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Documento PDF - Bel Atreides

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EL COLMILLO DE LA SERPIENTE<br />

1


A Siobhan,<br />

Hija de la Osa<br />

Cantora del Pueblo<br />

Compañera en el Camino<br />

2


PERSONAJES DE LA HISTORIA<br />

Quiritani de la Isla del Poderoso (los Celtas).-<br />

LEIR, hijo de Blatonos, llamado también Leir Blatoniknos, alto rey de la Isla del<br />

Poderoso<br />

Hijas de Leir de sangre mestiza:<br />

GUNARDUILLA, hija de Leir y de Aglidet, Señora de Alba de los Ai-Siwanet<br />

RIGANA, hija de Leir y Dara, Señora del <strong>Bel</strong>erion de los Ai-Utu<br />

CRIDILLA, hija de Leir y Fieret, Señora de la Briga de los Ai-Akhsi, cuyo nombre de<br />

guerra fue ‘Áspid’<br />

Casa y Compañeros de Leir:<br />

ARTOCOXOS (Pata de Oso) hijo de Escutios, jefe de los Compañeros de Leir<br />

BITUITOS el Negro<br />

CADROS el Hermoso<br />

CARANTIS<br />

CATUUEROS hijo de Ilicos<br />

PANZAPERRO<br />

DROSTAGNOS (DROST)<br />

ILIX<br />

KASWAT<br />

NODONTIOS<br />

RAWAL<br />

PATARROJA<br />

SIGO<br />

TROST<br />

UXELOS<br />

VORCUNS (Gran Perro)<br />

TALORGENOS el sacerdote del roble<br />

Jefes de los Quiritani:<br />

MAGLAROS hijo de Magloscutios, príncipe de los Banalisioi (Hombres de los Arrecifes<br />

Blancos), esposo de Gunarduilla y rey de Alba<br />

MORIGENOS hijo de Maglaros y Gunarduilla<br />

SENOUINDOS hijo de Brochagnos, esposo de Rigana y rey de <strong>Bel</strong>erion<br />

CUNODAGOS hijo de Senouindos y Rigana<br />

BITUITOS de Rigodunon (Fuerte del Rey)<br />

CALCAGOS, Señor de la costa oriental<br />

CATUUEROS del Piedrafuerte<br />

LOUTRINOS hijo de Carantis, jefe junto al Soretia, pretendiente de Cridilla<br />

NEXTONOS del Alto Fuerte, un pretendiente también<br />

3


Quiritani del Gran País.-<br />

AGANTEQUOS (Corcel) hijo de Vorequos, rey de los Moriritones (Hombres de los<br />

Pasos Marinos), de Morilandis<br />

Casa y Compañeros de Agantequos:<br />

NABELCOS, bardo de la Casa en Moridunon<br />

CUNO, guerrero<br />

GRUNCANOS, guerrero<br />

KEIR<br />

BRENNA, esposa de Cuno<br />

SOBUIACA<br />

GHEMIT<br />

MADRE NESTA, sacerdotisa de los Moriritones<br />

El Pueblo Pintado.-<br />

HULI, sacerdote de la aldea junto a Udrolissa<br />

ZAUERET, guarda de la Gran Mansión en Udrolissa<br />

GIAHAD, ex-sacerdote, constructor de caminos<br />

TRIYET, amante de Leir, de <strong>Bel</strong>erion<br />

MLALET, Señora de Brannodunon<br />

ZAYYAR-A-KHATTAR, rey de los Ai-Zir<br />

ILF, guerrero de sangre mestiza al servicio de Rigana<br />

Las Siete Sacerdotisas de la Ti-Sahharin (la Hermandad Negra).-<br />

ASARET de los Ai-Utu (el Pueblo de la Liebre), <strong>Bel</strong>erion<br />

TAMAR de los Ai-Akhsi (el Pueblo del Carnero), los Valles<br />

ICO de los Ai-Siwanet (el Pueblo del Halcón), Alba<br />

ILIFET de los Ai-Ilf (el Pueblo del Jabalí), Tierras Medias<br />

AMAUNET de los Ai-Giru (el Pueblo de la Rana), Sudeste<br />

EKKI de los Ai-Ushen (el Pueblo del Lobo), Montañas Occidentales<br />

URTAYA de los Ai-Zir (el Pueblo del Toro), Llanura de Carn Ava<br />

Pueblo de la Antigua Raza (Senamoi) y de la Isla de Niebla (Caiactis).-<br />

CUERVO, un fallido chamán de los valles, afecto a la Casa de Leir<br />

HABLA-A-ESPÍRITUS, cantora del Clan del Oso en los valles<br />

ARTONA (Osa Madre) la Osa de Caiactis<br />

OSASOMBRA hija de Artona<br />

OSAESPÍRITU hija de Artona<br />

Niños del Lar de Cridilla en la Isla.-<br />

4


SAUCE<br />

PIEDEVIENTO<br />

ALCATRAZ<br />

PERRODAGUA<br />

PARDILLO<br />

5


ISLA DEL PODEROSO -Gran Bretaña.-<br />

LUGARES DE LA HISTORIA<br />

Alba -Escocia<br />

Estuario de Soulanogos: el Solway<br />

Piedra del Joven Dios: Lochmaben Stone<br />

Orillas Altas: fuerte de High Banks, Kirkcudbright<br />

CAIACTIS, la Isla de Niebla: Skye<br />

Artodunon: Dun Ringell en Skye<br />

UOTADINION: Edimburgo<br />

Briga -los Altos Valles, desde los Montes Cheviot hasta el linde meridional de<br />

Leicestershire<br />

Norte:<br />

UDROLISSA: en el Ure junto a Aldborough, York<br />

Las Flechas: the Devil’s Arrows, Boroughbridge<br />

PIEDRAFUERTE: Stanwick junto a Darlington, Durham<br />

RIGODUNON (Fuerte del Rey): Ingleborough, Ribblesdale, York<br />

MONTE DE LOS VIENTOS: Penyghent, Ribblesdale, York<br />

NITH: Río Nidd, York<br />

VERBEIA: Río Wharfe, York<br />

RIPPLE: Río Ribble, York<br />

UDRA: Río Ure, York<br />

Cueva Madre: Cueva Victoria, Wharfedale<br />

Fuente Sagrada: Manantial de ‘Saint’ Aldkelda, junto a Giggleswick, Ribblesdale<br />

Campamento Senamoi: Malham Cove, Ribblesdale<br />

Reino de las Piedras: Brimham Rocks, Niddersdale<br />

Llano del Túmulo: Graffa Plain, Niddersdale<br />

Asentamiento: junto a Hangingstone Quarry, Rombald’s Moor, Wharfedale<br />

Piedra Sacrificial: Badger Stone, sobre Ilkley en Rombald’s Moor<br />

Piedra del Sol: ‘Swastiska’ Stone, sobre Ilkley en Rombald’s Moor<br />

Sur:<br />

ABONOLISSA, palacio de Leir en el Soretia: junto a la aldea de Leire, Leicester<br />

ALTO FUERTE: Brendon Hill, Leicester<br />

LIGRODUNON (fortaleza de Leir): Burrough Hill, en Leicestershire<br />

SORETIA: Río Sore<br />

<strong>Bel</strong>erion -Península de Cornualles<br />

MONTFORTE: Chun Castle, Penwith<br />

El Túmulo de las Reinas: Zennor Quoit<br />

Piedra Matriz: Men-an-Tol<br />

6


Fuente de la Madre: Modron Well<br />

País de la Tribu del Toro -Wiltshire<br />

EL SANTUARIO DE AVA: Avebury Circle<br />

DANZA DE LOS GIGANTES: Stonehenge<br />

FUENTES DE SULIS: Bath<br />

AMAN: Río Avon<br />

EL GRAN PAÍS -El Continente.-<br />

MORILANDIS (Pastos del Mar), país de los Moriritones: costas alrededor del golfo de St.<br />

Malo, frontera de Normandía y Bretaña<br />

MORIDUNON (Fuerte del Mar), fuerte de Agantequos: junto a Domfront, Normandía<br />

MONTE DEL CORNADO: Mont St. Michel<br />

SANTUARIO DE LOS CARNUTOS: Chartres<br />

TARTESSOS: Tarshish<br />

GADES: Cartago<br />

7


PRÓLOGO<br />

Las curvas fúlgidas del río titilan rojas como sangre antigua a las últimas luces del día<br />

más largo y, sobre las aguas, el reflejo de los cisnes flota como un escudo de plata. Pero, bajo la<br />

superficie, la corriente fluye clara y las marcas en la orilla, por donde los constructores bajaron<br />

las piedras para la tumba, están deshaciéndose en el fango otra vez. Sólo una onda intermitente en<br />

medio de las aguas muestra el lugar donde la corriente abraza la obra de piedra hundida y la<br />

cabeza bifronte labrada, mirando río arriba y río abajo.<br />

A menos que se buscase ese rizo en el terso flujo, nunca se sabría que el río ha cambiado.<br />

Pero yo puedo sentir la mirada ahogada del guardián, un rostro hacia el futuro y el otro hacia lo<br />

que fue. Y es el pasado lo que yo arrostro ahora, y mis pensamientos descienden las espirales de<br />

los años hasta los llanos grises del mar que separan la Isla del Poderoso del Gran País.<br />

Cerca de dos veces veinte ciclos del sol han transcurrido desde que Leir hijo de Blatonos<br />

trajo a sus Quiritani sobre esas aguas en diez barcos raudos de velas blancas como las alas de los<br />

cisnes. Cayó sobre el país de Briga, mató al rey y se convirtió en consorte de la Dama. Pero su<br />

espada estaba sedienta aún y pronto luchó en Alba, y a esa reina la maridó también, y lo mismo<br />

hizo con la de <strong>Bel</strong>erion. Y en las tierras que conquistaba establecía sus guerreros y los hacía<br />

construir carreteras y fortalezas para tener en sus manos el país. Y ellos y otros que vinieron tras<br />

ellos saludaban a Leir como Alto Rey.<br />

Y la Señora de Alba le dio una hija, Gunarduilla, que siguió el camino de la espada. La<br />

Señora de <strong>Bel</strong>erion le dio asimismo una hija, Rigana, que era hermosa como una noche de<br />

estrellas. Y, por fin, la Señora de Briga dio a luz también y murió al hacerlo. Y esa criatura fui yo<br />

misma, Cridilla, la última de las hijas del Rey Leir. Ahora, las cenizas de Gunarduilla yacen bajo<br />

un túmulo en Uotadinion y el cuerpo de Rigana reposa en el Túmulo de las Reinas, en <strong>Bel</strong>erion.<br />

Mas el río Soretia fluye sobre la tumba del Rey Leir.<br />

Bajo la música callada del agua puedo oír el murmurio profundo de las gentes que me<br />

aguardan más allá de los sauces. Cuando retorne a ellas me saludarán como reina de la Isla del<br />

Poderoso. Pero durante un instante más contemplaré el río fluir y seré nada más que Cridilla, que<br />

fue Áspid del lar del Oso, Cridilla la esposa de Agantequos, Cridilla la hija de Leir.<br />

Y extraño es que ahora, en pleno Solsticio Estival, cuando el sol triunfante tiñe de oro rojo<br />

el rostro fúlgido del río, sea yo hacia quien las hijas de las reinas y los hijos de las nuevas tribus<br />

de más allá del mar hayan de volverse. Siempre fue en invierno cuando el curso de mi vida<br />

cambió... Y durante el Festival del Solsticio de Invierno, a los siete años de edad, comenzó la<br />

primera espiral.<br />

8


PRIMERA ESPIRAL:<br />

SERPIENTE EN LA PIEDRA<br />

Desde el Año Vigesimosegundo al Trigesimoprimero<br />

del Gobierno del Alto Rey Leir<br />

9


CAPÍTULO 1<br />

Y la sangre del ternero manchaba la nieve, y ella vio un cuervo negro que<br />

descendió a beber.<br />

-El Exilio de los Hijos de Uisnech<br />

El cielo invernal se iluminaba lentamente a través de la niebla del río que ensombrecía la<br />

tierra. El día parecía tan reluctante a despertar como yo lo había sido a abandonar la íntima<br />

calidez de las pieles de mi lecho, pero a los siete años era ya lo bastante mayor para saber que<br />

nadie, en la casa de mi padre, dormía mientras el alto rey de la Isla del Poderoso estaba en pie.<br />

Me aferré a los hombros de Leir, balanceándome con sus largas zancadas, mientras marchamos<br />

precipitados monte abajo, desde su sala de festejos en Udrolissa hacia las piedras sagradas. Yo<br />

había implorado a mi padre ya en otras ocasiones que me llevase a los ritos del Solsticio Invernal<br />

en la aldea, pero ésta era la primera vez que se hallaba en casa para el festival desde que yo tenía<br />

edad suficiente para asistir.<br />

Las ramas desnudas de los robles alzaban una red insubstancial contra las sombras; sólo el<br />

compacto seto de acebo alrededor del cercado mostraba claroscuros. Más allá de él, las cuatro<br />

grandes piedras, una tras otra contra el cielo poco a poco luciente. Yo sentí, más que vi, la masa<br />

de gente esperando silenciosa ante la entrada. El toro amarrado mugió entonces ansiosamente,<br />

una queja indistinta, espectral, en la lobreguez del día, y los hombros musculosos de mi padre se<br />

inclinaron debajo de mí. Busqué dónde agarrarme, asustada de pronto.<br />

“Cridilla”, llegó desde abajo un gruñido, “irás a parar a un tojo como me tires del pelo.”<br />

Artocoxos Pata de Oso, que capitaneaba a los Compañeros de mi padre y había marchado<br />

tras él desde antes de que yo pudiera andar, me miró desde abajo y rió.<br />

El calloso apretón de las grandes manos de Leir se hizo sentir más fuerte en mis tobillos, y<br />

la tierra y el cielo recuperaron su justa relación. La risa me burbujeó en la garganta y solté los<br />

hirsutos mechones dorados de su cabello. Mi padre era el alto rey. ¿Cómo podía caerme yo?<br />

“¿Querrá Catuueros de Piedrafuerte unirse a nosotros contra los Ai-Zir?” La voz de<br />

Artocoxos era un murmurio sordo junto al oído de mi padre.<br />

Mi padre gruñó. “No tiene herreros en ese lugar. Si quiere más palas de hachas, será a mí<br />

a quien deba recurrir. Cada año hay más del Pueblo Pintado” -con un principio de interés me di<br />

cuenta de que estaba hablando de la estirpe de mi madre- “que se ven forzados a descender de los<br />

páramos. Sin hachas ni arados con los que comprar su servicio, no tendrá a nadie que cultive sus<br />

campos.”<br />

Mi atención se desvió. Había escuchado yo semejantes conversaciones desde mi<br />

nacimiento, tan desapercibida por mi padre y los guerreros a sus órdenes como uno de sus<br />

grandes perros.<br />

“Sería más fácil combatirlo”, dijo Artocoxos reluctante.<br />

“¿Se te está oxidando la hoja de la espada?” El rey rió. “Si lo matase, tendría que<br />

encontrar a otro que gobernase la fortaleza. Piensa, hombre... tú mismo calibraste a cada uno de<br />

los guerreros que trajimos del otro lado del mar una veintena de años atrás. ¡Los dioses y nuestro<br />

coraje pusieron las tribus del Pueblo Pintado a nuestra merced! Pero ¿crees que estos pacientes<br />

agricultores seguirían tan tranquilos, si diésemos el más mínimo signo de debilidad? Catuueros<br />

tiene el brazo fuerte. ¡Yo no quiero su sangre, sólo su lealtad!”<br />

“Él no tiene en cuenta lo que ocurre más allá de sus dominios...” Artocoxos rezongaba<br />

aún, pero ya sin rencor. “Está a salvo ahora entre Briga y Alba, pero los Ai-Zir no han dejado<br />

10


nunca de desafiarnos y Zayyar es un líder astuto, y un príncipe de la vieja sangre también. Si<br />

invade nuestras marcas meridionales y levanta a los Ai-Akhsi de Briga, Catuueros descubrirá que<br />

las hachas de hierro pueden cortar otras cosas aparte de árboles.”<br />

Las antorchas serpenteaban camino arriba desde la aldea formando una corriente<br />

centelleante y yo golpeé a mi padre en el hombro. Delante de ellas una sombra parpadeaba en el<br />

sendero.<br />

“¡Mira, ya vienen!”<br />

Sentí el calor de la atención de mi padre retornar a mí. Leir sobrepasaba media cabeza a<br />

los hombres que lo rodeaban. Encaramada a sus hombros podía ver sobre el gentío. Las antorchas<br />

palidecieron al iluminarse la niebla; lo que pareciera una sombra apresurada delante de la<br />

procesión era un hombre.<br />

“¿Por qué corre?”<br />

“Es su cantor. Él dirige las ceremonias.”<br />

“¿Como tus sacerdotes del roble?”, pregunté.<br />

El rey rió. Los sacerdotes que vinieran con mi padre de más allá del mar eran hombres<br />

grandes, sólidos, con mantos franjados y barbas fluyentes. Pero este hombre era todo ángulos y<br />

corría con una curiosa gracia desvencijada, como si una de las imágenes que los aldeanos<br />

plantaban para asustar a los cuervos hubiese cobrado de pronto vida. Se precipitó ladera arriba<br />

hacia nosotros, con los rojos jirones de una túnica de mujer destellando tras él y un fuerte<br />

repiqueteo de pedazos de hueso y metal. Sus ojos contorneados de negro nos miraron desde un<br />

rostro pintado de blanco cuando voló a nuestro lado. Las antorchas viborearon entonces tras él y<br />

hombres vestidos de rojo, con sonrisas burlonas en sus rostros tiznados de ocre bermejo, se<br />

desperdigaron por todas partes mientras el corredor los esquivaba entre la turba.<br />

“No parece que quiera dirigir ésta también”, susurré. “Parece asustado.”<br />

“Es la costumbre”, respondió mi padre. “Todos disimulan, para hacer reír a la gente.”<br />

Me estremecí. Rigana, mi hermana mayor, había dicho una vez que el mundo era más<br />

cálido antes de que el pueblo de mi padre llegase a través del mar. ¿Realizaban los aldeanos este<br />

ritual para hacer retornar aquellos días? Había habido ya enfermos en la aldea y el invierno estaba<br />

sólo en su mitad. Los que podían leer los signos en el país predecían un tiempo aun peor por<br />

venir.<br />

Hubo un movimiento arremolinado y la gente retrocedió. Los Compañeros cambiaron de<br />

posición alrededor de mi padre. El corredor estaba aferrado por dos de los hombres vestidos de<br />

rojo, desvaído. Se crispó entonces y un campanilleo de risa aguda transverberó el murmullo del<br />

gentío. Los hombres de la aldea eran morenos, bajos y fornidos, comparados con los guerreros<br />

membrudos de mi padre, pero su prisionero era fino como un junco, con una mata de pelo negro.<br />

“¿De qué raza es ese hombre?”, susurré mientras lo empujaban hacia una plataforma de<br />

troncos amarrados, junto a la última de las altas piedras que llamaban las Flechas. Los portadores<br />

de antorchas se dispersaron a ambos lados, flanqueando las piedras con fuego.<br />

“Uno de los Senamoi, el pueblo mágico”, fue la respuesta, “la estirpe que estaba aquí<br />

antes incluso de la llegada de los Ai-Akhsi. Me pregunto dónde lo encontrarían. Su tribu<br />

raramente deja los montes.”<br />

Me estremecí. ¿Antes de la raza de mi madre? Pero el Pueblo del Carnero pertenecía a<br />

este país. Mi hermana Rigana decía que habían tenido que enseñar los festivales del sol y la tierra<br />

a los invasores Quiritani, que sólo celebraban los ciclos del ganado y los rebaños. Tratar de<br />

imaginarme un tiempo anterior a aquél me hacía sentir que perdía el equilibrio otra vez.<br />

“Cuando cielos grises vuela el carrizo-<br />

11


cantó la andrajosa figura, balanceándose en su percha con un revoloteo de paños y colgaduras,<br />

“Nubes de tormenta protestan- reuníos aquí<br />

amigos, el fuego alabando, la llama brilla<br />

para prender los días<br />

y dar fuerza al sol-<br />

¡Venga aquí cada cual!”<br />

Un hueco tamborileo pulsaba a través de sus palabras mientras él golpeaba un pequeño<br />

atabal. Su canto tenía una extraña, elevada pureza y yo sentí erizarse el vello de mi cuello y de<br />

mis brazos. ¡Sin duda aquellos enormes dardos de piedra tremolaban a los golpes del tambor!<br />

“Cuando la tierra despierta<br />

del sueño del invierno, hondo y lento<br />

en oculto centro bate el tambor,<br />

de la carne helada nace, esplendor,<br />

la luz de la vida-<br />

¡todos saludan el alba!”<br />

Parpadeé. Las piedras estaban quietas, pero una irradiación pulsaba en torno a ellas. El<br />

cántico las había dominado; ésta no era una de aquellas veces en que bailaban por sí mismas,<br />

sedientas de la sangre de los hombres. El atabaleo se hizo más ruidoso; la luz centelleó en las<br />

nieblas y reveló una tracería de copas de árboles a lo largo del río, contra el cielo pálido. El<br />

tambor pausó; sentí, más que oí, que todos alrededor contenían el aliento. Detrás de la piedra más<br />

meridional, la luz fulgió de pronto.<br />

Los cuervos alzaron el vuelo desde los árboles con un clamor, cuando un potente grito<br />

rasgó el aire. Una senda se abrió entre el gentío ante nosotros mientras arrastraban el toro hacia<br />

las piedras. Los largos cuernos se agitaron tirando de las cuerdas que los sujetaban y la bestia<br />

mugió airadamente. Los hombres de rojo marchaban ante ella pero, al pasar bajo nosotros,<br />

pausaron. Artocoxos avanzó hacia ellos y uno de los hombres le habló en tono bajo.<br />

“Quieren que realices el sacrificio, señor”, dijo el guerrero.<br />

“¿Ahora?”, murmuró mi padre. “¿No basta con que les dé un animal de mi propio ganado,<br />

sino que debo matarlo por ellos? ¿No tienen estos borregos sacerdotes propios?” Pero estaba ya<br />

tomándome de sus hombros y pasándome a Artocoxos. Por un instante pendí en las fuertes manos<br />

del guerrero; entonces me di cuenta de la indignidad de la posición y me retorcí avergonzada<br />

hasta que rió y me depositó en el suelo.<br />

Yo no lo entendía... por supuesto estas gentes tenían sacerdotes. El hombre de rojo era<br />

Huli, que venía a veces a la fortaleza para hablar en representación de la aldea. Cojeaba al<br />

caminar y tenía dibujos espirales de color azul en la frente.<br />

“El sacrificio hecho por ti es gran honor.” Se inclinó ante mi padre. “¡Marido de la reina<br />

que fue, padre de la reina que será! La sangre sacra debe ser derramada para revitalizar el país.<br />

¿Quién tiene mayor derecho para hacer la ofrenda?”<br />

Los hombres más jóvenes de la guardia de mi padre, que entendían bien la lengua antigua,<br />

empezaron a murmurar cuando el anciano se volvió hacia mí y se inclinó. Me pregunté por qué.<br />

Mi madre había sido reina de las tierras que se extendían desde el río Udra hasta el Soretia, pero<br />

murió al darme a luz y yo no era sino la tercera de las hijas del rey.<br />

12


Mi padre rió y marchó hacia el toro. Los cuervos clamaron desde las ramas desnudas de<br />

los fresnos y los guerreros se sumieron en un abrupto silencio. Los largos, retorcidos cuernos del<br />

toro estaban pintados de amaranto. Era una bestia grande; su denso pelaje de invierno era de<br />

undoso blanco como las alas de un cisne. Di de pronto un paso hacia adelante y la fuerte mano de<br />

Artocoxos se cerró sobre mi hombro.<br />

“No lo distraigas”, dijo en la lengua de los Quiritani. “Ya verás. ¡Éste no es el primer toro<br />

que mata el rey!”<br />

Alcé la mirada hacia él. Por supuesto que mi padre sacrificaba bestias en los festivales<br />

Quiritani, pero sus propios dioses entendían sus plegarias. Esto era diferente. Estaba sacando la<br />

hoja especial de bronce que siempre colgaba envainada junto a su espada, pero no se había<br />

detenido antes a rezar, ni se había lavado la cabeza y las manos. Huli lo había llamado sacrificio,<br />

pero ¿lo creía el rey? Lo hiciese o no, la ofrenda lo ligaría a la tierra. Hubo una pequeña<br />

escaramuza cuando el toro embistió y relampagueó uno de sus cuernos enrojecidos, después Leir<br />

dio un paso adelante y el largo cuchillo centelleó. Por un instante el cuerpo blanco pendió sobre<br />

él como un cisne antes de sentir la muerte en el dardo del cazador. Luego la hoja emergió con una<br />

sacudida de la garganta, el toro cayó y un estertor precedió a su quietud en el fango, mientras su<br />

vida se vertía.<br />

El sacerdote acercó el cuenco para recoger la sangre. Un penetrante olor metálico pendió<br />

pesadamente en el aire húmedo.<br />

“Cuando cae el cornado señor-”, cantó el cautivo.<br />

“Vida a vida unida, al país amor-<br />

el don una vez dado ahora es retornado, nutre la tierra<br />

con roja riada,<br />

la ofrenda sangrienta<br />

cuerpo y espíritu calienta<br />

y de daños preserva.”<br />

Dejó caer hacia atrás la cabeza, aullando mientras el sacerdote hisopaba de sangre las<br />

piedras. Yo me tambaleé y caí de manos y rodillas sobre el fango cuando las ondas de un tremor<br />

recorrieron el suelo.<br />

El cantor chilló de pronto en ninguna lengua que yo conociera y trató de plegarse en<br />

forma de pelota.<br />

“Niña de mi corazón, ¿estabas asustada?” Fuertes manos me alzaron de la tierra y yo me<br />

debatí frenéticamente.<br />

“Cridilla, estáte quieta. Yo no he corrido ningún peligro y tú estás a salvo a mi lado.”<br />

Olí a caballo y a sudor y a cerveza amarga. Despacio, me di cuenta de que mi padre me<br />

sostenía. Podía oír el latido regular de su corazón bajo mi oreja. Suspiré, pero carecía de palabras<br />

para explicar que, si me había resistido, no era porque estuviera asustada, sino porque no quería<br />

que me apartasen de la tierra.<br />

Habían apilado maderos bajo el fresno deshojado y algunos de los aldeanos estaban<br />

desjarretando el cuerpo roto del toro y arrojando los cuartos al fuego para asarlos. Pero la mayoría<br />

de los hombres se había dividido en dos grupos frente al cantor, que blandía algo semejante a un<br />

bastón flexible. Con un alarido estridente, se lo arrojó a la turba. Una albura listada de rojo azotó<br />

el aire. Sólo cuando las primeras manos pujaron por agarrarlo, comprendí que lo que había tirado<br />

era la verga del toro. Ésta desapareció entonces en la algarada.<br />

“¿Qué están haciendo?” La piña de hombres se había convertido en una sola criatura, que<br />

13


pujaba y gruñía al debatirse por la posesión del trofeo.<br />

“Es para hacer crecer la cosecha.” Sonrió Artocoxos. “Cada bando tratará de llevarse el<br />

talismán, pero la cosa puede durar horas.”<br />

El nudo de hombres osciló, abriéndose unos pocos pasos cuando alguien cedió y<br />

trabándose luego otra vez. El único movimiento transcurría al pie del alto asiento, donde Huli<br />

estaba atando al hombre andrajoso que había hecho emerger el sol con su cántico.<br />

Mi padre me depositó en el suelo, pero yo no alcancé a ver lo que iban a hacerle al cautivo<br />

porque Leir y Artocoxos marchaban de vuelta ya hacia la fortaleza y tuve que corretear tras sus<br />

largas zancadas para no quedarme atrás. El olor a carne rustida nos acompañó hasta casa.<br />

El sol siempre parece encogido en el Solsticio, al emerger recién nacido del seno de la<br />

Madre para brillar, trémulo, unas pocas horas en cielos gélidos. Pero, obviamente, el sacrificio del<br />

toro le había infundido fuerzas. Cuando me asomé por la puerta de la Casa de las Mujeres al<br />

amanecer del día siguiente, el astro resplandecía en un cielo azul pálido como ala de alción y cada<br />

guijarro fulgía.<br />

Al otro lado de las cortinas de cuero, sonaba la rítmica respiración de mi hermana Rigana.<br />

A Gunarduilla la había oído salir más temprano, probablemente a cazar. Habría querido que me<br />

esperase y me llevase con ella, pero se me estaba ocurriendo ya otra posibilidad.<br />

En los pastos domésticos, mis vacas tenían que competir por la escasa hierba con las reses<br />

de mi padre, pero junto al camino de carros entre la fortaleza y la aldea había hierba fresca... Me<br />

até fuerte las correas del calzado alrededor de los tobillos, tomé mi pesado manto y las bridas de<br />

mi poni de sus ganchos en el pilar de mi lecho y me escurrí por la puerta.<br />

Un poco de humo revoloteó sobre el techo de paja del salón de festejos, pero nadie se<br />

movió cuando crucé el lodo helado del recinto de la fortaleza, cubriéndome los puños con los<br />

extremos de mis mangas contra el morder del aire. En el patio exterior había ya criadas que traían<br />

agua del manantial y preparaban fuegos para hervir las gachas matinales. Pedí un corrusco de pan<br />

de avena y un pedazo de queso a Zaueret, que había sido la sirviente de mi madre mucho tiempo<br />

atrás. Me rodeó con su brazo y me dio un rápido apretujón.<br />

“Las bendiciones del día para ti, mi niña...”<br />

Por un momento me acurruqué en su abrazo. “Quisiera que fueras mi madre.”<br />

“Eres la hija de la mismísima Diosa, pequeña”, me susurró en el pelo. “¡Nunca lo<br />

olvides!”<br />

Quizás, pensé mientras la besaba. Pero era Zaueret la que me daba los besos y el pan.<br />

“¿Y a dónde vas?”, prosiguió mientras envolvía la comida en un retal de saco. “¿A la<br />

aldea, para el festival?”<br />

“Mi padre dice que no tengo que ir allí sola.” La metí apretujadamente en el bolsillo.<br />

“Pensaba llevar mi ganado a pastar... el día es demasiado hermoso para quedarse en casa.” Ahora<br />

que la sangre empezaba a correrme por el cuerpo podía sentir el cantar de la vida en mis venas.<br />

“En la aldea te honrarán”, dijo Zaueret. “Pero no te acerques a las piedras sagradas.”<br />

Aún me preguntaba qué había querido decir cuando espoleé a Cisnucho camino abajo. Le<br />

había dado yo nombre de acuerdo con el tótem de mi padre y, con su pelaje hirsuto adensado por<br />

el invierno, mi poni parecía más que nunca un polluelo de cisne, pero incluso en verano era gris<br />

y desgarbado. Sólo su temperamento incierto lo asemejaba al ave, aunque habitualmente me<br />

obedecía y sobre su lomo yo era libre.<br />

El ganado me confería rango. Tenía sólo seis cabezas ahora, pero la vaca roja estaba<br />

preñada del toro de mi padre. Conduciendo mis reses por el camino de carros tenía libertad y<br />

poder tal como el pueblo de mi padre las entendía. Mis hermanas poseían ganado también, pero<br />

14


no lo cuidaban ellas mismas.<br />

La novilla roja parecía sentir el aire igual que yo. Corcoveó y resopló cuando la hice<br />

retroceder después de cada intento de abandonar el camino. Preocupada por el juego que nos<br />

estábamos trayendo, no me di cuenta de lo mucho que nos habíamos acercado a las Flechas. Me<br />

abrí camino por la espesura de una avellaneda y tiré de las riendas de pronto, y la vaca,<br />

percibiendo que había dejado de perseguirla, agitó burlonamente la cola y empezó a ramonear.<br />

Los hombres apiñados alrededor del fuego en la base del fresno hacían demasiado ruido<br />

para poder oírme. Tenían la atención puesta en un fardo envuelto en el cuero del toro sacrificado<br />

que pendía de la más baja de las ramas. Lo columpiaban adelante y atrás a través del humo de los<br />

restos del fuego.<br />

Me quedé quieta, con el vello erizándoseme en el cuello y los brazos cuando el bulto se<br />

agitó de forma convulsiva.<br />

“Del año por venir háblanos, caminante de las sombras...”<br />

Apenas reconocí a Huli. Portaba una túnica de lana blanca y le brillaba un collar de oro en<br />

el cuello con la forma de un creciente lunar.<br />

“Qué sueño te ha venido, dinos, dinos...”<br />

“Nada”, llegó el ronco susurro. “Humo y sombras... viento y boira. Suspira en su sueño la<br />

serpiente terrestre; brota el sol de un huevo de cucú. No hay nada. ¡Os ruego, dejad a éste<br />

marchar!”<br />

“¿Te reirás de nosotros?” Huli hizo un gesto y uno de los hombres arrojó al fuego más<br />

ramas. El humo ascendió denso. Percibí el dejo de algo aromático y me di cuenta de que había<br />

hierbas entre la leña.<br />

“¡Habla, tornaformas! Tu estirpe vive en el país de los espíritus. ¡Ahí colgarás, hasta que<br />

hables o mueras!”<br />

El bulto de cuero se estremeció y el cautivo tosió dolorosamente.<br />

“¡No hay visiones! No las diría, si visiones vinieran. Tomaron tierras... el Pueblo<br />

Pintado... asesinaron a los Antiguos. ¡Asesinos muertos ahora por espadas de hierro!” Un<br />

trompeteo de risa salvaje llegó de debajo del cuero, después degeneró en tos otra vez.<br />

“Pinchadlo...” Uno de los hombres más jóvenes blandió una lanza de bronce de cazar<br />

jabalíes. “¡Así hablará!”<br />

Huli movió la cabeza atrás y adelante. “Tened cuidado... ya aprendimos tiempo atrás<br />

cómo muerden las maldiciones de los Antiguos cuando mueren.” Rezongando, el muchacho<br />

retrocedió. Huli levantó la vista hacia el hombre en el cuero.<br />

“Ahora la muerte le llega también al Pueblo Pintado y no de las espadas. Demasiada<br />

lluvia: en los campos se estanca el agua, en las casas mueren los hombres. ¿Qué debemos hacer?<br />

Respira hondo, deja que el humo te tome, hombre de los páramos. ¡Pregunta a los espíritus por<br />

qué!”<br />

El humo ascendió en densas volutas desde las brasas. La piel se agitó y oí una larga,<br />

aguda estela de sílabas, repetidas una y otra vez hasta convertirse en canción.<br />

“Demasiado...”, dijo uno de los hombres. “Está soñando otra vez.”<br />

“No importa. Esperad hasta que se agoten las hierbas. A su tiempo responderá.”<br />

Con cuidado, me escurrí de vuelta por la avellaneda hasta el camino. Si se hubieran<br />

girado, me habrían visto allí y mi padre prohibía la lucha entre los pueblos sometidos. Acaso se<br />

airasen, si llegaban a saber que les había visto quebrantar esta ley. Pero, aunque el sol brillaba<br />

todavía, aun después de recuperar mis reses y conducirlas al herbazal, para mí el día se había<br />

nublado. ¿Cómo podía ayudar al pobre hombre encerrado en el cuero sin hacer caer la ira de mi<br />

padre sobre las gentes de la aldea?<br />

15


El terreno descendía gentilmente hacia el río: rastrojales divididos por finas hileras de<br />

hayas y manchas más compactas de avellanedas, cuyas ramas más bajas vestían aún unas hojas<br />

agostadas. El aire sobre el fresno borbollaba de alas en movimiento y, en la distancia, podía oír a<br />

los cuervos pasándose unos a otros las nuevas. Me senté bajo un roble, trenzando hierba muerta y<br />

escuchando el rumiar de mis vacas, y mis pensamientos tornaban una y otra vez al mismo punto.<br />

¿Qué podía hacer? En el peor de los casos, el rey se enfurecería con la aldea. En el mejor, se<br />

reiría de mí. Mis hermanas no podían ayudarme: eran de Alba y <strong>Bel</strong>erion, no de esta tierra. Por<br />

primera vez lloré porque era sólo una niña.<br />

Cuando empecé a temblar, me di cuenta de que el sol se había cubierto de nubes<br />

auténticas. Preñadas de nieve como lana húmeda, estaban amontonándose hacia el oeste y sólo un<br />

destello de luz muriente mostraba adónde había ido el sol. Me dije que era tonta, que hacia el<br />

Solsticio lo raro era el buen tiempo. Pero podía percibir en el aire aquella sensación de algo<br />

dislocado.<br />

Había algo extraño en la tierra también... sólo dos de mis vacas eran visibles. Cuando<br />

hube hallado a las otras, las nubes se habían hundido casi hasta las copas de los árboles y la luz se<br />

desvanecía rápidamente. Un toque de aire frío y húmedo con promesa de nieve me rozó la frente<br />

al conducir el ganado por el camino, y las ramas desnudas castañetearon como huesos.<br />

Próxima al fresno, dejé a Cisnucho aminorar el paso, pero no oí ningún ruido. Guié las<br />

reses al abrigo de la avellaneda y las rodeé con el poni. El tronco del fresno era una sombra erecta<br />

sobre las cenizas desperdigadas del fuego exangüe, pero aún soportaba su extraño fruto, que<br />

oscilaba en lentos círculos al ritmo de un viento más y más fuerte.<br />

Muerto, pensé. Espoleé los ijares del poni urgiéndole a acercarse allí y sentí el primer<br />

parpadeo de esperanza cuando éste avanzó voluntariamente. Habría olido la muerte y las aves<br />

negras que aguardaban en la copa del árbol habrían estado ocupadas ya, si un cadáver hubiese<br />

colgado allí.<br />

“Cantor”, llamé empleando la lengua de mi madre. “¿Vives?”<br />

El bulto se estremeció. “Abajo...” La voz era sólo un suspiro. “Perdido entre la tierra y el<br />

cielo él está, y nunca más sabio. Como tú, en ningún mundo está en casa. Vuela pronto al reino<br />

del carrizo... oh, bájalo de ahí...”<br />

Fruncí el ceño. Desde el suelo no podría alcanzarlo. Pero era alta para mi edad y había<br />

practicado el mantenerme de pie sobre Cisnucho. ¿Me lo permitiría ahora, con la tormenta<br />

cerniéndose sobre nosotros? Lo urgí cautelosamente hasta que estuvimos al pie del hombre<br />

colgado. A través de los pliegues de la piel pude ver un ojo obscuro.<br />

“¿Por qué cuelgas del árbol?”<br />

“Colgó mi amo del árbol del mundo hasta que comprendió la sabiduría toda...”, llegó el<br />

susurro. “Sólo muerte éste ve...”<br />

No era esto explicación ninguna. Traté otra vez.<br />

“¿Cómo es que esta gente te capturó? ¿Qué haces tan lejos de tus montes?”<br />

“Vagar... no hay lugar de reposo en tierramadre... miedo sólo...”<br />

“Los sacerdotes del roble dicen que, cuando el espíritu parte, busca otro cuerpo”, le dije,<br />

midiendo la distancia. “¿Por qué tener miedo?”<br />

“Sueños...”, me respondió. “Colmillos y garras para romper el alma. ¿Los has visto en la<br />

oscuridad?”<br />

Fijé la mirada en él, recordando las veces en que el sombrío techo de paja sobre mi lecho<br />

daba nacimiento a formas que se retorcían en torno a los pilares de la casa y yo guardaba silencio<br />

sólo porque era la hija del rey. Ésta era la primera persona adulta que parecía saber que aquellas<br />

sierpes nocturnas estaban allí.<br />

16


Se agitó y la soga retorcida que lo sujetaba al árbol vibró como cuerda de arco. En mi<br />

mejilla sentí el beso frío de la nieve que se avecinaba.<br />

“Date prisa, señora del alto lugar...”<br />

Volví a clavar la mirada en él, porque ¿cómo podía saber que yo no era de la aldea? ¿Y<br />

por qué se había dirigido a mí como si yo fuese una reina?<br />

“Rápido, antes de que el espíritu se pierda entre los mundos.”<br />

Ardí con un misterioso acceso de emotividad protectora, como el sentimiento que tuve<br />

cuando vi a mi primera vaca dar a luz su ternero. Desenvainé la daga de bronce que mi padre me<br />

diera en Samonia y apreté la hoja entre los dientes. Entonces, con un murmurio tranquilizador y<br />

rezando para que Cisnucho no se crispara, puse los pies debajo de mí y, con mucho cuidado, me<br />

alcé sobre el ancho lomo. Busqué el equilibrio contra las ráfagas del viento, pero pude por fin<br />

aferrarme al bulto de piel y alcanzar justo el extremo de la soga con mi hoja.<br />

Decidiéndome por un lugar donde el cáñamo estaba ya desgastado, empecé a cortar. Las<br />

primeras hebras se partieron enseguida, pues mi padre me había enseñado a mantener en el<br />

bronce buen filo, pero sabía que éste pronto se perdería. La sangre me borbolló en los oídos, o<br />

quizás era sólo el viento creciente. Podía oír voces instándome a salir corriendo de allí. Escuché<br />

golpes de tambor y me dije que era el batir de mi corazón.<br />

Pero el cáñamo se estaba rompiendo. La soga gimió y el cautivo tuvo un sobresalto.<br />

Cisnucho se movió inquieto.<br />

“¡Tranquilo!”, siseé. “El cuchillo...” La última hebra entonces empezó a ceder. Alguien<br />

gritó tras de mí y el poni dio un paso hacia adelante. Me agarré al cuero en busca de sostén y de<br />

pronto ambos nos hallamos columpiándonos. El mundo desapareció cuando una ráfaga de nieve<br />

pasó arremolinándose; luego caímos los dos al vacío.<br />

Yací en la oscuridad, luchando por respirar. Después, el peso que me aplastaba tembló. El<br />

cautivo había caído encima de mí y estaba escurriéndose de su prisión.<br />

“Cridilla... la Señora...” Un confuso murmurio de voces mezclado con el silbido del<br />

viento. “¡Sólo una niña!”<br />

Seis hombres de la aldea tenían la mirada fija en mí y Huli, el más próximo. Me levanté<br />

con esfuerzo.<br />

“¿Pensaste que lo dejaríamos bajo la nieve, señora?”, inquirió. “Te damos las gracias.<br />

Ahora nos lo llevaremos...”<br />

“¡Por la muerte postergada tiene miedo aún!”, llegó el susurro del bulto junto a mí.<br />

“¿Qué vais a hacer con él?”, les pregunté entonces.<br />

“¿En qué te afecta ello?”, respondió el sacerdote. “Éstos no son tus misterios.”<br />

“Pero yo lo he rescatado...” La rodilla me dolía del golpe y podía sentir el cambio de<br />

actitud en los hombres que me rodeaban, pero la necesidad de protegerlo era fuerte aún y yo era<br />

la hija de un rey.<br />

“No es éste un cachorro extraviado de perro para que tú te hagas cargo de él, honorable<br />

ama”, dijo Huli gentil. “Maestros de magia son las gentes de los páramos y nosotros necesitamos<br />

su poder.”<br />

“No para el sacrificio...” Bien sabía yo que, excepto en los momentos y lugares en que sus<br />

augurios lo requerían, los sacerdotes del roble habían prohibido a la gente sacrificar hombres.<br />

“¿Así traicionas la sangre de tu madre?”, preguntó uno de los rústicos.<br />

“No hablaría así, si nuestras mujeres la hubiesen educado”, añadió otro.<br />

“¡Entonces tomad al hombre, y tomadla a ella, y criadla como a una reina!”<br />

“¿Estás loco? El rey del mar es un lobo cuando de su cachorro se trata... ¡nos haría arder a<br />

todos!”<br />

17


Sacudí la cabeza tratando de entender. ¿Qué les había hecho yo a ellos?<br />

“Niña, llevárnoslo nos lo llevaremos, con o sin tu voluntad”, me dijo Huli.<br />

Los esfuerzos del cautivo lo habían librado del cuero y emergió de sus pliegues como un<br />

pollito, espolvoreado de nieve el pelo y erizado en puntas rígidas, y los ojos con el ribete blanco<br />

del miedo. Uno de los hombres alzó su bastón y yo me arranqué la capa y la tiré sobre el cautivo<br />

y el cuero.<br />

“¡La protección de mi manto sobre él!”, grité. La tierra tembló bajo mis pies. “¡Ahora es<br />

mi hombre!”<br />

“Señora, escucha...”, comenzó Huli, y el remolino de nieve entonces se solidificó en las<br />

formas de altos jinetes. Una larga lanza serpenteó entre el sacerdote y yo.<br />

“¡El rey!”, gritaron retrocediendo. “¡Viene el rey!” Sólo Huli se mantuvo en su sitio.<br />

“Señor, decídselo a la niña. El hombre es nuestro, para nuestros ritos. No le corresponde a<br />

ella interferir...”<br />

Leir aproximó más su caballo. El manto que le cubría los hombros lo hacía parecer más<br />

grande aun, pero llevaba descubierta la cabeza. Incluso la nieve temía caer sobre él. Un<br />

resplandor repentino aureoló su cuerpo como de fuego pálido. El dios Lugus es así, pensé yo<br />

contemplándolo, cuando aferra su lanza. Tenía sólo a Artocoxos y Vorcuns con él, pero los<br />

rústicos no se movieron. El hombre que yo estaba tratando de salvar se agarró a mi pierna y pude<br />

sentir su cuerpo tembloroso.<br />

“¡Mi trofeo, mi cautivo ahora!” Cambié mi peso de un pie al otro y empecé a sonreír.<br />

“Padre, lo quiero. Esta gente pretende matarlo. Deja que me lo lleve a la fortaleza.”<br />

La punta de la lanza apartó otro pliegue de la piel del toro. La mirada del cautivo encontró<br />

la del rey: ojos negros trabados con azul. Los sutiles tremores que habían agitado al cantor<br />

empezaron a ceder. Bajo la pintura corrida del rostro pude ver surcos de cicatrices rituales<br />

cubriéndole la frente y las mejillas. ¿Qué era este sujeto, me pregunté, cuando no estaba medio<br />

loco de miedo?<br />

“¿Eres un hombre libre?”<br />

El cautivo frunció el ceño, esforzándose por seguir las palabras Quiritani. Luego se<br />

encogió de hombros. Recordé lo que había dicho. ¿Qué significaba la libertad para un alma tan<br />

acosada por los demonios como la suya?<br />

“Si entras en mi casa, me pertenecerás, como mis perros, mis caballos, como mi lanza.”<br />

“Tuyo.” Su mirada no se apartaba del rey. “¡Mientras la luna y el sol gobiernen las<br />

alturas!” Algo se alteró repentinamente en su mirar, un rescoldo muerto que efundía nueva llama.<br />

“¿Cómo te llaman, hombre de los páramos?”<br />

Se abrazó a sí mismo, alzando la vista hacia las aves negras que aún aguardaban en los<br />

árboles.<br />

“Cuervo... llama a éste Cuervo...”<br />

En este punto, uno de los jóvenes de la aldea tomó el brazo de Huli, susurrándole algo. El<br />

sacerdote sacudió la cabeza y luego me miró a mí.<br />

“Quizás sea éste tu derecho. Tu deber también, señora. Sálvanos cuando asumas tu<br />

poder...” Hizo el signo de sumisión y se dio la vuelta.<br />

“Artocoxos”, dijo el rey. “Pon al muchacho en el poni de Cridilla. La princesa cabalgará<br />

conmigo.”<br />

Arrebujada ahora y próxima al calor de mi padre, me di cuenta por primera vez de cuánto<br />

frío había pasado. La nieve caía densa ahora, pero los caballos conocían el camino de vuelta a la<br />

fortaleza.<br />

“Mis vacas...”, dije de pronto, al recordar.<br />

18


“Ya están camino a casa. Las encontramos antes que a ti”, me llegó su voz honda, cercana<br />

a mi oído. “Vine a buscarte en cuanto la nieve empezó a caer. No esperaba tener que rescatar a<br />

una partida de asalto.” Uno de los hombres rió.<br />

“Es la hija del rey, no cabe duda”, dijo Artocoxos. “¿Visteis cómo protegió a la pobre<br />

cosa, como un cisne en el nido cuando se acerca el cazador?”<br />

“Lo habrían matado, y él los había ayudado ya”, dije por fin. Era, desde luego, la llegada<br />

de mi padre lo que había hecho ceder a los hombres de la aldea. Sólo las últimas palabras de Huli<br />

resultaban extrañas todavía, como si hubiese rendido a su cautivo no por el rey, sino por mí.<br />

Toda la fortaleza parecía estar a las puertas, aguardando. Vi a Gunarduilla, alta y hermosa<br />

como mi padre, y, junto a ella, el rostro oscuro, vivaz de Rigana. El color de su piel era como el<br />

del hombre que yo acababa de rescatar. Nunca se me había ocurrido anteriormente que tuviera<br />

tanta de la sangre del pueblo antiguo. Fue ella quien se abrió camino a través de la muchedumbre<br />

con una manta caliente para cubrirme.<br />

Dejé a Rigana achucharme, aunque la sonrisa sardónica de Gunarduilla me decía que yo<br />

no había estado fuera tanto tiempo, después de todo, y que aquello no había sido tanta tormenta.<br />

Pero a Rigana le complacía hacerme de madre. En efecto, ella y Gunarduilla, mucho más mayores<br />

que yo, eran todas las mujeres de la familia que podían representar el papel de mi madre. Sólo<br />

cuando la historia que los hombres contaban llegó a la Casa de las Mujeres, empezaron a mirarme<br />

de diferente modo.<br />

La gente se apartó y vi al hombre que había rescatado, sentado junto al hogar y con mi<br />

manto aún sobre los hombros. La nieve había lavado el último rastro de pintura en su rostro y<br />

alguien le había dado un paño para que se secase el cabello. Era más joven de lo que había<br />

pensado; tenía los ojos muy abiertos a la confusión de sonido y color, que debía de resultarle<br />

extraña, y estaba receloso aún como un pájaro sin todas sus plumas que hubiese caído del nido<br />

antes de estar preparado para volar.<br />

“Su nombre es Cuervo. Yo lo salvé”, dije con orgullo.<br />

“¡Del pueblo de los hechiceros!” Gunarduilla hizo un signo de protección.<br />

“¿Se lo quitaste a los de la aldea?”, inquirió Rigana. “¿Es que interrumpiste el rito?”<br />

“Sólo estaba colgando allí. Se habría muerto.” Las miré a una y a otra. Cuervo nos<br />

contemplaba como si supiera que discutíamos acerca de él.<br />

“Si hubieran acabado, no habría estado siquiera allí.” Rigana me aferró los hombros.<br />

“Quebrantaste el ritual... sólo la Diosa sabe qué daño puedes haber causado.”<br />

“Es demasiado pequeña”, intervino Gunarduilla calmosa. “No asustes a la niña, hermana.<br />

Ella no entiende.”<br />

“Mejor que aprenda entonces”, brotó la rápida contestación. Sombras se adensaron en el<br />

cabello oscuro de Rigana. “Nos lo han quitado todo...” Lanzó su mirada hacia el otro extremo de<br />

la estancia, donde los guerreros reían. “¿Nos habrán de quitar a los dioses también?”<br />

“¡Pero Cuervo no pertenece a la aldea!”, exclamé. Había algo extraño en su razonamiento;<br />

sus ojos centelleaban con un verde de ira y yo no podía hallar palabras. “Y padre dijo que matar<br />

no...”<br />

“¡Él!” Todo su veneno precipitó en la palabra. “¡Si no fuera por él, que profana la<br />

montaña regia, no habría habido necesidad del ritual!”<br />

La miré con fijeza, sintiéndome raramente culpable sin entender por qué. El rey también<br />

era su padre. Supongo que fue aquélla la primera vez que me di cuenta de que mis hermanas no lo<br />

querían como yo. Me cogí los brazos, sintiendo un frío que no tenía nada que ver con la nieve.<br />

“En un nido, la hermana cisnucha reposa”, dijo Cuervo, volviendo hacia el interior su<br />

mirada oscura. “Paz, no hay mejor cosa.” Y entonces rió.<br />

19


Cerré los ojos, aturdida de pronto por un tumulto de alas.<br />

20


CAPÍTULO 2<br />

El hombre le dijo a ella: “¿Es éste el tiempo en que fácil me será yacer<br />

contigo?”<br />

“En verdad, no he establecido para ti el momento”, dijo la mujer. Pero ambos<br />

se estiraron juntos.<br />

-La Segunda Batalla de Mag Tured<br />

De todos los años de mi crecimiento, hay algunos días fuertemente impresos aún en mi<br />

memoria, aunque no siempre sé por qué. Viví la mayor parte del tiempo en Udrolissa, pero a<br />

veces viajaba con mi padre a las tierras de mis hermanas y mis recuerdos de estas visitas son<br />

vívidos de un modo que los distingue de la madeja de mi infancia en Briga al devanarse. De mi<br />

noveno año, por ejemplo, recuerdo la visita a <strong>Bel</strong>erion, cuando mi hermana Rigana fue dada en<br />

matrimonio a Senouindos hijo de Brochagnos.<br />

<strong>Bel</strong>erion penetra en el mar por el extremo sudoccidental de la Isla del Poderoso como un<br />

cuerno de vaca. Había sido rico en tiempos, cuando los mercaderes llegaban cada verano de<br />

Tartessos y Gades a las islas que ellos llamaban Casseritides, en busca de estaño. Todavía venían<br />

a veces, aunque ahora los hombres hacían sus espadas de hierro. Pero los comerciantes que<br />

aparecían decían que había guerra en los países alrededor del Mar Medio y que quienquiera que<br />

poseyese los Pilares de Hércules podía cerrar la puerta al Océano. Los viejos días en que la gente<br />

de <strong>Bel</strong>erion se enriqueciera con el oro del sur habían quedado atrás.<br />

Rigana acostumbraba a cantar de aquellos días, aunque para ella eran tan leyenda como<br />

para mí. Ahora, mientras miraba más allá del dorado rielar de las eclosiones de aulaga al azul del<br />

mar, imaginaba que podía ver los barcos mercantes navegando hacia la orilla, con sus velas<br />

pintadas, panzudas al viento.<br />

“¡Cridilla!” La visión se desvaneció con el grito de mi hermana mayor. Me volví y vi a<br />

Gunarduilla haciéndome señas, tan brillante el pelo como las flores.<br />

Tras ella, las ropas azul oscuro de las sacerdotisas eran como sombras que se movían<br />

contra los bosques, en portentoso contraste con las vestimentas radiantes del resto de las mujeres<br />

que aguardaba allí. Había oído relatos acerca de las Mujeres Sabias del Campo Sagrado, pero ésta<br />

era la primera vez que veía de ellas algo más que una sola, oscura figura susurrándole algo a la<br />

madre de Rigana, que había muerto de una fiebre devastadora a mediados del verano pasado. Me<br />

pregunté si la muerte de la reina tenía algo que ver con la disposición repentina de mi padre a<br />

casar su segunda hija con uno de sus hombres.<br />

Lentamente, caminé hasta Gunarduilla. Habíamos venido de Montforte con el resto de las<br />

mujeres, temprano por la mañana. Pero Rigana cumplía ahora una semana con las sacerdotisas,<br />

preparándose para su matrimonio. Gunarduilla posó una mano en mi hombro. Había heredado la<br />

altura de nuestro padre tanto como su tez. Tras un verano en el exterior detrás del ganado, mi<br />

propio cabello color tierra se había aclarado hasta quedar blondo casi y mi piel era del mismo<br />

tinte dorado.<br />

Las sacerdotisas formaron un semicírculo, hinchadas las ropas al barrer el viento la colina.<br />

El número de las sacerdotisas de los Ai-Utu, el Pueblo de la Liebre, era siempre siete y vivían en<br />

una hilera de casas redondas en la cima sobre el túmulo de los ancestros. El pueblo que les servía<br />

habitaba en el valle a sus pies, por donde pasaba la carretera del estuario.<br />

<strong>Bel</strong>erion era un país de viento y cielo, o fustigado por las tormentas, o gozoso bajo el<br />

21


abrazo dorado del sol. Ese mismo viento me levantó el cabello y yo inspiré profundamente,<br />

saboreando la mixtura de perfumes de las flores tardías del verano y el dulce olor de las gavillas<br />

apiladas secándose en los campos.<br />

“¿A quién esperan?”, pregunté.<br />

“Están esperando a Rigana.” Gunarduilla sonrió y yo pensé en otras ocasiones similares,<br />

en que habíamos aguardado a que nuestra hermana se decidiera por una u otra gargantilla o cómo<br />

prenderse el fulgurante cabello negro. Pero cuando emergió de la mayor de las mansiones, vestía<br />

simplemente una túnica sin mangas del mismo azul oscuro que portaban las sacerdotisas y la<br />

melena suelta le fluía por la espalda. Toda su atención estaba puesta en el cuenco de barro cocido<br />

que tenía entre las manos.<br />

Sentí más que oí el batir de un tambor cuando Rigana ocupó su puesto al final de la hilera.<br />

Por un instante se tornó y vi sus ojos, bien abiertos y extraviados, como si aún estuviera cegada<br />

por la oscuridad de la que había emergido. Le hice una señal, pero ya estaba siguiendo a las<br />

sacerdotisas por la cima del cerro. Gunarduilla entonces me instó a seguirlas aprisa.<br />

Las otras mujeres estaban agrupadas ya alrededor del túmulo. Algunas de las rocas que lo<br />

cubrían se habían desprendido para revelar los fuertes pilares, altos como hombres, que<br />

soportaban la bóveda interior. La entrada era una abertura oblonga de pura negrura que arrastraba<br />

el ojo a profundidades más allá de la comprensión de la mente. La oscuridad, entonces, vibró,<br />

como si el espacio vacío se llenase de serpenteos furtivos y sinuosos. Me estremecí al recordar los<br />

cuentos de la gran serpiente que yace en el corazón del mundo. Fue la Primera Madre, se decía,<br />

pero Sus hijos se rebelaron contra Ella; incluso ahora rabia en ocasiones todavía.<br />

Rigana se arrodilló ante aquella puerta a la oscuridad, tocando la tierra con su frente, y<br />

ofreció el cuenco de leche en sus manos. Gunarduilla me empujó para que me adelantara y sentí<br />

un soplo de aire frío emerger del túmulo.<br />

“¡Escucha, hermana!”, me dijo al oído. “Y aprende lo que hay que hacer, cuando el rey te<br />

ha vendido a un hombre tan viejo como él, para que los hijos que engendres pertenezcan a tu<br />

país!”<br />

Mi país... el país de Rigana... Y el país de Gunarduilla era Alba, donde su madre reinaba<br />

aún.<br />

“Pero todos son tierras de nuestro padre, ¿no es así?”, inquirí.<br />

“Porque los conquistó”, dijo Gunarduilla fiera.<br />

Levanté la mirada hacia ella. “¡Pero es el rey!”<br />

Su mano se tensó dolorosamente en mi hombro. “¡Pequeña tonta! La gente lo acepta<br />

porque se casó con nuestras madres. Los Ai-Utu aceptarán a Senouindos como delegado de Leir<br />

aquí porque se une a Rigana.”<br />

“Mi madre está muerta ya...” Yo aún no quería comprender.<br />

“Cridilla, si tu pueblo obedece al Rey Leir, es por ti.”<br />

Clavé la mirada en ella, recordando de pronto el día en que rescatara a Cuervo de los<br />

hombres de la villa. Aquéllos habían saludado al rey, pero primero se habían inclinado ante mí.<br />

Sacudí la cabeza.<br />

“Yo no quiero ser reina.”<br />

Rigana se sentó hacia atrás, sobre sus talones, alzando las manos en salutación.<br />

Gunarduilla suspiró.<br />

“Déjalo correr, pequeña”, me dijo. “Ahora mira. Habrá tiempo para que comprendas estos<br />

misterios cuando crezcas.”<br />

“Escuchad, oh Antiguos que habitáis las tinieblas...”<br />

Rigana empujó el cuenco de leche más hacia el interior del túmulo y me pareció como si<br />

22


una neblina surgiese de la superficie lisa cuando aquél penetró en la sombra de las piedras.<br />

“Se arrodilla para serviros vuestra hija más lejana, desnuda de su soberanía, implorando<br />

poder y mendigando vuestras bendiciones. Aceptad la ofrenda, oh antiguos, oh ancestros.”<br />

Una vez más inclinó la cabeza y sombras manaron de la entrada para mezclarse con las<br />

ondas oscuras de su cabello. La corriente de aire del interior del túmulo parecía fría ahora; era el<br />

aire del exterior, que se había tornado desagradablemente cálido. Me incliné hacia adelante, y<br />

sólo la mano firme de Gunarduilla en mi hombro me impidió caer junto a Rigana<br />

“¿Qué es?” Me protegí los ojos contra el resplandor del día. “¿Qué hay dentro?”<br />

“¿Qué sientes?”<br />

A través de los dedos vi a una de las sacerdotisas mirarme y oculté mi rostro en el hombro<br />

de mi hermana. Espontáneamente, mis labios dieron forma a palabras.<br />

“Hace fresco dentro... y hay paz. Están diciendo que hay que esperar... ser paciente... para<br />

cada ciclo su estación... ellos perduran.”<br />

Otra mano, fría como el aire del túmulo, me apartó de la frente los rizos húmedos. Mis<br />

ojos se abrieron con un parpadeo y vi a la sacerdotisa.<br />

“Hay poder en ella. Debe ser entrenada”, dijo la mujer con suavidad. No era tan vieja<br />

como yo había creído, aunque mechones de plata listaban su pelo castaño. “Y pronto...”<br />

“Pero su padre no le permitirá irse ahora”, replicó Gunarduilla. “Aunque quizás con el<br />

tiempo la deje entrenarse con la Osa de la Isla de Niebla, como hice yo, pues Leir no tiene hijos.”<br />

“Cuando le advenga la sangre, envíame recado. Su derecho a los Misterios no puede<br />

negársele, si quiere conservar la soberanía.”<br />

Rigana estaba alzándose y la sacerdotisa acudió a ayudarla.<br />

“¿Quién es?”, susurré cuando se hubo alejado. No había razón para que la considerase<br />

hermosa, pero atraía la mirada. ¿Se había parecido mi madre a ella? Por un instante, quise correr<br />

tras la mujer, trepar a su regazo y dejar que su fuerza me protegiese de toda extrañeza.<br />

Gunarduilla, entonces, me puso el brazo sobre los hombros y yo me apoyé agradecida en ella.<br />

“Es Asaret”, dijo mi hermana. “Aquí es la Madre. Y grande en los concilios de las<br />

Ti-Sahharin, las Siete Mujeres Sabias que velan por el país. Cuando los Quiritani llegaron a estas<br />

tierras, cortaron la lengua al viejo sacerdocio, excepto a unos pocos, a los que conservaron para<br />

que les enseñaran los números y el significado de las piedras sagradas, y enterraron luego en el<br />

monte santo; pero a las sacerdotisas no se atrevieron a tocarlas por miedo a la Señora del País. El<br />

interés de Asaret te honra.”<br />

Fruncí el ceño. A medida que me acostumbraba otra vez a la luz del sol, olvidaba el<br />

momento de misterio.<br />

“¡Mira, nos están dejando atrás!”, tiré del brazo a Gunarduilla.<br />

El camino a la Piedra Matriz era una hora de briosa caminata por la senda montañosa.<br />

Cuando llegamos allí, oí reír a las demás. Sacaron odres de cerveza y pan y arándanos,<br />

bromeando como lo hacen las mujeres cuando no hay varones delante. Entendí la mayor parte de<br />

las cosas que decían, pues había visto a las vacas parir y a los niños nacer, aunque no siempre<br />

podía saber por qué reían.<br />

“¿Te escurrirás por la piedra ahora, Rigana?”, preguntó Mlalet, que era Señora de<br />

Brannodunon. “Si te resulta fácil, así entrará la vara de tu hombre en tu caldero, y los niños<br />

saldrán suavemente después.”<br />

Ahora todas la azuzaban. Arrebolándose, Rigana se quitó la túnica. Sus pechos eran<br />

pequeños y firmes, pero sus caderas eran sólidas, con el triángulo de vello púbico<br />

sorprendentemente negro contra su piel blanca. Desnuda, besó la primera de las rocas erectas que<br />

flanqueaban la Piedra Matriz. Luego viboreó a través del agujero en el centro de la piedra, que<br />

23


estaba a la altura de la cintura y era redondo como una rueda, y se arrastró sobre la hierba para<br />

saludar a la otra roca erecta en el flanco opuesto.<br />

“¡Escurridiza como una anguila!”, rió otra mujer. “Le saltarán los hijos como cochinillos.”<br />

“Hijas...”, dijo mi hermana sacudiéndose hacia atrás el cabello. “De mi matriz sólo<br />

saltarán hijas.”<br />

Me pregunté cómo pretendía lograrlo. Si pudiéramos hacer que de nuestras vacas salieran<br />

sólo terneras, todo hombre sería rico como un rey.<br />

“Con dos hermanas como tienes”, dijo alguien, “quizás resulte.”<br />

“¡Qué decepción la de Senouindos! Buen toro de hombre que es.” Ésta era la Señora de<br />

Brannodunon una vez más. Bajó la voz. “El lecho compartió de la vieja reina cuando el rey no<br />

estaba cerca, pero hijos nunca le dio.”<br />

“Perra”, me dijo Gunarduilla en Quiritani. “¿Iría ella misma detrás de él?”<br />

“Tal para cual, así pues”, dijo otra, “porque desde que llegó al poder, ¡nuestra princesa ha<br />

puesto a prueba las habilidades de todo muchacho hermoso del país!” El comentario pasó en un<br />

tono demasiado bajo para que Rigana lo oyera, pero no sonó a crítica.<br />

“No está mal el hombre, si señor extranjero hemos de tener”, respondió rápida Dama Zana<br />

de Dubodunon. Considerando que todas estas mujeres de vieja sangre Ai-Utu tenían maridos<br />

Quiritani y vivían en los nuevos fuertes que mi padre había ordenado a sus jefes construir, me<br />

sorprendía que pusiese aquello en cuestión. Pero yo había aprendido ya a callarme y no decir<br />

nada a Gunarduilla. Mi hermana podía ser tan tozuda como una ternera, lenta para ofrecer su<br />

confianza y más lenta aun para retirar su lealtad una vez dada, y su primer compromiso era con<br />

las tradiciones de su madre.<br />

“No es más que un hombre, después de todo”, dijo Mlalet, “al que puede manejársele por<br />

la verga. Si tus muslos lo reciben bien por la noche, Rigana, tú mandarás en él durante el día.”<br />

Tras esto, la conversación perdió interés. El alboroto que hombres y mujeres organizaban<br />

con el tema de la copulación me confundía. Erré por el monte.<br />

Un suelo pobre y los rebaños que aquí pastaban mantenían baja la aulaga, y las<br />

campanillas entre púrpura y rosado del brezo temblaban con la brisa. Me senté en cuclillas,<br />

contemplando el parpadeo azul de una mariposa de delicadas alas moteadas. Un instante flotó y<br />

extendí un dedo para ofrecerle lugar de reposo.<br />

Empecé a levantarme y me detuve helada, pues la sombra veteada de sol bajo los tallos<br />

entrelazados del brezo estaba moviéndose, un zigzag de blanco y pardo oscuro desovillándose<br />

bajo mi mano. Clavé la mirada en aquellos ojos negros cintilantes cuando la cabeza en forma de<br />

cuña se alzó y una fina lengua bífida surgió, con un fugaz chicoteo, para testar mi piel.<br />

“Quédate quieta...”, llegó calmosa una voz desde detrás de mí. “Hazte parte de esta<br />

tierra.”<br />

No pude ni asentir con la cabeza. Los muslos de mis piernas empezaban ya a gritar, pero<br />

me obligué a no pensar en nada, a ser tan parte del lugar como la hierba púrpura o las piedras.<br />

Piedras... abruptamente recordé cómo yacía la oscuridad adujada en el interior del túmulo y sentí<br />

la consciencia contraerse hasta que todo el mundo quedó reducido a un minúsculo punto en el<br />

trazado de las móviles escamas de la víbora, bajo el abaniqueo del ala azul de la mariposa. La<br />

mota que yo misma era flotó entre las dos y, durante ese instante, no deseé nada más.<br />

Luego el mundo recuperó su flujo. La consciencia retornó y vi a la víbora deslizarse por la<br />

urdimbre del brezo una vez más. Detrás de mí, la sacerdotisa soltó el aire en un largo suspiro.<br />

“La bendición de tierramadre está contigo...” Se arrodilló junto a mí, observando el lugar<br />

por donde la sierpe había desaparecido. “Recae sobre ti esta prohibición: no matar nunca a una<br />

serpiente, pues has sido perdonada.”<br />

24


Asentí. Sabía ya que no podía matar al cisne, porque esta ave libre y brava era el tótem de<br />

mi padre. Ésta era una nueva norma, como la de no comer carne de caballo, que era el tótem<br />

Quiritani, excepto cuando de sacrificio se trataba.<br />

“¿Podría haberme matado?” Aún no tenía yo sentido de peligro, pero podía ver la fina<br />

pátina de sudor en la frente de Dama Asaret.<br />

“Con el tamaño que tienes ya, quizás no, pero lo habrías pasado mal.”<br />

“Oh...” Consideré sus palabras, extrañándome de no haber sentido miedo.<br />

“Eres regia, niña de las lenguas hermanas, y a las reinas les es dado el poder de la<br />

serpiente”, dijo como si yo hubiera hablado en voz alta. “Es la Diosa la que de este modo te<br />

bendice. La comprensión llegará cuando te hagas mujer, no temas.”<br />

¿Qué Diosa? Me preguntaba yo algunas veces si mi propia madre era en realidad una<br />

inmortal que había retornado al Otromundo. Los seres luminosos se unían en ocasiones a reyes<br />

mortales para que los héroes pudieran nacer. Pero ¿tomaría una diosa forma humana sólo para<br />

darme a mí la vida?<br />

Contemplé curiosa a Asaret. Siempre había pensado en la condición de mujer como el fin<br />

de la libertad, pero ahora sentí un cosquilleo de anticipación. No sería una víbora del monte, sino<br />

la misma Serpiente de las Profundidades la que me obedecería cuando fuese reina.<br />

Los guerreros cargaron hacia nosotros, piel blanca enrojecida y patinada de sudor por el<br />

sol. Un hombre se tambaleó y oí un crujir de huesos cuando dio con su cuerpo en el suelo. Su<br />

espada salió disparada por los aires, evitando por muy poco al que corría detrás. Grité con una<br />

garganta ronca ya de tanto chillido y me aferré al brazo de mi padre.<br />

“¡Artocoxos! ¡Artocoxos! ¡Vamos!”<br />

El jefe de los Compañeros de mi padre estaba en cabeza, pero Senouindos corría muy<br />

cerca de él, un hombre ancho, de pesada musculatura, pero sorprendentemente rápido para su<br />

tamaño. Corrían desnudos, como a veces lo hacían al entrar en batalla, portando sus espadas y<br />

escudos oblongos. Vorcuns era el siguiente, veloz como un lebrel. Sus largas piernas daban una<br />

zancada donde Senouindos requería dos y estaba aproximándose muy rápido, con los músculos<br />

de sus piernas trenzándose y serpenteando bajo la piel clara. Rigana levantó la cabeza como una<br />

yegua que huele a su semental, y quizás Senouindos lo vio porque de repente estalló de velocidad<br />

pasando a Artocoxos y dejando a Vorcuns, exhausto y riente, detrás.<br />

Sólo los sacerdotes del roble prestaban atención al hombre caído. Todos los demás se<br />

apiñaban en torno a los corredores, que jadeaban y reían mientras el sudor les manaba de la piel.<br />

Un cambio del viento nos trajo el olor a carne asada de la fortaleza, cuyos nuevos muros<br />

exteriores de mampuesto tenían ya la altura de un hombre. Senouindos había trabajado mucho<br />

para convertirla en un baluarte que complaciese a su Señor.<br />

Leir se quitó una de las bandas de oro que le adornaban el brazo y se la tendió a Rigana.<br />

Él había probado ya su fuerza en la lucha y vestía otra vez la opulencia de una túnica y pantalones<br />

ajedrezados, con el manto carmesí que hiciera todo el viaje desde el Mar Medio.<br />

“Aquí está el trofeo, hija. Dáselo tú, como prenda del premio mayor que le concederás<br />

pronto.”<br />

La faz de mi hermana era inexpresiva cuando tomó el brazalete, pero sus ojos recorrieron<br />

de arriba abajo al hombre ante ella. Aunque no era mayor que mi padre, había tenido el pelo<br />

blanco al que debía su nombre desde la juventud; pero los músculos lubricados, cruzados por las<br />

líneas rosáceas y blancas de las viejas cicatrices, eran redondos y duros.<br />

Rigana vestía para la fiesta una enagua de lino y un vestido de fina lana azul, con largas<br />

mangas y orla estampada. El bordado del cuello y las muñecas apenas era visible bajo el tesoro de<br />

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oro y ámbar que portaba, y el cabello había sido trenzado y dispuesto en intrincadas volutas<br />

sujetas por peinetas y alfileres de oro. Y otros adornos prendaban su flotante velo blanco.<br />

Yo soy reina y la hija de las reinas cuya línea ha regido este país desde que los círculos<br />

sagrados fueron erigidos para contemplar el sol, decía su esplendor, y tú eres una bestia de más<br />

allá del mar... Pero mientras Rigana lo miraba, sus labios se separaron un poco y algo se agitó<br />

detrás de sus ojos como la oscuridad adujada en el túmulo. Sentí inquietud y toqué el brazo de mi<br />

padre.<br />

“Pa... hoy en el monte casi he tocado una víbora.” Con toda la excitación de los juegos, lo<br />

había olvidado. Por un instante se quedó casi inmóvil, después bajó la mirada hacia mí y me<br />

sonrió, sus ojos del hondo y fúlgido azul que los iluminaba cuando hablaba de batalla o jugaba un<br />

juego con ansia.<br />

“¿De verdad? ¿Y te ha mordido?” Su voz sonaba bajo control.<br />

Solté una risilla ahogada a pesar de mí misma. “Se me ha comido entera y ahora tiene<br />

hambre de más. Pa, ¿cuándo empezará el banquete?”<br />

“Pronto, hermanita”, dijo Senouindos, forzando su vista a pasar de Rigana a mí. Se le<br />

estaba secando ya el sudor de la piel, pero el pulso le titilaba aún en la garganta. Me apretujé<br />

contra el costado de mi padre. “¿Hueles el asado?”<br />

Inspiré profundamente, dilatando las aletas de la nariz cuando identifiqué el lechón y el<br />

venado y mi estómago gorgoritó. La ira remitió en el rostro de mi hermana y soltó la risa.<br />

“Los hombres querrán bañarse antes del banquete, pero la carne debe de estar casi hecha.<br />

Quizás Zana te deje picar un trozo para comprobarlo.” Su mirada desafió a Senouindos. “Ya sé,<br />

esperar se les hace difícil a los niños.”<br />

“Y a veces a los mayores también”, respondió él, “pero yo puedo controlar mi apetito<br />

hasta que llegue el momento...”<br />

Miré alrededor en busca de Cuervo y, vislumbrando el mechón de plumas que coronaba<br />

su gorra de cuero brincar entre la muchedumbre, corrí tras él. Tampoco a éste le había contado<br />

nada de la víbora. Si podía conseguirle un pedazo de carne, acaso me dijera por qué no me había<br />

mordido la serpiente.<br />

El borde del gran cuerno del que bebía mi padre estaba recubierto de bronce, con<br />

serpientes grabadas que se perseguían una a otra, rozándose cabeza y cola. Su fría tersura tocó<br />

mis labios al inclinarlo Leir. Testé entonces el hidromiel y lo tragué con ansia, sabiendo que no<br />

me darían más. El hidromiel era para los guerreros. Tiré la cabeza más atrás todavía, para<br />

degustar su última dulzura y, cuando mi padre retiró el cuerno, saqué la lengua para atrapar una<br />

gota final.<br />

Una de las mujeres trajo una jarra para rellenar los recipientes. Era joven, con pechos<br />

robustos que brincaban contra el tejido laxo del vestido y negro pelo rizado sujeto por detrás con<br />

una correa. No era más que una sirvienta pero, cuando se arrodilló para verter el hidromiel, el rey<br />

la atrajo hacia sí. Los ojos de la mujer se dilataron, pero no se le habría ocurrido intentar zafarse<br />

de él.<br />

“¿Cómo te llaman?” Pasado un instante repitió la pregunta en la lengua antigua. Los ojos<br />

grises de la muchacha hallaron la ardiente mirada azul del rey. Muy despacio, él sonrió.<br />

“Triyet...”, llegó el susurro, que Leir recibió con un cabeceo de asentimiento.<br />

“Me servirás, moza. ¿Lo entiendes? Ahora, más venado, que mi trinchador está desnudo.”<br />

“Y tu can muy hambriento también, señor”, surgió una voz de debajo de la mesa cuando<br />

la chica se alejó precipitada.<br />

Salté, esparciendo la paja, y miré bajo las toscas tablas bajas. Un par de ojos marrones,<br />

26


illantes de malicia, me devolvieron la mirada. Si no hubiera oído la voz, habría pensado que<br />

algún animal yacía allí. Leir tiró de él y Cuervo emergió parpadeando a la luz, con sus rizos<br />

oscuros erizados y su vestimenta de trozos de piel zurcidos sucia de paja.<br />

“Aquí hay un hueso para ti.” El rey lanzó al aire una costilla a medio comer y, con un<br />

salto fluido, Cuervo se colocó bajo ella antes de que cayera. La atrapó entre los dientes y se arrojó<br />

al suelo mordisqueándola como un perro. Senouindos rió. Pero Rigana, sentada entre el rey y él,<br />

no dio señal de inmutarse. Gunarduilla, a mi otro lado, bufó despreciativa y apartó la vista.<br />

Las tablas habían sido colocadas sobre pedruscos formando un rudimentario círculo en el<br />

interior de la fortaleza. Una serie de chozas circulares de piedra se elevaban en el recinto de la<br />

muralla interior, que medía dos veces la altura de un hombre y era tan ancha como alta en la base.<br />

Éste era un país rico en rocas, pero carecía de madera para las vigas que permitían hacer las casas<br />

más amplias. A pesar de ello, había espacio para guardar los más valiosos de los animales y un<br />

pozo fiable. Tal como Senouindos prometiera, era un baluarte seguro desde el que los guerreros<br />

podían cabalgar para recibir a las naves que llegaran, ya a la aconchada bahía de la Roca de<br />

<strong>Bel</strong>erion, ya a las aguas abiertas del estuario frente al mar occidental.<br />

Tomé otra hogaza de pan del cesto y empecé a mordisquearlo. Un cuenco repleto de<br />

arándanos cruzó la mesa y yo cogí un puñado, saboreando la agria dulzura de sus jugos cada vez<br />

que tragaba uno.<br />

Cuervo acabó con su hueso, saltó en medio del círculo con su característica gracia<br />

desvencijada y empezó a hacer malabarismos con las pequeñas camuesas duras que crecían<br />

salvajes en los valles abrigados. Tenía desenfocada la vista, como le ocurría cuando danzaba. Se<br />

movía al ritmo de un tambor que nadie más podía oír y las piezas de hueso y metal cosidas a sus<br />

ropas tintineaban alegremente. Algunos de los hombres comenzaron a marcar el paso, dando<br />

palmadas más y más rápidas, y riendo mientras el danzarín giraba con más y más furia.<br />

Al final, el ritmo se hizo demasiado veloz incluso para el más ágil de los malabaristas y<br />

las manzanas salieron volando. Muchas de ellas pasaron sobre las cabezas de los comensales,<br />

pero una golpeó a Artocoxos, que la atrapó antes de que cayera al suelo. Otra alcanzó al Señor de<br />

Brannodunon, que se contuvo de saltar por encima de la mesa y estrangular al malabarista sólo<br />

porque casi todo el mundo estaba riéndose de él. Pero había unos pocos, hombres y mujeres, que<br />

contemplaban a Cuervo con una apreciación muy distinta en los ojos.<br />

La última de las manzanas rodó por la mugre hasta mí.<br />

Entretanto, Artocoxos había decidido pasar el favor arrojando su camuesa a Vorcuns y,<br />

entonces, por unos momentos, todos se pelearon por un fruto que arrojar a amigos o enemigos<br />

mientras Cuervo se quedó inmóvil, parpadeando. Por alguna razón, ninguna de las manzanas<br />

llegó a alcanzarle y, cuando los hombres se cansaron de semejante deporte, la consciencia había<br />

retornado a sus ojos. Un gesto de mi padre lo hizo volver a nosotros. Se acurrucó, jadeando,<br />

detrás del rey.<br />

“¡Que jueguen mientras pueden los niños; el día termina en un trino!”, dijo sin aliento.<br />

“Aguarda un momento, hasta que estén en calma otra vez”, repuso Leir.<br />

Cuervo asintió, se estremeció y contempló la manzana en mi mano.<br />

“Aquí”, dije yo. “Has perdido el resto...” Él la tomó, con una sonrisa fugaz iluminándole<br />

los ojos oscuros.<br />

Cuando las cosas se tranquilizaron, se encendió un fuego en el centro del círculo y<br />

Talorgenos, el sacerdote del roble más ducho en el arte de la palabra, se colocó ante él. A sus pies<br />

se sentó otro sacerdote, con el arpa de ocho cuerdas en las manos.<br />

“Ahora cantaré del hijo de Blatonos...” El arpa vibró y los guerreros callaron. Mientras<br />

caía el lento crepúsculo del estío, las primeras estrellas despertaban en los cielos orientales.<br />

27


“De la sangre del rey-cisne, que sobre el mar veloz<br />

Voló libre. Carecía de poder el Dragón<br />

Para vetarle la orilla fértil...”<br />

“¡No había serpientes telúricas que nos impidiesen atracar en ella!”, suspiró Senouindos.<br />

“Días eran aquellos de gloria, ¿no es verdad, mi señor?” No percibía qué quieta estaba Rigana a<br />

su lado o la mirada que cruzaron ella y Gunarduilla.<br />

Leir clavaba su vista más allá del cantor, en las llamas parpadeantes, y yo me pregunté<br />

qué veía allí. Yo pensaba en el país del que llegara como una inmensa expansión de marismas y<br />

bosques donde todo el mundo estaba siempre en guerra.<br />

“Pero aquellos días quedan lejos y tu hija ha alcanzado ahora la edad de desposarse”, dijo<br />

Rigana con envenenada dulzura.<br />

Leir la observó. “Niña, Senouindos es un hombre bravo y firme. Te guardará a ti y a este<br />

país. He intentado darte lo mejor. ¿Lo entiendes?”<br />

Vi la lucha interior de mi hermana. ¿No podía él percibir cómo se sentía Rigana? Ella,<br />

entonces, forzó una sonrisa y le acarició la mano.<br />

“No dudes de mi gratitud, padre. A Senouindos y a mí nos irá muy bien.” El arpa habló<br />

otra vez, exigiendo atención, y de nuevo el bardo empezó a cantar.<br />

“Por furor de tormenta y el azote de las olas<br />

Encalló entre las rocas la nave corajosa.<br />

Rió Leir entonces, llevándose el cuerno a la boca...”<br />

“¡Me acuerdo!”, gritó Artocoxos. “Yo estaba medio ahogado. La primera y mayor de tus<br />

hazañas, oh mi rey, fue estrujarme hasta dejarme seco.”<br />

“¿Recordáis la tormenta, pues?”, intervino Senouindos. “Las olas eran como montañas en<br />

movimiento, monstruos con fauces abiertas para tragarnos a todos de un golpe.”<br />

“Y el gemir de las planchas, como vacas preñadas”, añadió el viejo Uxelos. “Tan mojados<br />

por dentro como por fuera, pero no era aquel peligro bastante para unos héroes. Me preocupé<br />

cuando el mástil empezó a quebrarse, pero yo estaba allí ya con la maroma antes de que pudiera<br />

caer, atándosela alrededor.”<br />

“Y yo fui el primero”, dijo otro hombre, “cuando las rocas mordieron las palas de nuestros<br />

remos, en librar la nave con el muñón que me quedó en las manos del mío.”<br />

“Se lo quitó a su hermano y luego se inclinó enfermo sobre la borda...”, dijo Cuervo<br />

suavemente buscando un hueso entre la hierba. Lo pateé y sus ojos se dilataron como si sólo<br />

ahora se diese cuenta de que había hablado en voz alta. Pero el guerrero que alardeara lo miraba<br />

hostil y yo supe que Cuervo acababa de crearse otro enemigo.<br />

Por fortuna, nadie más parecía haberlo oído. Los más jóvenes, nacidos en estas tierras o<br />

llegados posteriormente en naves llamadas por Leir, escuchaban con envidia. Su turno de<br />

jactancias vendría más tarde y, mientras hubiese cerveza para lubricar sus gaznates, no cejarían.<br />

“Primero en la orilla para seguir a su jefe<br />

Estaba Senouindos, guerrero sabio y valiente.<br />

Más bravas las gestas que siguieron, un trofeo<br />

Su señor le concede, la doncella radiante.<br />

Juntos en el lecho, un hijo conciban;<br />

28


Un héroe innato, que la sangre reciba<br />

Del padre, engendrado en gloria.”<br />

Aquella mañana, Rigana había orado por una hija.<br />

Mientras el rasgueo de las cuerdas del arpa enmudecía, un gorjeo de flautas se insinuó<br />

detrás de nosotros. Durante el canto, todas las mujeres mayores se habían retirado del círculo y se<br />

hallaban ahora ante la mayor de las mansiones. Silueteada contra la puerta de entrada estaba la<br />

sacerdotisa.<br />

Por un instante nadie se movió. Yo paseé la mirada desde la oscura figura en la puerta al<br />

sacerdote cuyas ropas resplandecían pálidas a la luz del fuego.<br />

“¡Prendidas están las antorchas de la noche en los cielos!”, clamó Dama Asaret en lengua<br />

antigua. “Auspiciosas son ahora las estrellas para las nupcias de las reinas. ¡Que la regia dama sea<br />

llevada al tálamo!”<br />

Dos de las mujeres se adelantaron cuando Rigana se puso en pie; Gunarduilla y yo las<br />

seguimos. Había tanto silencio que podía oír el susurro de su túnica sobre la hierba. Las flautas<br />

empezaron entonces a sonar otra vez. Las mujeres se cerraron a nuestro alrededor y escuché la<br />

risa inquieta del círculo de los hombres en torno al fuego, más y más fuerte mientras los<br />

sirvientes les portaban hidromiel.<br />

Pero para Rigana habían construido un recinto de mamparas de mimbre entre la choza y la<br />

muralla del baluarte. Las sacerdotisas la desnudaron, la ayudaron a sostenerse en la tina de<br />

madera y vertieron agua sobre su cuerpo. Yo me mantuve a la sombra de Gunarduilla, en parte<br />

temiendo que me percibiesen y me hicieran salir, en parte deseando irme corriendo de allí.<br />

Algunas de las mujeres intercambiaban susurros y hubo un estallido de risa sorda. El peso de la<br />

expectación en el aire me hizo crisparme como a yegua nerviosa. Carne de gallina empedraba la<br />

piel blanca de Rigana.<br />

“Coraje, hermana”, le dijo Gunarduilla dulcemente, “y recuerda tu herencia. Cuando el<br />

hombre yazca entre tus muslos, será tu prisionero.”<br />

Luego, la secaron con paños y le frotaron el cuerpo con aceites aromáticos. Mientras la<br />

conducían a la casa, una abrupta explosión de risa surgió del círculo del fuego. Con mayor<br />

rapidez y menor ceremonia, los hombres desnudaban al novio.<br />

Llevaron a Senouindos agarrándolo un hombre de cada brazo, como si echasen a la vaca<br />

el toro. Pero él sonreía. Sólo cuando abrieron la puerta y vio el cuerpo blanco de Rigana a la luz<br />

de las teas, frente al lino bordado de las sábanas sobre el colchón de hierbas aromáticas, su<br />

sonrisa desfalleció.<br />

“Bienvenido a mi morada, Señor...” Le ofreció una copa nupcial con el gesto de una reina<br />

y yo recordé que, en la lengua de mi padre, éste era el significado de su nombre.<br />

Alguien se me llevó de allí entonces y cerraron la puerta.<br />

El fuerte estaba colmado de gente; yo estaba sola. En este momento, la casucha tras de mí<br />

era el centro del mundo; yo no pertenecía a él. Oí reír a mi padre, pero cuando marché hacia él vi<br />

que tenía un brazo alrededor de la muchacha que le sirviera hidromiel. Con el otro, estaba<br />

bajándole el vestido, de forma que uno de sus pechos quedaba al desnudo ya.<br />

Un instante más y la tendría acostada en la hierba. El resto de las sirvientas afrontaba<br />

situaciones parejas, mientras las esposas se habían retirado al recinto de las mujeres o se habían<br />

ido a la cama con sus hombres. Siempre era igual en las bodas, así que ¿por qué me sentía como<br />

si todo el que me quería me hubiera abandonado?<br />

“Había una vez un pozo en una caverna donde vivía una doncella...”, dijo una voz queda<br />

junto a mí. “¿Preguntas dónde ocurrió y por qué estaba allí aquélla? ¿Quieres escucharlo? Sigue y<br />

29


lo oirás...”<br />

Una sombra saltó ágilmente hacia la muralla del baluarte y la escaló de golpe, sin que<br />

apenas pareciese que tocaba las piedras. Sofoqué una risa atónita. ¿Podría hacerlo yo?<br />

Los mampuestos eran bastos y yo me hallaba amoratada y sin aliento cuando hube trepado<br />

hasta la cima. Desde aquí el fuego era un rescoldo muriente. Cuervo estaba sentado con las<br />

piernas cruzadas, contemplando las estrellas que titilaban en el océano empíreo como reflejos en<br />

la laguna de un bosque.<br />

“¿Vivía en un pozo?”, jadeé. “Pero ¿era una persona de verdad?”<br />

“Una persona, mas ¿por qué humana? A veces era Doncella-Guarda-del-Pozo y a veces<br />

Sugë la serpiente, negra como las aguas de las grutas donde nunca entra la luz; blanca como los<br />

peces sin ojos que nadan allí.”<br />

Pensé en la serpiente que tocara aquella mañana y me estremecí. Todo el mundo sabía de<br />

seres que podían aparecer en forma de hombres o animales. ¿Era sólo una víbora lo que yo había<br />

visto? Entonces, otra pregunta se me ocurrió.<br />

“¿Por qué los peces no tenían ojos? ¿Cómo llegaron allí?”<br />

“¿Para qué tener ojos, si no hay nada que ver? Esto ocurría en el alba del mundo, cuando<br />

el hombre y la bestia conversaban. Todo era diferente entonces.” Me sonrió. “Una historia de la<br />

gente del monte. ¿Quieres oírla?”<br />

Alcé las rodillas y me abracé las piernas, asintiendo vigorosamente.<br />

“Una noche quizás el tejón cavó en el techo de la caverna, quizás las raíces de un árbol<br />

penetraron por él, pero a través del agujero superior Doncella-Guarda-del-Pozo vio algo cintilar.<br />

Lo quiso, lo llamó, pero no llegó respuesta.”<br />

“Era una estrella, ¿no?”, exclamé.<br />

“El primer astro”, dijo Cuervo. “Doncella podía sumergirse hasta el corazón de la tierra,<br />

pero ¿cómo salir de la gruta? Se hizo serpiente, ovillándose y adujándose, adujándose y<br />

ovillándose alrededor del pozo. Excitada, el agua empezó a elevarse, llenó la caverna. Sugë<br />

ascendió en espirales a través del agujero y brotó como una fuente, más y más alto, ansiando el<br />

resplandor. Pero ahora, cada gota de agua reflejaba la luz de los astros. Agua colmaba los cielos<br />

con río de estrellas.<br />

“No podía encontrar al que buscaba. Cayó a la tierra y las aguas se esparcieron por todas<br />

partes, llenando agujeros, creando corrientes a través de cada pliegue en las montañas. Ahora la<br />

tierra era rica en agua y el cielo fulguraba de astros. Pero Doncella, llorando, se hundió bajo la<br />

tierra otra vez.”<br />

“Porque él la había abandonado...”, dije yo amargamente. En el silencio, me di cuenta de<br />

que había traído a mi padre conmigo, aunque estábamos solos. Pero sobre nosotros la luz fluía en<br />

una corriente centelleante a través del cielo.<br />

“Justo ahora no necesita de éste, no necesita de ti”, dijo Cuervo con una voz diferente y yo<br />

supe, sin comprenderlo, que se sentía igual que yo. “Él es un astro.”<br />

Entonces, de la casucha bajo nosotros, brotó triunfante el grito de Rigana.<br />

30


CAPÍTULO 3<br />

Ahora, cuando Cuchulain marchó solo cruzando Alba,<br />

estaba triste y lúgubre y exhausto por la pérdida de sus camaradas,<br />

y no sabía dónde buscar a Scathach.<br />

-Las Seducciones de Emer<br />

Para el momento en que se hubieron consumido los últimos manjares nupciales, Rigana<br />

parecía contenta con el marido que Leir le había dado y Senouindos marchaba con una sonrisa<br />

triunfante. A mí me divirtió menos la sonrisa de Triyet, la criada, que se había percatado de que<br />

Leir pensaba llevársela de vuelta al norte con él. Traté de que no me importase. Había habido<br />

muchas mujeres, pero yo era la niña favorita del rey.<br />

Aunque al final, ésta sí resultó diferente. Fue tras una pelea entre nosotras, justo después<br />

de mi undécimo invierno, cuando mi padre me envió lejos de él.<br />

Desde la última luna llena había estado lloviendo, un aguacero permanente, penetrante,<br />

que nos mantuvo a todos puertas adentro. La mansión de Leir en Udrolissa era lo bastante grande<br />

para que el rey y sus Compañeros se sentasen juntos a festejar, pero yo me alegré de poder<br />

escaparme al primer centelleo del sol. Desde el sendero interior de la palizada, vi que la estación<br />

había avanzado a pesar de la lluvia. Bosques que fueran una urdimbre de ramas desnudas tenían<br />

ahora un velo de verde pálido y los prados fulgían allí donde nuevos brotes pujaban a través de la<br />

alfombra de hierba calada del último año. Después de la mezcolanza de hedores a humo de<br />

hoguera, lana húmeda y hombres encerrados juntos demasiado tiempo, la dulzura del aire lavado<br />

por la lluvia era mareante.<br />

Los lebreles de mi padre me habían seguido hasta la muralla, chapaleando alegres en los<br />

charcos lodosos, brincando uno sobre otro con feroces gruñidos y agitando salvajemente las<br />

colas. Eran bestias de largos miembros, de pelaje áspero y manchado de gris, que habitualmente<br />

contemplaban el mundo con señorial desdén. Pero hoy parecían haberse vuelto cachorros otra vez<br />

y, cuando descendí de la muralla, extendieron su juego hasta mí. Riendo, traté de apartarlos, pero<br />

en pocos instantes sus patas fangosas habían hecho vano todo el cuidado que pusiera en no<br />

salpicarme al cruzar el patio.<br />

Gritando, hinqué los dedos en el cuello peludo más próximo y traté de abatir al perro.<br />

Aparté mi rostro del hedor carnívoro de su aliento y reí, forcejeando exultante mientras<br />

rodábamos por el fango y nos levantábamos otra vez. Los siguientes instantes fueron borrosos.<br />

Sólo poco a poco me di cuenta de que alguien estaba gritando mi nombre.<br />

“¡Cridilla!”<br />

Uñablanca resolló y se sentó de pronto. Yo me limpié el barro de los ojos y vi rígidos<br />

pliegues de lana azafrán y, sobre ellos, los ojos acusadores de Triyet. Dejó de refunfuñar cuando<br />

vio que había captado mi atención.<br />

“¡Rodando por el barro con los perros! ¡Cridilla! ¿Te encontraré revolcándote con los<br />

cerdos la próxima vez? Ve a lavarte. ¿Es así como debe comportarse una mujer de la Casa Real?”<br />

Lo mismo podía haber sido Rigana, el acento de <strong>Bel</strong>erion golpeteando rápido y afilado<br />

contra el habla más despaciosa del norte. Pero Triyet no era mi hermana. Unojo me hocicó el<br />

hombro, jadeando para recomenzar nuestro juego. Le tiré de las orejas y lo aparté.<br />

“En los días antiguos, a una princesa no se le habría permitido...”<br />

31


“¡En aquellos días a ti te habrían latigado por hablarme así!”, repliqué alejando a los<br />

perros y poniéndome de nuevo en pie. En estos tiempos, Triyet vestía lino bordado en lugar de<br />

lana áspera y collares de bronce redorado sobre los senos generosos que mi padre tanto admiraba;<br />

pero compartir su cama, no le daba a Triyet derecho de madre sobre mí.<br />

“¡Mi gente tenía su propia granja en tiempos de mi abuela!”<br />

“¡Ahora tu semilla la siembra un señor Quiritani!”, repliqué. Sus mejillas se arrebolaron<br />

de un rojo que combinaba de un modo horrible con el tejido azafrán de sus vestiduras.<br />

“¡Perra mestiza!”, rezongó.<br />

Mis ojos se achicaron. “¡No tan pequeña, arpía!” Apenas tenía que saltar ya para alcanzar<br />

el lomo de Cisnucho. “¡Los perros de mi padre son de estirpe más noble que tú!”<br />

“¡Mocosa desenfrenada...!”<br />

“Yegua en celo...” Sacudí mis cuartos traseros como una potranca ofreciéndose al<br />

semental.<br />

“¡Oh... te tiene, moza! ¡Te ha cogido!”<br />

El rugir de la risa de mi padre nos calló a las dos y los perros se lanzaron hacia él. Por un<br />

momento, Leir pareció un pino de copa hirsuta en un remolino de afelpado mar gris. Sus ojos<br />

danzaron, luego ladró una orden y los perros cayeron en el fango a su lado.<br />

“¿Aun vas a darle ánimos?” Triyet estaba furiosa todavía.<br />

Tras el rey, Artocoxos y varios de los Compañeros se mordían los mostachos para no<br />

sonreír. Zaueret y el resto de las mujeres habían salido de la cocina para ver lo que ocurría. La<br />

última vez que Triyet y yo nos enzarzamos en una trifulca de gritos comparable, fue mi trasero el<br />

que acabó sufriendo las consecuencias y podía ver ya las arrugas de risa en el rostro de Leir<br />

tensándose en un ceño ominoso.<br />

“Es mi hija”, dijo calmosamente en Quiritani.<br />

Triyet intentó cubrirse de regia indignación. No tuvo demasiado éxito. Tras dos años de<br />

buena comida, estaba regordeta como una perdiz.<br />

“¡Disciplínala, pues, para que no la confundan con una esclava!”<br />

Mi padre se quedó quieto, como lo hacía cuando lo perturbaba algo que no expresaría en<br />

palabras.<br />

“¿Es que eres tú mucho más, mujer?” Pero en lugar de ‘mujer’, usó una palabra que tenía<br />

la connotación de la piedra caliente que uno se pone en la cama para caldearla. “No me has dado<br />

ningún hijo.”<br />

Fruncí el ceño. Sólo las reinas le habían dado prole porque las mujeres de las fortalezas<br />

daban a las barraganas hierbas para impedir la concepción. Pero yo no había caído en la cuenta<br />

hasta ahora de que Leir no lo sabía.<br />

Los ojos de Triyet se dilataron. Sus brazaletes campanillearon cuando extendió la mano<br />

hacia él. Yo miré con curiosidad, maravillándome una vez más de que una simple alteración en<br />

las líneas de su cuerpo pudiera seducirlo.<br />

Pero esta vez, Leir simplemente la contempló. “No volverás a hablar así a mi hija.” Su<br />

mirada volvió de nuevo a mí y, aunque su expresión seguía severa, me pareció que la risa le<br />

saltaba en los ojos, como un relámpago en los cielos del estío. “Y tú... te lavarás antes de retornar<br />

al interior.”<br />

Pensé que con esto se acababa todo, pero cuando entré, aún húmedo el cabello y<br />

temblando porque la promesa primaveral se había desvanecido con la luz y hacía frío, sentí una<br />

tensión que apagaba las voces y hacía las miradas cautelosas. Pero lo noté sólo un momento.<br />

Mientras yo estaba fuera, dejando que me arrancasen casi el estrato superior de la piel, mi<br />

hermana Gunarduilla había llegado.<br />

32


“¿Qué pasa aquí, mi niña?”, me preguntó cuando hube acabado de abrazarla y contarle lo<br />

del barro y los perros y la lluvia. Había hecho invierno en el norte con su madre y a mí me<br />

sorprendió darme cuenta de lo que me alegraba verla otra vez.<br />

“Oh...” Lancé una fugaz mirada a través de la estancia y sofoqué una risilla. Triyet estaba<br />

sentada junto al rey, pero no se tocaban. Él se hallaba sumido en honda conversación con unos<br />

hombres de las tierras medias. Había rumores de que la flecha de guerra recorría las villas de los<br />

Ai-Zir y de que varios jefes Quiritani, descontentos con sus posesiones, se les habían unido. Era<br />

evidente que Zayyar-a-Khattar había acabado de lamerse las heridas que sufriera en la guerra<br />

cuatro años atrás. Mientras Zaueret me restregaba el cuerpo había oído a los guerreros especular<br />

esperanzados sobre las posibilidades de una campaña estival.<br />

“Triyet me regañó por ensuciarme y él la contuvo...” Observé con admiración a<br />

Gunarduilla cuando alzó una de sus cejas doradas.<br />

“Me pregunto cuánto durará”, dijo quedamente.<br />

“¿Qué quieres decir?”<br />

“¿Te acuerdas de una mujer llamada Blaracca?”, continuó Gunarduilla entonces. “Muy<br />

bella, la esposa de Brendigenos, a quien Leir mató por rebelión.”<br />

Asentí. El gobierno de mi padre había sido una historia de conflictos similares, pero yo<br />

recordaba un poco a la mujer. Tenía dulce la voz y era más bien tímida.<br />

“Pero ¿qué tiene que ver con Triyet?”<br />

Gunarduilla rió. “Ha habido muchas Triyets, muchas Blaraccas, pequeña. Nuestro padre<br />

ha tenido una mujer tras otra desde que dejó de maridar reinas.”<br />

“¿Y todas acaban peleándose con él?”<br />

“Supongo que sí.” Sonrió irónica. “Leir Blatoniknos nunca ha sido un hombre fácil.”<br />

Me encogí de hombros. Era mi padre. ¿Cómo podía ser él de otro modo?<br />

“Déjalo, pequeña. No importa.” Gunarduilla me alisó el cabello. “Tengo un recado que<br />

hacer. No dejes que se me coman la carne.”<br />

Cuando se hubo ido, me concentré en la frente, tratando de imitar su ceja alzada pero, al<br />

tocarme el rostro, me di cuenta de que todo lo que había conseguido era fruncir el entrecejo. Con<br />

un suspiro, empecé a mordisquear una vez más la carne de mi hueso.<br />

Acabada la cena, Triyet se retiró a su yacija con ostentosa dignidad. En un rincón de la<br />

estanza, dos de los jóvenes guerreros se habían desprendido de sus adornos y estaban luchando.<br />

Artocoxos y Vorcuns movían piezas en el tablero de juego mientras las mujeres con las que<br />

dormían últimamente los contemplaban. Talorgenos estaba sentado en una esquina con uno de los<br />

sacerdotes más jóvenes, que ajustaba las clavijas de su arpa e intentaba afinar las cuerdas. Si<br />

llegaba la guerra, habría una poderosa demanda de los cánticos sacerdotales de pasadas hazañas.<br />

Los perros habían sido objeto del mismo fregoteo despiadado que yo. Ahora estaban<br />

despatarrados en un desaliñado mosaico de grises y pintas y pardos entre Leir y el lar. Cuervo<br />

yacía entre ellos, mezclado su ropaje andrajoso de pieles abigarradas con los pelajes de los canes,<br />

de modo que resultaba difícil distinguir hombre de animales. Todo lo que yo podía ver de su<br />

cuerpo era la extraña e indefensa curvatura de una de sus manos nervudas.<br />

Tan pronto como Triyet hubo partido, yo me amadrigué a su lado, apoyando la cabeza en<br />

el flanco peludo de Tormenta y estirándome de costado al fuego. Tras semanas de lechón<br />

ahumado y ternera salada, la carne fresca que los cazadores trajeran había sido inhebriante. El<br />

perro me lamió y bajó luego la testa con un ventoso suspiro. Acalorada, satisfecha y cansada, dejé<br />

que se me cerrasen los ojos.<br />

“Yo no comparto la histeria de Triyet”, dijo Gunarduilla sardónica, “pero la entiendo.<br />

¿Estás educando a tu hija realmente para compañera de tus perros?”<br />

33


Oí la risa profunda de Leir, entreabrí un ojo y vi a mi hermana sentarse en el banco junto<br />

al rey. Pero nadie sonaba airado. Me dejé llevar otra vez por el calor de los perros y el fuego.<br />

“¿Crees que digo tonterías? ¡Mírala!”<br />

“¿Qué mal hay?”, surgió honda la respuesta de mi padre. “Las bestias no le harán daño, y,<br />

de momento, tampoco el larguirucho ese. ¡Déjala en paz!”<br />

“¡Daño! No, por cierto... porque en todo ese peluche apenas puedes distinguir a uno de<br />

otro. A él déjalo ser Basajaun, si te place...” Usó la vieja palabra para referirse al hombre salvaje<br />

que vive en las profundidades de los bosques. “Pero ¿qué guerrero tomará a tu hija Maitagarri,<br />

yaciendo ahí.”<br />

“¡Yo no soy una mujer salvaje!” Me incorporé de pronto, haciendo rodar a Aullador, que<br />

había apoyado su adusta cabeza en mi muslo.<br />

“¿No lo eres?” Leir rió otra vez, frotándome el cabello como si fuera uno de sus canes.<br />

“Entonces debes de ser algo aun más fiero y terrible; una osa, quizás, o incluso un gran dragón de<br />

los bosques.”<br />

“Si lo soy, voy a comerte.” Le cacé con mis brazos las piernas, macizas como troncos de<br />

árboles bajo la lana de sus pantalones y empecé a morderle el paño ajedrezado.<br />

“Fiera, sí”, dijo Gunarduilla, “¿y qué vas a hacer con todo ese valor? Ésta no se contentará<br />

con tejer junto al fuego. Te recuerdo tu promesa, padre, por ella y por ti mismo. Tienes que dejar<br />

a Cridilla venir a Caiactis conmigo.”<br />

¿Qué promesa? Solté las piernas de mi padre, fijando en él la mirada. Gunarduilla había<br />

hablado en otras ocasiones de la isla donde las mujeres guerreras enseñaban su arte, pero yo creía<br />

que aquello eran cuentos de niños. Percibí entre ellos la misma tensión vibrante que se produce<br />

cuando un guerrero caza la hoja de su oponente con la propia. Las curvas audaces de la nariz y la<br />

frente de Leir se repetían en las rudas líneas de mi hermana; el fuego arrancaba los mismos<br />

destellos de oro a una y a otra cabellera.<br />

“Altos aletean los cisnes salvajes, ¿a dónde vuelan?<br />

¿Quién puede atraparlos? ¿Quién puede hallarlos?<br />

Que el polluelo parta ahora y aprenda<br />

Cómo los cisnes espléndidos retornan por la misma senda.”<br />

El canturreo de Cuervo desfalleció. No había abierto los ojos. Quizás no se había dado<br />

cuenta siquiera de que estaba hablando. En esta ocasión poco importaba, pero los guerreros<br />

murmuraban contra él cuando profetizaba la muerte de alguien antes de una campaña.<br />

Me volví para responderle, pero la mano de mi padre se cerró sobre mi hombro.<br />

“¿Es así realmente?”, dijo Leir con dulzura, baja su mirada hacia mí.<br />

“Pa... ¡no me harás dejarte!” Aferré sus dedos. Ni siquiera los perros eran tan sólidos, tan<br />

reconfortantes como la mano de mi padre. Su vista pasó de mí a mi hermana con un repentino<br />

parpadeo de hostilidad.<br />

“La vaca me ha traicionado”, su voz se hizo áspera. “¿Es que vas a robarme ahora a mi<br />

pequeña novilla?”<br />

“Desde luego que no, padre”, respondió Gunarduilla cautelosamente. “Ni la pequeña ni yo<br />

te causaremos mal. Cridilla volverá a ti más fuerte, una señora de la espada.”<br />

“¿Vas a convertirla entonces en otra guerrera como tú? ¿Dónde habré de encontrarle<br />

marido?”<br />

La sonrisa de Gunarduilla lo desafió. “¿Tan malo sería tener dos hijas que pueden<br />

guardarte las espaldas?”<br />

34


Leir rió; y el resto de los hombres, que tratara de no mostrar que estaba escuchando, le<br />

hizo eco. Talorgenos había ocupado su lugar a la izquierda del rey. Podía moverse de un modo<br />

sorprendentemente ágil para un cuerpo tan masivo. Tropecé con su lenta, reflexiva mirada y mi<br />

estómago se contrajo, pues su presencia convertía aquella charla en un consejo de estado.<br />

“Casi todo este año lo pasarás en las tierras medias, y el próximo también, luchando<br />

contra los Ai-Zir y reforzando tus defensas allí”, prosiguió Gunarduilla. “No hay sitio ahí para la<br />

niña. Cridilla es muy mayor ya para que la gobiernen los sirvientes. ¿Vas a dejarla asalvajarse<br />

aquí? Mejor déjala venir conmigo. Sabes de sobras que estará a salvo en la Isla.”<br />

Leir se reclinó en el asiento y alcanzó su copa. “Sabio, ¿cuál es tu consejo?”, preguntó a<br />

Talorgenos.<br />

El sacerdote se mordió el pulgar, una práctica por la que su orden se entrenaba a<br />

desentrañar el conocimiento. Tras un instante, lo recorrió un pequeño tremor y retornó a nosotros.<br />

“Cridilla es la fortuna del país, la hija de la novena ola; es la copa que contiene tu vida.<br />

Pero cuando la planta joven abandona la protección de la almáciga, debe crecer en fuerza bastante<br />

para soportar la tormenta. Alto rey, tu compromiso se estableció cuando la niña vino al mundo. El<br />

roble y la tierra y el fuego recuerdan. Esta mañana augurios de cambio había en el aire. Yo creo<br />

que tienes que dejarla partir.”<br />

Los ojos de Leir se habían introvertido con la expresión que yo llamaba ‘la mirada del<br />

rey’. Por lo común significaba que estaba planeando algo. Cuervo se sentó, apartando los canes,<br />

pero yo tenía la vista fija en el rostro de mi padre, como si memorizando sus cejas aladas y la<br />

ancha frente erosionada, sus pómulos protuberantes y la larga línea de su quijada aún cubierta por<br />

la barba invernal, pudiese conservarlo para siempre.<br />

“¿A salvo? Quizás, pero supongo que alguna vez tendrá que aprender a combatir...”<br />

“Tengo tu palabra entonces...” Gunarduilla alzó la mano. Cuando Leir la tomó, yo me<br />

puse en pie, sin importarme ya que todos pudieran ver mis lágrimas.<br />

“Niña de mi corazón...” Me atrajo a su regazo y yo me aferré a él, tratando de hallar<br />

espacio para unas piernas y unos brazos que se habían hecho demasiado largos desde la última<br />

vez que me sentara en él de esta manera. Sentí el fuerte latido de su corazón bajo la lana basta de<br />

su túnica y ello me reconfortó.<br />

“¿Temías que tu padre te abandonase?” Su barba me hacía cosquillas en la oreja. “Nunca,<br />

mi pequeña, nunca lo pienses... Esto es sólo por un tiempo y luego volverás a mí.”<br />

