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GABRIELA ETCHEVERRY<br />
<strong>LATITUDES</strong>
Edición dirigida por Gabriela Etcheverry<br />
© 2012, por <strong>Qantati</strong> eBooks<br />
www.revistaqantati.com<br />
<strong>Qantati</strong> eBooks<br />
15 Kippewa Dr.<br />
K1S 3G3<br />
Ottawa, Canadá<br />
Etcheverry, Gabriela (Dir. de edición)<br />
Gabriela Etcheverry: Latitudes<br />
eISBN: 978-0-9881086-1-5<br />
Fotografía de la portada: César Jopia Quiñones<br />
www.revistageografica.com<br />
Diseño de la portada: Jillian Lim<br />
Maquetación: Jillian Lim
Gabriela Etcheverry<br />
Latitudes<br />
Edición dirigida por Gabriela Etcheverry<br />
Ottawa, Canadá
A los amados de antaño y a los de hogaño.<br />
Sin su amor no valgo un higo.
ÍNDICE<br />
Luis Francisco 4<br />
Nilda 19<br />
Enrique 36<br />
Pasajes de diario de vida: Santiago 1967 41<br />
Carta 63<br />
Pasajes de diario de vida: Santiago 1968 69<br />
Carta 83<br />
Matrimonio mixto 91<br />
Denise 102<br />
Nieves 108<br />
Erik 119<br />
Carta 132<br />
Despedida 135<br />
Vuelo 137<br />
Primavera en Ottawa 142<br />
Carta 144<br />
La Loba 154<br />
Ayuno 157<br />
Terry Fox 166<br />
Miriam 168<br />
Esperanza 175<br />
El canto del cardenal 182
LUIS FRANCISCO<br />
Por fin llegó el día del pago de la última cuota y la bicicleta sería<br />
suya. Se acercó a la percha donde los empleados de su sección<br />
del banco dejaban el guardapolvo de trabajo y mientras se lo<br />
ponía empezó a percibir con más fuerza el aleteo de los invis-<br />
ibles insectos metálicos que flotaban alrededor de su cabeza:<br />
resabios de risas, cuchicheos y otras intensidades sin nombre. El<br />
aire tiene sus propias cuerdas y las vibraciones quedan sonando<br />
como el diapasón aunque no vuelvan a golpearlo. Fingiría no<br />
haberse dado cuenta, como lo venía haciendo últimamente y<br />
se cuidaría mucho de no meter la mano al bolsillo donde sabía<br />
que iba a encontrar los consabidos papelitos escritos, pero<br />
esta vez no había escape porque habían sido más osados que<br />
de costumbre y le habían escrito en el mismo delantal ¿Eran<br />
mensajes de amor, de odio, burlas? Puede haber habido de<br />
todo pero ya no importaba. Mañana, con su bicicleta cargada<br />
de los escritos de Ellen White y otros libros naturistas desa-<br />
parecería de Santiago, ciudad infernal que sin duda seguía en<br />
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La t i t u d e s<br />
la lista de Dios a las de Sodoma y Gomorra. Él quería estar<br />
lejos, “salid de ellas pueblo mío para que no participéis de sus<br />
plagas”. No tenía ruta fija pero se iría pedaleando hasta llegar a<br />
lo más recóndito de la tierra chilena. ¿Al sur? Poco probable.<br />
Los hilos que formaban el entramado de su historia se habían<br />
empezado a enredar allá, en Punta Arenas, con una mamá<br />
todavía niña que quedó paralizada con el parto. Si no hubiera<br />
sido por la leche de la india yagana habría muerto de hambre y<br />
de frío porque los vientos magallánicos son cosa seria. Entran<br />
por las calles al atardecer con la fuerza de caballos desbocados<br />
y no se quedan contentos hasta que su aullido se confunde con<br />
la tembladera acompasada de techos, puertas y ventanas.<br />
Poco debe haber durado la parálisis de Francisca si después<br />
vinieron tres niñas, una por año. Cuando nació la última, su<br />
papá apenas la miró; tenía otras cosas más importantes que<br />
hacer. Acababa de comprarse un pasaje y el barco que lo lle-<br />
varía a Valparaíso zarpaba esa misma semana. Basta de trabajos<br />
infectos y de pellejerías. Bien valía la pena haber sacrificado su<br />
bella Barcelona por el oro del Nuevo Mundo pero no por lo<br />
que le había ofrecido el gobierno chileno al desembarcar: 44<br />
tablas, un montón de clavos para construirse una casa y no<br />
sólo potestad plena para matar indios si quería sus tierras, sino<br />
también plata y alabanzas si les cortaba las orejas y las llevaba<br />
a la oficina a cargo de la colonización. “Apenas me instale en<br />
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Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
Santiago vuelvo a buscarlos” fue lo último que le escuchó decir<br />
Luis Francisco a su padre.<br />
6<br />
Francisca se las arregló como pudo los primeros días, incluso<br />
las primeras semanas con ayuda de los vecinos. No le tenía<br />
miedo al trabajo pero con cuatro niños, el mayor que todavía<br />
no cumplía cinco años y una recién nacida, no veía por dónde<br />
podía entrar la luz a no ser que la trajeran los padres salesianos<br />
que tenían fama de caritativos. Si lloró Luis Francisco al sepa-<br />
rarse de su madre y sus hermanas, no lo sabremos nunca pero<br />
podemos conjeturar que sí, aunque más no fuera del susto de<br />
verse de la mano de un desconocido vestido de manera tan<br />
estrafalaria. Se dio vuelta a mirar su casa cuando iba a mitad de<br />
la cuadra y vio que la mamá había salido y le seguía hablando<br />
desde la puerta abierta aunque él no quería escucharla ni tam-<br />
poco le habría entendido. ¿Qué podía significar eso de que<br />
“apenas llegue tu padre te vamos a buscar”? ¿Cuánto tiempo<br />
es “apenas”? ¿No era acaso la misma palabra que había usado<br />
el papá? La hermana mayor, que andaba por los tres años,<br />
había salido jilibiosa detrás de la mamá y le tironeaba la falda.<br />
No lloraba porque se llevaban al hermano sino porque intuía<br />
que ella también correría la misma suerte y no estaba errada.<br />
Al otro día se la llevaron las Hijas de María Auxiliadora. De<br />
los dos, quizás fue ella la que sacó la peor parte. Si bien la<br />
pasión por hacer el bien era lo que guiaba a las monjitas, el velo
La t i t u d e s<br />
de la ignorancia les pesaba más en la cabeza por esa obcecada<br />
tenacidad del macho español, “la mujer honrada, la pata que-<br />
brada y en la casa” o, en la versión más rimada, “mujer que<br />
sabe latín ni pesca marido ni tiene buen fin”. Cuando una de<br />
las niñas se hacía pipí en la cama, la visión fantasmagórica del<br />
escarmiento las incluía a todas. En la semioscuridad del patio<br />
interior del convento rodeado de altos muros formaban dos<br />
hileras de niñitas, alumbradas por la luz cenicienta de la orfan-<br />
dad reflejada en sus largas camisolas blancas y por la llama<br />
indecisa de las candelas que tenía que llevar la niña que iba a<br />
ser denigrada o “curada”. La hacían pasar de un cabo al otro<br />
por entre las dos filas para que las niñas le gritaran “meona” y<br />
le fueran levantando el camisón, dejando al aire sus húmedas<br />
desnudeces. Si sufrió Luis Francisco humillaciones similares,<br />
el piano le eclipsó esos dolores. A los pocos años tocaba a los<br />
clásicos y había empezado a componer su propia música afin-<br />
cado en la confianza que nada ni nadie lo alejaría del piano.<br />
Cuando los dedos ya no le respondían, la emprendía con órga-<br />
nos, armonios y pianos inservibles arrumbados en los rincones<br />
y después de mucho armar y desarmar, el sonido de las teclas<br />
que se creían durmiendo el sueño de los justos volvía a resonar<br />
en las paredes de las salas vacías del convento. Pero el diablo no<br />
duerme ni deja dormir como decía la ñatita. Los años pasaban<br />
y las hijas querían conocer a su padre, más insistentes ahora<br />
que había salido del convento la que estaba con las monjas.<br />
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Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
8<br />
“Vámonos a Santiago, mamá. Aquí trabajas mucho y poco<br />
te cunde. Cuando encontremos a mi papá todo va a cambiar”,<br />
trataba de convencerla la que no había vivido con ella. Francisca<br />
se dejó llevar de puro cansancio y se fueron las cuatro a parla-<br />
mentar con los curas. Luis Francisco, que hacía rato sabía que<br />
nada de lo que hubiera fuera del monasterio le interesaba, se<br />
aterró al escuchar “hermano mayor”, “responsabilidad”, “car-<br />
rera”, “trabajo”, “plata” y otras sandeces que mejor ni mentar.<br />
Otra vez se le escapaba de las manos la opción de decidir y no<br />
le quedó otra cosa que aceptar el arreglo de seguir estudios<br />
“más prácticos” con los monjes de la misma orden en Santiago.<br />
El estudio de la medicina naturista fue el único amortigua-<br />
dor que tuvo entre las dos aversiones que le llenaban las horas<br />
del día, la contabilidad y la pedagogía. Todo había salido tan<br />
mal o peor de lo que él se había imaginado. Después de una<br />
incansable búsqueda las hermanas habían encontrado por fin<br />
al padre, bien instalado en la bigamia y otra vez con cuatro<br />
hijos. Francisca había encontrado trabajo en un bar y su hijo<br />
salió temblando de ira, la única vez que se aventuró a entrar,<br />
al ver cómo las miradas lascivas de los hombres se incrustaban<br />
en el cuerpo de esa mujer que apenas conocía pero que era<br />
su madre.<br />
De mal talante aprendió Luis Francisco todo que le<br />
enseñaron los salesianos en Santiago, salvo lo de las plantas
La t i t u d e s<br />
medicinales, y enrabiado con el mundo empezó a trabajar.<br />
Hacía un año que estaba en el banco donde tenía que sopo-<br />
rtar a diario las torturas a que lo sometían los colegas que lo<br />
veían por fuera como lo que realmente era: un jovencito alto<br />
de ojos amarillo-verdosos, apenas salido de la adolescencia,<br />
tan delgado que cuando se agachaba parecía una espiga cur-<br />
vada al suelo por el viento que no iba a poder enderezarse.<br />
Las palabras le salían de la boca como notas de las teclas de<br />
un piano y seguían resbalando cantarinas como las aguas por<br />
las piedras de un arroyuelo. Aprender a hablar con el acento<br />
santiaguino significaba una traición más a su piano que lo sabía<br />
mudo de nostalgia. Su ignorancia de las cosas del mundo era<br />
tal que hasta creía que los pedos eran cosa de hombres y no<br />
de mujeres.<br />
Ese día se aguantaría impasible hasta cobrar el cheque y no<br />
se despediría de nadie. Aunque hubiera habido alguien que<br />
mereciera un apretón de manos, él no podría habérselo dado.<br />
No soportaba el contacto físico. Lo único bueno que le había<br />
sucedido en el último tiempo era haber conocido la religión<br />
adventista. Le costó al principio cambiar el domingo por el<br />
sábado como día de reposo pero ya se había acostumbrado. El<br />
pastor lo había conectado con los colportores, que así les llam-<br />
aban en la iglesia a los que vendían libros de puerta en puerta y<br />
a eso se dedicaría por el momento. Ya había escrito un librito,<br />
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Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
Las ciencias ocultas de ultratumba a la luz de la edad moderna, y estaba<br />
ordenando apuntes de medicina naturista y dibujando plantas<br />
para un segundo libro. En poco tiempo estaría en condiciones<br />
de agregar los suyos a los de Ellen White y a los otros que le<br />
concesionaría a la iglesia. Chaucha por chaucha iría juntando<br />
para un piano que no sería nuevo pero igualito al suyo.<br />
10<br />
Ellen White fue la mujer que fundó la religión adventista en<br />
los tiempos en que Estados Unidos todavía no cuajaba y recor-<br />
rían el país innumerables santos, chamanes, predicadores,<br />
visionarios y charlatanes. Hablaban en lenguas, veían visiones<br />
y conversaban con las divinidades. Algunos creen que las<br />
visiones de Ellen se deben al mercurio que usaba el padre para<br />
hacer sombreros o a un piedrazo que le lanzó un compañero<br />
de escuela cuando tenía nueve años. Prácticamente le molió<br />
la nariz y la dejó por tres semanas entre la vida y la muerte.<br />
Enfermiza parece haber sido desde siempre y tal vez fue eso<br />
lo que la llevó a combinar la religión con preocupaciones más<br />
terrenas por la salud y la buena alimentación, acertándole por<br />
un lado y errándole por el otro. Según ella, la masturbación<br />
(además de ser pecado) es fuente de muchas enfermedades,<br />
incluso cáncer; el comer carne incentiva las pasiones ani-<br />
males; la comida picante deja la carne ardiendo y el alivio va<br />
en collera con el pecado. A ellos se debe el acierto comercial<br />
de la industria moderna de los cereales para el desayuno que
La t i t u d e s<br />
comenzó con los preparados de palomitas de maíz que hacía<br />
el Doctor Kellogg.<br />
¿Qué le ofrecía Ellen a Luis Francisco que no le ofrecía el<br />
Papa? Una vía directa a Dios sin intermediarios, liberándolo del<br />
“secreto de la confesión” (pesaba ya demasiado en su espíritu),<br />
el alivio de no tener que comer la carne de Cristo ni tomar su<br />
sangre en cada eucaristía y un infierno que no era eterno. El<br />
demonio se le aparecía en distintos disfraces en las pesadillas<br />
llevándoselo por los aires mientras él se agarraba con dientes<br />
y muelas a cualquier objeto que hubiera a mano. Los gritos<br />
se dejaban oír por todos los rincones hasta que alguien venía<br />
a despertarlo. Si Lucifer salía con la suya, el infierno católico<br />
lo tendría revolcándose en llamas vivas por eternidades sin fin<br />
desde el instante mismo de su muerte. Menos violento era el<br />
de los adventistas que empezaba el día del juicio final y las lla-<br />
mas se consumían casi junto con la carne.<br />
Y todavía quedaban otras nebulosas. La fundadora era<br />
una mujer que hasta sus maestros habían dicho que no servía<br />
para estudiar, había sido apedreada de manera brutal por un<br />
matón y la religión misma que había creado, cimentada en<br />
la firme creencia del segundo advenimiento de Cristo, había<br />
sufrido un terrible chasco en el mero comienzo de su existen-<br />
cia. Guiándose por “señales” como hambrunas, pestilencias,<br />
terremotos, estrellas fugaces, incluso un cometa que se detuvo<br />
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Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
en el cielo de América del Norte en marzo de 1843, Ellen y<br />
los más iniciados de su círculo fijaron la llegada de Cristo a<br />
la tierra para el 22 de octubre de 1844. Cuando la fecha se<br />
fue acercando los creyentes regalaron su casa, dejaron el tra-<br />
bajo y se fueron a los cerros vestidos de blanco a esperar a<br />
los ángeles que los llevarían al cielo. Aunque la desilusión fue<br />
indescriptible cuando pasó la fecha, ella no se dio por vencida<br />
y siguió insistiendo en que la venida de Jesús era inminente,<br />
pero ya no se atrevió a decir cuándo llegaría. Si con todos<br />
esos traspiés la mujer fue capaz de crear un imperio y escribir<br />
libros (aunque con la ayuda del marido que era más letrado<br />
que ella), ¿no había una lección aquí para Luis Francisco, que<br />
también había sido apedreado, vapuleado y macerado en la<br />
desazón del fracaso? Criado en la sencillez monástica, la inter-<br />
minable lista de prohibiciones que imponía la iglesia a sus<br />
feligreses no pareció importarle. Y ¿a qué atribuir el atractivo<br />
de la inminencia de la venida de Cristo si no al profundo e<br />
inconsciente anhelo de los espíritus torturados que haya un<br />
acabo de mundo que arrase de una vez y para siempre con toda<br />
la porquería humana?<br />
12<br />
Sólo una cosa le quedaba por hacer a Luis Francisco antes<br />
de montarse a la bicicleta y enfilar al norte. En ninguno de<br />
los bultos que había hecho con tanto cuidado iban sus diplo-<br />
mas. Los había dejado afuera para una ceremonia especial
La t i t u d e s<br />
que tenía que hacer a nombre suyo y de su piano el día previo<br />
a la partida. Esperó la hora en que sabía que la madre y las<br />
hermanas estarían en la casa y con sus tres diplomas bajo el<br />
brazo golpeó a la puerta. ¿Se alegraron las mujeres al verlo o<br />
lo miraron con recelo? Primero se negó a entrar pero aceptó a<br />
regañadientes cuando se acordó que para la escena que venía<br />
fraguando necesitaba una superficie que no fuera el suelo. Se<br />
sentaron las mujeres y él se quedó de pie. Sacó sus diplomas<br />
y los fue extendiendo uno a uno sobre la mesa ante los ojos<br />
deslumbrados de la madre y las hermanas que tenían miedo<br />
de sentirse orgullosas y con justa razón. “¿No es esto lo que<br />
querían?”, les preguntó. “Aquí los tienen”. Y salió dejándolas<br />
con la boca abierta y sin saber qué hacer con esos cartones de<br />
elegantes letras doradas que se quedaron mirando atónitos el<br />
cielo raso del comedor. Nunca más las volvería a ver.<br />
Una íntima sensación de bienestar se fue apoderando de<br />
su espíritu a medida que se iba alejando de las pobladas calles<br />
de Santiago para adentrarse por rutas desconocidas que lo<br />
llevarían ¿a la libertad? Al menos así lo creía él, pero a decir<br />
verdad era el regazo de la india yagana lo que andaba buscando<br />
a tientas. Se detenía en los lugares donde había iglesia y aunque<br />
no se atrevía a tocarlos, los enfermos que acudían a él se iban<br />
contentos, comiendo avena con leche, pan de trigo entero y<br />
sacándose las calenturas del cuerpo con agua fría. Aceptó la<br />
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Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
mayoría de las prohibiciones de Ellen pero no la del té, que<br />
para él era un buen estimulante del sistema nervioso. Tampoco<br />
se sumó al fanatismo de los cereales procesados sino todo lo<br />
contrario; mientras menos refinados, mejor. Arreglaba los pia-<br />
nos o armonios decrépitos que ya todos creían inservibles y<br />
seguía su camino. Los mares de Los Vilos y los de Coquimbo<br />
le calmaron un poco sus ansiedades pero era muy pronto<br />
todavía para echar anclas. Había que alejarse mucho más de<br />
esa ciudad testigo de su infortunio. Tostado por soles de sema-<br />
nas llegó a Antofagasta que era el último lugar poblado del<br />
norte donde había iglesia, totalmente inconsciente del alboroto<br />
que causaba entre feligresas púberes, jóvenes y adultas. La jefa<br />
de las diaconisas fue la que finalmente se lo llevó a su casa,<br />
mujer circunspecta y de buenos modales que vivía con una hija<br />
que siempre había sido delicada de salud y parecía ir decay-<br />
endo sin remedio. El fervor que ponía la joven en atenderlo,<br />
el temblor de las manos y el rubor que le subía a las mejillas<br />
haciéndole bajar la vista eran signos inconfundibles del mal<br />
de amor y hasta él tuvo que admitir que eso no se curaba con<br />
trigo entero ni avena, aunque los baños de agua fría podrían<br />
haber servido. El drástico cambio del encierro del monasterio<br />
al ejercicio de la bicicleta que lo exponía a los típicos calores<br />
antofagastinos le tenía los sentidos a flor de piel y las tenta-<br />
ciones abundaban. Cada vez que lo azuzaba el aguijón de la<br />
14
La t i t u d e s<br />
carne le parecía escuchar a Ellen amonestándole al oído “No<br />
sexo antes del matrimonio” y con la enamorada Goyita ahí<br />
mismo, al alcance de la mano, mejor casarse que quemarse. El<br />
nacimiento de la hija un año más tarde y el repunte de la anti-<br />
gua tuberculosis la dejaron tan debilitada que al poco tiempo<br />
se le iba dejándolo otra vez en el abandono. Aunque en esa<br />
casa había encontrado Luis Francisco lo más parecido a un<br />
hogar, no sabía llorar ni apiñarse como lo hacen naturalmente<br />
los miembros de la familia humana en casos de catástrofe. Se<br />
echó a andar al alba y no paró hasta llegar a la cumbre del cerro<br />
cuando el sol ya había empezado a descender. Se sentó a mirar<br />
la ciudad que se divisaba a lo lejos y, sin saber cómo echar<br />
fuera su duelo, dejó que las notas que le habían empezado a<br />
sonar en la cabeza se fueran reacomodando solas mientras el<br />
rostro de la Goyita daba paso a otros rostros, algunos de una<br />
fealdad espantosa. Se sentó detrás de un peñasco sorteando<br />
los rigores de las noches nortinas pero el frío se le metía por<br />
dentro y por fuera. Se acurrucó lo mejor que pudo y cuando<br />
ya lo iba ganando la somnolencia, le apareció el rostro sereno<br />
y transparente de la india generosa que lo había alimentado de<br />
su leche, abrigándolo primero con su cuerpo y luego con pieles<br />
de lobos marinos.<br />
Era cierto que Luis Francisco había cambiado de religión<br />
pero eso no significaba que los demonios que lo habitaban<br />
15
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
tuvieran que cambiarse de casa; simplemente le hicieron un<br />
huequito a los de la nueva iglesia. Los curas le habían enseñado<br />
a no dejarse tocar por nadie y que si llegara a ocurrir debía cor-<br />
rer a confesarse y mantener sellado el secreto de la confesión si<br />
no quería quemarse vivo en las llamas del infierno eterno. “No<br />
sexo antes del matrimonio” y una mínima dosis después, decía<br />
Ellen White. “Venimos al mundo con una cuota precisa de<br />
energía sexual que se va agotando con el uso”. El matrimonio<br />
le había dado a Luis Francisco la sanción que necesitaba para<br />
tocar y ser tocado sin sentirse culpable ni correr al confesion-<br />
ario. Las ansias salvajes con que había buscado el cuerpo de<br />
la Goyita de día o de noche bajo las sábanas nada tenían que<br />
ver con el deseo de posesión, la mera idea de poseer a un ser<br />
humano lo trastornaba, sino la necesidad de saciarse del calor<br />
de la piel de un cuerpo que no fuera el suyo. No se le cruzaba<br />
por la mente la idea que quizás eso no era suficiente para la<br />
mujer. Los meses pasaban y la falta de contacto físico se le fue<br />
haciendo tan insoportable que no vio otra salida que irse para<br />
evitarle una pena a su suegra que a su manera había llegado a<br />
quererla. La hija quedaba en muy buenas manos con la abuela<br />
y ya había cumplido tres años, edad que, en su experiencia, los<br />
niños ya pueden prescindir del padre.<br />
16<br />
Los antofagastinos no perdían ocasión de comentar el<br />
gran éxodo que produjo el cierre de las oficinas salitreras y
La t i t u d e s<br />
los coletazos de la Gran Depresión posguerra. Hablaban de la<br />
dulzura de las uvas y los duraznos del fértil valle de Elqui, de<br />
la ciudad de La Serena que se destacaba como una gemita con<br />
su faro y las innumerables iglesias, y Coquimbo, su hermana<br />
siamesa, nada más diferentes en carácter, unidas para siem-<br />
pre a su destino por una franja de mar. Apenas unas pocas<br />
calles centrales con gente pobre encumbrada en los cerros<br />
era el Coquimbo de ese entonces, y allá se iban los que no<br />
tenían otro sustento que el que les daba la generosidad de la<br />
Playa Changa. Como si hubiera sabido del mal que aquejaba al<br />
mundo, les ponía los peces prácticamente en las manos para<br />
que pudieran saciar el hambre. Los más emprendedores hacían<br />
hornos de barro donde ahumaban el pescado con aserrín y se<br />
iban recorriendo las calles con su canasta de olores apetitosos<br />
cubierta por un mantel blanco. Ahí llegó Luis Francisco, bron-<br />
ceado por semanas de bicicleteo. No le fue difícil dar con la<br />
iglesia adventista, y el pastor le recomendó alojarse donde una<br />
mujer piadosa, que había capeado bien la Crisis con un taller<br />
que había puesto en su misma casa. Una de las aprendices que<br />
más prometía era Nilda, que había golpeado a la puerta bus-<br />
cando a su hermana Ema. Le bastó a doña Cirila saber que<br />
era huérfana y que se había criado en el convento con monjitas<br />
católicas para darse con alma, corazón y vida a la tarea de con-<br />
vertirla a la “verdadera” religión. Cuando doña Cirila llamó a<br />
17
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
las operarias para presentarles al joven que venía llegando de<br />
Antofagasta, Nilda reconoció al instante la mirada amarillo-<br />
verdosa que se incrustaba en sus pupilas y de ahí se le metía al<br />
vientre mordiéndole las entrañas.<br />
18
NILDA<br />
Una cosa era segura: Nilda nunca se iba a morir de hambre.<br />
Alta y fuerte como sus antepasados, venía en línea recta de las<br />
cuidadoras del fuego de una tribu cuyos últimos descendientes<br />
se habían radicado en Agua de la Gloria cerca de Concepción,<br />
cansados de huir de la rapiña de los conquistadores que mata-<br />
ban a los machos para robarles las tierras, los animales y las<br />
mujeres. Quizás fue ese oficio ancestral el que dejó su huella<br />
en los genes de esas mujeres a las que todo lo malo que les<br />
entraba por la cabeza les salía por los pies, dejándolas tan puri-<br />
ficadas como si las hubiera lamido el fuego. Nada tenían que<br />
envidiarles a las amazonas de las que le hablara Cortés en una<br />
de sus cartas a Carlos V, maravillado de que hubiera mujeres<br />
que vivían tranquilas y contentas en su isla, sin varón alguno.<br />
Bastaban una o dos visitas al año de hombres de la tierra firme<br />
para mantener sano el equilibrio de la población. La isla entera<br />
se estremecía entonces en una frenética copulación de cuerpos<br />
brillantes de sudor al calor de fogatas que crepitaban por aquí<br />
19
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
y por allá a orillas del agua, enardecidos los hombres por las<br />
visiones arrebatadas que les provocaban los fermentos de fru-<br />
tas, bichos y yerbas preparados especialmente para la ocasión.<br />
A la mañana siguiente, cuando los visitantes empezaban a aco-<br />
modarse al calorcito de los troncos todavía rojos esperando un<br />
suculento desayuno para saciar otras hambres, las adolescentes<br />
que participarían en la próxima primavera se aseguraban que<br />
ninguno de ellos se quedara en la isla y ahí daban pruebas<br />
de su puntería espantando con sus flechas a cualquier barca<br />
sospechosa que se hiciera la remolona con la esperanza de con-<br />
tinuar el jolgorio. “Las que quedan preñadas”, decía la carta, “si<br />
paren un hombre se lo mandan al padre y si es mujer la guardan<br />
consigo y le cauterizan el seno derecho para que no le crezca y<br />
pueda manejar las armas y los arcos porque son mujeres guer-<br />
reras que luchan continuamente contra sus enemigos…”.<br />
20<br />
¿Cómo sabía Nilda que de haber continuado con las guer-<br />
ras ella habría sido ungida para esa sacra misión? “Cubre tu<br />
frente por respeto a los dioses que te hicieron cuidadora del<br />
fuego”, le decía la india que se le aparecía en los sueños vestida<br />
con ropas ceremoniales. Nilda hubiera querido deleitar la vista<br />
con tanto árbol, en la espesura de un bosque que jamás había<br />
visto pero la mujer le enseñaba a esperar. “La recompensa<br />
de la paciencia es paciencia”, le decía escudriñando a lo lejos,<br />
siempre a lo lejos, sin dejar de cubrir los últimos vestigios de
La t i t u d e s<br />
rescoldo. A veces le tomaba tanto tiempo borrar todo indicio<br />
de la presencia de los suyos que la angustia le iba marcando<br />
la cara, especialmente cuando los troncos de las rucas que los<br />
hombres acarreaban desarmadas ya no se distinguían ni siqui-<br />
era como un puntito en la lejanía. Aun a riesgo de perderles la<br />
pista para siempre si el enemigo aparecía antes que ella hubi-<br />
era borrado todo rastro, tenía que esperar escondida entre los<br />
árboles, rogándole al viento que le fuera propicio y no delatara<br />
su presencia.<br />
Todo ese mundo de bosques y lagos había dejado Amador,<br />
el padre de Nilda, en los tiempos en que las guerras cuerpo<br />
a cuerpo habían terminado, dejando otras menos sangrientas<br />
pero no por eso menos crueles. Tanto había guerreado su gente<br />
y por tantas generaciones contra foráneos que se adueñaban de<br />
sus tierras que el afán de castigo se les incrustó en los genes.<br />
Sabida cosa es que la violencia engendra violencia y que vuelve<br />
difuso el blanco original que a veces se mete dentro de uno<br />
mismo o convierte hasta los aliados en enemigos.<br />
Amador emprendió la huida a los catorce años y llegó al<br />
otro extremo de Chile a los veintidós. Y si no hubiera sido por<br />
Amalia que se dio maña para conquistar a ese hombre arisco,<br />
más diestro que ninguno de los que ella conocía en todo tipo de<br />
oficios, habría seguido cruzando fronteras como si el diabólico<br />
látigo del abuelo hubiera tenido el poder de enroscarse como<br />
21
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
víbora ponzoñosa en su cuerpo y lacerarle las carnes desde<br />
cualquier distancia. No había secretos que no supiera de la cría<br />
y cuidado de los animales del campo y en eso se ganaba la vida.<br />
Así, de trabajo en trabajo, se le fue yendo lo que le quedaba de<br />
niñez y se convirtió en un hombre alto y fuerte, de piel morena<br />
y pómulos salientes, pelo grueso y liso. Él hubiese querido más<br />
tiempo para juntar dinero e instalarse bien, pero la naturaleza<br />
tiene sus propias urgencias. Se casaron con lo justo y necesario<br />
para instalar una pensión en una de las oficinas salitreras y<br />
allí formaron la familia que ahora se les empezaba a desmo-<br />
ronar. “En este infierno no hay escuelas, no hay hombres, no<br />
hay nada”, le dijo Berta, la mayor, a Amalia después de una<br />
gresca fenomenal con el padre. “Si no me sacan de aquí me<br />
suicido”. Y los tres sabían que no era una amenaza hueca de<br />
un momento de rebeldía porque ya lo había intentado. “Debe<br />
ser culpa mía”, pensó Amador; “no debí haberla maldecido<br />
por haber llegado a destiempo”. Habría sido tan fácil poner el<br />
restaurante que él le había prometido a Amalia trabajando los<br />
dos solos. Y como era demasiado tarde para reparar ese daño,<br />
volvió a maldecir el momento en que nació esa hija. Si al menos<br />
hubiera sido hombre, pero no, ya tenía cinco hembras y el niño<br />
no llegaba. “No tiene que irse mi papá con nosotros”, trató de<br />
explicar Berta. “Si nos vamos a Taltal donde hay escuela, él<br />
puede ir a visitarnos”. Eran las hormonas las que hablaban por<br />
22
La t i t u d e s<br />
ella y conocía al padre lo suficiente como para saber que con él<br />
al lado no había esperanzas de novio. La respuesta de Amalia<br />
no se hizo esperar: “Prefiero dejarlas a todas ustedes antes que<br />
dejar a mi marido”.<br />
Liquidaron el negocio y vendieron lo que pudieron. La vic-<br />
toria que le había servido a Amador para traer pasajeros a la<br />
pensión estaba hasta el tope con lo esencial, las niñas ya sen-<br />
tadas, cuando Amalia se dio cuenta que no había lugar para<br />
el perro. Pocas eran las cosas en que ella tenía voz y su perro<br />
no iba a correr la misma suerte que los caballos. Rebuscó en la<br />
canasta donde se acordaba haber metido el ovillo de lana roja<br />
atravesado por el crochet y en un dos por tres le tejió botines<br />
al Valiente para que se fuera trotando al lado de la victoria<br />
sin destrozarse las patas. Recién entonces enfilaron rumbo a<br />
Taltal. Nilda era la penúltima y el brazo derecho de Amador<br />
desde que cumplió los cinco años y a ella se había llevado<br />
al cerro para que le ayudara con los caballos. Lo acompañó<br />
en silencio, sin sorprenderse de ver llorar a ese hombre alto<br />
doblado hacia la tierra con la cabeza entre las manos, el eco<br />
de los disparos todavía resonando en los cerros. A los pocos<br />
meses y bajo estrellas nada propicias nacía el tan ansiado varón.<br />
El dinero que había logrado juntar Amador con la esperanza<br />
de poner un negocio se les iba por entre los dedos con el pago<br />
del arriendo y la comida que subían cada día por las bandadas<br />
23
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
de gente que llegaban desde las distintas oficinas salitreras.<br />
Nilda gobernaba la mula que usaba Amador para sacar agua<br />
del pozo y salían a venderla. A veces la despertaba a la una<br />
de la madrugada creyendo que era la luz del alba. “Perdone<br />
hija, me engañó la luna”, le explicaba, pero igual se quedaban<br />
trabajando a la par. El agua era el bien más preciado después<br />
del sucio dinero y la noria era el lugar predilecto de las may-<br />
ores para entretener al menor. Ya habían pasado seis meses del<br />
parto y Amalia no levantaba cabeza y el ver a su familia sumida<br />
en la miseria no hacía más que aumentar su depresión. El cielo<br />
raso de la salita era de una tela gruesa que empezaba a relajarse<br />
en algunas partes y la pobre Berta, que a estas alturas se creía<br />
la causante del cierre de las salitreras, de la guerra mundial, la<br />
Depresión y todos los males de la familia, lo golpeaba inútil-<br />
mente con la escoba, esperanzada de ver caer tesoros olvidados<br />
por los antiguos dueños. Mientras tanto, Nilda había descubi-<br />
erto que las tablas del piso estaban sueltas y con su hermana<br />
Ema se las arreglaban para arrastrar con un zuncho mone-<br />
das desparramadas por el suelo hasta dejarlas al alcance de la<br />
mano. Nadie más que el tendero de la esquina donde iban a<br />
comprar dulces parecía interesarse en las monedas y les hacía<br />
miles de preguntas.<br />
24<br />
Amalia tuvo su primer ataque al corazón cuando las may-<br />
ores llegaron a su cama con el cuerpo sin vida del bebé. Se les
La t i t u d e s<br />
había muerto en las manos de puro susto en una de esas visitas<br />
a la noria donde lo metían y lo sacaban justo antes que tocara<br />
el agua. De ahí al descalabro final no pasó mucho tiempo.<br />
Unos días después del segundo ataque Amalia llamó a su lado<br />
a las cinco hijas para despedirse. Una a una les fue pasando<br />
la mano y diciéndole adiós. “A ti te encargo a las niñas”, le<br />
dijo a la segunda. “Yo soy la mayor”, protestó Berta, “tengo 17<br />
años”, pero la madre ni siquiera se dignó a responderle. Los<br />
días que siguieron a esa despedida fueron tétricos. Amalia se<br />
resistía a irse sola y en todos los cuartos se escuchaba el lla-<br />
mado cada vez más apremiante que no se extinguió hasta que<br />
se le fue el último soplo de vida: “Ponte el sombrero, Amador.<br />
Vente conmigo. Nilda, pásale el sombrero a tu padre. Tenemos<br />
que irnos”.<br />
De la mano entraron Nilda y Ema al convento y en palabras<br />
de niñas pactaron no separarse jamás. Sor Evangelina nunca<br />
le preguntaba a Nilda si sabía o quería hacer algo y así le fue<br />
delegando muchos de los deberes que ella misma hacía cada<br />
día con mayor dificultad. La única vez que flaqueó la ilimitada<br />
confianza que le inspiró desde el instante que puso los ojos en<br />
ella fue después de haberle pasado un par de tijeras, un delantal<br />
blanco y una navaja: “Las niñas tienen el pelo demasiado largo,<br />
Nilda”. Ella tomó las tijeras y empezó a cortar, a emparejar, a<br />
pulir con la navaja; y “cortando, cortando se fue acabando”.<br />
Al terminar la faena, el cuello se les había alargado hacia la<br />
25
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
cabeza y todas lucían nada más que un penacho redondo de<br />
pelo arriba en la coronilla, todo lo demás había desaparecido.<br />
“No pueden salir a ninguna parte hasta que les crezca el pelo”,<br />
sentenció Sor Evangelina. El tiempo se medía por las horas<br />
y minutos que faltaban para esa salida y Nilda, que lo sabía<br />
muy bien, le rogó a la mujer que las cuidaba de noche que le<br />
enseñara a tejer. La semana se les pasó más rápido que otras<br />
deshaciendo chalecos viejos, lavando lana y haciendo ovillos.<br />
Cuando llegó la ansiada tarde del paseo semanal, Nilda las<br />
tenía a todas con un sombrerito tejido a crochet.<br />
26<br />
“Ves esa estrella, Nilda, la más brillante”, le decía Sor<br />
Evangelina empujándola suavemente al patio cuando la veía<br />
triste. “Esa es tu madre que te mira y te cuida desde el cielo”<br />
y ella retomaba contenta el peso del convento en sus hombros<br />
de niña. “Estas sábanas están muy negras, parecen brevas del<br />
año pasado” y se las iba sacando una a una de la soga ya enjua-<br />
gadas y estrujadas para volverlas a echar a la artesa. ¿Resentía<br />
Nilda esos desmanes? Cuando terminaba por segunda vez el<br />
lavado junto con la caída del sol, se apersonaba con la falda<br />
mojada sabiendo que la monjita fingiría horrorizarse y le pre-<br />
pararía una humeante taza de chocolate. La dicha tenía en ese<br />
momento el color y el aroma del chocolate y no había nada<br />
mejor para el alma que ver la preocupación que mostraba la<br />
cara de Sor Evangelina.
