friedemann Schulz von Thun ha descrito de modo bien impresionante en su famoso
«modelo de cuatro lados» cómo puede tener buen resultado un diálogo y qué puede
entorpecerlo. Para la descripción de este modelo me baso en las notas que el experto en
comunicación Ralph Wüst me facilitó en nuestro encuentro preparatorio de este libro.
Schulz von Thun opina que, en la comunicación de una persona con otra, las
noticias se pueden contemplar desde cuatro lados distintos y pueden interpretarse bajo
cuatro supuestos diferentes:
El primer aspecto se refiere a la relación con la cosa: se comunica el asunto
descrito, el contenido objetivo de la cosa.
El segundo aspecto considera la relación con el que habla: se refiere a la
automanifestación del que habla. Este da a conocer algo de sí mismo.
El tercer aspecto va referido a la relación mutua: en la clase de mensaje se
manifiesta algo sobre la relación del uno con el otro. Está claro lo que pienso de ti y cuál
es nuestra situación mutua.
El cuarto aspecto se refiere al efecto pretendido: mis palabras contienen una
apelación al otro. Quisiera mover al otro a hacer algo.
Los trastornos y los conflictos surgen cuando el que habla y el que escucha
interpretan y valoran de manera diferente los cuatro niveles. Esto lleva a malentendidos
y conflictos. Un ejemplo conocido, pero que sigue siendo impresionante, lo describe
Schulz von Thun en su libro Miteinander reden. Una pareja va sentada en el coche, la
mujer al volante. Se detienen ante un semáforo. El varón dice a la mujer: «El semáforo
está en verde». La mujer contesta: «¿Conduces tú o conduzco yo?» (cf. Schulz von Thun
1, 25s).
87
En esta situación, la intervención del varón, además de en su nivel objetivo, se
puede entender en relación con las otras tres dimensiones, de la siguiente manera: como
incitación a arrancar (nivel de apelación), como intención del copiloto de ayudar a la
mujer que va al volante o también como demostración de la superioridad del copiloto
sobre la mujer (nivel de relación) o bien como manifestación de que el copiloto tiene
prisa y está impaciente (automanifestación).
Evidentemente, la mujer ha interpretado el mensaje de su marido como
menosprecio o como tutela. Por eso reacciona con despecho, dispuesta a atizar el fuego
de una discusión de principio: ¿quién conduce ahora: él o ella? Y en su expresión hay
también una apelación, una llamada: si conduzco yo, déjame conducir como mejor me
plazca; no te inmiscuyas en mi manera de conducir.
Schulz von Thun puede describir este modelo de cuatro lados también como
«modelo de cuatro oídos». Con esta expresión piensa que todo oyente debe oír el
mensaje del otro siempre con equilibrio entre el «oído para el objeto», el «oído para la
relación», el «oído para la automanifestación» y el «oído para la apelación». Sin
embargo, esto raras veces sucede. Muchas personas solo oyen con el oído para la
apelación. Por ejemplo, la pregunta del marido «¿Queda todavía cerveza?» no la oye la
mujer con el oído para el objeto. Entonces le podría dar la información correcta. Pero
tampoco la oye con el oído para la automanifestación. En ese caso preguntaría:
«¿Todavía tienes sed?». Más bien es frecuente que la oiga con el oído para la apelación y
tal vez también con el oído para la relación. En la pregunta oye enseguida el reproche de
que se ha preocupado poco por la cerveza. A la inversa, puede también suceder que el
que habla –inconsciente o, muchas veces, también conscientemente– combine y mezcle
en su comunicación los diferentes niveles de las noticias.
Con qué oídos oímos depende también de la historia de nuestra vida. Cuando las
personas, en su niñez, en cada comunicación de los padres han oído solo una exigencia o
un reproche, de mayores oyen sobre todo con el oído para la apelación. Y en todas las
preguntas del otro se sienten puestos en tela de juicio.
Un hombre llega a casa por la tarde y pregunta a su mujer: «¿Cómo estás? ¿Qué has
hecho hoy?». En esta pregunta el marido pone todo su interés por su mujer y quiere
simplemente saber cómo ha pasado el día y cómo le han ido las cosas. La pregunta es
88
una invitación a contar y a entrar en comunicación. Sin embargo, la mujer entiende
inmediatamente la pregunta como control. Se siente controlada por su marido porque esa
pregunta la tuvo siempre en sus oídos como pregunta de control por parte de su padre.
Pero lo que le importa a Friedmann Schulz von Thun en el diálogo no es solo
escuchar con exactitud en el nivel en que está emitido el mensaje del otro. Expone
también que tenemos dentro de nosotros mismos diversas voces (cf. Schulz von Thun 3,
21s). En primer lugar, llevamos dentro al moralista, el que continuamente está
blandiendo normas. Luego al altruista, el que quiere siempre ayudar al prójimo. Después
tenemos dentro la mala conciencia, que pone en duda la rectitud de nuestra intención. O
también al consciente de su responsabilidad, que pretende asumir la responsabilidad de
todo. Y con demasiada frecuencia, nuestra conversación se ve perturbada porque
nosotros mismos no sabemos con exactitud qué voz o qué persona interior es la que está
hablando verdaderamente en ese momento.
Schulz von Thun opina: antes de entablar una conversación con otro, lo primero que
tendríamos que hacer es organizar una conferencia para discutir conjuntamente las
diversas voces que hay en nosotros. Cada voz de las que llevamos dentro tiene una
determinada justificación, pero con frecuencia se contradicen entre sí. Y entonces fracasa
la conversación. Porque el otro se siente irritado. No sabe exactamente quién es el que
está hablando con él. Por eso se necesita antes una clarificación interior: con qué voz
queremos hablar. Entonces podrá resultar bien la conversación. Porque con frecuencia
habla el moralista que llevamos dentro y provoca rechazo en el otro. Luego empieza a
hablar el indulgente y comprensivo. Eso le irrita todavía más. Y si, encima, comienza
después a hablar el altruista ayudador, el otro no entiende nada de nada…
Cuando pronuncio una conferencia ante directivos de empresa, oigo muchas veces
esta alabanza: «Su conferencia me ha impactado profundamente. Ha hablado con tanta
autenticidad… Esta experiencia no la he tenido en todas las conferencias». No pretendo
ponerme a mí mismo como modelo con esta alabanza ajena. Pero en estas palabras oigo
también la necesidad de hablar con autenticidad.
Para mí es importante que lo que se dice salga del corazón. Y se tiene que hablar en
relación con los oyentes. Por eso siempre tomo contacto visual con ellos. Miro a las
89
personas y en sus reacciones percibo cómo puedo hablar de manera que mi charla no se
convierta en un simple monólogo, sino que llegue a ser un diálogo.
Muchos conferenciantes no hacen más que leer su texto. Sin embargo, la palabra
escrita es algo distinto de la palabra hablada. La palabra hablada necesita siempre la
relación con el oyente. Cuando miro al oyente, noto lo que puedo decir y cómo puedo
hacerle compartir mis ideas. Las frases escritas son con frecuencia demasiado largas para
ser escuchadas. Y muchas veces su lenguaje es demasiado complicado.
Una y otra vez tengo que habérmelas también con traductores. Se quejan con
frecuencia de las frases largas y demasiado complicadas con las que tienen que
enfrentarse. Muchos profesores creen que sus ideas solo las pueden transmitir en
períodos de largo aliento.
Sin embargo, mi experiencia es esta: cuando he entendido una cosa, puedo
expresarla con facilidad. Tras frases complicadas se oculta muchas veces un alma
complicada o la necesidad de causar impresión mediante frases retorcidas. Naturalmente,
el lenguaje no puede ser banal. Pero el arte estaría en entender las cosas y exponerlas en
un lenguaje que fuera inteligible.
Pero no solo los profesores tienen su propio lenguaje, un lenguaje que a veces solo
está en la cabeza y no sale del corazón. El experto en comunicación –que también da
clases– me contaba, en el encuentro citado al comienzo, que muchos estudiantes, en sus
conferencias pronunciadas ante compañeros de profesión, renegaban de su propio
lenguaje. Copiaban el lenguaje de los profesores. Pensaban que tenían que acomodarse al
lenguaje de ellos. Sin embargo, sus trabajos académicos resultaban desvaídos. Cuando
de nuevo están solos entre sus compañeros universitarios, hablan de manera
completamente diferente. Entonces pueden también exponer los temas de modo mucho
más claro.