Lloviznaba cuando partimos cabalgando de Udrolissa y nadie podía saber si el rocío en<br />

mis mejillas era lágrimas o lluvia. Yo me mantenía tiesa sobre el lomo boyuno de mi poni y<br />

simulaba que este viaje era como cualquier otro, pero hallaba recuerdos en cada corriente nutrida<br />

por la lluvia y en cada bosquecillo de floreciente espino; cada roble, hasta la distancia de un día a<br />

caballo desde la fortaleza, era un amigo. Orillamos campos que habían sido ganados al bosque<br />

con hachas de hierro y arados calzados del mismo metal, y hombres que laboraban aricando la<br />

tierra empapada alzaron los ojos para vernos marchar. A primeras horas de la tarde estábamos en<br />

el bosque profundo que vestía el terreno en ascenso por el que el Nith se precipitaba desde los<br />

valles. Se alargaron las sombras bajo los árboles, mientras el sol se sumergía. Varias veces creí<br />

percibir algo que se movía detrás de nosotros, pero no podía decir de qué se trataba.<br />

Aquella noche fuimos acogidos en un corro de chozas pegadas a la pendiente bajo las<br />

fuentes sagradas. Gunarduilla subió a la montaña para hablar con las sacerdotisas, pero yo me<br />

quedé junto a los fuegos. Me había arrebujado en mi manto para la noche y estaba dormitando ya<br />

cuando oí susurros sobre mí.<br />

“¿Estará segura, entonces, en tu país septentrional?” Era la voz de una anciana. Entreabrí<br />

35


un poco los ojos y vislumbré ropas de un azul desvaído y un perfil tan escarpado como peñasco<br />

salvaje al resplandor de un fuego moribundo.<br />

“¿Qué es la seguridad, Madre Tamar?”, preguntó Gunarduilla. “Pero mis bendiciones<br />

sobre los guerreros cuyo desafío arrastra la espada del Señor del Cisne al sur, porque sin ellos<br />

éste no habría dejado nunca a la niña partir. Aprenderá cosas que necesita saber.”<br />

La sacerdotisa me tocó la cabellera y sentí un cosquilleo, pero mantuve los ojos cerrados,<br />

simulando dormir hasta que se fueron.<br />

Más tarde aun, cuando el fuego era sólo rescoldos bajo las cenizas, percibí cerca otra<br />

presencia. Una forma angulosa, peluda, se inclinó sobre mí y yo ahogué un grito, preguntándome<br />

si era el mismo Basajaun quien estaba allí; pero una palabra en susurros y un roce en mis<br />

párpados me arrojaron a las profundas espirales del sueño otra vez.<br />

En mi soñar yo me precipitaba a través de un mar de plata centelleante, tachonado de islas<br />

que nieblas velaban y revelaban partiéndose y cerrándose alternativamente. Ominosos farallones,<br />

que parecían labrados de los huesos de la noche, resplandecían de pronto cuando la luz se<br />

alteraba. Marché adelante veloz y ansiosa y, entonces, de repente, era un prado de hierba crecida<br />

el lugar por el que estaba corriendo, compitiendo con alguien a quien no podía ver. Pensé que era<br />

mi padre pero, cuando arriesgué una mirada, me di cuenta de que el otro corredor no era más alto<br />

que yo. El fulgor de su melena dorada se reflejaba en la hierba ante él y, por un momento, su<br />

cabeza llameó, roja como el fuego. Y en ese instante centelleó delante de mí y desapareció.<br />

Al despertar lo habría considerado todo un sueño de no ser porque junto a mí yacía la<br />

pluma negra del ala de un cuervo y una pizca de la dulce confitura de Zaueret. Y aunque yo aún<br />

no entendía lo del muchacho, supe quién había sido la sombra en el bosque tras de mí.<br />

Por la mañana recomenzamos nuestro viaje. El camino atravesaba densas forestas<br />

estrelladas de tempranas violetas y campanillas de invierno tardías cabeceaban junto a las<br />

corrientes. Prímulas cremosas eclosionaban donde había un rastro de sol. Pronto nos tornamos<br />

hacia el oeste, valle del Verbeia arriba. La niebla en ascenso revelaba el elevado friso verde de los<br />

montes más allá de los árboles, oscureciéndose en púrpura y marrón a medida que la hierba cedía<br />

ante la vegetación más adusta de aquel territorio. Veíamos a veces humo de los círculos de<br />

cabañas hincados en los pliegues de los montes y unos pocos rebaños de ovejas derivaban por el<br />

verde de los herbazales, pero otras cabalgábamos durante horas por un paisaje que parecía exento<br />

de toda humanidad.<br />

“¿Exento?”, dijo Gunarduilla reteniendo su poni y colocándose junto a mí. “¿Lo está el<br />

bosque cuando no ves animales en él? Los hombres de los valles han aprendido a ocultarse desde<br />

que llegaron los Quiritani. Es cierto, sin embargo, que ahora hay lugares en esos montes adonde<br />

sólo el pueblo de los hechiceros va... los Senamoi, de los que vino Cuervo”, explicó.<br />

“Montan sus tiendas de piel al abrigo de un monte por un corto tiempo y luego parten,<br />

cazando en los riscos. En los días de la abuela de tu madre, cuando las estaciones eran más<br />

cálidas, las cosas eran distintas. En aquellos días había maizales donde ahora sólo encuentran<br />

alimento los rebaños. Pero la Diosa apartó su rostro de nosotros y ocultó el sol. Ahora los<br />

hombres se disputan las abrigadas tierras bajas.”<br />

“¿Por esto van los hombres de los Ai-Zir a combatir a nuestro padre en el sur?” Sus<br />

palabras acababan de recordarme por qué se me había hecho partir.<br />

Gunarduilla respondió con un bufido de risa. “Luchan porque son hombres.”<br />

“Si es tan malo eso”, respondí, “¿por qué me arrastras al norte a aprender el manejo de la<br />

lanza?”<br />

“¡Un hombre lucha por la gloria, una mujer por necesidad!” Se volvió, llameantes sus<br />

36


ojos, y Cisnucho sacudió la cabeza cuando yo, inadvertidamente, tiré de las riendas.<br />

“En la Isla aprenderás a seguir el rastro de un ciervo y a atrapar un pájaro tanto como a<br />

matar un hombre con la lanza o la espada. Aprenderás cómo pelea el lobo, cómo danza en el aire<br />

el águila y cómo remonta el salmón la corriente. Si eres lo bastante buena, aprenderás el arte del<br />

Oso. Hay muchachos y muchachas entrenándose allí, pero son las guerreras, mujeres de una<br />

estirpe más antigua incluso que nuestras reinas, las que gobiernan. Si tu madre hubiese sido una<br />

guerrera, quizás los Quiritani no dominarían hoy este país.”<br />

“Pero tú y yo somos Quiritani también”, objeté. Gunarduilla había hablado siempre así,<br />

pero esto no tenía sentido ya. Vi su rostro amoldarse a las duras líneas que la hacían tan parecida<br />

de pronto a su madre, aquella reina de Alba morena y rezongante que yo viera sólo una vez, en<br />

una de la visitas anuales de Leir al lugar. Por un tiempo cabalgamos sin hablar bajo los<br />

susurrantes alisos.<br />

“También yo lo creí así tiempo atrás”, dijo Gunarduilla al fin. “La sangre de Leir y la de<br />

mi madre luchaban en mi interior de tal forma que pensé en tomar la espada y dejarla fluir a la<br />

tierra para hallar paz de una vez. Tenemos dos lenguas, hermana, pero el espíritu no puede vivir<br />

dividido. Yo ya he escogido y, una vez doy mi palabra, no vuelvo a cambiar. En mi corazón, soy<br />

la hija de mi madre.”<br />

“Yo nunca conocí a mi madre”, murmuré. “Todo esto no tiene nada que ver conmigo.”<br />

Quise hincar los talones en los ijares de Cisnucho y partir al galope.<br />

“Hermanita, ¿no te ha contado nadie nunca cómo ganó Leir este país?”<br />

“¡Talorgenos ha contado la historia un centenar de veces en los festejos!”<br />

“¡No toda la historia!” Rió con amargura. “Canta cómo batallaron los héroes las olas, pero<br />

¿cuenta que los guerreros Ai-Akhsi estaban dispersos por los prados inundados buscando el<br />

ganado barrido en aquella tormenta, cuando llegaron los Quiritani?” Moví la cabeza, incapaz de<br />

contestar.<br />

“¡Pues escucha! Así es como Zaueret, que lo vivió todo, me transmitió el relato. La gente<br />

de la Gran Casa supo de la llegada de los Quiritani por el humo de las granjas en llamas y,<br />

después, por los fuegos que se abrían como pálidas flores contra el cielo oscureciente. Al<br />

completo, las huestes nativas habrían arrasado a los saqueadores del mar, pero no había tiempo<br />

para reunirlas y, cuando la línea de antorchas remontó el camino hacia la Gran Casa sobre el<br />

Udra, sólo los guerreros domésticos, el rey y sus dos hijos adolescentes estaban allí para<br />

oponerles resistencia.”<br />

“Hijos...”, la detuve. “¿Tuvo hijos mi madre antes de mí?”<br />

“¿No lo sabías? La reina Fieret tuvo hijos, sí, pero nunca llegaron a hacerse hombres”,<br />

prosiguió Gunarduilla. “Ella esperó en el interior con el resto de las mujeres; esperó y oyó el<br />

clangor del hierro contra el bronce, y los gritos. Y aquéllas vieron que su rostro no cambiaba<br />

cuando Leir apartó los cortinajes que cubrían la entrada y se alzó ante la reina con la sangre de<br />

sus hijos aún roja en las manos.<br />

“‘Tú hombre está muerto’, le dijo en la áspera jerga que usan los comerciantes. ‘Ahora<br />

este lugar me pertenece...’<br />

“‘Me duelo por él, pero eso no cambia nada. El país es mío, la tierra soy yo...’, le<br />

respondió la reina.<br />

‘En ese caso, te tomaré’, dijo Leir, y cerró la puerta.<br />

“Fieret no se resistió. Sabía que esto había de pasar, pues ¿cómo puede gobernar un jefe<br />

guerrero sino a través de la reina? Sólo que antes de aceptarlo le hizo someterse a la geas de que<br />

nunca maldeciría a una mujer. Ella era mayor que él, pasada casi ya la edad de procrear, pero<br />

dicen que Leir la amó. Quizás le resultó esto a Leir más fácil al pasar lejos mucho tiempo,<br />

37


cabalgando primero hacia el norte para conquistar Alba y maridar a mi madre, Aglidet, tal como<br />

había hecho con la tuya, y después hacia el sur para hincar su pie en <strong>Bel</strong>erion y tomar a Dara de<br />

los Ai-Utu como la tercera de sus reinas.”<br />

“Y mi madre”, la interrumpí. “¿Cómo era? ¿Qué sentía por él?”<br />

“Por Leir creo que llegó a sentir afecto”, dijo Gunarduilla reluctante. “Pero yo sólo la vi<br />

una vez, antes de que nacieras. Era una mujer de habla muy dulce, pero había tanta fuerza en ella<br />

como en uno de estos montes.” Hizo un gesto hacia las altas curvas de la cadena montañosa.<br />

“Y cuando me dio a luz a mí murió...”, dije rotunda. “Si no fuera por mí, mi padre la<br />

tendría aún.”<br />

Yo siempre lo había sabido, pero nunca antes había pensado realmente en ello. No tenía<br />

recuerdos de mi madre, sólo de los pechos cálidos y las nanas de Zaueret. Supongo que las<br />

primeras ideas acerca de mi nacimiento me habían llegado de los cotilleos de las mujeres, oídos<br />

furtivamente cuando pensaban que yo era demasiado pequeña para entender. Era falta mía que la<br />

gente se apartase de mí o me mandase lejos.<br />

“A Fieret no se le forzó a tener otro hijo, aunque Leir deseaba un heredero para el norte”,<br />

dijo entonces Gunarduilla. “Tú aprenderás a impedir la concepción cuando tu sangre menstrual<br />

empiece a fluir. No lo consideres nunca una falta tuya, Cridilla. La reina decidió darle una hija a<br />

la señora de este país.”<br />

“Padre dijo el año pasado que, al crecer, yo me parecía a ella cada vez más.”<br />

Fue en otoño. Habíamos estado conduciendo el ganado desde los montes a los pastos<br />

domésticos, acampando en el camino cuando la noche caía. Recordaba las estrellas y los hombres<br />

cantando y el olor almendrado del grano tostado al fuego. Todo el resto de los jefes debía de estar<br />

ocupado con las mismas tareas que nosotros, pues no había habido ni el susurro de un conflicto<br />

en semanas, y durante aquellos días dorados Leir había cabalgado como un salvaje y reído como<br />

un muchacho. Y había compartido toda aquella dicha exuberante conmigo.<br />

“Me dijo...”, tragué saliva, “que la había amado mucho. Es falta mía que muriese.”<br />

“Estoy segura de que cree que la amó”, repuso Gunarduilla secamente. “Es sorprendente<br />

el modo en que la muerte mejora una relación. Leir ha tenido once años para idealizar a su<br />

primera reina... aunque, en el caso de tu madre, no había demasiadas cosas que necesitase olvidar.<br />

Fieret nunca se le opuso de forma abierta.”<br />

Sentí lágrimas tras mis párpados y aparte rápido los ojos. El rey nunca había amado a la<br />

madre de Gunarduilla. ¿Cómo podía entenderlo mi hermana? No discutiré contigo tampoco,<br />

padre. Me reconciliaré contigo. Lloré queda. Sólo déjame volver a casa otra vez, por favor. Pero<br />

Cisnucho avanzaba lenta y firmemente hacia adelante y los montes de cumbres desnudas no<br />

respondían.<br />

Durante los dos días siguientes nos movimos hacia el oeste a través de los valles,<br />

desviándonos hacia el norte cuando el inmenso risco en cuya cima se elevaba poco a poco otro de<br />

los baluartes de Leir se insinuó en la distancia. El Pueblo Pintado había construido unos pocos<br />

fuertes de montaña antes de que llegaran los Quiritani, de que el clima cambiase y las cosechas<br />

empezaran a fallar. Pero era el pueblo de mi padre el que necesitaba la seguridad de las cumbres<br />

para controlar el país. Rigodunon, el bastión del rey, era el más grande comenzado hasta ahora.<br />

Todo el resto de la semana, aquel gran monte fue nuestro compañero, pero emergimos al<br />

final a la visión y el perfume del mar y nos tornamos directo hacia el norte a través de un<br />

territorio de largos lagos entre un mosaico de valles. Diez días después de dejar Udrolissa,<br />

descendimos a los verdes campos por donde el estuario de Soulongas penetraba profundamente<br />

en el país. Más montes azules difuminaron el horizonte, pero en la llanura ante nosotros un pilar<br />

severo cubierto de liquen gris marcaba el principio de la tierra de Alba. Nos detuvimos para<br />

38


honrar al Joven Dios colocando guirnaldas de prímulas sobre Su piedra erecta. Luego giramos al<br />

oeste, hacia la Isla de Niebla, al interior del país de Gunarduilla.<br />

Con las cuadernas crujiendo de tensión, el barco se volvió hacia el viento y se dirigió de<br />

nuevo hacia las rocas dentadas de la orilla. Mi estómago respondió al cambio de movimiento con<br />

unas náuseas renovadas que me hicieron correr hacia la borda. Desde que habíamos embarcado<br />

en Orillas Altas una semana atrás, yo había estado enferma para entretenimiento de la tripulación<br />

y la apenas velada exasperación de Gunarduilla. ¿Quién habría pensado que la hija del héroe que<br />

domara el mar no tendría estómago para navegaciones?<br />

Me aferré a la barandilla y fijé los ojos en la forma salvajemente esculpida de la tierra ante<br />

mí, tratando de ignorar las bullentes montañas grises a cada lado de la nave. Sombras había bajo<br />

aquellas cimas hialinas, ojos que observaban, tentáculos que se insinuaban. Después del primer<br />

día, había aprendido a no comer alimentos sólidos por la mañana. Pero ésta era la última isla.<br />

El barco se serenó cuando traspasamos el cabo y nos deslizamos a las aguas protegidas de<br />

la penetrante y recortada bahía. La vela de un pardo desvaído golpeteó y aleteó al ser recogida.<br />

Me senté, hallando alivio aun en una alteración tan nimia del movimiento. Detrás de nosotros,<br />

otras velas danzaban entre las olas. La gente del norte se ceñía a las costas rocosas e islas. El viaje<br />

por tierra en estas regiones era tortuoso, pero las rutas marítimas estaban abiertas y los barcos de<br />

pesca poblaban estas aguas como los patos el río de mi morada.<br />

Inspiré hondamente. Mezclados con el fuerte sabor a sal del aire marino, olí hierba verde<br />

y pinares. El sudario de nieblas perdió densidad de pronto; la luz del sol despertó los colores de<br />

las escarpadas laderas y acuchilló el mar con un golpe de fulgor. Plata se atorrentó montaña abajo<br />

y serpenteó por el prado a la cabecera de la bahía. Por un instante, una muralla de piedra se hizo<br />

visible y luego las nubes se cerraron de nuevo y quedaron sólo los riscos peñascosos.<br />

Las cuadernas se estremecieron debajo de mí y el barco rascó la base enguijarrada. Uno de<br />

los guerreros emitió una larga y lastimera nota de su cuerno, y desde alguna parte entre los pinos<br />

nos alcanzó la respuesta. Gunarduilla entonces me instó a levantarme y de las rocas llegó una ola<br />

de cuerpos en movimiento cuyo griterío ahogó los clamores de las gaviotas. Me aferré al brazo de<br />

mi hermana. Los cuentos de Cuervo sobre los trasgos de los roquedales se confundieron con mis<br />

recuerdos de los rostros que viera en el mar.<br />

Gunarduilla reía. Estábamos rodeados de escuálidas formas medio vestidas de pieles y<br />

cuero, parloteando en una mezcolanza de lenguas. Ojos vivaces centelleaban a través de<br />

cabelleras enmarañadas, aclaradas por el sol, y brazos y piernas rasguñados se confundían en un<br />

remolino de miembros atezados. Solté la manga de mi hermana. Si éstos eran niños, no debían<br />

pensar que estaba asustada.<br />

Pero aquéllos no se parecían a ningunos niños que yo hubiera conocido. Vibraban como<br />

los perros de mi padre, ansiosos por igual de pelea o de juego. Y como a una jauría, un solo<br />

silbido bastaba para aquietarlos al instante.<br />

Contuve el aliento y se me dilataron los ojos cuando dos guerreras de cabello negro<br />

llegaron precediendo a una figura de maciza musculatura a través de la silenciosa turba. Piernas<br />

robustas asomaban bajo una falda de cuero y brazos sólidos emergían de un manto de piel de oso<br />

que le fluía a aquel personaje hasta los talones. Oro cintilaba en sus orejas y cuello, y una correa<br />

de cuero tachonada del mismo metal precioso ligaba las mechas de un cabello que griseaba.<br />

Cuando se apartó la capa, vi pechos caídos sobre el abdomen musculoso y supe, antes incluso de<br />

que mi hermana hablase, quién debía de ser.<br />

“La llaman la Osa, la Osa Madre, Artona en nuestra lengua. Las otras dos son Osaespíritu<br />

y Osasombra, sus hijas”, dijo Gunarduilla suavemente. “Habla con humildad. En esta isla, Artona<br />

39


es más grande que cualquier reina.”<br />

Si yo hubiera confiado en mi voz, podría haberle garantizado que haría como me decía.<br />

Esta mujer me recordaba a mi padre cuando se preparaba para la batalla, y el humor que cintilaba<br />

en las hendijas de sus ojos grises no me tranquilizaba lo más mínimo.<br />

“¡Gunarduilla! ¡Eh, pero si has crecido como un pino!” Osa Madre abrió los brazos y<br />

Gunarduilla avanzó hacia un abrazo que podría haberla aplastado. “¡Así que ésta es la pequeña!”,<br />

añadió Osa Madre, soltando a mi hermana y mirándome a mí. Me mantuve erguida, forzándome a<br />

sostener el sesgo filoso de aquellos ojos. “¡Será tan alta como tú, Gunarduilla, y me afronta sin<br />

temor!”, rió. “Hija de un bastión real, sin duda. Dejemos que la panda de críos la ponga a prueba<br />

y veremos qué médula tiene en los huesos.”<br />

“La travesía le ha resultado dura...”, empezó Gunarduilla, pero la guerrera la contuvo.<br />

“Mejor entonces. Todos han de comenzar igual. ¿Querrías que mimase a la doncella?”<br />

Los niños tras ella vibraban y mi estómago se contrajo. Pedí a Gunarduilla socorro con la mirada,<br />

pero ella agitó la cabeza. La Osa me contempló otra vez con ceño fruncido.<br />

“¿Aprenderás a ser una guerrera, zagala? ¿Aceptarás todos los desafíos, dirás siempre la<br />

verdad y obedecerás?”<br />

Mientras aquellos ojos permanecían clavados en mí, sentí una conmoción interior que no<br />

era miedo. Quizás el sol había atravesado las nubes de nuevo: yo vi luz centelleando en la hoja de<br />

una espada y supe que, si asentía, un día blandiría aquella hoja en el campo de batalla. Me<br />

estremecí sumida en una confusión de angustia y gloria, pero por el otro camino había sólo<br />

sombra. Miré a la señora de las batallas y levanté el brazo en el saludo que los jóvenes dedicaban<br />

a mi padre cuando partían en orden de combate de la fortaleza.<br />

Trocando nuestra escolta por la horda de niños, Gunarduilla y yo seguimos a la Osa por el<br />

sendero viboreante hacia el fuerte que el destello de sol revelara, y acumulé fuerzas pisando el<br />

sólido terreno. Había allí casuchas de piedra construidas contra la muralla y una mansión más<br />

grande y redonda techada de paja. Nos ofrecieron venado, tortas de avena y cerveza ligera, y<br />

Gunarduilla bromeó con Osa Madre, sus hijas y los dos hombres que, según todas las apariencias,<br />

completaban el grupo de adultos aquí.<br />

Intercambiando murmullos, los niños me observaban. A través de párpados entrecerrados<br />

yo escrutaba sus filas, distinguiendo con dificultad los imberbes muchachos de las chicas sin<br />

pechos aún. Muchos de ellos eran como los del pueblo de mi madre, de constitución robusta y<br />

con cabelleras que iban del tono blondo al castaño. Pero había dos muchachas de miembros<br />

largos y pelo negro, como Cuervo, y un chico cuya melena roja llameaba como una antorcha en la<br />

oscuridad.<br />

Y entonces, de pronto, el ágape hubo acabado. La Osa hizo un gesto a una de las<br />

muchachas oscuras.<br />

“Sauce. Ésta es Cridilla, tu nueva compañera. Que duerma en el barracón del Ratón<br />

Silvestre hasta que se gane un lugar en el clan. Muéstrale el camino.”<br />

Me volví hacia Gunarduilla, pero su faz era piedra. “Hermana...”, susurré. ¿Podía oírme?<br />

Esperando que respondiese, me quité el manto y me desabroché el cinturón del que<br />

colgaban mi morral y mi daga de bronce, y poco a poco empecé a percatarme de que no habría<br />

respuesta. Mi padre me había abandonado y ahora lo hacía mi hermana. Tras un instante de<br />

reflexión, me quité el broche del cuello también. Lo sentía por el resto de mis ropas, pero en<br />

cualquier caso no durarían mucho tiempo en este lugar. Gunarduilla observó mis preparativos y<br />

alzó una ceja, pero yo me negué a encontrar sus ojos.<br />

En el patio me esperaban. Sauce se apartó en cuanto el anillo se cerró sobre mí y yo me<br />

plegué en una posición defensiva, consciente del resto de ojos que me miraba a través de la<br />

40


puerta.<br />

“¿Vais a atacarme todos a la vez?”, pregunté, “¿o escogeréis a un campeón?” Un<br />

muchacho que parecía de nueve años de edad se abrió paso y supuse que había sido el último en<br />

llegar antes que yo. Nos trabamos entonces y toda mi atención se redujo a la escaramuza de unos<br />

pies y a los miembros forcejeantes.<br />

El primero de los chicos era larguirucho y fuerte, pero yo era más rápida. A los pocos<br />

instantes, rodó por los suelos y el segundo vino a por mí. “¡Perra Quiritani!”, me siseó alguien al<br />

oído. Dientes y uñas y codos se arañaron y chocaron, y oí mi túnica rasgarse. La jauría de mi<br />

padre era más amable conmigo. Comprendí que aquello iba a ser una pelea de perros, a menos<br />

que pudiese alcanzar al líder y vencerlo o someterme pronto.<br />

Pero mantenerme de pie parecía todo lo que yo era capaz de hacer. Luché ciegamente,<br />

determinada sólo a hacer tanto daño como pudiera antes de que me hiciesen caer. El aliento<br />

empezó a rasparme la garganta; ni siquiera la rabia podía mover mis brazos y piernas lo bastante<br />

rápido para bloquear los golpes. Percibí entonces vagamente a alguien detrás de mí que no<br />

atacaba. Me protegí el rostro y el vientre con los brazos y sentí algo de fuerza fluir de nuevo hasta<br />

mí.<br />

“Hacia el muro”, llegó una voz Quiritani a mi oído. Sentí que mi compañero se movía y lo<br />

seguí. Una mole se insinuó ante nosotros. Toqué piedra y me volví, notando un hombro contra el<br />

mío. Ángulos afilados me arañaron la espalda y posaderas, pero el punto de apoyo me permitió<br />

recuperar el aliento y descargué un golpe cruel contra el primer rostro que se me acercó.<br />

Por unos instantes, siguieron abalanzándose sobre nosotros, luego se hizo un espacio<br />

delante. El silbido que los llamaba era sólo una formalidad. Jadeante, cerré los ojos, sintiendo que<br />

el pitido en mis oídos empezaba a desvanecerse y que había muchos lugares en mi cuerpo que me<br />

dolerían mucho, y muy pronto. Sabía que Gunarduilla estaba observándolo todo aún desde la<br />

puerta, pero yo no quería mirarla. Me limpié los ojos de sudor, o quizás fuera sangre, y me torné<br />

hacia mi compañero.<br />

Incluso a la luz muriente reconocí la llama de cabello rojo. Era el muchacho de cara larga<br />

y pecosa que viera antes. Tenía el labio hinchado y le sangraba, pero me dedicó una sonrisa<br />

herida.<br />

“Agantequos hijo de Vorequos, de los Moriritones, tu aliado”, dijo con voz pastosa, y yo<br />

le devolví la sonrisa. “Me llaman Corcel, aquí.”<br />

41


CAPÍTULO 4<br />

Ochocientos años pasó así, hasta que hizo salir un hijo-hombre, y el día en que<br />

nació resultó más fuerte que su madre. Y empezaron a luchar...<br />

-Rennes, Dindsenchas<br />

Dos años viví en la Isla de Niebla sin una palabra que me trajese a la memoria el hogar.<br />

Días de sol y tempestad se fundieron en un interminable presente, mientras yo aprendía el arte de<br />

la supervivencia. Para el tiempo en que pude permitirme recordar otra vez, estaba separada de la<br />

criatura que fuera por un abismo tan profundo como el mar. A menudo estaba helada o<br />

hambrienta, exhausta o eufórica, y compartía con mis compañeros de lar toda ocasión de dicha y<br />

de dolor. Pero nunca estaba aburrida. Me entregué a mi nueva vida como el joven cisne se entrega<br />

a los cielos y nunca imaginé que aquello pudiera acabar.<br />

Y mi padre vino entonces para llevarme a casa.<br />

Era verano. Entre un paso y el otro, pausé para oír el silbido penetrante del halcón<br />

pescador y miré hacia arriba parpadeando hasta que vi la definida silueta del ave contra el cielo.<br />

El hondo y lento batir de alas arqueadas la portaba por encima del monte, serena como si no viera<br />

nada más interesante a sus pies que el viento inquietando la hierba.<br />

“Le está contando a su pareja que no hay buena caza”, dijo Corcel. “Mira las huellas... era<br />

mediodía cuando los del lar del Águila pasaron por aquí.”<br />

“Puesto que ahora somos halcones, deberíamos estar escuchándolo”, susurró Alcatraz,<br />

liberándose un mechón de áspero pelo amarronado de un brote saliente de pino.<br />

“Están muy por delante para que podamos alcanzarlos”, dijo Pardillo frunciendo el ceño.<br />

Sauce y Piedeviento asintieron y Perrodagua, que se parecía mucho a Cuervo, suspiró. En<br />

los dos años desde que yo llegara a Caiactis, los siete nos habíamos convertido en una unidad,<br />

habíamos pasado juntos del lar del Ratón Silvestre al del Halcón y aprendido el arte de la Liebre<br />

y de la Nutria a medida que crecíamos. Habíamos jurado protegernos unos a otros a través de<br />

nuestras pruebas y pasar todos los altos grados juntos hasta que fuésemos admitidos en el clan del<br />

Oso.<br />

Justo ahora era el emplumado estandarte del lar del Águila el que debíamos capturar sin<br />

ser apresados.<br />

“¿Escalamos, pues, los riscos?” Preguntó Sauce temerosa. “Yo os retrasaré.”<br />

“Es la única manera de ir tras ellos...”, replicó Corcel.<br />

La Anciana se elevaba sobre la curva de los montes ante nosotros como un pico esculpido<br />

a partir de las sombras al principio del mundo. Sería una dura escalada y Sauce no soportaba las<br />

alturas. Me apreté el cinturón que ceñía mi faldilla de piel de corzo y le sonreí. Mis piernas eran<br />

del mismo color que el cuero, cruzadas por viejos arañazos y quemadas por el sol.<br />

“Yo iré detrás de ti”, le dije. “No te dejaré caer.”<br />

“Gracias, Áspid.” Me llamó por el nombre que me había ganado la primera vez que hice<br />

uso de mis dientes en una pelea.<br />

“Probemos con una cuerda”, intervino Corcel de pronto. “Si nos atamos con cuerdas,<br />

podremos pasar todos las partes más duras...”<br />

Las pecas como de huevo de chorlito que cubrieran la espalda y los hombros de Corcel se<br />

había fundido en un sólido marrón y el resto de su cuerpo era de un rosa apagado bajo la cascada<br />

42


de su cabello cobrizo. Vi el destello en sus ojos azules y pensé que era una buena idea. Las de<br />

Corcel habitualmente lo eran.<br />

“El viejo Lod de la cañada tiene una cuerda que usa para tirar de las ovejas atrapadas en el<br />

tremedal...”, dije despacio. Todos empezamos a sonreír.<br />

Dos horas después mirábamos hacia abajo la ensenada. Yo parpadeé con el destello del<br />

sol en las aguas y di sombra a mis ojos con la mano. Nada se movía en la ladera bajo nosotros,<br />

pero había algo en el mar...<br />

“¿Qué es?” Corcel estaba junto a mí. Tenía una vista muy aguda y yo me hice un poco<br />

hacia detrás para dejarle mirar. “Un barco”, dijo al fin, “directo al fuerte. Tiene un estandarte en<br />

la proa, con la cola de un caballo.”<br />

Ni siquiera por Gunarduilla habrían hecho tremolar el estandarte real, pensé atontada.<br />

Durante mis primeros seis meses en la Isla había llorado cada noche hasta dormirme, esperando<br />

que mi padre enviara a por mí y odiando a Gunarduilla por su traición. Y luego, había empezado<br />

a encontrar mi sitio entre estos salvajes que la Osa trataba de convertir en guerreros; pasado un<br />

tiempo, dejé incluso de soñar.<br />

“Tu padre...”<br />

Asentí, recordando la risa dorada de Leir y la excitación que hacía crepitar el aire en torno<br />

a él, y la corriente velada de miedo. Era más simple aquí. Los otros callaron, aguardando a ver lo<br />

que haría.<br />

“No quiero irme.”<br />

“Alégrate de poder hacerlo”, dijo él con dulzura. Me puso el brazo alrededor de los<br />

hombros y yo me apoyé en él. “Mi padre me envió aquí hace tres años para tenerme a salvo de<br />

sus enemigos. Si está muerto, habré de volver a Morilandis y matarlos cuando sea un hombre.”<br />

“¡Si el rey se me lleva, retornaré!” De pronto, resultaba terrible que Corcel hubiese de ser<br />

abandonado por todos. Desde aquel primer combate, habíamos permanecido hombro con hombro.<br />

Y el resto... era mi verdadera familia.<br />

“Áspid, has de bajar a ellos”, dijo Alcatraz. “Capturaremos el Águila por ti y te daremos<br />

tu pluma cuando vuelvas.” Sus sonrisas habían retornado y mi corazón se elevó y, por un<br />

momento, todo fue perfecto otra vez.<br />

Leir me había traído de vuelta a mi propio país y a mi pueblo, pensé cuando miré a los<br />

jefes reunidos bajo los árboles del Consejo, al pie de su nueva fortaleza, pero aquéllos no me<br />

parecían ya el hogar. Quizá era ésta la razón de que mi padre me hubiera hecho volver de la Isla.<br />

Pero haría falta más de un mes para transformarme de Áspid de la Isla de Niebla en Cridilla de<br />

Briga otra vez.<br />

El paño que habían tendido como protección de árbol a árbol se tensaba y destensaba con<br />

el movimiento de las ramas en la brisa. Aquí, donde Briga encontraba las tierras medias, el sol del<br />

estío era cálido. La luz que se filtraba a través del laxo tejido ajedrezaba los rostros de los que<br />

habían acudido a la Asamblea según el diseño de las túnicas que portaban. Luz y sombra,<br />

oscuridad y brillo, sus semblantes cambiaban con cada alteración de la brisa, tan engañosos como<br />

sus palabras. Discernir la realidad de las apariencias era misión del rey. En la Isla de Niebla, no<br />

éramos tan coloridos, pero si alguien decía algo a Osa Madre, uno podía estar seguro de que era<br />

verdad.<br />

“¡Te imploro justicia, alto rey!” Nextonos estaba de pie, presumiendo de su rango como<br />

uno de los viejos compañeros de armas de mi padre. “Dame pago por el ganado que tus obreros<br />

han matado y el precio de sangre por mi boyero también.”<br />

“¡Señor, esos obreros estaban construyendo tu carretera!”, respondió Giahad, el ingeniero<br />

43


de caminos. Era uno de los pocos supervivientes del viejo sacerdocio Ai-Akhsi debido a su<br />

habilidad con los números, una magia que los Quiritani desconocían.<br />

“Desde la senda de las montañas hasta la marisma, cruzando al sur de aquí, el camino está<br />

despejado ahora tal como ordenaste, las corrientes salvadas por sus puentes y las hondonadas<br />

rellenas. ¿No era tu voluntad que nos aprovisionasen los clanes cuyos territorios atravesásemos?<br />

El hombre de Nextonos iba contra tu ley cuando nos negó el alimento!”<br />

Leir los miró a uno y a otro, frunciendo el ceño. Las bastas planchas de su alto asiento<br />

estaban cubiertas por la piel de la yegua blanca que sacrificaran para hacerle rey y tenía la vara<br />

blanca de la realeza en la mano. Yo ocupaba un cojín de piel de oveja, sosteniendo los pies de mi<br />

padre. Era costumbre que los pies del monarca reposasen en el regazo de una virgen cuando se<br />

sentaba en el juicio, para que no olvidase a la Diosa, de la que su soberanía procedía.<br />

Parecía extraño, cuando un mes atrás había estado recorriendo las tierras altas de Caiactis<br />

como una criatura salvaje, sostener ahora a un rey. Me preguntaba por qué me habían escogido a<br />

mí mientras mi hermana Gunarduilla esperaba en la fortaleza. Mi otra hermana, Rigana, tenía un<br />

hijo ya, llamado Cunodagos. Ambas me eran ajenas ahora. Cierto, aun a mí misma me resultaba<br />

yo medio extraña con mi cabello dispuesto en trenzas y ceñido por una banda bordada. La lana de<br />

mi túnica nueva hacía que me picara la piel, pero Osa Madre me había enseñado a permanecer<br />

inmóvil.<br />

“Tenías derecho a pedirlo, en efecto”, dijo Nextonos, “¡pero atacasteis el ganado como<br />

lobos! ¿qué esperabais que hiciera mi hombre?”<br />

“Y pedimos...”, empezó el constructor de caminos. “Nos habríamos muerto de hambre<br />

si...”<br />

“Él nunca...”<br />

“¡Basta!”, la voz de Leir cortó la cháchara. “¡No lobos sino perros sois vosotros, que<br />

gruñen por su comida!” La vara blanca señaló al jefe, como apuñalándolo. “Tú sabías que los<br />

obreros debían ser nutridos y cicateaste los alimentos. Por no cumplir tu deber pagarás seis<br />

vacas.”<br />

La faz de Nextonos se enrojeció y algo palpable casi vibró en el aire entre él y el rey. Su<br />

puño se cerraba y abría al costado y, si a los hombres se les hubiesen permitido sus armas, habría<br />

ido a por su hoja. Pero antes de que pudiera hacer nada, Leir se había tornado y su fiera mirada<br />

apagaba ya la sonrisa de Giahad.<br />

“¡Y tú! ¿Pensaste que el camino que estabas construyendo era para tu solo placer? ¡Si no<br />

tuviese yo obligación de ayudar a mi pueblo, podría sentarme tranquilo en mi bastión!” Hizo un<br />

gesto a través del prado hacia la muralla de la fortaleza que sería dedicada al día siguiente. “Pero<br />

¿qué ayuda le prestaré, si no puedo llegar hasta él? Si andas matando a la gente para quien se<br />

construye la carretera, ¿de qué me sirve tu labor?”<br />

“¡Aún me debe el precio de sangre!”, gritó el jefe oliendo la ventaja.<br />

“Así es, por cierto...”, dijo el rey. Bajó la vista para mirarme y el destello de su ojo me<br />

reveló lo que habría de decir. “¡Te debe seis vacas!”<br />

Todo el mundo empezó a reír. El viejo Calcagos, de la costa oriental, se golpeó la rodilla<br />

y sacudió la cabeza, e incluso Bituitos del alto Rigodunon sonrió. Los hombres de Alba<br />

susurraban velándose los labios con las manos y los delegados de los Banalisioi de los Arrecifes<br />

Blancos, en la costa meridional, fruncían pensativamente el ceño. Si el rey hubiera vencido a los<br />

litigantes por la fuerza, los jefes lo habrían admirado, pero ver a los rivales manipulados con<br />

palabras era todavía mejor. La risa de Leir retumbó como un mar bramante, y Giahad y Nextonos<br />

se sentaron con miradas fulminadoras.<br />

“Escuchad, mis camaradas”, dijo el rey cuando la risa empezó a remitir. “¿Somos<br />

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demasiado soberbios para aprender de la gente que estaba aquí antes de nosotros? Tenemos aun<br />

más necesidad de comunicaciones rápidas que ellos porque, aunque estáis procreando verdaderas<br />

tribus con determinación” -aquí brotó la risa de nuevo- “todavía somos pocos en este país y<br />

hemos de estar unidos. Porque nuestro pueblo no pudo unirse en las tierras de más allá del mar<br />

estamos hoy aquí.”<br />

Consideré estas palabras con curiosidad. Mi padre quería las carreteras para ejercer el<br />

control o, como él decía, para la unidad. Pero ¿qué utilidad tenían para el antiguo pueblo?<br />

“Hemos hablado mucho, hermanos, y se me está secando la garganta. Vayamos a<br />

refrescarnos y, cuando el sol toque la copa de ese roble, volveremos al Consejo.”<br />

La palabras manaron a nuestro alrededor como una corriente desbocada cuando los<br />

hombres empezaron a levantarse. Artocoxos se aproximó al rey murmurando y, tras un momento,<br />

se alejó en la misma dirección que Nextonos. Leir quitó los pies de mi regazo y se levantó,<br />

estirándose.<br />

“¿Era esto lo que querías que aprendiera?” Alcé la mirada hacia él.<br />

Mi padre sonrió, sarcástico. “Ha ido tal como te dije, ¿no es así? Si sabes cómo piensan<br />

los hombres, sabes lo que dirán. No es tan difícil entonces pensar un paso por delante de ellos.”<br />

“¿Qué harán ahora?”<br />

“Hablar hasta que su rabia se enfríe. He mandado a Artocoxos a asegurarse de que no les<br />

falte cerveza y se mantengan alejados de las armas. Cuando se despierten mañana, también ellos<br />

pensarán que ha sido cómico.”<br />

Me puse en pie, sintiendo unas gotas de sudor bajarme la espina dorsal. Lo que yo quería<br />

era quitarme estas ropas y desaparecer en el bosque que orillaba la montaña. Pero era algo más<br />

que orgullo lo que me mantuvo allí, erguida y quieta, al lado de mi padre.<br />

Había tratado de odiarle cuando vino en mi busca, pero él era como una gran hoguera<br />

contra las piedras grises, calentándolo todo a su alcance. Y sabía, además, que tenía que ser gentil<br />

como un domador de bestias hasta que yo me acercase voluntariamente a su mano.<br />

Para el tiempo en que tomamos el camino a casa, yo empezaba a recordar ya cuánto lo<br />

había querido. Dos años en la Isla no habían hecho mejor navegante de mí, pero mi padre me<br />

sostenía la cabeza sobre la borda cada vez que me mareaba y, cuando alcanzamos la costa, los dos<br />

años de separación podían no haber existido nunca.<br />

Leir había predicho mis reacciones con tanta precisión como las de sus hombres. No me<br />

importó. Bastaba estar aquí con él.<br />

“Los jefes temen, por supuesto, que me sirva de estas nuevas carreteras para controlarlos”,<br />

decía ahora.<br />

“¿Y lo harás?”<br />

“Para mayor bien. Para hacer de esta isla un solo reino algún día. Cuando yo era un<br />

muchacho en el Gran País, oí a un mercader hablar de tierras en las que grandes señores<br />

gobernaban tanta extensión como un hombre podía recorrer en varios días de marcha. Aun antes<br />

de que pusiese el pie en sus costas, la Isla del Poderoso me combatió, pero con astucia sutil y<br />

fuerza de voluntad lograré su dominio.”<br />

Fijé la vista en él. Las fortalezas que estaba construyendo empezaban a tener ahora otro<br />

significado. Había pensado yo que eran para proteger la frontera meridional de Briga contra los<br />

Ai-Zir, pero su sentido resultaba más bien diferente cuando uno recordaba que Leir era también<br />

rey de Alba y de <strong>Bel</strong>erion. El baluarte de Ligrodunon, que dedicaríamos por la mañana, se<br />

asentaría en el centro de la Isla.<br />

“Los jefes sólo entienden sus propias tierras tribales.” Leir me tomó del brazo. “Mi padre<br />

creía que podía volar. Quizás estoy loco al pensar que puedo someter toda esta isla, pero mi<br />

45


nombre vivirá en los labios de los poetas sólo por haberlo intentado.”<br />

Fruncí el ceño. El norte era mi país, tal como <strong>Bel</strong>erion era el de Rigana y Alba pertenecía<br />

a Aglidet y Gunarduilla. Cada uno tenía su propia diosa y, sin embargo, Leir se había casado con<br />

todas sus reinas cubriendo cada una a su turno tal como un semental monta las yeguas... ¿Era lo<br />

mismo?<br />

“¿Entiendes?”<br />

Uno no miente a un líder guerrero... Durante dos años, Osa Madre nos había inculcado<br />

una incontestable sinceridad. Podías alardear de tus hazañas desvergonzadamente pero, por más<br />

que las coloreases, tenía que haber hechos reales detrás de lo que contabas. Podías acusar a otro,<br />

pero tenías que ser capaz de probar tus palabras. Mentir era el único crimen que merecía el exilio.<br />

El rey esperaba mi respuesta. Necesita que lo entienda, pensé, ¿por qué me contaría su<br />

sueño, si no? En ese momento, quise darle la razón, pero mi lengua permaneció atada.<br />

Tras un instante rió. “No importa, cariño, ¿cómo puedo pretender que veas lo que yo<br />

mismo no soy capaz de decir? Por ahora, ya es bastante que me escuches.”<br />

Lo rodeé con mis brazos y su cuerpo me pareció tan sólidamente hincado en la tierra<br />

como las murallas de su nueva fortaleza. Ésta es la verdad, pensé entonces; pero, como mi padre,<br />

estaba sintiendo algo para lo que carecía de palabras.<br />

El clamor de las carynxes rompió la quietud del aire del alba: cuernos largos y cúrveos<br />

como cuellos de cisne estrepitaron hasta que el aire mismo ardió de grito. La tierra palpitó con el<br />

batir de los tambores y yo sentí el pulso a través de mí, anhelando la presencia de mi padre, que<br />

estaba con los sacerdotes; o de Gunarduilla, que había permanecido en el interior de las murallas;<br />

o de Cuervo, que no aparecía por ningún lado. Junto a mí, las mujeres de los jefes se inquietaron,<br />

señalando los mantos listados que el viento infló cuando los sacerdotes emergieron por la puerta<br />

de la fortaleza.<br />

Éstos se dispersaron hacia ambos lados. Talorgenos apareció entre ellos, con la media<br />

máscara de su tocado de plumas de ganso sobre la cara y los hombros cubiertos por la piel de un<br />

caballo ruano. Siguiéndolo, vestido todo de blanco y con un manto que se arrastraba sobre la<br />

hierba, caminaba el rey. Un relincho estridente ecoó el estrépito de los cuernos y portaron el<br />

semental gris de tres años nunca montado por un hombre. Las sogas de hierba tejida parecían<br />

demasiado frágiles para contener semejante poder, pero el bruto avanzó como si lo hiciera por<br />

voluntad propia.<br />

Los sacerdotes decían que el consentimiento era necesario para un verdadero sacrificio y<br />

éste tenía que ser válido, pues había de servir para dedicar el baluarte que constituiría el corazón<br />

del poder de Leir.<br />

El árbol de sangre se plantó en el terreno ante las puertas. Era un serbal de ramas podadas<br />

desde cuya copa un ave labrada contemplaba a la asamblea. Los sacerdotes y los jefes lo<br />

rodearon, con las mujeres frente a ellos. Yo miré hacia atrás cuando me colocaron en la línea y<br />

vislumbré a Cuervo por fin, vacilante al filo de la muchedumbre. Uno de los antiguos guerreros<br />

que era amable a veces con él tenía una mano sobre su hombro; si protectora o posesiva, no podía<br />

decirlo yo.<br />

Sentí unas gotas de sudor bajarme por la espalda. El día era tan brillante como los que lo<br />

precedieran. Talorgenos se adelantó y las campanillas de plata en la rama blanca que su mano<br />

portaba cazaron el sol en una explosión de luz. Mi padre se tornó para enfrentarlo.<br />

Sus ojos se encontraron y trabaron mientras Leir se soltaba el broche que sujetaba su<br />

blanco manto y lo dejaba caer. Sus manos buscaron entonces el amplio cinturón tachonado de<br />

oro. Cuando se lo desabrochó, su faldilla cayó también. Las mujeres se estremecieron viendo el<br />

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esplandor del sol en su pecho vasto y la curva de sus muslos. Alcanzó las cuerdas que sujetaban<br />

el animal y el movimiento de sus músculos, transparentes bajo la piel, fue como las ondas bajo la<br />

capa de satén de la bestia que aguantaba.<br />

“Sujétalo...” La voz de Talorgenos llegó amortiguada a través de su máscara. “Juntos<br />

viajaréis y juntos seréis santificados.”<br />

El semental encapotó su orgullosa cabeza cuando Leir lo condujo hacia el árbol. Un<br />

rápido tirón bastó para rodear con la cuerda el tronco y el ave labrada en la copa tremoló<br />

vigorosamente. Talorgenos trazó un círculo en torno a ellos, con la rama argentina emitiendo un<br />

constante centelleo de sonido. La rama siguió la suave curva del lomo del bruto, saludó la cola<br />

soberbia alzada y tembló luego sobre la cabeza del rey.<br />

La testa de Leir se inclinó hacia atrás y de pronto gritó: “Aquí está el Árbol que crece en<br />

el dulce rincón de este mundo. Inmortales serán los que asciendan a este Árbol.”<br />

El animal se apartó crispado del permanente vibrar de la rama, enrollando el cabestro más<br />

y más alrededor del poste hasta que estuvo fuertemente sujeto. Los hombres colocaron potes<br />

hechos de la arenosa arcilla local en círculo en torno a él, impidiendo el retorno del animal.<br />

Arrojaron hierbas sobre las ascuas que los llenaban y un olor dulce empezó a elevarse en velos<br />

danzantes.<br />

“¡La cabeza de este caballo es la aurora!”, clamó Talorgenos, y el batir de tambores se<br />

aceleró. “El sol es su ojo y su hálito es el viento.”<br />

El semental se estremecía ahora. El blanco empezaba a mostrarse alrededor de sus ojos,<br />

aunque mi padre le acariciaba la cabeza y le murmuraba algo al oído. Talorgenos se movió más<br />

rápido; la voz con la que cantaba no era la suya.<br />

“Su lomo es ancho como el cuenco del cielo,<br />

El sol se alza en su frente,<br />

Y se pone en la brecha entre sus ancas.”<br />

Talorgenos deslizó la rama por el lomo del caballo y el penacho de una cola se elevó<br />

desafiante. Suave, la rama rozó los flancos brillantes y la verga del bruto asomó de su vaina de<br />

piel. Piafó, visiblemente crispado, pero no trató aún de zafarse.<br />

“A través de su falo fluyen los ríos”, clamó el sacerdote. “Y desbebe lluvia.”<br />

Los atabales tronaron abruptos. El animal agitó la cabeza pero el tronco del árbol había<br />

sido bien plantado y aguantó. Las trompetas estallaron y un suspiro de anticipación brotó de la<br />

multitud.<br />

“Este caballo es la tierra y las estrellas del cielo.<br />

Este caballo es el potro que viaja entre los mundos;<br />

Este caballo la ofrenda es.”<br />

El sacerdote ahora estaba al lado del rey. Vislumbré el destello del hacha doble de bronce<br />

en sus manos y sentí mi propio corazón batir contra la jaula del pecho.<br />

“¡Ven, mi cisne, volemos al Otromundo!”, gritó el rey. El hacha remontó el espacio como<br />

una mariposa al viento. Un tremor incontrolable recorrió mi cuerpo. La hoja alada, entonces, cayó<br />

en picado.<br />

Amaranto fulguró en el arma cuando el pálido cuerpo se alzó, su crin como el ala<br />

levantada de un cisne. La cabeza golpeó el poste; un rojo de sangre viva manó de un corazón que<br />

aún no se sabía muerto y colmó el caldero de bronce, un roción escarlata que bendijo a sacerdotes<br />

47


y guerreros, y tintó al rey del mismo carmesí. El dulce hedor de la sangre se mezcló con el<br />

penetrante aroma de las hierbas en el aire cálido.<br />

“¡Voláis ahora, remontáis la atmósfera!”, clamó Talorgenos. Artocoxos tomó al rey<br />

cuando el hacha ensangrentada le resbaló de la mano. “Ahora te porta a los cielos, ahora te porta<br />

al país de los dioses. ¡Escucha el trueno de sus cascos mientras galopas por los campos de las<br />

nubes! Veo el trono del Grande, el Gran Rey inclinado sobre su cetro poderoso... se yergue,<br />

sonríe, acepta el sacrificio.”<br />

Un bramido atronador rodó por el prado al lanzar la multitud sus vítores. Cuervo estaba<br />

encogido en el suelo, tiritando. Los guerreros habían puesto ya al animal sobre su lomo y lo<br />

despellejaban. En pocos momentos le habrían arrancado la piel y la colgarían del poste. Otro<br />

rápido golpe le abrió el vientre y Talorgenos escudriñó las humeantes entrañas.<br />

Vi moverse los labios de mi padre, pero no puede oír la pregunta. El sacerdote del roble se<br />

inclinó y agitó la rama sobre el sacrificio.<br />

“Una buena cosecha y una buena estación puedo ver”, proclamó. “Hay grasa adherida a<br />

las entrañas y no aparecen manchas. Pero hay un nudo aquí: ¡habrá guerra!” Los campeones<br />

clamaron, pero yo vi miembros teñidos de su propia sangre y parpadeé, apartando la visión que se<br />

insinuaba.<br />

“Veo larga vida para el rey; para la tierra, prosperidad.”<br />

Talorgenos cortó un pedazo de carne roja del muslo del corcel y lo apretó contra los labios<br />

de Leir; tajó más y se los dio al resto de los hombres. Luego, los miembros desjarretados fueron<br />

echados al caldero.<br />

Alguien bañó al rey con un balde de agua y éste se sacudió con fuerza, temblando. Lo<br />

vistieron entonces con su falda y su manto, pero Leir se apoyaba aún en el hombro de Artocoxos<br />

cuando empezaron la circunvalación de la fortaleza. Talorgenos sumergió una rama de serbal en<br />

el caldero e hisopó con la sangre del caballo la tierra apisonada y los bastiones de madera.<br />

Vislumbré una especie de centelleo allí donde salpicaba, como el vapor de la sauna cuando se<br />

arroja agua sobre las piedras. Después, marcharon alrededor del fuerte.<br />

Al hacerse más débiles los tambores y cánticos, recuperé el aliento y pisé fuerte para<br />

conectar con la tierra otra vez. Nunca me había mareado durante los sacrificios anteriormente.<br />

Pero había visto algo parecido a éste... La memoria me ofreció la imagen de unas altas piedras<br />

negras contra el amanecer de un invierno y un rostro pintado con ojos de miedo. Lentamente, me<br />

volví. Cuervo estaba otra vez de pie, observando la procesión alejarse con la mirada como una<br />

confusión de miedo y anhelo.<br />

Cuando completaron el perímetro, el rey volvía a caminar con firmeza, pero me pareció a<br />

mí que alrededor del bastión una niebla se alzaba brillante. Nueve veces repitieron en total el<br />

recorrido. Con la última sangre del corcel sacrificado, Leir santificó los pilares de las puertas y,<br />

entre los postes labrados, yo vi un tembloroso velo.<br />

“¡Firmes permaneceréis!” El rey trazó una línea entre los pilares. “Ningún enemigo pasará<br />

entre vosotros. ¡Este monte será por siempre santo!”<br />

Era como ese momento entre el relámpago y la tormenta en que se contiene el hálito.<br />

Como un eco de los cielos, llegó el sonido de la rueda de un carro sobre las piedras. Nubes hubo<br />

de pronto en el horizonte, pero el trueno había retumbado en algún lugar más próximo. El dios<br />

reía y yo oía su carcajada entre los vítores del gentío.<br />

Uno de los sacerdotes hundió la rama de serbal en el cuenco de sangre y empezó a<br />

santificar al pueblo. La presión de la masa me empujó hasta dejarme cara a cara con mi padre y vi<br />

sus ojos aún dilatados y extraviados, y una salpicadura roja en su frente. La sangre entonces tocó<br />

mis labios y el tambor pulsó a través de mis miembros. Y yo danzaba con todos ellos, sabiendo<br />

48


en mi carne que el poder en la tierra y el aire y la sangre que fuera derramada en ofrenda era sólo<br />

uno.<br />

“Ahora el lugar está santificado”, dijo el rey. “El trueque queda sellado por la sangre del<br />

semental, su poder por la bendición de los dioses.”<br />

Habían puesto bancos frente al santuario en el recinto interior de las murallas; un asiento<br />

grande para mi padre y, a cada lado, otros más bajos para Gunarduilla y para mí. Leir dio un<br />

sorbo profundo de su cuerno de hidromiel y yo me aparté un poco, porque sentarse junto a él era<br />

como estar cerca del fuego.<br />

Ligrodunon había sido un monte sagrado mucho antes de que mi padre planease su<br />

fortaleza. Los nuevos muros protegían el salón de festejos, unas pocas casas y el templo<br />

rectangular, sobre cuyas imágenes se vertiera la última sangre del caballo. En el exterior, la gente<br />

estaba inmersa en su festín. Dentro del círculo se sentaban los jefes y sus mujeres, y los sirvientes<br />

traían ya barriles de cerveza e hidromiel.<br />

Mareada aún por la ráfaga de energía que sintiera durante el sacrificio, me hice con un<br />

generoso pedazo de pan y comencé a mordisquearlo. Gunarduilla estaba pálida y recelosa y, por<br />

primera vez, noté que había seis guerreros de los Ai-Siwanet, el pueblo de su madre, sentados tras<br />

ella en la hierba.<br />

“Las carreteras que estamos construyendo ganan distancia”, prosiguió el rey. “La paz que<br />

hemos establecido con nuestros primos del sudeste se mantiene y, a fin de unir nuestras tribus por<br />

vínculos aun más estrechos, Magloscutios de los Arrecifes Blancos nos ha enviado a su joven hijo<br />

Maglaros para que gobierne con mi hija en Alba.”<br />

“¿Y cómo te sentirás cuando te dé a un anciano para sellar sus alianzas?”, me había<br />

preguntado Gunarduilla en las nupcias de Rigana. Pero era ella quien sería entregada en<br />

matrimonio ahora. El precio de la novia era el apoyo de los Quiritani del sur, pero de esto ella no<br />

sacaría ningún provecho. Sería este Maglaros el que ganaría un país que gobernar.<br />

Me pregunté qué negocio hacía ella con tal marido. Maglaros era un hombre joven, y alto,<br />

con un frondoso cabello rojizo. Dos adustos perros negros pereceaban tras él y, de cuando en<br />

cuando, Maglaros les acariciaba sus sedosas orejas. Pero había algo mezquino en el trazado de su<br />

boca. O quizás era sólo su aprensión al enfrentarse a una novia más predispuesta para la batalla<br />

que para el tálamo.<br />

“¿Con qué derecho habrá de gobernar en Alba, oh padre mío?” La voz de Gunarduilla era<br />

gélida. Por primera vez desde que nos habíamos sentado, Leir se volvió a mirarla.<br />

“Con el que le confiere el pacto nupcial, hija”, replicó éste.<br />

“Yo no he hecho ningún pacto ni he dado mi consentimiento para la boda...” Diáfanos en<br />

la quietud llegaron los sonidos del jolgorio distante. Gunarduilla recorrió el círculo con los ojos y,<br />

cuando halló los míos, percibí su llamada.<br />

Cuando la horda de críos me asaltó en la isla, tú miraste y sonreíste, pensé entonces.<br />

“Tú eres mi hija...”, empezó Leir, pero su voz era un eco.<br />

“¡Tu hija, no tu esclava! ¿He de ser trocada como una novilla en la feria? ¡Ningún hombre<br />

ha de gozar la amistad de mis muslos contra mi voluntad y nadie reclamará Alba, si no es a través<br />

de mí!”<br />

Los penachos de plumas de halcón en el pelo de los guerreros Ai-Siwanet temblaron. Los<br />

hombres Quiritani se inclinaron al frente, encendidos los ojos por la expectación de una<br />

contienda, pero los rostros de las mujeres eran como máscaras.<br />

“¡A través de ti y de mí!” La voz de Leir se había vuelto áspera de pronto. “¡Yo te di la<br />

vida, niña, y puedo destruirla!”<br />

49


“¡Mátame pues!” Gunarduilla se levantó, desgarrándose el cuello de la túnica. “¡Que mi<br />

sangre nutra la tierra!” A la luz del sol, su pecho era como el pecho de un cisne. Maglaros la<br />

contempló y algo se encendió en su mirada, pero Leir estaba poniéndose en pie. Sentí el aire<br />

pulsar a su alrededor y mi estómago quedó frío.<br />

“¡Padre...no!”, empecé. Había pensado que odiaba a mi hermana por abandonarme, pero<br />

no podía soportar verla golpeada por el furor del rey.<br />

Él no me percibió siquiera. Cara a cara bajo la luz centelleante, Gunarduilla no se había<br />

parecido nunca tanto a él.<br />

“¿Matarte? Eso sería un desperdicio”, ladró Leir. “Si no has de soportar el peso de un<br />

hombre sobre tu vientre, te amarraré a un poste como una yegua caprichosa y te condenaré a subir<br />

mis invitados a lomos al monte.” Aun enfocada en otra dirección, su ira era como un latigazo.<br />

“¡Rey de los Quiritani, arrojas vergüenza sobre ti mismo y sobre mí!” La faz de<br />

Gunarduilla se puso primero blanca y roja después. “¿Tan mansamente rendirías tu soberanía?<br />

Hiciste tuyas estas tierras por conquista: deja que este hombre haga lo mismo. ¡El que haya de<br />

gobernar debe derrotarme antes de que yo dé vaina a su espada!”<br />

“¡Un combate, que combatan!”, gritó Nextonos, y los demás rugieron con él. Leir no<br />

había esperado esto pero, aun furioso como estaba, la comprendía. Maglaros se puso en pie y su<br />

pálida mirada voló entre el rey y Gunarduilla.<br />

“Mi Señor, probaré mi fuerza contra la doncella. El desafío es honroso y digno el trofeo.”<br />

Ella lo observó con cálculo receloso; acaso lo veía por primera vez como algo más que<br />

una de las figuras de paja que las gentes del campo plantaban para asustar a los cuervos de los<br />

sembrados.<br />

Leir estaba aún peligrosamente arrebolado, pero el aura ominosa que lo envolvía había<br />

disminuido. El rey no había sobrevivido tanto tiempo sin conocer hasta qué punto podía poner a<br />

prueba el temperamento de sus hombres. Habían comido y bebido, y estaban dispuestos a<br />

entretenerse ahora.<br />

“Luchad, pues”, le dijo a Gunarduilla. “Si Maglaros gana, será tu dueño. Pero virgen<br />

vivirás y morirás, si la victoria es tuya.”<br />

Me mordí el labio al ver pensamientos ocultos moviéndose tras sus ojos como una trucha<br />

en la charca de un bosque. Lo que mi hermana había exigido no era la virginidad, sino el derecho<br />

a escoger.<br />

Uno de los guerreros de Alba portó las armas de Gunarduilla. Ai-Siwanet y Quiritani<br />

tomaron posiciones alrededor del círculo. Dos hombres de las tribus del sur ayudaron a Maglaros<br />

a desvestirse y Gunarduilla empezó a hacer lo mismo, tan poco cohibida como allá en la Isla, con<br />

Osa Madre esperando lacerar tanto al vencedor como al vencido mediante un análisis más brutal<br />

que cualquier filo. De pronto, quise con toda el alma estar de vuelta allí, gozando de la magra<br />

comida y los lechos duros y el viento húmedo del mar.<br />

Gunarduilla tenía crecidos los pechos y más redondos los muslos y caderas, pero era larga<br />

aún y esbelta de cuerpo, y se movía con la gracia casual que constituía el sello de la instrucción<br />

de Osa Madre, sosteniendo espada y escudo como si le hubieran brotado de forma espontánea en<br />

las manos. Contra su piel blanca, el azul de los tatuajes clánicos de la Isla se hizo claramente<br />

visible: lobo y águila, ciervo y salmón se rizaban en curvas abstractas sobre sus hombros y<br />

espalda y muslos.<br />

Los movimientos de Maglaros eran más precavidos y su cuerpo portaba el tatuaje carmesí<br />

de sus cicatrices de batalla. Pero sus marcas lívidas estaban todas en brazos y piernas. Éste no<br />

sería su primer combate y no había sobrevivido a los anteriores exponiéndose temerariamente.<br />

“Ven, pues, Banalisioi cobarde...”, dijo Gunarduilla penetrando en el círculo. “¿O menos<br />

50


ansioso estás de mi abrazo ahora que me has visto las garras?”<br />

“He matado un buen puñado de enemigos en el combate de los campeones y docenas en<br />

batalla. No temo las armas de una doncella, aunque haya dagas en su mirar y púas en su lengua.”<br />

“¡Y hierro en su mano!”, exclamó Gunarduilla saltando hacia él.<br />

El escudo de Maglaros recibió el primer golpe. Su espada emergió, pero ella ya no estaba<br />

allí. La hoja de Gunarduilla acuchilló; él la esquivó. El hierro cantó y rechinó cuando él desvió el<br />

ataque y presionó a través de la guardia de la combatiente. Gunarduilla giró y lanzó su escudo<br />

contra el de su rival cargando en él todo su peso. Lo vi vacilar, pero fue ella la que saltó hacia<br />

atrás otra vez, proyectándose ágilmente cuando comprendió que carecía de la masa necesaria para<br />

moverlo.<br />

Los hombres respiraron otra vez. Los oponentes se habían calibrado ahora uno a otro y se<br />

preparaban para la verdad. Gunarduilla empezó a fintar, saltando de un pie a otro, con la espada<br />

como un parpadeo de luz cada vez que cazaba el sol. Un músculo temblaba en el hombro de<br />

Maglaros sobre la hoja. Gunarduilla emitió un gruñido bajo y fustigó otra vez y, cuando se apartó<br />

girando sobre sí misma, una línea roja se formaba en el brazo de su contrincante. Era la primera<br />

sangre, pero a nadie pareció importarle. Comprendí de pronto que mi hermana estaba decidida a<br />

lisiar a Maglaros, mientras que éste debía mantenerla viva para vencer.<br />

Tendrá que matarlo, pensé cuando miré la línea inconmovible de la espalda del guerrero.<br />

Nunca se rendirá.<br />

De nuevo Gunarduilla atacó, pero esta vez su recuperación fue más lenta. Había sido bien<br />

entrenada, pero entrenada no lo estaba. Una tercera vez cayó sobre él, contando con su<br />

inmovilidad, y el escudo y la espada del hombre la rechazaron. El sudor patinó suavemente la<br />

carne de Gunarduilla; tenía rojo el rostro y los ojos en llamas.<br />

Chilló como una bestia salvaje y algunos de los guerreros retrocedieron, murmurando.<br />

Pero no era el grito del Cuervo de Batalla que emascula a los guerreros, y los ojos de Maglaros<br />

sólo se hicieron más atentos. Aguardó hasta que ella se arrojó una vez más sobre él, pero esta vez<br />

se apartó en cuanto la vio moverse. Ella trató de evadirse, pero sus miembros cansados no la<br />

obedecieron; aún estaba girando, cuando el brazo del guerrero se elevó para caer sobre la cabeza<br />

desprotegida de la mujer.<br />

Oí el sonido, como un hacha rebotando en el tronco de un árbol, mientras mi mente<br />

trataba de entender todavía lo que había visto. La espada y el escudo de Gunarduilla se deslizaban<br />

ya de sus manos desfallecidas y ella se desplomaba; comprendí que Maglaros la había golpeado<br />

con el plano de la espada.<br />

Todos a mi alrededor soltaron el hálito contenido. Maglaros contemplaba a la mujer que<br />

lo desafiara, yaciendo ahora sobre su espalda con miembros desparramados; entonces, dejó<br />

espada y escudo en la hierba. Gunarduilla gimió un poco y empezó a moverse, y entonces me<br />

percaté de que Maglaros tenía aún un arma, después de todo. Cuando Gunarduilla abrió los ojos<br />

se arrojó sobre ella, haciéndose camino a la fuerza entre sus muslos.<br />

Su unión fue como el copular feroz de los gatos salvajes que recorren las montañas.<br />

Aunque las uñas de la mujer se hincaban en la espalda de Maglaros, sus piernas musculosas<br />

ceñían el cuerpo del guerrero en la lucha de la carne contra la carne por una imposible victoria.<br />

Cuando él gruñó, ¿era de esfuerzo o de pasión? ¿Y era furia o triunfo lo que oí en la réplica de<br />

Gunarduilla? Incluso yo podía sentir la energía que pulsaba entre los dos. Si era odio o atracción<br />

no lo entendía y, en los años que siguieron, hubo veces en que me pregunté si ellos mismos lo<br />

llegaron a saber.<br />

Por fin, Maglaros se apartó de ella rodando, flácida ahora su virilidad. Ella yacía jadeante,<br />

con la mirada fija en el cielo.<br />

51


Él se puso en pie. “Ven, Señora de Alba”, dijo fríamente. “He yacido contigo y es hora de<br />

cerrar el trueque con el banquete nupcial.” Le tendió la mano. Gunarduilla no dijo nada mientras<br />

la ayudaban a vestirse, nada mientras aquél la condujo al lugar donde los hombres de las tribus<br />

del sur se sentaban y la pareja ocupaba su puesto entre ellos. Una ráfaga repentina de viento frío<br />

agitó la hierba seca.<br />

“Bebamos a la salud de la esposa de Maglaros hijo de Magloscutios”, dijo mi padre.<br />

No me casaré, nunca... me dije a mí misma entonces.<br />

Mientras todos los demás alzaban sus cuernos en aclamación, yo caminé hasta la parte<br />

trasera del santuario. El viento soplaba más fuerte ahora. De pronto no podía soportar el peso de<br />

mis vestimentas festivas. Boqueando, me quité la túnica de lana estampada y abrí los brazos al<br />

primer roción purificador de la lluvia.<br />

52


CAPÍTULO 5<br />

Ninguno de sus hombres fue tomado hasta que su pelo se hubo entretejido<br />

formando trenzas sobre su cabeza y él empezó a correr a través de los bosques<br />

de Irlanda; mientras ellos, buscando herirlo, seguían sus pasos...<br />

-Silva Gadelica, I:92<br />

Con una bocanada de aire, salté hacia adelante, exultando con la rápida congestión y<br />

distensión de los fuertes músculos de mis tibias y muslos. Esta carrera era mi prueba final en la<br />

Isla de Niebla, la meta que persiguiera cada día de los dos años pasados desde que lograra el<br />

permiso de mi padre para retornar allí. Tenía quince inviernos entonces y, si sobrevivía a esto,<br />

conseguiría la admisión en el lar del Oso.<br />

Oí el susurro de las hojas y supe que mis perseguidores se acercaban a través del robledal.<br />

Yo había llegado por él también, pero no creía que ninguna rama me hubiese rozado. El trenzado<br />

intrincado de mi cabello estaba todavía intacto, las plumas adornaban aún las varas de avellano<br />

que portaba.<br />

Me lancé monte abajo, atenta sólo de un modo periférico a la infinita variedad de los<br />

verdes de la hierba y el follaje a través de los que corría. Las hojas caídas alfombraban la ladera;<br />

parecían dar un sustento mullido a los pasos, pero podía haber ramas ocultas en él y yo no osaba<br />

quebrar ninguna. La Osa y sus hijas eran capaces de seguir el rastro de una polilla en la brisa de la<br />

noche. Si dejaba indicios de mi paso, fracasaría de una forma tan segura como si dejaba a mis<br />

perseguidores alcanzarme.<br />

El ritmo mismo no constituía ningún problema: cualquiera de los alevines que la Osa<br />

entrenaba podía adelantar a un gamo o correr de ida y vuelta toda la amplitud de la Isla sin<br />

cansarse. Pero yo tenía que pasar sobre el territorio como un espíritu, sin perturbarlo.<br />

Mis oídos me decían que el resto emergía ahora a la ladera detrás de mí; mis ojos<br />

escudriñaron el terreno por delante. Marcha con rapidez, no con prisas... ecoaron las palabras de<br />

la Osa en mi memoria. Corre como corre el gamo, con hermosura.<br />

Había interpuesto la primera y esencial distancia entre los jóvenes del lar del Lobo, que<br />

me perseguían, y yo. Estaba bien precalentada, pero no sudaba aún; los músculos endurecidos por<br />

cuatro años de trabajo obedecían mi voluntad. Había enfrentado muchos desafíos durante mi<br />

tiempo en la Isla, cada vez más difíciles a medida que pasaba del lar del Halcón al del Salmón, en<br />

el que aprendí poesía, volaba con las Águilas y corría con los Lobos y arribaba por fin al lar del<br />

Corzo Rojo. Más allá de éste, quedaba sólo el lar de la Osa Madre.<br />

Hacía casi dos años ya que no veía a Leir. Si ganaba esta carrera, podría convertirme en<br />

uno de los instructores y no tendría que volver a casa nunca más.<br />

Había pinos delante de mí, retorcidos por el viento. Salté sobre sus sombras suaves, pasé<br />

el primero de ellos y aminoré la marcha. Comprendía ahora por qué habían hecho que esta senda<br />

pareciese tan atractiva. Un árbol enorme había caído en una profusión de ramas y bloqueaba el<br />

paso. Si daba la vuelta correría directa hacia mis perseguidores, pero las ramas me llegaban a la<br />

altura de la frente. Para superar el obstáculo necesitaba alas.<br />

Este escollo debía de ser el primer reto de la prueba. Yo sabía que tenían que aparecer,<br />

pero no cuándo.<br />

“¿Y es que no tienes alas, hija del cisne?”<br />

53


Me quedé inmóvil, mirando alrededor. ¿Estaba Osasombra oculta en algún lugar o le<br />

hablaba a mi alma? ¡No te lo preguntes! Forcé la tensión de mi espalda a relajarse.<br />

Osasombra me había dado la respuesta. Pero yo no podía volar...<br />

Tendría que saltar sobre la maraña, sin idea de dónde iría a caer. Las plumas de mis varas<br />

de avellano temblaron cuando me abrí camino con ellas a través de los árboles y percibí que,<br />

quizás, sí tenía algo que podía ayudarme, al fin y al cabo.<br />

Clavé la vista en la maraña, me forcé a retroceder unos pocos pasos, agarré fuerte mis<br />

varas y empecé a correr.<br />

Los pinos destellaron junto a mí; luego emergió el obstáculo. Salté, los brazos alargados<br />

por las varas que llevaba hacia adelante, hincándolas en el tronco rugoso y sintiéndolas combarse<br />

mientras yo me elevaba sostenida por ellas, hasta el momento en que mi propio impulso hizo<br />

ascender mis piernas y cuerpo por encima de las ramas superiores. Luego caí, bajando las varas<br />

como alas para hacer mi descenso más suave, flexionando rodillas y tobillos en cuanto toqué<br />

tierra otra vez.<br />

Sacudí la cabeza, tratando de aclararme la vista. Había tenido suerte, porque este lado<br />

tenía una alcatifa de pinaza. Una vez más oí el aullido tras de mí, pero pensé que una suave risa<br />

resonaba en el bosque cuando empecé de nuevo a correr.<br />

Aceleré el movimiento. Aunque aún contaba con sólo dos pies para la carrera, sentí como<br />

si pudiera volar.<br />

El año anterior había alcanzado la altura de una mujer. Era más alta que Corcel ahora,<br />

aunque él pesaba más que yo, porque mi cuerpo era todo músculo fibrado, con pechos apenas<br />

eclosionados y nalgas tan prietas como las de un muchacho. El ascético pábulo que tomábamos<br />

en la Isla daba fuerza a las piernas para correr, y poder a los brazos y a los largos músculos de la<br />

espalda y abdomen para arrojar la lanza y mantener el escudo alzado. Se decía que las muchachas<br />

no tendríamos la menstruación hasta que algo de grasa y de carne nos recubriese los huesos, y yo<br />

estaba satisfecha.<br />

El camino conducía aún hacia abajo. Empecé a oír el murmullo del arroyo, donde el aliso<br />

y el sauce luchaban por el alimento sobre salientes de piedra medio desmoronada. Aminoré el<br />

paso. Otra prueba debía de estar llegando y, viendo cómo el follaje se extendía sobre el agua,<br />

deduje cuál podía ser.<br />

El terreno caía ante mí. Me deslicé por un talud y vi una barrera de verde. El espacio entre<br />

ésta y el suelo no superaba la altura de mi rodilla. Alguien clamó en la cresta sobre mí y yo me<br />

agité como si ya sintiese el mordisco de las lanzas afiladas que mis perseguidores portaban.<br />

“¿Te estremecen los colmillos del lobo? ¡Tienes que tomar la senda baja para escapar de<br />

este enemigo!”<br />

Ésta era la voz de Osaespíritu. Me balanceé hacia adelante, tratando de situarla, y el<br />

movimiento me recordó el sinuoso arte de la serpiente a través de la hierba. Me habían llamado<br />

Áspid. ¿Podría moverme ahora con el ágil avance de la sierpe?<br />

Me lancé adelante, con las varas de avellano levantadas de modo que mis brazos y codos<br />

soportaran mi peso cuando toqué el suelo. Estaba húmedo, podía sentir el agua cerca. Mientras<br />

me escurría entre las hojas verdes, ramas mullidas me frotaron el cuerpo. Me doblé con ellas,<br />

tratando de deslizarme bajo los tallos flexibles con un movimiento tan sinuoso como el de ellos.<br />

Por un instante entonces, resultó fácil. Esto debía de ser lo que querían decir cuando<br />

hablaban de nadar, porque me hallé a mí misma fluyendo a través del espacio acuoso bajo los<br />

alisos como una anguila al remontar la corriente.<br />

Luego, un último y airoso serpenteo de mi cuerpo me llevó a la luz otra vez. Yací un<br />

momento jadeando, sin querer perder el fresco sostén de la tierra. Pero la corriente centelleaba<br />

54


delante y, más allá, se extendía el monte abierto. Me desprendí de la forma de serpiente con una<br />

rápida contracción que me puso derecha, un rápido salto me llevó sobre el agua y empecé a correr<br />

otra vez.<br />

El viento trajo frescura a mi piel arrebolada cuando salté a través del brezo. El orgullo<br />

pulsaba en mí como fuerte hidromiel. Más allá de la próxima cuesta estaba la última ladera hasta<br />

la orilla y las rocas donde resistiría. Lo único que echaba de menos era a Corcel corriendo a mi<br />

lado.<br />

Justo bajo la cima había un bosquecillo de abedules. A un lado, rocas escarpadas<br />

ascendían en vertical y, al otro, el terreno caía abruptamente. Ir a través de los abedules retrasaría<br />

más a mis perseguidores que a mí. Reduje el paso, esforzándome por mantener el ritmo pero,<br />

cuanto más me acercaba a ellos, más impenetrables me parecían aquellos árboles pálidos.<br />

Una mirada atrás me mostró a los lobos dispersos por el monte y acercándose con rapidez.<br />

No había tiempo ya para bordear el bosque. La desesperación agudizó mi concentración.<br />

“Eres un espíritu. Y si ves en todo espíritu, volarás libre entre los mundos.”<br />

De entre medio de los abedules llegó la voz de la Osa.<br />

¿Cómo se movía un espíritu? Mis ojos se desenfocaron y, por un instante, vi la maraña de<br />

troncos y ramas argénteos como un entramado pulsante de resplandor. Yo tenía que ser una<br />

corriente de energía que ondulase a través de un trazado de energías como la propia.<br />

“Piensa que todas las cosas son luz...”<br />

¿Yo incluida? Sentí que avanzaba con lenta moción, pero mi inercia me portó hacia<br />

adelante. Destellos de plata fluyeron a mi alrededor; los abedules se doblaron en torno a mí<br />

cuando pasé.<br />

No comprendí que los había atravesado hasta que el mundo se hizo sólido otra vez. Ante<br />

mí estaba el confín del monte y el olor del mar y la vasta expansión azul del cielo. Percibí que mi<br />

carne tomaba forma humana otra vez como si, por un momento, hubiera sido una cosa distinta.<br />

No podía detenerme a cuestionar lo ocurrido; al otro lado de los abedules oía ya el murmurio de<br />

mis perseguidores preguntándose si los había rodeado o había cruzado la densidad de los árboles.<br />

El mar batía los guijarros allá abajo. Un solo salto me hizo superar la mitad de la distancia<br />

hacia él. Con pies raudos dancé sobre un caos de rocas y me dejé caer en el hueco entre las más<br />

grandes, hondo hasta mi vientre. El primero de la horda apareció en la cima del arrecife.<br />

Por fin tuve un instante de tranquilidad para pensar cómo habían podido seguirme tan<br />

velozmente. ¿Habían tenido que enfrentar los mismos obstáculos que yo o un sortilegio me había<br />

impedido ver el camino más simple?<br />

No importaba. Yo los había dejado atrás y mi escudo de buen cuero toruno estaba listo en<br />

mi mano. Ésta sería la primera vez que luchara de verdad sin Corcel a mi lado, pero me sentía<br />

invencible y, cuando mis enemigos se precipitaron ladera abajo, lancé mi grito de guerra.<br />

Callados, se dispersaron formando un semicírculo en torno a mí. Eran nueve, desnudos,<br />

con rostros ennegrecidos y colas de lobo atadas a sus enmarañadas cabelleras. El sol fulguró en<br />

las puntas afiladas de sus lanzas.<br />

Nueve lanzas. Y, aunque mi escudo estaba hecho de cuero de toro endurecido, si las<br />

puntas golpeaban derechas en él, lo atravesarían. Por ley, no se exigía precio de honor por<br />

aquellos que perecían durante su entrenamiento en la Isla, ya muriesen por accidente o en el curso<br />

de las pruebas. Los hermanos y hermanas de mi propio lar no podían ayudarme. Una gaviota pasó<br />

baja sobre mi cabeza y me obligué a permanecer impávida con un esfuerzo de voluntad. Entonces<br />

vi en la cima del arrecife sobre nosotros los contornos de la Osa y sus hijas en sus mantos de<br />

pieles oscuras.<br />

55


Me recordé a mí misma que yo había pedido esta prueba y afirmé en la arena los pies más<br />

decidida.<br />

Un largo aullido de lobo desgarró el silencio. Las aves marinas se elevaron chillando. El<br />

aire se colmó de alas frenéticas y formas serpentinas que lo oscurecieron. Antes de que pudiera<br />

pensar cómo enfrentarlas, recibía ya el impacto de las primeras tres en mi escudo ladeado y<br />

fustigaba con una de mis varas de avellano para derribar a otras cuatro. Un trazo borroso en el<br />

aire fue la única advertencia de que dos de las lanzas habían sido disparadas un instante después,<br />

pero mis brazos golpearon hacia arriba y hacia afuera, y cada uno de los proyectiles fulguró hacia<br />

un lado.<br />

La piel me ardía. Salté de mi refugio, rugiendo. Osasombra me diría después que mis<br />

trenzas estaban intactas cuando alcancé las rocas, de modo que fue ése, pensé, el momento en que<br />

las correas que ataban sus extremos se soltaron.<br />

Tardé en darme cuenta de que nadie me atacaba ya. Había gente por todas partes alrededor<br />

y el clamor que oía era el sonido de sus vítores.<br />

Chispas volaron en ráfagas de doradas estrellas cuando Alcatraz arrojó otro tronco seco de<br />

pino al fuego. Arranqué un pedazo de la pierna de venado que Corcel acababa de darme y me<br />

limpié la boca con el dorso de la mano. Pude escuchar los murmullos de satisfacción en torno<br />

cuando el resto de los miembros del lar del Corzo Rojo hizo lo mismo. Arriba y abajo los fuegos<br />

de la playa brillaban intensamente y el olor de la carne asada se mezclaba con el perfume del mar.<br />

“Muy seguro estabas de mí para hacer traer tanta comida desde Artodunon”, dije entre<br />

bocado y bocado. “¿Qué, si no hubiera superado la prueba?”<br />

“Habría servido para el festín fúnebre, ¿no te parece?” La respuesta de Corcel era<br />

eminentemente práctica, y Piedeviento y Sauce, que eran las que estaban sentadas más cerca de<br />

nosotros, rieron; pero había un tono en su voz que me preocupó.<br />

“¡Ey...!”, le pinché, “¿dudaste de que ganaría?”<br />

Me percaté de que nunca había oído de nadie que fallara en esta prueba y viviera para<br />

contarla. Me alegré de que este pensamiento no se me hubiera ocurrido antes. El tatuaje del Oso<br />

recién impreso en mi vientre escocía, pero no me importó. Había carne en abundancia y barriles<br />

llenos de cerveza de brezo, y los rostros delgados de aquellos que se me habían vuelto más<br />

próximos que mis propias hermanas brillaban en el círculo de luz que efundía este fuego.<br />

Corcel me dedicó una mirada extraña, luego sonrió. “¿Contigo saltando de aquel hoyo<br />

como la Señora de los Cuervos en pleno acceso de ira? Un momento más y habríamos tenido que<br />

vaciarte uno de esos barriles sobre la cabeza para enfriarte los humos.”<br />

Pardillo y Alcatraz devanaron una risilla ahogada e incluso Perrodagua empezó a sonreír.<br />

“¿Y desperdiciar toda esta cerveza?” Vacié mi cuerno y Sauce lo tomó de mis manos para<br />

llenarlo otra vez.<br />

Alguien en un fuego próximo a nosotros había traído un tambor y lo acercó a la llama para<br />

tensar la piel. En pocos momentos, un batido resonante pulsaba a través de la arena. Sauce<br />

retornó con mi cerveza y yo me la bebí de un golpe. Ésta no era la poción suave que usualmente<br />

nos daban, sino un brebaje más fuerte, endulzado con miel, porque yo era un guerrero ahora.<br />

Sentí el tambor batir en mi vientre y me puse de un salto en pie.<br />

Corcel levantó la vista hacia mí. “¿Estás bien?”<br />

Bien... ¡qué pálida palabra para esta dicha! Las estrellas danzaban sobre mí como los<br />

muchachos de los clanes en la orilla. La emoción espumaba en mí como en mi cabeza la bebida.<br />

De pronto todo lo que sentía estalló liberándose en un largo aullido.<br />

56


“¡Oi... oi... oi... el Áspid yo soy!<br />

¡Todos vosotros, miradme y temblad!<br />

¡Entre osos, un oso, enfrentadme si osáis!”<br />

Dos de las niñas más pequeñas chillaron y cayeron a los lados cuando avancé hacia ellas.<br />

“Un corzo en mis saltos, un cisne en lo alto,<br />

¡Oi... oi... oi... un guerrero yo soy!”<br />

Mis brazos se alzaron. Estaba demasiado ebria para danzar, pero el poder del ciervo bullía<br />

en mí y los músculos del pecho y de los hombros sentían el hondo tirón de grandes alas blancas.<br />

“Con la vista aguda del águila, un lobo fiero en batalla,<br />

Salmón sabio y esbelto, un halcón en los cielos,<br />

Por la astucia un gato montés, rápido como ratón mi correr<br />

Cazador y presa a la vez, de noche y al revés<br />

Serpiente oculta en la hierba, veloz mi cuerpo atraviesa...<br />

Cazando entre los árboles espectros, la vista del espíritu ve...”<br />

Una efusión que no debía nada a la cerveza pulsó al ascender mi espina dorsal. ¿Quién era<br />

yo? ¿Qué era yo? Sentí mi propia forma desprenderse y supe que un momento más y entendería.<br />

“¡Oi... oi... oi... un Áspid yo soy!<br />

¡Todos vosotros, miradme y temblad!”<br />

Luego la arena vino a mi encuentro. Cuando pude ver otra vez, yacía junto al fuego y Osa<br />

Madre se inclinaba sobre mí.<br />

“Áspid, ¿dónde aprendiste la canción?”<br />

Las palabras eran mías, pero ¿el ritmo y el tono? Fruncí el ceño, tratando de recordar, y vi<br />

en mi memoria la luz de un fuego motear los troncos de las hayas en un bosque lejano y una<br />

forma esbelta en cuyas mejillas cintilaban lágrimas mientras cantaba.<br />

“Un hombre llamado Cuervo...”, balbucí. “De los altos páramos... el hombre de mi<br />

padre...”<br />

“¿Fue uno de la Raza Antigua el que te la enseñó?” Dientes que eran fuertes aún y blancos<br />

a pesar de los años destellaron cuando Osa Madre sonrió. “¡Sea! Pero no vuelvas a cantar esa<br />

canción otra vez, niña, hasta que aprendas lo que significa.”<br />

Asentí. Mi cabeza palpitaba y mi estómago se revolvía. Al alejarse, Osasombra volvió la<br />

vista hacia mí y me guiñó un ojo. Pero yo marchaba ya a dar a las olas el contenido de mi vientre.<br />

Una niebla marina ocultaba el horizonte y, a mis pies, las aguas negras siseaban hambrientas. Tan<br />

pronto como pude, me apresuré a retornar al fuego.<br />

“Y hasta que aprendas a beber como un guerrero, mejor no tragues tanta cerveza”, dijo<br />

Corcel cuando volví.<br />

Le di un puntapié. “Ten cuidado, mi chico, de que no la vomite toda encima de ti. ¿Es que<br />

me tienes envidia?” Me pareció que se ruborizaba, aunque era difícil decirlo a la luz del fuego<br />

muriente.<br />

“¡Envidia! Te puedes creer...”<br />

Se puso en pie abruptamente y se fue de allí.<br />

57


“¿También éste ha bebido demasiado?”, preguntó Pardillo, pasando un cesto de tortas de<br />

pan.<br />

Sacudí la cabeza, pero no tenía más idea de lo que le pasaba a Corcel que ella.<br />

La gente empezó a dormirse poco después, acurrucándose allí donde estaban, sobre la<br />

arena. Yo quería hallar a Corcel, pero toda la tensión del día cayó sobre mí de pronto y no pude<br />

más que aceptar la mitad del manto que Alcatraz quiso compartir conmigo junto al fuego.<br />

Alas níveas batieron poderosas hacia abajo, cazando el viento; mi cuello se extendió y el<br />

ritmo firme de mis anchos miembros me hizo ascender veloz. El mundo que había trascendido<br />

giró, alejándose. Nubes efervescieron ante mí, yo me precipité a las nieblas y, de pronto, me<br />

deslizaba a través de blancas intumescencias que cubrían los cielos como las olas del mar.<br />

Exultante, afronté mayores alturas, ansiando la luz...<br />

“¿Qué te sorprende tanto, hija del cisne? ¿No sabías que tienes alas?”<br />

El corazón me dio un vuelco, torné la cabeza y vislumbré un contorno oscuro detrás de<br />

mí, un cuervo cuyo desgarbado aleteo lo mantenía a mi misma altura, por más poderoso que mi<br />

ascenso fuese.<br />

“¿Por qué no me lo dijiste nunca?”, pregunté. “¿Quién tendría los pies en tierra cuando<br />

puede buscar los cielos?”<br />

“Tal la razón. Si conservas esta forma mucho tiempo, quizás pierdas la propia. Y las alas<br />

no son el único milagro”, llegó la respuesta con un abrupto carrk divertido. “Tú eres tan serpiente<br />

como cisne y, si quieres, ciervo aun y otras cosas. Todas las formas están en ti.”<br />

“Muéstrame...”, brotó mi grito.<br />

“Es la figura de la serpiente de batalla la que tomarás a continuación”, replicó aquél. “¡Al<br />

lar retorna, Áspid! ¡Se necesitan colmillos ahora!”<br />

El viento rugió en mis oídos. Me precipité hacia abajo, hacia dentro, reabsorbida por una<br />

forma que me resultaba extraña, debatiéndome, debatiéndome...<br />

...Áspera lana me rascó los brazos al librarme de ella. Alguien gritaba detrás de mí. De un<br />

salto, me puse en pie vuelta hacia el sonido. La playa era un remolino confuso de sombras<br />

transformándose en opacas siluetas contra el gris del cielo antes del alba. Pavesas saltaron cuando<br />

alguien tropezó con los restos de un fuego.<br />

Un largo aullido de lobo se elevó sobre el griterío. A tientas, pasé mi mano por la<br />

abrazadera del escudo y busqué mi vara de avellano. Me latía la cabeza con pulso creciente.<br />

Una forma oscura se cernió de pronto sobre mí y vislumbré el ocre destello de una hoja.<br />

El miedo me recorrió, pero mi cuerpo estaba reaccionando ya. El bronce estalló sobre mi escudo<br />

y la vara golpeó con elegancia. Hubo un alarido cuando la espada de mi oponente voló y mi palo<br />

giró en redondo para acertar con precisión contra el hueso.<br />

Mi atacante se tambaleó mientras yo salté a por la espada caída y, antes de que pudiera<br />

recobrarse, pasé la vara a la mano del escudo, aferré la empuñadura del arma y lo acuchillé. Con<br />

un gorgoteo ahogado, aquél cayó.<br />

Mi respiración se hizo un áspero jadeo al contemplar la vida desvanecerse en sus ojos.<br />

Como un ciervo moribundo... A la luz creciente, pude leer el tatuaje que cubría su piel: un<br />

miembro del Pueblo del Cerdo, de las islas septentrionales.<br />

El viento sopló niebla entre los demás y yo mientras buscaba a Corcel. Borrosas figuras<br />

peleaban alrededor como los guerreros de un sueño. Me lancé hacia allí y parpadeé cuando algo<br />

demasiado grande para ser humano emergió de la barahúnda, golpeando a derecha e izquierda<br />

como un oso de las nieves al defender a sus cachorros.<br />

58


Otra figura saltó hacia adelante. Vi negro cabello convulso y el fulgor de una hoja azul.<br />

Era Osaespíritu, desnuda como los hombres que la atacaban y riendo. Sacudí la cabeza para<br />

aclararme los ánimos y, repentinamente, la figura detrás de ella se convirtió en Osa Madre,<br />

centelleante un cuchillo largo en cada una de sus manos. Pero los sonidos que emitía no eran el<br />

grito de guerra de una mujer y, aunque yo la reconociera, ella cambiaba una vez y otra: formas de<br />

osa y de mujer entrando y saliendo de mi campo de visión con vertiginosa y titilante rapidez.<br />

Donde sus garras descendían, los enemigos caían.<br />

Había ya formas derribadas yaciendo inmóviles a su alrededor. Pero del mar llegaban más<br />

figuras envueltas en espirales azules y los niños se dispersaban por la arena ante ellas. Contra el<br />

bramido de nuestros atacantes, sus gritos sonaban débiles como flautido de gaviotas.<br />

Dos chicas del lar del Halcón estaban ayudando a otra a llegar cojeando al acantilado,<br />

pausando a intervalos para coger piedras de la playa y arrojárselas a sus perseguidores.<br />

Rápidamente me interpuse entre ellas y los enemigos que se les venían encima, preguntándome si<br />

incluso la agilidad de un áspid me sería de ayuda contra tres hombres corpudos armados de<br />

espadas. Cuando me plegué en una postura defensiva, una lanza voló para atravesar la garganta<br />

de uno de aquéllos. Los otros dos cargaron contra mí, maldiciendo. Repicó el bronce cuando<br />

aparté de un golpe la hoja del primero. Me tambaleé y caí, cuando la segunda espada partió el<br />

cuero de mi escudo.<br />

Rodé una y otra vez, tratando de librar el brazo, de erguirme con la vara de avellano<br />

cimbreando en la izquierda y la espada capturada acuchillando en la derecha. Mis rivales eran<br />

fuertes, pero yo era más rápida y una furia que nunca antes sintiera se desovillaba a través de mí.<br />

Cuando me atacaron otra vez silbé desafío, golpeé, me torné y fustigué otra vez. Mi<br />

nombre de batalla resonaba en mi mente como un grito de guerra.<br />

“¡Áspid!”<br />

¡Aquel grito no llegaba de mi garganta! Me volví, tajando, y vislumbré cabello ígneo. Una<br />

lanza pasó cerca y Corcel estuvo a mi lado. Espalda contra espalda, adoptamos la técnica con la<br />

que tantas veces habíamos combatido. Tótems pintados serpentearon hacia mí desde un escudo<br />

oblongo y un isleño cargó.<br />

“¡Atrás!”, grité al oído de Corcel. Finté, acuchillando, y una hoja cortó el aire donde había<br />

estado mi cabeza. Corcel gruñó, pero yo estaba arrancando la punta de mi arma del muslo del<br />

isleño y no me atreví a mirar. Mi enemigo cayó hacia atrás, chillando, y sus compañeros<br />

vacilaron. Me erguí y sentí a Corcel tambalearse a mi lado.<br />

“¿Al acantilado?”, murmuró. “Vamos de espaldas hacia allí... refugio...” ¿Refugio?, me<br />

pregunté en ese instante de respiro. Osa Madre y sus hijas eran aún el centro de un nudo<br />

convulsivo de guerreros. Si Corcel hubiera estado bien, yo habría tratado de unirme a ellas, pero<br />

la mayoría de muchachos que podía correr estaba retirándose y, a través de la niebla creciente,<br />

podía ver otro barco cargado de isleños precipitado hacia la orilla.<br />

Un poco más abajo de la playa, el acantilado estaba hendido por donde un pequeño arroyo<br />

viboreaba hasta el mar. “Por ahí...” Rocé su hombro con el mío y sentí algo húmedo y templado.<br />

“¿Puedes correr?”<br />

“No dejaré...”, empezó, pero los isleños venían otra vez y yo me adelanté de un brinco. Su<br />

sangre me ardía en la piel. Grité como lo hiciera cuando los Lobos me atacaron, espada y palo<br />

golpeando en un único movimiento difuminado, una y otra vez. Cuando mis enemigos se<br />

volvieron para huir, sólo la mano apretada de Corcel en mi brazo me impidió saltar tras ellos.<br />

“Correré ahora”, boqueó, “aunque sea para impedirte mayores locuras. Ayúdame,<br />

Cridilla...”<br />

El sonido de mi propio nombre rompió el sortilegio. Aves marinas chillaron cuando le<br />

59


pasé mi hombro bajo el brazo sano y lo arrastré hacia la corriente. La misma furia que me lanzara<br />

contra los atacantes me dio fuerzas para poner a salvo a Corcel. Sólo tras haber penetrado<br />

profundamente en la hendidura que el arroyo creara en la ladera, osé detenerme y dejar que<br />

Corcel se desplomase sobre mí, mientras yo trataba de cerrar con la mano el tajo grande que le<br />

hería el hombro.<br />

“¿Ha sido eso un grito?”<br />

Por un instante, cada nervio se tensó en mí para defender o huir. Pero más allá de la ronca<br />

respiración de Corcel, los únicos sonidos que me llegaban eran el tintineo y borboteo musical del<br />

agua en el arroyo y la llamada distante del halcón pescador. Me recosté otra vez sobre el codo<br />

entre los helechos, bajando la vista hacia él. La locura del combate parecía una pesadilla. Ahora<br />

sentía el miedo.<br />

“Es sólo un ave que busca la comida en el mar.”<br />

Le acaricié el pelo empapado de sudor, casi del mismo rojo de la sangre que manchaba el<br />

trapo con el que vendara la herida del hombro, y le aparté de la frente los rizos. Contra la sangre<br />

oscura, su piel tenía un tono espantosamente pálido, pero al menos la hemorragia había cesado. Si<br />

podía mantenerlo quieto y hacerle conservar el calor, se salvaría.<br />

“¿Crees que los isleños nos buscan aún?”, susurró.<br />

“No sé...” Más allá de la línea de helechos que bordeaba la grieta, el cielo estaba<br />

arrebolado de un suave color. Iba a ser un día hermoso.<br />

“Vi a Sauce caer, y a Piedeviento. ¿Crees que los han matado a todos?”<br />

Me tragué la seca réplica que me vino a los labios, sabiéndolo medio aturdido por el<br />

trauma de la herida, y comprendí que yo temía también conocer la respuesta. Aquí, donde la<br />

pared de la grieta era tan alta, había hallado un pequeño espacio casi liso, si no totalmente plano,<br />

almohadillado por erupciones de musgo y frondes del último año, y protegido por jóvenes alisos<br />

y helechos nuevos.<br />

¿Cuánto tiempo, me pregunté, podíamos permanecer ocultos aquí?<br />

“Quédate quieto...”, le dije. “Quiero ver qué árboles hay en esta zona. Creo que estas<br />

ramas filtrarían el humo de un fuego. Necesitas comida y hay peces en esta corriente.”<br />

“No lo intentes. Si vienen en nuestra busca, te verán.” Tornó agitado la cabeza. “¡Deberías<br />

haberme abandonado! ¡A estas horas estarías a salvo!”<br />

“¡Tú ya estabas a salvo!”, repliqué sentándome sobre los talones. “¿Por qué volviste a<br />

luchar por mí?”<br />

Corcel sonrió y algo en mi vientre se contrajo de pronto.<br />

“¿Qué? ¿Dejarte a ti toda la gloria, con lo orgullosa que estabas del Oso en tu abdomen,<br />

que casi ya ni me hablabas? No habría habido modo de vivir contigo, chica.”<br />

“Y supongo que te dejaste herir para que tuviera que sacarte de allí”, le espeté.<br />

“Agantequos hijo de Vorequos, ¿ni siquiera ahora puedes decirme la verdad? ¡Sin ti yo no estaría<br />

viva a estas alturas!”<br />

Poco a poco, la risa abandonó sus ojos claros. “No sabías lo que estabas haciendo. Te<br />

superaban en número y tú estabas ebria de batalla.”<br />

“Pero tú no”, lo presioné. “Cuando estábamos a salvo junto al fuego, te fuiste. ¿Por qué?<br />

¿Y por qué retornaste?”<br />

Trató de encogerse de hombros y yo me incliné hacia él para tenerlo quieto, pero no pude<br />

hacer que me mirase.<br />

“Cridilla, no era envidia”, dijo de pronto. “¿Crees que después de verte desviar aquellas<br />

lanzas podía sentir otra cosa aparte de satisfacción? Pero, hubieras pasado la prueba o no, nuestra<br />

60


camaradería había acabado. Y hasta que llegaste a esta isla, yo nunca había tenido un amigo<br />

verdadero.”<br />

Clavé en él la mirada. “Ni yo...”, susurré, “ni yo...”<br />

“Durante la prueba, yo no podía ayudarte.” Alargó la mano para aferrarme el brazo. “Pero<br />

cuando luchaste contra los isleños, nada me habría mantenido lejos de tu lado.”<br />

“Corcel, ¡no dejaré que esto sea el fin!”, exclamé. “Formaremos nuestro propio lar. Te<br />

entrenaré para tu propia prueba tan pronto como tu hombro sane.”<br />

“¿Y después?” Una vez más se tornó sombrío. “Tú perteneces a estas tierras y yo soy un<br />

exiliado. Un día tu padre se te llevará a casa y no retornarás.”<br />

“¡No pienso dejarte!”<br />

Por fin su mirada halló la mía y me acobardó lo que vi en el azul de sus ojos.<br />

“Cridilla. Tú no eres todavía una mujer, aunque seas un guerrero, y yo aún no soy un<br />

hombre adulto. Pero estoy lo bastante cerca de mi virilidad para saber que nunca encontraré una<br />

mujer como tú.”<br />

“He jurado no casarme”, le dije, “pero, si cambio de parecer, te prometo que será por ti.”<br />

“¿Me besarías para sellar este voto?”<br />

Lo contemplé. ¿Estaba Corcel riéndose de mí otra vez? La línea curva de sus labios se<br />

anunciaba suave, nada parecido a la sorna de Maglaros o a la barba cosquillosa de Senouindos. Y<br />

de pronto, quise tocarlos.<br />

“Si lo hago, ¿te portarás bien y dejarás que te cuide?”<br />

“Esta vez...”<br />

Rápidamente apreté mi boca contra la suya. Su brazo sano me tomó en un extravagante<br />

abrazo y me estiré junto a él, sintiendo el palpitar de su corazón sacudirle el pecho, de pronto<br />

consciente de lo profundos que eran los latidos del mío.<br />

Somos camaradas... pensé. Eso es todo. Pero supe en ese momento que, fuera lo que fuese<br />

lo que hubiera ocurrido con Osa Madre y el resto, Corcel tenía razón. Las cosas entre nosotros<br />

nunca volverían a ser iguales.<br />

61


CAPÍTULO 6<br />

Una Víspera de Samáin, Ailill y Maeve estaban en el fuerte de Cruachan con<br />

todos sus seguidores... Grande era la oscuridad de la noche y su horror,<br />

porque era la noche aquella en que los demonios siempre se mostraban. Cada<br />

hombre iba a su turno a enfrentar sus peligros y rápido retornaba al recinto<br />

otra vez.<br />

-Las Aventuras de Nera<br />

“Cuervo, ¿oyes? Tus hermanos te llaman...”<br />

Bajo los muros reforzados de Ligrodunon, las aves volitaban hacia los árboles desnudos<br />

como pavesas saltadas de las ascuas del cielo. Cuervo inclinó la cabeza, escuchando hasta que los<br />

ásperos ecos de sus llamadas se desvanecieron en la quietud de los campos en barbecho. Durante<br />

las postreras alboradas, la escarcha había plateado el rastrojo y las últimas hojas. Apenas parecía<br />

posible que fuera Samonios. Pero ya había pasado medio año desde el ataque a Caiactis. Un<br />

tercio del mismo yo lo había pasado en casa.<br />

Detrás de nosotros, el patio de la fortaleza era un bullicio de preparativos. Podía oler la<br />

carne cocinada en el gran caldero, aromática con ajos silvestres y hierbas: pedazos de lechón y<br />

cordero unidas en envolturas de paño y bullendo juntas.<br />

“Hallan sobras de la matanza en el suelo junto a los corrales”, dijo blandamente Cuervo.<br />

“Convocan a otros al festival.”<br />

“Así que celebran también el oscurecimiento del año... bien, dicha les deseo para su<br />

ágape”, repliqué.<br />

Esta semana se había matado a los animales que no podíamos permitirnos alimentar todo<br />

el invierno y ni siquiera el viento cada vez más frío del temprano atardecer lograba limpiar<br />

completamente el aire. A cada respiración, recordaba el olor de la sangre que Corcel había vertido<br />

defendiéndome. Hombres y bestias, todos sangraban igual. Y unos daban la vida para que otros<br />

pudieran seguir.<br />

Así había muerto Osa Madre, cubriendo la retirada de los críos que no había aniquilado la<br />

primera embestida de los isleños.<br />

¿Era ésta la razón de que me sintiese tan inquieta esta primera noche de Samonios? Los<br />

sacerdotes del roble decían que esta noche los espíritus de los desaparecidos retornaban del<br />

Otromundo para visitar los clanes. ¿Me había acogido Osa Madre entre los suyos, cuando grabó<br />

su tótem en mi vientre? ¿Podría hallarme, tan lejos al sur de la Isla que fuera su morada? Yo<br />

nunca había visto un espíritu, pero hoy todo resultaba extraño. Miré al sol pulsar y achatarse y<br />

anidar entre las negras ramas, y sombras emergían reptando de los árboles, y tuve de pronto frío.<br />

“Amargura no, pequeña...” El rostro de Cuervo estaba aún en sombras. No pude separar el<br />

temblor de mi risa.<br />

“Soy tan alta como tú, y un guerrero, ¡y golpeo con mis alas como un pájaro enjaulado<br />

contra estas murallas!”<br />

“Todo el mundo cautivo; pocos ven las ataduras. Ni siquiera tú.”<br />

“Pensaba que tú entenderías.” Tiré de la pesada lana de la túnica que vestía, ajedrezada en<br />

oros sutiles y marrones. Las primeras semanas después de que los hombres del rey me trajesen a<br />

casa, los mantos y túnicas de los Quiritani me habían sofocado; pero a pesar de la grasa que<br />

62


cuatro meses en la casa del rey me habían puesto en los huesos, estaba empezando a perder la<br />

resistencia al frío y ello me daba miedo.<br />

“Lo que ve hombre ciego, trae a otros consuelo,<br />

Lo que como la noche es mate da visión al vate...”<br />

Rió repentinamente y plegó sus largas piernas bajo el cuerpo, de forma que parecía<br />

posado como un ave en el muro. “Pero no para uno. No siempre, ahora...”<br />

Me moví hacia él, intentando ver su expresión y percatándome de pronto de que, aunque<br />

todavía tenía el aspecto de un muchacho, había una hebra de plata en su cabello color de hollín.<br />

¿Cuándo había ocurrido? ¿Es que todo lo que yo consideraba seguro estaba en peligro hoy?<br />

“¿Por qué no, Cuervo? En la Isla canté tu canción y Osa Madre me dijo que era un cántico<br />

de poder. Si pudiera cantarla ahora, volaría hacia el norte a pesar de la estación.”<br />

“Incluso estúpidos gansos saben volar hacia el sur en otoño.” Inclinó la cabeza hacia un<br />

lado.<br />

“Pájaros presos, cierto, ¡el cisne y el cuervo!<br />

¿Partió libertad?<br />

¿Quién busca el alba, cuando cae la oscuridad?”<br />

“Oh, ¿cómo te soporta mi padre?”, exclamé.<br />

Una ceja altiva se crispó al volverse él hacia mí. “Leir es su propia ley. Como el sol, como<br />

el mar...”<br />

“Entonces, ¿para qué te necesita? ¿Por qué permaneces aquí?”<br />

En este momento, una de las imágenes de los dioses labradas en los árboles habría<br />

parecido menos inmóvil, porque en el aire que rodeaba a las estatuas sagradas había siempre<br />

como la sugestión de un titilar, pero Cuervo había absorbido todas sus energías hacia el interior<br />

de sí mismo. A la luz vaneciente, con un cacho de áspera lana gris alrededor del cuerpo, parecía<br />

menos substancial que los espíritus. Alargué la mano, pero no acabé de atreverme a cogerle el<br />

brazo.<br />

“¡Cuervo! ¡No te alejes de mí!”<br />

“¿Necesita la flor a la abeja o el roble al muérdago? ¿Necesita la lluvia el mar?” Me<br />

dedicó una tortuosa sonrisa y, por un momento, sus ojos marrón-tierra quedaron desprotegidos y<br />

vulnerables como los de una cosa salvaje.<br />

“Éste dejó el primer hogar... no correrá otra vez, ni siquiera ahora, cuando siente llegar los<br />

espíritus y tiene miedo. No te dejará a ti... ni a él...”<br />

Miré a donde miraba y vi a mi padre cruzando el patio con su inconfundible y arrogante<br />

paso. Él, por lo menos, siempre estaría ahí. Yo sentía gratitud por esta fuerza, aunque me dolía la<br />

forma prepotente con que me había traído de vuelta a su protección.<br />

Cuando niña, había asumido que la fortaleza de mi padre era el centro del mundo. No me<br />

había preguntado lo que Cuervo había sido antes de que los aldeanos de Udrolissa lo capturasen.<br />

Pero ahora, también yo era una desarraigada. Él había perdido su destino. ¿Iba a ocurrirme lo<br />

mismo a mí?<br />

“Cuervo...”, tragué saliva. “¡Enséñame!”<br />

Su mirada se movió sobre mí en un acto de evaluación opaco, velado, que dolorosamente<br />

me recordó a Osa Madre. Tiene el conocimiento... pensé. ¿Por qué juega al bufón aquí para<br />

nosotros? Pero, despacio, él sacudió la cabeza.<br />

63


“¿Qué podría darte éste? Tú estás creciendo. Tú tendrás otros maestros pronto...”<br />

“¿Qué quieres decir?”, empecé, pero él estaba volviéndose ya. Oí un paso abajo.<br />

“¡Cridilla! Ah, niña, ahí estás.”<br />

Aunque apenas agitado, la autoridad que había vislumbrado en Cuervo se había<br />

desvanecido. Cuando Rigana ascendió la escalera al adarve, él pareció hacerse pequeño.<br />

“El carvallo crece mientras se comba... pero no puedes hacer de un serbal un roble.” Paseó<br />

la vista de mí a mi hermana y bosquejó un burlesco homenaje; luego, cuando ella empezaba a<br />

fruncir el ceño, desapareció con un tintineo y repicar de campanillas y hueso.<br />

Lo seguí con la vista. En todo el tiempo que habíamos pasado hablando, sus adornos no<br />

habían hecho un solo sonido.<br />

Rigana se estremeció. “¿Cómo aguantas a esa criatura? ¡Me pone la piel de gallina!”<br />