La t i t u d e s<br />
“No quiere que nosotros la cuidemos, Nilda”, le habló un<br />
día con toda ceremonia la madre superiora después de llama-<br />
rla a la capilla. Hacía días que nadie había escuchado la tos de<br />
Sor Evangelina por los pasillos y Nilda la echaba de menos.<br />
“Se dejaría cuidar por ti, estoy segura, por nadie más”, y la<br />
llevó a la habitación que ella nunca había visto. Un catrecito<br />
de fierro de los mismos que usaban las niñas, una cajonera y<br />
un gran crucifijo era todo el mobiliario. La tarea de Nilda era<br />
bañarla, darle de comer, vestirla y ayudarla a llegar a la terraza<br />
para que tomara un poco de sol. “Qué zapatitos más lindos”<br />
no pudo dejar de decir un día cuando la estaba vistiendo. “Son<br />
de charol”, le explicó la monjita y Nilda pensó que el charol era<br />
lo más hermoso que había conocido y hasta se los probó y dio<br />
unos pasos por la habitación mientras Sor Evangelina dormía o<br />
fingía dormir. Le calzaban perfecto. “Báñame Nilda, que qui-<br />
ero estar limpia para recibir a mi Señor”, le pidió un sábado.<br />
Hacía un par de días que no quería salir a tomar sol y apenas<br />
tocaba la comida. “La ropa del último cajón”. Y Nilda tomó en<br />
sus manos un ajuar nuevo que era el mismo que había usado<br />
Sor Evangelina en su boda con Cristo. Al día siguiente, cuando<br />
fue a hacerle los menesteres de costumbre se encontró con una<br />
puerta sellada y unos zapatitos de charol. La tuberculosis había<br />
ganado otra batalla. “Pidió ser enterrada en pie de media,<br />
Nilda. Quería que tú te quedaras con sus zapatos”. La madre<br />
27
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
superiora le explicó lo que significaba ser novicia y aunque la<br />
diferencia real era más trabajo y un pañuelo blanco que tendría<br />
que llevar en la cabeza, recibió contenta las llaves que le daban<br />
acceso a los recintos más íntimos del convento. Junto con los<br />
zapatos de Sor Evangelina había heredado la responsabilidad<br />
de limpiar y poner flores frescas en los lugares de adoración.<br />
La alegró saber que podría mirar de cerca y hasta tocar a la<br />
virgen que más le gustaba, la que siempre la había recibido<br />
con los brazos abiertos, a pesar que otras niñas la habían visto<br />
llorar, los brazos desanimados y tristes colgando sin vida a los<br />
costados del cuerpo.<br />
28<br />
Una pena secreta consumía a Nilda, que realmente no era<br />
una pena sino una vergüenza. Ya iba a cumplir once años y no<br />
sabía leer ni escribir. El ser novicia no había hecho más que<br />
ahondar su tristeza. ¿Cómo iba a llegar a madre superiora sin<br />
poder leer los libros que ella leía y que la hacían tan sabia? Y<br />
qué linda letra tenía si tan solo pudiera descifrar lo que decían.<br />
Se levantó un día más temprano para tener tiempo de conver-<br />
sar con la virgen y explicarle el problema que atormentaba su<br />
alma de noche y de día. Sonriente y con los brazos extendidos<br />
la recibió la virgen y Nilda se encaramó en la mesa y empezó<br />
a contarle sus cuitas mientras le iba sacando el polvo con el<br />
mayor cuidado. Terminó de pulir la parte del frente y concien-<br />
zuda empezó a limpiar la parte de atrás con el mismo amor
La t i t u d e s<br />
que había puesto al bañar a Sor Evangelina. Tan concentraba<br />
estaba en su petición que tuvo un momento de parálisis. ¿Qué<br />
eran esos globos de caucho detrás de los ojos? Le dio un apret-<br />
oncito tentativo a uno porque se notaba que algo tenían dentro<br />
y se volvió a mirar a la virgen de frente. Una gruesa lágrima le<br />
resbalaba triste y solitaria por la mejilla izquierda. “Perdóname<br />
si fui yo la que te hice sufrir”, le dijo en voz alta, la mente hecha<br />
alondra buscando a ciegas la puerta de la jaula. Volvió a la<br />
parte de atrás y esta vez apretó el globo del lado derecho. Se<br />
bajó de la mesa, y ya menos agitada se sentó frente a la virgen.<br />
Sabía que no podría dejar de quererla porque no tenía otra<br />
madre a quien amar. Una seguridad de mujer adulta animaba<br />
sus movimientos otra vez encima de la mesa, auscultando cada<br />
detalle del cuerpo de la virgen. Los brazos eran móviles y no le<br />
fue difícil ponerlos en la posición en que los veían las niñas que<br />
se portaban mal. Le prometió guardarle el secreto, secándole<br />
con cariño las lágrimas de agua mientras las de ella corrían<br />
llenas de sal por sus mejillas. Le puso los brazos como a ella le<br />
gustaba verlos y salió cabizbaja, cerrando la puerta con llave.<br />
Y el milagro se produjo. A los pocos días llegaba Amador<br />
a buscarla. Ya habían pasado casi cuatro años de la muerte<br />
de Amalia, se había agenciado una mujer y un trabajo para<br />
el que necesitaba a Nilda. Dos concesiones le pidió ella entre<br />
anhelante y temerosa. Sabía bien que la palabra del padre era<br />
29
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
ley: que Ema se fuera con ellos “y no se preocupe usted que yo<br />
puedo hacer mi parte y la de ella”, y que le dejara unas horas<br />
del día para aprender a leer y a escribir.<br />
30<br />
En tres años hizo los seis de la escuela primaria, aprendiendo<br />
de memoria los libros que usaban en su curso y en el superior,<br />
rogando a las maestras que le enseñaran lo que no estaba en el<br />
libro. Las tablas de multiplicar las aprendió cantando y nadie<br />
le ganaba en rapidez a multiplicar, sumar, restar y dividir. Las<br />
letras tenían el color del charol y el sabor del chocolate caliente<br />
y le hablaban en un idioma que le dejaba las tripas igual de<br />
calentitas y con ansias de más. Las palabras tenían el poder de<br />
llevarla a lugares que ni en sueños se habría imaginado. Desde<br />
los tiempos del arduo trabajo de sacar agua del pozo, la incom-<br />
parable belleza de la aurora la fortalecía con esa claridad serena<br />
instaurada en el milagroso silencio de la vida misma. Como<br />
si eso fuera poco, ahora le salían al encuentro auroras bore-<br />
ales. ¿Llegaría un día a conocer a alguien que hubiera visto tal<br />
maravilla? Podía recitar de memoria cualquier poema, fábula<br />
o relato de los libros de lectura y su letra ya no tenía nada que<br />
envidiarle a la de la madre superiora. Tampoco quedaría ella<br />
de ejemplo vergonzoso en un libro de lectura como le pasó a<br />
esa niña que además de floja era enamoradiza: “cuerudo guan”<br />
había escrito en la carta en vez de “Querido Juan” y ni hablar<br />
de los riesgos de una mala puntuación. Cuántas herencias se
La t i t u d e s<br />
habrán perdido por la negligencia de hombres que pusieron<br />
más empeño en ganar dinero que en aprender a poner bien las<br />
comas y los puntos. “Dejo mis bienes a mi sobrino Pedro no<br />
a mi sobrino Diego”, decía el testamento. “¿Dejo mis bienes a<br />
mi sobrino Pedro? No. A mi sobrino Diego”, fue lo que quiso<br />
decir mi tío, Su Señoría, alegaba Diego. Tiene razón, pensaba<br />
el Juez y Pedro también tiene razón: “Dejo mis bienes a mi<br />
sobrino Pedro, no a mi sobrino Diego”.<br />
“Si usted le da permiso, Don Amador, yo la mando a La<br />
Serena, a la Escuela Normal y me encargo de todos los gastos”,<br />
le dijo la directora después de haber golpeado tímidamente<br />
a la puerta de la casa. “Son nada más que dos años para ser<br />
maestra primaria”. Miró Amador el rostro de su hija que trans-<br />
parentaba la misma serena confianza del clarear del día y sintió<br />
el olor de los bosques y el rumor de las aguas que había aban-<br />
donado de niño en el sur. Vio verdear las vastas extensiones<br />
de trigo y maíz en los campos de la familia, la leche formando<br />
nata al fogón de la ruca, la abuela sentada al telar tejiéndole<br />
la manta que llevaba puesta el día de la huida y supo que no<br />
podría dejarla ir, ni ahora ni nunca. El destino no le había dado<br />
madre ni padre, le había quitado a la esposa y al varón que<br />
tanto había anhelado, pero nadie podría arrebatarle a la única<br />
persona que quería tener a su lado cuando le llegara la hora de<br />
la muerte. “Dame una pala y mándame a cavar mi sepultura”,<br />
fueron las palabras que sellaron el futuro de Nilda.<br />
31
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
32<br />
Ya los coletazos de la guerra mundial y de la Crisis eran<br />
insostenibles. El reemplazo del salitre natural por el sintético<br />
hizo más patente aún la inútil muerte de tantos muchachos<br />
peruanos, bolivianos y chilenos que la codicia de nacionales y<br />
extranjeros había mandado a los campos de batalla. Los bol-<br />
sillos que se habían llenado con el “oro blanco” empezaron<br />
a mirar desesperados a otros lados y como los metales no<br />
escaseaban muy pronto nacería el cobre. Desocupados y ham-<br />
brientos poblaban las calles esperando la caridad de los pocos<br />
que podían permitírsela. En bandadas acudían a las puertas<br />
de la iglesia donde sabían que Nilda repartiría pan. Miles de<br />
manos alzadas, no se sabe si al cielo o a ella. La visión de esos<br />
cientos de manos suplicantes, chicas, grandes, sucias y limpias<br />
la perseguiría toda su vida junto con la urgencia de esos ruegos<br />
en todos los tonos y susurros.<br />
Trabajo no había en ninguna parte para nadie, plagado<br />
como estaba el mundo por las miserias de la guerra. Ema que<br />
era menudita, de contextura delicada como la madre no había<br />
conocido las asperezas del trabajo duro. Se había quedado los<br />
seis años de rigor terminando la escuela primaria, compen-<br />
sando la edad con una inclinación especial a la farmacéutica<br />
que aprendía por su cuenta y no veía otra salida que irse a La<br />
Serena. “No llores Nilda, que apenas me instale les aviso y se<br />
vienen conmigo”. En la última carta Ema le contaba que había<br />
conocido a un hombre “tan bueno, que cuando estoy triste me
La t i t u d e s<br />
seca las lágrimas con su propio pañuelo”. Estaba trabajando de<br />
cocinera y allanando el camino para recibirlos. “Vente Nilda,<br />
que aquí nos arreglamos”. Y ella había partido sin más, sedu-<br />
cida con la idea de un trabajo como el que la suerte le había<br />
dado a su hermana, pero tuvo que arreglárselas sola porque<br />
todas las pistas que seguía para encontrar a Ema iban a dar a<br />
callejones sin salida.<br />
Eran tiempos de milagros y como Nilda era milagrera<br />
al poco tiempo descubría el secreto de la Playa Changa en<br />
Coquimbo. La mansedumbre de las aguas la dejaba internarse<br />
mar adentro por un piso limpio de arena dura hasta llegar a los<br />
bancos de machuelos. Se habían fabricado un horno de barro y<br />
ella preparaba y ahumaba el pescado que Amador iba a vender<br />
a La Serena. Tanto había y para todo el que quisiera ir a sacar<br />
que al poco tiempo dejó de ir a la playa y se lo compraba a los<br />
hombres que iban a vendérselo a la misma casa por el puro<br />
gusto de oírla cantar mientras limpiaba el pescado, lo adobaba<br />
y lo colgaba al aire igual como había colgado tanto calzón y<br />
camisola de las niñas del convento. Descalzos y con los pan-<br />
talones arremangados se quedaban los pescadores rondando<br />
por el patio, sin querer separarse del aroma que se escapaba<br />
del horno, seguros que cuando los machuelos estuvieran listos<br />
Nilda pondría a un lado los que se habían partido y los invi-<br />
taría a hartarse.<br />
33
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
34<br />
Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses<br />
y Ema no aparecía. La tierra se la había tragado sin dejar la<br />
menor huella de su paso por la ciudad. Hasta la carta que le<br />
había escrito terminó perdida en algún rincón, ajada como piel<br />
de viejo de tanto acarreo. No pasó lo mismo con las esperanzas<br />
de Nilda, que no se cansaba de encargar a conocidos y extra-<br />
ños “Avíseme si la ve por ahí. Es bajita y delgada, pelo largo<br />
y ojos almendrados”. Un día alguien le habló de un taller, de<br />
una señora que enseñaba a trabajar a las mujeres sin oficio que<br />
llegaban al pueblo de las salitreras del norte, y a su puerta llegó<br />
Nilda soplando el rayito de esperanza de dar con su hermana.<br />
Lo primero que escuchó cuando se abrió la puerta fue el tictic-<br />
tic de las máquinas aparadoras. Doña Cirila la invitó a entrar,<br />
pensado que venía como todas, en busca de trabajo. Aunque<br />
tampoco Ema había pasado por ahí, Nilda halló algo que la<br />
volvió a hacer sentir la alegría de aprender cosas nuevas: el arte<br />
de hacer zapatos y una nueva religión. La cara de la virgen<br />
que tanto amaba de a poco se iba disolviendo en las enseñan-<br />
zas de un Cristo humano que escuchaba las súplicas de los<br />
pobres no importa cuán humildes fueran y un Dios “fuerte y<br />
celoso” que, como Amador, estaba contento y la amaba si hacía<br />
su voluntad. Si no, su ira se dejaba sentir “hasta la tercera y<br />
cuarta generación”. También conoció lo que era la solidaridad<br />
entre iguales, especialmente en los días de invierno cuando
La t i t u d e s<br />
llegaba con la ropa mojada y las compañeras reacomodaban<br />
las máquinas en un círculo y la dejaban al medio, que el calor-<br />
cito de todas le secara la ropa. Pero había algo que no había<br />
buscado y que la encontró a ella el día que Doña Cirila reunió<br />
a las operarias para presentarles al joven que venía llegando de<br />
Antofagasta. Nilda reconoció al instante la mirada amarillo-<br />
verdosa que se incrustaba en sus pupilas y de ahí se le metía al<br />
vientre mordiéndole las entrañas.<br />
35
ENRIQUE<br />
—Me voy mamá—decía Enrique cada cierto tiempo. Era el<br />
mayor de la familia y los perros, los pájaros y el fútbol eran<br />
su pasión. Se llevaba su plato de comida al fondo del patio<br />
y sentado en el suelo repartía una cucharada a cada perro y<br />
la tercera para él. Había construido enormes jaulas para los<br />
canarios, sabía armar las parejas y elegir los yuyitos que les<br />
dejaba en los rincones para que ellos mismos eligieran con qué<br />
hacer su nido. A la cancha teníamos que ir a buscarlo cual-<br />
quiera de nosotros, los menores, cuando se acercaba la noche<br />
y no aparecía. Un día lo trajeron con el hueso de la canilla<br />
asomando fuera de la piel, pero apenas le sacaron el yeso, a<br />
la cancha otra vez. Y así transcurría la vida en la superficie<br />
mientras corrían aguas más frías por debajo que no hacía falta<br />
nombrar. Las conocíamos bien y tocaban a los hombres y a<br />
las mujeres de manera distinta. Algún día había que irse del<br />
pueblo y los hombres no tenían la opción de casarse para que<br />
los mantuvieran.<br />
36
—Me voy mamá—.<br />
—Cuando seas más fuerte que yo, hijo—.<br />
La t i t u d e s<br />
Y aunque lo oíamos jurarle que esta vez sí, que estaba seguro,<br />
todos sabíamos que eso era un imposible. La mamá había<br />
heredado la fuerza y la persistencia de los ancestros mapuches<br />
que al decir de Ercilla elegían de jefe al que demostraba mayor<br />
fortaleza física, pero igual hacíamos ronda alrededor de ellos<br />
en la mesa de la cocina para presenciar el match que terminaba<br />
invariablemente con el brazo de Enrique vencido en la mesa.<br />
Los dos reían entonces y la mano de la mamá se demoraba<br />
apenas un poquito más de lo necesario en la de ese hijo que<br />
todavía no la vencía y nosotros aplaudíamos riendo, contentos<br />
de verlos reír. A veces, cuando el trabajo de ella se lo permitía,<br />
hacían un recorrido por las jaulas. Mientras Enrique les cam-<br />
biaba el cáñamo o el alpiste añejo y ponía agua fresca en los<br />
pocillos, la mamá los hacía cantar. Se detenía frente a la prim-<br />
era jaula imitándoles el gorjeo y cuando tenía cantando a los de<br />
esa jaula pasaba a la otra y así hasta terminar con una algarabía<br />
de padre y señor mío.<br />
—Me voy mamá—.<br />
—Cuando seas más fuerte que yo, hijo—.<br />
Todavía me faltaba mucho para llegar a entender que la<br />
fuerza del amor mueve montañas y Enrique, que acababa de<br />
cumplir los dieciocho años, se había enamorado. El fútbol, los<br />
37
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
canarios y los perros habían pasado a segundo plano y lo dom-<br />
inaba la urgencia de poner la distancia de un viaje entre él y su<br />
amada para poder mandarle una carta con algo que ofrecerle:<br />
“Vente Mirita, explícale a tu mamá y tomas el tren. Dile que ya<br />
soy hombre, que estoy ganando un sueldo”.<br />
38<br />
—Ya soy más fuerte que tú, mamá—.<br />
—En la cancha se ven los gallos, hijo—.<br />
El parlamento inicial había sido más largo que otras veces<br />
pero ya los veíamos acomodarse uno a cada lado del ángulo<br />
que formaba la esquina de la mesa porque los dos eran zurdos.<br />
Se miraron de frente, el codo sobre la mesa, se trenzaron los<br />
brazos, la mano en la mano y empezó el combate. No era ése<br />
un mundo de palabras y nosotros, los espectadores supimos<br />
que algo nuevo había en los ojos de cada uno. Los brazos tem-<br />
blaban, la cara se ponía cada vez más roja y ninguno de los<br />
dos cejaba. Dejar que esa mano lo venciera significaba para<br />
Enrique una espera que ya consideraba demasiado larga para<br />
pedirle a Mirita que fuera su mujer. Dejar que esa mano la<br />
venciera era saber que su primogénito, el hijo amado de su<br />
corazón, se iría donde se iban todos para volver como volvían<br />
muchos, a morir a casa en un par de décadas con un cuerpo<br />
joven y unos pulmones llenos del polvo de la mina. Cuántos<br />
años pasarían antes de volverlo a ver, antes que él pudiera ver el<br />
mar y los cielos estrellados de su pueblo. No hacía mucho que
La t i t u d e s<br />
la Gladis, la hija de la vecina, había entrado a la casa sin golpear,<br />
los ojos desorbitados “Venga señora Nilda, venga, mi papá…”, y<br />
cuando por fin volvió mi mamá a la casa horas más tarde traía<br />
la piel pegada a los huesos. Juntar la carne abierta y vendarle<br />
las muñecas fue más fácil que calmar el llanto de ese hombre<br />
que llevaba años en esa cama, una carga para todos, con un<br />
cuerpo joven que se negaba a morir y unos pulmones que no<br />
servían para nada. Todas esas cosas y mucho más se dijeron en<br />
un tiempo que nos pareció una eternidad, la boca y los dientes<br />
apretados, los ojos en los ojos, los músculos tensos, temblando,<br />
hasta que al fin supimos espantados que íbamos a presenciar<br />
algo insólito. Ya no era la cara de su madre la que Enrique tenía<br />
al frente sino la de su amada y de la pasión que vio en esos ojos,<br />
de la frescura de esa boca que le prometía dulzuras desconoci-<br />
das sacó fuerzas que él solo no podría haber juntado. Como en<br />
cámara lenta se fue doblando el brazo materno después de dos<br />
esfuerzos supremos por ganar la posición vertical. Ni por un<br />
instante dejé de mirar los ojos de esa mujer vencida en espera<br />
de la reacción, pero sólo vi una indescriptible mezcla de dolor y<br />
orgullo y el mismo sentimiento empezó a aflorar en los ojos de<br />
Enrique cuando el velo de la enorme sorpresa empezó a caer.<br />
Exhaustos los dos se siguieron mirando pero el orgullo dio<br />
paso a una honda tristeza y movidos por el mismo impulso se<br />
abrazaron llorando. Esa fue la única vez que no hubo risas para<br />
39
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
nosotros después del pulseo. A la semana siguiente lo fuimos<br />
a dejar al tren que lo llevaría a Potrerillos, peleándonos por<br />
llevar la bolsa del cocaví que la mamá le había preparado con<br />
un pollo fiambre y frutas para “el camino”.<br />
40<br />
Una madrugada, meses después que Enrique se había ido,<br />
la hermana que dormía conmigo se enderezó bruscamente en<br />
la cama completamente dormida y empezó a palpar a su alre-<br />
dedor con las dos manos. “Qué buscas, Nina”, le pregunté.<br />
“Los paquetitos de la conciencia y los trinos de la mamá”, dijo,<br />
y se volvió a acostar sin haber abierto los ojos. Los gallos ya<br />
habían empezado a cantar y tentativamente empezó a surgir en<br />
mi cabeza el nombre de ese vacío que se había instalado en el<br />
centro del silencio y que me venía pesando en el alma. Ya no<br />
se escuchaban los trinos de la mamá en la casa, las canciones<br />
con que acompañaba cada una de sus tareas. Me levanté sig-<br />
ilosa para no despertar a nadie y me fui a las jaulas. Arroyitos<br />
negros de hormigas subían y bajaban metiéndose en los nidos,<br />
devorando a los canaritos recién nacidos.