Un universitario, en nuestra ronda de intervenciones del comienzo, opinaba que
muchos estudiantes, por miedo al futuro, se amoldan en sus disertaciones públicas a las
expectativas implícitas o explícitas de sus oyentes. Tienen miedo a ser auténticos y
escapar a las expectativas a las que se sienten expuestos.
Muchas veces somos acomodaticios en nuestro lenguaje: los estudiantes se
acomodan al lenguaje de los profesores; los deportistas que son entrevistados, al
90
lenguaje de los periodistas; los directivos de empresa, al lenguaje económico-financiero.
Pero, entonces, a esas personas no las percibimos como auténticas. Su lenguaje no nos
llega. A través de su lenguaje no oímos al ser humano. Oímos, a lo sumo, el miedo a
revelar algo propio.
Las personas se acomodan al lenguaje que creen que es el esperado por el gran
público. Pero de ese modo su propio lenguaje queda falseado. Ya no sale del corazón,
sino únicamente de un cálculo para mostrarse, según la situación o el temperamento, lo
más discreto o lo más extravagante posible.
Una vez estuve retenido en un atasco durante cuatro horas y tuve que pronunciar
por teléfono una conferencia ante cinco mil maestros, en números redondos. Eso me
resultó muy penoso. Cuando no tengo contacto visual alguno con los oyentes, no me
fluyen las palabras. Puedo, por supuesto, decir lo que pienso. Pero falta la relación
personal. En el curso de la conferencia, sencillamente me imaginé a los oyentes.
Entonces la cosa fue algo mejor.
Hablar es siempre un proceso dialogal, nunca solo un monólogo, incluso cuando el
conferenciante pronuncia la conferencia solo. Siempre habla a personas concretas. Y el
arte de la conferencia consiste en afectar a las personas que están sentadas delante de mí
y llegar a su corazón.
Como en mi conferencia a la multitud de maestros no podía ver ante mí a las
personas, me vino a la mente lo que el filósofo Ferdinand Ebner repetía una y otra vez
sobre la dimensión dialogal del lenguaje.
Decía: «Todo intento de ahondar en el lenguaje desde la perspectiva de su
importancia espiritual, debe partir de un hecho: que la palabra se desarrolla entre la
primera y la segunda persona» (Ebner 29).
Sin lenguaje no hay personalidad alguna, y sin relación entre el yo y el tú no habría
ningún lenguaje. En el lenguaje se expresa el yo frente al tú. Esto es para mí importante
no solo al dar una conferencia, sino también al escribir. También en este caso tengo
siempre ante los ojos a personas concretas a las que intento entender cuando las describo
y cuando con mis palabras quiero darles una respuesta. El escrito es en último término la
respuesta elaborada que, de manera para mí insuficiente, he dado en el diálogo personal.
91
15.
Hablar y callar
Los monjes primitivos consideraban el silencio como su más importante camino
espiritual. Pero precisamente a estos monjes, expertos en silencio, venían muchas
personas de Roma y de todas las comarcas del Imperio romano de entonces para oír unas
palabras. Y con mucha frecuencia los monjes les negaban sus palabras; sobre todo,
cuando notaban que tales personas venían solo por curiosidad.
Al abad Teodoro le llega una vez un hermano buscando oír de él unas palabras. Sin
embargo, el abad guarda silencio durante tres días. Cuando sus discípulos se lo
reprochan, les responde: «Es verdad, no he querido hablarle. Es un presuntuoso que
quiere darse tono con palabras ajenas» (Instrucción de los Padres, 270). La condición
para que los monjes diesen unas palabras suyas era la disposición del oyente a cumplirla.
Así, el abad Filikas dice a personas que querían escuchar de él unas palabras: «Ya no
hay palabras. Antes, cuando los hermanos preguntaban a los mayores y hacían lo que
estos les decían, Dios les inspiraba lo que debían decir. Pero hoy día, que ciertamente se
pregunta pero no se hace lo que se oye, Dios ha retirado a los mayores el don de la
palabra y no encuentran lo que tienen que decir porque no hay nadie que lo ponga en
práctica» (ibid. 231).
Un motivo por el que los hermanos niegan las palabras reside en Dios mismo. Dios
mismo no inspira a los padres ninguna palabra cuando a ellos vienen solo personas que
no están dispuestas a seguir lo que les dicen. La palabra por la palabra no tiene valor
para los monjes. Para ellos, una palabra solo tiene importancia cuando también se pone
en práctica. Los monjes toman a pecho la palabra de Jesús: «Quien escucha estas
palabras mías y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que edificó su casa
sobre roca» (Mt 7,24).
92
El que no está dispuesto a seguir las palabras que oye es para los monjes un
presuntuoso. Ese tal pretende fanfarronear con las palabras que ha oído a los monjes.
Pero no está dispuesto a seguirlas.
Los monjes han callado. Sus palabras habían nacido del silencio. Y Dios se las
regalaba. Los monjes no utilizaron el silencio para poder después hablar mejor. Querían
encontrar a Dios en el silencio. Pero en ese camino hacia Dios se apoyaron unos a otros.
Y para eso emplearon la palabra. La palabra les fue regalada de arriba. No la habían
obtenido ellos mismos por reflexión. Pero, precisamente porque sus palabras venían del
silencio y de Dios, tenían un peso especial.
Hay personas que necesitan estar hablando continuamente. No pueden aguantar ni
un momento de silencio. Su hablar se convierte realmente en charlatanería. Solo sirve
para acallar el silencio y evitar la quietud.
Quien tiene algo que decir, tiene que acudir al silencio. En el silencio puede juzgar
qué palabras merecen ser dichas y cuáles más bien no deberían pronunciarse. En el
silencio sopesa las palabras. No habla sin ton ni son, sino que dice palabras que tienen un
sentido, que le levantan a uno, que muestran un camino, que dan expresión al misterio.
Pero el callar y el decir tienen otro significado más. Muchas veces callamos porque
no tenemos nada que decir y porque no se nos ocurre ninguna palabra que tenga
importancia. Precisamente personas que tienen que hablar mucho –directores
espirituales, terapeutas, políticos, médicos– sienten que en algunos momentos no saben
qué deben decir. Muchos esquivan como pueden este silencio interior. Están bajo la
presión de tener que decir algo a pesar de todo. Los medios exigen de los políticos que
den inmediatamente una opinión sobre este o aquel problema. El político no tiene tiempo
alguno para reflexionar sobre lo que podría decir con más sentido. Los predicadores
tienen la experiencia de que en algún momento les faltan las palabras para dar a la fe una
expresión como corresponde a su naturaleza. Pero en ese momento las palabras se
vuelven con frecuencia vacías.
En la conversación con un paciente, a un terapeuta no se le ocurre nada que le
pueda decir respecto de su dolencia. Muchos se refugian entonces en teorías psicológicas
para hurtar el bulto a su falta de palabra. Sin embargo, tanto al acompañante espiritual y
al terapeuta como al político les vendría bien optar por el silencio, soportar por una vez
93
que no tienen –o todavía no tienen– nada que decir sobre este o aquel tema. Eso sería
más honesto. Eso nos protegería de la mucha verborrea y de los muchos tópicos que
están banalizando cada vez más nuestro lenguaje.
Sería bueno soportar el silencio y esperar hasta que del silencio nacieran nuevas
palabras. Más de un escritor necesita tales tiempos de silencio para que, por su medio,
puedan fluir nuevas ideas hacia la sociedad. Hugo von Hofmannsthal lo confirma: «Una
persona tendrá un lenguaje tanto más vigoroso cuanto más profunda sea la soledad de la
que sale en un momento dado» (citado en Baumann 104). Con esta idea se puede aclarar
también el poderío expresivo de Paul Celan, quien con frecuencia se retiraba a la soledad
y a la quietud para que en él nacieran nuevas palabras.
Las palabras que nacen del silencio nunca son moralizantes. Pero pueden, sin duda
alguna, reanimar a las personas, de la misma manera que Jesús reanimó con frecuencia a
hombres y mujeres. Les quitó, por decirlo así, las vendas que tenían ante los ojos para
que los abriesen y viesen a las personas y la realidad de sus vidas tal como en realidad
son.
Jesús no habló moralizando. Sus palabras eran retos, pero siempre despertaban vida.