“Nuestro padre...”<br />

“El rey lo adora, ya lo sé”, me interrumpió. “Pero eso no significa que sea compañía<br />

adecuada para la Señora de Briga.”<br />

“No ha habido Señora de Briga desde que mi madre murió”, le respondí. “Aquellos días<br />

acabaron.”<br />

“¿Ah, sí?” Sonrió de un modo extraño y yo doblé los brazos bajo la nueva plenitud de mis<br />

pechos, incómoda ahora por diferentes razones. Rigana me observaba tal como mi padre miraba a<br />

la novilla que iba a llevar al toro.<br />

“En efecto, eres una muchacha alta”, dijo por fin. “Pero te estás formando bien. Con el<br />

tiempo entenderás.”<br />

Noté que me ruborizaba. Osa Madre y sus hijas habían tenido cuerpos de mujer, y eran<br />

guerreras, pero yo no había gozado de muchas ocasiones de entrenarme desde que mi cuerpo<br />

empezara a cambiar. El último verano había vestido mi carne con la soltura de una cierva; pero<br />

ahora, junto a la perfección ósea de Rigana, me sentía mal formada y torpe.<br />

“Pobre criatura; es duro, desde luego. Pero hay poder en ese cuerpo que te está creciendo.<br />

Cuando tus ciclos comiencen, empezarás a aprender sus misterios. Ni siquiera Gunarduilla sabe<br />

cómo usarlos, pero ella es una yegua de batalla. Tú serás más hermosa. ¿No te miran ya los<br />

muchachos?”<br />

La observé desafiante, segura de que estaba burlándose de mí. A Corcel le había<br />

importado, pero él era mi camarada. Era a Rigana a quien los ojos de los guerreros seguían<br />

cuando se movía con el cuerno de hidromiel por la estanza. Incluso nos habíamos reído juntas<br />

porque la mujer que compartía el lecho con mi padre estos días estaba celosa.<br />

“¿Has subido hasta aquí sólo para decirme esto?”<br />

Rigana levantó una ceja negra y altiva. Había venido en la plenitud de su hermosura. Su<br />

cinturón estaba tachonado de medallones de oro trabajado y lo llevaba bien ceñido para demostrar<br />

que su cintura era esbelta todavía, aunque había tenido un hijo. Sobre él, sus pechos redondos<br />

tensaban la lana carmesí de la túnica.<br />

“¿Eres una niña aún, Cridilla, o sabes siquiera por qué estás tan molesta conmigo?”<br />

Sonrió extrañamente. “Bien, no importa ahora. Tu padre te llama. Las antorchas de Samonia<br />

están encendidas y la gente se reúne ya.”<br />

Oí el sonido de los cantos llegando de abajo.<br />

“Las sombras se adensan, la oscurana se acerca, la noche vuela cerca.<br />

Prended las teas, traed la madera<br />

y erigid alta la hoguera.<br />

Vientos de invierno soplan gélidos...<br />

64


De todo infortunio defiende el fuego.”<br />

Miré más allá de ella y vi el patio encendido con puntos de llama. Hacia el oeste, el fuego<br />

eclosionaba ya en la cima del Monte de la Almenara. Desde los asentamientos en el valle del<br />

Soretia la gente lo estaría contemplando. Éstos acostumbraban a tener su propia Fiesta de los<br />

Muertos hacia la primera cosecha, pero en estos días muchos venían a celebrarla al mismo tiempo<br />

que los Quiritani.<br />

“Teas serpentean en derredor, siembran de luz el salón.<br />

Un fuego flagra entre los mundos<br />

Y trae al espíritu visión.<br />

Muestra a las almas el camino...<br />

¡Y libra del mal peregrino!<br />

Contuve el aliento cuando las llamas de dentro del fuerte fluyeron juntas y rodearon el<br />

monte como una serpiente de fuego. El canto se hizo más débil a medida que la procesión se<br />

alejó.<br />

Las llamas de las teas desafían la oscuridad,<br />

Abríos puertas de par en par;<br />

Vivos y muertos daos las manos, clan y clan perdurad.<br />

Acércate, bendito,<br />

Sin miedo sé bienvenido.”<br />

“Ven”, dijo mi hermana con mayor gentileza, “bajemos al festival.”<br />

El recinto de festejos de mi padre era largo al estilo de su país de origen, con el fuego en<br />

una zanja que corría por el medio. Tablas dispuestas sobre troncos mantenían la comida por<br />

encima de las frescas esteras en las que se estiraban los guerreros. Había asientos elevados para<br />

los jefes junto al extremo del salón, al otro lado de los de las mujeres de alto rango. El sitio del<br />

rey estaba entre aquéllos, a la cabecera del fuego, con Cuervo acurrucado junto a él, tan familiar y<br />

desapercibido como uno de los perros.<br />

El puesto de honor de Rigana estaba junto al mío, pero temprano por la mañana se había<br />

unido a las mujeres que portaban el hidromiel a los guerreros. Las voces de los hombres se hacían<br />

más bajas cuando pasaba. Yo podía oír su risa y el tintineo de sus collares cada vez que se<br />

inclinaba para rellenar un cuerno. Sólo Senouindos parecía no notar su tránsito grácil por la<br />

estancia. Tenía un escuálido muchacho esclavo que le proveía de bebida y, desde que las<br />

antorchas fueran portadas al salón, había prestado poca atención a nada que no fuera su vaso.<br />

Me moví, incómoda por la blandura de los almohadones, ansiando una costilla de ciervo<br />

recién cazado que mordisquear y sentarme en una vieja piel sobre un suelo de tierra compacta. No<br />

era que una costilla de ciervo fuera a serme muy útil esta noche. No estaba acostumbrada a tanta<br />

abundancia. Unos pocos bocados de jugoso lechón habían bastado para darme retortijones de<br />

barriga y no me había atrevido después más que con el pedazo de ternera que mi padre me había<br />

adjudicado.<br />

Mordí una torta de pan untada de miel y dejé caer la mano. Un hocico cálido husmeó la<br />

palma y el resto de la torta se desvaneció. Un instante después, la adusta cabeza gris de Tormenta<br />

asomó esperanzada sobre la mesa y yo se la hundí firmemente otra vez. Los perros estaban<br />

ovillados cerca de mí y nadie parecía haber notado dónde iba a parar la mayor parte de la comida<br />

65


que me traían.<br />

Cuervo se movió entre la gente, haciendo malabarismos con dagas y brazaletes y<br />

camuesas, dando volteretas y caminando sobre sus manos para hacer reír. Hubo una conmoción al<br />

final de la sala y él se irguió bajo una lluvia de objetos misceláneos, recogiéndolos diestramente<br />

en su capa abigarrada, cuando un atabal batió una rápida invocación.<br />

“¡Bebed, oh guerreros de los Quiritani, a la gloria de los héroes muertos!” Talorgenos se<br />

alzaba al otro extremo del fuego, con el plumaje de su tocado de ganso arrojando sombras aladas<br />

contra el encalado de la pared. Su voz entrenada se impuso y el salón estuvo abruptamente en<br />

silencio.<br />

“Alabemos a nuestros hermanos Uratos hijo de Ilicos y a Bituitos el Negro, que cayeron a<br />

manos de los hombres del valle del Caballo Blanco. Hermanos de espada y escudo, os saludamos<br />

y os damos la bienvenida...” Inclinó el cuerno ceremonial recubierto de plata y dejó caer una fina<br />

corriente de hidromiel, siseando, al fuego. De un solo sorbo interminable, los guerreros vaciaron<br />

sus cuernos.<br />

Las cortinas de cuero que colgaban entre las puertas habían sido corridas y el fuego<br />

saltaba con un viento repentino que lanzaba el humo en remolinos. A mis ojos lacrimosos les<br />

pareció que el humo se solidificaba y, por un momento, vi formas de hombres.<br />

Me incorporé, limpiándome los ojos con el dorso de mi manga. El aire estaba quieto otra<br />

vez y el humo se había transformado en una penumbrosa neblina que se filtraba hacia arriba,<br />

entre las vigas del techo. Pero Leir no había agotado su cuerno aún. Poco a poco, el silencio se<br />

esparció una vez más por la estanza.<br />

“Por Uratos y Bituitos”, dijo el rey, “y por Trost y Uxelos y Patarroja, y todo el resto de<br />

los buenos compañeros desaparecidos. Benditos están, pues murieron luchando, pero nosotros<br />

sentimos su pérdida.”<br />

Me recogí las rodillas y me arrebujé en el chal que me cubría los hombros, observando<br />

realmente por primera vez a la gente que me rodeaba. Los guerreros parecían más jóvenes que los<br />

hombres de cuatro años atrás que yo recordaba, largos de miembros y bravucones. Sus cabellos<br />

elaboradamente abrillantados y trenzados enmarcaban rostros pulidos de bigotes bien cuidados<br />

sobre mentones lisos.<br />

Había percibido ya al llegar que la banda guerrera era menor y provista en parte por<br />

hombres que yo desconocía, pero supuse entonces que nuestros veteranos estaban combatiendo<br />

en algún lugar. El rey había dispuesto que yo fuese llevada al sur de Ligrodunon, pero fue<br />

Artocoxos, grande y musculoso como siempre aunque su barba griseaba ahora como la piel de un<br />

oso, quien me dio la bienvenida. En realidad, yo apenas había visto a mi padre hasta que retornó<br />

para el festival. Intenté estar fría con él cuando al fin encontró tiempo que dedicarme. Pero tenía<br />

un aspecto, no viejo, sino cansado como nunca se lo había visto antes.<br />

Leir se ponía ahora en pie y elevaba el cuerno bien alto. Esta noche, el cabello le caía<br />

desde el nudo sobre la cabeza como una cola de caballo y su oro se oscurecía en castaño con una<br />

hebra de blanco que resplandecía como el cobre a la luz del fuego. Su rostro mostraba la tensión<br />

de la guerra reciente, tenía la piel erosionada como un roble rugoso y la carne justo un poco<br />

flácida sobre sus huesos sólidos.<br />

“Las cabezas de mis oponentes sonríen en los pilares de mis puertas, pero mi espada no<br />

está satisfecha aún. En todas partes se congregan nuestros enemigos. Sus depredaciones en el sur<br />

ya las conocéis. Los Ai-Zir se han llevado ganado... Lo que no es cosa nueva”, se apresuró a<br />

añadir y alguien rió. “Y algo comprensible, por lo demás, porque ¿quién de nosotros no ha hecho<br />

lo mismo? Pero matar el ganado después de haberlo tomado, caprichosamente y sin esperar la<br />

estación, es abominable...”<br />

66


Una vaca hinchada de piernas rígidas acusando el aire... el mugido quejicoso de un<br />

ternero abandonado elevando protestas contra el chascar de los cuervos devoradores...<br />

Me forcé a concentrar mi atención en las palabras de mi padre. Hablaba, no de las<br />

incursiones casuales que tenían lugar constantemente entre los Quiritani, sino de algo más serio.<br />

En gran parte de la Isla, el Pueblo Pintado no había sido conquistado aún. Mi vista buscó a<br />

Rigana, que ocupaba el borde del asiento de su marido ahora y le masajeaba los hombros. Incluso<br />

ella contemplaba a nuestro padre, pero no pude leer su mirada.<br />

“Creí que podríamos vivir todos juntos, pero ya no. Ésta es una isla, ¡debería ser un solo<br />

pueblo también!”<br />

“¡Guerra!”, llegó el grito de los jóvenes guerreros. “¡Destruyamos a los Ai-Zir y hagamos<br />

de sus tierras la nuestra!”<br />

Fuego que colma los cielos y sangre que se expande por todo el país...<br />

Parpadeé. No había visto nunca una villa arder. ¿De dónde venía aquella imagen? No<br />

había estado enferma desde que partí para la Isla. Me preguntaba si padecería algo ahora.<br />

“Somos demasiado pocos”, brotó una objeción. “Hagamos un tratado con ellos y<br />

tengamos paz hasta que procreemos más guerreros o podamos hacerlos venir del otro lado del<br />

mar.” Hubo un murmullo de acuerdo.<br />

“Bien estaría, si fueran hombres de palabra capaces de honrar un tratado una vez<br />

establecido. Hemos hecho tratados con las tribus montaraces de Alba. Pero los últimos tres meses<br />

mi hija Gunarduilla y su marido han permanecido encerrados en Uotadinion porque las tribus han<br />

arrasado la campiña. Ella está embarazada por fin y no puede salir de allí combatiendo. Y eso no<br />

es todo. Todos vosotros conocéis los juramentos que protegen la santidad de la Isla de Niebla.<br />

Sus guerreras pertenecen a la raza antigua, pero están más allá de los viejos lazos tribales.<br />

Durante los últimos cuatro años, Cridilla, mi hija menor, ha vivido a salvo allí...”<br />

Leir se tornó para mirarme y vi la chispa azul de furia en sus ojos. ¿Era conmigo con<br />

quien estaba airado?<br />

“Pero este verano, incursores mataron a la Osa y a los niños bajo su custodia. ¡Si mi hija<br />

no hubiese sido una guerrera, habría muerto también!”<br />

No, no era furia, sino angustia, lo que veía yo en su mirar... El corazón me latió<br />

pesadamente. De pronto, tuve una visión de mi propio cuerpo yaciendo ensangrentado como una<br />

vaca destazada. Pero ¿era yo? La figura era más baja, más robusta, con sangre estancada entre sus<br />

flácidos muslos.<br />

¡Eso no ocurrió! ¡No soy yo! Boqueé y me hinqué las manos en los ojos para hacer<br />

desaparecer la visión.<br />

Un murmullo de rabia recorrió la asamblea. “¡Que la muchacha misma cuente la historia!”<br />

“Dinos, hija, cómo murió la Osa de las Islas”, pidió Leir.<br />

Abrí los ojos, recurriendo al adiestramiento de Osa Madre para recuperar el control.<br />

Ahora me miraban todos. Recordé que también tenía yo mi propia banda guerrera que lamentar,<br />

tendí mi cuerno a uno de los sirvientes para que lo llenara y me puse en pie, de cara al rey.<br />

“Había cinco bandas de críos en la Isla; los menores, de seis años solamente”, comencé.<br />

Deprisa, narré lo ocurrido.<br />

Menos de la mitad habían sobrevivido a la incursión. Unos pocos que no tenían a dónde ir<br />

estaban aún con Osaespíritu y su hermana. Yo me habría quedado, aunque la muerte había<br />

disuelto mis votos a Osa Madre y ya no había escuela en la que enseñar. Corcel permanecía con<br />

ellos. Cuando los guerreros de Leir vinieron a reclamarme, estaba muy débil para viajar todavía,<br />

aun en el caso de que no le hubiera resultado peligroso ir donde podían hallarlo los enemigos de<br />

su padre. Corcel pasaba hambre en el norte y yo estaba aquí, bien cebada en esta jaula de oro,<br />

67


sola.<br />

“Por eso os pido a vosotros, guerreros, que bebáis por aquellos que, de haber vivido,<br />

habrían sido dignos de vuestra compañía. Invoco los espíritus de Osa Madre, de Sauce y<br />

Piedeviento, Alcatraz y Perrodagua...” La lista siguió y siguió...<br />

Parpadeé. Traté de desprenderme del recuerdo que trajo los rostros de mis muertos ante<br />

mí, cuando el viento sopló otra vez a través de las puertas abiertas. La luz del fuego saltó y<br />

hostigó las sombras que llenaban la estanza, brillante y oscura y brillante otra vez,<br />

desconcertando la visión. Sentí un dolor profundo en el vientre y mi piel quedó fría. Aparté el<br />

humo de mis ojos, pero de pronto no lograba ver bien.<br />

Una muchacha esbelta con una maraña de pelo oscuro se movió al filo de mi visión. Me<br />

torné, tratando de localizarla, cuando se fundió con las sombras una vez más. Sauce... pensé. La<br />

he llamado y ha venido... los muertos retornan y este año puedo verlos.<br />

Sacudí la cabeza y volví a abrir los ojos. Por cada guerrero que roía un hueso de lechón o<br />

se inundaba la garganta de hidromiel, había una sombra que se nutría del aura de energía que<br />

brillaba alrededor de los alimentos: una banda guerrera dos veces el número de hombres que Leir<br />

podía alinear en batalla llenaba la sala.<br />

“Fueron los guerreros de los Ai-Zoma, los gatos salvajes de las islas, los que cometieron<br />

este crimen...”, clamó el rey. “Y éstos son los enemigos que amenazan a mi hija mayor y a su hijo<br />

aún no nacido. Nuestros enemigos del sur están derrotados, pero estas tribus rugen y esputan<br />

como gatos monteses que osaran perseguir a las ovejas porque el perro esta muerto. ¿Vamos a<br />

permitir que se mofen de nosotros?”<br />

“Que se mofen de los hombres de Alba. ¿De qué nos sirve derramar la sangre allí?” Vi<br />

una hondonada en sombras donde los cuervos urajeaban cifras de muertos...<br />

“¡En batalla seré un héroe! Todos cantarán mis alabanzas...” Miré alrededor y me di<br />

cuenta entonces de que Leir hablaba aún. Yo no había oído aquellas palabras con mis oídos<br />

físicos.<br />

“¡Cuando la primavera abra los pasos, enseñémosles quién manda en este país!”<br />

Artocoxos estaba en pie, agitando el puño. Si su espada no hubiera estado colgada en la pared tras<br />

él, habría temblado desnuda en su mano.<br />

Espadas centellearon a la luz del sol sobre rostros que la rabia volvía animales...<br />

“¿Y quién manda a los Quiritani? ¡Esta guerra es para beneficio de Leir!” Una lanza<br />

atravesaba difuminada el aire...<br />

“¿Dónde irá a parar, cuando toda la tribu del Gato Montés esté muerta?” Sombra<br />

repentina de un escudo alzado...<br />

“Yo los destruiré a todos y los bardos harán canciones de mí.”<br />

Me tapé los oídos con las manos. Sentía como si me hubieran arrancado de pronto la piel.<br />

¿Qué me estaba ocurriendo?<br />

Todos los guerreros gritaban ahora. Artocoxos y Senouindos estaban junto al rey,<br />

martilleando la mesa para dar énfasis a sus palabras, mientras Rigana sonreía. Las sombras de los<br />

muertos se hacían más sólidas, como si se nutriesen de la energía de la furia humana tanto como<br />

de las ofrendas. Y los esclavos traían más hidromiel para los guerreros. Hoy habría suficiente<br />

para colmarlos a todos.<br />

Miré desesperadamente alrededor de la sala, vi a Cuervo y me dirigí hacia él. Sus ojos<br />

oscuros estaban cercados de blanco como los de un caballo asustado. Tenía la mirada enfocada<br />

donde lo estaba la mía; veía las mismas cosas que yo. Pero mientras yo lo observaba, el guerrero<br />

al que había estado entreteniendo le hizo una pregunta y Cuervo, temblando, asintió. El hombre<br />

alzó su manto y Cuervo reptó bajo él, aconejándose a su lado en el estrecho asiento. Después el<br />

68


manto cayó para cubrirlos a ambos. Justo podía ver yo la cabeza de Cuervo contra el hombro de<br />

su protector y al guerrero alargando la mano para acariciar el oscuro matojo de pelo.<br />

Me detuve, comprendiendo que Cuervo había encontrado su propio refugio frente a<br />

espectros de hombres que no eran sus parientes ni eran pacientes. No hallaría alivio en él ahora y<br />

pensé que, incluso aunque hubiera ido a él, no podría haberme ayudado. Habríamos sido como<br />

dos niños acurrucados juntos por miedo a los demonios de la oscuridad.<br />

Pero ¿qué podía hacer yo? El salón era un tumulto. Los hombres llamaban a Talorgenos<br />

para que matase a un toro y durmiese en su piel esta noche, en que el pasado y el futuro se dan las<br />

manos, para profetizar el resultado de la guerra que se avecinaba. Los espíritus se congregaban en<br />

torno a mí en remolinos de aire gélido, extendiendo ansiosas manos. ¿Qué querían de mí?<br />

“¿No te lo dije, niña? Ya tienes el poder...”<br />

Ahogué un grito pues, aunque estas palabras, como las otras, sonaron en el oído interior,<br />

conocía el acento bien. Una figura hirsuta tomaba forma entre las sombras. Reconocí las rígidas<br />

orejas tiesas del capuz, vi debajo un reflejo de oro pálido, menos brillante que aquellos ojos grises<br />

penetrantes.<br />

“Artona... Osa Madre...” Un susurro fue todo lo que pude emitir, pero no había necesidad<br />

de hablar en voz alta.<br />

“¿Pensabas que me perdería por venir tan lejos? Cuido de todos mis chiquillos ahora...”<br />

Reí débilmente. Suponíamos que la Osa era atendida por espíritus pues, fueran cuales<br />

fueran las fechorías que uno cometiera, ella siempre las conocía. Pero ahora ella era el espíritu,<br />

ayudándome... Cuervo había dicho que encontraría otros maestros. Esto debía de ser lo que había<br />

pretendido significar.<br />

“Me siento enferma, tengo calambres en las entrañas y estoy asustada.”<br />

“Entonces busca el retrete, niña. Afuera hay aire puro para aclarar la cabeza. ¿Por qué<br />

quedarte aquí?”<br />

Por supuesto, esto era lo que tenía que hacer. ¿Por qué había sido incapaz de pensarlo<br />

antes? Los guerreros estaban bebiendo y empezaban con sus alardes bélicos. Nadie se<br />

preocuparía, si dejaba el banquete ahora. Me arrebujé en el chal y me dirigí a la puerta.<br />

Emergí a un mundo en el que el viento había dado forma a la oscuridad. Nubes a la deriva<br />

velaban y revelaban alternativamente las estrellas. Había un helor húmedo en el aire, una<br />

sensación de fuerzas cambiantes a medida que el invierno se aproximaba. Las antorchas se<br />

agitaban salvajes en los postes de las puertas del recinto de festejos, proyectando trémulas sendas<br />

de luz sobre la hierba vaneciente. Una luminosidad resplandecía en el blanco de las viejas<br />

calaveras colocadas en los nichos de los muros del santuario y, en los labios cada vez más<br />

contraídos de los nuevos trofeos, dibujaba una mueca de sorna de sí mismos.<br />

A esta hora, todos los vivientes permanecían puertas adentro pero, aunque la<br />

muchedumbre de espíritus estaba toda en el salón, inquietaban la ventosa oscuridad del exterior<br />

los susurros de otras voces. Acaso el olor de la sangre las había despertado. Hablaban de<br />

festivales y sacrificios aquí, en días anteriores incluso a aquel en que a Leir Blatoniknos se le<br />

ocurrió construir estas murallas térreas.<br />

“Osa, ¿a dónde me has traído?”, pregunté. “Si voy contigo, ¿me protegerás?”<br />

“Mi pueblo es más antiguo incluso que éstos...”, llegó la respuesta. “No temas.”<br />

Nunca había sentido nada parecido al sordo dolor que me palpitaba en la profundidad del<br />

vientre, ni siquiera cuando me empaché de manzanas verdes o me mareé durante la travesía por el<br />

mar. Me precipité a las letrinas, escogiendo una allí donde el parpadeo ocasional de una antorcha<br />

me permitía ver el camino. Se sabía de guerreros que, tarde por la noche después del festival,<br />

69


habían caído en las zanjas fecales.<br />

Evacuar no me ayudó mucho y fue sólo al bajar la vista para levantarme otra vez cuando<br />

percibí la oscura mancha de sangre en mis muslos.<br />

Estoy herida... El recuerdo me mostró una vez más la visión de aquella mujer semejante a<br />

mí, yaciendo muerta y con la sangre fluyéndole del útero al suelo. ¡Ahora pago el precio de<br />

haber nacido! Me toqué y percibí el hedor a matanza que había impregnado el aire todo el día.<br />

“No es Muerte lo que fluye de ti, muchacha, es Poder...”<br />

Alcé la vista y hallé a Osa Madre, aparentemente sólida en la luz trémula, como si la<br />

energía de mi sangre le hubiese permitido por fin tomar una forma que yo pudiera contemplar con<br />

claridad. Otros espíritus flotaban más allá de ella, pero su presencia los mantenía a raya.<br />

“Mi sangre lunar...”, dije, comprendiendo al fin. Yo no la había querido. No le veía otra<br />

utilidad que la de atraer espíritus hambrientos, a los que tampoco quería. “¿Vienen los periodos<br />

de una mujer siempre con este dolor?”<br />

“Fluirán con menos tensión si no te resistes. Ve ahora a la Casa de las Mujeres. Dile a<br />

Zaueret que te dé milenrama y trébol rojo y camomila.”<br />

Me descubrí sonriendo. Un espíritu, por más poderoso que fuera, no podía siquiera<br />

prepararme una infusión.<br />

“Si puedes sonreír, niña, has aprendido algo que ningún infortunio puede conquistar.”<br />

Me incorporé y me bajé la túnica. Estaba manchada ya y el viento era gélido. Me<br />

encontraba a la puerta de la Casa de las Mujeres cuando percibí que Osa Madre se estaba<br />

desvaneciendo en la luz.<br />

“¡No me dejes!”, susurré.<br />

“No temas. Vendré siempre que tengas necesidad de mí”, respondió antes de hacerse una<br />

con el viento.<br />

“¿Viene alguien detrás de ti?”, preguntó Zaueret tornándose del hogar cuando entré.<br />

“¿Qué necesitas, cariño? ¡Qué pálida estás!” Me encogí de hombros, consciente de pronto de que,<br />

aunque mi sangre de mujer estaba fluyendo, una herida que había sangrado desde que viera el<br />

cadáver de Osa Madre, acababa de curarse. Me pregunté si, al fin y al cabo, habría siempre<br />

alguien detrás de mí a partir de ahora.<br />

“Algunos paños”, murmuré, “y un pote de infusión de milenrama y trébol rojo.”<br />

Un instante tuvo Zaueret la vista clavada en mí. Luego sus redondas mejillas se arrugaron<br />

en una sonrisa.<br />

“Señora...” Se inclinó ante mí como yo había visto hacerlo a las gentes de las tribus de<br />

<strong>Bel</strong>erion ante Rigana. Pero nunca, nunca todavía, ante mí.<br />

En meros instantes, dio la impresión, todas sus muchachas trajinaban a mi alrededor y yo<br />

había sido bañada y provista de todas las cosas necesarias y acostada en una cama del recinto al<br />

que las mujeres de la fortaleza se retiraban, en estas ocasiones, en busca de privacidad. Y apenas<br />

pareció más largo el lapso hasta que Rigana se presentó, mirándome con la misma secreta sonrisa<br />

que me dedicara aquella tarde.<br />

“¡Estaba segura! Ah, hermana, todo el día lo he pasado sintiendo el cambio en ti... pero<br />

casi no me atrevía a esperar que tu tiempo hubiese llegado al fin.”<br />

“¿Esperar?” Reí, pero menos amargamente que lo habría hecho antes. La infusión de<br />

Zaueret ya estaba produciendo su efecto; o quizás era sólo la comprensión de lo que me ocurría lo<br />

que había mitigado el dolor. “¿Es siempre tan extraña la primera luna de una mujer?”<br />

Rigana rió. “No es corriente que la primera sangre le venga a una muchacha esta noche,<br />

eso es verdad. Pero no puede haber mejor augurio. Oh, querida, ¡qué reina has de ser!”<br />

“¿Qué quieres decir?”<br />

70


“Tu iniciación, niña, ¿qué otra cosa? Las ceremonias con las que conquistarás el uso de tu<br />

poder. Por la mañana enviaré mensajeros a Dama Asaret y a las demás...” Se sentó al borde de mi<br />

yacija y me tomó la mano. “Si el clima no empeora, podrían estar aquí la próxima luna y nos<br />

daría tiempo, antes del solsticio de invierno, de viajar a la Cueva Madre para el ritual.”<br />

“¿La caverna en los valles altos, junto al Monte de los Vientos?”, pregunté incrédula. “¿A<br />

mitad del invierno? ¡Padre nunca me dejará ir!”<br />

Rigana me miró y volvió a reír. “Leir no tiene nada que decir en esto, mi niña. Se trata de<br />

los Misterios de las Mujeres y él no osa intervenir. No lo intentará siquiera. Hasta un campeador<br />

Quiritani teme mezclarse con el poder de la sangre de una doncella, mientras ésta no lo ha puesto<br />

bajo control. Y tú eres la Hija Real de Briga. Al fin y al cabo, el que accedas a la plenitud de tu<br />

poder como Señora y como reina no hace más que beneficiarle.”<br />

Debí de parecerle dubitativa aún, porque cuando se puso en pie me acarició la mano.<br />

“Duerme ahora, hermana mía. Deja que tu cuerpo complete su transformación. Y no te<br />

preocupes por nuestro padre... hasta que tu iniciación haya concluido, no volverás a poner los<br />

ojos en él ni en ningún otro hombre.<br />

71


CAPÍTULO 7<br />

Eres más blanca que el cisne en el lago cenagoso,<br />

eres más blanca que la gaviota blanca de la corriente,<br />

eres más blanca que la nieve de los picos majestuosos,<br />

eres más blanca que el amor de los ángeles de los Cielos<br />

-Sortilegio popular escocés, Carmina Gadelica<br />

La primera nieve de la estación había caído la noche previa. Sobre los acantilados de<br />

piedra caliza, los páramos altos resplandecían a la luz del alba y blancos destellos surgían de las<br />

hojas de roble caídas en las colinas de abajo. Una voluta de humo se elevaba del fuego donde las<br />

sacerdotisas calentaban las piedras para la sauna, mientras su aliento se convertía en blancas<br />

bocanadas en el aire quieto. Yo estaba como entronizada sobre mantas de montar a caballo<br />

apiladas, intentando simular que todo aquel jaleo no tenía nada que ver conmigo.<br />

Después de Samonios, habíamos viajado en fáciles etapas desde Ligrodunon a través de<br />

páramos y prados hurtados de todo color por el frío. Pero la rama de serbal sagrada que abría<br />

nuestra marcha era un revoloteo de borlas de hilo brillante; cruzamos los campos acompañados<br />

por la suave sibilancia de sus cascabeles de plata. Ningún hombre de la antigua o de la nueva raza<br />

se habría atrevido a demorarnos una vez visto el cráneo de vaca atado al mástil sagrado.<br />

Cuando la gentil alternancia de valles boscosos y montes a medio talar empezó a ceder<br />

ante las abiertas extensiones del páramo pedregoso, sentí un inesperado tremor de excitación. Y<br />

luego, más allá de aquéllas, vislumbré las montañas sagradas que vigilaban el país. Fue sólo en<br />

este momento cuando comencé a darme cuenta de que era mi propio país y de que, quizás, todo<br />

este ritual tenía algún sentido, al fin y al cabo.<br />

“Amaunet ha llegado del país de los Banalisioi mientras dormías”, dijo Rigana. “Con ella,<br />

son cinco”, contó con los dedos: “Dama Asaret, que es la de rango mayor; la vieja Tamar; Ilifet,<br />

la de la capa de cuero de cerdo; y Urtaya de los Ai-Zir, que guarda las piedras de la Diosa en la<br />

llanura.”<br />

Abrí bien los ojos al oírla pues, según los últimos informes, las gentes del Toro eran aún<br />

nuestros enemigos. Pero Rigana no dejaba de decirme que este ritual era más importante que las<br />

guerras de los hombres. Debía de serlo, para hacer salir a las Ti-Sahharin en esta época del año.<br />

Tres miembros de la Hermandad Oscura habían venido de lugares más lejanos que el nuestro y yo<br />

me preguntaba si era verdad que las grandes sacerdotisas podían asumir formas de pájaros y volar<br />

con el viento.<br />

“Pero puede que no sean más que cinco, si las nieves retienen a Ekki en las montañas<br />

occidentales, porque hay poca esperanza de que el pueblo de Alba sea capaz de superar con bien<br />

este año”, prosiguió Rigana.<br />

Suspiré. No me gustaba pensar cómo estaría pasándolo Gunarduilla. No podía ni<br />

imaginármela embarazada y no quería preguntarme si viviría para dar a luz la criatura. Mejor<br />

distraerme especulando qué era lo que iba a ocurrirme a mí misma.<br />

Las vidas de mi pueblo, ya fueran Ti n’Izriran o Quiritani, eran gobernadas por los<br />

grandes ciclos de ceremonias que marcaban las estaciones del país y de los hombres. Había<br />

crecido con ellas, pero ésta era la primera vez que yo sería el centro de un ritual. Si hubiera sido<br />

una muchacha ordinaria, una semana o dos en la Casa de las Mujeres habría bastado para preparar<br />

72


mi tránsito. Pero, de una luna a la siguiente, las mujeres habían estado enseñándome los misterios<br />

del cuerpo femenino, y cómo tratar con los hombres y los niños, y ahora se acercaba el Solsticio<br />

de Invierno. ¿Qué, en el nombre de los pechos de Dana, quedaba por decirme y por qué debía<br />

serme transmitido aquí?<br />

“¿Estás impaciente, hermanita?”, rió Rigana. Su caperuza había caído hacia atrás y su pelo<br />

era increíblemente negro contra la nieve fúlgida. La miré sorprendida, pues su tono era pícaro.<br />

“Cuando me iniciaron a mí en la Fuente de la Madre y en el Túmulo de las Reinas, y fue<br />

durante una de las primaveras más tormentosas que recuerdo, pensé que las ceremonias no<br />

acabarían nunca.”<br />

“¿Por qué hacerlas, pues?”, me aventuré a preguntar. Yo había afrontado mi prueba en la<br />

Isla con confianza en la habilidad de mi cuerpo para responder a mis exigencias. Pero el cuerpo<br />

me traicionaba ahora y, después de las cosas que viera en la festividad de Samonia, empezaba a<br />

pensar que mi espíritu también. Incluso el agua de la fuente sagrada parecía susurrar misterios<br />

mientras manaba de la roca sobre nosotras a través de un canal en la piedra hasta la charca.<br />

“Porque nosotras somos reinas...” Su voz se hizo más profunda y yo me estremecí. “Y<br />

nuestra fertilidad es la fertilidad de la tierra. De todas las criaturas de la Madre sólo al hombre<br />

debe enseñársele Su ley. En todo país el ciclo de la vida es único; cada mujer es todas las mujeres<br />

y, sin embargo, ella sola. Cada mujer debe ser cortejada de un modo diferente. Así ocurre con el<br />

país y ¿cómo entenderán esto los hombres que llegan a él sin que se les enseñe?<br />

“El conocimiento se perderá, si no hacemos estas cosas. Nuestros deseos y molestias no<br />

son nada comparados con esta necesidad. La amenaza se cierne ya sobre nosotras. En las tierras<br />

de los Arrecifes Blancos, la línea de las reinas está muerta y sólo queda la sacerdotisa para<br />

preservar la tradición.<br />

“¿Ves a Urtaya...?” Señaló a una mujer más bien robusta envuelta en una piel rojiza de<br />

toro. “Porta los saludos de su reina, pero su Señora es anciana y ha traído sólo varones al mundo.<br />

Algunas de las sacerdotisas son viejas también y resulta difícil adiestrar a sus sucesoras en las<br />

tierras gobernadas por los Quiritani.”<br />

“¿Es ésta la razón de que Gunarduilla me llevase a la Isla de Niebla?”, inquirí. “¿Era Osa<br />

Madre parte de vuestra fratría?”<br />

“La sabiduría de Artona era de un orden más antiguo incluso que el nuestro”, llegó una<br />

voz desde detrás de nosotras. “Eres afortunada por haber recibido sus enseñanzas.”<br />

Rigana hizo un signo de salutación y yo incliné la cabeza torpemente al reconocer a la<br />

mujer que me preservara del mordisco de la víbora cuando era una chiquilla. Dama Asaret no<br />

parecía haber envejecido. Pero hoy portaba adornos de azabache y ámbar, y un manto de pieles de<br />

liebre sobre sus ropas de lana azul oscuro.<br />

Otras dos sacerdotisas la habían seguido.<br />

“Señoras”, dijo Ilifet, “calientes están las piedras a crepitar y preparado el terreno en torno<br />

a ellas. ¿Estáis dispuestas?”<br />

“Quitad todos los rescoldos y descubrid las piedras, y que Dama Tamar adecue el recinto.<br />

La Doncella espera ser lavada.” Se tornó hacia mí. “¿Entiendes?”<br />

Tres sacerdotisas alzaron la gran cabaña acolmenada de vástagos de avellano<br />

entrelazados, la transportaron como un cesto vuelto del revés hasta el fuego y la posaron<br />

alrededor del montón de piedras ardientes. Cuando las mujeres cubrieron la estructura con pieles<br />

para mantener dentro el calor, yo comencé a desprenderme de mi cálidos ropajes.<br />

Estaba hambrienta, porque me habían hecho ayunar desde el ocaso del día anterior y, tras<br />

esta purificación, aún había una vigilia que superar. Si lograba hacerlo... Quizás fue la vergüenza<br />

de parecer ingrata, después de todo lo que estaban haciendo por mí, lo que me hizo asentir.<br />

73


“¡Ahora empieza!”, dijo Rigana implacable. Suspiré y dejé que tirara de mi túnica por<br />

encima de mi cabeza.<br />

“Lo haré”, le dije, irguiéndome. “Pero todavía no entiendo...”<br />

“Cuando salgas de la Cueva Madre sabrás...” Me miró con los ojos bien abiertos y por un<br />

instante pensé que podía ver en su alma. “Oh, mi niña... cuando entiendas lo que significa ser una<br />

reina, entonces tú, Gunarduilla y yo renovaremos el mundo.”<br />

Ondas de aire caliente pulsaron a través de la compacta oscuridad que me envolvía, más<br />

atroces aun después del aire helado del exterior. Me adherí a la fresca humedad del suelo térreo<br />

de la cabaña, sin importarme lo que aquellas mujeres pensaran de mí. Las sacerdotisas se<br />

sentaban en círculo contra las paredes de mimbre, formas femeninas apenas visibles al resplandor<br />

de las piedras recalentadas. Alguien murmujeaba una plegaria a la Tierra nuestra Madre. Tras<br />

unos momentos, percibí el olor amizclado de los cuerpos de mujer mixturarse con los aromas<br />

especiosos de las hierbas que arrojaran sobre las piedras.<br />

Un chisporroteo se dejó oír de pronto y yo me erguí asustada otra vez.<br />

“Escuchad, mis hermanas, ahora estamos en el lugar del comienzo; ahora estamos en el<br />

lugar donde todo es hecho de nuevo.”<br />

La voz de Dama Asaret sonaba diferente aquí.<br />

“Sa... sa.. es así... es así......” Las otras mujeres se balanceaban.<br />

“No te apegues a tu madre, porque debe morir, y madre tú misma has de ser.”<br />

“Así sea”, respondí, pues nunca llegué a conocer el amor de mi madre. Y, sin embargo, al<br />

decirlo, sentí una punzada de pérdida; y comprendí en aquel momento cuánto la había añorado.<br />

Las piedras chisporrotearon otra vez.<br />

“No adores a tu padre”, llegó la voz de la oscuridad, “porque él morirá y tú has de dar<br />

hijos a otro hombre...”<br />

¿Le rendía yo mucho amor a mi padre? Había ocasiones en que pensaba que lo odiaba.<br />

Bien, no tenía ningún deseo de tomar a un hombre como marido, así que quizás no importaba si<br />

asentía a esto también.<br />

“No mires atrás a los juegos de infancia, porque tiempo llega ahora de construir el mundo<br />

de nuevo...”<br />

Fruncí el ceño. No creía que los hombres que cayeran por mi espada en la Isla hubieran<br />

sido muertos por una chiquilla. Pero era cierto que los alardes de los guerreros en las estancias de<br />

mi padre durante Samonia sonaban a veces como bravuconadas de niños sumidos en sus juegos.<br />

Yo había corrido el ganado a lomos de Cisnucho con una dicha irreflexiva que ahora, que<br />

la edad había reclamado al poni, difícilmente volvería a conocer. El rey me había prometido al<br />

mejor potro de sus manadas pero, por más que yo pudiera llegar a amar a una nueva cabalgadura,<br />

siempre recordaría la posibilidad de la pérdida.<br />

No eran los gozos de la infancia a lo que debía renunciar, sino a la ignorancia que me<br />

impidiera valorarlos.<br />

“De lo que era pueril en mi pasado ahora me desprendo...”, respondí al fin.<br />

Hubo más preguntas, muchas de ellas dirigidas a rasgos que yo esperaba haber superado<br />

ya. Era cierto que a menudo había vagado por los bosques cuando había tareas que hacer en casa.<br />

Yo no podía ocultar la verdad, ni siquiera cuando el tacto era necesario. A menos que se me<br />

presionase, me resultaba difícil expresarme en compañía. Alguien, quizás Zaueret, debía de<br />

haberles dicho qué requerir de mí.<br />

Pero no me pidieron que depusiera mi destreza con las armas, que tanto me costara<br />

conquistar. Quizás temían que el espíritu de Osa Madre las acosase, si lo hacían, o quizás<br />

74


entendieran también que las armas portadas por necesidad no eran cosa pueril. Finalmente, el<br />

chisporroteo silenció las preguntas.<br />

“Lo que eras ha terminado. ¿Qué serás? Recibe ahora un nuevo nombre: Cerda Negra o<br />

Yegua Blanca, u Oscura Sierpe de las Profundidades y Cuervo Blanco que une la Tierra con el<br />

Cielo...” Otros nombres siguieron hasta que me dio vueltas la cabeza. “Imagen de la Señora eres<br />

tú y todos Sus rostros debes portar...”<br />

Quedaba sólo ya el más débil resplandor de las piedras. Escudriñé las sombras alrededor<br />

percibiendo, más que viendo, que el resto de las mujeres estaba todavía allí. El recinto debía estar<br />

enfriándose, pero el aire era sofocante aún. Sentí como si me fundiese en el suelo fangoso.<br />

“Ésta es la Diosa que es Madre de Todo. Por Ella es destruido el mundo al término de<br />

cada edad, para que de Ella pueda renacer otra vez. Diosa eres tú, que en el ciclo de tu matriz<br />

cada luna manifieste este misterio.”<br />

“Éste es el poder de la sangre de la luna”, llegó una voz del otro lado del círculo. “Sangre<br />

vertida para la vida, no para la muerte; para la purificación, no para la impureza. Éste es el<br />

sacrificio sangriento de la mujer. Ésta es la sangre que hace fértil el campo, la prueba de la<br />

inmortalidad de tu cuerpo...”<br />

Voces de mujer formaron coro a mi alrededor, resonantes como si fuesen emitidas ahora y<br />

para siempre en todo tiempo y lugar en que mujeres celebrasen ceremonia. Luché por respirar<br />

contra el calor y la presión. Sin duda había más mujeres aquí que las cinco que entraran conmigo<br />

en la cabaña. En el aire sobre nosotras se congregaron invisibles presencias, sacerdotisas y reinas<br />

en una línea ininterrumpida desde los días en que los grandes círculos de piedra fueron erigidos<br />

en el país.<br />

“En tus lunas, caminarás en aura de poder”, dijo otra. “Para los hombres sin<br />

conocimiento, esto es algo a temer. Al no entenderlo, su propia magia fracasa. Por esta razón, nos<br />

apartamos cuando nuestro flujo es mayor, o aprendemos el modo de contener nuestras energías.<br />

Por esta razón, elige este tiempo para artificiar tus más rotundos sortilegios...”<br />

Asentí, recordando cómo los espíritus de los muertos habían venido a mí en tropel y<br />

comprendiendo que mi propio cuerpo me confería un poder que los hombres conquistaban sólo<br />

por medio del sacrificio.<br />

“Como el flujo y el reflujo del Gran Mar son las mareas de tu cuerpo; sangre salidulce,<br />

agua salada de mar: ambas responden a la llamada lunar.” Esta voz era profunda y baja.<br />

“Como las aguas que corren por canales secretos bajo la tierra es la sangre de tu matriz; de<br />

esas fuentes fluye la vida del mundo, calmando la sed del cuerpo, el ansia del alma nutriendo.”<br />

Las palabras eran un hálito que no hablaba sólo a los oídos físicos.<br />

Las voces se desvanecieron. Sorbí aire y me hallé de rodillas, adherida al suelo lodoso.<br />

“De la tierra y el agua proviene tu poder, para aniquilar o renovar. Jura ahora, tú que eres<br />

el cáliz de la sangre de las reinas, servir al país como el país lo requiera. ¡No la muerte, sino la<br />

vida sea tu ofrenda!”<br />

Un silencio expectante pulsó alrededor. Recordé cómo había manado la sangre del caballo<br />

blanco bajo el hacha y de qué modo, por un momento, sentí yo la espantosa vulnerabilidad de mi<br />

padre. ¡Tantos sacrificios había habido, en substitución de la ofrenda final! Y sin embargo, lo que<br />

aquellas mujeres estaban pidiendo de mí era, a su propio modo, aun más terrible.<br />

“Todo lo que vive debe morir para que lo que murió renazca. Ésta es la obra de la mujer.<br />

Tienes el poder de destruir o de curar, de forma que las aguas sagradas sigan fluyendo...”<br />

No supe si estas palabras habían sido dichas en voz alta, pero la presión alrededor se había<br />

hecho insoportable.<br />

“Juro...”, susurré, y sentí un temblor de respuesta en la tierra debajo de mí. Pero aún no<br />

75


sabía lo que aquel juramento podía significar.<br />

“De la tierra y el agua viniste; de la tierra y el agua renacerás”, cantó Dama Asaret<br />

triunfante. “Te damos nacimiento ahora. Despréndete de la vieja vida, Serpiente de Briga, y<br />

emerge reconstruida...”<br />

Apartaron las pieles de la puerta y la luz del sol irrumpió al interior. Alguien me tomó en<br />

un rápido abrazo. La luz quedó velada cuando me soltó y reptó a través de la abertura. La<br />

siguiente me abrazó entonces, y después otra. La última mujer me condujo a la puerta. Me cubrí<br />

los ojos cuando me arrastró a la luz.<br />

Dama Asaret me esperaba al borde del agua y el resto de las sacerdotisas había formado<br />

dos líneas entre el remanso y yo, sujetando ramos de abedul. Pero más gente había llegado<br />

mientras estábamos en la sauna. Había una nueva sacerdotisa y, tras ella, próxima a Rigana,<br />

vislumbré el cabello dorado de Gunarduilla.<br />

Hasta este momento no me había dado cuenta de lo mucho que deseaba que estuviera<br />

aquí, pero no tuve tiempo de alegrías. Alguien me empujó hacia adelante. Me mordí el labio<br />

cuando la primera rama de abedul me azotó y empecé a correr.<br />

“¡Una piel muda la doncella!”, cantó la sacerdotisa. “¡Una piel muda la doncella! ¡Que<br />

renazca lo que hay dentro, tira la piel vieja!”<br />

Presioné hacia adelante, pero me tenían rodeada. Nuevo sudor me cegaba los ojos y mi<br />

piel sobrecalentada ardía. Cuatro... Cinco... conté a medida que las pasaba. Y entonces, antes de<br />

que pudiera alcanzar a Dama Asaret, vi a otra en mi camino, y esta mujer era azul como cualquier<br />

guerrero con los tótems impresos en la piel. Sentí su fustigazo abrasarme la carne y reconocí la<br />

finta sutil de la guerrera y el movimiento veloz de su brazo. Osa Madre... Me volví, despidiendo<br />

sudor de mis ojos, extendiendo los brazos.<br />

No había nadie allí.<br />

Pero Dama Asaret reía, me arrastró primero a su abrazo y después a la gélida distensión<br />

del agua.<br />

“¿La viste?”, exclamó. “¡Oh criatura bendita! ¡Siete sacerdotisas! ¡Siete de nosotras<br />

hemos estado aquí, después de todo!”<br />

Se congregaron alrededor de mí, frotándome la carne brillante con bastos paños como si<br />

quisieran arrancarme la piel. Me tambaleé y manos fuertes me sostuvieron. Había sido librada de<br />

la compacta oscuridad de la sauna al aire fúlgido y todas mis desdichas habían partido. Mi<br />

consciencia se columpiaba deslumbrada entre los confines de mi cuerpo y la totalidad del vasto<br />

universo.<br />

“¡Aguantadme!”, susurré, “¡o me iré flotando!”<br />

Los brazos de Dama Asaret me retomaron contra la dulce blandura de sus pechos y la<br />

firme curva de sus muslos. ¿Por qué querían que me desprendiese de mi madre? Me pregunté<br />

vagamente ¡Mi madre está aquí! Me aferré a la sensación de deliciosa frescura del agua que<br />

vertían sobre mi piel ardiente y de la firme calidez de las manos de las mujeres.<br />

“Deja que mis brazos te sostengan, hija... Aquí con nosotras estás a salvo...”, canturreó la<br />

sacerdotisa. Mi cabeza cayó sobre su hombro. Estaba llorando y no sabía por qué.<br />

“Estás limpia... has sido renovada... hecha íntegra...”, llegaron los susurros. Sus manos me<br />

tocaban con suavidad ahora. Poco a poco, los sollozos que sacudían mi cuerpo se calmaron.<br />

La sangre me pulsaba poderosamente en las venas y yo sentía sólo placer en el toque del<br />

aire helado. Nunca había estado tan limpia. La sensación de ligereza persistía, como si no<br />

estuviese del todo dentro de mi cuerpo, pero podía ver con claridad otra vez. Cada piedra y cada<br />

árbol parecían resplandecer con luz propia y las demás mujeres, angulosas o entradas en carnes,<br />

de pechos pendulantes o firmes, eran todas repentinamente bellas.<br />

76


Dama Asaret tomó un cuenco de azabache que el uso había pulido y lo sostuvo bajo el<br />

borde de la piedra por donde el agua caía a la alberca. En un nicho sobre aquél había una figura<br />

hecha de un metal mate. Sobre su faldón acampanado, dos pechos redondos brotaban de un torso<br />

erecto. Los rasgos estaban desdibujados por la edad, pero me pareció que sonreía.<br />

La sacerdotisa alzó el cuenco a mis labios y yo me tragué aquella dulzura, boqueando<br />

mientras colmaba mi cuerpo otra vez del mosto que éste perdiera sudando. Pero sin duda aquel<br />

bebedizo era algo más que agua ordinaria. Sentí como si estuviera remplazando la misma sangre<br />

de mis venas.<br />

“Amada, te hemos hecho renacer...”, dijo Dama Asaret mientras me ayudaba a retornar al<br />

terreno sólido. “Todo lo que sabemos, te lo hemos dado. Es la Diosa la que ha de hablarte ahora.”<br />

“¿Estás cansada, pequeña?”, preguntó Rigana acercando su poni a mi montura. “No<br />

durará mucho ya. ¿Ves esa sombra? Ahí es donde está la caverna...”<br />

Avanzábamos por la base del pedregal bajo la pared quebrada de piedra caliza. Después<br />

de mi purificación, me habían portado en una litera a caballo a través del río, girando luego hacia<br />

el valle y tomando el camino que ascendía el largo desgalgadero hacia los riscos: un viaje de una<br />

hora más o menos.<br />

La orden de una voz suave bastó para que los brutos se detuvieran. Gunarduilla me ayudó<br />

a bajar de la litera y agradecí su asistencia, porque aún no me sentía del todo conectada con la<br />

realidad.<br />

“¿Estás bien?”, susurré al abrazarla. Su vientre justo empezaba a redondearse. Había una<br />

nueva cautela en sus ojos, pero parecía fuerte como siempre y su piel clara brillaba con el frío.<br />

“Aquí estoy, hermanita... ¿no es eso suficiente respuesta?” Por un momento, su vista halló<br />

la de Rigana, después su atención retornó a mí. “Es en ti misma en quien has de pensar ahora,<br />

criatura. Esta oportunidad no se dará otra vez. ¡Viaja con bravura y trae de vuelta una visión<br />

hermosa para todas nosotras!”<br />

Al oeste, la larga forma escalonada de Rigodunon contemplaba la campiña. Los valles<br />

yacían serenos bajo la nieve, sin indicios de que su quietud hubiera sido nunca perturbada por la<br />

humanidad. ¿Qué tenía aún que aprender aquí?<br />

Dama Asaret desanduvo la línea hasta nosotras, crujiendo en la nieve sus botas de piel.<br />

“Contempla la Matriz de Briga... entra en ella ¡y renace!” La sacerdotisa señaló la gruta.<br />

“Fría te parecerá, pero más cálida es la caverna que el aire exterior. Ahora el sol está alto. Cuando<br />

retorne de nuevo a este punto, volveremos nosotras también. ¿Lo has entendido?”<br />

Asentí. Los sacerdotes del roble yacían durante tres días y tres noches en la oscuridad,<br />

aguardando sus visiones, y el pueblo de Cuervo iniciaba a sus cantores de peores maneras, medio<br />

ahogándolos en agua helada o colgándolos de los árboles. Yo no tenía ninguna razón para temer<br />

una sola noche en la cueva.<br />

Pero, cuando trepamos hacia allí, la sombra en la pared de roca se convirtió en las fauces<br />

de una bestia grande esperando a devorarme. Desde la entrada, me torné para mirar el mundo que<br />

dejaba. Muerte es lo que me aguarda ahí... pensé entonces, pero si del cuerpo o del espíritu no<br />

supe decírmelo.<br />

Me incliné bajo el saliente y penetré en el interior.<br />

La luz de la abertura me mostró un suelo escabroso de fango que descendía hacia la parte<br />

posterior de la caverna, haciéndose más y más profundo a medida que yo avanzaba y el camino se<br />

ensanchaba. Los planos escalonados del techo estaban fracturados aquí y allá, donde la roca se<br />

desplazara. Tropecé y vi un pote roto y el verde de un bronce corroído. Era un arnés, el tipo de<br />

ofrenda que alguien dejaría aquí para propiciar a un espíritu. Decían que esta gruta era una matriz,<br />

77


pero una vez más hube de preguntarme si no sería más bien un sepulcro.<br />

El extremo de la caverna se curvaba hacia adelante. Mientras oía el raspar de la piel dura<br />

con la que estaban cegando la entrada de la cueva, busqué la ilusoria protección de uno de los<br />

poco profundos abrigos en la roca. Durante unos breves momentos más, una línea de luz fue<br />

visible alrededor del borde de la abertura; después, también ésta se desvaneció cuando empezaron<br />

a amontonar allí las piedras.<br />

Tinieblas inundaron el espacio. La oscuridad de la sauna había sido sofocante pero,<br />

comparada con ésta, resultaba amistosa y segura. Era agudamente consciente de que me hallaba<br />

en un lugar de tamaño similar al del recinto de festejos de mi padre y, aunque no había visto nada<br />

peor que yo misma antes de que velaran la luz, ¿cómo podía tener la seguridad de que estaba<br />

sola?<br />

Me esforcé por oír algo más allá de la sangre impetuosa en mis oídos o la aspereza del<br />

aire en mis pulmones. Poco a poco, llegué a percibir el soplo de aire frío en mis mejillas, un goteo<br />

distante de agua, el tamborileo de una piedra desprendida.<br />

¡Eres una guerrera del lar del Oso!, me dije a mí misma. ¿Vas a avergonzar a tus<br />

maestros?<br />

Me convencí de pronto de que no sacaría nada de aquí, aparte de una garganta irritada y<br />

estornudos, pero había de llevar esta experiencia a término, cuando menos por aquellos que me<br />

amaban. Caminé a tientas hasta el muro de la gruta y tendí mis pieles.<br />

En vano se esforzaron mis ojos por hallar sentido en las tinieblas que me rodeaban. Los<br />

cerré, pero al instante siguiente se habían abierto con un parpadeo, buscando frenéticamente la<br />

luz. Recordé el cuento de Cuervo acerca de la Doncella que guardaba el pozo y empecé a<br />

entender por qué había renunciado a sus ojos el pez.<br />

No podía cerrar también mis oídos y los nimios ruidos que me llegaban sólo hacían más<br />

evidente la ausencia de todo sonido con significado. ¿Cómo había aguantado la Doncella sin más<br />

compañía que sus propios pensamientos? Quise gritar, pero temí lo que podía evocar de las<br />

sombras. Me arrebujé en las pieles, estremecida.<br />

Tras un tiempo interminable, me di cuenta de que nada había ocurrido... nada iba a<br />

ocurrir... no había nada ni nadie aquí aparte de mí misma.<br />

No había modo de saber la hora. Tenía hambre ya al entrar, de modo que el estado de mi<br />

estómago no era clave ninguna. Recorrí cada uno de mis miedos y molestias antes de que se me<br />

ocurriera que lo mejor era realizar la tarea que me había traído a la gruta. Y en efecto, no había<br />

nada más que hacer aquí.<br />

“Diosa”, suspiré en las sombras, “ya te llames Ava o Dana o Sugë, Jan-et o Verbeia o<br />

Tamar, te saludo, Altísima, la Briga que da nombre a este país...”, me detuve, preguntándome qué<br />

debía pedirle, y recordé los espíritus que tan hambrientos se congregaran en las estancias de mi<br />

padre.<br />

“Si en algo te importamos, escúchame. Tus hijos se matan unos a otros. A los campos los<br />

fecunda la sangre de los hombres.”<br />

Me recliné contra el respaldo que me ofrecía la roca, un tanto sorprendida de lo que había<br />

resuelto decir. Ya le afectase o no la carnicería a la Diosa, por todo mi adiestramiento guerrero,<br />

me afectaba a mí. Yo había perseguido el honor cuando corrí a través de la Isla, pero eso era antes<br />

de que viera la sangre de mis amigos manando para mezclarse con las aguas del mar. Los<br />

hombres podían luchar por riquezas o gloria, pero cualquiera sabía que las bestias más peligrosas<br />

eran las hembras protegiendo a su prole.<br />

Más tiempo hubo pasado cuando acabé de explorar las implicaciones que todo aquello<br />

tenía para mí como guerrera. ¿Qué más podía pedir?<br />

78


“Madre de todas las cosas, nunca conocí a mi madre yo”, brotó en mis adentros la nueva<br />

plegaria. “¿Es falta mía que muriera? Mis hermanas quieren que ocupe su lugar. A veces<br />

presiento que mi padre lo desea también. Quiero que me ame...” Rememoré de pronto la potente<br />

calidez de la mano de Leir en mi hombro y se me colmaron de lágrimas los ojos. “¡Pero yo no soy<br />

mi madre! ¡No puedo ser lo que todos ellos quieren que sea!”<br />

Una hembra animal morirá para salvar a sus cachorros, pensé entonces, pero ¿para qué<br />

murió mi madre? ¿Qué la empujó a arriesgar su vida para darme la vida?<br />

“Señora de Briga, ¿te cuidas Tú de este país solamente o de todos? ¿Qué es lo que mi<br />

padre busca con todas sus guerras? ¿No hay otro camino a tu lecho que el de la sangre? Mis<br />

hermanas dicen que Leir gobierna las regiones de esta isla sólo porque se casó con sus reinas.<br />

Pero sembró la muerte en sus campos antes de sembrar la vida en sus senos. ¿Cómo puede<br />

pertenecer él a esta tierra?”<br />

Contuve el aliento y noté que estaba temblando. ¿Me preocupaba por mi padre o por mí<br />

misma?<br />

Señora, dije queda, ¡ayúdame! La sangre de mi padre y de mi madre están en guerra...<br />

Comprendía ahora lo que Gunarduilla me había dicho una vez acerca de sus propias luchas. Si en<br />

este instante hubiera tenido un arma, habría dejado fluir mi sangre a la tierra para resolver el<br />

conflicto.<br />

Pero no tenía medio de herirme y, pasado un rato, mis latidos se aminoraron y yo me<br />

serené.<br />

Quizás tenía sentido esta vigilia, al fin y al cabo. Por primera vez en mi vida, se me había<br />

dado la oportunidad de reflexionar en todas estas cosas. Extrañas chispas danzaron ante mis ojos,<br />

desapareciendo cuando trataba de mirarlas. Pero ahora no temía cerrar los ojos. Volví a arroparme<br />

bien en las pieles y ocupé una cavidad entre dos piedras.<br />

Imágenes aparecieron en mi mente y se desvanecieron antes de que pudiera capturarlas,<br />

mientras me sumía más y más en la amable tiniebla. Me descubrí sentada en el recinto de festejos<br />

de mi padre, en Ligrodunon. Cuervo voltereteaba para divertir a los guerreros. Éstos reían, pero<br />

los ojos del bufón estaban tristes. Lo llamé, pero no pareció oírme.<br />

Mi espíritu voló al norte y hallé a Corcel tallando el mango de un cuchillo a partir de un<br />

hueso, labrándolo en curvas suaves como los miembros de una esbelta muchacha. Pero una y otra<br />

vez, mientras trabajaba el cuchillo, se detenía, se incorporaba, observaba. Una mujer bajo un<br />

manto de piel de oso entró en la choza por detrás de él, lo rodeó con su brazo... y ya no vi más.<br />

Más y más vasta se hizo mi visión. Vi labradores seleccionar sus semillas y guerreros<br />

afilar las puntas de sus lanzas. Contemplé cómo una moza contendía en la silla de partos y las<br />

mujeres alrededor cantaban ensalmos, mientras la cabeza de un guerrero recién muerto goteaba,<br />

roja, en un poste al otro lado de las puertas. Vi ciervos apartando la nieve del alimento en los<br />

montes del septentrión y lobos trotando pacientes tras sus rastros.<br />

Y entonces, al mismo tiempo, me dio la impresión de haber vuelto a las estancias de Leir.<br />

Pero ahora las antorchas estaban exhaustas y los guerreros roncaban en sus bancos contra el<br />

muro. Sólo en un extremo de la zanja para el fuego saltaba de cuando en cuando de las ascuas<br />

como el parpadeo de una llama, iluminando los planos audaces del rostro de mi padre, prendiendo<br />

una chispa en sus ojos abiertos.<br />

“¿Estará bien?, ¿qué opinas?”, susurró. “Dime... ¿será la misma cuando retorne a mí?”<br />

Algo se meció junto a él y Cuervo se incorporó, apartando a los perros.<br />

“Señor”, comenzó, “¿cómo podría saberlo éste?” La mano del rey se cerró repentina en la<br />

piel de su capa. Ojos azul cielo se clavaron en ojos térreos.<br />

“Tú sabes...”, gruñó Leir. “¡No me embauques con tus juegos! Tú lo sabes todo...” Cuervo<br />

79


gimió y los perros se agitaron inquietos. Abruptamente, el rey soltó a su cautivo.<br />

“Pero estoy aquí”, les llamé, “¿no podéis verme?”<br />

Ninguno de ellos se tornó. Cuervo volvió a sentarse, frotándose el cuello, después rió. “El<br />

joven cisne vuela por cielos antiguos, mas donde va la serpiente lo sabe... ¿Oirías una historia,<br />

señor?” Leir asintió y tomó un largo trago de su cuerno.<br />

“Ésta es la historia de Doncella-Guarda-del-Pozo”, dijo Cuervo. Pero esta vez la narró de<br />

un modo diferente. Ahora era el Astro el que había brillado a través de la abertura para buscar a la<br />

Doncella, y ésta había huido de él, pero por todas partes sus aguas se veían forzadas a ascender en<br />

fuentes y manantiales, y en cada lugar en que aquélla brotaba al exterior hallaba al Astro<br />

esperándola.<br />

“¡Éste no es el verdadero fin!”, grité. “No es así como se cuenta la historia...” Pero ellos<br />

no podían oírme. No querían oírme...<br />

El recinto se había desintegrado alrededor y, con un sobresalto que me sacudió los huesos,<br />

desperté, incorporándome de golpe y clavando la vista en la oscuridad.<br />

Tenía frío. Debía de haber cambiado el tiempo porque el aire era como el hielo.<br />

Temblando, recogí mis pieles y me arrebujé en ellas, pero estaban gélidas donde cayeran de mi<br />

cuerpo. Respiré profundamente, tratando de hacer cantar a la sangre en mis venas, como cuando<br />

salí de la sauna. Pero el frío se hacía más y más penetrante, se enroscaba en mi cuerpo y mis<br />

extremidades empezaron a entumecerse.<br />

Ésta es la muerte que sentí aguardarme... pensé entonces; pero mi mente se entumecía<br />

también y costaba incluso que aquello me importase. Noté que mi cuerpo se desplomaba cuando<br />

me abandonó la sensación... no, me estaba hundiendo, me estaba tragando una serpiente de hielo,<br />

me sorbía el olvido.<br />

Tales eran las aguas heladas cuyo abrazo temiera al cruzar el mar. Pero ahora me cubrían<br />

y no había otro camino que descender...<br />

Extrañamente, cuanta mayor profundidad ganaba, más podía moverme. No tenía cuerpo,<br />

pero cierta esencia persistía que seguía la corriente hacia un inimaginable destino. Poco a poco<br />

comprendí que la resistencia que la canalizaba era piedra. La roca era porosa y el agua calaba en<br />

ella por todas partes.<br />

Sentí el peso del agua alrededor, forzada a ascender a través de lisos pasajes por la presión<br />

desde abajo. Me entregué a aquel movimiento con creciente excitación y una voz que era y no era<br />

la mía gritó: “¡El agua es la Vida del País!”<br />

Yo era una serpiente hecha de agua, retorciéndome a un lado y a otro y efundiendo<br />

energía que no podía ser negada. Y entonces me liberé de repente con un estallido y sentí que me<br />

expandía, las escamas en plumas convertidas, en alas las plumas extendidas. Pero aún mi cuello<br />

sinuoso era el de una sierpe y mi pico agudo mordía el cielo.<br />

Allá abajo, la tierra yacía quieta en la garra del invierno. Yo podía percibir el agua<br />

moviéndose por todas partes, girando en lentos remolinos bajo la concha blanca de los lagos o las<br />

charcas del bosque, fluyendo poderosa bajo el hielo de los ríos y las fuentes y corrientes.<br />

Luz fulguró de pronto. Roncas voces clamaban un nombre que una vez conocí. Figuras<br />

borrosas venían a mí apresuradas.<br />

“¡Bendita Briga, está congelada! ¡Mirad, si hay cristales de hielo en estas pieles! Rigana,<br />

tira la manta aquí abajo...”<br />

Batí frenéticas alas contra las manos que luchaban por atarme a la carne una vez más, pero<br />

eran demasiado fuertes.<br />

“Cridilla, ¿puedes oírme? ¡Oh, les dije lo que pasaría! ¡Si muere, el rey nos asesinará a<br />

todas! Cridilla...”<br />

80


Parpadeé. Era Gunarduilla la que me estaba portando, Gunarduilla la que me llamaba. La<br />

luz se hizo más intensa. Otras la ayudaban ahora. Las mujeres se despojaron de guantes y botas<br />

de piel con el calor de sus cuerpos y los pusieron en mis miembros. Un balbucir confuso asaltó<br />

mis oídos trepidantes.<br />

“La visión...” El rostro de Rigana apareció ante mí. “Cridilla, ¿qué has visto?”<br />

La observé, contraído el rostro cuando manos y pies empezaron a latirme de dolor. “La<br />

serpiente...”, croé, y todas callaron, de pronto escuchándome. “La serpiente y el cisne son uno<br />

solo...”<br />

Rigana me miró sin comprender. “Delira...”, dijo alguien. “No esperéis coherencia de ella<br />

ahora.”<br />

Dejé caer la cabeza hacia atrás contra el hombro de Gunarduilla. Al mirar el cielo vacuo,<br />

noté un beso frío en mi piel ardiente. De lo alto llegaron, desprendidas, las blancas plumas frías<br />

del cisne.<br />

81


SEGUNDA ESPIRAL:<br />

EL VUELO DEL CISNE<br />

Trigesimosexto Año del Reinado de Leir<br />

82


CAPÍTULO 8<br />

“Tu reino será sujeto a restricción,<br />

pero el reinado del ave será noble,<br />

y éstos serán tus tabúes...”<br />

-La Destrucción del Albergue de Da Derga<br />

En invierno, el frío apresa las aguas dadoras de vida y entumece el país, como si nada<br />

hubiera de moverse otra vez. Al mirar atrás, me parece como si los cuatro años que siguieron a mi<br />

iniciación hubiesen sido una sola invernada. Fueran los que fuesen los cambios que mi vigilia en<br />

la caverna operó en mi ser, permanecieron invisibles como semillas que aguardan el tan<br />

demorado beso del sol. Las sacerdotisas me llevaron de vuelta a casa de mi padre, para que<br />

recuperase allí la salud. Rigana retornó al sur, a sus amantes, y Gunarduilla a sus guerras en el<br />

norte. Pero yo me quedé con el rey en Briga, compañera de sus viajes y confidente de sus<br />

estrategias, y me creí satisfecha.<br />

Fue justo antes de la Fiesta de la Doncella cuando las cosas empezaron a cambiar. El agua<br />

goteaba entonces de un modo tan constante como el sonido de un tambor desde el techo de paja<br />

de la gran casa que mi padre construyera junto al río Soretia.<br />

Aquel día me daba la impresión de que cosas congeladas desde mucho tiempo atrás se<br />

habían puesto en movimiento por todas partes, y en mí misma no menos que en todo lo demás.<br />

Durante años, mi camino había sido algo tan rígido como las blancas costras que la noche dejaba<br />

aún en los patios y en los campos. Pero ahora cada mañana las convertía en charcos que cuajaban<br />

en fango bajo los pies de los mensajeros. El aire mismo era clamoroso con las disputas de los<br />

guerreros y el correr del agua y los gritos de los pájaros que retornaban.<br />

Una docena de nosotros habíamos partido a caballo de la casa del rey, Ambiolissa,<br />

temprano al alba, portando arcos y redes con la esperanza de cazar algún ave acuática. Nuestros<br />

caballos patullaron torpemente el camino enlodado, pero en los prados los nuevos corderos<br />

jugueteaban como si tuviesen alas. La cuenca del Soretia era una región de gentiles ondulaciones.<br />

Desde ayer, parecía, las ramas externas de los árboles que se apiñaban en sus valles habían<br />

cambiado de color. Sus puntas se apimpollaban ya de un verde renovado. Y yo sentí mi propia<br />

garganta hincharse con un clamor... ¿o era quizás un grito ominoso?<br />

¿Fue el olor del aire lo que me recordó de pronto la Isla de Niebla? Me temblaron las<br />

piernas cuando reprimí el anhelo de espolear mi yegua y lanzarla a un galope precipitado a través<br />

de los campos. Me dije a mí misma que no era más que la reacción a haber estado tanto tiempo<br />

encerrada. Incluso a mi padre había llegado a irritarlo tanta inacción; si no, ¿qué sentido tenía<br />

aquella andanza por el barro? Nuestras reservas no estaban tan bajas todavía.<br />

No éramos los únicos en aprovecharnos de aquel día de sol. En los terrenos altos, y mejor<br />

drenados, las gentes de la villa cercana preparaban los campos para el arado. Desde la cuesta<br />

sobre nosotros llegaba como un sonido aflautado y, al acercarnos, la letra de una canción.<br />

“Flores fundíos de escarcha, brotes en las ramas,<br />

Se torna la tierra verde, el arado reclama;<br />

Escucha y despierta,<br />

Celeste Doncella: da vida al país.”<br />

83


Al aproximarnos uno de los labradores emergió al camino.<br />

“¡Padre de los guerreros: un don!”<br />

Leir tiró de las riendas, esperando la usual petición de caridad o de justicia, y el resto nos<br />

detuvimos tras él. El manto del rey, de verde y gris y blanco ajedrezados, le cubría abierto los<br />

hombros. Durante los últimos años, su pelo y su barba habían pasado imperceptiblemente del oro<br />

a la plata. Aquella mañana clara, parecía como si la luz le brillase a través de la carne y los<br />

huesos. En la distancia, yo podía oír el canto aún.<br />

“Corderos en el prado, cisnes en el nido,<br />

Las cerdas paren, las yeguas aún en vilo,<br />

Escucha y despierta,<br />

Celeste Doncella: da vida al país.”<br />

Mi yegua se movió intranquila, percibiendo mi humor, y yo la retuve. Artocoxos estaba,<br />

como siempre, medio cuerpo detrás de su señor. Yo cabalgaba al lado de mi padre, con el resto de<br />

la escolta desplegada a nuestras espaldas. El séquito invernal del alto rey había crecido un tanto<br />

durante las estaciones pasadas. Además de los Compañeros, dos de los jefes, Loutrinos hijo de<br />

Carantis y Nextonos del Alto Fuerte, pasaban la mayor parte de su tiempo en nuestras estancias.<br />

Y yo trataba de no notar qué a menudo sus miradas reposaban en mí.<br />

Leir se había beneficiado de la ambición de los hombres a convertirse en yernos suyos<br />

desde mi primera sangre. Eso no me importaba a mí, siempre y cuando el asunto no fuese más<br />

allá, y con frecuencia daba la impresión de que mi padre tenía tan pocas ganas de verme casada<br />

como yo misma. Pero Loutrinos y Nextonos habían sido más persistentes que la mayoría de mis<br />

potenciales consortes. Aquel día vestía yo mi túnica marrón más vieja, un chaleco de piel de<br />

cierva y un manto deshilachado de rayas pardas y grises, pero podía sentirlos mirarme mientras<br />

esperábamos por el rey.<br />

“De las sombras sale el día, de las nubes sale el sol,<br />

del sudario la vida, de la nieve la campiña;<br />

Escucha y despierta,<br />

Celeste Doncella: da vida al país.”<br />

“¿Qué pide el campesino?” Loutrinos era un hombre grande, poderoso, que había llegado<br />

a la isla sólo unos pocos años atrás, y su conocimiento de la lengua antigua era pobre.<br />

“Pide al rey que haga el primer surco...”, dije en voz baja. “Es la costumbre aquí, debido<br />

al poder del Señor para bendecir la tierra.”<br />

“Lo mismo ocurre en mi país.” Loutrinos aproximó a mí aun más su montura y Nextonos<br />

puso mala cara.<br />

El rey estaba agitando la cabeza, impaciente. El labriego me vio mirar y se inclinó<br />

profundamente, pero en sus ojos había súplica.<br />

“Creo que me quieren a mí también”, dije con rapidez y urgí mi animal hacia el lado del<br />

rey antes de que ninguno de los hombres pudiera contestar.<br />

“¡No tenemos tiempo para irnos parando en cada campo hasta el río!”, murmuró Leir.<br />

“¿Qué haría éste la última primavera, cuando yo estaba en <strong>Bel</strong>erion? ¿Es que no pueden estas<br />

gentes sembrar siquiera el surco de sus mujeres sin que yo esté delante?”<br />

“No te pongas así, padre. Sabes bien que lo haría él mismo en tu nombre, si no estuvieras<br />

aquí. Y una sola vez servirá para todos...” Le puse la mano en la manga de la túnica y sonreí.<br />

84


“¿Está listo el arado?”, pregunté, cogida aún al brazo de mi padre.<br />

“Lo está, señora, con hinojo y sal, con jabón y semilla de hombre”, respondió el labrador,<br />

“y las ofrendas a la Madre han sido hechas.”<br />

Me volví hacia mi padre. “Llevará sólo un momento, ¿ves? Y enseguida estaremos<br />

camino del río otra vez.”<br />

“¿Tú crees?”, repuso Leir. “Esta mañana Talorgenos oyó graznar a un cuervo en la copa<br />

de un roble y yo he tenido extraños sueños. Pero supongo que de nada sirve discutir aquí.” Con<br />

un suspiro, se deslizó de su bruto y yo lo seguí.<br />

El campesino nos condujo al extremo de un largo rectángulo de rastrojo cubierto por<br />

estiércol esparcido que se secaba al sol. El terreno era mullido bajo mis pies. Más próxima ahora<br />

a la tierra, podía oler los aromas embriagadores del suelo húmedo y el verde renovado. Las<br />

primeras hierbas de la primavera asomaban ya en el terruño frío y flores amarillas y estrelladas de<br />

fárfara, buenas para la tos y los refriados, brillaban al filo del campo. Mi padre tenía aún el ceño<br />

fruncido. ¿No podía sentir la vida en la tierra? Le sonreí con deleite; Leir me sonrió indulgente.<br />

Tomando su lanza de caza, caminó hasta la esquina del campo. Luz fulguró en la punta<br />

álgida.<br />

“Así te sirvo, Señora...”, clamó el rey. “¡Abre tu matriz! ¡Pare abundancia para el bien de<br />

los hombres!” Con un único y limpio movimiento, la lanza destelló antes de hincarse en el suelo<br />

abriendo en él una herida jugosa.<br />

“Mi agradecimiento, señor. Ahora será sin duda fértil...”, dijo el rústico con satisfacción.<br />

La gente se había materializado en torno a nosotros. Un muchacho fustigó los flancos de una<br />

yunta de negros bueyes peludos para ponerlos en posición y otro hombre trajo el arado. Ninguno<br />

de ellos nos miraba.<br />

Leir sacudió atribulado la cabeza, como si él mismo comprendiese también que no había<br />

sido en todo esto más que otra herramienta, al igual que el arado o los bueyes, y partió de vuelta<br />

hacia las monturas. Fue entonces cuando me percaté de que los latidos de la tierra eran la<br />

vibración de cascos de caballo que se aproximaban a gran velocidad.<br />

El rey se irguió, y la autoridad que pareciera apartarse de él tras el rito telúrico lo tensó<br />

una vez más, al presentarse tres hombres sobre ponis peludos, tan sucios de barro que uno no<br />

podía decir su color.<br />

“Zayyar...”, gritaron, y las manos de los guerreros buscaron las espadas.<br />

“¡Zayyar-a-Khattar, el gran toro de los Ai-Zir, ha muerto!”<br />

Los rostros de los guerreros se relajaron, con incredulidad o incomprensión; pero en los<br />

ojos de mi padre yo vi pérdida. Éste empezó a dar órdenes entonces y, en unos instantes,<br />

mensajeros cabalgaban en todas las direcciones. Estas nuevas lo cambiaban todo. Durante cerca<br />

de diez estaciones, las huestes habían marchado al sur cada año tan pronto como el ganado se<br />

hallaba en sus pastos de verano. ¿Qué harían ahora sin un enemigo?<br />

Cuando hubo acabado, pocos de nosotros quedábamos con él.<br />

“¿Retornarás a tus estancias, señor?”, preguntó Artocoxos.<br />

Leir, cansino, se encogió de hombros. “¿Para qué? Zayyar no marchará contra nosotros<br />

ahora y los jefes no vendrán al Consejo antes del Equinoccio de Primavera. Sigamos con nuestra<br />

caza.”<br />

Lo observé con curiosidad mientras nos poníamos en movimiento otra vez. Pensaba que la<br />

muerte de su viejo enemigo lo haría rebosar de alegría, pero su mirada se había tornado hacia el<br />

interior. A medida que nos acercábamos al río, el aire se volvía un clamor con las bandadas<br />

primaverales de aves acuáticas, pero él no parecía oírlas.<br />

El resto no estaba tan abstraído.<br />

85


“Querrán pactar la paz”, exclamó Artocoxos, “antes de que la hierba asome en la tumba<br />

del viejo.”<br />

“Suenas decepcionado”, le dije con extrañeza.<br />

“¡Ah!, es como aquella gran pelea mía con el oso que me hirió la pierna”, repuso con un<br />

suspiro. “Fue una lucha dura, pero eché de menos a la bestia cuando acabó. Contra él, me sentía<br />

vivo. ¡Fue un enemigo digno!”<br />

“¿Qué me dices de los sobrinos del viejo toro? ¿No reñirán por el alto asiento?”, inquirió<br />

Nextonos. Me pregunté si temía que la fortaleza que el rey le había puesto a construir sobre uno<br />

de los montes más prominentes al norte de la cuenca no fuera necesaria después de todo.<br />

“Ah, ahí está la dificultad ahora”, dijo Artocoxos. “Hay tres terneros embistiéndose en los<br />

llanos de Ava y ninguno de ellos con la mitad de las pelotas del viejo. Para cuando acaben de<br />

combatirse, no les quedará banda a ninguno con la que desafiar a un enemigo.”<br />

Loutrinos asintió prudente. Sus tierras estaban más al sur y supuse que era un alivio para<br />

él saber que los hombres del toro no se le llevarían el ganado este año.<br />

¿A quién, me pregunté, combatirían ahora los jóvenes enardecidos por esta larga guerra?<br />

Los patos levantaron el vuelo parpando cuando alcanzamos las orillas del Soretia y Leir<br />

alzó la mano.<br />

“Callad, y que vuestro silencio honre el tránsito de un noble guerrero.” El resto de los<br />

hombres se amedrentó bajo su mirada. Luego, ésta se suavizó. “En cualquier caso, no cobraremos<br />

ninguna pieza para la cena con semejante compañía. Hemos de dividirnos en pares...”<br />

“Con mucho gusto escoltaré a la princesa”, comenzó Nextonos. El rey paseó la vista de él<br />

a Loutrinos, cuya boca se abría ya para hacer la misma oferta y, por primera vez desde que<br />

llegaran las noticias del sur, sus labios dibujaron una sonrisa.<br />

“Emparejaos como queráis. La princesa Cridilla caza conmigo.”<br />

Uno a uno, como los jefes en el Consejo, las aves retomaban sus conversaciones de<br />

nuevo. Yo había aprendido la inmovilidad en la Isla y mi padre, bajo su manto ajedrezado, se<br />

fundía con el marrón desvaído y el verde renacido de los juncos. Cuando nos ocultamos en<br />

nuestros puestos, los ánades se movieron nuevamente hacia las aguas abiertas.<br />

“Igual que Loutrinos...”, murmuré señalando a un lustroso ejemplar que justo empezaba a<br />

echar su plumaje estival y remaba determinado tras una hembra moteada.<br />

“¿Y Nextonos?” Leir apuntó con la cabeza a otro, que avanzaba para interceptar al ganso<br />

anterior mientras la gansa se alejaba despreocupadamente de los dos. Su mirada buscó la mía y le<br />

sonreí. “¿Te resultan molestos?”<br />

Me encogí de hombros. “Sólo si te lo resultan a ti. Que sueñen conmigo, si eso le sirve a<br />

tu política; pero recuerda que, cuando estuve enferma tanto tiempo tras mi iniciación, juraste que<br />

no tendría que casarme con nadie que no hubiera elegido yo misma.”<br />

Detrás de nosotros flores afelpadas de sauces robustos se abrían y las ramas se<br />

balanceaban sombreando el marrón del agua junto a la orilla y el rostro ceñudo del rey.<br />

“El tema de tu matrimonio surgirá otra vez en el Consejo de Primavera. Los jefes están<br />

decididos a verte desposada...”<br />

Lo miré, alzando una ceja al estilo de Gunarduilla, un truco que tras larga práctica había<br />

llegado a dominar.<br />

“¿Por qué? Los matrimonios de mis hermanas no me han dado ningún motivo para<br />

envidiarlas...” Me contuve de pronto, preguntándome cuánto del chismorreo sobre sus hijas<br />

mayores había llegado a oídos del rey.<br />

Era de todos sabido que Gunarduilla y Maglaros se peleaban constantemente, cuando no<br />

86


estaban guerreando en alguna parte, y el apetito de Rigana por los hombres lo conocía todo el<br />

mundo en <strong>Bel</strong>erion a excepción de Senouindos. Pero, si mi padre no se había enterado de cómo<br />

les iba a sus hijas con los maridos que les diera, era porque no quería saberlo.<br />

Y eran mis hermanas, aunque apenas nos hubiésemos visto los últimos años. No tenía<br />

ninguna razón para exponerlas a las iras de mi padre.<br />

“Quizás soy egoísta”, dijo atribulado, “por retenerte junto a mí. Pero ¿con quién más<br />

podría hablar de este modo? Para mis guerreros yo he de ser siempre el jefe...”<br />

Y para tus mujeres el semental... Pero, ahora que pensaba en ello, las mujeres que<br />

compartían estos días su lecho lo hacían sobre todo para calentarle las sábanas.<br />

“Yo soy la nube que pasa”, dije en voz alta. “Yo soy la corriente que fluye. Mientras sea<br />

libre, tus palabras estarán seguras conmigo...”<br />

El ganso que se parecía a Loutrinos se alejó gondoleando y unos somorgujos, pequeños,<br />

rotundos, llegaron tras él, meneándose con rápidas inclinaciones de cabeza y dejando que la<br />

pálida pelusilla de sus colas recortadas floreciera momentáneamente antes de hundirse en el agua<br />

las aves. Las cercetas se movieron entre ellos ajetreadas, añadiendo sus propios colores a la<br />

reunión. Yo había advertido la blanca curva de un cisne un poco más arriba de la corriente,<br />

mientras nos colocábamos en posición, y sabía que su pareja tenía que estar cerca, construyendo<br />

el nido entre los juncos.<br />

Hubo un grito y un chapoteo río abajo, como si alguien hubiera errado el tiro y caído al<br />

agua.<br />

“No es nada”, susurré cuando las aves empezaron a posarse otra vez. “Algunos errores<br />

conllevan sus propios castigos.”<br />

“Algunas victorias también”, dijo Leir de pronto. “No sólo serán los jóvenes los que se<br />

pregunten de qué sirven sus habilidades ahora que el Gran Toro ya no está.”<br />

Pensé en los tatuajes impresos en mi espalda y mi vientre que nadie había visto. Yo me<br />

entrenaba aún con los guerreros, pero mi espada había permanecido en su vaina desde que retorné<br />

a las estancias de mi padre. Flexioné mis largos gemelos con cuidado, para no perturbar a las<br />

aves. ¿Era yo quien había competido con el viento a través de la Isla de Niebla?<br />

“¿Es eso un ánsar?”, pregunté rápidamente cuando algo se movió entre los juncos.<br />

“Demasiado pronto para un ánsar”, replicó mi padre. “Pero al ocaso descenderán todos a<br />

reposar. “Es sólo una garza, ¿ves?”<br />

Vislumbré el dorso gris del ave y después su cuello pálido, que rehízo su curva grácil al<br />

emerger la cabeza con una trucha pequeña en el pico.<br />

¡Hermana, buena caza!, pensé entonces. Por primera vez en muchos meses me pregunté<br />

si esto era todo lo que la vida iba a ofrecerme. En esto, mi padre y yo coincidíamos, aunque no se<br />

lo confesé.<br />

“El país necesita aún un rey...”, dije en voz alta.<br />

“¿He de hacer de mi lanza un calce para el arado? Esta noche he tenido un sueño”, susurró<br />

tenue, “y me pregunto si el augurio me estaba destinado a mí...”<br />

“¿Qué ha dicho Talorgenos?”<br />

Leir torció el gesto. “¡Con toda su cháchara sobre cuervos y presagios no ha tenido tiempo<br />

de escucharme! Si quiere saber lo que sueña el rey, que pregunte a los pájaros.”<br />

“Pero los pájaros no me hablan a mí, padre”, respondí con blandura. “¿Qué sueño era<br />

ése?”<br />

“Estaba a la orilla de un lago y veía una bandada de cisnes blancos ascender de dos en dos<br />

y cada par estaba unido por una cadena de oro. El único sonido era el murmurio de sus alas al<br />

batir el aire. No había visto nunca nada tan hermoso como aquellas formas blancas elevándose.<br />

87


Quería ir con ellas, pero estaba pegado al suelo. Sin embargo, cuando el último de los cisnes voló<br />

en círculo alrededor, vi que su cadena estaba rota. Le grité que me llevase, pues yo era un hijo del<br />

cisne...”<br />

“¿Y entonces?”, lo urgí cuando cayó en silencio.<br />

“Entonces restalló un trueno, y una voz clamó: La cadena está rota, el roble hendido; ¡la<br />

victoria va donde la maldición caerá! Y el cisne trazó tres círculos alrededor de mi morada y<br />

luego partió. Me desperté llorando. Y ahora lo entiendo, pues ¿quién queda para desafiarme?<br />

Quizás Zayyar sea el afortunado. Ha muerto luchando, aunque fuera sólo con un jabalí.”<br />

Fijé en él la mirada. “Sin duda la realeza es algo más que ganar batallas.”<br />

Leir se encogió de hombros. “Desde que llegué a esta isla, eso es algo que no he tenido la<br />

oportunidad de aprender...”<br />

Podía decirme estas cosas, pensé entonces, como podía decírselas a los pájaros y los<br />

juncos. Los dedos del rey, tan certeros en el asta de la lanza o la empuñadura de la espada,<br />

toqueteaban ahora inquietos la lana que cubría sus rodillas. Parecía tener los nudillos hinchados y<br />

sus venas eran un bordado azul bajo la piel erosionada. ¿Cuánto tiempo habían estado así?<br />

¿Por qué te sorprendes?, llego una voz de mis honduras. Sacudí la cabeza como si un<br />

mosquito estuviese abejoneándome en la oreja, pues no era posible que mi padre envejeciera<br />

tanto.<br />

“Ahora podrás acabar tu carretera”, le dije un poco desesperada.<br />

“Cierto, podré.” Su humor se distendió un tanto. “Y mira, ahí vienen los ánsares.”<br />

Levanté la vista hacia las aves, que volaban formando una cuña precisa a través del cielo.<br />

Leir estaba irguiéndose, evitando cualquier movimiento repentino que pudiera advertir de nuestra<br />

presencia, con el arco preparado en las manos. Yo aún cogía mis propias armas cuando soltó la<br />

primera flecha, y vi el fino proyectil pasar bajo el ala alzada de un ganso. Volvía a estar<br />

preparado cuando las aves planearon en descenso al río, viniendo hacia nosotros y en sentido<br />

contrario a la corriente. Una segunda flecha voló y no pude ver dónde caía; y luego la tercera, al<br />

tocar los gansos el agua. Oímos entonces una frenética conmoción de alas entre los juncos.<br />

Ahora el resto de las aves se elevaba otra vez, gritando convulsas, y los patos añadían su<br />

propia histeria al tumulto. Disparé unas pocas flechas a la masa revoloteante y después la<br />

bandada desapareció hacia un remanso menos traicionero.<br />

“Tú has cazado uno, al menos...”, dije cuando remitió el clamor. “¡Vamos a buscarlo!”<br />

Agarrotados después de tanto rato allí inmóviles, nos abrimos camino corriente arriba<br />

entre los juncos. Oímos, por fin, que algo se debatía en el agua, y después el aire vibró y un cisne<br />

arrancó del nido hacia los cielos. Leir apartó las cañas. Cuando vi que no se movía, vadeé la<br />

corriente hasta él y miré por encima de su hombro.<br />

El ave cuya mancha de sangre se esparcía en el agua era el otro cisne.<br />

“Ha sido mi flecha...”, le dije al silencio. “Tomo la culpa sobre mí. Déjalo yacer donde ha<br />

caído...” Tuve el cuerpo de pronto ardiente y luego gélido otra vez.<br />

Le tiré de la manga, tratando de llevármelo de allí, pero Leir se zafó y alcanzó el ave<br />

muerta.<br />

“Mi flecha.” Mostró la saeta que había arrancado del blanco pecho del cisne y vi las<br />

plumas distintivas, negras y grises. “Y mi destino...”<br />

Las grandes alas del pájaro colgaron como los pliegues de un manto blanco cuando lo<br />

levantó y trepó con él de nuevo a la orilla. La herida era una flor carmesí en la nieve.<br />

“Padre, los hombres no deben verlo. ¡No llevarás esa pieza a casa!”<br />

“¿He de convertirme en un acechador de las sombras? ¿Un perpetrador de hechos que la<br />

luz del día no debe ver?” Su voz ganó fuerza. “¡Nunca he negado uno de mis actos desde que<br />

88


tomé las armas!”<br />

“¡Pero esto no ha sido por voluntad tuya!”, le espeté.<br />

“¿Crees que eso importa ahora?” Bajo la furia, creí vislumbrar la misma tristeza que Leir<br />

mostrara al oír que el príncipe de los Ai-Zir había muerto. “¡Nunca renunciaré a lo que he<br />

hecho!”<br />

Una sombra oscureció su rostro cuando la pareja del cisne pasó sobre nosotros. Uno, dos,<br />

tres círculos trazó en sentido contrario al curso del sol, estiró su largo cuello y voló hacia el<br />

ocaso. El rey dejó el ave muerta en el suelo, tomó con manos torpes su cuerno de caza y sopló<br />

una larga y clara nota.<br />

Hubo un aturdido balbuceo al ver los guerreros lo que habíamos cobrado, pero la mirada<br />

desafiante de Leir los calló a todos. Montamos en incómodo silencio y el caballo de carga danzó<br />

nervioso cuando la saca que contenía el ánade y la cerceta abatida por los otros hombres fue<br />

equilibrada por el peso muerto del cisne.<br />

Mientras avanzábamos a través de la maraña de alisos y sauces entre el río y los campos,<br />

Artocoxos se acercó cabalgando a mí. Lo vi ponerse blanco al mirar el cisne.<br />

“Supongo que ha sido uno de los guerreros el que lo ha matado...”, empezó, y yo sonreí<br />

amargamente, preguntándome si Leir escucharía a su viejo amigo en lo que a mí no me había<br />

hecho caso.<br />

El rey se volvió hacia él. “La flecha es mía. El tiro fue mío. ¡Y soy yo quien se comerá<br />

este pájaro!”<br />

“Mi señor, escucha...” Artocoxos acercó aun más su montura y su voz era un rumor bajo y<br />

sordo que pretendía pasar por susurro. “¡Todo el mundo conoce aquí tu geasa! Si llevas a casa<br />

esa cosa, tendrás a todo el país hablando de ello mañana. Dirán que es mal augurio, que el espíritu<br />

de Zayyar te ha maldecido, o cosas peores aun...” Farfullaba. Revelaban los ojos de Leir que ya lo<br />

sabía y, cuando éste alzó su mano, la voz del viejo guerrero cedió.<br />

“Esto no es obra de nadie sino mía...”, dijo el rey en voz alta y yo vi finalmente que era<br />

justo porque creía lo que le decíamos que no habría retirada posible ya. “¡Que la tierra y el mar y<br />

el cielo se alcen para cubrirme, si niego lo que he dicho, pues no me desdeciré de mi palabra!”<br />

Tiré de mis riendas y me di cuenta sólo entonces de que era la fuerza de la ira de Leir la<br />

que nos había hecho retroceder de él a todos. En su rostro se pintaba la máscara de batalla, sus<br />

ojos protuberantes, sus venas palpitando visiblemente bajo su piel arrebolada. Nadie osó<br />

detenerlo cuando lanzó su caballo camino abajo.<br />

A través del silencio llegó un borboteo de agua, un arroyo nutrido por la lluvia que<br />

serpenteaba sobre un lecho de piedra para unirse al Soretia. Hubo una blanca convulsión entre los<br />

bajíos al chapotear el caballo del rey en el agua y la forma de un gran cisne batió pesadamente las<br />

alas hacia el cielo. El agua saltó formando un abanico carmesí contra el crepúsculo y la<br />

cabalgadura se encabritó. Las riendas se le fueron a Leir de las manos y cayó hacia atrás de una<br />

forma extraña, como descoyuntada, y el bruto se desmoronó.<br />

Yo saltaba ya de mi yegua mientras la urgía aún hacia adelante. Evité los cascos<br />

fustigantes para alcanzar al rey. Mi padre yacía inmóvil, con las piernas esparrancadas sobre la<br />

orilla y la cabeza en la corriente. Más agua nos roció todavía cuando el animal del rey se levantó<br />

otra vez por sí mismo, pero yo ya tenía la cabeza de Leir en mi regazo y trataba de servirme del<br />

arte de curación guerrero que aprendiera en la Isla para saber si había huesos rotos.<br />

“¿No está muerto?” Había angustia en el murmurio de Artocoxos cuando arrojó las<br />

riendas de su animal a otro hombre y se deslizó orilla abajo para arrodillarse junto a mí.<br />

“Vive...” Afiancé mejor la cabeza de Leir en mis rodillas. La boca del rey, flácida, estaba<br />

abierta; su rostro, arrebolado aún; y su respiración era estentórea y lenta. Con más cuidado ahora,<br />

89


mis dedos examinaron los contornos de su cráneo. “Pero puede haberse golpeado la cabeza al<br />

caer.”<br />

“Señora”, el guerrero se inclinó hacia mí. “¿Pongo a los hombres a cortar ramas para una<br />

litera?”<br />

“Hazlo”, torcí los labios, “y esperemos que Leir despierte antes de que lo acostemos en<br />

ella y nos maldiga por alborotarnos así.”<br />

Artocoxos se levantó rugiendo órdenes a los hombres que permanecían detrás, formando<br />

un silencioso semicírculo, en el talud sobre la orilla. Se movieron con más rapidez el momento en<br />

que el viejo guerrero empezó a usar el plano de su espada. Nextonos y Loutrinos hicieron amago<br />

de venir hacia mí, al parecer bajo la impresión de que las órdenes no se les aplicaban a ellos, y se<br />

encontraron trenzando cuerdas para el arnés con que sus monturas transportarían la litera cuando<br />

estuviera terminada.<br />

¿Se había puesto ya el sol? El cielo era todavía de aquel pálido color de llama, pero no<br />

había calor en él. Debía de ser el agua gélida en la que estaba sentada lo que me daba tanto frío.<br />

En la distancia, las aves clamaban, quejicosas, volando camino a casa.<br />

“Padre... ¿puedes oírme?”<br />

No parecía haber ninguna melladura en el cráneo de Leir. Palpé la nudosa columna<br />

vertebral pero, si había alguna fractura allí, era pequeña. Observé su rostro una vez más. Su<br />

respiración era algo más fluida, pero sus facciones estaban desencajadas aún. Posé mis manos<br />

contra los dos lados de su cabeza, deseando haber aprendido más de la magia de Dama Asaret.<br />

“¡Leir Blatoniknos, escúchame!”, restalló mi voz, y me di cuenta de que no estaba tan<br />

serena como había creído. “Vague por donde vague tu espíritu herido, ¡retorna a tu cuerpo ahora!<br />

¡Si hay daño grave, debo saber dónde es antes de sacarte de esta corriente!”<br />

Dio un largo suspiro y luego otro, y sus párpados pestañearon, pero sólo el izquierdo se<br />

abrió. Me estremecí cuando miró a través de mí a los cielos. Desde detrás llegó el seco chasquido<br />

de las espadas mordiendo los vástagos a lo largo del curso del agua. ¡De prisa!, pensé. ¡Tengo<br />

miedo!<br />

“Padre, ¿dónde te duele? ¿No vas a mirarme?”<br />

Torció el gesto y, poco a poco, su vaga mirada se contrajo hasta que quedó clavada en mí.<br />

“¿Fier...? Fi...”<br />

Acerqué el oído a sus labios. “¿Qué es, padre? No puedo entenderte....”<br />

Exhaló un suspiro áspero y lo intentó otra vez. “¿Fiereh...?<br />

Lentamente comprendí que trataba de decir el nombre de mi madre.<br />

“Soy Cridilla, padre... Ahora dime dónde está el dolor.”<br />

El ojo gris siguió reconsiderándome con suspicacia y, entonces, aún sobre todo con el<br />

lado izquierdo, frunció el ceño. Sentí el helor del agua subirme los miembros.<br />

“¿Quién... golp... mi?”, preguntó.<br />

“Nadie, padre”, contesté. “Tu caballo resbaló y tú caíste.”<br />

“No puedo mov... bra...”<br />

Deprisa, empecé a examinar el área alrededor del omóplato derecho y los huesos del brazo<br />

hacia abajo. No hizo mueca de dolor. De hecho, no parecía sentir en absoluto lo que yo estaba<br />

haciéndole.<br />

“Señora”, llegó una llamada desde arriba, “hemos puesto mantos sobre la litera. ¿Podemos<br />

moverlo ya?”<br />

“Golp... me...”, repitió Leir y, cuando me miró, había sospecha en su ojo. “¡Quiero<br />

Fiereh!”<br />

Les hice seña de que viniesen. No había nada fuera de sitio que yo pudiese detectar y la<br />

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piel de Leir estaba empezando a quedarse tan fría como la mía.<br />

“¿Por qué... en el agua?”, dijo con un poco más de claridad. “Ahoga...”<br />

“Padre, vamos a levantarte”, dije con cuidado. “Has tenido un accidente y te llevamos de<br />

vuelta a casa...”<br />

“¡No apris...! Repos... mensaje no...” Forzó el aire a sus pulmones. “¡No digas a los<br />

hombres!” Sus ojos se cerraron una vez más.<br />

“Tiene que haberse golpeado la cabeza”, le dije a Artocoxos cuando los hombres alzaron a<br />

Leir para colocarlo en la litera que le habían fabricado. “Está aturdido aún...”<br />

“He oído decir que estas cosas pasan, tras un golpe en la cabeza o una caída”, respondió el<br />

viejo guerrero precavido. “¡Eh, vosotros! Moveos con más cuidado. ¿Creéis que acarreáis un saco<br />

de grano?” Se precipitó hacia adelante, sujetando la litera mientras lo depositaban allí, entre las<br />

dos monturas.<br />

Yo me quedé donde Leir me había dejado, medio empapada y temblando. Es sólo el frío...<br />

me dije a mí misma, sólo el frío lo que me ata fuerte este nudo en el vientre y me hace latir el<br />

corazón como el tambor de un borracho.<br />

“Mi señora...” Loutrinos traía mi yegua sonriendo. Mi puño se crispó cuando reacciones<br />

que creía olvidadas me urgieron a majarlo. “Están preparados para ponerse en marcha ya.<br />

Debemos apresurarnos para alcanzar las estancias del rey antes de que desaparezca el sol.”<br />

El ocaso embalumaba el mundo de sombras cuando llegamos. Los hombres salieron de<br />

los portalones con antorchas. Las voces ganaron estridencia al ver la litera y la curiosidad se heló<br />

en un miedo que era más explícito, si no más hondo, que el mío.<br />

“¿Por qué armáis este alboroto de bacalaos en la red? Por supuesto que el rey está vivo.<br />

Sólo ha tenido una caída...”. La voz estruendosa de Artocoxos sonaba casi divertida. ¿Era sólo yo<br />

quien percibía el matiz de tensión? “Vamos muchachos, dejadnos portadlo junto al fuego.”<br />

“¿Qué pasa?” Talorgenos apareció de pronto al lado de mi montura. “¿Qué ha ocurrido?”<br />

Percibí a Cuervo emergiendo desde detrás de él en medio de un tumulto de perros.<br />

“¡Ni una palabra sobre tus presagios, sacerdote!” Le siseé al deslizarme de la yegua. “Es<br />

un sanador lo que necesitamos ahora y si te pones a profetizar te clavaré al poste de la puerta con<br />

tu propio bordón!”<br />

Su mirada pasó de mí al caballo de carga, al que estaban librando de las aves que los otros<br />

hombres habían abatido, y me percaté de pronto de que había olvidado deshacerme del cisne. Sus<br />

ojos se dilataron. Lo vi estremecerse entonces y supe qué gélido dedo le había tocado la espina<br />

dorsal.<br />

Cuervo estaba todavía detrás del sacerdote y sus labios se movieron. Di un rápido paso<br />

hacia él pero, antes de que pudiera taparle la boca con la mano, aulló. Sentí el sonido presionarle<br />

el pecho mientras lo contuve.<br />

“También tú callarás, amantanos...” Noté que se ponía rígido cuando le llamé estúpido en<br />

Quiritani. No era éste el momento para que saliera con alguna de sus crípticas profecías. “Llévate<br />

a los perros de aquí. Nosotros nos ocuparemos del rey.” El apretón de mi mano en su hombro<br />

debía de ser doloroso, pero no hizo ningún sonido cuando lo solté. Huyó precipitado y sólo<br />

entonces lo oí gemir; y los perros, las colas recogidas y caídas las orejas, corretearon tras él.<br />

“Artocoxos...”, grité, y el viejo guerrero se tornó hacia mí. “¡Llévate esa cosa inmunda de<br />

aquí antes de que alguien más la vea!” Miró el ave y asintió, poseído su rostro por una emoción<br />

que no podía ocultar.<br />

“Te lo contaré todo...” Me volví hacia Talorgenos otra vez. “Pero ahora, en el nombre de<br />

la Madre, llevemos adentro al rey.”<br />

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CAPÍTULO 9<br />

Una modesta mujer es un dragón al que nadie se acerca.<br />

La hija del rey es una llama de hospitalidad, un camino que no se puede<br />

tomar.<br />

Tengo compañeros que me siguen para guardarme<br />

de todo aquel que pudiera llevárseme contra su voluntad...<br />

-Las Seducciones de Emer<br />

Eya, ai, eya ai... eya... ai...<br />

La canción de los niños se hizo más clara al cruzar la puerta de Ligrodunon, dando un<br />

brusco giro para evitar a la muchacha de servicio que portaba una cesta de tortas de pan calientes<br />

envueltas en un paño de lino. Resultaba difícil creer que cerca de dos lunas hubieran crecido y<br />

menguado desde el accidente de mi padre, pero allí fuera el prado se llenaba ya de guerreros y<br />

sirvientes a medida que los jefes acudían al Consejo, y apenas había sitio en el interior para los<br />

que debían ser acomodados dentro de las murallas.<br />

“¿Para quién son éstas?”, pregunté señalando el cesto.<br />

“Toma una, señora, mientras están calientes.” Sonrió con timidez. “Son de la hornada de<br />

Zaueret y ten por seguro que esas ávidas cerdas de la Casa de las Mujeres no te dejarán ninguna.”<br />

Levanté una esquina del paño inspirando apreciativa. El calor de las tortas era bien<br />

recibido porque, aunque la siembra de primavera había empezado, el aire de la mañana mordía<br />

aún. Había estado lloviendo, pero un viento ligero se llevaba las nubes ya. Una pálida luz<br />

destellaba en los charcos y despertaba el vapor en el húmedo techo de paja del recinto de festejos.<br />

“Señora, ¿cómo está hoy el rey?”<br />

Mantuve la sonrisa. Debía haberlo esperado; no era sino lo que toda alma viviente en la<br />

fortaleza se preguntaba, y la mayoría con mucha menos gentileza al exponer la cuestión.<br />

“Lo cierto es que bien. La humedad no les resulta especialmente beneficiosa a los huesos<br />

de los mayores, pero no hay nada que pueda apartar a mi señor del Consejo.”<br />

Sonreí, esperando devotamente que lo que había dicho fuera verdad. Talorgenos afirmaba<br />

que el rey era objeto de alguna maldición élfica. Yo pensaba que su enfermedad no era más que<br />

un enfriamiento. Pero, aunque el rey estaba fastidiado todavía, recuperaba poco a poco la fuerza<br />

otra vez. La autoridad no se perdía por una causa tan nimia como caerse a un arroyo.<br />

“¡Que la Madre lo bendiga!” La muchacha cubrió los panes y siguió hacia la Casa de las<br />

Mujeres.<br />

¡Que nos bendiga a todos!, pensé mientras continuaba mi camino hacia el recinto de<br />

festejos.<br />

“Salvajón danza, Salvajón juega,<br />

Salvajón salta, Salvajón reza,<br />

¡Eya, ai, eya ai... eya... eya... ai!<br />

¡Eya, ai, eya ai... eya... eya... ai!”<br />

Me detuve en seco cuando vi quién era el que saltaba a través de las raudas ondulaciones<br />

de la cuerda. De un juego de críos podía tratarse, pero se habían hecho con Cuervo para sus<br />

92


entretenimientos. Aleteando con los brazos, éste brincaba de un pie al otro mientras la cuerda<br />

giraba.<br />

“¡Más alto, más alto!”, gritó un niño con voz de tiple. “¡Ahora rápido!”<br />

Las dos crían pequeñas que daban vueltas a la cuerda la movieron furiosamente, rojas las<br />

caras de esfuerzo. Parecían trabajar con tanto ahínco como el hombre que saltaba y tintineaba<br />

entre ellas.<br />

“¡Carroñero! ¡Amantanos! ¡Salta, Basajaun!”, chilló otro muchacho y algo pasó rozando<br />

la cabeza de Cuervo para estrellarse en la pared salpicándolo todo.<br />

“Salvajón gira, Salvajón toma,<br />

Salvajón ríe, Salvajón llora,<br />

¡Eya, ai, eya ai... eya... eya... ai!<br />

¡Eya, ai, eya ai... eya... eya... ai!”<br />

Mi risa se desvaneció. ¿Por qué dejaba aquél que lo torturasen? Vi entonces los<br />

elaborados ropajes que los niños vestían y fruncí el ceño. El cabello del más mayor de los críos<br />

era oscuro y había algo en el ladeo de su cabeza... se tornó y reconocí a Cunodagos, el hijo de<br />

Rigana. Una de las niñas debía de ser su hija pequeña, entonces. Se parecía mucho más a ella que<br />

a su padre... que podría haber sido cualquiera excepto Senouindos, si uno había de dejarse guiar<br />

por el chismorreo. El más pequeño vestía con la misma opulencia que los demás y era su pelo de<br />

un marrón rojizo. Morigenos, pensé, el único hijo de mi hermana Gunarduilla.<br />

Marché hacia ellos y Cuervo dio un desesperado salto para huir de la cuerda y agarrarse a<br />

mis pies, jadeando ansiosamente.<br />

Cunodagos se volvió, roja de ira la faz.<br />

“Buen día, sobrino...”, le dije a través de una forzada sonrisa. “Siento llevarme a vuestro<br />

compañero de juegos, pero el rey tiene necesidad de él.”<br />

Su rostro se transformó como si se hubiera puesto una máscara. Le había costado un<br />

instante darse cuenta de quién debía de ser la mujer bajo el pardo manto usado. Morigenos,<br />

menos resabiado, parecía sentirse culpable. Había manchas de barro en la pared a poca distancia<br />

de donde los críos jugaban y supuse que el terrón que yo les viera lanzar no era el primero. Las<br />

dos niñas habían soltado la cuerda y respiraban afanosas, aparentemente tan contentas del rescate<br />

como Cuervo.<br />

“El rey no puede soportar estar mucho sin él”, proseguí. “Dudo que Cuervo tenga tiempo<br />

para jugar con vosotros.”<br />

“Es el perro del alto rey”, dijo Cunadogos. “He oído...”<br />

Me froté la palma de la mano contra el áspero tejido de mi túnica, sofocando la urgencia<br />

de aplicársela a la rosada mejilla del muchacho que ahora me sonreía con blandura. Sólo la idea<br />

de que no tenía tiempo para enredarme en escarapelas con los niños me mantuvo serena. Por el<br />

contrario, sonreí con dulzura, dejando que Cunadogos se preguntase cuánto de todo aquello había<br />

visto yo.<br />

“Levántate...”, le dije a Cuervo en voz baja y luego, cuando los hubimos dejado atrás y<br />

empezaban ya a pelearse entre ellos mismos: “¿Por qué no pediste ayuda, tonto?”<br />

“Aunque semilla de Leir caiga en las rocas, mejor es que ninguna otra...” Sus pestañas<br />

tiznadas le ocultaban los ojos.<br />

“¿Y qué del rey...? ¿Qué de mí?” Una larga práctica me guiaba a través de sus<br />

insinuaciones crípticas. “¡Leir está bien!” Le dije con rabia. “¡Y ni él ni yo te echaremos nunca!”<br />

Cuervo se encogió de hombros y se quitó barro seco del pelo. “Cuando el rey pierde la<br />

93


cabeza, ¿para qué querría un amantanos? Y tú te casarás pronto...”<br />

“¿Es eso todo lo que te preocupa?”, reí. “Tengo la palabra de mi padre de que no forzará<br />

mi elección y ¿qué hombre, crees tú, querría casarse con el áspid que la reputación hace de mí?<br />

Ya has visto cómo me miraba esa criatura hace un momento.”<br />

“Éste tiene ojos...” Se sacudió como un perro y la amargura pasó. “Pero Serpiente no está<br />

condenada a vivir sin ser amada... ¿conoces el cuento del Gusano de Varn?”<br />

“No, pero vuelve conmigo a casa del rey y lo escucharé”, dije transigiendo. Quizás, pensé,<br />

la historia entretendría a Leir.<br />

Cuervo la empezó mientras caminábamos. El relato trataba de la hija de un rey a la que<br />

una mujer sabia de la antigua raza, maltratada por el monarca, había encantado convirtiéndola en<br />

una gran serpiente que vivía en los acantilados de Varn. La serpiente estaba siempre hambrienta<br />

pero, cuanto más comía, más crecía y más grande se hacía y más hambre tenía.<br />

