Documento PDF - Bel Atreides
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LA HORA DE LOS DIOSES<br />
1
A Madre India<br />
y a la encarnación del espíritu<br />
Sri Aurobindo<br />
que me trajo a ella<br />
y a aquella de quien Sri Aurobindo dijo<br />
“La consciencia de la Madre y la mía son la misma”<br />
y al futuro que ellos vislumbraron para la India y la humanidad<br />
y que ya está amaneciendo.<br />
2
PRÓLOGO<br />
Es difícil conocer bien la India sin saber algo del Mahabharata. El turismo<br />
espiritual no es el mejor medio para conocer el alma de un pueblo.<br />
Es difícil conocer bien al hombre sin saber algo de los recovecos del alma humana<br />
tal como son descritos por ejemplo en este gran poema épico de todos los tiempos. La<br />
superficialidad espiritual, esta epidemia contemporánea, no es el mejor clima para<br />
vislumbrar el misterio de la vida humana ni en sus cimas más sublimes ni en sus abismos<br />
oscuros.<br />
Es difícil también encontrar a personas tan preparadas como Maggi Lidchi-Grassi<br />
para abordar la ingente tarea de los bardos tradicionales de antaño para cantar y contar en<br />
lenguaje contemporáneo esta historia tanto más humana cuanto más el factor divino forma<br />
parte de ella, puesto que el hombre es algo más que un “super-computer” sofisticado o un<br />
“super-mamífero” desarrollado.<br />
La preparación de la autora se extiende a toda una vida que ha esperado su madurez<br />
para llevar a cabo tamaña empresa. Maggi conoce la India desde dentro y desde fuera.<br />
Desde dentro, no sólo por haber vivido casi 40 años (cifra de la plenitud) en esta<br />
tierra, sino también por haber penetrado en su alma guiada por un gran maestro espiritual<br />
de nuestro tiempo y de su shakti: Sri Aurobindo y la Mère, quienes ya por ellos mismos<br />
representan un caso vivido de fecundación entre oriente y occidente.<br />
La cultura índica, como todas las culturas, posee una faceta interior, esotérica,<br />
invisible a las miradas sin amor y refractaria a los análisis racionales. El Mahabharata nos<br />
ofrece un ejemplo.<br />
Pero Maggi conoce también la India desde fuera y no es insensible a sus muchas<br />
lacras ni se deja fácilmente deslumbrar por entusiasmos ingenuos.<br />
La civilización de la India, y no sólo la contemporánea sino también la tradicional,<br />
posee aspectos oscuros innegables. También aquí el Mahabharata nos ofrece un<br />
paradigma.<br />
El Mahabharata, no sólo por su extensión sino también por sus muchos meandros,<br />
ofrece un cuadro poco menos que completo de la existencia humana. Es evidente, por tanto,<br />
que tenga muchas claves de lectura. La autora ha escogido una llave maestra. Su obra no es<br />
una hermenéutica filosófica del poema, una interpretación histórica o una exégesis<br />
simbólica. Ha escogido volver a narrar la historia. Sólo un nuevo Mahabharata puede<br />
darnos una llave que abra las muchas puertas y compuertas del poema. Las grandes obras ni<br />
explican ni se justifican; simplemente narran. La autora nos invita a que escuchemos su<br />
narrativa. Si sabemos escucharla acaso encontremos más de una clave sobre el sentido de<br />
nuestra propia existencia.<br />
3<br />
R. Panikkar<br />
Pondicherry -Sri Aurobindo Ashram<br />
6 de agosto de 1998
PRIMERA PARTE<br />
EL GRAN SACRIFICIO ÁUREO<br />
DEL MAHABHARATA<br />
4
CAPÍTULO I<br />
Muchos miedos hay en la vida, pero para un kshatriya entrenado en la escuela de<br />
Dronacharya existe sólo el miedo al miedo. Yo había atravesado una y otra vez las regiones<br />
más salvajes del mundo y oído al tigre arañar la lona de mi tienda. Había sentido el cálido<br />
aliento del oso olisquear alrededor de mí y, en una ocasión, un elefante de guerra hizo<br />
balancearse mi hamaca como si fuera una cuna. Tras el Kurukshetra y el Narayanastra creí<br />
que nada ya podría volver a intimidarme.<br />
Mucho antes de alcanzar Hastinapura, la Ciudad de los Elefantes, percibí al pueblo<br />
esperarme; cruzaba el bosque aún y me sentía reluctante. Éste era el bosque por el que<br />
habíamos llegado a la capital con mi madre y los sabios, tras la muerte de mi padre. A pesar<br />
de nuestra pérdida, marchábamos serenos, llenos de confianza. Pero al igual que la pequeña<br />
reserva de oro que el rústico trae a la urbe pensando que le durará para siempre, nuestra<br />
serenidad no había tardado en agotarse.<br />
Uno de los que nos había contemplado desde su ventana entonces, atraído a ella por<br />
el repicar de los bordones de los ascetas, nunca nos había fallado: tío Vidura esperaba aún.<br />
Me animaba pensar en él. Pero ¿necesitaba yo estos ánimos cuando Subhadra y Parikshita<br />
estarían aguardándome en nuestro jardín? Parecía que sí los necesitaba. Abrigaba el vago<br />
presentimiento de que, así como había vislumbrado y luego perdido a Krishna, Hastina<br />
disiparía como un espejismo la sabiduría que me había dado el desierto.<br />
Me aparté del camino principal por un bosque pequeño, un atajo al extrarradio de la<br />
ciudad. El corazón empezó a retumbar entonces. Era el fin de algo, el fin de la libertad... y<br />
yo descubría que el errante que había en mí no estaba muerto. Pero Subhadra y el hijo de<br />
Abhimanyu me llamaban y mi corazón se sometió como un ave salvaje que a la mano<br />
extendida vuela. Y Krishna no tardaría en llegar. Todas las errancias del mundo, todas las<br />
aventuras estaban en él; todos los mundos eran Krishna y en ellos mi alma retozaba como<br />
un millar de delfines.<br />
Estábamos todavía en la penumbra del bosque. Vi la luz del sol esperarnos donde<br />
los árboles llegaban a su fin y le dije a Kalidasa: “Nos movemos hacia un nuevo<br />
comienzo.” Él alzó la cabeza y alargó el paso. Mi propia montura se puso a su lado y por<br />
unos instantes marchamos más próximos que los caballos de un carro por un camino<br />
angosto. Prajapati y su protector... aunque yo sabía que, en realidad, el protector era él. No<br />
habría más cabalgadas como ésta. Kalidasa sería pronto prisionero en los establos del<br />
rey-corcel. No guiaría ya, sino que sería conducido a la regia plataforma sacrificial.<br />
Esta idea me acuchillaba el corazón. Hice restallar el látigo sobre nuestras cabezas y<br />
clamé: “Prajapati, guíame una vez más.” Su cola trenzada se elevó, tornó la cabeza y agitó<br />
la crin, que le caía por el cuello y la cruz como la melena de un guerrero. Infundiendo poder<br />
a sus miembros, partió a todo galope, fluyendo entre los árboles, intentando perderme. Yo<br />
lo seguí mientras reía entre dientes. El viento sopló a través de mi cabello e inflamó la crin<br />
de mi corcel. Retorné al camino, que ahora se bifurcaba. Una tenue nube de polvo me<br />
indicó que debía seguir recto, pero cuando el sendero terminó no hallé rastro de Kalidasa...<br />
sólo un ritmo de cascos que se perdía en la distancia. Yo podía hallar un blanco por el<br />
sonido solamente y volví la cabeza de mi caballo. El sonido de cascos cesó como si una<br />
puerta se hubiese cerrado entre nosotros. Estábamos solos y mi bridón lo sabía. Percibió<br />
incertidumbre y aflojó, aguardando mis órdenes. Era la primera vez que perdía a mi caballo<br />
5
sacrificial. Durante más de un año, él había sido el signo en movimiento que yo siguiera.<br />
Giré alrededor, con mi montura al paso ahora, que estaba cubierta de espuma.<br />
La honda quietud del bosque vino a recibir los ecos del silencio. Me aturdía el oído.<br />
El clamor tetrasílabo de un ave hirió la quietud con un interrogante: “¿Dónde está pues?”<br />
Repetida y repetida la pregunta devino: “¿Quién es él pues?”<br />
El silencio alertó algo en mí. Ahora todo estaba quedo. Detuve mi montura. Era<br />
como si alguien hubiese arrojado un lazo al caballo sagrado. Pero estábamos en casa ya.<br />
El lazo se tensó en mi corazón. Y entonces se partió y yo me sentí dichoso,<br />
exultante, como si un trueno me revelase de qué protestaba mi corazón: no quería entrar en<br />
Hastina, no quería entregar a Kalidasa para el sacrificio.<br />
Esta idea era tan grave, tan tremenda, que contuve el aliento. El caballo sagrado<br />
pertenecía al Dios. Era Prajapati. Desear su huida era un pecado más allá de toda posible<br />
expiación.<br />
Mi corazón no se dejó conmover por estos pensamientos. Sólo sabía que no quería<br />
aquella muerte. Ofrecer sus propias criaturas a los dioses... ¿qué clase de sacrificio era éste?<br />
Kalidasa era un corcel celestial, una energía del cielo. Que los dioses lo llamaran, si<br />
querían... no me interpondría yo, pero tampoco prestaría mi mano para apagar esta vida<br />
radiante. Lancé mi desafío a las alturas y le hice voto a Kalidasa de que cambiaríamos la<br />
costumbre. Después desmonté y me senté entre las hojas caídas para ponderar mi<br />
resolución y meditar sobre el Ashwamedha.<br />
El caballo sacrificial me remitía al tiempo aquel en que bajo los cimientos de los<br />
edificios se enterraban humanas víctimas rituales o al antiguo Sarvamedha, en que tanto un<br />
hombre como un caballo eran despedazados y ofrecidos. Tuvo que haber un tiempo en el<br />
que estas cosas pareciesen tan naturales como el Ashwamedha ahora. ¿Quién -me<br />
preguntaba yo- había cambiado la costumbre? ¿Era un dios quien me sugería ahora<br />
cambiarla otra vez o era mi propia voz la que oía?<br />
Desafiar en esto la tradición sería frustrar el deseo más querido del Primogénito, que<br />
no vivía ya más que para limpiarnos de la culpa de haber matado a nuestros parientes. ¿Qué<br />
otro motivo me había hecho seguir, si no, al caballo del Ashwamedha de país a país? Si yo<br />
intentara y lograse salvar a Kalidasa de su destino, ¿no haría caer el Imperio que nos había<br />
costado las vidas de todos nuestros hijos? Y sin embargo, el veneno kalakuta no me habría<br />
ardido más en el vientre que la imagen de Kalidasa atado al poste y el hacha del sacerdote<br />
dispuesta sobre su cuello.<br />
¿Por qué? ¿Por qué me acosaba ahora este dilema? En el desierto había<br />
comprendido que hasta una mota de polvo puede atarte, si te apegas a ella... Y yo había<br />
sido libre. En estos momentos, el apego crecía en mí otra vez. El hombre no se desprende<br />
de sus cadenas fácilmente. El desierto puede hacerte libre... pero dejas el desierto y la<br />
libertad con él.<br />
En el Kurukshetra, Krishna había dicho: “Todos estos hombres están muertos ya.”<br />
Pero había dicho también que bastaba con ofrecer a Dios la hoja de un árbol o mera agua. Y<br />
había acabado con el sacrificio de las vacas.<br />
Una vez más, era como en el Kurukshetra, donde tuve que elegir entre matar a mi<br />
guru y al único padre que había conocido o abandonar a Krishna y a mis hermanos. Ese día,<br />
según Krishna, el mundo pendió en la balanza. Y yo sentí que lo mismo ocurría hoy. Mi<br />
mundo aguardaba mi decisión.<br />
¿Era esto otra vez una debilidad del corazón, una falta de heroísmo? Sufría la misma<br />
confusión que aquel primer día. Entonces, sin embargo, yo había sido la esperanza principal<br />
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de una gran causa contra la injusticia. Aquí, mi tarea había acabado. Todo lo que tenía que<br />
hacer era entrar en la ciudad. Los sacerdotes se encargarían de lo demás. Pero ante esta<br />
mera idea la oscuridad anegaba mi alma. Seca sentía la boca y no estaba Krishna a mi lado<br />
para aconsejarme.<br />
Mi razón me decía que aquél había sido un momento en la gran batalla del mundo.<br />
Éste no era sino un mero sacrificio... pero con mayor fuerza aun me insistía el corazón en<br />
que éste era también un momento en una gran batalla, una confrontación de mundos<br />
invisibles.<br />
Viveka. Discriminación. Podía oír la risa de Krishna: “Jishnu, todavía no lo has<br />
aprendido.” Yací entre las hojas, con las manos detrás de la cabeza, y miré el jirón de cielo<br />
entre los árboles, esperando un signo. Una nube pasó, que tomó la forma de Kalidasa, la<br />
crin al vuelo y las piernas al máximo estiradas. Otra tomó su lugar: Kalidasa con la cabeza<br />
colgando junto al poste sacrificial.<br />
Los dioses no enviarían ningún signo. La decisión era mía. Su libertad y su muerte,<br />
ambas pendían sobre mí como aquellas nubes y yo tenía que aferrar una de ellas. Pasado un<br />
rato, una nube redonda se deslizó a mi campo de visión y, al girar sobre sí misma, me hizo<br />
pensar: de esta forma se había movido el Narayanastra por el cielo. Así que, después de<br />
todo, el signo había llegado... una imagen que decía: sumisión.<br />
Emergí del camino entre sudras y vaishyas, como si no fuera más que cualquier<br />
kshatriya extenuado y roto.<br />
Nadie enderezó la espalda o volvió la cabeza para mirar. Un poco después, tropecé<br />
con una partida de vanguardia enviada desde el palacio, pero ni siquiera éstos me<br />
reconocieron al principio.<br />
Fue uno de los viejos consejeros suta de tío Dhritarashtra el que remiró, tiró de las<br />
riendas de su carro y gritó: “Arjuna, mi señor.” Marchó hacia mí y saltó del vehículo,<br />
mirándome al rostro. Lágrimas le colmaron los ojos. Se postró y sus lágrimas mojaron el<br />
suelo. Yo lo alcé y lo abracé. Por encima de su hombro vi el cielo y los árboles y los<br />
hombres con arcos y escudos y espadas... hombres que no me desafiarían. Algunos de ellos<br />
me sonreían tremulosamente, otros miraban boquiabiertos, otros aun con curiosidad. Unos<br />
instantes después, el suta de mi tío se apartó: “Sri Arjuna, Sri Arjuna”, no dejaba de repetir<br />
con una voz que se le quebraba. “Lo que has hecho, mi señor, nadie lo ha logrado nunca ni<br />
con un ejército a sus espaldas y nadie volverá a hacerlo.” Miró alrededor en busca del<br />
corcel del Ashwamedha, pero era un consejero demasiado experimentado para hacer la<br />
pregunta.<br />
Saludos rituales y mensajes del Primogénito y de mi tío me transmitió entonces.<br />
Después llegaron sus alabanzas y felicitaciones y su agradecimiento a los dioses que me<br />
habían protegido. Por fin, incapaz de seguir conteniéndome, sonreí y le puse la mano en el<br />
hombro.<br />
“¿Cómo está mi nieto?”, inquirí.<br />
“El príncipe Parikshita, el príncipe Parikshita... Crece como el trigo en su estación.<br />
¿Cómo podría ser de otro modo bajo el cuidado de Dama Subhadra, que también está<br />
perfectamente?” Sonrió con discreción. “Y mucho más desde que tiene noticias.” Entonces,<br />
haciendo a un lado el protocolo, estalló: “La princesa Uttara ha realizado unos pasos de<br />
danza que le enseñaste, en cuanto ha oído de la proximidad de mi señor.”<br />
Comprendí que de lo único que se hablaba en Hastina era de mi llegada y mientras<br />
aquél balbucía contándome la fiesta que Bhima proponía para mí y de los caballos que los<br />
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mellizos me estaban preparando y de cómo el Primogénito y Draupadi habían llorado de<br />
alivio con las noticias de mi retorno, la inmensa reluctancia en mi corazón empezó a<br />
fundirse. Miré a Hastina en la distancia.<br />
El anciano se golpeó la frente y se volvió hacia sus hombres: “¿En qué estáis<br />
pensando? ¿Es que hemos traído tiendas y lechos para acumular polvo?” Una actividad<br />
repentina estalló, como si una colonia de hormigas hubiese sido perturbada. Me hicieron<br />
sentar en un carro mientras la seda blanca eclosionaba como las flores, con mi estandarte<br />
ondeando sobre mi pabellón. Cuando lo vi desafiar a los cielos, supe que todas las batallas<br />
habían terminado y que yo estaba en casa al fin y el agotamiento me conquistó. Reprimí un<br />
bostezo... pero aún tenía los nudillos apretados contra los labios cuando otro me descerró la<br />
boca.<br />
Dentro del pabellón, me aguardaba el lecho de sábanas nivosas. Entre los que<br />
vinieron a atenderme había físicos, barberos y masajistas. Me bañaron con agua perfumada<br />
sobre la que se habían recitado mantras. Me frotaron la piel agostada con ungüentos de<br />
muchas plantas. Me dormí soñando con Kalidasa y sólo me inquieté cuando unos dedos me<br />
pinzaron la carne para cerrarme una herida. Me dejaron dormir y, cuando al fin desperté sin<br />
saber dónde estaba, sus rostros graves y expectantes me devolvieron la confianza. Me<br />
ayudaron a levantarme, me arreglaron el cabello y me lo ungieron de aceites. Subhadra<br />
había enviado su gran collar de diamantes y dos sartas triples de perlas. Los angadas que<br />
portaron resplandecían de gemas. Ahora, con mi diadema y este séquito no podía ser<br />
tomado por nadie más que por Arjuna el Conquistador. Por fin, me dieron de comer.<br />
Pero ¿dónde estaba Kalidasa? Nadie se atrevía a preguntármelo. Subí al carro áureo<br />
del héroe conquistador, con elefantes y leones repujados por todas partes, y cuando el<br />
auriga hizo restallar el látigo y los caballos desviaron su peso en dirección opuesta al<br />
vehículo, Kalidasa emergió al paso del bosque con sencilla dignidad. Pasó junto a mí<br />
lanzándome una mirada de soslayo, como diciéndome que había esperado a verme<br />
presentable, y con un resuello se puso a la cabeza de la comitiva.<br />
Grande fue el regocijo. Las buenas gentes de la ciudad y sus alrededores nunca<br />
habían pensado ver a su príncipe Arjuna otra vez. El único clamor que se alzaba a mi paso<br />
era: “¡Victoria al príncipe Arjuna! ¡Quién sino Arjuna...!”<br />
Yo había oído muchos de los nombres que la gente me daba: Invicto e Invencible,<br />
Destemido, Partha. Hoy escuché muchos otros y entre ellos: Dhananjaya, Conquistador de<br />
Riqueza. Las bendiciones de todos llovían sobre mí y, cuando me alcanzó la partida del<br />
palacio, llegó con ella la mayor bendición de todas. Detrás del carro de tío Dhritarashtra,<br />
junto al Primogénito, estaba Krishna y su mirada, tierna y divertida, decía: ¿Pensabas que<br />
no vendría a recibirte? Dulzura me precipitaba aquella sonrisa por las venas.<br />
Casi me lancé a él olvidándome de mi tío Dhritarashtra. Me reprimí, me obligué a<br />
tocarle los pies al tío y dejé que me pusiera los dedos en el cabello mientras yo no cesaba<br />
de mirar a Krishna. Caí a los pies del Primogénito y nos abrazamos uno a otro. Después del<br />
pranam a Bhima, y de que éste casi me rompiese todas las costillas con su abrazo, me<br />
encontré, como tantas veces en mis sueños, cara a cara con Krishna. Nunca habíamos<br />
acabado de saber quién era el mayor de los dos y siempre nos peleábamos para postrarnos<br />
el primero. Esta vez sólo nos miramos, nos miramos... Traté de decirle con mis ojos que<br />
nunca me había dejado. Mis labios dijeron: “Krishna”. Como siempre cuando lo veía,<br />
árboles, hombres, cielos y tierra cobraron de pronto vida y color. Le toqué los pies y él me<br />
tocó los míos.<br />
8
Todo iría bien.<br />
9
CAPÍTULO II<br />
Al principio, la ciudad estaba colmada de alegría, la usual procesión de elefantes,<br />
sólo que multiplicada por diez. “¿Dónde habéis encontrado todos estos animales?”,<br />
preguntaba y preguntaba yo. Yudhisthira decía que, aunque todos los cofres se vaciasen,<br />
nada debía ahorrarse para celebrar mi retorno. Yo me ahogaba en flores y perfumes. Las<br />
danzas callejeras, los mimos, marionetas, el jolgorio... duraron días. Incluso yo, cuya mente<br />
estaba en otra parte, me daba cuenta de que las bailarinas tenían un resplandor especial y<br />
que los mimos eran insuperables.<br />
Krishna no me dejó hablarle de Kalidasa hasta que hubieron acabado los festejos.<br />
“Arjuna, estás demasiado tenso. Si hubieras disparado tus flechas en este estado en<br />
el Kurukshetra, Duryodhana estaría sentado en el trono hoy. Dices que un augurio te sugirió<br />
sumisión. ¿Cómo nos sometimos al Narayanastra?”<br />
“Si esta vez nos tiramos al suelo, los sacerdotes caminarán por encima de nosotros<br />
sin percibirnos siquiera.”<br />
“No sirve de nada que me contemples de esta forma implorante, Arjuna. Yo no<br />
puedo hacer descender un Vishwarupa a tu conveniencia. Eso viene cuando el destino del<br />
mundo está en la balanza. Tu dilema es un don que se te ha dado. Él te formará. Si quieres<br />
cambiar el mundo, y eso es lo que quieres...”<br />
“No, Krishna.”<br />
“Sí, Krishna. Y es lo que yo quiero también, Arjuna.” Krishna alzó las cejas. “Pero<br />
el mundo está regido por costumbres. La costumbre es un astra; si quieres desafiarla, mejor<br />
que aprendas a apartarte de su camino como del de un elefante a la carga.”<br />
“Sé cómo eludir a un elefante.”<br />
“No es tan diferente o tan difícil como la tensión de tu rostro sugiere. En realidad, es<br />
la única cosa sencilla.”<br />
“Hemos matado a la mitad del mundo para que el Primogénito pudiera sentarse en<br />
el trono. Sin embargo, no estará firmemente sentado hasta que se haya realizado el<br />
sacrificio y nos hayamos purificado. Paso horas en consejo con mis hermanos tratando de<br />
pensar en modos de hallar las riquezas necesarias para el sacrificio. Porque sé que ha de<br />
haber sacrificio.” Me golpeé la palma con el puño. “Éste es el camino más corto a la locura.<br />
Mi mente es como un tiro de caballos que arrastra en direcciones diversas.”<br />
“No hay necesidad de encolerizarse con la palma de tu mano.” Krishna no pudo<br />
hacerme sonreír.<br />
“Me enfado conmigo mismo. Con mi presunción. Hace sólo días, Krishna, días<br />
solamente, que era libre, libre de todo, de cada deseo y de cada falta. Y ahora no es más que<br />
recuerdo.”<br />
“¿Esperabas que durase para siempre?”<br />
“Sí. Bhishma siempre decía que las expectativas hacen de uno un idiota.”<br />
Krishna dejó caer la cabeza hacia atrás y rió, y yo reí con él. Luego, dijo: “El Gran<br />
Patriarca esperaba que todo el mundo fuese feliz tras renunciar él a sus deseos. Así que él<br />
debía de saberlo.”<br />
Era imposible seguir aferrado a la desesperación en el reverbero de aquella risa y, a<br />
su irreverencia, añadí: “¿De qué sirve el conocimiento cuando lo pierdes de este modo?<br />
Quizás era demasiado poco y yo creí que era todo.”<br />
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“Incluso un poco de conocimiento libera. Cuando estás en las montañas es<br />
maravilloso. Luego tienes que volver al valle y lo mismo ocurre con el desierto. Es en el<br />
valle y las ciudades donde pones tu conocimiento a prueba. Si no, ¿de qué te sirve?”<br />
