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GABRIELA ETCHEVERRY<br />

<strong>LATITUDES</strong>


Edición dirigida por Gabriela Etcheverry<br />

© 2012, por <strong>Qantati</strong> eBooks<br />

www.revistaqantati.com<br />

<strong>Qantati</strong> eBooks<br />

15 Kippewa Dr.<br />

K1S 3G3<br />

Ottawa, Canadá<br />

Etcheverry, Gabriela (Dir. de edición)<br />

Gabriela Etcheverry: Latitudes<br />

eISBN: 978-0-9881086-1-5<br />

Fotografía de la portada: César Jopia Quiñones<br />

www.revistageografica.com<br />

Diseño de la portada: Jillian Lim<br />

Maquetación: Jillian Lim


Gabriela Etcheverry<br />

Latitudes<br />

Edición dirigida por Gabriela Etcheverry<br />

Ottawa, Canadá


A los amados de antaño y a los de hogaño.<br />

Sin su amor no valgo un higo.


ÍNDICE<br />

Luis Francisco 4<br />

Nilda 19<br />

Enrique 36<br />

Pasajes de diario de vida: Santiago 1967 41<br />

Carta 63<br />

Pasajes de diario de vida: Santiago 1968 69<br />

Carta 83<br />

Matrimonio mixto 91<br />

Denise 102<br />

Nieves 108<br />

Erik 119<br />

Carta 132<br />

Despedida 135<br />

Vuelo 137<br />

Primavera en Ottawa 142<br />

Carta 144<br />

La Loba 154<br />

Ayuno 157<br />

Terry Fox 166<br />

Miriam 168<br />

Esperanza 175<br />

El canto del cardenal 182


LUIS FRANCISCO<br />

Por fin llegó el día del pago de la última cuota y la bicicleta sería<br />

suya. Se acercó a la percha donde los empleados de su sección<br />

del banco dejaban el guardapolvo de trabajo y mientras se lo<br />

ponía empezó a percibir con más fuerza el aleteo de los invis-<br />

ibles insectos metálicos que flotaban alrededor de su cabeza:<br />

resabios de risas, cuchicheos y otras intensidades sin nombre. El<br />

aire tiene sus propias cuerdas y las vibraciones quedan sonando<br />

como el diapasón aunque no vuelvan a golpearlo. Fingiría no<br />

haberse dado cuenta, como lo venía haciendo últimamente y<br />

se cuidaría mucho de no meter la mano al bolsillo donde sabía<br />

que iba a encontrar los consabidos papelitos escritos, pero<br />

esta vez no había escape porque habían sido más osados que<br />

de costumbre y le habían escrito en el mismo delantal ¿Eran<br />

mensajes de amor, de odio, burlas? Puede haber habido de<br />

todo pero ya no importaba. Mañana, con su bicicleta cargada<br />

de los escritos de Ellen White y otros libros naturistas desa-<br />

parecería de Santiago, ciudad infernal que sin duda seguía en<br />

4


La t i t u d e s<br />

la lista de Dios a las de Sodoma y Gomorra. Él quería estar<br />

lejos, “salid de ellas pueblo mío para que no participéis de sus<br />

plagas”. No tenía ruta fija pero se iría pedaleando hasta llegar a<br />

lo más recóndito de la tierra chilena. ¿Al sur? Poco probable.<br />

Los hilos que formaban el entramado de su historia se habían<br />

empezado a enredar allá, en Punta Arenas, con una mamá<br />

todavía niña que quedó paralizada con el parto. Si no hubiera<br />

sido por la leche de la india yagana habría muerto de hambre y<br />

de frío porque los vientos magallánicos son cosa seria. Entran<br />

por las calles al atardecer con la fuerza de caballos desbocados<br />

y no se quedan contentos hasta que su aullido se confunde con<br />

la tembladera acompasada de techos, puertas y ventanas.<br />

Poco debe haber durado la parálisis de Francisca si después<br />

vinieron tres niñas, una por año. Cuando nació la última, su<br />

papá apenas la miró; tenía otras cosas más importantes que<br />

hacer. Acababa de comprarse un pasaje y el barco que lo lle-<br />

varía a Valparaíso zarpaba esa misma semana. Basta de trabajos<br />

infectos y de pellejerías. Bien valía la pena haber sacrificado su<br />

bella Barcelona por el oro del Nuevo Mundo pero no por lo<br />

que le había ofrecido el gobierno chileno al desembarcar: 44<br />

tablas, un montón de clavos para construirse una casa y no<br />

sólo potestad plena para matar indios si quería sus tierras, sino<br />

también plata y alabanzas si les cortaba las orejas y las llevaba<br />

a la oficina a cargo de la colonización. “Apenas me instale en<br />

5


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

Santiago vuelvo a buscarlos” fue lo último que le escuchó decir<br />

Luis Francisco a su padre.<br />

6<br />

Francisca se las arregló como pudo los primeros días, incluso<br />

las primeras semanas con ayuda de los vecinos. No le tenía<br />

miedo al trabajo pero con cuatro niños, el mayor que todavía<br />

no cumplía cinco años y una recién nacida, no veía por dónde<br />

podía entrar la luz a no ser que la trajeran los padres salesianos<br />

que tenían fama de caritativos. Si lloró Luis Francisco al sepa-<br />

rarse de su madre y sus hermanas, no lo sabremos nunca pero<br />

podemos conjeturar que sí, aunque más no fuera del susto de<br />

verse de la mano de un desconocido vestido de manera tan<br />

estrafalaria. Se dio vuelta a mirar su casa cuando iba a mitad de<br />

la cuadra y vio que la mamá había salido y le seguía hablando<br />

desde la puerta abierta aunque él no quería escucharla ni tam-<br />

poco le habría entendido. ¿Qué podía significar eso de que<br />

“apenas llegue tu padre te vamos a buscar”? ¿Cuánto tiempo<br />

es “apenas”? ¿No era acaso la misma palabra que había usado<br />

el papá? La hermana mayor, que andaba por los tres años,<br />

había salido jilibiosa detrás de la mamá y le tironeaba la falda.<br />

No lloraba porque se llevaban al hermano sino porque intuía<br />

que ella también correría la misma suerte y no estaba errada.<br />

Al otro día se la llevaron las Hijas de María Auxiliadora. De<br />

los dos, quizás fue ella la que sacó la peor parte. Si bien la<br />

pasión por hacer el bien era lo que guiaba a las monjitas, el velo


La t i t u d e s<br />

de la ignorancia les pesaba más en la cabeza por esa obcecada<br />

tenacidad del macho español, “la mujer honrada, la pata que-<br />

brada y en la casa” o, en la versión más rimada, “mujer que<br />

sabe latín ni pesca marido ni tiene buen fin”. Cuando una de<br />

las niñas se hacía pipí en la cama, la visión fantasmagórica del<br />

escarmiento las incluía a todas. En la semioscuridad del patio<br />

interior del convento rodeado de altos muros formaban dos<br />

hileras de niñitas, alumbradas por la luz cenicienta de la orfan-<br />

dad reflejada en sus largas camisolas blancas y por la llama<br />

indecisa de las candelas que tenía que llevar la niña que iba a<br />

ser denigrada o “curada”. La hacían pasar de un cabo al otro<br />

por entre las dos filas para que las niñas le gritaran “meona” y<br />

le fueran levantando el camisón, dejando al aire sus húmedas<br />

desnudeces. Si sufrió Luis Francisco humillaciones similares,<br />

el piano le eclipsó esos dolores. A los pocos años tocaba a los<br />

clásicos y había empezado a componer su propia música afin-<br />

cado en la confianza que nada ni nadie lo alejaría del piano.<br />

Cuando los dedos ya no le respondían, la emprendía con órga-<br />

nos, armonios y pianos inservibles arrumbados en los rincones<br />

y después de mucho armar y desarmar, el sonido de las teclas<br />

que se creían durmiendo el sueño de los justos volvía a resonar<br />

en las paredes de las salas vacías del convento. Pero el diablo no<br />

duerme ni deja dormir como decía la ñatita. Los años pasaban<br />

y las hijas querían conocer a su padre, más insistentes ahora<br />

que había salido del convento la que estaba con las monjas.<br />

7


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

8<br />

“Vámonos a Santiago, mamá. Aquí trabajas mucho y poco<br />

te cunde. Cuando encontremos a mi papá todo va a cambiar”,<br />

trataba de convencerla la que no había vivido con ella. Francisca<br />

se dejó llevar de puro cansancio y se fueron las cuatro a parla-<br />

mentar con los curas. Luis Francisco, que hacía rato sabía que<br />

nada de lo que hubiera fuera del monasterio le interesaba, se<br />

aterró al escuchar “hermano mayor”, “responsabilidad”, “car-<br />

rera”, “trabajo”, “plata” y otras sandeces que mejor ni mentar.<br />

Otra vez se le escapaba de las manos la opción de decidir y no<br />

le quedó otra cosa que aceptar el arreglo de seguir estudios<br />

“más prácticos” con los monjes de la misma orden en Santiago.<br />

El estudio de la medicina naturista fue el único amortigua-<br />

dor que tuvo entre las dos aversiones que le llenaban las horas<br />

del día, la contabilidad y la pedagogía. Todo había salido tan<br />

mal o peor de lo que él se había imaginado. Después de una<br />

incansable búsqueda las hermanas habían encontrado por fin<br />

al padre, bien instalado en la bigamia y otra vez con cuatro<br />

hijos. Francisca había encontrado trabajo en un bar y su hijo<br />

salió temblando de ira, la única vez que se aventuró a entrar,<br />

al ver cómo las miradas lascivas de los hombres se incrustaban<br />

en el cuerpo de esa mujer que apenas conocía pero que era<br />

su madre.<br />

De mal talante aprendió Luis Francisco todo que le<br />

enseñaron los salesianos en Santiago, salvo lo de las plantas


La t i t u d e s<br />

medicinales, y enrabiado con el mundo empezó a trabajar.<br />

Hacía un año que estaba en el banco donde tenía que sopo-<br />

rtar a diario las torturas a que lo sometían los colegas que lo<br />

veían por fuera como lo que realmente era: un jovencito alto<br />

de ojos amarillo-verdosos, apenas salido de la adolescencia,<br />

tan delgado que cuando se agachaba parecía una espiga cur-<br />

vada al suelo por el viento que no iba a poder enderezarse.<br />

Las palabras le salían de la boca como notas de las teclas de<br />

un piano y seguían resbalando cantarinas como las aguas por<br />

las piedras de un arroyuelo. Aprender a hablar con el acento<br />

santiaguino significaba una traición más a su piano que lo sabía<br />

mudo de nostalgia. Su ignorancia de las cosas del mundo era<br />

tal que hasta creía que los pedos eran cosa de hombres y no<br />

de mujeres.<br />

Ese día se aguantaría impasible hasta cobrar el cheque y no<br />

se despediría de nadie. Aunque hubiera habido alguien que<br />

mereciera un apretón de manos, él no podría habérselo dado.<br />

No soportaba el contacto físico. Lo único bueno que le había<br />

sucedido en el último tiempo era haber conocido la religión<br />

adventista. Le costó al principio cambiar el domingo por el<br />

sábado como día de reposo pero ya se había acostumbrado. El<br />

pastor lo había conectado con los colportores, que así les llam-<br />

aban en la iglesia a los que vendían libros de puerta en puerta y<br />

a eso se dedicaría por el momento. Ya había escrito un librito,<br />

9


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

Las ciencias ocultas de ultratumba a la luz de la edad moderna, y estaba<br />

ordenando apuntes de medicina naturista y dibujando plantas<br />

para un segundo libro. En poco tiempo estaría en condiciones<br />

de agregar los suyos a los de Ellen White y a los otros que le<br />

concesionaría a la iglesia. Chaucha por chaucha iría juntando<br />

para un piano que no sería nuevo pero igualito al suyo.<br />

10<br />

Ellen White fue la mujer que fundó la religión adventista en<br />

los tiempos en que Estados Unidos todavía no cuajaba y recor-<br />

rían el país innumerables santos, chamanes, predicadores,<br />

visionarios y charlatanes. Hablaban en lenguas, veían visiones<br />

y conversaban con las divinidades. Algunos creen que las<br />

visiones de Ellen se deben al mercurio que usaba el padre para<br />

hacer sombreros o a un piedrazo que le lanzó un compañero<br />

de escuela cuando tenía nueve años. Prácticamente le molió<br />

la nariz y la dejó por tres semanas entre la vida y la muerte.<br />

Enfermiza parece haber sido desde siempre y tal vez fue eso<br />

lo que la llevó a combinar la religión con preocupaciones más<br />

terrenas por la salud y la buena alimentación, acertándole por<br />

un lado y errándole por el otro. Según ella, la masturbación<br />

(además de ser pecado) es fuente de muchas enfermedades,<br />

incluso cáncer; el comer carne incentiva las pasiones ani-<br />

males; la comida picante deja la carne ardiendo y el alivio va<br />

en collera con el pecado. A ellos se debe el acierto comercial<br />

de la industria moderna de los cereales para el desayuno que


La t i t u d e s<br />

comenzó con los preparados de palomitas de maíz que hacía<br />

el Doctor Kellogg.<br />

¿Qué le ofrecía Ellen a Luis Francisco que no le ofrecía el<br />

Papa? Una vía directa a Dios sin intermediarios, liberándolo del<br />

“secreto de la confesión” (pesaba ya demasiado en su espíritu),<br />

el alivio de no tener que comer la carne de Cristo ni tomar su<br />

sangre en cada eucaristía y un infierno que no era eterno. El<br />

demonio se le aparecía en distintos disfraces en las pesadillas<br />

llevándoselo por los aires mientras él se agarraba con dientes<br />

y muelas a cualquier objeto que hubiera a mano. Los gritos<br />

se dejaban oír por todos los rincones hasta que alguien venía<br />

a despertarlo. Si Lucifer salía con la suya, el infierno católico<br />

lo tendría revolcándose en llamas vivas por eternidades sin fin<br />

desde el instante mismo de su muerte. Menos violento era el<br />

de los adventistas que empezaba el día del juicio final y las lla-<br />

mas se consumían casi junto con la carne.<br />

Y todavía quedaban otras nebulosas. La fundadora era<br />

una mujer que hasta sus maestros habían dicho que no servía<br />

para estudiar, había sido apedreada de manera brutal por un<br />

matón y la religión misma que había creado, cimentada en<br />

la firme creencia del segundo advenimiento de Cristo, había<br />

sufrido un terrible chasco en el mero comienzo de su existen-<br />

cia. Guiándose por “señales” como hambrunas, pestilencias,<br />

terremotos, estrellas fugaces, incluso un cometa que se detuvo<br />

11


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

en el cielo de América del Norte en marzo de 1843, Ellen y<br />

los más iniciados de su círculo fijaron la llegada de Cristo a<br />

la tierra para el 22 de octubre de 1844. Cuando la fecha se<br />

fue acercando los creyentes regalaron su casa, dejaron el tra-<br />

bajo y se fueron a los cerros vestidos de blanco a esperar a<br />

los ángeles que los llevarían al cielo. Aunque la desilusión fue<br />

indescriptible cuando pasó la fecha, ella no se dio por vencida<br />

y siguió insistiendo en que la venida de Jesús era inminente,<br />

pero ya no se atrevió a decir cuándo llegaría. Si con todos<br />

esos traspiés la mujer fue capaz de crear un imperio y escribir<br />

libros (aunque con la ayuda del marido que era más letrado<br />

que ella), ¿no había una lección aquí para Luis Francisco, que<br />

también había sido apedreado, vapuleado y macerado en la<br />

desazón del fracaso? Criado en la sencillez monástica, la inter-<br />

minable lista de prohibiciones que imponía la iglesia a sus<br />

feligreses no pareció importarle. Y ¿a qué atribuir el atractivo<br />

de la inminencia de la venida de Cristo si no al profundo e<br />

inconsciente anhelo de los espíritus torturados que haya un<br />

acabo de mundo que arrase de una vez y para siempre con toda<br />

la porquería humana?<br />

12<br />

Sólo una cosa le quedaba por hacer a Luis Francisco antes<br />

de montarse a la bicicleta y enfilar al norte. En ninguno de<br />

los bultos que había hecho con tanto cuidado iban sus diplo-<br />

mas. Los había dejado afuera para una ceremonia especial


La t i t u d e s<br />

que tenía que hacer a nombre suyo y de su piano el día previo<br />

a la partida. Esperó la hora en que sabía que la madre y las<br />

hermanas estarían en la casa y con sus tres diplomas bajo el<br />

brazo golpeó a la puerta. ¿Se alegraron las mujeres al verlo o<br />

lo miraron con recelo? Primero se negó a entrar pero aceptó a<br />

regañadientes cuando se acordó que para la escena que venía<br />

fraguando necesitaba una superficie que no fuera el suelo. Se<br />

sentaron las mujeres y él se quedó de pie. Sacó sus diplomas<br />

y los fue extendiendo uno a uno sobre la mesa ante los ojos<br />

deslumbrados de la madre y las hermanas que tenían miedo<br />

de sentirse orgullosas y con justa razón. “¿No es esto lo que<br />

querían?”, les preguntó. “Aquí los tienen”. Y salió dejándolas<br />

con la boca abierta y sin saber qué hacer con esos cartones de<br />

elegantes letras doradas que se quedaron mirando atónitos el<br />

cielo raso del comedor. Nunca más las volvería a ver.<br />

Una íntima sensación de bienestar se fue apoderando de<br />

su espíritu a medida que se iba alejando de las pobladas calles<br />

de Santiago para adentrarse por rutas desconocidas que lo<br />

llevarían ¿a la libertad? Al menos así lo creía él, pero a decir<br />

verdad era el regazo de la india yagana lo que andaba buscando<br />

a tientas. Se detenía en los lugares donde había iglesia y aunque<br />

no se atrevía a tocarlos, los enfermos que acudían a él se iban<br />

contentos, comiendo avena con leche, pan de trigo entero y<br />

sacándose las calenturas del cuerpo con agua fría. Aceptó la<br />

13


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

mayoría de las prohibiciones de Ellen pero no la del té, que<br />

para él era un buen estimulante del sistema nervioso. Tampoco<br />

se sumó al fanatismo de los cereales procesados sino todo lo<br />

contrario; mientras menos refinados, mejor. Arreglaba los pia-<br />

nos o armonios decrépitos que ya todos creían inservibles y<br />

seguía su camino. Los mares de Los Vilos y los de Coquimbo<br />

le calmaron un poco sus ansiedades pero era muy pronto<br />

todavía para echar anclas. Había que alejarse mucho más de<br />

esa ciudad testigo de su infortunio. Tostado por soles de sema-<br />

nas llegó a Antofagasta que era el último lugar poblado del<br />

norte donde había iglesia, totalmente inconsciente del alboroto<br />

que causaba entre feligresas púberes, jóvenes y adultas. La jefa<br />

de las diaconisas fue la que finalmente se lo llevó a su casa,<br />

mujer circunspecta y de buenos modales que vivía con una hija<br />

que siempre había sido delicada de salud y parecía ir decay-<br />

endo sin remedio. El fervor que ponía la joven en atenderlo,<br />

el temblor de las manos y el rubor que le subía a las mejillas<br />

haciéndole bajar la vista eran signos inconfundibles del mal<br />

de amor y hasta él tuvo que admitir que eso no se curaba con<br />

trigo entero ni avena, aunque los baños de agua fría podrían<br />

haber servido. El drástico cambio del encierro del monasterio<br />

al ejercicio de la bicicleta que lo exponía a los típicos calores<br />

antofagastinos le tenía los sentidos a flor de piel y las tenta-<br />

ciones abundaban. Cada vez que lo azuzaba el aguijón de la<br />

14


La t i t u d e s<br />

carne le parecía escuchar a Ellen amonestándole al oído “No<br />

sexo antes del matrimonio” y con la enamorada Goyita ahí<br />

mismo, al alcance de la mano, mejor casarse que quemarse. El<br />

nacimiento de la hija un año más tarde y el repunte de la anti-<br />

gua tuberculosis la dejaron tan debilitada que al poco tiempo<br />

se le iba dejándolo otra vez en el abandono. Aunque en esa<br />

casa había encontrado Luis Francisco lo más parecido a un<br />

hogar, no sabía llorar ni apiñarse como lo hacen naturalmente<br />

los miembros de la familia humana en casos de catástrofe. Se<br />

echó a andar al alba y no paró hasta llegar a la cumbre del cerro<br />

cuando el sol ya había empezado a descender. Se sentó a mirar<br />

la ciudad que se divisaba a lo lejos y, sin saber cómo echar<br />

fuera su duelo, dejó que las notas que le habían empezado a<br />

sonar en la cabeza se fueran reacomodando solas mientras el<br />

rostro de la Goyita daba paso a otros rostros, algunos de una<br />

fealdad espantosa. Se sentó detrás de un peñasco sorteando<br />

los rigores de las noches nortinas pero el frío se le metía por<br />

dentro y por fuera. Se acurrucó lo mejor que pudo y cuando<br />

ya lo iba ganando la somnolencia, le apareció el rostro sereno<br />

y transparente de la india generosa que lo había alimentado de<br />

su leche, abrigándolo primero con su cuerpo y luego con pieles<br />

de lobos marinos.<br />

Era cierto que Luis Francisco había cambiado de religión<br />

pero eso no significaba que los demonios que lo habitaban<br />

15


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

tuvieran que cambiarse de casa; simplemente le hicieron un<br />

huequito a los de la nueva iglesia. Los curas le habían enseñado<br />

a no dejarse tocar por nadie y que si llegara a ocurrir debía cor-<br />

rer a confesarse y mantener sellado el secreto de la confesión si<br />

no quería quemarse vivo en las llamas del infierno eterno. “No<br />

sexo antes del matrimonio” y una mínima dosis después, decía<br />

Ellen White. “Venimos al mundo con una cuota precisa de<br />

energía sexual que se va agotando con el uso”. El matrimonio<br />

le había dado a Luis Francisco la sanción que necesitaba para<br />

tocar y ser tocado sin sentirse culpable ni correr al confesion-<br />

ario. Las ansias salvajes con que había buscado el cuerpo de<br />

la Goyita de día o de noche bajo las sábanas nada tenían que<br />

ver con el deseo de posesión, la mera idea de poseer a un ser<br />

humano lo trastornaba, sino la necesidad de saciarse del calor<br />

de la piel de un cuerpo que no fuera el suyo. No se le cruzaba<br />

por la mente la idea que quizás eso no era suficiente para la<br />

mujer. Los meses pasaban y la falta de contacto físico se le fue<br />

haciendo tan insoportable que no vio otra salida que irse para<br />

evitarle una pena a su suegra que a su manera había llegado a<br />

quererla. La hija quedaba en muy buenas manos con la abuela<br />

y ya había cumplido tres años, edad que, en su experiencia, los<br />

niños ya pueden prescindir del padre.<br />

16<br />

Los antofagastinos no perdían ocasión de comentar el<br />

gran éxodo que produjo el cierre de las oficinas salitreras y


La t i t u d e s<br />

los coletazos de la Gran Depresión posguerra. Hablaban de la<br />

dulzura de las uvas y los duraznos del fértil valle de Elqui, de<br />

la ciudad de La Serena que se destacaba como una gemita con<br />

su faro y las innumerables iglesias, y Coquimbo, su hermana<br />

siamesa, nada más diferentes en carácter, unidas para siem-<br />

pre a su destino por una franja de mar. Apenas unas pocas<br />

calles centrales con gente pobre encumbrada en los cerros<br />

era el Coquimbo de ese entonces, y allá se iban los que no<br />

tenían otro sustento que el que les daba la generosidad de la<br />

Playa Changa. Como si hubiera sabido del mal que aquejaba al<br />

mundo, les ponía los peces prácticamente en las manos para<br />

que pudieran saciar el hambre. Los más emprendedores hacían<br />

hornos de barro donde ahumaban el pescado con aserrín y se<br />

iban recorriendo las calles con su canasta de olores apetitosos<br />

cubierta por un mantel blanco. Ahí llegó Luis Francisco, bron-<br />

ceado por semanas de bicicleteo. No le fue difícil dar con la<br />

iglesia adventista, y el pastor le recomendó alojarse donde una<br />

mujer piadosa, que había capeado bien la Crisis con un taller<br />

que había puesto en su misma casa. Una de las aprendices que<br />

más prometía era Nilda, que había golpeado a la puerta bus-<br />

cando a su hermana Ema. Le bastó a doña Cirila saber que<br />

era huérfana y que se había criado en el convento con monjitas<br />

católicas para darse con alma, corazón y vida a la tarea de con-<br />

vertirla a la “verdadera” religión. Cuando doña Cirila llamó a<br />

17


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

las operarias para presentarles al joven que venía llegando de<br />

Antofagasta, Nilda reconoció al instante la mirada amarillo-<br />

verdosa que se incrustaba en sus pupilas y de ahí se le metía al<br />

vientre mordiéndole las entrañas.<br />

18


NILDA<br />

Una cosa era segura: Nilda nunca se iba a morir de hambre.<br />

Alta y fuerte como sus antepasados, venía en línea recta de las<br />

cuidadoras del fuego de una tribu cuyos últimos descendientes<br />

se habían radicado en Agua de la Gloria cerca de Concepción,<br />

cansados de huir de la rapiña de los conquistadores que mata-<br />

ban a los machos para robarles las tierras, los animales y las<br />

mujeres. Quizás fue ese oficio ancestral el que dejó su huella<br />

en los genes de esas mujeres a las que todo lo malo que les<br />

entraba por la cabeza les salía por los pies, dejándolas tan puri-<br />

ficadas como si las hubiera lamido el fuego. Nada tenían que<br />

envidiarles a las amazonas de las que le hablara Cortés en una<br />

de sus cartas a Carlos V, maravillado de que hubiera mujeres<br />

que vivían tranquilas y contentas en su isla, sin varón alguno.<br />

Bastaban una o dos visitas al año de hombres de la tierra firme<br />

para mantener sano el equilibrio de la población. La isla entera<br />

se estremecía entonces en una frenética copulación de cuerpos<br />

brillantes de sudor al calor de fogatas que crepitaban por aquí<br />

19


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

y por allá a orillas del agua, enardecidos los hombres por las<br />

visiones arrebatadas que les provocaban los fermentos de fru-<br />

tas, bichos y yerbas preparados especialmente para la ocasión.<br />

A la mañana siguiente, cuando los visitantes empezaban a aco-<br />

modarse al calorcito de los troncos todavía rojos esperando un<br />

suculento desayuno para saciar otras hambres, las adolescentes<br />

que participarían en la próxima primavera se aseguraban que<br />

ninguno de ellos se quedara en la isla y ahí daban pruebas<br />

de su puntería espantando con sus flechas a cualquier barca<br />

sospechosa que se hiciera la remolona con la esperanza de con-<br />

tinuar el jolgorio. “Las que quedan preñadas”, decía la carta, “si<br />

paren un hombre se lo mandan al padre y si es mujer la guardan<br />

consigo y le cauterizan el seno derecho para que no le crezca y<br />

pueda manejar las armas y los arcos porque son mujeres guer-<br />

reras que luchan continuamente contra sus enemigos…”.<br />

20<br />

¿Cómo sabía Nilda que de haber continuado con las guer-<br />

ras ella habría sido ungida para esa sacra misión? “Cubre tu<br />

frente por respeto a los dioses que te hicieron cuidadora del<br />

fuego”, le decía la india que se le aparecía en los sueños vestida<br />

con ropas ceremoniales. Nilda hubiera querido deleitar la vista<br />

con tanto árbol, en la espesura de un bosque que jamás había<br />

visto pero la mujer le enseñaba a esperar. “La recompensa<br />

de la paciencia es paciencia”, le decía escudriñando a lo lejos,<br />

siempre a lo lejos, sin dejar de cubrir los últimos vestigios de


La t i t u d e s<br />

rescoldo. A veces le tomaba tanto tiempo borrar todo indicio<br />

de la presencia de los suyos que la angustia le iba marcando<br />

la cara, especialmente cuando los troncos de las rucas que los<br />

hombres acarreaban desarmadas ya no se distinguían ni siqui-<br />

era como un puntito en la lejanía. Aun a riesgo de perderles la<br />

pista para siempre si el enemigo aparecía antes que ella hubi-<br />

era borrado todo rastro, tenía que esperar escondida entre los<br />

árboles, rogándole al viento que le fuera propicio y no delatara<br />

su presencia.<br />

Todo ese mundo de bosques y lagos había dejado Amador,<br />

el padre de Nilda, en los tiempos en que las guerras cuerpo<br />

a cuerpo habían terminado, dejando otras menos sangrientas<br />

pero no por eso menos crueles. Tanto había guerreado su gente<br />

y por tantas generaciones contra foráneos que se adueñaban de<br />

sus tierras que el afán de castigo se les incrustó en los genes.<br />

Sabida cosa es que la violencia engendra violencia y que vuelve<br />

difuso el blanco original que a veces se mete dentro de uno<br />

mismo o convierte hasta los aliados en enemigos.<br />

Amador emprendió la huida a los catorce años y llegó al<br />

otro extremo de Chile a los veintidós. Y si no hubiera sido por<br />

Amalia que se dio maña para conquistar a ese hombre arisco,<br />

más diestro que ninguno de los que ella conocía en todo tipo de<br />

oficios, habría seguido cruzando fronteras como si el diabólico<br />

látigo del abuelo hubiera tenido el poder de enroscarse como<br />

21


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

víbora ponzoñosa en su cuerpo y lacerarle las carnes desde<br />

cualquier distancia. No había secretos que no supiera de la cría<br />

y cuidado de los animales del campo y en eso se ganaba la vida.<br />

Así, de trabajo en trabajo, se le fue yendo lo que le quedaba de<br />

niñez y se convirtió en un hombre alto y fuerte, de piel morena<br />

y pómulos salientes, pelo grueso y liso. Él hubiese querido más<br />

tiempo para juntar dinero e instalarse bien, pero la naturaleza<br />

tiene sus propias urgencias. Se casaron con lo justo y necesario<br />

para instalar una pensión en una de las oficinas salitreras y<br />

allí formaron la familia que ahora se les empezaba a desmo-<br />

ronar. “En este infierno no hay escuelas, no hay hombres, no<br />

hay nada”, le dijo Berta, la mayor, a Amalia después de una<br />

gresca fenomenal con el padre. “Si no me sacan de aquí me<br />

suicido”. Y los tres sabían que no era una amenaza hueca de<br />

un momento de rebeldía porque ya lo había intentado. “Debe<br />

ser culpa mía”, pensó Amador; “no debí haberla maldecido<br />

por haber llegado a destiempo”. Habría sido tan fácil poner el<br />

restaurante que él le había prometido a Amalia trabajando los<br />

dos solos. Y como era demasiado tarde para reparar ese daño,<br />

volvió a maldecir el momento en que nació esa hija. Si al menos<br />

hubiera sido hombre, pero no, ya tenía cinco hembras y el niño<br />

no llegaba. “No tiene que irse mi papá con nosotros”, trató de<br />

explicar Berta. “Si nos vamos a Taltal donde hay escuela, él<br />

puede ir a visitarnos”. Eran las hormonas las que hablaban por<br />

22


La t i t u d e s<br />

ella y conocía al padre lo suficiente como para saber que con él<br />

al lado no había esperanzas de novio. La respuesta de Amalia<br />

no se hizo esperar: “Prefiero dejarlas a todas ustedes antes que<br />

dejar a mi marido”.<br />

Liquidaron el negocio y vendieron lo que pudieron. La vic-<br />

toria que le había servido a Amador para traer pasajeros a la<br />

pensión estaba hasta el tope con lo esencial, las niñas ya sen-<br />

tadas, cuando Amalia se dio cuenta que no había lugar para<br />

el perro. Pocas eran las cosas en que ella tenía voz y su perro<br />

no iba a correr la misma suerte que los caballos. Rebuscó en la<br />

canasta donde se acordaba haber metido el ovillo de lana roja<br />

atravesado por el crochet y en un dos por tres le tejió botines<br />

al Valiente para que se fuera trotando al lado de la victoria<br />

sin destrozarse las patas. Recién entonces enfilaron rumbo a<br />

Taltal. Nilda era la penúltima y el brazo derecho de Amador<br />

desde que cumplió los cinco años y a ella se había llevado<br />

al cerro para que le ayudara con los caballos. Lo acompañó<br />

en silencio, sin sorprenderse de ver llorar a ese hombre alto<br />

doblado hacia la tierra con la cabeza entre las manos, el eco<br />

de los disparos todavía resonando en los cerros. A los pocos<br />

meses y bajo estrellas nada propicias nacía el tan ansiado varón.<br />

El dinero que había logrado juntar Amador con la esperanza<br />

de poner un negocio se les iba por entre los dedos con el pago<br />

del arriendo y la comida que subían cada día por las bandadas<br />

23


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

de gente que llegaban desde las distintas oficinas salitreras.<br />

Nilda gobernaba la mula que usaba Amador para sacar agua<br />

del pozo y salían a venderla. A veces la despertaba a la una<br />

de la madrugada creyendo que era la luz del alba. “Perdone<br />

hija, me engañó la luna”, le explicaba, pero igual se quedaban<br />

trabajando a la par. El agua era el bien más preciado después<br />

del sucio dinero y la noria era el lugar predilecto de las may-<br />

ores para entretener al menor. Ya habían pasado seis meses del<br />

parto y Amalia no levantaba cabeza y el ver a su familia sumida<br />

en la miseria no hacía más que aumentar su depresión. El cielo<br />

raso de la salita era de una tela gruesa que empezaba a relajarse<br />

en algunas partes y la pobre Berta, que a estas alturas se creía<br />

la causante del cierre de las salitreras, de la guerra mundial, la<br />

Depresión y todos los males de la familia, lo golpeaba inútil-<br />

mente con la escoba, esperanzada de ver caer tesoros olvidados<br />

por los antiguos dueños. Mientras tanto, Nilda había descubi-<br />

erto que las tablas del piso estaban sueltas y con su hermana<br />

Ema se las arreglaban para arrastrar con un zuncho mone-<br />

das desparramadas por el suelo hasta dejarlas al alcance de la<br />

mano. Nadie más que el tendero de la esquina donde iban a<br />

comprar dulces parecía interesarse en las monedas y les hacía<br />

miles de preguntas.<br />

24<br />

Amalia tuvo su primer ataque al corazón cuando las may-<br />

ores llegaron a su cama con el cuerpo sin vida del bebé. Se les


La t i t u d e s<br />

había muerto en las manos de puro susto en una de esas visitas<br />

a la noria donde lo metían y lo sacaban justo antes que tocara<br />

el agua. De ahí al descalabro final no pasó mucho tiempo.<br />

Unos días después del segundo ataque Amalia llamó a su lado<br />

a las cinco hijas para despedirse. Una a una les fue pasando<br />

la mano y diciéndole adiós. “A ti te encargo a las niñas”, le<br />

dijo a la segunda. “Yo soy la mayor”, protestó Berta, “tengo 17<br />

años”, pero la madre ni siquiera se dignó a responderle. Los<br />

días que siguieron a esa despedida fueron tétricos. Amalia se<br />

resistía a irse sola y en todos los cuartos se escuchaba el lla-<br />

mado cada vez más apremiante que no se extinguió hasta que<br />

se le fue el último soplo de vida: “Ponte el sombrero, Amador.<br />

Vente conmigo. Nilda, pásale el sombrero a tu padre. Tenemos<br />

que irnos”.<br />

De la mano entraron Nilda y Ema al convento y en palabras<br />

de niñas pactaron no separarse jamás. Sor Evangelina nunca<br />

le preguntaba a Nilda si sabía o quería hacer algo y así le fue<br />

delegando muchos de los deberes que ella misma hacía cada<br />

día con mayor dificultad. La única vez que flaqueó la ilimitada<br />

confianza que le inspiró desde el instante que puso los ojos en<br />

ella fue después de haberle pasado un par de tijeras, un delantal<br />

blanco y una navaja: “Las niñas tienen el pelo demasiado largo,<br />

Nilda”. Ella tomó las tijeras y empezó a cortar, a emparejar, a<br />

pulir con la navaja; y “cortando, cortando se fue acabando”.<br />

Al terminar la faena, el cuello se les había alargado hacia la<br />

25


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

cabeza y todas lucían nada más que un penacho redondo de<br />

pelo arriba en la coronilla, todo lo demás había desaparecido.<br />

“No pueden salir a ninguna parte hasta que les crezca el pelo”,<br />

sentenció Sor Evangelina. El tiempo se medía por las horas<br />

y minutos que faltaban para esa salida y Nilda, que lo sabía<br />

muy bien, le rogó a la mujer que las cuidaba de noche que le<br />

enseñara a tejer. La semana se les pasó más rápido que otras<br />

deshaciendo chalecos viejos, lavando lana y haciendo ovillos.<br />

Cuando llegó la ansiada tarde del paseo semanal, Nilda las<br />

tenía a todas con un sombrerito tejido a crochet.<br />

26<br />

“Ves esa estrella, Nilda, la más brillante”, le decía Sor<br />

Evangelina empujándola suavemente al patio cuando la veía<br />

triste. “Esa es tu madre que te mira y te cuida desde el cielo”<br />

y ella retomaba contenta el peso del convento en sus hombros<br />

de niña. “Estas sábanas están muy negras, parecen brevas del<br />

año pasado” y se las iba sacando una a una de la soga ya enjua-<br />

gadas y estrujadas para volverlas a echar a la artesa. ¿Resentía<br />

Nilda esos desmanes? Cuando terminaba por segunda vez el<br />

lavado junto con la caída del sol, se apersonaba con la falda<br />

mojada sabiendo que la monjita fingiría horrorizarse y le pre-<br />

pararía una humeante taza de chocolate. La dicha tenía en ese<br />

momento el color y el aroma del chocolate y no había nada<br />

mejor para el alma que ver la preocupación que mostraba la<br />

cara de Sor Evangelina.