PASAJES DE DIARIO DE VIDA:<br />
SANTIAGO 1967<br />
Marzo<br />
Ya empecé a asistir a los cursos y a leer, a leer y a leer hasta<br />
tarde la noche. Por primera vez en mi vida tengo pieza sola,<br />
así que me puedo quedar despierta hasta que me dé hipo.<br />
Mejor así. Cuando estoy lista para apagar la luz caigo como<br />
plomo y no siento el ruidito de las cucarachas que empiezan<br />
a subir haciendo crujir el empapelado amarillo. Me dan asco<br />
pero me acompañan y se me quita el miedo cuando pienso<br />
en el enorme esfuerzo de tanta patita frágil escalando traba-<br />
josamente para llegar ¿adónde? La casa donde vivo en la calle<br />
Nathaniel es matusalénica y de adobe. En algún momento de<br />
su historia tiene que haber formado parte de la casa vecina<br />
porque es como si le faltara la mitad derecha. Un pasillo largo<br />
y cinco piezas en hilera. No sé cómo está en pie después de<br />
tanto terremoto. Ya aprendí a tomar micros y a leer los semá-<br />
foros, pero todavía me aterra cuando los choferes empiezan a<br />
41
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
echar carrera entre ellos. Es la manera que tienen de divertirse.<br />
Si no matan a más gente es porque Dios es grande. No les<br />
gustan los escolares y uno le hizo un gesto de repulsión a mi<br />
carné, me apartó con un brazo y tiró a la calle las monedas con<br />
que le pagué. Peor para él. Hay que acostumbrarse a todo.<br />
No le escribo a mi pololo para no crearle el problema de tener<br />
que contestarme. Algunos hombres piensan que eso de escri-<br />
bir cartas es cosa de mujeres y a lo mejor tienen razón. A mí<br />
siempre me ha gustado escribir cartas de amor. En el liceo las<br />
compañeras me pedían que les escribiera a los pololos y ahora<br />
que tengo el mío me acobarda hacerlo. Le puse un telegrama:<br />
“La distancia no cambia el amor”. Hoy es sábado, día de su<br />
visita al prostíbulo. Una de las mujeres lo tiene como “amigo<br />
especial” así que no paga un centavo. Me lo contó a instancias<br />
mías (prefiero saber en qué terreno estoy pisando). Por suerte<br />
no aspiro a casarme.<br />
Encontré trabajo en la escuela adventista de la población José<br />
María Caro. Queda donde el diablo perdió el poncho y me<br />
dieron un curso de primer año con 60 niños y niñas a los que<br />
tengo que tener leyendo y escribiendo al final del año. Los<br />
sábados voy a la iglesia en la misma población con la señora<br />
de la casa que también es adventista. Para variar me dieron<br />
42
La t i t u d e s<br />
la clase de niños en la escuela sabática, pero estoy contenta y<br />
ya empecé a enseñarles a cantar y a recitar. Son muy pobres y<br />
creo que algunos pasan toda la mañana con el estómago vacío.<br />
Mientras esperábamos a que terminara el sermón, jugamos a<br />
la ronda y otros juegos que no tenían nada que ver con la igle-<br />
sia. Me senté en el suelo y quedamos a la misma altura. Me<br />
hacían cariño y me besaban. Me llenaron el pelo y la ropa con<br />
las florcitas que pudieron encontrar en los rincones del patio.<br />
Me vine a la casa con las manos y la cara pegajosas, pero con-<br />
tenta y con el alma liviana.<br />
No conozco a nadie en la facultad pero un compañero se me<br />
acercó. Tenemos sólo algunas clases juntos y cada vez que miro<br />
para atrás me encuentro con sus ojos pestañudos y pensativos<br />
(será por eso que me doy vuelta). Estaba en otro mundo admi-<br />
rando los árboles desde el segundo piso y no me di cuenta de<br />
su presencia hasta que estuvo a mi lado y empezó a hablarme.<br />
No se presentó pero sé que se llama Jorge.<br />
—¿A quién miras desde aquí? Oye, andamos recolectando<br />
plata. Hay personas de las poblaciones que nunca han asis-<br />
tido a recitales.—Y siguió hablando sin darme tregua. De lo<br />
poco que le entendí saqué por conclusión que creía que yo era<br />
“pudiente” (ésa fue la palabra que usó). Debe ser por el ves-<br />
tido. Venía en el último fardo de la asistencia social adventista<br />
43
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
(OFASA) y las mujeres de la iglesia me lo ofrecieron a mí. Me<br />
quedó pintado.<br />
44<br />
—También trabajo por diversión—le dije en el segundo que<br />
se quedó callado pero no captó el chiste y siguió hablando.<br />
—¿Por qué te ríes? ¿Te molesta que te hable?—Lo miré de<br />
frente por primera vez.<br />
—Pudiente—le dije, pasándole el billete que había sacado de<br />
la cartera.<br />
—¿Me dejas andar a tu lado?—preguntó en un tono más<br />
bajo. Me demoré un poco en entender lo que quería decir y<br />
como no vi malicia en su cara le contesté en serio.<br />
—Si no es más que eso, andar a mi lado, está bien. Tengo<br />
pololo en Coquimbo.—Desapareció sin despedirse, con la<br />
misma rapidez con que había llegado, dejándome con la plata<br />
en la mano.<br />
Hay que tomar trece cursos en el primer año del programa de<br />
castellano y parezco langosta saltando de un lado a otro pero<br />
me gusta. Si todo Chile fuera como el pedagógico desapare-<br />
cería tanta ignorancia y tristeza. Las clases que más me gustan<br />
son las de sociología, psicología, gramática histórica y todas<br />
las literaturas (chilena, hispanoamericana y española). Tengo<br />
la increíble suerte de tener a César Bunster de profesor en un<br />
curso de cuento. Es muy viejito, pero cómo se le ilumina la
La t i t u d e s<br />
cara cuando va siguiendo las peripecias de los personajes. No<br />
debe tener ni la más remota idea que hay gente como yo que<br />
lo bendice todos los días de la vida por la compilación que<br />
hizo para El Niño Chileno, el libro de lectura que nos daban<br />
gratis en la escuela, con literatura de verdad y no porquerías.<br />
Para nosotros, que no teníamos otra lectura que la Biblia (a<br />
qué niño le interesa leerla), ese libro fue la salvación. También<br />
tengo la suerte de tener profesores que vinieron escapando de<br />
la guerra civil en España. A río revuelto ganancia de pescado-<br />
res. Uno de ellos es Eleazar Huerta, viejísimo y muy pálido. De<br />
repente se quedó mirándonos pensativo y dijo que quería ense-<br />
ñarnos la copla de pie quebrado que cantaban los mechones<br />
de la Universidad de Salamanca: Marí, María la del molí / si te<br />
meas en la ca / no me casaré contí / aunque seas buena muchá.<br />
Después cantamos Estudiante que estudias filosofía, dime cuál<br />
es el ave que pare y cría. Fue la única vez que lo vi sin el cigarro<br />
en la mano o en la boca. La clase de estadística es la única<br />
difícil y la de filosofía es terreno movedizo. Apenas empiezo a<br />
agarrarle el hilo, aparece algo nuevo como lo del “claro en lo<br />
siente” de Heidegger, que no puede ser otra cosa que “el ser<br />
del ser ahí” y me manda cortada al punto de partida. ¿No sería<br />
menos enredado llamarle simplemente “el ser”? Al menos le<br />
perdí el miedo que le agarré a la filosofía como merecido cas-<br />
tigo por un robo. El único que tenía libros en mi casa era mi<br />
45
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
papá y los escondía con llave en un baúl que un mal día se me<br />
ocurrió abrir. Saqué el que me pareció más gordo y serio con<br />
unas tapas antiguas de cuero café y me lo llevé a la playa para<br />
que nadie me viera. Era un tratado de Schopenhauer y lo que<br />
decía sobre las mujeres me dejó sin ganas de levantarme de la<br />
cama al día siguiente. Al igual que las flores que abren su her-<br />
mosura un día (y mueren al siguiente) sólo para que los pájaros<br />
se lleven su polen, las mujeres también tienen su instante de<br />
belleza nada más que para atraer al macho y asegurar la con-<br />
tinuidad de la especie. Demasiado tarde para mí que ya había<br />
cumplido los quince. Mi instante de plenitud había venido y se<br />
había ido sin que ningún pájaro hubiera esparcido mi polen en<br />
algún lugar del planeta.<br />
46<br />
Abril<br />
Mi compañero (¿amigo?) se tomó al pie de la letra eso de<br />
“andar a mi lado” y no me deja ni a sol ni a sombra. No sé con<br />
qué cuento voy a llegar a Coquimbo. Me facilita la vida porque<br />
a mí no me gusta hablar y él se lo habla todo. Le entiendo y<br />
no le entiendo lo que dice. Me obliga a fijarme en problemas<br />
que han estado rondando en mi cabeza sin resolverse. A veces<br />
cuando por fin me decido a contarle cosas de mi casa se ríe<br />
como si no me creyera, así que mejor me callo. Le conté de
La t i t u d e s<br />
las tortugas que compró media ciudad cuando Enrique vivía<br />
en Potrerillos. Todas se empezaron a morir al mismo tiempo y<br />
resucitaron en los basurales cuando llegó la primavera.<br />
—¿Te puedo tomar la mano?—me preguntó hace poco.<br />
—Si no es más que eso, tomarme la mano, está bien. Tengo<br />
pololo en Coquimbo.—Y esta vez lo dije en voz alta para que a<br />
mí no se me olvidara.<br />
A la hora de almuerzo encontré un chocolate debajo del plato.<br />
La Sra. Ulda y Don Alfredo (los dueños de casa) estaban<br />
expectantes porque ya me había tragado la sopa y no lo descu-<br />
bría. Estaba debajo del plato plano. A él le dio vergüenza que<br />
yo me diera cuenta que se alegraba de verme tan contenta.<br />
Bajó la vista y se quedó mirando los clavitos que sujetan el hule<br />
floreado al borde de la mesa. Él es muy alto y flaco, de ojos<br />
claros y ella es baja y gordita. Cuando los conozca más les voy a<br />
preguntar cómo es que no tienen hijos. Es el primer cumplea-<br />
ños que no voy a recibir el abrazo de regalo de mi mamá. Un<br />
chocolate entero y nadie a quien convidarle<br />
Mayo<br />
Se me había exaltado el ánimo leyendo el Quijote y me reía<br />
a carcajadas sin darme cuenta que era casi la medianoche.<br />
47
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
La señora se asomó a mi pieza y le entró un susto de los mil<br />
demonios cuando me vio la cara colorada y los ojos brillosos<br />
de lágrimas. Creyó cumplido su temor de verme enloquecer<br />
de soledad en la gran ciudad. Se veía tan cómica, más bajita<br />
todavía, amarrándose una bata roja percudida a la cintura, la<br />
nariz minúscula y esos enormes ojos redondos, que le perdí el<br />
miedo. “Escuche esto”, le dije tomándola de un brazo. La hice<br />
sentar en la cama y me puse a leerle los pasajes del Quijote<br />
que más me habían gustado. Disfruté de la lectura y de verla<br />
reírse con el mismo candor con que se reía mi mamá cuando<br />
le leí “El hombre que casó con mujer brava”. “Y de dónde<br />
viene su nombre. Usted es la primera Ulda que conozco”, le<br />
pregunté. Nunca voy a desentrañar el misterio de las palabras.<br />
A veces se despliegan en abanico como la cola del pavo real y<br />
no nos dejan más que eso, una visión hermosa de un mundo<br />
de colores que no es el nuestro. Otras veces salen parcas y en<br />
pocas frases nos dan el vislumbre de tragedias en las que es<br />
mejor no ahondar. Ella (la mayor) tenía apenas diecisiete años<br />
cuando una pulmonía fulminante se llevó a la madre dejando<br />
ocho hijos, el último de once meses. “Andaba con un espejito<br />
redondo en mi cartera y se lo puse en la boca con la esperanza<br />
que se empañara” dijo, acercando a su cara un espejo que nadie<br />
más que ella podía ver, y en ese gesto la vi otra vez niña, casi<br />
de la edad mía, los ojos aún más grandes por el desconsuelo,<br />
48
La t i t u d e s<br />
implorándole al espejito que le devolviera el aliento perdido.<br />
Al año siguiente se murió el padre y los menores fueron a<br />
parar a la escuela-hogar subsidiada por el gobierno. Un atisbo<br />
tuve de una de las escenas que sin duda la van a perseguir hasta<br />
la tumba: las hermanas más chicas vestidas de luto riguroso<br />
como se usaba en esos tiempos, llorando sin querer despegarse<br />
de su falda, mientras la asistente social las espera impaciente<br />
para llevárselas. Con algunas variantes no era muy diferente<br />
de la historia de mi madre. Antes de volver a su pieza se dis-<br />
culpó diciendo que se había asomado a la puerta porque no<br />
estaba segura si me sentía llorar o reír. Le dije que podía entrar<br />
cuando quisiera. Estoy segura que nos perdimos el miedo y<br />
vamos a ser buenas amigas.<br />
Entre clase y clase me voy a los pisos más altos a mirar las hojas<br />
de los árboles que amarillean o cambian a un café-rojizo en el<br />
otoño. Los encargados de la limpieza hacen rumas de hojas<br />
por aquí y por allá. Parece que en la noche las queman porque<br />
he visto rastros. Qué ganas de estar sola para saltar, revolcarme<br />
y jugar en esos colchoncitos de hojas de colores. El viento<br />
también las junta en las aceras y me voy arrastrando los pies<br />
desde el pedagógico hasta Irarrázabal donde tomo la micro<br />
para sentirlas crujir. Nada es como lo había imaginado. En el<br />
último año de la secundaria tuve un sueño con la universidad<br />
49
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
(despierta no me atrevía a soñar porque sabía que era un impo-<br />
sible) y era igual que el liceo (cuando ocupábamos el edificio del<br />
Instituto Comercial), solo que el patio era enorme. Por alguna<br />
razón tenía miedo de cruzar el patio vacío y salir a la calle. Me<br />
había quedado adosada a una de las columnas apretando con<br />
tanta fuerza los libros que parecían habérseme incrustado en el<br />
estómago. Ni remotamente se parece el pedagógico real al de<br />
mi sueño. Es un terreno enorme con varios edificios dispersos.<br />
La entrada es magnífica con casi media cuadra de distancia<br />
entre la reja que da a la calle y el primer edificio. Hiedras<br />
lindísimas cubren casi por completo algunas de las paredes de<br />
ladrillo. Por todas partes hay verde. Las salas son espaciosas y<br />
hay bancos acogedores donde sentarse a leer o a conversar.<br />
Fue un domingo fabuloso. Se veía desde temprano que iba a<br />
ser un día soleado y la Uldita me llevó a conocer el barrio<br />
Quinta Normal donde ella se crió. Pasamos por su casa en la<br />
calle Catamarca pero no entramos. Son barrios pobres, con<br />
un boliche cada dos cuadras donde venden vino. Después fui-<br />
mos a un parquecito con una laguna artificial que parece ser la<br />
quinta original que le dio el nombre a todo el distrito. Le juré y<br />
le rejuré que sabía remar lo que era una gran mentira y al fin la<br />
convencí que arrendáramos un bote. En mi vida había tomado<br />
un remo pero nadie me iba a quitar las ganas de meterme al<br />
50
La t i t u d e s<br />
agua y de verdad creí que era cosa fácil. Entramos al bote y<br />
empezamos a girar y a darnos vuelta en el mismo lugar y no<br />
pude avanzar en línea recta. Nos reímos como locas aunque un<br />
poco achunchadas porque la gente se había detenido a mirarnos<br />
y a reírse. Es increíble la diferencia de los barrios en Santiago.<br />
Las casas cerca del pedagógico son lindas, y yendo hacia arriba,<br />
acercándose a la cordillera son más lindas todavía. La pobreza<br />
aquí es diferente, más triste que la de Coquimbo. La ropa y<br />
el peinado deciden si eres ciudadana chilena o “rota”. El que<br />
puede arreglárselas para parecer bien vestido se da el lujo de<br />
despreciar y hasta odiar a los pobres aunque ande con la guata<br />
a medio llenar. Por eso será que las mamás de la población<br />
donde trabajo se esmeran tanto en mandar a sus hijos limp-<br />
iecitos a la escuela.<br />
Junio<br />
De repente me ahogo y creo que es esta ciudad bulliciosa lo<br />
que me hace mal. Por suerte tengo pieza sola y puedo llorar a<br />
gusto, pero no hay tiempo para lamentarse que el estudio y el<br />
trabajo lo absorben todo. Los cielos en esta época son grises y<br />
tristes. En Coquimbo siempre sale el sol en invierno aunque<br />
sea un ratito al mediodía. Al principio me gustó la lluvia pero<br />
aplasta cuando no para nunca y la humedad penetra hasta el<br />
51
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
tuétano. Pedí permiso para ocupar la cocina y hacer sopaipil-<br />
las. Entre ir a comprar el zapallo y la chancaca para el almíbar,<br />
hacerlas y freírlas (lo mejor comerlas) se me fueron sus buenas<br />
horas. Quedaron de chuparse los mostachos. La última pieza<br />
la arriendan a una pareja y la mujer está embarazada. También<br />
la invité a ella porque el olorcito debe haber pasado toda la<br />
casa. Trabaja de cocinera pero tiene planes de quedarse en<br />
casa después del parto haciendo costuras. El marido es detec-<br />
tive. Le mandé hacer un pijama de moletón como los que usan<br />
las guagüitas, con patas y todo. También me enteré que Don<br />
Alfredo es simpatizante comunista. Se acercó al partido bus-<br />
cando tema para conquistar a la Uldita que es sobrina de Elías<br />
Lafertte. Por suerte yo conocía el nombre porque figuraba en<br />
una de las dos historias que contaban los viejos que habían<br />
vivido en la pampa. Hablaban de “la rubia”, una flaca de pelo<br />
largo que deambulaba por la pampa buscando a sus hijos. Los<br />
había dejado para irse a trabajar a otro lugar porque no tenía<br />
qué darles de comer y cuando volvió, con bolsas repletas de<br />
comida, ya no estaban. Pasó el resto de la vida peregrinando<br />
por el desierto con el afán de encontrarlos y hasta después de<br />
muerta siguió vagando como alma en pena. Salía de la tumba<br />
y se iba de casa en casa pidiendo alojamiento vestida con una<br />
túnica negra. Tenía tal poder de persuasión y una mirada tan<br />
indefensa que era imposible negarle la entrada. Cuando se daba<br />
52
La t i t u d e s<br />
cuenta que ahí tampoco estaban sus hijos desaparecía miste-<br />
riosamente. La historia del niño (Elías) que tuvo una vida de<br />
perro, trabajando de salitrera en salitrera y que había llegado a<br />
ser uno de los fundadores de un partido de izquierda la ponían<br />
de “ejemplo para la juventud de hoy día”. Lo cómico es que la<br />
Uldita ni siquiera conoció a ese tío y la política no le interesa en<br />
lo más mínimo. Piensa que el marido debe mantener a la mujer<br />
a cambio del servicio que le hace en la cama. Su mayor orgullo<br />
es que todas las hermanas se casaron vírgenes. No me atreví<br />
a preguntarle cómo lo sabía. Jamás había escuchado ideas tan<br />
estrafalarias y tan diferentes a las de mi madre. “Si no saben<br />
trabajar y si les toca un hombre abusivo tienen que tragarse las<br />
lágrimas de ustedes y las de los hijos. Si saben trabajar toman<br />
a sus crías y parten…” fue lo que yo escuché toda la vida, sin<br />
contar con los horrores que ella había visto, como el vecino<br />
que tenía un almacén en la esquina y de repente, sin decir agua<br />
va, lo cerraba y entraba a la casa buscando a la mujer. De un<br />
ala la sacaba al patio, la amarraba y se le cagaba encima de la<br />
cabeza. Y en la misma familia mía había un desgraciado que<br />
perseguía a una tía a latigazo limpio. No la alcancé a cono-<br />
cer a ella, que los malos tratos le acortaron la vida, pero sí a<br />
él, y parecía tan comedido el bruto. En todo caso, con o sin<br />
comunismo Don Alfredo la conquistó igual, que harto deses-<br />
perada estaba y la ayudó a criar a los hermanos. Tuvo suerte<br />
53
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
que le tocara un alma de Dios aunque precisamente no cree<br />
en Dios. Se siente mal que yo pague pensión así que tramamos<br />
con la Uldita que yo sacaría un juego de comedor a plazos en<br />
lugar de darle la plata, así no tengo que escribir en la cama.<br />
Se gana la vida como vendedor mini-minorista y le entra poca<br />
plata porque sale tarde y llega temprano. Tiene que descansar<br />
mucho porque cuando joven tuvo un vómito de sangre, no se<br />
sabe si por tuberculosis o por su trabajo en una fábrica de cris-<br />
tales. Estuvo en un sanatorio. Lo único malo es que no tiene<br />
dientes y un día que entré a la pieza tenía la placa en un vaso<br />
con agua. También supe que ella se hizo ver por un doctor<br />
cuando no llegaban hijos y que no tenía problema, pero él se<br />
negó a hacerse examinar. Lo pasamos bien conversando sin los<br />
maridos y ni me acordé de la pena. Pensando en lo calientito<br />
que va a ser mi pijama, me llevé un guatero a la cama y me metí<br />
debajo de las tapas a estudiar. Lo principal es que la escuela va<br />
bien. Falta poco para las vacaciones de invierno.<br />
54<br />
Julio<br />
Hoy día nevó. La primera vez en mi vida que veo nieve. Me<br />
costó dejar de jugar fuera haciendo y tirando bolas de nieve y<br />
llegué atrasada a la clase.
La t i t u d e s<br />
Me quedé sin ir a Coquimbo y todavía no puedo creer cómo<br />
pude haber sido tan imbécil. “Yo burro grande, yo caballo<br />
grande, yo macho grande”, decía el italiano de La Estrella<br />
Alpina, yendo de un lado a otro del taller con la cabeza agar-<br />
rada a dos manos cuando metía las patas. Eso me pasó por<br />
desoír las enseñanzas maternas de desconfiar de los caminos<br />
fáciles. Se me ocurrió contarle a la Uldita que había guar-<br />
dado un poco de dinero del préstamo estudiantil para gastos<br />
inesperados o tiempos de vacas flacas y me llevó de un ala a<br />
Almacenes París a abrir una cuenta y sacar un abrigo a plazos.<br />
“Te alcanza de más para el pie”, dijo. Y era cierto porque a la<br />
vuelta pasamos a la tienda que está en la esquina de Nathaniel<br />
con Avenida Matta y me convenció que comprara un refajo de<br />
esos que hacen con retazos de lanas de colores. Con miles de<br />
otros gastos chicos me quedó apenas para pagar la letra del<br />
comedor y no me alcanzó para el pasaje a Coquimbo. Habrá<br />
que esperar el verano mamita mía. No sabes las ganas que<br />
tengo de abrazarte. He llorado a moco tendido.<br />
Estoy al día en las lecturas y las notas van bien. Todo iría mejor<br />
si no fuera por este ahogo que me sube de repente desde el<br />
vientre y se me instala en la garganta en esta ciudad sin puertas<br />
ni ventanas. Bajando los peldaños a la salida de la biblioteca del<br />
pedagógico me dio un dolor al pecho que me hizo doblarme.<br />
55
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
Hoy fue un día muy especial. Es la primera vez en mi vida que<br />
voy al cine. La película era Bambi de Walt Disney. Mi cabeza<br />
se resistía a ver los dibujos animados como paisajes y animales<br />
de verdad. Los colores eran increíbles. Me metí de lleno en<br />
la historia cuando le vi brotar el enorme lagrimón al bambi<br />
(el cazador le mató a su mamá gamita). Según Jorge, las per-<br />
sonas que han leído historietas desde chicos se meten en la<br />
trama como si fuera real sin tener que hacer ajustes mentales.<br />
Le gustó escuchar los cuentos de las revistas que iban a parar<br />
al fuego si se aventuraban a entrar en mi casa. Andaba con una<br />
camisa nueva que le regaló la abuela (mi abuelita, dice él). Se ve<br />
que la quiere mucho porque hasta le habló de mí y ella estaba<br />
contenta. Había comprado calugas y lo pasamos regio.<br />
Quiero ver a mi madre, tocarla, escuchar su voz. Me queda el<br />
triste consuelo de mi abrigo azul-calipso. Es ajustado a la cin-<br />
tura y ancho para abajo, con una bufanda que se cruza al cuello<br />
si uno quiere. Los zapatos negros que me regaló mi mamá<br />
le vienen de perillas. Aunque cada vez que me los pongo me<br />
acuerdo que la dejé sin zapatos de día sábado. Las dos sabía-<br />
mos que era inútil protestar. Yo los necesitaba más que ella. El<br />
refajo de arcoiris es abrigadito. Se lo mostré a Jorge y estaba<br />
fascinado, pero no era por el refajo como yo creía sino por<br />
habérselo mostrado y eso que apenas me di vuelta el ruedo del<br />
56
La t i t u d e s<br />
vestido. Dijo que era un signo de confianza. Hay otros signos<br />
de confianza que mejor me guardo. Ayer, a la salida del cine<br />
fuimos al Cerro Santa Lucía y para colmo fui yo la que insistí,<br />
sin saber que los cerros aquí en el centro de Santiago poco<br />
tienen ver con los míos. Una pareja en cada árbol y en poses<br />
no muy santas que digamos.<br />
Agosto<br />
Tengo problemas serios con las palabras y con mis compañeros<br />
de izquierda. Según las estadísticas, yo represento a un miser-<br />
able uno por ciento de la población del país en la universidad,<br />
lo que significa que soy muy privilegiada. Veo pelear a jóvenes<br />
como mi amigo y hasta exponer su vida tratando de equilibrar<br />
la balanza, de que no haya tanta injusticia y desigualdad en este<br />
país, pero hasta qué punto entienden el asunto si nunca han<br />
tenido que optar por irse a las minas o mendigar, ni saben lo<br />
que es el asedio de las tripas vacías. Me gustaría saber qué ima-<br />
gen tienen en la cabeza cuando hablan del proletariado. ¿Es<br />
una masa amorfa de cuerpos sin cabeza? Se me ocurre que<br />
creen que los pobres están allá lejos, en las poblaciones mar-<br />
ginales donde hay que ir a recitarles y a cantarles, a llevarles<br />
pan si pudieran. ¿Ven realmente a los niños que deberían estar<br />
en la escuela en lugar de andar vendiendo peinetas en la calle?<br />
57
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
¿Ven a la empleada doméstica que les sirve la comida y les<br />
lava la ropa en su misma casa sin sentarse con ellos a la mesa?<br />
Quisiera amaestrar las palabras para que vayan donde quiero,<br />
pero también les tengo desconfianza y hasta miedo. “Vengo de<br />
la capital y traigo la palabra y los deseos del Presidente de la<br />
República…”, fue lo que escucharon los obreros del salitre reuni-<br />
dos en la Escuela Santa María de Iquique. Les metieron bala<br />
y mataron a 2000. “Eso era antes”, dicen los políticos, “ahora<br />
las cosas han cambiado”. Pero hace muy poco, en la última<br />
huelga que hubo en El Salvador, el presidente Frei mandó a<br />
los milicos de un Regimiento a “hablar” con los mineros del<br />
cobre. Esta vez las minas no eran de los británicos como en<br />
el caso de la matanza de Iquique sino de los estadounidenses.<br />
“Los milicos se metieron al Sindicato y empezaron a tirar bala-<br />
zos. La mujer de un minero apareció para buscar a su marido<br />
envuelta en una bandera y también le dispararon y la mataron.<br />
Estaba embarazada. La gente gritaba, los trabajadores arranca-<br />
ban para el lado de la cancha detrás del Sindicato, saltando por<br />
los techos y las rejas de las casas. Murieron varios mineros”, me<br />
escribió mi hermano que se quedó pegado en un rincón espe-<br />
rando a que pasara la balacera. Contra estos opresores pelean<br />
los grupos de izquierda aquí, pero cuánto falta para que las<br />
palabras lleguen a la acción.<br />
58
La t i t u d e s<br />
Septiembre<br />
Ya sé que me equivoqué de carrera. Quisiera estudiar la mente<br />
humana. Todas las mentes, las sanas y las enfermas. Saber de<br />
qué está hecha la gente. Estos últimos días me ha entrado un<br />
cansancio tan, pero tan grande, como si se me hubiera sentado<br />
un elefante en los hombros que no me deja andar derecha.<br />
Hasta subirse y bajarse de las micros es una pelea en esta ciu-<br />
dad. Pasan repletas y paran a medias. Tienes que tirarte abajo<br />
arriesgando la vida. Echo de menos el mar. Ni siquiera puedo<br />
llamar a mi mamá. No tenemos teléfono y aunque hubiera es<br />
demasiado caro. De a poco le voy tomando el pulso a Santiago.<br />
Me fascina el pedagógico, la biblioteca nacional con su silencio<br />
y las enormes mesas. Ya se me ha hecho un rito acariciar a lo<br />
disimulada esa superficie tersa de madera antes de ponerme a<br />
estudiar.<br />
Deambulando por lugares donde no tengo clases me encon-<br />
tré con dos llamitas pastando tranquilamente en una especie<br />
de prado. ¿De quién serían y qué hacían en el pedagógico?<br />
Me trajeron a la mente los paisajes andinos. Tengo un compa-<br />
ñero de apellido Humeres que viene del altiplano y toca una<br />
increíble cantidad de instrumentos. Jorge dice que percibe<br />
cuando nos comunicamos porque la cara de los dos muestra<br />
59
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
la misma expresión aunque no hayamos cruzado palabra. Le<br />
ofrecí lavarle y plancharle la camisa para el recital que van a dar<br />
mañana en una población marginal. Jorge y otros poetas van a<br />
recitar y él va a tocar. Lo de las llamas no lo he comentado con<br />
nadie, que de seguro me tildarían de loca y ahora que lo pienso<br />
es bastante improbable pero estaban hasta adornadas con lani-<br />
tas de colores y pompones en el cuello. Es lindo ver cómo<br />
empieza a verdear en todas partes aquí en el pedagógico. No<br />
existen los vientos pampilleros de la primavera en Coquimbo<br />
que nos levantaban el vestido.<br />
Silencio, nada más que silencio, cerros y mar es lo que qui-<br />
ero. Con el trabajo y el estudio no me queda tiempo para ir al<br />
parque con mi amigo y eso empeora las cosas. Echo de menos<br />
estar con él y cuando estamos juntos me siento inquieta. ¿Me<br />
estaré enamorando? En mi experiencia (ajena pero igual-<br />
mente mía), el mentado amor no trae más que sufrimiento y<br />
casi siempre el de la mujer, por eso mantuve la mira en una<br />
carrera, para no estar a merced de nadie. A quién ama él, me<br />
gustaría saber. Lo que tengo para darle, es decir yo, es espe-<br />
cial e inútil a la vez ¿cómo puede ser eso? ¿Será el constante<br />
zumbar de esta ciudad sin agua ni silencio que me apabulla<br />
por dentro y por fuera? Su mirada me distorsiona y me deja<br />
más acá o más allá de lo que soy, casi nunca en el foco. Si eso<br />
60
La t i t u d e s<br />
es amor, entonces no es ciego como dicen, sino que abre otras<br />
dimensiones que a lo mejor ni la persona amada sabe que las<br />
tiene. ¿Existirán de verdad? Estoy segura que no hay maldad<br />
ni dobleces en él. Se me ocurre que me ve dentro de su mundo<br />
de poesía como Jesús habrá visto a María Magdalena, cuando<br />
en realidad estoy tan anclada como Marta en los afanes de<br />
la vida diaria. La sensación de engaño me persigue sin saber<br />
dónde está ni quién lo perpetúa. Asume que su causa política<br />
es también la mía y no es del todo cierto. Los dos estamos con<br />
los pobres y excluidos pero es el cómo cambiar la situación<br />
lo que nos diferencia. A veces coincidimos en pensamiento y<br />
acción como cuando atropellaron a la compañera a la salida<br />
del pedagógico. Ahí no había duda de que había que hacer algo<br />
drástico y rápido porque nada se conseguiría por las buenas.<br />
Me conmovió hasta el tuétano verlo detrás de las barricadas y<br />
en un dos por tres estuve a su lado sin ningún recelo. ¿Por qué<br />
hay que exponer la vida para que pongan un bendito semá-<br />
foro? Vinieron los pacos y nos corrieron a bala limpia hasta<br />
adentro del pedagógico. No sé si eran reales o no. Nunca más<br />
vamos a ver a la compañera, no se va a graduar con nosotros,<br />
no se va a casar, no va a tener hijos, no va a enterrar a sus<br />
padres. Tengo que aprender a confiar que también su pelea<br />
por la causa de los pobres y marginados es genuina. ¿Por qué<br />
tiene que morir alguien o más de alguien para que la gente que<br />
61
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
trabaja tenga lo mínimo para vivir? Ojalá Enrique no termine<br />
silicoso allá en El Salvador. Mi cuñada dice que las casas son<br />
bonitas y cómodas, no como las de Potrerillos que tenían una<br />
ducha en la mitad de la calle para toda la cuadra. Esas minas<br />
ya están cerradas. No hay nada más que sacarles a los cerros<br />
que ahora están a ras del suelo cubiertos de escorias y quizás<br />
de qué otras inmundicias químicas.<br />
62
CARTA<br />
Coquimbo, 30 de octubre de 1967<br />
Querido Jorge:<br />
Sé que te va a extrañar recibir carta mía después de la abrupta<br />
y definitiva ruptura en el parque. Ese día llegué a la casa, me<br />
metí a la cama y todavía, ya hace casi dos meses, no he podido<br />
levantarme. Mi mamá me fue a buscar cuando se veía que la<br />
cosa iba para largo y aquí estoy, en cama, sin hacer nada. No he<br />
visto el mar de cerca pero aquí no lo echo de menos. Se respira<br />
en el aire. Los médicos en Santiago coincidían en que era algo<br />
a la columna lo que me impedía caminar pero el último que<br />
me vio antes de venirme me dejó intrigada. “Usted se echó algo<br />
al bolsillo. Aquí no parece haber nada serio”, dijo mirando la<br />
radiografía. Le he dado mil vueltas a esa frase buscándole sen-<br />
tido y la única explicación que se me ocurre es la del famoso<br />
inconsciente freudiano que, según la profe de psicología, se<br />
63
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
guarda porquerías que uno ni sabe que tiene adentro. Si el tipo<br />
tiene razón, el dilema es saber qué es lo que me eché al bol-<br />
sillo. “O te alientas o te mueres”, me dice la Niza (la hermana<br />
menor) cuando me trae al dormitorio un tónico que la mamá<br />
me hace con yema de huevo y jugo de naranja o zumo de berro.<br />
Sé que es un cariño, pero me obliga a pensar que este limbo<br />
no puede continuar. Tengo que hacer el supremo esfuerzo que<br />
hizo Lázaro obedeciendo al llamado “levántate y anda”. Ya<br />
luego empiezan los exámenes y estoy segura de poder salvar el<br />
año si logro tenerme en pie y tomar el bus a Santiago. De los<br />
nueve hermanos, ella es la única que va quedando en la casa.<br />
También le llegará la hora de irse con la diferencia que no<br />
habrá quién le ayude a llevar la maleta. Siempre pensé lo lindo<br />
que sería poder viajar, conocer otros lugares y volver a contarle<br />
a mi madre lo que he visto, la gente que he conocido. Mi ancla<br />
y todo lo que amo está aquí con ella, estos cerros y el mar.<br />
Lo que yo no sabía (parece que mi ignorancia no tiene fondo)<br />
es que cuando la mente encuentra sus rutas no hay retorno<br />
posible. Después de saber lo que descubrió Darwin aquí cer-<br />
quita de Chile, en las islas Galápagos, ¿crees tú que yo podría<br />
sentarme en la iglesia a escuchar que Dios creó el mundo en<br />
seis días y descansó el séptimo, o que si sale elegido Allende<br />
de presidente se le va a asignar a cada persona un número<br />
en lugar de un nombre, como si ya no lo tuviéramos con el<br />
64
La t i t u d e s<br />
famoso RUT; o que el Estado se va adueñar de los hijos? Date<br />
cuenta que en este mundo mío los hijos lo son todo, presente<br />
y futuro. Las únicas pensiones de vejez son ellos, que no hay<br />
otras aunque te hayas descrestado trabajando.<br />
Cuando estaba angustiada en los últimos años del liceo<br />
me iba a la atardecer a la iglesia católica (San Pedro) que está<br />
frente a la plaza. Aunque las puertas estaban abiertas no había<br />
un alma, salvo la de un curita perdido tocando el órgano. Me<br />
sentaba en la última fila y no me paraba hasta que toda la<br />
angustia se la llevaban las notas del órgano. Eso es lo primero<br />
que quiero hacer si logro levantarme de esta cama y salir al<br />
centro. La Orquesta Filarmónica de La Serena venía a veces<br />
al Liceo a dar conciertos gratis a los que iba con mi amiga<br />
Juanita (¿la conocerás algún día?) y sentía cómo las notas me<br />
iban alivianando de a poquito. Uno no se da ni cuenta cuando<br />
se han llevado hasta el último rastro de angustia. He tenido<br />
un par de sueños un poco extraños y te los cuento porque<br />
siempre los escuchas con interés. En uno entraba reverente a<br />
una catedral antigua y hermosa, de paredes y columnas altas<br />
cubiertas de estatuas hasta el mismo techo. No había nadie.<br />
Me llamó la atención una escultura adosada en lo alto de una<br />
de las columnas. Más que santa, parecía una mujer de ésas<br />
que los barcos antiguos llevaban como mascarón de proa. Me<br />
había quedado absorta siguiendo la línea ondulada del pelo<br />
65
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
largo que se confundía con la túnica, los brazos y las piernas<br />