Krishna me consolaba como sólo él sabía hacerlo. Por fin, quedé en silencio y sus<br />
palabras empezaron a alcanzarme. Tras un lapso largo, levanté la mirada de las cicatrices de<br />
mis brazos y murmuré: “Era más fácil en el carro de guerra.” Después volví a preguntar:<br />
“¿Hay algo que pueda hacerse?”<br />
“Nada, por el momento.” La discusión creció y declinó luego. Sí, ¿qué podía<br />
hacerse? “Apártate del camino. Permanece dentro, dentro de tu propio desierto. No vayas<br />
aireando tus pensamientos. Perturbarán a los demás. Consumirán la energía. Crearán<br />
confusión. Haz lo que toque hacer y deja que las cosas maduren.”<br />
“¿Y mientras tanto buscamos riquezas?”<br />
“Eso no te concierne a ti. Deja que las haya. Las riquezas son necesarias para<br />
cualquier sacrificio.”<br />
“Te he oído decir tantas veces que los sacrificios de sangre no tienen ningún lugar<br />
en nuestros tiempos Arios, que pertenecen a un pasado oscuro y que unas pocas gotas de<br />
agua ofrecidas con un corazón puro resultan infinitamente más aceptables y beneficiosas...”<br />
“Sí, primo. E incluso puedes prescindir de esas pocas gotas de agua. Así que<br />
observa, aguarda. Si es posible que la costumbre cambie esta vez, el universo hallará el<br />
camino. Ama tu deseo de un sacrificio no cruento con corazón puro. Pero eso es para ti,<br />
Arjuna, pues tú has visto. Los sacerdotes y el pueblo necesitan algo tangible. Algo ha de ser<br />
ofrecido que pueda verse y tocarse mientras se repiten los mantras. No puedes quitar todos<br />
los pilares al mismo tiempo. Cuando yo acabé con el sacrificio de las vacas en mi parte del<br />
país, di a la gente algo a cambio. Los hombres son como niños, Arjuna. Si le quitas un<br />
juguete a un niño, tienes que darle alguna otra cosa para que no llore. Has de hallar el modo<br />
de hacerle sonreír. Sea como sea, tú ya has cumplido con la parte más importante.”<br />
Meneé la cabeza en burla amistosa ante la impenetrabilidad de Krishna.<br />
“Sí, Jishnu. La idea tenía que entrar en la mente de alguien como una espada en su<br />
vaina. Así es como las cosas empiezan a cambiar. Por la penetración de las ideas. Las<br />
antiguas costumbres mismas empezaron así. Es verdad que ha llegado el fin para el<br />
sacrificio animal, al igual que una vez llegó para las ofrendas humanas. Y es a ti a quien<br />
acude la idea por la naturaleza de tu visión.”<br />
Quedamos en silencio. Preguntas se alzaban y luego remitían en mí. Yo hubiese<br />
querido que Krishna siguiera hablando, pero él esperó a que asimilara sus palabras. Por fin,<br />
dijo: “Sométete. Balarama te enseñó a caer en un combate de lucha libre. Tienes que<br />
aprender a caer a través de la vida como una piedra. Pon tu confianza en las cosas que no se<br />
ven y que esperan tomar forma cuando llega el momento. No puedes verlas, son como el<br />
pez en la profundidad de las aguas o como el niño en el vientre de su madre. Sométete al<br />
Tiempo. Él es el Señor de todas las cosas.”<br />
Pero aún me debatía yo, porque no perdía de vista la enormidad de lo que había<br />
planeado en secreto. Por una vez, callaba algo que no le confesaría ni a Subhadra.<br />
Un día, mientras Krishna y yo paseábamos junto al río, desafié su consejo de<br />
sumisión. Krishna escuchó en silencio, mirándome de tal modo que sus ojos líquidos se<br />
hicieron más grandes aun. Dejó de caminar y examinó mi rostro.<br />
“Sólo los dioses están libres de Kala, el Señor del Tiempo y del Cambio. Pero<br />
cambia la costumbre, Jishnu. ¡Cámbiala! Cámbiala por Yudhisthira. Recuerda sólo que no<br />
hay norma sin sacrificio. Hay una ley más alta que te absuelve de la sangre, pero has de<br />
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sentir su hálito soplar sobre ti y hacérselo sentir a los sacerdotes y al pueblo. Tú lo has<br />
sentido, pero eso no basta. Tienes que hacerles llegar el hálito de ese Dios superior,<br />
Jishnu.” En mi corazón había un silencio hondo. “Y tienes que hacérselo sentir a<br />
Yudhisthira. Su necesidad de expiación es muy grande, mucho más grande de lo que la<br />
costumbre exige. Si el aliento del Dios sopla a través de ti con fuerza bastante, nadie podrá<br />
tocar al caballo sagrado. Sin embargo, no te equivoques: el arraigo del sacrificio es<br />
poderoso. Los poderes menores lo exigen. Es lo que ellos conocen. No puedes arrebatárselo<br />
a menos que los conquistes.”<br />
Y yo sabía que me estaba diciendo que debía conquistarlos en mí mismo.<br />
“Estamos al final del sacrificio tal como lo hemos conocido y al comienzo de la<br />
comprensión, y tu alma protesta como un caballo encabritado que quisiera librarse del arnés<br />
de lo viejo. Porque tú eres un alma libre y lo sabes. Estás tentando el futuro, Arjuna. Eso es<br />
lo que estás haciendo y puedes provocar una avalancha, a menos que, a menos...<br />
“¿A menos que qué?”<br />
“Ya te lo he dicho, a menos que ofrezcas algo a cambio.”<br />
Suspiré hondo. ¿Qué podía ofrecerse?<br />
“Sólo puedes ofrecerte a ti mismo”, dijo Krishna. “Eso es todo lo que uno puede<br />
dar. Si es adoración, acción, silencio en la acción y culto de Prajapati y sus creaciones, y si<br />
tú sabes esto, entonces tú eres la ofrenda. Escucha, mi guru Ghora Angirasa me enseñó a<br />
decirlo del siguiente modo:<br />
Tú eres imperecedero.<br />
Tú eres inamovible.<br />
Tú eres firme en el hálito de la vida.<br />
Ofrecer sin conocimiento de nada sirve.<br />
“Si sabes lo que estás haciendo, y si lo haces por el mundo y no por el deseo de tu<br />
corazón, el futuro y tú prevaleceréis. ¡Que el bien te acontezca!”<br />
Y Krishna partió, llamado repentinamente desde sus dominios. Había conflictos<br />
entre los clanes de Dwaraka, esas interminables rivalidades que la guerra sirviera sólo para<br />
crispar. Habíamos retenido a Satyaki con nosotros, pero sus amigos y oficiales ocupaban su<br />
lugar cuando de insultos se trataba. Parecía que cualquier palabra azarosa bastaba para<br />
inflamar a las facciones y que éstas estaban decididas a lavar la mínima ofensa con sangre.<br />
Satyaki dijo una vez que, de no ser por la mediación de Krishna, no habría quedado ningún<br />
hombre vivo en Dwaraka. Sólo Krishna podía embelesarlos, hacerles olvidar la ira y<br />
devolverles el sentido de las cosas. Pero yo me quedé solo con mi dilema.<br />
Ahora que había retornado con Kalidasa, debían proseguir los preparativos para la<br />
ceremonia final. Hasta mi vuelta, todas las cuestiones relativas al Ashwamedha se hallaron<br />
suspendidas. Quizás los sacerdotes consideraban poco auspiciosos los planes en mi<br />
ausencia, o quizás las posibilidades de que fracasase en mi empresa eran demasiado<br />
grandes para hacerlos moverse hacia el futuro antes de que nos vieran cabalgar de regreso.<br />
En cualquier caso, yo tenía que actuar. Parecía que el Ashwamedha requería una<br />
distribución de riquezas que no podíamos afrontar, con las arcas vacías tras la guerra. Los<br />
reyes invitados al ritual traerían sus tributos, sí, pero no contábamos con nada antes de eso.<br />
Sobre la dicha de mi retorno, gravitaba este problema.<br />
12
Una vez Krishna hubo partido, una especie de lobreguez y apatía descendió sobre la<br />
ciudad y los palacios. El mundo esperaba y esperar no es en absoluto ocupación de<br />
kshatriyas, que han vivido al filo de la muerte y sentido el lazo de Yama tensarse en torno a<br />
ellos tantas veces en un mismo día. Ahora parecía que la principal preocupación de<br />
Yudhisthira fuese que tío Dhritarashtra, que había perdido sus cien hijos, no fuese<br />
desairado en lo más mínimo y que se le rindiese una deferencia a la que no había estado<br />
habituado ni en tiempos de Duryodhana.<br />
Si bien Bhima trataba de complacer a nuestros tíos mediante postraciones absolutas<br />
y deferentes, no podía refrenar la lengua cuando el tío recibía oro para realizar sacrificios<br />
en nombre del Gran Patriarca Bhishma, Dronacharya y de todo el resto que había luchado<br />
contra nosotros, así como de sus hijos muertos. Un día, delante de Bhima y Satyaki, tío<br />
Dhritarashtra añadió Jayadratha a la lista de almas por las que distribuiría riqueza. Ambos<br />
primos corrieron al palacio del Primogénito como si un astra los siguiese e irrumpieron en<br />
la cámara abriendo las puertas de par en par. En aquel momento, yo estaba contando lo<br />
ocurrido en el encuentro con nuestra prima Dusala, durante la campaña, esperando que el<br />
relato me condujese al tema del corcel sagrado. De hecho, había escaso motivo para que mi<br />
encuentro con Dusala y el nieto de Jayadratha llevase a hablar del caballo sacrificial pero,<br />
al tener siempre este tema en la cabeza, creí que acabaría por deslizarse hasta mi lengua.<br />
Dusala era otro de los nombres que Bhima no quería ni oír desde que se casara con<br />
Jayadratha. Satyaki había bebido y empezó a reír tan pronto como Bhima gruñó:<br />
“Jayadratha.”<br />
Yudhisthira, que escuchaba mi historia totalmente introvertido, volvió ahora la<br />
cabeza como si el muerto se hubiese levantado.<br />
“Ese chacal que fue la muerte de Abhimanyu”, gritó Bhima, “y que se escondió tras<br />
un seto de lanzas para hacer que Arjuna tuviese que arrojarse al fuego. Esa escoria, ese<br />
eunuco, ese campo de cremación... ¡Ofrecer sacrificios por él! No, Primogénito.”<br />
Yudhisthira alzó la mano y la extendió hacia él. Este gesto era una súplica y<br />
también una orden que Bhima nunca dejaba de acatar. Hoy la apartó con el brazo y se dio la<br />
vuelta. Tal cosa me puso en pie. Satyaki cogió a Bhima y lo giró hacia Yudhisthira para que<br />
se disculpase.<br />
“Ésta es una ofensa que no puedo tolerar”, chilló Bhima. “Satyaki, tú puedes irte a<br />
Dwaraka en cualquier momento, pero yo tengo que cuidarme de lo que ocurre aquí. Y estoy<br />
de acuerdo en que al tío se le muestre deferencia, pero ¿he de verle vaciar nuestras arcas<br />
exhaustas para apaciguar el alma de Jayadratha, el canalla más miserable después de Sakuni<br />
que haya tomado cuerpo humano alguna vez? Fue concebido en pecado y criado en<br />
tinieblas para insultar a Draupadi. Me revuelve las tripas.” Hizo poderosos sonidos de<br />
náusea para resaltar este punto. “Debes de estar borracho, Satyaki, para empujarme a<br />
apoyar semejante locura. ¿Gastarías tú tu tesoro en sacrificios por Bhurisravas? Y sin<br />
embargo, Bhurisravas era un alma noble.”<br />
Satyaki arrojó a Bhima una mirada que me turbó. Estaba colmada de ira. Que el<br />
nombre de Bhurisravas pudiese provocar tal mirada me llenaba de sombríos<br />
presentimientos. Quise tener la esperanza de que era el vino pero, desde que Bhurisravas<br />
matara a sus diez hijos, era raro no verlo bebido. Krishna era el único que lo apartaba del<br />
licor y Krishna no estaba.<br />
El decimoquinto día de la guerra, cuando Dhrishtadyumna, el gemelo de nuestra<br />
reina, cortó la cabeza a Dronacharya y la remolinó por el moño delante de mis narices, yo<br />
permanecí en silencio; pero más tarde, en el pabellón real, descargué sobre él mi ira.<br />
13
Dhrishtadyumna y el otro hermano de Draupadi y los cinco hijos de nuestra reina habían<br />
sido abrasados vivos por Ashwatthama y mi rabia se había consumido con ello, si no antes.<br />
Que tales fuegos estuviesen vivos todavía en Bhima y Satyaki tantas lunas después de la<br />
guerra, con tanta leña alrededor, sólo podía pronosticar el mal. Oí la risa callada de<br />
Ashwatthama antes de arrojar su maldición. Krishna había salvado a Parikshita, pero ¿se<br />
había agotado el astra? La guerra no había acabado... y no terminaría mientras ardiesen iras<br />
letales en estos corazones.<br />
Conociendo el efecto de la contradicción en Bhima, volví a sentarme y permanecí<br />
callado tal como había aprendido a hacer en mi campaña de paz. Aguardamos unos<br />
instantes. Satyaki se sentó entonces, airado y ceñudo. Yudhisthira se sentó, doblada la<br />
cabeza. Eran como mimos que dan a su audiencia tiempo para entender. Luego, Satyaki se<br />
levantó y se marchó sin el permiso ritual del Primogénito. Ni siquiera en el bosque, cuando<br />
no éramos más que nosotros cinco, habíamos descuidado la pleitesía debida a nuestro rey.<br />
El lapsus de Satyaki devolvió a Bhima sus sentidos. Como un lobo o tigre domesticado, se<br />
arrodilló ante Yudhisthira y puso la cabeza en su regazo. La mano de nuestro hermano<br />
mayor se la acarició, pero sus ojos estaban colmados de pensamiento y miraban la puerta<br />
por la que Satyaki había desaparecido. Bhima lo percibió y siguió a su primo diciendo: “No<br />
es nada, hermano. Me disculparé ante él.”<br />
En última instancia, en lo que a las arcas se refería, había poca diferencia en que tío<br />
Dhritarashtra ofreciese oro por Jayadratha o no. Nuestra riqueza se había agotado en la<br />
guerra. No habría habido oro bastante para celebrar el Ashwamedha, ni siquiera de un modo<br />
humilde, aunque el tío no hubiese ofrecido ningún sacrificio y hubiera vivido de arroz<br />
tostado y agua. Era esto lo que atormentaba a Bhima: que Yudhisthira, que había celebrado<br />
el Rajasuya en plenitud de esplendor y dignidad, se viese reducido a preocupaciones<br />
materiales para restablecer el Dharma y purificarnos de la sangre derramada. Para el<br />
Rajasuya, Bhima había traído riquezas del este, cestos de rubíes y zafiros. Había vertido las<br />
piedras a los pies del Primogénito entonces, pero ahora se sentía tan desvalido como una<br />
madre incapaz de proporcionar alimento. En cuanto a mí mismo, una parte de mí quería<br />
ayudar a conseguir oro para Yudhisthira, mientras que otra sabía que nada llevaría más<br />
rápido a Kalidasa al poste del sacrificio.<br />
Nuestro ingenio debía de estar embotado por la guerra, pues hizo falta otro incidente<br />
para mostrarnos lo obvio. Mientras tanto, la vida me resultaba no sólo soportable, sino<br />
incluso dichosa, gracias a mi nieto, el hijo de Abhimanyu. Mis mañanas transcurrían en la<br />
cámara del consejo, donde se discutían los impuestos y la irrigación y los muertos de tío<br />
Dhritarashtra, mientras Bhima se dormía y roncaba gentilmente o se levantaba de pronto,<br />
rendía pleitesía y partía porque el aburrimiento le agudizaba el hambre. Satyaki resistía a<br />
nuestro lado bien provisto de vino. Si no hubiera sido por el porte de Yudhisthira y la<br />
dignidad de nuestro tío Vidura y de Sanjaya, la sala del consejo habría resultado<br />
insoportable. Cuando el Primogénito se ponía en pie y nos daba la venia para partir, nunca<br />
nos parecía demasiado pronto. Mi corazón se aligeraba entonces en proporción inversa a la<br />
distancia que me separaba del palacio de Subhadra. Me detenía en el umbral fingiendo<br />
desmayo y murmujeaba las frases rituales del que busca refugio. Ella nunca dejaba<br />
entonces de responderme con aquella risa suya que era como la del agua al besar las rocas o<br />
el canto de un ave y que me revivía como ninguna poción lo habría hecho. Si Uttara y el<br />
crío estaban en alguna otra parte, íbamos a buscarlos o hacíamos que la nodriza nos trajese<br />
a la criatura. El pequeño era como Krishna, y era como Abhimanyu cuando lo dejamos en<br />
Indraprastha para acudir a la partida de dados. Tenía los ojos alegres pero, a veces, sus<br />
14
largas pestañas se entrecerraban y parecía entonces pensativo, mucho más allá de sus años.<br />
Pasase lo que pasase en el palacio de Yudhisthira o en su sabha, siempre había un anillo de<br />
calma alrededor de Parikshita. Yo sabía que los augurios y mis sueños eran verdad. El niño<br />
reinaría en paz.<br />
“La falta de oro no significa nada”, decía Subhadra siempre. “La pobreza es un<br />
estado mental. Mira cómo guió Krishna una nación a Dwaraka y piensa en cómo ayudó a<br />
construir Indraprastha en medio de la desolación.” Yo no respondía que todos éramos<br />
jóvenes entonces y que ahora nos aproximábamos a la sexta división de nuestras vidas. No<br />
lo decía, no, y cuando estaba con ella y Parikshita, no era verdad... o por lo menos no<br />
importaba nada.<br />
Visitábamos a Kalidasa cada día y le llevábamos terrones de azúcar y guirnaldas. Su<br />
belfo era húmedo y gentil, y áspera su lengua cuando tomaba nuestras ofrendas. Una vez<br />
ronchados los terrones con su fuerte dentadura, el corcel ponía su mejilla contra las nuestras<br />
y dilataba las narinas para aspirar el perfume de nuestro cabello. Los momentos con estos<br />
seres amados eran como lagunas fuera del tiempo y yo sentía compasión por cualquiera que<br />
no tuviera a Subhadra en su vida. Creo que eran estos instantes los que me daban paciencia<br />
para con los demás y me permitían alcanzar la sumisión que Krishna me aconsejara. Fue<br />
ahora cuando empecé a conseguir renombre en el campo de la sabiduría, aunque a la gente<br />
le costó algún tiempo pensar en Arjuna, supremo arquero, como Arjuna el consejero y<br />
árbitro. Cada vez más, Sanjaya y tío Vidura me usaban como embajador de Satyaki o<br />
Bhima o me pedían que hablase con el Primogénito acerca de moderar los gastos de tío<br />
Dhritarashtra. En esto último fallé, porque nuestro hermano mayor sufría una auténtica<br />
necesidad de servir a nuestro tío. Se había impuesto la tarea de hacerle olvidar que había<br />
perdido un centenar de hijos. Se convirtió ésta, tal como he dicho, en su preocupación<br />
principal, incluso cuando los preparativos del Ashwamedha requerían toda su atención.<br />
Nakula me hizo recordarle que habíamos invitado a todos los gobernantes para la luna llena<br />
del mes de Chaitra del año siguiente. Reluctante, fui y traté de sacarle punta al<br />
acontecimiento diciendo que a todos nos resultaría embarazoso tener que recibir a nuestros<br />
invitados con raíces secas y un puñado de grano. Pero, mientras las arcas siguieran vacías,<br />
¿qué podía hacerse, en realidad?<br />
“Hermano”, me dijo Yudhisthira, “espero que no tornes tus pensamientos hacia la<br />
comida, como Bhima.” Prosiguió con un largo discurso sobre cómo la mente podía<br />
volverse estómago y el estómago mente. La idea no carecía de verdad ni de interés, pero<br />
durante nuestro exilio la había oído mejor expuesta y con mucho más humor por los sabios<br />
del bosque. Como muchos de los argumentos de Yudhisthira, fallaba en su falta de<br />
oportunidad. Yo no podía encontrar nada que responder. Al final, él dijo: “Es verdad, tu<br />
honor está tan en juego como el mío, ya que eres tú quien los ha invitado. ¿Qué querrías<br />
que hiciera, Arjuna? Sabes bien que lo que nuestro tío gasta no serían más que gotas en el<br />
lago de ghi, para así decirlo, que se necesita.”<br />
Tenía tristes los ojos. Las cejas se le hundían hacia la nariz. Era verdad, desde<br />
luego. Yudhisthira había hecho llamar a los brahmines y maestros albañiles pidiéndoles una<br />
estimación de lo que se requeriría para las construcciones y los presentes a los sacerdotes y<br />
todo lo necesario para las ofrendas y vasijas rituales, y todos habíamos comprendido de<br />
inmediato por qué el Ashwamedha se ofrecía tan raramente. Sólo los utensilios para verter<br />
el ghi costarían la centésima parte de todo el oro que poseíamos ahora. El ritual exigía una<br />
serie completa de utensilios del precioso metal. Las estacas tenían que ser todas de oro. La<br />
15
mitad de la construcción del hoyo sacrificial y todos los arcos tenían que ser de oro. Ningún<br />
metal inferior podía usarse. ¿Por qué pensábamos que se llamaba ‘el Sacrificio de los<br />
sacrificios’, el ‘Rey de los Sacrificios’? El jubiloso verter todo lo que uno poseía era lo que<br />
evocaba la Gracia que limpiaba nuestros pecados. Nada inferior a esto nos purificaría. Lo<br />
desesperado de nuestra situación era un peso que aplastaba a Yudhisthira. Dos veces lo<br />
había visto yo así en el pasado: una, durante la partida de dados, cuando apostó a Draupadi;<br />
y la otra, el penúltimo día de guerra, cuando se enteró en su pabellón de que Karna vivía<br />
aún.<br />
“Primogénito”, le dije cogiéndole los tobillos mientras me sentaba a sus pies y<br />
agitándolo ligeramente, “escúchame. Dalo todo, todo el mundo, a nosotros incluso. Pero no<br />
tomes sobre ti la carga de las muertes de los hijos de tío Dhritarashtra. Hay cosas que es<br />
adhármico arrogarse. No insultes a nuestro tío quitándole la responsabilidad que le<br />
corresponde. Él no tiene hijos. No lo prives de su penitencia porque es lo único que tiene.<br />
Déjalo que la sufra. Da todo el mundo, si quieres, pero no le robes su culpa. La penitencia<br />
es su único punya.” Tras un largo silencio, me incliné y partí. Como hermano menor, no me<br />
era permitido decir más. Viéndolo tan lleno de preocupación, me pregunté cómo llegaría a<br />
abordar nunca el tema de Kalidasa con él.<br />
Estaba colmado de pensamientos todavía cuando Subhadra se me acercó junto al<br />
estanque de los lotos. La insistencia de sus ojos al tomarle las manos me reveló que mi<br />
mirada tenía un aire descorazonado. No le había hablado a ella del sagrado corcel. Quitar a<br />
los dioses lo que se les debe es cosa grave que yo no quería hacer pesar sobre ella.<br />
Caminamos en silencio por el borde del lago incrustado de lapislázuli hasta que<br />
alcanzamos el césped donde Parikshita retozaba sobre sus pieles de tigre. Lo cogí en brazos<br />
y por primera vez me olvidé del Ashwamedha... aunque sólo por aquel momento. Aquella<br />
cuestión me tenía prisionero, así que hablé con Subhadra de la preocupación menor.<br />
También nuestra tía Gandhari, al realizar los intrincados ritos de la sraddha por<br />
cada uno de sus cien hijos, se veía en la imposición de hacer a los brahmines regalos<br />
proporcionales a la pérdida. Y ¿quién tenía el corazón de impedirle librarse a sí misma de la<br />
deuda por la que se sentía obligada hacia sus hijos muertos?<br />
Era la primera vez que hablaba a Subhadra de un modo que cubría mi preocupación<br />
real.<br />
Nadie en Hastina podía hallar oro suficiente para la única cosa en que todos estaban<br />
de acuerdo que debía realizarse. Quizás habíamos discutido aquello tan a menudo que toda<br />
la simplicidad del asunto se ocultaba tras los argumentos. Nunca molestábamos a Uttara<br />