La t i t u d e s<br />

“No quiere que nosotros la cuidemos, Nilda”, le habló un<br />

día con toda ceremonia la madre superiora después de llama-<br />

rla a la capilla. Hacía días que nadie había escuchado la tos de<br />

Sor Evangelina por los pasillos y Nilda la echaba de menos.<br />

“Se dejaría cuidar por ti, estoy segura, por nadie más”, y la<br />

llevó a la habitación que ella nunca había visto. Un catrecito<br />

de fierro de los mismos que usaban las niñas, una cajonera y<br />

un gran crucifijo era todo el mobiliario. La tarea de Nilda era<br />

bañarla, darle de comer, vestirla y ayudarla a llegar a la terraza<br />

para que tomara un poco de sol. “Qué zapatitos más lindos”<br />

no pudo dejar de decir un día cuando la estaba vistiendo. “Son<br />

de charol”, le explicó la monjita y Nilda pensó que el charol era<br />

lo más hermoso que había conocido y hasta se los probó y dio<br />

unos pasos por la habitación mientras Sor Evangelina dormía o<br />

fingía dormir. Le calzaban perfecto. “Báñame Nilda, que qui-<br />

ero estar limpia para recibir a mi Señor”, le pidió un sábado.<br />

Hacía un par de días que no quería salir a tomar sol y apenas<br />

tocaba la comida. “La ropa del último cajón”. Y Nilda tomó en<br />

sus manos un ajuar nuevo que era el mismo que había usado<br />

Sor Evangelina en su boda con Cristo. Al día siguiente, cuando<br />

fue a hacerle los menesteres de costumbre se encontró con una<br />

puerta sellada y unos zapatitos de charol. La tuberculosis había<br />

ganado otra batalla. “Pidió ser enterrada en pie de media,<br />

Nilda. Quería que tú te quedaras con sus zapatos”. La madre<br />

27


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

superiora le explicó lo que significaba ser novicia y aunque la<br />

diferencia real era más trabajo y un pañuelo blanco que tendría<br />

que llevar en la cabeza, recibió contenta las llaves que le daban<br />

acceso a los recintos más íntimos del convento. Junto con los<br />

zapatos de Sor Evangelina había heredado la responsabilidad<br />

de limpiar y poner flores frescas en los lugares de adoración.<br />

La alegró saber que podría mirar de cerca y hasta tocar a la<br />

virgen que más le gustaba, la que siempre la había recibido<br />

con los brazos abiertos, a pesar que otras niñas la habían visto<br />

llorar, los brazos desanimados y tristes colgando sin vida a los<br />

costados del cuerpo.<br />

28<br />

Una pena secreta consumía a Nilda, que realmente no era<br />

una pena sino una vergüenza. Ya iba a cumplir once años y no<br />

sabía leer ni escribir. El ser novicia no había hecho más que<br />

ahondar su tristeza. ¿Cómo iba a llegar a madre superiora sin<br />

poder leer los libros que ella leía y que la hacían tan sabia? Y<br />

qué linda letra tenía si tan solo pudiera descifrar lo que decían.<br />

Se levantó un día más temprano para tener tiempo de conver-<br />

sar con la virgen y explicarle el problema que atormentaba su<br />

alma de noche y de día. Sonriente y con los brazos extendidos<br />

la recibió la virgen y Nilda se encaramó en la mesa y empezó<br />

a contarle sus cuitas mientras le iba sacando el polvo con el<br />

mayor cuidado. Terminó de pulir la parte del frente y concien-<br />

zuda empezó a limpiar la parte de atrás con el mismo amor


La t i t u d e s<br />

que había puesto al bañar a Sor Evangelina. Tan concentraba<br />

estaba en su petición que tuvo un momento de parálisis. ¿Qué<br />

eran esos globos de caucho detrás de los ojos? Le dio un apret-<br />

oncito tentativo a uno porque se notaba que algo tenían dentro<br />

y se volvió a mirar a la virgen de frente. Una gruesa lágrima le<br />

resbalaba triste y solitaria por la mejilla izquierda. “Perdóname<br />

si fui yo la que te hice sufrir”, le dijo en voz alta, la mente hecha<br />

alondra buscando a ciegas la puerta de la jaula. Volvió a la<br />

parte de atrás y esta vez apretó el globo del lado derecho. Se<br />

bajó de la mesa, y ya menos agitada se sentó frente a la virgen.<br />

Sabía que no podría dejar de quererla porque no tenía otra<br />

madre a quien amar. Una seguridad de mujer adulta animaba<br />

sus movimientos otra vez encima de la mesa, auscultando cada<br />

detalle del cuerpo de la virgen. Los brazos eran móviles y no le<br />

fue difícil ponerlos en la posición en que los veían las niñas que<br />

se portaban mal. Le prometió guardarle el secreto, secándole<br />

con cariño las lágrimas de agua mientras las de ella corrían<br />

llenas de sal por sus mejillas. Le puso los brazos como a ella le<br />

gustaba verlos y salió cabizbaja, cerrando la puerta con llave.<br />

Y el milagro se produjo. A los pocos días llegaba Amador<br />

a buscarla. Ya habían pasado casi cuatro años de la muerte<br />

de Amalia, se había agenciado una mujer y un trabajo para<br />

el que necesitaba a Nilda. Dos concesiones le pidió ella entre<br />

anhelante y temerosa. Sabía bien que la palabra del padre era<br />

29


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

ley: que Ema se fuera con ellos “y no se preocupe usted que yo<br />

puedo hacer mi parte y la de ella”, y que le dejara unas horas<br />

del día para aprender a leer y a escribir.<br />

30<br />

En tres años hizo los seis de la escuela primaria, aprendiendo<br />

de memoria los libros que usaban en su curso y en el superior,<br />

rogando a las maestras que le enseñaran lo que no estaba en el<br />

libro. Las tablas de multiplicar las aprendió cantando y nadie<br />

le ganaba en rapidez a multiplicar, sumar, restar y dividir. Las<br />

letras tenían el color del charol y el sabor del chocolate caliente<br />

y le hablaban en un idioma que le dejaba las tripas igual de<br />

calentitas y con ansias de más. Las palabras tenían el poder de<br />

llevarla a lugares que ni en sueños se habría imaginado. Desde<br />

los tiempos del arduo trabajo de sacar agua del pozo, la incom-<br />

parable belleza de la aurora la fortalecía con esa claridad serena<br />

instaurada en el milagroso silencio de la vida misma. Como<br />

si eso fuera poco, ahora le salían al encuentro auroras bore-<br />

ales. ¿Llegaría un día a conocer a alguien que hubiera visto tal<br />

maravilla? Podía recitar de memoria cualquier poema, fábula<br />

o relato de los libros de lectura y su letra ya no tenía nada que<br />

envidiarle a la de la madre superiora. Tampoco quedaría ella<br />

de ejemplo vergonzoso en un libro de lectura como le pasó a<br />

esa niña que además de floja era enamoradiza: “cuerudo guan”<br />

había escrito en la carta en vez de “Querido Juan” y ni hablar<br />

de los riesgos de una mala puntuación. Cuántas herencias se


La t i t u d e s<br />

habrán perdido por la negligencia de hombres que pusieron<br />

más empeño en ganar dinero que en aprender a poner bien las<br />

comas y los puntos. “Dejo mis bienes a mi sobrino Pedro no<br />

a mi sobrino Diego”, decía el testamento. “¿Dejo mis bienes a<br />

mi sobrino Pedro? No. A mi sobrino Diego”, fue lo que quiso<br />

decir mi tío, Su Señoría, alegaba Diego. Tiene razón, pensaba<br />

el Juez y Pedro también tiene razón: “Dejo mis bienes a mi<br />

sobrino Pedro, no a mi sobrino Diego”.<br />

“Si usted le da permiso, Don Amador, yo la mando a La<br />

Serena, a la Escuela Normal y me encargo de todos los gastos”,<br />

le dijo la directora después de haber golpeado tímidamente<br />

a la puerta de la casa. “Son nada más que dos años para ser<br />

maestra primaria”. Miró Amador el rostro de su hija que trans-<br />

parentaba la misma serena confianza del clarear del día y sintió<br />

el olor de los bosques y el rumor de las aguas que había aban-<br />

donado de niño en el sur. Vio verdear las vastas extensiones<br />

de trigo y maíz en los campos de la familia, la leche formando<br />

nata al fogón de la ruca, la abuela sentada al telar tejiéndole<br />

la manta que llevaba puesta el día de la huida y supo que no<br />

podría dejarla ir, ni ahora ni nunca. El destino no le había dado<br />

madre ni padre, le había quitado a la esposa y al varón que<br />

tanto había anhelado, pero nadie podría arrebatarle a la única<br />

persona que quería tener a su lado cuando le llegara la hora de<br />

la muerte. “Dame una pala y mándame a cavar mi sepultura”,<br />

fueron las palabras que sellaron el futuro de Nilda.<br />

31


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

32<br />

Ya los coletazos de la guerra mundial y de la Crisis eran<br />

insostenibles. El reemplazo del salitre natural por el sintético<br />

hizo más patente aún la inútil muerte de tantos muchachos<br />

peruanos, bolivianos y chilenos que la codicia de nacionales y<br />

extranjeros había mandado a los campos de batalla. Los bol-<br />

sillos que se habían llenado con el “oro blanco” empezaron<br />

a mirar desesperados a otros lados y como los metales no<br />

escaseaban muy pronto nacería el cobre. Desocupados y ham-<br />

brientos poblaban las calles esperando la caridad de los pocos<br />

que podían permitírsela. En bandadas acudían a las puertas<br />

de la iglesia donde sabían que Nilda repartiría pan. Miles de<br />

manos alzadas, no se sabe si al cielo o a ella. La visión de esos<br />

cientos de manos suplicantes, chicas, grandes, sucias y limpias<br />

la perseguiría toda su vida junto con la urgencia de esos ruegos<br />

en todos los tonos y susurros.<br />

Trabajo no había en ninguna parte para nadie, plagado<br />

como estaba el mundo por las miserias de la guerra. Ema que<br />

era menudita, de contextura delicada como la madre no había<br />

conocido las asperezas del trabajo duro. Se había quedado los<br />

seis años de rigor terminando la escuela primaria, compen-<br />

sando la edad con una inclinación especial a la farmacéutica<br />

que aprendía por su cuenta y no veía otra salida que irse a La<br />

Serena. “No llores Nilda, que apenas me instale les aviso y se<br />

vienen conmigo”. En la última carta Ema le contaba que había<br />

conocido a un hombre “tan bueno, que cuando estoy triste me


La t i t u d e s<br />

seca las lágrimas con su propio pañuelo”. Estaba trabajando de<br />

cocinera y allanando el camino para recibirlos. “Vente Nilda,<br />

que aquí nos arreglamos”. Y ella había partido sin más, sedu-<br />

cida con la idea de un trabajo como el que la suerte le había<br />

dado a su hermana, pero tuvo que arreglárselas sola porque<br />

todas las pistas que seguía para encontrar a Ema iban a dar a<br />

callejones sin salida.<br />

Eran tiempos de milagros y como Nilda era milagrera<br />

al poco tiempo descubría el secreto de la Playa Changa en<br />

Coquimbo. La mansedumbre de las aguas la dejaba internarse<br />

mar adentro por un piso limpio de arena dura hasta llegar a los<br />

bancos de machuelos. Se habían fabricado un horno de barro y<br />

ella preparaba y ahumaba el pescado que Amador iba a vender<br />

a La Serena. Tanto había y para todo el que quisiera ir a sacar<br />

que al poco tiempo dejó de ir a la playa y se lo compraba a los<br />

hombres que iban a vendérselo a la misma casa por el puro<br />

gusto de oírla cantar mientras limpiaba el pescado, lo adobaba<br />

y lo colgaba al aire igual como había colgado tanto calzón y<br />

camisola de las niñas del convento. Descalzos y con los pan-<br />

talones arremangados se quedaban los pescadores rondando<br />

por el patio, sin querer separarse del aroma que se escapaba<br />

del horno, seguros que cuando los machuelos estuvieran listos<br />

Nilda pondría a un lado los que se habían partido y los invi-<br />

taría a hartarse.<br />

33


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

34<br />

Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses<br />

y Ema no aparecía. La tierra se la había tragado sin dejar la<br />

menor huella de su paso por la ciudad. Hasta la carta que le<br />

había escrito terminó perdida en algún rincón, ajada como piel<br />

de viejo de tanto acarreo. No pasó lo mismo con las esperanzas<br />

de Nilda, que no se cansaba de encargar a conocidos y extra-<br />

ños “Avíseme si la ve por ahí. Es bajita y delgada, pelo largo<br />

y ojos almendrados”. Un día alguien le habló de un taller, de<br />

una señora que enseñaba a trabajar a las mujeres sin oficio que<br />

llegaban al pueblo de las salitreras del norte, y a su puerta llegó<br />

Nilda soplando el rayito de esperanza de dar con su hermana.<br />

Lo primero que escuchó cuando se abrió la puerta fue el tictic-<br />

tic de las máquinas aparadoras. Doña Cirila la invitó a entrar,<br />

pensado que venía como todas, en busca de trabajo. Aunque<br />

tampoco Ema había pasado por ahí, Nilda halló algo que la<br />

volvió a hacer sentir la alegría de aprender cosas nuevas: el arte<br />

de hacer zapatos y una nueva religión. La cara de la virgen<br />

que tanto amaba de a poco se iba disolviendo en las enseñan-<br />

zas de un Cristo humano que escuchaba las súplicas de los<br />

pobres no importa cuán humildes fueran y un Dios “fuerte y<br />

celoso” que, como Amador, estaba contento y la amaba si hacía<br />

su voluntad. Si no, su ira se dejaba sentir “hasta la tercera y<br />

cuarta generación”. También conoció lo que era la solidaridad<br />

entre iguales, especialmente en los días de invierno cuando


La t i t u d e s<br />

llegaba con la ropa mojada y las compañeras reacomodaban<br />

las máquinas en un círculo y la dejaban al medio, que el calor-<br />

cito de todas le secara la ropa. Pero había algo que no había<br />

buscado y que la encontró a ella el día que Doña Cirila reunió<br />

a las operarias para presentarles al joven que venía llegando de<br />

Antofagasta. Nilda reconoció al instante la mirada amarillo-<br />

verdosa que se incrustaba en sus pupilas y de ahí se le metía al<br />

vientre mordiéndole las entrañas.<br />

35


ENRIQUE<br />

—Me voy mamá—decía Enrique cada cierto tiempo. Era el<br />

mayor de la familia y los perros, los pájaros y el fútbol eran<br />

su pasión. Se llevaba su plato de comida al fondo del patio<br />

y sentado en el suelo repartía una cucharada a cada perro y<br />

la tercera para él. Había construido enormes jaulas para los<br />

canarios, sabía armar las parejas y elegir los yuyitos que les<br />

dejaba en los rincones para que ellos mismos eligieran con qué<br />

hacer su nido. A la cancha teníamos que ir a buscarlo cual-<br />

quiera de nosotros, los menores, cuando se acercaba la noche<br />

y no aparecía. Un día lo trajeron con el hueso de la canilla<br />

asomando fuera de la piel, pero apenas le sacaron el yeso, a<br />

la cancha otra vez. Y así transcurría la vida en la superficie<br />

mientras corrían aguas más frías por debajo que no hacía falta<br />

nombrar. Las conocíamos bien y tocaban a los hombres y a<br />

las mujeres de manera distinta. Algún día había que irse del<br />

pueblo y los hombres no tenían la opción de casarse para que<br />

los mantuvieran.<br />

36


—Me voy mamá—.<br />

—Cuando seas más fuerte que yo, hijo—.<br />

La t i t u d e s<br />

Y aunque lo oíamos jurarle que esta vez sí, que estaba seguro,<br />

todos sabíamos que eso era un imposible. La mamá había<br />

heredado la fuerza y la persistencia de los ancestros mapuches<br />

que al decir de Ercilla elegían de jefe al que demostraba mayor<br />

fortaleza física, pero igual hacíamos ronda alrededor de ellos<br />

en la mesa de la cocina para presenciar el match que terminaba<br />

invariablemente con el brazo de Enrique vencido en la mesa.<br />

Los dos reían entonces y la mano de la mamá se demoraba<br />

apenas un poquito más de lo necesario en la de ese hijo que<br />

todavía no la vencía y nosotros aplaudíamos riendo, contentos<br />

de verlos reír. A veces, cuando el trabajo de ella se lo permitía,<br />

hacían un recorrido por las jaulas. Mientras Enrique les cam-<br />

biaba el cáñamo o el alpiste añejo y ponía agua fresca en los<br />

pocillos, la mamá los hacía cantar. Se detenía frente a la prim-<br />

era jaula imitándoles el gorjeo y cuando tenía cantando a los de<br />

esa jaula pasaba a la otra y así hasta terminar con una algarabía<br />

de padre y señor mío.<br />

—Me voy mamá—.<br />

—Cuando seas más fuerte que yo, hijo—.<br />

Todavía me faltaba mucho para llegar a entender que la<br />

fuerza del amor mueve montañas y Enrique, que acababa de<br />

cumplir los dieciocho años, se había enamorado. El fútbol, los<br />

37


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

canarios y los perros habían pasado a segundo plano y lo dom-<br />

inaba la urgencia de poner la distancia de un viaje entre él y su<br />

amada para poder mandarle una carta con algo que ofrecerle:<br />

“Vente Mirita, explícale a tu mamá y tomas el tren. Dile que ya<br />

soy hombre, que estoy ganando un sueldo”.<br />

38<br />

—Ya soy más fuerte que tú, mamá—.<br />

—En la cancha se ven los gallos, hijo—.<br />

El parlamento inicial había sido más largo que otras veces<br />

pero ya los veíamos acomodarse uno a cada lado del ángulo<br />

que formaba la esquina de la mesa porque los dos eran zurdos.<br />

Se miraron de frente, el codo sobre la mesa, se trenzaron los<br />

brazos, la mano en la mano y empezó el combate. No era ése<br />

un mundo de palabras y nosotros, los espectadores supimos<br />

que algo nuevo había en los ojos de cada uno. Los brazos tem-<br />

blaban, la cara se ponía cada vez más roja y ninguno de los<br />

dos cejaba. Dejar que esa mano lo venciera significaba para<br />

Enrique una espera que ya consideraba demasiado larga para<br />

pedirle a Mirita que fuera su mujer. Dejar que esa mano la<br />

venciera era saber que su primogénito, el hijo amado de su<br />

corazón, se iría donde se iban todos para volver como volvían<br />

muchos, a morir a casa en un par de décadas con un cuerpo<br />

joven y unos pulmones llenos del polvo de la mina. Cuántos<br />

años pasarían antes de volverlo a ver, antes que él pudiera ver el<br />

mar y los cielos estrellados de su pueblo. No hacía mucho que


La t i t u d e s<br />

la Gladis, la hija de la vecina, había entrado a la casa sin golpear,<br />

los ojos desorbitados “Venga señora Nilda, venga, mi papá…”, y<br />

cuando por fin volvió mi mamá a la casa horas más tarde traía<br />

la piel pegada a los huesos. Juntar la carne abierta y vendarle<br />

las muñecas fue más fácil que calmar el llanto de ese hombre<br />

que llevaba años en esa cama, una carga para todos, con un<br />

cuerpo joven que se negaba a morir y unos pulmones que no<br />

servían para nada. Todas esas cosas y mucho más se dijeron en<br />

un tiempo que nos pareció una eternidad, la boca y los dientes<br />

apretados, los ojos en los ojos, los músculos tensos, temblando,<br />

hasta que al fin supimos espantados que íbamos a presenciar<br />

algo insólito. Ya no era la cara de su madre la que Enrique tenía<br />

al frente sino la de su amada y de la pasión que vio en esos ojos,<br />

de la frescura de esa boca que le prometía dulzuras desconoci-<br />

das sacó fuerzas que él solo no podría haber juntado. Como en<br />

cámara lenta se fue doblando el brazo materno después de dos<br />

esfuerzos supremos por ganar la posición vertical. Ni por un<br />

instante dejé de mirar los ojos de esa mujer vencida en espera<br />

de la reacción, pero sólo vi una indescriptible mezcla de dolor y<br />

orgullo y el mismo sentimiento empezó a aflorar en los ojos de<br />

Enrique cuando el velo de la enorme sorpresa empezó a caer.<br />

Exhaustos los dos se siguieron mirando pero el orgullo dio<br />

paso a una honda tristeza y movidos por el mismo impulso se<br />

abrazaron llorando. Esa fue la única vez que no hubo risas para<br />

39


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

nosotros después del pulseo. A la semana siguiente lo fuimos<br />

a dejar al tren que lo llevaría a Potrerillos, peleándonos por<br />

llevar la bolsa del cocaví que la mamá le había preparado con<br />

un pollo fiambre y frutas para “el camino”.<br />

40<br />

Una madrugada, meses después que Enrique se había ido,<br />

la hermana que dormía conmigo se enderezó bruscamente en<br />

la cama completamente dormida y empezó a palpar a su alre-<br />

dedor con las dos manos. “Qué buscas, Nina”, le pregunté.<br />

“Los paquetitos de la conciencia y los trinos de la mamá”, dijo,<br />

y se volvió a acostar sin haber abierto los ojos. Los gallos ya<br />

habían empezado a cantar y tentativamente empezó a surgir en<br />

mi cabeza el nombre de ese vacío que se había instalado en el<br />

centro del silencio y que me venía pesando en el alma. Ya no<br />

se escuchaban los trinos de la mamá en la casa, las canciones<br />

con que acompañaba cada una de sus tareas. Me levanté sig-<br />

ilosa para no despertar a nadie y me fui a las jaulas. Arroyitos<br />

negros de hormigas subían y bajaban metiéndose en los nidos,<br />

devorando a los canaritos recién nacidos.