cuando la vi y la sentí desprenderse y venirse abajo con un<br />
enorme estruendo seguida de todas las demás. Salí corriendo<br />
en medio del polvo perseguida por el ruido y los pedazos que<br />
saltaban alrededor mío haciéndose añicos en el suelo. En el<br />
otro sueño me veía caminando a Santiago con una carretilla<br />
de mano que había llenado de figuras de greda (miniaturas)<br />
de toda la gente mía, incluso la plaza con iglesia y todo, casas y<br />
otros lugares. Me iba por el interior de la cordillera. Imagínate<br />
que la cadena de montañas que vemos fuera hueca y se pudiera<br />
transitar por dentro. La carretilla pesaba cada vez más y tenía<br />
que parar varias veces por el dolor de las manos. Para espantar<br />
la soledad empecé a repetir los versos del salmo 23: “Jehová es<br />
mi pastor / nada me faltará / en lugares de delicados pastos me<br />
hará yacer / junto a aguas de reposo me pastoreará / confortará<br />
mi alma / …aunque ande en valle de sombra y de muerte no<br />
temeré mal alguno porque tú estarás conmigo / tu vara y tu<br />
cayado me infundirán aliento…”. Me detuve a recoger algunas<br />
figuras que se habían caído y en eso estaba, echándolas arriba<br />
quebradas o enteras, cuando vi un enorme boquete en el suelo,<br />
a la izquierda del sendero. Me acerqué creyendo que era un<br />
pozo de agua pero estaba lleno de un líquido espeso y oscuro<br />
color petróleo. A la orilla del pozo está sentado Dios con una<br />
túnica azul y un largo cayado en la mano con el que empujaba<br />
66
La t i t u d e s<br />
las cabezas que iban aflorando aquí y allá. No se les veía la<br />
cara porque apenas remontaban a la superficie chorreando ese<br />
líquido espeso y tratando de abrir el hueco donde debería estar<br />
la boca para tomar aliento, el cayado las empujaba de vuelta al<br />
fondo. “Son las almas”, me explicó antes que yo le preguntara<br />
nada y siguió haciendo su trabajo sin pena ni gloria. Después<br />
estoy sentada sola en una extensa pradera verde ya fuera de<br />
la montaña disfrutando el frescor del pasto. Con un ojo a la<br />
distancia y el otro en mi amplia falda verdeazul que se abría<br />
como abanico cubriéndome los pies, no había visto la jaula sin<br />
techo del porte de una casa que estaba en medio del campo<br />
llena de hombres afirmados a los barrotes, vestidos con overol<br />
de trabajo, imposible distinguirles los rasgos de la cara. A inter-<br />
valos regulares aparecía el gigantesco brazo rosado de Dios<br />
por entre las nubes del cielo, sacaba a un hombre de la jaula,<br />
lo sostenía en el aire y lo dejaba caer al vacío. ¿Te acuerdas<br />
cuando te conté el sueño de la escalera de Jacob con los ángeles<br />
que subían y bajaban? Te reíste de mi inconsciente. Dijiste que<br />
era burdo, que no sabía disfrazarse en símbolos más complejos<br />
pero lo que tú veías con tanta claridad sigue siendo un misterio<br />
para mí. No así con los sueños que acabo de contarte. Mientras<br />
los escribía vi claramente el significado.<br />
Echo de menos nuestras conversaciones, aunque debiera<br />
decir echo de menos escucharte porque todavía falta mucho<br />
para poder llamarlas conversaciones. La profe de estadística<br />
67
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
dijo que el no poder expresarse significaba no poder pensar.<br />
¿Crees que es verdad? ¿Sigues escribiendo? Es posible que no<br />
quieras verme ni hablar conmigo. Mi intención no era escri-<br />
birte sino hablarte. Si te llega esta carta, quiere decir que no<br />
pude volver a Santiago. Lo que sé con certeza es que si llego<br />
(y apenas llegue) te voy a buscar. Esta vez seré yo quien te pida<br />
que me dejes andar a tu lado, que me dejes tomarte de la mano,<br />
que me dejes ser tu mujer. Si dices que sí, será para quedarme.<br />
Te daré a beber jugos nuevos, macerados en los espacios detrás<br />
de mis ojos, en el centelleo de las infinitas luces del mar al atar-<br />
decer, en las flores de mis sueños, en la melodía del silencio<br />
con que el aire llena el alba. Si no me aceptas, lo entiendo. Sé<br />
que has sufrido. Parte de este tiempo de soledad lo he dedi-<br />
cado a la tarea de atar cabos sueltos y tratar de rehacerme,<br />
que es como la tarea de nacer o morir, es decir, no hay nadie<br />
que pueda ayudarte. Contigo aprendí que la mirada humana<br />
no capta jamás el objeto como es (y tuve suerte que tu mirada<br />
fuera generosa conmigo) y he aceptado que lo mismo pasa con<br />
el lenguaje. Se queda a medio camino y no llega a expresar lo<br />
que uno quisiera. Si digo “te amo” las palabras tocan fondo<br />
ahí mismo. No alcanzan para expresar ese misterio halagador<br />
que le llena el alma a uno cuando quiere a alguien y que va<br />
despertando y haciendo cantar cada fibra de tu ser hasta que la<br />
melodía también se escucha en el aire que te circunda.<br />
68
PASAJES DE DIARIO DE VIDA:<br />
SANTIAGO 1968<br />
Marzo<br />
Qué privilegiada me siento de haber vuelto a la universidad<br />
después de las vacaciones de verano. Ahora vivo en la residen-<br />
cia en el mismo pedagógico, aunque me queda bastante más<br />
lejos del trabajo y no me da tiempo para almorzar. La Uldita<br />
quedó un poco triste pero ahora importa Jorge. De todas man-<br />
eras me van a dejar la pieza y voy a pasar con ellos los fines<br />
de semana.<br />
Tanto eché de menos el año pasado a mi madre que a todas<br />
partes iba con ella, conversando, tomada de su brazo. “Esta es<br />
la hija que está en Santiago, en la universidad”, les decía a los<br />
conocidos que se detenían a saludarnos en la calle, en un tono<br />
que quería ser normal. ¿”La universidad?”, dijo Don Manuel<br />
Arquero (el tuerto Arquero) con cara de asco. Le compramos<br />
la leña y el carbón desde que tengo uso de razón (si es que…).<br />
69
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
“Estiren los brazos”, nos decía, “más todavía que no cabe la<br />
leña”. Nada más que la falda y las piernas quedaban visibles<br />
cuando terminaba de apilar la leña dividiendo la carga entre<br />
los brazos de la Nina y los míos. Volvíamos a casa a trope-<br />
zones, adivinando el camino. Llegaron “las cagaditas”, decía<br />
apenas entrábamos al boliche y asomaba su cuerpo flaco y<br />
largo por encima del mostrador fingiendo que no nos podía<br />
ver de tan chicas que éramos. Ahora había agregado otras<br />
cosas a su negocio pero seguía con un ojo menos y tan lleno de<br />
hollín como en los mejores tiempos. “La universidad”, repetía,<br />
mojando la punta del lápiz en la lengua y anotando algo en una<br />
hoja mugrienta que había recogido del suelo. Aunque no había<br />
nadie más, no se dignó a mirarnos ni a preguntar qué quería-<br />
mos. “Ya está”, dijo finalmente, poniendo la hoja frente a mí<br />
con cara de triunfo, “a ver si la universidad sirve para algo”.<br />
Se había pasado todo ese rato escribiendo una lista de cifras<br />
enormes que llenaban la página de arriba abajo. La cara de mi<br />
madre me dijo a las claras que no había escapatoria. En un dos<br />
por tres revisó la suma (no había hecho otra cosa en su vida) y<br />
se dio el lujo de mostrarse magnánimo “le erraste por poco”.<br />
La cara de alivio de mi madre lo dijo todo y desde ese día me<br />
cuidé bien de quedarme al lado de fuera de cualquier puerta.<br />
70
La t i t u d e s<br />
Este año decidí dejar tiempo para ubicar a mi abuela Francisca.<br />
Sé que vive en Santiago y empecé por llamar a cuanto Miralles<br />
encontré en la guía. Lo único que sé de ella es que le escupía<br />
el bistec al abuelo, no sé si antes o después de echarlo a la<br />
sartén. Mi papá cortó todo contacto con la familia cuando<br />
se fue de Santiago. “Me crió una kipa yagana que me cubría<br />
con pieles de lobo marino”, dijo una vez, no sé si en chunga<br />
o en serio, “mi mamá me tuvo antes de cumplir los quince y<br />
quedó inválida”.<br />
El año pasado quería aprender a hablar pero este año ya no<br />
me interesa. Escuché un programa en la tele y la gente hablaba<br />
tanta estupidez en forma tan coherente que me desanimó por<br />
completo. Entender, “conciencia”, como dice Jorge, es lo que<br />
ahora me importa.<br />
Abril<br />
En casa de la Uldita el sábado recibí una visita un poco rara.<br />
Era un hombre que conocí hace unos cinco años cuando apare-<br />
ció por la casa en Coquimbo buscando a mi mamá. Ella no lo<br />
había visto desde los tiempos en que era niño en la playa de<br />
Taltal y le costó reconocerlo. Cómo se enteró dónde vivíamos<br />
sigue siendo un misterio igual que el de ahora. Acababa de<br />
71
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
salir de la cárcel pero no supimos de qué ciudad. Mi mamá lo<br />
atendió y lo cuidó como hace con todas las aves heridas que se<br />
aventuran en nuestro patio (así fue cómo aprendí a entablillar<br />
patas quebradas). Las palizas le habían dejado algunas costil-<br />
las hundidas. No tenía moretones visibles porque los tiras les<br />
ponen sacos mojados en el cuerpo a los detenidos antes de<br />
apalearlos para no dejar huellas. Se dedicaba a fabricar cocaína<br />
y le habían requisado un laboratorio con todo el equipo. Al<br />
parecer traía las hojas de coca en mulas o en burros desde<br />
Bolivia para procesarlas en Tacna o en Arica. Desapareció<br />
apenas se repuso para volver al tiempo en mejores condiciones.<br />
Dijo que quería llevarnos a la Nina y a mí a comer picarones a<br />
La Serena, pero antes de llegar a la pastelería pasamos a una<br />
casona antigua en la avenida Videla. La empleada nos hizo espe-<br />
rar afuera hasta que apareció un hombre. En cosa de segundos<br />
hubo un intercambio de plata y un paquetito. Yo sospechaba<br />
que la cocaína era algo malo y lo atosigué a preguntas. “Todo<br />
lo contrario”, dijo, “hace sentir bien a los enfermos. Si los doc-<br />
tores no pueden hacer nada es lo único que les alivia el dolor”.<br />
Como era la primera vez que íbamos a una fuente de soda<br />
estábamos alborotadas, creyendo que era lo máximo pero la<br />
verdad es que los picarones estaban tan relajantes que tuve que<br />
ir al baño a vomitar. Un helado de papaya en La Crisis habría<br />
sido mucho más rico. Pasamos por una tienda y le compró un<br />
72
La t i t u d e s<br />
vestido a la Nina. De la vitrina al cuerpo, también por prim-<br />
era vez en la vida porque la mamá es la que nos hace la ropa.<br />
Me preguntó a mí qué quería y no fue fácil decidirme. Hacía<br />
poco había pegado el último estirón y cuando me miraba al<br />
espejo veía una cara flaca, dientes grandes, nariz larga y ojos<br />
piturrientos como los del gato. Una visita a un oftalmólogo<br />
con receta y todo fue lo que pedí con dolor de mi alma y no<br />
me arrepentí cuando me volví a ver con ojos normales gracias<br />
a la vitamina A que me habían recetado. Se fue dejando un<br />
par de frasquitos escondidos en el entretecho. Como yo tenía<br />
fama de impredecible le confió el secreto a mi hermana. Por<br />
suerte yo no estaba en la casa el día que mi mamá los des-<br />
cubrió y supo lo que eran. Le entró la ira santa y los echó al<br />
wáter con frasco y todo. ¿Andaría buscando otro entretecho<br />
aquí en Santiago? Me preguntó si necesitaba algo y le dije que<br />
no, pero igual me dejó un billete de los grandes “para que te<br />
compres vitaminas”.<br />
Me aventuré por edificios del pedagógico en los que no tengo<br />
clases y en uno encontré una sala abierta. No había un alma<br />
viviente así que me dediqué a intrusear. En una mesa larga<br />
había varias cajas con osamentas humanas. La etiqueta decía<br />
que venían del mar pero no decían de qué parte de Chile.<br />
Uno por uno fui levantando los cráneos de distintos portes,<br />
73
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
todos de color oro viejo, tratando de averiguar cómo habían<br />
sucumbido a su suerte. Decían en mi barrio que Don Pedro, el<br />
almacenero de la esquina, se había casado con Doña Rosita (la<br />
del ojo huero) por miedo a los secuaces del presidente/dictador<br />
Ibáñez que mandaba fondear a los homosexuales. ¿Serían de<br />
ellos los esqueletos? El problema con los libros de historia es<br />
que nunca cuentan esas cosas. Si no fuera porque la gente no<br />
quiere olvidarse y se lo va repitiendo a quien quiera escucharlo<br />
jamás nos enteraríamos. La única persona que conocí que fue<br />
a parar al fondo del mar era una jovencita que vendía machas.<br />
Debe haberse levantado al alba a sacarlas de las peñas que<br />
están detrás de la pampilla. Por mucho tiempo eché de menos<br />
su grito de “Macháaaaaa” que se arrastraba por la calle desi-<br />
erta despertándome. Después de varios días encontraron su<br />
cuerpo lejos de donde se había caído, semicarcomido por dev-<br />
oradores marinos.<br />
Fui al lugar donde había visto las llamitas el año pasado y no<br />
encontré ni rastro.<br />
74<br />
Mayo<br />
Hoy día vinieron enfermeras de la Cruz Roja al pedagógico<br />
a sacar sangre para mandarla a Vietnam. Había tantos
La t i t u d e s<br />
estudiantes haciendo cola que tuvieron que quedarse hasta<br />
media tarde y no la mañana como pensaban. El Centro de<br />
Alumnos parecía un hospital de campaña con camillas y todo.<br />
Yo creía que me iban a sacar medio litro como lo hacían en el<br />
hospital de Coquimbo pero la mujer se rió y me dijo que no<br />
querían dejar zombis deambulando por el pedagógico. Al final<br />
me sacó un cuarto litro y no me pasó nada. Cuando operaron<br />
a la mamá de mi amiga Juanita fui a dar sangre con mi mamá y<br />
la señora se murió de todas maneras. Quedamos tambaleando<br />
y tuvimos que esperar un rato antes de irnos a la casa, pasito<br />
a pasito tomadas del brazo, conversando. Espero que real-<br />
mente la manden a la gente de Vietnam. A lo mejor se están<br />
aprovechando de la ingenuidad de los estudiantes de izquierda<br />
y quién sabe adónde va a ir a parar la sangre. “Piensa lo mejor<br />
de la gente, hija, si quieres mantener limpia la mente y el cora-<br />
zón”. Cuándo te voy a abrazar otra vez mamita del alma mía.<br />
Te echo tanto de menos aunque no me dejes en paz. Si sirve<br />
para salvar una vida ya es bastante, ¿contenta? Jorge no asomó<br />
ni la nariz. Apareció todo circunspecto cuando las mujeres<br />
de la Cruz Roja ya se habían ido. Empecé a contarle lo que<br />
había pasado y se puso a caminar como si le hubieran echado<br />
nueces dentro de los zapatos. Sabía que no debía reírme pero<br />
era imposible. Caminaba como los niños cuando se han ensu-<br />
ciado en los pantalones. Por fin encontramos un banco donde<br />
75
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
sentarnos y me contó que no puede ver ni oír hablar de sangre.<br />
La planta de los pies se le pone tan sensible de los nervios que<br />
no puede caminar. Mi hermana Nina sufre del mismo mal<br />
pero con ella es peor. Cae sin conocimiento al suelo donde esté<br />
y nos ha hecho pasar sus buenos sustos.<br />
Los santiaguinos hacen enormes diferencias en el trato.<br />
Nosotros llamamos “rotos” a los degenerados y groseros pero<br />
no a los niños y mujeres pobres que trabajan como bestias<br />
de carga. Lo más probable es que no me haya dado cuenta<br />
antes porque siempre viví entre los pobres. Para colmo son las<br />
mujeres mismas las que tratan con desprecio a sus congéneres.<br />
También existe en la universidad y al principio no lo sentía<br />
porque es más sutil, con risitas y codazos cuando uno tiene las<br />
medias corridas o con hoyos. ¿Qué pensarían aquí de Doña<br />
Rosita la partera? Falda ancha a media pierna, zapatones y cal-<br />
cetas, una sola trenza larga hasta la cintura, lista para salir a<br />
ayudar a las mujeres que la necesitan. Echo de menos el paso<br />
sereno de esas mujeres por la calle. Tampoco se ven mujeres<br />
como mi madre que se olvidan de su propio cansancio y acu-<br />
den donde las llaman a aliviar a los enfermos, ayudar a morir<br />
a los que ya les toca, desterrando tristezas y compartiendo lo<br />
poco que tienen con los que no tienen nada.<br />
76
La t i t u d e s<br />
Julio<br />
Una de mis hermanas andaba de paso y nos dedicamos a bus-<br />
car a la abuela Francisca. La encontramos y no la encontramos.<br />
Es decir, dimos con la casa en la Gran Avenida. Conocimos a<br />
dos “tías” pero la abuela ya no estaba. Poca esperanza hay de<br />
ser feliz algún día si cuando uno está bien pasa acordándose de<br />
cuando estuvo mal. Una de las hijas nos contó que la abuela<br />
se la pasaba mirando por la ventana y comparando a sus hijos<br />
cuando eran chiquitos con los niños bien vestidos que pasaban<br />
por la calle conversando de la mano del papá o la mamá. Un<br />
día dijo que iba a la esquina a comprar algo y no volvió más.<br />
Se había tirado al canal y las aguas sucias arrastraron su letanía<br />
hasta la ciudad vecina. Adiós abuela Francisca. Se acabaron tus<br />
afanes. ¿Pensaste en mi papá antes de tirarte al agua o pensaste<br />
en el tuyo que te arrancó de tu verde Piamonte (se me ocurre<br />
que es verde) para entregarte al primer aventurero que mostró<br />
interés cuando todavía eras una niña? ¿O fuiste tú la que te<br />
encaprichaste con ese hombre y sus sueños de riquezas? ¿En<br />
quién pensaste? ¿Te fuiste escupiendo tu ponzoña al mundo<br />
y a Dios o tenías el alma tranquila? Lamento que no pudi-<br />
eras hacer más que escupirle el bistec al bígamo de tu marido,<br />
algo es algo. A lo mejor lo hiciste una sola vez y quedaste en<br />
mi cabeza haciéndolo eternamente. Qué injusticia. Eso me<br />
77
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
pasa por intrusa. En fin, sigo pensando que es mejor saber.<br />
Ni siquiera una foto de ellos nos mostraron las tías (no creo<br />
que existan) así que nunca voy a saber si mi papá se parece a<br />
ellos o no.<br />
78<br />
Agosto<br />
Hoy día lamenté no tener televisión. Hubo un programa<br />
de poesía donde apareció Jorge y los otros del grupo y me<br />
lo perdí.<br />
Fui a una oficina pública a sacar un papel y volví hecha una<br />
furia. En vez de llamar a la gente por orden de llegada, la mujer<br />
los hacía pasar “por orden de vestido”. Le hice notar a la mujer<br />
que era la tercera vez se saltaba a una señora que ya estaba<br />
esperando cuando yo llegué y llamó a su jefe que salió con aire<br />
de macho protector y me echó la choreada. Reyes absolutos,<br />
hacen lo que se les da la gana. Lo mismo pasa en los bancos<br />
y no hay a quién quejarse. La especie de jefes prepotentes y<br />
la de secretarias bonitas, bien vestidas y maquilladas es una<br />
plaga. Las uñas largas y pintadas es el broche de oro y algunas<br />
pasan limándoselas y retocándoselas ahí mismo en el lugar del<br />
trabajo y los jefes les sonríen con la boca abierta. “Alcánceme<br />
eso mijita”, “tráigame un cafecito, mijita”. Y si acierta a pasar
La t i t u d e s<br />
por ahí otro de los machos que también tiene su “mijita” que le<br />
“alcance” esto y lo otro porque se hacen los tullidos, los miran<br />
con un aire de “te apuesto a que la tuya no es tan linda como<br />
la mía”. A nadie parece importarle que escriban a máquina<br />
con un dedo y que la hoja salga plagada de faltas de ortografía.<br />
También está el otro caso, la que te atiende mal porque está<br />
frustrada en un trabajo que nunca le interesó, como la asistente<br />
social Larraín del pedagógico. Cuando llegué el año pasado<br />
revisó mi solicitud para préstamo escolar y escribía cosas al<br />
margen sin dejar de refunfuñar hasta que no se aguantó más<br />
y me la largó: “yo no sé por qué esta gente no se queda en su<br />
pueblo y en su casa”. A lo mejor quería ser otra cosa y tuvo<br />
que resignarse a ese puesto por presión de la familia que no<br />
ve otra cosa que enfermera, profesora o asistente social para<br />
la mujer. Lo más probable es que haya sido un pituto porque<br />
una asistente social de verdad jamás habría dicho algo así. Si<br />
tienes algún amigo o conocido de influencia o si tienes un apel-<br />
lido como el de ella, basta con saber leer y escribir, ni siquiera<br />
tienes que haber pasado por las puertas del liceo. En todo caso,<br />
alguien tiene que hacer el trabajo aunque sea a paso de tortuga<br />
y una buena parte lo hacen también las mujeres. ¿Serán otras<br />
contratadas para trabajar o serán las mismas de las uñas? Es<br />
bien posible que un día cualquiera se vieron suplantadas por<br />
otras más jóvenes y tuvieron que ponerse las pilas si no querían<br />
79
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
que las mandaran a freír monos (de dónde habrá salido esa<br />
expresión). Los mejores puestos se los lleva la gente de piel<br />
blanca, mejor aún si es rubia aunque esté peor calificada. Si por<br />
casualidad hay un niño rubio pidiendo en la calle es “pobrecito”<br />
y si es moreno es “roto”. “No hay desempleo en Chile”, me dijo<br />
una rubia teñida sentada al lado mío en la micro “lo que hay<br />
son flojos que no trabajan porque no quieren. Yo les ofrezco<br />
que me pinten la casa por un plato de comida o que trabajen en<br />
el jardín y algunos hasta se ofenden”. Si yo le hubiera dicho a<br />
la mujer que eso era precisamente lo que hacían en los tiempos<br />
de la esclavitud, se habría espantado. El pago a las empleadas<br />
domésticas lo consideran poco menos que un robo: “deberían<br />
estar agradecidas de tener comida y pieza en una casa decente”.<br />
¿Habrá remedio para tanta desigualdad e injusticia?<br />
80<br />
Septiembre<br />
Anoche vino un grupo de jóvenes del pabellón de los hom-<br />
bres a darnos serenata. Mientras cantaban acompañados de<br />
guitarra se empezaron a prender luces y abrir las ventanas del<br />
edificio. Al final no había ventana sin una o varias niñas asoma-<br />
das en camisa de noche, riendo y conversando, con un chal o la<br />
misma colcha en los hombros. Fue muy bonito y cantaron bien<br />
aunque creo que algunos tenían la bala pasada con un poco de
La t i t u d e s<br />
trago. Sin duda había uno que quería impresionar a alguien y la<br />
mejor manera de hacerlo fue camuflarse en el grupo.<br />
Diciembre<br />
Tanto que estudiar y trabajar. No he podido hacer nada más.<br />
Por suerte ya se acaban las clases y me voy a Coquimbo. Jorge<br />
pasará conmigo el mes de febrero. Los años anteriores había<br />
ido a la región del Maule con un grupo de compañeros a con-<br />
struir escuelas sobre pilones. Los campesinos sabían lo inútil<br />
que es construir en la falda de la colina porque las aguas se<br />
llevan todo en el invierno pero no dijeron ni pío. Creo que<br />
estaban usando una de las escuelas de gallinero. El año pasado<br />
un investigador norteamericano becado en Chile en ciencias<br />
políticas fue a Aconcagua con ellos y como no tenía los anticu-<br />
erpos que los chilenos tenemos para las pulgas se afiebró de<br />
tal manera durmiendo en los pajares que tuvo que devolverse<br />
a Santiago.<br />
Me asusta contagiarme con la falta de compasión de esta socie-<br />
dad santiaguina. Por todas partes se ven niños trabajando pero<br />
más en las micros donde suben a vender cualquier bagatela o<br />
a cantar. Un niñito de entre siete y nueve años se subió por la<br />
puerta de atrás y empezó a cantar: “La felicidad de sentir amor<br />
81
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
/ hoy hace cantar a mi corazón”, y le había hecho su propio<br />
arreglo porque en vez de seguir como va la canción “la gente en<br />
las calles parece más buena / todo es diferente gracias al amor<br />
/ la felicidad…” él cantaba “la gente en la micro paga su pasaje<br />
/ yo que voy cantando me subo por detrás / la felicidad…”. A la<br />
gente le cayó en gracia porque vi sonreír a varios cuando hizo<br />
su recorrido por los asientos pidiendo monedas hasta llegar<br />
a la puerta delantera. Unos paraderos antes se había subido<br />
otro niño más o menos de la misma edad y después de can-<br />
tar hizo el recorrido opuesto, de adelante hacia atrás. Aunque<br />
la micro había disminuido la velocidad todavía iba bastante<br />
rápido cuando los dos saltaron al mismo tiempo chocando en<br />
el aire cabeza con cabeza antes de caer sentados al pavimento.<br />
He visto llorar a niños en mi vida pero como gritaban esos<br />
pobrecitos no lo olvidaré jamás. Me dio náuseas porque las<br />
cabezas sonaron igual que una sandía madura al resquebra-<br />
jarse. La heladería Paula estaba a unos pasos pero me había<br />
quedado clavada en el asiento. La micro partió y ahí quedaron<br />
aullando su dolor, sentados al borde de la acera sin que nadie<br />
se les acercara. Por fin pude controlar la náusea y me bajé dos<br />
paraderos más allá sin tener claro qué podía hacer. Juntando<br />
las monedas me alcanzaba para comprarles un helado pero<br />
cuando llegué ya no estaban.<br />
82
CARTA<br />
Coquimbo, 6 de septiembre, 1970<br />
Querido Jorge:<br />
Aquí estoy al lado de mi madre y pensando en ti, igual que<br />
cuando estoy al lado tuyo pienso en ella. Recién llegué ano-<br />
che y ya te estoy escribiendo. Tanto de qué hablar y no hubo<br />
tiempo. Fue un día tan importante en varios sentidos. A veces<br />
uno tiene la suerte de que la historia personal se toque con la<br />
de su país y así lo sentí anoche cuando nos pusimos serios con<br />
la cosa del matrimonio. Las calles que recorrimos celebrando<br />
la victoria de Allende las sentí mías por primera vez. Después<br />
de todo fue ahí, en Santiago, donde aprendí a usar mi propia<br />
cabeza para pensar y no la de la iglesia. Ahí nos encontramos,<br />
dos náufragos de distintos mares y ahí vamos a formar un hogar.<br />
Es cierto que perdí a Dios en el camino, pero me quedé con<br />
el Cristo humano, que también supo pelear por la justicia. Mi<br />
83
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
ancla siempre fue y será mi madre y esta tierra chilena por la<br />
que pelearon y siguen peleando mis ancestros indios. Gracias<br />
a los libros y a ti, la nueva dimensión que le he encontrado a<br />
la política y a la poesía la conecto con esos dos amores. Me<br />
gustaría tener la facilidad de palabra que tú tienes para poder<br />
hablarte de tantas cosas. Algún día quizás, ahora me conformo<br />
con escribirte. Si hubiera leído la cuarta parte de lo que tú has<br />
leído otro gallo me cantaría. Para colmo también heredé el<br />
desfase lingüístico de mis ancestros mapuches que perdieron<br />
su mundo y se quedaron con un idioma en el aire, con palabras<br />
que no tenían asidero en su nueva realidad. Nunca se sintieron<br />
cómodos con la lengua de los invasores porque se refería a<br />
un mundo lejano, que nada tenía que ver con el de ellos. Por<br />
eso hablan pausado. Se demoran buscando la palabra precisa<br />
y cuando por fin la encuentran se dan cuenta que no tiene el<br />
sentido que buscaban y prefieren callar.<br />
84<br />
Qué noche más poblada de sueños. Me desperté varias<br />
veces pero al fin decidí levantarme a ver si así me despejo un<br />
poco. La algarabía de tanta gente contenta celebrando el tan<br />
ansiado vuelco histórico todavía me suena en la cabeza. ¿Te<br />
fijaste que las dos mujeres con que hablamos no menciona-<br />
ron una sola vez la palabra socialismo? Me pareció que daban<br />
por sentado que Salvador Allende en La Moneda pelearía<br />
por una sociedad menos desequilibrada. Nos anima la secreta
La t i t u d e s<br />
esperanza de que la torta se reparta en forma más equitativa y<br />
que no haya un puñado que se lo lleve todo y una gran mayoría<br />
en la pobreza, al filo de la desnutrición y la ignorancia. Aquí<br />
en la casa nadie comparte conmigo el entusiasmo por el nuevo<br />
gobierno: “la misma mierda con distintas moscas”, comentó<br />
Luchito sin darse cuenta que mi mamá lo estaba oyendo. “De<br />
la abundancia del corazón habla la boca, hijo”, le dijo con su<br />
característico tono pausado. Él no pierde la ocasión de bur-<br />
larse de las desgracias de uno, pero esta vez me tocó reírme a<br />
mí de la fragancia de su corazón. En vano traté de entusiasmar-<br />
los contándoles cómo se volcó la gente por miles a las calles<br />
de Santiago a celebrar: caras, caras y más caras de mujeres, de<br />
hombres, jóvenes, viejos y niños, todos felices agitando pañue-<br />
los o banderas chicas y grandes. Jamás en mi vida había visto<br />
tanta gente junta movida por el mismo deseo de festejar, de reír<br />
y de dejar que el cuerpo saque como pueda la alegría interna,<br />
bailando, saltando y cantando. Cuando un pueblo entero sale<br />
a festejar a las calles es porque algo grande ha sucedido. Si<br />
sabes de otras ciudades donde hubo celebraciones parecidas<br />
guárdame recortes. Me dio gusto divisar a Manuel Jofré entre<br />
la multitud, rebosante de alegría. Las pocas veces que lo vi<br />
fuera de las clases entraba al pedagógico a mojarse la cara y<br />
volvía a salir a la pelea en la calle. Tú conversabas con Sergio<br />
Rosell (¿nueva polola?) y después me olvidé de preguntarte<br />
85
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
si habías visto a Manuel porque me entretuve jirafiando con<br />
la oreja parada a ver si escuchaba lo que le decía una mujer a<br />
su guagüita. Cada cierto tiempo la levantaba por encima de la<br />
multitud y ahí la sostenía en alto mientras le hablaba algo que<br />
parecía tan importante. No sé si era niña o niño porque llevaba<br />
un trajecito verde. Su voz se me perdía entre las miles de otras<br />
voces que cantaban, se reían y hablaban a grito pelado, todo al<br />
mismo tiempo: “Para que veas y te acuerdes, estamos haciendo<br />
historia, estás haciendo historia. Tu futuro será mejor que el<br />
mío” fue la interpretación que terminé por darle y me quedé<br />
tranquila. Mejor inventar que quedarse con cuello.<br />
86<br />
Algo me dijiste al despedirte, después de haber hecho el<br />
amor, que era diferente esta vez y también a mí me admira<br />
que una pareja siga encontrando lazos físicos y espirituales que<br />
llevan la comunión a planos más profundos. Cuántos pliegues<br />
y repliegues tiene el amor y con cuántas cosas está conectado.<br />
Hubiera querido haber pasado la noche entera contigo envuel-<br />
tos en una frazada o en palabras, caricias o silencio. El calor<br />
de tu cabeza en la almohada se quedó conmigo toda la noche.<br />
Tenemos que resignarnos a esperar un año más (una eterni-<br />
dad). Soñé que estábamos en la Playa Blanca. Tú no alcanzaste<br />
a conocer esa playita de pura conchilla fina protegida por<br />
roqueríos donde los piratas escondían sus tesoros. La pesquera<br />
San José se instaló justo ahí cambiando el olor del pueblo y
La t i t u d e s<br />
destruyendo para siempre ese paisaje maravilloso a cambio de<br />
unos pocos empleos a sueldo de miseria. Tú estabas vestido de<br />
oscuro y jugabas con tres niños en la arena, todos en cuclillas.<br />
Yo estaba de pie detrás de ti vestida con una túnica de fondo<br />
blanco con pinturas de colores y era casi un metro más alta de<br />
lo que soy. La cara era un observatorio, con ojos que se man-<br />
tenían alertas. Después desaparece todo y estoy sola, de pie<br />
frente al agua que no es el mar sino una especie de lago. Tengo<br />
cuerpo y cara de mujer, no de faro y el vestido largo también<br />
está pintado de colores en un fondo blanco. Una mujer aparece<br />
a mi lado cuando estoy cavilando frente a una enorme roca<br />
que me impide cruzar el lago. No me mira pero me siento con-<br />
fiada y serena a su lado mientras la veo despejar el camino y<br />
perderse contenta por la izquierda. Me aterra pensar que si no<br />
hubiera sido por la serie de mini milagros que ocurrieron para<br />
que yo pudiera llegar a la universidad jamás nos hubiéramos<br />
conocido. Cada cierto tiempo sueño que deambulo de univer-<br />
sidad en universidad y a todas llego atrasada por no tener la<br />
plata de la matrícula. Hasta última hora no sabía si mi destino<br />
era la universidad o la pesquera. Fui la última en entregar la<br />
solicitud y arriesgué el brazo metiéndola por la ventanilla que<br />
la mujer bajaba con una fuerza de macho, con el alivio pin-<br />
tado en la cara de ver que por ese año al menos el frenesí de<br />
los mechones había terminado. No había pensado en carrera<br />
87
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
y puse el primer nombre que me vino a la cabeza o lo que<br />
me decían las profes de castellano. ¿Te gusta leer?, ergo, pro-<br />
fesora de castellano. Nunca quise pensar seriamente en una<br />
carrera por miedo al porrazo. Mientras más alto subes más<br />
duele el golpe. Eso es lo peor de la miseria, que deja a la gente<br />
librada totalmente al azar, negándole la posibilidad de elegir,<br />
de decidir, esto quiero, esto no. Hay que tomar lo que se pre-<br />
sente y rápido porque puede desaparecer en un abrir y cerrar<br />
de ojos. Ese dicho de que “a la oportunidad la pintan calva” no<br />
deja de tener su poco de crueldad. ¿Por dónde la agarras si ni<br />
un pelo tiene?<br />
88<br />
De todas maneras me gustaron las imágenes de los sueños.<br />
Me bautizaron en esa playita a los 15 años vestida con la túnica<br />
blanca que me pasaron las diaconisas (viejitas más buenas que<br />
el pan). Mientras los feligreses cantan a la orilla de la playa, el<br />
pastor y su ayudante te cubren boca y nariz con un pañuelo y<br />
te echan para atrás hasta que el agua te cubre entera (me cuidé<br />
mucho de no dejar el talón afuera). En el sueño estaba sola<br />
y con una túnica de colores, lo que es buena señal. Le tomé<br />
recelo a las túnicas blancas desde que supe lo del chasco de los<br />
primeros adventistas encaramados en los árboles esperando<br />
que los ángeles se los llevaran al cielo. Tengo la sensación que<br />
así llegué al mundo, con un vestido incoloro y que la gente que<br />
me ha querido o me quiere, tú entre ellos, ha ido pintando
La t i t u d e s<br />
colores y formas en ese fondo blanco: pájaros, flores, frutas,<br />
espigas, árboles y ríos.<br />
Ya le conté a mi mamá lo del matrimonio y me dijo que<br />
esperara hasta tener “el cartón” en la mano. Le expliqué que lo<br />
único que me quedaba por hacer eran los trámites burocráticos<br />
para que me dieran el título y se le iluminó la cara de alegría.<br />
Creo que ni la peor adversidad la hará renunciar al sueño de<br />
que sus hijas tengan una profesión. “Más importante incluso<br />
para la mujer; después de todo, los hombres son hombres y<br />
ustedes…, ustedes tienen que ser hombre y mujer” (espero que<br />
lo hayas entendido porque yo renuncié a dilucidar ese enigma).<br />
También tu abuelita va a estar feliz, la que me preocupa es tu<br />
mamá. La cuestión del casamiento por la iglesia va a aparecer<br />
por uno u otro lado. Vamos a tener que hacer malabarismos<br />
para darles el gusto a todos sin olvidarnos de nosotros. Y<br />
hablando de sueños. Me encantó tu idea de que nos regalemos<br />
una mini luna de miel (aunque sea un fin de semana) antes<br />
de casarnos. No te dije nada porque estaba demasiado emo-<br />
cionada. No conozco San Antonio pero por lo que he oído<br />
hablar sería el lugar perfecto y de ahí yo seguiría a Coquimbo<br />
y tú te devuelves a Santiago. Tengo tantas cosas que contarte y<br />
estoy segura que cuando te vea se me va a olvidar todo. Sería<br />
ideal que vinieras para las fiestas patrias. Te prometo, te juro<br />
y te rejuro que no va a pasar lo del año pasado. Nunca antes<br />
se había usado el peñasco del fondo del patio para esos fines.<br />
89
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
Nosotros le llamamos la piedra del terremoto porque ahí nos<br />
apretujábamos alrededor de la mamá cuando había temblores.<br />
Jamás olvidaré tu cara y la incongruencia de la escena. Tú, todo<br />
un intelectual sentado al sol en medio del patio leyendo un<br />
libro, paralizado de ver la hecatombe que tenía lugar a pocos<br />