con la cuestión pero, por supuesto, ella se enteró. Se había convertido en el tema de<br />
conversación de todo el mundo y un día mi nuera comentó: “El patriarca Vyasa dijo que<br />
debíamos ofrecer el sacrificio, así que es al patriarca Vyasa a quien hay que preguntarle<br />
cómo conseguir el oro.”<br />
La miramos con estupefacta sorpresa. Yo tenía al niño en los brazos y se lo pasé a<br />
Subhadra. Sabía que aquellas palabras que sonaban pueriles portaban la solución en la que<br />
ninguno de nosotros había llegado a pensar. El abuelo Vyasa vivía con simpleza en su<br />
ashram; el oro y él se ubicaban en rincones distintos de nuestra mente pero, ahora que<br />
Uttara había pronunciado su nombre y la palabra ‘oro’ juntos, se deslizaron el uno hacia el<br />
otro como imanes y la sabiduría de sus palabras resplandeció en nuestro entendimiento.<br />
“Habla con Yudhisthira”, dijo Subhadra. “Tú compartes con él la carga de la<br />
invitación.” Toda esta cuestión se había convertido, en efecto, en una carga para mí. En<br />
sueños, veía a los gobernantes que había invitado sentados a mi alrededor en una cámara<br />
16
del consejo apenumbrada, esperando a que hablase... y yo estaba mudo. Otras veces, me<br />
desafiaban apuntándome con la mano izquierda. Yudhisthira no estaba presente en estos<br />
sueños. Parecía que la falta era mía.<br />
El mundo se convertía en un caos y Krishna no enviaba revelación ninguna.<br />
Ashwatthama se me apareció una noche. Era joven de nuevo y brillaba bajo la gema de su<br />
cabeza.<br />
“Arjuna, también yo sentí el peso del mundo. Llegué a creer que era porque había<br />
llorado pidiendo leche, pero era la adversidad del momento.” No dijo nada más pero,<br />
cuando desperté, sentía menos agobiada la mente. Al final, fue Nakula el que me hizo<br />
hablar.<br />
“Escuchar a un sabio es aún la única cosa que trae alivio a Yudhisthira”, me<br />
recordó. Y tenía razón.<br />
Yudhisthira y yo nos pusimos en camino hacia el ashram del abuelo Vyasa, como si<br />
la expedición fuese una excursión placentera. Yo viajaba con el Primogénito en su carro.<br />
De vez en cuando, él se volvía para sonreír. Por primera vez en muchas lunas, lo vi más<br />
ligero de corazón. Habíamos tratado de conseguir oro ahorrando, pero toda la esencia del<br />
Ashwamedha es dar, dar todo lo que se posee, el verdadero esplendor de un rey.<br />
Yudhisthira, que a menudo parecía tan poco kshatriya que se había ganado el sobrenombre<br />
de Brahmín, lo sabía como rey.<br />
El patriarca nos aguardaba con una pregunta propia: ¿por qué habíamos esperado<br />
tanto tiempo para venir a él?<br />
“El fruto no estaba maduro todavía”, dijo el Primogénito y se puso a hacer lo que<br />
más le gustaba: obedecer a un sabio.<br />
El oro que se necesitaba estaba en el norte, aseveró el abuelo Vyasa. Había allí un<br />
tesoro enterrado y oro de mina. Yudhisthira debía conducir la expedición.<br />
“Primogénito, nadie más que tú puede hallar ese tesoro. No se entregará a nadie<br />
más. Eres tú quien ha de ofrecer este gran sacrificio.”<br />
Las palabras del patriarca, aunque dichas a Yudhisthira, cayeron en mi sangre como<br />
flechas. Tú eres mi chakra, me había dicho Krishna en el Kurukshetra. Ahora, yo era el<br />
brazo de la espada otra vez. Nadie podía llegar al oro más que Yudhisthira y yo era su<br />
protector. Esto era algo que yo conocía y a lo que podía prestar mi mano. En cuanto a qué<br />
saldría de ello, por ahora no podía hacer otra cosa que someterme.<br />
El patriarca Vyasa habló otra vez: “No creas que lo que ofrecemos no es consciente.<br />
Todo es consciente.” Y sus palabras lo llevaron a un himno: “‘El Dios mora en todo lo que<br />
es. El elefante, la hormiga, las piedras.’ Sólo tú puedes llamar a ese tesoro, Yudhisthira,<br />
pero recuerda: tu concentración ha de ser perfecta. El oro que distribuyes y usas para los<br />
preparativos es ofrecido a los dioses. Así que purifícate. Abstente de carne y de vino, y<br />
observa silencio los diez días antes de partir.”<br />
Instrucciones tales eran carne y vino para Yudhisthira. Por fin se le daba una tarea<br />
que estaba en sintonía con el anhelo de su corazón y que hacía el sacrificio real para él. El<br />
Primogénito, de rodillas, alzó las manos en salutación al patriarca y posó la cabeza a sus<br />
pies. Era como si acabase de recibir el baño de coronación otra vez. Sentí una presencia<br />
venir al patriarca Vyasa. Elevó sus palmas al cielo, las colmó de sus bendiciones y las puso<br />
en la cabeza de mi hermano mayor. Lo dejamos en el ashram para sus diez días de ayuno y<br />
retornamos a Hastina en busca de soldados.<br />
17
CAPÍTULO III<br />
Nuestras fuerzas habían de marchar bajo la constelación Dhruva y en el día de<br />
Dhruva. Si no hubiera dejado atrás a Subhadra, al niño y a Kalidasa, me habría sentido<br />
enteramente feliz de dejar atrás Hastina. Tras rendir culto al gran dios Maheshwara,<br />
ofrecimos tortas de arroz y recibimos la bendición de los brahmines. Parikshita y yo<br />
adoramos a Kalidasa moviendo las velas ante él; después, le acariciamos la crin y lo<br />
enguirnaldamos. Le alcé el mechón que le caía sobre la cabeza y le puse kumkum y granos<br />
de arroz sobre la constelación de su frente; encima de ella, tracé un creciente porque el<br />
corcel pertenecía a la raza lunar. Posé junto a la suya mi mejilla.<br />
“Eres Prajapati”, le dije, “y nos conducirás a todos nosotros. Pero ahora es tiempo<br />
de espera y sumisión. Tenemos que encontrar un tesoro.”<br />
Krishna había dicho que el hombre de más baja calaña era el que mataba a su perro<br />
fiel. ¿Qué sería yo, entonces, si no conseguía salvar a Kalidasa? Kalidasa no era un perro<br />
fiel, sino mi guru, que me había guiado a través de los reinos. Mi corazón se mantuvo firme<br />
en su resolución.<br />
Kalidasa resolló gentilmente y frotó su cabeza contra la mía. Sentí su confianza. Me<br />
dio fuerzas. Él me había protegido, me había guiado a través de todos los peligros. Y me<br />
llegó la idea de que, de algún modo, él nos conduciría a través de este peligro también.<br />
Cerré los ojos y oré pidiendo sabiduría y buena fortuna, y luego, allí mismo, en<br />
aquel establo que olía a estiércol y guirnaldas, recé a Madre Durga, protectora de todos los<br />
guerreros. Por último, silencioso el corazón, le recé a Krishna.<br />
El patriarca Vyasa vino con nosotros. Era la primera vez que montaba un elefante y<br />
se le veía pletórico de júbilo y travieso como nunca. Saludaba con himnos a todos los<br />
árboles y animales, y tenía un cántico especial para cada uno de ellos: para las nubes y la<br />
lluvia, para el cielo y la tierra, para la aurora y el ocaso, para cada hora del día y de la<br />
noche, el amanecer, el resplandor del fuego, la luna y la noche prendida de luna, las llamas,<br />
la alegría de la tarde, el viento silbante, las estaciones, la ley que cambiaba las estaciones y<br />
el milagro de la creación, para cada paso y cada contratiempo. Era la nuestra una<br />
peregrinación y no permitía que lo olvidáramos un solo instante.<br />
Entre marcha y marcha, nos hacía sentar sobre hierba kusa y cantar con él como sus<br />
discípulos en el ashram. Su voz era sincera y potente, y podía elevar un Om desde debajo<br />
del suelo y mantenerlo de forma que reverberase en todos nosotros. Incluso al soltarlo,<br />
aquél ascendía y ascendía y quedaba suspendido en el aire... y, cuando el silencio caía por<br />
fin, sabíamos que su plegaria había alcanzado a los dioses. Con todo ello, esperábamos<br />
tener una expedición sin percances pero, a pesar del patriarca, parecía que un viento<br />
inauspicioso nos siguiera.<br />
Cuando nos aproximábamos al segundo grupo de aldeas, una delegación de jefes y<br />
ancianos vino a recibirnos. Un tigre herido, incapaz ya de cazar su presa natural, se había<br />
llevado a mujeres y niños de los campos. Las aldeas habían perdido a un abuelo, cuatro<br />
mujeres, un adolescente y dos pequeños. Ahora, y en respuesta a sus plegarias, el rey, su<br />
padre, su salvador, llegaba montado como un dios sobre un gran elefante. Permanecieron<br />
con las manos unidas y la mirada implorante alzada hacia nosotros. Yo nunca llegué a<br />
dudar cuál sería la respuesta de Yudhisthira, pero algunos de nuestros consejeros y<br />
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sacerdotes se miraron inquietos unos a otros. Se entregaron a susurros y gesticulaciones,<br />
tratando de urgir al más anciano de los brahmines para que aconsejase precaución. De<br />
nosotros dependía todo: el Ashwamedha, las lluvias, las cosechas del país entero. A través<br />
del Primogénito debía purificarse toda la dinastía. El brahmín se adelantó, contraído el<br />
rostro por su misión.<br />
“Mi señor, si algo le ocurre a Sri Arjuna, ¿quién guardará al emperador?”<br />
Yudhisthira contempló más allá de los sacerdotes los rostros implorantes de los<br />
hombres, que se mantenían a respetuosa distancia. Aquéllos eran sus hijos.<br />
“Éstas gentes son nuestros súbditos, oh inmaculado. Sri Arjuna protegió al caballo<br />
sacrificial. ¿Quién protegerá a estos hombres, si no lo hago yo?”<br />
Ahora, varias voces murmuraron:<br />
“Pero el Ashwamedha...”<br />
“Si algo pasara...”<br />
“Todo depende del sacrificio. La vamsha de vuestra Alteza debe ser purificada.”<br />
“Señores, os lo agradezco. Lo que decís es verdad, pero el destino del mundo no<br />
depende de la seguridad del rey, sino de la observancia del Dharma.” Dicho esto,<br />
Yudhisthira indicó a su gajaroha con un gesto su deseo de desmontar. Todos miramos<br />
entonces al patriarca, que observaba a su nieto.<br />
“Hay cosas que sólo el rey decide y que incluso los sabios deben aceptar...”, les dijo<br />
el abuelo Vyasa a los brahmines contemplando sus largas uñas, “a menos que el rey les<br />
consulte.”<br />
“El rey Vrishadarbha se arrancó la carne a pedazos para proteger a un pichón.” El<br />
Primogénito le sonrió al abuelo Vyasa. “¿Voy yo a quedarme en mi tienda acobardado,<br />
cuando mis súbditos me piden que los proteja?”<br />
“Mi señor, ésa no es sino una leyenda”, protestó uno de los brahmines.<br />
Yudhisthira lo observó un instante y luego se tornó hacia el brahmín principal.<br />
“¿Qué hace este brahmín sin fe en nuestra expedición? Envíalo de vuelta, no sea que traiga<br />
el desastre sobre nosotros.”<br />
Después de esto cesaron las murmuraciones. El patriarca cerró los ojos y sonrió.<br />
“Hermano, ¿para qué he venido yo entonces? El rey no debe ser puesto en peligro<br />
en un momento como éste”, protesté. “Déjame ir en busca del tigre. Yo soy tu brazo de la<br />
espada.”<br />
“Ciertamente lo eres, Arjuna”, le respondió Yudhisthira a mi inquietud, “y ningún<br />
rey tuvo nunca uno mejor. Pero, si el rey se queda sentado a salvo mientras sus súbditos<br />
están en peligro, ¿qué rey es ése?” Empezó a caminar hacia un pabellón. “Quién sabe qué<br />
dios ha enviado ese tigre... Quién sabe qué dios ha tomado su forma atigrada.” Paseó<br />
entonces una mirada por todos nosotros que decía: ¿Alguien más tiene prisa por volver a<br />
ver Hastina otra vez?<br />
“¿No te das cuenta de que eres la esperanza del pueblo?”, estallé yo. “¿Por qué<br />
hicimos la guerra? ¿Alguno de nosotros quería en particular ser rey? ¿Es que no sabíamos<br />
la desolación que seguiría a la batalla, aunque venciésemos? Luchamos para que un rey<br />
dhármico se sentase en el trono. Sólo para este fin condujo Krishna mi carro de guerra, para<br />
que el Dharma, y no Duryodhana, se sentase en el trono y ofreciese por el pueblo. Krishna<br />
nunca dijo ni pensó que Arjuna fuese rey. Cuando los Trigartas me desafiaron te hizo<br />
prometer que volverías al campamento, si Satyajit caía, y tú volviste. ¿Qué crees que diría<br />
hoy?” A diferencia de mí mismo, Yudhisthira carecía de estúpida vanidad.<br />
19
“Yo permaneceré detrás pero, esté yo ahí o no, tu flecha será disparada por Kala,<br />
que es Señor del Tiempo. Si permanecemos anclados en la fe, no podemos fallar.” Una vez<br />
más, Krishna nos había salvado.<br />
“No creas que te desharás de mí tan fácilmente, Arjuna”, le oí decir entonces al<br />
abuelo Vyasa. “Además, yo tengo mudras que pueden paralizar a un tigre.”<br />
Antes de mi experiencia del desierto, me habría puesto frenético que alguien<br />
hubiese pensado siquiera en quitarme el tigre, y con mantras por si fuera poco, cuando yo<br />
había organizado la cacería. Ahora me hacía sonreír. Incluso los dioses, pensé para mis<br />
adentros, favorecen a un gran arquero.<br />
Cuando tratas con un devorador de hombres herido necesitas tanto la protección de<br />
los dioses como tener a los mejores cazadores contigo. Así que dispuse tres elefantes y seis<br />
de mis mejores arqueros: dos en direcciones opuestas para cada varandaka. Otro arquero lo<br />
tenía conmigo en mi propio varandaka. Éramos ocho en total, escogidísimos. Preparé cinco<br />
elefantes más con lanceros, de modo que pudiésemos avanzar en una flexible línea<br />
horizontal. Los gajarohas susurraron al oído de sus animales que íbamos a la caza de un<br />
tigre, que no tenían que hacer ruido, y las grandes bestias caminaron quedas como gatos.<br />
Hice marchar a mi formación lentamente con señales de mis brazos. Yo tenía el arco<br />
en las manos y la flecha armada en él. Oí un ruido de hojas a mi derecha e hice detenerse a<br />
los elefantes. Todos respirábamos precavidos, en tenso silencio. Un tigre herido ataca a<br />
cualquier cosa que se le acerque y ni siquiera los elefantes mejor entrenados resisten<br />
cuando sienten las garras de la bestia. Mi oído era agudo, pero fue mi montura la que<br />
percibió el olor. Las aves habían dejado de trinar y yo vi los pies de mi gajaroha<br />
flexionarse contra los costados del elefante. Mi animal barritó y yo di orden al resto de<br />
situarse frente al tigre. A un gruñido airado siguió un rugido. La maleza empezó a moverse<br />
como agitada por la violencia del viento. Olí al gran gato antes de que aquel relámpago<br />
amarillo y negro se arrojase sobre el elefante a mi izquierda, que giró en redondo tan<br />
velozmente que arrojó su gajaroha al suelo; después, trompeteando, berreando y con un<br />
brutal abaniqueo de sus orejas se arrojó a la jungla detrás de nosotros. Mi flecha se hundió<br />
en el anca de la fiera junto a la cola antes de que la selva se cerrase sobre ella, pero no era<br />
una herida mortal.<br />
No sin dificultades, los gajarohas calmaron a sus monturas y nosotros esperamos a<br />
que la bestia cargase otra vez. Ahora, los rugidos ferales llegaban mezclados con aullidos<br />
de dolor y, cuando el tigre volvió a atacar, dos elefantes rompieron la formación y dejaron<br />
un agujero en nuestra defensa. Por unos instantes, no hubo nada entre la fiera enloquecida y<br />
el campamento en el que esperaba el rey. Fue entonces cuando el cántico inflamó el aire.<br />
Ignorando mis órdenes de mantener silencio, el patriarca Vyasa elevó la voz en alabanza a<br />
la creación, sus tigres y todas las cosas franjadas. Lejos de aplacarse, el felino saltó sobre el<br />
elefante del patriarca. Mi flecha lo alcanzó en mitad del salto. El patriarca se volvió hacia<br />
mí atónito.<br />
“¿Por qué lo has hecho, Arjuna?”<br />
Mi aturdimiento fue incluso mayor que el suyo. Miré el tigre abajo, yaciendo sobre<br />
un costado y con la sangre manchándole el carrillo. Tenía abiertas las fauces en un rugido,<br />
pero estaba bien muerto.<br />
“¿Qué tenía que haber hecho, abuelo?”<br />
Él extendió la mano y sus dedos configuraron el mudra que ahuyenta el temor. “Mi<br />
mantra lo habría detenido.<br />
“¿Y si no le hubiera hecho caso?”, protesté. Él giró la cabeza.<br />
20
“Eres un niño, Arjuna.” Sin más comentario, ordenó a su gajaroha volver al<br />
campamento, dejándome que lo siguiera como un estudiante reprendido.<br />
Cuando alcanzamos las tiendas, hallamos a los elefantes huidos en una alberca,<br />
confortados por sus cornacas. “Os ha asustado ese horrendo tigre”, les canturreaban al oído.<br />
“Pero Sri Arjuna lo ha castigado. Nunca volverá a asustaros. Él es el mejor arquero del<br />
mundo. Puede disparar con las dos manos.” Tuve que contentarme con estos elogios porque<br />
el abuelo Vyasa seguía en inapelable silencio. Por un rato, observé a los gajarohas frotar<br />
los costados de los elefantes y hacerles cosquillas tras las orejas con sus largos cepillos.<br />
Chapoteaban y jugaban en el agua como chiquillos. Los elefantes se llenaban las trompas<br />
de agua y la espurreaban. Por fin, el hosco silencio del patriarca se rompió y su voz se elevó<br />
sobre los sonidos del júbilo de los mastodontes y sus guardas.<br />
“La verdad es lo supremo, lo supremo es la verdad.<br />
Por medio de la verdad, los hombres no caen nunca del mundo celestial,<br />
Porque la verdad pertenece a los espíritus bañados en Gracia.”<br />
Y mientras cantaba se volvió hacia mí y me sonrió perdonándome. Era en verdad<br />
una sonrisa de gracia que reflejaba los cielos, por los que ahora se movían nubes rosadas,<br />
como velas infladas por el viento, contra una expansión de azur. Pero en una de ellas, yo vi<br />
algo que anuló el éxito del día y me hizo cerrar los ojos con repentino dolor: la forma de<br />
Kalidasa. Esta nube flotó separada de las demás, en cuatro pedazos.<br />
En el primer río que cruzamos, una balsa volcó y se perdió gran parte del bagaje.<br />
Apenas habíamos acabado de recuperar lo que pudimos y seleccionado lo todavía salvable,<br />
cuando los camellos se amotinaron y uno de ellos logró tirar y pisotear su carga de<br />
provisiones. Al llegar al segundo río, todos ellos se negaron a meterse en el agua.<br />
Finalmente, atamos a ocho camellos juntos y los sujetamos a la cola de un gran elefante que<br />
los arrastró al río y los hizo nadar a través de él. Esto los tornó dóciles y les vimos lanzar<br />
tímidas miradas de soslayo que nos convencieron de que así era como había que tratar a los<br />
camellos. El resto de los elefantes fue enviado luego a través de las aguas, con cuerdas de<br />
hombres colgadas de sus colas. En medio de todo el barullo, empecé a preguntarme, como<br />
siempre lo hacía llegado cierto punto de las expediciones, por qué había tenido tanta<br />
ansiedad de partir. Justo entonces algunos bueyes se hundieron y perdimos varios cofres en<br />
los que el tesoro había de ser transportado de vuelta a Hastina. Los responsables de los<br />
bueyes los habían sobrecargado. Hubo mucha agitación mientras buceábamos para cortar<br />
las cuerdas y descargar a las pobres bestias. ¿Por qué estos percances? Cuando escatimas el<br />
sacrificio, quizás no puedas esperar la protección de los dioses. No, protestó mi corazón.<br />
Ésta era voz de sacerdote.<br />
Logramos salvar a los animales y los cofres, y yo me las arreglé para nadar lo<br />
bastante y refrescarme. Luego, me sumergí en el agua de nuevo, esta vez por puro placer.<br />
Hallé calma y frescura bajo la superficie. Arriba, la confusión era otro mundo. Agité<br />
las piernas hacia mayores profundidades, dispersando un banco de peces. Uno de ellos,<br />
confiado, vino a mí y me miró con ojos como platos, redondos, como preguntándome qué<br />
quería yo allí. Extendí la mano hacia la plata de su piel y partió como un relámpago. Me<br />
sentía libre y alegre allí abajo, solo. Lamentaba que mi necesidad de aire hubiera de<br />
arrastrarme pronto de vuelta a la superficie. Entre tanto, contemplé las sombras en el lecho<br />
21
del río. Una de ellas se convirtió en el corcel sagrado. Emergí abruptamente, el corazón<br />
enloquecido, ansiando aire.<br />
Después de todo esto, dispusimos un puente de barcazas para los bueyes y los<br />
caballos.<br />
Haciendo marchas cortas de un goyuta cada jornada, alcanzamos unas tierras<br />
prístinas en la que grandes bandadas de aves migratorias blancas con largas colas farpadas<br />
descendían hacia el patriarca Vyasa y volitaban alrededor de él con agudo griterío. Unas<br />
pocas se posaban en sus manos y en sus hombros. Una lo hizo en su moño. Luego, las<br />
vimos aterrar a orillas de un lago de cristal. Llegaron grullas de más allá del Himavat<br />
volando en formación de punta de flecha y las observamos cambiar líderes. Gansos de alas<br />
grises navegaron sobre las aguas de una laguna, sin turbar apenas la superficie, sin<br />
mezclarse con los patos salvajes o con sus hermanos de color arcilla. El martín pescador<br />
destelló antes de hundirse en el lago y emergió después triunfante con su presa. Hacían que<br />
el cielo brillante pareciese pálido. Al acercarnos, las perdices moteadas se fundieron tras las<br />
piedras y se burlaron de nosotros invitándonos a saber cuál era cuál. Los cormoranes se<br />
miraron en el agua sus grandes picos ganchudos y yo contemplaba incansable las ardillas de<br />
montaña, negras, atigradas, anaranjadas, doradas, contra la oscura corteza de los árboles,<br />
realizar sus acrobacias en las ramas más menudas.<br />
Todo el universo era en verdad el juego del Creador. En días como éstos, yo me<br />
sentía en paz profunda y me colmaba la fe de que la visión de Krishna prevalecería.<br />
Me encantaba sentarme junto al abuelo Vyasa. Un día observábamos a las<br />
mariposas revolotear entre púrpuras trepadoras. Su espíritu interior fluyó a través del<br />
patriarca hasta mí y de vuelta a ellas. De pronto, el mundo entero empezó a moverse como<br />
si alas batiesen el aire hacia abajo y un millar de pájaros tirase hacia el cielo con atronador<br />
aleteo. Miramos y miramos y, cuando pude hablar otra vez, le dije al sabio: “Éste es el lila.<br />
¿Qué necesidad tenemos de oro?”<br />
Por fin se volvió para observarme. El aire era dulce y diáfano. Yo siempre había<br />
sentido cuando estaba en las montañas que no envejecería en las ciudades, que un día los<br />
dioses de los montes me llamarían y me guardarían hasta el final. Le conté al abuelo mi<br />
fantasía.<br />
“Nadie puede retenerte prisionero, Arjuna. Algún día volverás a las cumbres para<br />
siempre. Yo te lo diré cuando llegue la hora. Te lo prometo. Pero no es ésta. Nadie puede<br />
ser exonerado antes de tiempo, ni tú ni yo, sin desequilibrar la creación. Ya sabes eso.” Yo<br />
asentí.<br />
Marchamos bajo la mirada de los montes. Adoramos a Rudra, adoramos al Señor de<br />