El moralizar siempre crea en los oyentes una mala conciencia. Y crear mala conciencia
es una forma sutil de abuso de poder. Porque nadie puede protegerse por completo
contra la mala conciencia. Todo el mundo lleva en sí la sospecha de que en su interior no
todo es recto. Pero con una mala conciencia no transformo a las personas. Una mala
conciencia genera modorra. Y la modorra raras veces ha contribuido a la transformación
de una persona.
Muchas veces la mala conciencia nos roba la energía para cambiar algo dentro de
nosotros. Los sermones moralizantes tienen con frecuencia algo de amenazador y de
sabihondo. Quien predica así, se sitúa por encima de los demás. Se comporta como si
cumpliese todo lo que exige a los otros. Pero a tales moralistas se les puede aplicar el
juicio de Jesús sobre los fariseos: «Dicen y no hacen; lían fardos pesados y se los cargan
en la espalda a la gente, mientras ellos se niegan a moverlos con el dedo» (Mt 23,3-4).
En griego se usa aquí la palabra légousin, que significa «disertan», «argumentan».
Los argumentos de los fariseos están dirigidos a los demás. Pero ellos mismos se
mantienen lejos de sus propias argumentaciones. Y no hacen nada para interpretar la Ley
94
de tal manera que no se convierta en una carga innecesaria para las personas. Su lenguaje
moralizador busca más bien ejercer el poder y oprimir a las personas para ponerse por
encima de ellas. Ahora bien, esto no es un lenguaje dialogal ni un lenguaje que procede
del silencio.
Lo que hace la palabra que viene del silencio nos lo muestra de modo impresionante
el primer relato de la creación en la Biblia. Al principio de la creación había silencio.
Este silencio carecía de estructura. Todo era un caos informe (cf. Gn 1,1). En ese silencio
pronunció Dios la palabra: «Que exista la luz». La palabra configura el silencio informe
y le da estructura. Y la palabra trae luz al interior del mundo.
Hay palabras-raíz que no perturban el silencio, sino que acentúan su mensaje. Y hay
palabras que provienen del silencio y lo hacen audible. La palabra que estalla desde el
silencio nos conduce al silencio. No interrumpe el silencio, sino que lo hace más
profundo.
Hay personas cuyos discursos no interrumpen el silencio. Sin embargo, también hay
otras que hacia fuera no dicen gran cosa, pero en las que se palpa la inquietud interior. El
que habla desde el silencio sopesa sus palabras. No emplea palabras para huir del
silencio. Dice palabras cuando el Espíritu de Dios le fuerza a ello. De lo contrario, calla.
No está bajo la presión de tener que decir algo.
Cuando organizo seminarios sobre el silencio, frecuentemente los participantes
perciben como un servicio gratificante el poder guardar silencio durante la comida.
Entonces se dan cuenta de cómo muchas veces, en otros momentos, solo hablan porque
hay que decir algo. Hablan con frecuencia para romper la atmósfera embarazosa del
silencio. Pero cuando todos juntos guardan silencio, se crea una profunda unión interior.
Cuando los participantes, al final del curso, vuelven a charlar otra vez entre sí, se sienten
más unidos en las pocas palabras que si hubieran estado hablando todo el tiempo unos
con otros.
En el introito –canto de entrada– del primer domingo del tiempo de Navidad, la
liturgia medita las palabras del Libro de la Sabiduría y las refiere a la humanización de
Dios en Jesucristo: «Un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera,
tu palabra todopoderosa se abalanzó desde el trono real de los cielos» (Sab 18,14). La
Palabra que en Jesús toma carne viene del profundo silencio de Dios.
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El místico Juan de la Cruz interpreta estas palabras de la siguiente manera: la
Palabra que Dios dice desde siempre en el silencio eterno tiene que ser también oída por
los humanos en el silencio. Se precisa la quietud para percibir esta Palabra de Dios en lo
profundo del corazón. Pero entonces es además una palabra que alimenta. Entonces se
cumplen las palabras que Jesús dice en la tentación de Satanás, citando el Deuteronomio:
«Está escrito: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de
Dios» (Mt 4,4).
Hoy ansiamos palabras que nos alimenten, palabras de las que podamos vivir. Con
frecuencia conocemos palabras tales que nos tocan el fondo del alma y que luego nos
acompañan a través de varias miserias. Son verdaderamente un alimento para nuestro
espíritu.
96
16.
Lenguaje y poder
La ciencia de las religiones conoce el poder de la palabra. En época primitiva, cuando
aún no se decían tantas palabras, se atribuía siempre a la palabra un poder efectivo. La
palabra hace lo que dice. Esto se muestra, por ejemplo, en la palabra creadora de Dios.
La Palabra de Dios crea la realidad.
Para nosotros esto significa: con nuestras palabras, creamos igualmente una
realidad. Toda novela crea una realidad propia. Pero también en cada conversación
creamos con nuestras palabras una realidad. Marcamos una atmósfera. Con nuestras
palabras creamos un clima determinado.
Muchas veces notamos esto en el espacio. Cuando entramos en un recinto en el que
se está desarrollando una conversación agradable, nos sentimos a gusto allí. Pero el
efecto sobre el espacio se mantiene todavía después de la conversación. Cuando
entramos en un sitio en el que se ha discutido mucho, nos sentimos a disgusto allí.
El lenguaje imprime su sello en los espacios en los que vivimos y trabajamos. Un
lenguaje conciliador crea una atmósfera de paz y de perdón. Un lenguaje que se habla
sobre el trasfondo de una dura represión divide y crea incluso en los espacios un clima
negativo. Efectivamente, hay incluso investigaciones según las cuales las palabras de
bendición –buenas palabras– que se pronuncian sobre el agua modifican la estructura del
agua. Antiguamente, los curanderos orantes decían su conjuro sobre las heridas y
esperaban de todo ello la curación. Hay experimentos que muestran que las palabras
pueden ejercer influjo incluso sobre las plantas.
La ciencia de las religiones distingue entre palabras de bendición y palabras de
maldición, entre juramento y conjuro. Y conoce encantamientos y palabras mágicas.
Cuando en el Antiguo Testamento Isaac bendice a su hijo Jacob, esas palabras realizan
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lo que dicen. Después Isaac ya no puede decir las mismas palabras a su primogénito
Esaú, a quien le habrían correspondido propiamente. Hay palabras que no se pueden
revocar.
Las palabras de bendición realizan lo que prometen. Pero también las palabras de
maldición tienen sus efectos. Hoy ya apenas hablamos de que, por ejemplo, un padre
maldice a su hija porque anda por unos caminos distintos de los que él había imaginado.
Antiguamente se atribuía a la maldición y a la imprecación un efecto mágico. Las
maldiciones las entendemos hoy como palabras ofensivas y de repulsa. Le deseamos al
otro desgracia e infelicidad.
Sabemos por la psicología qué efecto tan fuerte producen tales palabras en el alma
de la persona. Hoy ya no creemos en el efecto mágico de las maldiciones. Pero el efecto
psicológico de tales palabras lo reconocemos en numerosas terapias. Allí, las personas
que han oído esas negatividades tienen que sacudirse el poder de tales palabras. Por eso,
reciben la tarea de –en vez de concentrarse en las maldiciones– anotar palabras positivas
que hayan escuchado de sus padres o de sus maestros y educadores. Luego esas personas
tienen que hacer que las bendiciones penetren profundamente en el corazón para así
desterrar del espíritu a las maldiciones o, al menos, anular su poder.
En las convivencias mando a los participantes que anoten qué palabras de buenos
deseos y qué maldiciones han oído en su infancia. En muchos predominan palabras
positivas como «eres un ángel», «qué bien que estés tú», «eres un sol para la familia».
Otros recuerdan sobre todo palabras como «eres un hijo no deseado», «eres una carga
para la familia», «eres imposible», «eres malo», «no puedes ser hijo nuestro, pareces hijo
de otros». Más aún, una señora me dijo que su padre la había llamado «hija de Satanás».
Tales imprecaciones se clavan profundamente en el corazón. Y con frecuencia se
necesita mucho tiempo para anularlas. Para esto, uno puede recordar las bendiciones de
Dios: «Tú eres mi hijo querido. Tú eres mi hija querida. En ti tengo mis complacencias».