pasos. Fue el balido de los cabritos que intuían el destino que<br />
les esperaba lo que me hizo salir a mí. Me bastó ver la palidez<br />
de tu cara para imaginarme lo que estaba pasando en la pie-<br />
dra. Por suerte no te desmayas con la vista de la sangre pero<br />
creo que estuviste a punto. Se me ocurre que lo que más te<br />
impactó fue el inflado de la pata para soltarles la piel. Luchito<br />
estaba medio afligido porque no había entrado mucho trabajo<br />
al taller y pensó que la venta de algunos cabritos le arreglaría<br />
el problema. Al final terminó haciendo el negocio de Andrés<br />
(que compra a cuatro y vende a tres) con tantas bocas que ali-<br />
mentar. Si vienes vamos a ir a la Pampilla antes que empiecen<br />
a hacer las ramadas a ver si este año puedes ver añañucas.<br />
90<br />
Nada más por el momento. Mañana te vuelvo a escribir y<br />
no voy a parar de hacerlo hasta que me digas en qué bus te<br />
vienes para irte a buscar. Te echo de menos.<br />
El resto tú lo sabes tan bien como yo.<br />
Gaby
MATRIMONIO MIXTO<br />
Nos casamos el 11 de septiembre de 1971 en Santiago en una<br />
ceremonia que la iglesia católica había instituido hacía poco<br />
para acomodar a parejas de religiones distintas. Jorge se había<br />
criado en la iglesia católica y yo en la adventista, y aunque a<br />
esas alturas pesaba más la presión de la familia que los últimos<br />
resabios de la costumbre religiosa me gustó caminar pasito<br />
a pasito tomada de su brazo desde la misma puerta, presin-<br />
tiendo las miradas de la gente sentada en las bancas, la mayoría<br />
desconocidos para mí, hasta detenernos en el altar. Elegimos<br />
septiembre conmemorado el año de la victoria de Allende y<br />
por ser el mes cuando la tierra empieza a mostrar que no ha<br />
estado ociosa durante los fríos meses de invierno.<br />
Nos conocimos a fines de los sesenta en el Instituto<br />
Pedagógico cuando la efervescencia de cambios políticos estaba<br />
más presente que nunca en todo Chile y especialmente en las<br />
universidades del país. Esos grandes ojos curiosos en su rostro<br />
serio y pálido, fijos en mí, fue lo primero que me atrajo. Me<br />
91
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
daba cuenta que los profesores respetaban su opinión y que<br />
su nivel de conocimiento me llevaba la delantera por lejos. Su<br />
primera invitación fue a un recital de poesía que se dio en<br />
el mismo pedagógico donde él y otros miembros del grupo<br />
leyeron sus poemas. Hasta ese entonces la poesía había sido<br />
para mí la palabra de los consagrados, amoldada para siempre<br />
en forma de libros inaccesibles que reposaban tranquilos en<br />
estantes de bibliotecas y librerías y, por encima de todo, lo que<br />
aprendíamos de memoria para declamar en la escuela o en<br />
la iglesia y que me cuidé bien de callar cuando supe que era<br />
desdeñada en el pedagógico como subproducto que poco o<br />
nada tenía de poético. Mi pérdida se compensaba con el des-<br />
cubrimiento de una nueva dimensión. Poesía también era la<br />
palabra suelta, flotando de regalo en una sala o en un parque,<br />
leída con pasión y orgullo por jóvenes sin nombre ni libros de<br />
poeta. Si los había en mi pueblo no me había percatado, salvo<br />
un incidente que no sé si cuenta porque mi vecino y amigo<br />
ocultaba su cuaderno como fruto de una debilidad. Me lo dejó<br />
fingiendo indiferencia un día que yo estaba enferma en cama,<br />
el estómago cargado de cataplasmas de barro para quitarme la<br />
fiebre. “Ahí te dejo mi alma, un paso en falso y me la destruyes”<br />
me pareció leer en sus ojos al despedirse, vacilando indeciso en<br />
la puerta después de darle una última mirada al cuaderno. Los<br />
nítidos rasgos de la madre ausente (había muerto cuando él era<br />
92
La t i t u d e s<br />
todavía un niño) se habían ido transfigurando paulatinamente<br />
en la segunda mitad del cuaderno y al final ya no cabía duda<br />
que era yo la figura superpuesta sobre la otra. ¿Cómo sería<br />
aquí en Santiago, con estos jóvenes tan desenvueltos y seguros<br />
de sí mismos? Muy pronto lo supe. Todo iba bien si decía que<br />
el poema era bueno y pronunciaba las esperadas alabanzas,<br />
pero ay de mí si no exaltaba la poesía a las alturas donde ellos<br />
la tenían. También aprendí, que al igual que el café, el vino y<br />
el sexo, la poesía es un gusto adquirido. “Escuela de Santiago”<br />
se llamaba el grupo (entre 20 y 25 años de edad) que habían<br />
formado Jorge, Naín, Erik y Carlos con el manifiesto “Todos<br />
enhebramos la misma aguja, usamos los ojos hacia arriba y<br />
hacia abajo, desde distintos ángulos los hilos se deforman y<br />
alejan y es lo mismo, aunque diferente…”.<br />
Después del recital Jorge me propuso que tradujéramos a<br />
Baudelaire, y muy pronto intuyó que mi preferencia eran los<br />
espacios abiertos. Nos sentábamos en un banco alejado del<br />
parque Causiño cerca de la tierra desnuda, donde yo podía<br />
tener la mente en las estrofas que traducíamos a punta de diccio-<br />
nario y los ojos en el verdor de tanto árbol, cosa también nueva<br />
para mí que venía de un lugar semidesértico. Las pasiones que<br />
lo empujaban eran las artes, las letras y la política, que aunque<br />
parecen reñidas se aúnan como la santa trinidad. No sólo las<br />
reconciliaciones sino también las peleas de enamorados se<br />
93
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
vestían de poemas no siempre del mejor jaez cuando los dic-<br />
taba la frustración: “la bondad tiene las uñas empapadas de<br />
sangre, la inocencia hiede…”.<br />
94<br />
Aunque el departamentito era minúsculo estábamos<br />
contentos de tener un lugar bonito donde vivir. Apenas nos<br />
pusimos de novios mandé hacer un juego de comedor y uno<br />
de dormitorio, muebles firmes que aguantaran no sólo el paso<br />
del tiempo sino también los embates de los cinco niños que<br />
me proponía tener, que si salían como yo y mis hermanos más<br />
valía estar preparados. En la población donde trabajaba había<br />
conocido a Don Manuel, que hacía muebles tallados a mano<br />
y a muñón porque era manco. La marquesa era verde oscura<br />
con una cabeza de caballo cruzada por dos espadas valenci-<br />
anas. La fiesta de bodas que nos regaló la abuela de Jorge nos<br />
reportó un buen botín: cocina, floreros, platos, tazas y cubi-<br />
ertos. La compra del colchón, sábanas y frazadas nos tocó a<br />
nosotros y no alcanzó la plata para el cubrecama, que tuvo<br />
que esperar hasta bien entrado el año después de casados. Era<br />
amarillo y le venía de perillas al color de la marquesa. “Parece<br />
un príncipe”, dijo la tía Gina cuando pasó a ver a Jorge que<br />
estaba en cama con gripe. Lo malo es que vino justo después<br />
que nos habíamos dado una cura de ajo que había dejado pas-<br />
ada la pieza que era al mismo tiempo dormitorio, comedor y<br />
living. Pusimos la mesa al lado de la única ventana que daba
La t i t u d e s<br />
luz a toda la habitación y en una punta albergamos la vieja<br />
Underwood de Jorge, encargada de hacer visibles sus poemas y<br />
escritos. La mayoría de los cuadros que adornaban las paredes<br />
los había pintado él mismo. Por ese tiempo se entusiasmó por<br />
la escultura e hizo una estatua de arcilla tan fiel a mi cuerpo<br />
que me confundía. Encima de la cabecera de la cama colgaba<br />
el autorretrato que me había regalado después de una pelea<br />
de novios que duró más de la cuenta. Yo iba saliendo de la<br />
casa cuando lo vi bajarse de la micro en Avenida Matta con<br />
Nathaniel y atravesar la calle a tranco largo, la cara más grave<br />
y flaca que de costumbre después de haber cruzado Santiago<br />
de un extremo al otro con el enorme cuadro bajo el brazo.<br />
Qué mujer quedaría inmune a esos raptos de amor. “Te traje<br />
esto. Si no me dejas estar en tu vida de cuerpo presente…”. Él<br />
era mi brújula y mi mundo en ese bullicio santiaguino y nunca<br />
duraban mucho los enconos. Cuando había plata extra íbamos<br />
al centro a comprar los colores básicos de pintura al óleo que<br />
darían vida a telas, tablas o lo que hubiera a mano. Nos pintó a<br />
los dos juntos en un pedazo de cholguán que encontramos en<br />
la calle. La mujer en tonos amarillo-naranja parecía bañada de<br />
una fuerza extraña y miraba directamente al frente. El hom-<br />
bre, un poco inclinado hacia la mujer mostraba la mitad de su<br />
cuerpo en sombras. Había elegido para sí mismo matices aten-<br />
uados de rojo y negro, los colores del MIR. Colgué el cuadro<br />
95
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
en la pared a mi lado de la cama. Había otra piecita al lado<br />
casi tan minúscula como la cocina donde fue a parar su viejo<br />
escritorio que pasaba atiborrado de todo lo que no cabía en la<br />
pieza principal.<br />
96<br />
A los 25 años ya podía reunir en un librito los poemas que<br />
había escrito, conocía bien a los autores chilenos, a los más<br />
destacados del mundo y se había tragado una buena parte de<br />
las filosofías antiguas y modernas. Se había hecho merecedor<br />
de un par de ayudantías en la universidad, que había ganado<br />
presentándose a concursos abiertos, y yo lo seguía con entu-<br />
siasmo y tesón. No me interesaba perderme en su mundo<br />
sino vestir el mío con los diferentes ropajes de las palabras<br />
que él conocía tan íntimamente y que le calzaban tan bien.<br />
Hablar de elites, cultura occidental, metrópoli y colonia, sur-<br />
realismo y tantas otras cosas habría sido ponerme un vestido<br />
ajeno que no se acoplaba a los pliegues naturales de mi cuerpo.<br />
Trabajábamos y estudiábamos la semana entera. Llegábamos<br />
agotados pero contentos al atardecer o en la noche cuando me<br />
tocaba enseñar en el liceo nocturno de la Granja. Comíamos<br />
algo compartiendo las peripecias del día. Yo le hablaba de<br />
mis estudiantes adolescentes y adultos, o le leía las cartas de<br />
mi madre o de mis hermanas cuando las recibía. Él me con-<br />
taba de sus clases, lecturas y actividades con amigos y amigas,<br />
anécdotas de los recitales de poesía y música que daban en las
La t i t u d e s<br />
poblaciones marginales o en la misma universidad. De uno<br />
de esos recitales volvió una vez a la casa sin argolla y sin reloj.<br />
Siempre al justo con la plata decidió echar a la colecta lo único<br />
de valor que tenía a mano, sin pensar que la argolla de casados<br />
no es propiedad de una persona sino de dos. Se llevó un mere-<br />
cido raspacachos.<br />
Los fines de semana eran nuestros. La mañana del sábado<br />
era para retozar o leer un rato más en la cama y regalarnos un<br />
desayuno especial. En la tarde salíamos al centro o venía algún<br />
amigo de él a tomar onces y yo dedicaba buena parte de la<br />
mañana a hacer un kuchen y limpiar el departamento mientras<br />
él salía a comprar mortadela, salame y queso a la hora en que<br />
salía el pan caliente. Nunca fui adicta al limpiado pero, como<br />
era tan chiquito, la pieza principal quedaba soplada en un dos<br />
por tres y los eternos sobrantes iban a aumentar la ruma de la<br />
piecita contigua. El toque final lo daban los arreglos florales<br />
que hacía Jorge con ramas secas y cualquier cosa que encon-<br />
trara en el patio. Siempre con un libro en la mano, pintando<br />
cuando tenía pintura o sentado frente a la vetusta máquina de<br />
escribir. Yo había empezado a ahorrar para regalarle una nueva<br />
o por lo menos una un poco más moderna. Los domingos<br />
recorríamos a pie el camino hasta la casa de su abuela donde<br />
almorzábamos y nos quedábamos tendidos en su cama viendo<br />
a los tres chiflados o los sábados gigantes de Don Francisco o<br />
97
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
lo que hubiera en la tele (no teníamos en la casa). En la sala de<br />
estar había algunos cuadros que había pintado Jorge en la ado-<br />
lescencia. Un papá con una niñita de la mano andando a paso<br />
lento por un camino abierto a la distancia, bordeado de veg-<br />
etación silvestre. Se podía adivinar la cháchara amena entre el<br />
padre y la hija, caminando y deteniéndose para mirar de cerca<br />
algo que a ella le llamara la atención. El otro que me gustaba<br />
representaba un rincón del patio de esa misma casa por donde<br />
pasaba una acequia y proliferaban matorrales y flores silvestres<br />
a diversa altura.<br />
98<br />
Su predilección por la poesía lo había hecho un adolescente<br />
retraído y solitario, y en los libros del abuelo encontró el hilo<br />
de la filosofía, su primera carrera en el pedagógico que después<br />
combinó con cursos de literatura para el grado de licenciatura.<br />
Su deseo había sido estudiar pintura en la Escuela de Bellas<br />
Artes, pero tuvo que resignarse al término medio que le ofrecía<br />
la madre. Si no quería estudiar una carrera práctica y lucrativa,<br />
la docencia le aseguraba al menos un sueldo de profesor. No<br />
había conocido estrecheces pero tampoco riquezas, lo que iba<br />
muy bien con él que, cuando yo lo conocí, ya se había alineado<br />
con el proletariado. Se me ocurre que también fueron los libros<br />
del abuelo los que lo endilgaron en las palabras y la política.<br />
Jubilado del ejército chileno con el grado de coronel cuando<br />
yo entré en escena, el abuelo Leocadio había sido edecán del
La t i t u d e s<br />
presidente Ibáñez que desterraba a diestra y a siniestra. Elías<br />
Lafertte de la izquierda, Alessandri de la derecha, no era cosa<br />
de color político sino de oposición real o imaginada a su régi-<br />
men. Cuando el abuelo cayó en desgracia fue desterrado a la<br />
isla Más Afuera y desde ahí, junto con otros exilados se dedicó<br />
a complotar contra el gobierno. En mayo de 1931, en calidad<br />
de comandante del ejército, dirigió un golpe militar que fra-<br />
casó, como había fracasado el de su amigo Marmaduke Grove<br />
(el avión rojo) el año anterior. “Éramos todos locos, mi’jita”,<br />
fue lo único que pude sonsacarle cuando traté de sondearle la<br />
memoria de esos hechos. Fue uno de los raros momentos de<br />
relativa lucidez que compartí con él en medio de una risa exal-<br />
tada. “Debajo de mi cama se metió uno de sus amigos cuando<br />
los vinieron a buscar”, dijo la abuela. Era dado a las rabietas y<br />
en los años de militar activo se sacaba esos arrebatos de ira del<br />
cuerpo azotando al perro. Fue lo que le causó la hemiplejía que<br />
le dejó paralizado el lado izquierdo. Orejón, de tez muy blanca<br />
y ojos azules, no eran sus rasgos físicos los del típico chileno<br />
y la familia parecía no saber de dónde había venido. Había<br />
sido amante de la teosofía y otros saberes esotéricos, no sé si<br />
era masón o rosacruz o las dos cosas juntas, si es posible tal<br />
mezcolanza. La abuela Adelina, de ascendencia peruana, era<br />
un alma de Dios y aceptaba lo bueno y lo malo de su marido<br />
con la misma serenidad con que me aceptó a mí. Bendita su<br />
presencia en mi vida en esos tiempos difíciles.<br />
99
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
100<br />
Si había algún vacío en la vida de Jorge podría haber sido la<br />
ausencia de un padre. No sabría decir qué efecto tuvo en él. Se<br />
fue antes que él naciera y lo único que le quedó fue una foto<br />
de estudio de una jovencita de ojos grandes y claros, vestida de<br />
blanco, al lado de un joven de labios delgados y mirada intensa.<br />
La madre se volvió a casar y de esa unión, también de corta<br />
duración, le quedó una hermana y la sensación de haber tenido<br />
un buen papá aunque por pocos años. La madre se había jubi-<br />
lado muy joven de su puesto de cajera del Banco del Estado<br />
y también recibía pensión como hija “soltera” de coronel en<br />
retiro del ejército. La parte cotidiana de la crianza de los dos<br />
hijos le había tocado a la Soledina, doméstica de origen mapu-<br />
che que se había venido niña del sur y que se la iban pasando<br />
de una unidad familiar a otra dentro de la misma parentela<br />
cuando los hijos crecían.<br />
Jorge se desplazaba de un lado a otro como pez en su salsa<br />
por ese incesante zumbido de la gran ciudad, alimentando la<br />
mente de esas vibraciones omnipresentes que herían todos mis<br />
sentidos, salvo el de la esperanza que alguna vez también a mí<br />
esa ciudad me revelara su secreto encanto, cosa difícil porque<br />
yo le había entregado el cuerpo pero sólo parte del corazón, la<br />
otra mitad se me había quedado junto a mi madre, el mar y los<br />
cielos estrellados de mi pueblo. Tan dispares y, sin embargo, la<br />
carencia de uno parecía suplirla el otro. Yo venía del silencio
La t i t u d e s<br />
de la cima de la montaña que sólo lo interrumpen las voces del<br />
viento y a veces del mar cuando la calma es total. Él en cam-<br />
bio parecía nutrirse del constante tráfago de autobuses y gentes<br />
que se mueven como una sola masa de un lado a otro. Leía de<br />
todo, sabía de todo (así lo percibía yo al menos) y me hablaba<br />
de todo. La ruta hacia el futuro no estaba trazada en ningún<br />
mapa físico ni mental pero se hacía con cada paso que se daba<br />
o se dejaba de dar.<br />
101
DENISE<br />
Personajes<br />
de n i s e (entre 2 y 3 años de edad)<br />
te n c h a : (la madre)<br />
La m a d r i n a<br />
ve c i n o<br />
vo z e n o f f (masculina)<br />
La escena representa la salita de un departamento en un edificio, con<br />
una ventana que da a la calle. No hay televisión ni teléfono. Todo está<br />
en desorden y hay libros esparcidos por el suelo, una Biblia entre ellos.<br />
Hay una vela pegada a un platillo con cerote y una caja de fósforos en<br />
la mesita de centro. Además de la puerta de entrada, hay una que da al<br />
dormitorio y otra a la cocina. La madrina acaba de llegar y cuando ve<br />
a Denise dormida en el sofá se saca los zapatos y el chaleco tratando de<br />
no hacer ruido.<br />
102
La t i t u d e s<br />
te n c h a .—(Entrando con un biberón en la mano, los ojos enrojecidos.)<br />
Si despierta le das la leche. Dejé todo listo en la cocina por si<br />
hay que calentarla a bañomaría.<br />
mad r i n a .—(Con aire inquisitivo mirando el desorden a su alrededor.)<br />
¿Eso es todo?<br />
te n c h a .—(Hablando en susurros.) Si vieras el dormitorio.<br />
Rompieron el colchón buscando armas y sacaron todos los<br />
muebles al pasillo, hasta la ropa de la cómoda. No he podido<br />
prevenir a Jaime. No sé dónde está. Un amigo me va a acom-<br />
pañar a la embajada canadiense. Mejor usar las velas (indica la<br />
mesita de centro). Parece que hay un francotirador en el edificio<br />
porque cuando prendí la luz lanzaron una ráfaga de metralla.<br />
Una de las balas se incrustó en la cabecera de mi cama.<br />
(Levantando el mentón apunta hacia la ventana.) Todavía están abajo<br />
y siguen allanado departamentos. Dile al flaco que por ningún<br />
motivo se presente si aparece su nombre en alguna lista. Los<br />
que creyeron que no les iba a pasar nada están desaparecidos.<br />
Es mejor que se vayan a Coquimbo donde tu familia. Me con-<br />
taron que a un compañero lo denunció un vecino alesandrista<br />
que siempre le había tenido pica.<br />
mad r i n a .—Tranquila Tenchita. A la niña te la cuido con mi<br />
vida. Si te demoras demasiado es posible que me la lleve a la<br />
casa. No te asustes si no estamos aquí cuando llegues. Te dejo<br />
una notita. (Se miran intensamente un segundo y Tencha desaparece de<br />
la escena.)<br />
103
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
(La madrina se queda pensativa mirando a Denise y luego se acerca<br />
furtivamente a la ventana evitando ser vista desde afuera. La luz cambia<br />
y cae de lleno en la carita dormida de Denise que tiene un chupete en<br />
la boca.)<br />
vo z e n o f f.—No abras los ojos niña amada a esta luz teñida de<br />
resplandores rojizos. Mientras soñabas con leche dulce y caras<br />
sonrientes, las voces que te saludaban alegres cada mañana se<br />
trizaron en murmullos de miles de alas negras batiendo sobre<br />
tu pobre cabeza. No son pájaros pequeña mía los que cruzan<br />
este cielo de septiembre y que acabarán reclamando la vida de<br />
tu padre. No oirás en mucho tiempo el canto que te anuncia<br />
un amor sin sombras. Cuando hayas abierto completamente<br />
los ojos, ya no serás la misma. La verdad se agolpará detrás de<br />
tu frente como un rebaño de ovejas asustadas y yo no estaré a<br />
tu lado. No asomes tu cara al mundo en este día nefasto, no<br />
salgas a jugar ni manches tu sonrisa con la sangre de las calles.<br />
Se acerca el gemido de mujeres, hombres y niños. Tu madre es<br />
la que llora en ese coro que arrastra sus lamentos.<br />
(La madrina se acerca preocupada y se sienta al borde del sofá. Recoge<br />
la Biblia. Denise da claros signos de empezar a despertarse. La madrina<br />
prueba la temperatura de la leche en el dorso de la mano y antes que la<br />
niña se despierte del todo reemplaza el chupete por la mamadera y emp-<br />
ieza a contarle un cuento.)<br />
104
La t i t u d e s<br />
mad r i n a .—Había una vez un país pequeñito, largo y flaco como<br />
tu padrino Jorge. La gente era por naturaleza amable y dichar-<br />
achera, amantes de la poesía y la conversación. Los niños del<br />
sur tenían enormes bosques para jugar, nadaban desnudos en<br />
los lagos y hacían guirnaldas de flores rojas como campanitas<br />
que se llaman copihues. Los del norte veneraban la vastedad<br />
de las aguas azules y saladas de los mares. Las jovencitas se<br />
adornaban con faldas de huiros y recogían caracoles para sus<br />
enamorados. Cuando el sol ponía millares de lucecitas en el<br />
agua, se tendían en la arena y adoraban silenciosamente mar<br />
y cielo.<br />
(Se escucha una voz junto con golpes tímidos en la puerta de calle: “Aló”,<br />
“Doña Hortensia”. La madrina abre la puerta asustada y hace pasar<br />
al vecino.)<br />
ve c i n o.—(Visiblemente agitado.) No señora, gracias, vengo de<br />
pasadita a hablar con la vecina.<br />
mad r i n a .—Salió y no sé a qué hora llega.<br />
ve c i n o.—(Vacilando entre irse o hablar, mira a Denise y por fin se decide<br />
por lo último.) Se llevaron a Don Jaime. No alcanzó a llegar al<br />
edificio. Parece que lo estaban esperando. Por favor avísele a la<br />
vecina. (Sale como temiendo que alguien lo haya visto entrar.)<br />
105
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
mad r i n a .—(Con rabia más que con miedo toma la Biblia y empieza<br />
a buscar, haciendo esfuerzos por traer algo a la memoria. Por fin la deja<br />
abierta en el libro de Samuel y empieza a leer.)<br />
… Pero había una sombra nefasta que afligía y amedrentaba<br />
a los pueblos. Un gigante salía a rondar ciudades y campos<br />
sembrando la destrucción. Miles de siervos le obedecían y él<br />
les mandaba construir toboganes por el aire, debajo de la tierra<br />
y el mar por donde resbalaban las riquezas de todas partes<br />
del mundo. Goliat era su nombre. Tenía seis codos de altura<br />
y un palmo. Traía un casco de bronce en la cabeza y llevaba<br />
una cota de malla. Sobre sus piernas traía grebas de bronce y<br />
jabalina de bronce entre sus hombros. El asta de su lanza era<br />
como un rodillo de telar y tenía la hoja de su lanza seiscientos<br />
siclos de hierro. Con ella mataba a todos los que se atrevían a<br />
cruzarse en su camino.<br />
106<br />
Se rió el rey y se rieron los súbditos cuando escucharon que<br />
un pastor de ovejas que se llamaba David quería enfrentarse al<br />
gigante y hacer de él lo mismo que había hecho con el oso o<br />
el león que tomaba algún cordero de la manada: “Salía yo tras<br />
él y lo hería y lo libraba de su boca”. Tanto insistió que por fin<br />
el rey lo vistió con sus ropas y puso sobre su cabeza un casco<br />
de bronce y lo armó de coraza. “Yo no puedo andar con esto”,<br />
dijo el pastorcito y echó de sí aquellas cosas. Tomó su cayado
La t i t u d e s<br />
en la mano y escogió cinco piedras lisas del arroyo y las puso<br />
en el saco pastoril, en el zurrón que traía. Tomó su honda en<br />
la mano y se fue al encuentro del enemigo. “¿Soy yo perro para<br />
que vengas a mí con palos?”, le dijo Goliat y lo maldijo por sus<br />
dioses. “Ven a mí y daré tu carne a las aves del cielo y a las bes-<br />
tias del campo”. Y aconteció que cuando se echó a andar para<br />
ir a su encuentro, David metió su mano en la bolsa, sacó de<br />
ahí una piedra y la tiró con la honda hiriéndolo en la cabeza.<br />
La piedra quedó clavada en la frente y el gigante cayó sobre su<br />
rostro en tierra. Así venció David con honda y piedra sin tener<br />
espada en su mano.<br />
de n i s e .—(Totalmente despierta le pasa la mamadera vacía y apunta<br />
hacia el dormitorio.) ¿Mamá?<br />
mad r i n a .—(Finge no haberla escuchado y sigue con la historia.)<br />
Grandes y chicos salieron a las calles a celebrar. De todas las ciu-<br />
dades salían las mujeres cantando y danzando con panderos…<br />
de n i s e .—(Interrumpiéndola, a punto de echarse a llorar.) ¿Papá?<br />
¿Panderos?<br />
Telón<br />
107
NIEVES* 1<br />
—Una vez más que esa momia ‘e mierda diga que somos un<br />
país civilizado no respondo de mí—Las palabras se le habían<br />
escurrido a Rosa a pesar suyo, resbalando achatadas por entre<br />
los dientes apretados hacia los oídos de Nieves. Al lado de la lit-<br />
era donde yacía una mujer de edad, la perorata de doña María<br />
nosécuantito sobre lo de Chile como país civilizado no había<br />
hecho más que agravar la frustración de Rosa. No había que<br />
ser doctora para darse cuenta que “la abuela” estaba grave y<br />
acababa de vaciar al pañuelo que le ponía en la frente el último<br />
conchito de agua que había conseguido con “el jefe” a punta de<br />
ruegos. Si habían creído que era imposible que pudiera caber<br />
alguien más en la celda de 2,5 x 2, las doce mujeres tuvieron<br />
que reajustar la percepción que tenían del espacio. La nueva<br />
tenía ochenta años y cuando vieron que era dulce empezaron<br />
a llamarla “abuela”. Había escuchado voces en una mina aban-<br />
donada y tuvo la mala ocurrencia de contarlo. Cuando el rumor<br />
* Esta narración se basa en hechos descritos en El 39avo fragmento del<br />
clan (1994), testimonio de Nieves Fuenzalida sobre su experiencia en 4<br />
Álamos que la dejó inválida.<br />
108
La t i t u d e s<br />
de las “voces en la mina vieja” llegó a oídos del jefe militar del<br />
pueblo, ya la abuela se había convertido en una Mata Hari que<br />
traía y llevaba recados de marxistas en la clandestinidad.<br />
“A lavarse bien, niñas. No queremos marxistas hediondas”.<br />
La puerta se abría estrepitosamente a eso de las cinco de<br />
la mañana y con las risotadas todavía en el aire había que con-<br />
testarle a coro “muy bien, jefe”. A veces no quería esperar hasta<br />
las cinco y las hacía marchar a las duchas a las tres o cuatro de<br />
la mañana. Sin un lugar donde dejar nada, las más antiguas se<br />
ofrecían a sostener la ropa de las recién llegadas y aprovechaban<br />
ese momento para decirles que se mojaran el pelo por encima<br />
nada más. A veces ocurren milagros y nada se ganaría diciendo<br />
la verdadera razón, con suerte hasta podrían evitarse ese trago<br />
amargo. A veces se veían urgidas a preguntas y entonces le<br />
echaban la culpa a la pulmonía, lo que había resultado cierto<br />
en este caso, quizás por la edad de la abuela. La mayoría eran<br />
mujeres jóvenes. Sentían que todos los hielos cordilleranos se<br />
condensaban en el agua que les caía sobre la piel en cascadas<br />
de granizo. Sin nada con qué secarse, tenían que ponerse la<br />
ropa en el cuerpo mojado, tratando inútilmente de parar el<br />
furioso castañetear de los dientes.<br />
“Así de rojitas las queremos niñas, con buen color, ¿estaba<br />
calientita el agua? Los huevones de los derechos humanos van<br />
a ver que las tratamos como princesas”.<br />
109
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
110<br />
La risa burlesca no hizo mella esta vez en Nieves, que le<br />
dio a Rosa una mirada de alerta al escuchar la mención de<br />
“derechos humanos”. Habían llegado hace poco al campo<br />
de concentración 4 Álamos y todavía no sabían que para ellas<br />
no habría visita ni derechos humanos ni de ningún otro tipo<br />
porque la gente que llevaban a ese lugar estaba oficialmente<br />
desaparecida. Los militares habían transformado un antiguo<br />
monasterio en un campo de concentración que en los prim-<br />
eros meses de la dictadura estuvo a cargo de carabineros. En<br />
cada pieza había un tarro de pintura para las necesidades. Lo<br />
vaciaban una vez al día cuando traían comida y papel de diario<br />
que los prisioneros tenían que usar para envolver sus excre-<br />
mentos antes de tirarlos por la ventana. Cuando la Nieves llegó<br />
había pasado a manos de los militares que habían instalado un<br />
par de letrinas y equipo de tortura, incluso una piscina para<br />
waterboarding y perros doberman entrenados para violar a hom-<br />
bres y mujeres.<br />
Eran cuatro, tres profesores y un estudiante, los que la<br />
directora del liceo Darío Salas había entregado “a las fuer-<br />
zas del orden” por haber asistido al entierro de un alumno<br />
de izquierda donde se cantó “Arriba los pobres del mundo,<br />
en pie los esclavos sin pan”. Nieves, que era filósofa innata y<br />
de profesión había quedado en la misma pieza que Rosa, la<br />
matemática. Roberto, el estudiante, fue a dar a la celda número
La t i t u d e s<br />
13 junto con Arturo Barría, profesor de música que tocaba el<br />
piano y cantaba. Como no podía imaginar un mundo sin melo-<br />
días, a las pocas semanas había formado un coro con los otros<br />
“prisioneros de guerra”. En menos de un año de reiterados<br />
interrogatorios con electricidad en los testículos y en la len-<br />
gua, la voz de Arturo quedó silenciada para siempre. No salió<br />
de 4 Álamos.<br />
Doña María del Pilar venía azorada por el pasillo del mon-<br />
asterio, recitando a voz en cuello todos sus nombres y apellidos,<br />
el rostro pasmado de asombro y a punto de perder toda com-<br />
postura, alegando su inocencia a los soldados que la empujaron<br />
en medio de risas y burlas a la celda número 3: “Escuchaste<br />
pela’o, yo no soy una cualquiera, soy la Reina de Java”. No se<br />
quería convencer que la habían tomado prisionera a ella, que<br />
tanto había hecho por ayudar a extirpar los elementos subversi-<br />
vos que querían hacer de Chile otra Rusia. Junto a otras amigas<br />
en la casa de la Edita, ella había aportado su primer granito de<br />
arena agregando a la lista la dirección de la casa en la calle J.<br />
E. Montero donde sabía que había miristas. Aunque vivían en<br />
un departamentito detrás de la casa, él no tenía pinta de jar-<br />
dinero ni ella de empleada doméstica. Por eso la mortificaba<br />
tanto verlos pasar frente a su casa los domingos, siempre a la<br />
misma hora, fingiendo conversar como si nada. A eso había<br />
ido al retén, a cumplir con su deber pasando la información.<br />
111
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
En la cima de la pirámide política la fuerza de las armas se<br />
había apoderado del gobierno y de ahí hacia abajo se fueron<br />
desmoronando, como terrón de azúcar, estructuras sociales<br />
que décadas de democracia habían ido pasando de una gen-<br />
eración a otra. Al igual que los terremotos ponen a prueba la<br />
solidez de las construcciones, la dictadura sirvió para tantear<br />
el temple de los chilenos. Como secuelas del quiebre social<br />
e institucional del golpe surgieron soplones de la noche a la<br />
mañana, ya sea por miedo o por maldad y al interior de las<br />
fuerzas armadas fue peor. Sin el freno de la ley y con permiso<br />
para usar las armas que tenían en las manos, muchos militares<br />
dejaron aflorar crueldades y depravaciones sexuales que hasta<br />
entonces habían mantenido ocultas.<br />
112<br />
“Sáquese los zapatos, señora; se le van a hinchar los pies”,<br />
le dijo Nieves, mirando los tacos altos que calzaba la mujer y<br />
empezando a trenzar su largo pelo ya desenredado después<br />
de devolverle la peineta a Rosa. Haciendo caso omiso de la<br />
sugerencia y ya más en control de sí misma, doña María volvió<br />
a la carga, esta vez en un tono desafiante, “Chile es el país más<br />
civilizado de América Latina. Si estoy aquí es por error”. Se<br />
había tranquilizado lo suficiente como para atacar si era nec-<br />
esario para defender a su general. Se mantenía erguida, con<br />
el vientre hundido en un intento de poner una barrera física<br />
entre ella y las otras que sin duda estaban ahí por traición a la
La t i t u d e s<br />
patria. Sacarse los zapatos sería admitir lo imposible. Pensó<br />
en la humillación de los que la habían detenido al momento<br />
de rendir cuentas por el vergonzoso malentendido y se sintió<br />
reconfortada con la certeza que a esas alturas su marido y sus<br />
hijos ya habrían aclarado el equívoco. Lo mejor sería perdonar<br />
la ignorancia de esos cabos y relegar al pasado el nefasto inci-<br />
dente. “No los castigue”, le diría al oficial que la acompañaría<br />
hasta la puerta de salida, deshaciéndose en disculpas.<br />
Aunque Rosa era la única que había dado voz a su frus-<br />
tración, todas conocían de sobra las expresiones de los ojos<br />
de sus compañeras después de meses en que las ansiedades<br />
propias y las ajenas se habían confundido en espesos silencios.<br />
Sintiendo las miradas detenerse en ella, se le ocurrió a Nieves<br />
que sin decirlo le estaban dando la difícil tarea de poner a la<br />
mujer en su lugar, lo que quizás pasaba por quitarle algo tan<br />
preciado como la esperanza, que cada una de ellas conocía<br />
a fondo porque era lo que cultivaban dormidas y despiertas.<br />
¿Qué pasa cuando desaparece? ¿Vale la pena seguir alimen-<br />
tándola cuando la razón dice que no hay salida? Se acordó de<br />
esa mujer pálida y triste que los militares vinieron a buscar a las<br />
cuatro de la mañana y se les murió en la tortura. Parecía que<br />
la esperanza la había abandonado antes que la dejara la vida.<br />
Nieves se refugiaba en la razón pero cómo saber si no era al<br />
mismo tiempo fuente de engaño. ¿Por dónde empezar? Había<br />
113
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
una sola mujer en la pieza cuando ellas llegaron y era Patricia,<br />
estudiante del último año de la secundaria y presidenta del<br />
Consejo Estudiantil del Darío Salas. Había desaparecido el<br />
mismo 11 de septiembre y todos la creían muerta. Había sobre-<br />
vivido no sólo los meses de soledad sino violaciones y otras<br />
torturas (¿fue a ella o a otra a la que le habían metido ratas<br />
en la vagina?). Lo más sencillo sería explicarle que fue el apel-<br />
lido lo que causó la prisión de la mujer alta y rubia, de aspecto<br />
nórdico a su derecha. Le asomaban los huesos por la piel y no<br />
dejaba de roer un trozo de pan duro. Estuvo encerrada meses<br />
en los “carritos” de Puente Alto, que llevaban siglos en desuso.<br />
Los militares habían habilitado el lugar como campo de con-<br />
centración y una vez al día tiraban trozos de pan al suelo que<br />
ella guardaba en el bolsillo y los iba comiendo poquito a poco,<br />
noche y día. Después la pasaron a 4 Álamos. Fue torturada por<br />
llamarse Baleska, que no podía ser otra cosa que un nombre<br />
ruso y, ella, agente secreta del comunismo internacional.<br />
114<br />
Se decidió por fin a empezar por el comienzo, pero cómo<br />
explicar el miedo de ese primer día cuando supo sin lugar a<br />
dudas que nada de lo que pudiera decir o hacer cambiaría su<br />
situación. En cosa de horas había perdido lo que le habían<br />
dado los años de mujer adulta: el control de su vida.