los Tesoros con pureza de propósito en nuestros corazones. Y un día el patriarca Vyasa me<br />
dijo que habíamos llegado al lugar donde yacía oculto el tesoro.<br />
“Oh Tierra, eso que estoy excavando para extraer de ti,<br />
que crezca de inmediato;<br />
Oh Purificadora, no dejes que perturbe tu alma ni tu corazón.”<br />
Los brahmines que nos acompañaban cantaron sus mantras y fortalecidos por sus<br />
bendiciones empezamos a cavar. Lo que surgió primero fueron raras y preciosas vasijas de<br />
todo tipo: bhringaras, katahas, kalasas, bardhamanakas y bhajanas. Estaban incrustadas<br />
de gemas y resplandecían al sol y la nieve como sueños hechos vida. La riqueza emanó en<br />
22
tal profusión que comprendí que el abuelo Vyasa no había exagerado. Nuestros miles de<br />
cofres no eran demasiados y lamentamos los perdidos en el lecho del río.<br />
Dieciséis mil monedas fueron colocadas sobre cada camello, veinticuatro mil serían<br />
llevadas por los elefantes que esperaban en un campamento base, ocho mil en cada uno de<br />
los carros. Tendríamos que cargar a mulas y caballos, y aún quedaban riquezas que tuvimos<br />
que repartir entre las cabezas y los lomos de los hombres. Uno perdía el sentido del valor<br />
con aquel tesoro. Brotaba como el agua que borbolla en un manantial. Al fin, Yudhisthira<br />
dio orden de detener la extracción.<br />
“No tomemos más. Dejemos el resto para que los hijos de Parikshita ofrezcan<br />
sacrificios.” Yo había empezado a pensar que los guardianes de estas riquezas podían<br />
retenernos aquí para siempre.<br />
Una vez terminado aquello, el sentido de lo que teníamos retornó. La tierra que<br />
pisoteáramos durante la guerra nos rendía su tesoro. Era ella la Madre y contenía todas las<br />
cosas. El abuelo cantó:<br />
“Contiene Ella todas las cosas.<br />
Toda substancia posee.<br />
Ella es el fundamento.<br />
Con pecho de oro, amansiona el mundo.<br />
Ella alberga a todo el mundo.”<br />
Lo que ella nos había dado no era sólo oro, sino riquezas del espíritu. Como siempre<br />
que partía de estas regiones, mi corazón ansió retornar.<br />
“Que las montañas, las cumbres nivosas,<br />
los bosques te traigan dicha en la Tierra.”<br />
Di gracias de que el tesoro fuese cargado y asegurado sin mayor percance. Los<br />
dioses del sacrificio no podían estar muy airados conmigo, después de todo.<br />
Durante el retorno, tuvimos que permanecer concentrados en el camino, pues las<br />
lluvias habían hecho resbaladizos los senderos. Los camellos tienen un paso seguro en los<br />
sitios altos y, más abajo, los elefantes nos aguardaban. Las voces de los gajarohas ecoaban<br />
por los montes.<br />
“Camina tranquilo... oh mi tesoro.” “... tesoro... soro... soro...” Llegaba el eco. El<br />
mundo estaba lleno de nombres de amor.<br />
Los gajarohas casi nunca callaban, advertían a nuestras monturas de que tuviesen<br />
cuidado, les prometían que pronto estarían en casa y les decían que se habían portado muy<br />
bien, que gracias a ellos el rey celebraría un estupendo Ashwamedha. Yo me había sentido<br />
en paz hasta entonces, pero aquella sola palabra hizo retornar todo el tumulto.<br />
En casa... En un platillo de mi balanza estaba la dicha de ver a Parikshita y<br />
Subhadra otra vez; en el otro, mis pensamientos sobre Kalidasa... y la balanza se inclinaba<br />
del lado de mis pensamientos. El camino por el que el abuelo Vyasa nos conducía al valle<br />
era peligroso, el lugar menos adecuado para contrariar a los dioses. Tenía que poner rienda<br />
a mis pensamientos. Los ríos crecidos rugían abajo, muy abajo, en un mundo que venía<br />
demasiado rápido hacia nosotros. Pronto el aire perdería ese punto de vigorosa y prístina<br />
frescura.<br />
23
Era un mundo de Dioses el que dejábamos atrás. Había sabios en las cuevas de los<br />
montes que no habían salido a saludarnos, pero cuyas bendiciones -estábamos seguros-<br />
sostenían el mundo y lo ayudarían a superar la Kaliyuga. A ellos les envié mi plegaria.<br />
Mi oído de arquero oyó el primer guijarro. Después, toda la compañía percibió el<br />
golpeteo cuando las piedras cayeron alrededor de nosotros. Trescientos gajarohas<br />
suplicaron a sus asustados elefantes que no hicieran caso, pero éstos tenían más sentido<br />
común. Las piedras dejaron de caer. Una señal del patriarca detuvo nuestro avance. Los<br />
elefantes barritaban, pegadas las orejas a sus costados. Alzaron las trompas y berrearon y,<br />
cuando Vyasa nos ordenó marchar otra vez, no quisieron moverse. Un tamborileo... una<br />
lluvia de piedras delante del patriarca, al que podíamos ver más abajo que nosotros, y luego<br />
el primer gran peñasco. Después, con un fragor como el de un centenar de truenos, otras<br />
rocas, incontables, se desprendieron de la cornisa de la montaña y cayeron justo por encima<br />
de nosotros al valle.<br />
Un pedrusco no puedes abatirlo con un dardo y yo no conocía ningún astra para un<br />
desprendimiento de tierras. Entonces, en medio del farfullar y griterío y el meneo letal de la<br />
montaña, se elevaron los breves compases de un cántico de paz. El abuelo Vyasa estaba de<br />
pie en su asiento del varandaka, con los brazos alzados. Tenía el rostro vuelto hacia la<br />
montaña, de forma que yo veía el perfil halconado de su nariz. Sus facciones conservaban<br />
tan perfecta compostura que podría haber sido parte de aquel mundo rocoso, erecto de<br />
aquel modo desde el principio de la creación, ignorante de la arena o de las piedras o<br />
peñascos o montañas que cayesen sobre él. El repicar cesó y se retiró como para escuchar:<br />
un último traqueteo de piedras -una me golpeó el tobillo- y después todo cesó. Un silencio<br />
total... y nuestros hombres y animales lo observaron. Podía oírse su respiración. El patriarca<br />
no se movió. Luego, sus párpados arrugados y entrecerrados pestañearon y se cerraron.<br />
Yudhisthira tenía razón. Uno no debe portar incredulidad. No puede hacerlo. Así<br />
como en el Indraloka yo había constatado que toda nuestra gracia y encanto heredados<br />
provenían de Urvasi, comprendía ahora que toda nuestra fuerza y sabiduría nos llegaba a<br />
través de este sabio que había engendrado a nuestro padre.<br />
El patriarca había terminado su cántico, pero tenía aún los brazos alzados contra los<br />
cielos y el moño de su cabeza los desafiaba. Se giró en redondo. Había un reto en sus ojos<br />
para mí también.<br />
“Él sigue la senda de todos los espíritus,<br />
De las ninfas y del ciervo en el bosque.<br />
Comprendiendo sus pensamientos, borbollando con sus éxtasis,<br />
Su amigo tentador es él,<br />
El asceta del largo cabello.”<br />
En el campamento base descargamos los elefantes y subimos a las montañas en<br />
busca de más. Esta vez, el espíritu de los montes no se opuso a nuestro paso.<br />
Om Tat Sat<br />
24
CAPÍTULO IV<br />
Todavía recuerdo el momento en el patio del palacio de Hastina cuando los<br />
primeros camellos se arrodillaron y fueron descargados: ni siquiera lo que Maya nos trajera<br />
para nuestra sabha de Indraprastha podía igualar estas riquezas.<br />
Planear y levantar un edificio es decir sí a la vida. Erigirlo para los dioses es<br />
elevarse uno mismo por encima de las dichas y miserias de la vida. No puedes dudar del<br />
sentido de tu obra o su valor. La forma que le das es tu participación en la creación y te<br />
aproxima al Creador de todas las cosas.<br />
Yudhisthira, a quien nunca le había interesado el lujo y que siempre había querido la<br />
riqueza para repartirla, tornó su mente ahora al esplendor, hacia la construcción de palacios<br />
para todos los reyes tributarios así como hacia la sabha del Ashwamedha. El Palacio de<br />
Cristal edificado por Duryodhana para emular nuestra Maya-sabha de Indraprastha estaba<br />
lleno de recuerdos amargos. Una nueva sabha fue lo primero que nos vino a la mente<br />
mientras dejábamos correr las gemas entre nuestros dedos y nuestros ojos bendecían el oro.<br />
La Maya-sabha de Indraprastha había sido, en parte al menos, un regalo que el<br />
demonio-arquitecto me hiciera por salvarlo; además de la inmensa luz que te aturdía al<br />
entrar en ella, el palacio rebosaba de traviesos elementos. Había habido reflejos allí de<br />
tiempos inocentes y esperanzados, cuando vivíamos aún sin pensamientos de guerra. La<br />
sabha de Yudhisthira sería algo de otro mundo venido a encontrar la Tierra. Mientras el<br />
Primogénito y los sacerdotes decían los mantras sobre la piedra angular del edificio, yo<br />
supe que en sus muros estarían la sangre y los huesos, los corazones y mentes de todos los<br />
kshatriyas muertos en la gran batalla. Pensé entonces que el mundo había quedado limpio y<br />
que nunca más habría necesidad de guerra. No había razón por la que los hijos de Parikshita<br />
no pudieran gobernar en paz otros sesenta años, y luego otros y otros y así hasta el final de<br />
los tiempos terrenales. Porque ¿quién, habiendo oído hablar del Kurukshetra, querría volver<br />
a levantar los ejércitos de Bhárata contra sus enemigos? La historia había de ser transmitida<br />
de generación en generación con todo su detalle brutal. Ya el patriarca Vyasa cantaba<br />
partes de la guerra que Sanjaya le había narrado.<br />
Me hacía sonreír con dulce dolor oír la muerte de Uttarakumara aquel primer día de<br />
batalla.<br />
25
CAPÍTULO V<br />
La construcción de la nueva sabha y de las arcadas de oro era una tarea compleja.<br />
Las medidas tenían que ser exactas, si queríamos tener la esperanza de tiempos auspiciosos<br />
por venir una vez más. Se decía que los cálculos empleados para la erección del Palacio de<br />
Cristal no habían sido realizados con exactitud: la rabia de Duryodhana y su prisa por<br />
invitarnos a la partida de dados había obligado a obviar ciertos preparativos; de otro modo,<br />
nunca podría haber tenido lugar bajo su techo aquella mayúscula estafa y, mucho menos, lo<br />
que se le infligió a la emperatriz de Bharatavarsha.<br />
Mientras se aproximaba la luna llena del mes de Magha, Yudhisthira le pidió a<br />
Bhima que buscase, con los sacerdotes instruidos en el Ashwamedha, el lugar apropiado<br />
para el sacrificio. Fue seleccionada y medida una zona junto al río. Una pequeña y<br />
auspiciosa arteria tributaria serpeaba a través de ella, alimentada por una fuente que<br />
borbollaba clara como el cristal entre las rocas. Mantras cantaron los sacerdotes mientras<br />
recorrían el perímetro del área. Sonaron las caracolas mientras se batían tablas y<br />
mridangams en un controlado frenesí de celebración.<br />
Pronto estuvo el lugar abarrotado de hombres que talaron los árboles y nivelaron el<br />
terreno. Todos eran conscientes de que laboraban para la gran ofrenda. Su canto y<br />
movimientos rítmicos se hicieron uno solo. El sonido mismo era mántrico. El suelo fue<br />
sembrado de gemas y joyones. Las columnas se alzaron desde las puertas hasta la<br />
plataforma del Ashwamedha; una serie de arcos triunfales que los reyes cruzarían para ir a<br />
sus aposentos empezó a elevarse como pares de árboles de oro. Toda una cuarta parte del<br />
tesoro se iría en esto. Luego vendrían las mansiones de los reyes que yo había amistado o<br />
sometido, con apartamentos para sus damas y sus cortesanos. Yudhisthira se preocupó de<br />
que no se talase ninguno de los árboles sagrados, el nim, el pipal, el ashok y el baniano que<br />
crecían junto al río. Había tenido siempre gran respeto por animales y plantas, pero después<br />
del Kurukshetra exigía su protección como si se tratase de miembros de su propio linaje. En<br />
esto ponía yo mi esperanza de salvar a Kalidasa. Los pisos superiores de los palacios verían<br />
el panorama sobre las arcadas, el agua como un flujo de plata al alba y tocada por el rosa al<br />
ocaso.<br />
El día en que empezamos la sabha, Yudhisthira condujo a tío Dhritarashtra y a tía<br />
Gandhari al lugar de construcción. Se habían traído tronos para todos. Tío Vidura y Sanjaya<br />
se sentaban uno a cada lado del tío y sonreían gentiles. Había una dulzura en el aire.<br />
Yuyutsu se sentaba a los pies de Dhritarashtra para recordarle que todavía tenía un<br />
hijo. De vez en cuando, el tío bajaba la mano para acariciarle la cabeza. Para muchos de<br />
nosotros un nuevo ciclo empezaba aquel día. Más adelante, la gente dividiría las épocas<br />
diciendo ‘antes de la construcción de la sabha’ o ‘en el año de la nueva sabha’.<br />
En esta primera ocasión pública, la gente notó algo nuevo en Yudhisthira. Dijo que<br />
lo que el corazón sentía apropiado era tan bueno como lo que decretaba la costumbre<br />
honrada por el tiempo. Ordenó a los sacerdotes empezar a cantar los himnos que él mismo<br />
había escogido. No miró a tío Vidura en busca de apoyo. Tenía la voz colmada de vigor.<br />
Tío Vidura me dirigió una mirada traviesa, luego volvió a contemplar al Primogénito con<br />
ojos llenos de orgullo. Todo esto constituía un buen augurio para Kalidasa, si sólo<br />
conseguía yo dejar soplar el viento de la verdad a través de mí.<br />
26
Cuando llegó el momento de enterrar los rubíes, diamantes y esmeraldas bajo la<br />
piedra angular, Yudhisthira no llamó al tío Dhritarashtra sino que se adelantó él mismo,<br />
decidido. Realizando los gestos rituales avanzó hacia el lugar y lo rodeó siguiendo a los<br />
sacerdotes, de izquierda a derecha. El himno que había seleccionado para acompañar la<br />
ceremonia era uno de sus favoritos, y desde aquel día se convirtió en uno de los míos<br />
también.<br />
Más tarde, el patriarca Vyasa lo incluiría en el grupo del Atharva Veda.<br />
Ofrezco un canto a este Dios, Inspirador<br />
Del Cielo y la Tierra, insuperablemente sabio,<br />
Poseído de la real energía, dador de tesoros,<br />
Amado por todos los corazones.<br />
Vasto es su esplendor, su luz<br />
Resplandece poderosa en la creación. Él cruza las alturas,<br />
Con manos de oro, midiendo el cielo con su aparición,<br />
Lleno de sabiduría.<br />
Fuiste tú, Dios, quien inspiraste a nuestro Ancestro,<br />
Asegurándole el espacio en lo alto y por todas partes.<br />
Que gocemos nosotros también día a día de tus bendiciones<br />
Y de vida abundante.<br />
El Dios Inspirador, el Amigo que adoramos,<br />
Ha otorgado a la vida de nuestro Padre poder y riquezas.<br />
Que beba del Soma, exultando en nuestras ofrendas.<br />
Según su Ley camina el peregrino.<br />
Años más tarde, Parikshita, que estaba entonces sentado en mi regazo, recordaría<br />
que los pájaros dejaron de trinar cuando el himno estalló y comenzaron de nuevo cuando<br />
cesó el cántico. En las pausas entre himno e himno, llovió un poco: gracia de los cielos.<br />
Montado en un elefante, el Primogénito realizó pradakshina y con ello la ceremonia<br />
hubo terminado. Siguió una gran fiesta en palacio y Yudhisthira distribuyó aldeas y ganado<br />
y oro a los brahmines. A cada uno de nosotros, sus hermanos, nos dio una espada hecha por<br />
su maestro armero en conmemoración del acontecimiento. Después nos habló. Habíamos<br />
ganado el reino para él y nuestros espíritus compartían con él el trono, aunque en el<br />
solemne asiento hubiera espacio sólo para unas regias posaderas. Tras este chiste, raro en<br />
él, se puso profundamente serio y dijo que no creía que otros hermanos lo hubieran seguido<br />
y hubieran luchado por él después de la partida de dados tal como nosotros lo habíamos<br />
hecho y que, junto con Draupadi, nos habíamos conducido con tanto amor y lealtad que<br />
habíamos convertido el gran infortunio de su vida en la más grande de las bendiciones.<br />
Porque, si bien no es difícil inclinarse ante un rey cuyas fortunas permanecen incólumes,<br />
apoyar a un hermano o a un marido que te ha arruinado y te ha expuesto a los peores<br />
insultos de los demás es la acción más sublime que un ser humano puede ofrecer a otro.<br />
27
CAPÍTULO VI<br />
Yo había añorado Indraprastha y su sabha, y había abrigado el convencimiento de<br />
que ninguna otra sabha me robaría el corazón como aquélla. Pero apenas empezaron a<br />
alzarse los muros de la nueva, descubrí que me costaba estar lejos del monumento. Ésta era<br />
una Dharma-sabha, llena de la gravedad del Primogénito. En ningún lugar había sentido yo<br />
tal poder bajo mis pies. Una sabha puede ser hermosa y noble, puede tener majestad y<br />
poder y carecer, sin embargo, de esencia sagrada. Pero aquí, el lugar escogido estaba<br />
situado al mismo tiempo en Hastina y en otros planos. Era un lugar desde el que irradiaría<br />
la llama sagrada y aquellos que vinieran a él, incluso en eras futuras cuando el edificio no<br />
existiera ya, conocerían el espíritu que había descendido aquí.<br />
Día tras día crecieron los pilares. Parikshita crecía también. El niño tenía los<br />
grandes ojos dulces de Uttara, mi pelo rizado y los brazos fuertes de todos nosotros. La<br />
nuestra era una Casa kshatriya en la que, al mirar a nuestro chiquillo, no le decíamos que<br />
creciese para matar a sus enemigos y vengar a su padre. Fue Subhadra la primera que,<br />
observándolo, anunció: “Crecerá para no tener enemigos.”<br />
Al oírlo, Uttara empezó a llorar y se arrojó en brazos de Subhadra. Las palabras de<br />
esta última la habían liberado de los miedos que la inundaban. Después de aquello, cuando<br />
lo mirábamos dormir o retozar en sus juegos, siempre decíamos: “Crecerá para no tener<br />
enemigos.” Sin embargo, tan pronto como pudo agarrar el arco, yo le sostuve el codo y tiré<br />
de su mano hacia la oreja en un gesto que el kshatriya reconoce de vidas pasadas. Él era un<br />
kshatriya y también lo era yo. ¿Qué otra cosa tenía yo que enseñarle? Él era un príncipe y,<br />
si no había otra opción, tendría que defender el reino. Poseía los brazos largos de un<br />
arquero -cosa que habíamos visto desde el principio-, hombros aptos para soportar el peso y<br />
las largas piernas de los Vrishnis, que siempre me ganaban las carreras. No podía seguir<br />
sintiendo que había perdido a Abhimanyu. Yo era padre otra vez.<br />
Habíamos retrasado mucho su ceremonia de tonsura auspiciosa, con la idea de que<br />
una celebración de tan pura felicidad debía aguardar el fin de los ecos del Kurukshetra.<br />
Pero Uttara y Subhadra consideraron que era de mal augurio retrasarla más. Fuera como<br />
fuera, los sentimientos de continuidad y los de un nuevo comienzo engendrados en la<br />
ceremonia estaban llenos de buenos presagios. Incluso más que Abhimanyu y Ghatotkacha,<br />
Parikshita era la esperanza de todo el mundo y el hijo de cada cual. Ahora que las arcas<br />
estaban repletas, toda Hastina fue invitada a unirse a la celebración. Guirnaldas y linternas<br />
colgaban de los árboles que orillaban las calles y las tabernas recibieron orden de servir dos<br />
jarras de vino al que la pidiera. Se distribuyó oro a los habitantes de la ciudad y todos<br />
nuestros servidores recibieron ropas de seda nuevas y joyas.<br />
Salió una procesión. Sonaron las caracolas y los tambores mientras elefantes<br />
pintados viboreaban por las calles de la ciudad detrás de bailarinas y cuadrillas de mimos.<br />
El sacerdote que afeitó la cabeza a Parikshita resplandecía de aprobación y Parikshita se<br />
volvió para ver caer cada bucle en la pátera de oro. Se rascó la cabeza, abriendo mucho los<br />
ojos de asombro. Su cráneo bien formado mostró al hombre que habría de ser. La nariz, las<br />
mejillas, la boca y la ancha frente brillaron por sí mismas. Lo que los rizos habían ocultado<br />
se veía ahora debidamente. La frente era la de Yudhisthira; la nariz, un punto larga, como la<br />
del Primogénito. Subhadra se dio cuenta y nuestros ojos se encontraron y sonrieron.<br />
28
Draupadi había preguntado a Krishna una vez si había algún rasgo en mi rostro que<br />
denotase mi incesante deseo de vagabundear. Él respondió que, ciertamente, yo poseía cada<br />
una de las marcas auspiciosas con las que un hombre podía nacer, pero que mis pómulos<br />
eran un poco altos y que eso significaba que yo había de errar. Fue la única vez que vi a<br />
Draupadi molesta con Krishna. Observé los pómulos de Parikshita, cubiertos aún por sus<br />
blandas mejillas redondas. Había en ellos estabilidad. Para nosotros, él era Bharatavarsha.<br />
Sin él, ni siquiera el Ashwamedha tenía significado. Ni siquiera el ser purificados de todos<br />
los pecados habría compensado dejar nuestra vamsha sin un hijo.<br />
Metimos los rizos de Parikshita en un cofre de oro y los llevamos al Yamuna. Hundí<br />
la mano en el cofre para pasar el cabello al paño dorado y sentí su sedosidad. Pensé en<br />
todos los ritos que se celebrarían por él. Exiliado en el bosque, me había perdido las<br />
iniciaciones de mis hijos. Ofrecimos el cabello de la criatura a la diosa del río y lo pusimos<br />
bajo su protección. Yo estaba a punto de hacer mi propio ruego por él, pero recordé el<br />
consejo de Krishna y me contuve. La diosa sabría qué hacer por él.<br />
¿No me pedirás que no me lo lleve en la flor de la juventud, como a Abhimanyu?, le<br />
oí a la diosa decir.<br />
Permanecí inmóvil a la orilla del río, situado entre un modo de ofrecer y otro, un<br />
modo de entender y su contrario. Escuché a mis pensamientos replicar: Lo he puesto en tus<br />
manos, y a Kalidasa también. Me torné del río sabiendo que mejor era aquello para<br />
Parikshita que si le hubiese conseguido una manada entera de dones.<br />
De nuevo, al alejarnos del río, sentí el paso acelerado del tiempo mortal. Pronto<br />
llegarían las demás iniciaciones de Parikshita. Lo vi con la luz de mi ojo mental, de pie<br />
hacia el oeste, de cara a su acharya. La sombra de su maestro estaba ante él afrontando el<br />
este, atándole su cordón de brahmacharya de derecha a izquierda tres veces, fijando la cinta<br />
sagrada y aspergiendo agua tres veces con las manos unidas. Oí las palabras que<br />
pronunciarían: om, bhur, bhuva, svar. Aquél tomaría las manos del muchacho con su mano<br />
derecha y diría: Parikshita, yo te inicio. El umbroso acharya empezó a tomar forma. Sentí<br />
el dedo de Dronacharya en mi corazón. Drona me había dicho: “Que tu corazón puro me<br />
ame siempre.” Mi maestro se tornó de derecha a izquierda en silencio; luego, con su palma<br />
en mi pecho, oí su voz baja y grave decir:<br />