Pero para que esta palabra disuelva una maldición, tiene que penetrar profundamente en
el subconsciente para allí, en lo profundo, derrocar las palabras de maldición y actuar en
nosotros como palabras de bendición.
La palabra alemana beschwören tiene dos significados: uno, «afirmar bajo
juramento»; el otro, «dominar mediante conjuros». El que afirma algo bajo juramento se
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ata a su palabra. Ya no puede revocarla. De lo contrario, cometería perjurio.
Lanzar un conjuro era antiguamente un modo de conseguir poder sobre algo. Se
creía que los conjuros realizan lo que dicen. Aquí se habla de magia: las palabras tienen
un efecto mágico. Crean lo que expresan. De ahí que con frecuencia las personas sientan
miedo ante tales palabras.
El evangelista Marcos nos cuenta que, en la primera intervención de Jesús en
Cafarnaún, estaba sentado un hombre al que poseía un espíritu inmundo. Ese espíritu
inmundo quiere conseguir poder también sobre Jesús, al llamarle por su nombre: «Sé
quién eres tú: el Santo de Dios» (Mc 1,24). El poder mediante el nombre nos es bien
conocido de los cuentos o sagas, por ejemplo el de El enano saltarín [en alemán,
Rumpelstilzchen]. Jesús predica con plena autoridad. El espíritu inmundo no tiene poder
alguno sobre el hombre. Y Jesús le manda: «¡Calla y sal de él!» (Mc 1,25). Con su
palabra desarma Jesús la palabra mágica del demonio.
Si volvemos a nuestro tiempo, percibimos el poder del lenguaje en otros ámbitos.
Los políticos y periodistas pueden ejercer poder mediante el lenguaje. Deciden la
regulación del lenguaje sobre determinados temas. Cuando se impone tal regulación del
lenguaje, apenas si es posible usar otros argumentos y hablar de manera diferente sobre
los datos objetivos. Con frecuencia, este modo de hablar tiene un efecto demagógico.
Cuando Paul Kirchhoff fue candidato por la CDU y presentó en el año 2001 con un
grupo de trabajo un nuevo sistema fiscal, Gerhardt Schröder se lo liquidó de un plumazo
con su declaración pública «¡Ahí tienen a ese profesor de Heidelberg!». Esto fue tan
despectivo que Kirchhoff, a pesar de sus inteligentes propuestas, ya no tuvo ninguna
posibilidad. En acontecimientos como este se nota cómo las palabras demagógicas
pueden desacreditar y burlar todos los argumentos.
Las palabras que ridiculizan tienen un poder contra el que apenas pueden protegerse
aquellos a los que se deja en ridículo. Pero tales palabras dominan el clima. Y de tales
palabras depende quién llega finalmente al Gobierno del estado. Muchas veces son los
tópicos los que impiden un pensamiento objetivo.
En el debate sobre una educación infantil adecuada, los psicólogos que resaltan la
presencia materna en los primeros años del niño no tienen ninguna posibilidad de
hacerse oír. Enseguida se les ridiculiza con los tres tópicos: «niños, cocina, iglesia» [1] , y
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se les relega a un rincón archiconservador. En estos casos se ve el poder que tienen las
palabras y cómo muchas veces impiden un diálogo objetivo.
Adolf Hitler, con su lenguaje demagógico, embaucó a todo un pueblo. Las palabras
que en aquella época sonaban en todas las radios marcaron el talante del pueblo. A base
de tabúes rompieron y crearon, incluso entre personas cultas, patrones de
comportamiento que ningún profesor de bachillerato hubiera ofrecido jamás a sus
alumnos. Muchas veces no nos damos cuenta en absoluto de la medida en que nuestro
pensamiento está condicionado por el lenguaje que a diario cae como un chaparrón sobre
nosotros desde los periódicos o desde la radio y la televisión o desde Internet. El que es
hábil en el manejo del lenguaje determina la opinión de una sociedad.
Hoy se pone de manifiesto el poder del lenguaje de otra manera más. En muchas
empresas, aun cuando la mayoría de los empleados sean alemanes, el idioma de la
empresa es hoy el inglés. Esto tiene como consecuencia que los colaboradores que tienen
más conocimientos de inglés son los que ejercen el mayor influjo. Los que dominan el
inglés tienen poder. En las discusiones se retraen los que no tienen conocimientos
suficientes de inglés. Muchas veces, los líderes con buenos conocimientos de lenguas
hacen sentir a los otros que no tienen «nada que decir».
En la mentira, la palabra ejerce un poder negativo. Jesús, en el Evangelio de Juan,
llama al demonio «padre de la mentira». Y es un homicida (cf. Jn 8,44). El que miente,
daña a la persona y, en último término, la mata en su veracidad. El abad de
Schweiklberg, Christian Schütz, interpreta estas palabras diciendo que todos los pecados
son siempre pecados de palabra también y que los pecados de palabra anuncian a los
demás pecados: «Primero “que reviente el judío”, después Auschwitz; primero se niega
el alma a toda vida extrahumana (cf. Descartes), luego un industrialismo desenfrenado le
quita de facto el alma a todo» (Schütz/Nestle 1440s).
Cuánto poder tiene la mentira, pero también cuánto poder puede tener la verdad, lo
expresó magistralmente Alexander Solzhenitsin en una carta abierta escrita en el año
1974. Piensa que el poder necesita la mentira para conseguir su fuerza. «El poder no
puede protegerse detrás de ninguna otra cosa que no sea la mentira, y la mentira solo
puede sostenerse por el poder» (Solzhenitsin 61).
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Sin embargo, la mentira pierde su fuerza cuando no nos hacemos cómplices de ella.
Para nosotros este es el camino más fácil «y el más devastador para la mentira. Porque
cuando las personas se distancian de la mentira, entonces simplemente deja de existir»
(ibid. 61). Quitar su fuerza a la mentira quiere decir, para Solzhenitsin, «no escribir,
firmar o imprimir en el futuro ni una sola frase que, a su juicio, deforme la verdad; […]
no pronunciar una frase así ni en conversación privada ni ante un auditorio, ni en nombre
propio ni según un texto preparado, ni en el papel de orador político, de maestro o de
educador, ni de acuerdo con un guion» (ibid. 62).
Alexander Solzhenitsin confía en que las personas que se apean del carrusel de
poder de la mentira transforman el país. Sus optimistas palabras intentan animarnos
todavía hoy a no quedarnos varados en un lamento sobre el lenguaje oficial, sino
comenzar nosotros mismos a hablar un lenguaje veraz. Entonces –así dice Solzhenitsin
lleno de esperanza– «¡no vamos a reconocer a nuestro país!» (ibid. 63).
[1] El eslogan en alemán es Kinder, Küche, Kirche: las tres palabras comienzan con k [N. del T.].
101
17.
La dificultad para hablar
con el corazón en la mano
No siempre podemos hablar con el corazón. Pero precisamente en algunas ocasiones
deberíamos decir lo que llevamos dentro y nos sale del corazón. Esto podría ser, por
poner un ejemplo, un rito de cumpleaños.
En un cumpleaños podemos decir las fórmulas acostumbradas de felicitación. Pero
también podemos expresar lo que desde mucho tiempo atrás quisiéramos haber dicho
alguna vez y que, sin embargo, nunca nos hemos atrevido a decir, por miedo a desnudar
demasiado nuestro corazón ante los otros. De este modo, un rito es una buena
oportunidad para decir al niño en su cumpleaños algo que salga del corazón. Las
palabras no deben ser una vacía lisonja, sino expresión de lo que hemos visto en el otro,
lo que significa para nosotros, lo que nos da y lo que de alentador encontramos en él. Y
deben ser palabras que expresen lo que para él deseamos desde lo más profundo del
corazón.
Encontramos las palabras adecuadas si nos ponemos en el lugar del otro y si
escuchamos también a nuestro propio corazón: ¿qué regusto deja el otro en nuestro
corazón? ¿Qué resonancias oímos cuando, mirándole, escuchamos a nuestro interior?