Para cuando Cuervo alcanzó esa parte de la historia en que la serpiente había consumido<br />

todas las ovejas y el ganado, y todos los depósitos de grano e incluso a todos los hombres que le<br />

ofrecían como maridos, cruzábamos las cortinas de piel que separaban el dormitorio de Leir del<br />

resto de la morada.<br />

“¿Dónde... habéis estado?”<br />

Estaba despierto, pues, y decía cosas coherentes. Me torné, deseando olvidar otras<br />

mañanas en que apenas había sido capaz de decir una palabra, y le mostré mi cesto.<br />

“Cogiendo más hierbas para tus infusiones, padre. La fárfara te ha ido muy bien para la<br />

tos...”<br />

Leir torció el gesto, pero parecía de buen humor. Noté con satisfacción que ambos lados<br />

de su rostro se fruncían. Estaba mejor, visiblemente. Había sido tonta al asustarme.<br />

“Y Cuervo está narrándome uno de sus cuentos...”<br />

“Habla pues, muchacho”, le dijo el rey a Cuervo, que permanecía en la entrada,<br />

rebullendo con inquietud.<br />

“Escucha entonces...”, respondió, dando una rápida voltereta. “¡Y quizás viejos oídos<br />

oigan lo que jóvenes no logran entender!”<br />

Leir dio unas palmadas al pie de su lecho y Cuervo se sentó allí sobre las pieles, con las<br />

piernas cruzadas.<br />

“Había un joven guerrero... que amaba a la doncella desde mucho tiempo atrás. Noticias<br />

le llegaron del conflicto, trajo dones a la hechicera y le preguntó cómo podía librar a la muchacha<br />

del encantamiento...”<br />

Añadí otra rama a la leña del hogar y me volví para mirarlo, empezando a comprender<br />

dónde conduciría esto.<br />

“¿Y qué...?”, tosió Leir, “¿qué dijo la hechicera?”<br />

“‘Toma siete cubos y llénalos con la leche de siete vacas blancas de orejas rojas’,<br />

respondió la mujer. ‘Y te acercas a la Serpiente vistiendo una túnica de guerra hecha de siete<br />

capas de piel de alce. Ella querrá la leche, pero antes de darle cada uno de los cubos, le haces<br />

desprenderse de una piel.’ Y el guerrero hizo lo que aquélla decía”, prosiguió Cuervo, “y cuando<br />

la Serpiente quería beber la leche, él decía: ‘¡Serpiente, suelta una piel!’” Los ojos de Cuervo<br />

brillaban con una malicia gentil que yo conocía demasiado bien.<br />

“¿Y luego?”, inquirió el rey.<br />

“¡Espero que se lo comiera!”, dije por lo bajo, pero ninguno de los dos hombres pareció<br />

oírme.<br />

“La Serpiente sisea: ‘¿Por qué habría yo de soltar una piel contigo ahí todo armado?<br />

¡Mortal, quítate una túnica!’ Y él lo hizo, y la Serpiente se enroscó y se retorció y se escurrió de<br />

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la más externa de sus pieles, y bebió la leche que el guerrero le ofrecía. Y luego el segundo cubo<br />

de leche y el tercero y todo el resto hasta el sexto. Y al final, allí estaba todo el montón de túnicas<br />

de piel de alce y todo el montón de las pieles que se había quitado la Serpiente.”<br />

Escupí sobre una de las piedras que estaban calentándose al fuego y, cuando chisporroteó,<br />

la cogí con las tenazas y la dejé caer en el caldero para caldear el agua. Al cabo de un instante, el<br />

olor de las hojas de fárfara se esparcía por la estancia. Miré alrededor en busca de miel.<br />

“¿Y qué ocurrió con la última piel?”, preguntaba el rey.<br />

Cuervo soltó su risa aguda. “‘¡Hombre, quítate la túnica!’, dijo ella y: ‘¡Doncella, suelta<br />

una piel!’, fue la respuesta. Y él lo hizo, y ella lo hizo, y allí estuvieron, hombre y doncella.<br />

Entonces, él vertió el último cubo de leche sobre la muchacha y el sortilegio cesó.”<br />

“Y entonces... él se hizo con otra cosa de la muchacha aun, ¿eh?”, croó Leir y yo los<br />

contemplé a los dos.<br />

“Era su marido.” La mirada de Cuervo era ilegible.<br />

“¿Crees tú... que la moza se casará?”, inquirió el rey.<br />

“Cuervo, empiezas a hacer que me arrepienta de haberte rescatado.” Me volví, con la<br />

cuchara en la mano, y me di cuenta entonces de que Leir había dejado de reír.<br />

“Acabará por abandonarme...”, susurró mi padre. “Otro hombre me la robará...”<br />

“¡Lo que hará será tirarte la infusión hirviente por las manos como no acabes con esta<br />

tontería!”, exclamé. “Padre, ¡estoy aquí!” Líquido ardiente me salpicó las manos cuando dejé el<br />

pote en el suelo. “¡Mírame! ¡Por favor, mírame!” Me arrodillé junto al lecho del rey y le tomé los<br />

brazos. Despacio, demasiado despacio, su mirada retornó del inimaginable Otromundo en que<br />

estuviera vagando y se enfocó en mi rostro.<br />

“¿Te quedarás conmigo?”, preguntó. “¡Ella me dejó solo!” Le había vuelto la color, pero<br />

su carne parecía haberse desprendido un tanto de los huesos. Descubrí con horror que el brillo de<br />

sus ojos eran lágrimas.<br />

“Padre, ¿qué otro don te he pedido siempre?”, le dije con suavidad. “¿Por qué dios he de<br />

jurártelo? A menos que me eches con una maldición de tu lado, ¡nunca te abandonaré!”<br />

Alguien discutía en el otro extremo de la estancia. Volví la vista hacia las cortinas de la<br />

entrada, pero las voces se hicieron más fuertes.<br />

“¡Tonterías, soy su hija! Por supuesto que puedo entrar ahí...”<br />

Me levanté. “Viene Gunarduilla, padre. No debe verte así. Déjame que te lave el rostro un<br />

poco... así... y, rápido, pásate el peine por el cabello.”<br />

El rey pestañeó cansino mientras lo preparaba pero, cuando mi hermana llegó hasta<br />

nosotros, los ojos de Leir eran duros otra vez y la única evidencia de enfermedad era la infusión<br />

que yo le daba del bol.<br />

“¡Pero yo no voy a casarme con nadie!” Me detuve a mitad del paso y volví el rostro hacia<br />

Rigana. “¡Ya te lo había dicho!” Su rostro brillaba con un pálido resplandor bajo la luz que se<br />

filtraba por las hojas jóvenes de las hayas en el bosque bajo la fortaleza, y sus ojos eran verdes y<br />

luminosos como el agua de la corriente.<br />

“No puedes reprocharme que te lo pregunte. Va a ser una de las tres grandes cuestiones en<br />

el Consejo. Sonamos como los sacerdotes del roble, ¿no te parece?, dividiéndolo todo en tres.<br />

Pero es verdad.”<br />

“Ya he oído la primera acerca de la salud de nuestro padre”, repliqué con amargura.<br />

“¿Cuál es la tercera?”<br />

“Oh... quieren saber si vamos a conquistar a los Ai-Zir.”<br />

Asentí y empezamos a caminar una vez más, silenciosos nuestros pasos sobre la hierba<br />

95


nueva. El joven guerrero oscuro que nos escoltaba estaba aun más callado que nosotras. Tenía la<br />

gracia de un gato cazador y los ojos de un buen lebrel. Mi hermana lo había llamado Ilf, así que<br />

tenía que ser mestizo. Me pregunté si compartía el lecho de Rigana.<br />

“Bien, puedo entender que necesiten saber si padre está en condiciones de presentar<br />

batalla, pero ¿por qué este interés repentino en mí?”, dije finalmente.<br />

“Mujer, ¿qué tierras forman frontera con el país de los toros? No me digas que no has<br />

pensado en ello, Cridilla.” Rigana me contemplaba como si fuera una cría estúpida. “¡Podrías<br />

doblar tu territorio en una sola campaña!”<br />

“Yo no soy reina de los Ai-Zir.”<br />

“La que lo era ha muerto también, el verano pasado.” Pausó, sonriendo, cuando<br />

alcanzamos un claro donde las primeras de las prímulas estaban abriéndose. “Así que ya ves...”<br />

Estaba empezando a hacerlo. No era estupidez, sino la preocupación por mi padre, lo que<br />

me había impedido calibrar las noticias que nos llegaran antes del otoño.<br />

“¿Crees que te disputaría ese territorio?”, dije entonces. “Briga es lo bastante grande para<br />

mí.”<br />

“Pero ¿lo será para el hombre que se case contigo?”, repuso paciente.<br />

Suspiré. Ya habíamos tratado esto antes. Me había alegrado de salir del cuarto del<br />

enfermo y dejar a Gunarduilla sentada junto a mi padre, pero empezaba a preguntarme el sentido<br />

de toda esta situación.<br />

“El rey ha jurado que no me hará desposarme”, dije rasamente. “¡Quizás busque un<br />

amante cuando quiera traer un hijo al mundo!”<br />

El guerrero que nos acompañaba se apresuró a acercarse; después se detuvo avergonzado,<br />

al darse cuenta de que Rigana sólo estaba riéndose.<br />

“¡Oh, hermanita, hermanita! Justo cuando creía entenderte me sorprendes de este modo.<br />

Así que gobernarás como en los viejos tiempos, sin hacer de ningún hombre rey. Y tú eres una<br />

guerrera... sí, recuerdo aquellas imágenes tatuadas en tu carne, donde ningún hombre las puede<br />

ver. Así que, además, mandarás a tu propia mesnada.” Viendo un lugar seco junto a una erupción<br />

de violetas, extendió su manto y se sentó.<br />

Yo había dado por supuesto que nuestro padre seguiría siendo el rey. Permanecí<br />

embarazosamente de pie, con la vista baja hacia ella.<br />

“Siéntate, niña...”, dijo Rigana sonriendo. “¡Te elevas sobre mí como un árbol joven!”<br />

Junto a ella, me sentía como uno, pensé mientras cruzaba las piernas y me colocaba a su<br />

lado: algo macizo y nudoso, como un roble, mientras que Rigana era un espino, con las púas<br />

ocultas bajo flores delicadas. Nuestro escolta hincó el cuento de la lanza en el terreno mullido y<br />

se apoyó contra uno de los árboles.<br />

“En realidad no estoy riéndome, hermana.” Me acarició la mano. “No sería una mala idea,<br />

si llegasen a permitírtelo, pero todavía no podemos restaurar todas las viejas costumbres. De<br />

momento hemos de dejar pensar a los hombres que nos poseen. En la oscuridad, ningún arma que<br />

puedan forjar logra defenderlos contra el poder que reside entre nuestros muslos. Pero está<br />

llegando el tiempo en que los hombres deban recordar que son descendientes de sus madres. Los<br />

viejos clanes recuperarán sus territorios entonces y los festivales de la Diosa serán celebrados por<br />

las reinas.”<br />

“¿Así lo crees?” Levanté una ceja. “He visto a ese hijo tuyo, Rigana. ¿De verdad imaginas<br />

que dejará gobernar a su hermana pequeña?”<br />

“Los hijos de la niña serán los herederos de Cunadogos, en cualquier caso.” Su voz se<br />

hizo más dura. “Si tú y yo y Gunarduilla estamos unidas, podemos hacer que sea así. Por eso<br />

tenemos que casarte con un hombre al que puedas dominar. No puede ser miedo a yacer con un<br />

96


varón lo que te hace resistirte a la idea del matrimonio, así que...”<br />

Sentí que me ruborizaba. “No lo sé. Nunca lo he probado.”<br />

Rigana volvió a reír. “¡Mema! ¿No has ido nunca al bosque con un bello muchacho a<br />

recoger flores para <strong>Bel</strong>os, ni yacido en los campos la noche del Solsticio Estival? Tu pelo tiene el<br />

viso de la madera pulida y tu piel el brillo del sol. Te has formado bien...” Me contempló de<br />

arriba abajo, apreciativa. “No te faltarían amantes, si no cubrieras tus atractivos con esas<br />

vestimentas espantosas.”<br />

Me acaricié la basta lana de la túnica, acomplejada. Sabía que hablaba en broma, pero no<br />

podía hacer desaparecer el calor de mi frente y mis mejillas.<br />

“¿Es que nadie te ha abierto ese broche del hombro para ponerte las manos en los pechos<br />

y acariciarte el pezón hasta que se pone duro?” Se inclinaba hacia mí, pero el tono de su voz era<br />

alto. “¿Y ningún hombre te ha sujetado de forma que puedas sentir su deseo, o acariciado el<br />

interior de tus muslos hasta que sus dedos hallan la derretida suavidad de tu centro?”, prosiguió, y<br />

yo percibí que las historias que corrían acerca de su experiencia difícilmente hacían justicia a la<br />

verdad. “Es muy dulce, Cridilla, mecer a un hombre entre tus muslos y oírle gritar de ansiedad...”<br />

Del árbol llegó un sonido ahogado y de pronto comprendí por qué Rigana estaba hablando<br />

tan fuerte. Si no había dormido con el joven guerrero, debía de estar tratando de seducirlo. O<br />

quizás, simplemente, disfrutaba espiritándolo. Sentí un ardor desacostumbrado en mi propia carne<br />

y un hormigueo en los pechos. Cambié incómoda de posición.<br />

“Rigana, en este momento no es relevante si me gustaría que un hombre me montase o<br />

no...”<br />

Su mano alzada me interrumpió. “Porque nuestro padre prometió que no necesitabas<br />

casarte... lo sé. Pero ¿crees que va a vivir para siempre? ¿O es que sencillamente has estado<br />

demasiado cerca de él para ver con claridad? Leir es viejo, Cridilla... ¡viejo! Cuando muera,<br />

¿crees de verdad que te dejarán gobernar sola el país?”<br />

Me di cuenta de que estaba moviendo la cabeza en lo que era una negación simple y sin<br />

sentido de sus palabras.<br />

“No fue más que una caída”, dije estúpidamente. “Padre está recuperando la fuerza, quizás<br />

no para dirigir una batalla, pero eso pueden hacerlo otros. ¿Quién, aparte de él, hace converger a<br />

los jefes como ovejas en el redil?”<br />

“Tú, y yo, y Gunarduilla...” Se inclinó hacia adelante, golpeando la tierra muelle con cada<br />

una de sus palabras. “Podríamos hacerlo. Si nos mantenemos unidas, la Diosa volverá a<br />

gobernar.”<br />

¿Había dejado de hacerlo alguna vez? Yo la había hallado durante mi vigilia en la cueva.<br />

Pero poco a poco comprendí que lo que Rigana quería era que la Diosa reinase como entidad<br />

suprema y sola. Yo podía vernos a las tres con torces de oro cintilando en el cuello y cuervos<br />

volando en círculos sobre nosotras, cabalgando a la cabeza de un ejército como la trinitaria diosa<br />

Quiritani de la guerra. Leir había temido que un hombre me robase de su lado, pero la tentación<br />

de mi hermana -sólo si él hubiera llegado a saberlo- era mucho más peligrosa.<br />

Aún me contemplaba, centelleantes los ojos en un rostro que la pasión hacía todavía más<br />

pálido. Nunca había parecido tan hermosa.<br />

“Rigana, no puedo responderte. Leir vive todavía y esto es todo lo que entiendo. Pero no<br />

me interpondré en tu camino, si quieres las tierras de los Ai-Zir...”<br />

“Leir vive...”, se burló mi hermana. “Pero un día caerá. ¡No estoy atormentándote con<br />

estos pensamientos por placer! Tu eres mi hermana y me preocupa tu felicidad. No eres su<br />

esposa, Cridilla, aunque cualquiera diría lo contrario. No derroches tu vida atada a un anciano.”<br />

Cuando respiró, recordé a Senouindos y me mordí la lengua otra vez. Incluso nuestro<br />

97


padre había dejado de correr tras las mujeres en los últimos años y su virilidad había sido notable.<br />

Rigana tenía cierta excusa para sus historias amorosas. Pero la idea de que nuestra situación era la<br />

misma resultaba monstruosa.<br />

“Tienes un aire asesino...”, suspiró Rigana. “¿Crees que codicio el poder? No te negaré<br />

que disfruto sometiendo los hombres a mi voluntad, hermana, pero no es esto lo que ansiamos<br />

Gunarduilla y yo. Tenemos que restaurar las viejas costumbres antes de que la Madre Tierra nos<br />

rechace a nosotros. El clima está empeorando. Dos años atrás las cosechas fallaron. Es un pecado<br />

contra el país investir de soberanía a un rey. ¿Quieres que tu pueblo perezca sin haber cometido<br />

falta alguna digna de tal punición?”<br />

“¡Lo que dices no tiene sentido, Rigana!”, exclamé. “Leir ha reinado durante más de<br />

treinta años. Si la Diosa estuviese insatisfecha, nos habríamos muerto de hambre todos ya.”<br />

“En su tiempo, Leir Blatoniknos hizo buen servicio a la Señora”, dijo Rigana con lentitud.<br />

“Pero ¿cómo puede seguir sirviéndola ahora?”<br />

“¡Lo verás en el Consejo!”, repliqué desesperadamente. “Leir es fuerte aún. ¡El rey tiene<br />

aún su poder!”<br />

“Quizás. Pero recuerda lo que ocurre cuando el semental real pierde la potencia...”<br />

Sacudí la cabeza, oliendo una vez más el dejo penetrante y metálico de la sangre del<br />

caballo que fuera sacrificado para dedicar la fortaleza.<br />

“¡Nosotros no somos bestias! ¡No es lo mismo!”<br />

“Somos todos Sus criaturas, nutridos por Sus pechos, surgidos de Su matriz”, dijo Rigana<br />

implacable, “y, al final, todos hemos de pagarle la misma deuda.”<br />

El rey estaba junto a la puerta labrada del recinto de festejos, hablando con Senouindos.<br />

Tenía aspecto cansado, pero no era obvio cuánto de su peso lo aguantaba su bordón, y la flacidez<br />

de su lado izquierdo quedaba oscurecida por un bigote y una barba frondosos. Desde el patio<br />

podía observarlo sin que me percibiese. El marido de Gunarduilla me había detenido cuando<br />

retornaba de portarle un mensaje a Artocoxos y yo no quería despertar sus sospechas<br />

apresurándome a volver al lado del rey.<br />

“¿Crees que les haremos la guerra a los Ai-Zir?”, le pregunté con voz fuerte.<br />

La mayor parte de la sesión anterior del Consejo había estado dedicada a nuestro viejo<br />

enemigo. Los jefes discutían aún, mientras los Compañeros de mi padre se apoyaban en sus<br />

lanzas con engañoso descuido, atentos a que ninguna de las controversias acabase a golpes. Eran<br />

buenos hombres, desde los jóvenes de sangre mestiza, Tomen y Drostagnos, hasta los veteranos<br />

como Vorcuns y Nodontios que habían estado con Leir años y años. Durante los cuatro últimos,<br />

yo había entrenado y cazado con ellos como si fueran los hermanos que nunca tuve.<br />

Maglaros se me acercó más y sonrió, con el sol despertando chispas en el caoba de su<br />

cabellera griseante.<br />

“Hace dos lunas no habría habido duda de la respuesta. Siempre fue la intención de<br />

nuestro señor poner todo el sur bajo su mano. Estaríamos encima de ellos a estas alturas, si no<br />

fuera por... la enfermedad del rey.”<br />

“Un enfriamiento...” El tiempo había hecho de esta respuesta un hábito ya.<br />

“Por supuesto”, concordó blandamente. “Pero ha retrasado las cosas. Y le ha dado a la<br />

gente tiempo de hablar...”<br />

Me encogí de hombros. “¿Y cuándo no lo han hecho? Si no fuera esto, sería cualquier<br />

otra... especie; quizás nuestras campañas en el norte.” El castigo que Leir comenzara tras la<br />

incursión en la Isla de Niebla lo habían proseguido Gunarduilla y Maglaros, y no con mano<br />

suave.<br />

98


“O quién será tu marido...”, dijo en el mismo tono. “Si es que ha de haberlo. Gunarduilla<br />

asegura que has jurado no tomar varón.”<br />

Por lo menos, esto constituía un tema diferente. Lo observé con curiosidad, refrenándome<br />

de decir que su boda con mi hermana había encendido esta resolución. Maglaros se había hecho<br />

más tosco desde que se casara con mi hermana ocho años atrás. Yo sería más rápida en un<br />

combate entre los dos, pensé calibrándolo, aunque él me superaría probablemente en el campo de<br />

batalla.<br />

“El matrimonio puede... limitar muchas cosas, aunque tu hermana Rigana no parece verlo<br />

así”, dijo Maglaros entonces. “¿Eres, quizás, más del estilo de Rigana que del de Gunarduilla?”<br />

Bajó un dedo calloso por la brillante largura de mi cabello trenzado. Herida por las<br />

críticas de Rigana, me había vestido para la ocasión con todos mis collares de ámbar sobre una<br />

túnica azafrán cuya orla y mangas presentaban adornos de un verde apagado. Estaba empezando a<br />

lamentar haber invertido tanto esfuerzo en ello. Apreté los labios mientras él prosiguió.<br />

“No necesitas casarte para tener a un hombre en la cama y, en tanto tu padre viva, no te<br />

hace falta otro protector. Pero uno de estos días, Leir dejará de ser rey.” Debió de tomar mi<br />

silencio por aceptación, porque se aproximó más a mí. “¿Crees que puedes gobernar en soledad,<br />

hermanita? Necesitarás a un hombre detrás de ti. Pero podrías arreglártelas sin consorte, si<br />

tuvieras un poderoso... amigo.”<br />

Estaba cansándome ya de sus elocuentes pausas, pero mantuve precavidamente mi mirada<br />

en el suelo. Se acercó todavía y me pregunté si intentaría besarme aquí, delante de la mitad de los<br />

jefes.<br />

“Maglaros”, dije sin alterarme. “Aprecio tu fraternal preocupación. Me alegra saber que<br />

hay alguien en el Consejo que se toma tan en serio mi bienestar.”<br />

“¿Juramos alianza, pues?”<br />

Me permití una mirada al rey. “No puedo decidir nada ahora, que tan ansiosa estoy por mi<br />

padre”, repuse rápidamente. “Pero recordaré tus palabras.”<br />

“Y piensa en ellas...”<br />

Con una lengua aun más ágil podría haberle dicho con exactitud lo que pensaba de sus<br />

propuestas, pero carecía de la habilidad.<br />

Maglaros me agarró la mano e imprimió en la palma un húmedo beso. Yo se la arrebaté<br />

de un tirón, manteniéndola con disciplina guerrera a distancia de la daga que pendía a mi costado.<br />

El hueco bramido del cuerno del Consejo silenció todas las conversaciones. Talorgenos<br />

llamaba de nuevo a los jefes adentro.<br />

“Tengo que irme. Mi padre me necesita.” Me había aturullado como una tímida<br />

muchacha; un momento más y me habría puesto en evidencia. Me apresuré hacia el recinto y,<br />

cuando creí que ya no podía verme, me froté furiosamente la palma en el faldón de mi túnica.<br />

Me detuve detrás de uno de los pilares para recuperar la compostura mientras los jefes<br />

pasaban en torbellino.<br />

En los años anteriores, Leir había reinado sobre todo desde Ligrodunon y los artesanos<br />

extranjeros hallaron en él un buen patrón. Los pilares habían sido labrados y pintados con<br />

abruptas espirales que reemplazaban a los círculos concéntricos y meandros del viejo estilo.<br />

Colgaduras de lana brillantemente tejida y bordada ayudaban a aislar las paredes.<br />

Cuando se me enfriaron las mejillas, recorrí el pasillo hasta el alto asiento. Leir lo<br />

ocupaba ya, cerrados los ojos como si estuviese acumulando fuerzas para el combate de la tarde.<br />

“Estoy aquí, padre...” Le toqué la rodilla. Leir abrió un ojo.<br />

“Y nunca demasiado pronto. Están mugiendo como vacas encerradas. Artocoxos, es<br />

tiempo de empezar.”<br />

99


Le dirigí una sonrisa; después, desaté las correas de su calzado para que pudiera poner en<br />

mi regazo sus pies. Estaban fríos.<br />

Artocoxos alzó el bordón del orador.<br />

“Hemos determinado que el momento para un ataque a los llanos de Ava será justo tras el<br />

Solsticio de Verano, cuando el ganado se halle en sus pastos de montaña y las cosechas,<br />

recogidas. Ahora tenemos que decidir qué fuerzas irán, quién las mandará y cómo las<br />

proveeremos.”<br />

“No tan rápido”, llegó una voz de la derecha del rey. Bituitos de Rigodunon se ponía en<br />

pie y extendía su mano para tomar el bordón. “Me parece a mí que antes de comprometer<br />

nuestras fuerzas en nuevos territorios, deberíamos asegurar nuestras propias defensas. Las hijas<br />

mayores de nuestro señor están desposadas ya con poderosos combatientes que pueden defender<br />

sus tierras, pero la más joven carece de consorte. ¿No creéis que es de buen sentido preguntar qué<br />

será de Briga, si el rey cae?”<br />

De repente, el recinto era un abejoneo comparable al de un panal. Lancé una mirada de<br />

angustia al rey. Recuerda tu palabra. ¡Padre, recuerda lo que me has jurado!<br />

“Yo no tengo mujer, y soy rico.” Loutrinos desplegó sus masivos miembros. “Y todos<br />

conocéis mi reputación en la guerra. Pido la doncella, si es aceptable por todos vosotros.”<br />

“¡Loutrinos ha pasado pocos años en este país!” Se precipitó Nextonos. “Yo conozco esta<br />

tierra y a sus gentes, y estoy construyendo un poderoso bastión en mi monte. Dadme la muchacha<br />

y yo la protegeré.”<br />

¡No necesito un defensor! Grité en silencio, arrojando una mirada desafiante a través de la<br />

estanza.<br />

El aire se tornó un clamor con el debate de las propuestas rivales. Sólo cuando los pies de<br />

mi padre se contrajeron, me di cuenta de lo fuerte que los había estado apretando.<br />

“Espera...”, gruñó en voz baja. “No te les opongas.”<br />

Incluso a través de esta conmoción yo podría haberme hecho oír. La Osa nos había<br />

enseñado a proyectar nuestras voces elevándolas por encima del estrépito de la batalla. Empezaba<br />

a entender por qué quería poder Rigana. Aquellos hombres se me estaban disputando...<br />

“Si toma a un hombre de Briga le dará demasiado poder local...”, dijo alguien.<br />

“¿Qué tal un príncipe de las montañas occidentales o un hombre de los pantanos? ¡El<br />

matrimonio de dama Cridilla debería reportarnos una buena alianza!”<br />

“¡Un pacto, más bien!”, saltó la respuesta. “No nos comprometamos a defender las<br />

fronteras de ningún otro pueblo hasta que no tengamos seguras las nuestras.”<br />

“¡Las haría demasiado fuertes!”<br />

El estruendo creció. Podía sentir la tensión en el cuerpo de Leir, pero mientras él<br />

mantuviese su serenidad yo debía mantener la mía.<br />

“¡Que tome un marido de más allá del mar entonces, que no tenga ambiciones aquí!” De<br />

la entrada llegó una voz que cortó la cháchara como una espada el heno. “Ofrezco a la dama<br />

Cridilla un esposo de Morilandis, del Gran País.”<br />

Tuve un sobresalto y miré hacia la puerta. El griterío murió mientras los hombres se<br />

empujaban y se tornaban hacia la voz. Sobre las cabezas de la concurrencia, blondas y marrones o<br />

grises, pude ver la llama de pelo rojo. De pronto tenía la boca seca. Aun cuando los hombres se<br />

apartaban para dejar pasar al recién llegado, yo seguía diciéndome que aquello era imposible.<br />

Corcel nunca había sido tan alto.<br />

Un sujeto de pálido cabello con el armatoste de un arpa colgado al hombro lo precedía y<br />

otro, sólido como un roble, marchaba detrás. Dos grandes guerreros cobrizos caminaban a su<br />

derecha e izquierda, pero uno no los notaba cuando su líder avanzaba por el pasillo.<br />

100


Corcel acostumbraba a vestir una faldilla de piel de ciervo y un manto de piel apolillado.<br />

Este hombre portaba una túnica de lana azafrán con un brocado de oro que brillaba en la orla y un<br />

manto de profundo carmesí, del Mar Medio, que debería haber chocado, pero no lo hacía, con el<br />

rojo de su cabello. Un collar de colmillos de fieras que cazara era toda la alhaja que Corcel<br />

poseía, pero el cuello de este hombre venía aquilatado por un torce de oro enroscado casi tan<br />

masivo como el que mi padre llevaba.<br />

Y Corcel había sido anguloso como un potrillo, con huesos protuberantes en su piel<br />

pecosa y arañada. Los largos huesos de este guerrero estaban envainados en fibrosos músculos y<br />

su rostro era un conjunto de planos labrados bajo una piel de marrón caoba pulido. Se detuvo<br />

delante del alto asiento y se alzó como si todo el esplendor de la estancia de mi padre no fuese<br />

sino el marco para su espléndida gracia, tal como la vaina de bronce repujado abraza la<br />

centelleante pureza de la espada.<br />

Pero su cabellera era aún lo bastante brillante como para encender un fuego y, cuando se<br />

volvió, no pude reprimir la sonrisa. Todos los demás eran una sombra y él, el sol.<br />

“Agantequos hijo de Vorequos, jefe de los Moriritones y Rey de Morilandis, te saluda,<br />

Señor, y pide la hospitalidad de tu casa.”<br />

“Se diría que la tienes ya”, gruñó el rey.<br />

“Sólo con tu voluntad. Pero he viajado desde lejos...”<br />

“Al menos no llegas en secreto para robar nuestro tesoro.”<br />

“Es una oferta honorable la que hago por ella, y no carezco de riquezas para apoyar mis<br />

palabras, en ganado o en oro.”<br />

Corcel todavía no me había mirado y yo, de pronto, sentí gratitud por ello, pues sin duda<br />

los latidos de mi corazón agitaban las cuentas de ámbar sobre mi pecho. Luego se insinuó la<br />

terrible sospecha de que hubiese olvidado mi apariencia. Me erguí, frunciendo el ceño. Su mirada<br />

se movió como de un modo casual y vi en sus ojos la misma luz del día aquel, tan lejano ya, en<br />

que me persuadió para que lo besara.<br />

Hasta este momento, había resultado fácil. Mi mayor temor había sido, hasta ahora, que<br />

los jefes forzaran a mi padre a desposarme. Pero yo había sabido qué era lo que yo quería<br />

realmente. Hasta ahora...<br />

“Puede exigir derecho de hospitalidad, pero no a la dama”, dijo Maglaros. “No es posible<br />

un matrimonio que la lleve fuera de la Isla, señor.”<br />

“Sólo una parte del tiempo”, repuso Corcel. “Su primera hija heredaría Briga y su primer<br />

hijo, las tierras que me pertenecen a mí.”<br />

Ahora estaba de verdad toda la grasa en el fuego. Sonaba sin duda sensato, pero en una<br />

frase Corcel había conseguido afirmar tanto el derecho materno, en el que creía el Pueblo<br />

Pintado, como el paterno, que los Quiritani trataban de imponer, ofendiendo virtualmente a todo<br />

el mundo en la estancia.<br />

“¡Basta!”, bramó la voz del rey de pronto. “Tienes derecho a aconsejarme y por eso te he<br />

dejado farfullar. He escuchado tus argumentos hasta un punto en que se hacen tediosos. Por yo<br />

soy el padre de la muchacha, y yo soy el rey. Es a mí a quien corresponde la decisión... y, por la<br />

palabra que he dado, Cridilla es quien debe elegir.”<br />

Mi padre sabía que yo no quería casarme. Sabía que no había un solo hombre en este país<br />

que me hubiese alterado el pulso. Pero no sabía lo que había pasado entre Corcel y yo, cuando<br />

éste yacía herido en la Isla de Niebla. Por el juramento que mi padre me hiciera yo podía elegir<br />

marcharme, pero por el juramento que le había hecho yo tenía que quedarme.<br />

Y, por primera vez desde que dejé Caiactis, yo no sabía lo que quería hacer.<br />

“Esto es absurdo”, llegó el murmullo. “¡Lo ha embrujado!”<br />

101


“Olvidaos de vuestros miedos por Briga”, rugió Leir. “Yo puedo defenderla; y a mi hija<br />

también. Y, cuando hayamos tomado las tierras de los Ai-Zir, tendrá aun una herencia mayor.”<br />

El rostro de Rigana livideció y Senouindos torcía el gesto. Gunarduilla parecía turbada,<br />

pero la faz anodina de Maglaros no mostraba nada en absoluto. ¿Había venido él a mí con la<br />

connivencia de su mujer, me pregunté, o estaba traicionándonos a todos? El resto gritaba otra vez.<br />

Corcel se había hecho a un lado, algo sorprendido por el tumulto. Sentí sobre mí su mirada y<br />

volví resueltamente los ojos hacia otra parte.<br />

“¡¿Rey de los Quiritani, eres pues inmortal?!”, clamó Loutrinos. “¡El río lo niega, y los<br />

cisnes!”<br />

Me mordí el labio. Habíamos tratado de impedir que esta historia se difundiera, pero<br />

desde luego Loutrinos había estado allí.<br />

“Si el rey es inepto, es nuestro derecho escoger a otro”, surgió una voz del extremo<br />

posterior del recinto, aunque no lo bastante audaz como para dejar ver su rostro. “¡Y así lo<br />

haremos con tu consentimiento o sin él, anciano!”<br />

Me arrastré a un lado cuando los pies de Leir golpearon el escabel.<br />

“¡Yo soy el rey!” Su voz reverberó a través de la sala. “Por conquista y juramento y<br />

servicio. ¡Si alguien osa negarlo, que me afronte y lo arrojaré de este lugar!”<br />

Los hombres retrocedieron ante su ira como espigas dobladas por el viento. Parecía dos<br />

veces más alto que cualquier otro, pero las venas de sus sienes se hinchaban ominosamente.<br />

“¡Idos!”, chilló, “todos... este Consejo ha terminado. En la campaña del Solsticio veremos<br />

quién gobierna aquí. ¡Fuera de mi presencia! ¡Todos, fuera, ya!”<br />

Pensé que había oído un trueno, pero quizás era sólo su voz resonando en las vigas o la<br />

vibración de los pies de los hombres al patullar toda la distancia hasta la puerta. Artocoxos los<br />

encabestró hasta el exterior, arrojando ansiosas miradas sobre su hombro. Yo me puse en pie de<br />

un salto en cuanto a Leir le falló la voz. El gran portal se cerró entonces de un golpe y él empezó<br />

a tambalearse.<br />

102


CAPÍTULO 10<br />

Y pensó que al segundo o tercer salto la alcanzaría. Pero no estuvo más cerca<br />

de ella que antes. Espoleó su caballo hasta el máximo de su velocidad, pero<br />

vio que era vano seguirla.<br />

Entonces Pwyll habló. “Doncella”, dijo él, “en nombre de quien más ames tú,<br />

aguárdame.”<br />

“Lo haré, gustosa”, dijo ella...<br />

-Pwyll Príncipe de Dyfed<br />

Tras el Consejo, los sacerdotes del roble sacrificaron un toro y Talorgenos yació toda una<br />

noche en trance, envuelto en su piel. Por el agua sería sanado Leir y restablecida la integridad del<br />

país, dijo su visión, y las aguas medicinales más poderosas de la Isla eran las fuentes de Sulis, por<br />

las que un gran rey se había librado de la lepra mucho tiempo atrás. Era allí a donde debía viajar<br />

y, aunque su enfermedad había hecho a Leir más tozudo y recalcitrante que nunca, consintió.<br />

Las fuentes estaban ocultas en las montañas entre las tierras de los Ai-Zir y el estuario de<br />

Sabrina. Se hallaban, además, en la carretera a <strong>Bel</strong>erion, donde Senouindos congregaba sus<br />

fuerzas. A nuestra propia gente, Artocoxos les comunicó que la visita a las aguas sagradas<br />

suponía sólo un descanso en el viaje de Leir para inspeccionar las tropas del sudoeste y que las<br />

historias sobre la enfermedad del rey no eran más que una artimaña para embaucar al enemigo.<br />

Era un cuento efectivo, después de todo, y yo no me percaté de la prisión en que se había<br />

convertido Ligrodunon hasta que estuvimos en ruta.<br />

Marchamos despacio, pues Leir se cansaba aún enseguida, pero me tranquilizó el corazón<br />

ver que sus fuerzas crecían con cada día de ejercicio. Los Compañeros y parte de la mesnada<br />

cabalgaban con nosotros, y Talorgenos y sus estudiantes, y las mujeres que me atendían, y<br />

rastreadores y los mozos de los perros y los mismos sabuesos. En tiempos de guerra, el rey había<br />

viajado a veces con un cortejo menor pero, ahora que había sido desafiado, era importante<br />

mostrarse asistido como un gran monarca.<br />

Mis pretendientes vinieron con nosotros como sementales tras la yegua en su estación,<br />

sacudiendo las cabezas y dilatando las aletas de la nariz cada vez que uno se aproximaba<br />

demasiado a mí. Si Corcel no hubiera sido uno de ellos, me habría causado risa. Entre tantos, ni<br />

siquiera su habilidad para el acecho podía traerlo cerca de mí. Dependía él de que yo crease la<br />

oportunidad adecuada para conversar los dos, pero yo no hacía nada.<br />

Con Zaueret yendo y viniendo entre la partida real y la hueste, yo podía enterarme de todo<br />

lo necesario para saber de él sin verlo. Su reputación se había extendido entre los hombres.<br />

Decían que Agantequos hijo de Vorequos era ciertamente un jefe de los países más allá del<br />

Estrecho. Morilandis estaba junto a una roca sagrada que emergía del agua junto a la orilla. Sus<br />

Compañeros alardeaban de la venganza que aquél había tomado de los enemigos de su padre.<br />

Decían que muchos grandes guerreros lo seguían ahora. Y era joven, y fuerte, y tenía talento para<br />

reírse de los demás.<br />

Yo me decía a mí misma que mi padre me necesitaba y que no tenía tiempo para<br />

escarceos amorosos. Pero, en realidad, lo mío era miedo.<br />

Dos semanas de viaje nos llevaron a las orillas del Aman y seguimos sus meandros por los<br />

boscosos montes donde se hallaban las fuentes termales. Ésta era una región de piedra caliza,<br />

103


como mis propios valles, salpicada de angostas y empinadas hoces que las corrientes habían<br />

labrado entre las moles con encono. Aquí, en las montañas de Aman, las aguas eran rápidas y<br />

profundas, aptas para pequeñas embarcaciones, pero con pocos vados.<br />

El tiempo se mantuvo despejado y brillante mientras viajábamos, y los campos estaban<br />

cubiertos de flores. Había ánsares en el río, y patos de todo tipo, pero no vimos cisnes.<br />

Y vislumbramos entonces las pétreas defensas de un baluarte sobre un cerro, al otro lado<br />

del río, y, debajo de él, un remolino de niebla entre las masas oscuras de los árboles. Aquí el<br />

Aman formaba un pronunciado meandro y se ensanchaba en un vado. Capté el tufillo de algo que<br />

olía como huevos podridos al viento. Dos arroyuelos de agua humeante emergieron del bosque<br />

para vaciarse en el río y comprendí que los árboles ante nosotros debían de abastionar las<br />

sagradas fuentes.<br />

Mujeres vestidas de azul oscuro aguardaban al otro lado del vado. Talorgenos urgió a su<br />

poni para cruzar el agua antes que nosotros, portando una rama de avellano.<br />

“Cridilla...” La llamada de mi padre me hizo desandar la línea de nuevo hasta él.<br />

“¿Quiénes son?”<br />

Alcé una mano para protegerme los ojos del sol, preguntándome si Dama Urtaya estaría<br />

allí. Habría resultado embarazoso, aunque se suponía que el santuario era terreno neutral. Pero era<br />

Dama Asaret a quien Talorgenos estaba entregando la rama.<br />

“Una de ellas es la sacerdotisa de <strong>Bel</strong>erion e imagino que el resto pertenecen al lugar.”<br />

“¿Nos alojarán en el fuerte? No pienso yacer en el suelo como una bestia. Espero que no<br />

sean demasiado santas aquí para cocinar una buena comida caliente.”<br />

Estaba cansado. Durante el curso del viaje, había aprendido yo a reconocer ese tono<br />

demasiado bien. Dije algo para tranquilizarlo y llamé al joven Zanis ordenándole que fuese a las<br />

sacerdotisas y pidiese la admisión a las fuentes sagradas.<br />

“¿A qué diosa se adora aquí?” Mi voz se había convertido en un susurro. Había un<br />

silencio que callaba al espíritu bajo los robles. Al otro extremo de la laguna, juncos emergían de<br />

un légamo negro, pero más cerca, donde la gravilla formaba un margen más firme, los peñascos<br />

estaban teñidos de un rojo como de sangre recién vertida. Una llama brillante parpadeaba en el<br />

altar de piedra junto al lago.<br />

“Es el fuego y el agua; es el poder que brota de las profundidades”, dijo Dama Asaret<br />

suavemente. “Llámala Soberana, si quieres... Briga, en tu lengua. Está más allá de todos los<br />

títulos.”<br />

“Pero ¿cuál es su verdadero nombre?” De pronto, me resultaba importante conocerlo.<br />

La sacerdotisa movió la cabeza. “Aquí la llamamos Sulis, la abertura, la matriz del<br />

mundo, pero Su verdadero nombre sólo puede ser pronunciado por el corazón. Deja que el fuego<br />

te consuma, fluye con el agua, y quizás entonces sepas cómo llamarla y Ella oiga...”<br />

Contemplé una vez más las rocas enrojecidas y pensé que la laguna era como una entrada<br />

a la matriz de la Diosa.<br />

“¿Y mi padre? ¿Lo traerán pronto?”<br />

“Mientras estés aquí, el rey no es responsabilidad tuya. Cuando haya reposado, vendrá a<br />

bañarse en las aguas medicinales de la laguna oriental. Cada día vendrá, mientras esté aquí. Pero<br />

éste es el santuario de las mujeres y éste es el fuego que ningún hombre puede mirar. Es tu<br />

purificación lo que debe importarte ahora.”<br />

El agua de la balsa era profunda hasta la cintura y cálida como la sangre. Intenté aguantar<br />

la respiración, inspiré convulsivamente y tosí cuando la náusea me llegó a los pulmones. Una de<br />

las sacerdotisas más jóvenes dejó escapar una risilla ahogada. Hice otra inspiración, más<br />

104


superficial, y descubrí que podía aguantarlo. La piel me hormigueaba allí donde el agua me<br />

tocaba. Poco a poco, me permití hundirme en la charca.<br />

“Aquí hay reposo; aquí consuelo;<br />

Brazos que te acogen, suave y mullido pecho;<br />

Sólo tienes que ser...”<br />

En alguna parte, cantaban voces de mujer.<br />

“Deja que la Madre te sostenga... deja que la Madre te cure”, llegó el murmurio de mi<br />

alrededor. “Nada temas acá, estás segura y en paz. Sa... sa... húndete y goza la paz.”<br />

“Aquí no hay tumulto; aquí no hay tormenta;<br />

Aquí no hay odio; aquí ningún daño te espera;<br />

Aquí eres libre...”<br />

Era como ser tragada por una gran bestia. El viento movía las tiras de ropa atadas a las<br />

ramas como ofrenda. No podía recordar cuándo había estado tan en paz y, desde luego, no<br />

durante la purificación que precediera a mi iniciación... pero, entonces, no había tenido yo<br />

necesidad de cura. Cerré los ojos aturdida y sentí una mano fuerte sostenerme la cabeza sobre el<br />

agua. Alguna razón había para venir aquí... algo que debería tratar de hacer, pero ya no me<br />

importaba. El tiempo fluía alejándose y se perdía en un eterno presente de puro contentamiento.<br />

“Aquí está el centro; aquí la fuente está;<br />

Aquí el secreto, aquí el principio de toda realidad;<br />

Eternidad...”<br />

“Cridilla, retorna ahora... vuelve a tu cuerpo.”<br />

La voz era tan gentil; ¿por qué habría de resistirme a ella? Gradualmente, me hallé<br />

habitando mi carne otra vez. Pero había una diferencia. Me sentía más ligera ahora. Había estado<br />

portando a mi padre desde el día en que matara al cisne. Y yo lo entendía sólo ahora porque,<br />

durante un breve lapso de tiempo, la carga había sido retirada.<br />

“Aquí el corazón, aquí está la casa;<br />

Aquí seguirás aunque ahora te vayas;<br />

Retornando a Mí...”<br />

Dama Asaret extendía las manos. Suspiré y luego me levanté, sacudiéndome el pelo<br />

mojado.<br />

“Ahora, criatura, puedes hacer tu ofrenda”, dijo la sacerdotisa.<br />

No se derramaba sangre en las fuentes sagradas. Era un lugar donde incluso enemigos<br />

jurados podían buscar curación sin peligro. Aquí, ninguna violencia podía cometerse contra un<br />

ser vivo. Incluso la mesnada, que se alimentaba de carne, tenía que acampar a distancia del<br />

santuario. Talorgenos me había advertido de todo ello y yo había portado grano y aceite para el<br />

sacrificio.<br />

Vestida con ropas nuevas como las de las sacerdotisas, seguí a Dama Asaret hasta el<br />

fuego sagrado. Había un dosel de paja construido sobre el altar, aguantado por cuatro pilares<br />

robustos labrados con meandros y espirales y círculos que fluían de arriba abajo hasta el suelo. En<br />

105


uno de ellos, distinguí un rostro masculino cercado por una barba y cabellera salvajes y rizadas;<br />

en otro, las imágenes de las tres madres. En el tercero, había una figura barbuda sentada y, en el<br />

cuarto, la imagen toscamente tallada de una mujer coronada del creciente lunar, con pechos<br />

desnudos y una falda acampanada en la que estaban grabadas las mismas líneas que en los<br />

árboles.<br />

“Sí, se parece mucho a la diosa de la fuente sagrada donde te iniciamos”, dijo la<br />

sacerdotisa con voz tenue. “Pero la imagen de los valles es más antigua porque, con el paso de los<br />

años, incluso el roble decae y debe ser labrado de nuevo.”<br />

“Entonces, me hallo todavía en mi propio país...”, repuse observando la figura, y sus ojos<br />

huecos parecían devolverme la mirada. “Pues la Señora está aquí también.”<br />

“Puedes encontrarla en lugares más extraños incluso que éste...”, dijo Dama Asaret. “Pero<br />

es hora de que hagas tu ofrenda.”<br />

Los jóvenes a quienes tocaba el turno de guardar al rey jugaban a los dados en el prado<br />

frente a la arboleda mientras Nabelcos, el bardo que Corcel había traído consigo del otro lado del<br />

mar, tocaba para ellos. Era tarea fácil, en tanto su señor estaba en el santuario y el resto de los<br />

guerreros vigilaba a los Ai-Zir. A Artocoxos le faltaba tiempo para impedir que se peleasen sólo<br />

por tener algo que hacer.<br />

Cuando descendí de la Casa de las Mujeres al tercer amanecer de nuestra llegada,<br />

encontré a mis tres pretendientes acechándose unos a otros entre los robles. Me detuve en seco,<br />

porque aquellos tres días en las fuentes habían bastado para hacerme recuperar la energía y quería<br />

ejercicio. Pero era demasiado tarde. Me habían visto y estaban acercándose.<br />

Crucé los brazos sobre el pecho y los contemplé de uno a otro, deseando que unas ropas<br />

más sencillas me vistiesen. Probablemente, tampoco esto me habría ayudado. Nextonos y<br />

Loutrinos se habrían casado con la hija del alto rey aunque se la hubieran dado envuelta en saco y<br />

Agantequos se había acostumbrado a verme sin nada más que la faldilla de piel de cierva en los<br />

días en que él era Corcel y yo Áspid de la Isla de Niebla.<br />

Loutrinos sostenía un ramo de flores, sonriendo un poquito con suficiencia porque él lo<br />

tenía preparado y los otros dos no llevaban nada. Había que reconocerle su persistencia. Zaueret<br />

me había traído sus ramilletes cada día desde que comenzara el viaje y yo había alimentado con<br />

ellos a mi yegua. Vestía una fina túnica de lana color crema con bandas de color y sudaba en ella<br />

porque, incluso para primavera, el tiempo era caluroso.<br />

Con él, no quedaba más remedio que coger las flores. Eran fúlgidas como la luz del sol:<br />

prímulas, lisimaquias y los primeros ásteres amarillos. Las toqué con suavidad; no era falta de<br />

ellas que me disgustase el hombre que las había cogido.<br />

Nextonos se le adelantó. “Señora, donde la curación no era necesaria, las fuentes sólo han<br />

aumentado tu hermosura. ¿Pasearás conmigo?” No vestía de un modo tan emperifollado como su<br />

correligionario jefe, pero su chaleco de cuero le habría resultado más apropiado para montar.<br />

Miré por encima de él. Los bosques eran densos en los montes sobre nosotros, verdes y<br />

frescos. Yo había saltado como un ciervo por las rocosas alturas de Caiactis. Ésta no era la Isla,<br />

pero de pronto quería conocer estas montañas occidentales.<br />

“Voy a caminar, sí, ¿pero quién paseará conmigo?” Sonreí con dulzura. “El primero de<br />

vosotros que me encuentre en la cima de aquel monte tendrá mi compañía...”<br />

Tendí las flores a Zaueret, que estaba escuchándome con las cejas alzadas, y, tras un<br />

instante de reflexión, le di mi chal también. Era una lástima que mis pies no fueran todavía lo<br />

bastante duros para correr descalza, pero mis zapatillas tenían suela de cuero. Sonriendo aún,<br />

empecé a remangarme el vestido.<br />

106


“¿Qué le diré a tu padre cuando pregunte por ti?”, se inquietó Zaueret. Las aguas estaban<br />

efectuando su magia medicinal pero, aunque se tornaba más fuerte cada día, la necesidad que el<br />

rey tenía de mí era como la de un niño que ha perdido su juguete favorito y se apega a su madre<br />

hasta que recibe otro nuevo.<br />

“Dile que es sólo un rato. Antes de la cena habré vuelto, y mucho mejor después del<br />

ejercicio.”<br />

Loutrinos miraba atónito. Observé el contorno de su figura y supe que se quedaría atrás<br />

pronto. A pesar de su edad, la condición de Nextonos era mucho mejor y me consideraba con<br />

determinación creciente. Corcel parecía engañosamente sobrio, pero la luz de sus ojos lo<br />

traicionaba. Estaba seguro de que yo organizaba todo esto sólo para él. Le dediqué una veloz<br />

mirada de soslayo. En los viejos tiempos, cuando ambos teníamos la misma talla, yo era capaz de<br />

ganarle corriendo. Él era más alto ahora, y pesado... ¿Cómo había crecido tanto? Probablemente,<br />

me superaría en combate, pensé contemplando sus hombros, pero ¿llegaría a alcanzarme él en una<br />

foresta densa y montuosa? ¿Y sería su destreza en el bosque lo bastante buena para seguirme, si<br />

lo dejaba atrás?<br />

Yo no sabía si quería que me cogiese. Pero cada inspiración del dulce aroma del aire hacía<br />

cantar nueva vida en mis venas. ¡Cualquier hombre que hubiera de desafiar mi velocidad iba a<br />

enterarse de que había hecho una carrera!<br />

Les dediqué a todos un saludo guerrero y me puse en movimiento, trotando despacio al<br />

principio para soltar los miembros, aunque estoy segura de que Loutrinos pensó que era para<br />

animarlo. Luego empecé a destacarme y, cuando alcancé los árboles, avanzaba tan rápida como<br />

cualquier poni al galope corto.<br />

Mi primera inspiración del verde olor del bosque fue como poderoso hidromiel. Sentí de<br />

pronto como si pudiera correr para siempre. Oí a los hombres arrasar los arbustos tras de mí y<br />

recordé cómo había competido con los lobos en la Isla. Y reí.<br />

Las montañas occidentales estaban densamente cubiertas de avellanos y hayas. Oí a<br />

alguien acercándoseme por detrás: Nextonos, por el jadeo. Pero de los tres hombres, era el que no<br />

podía oír el que me preocupaba. ¿Estaría enfadado por mi treta? Un mercadante de los países de<br />

alrededor del Mar Medio nos había contado una vez el cuento de una princesa que había tratado<br />

de huir de sus pretendientes. Una manzana de oro lanzada en medio de su camino la había<br />

conquistado. ¿Qué truco, me preguntaba, estaría planeando Corcel para distraerme?<br />

¿Y por qué, al fin y al cabo, me perseguía? Tenía un país propio que atender y la madera<br />

de su alto asiento estaba verde allí aún. No le faltarían muchachas en su propia tribu, muchachas<br />

de cabellos de oro que pudieran reportarle alianzas útiles.<br />

Un leño cedió bajo mis pies y casi caí. Mientras recuperaba el equilibrio comprendí la<br />

verdadera razón por la que había mantenido a Corcel a distancia todo este tiempo, y era porque él<br />

no pertenecía a esta tierra. Yo podía no compartir todas las ambiciones de mis hermanas, pero<br />

nunca me desprendería de Briga.<br />

Vi delante de mí jóvenes alisos; debía de haber agua cerca. Mientras me deslizaba ladera<br />

abajo, algo saltó repentinamente de entre las hojas. Me caí casi y luego sonreí, al ver el minúsculo<br />

rabillo de una cierva joven.<br />

¡Corre, hermana, y despístalos! Aminoré el paso y pisé con precaución. Ahora podía oír<br />

el agua y sabía que, si lograba llegar a las rocas, ni siquiera Corcel encontraría mi rastro.<br />

Había alcanzado la cabecera de la corriente que descendía la ladera bajo el baluarte. Las<br />

aguas estaban bajas en esta época del año y rocas desnudas asomaban como huesos. Pero su lecho<br />

era un sendero que hasta un niño podría haber recorrido. Yo respiraba ahora con forzados jadeos,<br />

pero me lancé hacia arriba, saltando con pie seguro de piedra a piedra. Al estrecharse la corriente,<br />

107


los árboles se hicieron más densos, pero más allá de ellos pude ver una explanada. Atravesé veloz<br />

el flexible follaje y me hallé en una plataforma alta y herbosa bajo un afloramiento de piedra<br />

caliza, completamente rodeada de árboles. Bajo la sombra de los avellanos, el agua caía de un<br />

agujero en la pared de roca a un remanso labrado por el agua en la piedra viva.<br />

Me llevé agua a la boca, sedienta, y empecé a deshacerme de las ropas. Luego me<br />

arrodillé junto al embalse de piedra y me arrojé en los miembros agua fría. El agua era pura como<br />

la de mis propias montañas. Yo estaba lo bastante acalorada como para dar la bienvenida a su<br />

helor, pues el sol sobre la fuente ardía como un fuego a mis espaldas, secando las gotas tan pronto<br />

como me tocaban la piel.<br />

Por fin empecé a sentirme más fresca. Me incliné hacia adelante para mirar en la charca.<br />

Veía mi reflejo en fragmentos cambiantes mientras el agua se serenaba: aquí el ángulo de mi<br />

nariz y allí mi frente, un ojo castaño que junto a ellas brillaba y un mechón de cabello marrón<br />

salvajemente rizado. Me incliné aun más y vislumbré un remolino de tatuajes y el ojo oscuro de<br />

uno de mis pezones respondiéndome con un guiño desde la corriente.<br />

Todo esto son partes de mí, cada una de ellas una realidad aparte..., pensé arrastrando un<br />

dedo sobre el agua para agitar aquellos elementos e incitarlos a conformar una nueva imagen,<br />

creando una monstruosa belleza como la de las jóvenes hechiceras de los cuentos de Talorgenos.<br />

Temblores me recorrieron al tiempo que pulsaban las ondas en el agua. Miré fijamente, sintiendo<br />

que la esencia de la misma identidad empezaba a desentrañarse. Me estaba transformando... ¿cuál<br />

sería mi nueva naturaleza?<br />

Y entonces, desde aquella casi olvidada parte del mundo que no era yo, llegó un sonido...<br />

Un suspiro se oyó, ruido de ropa rozando las ramas... Pestañeando, me torné.<br />

Lo que vi fue la piel blanca del vientre de un hombre, sobre el cual la imagen de un oso<br />

impresa en azul se estiraba y contraía a medida que los músculos del abdomen se movían.<br />

Reconocí el tatuaje de las Islas pero, por un instante, mi mente aturdida no pudo comprender qué<br />

hacía aquí un hombre con marca semejante. Velada estaba la mitad superior de su tronco por los<br />

pliegues de su túnica, pero, cuando acabó de quitársela por encima de la cabeza, vi el vello de su<br />

pecho como cobre centelleando de pronto al sol.<br />

Un momento antes de que se librase de las ropas, supe quién tenía que ser. Pero, aunque<br />

veía la llama de pelo rojo y lo oía jurar, una parte de mí lo negaba aún. El Corcel que yo<br />

conociera tenía el cuerpo de un escuálido muchacho. Y ¿cuándo había sido admitido al lar del<br />

Oso?<br />

Despacio, me puse en pie. “¿Significa esto que has ganado la apuesta?”, dije casual.<br />

El giro de su cabeza fue como el movimiento de una cosa salvaje. Sus ojos azules se<br />

dilataron y vi entonces que, aunque tenía el cuerpo de un hombre, podía ruborizarse aún como un<br />

crío. Cuando respondió, su voz surgió controlada, pero en su garganta el pulso era rápido.<br />

“Para decir la verdad, no. Te perdí en la ladera del monte. Pero estoy muy sediento de la<br />

carrera. Déjame beber de tus dulces aguas, señora, y luego me iré.”<br />

Me había seguido, pero ahora hablaba con temor.<br />

“Las aguas pertenecen a la Madre...”, aparté los brotes de aliso y me hice a un lado. “No<br />

necesitas permiso mío.”<br />

“¿No?” Por primera vez, Corcel sonrió. Abruptamente, me di cuenta de que los dos<br />

estábamos desnudos. Nunca había importado esto en la Isla. Allí, su cuerpo me había sido tan<br />

familiar como el mío.<br />

Pero, entonces, ambos éramos criaturas y ahora me miraba como si nunca antes me<br />

hubiera visto. Cierto... no era Corcel, sino Agantequos ahora. De forma encubierta, lo evalué. Sus<br />

largos huesos estaban cubiertos de poderosos estratos musculares; su piel era blanca como la<br />

108


leche, menos allí donde el rostro y los brazos quedaban expuestos al sol; venas azules trenzaban<br />

sus hombros y brazos. Sus partes viriles, anidadas en una nube de vello ígneo, habían crecido<br />

también.<br />

El muchacho que yo recordaba se movía a veces con torpeza, pero este hombre se<br />

inclinaba sobre el agua en un gesto de controlado poder. Estaba tan sediento como yo lo había<br />

estado. Estaría acalorado además. Al empezar a erguirse, le salpiqué la curva de la espalda,<br />

apartándome cuando él se tornó. El sol se filtró a través del dosel de las hojas y tocó cada gota<br />

con fuego.<br />

“¿Querías refrescarte, no?” Al ver su expresión, comencé a reír.<br />

“¿Ah, sí?”, espetó; luego la risa danzó en sus ojos azules. “Entonces acaba la tarea.<br />

Báñame, Señora de Briga. Con tu padre y su gente revolcándose en las aguas sagradas como una<br />

piara de cerdos en un barrizal, no hay sitio ni para que un pobre vagabundo meta en ellas el pie.<br />

Lávame, señora, que pueda curarme.”<br />

“¿Sufres, entonces?”, le pregunté. “No pareces enfermo.” Arranqué algo de suave hierba<br />

seca y la comprimí formando una bola para frotarlo.<br />

“Estoy herido donde nadie lo puede ver”, dijo Agantequos solemne.<br />

“Poco puedo hacer contra eso, pero te estragaré la espalda.”<br />

Aún sonreía, pero se volvió, y yo mojé la hierba y empecé a bañar los músculos tersos que<br />

le corrían hasta los hombros. Cuando callamos, una curruca en los arbustos dio rienda suelta a su<br />

autoritario ‘tuc-tuc’ una vez más. Una rana rezongó desde algún lugar entre las rocas y los<br />

insectos recomenzaron su pacífico abejoneo.<br />

La piel de Agantequos era sorprendentemente suave. Los tótems de los clanes isleños<br />

ondulaban bajo mis manos, libres de las cicatrices de espada que yo viera en la parte anterior de<br />

su cuerpo, excepto por una airada oquedad en la cola del salmón.<br />

“Una lanza hizo esto...”, dije, acusadora.<br />

Agantequos, a medias, se giró. “Aquí es por donde entró...” Vi otra marca mucho mayor<br />

en su costado, cuando levantó el brazo. “Pero no tocó nada vital. El golpe que di en respuesta fue<br />

mejor: atravesó el corazón.”<br />

“¿Quién lo hizo?” Éste no era el típico tajo que los hombres acostumbraban a llevarse en<br />

batalla, sino el golpe deliberado que se recibe durante un desafío.<br />

“El hombre que mató a mi padre.” Agantequos tocó el torce de oro que reposaba sobre su<br />

clavícula. “Retorné al Gran País cuando hube completado mi instrucción y viví como un lobo en<br />

los bosques, mientras exploraba la región. Y, cumplido el tiempo, me presenté en sus estancias y<br />

afronté a mi enemigo. Y cuando yació sangrando, le arranqué este oro de su cuello y los guerreros<br />

que le habían seguido hasta entonces me saludaron como a su rey.”<br />

“Corcel, me alegro.” Yo sabía cómo le había hecho sufrir su exilio. “¿Y estás seguro<br />

ahora en el alto asiento de tu padre, al menos?”<br />

“Oh, hay algunos perros malnacidos que aún gruñen de vez en cuando, pero puedo<br />

someterlos.” Sonrió.<br />

“¿Aun estando lejos de allí?”, le dije rasamente, recordando lo a menudo que había<br />

viajado mi padre de fortaleza a fortaleza para mantener a raya a sus jefes belicosos. “No deberías<br />

haber venido.”<br />

“Mi pueblo era sólo una de las cosas que me faltaban, Cridilla. La otra está aquí...”<br />

Tocó mi hombro con dedos que la abrasión de la espada y la lanza había hecho ásperos.<br />

Un estremecimiento involuntario me recorrió la piel. Entré en el agua, pero él me siguió. Su mano<br />

acarició mi brazo, tal como un hombre le haría a una yegua huidiza, y mi carne titiló por donde<br />

aquélla pasaba.<br />

109


“No puedo dejar a mi padre”, susurré, observando aquella mano fuerte moverse arriba y<br />

abajo por mi piel. “No puedo dejar mi país. Y tú no puedes rendir Morilandis por mí.”<br />

“Cridilla, ¿sabes lo hermosa que te has vuelto?”<br />

¿Qué tenía que ver esto con lo que le estaba diciendo? Lo miré y contuve la respiración.<br />

Rigana había dicho que los hombres me desearían, pero yo pensé que no trataba sino de<br />

adularme. ¿Fue la luz en los ojos de Agantequos la que me aseguró que él creía lo que estaba<br />

diciendo?<br />

“Tu cabello fulge a la luz del sol como el asta de una lanza pulida por largo uso; pero es<br />

un color vivo, como la piel de un poni, e igual de fino...” Me tocaba el pelo ahora, como si yo<br />

fuera la yegua, y los bucles saltaban alrededor de sus dedos y se enredaban en ellos. Los<br />

contemplé maravillada; después me estremecí cuando su mano descendió por mi hombro una vez<br />

más.<br />

“Tu piel es más suave, como el pétalo de una flor, o el sedoso envés de una hoja nueva en<br />

primavera...”<br />

“Es morena...”, objeté, admirando la blancura de su pecho y de su vientre. ¿Sería tan<br />

suave su propia piel?<br />

“¡Es dorada!” Me giró de un modo que toda la luz del sol cayó sobre mí a través de los<br />

árboles susurrantes. Pero lo que yo vi fue un resplandor encender su pelo.<br />

“Madurada a besos por el sol. ¿He de envidiarlo?” Su voz se hizo más baja. “¿O he de<br />

imitarlo? Así...” Y, de pronto, se inclinó y sentí la tersura de sus labios contra mi hombro, con un<br />

hormigueo que parecía saltar instantáneamente desde mi brazo a todo el resto de mi cuerpo.<br />

Me aparté. “¡Déjalo!”<br />

“¿No te ha gustado?” Sus ojos azules danzaban.<br />

“¡Eso no cambia las cosas! Nada puede salir de esto.” Me estregué el brazo, donde me<br />

había besado, como si pudiera hacer desaparecer el hormigueo.<br />

“Para mí sí las cambia”, dijo con serenidad. “Pero, si no has de permitirme tocarte, tendré<br />

que depender una vez más de mis ojos. Tu cuerpo”, continuó desapasionadamente, “es elegante y<br />

flexible como siempre, pero ahora es poderoso. Tus miembros son redondos y tersos, pero aún<br />

puedo ver el deslizarse del músculo bajo la piel. Y todavía corres bien. Tienes equilibrio y hay un<br />

ritmo en tu movimiento que es como el salto del corzo.”<br />

Recordé el ciervo tatuado en mi espalda, y cómo corriera en la Isla, y comprendí qué<br />

buena había sido esta carrera a través del bosque.<br />

“Y tú has crecido como un alazán medio salvaje que tuve por un tiempo.” Incliné la<br />

cabeza hacia atrás para apreciarlo. “¡Todo fuerza y obstinación!” Algunos hombres se hacían más<br />

lentos con la edad, pero yo pensé que Agantequos sería siempre de movimientos rápidos, con el<br />

mismo sesgo alerta de cabeza que yo le recordaba de cuando era un muchacho.<br />

“Tus pechos son como las colinas redondas y lisas donde pasta el rebaño”, prosiguió<br />

como si yo no hubiera hablado, “y la curva de tus caderas es como el perfil de los montes que<br />

protegen el valle secreto y la sagrada fuente. Quiero pacer en esos montes, Cridilla; quiero beber<br />

del dulce manantial...”<br />

Su voz se había hecho áspera de repente y di otro paso atrás.<br />

“Basta... ¡basta ya! No debería haberte permitido comenzar.”<br />

“Pero lo hiciste”, respondió, “y ahora sólo puede haber un final.”<br />

“No puedo casarme contigo”, repetí contra el zumbido en mis oídos, tratando de hallar<br />

significado en las palabras.<br />

“Quiero yacer contigo...”, clamó. “¿Puedo decírtelo más claro? Te he querido desde que<br />

era demasiado pequeño para saber para qué. Éramos dos mitades de un todo, Cridilla, y estoy<br />

110


cansado de estar solo.”<br />

“¡No quiero que me tome varón!”, susurré. “¿Puedes poseer al salmón que nada en la<br />

corriente?” Sin pensarlo, yo tendía hacia el gesto fluido de las técnicas defensivas que aprendiera<br />

en la Isla tanto tiempo atrás.<br />

“¡Entonces, seré la nutria!” El agua saltó entre nosotros formando un velo brillante<br />

cuando él aterrizó en la corriente. Su ataque vertiginoso igualó mis sinuosas evasiones. Su mano<br />

hizo presa en mi brazo, pero mi piel húmeda se escurrió entre sus dedos y salté atrás, hasta la<br />

orilla opuesta.<br />

“¿Puede la nutria cazar a un halcón?” Lo tenté, y me arrepentí después, cuando un brinco<br />

más potente que el mío lo trajo hasta mí y el movimiento raudo de su brazo me apretó, por un<br />

instante, fuerte contra él. Me zafé otra vez, pero ahora tenía la pared de roca a mis espaldas. Lo<br />

enfrenté, listas las manos.<br />

“El águila puede abatirlo desde los cielos”, jadeó, alzando sus miembros para abrazar el<br />

aire. Giramos uno alrededor del otro, recordando pautas aprendidas en paciente práctica mucho<br />

tiempo atrás.<br />

La mancha de césped en la que nos hallábamos era demasiado pequeña para esto.<br />

Vislumbré el brillante embrollo de mis ropas al otro lado de la corriente, pero cada vez que<br />

trataba de lanzarme en aquella dirección hallaba a mi oponente cortándome el camino. El mundo<br />

se redujo a esta esfera cercada de piedra, y pulsante en mi garganta noté los comienzos del<br />

pánico.<br />

“¡La liebre artera puede escapársete!”, grité de pronto, sintiendo poder en las piernas al<br />

saltar hacia las rocas a mi espalda. Entonces, desde detrás de mí, oí el gruñido de un gato salvaje.<br />

La franja de hierba ondulante al borde del monte brotó ante mí. Me detuve y me agaché,<br />

jadeando, considerando la extensión de terreno verde y los árboles alrededor. Oí luego al cazador<br />

y me puse en pie de un salto.<br />

Había alabado él mi carrera. Correría ahora del modo más veloz que supiera.<br />

Arranqué como una cierva de su escondite cuando llegó tras de mí. Los árboles se<br />

difuminaron mientras ganaba rapidez. Mi perseguidor saltaba cuando yo saltaba, equiparándose a<br />

mí brinco por brinco. No era ya un gato salvaje. Si hubiera sido capaz de tornarme, ¿habría visto<br />

una cornamenta surgir de su frente?<br />

“Corre...”, llegó de detrás la resollante provocación. “¿Qué forma... puede evadirse de mí,<br />

cuando los signos... tatuados en tu piel... son los mismos... que los míos?”<br />

Me torné para responderle, di un traspiés y él cayó sobre mí abatiéndome.<br />

Al desmoronarme en la hierba, me sentí cambiar una vez más. Y aunque él portaba el<br />

tatuaje del Oso también, por lo menos sabría que había luchado cuando hubiésemos acabado.<br />

Lo rodeé con mis brazos y mis dedos se endurecieron en garras que arañaron su espalda.<br />

Mis labios se habían contraído; mis dientes rasgaron su hombro y quedé libre. Una y otra vez<br />

rodamos, tajando y rajando a zarpazos. Piel resbaladiza de sudor patinaba y se pegaba y separaba<br />

mientras contendíamos. De mi cuello brotó un sonido que no era humano. Retortijé y presioné,<br />

sin importarme cómo me golpeaba y, cuando trató de apartarme de él de un empujón, le hundí<br />

mis dientes en el brazo.<br />

Fue el sabor de su sangre lo que me contuvo. Retiré la cabeza porque, de repente,<br />

estábamos una vez más en la Isla y el olor de su sangre me ardía en el cerebro. Yacimos<br />

jadeando, demasiado exhaustos para percibir otra cosa que la aspereza de nuestro aliento forzado<br />

y el batir del rojo atabal del corazón. Y después, él se incorporó y me besó.<br />

Por un momento, el sabor de su sangre y de sus labios y el pulso potente dentro de mí<br />

fueron una sola cosa. Luego toda mi fuerza se desmadejó en un único empellón que lo alejó de<br />

111


mí.<br />

“¿Te crees que soy Gunarduilla”, siseé, “para que se me someta por la fuerza y se me<br />

viole como trofeo de la espada?”<br />

Permaneció donde había caído. “¿Qué quieres decir?”<br />

Cerré los ojos, recordando. Nunca se lo había dicho. Cuando volví a la Isla después de<br />

aquellas terribles nupcias, había intentado cegar el recuerdo. Había dicho que no me casaría<br />

nunca, pero no por qué.<br />

Podía sentirlo esperar. Y así, sentada en la hierba con el sudor secándose sobre mi cuerpo<br />

desnudo, le dije cómo se habían desposado mis dos hermanas.<br />

“Nunca te forzaré...”, dijo Agantequos al fin. Y luego: “Tu padre, al menos, no te obligará<br />

a casarte conmigo...”<br />

Lo miré con un repentino borboteo de risa. Había un creciente de marcas púrpura en su<br />

brazo y sangre brillante que goteaba otra vez allí donde mis dientes le habían roto la piel. Me<br />

incliné sobre él y empecé a lamerle la sangre.<br />

Él se quedó abruptamente quieto. Podía sentir acumularse en él la tensión mientras lo<br />

tocaba. Sus dedos se hincaron en la hierba.<br />

“Cridilla...” Las palabras forzaron su paso a través de él. “Déjame amarte.”<br />

Me lamí los labios, gustándolo. Aunque había recuperado el aliento, la sangre me latía en<br />

las sienes aún. Oía abejas zumbar sobre las campánulas, o un susurro en la hierba al pasar un<br />

ratón silvestre. Pero en toda aquella desnuda cima nada más se movía. Vi que su carne estaba<br />

preparada para servirme y el ardor se encendió bajo mi piel.<br />

“No me has conquistado...”, murmuré.<br />

“¿Cómo podría llegar a decirlo nunca, si seré yo quien porte las cicatrices?”<br />

Una vez más sus ojos danzaban. Me hundí en su pecho y, tal como hiciera en la Isla, dejé<br />

que mis labios tocaran los suyos.<br />

Las manos de Agantequos eran tiernas como las de un pastor sobre un cordero recién<br />

nacido, firmes como las de un jinete que guía su montura por el tremedal en la tormenta. Allí<br />

donde sus ojos habían rendido adoración, sus manos confirmaron el culto y, donde sus manos<br />

iban, sus labios elevaban enseguida su plegaria. Yo me había creído fría como la hoguera de ayer,<br />

pero mi carne era yesca esperando sólo su toque para estallar en llama.<br />

Aprendí el dulce y tentador roce de labio contra labio y me descubrí sedienta aún cuando<br />

sus besos me abrasaron desde el hoyuelo del cuello hasta los pechos. Y cuando su pelo fúlgido<br />

frotaba mi piel, la llama ascendía. Su lengua provocó a un pezón primero, después al otro, hasta<br />

que los tuvo rígidos. Al sorber en ellos, sentí una puñalada fiera de sensación entre los muslos.<br />

Gemí, tratando de apartarlo sin dejarlo partir, y él rió.<br />

Una vez más, yo jadeaba. Mi miembros se crispaban con la necesidad de movimiento,<br />

pero sólo la palpitante suavidad entre mis piernas tenía voluntad, abriéndose a la firme presión de<br />

sus dedos exploradores como una flor al sol. Instintivamente, yo me hincaba en ellos y oía su<br />

aliento hacerse tan ronco como el mío.<br />

¿Me ha conquistado por fin?, pensé, inconexa. ¿O es mi propio cuerpo? ¿Es esto victoria<br />

o traición?<br />

La consciencia se redujo a ese único núcleo de dulzura. Agantequos era fuego pero,<br />

dentro de mí, las aguas sagradas empezaban a fluir. Boqueé con el crecer de la marea y<br />

Agantequos se deslizó de nuevo sobre mí.<br />

“Dame paso a tu corazón, mi reina...”, suspiró. “Recíbeme en...”<br />

Ciegamente, mis labios buscaron los suyos. Sentí su peso sobre mí, sus manos fuertes<br />

levantando mis caderas al anudarse mis piernas en torno a él. Luego me estremecí con la lenta y<br />

112


segura suavidad de su penetración.<br />

Y entonces fui el halcón, batiendo con las alas el cielo; fui la cierva, convulsa bajo el peso<br />

del venado; fui el salmón, escamas contra escamas en el río. La fuerza de sus acometidas me<br />

hincaron profundamente en la tierra. Donde nuestra carne se encontraba, el placer era casi dolor.<br />

Una vez más percibí que cuajaba una poderosa marea. Dejé que la atención fluyese al<br />

exterior y jadeé cuando el éxtasis explotó en un torrente que arrasó mi espina. En ese instante, yo<br />

fui la tierra y el poder que sintiera en las fuentes sagradas se desovilló dentro de mí. Oí a alguien<br />

gemir, pero el grito que se formó en mi propio vientre y desgarró mi garganta reverberó de monte<br />

a monte.<br />

Una eternidad más tarde, me hice consciente del sonido del agua. Agantequos y yo<br />

yacíamos aún entrelazados en la cima, pero muy cerca de nosotros el agua fluía. Giré la cabeza y<br />

vi un destello de humedad en la hierba. Quizás había estado allí todo el tiempo y no lo habíamos<br />

notado. Extendí la mano para tomar del líquido en ella y apagué mi sed con el agua del límpido<br />

manantial que borboteaba de la grieta en el monte.<br />

113


CAPÍTULO 11<br />

Porque es la falsedad del Príncipe la que trae tiempo perverso sobre un pueblo<br />

maligno y seca el fruto de la tierra.<br />

-Antiguas Leyes de Irlanda III:25<br />

Aquélla fue la más extraña de las primaveras. Comprendí al fin lo que mi padre había<br />

buscado en todas aquellas mujeres que se había llevado al lecho. Con Agantequos yo lo había<br />

encontrado y, cuando descendimos de la montaña a las fuentes sagradas, estaba segura de que la<br />

gloria que irradiaba desde mi interior debía de iluminar las hojas de los árboles. Pero los ojos de<br />

la carne no lograban ver nada aunque, cuando mi amado estaba cerca de mí, yo sentía su<br />

presencia como una llama secreta. Quizás Dama Asaret hubiera podido percibir mi dicha, pero yo<br />

me cuidé de mantenerme lejos de ella. Y retorné al bastión sola.<br />

Mi mundo se había rehecho, aunque exteriormente las cosas siguieron idénticas. Si<br />

llegaba a saberse que me había entregado al extranjero, mi padre perdería parte del poder que le<br />

daban las expectativas de mis pretendientes. Agantequos sabía por qué no había de casarme con<br />

él. Decía que no importaba, pero no era verdad. Se esforzaba por no tocarme cuando pasaba a su<br />

lado y yo luchaba por impedir a mis ojos que lo siguieran. Para los dos, nuestra unión lo había<br />

cambiado todo.<br />

Ahora, cuando bebía agua, recordaba la dulzura de aquel manantial en la cima y sentía<br />

una vez más el hormigueo donde el amor me tocara hasta que mis propios jugos empezaron a<br />

fluir. Cuando miraba el resplandor de una llama, lo que veía era la cabellera de Agantequos, y su<br />

calor prendía mi carne. Hallé a la misma Tierra en los montes y los valles de mi propio cuerpo y<br />

con cada hálito mi espíritu volaba libre. Todas las cosas estaban benditas por mi amor e, incluso<br />

cuando los días sin lluvia continuaron y la gente empezó a mirar a mi padre y murmurar una vez<br />

más, yo no pude estar triste.<br />

Agantequos siguió a la corte de Leir en su marcha a través del país, ardiendo por dentro.<br />

Las veces que podíamos encontrarnos en soledad eran raras, aunque conseguimos escaparnos del<br />

resto la Víspera de <strong>Bel</strong>otennia, cuando las puertas del fuerte permanecían abiertas y todo el<br />

bosque tremolaba de dulces forcejeos amorosos. Al retornar coronada de prímulas y eglantinas<br />

por la mañana, la gente pudo deducir qué había estado haciendo, pero yo me cuidé de que no se<br />

llegase a saber con quién.<br />

Éste fue mi primer secreto. El segundo lo guardé de Agantequos incluso y era la sospecha<br />

de que yo portaba a su hijo. En aquellos primeros días, todo parecía posible. Mi embarazo no me<br />

creaba dificultades; de hecho, nunca me había sentido más fuerte. Mi padre recuperaba la energía<br />

y todo habría de seguir como había sido. Aun si mi amante retornaba a su país, yo podría educar a<br />

mi hijo para que heredara Briga en soledad.<br />

Y así continuaron las cosas mientras los días secos se alargaban hacia el Solsticio. Me<br />

aproveché del calor para adoptar el antiguo estilo de ropa enrollada alrededor del cuerpo y sujeta<br />

con broches al hombro, cuyos pliegues velaban mi cintura y me dejaban libres los brazos. Toda<br />

conversación giraba en torno al próximo Consejo y la carretera que ascendía a Ligrodunon había<br />

sido molida por los pies de los mensajeros hasta dejarla cubierta de polvo blanco. Para el ojo<br />

casual, Leir parecía haberse recuperado. Se había hecho más lento, pero su paso era firme y clara<br />

su palabra. Y si su temperamento era todavía irascible... bien, no se le había conocido nunca<br />

114


como un hombre paciente.<br />

Y entonces, de repente, fue la Víspera del Solsticio y el Consejo era mañana. Todo el día<br />

las estancias del rey habían reverberado de controversias. Ahora, la gente se congregaba<br />

alrededor de la hoguera que había sido encendida en el campo tras la fortaleza, pero, cuando volví<br />

en busca del manto que mi padre quería, me di cuenta de que no estaba sola en la casa.<br />

“Y yo digo que hacer semejante sacrificio supone una admisión de la responsabilidad...”<br />

Los tonos resonantes de Artocoxos me asustaron. “Que el sacrificio sea un toro. Hemos tenido<br />

sequías otras veces y nunca un dedo señaló al rey. El pueblo dirá que mi señor admite que ésta se<br />

deba a una falta suya, si ofrecemos un hombre.”<br />

“Dedos lo señalan ya”, surgió, más honda, la respuesta de Talorgenos. “La gente dice que<br />

ha perdido la soberanía y que la sangre debe nutrir la tierra. Da gracias de que un substituto les<br />

baste. Si las cosechas fallan por completo, los dioses podrían exigir la sangre del rey.”<br />

Permanecí con la mano extendida sobre el vientre en un gesto instintivo de protección,<br />

escuchando, pero el miedo y la furia que luchaban en mi interior me mantuvieron quieta.<br />

“¿Los dioses u hombres que han engordado durante el periodo de paz que Leir ganó para<br />

ellos y que ansían ahora su poder?”, preguntó Artocoxos con amargura.<br />

Solté el aire en un largo suspiro. Hombres... tenían que ser hombres los que estuvieran<br />

detrás de estas palabras de sacrificio... pero verían de qué modo invocarían las hijas de Leir la ira<br />

de la Diosa, si hacían el menor intento.<br />

“¿Crees que interpreto los augurios para servir a la voluntad de algún hombre, incluso el<br />

rey?” La voz de Talorgenos se había afilado. “Leir ha roto su propio geas y debe darse<br />

compensación. Él mismo ha expresado su acuerdo y esta noche haremos la ofrenda.”<br />

“Con tal de calmar tu lengua yo mismo daría mi consentimiento a cualquier cosa...”,<br />

murmuró Artocoxos, pero con suavidad. Y luego: “¿Tienes al hombre?”<br />

“Escogido a suertes entre el grupo de cautivos tomados en la campaña del pasado verano.<br />

Lo estarán cebando ahora y, cuando el sol se ponga, lo traerán al fuego.”<br />

Sus voces se hicieron más tenues y entonces alguien abrió la puerta de la morada y oí el<br />

murmullo exterior como el rugido lejano del mar. Temblé, aunque el aire era cálido aún, y me<br />

detuve a recoger mi propio manto antes de volver al festejo.<br />

En el terreno ondulado al este de la fortaleza había brotado una cosecha intempestiva de<br />

tiendas de piel y cabañas hechas de ramas verdes entrelazadas. Sólo el prado estaba libre de ellas<br />

y, a la luz declinante del largo ocaso estival, portaba su propio cultivo de cabezas, castañas y<br />

rojas y blondas, mientras la gente se movía para ocupar su posición alrededor de la jaula de<br />

mimbre sobre el montón de leños.<br />

Un murmurio sordo fluyó y se remolinó cuando avancé hacia la plataforma que habían<br />

erigido para el rey. La voz del pueblo se había impuesto porque eran muchos y, quizás, a causa de<br />

la excitación reprimida, que daba filo a cada palabra. Los Quiritani nunca habían prestado tanta<br />

atención al Solsticio de Verano, pero ésta era una gran festividad entre el Pueblo Pintado y, ahora<br />

que los sacerdotes del roble habían aprendido de los sabios de la vieja raza a calcularlo con<br />

exactitud, habían empezado a añadir sus propios rituales al antiguo festival.<br />

Mucha gente del valle había subido para el rito. “La Señora... la Señora de Briga...”,<br />

surgía el susurro detrás de mí mientras pasaba. Una vez más pensé en el poder durmiente de las<br />

pequeñas olas cuando sisean contra la orilla.<br />

Había recorrido la mitad de la distancia hasta mi padre y oí que alguien gritaba mi<br />

nombre. Gunarduilla y Rigana estaban juntas, con sus escoltas detrás. Yo las había evitado desde<br />

que llegaran, pero ahora respondí porque, a la luz del crepúsculo, creí que podría resistir incluso<br />

115


el escrutinio de mis hermanas. Después de mañana ya no importaría que se enterasen de mi<br />

estado. Tras el Consejo, se lo diría a todo el mundo.<br />

“Cridilla, ¿dónde has estado todo el tiempo?”, inquirió Rigana. “¿Estás bien?”<br />

“Tiene que estarlo”, respondió Gunarduilla, “tan lozana como un caballo recién<br />

enjaezado; aunque se ha engordado, tirada siempre en casa de nuestro padre.”<br />

“Estoy bien...”, dije lacónica, “pero exhausta de acomodar a todos los jefes y a sus<br />

mujeres. Perdonadme. Quería veros, pero sabía que tanto vosotras como vuestros séquitos<br />

estabais bien provistas.”<br />

“¿Qué falta hacen excusas entre hermanas?”, repuso Rigana con dulzura.<br />

Sus ojos eran brillantes bajo la creciente oscuridad. Los años sólo habían confirmado su<br />

belleza, mientras que Gunarduilla, que había sido una muchacha hermosa, se había hecho más<br />

ordinaria con el tiempo. Pensé en las cosas que Agantequos me había dicho y me pregunté cómo<br />

me vería dentro de unos pocos años. ¿Me seguirían aún sus ojos con atónita adoración, como<br />

Senouindos contemplaba a Rigana cuando no estaba demasiado borracho para ver? ¿U olvidaría a<br />

su mujer para adular a cualquier joven de la que se hubiese encaprichado, como Maglaros me<br />

cortejara a mí?<br />

“No importa”, añadió Gunarduilla. “Todos estaremos más que bien provistos muy<br />

pronto.” La miré con dureza y ella se rió. “¿Aún te haces la inocente? ¿No sabes que mañana los<br />

jefes forzarán a Leir a dividir sus tierras entre sus herederas?”<br />

No lo sabía. Concentrada en Agantequos y mi hijo, no me había movido entre las gentes<br />

escuchando lo que decían, como acostumbraba a hacer. Y Cuervo, que siempre lo oía todo, no me<br />

había dicho nada. Quizás pensara que ya lo sabía, o que no quería hablarlo con él.<br />

“Pero ¿por qué?”, logré decir finalmente.<br />

Los ojos de Rigana se abrieron atónitos. “¡Se ha revelado ya incapaz de gobernar! Y el<br />

tiempo de las reinas ha tardado en tener su oportunidad otra vez. Cridilla, ¡éste es el momento que<br />

te había prometido! Recuerdas, cuando te hiciste mujer... Te dije entonces que un día nosotras<br />

tres gobernaríamos el país.”<br />

“Pero queda tiempo sin duda...”<br />

“¡No para mí! ¡Ya he servido demasiado tiempo al capricho de un anciano!”<br />

“Y yo he sangrado por mi país. ¡Tengo derecho a reinar!”, ecoó Gunarduilla. “¿De verdad<br />

quieres derrochar tu juventud sin nada más en tu regazo que los pies de un idiota?”<br />

“¡Son los pies de un rey!”, repliqué, pensando en la nueva vida que portaba mi vientre.<br />

“¡Estaríamos peleándonos como lobos, si no hubiera hecho de todos nosotros uno!”<br />

“Somos lobos, a los que sólo el gruñido del jefe de la manada nos impide destrozarnos las<br />

gargantas”, dijo ominosa Gunarduilla. “Sólo la autoridad de la Madre puede hacer uno de<br />

nosotros. Y las hermanas somos tres, al igual que los tres rostros de la Madre. Es nuestro<br />

destino.”<br />

Suspiré, recordando cómo mi espíritu había abarcado el país cuando yací en los brazos de<br />

Agantequos.<br />

“Somos la vida del país, eso es verdad, pero no solas. Ningún bien puede venir de<br />

desposeer al rey...”<br />

Gunarduilla hizo un sonido de disgusto y se volvió, pero Rigana me tomó del brazo.<br />

“Loca, ¿crees que va a dártelo todo? ¿Crees que puedes compartir su alto asiento porque<br />

te adora? ¿O es su lecho, perra, en el que quieres yacer? ¿Qué venganza crees que la Diosa<br />

arrojaría sobre este país por semejante pecado?”<br />

“La Diosa es mi testigo de que ningún hombre ha yacido en mi regazo como no sea el que<br />

permite Su ley. Ni he deseado lo contrario y ¡que me aplasten la tierra y el mar y los cielos, si no<br />

116


fuera así!” Lo intenté, pero no pude alejar el temblor de mis palabras.<br />

“Hermana, ¡vas demasiado lejos!” Gunarduilla sonaba tan aturdida como yo.<br />

“¡Entonces, házselo comprender tú! La Diosa sabe que no tiene ningún motivo para ser<br />

tan ingrata después de todo lo que hemos hecho.” Rigana se arrebujó en su chal.<br />

“Todo se arreglará, Cridilla”, dijo Gunarduilla rápidamente. “Si adulas al anciano, te<br />

dejará elegir al marido que quieras. Nextonos sería el mejor para ti. Es lo bastante mayor para ser<br />

vulnerable, si finges amarlo, y está demasiado bien situado para ser ambicioso. Y el resto de los<br />

jefes lo conoce bien...”<br />

“¡No necesito permiso de mi padre para escoger a mi hombre!” Encontré mi voz de<br />

pronto, estremeciéndome al pensar que Nextonos pudiera tocarme. Al fin mi rabia se<br />

desencadenó. “¡Y, ciertamente, ninguna ayuda de vuestra parte! ¡Y, Gunarduilla, ata a tu marido<br />

a tu cama, pues ten por seguro que le cortaré los huevos como vuelva a tontear conmigo!”<br />

Rigana reía y me giré hacia ella. “Y tú tampoco, que has convertido tu lecho marital en<br />

avenida principal. La Diosa se da a Sí misma a Su propio tiempo y estación, pero para ti todas las<br />

estaciones son buenas.”<br />

Aun en mi ira, había mantenido baja la voz. Pero, cuando acabé, la cualidad del silencio<br />

fue como la quietud en las profundidades de mi vigilia en la cueva, con ecos de insonoros gritos.<br />

Había verdad en mis palabras, pero no en el modo de decirlas. Extendí solícita las manos, pero<br />

los rostros de mis hermanas eran piedra.<br />

Desde la puerta del baluarte, las carynxes restallaron. Las ropas blancas de los sacerdotes<br />

del roble brillaron trémulas en la penumbra cuando avanzaron con el prisionero. Con un sollozo,<br />

irrumpí a través del círculo de guardias y huí hacia el santuario, donde mi padre me esperaba.<br />

En la plataforma real, los jefes bebían. La faz del rey estaba en sombras, pero yo conocía<br />

su silueta y el argénteo destello de su cabellera. Por un momento, contemplándolo desde abajo,<br />

pareció inmenso contra el cielo crepusculante; después, me coloqué a su lado y fue mi padre otra<br />

vez. Se volvió y le puse el manto en los brazos.<br />

“Lo siento”, empecé.<br />

“Shss, niña, no importa. No tengo frío aún... pero tú estás temblando.” Alargó el brazo y<br />

yo anidé en la curva que formó, agradecida. En la oscuridad, nada había cambiado. Éste era el<br />

padre poderoso que me había protegido todos los años de mi crecimiento. Percibí a Agantequos<br />

cerca, en alguna parte, pero no me atreví a mirar.<br />

“No me gusta esto”, murmuré cuando la espectral procesión se acercó. Habían cubierto al<br />

prisionero con uno de los mantos de Leir y el ronzal de paja alrededor de su cuello parecía un<br />

torce regio a la luz declinante. Dos de los sacerdotes sostenían al hombre para ayudarle a guardar<br />

el equilibrio, pues éste miraba alrededor como si no supiera dónde estaba, y en una ocasión rió.<br />

“Cuando el brebaje negro da alas, el espíritu canta...”, dijo una sombra a nuestros pies.<br />

Desde luego, a la víctima se le habría dado alguna droga para hacerle más fácil el tránsito.<br />

Bajé la vista. Cuervo estaba acurrucado al otro lado de Leir, casi invisible en la penumbra.<br />

“¿Quieres un trago, entonces, amantanos?”, dijo uno de los jefes.<br />

Cuervo lo miró un largo instante, luego tiritó. Sus ojos perdían el foco y, antes de que<br />

pudiera detenerlo, habló...<br />

“Bebe hondo, guerrero... cuando llegue el próximo festejo... en el túmulo de Dana<br />

beberás, ¡bajo el suelo!”<br />

“¡Maldito seas, pájaro de mal agüero!”, exclamó el hombre, veloces los dedos para trazar<br />

un signo de protección.<br />

Se alejó de allí y oí su voz, honda y airada, cuando alcanzó a sus amigos. Mis dedos se<br />

cerraron en el hombro de Cuervo y él se estremeció.<br />

117


“¿No podrías haber fingido beber con él?”, le reproché. “El chisme correrá otra vez y<br />

ahora no podemos permitírnoslo.”<br />

“Beber el espíritu lleva donde los demonios esperan... Si éste bebiese, no diría nada más<br />

que profecías.” Vi el destello feral de sus ojos. “¿Recuerdas cuando éste se balanceaba en el<br />

árbol?”<br />

Asentí, pues nunca había olvidado cómo lo hallara.<br />

“Una vez vagó éste por el mundo de los espectros; le aplastaron los huesos. Pero no todos,<br />

no toda la senda. Espíritus se congregan ahora, nada impide que éste tema.” Sus dedos se cerraron<br />

en la orla de mi túnica.<br />

Hubo un sordo rumor en la turba de aliento contenido y alcé la mirada otra vez. El<br />

farfullar de Cuervo me había distraído... y quizás no pretendía otra cosa. Ahora el prisionero<br />

estaba junto a la pira. Cuando lo alzaron hacia la jaula de mimbre, cierto entendimiento pareció<br />

retornar a él, porque gimió débilmente. Pero los sacerdotes del roble lo estaban despojando de las<br />

ropas con siniestra eficiencia, hasta que quedó tan desnudo como mi padre cuando realizaba los<br />

sacrificios.<br />

Aún en silencio, los sacerdotes ataron a su víctima y, tras un instante de fútil forcejeo, ésta<br />

se desplomó resignándose a sus ligaduras. En la quietud del hálito contenido, sus ásperos jadeos<br />

eran lo único que se oía.<br />

Entonces, el repentino destello de una antorcha atrajo todas las miradas. Talorgenos se<br />

adelantó, elevando la llama de tal forma que entre sogas y ramas podía verse el resplandor de la<br />

piel sudada.<br />

“¡Tonante, te enviamos este sacrificio para que el estruendo de las ruedas de tu carro nos<br />

traiga bienvenida lluvia!”, clamó aquél. Luego, hundió la tea en la pira.<br />

Los sacerdotes del roble rodearon la hoguera y el fuego empezó a ensortijarse entre los<br />

leños. Este horno no dejaría nada más que cenizas y debían sacar sus augurios de la forma en que<br />

el hombre moría.<br />

La jaula de mimbre tembló al ascender las llamas, como si el pobre sujeto tratase de<br />

librarse de sus ataduras. ¿Fue el lazo o la droga lo que no le dejó gritar?<br />

“¡Lo pelea, bien!”, murmuró el rey. “Es lo que yo haría.”<br />

La víctima era un substituto del rey. Pero bien aquello no estaba... incluso yo sabía que el<br />

sacrificio debía conducirse sin resistencias.<br />

Por fin el movimiento cesó. El humo, o quizás la droga, había hecho perder al hombre el<br />

sentido. En instantes, la pira se había transformado en un cono de fuego, dentro del cual los<br />

barrotes de la jaula eran como hierro fundido. Y luego la armazón prendió y el sacrificio quedó<br />

aprisionado en fuego. Las cuerdas que lo sujetaban debieron de arder entonces, pero todo lo que<br />

podía verse era una mortaja ondulante de llamas. Sólo cuando el olor a carne quemada inundó de<br />

náusea el aire tórrido supimos que la ofrenda había sido aceptada.<br />

Teníamos que presenciar el rito hasta que la pira se desmoronase sobre sí misma en un<br />

montón de ascuas brillantes. El rey debía soportarlo hasta el final y, mientras él permaneciese allí,<br />

yo no podía marcharme. Cuervo aferraba mis tobillos de un modo que habría sido doloroso, si me<br />

hubiese permitido a mí misma sentir. Me pregunté por qué no había buscado protección en los<br />

brazos de algún guerrero, su refugio habitual cuando estaba asustado. Pero, quizás, no lo querían<br />

ya ahora que tenía plata en el cabello. Pasado un rato, bajé la mano y le toqué la cabeza,<br />

acariciando sus ásperos mechones como si fuera un perro.<br />

Cuando el fuego se hubo consumido lo bastante para que los hombres pudieran acercarse<br />

a él, la gente empezó a adelantarse con teas no encendidas en las manos. Uno por uno, se las<br />

llevaron de allí brillando. Luego, corrieron para portar el fuego sagrado a sus campos.<br />

118


Ahora toda la inmensa turba se movía. Un estremecimiento convulsivo me sacudió y volví<br />

mi rostro hacia el hombro de mi padre.<br />

“Está bien. Todo está bien”, murmuró, acariciándome el pelo. “Ya ha acabado, y nadie me<br />

ha hecho daño. No tengas miedo.”<br />

Al cabo de un rato me erguí. Chispas reptaban como luciérnagas por los campos bajo la<br />

fortaleza; los labriegos llevaban el fuego a sus cosechas para protegerlas de todo mal. Pero la<br />

ofrenda ¿había sido aceptada? ¿Enviaría el Tonante la lluvia?<br />

Alcé la mirada y vi las ígneas estrellas como brasas en el cielo límpido del Solsticio.<br />

Aquella noche soñé que Osa Madre venía a mí, armada para la guerra. Sus labios se<br />

movían, pero yo no podía oírla. Después, por un instante, la escena cambió y vi en la distancia las<br />

formas blancas de unos cisnes voladores. Traté de ir tras ellos, pero estaba pegada a la tierra.<br />

Desperté temprano, con lágrimas húmedas aún del sueño en las mejillas; y en la hora<br />

lóbrega antes del amanecer, descendí a buscar agua de la fuente. Había criadas para esta tarea,<br />

desde luego, pero la primera agua sacada el día de un gran festival gozaba de especial poder.<br />

Otras mujeres habían salido con la misma idea, pero no eran tan zafias como para negarme la<br />

precedencia.<br />

Aguardamos en silencio, escuchando el despertar de los pájaros. Después, desde el fuerte<br />

sobre nosotras llegó el estrépito de los cuernos sacerdotales y vi la luz del sol renacido prender las<br />

hojas. Dejé que el agua fría colmase mi pequeño caldero de bronce, un objeto encantador con<br />

elegantes curvas y espirales al nuevo estilo en el casco y alrededor del borde. Las demás<br />

esperaron detrás de mí porque, sagrada o no, todo el mundo necesitaba agua para empezar el día.<br />

Sonreí. “Voy a verter un poco de mi caldero para cada una de vosotras y la virtud de esta<br />

agua dará poder al resto. Mirad, hay bastante para todas, y aun podré llevar al rey su bebida del<br />

alba...”<br />

De pronto, brotaron una risa y parloteo que ahogaron el chirriar de los pájaros. Aún<br />

chachareaban cuando marché camino arriba.<br />

“Es una dama gentil”, dijo alguna. “¿Ya sabe que los jefes del norte están juramentados<br />

para hacer caer a su padre?”<br />

“¿En qué le cambia eso las cosas?”, llegó la respuesta. “Ella es la reina de Briga.”<br />

Me apresuré. Era más importante asegurarse de que mi padre supiera lo que se decía que<br />

hacer entender a los tontos el significado de la lealtad.<br />

A media cuesta, me detuve junto al viejo roble para recuperar el aliento y me hallé<br />

arrastrada a las sombras que había tras él. El agua saltó del caldero, pero yo no grité porque mi<br />

carne había reconocido aquella mano fuerte.<br />

“Agantequos...” Alcé mi rostro a sus besos.<br />

Una de sus manos se cogió a las masas en cascada de mi cabello, la otra se deslizó por la<br />

tersa piel de mi cuello y buscó mi pecho bajo los holgados pliegues de mi túnica. Habían pasado<br />

dos semanas desde la última vez que estuvimos solos y su toque ardía como el fuego. Intentó<br />

atraerme a él, pero yo aferraba el caldero todavía.<br />

“Cridilla... ¡no podemos vivir así!”, dijo, quebrada la voz. “Vente conmigo, pase lo que<br />

pase esta tarde.”<br />

“Te quiero, pero ¿te he pedido yo que renuncies a tu país para quedarte conmigo?”<br />

Agantequos suspiró. “Era más fácil en la Isla...” Se colocó de forma que pudiese<br />

apoyarme en él. “No abandonaré a los hombres que combatieron por mí...”<br />

“Y yo no dejaré a mi padre. ¿Por qué te cuesta tanto entenderlo?” La vehemencia de su<br />

añoranza y su deseo había labrado nuevos hoyuelos en su rostro y vi los cercos púrpura del<br />

119


insomnio bajo sus ojos.<br />

“Mi mente lo entiende”, susurró, “pero mi corazón agoniza y mi cuerpo grita de<br />

necesidad.” Sus manos se deslizaron sobre mis pechos y el familiar hormigueo se expandió por<br />

toda mi carne. Me dije a mí misma que debía correr de vuelta al fuerte, pero no me podía mover.<br />

Fue Agantequos el que se detuvo, represada de pronto la corriente de su deseo cuando sus<br />

dos manos acoparon mis pechos.<br />

“¡Cridilla!” Su voz vibró como un gong. “¿Estás embarazada?”<br />

“Porto...” Preocupada por mi vientre había olvidado qué llenos y duros estaban mis<br />

pechos.<br />

“Mi hijo”, concluyó. “Ahora no puedes negarte a venir al Gran País conmigo.”<br />

“¿Por qué? ¿Crees que no puedo protegerlo?” Me aparté bruscamente de sus brazos y más<br />

agua se derramó en el suelo. “¡El niño es mío! Yo sólo he jurado que, si tomaba marido, serías tú.<br />

¡Pero aún soy libre!”<br />

“¡Me presentaré ante el Consejo y reclamaré paternidad!”<br />

“¡Lo negaré, si lo haces!”<br />

“¿Y qué dirá tu padre? Oh, Cridilla, ¿es que siempre le darás el amor que me pertenece a<br />

mí?”<br />

“¡Tú eres parte de mí!”, grité. “¡El amor de mi corazón es tuyo! Pero yo soy parte de él<br />

también y, si lo abandono, ¿cómo puedo serte fiel a ti?”<br />

“Cridilla, ¡quiero tenerte!, ¡quiero a mi hijo!” Agantequos alargó la mano para tomarme y<br />

el resto del agua se desparramó cuando me di la vuelta.<br />

¡Quiero amar a mi compañero y a mi hijo y a mi padre también!, lloraba ahora. ¿Tan<br />

imposible es este sueño?<br />

“Si es una niña, tiene que ser criada aquí, en su propio país”, dije entrecortadamente.<br />

“Pero si es un hijo, te lo daré a ti.” Aferrando aún el caldero vacío, volví corriendo a la fortaleza.<br />

Aquel Consejo fue sin duda la mayor convocación Quiritani que la Isla del Poderoso<br />

había visto nunca. Los jefes se sentaban rodeados de sus séquitos, en una irradiación a partir de la<br />

negra mácula que la hoguera de la noche anterior dejara, para abigarrar de color el prado. El rey<br />

estaba en el centro. Él era el centro. Eran su fuerza, su obstinación, y a veces sus artimañas, las<br />

que habían multiplicado unas pocas naves de locos guerreros jóvenes hasta convertirlas en esta<br />

multitud. ¿Es que no podían verlo? ¿No podían encontrar en sus corazones, si no clemencia, al<br />

menos algo de gratitud?<br />

Apoyé mi mejilla contra uno de los postes que sostenían el palio. Otros toldos, no tan<br />

altos, cubrían a mis hermanas y a sus maridos. Había criados que aguantaban mantos extendidos<br />

sobre sus jefes y algunos se habían subido las bandas del traje a la cabeza para protegerse de un<br />

sol que quemaba como un escudo fundido. Unos pocos, incluso, se hallaban lo bastante<br />

desesperados para tocarse con el plano sombrero de paja que los rústicos acostumbraban a llevar.<br />

Este mediodía debía marcar el momento a partir del cual declinaría la fuerza del sol, pero por<br />

ahora no había el menor signo de ello. Incluso los cielos parecían desvaídos, como si la sequía de<br />

la tierra debiera extenderse a ellos. El calor hacía trémulo el aire. Esto no les mejorará el humor,<br />

pensé limpiándome el sudor de la frente. Ni a mí tampoco...<br />

“¿Quién cortará la porción del héroe cuando esté hecho este asado?”, dijo Cuervo<br />

examinando los rostros enrojecidos de la multitud. A pesar de mí misma, me reí. Después los<br />

tambores aniquilaron con su trueno todo otro sonido. Cuando cesaron, la Asamblea quedó en<br />

silencio.<br />

Padre, el corazón de tu nieto late bajo tus pies, pensé cuando los acomodé en mi regazo.<br />

120


¿No puedes sentirlo? Pero, en aquel momento, él tenía otras preocupaciones. Los jefes se<br />

enderezaron como canes expectantes. Había empezado.<br />

“¿Quién habla primero?”, murmuró el rey dirigiéndose a Artocoxos.<br />

“Nextonos...”<br />

El hombre a quien Leir había dado tierras y oro se irguió en el círculo ennegrecido que<br />

dejara el fuego y tomó la vara del orador. Cuando hubo dicho cinco palabras, el rey había dejado<br />

de sonreír.<br />

“... y hablo así por los jefes. Leir no puede seguir siendo rey. Dices que compensaremos<br />

nuestras pérdidas con el saqueo del sur y que nutriremos la tierra con la sangre de los Ai-Zir. Pero<br />

¿cómo gobernará un rey otro país, si no puede regir el propio? ¿Es que la maldición que pesa<br />

sobre Leir ha de extenderse a las tierras de los Ai-Zir? Es con pena que digo estas palabras, pues<br />

he comido en su mesa y he vertido sangre a su lado, pero nadie que se preocupe por su pueblo<br />

puede negar esta evidencia. Justicia y victoria nos ha dado, pero los frutos de la tierra mueren. El<br />

tiempo del rey ha pasado.”<br />

Hubo un murmullo de aquiescencia, sordo, como si temieran que los cielos les golpearan<br />

aun a pesar de hablar en lícita Asamblea. Pero las alturas traicioneras seguían despejadas.<br />

Leir rió ásperamente y alargó la mano para tomar el bordón.<br />

“No lo haré. Vosotros me elegisteis, pero los dioses santificaron el vínculo. ¡No tenéis<br />

poder para cortar el lazo entre este país y yo!”<br />

“¡Los dioses lo han roto!”, brotaron los clamores. “Lo dicen los augurios. Tus reinas han<br />

muerto, tu tótem ha huido, tu reinado no es sagrado ya más.”<br />

“¡Los augurios son buenos!”, dijo furioso Artocoxos. “Talorgenos, diles...” El sacerdote<br />

del roble parecía turbado y en mi vientre la serpiente del miedo empezó a desenroscarse.<br />

“Decidor de las Palabras Sagradas, háblanos”, desafió Nextonos. “¿Fue el corazón del<br />

sacrificio consumido?”<br />

“No lo fue...”<br />

“¿Y el cráneo?”<br />

“Resquebrajado, pero no consumido...”<br />

“¿Son buenos o malos esos augurios, sacerdote? Es el pueblo quien requiere la respuesta”,<br />

surgió la demanda implacable, “y debes responder.”<br />

“Los augurios no son buenos”, contestó el sacerdote por fin.<br />

“¿Es que sois criaturas”, explotó Artocoxos de ira, “para que os asuste un pedazo de carne<br />

quemada o el vuelo de un ave? ¿No hay aquí un solo hombre con el coraje de ser fiel a una<br />

palabra dada?”<br />

“¡Yo lo soy!”, llegó fuerte una voz desde detrás de nosotros.<br />

“¡Yo estoy con el rey!”<br />

“¡Y yo!” “¡Y yo!”<br />

Al menos, los Compañeros de Leir y su séquito eran leales, y muchos del norte de Briga y<br />

de otros países ganados por Leir, pero sólo unos ecos dispersos llegaron del resto de la Asamblea.<br />

“Anciano...” El gesto de Nextonos los abarcó a todos. “Puede que aún tengas dientes, pero<br />

¿puedes combatirnos a todos?”<br />

Lentamente, Leir se levantó. Estaba temblando y yo temí por él.<br />

“¡Puedo, sí!” La rabia raspaba agónicamente con cada palabra, pero su voz era clara. “¡He<br />

afrontado peligros con mayor desventaja y reclamado victoria! Pero, incluso aunque caiga, no<br />

seré una presa fácil...”, sus labios se contrajeron en una sonrisa irónica, vacía de humor.<br />

“Pasaríais tiempo y tiempo lamiéndoos las heridas que este viejo lobo os causaría y seríais<br />

vosotros los que cargaríais con la culpa de haber matado a un rey, mientras que yo me reiría<br />

121


viendo mi sangre empapar el suelo sediento.”<br />

Un temblor recorrió la Asamblea. Me doblé, meciendo la vida en mi interior, pero vi sólo<br />

rojo a través de mis ojos cerrados, sangre que manchaba los cielos, sangre por todas partes<br />

alrededor... Yo había luchado, pero nunca en una guerra comparable a la que podía surgir de las<br />

palabras de Leir. El aire se llenó de un clamor de voces estridentes, cuando otros previeron aquel<br />

mismo destino.<br />

“¿Causarías ruina semejante a tu pueblo... tú, que durante tanto tiempo has servido a este<br />

país?” Abrí los ojos y vi a Dama Asaret erguida como una sombra bajo el sol, en sus ropas<br />

oscuras.<br />

“Tal como dices, les he servido. ¿Cómo puedo abandonarlos ahora?”, adujo el rey con<br />

suspicaz dulzura. Su mirada reposó un instante sobre mí antes de continuar. “Pero incluso un gran<br />

rey debe inclinarse ante la voluntad de los dioses. Por fortuna, la vieja línea prosigue en los tres<br />

reinos. Que éstos sigan manteniéndome como corresponde a un rey y yo abdicaré.”<br />

Un descarnado silencio recibió sus palabras. Los hombres parecían atónitos, como ante la<br />

oferta de un tesoro feérico, preguntándose si se convertiría en hojas secas al tocarlo o en algo peor<br />

que se volvería contra ellos y los destruiría.<br />

“No un lobo, un zorro”, dijo Cuervo por lo bajo. “Pero incluso a los viejos zorros se les<br />

coge alguna vez. Estos cazadores... ¿se extraviarán?”<br />

“¿Y qué de tus otras tierras?”, dijo alguien finalmente. “¿Qué de los clanes cuyos reinos<br />

fueron rotos? Y las tierras de los Ai-Zir, si llegamos a tomarlas... ¿a quién pertenecerán?”<br />

La sorpresa jugó deliberadamente en las facciones de Leir y éste se acarició la barba.<br />