“Bajo mi dirección pongo tu corazón.<br />
Tu mente seguirá a mi mente.<br />
En mi mundo exultarás con todo tu espíritu.<br />
Que el Señor del mundo santo te una a mí.”<br />
Mi corazón henchido estaba a punto de estallar, aunque no sabía si por mí o por<br />
Parikshita. Todos somos uno ante el divino preceptor. Veía estas cosas todavía cuando la<br />
mano en mi corazón se transformó en la de Krishna. No existe sino un Acharya y todas las<br />
manos de todos los sacerdotes y maestros son Su mano.<br />
Cuando llegué a casa, Parikshita corrió a mí y se sentó en mi regazo.<br />
“Padre, mira mi cabeza afeitada.” Le acaricié las tiernas puntas del vello incipiente<br />
y estaba a punto de decir las palabras que el Gran Patriarca Bhishma me dijera a mí: “Padre<br />
no...” Pero desistí. Éste sería el único hijo que yo vería hacerse adulto. Yo era el único<br />
padre que se le había dado. Yo, que era su padre... yo, le puse la mano en el corazón y dije<br />
las palabras que me convertían en su preceptor también.<br />
29
CAPÍTULO VII<br />
No podía desprenderme de ello ni aflojar el nudo con que me oprimía. Cuando nos<br />
sentábamos en consejo -y todos nuestros consejos trataban del sacrificio- me quitaba el<br />
aliento, me estrujaba el corazón... y no sabía cómo empezar, por dónde empezar. Siempre<br />
había otras cuestiones importantes que tener en cuenta.<br />
¿A quién debíamos honrar? ¿Con quién había que tener cuidado de no ofender? No<br />
nos habíamos preocupado de semejantes cuestiones desde antes del Rajasuya en<br />
Indraprastha. En esta ocasión, estábamos decididos a no dejar nada sin meditar. Y cuanto<br />
más calculábamos y más sopesábamos cada paso, más inquieto me sentía yo. Nunca me<br />
había gustado demasiado la cámara del consejo, pero ahora me sofocaba. Sólo con el niño y<br />
Subhadra y Uttara, o cuando iba a ver a Kalidasa con terrones de azúcar, lograba respirar<br />
libremente.<br />
Tenía el sueño perturbado y me habitué a pasear de noche por el jardín. Al<br />
principio, la fragancia de las noches primaverales calmaba mi fiebre interior; después, la<br />
agravó. Algo decía en mí: ¿De qué sirve todo esto? Todo era estéril. Kalidasa era un rey.<br />
Era un héroe. Era Prajapati. Era mi hermano del alma. Su muerte sería una equivocación<br />
monstruosa y volvería a arrojar el mundo a las tinieblas. Pero ¿cómo quitar a Yudhisthira o<br />
al sacerdote la idea de que la muerte del corcel sagrado salvaría el mundo, unificaría el<br />
mundo y nos redimiría a todos nosotros? ¿Cómo podía yo desafiar la férrea tradición, la<br />
creencia de los sacerdotes, el Primogénito y la totalidad de Hastina? ¿No había mandado mi<br />
hermano a aquel brahmín a casa por su incredulidad? Yudhisthira se limitaría a volver<br />
aquella mirada suya hacia mí y hablar del pecado de matar a los propios parientes y de<br />
nuestro deber con el pueblo. Y, sin embargo, yo veía de modo cada vez más claro que la<br />
costumbre debía cambiarse, no sólo porque la idea de la muerte de Kalidasa se había vuelto<br />
tan dolorosa para mí, sino porque había comprendido que la humanidad necesitaba aquel<br />
cambio. Porque con este cambiar las costumbres el hombre se mueve. Esto era lo que los<br />
dioses pedían de mí. Esto era lo que Krishna quería.<br />
Dronacharya decía siempre que lo más importante que debía aprenderse de un astra<br />
no era tanto cómo arrojarla, sino cuándo no hacerlo. Implicarse en cuestiones sacrificiales<br />
sería como escupir al fuego sagrado. ¿Cuántos reyes asistirían a un Ashwamedha en que el<br />
caballo no fuese ofrecido en sacrificio?<br />
Habíamos matado ya a todos los hombres y bestias que el gran sacrificio podía<br />
exigir. Habíamos cremado a todos nuestros guerreros junto a sus arcos partidos. Abracé el<br />
cuello de Kalidasa. Él frotó mi pecho contra el suyo. Le repetí mi promesa. Aquella noche<br />
dormí junto a él. La paja olía dulce y fresca, y dormí mejor de lo que lo había hecho en<br />
muchas lunas.<br />
Pero cuando rompió el alba, yo todavía no tenía un plan. Ningún sueño había venido<br />
a guiarme. Los monarcas ven desaires en todas partes. Les basta una copa de más para jurar<br />
que alguien les ha levantado la planta del pie o que sus aposentos son inferiores a los<br />
asignados a un rey vecino. Ahora bien, si no se hacía sitio al futuro, el cenagoso pasado<br />
frenaría para siempre nuestros pies... lo que, al fin y al cabo, resultaba tan espantoso como<br />
disturbios en un sacrificio.<br />
30
Más tarde, mis pasos me llevaron al Homa, donde el brahmín principal instruía a<br />
Yudhisthira y a Draupadi. Rey y reina estaban sentados ante el sacerdote con las cabezas<br />
inclinadas, mientras éste los adoctrinaba. Estaba en medio de su discurso cuando yo entré y<br />
apenas pausó para advertir mis manos unidas en respetuoso saludo. Me indicó con un gesto<br />
que me sentase algo más atrás que Yudhisthira y prosiguió sin dejarse interrumpir.<br />
“Los pandits no pueden decir claramente, lo intenten como lo intenten, quién es<br />
Agni. Agni no es como el resto de los dioses. Es la calidez que da vida a la tierra; en las<br />
regiones medias y en la región superior, es un líder de dioses y el sacerdote de los hombres<br />
que lleva nuestro mensaje a los dioses y también la lengua de los dioses que nos transmite<br />
sus órdenes. Es, al mismo tiempo, el padre y el hijo de los dioses. ¿Quién puede expresar la<br />
gloria del dios Agni?” El brahmín se tocó la frente con gesto deferente. “Agni porta el<br />
sacrificio, transforma la ofrenda, consume no sólo el don ofrecido sino también los<br />
pecados. Nada debe serle retenido. Éste es un pecado contra dioses y hombres. Para<br />
aquellos que roban a los dioses no hay penitencia regulada. Agni, devorándolo todo, todo lo<br />
transmuta en Luz. Todos somos alimento de dioses al ser abrasados y transmutados en Luz,<br />
y no debemos dejar de entregarnos absolutamente. Y no podemos, de hecho, hacerlo al<br />
final, cuando el fuego kravyada, el incinerador, consume nuestros cadáveres aniquilando<br />
todo mal y toda mácula. Por lo que se refiere al sacrificio fijado, beneficia al mundo y a los<br />
hombres de todas las castas.”<br />
El brahmín era un hombre poderoso en lo mejor de la edad y me tenía tan cautivado<br />
a mí como a Yudhisthira y Draupadi. Era una fortaleza que sería difícil someter.<br />
“Nada debe ser retenido. Para aquellos que roban a los dioses sólo hay perdición.”<br />
Era un desafío y yo actuaría ahora, antes de que se me enfriase la sangre.<br />
Cuando el sacerdote hubo acabado con nosotros, me llevé a Yudhisthira aparte.<br />
“Hermano, ven conmigo al establo de Kalidasa.”<br />
Él debió de ver algo en mi rostro, porque se tragó sus palabras y despachó a sus<br />
servidores. Era mediodía, tiempo para la recreación del rey, cuando a menudo nadaba o se<br />
sentaba ante el tablero de ajedrez; ahora, cruzamos los patios junto a nuestras sombras<br />
enanas y yo me sentía trémulo de aprensión. Sabía que, si les dejaba descuartizar a<br />
Kalidasa, no volvería a tener nunca un día de paz. Años y años había portado impresa en mi<br />
mente la imagen del pulgar de Ekalavya, bañado en sangre todavía, yaciendo entre las<br />
piedras. Ashwatthama me había consolado diciendo que su padre lo habría hecho de todos<br />
modos, pero yo sabía muy bien cuál había sido mi omisión. Aún volvía a mí en sueños.<br />
A mi lado, el Primogénito hablaba de lo complacido que estaba tío Dhritarashtra<br />
con nuestros preparativos. Sentí tensarse de rabia mi plexo solar con su cháchara. No sabía<br />
qué le diría. Habíamos cruzado ya la última parte de los jardines con el decorativo estanque<br />
de lotos y girábamos hacia los establos. Kalidasa estaba en el más grande y aireado, aparte<br />
de todos los demás, y varias hileras de guirnaldas de plantas auspiciosas -caléndula naranja<br />
y crisantemo blanco- pendían allí.<br />
“Qué hermoso está el establo del caballo, Arjuna.” Contuve mis palabras.<br />
Yudhisthira quería siempre una contestación. “He dicho qué hermoso está el establo del<br />
caballo, Arjuna.” Entonces estallé.<br />
“¿Qué caballo?” Por fin tornó su sorpresa hacia mí. Me miró y miró. “Éste es el<br />
Rey-caballo, hermano, no cualquier caballo. ¿Sugieres que debe ser sacrificado?”<br />
Estábamos fuera, observándonos fijamente uno a otro, y yo olí la fragancia del heno<br />
mezclada con el agua aromatizada de hierbas con que lo rociábamos cada día. Abrí el<br />
31
establo de par en par. Kalidasa vino a mí y le ofrecí el terrón de azúcar en la palma de mi<br />
mano. Él no lo tomó; puso la cabeza contra mi pecho y se frotó la mejilla con él. Luego<br />
agitó la crin y elevó la cabeza mirando a Yudhisthira. Lo observó serenamente, como en<br />
espera de un juicio. El Primogénito permaneció en silencio, contemplándolo. Le peiné la<br />
crin y se la alisé con los dedos. Sin apartar la vista del animal, dije: “Hermano, ¿desde<br />
cuándo hacemos como Jarasandha y sacrificamos a nuestros reyes? Tú me diste tus<br />
bendiciones cuando partí con Krishna a matar a aquella bestia. ¿Qué estamos planeando<br />
aquí? ¿Cuál fue el propósito de todo el Govardhana de Krishna?”<br />
Sentí, más que vi, el largo discurso prepararse para manar de él. El sermón sobre el<br />
Dharma de un rey, el parlamento sobre la unidad de Bharatavarsha, palabras sobre los<br />
sacerdotes, los reyes y las calamidades que tendrían lugar, si reteníamos en nuestras manos<br />
lo que debía ser ofrecido a los dioses. Oí aquellas palabras como si Yudhisthira las<br />
pronunciase, pero eran como una gran ola a punto de golpearte que de pronto se colapsa, se<br />
deshace y no queda nada allí donde estaba la imponente masa de agua. Él sabía que el<br />
asunto me afectaba profundamente. Abrió la boca para hablar y la cerró otra vez. Miró a<br />
Kalidasa, allí, sereno... y se fue. Su espalda tenía un algo solitario. Poseían sus hombros los<br />
músculos que todos los guerreros han de tener, pero él parecía vulnerable. Yo, como<br />
siempre que lo veía insatisfecho, quise correr tras él y tocarle los pies... pero ésa era sólo<br />
una parte de mi ser, la otra estaba con Kalidasa. Había disparado un astra y no sabía cuál<br />
sería su efecto pero, aunque nos abrasase a todos nosotros y convirtiese el mundo entero en<br />
un montón de cenizas, no retiraría mis palabras. ¿De qué servían los universos, si habías de<br />
traicionar a un amigo y a un guru, un mensajero de los dioses? Este mensajero me había<br />
llevado por el mundo y, más que eso, por todo mi ser una noche fría y estrellada en el<br />
desierto. Dicen los shastras que matar a tu guru es comer alimentos manchados de sangre<br />
todo el resto de tu vida... y yo podía percibir ya su sabor. ¿Qué Dharma era éste que exigía<br />
la muerte? No era ni el mío ni el de Krishna. Mi cabeza, mi corazón, mis entrañas me<br />
decían que no era el mío. Si no lo es, sigue tu propio Dharma. Desde Dwaraka, el consejo<br />
cruzaba el desierto y fortalecía mi resolución. Se convirtió en un voto. Si les dejo matarte,<br />
caminaré al fuego, Kalidasa. Le alcé el mechón sobre la frente y lo sellé con mis labios<br />
sobre sus blancos luceros. “No les dejaré”, le prometí a Kalidasa.<br />
Del establo fui directo a ver a Dhaumya, que se hallaba estudiando ciertos yantras<br />
propicios para la plataforma sacrificial.<br />
“Gurudeva”, lo saludé y no pude decir más porque, al intentarlo, lágrimas me<br />
corrieron ardientes por las mejillas.<br />
“Príncipe Arjuna, el corcel no nos pertenece a nosotros, sino al Altísimo.” Perdido<br />
en mi propio tumulto interior, no me pregunté cómo lo sabía Dhaumya. Éste era el amigo<br />
que siempre lo sabía todo. Me puse la cabeza en las manos, sofocando mi dolor. Hablé a<br />
través de ellas.<br />
“¿Qué quieren los sacerdotes de él? ¿Qué creen que pueden conseguir mediante su<br />
muerte?” Sentí su mano en mi hombro.<br />
“Están practicando los himnos en este instante ya. Escúchalos, oh inmaculado. Yo<br />
no soy especialista en los himnos del Ashwamedha. El adhvaryu te ilustrará al respecto.”<br />
Estaban sentados en la Yajna Shala, abierta por sus cuatro lados, y vertían ghi en el<br />
fuego, que intensificaba el crepitar de las llamas y las hacía unirse en su movimiento de<br />
ascenso. Cuando me vieron, comenzaron.<br />
“Om.”<br />
32
Aquella primera sílaba atravesó mi ser y reverberó en mi cabeza.<br />
“La aurora es la cabeza del caballo sacrificial. El sol es su ojo, su aliento es el<br />
viento, su boca abierta es el fuego, la energía universal. El Tiempo es el Ser último del<br />
corcel del sacrificio. El empíreo es su lomo y la región media, su vientre; la tierra es sus<br />
pies. Los puntos del globo son sus flancos y sus regiones intermedias, las costillas; las<br />
estaciones son sus miembros, los meses y medios meses son eso sobre lo que se sostiene,<br />
las estrellas son sus huesos y el cielo es la carne de su cuerpo. Las corrientes son el<br />
alimento en su vientre, los ríos son sus venas, las montañas son su hígado y sus pulmones,<br />
las hierbas y las plantas son el vello de su cuerpo; el día que se levanta es su parte frontal,<br />
el día que se pone es su parte trasera. Cuando se estira, relampaguea; cuando se agita,<br />
truena; cuando orina, llueve. El habla es en verdad su voz. El Día fue la grandeza que nació<br />
ante el caballo cuando éste galopaba; el océano oriental lo dio a luz. La Noche fue la<br />
grandeza que surgió tras él y su nacimiento tuvo lugar en las aguas occidentales. Tales<br />
fueron las grandezas que aparecieron a cada lado del caballo. Él devino Haya y portó a los<br />
dioses, como Vajin portó a los Gandharvas, como Arvan portó a los titanes, como Ashwa<br />
portó a la humanidad...”<br />
Retumbó en mi cabeza un trueno como si se me hubiese abierto una segunda<br />
fontanela y yo naciese otra vez a la luz y la comprensión. Vi a Prajapati que no portaba a<br />
ningún hombre en sus lomos, sino a toda la humanidad. Era el universo lo que debíamos<br />
ofrecer, nuestros universos. Nosotros éramos Prajapati. La luz crecía en nosotros a la<br />
medida de su galope. Él nos llevaba hacia adelante. Su velocidad y su fuerza eran energía<br />
de los cielos y colmaban los tres mundos. Una dolorosa claridad había en mi cabeza. No<br />
podía soportar más luz. Se filtraba hasta mi corazón como dicha y certeza, y yo me sentía<br />
bañado en conocimiento, como cuando uno ha bebido del vino del Soma, sin saber aún qué<br />
hacer con él. Eso vendría quizás más tarde, por ahora el conocimiento, en sí mismo,<br />
bastaba.<br />
Cuando los hotris me vieron casi sin respirar, con los ojos entrecerrados, nutrieron<br />
el fuego y empezaron otro canto, que no habría de traerme nada nuevo. No se puede añadir<br />
vino a un vaso rebosante. Pero los cánticos me mantuvieron elevado el espíritu y los<br />
agradecí. Me hallaba libre de obligaciones. No pensaba ya en mi Kalidasa en sus establos.<br />
Éste se había convertido en el océano de su nacimiento y yo nadaba con él, y el mar era su<br />
hermano. Dudas y vacilaciones se habían desvanecido.<br />
Me costó horas, incluso días, descender a la turbación que me había impulsado a las<br />
alturas, pero bajé peldaño a peldaño la escalera hasta que alcancé aquél en que fui<br />
consciente de que portaba un conocimiento del que debía hablar a los sacerdotes. Cuando<br />
me senté ante ellos por fin, descubrí que era una vez más Arjuna y no un hombre de<br />
palabras. No era yo un sage para impartir sabiduría. No era un sacerdote para discutir los<br />
shastras. Era un kshatriya cuya pasión estallaba en imágenes balbuceantes.<br />
“¿No os dais cuenta de que vuestro cántico significa que debemos rendir todo el<br />
mundo y que hemos de entregarlo todo entero? ¿No se dice que en el Ashwamedha el rey<br />
debe ofrecer todo el mundo y no guardar ni una parte de él?” Farfullé aludiendo a la fuerza<br />
y velocidad que exigía esa entrega, a nuestras auroras interiores que eran la cabeza del<br />
corcel, a nuestros días y noches internos. Vi a algunos de los sacerdotes escuchar, pero eran<br />
acólitos en su mayoría. Los mayores me observaban con compasión o con rostros<br />
impenetrables.<br />
33
Pronto se dijo que el agotamiento de mi campaña me había afectado, que tenía que<br />
reposar, tomar alimentos más nutritivos y quedarme en mi palacio, que Krishna me había<br />
trastornado la cabeza. Me dieron pociones pero, cuando constaté que éstas me aturdían la<br />
mente, despaché a los físicos sacerdotales e incluso aparté con impaciencia alguna mano<br />
-no sé de quién-, de forma que el líquido se derramó y llenó mi cámara de sus aromas.<br />
Había sido un error hablar al hotri principal delante del resto de sacerdotes. Era la<br />
primera autoridad en cuanto a la costumbre se refería y no podía aceptar que se le<br />
desprestigiase delante de los demás. Estaba encadenado por la tradición de sus ancestros,<br />
que tenían que haber perdido en algún momento de la historia, después de que la visión de<br />
los rishis irrumpiera en este mundo, el sentido de estos versos monumentales. Y así, había<br />
una única esperanza, que era Yudhisthira. Él era el sacrificador. Él era quien hacía la<br />
ofrenda y escogía lo que debía ofrecerse. Si yo podía hacerle ver lo que yo mismo veía,<br />
tendría la fuerza para defender su Dharma. Si no, no era rey. Así que fui a él y le toqué los<br />
pies. No sé las palabras que le dije. No tengo recuerdo de la estanza en que nos hallábamos.<br />
Sus ojos, que son los ojos de nuestra madre, son todo lo que recuerdo... y éstos me<br />
escuchaban desde el principio y veían. Y nos levantamos juntos, él y yo, la humanidad que<br />
Ashwa portaba, el caballo que ni un solo hombre egoísta puede montar. Con él recorrimos<br />
el universo una vez más y yo canté las partes del himno que recordaba. En la tienda junto al<br />
río tras la guerra, con Krishna y el abuelo Vyasa, había sido así.<br />
No guardo memoria de las palabras con las que mi hermano mayor me prometió que<br />
Kalidasa no sería sacrificado.<br />
34
CAPÍTULO VIII<br />
Y ahora los sacerdotes empezaron a murmurar porque nos veían caminando por el<br />
jardín con las cabezas juntas. Veían que nuestras mentes eran una y al atardecer, cuando<br />
platicábamos, despachábamos a nuestros servidores.<br />
No pasaron semanas siquiera antes de que llegaran emisarios de las varshas vecinas<br />
para preguntar educadamente si el Ashwamedha se celebraría realmente en el mes de<br />
Chaitra o, menos diplomáticamente, si había sido cancelado. Yo sabía que Yudhisthira se<br />
mantendría firme del mismo modo que había sido fiel a su palabra durante los trece años de<br />
exilio.<br />
Como por un mal azar, las lluvias llegaron con violencia inusitada y luego se<br />
detuvieron, como si alguien las hubiese reabsorbido con mantras. Este evento llenó de<br />
dardos las aljabas del hotri. Es el rey quien ofrece sacrificios por las lluvias, las cosechas, la<br />
prosperidad del pueblo. Ahora todo el mundo recordaba que yo era el hijo de Indra. Se<br />
decía que el dios estaba encolerizado conmigo por interferir en el sacrificio. Me había<br />
perdonado gracias a Krishna, se decía, que lo atacase cuando Agni devoró el bosque<br />
Khandava; pero, seguían diciendo las voces, impiedad semejante como la de quedarse el<br />
caballo del sacrificio era algo que Indra no soportaría. Nada que no fuera el sacrificio<br />
mismo especificado por los shastras podía expiar los ríos de la sangre de nuestros<br />
familiares que habíamos hecho correr.<br />
Kalidasa mismo cayó enfermo. Los rumores pueden ser ignorados, pero no el<br />
desastre. Él y yo habíamos recorrido el mundo sin que sufriera un solo rasguño. Incluso sin<br />
almohazar, su capa había brillado como si acabase de ser ungida. Yo traté de<br />
tranquilizarlo... a él y a mí mismo. “Los guerreros están acostumbrados a estas cosas,<br />
Kalidasa. La herida de mi pierna, que no me molestó en el desierto con toda la arena que se<br />
le venía encima, se enconó al llegar aquí.” Pero con el monzón misereando las lluvias y<br />
Kalidasa enfermo, mi corazón desfalleció. Los mellizos y yo íbamos a verlo cada día, y<br />
Parikshita venía con nosotros. Éste ponía su pequeña manita ante la constelación auspiciosa<br />
entre los ojos del corcel, sin tocarla apenas. La inquietud y las contracciones de Kalidasa<br />
cesaban siempre cuando el niño hacía esto. Yo no le di mayor importancia en aquel tiempo.<br />
Después, Kalidasa mismo se recuperó, pero ello no impidió a los supersticiosos<br />
hotris seguir tejiendo sus redes para atraparnos. Enviamos a buscar al patriarca Vyasa. “Si<br />
puede detener un deslizamiento de tierras, conseguirá persuadir a los hotris”, fue el<br />
comentario de Yudhisthira.<br />
El patriarca derramó sobre nosotros todo su encanto en una gran libación,<br />
relatándonos historias como si fuésemos niños pequeños. Yo sólo había conocido otro<br />
narrador comparable a él, el rishi Markandeya, que nos reconfortó en el bosque con sus<br />
cuentos de Rama y Sita y de la gloriosa Savitri. El abuelo Vyasa, ahora, hizo reír a todos<br />
los hotris a mis expensas con historias de la expedición: cómo me había sumergido yo en el<br />
río simulando querer salvar a los bueyes y cómo le había impedido detener al tigre. Me<br />
presentó como un tonto y ello los apaciguó. Era lo más parecido posible a reírse de<br />
Yudhisthira, lo que era impensable. Aún se golpeaban los muslos de risa cuando el sabio<br />
empezó a urdir su camino hacia la idea de que era preferible no matar criaturas vivientes, si<br />
había una forma mejor de hacer las cosas. Esto robó al sacerdote principal su hilaridad;<br />
35
chisporroteando de risa un poco todavía tornó su ario perfil para escuchar qué vendría a<br />
continuación.<br />
El abuelo Vyasa nos contó entonces historias de sacrificios y del exceso de ghi que<br />
sufría Agni. El hierofante sonrió, pero la mirada de sus ojos, tan alegre instantes atrás, era<br />
ahora cauta. Su mente brahmín era más aguda que una flecha con punta de creciente lunar.<br />
Empezó a toquetear el diamante guarnecido de oro en su oreja de un modo que decía: Hasta<br />
aquí pero no más. Pero el patriarca continuó.<br />