La superficialidad de las palabras se percibe con frecuencia en momentos de
despedida. Y qué gratificante es cuando realmente se dicen palabras que, de otro modo,
no se dirían nunca. Esto vale para la despedida tras unas vacaciones, para la despedida
tras una convivencia bastante prolongada, para la despedida de la empresa o de los
vecinos que se trasladan. Cuando en la empresa es despedido un jefe de departamento
porque la dirección lo rechaza, a menudo se dicen palabras insinceras. El jefe de
departamento es «despedido entre aplausos». Sin embargo, al mismo despedido esas
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palabras hipócritas le suenan interiormente a sarcasmo. Se siente ofendido. A veces, sin
embargo, no se encuentra ninguna palabra para expresar la despedida. También esto
produce dolor y muestra que en esa empresa no hay ninguna cultura del compañerismo
ni ningún sentido del aprecio.
Especialmente importantes son las palabras que salen del corazón en la despedida
definitiva de la muerte. Me cuentan algunos médicos que los familiares de un enfermo
grave les suelen prohibir decirle la verdad sobre su estado. Los familiares saben en
verdad que el enfermo va a morir pronto. Pero se comportan como si todo estuviese en
orden. Hablan con superficialidad de la próxima excursión que van a hacer tan pronto
como el enfermo vuelva a casa. Sin embargo, el enfermo sabe que no va a volver nunca
más a casa. Con él solo hablan de cosas triviales. Pero él anhela hablar de lo que
importa. Le gustaría decir lo que quisiera dejarles como últimas palabras y última
voluntad; le gustaría darles su bendición.
En una charla superficial es absolutamente imposible decir estas palabras cordiales.
Se le quedan a uno atascadas en la garganta. Sin embargo, tan pronto como el enfermo
ha muerto efectivamente, los familiares reconocen la oportunidad que han perdido.
Para determinadas palabras hay tiempos determinados. Si se desaprovecha ese
momento, ya nunca se pueden decir esas palabras. La despedida de un moribundo lo
muestra con toda claridad. Se consideraría exitosa una despedida en la que el enfermo
dijera las palabras que nunca en su vida había pronunciado, en la que diera las gracias a
familiares y amigos, les dijera lo que habían significado para él y los bendijese.
Las palabras de bendición de una persona en trance de muerte son verdaderamente
palabras que salen del corazón y van al corazón. Tras la muerte sin una despedida así,
con frecuencia a los familiares se les cae la venda de los ojos. Reconocen la oportunidad
que han desperdiciado y las palabras que les han quedado por decir. No han dicho al
moribundo, la bendición que él ha sido para ellos, el ejemplo que les ha dejado y lo que
ha significado para todos. Y no le han expresado ningún buen deseo para su último viaje.
Tales palabras no dichas dejan en los familiares sentimientos de culpa. Se les hace
un nudo en la garganta. No pudieron pronunciar las palabras que se atascaron en ella.
Así que ahora estas bloquean la garganta. Ahora es cuando se reconoce la oportunidad
103
que ofrece una despedida: decir palabras que salen del corazón y tocan el corazón del
otro.
Lo que se dice de la despedida definitiva en la muerte, vale también para otras
muchas despedidas. La despedida es una oportunidad para decir las palabras que desde
mucho tiempo atrás he querido decirle al otro: lo valioso que es para mí, cuánto he
aprendido gracias a él, cómo me ha llegado al corazón.
La despedida es dejar irse al otro. Pero ese dejar irse y esa separación del otro
tienen que ir acompañados de buenas palabras, las cuales, a pesar del distanciamiento
exterior, crean una nueva vinculación y cercanía que tal vez no existían antes de la
separación. Y las palabras de despedida cierran una etapa de la vida. La redondean. Y de
este modo puede uno desprenderse mejor de esa etapa.
También en el matrimonio se desperdician muchas veces los momentos en los que
los esposos podrían decirse mutuamente palabras salidas del corazón. En el matrimonio
se habla mucho y muy frecuentemente sobre la rutina diaria, de tal forma que apenas
queda tiempo para las palabras personales.
También en el matrimonio hay un tiempo adecuado para las palabras adecuadas,
por ejemplo, los ritos diarios de despedida, cuando uno va al trabajo, o los rituales de
cumpleaños o de la onomástica, los ritos de domingo o de vacaciones. O también el rito
de la conversación de fin de semana, cuando la pareja se toma tiempo para su diálogo
personal. Muchas parejas se resisten a esto. Piensan que ya hay tiempo suficiente a lo
largo del día para abordar las cuestiones íntimas. Pero no lo hacen. A menudo, la
renuencia al rito de la conversación de fin de semana muestra la oposición a manifestar
sentimientos y a desnudarse ante el otro en el diálogo personal.
Las personas que van a la iglesia, que asisten a un acto de culto, esperan también en
la homilía palabras que salgan del corazón y que toquen el corazón. Sin duda, el más
valioso agradecimiento que un oyente puede mostrar al predicador es decirle que su
sermón le ha llegado al corazón.
Está claro que Jesús hablaba a las personas de manera que les llegaba al corazón, y
que su corazón incluso se inflamaba cuando les hablaba. No podemos copiar a Jesús.
Pero hablar desde el corazón podemos hacerlo todos.
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Para esto se necesita el valor de mostrar los sentimientos personales sin asfixiar a
los otros con los sentimientos propios. También hay sermones sentimentales que más
bien chocan desagradablemente al oyente. Los sentimientos tienen que ser auténticos. Y
tienen que brotar del corazón, no estar aderezados conscientemente para arrancar
sentimientos al otro.
Para las palabras cordiales vale lo que Jesús dijo de la Palabra de Dios: «No solo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» –del corazón de
una persona–.
Ansiamos esas palabras que tocan nuestro corazón. Esto vale no solo para la
predicación, no solo para la relación entre esposos, no solo para la educación de los
hijos: vale también para los sobrios ámbitos del trabajo.
Los colaboradores notan al detalle si el jefe solo ha hecho un curso de retórica o si
sus palabras le salen del corazón. Y solo cuando sus palabras salen del corazón los
colaboradores se sienten tocados y también, en último término, motivados. Con palabras
escogidas conscientemente para conseguir un efecto determinado, se sienten
manipulados. Y reaccionan a ello más bien con rechazo. Se defienden contra tales
palabras.
Allí donde las palabras salen del corazón, nace también una atmósfera cordial. Esto
vale para el trabajo, esto vale para cualquier saludo y encuentro personal.
105
18.
Palabras efectivas:
palabras transformadoras
El psicoanalista suizo Peter Schellenbaum habla de palabras eficaces. Las palabras
tienen un efecto sobre las personas. Se refiere, sobre todo, a la palabra Dios como
palabra eficaz y la distingue de las palabras objetivas. Si Dios se convierte en una
palabra objetiva, se podrá discutir si Dios existe o no, qué propiedades tiene y cuáles no.
Pero al ser humano le resbalan tales palabras. No le afectan.
Dios, como palabra eficaz, actúa sobre el alma humana. «El efecto que me permite
calificar a una palabra como Palabra de Dios y a una imagen como imagen divina es el
de una transformación plena del yo en una personalidad más inclusiva y más central que,
en referencia al atman de los indios, designamos como la mismidad» (Schellenbaum 28).
Dios, como palabra eficaz, hace estallar la soledad en el yo. «Es la palabra eficaz de la
relación» (ibid. 29). Dios es siempre un Tú que interpela, que me enfrenta conmigo
mismo. Al igual que Dios,amor es también una palabra eficaz y no una palabra objetiva.
Schellenbaum opina que las palabras eficaces son tan importantes porque sin ellas el
individuo se hundiría en el mutismo y en la incomunicación (cf. ibid. 34s).
Para la salud psíquica es importante que dejemos que actúen sobre nosotros las
palabras eficaces tales como Dios y amor. Nos remiten al fondo de nuestra alma, a la
fuente interior de la que bebemos para dominar nuestra vida.
Jesús mismo pronunció muchas de estas palabras eficaces. Cuando al leproso que
no se puede aceptar a sí mismo le dice «Quiero, queda sano», el leproso se percibe a sí
mismo de manera distinta; de repente es capaz de aceptarse y se percibe limpio (cf. Mt
1,40ss). Jesús dice al paralítico: «Levántate, toma tu camilla y vete a casa». La palabra
realiza lo que dice. Hace levantarse y andar al paralítico (cf. Mc 2,1-12). Al hombre de la
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mano paralizada le dice Jesús: «Extiende la mano». Y «el hombre la extendió y su mano
quedó curada» (Mc 3,5). El hombre que hasta entonces se ha conformado con no pillarse
los dedos, siente de repente ánimo para tomar su vida en sus manos y dar forma con
estas a lo que se le presente. En muchas historias de curación, Jesús dice unas palabras al
enfermo. Y la palabra le sana. La palabra realiza lo que dice.