“Supongo que debería dividirlas entre mis hijas ahora... ¿Estáis de acuerdo con estas<br />

condiciones? ¿Las juraréis por la tierra y el cielo y el mar?”<br />

¡Estaba embaucándolos! Hice una mueca para no reír. Mi padre no se había vuelto loco...<br />

le había visto hacer estas cosas muchas veces ya. No había sido rey tanto tiempo sin aprender a<br />

doblegarse un poco para imponer sus propósitos. Sin duda esperaba añadir sus propias conquistas<br />

a Briga y gobernar a través de mí. Era una apuesta segura el que cuando los demás empezaran a<br />

patearse uno a otro como caballos desentrenados a tirar juntos de un carro se alegrarían de que su<br />

fuerte mano agarrase otra vez las riendas.<br />

Con creciente entusiasmo, llegó la confirmación. Si a algunos de los hombres más jóvenes<br />

les decepcionaba que no fuera a haber lucha, a los jefes clánicos, que veían alejarse de sus patrias<br />

la sombra roja de la guerra, no les tentaba cuestionar el acuerdo.<br />

“Es un gran don lo que estoy ofreciendo...”, sonrió Leir con astucia, y vi el rostro de<br />

Maglaros mudarse cuando empezó a entender. Se inclinó para susurrarle algo a Gunarduilla<br />

mientras el rey continuaba. “¿Y cómo tomaré la decisión? He amado y protegido a mis hijas<br />

desde que nacieron. ¡Que cada una diga ahora cómo me recompensará!” Se dejó caer confiado en<br />

el asiento otra vez y puso los pies en mi regazo.<br />

Pídeme que tome las armas y sea tu campeón, lo miré en silente súplica, o que pruebe mi<br />

amor con una imposible misión más allá del mar. ¡Pero no que me presente ante toda la Isla y<br />

diga lo que siento!<br />

Con rostro adusto y sudorosa, Gunarduilla se adelantaba ya y el sol incitaba pálidas<br />

chispas en su pelo sin brillo. ¡Por lo menos no es ella más fluida de palabras que yo!, pensé con<br />

satisfacción cuando tomó la vara del orador.<br />

“Siempre he estado orgullosa de ser la hija de un gran rey...”, dijo despacio. “Me entrené<br />

para ser un guerrero, de forma que pudiera parecerme a él. Recé para convertirme en hombre y<br />

poder ser su hijo así, pero los dioses me lo negaron y me entregaron a un marido.”<br />

Me quedé helada al recordar nuestra conversación camino a los Valles. “En mi corazón”,<br />

122


me aseguró entonces, “yo soy la hija de mi madre.”<br />

“Ahora tengo un hijo”, prosiguió, “y busco en él los signos de que será como su abuelo<br />

algún día.” Esto podía ser cierto, pero no porque esperase hallar cualquier parecido. Todos los<br />

ojos se volvieron hacia el muchacho, que estaba inquieto bajo la mano fuerte de su padre, pero<br />

Morigenos no hizo ningún sonido. Y yo no pude hacerlo.<br />

Gunarduilla no había terminado. “Pero ¿qué son las exigencias de un marido o de un hijo<br />

comparadas con las de un padre? Leir es el hijo de las estrellas. Es un dios que camina entre los<br />

hombres.” Se tornó hacia Leir y su rostro era una máscara. “¿No habrás, pues, de recibir siempre,<br />

padre, la Porción del Campeón en mi mesa y sentarte en el Alto Asiento en mis estancias?”<br />

¡Padre! Alcé la vista hacia él y vi que sonreía. ¿Puedes oír cómo miente? Dirigí una<br />

mirada desafiante a la cabeza inclinada de Talorgenos. ¡Decidor de Verdad! ¡Hazle admitir la<br />

falsedad de sus palabras! Y Maglaros -Gunarduilla nunca había hecho un secreto de sus<br />

sentimientos- tenía que saber que esto era hipocresía. Pero, desde luego, debía de ser él quién le<br />

había dictado aquellas palabras.<br />

Cuervo dejó escapar un extraño sonido ahogado, pero estaba oculto entre los pliegues de<br />

las ropas de Leir y no supe si era angustia o carcajada.<br />

Abruptamente, Gunarduilla pareció agotar lo que traía estudiado. Miró incierta alrededor<br />

y Maglaros frunció el ceño. Se arrodilló, entonces, y se humilló hundiendo la frente en las cenizas<br />

del fuego sacrificial. Recordé de pronto lo espléndida que se mostrara al salir a luchar con<br />

Maglaros por su soberanía y, en ese momento, sentí sólo lástima ante la desesperación que había<br />

minado tan magnífico orgullo.<br />

Porque sin duda Leir, que tan bien leía en los corazones de los hombres, tenía que saber lo<br />

que ella realmente sentía, me relajé un tanto, segura de que sólo política inducía aquella<br />

complaciente sonrisa suya.<br />

“Mi hija mayor me ama como yo la amo”, dijo el rey. “Y será confirmada en Alba con el<br />

marido que le di. El resto lo decidiré cuando haya oído lo que sus hermanas tienen que decir.”<br />

Cuando Gunarduilla retornó traspuesta a su marido, Rigana ocupó en el círculo su lugar,<br />

brillante en sus ropas carmesíes y fulgurante bajo el oro siniestro contra la pálida piel de su<br />

cuello, sus muñecas y las sombras de su pelo. Los hombres habían asentido reflexivamente<br />

mientras escuchaban a Gunarduilla, pero a ésta la miraban con hambre.<br />

“Mi hermana habla bien, pero frías son sus palabras. Yo vengo de un país más gentil...”<br />

La voz de Rigana ondulaba cariciosa sobre la multitud. Ella, cuando menos, no traía el discurso<br />

aprendido de su consorte. Senouindos parecía dormitar bajo el toldo.<br />

“Y yo nunca he querido ser un hombre...” Una pequeña conmoción dio eco a su risa baja;<br />

después, su vista se fijó en el rey. “Y así, mi señor, siempre he estado agradecida de que tu brazo<br />

fuerte estuviese extendido para defenderme. Crecida bajo tal protección, ¿cómo no habría de<br />

querer a mi padre? Sin duda sabes cómo te adoro...”<br />

¡Sin duda sabes que también ella miente!, pensé entonces. Padre, mírame ahora con risa<br />

en tus ojos, le supliqué en silencio, ¡para que sepa que lo ves!<br />

“Mi señor, nunca ha habido un hombre que te iguale. No hay medida para los<br />

sentimientos que mueven mi corazón. Ninguna gloria mayor podría conocer que la de que<br />

establecieses tu morada junto a mí.”<br />

“¿Oís cómo me aman mis niñas?”, clamó Leir.<br />

“Una loba buscará cualquier carroña”, murmuró Cuervo, pero el rey no dio muestras de<br />

oírlo. ¿Qué está oyendo? Pánico se removió en mi vientre. ¿Es todo esto un juego para<br />

impresionar a sus jefes o se cree de verdad semejantes agasajos?<br />

“Que mi segunda hija gobierne en <strong>Bel</strong>erion con mi viejo camarada, pues ha probado su<br />

123


devoción.” Leir inspiró profundamente, luego me puso la mano en el hombro.<br />

“Y, Cridilla, mi corazón, es tu turno ahora. Habla bien, niña, y deja que mi espíritu se<br />

complazca en ti.” Tanto amor temblaba en su voz que me escocieron los ojos de lágrimas. Estiré<br />

la mano para coger la suya.<br />

“¿Y qué verdad esperas recibir de ella, oh rey...”, llegó la voz de un hombre, resonante de<br />

sorna, “si ni siquiera te ha dicho que el vientre en el que reposan tus pies se hincha día a día con<br />

un niño?”<br />

124


CAPÍTULO 12<br />

Aquí nos sentamos, en la orilla;<br />

Tormentoso el frío;<br />

Me castañean los dientes. Una gran tragedia<br />

Es la tragedia que me ha llegado.<br />

-El Libro de las Invasiones de Irlanda<br />

El silencio fue como la quietud antes de la tempestad.<br />

“¿Es verdad eso?” La voz de Leir lo desgarró. “¿Andas con niño?”<br />

Miré de Maglaros, que sonreía con triunfo cruel, a mi padre. Aturdida, pensé que sin duda<br />

aquél estaría complacido.<br />

“¿Y qué, si es así?”, empecé, pero el rey estaba apartando ya sus pies de mi regazo como<br />

si éste se hubiese vuelto algo impuro. Se giró impetuosamente para afrontarme, la vara blanca de<br />

la realeza aferrada en su mano.<br />

Me esforcé en levantarme, para que nadie pensara que pedía de rodillas merced. ¿Cómo se<br />

había enterado Maglaros de lo del niño? ¿Lo habían averiguado mis hermanas la noche anterior y<br />

se lo habían dicho o había puesto una de mis mujeres a espiarme?<br />

“¿Quién es el hombre?”<br />

Era la voz de un rey cuando imparte sentencia. ¿Dónde estaba Agantequos? A pesar de los<br />

amigos que había hecho entre los Compañeros, yo era su único aliado aquí. ¡Calma!, pensé. Por<br />

tu vida, mi amor, no digas una palabra.<br />

“¡Talorgenos!”, clamó Leir. “¡Toca su matriz con tu bastón, para que la criatura grite el<br />

nombre de su padre!”<br />

Mis manos se movieron para protegerme el vientre.<br />

“Soy una mujer libre y el padre del niño es un hombre libre. Ésta es la única pregunta que<br />

tienes derecho a hacer. ¡No hay un guerrero en tu morada que pueda reclamar a este hijo!”<br />

“Es verdad... es la ley. No ha hecho nada malo...”, llegó el murmullo de la Asamblea y<br />

Talorgenos movió la cabeza en confirmación.<br />

“Señor”, dijo uno de los jefes, “no has acabado de hacer tus preguntas...” Un silencio<br />

anticipatorio se extendió por la multitud.<br />

“Dime, pues, cómo me amas...”, exigió Leir severamente, “tú, a quien yo amo sobre todas<br />

las cosas...”<br />

Abrí mi boca para responderle, pero ningún sonido surgió. Observé en torno a mí los<br />

rostros enrojecidos por el sol, hallando en algunos rampante curiosidad, en unos pocos maliciosa<br />

satisfacción y en los ojos de los hombres de Briga una fiera lealtad que me infundió valor.<br />

“Tú eres mi padre, y toda mi vida has cuidado de mí. ¿Cómo podría yo dejar de amarte?”,<br />

dije por fin.<br />

“¿Por lo que te he dado?”, repuso Leir agrio. “Tus hermanas han sido elocuentes. ¿No<br />

puedes decir tú nada más?”<br />

Lo miré con rabia. ¿Qué quedaba por decir? Si todas las horas que habíamos pasado<br />

juntos durante estos años no probaban mi devoción, ¿qué podían hacer meras palabras?<br />

“Tus hermanas me aman más que a sus maridos o hijos, más que a la vida incluso”,<br />

125


añadió burlón. “¿Cuál es la medida de tu amor?”<br />

¡Y están mintiendo!, pensé con furia. Yo estaba dispuesta a rendirlo todo para quedarme<br />

contigo... ¿es que ya no eres capaz de distinguir entre oro falso y verdadero?<br />

“Yo arriesgaría mi vida por defenderte...”<br />

“Eso es algo que cualquier guerrero se lo debe a su señor”, me interrumpió Leir.<br />

Osa Madre nos había inculcado la convicción de que un jefe debe recibir siempre la<br />

verdad de aquellos que le están juramentados. Por la verdad del príncipe, el reino prospera.<br />

Porque Leir era mi padre y mi rey, ni siquiera ahora podía traicionarlo con fáciles adulaciones.<br />

“Y te debo también el amor de una hija. Pero el amor que daría a un marido no tiene nada<br />

que ver con...”<br />

“¿Qué clase de amor le diste a él... a la serpiente que se deslizó entre tus muslos?”<br />

Parpadeé sin acabar de creer lo que había oído.<br />

“¿Qué clase de amor le ofreciste a mi madre, si no eres capaz de entenderlo? Le di a mi<br />

amante lo que le debía al padre de mi hijo, tal como daré a esta criatura de mi vientre el amor de<br />

una madre. ¿De qué te serviría a ti ese sentimiento?”<br />

El rey se tambaleó y Artocoxos saltó para darle apoyo. ¿Me estaba oyendo, siquiera?<br />

“Ella juró...”, murmujeó, “juró que la niña era mía... Pero nunca es seguro...”<br />

“¡Padre, escúchame!”<br />

“¡No me llames padre!” Se centró de pronto. “¡Allí están mis hijas!” El gesto de su brazo<br />

al señalar a Gunarduilla y Rigana lo desequilibró, y sólo se mantuvo en pie porque el viejo<br />

guerrero, con mano fuerte, lo sostuvo.<br />

“Te aman por lo que puedes darles... ¿no lo ves?”<br />

Pero Leir murmujeaba aún. “No es mi hija... mía no. Una perra desleal... se ríe de mí,<br />

como todas ellas... cuando piensa que no puedo... oír.” Como un trueno que se aleja, su voz<br />

gemicosa declinó. El viento hizo revolotear los bordes del palio, un viento tórrido que secaba la<br />

boca y no portaba alivio ninguno.<br />

“Las tierras no adjudicadas”, dijo Nextonos por fin. “¿Cómo dividirás los reinos, mi<br />

señor?”<br />

“Norte y sur que se los repartan Gunarduilla y Rigana”, respondió quejumbrosamente.<br />

“¿Qué... sigue ahora?”<br />

“Yo tomaría a tu hija y gobernaría Briga por ella, aun con el niño...”, dijo el jefe con tacto.<br />

Los hombres de mi país habían empezado a murmurar, pero callaron esperando a ver qué diría el<br />

rey.<br />

“¿Qué hija?” Leir rió salvajemente. “¡No es mía! ¡No puedo darla! Por la tierra y el roble<br />

y el fuego... lo juro”, su respiración fallaba. “¡Que el mar se levante... y me trague, si niego mis<br />

palabras!”<br />

“¡Gunarduilla, Rigana! ¡No le dejéis hacerme esto a mí!”, grité, pero sus rostros parecían<br />

tallados del roble por el que nuestro padre había jurado. Talorgenos agarró el brazo de Leir,<br />

susurrándole algo con furia, pero el rey lo apartó.<br />

“¡Sé lo que hago! ¡Tú, Decidor, proclama su destierro! ¿Creéis que... estoy loco?<br />

Desposeída y desheredada... Maldita... la maldigo... ¡como a su perra madre!”<br />

Retrocedí, temblando. No debía maldecirme... Había una razón por la que no debía pero,<br />

incluso aunque hubiera logrado recordarla, no había nada que pudiera hacer. Yo había sido<br />

siempre la que calmaba las iras de Leir, pero ahora era el corazón de la tormenta.<br />

“¿Y Briga?”, preguntó Nextonos desesperado.<br />

“¿Tomarás a la chica sin ella? ¿O la tomarás tú?” Leir se giró hacia Loutrinos y rió al ver<br />

retroceder al otro hombre. “¡Ambos ibais más que calientes antes por la perra!” Su mirada pasó a<br />

126


través de mí sin verme, como si yo hubiera desaparecido.<br />

“Yo la tomaré...” De pronto Agantequos estaba a mi lado. “Con o sin herencia.” El sol<br />

poniente resplandeció como una almenara en su cabello.<br />

“¿El extranjero?”, el rey lo escudriñó. “Eres un loco entonces. ¡También te abandonará a<br />

ti!”<br />

La expresión de Agantequos no cambió. Extendió su mano derecha formalmente, como si<br />

nunca lo hubiese tocado.<br />

“¡Tómala! ¡Llévatela más allá de la novena ola! ¡Que Briga quede huérfana también!”<br />

Leir risoteó de repente. “Gunarduilla y Rigana se la pueden repartir entre ellas...” Fustigó el aire<br />

con su mano. “Ellas son verdaderas hijas. ¡Ellas cuidarán de mí! ¿Queríais el poder?” Miró con<br />

sarcástica sonrisa a toda la Asamblea alrededor, contraídos los labios y mostrando unos dientes<br />

largos y amarillos como los de una calavera. “Tomadlo, pues...” Leir rompió la vara blanca de la<br />

soberanía en dos y arrojó los pedazos lejos de sí.<br />

“Dos hermanas cucús en el nido... ahora reposo gozan consentido...”, cantó<br />

quejicosamente una voz tenue en el silencio.<br />

“El huevo del cisne roto en el suelo<br />

encuentro...<br />

Cuando nadie esta burla puede inteligir,<br />

¡ay del país!<br />

El viento se elevó con el avance de la oscuridad. El relámpago asoló las cimas distantes<br />

como si los dioses estuviesen en guerra. En la compacta tiniebla, esperé con Agantequos que<br />

Zaueret acabase de empacar mis pertenencias y me las trajese al exterior. La fortaleza estaba<br />

silenciosa como si alguien yaciese muerto allí... y quizás esto era algo más que una fantasía. A<br />

Cridilla, la hija de Leir, le han dado muerte, me lamenté, ¿y quién es ésta que llora por ella? El<br />

sudor me goteaba entre los omoplatos, pero yo temblaba.<br />

“Calma, amor; no tienes nada que temer conmigo y pronto estaremos lejos de aquí...”<br />

Agantequos me apartó caricioso el cabello empapado de la frente. A nuestras espaldas, oí a sus<br />

hombres murmurar inquietos. Keir y Gruncanos eran los altos; Cuno, la forma más sólida detrás.<br />

Nabelcos se apoyaba, cerca, en una pared.<br />

No me había enterado de que estaba gimiendo. Volví mi rostro contra su hombro y me<br />

arrebujé en su manto. Aunque el frío venía de dentro de mí, era reconfortante siempre que evitase<br />

recordar las muchas veces que habían sido los brazos de mi padre los que me dieran seguridad y<br />

calor.<br />

Las pieles de la puerta del recinto se movían. Me tensé cuando alguien pasó a través de<br />

ellas, pero era sólo Zaueret, deformada su silueta por los bultos que portaba. Alguien más venía<br />

tras ella, cargado de forma similar. Reconocí la desgarbada gracia de Cuervo cuando se escurrió<br />

por la entrada.<br />

“¿Esperan los caballos?”, suspiró Zaueret cuando nos alcanzó.<br />

“Fuera de las puertas”, respondió Agantequos.<br />

Distribuimos el equipaje y marchamos a través de las sombras, tan invisibles para la<br />

gente, que temía mirar a la hija maldita del rey, como los espíritus en la Víspera de Samonia.<br />

Fuera del bastión, resultó más soportable. Cinco ponis tironeaban de sus cuerdas, oliendo<br />

nerviosos el aire preñado. Empezamos a cargar el bagaje.<br />

Entonces, un áspero ruido de metal se dejó oír a nuestras espaldas y la cabalgadura que yo<br />

127


sujetaba agitó alarmada la cabeza. Agantequos se volvió impetuoso, aferrando la espada, y Cuno<br />

y Gruncanos saltaron delante de él. El bardo Nabelcos dio un rápido paso al frente para hablar por<br />

su señor.<br />

“No hay necesidad de esto, ahora...”, llegó de las sombras una voz norteña. “Estaréis<br />

seguros... sólo, venid conmigo en paz.” La oscuridad se hizo temblor y movimiento: estábamos<br />

rodeados de hombres armados.<br />

Agantequos se quedó quieto con la hoja a medio desenvainar.<br />

“¿A dónde?”<br />

“¿Y pues? A las reinas tus hermanas, señora, eso es todo.”<br />

Observé la oscura silueta y creí reconocer a uno de los hombres tribales de Gunarduilla.<br />

“No os preocupéis por vuestras cosas...”, continuó. “Dejaremos un muchacho de guardia<br />

para que nadie moleste a vuestros hombres. Ahora venid conmigo. Han esperado por vosotros<br />

mucho ya y no sois una familia paciente.”<br />

Mis manos se habían curvado en garras al pensar en mis hermanas, pero no parecía haber<br />

otra salida. Asentí y oí la espada de Agantequos deslizarse en su vaina una vez más.<br />

“¡Hermana, sé bienvenida!”, dijo Rigana conciliadora.<br />

Parpadeé ante el resplandor de luz y color. Habían unido muchas colgaduras para<br />

conformar un recinto de festejos en el exterior y un círculo de hombres con antorchas formaban<br />

las paredes. Vi las altas figuras de los guerreros Quiritani y otros que eran más anchos, guerreros<br />

Ai-Utu y Siwanet de la vieja sangre, armados por primera vez desde que Leir conquistó el país.<br />

Pero toda esta brillantez parecía irradiar de las figuras de las dos reinas. Rigana vestía aún<br />

carmesí y Gunarduilla, una capa parda como de hojas caídas. En ambas el oro pesaba. Me alegré<br />

de la opulencia del manto azul y verde de Agantequos sobre mis ropas.<br />

“¡Delicada hospitalidad la que presenta sus invitaciones a punta de espada!”, le respondí y<br />

Maglaros sonrió como uno de sus perros negros. Senouindos estaba en el otro extremo del<br />

cercado, con sus asistentes, guiñando los ojos como si se preguntase qué hacía yo allí.<br />

“¿Herida?”, inquirió mi hermana mayor. “Bien, pues considéralo un modo rápido de<br />

hacerte venir. ¡No pretendemos deshonrarte en absoluto!”<br />

“En absoluto”, ironicé. “¿Cómo puede deshonrarse al desheredado?” Empezaba ahora a<br />

sentir mi ira.<br />

“¿Desheredada?”, intervino Rigana con serenidad. “Pero ¿quién ha dado ha este<br />

advenedizo señor de los Quiritani la autoridad para deponer a la legítima reina de Briga?”<br />

Clavé la vista en ella mientras Gunarduilla colmaba un cuerno y se inclinaba hacia mí<br />

para ofrecerme la bebida.<br />

“Vamos, criatura, siéntate con nosotras y hablemos...”<br />

Arrojé una fugaz mirada a Agantequos y vi un párpado contraerse animándome a<br />

aquiescer. Luego, él se sentó entre los guerreros y yo avancé para ocupar un cojín al lado de mis<br />

hermanas.<br />

“Vuestra fraternal preocupación por mí no resultaba tan visible esta tarde.” El hidromiel<br />

era fresco y suave, y yo lo bebí con ansiedad.<br />

“Cridilla, no podíamos ayudarte”, dijo Rigana. “Luchábamos por nuestros propios<br />

derechos entonces, pero ahora hemos ganado.”<br />

“¿Y no queréis Briga?”, inquirí. Se insinuó la más débil de las vacilaciones; luego,<br />

Gunarduilla rió.<br />

“Es Briga la que no nos querría, cariño. Es tu país, y ahora ha llegado el momento de que<br />

ocupes tu legítimo lugar como su reina gobernante.”<br />

128


“No entiendo...”, pasé la vista de ella a Rigana y tomé otro sorbo de hidromiel. “Briga ya<br />

era mía. Todo lo que hacía falta era que él”, me di cuenta de que era incapaz de pronunciar el<br />

nombre de mi padre, “me confirmase. Un momento más y lo habría hecho, si tu marido,<br />

Gunarduilla, no lo hubiera vuelto contra mí.”<br />

“¿Maglaros?”, rió aquélla. “Ha sido la vieja insensatez de Leir la que ha destruido su<br />

amor. Cúlpanos, si no te queda más remedio, por haberle forzado a revelar su vesania y causarte<br />

daño a ti, pero no por el crimen de tu padre.”<br />

“¡La reina de Briga no tiene que deberle su realeza a ningún hombre, ni dejarle gobernar a<br />

través de ella!”, intervino Rigana. “Tú eras para él sólo una herramienta, un medio de poder.<br />

Pero, ¿hubieras llegado a creértelo sin que se te mostrase?”<br />

“¡Vosotras le mentisteis! ¿Por qué habría de creer lo que me estáis diciendo a mí?” Me<br />

recliné en el asiento, mirándola desafiante. Una ráfaga de viento hizo llamear a las antorchas<br />

salvajemente. Los rostros de mis hermanas eran una confusión de luz y sombra.<br />

“Porque nos conoces desde que naciste, y conoces nuestro deseo y nuestro propósito”, me<br />

respondió. “Recuerda tu tránsito a la condición de mujer, Cridilla. ¿No te lo dijimos todo<br />

entonces?”<br />

El fuego que el hidromiel había despertado en mi vientre encendió la visión de tres reinas<br />

gobernando en gloria. Pero en aquellos días yo nunca había preguntado dónde, en tal sueño<br />

dorado, había un lugar para el rey.<br />

“Ahora reclamaremos nuestros puestos legítimos”, dijo Gunarduilla y su voz resonó como<br />

el bronce. “Ahora haremos retornar los viejos días, las antiguas costumbres. La Gran Diosa<br />

reinará una vez más, Sus sacerdotisas recuperarán la precedencia y Sus sacerdotes dejarán el<br />

ocultamiento.”<br />

“A Ella las plegarias y las ofrendas, y el Dios Su consorte será el primero en honrarla”,<br />

recordó Rigana el refrán y yo supe que compartían aquel sueño.<br />

Así había oído yo a los niños jugar. Y luego, quizás, acababan peleándose por quién<br />

conquistaría la mayor gloria, o cambiaban de entretenimiento y se dedicaban a buscar arándanos,<br />

o a tirar piedras contra una diana en un árbol. Pero éstas eran mujeres adultas. Éstas eran reinas.<br />

Sin embargo, mientras escuchaba a Rigana, me descubrí deseando su visión y me di<br />

cuenta de que también yo había crecido nutrida por este sueño.<br />

“Entonces retornará la Edad de Oro”, dijo Rigana triunfante. “El sol brillará y las lluvias<br />

caerán en su estación, los inviernos serán mansos y podremos reclamar las tierras abiertas en los<br />

montes. Cuando la Diosa done de Su abundancia, todos los hombres prosperarán. Habrá ganado<br />

rollizo en cada prado y cada granero estará a rebosar. Y ningún hombre llamará amo a otro,<br />

porque habrá tierras buenas para todos y campos que resplandecerán de paz bajo el sol...”<br />

“Así es como fue, en el tiempo de las reinas”, dijo suave Gunarduilla. “Así es como será<br />

en Briga cuando tú reines...”<br />

Abrí los ojos, expulsada del sueño abruptamente por la memoria.<br />

“¿Qué autoridad tengo yo en parte alguna? ¡Mi vida está condenada, si sigo aquí cuando<br />

el sol se haya puesto por novena vez desde esta noche!”<br />

“¿Condenada, por quién? ¡Éstas ya no son las tierras de Leir!”, rió Rigana triunfante. “Él<br />

mismo ha renunciado a su soberanía. Ha dejado el destino de Briga en nuestras manos y nosotras<br />

te protegeremos.”<br />

“¿Creéis que es tan simple?”, las miré a las dos. “¡Hay muchos que lo llamarán aún rey!<br />

Reinas lo sois por nacimiento, pero sólo por don suyo gozáis la soberanía. ¡Y durante toda mi<br />

vida, Briga lo ha llamado rey a él! Difícil le será a cualquier otro gobernarla y no podrá hacerlo<br />

contra su voluntad.”<br />

129


“Ya lo sabemos. De hecho, ¿no pretendía él reinar a través de ti? Era evidente; era otra de<br />

las razones por las que tuvimos que simular traicionarte, o nada cambiaría.”<br />

“Así pues... ¿qué es toda esta cháchara acerca de hacerme reina?”<br />

Rigana se inclinó hacia mí y me tomó la mano. “<strong>Bel</strong>erion y Alba nos seguirán como el<br />

ganado sigue a los cabestros. Pero Briga tiene que ser ganada. Los nuevos señores que Leir ha<br />

puesto al mando de ella te presentarán resistencia. Pero los antiguos caminos son más fuertes de<br />

lo que puedes imaginar. Durante una generación el Pueblo Pintado se ha lamido las heridas y su<br />

rabia ha crecido. Los Ai-Akhsi lucharán por ti, Cridilla. Tu madre fue muy amada.”<br />

Reposé la cabeza en mis manos. Era difícil ver a través de la calina roja de las antorchas.<br />

Si yo llevaba la guerra a Briga, correrían la sangre y el fuego.<br />

“Los señores Quiritani tienen las fortalezas”, dije con lentitud. “Piedrafuerte gobierna el<br />

nordeste y Rigodunon vigila los valles. Y aquí en el sur, está Ligrodunon mismo y el Alto Fuerte,<br />

que Nextonos manda...” Despacio, dejé gotear los nombres.<br />

¿Sabían mis hermanas lo poderosos que eran estos lugares? No habían escuchado ellas las<br />

interminables disputas acerca de su construcción, mientras que yo conocía el número de las<br />

piedras de cada muro. Pero en aquellos despreocupados días en que escuchaba a los jefes, nunca<br />

se me había ocurrido preguntar por qué el rey necesitaba tan grandes fortalezas. Mis hermanas<br />

debían de tener razón en esto, al menos: que en Briga el Pueblo Pintado nunca había aceptado del<br />

todo al gobierno Quiritani. Los baluartes servían, sencillamente, para tenerlos sometidos.<br />

Y se me antojaba a mí que en cualquier choque de fuerzas ellos tenían las de vencer.<br />

“No puede conseguirse sin destruir al pueblo al que pretendo servir.” Lancé a Maglaros<br />

una mirada fugaz. ¿Cuál era su sitio en todo esto? Él era un Quiritani también.<br />

“Entonces hay que dividirlos”, dijo Gunarduilla pragmática. “¡Toma a Nextonos o a<br />

cualquier otro como consorte y suma su fuerza a la tuya!”<br />

“¿Y mi hijo?”, dije con precaución.<br />

“Nextonos ha prometido que lo aceptará. Y está bien establecer desde el principio que es<br />

privilegio de la reina tener hijos de quien quiera y cuando quiera.”<br />

“¿Y debo desposarme así por intereses políticos? ¿Dónde, pues, está la libertad de una<br />

reina?”<br />

Rigana se encogió de hombros. “Así lo hicimos nosotras y con menos posibilidad de<br />

elección que tú. No esperes llegar al poder sin algún sacrificio.”<br />

“¡He perdido a mi padre ya!”, exploté de pronto. “¿Debo rechazar ahora al padre del niño?<br />

¡Tengo un marido! ¡Y es el único que no me ha traicionado nunca!”<br />

“¡Guárdatelo entonces!”, espetó Gunarduilla. “¡No importa! ¿Reclamarás Briga y te<br />

unirás a nosotras, hermana? Ésta es la única decisión que se exige de ti ahora.”<br />

Una vez más el viento barrió el campamento. Oí un grito lejano, cuando la tienda de<br />

alguien ardió. Si escogía la guerra, así ocurriría en todas partes... Y ¿para qué? No me haría<br />

reconquistar el amor de mi padre.<br />

Me volví hacia Agantequos.<br />

“Tienes derecho a aconsejarme”, le dije secamente. “¿Qué deseas que haga?”<br />

Tragó saliva, pero su rostro no se mudó. “Yo digo... que te corresponde decidir a ti...”<br />

De pronto, me descubrí riendo. “¡Él me entiende! ¡Sabe que para ser leal he de ser libre!<br />

¿Por qué no comprendió esto mi padre? ¿Por qué?” Alguien apretó el cuerno de hidromiel contra<br />

mi mano y tragué más de su dulce fuego.<br />

“Elige...”, siseó Rigana.<br />

“Hermana”, le hizo eco Gunarduilla, “¡has de escoger!”<br />

Me puse en pie con esfuerzo. “¡El infierno se os lleve a todos! Guerread como queráis...<br />

130


¡No seré yo quien haga arder mis tierras! Habéis tratado de ganarme para vuestros propios fines,<br />

todos, todos vosotros... ¡Y mi padre el peor de todos porque hacía ver que era por amor! Me voy<br />

con el único hombre que no me ha mentido nunca. Al menos él es honesto en cuanto a lo que<br />

quiere de mí.” Al moverme, me tambaleé y Agantequos me sostuvo en sus brazos.<br />

“¡Vete, pues!”, gritó Gunarduilla. “¡Pero no creas que podrás volver mendigando el reino<br />

que desprecias! ¡Has dejado de ser nuestra hermana!”<br />

“¡Sacadla de aquí! ¡Que se vaya!”, chillaba Rigana, pero era la voz de mi padre la que oía<br />

yo. Restalló un rayo y vi los rostros de mis hermanas descarnados como calaveras y, a sus<br />

espaldas, la forma espectral de Osa Madre, llorando.<br />

“Nuestra protección te cubrirá hasta la costa, extranjero”, dijo Gunarduilla, “pero sería<br />

mejor que partieseis ya.”<br />

Me atormentaba la pena y sollocé con fuerza.<br />

“¡Seréis vosotras las que lloraréis! ¡Vosotras las que arderéis!” Nunca había sido de<br />

fáciles palabras, pero éstas irrumpían a través de mí ahora. “Veo campos humeantes y empapado<br />

de sangre el suelo. ¡Ay de aquellos que perjuran!”<br />

“Está loca”, le dijo a Agantequos Gunarduilla. “Id mientras podáis.” El resto de sus<br />

palabras se perdieron cuando el trueno estalló.<br />

La batalla de los dioses continuó mientras nos apresurábamos a retornar a los caballos. El<br />

rayo había golpeado una de las casas y el techo de paja estaba ardiendo. La gente se precipitaba<br />

de dentro afuera de los edificios, gritándose unos a otros que trajeran mantas para apagar las<br />

llamas. Y próximo a cada destello de albura, llegaba el aplauso del trueno, absoluto,<br />

ensordecedor. La mano de Agantequos en mi brazo mientras corríamos era mi cuerda de<br />

salvamento; éramos un par entre las muchas formas que se escurrían adentro y afuera de la<br />

fortaleza.<br />

Cuervo y los hombres de Agantequos esperaban aún con las monturas. Pero el guardia de<br />

Maglaros había sido remplazado por alguien más corpudo. Conservé la esperanza un instante.<br />

Entonces la luz de la casa en llamas nos alcanzó y reconocí a Artocoxos.<br />

“Señora”, dijo con voz quebrada en el lapso entre dos truenos, “cuando nos dejes, la luz<br />

partirá de este país. Pero esta noche no hay modo de hacerle razonar. Y, de verdad, lo he<br />

intentado.”<br />

“Oh, todos estamos locos esta noche...” Oí la estridencia de mi propia risa. “Quédate con<br />

él. Necesitará tu consejo más que nunca ahora. Y, si puedes encontrar un mensajero digno de<br />

confianza, tenme al corriente de lo que ocurra.”<br />

Artocoxos se llevó mi mano a su frente como si ahora, en el momento de mi más<br />

completa desposesión, me hubiese convertido en su reina. Me encogí cuando una brizna de paja<br />

ardiente me rozó el brazo. El trueno retumbó otra vez, pero más lejos.<br />

“Y tú...” Cambiando de lengua, me torné hacia Cuervo. “Tú has de quedarte para hacerle<br />

reír...”<br />

Cuervo tragó saliva e hipó y se sacudió como un perro.<br />

“Cuando nadie ve a la luz del día...<br />

Todo arde, los hombres se enfrían,<br />

y la hija es madre<br />

¡al loco entonces reconoce el orate!”<br />

Se dejó caer de hinojos y me lanzó los brazos alrededor. “Éste ríe, mi señora, ¿puedes<br />

oírlo?”, dijo Cuervo, pero sus lágrimas me humedecían el brazo. Luego, el cambio del viento<br />

131


portó el olor del humo a los animales y mi yegua se encabritó.<br />

“¡Monta rápido!”, gritó Agantequos. Yo aferré la crin del poni y me dejé alzar por él al<br />

lomo del animal.<br />

Poco después, marchábamos todos monte abajo. Detrás de mí, vi las formas de mis<br />

amigos iluminados por el rojo resplandor de los rescoldos a sus espaldas. Pero la figura<br />

transparente de Osa Madre flotaba delante de mí.<br />

Una voz fría en mi interior preguntaba por qué miraba yo atrás, al fin y al cabo. Que el<br />

viejo loco viva solo, puesto que me ha rechazado. El desastre que preveía era gestación suya y<br />

una nueva vida me esperaba más allá del mar. ¿Por qué lloraba ahora por Leir?<br />

Y, sin embargo, no podía detener las lágrimas mientras nos alejábamos a caballo de<br />

Ligrodunon. El relámpago brillaba, irregular, en los montes distantes y el trueno murmuraba<br />

hosco, pero no había mosto en él, ni una sola gota de agua.<br />

Después de aquella primera noche, dejé de llorar, pero era la carcasa de una mujer lo que<br />

Agantequos llevó a los acantilados de piedra caliza en las tierras de los Banalisioi. La nave<br />

mercante que habría de portarnos al Gran País estaba esperándonos, panzuda y robusta como los<br />

ponis que dejábamos atrás.<br />

“¿Y ésta es la novia?” El mercadante era un hombre pequeño y cetrino, de ninguna tribu<br />

que pudiera yo conocer. “Es una apuesta que he perdido, pues. Nunca pensé que te la llevarías a<br />

casa. Pero parece enfermiza. Embarazada que está, ¿no es así?” Miraba a Agantequos con<br />

respeto.<br />

Me senté en la orilla y dejé que los ásperos granos de la playa se filtrasen a través de mis<br />

dedos como si nunca hubiera visto arena. Una niebla baja se adhería a las aguas bullentes. La<br />

bruma se había asentado detrás de nosotros también, separándonos del pueblo de pescadores y de<br />

los acantilados, de los secos susurros de los robledos y de los montes donde la hierba se agostaba<br />

volviéndose de un oro intempestivo. Sólo este círculo donde la tierra encontraba el mar era real.<br />

“Cridilla, es hora de irse...”<br />

Había una razón por la que no quería subir al barco, pero no podía recordarla. Dejé que<br />

Agantequos me ayudase a levantarme y me cubriese con su pesado manto. Luego, me alzó en sus<br />

brazos y chapoteó alrededor de la nave, buscando el sitio por donde poder subirme, bien envuelta<br />

como un tesoro que estuviera robando, a bordo.<br />

Me acurruqué donde me dejó, contemplando la pálida arena y la orilla gris disolverse en<br />

la niebla a medida que ganábamos distancia. Después, la vela de cuero se agitó, el barco se<br />

deslizó convulsivamente en pos del viento y mis entrañas me advirtieron su presencia con<br />

calambres. Un segundo bandazo y yo me precipitaba ya hacia la borda para arrojar todo mi<br />

desayuno al mar.<br />

Pensaba que había superado este tipo de cosas después de varios años trajinando con una<br />

voluble barquichuela de cuero alrededor de las costas de la Isla de Niebla. Pero eso había<br />

ocurrido seis años atrás, cuando tanto mi cuerpo como mi mente eran fuertes todavía.<br />

“Mi pobre cariño...” El brazo de Agantequos me rodeó los hombros. “Me había olvidado<br />

de lo que te afecta esto. No te preocupes, te acostumbrarás.”<br />

Estaba equivocado. Yo podía predecir ya que éste sería el peor de los viajes que hubiese<br />

hecho por mar y, si me moría de hambre antes de acabarlo, no me importaba.<br />

A cada lado, la niebla se cerraba sobre nosotros. Tan cerca de la orilla, el agua formaba<br />

aún remolinos con la arena batida por las olas. Debajo, las ondas azarosas de la selva marina;<br />

pero más allá de esto, el agua era densa y pulsaba con un movimiento que no tenía nada que ver<br />

con la marea. Mis sentidos eran un torbellino. Percibía el mundo con preternatural claridad, pero<br />

132


como a través de un velo.<br />

Me incliné más y más, tratando de ver.<br />

“Cridilla... vas a caerte, amor. ¿Qué miras ahí abajo?” Agantequos me tomó en sus brazos<br />

otra vez.<br />

“Hay una serpiente... en las profundidades. Dama Asaret me lo dijo. Una vez trató de<br />

devorar a mi padre... ahora trata de devorarme a mí...”<br />

“No mientras yo esté contigo...”, murmuró Agantequos, acunándome contra él. “¡No<br />

mientras yo pueda librarte del mal!” Había cosas contra las cuales ni su fuerza ni la mía<br />

constituían ninguna protección, pero ayudaba un poco oír tales palabras.<br />

“¿Está loca?”, llegó el siseo sobre el lamer de las olas. Cuno, pensé... su voz era más<br />

profunda que las otras. “¿No se creía su padre un cisne y trató de volar?”<br />

“Era su abuelo, idiota...” Oscuramente, me pregunté de dónde había sacado la historia el<br />

bardo -yo sabía muy poco de la familia que mi padre dejara atrás-, pero me sentía demasiado<br />

mísera para preocuparme.<br />

“Pariente suyo en cualquier caso... todos locos. ¡Qué alianza! ¡No se alegrará,<br />

precisamente, el Consejo!”<br />

“¡Calla! Es nuestra señora ahora...”<br />

¿Lo había oído Agantequos? Bien, tampoco esto importaba. Las nuevas tierras a las que<br />

ahora viajaba difícilmente podían ser más crueles que las que dejaba atrás. Gruñí y me aferré al<br />

brazo fuerte de Agantequos cuando el barco, bajo nosotros, saltó. El viento húmedo levantó un<br />

roción de las olas.<br />

“Será mejor en el Gran País...”, canturreó. “Moridunon tiene fuertes murallas apuntaladas<br />

con madera y rellenas de tierra y piedra. Cada noche, un centenar de bravos guerreros comen y<br />

beben en mi salón. Hay ganado rollizo y ovejas de frondosa lana, y no hay fruto más dulce que<br />

las manzanas que crecen en nuestros árboles...”<br />

Logré un sonrisa. “En la Isla de Niebla, hablabas de una calina que velaba el sol cuando se<br />

levantaba sobre los pantanos y del aroma de las manzanas en primavera.”<br />

Por un momento, la nave vaciló de un modo enfermizo en la cresta de una ola, luego se<br />

precipitó tambaleándose por el otro lado. Gemí y busqué la borda. La vela golpeó sonora y el<br />

capitán gritó a sus hombres. Los marinos giraron el recalcitrante objeto y el barco arrancó con<br />

ímpetu en las alas de un viento refrescante.<br />

“Incluso el barco quiere seguir su camino”, dijo Agantequos. Humedeció un paño y me<br />

limpió el rostro, gentil. “Y mira... el viento está dispersando la niebla.”<br />

Alcé la cabeza. El palio gris que pesara sobre mi espíritu se estaba moviendo. Rasantes,<br />

las aves marinas aparecieron y se desvanecieron en las corrientes que arremolinaban el aire, pero<br />

algo cintilaba más allá de ellas.<br />

Y entonces, por un momento, la brisa sopló con fuerza y vi detrás de nosotros los arrecifes<br />

blancos como las murallas de una fortaleza, más poderosa que cualquiera de las de mi padre. Una<br />

fortaleza, cierto, porque aquellos acantilados calcáreos defendían la Isla del Poderoso y sus<br />

puertas se cerraban contra mí.<br />

Reposé la frente sobre la borda y la sal del mar recibió la sal de mis lágrimas.<br />

133


CAPÍTULO 13<br />

Una Asamblea sin reproche, sin falsía,<br />

Sin daño, sin vergüenza,<br />

Sin disputa o confiscación,<br />

Sin latrocinio o reparación...<br />

Grano y leche en cada cerro,<br />

Paz y buen clima, a causa de ella,<br />

Han sido dados a las tribus de los griegos<br />

Para mantener la justicia.<br />

-La Dindsenchas Métrica, IV<br />

Tres días y tres noches navegamos sin ver tierra, guiados por un sol acuoso y una<br />

vislumbre de estrellas. O quizás fue toda una edad del mundo. Cuando al fin columbramos una<br />

franja baja y gris sobre el horizonte yo era presa hueca del hambre y estaba aturdida como un<br />

espíritu que se acerca a la orilla del Otromundo.<br />

Pero era un paisaje terrestre lo que apareció al acercarnos a la costa. Más allá de las dunas,<br />

se elevaba un territorio ondulado de densos bosques, con ocasionales volutas de humo como para<br />

mostrar que gente lo habitaba. Hubo una palpitación de movimiento en el cabo; después, la tenue<br />

llamada prístina de un cuerno. Habíamos sido avistados.<br />

Rodeamos una punta y vimos de pronto, emergiendo de las arenas movedizas, una gran<br />

eflorescencia de piedra. Esta roca era mucho mayor que el farallón sagrado de <strong>Bel</strong>erion y su cima<br />

estaba coronada de erectas peñas.<br />

“¡El Monte del Cornado!”, exclamó Cuno. “¡Ahora estamos cerca de casa!”<br />

Serena, la nave se deslizó hacia un grupo de casas de piedra techadas de paja, pasada la<br />

curva interior del cabo. En la rocosa orilla, gente se estaba reuniendo. Miré a Agantequos con<br />

incertidumbre.<br />

“Habrán estado esperándonos”, dijo con confianza. “¡Se alegrarán cuando vean que les he<br />

traído una reina!”<br />

Yo había nacido Señora de Briga, pero ¿por razón de qué derecho podía darme él un país<br />

que no conocía? No eran sólo las aguas traicioneras bajo la quilla las que me tenían ansiosa.<br />

“Pensarán que les has traído una arpía...” Me di unas torpes palmadas en el cabello, sucio<br />

y enmarañado tras dos semanas de viaje.<br />

“No cuando te vean el vientre.” Posó su mano sobre él, que en la última semana había<br />

empezado a curvarse, como si a la criatura que nadaba en su interior le afectase muy poco la<br />

aversión de su madre por el mar. Yo puse mis propias manos sobre la suya y, por un instante,<br />

todo estuvo bien otra vez.<br />

Las piedras, entonces, arañaron nuestra quilla y un último empujón de las pértigas nos<br />

lanzó sobre la orilla. La nave se inclinó de lado y se quedó clavada allí, temblando con las<br />

caricias de las olas, mientras la gente se precipitaba hacia nosotros. Agantequos me alzó en sus<br />

brazos para llevarme a tierra y puse el pie en el país de mi exilio. Cuando ascendimos la ladera<br />

hacia la villa, el terreno se hizo más firme y yo inspiré profundamente, sintiendo el primer interés<br />

real desde que dejara Ligrodunon. Esta tierra podía ser extraña, pero al menos era sólido suelo.<br />

El fuerte de Agantequos estaba situado en una mota rodeada de colinas densamente<br />

134


arboladas. No era tan imponente como Ligrodunon y en la madera de la gran puerta había aún<br />

marcas de calcinación bajo las nuevas obras que Agantequos había realizado. Pero Moridunon<br />

estaba robustamente construido y bien dotado. Y, para mí, el centro de seguridad era nuestro<br />

lecho en la morada. Cuando yacía en el calor de sus brazos, sabía que aquél era el corazón del<br />

mundo.<br />

En los campos, el grano palidecía tomando el color del oro a medida que la estación<br />

aproximaba la cosecha. La gente de la villa cortaba hierba en los prados, pero muchos de los<br />

hombres y las mujeres jóvenes del clan estaban aún en los pastos montañosos con sus vacas. En<br />

el fuerte había lino fresco y lana recién esquilada de los que ocuparse, igual que en casa. Me<br />

alegré de caer en la rutina del trabajo con el resto de las mujeres y, por una vez, no tuve deseos de<br />

cambiar el huso por la lanza. Mi condición creaba un vínculo entre nosotras y, si yo no había<br />

traído un tesoro en regalos nupciales, estaba dando al pueblo el mayor don posible: un heredero<br />

de la línea regia.<br />

Era fácil decir qué mujeres habían compartido el lecho de Agantequos antes de que yo<br />

llegase. En su mayoría, eran muchachas de la aldea traídas para servir en el fuerte, de pelo<br />

castaño como el pueblo de mi madre... como yo. Estas gentes casi habían perdido ya sus<br />

recuerdos de un tiempo anterior a la llegada de los Quiritani. Cuando las chicas vieron que no las<br />

odiaba se hicieron afectas a mi servicio. Brenna y Eloret, en particular, se convirtieron en mis<br />

constantes compañeras. Esto no me ganaba simpatías entre las mujeres blondas que habían<br />

esperado ser sus reinas, pero era bueno tener a alguien que me fuera leal.<br />

Y así menguó la Luna del Caballo y la Luna de la Demanda empezó a crecer en el cielo.<br />

Cada día, los labriegos examinaban la madurez de las espigas, la gente reunía los bienes que<br />

portarían a la gran feria y los sacerdotes del roble empezaban a prepararse para el festival.<br />

“¡Por supuesto que iremos a la feria!”, exclamó Agantequos cuando estábamos<br />

entrelazados bajo las pieles del lecho. “Yo he de asumir la función de Joven Dios en el ritual. E<br />

iremos al mercado de ganado también. Te debo un regalo de bodas y allí podrás empezar tu<br />

propia manada.”<br />

Lo besé, siendo lo bastante Quiritani para contar la riqueza en vacas. Él sabía cómo debía<br />

de sentirme sin recursos propios.<br />

“Y cuando tengas reses, será fácil encontrar hombres que las cuiden por ti, jóvenes<br />

guerreros, hambrientos de prestigio. Aquí puedes tener tus propios Compañeros y, una vez nacido<br />

el niño, liderarlos también.”<br />

“Entonces, ¿no quieres verme convertida en una tejedora acurrucada junto al fuego?”<br />

Sus dedos trazaron el tatuaje sobre mi vientre, hinchado ahora con el desarrollo de la<br />

criatura dentro, y yo me estremecí y le cogí la mano.<br />

“¿Habría cortejado a una guerrera del norte, si fuera eso lo que quería?” Su mano se<br />

extravió hacia abajo y yo sonreí, sabiendo lo que ahora quería.<br />

Se hizo sentir entonces el niño con una patada y nos quedamos quietos, observando<br />

maravillados cómo el Oso de mi vientre se estiraba y contraía.<br />

“Será un gran guerrero que crecerá bajo el signo del Oso...”<br />

“Guerrera”, le corregí.<br />

“¡Como la madre!” Sonrió y me besó, y enseguida ya nuestros miembros se deslizaban<br />

juntos en las dulces vueltas del amor y ninguno de los dos dijo nada durante mucho rato.<br />

Era la Fiesta de Lugus y la cosecha estaba en marcha. Cuando cabalgábamos junto a la<br />

cebada madura, se despertó un viento que acamó las espigas de forma que la luz prendió las<br />

aristas. De pronto, todo el campo era un centelleo de plata y mi corazón se elevó. En otro claro,<br />

135


estaban segando y el rastrojo cintilaba al sol bajo un revoloteo de aves campestres.<br />

Detrás de nosotros marchaban el séquito de Agantequos y el mío propio. Presentábamos<br />

una hermosa estampa bajo aquel resplandor, con nuestros mantos más brillantes y relucientes de<br />

oro y ámbar. Mi marido hablaba con una especie de excitación febril. Yo lo entendía. Leir había<br />

estado siempre taciturno y silente antes de las ceremonias. Luego, alcanzamos el humedal ante la<br />

gran Roca del Cornado, lo bastante seco en esta ocasión para servir de terreno a la feria.<br />

Elevándose sobre las festividades, había un poste con la imagen en paja del dios: cuernos de toro,<br />

un cinturón de serpiente en la cintura, en una mano una bolsa y, en la otra, un bastón en el que se<br />

enroscaban serpientes con cabeza de carnero.<br />

Los sacerdotes del roble se adelantaron a fin de preparar a Agantequos para las<br />

ceremonias y sus Compañeros se dispersaron mirando el ganado o uniéndose a los juegos. A mí<br />

me dejaron con mis mujeres para que disfrutase la feria. Todo aquel que en Morilandis tenía algo<br />

que vender estaba allí y parecía incluso que hubiesen venido comerciantes de todo el mundo.<br />

Hombres de los Carnutos habían llegado al norte con reses para el mercado y había Helenos con<br />

ánforas de fuerte vino del sur. Y había Etruscos también, que vendían trabajos en bronce y<br />

cerámica; y Ligures y Turdetanos de Iberia con platería y fina ropa estampada, quejándose de que<br />

las luchas entre Tartesos y Gades habían complicado el comercio. Y no sólo alrededor del Mar<br />

Medio la guerra turbaba al mundo.<br />

“Hay lucha al este de aquí, así dicen...”, llegó próxima la voz de un hombre. Continué<br />

examinando los hilos de bordado, pero me descubrí ansiosa de oír más.<br />

“Siempre luchas. ¡Mujeres o vacas, todo igual!”, rió su compañero.<br />

“No así. Éste es un nuevo pueblo, que se mueve al oeste con sus mujeres y sus pequeños,<br />

en grandes carros y el ganado detrás. No son reses lo que quieren, sino tierras, y lucharán a<br />

muerte para tomarlas, porque no tienen nada que perder.”<br />

“Déjalos. Los reyes lo arreglarán cuando llegue Samonios. Ahora tengo sed, y el viejo<br />

Brochagnos...¡ah, ése hace buena cerveza! ¡Ven conmigo!”<br />

“¿Crees que lo que digo es futesa?”, insistió el primer hombre mientras se alejaban.<br />

“¿Dónde irán las tribus que ellos echan de sus territorios? Y si llegan a tus puertas, viejo, tendrás<br />

que pelear o quedarte sin tierras.”<br />

Troqué un poco de mi preciosa sal por el hilo carmesí y seguí adelante, rumiando lo que<br />

oyera. Yo acostumbraba a discutir este tipo de cosas con mi padre los atardeceres en que nos<br />

sentábamos junto al fuego. Traté de no preguntarme con quién hablaría ahora. Era extraño, sin<br />

embargo, pensar que lo que había ocurrido en mi patria estaba pasando en todas partes. ¿Y quién<br />

empujaba a estos recién llegados? Eran como la espuma de la inundación que se precipita de los<br />

valles, nutrida por lluvias que han caído en cumbres invisibles y muy lejanas.<br />

Busqué a los herboristas, esperando que tuvieran milenrama aquí, y los hallé en el<br />

perímetro de la feria. La primera que vi era una mujer regordeta de mediana edad, de cabello<br />

anaranjado como cualquier Quiritani, pero vestida con una túnica de un azul profundo, casi negro,<br />

como las de las sacerdotisas de mi tierra madre.<br />

“De cuatro lunas, ¿no es así?, y ya has pasado los primeros mareos.” Los ojos brillantes de<br />

la mujer retornaron de mi vientre a mi rostro. “Y es tu primero, creo, porque tus músculos son<br />

firmes aún. Pero tus caderas son lo bastante anchas; irá bien...”<br />

No había necesitado una respuesta. Ruborizada, le pregunté por las hierbas.<br />

“No es milenrama lo que necesitas, mi niña. Demasiada puede acarrear un parto<br />

prematuro. Prueba ahora la camomila para una infusión relajante y la hoja de frambueso como<br />

tónico.”<br />

“Pareces saber mucho de esto...”, dije mientras ella revolvía entre las cestas.<br />

136


“Soy comadrona...”<br />

“¿Eres una sabia, una sacerdotisa?” ¿Tenían los Quiritani cosas semejantes? Un algo<br />

sereno y dueño de sí en el rostro de esta mujer me recordó a Dama Asaret.<br />

“Desde luego... ah, tú eres la extranjera reina mestiza. ¿Por qué te sorprendes?”<br />

“Sólo las mujeres del pueblo de mi madre son sacerdotisas en mi país.”<br />

“Todos los pueblos han de tener sacerdotisas tanto como sacerdotes, niña, y honrar a la<br />

Señora; si no, ¿cómo podrían sobrevivir? Aquí, nuestra propia tradición se ha añadido<br />

simplemente al conocimiento de los que llegaron antes.”<br />

“¿Dónde vives? Cuando mi parto empiece, ¿vendrás a mí?” Hasta ahora no me había dado<br />

cuenta de cuánto temía tener el niño sin una mujer cerca de la antigua sabiduría.<br />

“Oh, todos conocemos a Madre Nesta”, dijo Brenna a mis espaldas. “Viaja de bastión a<br />

bastión, tratando los casos que nuestras propias mujeres no entienden.”<br />

La sacerdotisa me miró. “Tú eres la hija del cisne y una mujer guerrera. He oído muchas<br />

cosas de ti...”, murmuró. “Y veo que en la Isla del Poderoso aún instruyen a las reinas de acuerdo<br />

con las antiguas tradiciones. Pero no tendrás necesidad de enviar a buscarme, niña. Cuando tu<br />

tiempo llegue, lo sabré.”<br />

“¿A qué te refieres”, pregunté, “con lo del cisne?”<br />

Antes de que pudiera contestar, el estrépito de los cuernos hendió el aire. Un batir de<br />

tambor, abrupto y profundo, recorrió el campamento. El sol había descendido ya hasta la línea del<br />

horizonte y la luz rojiza de su ocaso encendía el mar con chispas de oro.<br />

“La ceremonia empieza.” Madre Nesta comenzó a recoger sus hierbas en los cestos y<br />

Eloret la ayudó a enrollar la piel en la que había estado sentada. “Te lo diré algún día, pero ahora<br />

tienes que ver el sacrificio.”<br />

Habían montado una plataforma en el prado, bajo la Roca. Los sacerdotes, vestidos de<br />

blanco, estaban en posición ya para el rito; las llamas de sus antorchas parpadeaban pálidas contra<br />

el cielo brillante aún. El pueblo se congregaba en un agreste creciente de terreno donde el suelo<br />

era más firme, una multitud palpitante, abigarrada, cuyos colores se desvanecían con la luz.<br />

Con mis muchachas y la sacerdotisa, ocupé mi puesto en el tenderete. El pulso del tambor<br />

era como el latido del corazón que oye el niño en el seno materno. Aunque no tenía frío, un<br />

estremecimiento me puso la piel de gallina en los brazos cuando uno de los sacerdotes avanzó<br />

hasta el centro de la plataforma y elevó su bordón.<br />

“El grano se nutre de la tierra,<br />

El pueblo se nutre del grano,<br />

La tierra se nutre del pueblo;<br />

Así es, así fue, así será.<br />

Quien come y es comido, nutriente y nutrido,<br />

Todo lo que en la tierra mora ha de ser.<br />

¡Salve al héroe que los coseche!”<br />

Éste era como el rito que Talorgenos y sus acólitos realizaron cuando trajimos el ganado<br />

de sus pastos montañosos. Detrás de los sacerdotes, el cielo occidental fulguraba como si ya<br />

hubiese consumido el sacrificio, pero la faz de la Roca estaba convirtiéndose en una puerta<br />

abierta a las tinieblas.<br />

Sobre la plataforma apareció una figura que refulgía con el oro de la cosecha, la paja de la<br />

que su capa y su máscara y su camisa estaban hechas. Incluso su lanza y su escudo eran de paja<br />

diestramente trenzadas. Tambores despertaron a una vida repentina y las flautas gorjearon como<br />

137


locas. La figura empezó a danzar en la plataforma, blandiendo su lanza.<br />

Mi propio cuerpo se movió en simpatía cuando mis músculos recordaron las danzas de<br />

entrenamiento que tanto Corcel como yo habíamos aprendido. Conocía yo la danza y al danzarín,<br />

pero nunca había visto la energía que fulgía en torno a él. No podía apartar los ojos.<br />

Está en trance, pensé. ¡No puede caer!<br />

Los tambores batían en mi sangre. Sólo me di cuenta de que había dado un paso hacia él<br />

cuando Madre Nesta me aferró el brazo.<br />

“Todavía no, mi niña. No puedes ir a él aún.”<br />

Un estremecimiento recorrió la multitud y otra figura se unió allí al Dios Radiante.<br />

También ésta era masculina, pero la paja que lo vestía estaba tiznada de negro. Vi cuernos<br />

trenzados y, alrededor de la cintura, una serpiente de paja. Como la imagen alzada sobre la feria,<br />

portaba un bastón en el que se enroscaban sierpes con cabeza y cuernos de carnero.<br />

Un traqueteo de matracas se había unido al batir de los tambores. El Dios Negro avanzó<br />

pesadamente hacia su rival, pletórico de poder cada uno de sus pasos espaciosos. Se movieron en<br />

círculos uno alrededor del otro, como campeones que se retan antes de que las huestes choquen.<br />

“¿Por qué viste serpientes?”, susurré. No se hacía de este modo en casa.<br />

“Viene de la Roca”, dijo la sacerdotisa, “y el poder de la Serpiente crece en su interior. De<br />

las profundidades viene Él, en el nombre de la Madre Serpiente que mora allí. Es Su poder el que<br />

la Roca contiene. Él viene a negar Sus frutos a los hombres.”<br />

Fijé la vista en ella tratando de recordar: durante mi visión en la caverna yo no había visto<br />

a la serpiente, había sido la serpiente, asaltando en espirales el cielo. Pero mi poder había fluido<br />

libremente al mundo.<br />

“¿Por qué?”, inquirí con un susurro. “¿Por qué ha de hacerse así?”<br />

“¿Das por supuestos los dones de la Diosa? Cuando llegue tu tiempo, comprenderás el<br />

coste de traer vida al mundo. Pero Ella no carece de merced. El Joven Dios es Su hijo y Su<br />

campeón.”<br />

Ambos dioses patullaron el suelo y revolaron, fintaron y atajaron golpes en una danza<br />

letal. El otro hombre era bueno y, aunque carecía de la gracia de Agantequos, se movía con poder<br />

perturbador. El Dios Radiante debía ganar pero, cuando el rito se realizaba correctamente, uno<br />

siempre se preguntaba si esta vez fracasaría y el pueblo quedaría condenado a la hambruna.<br />

Los sacerdotes del roble empezaron a circundar a los combatientes. Las figuras eran un<br />

parpadeo de luz y de sombra en los espacios entre las blancas ropas. Cayeron uno sobre el otro<br />

con un grito y, por un instante, no hubo más que silencio. Luego brotó un alarido que parecía<br />

llegar del vientre de la tierra y algo golpeteó la plataforma con un ritmo que no era el de los<br />

tambores.<br />

Los sacerdotes se apartaron otra vez. El Dios Oscuro se había transformado en un<br />

monstruo que rugía a la luz de las antorchas. Parpadeé y vi que era un toro negro, como los de las<br />

toradas salvajes de nuestros montes, con retorcidos cuernos protervos. A la última luz del<br />

crepúsculo, la Roca se engrifaba como la sombra negra del Toro, una puerta enorme al país del<br />

que nadie retorna. Me estremecí, pues sentía el poder ahora, y estaba airado.<br />

El Dios Radiante había cambiado su lanza por un hacha de mango largo y hoja de bronce<br />

fúlgido en forma de mariposa. El toro pateó el suelo y bajó la cabeza, resollando con furia. Ahora,<br />

los sacerdotes del roble se retiraron formando una barrera de blanco detrás del animal. Pero<br />

delante, la bestia vería libertad y sólo una figura de paja para cortarle el camino. Y olería un<br />

enemigo.<br />

Si la plataforma hubiera estado cubierta de hojas caídas, ni una se habría movido cuando<br />

Agantequos avanzó. Pero el viento soplaba desde detrás de él. El toro bramó con rabia y sus<br />

138


grandes músculos se trenzaron en el cuello masivo al empezar a moverse. Éste no era un raudo<br />

venado como los que Corcel y yo cazáramos en la Isla, sino una criatura de malévolo poder. Una<br />

vez más fue la mano de Madre Nesta la que me impidió ir a él.<br />

“Tiene que hacerlo...”, susurró la sacerdotisa. “Tiene que matar al Viejo Dios. No puedes<br />

interferir...”<br />

Y habría llegado tarde, si lo hubiera intentado, porque el toro cargaba ya. Agantequos se<br />

hizo a un lado, el hacha de bronce destelló y el mundo entero ecoó el bramido de rabia del<br />

animal. Luego el ruido se perdió en el clamor exultante e inmenso de la multitud. El toro se<br />

tambaleó y el bronce mordió otra vez. Un viento fuerte pasó sobre nosotros y los sacerdotes del<br />

roble arrastraron el cuerpo estertóreo al borde de la plataforma para recoger la vida que se<br />

derramaba en las vasijas que abajo aguardaban.<br />

“Ahora”, dijo Nesta con satisfacción, “la Madre libera la cosecha. Verterán la sangre<br />

sobre la Roca y Ella recogerá el espíritu del sacrificado en su matriz para hacerlo renacer, pero<br />

nosotros comeremos de su carne y viviremos.”<br />

“¿No hay más camino que éste?”, inquirí. “¿Destruir lo antiguo para traer nueva vida al<br />

mundo?”<br />

“Por supuesto, hay otra forma.” Me tocó el vientre con mano cariciosa. “Tal como<br />

aprenderás. Aunque ni siquiera ésta carece de peligros. Pero el ciclo de las estaciones debe<br />

continuar. La Diosa ha de ser libre.”<br />

Suspiré, rememorando las cosas que mis hermanas me dijeran. “Si estuviéramos en mi<br />

país, te llevaría a Dama Asaret. Sería interesante oír lo que hablaseis ella y tú.”<br />

“Me gustaría conocer a una mujer de la antigua sabiduría”, respondió amable Madre<br />

Nesta. “Quisiera saber qué hemos aprendido y qué perdido.”<br />

Los pilares de nuestro tenderete temblaron cuando la gente se arremolinó alrededor de la<br />

plataforma. La cabeza del toro había remplazado ya a la imagen del Dios Cornado en el poste y el<br />

cuerpo era rápidamente destazado para el caldero. El Dios Radiante se alzaba en la plataforma,<br />

blandiendo triunfante el hacha ensangrentada.<br />

“¡El Dios ha de yacer con la Diosa!”, alguien clamó. “¡Dadle al héroe su novia!”<br />

No puedo hacerlo..., pensé cuando la tumultuosa muchedumbre retrocedió hacia mí. La<br />

sangre del viejo rey le mancha aún las manos. Pero era como ser arrastrada por la inundación. La<br />

endeble barrera de ramas se fue abajo y en esto consistió todo lo que Madre Nesta y mis mujeres<br />

pudieron hacer para mantenerme derecha cuando fui portada al rey.<br />

Los postes estaban viscosos de la sangre del toro. La paja me rascó la piel al caer en los<br />

brazos del Dios Radiante. Me tambaleé. ¿Era él mi apoyo o mi captor? Sólo sabía que no podía<br />

huir de allí.<br />

“¡Contemplad a vuestra Señora!”, clamó Agantequos. “¡Mirad a vuestra reina!” Y la<br />

multitud rugió en respuesta tal como el toro había bramado. Sentí el poder de su fe colmándome<br />

como fuerte hidromiel.<br />

“¡El Dios! ¡Tú eres el Joven Dios, el Campeón!”, gritó la masa.<br />

“¡Y ella es la Diosa, la Madre fértil de la humanidad!” Agantequos tensó mi túnica<br />

alrededor de mi vientre. Su fuerza fluyó a mí desde detrás y la necesidad del pueblo ante mí<br />

golpeó mis sensaciones como el ardor de un fuego.<br />

“Tienes que responderles...”, llegó a mi oído el susurro.<br />

Encaré a las gentes a las que mi matrimonio me había ligado y alcé los brazos en el gesto<br />

de la antigua bendición. Uno de los sacerdotes apretó las serpientes cornadas que adornaran el<br />

bastón del Dios Negro en mis manos. La visión tremoló y, si en un momento vi serpientes de paja<br />

trenzada, al siguiente eran sierpes reales las que se retorcían en mis puños.<br />

139


Pero no estaba atemorizada. Yo era la Serpiente. Elevé los reptiles más y más alto,<br />

sonriendo. No cabía duda de que había hecho esto ya... En algún otro tiempo y lugar yo había<br />

bendecido a una turba exultante. Pero mis pechos deberían haberse mostrado desnudos. Poder<br />

surgió a través del gran pilar de piedra a mis espaldas y en aquel instante supe lo que tenía que<br />

hacer.<br />

Despacio, llevé las serpientes al frente, abriéndome a la energía. Si no le hubiera dado<br />

salida, me habría destruido; pero el diseño que trenzaba las serpientes les permitía canalizar el<br />

poder. Éste irrumpió a través de mí y fuera de mí por las espirales tejidas en la paja, en una<br />

avalancha que pasó sobre el pueblo y la tierra. Durante un instante eterno, permanecí así,<br />

extendidos los brazos en un éxtasis de bendición. Luego el torrente menguó y me tambaleé hacia<br />

atrás cayendo en brazos de Agantequos.<br />

“Cierto, instruyen a las reinas de acuerdo con las antiguas tradiciones allí...” Madre<br />

Nesta había dicho estas palabras, pero no las oí yo con mis oídos. Era consciente de muchas<br />

voces. El país que yo creyera tan ajeno a mí gritaba mi nombre.<br />

“¡Tú eres la Diosa!”, llegaba el clamor y, en ese momento, era verdad.<br />

Aquella noche Agantequos y yo comimos de la carne del toro sacrificado. Después, nos<br />

llevaron a la cima de la Roca. Abajo, a lo largo de la orilla, parejas que se habían prometido<br />

durante la feria celebraban su unión. Teas titilaban en los campos como dispersas estrellas. Pero,<br />

para el rey, se había preparado un lecho junto a las piedras erectas.<br />

“No me hablaste de esta parte de la ceremonia...”, dije cuando nuestros asistentes se<br />

fueron.<br />

“No la conocía”, respondió Agantequos. “He representado el papel del Joven Dios otras<br />

veces, pero nunca he desposado a la Diosa.” Se desabrochó el cinturón y se desprendió de la<br />

falda, luego me tomó. Por un instante, me resistí a la respuesta que en estas últimas semanas se<br />

había vuelto instintiva.<br />

“A nadie nunca has maridado...”, dije despacio. “Traerme a través del mar podría tomarse<br />

como un matrimonio por captura, pero no ha habido boda. Lo que hicimos aquella primera vez<br />

fue aparearnos, no casarnos. Ya te lo dije...”<br />

“Y lo recuerdo.” Su mirada sostuvo la mía, un poco desenfocada por la pasión, o por el<br />

hidromiel que bebiera en el banquete, o quizás por la memoria. “Cridilla, recuerdo cada una de<br />

las cosas que me has dicho. Pero yo supe desde que éramos críos en la Isla de Niebla que tú eras<br />

la única mujer con la que podía desposarme.”<br />

“Y ahora me tienes. ¿Estás satisfecho?” Escuché atónita mis propias palabras. Mi carne<br />

bullía ya de necesidad, pero mi espíritu, de algún modo, se había desapegado de ella.<br />

“¿Lo estoy?” Fijó la vista en mí. “¿Es que posee la nave el mar? ¿Sabes cuántas veces por<br />

la noche te he mirado con miedo de cerrar los ojos y que desaparecieras? ¡Matrimonio por<br />

captura! ¿Es eso lo que piensas de mí? Estoy tratando de ser un rey, Cridilla, y tú eres mi reina.<br />

Después de este atardecer, eso es algo que ya no puedes negar. Sentí el poder fluir al país a través<br />

de ti.”<br />

“Mi cuerpo entiende”, susurré. “Al igual que entiende cómo responder a ti y cómo acunar<br />

a tu hijo. Es mi mente la que aún se lamenta por lo que he perdido.” Un ave nocturna llamó desde<br />

la ladera, más abajo, pero aquí había silencio. Contra las estrellas, vi las acolmilladas siluetas de<br />

las piedras erectas.<br />

“Las peñas nos observan”, dije entonces. “¿Qué quieren de mí?”<br />

“Esperan que cumplas como una reina”, respondió con voz quebrada.<br />

“Pero yo no pertenezco a este país...”<br />

140


“Eres una mujer. Ha de haber otro camino o ¿cómo continuarían los ritos cuando la línea<br />

de una reina falla? Esta noche has servido al pueblo como sacerdotisa. ¿Le importa a la Diosa<br />

dónde han nacido aquellos que cumplen su voluntad?”<br />

Recordé la sensación de haber mostrado las serpientes al pueblo, en otro lugar y otro<br />

cuerpo, muchas veces en tiempos pasados. Ese poder no debía nada a mi vínculo de sangre con la<br />

tierra.<br />

“Si puedes darte a ti misma al país, le pertenecerás. Si puedes darte a mí, yo seré rey”,<br />

dijo Agantequos con pasión. La percepción de que algo nos escuchaba alrededor se hizo más<br />

intensa.<br />

“¿Te han enseñado eso los sacerdotes del roble?”<br />

“Osaespíritu me lo enseñó, en Caiactis, después de que te fueras.”<br />

Su voz había disminuido hasta volverse un susurro, pero yo reí, porque de pronto entendía<br />

muchas cosas, incluso dónde había aprendido las habilidades amatorias que encendían mi deseo.<br />

Agantequos se arrodilló y tocó con sus palmas la húmeda tierra.<br />

“Señora de este lugar, escúchame. Háblale a esta testaruda de mujer que no entiende que,<br />

para mí, ella es Tu imagen. La amo, pero es a Ti a quien he de servir. Te lo suplico, házselo<br />

entender.”<br />

Contuve el aliento, pues una presión se acumulaba alrededor de nosotros, y vi una calina<br />

luminosa cintilar sobre las piedras.<br />

“Toca el suelo, Cridilla...” Había hierro ahora en el tono de Agantequos y sentí detrás de<br />

él el poder del Joven Dios.<br />

Pero fue la energía de la Tierra misma lo que me atrajo a la frescura de la hierba.<br />

Agantequos y yo estábamos de rodillas, pero sus facciones quedaban en sombras. Era un varón, y<br />

pronto para servirme, y de repente eso era todo lo que tenía significado. Abrí los brazos y<br />

nuestras manos se encontraron, palma contra palma. La luz era trémula alrededor. Vi su rostro<br />

puro y resuelto como la faz del dios cuya imagen él era para mí. Sus ojos se dilataron al bañarlos<br />

en los míos.<br />

“Hijo de Vorequos, ¿yacerás Conmigo?” La voz no era mía.<br />

“Lo haré...”, respondió con firmeza, aunque pude sentir sutiles temblores recorrerlo.<br />

Temblaba yo también, pero no tenía ninguna voluntad para detener lo que estaba ocurriendo.<br />

Alguien tomaba forma a mis espaldas.<br />

Era Su voz la que hablaba a través de mí, Sus manos las que soltaban los broches que<br />

sujetaban mi vestido, Ella la que como fruto maduro alzaba pechos fértiles. En ellos posó el rey<br />

sus labios cuando vio endurecerse los pezones.<br />

“¿Darás tu vida y tu fuerza para servirme?”<br />

“Lo juré ya, cuando me dieron la vara blanca de la soberanía.”<br />

“Entonces ven a Mí...”<br />

Aquella Otra me eclipsaba ahora enteramente. Me dejé caer hacia atrás, sobre los talones,<br />

desabroché la faja de mi túnica y tiré de los pliegues de la ropa. Manos suaves acariciaron<br />

sensualmente la curva tersa de mi vientre y los ojos del rey se extraviaron de deseo. Deslicé luego<br />

los dedos entre mis piernas y abrí los dulces pétalos de la carne allí, y él gimió.<br />

Un fino estremecerse atravesó la carne de Agantequos y yo reí suavemente. Él se inclinó<br />

para besar primero un pecho, el otro después, y mi propio aliento se apresuró. Luego, me hizo una<br />

reverencia y saludó a la puerta que yo le había abierto, y empecé a dolerme de ansiedad. El hálito<br />

húmedo de la noche pesaba con el aroma de mi deseo. Agantequos inspiró profundamente,<br />

dilatando las aletas de la nariz.<br />

Caí sobre la hierba, separando los muslos, y el rey vino a mí, bajando su cuerpo sobre el<br />

141


mío con agónico dominio. Mientras su falo me rozaba, el lento calor que estuviera acumulándose<br />

en el interior de mi cuerpo estalló en abrupta llama. Mis dedos, entonces, se cerraron alrededor de<br />

la dura fuerza de su virilidad y le guié a través de la puerta.<br />

Mis piernas apresaron sus caderas y el rey aferró mis hombros. Su poder me colmaba,<br />

pero no bastaba. Gimoteé y lo rodeé con mis brazos, hincando uñas en piel lustrosa de sudor. Esto<br />

era algo más que la dulce fricción de carne contra carne que mi cuerpo aprendiera a bienvenir. A<br />

cada embestida, la luz se hacía más brillante alrededor pero, cuanto más desesperado era su<br />

empuje, más profunda era la satisfacción que exigía Aquella que mi cuerpo poseía.<br />

“Por favor...”, susurró. “Por favor...”<br />

¿Qué Me darás? No hablé en voz alta, pero Agantequos se aquietó, temblando como un<br />

arco tenso, y supe que había oído.<br />

“Sangre y semilla, sangre y semilla... ¡mi vida entera, si hay necesidad!”<br />

“Así sea...” Aterrorizada, oí a mis propios labios aceptar su ofrenda.<br />

Pero mi cuerpo llegaba ya al límite. Agantequos gritó en una agonía de liberación y sentí<br />

la irrupción de su espíritu verterse en mí, y el vacío en el corazón del mundo quedó colmado.<br />

Y entonces, por un tiempo, no existió ni Agantequos ni Cridilla, sino un único Ser<br />

completo que abarcaba las dos formas humanas en aquella cima, y a los que yacían abrazados en<br />

la playa, y al ganado y a los árboles y al grano fértil, con el mismo ineluctable amor.<br />

La humana percepción no podía soportar mucho rato este conocimiento. Por fin, caímos<br />

en nuestros cuerpos separados otra vez y Agantequos tuvo la fuerza justa para tirar de su manto y<br />

taparnos con él, antes de que el ala oscura del sueño nos portase bienaventurado olvido, allí en la<br />

cumbre, cuidados por peñas insomnes.<br />

Pero, aunque mi esposo abrazaba mi cuerpo, en las calmas horas de la noche mi espíritu<br />

vagó. Me hallé de nuevo en Ligrodunon, pero eran los guerreros de <strong>Bel</strong>erion los que dormían<br />

junto al fuego en el recinto de festejos, y mi hermana Rigana y Senouindos los que yacían en el<br />

lecho real. Me dirigí hacia uno de los edificios menores. Los Compañeros de mi padre, envueltos<br />

en sus mantos, estaban acostados en una especie de cobertizo contra la muralla de la fortaleza,<br />

roncando. Del interior, llegaba el hilo tenue de un canto.<br />

“Un lobo que cuida el rebaño, una vaca que guarda al ganado,<br />

qué milagros habrá...”<br />

Debo de ser un espíritu, me dije entonces, pues sin otra cosa que pensarlo pasé a través de<br />

la piel que encortinaba la entrada. Una lámpara de aceite parpadeaba junto al frío lar y mi padre<br />

yacía estirado en un camastro de paja. Era Cuervo, acurrucado en el suelo junto a él, el que<br />

cantaba.<br />

“Un niño se torna el hombre...”<br />

Se interrumpió, observando, y comprendí que podía verme.<br />

“¿Has venido para reírte de nosotros”, susurró, “brillando como el sol?”<br />

“¿Qué hace mi padre en este lugar?”, pregunté.<br />

Cuervo sacudió la cabeza como si no pudiera oír. “Hiciste bien en marcharte. ¡Deja a su<br />

sueño los estúpidos, peregrino de la noche!”<br />

Su mano se movió trazando un signo de rechazo y me hallé retornando en precipitadas<br />

espirales a través de la oscuridad.<br />

142


Desperté al amanecer, segura en el abrazo de mi hombre. Mi cuerpo recordaba aún la<br />

dulce satisfacción que sigue al amor, pero los ojos me dolían y, cuando Agantequos me preguntó<br />

si había llorado, no tuve respuesta. Me atrajo a sí, y esta vez compartimos el gozo de nuestra<br />

carne como hombre y mujer mortales, y todo volvió a ser hermoso... por un tiempo muy corto.<br />

143


CAPÍTULO 14<br />

Oh Nessa, estás tú en peligro;<br />

Que todos se alcen cuando des a luz...<br />

No estés triste, oh esposa,<br />

Cabeza de centenares y de huestes<br />

Del mundo será él, tu hijo.<br />

-El Nacimiento de Conchobar, Texto Irlandés<br />

Pasado el festival, hubo un periodo de paz. Sentí que los Moriritones me habían aceptado<br />

y que yo había establecido un vínculo con su tierra. En ese tiempo, yo no quise nada más que ser<br />

la reina fértil de Agantequos. Y así avanzamos a través de los días dorados de la siega y aquéllos<br />

más oscuros en que el invierno se acercó.<br />

Para la Fiesta de Samonios, Agantequos partió hacia el santuario de los Carnutos, donde<br />

tendría lugar la Asamblea. Yo estaba ya demasiado avanzada para viajar y me quedé con mis<br />

mujeres en la fortaleza. Fue allí donde los mensajeros de mi casa me encontraron.<br />

Durante días el mundo había sido un rumor de lluvias. El agua golpeaba sordamente<br />

contra el compacto techo de paja de la estancia y salpicaba al caer en los cubos esparcidos por el<br />

lugar. Incluso cuando no caía la lluvia, el agua se filtraba y goteaba por todas partes. Los que<br />

tenían que atender a las bestias volvían embarrados hasta las rodillas. Dentro, los fuegos libraban<br />

una valiente batalla contra el aire húmedo y el humo que ascendía en densas volutas a la cúspide<br />

del techo añadía su propia pungente aspereza al tufo de la lana calada.<br />

“Aún llueve...” Uno de los hombres de servicio se desprendió de su capa de piel lubricada<br />

y la colgó de un gancho junto a la puerta. El soplo de aire fresco que lo había seguido se disipó en<br />

cuanto las pesadas pieles que cubrían la entrada fueron aseguradas otra vez.<br />

“La Diosa tenga piedad de los que han de cabalgar con este tiempo”, dijo un hombre que<br />

estaba arreglando un arnés algo más allá junto al fuego. “Especialmente ahora, cuando la noche<br />

cae.”<br />

“¿Crees que nuestro señor volverá pronto?”, preguntó Eloret, que removía las gachas.<br />

“Tendremos que moler más grano y el depósito de la muralla sur casi se ha agotado ya.”<br />

“Si abrimos otro de los silos con este tiempo, podría entrar el agua.” Brenna me arrojó una<br />

rápida mirada y yo asentí. “Tendríamos que traer todo el grano dentro. Quizás para cuando<br />

lleguen a casa los guerreros haya habido una helada. Una buena helada lo pondría todo duro otra<br />

vez.”<br />

Tomé un nuevo puñado de lana de la cesta junto a mí, alimentando con él la hebra que<br />

formaba espirales entre mis dedos y por la vara de la rueca abajo mientras el uso giraba.<br />

“Pero estoy pensando que estaría bien traer adentro otro jamón”, prosiguió Brenna.<br />

“Cierto...”, asentí, sorprendiéndome una vez más de que la mujer que había dirigido esta<br />

casa durante años antes de que yo llegase buscase de un modo tan jovial mi aprobación. “Y yo<br />

quisiera poder ayudarte, pero estos días soy poco más que una salchicha andante.”<br />

“No temas, señora.” Brenna rió. “La salud de tu bodega vale más para nuestro pueblo que<br />

el alimento.”<br />

El niño en mi interior dio una patada repentina y yo me acaricié el estómago. “Pequeño<br />

144


guerrero, paz, no hacen más que alabarte... Salud, por cierto. Me siento como una vaca con su<br />

ternero.”<br />

“No será para siempre”, dijo una de las mujeres mayores, “y pensarás incluso que es muy<br />

pronto, señora, cuando yazcas bregando en la paja.”<br />

Puse mi huso en acción otra vez. Dondequiera que se juntasen mujeres, siempre había<br />

alguna embarazada y ancianas para asustarla con los cuentos de sus propios partos. Después de<br />

los ritos de mi iniciación, se me había permitido asistir a ellos y había visto el milagro de la<br />

cabeza de un niño emergiendo entre los muslos separados de su madre.<br />

Sabía todo sobre el nacimiento, o así lo creía yo, pero a medida que mi cuerpo se hinchaba<br />

iba maravillándome. Quedaba por fin una luna antes del parto. A menos que las cosas fueran mal,<br />

pasaría una semana cuando menos antes de que volviese el rey. No podía desear que retornase y,<br />

en cuanto al niño, tenía que esperar que naciese. Pero al menos no había daño en desear un fin<br />

para estas tormentas.<br />

“Cántanos, Sobuiaca.” Sonreí a la más joven de mis muchachas. “Estoy cansada del<br />

tamborileo de la lluvia y del crepitar del fuego.” Ella comenzó un canto de adivinanzas y pronto<br />

el coro le hacía eco por toda la sala.<br />

Desde fuera llegó el sonido de voces masculinas y el relincho de un caballo. Callamos,<br />

observando la entrada como si nuestro canto hubiese traído, después de todo, a los hombres a<br />

casa antes de hora.<br />

Pero la primera figura que cruzó las pieles fue uno de nuestros boyeros, seguido por dos<br />

extraños guerreros demasiado empapados para que resultase fácil reconocerlos. Entonces, el más<br />

alto de los dos se quitó el manto y se lo tendió a una de las mujeres, y yo me levanté mientras el<br />

huso se deslizaba de mis manos olvidado.<br />

“¡Vorcuns!”, exclamé. “¿Eres tú de verdad, hombre? En el nombre de Briga, ¿qué haces<br />

aquí?”<br />

“Lo soy”, llegó la respuesta, “o su pobre espectro ahogado. Señora, te lo contaré todo,<br />

pero déjame reposar un momento junto a tu fuego.”<br />

El segundo personaje se sacudió los rizos de un gris-tejón y deduje que sería Nodontios,<br />

aunque ambos estaban medio enmascarados por salpicaduras de barro.<br />

“¡Buscad ropas secas para ellos! Sobuiaca, trae algo de ese caldo caliente.” Di unas<br />

palmadas y las mujeres se apresuraron a obedecer.<br />

“¡Una reina en tus propias estancias! Ah, vale la pena calarse hasta los huesos para verte”,<br />

dijo Vorcuns.<br />

Sonreí, pero estaba demasiado ocupada quitándoles las ropas mojadas para contestarle.<br />

Cuando tuvimos a los dos hombres secos y cómodos junto al fuego, Vorcuns se había serenado<br />

otra vez.<br />

“¿Cómo le va a vuestro señor?”, les pregunté entonces.<br />

“Como al semental de la manada que ha perdido la lucha pero que es aún demasiado<br />

fuerte para que se le expulse”, dijo Nodontios lentamente.<br />

Fijé la vista en él, intentando que la piedad no viniese a remplazar la ira que me había<br />

sostenido hasta entonces. ¿Les había enviado Leir a pedirme que retornase?<br />

“O demasiado testarudo”, añadió Vorcuns. “Es todavía mi rey, créeme, y a gusto moriría<br />

sirviéndole, ¡pero un anciano más tozudo no he tenido la desgracia de encontrar!”<br />

“¿Crees que debía permitir a la reina desbandar a sus guerreros sin una palabra?”,<br />

intervino su compañero con una mueca de disgusto.<br />

“Reasignados, tal como Gunarduilla lo expresó. Los hombres más pérfidos pasaron a su<br />

guardia y los más bellos, a la de Rigana”, dijo Vorcuns escupiendo al fuego. “Y un pobre jefe<br />

145


hubiera sido de no protestar. Dicen que uno de los sobrinos de Zayyar ha empezado a reunir a<br />

hombres de los suyos. Pero no era razonable que Leir insistiese en quedarse con todos ellos<br />

mientras se mueve por el país.”<br />

Paseé la vista de uno a otro. “¿Cuándo ha sido él un hombre razonable? Pero ¿qué recado<br />

os ha dado para mí?”<br />

Cambiaron una fugaz mirada y desviaron los ojos.<br />

“¿Es algo malo? ¡No dudéis de mi coraje para oírlo!”<br />

De nuevo hubo silencio. Clavé la vista en ellos hasta que Vorcuns, al final, la enfrentó.<br />

“Ha sido Artocoxos, señora, quien nos ha enviado aquí...”<br />

Una vez más hube de impedir a mis sentimientos aflorar al rostro. ¿Habría sentido lástima<br />

de mi padre, si me hubiese implorado que retornase, o habría sido fiel al padre de mi niño? No<br />

podía decirlo. Sólo conocía el dolor de que no se me hubiese dado a escoger.<br />

“¿Y qué palabra envía Artocoxos?”, pregunté al fin.<br />

“Nos manda decirte que, cuando nos dejaste, te llevaste la fortuna del país”, replicó<br />

Nodontios. “Tú floreces, pero este verano tu hermana Gunarduilla abortó. Viniendo aquí hemos<br />

pasado por asentamientos bien provistos y hallado gente bien alimentada. No así en casa. Las<br />

lluvias llegaron demasiado tarde para ayudar a las cosechas, pero a tiempo para arruinarlas. Este<br />

otoño ha habido una gran matanza de corderos y ganado porque el forraje almacenado no bastaba<br />

para alimentarlos durante el invierno, pero las bestias que sacrificamos eran tan poca cosa que la<br />

gente lo tendrá difícil para hacer llegar la carne hasta la primavera.”<br />

“¿Sabes cómo llaman a un buey Quiritani?” Vorcuns hizo una mueca que era una pobre<br />

imitación de la risa. “Es el marido. Con las bestias muertas, cuando llegue la siembra de<br />

primavera, la esposa tendrá que coger el arado y tirar de él.”<br />

“¿Y me hacéis responsable de esto?”, exclamé. “¡La sequía empezó antes de que dejase la<br />

Isla!”<br />

“¿Debemos responsabilizar, pues, al rey?”, intervino Nodontios. Abruptamente, callé. Por<br />

el rey, habían sacrificado ya a un hombre. Sólo quedaba un sacrificio mayor.<br />

“¿El rey?”, inquirí. “Pero mi padre ya no es alto rey. ¡Es a mis hermanas y a sus maridos a<br />

los que corresponde aplacar a los dioses!”<br />

“Aún se le atiende como a un rey, con sus Compañeros”, dijo Vorcuns. “Para decir la<br />

verdad, ya nadie sabe dónde reposa la soberanía. Pero no cabe duda de que la Diosa está airada<br />

con nosotros, y más aun desde que tú te fuiste.”<br />

“¿Y queréis que vaya a salvaros?” Estaba enfureciéndome. “¿Que deje el país al que me<br />

he unido por matrimonio y traicione al padre de mi hijo? ¿Dónde estabais vosotros cuando me<br />

echaron de Ligrodunon?”<br />

El niño pateó de pronto el vientre y yo crucé los brazos sobre él para calmarlo.<br />

“¡Señora!” Vorcuns extendió las manos en gesto de sumisión. “Somos los hombres de tu<br />

padre y, cuando nos dejaste, él estaba ya rabioso y fuera de sí. Lloramos en nuestros corazones la<br />

noche aquella, pero no osamos enfurecerlo aun más.”<br />

“Está confuso y es un anciano tozudo”, dijo Nodontios con suavidad. “Se le ha metido<br />

ahora en la cabeza que tú lo abandonaste.”<br />

“Bien, pues yo soy una mujer testaruda, y vosotros habéis cavado el hoyo en el que os<br />

halláis. ¡Quizás prestase oídos, si Leir mismo enviase a suplicarme!”<br />

Los hombres de mi padre estaban aún con nosotros cuando, dos semanas más tarde,<br />

Agantequos volvió al hogar.<br />

“Dicen que esperarán hasta que el niño nazca y llevarán la noticia a casa”, le expliqué<br />

146


mientras le ayudaba a ponerse ropas limpias. Sombras de no dormir le cercaban los ojos y un<br />

rictus ominoso le dibujaba la boca, pero no había nadie herido. Ello aliviaba la ansiedad, porque<br />

siempre había posibilidades de que ocurriesen cosas así cuando hombres orgullosos se reunían<br />

con las espadas a mano.<br />

“Casa...” Agantequos torció el gesto. “Tu casa es ésta. ¡No los quiero removiendo viejos<br />

recuerdos!”<br />

“¡Estos veteranos me enseñaron a tensar el arco y me subieron a mi primer poni! Los<br />

hombres de mi padre tienen aquí derecho de acogida. ¡No los echarás!”<br />

“No lo haré”, se rindió, “a menos que se hayan comido todo el estofado. Si quieres tener<br />

un padre para tu criatura, mejor da de comer a este hombre famélico.”<br />

Aquella noche, yacimos acurrucados uno contra el otro en nuestro lecho y todo fue<br />

hermoso otra vez. La barba que Agantequos se había dejado crecer para el frío me hacía<br />

cosquillas en el cuello cuando con los labios me lo acariciaba.<br />

“¿No había muchachas en el Consejo que te calentasen la cama?”, susurré girando la<br />

cabeza para que pudiera besarme.<br />

“Ninguna tan redonda y tan firme...” Sus manos se movieron por mi vientre y se<br />

aquietaron luego, cuando el niño empezó a cambiar de posición, pinchando con un codo<br />

diminuto.<br />

“¿Es un tejón en un saco lo que tienes ahí, señora?”, dijo al quedarse la criatura inmóvil<br />

otra vez.<br />

Reí. “Creo a veces que la niña va a abrirse camino a la fuerza. Pero todavía no. Ahora<br />

cuéntame cómo ha ido el Consejo.” Sentí que la risa me abandonaba. “La verdad, amor, no las<br />

frases heroicas que les dedicarás a tus hombres.”<br />

Suspiró. “Hay nuevos pueblos en marcha. Veneti y Venelli se llaman a sí mismos, y otros<br />

vienen detrás. Son guerreros fieros y hambrientos de tierras. Si las tribus en su camino no logran<br />

contenerlos, pronto tendremos a los supervivientes llorando en nuestras puertas y, al final, los<br />

mismos invasores llegarán a ellas y tratarán de derribarlas.”<br />

“¿Y entonces?”<br />

“Haremos como los demás”, respondió con amargura. “Lucharemos y moriremos o<br />

huiremos de aquí.”<br />

“¿A dónde, Agantequos?”, susurré. “Si no hubiera más remedio que dejar estas tierras,<br />

¿traerías tu pueblo a la Isla del Poderoso?”<br />

“Por este país se ha vertido mi sangre y a este país estoy ligado”, gruñó. “¡Tú por encima<br />

de todos los demás sabes qué juramentos me comprometen con él! ¡Que ame a otro país es lo<br />

mismo que pedirme que ame a otra mujer!”<br />

“Eso es lo que me pediste a mí que hiciera...”<br />

Se quedó rígido y yo contuve el aliento. ¿Diría que no era lo mismo?<br />

“Cridilla...”, llegó su respuesta por fin. “¿Te arrepientes de las promesas que me has<br />

hecho?”<br />

“Oh, amor mío, era yo quien necesitaba refugio. Mantengo mis votos, pero tengo razones<br />

para saber que uno no puede guardarlos siempre. Si llegase el caso, al menos considera la<br />

posibilidad.”<br />

“Lo haré...”, dijo con cierto desdeño. “Pero rezo para que nunca haya necesidad. Si llega,<br />

no será este invierno”, añadió abrazándome más fuerte, “ni siquiera este año.”<br />

El invierno se hizo más profundo y el tiempo empeoró. A éstos los llamaban los meses<br />

negros aquí y me parecía que, ni siquiera en el norte, donde el invierno más hondo dejaba sólo<br />

unas pocas horas de luz cada día, había pasado yo nunca tanto frío. Al acercarse el Solsticio, las<br />

147


mujeres trajeron fragantes ramas de pino que colgar en las puertas, y yedra y duros ramitos de<br />

acebo que atar a los postes que sostenían la sala.<br />

“Pronto renacerá el sol de las tinieblas de la Señora”, dijo Brenna, “como el niño de tu<br />

matriz. ¿No celebran este día en tu hogar?”<br />

“Celebrarán el retorno del sol”, dije tragando saliva para relajar los tensos músculos del<br />

cuello, “en cada villa del país.”<br />

Recordaba la fiesta del toro en la que encontramos a Cuervo, y en otro distrito, donde los<br />

hombres danzaban portando la cornamenta de un gran ciervo. Un año había guardado yo vigilia<br />

con las sacerdotisas durante la noche más larga y salido luego a contemplar el emerger del sol<br />

sobre las piedras erectas. Cada lugar representaba a su modo la magna historia de la renovación<br />

de la luz, ayudando al poderoso nacimiento con cualquiera que fuese la magia a su alcance. Y<br />

este Solsticio habría desesperación en las ceremonias. Un año en el que tantas cosas habían ido<br />

mal, la gente bien podría temer que la primavera no se presentase nunca. Y los hombres hacían a<br />

veces cosas miserables, cuando estaban asustados.<br />

Llegó la noche más larga y matamos un jabalí en honor de los dioses de la tierra. Afuera,<br />

se estaba acumulando la tormenta una vez más, pero en el largo hogar el leño de roble que<br />

aguardara desde el Solsticio de Verano ardía alegremente, estimulado por las libaciones que los<br />

hombres vertían sobre él para despertar el fuego interior. Todos los Compañeros de Agantequos<br />

estaban reunidos en Moridunon para el banquete y también muchos de los hombres principales<br />

del país que se reconocían vasallos suyos. Nos habíamos asegurado de que habría hidromiel<br />

bastante para toda una noche de bebida y de la fuerte cerveza oscura del interior del país teníamos<br />

buenas reservas.<br />

“Siéntate, amor. He guardado los pedazos más tiernos para ti...”, me invitó Agantequos.<br />

El hombre junto a él le susurró algo al oído y mi esposo rió fuerte y espaciosamente.<br />

“Tan pronto como me haya ocupado del pan.”<br />

Me limpié las manos en el paño que me había atado sobre la túnica y arqueé la espalda<br />

tratando de aliviar el dolor que me torturara todo el día. Luego me apresuré con torpeza al otro<br />

extremo del salón para ver si habían traído ya las nuevas hogazas de pan de los hornos del patio.<br />

“¡Señora, deberías estar sentada!” Brenna corrió hacia mí, con el pan caliente envuelto en<br />

su chal. “Lo tenemos todo a punto.”<br />

“¿Y la ternera y cebada hervidas? El pato del último espetón, ¿está asándose? Si la lluvia<br />

empeora tendremos que traer el resto de la comida al interior.”<br />

“Están cocinando las cosas según lo previsto, señora, y para el momento en que la<br />

tormenta golpee, todo estará hecho. Sobuiaca, niña, ven y ayuda a la reina a sentarse...”<br />

“¡No quiero sentarme!”, dije molesta. “Debería servir la ronda de hidromiel, pero si me<br />

inclino hacia adelante, es probable que me caiga al fuego. Por lo menos, puedo portar una hogaza<br />

de pan sin peligro. Dame éstas...”<br />

Las dos mujeres intercambiaron una mirada de afectuosa exasperación cuando le arrebaté<br />

a Brenna el pan del chal.<br />

“Aquí tenéis pan y con él las bendiciones de la estación.” Desgajé unos pedazos para<br />

Vorcuns y Nodontios.<br />

“¡Brind... emos, p’la señora!” Vorcuns agitó su cuerno expansivamente. “¡P’la Señora de<br />

Briga... salud y l’rga vida!”<br />

“¡No la llames por ese nombre! ¡Ahora es la Señora de Morilandis!”, cortó la voz de<br />

Agantequos la suya. Me torné boquiabierta, mientras las charlas alrededor decaían.<br />

“¡Sólo u... na bendición!” Vorcuns hizo un gesto altilocuente y me di cuenta de que ya<br />

había consumido más del hidromiel que le correspondía.<br />

148


“¡No necesita de tus bendiciones, anciano! ¡Yo me basto para protegerla!” El tono de<br />

Agantequos se endureció.<br />

“Pequeño rey”, el guerrero lo miró a través del fuego, “¿estás tr’t’ndo de insultar... me?”<br />

Me recuperé del aturdimiento y me puse entre ellos cuando los hombres de Agantequos se<br />

lanzaban a por las armas que colgaban de los ganchos en la pared.<br />

“¡Nadie insulta a nadie aquí!”, exclamé. “¡Marido, éstos son tus huéspedes! Vorcuns, ¿son<br />

éstas las maneras que aprendiste en las estancias de mi padre?” El mayor de los hombres bajó la<br />

cabeza apologéticamente, pero Agantequos fruncía el ceño aún.<br />

“¡Cridilla, ven aquí! ¡Tu lugar está a mi lado!”<br />

Avancé despacio hacia mi marido, pero no me senté.<br />

“¡Escúchame tú!”, le dije en la vieja lengua que usáramos en la Isla de Niebla. “¡La osa se<br />

guarece donde le da la gana! Si no tuviera a mi cachorro dentro, ¡te enseñaría a hablarme así!”<br />

Él se había puesto ya de pie con un único e imperceptible movimiento y alargaba la mano<br />

hacia mí. Se la golpeé y me tambaleé, a punto de caerme. Me cogió por los hombros y lo miré<br />

desafiante, odiando mi desvalida condición.<br />

“Eres mi mujer, Cridilla, ¿lo has olvidado? ¡Estos hombres no son nada para ti!”<br />

“¡No me pertenezco más que a mí!”, le espeté en respuesta. “¡Bébete la noche entera, pero<br />

bebe solo!” Me aparté de él entonces y marché a traspiés hasta las cortinas de piel que ocultaban<br />

nuestro lecho, seguida por una ráfaga de varonil jovialidad.<br />

Había pieles de lobo en la cama, bien curtidas y cálidas. Torpemente, me dejé caer sobre<br />

ellas. Silentes sollozos pulsaron a través de mí al arrebujarme en las pieles, buscando escapar de<br />

mi miseria. Cuando fui consciente una vez más, el ruido en torno al fuego había disminuido y la<br />

lluvia azotaba la casa. Aún sentía dolores. Brenna tenía razón, pensé opacamente. Debería<br />

haberme quedado sentada.<br />

“¿Cridilla?” La luz del fuego resplandeció un instante al separarse las cortinas. “¿Estás<br />

bien?” El lecho cedió bajo el peso de Agantequos.<br />

“Me duele”, murmujeé desde debajo de las pieles, “¡y tú eres una bestia!”<br />

“No... sólo un hombre con la lengua demasiado lubricada de hidromiel. Un hombre que<br />

todavía no consigue creerse que la reina de todas las mujeres yazca en sus brazos cada noche...”<br />

Su abrazo me envolvió.<br />

La lluvia tronó contra nuestro techo de paja. Suspiré y me estiré, volviéndome de modo<br />

que Agantequos pudiera besarme y, en ese instante, sentí una cálida humedad correrme por los<br />

muslos.<br />

“¡Maldita sea, me he orinado!”, exclamé. “¡Llama a Brenna!” Más líquido fluyó al tratar<br />

de incorporarme. Me había quitado la túnica casi y estaba temblando cuando la otra mujer llegó.<br />

“Oh, cambiaré la cama...” Miró de cerca mis ropas arruinadas y empezó a reír. “Pero no<br />

para ti. Son las aguas de tu matriz las que sientes fluir, señora, y es la cama de partos en la Casa<br />

de las Mujeres donde debes yacer enseguida.”<br />

Otro estremecimiento me recorrió y me aferré al poste del lecho hasta que hubo pasado.<br />

“¡Pero es demasiado pronto!”<br />

Brenna se encogió de hombros y me ayudó a ponerme ropas limpias. “Es el niño el que<br />

escoge el momento.”<br />

Agantequos oyó el final de la frase y se quedó inmóvil. “¿El niño?”<br />

“Sin duda, mi señor, tendrás pronto algo por lo que beber, pero ahora debes dejarnos tu<br />

reina a las mujeres.”<br />

“Yo la llevaré”, dijo con voz quebrada. Hice amago de protestar, pero aquel extraño dolor<br />

me atravesó de nuevo y estuve contenta de poder ponerle los brazos alrededor del cuello y<br />

149


dejarme portar por él a través de la ventosa oscuridad. “Te quiero”, me susurró al depositarme en<br />

el lecho de paja que habían preparado para mí.<br />

Quise responderle, pero otro retortijón se ensañaba conmigo y sólo logré apretarle la<br />

mano.<br />

En las horas de la oscuridad, el poder de la tormenta se alzó y decayó, y con él los dolores<br />

que remodelaban mi cuerpo. Cuando llegue la aurora habrá pasado, pensé conteniendo el aliento<br />

entre punzada y punzada. Pero, cuando al final una tenue línea gris se filtró entre las pieles que<br />

cubrían las ventanas, mi cuerpo seguía sumido en los dolores del parto.<br />

Oí la voz de Agantequos en la puerta y a las mujeres echándolo jovialmente de allí. Pero<br />

oí también lo que decían cuando creían que estaba dormitando. Vagamente, me pregunté qué<br />

debía ir mal para que los dolores remitiesen. Quizás, después de todo, este inexorable<br />

desgarramiento desaparecería. Pero aquí empezaba otro; me tensé y me mordí el labio. Era una<br />

guerrera y no gritaría de dolor.<br />

“¡Señora, no has de resistirte!” La voz de Brenna era suave en mi oído. “Suelta los<br />

músculos, fluye con las sensaciones, déjate ir.”<br />

“Estoy cansada...”, murmuré. “Dejadme descansar...”<br />

“¿Duerme un guerrero en medio de la batalla?”, preguntó la otra mujer.<br />

“¡En la batalla un guerrero da combate!” Suspiré cuando el puño que me estrujaba el<br />

vientre empezó a soltarme. “Pero ahora yo soy el campo de batalla. Dejadme descansar... Lo<br />

intentaré otro día.”<br />

“Querida, una vez que has roto aguas debes ir hasta el final, o el niño y tú moriréis.” Me<br />

limpió el sudor de la frente con un paño húmedo. “Vamos, bebe un poco más de té...”<br />

Tragué la agridulce mixtura de milenrama y hojas de frambueso y yací otra vez,<br />

escuchando el constante tamborileo de la lluvia. El agua que caía fluía formando un centenar de<br />

ríos diminutos que serpenteaban hacia la corriente principal. ¿Podía seguir esos cursos nutridos<br />

hasta el río gris que buscaba el mar?<br />

Traté de dejar que mis músculos se licuaran, pero al pensar en el mar una nueva ola se<br />

alzó dentro de mí y empecé a debatirme de nuevo.<br />

Todo lo que podía hacer era resistir. A ratos me hacían caminar y una u otra de las<br />

mujeres me sostenía durante los dolores. Mientras yacía en la paja, se turnaban para masajearme<br />

los músculos de la espalda o ponerme mantas cálidas sobre el vientre contraído. Pero llegó un<br />

momento en que no tuve ya energía para levantarme. Podía oír la ansiedad en las voces de las<br />

mujeres, pero no me importaba. Este año la Diosa había decidido mantener la luz aprisionada en<br />

Su matriz y todos nos precipitábamos a las tinieblas.<br />

Sólo cuando la puerta se abrió y noté una ráfaga de viento húmido me desperté.<br />

“¿Es Agantequos?”, susurré. A los hombres no se les dejaba entrar en la cámara de partos,<br />

pero de pronto lo quería allí.<br />

“¡Es alguien que te alegrará ver!” Brenna habló con la resuelta alegría que había<br />

conservado durante toda mi labor, pero ahora, tras su vivacidad, percibí una nota de hondo alivio<br />

que me hizo abrir los ojos.<br />

Madre Nesta goteaba junto a mí sobre la paja y su mirada recorría mi viente hinchado al<br />

igual que un guerrero lanza su primera mirada al enemigo.<br />

“Refuerzos...”, murmujeé. Ella rió y empezó a desprenderse de sus empapados ropajes.<br />

“¡Te dije que estaría aquí!” Depositó sus bolsas y atadijos sobre una tela.<br />

“Yo... yo he esperado por ti.”<br />

“Ya veo que lo has hecho”, dijo enérgica. “Bueno, quizás las cosas vayan más rápidas<br />

150


ahora.”<br />

Brenna le susurraba el sumario de lo acontecido, pero yo no escuché, pues otro dolor me<br />

torturaba. Cuando pasó, la sacerdotisa había acabado de preparar sus aparejos. Sentí una leve<br />

presión al mover las manos sobre mi cuerpo, aunque sus palmas estaban a varias pulgadas sobre<br />

él.<br />

“Aquí, Sobuiaca, tú tienes la Visión...” Tocó a la muchacha en la frente. “Mírala y dime<br />

que ves.”<br />

“Veo... el resplandor de vida a su alrededor”, llegó la vacilante respuesta. “Es más intenso<br />

sobre su vientre y, cuando punzan los dolores, destella hasta la distancia de un brazo.”<br />

“Ahora mira con mayor profundidad. ¿Puedes ver un punto brillante ahí?”<br />

“¿La luz del niño? ¿Es ese pequeño, constante fulgor?”<br />

“Lo es.” Madre Nesta asintió con satisfacción. “Yo puedo sentir la fuerza vital, pero es<br />

útil tener a alguien que sea capaz de ver. Sigue mirando, niña, porque yo voy a estar ocupada, y<br />

dime si hay algún cambio.”<br />

Comprendí ahora cómo debía de relajarse el tiro de un carro al sentir los caballos una<br />

mano experimentada a las riendas. Incluso cuando la sacerdotisa se untó de aceite los dedos y<br />

urgó dentro de mí, tuve menos miedo. Era como una de las sabias mujeres de mi propio país.<br />

“Madre”, dijo Sobuiaca, “la luz del niño parpadea un poco ahora.”<br />

“Es tiempo de acabar con esto.” Madre Nesta acercó un taburete al lecho y me tomó la<br />

mano. “¿Vas a confiar en mí?”<br />

Asentí. Los hombres llegaban a este punto en la batalla a veces, en que ya no les<br />

importaba vivir o morir con tal de acabar de una vez.<br />

Me dio un brebaje entonces cuya melada dulzura no lograba apagar la amargura de las<br />

hojas de castaño ni el raro, acre sabor de las negras raspaduras de centeno; y cuando me recosté<br />

otra vez, empezó a trazar símbolos sobre mi matriz. Sentí el movimiento del aire contra mi piel al<br />

pasar sobre ella su mano y algo cambió en mis honduras. Mis ojos se cerraron con la firme<br />

presión de su mano en mi frente.<br />

“Sa... sa... ahí, mi niña, déjalo ir. Déjate ir, fluye con ello, como el río al océano... Las olas<br />

avanzan a través de ti, pero tú sientes sólo su poder...” Yo floté en el murmurio de sus palabras.<br />

Luego, la primera gran ola me golpeó la matriz y grité. Una y otra vez mis músculos se<br />

contrajeron.<br />

“¡Páralo! ¡Hazlo parar!” Las grandes ondas me arrastraban hacia abajo. Pateé. Después, la<br />

firme presión de las manos de Madre Nesta me devolvieron la concentración. Otra ola se<br />

levantaba, pero ésta era diferente. De pronto, empecé a entender. Esta vez bramé y, cuando la<br />

convulsión menguó, sentí a las mujeres alzarme. Ahora Brenna me aguantaba la espalda y las<br />

otras dos mujeres sostenían mis rodillas. Me retorcí, desesperada por mitigar la tensión.<br />

“Aún no...” La sacerdotisa se acuclilló entre mis muslos y trazó un signo protector sobre<br />

mi matriz. “Espera hasta que tu cuerpo se mueva y empuja con él, o te desgarrarás. Contén el<br />

aliento, niña, no durará mucho.”<br />

No pude responder, porque el oso de mi vientre se plegaba y estiraba otra vez y sentía el<br />

poder creciendo en mi interior. Solté el aire en un hilo tenue de sonido que creció y creció<br />

mientras las manos de la sacerdotisa bajaban en tirones fuertes y decisivos que concentraban e<br />

intensificaban la energía.<br />

“Eres una semilla bajo el suelo”, cantaba.<br />

“Eres un fruto en el árbol,<br />

El huevo dentro del cisne,<br />

151


¡Llega la hora de hacerte libre!”<br />

Una y otra vez empujé. Me estaba partiendo en dos, pero nada importaba excepto librarme<br />

de aquella presión de mis adentros.<br />

“¡Casi está!”, gritó Sobuiaca. “Oh, mira... ahí está la cabeza, ¡y tiene el pelo claro!” Luché<br />

por respirar, preguntándome dónde encontraría la fuerza para empujar una vez más.<br />

“¡Canta! ¡Chilla!”, exclamó Madre Nesta. “¡Ésta es tu batalla! ¡Suelta tu grito de guerra!”<br />

