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Gabriel García Márquez

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Cien años de soledad<br />

24<br />

<strong>Gabriel</strong> <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

exprimieron, torciéndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la<br />

estera, y el sudor salía del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no terminara<br />

nunca. Conocía la mecánica teórica del amar, pero no podía tenerse en pie a causa del desaliento<br />

de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y ardiente no podía resistir a la urgencia de<br />

expulsar el peso de las tripas. Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que se<br />

desvistiera, él le hizo una explicación atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara<br />

veinte centavos en la alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su ofuscación.<br />

«Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un poca más», dijo suavemente.<br />

Aureliano se desvistió, atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudez<br />

no resistía la comparación can su hermano. A pesar de los esfuerzas de la muchacha, él se sintió<br />

cada vez más indiferente, y terriblemente sola. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz desolada.<br />

La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellejo<br />

pegado a las costillas y la respiración alterada por un agotamiento insondable. Dos años antes,<br />

muy lejos de allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y había despertado cercada por el<br />

fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había criada quedó reducida a cenizas. Desde<br />

entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse<br />

el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la muchacha, todavía la faltaban unos diez<br />

años de setenta hombres por noche, porque tenía que pagar además los gastos de viaje y<br />

alimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando la matrona<br />

tocó la puerta por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el<br />

deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo y<br />

conmiseración. Sentía una necesidad irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado<br />

por el insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del despotismo<br />

de la abuela y disfrutar todas las noches de la satisfacción que ella le daba a setenta<br />

hombres. Pera a las diez de la mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se<br />

había ido del pueblo.<br />

El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sentimiento de frustración. Se<br />

refugió en el trabajo. Se resignó a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza<br />

de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era<br />

plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio<br />

Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios.<br />

Mediante un complicada proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la<br />

casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner<br />

término de una vez por todas a la suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las<br />

interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde, asfixiándose dentro de su descolorido<br />

chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus minúsculas manas de gorrión, cuyas<br />

sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una noche creyó encontrar una predicción sobre<br />

el futuro de Macondo. Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba<br />

ningún rastro de la estirpe de las Buendía. «Es una equivocación -tronó José Arcadio Buendía-.<br />

No serán casas de vidrio sino de hielo, coma yo lo soñé y siempre habrá un Buendía, por los<br />

siglos de los siglos.» En aquella casa extravagante, Úrsula pugnaba por preservar el sentido<br />

común, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo con un horno que producía<br />

toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad de pudines, merengues y<br />

bizcochuelos, que se esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había llegado a<br />

una edad en que tenía derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez más activa. Tan<br />

ocupada estaba en sus prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el patio,<br />

mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio das adolescentes desconocidas y hermosas<br />

bardando en bastidor a la luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían quitado<br />

el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres años, y la ropa de color<br />

parecía haberles dado un nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo esperarse,<br />

era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos grandes y reposados, y unas manos<br />

mágicas que parecían elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta, la menor, era<br />

un poco sin gracia, pero tenía la distinción natural, el estiramiento interior de la abuela muerta.<br />

Junta a ellas, aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio parecía una niña. Se<br />

había dedicado a aprender el arte de la platería con Aureliano, quien además lo había enseñado a<br />

leer y escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había llenado de gente, que sus<br />

hijos estaban a punto de casarse y tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por falta

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