PASAJES DE DIARIO DE VIDA:<br />

SANTIAGO 1967<br />

Marzo<br />

Ya empecé a asistir a los cursos y a leer, a leer y a leer hasta<br />

tarde la noche. Por primera vez en mi vida tengo pieza sola,<br />

así que me puedo quedar despierta hasta que me dé hipo.<br />

Mejor así. Cuando estoy lista para apagar la luz caigo como<br />

plomo y no siento el ruidito de las cucarachas que empiezan<br />

a subir haciendo crujir el empapelado amarillo. Me dan asco<br />

pero me acompañan y se me quita el miedo cuando pienso<br />

en el enorme esfuerzo de tanta patita frágil escalando traba-<br />

josamente para llegar ¿adónde? La casa donde vivo en la calle<br />

Nathaniel es matusalénica y de adobe. En algún momento de<br />

su historia tiene que haber formado parte de la casa vecina<br />

porque es como si le faltara la mitad derecha. Un pasillo largo<br />

y cinco piezas en hilera. No sé cómo está en pie después de<br />

tanto terremoto. Ya aprendí a tomar micros y a leer los semá-<br />

foros, pero todavía me aterra cuando los choferes empiezan a<br />

41


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

echar carrera entre ellos. Es la manera que tienen de divertirse.<br />

Si no matan a más gente es porque Dios es grande. No les<br />

gustan los escolares y uno le hizo un gesto de repulsión a mi<br />

carné, me apartó con un brazo y tiró a la calle las monedas con<br />

que le pagué. Peor para él. Hay que acostumbrarse a todo.<br />

No le escribo a mi pololo para no crearle el problema de tener<br />

que contestarme. Algunos hombres piensan que eso de escri-<br />

bir cartas es cosa de mujeres y a lo mejor tienen razón. A mí<br />

siempre me ha gustado escribir cartas de amor. En el liceo las<br />

compañeras me pedían que les escribiera a los pololos y ahora<br />

que tengo el mío me acobarda hacerlo. Le puse un telegrama:<br />

“La distancia no cambia el amor”. Hoy es sábado, día de su<br />

visita al prostíbulo. Una de las mujeres lo tiene como “amigo<br />

especial” así que no paga un centavo. Me lo contó a instancias<br />

mías (prefiero saber en qué terreno estoy pisando). Por suerte<br />

no aspiro a casarme.<br />

Encontré trabajo en la escuela adventista de la población José<br />

María Caro. Queda donde el diablo perdió el poncho y me<br />

dieron un curso de primer año con 60 niños y niñas a los que<br />

tengo que tener leyendo y escribiendo al final del año. Los<br />

sábados voy a la iglesia en la misma población con la señora<br />

de la casa que también es adventista. Para variar me dieron<br />

42


La t i t u d e s<br />

la clase de niños en la escuela sabática, pero estoy contenta y<br />

ya empecé a enseñarles a cantar y a recitar. Son muy pobres y<br />

creo que algunos pasan toda la mañana con el estómago vacío.<br />

Mientras esperábamos a que terminara el sermón, jugamos a<br />

la ronda y otros juegos que no tenían nada que ver con la igle-<br />

sia. Me senté en el suelo y quedamos a la misma altura. Me<br />

hacían cariño y me besaban. Me llenaron el pelo y la ropa con<br />

las florcitas que pudieron encontrar en los rincones del patio.<br />

Me vine a la casa con las manos y la cara pegajosas, pero con-<br />

tenta y con el alma liviana.<br />

No conozco a nadie en la facultad pero un compañero se me<br />

acercó. Tenemos sólo algunas clases juntos y cada vez que miro<br />

para atrás me encuentro con sus ojos pestañudos y pensativos<br />

(será por eso que me doy vuelta). Estaba en otro mundo admi-<br />

rando los árboles desde el segundo piso y no me di cuenta de<br />

su presencia hasta que estuvo a mi lado y empezó a hablarme.<br />

No se presentó pero sé que se llama Jorge.<br />

—¿A quién miras desde aquí? Oye, andamos recolectando<br />

plata. Hay personas de las poblaciones que nunca han asis-<br />

tido a recitales.—Y siguió hablando sin darme tregua. De lo<br />

poco que le entendí saqué por conclusión que creía que yo era<br />

“pudiente” (ésa fue la palabra que usó). Debe ser por el ves-<br />

tido. Venía en el último fardo de la asistencia social adventista<br />

43


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

(OFASA) y las mujeres de la iglesia me lo ofrecieron a mí. Me<br />

quedó pintado.<br />

44<br />

—También trabajo por diversión—le dije en el segundo que<br />

se quedó callado pero no captó el chiste y siguió hablando.<br />

—¿Por qué te ríes? ¿Te molesta que te hable?—Lo miré de<br />

frente por primera vez.<br />

—Pudiente—le dije, pasándole el billete que había sacado de<br />

la cartera.<br />

—¿Me dejas andar a tu lado?—preguntó en un tono más<br />

bajo. Me demoré un poco en entender lo que quería decir y<br />

como no vi malicia en su cara le contesté en serio.<br />

—Si no es más que eso, andar a mi lado, está bien. Tengo<br />

pololo en Coquimbo.—Desapareció sin despedirse, con la<br />

misma rapidez con que había llegado, dejándome con la plata<br />

en la mano.<br />

Hay que tomar trece cursos en el primer año del programa de<br />

castellano y parezco langosta saltando de un lado a otro pero<br />

me gusta. Si todo Chile fuera como el pedagógico desapare-<br />

cería tanta ignorancia y tristeza. Las clases que más me gustan<br />

son las de sociología, psicología, gramática histórica y todas<br />

las literaturas (chilena, hispanoamericana y española). Tengo<br />

la increíble suerte de tener a César Bunster de profesor en un<br />

curso de cuento. Es muy viejito, pero cómo se le ilumina la


La t i t u d e s<br />

cara cuando va siguiendo las peripecias de los personajes. No<br />

debe tener ni la más remota idea que hay gente como yo que<br />

lo bendice todos los días de la vida por la compilación que<br />

hizo para El Niño Chileno, el libro de lectura que nos daban<br />

gratis en la escuela, con literatura de verdad y no porquerías.<br />

Para nosotros, que no teníamos otra lectura que la Biblia (a<br />

qué niño le interesa leerla), ese libro fue la salvación. También<br />

tengo la suerte de tener profesores que vinieron escapando de<br />

la guerra civil en España. A río revuelto ganancia de pescado-<br />

res. Uno de ellos es Eleazar Huerta, viejísimo y muy pálido. De<br />

repente se quedó mirándonos pensativo y dijo que quería ense-<br />

ñarnos la copla de pie quebrado que cantaban los mechones<br />

de la Universidad de Salamanca: Marí, María la del molí / si te<br />

meas en la ca / no me casaré contí / aunque seas buena muchá.<br />

Después cantamos Estudiante que estudias filosofía, dime cuál<br />

es el ave que pare y cría. Fue la única vez que lo vi sin el cigarro<br />

en la mano o en la boca. La clase de estadística es la única<br />

difícil y la de filosofía es terreno movedizo. Apenas empiezo a<br />

agarrarle el hilo, aparece algo nuevo como lo del “claro en lo<br />

siente” de Heidegger, que no puede ser otra cosa que “el ser<br />

del ser ahí” y me manda cortada al punto de partida. ¿No sería<br />

menos enredado llamarle simplemente “el ser”? Al menos le<br />

perdí el miedo que le agarré a la filosofía como merecido cas-<br />

tigo por un robo. El único que tenía libros en mi casa era mi<br />

45


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

papá y los escondía con llave en un baúl que un mal día se me<br />

ocurrió abrir. Saqué el que me pareció más gordo y serio con<br />

unas tapas antiguas de cuero café y me lo llevé a la playa para<br />

que nadie me viera. Era un tratado de Schopenhauer y lo que<br />

decía sobre las mujeres me dejó sin ganas de levantarme de la<br />

cama al día siguiente. Al igual que las flores que abren su her-<br />

mosura un día (y mueren al siguiente) sólo para que los pájaros<br />

se lleven su polen, las mujeres también tienen su instante de<br />

belleza nada más que para atraer al macho y asegurar la con-<br />

tinuidad de la especie. Demasiado tarde para mí que ya había<br />

cumplido los quince. Mi instante de plenitud había venido y se<br />

había ido sin que ningún pájaro hubiera esparcido mi polen en<br />

algún lugar del planeta.<br />

46<br />

Abril<br />

Mi compañero (¿amigo?) se tomó al pie de la letra eso de<br />

“andar a mi lado” y no me deja ni a sol ni a sombra. No sé con<br />

qué cuento voy a llegar a Coquimbo. Me facilita la vida porque<br />

a mí no me gusta hablar y él se lo habla todo. Le entiendo y<br />

no le entiendo lo que dice. Me obliga a fijarme en problemas<br />

que han estado rondando en mi cabeza sin resolverse. A veces<br />

cuando por fin me decido a contarle cosas de mi casa se ríe<br />

como si no me creyera, así que mejor me callo. Le conté de


La t i t u d e s<br />

las tortugas que compró media ciudad cuando Enrique vivía<br />

en Potrerillos. Todas se empezaron a morir al mismo tiempo y<br />

resucitaron en los basurales cuando llegó la primavera.<br />

—¿Te puedo tomar la mano?—me preguntó hace poco.<br />

—Si no es más que eso, tomarme la mano, está bien. Tengo<br />

pololo en Coquimbo.—Y esta vez lo dije en voz alta para que a<br />

mí no se me olvidara.<br />

A la hora de almuerzo encontré un chocolate debajo del plato.<br />

La Sra. Ulda y Don Alfredo (los dueños de casa) estaban<br />

expectantes porque ya me había tragado la sopa y no lo descu-<br />

bría. Estaba debajo del plato plano. A él le dio vergüenza que<br />

yo me diera cuenta que se alegraba de verme tan contenta.<br />

Bajó la vista y se quedó mirando los clavitos que sujetan el hule<br />

floreado al borde de la mesa. Él es muy alto y flaco, de ojos<br />

claros y ella es baja y gordita. Cuando los conozca más les voy a<br />

preguntar cómo es que no tienen hijos. Es el primer cumplea-<br />

ños que no voy a recibir el abrazo de regalo de mi mamá. Un<br />

chocolate entero y nadie a quien convidarle<br />

Mayo<br />

Se me había exaltado el ánimo leyendo el Quijote y me reía<br />

a carcajadas sin darme cuenta que era casi la medianoche.<br />

47


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

La señora se asomó a mi pieza y le entró un susto de los mil<br />

demonios cuando me vio la cara colorada y los ojos brillosos<br />

de lágrimas. Creyó cumplido su temor de verme enloquecer<br />

de soledad en la gran ciudad. Se veía tan cómica, más bajita<br />

todavía, amarrándose una bata roja percudida a la cintura, la<br />

nariz minúscula y esos enormes ojos redondos, que le perdí el<br />

miedo. “Escuche esto”, le dije tomándola de un brazo. La hice<br />

sentar en la cama y me puse a leerle los pasajes del Quijote<br />

que más me habían gustado. Disfruté de la lectura y de verla<br />

reírse con el mismo candor con que se reía mi mamá cuando<br />

le leí “El hombre que casó con mujer brava”. “Y de dónde<br />

viene su nombre. Usted es la primera Ulda que conozco”, le<br />

pregunté. Nunca voy a desentrañar el misterio de las palabras.<br />

A veces se despliegan en abanico como la cola del pavo real y<br />

no nos dejan más que eso, una visión hermosa de un mundo<br />

de colores que no es el nuestro. Otras veces salen parcas y en<br />

pocas frases nos dan el vislumbre de tragedias en las que es<br />

mejor no ahondar. Ella (la mayor) tenía apenas diecisiete años<br />

cuando una pulmonía fulminante se llevó a la madre dejando<br />

ocho hijos, el último de once meses. “Andaba con un espejito<br />

redondo en mi cartera y se lo puse en la boca con la esperanza<br />

que se empañara” dijo, acercando a su cara un espejo que nadie<br />

más que ella podía ver, y en ese gesto la vi otra vez niña, casi<br />

de la edad mía, los ojos aún más grandes por el desconsuelo,<br />

48


La t i t u d e s<br />

implorándole al espejito que le devolviera el aliento perdido.<br />

Al año siguiente se murió el padre y los menores fueron a<br />

parar a la escuela-hogar subsidiada por el gobierno. Un atisbo<br />

tuve de una de las escenas que sin duda la van a perseguir hasta<br />

la tumba: las hermanas más chicas vestidas de luto riguroso<br />

como se usaba en esos tiempos, llorando sin querer despegarse<br />

de su falda, mientras la asistente social las espera impaciente<br />

para llevárselas. Con algunas variantes no era muy diferente<br />

de la historia de mi madre. Antes de volver a su pieza se dis-<br />

culpó diciendo que se había asomado a la puerta porque no<br />

estaba segura si me sentía llorar o reír. Le dije que podía entrar<br />

cuando quisiera. Estoy segura que nos perdimos el miedo y<br />

vamos a ser buenas amigas.<br />

Entre clase y clase me voy a los pisos más altos a mirar las hojas<br />

de los árboles que amarillean o cambian a un café-rojizo en el<br />

otoño. Los encargados de la limpieza hacen rumas de hojas<br />

por aquí y por allá. Parece que en la noche las queman porque<br />

he visto rastros. Qué ganas de estar sola para saltar, revolcarme<br />

y jugar en esos colchoncitos de hojas de colores. El viento<br />

también las junta en las aceras y me voy arrastrando los pies<br />

desde el pedagógico hasta Irarrázabal donde tomo la micro<br />

para sentirlas crujir. Nada es como lo había imaginado. En el<br />

último año de la secundaria tuve un sueño con la universidad<br />

49


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

(despierta no me atrevía a soñar porque sabía que era un impo-<br />

sible) y era igual que el liceo (cuando ocupábamos el edificio del<br />

Instituto Comercial), solo que el patio era enorme. Por alguna<br />

razón tenía miedo de cruzar el patio vacío y salir a la calle. Me<br />

había quedado adosada a una de las columnas apretando con<br />

tanta fuerza los libros que parecían habérseme incrustado en el<br />

estómago. Ni remotamente se parece el pedagógico real al de<br />

mi sueño. Es un terreno enorme con varios edificios dispersos.<br />

La entrada es magnífica con casi media cuadra de distancia<br />

entre la reja que da a la calle y el primer edificio. Hiedras<br />

lindísimas cubren casi por completo algunas de las paredes de<br />

ladrillo. Por todas partes hay verde. Las salas son espaciosas y<br />

hay bancos acogedores donde sentarse a leer o a conversar.<br />

Fue un domingo fabuloso. Se veía desde temprano que iba a<br />

ser un día soleado y la Uldita me llevó a conocer el barrio<br />

Quinta Normal donde ella se crió. Pasamos por su casa en la<br />

calle Catamarca pero no entramos. Son barrios pobres, con<br />

un boliche cada dos cuadras donde venden vino. Después fui-<br />

mos a un parquecito con una laguna artificial que parece ser la<br />

quinta original que le dio el nombre a todo el distrito. Le juré y<br />

le rejuré que sabía remar lo que era una gran mentira y al fin la<br />

convencí que arrendáramos un bote. En mi vida había tomado<br />

un remo pero nadie me iba a quitar las ganas de meterme al<br />

50


La t i t u d e s<br />

agua y de verdad creí que era cosa fácil. Entramos al bote y<br />

empezamos a girar y a darnos vuelta en el mismo lugar y no<br />

pude avanzar en línea recta. Nos reímos como locas aunque un<br />

poco achunchadas porque la gente se había detenido a mirarnos<br />

y a reírse. Es increíble la diferencia de los barrios en Santiago.<br />

Las casas cerca del pedagógico son lindas, y yendo hacia arriba,<br />

acercándose a la cordillera son más lindas todavía. La pobreza<br />

aquí es diferente, más triste que la de Coquimbo. La ropa y<br />

el peinado deciden si eres ciudadana chilena o “rota”. El que<br />

puede arreglárselas para parecer bien vestido se da el lujo de<br />

despreciar y hasta odiar a los pobres aunque ande con la guata<br />

a medio llenar. Por eso será que las mamás de la población<br />

donde trabajo se esmeran tanto en mandar a sus hijos limp-<br />

iecitos a la escuela.<br />

Junio<br />

De repente me ahogo y creo que es esta ciudad bulliciosa lo<br />

que me hace mal. Por suerte tengo pieza sola y puedo llorar a<br />

gusto, pero no hay tiempo para lamentarse que el estudio y el<br />

trabajo lo absorben todo. Los cielos en esta época son grises y<br />

tristes. En Coquimbo siempre sale el sol en invierno aunque<br />

sea un ratito al mediodía. Al principio me gustó la lluvia pero<br />

aplasta cuando no para nunca y la humedad penetra hasta el<br />

51


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

tuétano. Pedí permiso para ocupar la cocina y hacer sopaipil-<br />

las. Entre ir a comprar el zapallo y la chancaca para el almíbar,<br />

hacerlas y freírlas (lo mejor comerlas) se me fueron sus buenas<br />

horas. Quedaron de chuparse los mostachos. La última pieza<br />

la arriendan a una pareja y la mujer está embarazada. También<br />

la invité a ella porque el olorcito debe haber pasado toda la<br />

casa. Trabaja de cocinera pero tiene planes de quedarse en<br />

casa después del parto haciendo costuras. El marido es detec-<br />

tive. Le mandé hacer un pijama de moletón como los que usan<br />

las guagüitas, con patas y todo. También me enteré que Don<br />

Alfredo es simpatizante comunista. Se acercó al partido bus-<br />

cando tema para conquistar a la Uldita que es sobrina de Elías<br />

Lafertte. Por suerte yo conocía el nombre porque figuraba en<br />

una de las dos historias que contaban los viejos que habían<br />

vivido en la pampa. Hablaban de “la rubia”, una flaca de pelo<br />

largo que deambulaba por la pampa buscando a sus hijos. Los<br />

había dejado para irse a trabajar a otro lugar porque no tenía<br />

qué darles de comer y cuando volvió, con bolsas repletas de<br />

comida, ya no estaban. Pasó el resto de la vida peregrinando<br />

por el desierto con el afán de encontrarlos y hasta después de<br />

muerta siguió vagando como alma en pena. Salía de la tumba<br />

y se iba de casa en casa pidiendo alojamiento vestida con una<br />

túnica negra. Tenía tal poder de persuasión y una mirada tan<br />

indefensa que era imposible negarle la entrada. Cuando se daba<br />

52


La t i t u d e s<br />

cuenta que ahí tampoco estaban sus hijos desaparecía miste-<br />

riosamente. La historia del niño (Elías) que tuvo una vida de<br />

perro, trabajando de salitrera en salitrera y que había llegado a<br />

ser uno de los fundadores de un partido de izquierda la ponían<br />

de “ejemplo para la juventud de hoy día”. Lo cómico es que la<br />

Uldita ni siquiera conoció a ese tío y la política no le interesa en<br />

lo más mínimo. Piensa que el marido debe mantener a la mujer<br />

a cambio del servicio que le hace en la cama. Su mayor orgullo<br />

es que todas las hermanas se casaron vírgenes. No me atreví<br />

a preguntarle cómo lo sabía. Jamás había escuchado ideas tan<br />

estrafalarias y tan diferentes a las de mi madre. “Si no saben<br />

trabajar y si les toca un hombre abusivo tienen que tragarse las<br />

lágrimas de ustedes y las de los hijos. Si saben trabajar toman<br />

a sus crías y parten…” fue lo que yo escuché toda la vida, sin<br />

contar con los horrores que ella había visto, como el vecino<br />

que tenía un almacén en la esquina y de repente, sin decir agua<br />

va, lo cerraba y entraba a la casa buscando a la mujer. De un<br />

ala la sacaba al patio, la amarraba y se le cagaba encima de la<br />

cabeza. Y en la misma familia mía había un desgraciado que<br />

perseguía a una tía a latigazo limpio. No la alcancé a cono-<br />

cer a ella, que los malos tratos le acortaron la vida, pero sí a<br />

él, y parecía tan comedido el bruto. En todo caso, con o sin<br />

comunismo Don Alfredo la conquistó igual, que harto deses-<br />

perada estaba y la ayudó a criar a los hermanos. Tuvo suerte<br />

53


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

que le tocara un alma de Dios aunque precisamente no cree<br />

en Dios. Se siente mal que yo pague pensión así que tramamos<br />

con la Uldita que yo sacaría un juego de comedor a plazos en<br />

lugar de darle la plata, así no tengo que escribir en la cama.<br />

Se gana la vida como vendedor mini-minorista y le entra poca<br />

plata porque sale tarde y llega temprano. Tiene que descansar<br />

mucho porque cuando joven tuvo un vómito de sangre, no se<br />

sabe si por tuberculosis o por su trabajo en una fábrica de cris-<br />

tales. Estuvo en un sanatorio. Lo único malo es que no tiene<br />

dientes y un día que entré a la pieza tenía la placa en un vaso<br />

con agua. También supe que ella se hizo ver por un doctor<br />

cuando no llegaban hijos y que no tenía problema, pero él se<br />

negó a hacerse examinar. Lo pasamos bien conversando sin los<br />

maridos y ni me acordé de la pena. Pensando en lo calientito<br />

que va a ser mi pijama, me llevé un guatero a la cama y me metí<br />

debajo de las tapas a estudiar. Lo principal es que la escuela va<br />

bien. Falta poco para las vacaciones de invierno.<br />

54<br />

Julio<br />

Hoy día nevó. La primera vez en mi vida que veo nieve. Me<br />

costó dejar de jugar fuera haciendo y tirando bolas de nieve y<br />

llegué atrasada a la clase.