El dolor es un hoyo<br />
sus vapores me suben a la boca<br />
me río en silencio para apaciguar la angustia<br />
Estoy confusa<br />
¿Adónde nos llevan?<br />
Siento risas de hombres jóvenes<br />
¿Serán alumnos tuyos o míos?<br />
Me duele la angustia<br />
¿Me esperas todavía amor en la placita?<br />
¿Adónde nos llevan?<br />
La t i t u d e s<br />
—Súbanlos y póngalos contra la pared. Amárrenlos.<br />
Colóquenles las vendas en los ojos. Preparen las armas.<br />
Apunten…<br />
Al miedo lo ataca el huracán<br />
y sube y baja por mi esófago<br />
prisionero de un corazón que late enloquecido<br />
Mi alma se perdió en lágrimas densas<br />
de caudal profundo<br />
disparadas a través de la venda<br />
El brillo de mi pelo se apagó<br />
Mi sonrisa se hundió en el olor de la pena.<br />
115
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
116<br />
¿Escuchan los oídos la ráfaga que aniquila? Son risotadas<br />
las que escuchan. Luego voces:<br />
—Se terminó el juego muchachos. Quítenles las vendas.<br />
Hasta el próximo capítulo…<br />
—A sus órdenes, mi sargento.<br />
Después de eso no hubo otro refugio que la mente para<br />
Nieves. Nada podía hacer por su cuerpo, que estaba a la merced<br />
de fuerzas que no podía controlar. ¿Qué era lo que motivaba a<br />
los soldados a aniquilarles la identidad de adultos tratándolos<br />
como a niños? ¿No tenían escrúpulos en entregar “niños” a<br />
los verdugos? ¿Era un igualador social? No hay jerarquías ni<br />
divisiones de clases sociales entre los niños y lo que tienen en<br />
común es la sumisión al poder de los adultos. Jugando al tren-<br />
cito, con los ojos vendados, los habían dispuesto a los cuatro,<br />
uno tras otro, como los carros de un tren para llevarlos a una<br />
sesión de tortura de la cual Arturo no volvería. Un cansan-<br />
cio infinito le horadaba los huesos y la carne a Nieves justo<br />
cuando sus reflexiones llegaban a cierto punto. Lo único que<br />
sabía con certeza era la necesidad de ocuparse conjeturando<br />
un futuro donde ella estaría en su casa, sentada a la mesa con<br />
César, su marido, y sus dos hijos. Ni siquiera sabía si él había<br />
corrido la suerte de ella o la de Arturo. Si lograba que la mente<br />
trascendiera la barrera del cuerpo ella llegaría a su hogar, se
La t i t u d e s<br />
quedarían los dos conversando hasta tarde en la cama, bara-<br />
jando hipótesis, antes o después de hacer el amor, ella con la<br />
trenza deshecha, el abundante pelo castaño desparramado<br />
en la almohada o en el pecho de él hasta quedarse dormidos,<br />
dejando para mañana lo que no habían alcanzado a dilucidar<br />
el día de hoy, sabiendo que Ariel estaría en su pieza y Moira en<br />
la suya, y que seguirían creciendo a su amparo.<br />
—Nieves Pizarro, prepárese porque tiene que salir.<br />
Al escuchar mi nombre<br />
un fuego de angustia<br />
me sube desde el estómago<br />
se me desliza por el esófago<br />
y va desbordando lento a mi boca<br />
¿Qué me espera?<br />
¿la libertad, la muerte?<br />
Mientras le cortan el pelo escucha voces de niños: —Mamá,<br />
mamá. La cabeza gira enloquecida en todas direcciones<br />
¿Ariel, Moira, dónde están? hasta que descubre la grabadora.<br />
Después de un rato la mente salta definitivamente la barrera<br />
física, se desprende de ese cuerpo y lo mira desde lejos como<br />
algo ajeno.<br />
117
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
118<br />
Yo no soy ese bulto informe tendido en el camastro con las piernas<br />
abiertas. De lejos me llega la voz de una mujer: “otra vez”, “más aden-<br />
tro”. Los dos hombres obedecen y empujan los alambres electrificados<br />
hacia adentro.
ERIK<br />
“Me voy” dijo Erik esa tarde acomodando el vestón en el<br />
respaldo de la silla. Me quedé inmóvil en la puerta de la cocina<br />
con el jarro de limonada en la mano. A pesar de los cinco años<br />
que lo venía mirando me pareció verlo por primera vez. El<br />
calor de la tarde le había dejado una leve capita de sudor en<br />
la cara que si hubiera sido más larga a la altura de la barbilla<br />
habría acomodado mejor el tamaño de sus ojos. A decir verdad<br />
no era más que una ilusión óptica y una cara más larga quizás<br />
le habría restado equilibrio a ese cuerpo menudo de estatura<br />
mediana. Los labios, que ya se los hubiera querido cualquier<br />
mujer, eran tan rojos que la sangre parecía tentada a zafarse<br />
de la precaria protección que le daba la piel. Lo difícil con<br />
él no era hacer un balance de la cáscara sino de los ángeles y<br />
demonios que anidaban en su cabeza.<br />
“Cómo que te vas si recién vienes llegando”. Hice un rápido<br />
recorrido mental para ver si lo había ofendido aunque estaba<br />
segura que no. Aprendí bien mi lección esa vez que se fue<br />
119
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
enojado y me dijo desde la puerta “qué sabes tú, después de<br />
todo…”. La poesía y las mujeres eran sus pasiones más visibles<br />
y fue la poesía lo que me hizo caer en desgracia con él. Era yo<br />
la que preparaba todo y cuando nos sentábamos a la mesa a<br />
tomar onces ellos se acaparaban la conversación paseándose<br />
como Pedro por su casa por Pound, Lautréamont, Rimbaud<br />
y otros grandotes, dejándome totalmente al margen. ¿No hay<br />
otras cosas bajo el sol? fue lo que dije o quise decir y en la<br />
mirada de desprecio que me llegó de vuelta pude ver patente<br />
hasta dónde había metido las patas. Una ofensa a la poesía<br />
era mil veces peor que sacarles la mamita individual y colec-<br />
tivamente. Ya hacía casi un año de esa cuasi pelea y aunque<br />
olvidada no estaba, se me ocurría que no quedaban rencores<br />
y hacía todo lo posible por cuidarlo. Unos meses antes del<br />
golpe en una demostración callejera habían matado a Nilton<br />
que venía regularmente a tomar once con nosotros. Ahora que<br />
sabíamos que no lo veríamos más lo echábamos de menos al<br />
atardecer a la hora en que se aparecía por la casa y nos empe-<br />
ñábamos en rescatar lo que podíamos de sus gestos, trocitos de<br />
conversaciones en las que mezclaba el castellano y el portugués.<br />
Físicamente era como mis hermanos, piel brillante cubriendo<br />
músculos fuertes y ágiles. Su apasionamiento por la poesía y<br />
la política no le impedía encontrar temas de interés para los<br />
tres y me incluía en el brillo indescifrable, siempre alerta, de<br />
120
La t i t u d e s<br />
sus ojos grandes y oscuros. Le gustaba el queso chanco y ape-<br />
nas lo veía aparecer lo dejaba conversando con Jorge y corría<br />
a la esquina a comprarle. La tortura siempre me ha fascinado<br />
como uno de los misterios que nunca voy a llegar a entender.<br />
Cómo pueden pertenecer los torturadores a la misma especie<br />
que la abuelita Adelina, por ejemplo. Y cómo pueden seguir<br />
viviendo los torturados después de haber visto de cerca ese<br />
rostro brutal del humano, sin contar con la tortura misma y<br />
sus secuelas. A Nilton (además de quién sabe qué otras bar-<br />
baridades) le habían sacado las uñas los militares brasileños.<br />
De ellos se vino escapando para caer en una calle de Chile,<br />
baleado por un matón del grupo Patria y Libertad, lejos de<br />
los rostros amados y de los olores de su ciudad natal. Cuando<br />
extendía el brazo para cortar un trozo de queso le miraba<br />
las uñas y no podía dejar de pensar si yo, en circunstancias<br />
similares, habría podido volver a usarlas sin que esa “sesión”<br />
me volviera a la mente. ¿Intuía que se le estaba acabando el<br />
tiempo? Quería ver sus poemas publicados y me pidió prestada<br />
la plata que había juntado para comprarle a Jorge una máquina<br />
de escribir. “Esta es mejor que cualquiera de esas porquerías<br />
modernas”, dijo Jorge. Al lado de él cayó durante la manifest-<br />
ación y por semanas me persiguió la imagen de su cuerpo ágil,<br />
caminando rápido por el corredor que daba al departamento,<br />
la cara sonriente y el brazo en alto blandiendo su cuadernillo<br />
121
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
de poemas. Era una publicación sencilla, a mimeógrafo, y la<br />
alegría que le trajo me hizo pensar que las heridas de su alma<br />
ya habían empezado a cerrar. Su muerte nos llevó a ver un<br />
paso más allá el estado de cosas del país pero jamás lo que<br />
realmente sucedió a partir del once de septiembre. Supongo<br />
que sólo los militares lo habían imaginado. Made in USA fue el<br />
plan, pero no cabía duda que su ejecución, con los extremos de<br />
crueldad a que se llegó en las casas de tortura, perpetrada por<br />
hombres y mujeres del ejército y la policía, era made in Chile. El<br />
constatar que todos, yo incluida, llevamos dentro al asesino y<br />
al salvador fue una revelación seria para mí y desde entonces<br />
no dejo de mirar hacia adentro, tratando de conocer a fondo<br />
todas las caras que puede tener mi propia bestia a ver si logro<br />
mantenerla a raya. Una vecina o el carabinero de la esquina<br />
a quienes les habríamos confiado las vidas más preciadas sin<br />
una pizca de recelo se transformaron en fieras de la noche a<br />
la mañana y sólo porque se sintieron impunes al romperse las<br />
reglas que los mantenían del lado de la humanidad. Muchos<br />
amigos y amigas de Jorge habían ido a parar a la cárcel o a cam-<br />
pos de concentración; otros estaban desaparecidos o se habían<br />
ido al extranjero, asilados en alguna embajada. Fue después del<br />
golpe que las visitas de los amigos empezaron a escasear y Erik<br />
era uno de los últimos que nos iban quedando. Además de<br />
los gustos literarios y políticos, el haberse criado sin padre era<br />
122
La t i t u d e s<br />
otro vínculo que afianzaba la amistad entre él y Jorge. La pub-<br />
licación de Orfeo, con la famosa foto de los cuatro miembros de<br />
la Escuela de Santiago encaramados en un tejado santiaguino<br />
les había dado un merecido huequito como poetas jóvenes que<br />
llevarían la batuta en los años venideros y les había infundido<br />
la confianza de tener algo concreto en que basar el título de<br />
escritores. De nada me habría servido alegar que yo podía<br />
recitar de memoria a Neruda, a la Mistral, a Machado, Alberti<br />
y tantos otros. Lo que ahí valía eran esos nombres extranje-<br />
ros y la pasión por los ismos (surrealismo en primera fila) en<br />
los que yo todavía no me montaba. Se le achacaba a Nicanor<br />
Parra haber dicho que un talquino nunca termina de llegar a<br />
Santiago, pero era un sentir bastante común entre intelectuales<br />
y escritores capitalinos de la época. Chile era Santiago y todos<br />
los provincianos, de Talca o de Sierra Gorda, íbamos a dar al<br />
mismo saco. Erik no era el único que deambulaba por el ped-<br />
agógico acariciando páginas del famoso “Aullido” de Ginsberg<br />
pero sí el único del grupo que sabía inglés por haber vivido de<br />
chico en Nueva York y andaba fascinado de poder leer a la Beat<br />
Generation en el idioma original. Se las arreglaron para que la<br />
sombra de la intervención de los Estados Unidos en la política<br />
chilena no se proyectara sobre los escritores estadounidenses.<br />
Les habría dolido tener que soltar a Ginsberg, a Kerouac y a<br />
otros, así que avalaron con gusto la distinción que se empezó<br />
123
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
a manejar entre la administración Nixon, que dio la orden a la<br />
CIA de derrocar el gobierno de Allende, y una buena parte de<br />
la población estadounidense, confiando en que si se oponían<br />
a la guerra de Vietnam tampoco habrían apoyado el derro-<br />
camiento de un gobierno elegido con pleno respeto a las reglas<br />
de la democracia.<br />
124<br />
Cada uno conocía a fondo la poesía de los otros miembros<br />
de la Escuela de Santiago y se veían contentos cuando esta-<br />
ban juntos, echándose barro o alabanzas en medio de risas. A<br />
veces se juntaban en la casa de la Sra. Yolanda, la tía de Naín,<br />
de una hospitalidad proverbial que vivía más al centro y tenía<br />
una hija que entusiasmaba a los cuatro. La amistad era lo que<br />
primaba por sobre cualquier diferencia real o literaria y no era<br />
raro encontrar imágenes y obsesiones parecidas en la obra de<br />
todos. De los poemas de Erik, “Leda oculta” era el que más le<br />
gustaba a Jorge:<br />
La maquinaria celeste hacía llegar un fino chillido como lejano<br />
lamento de murciélagos agónicos, nuestro sol era sólo una mancha rosada<br />
entre gruesas nubes grises que mordían sus costados… Allí estabas tú<br />
todavía sonriente. No. Allí la atmósfera que se podía decir plena de<br />
partículas furiosas que giraban en el calor de la tarde cuando nos sofocá-<br />
bamos allí y nos golpeaban el rostro las alas mugrientas de los mosquitos<br />
que giraban en mi cabeza…
La t i t u d e s<br />
A mí se me confundían los efectos de su poesía con los de él<br />
como persona. Espacios desbrozados que dejaban filtrar rayos<br />
de sol junto a cavernas a las que había que entrar tanteando el<br />
camino a ciegas:<br />
Era un día precioso cuando nos despedimos.<br />
El lago se adornó de veleros;<br />
en el cielo azul un avión parecía volar a la deriva.<br />
Más allá una nube con forma de flor giraba inmóvil.<br />
Ella se tapó los ojos del sol para mirarme:<br />
“Déjame que te dé una última mirada” —dijo.<br />
La habitación era minúscula así que en dos pasos ya había<br />
llegado a la mesa y la limonada que había preparado fresca y<br />
dulce, ahora se derramaba fría y ácida como las palabras de<br />
Erik desbordando el vaso: “A Canadá me voy. Si ya no hay<br />
nada que hacer aquí”, dijo a manera de explicación por mi<br />
incredulidad. Yo no concebía que uno pudiera irse así como así<br />
a un país extraño de lengua desconocida, dejando para siempre<br />
madre y mundo. La cabeza se me pobló de pingüinos, nieves<br />
eternas, policías eternamente montados, estepas inhóspitas y<br />
otras imágenes de parajes exóticos, tierras que nunca habían<br />
sentido el peso del hombre. ¿Los canadienses? Fuera del<br />
abominable hombre de las nieves, nadie que yo conociera<br />
había visto uno. No son los siberianos lo primero que se nos<br />
cruza por la mente al oír hablar de Siberia y si llegan a aparecer<br />
125
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
es por el aguijonazo de compasión de que tengan que sufrir<br />
tanta inclemencia. Entre todas las ausencias incoloras que<br />
Canadá evocó en mi mente en ese momento había una posi-<br />
tiva: no asociaba el país con compañías que vaciaban los cerros<br />
de sus minerales dejando suelos contaminados y trabajadores<br />
enfermos. No había demostraciones estudiantiles frente a la<br />
embajada gritando “Kanakas go home”. Tampoco asociaba el<br />
país con las bombas ni los ejércitos invasores de los Estados<br />
Unidos que trataban de imponer por la fuerza una democracia<br />
de elecciones que llamaban libres con candidatos previamente<br />
aprobados por ellos. Jorge se había ido a sentar cabizbajo en<br />
el rincón de la máquina de escribir. Como un borrón se me<br />
traspuso la imagen de mi padre frente al piano sin que llegara<br />
a cuajar. Había otras urgencias que resolver primero (además<br />
de sacar a los pingüinos de la lista).<br />
126<br />
Los militares habían cerrado todas las carreras que les olían<br />
a izquierda y a humanismo. No me asustó el hecho de que<br />
Jorge, como tantos otros, perdiera la pega en la universidad. No<br />
le podían quitar su pasión por pensar. En una entrevista que<br />
le había hecho una periodista brasileña, Pinochet había dicho<br />
“…por supuesto que en Chile hay libertad de pensamiento,<br />
señorita. No se le puede impedir a la gente que piense; lo que<br />
importa es que no lo digan…” y era ahí donde yo centraba mi<br />
inquietud. “Lo que importa es que no lo diga”, especialmente
La t i t u d e s<br />
al sentirlo temblar, pálido de ira cuando pasábamos al lado<br />
de hombres armados. Apuntando a la familia con metralleta<br />
y pateando puertas entraban los militares a allanar las casas.<br />
Mientras unos tajeaban los colchones buscando armas inexis-<br />
tentes otros se iban a los estantes de libros a buscar “pruebas”.<br />
Cualquier paso en falso era la diferencia entre tener a Jorge a<br />
mi lado o desaparecido. Yo había conservado mi trabajo pero<br />
sentí un alivio enorme cuando terminó diciembre y se acabó<br />
el año escolar. El olor del miedo se sentía en todas partes y en<br />
cualquier momento uno podía caer, denunciada por algo ver-<br />
dadero o inventado. Ya habíamos hecho lo que tantos otros, la<br />
quema de libros en una fogata en el patio, silenciosos mirando<br />
el paso de los helicópteros en el cielo y tratando de espantar el<br />
humo delatador. Para mí siempre fue un lujo comprar libros<br />
y a los pocos meses de casada había estampado mi nombre<br />
en todos los libros de Jorge. Qué tristeza ver cómo las llamas<br />
iban enroscando las puntas de las hojas, comiéndose la página<br />
de mi ilusión y todas las letras que ya había leído y las que me<br />
faltaban por leer. Debajo de las matas de ajo del patio enterré<br />
los trocitos negros chamuscados de las tapas más duras.<br />
Ahora Jorge se dedicaba a pintar pañuelos y ropa interior<br />
que yo planchaba cuidando de presentarlos con la mejor cara<br />
para la venta. ¿Será cosa de mujeres esa increíble porfía de<br />
seguir adelante con la vida cuando todo parece derrumbarse<br />
127
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
alrededor de uno? No había duda que las cosas habían cam-<br />
biado. Bastaba echar una ojeada a la habitación para darse<br />
cuenta. Todos los adornos estaban guardados. Salvo la mesa<br />
que habíamos despejado para la visita, no había superficie que<br />
no estuviera cubierta de géneros pintados y a decir verdad me<br />
gustaba ver cómo iban saliendo del pincel de Jorge caritas de<br />
niñas y adolescentes de todas las razas, flores y pájaros de todos<br />
los plumajes y colores en distintos momentos del vuelo. Tengo<br />
la suerte de acordarme de la primera vez que quedé mara-<br />
villada ante la creación y me embarga el mismo sentimiento<br />
cada vez que veo a alguien hacer cosas con su puro ingenio.<br />
Fue el mismo año que vi por primera (y única) vez florecer<br />
el desierto en todo su esplendor y brotar manantiales de agua<br />
cristalina de entre las rocas. La devastación y el milagro de<br />
estar viva era lo que me hacía conectar el año que cumplí los<br />
siete con ese primer tiempo de la dictadura. “Estás preparada<br />
para morir, hija”, me preguntó mi madre sentada al borde<br />
de mi cama, a punto de tirar la esponja. Quién sabe cuántas<br />
noches había tenido que levantarse a envolverme en sábanas<br />
mojadas para alejar la fiebre. Sin poder hablar, reuní toda la<br />
fuerza que pude para mover la cabeza en un “No” que quería<br />
escapárseme junto con el alma. “Entonces no te vas a morir”,<br />
dijo, y la vi ponerse de pie y volver a las sábanas mojadas y a<br />
las cataplasmas de mostaza caliente en los pulmones, la cara<br />
128
La t i t u d e s<br />
marcada con el súbito influjo de energías prestadas. Las de<br />
ella hacía tiempo que se habían agotado. Las lluvias habían<br />
corrido por días cerro abajo, con vientos que hacían volar<br />
enteros los precarios techos, llevándose parte de nuestra casa<br />
y convirtiendo la calle en una quebrada que dejó al descubi-<br />
erto una arcilla maleable que nunca habíamos visto. De todos<br />
los que nos metimos al agua que bajaba con la fuerza de un<br />
riachuelo para sacar la greda, Rubén fue el único que supo con-<br />
vertirla en carretas con caballos, burros, perros, gatos y otros<br />
enseres y animales mucho más largos que sus congéneres natu-<br />
rales. No era el hermano de todos los días el que domaba ese<br />
material que nunca había tenido en sus manos con la certera<br />
presión de unos dedos ágiles y sabios, la cara bañada de una<br />
confianza nueva y reposada que le daba un aire de adulto a<br />
su cuerpo de niño, como si no hubiera hecho otra cosa en la<br />
vida que darle forma a la arcilla. Con adoquines y un tablón se<br />
había improvisado una mesa en el patio donde iba poniendo<br />
las figuras con cuidado después de darles la última mirada de<br />
aprobación. Ahora era Jorge el que exudaba esa serena alegría<br />
física, el cuerpo entero comprometido en la energía de crear<br />
diseños y combinar colores. Al final teníamos la cómoda, la<br />
cama, los veladores, sillas, la mesa y a veces hasta el piso llenos<br />
de pañuelos, calzones, camisolas, enaguas y manteles con una<br />
inagotable profusión de motivos: flores, pájaros y marinas. Yo<br />
129
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
no me cansaba de describirle los lirios morados, las añañucas,<br />
los manchones de azulillos y de florcitas amarillas que tanto<br />
me habían maravillado ese año porque jamás nadie, de ver esa<br />
tierra resquebrajada de reseca, podría haberse imaginado que<br />
podía contener tanto color y vida.<br />
130<br />
Ya hacía cinco meses del golpe militar y hasta ese momento<br />
me había negado a soltar la ilusión de que era posible seguir<br />
viviendo en Chile sin que peligrara la vida de Jorge y por ende<br />
la mía. Qué ganas me dieron de zamarrear a Erik para quitarle<br />
esa fría tranquilidad con que me desbarataba todo. Después<br />
de limpiar la mesa y el piso por donde había chorreado la<br />
limonada, me quedé un rato en la cocina tratando de aquietar<br />
mi espíritu. Ni el apetitoso olor del kuchen de durazno que<br />
hacía poco había sacado del horno logró distraerme y todavía<br />
faltaban cosas que hacer: preparar el té, poner en la mesa las<br />
tazas y las cositas especiales que Jorge había traído junto con<br />
el pan caliente de la panadería. Ni siquiera lo había invitado a<br />
sentarse y seguía de pie detrás de la silla.<br />
—¿Vas a dejar a tu madre, Erik?<br />
—Algún día también les tocará a ustedes—contestó, eva-<br />
diendo mi pregunta. Ya todas mis protecciones se habían<br />
derrumbado como la casa del necio construida sobre la arena.<br />
Eché una mirada a la habitación y supe por qué me gustaba<br />
tanto ver a Jorge pintando. De haber podido escribir cuando
La t i t u d e s<br />
se sentaba frente a la máquina, la página se habría llenado con<br />
otra versión del Aullido: “He visto a la mejor gente de mi gen-<br />
eración destruida…”. Enfrascado en los colores y las formas<br />
lograba que la mente se distanciara aunque más no fuera por<br />
un rato de las imágenes que lo estaban consumiendo: amigos<br />
y compañeros muertos o exiliados, torturados en la cárcel o<br />
en campos de concentración. En lugar del desierto florido que<br />
hasta hace pocas horas me hablaba de lirios y manantiales<br />
de aguas vivas, no vi otra cosa que su empeño en desviar al<br />
cuerpo el trabajo que la mente no podía darse el lujo de hacer,<br />
viviendo como vivíamos, en un mientras tanto que parecía no<br />
tener fin.<br />
—Mi hermano se queda con ella—dijo Erik finalmente y<br />
volvió a insistir:—Algún día también les tocará a ustedes—pero<br />
esta vez fijó la mirada en Jorge. Debe haberse dado cuenta<br />
que yo ya no estaba en la habitación. Me había trasladado a la<br />
plaza de mi pueblo y estaba mirando a “la polaca” que para<br />
mí simbolizaba la suerte de las mujeres en un país de lengua<br />
y costumbres extrañas. Siempre vestida con ropas estrafalar-<br />
ias, zapatones, falda larga de colores asomándose debajo del<br />
abrigo negro y pañuelo en la cabeza invierno y verano. No<br />
pedía limosna pero rebuscaba qué comer en los tachos de la<br />
basura, perseguida por los niños que querían escuchar cómo<br />
los insultaba con esos sonidos guturales que nadie entendía<br />
pero que los hacían desternillarse de la risa.<br />
131
CARTA<br />
Ottawa, 6 de marzo 1975<br />
Gabicita<br />
En primer lugar la saludo con un beso y un abrazo. El viaje fue<br />
una experiencia nueva, a veces atemorizante con algunos prob-<br />
lemas pequeños por la altura y al despegar pero los aviones son<br />
muy confortables, más que un bus al norte. La primera escala<br />
es en Lima, la segunda en Ciudad de México, la tercera en<br />
Guadalajara y la cuarta, con cambio de avión en Toronto. De<br />
ahí al otro avión se demora una media hora a Ottawa (la dis-<br />
tancia es como de Santiago a La Serena). Al llegar aquí estaba<br />
nevado y hoy está nevando. Estamos a seis. En los patios de<br />
las casas la nieve tapa los autos pero no se siente mucho frío al<br />
bajar ni al caminar. Cuando vengas tienes que traer una bolsa<br />
de mano con al menos dos pares de calcetines, uno delgado y<br />
otro grueso. Guantes, no importa de cuales, una chomba para<br />
132
La t i t u d e s<br />
ponerte y el abrigo grueso al brazo. El chaquetón y la ropa<br />
en general me ha servido óptimamente, pero me tendré que<br />
conseguir otros zapatos. Vamos a vivir con el Naín en una casa<br />
amplia de dos pisos que tiene un sótano ideal para estudiar y<br />
pintar. El tatán es un niño sumamente tranquilo y gentil y me<br />
ha perdido el recelo que me tenía.<br />
Puedes viajar hasta los ocho meses de embarazo. Debes<br />
pasar a la embajada a pedir una prórroga de la visa por un mes<br />
o un poco más. A fines de abril trataremos de mandarte el<br />
pasaje y el dinero para el impuesto. El pasaje te llegaría anun-<br />
ciado por telex donde la señora Yolanda. No te quedes más de<br />
lo necesario en Coquimbo. Respecto a las maletas, trata que<br />
te lleven al aeropuerto y que te las pese el chicoco de camisa a<br />
lunares que me las pesó a mí y lo untas después con veinte. Eso<br />
a mí me significó un ahorro de ochenta dólares así que incluso<br />
hay que darle las gracias. Al hacer trasbordo en Toronto a lo<br />
mejor hay alguien que te ayude a llevar las maletas a la otra<br />
aduana. Por último pide ayuda a la gente, a los empleados de<br />
la línea aérea y a los policías canadienses, no te la van a negar.<br />
Pero no hagas fuerza.<br />
La vida es más cara que en Chile. Tomando los precios son<br />
en algunos casos el doble, pero las entradas que uno recibe,<br />
incluso como estudiante no tienen nada que ver con lo de allá,<br />
así que nos vamos a arreglar. Naín ha sido un padre aquí y dice<br />
133
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
“Ahora vamos a pensar en lo de la Gabriela” y al rato se para<br />
de la mesa. Y así hemos estado pensando. Pero en realidad<br />
recién estoy empezando a ver un poco de esto que es total-<br />
mente nuevo, incluso desde el punto de vista de la percepción.<br />
Jofré tiene en Toronto un cuento muy curioso, parece que en<br />
Argentina va a salir publicado pronto. Trata de conseguir la<br />
recomendación de Guzmán, Ronald y Casanova, si el azar te<br />
pone en contacto con alguien cercano a ellos, pues es impor-<br />
tante pero no decisivo. Esta ciudad te va a gustar. Ojalá tengas<br />
la suerte de llegar con nieve.<br />
134<br />
Se despide con mucho cariño tu esposo<br />
Jorge<br />
Nota: Debes ir a la embajada tan pronto te llegue esta carta.
