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Gabriel García Márquez

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Cien años de soledad<br />

32<br />

<strong>Gabriel</strong> <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

de animal dormido. Aureliano terminó por olvidarse de él, absorto en la redacción de sus versos,<br />

pero en cierta ocasión creyó entender algo de lo que decía en sus bordoneantes monólogos, y le<br />

prestó atención. En realidad, lo único que pudo aislar en las parrafadas pedregosas, fue el insistente<br />

martilleo de la palabra equinoccio equinoccio equinoccio, y el nombre de Alexander Von<br />

Humboldt. Arcadio se aproximó un poco más a él cuando empezó a ayudar a Aureliano en la<br />

platería. Melquíades correspondió a aquel esfuerzo de comunicación soltando a veces frases en<br />

castellano que tenían muy poco que ver con la realidad. Una tarde, sin embargo, pareció<br />

iluminado por una emoción repentina. Años después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio<br />

había de acordarse del temblor con que Melquíades le hizo escuchar varias páginas de su<br />

escritura impenetrable, que por supuesto no entendió, pero que al ser leídas en voz alta parecían<br />

encíclicas cantadas. Luego sonrió por primera vez en mucho tiempo y dijo en castellano: «Cuando<br />

me muera, quemen mercurio durante tres días en mi cuarto.» Arcadio se lo cantó a José Arcadio<br />

Buendía, y éste trató de obtener una información más explícita, pero sólo consiguió una<br />

respuesta: «He alcanzado la inmortalidad.» Cuando la respiración de Melquíades empezó a oler,<br />

Arcadio lo llevó a bañarse al río los jueves en la mañana. Pareció mejorar. Se desnudaba y se<br />

metía en el agua junto con las muchachos, y su misterioso sentido de orientación le permitía eludir<br />

los sitios profundos y peligrosos. «Somos del agua», dijo en cierta ocasión. Así pasó mucho<br />

tiempo sin que nadie lo viera en la casa, salvo la noche en que hizo un conmovedor esfuerzo por<br />

componer la pianola, y cuando iba al río con Arcadio llevando bajo el brazo la totuma y la bola de<br />

jabón de corozo envueltas en una toalla. Un jueves, antes de que lo llamaran para ir al río,<br />

Aureliano le oyó decir: «He muerto de fiebre en los médanos de Singapur.» Ese día se metió en el<br />

agua par un mal camino y no lo encontraron hasta la mañana siguiente, varios kilómetros más<br />

abajo, varado en un recodo luminoso y con un gallinazo solitario parado en el vientre. Contra las<br />

escandalizadas protestas de Úrsula, que lo lloró con más dolor que a su propio padre, José<br />

Arcadio Buendía se opuso a que lo enterraran. «Es inmortal -dijo- y él mismo reveló la fórmula de<br />

la resurrección.» Revivió el olvidado atanor y puso a hervir un caldero de mercurio junto al<br />

cadáver que poco a poco se iba llenado de burbujas azules. Don Apolinar Moscote se atrevió a<br />

recordarle que un ahogado insepulto era un peligro para la salud pública. «Nada de eso, puesto<br />

que está vivo», fue la réplica de José Arcadio Buendía, que completó las setenta y dos horas de<br />

sahumerios mercuriales cuando ya el cadáver empezaba a reventarse en una floración lívida,<br />

cuyos silbidos tenues impregnaron la casa de un vapor pestilente. Sólo entonces permitió que lo<br />

enterraran, pero no de cualquier modo, sino con los honores reservados al más grande<br />

benefactor de Macondo. Fue el primer entierro y el más concurrido que se vio en el pueblo,<br />

superado apenas un siglo después por el carnaval funerario de la Mamá Grande. Lo sepultaran en<br />

una tumba erigida en el centro del terreno que destinaron para el cementerio, con una lápida<br />

donde quedó escrito lo único que se supo de él: MESQUÍADES. Le hicieron sus nueve noches de<br />

velorio. En el tumulto que se reunía en el patio a tomar café, contar chistes y jugar barajas,<br />

Amaranta encontró una ocasión de confesarle su amor a Pietro Crespi, que pocas semanas antes<br />

había formalizado su compromiso con Rebeca y estaba instalando un almacén de instrumentos<br />

músicos y juguetes de cuerda, en el mismo sector donde vegetaban los árabes que en otro<br />

tiempo cambiaban baratijas por guacamayas, y que la gente conocía coma la calle de los Turcos.<br />

El italiano, cuya cabeza cubierta de rizos charoladas suscitaba en las mujeres una irreprimible<br />

necesidad de suspirar, trató a Amaranta como una chiquilla caprichosa a quien no valía la pena<br />

tomar demasiado en cuenta.<br />

Tengo un hermano menor -le dijo-. Va a venir a ayudarme en la tienda.<br />

Amaranta se sintió humillada y le dijo a Pietro Crespi con un rencor virulenta, que estaba<br />

dispuesta a impedir la boda su hermana aunque tuviera que atravesar en la puerta su propio<br />

cadáver. Se impresionó tanto el italiano con el dramatismo de la amenaza, que no resistió la<br />

tentación de comentarla con Rebeca. Fue así como el viaje de Amaranta, siempre aplazado par<br />

las ocupaciones de Úrsula, se arregló en menos de una semana. Amaranta no opuso resistencia,<br />

pero cuando le dio a Rebeca el beso de despedida, le susurró al oído:<br />

-No te hagas ilusiones. Aunque me lleven al fin del mundo encontraré la manera de impedir<br />

que te cases, así tenga que matarte.<br />

Con la ausencia de Úrsula, can la presencia invisible de Melquíades que continuaba su<br />

deambular sigiloso por las cuartos, la casa pareció enorme y vacía. Rebeca había quedado a<br />

cargo del orden doméstico, mientras la india se ocupaba de la panadería. Al anochecer, cuando<br />

llegaba Pietro Crespi precedido de un fresco hálito de espliego y llevando siempre un juguete de

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