La t i t u d e s<br />

Me quedé sin ir a Coquimbo y todavía no puedo creer cómo<br />

pude haber sido tan imbécil. “Yo burro grande, yo caballo<br />

grande, yo macho grande”, decía el italiano de La Estrella<br />

Alpina, yendo de un lado a otro del taller con la cabeza agar-<br />

rada a dos manos cuando metía las patas. Eso me pasó por<br />

desoír las enseñanzas maternas de desconfiar de los caminos<br />

fáciles. Se me ocurrió contarle a la Uldita que había guar-<br />

dado un poco de dinero del préstamo estudiantil para gastos<br />

inesperados o tiempos de vacas flacas y me llevó de un ala a<br />

Almacenes París a abrir una cuenta y sacar un abrigo a plazos.<br />

“Te alcanza de más para el pie”, dijo. Y era cierto porque a la<br />

vuelta pasamos a la tienda que está en la esquina de Nathaniel<br />

con Avenida Matta y me convenció que comprara un refajo de<br />

esos que hacen con retazos de lanas de colores. Con miles de<br />

otros gastos chicos me quedó apenas para pagar la letra del<br />

comedor y no me alcanzó para el pasaje a Coquimbo. Habrá<br />

que esperar el verano mamita mía. No sabes las ganas que<br />

tengo de abrazarte. He llorado a moco tendido.<br />

Estoy al día en las lecturas y las notas van bien. Todo iría mejor<br />

si no fuera por este ahogo que me sube de repente desde el<br />

vientre y se me instala en la garganta en esta ciudad sin puertas<br />

ni ventanas. Bajando los peldaños a la salida de la biblioteca del<br />

pedagógico me dio un dolor al pecho que me hizo doblarme.<br />

55


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

Hoy fue un día muy especial. Es la primera vez en mi vida que<br />

voy al cine. La película era Bambi de Walt Disney. Mi cabeza<br />

se resistía a ver los dibujos animados como paisajes y animales<br />

de verdad. Los colores eran increíbles. Me metí de lleno en<br />

la historia cuando le vi brotar el enorme lagrimón al bambi<br />

(el cazador le mató a su mamá gamita). Según Jorge, las per-<br />

sonas que han leído historietas desde chicos se meten en la<br />

trama como si fuera real sin tener que hacer ajustes mentales.<br />

Le gustó escuchar los cuentos de las revistas que iban a parar<br />

al fuego si se aventuraban a entrar en mi casa. Andaba con una<br />

camisa nueva que le regaló la abuela (mi abuelita, dice él). Se ve<br />

que la quiere mucho porque hasta le habló de mí y ella estaba<br />

contenta. Había comprado calugas y lo pasamos regio.<br />

Quiero ver a mi madre, tocarla, escuchar su voz. Me queda el<br />

triste consuelo de mi abrigo azul-calipso. Es ajustado a la cin-<br />

tura y ancho para abajo, con una bufanda que se cruza al cuello<br />

si uno quiere. Los zapatos negros que me regaló mi mamá<br />

le vienen de perillas. Aunque cada vez que me los pongo me<br />

acuerdo que la dejé sin zapatos de día sábado. Las dos sabía-<br />

mos que era inútil protestar. Yo los necesitaba más que ella. El<br />

refajo de arcoiris es abrigadito. Se lo mostré a Jorge y estaba<br />

fascinado, pero no era por el refajo como yo creía sino por<br />

habérselo mostrado y eso que apenas me di vuelta el ruedo del<br />

56


La t i t u d e s<br />

vestido. Dijo que era un signo de confianza. Hay otros signos<br />

de confianza que mejor me guardo. Ayer, a la salida del cine<br />

fuimos al Cerro Santa Lucía y para colmo fui yo la que insistí,<br />

sin saber que los cerros aquí en el centro de Santiago poco<br />

tienen ver con los míos. Una pareja en cada árbol y en poses<br />

no muy santas que digamos.<br />

Agosto<br />

Tengo problemas serios con las palabras y con mis compañeros<br />

de izquierda. Según las estadísticas, yo represento a un miser-<br />

able uno por ciento de la población del país en la universidad,<br />

lo que significa que soy muy privilegiada. Veo pelear a jóvenes<br />

como mi amigo y hasta exponer su vida tratando de equilibrar<br />

la balanza, de que no haya tanta injusticia y desigualdad en este<br />

país, pero hasta qué punto entienden el asunto si nunca han<br />

tenido que optar por irse a las minas o mendigar, ni saben lo<br />

que es el asedio de las tripas vacías. Me gustaría saber qué ima-<br />

gen tienen en la cabeza cuando hablan del proletariado. ¿Es<br />

una masa amorfa de cuerpos sin cabeza? Se me ocurre que<br />

creen que los pobres están allá lejos, en las poblaciones mar-<br />

ginales donde hay que ir a recitarles y a cantarles, a llevarles<br />

pan si pudieran. ¿Ven realmente a los niños que deberían estar<br />

en la escuela en lugar de andar vendiendo peinetas en la calle?<br />

57


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

¿Ven a la empleada doméstica que les sirve la comida y les<br />

lava la ropa en su misma casa sin sentarse con ellos a la mesa?<br />

Quisiera amaestrar las palabras para que vayan donde quiero,<br />

pero también les tengo desconfianza y hasta miedo. “Vengo de<br />

la capital y traigo la palabra y los deseos del Presidente de la<br />

República…”, fue lo que escucharon los obreros del salitre reuni-<br />

dos en la Escuela Santa María de Iquique. Les metieron bala<br />

y mataron a 2000. “Eso era antes”, dicen los políticos, “ahora<br />

las cosas han cambiado”. Pero hace muy poco, en la última<br />

huelga que hubo en El Salvador, el presidente Frei mandó a<br />

los milicos de un Regimiento a “hablar” con los mineros del<br />

cobre. Esta vez las minas no eran de los británicos como en<br />

el caso de la matanza de Iquique sino de los estadounidenses.<br />

“Los milicos se metieron al Sindicato y empezaron a tirar bala-<br />

zos. La mujer de un minero apareció para buscar a su marido<br />

envuelta en una bandera y también le dispararon y la mataron.<br />

Estaba embarazada. La gente gritaba, los trabajadores arranca-<br />

ban para el lado de la cancha detrás del Sindicato, saltando por<br />

los techos y las rejas de las casas. Murieron varios mineros”, me<br />

escribió mi hermano que se quedó pegado en un rincón espe-<br />

rando a que pasara la balacera. Contra estos opresores pelean<br />

los grupos de izquierda aquí, pero cuánto falta para que las<br />

palabras lleguen a la acción.<br />

58


La t i t u d e s<br />

Septiembre<br />

Ya sé que me equivoqué de carrera. Quisiera estudiar la mente<br />

humana. Todas las mentes, las sanas y las enfermas. Saber de<br />

qué está hecha la gente. Estos últimos días me ha entrado un<br />

cansancio tan, pero tan grande, como si se me hubiera sentado<br />

un elefante en los hombros que no me deja andar derecha.<br />

Hasta subirse y bajarse de las micros es una pelea en esta ciu-<br />

dad. Pasan repletas y paran a medias. Tienes que tirarte abajo<br />

arriesgando la vida. Echo de menos el mar. Ni siquiera puedo<br />

llamar a mi mamá. No tenemos teléfono y aunque hubiera es<br />

demasiado caro. De a poco le voy tomando el pulso a Santiago.<br />

Me fascina el pedagógico, la biblioteca nacional con su silencio<br />

y las enormes mesas. Ya se me ha hecho un rito acariciar a lo<br />

disimulada esa superficie tersa de madera antes de ponerme a<br />

estudiar.<br />

Deambulando por lugares donde no tengo clases me encon-<br />

tré con dos llamitas pastando tranquilamente en una especie<br />

de prado. ¿De quién serían y qué hacían en el pedagógico?<br />

Me trajeron a la mente los paisajes andinos. Tengo un compa-<br />

ñero de apellido Humeres que viene del altiplano y toca una<br />

increíble cantidad de instrumentos. Jorge dice que percibe<br />

cuando nos comunicamos porque la cara de los dos muestra<br />

59


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

la misma expresión aunque no hayamos cruzado palabra. Le<br />

ofrecí lavarle y plancharle la camisa para el recital que van a dar<br />

mañana en una población marginal. Jorge y otros poetas van a<br />

recitar y él va a tocar. Lo de las llamas no lo he comentado con<br />

nadie, que de seguro me tildarían de loca y ahora que lo pienso<br />

es bastante improbable pero estaban hasta adornadas con lani-<br />

tas de colores y pompones en el cuello. Es lindo ver cómo<br />

empieza a verdear en todas partes aquí en el pedagógico. No<br />

existen los vientos pampilleros de la primavera en Coquimbo<br />

que nos levantaban el vestido.<br />

Silencio, nada más que silencio, cerros y mar es lo que qui-<br />

ero. Con el trabajo y el estudio no me queda tiempo para ir al<br />

parque con mi amigo y eso empeora las cosas. Echo de menos<br />

estar con él y cuando estamos juntos me siento inquieta. ¿Me<br />

estaré enamorando? En mi experiencia (ajena pero igual-<br />

mente mía), el mentado amor no trae más que sufrimiento y<br />

casi siempre el de la mujer, por eso mantuve la mira en una<br />

carrera, para no estar a merced de nadie. A quién ama él, me<br />

gustaría saber. Lo que tengo para darle, es decir yo, es espe-<br />

cial e inútil a la vez ¿cómo puede ser eso? ¿Será el constante<br />

zumbar de esta ciudad sin agua ni silencio que me apabulla<br />

por dentro y por fuera? Su mirada me distorsiona y me deja<br />

más acá o más allá de lo que soy, casi nunca en el foco. Si eso<br />

60


La t i t u d e s<br />

es amor, entonces no es ciego como dicen, sino que abre otras<br />

dimensiones que a lo mejor ni la persona amada sabe que las<br />

tiene. ¿Existirán de verdad? Estoy segura que no hay maldad<br />

ni dobleces en él. Se me ocurre que me ve dentro de su mundo<br />

de poesía como Jesús habrá visto a María Magdalena, cuando<br />

en realidad estoy tan anclada como Marta en los afanes de<br />

la vida diaria. La sensación de engaño me persigue sin saber<br />

dónde está ni quién lo perpetúa. Asume que su causa política<br />

es también la mía y no es del todo cierto. Los dos estamos con<br />

los pobres y excluidos pero es el cómo cambiar la situación<br />

lo que nos diferencia. A veces coincidimos en pensamiento y<br />

acción como cuando atropellaron a la compañera a la salida<br />

del pedagógico. Ahí no había duda de que había que hacer algo<br />

drástico y rápido porque nada se conseguiría por las buenas.<br />

Me conmovió hasta el tuétano verlo detrás de las barricadas y<br />

en un dos por tres estuve a su lado sin ningún recelo. ¿Por qué<br />

hay que exponer la vida para que pongan un bendito semá-<br />

foro? Vinieron los pacos y nos corrieron a bala limpia hasta<br />

adentro del pedagógico. No sé si eran reales o no. Nunca más<br />

vamos a ver a la compañera, no se va a graduar con nosotros,<br />

no se va a casar, no va a tener hijos, no va a enterrar a sus<br />

padres. Tengo que aprender a confiar que también su pelea<br />

por la causa de los pobres y marginados es genuina. ¿Por qué<br />

tiene que morir alguien o más de alguien para que la gente que<br />

61


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

trabaja tenga lo mínimo para vivir? Ojalá Enrique no termine<br />

silicoso allá en El Salvador. Mi cuñada dice que las casas son<br />

bonitas y cómodas, no como las de Potrerillos que tenían una<br />

ducha en la mitad de la calle para toda la cuadra. Esas minas<br />

ya están cerradas. No hay nada más que sacarles a los cerros<br />

que ahora están a ras del suelo cubiertos de escorias y quizás<br />

de qué otras inmundicias químicas.<br />

62


CARTA<br />

Coquimbo, 30 de octubre de 1967<br />

Querido Jorge:<br />

Sé que te va a extrañar recibir carta mía después de la abrupta<br />

y definitiva ruptura en el parque. Ese día llegué a la casa, me<br />

metí a la cama y todavía, ya hace casi dos meses, no he podido<br />

levantarme. Mi mamá me fue a buscar cuando se veía que la<br />

cosa iba para largo y aquí estoy, en cama, sin hacer nada. No he<br />

visto el mar de cerca pero aquí no lo echo de menos. Se respira<br />

en el aire. Los médicos en Santiago coincidían en que era algo<br />

a la columna lo que me impedía caminar pero el último que<br />

me vio antes de venirme me dejó intrigada. “Usted se echó algo<br />

al bolsillo. Aquí no parece haber nada serio”, dijo mirando la<br />

radiografía. Le he dado mil vueltas a esa frase buscándole sen-<br />

tido y la única explicación que se me ocurre es la del famoso<br />

inconsciente freudiano que, según la profe de psicología, se<br />

63


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

guarda porquerías que uno ni sabe que tiene adentro. Si el tipo<br />

tiene razón, el dilema es saber qué es lo que me eché al bol-<br />

sillo. “O te alientas o te mueres”, me dice la Niza (la hermana<br />

menor) cuando me trae al dormitorio un tónico que la mamá<br />

me hace con yema de huevo y jugo de naranja o zumo de berro.<br />

Sé que es un cariño, pero me obliga a pensar que este limbo<br />

no puede continuar. Tengo que hacer el supremo esfuerzo que<br />

hizo Lázaro obedeciendo al llamado “levántate y anda”. Ya<br />

luego empiezan los exámenes y estoy segura de poder salvar el<br />

año si logro tenerme en pie y tomar el bus a Santiago. De los<br />

nueve hermanos, ella es la única que va quedando en la casa.<br />

También le llegará la hora de irse con la diferencia que no<br />

habrá quién le ayude a llevar la maleta. Siempre pensé lo lindo<br />

que sería poder viajar, conocer otros lugares y volver a contarle<br />

a mi madre lo que he visto, la gente que he conocido. Mi ancla<br />

y todo lo que amo está aquí con ella, estos cerros y el mar.<br />

Lo que yo no sabía (parece que mi ignorancia no tiene fondo)<br />

es que cuando la mente encuentra sus rutas no hay retorno<br />

posible. Después de saber lo que descubrió Darwin aquí cer-<br />

quita de Chile, en las islas Galápagos, ¿crees tú que yo podría<br />

sentarme en la iglesia a escuchar que Dios creó el mundo en<br />

seis días y descansó el séptimo, o que si sale elegido Allende<br />

de presidente se le va a asignar a cada persona un número<br />

en lugar de un nombre, como si ya no lo tuviéramos con el<br />

64


La t i t u d e s<br />

famoso RUT; o que el Estado se va adueñar de los hijos? Date<br />

cuenta que en este mundo mío los hijos lo son todo, presente<br />

y futuro. Las únicas pensiones de vejez son ellos, que no hay<br />

otras aunque te hayas descrestado trabajando.<br />

Cuando estaba angustiada en los últimos años del liceo<br />

me iba a la atardecer a la iglesia católica (San Pedro) que está<br />

frente a la plaza. Aunque las puertas estaban abiertas no había<br />

un alma, salvo la de un curita perdido tocando el órgano. Me<br />

sentaba en la última fila y no me paraba hasta que toda la<br />

angustia se la llevaban las notas del órgano. Eso es lo primero<br />

que quiero hacer si logro levantarme de esta cama y salir al<br />

centro. La Orquesta Filarmónica de La Serena venía a veces<br />

al Liceo a dar conciertos gratis a los que iba con mi amiga<br />

Juanita (¿la conocerás algún día?) y sentía cómo las notas me<br />

iban alivianando de a poquito. Uno no se da ni cuenta cuando<br />

se han llevado hasta el último rastro de angustia. He tenido<br />

un par de sueños un poco extraños y te los cuento porque<br />

siempre los escuchas con interés. En uno entraba reverente a<br />

una catedral antigua y hermosa, de paredes y columnas altas<br />

cubiertas de estatuas hasta el mismo techo. No había nadie.<br />

Me llamó la atención una escultura adosada en lo alto de una<br />

de las columnas. Más que santa, parecía una mujer de ésas<br />

que los barcos antiguos llevaban como mascarón de proa. Me<br />

había quedado absorta siguiendo la línea ondulada del pelo<br />

65


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

largo que se confundía con la túnica, los brazos y las piernas<br />

cuando la vi y la sentí desprenderse y venirse abajo con un<br />

enorme estruendo seguida de todas las demás. Salí corriendo<br />

en medio del polvo perseguida por el ruido y los pedazos que<br />

saltaban alrededor mío haciéndose añicos en el suelo. En el<br />

otro sueño me veía caminando a Santiago con una carretilla<br />

de mano que había llenado de figuras de greda (miniaturas)<br />

de toda la gente mía, incluso la plaza con iglesia y todo, casas y<br />

otros lugares. Me iba por el interior de la cordillera. Imagínate<br />

que la cadena de montañas que vemos fuera hueca y se pudiera<br />

transitar por dentro. La carretilla pesaba cada vez más y tenía<br />

que parar varias veces por el dolor de las manos. Para espantar<br />

la soledad empecé a repetir los versos del salmo 23: “Jehová es<br />

mi pastor / nada me faltará / en lugares de delicados pastos me<br />

hará yacer / junto a aguas de reposo me pastoreará / confortará<br />

mi alma / …aunque ande en valle de sombra y de muerte no<br />

temeré mal alguno porque tú estarás conmigo / tu vara y tu<br />

cayado me infundirán aliento…”. Me detuve a recoger algunas<br />

figuras que se habían caído y en eso estaba, echándolas arriba<br />

quebradas o enteras, cuando vi un enorme boquete en el suelo,<br />

a la izquierda del sendero. Me acerqué creyendo que era un<br />

pozo de agua pero estaba lleno de un líquido espeso y oscuro<br />

color petróleo. A la orilla del pozo está sentado Dios con una<br />

túnica azul y un largo cayado en la mano con el que empujaba<br />

66


La t i t u d e s<br />

las cabezas que iban aflorando aquí y allá. No se les veía la<br />

cara porque apenas remontaban a la superficie chorreando ese<br />

líquido espeso y tratando de abrir el hueco donde debería estar<br />

la boca para tomar aliento, el cayado las empujaba de vuelta al<br />

fondo. “Son las almas”, me explicó antes que yo le preguntara<br />

nada y siguió haciendo su trabajo sin pena ni gloria. Después<br />

estoy sentada sola en una extensa pradera verde ya fuera de<br />

la montaña disfrutando el frescor del pasto. Con un ojo a la<br />

distancia y el otro en mi amplia falda verdeazul que se abría<br />

como abanico cubriéndome los pies, no había visto la jaula sin<br />

techo del porte de una casa que estaba en medio del campo<br />

llena de hombres afirmados a los barrotes, vestidos con overol<br />

de trabajo, imposible distinguirles los rasgos de la cara. A inter-<br />

valos regulares aparecía el gigantesco brazo rosado de Dios<br />

por entre las nubes del cielo, sacaba a un hombre de la jaula,<br />

lo sostenía en el aire y lo dejaba caer al vacío. ¿Te acuerdas<br />

cuando te conté el sueño de la escalera de Jacob con los ángeles<br />

que subían y bajaban? Te reíste de mi inconsciente. Dijiste que<br />

era burdo, que no sabía disfrazarse en símbolos más complejos<br />

pero lo que tú veías con tanta claridad sigue siendo un misterio<br />

para mí. No así con los sueños que acabo de contarte. Mientras<br />

los escribía vi claramente el significado.<br />

Echo de menos nuestras conversaciones, aunque debiera<br />

decir echo de menos escucharte porque todavía falta mucho<br />

para poder llamarlas conversaciones. La profe de estadística<br />

67


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

dijo que el no poder expresarse significaba no poder pensar.<br />

¿Crees que es verdad? ¿Sigues escribiendo? Es posible que no<br />

quieras verme ni hablar conmigo. Mi intención no era escri-<br />

birte sino hablarte. Si te llega esta carta, quiere decir que no<br />

pude volver a Santiago. Lo que sé con certeza es que si llego<br />

(y apenas llegue) te voy a buscar. Esta vez seré yo quien te pida<br />

que me dejes andar a tu lado, que me dejes tomarte de la mano,<br />

que me dejes ser tu mujer. Si dices que sí, será para quedarme.<br />

Te daré a beber jugos nuevos, macerados en los espacios detrás<br />

de mis ojos, en el centelleo de las infinitas luces del mar al atar-<br />

decer, en las flores de mis sueños, en la melodía del silencio<br />

con que el aire llena el alba. Si no me aceptas, lo entiendo. Sé<br />

que has sufrido. Parte de este tiempo de soledad lo he dedi-<br />

cado a la tarea de atar cabos sueltos y tratar de rehacerme,<br />

que es como la tarea de nacer o morir, es decir, no hay nadie<br />

que pueda ayudarte. Contigo aprendí que la mirada humana<br />

no capta jamás el objeto como es (y tuve suerte que tu mirada<br />

fuera generosa conmigo) y he aceptado que lo mismo pasa con<br />

el lenguaje. Se queda a medio camino y no llega a expresar lo<br />

que uno quisiera. Si digo “te amo” las palabras tocan fondo<br />

ahí mismo. No alcanzan para expresar ese misterio halagador<br />

que le llena el alma a uno cuando quiere a alguien y que va<br />

despertando y haciendo cantar cada fibra de tu ser hasta que la<br />

melodía también se escucha en el aire que te circunda.<br />

68


PASAJES DE DIARIO DE VIDA:<br />

SANTIAGO 1968<br />

Marzo<br />

Qué privilegiada me siento de haber vuelto a la universidad<br />

después de las vacaciones de verano. Ahora vivo en la residen-<br />

cia en el mismo pedagógico, aunque me queda bastante más<br />

lejos del trabajo y no me da tiempo para almorzar. La Uldita<br />

quedó un poco triste pero ahora importa Jorge. De todas man-<br />

eras me van a dejar la pieza y voy a pasar con ellos los fines<br />

de semana.<br />

Tanto eché de menos el año pasado a mi madre que a todas<br />

partes iba con ella, conversando, tomada de su brazo. “Esta es<br />

la hija que está en Santiago, en la universidad”, les decía a los<br />

conocidos que se detenían a saludarnos en la calle, en un tono<br />

que quería ser normal. ¿”La universidad?”, dijo Don Manuel<br />

Arquero (el tuerto Arquero) con cara de asco. Le compramos<br />

la leña y el carbón desde que tengo uso de razón (si es que…).<br />

69


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

“Estiren los brazos”, nos decía, “más todavía que no cabe la<br />

leña”. Nada más que la falda y las piernas quedaban visibles<br />

cuando terminaba de apilar la leña dividiendo la carga entre<br />

los brazos de la Nina y los míos. Volvíamos a casa a trope-<br />

zones, adivinando el camino. Llegaron “las cagaditas”, decía<br />

apenas entrábamos al boliche y asomaba su cuerpo flaco y<br />

largo por encima del mostrador fingiendo que no nos podía<br />

ver de tan chicas que éramos. Ahora había agregado otras<br />

cosas a su negocio pero seguía con un ojo menos y tan lleno de<br />

hollín como en los mejores tiempos. “La universidad”, repetía,<br />

mojando la punta del lápiz en la lengua y anotando algo en una<br />

hoja mugrienta que había recogido del suelo. Aunque no había<br />

nadie más, no se dignó a mirarnos ni a preguntar qué quería-<br />

mos. “Ya está”, dijo finalmente, poniendo la hoja frente a mí<br />

con cara de triunfo, “a ver si la universidad sirve para algo”.<br />

Se había pasado todo ese rato escribiendo una lista de cifras<br />

enormes que llenaban la página de arriba abajo. La cara de mi<br />

madre me dijo a las claras que no había escapatoria. En un dos<br />

por tres revisó la suma (no había hecho otra cosa en su vida) y<br />

se dio el lujo de mostrarse magnánimo “le erraste por poco”.<br />

La cara de alivio de mi madre lo dijo todo y desde ese día me<br />

cuidé bien de quedarme al lado de fuera de cualquier puerta.<br />

70


La t i t u d e s<br />

Este año decidí dejar tiempo para ubicar a mi abuela Francisca.<br />

Sé que vive en Santiago y empecé por llamar a cuanto Miralles<br />

encontré en la guía. Lo único que sé de ella es que le escupía<br />

el bistec al abuelo, no sé si antes o después de echarlo a la<br />

sartén. Mi papá cortó todo contacto con la familia cuando<br />

se fue de Santiago. “Me crió una kipa yagana que me cubría<br />

con pieles de lobo marino”, dijo una vez, no sé si en chunga<br />

o en serio, “mi mamá me tuvo antes de cumplir los quince y<br />

quedó inválida”.<br />

El año pasado quería aprender a hablar pero este año ya no<br />

me interesa. Escuché un programa en la tele y la gente hablaba<br />

tanta estupidez en forma tan coherente que me desanimó por<br />

completo. Entender, “conciencia”, como dice Jorge, es lo que<br />

ahora me importa.<br />

Abril<br />

En casa de la Uldita el sábado recibí una visita un poco rara.<br />

Era un hombre que conocí hace unos cinco años cuando apare-<br />

ció por la casa en Coquimbo buscando a mi mamá. Ella no lo<br />

había visto desde los tiempos en que era niño en la playa de<br />

Taltal y le costó reconocerlo. Cómo se enteró dónde vivíamos<br />

sigue siendo un misterio igual que el de ahora. Acababa de<br />

71


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

salir de la cárcel pero no supimos de qué ciudad. Mi mamá lo<br />

atendió y lo cuidó como hace con todas las aves heridas que se<br />

aventuran en nuestro patio (así fue cómo aprendí a entablillar<br />

patas quebradas). Las palizas le habían dejado algunas costil-<br />

las hundidas. No tenía moretones visibles porque los tiras les<br />

ponen sacos mojados en el cuerpo a los detenidos antes de<br />

apalearlos para no dejar huellas. Se dedicaba a fabricar cocaína<br />

y le habían requisado un laboratorio con todo el equipo. Al<br />

parecer traía las hojas de coca en mulas o en burros desde<br />

Bolivia para procesarlas en Tacna o en Arica. Desapareció<br />

apenas se repuso para volver al tiempo en mejores condiciones.<br />

Dijo que quería llevarnos a la Nina y a mí a comer picarones a<br />

La Serena, pero antes de llegar a la pastelería pasamos a una<br />

casona antigua en la avenida Videla. La empleada nos hizo espe-<br />

rar afuera hasta que apareció un hombre. En cosa de segundos<br />

hubo un intercambio de plata y un paquetito. Yo sospechaba<br />

que la cocaína era algo malo y lo atosigué a preguntas. “Todo<br />

lo contrario”, dijo, “hace sentir bien a los enfermos. Si los doc-<br />

tores no pueden hacer nada es lo único que les alivia el dolor”.<br />

Como era la primera vez que íbamos a una fuente de soda<br />

estábamos alborotadas, creyendo que era lo máximo pero la<br />

verdad es que los picarones estaban tan relajantes que tuve que<br />

ir al baño a vomitar. Un helado de papaya en La Crisis habría<br />

sido mucho más rico. Pasamos por una tienda y le compró un<br />

72


La t i t u d e s<br />

vestido a la Nina. De la vitrina al cuerpo, también por prim-<br />

era vez en la vida porque la mamá es la que nos hace la ropa.<br />

Me preguntó a mí qué quería y no fue fácil decidirme. Hacía<br />

poco había pegado el último estirón y cuando me miraba al<br />

espejo veía una cara flaca, dientes grandes, nariz larga y ojos<br />

piturrientos como los del gato. Una visita a un oftalmólogo<br />

con receta y todo fue lo que pedí con dolor de mi alma y no<br />

me arrepentí cuando me volví a ver con ojos normales gracias<br />

a la vitamina A que me habían recetado. Se fue dejando un<br />

par de frasquitos escondidos en el entretecho. Como yo tenía<br />

fama de impredecible le confió el secreto a mi hermana. Por<br />

suerte yo no estaba en la casa el día que mi mamá los des-<br />

cubrió y supo lo que eran. Le entró la ira santa y los echó al<br />

wáter con frasco y todo. ¿Andaría buscando otro entretecho<br />

aquí en Santiago? Me preguntó si necesitaba algo y le dije que<br />

no, pero igual me dejó un billete de los grandes “para que te<br />

compres vitaminas”.<br />

Me aventuré por edificios del pedagógico en los que no tengo<br />

clases y en uno encontré una sala abierta. No había un alma<br />

viviente así que me dediqué a intrusear. En una mesa larga<br />

había varias cajas con osamentas humanas. La etiqueta decía<br />

que venían del mar pero no decían de qué parte de Chile.<br />

Uno por uno fui levantando los cráneos de distintos portes,<br />

73


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

todos de color oro viejo, tratando de averiguar cómo habían<br />

sucumbido a su suerte. Decían en mi barrio que Don Pedro, el<br />

almacenero de la esquina, se había casado con Doña Rosita (la<br />

del ojo huero) por miedo a los secuaces del presidente/dictador<br />

Ibáñez que mandaba fondear a los homosexuales. ¿Serían de<br />

ellos los esqueletos? El problema con los libros de historia es<br />

que nunca cuentan esas cosas. Si no fuera porque la gente no<br />

quiere olvidarse y se lo va repitiendo a quien quiera escucharlo<br />

jamás nos enteraríamos. La única persona que conocí que fue<br />

a parar al fondo del mar era una jovencita que vendía machas.<br />

Debe haberse levantado al alba a sacarlas de las peñas que<br />

están detrás de la pampilla. Por mucho tiempo eché de menos<br />

su grito de “Macháaaaaa” que se arrastraba por la calle desi-<br />

erta despertándome. Después de varios días encontraron su<br />

cuerpo lejos de donde se había caído, semicarcomido por dev-<br />

oradores marinos.<br />

Fui al lugar donde había visto las llamitas el año pasado y no<br />

encontré ni rastro.<br />

74<br />

Mayo<br />

Hoy día vinieron enfermeras de la Cruz Roja al pedagógico<br />

a sacar sangre para mandarla a Vietnam. Había tantos


La t i t u d e s<br />

estudiantes haciendo cola que tuvieron que quedarse hasta<br />

media tarde y no la mañana como pensaban. El Centro de<br />

Alumnos parecía un hospital de campaña con camillas y todo.<br />

Yo creía que me iban a sacar medio litro como lo hacían en el<br />

hospital de Coquimbo pero la mujer se rió y me dijo que no<br />

querían dejar zombis deambulando por el pedagógico. Al final<br />

me sacó un cuarto litro y no me pasó nada. Cuando operaron<br />

a la mamá de mi amiga Juanita fui a dar sangre con mi mamá y<br />

la señora se murió de todas maneras. Quedamos tambaleando<br />

y tuvimos que esperar un rato antes de irnos a la casa, pasito<br />

a pasito tomadas del brazo, conversando. Espero que real-<br />

mente la manden a la gente de Vietnam. A lo mejor se están<br />

aprovechando de la ingenuidad de los estudiantes de izquierda<br />

y quién sabe adónde va a ir a parar la sangre. “Piensa lo mejor<br />

de la gente, hija, si quieres mantener limpia la mente y el cora-<br />

zón”. Cuándo te voy a abrazar otra vez mamita del alma mía.<br />

Te echo tanto de menos aunque no me dejes en paz. Si sirve<br />

para salvar una vida ya es bastante, ¿contenta? Jorge no asomó<br />

ni la nariz. Apareció todo circunspecto cuando las mujeres<br />

de la Cruz Roja ya se habían ido. Empecé a contarle lo que<br />

había pasado y se puso a caminar como si le hubieran echado<br />

nueces dentro de los zapatos. Sabía que no debía reírme pero<br />

era imposible. Caminaba como los niños cuando se han ensu-<br />

ciado en los pantalones. Por fin encontramos un banco donde<br />

75


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

sentarnos y me contó que no puede ver ni oír hablar de sangre.<br />

La planta de los pies se le pone tan sensible de los nervios que<br />

no puede caminar. Mi hermana Nina sufre del mismo mal<br />

pero con ella es peor. Cae sin conocimiento al suelo donde esté<br />

y nos ha hecho pasar sus buenos sustos.<br />

Los santiaguinos hacen enormes diferencias en el trato.<br />

Nosotros llamamos “rotos” a los degenerados y groseros pero<br />

no a los niños y mujeres pobres que trabajan como bestias<br />

de carga. Lo más probable es que no me haya dado cuenta<br />

antes porque siempre viví entre los pobres. Para colmo son las<br />

mujeres mismas las que tratan con desprecio a sus congéneres.<br />

También existe en la universidad y al principio no lo sentía<br />

porque es más sutil, con risitas y codazos cuando uno tiene las<br />

medias corridas o con hoyos. ¿Qué pensarían aquí de Doña<br />

Rosita la partera? Falda ancha a media pierna, zapatones y cal-<br />

cetas, una sola trenza larga hasta la cintura, lista para salir a<br />

ayudar a las mujeres que la necesitan. Echo de menos el paso<br />

sereno de esas mujeres por la calle. Tampoco se ven mujeres<br />

como mi madre que se olvidan de su propio cansancio y acu-<br />

den donde las llaman a aliviar a los enfermos, ayudar a morir<br />

a los que ya les toca, desterrando tristezas y compartiendo lo<br />

poco que tienen con los que no tienen nada.<br />

76


La t i t u d e s<br />

Julio<br />

Una de mis hermanas andaba de paso y nos dedicamos a bus-<br />

car a la abuela Francisca. La encontramos y no la encontramos.<br />

Es decir, dimos con la casa en la Gran Avenida. Conocimos a<br />

dos “tías” pero la abuela ya no estaba. Poca esperanza hay de<br />

ser feliz algún día si cuando uno está bien pasa acordándose de<br />

cuando estuvo mal. Una de las hijas nos contó que la abuela<br />

se la pasaba mirando por la ventana y comparando a sus hijos<br />

cuando eran chiquitos con los niños bien vestidos que pasaban<br />

por la calle conversando de la mano del papá o la mamá. Un<br />

día dijo que iba a la esquina a comprar algo y no volvió más.<br />

Se había tirado al canal y las aguas sucias arrastraron su letanía<br />

hasta la ciudad vecina. Adiós abuela Francisca. Se acabaron tus<br />

afanes. ¿Pensaste en mi papá antes de tirarte al agua o pensaste<br />

en el tuyo que te arrancó de tu verde Piamonte (se me ocurre<br />

que es verde) para entregarte al primer aventurero que mostró<br />

interés cuando todavía eras una niña? ¿O fuiste tú la que te<br />

encaprichaste con ese hombre y sus sueños de riquezas? ¿En<br />

quién pensaste? ¿Te fuiste escupiendo tu ponzoña al mundo<br />

y a Dios o tenías el alma tranquila? Lamento que no pudi-<br />

eras hacer más que escupirle el bistec al bígamo de tu marido,<br />

algo es algo. A lo mejor lo hiciste una sola vez y quedaste en<br />

mi cabeza haciéndolo eternamente. Qué injusticia. Eso me<br />

77


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

pasa por intrusa. En fin, sigo pensando que es mejor saber.<br />

Ni siquiera una foto de ellos nos mostraron las tías (no creo<br />

que existan) así que nunca voy a saber si mi papá se parece a<br />

ellos o no.<br />

78<br />

Agosto<br />

Hoy día lamenté no tener televisión. Hubo un programa<br />

de poesía donde apareció Jorge y los otros del grupo y me<br />

lo perdí.<br />

Fui a una oficina pública a sacar un papel y volví hecha una<br />

furia. En vez de llamar a la gente por orden de llegada, la mujer<br />

los hacía pasar “por orden de vestido”. Le hice notar a la mujer<br />

que era la tercera vez se saltaba a una señora que ya estaba<br />

esperando cuando yo llegué y llamó a su jefe que salió con aire<br />

de macho protector y me echó la choreada. Reyes absolutos,<br />

hacen lo que se les da la gana. Lo mismo pasa en los bancos<br />

y no hay a quién quejarse. La especie de jefes prepotentes y<br />

la de secretarias bonitas, bien vestidas y maquilladas es una<br />

plaga. Las uñas largas y pintadas es el broche de oro y algunas<br />

pasan limándoselas y retocándoselas ahí mismo en el lugar del<br />

trabajo y los jefes les sonríen con la boca abierta. “Alcánceme<br />

eso mijita”, “tráigame un cafecito, mijita”. Y si acierta a pasar


La t i t u d e s<br />

por ahí otro de los machos que también tiene su “mijita” que le<br />

“alcance” esto y lo otro porque se hacen los tullidos, los miran<br />

con un aire de “te apuesto a que la tuya no es tan linda como<br />

la mía”. A nadie parece importarle que escriban a máquina<br />

con un dedo y que la hoja salga plagada de faltas de ortografía.<br />

También está el otro caso, la que te atiende mal porque está<br />

frustrada en un trabajo que nunca le interesó, como la asistente<br />

social Larraín del pedagógico. Cuando llegué el año pasado<br />

revisó mi solicitud para préstamo escolar y escribía cosas al<br />

margen sin dejar de refunfuñar hasta que no se aguantó más<br />

y me la largó: “yo no sé por qué esta gente no se queda en su<br />

pueblo y en su casa”. A lo mejor quería ser otra cosa y tuvo<br />

que resignarse a ese puesto por presión de la familia que no<br />

ve otra cosa que enfermera, profesora o asistente social para<br />

la mujer. Lo más probable es que haya sido un pituto porque<br />

una asistente social de verdad jamás habría dicho algo así. Si<br />

tienes algún amigo o conocido de influencia o si tienes un apel-<br />

lido como el de ella, basta con saber leer y escribir, ni siquiera<br />

tienes que haber pasado por las puertas del liceo. En todo caso,<br />

alguien tiene que hacer el trabajo aunque sea a paso de tortuga<br />

y una buena parte lo hacen también las mujeres. ¿Serán otras<br />

contratadas para trabajar o serán las mismas de las uñas? Es<br />

bien posible que un día cualquiera se vieron suplantadas por<br />

otras más jóvenes y tuvieron que ponerse las pilas si no querían<br />

79


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

que las mandaran a freír monos (de dónde habrá salido esa<br />

expresión). Los mejores puestos se los lleva la gente de piel<br />

blanca, mejor aún si es rubia aunque esté peor calificada. Si por<br />

casualidad hay un niño rubio pidiendo en la calle es “pobrecito”<br />

y si es moreno es “roto”. “No hay desempleo en Chile”, me dijo<br />

una rubia teñida sentada al lado mío en la micro “lo que hay<br />

son flojos que no trabajan porque no quieren. Yo les ofrezco<br />

que me pinten la casa por un plato de comida o que trabajen en<br />

el jardín y algunos hasta se ofenden”. Si yo le hubiera dicho a<br />

la mujer que eso era precisamente lo que hacían en los tiempos<br />

de la esclavitud, se habría espantado. El pago a las empleadas<br />

domésticas lo consideran poco menos que un robo: “deberían<br />