DESPEDIDA<br />
Santiago, 5 de abril 1975<br />
Miro por la ventana ya sin cortinas de lo que fue mi hogar<br />
rumores amortiguados de la lucha callejera<br />
siguen resonando en mi cabeza<br />
las palabras que nos dijimos esos años<br />
son teclas sueltas que flotan en el aire<br />
en el cuarto vacío a mis espaldas<br />
Afuera nada más que el silencio<br />
Ya viene a buscarme el gran pájaro<br />
que me llevará a esa tierra extraña y fría<br />
donde ahora estás<br />
donde ya no importa lo que fuimos ni lo que habríamos sido<br />
porque hay que hacerse de nuevo<br />
como escultura que brota en el desierto<br />
hecha de la tierra donde enterraste a tus muertos<br />
135
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
sin paredes que la abriguen<br />
ni techo que la cobije<br />
De qué sirve que los ojos sigan mirando hacia adelante<br />
más allá de la ventana ya sin cortinas<br />
si lo único que veo es la desolación que hay detrás<br />
ni un cuadro tuyo adorna las paredes<br />
ni una cuchara en la cocina<br />
ni una silla donde sentar mi triste humanidad<br />
“Dejarás los cerros y el mar,<br />
los cielos estrellados de Coquimbo,<br />
el sol, la luna y el viento”<br />
Y como si eso fuera poco<br />
“Dejarás padre y madre y seguirás a tu marido”<br />
Vino el lobo, marido mío<br />
y de un soplido nos echó la casa abajo<br />
o arriba,<br />
la echó a volar por los aires<br />
136
VUELO<br />
La gata se va a arrimar mañana a la puerta y no habrá nadie que le dé<br />
comida. ¿Estará preñada? Parece un poco más guatona. El helecho ya<br />
empieza a colgar por el entramado de metal. ¿Volveré a ver a mi madre?<br />
Tan quieto este avión, qué susto, mejor que se mueva, qué alivio.<br />
Las dos de la mañana y casi todos duermen. Las persianas están cer-<br />
radas y aunque estuvieran abiertas no se vería más que negrura. Quizás<br />
mi mamá está en el patio de la casa con su costumbre de mirar las<br />
estrellas en la noche y me vea pasar. “¿Ves esa estrella, Nilda, la más<br />
brillante? Esa es tu madre que te mira y te cuida desde el cielo”. Bendita<br />
la herencia de Sor Evangelina. Los zapatitos de charol duraron lo que<br />
dura un suspiro en comparación con el consuelo que la acompaña hasta<br />
ahora. “Allá va volando mi Gabrielita con el vestido celeste que le hice” y<br />
secándose una lágrima se irá al dormitorio con la resignación de siempre<br />
a arrodillarse a orar. ¿Cantará mañana al hacer sus quehaceres con la<br />
cara limpia y fresca, una manito de gato apenas perceptible de polvos<br />
del harén? Quizás deambule silenciosa por la casa, nunca tanto como<br />
cuando se fue Enrique. Los trinos de la mamá. Qué alegría cuando la<br />
137
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
escuchamos cantar otra vez. Pusimos el aliento en suspenso por miedo a<br />
romper el hechizo.<br />
138<br />
¿Cuántos años hace que llegué a Santiago esquelética, aferrada a la<br />
maleta con la falda plisada blanca y el chaleco rojo? ¿Bambi se llamaba<br />
la película? Ahora llevo dos maletas y una hija en el vientre. El doctor<br />
dijo que era niño por el latido del corazón, como si el de las mujeres lati-<br />
era menos. No le dije que hace rato que vengo conversando con mi niña<br />
en los sueños.<br />
Solos por fin en San Antonio. Era lo que queríamos. Luna de miel<br />
antes de casarnos. De todas maneras habría sido imposible después por<br />
el trabajo. Los de Santiago nos creían en Coquimbo y los de Coquimbo en<br />
Santiago. Nunca he comido empanadas de marisco más ricas que las que<br />
hacía la dueña de la pensión. Con esa cara de “yo no fui” que poníamos<br />
al entrar al comedor, ¿quién nos iba a creer? Fue lindo pasearse de la<br />
mano conversando por la placita del centro como casados de verdad.<br />
“Jehová es mi pastor nada me faltará, en lugares de delicados pastos<br />
me hará yacer…, confortará mi alma”. No hay otro bálsamo que el amor<br />
para el alma herida. “¿Sabéis paisanos por qué ando errante por estos<br />
bosques de Bequeló? Me llaman loca pero es mentira, es que no tengo<br />
ya corazón”.<br />
Tuve la suerte de que me bautizaran en la Playa Blanca antes que<br />
se instalara la Pesquera San José a repartir su olor a pescado podrido.<br />
¿Quince o dieciséis años? Más cerca de los quince creo. Ahora la gente<br />
no puede entrar. La arena de conchillas blancas reluciendo al sol, el mar
La t i t u d e s<br />
haciendo saltar su espuma por detrás de las peñas. La playita más íntima<br />
y hermosa de Coquimbo. ¿Eran los piratas los que escondían el botín ahí<br />
o eran los que llevaban el oro del Reino del Perú a España? Ladrones en<br />
los dos casos. La túnica blanca me llegaba hasta los pies. Debería haber<br />
más sábados en la semana para que mi mamá pueda descansar. “En las<br />
aguas del bautismo sumergido fue Jesús…”. Habría podido distinguir<br />
su voz entre las de millones de feligreses, pero no eran más de cincuenta<br />
los que se congregaron a la orilla del mar. El sol perfecto arriba, apenas<br />
una brisa empujando con cariño las mismas olas que lamían los pies<br />
descalzos de mi madre y que volvían adentro a inflarme el ruedo del ves-<br />
tido meciéndolo de un lado a otro. Ay mamita, mamacita del alma mía.<br />
¿Te volveré a ver? El pastor hizo la oración con el brazo alzado sobre mi<br />
cabeza y las palabras se perdieron en el susurrar del viento.<br />
Otra vez esta sensación rara que me sube como náusea seca. ¿Angustia?<br />
Más se parece a la rabia, pero rabia de qué. ¿Qué pasa cuándo a un<br />
pueblo se le niega el derecho al duelo? Ni siquiera sabemos a cuántos han<br />
matado. Dicen que hay más de tres mil muertos y quién sabe cuántos<br />
“desaparecidos”. Cuando se empiezan a borrar las huellas físicas de la<br />
tortura los hacen “aparecer” diciéndole a los familiares que acaban de<br />
tomarlos prisioneros por terroristas. Otros se han asilado en las embaja-<br />
das o se las han arreglado para salir del país. Algunos van en el aire…<br />
“El ciego sol, la sed y la fatiga / por la terrible estepa castellana /<br />
al destierro con doce de los suyos / polvo, sudor y hierro el Cid cabalga”.<br />
Quizás no había otra manera de regresar a la madre patria en esos tiempos<br />
139
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
que hacer lo que hizo el Cid, acumular victorias para ponerlas a los pies<br />
del mismo rey malvado que lo mandó al exilio. ¿Volveré yo, volveremos<br />
nosotros a pisar esa tierra que ha vuelto a sentir el olor de la sangre que<br />
tanto atrae a los uniformados? Dicen que también hay mujeres torturado-<br />
ras. ¿Volveré a ver ese mar? Mar de lágrimas… lágrimas de dolor… dolor<br />
y rabia. ¿Qué pasa cuando a un pueblo se le niega el derecho al duelo?<br />
Los muertos se quedan adentro y no nos dan tregua hasta que los lloremos<br />
y los pongamos a descansar como se merecen. Si no, se quedan para siem-<br />
pre con nosotros y nos obligan a contarles a hijos, nietos y bisnietos y a los<br />
que quieran escucharnos. ¿Salvador Allende? Presente. ¿Quién te robó la<br />
vida? Nos pondrán pluma y tinta en la mano y fuego en el corazón. No nos<br />
dejarán en paz hasta que hayamos recordado a cada persona asesinada,<br />
cada grito arrancado en la tortura: “Había una vez un presidente, Nixon<br />
se llamaba. Nunca había sentido la tibieza del sol de Chile en su cabeza<br />
ni había visto brillar las luces del crepúsculo en nuestros mares. Nunca se<br />
había sentado debajo de un parrón a almorzar con la familia, los racimos<br />
de uva dulce al alcance de la mano. Tampoco había escuchado cantar a<br />
los pájaros ni a los poetas de esa tierra, pero mirándola en un mapa que<br />
cubría toda una pared de su elegante oficina en Washington, no tuvo ni<br />
medio escrúpulo en marcarla para la devastación…”.<br />
140<br />
Pudimos celebrar, es cierto. La gente salió en masa a las calles a<br />
celebrar la victoria cantando y bailando. Como por arte de magia nos<br />
quedamos callados cuando Allende empezó a hablarnos desde el balcón.<br />
Calma mi niña, calma, no te muevas tanto que me asustas. Qué viaje
La t i t u d e s<br />
más largo y tengo miedo que termine. Ad mare usque ad mare. Mientras<br />
estoy en el aire sigo siendo un pedazo de ser pegado a una tierra con olores<br />
reconocibles. Cuando aterrice y empiece a pisar suelos ajenos… ningún<br />
chileno podrá decir ahora que viene de “la tierra que amasa a los hombres<br />
de labios y pechos sin hiel”. Rodeada de las bondades del valle de Elqui,<br />
no se imaginó la Mistral que había uniformados acumulando hiel en<br />
los cuarteles.<br />
Nay yacay agaranina, nay yacay ni Dodo.<br />
Nay yacay agaranina, nay yacay ni Auta.<br />
“No llores Dan-Auta mío. Ya pronto volverán las golondrinas…”.<br />
¿Por qué tengo que dejar todo allá abajo? Sepa Dios lo que hay “allá<br />
abajo” que quizás cuántos kilómetros hemos recorrido. Ya van a ser las<br />
cinco de la mañana. “Allá lejos” debiera decir, allá donde está toda mi<br />
vida, todo lo que amo. ¿Persona, animal o cosa? El salero fue lo único<br />
que me traje. Me lo eché a la cartera y viene de pavo, sin pagar pasaje.<br />
Tantos jóvenes como nosotros, hombres y mujeres. “Vosotros sois la sal de<br />
la tierra, y si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada?”. Quién mierda<br />
decidió que eran una amenaza. Jorge preferiría morirse de hambre antes<br />
que matar a un animal. Quién le va a dar comida a la gata. Calma mi<br />
niña, calma, tienes razón, vamos a tratar de dormir un rato, que ya veo<br />
el sol asomándose por la ventana. Polvos del harén, esencia heliotropo.<br />
No debería haber sacado las cortinas. Los vidrios se me vinieron encima<br />
multiplicando en infinitos espejos tu cara, la mía y lo que habíamos<br />
vivido en ese nuestro primer hogar. No había un alma en ninguna parte.<br />
141
PRIMAVERA EN OTTAWA<br />
Hoy día se van los últimos costrones de nieve dura<br />
Es sábado<br />
Reverbera un sol exaltado que hace semillar árboles y flores<br />
ardillas, pájaros y mujeres<br />
Me pongo ropa liviana<br />
y me echo a andar maravillada<br />
de esta ciudad de riquezas y jardines<br />
Cantando recorro calles limpias que no conozco<br />
Bailo mi danza a la orilla del pasto nuevo<br />
protegida por la limpieza del cielo azul<br />
Escucho el reventar de botones verdes<br />
en hojas o en flor<br />
Desde el Sur el cielo empieza a ensombrecerse<br />
Un murmullo de alas y voces se anuncia en la lejanía<br />
Un viento arrastra notas de canciones ausentes<br />
El silencio se me echa encima como animal al acecho<br />
142
Oigo truncarse mi propio verso<br />
por falta de rima<br />
y me envuelve el anhelo del grito callejero<br />
de perros y niños<br />
de mi ciudad tercermundista de casas coloridas<br />
dónde están las risas jóvenes<br />
las mujeres que caminan hablando y riendo<br />
del brazo con los hijos, con amigas<br />
dónde están los viejos y viejas que ríen como niños<br />
La t i t u d e s<br />
143
CARTA<br />
Juanita querida:<br />
Qué alegría recibir tu cartita después de la bajoneada que me<br />
vino cuando me devolvieron la que yo te había escrito. Te vas<br />
a reír y con toda razón cuando te cuente que nos dedicamos a<br />
espiar al cartero. El flaco tenía tanta confianza en los avances<br />
tecnológicos del primer mundo que creía que era cosa de dejar<br />
las cartas en el buzón al lado afuera de la puerta y los cart-<br />
eros se encargaban del resto. Le cayó la chaucha cuando vio<br />
que el hombre abrió el buzón, nos dejó las cartas y se fue sin<br />
siquiera percatarse que había una dentro. Aquí no se paga por<br />
cada carta, lo que es una buena cosa porque el 95% de lo que<br />
dejan son papeles inservibles. Nos tiramos de piquero a las<br />
cartitas con el nombre escrito a mano y con estampillas chil-<br />
enas. El ansia con que aguaitamos al cartero tiene algo más<br />
que el deseo de saber de la familia y de los amigos (al menos<br />
de mi parte). Se me ocurre que va a venir una noticia de crucial<br />
144
La t i t u d e s<br />
importancia que requiere acción inmediata de parte nuestra<br />
pero, por absurdo que te parezca, no tengo idea qué diablos<br />
puede ser ni de dónde va a venir.<br />
Los canadienses son muy corteses. Si pasan cerca tuyo en la<br />
calle lo más probable es que te saluden y a veces te hablen sin<br />
conocerte. A mí sobre todo porque las guaguas no se ven por<br />
miles como allá. Hay que decir bebés porque guagua quiere<br />
decir micro en México y en Cuba camión (o puede que sea<br />
al revés). También tengo que decir autobús que eso de micro<br />
nadie lo entiende. Supongo que en algún momento se llama-<br />
ron microbuses en Santiago. Las mujeres se acercan a mirar<br />
pero de lejitos porque no es costumbre tocar o tomar en brazos<br />
a las guaguas ni a los niños, ni menos hacerles cariño. Jorge<br />
decidió llamarla Esperanza. No me las puedo barajar en inglés<br />
y cuando se dan cuenta se despiden rapidito diciendo “I see”,<br />
“I see”, que quiere decir “ya veo” pero la verdad es que ni ellos<br />
han visto una ni yo tampoco. Lo único que hacemos es sonreír<br />
como santos bobalicones por no decir otra cosa. Echo de menos<br />
el ruido de niños jugando en la calle y el ladrido de los perros<br />
que no se sienten ni se ven por ninguna parte. Ni pensar en los<br />
cantos de los gallos que te despiertan en Coquimbo. Tampoco<br />
anda ese gentío enorme que se ve en Santiago porque aunque<br />
Ottawa es la capital es una ciudad chiquita. Si vas al centro<br />
ves un increíble arcoiris de gente de todos los colores, razas<br />
145
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
y vestimentas. Yo me quedo con la boca abierta mirándolos y<br />
me dan ganas de seguirlos y hablarles, preguntarles de dónde<br />
vienen y si están aquí como nosotros, pero no sé decir ni pío.<br />
Aunque por lo que me han contado, esas historias quedan sep-<br />
ultadas en el cuerpo del que las ha vivido y lo mismo da si se<br />
vino escapando de hambrunas o de abuso de poder cometido<br />
por uno u otro lado. Aquí desaparecen los colores políticos<br />
bajo el manto que nos cubre a todos (o la aplanadora) como<br />
inmigrantes confinados a los trabajos de limpieza o de fábri-<br />
cas donde hablar el idioma no es esencial. Los hijos tendrán<br />
otra suerte, aunque los seguirán llamando chinos, vietnami-<br />
tas, hindúes, africanos no importa cuántas generaciones hayan<br />
vivido en suelo canadiense. Al menos tendrán opciones de<br />
mejores trabajos. Las mujeres que llegaron de clases más altas,<br />
acostumbradas con empleada doméstica o con mamás que les<br />
hacían todo prefieren vivir del gobierno a “limpiarles la mierda<br />
a los canadienses” como dicen. Para mí, vivir del estado sería<br />
una trampa que me paralizaría. Distinto es para las que lle-<br />
garon sabiendo el idioma, caen paradas y pueden seguir igual<br />
que allá. A decir verdad, me gusta el trabajo por el trabajo<br />
mismo. Siento que me da libertad estar a solas conmigo misma<br />
en los edificios limpiando, sin patria ni lengua y sin tener que<br />
rendirle cuentas a nadie por lo que soy o no soy. Cuando ya<br />
toda la gente “de verdad” se ha ido, nosotros, “los cleaners”<br />
146
La t i t u d e s<br />
invadimos hasta los últimos rincones del mundo canadiense,<br />
por muy secretos que sean, como una flotilla de extraterrestres<br />
y empezamos a lidiar con los rastrojos de los afanes del día:<br />
ceniceros llenos o a medio llenar y papeles, miles de papeles<br />
como si éste no fuera más que un mundo de papel. Con las<br />
hojas limpias empiezo mentalmente a hacer cuadernos para<br />
los alumnos de la Niza en Cerrillos de Tamaya que tienen que<br />
borrar y escribir encima. Te juro que me cansa ver la canti-<br />
dad de cuadernos que salen. Algunos tienen chocolatitos en el<br />
escritorio para convidarle a los colegas (supongo) y yo finjo ser<br />
colega y para que no se note picoteo uno por aquí y otro por<br />
allá: “muy amable, señor”, “thank you, señorita”.<br />
Vivimos “con las maletas hechas”, esperando en cualquier<br />
momento la noticia de que podemos volver. Eso quiere decir<br />
que vivimos muy pobremente, con muebles regalados o recogi-<br />
dos de la basura. Para los libros nos armamos un estante con<br />
ladrillos y tablas. Cuando recién llegamos vino una monja que<br />
se llama Teresa Delaire (creo que le gusta Jorge) y nos trajo<br />
cama, cubiertos, platos, hasta un costurero y un “meat loaf”<br />
(como un pastel de carne molida). En la escuela donde Jorge<br />
estudia inglés, los compañeros le regalaron dos trajecitos pre-<br />
ciosos para la Esperanza. Yo traje pañales de Chile y con eso<br />
me las estoy arreglando. Hay familias italianas donde vivimos<br />
(Pansy es una calle cortita) y los abuelos poco saben el idioma.<br />
147
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
Todo el barrio estaba enterado de quienes éramos porque nos<br />
instalamos en una casa sin muebles arrendada a un italiano que<br />
todos conocen. Un vecino se me acercó cuando estaba afuera<br />
tratando de cortar el pasto con una máquina matusalénica que<br />
encontré en el sótano y le entendí que la estaba pasando al revés.<br />
Cuándo en mi vida había usado yo uno de esos cachivaches.<br />
Debe haber pensado que la guagua iba a nacer ahí mismo en el<br />
antejardín. Otra cosa lindísima. Cada vez que pasaba por uno<br />
de los callejones que hay en la manzana aparecía un cochecito<br />
viejo azul así como para la basura pero no me atrevía a tomarlo<br />
por miedo de que fuera de alguien. Una semana antes del parto<br />
me voy acercando a la casa y alcanzo a ver a la abuela (siempre<br />
vestida de negro) que deja el coche fuera y se mete trotando<br />
a la casa. Me quedé un rato sin saber qué hacer y miré hacia<br />
las ventanas. La mujer había levantado el visillo y me hacía<br />
señas que me lo llevara y yo ni corta ni perezosa, feliz con mi<br />
cochecito. Me ha servido muchísimo porque es alto y no tengo<br />
que agacharme. La primera salida que hice con Esperanza (de<br />
apenas dos semanas) fue a comprar ropa usada para las dos en<br />
un lugar baratísimo que se llama “Neighbourhood Services”.<br />
Por dos dólares le compré camisolas a la Esperanza y para mí<br />
una falda larga floreada y una blusa naranja. Las mujeres se<br />
acercaban a mirarla y me hablaban, supongo que sorprendidas<br />
de ver casi una recién nacida en la calle. Ella me ha hecho<br />
148
La t i t u d e s<br />
olvidar la pena que sentí al principio. No tienes idea lo horrible<br />
que fue llegar a la casa con mi primer bebé y no tener mamá a<br />
quién mostrárselo. Me liquidó.<br />
Ay amiga del alma mía, cómo te echo de menos. Discúlpame<br />
si se me arranca la pluma y no puedo parar. Es que tengo tan-<br />
tas cosas que contarte y tantos deseos de verte.<br />
Aquí quedamos por el momento. Escríbeme, escríbeme,<br />
escríbeme.<br />
P.D. Si te encuentras con mi mamá en la calle o con cual-<br />
quiera de la casa tienes que contar nada más que lo bueno, so<br />
pena de… A ella sólo le cuento maravillas.<br />
Otra vez estoy aquí mi querida amiga. Releí la carta cuando<br />
la echaba al sobre y me di cuenta que no había respondido a<br />
ninguna de tus preguntas. Es que tengo tanto que decir que me<br />
pongo egoísta. Recién hoy día pude retomar el hilo con calma.<br />
Te confieso que bien poco sé de este mundo, salvo las copu-<br />
chas de los chilenos que han estado aquí más tiempo. Poco te<br />
puedo hablar de los hombres (creo que allá iba tu pregunta)<br />
porque sólo los he visto de lejitos en la calle y no me tincan<br />
mucho. En abril cuando llegué apenas con 12 grados salían en<br />
shorts y sin camisa a correr o andar en bicicleta cerca del canal<br />
donde vivimos y yo tiritando de frío con abrigo y con botas.<br />
¿Te acuerdas cuando llegaron los pollos Broiler a Coquimbo?<br />
149
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
Las mujeres se volvían locas por comprarlos, tan grandes, tan<br />
blanquitos pero tan desabridos a la hora de la cazuela y el<br />
guiso. Al poco tiempo volvieron con la cola entre las piernas<br />
a sus gallinitas alimentadas con maíz. Maldad mía será pero<br />
así los veo, tan grandes y bien formaditos pero sin sustancia.<br />
El único que me gusta es el presidente que parece un príncipe<br />
(manos elegantes como las de Jorge). La verdad es que no es<br />
presidente sino Primer Ministro. Se llama Trudeau. La cosa es<br />
más complicada que en Chile porque Canadá tiene dos partes,<br />
una inglesa y una francesa, con su respectivo mandamás. Los<br />
dos son hermosos pero muy distintos, el príncipe y el poeta. El<br />
francés se llama Lévesque. Los amigos con que vivimos tienen<br />
tele y me gusta verlos y escucharlos:<br />
150<br />
Trudeau (sentado con las piernas cruzadas, el cuello en alto,<br />
un brazo posado artísticamente, como a la descuidada; en el<br />
respaldo del sillón):<br />
“Mirmidones, el escudo que cubre al combatiente se impregnará de<br />
sudor en torno al pecho, se fatigará el brazo que maneja la lanza y<br />
sudarán los corceles arrastrando los pulidos carros. No se librarán de los<br />
perros y las aves de rapiña los que decidan quedarse en las corvas naves,<br />
lejos de la batalla”.<br />
Lévesque (la mirada intensa, un mechón colgando en<br />
la frente y fumando como chimenea, los dedos amarillos<br />
de nicotina):
La t i t u d e s<br />
“…conozco los cielos rajándose en relámpagos, las trombas, las resa-<br />
cas y las corrientes, conozco la tarde, el alba exaltada como un pueblo<br />
de palomas…”.<br />
Encontré una peguita en un restaurante mexicano y lo que<br />
para mí fue un peldaño arriba en la escala social cuando se<br />
lo conté a un colega del Valentín se horrorizó. Poco le faltó<br />
para organizar una colecta. Por suerte jamás supieron que lim-<br />
piaba oficinas y casas. En fin, cómo explicarles que con lo que<br />
uno gana en ese trabajo se vive mejor de lo que se vive en<br />
Chile como profesora. Aldeas completas podrían comer con<br />
lo que botan los restaurantes en Ottawa. El idioma es el mayor<br />
impedimento. Si me piden los platos y los tragos que entiendo,<br />
santo y bueno. Lo peor es la pronunciación. “Triple Sec” me<br />
pidieron en un mesa y yo feliz de haberle entendido fui al bar<br />
a poner el pedido “triple sex”. Por suerte el bartender era un<br />
chileno que me había hecho el favor de darme el trabajo, así<br />
que la risa no pasó a mayores. Hay otro percance que todavía<br />
no lo he contado de pura vergüenza. Ya había terminado de<br />
servir a una mesa redonda con siete personas. Todo había<br />
salido a pedir de boca (según yo) y era obvio que estaban con-<br />
tentos con la comida y el servicio. Para el toque final el italiano<br />
que llevaba la batuta pidió un café español, que es café caliente<br />
con licor en una larga taza de vidrio, adornado con crema y<br />
una cereza marrasquino. Me voy acercando con la bandeja a<br />
151
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
la mesa sin darme cuenta que el que había hecho el pedido<br />
había estirado una pata en mi camino para mal de sus pecados.<br />
Me di un bárbaro tropezón y todo el café español fue a parar<br />
derechito a la pajarilla del susodicho. La cara de ese hombre,<br />
mi querida amiga, no te le podrías imaginar ni tampoco la<br />
mía pero yo sólo vi la de él. Empezó a abrir los ojos como en<br />
cámara lenta, primero se puso pálido y después verde. Ni un<br />
solo sonido salía de la boca, hasta parecía que había dejado de<br />
respirar. Con las puntas de los dedos se levantó como pudo<br />
el pantalón supongo para evitar que se le recociera el que te<br />
dije y se fue derechito al baño. Yo me hice humo. Me moría<br />
de vergüenza y humillación. No quise darles factura y estaba<br />
resignada a pagar todo el consumo. Cuando por fin salí ya se<br />
habían ido y además de pagar la cuenta me habían dejado diez<br />
lucas de propina. No he dejado de pensar en ese pobre hom-<br />
bre y también en la pobre esposa, si la tiene.<br />
152<br />
¿De las mujeres? Me resisto a creer lo que me han dicho,<br />
que las canadienses andan a la pesca y apenas ven a un latino<br />
medio al garete se lanzan como pirañas. Agrégale a eso el<br />
complejo nazi de los hombres chilenos que creen que una<br />
rubia, por deslavada que sea, es un ser superior y el resto te<br />
lo imaginas. Me contaron que un amigo de los tiempos del<br />
pedagógico, casado, decía que a la mujer de la que se había<br />
enamorado le salían mariposas de la boca cuando hablaba. ¿Te
La t i t u d e s<br />
puedes imaginar? Qué mariposas ni que ocho cuartos; sapos y<br />
culebras diría yo. Lo cómico es que parece que se encontraron<br />
con la horma de su zapato. Allá se sentían reyecitos haciendo<br />
alarde de todo su arte para conquistarnos y bien difícil que<br />
les hacíamos la tarea, pero aquí son las gringas las que llevan<br />
la batuta así que no pueden vanagloriarse. Según un chileno<br />
que revolotea mi nido es porque tienen fama de románticos y<br />
supongo que algo de cierto habrá en eso porque al parecer en<br />
estas tierras frías escasean las caricias y los arrumacos que para<br />
nosotros son pan de cada día.<br />
Ahora sí que te dejo. Ojalá tu papá se esté portando mejor.<br />
Trata de salir de esa casa apenas puedas. Me acuerdo mucho<br />
de ti. Dale mis saludos al casero de la fruta en Garriga y no te<br />
olvides de mi encargo.<br />
Un gran abrazo de tu amiga de siempre.<br />
Gaby<br />
153
LA LOBA<br />
Aquieto mi cuerpo cansado<br />
tendido en la cama<br />
inmóvil en la quietud de la noche<br />
agotado de la fastidiosa monotonía<br />
de infinitos quehaceres cotidianos<br />
Afuera sigue espesando la niebla<br />
Arriba, desde confines ocultos detrás de las nubes<br />
me acecha el ojo ensangrentado de la luna<br />
Los humedales me llaman<br />
Salto rompiendo puertas y aldabas<br />
tanteando el camino con mis garras<br />
ojos de rayo en la oscuridad de la noche<br />
La melena erizada<br />
Mi desnudez cubierta de pieles oscuras<br />
que nunca me he puesto y que sé que son mías<br />
154
Siento el rápido aletear de mis fosas nasales<br />
que recogen dilatadas el aire de la noche<br />
Entrecierro los ojos, aspiro y vuelvo a aspirar<br />
hasta perder el resto de insensata humanidad<br />
de ese cuerpo lejano tendido en la cama<br />
Sigo el vaho dulzón del monte<br />
el olor de la tierra y de los árboles<br />
y me adentro en la espesura de la selva<br />
húmeda de noche<br />
húmeda de niebla<br />
donde otras lobas me esperan<br />
Algunas aúllan a concierto el dolor o la rabia<br />
o se sientan solitarias en el mantillo del bosque<br />
lamiendo la llaga de sus intimidades<br />
Otras se adentran subiendo y bajando<br />
senderos desconocidos<br />
hasta el lugar del encuentro<br />
y copulan<br />
al ritmo acompasado<br />
de caballos salvajes<br />
los cuerpos envueltos<br />
en la niebla que empieza a ascender<br />
La t i t u d e s<br />
155
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
lenta, caliente y espesa<br />
de la vorágine misma donde fermenta la vida<br />
Yo soy la montaña que mira desde su cima<br />
los ojos bajan lentos por los senos brillantes de piedra<br />
resbalosa<br />
hasta el raleo de los primeros matorrales<br />
luego se proyectan a lo lejos<br />
a lo tupido del monte<br />
de donde surgen los vapores<br />
brumosos, calientes<br />
que van subiendo de las bullentes profundidades<br />
donde danzan acoplados los caballos con la melena al viento<br />
separándose por fin<br />
galopando cada cual por su lado<br />
La claridad de la madrugada se avecina<br />
y hay que volver a ese cuerpo tendido en la cama<br />
Cuando la luz borra el último<br />
rastro de neblina<br />
la loba se levanta otra vez mujer<br />
a pelear con el marido<br />
a preparar el desayuno<br />
a llevar a los hijos a la escuela<br />
156
AYUNO<br />
Estábamos bien organizados como colonia relativamente nueva<br />
en Canadá. Después de haber resuelto detalles administrati-<br />
vos, logramos tener una escuela que funcionaba los sábados<br />
para que los niños mantuvieran el idioma. La ayuda del gobi-<br />
erno era el local y pago a los profesores. Dudo que otro país<br />
del mundo ofreciera tanta maravilla a los recién llegados. La<br />
Asociación de chilenos ya estaba formada cuando llegamos<br />
nosotros y las dos cosas eran absolutamente necesarias para<br />
nuestra psiquis personal y colectiva en esos primeros tiempos<br />
del exilio. Los papás traían a sus hijos a la escuela y durante<br />
la clase conversaban entre ellos. Los adultos habíamos vivido<br />
lo suficiente como para conocer los canales para expresar des-<br />
consuelo y tristeza; no así los niños, que en sus composiciones<br />
escribían sobre abuelos, tíos, primos y amigos que se habían<br />
esfumado de su vida de la noche a la mañana, dejándoles nada<br />
más que el vacío del estupor. La cordillera como fondo persistía<br />
en los dibujos. La Asociación también era la vía por la cual<br />
157
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
nos enterábamos de lo que pasaba en Chile y en las reuniones<br />
se decidía lo que podíamos hacer. Por encima de las luchas<br />
de poder político y los egos en conflicto que se vinieron con<br />
nosotros había cosas importantes que nos unían y el canalizar<br />
energías que de otra manera se nos habrían podrido adentro<br />
a un fin constructivo nos beneficiaba más a nosotros que a los<br />
destinatarios de nuestros esfuerzos.<br />
158<br />
Como Asociación hacíamos actos políticos pero también<br />
fiestas para juntar fondos. Acostumbrados a enfrentamientos,<br />
a veces violentos con la policía en Santiago, nos extrañaba ver<br />
que los carros de la policía iban al lado y detrás de los mani-<br />
festantes sin molestarnos. En las fiestas nadie más feliz que<br />
los niños, que correteaban y jugaban hasta quedar agotados.<br />
Cerca de la medianoche no era raro verlos tirados en los ban-<br />
cos durmiendo a pierna suelta, los signos de contentura todavía<br />
visibles en la cara. Si los canadienses se hubieran enterado, de<br />
seguro nos habríamos visto en aprietos e incluso habríamos<br />
corrido el riesgo de que nos quitaran a los niños por negligen-<br />
cia. Fue una de las primeras diferencias culturales que como la<br />
ignorábamos jugó a favor de nuestros hijos. No habrían tenido<br />
otra oportunidad mejor para soltarse y jugar como niños chil-<br />
enos de verdad.<br />
La sociedad santiaguina que yo conocí estaba rígidamente<br />
estratificada y el microcosmos de la Asociación de chilenos de
La t i t u d e s<br />
Ottawa reprodujo en sus inicios el mismo orden social. Muy<br />
pronto, sin embargo, nos vimos envueltos en un trastrueque<br />
de proporciones como si una aplanadora nos hubiera nivelado,<br />
dejando en pie nada más que a los que sabían inglés. Los que<br />
en Santiago habían tenido acceso fácil a trabajos y privilegios<br />
por tener contactos o saber hablar pepepato quedaron a la<br />
misma altura de los que jamás habían tenido pitutos ni habían<br />
vivido en el barrio alto. Los padres se transformaron en hijos<br />
y los hijos en padres. En pocos meses los niños aprendieron<br />
a desenvolverse en este nuevo entorno y eran ellos los que<br />
resolvían problemas que iban desde llamadas telefónicas hasta<br />
dar la cara en público haciendo de intérpretes de los padres.<br />
La repugnancia a hacer trabajos de limpieza llevó a hombres y<br />
mujeres que estaban acostumbrados a privilegios a acogerse al<br />
mínimo que da el gobierno como asistencia social, cerrándose<br />
con eso mejores opciones a futuro.<br />
Fue curioso que en esa situación de vulnerabilidad viéramos<br />
en los poetas y escritores una fortaleza que nos pertenecía a<br />
todos como grupo de chilenos en el exilio y la idea de apoyarlos<br />
surgió en forma espontánea. Quizás eran ellos los que tenían<br />