Recordé a Osa Madre gritar mientras la abatían. ¿Podía hacer menos yo para traer nueva<br />

vida al mundo?<br />

“¡Oi... oi... oi... un Áspid yo soy!”, bramé.<br />

Nueva energía centelleó a través de mí y, al pujar, sentí algo escurridizo entre mis muslos.<br />

Vislumbré un rostro púrpura contorsionado en rictus de protesta y un brazo diminuto.<br />

“Ahora aguanta, mientras saco el otro hombro...”<br />

Pero esta vez no pude contenerme. Gruñendo, empujé otra vez, y noté una precipitación<br />

cálida y repentinamente liberadora cuando el niño emergió.<br />

La cámara pulsaba de luz. Había un tenue, enrabiado gemido. Las mujeres alzaban una<br />

criatura pequeña, que se retorcía, con el botón de un pene y un hinchado escroto púrpura. Brenna<br />

le limpió la boca y la nariz, y lo dejó en mi flácido vientre. Al tocarme, mi matriz se contrajo otra<br />

vez, y de nuevo una cálida irrupción me libró de la placenta.<br />

Mi hijo, pensé, pero cuando el infante frunció el ceño fue el rostro de mi padre lo que vi.<br />

Me hundí en los brazos de Brenna. Madre Nesta murmuró las bendiciones natales al cortar<br />

el cordón. Desde el exterior llegaron los gritos de los hombres y el trueno repentino de las<br />

espadas contra los escudos de piel. Alguien me apretaba paños entre las piernas, mascullando con<br />

ansiedad, pero no me importaba. Había acabado y yo flotaba sobre un mar en calma.<br />

El rostro de Agantequos se conformó como a través del agua y sonreí. “Un hijo...” Mis<br />

labios se movieron, pero ningún sonido surgió.<br />

“Aún está sangrando”, dijo alguien. Pero las mujeres siempre sangran después de dar a<br />

luz. ¿Por qué estaban preocupados?<br />

“Su luz vital está titilando”, llegó la voz de Sobuiaca y vi la faz de Agantequos cambiar.<br />

“Cridilla, ¡no me dejes!”<br />

Me agarraba de los hombros, pero su voz parecía muy lejos. Por un instante, me dio la<br />

impresión de estar contemplando desde arriba mi cuerpo. Agantequos gritó algo y Madre Nesta le<br />

tendió el niño a Brenna y se tornó para mirar. Pero la cámara rebosaba de luz. Con un suspiro,<br />

dejé que aquella inundación se me llevara.<br />

Floté en un mar de luz, maravillándome de que el océano me hubiese dado miedo alguna<br />

vez. Pero, al final, las olas empezaron a elevarse. Yo me debatí, pero estaba hundiéndome... no,<br />

era absorbida por una garganta oscura y resbaladiza que se tragaba toda sensación menos el<br />

miedo. Descendí a través de interminables espirales serpentinas y, poco a poco, me di cuenta de<br />

que había alguien delante de mí, una forma robusta, vestida de pieles, que avanzaba con firmeza.<br />

“¡Osa Madre!”, exclamé. “¡Aguarda! ¿Dónde estoy?”<br />

De repente pude ver el espacio que nos rodeaba, iluminado por un curioso lunor. Tronos<br />

labrados en piedra viva formaban círculo con una laguna en medio.<br />

“En la Matriz de la Diosa, niña”, repuso Osa Madre. “Una y otra vez es arrojada Ella a las<br />

profundidades y, sin embargo, todo de Su seno debe renacer. Y cuando el Dios muere, Su sangre<br />

La hace nacer de nuevo al mundo.”<br />

“¿Estoy muerta? No entiendo.”<br />

152


La luz se hizo más brillante alrededor y vi que había figuras sentadas en los tronos.<br />

“La vida y la muerte son lo mismo para el guerrero, ¿no te lo dije así?”<br />

En el trono más próximo había una mujer con la insignia real de Briga sobre su frente. Me<br />

adelanté a Osa Madre y sus ojos grises cayeron sobre mí.<br />

“¿Eres mi madre?”<br />

“Si tú eres mi hija, ¿por qué dejaste tu país?”, inquirió.<br />

“¿Por qué me dejaste sola tú?”, le espeté en respuesta.<br />

“Yo rendí mi vida para dar una reina al país.”<br />

Ahora podía ver a mujeres sentadas en todos los tronos. El círculo creció más y más<br />

mientras lo miraba.<br />

“¡Yo he rendido la mía para dar un hijo a mi señor!”, repliqué.<br />

“¡Todavía no!”, brotó una nueva voz, tenue pero clara. Una figura neblinosa tomaba<br />

forma entre la laguna y yo. “¡Tu cuerpo tiene vida aún! ¡Retorna a él!” La miré aturdida. Madre<br />

Nesta era una sacerdotisa mayor de lo que había imaginado, si era capaz de seguirme hasta aquí.<br />

“¿Por qué habría de retornar al dolor?”<br />

“Tu marido llora. Tu hijo necesita el amor de su madre.”<br />

“¿Qué importan ellos?”, llegó el susurro del círculo alrededor. “¡Son sólo hombres!”<br />

“¡Yo era una niña y tú me abandonaste!”, le grité a mi madre. En este lugar, en este<br />

tiempo, podía sentir de qué forma tan desesperada la había necesitado. Percibí entonces que sus<br />

mejillas estaban húmedas de lágrimas.<br />

“¿Condenarás a tu hijo a la misma pérdida?”, preguntó Madre Nesta.<br />

“Yo osé darte la vida por nuestro pueblo, para que nuestro país pudiera vivir”, me<br />

respondió mi madre. “Ofrecí voluntariamente mi vida y lo hice con amor, para que fuera un<br />

sacrificio válido.”<br />

“¿Quién había allí para explicarme lo que eso significaba?”, exclamé.<br />

“¿Cómo aprenderán los hijos a amar a la Madre a menos que una mujer los nutra?”, gritó<br />

Madre Nesta.<br />

“¿Cómo aprenderán los guerreros a no temer la muerte a menos que una mujer los guíe?”,<br />

Osa Madre ecoó.<br />

“¿Cómo aprenderán los padres a servir el país a menos que una mujer les enseñe?”, mi<br />

madre inquirió.<br />

Todas mis madres desde el principio del mundo esperaban mi respuesta. Las figuras se<br />

difuminaron como si las viera a través de la lluvia.<br />

“¡Madre, sosténme sólo un instante y volveré otra vez!” Avancé hacia ella tambaleante.<br />

Al abrir los brazos se hizo más luminosa. Y ahora era inmensa, o yo era una criatura otra<br />

vez, mecida contra un pecho suave, acunada por el ritmo constante de su corazón. Luz pulsó a<br />

través de mí. Aquí estaba la protección perfecta que yo siempre anhelara.<br />

“Madre, no me sueltes...”, susurré. Y la respuesta, cuando llegó, me envolvía por<br />

completo.<br />

“Ahora que Me has conocido, sabe que no hay nada que pueda separarte de Mi amor...”<br />

Alrededor de nosotras, la gloria vanecía. Floté hacia la luz crepuscular del mundo...<br />

Y abrí los ojos de mi cuerpo entonces y vi la angustia en el rostro de Agantequos dar lugar<br />

a una atónita dicha, y alargué las manos para tomar a mi hijo.<br />

153


TERCERA ESPIRAL:<br />

LA SERPIENTE DE LAS PROFUNDIDADES<br />

Invierno: Primer Año<br />

del Gobierno de las Reinas<br />

154


CAPÍTULO 15<br />

Antes de que se me doblase la espalda, yo era hermoso,<br />

mi lanza estaba en la vanguardia, causaba primera sangre.<br />

Estoy encorvado, estoy triste, soy desgraciado...<br />

Tempestuoso es el viento, blanco es el color del linde del bosque;<br />

envalentonado está el ciervo, la montaña es inhóspita,<br />

débil es el anciano, con lentitud se mueve...<br />

En tres estoy doblado y viejo soy, aturdido y hosco,<br />

Soy estúpido y cascarrabias;<br />

aquellos que me amaban no me aman ya.<br />

-Canu Llywarch Hen<br />

Mi canto era un susurro en la oscuridad, un sonido no más alto que el respirar del hombre<br />

que dormía a mi lado. Había aprendido a amar estos momentos de paz en que la única realidad<br />

era el niño en mis brazos y el flujo de leche que lo nutría. Contuve el aliento cuando la criatura<br />

mordió mi pezón y la leche descendió con un ímpetu que era casi doloroso.<br />

<strong>Bel</strong>inos había mamado vigorosamente desde el principio, pero incluso nueve meses<br />

después de su nacimiento la respuesta de mi cuerpo a su necesidad aún me tomaba por sorpresa.<br />

Había tenido prisa por llegar al mundo y, desde entonces, no había dejado de mostrar impaciencia<br />

por crecer. A veces, fantaseaba que el niño había estado esperando la primera oportunidad de<br />

concepción, como si todo lo que yo había vivido hubiese ocurrido sólo para que él pudiese venir<br />

al mundo.<br />

Tenía que estar agradecida. Mi hijo era un bebé tan hermoso y rollizo como cualquier<br />

madre pudiera desear, como los corderillos que nuestras ovejas parieron aquella primavera, y los<br />

terneros, y los potros. No abrigaba duda la gente de que yo era la reina apropiada para<br />

Agantequos. ¿Por qué, entonces, no podía yo estar tan satisfecha como cualquier otro animal<br />

fértil con su retoño?<br />

Cambié a tientas el sólido peso de <strong>Bel</strong>i sobre mi vientre, pues los rescoldos del hogar se<br />

habían apagado horas atrás y, en la estación de la siega, el sol tardaba todavía alrededor de una<br />

hora en salir. De vez en cuando, llegaba el ronquido ocasional de alguno de los guerreros que<br />

descansaban en el salón. Y yo, que había sido capaz de dormir durante el jolgorio de toda la<br />

mesnada, ahora me despertaba al primer lloriqueo de la criatura.<br />

Las mujeres de la fortaleza habían temido que no fuera capaz de amamantar al niño. La<br />

esposa de Keir había dado a luz justo antes que yo y, por unos pocos días, su leche fue necesaria<br />

para su propia niña y <strong>Bel</strong>i. Cuando el crío estuvo preparado para la ceremonia de imposición de<br />

su nombre, yo ya estaba de pie otra vez. Desde entonces, tanto el bebé como yo no habíamos<br />

hecho sino florecer. Yo lo alimentaba aún durante el día, pero no había madre reciente en la<br />

fortaleza que no lo hubiese amamantado también. Sólo por la noche era él totalmente mío.<br />

“Paz, pequeño guerrero...” Corté la succión con el dedo cuando <strong>Bel</strong>i empezó a alborotar y<br />

lo cambié al otro pecho, que había estado manando en simpatía como un manantial. “Hay<br />

bastante para ti.” Chupó con ansia y yo cerré los ojos porque mis palabras me habían recordado la<br />

historia que narrara el último mensajero de mi hogar.<br />

Grano en los prados y leche y miel en las alturas podía haberlos en el Gran País, pero en<br />

155


la Isla del Poderoso no era igual. Allí, la Diosa había decretado un año terrible para los hombres.<br />

Los críos que conseguían llegar al término de su concepción nacían a un mundo en que el fuerte<br />

andaba con cautela y los pobres se vendían a sí mismos a cambio de pan. Bajo los estandartes de<br />

las reinas se reunían los guerreros y toda provisión era para alimentarlos. Ay de aquellos, en<br />

tiempos tales, que quieren cultivar sus campos en paz.<br />

Percibiéndome tensa, <strong>Bel</strong>i soltó el pezón y comenzó a inquietarse de nuevo. Me lo puse en<br />

el hombro y fui acariciándolo.<br />

“Calma, pequeño, y tamborilearé una nana en tu coronilla...” Cuando hube acabado, <strong>Bel</strong>i<br />

se había convertido en un peso flácido en mis brazos. Desenredé con cuidado sus deditos de mis<br />

cabellos y lo dejé en su nido junto al lecho. Ni siquiera al cambiarle los paños se despertó y oí el<br />

susurro de su respiración al taparlo otra vez.<br />

“¿Duerme?”, llegó el murmurio, mientras yo me relajaba en la cueva de calor que el<br />

cuerpo de mi esposo había creado bajo las pieles. Agantequos me atrajo a él y lamió las últimas<br />

gotas de leche que quedaban en mis pezones, y yo contuve el aliento. Durante mucho tiempo,<br />

después del parto, no se había atrevido a tocarme, pero mi restablecimiento era completo ya y mis<br />

muslos se abrieron para recibirlo tal como la flor se abre al sol.<br />

Cada vez que nos uníamos, el amor parecía más hermoso. Ni siquiera cuando vivíamos y<br />

cazábamos y luchábamos juntos en la Isla de Niebla habíamos llegado a conocernos tan<br />

perfectamente, porque ahora no había ningún lugar secreto, ninguna repuesta o sensación en<br />

cualquiera de los dos que el otro no hubiese explorado. Yo respiraba su aliento; su sudor fluía con<br />

el mío. Y cuando el momento del clímax no podía ser ya demorado, entonábamos un solo cántico<br />

y nos deslizábamos al sueño enlazado el uno por los brazos del otro.<br />

Pero en las horas calmas antes de la aurora, yo soñaba. Y en mis sueños estaba sola.<br />

Ahora flotaba en un mundo de niebla. Aturdida, busqué substancia y me descubrí erguida<br />

en las tinieblas de un páramo. Forcé a solidificarse la visión y comprendí que me hallaba en el<br />

camino que cruzaba los montes desde la morada de las sacerdotisas hasta Montforte. La niebla se<br />

arremolinó en las cumbres. Yo podía ver la senda delante de mí y la mole oscura del túmulo a<br />

uno de los lados. Los sonidos llegaban apagados a través del aire húmedo. Desde algún lugar<br />

frente a mí me alcanzaron unos gritos y un clangor de espadas.<br />

Tres cuervos aletearon hacia la música de batalla. Corrí junto a las formas gibosas del<br />

ganado durmiente, cuesta arriba hacia el fuerte. La bruma pesaba aquí también, pero sobre la<br />

fortaleza el aire resplandecía con la luz de fuegos ocultos. Al acercarme, el griterío se hizo más<br />

ruidoso y dos borrosas figuras surgieron precipitadas de los portales, seguidas por una turba<br />

bulliciosa que aferraba aún sus cuernos de hidromiel.<br />

Me detuve, divertida por el alboroto. Aquel tumulto, invitaba a pensar que alguien estaba<br />

atacando la fortaleza. Conmociones tales habían sido parte de mis años de crecimiento. Eran<br />

inevitables cuando a guerreros jóvenes o a perros de caza se les mantenía en bandas juntos; eran<br />

el modo en que los combatientes aventaban sus tensiones y, a veces, una forma de excitación a la<br />

que el resto de los habitantes del bastión daba la bienvenida.<br />

Las hojas repicaron y chascaron y los combatientes se tambalearon. El mayor empujó a su<br />

oponente y el joven guerrero rodó cuesta abajo antes de ponerse en pie otra vez. El más alto se<br />

apoyó sobre su hoja, jadeando, y reconocí a Vorcuns. Esto me sorprendió, porque él no había sido<br />

nunca amante de peleas.<br />

El joven, entonces, cargó montaña arriba, perdiendo inercia a medida que la cuesta se<br />

volvía más empinada. Vorcuns saludó el ataque con su rugiente grito de guerra. Los dos hombres<br />

golpearon al mismo tiempo, pero fue el joven quien se tambaleó hacia atrás, con la sangre<br />

manándole de la base del cuello, y no tardó en desmoronarse.<br />

156


Siguió un momento de atónito silencio. Estas cosas nunca llegaban tan lejos. En la<br />

quietud, pudieron oírse dos nuevas voces.<br />

“¡Te aviso, no voy a soportar semejante falta de disciplina!” La última vez que oyera esta<br />

voz fue cuando me instó a rebelarme contra el rey. “La corte de una reina no es lugar para perros<br />

faltos de instrucción. Ni siquiera en tu juventud hiciste intención de controlarlos. ¿Qué confianza<br />

puedo tener en tus palabras, por más que me asegures que no volverá a ocurrir?”<br />

“¡Tanta o tan poca como yo puedo tener en las tuyas!”<br />

Ésta era la voz de un hombre, crispada de furia, que yo conocía y no conocía ya. Los<br />

querellantes cruzaron la puerta y vi a Rigana y a un anciano que una vez fue rey.<br />

El impacto difuminó mi visión. Me obligué a concentrarme.<br />

“Dijiste que me amabas...” El tono de Leir era petulante. “Todos lo oyeron...” Un gesto de<br />

su mano convocó a los Compañeros, que se habían reunido tras él en el exterior de la fortaleza.<br />

“Pero tu hermana y tú habéis desbandado mi hueste y los guerreros y siervos que permanecen<br />

conmigo son insultados por tus gentes a cada paso. ¿Es que me mentiste?”<br />

“Acepté cobijarte a ti, padre. ¡Nada se dijo de tus hombres!”<br />

Rigana dedicó a los Compañeros una mirada siniestra. La luz de las antorchas acrecentaba<br />

su belleza exótica. Llevaba bien ajustado el cinturón de la túnica y los ojos de los hombres la<br />

seguían incluso cuando los recriminaba. Los vio contemplarla y sus propios ojos se hicieron más<br />

brillantes, más lánguido su paso.<br />

Sólo Artocoxos, con un rictus de disgusto junto a su señor, parecía inmune al sortilegio.<br />

“Padre, podemos defenderte y servirte. ¿Qué necesidad tienes de un séquito real?”<br />

Leir sacudía la cabeza como si no comprendiera.<br />

“Es un rey, mujer”, gruñó Artocoxos. “No puede andar desatendido. Es la ley...”<br />

Rigana estalló de pronto en carcajadas. “¿Ley? Pero si él mismo se deshizo de la realeza.<br />

Escuchad mi juicio pues...” Abruptamente, daba la impresión de ser más alta, investida de la<br />

autoridad que había reivindicado. Leir, que siempre se había remontado por encima de cualquier<br />

compañía de la que formase parte, parecía pequeño ahora.<br />

“Uno de mi pueblo yace muerto ante mí. Ésta es la compensación que exijo: ni oro, ni la<br />

vida del homicida, padre, sino que despidas a tus Compañeros. Sólo cinco hombres de los treinta<br />

puedes quedarte para que te atiendan. Los demás retornarán a sus clanes o buscarán servicio<br />

donde les plazca. En el nombre de la tierra y del cielo lo sentencio. Así sea.” Se arrodilló y sus<br />

dedos se cerraron en el suelo.<br />

Cuervo había reptado hasta los pies de su dueño. Cuando Rigana acabó, la mano de Leir<br />

bajó hasta aquella cabeza oscura listada de plata y empezó a acalugarla, mecánicamente, tal como<br />

uno acariciaría a un caballo o a un perro para calmarle el miedo.<br />

“Es una reina la que ha hablado y la tercera de tus geasas la que se ha roto, señor”. La voz<br />

de Talorgenos llegó de las sombras de la puerta, con una queja en ella similar al sonido que al<br />

derrumbarse hace un roble herido por el rayo. “Has perdido a tus seguidores, has maldecido a una<br />

mujer y has matado al cisne. Leir Blatoniknos, ahora ha pasado tu soberanía...”<br />

“¡Padre!”, grité. Pero mientras el sacerdote hablaba, una ola de sombras rodó entre las<br />

antorchas y yo y la visión se deshizo.<br />

“¡Cridilla! Cridilla, mi corazón... ¿qué ocurre?”<br />

Las colgaduras alrededor de nuestro lecho se abrieron para admitir la luz y yo parpadeé<br />

estúpidamente. Me incorporé con esfuerzo y la mano de Agantequos en mi hombro se relajó.<br />

“Estabas gritando...”<br />

Dejé ir el aliento en un largo sollozo. “¿Qué decía?”<br />

157


“Chillaste tres veces: ‘¡La fortuna ha abandonado el país!’ ¿Qué querías decir?”<br />

Con angustia pintada en el rostro, busqué la verdad entre las nieblas del sueño.<br />

“Soñaba con mi padre... y Rigana. En casa algo va terriblemente mal.”<br />

“¡Ésta es tu casa!” Me soltó de pronto. “¿No es bastante preocupación el niño para que<br />

tengas que andar hurgando en las penas del pasado?”<br />

“Esto no parecía el pasado. ¡Era como si yo estuviese allí, Corcel! Esta noche mi espíritu<br />

ha visitado <strong>Bel</strong>erion. Me ha pasado otras veces soñar lo que ocurre en verdad. Una vez, incluso te<br />

vi a ti y a Osaespíritu. Pero no había soñado de este modo desde que crucé el mar.”<br />

Él se había ruborizado un poco al oír el nombre de Osaespíritu, como si yo pudiera sentir<br />

otra cosa que gratitud por la mujer que le había enseñado a ser un amante tan diestro y lleno de<br />

ternura.<br />

“Lo que es una bendición, si ha de ponerte en este estado...”, dijo con mayor suavidad.<br />

“Vamos, amor... puedo oler las gachas cociéndose al fuego.” Me posó la mano en el brazo.<br />

Yo me zafé. “Rigana ha expulsado a los hombres de mi padre. Va a estar solo. ¡No tenía<br />

que haberme ido nunca!”<br />

“¡Cridilla!” Agantequos agitó la cabeza. “Recuerdo muy bien que fue tu padre quien te<br />

exilió. Tu hermana no lo dejará morirse de hambre.”<br />

“¿No lo hará?”, protesté. “¡Ya le mintió una vez! ¿Por qué no pudo ver mi padre que<br />

rompería aquellas finas promesas tan pronto como le conviniese?”<br />

“Ahora lo sabe, supongo. Pero, Cridilla, no hay nada que puedas hacer. Ven a comer, o no<br />

tendrás leche para nuestro hijo.”<br />

“¡Nuestro hijo!”, exclamé. “¿Y cómo pretendes educarlo, mi señor? ¿Qué clase de hijo<br />

será <strong>Bel</strong>inos en nuestra ancianidad, si crece oyendo las historias de cómo abandonamos a su<br />

abuelo al hacerse viejo? Fue la rabia de Leir la que clamó contra mí, no su amor. Yo sabía que su<br />

humor era tormentoso como el mar. Me habría perdonado enseguida... si me hubiese quedado con<br />

él...”<br />

“En el nombre de las Madres, Cridilla, hablas de tu padre como si fuera el único que te<br />

hubiese querido nunca. ¡Desvarías! ¿Qué, de tus obligaciones para con el niño? ¿Qué de mí?”<br />

Agantequos estaba de verdad airado. Pero sus palabras no lograban alcanzar la tristeza de<br />

mis adentros. Yo era como un guerrero que descubre de pronto dolor en una herida curada mucho<br />

tiempo atrás. ¿Cómo podían las penas de mi padre tener aún tal poder sobre mí?<br />

Perturbado por nuestras voces crispadas, <strong>Bel</strong>inos empezó a llorar. Alcé al niño, dándole<br />

palmaditas en la espalda y murmurándole al oído sonidos sin palabras. Pero mi voz surgía débil y<br />

poco convincente, incluso para mí.<br />

“Abuela, dime, ¿qué es ese suspiro?”<br />

“Es sólo el viento, niño, el viento solamente...”<br />

“Abuela, ¡susurra que algo se muere!”<br />

“Es el año viejo, niño, el año que ha partido.”<br />

La voz de Nabelcos se elevó y cayó como el viento alrededor del fuerte, clara y aflautada<br />

para las preguntas del niño, quebrada para las respuestas.<br />

“Abuela, dime, ¿quién es el que llama?”<br />

“Es sólo el cuervo, que a los suyos avisa...”<br />

“Abuela, ¿y esta caída?”<br />

“La nieve, que en blancura el mundo amortaja.”<br />

158


El invierno se acercaba con rapidez y había un mordisco amargo en el viento. Agantequos<br />

y sus hombres habían salido a cazar venados, pero todos los demás permanecíamos cerca del<br />

fuego.<br />

Yo estaba arreglando unas bridas mientras <strong>Bel</strong>inos se erguía sobre inciertas piernas y<br />

procedía de una a otra de las mujeres en torno al hogar o se dejaba caer blandamente, hechizado<br />

como un gatito con un mechón de lana nubosa. Resultaba difícil creer que hubiera pasado un año<br />

ya desde su nacimiento, e incluso más desde que llegaran las últimas noticias reales de casa.<br />

“Abuela, dime el porqué de esta quietud...”<br />

“Por el frío y el hielo la tierra es ataúd.”<br />

“¿Dónde todo lo verde, por qué está enfermo?”<br />

“El oso las semillas guarda en sueño salvo bajo el suelo.”<br />

Osa Madre y la Isla parecían una vida atrás y la primavera del próximo año, tan distante<br />

casi. Yo me hallaba en el cruce de caminos del pasado y el futuro, y ninguno de los dos semejaba<br />

real.<br />

“Abuela, dime por qué la noche nunca termina...”<br />

“Acabará cuando el niño sol del invierno nazca.”<br />

“¿Y eso cuándo será? Horas he esperado infinitas...”<br />

“Duerme, mi niño, y lo entenderás con el alba...”<br />

Mi propio niño-sol alargó la mano para tocar las cuerdas del arpa. El bardo tañó una con<br />

una mano y, con la otra, lo orientó hacia Brenna una vez más. La luz del fuego titubeó,<br />

alumbrándole el pelo desde detrás y dejándole el rostro en sombras. Vi la Juventud y la Edad<br />

sentadas allí.<br />

“Abuela, dime, ¿por qué cambia tu forma?”<br />

“Yo soy la misma, es que huyen las sombras...”<br />

“Abuela, ¡di por qué se alza la oscuridad!”<br />

“Mira en mi caldero, niño, y lo verás...”<br />

Era sólo una antigua rima, pero de pronto tuve miedo. Dejé mi herramienta, tomé a<br />

<strong>Bel</strong>inos del regazo de Brenna y lo abracé hasta que gimió. El punzón cayó al suelo con un<br />

repiqueteo y el niño empezó a llorar.<br />

Brenna alargó las manos hacia él y se detuvo en seco, mirando más allá de mí. Le di la<br />

criatura, sin notar apenas esta vez qué pronto lo tuvo ella sonriendo de nuevo. Mi atención estaba<br />

puesta en el extraño en el umbral. Tenía la piel flácida del hombre que ha perdido mucho peso,<br />

pero la túnica manchada que vestía bajo el manto había sido blanca una vez y, aunque su cabello<br />

y barba frondosos tenían un aire más salvaje que el que yo podía recordar, aquel personaje era<br />

todavía una presencia lo bastante imponente para captar la atención de todo el mundo en la<br />

estancia.<br />

¿Qué desastre podía haberlos obligado a mandarlo a él a buscarme?<br />

“Señora...” Avanzó hacia mí y de repente nuestro encuentro se convirtió en un ritual. Me<br />

saludó como yo le había visto saludar a mi padre mucho tiempo atrás.<br />

“Talorgenos...”, vacilé. “¿Es que te han exiliado?”<br />

159


Sus ojos se contrajeron. “¿Qué quieres decir?”<br />

“Te vi en un sueño. Vi a Vorcuns luchar y oí tus palabras.”<br />

“Artocoxos hizo bien en mandarme a ti...” Por un momento, Talorgenos mantuvo los ojos<br />

cerrados. “Estoy exiliado, en efecto. Los sacerdotes del roble han sido desterrados por las reinas”,<br />

dijo pesadamente. “Y algunos de nosotros han sido asesinados en deuda por los sacerdotes de los<br />

viejos dioses que fueron aniquilados cuando llegamos al país. La Casa del rey está deshecha, sus<br />

Compañeros han sido expulsados, aunque nada de ello resultó fácil. A Nodontios y Zanis y<br />

algunos más les dieron muerte, otros han sido forzados al exilio. Algunos se pasaron al servicio<br />

de la reina para conservar sus tierras. El rey ha ido al norte para pedir ayuda a Gunarduilla y<br />

Maglaros, seguro de que al menos esa hija le será leal.”<br />

Me tragué las lágrimas. “¿Cómo está él? Sólo lo vi un instante en mi sueño...”<br />

“Leo los augurios. No los hago. Ocurre con él como con la carcasa de un roble herido por<br />

el rayo, que la próxima tormenta puede abatir. Ahora, sólo la ira lo impulsa. Su fuerza se ha ido.”<br />

“Entonces caerá, porque Gunarduilla hará lo mismo que su hermana”, dije con amargura.<br />

Sobuiaca trajo una copa de cerveza recubierta de plata y se la ofrecí al anciano. “Pero ¿no podías<br />

haber cuidado de él, aunque fuera desde lejos?”<br />

“Rigana me habría quitado la vida, si hubiera permanecido allí”, respondió Talorgenos.<br />

“Pero no he venido para lamentar mi dolor junto a tu fuego. He venido para llevarte a casa.”<br />

“Da gracias de que te hayamos dado la copa de bienvenida ya”, exclamó Brenna, “¡o mi<br />

señor te arrancaría la cabeza por tratar de robarle a su mujer!”<br />

“Paz, mujer...”, dije cansina. “Cualquiera pensaría que está intentando secuestrarme. ¿Qué<br />

dice Artocoxos?”<br />

“Se quedará con Leir tanto tiempo como pueda, pero también él te pide que retornes, si no<br />

por el bien de tu padre, entonces por la salvación de tu país.”<br />

Me volví hacia él. “¿Qué quieres decir?”<br />

“Las cosas no van bien ni en Alba ni en <strong>Bel</strong>erion”, repuso Talorgenos, “pero es Briga la<br />

que nos hace temer. Apenas hay un valle que no haya visto derramamiento de sangre, con los<br />

hombres inclinándose ahora por esta o por aquella reina, o levantándose por los derechos del rey,<br />

o intentando labrar cacicatos propios. La Diosa está airada y los campos no producen. Los<br />

hombres no sembrarán donde saben que no van a cosechar y lo que la guerra no destroce lo<br />

destruirá la hambruna.<br />

“¿Y qué, en el nombre de la Señora, podría hacer yo?”, exclamé.<br />

“¿En el nombre de la Señora? ¡Tú eres la Señora de Briga! ¿Crees que esto es algo que<br />

sólo tus sacerdotisas entienden? La gente se uniría a ti y, con tus bendiciones, los cultivos<br />

crecerían otra vez.”<br />

“Yo soy la Señora de Morilandis”, repliqué. “Tengo un marido y un niño.” Sentí una<br />

ráfaga de aire frío cuando las puertas se abrieron de nuevo y voces viriles elevaron sus risas.<br />

Los hombros de Talorgenos se hundieron. “Es verdad... pero, señora, este país está en paz<br />

y el tuyo tiene tal necesidad de ti...”<br />

“¿En paz?”, llegó una nueva voz. “¿Con los Veneti amenazándonos el cuello?”<br />

Agantequos avanzó con la carcasa de un joven ciervo sobre los hombros y fúlgida la tez aún del<br />

aire vigoroso. Miró a Talorgenos de arriba abajo con suspicacia. “¿Qué estás haciendo aquí?”<br />

Gotas rojas salpicaron las esteras cuando la cabeza del animal osciló.<br />

Un momento antes, el viejo sacerdote parecía derrotado, pero el desafío le recordó que<br />

una vez un reino había temido su ceño.<br />

“¡Agantequos!” Me puse entre ellos y los vi sosegarse una vez más. “Que nunca se diga<br />

que un hombre de la Casa de Leir no ha sido acogido en las estancias de su hija.”<br />

160


“Más querría yo que fuese uno de los Compañeros...”, dijo mi marido con mayor<br />

ecuanimidad. “Siempre podríamos servirnos de otro buen luchador.” Se desprendió del ciervo y<br />

uno de sus hombres se lo llevó de allí.<br />

“Hijo del Gran Caballo, yo porto las palabras de Artocoxos, que es el jefe de esos<br />

Compañeros. ¡Es una alianza lo que pedimos!”, dijo entonces Talorgenos. “El rey ha sido<br />

desposeído contra la ley y la naturaleza. Pero al combatirse unos a otros, sus enemigos son<br />

débiles. Artocoxos cree que incluso una reducida fuerza de disciplinados guerreros podría<br />

devolver a Leir su alto asiento.”<br />

Agantequos lo miró. “No es posible. No habrán tenido la oportunidad de decirte de qué<br />

modo están presionando las tribus del este en nuestras tierras. Los primeros nómadas están<br />

saqueando ya nuestros asentamientos exteriores. No se necesita mucha destreza en interpretar los<br />

presagios para ver que el grueso de sus fuerzas caerá sobre nosotros hacia primavera. En ese<br />

momento, necesitaré cada guerrero que pueda encontrar. Quizás después, cuando esta amenaza<br />

haya pasado...”<br />

“Puede que entonces sea demasiado tarde para las fuerzas del rey, y con seguridad para<br />

Leir.”<br />

“Tráelo aquí, en ese caso...”, dijo mi marido caminando hasta el banco elevado, cubierto<br />

por pieles de lobo, que era su asiento en la cámara. “Podríamos protegerlo.”<br />

“¿Crees que no le hemos implorado que venga?”, repuso Talorgenos con amargura.<br />

“Incluso yo se lo pedí... y él acostumbraba a aceptar mi consejo. No quiere pronunciar el nombre<br />

de su hija. Yo diría... que está avergonzado.”<br />

Agantequos rezongó incrédulo. “¿Así lo dijo él?”<br />

“Nunca lo dirá. Viejo lo es, pero no está quebrantado aún. Y creo que ha luchado<br />

demasiado por la Isla del Poderoso para dejarla ahora.”<br />

Mi marido asintió, reclinándose contra las pieles de lobo que cubrían su asiento. “Llegó<br />

un tiempo en que mi vida empezó a parecerme un precio muy pequeño que pagar por mi país.<br />

Haría falta algo más que miedo por mí mismo para hacerme salir ahora de él.” Las líneas que la<br />

ansiedad le había grabado bajo las cejas se hicieron más pronunciadas.<br />

“Entonces entenderás que mi misión no es sólo por el bien de Leir”, prosiguió Talorgenos.<br />

“Tu dama es de la sangre de las reinas. Los sabios de la antigua raza y los Quiritani están de<br />

acuerdo en que, sin ella, no puede haber salvación para Briga.” Se tornó hacia mí y una vez más<br />

la autoridad del sacerdote modulaba su tono. “¿No es así, princesa? ¿No te impusieron<br />

juramentos, cuando te hiciste mujer, que te ligaron a la tierra?”<br />

Fijé la vista en él, recordando. Había creído cancelada toda obligación por la maldición de<br />

mi padre, pero este vínculo con el país era la raíz de todas las demás lealtades. Y lo había<br />

abandonado.<br />

“Cridilla hizo su elección. Que Briga escoja otra reina. ¡Mi esposa reina aquí ahora!”<br />

“Deja que la Señora me responda. ¿Es una esclava, pues, sin voluntad propia?”<br />

Talorgenos se volvió hacia mí.<br />

“¡La Isla del Poderoso la rechazó!”, exclamó Agantequos. “¡Yo le devolví su realeza!”<br />

“¿Es que me querías desterrada para poder llamarme tuya? ¡Acabarás por hacerme<br />

lamentar haber venido contigo!” Hallé por fin mi voz. Nuestra casa había retrocedido formando<br />

un círculo alrededor, aprensivos o entretenidos. <strong>Bel</strong>inos gimoteaba en los brazos de Brenna.<br />

“Cridilla, nunca te dejarán gobernar. ¿Crees que las flores brotarán a tus pasos, si vuelves<br />

a Briga? ¡No hay nada que puedas hacer!”<br />

Agantequos repetía los argumentos que yo me diera a mí misma no tanto tiempo atrás.<br />

¿Por qué no podía aceptarlos ahora?<br />

161


“¡No te dejaré sacrificar lo que hemos construido aquí por un viejo que fue demasiado<br />

ciego para apreciarte en tu justo valor!”, continuó. “¡Nunca te quiso, Cridilla! ¡Nunca te entendió<br />

en absoluto!”<br />

Me encogí con cada palabra. La mirada de Talorgenos pasó de mí a mi marido para<br />

retornar a mí y recordé que su vida había transcurrido aconsejando a reyes.<br />

“¿Y puedo dejar que eso importe?” Me obligué a enderezarme otra vez.<br />

“¿Puedes negarlo? El rito que celebramos en la Isla del Cornado te ata a este país. ¡No<br />

puedes dejarme! ¡No puedes abandonar al niño!”<br />

Mi temperamento estalló de pronto.<br />

“¡Que no puedo! ¡Eso es algo que ningún hombre tiene derecho a decirme!”<br />

Un torrente de ofensivas palabras bullía dentro de mí y yo sabía que, si las dejaba fluir, no<br />

quedarían sin ser pronunciadas. Quizás tenía miedo de ellas, o quizás percibí que Agantequos no<br />

era, al fin y al cabo, la causa de mi rabia.<br />

Caminé hasta la puerta y agarré mi manto del gancho en la pared, sintiendo la mirada del<br />

sacerdote del roble arderme en la espalda al cruzar el umbral. Oí a Agantequos jurar y la voz de<br />

Brenna calmarlo. Ella me había visto hacer esto otras veces, cuando los lloros de <strong>Bel</strong>inos o la<br />

cháchara incesante de las mujeres me hacían insoportable el salón.<br />

Un fino orvallo velaba aún los montes. Crucé los portales del fuerte y marché ladera<br />

abajo. Al verme, las reses de los pastos domésticos alzaron indiferentes testas antes de retornar a<br />

su parsimonioso pacer. Más allá de la corriente al pie del cerro, el suelo se elevaba formando una<br />

escabrosa altura donde situábamos un guerrero de guardia cuando había necesidad.<br />

Mi objetivo no era la cima, sino las peñas justo debajo, donde manaba un pequeño chorro<br />

de agua de una hendidura en la roca. Trepé rápidamente y alcancé sudando el lugar. Esperé hasta<br />

que mi pulso se calmó y luego me arrodillé para tomar la bendición del agua de la pila en la<br />

piedra donde se remansaba antes de verterse hacia abajo otra vez.<br />

“Señora de la vida, que manas de las profundidades de la tierra”, exclamé. “¡Ayúdame,<br />

Madre mía! ¿Qué debo hacer?”<br />

El agua estaba helada. Me levanté otra vez, escuchando la música del líquido contra la<br />

piedra. Poco a poco, una quietud empezó a someter mi alma. A través de las nieblas, llegó el<br />

mugido distante de una vaca y, más débil aun, el ruido del mar. Durante todo un año había<br />

aprendido a conocer estos sonidos, pero de repente parecían extraños.<br />

¿Por qué se había negado mi padre a buscar refugio a mi lado? ¿Debía creer al sacerdote<br />

del roble o a mi marido? Yo estaba ligada tanto al país de mi exilio como a aquel en que nací. Me<br />

tambaleé y me contuve al borde del precipicio, mirando abajo la espuma arremolinada y las rocas<br />

acolmilladas que esperaban allí. No tenía más que dejarme caer...<br />

Pero si la muerte hubiera de resolver alguna cosa, yo habría muerto ya cuando mi hijo<br />

nació. Temblando, me di la vuelta hacia la charca.<br />

“¿Cómo puedo ser fiel tanto a mi antigua vida como a la nueva?” Una neblina se elevó<br />

del agua al susurrarle mi pregunta a la balsa. “¿Cómo puedo cuidar de un marido y un hijo, si mi<br />

alma llora aún porque he perdido el amor de mi padre? ¡Ni siquiera con el mar entre nosotros soy<br />

libre!”<br />

El gris resplandor ante mí no tenía respuesta. Me incliné para beber, boqueé cuando el<br />

helor del líquido descendió a través de mí y me senté hacia atrás, estremecida. Luz, entonces,<br />

destelló en el agua. El sol se vertía a través de un desgarrón en la bruma y un resplandor me<br />

envolvió. Los campos y los bosques estaban ocultos aún, pero podía ver en la distancia el<br />

triunfante centelleo del mar.<br />

Y en ese instante comprendí lo que tenía que hacer.<br />

162


Cuando caminaba de vuelta colina abajo, una figura surgió de las nieblas. Por un<br />

momento creí que era un espíritu, pero el velo de nubes era sólo un chal gris contorneando la<br />

figura roma de Madre Nesta y las hojas en movimiento eran las hierbas que ella recogiera bajo los<br />

árboles. Acaso podría ayudarme con aquella parte de mi plan que aún no estaba clara.<br />

“En el nombre de las Madres”, le demandé, “¿harías algo por mí?”<br />

Inclinó la cabeza a un lado. “Sentí que tenías necesidad de mí. Haré lo que esté en mi<br />

poder.”<br />

“Voy a la Isla del Poderoso con el sacerdote del roble. Agantequos querrá detenerme”,<br />

dije con premura, “así que debo partir en secreto. Hay muchas mujeres en la fortaleza que estarán<br />

contentas de cuidar de <strong>Bel</strong>inos. Tú debes decir a mi señor que voy sólo a rescatar a mi padre y<br />

que intentaré traer de vuelta a algunos de sus hombres para aumentar nuestra hueste. Antes del<br />

solsticio estaré en casa otra vez.”<br />

“Puedo decírselo”, cerró los ojos y se balanceó, “pero siento encresparse cosas que<br />

trastornarán todos los planes.”<br />

“¿Qué quieres decir?”, le pregunté bruscamente. “¿Ves la muerte delante de mí?”<br />

“Veo... cambio. Nada será como predigamos. Veo pueblos moviéndose, y fuego y agua.<br />

Veo nueve sacerdotisas danzar alrededor de las piedras sagradas...”<br />

La sacudí y sus ojos grises se abrieron otra vez.<br />

“No hago sino lo que me veo obligada a hacer...”, clamé. “Hasta que cumpla con mis<br />

viejos votos, no seré capaz de guardar los nuevos. ¿Me ayudarás?”<br />

“Lo haré. Pero el día en que vuelvas a verme, deberás hacer lo que yo te pida.”<br />

Se lo prometí. No me dejaba otra elección y en mi corazón yo confiaba en ella. Y,<br />

entonces, retorné a la fortaleza.<br />

Aquella noche Agantequos y yo hicimos el amor fieramente, pero no dijimos una palabra.<br />

Si él hubiese tratado de hablarme, acaso se lo habría dicho todo. Pero la pelea de aquella tarde era<br />

como una espada desnuda entre nuestros espíritus, y la frenética pasión de nuestros cuerpos no<br />

pudo traspasar su guardia.<br />

Y al día siguiente, cuando él partió a caballo para ver qué habían dejado los incursores de<br />

uno de nuestros asentamientos en la frontera, besé a mi hijo, llamé a Talorgenos y cabalgamos<br />

hasta la villa costera donde su nave nos esperaba para portarnos a casa.<br />

163


CAPÍTULO 16<br />

Pero desde aquel momento se convirtió en guerrera y,<br />

con su compañía, partió en busca del autor del hecho.<br />

En cada distrito de Erin destruyó y saqueó,<br />

de forma que su nombre fue cambiado por Nessa después de esto,<br />

a causa de<br />

la grandeza de su destreza y de su valor.<br />

-El Nacimiento de Conchobar<br />

Cráneos humanos sonreían, sarcásticos y lívidos, desde las agrestes piedras de la Danza<br />

de los Gigantes. Mientras el corto día moría, éstas enmarcaban el cielo occidental como puertas al<br />

Otromundo. Cuando nos encontramos en la costa, pedí a Vorcuns que nos guiase aquí en nuestro<br />

camino al norte, pues nunca había visto el gran círculo de piedras. Ahora me arrepentía.<br />

“Alguien ha sacrificado aquí...”, observó Vorcuns a mi lado. “Y no hace mucho. Estos<br />

huesos están limpios porque los han hervido, pero no son viejos. ¿Habrán sido los Ai-Zir?, ¿qué<br />

crees tú?”<br />

Talorgenos movió negativamente la cabeza. “El Pueblo Pintado no tomaba cabezas antes<br />

de que los Quiritani llegásemos a este país y las sacerdotisas no verterían sangre en las piedras<br />

sagradas. Esto es obra de gente demasiado desesperada para comprender a qué función sirve el<br />

Círculo. A las piedras no les gusta. ¿No sientes su rabia?”<br />

Me sorprendió la intensidad con la que la percibía. El momento en que mis pies tocaron la<br />

orilla de la Isla noté que algo emergía para saludarme y la sensación de haber regresado a casa se<br />

hizo más y más fuerte con cada paso al norte. Pero era una bienvenida atormentada.<br />

“El Círculo acumula el poder del sol en la aurora del Solsticio de Verano y lo irradia al<br />

país”, prosiguió Talorgenos. “No hay ninguna necesidad de sangre para nutrir las piedras. Los<br />

Ai-Zir lo saben. Han vivido con la Danza demasiado tiempo para arriesgarse a desequilibrar sus<br />

energías.”<br />

“Fueran quienes fuesen tenían carros...” Vorcuns reinició sus andanzas alrededor del<br />

perímetro del Círculo, caminando en el sentido del sol y sin cruzar el camino que llevaba del<br />

centro a la erosionada piedra vigía que contemplaba el llano. “Carros de guerra. Y guerreros que<br />

asistían al ritual”, continuó, “porque aquí está la marca de alguien que se apoyaba en su lanza.”<br />

Miré rápidamente detrás de mí, menos preocupada ahora por quiénes habían sido que por<br />

la cuestión de a dónde habían ido. La gran llanura central se extendía hacia el ocaso. No<br />

habíamos visto a nadie durante este último día de nuestro viaje al norte, pero podría haber habido<br />

rastreadores ocultos entre los árboles que orillaban los cursos de los ríos o en las largas y<br />

sombrías franjas de hierba alta. Vorcuns había considerado que la ruta central sería más segura<br />

que el oeste de Rigana o que el este, donde los Banalisioi estaban saldando antiguas deudas. Pero<br />

las tierras donde una vez gobernara el Gran Toro no mostraban mejor estado que el resto del país.<br />

Había hambre ya en las villas, porque las lluvias densas habían destrozado gran parte de<br />

los cultivos. Los niños nos miraban con grandes ojos huecos desde las puertas al pasar y mi<br />

vientre se contraía al ver en sus rostros los rasgos de mi propio hijo. Morilandis podría sufrir<br />

igual devastación, si las tribus que migraban a través del Gran País se revelaban demasiado<br />

fuertes.<br />

164


Pero la gente no huía de nosotros. Quizás no consideraban a tres viajeros solitarios un<br />

peligro. O quizás no les quedaba nada ya que pudiera robárseles.<br />

“Vámonos...”, clamé. “No quiero estar cerca de las piedras cuando caiga la oscuridad.”<br />

Samonios se aproximaba y las barreras entre los mundos vacilaban. Los espíritus que aquí<br />

persistían no eran buena compañía... no si, como sospechábamos, habían muerto sin quererlo y<br />

con dolor.<br />

La luz declinaba rápidamente. Cuando dirigimos nuestros ponis a través del denso<br />

herbazal hacia la línea de árboles bajos, mi espalda se resintió de la fatiga de todo un día de<br />

cabalgada. Quería descansar, pero no allí. Entonces, las sombras bajo los árboles se agitaron. Mi<br />

poni sacudió la cabeza y relinchó como advirtiéndonos. Eché mano a la espada y un pulso de<br />

alarma aniquiló por un instante toda otra consciencia. Una flecha silbó junto a mi mejilla y me<br />

quedé inmóvil con los dedos en el frío pomo del arma.<br />

“No os mováis...”, llegó la orden en lengua antigua.<br />

Las sombras se solidificaron en formas masivas cubiertas por capas de piel de toro y, tras<br />

los guerreros Ai-Zir, jinetes más altos vestidos con telas ajedrezadas a las que el crepúsculo<br />

hurtaba el color. En aquel momento comprendí, pues los guerreros Quiritani más destacados<br />

portaban la liebre corredora, que era la insignia de mi hermana Rigana, pintada en sus escudos.<br />

Rigana había acampado a una noche a caballo al norte de allí, en el santuario de Ava.<br />

Cuando trotamos por la serpenteante avenida de piedras erectas que conducía a este segundo<br />

círculo, aun más grande que el anterior, yo estaba demasiado exhausta para preocuparme de lo<br />

que sería de mí allí. Los hombres de mi hermana se reunieron para vernos llegar, luchadores<br />

corpudos, de barbas castañas, yelmos crestados y armadura de cuero endurecido o jóvenes con los<br />

tatuajes guerreros recién impresos en la piel. Nos detuvimos delante de la mayor de las casas. Me<br />

froté los ojos tratando de ver con claridad los meandros pintados en el muro encalado. A cada<br />

flanco del porche cubierto se curvaba un creciente de cuernos torunos. Rigana debía de haber<br />

hecho más que conquistar a este pueblo. Les había hecho aceptarla como su Gran Reina.<br />

El elegante muchacho mestizo que escoltara a Rigana en el Consejo de Primavera y un<br />

joven Quiritani con un moño compacto de pelo rubio nos observaron con suspicacia desde sus<br />

puestos de guardia en la puerta, pero desde el interior me llegaban ya voces de mujer.<br />

La cortina de piel fue apartada de golpe y una muchacha cubierta por un manto azul<br />

susurró algo a los guardias. Pasé mi pierna sobre el flanco del poni y me dejé caer pesadamente al<br />

suelo.<br />

“Estos hombres pertenecen a mi casa y no han de ser dañados...”, dije con voz potente<br />

cuando el Quiritani tomó las riendas de Talorgenos.<br />

“¡Desde luego que no!”, llegó desde dentro la voz de Rigana. “Que Vorcuns se aloje con<br />

mis guerreros y que al sacerdote del roble se le consigne al cuidado de Dama Asaret. A aquel que<br />

tenga tu protección yo lo honraré, incluso aunque lo haya proscrito. ¿Creías que eras una<br />

prisionera?”<br />

Lo habría descubierto si hubiese tratado de huir de allí, pero al entrar en la casa me mordí<br />

la lengua evitando dar curso a las primeras réplicas que se me ocurrieron. Ahora que Rigana sabía<br />

que estaba aquí, también vería yo de qué me enteraba a través de ella.<br />

Junto al fuego, se volvió para inspeccionarme y, aunque tuvo que levantar la vista para<br />

mirarme a la cara, me sentí de pronto como una muchacha torpe. Aparentemente, no lo mostré,<br />

porque cuando terminó su escrutinio había un deje de admiración en su sonrisa.<br />

“El matrimonio te prueba”, se pronunció de repente. “Te estás haciendo más carnosa.”<br />

Me alegré de que la cortina de piel se hubiese cerrado detrás de nosotras, porque sin duda<br />

165


mi rostro tuvo que expresar confusión. Agantequos me había alabado, pero él no era un<br />

desapasionado observador. Las mujeres, y en especial las hermanas, eran mucho más críticas.<br />

Nos sentamos junto al lar y una de las muchachas vertió humeante té en dos tazas de<br />

cuerno ribeteadas de plata. Me esforcé por mantener firmes las manos, consciente sólo ahora, con<br />

el calor de la taza radiando a través de mis palmas, del frío que traía de la larga marcha a caballo.<br />

No reveles ninguna debilidad, dijo el mismo observador interno que me mantuviera derecha en el<br />

poni. Sois dos reinas juntas. No debes mostrar temor.<br />

Miré a mi hermana a la luz del fuego, contenta de que la cortesía me prohibiese evaluarla<br />

a mi vez. Soberbia y poderosa sería, con oro fulgiéndole en el cuello y las muñecas y ricos<br />

bordados orillándole las vestiduras, pero su aspecto no era bueno.<br />

“Y ahora tienes una criatura...”, prosiguió Rigana.<br />

“Un hijo”, repuse. “<strong>Bel</strong>inos...” Me dolieron los pechos al pensar en él, aunque mi leche<br />

había cesado casi. Pero éste era un precio que yo había sabido que debería pagar. Lo que no había<br />

esperado era dolerme de deseo por su cálido peso en mis brazos.<br />

“Quien habría pensado que, después de todos nuestros votos, las tres acabaríamos<br />

teniendo sólo hijos... pero la noticia no te habrá llegado. La epidemia mató a mi hija pequeña una<br />

luna atrás.”<br />

Sus rasgos se torcieron como la tersa superficie de un río perturbada de pronto por una<br />

rama atascada en el fondo. Tragué saliva. ¿Qué, si algo le pasaba a <strong>Bel</strong>i mientras yo no estaba<br />

allí? Me había preparado para odiarla. No supe cómo expresar simpatía.<br />

“No es más de lo que otros han sufrido...”, Rigana recuperó la compostura, “... mi<br />

sacrificio. Quizás la Diosa me dé otra hija cuando tengamos paz otra vez.”<br />

¿Quién sería su padre?, me pregunté, porque no había señales de Senouindos allí.<br />

“Pero creo que la Diosa sonríe ya”, continuó Rigana, “porque, si Ella no te hubiese traído<br />

aquí, tendría que haberte buscado yo misma...”<br />

“¡La última vez que nos vimos me maldijiste!”<br />

“Oh, ahora todos estamos malditos.” No había jovialidad en la risa de Rigana. “Sin duda<br />

Vorcuns te habrá contado los desastres. Tú perteneces a este lugar, hermana, y estoy contenta de<br />

que lo sepas, porque creo que la Diosa no nos bendecirá otra vez hasta que vuelvas a estar<br />

instalada en tu propio país.”<br />

Le clavé la mirada. “¿Me culpas a mí de todo esto? ¡Yo he venido a rescatar al rey!” Me<br />

mordí el labio. Nunca me dejaría partir, si supiera que mi intención era hacer cruzar el mar a Leir.<br />

“¿Es eso lo que te tiene enojada?”, preguntó mientras sorbía el té. “En aquel momento,<br />

parecía el único camino. Nuestro padre es viejo, Cridilla, y cualquiera que fuese la fuerza que<br />

tuvo un día para gobernar a sus hombres se ha desvanecido. Bastante malo es ya que haya dos<br />

amos en una casa, pero peor aún es tener la mitad de la misma bajo una autoridad y la otra mitad<br />

sin ninguna. Y Gunarduilla ha mostrado incluso menos paciencia que yo. Ha reducido su servicio<br />

al del viejo Artocoxos y al de aquella mísera criatura que arrastraste a casa cuando eras niña.”<br />

“Su nombre es Cuervo.” Tragué saliva. “¿Dónde están ahora?”<br />

“Mis informantes aseguran que Leir huyó de Gunarduilla como lo hizo de mí. Ahora lo<br />

persiguen porque, loco como está, puede causarles problemas en Briga y tu hermana mayor, o<br />

debería decir mejor Maglaros, tiene grandes ambiciones en cuanto a convertir Briga y el norte en<br />

un solo país.”<br />

“¿Tus informantes?” Aún trataba de asimilar lo que había oído.<br />

“Dicen que se ha vuelto más obstinada que nunca, y adicta a dar muerte. Pero han pasado<br />

seis lunas desde la última vez que Gunarduilla comunicó conmigo”, repuso Rigana. “Yo no soy tu<br />

rival, Cridilla. El sur es mío y no quiero más. Romperé con Alba y te ayudaré a recuperar Briga,<br />

166


si te alías a mí.”<br />

Lentamente, me bebí el resto del té. Estaba frío, pero necesitaba tiempo para decidir qué<br />

responder.<br />

“Instala al viejo loco en tu fortaleza y llámalo rey, si quieres”, continuó. “Ahora ya no<br />

importa. Pero tú has de estar aquí para celebrar los rituales. Es bueno que hayas venido a tiempo<br />

para Samonias. Si los sacrificios bastan, quizás los dioses sean más gentiles el año que viene.”<br />

Todavía buscaba una respuesta cuando la cortina se agitó detrás de nosotras y apareció<br />

Dama Asaret. Era evidente que Rigana había dado por supuesto mi acuerdo y yo no la desengañé.<br />

Si no hubiese jurado retornar a Agantequos, la tentación de aceptar su propuesta habría sido<br />

extrema.<br />

Y sin embargo, se estaban tramando cosas aquí que yo no entendía. Hasta que encontrase<br />

a mi padre, no debía tomar ninguna decisión que me ligase más estrechamente aun que ahora.<br />

Aquel atardecer logré por fin hablar con la sacerdotisa. Había dormido la mayor parte del<br />

día y durante la cena me sentí lo bastante fuerte para empezar a hacer preguntas. Nadie había<br />

vivido nunca junto a la Danza de los Gigantes, pero en el Santuario de Ava las casas anidaban<br />

entre las piedras. Yo sentía como si me diesen la bienvenida.<br />

Dondequiera que fuese en el campamento, estaba vigilada, pero todo el mundo hablaba<br />

con libertad. A pesar de la epidemia y la guerra, mi hermana tenía unas tropas de varios<br />

centenares de hombres y aun más acudirían a su llamada. Los sobrinos del viejo Toro se habían<br />

matado unos a otros y la última princesa de los Ai-Zir había perecido. Cierto antiguo vínculo con<br />

la sangre de Rigana le daba derecho de soberanía aquí. En el campamento, los hombres del Clan<br />

del Toro superaban en número a los Quiritani, pero Dama Asaret era la única sacerdotisa que yo<br />

había visto. Senouindos se hallaba en Montforte y, de acuerdo con los rumores, se estaba<br />

muriendo. Rigana se paseaba por el campo con una escolta de espléndidos jóvenes, pero en<br />

público al menos no daba señales de quién compartiría su alto asiento cuando el viejo guerrero<br />

hubiese partido.<br />

Mientras la reina atendía a su Consejo, Dama Asaret vino a mí.<br />

“Así que ocuparás tu lugar en los valles por fin...” Se sentó a mi lado y echó otro pedazo<br />

de leña al fuego. Aún tenía la serenidad que yo le recordaba, como una corriente profunda, lenta,<br />

en un calmo día estival.<br />

“¿Querrías que lo hiciera?”, repuse con suavidad. “Rigana dice que es necesario que las<br />

reinas realicen las ceremonias.”<br />

“Eso depende”, respondió muy despacio, “de qué ceremonias estés planeando celebrar...”<br />

Exhalé el aire. “Estuve en la Danza de los Gigantes. Vi lo que han hecho allí.”<br />

“¡Abominación!”, siseó la sacerdotisa abruptamente. “La sangre contamina las piedras.<br />

Dama Urtaya se ha retirado a Sulis y yo me he quedado sólo con la esperanza de impedir cosas<br />

peores. ¡Pero Rigana no está dispuesta a escucharme!”<br />

“Siempre se me enseñó que, cuando los dioses están airados, los hombres deben<br />

sacrificar.”<br />

“¿Crees que las únicas ofrendas aceptables son las sangrientas?”, exclamó. “A veces se<br />

exige la sangre, pero ése no es el propósito de los círculos de piedra. ¡Y la sangre que se derrama<br />

ha de ser voluntaria! Las reinas y sus consortes gobiernan sólo porque están dispuestos a<br />

ofrecerse al país, a vivir por él, o a morir si llega la necesidad. El viejo señor ha sido depuesto,<br />

pero nadie ha asumido su carga.”<br />

“Mis hermanas me dijeron que, cuando las reinas gobernaran, la Edad de Oro<br />

retornaría...”<br />

Dama Asaret suspiró. “Yo misma había abrigado esta esperanza. Pero los Quiritani han<br />

167


estado aquí demasiado tiempo. Nunca se puede volver del todo atrás.”<br />

“¿Es ésa la razón de que hayas pasado tanto rato conversando con Talorgenos?”<br />

Me dedicó una débil sonrisa. “Parecía el momento. Durante una generación la gente ha<br />

cambiado. Incluso los dioses son diferentes. Responden a nombres Quiritani. A nuestras videntes<br />

se les aparecen a veces con rostros Quiritani ahora. Las viejas tradiciones se han ido y la tierra<br />

está luchando por dar a luz algo nuevo. Pero temo que nazca muerto.”<br />

“Comprendo”, le respondí. “Casi morí al traer mi hijo al mundo.”<br />

Tornó hacia mí su mirada gris y yo no pude apartar la vista. “¿Qué te hizo volver?”<br />

“Había una sabia Quiritani allí, Madre Nesta, que me siguió al Otromundo. Me hizo<br />

elegir”, el recuerdo emergió dolorosamente de la oscuridad, “servir a la Señora y al país...”<br />

“Así que...”, dijo queda Dama Asaret, “tú has hecho lo que ninguna de tus hermanas haría.<br />

Algún día me gustaría conocer a esa sacerdotisa Quiritani.”<br />

“¡Y yo quisiera oír lo que vosotras dos os diríais!”<br />

“Esta noche los guardias estarán muy adormilados”, dijo ella de pronto. “Cuando el búho<br />

cante tres veces, coge tu fardo y ven a buscarme.”<br />

Aquella noche y todo el día siguiente avanzamos hacia el norte tan rápido como los ponis<br />

nos los permitieron. Cuando el sol se alzó, había nubes ya irrumpiendo desde el oeste y<br />

arrastrando grises flecos de lluvia a través de unas tierras hurtadas de color por el año vaneciente.<br />

Nuestros ponis chapotearon en los charcos y cruzaron trabajosamente las empapadas alcatifas de<br />

la hierba del último verano. Pero Dama Asaret venía con nosotros y quizás los sortilegios que ella<br />

y Talorgenos obraban confundían y retrasaban a nuestros perseguidores, porque no percibimos ni<br />

un indicio de movimiento durante nuestra marcha precipitada.<br />

Al atardecer del segundo día, Vorcuns nos condujo a un asentamiento en el linde de los<br />

montes, donde uno de los Compañeros, cojo a causa de una herida recibida al servicio de Leir,<br />

tenía ahora una granja. El agua goteaba de los aleros de la confortable morada y formaba charcos<br />

en el suelo, pero un humo trémulo se insinuaba sobre del techo de paja y había olor de comida al<br />

fuego.<br />

“¿Es seguro?” La voz de Dama Asaret sonaba quebrada de fatiga. La miré con<br />

preocupación. Yo estaba cansada también y no había hecho más que cabalgar, sin mantener como<br />

ella protegido el grupo.<br />

Vorcuns se encogió de hombros. “Necesitamos comida y fuego. Ilix y yo hemos sido uno<br />

el escudo del otro en el campo de batalla. No nos traicionará una vez nos haya dejado entrar.”<br />

Cuando partimos a la mañana siguiente, Ilix vino con nosotros y su hijo a su lado. Y no<br />

fue el único. Los hombres fluían de los montes como los arroyos que nutren las grandes<br />

corrientes, trotando en recios ponis con las armas bajo los mantos para conservarlas secas. Los<br />

Quiritani vinieron a mí porque yo era la hija de mi padre. Incluso Nextonos descendió de su<br />

nueva fortaleza cuando cabalgamos bajo ella y, aunque no me miró a los ojos, creí su promesa de<br />

lealtad.<br />

Pero hubo otros que vinieron a pie y sin más arma que una lanza toscamente templada:<br />

hombres robustos, con el rizado cabello castaño del pueblo de mi madre y los tatuajes guerreros<br />

mostrándose azules bajo las mangas de sus túnicas, y muchachos mestizos con toda mezcla<br />

posible en sus facciones; gentes, todos ellos, que acudían porque yo era la hija de mi madre<br />

también.<br />

Al principio, acepté su escolta por protección. Pero de un día al otro, parecía, la escolta se<br />

había convertido en un pequeño ejército. La decisión se tomaba por mí. Mientras marchábamos<br />

en dirección norte, hacia Udrolissa, su número creció hasta que tuve una verdadera hueste<br />

168


alrededor. Era demasiado tarde ya para mandarlos a casa. Me dije a mí misma que podría<br />

necesitarlos para llegar con Leir a la costa. Y quizás algunos de ellos me seguirían a través del<br />

mar.<br />

Dos días antes de la Víspera de Samonia, vislumbré las Flechas, severas contra el apagado<br />

cielo hiemal. Pero no tuve tiempo para recuerdos, porque Artocoxos, desgreñado como un oso al<br />

término del invierno, descendía cabalgando del fuerte. Estaba solo.<br />

Ocupé el alto asiento de la casa donde había nacido, temblando. El fuego saltaba en el<br />

gran hogar central, pero había transcurrido más de un año desde que las reinas desbandaran la<br />

guarnición y la gente de la casa había vuelto a sus aldeas. Tardaría en desaparecer la humedad<br />

que impregnaba el techo de paja. Artocoxos había reunido a muchos de los Compañeros y otros<br />

me acompañaban a mí. Faltaba un día para Samonia aún, pero al mirar a Drost y Catuueros, a<br />

Panzaperro, Tomen e Ilix, sentía como si todos ellos fueran espectros que hubieran regresado a<br />

festejar en nuestra vieja morada.<br />

Enfrente de mí, Artocoxos mordisqueaba un pedazo de venado, pero yo no tenía estómago<br />

para alimentos. La luz del fuego arrojaba un ilusorio dorado sobre su griseante cabello, pero no<br />

podía reponerle la carne a sus huesos ni ocultar la cicatriz a medio sanar que le serpenteaba por el<br />

brazo.<br />

“¿Ordenó Gunarduilla el ataque contra vosotros?”, le pregunté otra vez.<br />

“Aquellos carroñeros gritaron su nombre como si lo creyeran así”, murmujeó. “Leir no lo<br />

puso en duda. Era una noche inmunda, en cualquier caso, con un viento que te estampaba en las<br />

piedras. El rey clamó a los cielos pidiendo que lo aplastasen y el trueno empezó a caer como un<br />

martillo, pero él no tenía dominio de su propio cuerpo y el Senamoi se lo llevó a rastras. El lugar<br />

era rocoso; yo me coloqué entre dos peñascos y contuve a los norteños hasta que hubieron<br />

huido...”<br />

Le tendí la jarra de cerveza. Artocoxos dio un largo trago y se reclinó en el asiento,<br />

limpiándose los frondosos bigotes con el dorso de la mano.<br />

“¿Cuántos te llevaste por delante?” Los ojos de Vorcuns relampagueaban.<br />

“Seis, quizás... los puse en fuga... pero ya no soy lo que era. Traté de seguir al rey y caí y,<br />

si un pastor en busca de una oveja perdida no hubiese tropezado conmigo, mis huesos estarían<br />

blanqueándose ahora en aquel páramo.” Se golpeó el muslo con la mano. “Señora, ¡perdóname!<br />

¡He perdido a mi señor!”<br />

Le aferré la muñeca. “Escucha Pata de Oso, la sangre que tú derramaste habría hecho<br />

perder la vida a un hombre más joven entre las piedras. ¡El milagro es que estés vivo!”<br />

“Cridilla”, dijo Vorcuns, “tus hermanas están devorando al pueblo como cerdas<br />

enloquecidas. La Diosa te ha dado un ejército. ¡Tienes que reclamar tu reino ahora!”<br />

Me cerré el manto sobre mis pechos dolientes. “¡Sólo he venido a salvar a mi padre!<br />

¿Olvidáis que tengo un marido y un hijo?”<br />

“¿Y qué nos dices de todos esos otros padres y maridos e hijos?”, insistió Vorcuns. “¿Vas<br />

a dejarlos...?”<br />

“¡Paz!”, gruñó Artocoxos. “¿Qué tiene que ver nada de esto con el rey?”<br />

“Has puesto a todo pastor de los valles a buscarlo...”, exclamó Drostagnos. “O está muerto<br />

o los Antiguos se han hecho con él. ¡Señora, tú eres nuestro líder ahora!”<br />

“No hasta que sepa qué ha sido de mi padre.”<br />

“Esperarás un largo tiempo, entonces”, masculló Panzaperro.<br />

“Si tienes coraje bastante”, surgió una voz a mis espaldas, “puede que haya un camino<br />

para saber qué ha sido de él...” Los hombres se apartaron respetuosamente cuando Dama Asaret<br />

169


se tiró hacia atrás el manto azul oscuro y se arrodilló extendiendo sus manos sobre el fuego.<br />

“Puedo enviarte por la senda del espíritu.”<br />

Por la comisura del ojo vislumbré a uno de los hombres haciendo un signo protector, pero<br />

yo atendí. “¿Cuándo?”<br />

“Si quieres, mañana.”<br />

“¡Pero eso es Samonia!”, exclamó Talorgenos y su mirada se trabó con la de la<br />

sacerdotisa.<br />

“Un buen momento para encontrar los espíritus, según el juicio de tu pueblo.” La<br />

sacerdotisa sonrió.<br />

Escasas provisiones había para el banquete de Samonia: unos pocos ciervos que los<br />

hombres habían cazado, tortas de cebada y queso duro, y algunos frutos que una mujer de la aldea<br />

había cocido. Los cerdos y las reses, que en mejor estación habrían durado hasta la matanza del<br />

invierno, habían sido comidos mucho tiempo atrás. Me avergonzaba tener que pedir siquiera esto<br />

a las gentes de la aldea, pero ellas lo ofrecieron voluntariamente, viendo en nuestra presencia un<br />

retorno de días que eran dorados en su memoria.<br />

Tras bendecir el festín, dejé que Talorgenos presidiera la bebida de la cerveza del<br />

recuerdo. Esta noche el deber de dar la bienvenida a los camaradas difuntos pertenecía a los<br />

guerreros.<br />

Cuando emergimos a la oscuridad, un viento frío descendió atorbellinado de los valles<br />

para arrancar las últimas hojas muertas de los árboles y gemir desgarradamente a través del<br />

desvencijado techo del recinto. O acaso lo que oí era el susurro de los espíritus que retornaban<br />

para atender el festival. Viendo el fuerte tan desangelado, ¿pensarían que habían errado el<br />

camino? Yo recordaba cómo viera a los espíritus la noche en que por primera vez mi sangre de<br />

mujer fluyó... no era ahora tal momento de mi ciclo, pero quizás el dar a luz me había<br />

sensibilizado, pues con cada hálito me estremecía ante el inconfundible pulso de poder.<br />

“Dicen que esta noche no era diferente de cualquier otra, antes de que los Quiritani<br />

llegasen”, comentó Dama Asaret mientras caminábamos cuesta abajo.<br />

“¡Pero los espíritus vuelven! ¿No puedes sentirlos en el aire?”<br />

“Puedo”, respondió lacónica, “y, para alguien instruido como yo lo fui, ésta es una cosa<br />

asombrosa. Durante una generación se les ha llamado esta noche. Ahora se han acostumbrado a<br />

retornar en estas fechas.”<br />

“¿Quieres decir que no vendrían, si dejásemos de convocarlos?”<br />

Su rostro era una mancha blanca en la oscuridad al volverse hacia mí.<br />

“¿Crees que el Otromundo es algo distante... bajo la tierra, quizás, o más allá de los<br />

mares? Reposa sobre el mundo que conocemos como los pliegues de un manto; algunas partes lo<br />

tocan íntimamente, otras se hallan lejos del conocimiento de los hombres. Para algunos, las<br />

puertas se abren fácil e inadvertidamente, mientras que otros pueden hallarlas sólo con los<br />

sentidos exaltados por el tiempo, el lugar o el ritual.”<br />

“¡Un lugar como las Flechas!”, inquirí. Delante de nosotras, las cuatro columnas de piedra<br />

se elevaban masivas e indistintas contra las estrellas.<br />

“Y un tiempo como Samonia”, concedió. “Las grandes mareas de las estaciones fluyen y<br />

refluyen en el hombre como en la tierra, independientes de su voluntad. Pero las formas que las<br />

gentes atribuyen al espíritu tienen su realidad propia. Pueden desvanecerse, pero como las señales<br />

que dejamos en el país, siempre permanece algo de ellas. Aunque el pueblo de tu padre fuese<br />

abatido, como el mío lo fue, algo de su espíritu sobreviviría y, si alguien pronunciase los viejos<br />

nombres con conocimiento y voluntad, obtendría respuesta. He visto círculos de piedra cubiertos<br />

170


por el bosque donde todavía el poder reside.”<br />

“Las Flechas tienen poder...” Recordé cómo lo había percibido cuando aún era una niña.<br />

“Se hallan en un punto donde se cruzan las sendas de los espíritus. Existen en ambos<br />

mundos. Si estás decidida a intentar este viaje, serán la almenara que te ayude a volver.”<br />

He hecho ya estas cosas así que ¿por qué estoy asustada?, me pregunté entonces. El<br />

temor se enroscaba en el pozo de mi estómago, pero yo apresuré el paso colina abajo.<br />

Había leña acumulada para las hogueras al norte y al sur, al este y al oeste de las Flechas.<br />

Deposité toda la chasca que portaba en mi manto y Dama Asaret la añadió a las pilas. Mientras<br />

ella trataba de encender cada uno de los fuegos, yo permanecí detrás con el manto extendido para<br />

proteger las brasas que portaba. El viento arremolinó las llamas y levantó espirales de pavesas<br />

que fustigaron las estrellas.<br />

“Acuéstate en el suelo siguiendo las líneas de las piedras”, dijo la sacerdotisa, “y tápate<br />

bien.”<br />

Los cascabeles de su bordón enramado tintinearon cuando recorrió el perímetro del lugar.<br />

Tras completar el primer circuito, sentí menguar al viento. Más allá del círculo, las ramas<br />

desnudas del seto de espino castañeteaban aún, pero de pronto las llamas danzantes de los fuegos<br />

se serenaron. Al empezar Asaret la segunda vuelta, un zumbido bajo se unió al sonido de los<br />

cascabeles. La presión dentro del círculo se redujo abruptamente.<br />

No comprendí que era su voz lo que oía hasta que empezó el tercer recorrido. El ritmo de<br />

su vibración resonaba en mis huesos. Pero, en ese momento, ya estaba dejando de sentir la tierra<br />

casi helada sobre la que yacía. Mis miembros se habían convertido en plomo pero mi mente<br />

flotaba, traduciendo en imágenes sus palabras.<br />

Vi los fuegos unidos por resplandecientes caminos de luz mientras Dama Asaret entretejía<br />

la barrera. Todo era vago fuera de allí, pero la claridad del interior saltaba hacia las alturas como<br />

de una fuente, girando en el sentido del sol con una energía cuyas motas centelleantes yo podía<br />

ahora ver. Mi espíritu se sacudió como un barco amarrado, pero la carne lo retenía aún. La<br />

sacerdotisa acabó de recorrer el séptimo círculo y caminó en espirales hacia el interior para<br />

detenerse a mis pies. Mi vista interior percibió luz destellar de sus brazos alzados como poderosas<br />

alas.<br />

“¡Serpiente de Briga, ve! Abierta está ahora la puerta. Marcha libre, hija mía, el camino<br />

radiante te espera.” Las palabras irrumpieron a través de mi consciencia y me portaron en sus<br />

torbellinos.<br />

Fui consciente, primero, del sonido, una resonancia carente de dirección, como el temblor<br />

de las cuerdas de un arpa. Cuando mi visión se afirmó, vi las tierras abajo veteadas de luz. Un<br />

curso brillante fluía desde las grandes piedras donde yacía yo. El bosque sagrado junto al río bajo<br />

Udrolissa era el centro de una explosión de rayos. Otra senda fúlgida corría desde más abajo del<br />

río hacia el norte y el sur, tan lejos como alcanzaba mi vista.<br />

Durante un rato, erré en la contemplación del milagro.<br />

Pensé al principio que aquellos cursos eran como ríos de luz. Luego comprendí que lo que<br />

veía era el movimiento de muchas motas humanas de luz que recorrían multitudinarias las rutas<br />

del espíritu como gentes en camino al festival. Reconocí a Uxelos, que fuera uno de los<br />

Compañeros de mi padre, y supe que aquéllos estarían bebiendo la cerveza del recuerdo en el<br />

salón. El viejo guerrero vestía todos sus arreos bélicos, pero los signos de la edad habían<br />

desaparecido. Su cabello era claro y vigoroso, y su escudo estaba recién pintado con la imagen de<br />

un jabalí negro. ¿Qué pensaría él de los hombres andrajosos que lo habían llamado al festejo?<br />

En efecto, todos los guerreros que pasaban resplandecían de elegancia. Los hombres y las<br />

mujeres, incluso los niños, vestían con exquisitez. ¡Pero eran tantos! Marchaban<br />

171


amuchedumbrados hacia las villas, gritándoles a las mujeres que concibiesen y engendrasen<br />

nuevos cuerpos para que ellos pudiesen vivir otra vez. Y vi también puntos muertos en la telaraña<br />

de vida, en aquellos lugares donde no quedaba nadie para darles la bienvenida. El gemido de los<br />

espíritus que no poseían ya morada terrestre perturbaba el aire inflamándolo de discordantes<br />

armonías.<br />

Adelante marchaban, aprisa, los muertos recientes y los antiguos. Creí vislumbrar a<br />

Perrodagua y a Sauce, que a mi lar pertenecieran allá en la Isla de Niebla. Vi a Loutrinos, al que<br />

mató la epidemia, y a Senouindos, al que la edad se llevó en <strong>Bel</strong>erion. Compañeros caídos<br />

defendiendo a mi padre pasaron junto a mí y también uno que reconocí con espanto: Cuno, de los<br />

hombres de Agantequos. ¿Había guerra pues en Morilandis?<br />

Me esforcé en ver más, pero mi espíritu estaba amarrado. Debajo de mí, había una esfera<br />

de luz más brillante y comprendí que era Dama Asaret. Montaba guardia junto a un bulto largo,<br />

envuelto en un manto, y me sorprendí al recordar que éste era el cuerpo que yo dejara atrás.<br />

Estaba fuera de él, entonces, y tenía que actuar con disciplina para afrontar la tarea que había<br />

emprendido. Pero esta noche, en que tan concurridas estaban las sendas del espíritu, ¿cómo<br />

encontraría a un hombre vivo?<br />

También yo tendría que invocar a alguien.<br />

“¡Osa Madre! ¡Artona!”, clamé. “¡Tu hija te llama! ¡Oh guerrera, por la sangre que<br />

vertiste te invoco!” Aguardé, pero nada cambió. Otras veces, había venido a mí sin necesidad de<br />

que la llamase. ¿Dónde estaba ahora? “Madre, recuerda cómo me enseñaste a seguir el rastro del<br />

corzo rojo entre las rocas y de la nutria en la corriente. ¡Madre, necesito tu arte! ¡Escúchame,<br />

ayúdame, ven a mí!”<br />

La telaraña de luz vibró alrededor. Cuando pude concentrar la mirada, vi a Osa Madre<br />

ante mí, cubierta de su manto de piel, tal como la recordaba.<br />

“Esta noche, en Alba, festejan. Tu hermana ha asado un buey joven y ha derramado su<br />

sangre para mí. Sus guerreros brindan por mí con hidromiel dorado.”<br />

Clavé en ella la vista. ¿Debería haber hecho yo una ofrenda? Creía que eran los vivos los<br />

que necesitaban todo el alimento a nuestra disposición y no los desaparecidos.<br />

“No puedo darte más que los huesos del ciervo que ha nutrido a mis hombres”, dije con<br />

acritud. “Y amarga es la cerveza con la que brindan por los hermanos perdidos. Pero, sin tu<br />

ayuda, puede que el próximo año no haya ni hombres ni cerveza.”<br />

Enfrenté desafiante su primera mirada rasa. Nunca la había comprendido cuando vestía un<br />

cuerpo, ¿por qué habría de resultarme más comprensible ahora? Entonces, sonrió.<br />

“Los huesos son la semilla. Me satisfacen los huesos.”<br />

“¿Puedes encontrar a mi padre?”, inquirí.<br />

“Para ver dónde está debes saber dónde estuvo. ¡Recuerda tu arte del rastreo! ¡El espíritu<br />

deja sus huellas aquí!” Su forma empezó a difuminarse, los brazos se extendieron, y de pronto era<br />

un halcón pescador que se elevaba con las alas desplegadas. “¡Ven!”, llegó de lo alto el chillido<br />

Sentí un instante de pánico. Después recordé mi prueba y, en una irrupción de dicha,<br />

extendí los miembros para abrazar el cielo con las anchas alas blancas de un cisne. El halcón<br />

volitó hacia el norte. Y yo lo seguí.<br />

La noche, colmada de energías para las que yo carecía de nombre, era vandálica. Quise<br />

que aquéllas tomasen figuras familiares, vientos que mi espíritu pudiese cabalgar, delimitadas por<br />

contornos reconocibles en las tierras de allá abajo. La telaraña de luz se extendía en todas<br />

direcciones y percibí que algunas conducían a lugares muy lejanos del mundo que yo conocía.<br />

Me llamaban, pero me resistía a su música y proseguí mi vuelo.<br />

Artocoxos había perdido al rey donde el camino que conducía al sur desde el santuario del<br />

172


Joven Dios ascendía viboreando a través de los páramos. Eran tierras salvajes de valles<br />

densamente forestados y montes coronados de peñas, duros para el pie del peregrino, difíciles de<br />

cruzar, incluso con alguien que conociera los bosques como Cuervo. Pero la senda del espíritu<br />

rodaba derecha y segura.<br />

De pronto, el halcón pescador bajó en picado.<br />

Mis alas titubearon. Había algo allí, como el espectro de un aroma, o una canción oída a<br />

medias, a medias recordada. Me dejé resbalar en prolongada espiral hacia la tierra atempestada y<br />

vi por fin dos trémulos resplandores que no eran ni bestias ni árboles, acurrucados al abrigo de un<br />

peñasco.<br />

“¡Padre!”, gritó mi espíritu.<br />

Ambos hombres se crisparon. Vi el viento del mundo vapulear la melena de Leir.<br />

Tambaleante, se puso en pie y agitó el puño contra el cielo.<br />

“¡Golpea, maldito...! ¡Rayo, mi alma taja! ¡Trueno y fuego caigan sobre mi cabeza, si a<br />

mis enemigos han de aplastar! La tierra mísera está herida de muerte, ¿a qué esperáis? ¡Golpead y<br />

que termine! Todo lo que quise ha sido destruido. ¿Por qué me esfuerzo en seguir? ¡Oh dioses<br />

temibles, cuando acabéis de jugar conmigo, por misericordia, golpead!”<br />

El lóstrego restalló y vi a Leir como con doble visión: sus rasgos dolientes labrados con<br />

preciso relieve y su forma espectral como un lobo atrapado que aúlla su tormento. Dirigí mi<br />

descenso hacia la figura, más oscura, que se agarraba a sus rodillas.<br />

“Cuervo, ¿puedes oírme? Estoy aquí.”<br />

El aura vital alrededor del segundo de los hombres cambió cuando alzó la mirada.<br />

“¡No hieras! ¡Éste no hace daño!”<br />

“¡Cuervo!”, lo llamé otra vez. “¡Soy Cridilla! ¡Gracias a los dioses os he encontrado!” Las<br />

garras del halcón pescador hallaron sostén en una rama de abedul que el viento ensortijara y yo<br />

me posé torpemente en el suelo. “¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Tenéis comida? ¿Por qué no<br />

puede verme mi padre?” A ellos me acercaba y las palabras borbotaban.<br />

“Todo el mundo lo busca”, dijo Cuervo, “pero éste conoce los ocultos senderos. No<br />

puedes hacer nada Áspid. Duerme segura. ¡Vete a casa!”<br />

“Estoy en Udrolissa”, repliqué, “con Artocoxos y la hueste. Quedaos aquí y vendremos a<br />

por vosotros.” El rayo restalló otra vez y vi el rostro de Leir, toda su fuerza desintegrándose en<br />

desesperación.<br />

“¡Padre!”, grité. “¿Puedes oírme? He venido para llevarte a casa...” La luz vital de Leir<br />

tembló como una antorcha cuando el viento fustiga el tejado de la morada.<br />

“Las huestes de los muertos vienen a casa...”, gemiqueó. Más y más truenos batieron el<br />

cielo “¡Las ruedas de sus carros traquetean por las nubes! Escucha, ¿es que no puedes oírlas? ¡El<br />

viento cruel me arroja a la cabeza acusaciones como lluvia!” Cayó de rodillas. “¡Merced! ¡Traté<br />

de salvaros, muchachos! ¡Las perras me han traicionado! ¡Oh sus ojos, son tantos, tantos son los<br />

muertos! ¡Maldito y condenado, oh, dejadme! ¡Dejadme en paz!” Se cubrió los ojos con manos<br />

venosas.<br />

“¡Padre, estoy viva! Cuervo, si puedes verme... ¡dile que estoy aquí!”<br />

Por un instante, Cuervo agitó la cabeza, tiritando. Luego se incorporó sobre sus propias<br />

rodillas y sacudió el huesudo hombro de mi padre.<br />

“¿Qué? ¿Qué es lo que debería ver?”, murmuró Leir. “¡He visto ya demasiadas cosas<br />

torcidas!” Pero se volvió, mirando fijamente, y yo extendí mis alas para abrazarlo, y por un<br />

momento no me sentí ni cisne ni mujer, sino algo entre ambas cosas.<br />

“Cridilla...” Leir se puso en pie de golpe, señalándome, y su voz era terrible. “¡Un<br />

espíritu! ¡Un demonio! ¡Impostor! ¿Por qué has venido a mí? Samonia es cuando los muertos<br />

173


vienen. También ella está muerta ¡Dos hijas se han convertido en demonios y a la tercera la envié<br />

a morir! Pero, si hablo con espíritus, ¿es que soy también un espíritu?” De pronto,<br />

horrísonamente, empezó a reír. “¡Tú estás muerto y ella muerta y yo! ¡A aquella que quería más<br />

que a nadie asesiné!”<br />

“¡Muerta no!”, dijo Cuervo con desesperación. “Su espíritu recorre las sendas de ensueño<br />

en la forma de un cisne.” Una vez más volvió a su amo hacia mí. Batí el aire con mis alas y los<br />

finos rizos de Leir se alzaron con la brisa. Abrió mucho los ojos.<br />

“No te rías de mí. ¡Yo te asesiné! ¡Fui yo quien disparó al cisne!”<br />

174


CAPÍTULO 17<br />

Tras el festín de vino y el festín de hidromiel se apresuraron a salir, hombres<br />

famosos en batalla, indiferentes con sus vidas... Por la hueste de Mynyddawg<br />

estoy amargamente triste, he perdido muchos de mis verdaderos parientes; de<br />

trescientos campeones que partieron hacia Catraeth, ¡ay!, excepto uno,<br />

ninguno ha vuelto.<br />

-Aneurin, Goddodin<br />

Por la noche, una masa de nubes había irrumpido desde el norte y el cielo pálido se<br />

deshacía en copos de nieve que dejaban gélidos besos en la mejilla o la frente pero se derretían al<br />

tocar el suelo. En medio del trajín de un campamento al despertar, el hombre que había sido alto<br />

rey de la Isla del Poderoso permanecía sentado en soledad. Los copos se prendían en las pestañas<br />

de Leir, tan quieto estaba, y estrellaban el pesado manto que Cuervo le había puesto sobre los<br />

hombros. En una ocasión, extendió la mano para cazar la nieve que caía y sonrió cuando ésta se<br />

derritió en su palma.<br />

Un hombre que portaba un atadijo de mantas aminoró el paso al aproximarse al rey y<br />

luego se movió precavidamente alrededor de la figura sentada. Mientras yo esperaba que el<br />

caldero hirviese, esto mismo había ocurrido una docena de veces. Era como si mi padre habitase<br />

una realidad aparte.<br />

El vuelo de mi espíritu había sido agotador, pero la tarde siguiente escogí un puñado de<br />

hombres de la hueste y partí en busca del rey. Era una fuerza lo bastante grande para defendernos<br />

de enemigos casuales, pero suficientemente reducida también para movernos con rapidez, e<br />

incluía a todos los Compañeros de Leir que quedaban. El resto del ejército lo dejé en Udrolissa<br />

con Talorgenos, prometiendo enviar a buscarlos si surgía la necesidad.<br />

Aun así, nos había costado cerca de tres semanas alcanzar a mi padre y a Cuervo<br />

siguiendo el camino principal a través de los valles, porque después de Samonia el tiempo se<br />

cerró otra vez y los caballos marchaban muy lentos por el terreno legamoso. Cuervo había<br />

hallado una cueva donde protegerse a sí mismo y al rey mientras nos esperaban, pero estaban<br />

demasiado débiles ahora para viajar con rapidez. Y desde Samonia, Leir ya no deambulaba por el<br />

mundo de vigilia.<br />

“No mejora...”, le dije a Cuervo, que estaba agachado junto a mí mordisqueando una<br />

corteza de queso.<br />

“Vaga por los campos de ensueño. Coge copos de nieve como flores...”, la voz de Cuervo<br />

titubeó dolorosamente. “Quizás sea él el afortunado...”<br />

Quizás, pensé, pero presenciar una pérdida tan completa de la soberanía sacudía mi fe<br />

hasta hacerme dudar de qué era real.<br />

“Cuervo, ¿cómo estás tú?” Le toqué el hombro.<br />

Levantó la vista hacia mí, grandes y oscuros los ojos como los de un ciervo asustado. Los<br />

ojos los recordaba, pero su rostro estaba consumido hasta los huesos. ¿Cuándo había ocurrido?<br />

Yo había estado tan preocupada con mi padre que apenas había dedicado una mirada al hombre<br />

que lo salvara.<br />

Cuervo se lamió los labios.<br />

175


“Al final del año, signos anuncian daño...<br />

Claman los espectros en cielo yermo,<br />

Cuervos gritan, a todos avisan...”<br />

Se encogió de hombros con amargura, inmóviles por una vez sus lúcidas manos. “Éste<br />

tiene miedo... huyó de los montes mucho tiempo atrás, pero los Antiguos no olvidan. Demasiado<br />

temeroso vive, siempre. Pero no aún como él...” Se volvió otra vez hacia Leir. “Todavía atado a<br />

la tierra...”<br />

“Cuervo...”, empecé, pero ¿qué podía decirle? Si lográsemos llegar a salvo a Udrolissa,<br />

acaso pudiera cubrir de carne aquellos afilados huesos. Por lo menos sabía qué hacer por Cuervo,<br />

pero no imaginaba siquiera qué se necesitaba para curar al rey.<br />

Llené una taza con la infusión de camomila del caldero, que colgaba humeando sobre las<br />

ascuas, y se la di. Luego, porté otra a la figura silenciosa al otro lado del fuego.<br />

“Padre, aquí está la infusión. Te dará calor.” Me arrodillé y se la ofrecí.<br />

“El brebaje del Otromundo es fragante.” Elevó la taza e inspiró profundamente el vapor.<br />

“Muchacha, te lo agradezco. Mi hija acostumbraba a traerme té de hierbas por las mañanas. Ojalá<br />

pudiera verla, pero está prohibido.” Movió la cabeza sabiamente. “Ha sido transformada en un<br />

cisne...”<br />

“Padre, yo soy Cridilla, viva y de carne y hueso, ¡y también lo estás tú!” Posé una mano<br />

en su brazo, torciendo el gesto al notar los viejos huesos tan próximos a la superficie de la piel.<br />

“¡Padre, mírame!”<br />

Se inclinó hacia adelante y yo me obligué a mí misma a enfrentar su mirada desenfocada.<br />

“Te pareces, desde luego, pero mi hija apenas acababa de hacerse mujer, mientras que tú<br />

eres mayor...”<br />

Me senté sobre los talones, limpiándome los copos de los ojos, o las lágrimas acaso. Él no<br />

me veía. ¿Me había visto alguna vez?, me pregunté entonces.<br />

“Señora, los hombres están preparados para partir.” Artocoxos miró del rey a mí. “La<br />

montura de mi señor espera, si quieres ayudarlo.” Su boca dibujó un rictus de dolor, luego<br />

dominó su emoción y elevó su brazo saludándome de modo marcial. “Los hombres aguardan tus<br />

órdenes.”<br />

Me puse en pie. Había tenido la esperanza de que encontrar a mi padre me libraría del<br />

peso de la lealtad de la hueste. Quizás fuera diferente cuando alcanzáramos Udrolissa; pero aquí,<br />

la fidelidad de los hombres parecía más anclada en mí que nunca y yo no podía rechazarla. Había<br />

sido verme a mí lo que rompiera el último vínculo de Leir con la realidad.<br />

La nieve había dejado de caer y, bajo el techado de nubes, el cielo era claro. Delante de<br />

nosotros, el humo se elevaba de los muros rocosos de Rigodunon, una giba roma que coronaba<br />

los estratos superpuestos de piedra viva. No había dejado de llover desde que llegáramos al norte<br />

y habíamos pasado bajo la fortaleza sin ser observados, pero a estas horas Bituitos debía de<br />

conocer nuestra presencia allí y aguardaría nuestro retorno.<br />

“Al mediodía estaremos al abrigo del fuerte”, dijo Artocoxos siguiendo mi mirada.<br />

“¿Qué crees que harán?”<br />

“Bituitos debe mucho al rey, pero desde Rigodunon podría gobernar los valles. No por<br />

nada lo llaman Señor en estas tierras. Siempre fue un hombre prudente y, desde que empezaron<br />

los problemas, no ha salido de su fortaleza. No enojará a las reinas prestándonos ayuda, pero<br />

quizás nos deje pasar.”<br />

Aquella despiadada luz gris me mostraba cada línea que una vida entera al servicio de<br />

Leir había dejado en el viejo rostro correoso del guerrero y extendí la mano en repentina gratitud.<br />

176


“Artocoxos, déjame decir lo que mi padre no puede: gracias por su vida, aunque él la<br />

tenga en tan poco. Habría sido muy fácil simplemente dejarlo y partir...” Me ruboricé al encontrar<br />

su mirada. Eso era lo que yo había hecho, al fin y al cabo.<br />

“Al principio te reproché haber buscado morada al otro lado del mar...” Aun dando eco a<br />

mis pensamientos, Artocoxos empezó a sonreír. “Pero has crecido. He oído decir que has elegido<br />

a un hombre fuerte como compañero e igual. Espero llegar a ver a tu hijo.”<br />

Asentí con la cabeza, incapaz de responder, y tomé las riendas. ¿Me amaría Agantequos<br />

aún? <strong>Bel</strong>i, ¿me recordaría?<br />

La noche anterior había soñado que cruzaba el estrecho. Pero esta vez había una gran<br />

compañía de naves rodeándome y los reflejos de sus linternas en las proas danzaban sobre las<br />

olas. En los barcos, la gente dormía acurrucados unos junto a otros. De algún lugar, me llegó el<br />

llanto de un niño pequeño. Pero en la popa de la primera nave, un hombre velaba con la mano en<br />

el timón y la vista en la luna. Era Agantequos, y su rostro eran todo planos de albura y sombras<br />

oscuras sobre el rastrojo de una nueva barba. Le grité, y vi sus ojos seguir el movimiento de un<br />

ave marina que volitaba alrededor de la luna. Me desperté oyendo aún el grito de la gaviota, o<br />

mío acaso.<br />

¿Había sido esto una visión real o sólo una fantasía de mi propio miedo? Me dije a mí<br />

misma que no podía concederle importancia. No podía hacer otra cosa que seguir adelante,<br />

confiando en que Bituitos haría honor a su antigua palabra. Era un largo camino hasta Udrolissa y<br />

el tiempo no mejoraría con el Solsticio de Invierno cerca.<br />

Rigodunon fue una inquietante presencia a mi izquierda al girar hacia el este, pero nadie<br />

nos desafió cuando cruzamos el Doe y empezamos a orillar el monte. Hacia el sur, las montañas<br />

estaban ocultas por una tenue neblina de árboles deshojados y telarañosos. Arriba, los huesos<br />

rocosos del altozano emergían a través de una alfombra de hierba muerta en blancas cicatrices de<br />

erosión, como si todo el pico fuera una fortaleza enterrada y las murallas humanas que lo<br />

coronaban, sólo un modelo, un castillo de arena hecho por niños en la playa. Con sentidos<br />

excitados por mi viaje espectral, yo sabía que su aparente solidez ocultaba cámaras y pasajes y<br />

corrientes que nunca habían visto el sol. Cuervo observó la altura con inquietud cuando pasamos,<br />

pero no le pregunté qué augurios leía en ella.<br />

Poco después del mediodía vimos elevarse humo en el aire gélido y húmedo. Adelante y a<br />

nuestra derecha había campos arrancados al bosque y distinguí una piña de casuchas que parecían<br />

haber crecido de la piedra nativa. Ovejas balaban en las colinas herbosas sobre nosotros. Una<br />

pequeña figura surgió del rebaño y se precipitó al villorrio. Al menos éstos tenían animales. Me<br />

pregunté si podríamos comprarles alguno para la cena. No habíamos tenido tiempo de cazar aquí.<br />

Avanzamos más despacio mientras el monte se curvaba hacia una ancha quebrada donde<br />

un buen sendero bordeaba el arroyo que descendía impetuoso del páramo. Otro camino corría por<br />

la ladera hasta la villa frente a nosotros. Me volvía hacia Artocoxos para preguntarle si enviaría<br />

un hombre allí cuando mi poni relinchó con urgencia.<br />

Me crispé y aferré la espada.<br />

Otro caballo corneteó en respuesta; hubo un instante de silencio y oí claramente entonces<br />

el sonido de muchos cascos en el camino pedregoso. Se me contrajo el vientre. Viajar me había<br />

endurecido, pero habían pasado dos años desde que aferrase algo más mortal que el huso de la<br />

rueca, y el día en que combatiera por el derecho a pertenecer al lar del Oso quedaba ya casi siete<br />

años atrás.<br />

Jurando, Artocoxos desprendió su escudo oblongo de la espalda, lo embrazó y me<br />

adelantó con su montura. Vi entonces al primero de los jinetes emerger alrededor del peñasco que<br />

se alzaba delante de nosotros, un hombre de cabello oscuro con la piel de un gato montés sobre<br />

177


los hombros y tatuajes azules formando espirales en sus brazos. Eran tatuajes Ai-Zoma: los<br />

hombres de Alba debían de haberse aliado a las salvajes tribus del norte. Otros aparecieron tras<br />

él, con mantos de piel y jirones de telas ajedrezadas al viento sobre túnicas de cuero, lanzando al<br />

galope sus ponis. Los cuernos bramaron vandálicos.<br />

Llegó uno entonces con el estandarte, secos mechones de crin de caballo bajo la figura<br />

bamboleante de un halcón disecado con las alas extendidas. Detrás de él, dos jinetes cabalgaban<br />

precipitados hacia nosotros como perseguidos por el carro que daba bandazos tras sus grupas y el<br />

auriga que los espoleaba. Junto a éste y aferrado al borde del vehículo, había un hombre corpudo<br />

que destellaba de dorados ornamentos. Era Maglaros de los Banalisioi. Maglaros de Alba. Por fin<br />

reconocía a mi verdadero enemigo.<br />

“¡Siwanet! ¡Ai-Siwanet! ¡El halcón golpea fuerte!”, gritaban, abriéndose en abanico a<br />

medida que la carretera se ensanchaba. Una lanza centelleó junto a mí y repicó en las piedras.<br />

Otra vibró a través del aire, oí un grito y vi a Catuueros caer con la punta clavada en el vientre.<br />

¡Había tantos! Gunarduilla podía estar al frente de la otra mitad de las huestes de Alba, pero los<br />

hombres que Maglaros tenía aquí eran más que suficientes para aplastar a mi pequeña mesnada.<br />

Fue ahora cuando ansié de verdad a los hombres que había dejado en casa.<br />

“Cuervo, toma las riendas del rey y ponlo detrás de nosotros...”, grité apretándome el<br />

barboquejo del casco. Más lanzas volaron contra nosotros. Un caballo gritó.<br />

Artocoxos dio vuelta a su poni chillando: “¡Atrás o nos rodearán! ¡Nos retiramos a la<br />

quebrada!”<br />

Tenía sentido. Donde las paredes se estrechaban, una pequeña banda podía abrigar<br />

esperanzas de contener a una mayor. Mi montura combatió el bocado cuando la urgí a desandar el<br />

camino que habíamos recorrido. Uno de los guerreros norteños galopó hacia mí a toda velocidad.<br />

Le golpeé con torpeza, maldiciendo cuando él fintó. En el Gran País había tribus que luchaban a<br />

caballo, pero los Quiritani se aferraban a sus carros y el pueblo de mi madre eran puros<br />

combatientes de a pie. Sentí resbalar la montura y me sujeté más fuerte con las rodillas: aquélla<br />

acabaría bajo el vientre del animal, y yo en el suelo, si intentaba el mismo golpe otra vez.<br />

La ladera se curvaba delante de mí y espoleé al poni. Los demás se dispersaban como<br />

hojas al viento ante mis ojos. Vislumbré el destello de agua corriente y tiré de la cabeza del<br />

animal para impedirle lanzarse al arroyo. Un caballo estaba ya revolcándose en el agua. El<br />

clangor del hierro se elevaba mientras su jinete cambiaba golpes con el enemigo, que había<br />

desmontado para atacarlo cuando aquél bregaba por salir del riachuelo.<br />

Otro caballo tropezó delante de mí. Tiré de las riendas y vi una sombra a mi lado. Una<br />

lanza cargó y yo aferré el asta, perdiendo las riendas. El impacto casi me arrancó el brazo de la<br />

juntura cuando el otro poni saltó proyectando a su jinete y todo el peso de mi enemigo llegó<br />

arrastrado por el arma. Lo dejé ir y lo vi estrellarse en las rocas, gritando, pero la sacudida había<br />

roto mi cincha y todo lo que pude hacer fue agarrarme a la crin y deslizarme del animal antes de<br />

que éste me tirase.<br />

Caí con dureza sobre la espalda y oí el escudo quebrarse. La abrazadera se partió y el<br />

broquel se desprendió mientras yo rodaba, pero tenía aún la espada a mi costado. Una sombra se<br />

elevó sobre mí; después, el caballo que había saltado por encima de mi cuerpo tocó suelo otra vez<br />

y los guijarros me llovieron en la cara. Luché por levantarme, por respirar, y aferré una lanza<br />

perdida.<br />

Hombres y caballos se habían desplegado por la quebrada. Unos pocos pasos más allá,<br />

Panzaperro yacía gruñendo en tierra. El carro se había detenido a cierta distancia, más abajo, y<br />

guerreros desmontados se congregaban alrededor de él. Oí a Artocoxos gritar desde alguna parte<br />

en el mismo momento en que uno de los de Alba me avistaba y el grupo se lanzaba cuesta arriba<br />

178


ladrando como sabuesos.<br />

Mi brazo se movió hacia atrás y arrojé la lanza, sabiendo incluso antes de que el arma<br />

abandonase mi mano que el tiro era certero. La serpiente de batalla cruzó vibrante el aire y un<br />

hombre gritó antes de caer con el ojo atravesado. Pero el resto continuaba su caza y, aun para<br />

alguien entrenado por Osa Madre, la desventaja numérica era excesiva. Me arranqué la espada de<br />

la vaina y forcé mis miembros a una violenta carrera.<br />

“¡Cridilla, detrás de ti!”, bramó Artocoxos.<br />

Giré, vislumbré un borrón en el aire y sentí el hierro morderme la cima del hombro al<br />

arrojarme al suelo. La lanza se deslizó por las piedras delante de mí y se hundió en un lado de la<br />

montaña. Mi hombro era fuego. El terreno vibró cuando mis enemigos se acercaron. No había<br />

tiempo de preguntarse lo grave que era la herida; me esforcé en levantarme, perdiendo casi la<br />

espada con la primera ola de dolor real.<br />

Vi piernas atropelladas y el destello de las hojas, y me agaché eludiendo la guardia del<br />

primer hombre. Cuando mi espada le entró en el vientre, se dobló sobre mí con un gruñido y<br />

ambos nos desmoronamos. Un golpe dirigido a mí tropezó con la espalda de mi enemigo y sangre<br />

caliente me salpicó el brazo.<br />

Mi propio dolor había desaparecido con el impacto. Aparté el cuerpo muerto y libré mi<br />

espada antes de que otra hoja descendiera contra mí. Aún rodando, acuchillé inefectivamente, tajé<br />

por fin la corva de alguien y me alcé sobre las rodillas mientras el otro caía.<br />

Astas de lanzas fustigaron el aire sobre mí como ramas en una tormenta. Algo chasqueó<br />

junto a mi cabeza y el instinto me hizo levantar el arma para apartarlo de un golpe. Hubo un<br />

rugido de rabia y, de pronto, una forma masiva se interpuso entre las lanzas y yo. Parpadeé y<br />

reconocí a Artocoxos, tragué aire y, tambaleándome, me puse en pie mientras blandía la espada<br />

para guardarle las espaldas contra el resto de Albaneses que cargaba.<br />

El fuego del hombro abrasó mi fatiga. Sentía como si alguien que no podía ver estuviese<br />

luchando a mi lado. Cuando Corcel y yo batallábamos, nos convertíamos en un solo ser con dos<br />

cuerpos, pero lo que yo percibí de esta presencia era un concentrado deleite en la lucha que hizo<br />

resplandecer mi espíritu. En ese momento, toda la destreza que Osa Madre me había inculcado<br />

como a golpe de martillo despertó a furiosa vida. Mi espada arañó toda la longitud de la hoja<br />

enemiga, se deslizó a través del protector de cuero de mi rival y penetró en su corazón. Otro tomó<br />

su lugar. Por encima del clangor brutal del hierro, oí mi propia risa mientras trocábamos<br />

mandobles.<br />

Este hombre, al menos, tenía cierta maestría. Su espada intentó guadañarme desde arriba y<br />

la mía coleteó a su encuentro. El hierro silbó ásperamente cuando las hojas chocaron. Un instante<br />

lo contuve; luego cedí de golpe y, mientras su propia presión lo hacía caer, me hice a un lado,<br />

moví mi arma en un amplio círculo hacia atrás y alrededor y tajé a través del pecho.<br />

Dos caballos desmontados pasaron galopando junto a nosotros y chapotearon en la<br />

corriente. Otros se apiñaban en el linde de los árboles. Había tumulto detrás de mí y una cabeza<br />

voló hacia el arroyo como una pelota. Artocoxos retrocedió con un gruñido de satisfacción.<br />

Entonces, otros dos hombres vinieron a por mí.<br />

“¡Tomad viva a la mujer!”, llegó de abajo un grito. “¡Quiero a la mujer viva, y al rey!” El<br />

ataque vaciló y, más allá de los guerreros de Alba, vislumbré a Vorcuns y a otros tres saltando<br />

cuesta abajo hacia nosotros con los escudos columpiándose en sus brazos.<br />

“¡Corre, Cridilla...!”, jadeó Artocoxos. “Los contendré aquí.”<br />

“¡Los contendremos juntos!” A un tiro de lanza ladera arriba estaban reuniéndose nuestros<br />

hombres. Los árboles eran allí más densos y, cubiertos por ellos, los nuestros disparaban flechas<br />

contra los atacantes. “Un paso atrás, y luego otro, ¡ahora mientras no saben qué hacer!<br />

179


¡Muévete!”<br />

Extendí la mano hacia atrás, le agarré de la túnica y tiré. Él soltó un ladrido de risa y,<br />

entonces, entre golpe y golpe, empezamos a subir.<br />

Un momento más y nuestros salvadores chocaron con el enemigo. Artocoxos me dio un<br />

empujón y el resto se cerró a mi alrededor. Tras unas cuantas maldiciones caí en la cuenta de que<br />

era mejor reservar el aliento para combatir. En cualquier caso, nos movíamos todos juntos hacia<br />

la protección de los árboles.<br />

“Hay un camino a través del valle hacia el páramo alto”, dijo Drostagnos, que había<br />

nacido en estos montes, “si podemos cubrir una retirada quebrada arriba.”<br />

Artocoxos resopló y la masa que formábamos retrocedió unos pocos pies más, hirsutos de<br />

espadas y chuzos como un erizo. Llegamos entonces a los árboles. Corrí hacia la hendidura y oí<br />

las ramas quebrarse al seguirme los otros. Delante vi la luz del día, a Leir montado aún en su poni<br />

y a Cuervo sujetándole las riendas.<br />

“¡Seguid corriendo!”, grité y golpeé el flanco del animal con el plano de mi espada.<br />

La bestia bufó indignada y trotó dando tumbos por el sendero, arrastrando a Cuervo<br />

detrás. La batalla se trababa y desataba a sus espaldas mientras nuestra retaguardia se detenía a<br />

luchar o se daba espacio para correr de nuevo.<br />

Las paredes de la quebrada se hicieron más verticales y vi de pronto de dónde brotaba la<br />

corriente en la piedra desnuda. Más allá, el valle estaba alfombrado de césped y los muros eran de<br />

pálida piedra caliza, todos cacarañados de cavernosas aberturas: un buen terreno para huir o<br />

luchar, y yo preveía mucho por delante de ambas cosas.<br />

Las nubes se asentaron lentamente en las montañas sobre nosotros cuando nos abrimos<br />

camino hacia allí. Artocoxos cubría nuestra retirada y Maglaros se hallaba en todo instante al<br />

frente de sus hombres. Un viento creciente gimió a través de las rocas y mi rostro respondió a la<br />

primera punzada de la nieve con un gélido hormigueo. La herida del hombro había dejado de<br />

sangrar, pero la hemorragia me había debilitado. El mundo se redujo al siguiente movimiento de<br />

la espada, el próximo paso. Luego, el camino se bifurcó: a la derecha, la senda guiaba a una<br />

amplia y seca hondonada de pastos rotos por ocasionales afloraciones de roca; la de la izquierda<br />

se curvaba hacia una garganta rocosa.<br />

“¡A la derecha!”, gritó Drostagnos cogiendo la brida de Leir y arrastrando con él a la<br />

montura.<br />

Maglaros chilló y vino tras nosotros pero, a pesar de la superioridad numérica de sus<br />

fuerzas, los habíamos castigado bien. Nos lanzamos camino arriba y nos detuvimos luego en seco<br />

cuando cada roca de la hondonada vomitó un hombre armado.<br />

Siguió un instante de aterrorizada quietud mientras ambos bandos tratábamos de<br />

identificar a los guerreros. Una flecha disparada desde arriba, entonces, alcanzó a Drostagnos en<br />

la garganta. No había acabado de caer y salté ya para aferrar las riendas de Leir. Y, al alzar la<br />

vista, columbré a una figura inmóvil, envuelta en un manto carmesí, observándonos desde la<br />

peña.<br />

“¡Bituitos!” El rugido de Artocoxos ecoó de pared en pared. “¿Es que te has vuelto como<br />

todos los otros entonces, olisqueando bajo las faldas de las reinas? ¿Levantarás la hoja contra tu<br />

señor?”<br />

“Yo soy el Señor de estas tierras. No sirvo ni a reina ni a rey. Retrocede. Este camino no<br />

lo cruzarás.”<br />

“Maldito panzapútrida, lamemierda...”, empezó Artocoxos. Dio un paso cuesta arriba y<br />

otra flecha se hincó a sus pies, vibrando.<br />

“No atacaré, pero para vosotros Rigodunon no es refugio.”<br />

180


Añoré un dardo con el que estragar aquella serena complacencia, pero habíamos gastado<br />

todas nuestras saetas contra Maglaros, que escuchaba aquello con una sonrisa más y más<br />

sarcástica, más y más ancha, a cada momento que pasaba. Artocoxos suspiró profundamente y<br />

miró alrededor, y me sentí enferma otra vez. Justo así había visto yo a un oso acorralado lanzar<br />

una última mirada al círculo de sus cazadores antes de cargar contra las lanzas.<br />

“¿Qué ocurre?” Leir se irguió, guiñando los ojos. “¿Practican los héroes su juego de<br />

espadas incluso aquí?” Una ráfaga de viento arremolinó la nieve delante de nosotros y él se<br />

inclinó hacia adelante, tratando de ver.<br />

“Incluso aquí, mi señor”, dijo Artocoxos gentil. “Nuestra destreza mostramos para tu<br />

placer. No hay diferencia alguna. En la muerte como en la vida yo soy tu servidor, y nunca pensé<br />

llegar a viejo junto a un fuego... ¡Maglaros!” Se tornó hacia nuestro enemigo. “¡Artocoxos hijo de<br />