estar agradecidas de tener comida y pieza en una casa decente”.<br />

¿Habrá remedio para tanta desigualdad e injusticia?<br />

80<br />

Septiembre<br />

Anoche vino un grupo de jóvenes del pabellón de los hom-<br />

bres a darnos serenata. Mientras cantaban acompañados de<br />

guitarra se empezaron a prender luces y abrir las ventanas del<br />

edificio. Al final no había ventana sin una o varias niñas asoma-<br />

das en camisa de noche, riendo y conversando, con un chal o la<br />

misma colcha en los hombros. Fue muy bonito y cantaron bien<br />

aunque creo que algunos tenían la bala pasada con un poco de


La t i t u d e s<br />

trago. Sin duda había uno que quería impresionar a alguien y la<br />

mejor manera de hacerlo fue camuflarse en el grupo.<br />

Diciembre<br />

Tanto que estudiar y trabajar. No he podido hacer nada más.<br />

Por suerte ya se acaban las clases y me voy a Coquimbo. Jorge<br />

pasará conmigo el mes de febrero. Los años anteriores había<br />

ido a la región del Maule con un grupo de compañeros a con-<br />

struir escuelas sobre pilones. Los campesinos sabían lo inútil<br />

que es construir en la falda de la colina porque las aguas se<br />

llevan todo en el invierno pero no dijeron ni pío. Creo que<br />

estaban usando una de las escuelas de gallinero. El año pasado<br />

un investigador norteamericano becado en Chile en ciencias<br />

políticas fue a Aconcagua con ellos y como no tenía los anticu-<br />

erpos que los chilenos tenemos para las pulgas se afiebró de<br />

tal manera durmiendo en los pajares que tuvo que devolverse<br />

a Santiago.<br />

Me asusta contagiarme con la falta de compasión de esta socie-<br />

dad santiaguina. Por todas partes se ven niños trabajando pero<br />

más en las micros donde suben a vender cualquier bagatela o<br />

a cantar. Un niñito de entre siete y nueve años se subió por la<br />

puerta de atrás y empezó a cantar: “La felicidad de sentir amor<br />

81


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

/ hoy hace cantar a mi corazón”, y le había hecho su propio<br />

arreglo porque en vez de seguir como va la canción “la gente en<br />

las calles parece más buena / todo es diferente gracias al amor<br />

/ la felicidad…” él cantaba “la gente en la micro paga su pasaje<br />

/ yo que voy cantando me subo por detrás / la felicidad…”. A la<br />

gente le cayó en gracia porque vi sonreír a varios cuando hizo<br />

su recorrido por los asientos pidiendo monedas hasta llegar<br />

a la puerta delantera. Unos paraderos antes se había subido<br />

otro niño más o menos de la misma edad y después de can-<br />

tar hizo el recorrido opuesto, de adelante hacia atrás. Aunque<br />

la micro había disminuido la velocidad todavía iba bastante<br />

rápido cuando los dos saltaron al mismo tiempo chocando en<br />

el aire cabeza con cabeza antes de caer sentados al pavimento.<br />

He visto llorar a niños en mi vida pero como gritaban esos<br />

pobrecitos no lo olvidaré jamás. Me dio náuseas porque las<br />

cabezas sonaron igual que una sandía madura al resquebra-<br />

jarse. La heladería Paula estaba a unos pasos pero me había<br />

quedado clavada en el asiento. La micro partió y ahí quedaron<br />

aullando su dolor, sentados al borde de la acera sin que nadie<br />

se les acercara. Por fin pude controlar la náusea y me bajé dos<br />

paraderos más allá sin tener claro qué podía hacer. Juntando<br />

las monedas me alcanzaba para comprarles un helado pero<br />

cuando llegué ya no estaban.<br />

82


CARTA<br />

Coquimbo, 6 de septiembre, 1970<br />

Querido Jorge:<br />

Aquí estoy al lado de mi madre y pensando en ti, igual que<br />

cuando estoy al lado tuyo pienso en ella. Recién llegué ano-<br />

che y ya te estoy escribiendo. Tanto de qué hablar y no hubo<br />

tiempo. Fue un día tan importante en varios sentidos. A veces<br />

uno tiene la suerte de que la historia personal se toque con la<br />

de su país y así lo sentí anoche cuando nos pusimos serios con<br />

la cosa del matrimonio. Las calles que recorrimos celebrando<br />

la victoria de Allende las sentí mías por primera vez. Después<br />

de todo fue ahí, en Santiago, donde aprendí a usar mi propia<br />

cabeza para pensar y no la de la iglesia. Ahí nos encontramos,<br />

dos náufragos de distintos mares y ahí vamos a formar un hogar.<br />

Es cierto que perdí a Dios en el camino, pero me quedé con<br />

el Cristo humano, que también supo pelear por la justicia. Mi<br />

83


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

ancla siempre fue y será mi madre y esta tierra chilena por la<br />

que pelearon y siguen peleando mis ancestros indios. Gracias<br />

a los libros y a ti, la nueva dimensión que le he encontrado a<br />

la política y a la poesía la conecto con esos dos amores. Me<br />

gustaría tener la facilidad de palabra que tú tienes para poder<br />

hablarte de tantas cosas. Algún día quizás, ahora me conformo<br />

con escribirte. Si hubiera leído la cuarta parte de lo que tú has<br />

leído otro gallo me cantaría. Para colmo también heredé el<br />

desfase lingüístico de mis ancestros mapuches que perdieron<br />

su mundo y se quedaron con un idioma en el aire, con palabras<br />

que no tenían asidero en su nueva realidad. Nunca se sintieron<br />

cómodos con la lengua de los invasores porque se refería a<br />

un mundo lejano, que nada tenía que ver con el de ellos. Por<br />

eso hablan pausado. Se demoran buscando la palabra precisa<br />

y cuando por fin la encuentran se dan cuenta que no tiene el<br />

sentido que buscaban y prefieren callar.<br />

84<br />

Qué noche más poblada de sueños. Me desperté varias<br />

veces pero al fin decidí levantarme a ver si así me despejo un<br />

poco. La algarabía de tanta gente contenta celebrando el tan<br />

ansiado vuelco histórico todavía me suena en la cabeza. ¿Te<br />

fijaste que las dos mujeres con que hablamos no menciona-<br />

ron una sola vez la palabra socialismo? Me pareció que daban<br />

por sentado que Salvador Allende en La Moneda pelearía<br />

por una sociedad menos desequilibrada. Nos anima la secreta


La t i t u d e s<br />

esperanza de que la torta se reparta en forma más equitativa y<br />

que no haya un puñado que se lo lleve todo y una gran mayoría<br />

en la pobreza, al filo de la desnutrición y la ignorancia. Aquí<br />

en la casa nadie comparte conmigo el entusiasmo por el nuevo<br />

gobierno: “la misma mierda con distintas moscas”, comentó<br />

Luchito sin darse cuenta que mi mamá lo estaba oyendo. “De<br />

la abundancia del corazón habla la boca, hijo”, le dijo con su<br />

característico tono pausado. Él no pierde la ocasión de bur-<br />

larse de las desgracias de uno, pero esta vez me tocó reírme a<br />

mí de la fragancia de su corazón. En vano traté de entusiasmar-<br />

los contándoles cómo se volcó la gente por miles a las calles<br />

de Santiago a celebrar: caras, caras y más caras de mujeres, de<br />

hombres, jóvenes, viejos y niños, todos felices agitando pañue-<br />

los o banderas chicas y grandes. Jamás en mi vida había visto<br />

tanta gente junta movida por el mismo deseo de festejar, de reír<br />

y de dejar que el cuerpo saque como pueda la alegría interna,<br />

bailando, saltando y cantando. Cuando un pueblo entero sale<br />

a festejar a las calles es porque algo grande ha sucedido. Si<br />

sabes de otras ciudades donde hubo celebraciones parecidas<br />

guárdame recortes. Me dio gusto divisar a Manuel Jofré entre<br />

la multitud, rebosante de alegría. Las pocas veces que lo vi<br />

fuera de las clases entraba al pedagógico a mojarse la cara y<br />

volvía a salir a la pelea en la calle. Tú conversabas con Sergio<br />

Rosell (¿nueva polola?) y después me olvidé de preguntarte<br />

85


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

si habías visto a Manuel porque me entretuve jirafiando con<br />

la oreja parada a ver si escuchaba lo que le decía una mujer a<br />

su guagüita. Cada cierto tiempo la levantaba por encima de la<br />

multitud y ahí la sostenía en alto mientras le hablaba algo que<br />

parecía tan importante. No sé si era niña o niño porque llevaba<br />

un trajecito verde. Su voz se me perdía entre las miles de otras<br />

voces que cantaban, se reían y hablaban a grito pelado, todo al<br />

mismo tiempo: “Para que veas y te acuerdes, estamos haciendo<br />

historia, estás haciendo historia. Tu futuro será mejor que el<br />

mío” fue la interpretación que terminé por darle y me quedé<br />

tranquila. Mejor inventar que quedarse con cuello.<br />

86<br />

Algo me dijiste al despedirte, después de haber hecho el<br />

amor, que era diferente esta vez y también a mí me admira<br />

que una pareja siga encontrando lazos físicos y espirituales que<br />

llevan la comunión a planos más profundos. Cuántos pliegues<br />

y repliegues tiene el amor y con cuántas cosas está conectado.<br />

Hubiera querido haber pasado la noche entera contigo envuel-<br />

tos en una frazada o en palabras, caricias o silencio. El calor<br />

de tu cabeza en la almohada se quedó conmigo toda la noche.<br />

Tenemos que resignarnos a esperar un año más (una eterni-<br />

dad). Soñé que estábamos en la Playa Blanca. Tú no alcanzaste<br />

a conocer esa playita de pura conchilla fina protegida por<br />

roqueríos donde los piratas escondían sus tesoros. La pesquera<br />

San José se instaló justo ahí cambiando el olor del pueblo y


La t i t u d e s<br />

destruyendo para siempre ese paisaje maravilloso a cambio de<br />

unos pocos empleos a sueldo de miseria. Tú estabas vestido de<br />

oscuro y jugabas con tres niños en la arena, todos en cuclillas.<br />

Yo estaba de pie detrás de ti vestida con una túnica de fondo<br />

blanco con pinturas de colores y era casi un metro más alta de<br />

lo que soy. La cara era un observatorio, con ojos que se man-<br />

tenían alertas. Después desaparece todo y estoy sola, de pie<br />

frente al agua que no es el mar sino una especie de lago. Tengo<br />

cuerpo y cara de mujer, no de faro y el vestido largo también<br />

está pintado de colores en un fondo blanco. Una mujer aparece<br />

a mi lado cuando estoy cavilando frente a una enorme roca<br />

que me impide cruzar el lago. No me mira pero me siento con-<br />

fiada y serena a su lado mientras la veo despejar el camino y<br />

perderse contenta por la izquierda. Me aterra pensar que si no<br />

hubiera sido por la serie de mini milagros que ocurrieron para<br />

que yo pudiera llegar a la universidad jamás nos hubiéramos<br />

conocido. Cada cierto tiempo sueño que deambulo de univer-<br />

sidad en universidad y a todas llego atrasada por no tener la<br />

plata de la matrícula. Hasta última hora no sabía si mi destino<br />

era la universidad o la pesquera. Fui la última en entregar la<br />

solicitud y arriesgué el brazo metiéndola por la ventanilla que<br />

la mujer bajaba con una fuerza de macho, con el alivio pin-<br />

tado en la cara de ver que por ese año al menos el frenesí de<br />

los mechones había terminado. No había pensado en carrera<br />

87


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

y puse el primer nombre que me vino a la cabeza o lo que<br />

me decían las profes de castellano. ¿Te gusta leer?, ergo, pro-<br />

fesora de castellano. Nunca quise pensar seriamente en una<br />

carrera por miedo al porrazo. Mientras más alto subes más<br />

duele el golpe. Eso es lo peor de la miseria, que deja a la gente<br />

librada totalmente al azar, negándole la posibilidad de elegir,<br />

de decidir, esto quiero, esto no. Hay que tomar lo que se pre-<br />

sente y rápido porque puede desaparecer en un abrir y cerrar<br />

de ojos. Ese dicho de que “a la oportunidad la pintan calva” no<br />

deja de tener su poco de crueldad. ¿Por dónde la agarras si ni<br />

un pelo tiene?<br />

88<br />

De todas maneras me gustaron las imágenes de los sueños.<br />

Me bautizaron en esa playita a los 15 años vestida con la túnica<br />

blanca que me pasaron las diaconisas (viejitas más buenas que<br />

el pan). Mientras los feligreses cantan a la orilla de la playa, el<br />

pastor y su ayudante te cubren boca y nariz con un pañuelo y<br />

te echan para atrás hasta que el agua te cubre entera (me cuidé<br />

mucho de no dejar el talón afuera). En el sueño estaba sola<br />

y con una túnica de colores, lo que es buena señal. Le tomé<br />

recelo a las túnicas blancas desde que supe lo del chasco de los<br />

primeros adventistas encaramados en los árboles esperando<br />

que los ángeles se los llevaran al cielo. Tengo la sensación que<br />

así llegué al mundo, con un vestido incoloro y que la gente que<br />

me ha querido o me quiere, tú entre ellos, ha ido pintando


La t i t u d e s<br />

colores y formas en ese fondo blanco: pájaros, flores, frutas,<br />

espigas, árboles y ríos.<br />

Ya le conté a mi mamá lo del matrimonio y me dijo que<br />

esperara hasta tener “el cartón” en la mano. Le expliqué que lo<br />

único que me quedaba por hacer eran los trámites burocráticos<br />

para que me dieran el título y se le iluminó la cara de alegría.<br />

Creo que ni la peor adversidad la hará renunciar al sueño de<br />

que sus hijas tengan una profesión. “Más importante incluso<br />

para la mujer; después de todo, los hombres son hombres y<br />

ustedes…, ustedes tienen que ser hombre y mujer” (espero que<br />

lo hayas entendido porque yo renuncié a dilucidar ese enigma).<br />

También tu abuelita va a estar feliz, la que me preocupa es tu<br />

mamá. La cuestión del casamiento por la iglesia va a aparecer<br />

por uno u otro lado. Vamos a tener que hacer malabarismos<br />

para darles el gusto a todos sin olvidarnos de nosotros. Y<br />

hablando de sueños. Me encantó tu idea de que nos regalemos<br />

una mini luna de miel (aunque sea un fin de semana) antes<br />

de casarnos. No te dije nada porque estaba demasiado emo-<br />

cionada. No conozco San Antonio pero por lo que he oído<br />

hablar sería el lugar perfecto y de ahí yo seguiría a Coquimbo<br />

y tú te devuelves a Santiago. Tengo tantas cosas que contarte y<br />

estoy segura que cuando te vea se me va a olvidar todo. Sería<br />

ideal que vinieras para las fiestas patrias. Te prometo, te juro<br />

y te rejuro que no va a pasar lo del año pasado. Nunca antes<br />

se había usado el peñasco del fondo del patio para esos fines.<br />

89


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

Nosotros le llamamos la piedra del terremoto porque ahí nos<br />

apretujábamos alrededor de la mamá cuando había temblores.<br />

Jamás olvidaré tu cara y la incongruencia de la escena. Tú, todo<br />

un intelectual sentado al sol en medio del patio leyendo un<br />

libro, paralizado de ver la hecatombe que tenía lugar a pocos<br />

pasos. Fue el balido de los cabritos que intuían el destino que<br />

les esperaba lo que me hizo salir a mí. Me bastó ver la palidez<br />

de tu cara para imaginarme lo que estaba pasando en la pie-<br />

dra. Por suerte no te desmayas con la vista de la sangre pero<br />

creo que estuviste a punto. Se me ocurre que lo que más te<br />

impactó fue el inflado de la pata para soltarles la piel. Luchito<br />

estaba medio afligido porque no había entrado mucho trabajo<br />

al taller y pensó que la venta de algunos cabritos le arreglaría<br />

el problema. Al final terminó haciendo el negocio de Andrés<br />

(que compra a cuatro y vende a tres) con tantas bocas que ali-<br />

mentar. Si vienes vamos a ir a la Pampilla antes que empiecen<br />

a hacer las ramadas a ver si este año puedes ver añañucas.<br />

90<br />

Nada más por el momento. Mañana te vuelvo a escribir y<br />

no voy a parar de hacerlo hasta que me digas en qué bus te<br />

vienes para irte a buscar. Te echo de menos.<br />

El resto tú lo sabes tan bien como yo.<br />

Gaby


MATRIMONIO MIXTO<br />

Nos casamos el 11 de septiembre de 1971 en Santiago en una<br />

ceremonia que la iglesia católica había instituido hacía poco<br />

para acomodar a parejas de religiones distintas. Jorge se había<br />

criado en la iglesia católica y yo en la adventista, y aunque a<br />

esas alturas pesaba más la presión de la familia que los últimos<br />

resabios de la costumbre religiosa me gustó caminar pasito<br />

a pasito tomada de su brazo desde la misma puerta, presin-<br />

tiendo las miradas de la gente sentada en las bancas, la mayoría<br />

desconocidos para mí, hasta detenernos en el altar. Elegimos<br />

septiembre conmemorado el año de la victoria de Allende y<br />

por ser el mes cuando la tierra empieza a mostrar que no ha<br />

estado ociosa durante los fríos meses de invierno.<br />

Nos conocimos a fines de los sesenta en el Instituto<br />

Pedagógico cuando la efervescencia de cambios políticos estaba<br />

más presente que nunca en todo Chile y especialmente en las<br />

universidades del país. Esos grandes ojos curiosos en su rostro<br />

serio y pálido, fijos en mí, fue lo primero que me atrajo. Me<br />

91


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

daba cuenta que los profesores respetaban su opinión y que<br />

su nivel de conocimiento me llevaba la delantera por lejos. Su<br />

primera invitación fue a un recital de poesía que se dio en<br />

el mismo pedagógico donde él y otros miembros del grupo<br />

leyeron sus poemas. Hasta ese entonces la poesía había sido<br />

para mí la palabra de los consagrados, amoldada para siempre<br />

en forma de libros inaccesibles que reposaban tranquilos en<br />

estantes de bibliotecas y librerías y, por encima de todo, lo que<br />

aprendíamos de memoria para declamar en la escuela o en<br />

la iglesia y que me cuidé bien de callar cuando supe que era<br />

desdeñada en el pedagógico como subproducto que poco o<br />

nada tenía de poético. Mi pérdida se compensaba con el des-<br />

cubrimiento de una nueva dimensión. Poesía también era la<br />

palabra suelta, flotando de regalo en una sala o en un parque,<br />

leída con pasión y orgullo por jóvenes sin nombre ni libros de<br />

poeta. Si los había en mi pueblo no me había percatado, salvo<br />

un incidente que no sé si cuenta porque mi vecino y amigo<br />

ocultaba su cuaderno como fruto de una debilidad. Me lo dejó<br />

fingiendo indiferencia un día que yo estaba enferma en cama,<br />

el estómago cargado de cataplasmas de barro para quitarme la<br />

fiebre. “Ahí te dejo mi alma, un paso en falso y me la destruyes”<br />

me pareció leer en sus ojos al despedirse, vacilando indeciso en<br />

la puerta después de darle una última mirada al cuaderno. Los<br />

nítidos rasgos de la madre ausente (había muerto cuando él era<br />

92


La t i t u d e s<br />

todavía un niño) se habían ido transfigurando paulatinamente<br />

en la segunda mitad del cuaderno y al final ya no cabía duda<br />

que era yo la figura superpuesta sobre la otra. ¿Cómo sería<br />

aquí en Santiago, con estos jóvenes tan desenvueltos y seguros<br />

de sí mismos? Muy pronto lo supe. Todo iba bien si decía que<br />

el poema era bueno y pronunciaba las esperadas alabanzas,<br />

pero ay de mí si no exaltaba la poesía a las alturas donde ellos<br />

la tenían. También aprendí, que al igual que el café, el vino y<br />

el sexo, la poesía es un gusto adquirido. “Escuela de Santiago”<br />

se llamaba el grupo (entre 20 y 25 años de edad) que habían<br />

formado Jorge, Naín, Erik y Carlos con el manifiesto “Todos<br />

enhebramos la misma aguja, usamos los ojos hacia arriba y<br />

hacia abajo, desde distintos ángulos los hilos se deforman y<br />

alejan y es lo mismo, aunque diferente…”.<br />

Después del recital Jorge me propuso que tradujéramos a<br />

Baudelaire, y muy pronto intuyó que mi preferencia eran los<br />

espacios abiertos. Nos sentábamos en un banco alejado del<br />

parque Causiño cerca de la tierra desnuda, donde yo podía<br />

tener la mente en las estrofas que traducíamos a punta de diccio-<br />

nario y los ojos en el verdor de tanto árbol, cosa también nueva<br />

para mí que venía de un lugar semidesértico. Las pasiones que<br />

lo empujaban eran las artes, las letras y la política, que aunque<br />

parecen reñidas se aúnan como la santa trinidad. No sólo las<br />

reconciliaciones sino también las peleas de enamorados se<br />

93


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

vestían de poemas no siempre del mejor jaez cuando los dic-<br />

taba la frustración: “la bondad tiene las uñas empapadas de<br />

sangre, la inocencia hiede…”.<br />

94<br />

Aunque el departamentito era minúsculo estábamos<br />

contentos de tener un lugar bonito donde vivir. Apenas nos<br />

pusimos de novios mandé hacer un juego de comedor y uno<br />

de dormitorio, muebles firmes que aguantaran no sólo el paso<br />

del tiempo sino también los embates de los cinco niños que<br />

me proponía tener, que si salían como yo y mis hermanos más<br />

valía estar preparados. En la población donde trabajaba había<br />

conocido a Don Manuel, que hacía muebles tallados a mano<br />

y a muñón porque era manco. La marquesa era verde oscura<br />

con una cabeza de caballo cruzada por dos espadas valenci-<br />

anas. La fiesta de bodas que nos regaló la abuela de Jorge nos<br />

reportó un buen botín: cocina, floreros, platos, tazas y cubi-<br />

ertos. La compra del colchón, sábanas y frazadas nos tocó a<br />

nosotros y no alcanzó la plata para el cubrecama, que tuvo<br />

que esperar hasta bien entrado el año después de casados. Era<br />

amarillo y le venía de perillas al color de la marquesa. “Parece<br />

un príncipe”, dijo la tía Gina cuando pasó a ver a Jorge que<br />

estaba en cama con gripe. Lo malo es que vino justo después<br />

que nos habíamos dado una cura de ajo que había dejado pas-<br />

ada la pieza que era al mismo tiempo dormitorio, comedor y<br />

living. Pusimos la mesa al lado de la única ventana que daba


La t i t u d e s<br />

luz a toda la habitación y en una punta albergamos la vieja<br />

Underwood de Jorge, encargada de hacer visibles sus poemas y<br />

escritos. La mayoría de los cuadros que adornaban las paredes<br />

los había pintado él mismo. Por ese tiempo se entusiasmó por<br />

la escultura e hizo una estatua de arcilla tan fiel a mi cuerpo<br />

que me confundía. Encima de la cabecera de la cama colgaba<br />

el autorretrato que me había regalado después de una pelea<br />

de novios que duró más de la cuenta. Yo iba saliendo de la<br />

casa cuando lo vi bajarse de la micro en Avenida Matta con<br />

Nathaniel y atravesar la calle a tranco largo, la cara más grave<br />

y flaca que de costumbre después de haber cruzado Santiago<br />

de un extremo al otro con el enorme cuadro bajo el brazo.<br />

Qué mujer quedaría inmune a esos raptos de amor. “Te traje<br />

esto. Si no me dejas estar en tu vida de cuerpo presente…”. Él<br />

era mi brújula y mi mundo en ese bullicio santiaguino y nunca<br />

duraban mucho los enconos. Cuando había plata extra íbamos<br />

al centro a comprar los colores básicos de pintura al óleo que<br />

darían vida a telas, tablas o lo que hubiera a mano. Nos pintó a<br />

los dos juntos en un pedazo de cholguán que encontramos en<br />

la calle. La mujer en tonos amarillo-naranja parecía bañada de<br />

una fuerza extraña y miraba directamente al frente. El hom-<br />

bre, un poco inclinado hacia la mujer mostraba la mitad de su<br />

cuerpo en sombras. Había elegido para sí mismo matices aten-<br />

uados de rojo y negro, los colores del MIR. Colgué el cuadro<br />

95


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

en la pared a mi lado de la cama. Había otra piecita al lado<br />

casi tan minúscula como la cocina donde fue a parar su viejo<br />

escritorio que pasaba atiborrado de todo lo que no cabía en la<br />

pieza principal.<br />

96<br />

A los 25 años ya podía reunir en un librito los poemas que<br />

había escrito, conocía bien a los autores chilenos, a los más<br />

destacados del mundo y se había tragado una buena parte de<br />

las filosofías antiguas y modernas. Se había hecho merecedor<br />

de un par de ayudantías en la universidad, que había ganado<br />

presentándose a concursos abiertos, y yo lo seguía con entu-<br />

siasmo y tesón. No me interesaba perderme en su mundo<br />

sino vestir el mío con los diferentes ropajes de las palabras<br />

que él conocía tan íntimamente y que le calzaban tan bien.<br />

Hablar de elites, cultura occidental, metrópoli y colonia, sur-<br />

realismo y tantas otras cosas habría sido ponerme un vestido<br />

ajeno que no se acoplaba a los pliegues naturales de mi cuerpo.<br />

Trabajábamos y estudiábamos la semana entera. Llegábamos<br />

agotados pero contentos al atardecer o en la noche cuando me<br />

tocaba enseñar en el liceo nocturno de la Granja. Comíamos<br />

algo compartiendo las peripecias del día. Yo le hablaba de<br />

mis estudiantes adolescentes y adultos, o le leía las cartas de<br />

mi madre o de mis hermanas cuando las recibía. Él me con-<br />

taba de sus clases, lecturas y actividades con amigos y amigas,<br />

anécdotas de los recitales de poesía y música que daban en las


La t i t u d e s<br />

poblaciones marginales o en la misma universidad. De uno<br />

de esos recitales volvió una vez a la casa sin argolla y sin reloj.<br />

Siempre al justo con la plata decidió echar a la colecta lo único<br />

de valor que tenía a mano, sin pensar que la argolla de casados<br />

no es propiedad de una persona sino de dos. Se llevó un mere-<br />

cido raspacachos.<br />

Los fines de semana eran nuestros. La mañana del sábado<br />

era para retozar o leer un rato más en la cama y regalarnos un<br />

desayuno especial. En la tarde salíamos al centro o venía algún<br />

amigo de él a tomar onces y yo dedicaba buena parte de la<br />

mañana a hacer un kuchen y limpiar el departamento mientras<br />

él salía a comprar mortadela, salame y queso a la hora en que<br />

salía el pan caliente. Nunca fui adicta al limpiado pero, como<br />

era tan chiquito, la pieza principal quedaba soplada en un dos<br />

por tres y los eternos sobrantes iban a aumentar la ruma de la<br />

piecita contigua. El toque final lo daban los arreglos florales<br />

que hacía Jorge con ramas secas y cualquier cosa que encon-<br />

trara en el patio. Siempre con un libro en la mano, pintando<br />

cuando tenía pintura o sentado frente a la vetusta máquina de<br />

escribir. Yo había empezado a ahorrar para regalarle una nueva<br />

o por lo menos una un poco más moderna. Los domingos<br />

recorríamos a pie el camino hasta la casa de su abuela donde<br />

almorzábamos y nos quedábamos tendidos en su cama viendo<br />

a los tres chiflados o los sábados gigantes de Don Francisco o<br />

97


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

lo que hubiera en la tele (no teníamos en la casa). En la sala de<br />

estar había algunos cuadros que había pintado Jorge en la ado-<br />

lescencia. Un papá con una niñita de la mano andando a paso<br />

lento por un camino abierto a la distancia, bordeado de veg-<br />

etación silvestre. Se podía adivinar la cháchara amena entre el<br />

padre y la hija, caminando y deteniéndose para mirar de cerca<br />

algo que a ella le llamara la atención. El otro que me gustaba<br />

representaba un rincón del patio de esa misma casa por donde<br />

pasaba una acequia y proliferaban matorrales y flores silvestres<br />

a diversa altura.<br />

98<br />

Su predilección por la poesía lo había hecho un adolescente<br />

retraído y solitario, y en los libros del abuelo encontró el hilo<br />

de la filosofía, su primera carrera en el pedagógico que después<br />

combinó con cursos de literatura para el grado de licenciatura.<br />

Su deseo había sido estudiar pintura en la Escuela de Bellas<br />

Artes, pero tuvo que resignarse al término medio que le ofrecía<br />

la madre. Si no quería estudiar una carrera práctica y lucrativa,<br />

la docencia le aseguraba al menos un sueldo de profesor. No<br />

había conocido estrecheces pero tampoco riquezas, lo que iba<br />

muy bien con él que, cuando yo lo conocí, ya se había alineado<br />

con el proletariado. Se me ocurre que también fueron los libros<br />

del abuelo los que lo endilgaron en las palabras y la política.<br />

Jubilado del ejército chileno con el grado de coronel cuando<br />

yo entré en escena, el abuelo Leocadio había sido edecán del


La t i t u d e s<br />

presidente Ibáñez que desterraba a diestra y a siniestra. Elías<br />

Lafertte de la izquierda, Alessandri de la derecha, no era cosa<br />

de color político sino de oposición real o imaginada a su régi-<br />

men. Cuando el abuelo cayó en desgracia fue desterrado a la<br />

isla Más Afuera y desde ahí, junto con otros exilados se dedicó<br />

a complotar contra el gobierno. En mayo de 1931, en calidad<br />

de comandante del ejército, dirigió un golpe militar que fra-<br />

casó, como había fracasado el de su amigo Marmaduke Grove<br />

(el avión rojo) el año anterior. “Éramos todos locos, mi’jita”,<br />

fue lo único que pude sonsacarle cuando traté de sondearle la<br />

memoria de esos hechos. Fue uno de los raros momentos de<br />

relativa lucidez que compartí con él en medio de una risa exal-<br />

tada. “Debajo de mi cama se metió uno de sus amigos cuando<br />

los vinieron a buscar”, dijo la abuela. Era dado a las rabietas y<br />

en los años de militar activo se sacaba esos arrebatos de ira del<br />

cuerpo azotando al perro. Fue lo que le causó la hemiplejía que<br />

le dejó paralizado el lado izquierdo. Orejón, de tez muy blanca<br />

y ojos azules, no eran sus rasgos físicos los del típico chileno<br />

y la familia parecía no saber de dónde había venido. Había<br />

sido amante de la teosofía y otros saberes esotéricos, no sé si<br />

era masón o rosacruz o las dos cosas juntas, si es posible tal<br />

mezcolanza. La abuela Adelina, de ascendencia peruana, era<br />

un alma de Dios y aceptaba lo bueno y lo malo de su marido<br />

con la misma serenidad con que me aceptó a mí. Bendita su<br />

presencia en mi vida en esos tiempos difíciles.<br />

99


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

100<br />

Si había algún vacío en la vida de Jorge podría haber sido la<br />

ausencia de un padre. No sabría decir qué efecto tuvo en él. Se<br />

fue antes que él naciera y lo único que le quedó fue una foto<br />

de estudio de una jovencita de ojos grandes y claros, vestida de<br />

blanco, al lado de un joven de labios delgados y mirada intensa.<br />

La madre se volvió a casar y de esa unión, también de corta<br />

duración, le quedó una hermana y la sensación de haber tenido<br />

un buen papá aunque por pocos años. La madre se había jubi-<br />

lado muy joven de su puesto de cajera del Banco del Estado<br />

y también recibía pensión como hija “soltera” de coronel en<br />

retiro del ejército. La parte cotidiana de la crianza de los dos<br />

hijos le había tocado a la Soledina, doméstica de origen mapu-<br />

che que se había venido niña del sur y que se la iban pasando<br />

de una unidad familiar a otra dentro de la misma parentela<br />

cuando los hijos crecían.<br />

Jorge se desplazaba de un lado a otro como pez en su salsa<br />

por ese incesante zumbido de la gran ciudad, alimentando la<br />

mente de esas vibraciones omnipresentes que herían todos mis<br />

sentidos, salvo el de la esperanza que alguna vez también a mí<br />

esa ciudad me revelara su secreto encanto, cosa difícil porque<br />

yo le había entregado el cuerpo pero sólo parte del corazón, la<br />

otra mitad se me había quedado junto a mi madre, el mar y los<br />

cielos estrellados de mi pueblo. Tan dispares y, sin embargo, la<br />

carencia de uno parecía suplirla el otro. Yo venía del silencio


La t i t u d e s<br />

de la cima de la montaña que sólo lo interrumpen las voces del<br />

viento y a veces del mar cuando la calma es total. Él en cam-<br />

bio parecía nutrirse del constante tráfago de autobuses y gentes<br />

que se mueven como una sola masa de un lado a otro. Leía de<br />

todo, sabía de todo (así lo percibía yo al menos) y me hablaba<br />

de todo. La ruta hacia el futuro no estaba trazada en ningún<br />

mapa físico ni mental pero se hacía con cada paso que se daba<br />

o se dejaba de dar.<br />

101


DENISE<br />

Personajes<br />

de n i s e (entre 2 y 3 años de edad)<br />

te n c h a : (la madre)<br />

La m a d r i n a<br />

ve c i n o<br />

vo z e n o f f (masculina)<br />

La escena representa la salita de un departamento en un edificio, con<br />

una ventana que da a la calle. No hay televisión ni teléfono. Todo está<br />

en desorden y hay libros esparcidos por el suelo, una Biblia entre ellos.<br />

Hay una vela pegada a un platillo con cerote y una caja de fósforos en<br />

la mesita de centro. Además de la puerta de entrada, hay una que da al<br />

dormitorio y otra a la cocina. La madrina acaba de llegar y cuando ve<br />

a Denise dormida en el sofá se saca los zapatos y el chaleco tratando de<br />

no hacer ruido.<br />

102


La t i t u d e s<br />

te n c h a .—(Entrando con un biberón en la mano, los ojos enrojecidos.)<br />

Si despierta le das la leche. Dejé todo listo en la cocina por si<br />

hay que calentarla a bañomaría.<br />

mad r i n a .—(Con aire inquisitivo mirando el desorden a su alrededor.)<br />

¿Eso es todo?<br />

te n c h a .—(Hablando en susurros.) Si vieras el dormitorio.<br />

Rompieron el colchón buscando armas y sacaron todos los<br />

muebles al pasillo, hasta la ropa de la cómoda. No he podido<br />

prevenir a Jaime. No sé dónde está. Un amigo me va a acom-<br />

pañar a la embajada canadiense. Mejor usar las velas (indica la<br />

mesita de centro). Parece que hay un francotirador en el edificio<br />

porque cuando prendí la luz lanzaron una ráfaga de metralla.<br />

Una de las balas se incrustó en la cabecera de mi cama.<br />

(Levantando el mentón apunta hacia la ventana.) Todavía están abajo<br />

y siguen allanado departamentos. Dile al flaco que por ningún<br />

motivo se presente si aparece su nombre en alguna lista. Los<br />

que creyeron que no les iba a pasar nada están desaparecidos.<br />

Es mejor que se vayan a Coquimbo donde tu familia. Me con-<br />

taron que a un compañero lo denunció un vecino alesandrista<br />

que siempre le había tenido pica.<br />

mad r i n a .—Tranquila Tenchita. A la niña te la cuido con mi<br />

vida. Si te demoras demasiado es posible que me la lleve a la<br />

casa. No te asustes si no estamos aquí cuando llegues. Te dejo<br />

una notita. (Se miran intensamente un segundo y Tencha desaparece de<br />

la escena.)<br />

103


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

(La madrina se queda pensativa mirando a Denise y luego se acerca<br />

furtivamente a la ventana evitando ser vista desde afuera. La luz cambia<br />

y cae de lleno en la carita dormida de Denise que tiene un chupete en<br />

la boca.)<br />

vo z e n o f f.—No abras los ojos niña amada a esta luz teñida de<br />

resplandores rojizos. Mientras soñabas con leche dulce y caras<br />

sonrientes, las voces que te saludaban alegres cada mañana se<br />

trizaron en murmullos de miles de alas negras batiendo sobre<br />

tu pobre cabeza. No son pájaros pequeña mía los que cruzan<br />

este cielo de septiembre y que acabarán reclamando la vida de<br />

tu padre. No oirás en mucho tiempo el canto que te anuncia<br />

un amor sin sombras. Cuando hayas abierto completamente<br />

los ojos, ya no serás la misma. La verdad se agolpará detrás de<br />

tu frente como un rebaño de ovejas asustadas y yo no estaré a<br />

tu lado. No asomes tu cara al mundo en este día nefasto, no<br />

salgas a jugar ni manches tu sonrisa con la sangre de las calles.<br />

Se acerca el gemido de mujeres, hombres y niños. Tu madre es<br />

la que llora en ese coro que arrastra sus lamentos.<br />

(La madrina se acerca preocupada y se sienta al borde del sofá. Recoge<br />

la Biblia. Denise da claros signos de empezar a despertarse. La madrina<br />

prueba la temperatura de la leche en el dorso de la mano y antes que la<br />

niña se despierte del todo reemplaza el chupete por la mamadera y emp-<br />

ieza a contarle un cuento.)<br />

104


La t i t u d e s<br />

mad r i n a .—Había una vez un país pequeñito, largo y flaco como<br />

tu padrino Jorge. La gente era por naturaleza amable y dichar-<br />

achera, amantes de la poesía y la conversación. Los niños del<br />

sur tenían enormes bosques para jugar, nadaban desnudos en<br />

los lagos y hacían guirnaldas de flores rojas como campanitas<br />

que se llaman copihues. Los del norte veneraban la vastedad<br />

de las aguas azules y saladas de los mares. Las jovencitas se<br />

adornaban con faldas de huiros y recogían caracoles para sus<br />

enamorados. Cuando el sol ponía millares de lucecitas en el<br />

agua, se tendían en la arena y adoraban silenciosamente mar<br />

y cielo.<br />

(Se escucha una voz junto con golpes tímidos en la puerta de calle: “Aló”,<br />

“Doña Hortensia”. La madrina abre la puerta asustada y hace pasar<br />

al vecino.)<br />

ve c i n o.—(Visiblemente agitado.) No señora, gracias, vengo de<br />

pasadita a hablar con la vecina.<br />

mad r i n a .—Salió y no sé a qué hora llega.<br />

ve c i n o.—(Vacilando entre irse o hablar, mira a Denise y por fin se decide<br />