“Mientras los miembros del sacrificio eran extendidos, los ritwiks se ocuparon en<br />
todos los ritos que los shastras ordenaban. El responsable de la libación empezó a verter<br />
ghi con sus gestos más elegantes mientras todos los rishis lo contemplaban. Todas las<br />
deidades fueron invocadas por los ilustrados brahmines cantando con sus voces más dulces<br />
los mantras del Yajurveda.” En este punto, Vyasa cantó dulcemente como un vanaganaka,<br />
midiendo el ritmo con la mano. Hubo sonrisas y risillas, pero el resto de los mahartwijas<br />
principales adoptaron la actitud del brahmín principal y el júbilo remitió como el herventar<br />
del agua cuando se apaga el fuego. Sin amilanarse en lo más mínimo, el abuelo Vyasa<br />
empezó a contar la historia del sacrificio del dios Indra.<br />
“Cuando los animales seleccionados para el sacrificio fueron tomados, los rishis<br />
sintieron compasión, sintieron el desespero de las bestias y se aproximaron a Indra. ‘El<br />
sacrificio no es auspicioso, gran Indra. Puesto que mérito deseas, seguramente ignoras que<br />
los animales no han sido destinados a la matanza sacrificial. Las almas animales alcanzarán<br />
los cielos, pero tú te quedarás donde estás. En realidad, estos preparativos destruyen todo<br />
mérito. Sólo hay una cosa que uno puede ofrecer y es su propio deseo. Ésta es la ofrenda<br />
que reporta mérito abundante. Si mérito es lo que quieres, que tus buenos sacerdotes<br />
celebren de acuerdo con el agama. Celebra el sacrificio con grano que haya permanecido<br />
guardado no menos de tres años. Haz esto con pureza de propósito y mente clara, y grande<br />
será el mérito, oh Señor del Cielo.’ Pero como muy bien sabemos, el gran dios Indra se ve a<br />
veces afectado por el orgullo. Se negó a escuchar las palabras de los rishis y se produjo una<br />
inmensa disputa acerca de si ofrecer criaturas móviles o grano inmóvil que perturbó la<br />
armonía cósmica. El dios Indra, al ver lo que ocurría, llegó con los rishis al acuerdo de<br />
dejar que el rey Vasu juzgara el asunto.”<br />
El sacerdote principal empezó una vez más a juguetear con el lóbulo de su oreja<br />
derecha.<br />
“Sin meditar demasiado la cuestión, el rey Vasu dijo: ‘El sacrificio puede realizarse<br />
con lo que se tenga a mano.’ Y por ello tuvo que descender a las regiones infernales,<br />
porque ninguna persona, por más sabia que sea, puede decidir sobre tales cuestiones sin ser<br />
el Señor de las Criaturas. Ahora, propongo que evitemos un destino semejante<br />
reflexionando todos en profundidad lo que significa el sacrificio.”<br />
Esto provocó algunas risas, que fueron rápidamente sofocadas por la solemnidad<br />
que esculpía el semblante del brahmín jefe. Era un hombre masivo y estaba aposentado en<br />
su rectitud como en una fortaleza. Con la mano extendida, el patriarca Vyasa lo invitó a<br />
hablar.<br />
Dijo que, puesto que no quería seguir al rey Vasu a las regiones infernales, deseaba<br />
retirarse algunos días antes de pronunciarse y urgía a todos los sacerdotes a hacer lo mismo.<br />
Teníamos que contentarnos con aquello. No era hombre al que se pudiera apresurar en sus<br />
deliberaciones.<br />
Una cosa es detener a un tigre y otra muy distinta evitar el mordisco de un hotri. De<br />
inmediato, los jardines públicos y las tabernas se llenaron de historias. La primera que nos<br />
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llegó fue la de la viuda de un brahmín que se negó a ofrecer un gallo a los dioses antes de<br />
empezar a cavar un pozo, alegando retadora que éstos se habían servido ya la vida de su<br />
esposo. Ignoró las advertencias de los sacerdotes del pueblo, que le auguraron todo tipo de<br />
terribles consecuencias. Entonces, al séptimo y auspicioso día -cosa que probaba la<br />
intervención de los dioses-, un perro cayó al pozo y se ahogó. Por si esto fuera poco, un<br />
mes más tarde el agua empezó a manar hedionda y llena de barro. La historia hacía las<br />
rondas de las tabernas y se servía con cada jarra de vino. Apenas había pasado de boca en<br />
boca cuando otra se le unió. Alguien llegó con el cuento de un rico comerciante de grano<br />
que se había negado a dejar sacrificar carneros a sus albañiles, pensando que podía<br />
engatusarse a los dioses con grano molido. Al mes siguiente, su hija tuvo un aborto, su hijo<br />
se escapó con la hija de una concubina y su propia esposa, al recibir las noticias, cayó al<br />
suelo y pronunció plegarias con la boca torcida. El hombre, además, resbaló con unas<br />
semillas de mostaza desparramadas y se dañó la columna vertebral de forma que tuvo que<br />
gastarse una fortuna en hierbas y claras de huevo para compresas medicinales que no le<br />
sirvieron de nada. Hasta este día, tenía que ser transportado en un cesto. Nuestra situación<br />
le había dado fama.<br />
Un rey que no sacrifica no es un rey. Los shastras dicen que el hombre es sacrificio.<br />
Sacrificio es el mundo. Prajapati mismo dispuso las piras sacrificiales cuando hizo los tres<br />
mundos, la tierra, el espacio y los cielos. Si quieres gobernar ciudades o aldeas, o incluso<br />
vivir en ellas, no puedes prescindir del sacrificio. ¿No lo decían las historias en las tabernas<br />
con una sola voz, ya fuera ésta sudra, vaishya o brahmana? En cuanto al rey, su obligación<br />
es la más grande y debe ofrecer lo más grande. Sólo en el desierto o en el bosque basta con<br />
el sacrificio interior.<br />
Mientras aguardábamos, la indisposición de Kalidasa retornó y de nuevo sufrió<br />
fiebres. No hubo manera de impedir que las noticias de la recaída del corcel circulasen.<br />
El caballo sacrificial ha nacido en el océano. También él es un hijo de Indra, que es<br />
el Señor de la Lluvia y que puede colmar o secar el océano. Si nos negábamos a ofrecer a<br />
Kalidasa, decía la gente, Indra podía golpearlo con el rayo tomando lo que era suyo por<br />
derecho. Si Kalidasa moría antes del sacrificio, tendría que haber otra campaña, otro<br />
caballo, y pocas serían mis posibilidades de fortuna esta vez con Indra en contra mía.<br />
“Lo hemos decidido.” Era el ‘nos’ mayestático que Yudhisthira usaba. “Tío Vidura,<br />
aunque tengamos que ir a las regiones más bajas del Patala, realizaremos el sacrificio con<br />
pureza de propósito y con grano de doce años. El corcel sagrado ha conquistado el mundo<br />
para nosotros y nosotros lo protegeremos con nuestras vidas.”<br />
Tío Vidura lo abrazó.<br />
Esto fue lo que Yudhisthira dijo a los sacerdotes: “El sacrificio de sangre ha sido<br />
hecho en el Kurukshetra. La Tierra no pide más. Estas criaturas que no hablan no son, sin<br />
embargo, mudas. Respetados brahmines, voy a contaros la última historia, la última<br />
enseñanza que el Gran Patriarca Bhishma me transmitió cuando yacía en su lecho de<br />
flechas. Es la historia del rey Vrishadarbha y la paloma. Su enseñanza no tiene que ver con<br />
el ritual. Cuando una paloma perseguida por un halcón grande y hambriento pidió la<br />
protección del rey, el ave rapaz protestó diciendo que también él era súbdito del monarca y<br />
que su hambre había de ser satisfecha. Antes que rendir la paloma, el rey Vrishadarbha tajó<br />
carne de su propio cuerpo y la puso en la balanza para compensar el peso del pichón. Dio<br />
su vida, pero mantuvo su palabra.” La voz de Yudhisthira creció en fuerza mientras<br />
hablaba. “¿Es que vamos a olvidar el sacrificio de doce años del mayor de los rishis de<br />
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mente pura, Agastya, que con otros ascetas vivió de raíces y de frutas, un poco de grano y<br />
los rayos del sol y la luna? Ningún animal perdió la vida. Cuando Indra contuvo su lluvia,<br />
los brahmines fueron a Agastya y le dijeron: ‘Sin el Ashwamedha, ¿cómo sobrevivirán<br />
animales y hombres?’ Agastya los tranquilizó. Él se transformaría por la energía de sus<br />
ascesis y toda criatura sería nutrida como antes. Santos brahmines, un orden nuevo de cosas<br />
puede crearse, como nadie sabe mejor que vosotros. Los dioses están probándonos siempre.<br />
Sólo el Dharma nos traerá la lluvia, nunca nuestra propia conveniencia.”<br />
Y así quedó establecido. La cámara estaba en silencio. Muchas cabezas se<br />
meneaban en callada aprobación.<br />
Una vez decidido que Kalidasa no sería sacrificado, la cuestión era cómo presentar<br />
al corcel. Yo dije que podía permanecer junto al poste sacrificial. Quería que fuese llevado<br />
al altar y se alzase allí libre. Merecía verse que él estaba allí, sin cuerda que lo atase, sin<br />
droga que lo aturdiese, sino por su propia voluntad. Sabía que, si era yo quien lo llevaba<br />
allí, no se movería. Había confianza entre nosotros y yo era capaz de apostar mi vida a que<br />
Kalidasa haría lo que tenía que hacer. Aunque el ritual ordenaba que los sacerdotes se<br />
hicieran cargo de él, este sacrificio había de ser diferente. Los argumentos se cruzaron en<br />
uno y otro sentido. Finalmente se llegó a esta conclusión: los brahmines querían estar<br />
seguros de que no se les haría parecer idiotas. ¿Qué, si de repente el corcel se encabritaba y<br />
partía al galope?<br />
“No lo hará”, dije, “el caballo es Prajapati.”<br />
El adhvaryu fruncía el ceño y se tiraba del lóbulo de la oreja una vez más.<br />
“Oh inmaculado”, me respondió uno de los hotris con unción, “el prestigio de<br />
nuestra casta está en juego.” Miró al udgatri buscando un apoyo que llegó de inmediato.<br />
Éste sonrió y añadió: “¿Qué imagen daríamos, si tuviéramos que correr en persecución del<br />
caballo?”<br />
Sus palabras provocaron sonrisas a todos los sacerdotes menos al adhvaryu, que le<br />
dirigió una adusta mirada. Volviéndose hacia mí dijo con la más razonable y respetuosa de<br />
las voces: “Príncipe, tú no puedes decir qué hará el animal, si percibe peligro del poste o<br />
incluso la expectación de la gente.”<br />
“Pero lo sé.”<br />
“¿Cómo puedes saberlo?”, preguntó el adhvaryu ásperamente, dejando de lado el<br />
protocolo. Su rudeza me resultó útil. Realicé el discurso más apasionado de toda mi vida.<br />
“Lo sé. Os digo que lo sé. Soy capaz de apostar mi vida. Juro por mi alma que él lo<br />
entenderá. Si no hemos de seguirlo en esto, todo se convierte en una farsa y no es él quien<br />
gana los territorios para nosotros, sino nosotros quienes los hemos robado alegando que<br />
Prajapati así lo ordena. Y eso hace del sacrificio una comedia, ya sea de sangre o de grano.<br />
Somos deudores de los dioses porque han ganado para nosotros este reino pero, si el caballo<br />
sagrado no es Prajapati, entonces no hay deuda que valga con ningún dios. Y festejemos<br />
como no arios, sin ofrendas.” Hablé después de la campaña otra vez, relaté cómo me había<br />
protegido Kalidasa, cómo me había salvado de los hombres de Gandhara. Los hice cabalgar<br />
conmigo por la polvorienta llanura tras el corcel sagrado, directo hacia la línea temblorosa<br />
del horizonte en el país de Gandhara. Los hice girar conmigo cuando Kalidasa giró y<br />
atronar con él el llano, galopando tan próximos como los caballos de un carro, con el trofeo<br />
entre los dos.<br />
“Confié en él”, les dije, “todo el camino confié en él y lo seguí. Si no lo hubiera<br />
hecho, no estaría aquí hoy. Me habrían aniquilado. Gandiva no habría podido salvarme.<br />
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Nada habría podido salvarme. Sólo Prajapati podía hacerlo. Y lo hizo. Si retorné como un<br />
héroe, fue gracias a él. Si vosotros se lo permitís, hará héroes de vosotros también.”<br />
El adhvaryu fruncía el ceño todavía, aunque ya no jugaba con su oreja. Hubo un<br />
silencio como el de la noche del desierto, cuando puedes oír tu propia respiración. El<br />
adhvaryu bajó la vista hacia sus manos y, cuando levantó la cabeza para responder, vi que<br />
sus ojos resplandecían. Por fin dijo: “Así sea, oh mejor de los príncipes. Confiaremos en el<br />
corcel sagrado.”<br />
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CAPÍTULO IX<br />
Habíamos esperado que Yudhisthira se serenase a medida que el tiempo del<br />
sacrificio se aproximara, pero no fue así. Tenía angustiados los ojos y no podíamos<br />
presionarlo. Se volvió más distante, mientras todas las prerrogativas reales eran observadas<br />
con una nueva energía. Una vez en la cámara del consejo, cuando Bhima, al que se le<br />
permitían ciertas libertades, dio un codazo al Primogénito con fraternal familiaridad,<br />
Yudhisthira le recordó que ya no estábamos en el bosque y que habíamos recibido el baño<br />
de coronación por segunda vez. No estaba exenta de candor la reprimenda, como siempre<br />
ocurría cuando de Bhima se trataba, pero llegó como una advertencia para todos nosotros.<br />
Aún no vimos nada de qué sorprendernos. Era un tiempo solemne. La deuda de sangre iba a<br />
ser conculcada. Yudhisthira siempre había observado el protocolo y evitado lo prohibido,<br />
tanto más concienzudamente cuanto más inconveniente le resultaba a él.<br />
“Es nuestro respeto a los dioses”, insistía, “y si el rey falla en esto, falla también en<br />
lo que concierne al pueblo.”<br />
Se tocaba los labios y la nariz, las orejas y los ojos con agua antes de realizar<br />
cualquier rito de importancia y, en realidad, aunque no la tuviera en absoluto. No eran<br />
necesarias discusiones para concluir que, en su deseo todavía insatisfecho de purificarnos<br />
del mahapapa, el pecado de matar parientes, se esforzaba por lograr una extrema pureza.<br />
Toda su persona resplandecía con el fuego que surge de tapas. Pero su alma estaba<br />
desapaciguada. Draupadi, que ofrecería junto a él en este sacrificio, empezó a verse<br />
introvertida. Se sentaba junto a él cada día mientras los sacerdotes cantaban. Tanto ella<br />
como Yudhisthira comían menos que lo prescrito. Tenían los párpados hinchados de la<br />
continua exposición al fuego sagrado.<br />
Un día, el carro de Draupadi la trajo a nuestro palacio tras los ritos diarios. La<br />
bañaba la misma intensidad que al Primogénito. Los años y disciplinas y durezas habían<br />
limado aquella parte suya que era orgullo. Había ahora humildad en su dignidad. Tenía la<br />
voz cansada, cuando realizó las preguntas rituales sobre nuestra salud y prosperidad, y ello<br />
respecto de cada miembro de nuestra casa hasta el mismo Parikshita. Luego la presa se<br />
quebró. Lágrimas fluyeron de sus ojos. Yudhisthira no podía dormir. Se agitaba y revolvía<br />
y hablaba en el dialecto mleccha que a veces usaba con tío Vidura, pero esta vez ni siquiera<br />
el tío había podido acercarse a él. Entonces llegaron las noticias que nos hirieron en lo más<br />
vivo: Yudhisthira quería posponer el sacrificio. Anhelé comunicarle mis pensamientos a<br />
Krishna: Las apariencias que la vida toma son tan diversas que se diría que el Creador se<br />
divierte abrumándonos de sorpresas.<br />
Le dije lo que pensaba a Subhadra, que repuso: “Si fuera de otro modo, serían<br />
nuestras expectativas las que guiarían al Señor.”<br />
Así que nos tornamos hacia el refugio que había resistido la prueba de cada crisis.<br />
Tan pronto como pensamos en él, el abuelo Vyasa vino a nosotros.<br />
“Yudhisthira no halla placer en su soberanía”, le dijimos, “ni en el sacrificio que<br />
hemos de ofrecer.”<br />
“Casi parece”, estallé yo, “que su fe en los sacrificios se haya consumido.” Una vez<br />
dichas, estas palabras me hirieron el corazón. ¿Por qué habíamos acabado con Duryodhana,<br />
sino porque ofrecía sacrificio sin fe y con propósito impuro? Tal ofrenda era vana y no<br />
había de traer consigo ni cosechas ni lluvia, sino sólo desastre. El Primogénito había<br />
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ecibido el baño lustral y se alzaba ante los dioses por todos nosotros. Era como si el rey<br />
hubiera muerto y con él todas nuestras esperanzas.<br />
Estábamos en la cámara del consejo sentados como niños perdidos. Vyasa se dirigió<br />
a nosotros: “Yudhisthira, tú sabes que la destrucción que devoró a tus parientes no fue<br />
producida por ti, hijo mío, ni por tus primos hermanos. Carnaje semejante fue consecuencia<br />
del inevitable destino.”<br />
La sala permaneció en silencio mientras a Yudhisthira lo bañaba la compasión que<br />
fluía de los ojos del patriarca. Pero, aunque mi propio ser se sintió cálidamente<br />
reconfortado, no vi respuesta en mi hermano mayor.<br />
“¿Crees que trato de consolarte con palabras? Después del Rajasuya, cuando<br />
Krishna mató a Sisupala, ¿no te dije yo que la gran destrucción no podía evitarse, aunque<br />
cuando vi tus ojos transfijos de dolor pensé que debería haberme callado aquellas palabras?<br />
Ahora me alegro de haberlas dicho entonces, porque así puedo recordarte que aquel mismo<br />
día vi muertos a tus parientes antes de que un solo arco fuese flechado o de que sonase la<br />
primera caracola de guerra. La masacre, te lo repito, fue provocada por las mentes de los<br />
hombres y la inmadurez de la Tierra.” Vyasa acarició la garra de león del asiento que<br />
ocupaba Yudhisthira. “Estás absuelto de la culpa antes incluso del sacrificio. Pero eres el<br />
Señor del mundo y has de ofrecer por el pueblo. Tú y tu reina al lado.” Tras una pausa,<br />
continuó: “¿Quién puede hablar de nuestro destino? Quizás no tenemos ningún derecho.<br />
Incluso tú, Yudhisthira, incluso tú, el Señor del mundo, has de inclinar la cabeza ante él.”<br />
El torso del patriarca se meció un poco ganando energía. Su mirada se posaba en cosas más<br />
allá de nuestro entendimiento. Siguió una pequeña vibración, como si el aire hubiese sido<br />
perturbado, y luego un zumbido como de un millar de abejas que creció y creció en un<br />
poderoso Ommmmm... Abrió las palmas al cielo y cantó con ojos cerrados:<br />
“Meditamos en el glorioso esplendor del divino Dador de Vida.<br />
Que derrame Él luz en nuestras mentes.<br />
Ommmm.”<br />
El último Om se fundió en un profundo silencio que era todas las auroras y ocasos<br />
de nuestras vidas. Era el gran Gayatri Mantra transmitido de generación en generación<br />
desde el gran sabio Vishwamitra. Nadie se movió. Nadie quería que aquel silencio<br />
terminase. Fue Yudhisthira quien habló por fin. Yo no había percibido que el patriarca<br />
Vyasa había apuntado su mantra a él. Yudhisthira sonrió.<br />
“Suena muy diferente cuando tú lo cantas, abuelo. ¿Por qué?” Habló como un niño<br />
nostálgico. “¿No podrías enseñarme, para que pueda invocar esta paz? ¿Qué falla cuando<br />
yo lo recito?”<br />
“Ya ves, Yudhisthira, todo depende de la autoridad.” El patriarca se ajustó el moño<br />
y nos sonrió, benigno, a todos nosotros. “Si llamas al mantra con autoridad, ha de venir.”<br />
Sin embargo, cuando el abuelo Vyasa partió de vuelta a su ashram, Yudhisthira no<br />
había prometido aún que ofrecería el sacrificio el día fijado.<br />
Una aurora y dos ocasos más tarde nos enteramos de qué preocupaba tanto a nuestro<br />
hermano mayor. En un sueño, una mangosta azul y oro había venido a él. El animal era azul<br />
por un lado y dorado por el otro. Decía cosas que Yudhisthira no podía entender, pero<br />
sentía que eran palabras de reproche y que concernían al Ashwamedha. Si el sacrificio era<br />
defectuoso, no nos purificaría. Si la ofrenda era impura, traería infortunio al país.<br />
41
No podíamos razonar con Yudhisthira. La mangosta azul y dorada había tomado<br />
posesión de su mente y ninguno de nosotros podía decir si la visitación era de un dios o de<br />
un espíritu maligno. Yo sabía, y lo sabíamos todos, que ningún príncipe o rey que<br />
hubiéramos conocido jamás se acercaba ni siquiera un tiro de arco a Yudhisthira en cuanto<br />
a rectitud se refería. Nadie más que nuestro hermano mayor podía ofrecer por nosotros. Fue<br />
tío Vidura quien dijo: “Yudhisthira, cuando la mangosta azul y dorada vuelva a ti otra vez,<br />
pídele que cante el Gayatri Mantra contigo. Ningún espíritu maligno puede resistir eso.”<br />
La mangosta apareció aquella misma noche, no sólo a Yudhisthira, sino a Sahadeva<br />
también. Aunque el Primogénito no fue capaz de cantar el mantra, parecía más sereno<br />
ahora que Sahadeva compartía la carga con él. La noche siguiente, la mangosta habló.<br />
“Yudhisthira”, dijo, “un gran sacrificio es el que planeas. Alimentarás a reyes y a<br />
brahmines, a parientes y amigos, al pobre, al ciego y al desvalido.” La voz de la mangosta<br />
era tan fuerte y profunda que, a sus palabras, las aves evolaban y los animales huían a sus<br />
cubiles. “Todos los reyes vendrán y tú les darás tesoros, joyas y gemas, caballos y<br />
elefantes, oro y sirvientas. A los brahmines les darás villas enteras y rebaños. Habrá ríos de<br />
jugos de las seis clases y montañas de dulces. La tierra resonará con el eco de los tambores<br />
y los cielos temblarán con el estallido de las caracolas. Los hombres se emborracharán de<br />
vino y de nuevas posesiones. Tus sacerdotes versados en los Vedas celebrarán las<br />
ceremonias sin apartarse de lo prescrito. Harán los gestos rituales y se moverán en los<br />
espacios yántricos. Pero, cuando te hayas desprendido de todas las cosas, ¿quedarás libre de<br />
pecado?” Entonces la mangosta desapareció. Los animales emergieron de sus escondites.<br />
Los pájaros descendieron de las alturas y anidaron en los árboles. Y Yudhisthira siguió con<br />
el interrogante que tanto lo angustiaba.<br />
Temimos que detuviese los preparativos.<br />
Entonces la mangosta penetró en todos nuestros sueños, pero le habló sólo al<br />
Primogénito: “¿Crees que por ofrecer grano cambiarás algo? Ofrécelo, si no te queda más<br />
remedio, pero entiende esto: la ofrenda eres tú mismo. Entra en el grano. Hazte el grano<br />
que se ofrece en actitud de absoluta sumisión. Nada más puede ocupar tu lugar, ni grano, ni<br />
caballos, ni todas las vacas de Bharatavarsha. Esto es ser rey.”<br />
42
CAPÍTULO X<br />
LOS REYES LLEGAN<br />
La ciudad estaba decorada por todas partes con sartas de perlas y coronas de flores.<br />
Los arcos ornamentales se hallaban cubiertos de seda roja y púrpura, bordada de un oro y<br />
una plata que reflejaban el sol. Fragante incienso ardía en turíbulos de oro. Nuevos<br />
perfumes se habían mixturado para la ocasión. Las calles de Hastina, sus plazas y avenidas<br />