Una preciosa historia sobre el poder de la palabra nos la refiere Lucas. Hay un
capitán romano cuyo criado está mortalmente enfermo. El capitán envía a Jesús algunos
judíos de los más ancianos con el ruego de que cure a su criado. Jesús va con ellos. Sin
embargo, cuando está ya cerca de la casa del capitán, este envía amigos a Jesús con el
encargo de decirle: «Señor, no te molestes; no soy digno de que entres bajo mi techo. Por
eso no me consideré digno de acercarme a ti. Pronuncia una palabra y mi criado quedará
sano» (Lc 7,6s).
La liturgia ha recogido esta historia. Manda a los fieles pronunciar las palabras del
capitán pagano antes de la comunión. A algunos les chocan estas palabras, sobre todo el
«no soy digno». Esa expresión les recuerda todas las descalificaciones que con
frecuencia sufrieron en su educación y muchas veces también en su instrucción religiosa,
como si no fueran dignos de llegarse a Dios.
Sin embargo, cuando leemos la historia bíblica, percibimos que el capitán rebosa
confianza en sí mismo. Y la historia nos invita a ponernos en el lugar del capitán; es
decir, en el de una persona respetable, en el de una fuerte personalidad. Con sus palabras
no se rebaja, sino que dignifica al que quiere llegar a él. Muestra su respeto reverencial
ante el completamente Otro que en Jesús le sale al encuentro. El capitán es romano y,
por lo mismo, tanto para los judíos como más tarde para los cristianos, un gentil.
Muestra nuestro alejamiento interior de Dios. A pesar de toda la religiosidad, Dios ha
seguido siendo todavía para nosotros el Extraño y el completamente Otro.
Como el capitán, confesamos que no somos dignos de que Jesús entre en nuestra
casa: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Pero di una sola palabra y mi
alma quedará sana». Lo que aconteció en esta historia de curación tiene que sucedernos a
nosotros en la comunión. No tiene que quedar sano nuestro criado, sino nuestra alma.
Pero, en contraste con la historia bíblica, Jesús va a entrar en nuestra casa. Sin
embargo, antes de que entre, decimos que tenga a bien decir su palabra, la que cura y
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sana nuestra alma. Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. No solo dice una palabra. Él,
la Palabra de Dios, en la comunión va a entrar en la casa de nuestra vida y va a
«empalabrar» todas las dependencias de nuestra casa interior. Va a decir su Palabra
santificante y transformadora en todas las estancias de nuestra alma para que quedemos
plena y completamente sanos. Y en esa Palabra hecha carne, el amor de Dios, hecho
hombre, nos va a impregnar y transformar.
Esta palabra que la liturgia ha escogido para la comunión no tiene nada que ver con
una autohumillación, sino con el agradecimiento y el respeto reverencial ante el
acontecimiento sagrado que tiene lugar cuando Jesús entra en el hogar de mi alma y
sana, santifica y reintegra mi yo profundo.
Lo que la liturgia atribuye a esa sanante y santificadora palabra de Jesús lo ha
reconocido también la actual psicología respecto de palabras que decimos nosotros. No
solo existen las palabras saludables que otro nos dice, esas que levantan nuestro espíritu
y nos sanan. Las palabras que nosotros mismos nos decimos pueden o sanarnos o
enfermarnos. Esto vale, sin duda, para las cavilaciones negativas con las que
continuamente nos paralizamos. Por ejemplo, si en todas mis acciones digo «Tengo
miedo; no puedo hacerlo; ¿qué van a pensar de mí los otros?», esas palabras refuerzan la
angustia que hay en mí.
Junto a esas palabras de miedo puedo introducir palabras de confianza como, por
ejemplo, el versículo del salmo 118 «El Señor está de mi parte: no temo lo que pueda
hacerme un hombre» (Sal 118,6). Estas palabras me ponen en contacto con la confianza
que ya existe en el fondo de mi alma.
Pero hay otro camino más para transformar, con el cambio del lenguaje, la propia
actitud interior. Cuando, en las sesiones de acompañamiento, me fijo con precisión en lo
que el otro me dice, con frecuencia descubro, en el modo y manera de expresarse, su
actitud negativa ante la vida, su autorrechazo y su desesperanza. Un método de curación
consiste en sustituir conscientemente alguna frase por otra. Por ejemplo, siempre que yo
mismo me meto el miedo en la cabeza –«Esto es demasiado, no voy a poder hacerlo
nunca»– puedo conscientemente decir estas otras palabras: «Esto sí que lo hago; con la
ayuda de Dios, esto va a salir adelante».
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Esta parece una solución externa. Pero, al trabajar mi lenguaje, se va transformando
también mi espíritu. El lenguaje actúa sobre mí. Las palabras negativas, las
negatividades continuas, las palabras cargadas de miedo, las palabras que en todo ven
desgracias, tiran de mi espíritu hacia abajo. Al usar otro lenguaje, también mi alma
puede transformarse. A menudo, este es un proceso lento. El primer paso es empezar por
darme cuenta de cómo hablo y de lo que digo. Luego puedo reflexionar sobre si evito
conscientemente algunas palabras y las sustituyo por otras. Con el tiempo se producirá
en mí un cambio interior. Las nuevas palabras ejercen un efecto sanante sobre mí.
La fuerza transformadora de las palabras la experimentamos en el sacramento. En él
la palabra tiene una fuerza transformante. En la eucaristía, el sacerdote extiende sus
manos sobre las ofrendas de pan y vino y ora: «Envía tu santo Espíritu sobre estos dones
y santifícalos para que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo, nuestro Señor
Jesucristo». Y al decir estas palabras, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la
sangre de Jesucristo.
Cuando el sacerdote dice en la confesión «Yo te absuelvo de tus pecados», en ese
momento tiene lugar el perdón. Lo visible se convierte en signo de lo invisible. La
palabra realiza lo que expresa. Cambia mi situación, lo mismo da que sea en el bautismo,
en la confirmación o en la unción de los enfermos.
La fuerza transformadora de las palabras sacramentales cumple lo que la gente
esperaba en tiempos primitivos de las palabras mágicas. Los sacramentos no son ninguna
magia. Pero podemos confiar en que sus palabras no se quedan en simples palabras
piadosas, sino que realizan lo que dicen porque están dichas con el pleno poder de
Jesucristo.
Pero las palabras que se pronuncian en los sacramentos no pretenden transformar
solo el pan y el vino, sino mi vida entera. La eficacia de las palabras sacramentales debe
manifestarse en el día a día. «Tus pecados te son perdonados»: tengo que recordármelo
en la vida ordinaria cuando interiormente me culpo a mí mismo. Esas palabras, entonces,
me liberan del mecanismo de autorreproche y me capacitan para perdonarme a mí
mismo.
Y cuando estoy en el trajín de la vida diaria, la palabra transformadora de la
eucaristía puede recordarme que, en medio del caos de lo cotidiano, Cristo mismo está
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presente. Y si él impregna mi vida cotidiana con su espíritu y su amor, ese día es
distinto: entonces lo banal se convierte en lugar de encuentro con Dios, y lo que me
consume se convierte en pan que me alimenta.
Es bueno repetirse a sí mismo una y otra vez en la vida ordinaria las palabras
eficaces y transformadoras de los sacramentos, a fin de que transformen el instante en
cuestión, que desde entonces ya no está determinado por palabras que producen malestar
sino por las palabras sanantes que se me dicen en el sacramento.
De esta eficacia transformadora de la Palabra de Dios ya habló la Biblia. Allí se
dice, en el profeta Isaías: «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven allá,
sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar para que dé semilla al
sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí
vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,10-11).
Este versículo vale para la Palabra que Dios nos dice, pero también para la palabra
que en su nombre proclamamos. Este versículo debería dar a los predicadores confianza
y esperanza de que sus palabras no quedan baldías. Aun cuando a primera vista sus
palabras reboten en muchos oídos, algo hacen en la mayoría de los oyentes.
Esta eficacia no se hace visible de inmediato, lo mismo que el brote tampoco se
hace visible inmediatamente después de la lluvia. Pero muchas veces esas palabras
prenden cuando la persona cae en una crisis, cuando el campo de su alma es roturado por
cambios exteriores bruscos.