por lo último.) Se llevaron a Don Jaime. No alcanzó a llegar al<br />

edificio. Parece que lo estaban esperando. Por favor avísele a la<br />

vecina. (Sale como temiendo que alguien lo haya visto entrar.)<br />

105


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

mad r i n a .—(Con rabia más que con miedo toma la Biblia y empieza<br />

a buscar, haciendo esfuerzos por traer algo a la memoria. Por fin la deja<br />

abierta en el libro de Samuel y empieza a leer.)<br />

… Pero había una sombra nefasta que afligía y amedrentaba<br />

a los pueblos. Un gigante salía a rondar ciudades y campos<br />

sembrando la destrucción. Miles de siervos le obedecían y él<br />

les mandaba construir toboganes por el aire, debajo de la tierra<br />

y el mar por donde resbalaban las riquezas de todas partes<br />

del mundo. Goliat era su nombre. Tenía seis codos de altura<br />

y un palmo. Traía un casco de bronce en la cabeza y llevaba<br />

una cota de malla. Sobre sus piernas traía grebas de bronce y<br />

jabalina de bronce entre sus hombros. El asta de su lanza era<br />

como un rodillo de telar y tenía la hoja de su lanza seiscientos<br />

siclos de hierro. Con ella mataba a todos los que se atrevían a<br />

cruzarse en su camino.<br />

106<br />

Se rió el rey y se rieron los súbditos cuando escucharon que<br />

un pastor de ovejas que se llamaba David quería enfrentarse al<br />

gigante y hacer de él lo mismo que había hecho con el oso o<br />

el león que tomaba algún cordero de la manada: “Salía yo tras<br />

él y lo hería y lo libraba de su boca”. Tanto insistió que por fin<br />

el rey lo vistió con sus ropas y puso sobre su cabeza un casco<br />

de bronce y lo armó de coraza. “Yo no puedo andar con esto”,<br />

dijo el pastorcito y echó de sí aquellas cosas. Tomó su cayado


La t i t u d e s<br />

en la mano y escogió cinco piedras lisas del arroyo y las puso<br />

en el saco pastoril, en el zurrón que traía. Tomó su honda en<br />

la mano y se fue al encuentro del enemigo. “¿Soy yo perro para<br />

que vengas a mí con palos?”, le dijo Goliat y lo maldijo por sus<br />

dioses. “Ven a mí y daré tu carne a las aves del cielo y a las bes-<br />

tias del campo”. Y aconteció que cuando se echó a andar para<br />

ir a su encuentro, David metió su mano en la bolsa, sacó de<br />

ahí una piedra y la tiró con la honda hiriéndolo en la cabeza.<br />

La piedra quedó clavada en la frente y el gigante cayó sobre su<br />

rostro en tierra. Así venció David con honda y piedra sin tener<br />

espada en su mano.<br />

de n i s e .—(Totalmente despierta le pasa la mamadera vacía y apunta<br />

hacia el dormitorio.) ¿Mamá?<br />

mad r i n a .—(Finge no haberla escuchado y sigue con la historia.)<br />

Grandes y chicos salieron a las calles a celebrar. De todas las ciu-<br />

dades salían las mujeres cantando y danzando con panderos…<br />

de n i s e .—(Interrumpiéndola, a punto de echarse a llorar.) ¿Papá?<br />

¿Panderos?<br />

Telón<br />

107


NIEVES* 1<br />

—Una vez más que esa momia ‘e mierda diga que somos un<br />

país civilizado no respondo de mí—Las palabras se le habían<br />

escurrido a Rosa a pesar suyo, resbalando achatadas por entre<br />

los dientes apretados hacia los oídos de Nieves. Al lado de la lit-<br />

era donde yacía una mujer de edad, la perorata de doña María<br />

nosécuantito sobre lo de Chile como país civilizado no había<br />

hecho más que agravar la frustración de Rosa. No había que<br />

ser doctora para darse cuenta que “la abuela” estaba grave y<br />

acababa de vaciar al pañuelo que le ponía en la frente el último<br />

conchito de agua que había conseguido con “el jefe” a punta de<br />

ruegos. Si habían creído que era imposible que pudiera caber<br />

alguien más en la celda de 2,5 x 2, las doce mujeres tuvieron<br />

que reajustar la percepción que tenían del espacio. La nueva<br />

tenía ochenta años y cuando vieron que era dulce empezaron<br />

a llamarla “abuela”. Había escuchado voces en una mina aban-<br />

donada y tuvo la mala ocurrencia de contarlo. Cuando el rumor<br />

* Esta narración se basa en hechos descritos en El 39avo fragmento del<br />

clan (1994), testimonio de Nieves Fuenzalida sobre su experiencia en 4<br />

Álamos que la dejó inválida.<br />

108


La t i t u d e s<br />

de las “voces en la mina vieja” llegó a oídos del jefe militar del<br />

pueblo, ya la abuela se había convertido en una Mata Hari que<br />

traía y llevaba recados de marxistas en la clandestinidad.<br />

“A lavarse bien, niñas. No queremos marxistas hediondas”.<br />

La puerta se abría estrepitosamente a eso de las cinco de<br />

la mañana y con las risotadas todavía en el aire había que con-<br />

testarle a coro “muy bien, jefe”. A veces no quería esperar hasta<br />

las cinco y las hacía marchar a las duchas a las tres o cuatro de<br />

la mañana. Sin un lugar donde dejar nada, las más antiguas se<br />

ofrecían a sostener la ropa de las recién llegadas y aprovechaban<br />

ese momento para decirles que se mojaran el pelo por encima<br />

nada más. A veces ocurren milagros y nada se ganaría diciendo<br />

la verdadera razón, con suerte hasta podrían evitarse ese trago<br />

amargo. A veces se veían urgidas a preguntas y entonces le<br />

echaban la culpa a la pulmonía, lo que había resultado cierto<br />

en este caso, quizás por la edad de la abuela. La mayoría eran<br />

mujeres jóvenes. Sentían que todos los hielos cordilleranos se<br />

condensaban en el agua que les caía sobre la piel en cascadas<br />

de granizo. Sin nada con qué secarse, tenían que ponerse la<br />

ropa en el cuerpo mojado, tratando inútilmente de parar el<br />

furioso castañetear de los dientes.<br />

“Así de rojitas las queremos niñas, con buen color, ¿estaba<br />

calientita el agua? Los huevones de los derechos humanos van<br />

a ver que las tratamos como princesas”.<br />

109


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

110<br />

La risa burlesca no hizo mella esta vez en Nieves, que le<br />

dio a Rosa una mirada de alerta al escuchar la mención de<br />

“derechos humanos”. Habían llegado hace poco al campo<br />

de concentración 4 Álamos y todavía no sabían que para ellas<br />

no habría visita ni derechos humanos ni de ningún otro tipo<br />

porque la gente que llevaban a ese lugar estaba oficialmente<br />

desaparecida. Los militares habían transformado un antiguo<br />

monasterio en un campo de concentración que en los prim-<br />

eros meses de la dictadura estuvo a cargo de carabineros. En<br />

cada pieza había un tarro de pintura para las necesidades. Lo<br />

vaciaban una vez al día cuando traían comida y papel de diario<br />

que los prisioneros tenían que usar para envolver sus excre-<br />

mentos antes de tirarlos por la ventana. Cuando la Nieves llegó<br />

había pasado a manos de los militares que habían instalado un<br />

par de letrinas y equipo de tortura, incluso una piscina para<br />

waterboarding y perros doberman entrenados para violar a hom-<br />

bres y mujeres.<br />

Eran cuatro, tres profesores y un estudiante, los que la<br />

directora del liceo Darío Salas había entregado “a las fuer-<br />

zas del orden” por haber asistido al entierro de un alumno<br />

de izquierda donde se cantó “Arriba los pobres del mundo,<br />

en pie los esclavos sin pan”. Nieves, que era filósofa innata y<br />

de profesión había quedado en la misma pieza que Rosa, la<br />

matemática. Roberto, el estudiante, fue a dar a la celda número


La t i t u d e s<br />

13 junto con Arturo Barría, profesor de música que tocaba el<br />

piano y cantaba. Como no podía imaginar un mundo sin melo-<br />

días, a las pocas semanas había formado un coro con los otros<br />

“prisioneros de guerra”. En menos de un año de reiterados<br />

interrogatorios con electricidad en los testículos y en la len-<br />

gua, la voz de Arturo quedó silenciada para siempre. No salió<br />

de 4 Álamos.<br />

Doña María del Pilar venía azorada por el pasillo del mon-<br />

asterio, recitando a voz en cuello todos sus nombres y apellidos,<br />

el rostro pasmado de asombro y a punto de perder toda com-<br />

postura, alegando su inocencia a los soldados que la empujaron<br />

en medio de risas y burlas a la celda número 3: “Escuchaste<br />

pela’o, yo no soy una cualquiera, soy la Reina de Java”. No se<br />

quería convencer que la habían tomado prisionera a ella, que<br />

tanto había hecho por ayudar a extirpar los elementos subversi-<br />

vos que querían hacer de Chile otra Rusia. Junto a otras amigas<br />

en la casa de la Edita, ella había aportado su primer granito de<br />

arena agregando a la lista la dirección de la casa en la calle J.<br />

E. Montero donde sabía que había miristas. Aunque vivían en<br />

un departamentito detrás de la casa, él no tenía pinta de jar-<br />

dinero ni ella de empleada doméstica. Por eso la mortificaba<br />

tanto verlos pasar frente a su casa los domingos, siempre a la<br />

misma hora, fingiendo conversar como si nada. A eso había<br />

ido al retén, a cumplir con su deber pasando la información.<br />

111


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

En la cima de la pirámide política la fuerza de las armas se<br />

había apoderado del gobierno y de ahí hacia abajo se fueron<br />

desmoronando, como terrón de azúcar, estructuras sociales<br />

que décadas de democracia habían ido pasando de una gen-<br />

eración a otra. Al igual que los terremotos ponen a prueba la<br />

solidez de las construcciones, la dictadura sirvió para tantear<br />

el temple de los chilenos. Como secuelas del quiebre social<br />

e institucional del golpe surgieron soplones de la noche a la<br />

mañana, ya sea por miedo o por maldad y al interior de las<br />

fuerzas armadas fue peor. Sin el freno de la ley y con permiso<br />

para usar las armas que tenían en las manos, muchos militares<br />

dejaron aflorar crueldades y depravaciones sexuales que hasta<br />

entonces habían mantenido ocultas.<br />

112<br />

“Sáquese los zapatos, señora; se le van a hinchar los pies”,<br />

le dijo Nieves, mirando los tacos altos que calzaba la mujer y<br />

empezando a trenzar su largo pelo ya desenredado después<br />

de devolverle la peineta a Rosa. Haciendo caso omiso de la<br />

sugerencia y ya más en control de sí misma, doña María volvió<br />

a la carga, esta vez en un tono desafiante, “Chile es el país más<br />

civilizado de América Latina. Si estoy aquí es por error”. Se<br />

había tranquilizado lo suficiente como para atacar si era nec-<br />

esario para defender a su general. Se mantenía erguida, con<br />

el vientre hundido en un intento de poner una barrera física<br />

entre ella y las otras que sin duda estaban ahí por traición a la


La t i t u d e s<br />

patria. Sacarse los zapatos sería admitir lo imposible. Pensó<br />

en la humillación de los que la habían detenido al momento<br />

de rendir cuentas por el vergonzoso malentendido y se sintió<br />

reconfortada con la certeza que a esas alturas su marido y sus<br />

hijos ya habrían aclarado el equívoco. Lo mejor sería perdonar<br />

la ignorancia de esos cabos y relegar al pasado el nefasto inci-<br />

dente. “No los castigue”, le diría al oficial que la acompañaría<br />

hasta la puerta de salida, deshaciéndose en disculpas.<br />

Aunque Rosa era la única que había dado voz a su frus-<br />

tración, todas conocían de sobra las expresiones de los ojos<br />

de sus compañeras después de meses en que las ansiedades<br />

propias y las ajenas se habían confundido en espesos silencios.<br />

Sintiendo las miradas detenerse en ella, se le ocurrió a Nieves<br />

que sin decirlo le estaban dando la difícil tarea de poner a la<br />

mujer en su lugar, lo que quizás pasaba por quitarle algo tan<br />

preciado como la esperanza, que cada una de ellas conocía<br />

a fondo porque era lo que cultivaban dormidas y despiertas.<br />

¿Qué pasa cuando desaparece? ¿Vale la pena seguir alimen-<br />

tándola cuando la razón dice que no hay salida? Se acordó de<br />

esa mujer pálida y triste que los militares vinieron a buscar a las<br />

cuatro de la mañana y se les murió en la tortura. Parecía que<br />

la esperanza la había abandonado antes que la dejara la vida.<br />

Nieves se refugiaba en la razón pero cómo saber si no era al<br />

mismo tiempo fuente de engaño. ¿Por dónde empezar? Había<br />

113


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

una sola mujer en la pieza cuando ellas llegaron y era Patricia,<br />

estudiante del último año de la secundaria y presidenta del<br />

Consejo Estudiantil del Darío Salas. Había desaparecido el<br />

mismo 11 de septiembre y todos la creían muerta. Había sobre-<br />

vivido no sólo los meses de soledad sino violaciones y otras<br />

torturas (¿fue a ella o a otra a la que le habían metido ratas<br />

en la vagina?). Lo más sencillo sería explicarle que fue el apel-<br />

lido lo que causó la prisión de la mujer alta y rubia, de aspecto<br />

nórdico a su derecha. Le asomaban los huesos por la piel y no<br />

dejaba de roer un trozo de pan duro. Estuvo encerrada meses<br />

en los “carritos” de Puente Alto, que llevaban siglos en desuso.<br />

Los militares habían habilitado el lugar como campo de con-<br />

centración y una vez al día tiraban trozos de pan al suelo que<br />

ella guardaba en el bolsillo y los iba comiendo poquito a poco,<br />

noche y día. Después la pasaron a 4 Álamos. Fue torturada por<br />

llamarse Baleska, que no podía ser otra cosa que un nombre<br />

ruso y, ella, agente secreta del comunismo internacional.<br />

114<br />

Se decidió por fin a empezar por el comienzo, pero cómo<br />

explicar el miedo de ese primer día cuando supo sin lugar a<br />

dudas que nada de lo que pudiera decir o hacer cambiaría su<br />

situación. En cosa de horas había perdido lo que le habían<br />

dado los años de mujer adulta: el control de su vida.


El dolor es un hoyo<br />

sus vapores me suben a la boca<br />

me río en silencio para apaciguar la angustia<br />

Estoy confusa<br />

¿Adónde nos llevan?<br />

Siento risas de hombres jóvenes<br />

¿Serán alumnos tuyos o míos?<br />

Me duele la angustia<br />

¿Me esperas todavía amor en la placita?<br />

¿Adónde nos llevan?<br />

La t i t u d e s<br />

—Súbanlos y póngalos contra la pared. Amárrenlos.<br />

Colóquenles las vendas en los ojos. Preparen las armas.<br />

Apunten…<br />

Al miedo lo ataca el huracán<br />

y sube y baja por mi esófago<br />

prisionero de un corazón que late enloquecido<br />

Mi alma se perdió en lágrimas densas<br />

de caudal profundo<br />

disparadas a través de la venda<br />

El brillo de mi pelo se apagó<br />

Mi sonrisa se hundió en el olor de la pena.<br />

115


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

116<br />

¿Escuchan los oídos la ráfaga que aniquila? Son risotadas<br />

las que escuchan. Luego voces:<br />

—Se terminó el juego muchachos. Quítenles las vendas.<br />

Hasta el próximo capítulo…<br />

—A sus órdenes, mi sargento.<br />

Después de eso no hubo otro refugio que la mente para<br />

Nieves. Nada podía hacer por su cuerpo, que estaba a la merced<br />

de fuerzas que no podía controlar. ¿Qué era lo que motivaba a<br />

los soldados a aniquilarles la identidad de adultos tratándolos<br />

como a niños? ¿No tenían escrúpulos en entregar “niños” a<br />

los verdugos? ¿Era un igualador social? No hay jerarquías ni<br />

divisiones de clases sociales entre los niños y lo que tienen en<br />

común es la sumisión al poder de los adultos. Jugando al tren-<br />

cito, con los ojos vendados, los habían dispuesto a los cuatro,<br />

uno tras otro, como los carros de un tren para llevarlos a una<br />

sesión de tortura de la cual Arturo no volvería. Un cansan-<br />

cio infinito le horadaba los huesos y la carne a Nieves justo<br />

cuando sus reflexiones llegaban a cierto punto. Lo único que<br />

sabía con certeza era la necesidad de ocuparse conjeturando<br />

un futuro donde ella estaría en su casa, sentada a la mesa con<br />

César, su marido, y sus dos hijos. Ni siquiera sabía si él había<br />

corrido la suerte de ella o la de Arturo. Si lograba que la mente<br />

trascendiera la barrera del cuerpo ella llegaría a su hogar, se


La t i t u d e s<br />

quedarían los dos conversando hasta tarde en la cama, bara-<br />

jando hipótesis, antes o después de hacer el amor, ella con la<br />

trenza deshecha, el abundante pelo castaño desparramado<br />

en la almohada o en el pecho de él hasta quedarse dormidos,<br />

dejando para mañana lo que no habían alcanzado a dilucidar<br />

el día de hoy, sabiendo que Ariel estaría en su pieza y Moira en<br />

la suya, y que seguirían creciendo a su amparo.<br />

—Nieves Pizarro, prepárese porque tiene que salir.<br />

Al escuchar mi nombre<br />

un fuego de angustia<br />

me sube desde el estómago<br />

se me desliza por el esófago<br />

y va desbordando lento a mi boca<br />

¿Qué me espera?<br />

¿la libertad, la muerte?<br />

Mientras le cortan el pelo escucha voces de niños: —Mamá,<br />

mamá. La cabeza gira enloquecida en todas direcciones<br />

¿Ariel, Moira, dónde están? hasta que descubre la grabadora.<br />

Después de un rato la mente salta definitivamente la barrera<br />

física, se desprende de ese cuerpo y lo mira desde lejos como<br />

algo ajeno.<br />

117


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

118<br />

Yo no soy ese bulto informe tendido en el camastro con las piernas<br />

abiertas. De lejos me llega la voz de una mujer: “otra vez”, “más aden-<br />

tro”. Los dos hombres obedecen y empujan los alambres electrificados<br />

hacia adentro.


ERIK<br />

“Me voy” dijo Erik esa tarde acomodando el vestón en el<br />

respaldo de la silla. Me quedé inmóvil en la puerta de la cocina<br />

con el jarro de limonada en la mano. A pesar de los cinco años<br />

que lo venía mirando me pareció verlo por primera vez. El<br />

calor de la tarde le había dejado una leve capita de sudor en<br />

la cara que si hubiera sido más larga a la altura de la barbilla<br />

habría acomodado mejor el tamaño de sus ojos. A decir verdad<br />

no era más que una ilusión óptica y una cara más larga quizás<br />

le habría restado equilibrio a ese cuerpo menudo de estatura<br />

mediana. Los labios, que ya se los hubiera querido cualquier<br />

mujer, eran tan rojos que la sangre parecía tentada a zafarse<br />

de la precaria protección que le daba la piel. Lo difícil con<br />

él no era hacer un balance de la cáscara sino de los ángeles y<br />

demonios que anidaban en su cabeza.<br />

“Cómo que te vas si recién vienes llegando”. Hice un rápido<br />

recorrido mental para ver si lo había ofendido aunque estaba<br />

segura que no. Aprendí bien mi lección esa vez que se fue<br />

119


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

enojado y me dijo desde la puerta “qué sabes tú, después de<br />

todo…”. La poesía y las mujeres eran sus pasiones más visibles<br />

y fue la poesía lo que me hizo caer en desgracia con él. Era yo<br />

la que preparaba todo y cuando nos sentábamos a la mesa a<br />

tomar onces ellos se acaparaban la conversación paseándose<br />

como Pedro por su casa por Pound, Lautréamont, Rimbaud<br />

y otros grandotes, dejándome totalmente al margen. ¿No hay<br />

otras cosas bajo el sol? fue lo que dije o quise decir y en la<br />

mirada de desprecio que me llegó de vuelta pude ver patente<br />

hasta dónde había metido las patas. Una ofensa a la poesía<br />

era mil veces peor que sacarles la mamita individual y colec-<br />

tivamente. Ya hacía casi un año de esa cuasi pelea y aunque<br />

olvidada no estaba, se me ocurría que no quedaban rencores<br />

y hacía todo lo posible por cuidarlo. Unos meses antes del<br />

golpe en una demostración callejera habían matado a Nilton<br />

que venía regularmente a tomar once con nosotros. Ahora que<br />

sabíamos que no lo veríamos más lo echábamos de menos al<br />

atardecer a la hora en que se aparecía por la casa y nos empe-<br />

ñábamos en rescatar lo que podíamos de sus gestos, trocitos de<br />

conversaciones en las que mezclaba el castellano y el portugués.<br />

Físicamente era como mis hermanos, piel brillante cubriendo<br />

músculos fuertes y ágiles. Su apasionamiento por la poesía y<br />

la política no le impedía encontrar temas de interés para los<br />

tres y me incluía en el brillo indescifrable, siempre alerta, de<br />

120


La t i t u d e s<br />

sus ojos grandes y oscuros. Le gustaba el queso chanco y ape-<br />

nas lo veía aparecer lo dejaba conversando con Jorge y corría<br />

a la esquina a comprarle. La tortura siempre me ha fascinado<br />

como uno de los misterios que nunca voy a llegar a entender.<br />

Cómo pueden pertenecer los torturadores a la misma especie<br />

que la abuelita Adelina, por ejemplo. Y cómo pueden seguir<br />

viviendo los torturados después de haber visto de cerca ese<br />

rostro brutal del humano, sin contar con la tortura misma y<br />

sus secuelas. A Nilton (además de quién sabe qué otras bar-<br />

baridades) le habían sacado las uñas los militares brasileños.<br />

De ellos se vino escapando para caer en una calle de Chile,<br />

baleado por un matón del grupo Patria y Libertad, lejos de<br />

los rostros amados y de los olores de su ciudad natal. Cuando<br />

extendía el brazo para cortar un trozo de queso le miraba<br />

las uñas y no podía dejar de pensar si yo, en circunstancias<br />

similares, habría podido volver a usarlas sin que esa “sesión”<br />

me volviera a la mente. ¿Intuía que se le estaba acabando el<br />

tiempo? Quería ver sus poemas publicados y me pidió prestada<br />

la plata que había juntado para comprarle a Jorge una máquina<br />

de escribir. “Esta es mejor que cualquiera de esas porquerías<br />

modernas”, dijo Jorge. Al lado de él cayó durante la manifest-<br />

ación y por semanas me persiguió la imagen de su cuerpo ágil,<br />

caminando rápido por el corredor que daba al departamento,<br />

la cara sonriente y el brazo en alto blandiendo su cuadernillo<br />

121


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

de poemas. Era una publicación sencilla, a mimeógrafo, y la<br />

alegría que le trajo me hizo pensar que las heridas de su alma<br />

ya habían empezado a cerrar. Su muerte nos llevó a ver un<br />

paso más allá el estado de cosas del país pero jamás lo que<br />

realmente sucedió a partir del once de septiembre. Supongo<br />

que sólo los militares lo habían imaginado. Made in USA fue el<br />

plan, pero no cabía duda que su ejecución, con los extremos de<br />

crueldad a que se llegó en las casas de tortura, perpetrada por<br />

hombres y mujeres del ejército y la policía, era made in Chile. El<br />

constatar que todos, yo incluida, llevamos dentro al asesino y<br />

al salvador fue una revelación seria para mí y desde entonces<br />

no dejo de mirar hacia adentro, tratando de conocer a fondo<br />

todas las caras que puede tener mi propia bestia a ver si logro<br />

mantenerla a raya. Una vecina o el carabinero de la esquina<br />

a quienes les habríamos confiado las vidas más preciadas sin<br />

una pizca de recelo se transformaron en fieras de la noche a<br />

la mañana y sólo porque se sintieron impunes al romperse las<br />

reglas que los mantenían del lado de la humanidad. Muchos<br />

amigos y amigas de Jorge habían ido a parar a la cárcel o a cam-<br />

pos de concentración; otros estaban desaparecidos o se habían<br />

ido al extranjero, asilados en alguna embajada. Fue después del<br />

golpe que las visitas de los amigos empezaron a escasear y Erik<br />

era uno de los últimos que nos iban quedando. Además de<br />

los gustos literarios y políticos, el haberse criado sin padre era<br />

122


La t i t u d e s<br />

otro vínculo que afianzaba la amistad entre él y Jorge. La pub-<br />

licación de Orfeo, con la famosa foto de los cuatro miembros de<br />

la Escuela de Santiago encaramados en un tejado santiaguino<br />

les había dado un merecido huequito como poetas jóvenes que<br />

llevarían la batuta en los años venideros y les había infundido<br />

la confianza de tener algo concreto en que basar el título de<br />

escritores. De nada me habría servido alegar que yo podía<br />

recitar de memoria a Neruda, a la Mistral, a Machado, Alberti<br />

y tantos otros. Lo que ahí valía eran esos nombres extranje-<br />

ros y la pasión por los ismos (surrealismo en primera fila) en<br />

los que yo todavía no me montaba. Se le achacaba a Nicanor<br />

Parra haber dicho que un talquino nunca termina de llegar a<br />

Santiago, pero era un sentir bastante común entre intelectuales<br />

y escritores capitalinos de la época. Chile era Santiago y todos<br />

los provincianos, de Talca o de Sierra Gorda, íbamos a dar al<br />

mismo saco. Erik no era el único que deambulaba por el ped-<br />

agógico acariciando páginas del famoso “Aullido” de Ginsberg<br />

pero sí el único del grupo que sabía inglés por haber vivido de<br />

chico en Nueva York y andaba fascinado de poder leer a la Beat<br />

Generation en el idioma original. Se las arreglaron para que la<br />

sombra de la intervención de los Estados Unidos en la política<br />

chilena no se proyectara sobre los escritores estadounidenses.<br />

Les habría dolido tener que soltar a Ginsberg, a Kerouac y a<br />

otros, así que avalaron con gusto la distinción que se empezó<br />

123


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

a manejar entre la administración Nixon, que dio la orden a la<br />

CIA de derrocar el gobierno de Allende, y una buena parte de<br />

la población estadounidense, confiando en que si se oponían<br />

a la guerra de Vietnam tampoco habrían apoyado el derro-<br />

camiento de un gobierno elegido con pleno respeto a las reglas<br />

de la democracia.<br />

124<br />

Cada uno conocía a fondo la poesía de los otros miembros<br />

de la Escuela de Santiago y se veían contentos cuando esta-<br />

ban juntos, echándose barro o alabanzas en medio de risas. A<br />

veces se juntaban en la casa de la Sra. Yolanda, la tía de Naín,<br />

de una hospitalidad proverbial que vivía más al centro y tenía<br />

una hija que entusiasmaba a los cuatro. La amistad era lo que<br />

primaba por sobre cualquier diferencia real o literaria y no era<br />

raro encontrar imágenes y obsesiones parecidas en la obra de<br />

todos. De los poemas de Erik, “Leda oculta” era el que más le<br />

gustaba a Jorge:<br />

La maquinaria celeste hacía llegar un fino chillido como lejano<br />

lamento de murciélagos agónicos, nuestro sol era sólo una mancha rosada<br />

entre gruesas nubes grises que mordían sus costados… Allí estabas tú<br />

todavía sonriente. No. Allí la atmósfera que se podía decir plena de<br />

partículas furiosas que giraban en el calor de la tarde cuando nos sofocá-<br />

bamos allí y nos golpeaban el rostro las alas mugrientas de los mosquitos<br />

que giraban en mi cabeza…


La t i t u d e s<br />

A mí se me confundían los efectos de su poesía con los de él<br />

como persona. Espacios desbrozados que dejaban filtrar rayos<br />

de sol junto a cavernas a las que había que entrar tanteando el<br />

camino a ciegas:<br />

Era un día precioso cuando nos despedimos.<br />

El lago se adornó de veleros;<br />

en el cielo azul un avión parecía volar a la deriva.<br />

Más allá una nube con forma de flor giraba inmóvil.<br />

Ella se tapó los ojos del sol para mirarme:<br />

“Déjame que te dé una última mirada” —dijo.<br />

La habitación era minúscula así que en dos pasos ya había<br />

llegado a la mesa y la limonada que había preparado fresca y<br />

dulce, ahora se derramaba fría y ácida como las palabras de<br />

Erik desbordando el vaso: “A Canadá me voy. Si ya no hay<br />

nada que hacer aquí”, dijo a manera de explicación por mi<br />

incredulidad. Yo no concebía que uno pudiera irse así como así<br />

a un país extraño de lengua desconocida, dejando para siempre<br />

madre y mundo. La cabeza se me pobló de pingüinos, nieves<br />

eternas, policías eternamente montados, estepas inhóspitas y<br />

otras imágenes de parajes exóticos, tierras que nunca habían<br />

sentido el peso del hombre. ¿Los canadienses? Fuera del<br />

abominable hombre de las nieves, nadie que yo conociera<br />

había visto uno. No son los siberianos lo primero que se nos<br />

cruza por la mente al oír hablar de Siberia y si llegan a aparecer<br />

125


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

es por el aguijonazo de compasión de que tengan que sufrir<br />

tanta inclemencia. Entre todas las ausencias incoloras que<br />

Canadá evocó en mi mente en ese momento había una posi-<br />

tiva: no asociaba el país con compañías que vaciaban los cerros<br />

de sus minerales dejando suelos contaminados y trabajadores<br />

enfermos. No había demostraciones estudiantiles frente a la<br />

embajada gritando “Kanakas go home”. Tampoco asociaba el<br />

país con las bombas ni los ejércitos invasores de los Estados<br />

Unidos que trataban de imponer por la fuerza una democracia<br />

de elecciones que llamaban libres con candidatos previamente<br />

aprobados por ellos. Jorge se había ido a sentar cabizbajo en<br />

el rincón de la máquina de escribir. Como un borrón se me<br />

traspuso la imagen de mi padre frente al piano sin que llegara<br />

a cuajar. Había otras urgencias que resolver primero (además<br />

de sacar a los pingüinos de la lista).<br />

126<br />

Los militares habían cerrado todas las carreras que les olían<br />

a izquierda y a humanismo. No me asustó el hecho de que<br />

Jorge, como tantos otros, perdiera la pega en la universidad. No<br />

le podían quitar su pasión por pensar. En una entrevista que<br />

le había hecho una periodista brasileña, Pinochet había dicho<br />

“…por supuesto que en Chile hay libertad de pensamiento,<br />

señorita. No se le puede impedir a la gente que piense; lo que<br />

importa es que no lo digan…” y era ahí donde yo centraba mi<br />

inquietud. “Lo que importa es que no lo diga”, especialmente


La t i t u d e s<br />

al sentirlo temblar, pálido de ira cuando pasábamos al lado<br />

de hombres armados. Apuntando a la familia con metralleta<br />

y pateando puertas entraban los militares a allanar las casas.<br />

Mientras unos tajeaban los colchones buscando armas inexis-<br />

tentes otros se iban a los estantes de libros a buscar “pruebas”.<br />

Cualquier paso en falso era la diferencia entre tener a Jorge a<br />

mi lado o desaparecido. Yo había conservado mi trabajo pero<br />

sentí un alivio enorme cuando terminó diciembre y se acabó<br />

el año escolar. El olor del miedo se sentía en todas partes y en<br />

cualquier momento uno podía caer, denunciada por algo ver-<br />

dadero o inventado. Ya habíamos hecho lo que tantos otros, la<br />

quema de libros en una fogata en el patio, silenciosos mirando<br />

el paso de los helicópteros en el cielo y tratando de espantar el<br />

humo delatador. Para mí siempre fue un lujo comprar libros<br />

y a los pocos meses de casada había estampado mi nombre<br />

en todos los libros de Jorge. Qué tristeza ver cómo las llamas<br />

iban enroscando las puntas de las hojas, comiéndose la página<br />

de mi ilusión y todas las letras que ya había leído y las que me<br />

faltaban por leer. Debajo de las matas de ajo del patio enterré<br />

los trocitos negros chamuscados de las tapas más duras.<br />

Ahora Jorge se dedicaba a pintar pañuelos y ropa interior<br />

que yo planchaba cuidando de presentarlos con la mejor cara<br />

para la venta. ¿Será cosa de mujeres esa increíble porfía de<br />

seguir adelante con la vida cuando todo parece derrumbarse<br />

127


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

alrededor de uno? No había duda que las cosas habían cam-<br />

biado. Bastaba echar una ojeada a la habitación para darse<br />

cuenta. Todos los adornos estaban guardados. Salvo la mesa<br />

que habíamos despejado para la visita, no había superficie que<br />

no estuviera cubierta de géneros pintados y a decir verdad me<br />

gustaba ver cómo iban saliendo del pincel de Jorge caritas de<br />

niñas y adolescentes de todas las razas, flores y pájaros de todos<br />

los plumajes y colores en distintos momentos del vuelo. Tengo<br />

la suerte de acordarme de la primera vez que quedé mara-<br />

villada ante la creación y me embarga el mismo sentimiento<br />

cada vez que veo a alguien hacer cosas con su puro ingenio.<br />

Fue el mismo año que vi por primera (y única) vez florecer<br />

el desierto en todo su esplendor y brotar manantiales de agua<br />

cristalina de entre las rocas. La devastación y el milagro de<br />

estar viva era lo que me hacía conectar el año que cumplí los<br />

siete con ese primer tiempo de la dictadura. “Estás preparada<br />

para morir, hija”, me preguntó mi madre sentada al borde<br />

de mi cama, a punto de tirar la esponja. Quién sabe cuántas<br />

noches había tenido que levantarse a envolverme en sábanas<br />

mojadas para alejar la fiebre. Sin poder hablar, reuní toda la<br />

fuerza que pude para mover la cabeza en un “No” que quería<br />

escapárseme junto con el alma. “Entonces no te vas a morir”,<br />

dijo, y la vi ponerse de pie y volver a las sábanas mojadas y a<br />

las cataplasmas de mostaza caliente en los pulmones, la cara<br />

128


La t i t u d e s<br />

marcada con el súbito influjo de energías prestadas. Las de<br />

ella hacía tiempo que se habían agotado. Las lluvias habían<br />

corrido por días cerro abajo, con vientos que hacían volar<br />

enteros los precarios techos, llevándose parte de nuestra casa<br />

y convirtiendo la calle en una quebrada que dejó al descubi-<br />

erto una arcilla maleable que nunca habíamos visto. De todos<br />

los que nos metimos al agua que bajaba con la fuerza de un<br />

riachuelo para sacar la greda, Rubén fue el único que supo con-<br />

vertirla en carretas con caballos, burros, perros, gatos y otros<br />

enseres y animales mucho más largos que sus congéneres natu-<br />

rales. No era el hermano de todos los días el que domaba ese<br />

material que nunca había tenido en sus manos con la certera<br />

presión de unos dedos ágiles y sabios, la cara bañada de una<br />

confianza nueva y reposada que le daba un aire de adulto a<br />

su cuerpo de niño, como si no hubiera hecho otra cosa en la<br />

vida que darle forma a la arcilla. Con adoquines y un tablón se<br />

había improvisado una mesa en el patio donde iba poniendo<br />

las figuras con cuidado después de darles la última mirada de<br />

aprobación. Ahora era Jorge el que exudaba esa serena alegría<br />

física, el cuerpo entero comprometido en la energía de crear<br />

diseños y combinar colores. Al final teníamos la cómoda, la<br />

cama, los veladores, sillas, la mesa y a veces hasta el piso llenos<br />

de pañuelos, calzones, camisolas, enaguas y manteles con una<br />

inagotable profusión de motivos: flores, pájaros y marinas. Yo<br />

129


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

no me cansaba de describirle los lirios morados, las añañucas,<br />

los manchones de azulillos y de florcitas amarillas que tanto<br />

me habían maravillado ese año porque jamás nadie, de ver esa<br />

tierra resquebrajada de reseca, podría haberse imaginado que<br />

podía contener tanto color y vida.<br />

130<br />

Ya hacía cinco meses del golpe militar y hasta ese momento<br />

me había negado a soltar la ilusión de que era posible seguir<br />

viviendo en Chile sin que peligrara la vida de Jorge y por ende<br />

la mía. Qué ganas me dieron de zamarrear a Erik para quitarle<br />

esa fría tranquilidad con que me desbarataba todo. Después<br />

de limpiar la mesa y el piso por donde había chorreado la<br />

limonada, me quedé un rato en la cocina tratando de aquietar<br />

mi espíritu. Ni el apetitoso olor del kuchen de durazno que<br />

hacía poco había sacado del horno logró distraerme y todavía<br />

faltaban cosas que hacer: preparar el té, poner en la mesa las<br />

tazas y las cositas especiales que Jorge había traído junto con<br />

el pan caliente de la panadería. Ni siquiera lo había invitado a<br />

sentarse y seguía de pie detrás de la silla.<br />

—¿Vas a dejar a tu madre, Erik?<br />

—Algún día también les tocará a ustedes—contestó, eva-<br />

diendo mi pregunta. Ya todas mis protecciones se habían<br />

derrumbado como la casa del necio construida sobre la arena.<br />

Eché una mirada a la habitación y supe por qué me gustaba<br />

tanto ver a Jorge pintando. De haber podido escribir cuando


La t i t u d e s<br />

se sentaba frente a la máquina, la página se habría llenado con<br />

otra versión del Aullido: “He visto a la mejor gente de mi gen-<br />

eración destruida…”. Enfrascado en los colores y las formas<br />

lograba que la mente se distanciara aunque más no fuera por<br />

un rato de las imágenes que lo estaban consumiendo: amigos<br />

y compañeros muertos o exiliados, torturados en la cárcel o<br />

en campos de concentración. En lugar del desierto florido que<br />

hasta hace pocas horas me hablaba de lirios y manantiales<br />

de aguas vivas, no vi otra cosa que su empeño en desviar al<br />

cuerpo el trabajo que la mente no podía darse el lujo de hacer,<br />

viviendo como vivíamos, en un mientras tanto que parecía no<br />

tener fin.<br />

—Mi hermano se queda con ella—dijo Erik finalmente y<br />

volvió a insistir:—Algún día también les tocará a ustedes—pero<br />

esta vez fijó la mirada en Jorge. Debe haberse dado cuenta<br />

que yo ya no estaba en la habitación. Me había trasladado a la<br />

plaza de mi pueblo y estaba mirando a “la polaca” que para<br />

mí simbolizaba la suerte de las mujeres en un país de lengua<br />

y costumbres extrañas. Siempre vestida con ropas estrafalar-<br />

ias, zapatones, falda larga de colores asomándose debajo del<br />

abrigo negro y pañuelo en la cabeza invierno y verano. No<br />

pedía limosna pero rebuscaba qué comer en los tachos de la<br />

basura, perseguida por los niños que querían escuchar cómo<br />

los insultaba con esos sonidos guturales que nadie entendía<br />

pero que los hacían desternillarse de la risa.<br />

131


CARTA<br />

Ottawa, 6 de marzo 1975<br />

Gabicita<br />

En primer lugar la saludo con un beso y un abrazo. El viaje fue<br />

una experiencia nueva, a veces atemorizante con algunos prob-<br />

lemas pequeños por la altura y al despegar pero los aviones son<br />

muy confortables, más que un bus al norte. La primera escala<br />

es en Lima, la segunda en Ciudad de México, la tercera en<br />

Guadalajara y la cuarta, con cambio de avión en Toronto. De<br />

ahí al otro avión se demora una media hora a Ottawa (la dis-<br />

tancia es como de Santiago a La Serena). Al llegar aquí estaba<br />

nevado y hoy está nevando. Estamos a seis. En los patios de<br />

las casas la nieve tapa los autos pero no se siente mucho frío al<br />

bajar ni al caminar. Cuando vengas tienes que traer una bolsa<br />

de mano con al menos dos pares de calcetines, uno delgado y<br />

otro grueso. Guantes, no importa de cuales, una chomba para<br />

132


La t i t u d e s<br />

ponerte y el abrigo grueso al brazo. El chaquetón y la ropa<br />

en general me ha servido óptimamente, pero me tendré que<br />

conseguir otros zapatos. Vamos a vivir con el Naín en una casa<br />

amplia de dos pisos que tiene un sótano ideal para estudiar y<br />

pintar. El tatán es un niño sumamente tranquilo y gentil y me<br />

ha perdido el recelo que me tenía.<br />

Puedes viajar hasta los ocho meses de embarazo. Debes<br />

pasar a la embajada a pedir una prórroga de la visa por un mes<br />

o un poco más. A fines de abril trataremos de mandarte el<br />

pasaje y el dinero para el impuesto. El pasaje te llegaría anun-<br />

ciado por telex donde la señora Yolanda. No te quedes más de<br />

lo necesario en Coquimbo. Respecto a las maletas, trata que<br />

te lleven al aeropuerto y que te las pese el chicoco de camisa a<br />

lunares que me las pesó a mí y lo untas después con veinte. Eso<br />

a mí me significó un ahorro de ochenta dólares así que incluso<br />

hay que darle las gracias. Al hacer trasbordo en Toronto a lo<br />

mejor hay alguien que te ayude a llevar las maletas a la otra<br />

aduana. Por último pide ayuda a la gente, a los empleados de<br />

la línea aérea y a los policías canadienses, no te la van a negar.<br />

Pero no hagas fuerza.<br />

La vida es más cara que en Chile. Tomando los precios son<br />

en algunos casos el doble, pero las entradas que uno recibe,<br />

incluso como estudiante no tienen nada que ver con lo de allá,<br />

así que nos vamos a arreglar. Naín ha sido un padre aquí y dice<br />

133


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

“Ahora vamos a pensar en lo de la Gabriela” y al rato se para<br />

de la mesa. Y así hemos estado pensando. Pero en realidad<br />

recién estoy empezando a ver un poco de esto que es total-<br />

mente nuevo, incluso desde el punto de vista de la percepción.<br />

Jofré tiene en Toronto un cuento muy curioso, parece que en<br />

Argentina va a salir publicado pronto. Trata de conseguir la<br />

recomendación de Guzmán, Ronald y Casanova, si el azar te<br />

pone en contacto con alguien cercano a ellos, pues es impor-<br />

tante pero no decisivo. Esta ciudad te va a gustar. Ojalá tengas<br />

la suerte de llegar con nieve.<br />

134<br />

Se despide con mucho cariño tu esposo<br />

Jorge<br />

Nota: Debes ir a la embajada tan pronto te llegue esta carta.