estaban rociadas de agua aromada con sándalo y áloe. Linternas, flores, arroz y frutas, hojas<br />
frescas de cebada y granos de arroz tostado había por todas partes. Dulces muchachas de<br />
esbeltas cinturas, adornadas de ajorcas y pendientes bruñidos en los que destellaba el sol<br />
danzaban con luces y presentes para saludar a los huéspedes y les ofrecían auspiciosa<br />
cuajada y miel. En las esquinas de las calles, bardos y juglares ensalzaban a los héroes<br />
Pandavas y la gente de camino a sus asuntos se detenía a sonreír y escuchar. Reían y<br />
lloraban y se abrazaban; luego recordaban de pronto adónde iban y partían a toda prisa.<br />
Pero por la noche, volvían para escuchar más. La urbe estaba colmada de júbilo y<br />
expectación. Había una consciencia general de lo que estábamos viviendo. Había una<br />
sensación de novedad en el aire. La gente decía que las cosas serían mejores ahora que<br />
nunca antes y los mismos que habían hecho correr las historias de los sacrificios<br />
desatendidos y sus terribles consecuencias empezaban ahora a sugerir con aire confidencial<br />
que Krishna tenía su propio modo de hacer las cosas. Aunque era Señor de Dwaraka, ¿no<br />
había asumido la función de un sutaputra en la guerra y conducido al Dharmaraj a la<br />
victoria?<br />
La fe en él como mahatma se filtraba al corazón de las gentes. Los bardos<br />
empezaban a cantar sus gestas. De hecho, éstas eran su tema favorito y nuestras hazañas<br />
juntos resultaban muy exageradas... lo que no era sorprendente, si se tenía en cuenta el<br />
negocio que las tabernas estaban haciendo.<br />
Una de mis favoritas era la de la caballerosidad de Abhimanyu y de cómo había<br />
atacado él solo el chakra de Drona. Los siete hombres que le habían producido la muerte se<br />
convirtieron en setenta primero y en setecientos poco después. De mí cantaban que me<br />
negaba a disparar a Karna mientras el terreno fangoso mantenía su carro preso. Eran gestas<br />
nobles las que les gustaba cantar y una vez les oímos la historia de Karna, que teniendo a<br />
Nakula a su merced, no lo mató. Pero Karna los confundía. Había luchado contra nosotros y<br />
sus canciones no prosperaron. Cantaron de Ghatotkacha y de cómo atrajo el arma que<br />
Karna guardaba para mí, salvando mi vida y a todo nuestro ejército aquella noche suya de<br />
magia. Cantaron de lo que Bhima desayunó antes de beberse la sangre de Duhsasana... y<br />
Yudhisthira, presa de agitación, prohibió aquel cantar. Narraron la historia de mi flecha,<br />
que abrió una fuente de agua en el suelo para el Gran Patriarca Bhishma. También aquí<br />
algunas cosas resultaban confusas. Yo había hecho caer del cielo almohadones de seda para<br />
que el Gran Patriarca apoyase la cabeza... Pero, en general, evocaron el espíritu que nos<br />
animaba y oyéndolos supimos que Krishna tenía razón: nuestra historia reverberaría a<br />
través de los años.<br />
También el coraje de Draupadi fue celebrado. Había una canción que empezaba con<br />
¿Habéis oído como una gran reina, más sabia que cien pandits, salvó de la esclavitud a<br />
cinco personajes reales? La canción nos hacía rememorar el gran valor de Draupadi y todo<br />
43
lo que le debíamos. Más tarde, Subhadra y nosotros cinco la cantamos en palacio para ella.<br />
La hizo llorar como a una cría.<br />
El primer invitado en llegar fue Krishna. Con él a nuestro lado, podíamos afrontar<br />
cualquier cosa. Arribaron después dos que estarían cerca de Parikshita e influirían en su<br />
futuro. Uno de ellos era Shuka, al que nunca había visto y del que sólo había oído hablar.<br />
Era el vástago amado del patriarca Vyasa, que le había nacido en su deseo de un hijo<br />
perfecto. Cada vez que visitara el ashram, Shuka estaba lejos, vagando por las montañas<br />
del norte y buscando a los ascetas de las cavernas. Nunca había venido a las celebraciones.<br />
Yo había dado por hecho que él mismo tendría la apariencia de un asceta, pero la suya era<br />
casi la constitución de un kshatriya, aunque más fina y serena, y sus ojos parecían contener<br />
todos los lagos y océanos del mundo. De alguna forma, Shuka parecía pertenecer a una<br />
especie diferente, ni hombre ni dios. No portaba brazaletes ni pendientes. Su cabello, sin<br />
aceites, brillaba con interno resplandor. No hacía en absoluto gala de su ascetismo. Por su<br />
piel, uno habría dicho que dormía en níveos lechos palaciales. Yo lo miraba y miraba, y no<br />
podía devolverle el saludo.<br />
¿Dónde instalar semejante huésped? ¿En nuestra cámara más lujosa, bajo árboles de<br />
fragante floración, o bajo los vastos cielos? No podía ser del todo yo mismo con él. Me<br />
empujaba hacia mis adentros y las preguntas rituales que uno ha de hacer a sus parientes no<br />
brotaban de mí. Aunque más joven que yo, era mi tío. Era cortés y mostraba un elevado<br />
refinamiento, que provenía de su Dharma interior.<br />
Al ver mi turbación, el abuelo Vyasa se rió y dijo: “Ya te acostumbrarás a él.”<br />
Parikshita no tuvo tanta dificultad. Enseguida lo vi sentado en los hombros de<br />
Shuka para conseguir una mejor vista del nido de cierto pájaro tejedor. Al verlos moverse<br />
juntos los dos, me parecían un solo ser, como si sus destinos estuviesen entreverados. A<br />
veces uno se descubre al filo del futuro, escuchando sus ecos. Me volví hacia el abuelo<br />
Vyasa, que los contemplaba también.<br />
“Abuelo, ¿se realizará el Sacrificio en paz esta vez y conducirá a la paz en<br />
Bharatavarsha?”<br />
Hice la pregunta que ninguno de nosotros se había atrevido a hacer. Si él preveía<br />
más desastres, nadie tendría corazón para desempeñar su papel. Su respuesta tardó tanto en<br />
llegar que deseé no haber hablado. Aún mirábamos a Shuka y el niño.<br />
“Preguntas por Parikshita”, dijo.<br />
Yo permanecí callado. Por supuesto que lo hacía, sólo por él tenía sentido nuestra<br />
vida. Yudhisthira esperaba únicamente que creciera para volver al bosque.<br />
“Reinará en paz”, dijo Vyasa.<br />
No era más que la mitad de la promesa, pero era la parte que me importaba. Si había<br />
más, no quería saberlo.<br />
“Este Ashwamedha no tendrá complicaciones. Los kshatriyas son una ralea<br />
turbulenta y les gusta golpearse las axilas en señal de desafío, pero creo que lo peor que<br />
podemos esperar es que los brahmines se calienten con sus discusiones sobre el árbol y la<br />
semilla y qué fue lo primero de los dos, o en sus debates sobre el Dios diferenciado y el<br />
Dios indiferenciado.”<br />
El primero de los reyes en llegar fue mi propio hijo con Chitrangada, Babhruvahana.<br />
Cuando hubo tocado mis pies y posado su cabeza sobre ellos, nuestro encuentro se<br />
convirtió en una broma. Di un paso atrás y le pregunté si tenía su espada. Él señaló su<br />
costado y parpadeó diciendo: “Pero no es más que un adorno.” Le di una palmada en el<br />
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hombro y nos abrazamos riendo. Había crecido aun más y tuvo que inclinarse hacia mí<br />
como un día tendría que hacerlo Parikshita. Tuve la sensación de nuevos reyes que llegaban<br />
a un mundo en el que yo no estaría.<br />
Rápidos fueron los bardos en tejer su nombre a los cantares. Saludaron a<br />
Babhruvahana como el héroe que había abatido al inconquistable Arjuna. Algunos cantaron<br />
incluso que había matado al príncipe Arjuna, pero que la princesa naga Ulupi lo había<br />
devuelto a la vida con hierbas y magia naga. Y ello se acercaba bastante a la realidad<br />
porque, como más tarde supe, Chitrangada había mezclado sus pociones de montaña con<br />
las de Ulupi y, en aquella ocasión, no pude haberme aproximado más al reino de Yama sin<br />
quedarme allí para siempre.<br />
Parikshita estaba encantado con su tío Babhruvahana y pasaba tanto tiempo<br />
cabalgando con él, sentado delante del jinete en su misma montura, que ambos se perdieron<br />
la entrada de Vajradatta, el hijo de Bhagadatta. Babhruvahana pensó que lo reprendería por<br />
este lapsus, pero le dije que no tenía la costumbre de reñir a hijos más grandes que yo<br />
mismo. Empecé a disfrutar este encuentro.<br />
Vajradatta había sido bien anunciado por canciones sobre el valor de su padre y el<br />
de su elefante. Los bardos tenían estrictas instrucciones de no mencionar la muerte de su<br />
padre a mis manos en tanto estuviese él en Hastina. Nos hallábamos en guardia permanente<br />
contra cualquier equivocación que pudiera resultar irreparable. De Samba y Sarana, cuyos<br />
embrollos yo temía, no oímos nada hasta que consiguieron persuadir a Bhima de que le<br />
dijese a tío Dhritarashtra que la hermana menor de ambos no podía pensar en nada más que<br />
en casarse con él. Hizo falta toda la diplomacia de Krishna para convencer a nuestro tío de<br />
que era aún una figura fina y digna de inspirar el encaprichamiento de la criatura.<br />
Esperábamos que las maldiciones de tía Gandhari recayesen sobre Samba y Sarana, pero<br />
ella comentó que ya estaban incluidos en la que había dirigido a Dwaraka y que nada podía<br />
ser peor que aquello. Bhima sugirió que debía de haber agotado su punya.<br />
Babhruvahana y Vajradatta se hicieron amigos, siendo el primero unos pocos años<br />
mayor. Ambos amaban a los elefantes y ambos amaban a Parikshita, y hablaron de las<br />
cosas que los reyes jóvenes usualmente tratan. El matrimonio era una de ellas y Vajradatta<br />
tenía una hermana. Ésta poseía ojos de cierva, un dulce rostro redondo, un mentón como el<br />
de Subhadra y una mirada directa que te hacía confiar en ella. No me habría desagradado<br />
que escogiera a Babhruvahana, porque Bhagadatta había sido amigo de mi padre. Su raza<br />
era noble de espíritu y aquella alianza tejería una red de amistades por todo el país.<br />
Pero los reyes empezaron a fluir de pronto y hubo poco tiempo para hablar de bodas<br />
o swayamvaras. Habiendo tomado parte en más campañas que ninguno de mis hermanos<br />
así como en una gran peregrinación por el mundo, mi tarea peculiar consistía en vigilar que<br />
las costumbres de nuestros invitados fuesen respetadas. Los habitantes de Manipur y<br />
Keraladesh, por ejemplo, comen pescado, cosa que en otros reinos resulta tan repugnante<br />
como la costumbre nishada de comer ratas. Los de Kamarupa comen sólo pescado de agua<br />
dulce; en una ocasión les habíamos servido pescado seco de mar y sus narinas temblaron<br />
por la ofensa. De tiempo en tiempo, yo le pasaba a Bhima retazos de información tal como<br />
éstos acudían a mi mente y le recordaba que en ninguna parte del mundo pone la gente sal a<br />
sus dulces.<br />
A Bhima no le quitábamos ojo de encima. Nadie olvidaba que Draupadi y él se<br />
habían reído de Duryodhana cuando éste se cayó al agua tras el Rajasuya y de las<br />
consecuencias que aquello había tenido. Antes de que llegasen los reyes lo visité en su<br />
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propio palacio. Bhima se hallaba dando órdenes a sus cocineros y tenía ante él una bandeja<br />
de mangos que parecían verdes. Le molestaba que no estuvieran en su punto, porque los<br />
quería para ciertos jugos especiales que ofrecería a nuestros invitados. Era un momento<br />
poco propicio para mi misión, pero le toqué los pies, pasé un rato estudiando su humor y<br />
toqué y olí y discutí con él el estado de las frutas antes de declararle lo que tenía en mente.<br />
“Hermano”, le dije, “hemos de tener cuidado de que esta vez nada rompa la<br />
armonía. Si alguno de los reyes se sintiera ofendido, sería el final de Yudhisthira.”<br />
Bhima dejó caer un mango y volvió hacia mí toda su atención.<br />
“Te aseguro, Arjuna, que me cortaría la mano antes que herir a Draupadi o<br />
Yudhisthira. Vivo para ver el día en que sea Señor de la Tierra y reciba el abhisheka del<br />
Chakravarti.”<br />
“Por mi parte”, le dije, “me contentaré con que todo el mundo retorne a casa<br />
contento con sus regalos.” Dudé, tomé un mango y lo giré en la mano, haciendo ver que lo<br />
examinaba, sin saber cómo proseguir.<br />
“Sé para que has venido”, comenzó él entonces. “A decirme que no me ría de<br />
Duryodhana. Pero nuestro primo ya no existe, Arjuna, y no tenemos más enemigos. No me<br />
reiré de nadie. Siento demasiada gratitud. Estoy aquí para dar la bienvenida a todos los que<br />
arriben y, de corazón y por orden de Yudhisthira, para cuidarme de que la armonía<br />
prevalezca. Tú y yo juntos le ayudaremos a conservar el mundo. No olvido, Arjuna, que<br />
estamos ahora llevando a su culminación algo que empezamos cuando fuimos con Krishna<br />
a acabar con Jarasandha y su espantoso proyecto. Nosotros no podíamos ver entonces todas<br />
las consecuencias de aquello, pero Krishna sí. Yudhisthira es quien ha de sentarse en el<br />
trono del emperador y Draupadi ha de estar a su lado. El mundo está libre de tiranos y tú y<br />
yo haremos que siga así. No te angusties, hermanito.”<br />
Lo dejé reconfortado y no con poca vergüenza por haber dudado de Bhima. Luego,<br />
me dispuse a recibir al rey actual de aquellos Trigartas que habían jurado matarme en la<br />
guerra. Animado por la confianza reencontrada en Bhima, fui con el corazón pletórico,<br />
dispuesto a rendirles a él y a su comitiva los mayores honores. Los adornos de seda se<br />
renovaban a menudo. Había hojas de mango y caléndulas. Series tras series de grandes<br />
arcos se prolongaban por el camino hasta mucho más allá de las puertas de la ciudad. Los<br />
bardos llenaban las calles en grandes números y yo les envié órdenes de ensalzar el valor de<br />
los Trigartas.<br />
Apenas los había instalado cuando se me informó de que la partida de Kerala estaba<br />
a menos de una yojana de nuestra capital y salté al carro una vez más. El Maharaja era un<br />
hombre sencillo, con una faz redonda y una gran sonrisa. Él no era un problema porque<br />
había dejado correr al corcel sagrado por sus dominios y a mí me había recibido satisfecho.<br />
Los dioses debían de haber sonreído ante mis expectativas.<br />
Igual que un pequeño elefante él mismo, descendió pesadamente de su paquidermo<br />
y me abrazó cálidamente. Había traído a sus damas, que se sentían enteramente a sus<br />
anchas y nos gritaban impacientes que nos apresurásemos porque querían ver a Krishna.<br />
Kerala era un matriarcado. Su falta de protocolo me divertía y le dije: “Parece que tus<br />
mujeres tienen prisa por encontrarse con Krishna.”<br />
“Oh, no son mis mujeres, sino mis hermanas. Mis esposas vienen detrás con sus<br />
hermanos. Mis hermanas querían llegar primero.”<br />
Demasiado tarde recordé que el rey keralita vive con sus hermanas y visita a sus<br />
mujeres sólo por la noche. Era el hijo de su hermana quien heredaba el trono y él mismo era<br />
el hijo de la hermana del último Maharaja. De sudor se rezumó mi frente. Las<br />
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disposiciones realizadas en sus palacios podían ser inadecuadas. Felizmente, éste no era un<br />
hombre pronto a ofenderse, pero no estaba tan seguro de sus hermanas. Una y otra vez me<br />
abrazaba y nos aspirábamos uno a otro el perfume del cabello. Mi ungüento de semilla de<br />
mostaza debió de resultarle inusual, como me lo pareció a mí su aceite de coco. Por fin, nos<br />
estrechamos los hombros manteniéndonos a un brazo de distancia y reímos. Mi ojo barrió<br />
la línea de elefantes que viajaba tras él. Por lo que pude calcular llegaban al auspicioso<br />
número de ciento uno. El rey era un hombre generoso y hallaba placer en dar.<br />
“Ya verás lo que traemos aquí para vosotros. Desde que partiste hemos estado<br />
seleccionando los mejores árboles de nuestros bosques de sándalo y teca para los pilares y<br />
vigas de vuestros palacios. Así duren mil años como toda vuestra dinastía.” No era afectado<br />
ni presuntuoso, sino de buen corazón. Había traído, en efecto, bosques enteros para<br />
nosotros y el perfume del sándalo flotaba en el aire. “Y os hemos traído montones y<br />
montones de marfil. Es tan fino que parece madreperla. Aceites también os portamos. Os<br />
hemos traído todo lo mejor, noble príncipe.”<br />
“Sí”, clamó una de las hermanas, cubierta de los zafiros azules de la región, “y<br />
jarras y jarras de miel.”<br />
“¿En qué estás pensando? ¿Por qué hablar de miel? ¿Qué de las joyas?”, la codeó<br />
otra hermana.<br />
Todos nos reímos porque, después de aquella intervención, no había ceremonia que<br />
valiese y lo dije así.<br />
“¡Oh, ceremonia!” El joven rey se golpeó la frente con la palma de la mano. “¡Me<br />
he olvidado por completo de los parasoles! Siéntate en tu carro, príncipe Arjuna.”<br />
Dio un chasquido con los dedos llamando la atención de sus gajarohas. De<br />
inmediato, un centenar de parasoles carmesíes se abrieron sobre los elefantes. En un<br />
instante se habían vuelto de un púrpura que se cambiaba en los colores del arco iris y<br />
acababa en un blanco fulgurante otra vez.<br />
“¡Sadhu!”, grité. “Sadhu, sadhu.” Todo el mundo resplandecía.<br />
Las hermanas no eran tímidas y lanzaron sus preguntas. ¿Llevará Krishna su famosa<br />
joya? ¿Era verdad que Bhima se comía un búfalo para cenar? ¿Era cierto que Draupadi no<br />
volvió a ensortijarse el cabello tras la partida de dados? Y, si bien estaban seguras de que el<br />
caballo del Ashwamedha no podía ser substituido, ¿quién había iniciado aquel rumor? ¿Se<br />
ofrecería el omento?<br />
Respondí a las preguntas lo mejor que pude, contento al fin cuando alcanzamos<br />
Hastina. Me pregunté si alguna vez habría tratado algún marido de frenar aquellas lenguas.<br />
Había oído yo que a las mujeres de Kerala les bastaba con dejar los zapatos de sus esposos<br />
en el umbral de la casa, con las puntas hacia el ancho mundo, para que éstos comprendiesen<br />
que ya no eran bienvenidos.<br />
Parte de la diversión en estas ocasiones regias era observar la extrañeza de las<br />
costumbres de los demás. Dejé al Kera-Raja en manos de Bhima; cuando retorné a ellos,<br />
mi hermano estaba preguntándole al rey cómo cocinaban en Kerala sin ghi y apuntándose<br />
recetas.<br />
Primero llegaron los monarcas del sur en toda su dignidad y esplendor. Los<br />
diamantes siempre resaltan más sobre piel oscura. Y de aquéllos, los primeros fueron los<br />
Andhras, una oscura y excitable cepa que, junto con los Yavanas y algunos otros, forman la<br />
clase de los que no ofrecen sacrificios. Tenían a sus hermosas mujeres bajo un control tan<br />
estricto que apenas les veíamos sus ojos siempre bajos. Trajeron más elefantes, enjaezados<br />
con unas sedas tan lujosas como los saris de sus reinas, de fulgurante rosa y púrpura y color<br />
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anaranjado con anchos ribetes de oro. Traían fardos y fardos de sedas para Yudhisthira, así<br />
como diamantes y rubíes y sartas y sartas y sartas de las perlas más grandes que yo hubiera<br />
visto jamás. Las enormes jarras que portaban los carros de bueyes estaban llenas de polvo<br />
de oro y de azafrán. Traían vasos de plata y de oro y frutos secos bastantes para tenernos<br />
mascando un siglo entero. Sus vecinos drávidas llegaron enseguida después con más<br />
ofrendas de la misma suerte, aunque sus sedas tornasoladas, sus lámparas de plata y sus<br />
flabelos de plumas de pavo real eran sin duda los mejores que habíamos visto.<br />
Desde nuestra lejana costa oriental llegó la partida regia de los Vangas. Amantes del<br />
debate y alegres, nunca dejaban de discutir y a menudo se reían al mismo tiempo de chistes<br />
que nosotros nunca lográbamos entender. Y su alegría era contagiosa. Sólo sus vestimentas<br />
eran austeras: ropa blanca finamente tejida que hacía resaltar sus pieles lustrosas y pesados<br />
adornos de oro incrustados de nácar. Traían la más asombrosa variedad de caracolas y<br />
pieles que hubiese visto jamás. Resultaba difícil resistirse a probar las caracolas antes de<br />
que tío Vidura las hubiese registrado y guardado. Había también un par de cachorros de<br />
tigre para Parikshita.<br />
Del desierto llegaron jefes de altos turbantes conduciendo cuerdas de pulcros<br />
camellos dorados cargados de finos tapices, pieles y tiendas. Todos menos los Nagas y<br />
Nishadas nos trajeron gemas. Recibimos caballos de Sindhu y rebaños enteros. De<br />
Kamboja llegaron tantos corceles que, en pocos años, nuestra diezmada caballería habría<br />
sido reconstruida otra vez. Con todas aquellas diferentes costumbres, los monjes raktapaka,<br />
los Nagas desnudos y los Nishada de salvaje cabellera, parecía que el Creador hubiese<br />
congregado todas sus criaturas en Hastina del mismo modo que en el recinto sacrificial se<br />
reunían todos los animales para inspección y deleite de los dioses.<br />
Las reses tenían los cuernos pintados de oro y rojo, y les caían colgantes de las<br />
frentes. Pequeños discos y cascabeles en torno al cuello tintineaban sin cesar. Estaban<br />
enguirnaldadas con todo tipo de flor, y hierbas auspiciosas entretejidas con las flores<br />
aromaban el aire. Había cabras y borregos plateados traídos de las montañas del norte, y<br />
aves de cada clase revoloteaban en sus argénteos alcahaces. Loros y cacatúas, currucas de<br />
todo género, incluso modestas gallinas y cuervos con tilaks en las frentes se pavoneaban<br />
como reyes.<br />
Después de las invocaciones y plegarias nos aseguramos de que todos nuestros<br />
invitados escucharan los cantares sobre los sacrificios pacíficos de Agastya. Unas pocas<br />
frentes se alzaron y algunos ojos se dilataron al comprender que los animales no serían<br />
sacrificados y que los dioses eran, sin embargo, candorosos con nosotros; pronto, unos<br />
compitieron con otros en citar el legendario gran sacrificio de grano. Yudhisthira me miró<br />
discretamente: todos nuestros miedos, parecía, habían carecido de fundamento. El único<br />
problema llegaba del lado más inesperado, nuestro buen rey de Keraladesh. Estaba de<br />
acuerdo él en que los animales no fuesen sacrificados. Era costumbre en Kerala, desde<br />
hacía mucho, extraer una pequeña cantidad del omento de los animales, lo que constituía un<br />
procedimiento indoloro, nos aseguró, cuando se hacía adecuadamente. El omento era muy<br />