Los monjes meditaban constantemente palabras de la Biblia, se las recitaban a sí
mismos en medio de las ocupaciones cotidianas para que esas palabras impregnaran su
pensamiento.
Cuando proyecto unas palabras de la Biblia sobre una situación concreta de la vida
diaria, esa situación se transforma. Me digo, por ejemplo: «El Señor es mi pastor, nada
me falta». No tengo por qué creer en absoluto las palabras. Las proyecto sobre la
situación en la que me siento vigilado por el jefe, por mi cónyuge, por una amiga; y
entonces me pregunto: «Si estas palabras son verdad, ¿qué percepción tengo de la ofensa
de estar vigilado?; ¿no percibo entonces en mí mismo otra realidad distinta?». Y la
ofensa se relativiza. Yo siento: «Si Cristo está en mí, si él es mi pastor, no me falta
nada». Entonces, mi necesidad de ser respetado y tenido en cuenta se transforma. La
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necesidad está ahí, pero pierde su fuerza sobre mí. La Palabra de Dios transforma mi
autopercepción.
Pablo llama a la Palabra de Dios «una fuerza divina de salvación para todo el que
cree: primero, el judío, después, el griego» (Rom 1,16). Según esto, la Palabra de Dios
no solo transforma el ámbito eclesial. Lleva en sí una fuerza que también transforma a
los griegos, que toca los corazones de los gentiles, porque sintoniza con sus anhelos. Es
una palabra que eleva y consuela (cf. Jr 29,10).
La segunda carta a Timoteo advierte a los predicadores: «Proclama la Palabra,
insiste a tiempo y destiempo» (2 Tim 4,2). Conozco sacerdotes que ya no esperan nada
de la Palabra de Dios. Piensan que es un lenguaje extraño que no impacta a las personas.
Para mí, lo que importa es proclamar esas palabras de los evangelios y de las lecturas de
forma tan convincente que los oyentes perciban: «Estas no son palabras simplemente
leídas en voz alta. Han pasado por el corazón en búsqueda y creyente del predicador. Y
el predicador confía en que esa palabra será capaz de obrar algo también ahora, en este
momento, en los oyentes».
111
19.
Palabras y oración
En la oración hablamos con Dios. Muchas personas ya no saben qué lenguaje deben usar
con Dios. Recuerdan todavía oraciones infantiles. Pero tan pronto como quieren hablar
personalmente con Dios, solo se les ocurren palabras banales. Si dicen esas palabras,
notan que son cáscaras vacías, que han perdido el verdadero lenguaje para con Dios.
En tales situaciones, podemos ayudarnos de las palabras que la misma Biblia nos
ofrece para la oración. Estas son, sobre todo, los salmos. Pero también el lenguaje de los
salmos le resulta extraño a mucha gente. Con frecuencia, los salmos no contienen
ninguna palabra piadosa sino palabras que expresan nuestros sentimientos: nuestra
desilusión, nuestra desesperanza, nuestro miedo, pero también nuestra confianza y
nuestra esperanza y amor.
Juan Casiano, abad y escritor de los primeros tiempos del cristianismo, piensa que,
al recitar los salmos, deberíamos como versificarlos por nosotros mismos. Así se
convierten en palabras nuestras. Con esas palabras «prefabricadas» expresamos nuestra
propia vida y la revestimos de palabras ante Dios. Las palabras de los salmos son
palabras que nos ponen en contacto con nuestra propia alma; también con las zonas que
con frecuencia quisiéramos ocultar ante Dios porque no son tan agradables. Tres
aspectos me parecen importantes en el lenguaje de los salmos:
Notker Füglister, mi profesor de Antiguo Testamento en San Anselmo (Roma),
indica una y otra vez que el lenguaje de los salmos es, en primer lugar, un lenguaje
evocador. El lenguaje de los salmos me evoca sentimientos que tengo reprimidos. Me
pone en contacto con experiencias que he relegado al subconsciente. Abre en mi alma
espacios de experiencia que, con frecuencia, en la vida diaria están clausurados.
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El lenguaje de los salmos es ciertamente un lenguaje ya acuñado, pero que da
expresión a mis más profundos deseos, necesidades, miedos, apuros.
En segundo lugar, el lenguaje de los salmos es un lenguaje enriquecido. Está
enriquecido por las muchas personas que los han orado durante los últimos tres mil años.
También Jesús rezó los salmos. En estas palabras, por tanto, podemos también
identificarnos con las experiencias que Jesús tuvo con su Dios: con sus dudas, su
abandono, pero también con su profunda, abismal confianza. El lenguaje de los salmos
nos conduce al centro mismo del corazón de Jesús.
De aquí que san Agustín nos recomiende rezar los salmos juntamente con Jesús
para identificarnos con sus sentimientos al decir esas palabras. Pero rezamos también los
salmos con la conciencia de que, durante tres milenios, los judíos y cristianos devotos
han dicho esas palabras y de ese modo han orientado su vida. Rezaron esas palabras
cuando estaban desesperanzados, cuando el hambre y la guerra les hacían difícil la vida,
en la enfermedad y en la necesidad, pero también en el gozo y el júbilo. Al rezar hoy
esos salmos, participamos de las raíces de todos los devotos que nos han precedido.
Como tercer aspecto del lenguaje de los salmos, cita Notker Füglister su
plasticidad. El lenguaje metafórico de los salmos se dirige a todo el ser humano: habla
no solo a su entendimiento, sino también a sus sentidos, a su fantasía y a su corazón. El
lenguaje imaginativo de los salmos es intemporal. Nos habla también hoy a nosotros
porque hace resonar en nuestro espíritu imágenes arquetípicas.
Del lenguaje metafórico de los salmos emana un efecto sanante sobre las personas.
Füglister cita a Romano Guardini, quien se queja de que en nuestro tiempo las imágenes
hayan sido sustituidas por conceptos: «El que considera esto con más hondura sabe lo
absurdo que es. En verdad, por este camino el ser humano se vuelve un ser enfermizo,
porque su naturaleza interior solo puede vivir de imágenes» (Füglister 103).
El lenguaje de los salmos es ya en sí mismo diálogo. Yo digo a Dios mis deseos, le
ofrezco mi corazón. Y al mismo tiempo, oigo lo que Dios me dice. A veces estoy más
embebido en mí mismo y en mis problemas, a veces se me manifiesta en las palabras lo
que Dios quiere decirme. Entonces oigo palabras maravillosas de Dios. Y de repente
puedo creer en su amor. En las mismas palabras me expreso yo y oigo la respuesta de
Dios. En último término, es un diálogo ante Dios y en Dios. Las palabras me llevan
113
hacia la intimidad de Dios. No solo expreso mi estado de ánimo, sino que también digo
palabras santas de Dios que me llenan del Espíritu Santo de Dios.
El mismo Jesús nos ha transmitido palabras para que sepamos cómo debemos orar.
Es el padrenuestro, que desde el siglo primero ha sido rezado por todos los cristianos, al
menos tres veces al día, para crecer y profundizar más en el espíritu de Jesús. Rezando
las palabras de Jesús participamos de su relación con Dios.
Para muchas personas, hoy las palabras del padrenuestro son un lenguaje extraño.
Pero precisamente en esas palabras, que no concuerdan con nuestras experiencias diarias,
es donde trabamos contacto con nuestro más profundo deseo de Dios y de su Reinado en
nosotros y en nuestro mundo. En esta oración se trata sobre todo de que Dios se haga
visible en nuestra vida y en el mundo.
Pero las palabras del padrenuestro no son solo las palabras de Jesús. Están también
–como las de los salmos– enriquecidas por todas las experiencias que los humanos han
vivido desde hace casi dos mil años con esta oración. Por eso, son palabras santas que
nos interpelan. Y son palabras que están impregnadas de una larga historia de
espiritualidad. Cuando, por ejemplo, rezo «hágase tu voluntad», recuerdo la lucha de
muchas personas por la voluntad de Dios. Y rezo esas palabras juntamente con mi padre,
a quien esa oración le acompañó a lo largo de su vida, porque su meta fue siempre vivir
conforme a la voluntad de Dios.