DESPEDIDA<br />

Santiago, 5 de abril 1975<br />

Miro por la ventana ya sin cortinas de lo que fue mi hogar<br />

rumores amortiguados de la lucha callejera<br />

siguen resonando en mi cabeza<br />

las palabras que nos dijimos esos años<br />

son teclas sueltas que flotan en el aire<br />

en el cuarto vacío a mis espaldas<br />

Afuera nada más que el silencio<br />

Ya viene a buscarme el gran pájaro<br />

que me llevará a esa tierra extraña y fría<br />

donde ahora estás<br />

donde ya no importa lo que fuimos ni lo que habríamos sido<br />

porque hay que hacerse de nuevo<br />

como escultura que brota en el desierto<br />

hecha de la tierra donde enterraste a tus muertos<br />

135


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

sin paredes que la abriguen<br />

ni techo que la cobije<br />

De qué sirve que los ojos sigan mirando hacia adelante<br />

más allá de la ventana ya sin cortinas<br />

si lo único que veo es la desolación que hay detrás<br />

ni un cuadro tuyo adorna las paredes<br />

ni una cuchara en la cocina<br />

ni una silla donde sentar mi triste humanidad<br />

“Dejarás los cerros y el mar,<br />

los cielos estrellados de Coquimbo,<br />

el sol, la luna y el viento”<br />

Y como si eso fuera poco<br />

“Dejarás padre y madre y seguirás a tu marido”<br />

Vino el lobo, marido mío<br />

y de un soplido nos echó la casa abajo<br />

o arriba,<br />

la echó a volar por los aires<br />

136


VUELO<br />

La gata se va a arrimar mañana a la puerta y no habrá nadie que le dé<br />

comida. ¿Estará preñada? Parece un poco más guatona. El helecho ya<br />

empieza a colgar por el entramado de metal. ¿Volveré a ver a mi madre?<br />

Tan quieto este avión, qué susto, mejor que se mueva, qué alivio.<br />

Las dos de la mañana y casi todos duermen. Las persianas están cer-<br />

radas y aunque estuvieran abiertas no se vería más que negrura. Quizás<br />

mi mamá está en el patio de la casa con su costumbre de mirar las<br />

estrellas en la noche y me vea pasar. “¿Ves esa estrella, Nilda, la más<br />

brillante? Esa es tu madre que te mira y te cuida desde el cielo”. Bendita<br />

la herencia de Sor Evangelina. Los zapatitos de charol duraron lo que<br />

dura un suspiro en comparación con el consuelo que la acompaña hasta<br />

ahora. “Allá va volando mi Gabrielita con el vestido celeste que le hice” y<br />

secándose una lágrima se irá al dormitorio con la resignación de siempre<br />

a arrodillarse a orar. ¿Cantará mañana al hacer sus quehaceres con la<br />

cara limpia y fresca, una manito de gato apenas perceptible de polvos<br />

del harén? Quizás deambule silenciosa por la casa, nunca tanto como<br />

cuando se fue Enrique. Los trinos de la mamá. Qué alegría cuando la<br />

137


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

escuchamos cantar otra vez. Pusimos el aliento en suspenso por miedo a<br />

romper el hechizo.<br />

138<br />

¿Cuántos años hace que llegué a Santiago esquelética, aferrada a la<br />

maleta con la falda plisada blanca y el chaleco rojo? ¿Bambi se llamaba<br />

la película? Ahora llevo dos maletas y una hija en el vientre. El doctor<br />

dijo que era niño por el latido del corazón, como si el de las mujeres lati-<br />

era menos. No le dije que hace rato que vengo conversando con mi niña<br />

en los sueños.<br />

Solos por fin en San Antonio. Era lo que queríamos. Luna de miel<br />

antes de casarnos. De todas maneras habría sido imposible después por<br />

el trabajo. Los de Santiago nos creían en Coquimbo y los de Coquimbo en<br />

Santiago. Nunca he comido empanadas de marisco más ricas que las que<br />

hacía la dueña de la pensión. Con esa cara de “yo no fui” que poníamos<br />

al entrar al comedor, ¿quién nos iba a creer? Fue lindo pasearse de la<br />

mano conversando por la placita del centro como casados de verdad.<br />

“Jehová es mi pastor nada me faltará, en lugares de delicados pastos<br />

me hará yacer…, confortará mi alma”. No hay otro bálsamo que el amor<br />

para el alma herida. “¿Sabéis paisanos por qué ando errante por estos<br />

bosques de Bequeló? Me llaman loca pero es mentira, es que no tengo<br />

ya corazón”.<br />

Tuve la suerte de que me bautizaran en la Playa Blanca antes que<br />

se instalara la Pesquera San José a repartir su olor a pescado podrido.<br />

¿Quince o dieciséis años? Más cerca de los quince creo. Ahora la gente<br />

no puede entrar. La arena de conchillas blancas reluciendo al sol, el mar


La t i t u d e s<br />

haciendo saltar su espuma por detrás de las peñas. La playita más íntima<br />

y hermosa de Coquimbo. ¿Eran los piratas los que escondían el botín ahí<br />

o eran los que llevaban el oro del Reino del Perú a España? Ladrones en<br />

los dos casos. La túnica blanca me llegaba hasta los pies. Debería haber<br />

más sábados en la semana para que mi mamá pueda descansar. “En las<br />

aguas del bautismo sumergido fue Jesús…”. Habría podido distinguir<br />

su voz entre las de millones de feligreses, pero no eran más de cincuenta<br />

los que se congregaron a la orilla del mar. El sol perfecto arriba, apenas<br />

una brisa empujando con cariño las mismas olas que lamían los pies<br />

descalzos de mi madre y que volvían adentro a inflarme el ruedo del ves-<br />

tido meciéndolo de un lado a otro. Ay mamita, mamacita del alma mía.<br />

¿Te volveré a ver? El pastor hizo la oración con el brazo alzado sobre mi<br />

cabeza y las palabras se perdieron en el susurrar del viento.<br />

Otra vez esta sensación rara que me sube como náusea seca. ¿Angustia?<br />

Más se parece a la rabia, pero rabia de qué. ¿Qué pasa cuándo a un<br />

pueblo se le niega el derecho al duelo? Ni siquiera sabemos a cuántos han<br />

matado. Dicen que hay más de tres mil muertos y quién sabe cuántos<br />

“desaparecidos”. Cuando se empiezan a borrar las huellas físicas de la<br />

tortura los hacen “aparecer” diciéndole a los familiares que acaban de<br />

tomarlos prisioneros por terroristas. Otros se han asilado en las embaja-<br />

das o se las han arreglado para salir del país. Algunos van en el aire…<br />

“El ciego sol, la sed y la fatiga / por la terrible estepa castellana /<br />

al destierro con doce de los suyos / polvo, sudor y hierro el Cid cabalga”.<br />

Quizás no había otra manera de regresar a la madre patria en esos tiempos<br />

139


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

que hacer lo que hizo el Cid, acumular victorias para ponerlas a los pies<br />

del mismo rey malvado que lo mandó al exilio. ¿Volveré yo, volveremos<br />

nosotros a pisar esa tierra que ha vuelto a sentir el olor de la sangre que<br />

tanto atrae a los uniformados? Dicen que también hay mujeres torturado-<br />

ras. ¿Volveré a ver ese mar? Mar de lágrimas… lágrimas de dolor… dolor<br />

y rabia. ¿Qué pasa cuando a un pueblo se le niega el derecho al duelo?<br />

Los muertos se quedan adentro y no nos dan tregua hasta que los lloremos<br />

y los pongamos a descansar como se merecen. Si no, se quedan para siem-<br />

pre con nosotros y nos obligan a contarles a hijos, nietos y bisnietos y a los<br />

que quieran escucharnos. ¿Salvador Allende? Presente. ¿Quién te robó la<br />

vida? Nos pondrán pluma y tinta en la mano y fuego en el corazón. No nos<br />

dejarán en paz hasta que hayamos recordado a cada persona asesinada,<br />

cada grito arrancado en la tortura: “Había una vez un presidente, Nixon<br />

se llamaba. Nunca había sentido la tibieza del sol de Chile en su cabeza<br />

ni había visto brillar las luces del crepúsculo en nuestros mares. Nunca se<br />

había sentado debajo de un parrón a almorzar con la familia, los racimos<br />

de uva dulce al alcance de la mano. Tampoco había escuchado cantar a<br />

los pájaros ni a los poetas de esa tierra, pero mirándola en un mapa que<br />

cubría toda una pared de su elegante oficina en Washington, no tuvo ni<br />

medio escrúpulo en marcarla para la devastación…”.<br />

140<br />

Pudimos celebrar, es cierto. La gente salió en masa a las calles a<br />

celebrar la victoria cantando y bailando. Como por arte de magia nos<br />

quedamos callados cuando Allende empezó a hablarnos desde el balcón.<br />

Calma mi niña, calma, no te muevas tanto que me asustas. Qué viaje


La t i t u d e s<br />

más largo y tengo miedo que termine. Ad mare usque ad mare. Mientras<br />

estoy en el aire sigo siendo un pedazo de ser pegado a una tierra con olores<br />

reconocibles. Cuando aterrice y empiece a pisar suelos ajenos… ningún<br />

chileno podrá decir ahora que viene de “la tierra que amasa a los hombres<br />

de labios y pechos sin hiel”. Rodeada de las bondades del valle de Elqui,<br />

no se imaginó la Mistral que había uniformados acumulando hiel en<br />

los cuarteles.<br />

Nay yacay agaranina, nay yacay ni Dodo.<br />

Nay yacay agaranina, nay yacay ni Auta.<br />

“No llores Dan-Auta mío. Ya pronto volverán las golondrinas…”.<br />

¿Por qué tengo que dejar todo allá abajo? Sepa Dios lo que hay “allá<br />

abajo” que quizás cuántos kilómetros hemos recorrido. Ya van a ser las<br />

cinco de la mañana. “Allá lejos” debiera decir, allá donde está toda mi<br />

vida, todo lo que amo. ¿Persona, animal o cosa? El salero fue lo único<br />

que me traje. Me lo eché a la cartera y viene de pavo, sin pagar pasaje.<br />

Tantos jóvenes como nosotros, hombres y mujeres. “Vosotros sois la sal de<br />

la tierra, y si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada?”. Quién mierda<br />

decidió que eran una amenaza. Jorge preferiría morirse de hambre antes<br />

que matar a un animal. Quién le va a dar comida a la gata. Calma mi<br />

niña, calma, tienes razón, vamos a tratar de dormir un rato, que ya veo<br />

el sol asomándose por la ventana. Polvos del harén, esencia heliotropo.<br />

No debería haber sacado las cortinas. Los vidrios se me vinieron encima<br />

multiplicando en infinitos espejos tu cara, la mía y lo que habíamos<br />

vivido en ese nuestro primer hogar. No había un alma en ninguna parte.<br />

141


PRIMAVERA EN OTTAWA<br />

Hoy día se van los últimos costrones de nieve dura<br />

Es sábado<br />

Reverbera un sol exaltado que hace semillar árboles y flores<br />

ardillas, pájaros y mujeres<br />

Me pongo ropa liviana<br />

y me echo a andar maravillada<br />

de esta ciudad de riquezas y jardines<br />

Cantando recorro calles limpias que no conozco<br />

Bailo mi danza a la orilla del pasto nuevo<br />

protegida por la limpieza del cielo azul<br />

Escucho el reventar de botones verdes<br />

en hojas o en flor<br />

Desde el Sur el cielo empieza a ensombrecerse<br />

Un murmullo de alas y voces se anuncia en la lejanía<br />

Un viento arrastra notas de canciones ausentes<br />

El silencio se me echa encima como animal al acecho<br />

142


Oigo truncarse mi propio verso<br />

por falta de rima<br />

y me envuelve el anhelo del grito callejero<br />

de perros y niños<br />

de mi ciudad tercermundista de casas coloridas<br />

dónde están las risas jóvenes<br />

las mujeres que caminan hablando y riendo<br />

del brazo con los hijos, con amigas<br />

dónde están los viejos y viejas que ríen como niños<br />

La t i t u d e s<br />

143


CARTA<br />

Juanita querida:<br />

Qué alegría recibir tu cartita después de la bajoneada que me<br />

vino cuando me devolvieron la que yo te había escrito. Te vas<br />

a reír y con toda razón cuando te cuente que nos dedicamos a<br />

espiar al cartero. El flaco tenía tanta confianza en los avances<br />

tecnológicos del primer mundo que creía que era cosa de dejar<br />

las cartas en el buzón al lado afuera de la puerta y los cart-<br />

eros se encargaban del resto. Le cayó la chaucha cuando vio<br />

que el hombre abrió el buzón, nos dejó las cartas y se fue sin<br />

siquiera percatarse que había una dentro. Aquí no se paga por<br />

cada carta, lo que es una buena cosa porque el 95% de lo que<br />

dejan son papeles inservibles. Nos tiramos de piquero a las<br />

cartitas con el nombre escrito a mano y con estampillas chil-<br />

enas. El ansia con que aguaitamos al cartero tiene algo más<br />

que el deseo de saber de la familia y de los amigos (al menos<br />

de mi parte). Se me ocurre que va a venir una noticia de crucial<br />

144


La t i t u d e s<br />

importancia que requiere acción inmediata de parte nuestra<br />

pero, por absurdo que te parezca, no tengo idea qué diablos<br />

puede ser ni de dónde va a venir.<br />

Los canadienses son muy corteses. Si pasan cerca tuyo en la<br />

calle lo más probable es que te saluden y a veces te hablen sin<br />

conocerte. A mí sobre todo porque las guaguas no se ven por<br />

miles como allá. Hay que decir bebés porque guagua quiere<br />

decir micro en México y en Cuba camión (o puede que sea<br />

al revés). También tengo que decir autobús que eso de micro<br />

nadie lo entiende. Supongo que en algún momento se llama-<br />

ron microbuses en Santiago. Las mujeres se acercan a mirar<br />

pero de lejitos porque no es costumbre tocar o tomar en brazos<br />

a las guaguas ni a los niños, ni menos hacerles cariño. Jorge<br />

decidió llamarla Esperanza. No me las puedo barajar en inglés<br />

y cuando se dan cuenta se despiden rapidito diciendo “I see”,<br />

“I see”, que quiere decir “ya veo” pero la verdad es que ni ellos<br />

han visto una ni yo tampoco. Lo único que hacemos es sonreír<br />

como santos bobalicones por no decir otra cosa. Echo de menos<br />

el ruido de niños jugando en la calle y el ladrido de los perros<br />

que no se sienten ni se ven por ninguna parte. Ni pensar en los<br />

cantos de los gallos que te despiertan en Coquimbo. Tampoco<br />

anda ese gentío enorme que se ve en Santiago porque aunque<br />

Ottawa es la capital es una ciudad chiquita. Si vas al centro<br />

ves un increíble arcoiris de gente de todos los colores, razas<br />

145


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

y vestimentas. Yo me quedo con la boca abierta mirándolos y<br />

me dan ganas de seguirlos y hablarles, preguntarles de dónde<br />

vienen y si están aquí como nosotros, pero no sé decir ni pío.<br />

Aunque por lo que me han contado, esas historias quedan sep-<br />

ultadas en el cuerpo del que las ha vivido y lo mismo da si se<br />

vino escapando de hambrunas o de abuso de poder cometido<br />

por uno u otro lado. Aquí desaparecen los colores políticos<br />

bajo el manto que nos cubre a todos (o la aplanadora) como<br />

inmigrantes confinados a los trabajos de limpieza o de fábri-<br />

cas donde hablar el idioma no es esencial. Los hijos tendrán<br />

otra suerte, aunque los seguirán llamando chinos, vietnami-<br />

tas, hindúes, africanos no importa cuántas generaciones hayan<br />

vivido en suelo canadiense. Al menos tendrán opciones de<br />

mejores trabajos. Las mujeres que llegaron de clases más altas,<br />

acostumbradas con empleada doméstica o con mamás que les<br />

hacían todo prefieren vivir del gobierno a “limpiarles la mierda<br />

a los canadienses” como dicen. Para mí, vivir del estado sería<br />

una trampa que me paralizaría. Distinto es para las que lle-<br />

garon sabiendo el idioma, caen paradas y pueden seguir igual<br />

que allá. A decir verdad, me gusta el trabajo por el trabajo<br />

mismo. Siento que me da libertad estar a solas conmigo misma<br />

en los edificios limpiando, sin patria ni lengua y sin tener que<br />

rendirle cuentas a nadie por lo que soy o no soy. Cuando ya<br />

toda la gente “de verdad” se ha ido, nosotros, “los cleaners”<br />

146


La t i t u d e s<br />

invadimos hasta los últimos rincones del mundo canadiense,<br />

por muy secretos que sean, como una flotilla de extraterrestres<br />

y empezamos a lidiar con los rastrojos de los afanes del día:<br />

ceniceros llenos o a medio llenar y papeles, miles de papeles<br />

como si éste no fuera más que un mundo de papel. Con las<br />

hojas limpias empiezo mentalmente a hacer cuadernos para<br />

los alumnos de la Niza en Cerrillos de Tamaya que tienen que<br />

borrar y escribir encima. Te juro que me cansa ver la canti-<br />

dad de cuadernos que salen. Algunos tienen chocolatitos en el<br />

escritorio para convidarle a los colegas (supongo) y yo finjo ser<br />

colega y para que no se note picoteo uno por aquí y otro por<br />

allá: “muy amable, señor”, “thank you, señorita”.<br />

Vivimos “con las maletas hechas”, esperando en cualquier<br />

momento la noticia de que podemos volver. Eso quiere decir<br />

que vivimos muy pobremente, con muebles regalados o recogi-<br />

dos de la basura. Para los libros nos armamos un estante con<br />

ladrillos y tablas. Cuando recién llegamos vino una monja que<br />

se llama Teresa Delaire (creo que le gusta Jorge) y nos trajo<br />

cama, cubiertos, platos, hasta un costurero y un “meat loaf”<br />

(como un pastel de carne molida). En la escuela donde Jorge<br />

estudia inglés, los compañeros le regalaron dos trajecitos pre-<br />

ciosos para la Esperanza. Yo traje pañales de Chile y con eso<br />

me las estoy arreglando. Hay familias italianas donde vivimos<br />

(Pansy es una calle cortita) y los abuelos poco saben el idioma.<br />

147


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

Todo el barrio estaba enterado de quienes éramos porque nos<br />

instalamos en una casa sin muebles arrendada a un italiano que<br />

todos conocen. Un vecino se me acercó cuando estaba afuera<br />

tratando de cortar el pasto con una máquina matusalénica que<br />

encontré en el sótano y le entendí que la estaba pasando al revés.<br />

Cuándo en mi vida había usado yo uno de esos cachivaches.<br />

Debe haber pensado que la guagua iba a nacer ahí mismo en el<br />

antejardín. Otra cosa lindísima. Cada vez que pasaba por uno<br />

de los callejones que hay en la manzana aparecía un cochecito<br />

viejo azul así como para la basura pero no me atrevía a tomarlo<br />

por miedo de que fuera de alguien. Una semana antes del parto<br />

me voy acercando a la casa y alcanzo a ver a la abuela (siempre<br />

vestida de negro) que deja el coche fuera y se mete trotando<br />

a la casa. Me quedé un rato sin saber qué hacer y miré hacia<br />

las ventanas. La mujer había levantado el visillo y me hacía<br />

señas que me lo llevara y yo ni corta ni perezosa, feliz con mi<br />

cochecito. Me ha servido muchísimo porque es alto y no tengo<br />

que agacharme. La primera salida que hice con Esperanza (de<br />

apenas dos semanas) fue a comprar ropa usada para las dos en<br />

un lugar baratísimo que se llama “Neighbourhood Services”.<br />

Por dos dólares le compré camisolas a la Esperanza y para mí<br />

una falda larga floreada y una blusa naranja. Las mujeres se<br />

acercaban a mirarla y me hablaban, supongo que sorprendidas<br />

de ver casi una recién nacida en la calle. Ella me ha hecho<br />

148


La t i t u d e s<br />

olvidar la pena que sentí al principio. No tienes idea lo horrible<br />

que fue llegar a la casa con mi primer bebé y no tener mamá a<br />

quién mostrárselo. Me liquidó.<br />

Ay amiga del alma mía, cómo te echo de menos. Discúlpame<br />

si se me arranca la pluma y no puedo parar. Es que tengo tan-<br />

tas cosas que contarte y tantos deseos de verte.<br />

Aquí quedamos por el momento. Escríbeme, escríbeme,<br />

escríbeme.<br />

P.D. Si te encuentras con mi mamá en la calle o con cual-<br />

quiera de la casa tienes que contar nada más que lo bueno, so<br />

pena de… A ella sólo le cuento maravillas.<br />

Otra vez estoy aquí mi querida amiga. Releí la carta cuando<br />

la echaba al sobre y me di cuenta que no había respondido a<br />

ninguna de tus preguntas. Es que tengo tanto que decir que me<br />

pongo egoísta. Recién hoy día pude retomar el hilo con calma.<br />

Te confieso que bien poco sé de este mundo, salvo las copu-<br />

chas de los chilenos que han estado aquí más tiempo. Poco te<br />

puedo hablar de los hombres (creo que allá iba tu pregunta)<br />

porque sólo los he visto de lejitos en la calle y no me tincan<br />

mucho. En abril cuando llegué apenas con 12 grados salían en<br />

shorts y sin camisa a correr o andar en bicicleta cerca del canal<br />

donde vivimos y yo tiritando de frío con abrigo y con botas.<br />

¿Te acuerdas cuando llegaron los pollos Broiler a Coquimbo?<br />

149


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

Las mujeres se volvían locas por comprarlos, tan grandes, tan<br />

blanquitos pero tan desabridos a la hora de la cazuela y el<br />

guiso. Al poco tiempo volvieron con la cola entre las piernas<br />

a sus gallinitas alimentadas con maíz. Maldad mía será pero<br />

así los veo, tan grandes y bien formaditos pero sin sustancia.<br />

El único que me gusta es el presidente que parece un príncipe<br />

(manos elegantes como las de Jorge). La verdad es que no es<br />

presidente sino Primer Ministro. Se llama Trudeau. La cosa es<br />

más complicada que en Chile porque Canadá tiene dos partes,<br />

una inglesa y una francesa, con su respectivo mandamás. Los<br />

dos son hermosos pero muy distintos, el príncipe y el poeta. El<br />

francés se llama Lévesque. Los amigos con que vivimos tienen<br />

tele y me gusta verlos y escucharlos:<br />

150<br />

Trudeau (sentado con las piernas cruzadas, el cuello en alto,<br />

un brazo posado artísticamente, como a la descuidada; en el<br />

respaldo del sillón):<br />

“Mirmidones, el escudo que cubre al combatiente se impregnará de<br />

sudor en torno al pecho, se fatigará el brazo que maneja la lanza y<br />

sudarán los corceles arrastrando los pulidos carros. No se librarán de los<br />

perros y las aves de rapiña los que decidan quedarse en las corvas naves,<br />

lejos de la batalla”.<br />

Lévesque (la mirada intensa, un mechón colgando en<br />

la frente y fumando como chimenea, los dedos amarillos<br />

de nicotina):