Escutios te desafía! ¡Vamos a mostrar al rey cómo mueren los guerreros Quiritani!”<br />

¿Un combate de campeones? Clavé la vista en él, preguntándome si podíamos confiar en<br />

que los de Alba hiciesen honor a las reglas y nos dejasen partir, en caso de que Maglaros cayese.<br />

Artocoxos sonreía a través de la barba, pero había hablado como si viese su muerte ante él.<br />

¿Podía vencer? No había modo de decir cuánta de la sangre que lo cubría era propia. El frío de la<br />

tierra semicongelada se filtraba a través de las suelas de mi calzado y tirité convulsa.<br />

El viejo guerrero me dedicó una rasa mirada y caí en la cuenta de que no había dicho nada<br />

respecto a términos. El poni de Leir sacudió inquieto la cabeza y yo tiré de él hacia el otro<br />

camino, donde el acantilado podía ofrecer alguna protección. Si nos deslizábamos hacia allí un<br />

paso cada vez, acaso no lo notarían.<br />

Los Compañeros que quedaban -Vorcuns, Sigo e Ilix- se habían cerrado en torno a<br />

nosotros. La hoja de Vorcuns se había doblado en la lucha y él, subrepticiamente, la estaba<br />

enderezando contra las rocas. Su rostro tenía un palor gris que me habría preocupado, si hubiera<br />

habido tiempo para ello. Los hombres de Maglaros discutían alrededor de él. Éste agitó la cabeza<br />

de pronto y agarró la lanza, y Artocoxos rió.<br />

“Oyoy... ¡Gunarduilla no está aquí para protegerte! ¡Ven, que te voy a comer, hombrecito<br />

de la reina!”, gritó.<br />

Maglaros juró y se libró de sus guerreros. “Dejadme... ¿creéis que no me las puedo<br />

arreglar con un viejo loco?”<br />

“Puede que tenga dos veces tus años, pero tengo también dos veces tu destreza. He<br />

matado más hombres de los que marchan en tus huestes. ¡A tres reyes he conquistado ya!”, bramó<br />

Artocoxos en respuesta.<br />

Dejó caer su ajado escudo, se peleó con el broche que sujetaba los jirones de su manto y<br />

usó las tiras para limpiarse parte de la sangre del cuero que le protegía el pecho. En algún<br />

momento de la contienda, había perdido el yelmo. Se volvió hacia mí y yo introduje mis dedos<br />

temblorosos en su cabello áspero para atárselo en el moño guerrero que coronó su cabeza.<br />

En silencio, Vorcuns le tendió su lanza de punta larga.<br />

“Tu broquel está hecho astillas”, le dijo Ilix ominoso. “Toma el mío.”<br />

El bronce del jabalí que formaba la bloca del escudo resplandeció débilmente cuando<br />

Artocoxos lo embrazó. La luz declinante arrancó un último destello de oro al brazalete que<br />

mucho tiempo atrás le otorgara el rey.<br />

“Maglaros hijo de Magloscutios acepta tu desafío”, llegó de abajo el clamor. “Desde las<br />

islas del norte hasta Uotadinion los bardos proclaman mis hazañas. Grande fuiste tú una vez, pero<br />

tu día ha pasado. Tú y tu señor sois espectros, espectros viejos, ¡y tiempo es de enviaros al<br />

submundo!”<br />

Artocoxos se enderezó. “¡Ya comprobarás si la edad ha desjugado la fuerza de mi brazo!<br />

181


Has traicionado a tu rey y los dioses te harán caer por mi mano.”<br />

Maglaros avanzó hacia nosotros a grandes zancadas y yo recordé cómo se habían<br />

combatido en el prado mi hermana y él.<br />

“Mátalo... Quiero ver su sangre derramada en el suelo”, le dije a Artocoxos. El añoso<br />

guerrero gruñó y caminó para enfrentar a su enemigo.<br />

Maglaros lo esperaba, aferrando fuerte la lanza. Mientras Artocoxos se le acercaba, su<br />

oponente empezó a correr y en el flexible movimiento con el que Maglaros tomó impulso, apuntó<br />

el arma y la arrojó, vi un pálido eco del entrenamiento de Osa Madre. Y supe que Gunarduilla<br />

había quebrantado sus juramentos y enseñado a su marido el arte bélico del lar del Oso.<br />

Artocoxos cazó todo el impacto con el escudo. La lanza atravesó el jabalí de bronce de la<br />

bloca, los estratos de cuero y prendió en la madera de tilo que formaba la base del broquel. El<br />

peso del asta dobló la punta de la lanza y quedó allí vibrando. Pero la masiva estructura de<br />

Artocoxos estaba ya ensayando su viejo tiro y sólo un giro muy rápido salvó a Maglaros de<br />

quedar ensartado por el proyectil. No hubo tiempo para que ninguno de los combatientes<br />

lamentara su fallo. El viejo guerrero arrancó la lanza de su escudo, la arrojó lejos y desenvainó la<br />

espada.<br />

Ambos tenían buenas armas, hechas de hierro estelar, que no se doblaba ni perdía el filo.<br />

Maglaros atacó, su hoja rascó el jabalí de bronce del escudo de Artocoxos. El contraataque del<br />

veterano tronó en el de su enemigo y Artocoxos presionó hacia adelante, pero el otro fintó hacia<br />

un lado y se alejó. Leir se inclinó al frente para observarlos, brillantes los ojos de interés.<br />

Maglaros irrumpió otra vez, su espada se elevó con un destello por el flanco armado de su<br />

oponente, mordió la hoja de Artocoxos con un rechinar que desencajaba los huesos y se deslizó<br />

fuera de la línea de ataque. Luego giró, pero el brazo del mayor golpeaba ya adelante y abajo,<br />

rompiendo la esquina del escudo de Maglaros. Rápidamente, intentó mantener su ventaja; la<br />

pesada hoja se alzó y cayó astillando el escudo donde las planchas de madera se unían bajo la<br />

cubierta de cuero.<br />

Maglaros danzó en retroceso, torcidos los labios en un gruñido feral cuando se desprendió<br />

de los restos del escudo. “¡Contento... de librarme del peso!”, jadeó. Aferró su espada con las dos<br />

manos y fustigó con ella trazando un arco bajo que hizo deslizarse la punta sobre el muslo de<br />

Artocoxos, justo por encima de la rodilla. Vi sangre fúlgida manar a través del desgarrón en los<br />

pantalones de lana y al líder de Alba saltar fuera del alcance de su contrario.<br />

Quizás había sido un error destruir el escudo, pues el estilo de Osa Madre ponía siempre<br />

el énfasis en el ejercicio de la espada. Y, aunque Maglaros no era un muchacho, tenía veinte años<br />

menos que su enemigo; ahora, su velocidad empezaba a contar. Artocoxos quedó como un oso<br />

acorralado cuando el más joven empezó a danzar en torno a él, acuchillando. Muy pronto, las<br />

esquinas de su propio escudo se habían desintegrado y la sangre le fluía de las heridas en piernas<br />

y brazos.<br />

Pateé el suelo con pies entumecidos y no sentí el helor. Leir se balanceaba con cada golpe.<br />

Luchábamos por ver mientras el viento arrojaba velos de aguanieve entre nosotros y se los<br />

llevaba otra vez.<br />

¡Acábalo!, oré en silencio. ¡Señora de los Cuervos, hazlo cesar ya!<br />

Como si me hubiera oído, Artocoxos arrojó los fragmentos de su escudo y, aunque dejaba<br />

una estela de sangre en el suelo, avanzó con una serie de mandobles que pusieron de rodillas a<br />

Maglaros. Por un instante, se quedaron quietos. Maglaros jadeaba, con la espada alzada en<br />

vacilante guardia. El viejo guerrero levantó el arma para el golpe final.<br />

Maglaros lo miró como un hurón atrapado. Mientras caía la hoja, azotó con su propia<br />

espada hacia arriba. Hubo un sonido como de hielo al quebrarse y la mitad de la espada de<br />

182


Artocoxos voló en arco mientras que la mitad inferior, aún en su mano, mazó el hombro de su<br />

enemigo.<br />

La hoja entera de Maglaros buscó las entrañas del contrario, pero fue la fuerza del viejo<br />

guerrero en su movimiento hacia abajo lo que la hizo penetrar en él. Maglaros se agachó hacia un<br />

lado para agarrar su escudo arruinado cuando el cuerpo le comunicó su dolor. Artocoxos<br />

retrocedió tambaleándose, con la espada hundida aún en el vientre hasta la empuñadura,<br />

arrancándosela a la mano del líder de Alba. Un momento más permaneció de pie, temblando<br />

como un roble herido por el rayo. Y luego, tan despacio que olvidé respirar, cayó.<br />

Pasó un largo instante sin que hubiera más sonido que el del viento gimiente.<br />

“¿Por qué no se levanta?” La voz de Leir quebró el silencio. Más allá de los cuerpos, los<br />

norteños empezaban a agitarse.<br />

“En el Otromundo volverás a verlo luchar”, respondí, y me extrañé al descubrirme<br />

llorando porque, sin duda, habríamos de reunirnos muy pronto con él.<br />

“Corramos por el otro pasaje”, susurró Vorcuns con la voz quebrantada. “No dejemos que<br />

este sacrificio sea vano.”<br />

Aferré las riendas y tiré y, cuando el poni de Leir inició un raro trote, los guerreros de mi<br />

hermana despertaron de su estupor y se lanzaron tras nosotros.<br />

“¿A dónde me llevas?”, preguntó mi padre. “¿Por qué dejamos a Artocoxos atrás?”<br />

A nuestra derecha, el talud ascendente era todo hierba, pero la izquierda era pura piedra;<br />

entre ellas, el camino se elevaba rápidamente. El animal tropezó y cayó de rodillas. Tiré de él<br />

hasta levantarlo, pero ahora cojeaba y, un momento después, se detuvo temblando y decidido a no<br />

moverse más. De detrás llegó el chocar de espadas contra escudos... un clangor de chatarrero en<br />

el chischás de las hojas.<br />

“¡Baja, padre!” Le agarré de la manga. “¡Tenemos que seguir a pie o nos matarán!”<br />

“Pero yo estoy muerto...”, empezó. Cuervo, entonces, llegó desde el otro lado y se arrojó<br />

como un burujo a mis pies.<br />

Vislumbré la sombra de una espada sobre nosotros; luego, otra forma se interpuso. Era<br />

Sigo, con la garganta tajada. El hombre que lo había matado levantó su hoja para otro golpe, pero<br />

la mano de Leir se había cerrado instintivamente en el arma caída de Sigo. Se irguió, azotando, y<br />

el enemigo gritó y se desmoronó.<br />

Loco podía estarlo el rey, pero sus reacciones eran aún las de un guerrero. Mientras<br />

corríamos por el pedregal entre las paredes cada vez más angostas, dio cuenta de más de un<br />

perseguidor. Pero ahora nosotros éramos cinco sólo, y Cuervo sin arma alguna. Y aunque los de<br />

Alba habían perdido ímpetu al no guiarlos Maglaros, quedaba más de una docena.<br />

“Cuervo, podrías tirarles piedras al menos...”, jadeé cuando un golpe de la lanza de Ilix<br />

arrojó al líder de nuestros perseguidores contra sus compañeros. “¿Quieres morir?”<br />

El rostro de Cuervo tenía vida, pero él no parecía capaz de moverse. Su mirada<br />

revoloteaba sobre aquellos muros escabrosos, por donde corría una angosta cinta de cielo. El<br />

pasaje era tan estrecho ahora que, juntos, lo bloqueábamos. Nos protegía de lo peor del viento,<br />

pero teníamos que esquivar la caída de alguna piedra ocasional. De pronto, Cuervo inclinó hacia<br />

atrás la cabeza y dio voz a un espeluznante chillido.<br />

Me rechinaron los dientes antes de que el sonido se disolviera en el creciente aullido del<br />

viento. Se produjo otro ruido entonces y el suelo retembló mientras una cascada de rocas caía<br />

sobre el camino. La nieve danzó arremolinada tras ella, velando la visión, pero los gritos nos<br />

dijeron que unos pocos al menos de nuestros enemigos no nos incordiarían más.<br />

“¡Es nuestra oportunidad!”, gritó Ilix. “¡Vamos!”<br />

Avanzamos dando traspiés y sentí de repente que la grava cedía ante la hierba. La nieve<br />

183


nos golpeó al abandonar la protección de la garganta y yo aferré al rey.<br />

“¡Cogeos uno a otro!”, grité contra la tormenta.<br />

Vislumbré laderas suaves curvándose a cada lado, y la furia más y más fuerte del<br />

vendaval me hizo comprender que emergíamos al páramo abierto. Con este tiempo, no sería fácil<br />

que nos localizaran, si lográbamos encontrar la boca de una cueva o un desprendimiento de roca<br />

donde guarecernos.<br />

Marchamos con precaución, agarrados unos a los mantos o los cinturones de los otros para<br />

no separarnos. El viento era un peligroso aliado que, al tiempo que nos ocultaba de nuestros<br />

enemigos, nos entumecía las manos y colaba la cellisca por cada desgarrón de nuestras ropas. Y<br />

la luz se desvanecía rápidamente.<br />

Por mis pies supe cuándo dejamos el risco e irrumpimos en el amplio banco de piedra<br />

caliza al pie de la montaña. Trastabillantes, pasamos de la piedra dura a un aguanoso tembladal de<br />

turba, y luego hierba otra vez, y seguimos.<br />

Momentos después, Leir tropezó y se fue al suelo. El resto caímos en un colapso a su<br />

alrededor, respirando angustiosamente. No era yo la única que estaba al límite de la resistencia.<br />

¿Cuánto tardaríamos en añorar las muertes más rápidas que nos aguardaban en las puntas de las<br />

espadas enemigas?<br />

“Aquí...”, resolló Ilix. “Hay un agujero. Creo que podemos entrar.”<br />

Lo seguí a tientas. Las últimas luces mostraban una angosta fisura que penetraba en la<br />

tierra. Una piedra arrojada al interior rebotó y repicó a través de lo que sonó como un espacio<br />

inmenso, antes de hallar reposo. Nosotros no necesitábamos ir muy adentro, sólo lo justo para<br />

protegernos del vendaval.<br />

Uno tras otro reptamos al interior de la grieta.<br />

Tuvimos que arrastrarnos por lo que pareció un largo trecho antes de encontrar un lugar<br />

donde poder cobijarnos con algo que imitase la comodidad. Ilix continuó avanzando hacia la<br />

caverna principal, seguro de que ésta se abría algo más lejos. Oímos el raspar de las piedras y un<br />

juramento ocasional mientras forzaba su camino hacia abajo.<br />

“¡Hay espacio aquí! Puedo sentirlo”, llegó su grito al final. Me deslizaba hacia él cuando<br />

oí piedra resquebrajarse y luego un alarido de sorpresa que se tornó en terror mientras se<br />

desvanecía en las profundidades. Después cesó.<br />

“¡Dioses!”, exclamó Vorcuns reptando hacia mí. Escuchamos un instante, pero no hubo ni<br />

un sonido más.<br />

“Tengo que ir a por él...”, empecé, pero la mano grande de Vorcuns se cerró en mi brazo.<br />

Su ronca respiración era todo lo que oía.<br />

“Se ha ido, Cridilla. No hay nada que puedas hacer.<br />

“Hambrientos dioses...”, rió Cuervo lastimeramente. “A salvo ahora. Sacrificio ya tienen.”<br />

Vorcuns lo maldijo, pero yo tiritaba demasiado para poder hablar y reconocí el timbre de<br />

su risa.<br />

“Déjalo. Estamos todos al borde de la locura”, le susurré al fin. “Tenemos que reposar<br />

ahora. Buscad el sosiego que podáis en estas piedras.”<br />

Me arrastré hacia atrás otra vez y me arrebujé en el manto. Oí a los otros buscar su<br />

posición: el aliento ligero de Cuervo, como el de un animal; la tos ocasional de Leir; los jadeos de<br />

Vorcuns, cada vez más lentos, mientras se serenaba. La piedra estaba fría debajo de mí y mi<br />

hombro palpitaba. No dormiría, pensé, y en el mismo instante me hundí sin mayor resistencia en<br />

una oscuridad tan profunda como la sima en la que Ilix había desaparecido.<br />

Cuando desperté, un rayo de pálida luz se filtraba desde arriba. Mi hombro herido estaba<br />

184


ígido y todo músculo de mi cuerpo gritaba de dolor. Y estaba helada. Los demás yacían<br />

inmóviles; Leir y Cuervo acurrucados juntos y Vorcuns por su lado, con la espada aferrada contra<br />

el pecho y la cabeza girada en un ángulo extraño sobre la piedra. Repté hasta él y susurré su<br />

nombre.<br />

Pero ni siquiera al sacudirle el hombro me respondió. Le toqué el rostro y estaba gélido<br />

como arcilla. ¿Había sido el frío o se había rendido su corazón? Miré del muerto a los durmientes<br />

y quise berrear como un recién nacido. Nunca me había sentido tan sola.<br />

“Vorcuns, ¿me trajiste tú a este paso o te traje yo?” Las lágrimas me escocían tras los<br />

párpados y no pude contenerlas más. Me incliné sobre el cuerpo frío llorando por Vorcuns y por<br />

Ilix y Artocoxos y todos los demás, y por mí misma más que por ningún otro.<br />

“Déjalo yacer...” La voz de Leir me hizo enderezarme. “Un túmulo digno es éste para<br />

guerrero semejante. Somos nosotros los que debemos seguir.”<br />

Cuervo tomó la mano de su dueño y la besó, y Leir lo acarició de un modo ausente. Con<br />

cuidado, extendió una pierna, la otra luego, y se impulsó a través del angosto pasaje. Sin una<br />

palabra, yo lo seguí.<br />

Emergimos a un mundo nuevo. Sobre nosotros, la meseta ascendía suavemente hacia la<br />

cima de Rigodunon. Ante nosotros, el paisaje caía en pliegues escarchados. Pero aquí en lo alto,<br />

todo era blancura. Un sol pálido cintiló en la nieve que la noche dejara y, aunque el aire fresco<br />

mordía la mejilla y la frente, todo estaba en silencio.<br />

“¿Padre?”, aventuré finalmente. El rey se tornó y yo me amedrenté ante el dolor que vi en<br />

sus ojos.<br />

“Ojalá estuviera aún loco...”, dijo despacio. “Si los dioses son gentiles, perderé el juicio<br />

otra vez. Pero hoy lo recuerdo todo con vergüenza. Deberías haberme dejado morir en los<br />

montes.”<br />

“Te quiero...”, repuse desvalida. Era toda la respuesta que yo conocía. Trastabillé hasta él<br />

y, pasado un instante, abrió los brazos para tomarme. Pude sentir su temblor.<br />

“Los dioses juegan con nosotros, Cridilla. Pero, en este momento, están ocupados en<br />

alguna otra parte. Hace mucho, acostumbraba a cazar en estas montañas. Si vamos hacia el este,<br />

conseguiremos descender al río. Hay gente allí en el valle que compartiría con nosotros un poco<br />

de comida y de fuego.”<br />

Apoyado en el hombro de Cuervo y conmigo al otro lado para sostenerlo, el alto rey nos<br />

guió a través del páramo.<br />

185


CAPÍTULO 18<br />

Sombría es esta vida, estar sin un lecho suave;<br />

una morada gélida, la aspereza de la cellisca.<br />

Viento helado, tenue sombra de un sol débil,<br />

la protección de un solo árbol en la cima de un alto páramo.<br />

Resistir el diluvio, marchar a través de las trochas de los ciervos,<br />

atravesando praderas en una mañana de cruda escarcha.<br />

-Suibhne el Hombre Salvaje, Buile Suibhne<br />

La nieve saltó centelleando de la rama que sujetaba para frenarme el paso por el camino<br />

en descenso. Áspera corteza me arañó la palma al traicionarme el hombro herido y caí patinando<br />

por el talud en un roción de nieve. Acabé con la nariz metida en un brote de hiniesta y en la<br />

quietud que siguió oí el carillón de la aguda risa de Cuervo.<br />

Bizqueando contra el sol, le dirigí una mirada impía. La noche anterior habíamos<br />

encontrado cobijo con una familia que arrancaba al terruño una precaria vida al borde del páramo.<br />

Yo creía que el calor y el alimento me habían repuesto las fuerzas, pero era evidente que pasaría<br />

un tiempo antes de que pudiese confiar en mi mano izquierda.<br />

“¡La nutria es nuevo tótem!”, dijo Cuervo jovial. “Pero mejor bajar así...” Se apretó una<br />

de sus calandrajosas pieles alrededor del vientre, se impulsó con la cabeza por delante, se deslizó<br />

cuesta abajo tras de mí y evitó las piedras con un limpio serpenteo que lo depositó mi lado, de pie<br />

y con una sonrisa de oreja a oreja. No había habido signo de los perseguidores y, desde que<br />

dejáramos las barracas aquella mañana, Cuervo había mostrado un terrible buen humor. De<br />

pronto, no pude soportarlo más.<br />

Con la mano derecha, cogí un puñado de nieve y se lo arrojé. Cuervo se alejó rodando y<br />

devolvió el favor, y yo olvidé nuestro viaje y su motivo en la determinación de extinguir aquella<br />

sonrisa. El talud se convirtió en una erupción de blanco, como si la nieve que lo cubría tratase de<br />

retornar a los cielos. Cuervo brincó alrededor de mí, ágil como una nutria. Yo permanecí donde la<br />

nieve era más honda y lancé pelotas de nieve en todas direcciones, tal como una vez asustara a los<br />

cuervos de los campos con una honda y una burjaca llena de piedras.<br />

Luego oí un juramento en Quiritani y, al momento siguiente, una bola arrojada con más<br />

fuerza y precisión que las de Cuervo me alcanzó en la nuca. Me torné despacio.<br />

Mi padre, que había logrado descender la ladera mientras Cuervo y yo estábamos<br />

ocupados, se limpiaba nieve de la barba.<br />

“Te di...”, dijo incierto. ¿Dudaba de mi disposición a jugar con él o de la suya? Desde el<br />

día anterior, había estado sano pero silente, conduciéndose con una precavida cortesía que era<br />

más exasperante que su locura.<br />

“Aún tiro con puntería, parece...”, tosió Leir. Yo no pude dejar de sonreír y, de pronto, sus<br />

ojos danzaban en respuesta, de un azul radiante como el cielo invernal. Por un instante, me dio la<br />

impresión de que su cabello no era blanco, sino de oro, y que yo era una niña otra vez en<br />

Udrolissa. El hombre joven y risueño que acostumbraba a jugar en la nieve conmigo me miró<br />

ahora desde el rostro de mi padre, y aquello me colmó de gozo.<br />

Me erguí sobre mis piernas, abriendo mucho los brazos como para estrechar contra mi<br />

pecho todo aquel terrible y delicioso paisaje. Habíamos estado descendiendo del valle por un<br />

186


camino de ovejas que bordeaba el confín de las peñas, sin mostrarnos nunca contra la línea del<br />

cielo y evitando la ruta, más transitada, que seguía el curso del río. El precipicio a mis espaldas<br />

ocultaba la cima de Rigodunon pero, al otro lado de la corriente, el Monte de los Vientos se<br />

agazapaba como un gato que vigilase los valles.<br />

El agua fulgió a través de los árboles bajo nosotros, donde el río serpenteaba hacia el sur y<br />

hacia el este para nutrir al Verbeia, que a su vez afluía al Udra y por fin al mar. No teníamos más<br />

que seguirlo para ser libres. Contuve la respiración: sentí aquellas aguas como si fluyesen por mis<br />

venas. Sentí cada curso subterráneo, cada alberca secreta que nunca viera la luz del día. De<br />

pronto, la experiencia visionaria de mi iniciación se hacía tan vívida como en el momento en que<br />

me sacaron de la cueva seis años atrás.<br />

En ese momento, estuve en el centro de la invulnerabilidad. ¿Qué podían hacer aquellas<br />

endebles criaturas que trataban de darnos caza? Yo era el país.<br />

Mas nieve centelleó a través del aire cuando Cuervo y Leir se dispararon simultáneamente<br />

uno a otro. Mi padre reía y aquel sonido chispeaba a través de mí. Vi al dios riente danzar por los<br />

páramos y él era el espíritu que hacía vivir esta tierra.<br />

Otra bola estalló contra mi brazo entonces, y yo retorné al combate.<br />

Al cabo de un rato, nos quedamos sin aliento de tanto jugar. El sol estaba encima de<br />

nosotros y tomamos asiento en una roca desnuda para comer algo del queso y de las tortas de<br />

cebada que trocáramos por el manto carmesí de Leir la noche anterior. La otra parte del trueque la<br />

llevaba puesta el rey: una zamarra holgada de piel de oveja que desde la distancia parecía nieve<br />

sucia. Mi manto era de un moteado marrón rojizo, como helechos del año anterior, y Cuervo, que<br />

siempre respondía al invierno aumentando los estratos de sus pieles y sus cueros, se movía por<br />

aquel paisaje como un raro animal.<br />

Cuando partimos otra vez, el sol empezaba a declinar hacia el oeste y yo notaba ya el<br />

cansancio de la marcha de aquel día a pesar del santuario de la noche previa. O quizás era el<br />

jugueteo lo que me había fatigado. En nuestro camino hacia el norte, nos habíamos detenido en<br />

un asentamiento justo después de la carretera de Rigodunon. No eran más que dos casuchas de<br />

piedra con la roca por parte trasera y una granja pequeña que contaba con un minúsculo pedazo<br />

de tierra vallado para el pacer de las bestias, pero la gente había sido amistosa. Al acabar de<br />

rodear la peña, busqué en el cielo las manchas de sus lares, pensando en comida y descanso. Pero<br />

las alturas eran límpidas. Me detuve, extendiendo un brazo para frenar al resto.<br />

“¿Qué ocurre?” La mano de Leir era firme en mi hombro.<br />

“Nada... por eso me he parado. Encontramos dos familias y un redil lleno de ovejas al<br />

pasar por aquí antes. Deberían hacer algún sonido.”<br />

Asintió. “Cuervo, muchacho, trepa por esas rocas y dinos lo que ves.” Reprimió otra tos.<br />

Al ponerse a cuatro patas, las pieles trastocaron el contorno de Cuervo. O quizás era el<br />

modo en que se movía, porque de repente fue como si estuviera contemplando a un perro peludo<br />

trotar para examinar el páramo. Demasiado pronto, regresó.<br />

“Muertos...” Su semblante era como si quisiese aullar. “¡Todos muertos, todos idos!”<br />

Leir y yo avanzamos con cautela. No había fogones, pero las piedras que formaran las<br />

paredes estaban ennegrecidas y las vigas chamuscadas del techo habían caído al interior. La nieve<br />

alrededor estaba patullada hasta cuajar en légamo.<br />

“Volvamos”, gimió Cuervo, “¡los espectros nos odiarán! ¡Marchémonos!”<br />

Quizás, pensé desalentada, puesto que el lugar había sido arrasado probablemente por<br />

haberme dado cobijo a mí; pero el cobertizo construido en el recinto vallado parecía poder ofrecer<br />

aún protección del viento.<br />

“Necesitamos cobijo. Espíritus puede que los haya, pero antes quiero conciliarlos a ellos<br />

187


que a los hombres de Maglaros. ¿Han dejado a alguien de guardia?”<br />

Ni siquiera Cuervo podía ver a nadie, pero aguardamos hasta el ocaso para cruzar el<br />

camino y llegar a las ruinas. Arrastramos los cuerpos retortijados de los muertos a la mayor de las<br />

casuchas y apilamos sobre ellos rocas y los restos del techado. Era una pobre manera de darles<br />

sepultura, pero preservaría de las bestias sus huesos y les impediría la errancia a sus espíritus.<br />

Los atacantes habían sido más crueles que sistemáticos. En uno de los silos había grano<br />

aún, que tostamos en el fuego, mientras que una oveja muerta y conservada por el frío nos<br />

proporcionó carne. Comimos bien pero, aunque habíamos enterrado a los muertos y hecho<br />

ofrendas, Cuervo no estaba dispuesto a dormir allí. Supongo que hallaría algún abrigo entre las<br />

rocas donde anidar. Cuando reapareció a la mañana siguiente, estaba rígido y desgreñado, y<br />

apretó la mano de mi padre como si no estuviese del todo seguro de su solidez.<br />

Al alba, cruzamos el río y empezamos a buscar una senda a través del páramo. No<br />

podíamos ni pensar ahora en tomar el camino fácil que corría paralelo a la corriente. Nuestra<br />

mejor posibilidad era atenernos al terreno salvaje hacia el norte. Cuervo tenía un aspecto<br />

desventurado, pero fue él quien encontró la trocha de ciervos; y yo no podía derrochar energía<br />

preguntándome qué le preocupaba. Leir caminaba más despacio hoy y el cielo se anubarraba otra<br />

vez.<br />

Había pasado rato atrás el mediodía cuando Leir se detuvo, tosiendo, y yo comprendí que<br />

tendríamos que descansar otra vez. Nos habíamos adentrado ya en el páramo y el Monte de los<br />

Vientos nos contemplaba desde la altura. La caminata había sido relativamente fácil, pues el<br />

vendaval había barrido la mayor parte de la nieve. Aquí incluso las rocas se abrazaban al terreno.<br />

El páramo parecía extenderse hasta el infinito. Conduje a mi padre a un espacio de roca seca y él<br />

se desmoronó en la piedra. Traté de no oír la aspereza de su respiración y repartí unas pocas tiras<br />

de dura carne asada que sobrara de la noche anterior. Su tos era mucho peor que el día previo,<br />

pero el descanso lo repondría. Tenía que hacerlo.<br />

Una sombra se deslizó entre mis manos extendidas. Alcé la vista y descubrí un halcón<br />

volitando sobre la ladera del monte, alejándose primero y retornando en círculo después.<br />

“¿Qué ves, hermano?”, le susurré al ave. “¿Hay algún signo de nuestros enemigos?”<br />

“Es la liebre. La está acechando”, dijo Cuervo. “Muchas liebres por aquí.”<br />

Con cada circuito, el halcón descendía un poco más, concentrándose en alguna presa<br />

invisible. Ahora, podía ver yo las pálidas plumas del pájaro erizadas en el pecho. Un movimiento<br />

repentino lo enderezó en el aire; por un instante flotó, luchando por hallar la posición, y el viento<br />

onduló los bordes de sus alas.<br />

Luego, de pronto, se dejó caer. El follaje bajo el ave de presa se estremeció y algo gris<br />

saltó de su escondite para relampaguear a través del terreno abierto. El halcón se le acercó en<br />

ángulo rasante, con sus piñones rozando la hierba seca. Siguió un único chillido agudo, cuando<br />

aquél golpeó y se elevó pesadamente en el aire con las garras firmemente hincadas en la carne de<br />

la liebre convulsa. Al pasar por encima de nosotros, una sola gota de sangre cayó sobre la piedra.<br />

“Los dioses son iguales...”, dijo Leir casual.<br />

Lo miré al instante.<br />

“Toda mi vida he peleado mi destino. Forcé al mar a traerme a estas orillas. Reinas<br />

conquisté. Pero, aun cuando yacía con ellas, se rieron de mí. Ayer, el país me sonreía; hoy soy un<br />

extranjero. He gobernado a mi pueblo, he realizado sacrificios. ¿Qué más podría haber hecho? No<br />

importa cuán grande sea nuestra labor: los dioses aguardan siempre el momento de golpear. No<br />

sirve de nada que tratemos de huir.”<br />

Miraba al oeste y, al seguir con la mía su mirada, vi extenderse hacia el horizonte<br />

inmensos bastiones de nubes nivosas.<br />

188


“¿Para qué ha servido todo, entonces?”, gritó. “¿Toda la lucha, todos los sueños?” Agitó<br />

el puño contra las nubes. “¿Por qué estoy vivo aún?” Su voz vaciló de un modo alarmante y yo<br />

sentí a la locura acechar en él, como un lobo a su presa exhausta.<br />

“Porque te quiero.” Era la única respuesta que tenía. “¿Deseas, pues, que volvamos y le<br />

ofrezcamos el cuello a la espada de Maglaros?” El miedo afilaba mis palabras... miedo a lo que<br />

había dicho, a él. Había un destello febril en sus ojos. Expuestos como estábamos y con la<br />

tormenta a punto de cazarnos en el páramo abierto, temía que llegásemos incluso a considerar<br />

más gentil una espada de Alba que los elementos.<br />

“Éste corrió...”, dijo Cuervo quedamente. “Y ahora el círculo lo trae de regreso. Es Su<br />

modo de hacer, siempre...” Hizo un gesto hacia lo alto y yo no estuve segura de si se refería al<br />

halcón o a algo mayor. “¿Oiríais un cuento?”<br />

Leir fijó en él la mirada. Por un momento, pensé que lo golpearía; después, aquel aire<br />

salvaje pasó de sus ojos.<br />

“Mucho tiempo atrás, en el principio de las cosas, Ella, la Dama Blanca, cocinaba un<br />

brebaje en su caldero. Pone a un muchacho a removerlo mientras va en busca de más hierbas.<br />

Todo un año de lunas él lo remueve, y un día más. Ella no dijo que bebiera, pero tres gotas lo<br />

salpican y se lame la mano. Entonces conoce todos Sus secretos y tiene miedo...”<br />

“Conozco ese miedo”, dijo mi padre despacio. “Lo he aprendido mirando en los ojos de<br />

las mujeres.”<br />

“¿Qué hizo?”, pregunté abruptamente.<br />

“¿Qué puede hacer? Corre... pero ahora conoce su magia. Corre en la forma de... una<br />

liebre.” Todos miramos la mancha roja en la piedra. “Ella fue tras él convertida en un perro negro<br />

y, así, él tuvo que cambiar otra vez. Se hizo un pez y nadó rápido en la corriente. Ella es nutria,<br />

pero él se desliza entre Sus garras y vuela como un urogallo. Y ahora Ella es halcón para<br />

robárselo al aire. Así que él piensa burlarla... transformarse en algo tan pequeño que Ella no lo<br />

pueda ver.” Pausó, sonriendo débilmente, y frotó con sus dedos el suelo enguijarrado. “Se hizo un<br />

solo grano sobre el suelo. Pero Ella conoce cada piedra. Ella se hizo un ganso gris y se lo tragó.”<br />

“Esta muerte la conozco también”, dijo Leir.<br />

“Pero fue vida lo que Ella le dio”, repuso Cuervo. “Nueve lunas en Su vientre creció y,<br />

cuando nace, Ella lo arroja al agua y la corriente se lo lleva lejos para ser un gran cantor de<br />

encantamientos en los países de los hombres. Lo llamaron Frente Radiante.”<br />

“Si no hubiera huido de Ella, nunca habría cambiado...”, dije lentamente. “Nunca habría<br />

aprendido a usar el conocimiento que el caldero le dio...”<br />

Un largo instante me observó Leir, luego su mirada retornó a las nubes. Los ojos de<br />

Cuervo estaban cerrados. Sus dedos diestros se entrelazaban en su regazo como pájaros que se<br />

debatiesen. Al contemplarlo, se me ocurrió otra idea.<br />

“Cuervo, tú conoces este país... has estado contemplando las piedras como si de viejos<br />

amigos se tratasen, o viejos enemigos quizás. ¿Naciste en esta parte de los valles?”<br />

Un pequeño suspiro fue su modo de asentir.<br />

“Entonces sabes dónde podemos encontrar refugio. Necesitamos un asentamiento lejos del<br />

camino principal, o una buena cueva...” Él empezó a sacudir la cabeza, yo me lamí los labios y<br />

continué. “O un aduar de tus gentes. ¿Viven los Senamoi en los páramos altos? ¡Dímelo! Puede<br />

significar la vida para nosotros... para él.” Y señalé con la cabeza al rey.<br />

“Tiene la enfermedad de los espectros”, dijo Cuervo suavemente. “Ya arde. Pero el<br />

Pueblo Pintado mató a los Antiguos primero y los Quiritani los mataron a ellos después. ¿Por qué<br />

ayudaros ahora?”<br />

“Por ti entonces... ¿un hijo de sus hogares?”<br />

189


“Por éste hace tiempo que se tiznaron de negro el rostro y se cortaron el cabello... Hija del<br />

Cisne, un espíritu no tiene derecho de acogida allí.”<br />

Sentí su dolor, pero no me atreví a ser misericordiosa. “Aun así debemos intentarlo”,<br />

insistí. “Guíanos allí, Cuervo. O los tres, insepultos e imbenditos, nos uniremos a los espectros<br />

que se lamentan por los páramos.”<br />

La oscuridad cayó temprano, precipitada por las nubes que se acumulaban en lo alto<br />

dejando caer la nieve justa para hacer peligrosos los pasos y engañosa la visión. El avance fue<br />

lento porque, para mantener al rey derecho, hacíamos falta Cuervo y yo. El rostro me picaba de<br />

frío, pero la frente de Leir irradiaba calor como la piedra de un fuego. Murmuró algo para sí<br />

mismo cuando los tres trastabillamos y, aunque sabía que era la fiebre la que hablaba, se parecía<br />

lo bastante a la locura como para dejarme helada aun sin tormenta.<br />

“¡Exhausto!”, dijo de pronto. “¡Quiero yacer!” Se detuvo en seco y yo casi me caí.<br />

“No aún, cariño... sólo un poco más y podrás reposar.” Justo así había yo sosegado a mi<br />

hijo.<br />

“¿Por qué?” Se tornó para escudriñarme el rostro, balanceándose de un modo que estuvo<br />

cerca de derribarme.<br />

“”¿No quieres beber algo caliente y un lecho abrigado junto al fuego?”<br />

“Caliente ya...” Elevó la faz hacia la nieve que cribaba el cielo y rió. “¡Plumas de cisne!<br />

¡Suaves y frescas!”<br />

“Lo que quieras, pero sigue andando.”<br />

“Llegamos pronto”, intervino Cuervo. “Camina ahora...” Era lo primero que decía en<br />

mucho rato. Me pregunté si era verdad.<br />

Avanzamos unos pocos pasos más a traspiés y los murmurios de Leir se hicieron más<br />

fuertes. De pronto, se zafó de nosotros y huyó tambaleándose. Cuervo gritó y se lanzó hacia él. Oí<br />

el raspar de los pies en la piedra y el gruñido cuando cayeron. Trastabillé tras ellos, tropecé en<br />

una pierna y me derrumbé sobre el montón.<br />

“Los cisnes...”, masculló Leir debajo de nosotros. “¿No podéis ver a los cisnes?”<br />

Consiguió liberarse un brazo y saludó al cielo. “¡Blancas damas, portadme con vosotras! ¡Ahora<br />

la veo! ¡Me llama Ella!”<br />

El viento era fiero aquí. Elevé la mirada y vi las alturas vivas en tumulto de blancura.<br />

Fruncí el ceño, porque en la oscuridad de la noche no habría sido capaz de ver nada. Me erguí<br />

sobre las rodillas. La luz llegaba desde algún lugar en las cercanías. Un cambio apenas<br />

perceptible en la penumbra me dijo dónde acababa la piedra. Más allá estaba el abismo, pero al<br />

reptar hasta el borde, pude ver que abajo había un fuego.<br />

De algún modo logramos llevarnos al rey de la orilla del precipicio y hacerlo descender<br />

por el sendero. Cuando alcanzamos el fondo, el viento cesó abruptamente. Incluso Leir pareció<br />

comprender al final, porque siguió, aunque torpemente, avanzando. Vislumbré las formas bajas,<br />

gibosas, de los refugios y Cuervo llamó en su propio lenguaje.<br />

Todo se agitó de repente alrededor. Una voz profunda nos desafió y yo me detuve en seco<br />

al sentir en la garganta la punta bien afilada de una lanza de bronce. Cuervo estaba<br />

respondiéndole, pero la voz era aún hostil. Alguien nos empujó hacia el fuego. Leir cayó entonces<br />

y lo dejaron yacer, pero el destello metálico me mantuvo a mí donde me hallaba. Miré los rostros<br />

que nos rodeaban y vi curiosidad, ira y miedo. Una anciana balbuceó algo y Cuervo se volvió<br />

hacia mí.<br />

“Dicen que no hay comida aquí para extranjeros. La manada negra hostiga los páramos y<br />

nosotros traemos peligros. Dicen que nos marchemos...”<br />

190


Contemplé la forma derribada de mi padre. “¡Que me mate él mismo entonces!”, grité<br />

desgarrándome el cuello de la túnica. “¡Mejor un golpe rápido ahora que Maglaros o la<br />

tormenta!” El material rasgado, al desnudar mi pecho y mi vientre, dio curso repentino al aire<br />

gélido.<br />

Pero la lanza se apartaba cimbreándose. Con la vista fija en mí, la anciana se abrió paso a<br />

través de la horda. Hizo a Cuervo una pregunta y, de pronto, rió. Le dirigió una mirada ceñuda y<br />

luego se volvió hacia mí una vez más.<br />

“¿Dónde... logras Oso?”, preguntó en la lengua del pueblo de mi madre.<br />

“En la Isla de Niebla... Caiactis...” La respuesta me cogió por sorpresa incluso a mí. “Osa<br />

Madre me lo tatuó.”<br />

Un momento más permaneció con la vista fija en mí, luego escupió una serie de órdenes a<br />

sus hombres. Cuervo reía aún.<br />

“¿Qué pasa?”, le pregunté mientras nos azuzaban hacia uno de los refugios. “¿Qué van a<br />

hacernos?”<br />

“Éste es el Clan del Oso...” Sonrió. “¡Eres tú quien gana derecho de acogida aquí!”<br />

Lo miré, pero mi vista se difuminaba ya. Cuando me incliné para seguir a la anciana al<br />

interior del refugio, el suelo vino a mi encuentro y no supe ya más.<br />

Emergí flotando a la consciencia desde los pozos de un sueño más profundo que los lagos<br />

insondables y las grutas. A través de los párpados cerrados, percibí la luz dorada. El calor de las<br />

pieles del lecho me envolvía y, en aquel momento, estaba satisfecha. Después, traté de moverme.<br />

Debí de hacer algún sonido, pues casi de inmediato alguien me ayudaba a incorporarme.<br />

Forcé a abrirse unos ojos que el sueño hacía pitañosos y vi un rostro tan erosionado como las<br />

piedras del páramo. Comprendí que no era sólo el tiempo el que había labrado las facciones de la<br />

anciana: al igual que Cuervo, sus mejillas y su frente estaban cruzadas de cicatrices.<br />

“¿Mi padre?”<br />

“Otro refugio. Caliente... no bueno para viejo correr tormenta.”<br />

“¿Es la enfermedad del pulmón?” Así era como las personas mayores usualmente morían.<br />

Y para algunos era una merced. Pero para Leir, morir de una fiebre ahora, devaluaba las vidas<br />

sacrificadas para salvarlo, así como los tormentos a los que habíamos sobrevivido.<br />

“Nosotros damos hierbas, pero espíritu yerra en Otromundo...”<br />

La miré con atención, percibiendo ahora el collar de garras de oso alternadas con<br />

vértebras de áspid y, sobre él, la gargantilla de cuentas de alámbar y azabache.<br />

“Señora...” La saludé como si de Madre Nesta o Dama Asaret se tratase. “¿Puedes<br />

ayudarlo?”<br />

Su rostro no cambió, pero sus ojos brillaron.<br />

“¿Crees, Mujer Pintada?”<br />

“Mi nombre es Áspid. He viajado por las rutas del espíritu y vestido formas distintas de la<br />

mía. Oh Sabia, yo puedo verte.”<br />

“Y yo. Tú... eres la hija de dos sangres que espíritus decirme vendrías.”<br />

Me quité el brazalete de oro que portaba. “¿Lo ayudarás entonces y aceptarás esto en<br />

pago?”<br />

“Entre Áspid del lar del Oso y Habla-a-Espíritus del Clan del Oso no pago.” Ni siquiera<br />

miró el oro.<br />

La ceremonia de curación se fijó para el día siguiente. Aquella mañana salí con los<br />

cazadores tras un ciervo que sirviera de ofrenda.<br />

191


Cuando retornamos, la última luz de la tarde doraba la cara oriental del precipicio desde el<br />

que casi cayera Leir. De su base manaba una pequeña corriente. Las tiendas de piel del clan<br />

habían sido armadas sobre la hierba verde y se hallaban protegidas por un gran abrigo de roca<br />

labrado en la piedra viva. El humo de la madera aromaba el aire.<br />

Al caer la oscuridad, se retiró parte de la maleza a los lados del refugio de la anciana para<br />

que la gente pudiera ver el interior. El clan se reunía ya. Una veintena de personas de pelo tan<br />

oscuro como Cuervo estaban acuclillados en un círculo silencioso alrededor del perímetro. Eran<br />

flacos e incluso las mujeres con un crío al pecho parecían viejas. Pero los pocos niños eran de<br />

ojos brillantes y sanos. Y no podía dudarse que los amaban aquí. Crucé los brazos bajo mis<br />

pechos, deseando desesperadamente que mi propio hijo anidase en ellos.<br />

Pero por ahora, era mi padre quien exigía mis cuidados. Leir, bien envuelto en pieles,<br />

yacía junto al fuego con Cuervo a un lado y una de las madres del clan al otro.<br />

“Sienta tú a la cabeza”, me dijo Habla-a-Espíritus, “¡y tú a los pies!” Su gesto detuvo a<br />

Cuervo cuando éste hizo amago de escurrirse de allí.<br />

Él clavó en la anciana la mirada, ribeteados los ojos del blanco del miedo, y yo recordé de<br />

pronto cómo había huido de sus perseguidores la primera vez que lo vi y qué temeroso se había<br />

mostrado cada vez que los sacerdotes obraban con poder.<br />

“Cuando el tambor habla, éste se pierde... ¡Tú lo sabes!”, balbuceó. Pero la sabia se rió de<br />

él.<br />

“Justo así, y seguirás rastro de tu amo por el mundo de los espíritus. ¿Creías que no te<br />

conocería, hijo de los Seres Alados? Tu dueño me contó el cuento antes de morir. No temas,<br />

pequeño pájaro. Esta vez yo cuidaré de ti...”<br />

Él le dirigió una mirada asustadiza, pero no dijo más. Yo lo animé con una palmada en el<br />

hombro al pasar junto a él. A pesar de las líneas añosas en torno a sus ojos y de la plata en su<br />

pelo, era aún el larguirucho mozo que yo rescatara tanto tiempo atrás. Era yo quien envejecía.<br />

Vi entonces qué amarillenta se había vuelto la piel de mi padre, qué estirada contra los<br />

huesos de la cara, como si la fiebre hubiese consumido toda la carne, y no tuve otro pensamiento<br />

que el miedo. Ocupé mi lugar y, con cuidado de no perturbarlo, tomé la cabeza de Leir en mi<br />

regazo; él no se movió. Cada respiración le raspaba los pulmones. Contemplé el círculo de rostros<br />

alrededor y todos, incluso Cuervo, eran extraños para mí. ¿Por qué hacía yo de la muerte de mi<br />

padre un espectáculo para desconocidos?<br />

Entonces, un sonido raro puso cada nervio en crispación. Un pequeño suspiro conmovió al<br />

grupo. Habla-a-Espíritus estaba de pie al otro lado del fuego y sus viejos huesos angulosos<br />

quedaban envueltos por una capa de cuero pintado. De su garganta llegaba el bajo y discordante<br />

abejoneo, y por fin el resto empezó a unírsele en el canto. El murmurio se hizo más y más<br />

profundo, hasta que pude sentir su vibración en mis propios huesos. Habla-a-Espíritus encaró el<br />

norte y su voz se elevó sobre el cántico en un estridente clamor. Aguardó un instante y un ruido<br />

como el gruñir de un oso que despierta le respondió. Hacia el este se tornó y esta vez la respuesta<br />

fue el grito débil de una liebre. Del sur llegó el bramido de un ciervo y del oeste, la llamada de<br />

una foca.<br />

Se movió alrededor del círculo con un paso extraño y sincopado, y los adornos de hueso y<br />

de metal que le colgaban de la capa castañetearon y tintinearon rítmicamente. Pausó junto a mí,<br />

escudriñando el rostro de Leir, y la otra mujer le tendió un pandero pintado. Con un único<br />

movimiento, la anciana se acuclilló y sostuvo entre sus rodillas el atabal.<br />

“Tambor dice la dirección de los demonios ahora”, susurró la madre sentada a su lado.<br />

Habla-a-Espíritus se inclinó sobre el tambor, susurrando. La piel del instrumento estaba<br />

cubierta de dibujos medio borrados por la edad. De una bolsa de cuero de serpiente, sacó la<br />

192


anciana varios pedazos de hueso labrado y los depositó en el centro. El cántico se hizo más fuerte,<br />

luego ella elevó su vara nudosa y dio tres golpes secos en el tambor.<br />

Los huesecillos saltaron de la superficie herida y cayeron formando una nueva<br />

configuración. La sabia examinó la cima del atabal y volvió a reunir después los huesos. Tres<br />

veces repitió aquello, mascullando; por fin, devolvió a la bolsa los fragmentos y se puso en pie,<br />

golpeando con furia el tambor. Cuervo se agitó visiblemente cuando la mujer se le acercó y<br />

farfulló una orden estridente.<br />

“Le dice demonios en el sur”, me comunicó la mujer junto a mí. “Que vaya a buscarlos...”<br />

Cuervo sacudía la cabeza en negación pero, cuando el batir del tambor hizo presa en él, su<br />

movimiento se hizo parte del ritmo. Las figuras en torno a mí pulsaron entrando y huyendo de mi<br />

visión. Sentí como si estuviera cayéndome, aunque no me había movido.<br />

La anciana, entonces, tocó a Cuervo entre las cejas y éste puso los ojos en blanco y cayó,<br />

temblando. La mujer impuso silencio con un gesto y después inició un nuevo canto, un estribillo<br />

difícil, repetitivo, al que los demás dieron eco cuando aquélla se inclinó susurrando algo y<br />

escudriñando el rostro de Cuervo tal como examinara el tambor. Tras unos momentos, un<br />

estremecimiento lo recorrió y empezó a contestar a la anciana. Yo era consciente de sus voces,<br />

pero no podía sentir mi cuerpo ya más. Una vaga percepción tenía de vastos abismos y aguas<br />

precipitadas, de vientos que murmuraban al filo del sonido.<br />

“Él va muy hondo ahora, dice lo que ve. Espíritus quieren detenerlo, pero el poder de<br />

sabia es más fuerte”, llegó de mi costado el susurro.<br />

Con visión duplicada, vi a la mujer danzar y batir el tambor mientras Cuervo temblaba a<br />

sus pies y vi a una osa gris seguir el vuelo errático de un ave negra a través de un paisaje sin<br />

sombras. Formas borrosas se alzaban para oponérseles, pero aquéllos siguieron avanzando hasta<br />

que llegaron a una isla en medio de un lago ígneo y encontraron allí un niño llorando.<br />

El rostro que yo vi era el de mi propio hijo y la emoción me exilió de la visión. Cuando<br />

volví en mí, la anciana estaba encogida y jadeaba, pero Cuervo yacía quieto. Sentí moverse a mí<br />

padre y bajé la vista. Tenía los ojos cerrados aún, pero yo veía su consciencia insinuarse a través<br />

de sus facciones y, con ella, el dolor.<br />

“Madre...”, murmuró. “¿A dónde vas? ¿Por qué me has dejado solo? Tú estás en el fuego.<br />

¡Tú desciendes bajo el suelo!”<br />

“Lo hemos traído, pero espíritus de la fiebre aún atacan...”, dijo Habla-a-Espíritus.<br />

“Levántalo. Ahora curamos...”<br />

Afirmé mi posición sentándome en cuclillas y con los muslos separados. Leir gimió<br />

cuando tiramos de él para sentarlo con la espalda apoyada en mí y las manos unidas sobre el<br />

vientre. Curvé mis miembros alrededor de él, aguantándolo con brazos y piernas. Una vez más<br />

cambió el cántico. Habla-a-Espíritus estaba agachada delante de nosotros y, mientras arrancaba al<br />

tambor su ritmo, movía el instrumento arriba y abajo de su cuerpo.<br />

Mi postura me resultaba extrañamente familiar y, al subir de intensidad el canto, caí en la<br />

cuenta de que ésta era la posición en la que había dado a luz. Agarré más fuerte el cuerpo<br />

devastado de mi padre, pero sentí como si fuera <strong>Bel</strong>i a quien tenía en los brazos. Si muriese aquí,<br />

¿pensaría él que le había abandonado?<br />

Habla-a-Espíritus hizo repiquetear el tambor sobre la cabeza de Leir y lo movió por su<br />

torso abajo escuchando con atención. Al final, el instrumento retornó al pecho de mi padre y pude<br />

oír el líquido en sus pulmones mientras él se esforzaba en respirar. Con cuidado, la sabia mujer<br />

dejó el pandero a un lado y se acercó más, colocando sus manos sobre el cuerpo de Leir como si<br />

estuviera tratando de capturar un pájaro silvestre.<br />

Mi padre jadeó y su cabeza rebulló inquieta contra mi pecho. De pronto, un destello de<br />

193


energía ascendió por mi espina dorsal y, en el mismo momento, Habla-a-Espíritus se abalanzó<br />

sobre el tórax de Leir y se apartó rápidamente otra vez. Lanzó un grito triunfal y abrió su mano:<br />

en la palma había una punta de flecha de sílex.<br />

Leir se había quedado desvaído en mis brazos, y respiraba con bocanadas hondas y<br />

estremecidas. Pero el temible borboteo de sus pulmones había cesado. Me dejé caer sobre las<br />

rodillas. Al levantar la cabeza de mi padre, sentí derramársele el sudor, pero la piel estaba fresca.<br />

Aquella noche soñé que flotaba sobre una gran muchedumbre que avanzaba lentamente<br />

por un llano. Carros colmados de fardos marchaban dando bandazos por el terreno inhóspito. Los<br />

niños viajaban en la cima de los bagajes, o agarrados a las mujeres en ponis de paso cansino, o<br />

alrededor del cuello de guerreros a pie. Los escudos y las lanzas estaban en los vehículos, y las<br />

espadas envainadas les golpeaban los muslos. Tenían un aspecto consumido por la falta de<br />

alimento y de sueño, pero determinado.<br />

Descendí hacia ellos y me di cuenta de que algunos me resultaban familiares. No cabía<br />

duda de que aquel hombre demacrado era Nabelcos, el arpista. Reconocí las azules vestimentas<br />

de Madre Nesta. Ansiosa, volité en espirales sobre la columna y fui recompensada por una<br />

vislumbre de cabello rojo.<br />

Era Agantequos; incluso en el ocaso del sueño supe que era él. Lúgubre era su rostro pero,<br />

al oír el débil lloriqueo de los niños tras él, sus ojos cintilaron de lágrimas.<br />

“Agantequos, te quiero. Estoy contigo. ¿No puedes verme?”, grité. Él no me oyó.<br />

“Anciano viaja pronto”, le dijo a Cuervo Habla-a-Espíritus, “pero tú, quédate aquí...”<br />

Mi mirada se apartó de Leir, que estaba sentado en una peña sobre la corriente<br />

empapándose del atenuado sol invernal, para retornar al fuego. Más allá del abrigo en la roca, el<br />

paisaje descendía en largas ondulaciones, suaves como los miembros de una mujer dormida. Leir<br />

había pasado la mayor parte de los dos días anteriores inmóvil como las piedras, observando el<br />

horizonte; pero Cuervo era todo tensión, asustado como un ave atrapada por la mirada implacable<br />

de la sabia mujer.<br />

“Éste irá con el rey”, repuso con aspereza.<br />

“¿Por qué? ¿Deseas ser siempre su perro? Quédate conmigo y yo te enseñaré a cazar en el<br />

mundo de los espíritus. No importa tu clan. Haré de ti mi hijo, ¿eh? Viajas mejor que nadie que<br />

haya entrenado. ¿Quién saldrá en busca de la gente cuando yo me haya ido?”<br />

“Demasiado tarde...”, susurró Cuervo. “El agua que ha afluido al mar se ha ido. El<br />

corazón una vez dado no retorna. Éste ha visto dónde acaba el círculo...”<br />

La anciana gruñó. “¿Es miedo? ¿Qué hay que temer, cuando caminas los mundos?”<br />

Cuervo alzó la cabeza. “La muerte. Éste teme perderse.”<br />

“¡Huh! Eres un niño aún. Todas las cosas mueren. Cuando el anciano muera, retorna a<br />

mí.”<br />

La lanza cayó de mis manos.<br />

“¿Qué es esta charla de muerte? ¡Mi padre está curado!”<br />

Habla-a-Espíritus me miró y comprendí por qué Cuervo había estado asustado.<br />

“Es viejo y yo soy vieja. Y espíritus del país furiosos. Él y vosotros dos...” Agitó la<br />

cabeza observando a Cuervo. “¡No podéis huir siempre!”<br />

Pero Cuervo y mi padre lo entendían, pensé al ver la funesta mirada en sus ojos oscuros.<br />

Ambos habían dicho lo mismo, cuando estábamos en el páramo. Era sólo yo la que no estaba<br />

dispuesta a aceptar la inutilidad de nuestros esfuerzos.<br />

Desde las laderas bajo el campamento, llegó la llamada de un halcón cazador. A la tercera<br />

194


epetición, Habla-a-Espíritus estaba de pie. Y después, más cerca, oímos el grito bajo de un cisne<br />

y el relincho de una yegua. Si no hubiera visto las reacciones de la mujer, me habría engañado,<br />

aun sabiendo qué pocas veces se deja oír la voz del cisne y qué extraño visitante es de los<br />

páramos en invierno.<br />

“Vienen jinetes...”, dijo la anciana. “¡Vais a escondite ahora!”<br />

Pero Cuervo estaba corriendo ya hacia mi padre y yo saltaba hacia el refugio para coger<br />

mis armas y mis cosas.<br />

A la tribu se le había dicho qué hacer, si venían guerreros Quiritani. Cuando uno de los<br />

cazadores nos urgió hacia la cueva en el precipicio, no había nada en el campamento que pudiera<br />

traicionar nuestra presencia, aparte de aquella tensión en las gentes del clan al traer el viento hasta<br />

nosotros los aullidos de los perros.<br />

La noche había caído antes de que el silbido del halcón nos dijera que no había peligro en<br />

dejar la gruta. Pero incluso ahora, que podíamos hablar otra vez, Leir seguía silencioso. Durante<br />

las largas horas de nuestro ocultamiento, le había observado morderse los extremos del bigote y<br />

contemplar las piedras sin verlas. No era su costumbre tanta paciencia. ¿Qué había estado<br />

pensando?<br />

Miré alrededor en rápida apreciación de las cosas cuando llegamos al aduar. El blando<br />

terreno estaba pisoteado hasta quedar convertido en un barrizal y uno de los refugios, destrozado;<br />

pero no vi sangre. Sólo una de las mujeres lloraba quedamente.<br />

“¿Qué han hecho?”, preguntó Leir. “Tenemos que irnos antes de que vuelvan. Somos un<br />

peligro para vosotros, ¿no es así?”<br />

“¡Amenazas! ¡Siempre amenazas!” Habla-a-Espíritus escupió en el suelo. “Lo que harán<br />

si os ayudamos... pero tomaron rehén. Al hijo de Raposa tomaron.”<br />

Un murmullo triste se elevó de los que nos rodeaban y Raposa gritó lastimera. Me mordí<br />

el labio. No estaba segura de que Leir estuviese del todo bien para viajar, pero ni siquiera mi<br />

ansiedad podía convencerle, si se trataba de las vidas de aquellos que nos habían dado protección.<br />

“Mañana al amanecer os vais...”, dijo la anciana. “Antes de verdadera luz. Elevamos una<br />

niebla para confundir a otros y un guía os damos.”<br />

“¿Cómo puedo agradecértelo?”, le pregunté más tarde, cuando las provisiones que habían<br />

apartado para nosotros estaban empacadas y nosotros dispuestos para partir.<br />

“¡Sálvate!” Habla-a-Espíritus puso sus palmas planas contra mi pecho. “La sangre de dos<br />

pueblos y el espíritu de tres está en ti. ¡Vive, Áspid, trae paz al país!”<br />

La noche siguiente nos cobijamos con una mujer de los Senamoi casada con un pastor del<br />

valle próximo. Su casucha estaba excavada en la tierra, con un tejado abovedado de broza sobre<br />

ramas que reposaban en bajas paredes de roca, y la maleza llegaba a sus aleros. Partimos<br />

temprano otra vez, pues había considerables asentamientos tanto al sur como al norte de allí y una<br />

banda de los hombres de Maglaros se hallaba aún acuartelada en la villa corriente abajo. El<br />

camino meridional estaba cerrado para nosotros, pero el hijo mestizo de la mujer nos guió más<br />

allá del risco tras la aldea y hacia el páramo abierto.<br />

Mucha de la nieve se había derretido, aunque el tiempo era húmedo y gélido. Leir<br />

marchaba despacio, pero de una forma continuada. No hablaba, pero si era a causa de la falta de<br />

aliento o de lo que pensaba no me atrevía yo a preguntarlo.<br />

Aquella noche acampamos al abrigo de un cerro pequeño y romo llamado Mu’her. Era<br />

una colina sagrada, dijo el muchacho, y los precipicios purpurados visibles más allá de ella eran<br />

incluso más santos: los muros de la mansión del gran dios Acora bajo los páramos. Sobre<br />

nosotros centellearon cuando, a la mañana siguiente, avanzamos hacia el norte. A la luz de la<br />

195


aurora, parecía como si brillasen desde dentro. Éstas eran unas tierras por las que los hombres no<br />

vagaban, a menos que estuvieran buscando visiones. Escuché al viento aullar entre las peñas y<br />

temblé de algo más hondo que el frío.<br />

A media mañana trepamos desde el sendero hasta la fuente al borde del risco para beber.<br />

El agua era clara y dulce, pero yo miré en el remanso y vi mi rostro devastado por la fatiga, mi<br />

cabello de un gris-escarcha y supe que aquella faz era la de mi propia ancianidad.<br />

A medida que nuestro camino empezó a tornarse hacia el este, vi que esta región, aunque<br />

escasamente habitada por el hombre, lo estaba por las piedras. Cuervo permanecía muy cerca de<br />

mí, pero Leir marchaba con más energía. Al empezar el descenso hacia el Nith, nuestro guía nos<br />

detuvo, señalando ante nosotros primero al sur y después al este.<br />

“Mirad... el pueblo de piedra. Una vez fueron ellos los que gobernaron estas tierras. Están<br />

quietos ahora, pero a veces, a la luz de la luna, danzan, y en los festivales...”<br />

Pestañeé y agradecí que me hubiese dicho que eran sólo rocas, o habría creído que había<br />

alguien allí erguido. Parecían estar en movimiento. Más allá del valle, vislumbraba lo que<br />

semejaban dos formas altas con capas laxas como las que usan los labriegos.<br />

“Ésa es la principal”, susurró el muchacho siguiendo mi mirada. “Ésa es la vieja Jan-et, la<br />

reina.”<br />

Me encogí, porque pensaba que sólo las sacerdotisas conocían este nombre.<br />

“Fieret...”, dijo Leir de pronto. Le tendí la mano y él sonrió tranquilizándome. “Ella podía<br />

pasar rato y rato justo así, mirando sobre las montañas. Me descubro pensando en ella a menudo<br />

estos días. Fieret amaba este país.”<br />

Le apreté el brazo como si estuviera a punto de desvanecerse. Su fiebre parecía haber<br />

abrasado toda su vesania, pero desde entonces se había mostrado extraño, como si parte de su<br />

espíritu errase aún por el Otromundo.<br />

“Tu madre era la reina”. Leir se volvió hacia mí. “Y ahora eres tú quien debe decirnos<br />

cómo servir al país...”<br />

Habla-a-Espíritus había afirmado lo mismo. Contemplé la figura distante y percibí el<br />

poder que efundían hacia lo alto las piedras. Había un tipo de magia en los bosques profundos y<br />

otro en el mar, pero ésta era la magia de la Tierra misma y, a medida que el cambio de las<br />

estaciones se aproximaba, emergía más y más hacia la superficie.<br />

“No es el momento...”, susurré. “No donde Ella puede oírnos. Vámonos ya.”<br />

196


CAPÍTULO 19<br />

Mientras éramos siete, tres veces siete no se atrevieron a atacarnos, ni<br />

a hacernos retroceder mientras vivíamos; ¡ay! no quedan más que tres de los<br />

siete, hombres inflexibles en la lucha.<br />

-Llawysgif Hendregadredd, Elegía a Howel ab Owein<br />

“¡Padre! ¡Cuervo!”<br />

Tomé aliento para llamar otra vez y tosí cuando la niebla se tragó mis palabras. La bruma<br />

había ascendido rápidamente, acumulándose en las hondonadas y gateando por los pliegues de los<br />

páramos. Al marchar con la mirada fija en lejanas vistas, uno no percibía las serpientes blancas<br />

que reptaban por las faldas de los montes. Cuando me aparté de los demás para aliviarme, no<br />

pensé en el peligro. Sólo después, al tratar de reunirme con ellos, descubrí la boira rodando por el<br />

paisaje y me supe perdida.<br />

Llamé una vez más y callé, esforzándome por oír una respuesta. Un instante pensé que<br />

había algo, pero el sonido se desvaneció tan pronto como me moví. Me detuve, escuchando el<br />

rauco sonido de mi respiración en el aire húmedo.<br />

El Nith marcaba el final del territorio de nuestro guía y éste no estaba dispuesto a<br />

cruzarlo, pero desde allí el camino debería habernos resultado claro. Ésta era en su mayor parte<br />

una región deshabitada. Podíamos ver nuestra ruta: sólo teníamos que seguir el Nith hacia el<br />

sudeste hasta que descendiésemos de los valles. Pero la bruma había anegado ahora todas las<br />

direcciones.<br />

No tenía sentido buscar la senda en este mar blanco. Sin embargo, la niebla había<br />

ascendido desde el fondo de la cuenca fluvial; quizás fuera menos densa arriba. Trepé<br />

diagonalmente la inclinada ladera, golpeándome las manos en las rocas y parándome cada pocos<br />

pasos para tomar aliento y llamar otra vez.<br />

Bajo mis pies y mis manos, el terreno se convertía en piedra. La roca afloraba a través de<br />

la fina piel del suelo en montículos y pináculos, hendía la superficie con grietas cuyo fondo<br />

tapizaba el musgo y una arena amarilla, o se alejaba formando rostros esculpidos en piedra<br />

granulosa. El olor a roca húmeda era denso junto al suelo, pero la presión en mi mejilla del aire<br />

en movimiento crecía a medida que ganaba altura.<br />

Cuando llegué a una explanada encespada, una ráfaga de viento se llevó la niebla. Una<br />

forma oscura se cernía sobre mí y yo me encogí, jadeando.<br />

Era sólo una peña... o algo tan inmóvil como ella. La alta y torcida forma era como una<br />

sacerdotisa con su chal por la cabeza, de pie y con los brazos cruzados, observando el páramo.<br />

Sólo cuando extendí la mano y toqué la fría superficie áspera, estuve segura de que era piedra.<br />

Pasé con cuidado junto al pilar, pues el terreno no dejaba de ser traicionero.<br />

Boira me frotó la cara y miré detrás de mí, estremeciéndome al ver los contornos de roca<br />

difuminados en algo monstruoso. Las piedras erectas junto a Udrolissa eran imponentes y la<br />

Danza de los Gigantes me había inspirado un crispado temor, pero aquéllas habían sido labradas<br />

por las manos de los hombres. Estas piedras, sin embargo, aún se alzaban donde las dejaran los<br />

dioses, intactas en su orgullo y su poder.<br />

Las formas se hicieron todavía más terribles cuando la luz disminuyó, pero no me atreví a<br />

detenerme porque tenía la inquietante sensación de que cada movimiento era observado. Si me<br />

197


volvía, formas que habían parecido benignas se revestían de una ominosa significación. Y aun<br />

así, me arriesgaba a romperme un tobillo o a algo peor, si trataba de cruzar este escabroso terreno<br />

en la oscuridad. Mis pasos se hicieron más lentos y, cuando la última luz me mostró un área clara,<br />

pausé. Aunque ilusoria, la protección prometida por el círculo de piedras que me rodeaba era lo<br />

más semejante a un abrigo seguro que podía encontrar. Avancé cautelosamente un poco más y<br />

llamé otra vez, pero el único sonido que me llegó fue el raspar de la arena y el susurro del viento<br />

entre las piedras.<br />

El espacio abierto descendía hacia el centro. Me sentí como un guijarro rodando por el<br />

borde de la hondonada, atraído inexorablemente por el fondo, pero resistí la tentación. Tiritando,<br />

me senté en el punto medio del círculo, me arrebujé en mi manto y me dispuse a esperar el<br />

amanecer.<br />

De un modo extraño, el frío y la oscuridad me resultaban familiares. Recordé de pronto la<br />

caverna de mi vigilia iniciática. Había tenido lugar casi en el mismo periodo del año y no muy<br />

lejos de aquí. Pero el transcurso de siete años hacía parecer aquel momento una vida entera atrás.<br />

Durante un rato, la pura incomodidad física me veló la memoria; pero, una vez el cuerpo se<br />

entumeció, no hubo nada que me distrajese.<br />

Dama Asaret había dicho que existían lugares donde el Otromundo lindaba con el de los<br />

mortales. No cabía duda de que éste era uno de ellos. Los poderes que habitaban aquí tomaban<br />

formas que poco tenían que ver con el mundo de los hombres.<br />

Mi consciencia en expansión se abismó y vi de pronto el tiempo como una corriente<br />

fluida. Para los sentidos que dejaba atrás, las piedras se alzaban severas e inmóviles; si retrocedía<br />

para mirarlas, las vería alterándose al toque del viento y la erosión como témpanos<br />

metamorfoseándose al sol. Pero si me sumergía en la corriente, descubría que cada roca era una<br />

configuración específica y cada elemento dentro de esa configuración, una estructura rítmica que<br />

tejía sus propios círculos para atraerme a sus honduras. Dentro de un espacio infinito, puntos<br />

brillaban arremolinados. La luz definía la oscuridad; la oscuridad proporcionaba contexto a la<br />

danza. Y yo era tanto la luz como la tiniebla, el flujo y el reflujo.<br />

Nada es eterno... Nada es mortal... Todo cambia... Todo dura... Era como si una voz<br />

hablase desde el silencio, pero lo que llegaba no eran humanas palabras.<br />

“No lo entiendo...”, clamó mi espíritu. “¡Mostradme formas que mi mente pueda<br />

comprender!” Sentí que algo aguardaba con paciente atención mientras yo trataba de reconstruir<br />

mi identidad.<br />

En el espacio ante mí, una luz empezó a crecer. Fijé allí la vista, porque sólo mis ojos<br />

tenían voluntad, y poco a poco empezó a rebelarse el suelo roqueño y las figuras de las piedras<br />

circundantes. Pero no resultaban siniestras ya. Sus proporciones grotescas eran como los trajes de<br />

paja que los hombres visten en los festivales de las aldeas, que hacen reír a los mayores y a los<br />

niños llorar.<br />

O quizás eran trajes... rígidos y holgados ropajes para seres cuyas formas y proporciones<br />

sólo tenían un lejano parecido con las de la humanidad. Pero en su danza, gastaban la misma<br />

energía que los campesinos, pateando el suelo y girando en círculos con un rítmico estampido de<br />

piedra. Y el círculo, luego, se hizo una espiral, siluetas con tocados picudos evolucionando juntos<br />

como se hacía en las danzas del Solsticio Invernal en Ambiolissa. Pero esta serpiente estaba<br />

hecha de piedra viva. Vueltas y vueltas la serpiente daba y una vez más hubo palabras:<br />

“Crak roca, crak... ¡adelante y atrás!<br />

¡Lo que fue es otra vez!<br />

¡Patea, patullo!... ¡tea, tullo!<br />

198


Designio es chanza, ¡únete a la danza!”<br />

Ahora yo miraba una víbora cuyo diseño blanco y negro parpadeaba vertiginosamente<br />

mientras serpenteaba. Sus mandíbulas acolmilladas se abrieron como para abismar el mundo. Y<br />

entonces, cuando la luz y la oscuridad se hubieron convertido en una sola radiación irisada,<br />

aquélla desapareció.<br />

“Es verdad...”, respondí. “Pero ¿qué tiene que ver esto conmigo?”<br />

La percepción cambió una vez más. En el centro del círculo había un huevo que brillaba<br />

como el sol. Poco a poco, el resplandor se expandió. Parpadeé y, de pronto, pude ver una forma<br />

en su interior... humana y, al hacerse más nítida, masculina.<br />

“¿Quién eres?”, pregunté a la visión. Vi un joven de pelo claro que sujetaba una lanza de<br />

luz y, al sonreírme, no pude evitar responderle con pareja sonrisa.<br />

“Puedes llamarme el Hijo de las Rocas...”, contestó. “Si quieres ver un milagro,<br />

sígueme...”<br />

No sé si mi cuerpo se movió o si sólo mi espíritu flotó tras él entre las rocas, pero<br />

guiándome su destello yo no las temía. Al cabo de escasos momentos, dio la impresión,<br />

estábamos ante una masa de roca perforada de un modo similar al de los pedernales agujereados<br />

que los aldeanos buscan en la costa meridional para conjurar los males.<br />

“A través de este portal, aquello que ha de morir puede volver a nacer”, dijo el joven.<br />

“Mira...”<br />

Me aproximé. Al otro extremo del pasaje vi la luz del día. En aquel mundo era verano y el<br />

sol cintilaba en hojas agitadas por el viento. Bajo los árboles caminaba gente. Una especie de halo<br />

brillaba en torno al gentío que hacía difícil ver sus rasgos, pero me pareció que Artocoxos estaba<br />

entre ellos, curado de todas sus heridas espantosas. Traté de acercarme más aun, gritando su<br />

nombre, y en aquel momento la luz que bañaba la escena empezó a girar. Mi visión se colmó un<br />

instante de una gran rueda de estrellas a media noche y después no vi más.<br />

Cuando desperté, la luz clara del amanecer doraba las piedras. Insegura, me puse en pie y<br />

miré alrededor. El camino por el que el Hijo de las Rocas había marchado en mi visión era<br />

perceptible ante mí. Aún pestañeando y luchando por librarme del sueño, lo seguí hasta la piedra<br />

agujereada. Pero esta vez, cuando contemplé a través de ella, quien vi fue mi padre, aovillado al<br />

abrigo de una formación peñascosa como una vaca dormida. Cuervo yacía unos pocos pasos más<br />

lejos. Más allá se extendía la ladera del monte amortajada de niebla.<br />

Corrí alrededor de las piedras, gritando. ¡Estaban vivos! Nos lanzamos unos encima de<br />

otros, riendo al reencontrarnos, sanos y sólidos, después de todo. De alguna forma, Cuervo había<br />

acabado en medio de nuestro abrazo y, en aquel momento, sentí el vínculo con mi padre más<br />

plenamente que nunca, mediado por la ambigua energía del que estaba entre los dos. Luego nos<br />

separamos, con risas aún y deleite en el día.<br />

Secos tallos de brezo nos permitieron un pequeño fuego y el hielo de uno de los remansos<br />

rocosos nos dio un poco de agua con la que cocinar gachas a partir de unos burdos granos<br />

silvestres. El viento era limpio y gélido. A la luz del día, las rocas perdían su terror, aunque su<br />

fascinación persistía. Mientras comíamos, observamos el juego cambiante de luces y competimos<br />

para ver quién podía sugerir los más fantásticos nombres.<br />

“Aquella roca es como la piedra agujereada de <strong>Bel</strong>erion...”, dijo Leir de pronto señalando<br />

aquélla por la que yo mirara. “Estaba prohibido a los hombres acercársele, pero este lugar no se<br />

halla sujeto a las reglas de los sacerdotes o sacerdotisas. Me gustaría reptar a través...”<br />

“¡No lo hagas!” De repente inquieta, traté de explicarle mi visión de la noche anterior.<br />

199


Cuervo sacudía la cabeza y se agarraba a las ropas del rey. Pero Leir sólo sonreía.<br />

“Mayor razón para probarlo entonces. Después de todos los errores que he cometido y los<br />

males que he causado, tengo una gran necesidad de renacer... No temas, hija. También yo he<br />

soñado en la noche. Y todo irá bien.”<br />

Lo examiné con cuidado. Había una nueva serenidad en su mirada y, al acercarse a la<br />

roca, su paso mostraba una firmeza que no le había visto desde antes de que matara al cisne. Por<br />

un momento, permaneció ante el agujero, luego alzó las manos.<br />

“Éste es el centro sagrado”, exclamó. “Éste es el corazón del reino, el lugar anterior a los<br />

hombres. Ésta es la matriz. He venido aquí para ser renovado. Que lo que he sido se olvide. Me<br />

ofrezco ahora a los espíritus de este país para que hagan de mí según su voluntad...”<br />

“No debe...” Cuervo empezó a levantarse. “Cambiará. ¡Aquí hay demasiado poder!”<br />

Pero el rey estaba ya abriéndose camino. Cuervo quedó tambaleándose. Inmovilizados por<br />

la repentina pesantez en el aire, no pudimos hacer otra cosa que mirar, desgarrados entre el temor<br />

y el milagro, mientras Leir forzaba su largo cuerpo a través de la abertura en la piedra. Pude decir<br />

en qué momento cruzó la barrera porque la presión en el aire cesó. Liberados, Cuervo y yo<br />

corrimos para ayudarle a salir por el otro extremo.<br />

“No me ha ocurrido nada malo, niña. ¿Por qué alborotáis de este modo?”, insistió Leir<br />

mientras nos preparábamos para marchar. Apreté los labios y logré una sonrisa. Sabía que se<br />

había producido un cambio, pero no podía decir cuál o qué llegaría a significar.<br />

Con el viento que traía el clarecer del día, la niebla se movía ya sobre el páramo. Leir,<br />

Cuervo y yo tomamos un camino de ciervos que serpenteaba a través del brezo, conservando el<br />

soplo húmedo del viento en la mejilla derecha al avanzar por él. Tallos medio acarambanados<br />

crujían bajo los pies y, al levantarse la bruma remolinosa por un instante, la explanada ante<br />

nosotros resplandeció bañada en luz. Luego la niebla se cerró otra vez y todo lo que pudimos<br />

volver a ver fue el brezo escarchado a nuestros pies.<br />

La siguiente ocasión en que raleó la niebla, Cuervo se detuvo de pronto. Miré adonde<br />

señalaba y vislumbré un montículo cubierto de hierba elevándose de la parda ondulación del<br />

páramo. Me volví hacia Cuervo inquisitivamente.<br />

“Avanzad con cuidado”, susurró. “Muy silenciosos. Ésta es la llanura tumularia. Espíritus<br />

de guerreros muertos vagan por aquí, incluso de día.”<br />

Parpadeé. En la boira era fácil imaginarse espectros levantándose de aquellos túmulos.<br />

Traté de recuperar la consciencia de eternidad que me confortara la noche anterior, pero oí<br />

ancianos gritos de batalla en el viento. Me dije a mí misma que no teníamos nada que temer.<br />

Éstos eran viejos recuerdos; yo misma había visto cómo existían los espíritus de los guerreros<br />

muertos en el Otromundo.<br />

Marchamos un poco más rápido al pasar junto al primer túmulo. Cuando llegamos al<br />

segundo, estuve segura de ver movimiento y oí el aullido de perros de guerra. Al acercarnos al<br />

tercer túmulo, los ladridos se hicieron más fuertes y cuatro formas oscuras saltaron de la niebla<br />

para trotar hacia nosotros, las lenguas rojas colgando y el aliento cálido humeando en el aire<br />

gélido.<br />

Cuervo hizo un signo de protección, pero yo aferré la espada porque los canes empezaron<br />

a ladrar una vez más y comprendí que eran reales.<br />

“¿Qué son?”, preguntó Leir alzando la lanza que le sirviera de bordón y esforzándose en<br />

ver.<br />

“Perros de guerra. Sus dueños deben de estar cerca de ellos...” Nos movimos espalda<br />

contra espalda mirando hacia afuera. No había nada que nos cubriera en el llano e, incluso si<br />

200


hubiésemos podido evadir los ojos de los hombres, los perros habrían encontrado nuestro rastro.<br />

El viento sopló más fuerte. Las distorsionadas sombras negras de los perros saltaron a<br />

través del brezo escarchado, casi sobre nosotros ahora. Los aullidos estallaron en un coro de<br />

berridos y ladridos raucos, pero bajo su desafío pude oír también el rápido tamborileo de sus<br />

patas sobre el duro suelo. Preparé mi hoja.<br />

El aire se estremeció con la larga llamada de un cuerno. Los perros se desviaron,<br />

gimiendo, y la niebla se levantó entonces por fin. La cima del túmulo estaba erizada de hombres<br />

armados.<br />

Columpiándose en la punta de la lanza de uno de ellos estaban las alas extendidas del<br />

halcón. El estandarte de Alba... Leir rebulló airado junto a mí. Tan lejos habíamos llegado y con<br />

tanto sufrimiento... ¿Cómo podía Maglaros atraparnos ahora?<br />

Esperamos en silencio. Tras unos momentos, la línea de guerreros se dividió para dejar<br />

pasar a un poni pardo. El jinete cabalgaba encorvado y el manto se le deformaba sobre el vendaje<br />

del hombro, pero su voz era fuerte.<br />

“¡Cogedlos!”<br />

“¡No quiero hacerte daño, Cridilla! ¡Tú eres mi hermana! ¿Por qué no has de ser<br />

razonable?”, la voz de Gunarduilla se quebraba como si se hubiera descarnado la garganta de<br />

tanto entonar su grito de guerra.<br />

“Las hermanas no se toman una a otra prisioneras”, le espeté. “¡Las propuestas razonables<br />

no se hacen a punta de lanza!”<br />

“No te han herido, ¿no es así? Una convocatoria ceremonial no te habría traído aquí.” Mi<br />

hermana hizo un gesto hacia las casuchas redondas de piedra al abrigo del brezal y protegidas de<br />

lo peor del viento por unos pocos abedules. Detrás de nosotros el mayor de los árboles aparraba<br />

unas ramas devastadas por el vendaval. Los montes se ondulaban en la distancia formando<br />

blancas olas hacia el sudeste y el oeste. Al norte, el bosque lamía las laderas bajas como un mar<br />

negro, atravesado por algún destello ocasional donde las aguas viboreantes del Verbeia cazaban el<br />

reflejo del sol.<br />

El asentamiento consistía en dos casas redondas con paredes de mampuestos. Gunarduilla<br />

y Maglaros se habían aposentado en una de ellas. Leir y yo fuimos instalados en la otra y los<br />

guerreros acamparon bajo pieles extendidas. Podía verlos trajinar y el trino lastimero de una<br />

flauta de hueso llegaba hasta nosotros desde algún lugar monte abajo. No sabía aún qué habían<br />

hecho de Cuervo.<br />

Una vez, antes de que el mundo cambiase, este lugar había mantenido a una comunidad<br />

próspera y las piedras desmoronadas de los viejos edificios estaban por todas partes alrededor.<br />

Ahora se usaba sobre todo cuando las reses ascendían a los pastos de verano. Pero hoy eran ponis<br />

de guerra, y no ganado, los que hocicaban en la nieve de la última noche para alcanzar la hierba.<br />

“Siéntate, niña. Deja que el té te caliente y trata de comprender lo que digo.” Apretó en mi<br />

mano la taza de madera de haya ribeteada de bronce. “Tienes que haber visto cómo ha sufrido el<br />

país desde que te fuiste. A menos que estemos juntas detrás de un fuerte líder guerrero, esta Isla<br />

se convertirá en un centenar de reinos belicosos, presa de cualquier otro bárbaro que cruce el mar<br />

con su banda.”<br />

Gunarduilla se sentó sobre una piel plegada y me invitó a hacer lo mismo. No era sólo su<br />

voz lo que se había agostado. El tiempo había descolorido el oro de su cabello y maltratado su<br />

rostro como un escudo viejo.<br />

“¿Qué quieres decir?” Permanecí de pie, parpadeando cuando la luz del sol destelló en la<br />

lanza del guerrero más próximo. Un viento creciente se llevaba las últimas nubes y prendía el<br />

201


mundo allí donde la nieve había espolvoreado los marrones invernales del páramo. Levantó la<br />

ceniza de los rescoldos que quedaban entre las piedras de un fuego y un ascua moribunda brilló<br />

con resplandor rusiente.<br />

“Sólo hay un hombre con fuerza para unir la Isla”, dijo mi hermana. “Leir tuvo tres reinas.<br />

Maglaros ya tiene el apoyo de los Banalisioi y de Alba. ¿Por qué no habría de hacer lo mismo?”<br />

“¡Pero yo estoy casada ya!” El aturdimiento desjugó la fuerza de mis palabras.<br />

“¿Con el extranjero?” Gunarduilla se encogió de hombros. “Eso no fue un matrimonio<br />

real. Agantequos no hizo más que llevársete. En cualquier caso, ya le has dado el heredero que<br />

necesitaba. Déjalo que se contente con su país al otro lado del mar.”<br />

“¡Te has vuelto loca!” Luché por dominar mi voz. “¿Me estás diciendo que abandone a mi<br />

marido y a mi hijo para convertirme en la segunda mujer del hombre que te tomó por la fuerza<br />

ante todo el Consejo? ¿Ha aceptado Rigana semejante locura?”<br />

“¿Por qué no? Senouindos está muerto. Rigana nos dará el sur al igual que tú nos<br />

entregarás el centro. ¡Ni siquiera Leir puso nunca toda esta Isla bajo su poder!”<br />

“Leir está vivo aún y es a él a quien mi madre dio el derecho de defender este país. ¡Y los<br />

dioses mismos han bendecido mi matrimonio con Agantequos!”, exclamé. “¡No hay poder que<br />

haya de obligarme a poner Briga en manos de Maglaros!” Lancé el bol lejos de mí; la infusión<br />

salpicó las botas de Gunarduilla y empapó, humeando, el suelo.<br />

“¿No lo hay?”, dijo una nueva voz detrás de mí.<br />

Me torné de golpe y vi a Maglaros rodeado de las inquietas sombras negras de sus perros.<br />

Tenía el pelo tan gris como mi hermana y un manto listado de piel de gato montés lo protegía del<br />

frío. Pero calor no había en su sonrisa.<br />

“Tú fuiste instruida en la misma escuela que tu hermana y yo la derroté. Vencí al mayor<br />

guerrero de la mesnada de tu padre. ¿Crees que no puedo dominarte a ti?” Me rozó la mejilla con<br />

su mano izquierda.<br />

Mi carne se encogió al contacto. Maglaros era bueno con la espada, o lo había sido al<br />

menos. Pero se inclinaba un poco hacia un lado, como si el dolor del hombro que Artocoxos le<br />

aplastara con sus últimas fuerzas lo encorvase.<br />

Quizás puedas forzarme, monstruo, pero hasta que ese hombro sane no lo harás solo,<br />

pensé con crueldad.<br />

Por un momento, mantuvo su vista clavada en mí, tratando de rendir mi mirada. Luego<br />

juró y se tornó hacia Gunarduilla.<br />

“¡La perra es tozuda y tenemos trabajo que hacer! ¡Métela dentro!”<br />

“Estamos cerca del Solsticio, según mis cuentas”, dijo Leir.<br />

Miré la hendija de luz que apuntaba donde la piel de toro no cubría del todo el vano de la<br />

puerta y vi la sombra de un guerrero montando guardia. Afuera el día era gélido y brillante otra<br />

vez.<br />

El valle del Verbeia estaba a dos días a caballo al sur de la llanura tumularia. Desde la<br />

nevasca caída la noche de nuestra llegada, el tiempo se había transformado en una congelada<br />

quietud, como si nada hubiera de cambiar ya más. Pero, si calculaba todos los días de huida y de<br />

lucha desde Samonia, suponía que habrían pasado unas seis semanas.<br />

La noche previa había soñado que Agantequos estaba en Udrolissa... sin duda una fantasía<br />

de mi deseo. Más probablemente, estaría ahora en la cama con Brenna, pensando que yo había<br />

renunciado a mis votos y consolándose de ello. Intenté recordar lo que sentíamos al estar juntos,<br />

pero era como el cuento de un bardo. Y mis pechos estaban vacíos y no me dolían ya cuando<br />

pensaba en mi niño.<br />

202


“Hija, ¿por qué lloras?”, preguntó mi padre entonces. Me toqué la mejilla y vi que era<br />

verdad.<br />

“Porque prometí a Agantequos que regresaría antes del Solsticio y he faltado a mi<br />

palabra.”<br />

“¿Lo amas?”<br />

Su tono portaba sólo una nostálgica curiosidad. En los días en que conspirábamos<br />

pensando de qué modo podía mi matrimonio jugar en ventaja suya, el amor no había sido nunca<br />

un factor que contase en los planes. Había pensado que todo ello se debía al desapego regio hasta<br />

que la reacción de Leir ante mi embarazo me mostró que no era así.<br />

Me moví, incómoda, tratando de hallar una posición en que la humedad del suelo no se<br />

filtrase a través de la hierba esparcida sobre él y del manto en que me arrebujaba. Nuestra prisión<br />

no era inclemente, pero hacía falta algo más que unos cuantos helechos secos para tornarla<br />

habitable en esta época del año.<br />

“¿Amabas a mi madre?” Leir a menudo me había dicho que así era, pero pensé que en<br />

aquel momento yo sería capaz de discernir la verdad.<br />

“La amé...”, dijo ásperamente. “Pero nunca supe si ella me amaba o si sólo hacía lo que<br />

exigía la salvación de sus tierras. Me mostró los lugares sagrados de Briga y me enseñó las<br />

obligaciones de un rey. Este páramo era uno de los espacios donde los Antiguos obraban magia<br />

por el país. Me pregunto si esta es la razón de que Gunarduilla nos trajera aquí...” Suspiró y, por<br />

un instante, pensé que había terminado lo que quería decir.<br />

“Vine aquí con Fieret y Talorgenos, se diría que una vida entera atrás”, continuó.<br />

“Hicieron nuevos signos en las piedras para ligarme al país. Después ella me besó y me prometió<br />

lealtad. Pero yo sabía que tenía que haber hecho la misma promesa a su anterior marido...”<br />

Oí la verdad en su voz y alargué la mano para tomar la suya.<br />

“Pensaba que podía estar seguro de tu amor, cuando menos. Y luego pensé que me habías<br />

traicionado.”<br />

Próximos como estábamos, él sintió que me tensaba y retiró la mano. Por un momento,<br />

nuestra áspera respiración fue el único sonido. Como si de burla se tratase, la melodía de la flauta<br />

de hueso se elevó y declinó en el exterior.<br />

“Amo a Agantequos”, dije por fin, “tal como tú amaste a mi madre. Lo amo como esposa<br />

y como reina sagrada. ¿Es éste el tipo de amor que tú tenías por mí? Yo creía”, forcé las palabras<br />

a través de labios agarrotados, “creía que entre nosotros había algo menos común, y más<br />

maravilloso. ¿No lo crees ni siquiera ahora? En la Asamblea dije que lucharía por ti y eso he<br />

hecho. Dije que te daría el amor de una hija. ¿No hay palabras para eso? ¿Ni siquiera aquí, ni<br />

siquiera ahora, puedes entenderlo?”<br />

Me arrojé al suelo, sobre los helechos, sollozando.<br />

“Comprendo... muchas cosas.” Tras lo que pareció un tiempo muy largo, sentí el toque<br />

gentil de la mano de mi padre en mi pelo.<br />

“Comprendo que en alguna parte hay un hombre solo, preguntándose si lo amas aún como<br />

yo me preguntaba si me amaba Fieret. Comprendo que hay un niño que no sabe por qué se ha ido<br />

su madre. Comprendo que, porque yo fui un loco, el ciclo del abandono empieza otra vez...” Le<br />

tembló la voz. “¡No debe continuar!”<br />

“Tuve tales sueños cuando llegué a estas tierras por primera vez...”, prosiguió. “Pasé por<br />

los viejos ritos del matrimonio para servir a un propósito mayor, pero el propósito era mío. Quise<br />

hacer mío el país por conquista, tal como un hombre cree que puede hacer suya una mujer por<br />

plantar en ella su semilla. Creí poder labrar mi nombre de un modo tan firme en la Isla que yo no<br />

muriese nunca. Y ahora soy un prisionero, y por fin empiezo a entender que el poder reposa no en<br />

203


lo que yo pueda tomar, sino en aquello que esté dispuesto a dar...”<br />

Yo lloraba aún, pero mis lágrimas eran ahora balsámicas. Yací en el suelo frío, pero sentí<br />

invadirme el calor mientras mi padre me acariciaba el pelo.<br />

“Todo este tiempo, con tanto correr, nos ha faltado el aire para conversar siquiera”, dijo<br />

Leir. “Háblame del hombre que ganó tu amor. Háblame de ese nieto al que nunca he visto...”<br />

Me incorporé gimoteando aún.<br />

“Se llama <strong>Bel</strong>inos y su cabello es como el sol...”, empecé.<br />

“Puedo forzarte...”, dijo Maglaros sujetándome el rostro de modo que no pudiera zafarme.<br />

Mis narinas se dilataron ante el hedor repugnante de su herida. Cerré los ojos, tratando de ignorar<br />

el dolor de mis manos atadas. La luz de un nuevo día destellaba en la nieve. La fase de razonable<br />

discusión no había durado mucho tiempo.<br />

“¡Inténtalo!”, le espeté a través de los dientes prietos. “¡Le daré a ese hombro un golpe<br />

más cruel que el de Artocoxos!”<br />

Me soltó y abrí los ojos justo a tiempo para ver su puño llegar y rodar con él. Hubo un<br />

movimiento convulsivo cerca y Leir gruñó cuando el guardia lo forzó a estar quieto.<br />

“¡Padre, calma!” La boca empezó a escocerme, pero me tragué las lágrimas. “¡No puede<br />

hacerme verdadero daño!”<br />

“¿Qué, si ordeno a mis hombres que te fuercen?”, rugió Maglaros enrojeciendo.<br />

Contemplé los guerreros alrededor. Eran hombres tribales de los montes de Alba, robustos<br />

y de cabello oscuro. Los tatuajes del Pueblo Pintado eran visibles bajo sus faldas y los bastos<br />

mantos que los cubrían... y miraban ya de soslayo al señor Quiritani al que llamaban rey.<br />

“¿Crees que te obedecerían?” Reí a través de labios abotargados. “Saben quién soy...<br />

saben que la Diosa secaría sus vedijas como manzanas marchitas, si se prestasen a semejante<br />

blasfemia. La Señora se entrega a sí misma a su propio tiempo y estación. Y yo me he entregado<br />

a Agantequos de Moridunon”, dije orgullosamente. “Él me defendió cuando todos los que amaba<br />

se volvieron contra mí. Yo le he dado un hijo. Y no necesito ningún otro hombre.”<br />

“¡Él!” Maglaros soltó un áspero bufido que pretendía ser risa. “¿Dónde está él, pues,<br />

ahora que necesitas su protección?”<br />

“No es falta suya. ¿Qué razón tenía yo para temer a mi propia familia en mi propio país?”<br />

“¿Crees que tu hombre es un héroe?”, me espetó Gunarduilla. “Lo alabas por haberte<br />

defendido en la Asamblea, pero ¿quién crees que nos dijo lo de tu embarazo?”<br />

Por un instante me callaron. A nuestras espaldas, alguien cortaba leña. Sentí cada tajo en<br />

mi carne, tal como sentía las palabras de Maglaros. ¿Podía Agantequos habérselo dicho, sabiendo<br />

que ello volvería a mi padre contra mí y me forzaría a caer en sus brazos? Cerré los ojos,<br />

invocando la imagen de su rostro pecoso y sus ojos azules. Yo había visto el dolor en aquellos<br />

ojos cuando estaba exiliada. Sin duda habría percibido su deshonestidad.<br />

“Si él os lo dijo, debió tener una buena razón para hacerlo. No fue honrosa, sin embargo,<br />

la forma en que escogisteis revelarlo, ni el momento. Pero todo esto no cambia nada. Aun en el<br />

caso de que pudieras tomarme por la fuerza, Maglaros, no lograrías obligarme a darte el poder.<br />

Incluso ella lo sabe...” Y señalé con la cabeza a Gunarduilla. “Tu no eres rey de Alba porque la<br />

derrotases en combate, sino porque ella aceptó que el vencedor en aquella lucha gobernaría.”<br />

“¡Él y yo reinamos juntos!”, chilló mi hermana. “¡Eres tú la que se opone ahora a la<br />

voluntad de la Diosa!”<br />

“¿Es así cómo restauráis las antiguas tradiciones?”, le grité en respuesta. “¡Ni siquiera<br />

tenéis idea ya de lo que son! Tú no eres su compañera, sino su esclava. ¡Las antiguas costumbres<br />

no incluían forzar a la reina sagrada!”<br />

204


“¡Leir forzó a mi madre!”, berreó Gunarduilla.<br />

“La gané en batalla limpia y ella aceptó tomarme como su protector”, gruñó Leir. “Y los<br />

dioses bendijeron el país...”<br />

“Yo no digo que la conquista Quiritani fuera justa, pero no podéis hacer retornar el río a<br />

su fuente”, interrumpí. “Las antiguas costumbres no fueron destruidas, o ¿para qué me<br />

necesitaríais ahora? La sangre del Pueblo Pintado y de los Quiritani se ha mezclado ya demasiado<br />

para que podamos vivir de otro modo que por un matrimonio de las tradiciones.”<br />

“Un matrimonio es lo que te estamos ofreciendo...”, dijo Maglaros, y yo vi que no había<br />

entendido nada en absoluto. “Y si no puedo tomar de ti la realeza, hay otros tipos de fuerza que te<br />

persuadirán a dármela...”<br />

Lancé una fugaz mirada a mi padre y Maglaros rió. Leir se alzaba como si las correas<br />

alrededor de sus muñecas fueran pulseras, más regio en su cautividad que nunca en su poder; pero<br />

con los rayos despiadados del sol derramándose plenamente sobre él, percibí que ni siquiera<br />

después de su enfermedad había estado nunca tan frágil. La luz brillaba como a través de su<br />

cuerpo. No podría resistir mucho tormento y, si lo amenazaban, ¿qué podría hacer yo?<br />

“Paz, hija. No se atreverán a hacerme daño por la misma razón que no te lo harán a ti. Mi<br />

cabeza es sagrada, y viejo y enfermo como estoy, cualquier maltrato acabaría conmigo. Pero mi<br />

maldición al morir los arrasaría a todos. Mi muerte está en manos de los dioses...”<br />

“Hay otra forma”, dijo Gunarduilla con aspereza. Leir se volvió para mirarla y sonrió.<br />

“Sólo con mi voluntad, y tú lo sabes bien. Éste es el misterio del rey...”<br />

“¿Qué quieres decir?”, salté, sintiendo en el vientre una aprensión que no acababa de<br />

entender.<br />

“Estoy a salvo, criatura. Hagan lo que hagan no pueden dañarme.”<br />

Oí las palabras como verdad, pero debían de ser mentiras para sosegarme, ¿o estaba<br />

perdiendo el juicio otra vez?<br />

“Padre...”, empecé, pero mi protesta se perdió en el bramido de un cuerno.<br />

Como un eco adelante y atrás que cruzase el valle, otros replicaron. Durante un momento,<br />

abrigué esperanzas; pero los cuernos de Alba entonaban saludo, no desafío. Oímos luego ruido de<br />

cascos de caballo; una numerosa compañía se nos acercaba. La piel de toro al viento, estandarte<br />

de los Ai-Zir, apareció al filo del monte y después llegaron los jinetes, chillones en sus ropajes<br />

coloridos importados del sur y fulgentes de oro.<br />

Rigana cabalgaba bajo un palio carmesí. Los dos guerreros que lo portaban eran jóvenes;<br />

rubio uno de ellos con el cabello sujeto en un moño y el otro moreno y esbelto como Rigana<br />

misma. Yo los había visto en el sur, observando a la reina como dos perros a un solo hueso. Me<br />

preguntaba a cuál de los dos habría favorecido ella.<br />

Su mirada pausó un momento al descubrirme, luego continuó. Gunarduilla avanzaba ya a<br />

grandes pasos para abrazarla. Maglaros esperó detrás y sonrió cuando la postura de Rigana se<br />

hizo visiblemente más seductora. El beso con el que ésta saludó a su cuñado fue demasiado largo<br />

y cálido para ser fraternal y sus dos escoltas torcieron el gesto. Yo había estado segura de que<br />

Gunarduilla mentía al proclamar la alianza de Rigana, pero me hundí al comprobar mi error.<br />

“¿Te encontró mi mensajero, entonces?”, preguntó Gunarduilla deslizando su brazo a<br />

través del de Rigana y llevándola junto al fuego.<br />

“En efecto... y hemos corrido mucho para estar aquí antes del Solsticio. Los tienes, pues,<br />

tal como prometiste. Es evidente que has estado ocupada, hermana, pero tus persuasiones parecen<br />

haber tenido menos éxito que tu espada...”<br />

Una vez más, la mirada enigmática de Rigana reposó sobre mí.<br />

“Cridilla es obstinada, como siempre”, dijo Gunarduilla. “Pero quizás haya un modo de<br />

205


obligarla. ¡Ella y Leir no son nuestros únicos rehenes!”<br />

Maglaros hizo un gesto y dos de los guerreros vinieron hacia nosotros, portando algo que<br />

al principio creí un animal, todo sangre, porquería y pieles ajironadas.<br />

Pero ningún cazador dañaría queriendo a su presa de este modo. Cuando lo arrojaron al<br />

suelo, vi que era un hombre. Luego se movió y reconocí el pelo oscuro listado de plata. Cuervo<br />

gimió al patearle Maglaros las costillas y yo me tragué la bilis. Mi padre había cerrado los ojos un<br />

instante, pero ahora observaba a Cuervo con un rostro como la piedra.<br />

“¡El Senamoi!” Rigana se inclinó ansiosa hacia adelante. “¿Aún tenemos al viejo loco<br />

encariñado del joven orate?”<br />

“Bien... ¿es así?”, preguntó Maglaros a Leir. El rey no respondió.<br />

“Lo quieren”, dijo Gunarduilla con disgusto. “¿No os acordáis? Acostumbraban a tratar a<br />

esa criatura como a un perro favorito. Escucha, esclavo...”, y dio una patada al cautivo. “¡Suplica<br />

a tu señora que te ayude o te haremos un poco más de daño!”<br />

Cuervo se aovilló como una bola fetal y visibles tremores le recorrieron sus miembros<br />

dañados. No le habían roto ningún hueso, pero su piel era un único hematoma sanguinolento.<br />

“¡Traidor!”, le escupió Rigana inclinándose sobre él. “¡Traidor a tu propia raza y a la<br />

nuestra! ¡Posees la antigua magia y te vendiste como esclavo por un pedazo de pan! ¡Deberías<br />

haber muerto hace catorce años!”<br />

“Espíritus vuelan con ígneas alas... el cuervo canta...”, llegó el canturreo de Cuervo como<br />

un murmurio. “Antiguos vienen con manos de hueso, dientes de piedra aviesos... pronto<br />

festejarán.” Dolorosamente, se incorporó sobre un codo y trató de enfocar su vista en mí. “Esta<br />

carne les pertenece”, dijo con claridad. Bizqueó y, por un instante, su mirada oscura sostuvo la<br />

mía. “Por la tierra y por el pueblo ha de pagarse el precio.” Luego se colapsó de nuevo, llorando.<br />

“¡Daño no! ¡No dañéis a éste más!”<br />

“Esto ha sido sólo el principio”, dijo Gunarduilla. “Pero tú lo salvaste una vez ya, Cridilla.<br />

Para detener esto, sólo tienes que decir una palabra.”<br />

“Tendréis tiempo para pensarlo”, intervino Maglaros. “Os hemos tratado con demasiada<br />

gentileza. Decís que no podemos tocaros, pero veremos lo que pueden hacer los elementos...”<br />

Su mirada pasó por encima de nosotros. Los guerreros arrastraban monte arriba una gran<br />

estructura como de ramas atadas de abedul, formando un cesto gigante. Se detuvieron con el<br />

armatoste vuelto del revés y miraron expectantes a Maglaros.<br />

“¿Para qué es eso?” Rigana alzó una ceja.<br />

“Hemos construido una bonita jaula para guardar a dos regias avecillas...”, respondió<br />

Maglaros. “¡Quizás el sol y la nieve den fuerza a nuestros argumentos!”<br />

“¿Una jaula?” Rigana apartó sus ojos con desdén del artefacto. “Tú no piensas, hermana.<br />

¿Vas a deshonrar nuestra sangre tratando a los nuestros como a esclavos? Esto no nos traerá<br />

ningún bien cuando el pueblo se entere, Gunarduilla. Disminuirá nuestro prestigio...”<br />

Mi hermana mayor frunció el ceño. “Quizás, pero hablar con Cridilla es como discutir con<br />

un muro de piedra. Y el viejo nunca ha escuchado nada que no fuera su propia voluntad.”<br />

“Ah, pero persuadiéndola las dos, se verá obligada a entrar en razones. ¡Intentémoslo al<br />

menos!” Se volvió hacia Maglaros y le dedicó una sonrisa radiante. “Vamos, mi señor, yo puedo<br />

ser más convincente. ¿No preferirías que la niña se te ofreciera de forma voluntaria?”<br />

Se lamió los labios un poco, luego hizo un gesto a sus hombres.<br />

“Dejadlo de momento. Al fin y al cabo, ya está preparado si lo necesitamos más tarde.”<br />

Rigana vino sinuosamente hacia mí y sus ropas rozaron a Cuervo como si no hubiera sido<br />

más que un montón de pieles devastadas. Me puse rígida cuando me envolvió en su aromoso<br />

abrazo.<br />

206


“¡Cede, hermana! Ríndete a mí...”, susurró al bajarme con la mano el rostro para besarlo.<br />

“Maglaros es un demente. Voy a tratar... de liberarte, y a Gunarduilla también, y reinaremos las<br />

tres como habíamos planeado. Pero debes simular al menos que cedes a su voluntad.”<br />

207


CAPÍTULO 20<br />

No veré un mundo que me sea querido.<br />

Estío sin flores,<br />

Hueras de leche las vacas,<br />

Sin modestia las mujeres,<br />

Los hombres sin valor,<br />

Capturas sin un rey...<br />

Juicios falsos de los ancianos...<br />

Cada hombre un traidor,<br />

Cada muchacho un ladrón...<br />

Un tiempo malo.<br />

-La Segunda Batalla de Mag Tured<br />

Yo era una hoja en la ventosa oscuridad... una rama a la deriva en el mar tempestuoso de<br />

la noche... Extendí las alas y cabalgué las corrientes avendavaladas del aire como un cisne. Con<br />

batidos poderosos atravesé las tinieblas, libre... libre... ¡libre!<br />

Por un tiempo, bastó estar en movimiento, no atada ni siquiera por la memoria. Después,<br />

empezó a insinuarse la necesidad de alguna certeza. ¿Dónde, en este caos, podría hallar un lugar<br />

de reposo?<br />

Dejé que el viento me impulsara hacia adelante y, cada vez con mayor claridad, se mostró<br />

la imagen que yo quería, calor, fuego. Junto a un río precipitado, vi el apagado resplandor de unos<br />

rescoldos con formas acurrucadas alrededor. Sólo un fuego titilaba aún. Una figura estaba sentada<br />

junto a él, muy tiesa, y su cabello era rojo como la llama.<br />

“¡Corcel!”, llamé. “Soy Cridilla, ¿no lo ves?”<br />

Alzó la mirada cuando pasé cerca de él y su pelo revoloteó con el viento de mis alas. Me<br />

elevé otra vez, alarmada por su palor y las marcas como antiguos hematomas bajo sus ojos.<br />

“¿Dónde estás? ¿A qué tanta tristeza?”, grité. Él se estremeció cuando volité en torno a<br />

él y se cubrió con los pliegues del manto la cabeza.<br />

“¡Corcel, te necesito! ¡Ven a mí!”<br />

Una vez más levantó la mirada, pero ahora hizo un signo de protección, como los hombres<br />

cuando sienten un espíritu cerca. Vi su boca torcerse de dolor, luego se inclinó para añadir más<br />

leña al fuego. Revoloteé desvalida. ¿Sabía él quién era la que cabalgaba la noche? O peor aun,<br />

¿pensaba que era mi espectro quien lo llamaba?<br />

“Corcel... ¡te quiero!” Mi grito era la voz muda del cisne... Luego el caos me arrastró a la<br />

oscuridad.<br />

“¿Puedes dudar de que te amo?”<br />

Por un instante, pensé que las palabras eran parte de mi sueño. Pero, al abrir los ojos, me<br />

hallé sobre un montón de helecho y tenía frío. Había sido la voz de una mujer lo que oyera y<br />

ahora un hombre le respondía, urgente y bajo.<br />

“¿No es a ti a quien he escogido?”, replicó la mujer. “Dicen que soy tornadiza, pero eso<br />

era antes de que tú y yo fuéramos uno.” Su voz temblaba de pasión. Un momento transcurrió en<br />

el que no hubo más que sonidos sin palabras. Después, ella debió de zafarse, pero le faltaba el<br />

208


aliento cuando volvió a hablar. “Sé paciente, mi héroe, paciente como yo misma he de serlo. El<br />

engaño durará sólo un poco más y tras él llegará nuestro tiempo...”<br />

Las voces se desvanecían ya, pero la mujer había hablado con el acento de <strong>Bel</strong>erion. ¿Era<br />

Rigana o una de sus mujeres? ¿Y quién era el hombre? Aún extrañada, yací escuchando al viento<br />

hasta el alba.<br />

“Hermana, sé bienvenida...”<br />

Me detuve en seco, recordando la última vez que le había oído decir a Rigana tales<br />

palabras. En aquella ocasión, vestía carmesí. Ahora ocupaba un asiento envuelta en pieles bajo las<br />

cuales cintilaba el oro. La presión de mis guardias era firme, pero no inclemente. Les dejé<br />

conducirme hasta un vellón al lado de Rigana. Cuando mis hermanas me forzaron a conferenciar<br />

con ellas tras el Consejo, yo me había mostrado desafiante. Las cosas habían ido más allá de la<br />

simple rabia. Sin una palabra, me senté.<br />

El viento de la noche previa había barrido la nieve de delante de los habitáculos y habían<br />

extendido telas allí para los festejos del Solsticio. La brisa me trajo el rico aroma de la carne de<br />

ternera, que bullía con el grano tostado en los calderos hechos de la propia piel estirada de las<br />

vacas, y de los corderos, que se asaban ensartados en espetones sobre fuegos al aire libre desde la<br />

aurora, y de las ofrendas que los cazadores hicieran de liebres y ciervos. La poca comida que yo<br />

había recibido estos últimos días era insípida y mi estómago rugía de anticipación, a pesar de mi<br />

angustia.<br />

“Si te he parecido cruel, perdóname”, dijo Gunarduilla, “pero la cortesía es un lujo.<br />

Demasiado tiempo he consumido en batallas. Sólo sé cómo responder a las exigencias del<br />

momento y no soy hábil con palabras blandas. Hermana, ¿no vas a atenerte a razones, por fin?”<br />