Y cuando rezo «danos hoy nuestro pan de cada día», me acuerdo de la necesidad
que experimentaron mis padres después de la guerra, cuando no sabían cómo alimentar a
su numerosa familia. Así, las palabras del padrenuestro están enriquecidas con
recuerdos, experiencias, esperanzas, deseos y con la confianza que muchas personas
expresaron con ellas antes que yo.
Cuando alguien no sabe lo que debe orar y qué lenguaje debe usar ante Dios, le
propongo con frecuencia el siguiente ejercicio:
Siéntate a solas en tu habitación. Imagina que te envuelve la presencia de Dios. Y
luego comienza a hablar en voz alta con Dios, no tan alto que te oigan los demás, pero de
tal manera que oigas tu propia voz. Di a Dios lo que te gustaría contarle de ti mismo. Y
pregúntale a Dios: «¿Y qué dices Tú de todo esto? ¿Es este realmente mi más profundo
deseo?». Al oír tu propia voz, enseguida notarás si tus palabras no reproducen tu verdad,
114
si son inadecuadas y vacías. Escuchándolas, poco a poco te irás haciendo capaz de decir
aquellas palabras que son verdaderas, genuinas, auténticas, adecuadas.
Cuando hablamos con otra persona, a menudo nos aferramos a nuestros
argumentos. O muchas veces nos acomodamos a las expectativas del otro. Cuando
hablamos en voz alta con Dios, entonces nos oímos a nosotros mismos. Y muchas veces
nos aterra nuestro propio lenguaje: hablamos con superficialidad. Somos incapaces de
traducir a palabras lo que nuestra alma realmente quisiera decir.
Pero al luchar así por encontrar las palabras, percibimos qué fatigoso es encontrar
las que son realmente adecuadas para nuestra conversación con Dios. Y nos volvemos
modestos y humildes. Nos adentramos poco a poco en nuestra verdad. Porque cuando las
palabras no concuerdan con nuestra verdad interior, nos chocan. Además surge en
nosotros el rechazo. Y sentimos: «Esto no es todavía toda la verdad». Las palabras
quieren adecuarse a la verdad. Pero encontrar la verdad interior y expresarla de tal
manera que sea realmente la verdad, es un camino de búsqueda.
115
Reflexiones finales:
«El lenguaje habla»
El filósofo Martin Heidegger, en un discurso sobre la lengua, prescinde de todas las
teorías del lenguaje y se centra únicamente en la meditación de la sentencia «El lenguaje
habla». Esto suena demasiado simple. Pero pone de manifiesto algo del misterio de la
lengua. Ninguna de las teorías lingüísticas nos vale ya para entender el lenguaje que
hablamos diariamente.
En esta obra no he explorado toda la riqueza del lenguaje. Como se hizo notar en
nuestro encuentro preparatorio de este libro, me he limitado simplemente a lo que a mí
mismo me preocupa cuando pienso en el lenguaje. Yo hablo diariamente con personas:
muchas veces, con toda sencillez, a mis colaboradores en la administración; en
ocasiones, con estilo más culto en mis conferencias. Hablo como encargado de la liturgia
y manejo el lenguaje escribiendo. Al escribir, intento dar con un lenguaje que esté a tono
con mi personal sensibilidad y que, al mismo tiempo, diga algo a las personas para las
que escribo.
Cuanto más tiempo llevo escribiendo, tanto más me siento en camino hacia el
lenguaje. Todavía no he encontrado el lenguaje que presente las cosas de tal manera que
en él se haga perceptible el mismo ser y que, a través de él, la persona llegue a penetrar
en su propia esencia.
Martin Heidegger da vueltas una y otra vez a la relación entre decir, ser y esencia.
En las tres lecciones en las que interpreta un poema de Georg Trakl, vuelve una y otra
vez sobre el último verso: «Cosa alguna no hay do la palabra falla». Sin el lenguaje no
percibimos la realidad, el ser no sale para nosotros. Y Heidegger concluye su lección con
la referencia al lógos. «Pero la misma palabra lógos, como tal palabra, es al mismo
tiempo palabra para el decir y palabra para el ser,es decir, para la presencia de lo que
116
está presente. Decir y ser, palabra y cosa, forman un único todo de manera velada,
apenas consciente e impenetrable» (Heidegger 237).
En el lenguaje se hace presente el ser, y nosotros, las personas, nos adentramos en
nuestra esencia. Hablando experimentamos quiénes somos. Y al escribir buscamos el
lenguaje que descubre nuestra esencia o, como dice Heidegger, la «destapa». En el
lenguaje se destapa lo que en nuestro interior está tapado. Así es como entramos en
contacto con nuestro verdadero ser.
El cuidado y el profundo respeto por el lenguaje que nos llegan de las ideas de
Martin Heidegger, Paul Celan, Peter Handke y Hilde Domin, los echamos de menos hoy
en nuestras múltiples charlas. Y tengo que confesar sinceramente que, a pesar de todo el
cuidado con que intento hablar y escribir, me quedo a muchas leguas de las pretensiones
de los poetas y pensadores.
Con este libro he querido rendirme cuentas a mí mismo de lo que hago al hablar y
escribir. También he querido agudizar la sensibilidad para con el lenguaje. Muchas veces
nuestro hablar y escribir es inconsciente. Tampoco podemos poner en la balanza cada
una de las palabras que decimos. De lo contrario no volveríamos a decir ninguna palabra
más. No ha sido mi intención en este libro acusar –ni siquiera el modo de hablar en
público–. Me quedo más bien con Alexander Solzhenitsin, el cual nos exhorta a apearnos
de la mentira y a decir y escribir solo frases verdaderas.
Este es también mi deseo: que nos hagamos sensibles al lenguaje que se habla a
nuestro alrededor, que nos fijemos con esmero en si un lenguaje nos hace bien o no, si
dice mentira o verdad, si construye una casa en la que las personas puedan encontrar su
hogar o si por el contrario destruye las casas que las personas anhelan hoy, en la
incomunicación de nuestro tiempo.
Solo he rozado algunos ámbitos en los que el lenguaje desempeña un papel
importante: la conversación, los medios de comunicación, la liturgia, el modo de hablar
en la empresa, en la familia, en las comunidades, el hablar en público y la oración. Son
los ámbitos en los que yo vivo. Están seleccionados arbitrariamente.
El lenguaje es siempre limitado. Y así, al final de este libro, me encuentro con las
manos vacías. He analizado el lenguaje tal como se nos presenta en Lucas y Juan, tal
como nosotros mismos lo hablamos y como nos lo dicen los poetas.
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Les deseo, querida lectora, querido lector, que al leerlo se adentren en sí mismos y
en su propio ser. Les deseo que vuelvan alguna que otra vez a leer con gusto una poesía
para dejar que el lenguaje pulido de los poetas actúe sobre ustedes. Les deseo que
ustedes mismos se hagan cada vez más sensibles al lenguaje que oyen y con el que
ustedes mismos hablan: un lenguaje en el que ustedes se expresan a sí mismos y hacen
así que su propio pensamiento pueda ser experimentado por otros.
Deseo para nosotros que todos hablemos como augura el Evangelio de Juan: que
nuestras palabras traigan vida y luz a este mundo, que por nuestras palabras sea recreado
este mundo. Como un mundo que responda a la palabra originaria de Dios:
«Todo existió por la Palabra
y sin ella nada existió de cuanto existe.
En ella había vida,
y la vida era la luz de los hombres;
la luz brilló en las tinieblas» (Jn 1,3-5).
118
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121
Índice
Índice 2
Portada 3
Créditos 5
Introducción: «No podemos no comunicar» 6
1. Lengua materna-patria 12
2. El lenguaje en el Evangelio de Lucas 16
3. El lenguaje en Juan 26
4. Conversar, decir, disertar[1] 34
5. Hablar y escuchar 40
6. Lenguaje y fe 45
7. El lenguaje religioso 53
8. El lenguaje corporal 56
9. El lenguaje en la liturgia 59
10. Hablar y escribir 68
11. Hablar sobre otros: el lenguaje público 73
12. Hablar y obrar 80
13. Lenguaje y protesta 83
14. Algunas reglas de la comunicación 86
15. Hablar y callar 92
16. Lenguaje y poder 97
17. La dificultad para hablar con el corazón en la mano 102
18. Palabras efectivas: palabras transformadoras 106
19. Palabras y oración 112
Reflexiones finales: «El lenguaje habla» 116
Bibliografía 119
122