La t i t u d e s<br />

“…conozco los cielos rajándose en relámpagos, las trombas, las resa-<br />

cas y las corrientes, conozco la tarde, el alba exaltada como un pueblo<br />

de palomas…”.<br />

Encontré una peguita en un restaurante mexicano y lo que<br />

para mí fue un peldaño arriba en la escala social cuando se<br />

lo conté a un colega del Valentín se horrorizó. Poco le faltó<br />

para organizar una colecta. Por suerte jamás supieron que lim-<br />

piaba oficinas y casas. En fin, cómo explicarles que con lo que<br />

uno gana en ese trabajo se vive mejor de lo que se vive en<br />

Chile como profesora. Aldeas completas podrían comer con<br />

lo que botan los restaurantes en Ottawa. El idioma es el mayor<br />

impedimento. Si me piden los platos y los tragos que entiendo,<br />

santo y bueno. Lo peor es la pronunciación. “Triple Sec” me<br />

pidieron en un mesa y yo feliz de haberle entendido fui al bar<br />

a poner el pedido “triple sex”. Por suerte el bartender era un<br />

chileno que me había hecho el favor de darme el trabajo, así<br />

que la risa no pasó a mayores. Hay otro percance que todavía<br />

no lo he contado de pura vergüenza. Ya había terminado de<br />

servir a una mesa redonda con siete personas. Todo había<br />

salido a pedir de boca (según yo) y era obvio que estaban con-<br />

tentos con la comida y el servicio. Para el toque final el italiano<br />

que llevaba la batuta pidió un café español, que es café caliente<br />

con licor en una larga taza de vidrio, adornado con crema y<br />

una cereza marrasquino. Me voy acercando con la bandeja a<br />

151


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

la mesa sin darme cuenta que el que había hecho el pedido<br />

había estirado una pata en mi camino para mal de sus pecados.<br />

Me di un bárbaro tropezón y todo el café español fue a parar<br />

derechito a la pajarilla del susodicho. La cara de ese hombre,<br />

mi querida amiga, no te le podrías imaginar ni tampoco la<br />

mía pero yo sólo vi la de él. Empezó a abrir los ojos como en<br />

cámara lenta, primero se puso pálido y después verde. Ni un<br />

solo sonido salía de la boca, hasta parecía que había dejado de<br />

respirar. Con las puntas de los dedos se levantó como pudo<br />

el pantalón supongo para evitar que se le recociera el que te<br />

dije y se fue derechito al baño. Yo me hice humo. Me moría<br />

de vergüenza y humillación. No quise darles factura y estaba<br />

resignada a pagar todo el consumo. Cuando por fin salí ya se<br />

habían ido y además de pagar la cuenta me habían dejado diez<br />

lucas de propina. No he dejado de pensar en ese pobre hom-<br />

bre y también en la pobre esposa, si la tiene.<br />

152<br />

¿De las mujeres? Me resisto a creer lo que me han dicho,<br />

que las canadienses andan a la pesca y apenas ven a un latino<br />

medio al garete se lanzan como pirañas. Agrégale a eso el<br />

complejo nazi de los hombres chilenos que creen que una<br />

rubia, por deslavada que sea, es un ser superior y el resto te<br />

lo imaginas. Me contaron que un amigo de los tiempos del<br />

pedagógico, casado, decía que a la mujer de la que se había<br />

enamorado le salían mariposas de la boca cuando hablaba. ¿Te


La t i t u d e s<br />

puedes imaginar? Qué mariposas ni que ocho cuartos; sapos y<br />

culebras diría yo. Lo cómico es que parece que se encontraron<br />

con la horma de su zapato. Allá se sentían reyecitos haciendo<br />

alarde de todo su arte para conquistarnos y bien difícil que<br />

les hacíamos la tarea, pero aquí son las gringas las que llevan<br />

la batuta así que no pueden vanagloriarse. Según un chileno<br />

que revolotea mi nido es porque tienen fama de románticos y<br />

supongo que algo de cierto habrá en eso porque al parecer en<br />

estas tierras frías escasean las caricias y los arrumacos que para<br />

nosotros son pan de cada día.<br />

Ahora sí que te dejo. Ojalá tu papá se esté portando mejor.<br />

Trata de salir de esa casa apenas puedas. Me acuerdo mucho<br />

de ti. Dale mis saludos al casero de la fruta en Garriga y no te<br />

olvides de mi encargo.<br />

Un gran abrazo de tu amiga de siempre.<br />

Gaby<br />

153


LA LOBA<br />

Aquieto mi cuerpo cansado<br />

tendido en la cama<br />

inmóvil en la quietud de la noche<br />

agotado de la fastidiosa monotonía<br />

de infinitos quehaceres cotidianos<br />

Afuera sigue espesando la niebla<br />

Arriba, desde confines ocultos detrás de las nubes<br />

me acecha el ojo ensangrentado de la luna<br />

Los humedales me llaman<br />

Salto rompiendo puertas y aldabas<br />

tanteando el camino con mis garras<br />

ojos de rayo en la oscuridad de la noche<br />

La melena erizada<br />

Mi desnudez cubierta de pieles oscuras<br />

que nunca me he puesto y que sé que son mías<br />

154


Siento el rápido aletear de mis fosas nasales<br />

que recogen dilatadas el aire de la noche<br />

Entrecierro los ojos, aspiro y vuelvo a aspirar<br />

hasta perder el resto de insensata humanidad<br />

de ese cuerpo lejano tendido en la cama<br />

Sigo el vaho dulzón del monte<br />

el olor de la tierra y de los árboles<br />

y me adentro en la espesura de la selva<br />

húmeda de noche<br />

húmeda de niebla<br />

donde otras lobas me esperan<br />

Algunas aúllan a concierto el dolor o la rabia<br />

o se sientan solitarias en el mantillo del bosque<br />

lamiendo la llaga de sus intimidades<br />

Otras se adentran subiendo y bajando<br />

senderos desconocidos<br />

hasta el lugar del encuentro<br />

y copulan<br />

al ritmo acompasado<br />

de caballos salvajes<br />

los cuerpos envueltos<br />

en la niebla que empieza a ascender<br />

La t i t u d e s<br />

155


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

lenta, caliente y espesa<br />

de la vorágine misma donde fermenta la vida<br />

Yo soy la montaña que mira desde su cima<br />

los ojos bajan lentos por los senos brillantes de piedra<br />

resbalosa<br />

hasta el raleo de los primeros matorrales<br />

luego se proyectan a lo lejos<br />

a lo tupido del monte<br />

de donde surgen los vapores<br />

brumosos, calientes<br />

que van subiendo de las bullentes profundidades<br />

donde danzan acoplados los caballos con la melena al viento<br />

separándose por fin<br />

galopando cada cual por su lado<br />

La claridad de la madrugada se avecina<br />

y hay que volver a ese cuerpo tendido en la cama<br />

Cuando la luz borra el último<br />

rastro de neblina<br />

la loba se levanta otra vez mujer<br />

a pelear con el marido<br />

a preparar el desayuno<br />

a llevar a los hijos a la escuela<br />

156


AYUNO<br />

Estábamos bien organizados como colonia relativamente nueva<br />

en Canadá. Después de haber resuelto detalles administrati-<br />

vos, logramos tener una escuela que funcionaba los sábados<br />

para que los niños mantuvieran el idioma. La ayuda del gobi-<br />

erno era el local y pago a los profesores. Dudo que otro país<br />

del mundo ofreciera tanta maravilla a los recién llegados. La<br />

Asociación de chilenos ya estaba formada cuando llegamos<br />

nosotros y las dos cosas eran absolutamente necesarias para<br />

nuestra psiquis personal y colectiva en esos primeros tiempos<br />

del exilio. Los papás traían a sus hijos a la escuela y durante<br />

la clase conversaban entre ellos. Los adultos habíamos vivido<br />

lo suficiente como para conocer los canales para expresar des-<br />

consuelo y tristeza; no así los niños, que en sus composiciones<br />

escribían sobre abuelos, tíos, primos y amigos que se habían<br />

esfumado de su vida de la noche a la mañana, dejándoles nada<br />

más que el vacío del estupor. La cordillera como fondo persistía<br />

en los dibujos. La Asociación también era la vía por la cual<br />

157


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

nos enterábamos de lo que pasaba en Chile y en las reuniones<br />

se decidía lo que podíamos hacer. Por encima de las luchas<br />

de poder político y los egos en conflicto que se vinieron con<br />

nosotros había cosas importantes que nos unían y el canalizar<br />

energías que de otra manera se nos habrían podrido adentro<br />

a un fin constructivo nos beneficiaba más a nosotros que a los<br />

destinatarios de nuestros esfuerzos.<br />

158<br />

Como Asociación hacíamos actos políticos pero también<br />

fiestas para juntar fondos. Acostumbrados a enfrentamientos,<br />

a veces violentos con la policía en Santiago, nos extrañaba ver<br />

que los carros de la policía iban al lado y detrás de los mani-<br />

festantes sin molestarnos. En las fiestas nadie más feliz que<br />

los niños, que correteaban y jugaban hasta quedar agotados.<br />

Cerca de la medianoche no era raro verlos tirados en los ban-<br />

cos durmiendo a pierna suelta, los signos de contentura todavía<br />

visibles en la cara. Si los canadienses se hubieran enterado, de<br />

seguro nos habríamos visto en aprietos e incluso habríamos<br />

corrido el riesgo de que nos quitaran a los niños por negligen-<br />

cia. Fue una de las primeras diferencias culturales que como la<br />

ignorábamos jugó a favor de nuestros hijos. No habrían tenido<br />

otra oportunidad mejor para soltarse y jugar como niños chil-<br />

enos de verdad.<br />

La sociedad santiaguina que yo conocí estaba rígidamente<br />

estratificada y el microcosmos de la Asociación de chilenos de


La t i t u d e s<br />

Ottawa reprodujo en sus inicios el mismo orden social. Muy<br />

pronto, sin embargo, nos vimos envueltos en un trastrueque<br />

de proporciones como si una aplanadora nos hubiera nivelado,<br />

dejando en pie nada más que a los que sabían inglés. Los que<br />

en Santiago habían tenido acceso fácil a trabajos y privilegios<br />

por tener contactos o saber hablar pepepato quedaron a la<br />

misma altura de los que jamás habían tenido pitutos ni habían<br />

vivido en el barrio alto. Los padres se transformaron en hijos<br />

y los hijos en padres. En pocos meses los niños aprendieron<br />

a desenvolverse en este nuevo entorno y eran ellos los que<br />

resolvían problemas que iban desde llamadas telefónicas hasta<br />

dar la cara en público haciendo de intérpretes de los padres.<br />

La repugnancia a hacer trabajos de limpieza llevó a hombres y<br />

mujeres que estaban acostumbrados a privilegios a acogerse al<br />

mínimo que da el gobierno como asistencia social, cerrándose<br />

con eso mejores opciones a futuro.<br />

Fue curioso que en esa situación de vulnerabilidad viéramos<br />

en los poetas y escritores una fortaleza que nos pertenecía a<br />

todos como grupo de chilenos en el exilio y la idea de apoyarlos<br />

surgió en forma espontánea. Quizás eran ellos los que tenían<br />

la clave para explicar tanto trastrueque. Con el fin de recau-<br />

dar dinero para publicaciones los profesores de la escuela del<br />

sábado donamos el pago y en las fiestas se vendían empanadas,<br />

lomitos, bebidas y licores. ¿Qué queríamos de los escritores,<br />

159


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

además de que se las arreglaran para que el mundo supiera<br />

de las atrocidades que cometía la dictadura? Inconsciente o<br />

conscientemente queríamos que fueran la voz de la colectiv-<br />

idad, que dijeran todo lo que nosotros ni siquiera sabíamos<br />

que teníamos adentro pero que había que echar fuera. ¿No es<br />

acaso el papel de adivino el que mejor le calza al poeta? Así<br />

nació Ediciones Cordillera que publicó varios libros de poesía<br />

y prosa.<br />

160<br />

Fue a través de la Asociación que nos enteramos que unas<br />

mujeres se habían atrincherado en una iglesia de Santiago,<br />

declarándose en huelga de hambre. Tenían esposos, padres,<br />

o hijos desaparecidos, algunos desde el mismo día del golpe<br />

militar. Habían agotado todas las vías legales indagando el<br />

paradero de sus familiares, sin saber qué suerte habían cor-<br />

rido, si estaban vivos, muertos o languideciendo en algunos<br />

de los campos de concentración clandestinos. De todas partes<br />

salían con las manos vacías. El último recurso era exponer<br />

su propia vida con la esperanza de salvar, si es que aún había<br />

tiempo, la de los seres amados. La información se difundió a<br />

los lugares donde habían exiliados chilenos y en muchas partes<br />

del mundo se organizaron huelgas de hambre en apoyo a las<br />

mujeres chilenas. Era vital propagar la alerta a través de los<br />

medios de comunicación para evitar que fueran víctimas de<br />

violencia o terminaran en la cárcel. Yo supe en seguida que


La t i t u d e s<br />

iba a formar parte del grupo de huelguistas que la Asociación<br />

organizó en Ottawa pero las motivaciones que me llevaron a<br />

participar iban mucho más allá (o más acá) del apoyo a esas<br />

mujeres. Me movía un oscuro sentimiento que había que sufrir<br />

aunque fuera en una infinitésima parte lo que tantos otros<br />

habían sufrido, pagar un precio por estar viva, por tener a Jorge<br />

a mi lado, por no haber sido torturada ni prisionera siendo<br />

que también había sido mía la lucha de ellos, también yo había<br />

gritado a la par con ellos en las calles.<br />

Un sinfín de interrogantes a las que no podía dar respuesta<br />

me atormentaron el día antes de juntarme con el grupo de<br />

huelguistas en la iglesia que nos habían permitido usar; mi<br />

responsabilidad de mamá en primer lugar y si era legítimo<br />

usar un acto que debía ser político para fines que ni siquiera<br />

entendía bien. En las horas de desvelo que siguieron a ese día,<br />

la mente insistía en la palabra ayuno en lugar de huelga de hambre.<br />

El primer contacto que tuve con el ayuno fue cuando le tocó<br />

a mi mamá hacer en la casa el pan sin levadura (la hostia).<br />

La eucaristía (se le llama Santa Cena en la religión adventista)<br />

era en mis tiempos un acto solemne que terminaba con un<br />

lavado de pies en señal de humildad. Se separan las mujeres<br />

de los hombres y las diaconisas les pasan un lavatorio, una<br />

toalla y un jarro con agua (todo blanco). La congregación canta<br />

mientras transcurre la ceremonia. La Nina y yo rondábamos<br />

161


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

la cocina con la esperanza de que nos tocara algo y la mamá<br />

se las arregló para transformar la enorme desilusión que se<br />

nos venía encima al saber que no podíamos comer esas gal-<br />

letitas. Nos explicó en qué consistía el rito que tendría lugar al<br />

día siguiente (sábado) para el que ella se prepararía ayunando.<br />

Entender lo de la levadura fue más fácil que lo del ayuno que<br />

“limpia el cuerpo y el alma”. La Nina preguntó si podía ayunar<br />

ella también y la mamá le dijo que sólo si entendía bien lo que<br />

significaba. Aunque yo era menor éramos del mismo porte,<br />

dormíamos juntas y nos vestían iguales. La gente creía que éra-<br />

mos mellizas. Ella era mi ídolo y si decidía tirarse de cabeza<br />

al wáter, de atrás iba yo sin una sombra de dudas. Un gesto<br />

de la mamá me detuvo cuando iba a empezar a decir por qué<br />

era imprescindible que yo también ayunara: “Eso queda entre<br />

ti y tu conciencia”, dijo. Por último preguntó si entendíamos<br />

que no era juego, sino un acto solemne y que el ayunar no nos<br />

daba derecho a las “galletitas” porque éramos muy chicas. El<br />

sermón nos dejaba con el trasero y las piernas adormecidas y<br />

lo primero que hacíamos al salir de la iglesia al mediodía era<br />

correr por la calle varias veces de arriba abajo para desentu-<br />

mecernos, pero no ese día; le habría restado solemnidad al<br />

ayuno. La verdadera prueba nos esperaba en la casa. El alm-<br />

uerzo del día sábado era el mejor de la semana. Todos estaban<br />

sentados a la mesa y la mamá iba sirviendo y pasándole a cada<br />

162


La t i t u d e s<br />

uno su plato sin mirarnos. Qué alivio cuando volvió la cara<br />

al rincón donde estábamos paradas: “Pueden almorzar si qui-<br />

eren”, dijo, “a la edad de ustedes, medio día vale igual que un<br />

ayuno completo”.<br />

Habían pasado tantas cosas desde esos tiempos. Gracias al<br />

pedagógico y sobre todo a Jorge, conciencia ya no era “el roe-<br />

dor gusano” sino el camino sin punto de llegada a entender el<br />

mundo de afuera y más que todo el de adentro. Los primeros<br />

tres días sin comer era mi cuerpo el que reclamaba atención<br />

pero después no pidió más. Se quedó adormecido. Una mujer<br />

hermosa y elegante entró a la sala donde estábamos (colchon-<br />

etas en el suelo) y se sentó a hablar conmigo. No sabía quién<br />

era ni de dónde había salido pero su voz rompió el caparazón<br />

y pasó al interior, al lugar donde me había replegado. Por cosas<br />

que pasaron después deduzco que era de la policía secreta y era<br />

asombroso que no hubiera perdido humanidad. No sé si fue el<br />

tono de la voz lo que me llegó o la genuina preocupación con<br />

que trataba de persuadirme que abandonara la huelga antes<br />

de que el daño fuera irreparable. Bastante rato después de<br />

haberse despedido, su silueta delgada seguía perfilándose en<br />

la colchoneta, piernas largas con medias finas, zapatos negros<br />

de taco alto y antes que se desdibujara por completo pude<br />

diferenciar que la huelga de hambre sí era por las mujeres de<br />

Chile pero el ayuno era personal y tenía que ver con rabias<br />

racionales e irracionales. Rabia con Chile por razones obvias<br />

163


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

y que había empezado el mismo día que fui a dejar a Jorge al<br />

aeropuerto y supe que no había vuelta, que en poco sería yo<br />

la que dejaría atrás todo mi mundo. Rabia con Canadá por<br />

razones menos obvias. Nunca había conocido la seguridad<br />

económica y la abundancia que había encontrado en Canadá<br />

pero no podía dejar de ver el país como vería un niño pobre<br />

a una mujer rica que lo adopta, arrancándolo de los brazos de<br />

su madre y de todo lo conocido para instalarlo en una casa<br />

elegante y vacía, con una mesa llena de comida y sin nadie<br />

con quién compartirla. Se me ocurría también que Estados<br />

Unidos era el brazo ejecutor y Canadá uno de los socios secre-<br />

tos. Al final se repartían los despojos de la guerra en forma<br />

de cuotas determinadas de común acuerdo con algún organ-<br />

ismo de la ONU: tantos desplazados o refugiados me llevo yo,<br />

tantos tú. Rabia con mi madre por haberse muerto, ¿quién le<br />

había dado el derecho de morirse? Y por debajo o por encima<br />

de todas esas rabias una honda tristeza por lo que había suce-<br />

dido en mi país, por toda la gente que murió o fue torturada y<br />

cuyo único pecado había sido querer una sociedad mejor, más<br />

igualitaria. También Jorge vivía en dos planos. No quería salir<br />

a ninguna parte y se quedaba en casa fumando y leyendo, las<br />

cortinas cerradas incluso en los mejores días del verano cuando<br />

nos juntábamos los domingos con otros chilenos para ir al<br />

lago Philippe.<br />

164


La t i t u d e s<br />

La huelga me dio tiempo suficiente para nombrar y empezar<br />

a entender esas rabias, pero lo más importante es que salí de<br />

ahí con una clara conciencia que mi vida estaba en Canadá. Ya<br />

no miraría hacia atrás sino al futuro. ¿Qué es el hogar después<br />

de todo sino la gente que amamos? Jorge venía a verme todos<br />

los días con la Esperanza y pasaban sus buenas horas conmigo.<br />

Cuando el cura de la iglesia anglicana St. John’s que nos había<br />

albergado esos diez días ofreció una misa ecuménica, acepté<br />

participar con gusto. Arrodillada, vistiendo mi ponchito peru-<br />

ano recibí la hostia mientras el espíritu me llevaba mucho más<br />

lejos que las palabras del cura que poco entendía a una cere-<br />

monia privada de humildad y agradecimiento, lavando los pies<br />

de esas mujeres que en otra iglesia allá en Chile habían sufrido<br />

pérdidas irreparables.<br />

165


TERRY FOX<br />

Justo frente al Rideau Centre nos volvemos a encontrar<br />

tu cuerpo de muchacho ya convertido en estatua<br />

Tal como te vi ese día<br />

Difícil detenerse a conversar aquí<br />

con el ir y venir de tanta gente<br />

Algunos te miran y una sombra pasa por su rostro<br />

la mayoría sigue indiferente<br />

o no te conocieron o ya no se acuerdan de ti<br />

¿Cuánto tiempo hace que caminamos juntos<br />

por esa interminable calle de Ottawa?<br />

Los pasos vuelven a resonar en mis oídos<br />

Tú corrías con una pierna<br />

para ganarle a la muerte que te seguía de cerca<br />

y yo caminaba con ella adentro<br />

agarrando a dos manos mis tripas de mujer<br />

afirmando la vida que no podía quedarse<br />

Te seguí hasta donde pude por la calle solitaria<br />

166


corriendo y llorando<br />

perseguidos por el hueco resonar de las losas<br />

por el martilleo impávido de nuestros propios pasos<br />

La t i t u d e s<br />

167


MIRIAM<br />

¿Cuánto tiempo había estado ahí parada, con la frente pegada<br />

al refrigerador? Menos de un minuto quizás cuando la visión<br />

de esa pared blanca y el frío que empezaba a adentrárseme en<br />

la cabeza me hicieron enfrentar a la mujer absurda de minutos<br />

antes que por fin había dejado de aullar de dolor tirándose el<br />

pelo. “Este país nos va a matar a todos”. Claro que era absurdo<br />

tratar a Canadá como la madrastra patria que había usurpado<br />

el lugar de la legítima madre patria pero qué diablos, así de<br />

absurda es la enfermedad de la nostalgia que funde todo en<br />

un solo anhelo que sube de las más hondas profundidades y<br />

nos atenaza la garganta. Sólo la presencia de la madre, del mar<br />

y suelo de uno podrían calmar esa asfixia. Primero la Nieves.<br />

Una sombra había hecho nido en su rostro hermoso, opac-<br />

ando para siempre el lustre de su melena. Ahora la Miriam,<br />

Dios de los cielos, tan joven y con los críos tan chicos. Y eso<br />

sin contar los intermedios dolorosos de los primeros tiempos,<br />

pegados para siempre en la memoria. Gabriel con la tremenda<br />

168


La t i t u d e s<br />

operación, el mismo Flaco incluso con su historia de la epilep-<br />

sia que no era tal pero que igual lo sacudía en convulsiones que<br />

parecían salir de abismos profundos.<br />

Ya más calmada decidí que tenía que ir al hospital aunque<br />

me cayera de fatiga, de dolor y desesperación en el camino.<br />

Por qué dios mío, por qué mierda, por qué ahora la Miriam,<br />

mañana yo o quién sabe quién. Ya afuera, con la maldita nieve<br />

en los pies y el frío descarado en la cabeza, picoteándome la<br />

cara, las manos o cualquier presa al descubierto, pensé que lo<br />

mejor era congelar también las ideas porque me indignaba esa<br />

manera en que las palabras se me venían de a tres a la boca<br />

cuando me ganaba la desesperación, el dolor, la fatiga.<br />

Me subí con rabia al auto pensando que el Flaco sabía por-<br />

tarse en esos casos. Él acostaría a la gordita para que yo fuera<br />

de todos modos. Hasta había dulcificado la voz y los ojos de<br />

piedra de hacía un rato cuando la calamidad no estaba ante<br />

los ojos y había tiempo y energía para gritarse los defectos y<br />

culpar al otro de todo lo malo que nos pasaba. Con las manos<br />

traté de aplacarme el pelo que yo misma había aleonado en los<br />

embates con la desesperación. Me vi la cara empequeñecida en<br />

el espejo retrovisor y los ojos rojos por los caudales de llanto<br />

que habían brotado en un tiempo récord y me cruzó fugaz la<br />

imagen de mi madre perdonando el castigo con una sonrisa<br />

divertida ante tal despliegue de lágrimas. Sin darme cuenta ya<br />

169


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

había llegado al Civic. Cuántas veces me había tocado ir a ese<br />

hospital y cuántos de los nuestros habían pasado por ahí, yo<br />

misma incluso pero mejor ni acordarse.<br />

170<br />

Me fui derecho a la cama donde la tenían. “Intention care”,<br />

le había entendido al Walter por teléfono, la voz bonita neutral-<br />

izada por ese tono de “representante del Partido” que sacaba<br />

para las cosas serias. Me fui adentrando a paso rápido por<br />

esos corredores llenos de gente siguiendo el letrero “Intensive<br />

Care Unit” y ahí la encontré, irreconocible. Una bola de carne<br />

hinchada en una cámara de tubos y sondas, frascos, pantal-<br />

las, luces que se encendían y se apagaban. Qué cantidad de<br />

demonios habrían necesitado los medievales para describir<br />

esa escena de la medicina moderna. Y el pequeño fuelle que<br />

bajaba y subía me dejó hipnotizada. Se movía. Dios mío estaba<br />

viva. Qué importaba que el fuelle respirara por ella si lo ver-<br />

daderamente importante era que se moviera, de arriba abajo,<br />

de abajo arriba y que no dejara por Dios de moverse de arriba<br />

abajo y de abajo arriba.<br />

Mirándole la cara traté de recordar los rasgos de la Miriam<br />

con que había hablado y reído hacía apenas dos semanas en<br />

la fiesta que habíamos tenido en su casa. Esos ojos siempre<br />

húmedos, a flor de llanto que a veces evitaba mirar, aquejada<br />

como ella de la misma tentación de llorar por todo y por nada.<br />

Me gusta el trago pero me hace mal, por eso me divierto en


La t i t u d e s<br />

las fiestas mirando a los otros. El Moncho bailaba como una<br />

niña de campo tomándose el pantalón con las puntas de los<br />

dedos. El espejo le mostraba una invisible falda repolluda y<br />

parecía muy complacido con el resultado. Se movía más bien<br />

al compás de su propio cuerpo, animado por ritmos internos.<br />

La Carmen Gloria hablaba con el Flaco, con esa mezcla de<br />

pureza y coquetería tan propia de la mujer chilena, las mejillas<br />

rosadas y la risa lista para brotar por cualquier cosa, desmint-<br />

iendo en sus modales la fragilidad de su cuerpo. El Flaco se<br />

reía por puro contagio y yo miraba fascinada la transformación<br />

de ese rostro casi siempre serio (“el gravecito” fue otro de los<br />

tantos apodos que le puse en el tiempo en que el amor per-<br />

mitía todo tipo de juegos). Después bailé con el Moncho y sentí<br />

su miembro duro, los ojos brillantes. Éramos islas, es cierto,<br />

pero flotaba en el aire un viento de pertenencia que nos hacía<br />

sonreír sin motivo. La Tencha y la Miriam copuchaban en un<br />

rincón con la misma actitud de reposada complicidad.<br />

Y ahora no hay música ni baile, Moncho. Ya no estamos<br />

frente a frente sino lado a lado, apoyados en la baranda de<br />

esta cama de hospital mirando ese cuerpo amado. Adivino la<br />

máscara de tu cara, tan impasible como la mía, mientras mojas<br />

esos labios resecos una y otra vez al ritmo de otra danza inte-<br />

rior. Tu voz suena didáctica y paciente mientras hablamos de<br />

contratos y posibilidades en un mundo estático donde nadie se<br />

171


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

muere y tú te pones corbata y yo mi traje dos piezas para hablar<br />

el único inglés que conozco, donde no existen las emociones<br />

porque no sé expresarlas.<br />

172<br />

De repente nos callamos aguzando el oído para tratar de<br />

descifrar lo que nos quiere decir la Miriam porque nos ha<br />

reconocido y quiere hablarnos. Quiere toser y no puede, qui-<br />

ere decirnos que está resfriada y no puede y nosotros queremos<br />

escuchar lo que dice y no podemos. Y su boca se abre rabiosa<br />

con toda la fuerza de que es capaz sin emitir un solo sonido y<br />

veo que es lo mismo que yo; una que actúa y mueve los labios<br />

y otra que es sonido enfermo de mudez, mutilado y ciego. Y<br />

después de todo, Miriam, a quién le importa que estés res-<br />

friada, casi salté de alegría cuando por fin le entendimos. Tu<br />

resfrío me importa un soberano comino que para eso están las<br />

aspirinas, ¿no te das cuenta que te estás muriendo y que hasta<br />

una pulmonía sería bendita?<br />

“Her chances of survival are no better than fifty-fifty”, le<br />

dice el doctor al Moncho, que a su vez lo anuncia a la hilera<br />

de ojos ansiosos que lo están esperando y que luego repiten<br />

por teléfono o lo dicen a manera de saludo a los que van lle-<br />

gando de diversos trabajos a distintos horarios. “Cincuenta y<br />

cincuenta” o “fifty fifty” que cualquier pretexto es bueno para<br />

practicar el inglés. Los que ya han estado un rato aprovechan la<br />

llegada de los nuevos y se despiden con un “a las ocho” porque


La t i t u d e s<br />

ya ha corrido la bola que a esa hora, estemos donde estemos,<br />

creamos o no creamos, nos vamos a sentar con un vaso de<br />

agua en la mano a rezar por la Miriam hasta haber bebido la<br />

última gota.<br />

La única muda es la Tencha que sigue ahí sentada sin mover<br />

un músculo, la mirada perdida en profundidades tratando de<br />

encontrar una solución que incline el fiel de la balanza a nuestro<br />

favor, que fifty-fifty, cincuenta y cincuenta en cualquier idioma<br />

del mundo simplemente no es aceptable. “No podemos hacer<br />

nada más aquí, Tencha, y el Moncho está bien acompañado,<br />

déjame llevarte a tu casa”, le ofrezco, a sabiendas que no se va<br />

a ir conmigo, que si logra entender por qué su mejor amiga, la<br />

primera raíz que echó en este suelo ajeno yace ahí irrecono-<br />

cible, quizás también logre entender por qué diablos está sola<br />

con su hija en un país extraño, por qué su marido tuvo que<br />

morir torturado a manos de los milicos en Chile.<br />

Cerca de las siete llega la mamá del Moncho a buscar las<br />

llaves de la casa. “Por favor mamá”, recita el Moncho, la ropa<br />

de los niños, las plantas, los peces…” y sigue con la lista de<br />

lo que urge hacer en la casa pero la Tencha dejó de escuchar<br />

después de la palabra “peces”. Como un resorte se levanta<br />

del asiento, la luz de la comprensión patente en la cara. No<br />

habérsele ocurrido antes si todos sus coterráneos sureños lo<br />

saben y ella misma lo ha sabido desde siempre, que los peces<br />

bajo techo traen mala suerte al que los cuida. “Yo le ayudo,<br />

173


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

señora Aída, entre las dos hacemos todo en un ratito” y sin<br />

volver la cabeza se va con ella sin siquiera despedirse, el paso<br />

animado por una fuerza desconocida.<br />

174<br />

El silencio pesa en toda la casa. Las mujeres se reparten<br />

las tareas en voz baja, marcando las palabras con una urgencia<br />

que esconde el miedo a pensar lo que sería de ese hogar sin<br />

la fortaleza de la Miriam. “Yo me encargo de la ropa y de los<br />

peces”, dice la Tencha, “que sé donde guardan la comida” y<br />

parte cabizbaja a la pieza del lavado. Ahora que está sola puede<br />

darse el lujo de dejar que la ansiedad le suba a la cara y a los<br />

ojos, que la decisión que ha tomado se advierta en la precisión<br />

de sus movimientos rápidos al abrir y cerrar cajones y bolsas<br />

sin encontrar lo que busca. De ahí sigue al baño y por último<br />

a la cocina hasta que al fin, debajo del lavaplatos, la botella<br />

llena de vinagre pone término a la frenética búsqueda. Con un<br />

paño de sacudir en una mano y la botella del sacrificio en la<br />

otra, se acerca a la pecera y con un rezo en la boca vacía todo<br />

el contenido. Son casi las ocho, los peces que nunca supieron a<br />

qué dios ofrendaron su vida ya flotan sin vida en la superficie.<br />

No hay tiempo para llamar al hospital pero la Tencha sabe<br />

bien que se ha ganado la batalla y que la respuesta ya no será<br />

fifty-fifty. Se endereza satisfecha y se encamina a la cocina a lle-<br />

nar el vaso de agua, el conjuro colectivo que agrupará nuestras<br />

mentes remontándolas más allá del frío, mientras bebemos<br />

lentamente el agua del vaso rezando “la oración por todos”.


ESPERANZA<br />

Era el año de las famosas muñecas repollo y Esperanza, que<br />

nunca había sido aficionada a las muñecas, había sufrido una<br />

doble conversión: las compañeras de escuela tenían la verdad<br />

absoluta y la tele el conocimiento supremo. Nos había dado a<br />

entender por las claras que no habría navidad sin Repollo. Si al<br />

hecho de ser hija le agregamos que es única y cuando el familiar<br />

más cercano está en el otro extremo del mundo, la compulsión<br />

de obedecer es superior a cualquier llamado de la razón. Un<br />

millonario norteamericano, decían las noticias, había volado a<br />

otra ciudad sólo para conseguirle una cabbage patch doll a su hija.<br />

De ahí empezó mi deambular por las tiendas y la larga lista<br />

de infructuosas llamadas telefónicas hasta que por fin logré<br />

encargarle una. La habíamos recibido a tiempo y todo estaba<br />

listo para que al despertar al día siguiente se encontrara con su<br />

tan codiciada muñeca. Las describían como “cute” que nunca<br />

he sabido a qué corresponde exactamente en castellano, ¿amo-<br />

rosa? Cuerpo de trapo y cabeza de plástico, los ojos juntos casi<br />

175


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

en el medio de la frente y una boca minúscula sumida debajo<br />

de las mejillas arrepolladas. Las lanas de la cabeza le cubrían<br />

bien la parte de adelante pero al mirarla por detrás era impo-<br />

sible no ver la pelada brillante. En fin, era su navidad después<br />

de todo y no la mía.<br />

176<br />

Había llegado el momento del merecido descanso, hora de<br />

relajarse sabiendo que la niña por fin se había dormido arriba<br />

y que su Santa Claus era canadiense y no el Viejito pobre del<br />

Tercer Mundo con su saco lleno de buenas intenciones. El más<br />

optimista de mis hermanos no se cansaba de escribirle car-<br />

tas explicándole la equivocación. Querido viejito pascuero…<br />

Hacía ya dos años que venía pidiéndole un tren con máquina y<br />

vagones, pero otra vez había recibido el mismo juguete del año<br />

anterior pintado de otro color. La carreta, que había empezado<br />

con tres caballos, desaparecía unos días antes de la pascua para<br />

volver reluciente a ocupar su puesto debajo del catre cada 24<br />

de diciembre. Y yo quería un oso que me mirara de frente,<br />

con brazos que se pudieran acomodar para un abrazo y no<br />

esas detestables muñecas de trapo que nos hacía la tía, los<br />

brazos inermes colgando al lado del cuerpo. La espiábamos<br />

por la rendija de la ventana, el ceño fruncido y la lengua aso-<br />

mada entre los dientes copiando de la foto del calendario los<br />

rasgos de la Marilyn Monroe. Los labios de la muñeca se jun-<br />

taban en un beso que chorreaba pintura escarlata, las pestañas


La t i t u d e s<br />

absurdamente largas se llevaban hacia arriba los ojos esquivos,<br />

que miraban a los lados como los del papá, que prefería mirar<br />

un diario al revés antes que mirarnos a nosotros, sus hijos.<br />

El apartamento olía a cositas ricas, pan de pascua recién<br />

hecho para acompañar el cola de mono que había preparado<br />

el día anterior. La receta decía aguardiente pero descubrimos<br />

que con Tequila nadie notaría la diferencia. Sólo faltaba el<br />

momento de gloria final: ver la cara de felicidad de Esperanza<br />

al descubrir sus tesoros, lo que por desgracia siempre ocurría a<br />

eso de las seis de la mañana. Jorge ya estaba sentado en la sala<br />

con un libro en la mano. Me gustaba mirar esas manos grandes<br />

y delicadas sosteniendo un libro; elegantes las encontraba yo<br />

que me había criado entre manos callosas. Todo había sido<br />

limpiado con esmero y las luces del árbol brillaban jubilosas en<br />

un rincón. Una casa con muebles pesados, hechos para que-<br />

darse, era lo que yo siempre había querido, con un rincón para<br />

la música y otro para el descanso, con cuadros en las paredes<br />

que me hablaran de vastedades más amplias que las del cotidi-<br />

ano vivir. Me gustaría no cansarme nunca y seguir limpiando<br />

y haciendo cosas para asegurarme que los tres vamos a estar<br />

bien, que vamos a sobrevivir ¿qué? no lo sé. Si pudiera ver el<br />

mar descansaría, pero está tan lejos de Ottawa. Jorge prefiere<br />

la quietud, lee mucho y escribe poemas. Una radiografía de<br />

parte de su cabeza mostraría poemas listos que ni él mismo<br />

177


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

sabe que están ahí ya terminados, sólo esperando que él se<br />

siente a la máquina de escribir para vaciarlos. Mi cabeza en<br />

cambio está llena de espacios, de caras y brazos de gente viva<br />

que apenas dejan lugar a las palabras.<br />

178<br />

Pero alegrémonos con un poco de música que es la noche<br />

buena. Una noche de tregua en esta guerra muda en la que<br />

voy perdiendo terreno. Mis interminables idas y venidas ya no<br />

tienen la fuerza de antes para impedir que salgan a la luz los<br />

fantasmas de los muertos que pueblan otras partes de la cabeza<br />

de Jorge. No quiero que se sienten a la mesa con nosotros, ni<br />

que se acuesten en nuestra cama. Nilton da Silva el primero,<br />

que escapó de los militares de Brasil para ser derribado por los<br />

de Chile; Miguel Henríquez, Salvador Allende y tantos otros,<br />

sus amigas… No esta noche que es navidad, no quiero per-<br />

catarme que su mirada ya se ha ido lejos, más allá del libro,<br />

más allá de la sala. Quizás todavía haya tiempo de salvarse con<br />

un poco de música.<br />

Descarto el Long Play de la Violeta Parra, que dejó a todo<br />

Chile cantando Gracias a la vida y se pegó un tiro. Si sólo encon-<br />

trara algo que le guste mucho, que lo saque del peligro de este<br />

estupor pero en el fondo sé que ni el soplo de un huracán<br />

podría barrer lo que yo quiero borrar con música. Nunca es<br />

posible saber qué imágenes evoca una canción en el espíritu<br />

del otro por muy cercano que sea, ni qué cuerdas son las que


La t i t u d e s<br />

toca. El derecho de vivir en paz de Víctor Jara pasa un segundo por<br />

mis manos y también lo descarto. Mejor preguntarle si quiere<br />

escuchar Un café para Platón. “Como un pitillo a medio termi-<br />

nar…” ¿Es que todas las canciones chilenas no tienen otro fin<br />

que hacernos recordar? Buscando algo alegre me acordé de un<br />

disco del folclor franco-canadiense que había recibido para mi<br />

cumpleaños. Suzanne me daba la ropa que ya no usaba y era<br />

muy bienvenida pero había que diferenciar entre lo que era y lo<br />

que no era caridad. Ya me había ilusionado otras veces confun-<br />

diendo con amistad el deseo de algunas personas de practicar<br />

el español sin pagar. Por eso ese gesto había sido importante<br />

para mí. Esta es la música de mi pueblo, parecía decir, para<br />

que la conozcas, para que nos conozcas. Era exactamente lo<br />

que necesitaba ahora, esa alegría contagiosa que parece no<br />

tener fin de las danzas francófonas pero no podía encontrarlo.<br />

¿Qué oscuros designios la hacen perder a uno precisamente lo<br />

que quiere mantener? Me volví a preguntarle a Jorge si sabía<br />

dónde estaba el casete. Mientras le hablaba alcancé a registrar<br />

a medias que no había tocado el queque que le había servido<br />

pero que la botella de licor había bajado bastante. Ni siquiera<br />

terminé la frase, sabía que no me estaba escuchando, que ni<br />

siquiera había un alma dentro de ese pellejo vacío sentado en<br />

el sillón al lado de la ventana en actitud de leer un libro.<br />

179


Ga br i e L a et c h e v e r ry<br />

180<br />

A veces las tormentas se anuncian, otras veces no. Esta se<br />

fraguaba en el silencio inusual que había caído sobre nosotros,<br />

sobre las paredes, los muebles y la alfombra. Lo sentí apenas<br />

bajé la escalera de puntillas después de cerrar la puerta del dor-<br />

mitorio de Esperanza. Sin duda le había llegado el murmullo<br />

de las canciones con que la hacía dormir, todo el repertorio<br />

esta vez para aplacar la anticipada emoción de la llegada del<br />

Santa. Y tal vez ese rumor de las canciones de cuna del prim-<br />

ero y lejano hogar le había traído otros ecos y resonancias y la<br />

certeza de que la unidad de los tres—padre, madre e hija—que<br />

nos había sostenido hasta entonces estaba a punto de derrum-<br />

barse. Decidí poner a la Violeta, que después de todo era como<br />

de la casa para los chilenos. Gracias a la vida hoy, porque quién<br />

sabe qué pasará mañana. Además, lo que importaba era hacer<br />

algo y rápido.<br />

Empezaron a sonar los primeros acordes monótonos de la<br />

guitarra pero la Violeta no alcanzó a abrir la boca. Un brazo<br />

salido no sé de dónde echó abajo tocadiscos con estante y<br />

todo y siguió derribando libros, cuadros, plantas y adornos.<br />

Hay unos segundos de los que no puedo dar cuenta porque<br />

no sé qué pasó. Después me veo sentada en el piso llorando,<br />

balanceándome como una autista y meciendo a Jorge en mis<br />

brazos mientras la sala se fue poblando de los espectros que<br />

ya nada ni nadie podía ni intentaba sujetar. Por primera vez


La t i t u d e s<br />

desde que salimos de Chile me dejé tocar por la enorme carga<br />

de todos sus amigos muertos o desaparecidos, de sus amigas<br />

violadas, torturadas, en la cárcel. Y él gimiendo ahí sentado,<br />

rodeado de la tierra de las plantas esparcida por el suelo, mac-<br />

eteros y discos quebrados, piezas del tocadiscos de segunda<br />

mano comprado en una venta callejera, vomitando la hiel de<br />

todos esos años en la alfombra de colores chillones, recogida<br />

de la basura y no menos ordinaria que el odioso alfombrado<br />

café oscuro que pretendía esconder.<br />

Sin soltarlo un segundo me las arreglé para llevarlo al baño.<br />

Él adentro de la tina y yo arrodillada afuera, sin dejar de llorar,<br />

bañándolo con el cuidado que se tiene con un recién nacido,<br />

derramando lentamente el agua, de la mano a su cara, de la<br />

mano a su cuerpo, apenas rozándole la piel en una caricia<br />

tímida que no le fuera a hacer daño.<br />

Hacía ya meses que no dormíamos juntos, pero esa noche,<br />

esa navidad, nos vio acercarnos en la misma cama y prolon-<br />

gar el abrazo de despedida por lo menos hasta la madrugada,<br />

cuando nos despertaron los gritos triunfantes de Esperanza al<br />

ver su botín.<br />

181


EL CANTO DEL CARDENAL<br />

Cuando escucho el canto del cardenal<br />

que anuncia el alba en mi ventana de Ottawa<br />

abro sigilosamente la puerta de la casa<br />

donde vivía en Santiago en 1973<br />

Riego el helecho, las begonias y el cactus<br />

Le pongo comida a la gata negra<br />

Le doy cuerda al viejo reloj del armario<br />

y salgo silenciosa cerrando la puerta<br />

Nunca sé si me vuelvo a dormir<br />

antes o después que termina el canto del cardenal.<br />

182

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