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Acá todos tocan la guitarra o cantan o hacen música de alguna forma.<br />
Todos los viejos tienen los dedos planos, las uñas largas; las viejas, colgajos<br />
en el cogote de tanto gritar “luna”, de tanto gritar “tierra”.<br />
Llegan mojados, los veo desde la ventana. No se usa el paraguas <strong>acá</strong>, es un<br />
estorbo. Me aplauden para que salga y no tardo nada.<br />
Cuando me voy dice Rosario que me ponga el piloto, las galochas, que de<br />
alguna forma me tape que después ella me tiene que cuidar la fiebre,<br />
sonar los mocos. La dejo decir, no me da vergüenza que la escuchen: todos<br />
tienen sus Rosarios, sus Juanas y Margaritas que le dicen lo mismo<br />
más o menos en el mismo tono cuando salen. Pero en la puerta uno de<br />
los chicos se ríe, me mira y se ríe: uno que no conozco.<br />
Parece que es el primo de Sergio, o el hijo del primo<br />
de su papá. Algo de un primo seguro, por lo que oigo:<br />
no pregunto. ¿De qué se ríe? De todo. Seguro. Es porteño.<br />
Como embobado va debajo de la lluvia, ni sabe<br />
ponerse a reparo entre los árboles y se da de lleno con<br />
varias ramas en medio de la jeta. Me podría reír, pero<br />
no. Lo miro hacer y me parece que él ya sabe que por<br />
adentro me río, porque me sostiene la mirada. Mejor<br />
así. Mostrar, dice Rosario y yo le creo, es siempre poco,<br />
mejor que los demás crean, que supongan.<br />
Va como pensando en otras cosas, va callado y mira<br />
todo. Los sauces lánguidos que le zurran la cara, las<br />
costas barrosas del río que pisamos, las piedras rojas.<br />
¿Adónde vamos? No pregunta él, no dice nada. Pero<br />
igual que yo me callo la risa, él se calla las preguntas,<br />
se le nota.<br />
“Vamos al puente”, le digo, y él sigue callado. Guti y<br />
Patricio hablan por todos. No dejan ni una grieta, por<br />
eso seguro que él ni me escuchó decirle que vamos al<br />
puente. Mi voz chocó con la pared adobada que Guti<br />
y Patricio levantan con sus chillidos de mono. Dicen<br />
que van a ir a buscar a uno de los del Misericordia y<br />
que lo van a moler a patadas; que van a pescar el domingo<br />
a la tarde un pescado del tamaño de una canoa<br />
y que lo van a cocinar al limón para Lucio. Lucio. Yo<br />
escucho el nombre extranjero y se lo pego a la espalda<br />
encorvada como si fuera una etiqueta. “Lucio”: esa<br />
espalda, ese atolondramiento, ese modo de sacudir<br />
las manos al caminar como si fueran colas de vaca.<br />
Lucio. Se ríe igual que los padres o los maestros:<br />
como de lástima se ríe, para alegrar a los chicos y<br />
hacerles creer que lo que dicen es gracioso, que le<br />
interesa. Pero no me engaña a mí. Se aniebla con<br />
ademanes cuando dice alguna cosa. Que son pocas<br />
y cuidadas. Nos tantea y no se muestra. Prefiere<br />
reírse porque reírse es mezclarse con el bulto que<br />
somos, este montoncito húmedo de sombras debajo<br />
de los árboles.<br />
Para chicanearlo nomás le pido tabaco y, como espero,<br />
él me ofrece una cajita con cigarrillos. “No,<br />
de esos no, <strong>acá</strong> los armamos”. “Ah, yo los compro<br />
hechos. Es más fácil”. “Son mejores los que arma<br />
uno, son más ricos”.<br />
Que le quede claro, ni siquiera fumamos lo mismo:<br />
es extranjero. “Yo fumo lo que me gusta”, le digo y me<br />
armo un cigarrillo con el tabaco que saqué del morral<br />
de Guti. Con una mano lo armo, igual que los viejos<br />
y los náufragos, y lo enciendo haciendo chasquear<br />
en los dedos la piedra de un encendedor plateado a<br />
bencina. “Es más aburrido lo fácil, es verdad”, me<br />
dice, “Me tenés que enseñar a armarlos y a prenderlos<br />
así”. De repente se le abrió la boca a Lucio, se<br />
le encendió la garganta y me habla. Había que pincharlo<br />
nomás. No es tímido, para nada. “A mí me<br />
enseñó Guti”, le digo, y le señalo con un arqueo del<br />
mentón al chico alto y empapado con el que tiene<br />
que hablar antes de hacerse el simpático conmigo.<br />
Él me sonríe. Lucio.