Aparte del torce de oro en el cuello, no había hecho más concesiones a la ocasión. Tiesa en su<br />

asiento, vestía su túnica de cuero manchada y pantalones de lana, con su manto ajedrezado<br />

envolviéndola en pliegues pesados.<br />

“No he cambiado”, dije cansina.<br />

“Has sido tozuda desde niña, Cridilla”, intervino Rigana. “Después de la Asamblea,<br />

deseábamos tu cooperación, pero ahora es una necesidad. Todo lo que hemos querido está<br />

fracasando. Si nosotras tres no podemos ponernos de acuerdo, la Diosa apartará su rostro y todo<br />

se perderá.”<br />

Pensé en las promesas que se me habían hecho mientras vacilaba entre la vida y la muerte,<br />

tras dar nacimiento a mi hijo. ¿Había sido aquélla la voz de la Diosa o sólo la de mi propia<br />

necesidad?<br />

“Pronto llegará el día más corto”, dijo Gunarduilla sombría. “Este lugar posee algo de la<br />

magia más antigua del país. Es nuestra última oportunidad de hacer volver los viejos días porque,<br />

si fallamos, el nuevo sol podría nacer muerto y el invierno reconquistaría el mundo. Hemos<br />

vertido ya la sangre de los toros sacrificados en las piedras sagradas bajo el monte. Más tarde<br />

haremos otras ofrendas. Si la Diosa las acepta, acaso levante su mano. Por nuestras vidas o<br />

nuestras muertes, Cridilla, Ella debe ser servida.”<br />

La contemplé y sentí el primer estremecimiento real de miedo. ¿Qué faz de la Señora era<br />

la verdadera, la cerda negra que devora su camada o el esplendor que a mí me confortara? Alcé la<br />

vista y descubrí dos cuervos aleteando pesadamente hacia el norte a través de un cielo arrasado<br />

por el viento. Talorgenos habría sabido interpretar este augurio.<br />

“¿Y qué de Maglaros?”, inquirí.<br />

“Soy su única esposa”, dijo Gunarduilla, “pero lo compartiré por el bien del país.”<br />

“¡Oh, Gunarduilla!” Rigana reía de pronto. “¡Tanta generosidad! Todo el mundo sabe el<br />

209


tiempo que hace que no compartes su lecho. Si toma otras esposas, ¿te preocupará en lo más<br />

mínimo?”<br />

“¡Y todo el mundo sabe con cuántos has compartido tú el tuyo!”, le espetó Gunarduilla.<br />

“No me importan los juegos de cama, sino el poder, y Maglaros me deja hacer lo que yo quiero.<br />

Lo compartiré tal como nuestras madres compartieron al viejo, ¡mientras yo sea la única reina en<br />

mi propio país! Unidad sin conquista tendremos, y paz...”<br />

Unidad, quizás, pero me pregunté si habría paz en algún país que estuviese bajo el talón<br />

de Maglaros. Y ninguna de mis hermanas había dicho qué sería de Leir.<br />

“Unámonos, Cridilla”, dijo Rigana. “¡Seamos como una sola!”<br />

A nuestras espaldas oí los gritos de los guerreros y los ladridos excitados de los perros.<br />

Después llegó un grito ahogado de dolor. Mis puños se cerraron con fuerza. ¿Qué realeza tenía yo<br />

que compartir con éstas? Pero recordé el susurro de Rigana y prefería su plan al de Gunarduilla.<br />

Tenía que conseguir tiempo.<br />

“No sé lo que hacer”, repuse con voz quebrada. “No puedo responderos. Dadme hasta el<br />

Día del Solsticio para decidir.”<br />

Gunarduilla me dirigió una mirada lúgubre. “¿El Día del Solsticio? Sí, por cierto. Con el<br />

cambio del sol todo se decidirá, ¡con y sin tu voluntad!”<br />

Risas masculinas perturbaron el aire. Maglaros y sus hombres venían hacia nosotras<br />

escoltados por un festival de perros y, tras ellos, separados por unos pocos pasos formales, los<br />

elegantes guerreros del séquito de Rigana. Muchos de ellos tenían ya en las manos cuernos<br />

colmados de bebida. Aún riendo, dejaron sus espadas en tierra junto a ellos y se sentaron en<br />

largas hileras mirándose unos a otros a través de las telas extendidas por el suelo.<br />

Maglaros se agachó con cuidado al sentarse junto a Gunarduilla y sus perros se dejaron<br />

caer expectantes tras él. Leir fue conducido a un lugar junto a mí, mientras montaban el palio de<br />

Rigana para que nos diese sombra. Sospeché que la tela roja ante nosotros era suya también, así<br />

como las fuentes de madera para la carne, pues no había observado estas exquisiteces entre los de<br />

Alba.<br />

En la distancia, oía al resto de los perros pelearse por los despojos y las vísceras de los<br />

animales cocinados. Dos de los hombres llegaron con paso solemne y depositaron la porción del<br />

héroe, todavía humeante del caldero, ante Maglaros. Para las reinas, habían reservado las<br />

porciones más tiernas del interior del muslo. Pero a Leir le sirvieron el corazón del toro.<br />

Vi cómo le cambiaba el rostro cuando le pusieron delante el plato. Su mirada encontró la<br />

de Gunarduilla y ésta apartó los ojos. Su mirada pasó entonces a Maglaros, y era la del guerrero<br />

que marcha al campo del duelo para enfrentar a su enemigo.<br />

“¿Pasa algo malo?”, preguntó el señor de Alba. “¿No aprecias mi hospitalidad?” Hubo<br />

silencio mientras más y más cabezas se tornaban, interesadas o perplejas, para ver qué diría Leir.<br />

“La acepto”, respondió el rey por fin. “Pero si tomo tu don, entonces deberás aceptar tú<br />

también lo que yo te dé...”<br />

Maglaros frunció el ceño, pero me pareció a mí que respiraba más tranquilo una vez Leir<br />

hubo comido. De pronto, no tenía yo estómago para el jugoso pedazo en mi mano.<br />

“Padre, no entiendo...”, le susurré cuando se sentó otra vez. “¿Te ha insultado?”<br />

Leir miró su plato con una torcida sonrisa. “No ha habido insulto, niña. Me ha dado la<br />

porción de un rey.”<br />

“¡Bebamos por nuestra nueva alianza!” Maglaros arrojó los restos de su carne a los perros<br />

e hizo un gesto a sus hombres para que trajeran los barriles de cerveza.<br />

“Espera, mi señor...” La voz melosa de Rigana lo interrumpió. “He traído hidromiel de los<br />

campos del sur y un regalo para ti, para que bebas de él.”<br />

210


El joven guerrero oscuro de su escolta le tendió algo envuelto en un paño de lino, mientras<br />

que su guardia Quiritani se arrodilló con un barril reforzado de bronce en sus brazos. Rigana<br />

retiró el cendal y mostró un cuerno cubierto de láminas de oro. Al ofrecérselo a Maglaros, un<br />

murmurio de admiración recorrió la asamblea.<br />

“¡Un principesco regalo, en efecto!” Maglaros sonrió, saboreando su triunfo. Tomó el<br />

cuerno y examinó las figuras de dioses y hombres repujadas a sus lados. Luego se lo tendió a<br />

Rigana para que se lo colmase. Durante un instante, el jovial borboteo del hidromiel al<br />

derramarse fue el único sonido.<br />

“Un brindis por ti, mi rey...” Rigana se lo devolvió y llenó del barril su propia copa. “¡Que<br />

siempre seas tan dichoso como ahora!”<br />

La miré con disgusto. ¿Dónde estaban todas sus promesas? Rigana sorbió su hidromiel,<br />

observando al hombre al que había dado su promesa de matrimonio, mientras los demás alzaban<br />

sus jarras y sus cuernos.<br />

“¡Vida al rey!”, clamaron. “¡Vida y prosperidad!”<br />

“¡Muerte!”, sonó un grito cuando Maglaros se llevó el cuerno a los labios. “¡Detente!<br />

¡Hay muerte en ese cuerno!”<br />

Los jefes levantaron la vista atónitos cuando el joven oscuro de Rigana se arrojó sobre el<br />

que había hablado y cayó con él peleando al suelo. Era el muchacho Quiritani.<br />

“¡Cogedlos!”, tronó Maglaros aferrando el cuerno aún. Un instante más y ambos<br />

combatientes estaban inmovilizados en las manos de los guardias, escupiéndose aún insultos uno<br />

a otro en una indescifrable mezcla de Quiritani y lengua antigua.<br />

“¿Qué significa esto?” Maglaros se puso en pie, con el cuerno todavía en la mano. Su voz<br />

era firme, pero el color le había refluido de la piel.<br />

“Señor, no bebas”, jadeó el Quiritani. “Veneno...”<br />

“Tonterías”, dijo Rigana en el silencio que siguió. “Yo he bebido del mismo barril hace un<br />

instante. ¡Pero vaciadlo y rellenadlo de orina de caballo o cerveza agria, lo que prefiráis, si tenéis<br />

miedo!”<br />

Deliberadamente, volvió a llenar su copa del barril y se la bebió de un trago. Su voz era<br />

tan firme como la de Maglaros, pero sobre las pieles que la cubrían, a la altura del cuello, pude<br />

verle el pulso acelerado. Maglaros emuló su mirada desdeñosa y levantó el cuerno una vez más.<br />

“No el hidromiel, sino el cuerno...”, dijo Gunarduilla de pronto. Su rostro se había<br />

convertido en una máscara. “El tósigo podría estar en el cuerno mismo. Dáselo a probar a<br />

alguien...” Su mirada de piedra recorrió las hileras de boquiabiertos guerreros; luego señaló a<br />

uno. “¡Dáselo a él!”<br />

Rigana se había puesto en pie y su copa rodaba descuidada por los suelos.<br />

“¿Qué estás haciendo?”, gritó cuando Maglaros pasó su cuerno a uno de los hombres que<br />

sujetaba al guerrero oscuro. “¡Ése es uno de mis guardias!”<br />

“Cierto”, dijo Maglaros secamente. “Bebe, muchacho, y déjanos ver qué clase de regalo<br />

es el que tu señora pretendía darme.”<br />

El joven se irguió, tomó el cuerno de su captor y lo alzó en saludo a su reina. Luego se lo<br />

llevó a los labios. Vimos los músculos de su cuello laborar esforzados al tragar el brebaje. Apuró<br />

el recipiente y lo devolvió, fijos sus ojos en Rigana. Y todo el tiempo ella lo contempló con la<br />

misma fijeza. Sus dos captores lo habían soltado ya y el resto se había apartado de él, de modo<br />

que Rigana y el joven quedaron frente a frente en el centro de un círculo de hombres.<br />

El muchacho aguantó y vi la esperanza saltar en los ojos de su señora. Luego su rostro se<br />

crispó de dolor. Se quedó rígido, combatiendo el mal, pero la convulsión que poseía sus músculos<br />

era mayor que cualquier voluntad. Como en un gesto de salutación final, uno de sus brazos azotó<br />

211


el aire. Luego cayó, retorciéndose desvalido. No duró mucho. Un momento después se combó<br />

como un arco, cayó hacia atrás y dejó de moverse.<br />

Rigana se llevó un puño a la boca. Los ojos del joven guerrero mostraban el blanco de una<br />

ciega agonía, pero él no había emitido ni una sola queja.<br />

“Una muerte brava, aunque inútil...”, dijo Maglaros sin alterar la voz, pero yo percibí los<br />

finos temblores del susto bajo su piel.<br />

“Así mueren todos los que viven por la traición”, repuso Gunarduilla.<br />

Leir alargó la mano y la sentí prieta en mi brazo, pero no podía apartar los ojos de allí.<br />

Rigana se arrodilló junto al cuerpo. “Ilf”, susurró. “Ilf, esperaba por ti.” Había sangre en<br />

los labios del muchacho allí donde se había mordido para negarse el dolor. Ella se inclinó y la<br />

limpió con un beso. Luego palpó bajo su túnica, como si, incluso ahora, buscase en él el eco de<br />

un latido.<br />

Pero al erguirse, vislumbré un destello de metal en su mano. Se levantó infirme,<br />

abrazándose a sí misma como si tuviera frío, pero vi la fina forma de una hoja oculta en los<br />

pliegues de sus ropas. Enfrentó a su hermana. En el blanco-muerte de su rostro, sus ojos eran<br />

como pozos.<br />

“¡Tú!” Su siseo cortó claramente el aire quieto. Avanzó hacia Gunarduilla como alguien<br />

que caminase sobre una capa delgada de hielo. “¡Loca! ¿Hablas de poder? ¡Te has convertido en<br />

la sombra de este monstruo que te gobierna y que te ha despojado de toda virtud! ¡Eres tú quien<br />

ha traicionado a tu madre y a las antiguas costumbres y a mí!” Rigana dio un paso más y le<br />

escupió.<br />

Gunarduilla no se amedrentó. No entonces, no hasta que el pequeño puñal cintiló en la<br />

mano de Rigana. En ese instante, Gunarduilla se evaporó en acción; tomó la espada que yaciera<br />

detrás de ella, la desenvainó con el gesto límpido y fluido que Osa Madre nos enseñara y fustigó<br />

con el brazo trazando una espiral que condujo la punta de la hoja a través de la garganta blanca de<br />

Rigana, mientras ésta golpeaba todavía el espacio que Gunarduilla ocupara.<br />

Sangre salpicó las telas rojas. El cuchillo voló centelleando de los dedos de Rigana. Ella<br />

cayó como cae un árbol, de una pieza, y su última sangre empapó la tierra dura formando una<br />

corriente escarlata que viboreó hacia la mano extendida de su amante.<br />

“Rigana”, susurró Leir. “¡Mi niña!”<br />

Bajé los ojos, vi sangre gotear del trozo de carne que aún sostenía y lo arrojé lejos de mí.<br />

Un cuervo que había estado posado en el abedul se lanzó en picado, cogió el pedazo en el aire y,<br />

con un graznido triunfal, se lo llevó de allí.<br />

El sonido rompió el sortilegio. Uno de los guerreros de Rigana se arrojó sobre el joven<br />

Quiritani, que aferraba el cuchillo perdido por Rigana y le golpeó gritando. De repente, hombres<br />

luchaban por todas partes alrededor: Albaneses de Gunarduilla contra los de <strong>Bel</strong>erion, Quiritani<br />

contra los de la vieja raza, y los Ai-Zir combatieron contra unos y otros hasta que pudieron<br />

alcanzar sus ponis y partir de allí al galope.<br />

Cuando la refriega terminó, más sangre, aparte de la de Rigana, rubificaba el suelo y los<br />

cuervos, esperanzados, se aposentaban en los abedules pálidos. Maglaros regresó a los restos del<br />

banquete con grandes zancadas y clavó en su esposa la vista, que le devolvió una mirada de<br />

piedra con la espada de punta enrojecida aún en la mano.<br />

“Bien hice en casarme con una guerrera”, dijo él ásperamente. “¡Buena labor la del día en<br />

que te conquisté!” Pateó los miembros contorsionados de Ilf. “Llevaos a éste con el resto y haced<br />

una pira para quemarlos. Pero la mujer se la daremos a la tierra y construiremos un túmulo sobre<br />

su cuerpo, puesto que era reina...<br />

“Como tú...” Me enfrentó de pronto. “Pero ya he terminado de implorar alianzas y de<br />

212


mostrar misericordia. ¡Lo que necesite lo tomaré y tu única elección será cuánto dolor habré de<br />

infligir a aquellos que amas antes de rendirte a mí!”<br />

Me puse en pie y alargué las manos para ayudar a mi padre a levantarse, pensando que<br />

con mi destreza en la lucha a manos desnudas acaso podría herir a unos pocos antes de caer yo<br />

misma. Leir se apoyó en mi hombro, aferrándolo dolorosamente.<br />

“Ya empieza”, dijo en voz baja. “Así empieza. Hija, reserva tu fuerza. Tenemos un<br />

agotador camino por delante...”<br />

“Traed la jaula”, dijo Maglaros, “y meted en ella a la muchacha y al viejo.”<br />

Gunarduilla no se había movido. No durante la lucha, ni mientras nos empujaban a<br />

nuestra prisión, ni cuando se llevaron el cuerpo de Rigana. Todo ello transcurrió mientras ella<br />

permanecía tan silenciosa como la hermana a la que había yugulado.<br />

“Cridilla... hermana, escúchame...”<br />

Me estremecí al notar el primer beso de la nieve. Pero no fue éste lo que me despertó.<br />

Alguien estaba junto a la jaula. Me torné con cuidado de no inquietar a mi padre y vi una sombra<br />

más oscura en la penumbra.<br />

“No tengo nada que decirte.” Mantuve baja la voz.<br />

“Asiente a lo que diga Maglaros o simula hacerlo”, dijo como si yo no hubiera hablado.<br />

“No es él mismo. No sé lo que hará...”<br />

La creí, recordando la herida del hombro. Pero, aunque la salud devolviese a Maglaros el<br />

autodominio, dudaba de que ello pudiera alterar sus ambiciones.<br />

“Nos matará, Gunarduilla”, le respondí con frialdad. “Y entonces te quedarás sola.”<br />

“¿No puedes ceder un poco por el bien del país?”<br />

“¿No puedes tú ayudarnos a huir de esta jaula?”<br />

“No serviría de nada”, susurró. “Sus perros... os cazarían.”<br />

“Entonces opóntele. ¡Tú eres la reina!”<br />

“Maglaros es el rey. No queda nadie más que pueda gobernar. ¿Crees que hemos hecho<br />

todo esto por placer? Debo apoyarlo, o todo lo ocurrido hasta ahora no habrá servido de nada. Ya<br />

oigo clamar la sangre de Rigana desde el suelo. ¡Cridilla, tienes que rendirte!”<br />

Su voz temblaba como la cuerda de un arco tensada al máximo y comprendí que me decía<br />

tanta verdad como se atrevía a ver.<br />

“Si lo hago, ¿liberará a nuestro padre?”<br />

Hubo silencio. Me dejé yacer otra vez y, pasado un rato, la sombra que era mi hermana se<br />

fue de allí.<br />

Dos noches al aire libre me habían enseñado a percibir la mínima caída de la temperatura,<br />

cada cambio en el viento, y desde aquella tarde habían estado avanzando nubes grises desde el<br />

oeste, prestas para soltar su carga de nieve. Leir reposaba quedo a mi lado. Me acurruqué junto a<br />

él, para darle calor y para dármelo. Nuestros mantos se los habían llevado al enjaularnos. ¿Cuánto<br />

tiempo, me pregunté, esperaba Maglaros que sobreviviéramos?<br />

Pero al menos mi padre y yo éramos libres de compartir el calor que quedaba en nuestros<br />

cuerpos. A Cuervo lo habían amarrado y colgaba del gran abedul, solo entre la tierra y los cielos.<br />

Oí detenerse la respiración de mi padre, luego tosió. Lo agarré con fuerza, sintiendo el<br />

dolor sacudir su cuerpo como si fuera el mío propio. No era la tos honda y desgarradora de su<br />

enfermedad... no aún, pero era ya dañosa. Extendí la mano para acariciarle el cabello y dejé<br />

reposar la palma sobre su frente.<br />

“¿Tengo fiebre?”, susurró.<br />

“Cálmate, padre...” En realidad, su piel estaba demasiado fría.<br />

213


“Si empiezo a balbucir, dímelo. Lo único que debo temer es la fiebre. Me asusta su locura.<br />

Me asusta morir de un modo inútil.”<br />

“¿Es útil la muerte alguna vez?”, le pregunté con amargura. “No veo el sentido en cómo<br />

cayó Rigana...” Noté más nieve y me acurruqué alrededor de él en un vano intento de protección.<br />

“Incluso ella”, tosió otra vez, “era fiel a algo. Pero no murió como una reina. Ése es el<br />

misterio. Durante muchos años lo he tenido olvidado, pero ya no puedo seguir huyendo. Ésa es la<br />

única arma que aún me queda y lo que Maglaros teme más.”<br />

Lo estreché más fuerte. “No entiendo lo que quieres decir.”<br />

“Hay poder en la muerte de un rey... poder para maldecir o para curar...”<br />

Yo había descendido a la oscuridad sin temer mi propia muerte. ¿Por qué me aterrorizaba<br />

el pensamiento de la suya? ¿Era porque en el lecho de partos había corrido el riesgo natural de<br />

una mujer, que yace para dar la vida a sus hijos tal como los hombres marchan para defenderlos?<br />

¿O era porque entonces yo no estaba en mi propio país? Había creído que podría enseñarle a Leir<br />

lo que le debía al país que gobernara, pero era él quien estaba enseñándomelo a mí.<br />

“Estás vinculado a este lugar, ¿no es eso? ¿Es lo que querías decir cuando me contaste que<br />

mi madre te había traído aquí? Yo pertenezco a Briga por sangre y por nacimiento, y tú por el<br />

ritual. ¿Es ésta la razón de que sea lo que sea lo que nos ocurra aquí tendrá tanto poder?”<br />

“Gunarduilla lo sabía”, respondió Leir, “y se lo dijo a Maglaros. Él lo cree sólo a medias,<br />

como lo creía yo, pero no se atreve a dejarme vivir y desea el poder que mi muerte puede<br />

otorgarle tanto como me teme. El país está enfermo ya. El tiempo se vuelve más y más frío. ¿Qué<br />

decidiré?” Movió inquieto la cabeza contra mi brazo. “¿Hacer de mi muerte una maldición contra<br />

aquel que está destruyendo todo lo que intenté construir, o un don que cure el país?”<br />

Y qué opciones tenía yo, me pregunté entonces. ¿Viviera mi padre o no, qué decisiones<br />

me quedaban a mí?<br />

Copos de nieve se fundieron en mis mejillas como lágrimas. Una cuerda chirrió en el<br />

abedul y pensé si la muerte de Cuervo tendría un propósito también. Poco a poco la cabeza de<br />

Leir se volvió pesada en mi brazo y, cuando supe que dormía, caí en una turbada duermevela.<br />

Soñé que estaba otra vez con Osa Madre en la Isla de Niebla. Acabábamos de cazar un<br />

ciervo. Ella le tajó la garganta y sostuvo la cabeza del animal mientras su vida se derramaba en<br />

lenta corriente.<br />

“Recuerda”, estaba diciéndome, “deja siempre a la sangre nutrir la tierra.”<br />

Luego la escena se desvaneció, pero Osa Madre se hallaba aún ante mí, una forma trémula<br />

como la que yo encontrara cuando recorrí las sendas del espíritu.<br />

“Madre”, grité, “me han enjaulado como a una bestia. ¿Qué puedo hacer?”<br />

“La jaula retiene sólo el cuerpo”, replicó, “no a ti...”<br />

“¡No puedo hacerlo!”, exclamé. Ya fuera a causa del frío o del miedo a no poder retornar,<br />

si dejaba mi cuerpo, había sido incapaz de penetrar en el Otromundo desde la jaula.<br />

“¡Recuerda tu canción, Áspid! ¡Recuerda la canción!”<br />

Como si fuera parte del sueño, fui consciente de que alguien cantaba. Pero no era Osa<br />

Madre, ni yo. El dolor en mi pies me dijo que estaba despierta. Unas pocas estrellas titilaban<br />

burlonas a través de los barrotes de la jaula. El cielo había empezado a despejarse y la<br />

temperatura descendía.<br />

“Una y veinte aves negras puedes ver... en el árbol pender... Tres noches del tejo<br />

montañés... y una del fresno en los valles... y dos noches del abedul que en el páramo nace...” El<br />

canturreo monótono llegaba de Cuervo. “¿Quién puede decir...?”, rió de pronto, “¿lo que traerá el<br />

fin?”<br />

“Cuervo... ¿puedes oírme?” Incorporándome sobre un brazo lo llamé suavemente.<br />

214


“Dos cisnes en una jaula y un cuervo en el árbol”, respondió. “Pero éste está más cerca de<br />

las estrellas...”<br />

“Cuervo, perdóname. ¡Tendría que haberte hecho partir!”<br />

“Éste huyó del tejo y fue capturado por el fresno. Tú y el radiante lo rescatasteis...”, cantó.<br />

“Catorce vueltas del sol evadió él su destino, pero el abedul es más viejo y lo ha atrapado al fin.”<br />

Reconocí al menos una referencia en estos dislates. Yo lo había salvado de un fresno.<br />

“Los espíritus esperan abajo con fauces abiertas, con mandíbulas chasqueantes. Este<br />

cuerpo lo consumirán y, cuando el viento cante a través de los huesos, los espíritus le darán un<br />

nuevo cuerpo, ¡y éste trepará por el árbol del mundo a los astros!”<br />

Me tragué las lágrimas. Cuervo había vivido siempre en su propia versión de la realidad,<br />

pero su extraña sabiduría había salvado a mi padre de la locura. Ahora Leir estaba cuerdo de un<br />

modo que me asustaba y era Cuervo el que había perdido el juicio.<br />

“No comprendes el peligro en que estás...”, exclamé. “¡Te han pegado hasta descalabrarte<br />

y ahora pendes de un árbol!” Abajo en el campamento, uno de los perros aulló y el resto le hizo<br />

coro.<br />

“No llores. No llores, Áspid...”<br />

¿Cómo podía oírme, en su dolor?<br />

“Éste estaba destinado a ser un cantor de su pueblo... como Habla-a-Espíritus.” Su voz se<br />

quebraba angustiosamente. “Éste colgó del árbol de la prueba, y tuvo miedo, y huyó...” Contuvo<br />

el aliento cuando la soga crujió otra vez.<br />

¡Cuervo, Cuervo... enloquece otra vez!, gritó mi espíritu. ¡Que la demencia se te lleve el<br />

dolor!<br />

“Los espíritus aguardan”, prosiguió. “Ha de acabar. Pero Cuervo tiene miedo...”<br />

Podía oírlos susurrar justo bajo el umbral de mi oído. El aire estaba estremecido por sus<br />

alas. El sonido creció. ¿Era el aullido de los perros o los espíritus llamando a Cuervo y a mi padre<br />

lejos de mí?<br />

El gemido de Cuervo me tensó cuando los ladridos se hicieron más fuertes. Su garganta se<br />

abrió a un grito claro, agudo, y su angustia fue contestada por los canes.<br />

“Canta, Cuervo”, susurré, “¡canta tu canción de poder! ¡También yo tengo miedo!”<br />

“¿Tenéis bastante calor? ¿Estáis bien de alimentos?” Las burlas de Maglaros llegaron<br />

opacamente a través del peso del sueño que cayera sobre mí con la aurora. Aturdida, me enderecé<br />

sobre un codo y bizqueé contra el resplandor del sol en la nieve fresca.<br />

“¿Estás dispuesta a servirme?”, continuó Maglaros.<br />

“Cuando las estaciones corran hacia atrás...”, murmujeé. “¡Cuando los astros empiecen a<br />

caer!”<br />

“¿Osas desafiarme? ¡Mujer, tengo tu vida en mi mano!”<br />

Me encogí de hombros y me tumbé otra vez. No se parecía mucho a una vida lo que me<br />

quedaba. Vi a Gunarduilla de pie ante la puerta de la casa, detrás de él, pero ni habló ni lo siguió.<br />

Maglaros sacudió los travesaños de nuestra jaula. “¡Puedo matarte!”, gritó. “¿No lo<br />

comprendes?”<br />

Leir se movió junto a mí. “No osarás dejar que nuestra sangre moje el suelo”, dijo<br />

cansino.<br />

Maglaros juró. Pude sentirle observarnos, pero no abrí los ojos para devolverle la mirada.<br />

“No la vuestra, quizás”, dijo por fin. “Pero hay otros cuya sangre no es sagrada. Este<br />

esclavo os ha entretenido ya bastante tiempo. Ahora me divertirá a mí...” Gruñó y se alejó de<br />

nosotros.<br />

215


Le oí dar órdenes y me incorporé para ver. Sus guerreros preparaban un fuego cerca del<br />

abedul. Otros se apoyaban en sus lanzas y alejaban a los perros, que trataban de llevarse las ramas<br />

jugando. Habían arrancado ya el resto de los andrajos de Cuervo, que parecía ahora una liebre<br />

despellejada, con su carne exigua toda amoratada y anavajada, temblorosa.<br />

Yo temblaba también, pero no de frío.<br />

“¿Qué hacen?”, preguntó Leir.<br />

Del árbol llegó risa y una exhalación de dolor. El rey se sentó derecho, vio lo que los<br />

hombres estaban haciendo y rugió. La sangre le corría ya a Cuervo de una docena de lanzadas en<br />

el pecho y los flancos, y los perros lamían las gotas brillantes del suelo.<br />

“Triste estipendio por todo el servicio que me ha hecho...”, dijo el rey.<br />

“Cierto, comió en tu mesa”, respondió Maglaros volviendo a nosotros. “Guardó tu sueño.<br />

Te guió por las tierras salvajes. ¿Dejarás que su vida sea el precio de tu orgullo? Sálvalo, tú, que<br />

fuiste rey. Entrégame tu soberanía.”<br />

Leir quedó en silencio. Maglaros se encogió de hombros e hizo una señal, y uno de los<br />

guerreros desenvainó una daga con la hoja de antiguo bronce, que era más frágil pero mucho más<br />

afilada que cualquier espada de hierro. Agarró la pierna de Cuervo y empezó a sajar la carne del<br />

mismo modo que lo hubiera hecho de un jamón colgado en el humero para llevar un pedazo a la<br />

cámara de festejos.<br />

Mi grito se perdió en el primer alarido agónico de Cuervo. Aferré el travesaño de la jaula.<br />

Maglaros cogió la sanguinolenta tira de carne de manos de su hombre y la agitó, y yo me aparté<br />

cuando la sangre caliente me salpicó la mano.<br />

“¿No tenéis hambre?”, ladró, y yo tuve arcadas y me alegré de que no nos hubieran<br />

alimentado durante dos días. “Bueno, muy a menudo compartió él la cena de los perros. ¡Ahora<br />

les dará de comer!”<br />

Sus canes brincaron, brillantes los ojos de inocente apetito y él arrojó la carne de Cuervo<br />

al aire. Al caer, sus gañidos se desintegraron en un tumulto de regruñidos y aullidos. El hombre<br />

del cuchillo agarró la otra pierna de cuervo con su mano ensangrentada.<br />

“Esto es abominación...”, dijo Leir. “¡Esto no es obra de un guerrero, ni de un rey!”<br />

Maglaros torció el gesto. Me di cuenta de pronto que había sujetado la carne de Cuervo<br />

con la mano izquierda, la misma con la que había hecho todo desde que nos tomara prisioneros.<br />

“¡Ya no es un guerrero!”, grité. “El golpe de Artocoxos lo lisió. ¡Hombres de Alba,<br />

escuchad! ¿Vais a seguir a un rey tullido?”<br />

Algunos de los guerreros se volvieron, pero la mayoría estaba muy entregada a su<br />

diversión para escuchar. Un guardia aplicó una lanza ardiente a las heridas de Cuervo para cortar<br />

la hemorragia y el hedor a carne quemada contaminó el aire. El estómago vacío se me revolvió y<br />

tuve arcadas de bilis.<br />

“Cuando me des tu poder me curaré”, siseó Maglaros.<br />

“Cuando estaba loco no hice daño a nadie”, dijo Leir, “¡pero tú eres un perro rabioso!<br />

¿Quieres que te maldiga? ¿Quieres que haga a la tierra tragarse tus huesos?”<br />

“Tú mismo puedes parar esto. ¿Es la vida del esclavo importante para ti? ¿Tiene sentido<br />

su dolor?” Clavó la mirada en su víctima.<br />

Los cuervos se reunían ya en las cimas de los abedules, severo negror contra el blanco de<br />

los troncos de los árboles y de la nieve. Cuervo colgaba inmóvil de sus ligaduras. Los perros<br />

habían comido ansiosos su carne y las aves, que eran también su parentela, no rechazarían su<br />

porción. Por un instante abrigué la esperanza de que estuviera muerto, después vi su tórax alzarse<br />

y caer.<br />

“¡Canta, pájaro!” Uno de los hombres lo hizo balancearse y aquél dio un grito ahogado.<br />

216


“Tú que profetizaste la muerte de tantos... ¿no tienes una canción para tu propio tormento?”<br />

“¡Pide por tu vida, esclavo!”, berreó Maglaros entonces. “¡Pídele al viejo que te salve,<br />

implóraselo a la chica!”<br />

“El rey es la luz y Cuervo es la sombra...”, llegó el áspero susurro de Cuervo. “La reina es<br />

la estrella y Cuervo es la noche.”<br />

“¿No lo entiendes? Podemos acortar tu sufrimiento o tajarte la carne pedazo a pedazo<br />

hasta que te cuentes los huesos.”<br />

“Los huesos son la semilla del alma... ¡Desnudad los huesos y haced libre al espíritu!”<br />

“¡Yo te haré libre a ti!” Maglaros arrebató el cuchillo a su hombre y empezó a hachar el<br />

cuerpo doliente. “¿No sabes que tengo el poder de salvar o destruir?” El siguiente baladro de<br />

Cuervo se afinó hasta convertirse en una sola nota aguda como el final de una canción.<br />

“Los huesos son la tierra, la sangre es el mar...”, cantó. “El hálito es el viento, el espíritu<br />

absuelto...”<br />

“¿Me desafías?”, chilló su torturador. “Tú has hecho de ti una mujer para tantos... ¡ahora<br />

haremos una mujer de ti! ¿Cantarás entonces con tanta dulzura?”<br />

Oculté mi rostro en el hombro de mi padre y oí a los perros comer otra vez. Los dedos de<br />

Leir se hincaron en mi brazo.<br />

“Deténlos...”, lloré. “Padre, que lo dejen ir. Me casaré con Maglaros y lo asesinaré cuando<br />

yazca conmigo. Diles que cedes, padre, ¡díselo ahora!”<br />

Leir me abrazó más fuerte y su corazón latía como un tambor roto bajo mi oreja. “Niña,<br />

niña, es demasiado tarde para eso. Ya no puede vivir.”<br />

“Libre...” El grito desgarró el aire.<br />

“Cuando blancos cielos vuela el cuervo,<br />

en la nieve negro, sombra y vértigo<br />

del día y la noche;<br />

lejos el espíritu suelto quite;<br />

Soy libre...”<br />

De nuevo su alarido rompió el aire. Gemí y oí en mi propio tono su eco, oscilando<br />

adelante y atrás en negación del dulce dolor cantado.<br />

“Fui deshecho por el hierro;<br />

renazco dentro de un perro negro.<br />

Soy el eco del sabueso,<br />

llevado por el viento, fruto sublime...<br />

Soy libre...”<br />

Libre... libre... Hallé en la expresión del sonido una respuesta a la agonía. ¿Era su voz la<br />

que se hacía más fuerte o la mía propia?<br />

“Yo soy el venado, su carrera y su salto;<br />

y el jabato al hocicar; soy mucho más,<br />

Y soy el oso; me hallo en todo,<br />

Y todo en mi vive...<br />

Soy libre...”<br />

Batí frenéticas alas y remonté el cielo abierto.<br />

217


“Soy la luz y la fuerza del rayo...<br />

Soy el silente canto, parto<br />

al cielo estrellado.<br />

El ala del viento seré, que bate sin límite...”<br />

Al ascender vi un pájaro oscuro volando a mi lado... no, él era el radiante y yo la sombra;<br />

negror y esplendor, luz que se elevaba mientras alas pesadas batían más lentas, esforzándose por<br />

seguir aquella luminosa presencia como una saeta hacia una luz aun más fúlgida...<br />

“Soy libre...”<br />

Entonces desapareció y yo me quedé sola en un cielo vacío.<br />

Volité alrededor del campamento, viendo con el ojo agudo del cisne al anciano que<br />

lloraba sobre la muchacha en sus brazos y la profunda quietud del cuerpo ensangrentado que<br />

pendía del árbol.<br />

La necesidad de mi padre me arrastró abajo. Con espaciosas espirales penetré en la<br />

inconsciencia una vez más.<br />

218


CAPÍTULO 21<br />

Invoco a las siete hijas del mar<br />

Que tejen los hilos de los hijos de larga vida,<br />

¡Que tres muertes se tomen de mí!<br />

¡Que siete olas de buena fortuna me alcancen!<br />

¡Que ningún espíritu maligno me dañe en mi recorrido!<br />

En centelleante coselete y sin estorbo,<br />

¡Viva mi fama y no muera!<br />

Que la ancianidad me encuentre<br />

¡Que la muerte no llegue hasta que sea viejo!<br />

-Texto Irlandés del siglo V<br />

Partimos a caballo del asentamiento en la hora lóbrega antes del amanecer y la luz roja de<br />

las antorchas fluyó como la sangre a través de la nieve. A Leir y a mí nos habían vestido con<br />

nuevas ropas carmesíes, como si fuéramos a un festival, pero teníamos las manos atadas y a<br />

grupas del poni de Leir cabalgaba un hombre para impedir caerse al rey.<br />

Yo no sentía el dolor de mis ligaduras. Desde que viera evolar al espíritu de Cuervo, mi<br />

cuerpo y mi espíritu habían estado laxamente unidos. La noche carecía de estrellas y los hombres<br />

que nos guardaban no eran sino opacas sombras en la tiniebla, pero yo veía sus luces vitales<br />

parpadear y, de tiempo en tiempo, me descubría a mí misma flotando en la ventosa oscuridad,<br />

viendo abajo la línea de luces que serpenteaba por el páramo. Marchábamos a nuestra muerte. Yo<br />

lo sabía, pero aquello no parecía tener importancia ya.<br />

Al final nos detuvimos. Cercana, oí la tos de Leir. Las antorchas se dispersaron para<br />

formar un anillo alrededor de una figura gibosa, casi de la altura de un hombre y de dos veces su<br />

anchura. El foco de mi vista cambió y percibí, borrosamente, una masa luminosa, toda ella<br />

recorrida por líneas y anillos y cacarañas, que brillaba como si el resplandor estuviese de algún<br />

modo preso bajo la superficie de la piedra. Era aquello lo bastante extraño para atraer mi atención<br />

y me di cuenta entonces de que había visto ya algunas de aquellas configuraciones, anavajadas en<br />

los rostros de Habla-a-Espíritus y Cuervo.<br />

“¡Escuchad, espíritus del país!”, dijo Maglaros mirando la piedra. “Por el señor de la maza<br />

y la rueda y el caldero, juro alimentaros bien, si me favorecéis...” Hizo un gesto al guerrero que<br />

sujetaba mi poni. “Bájala.”<br />

El grito de Leir fue sofocado por el hombre que lo guardaba. Sentí un destello fugaz de<br />

miedo, luego carne y espíritu se dividieron una vez más y supe que, le hicieran lo que le hicieran<br />

a mi cuerpo, yo no lo sentiría.<br />

“Padre...”, mi voz parecía llegar de la distancia. “No estoy asustada. Es Maglaros quien<br />

debería temer la ira de Briga, si mi sangre mancha esta piedra, y a Gunarduilla debería<br />

aterrorizarla tal impiedad.”<br />

“Mujer, ¿piensas desafiarme?”<br />

Lentamente, torné el rostro hacia mi enemigo. Su luz tenía un pulso deprimido y supe que<br />

la muerte había puesto ya su mano sobre él. Era como un jabalí acorralado que prefiere llevarse a<br />

sus cazadores por delante en lugar de huir.<br />

“Maglaros, estoy más allá de amenazas o de súplicas. Soy libre.”<br />

219


Sin duda creyó que me había vuelto loca, como Cuervo. “¡Eres mi prisionera!”<br />

“¡Gunarduilla!” Miré, más allá del hacha doble de Maglaros, a mi hermana. La vista<br />

mortal me mostraba su rostro devastado a la luz de las teas; el fulgor de su espíritu se encendía y<br />

apagaba como una llama parpadeante. Busqué en ella la hermana que una vez me amó, pero sólo<br />

dolor vi.<br />

“Si he de morir, entonces mátame tú. Por tu marido, te has convertido ya en la asesina de<br />

los tuyos. ¿Quién protegerá tus derechos, cuando tú misma los destruyes? Rigana está muerta y<br />

destrozados todos tus sueños. La Diosa oculta de ti Su faz por todos tus crímenes. ¡Pronto estarás<br />

sola!”<br />

“No ha sido mi voluntad...”, graznó mi hermana. “¿Por qué me torturas? ¡La sangre de<br />

Rigana me quema ya la mano!”<br />

“Es la verdad lo que te atormenta...”, empecé, pero Maglaros juró y me empujó hacia la<br />

piedra.<br />

“¡Mujer, no la escuches!”, le dijo a Gunarduilla. “¡Yo acabaré con el farfullar de la perra!”<br />

Balanceó el hacha, torciendo el gesto cuando el peso recaía sobre su brazo diestro. “¡Aquí está mi<br />

ofrenda!”<br />

Di libertad a mi espíritu y contemplé mi cuerpo hundirse contra la piedra. Fuego centelleó<br />

en la hoja de bronce y, entonces, Gunarduilla se evaporó en acción una vez más. Pero su espada<br />

se atascó en un pliegue del manto, al tratar de desenvainarla. Maglaros giró en redondo y el hacha<br />

estalló contra el cráneo de la guerrera.<br />

Cayó hacia adelante, arrancando de un golpe el arma de Maglaros, y se agarró a la piedra.<br />

Su luz pulsó rabiosa y empezó a apenumbrarse; no era muerte, sino vida, lo que estaba escrito<br />

allí. Se dio la vuelta con esfuerzo, reclinándose en la roca, y la luz de las antorchas cayó sobre su<br />

cráneo destrozado. Maglaros retrocedió un paso, luego otro, y se quedó allí temblando.<br />

“Cridilla... ¡perdóname!” Su faz se contrajo y de pronto yo estaba en mi cuerpo otra vez.<br />

Pero antes de que pudiera llegar a ella, trató una vez más de sacar la espada. “La Diosa<br />

destruirá...” Por un momento, la hoja vacilante apuntó a Maglaros; luego su fuerza le falló. Vi la<br />

vida abandonar sus ojos y el arma cayó, inocua, sobre la nieve.<br />

De la oscuridad sobre nosotros llegó el áspero urajear de un cuervo.<br />

“¡El Senamoi nos ha maldecido!”, gritó uno de los hombres. “¡Maglaros está condenado!<br />

¡Ha asesinado a la reina!” Una conmoción siguió de hombres y monturas, y luego el ruido de los<br />

cascos de los ponis desvaneciéndose en su galope a través del páramo.<br />

Maglaros retuvo, apenas, una veintena de hombres: los Compañeros juramentados que<br />

llegaran con él del país de los Banalisioi. Uno de ellos era el hombre que había tajado la carne de<br />

Cuervo.<br />

“Mi señor”, brotó su voz honda, “¿qué debemos hacer?”<br />

“Atad el cuerpo sobre uno de los ponis y subid a la Señora de Briga a su montura otra<br />

vez”, repuso Maglaros. “Puesto que ha burlado a la muerte, me servirá en vida, pero le haré<br />

desear haber perecido en lugar de la otra.”<br />

“¿Por qué no me matas a mí, Maglaros, como matas a mis niñas? Mi última palabra te<br />

destruirá.” Leir tosió y empezó a reír después. “No me iré voluntariamente, mientras la última de<br />

mis hijas esté en tus manos.”<br />

¿Era la fiebre, o sólo la ira del rey lo que ardía en el aire? ¿No podía sentir Maglaros<br />

cómo temblaba la tierra misma ahora? Intenté llamar a mi padre, pero la mano fuerte del jinete<br />

detrás de mí cortó mis palabras.<br />

“¿Crees que tu voluntad importa?”, preguntó nuestro enemigo. “Entre ellas, las perras me<br />

han cerrado todos los caminos menos uno. Vamos a la piedra del sol... vamos a la piedra del rey,<br />

220


viejo, ¡y allí veremos quién tiene el poder!”<br />

La luz de las antorchas parpadeó alrededor al ponernos en marcha otra vez. Me parecía a<br />

mí que veía la figura espectral de Osa Madre flotando delante de nosotros, y que lloraba, pero<br />

detrás la sangre de Gunarduilla marcaba nuestro paso por la nieve.<br />

Cuando volvimos a detenernos, la oscuridad se había disuelto en un gris anodino. Nos<br />

hallábamos al borde de una corriente que se precipitaba furiosa desde el monte sobre nosotros,<br />

lanzándose contra rocas y bajíos antes de perderse en el oscuro bosque allá abajo. Un hombre se<br />

quedó a guardar los ponis, mientras que el resto nos llevó a Leir y a mí al río. Luego, me pusieron<br />

de pie en el suelo y me empujaron por la empinada cuesta hacia arriba, hasta una explanada.<br />

Había un amplio espacio entre la larga ladera que conducía a la cresta del cerro y una<br />

rocosa escarpadura que contemplaba la oscura masa de árboles en el valle. Las nubes ocultaban la<br />

cima del peñón y rozaban las copas de los árboles, encerrándonos en ellas. Al borde del<br />

precipicio, una parte del terreno había sido limpiada de brezo. En el centro, había una piedra<br />

plana y musgosa medio cubierta de nieve.<br />

En la piedra sentí una quietud esperante que me hallaba demasiado exhausta para<br />

investigar. Uno de los guerreros me hizo sentarme en su manto extendido y me ató los pies,<br />

mientras otro empujaba mi padre a mi lado. Leir ardía, pero yo estaba fría en el cuerpo y enferma<br />

en el corazón. Había odiado a mis hermanas; las había amado. Ahora se habían ido.<br />

“Durante el Solsticio Estival, el monte está blanco de brezo, no de nieve”, dijo Leir en voz<br />

baja. Me enderecé para observarlo, pero su mirada era clara. “No estoy loco... todavía... aunque<br />

en este momento desearía estarlo”, respondió a mi pregunta callada. “Fue en el Solsticio de<br />

Verano cuando tu madre me trajo aquí.”<br />

“¿Por qué aquí?”, inquirí. “Hay tantas piedras grabadas...”<br />

“Las otras son diferentes. El pueblo de tu madre las honraba, pero ni siquiera ellos podían<br />

decir quién había puesto en ellas las marcas. Los signos grabados en esta piedra son nuevos. Es el<br />

símbolo solar de mi pueblo unido a la copa y el anillo de los antiguos. Talorgenos los inscribió en<br />

la roca de acuerdo con las indicaciones de Fieret para ligarme a mí y a mi sangre al país. Y<br />

cuando terminó, ella me ofreció la copa nupcial llena de agua de la corriente.”<br />

Examiné la roca de la que los hombres de Maglaros habían quitado la nieve y, aunque la<br />

luz era tan indistinta como la del Otromundo, podía ver ahora con claridad el trazo de la figura<br />

tetramembre formando volutas alrededor del diseño entrecruzado de los signos inscritos en la<br />

piedra.<br />

“Dijiste que había una promesa...”<br />

Su boca dibujó un rictus sombrío. “Juré que... si había necesidad, daría mi vida por el<br />

país...”<br />

Me giré y vi a Maglaros observándonos. Tenía cetrino el rostro y el cabello, que un día le<br />

brillara como la caoba pulida, griseaba donde no estaba apagado. Una sensación de furia<br />

desconcertada pulsaba en torno a él, como una niebla de sangre en el aire penumbroso.<br />

“¡No la daré por él!”, dijo Leir.<br />

Rodé hacia atrás y enterré mi rostro en el hombro de mi padre. Escuché el latir irregular<br />

de su corazón y la áspera succión del aire en su pecho. La serenidad de la noche me había<br />

abandonado. Lloraba ahora de frustración porque era demasiado débil para romper estas ataduras<br />

y responder a la rabia de Maglaros con la mía. Noté la hisopadura del agua y oí a uno de los<br />

guerreros murmurar palabras de purificación al pasar junto a nosotros. Desde algún lugar cercano,<br />

llegó un golpeteo irregular, como si alguien estuviese arrojando piedras. Humo de dulces hierbas<br />

colmó el aire y mis narinas se contrajeron. Estaba empezando y no había nada que yo pudiera<br />

221


hacer.<br />

“Traedme al viejo.”<br />

Luché por erguirme cuando levantaron a Leir violentamente y se lo llevaron a la piedra.<br />

“Leir Blatoniknos, has dejado de ser alto rey. ¡Ahora tu soberanía a mí pasa!”<br />

Al alzarse, la niebla reveló una maraña de desnudos avellanos que habían echado raíces en<br />

una grieta de la escarpadura tras Maglaros. Bizqueé; algo oscuro aleteó pesadamente hacia abajo<br />

y se posó entre ellos, observándolo.<br />

“¿Así lo crees?” El rey extraía fuerzas de su ira. “¡Es mi maldición lo que heredarás, no<br />

mi poder! ¿De qué te servirá el señorío de Briga, si la rueda del año torna hacia atrás? ¿Qué harás,<br />

cuando la serpiente de la oscuridad devore el sol?”<br />

“¡Maglaros, has perdido!”, lo apoyé yo. “¡No conseguirás nada más que carne muerta de<br />

mi padre y de mí!”<br />

“¿Creéis que necesito vuestra bendición?”, rugió Maglaros. “No me habéis dejado otro<br />

camino. Con Gunarduilla y Rigana muertas, las viejas líneas no podrían ser restauradas aunque lo<br />

quisiera. Mujer, he traído a tu padre aquí no para tomar su poder, sino para destruirlo. Tu vida me<br />

ganará un escabel en Briga, cooperes o no.” Su voz vibró con un orgullo desesperado. “Bastará,<br />

al menos, que todo el mundo entienda que he aniquilado cualquier otra autoridad. ¡Reclamo el<br />

reino por derecho de conquista, no pidiendo favor a ningún otro poder más que el mío!”<br />

Incluso sus Compañeros rebulleron inquietos ante el sacrilegio. El aire se cargó de miedo<br />

y de los avellanos llegó el quebrado graznido de un cuervo.<br />

“¡Yo soy la Señora de Briga!”, grité. “¡Y tú no gobernarás este país mientras viva!”<br />

“¡Calladla...!”, bramó Maglaros. El guerrero más próximo a mí me alcanzó. Vi llegar su<br />

puño, pero no pude evitarlo. El golpe me tumbó. Me sentí caer y oí el alarido de mi padre.<br />

“¿La has matado? ¿Has asesinado a la última de mis niñas? Era la mejor de las tres, la más<br />

leal en la adversidad y la más fiera en valor. ¿Cómo has sido capaz? ¿No sabías que su vida era la<br />

justificación del mundo?”<br />

Yo podía verlo y oírlo, pero no lograba moverme ni hablar.<br />

“Si la perra está muerta, me alegro de ello...”<br />

“Maglaros, has hecho caer sobre ti la condena”, dijo el rey. “Por la sangre una vez vertida<br />

y por el juramento un día pronunciado, los poderes de este lugar a mí me obedecen. ¡A la tierra<br />

eterna y a los vientos del cielo y a la gran serpiente que mora en las profundidades del mar pongo<br />

por testigos!” Su voz creció en poder y el aire mismo pareció congelarse.<br />

“Por el signo del sol que me confirió autoridad, llamo a los dioses del Pueblo Pintado y de<br />

los Quiritani. ¡Cerda Negra, consume al jabato dorado que tú pariste! ¡Gran Madre absorbe al sol<br />

niño en Tu oscura matriz una vez más!” Tomó aliento para continuar.<br />

“¡Detenedlo!”, chilló Maglaros.<br />

“Alzaos antiguos poderes...” Las siguientes palabras llegaron confusas. La parálisis de los<br />

guerreros se había roto y uno de ellos tapó la boca a Leir con la mano.<br />

“¡En el nombre de tu juramento has invocado a los poderes antiguos!” Salpicaduras de<br />

espuma manchaban los labios de Maglaros al gritar las palabras. “Pero ¿dónde estaba tu<br />

juramento cuando la inundación llegó y las cosechas murieron y la muerte asoló el país? No<br />

quiero tu sangre, anciano. ¡Traidor a tus votos eres y por la triple muerte del traidor te despojaré<br />

de tus poderes!”<br />

La correa en su puño restalló como un látigo al tensar el brazo. Uno de los guerreros la<br />

tomó. Vi el lazo preparado ya y luché contra mis propias ataduras.<br />

“¡Por la Tierra y el Aire y el Agua que has invocado morirás! ¡Que tu ira quede presa en<br />

ti! Aquí está la correa para cortarte el aliento, el agua para llenar tus pulmones corre monte abajo<br />

222


y alrededor de nosotros reposan las piedras que pesarán sobre tu cuerpo execrable mientras aún<br />

estés vivo...”<br />

Su palabras desembocaron en una exhalación de risa cuando uno de los guerreros deslizó<br />

con gesto rápido el nudo por encima de la cabeza de mi padre y empezó a tirar. Leir pateó y se<br />

retorció mientras lo agarraban, pero era un hombre mayor y estaba atado. Un momento después,<br />

la mano sobre su boca fue innecesaria. Ahora luchaba por el mero aire.<br />

El cuervo voló graznando de los avellanos. Yo jadeé y el mundo alrededor se hizo<br />

penumbroso. Sorbí aire, estrangulada por la malevolencia de mi enemigo tan definitivamente<br />

como a Leir lo ahogaba la cuerda. Expelí el hálito de mis pulmones en un alarido de negación que<br />

ecoó a través de la memoria. Yo había gritado mi desafío en batalla, mi dolor al dar a luz, pero<br />

nunca un sonido como éste se había desgarrado a través de mí. Alas oscuras batieron pesadas el<br />

éter de mi visión y la rabia surgió atorbellinada de mí otra vez.<br />

“Oi... oi... oi...” Una vez la había cantado. Una vez, cuando tenía poder.<br />

Leir se desmoronó en los brazos de su captor, lívido el rostro por encima del cerco estricto<br />

de la cuerda. Empezaron a arrastrarlo a la corriente.<br />

“¡Oi... oi... oi... un Áspid yo soy! ¡Todos vosotros, miradme y temblad!”<br />

Las palabras aullaron en mi memoria. Osa Madre no había vivido para enseñarme su<br />

significado, pero su figura ahora flotaba ante mí y el conocimiento estaba a mi alcance. Eran mis<br />

palabras, mi magia... El mundo se hizo borroso alrededor, pero podía sentir un oscuro poder<br />

desovillándose muy dentro de mí.<br />

¡Entre osos, un oso, enfrentadme si osáis!”, canté. “Serpiente oculta en la hierba, veloz<br />

mi cuerpo atraviesa...”<br />

Sentí frío y humedad y supe que estaban aguantando a Leir debajo del flujo gélido de la<br />

corriente. El peso sofocante del agua me arrastró a la oscuridad. La imagen del áspid en la hierba<br />

se disolvía. Formas parpadeaban en mi consciencia, pero yo me libraba de ellas, una tras otra, y<br />

me hundía más y más hondo en el abismo donde adujas escamosas, inmensas más allá del alcance<br />

de la visión humana, se movían escurridizas...<br />

Se elevaban debajo de mí. Se atempestaban dentro de mí. Yo era aquella cuyo poder se<br />

desenroscaba en la vastedad del mar primordial. De una garganta profunda como la eternidad<br />

surgió el eco de mi canto.<br />

“Serpiente de la Noche... la Luz devores...<br />

Anegada en Oscuridad, no dormida ya más...<br />

¡Todos los que oís, miradme y plañid!”<br />

El poder que Leir había invocado estaba aquí.<br />

La consciencia se alzó a un mundo penumbroso en el que enclenques mortales corrían y<br />

chillaban. Las ligaduras se rompieron como hilos; no les presté atención. Yo era la Serpiente,<br />

oscilando adelante y atrás sobre la meseta y los hombres que estaban allí, buscando a mi presa.<br />

Junto a la corriente, alguien había dejado lo que parecía un montón de empapados harapos<br />

rojos. No me concernían. Pero aquellos que corrían... yo saboreaba su miedo, sus energías<br />

avivaban mi apetito a medida que morían. Y era el hombre con el manto de piel de gato aquel<br />

cuya vida yo ansiaba. Descendí hacia él, abriendo acolmilladas, floqueadas fauces.<br />

“Maglaros, Maglaros... ¡ven a Mí!” El eco de mi llamada rebotó en todos los mundos.<br />

“Soy el pavor de las mujeres que has forzado, soy la agonía de los que has matado, soy la rabia<br />

de aquellos que has manipulado y encerrado y negado...”<br />

El hombre retrocedió, mirando salvajemente alrededor. Tropezó y se levantó a traspiés,<br />

223


con la manos en los oídos, antes de intentar escabullirse hacia la piedra del sol. Viboreé tras él,<br />

cada vez más sólida para el ojo humano.<br />

“Ven a Mí, Maglaros, que te consuma, porque yo soy la Tiniebla interior... Yo soy<br />

Aquella cuya obra realiza la Mujer. De Mi cuerpo todas las cosas nacieron y yo soy Aquella que<br />

deshace todas las cosas... Soy el desenlace de todo lo que enlaza y el terminar de todo lo que el<br />

Tiempo empieza. El Vacío soy... Soy el Entendimiento final. Todo otro poder para Mí es<br />

alimento...”<br />

Inexorable, fluí hacia adelante. Llevado por un terror más allá de la percepción ordinaria,<br />

Maglaros podía verme. Dio un paso atrás y luego otro. El filo del precipicio estaba justo detrás de<br />

él ahora.<br />

Por un instante, Maglaros vaciló entre el miedo al Abismo sobre él y la nada debajo.<br />

Entonces golpeé y, cuando saltaba al vacío, lo engullí. Su cuerpo cayó a través de Mi sombra para<br />

destrozarse en las rocas del fondo.<br />

Me engrifé, rugiendo mi hambre, pues, a pesar de la maldad de Maglaros, su pequeña vida<br />

había sido un pobre bocado comparado con el vacío en mis adentros. A algunos de sus hombres<br />

los había devorado, otros se escurrían como piojos por el monte. Me elevé más alto, buscándolos,<br />

y vi un mundo de helada vida aguardando Mis fauces. Mi sombra oscureció las nieblas que<br />

bullían en torno a mí y el trueno anunció mi rabia a través del aire.<br />

Por el camino que guiaba al villorrio, más figuras se movían, a pie o a caballo, empujando<br />

carros por el terreno rocoso. Casi habían alcanzado la corriente ya.<br />

Más seres vivos, un mundo de cosas vivientes venía para ser consumido. Las calibré con<br />

hambre imparcial. Nada podía detenerme ahora. Para Mí, todos los seres eran nutrimento.<br />

“Áspid, ya ha terminado... Desciende a las profundidades... Queda en paz, tu enemigo<br />

está muerto...”<br />

Ante mí se alzaba una osa inmensa y cada pelo de su piel frondosa tenía una punta de luz.<br />

En uno de sus hombros había posado un cuervo cuyas plumas eran cegadoras. Mi sombra se<br />

deslizó hacia ellos, pero no se arredraron y su fulgor no menguó.<br />

“Estoy hambrienta aún...” Mis fauces se abrieron enormes.<br />

“Serpiente, nosotros hemos sido consumidos ya. A Ti no Te estamos sometidos. Tu tarea<br />

está cumplida. Es tiempo de partir...”<br />

La horda humana se había detenido confusamente en el otro extremo del río. Uno de los<br />

hombres, se inclinó sobre el cuerpo cubierto de harapos rojos, otros cantaban; el aire palpitaba<br />

con el frenético batir de un tambor. ¿Creían que sus ridículos sortilegios Me asustarían? Sólo uno<br />

de aquellos seres se aproximaba aún... un varón, con un pequeño en los brazos.<br />

“Retorna a tu cuerpo. Tu pueblo tiene necesidad de ti...”<br />

Serpenteé aturdida adelante y atrás. ¿Qué querían decir?<br />

El hombre cayó de hinojos ante Mí. Oí el lamento del niño. Me contraje más, tratando de<br />

ver. ¿Qué hacían allí? ¿No podían sentir la sombra que se cernía sobre ellos? La trémula figura de<br />

osa estaba entre nosotros y el hombre alzó la vista de pronto. El crío se aferraba a su cuello con<br />

brazos diminutos.<br />

Eran vida, caliente y respirante, más dulce que cualquier cosa que hubiera comido jamás.<br />

¿Por qué debía abstenerme de consumirlos? Me acerqué más y más, hasta que toda la meseta<br />

quedó en tinieblas pero, al engullirlos Mi sombra, las dos formas humanas se convirtieron en<br />

puntos de luz que seguían fulgurando aunque la Osa se hubiera alejado de allí.<br />

“¿Quién eres?”, exigí. “¿Por qué no tienes miedo de Mí?”<br />

“Sin Ti, no arrojamos sombra. Sin Ti, no podemos crecer. Retorna y danos forma en el<br />

mundo...”<br />

224


Su resplandor creció hasta compensar mi Tiniebla. Yo había visto aquel rostro ya, en la<br />

Isla del Cornado y en el Reino de las Piedras. Mi vacío empezó a colmarse de Su energía.<br />

Hubo un momento en que guardamos equilibrio. Día y Noche juntos manifestando todo el<br />

Tiempo en un único instante de unidad. Luego, Luz y Oscuridad explotaron al unísono<br />

cambiándose una en otra. Caí adentro para siempre y nadaba después hacia arriba a través de un<br />

mar tempestuoso.<br />

No, me sacudían, y alguien gritaba. “¿Cridilla, mi amor, qué te han hecho?” Pero ¿por qué<br />

tenía que gritar sobre mí?<br />

Extendí una mano ciega y mis dedos se cerraron en una prenda de lana basta. Parpadeé y<br />

vi un rostro pecoso coronado de pelo rojo enmarañado. Hubo un gemido, la mano del hombre se<br />

cerró sobre la mía y la movió para tocar los rizos rubios del niño.<br />

“Cridilla...” El hombre estaba llorando. “¡Por favor, escúchame!”<br />

Y entonces mi carne recordó la suya y reconocí el dulce olor de mi hijo....<br />

Luz resplandeció en el hielo que ribeteaba el brezo y destelló en cada piedra. La bruma se<br />

dispersaba rápidamente y el mundo brillaba a la luz de un nuevo sol. Tropecé y Agantequos me<br />

sujetó más fuerte. Sólo al apoyarme en él percibí mi propio agotamiento. Toqué su rostro otra<br />

vez, con la incertidumbre de que la luz o algún sueño estuviesen alucinándome. Lo recordaba<br />

sano y robusto, pero en mis sueños había visto aquellas líneas alrededor de su boca y aquellas<br />

sombras bajo sus ojos.<br />

“¿Has comido todo este tiempo?”, le pregunté estúpidamente. Emitió un gruñido extraño<br />

que no era del todo risa.<br />

“¿Y tú?” Cambió el niño de una cadera a la otra y parpadeó como si tampoco él estuviese<br />

seguro de lo que era real. Pero había calor en él, y estaba vivo.<br />

Ahora pude ver el campamento delante de nosotros. Aquellos vagones habían recorrido<br />

mis sueños también. Alguien había empezado a restaurar el orden allí. Creí ver el azul oscuro de<br />

la túnica de una sacerdotisa.<br />

“¿Fueron los Veneti?” Borrosamente deducía que su éxodo al norte con los restos de su<br />

pueblo habría sido una prueba tan terrible como la mía.<br />

“Vinieron justo antes de Samonios y nos cogieron desprevenidos. Moridunon estaba<br />

ardiendo antes de que pudiese alcanzar mi espada.”<br />

“¿Cuántos has podido traer?”<br />

“Dos veintenas de familias... algunos hombres sin mujer. Había una cincuentena de<br />

criaturas cuando partimos, la mayoría huérfanos, pero durante el viaje murieron muchos.<br />

Me pregunté cuántos de los que tan gentiles habían sido conmigo en Morilandis habían<br />

desaparecido.<br />

<strong>Bel</strong>i asomó de la protección del manto de su padre y volvió a ocultar la cabeza otra vez.<br />

Durante unos instantes se había aferrado a mí, pero ahora se mostraba tímido otra vez. Tendría<br />

que volver a ganármelo. Pero al menos, tenía un aspecto sano y yo podía deducir dónde había ido<br />

a parar parte del alimento que su padre no había tomado.<br />

“¿Y tus Compañeros?”<br />

Tragó saliva. “Nabelcos. Keir. Unos pocos más. Pero Cuno y Gruncanos y el resto<br />

murieron para cubrir nuestra retirada. Nuestra fuerza de combate no es más que una décima parte<br />

de lo que era.”<br />

“Pero allí veo muchos guerreros...” Y no sólo hombres había: varias sacerdotisas se<br />

movían entre las gentes y reconocí también los mantos listados de los sacerdotes del roble.<br />

“Son tuyos”, dijo Agantequos con candor. “Llegamos a Udrolissa primero y encontramos<br />

225


a los hombres que tú dejaste allí, medio locos de preocupación. Pero fue Dama Asaret la que nos<br />

guió hasta aquí.”<br />

Alguien nos vio entonces y el primer grito entrecortado se convirtió en una marea de<br />

vítores. <strong>Bel</strong>inos gimoteó con el ruido y Agantequos lo puso en mis brazos.<br />

“Ma...” Manos diminutas se prendieron de la lana de mi túnica. Le besé el pelo suave y<br />

sentí por vez primera un destello de certidumbre.<br />

“Aquí estoy, corazón, y te quiero”, le susurré. “No me volveré a marchar.”<br />

Luego, la gente empezó a apiñarse alrededor y el dolor escampó de sus rostros como las<br />

nubes de una tormenta exangüe ante el sol. Tocaron mis ropas y mi cabello como si temiesen que<br />

pudiera desvanecerme. Yo misma me preguntaba si no acabaría por ser así, pues tenía la<br />

impresión de avanzar a través de una niebla de esplendor en la que sólo el fuerte brazo de<br />

Agantequos y la calidez de mi niño fuesen reales.<br />

Sabía que me hallaba al final de mis fuerzas, pero quedaba todavía una última cosa por<br />

hacer.<br />

“¿Dónde está el cuerpo de mi padre?”<br />

“Está en la corriente, señora”, dijo Nabelcos señalando el lugar. “Y está vivo aún...”<br />

La luz del sol centelleó en el agua impetuosa y yo parpadeé tratando de distinguir las<br />

figuras que se arrodillaban junto al cuerpo cubierto de amaranto. El hombre de ropas ajironadas<br />

era sin duda Talorgenos; Dama Asaret y Madre Nesta eran las dos mujeres junto a él. Agantequos<br />

me ayudó a llegar hasta allí. Habían envuelto el cuerpo en mantas y por almohada le habían<br />

colocado un vellón. Madre Nesta le acercaba una copa a los labios. Me pregunté por qué.<br />

El rey estaba muerto. Yo misma lo había visto estrangulado. Había sentido cómo lo<br />

ahogaban.<br />

Todos se apartaron para dejarme arrodillar junto a él.<br />

La piel de Leir tenía el palor de un cadáver y estaba pegajosa, pero su tórax se alzaba y<br />

hundía, aunque con movimiento casi imperceptible.<br />

“Padre...” Posé mi mano en su pecho y sentí el corazón aletear como un pájaro atrapado.<br />

“El sol ha renacido y estamos todos vivos otra vez. ¡Padre, vuelve a nosotros! ¡Somos libres!”<br />

La luz cintiló en el hielo que cubría los alisos. Lágrimas me hacían borrosa la vista, pero<br />

la risa burbujeaba dentro de mí.<br />

Por un rato, pensé que se había ido demasiado lejos para oírme, después sus párpados<br />

temblaron un poco y suspiró.<br />

“Cridilla...” Tuve que inclinarme sobre él para oírle. “Estabas muerta. Pero también lo<br />

estaba yo, y yo merezco la muerte, porque quería destruir el mundo...”<br />

Traté de callarlo, porque su cólera no había sido sino una sombra de la mía y, sin<br />

embargo, alargaba ahora la mano a la vida como los primeros zarcillos de las plantas buscan el<br />

sol.<br />

“Padre, no importa. Agantequos está aquí y todo irá bien.”<br />

Los ojos de Leir se abrieron por completo. En esos ojos había visto yo la risa del Joven<br />

Dios y el relámpago del Rey. Los había visto velados por la cutícula de la locura o nublados por<br />

la ira. Nunca había visto esta absoluta claridad, como si nos contemplase ya desde el Otromundo.<br />

Un largo instante reposó su mirada en mi rostro, luego pasó lentamente a Agantequos y el<br />

niño.<br />

“Me ves aquí como suplicante, señor”, dijo Agantequos con amargura. “Tu hombre soy, si<br />

das protección al resto de mi tribu, pues mi país ha sido devastado y los cuervos anidan entre las<br />

vigas chamuscadas de mis estancias.”<br />

“Yo veo... un guerrero. Veo un padre. Veo... un rey.” Leir intentó sonreír. “Este cuerpo<br />

226


está roto”, dijo entonces. “No me servirá mucho más.”<br />

“Padre”, protesté, “cuando te llevemos a un lugar cubierto...”<br />

Cerró los ojos contra mis palabras y, al alzar la vista, descubrí dolor en el rostro ajado de<br />

Talorgenos y, en los ojos oscuros de Dama Asaret, una sombría certidumbre.<br />

“Déjalo partir”, dijo Madre Nesta. “¿Lo querrías prisionero del dolor?”<br />

“No entendéis...”, empecé, pero <strong>Bel</strong>inos percibió mi agitación y se puso a llorar. Lo<br />

abracé más fuerte, como si la vida que tan poderosa palpitaba en él pudiera repeler la sombra que<br />

sentía aproximarse, y por fin se calmó y se entretuvo mordiendo un mechón de mi cabello. La<br />

música del río era más fuerte que el sonido de la respiración de Leir. Sus ojos eran claros como el<br />

cielo.<br />

“Hay un tiempo para quedarse y otro para partir. Tú lo sabes, niña... tú por encima de<br />

todos los demás.”<br />

Suspiré, recordando que casi había muerto al dar a luz a <strong>Bel</strong>inos y la razón de mi regreso.<br />

A mí, se me había dado la posibilidad de escoger, ¿podía yo negarle a mi padre el mismo<br />

derecho, en especial cuando mi visión, que no había recuperado aún del todo la normalidad, me<br />

mostraba su luz vital titilando tan precariamente? Alcé los ojos y, en el aliso que aparraba sus<br />

ramas sobre la corriente, divisé un cuervo. Luz resplandecía en el filo de sus alas.<br />

“He sido un gran loco, pero entiendo ahora muchas cosas”, susurró Leir. “Comprendo lo<br />

que se me ha dado y lo que tengo que devolver. Cuando muera, Cridilla, llévate mi cuerpo a<br />

Ambiolissa, al corazón de lo que traté de construir. Dáselo al río y yo guardaré el país.”<br />

Durante unos instantes toda su energía quedó comprometida en la lucha por respirar. El<br />

ímpetu de la fúlgida corriente sonaba como un río en los tiempos de las grandes avenidas. Sentía<br />

a las aguas hincharse para llevarse al rey.<br />

“Agantequos...”, brotaron sus siguientes palabras. “Déjame tu daga...”<br />

El rostro de mi marido palideció entre las pecas, pero sus ojos mostraban firmeza al<br />

desenvainar el cuchillo de bronce, la hoja del sacrificio, que colgaba junto a su espada. Los dedos<br />

de Leir se cerraron en la empuñadura de cuerna ataujiada con filamentos de oro.<br />

“Está bien. Es la hoja de un rey.” La giró y el bronce brillante llameó a la luz del pujante<br />

sol. “A ti te doy el reino que Maglaros quiso arrebatarme, si el juramento haces con el que yo me<br />

comprometí y, cuando llegue el tiempo, realizas la ofrenda.”<br />

Agantequos tragó saliva y contempló el país velado por la nieve que nos rodeaba. El<br />

pueblo, Moriritones y Ai-Akhsi y Quiritani, había formado un semicírculo alrededor de nosotros,<br />

testigos silentes del misterio. Me mordí el labio, comprendiendo por fin lo que aquí estaba<br />

ocurriendo.<br />

“¿A Briga?”, preguntó mi marido, “¿o a ella?”<br />

Leir sonrió con candor. “¿No es lo mismo?” Un espasmo le contorsionó el rostro y tosió.<br />

“Unid las manos sobre el río”, susurró entonces.<br />

Madre Nesta tomó el niño de mis brazos y Agantequos me ayudó a acercarme a la<br />

corriente. Era profunda, pero dos rocas planas emergían del lecho del río como concebidas para<br />

que nos alzáramos sobre las aguas.<br />

“Ante los dioses por los que jura mi pueblo, esto declaro...” Leir tosió otra vez. “¡Di las<br />

palabras!”, pidió, y la fuerte voz de Agantequos las repitió con él. En mi corazón sonó también su<br />

eco.<br />

“Que mis huesos son de la tierra los huesos;<br />

Que mi carne es el suelo del que la vida crece;<br />

Que mi sangre es el agua de la vida<br />

227


y mi hálito es el viento.<br />

Yo soy la tierra y los astros del cielo;<br />

Yo soy la ofrenda...”<br />

Mi madre había vivido por el país, enterrando el dolor y enseñando a su nuevo señor los<br />

antiguos caminos hasta que dio la vida por ellos, trayéndome al mundo. En el lecho de partos<br />

también yo había hecho la ofrenda y regresado. Vivir por el país o morir por él, según la<br />

necesidad... a ello rey y reina estaban obligados.<br />

En el silencio que siguió, miré en los ojos muy abiertos de Agantequos.<br />

De la corriente sentía llegar una emergente energía. Me hormigueaba la piel, ¿cómo podía<br />

soportar semejante poder la carne mortal? Y sin embargo, me ascendía impetuosa por la espina<br />

dorsal. Un momento más y volaría convertida en radiantes fragmentos... Entonces percibí abrirse<br />

algo en Agantequos y el poder estalló a través de nuestras manos unidas. Él se tambaleó, pero yo<br />

era un pilar de luz que lo sostenía. ¿Surgía del agua el resplandor que me cegaba o era que los<br />

ojos del hombre ante mí estaban colmados de luz?<br />

Después, un sonido de Talorgenos nos retrajo al mundo. Leir había arrastrado la punta<br />

afilada de la daga por la carne de su brazo. Sangre oscura goteaba despacio en la corriente.<br />

“Doy mi vida para la renovación del país...” Su voz era de pronto potente y clara. “¡Yo<br />

soy la ofrenda!”<br />

El cuervo graznó una vez y se lanzó a los cielos.<br />

En un instante, Agantequos y yo estuvimos junto a mi padre de rodillas, pero la<br />

empuñadura del arma se le escurría ya de la mano. Mientras lo miraba, inspiró una vez con<br />

aspereza, luego otra, y luego no hubo más. Tan suavemente como el agua se filtra de una vasija<br />

resquebrajada, sentí su vida fluir de él.<br />

Me senté sobre los talones y la luz fulguró contra mis párpados cerrados. La percepción<br />

de mi cuerpo declinó. El cuervo volitaba aún en los cielos, pero era blanco ahora. Leir estaba ante<br />

mí, mirando alrededor con ojos maravillados.<br />

“Ha terminado”, le dije. Aquí, no sentía necesidad de lágrimas. “Tienes la victoria. Y,<br />

observa... Cuervo está a tu lado para mostrarte el camino...”<br />

No era un pájaro, sino Cuervo en su propia forma el que estaba ante nosotros, tieso como<br />

un árbol joven, con sus rizos oscuros alborotados y la risa chispeando en sus ojos. Extendió la<br />

mano y la ilusión de la edad con la que el espíritu de Leir se había vestido se desvaneció del todo.<br />

“Ve en paz, padre mío... te doy la libertad”, dije entonces.<br />

Por un momento vislumbré al dios dorado que recordaba. Luego el resplandor fue como<br />

una llama entre nosotros. Se precipitaban lejos de mí, o quizás era yo la que retrocedía porque de<br />

pronto todo el mundo se extendía ante mi vista allá abajo.<br />

La sangre de Leir era un riel de luz en las aguas. Mientras la corriente se la llevaba, vi su<br />

fulgor teñir el país. Cada símbolo en las piedras del monte estaba inscrito en luz. Desde las alturas<br />

un río de luz danzaba hacia el valle; un destello seguía a cada tributario que buscaba el mar,<br />

desatándose a través de ocultos canales subterráneos o filtrándose por las rocas para borbollar en<br />

fuente y manantial. Al norte y al sur, al este y al oeste llameaba y el país se tornaba luminoso allí<br />

por donde el río místico pasaba.<br />

Así como una vez había ansiado devorar, ahora deseaba dar. En un gesto de fecunda<br />

bendición, extendí mis alas blancas y luz viva eclosionó por todas las tierras.<br />

“Cuando cae el padre de los hombres...” La voz de Talorgenos ecoó en todos los planos y<br />

dimensiones. Poco a poco, mi consciencia apuntó a mi cuerpo otra vez.<br />

228


“A la fuente retorna el espíritu,<br />

El poder una vez rendido,<br />

-la tierra sana en su sangre-<br />

De nuevo nacer hace,<br />

de Su oscuro seno el éxtasis de la vida,<br />

Encarnada soberanía...”<br />

Terminó él y el mundo estuvo quedo.<br />

El pueblo aguardaba, pero algo me quedaba por hacer.<br />

Me incliné sobre la corriente, tomé agua en mis manos acopadas y se la ofrecí al rey.<br />

“Hay sangre en esta agua”, dijo Agantequos.<br />

“Vida es lo que hay”, repliqué.<br />

229


EPÍLOGO<br />

La curación de la Isla del Poderoso no se logró en un solo día, ni siquiera en muchos. Las<br />

heridas eran demasiado profundas y el país había quedado debilitado de manera no siempre<br />

perceptible. Pero el sacrificio del rey había constituido un principio y, poco a poco, aquella<br />

bendición arraigó y empezó a crecer.<br />

Cuando las últimas tormentas del invierno penetraron tumultuosas desde el mar, el pueblo<br />

de mi marido estaba ya asentado en la región alrededor de Udrolissa, que la guerra dejara<br />

deshabitada. En esta labor de replantación, Agantequos halló cierto solaz de la pérdida de sus<br />

tierras y mi propio dolor se entumeció ante los miles de detalles que debía atender. Guardias de<br />

honor escoltaron los cuerpos de mis hermanas a sus países y guerreros de confianza fueron<br />

enviados para hacerse cargo de sus hijos y llevarlos a lugares seguros. El invierno cerró su blanco<br />

puño sobre nosotros en un espasmo final de frío y no pudimos hacer otra cosa que esperar la<br />

prueba de la curación que yo sintiera cuando la sangre de Leir fluyó con el río.<br />

Traté de ser paciente, recordando la lentitud con la que yo misma me había recuperado del<br />

parto y, a medida que se aproximaba la Fiesta de la Doncella, saludé cada pequeño signo de vida<br />

emergente como una promesa de la armonía que debía retornar. Pero no pude estar segura hasta<br />

una mañana en que, caminando por la orilla del Udra bajo un cielo límpido, oí la dulce llamada<br />

de los ánsares recién llegados a casa.<br />

Mientras los contemplaba, sentí una presencia junto a mí y encontré allí a Talorgenos.<br />

“Está empezando, ¿lo ves?”, y señalé las grandes formas grises que, una tras otra, se<br />

posaban entre los juncos.<br />

“Sí”, dijo el sacerdote, y sus ojos brillaron con el recuerdo de las muchas horas que<br />

habíamos pasado discutiendo cómo sanar la tierra herida. “¿Llamarás ahora a los jefes al<br />

Consejo?”<br />

“Para el Equinoccio de Primavera... y tú envía palabra a los tuyos. La semilla está<br />

plantada. Veamos si crece algo de ella.”<br />

Al final del Consejo, la forma del nuevo orden que estábamos creando podía verse<br />

borrosamente ya. Había una precavida esperanza en los ojos de los jefes que acudieron a mi<br />

llamada. Las bestias que habían superado el invierno estaban pariendo ahora y los cachorros<br />

sobrevivían. Los gamos, que se habían ocultado todo el año anterior, surgieron ahora como a la<br />

llamada del cazador, y los ríos y los lagos se llenaron de los ecos de los gritos de las aves<br />

acuáticas.<br />

Uno por uno, los jefes contaron sus historias y yo noté la maravilla en los ojos de los<br />

hombres. No duraría. Sabía yo qué pronto incluso la buena fortuna puede avivar la rivalidad y la<br />

ambición. Pero, de momento, nos aceptaron a Agantequos y a mí como señor y señora, y estaban<br />

dispuestos a hacer lo que deseáramos. Escogimos guerreros para que gobernasen Alba y <strong>Bel</strong>erion<br />

hasta que los hijos de mis hermanas pudiesen hacerlo. Había oído que los muchachos me<br />

culpaban a mí de las muertes de sus madres, pero tenían derecho de sangre en aquellos territorios.<br />

Quizás si construíamos bien esta vez, conseguiría dejar algo que sobreviviera a lo peor que su<br />

odio pudiera hacer.<br />

Mi esperanza secreta estaba en los sacerdotes del roble y las Ti-Sahharin. Talorgenos<br />

había reunido a todos los que quedaban de su orden y, mientras discutía el Consejo, aquéllos<br />

conferenciaron con la Hermandad Oscura, ampliada ahora por la adición de Osaespíritu y Madre<br />

230


Nesta. Y así, tal como ocurriera una vez en su visión, eran ahora nueve las sacerdotisas para<br />

danzar alrededor de las piedras sagradas.<br />

Antes de despachar a los jefes, tenía una cosa que preguntarles.<br />

“Mis señores, el cuerpo del alto rey yace insepulto todavía a causa de una promesa que mi<br />

padre exigió de mí cuando yacía moribundo en los montes. No quiso que ningún túmulo pesase<br />

sobre sus huesos, ni permitió que se librase a su espíritu mediante el fuego. Fue voluntad del Rey<br />

Leir que sus restos descansasen bajo el río que fluye junto a Ambiolissa. Desde las profundidades<br />

del Soretia, dijo, guardaría el país.”<br />

Un murmullo brotó de la asamblea. “¿Es siquiera posible?”, preguntó Nextonos.<br />

Me volví hacia Giahad el constructor. “¿Qué dices tú? No voy a entregar el cuerpo de mi<br />

padre a los peces de la corriente. ¿Puedes construirle un túmulo que resista al río del tiempo?”<br />

Pero ya podía ver sus facciones rudas tensándose de interés.<br />

“Puede hacerse”, dijo al fin. “Puedo construir un canal para desviar las aguas y represar el<br />

río. Puede conseguirse si me das los hombres necesarios.”<br />

Me dirigí a los jefes. “Eso recae sobre vosotros. ¿Enviaréis a vuestra gente cuando acabe<br />

la siembra de primavera y el ganado esté en las montañas? Hará falta todo hombre que pueda ser<br />

hurtado a los pastos y al arado.”<br />

En sus ojos, el miedo batalló con el milagro. Pero el nombre de mi padre tenía aún poder.<br />

Acabado el Consejo, los jefes habían prometido enviar a sus hombres.<br />

El sol triunfante del Solsticio Estival brillaba en lo alto el día en que depositamos a mi<br />

padre en su tumba. La cámara de piedra había sido excavada en el lecho del río con un extremo<br />

hacia arriba como la proa de una quilla invertida. Su cima fue redondeada para dejar a las aguas<br />

fluir sobre ella pero, asentada en la curva de la piedra, se colocó una cabeza bifronte, dispuesta de<br />

tal modo que un rostro miraría para siempre río arriba y la otra hacia la lejana desembocadura.<br />

Una abertura se había dejado en el túmulo y a través de ella bajamos la caja de cedro que<br />

guardaba los huesos de mi padre.<br />

Talorgenos hizo de ello un ritual, uno más en el ciclo continuado de ceremonias que<br />

ligaba nuestras vidas. “Confortará al pueblo”, me dijo. “Un nuevo rito, oficiado por los sacerdotes<br />

de la nueva raza y las sacerdotisas de la antigua. Cosas como ésta acabarán por fundirlos en una<br />

sola familia.”<br />

Los sacerdotes cantaron las alabanzas de Leir a la música de arpas de dulce son, mientras<br />

los guerreros depositaban las armas del rey en la tumba junto con las vasijas que contenían las<br />

ofrendas de carne, grano e hidromiel. Y el tiempo llegó luego de sellar la cámara. Ahora las<br />

sacerdotisas tomaron la dirección de la ceremonia y arrojaron ofrendas a la diosa del río mientras<br />

la presa era quebrada y el primer goteo de agua legamosa serpenteaba hacia la tumba.<br />

Yo permanecí silenciosa al lado de Agantequos, entumecida como si hubiera consumido<br />

la pócima negra que dan a los hombres antes de sacrificarlos. El siseo se transformó en un rugido<br />

y el río se abalanzó sobre el lecho, y las mujeres elevaron lamentos cuando las aguas impetuosas<br />

devoraron el cuerpo de mi padre. Debería haber llorado por mi pérdida o exultar por la victoria<br />

final de Leir. Pero no podía sentir nada en absoluto.<br />

Por fin las aguas grises cubrieron la última piedra y la tumba reposó oculta en el vientre<br />

del río como un huevo de roca. Durante un rato las ondas portaron briznas de broza o paja, y al<br />

final desaparecieron éstas también. El pueblo se alejaba ya, los sacerdotes recogían sus aparejos y<br />

se preparaban para marchar. Agantequos me tocó el brazo.<br />

“La fiesta está lista”, dijo suavemente. “Nos querrán allí...”<br />

“Ve tú”, le espeté. “Tú eres el rey. Yo necesito estar sola.”<br />

231


En lo alto de la orilla esperaba Nabelcos y con él los hombres de Briga que eran ahora los<br />

guerreros del rey.<br />

“Háblale al pueblo”, añadí más indulgente. “Necesitan que les des confianza. Pero yo he<br />

de pedir al río que fluya gentil sobre los huesos de mi padre.”<br />

“¿Aún estás atada a él?” Las manos de Agantequos se cerraron sobre mis hombros y sus<br />

ojos azules sostuvieron mi mirada. “¿No soy el primero en tu corazón, Cridilla, ni siquiera<br />

ahora?”<br />

Sentí la fuerza en las manos de mi marido y recordé cómo me había abrazado en las<br />

noches de invierno cuando yo me despertaba tiritando porque creía estar otra vez en la jaula de<br />

Maglaros. Y recordé también cómo lo había mecido contra mí cuando él lloraba por su país<br />

perdido.<br />

“Tú eres el Señor de Briga y mi amor.” Logré una sonrisa. “Queda en paz. Esto es sólo<br />

para decir adiós.”<br />

Me dejó entonces. Y cuando los guerreros caminaron tras sus pasos, ya no fue<br />

Agantequos mi amante al que vi marchar hacia los fuegos del festejo, sino a Agantequos el alto<br />

rey.<br />

Una vez hube terminado, me senté con la espalda reclinada en un sauce. La historia de mi<br />

padre había acabado y, durante un instante, me costó comprender por qué no podía simplemente<br />

deslizarme a la corriente y dejarme llevar por ella. Leir yacía en paz en el seno de las aguas. Pero,<br />

aunque yo era una guerrera, la batalla de traer la paz a la Isla del Poderoso no acabaría nunca. Sin<br />

duda yo había hecho suficiente ya por el país.<br />

Es mi agotamiento el que habla, me dije a mí misma. En unos momentos me levantaré y<br />

me iré.<br />

Pero las hipnóticas ondas de las aguas me aquietaban.<br />

“Vive, Áspid.” Palabras rompieron el silencio. “Eres la voz del país para el pueblo y el<br />

habla del pueblo para el país.”<br />

Alcé los ojos y descubrí la brillante mirada de un cuervo posado en una rama que se<br />

balanceaba sobre la cambiante superficie del río. Al contemplarlo, nuevas palabras se formaron<br />

del susurro de las aguas.<br />

“Observa el río, siempre diferente y siempre el mismo. Esto conoce: todo lo que ha sido<br />

es y todo lo que es será.” Y yo sabía que ésta era la voz de mi propia madre, tal como la oí en la<br />

cueva de mi visión.<br />

Y entonces, de pronto, el aire vibró de resplandor. Caí hacia atrás, cubriéndome los ojos<br />

contra el destello, cuando una forma blanca se posó en el agua ante mí y plegó sus alas poderosas.<br />

Una nueva voz habló entonces y supe que era la de Leir.<br />

“Escúchame, hija: ni siquiera la muerte puede separarnos de lo que hemos amado. Tú eres<br />

la Serpiente de Briga. En cada era, te desprendes de una piel, pero no morirás nunca.”<br />

La última luz del día más largo centellea en el río y resplandece a través de cada hoja del<br />

sauce. Cada piedra de la orilla tiene su propio fulgor, y en la tierra y en el cielo y en las aguas las<br />

chispas vitales de las criaturas brillan. Desde las profundidades hasta el vértice de mi cabeza la<br />

luz emana. Soy la heredera de las esperanzas de mi padre y el cáliz de los sueños de mis<br />

hermanas, y sé sin embargo que toda mi tarea consiste en dejar la vida fluir a través de mí al país.<br />

Más allá de los sauces, mi pueblo aguarda a su reina. Los fulgurantes serpenteos del río<br />

parecen hechos de escamas de luz y el cisne blanco guarda las aguas sobre la tumba del rey.<br />

Y Agantequos me llama.<br />

232


APÉNDICE<br />

En el valle del río Soar debajo de Leicester, el viajero que abandona la gran carretera para<br />

seguir los caminos que conducen por entre las ricas tierras de cultivo pasará probablemente junto<br />

a una sencilla señal con el nombre de “Leire”. La pequeña aldea misma consta de unas pocas<br />

granjas y un arroyo, pero la población lleva allí ya desde que se recopiló el Domesdaybook. La<br />

asociación del área de Leicester con el rey Lear se remonta a la History of the Kings of Britain<br />

(Historia de los Reyes de Britania) de Geoffrey de Monmouth. La leyenda pasó de Geoffrey a<br />

historiadores como Holinshed de quien Shakespeare tomó la reseña. Entre las numerosas<br />

versiones se incluyen algunas baladas marginales.<br />

El núcleo de la historia siempre es el mismo: un viejo y poderoso rey decide dividir su<br />

reino entre sus tres hijas a cambio de que éstas se comprometan a una especie de voto de lealtad<br />

que demuestre su amor por él. Dos de las hijas juran una fidelidad imposible y, más tarde, lo<br />

traicionan, mientras que la tercera, enmudecida por su honestidad, es exiliada y retorna en un<br />

vano intento de rescatarlo. Pero, ¿por qué? ¿Por qué toma Lear esta estúpida decisión, en primer<br />

lugar? ¿Por qué sus dos hijas mayores intentan apoderarse de su reino? ¿Dónde halla la modesta<br />

Cordelia el coraje para acudir con un ejército al rescate de su padre?<br />

Fuentes Literarias<br />

Nuestras fuentes escritas más importantes para la historia de la Britania celta son los<br />

Mabinogion, cuyas cuatro ramas cuentan las historias de los dioses célticos, según una<br />

interpretación evemerista, y la Historia Regnum Britanica de Geoffrey de Monmouth, que traza<br />

decididamente la procedencia de los reyes británicos hasta un bisnieto de Eneas, sin reconocer en<br />

absoluto a los celtas como un pueblo independiente. A pesar de ello, Geoffrey es nuestra fuente<br />

más antigua para la leyenda del rey Leir y sus hijas (aunque también llevan el nombre de Llyr un<br />

dios del mar en la mitología de Gales e Irlanda, y un legendario rey irlandés cuyos hijos se<br />

convirtieron en cisnes). Otra de la historias de Geoffrey, su versión del ataque de Brennius a<br />

Roma, parece conservar vagos recuerdos del saqueo de Roma por el líder celta en el año 390 a.C.<br />

Es posible que algunas de las otras narraciones igualmente hayan tenido sus raíces en la historia,<br />

aunque con probabilidad no se produjeran en la misma secuencia en que las presenta Geoffrey, ni<br />

siguieran necesariamente una sola línea de descendencia. De acuerdo con la cronología de<br />

Geoffrey, Leir vivió en los tiempos de la fundación de Roma. Yo lo he situado unos dos siglos<br />

más adelante, en algún momento del siglo V a.C.<br />

Para los narradores de historias medievales y renacentistas, una mujer que tomaba el<br />

poder era algo inusual. Sin embargo, en la antigua literatura histórica de Irlanda perduran los<br />

rastros de una cultura en la que las mujeres no eran ciudadanos de segunda clase, así que ¿por qué<br />

no también en Britania? Me parece que la mayoría de los problemas que originaron la historia del<br />

rey Lear podrían resolverse, si él fuese un líder guerrero procedente de una cultura de línea<br />

patriarcal, llegado del otro lado del mar, y sus hijas, las descendientes, nacidas de las reinas de las<br />

tribus matriarcales que él conquistó.<br />

Según Geoffrey, Cordelia sobrevivió a su padre. Así es como continúa su relato.<br />

233


Cordelia, la hija de Leir, heredó el gobierno del reino de Britania. Enterró a su padre en<br />

una cámara subterránea especial que había ordenado cavar bajo el río Soar, a poca<br />

distancia de Leicester, corriente abajo. Esta cámara subterránea está dedicada a Jano, el<br />

de las dos caras... Después de que Cordelia reinara en paz durante un periodo de unos<br />

cinco años, Marganus y Cunedagius empezaron a causarle problemas. Ellos eran los hijos<br />

de sus dos hermanas, que habían sido dadas en matrimonio a los duques Maglaurus y<br />

Henwinus... Se negaron a detener sus ataques y, al final, arrasaron varias provincias y se<br />

enfrentaron a la Reina en persona en una serie de batallas campales. Por último, ella<br />

misma fue capturada y encarcelada. Allí lloró desconsoladamente la pérdida de su reino y,<br />

con toda probabilidad, se suicidó.<br />

234<br />

History of the Kings of Britain, parte II: 14-15<br />

Los historiadores medievales, que culminan con las Chronicles de Holinshed, siguieron la<br />

línea de Geoffrey en sus versiones de la temprana historia de Britania y adornaron la vieja<br />

leyenda con florituras cortesanas, pero sin cambiarla. Incluso en The Faerie Queen, Spenser sólo<br />

la resumió en graciosas estrofas. Una obra anterior y muy poco memorable sobre el tema<br />

familiarizó al público isabelino con el cuento.<br />

Fue Shakespeare quien transformó la historia de una guerra dinástica en un conflicto<br />

elemental en el que el destino del rey y el del reino se convirtieron en uno solo. Trasladó la trama<br />

del mundo de la corte al de la naturaleza y, aunque su visión era más moralista que ecológica, la<br />

fascinación de este vínculo perdura. El hombre y la naturaleza sufren la misma locura y<br />

únicamente las crípticas manifestaciones del Loco (otra de sus invenciones) proyectan una luz<br />

titilante a través del escenario. En el Lear de Shakespeare, un fuerte y terrible viento de los<br />

albores del mundo barrió la realidad superficial de la Inglaterra isabelina para revelar un<br />

panorama de arcaico poder en el que los conflictos humanos del amor y la fidelidad adquieren un<br />

significado eterno. Aún hoy, es capaz de provocar lo mismo en el público. Este es el mundo al<br />

que he intentado regresar en El Colmillo de la Serpiente.<br />

Prehistoria<br />

Los arqueólogos discuten todavía la fecha de la primera migración celta a las Islas<br />

Británicas y si la lengua hablada por los pueblos que conquistaron fue el indoeuropeo. Sin<br />

embargo, durante el siglo V a.C., se empezaron a descubrir suficientes artefactos<br />

correspondientes a la primera cultura La Tène para argumentar a favor de una presencia céltica en<br />

las islas. Al mismo tiempo, un cambio climático forzaba a los agricultores de las espaciosas<br />

tierras altas a bajar a las cuencas de los ríos densamente forestadas, que sólo podían despejarse<br />

con herramientas de hierro. ¿Podría ser éste un ejemplo históricamente defendible del conflicto<br />

entre la cultura indoeuropea y su predecesora, cuyo resultado habría sido una fusión más fecunda<br />

que la que se logró en el continente?<br />

Si realmente hubo tal fusión de culturas, las etapas iniciales debieron de ser traumáticas en<br />

todos los sentidos. En la prehistoria europea, nos encontramos una y otra vez con relatos sobre el<br />

conflicto de pueblos y de nuevas tribus obligadas a abandonar sus tierras natales para, a su vez,<br />

despojar o conquistar otras. No hay pueblos verdaderamente nativos; incluso aquellos cuya patria<br />

ahora se halla en los límites de las tierras habitables, al principio, vivieron en países más fértiles.


Los cazadores paleolíticos que dejaron los primeros rastros de existencia humana retrocedieron y<br />

avanzaron a medida que las capas de hielo crecían o se retiraban, y se disputaban con los grandes<br />

osos el derecho a ocupar las cavernas. No hay relatos de la llegada de los primeros agricultores a<br />

la Europa del norte, aunque entre los lapones y otros pueblos de la cultura circumpolar podría<br />

perdurar un remanente de los grupos de cazadores que éstos desplazaron. Sin embargo, hay<br />

indicaciones de que sobrevivieron bolsas geográficas de un pueblo distinto de sus vecinos en<br />

áreas remotas hasta tiempos históricos, y la constatación de su presencia podría haber contribuido<br />

a la creación de leyendas sobre seres feéricos.<br />

La mitología europea es rica en leyendas de tribus nómadas y migradoras que invadieron<br />

una cultura de agricultores establecidos, al igual que los aqueos hicieron con los herederos de<br />

Creta. Estas invasiones se reflejan en síntesis mitológicas como la alianza de los Aesir y los<br />

Vanir, y la mezcla de los Tuatha De Danaan y los Fomorians después de sus guerras. Estas<br />

fusiones originales fueron postergadas por otras migraciones y evoluciones posteriores de la<br />

cultura. Una supervivencia histórica de la mezcla original serían los pictos que, según K.H.<br />

Jackson (The Problem of the Picts), consistió en el dominio de unos aristócratas celtas<br />

protobritónicos sobre un pueblo no indoeuropeo. El Book of Invasions irlandés, la evemerización<br />

del conflicto de los Aesir/Vanir por Snorri Sturlusson, y lo que podemos deducir de los pictos nos<br />

sugiere que el primer encuentro entre los indoeuropeos y sus predecesores resultó en una fusión<br />

más que en una eliminación de los últimos.<br />

La teoría de George Dumézil sobre la cultura indoeuropea identifica tres funciones<br />

sociales: soberanos/sacerdotes, guerreros y agricultores. No obstante, cuando un pueblo emigra,<br />

pierde su vínculo con la tierra. En todo caso, los celtas fueron originalmente un pueblo de<br />

ganaderos y no de agricultores, como lo demuestra el hecho de que sus festivales están<br />

relacionados con acontecimientos significativos del ciclo de vida de sus rebaños y ganado. Sin<br />

embargo, en cuanto los extranjeros se establecen, sobre todo si son una banda de guerreros<br />

saqueadores que no llevan sus propias mujeres, enseguida buscan a alguien que les cultive la<br />

tierra. Y, ¿quién mejor para ello que los antiguos dueños?<br />

Si se toma el análisis de Dumézil sobre la cultura indoeuropea original y se compara con<br />

la evolución de las Islas Británicas, se halla una serie de anomalías, características de la cultura<br />

británica pero no de la indoeuropea continental, aun cuando hubo sucesivas oleadas de migración<br />

celta tras la síntesis original. La cultura celta conservó elementos de esta primera fusión hasta su<br />

conquista por Roma, que bajo la forma de la iglesia los suprimió, al menos entre la aristocracia.<br />

Incluso entonces, la cultura campesina preservó muchas prácticas y creencias que se remontan<br />

hasta la cultura granjera de la Europa neolítica.<br />

Los Pueblos<br />

Los quiritani de la historia pertenecen a la cultura celta La Tène, un pueblo que utilizaba<br />

el hierro y hablaba una forma antigua de la lengua que se dividió primero en britónico y gaélico<br />

y, más tarde, en el resto de las lenguas habladas en los países celtas. Por consiguiente, tienen<br />

mucho en común con los celtas de la posterior etapa heroica registrada en el ciclo de leyendas<br />

irlandesas del Ulster y, de forma medievalizada, en el Mabinogion. He intentado mostrar algunas<br />

de estas resonancias a través de los encabezamientos de los capítulos, extraídos de los Ancient<br />

Irish Tales de Cross & Slover y de la Celtic Miscellany de Jackson. En otros aspectos, sin<br />

embargo, son más similares a los griegos de Homero o a los pueblos que fundaron Roma.<br />

Muchos de los rasgos distintivos de la alta cultura celta, como los druidas, no aparecieron hasta<br />

235


más tarde. Se sabe de la existencia de un sacerdocio rudimentario entre los antiguos germanos; en<br />

Roma y entre los brahmines védicos, al otro extremo de la migración indoeuropea, aquél<br />

evolucionó de una forma que muestra similitudes con el de los celtas. Pero los druidas<br />

desarrollaron además (o conservaron) rasgos que no se encuentran en ningún otro lugar de<br />

Europa, y los druidas de Britania eran temidos por los romanos como guardianes de una antigua y<br />

poderosa tradición mágica.<br />

Muy poco podemos saber con certeza de los habitantes de Britania en el siglo V a.C. Al<br />

escribir esta novela, he partido del supuesto de que aquellas características que diferencian a los<br />

celtas históricos de las Islas Británicas de los del continente podrían proceder de los pueblos que<br />

ya vivían allí cuando ellos llegaron. Éstos serían los descendientes de las tribus que construyeron<br />

los megalitos, un pueblo que cultivaba las amplias llanuras y los montes, y basaba su agricultura<br />

y rituales en la observancia del año solar.<br />

Con toda probabilidad, hubo varias migraciones a Britania antes de que llegaran los celtas.<br />

Para lograr una caracterización distintiva, he decidido identificar sus antecesores inmediatos<br />

como parientes de los íberos, que formaron parte de una migración del primer milenio de pueblos<br />

con lengua camítica que se dispersaron hacia el oeste por el norte de África y, luego, hacia la<br />

costa atlántica. Sus descendientes incluyen a los bereberes, los indígenas de las Islas Canarias y<br />

los pueblos que compartían la península ibérica con los celtas cuando llegaron los romanos.<br />

Yacimientos españoles muestran que desarrollaron una sofisticada cultura, con artefactos entre<br />

los que destaca la estatua de la sacerdotisa en el yacimiento de la Dama de Elche. Es posible que<br />

fueran ellos quienes promocionaran el estilo de casa redonda, que se vuelve menos común a<br />

medida que uno se desplaza hacia el este en dirección a las tierras de donde llegaron los celtas.<br />

Sin embargo, independientemente de quienes fueran los que migraron a Britania desde el<br />

continente, no fueron los primeros habitantes del lugar. La arqueología identifica en Britania la<br />

presencia de cazadores-recolectores pertenecientes a los pueblos de las regiones polares y<br />

herederos de las culturas paleolíticas y mesolíticas del norte de Europa. Éstas comparten una<br />

tradición chamánica que se extiende desde Siberia hasta Norteamérica y que se da entre los<br />

lapones de Escandinavia. Algunos de estos grupos podrían haber sobrevivido hasta bien avanzado<br />

el periodo celta, retirándose cada vez más a las tierras salvajes. Éste es el pueblo al que los celtas<br />

de la historia llaman senamoi, los primeros en habitar y ser desposeídos del país.<br />

Lugares de la Historia<br />

Muchas hojas han caído desde el siglo V a.C. y oleadas sucesivas de asentamientos, sin<br />

mencionar los estragos causados por los edificios modernos, han borrado gran parte de las<br />

evidencias que nos habrían aportado datos más certeros de la vida en la Edad de Hierro. Allí<br />

donde me ha sido posible, he situado escenas de la novela en lugares famosos, salvando la falta<br />

de datos con extrapolaciones de otros yacimientos donde se han conservado mayores evidencias.<br />

La fortaleza Ligrodunon de Leir es Burrough Hill, cerca de Somerby, Leicestershire. A<br />

pesar de no ser el hallazgo de la Edad de Hierro más extenso del área, Burrough Hill es uno de los<br />

que mejor se han preservado. Las excavaciones en el lugar han sido mínimas y algunas de las<br />

informaciones sobre la construcción han sido extrapoladas de otros yacimientos como Danebury<br />

en Wiltshire. Las pruebas existentes indican que Burrough Hill fue habitado desde la Edad de<br />

Bronce y que constituyó un lugar importante, puesto que allí se celebraban ferias y asambleas<br />

hasta finales del siglo diecinueve. Más que un único centro real, parece que Leicestershire tuvo<br />

numerosas fortalezas. Probablemente, el rey se trasladaba de una a otra.<br />

236


Los valles de Yorkshire son tierras calizas con muchas cuevas y formaciones naturales<br />

que permiten su utilización como escenario para espectáculos dramáticos. Las Fuentes Sagradas<br />

del Capítulo Siete son conocidas ahora como el manantial de San Aldkelda. Para explicar el<br />

nombre, la iglesia local cuenta una atractiva historia sobre la muerte de un mártir sajón, pero su<br />

origen más bien es nórdico: “hal keld” - “holy well” (fuente sagrada). Está situado a una media<br />

milla de Giggleswick, cerca de una concurrida carretera (la A65). La figura de plomo de la<br />

Señora se encontró verdaderamente en el manantial de Giggleswick. Puesto que es de plomo, es<br />

imposible calcular su edad, pero los diseños de la falda y el corpiño son semejantes a los de un<br />

escudo de temprano estilo La Tène encontrado en un yacimiento en Merioneth. Tanto la forma de<br />

la figura como los símbolos son notablemente parecidos a algunas de las figuras de diosas<br />

neolíticas halladas en la Europa del este, un estilo que continúa en las faldas rígidas y cuerpos de<br />

pechos descubiertos de las sacerdotisas de la Creta minoica.<br />

La Cueva Madre es Victoria Cave, a la que se llega desde la carretera de Stockdale,<br />

saliendo por Settle, o desde Langcliffe. Recientes excavaciones la han abierto por completo,<br />

ofreciendo restos que datan de la Edad de Piedra, a través del periodo romano-británico, cuando<br />

aquélla era lugar de ofrendas votivas. Los que estén interesados en seguir el rastro de las<br />

andanzas de Cridilla y Leir por los valles pueden hacerlo con la ayuda de los mapas de la serie<br />

Landranger (#91, 98, 99, 104) y mucha imaginación, o un par de resistentes zapatos para caminar.<br />

Los Peninos se hallan atravesados por muchas sendas y trochas que no guardan relación con las<br />

carreteras, porque pies y cascos pueden llegar a lugares para los que las ruedas requieren<br />

ingeniería. Algunos de ellos son viejos caminos de arriero para la trashumancia (legal o ilegal) de<br />

ganado entre Inglaterra y Escocia, y de éstos, muchos son célticos o anteriores. Supongo que<br />

Cridilla localizó a Leir y Cuervo en algún lugar cerca de las rocas llamadas “Long Meg and her<br />

Daughters”, situadas junto al río Eden sobre Langwathby. Si alguien sigue el río Eden hacia el sur<br />

en dirección a su nacimiento, eventualmente puede atravesar Dentdale por un antiguo sendero<br />

llamado Galloway Gate y seguir después hacia el oeste y el sur a través de Deepdale hasta<br />

Kingdale por otro camino prerrománico, girando al este alrededor del flanco meridional de<br />

Ingleborough (Rigodunon) por la carretera antigua, sobre la A65, que lleva de Ingleton a<br />

Clapham. Desde allí, se continúa por la senda junto al arroyo de Clapham, pasando por<br />

Ingleborough Cave (que sólo pudo abrirse con el uso de explosivos en el siglo diecinueve) hasta<br />

Clapham Bottoms, donde tiene lugar la batalla. Luego, aquéllos se retiran ascendiendo a los altos<br />

páramos, donde los fosos y hoyas causan bajas en ambas partes, y hacia el este a través de los<br />

riscos hacia Ribblesdale.<br />

Las rocas de los valles meridionales de Yorkshire, en especial en Rombald, son famosas<br />

entre los arqueólogos por su riqueza en pictogramas. En su mayoría son simples depresiones en la<br />

piedra, aunque algunas están rodeadas por anillos enteros o parciales, o penetradas por líneas<br />

rectas que insinúan los símbolos del tipo lingam/yoni indio. Sin embargo, ocasionalmente, se<br />

encuentra un pictograma diferente. Uno de esos casos es la “Swastika Stone”, en la zona<br />

montañosa sobre Ilkley. Según el profesor Anarti de la Universidad de Fiumi, el único otro<br />

ejemplo de una figura de cuatro brazos de este tipo se halla en el norte de Italia. Una escuela de<br />

pensamiento sugiere, así, que estas marcas fueron añadidas por los celtas cuando llegaron. La otra<br />

roca mencionada en el Capítulo 21 es la “Badger Stone”, una roca a pocos pasos de los restos del<br />

asentamiento que el Grupo Arqueológico de Ilkley estaba excavando cuando estuve allí.<br />

Anotaciones sobre el Calendario Celta<br />

237


Nuestro mejor testimonio sobre la denominación celta de los meses es una tabla de bronce<br />

descubierta en 1897 junto a Coligny. El año céltico empezaba en Samonios con el festival<br />

llamado Samonia (más tarde, Samhain). En The Celts, Herm describe algunas de sus otras<br />

complejidades. Los meses eran lunares y cada día comenzaba con la salida de la luna. Las<br />

traducciones algo vagas de sus nombres, basados en los de Caitlin Matthews, son mías.<br />

OCT/NOV -- SAMONIOS LUNA EN QUE CAEN LAS NUECES<br />

NOV/DIC -- DUMMANIOS LUNA DEL TIEMPO OSCURO<br />

DIC/ENE -- RIUROS LUNA DEL FRÍO<br />

ENE/FEB -- ANAGANTIOS LUNA QUE RETIENE EN CASA<br />

FEB/MAR -- OGRONIOS LUNA DEL HIELO<br />

MAR/ABR -- CUTIOS LUNA DEL VIENTO<br />

ABR/MAY -- GIAMONIOS LUNA DE LOS BROTES<br />

MAY/JUN -- SIMIVISONIOS LUNA DEL RESPLANDOR<br />

JUN/JUL -- EQUOS LUNA DEL CABALLO<br />

JUL/AGO -- ELEMBIUOS LUNA DE LA DEMANDA<br />

AGO/SEP -- EDRINIOS LUNA DEL ARBITRAJE<br />

SEP/OCT -- CANTLOS LUNA DE LOS CANTARES<br />

238


FUENTES<br />

A Celtic Miscellany, traducciones de literatura celta por Kenneth Hurlstone Jackson. Nueva York:<br />

Penguin Books, 1971.<br />

Arribas, Antonio. The Iberians. Londres: Thames & Hudson.<br />

Cross, Tom Peete & Clark Harris Slover, eds. Ancient Irish Tales. Nueva York: Henry Holt &<br />

Co., 1936.<br />

Cunliffe, Barry. The City of Bath. New Haven: Yale University Press, 1986.<br />

Daniélou, Alain. The Gods of India. Nueva York: Inner Traditions International, Ltd. 1985.<br />

Eliade, Mircea. Shamanism. Bollingen Series LXXVI. Nueva York: Pantheon Books, 1964.<br />

Harding, D.W. The Iron Age in Lowland Britain. Londres y Boston: Routledge & Kegan Paul,<br />

Ltd., 1974.<br />

Hartley, Dorothy. Lost Country Life. Nueva York: St. Martin’s Press, 1975.<br />

Matthews, Caitlin. The Celtic Tradition. Longmead, Dorset: Elements Books, 1989.<br />

Monmouth, Geoffrey of. The History of the Kings of Britain, translated by Lewis Thorpe. Nueva<br />

York: penguin Books, 1966.<br />

Naddair Kaledon. Keltic Animal Lore and Shamanism, vols. 1 & 2. Edimburgo: Keltia<br />

Publications.<br />

Phillips, Guy Ragland. Brigantia. Londres y Boston: Routledge & Kegan Paul, Ltd., 1976.<br />

Rees, Alwyn & Brinley. Celtic Heritage. Londres: Thames & Hudson, 1961.<br />

Ross, Anne. Pagan Celtic Britain. Londres y Boston: Routledge & Kegan Paul, Ltd., 1967.<br />

Shakespeare, William. The Tragedy of King Lear.<br />

Waltham, Tony. Yorkshire Dales: Limestone Country. Londres: Constable & Co., 1987.<br />

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