la clave para explicar tanto trastrueque. Con el fin de recau-<br />
dar dinero para publicaciones los profesores de la escuela del<br />
sábado donamos el pago y en las fiestas se vendían empanadas,<br />
lomitos, bebidas y licores. ¿Qué queríamos de los escritores,<br />
159
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
además de que se las arreglaran para que el mundo supiera<br />
de las atrocidades que cometía la dictadura? Inconsciente o<br />
conscientemente queríamos que fueran la voz de la colectiv-<br />
idad, que dijeran todo lo que nosotros ni siquiera sabíamos<br />
que teníamos adentro pero que había que echar fuera. ¿No es<br />
acaso el papel de adivino el que mejor le calza al poeta? Así<br />
nació Ediciones Cordillera que publicó varios libros de poesía<br />
y prosa.<br />
160<br />
Fue a través de la Asociación que nos enteramos que unas<br />
mujeres se habían atrincherado en una iglesia de Santiago,<br />
declarándose en huelga de hambre. Tenían esposos, padres,<br />
o hijos desaparecidos, algunos desde el mismo día del golpe<br />
militar. Habían agotado todas las vías legales indagando el<br />
paradero de sus familiares, sin saber qué suerte habían cor-<br />
rido, si estaban vivos, muertos o languideciendo en algunos<br />
de los campos de concentración clandestinos. De todas partes<br />
salían con las manos vacías. El último recurso era exponer<br />
su propia vida con la esperanza de salvar, si es que aún había<br />
tiempo, la de los seres amados. La información se difundió a<br />
los lugares donde habían exiliados chilenos y en muchas partes<br />
del mundo se organizaron huelgas de hambre en apoyo a las<br />
mujeres chilenas. Era vital propagar la alerta a través de los<br />
medios de comunicación para evitar que fueran víctimas de<br />
violencia o terminaran en la cárcel. Yo supe en seguida que
La t i t u d e s<br />
iba a formar parte del grupo de huelguistas que la Asociación<br />
organizó en Ottawa pero las motivaciones que me llevaron a<br />
participar iban mucho más allá (o más acá) del apoyo a esas<br />
mujeres. Me movía un oscuro sentimiento que había que sufrir<br />
aunque fuera en una infinitésima parte lo que tantos otros<br />
habían sufrido, pagar un precio por estar viva, por tener a Jorge<br />
a mi lado, por no haber sido torturada ni prisionera siendo<br />
que también había sido mía la lucha de ellos, también yo había<br />
gritado a la par con ellos en las calles.<br />
Un sinfín de interrogantes a las que no podía dar respuesta<br />
me atormentaron el día antes de juntarme con el grupo de<br />
huelguistas en la iglesia que nos habían permitido usar; mi<br />
responsabilidad de mamá en primer lugar y si era legítimo<br />
usar un acto que debía ser político para fines que ni siquiera<br />
entendía bien. En las horas de desvelo que siguieron a ese día,<br />
la mente insistía en la palabra ayuno en lugar de huelga de hambre.<br />
El primer contacto que tuve con el ayuno fue cuando le tocó<br />
a mi mamá hacer en la casa el pan sin levadura (la hostia).<br />
La eucaristía (se le llama Santa Cena en la religión adventista)<br />
era en mis tiempos un acto solemne que terminaba con un<br />
lavado de pies en señal de humildad. Se separan las mujeres<br />
de los hombres y las diaconisas les pasan un lavatorio, una<br />
toalla y un jarro con agua (todo blanco). La congregación canta<br />
mientras transcurre la ceremonia. La Nina y yo rondábamos<br />
161
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
la cocina con la esperanza de que nos tocara algo y la mamá<br />
se las arregló para transformar la enorme desilusión que se<br />
nos venía encima al saber que no podíamos comer esas gal-<br />
letitas. Nos explicó en qué consistía el rito que tendría lugar al<br />
día siguiente (sábado) para el que ella se prepararía ayunando.<br />
Entender lo de la levadura fue más fácil que lo del ayuno que<br />
“limpia el cuerpo y el alma”. La Nina preguntó si podía ayunar<br />
ella también y la mamá le dijo que sólo si entendía bien lo que<br />
significaba. Aunque yo era menor éramos del mismo porte,<br />
dormíamos juntas y nos vestían iguales. La gente creía que éra-<br />
mos mellizas. Ella era mi ídolo y si decidía tirarse de cabeza<br />
al wáter, de atrás iba yo sin una sombra de dudas. Un gesto<br />
de la mamá me detuvo cuando iba a empezar a decir por qué<br />
era imprescindible que yo también ayunara: “Eso queda entre<br />
ti y tu conciencia”, dijo. Por último preguntó si entendíamos<br />
que no era juego, sino un acto solemne y que el ayunar no nos<br />
daba derecho a las “galletitas” porque éramos muy chicas. El<br />
sermón nos dejaba con el trasero y las piernas adormecidas y<br />
lo primero que hacíamos al salir de la iglesia al mediodía era<br />
correr por la calle varias veces de arriba abajo para desentu-<br />
mecernos, pero no ese día; le habría restado solemnidad al<br />
ayuno. La verdadera prueba nos esperaba en la casa. El alm-<br />
uerzo del día sábado era el mejor de la semana. Todos estaban<br />
sentados a la mesa y la mamá iba sirviendo y pasándole a cada<br />
162
La t i t u d e s<br />
uno su plato sin mirarnos. Qué alivio cuando volvió la cara<br />
al rincón donde estábamos paradas: “Pueden almorzar si qui-<br />
eren”, dijo, “a la edad de ustedes, medio día vale igual que un<br />
ayuno completo”.<br />
Habían pasado tantas cosas desde esos tiempos. Gracias al<br />
pedagógico y sobre todo a Jorge, conciencia ya no era “el roe-<br />
dor gusano” sino el camino sin punto de llegada a entender el<br />
mundo de afuera y más que todo el de adentro. Los primeros<br />
tres días sin comer era mi cuerpo el que reclamaba atención<br />
pero después no pidió más. Se quedó adormecido. Una mujer<br />
hermosa y elegante entró a la sala donde estábamos (colchon-<br />
etas en el suelo) y se sentó a hablar conmigo. No sabía quién<br />
era ni de dónde había salido pero su voz rompió el caparazón<br />
y pasó al interior, al lugar donde me había replegado. Por cosas<br />
que pasaron después deduzco que era de la policía secreta y era<br />
asombroso que no hubiera perdido humanidad. No sé si fue el<br />
tono de la voz lo que me llegó o la genuina preocupación con<br />
que trataba de persuadirme que abandonara la huelga antes<br />
de que el daño fuera irreparable. Bastante rato después de<br />
haberse despedido, su silueta delgada seguía perfilándose en<br />
la colchoneta, piernas largas con medias finas, zapatos negros<br />
de taco alto y antes que se desdibujara por completo pude<br />
diferenciar que la huelga de hambre sí era por las mujeres de<br />
Chile pero el ayuno era personal y tenía que ver con rabias<br />
racionales e irracionales. Rabia con Chile por razones obvias<br />
163
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
y que había empezado el mismo día que fui a dejar a Jorge al<br />
aeropuerto y supe que no había vuelta, que en poco sería yo<br />
la que dejaría atrás todo mi mundo. Rabia con Canadá por<br />
razones menos obvias. Nunca había conocido la seguridad<br />
económica y la abundancia que había encontrado en Canadá<br />
pero no podía dejar de ver el país como vería un niño pobre<br />
a una mujer rica que lo adopta, arrancándolo de los brazos de<br />
su madre y de todo lo conocido para instalarlo en una casa<br />
elegante y vacía, con una mesa llena de comida y sin nadie<br />
con quién compartirla. Se me ocurría también que Estados<br />
Unidos era el brazo ejecutor y Canadá uno de los socios secre-<br />
tos. Al final se repartían los despojos de la guerra en forma<br />
de cuotas determinadas de común acuerdo con algún organ-<br />
ismo de la ONU: tantos desplazados o refugiados me llevo yo,<br />
tantos tú. Rabia con mi madre por haberse muerto, ¿quién le<br />
había dado el derecho de morirse? Y por debajo o por encima<br />
de todas esas rabias una honda tristeza por lo que había suce-<br />
dido en mi país, por toda la gente que murió o fue torturada y<br />
cuyo único pecado había sido querer una sociedad mejor, más<br />
igualitaria. También Jorge vivía en dos planos. No quería salir<br />
a ninguna parte y se quedaba en casa fumando y leyendo, las<br />
cortinas cerradas incluso en los mejores días del verano cuando<br />
nos juntábamos los domingos con otros chilenos para ir al<br />
lago Philippe.<br />
164
La t i t u d e s<br />
La huelga me dio tiempo suficiente para nombrar y empezar<br />
a entender esas rabias, pero lo más importante es que salí de<br />
ahí con una clara conciencia que mi vida estaba en Canadá. Ya<br />
no miraría hacia atrás sino al futuro. ¿Qué es el hogar después<br />
de todo sino la gente que amamos? Jorge venía a verme todos<br />
los días con la Esperanza y pasaban sus buenas horas conmigo.<br />
Cuando el cura de la iglesia anglicana St. John’s que nos había<br />
albergado esos diez días ofreció una misa ecuménica, acepté<br />
participar con gusto. Arrodillada, vistiendo mi ponchito peru-<br />
ano recibí la hostia mientras el espíritu me llevaba mucho más<br />
lejos que las palabras del cura que poco entendía a una cere-<br />
monia privada de humildad y agradecimiento, lavando los pies<br />
de esas mujeres que en otra iglesia allá en Chile habían sufrido<br />
pérdidas irreparables.<br />
165
TERRY FOX<br />
Justo frente al Rideau Centre nos volvemos a encontrar<br />
tu cuerpo de muchacho ya convertido en estatua<br />
Tal como te vi ese día<br />
Difícil detenerse a conversar aquí<br />
con el ir y venir de tanta gente<br />
Algunos te miran y una sombra pasa por su rostro<br />
la mayoría sigue indiferente<br />
o no te conocieron o ya no se acuerdan de ti<br />
¿Cuánto tiempo hace que caminamos juntos<br />
por esa interminable calle de Ottawa?<br />
Los pasos vuelven a resonar en mis oídos<br />
Tú corrías con una pierna<br />
para ganarle a la muerte que te seguía de cerca<br />
y yo caminaba con ella adentro<br />
agarrando a dos manos mis tripas de mujer<br />
afirmando la vida que no podía quedarse<br />
Te seguí hasta donde pude por la calle solitaria<br />
166
corriendo y llorando<br />
perseguidos por el hueco resonar de las losas<br />
por el martilleo impávido de nuestros propios pasos<br />
La t i t u d e s<br />
167
MIRIAM<br />
¿Cuánto tiempo había estado ahí parada, con la frente pegada<br />
al refrigerador? Menos de un minuto quizás cuando la visión<br />
de esa pared blanca y el frío que empezaba a adentrárseme en<br />
la cabeza me hicieron enfrentar a la mujer absurda de minutos<br />
antes que por fin había dejado de aullar de dolor tirándose el<br />
pelo. “Este país nos va a matar a todos”. Claro que era absurdo<br />
tratar a Canadá como la madrastra patria que había usurpado<br />
el lugar de la legítima madre patria pero qué diablos, así de<br />
absurda es la enfermedad de la nostalgia que funde todo en<br />
un solo anhelo que sube de las más hondas profundidades y<br />
nos atenaza la garganta. Sólo la presencia de la madre, del mar<br />
y suelo de uno podrían calmar esa asfixia. Primero la Nieves.<br />
Una sombra había hecho nido en su rostro hermoso, opac-<br />
ando para siempre el lustre de su melena. Ahora la Miriam,<br />
Dios de los cielos, tan joven y con los críos tan chicos. Y eso<br />
sin contar los intermedios dolorosos de los primeros tiempos,<br />
pegados para siempre en la memoria. Gabriel con la tremenda<br />
168
La t i t u d e s<br />
operación, el mismo Flaco incluso con su historia de la epilep-<br />
sia que no era tal pero que igual lo sacudía en convulsiones que<br />
parecían salir de abismos profundos.<br />
Ya más calmada decidí que tenía que ir al hospital aunque<br />
me cayera de fatiga, de dolor y desesperación en el camino.<br />
Por qué dios mío, por qué mierda, por qué ahora la Miriam,<br />
mañana yo o quién sabe quién. Ya afuera, con la maldita nieve<br />
en los pies y el frío descarado en la cabeza, picoteándome la<br />
cara, las manos o cualquier presa al descubierto, pensé que lo<br />
mejor era congelar también las ideas porque me indignaba esa<br />
manera en que las palabras se me venían de a tres a la boca<br />
cuando me ganaba la desesperación, el dolor, la fatiga.<br />
Me subí con rabia al auto pensando que el Flaco sabía por-<br />
tarse en esos casos. Él acostaría a la gordita para que yo fuera<br />
de todos modos. Hasta había dulcificado la voz y los ojos de<br />
piedra de hacía un rato cuando la calamidad no estaba ante<br />
los ojos y había tiempo y energía para gritarse los defectos y<br />
culpar al otro de todo lo malo que nos pasaba. Con las manos<br />
traté de aplacarme el pelo que yo misma había aleonado en los<br />
embates con la desesperación. Me vi la cara empequeñecida en<br />
el espejo retrovisor y los ojos rojos por los caudales de llanto<br />
que habían brotado en un tiempo récord y me cruzó fugaz la<br />
imagen de mi madre perdonando el castigo con una sonrisa<br />
divertida ante tal despliegue de lágrimas. Sin darme cuenta ya<br />
169
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
había llegado al Civic. Cuántas veces me había tocado ir a ese<br />
hospital y cuántos de los nuestros habían pasado por ahí, yo<br />
misma incluso pero mejor ni acordarse.<br />
170<br />
Me fui derecho a la cama donde la tenían. “Intention care”,<br />
le había entendido al Walter por teléfono, la voz bonita neutral-<br />
izada por ese tono de “representante del Partido” que sacaba<br />
para las cosas serias. Me fui adentrando a paso rápido por<br />
esos corredores llenos de gente siguiendo el letrero “Intensive<br />
Care Unit” y ahí la encontré, irreconocible. Una bola de carne<br />
hinchada en una cámara de tubos y sondas, frascos, pantal-<br />
las, luces que se encendían y se apagaban. Qué cantidad de<br />
demonios habrían necesitado los medievales para describir<br />
esa escena de la medicina moderna. Y el pequeño fuelle que<br />
bajaba y subía me dejó hipnotizada. Se movía. Dios mío estaba<br />
viva. Qué importaba que el fuelle respirara por ella si lo ver-<br />
daderamente importante era que se moviera, de arriba abajo,<br />
de abajo arriba y que no dejara por Dios de moverse de arriba<br />
abajo y de abajo arriba.<br />
Mirándole la cara traté de recordar los rasgos de la Miriam<br />
con que había hablado y reído hacía apenas dos semanas en<br />
la fiesta que habíamos tenido en su casa. Esos ojos siempre<br />
húmedos, a flor de llanto que a veces evitaba mirar, aquejada<br />
como ella de la misma tentación de llorar por todo y por nada.<br />
Me gusta el trago pero me hace mal, por eso me divierto en
La t i t u d e s<br />
las fiestas mirando a los otros. El Moncho bailaba como una<br />
niña de campo tomándose el pantalón con las puntas de los<br />
dedos. El espejo le mostraba una invisible falda repolluda y<br />
parecía muy complacido con el resultado. Se movía más bien<br />
al compás de su propio cuerpo, animado por ritmos internos.<br />
La Carmen Gloria hablaba con el Flaco, con esa mezcla de<br />
pureza y coquetería tan propia de la mujer chilena, las mejillas<br />
rosadas y la risa lista para brotar por cualquier cosa, desmint-<br />
iendo en sus modales la fragilidad de su cuerpo. El Flaco se<br />
reía por puro contagio y yo miraba fascinada la transformación<br />
de ese rostro casi siempre serio (“el gravecito” fue otro de los<br />
tantos apodos que le puse en el tiempo en que el amor per-<br />
mitía todo tipo de juegos). Después bailé con el Moncho y sentí<br />
su miembro duro, los ojos brillantes. Éramos islas, es cierto,<br />
pero flotaba en el aire un viento de pertenencia que nos hacía<br />
sonreír sin motivo. La Tencha y la Miriam copuchaban en un<br />
rincón con la misma actitud de reposada complicidad.<br />
Y ahora no hay música ni baile, Moncho. Ya no estamos<br />
frente a frente sino lado a lado, apoyados en la baranda de<br />
esta cama de hospital mirando ese cuerpo amado. Adivino la<br />
máscara de tu cara, tan impasible como la mía, mientras mojas<br />
esos labios resecos una y otra vez al ritmo de otra danza inte-<br />
rior. Tu voz suena didáctica y paciente mientras hablamos de<br />
contratos y posibilidades en un mundo estático donde nadie se<br />
171
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
muere y tú te pones corbata y yo mi traje dos piezas para hablar<br />
el único inglés que conozco, donde no existen las emociones<br />
porque no sé expresarlas.<br />
172<br />
De repente nos callamos aguzando el oído para tratar de<br />
descifrar lo que nos quiere decir la Miriam porque nos ha<br />
reconocido y quiere hablarnos. Quiere toser y no puede, qui-<br />
ere decirnos que está resfriada y no puede y nosotros queremos<br />
escuchar lo que dice y no podemos. Y su boca se abre rabiosa<br />
con toda la fuerza de que es capaz sin emitir un solo sonido y<br />
veo que es lo mismo que yo; una que actúa y mueve los labios<br />
y otra que es sonido enfermo de mudez, mutilado y ciego. Y<br />
después de todo, Miriam, a quién le importa que estés res-<br />
friada, casi salté de alegría cuando por fin le entendimos. Tu<br />
resfrío me importa un soberano comino que para eso están las<br />
aspirinas, ¿no te das cuenta que te estás muriendo y que hasta<br />
una pulmonía sería bendita?<br />
“Her chances of survival are no better than fifty-fifty”, le<br />
dice el doctor al Moncho, que a su vez lo anuncia a la hilera<br />
de ojos ansiosos que lo están esperando y que luego repiten<br />
por teléfono o lo dicen a manera de saludo a los que van lle-<br />
gando de diversos trabajos a distintos horarios. “Cincuenta y<br />
cincuenta” o “fifty fifty” que cualquier pretexto es bueno para<br />
practicar el inglés. Los que ya han estado un rato aprovechan la<br />
llegada de los nuevos y se despiden con un “a las ocho” porque
La t i t u d e s<br />
ya ha corrido la bola que a esa hora, estemos donde estemos,<br />
creamos o no creamos, nos vamos a sentar con un vaso de<br />
agua en la mano a rezar por la Miriam hasta haber bebido la<br />
última gota.<br />
La única muda es la Tencha que sigue ahí sentada sin mover<br />
un músculo, la mirada perdida en profundidades tratando de<br />
encontrar una solución que incline el fiel de la balanza a nuestro<br />
favor, que fifty-fifty, cincuenta y cincuenta en cualquier idioma<br />
del mundo simplemente no es aceptable. “No podemos hacer<br />
nada más aquí, Tencha, y el Moncho está bien acompañado,<br />
déjame llevarte a tu casa”, le ofrezco, a sabiendas que no se va<br />
a ir conmigo, que si logra entender por qué su mejor amiga, la<br />
primera raíz que echó en este suelo ajeno yace ahí irrecono-<br />
cible, quizás también logre entender por qué diablos está sola<br />
con su hija en un país extraño, por qué su marido tuvo que<br />
morir torturado a manos de los milicos en Chile.<br />
Cerca de las siete llega la mamá del Moncho a buscar las<br />
llaves de la casa. “Por favor mamá”, recita el Moncho, la ropa<br />
de los niños, las plantas, los peces…” y sigue con la lista de<br />
lo que urge hacer en la casa pero la Tencha dejó de escuchar<br />
después de la palabra “peces”. Como un resorte se levanta<br />
del asiento, la luz de la comprensión patente en la cara. No<br />
habérsele ocurrido antes si todos sus coterráneos sureños lo<br />
saben y ella misma lo ha sabido desde siempre, que los peces<br />
bajo techo traen mala suerte al que los cuida. “Yo le ayudo,<br />
173
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
señora Aída, entre las dos hacemos todo en un ratito” y sin<br />
volver la cabeza se va con ella sin siquiera despedirse, el paso<br />
animado por una fuerza desconocida.<br />
174<br />
El silencio pesa en toda la casa. Las mujeres se reparten<br />
las tareas en voz baja, marcando las palabras con una urgencia<br />
que esconde el miedo a pensar lo que sería de ese hogar sin<br />
la fortaleza de la Miriam. “Yo me encargo de la ropa y de los<br />
peces”, dice la Tencha, “que sé donde guardan la comida” y<br />
parte cabizbaja a la pieza del lavado. Ahora que está sola puede<br />
darse el lujo de dejar que la ansiedad le suba a la cara y a los<br />
ojos, que la decisión que ha tomado se advierta en la precisión<br />
de sus movimientos rápidos al abrir y cerrar cajones y bolsas<br />
sin encontrar lo que busca. De ahí sigue al baño y por último<br />
a la cocina hasta que al fin, debajo del lavaplatos, la botella<br />
llena de vinagre pone término a la frenética búsqueda. Con un<br />
paño de sacudir en una mano y la botella del sacrificio en la<br />
otra, se acerca a la pecera y con un rezo en la boca vacía todo<br />
el contenido. Son casi las ocho, los peces que nunca supieron a<br />
qué dios ofrendaron su vida ya flotan sin vida en la superficie.<br />
No hay tiempo para llamar al hospital pero la Tencha sabe<br />
bien que se ha ganado la batalla y que la respuesta ya no será<br />
fifty-fifty. Se endereza satisfecha y se encamina a la cocina a lle-<br />
nar el vaso de agua, el conjuro colectivo que agrupará nuestras<br />
mentes remontándolas más allá del frío, mientras bebemos<br />
lentamente el agua del vaso rezando “la oración por todos”.
ESPERANZA<br />
Era el año de las famosas muñecas repollo y Esperanza, que<br />
nunca había sido aficionada a las muñecas, había sufrido una<br />
doble conversión: las compañeras de escuela tenían la verdad<br />
absoluta y la tele el conocimiento supremo. Nos había dado a<br />
entender por las claras que no habría navidad sin Repollo. Si al<br />
hecho de ser hija le agregamos que es única y cuando el familiar<br />
más cercano está en el otro extremo del mundo, la compulsión<br />
de obedecer es superior a cualquier llamado de la razón. Un<br />
millonario norteamericano, decían las noticias, había volado a<br />
otra ciudad sólo para conseguirle una cabbage patch doll a su hija.<br />
De ahí empezó mi deambular por las tiendas y la larga lista<br />
de infructuosas llamadas telefónicas hasta que por fin logré<br />
encargarle una. La habíamos recibido a tiempo y todo estaba<br />
listo para que al despertar al día siguiente se encontrara con su<br />
tan codiciada muñeca. Las describían como “cute” que nunca<br />
he sabido a qué corresponde exactamente en castellano, ¿amo-<br />
rosa? Cuerpo de trapo y cabeza de plástico, los ojos juntos casi<br />
175
Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
en el medio de la frente y una boca minúscula sumida debajo<br />
de las mejillas arrepolladas. Las lanas de la cabeza le cubrían<br />
bien la parte de adelante pero al mirarla por detrás era impo-<br />
sible no ver la pelada brillante. En fin, era su navidad después<br />
de todo y no la mía.<br />
176<br />
Había llegado el momento del merecido descanso, hora de<br />
relajarse sabiendo que la niña por fin se había dormido arriba<br />
y que su Santa Claus era canadiense y no el Viejito pobre del<br />
Tercer Mundo con su saco lleno de buenas intenciones. El más<br />
optimista de mis hermanos no se cansaba de escribirle car-<br />
tas explicándole la equivocación. Querido viejito pascuero…<br />
Hacía ya dos años que venía pidiéndole un tren con máquina y<br />
vagones, pero otra vez había recibido el mismo juguete del año<br />
anterior pintado de otro color. La carreta, que había empezado<br />
con tres caballos, desaparecía unos días antes de la pascua para<br />
volver reluciente a ocupar su puesto debajo del catre cada 24<br />
de diciembre. Y yo quería un oso que me mirara de frente,<br />
con brazos que se pudieran acomodar para un abrazo y no<br />
esas detestables muñecas de trapo que nos hacía la tía, los<br />
brazos inermes colgando al lado del cuerpo. La espiábamos<br />
por la rendija de la ventana, el ceño fruncido y la lengua aso-<br />
mada entre los dientes copiando de la foto del calendario los<br />
rasgos de la Marilyn Monroe. Los labios de la muñeca se jun-<br />
taban en un beso que chorreaba pintura escarlata, las pestañas
La t i t u d e s<br />
absurdamente largas se llevaban hacia arriba los ojos esquivos,<br />
que miraban a los lados como los del papá, que prefería mirar<br />
un diario al revés antes que mirarnos a nosotros, sus hijos.<br />
El apartamento olía a cositas ricas, pan de pascua recién<br />
hecho para acompañar el cola de mono que había preparado<br />
el día anterior. La receta decía aguardiente pero descubrimos<br />
que con Tequila nadie notaría la diferencia. Sólo faltaba el<br />
momento de gloria final: ver la cara de felicidad de Esperanza<br />
al descubrir sus tesoros, lo que por desgracia siempre ocurría a<br />
eso de las seis de la mañana. Jorge ya estaba sentado en la sala<br />
con un libro en la mano. Me gustaba mirar esas manos grandes<br />
y delicadas sosteniendo un libro; elegantes las encontraba yo<br />
que me había criado entre manos callosas. Todo había sido<br />
limpiado con esmero y las luces del árbol brillaban jubilosas en<br />
un rincón. Una casa con muebles pesados, hechos para que-<br />
darse, era lo que yo siempre había querido, con un rincón para<br />
la música y otro para el descanso, con cuadros en las paredes<br />
que me hablaran de vastedades más amplias que las del cotidi-<br />
ano vivir. Me gustaría no cansarme nunca y seguir limpiando<br />
y haciendo cosas para asegurarme que los tres vamos a estar<br />
bien, que vamos a sobrevivir ¿qué? no lo sé. Si pudiera ver el<br />
mar descansaría, pero está tan lejos de Ottawa. Jorge prefiere<br />
la quietud, lee mucho y escribe poemas. Una radiografía de<br />
parte de su cabeza mostraría poemas listos que ni él mismo<br />
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Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
sabe que están ahí ya terminados, sólo esperando que él se<br />
siente a la máquina de escribir para vaciarlos. Mi cabeza en<br />
cambio está llena de espacios, de caras y brazos de gente viva<br />
que apenas dejan lugar a las palabras.<br />
178<br />
Pero alegrémonos con un poco de música que es la noche<br />
buena. Una noche de tregua en esta guerra muda en la que<br />
voy perdiendo terreno. Mis interminables idas y venidas ya no<br />
tienen la fuerza de antes para impedir que salgan a la luz los<br />
fantasmas de los muertos que pueblan otras partes de la cabeza<br />
de Jorge. No quiero que se sienten a la mesa con nosotros, ni<br />
que se acuesten en nuestra cama. Nilton da Silva el primero,<br />
que escapó de los militares de Brasil para ser derribado por los<br />
de Chile; Miguel Henríquez, Salvador Allende y tantos otros,<br />
sus amigas… No esta noche que es navidad, no quiero per-<br />
catarme que su mirada ya se ha ido lejos, más allá del libro,<br />
más allá de la sala. Quizás todavía haya tiempo de salvarse con<br />
un poco de música.<br />
Descarto el Long Play de la Violeta Parra, que dejó a todo<br />
Chile cantando Gracias a la vida y se pegó un tiro. Si sólo encon-<br />
trara algo que le guste mucho, que lo saque del peligro de este<br />
estupor pero en el fondo sé que ni el soplo de un huracán<br />
podría barrer lo que yo quiero borrar con música. Nunca es<br />
posible saber qué imágenes evoca una canción en el espíritu<br />
del otro por muy cercano que sea, ni qué cuerdas son las que
La t i t u d e s<br />
toca. El derecho de vivir en paz de Víctor Jara pasa un segundo por<br />
mis manos y también lo descarto. Mejor preguntarle si quiere<br />
escuchar Un café para Platón. “Como un pitillo a medio termi-<br />
nar…” ¿Es que todas las canciones chilenas no tienen otro fin<br />
que hacernos recordar? Buscando algo alegre me acordé de un<br />
disco del folclor franco-canadiense que había recibido para mi<br />
cumpleaños. Suzanne me daba la ropa que ya no usaba y era<br />
muy bienvenida pero había que diferenciar entre lo que era y lo<br />
que no era caridad. Ya me había ilusionado otras veces confun-<br />
diendo con amistad el deseo de algunas personas de practicar<br />
el español sin pagar. Por eso ese gesto había sido importante<br />
para mí. Esta es la música de mi pueblo, parecía decir, para<br />
que la conozcas, para que nos conozcas. Era exactamente lo<br />
que necesitaba ahora, esa alegría contagiosa que parece no<br />
tener fin de las danzas francófonas pero no podía encontrarlo.<br />
¿Qué oscuros designios la hacen perder a uno precisamente lo<br />
que quiere mantener? Me volví a preguntarle a Jorge si sabía<br />
dónde estaba el casete. Mientras le hablaba alcancé a registrar<br />
a medias que no había tocado el queque que le había servido<br />
pero que la botella de licor había bajado bastante. Ni siquiera<br />
terminé la frase, sabía que no me estaba escuchando, que ni<br />
siquiera había un alma dentro de ese pellejo vacío sentado en<br />
el sillón al lado de la ventana en actitud de leer un libro.<br />
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Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />
180<br />
A veces las tormentas se anuncian, otras veces no. Esta se<br />
fraguaba en el silencio inusual que había caído sobre nosotros,<br />
sobre las paredes, los muebles y la alfombra. Lo sentí apenas<br />
bajé la escalera de puntillas después de cerrar la puerta del dor-<br />
mitorio de Esperanza. Sin duda le había llegado el murmullo<br />
de las canciones con que la hacía dormir, todo el repertorio<br />
esta vez para aplacar la anticipada emoción de la llegada del<br />
Santa. Y tal vez ese rumor de las canciones de cuna del prim-<br />
ero y lejano hogar le había traído otros ecos y resonancias y la<br />
certeza de que la unidad de los tres—padre, madre e hija—que<br />
nos había sostenido hasta entonces estaba a punto de derrum-<br />
barse. Decidí poner a la Violeta, que después de todo era como<br />
de la casa para los chilenos. Gracias a la vida hoy, porque quién<br />
sabe qué pasará mañana. Además, lo que importaba era hacer<br />
algo y rápido.<br />
Empezaron a sonar los primeros acordes monótonos de la<br />
guitarra pero la Violeta no alcanzó a abrir la boca. Un brazo<br />
salido no sé de dónde echó abajo tocadiscos con estante y<br />
todo y siguió derribando libros, cuadros, plantas y adornos.<br />
Hay unos segundos de los que no puedo dar cuenta porque<br />
no sé qué pasó. Después me veo sentada en el piso llorando,<br />
balanceándome como una autista y meciendo a Jorge en mis<br />
brazos mientras la sala se fue poblando de los espectros que<br />
ya nada ni nadie podía ni intentaba sujetar. Por primera vez
La t i t u d e s<br />
desde que salimos de Chile me dejé tocar por la enorme carga<br />
de todos sus amigos muertos o desaparecidos, de sus amigas<br />
violadas, torturadas, en la cárcel. Y él gimiendo ahí sentado,<br />
rodeado de la tierra de las plantas esparcida por el suelo, mac-<br />
eteros y discos quebrados, piezas del tocadiscos de segunda<br />
mano comprado en una venta callejera, vomitando la hiel de<br />
todos esos años en la alfombra de colores chillones, recogida<br />
de la basura y no menos ordinaria que el odioso alfombrado<br />
café oscuro que pretendía esconder.<br />
Sin soltarlo un segundo me las arreglé para llevarlo al baño.<br />
Él adentro de la tina y yo arrodillada afuera, sin dejar de llorar,<br />
bañándolo con el cuidado que se tiene con un recién nacido,<br />
derramando lentamente el agua, de la mano a su cara, de la<br />
mano a su cuerpo, apenas rozándole la piel en una caricia<br />
tímida que no le fuera a hacer daño.<br />
Hacía ya meses que no dormíamos juntos, pero esa noche,<br />
esa navidad, nos vio acercarnos en la misma cama y prolon-<br />
gar el abrazo de despedida por lo menos hasta la madrugada,<br />
cuando nos despertaron los gritos triunfantes de Esperanza al<br />
ver su botín.<br />
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EL CANTO DEL CARDENAL<br />
Cuando escucho el canto del cardenal<br />
que anuncia el alba en mi ventana de Ottawa<br />
abro sigilosamente la puerta de la casa<br />
donde vivía en Santiago en 1973<br />
Riego el helecho, las begonias y el cactus<br />
Le pongo comida a la gata negra<br />
Le doy cuerda al viejo reloj del armario<br />
y salgo silenciosa cerrando la puerta<br />
Nunca sé si me vuelvo a dormir<br />
antes o después que termina el canto del cardenal.<br />
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