apreciado por el dios Agni cuando se arrojaba al fuego sacrificial. Hacía que las llamas<br />
saltaran con más intensidad que cuando se vertía mantequilla aclarada en ellas. Se puso en<br />
pie de un salto e imitó el movimiento de las llamas con las manos. Era un orador hábil y sus<br />
argumentos no podían ser fácilmente ignorados. Íbamos a ofrecer no sólo por nuestro reino,<br />
dijo, sino por toda Bharatavarsha, por sus lluvias y sus cosechas.<br />
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Percibí que el resto de nuestros invitados se inclinaba hacia su consejo, pues ¿de qué<br />
sirve, al fin y al cabo, un sacrificio en el fuego, si no es para complacer a Agni? Empecé a<br />
preguntarme, si habría algo que pudiera hacer desistir a nuestro amigo de Kerala.<br />
Al final, su mismo entusiasmo lo derrotó. Al enterarse de que nuestros sacerdotes, a<br />
pesar de todos sus conocimientos especializados, no sabían nada de la extracción del<br />
omento, el Keralaraj afirmó que, de haberlo sabido, habría traído a sus propios brahmines.<br />
Tal declaración constituía una notable ruptura de la etiqueta, nuestros huéspedes empezaron<br />
a menear las cabezas y aquello le costó sus simpatías. Los que se habían inclinado hacia su<br />
punto de vista retornaron al nuestro. Él trató de ganarse individualmente para su causa a los<br />
nuevos invitados, pero el momento había pasado.<br />
Durante todo este tiempo tenían lugar los preparativos para el sacrificio, en los que<br />
participaban setenta sacerdotes y trece ayudantes. Por fin llegó el momento en que<br />
hundieron las manos en ghi e hicieron voto de llevar a cabo los procedimientos en armonía.<br />
La ceremonia empezó.<br />
El momento de encender el fuego sagrado está siempre lleno de tirante expectación.<br />
Frotar los palillos del fuego es el primer intento de llamar a Agni. Hubo una especial<br />
tensión cuando la madera comenzó a oscurecerse y se formó un ojo del que el humo se alzó<br />
para llamar la atención del dios.<br />
Aun antes de que la madera se oscureciese, sentí erizárseme el vello del cuerpo.<br />
Cuando el ojo empezó a formarse, me incliné ante Agni y le ofrecí la plegaria que siempre<br />
llega a mi mente de forma espontánea: Que haya paz para Parikshita y Bharatavarsha.<br />
Saltó entonces una pequeña lengua de fuego. La congregación soltó el aliento contenido en<br />
un gran suspiro y todos juntamos las manos en salutación al dios.<br />
Yudhisthira y Draupadi emergieron de su reclusión. El patriarca Vyasa los ayudó a<br />
subir al pedestal cubierto de seda dorada. Bhima y yo los flanqueábamos. Satyaki era el<br />
elegido para sostener la sombrilla regia sobre sus cabezas, Nakula portaba el flabelo ritual<br />
tras ellos y Sahadeva, el protector del sacrificio, permanecía de pie con una espada<br />
desenvainada.<br />
Grandes bandejas colmadas de grano y frutas de nuestra madre Bhárata fueron<br />
colocadas a los pies de la pareja imperial mientras el fuego del yajna era alimentado con<br />
mantequilla aclarada. Las llamas se elevaban derechas y auténticas, sin humo. En un<br />
profundo silencio injerido por una única sarta de mantras, el patriarca tomó de Yuyutsu un<br />
cubo de oro. Agua de los ríos sagrados de nuestro mundo se derramaron sobre la cabeza<br />
inclinada de Yudhisthira y luego sobre el cabello suelto de Draupadi. En ese instante se<br />
convirtieron en Emperador y Emperatriz de Bharatavarsha.<br />
La ceremonia fue larga. Había muchos cubos de oro que vaciar y muchos himnos y<br />
mantras que cantar, pero al fin condujimos a la regia pareja al trono.<br />
Llegó entonces el momento de honrar a nuestro invitado más digno. Observé los<br />
rostros de los reyes. El patriarca Vyasa anunció que Krishna era el Purushottama... el mejor<br />
de los hombres. Krishna dejó su asiento de honor y caminó hacia el pedestal. Hasta<br />
entonces, yo había escudriñado los rostros de nuestros huéspedes sin volver la cabeza.<br />
Cuando Krishna se alzó ante nosotros, olvidé el mundo. Yudhisthira y Draupadi<br />
descendieron hasta Krishna, que aguardaba con las manos juntas, los ojos cerrados,<br />
hondamente introvertido. Éste era el instante por el que él había luchado, por el que había<br />
arrostrado un millar de amenazas e insultos. Su rechazo de la matanza sacrificial de<br />
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animales, su defensa de Draupadi, su insistencia en la santidad de las mujeres, su prontitud<br />
a la batalla por la justicia, su sumisión a Dios únicamente y tantas otras cosas estaban<br />
contenidas en este instante.<br />
Draupadi le puso el tilak de bermellón en la frente. Una lágrima le tembló a nuestra<br />
reina en la mejilla al añadir granos de arroz al tilak. Krishna tenía los ojos abiertos ahora,<br />
aquellos ojos líquidos de la forma de los pétalos de loto. Estaban colmados de comprensión<br />
y compasión, y decían: Lo ves, hemos cumplido nuestras promesas. Con aquella mirada<br />
disolvía toda amargura en Draupadi. Un largo rato permanecieron mirándose uno a otro.<br />
Luego Krishna se volvió hacia Yudhisthira y permitió que le pusiese la guirnalda.<br />
En esta ocasión, ninguna voz se alzó en protesta, sino sólo el clamor de “¡Sadhu,<br />
sadhu, sadhu!”, como promesas de paz.<br />
Krishna retornó a su asiento. Nakula tomó de Yuyutsu la vasija y la pátera<br />
incrustadas de gemas y, levantando los pies de Krishna para colocarlos sobre el plato con la<br />
ternura de una madre, empezó a derramar sobre ellos gotas de agua aromatizada con<br />
sándalo. La promesa del abuelo Vyasa se había cumplido también. El sacrificio había<br />
terminado sin contratiempos.<br />
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CAPÍTULO XI<br />
El Ashwamedha quedaba atrás. Aquí estaba yo con Krishna caminando junto al río,<br />
con flores que eclosionaban alrededor como bendiciones, despierto al esplendor del día.<br />
Respiré profundamente. Toda palabra había huido de mí. En silencio brotaban<br />
profusas las flores de los mangos machos y, en los árboles hembras, diminutas yemas de<br />
frutos que prometían un estival esplendor se ocultaban entre un tumulto de hojas oscuras.<br />
El canto de cuclillo, desoído todo el invierno, flotaba dulce sobre el río. Los sauces llorones<br />
frotaban las orillas y en sus ramas más altas pájaros tejedores trabajaban en sus nuevos<br />
nidos. La gente de las aldeas celebraría el fin del invierno con danzas alrededor de fuegos<br />
bajos a los que se arrojaba sésamo. Nadie recordaba que las lluvias habían cesado pronto.<br />
Había habido suficientes para que los brotes verdes rompieran la tierra y, tras la llegada de<br />
Krishna, habían caído chaparrones ligeros. El mundo, que se había tambaleado al borde del<br />
abismo, se había asentado otra vez. Los gorriones brincaban a sus anchas y las ardillas<br />
jugueteaban alrededor de nuestros pies o corrían precipitadas por las ramas de los mangos,<br />
agitándolas y haciendo caer los brotes.<br />
Krishna se puso un tallo de hierba entre los dientes. La primera vez que le vi hacer<br />
esto en el Khandava creí que produciría un astra o algún milagro, pues justo de estas cosas<br />
estábamos hablando. El milagro era ahora que no sólo había prevalecido el orden, sino un<br />
orden de tipo superior. El océano había sido batido y ahora extraíamos néctar de él.<br />
“Por esto hicimos la guerra, primo”, dijo Krishna. “Lo que ha ocurrido ahora con los<br />
brahmines no habría pasado en tiempos de Duryodhana. A los hombres no se les permitía<br />
hablar entonces. Incluso las almas de gente como el Gran Patriarca Bhishma y Dronacharya<br />
debían estar tan silenciosas como el cuclillo en invierno. Se habían convertido en títeres del<br />
ego de Duryodhana y en sombras de Sakuni. Ahora empezamos a verlo. Pero esto es sólo el<br />
principio.”<br />
Cuando avanzas en tu carro de guerra a toda velocidad contra una horda de hombres<br />
que quieren acabar contigo, no piensas de este modo. La lucha lo es todo y olvidas por qué<br />
combates. Nos sentamos bajo un sauce, tirando de las ramas más bajas, que colgaban junto<br />
a nuestras mejillas.<br />
“Dentro de siglos, la humanidad comprenderá lo que ocurrió en nuestro carro el<br />
primer día de la guerra. Todo dependía de ti, Arjuna. Si por fin te hubieses negado a luchar,<br />
no podríamos haber seguido sin ti. ¿Y entonces? Los hombres de todas partes se habrían<br />
convertido en esclavos de la pasión de Duryodhana. Los Jarasandhas correrían libres otra<br />
vez. Una marea refluyó aquel día en la vida de Bharatavarsha.” La sensación de ser Nara y<br />
Narayana volvió a surgir en mí junto con el significado de la guerra y el papel<br />
desempeñado en ella por Krishna. “El mundo se mece con el movimiento de esa marea y lo<br />
sentirá hasta el fin de los tiempos. La gente lo verá, no como ahora, la victoria de unos<br />
hombres justos contra un ejército que doblaba el suyo, sino como el triunfo del alma del<br />
hombre, proscrita del mundo durante trece años: una victoria sobre los engaños de Sakuni,<br />
una victoria de la libertad donde ni una voz podía alzarse contra el mal que intentaba<br />
arraigar en este mundo.” Presionó con la mano la tierra junto a él. “Hemos salvado a<br />
nuestra Madre del tirano. Nunca lo dudes, Arjuna, pase lo que pase. Porque cosas horribles<br />
habrán de ocurrir aún. La luz puede parpadear, pero no será apagada. En la Kaliyuga,<br />
cuando todos los dominios de alrededor sucumban ante Maya, Bharatavarsha, que realizará<br />
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un severo tapasya por el mundo, podrá flaquear, pero resurgirá otra vez.” La vastedad del<br />
mundo y los tiempos de los que hablaba inundaron mi entendimiento. “El mundo parecerá<br />
envuelto en tinieblas, pero la luz encendida por nuestra sumisión y ofrenda no será<br />
extinguida. Gente de todas partes visitará este país y será tocada por ella. Y no podrán<br />
permanecer inmutables.” Al cabo de unos instantes, añadió: “Cada momento es un<br />
momento de decisión. A cada instante, cada hombre tiene el destino del mundo en sus<br />
manos.”<br />
Sus palabras evocaron aquel momento tras la guerra, en el ashram del sabio Vyasa,<br />
cuando Ashwatthama disparó el Brahmastra destructor del mundo, antes de desviarlo hacia<br />
los vientres de las mujeres Pandava.<br />
“Krishna, ¿qué le sucede a alguien que trata de destruir el mundo cuando tiene ese<br />
poder?”<br />
Yo siempre había evitado preguntarle por el terrible destino de Ashwatthama. Éste<br />
era aún más amigo que enemigo mío... mucho más. Nada, ni siquiera la muerte de los hijos<br />
de Draupadi, había borrado el recuerdo de nuestra hermosa amistad en el ashram de<br />
Dronacharya. En sueños, competía aún con él en nuestras carreras al río, que era plata en la<br />
aurora. Quizás sólo la muerte del hijo de Abhimanyu podría haber aniquilado el recuerdo<br />
de su faz radiante y el amor que yo le tenía en mi corazón. No sólo había evitado preguntar<br />
por él, sino que sabía que Krishna no quería hablar de lo que ocurrió aquel día. Incluso<br />
ahora trató de desviarme chistosamente de aquella cuestión.<br />
“No estarás pensando en destruir el mundo, ¿no, Arjuna?”<br />
En cualquier otro, estas palabras me habrían sorprendido. El Brahmastra es un<br />
asunto de peso... pero aquí bajo los árboles había una paz inmensa, la clase de calma que<br />
pedimos en nuestros himnos, y había una quietud en mi corazón como cuando una gran<br />
tarea ha sido culminada. Así, mientras Krishna me miraba a los ojos y yo a los suyos, le<br />
dije: “Háblame de Ashwatthama. Necesito saberlo. Hay algo que nunca he entendido. Tú<br />
sabes cuánto me amaba su padre y yo juraría por el dios Indra que nunca tuvo celos. Allí<br />
estaba él, radiante, cuando Dronacharya me abrazaba. Tan colmado de luz estaba... Yo<br />
acostumbraba a pensar que sólo un brahmín podía contener toda aquella cantidad de luz.<br />
Aún me asombra. La única luz mayor era la tuya, Krishna, y ésta es algo diferente. Se le<br />
ensortija a uno en el corazón. Sólo a Shuka le he visto un resplandor más grande que el de<br />
Ashwatthama antes de que intentase destruirnos.” Aguardé que Krishna hablase, pero él<br />
movía la cabeza en gesto de asentimiento.<br />
Tras un rato dijo: “Pero también esa luz es diferente.”<br />
Parecía que, una vez más, me quedaría sin explicación pero, ahora que el sacrificio<br />
había pasado, Ashwatthama acudía a mis sueños de nuevo.<br />
“¿Puede la oscuridad tragarse la luz?”, pregunté.<br />
“Nunca”, respondió Krishna con lentitud. “Nunca. Sólo lo parece; al final es<br />
siempre la luz la que devora a las tinieblas.” Después, tras una pausa: “La Oscuridad es<br />
tremenda, pero la luz es infinita.”<br />
“¿Ashwatthama?”<br />
“Cuando rebosas de una luz tan grande como la que Ashwatthama tiene...”<br />
“¡Tenía!”<br />
“¡Tiene! ...Entonces posees su sombra correspondiente, su oscuridad. Pero la<br />
oscuridad es la matriz de la Luz.” Tras un lapso en el que Krishna frunció los ojos como si<br />
buscase un modo de explicar lo que tenía en mente, prosiguió: “Ashwatthama es un alma<br />
inmensa. Y su alma ha asumido una carga, una tarea universal que aceptó antes de<br />
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encarnarse. Para ella se ha preparado durante muchas vidas. Almas como la suya portan el<br />
destino del mundo.” El significado de lo que Krishna decía me llegó a través de la<br />
compasión de su voz. “Con el tiempo, una gran luz brillará a través de él, mucho más<br />
grande que la anterior.”<br />
De pronto lo añoré, quise volver a ver a Ashwatthama.<br />
“Me pregunto si volveremos a encontrarnos otra vez.”<br />
“No en esta vida. Pero os encontraréis. Tenéis algo que hacer juntos.”<br />
Después de oír a Krishna mis pensamientos estaban más en lo que representábamos,<br />
en lo que uno debía a los dioses, al pueblo que gobernábamos, a nuestra familia.<br />
“Ofréceselo todo a los dioses”, dijo Krishna, “el resto se arreglará por sí solo.”<br />
Cuando Shuka y Parikshita vinieron hacia nosotros, mi corazón cantaba. A ellos, los<br />
rodeaban las aves.<br />
El niño tenía ahora, en cierto modo, el aspecto de Shuka, un aspecto de sabiduría y a<br />
la vez de asombro. No portaba alhajas regias. Tenía el pecho y los brazos desnudos y el<br />
cabello, sin ungüentos como el de Shuka, lo llevaba atado en un moño. Yo miré a Shuka.<br />
En realidad uno nunca miraba a Shuka; lo observabas como con miedo de que fuese a<br />
fundirse con la hierba y con los árboles, si apartabas la vista. Eran como criaturas que<br />
perteneciesen a la naturaleza y, sin embargo, proviniesen de un mundo distinto del nuestro.<br />
Tras tocarnos los pies, Parikshita empezó excitadamente a contarnos que uno podía<br />
hablar con las aves. Entonó el trino de un pájaro, tres notas gorjeantes, dos arriba, una<br />
abajo, y se puso un dedo en los labios. Con un abejoneo de alas, dos pájaros, grises con<br />
rojos vientres y crestas negras, revolotearon hasta su brazo extendido y luego partieron<br />
volando otra vez.<br />
Krishna me miró. Sus ojos decían: Por esto hemos luchado. ¿Valía la pena? Sonreí.<br />
Parikshita cantó un cucú y una hembra de cuclillo, esas independientes criaturas, se le posó<br />
en el moño y se inclinó para picotearle un poco la frente antes de partir al vuelo.<br />
“Shukadeva va a enseñarme dónde tiene su casa el rey de las serpientes”, dijo<br />
Parikshita. “¿Puedo ir con él?” Tomó el polvo de nuestros pies y se escabulló de allí. Yo los<br />
contemplé. Las pintas del bosque jugaron sobre sus hombros, cuando avanzaron hacia las<br />
sombras.<br />
“Krishna, el destino juega con nosotros de una manera algunas veces... ¿Qué, si<br />
después de todo, Parikshita no quiere reinar? Dice que quiere vivir como Shuka, que Shuka<br />
sabe cómo curar y librarte del dolor y la tristeza. Lo copia en todo. Dice que no necesitará<br />
una reina. Y Yuyutsu es un alma noble, pero tampoco él tiene amor por la corona.”<br />
“Parikshita reinará. Puede que sea un rey diferente de los que han cabalgado bajo la<br />
bandera Kuru durante muchas generaciones, pero reinará. Parikshita es algo nuevo. Ha de<br />
haber cierta compensación en la Kaliyuga. Hay un sanador en él también.”<br />
“Quizás no tengamos que temblar ante esta Kaliyuga, después de todo.”<br />
Krishna me miró con ojos muy abiertos. “Jishnu”, dijo, “se supone que tú no has de<br />
temblar. Destruirías tu reputación y la de todos los kshatriyas.”<br />
“Ésa no es una respuesta, Krishna.”<br />
“¿Esperas de mí otro discurso?” Luego, más reflexivo: “Puede que tú no tengas que<br />
preocuparte de ella, ni tampoco Parikshita. La Kaliyuga no es más que una criatura que no<br />
ha acabado aún de dejar la matriz. Pero las cosas no se quedarán quietas. El mundo tendrá<br />
que moverse y nuestra tierra habrá de sacudirse hasta que se le caiga la corteza y se revele<br />
su alma. El mundo no puede ser gobernado por kshatriyas para siempre, ni tampoco por<br />
brahmines.”<br />
53
Alcanzamos un lugar donde la orilla estaba casi al mismo nivel del río. Nos<br />
sentamos y dejamos que la corriente jugase contra nuestras piernas.<br />
“Jishnu, quiero que recuerdes esto. Pase lo que pase, cualquier cosa, sea lo que sea,<br />
incluso el fracaso de tu mayor deseo, la pérdida de un ser amado, una gran destrucción...<br />
acéptalo. Une tus manos e inclina la cabeza porque eso era lo necesario. Recuerda siempre<br />
el Narayanastra en el Kurukshetra.”<br />
Era como una bofetada en una mejilla y una caricia gentil en la otra. Sentí, sin<br />
embargo, todo el vello del cuerpo erizado y un profundo manantial de paz. Había percibido<br />
todo esto, en la misma médula de mis huesos, durante la travesía del desierto; había<br />
comprendido que uno no puede apegarse a nada, ni a sus mujeres, ni a las armas, ni al<br />
polvo del desierto, a menos que quiera permanecer encadenado a una vida crepuscular que<br />
es la gemela de la muerte. Cualquier cosa puede atarte y el Dharma, más que nada. ¿No<br />
había aprendido yo mi lección entre los ejércitos en el Kurukshetra? Dos veces había<br />
tocado esa lejana orilla y ahora estaba a la vista otra vez. ¿Por qué nos vemos obligados<br />
siempre a retroceder? Pronto, Krishna regresaría a Dwaraka.<br />
“Es la vida la que tira de uno hacia atrás, la que nos hace retroceder”, dijo Krishna.<br />
“Hemos entrado en la vida, ¡dejemos de gemir y gruñir! Tú crees que, si vivieses conmigo<br />
en Dwaraka, sería como el cielo de Indra o el Brahmaloka. No, Jishnu. Cuando hago subir a<br />
Uddhava, el más afable de los hombres, a mi carro, me creo un centenar de enemigos.<br />
Cuando hago regalos a Satyaki, Kritavarman pone rostro doliente. Nadie es verdaderamente<br />
feliz en las Casas reales. Mi tía Kunti nunca se cansa de decirlo y tiene razón. Pero no es<br />
sólo en los palacios; el hombre no está maduro para la felicidad.”<br />
“¿Lo estará alguna vez?”<br />
“Sí. Eso te lo prometo. Un día. El hombre está madurando incluso ahora.<br />
Dolorosamente. Esta yuga precipitará las cosas. Habrá grandes destrucciones. Dales la<br />
bienvenida.”<br />
La promesa me elevó a una callada invocación: Tathastu, así sea. Pero tras un lapso,<br />
pregunté: “Krishna, ¿dónde estaremos nosotros?”<br />
“Nosotros seremos siempre tú y yo.”<br />
“¿Nos acordaremos?”<br />
“Yo siempre me acuerdo. La próxima vez también lo recordarás tú.”<br />
“¿La próxima vez?”<br />
“En la Eternidad, lo que hemos hecho, lo que estamos haciendo, este mismo instante<br />
con el agua fluyendo alrededor de nuestras piernas y las flores derramándose, nunca muere.<br />
Saboréalo. Deja que el futuro se preocupe de sí mismo. Saborea este momento nuestro<br />
como si fuese el último.”<br />
54
CAPÍTULO XII<br />
Krishna había partido. Shuka había partido. Por Parikshita, sobre todo, tratamos de<br />
ocultar nuestro desconsuelo. El niño amaba a Yuyutsu y tenía especial cariño por nuestro<br />
viejo preceptor Kripacharya, ahora el suyo. Con Bhima siempre había disfrutado poniendo<br />
sapos y serpientes descolmilladas bajo los asientos de solemnes consejeros, que nunca<br />
dejaban de hacer honor a la broma con adecuadas expresiones de alarma. Pero ahora le<br />
importaban poco tales travesuras. Luego, le empezó la fiebre. Pasado el tercer día, algunos<br />
de los brahmines cayeron en murmuraciones y, cuando alcanzó al pueblo, el rumor regresó<br />
a nosotros: el caballo regio no había sido propiamente ofrecido. El abuelo Vyasa dijo que la<br />
causa de la enfermedad de Parikshita era que añoraba a Shuka, pero que la superstición de<br />
la gente daba fuerza a la fiebre. El patriarca y sus discípulos cantaron himnos salutíferos<br />
todos los días, ordenando a la fiebre, que se había iniciado en la mente, partir a través de un<br />
orificio del cuerpo en forma de flema o viento, o a través de la piel. Pero sus esfuerzos<br />
parecían sin efecto: Parikshita se deslizó al coma.<br />
Algo ocurrió entonces. Kalidasa tiró la puerta de su establo a patadas, saltó la valla<br />
del corral y galopó hacia la llanura del Kurukshetra. El caballerizo que lo siguió dijo que el<br />
corcel alcanzó el campo sin dificultad, luego yació sobre un costado y su hálito vital lo<br />
dejó.<br />
Mientras tanto, Shuka, llamado por su padre, había vuelto. Parikshita abrió los ojos.<br />
Había dado comienzo una densa sudación y pronto se incorporó en el lecho y pidió su dulce<br />
preferido. La fe del hombre titubea fácilmente. Habíamos empezado a pensar que las<br />
promesas del reinado de Parikshita se quedarían en nada.<br />
El abuelo Vyasa rió. “¿Cómo había de ocurrir eso?”<br />
“¿Tenía, entonces, que morir Kalidasa?”<br />
“Cuando el sacrificio se ofrece a sí mismo es auspicioso. No sufras por Kalidasa.<br />
Esa alma noble está con los Ashwins ya.”<br />
55
CAPÍTULO XIII<br />
Después del sacrificio, tío Dhritarashtra empezó a decir que le había llegado el<br />
tiempo de dejar el palacio y retirarse al bosque con tía Gandhari. Yudhisthira protestó con<br />
vehemencia. Por un tiempo pareció que lograba persuadirlo. Tío Dhritarashtra tenía ansia<br />
todavía de ulteriores sacrificios por sus hijos y por todos los que se habían visto arrastrados<br />
al bando Kuru a causa de la pasión por su primogénito. Tío Vidura y su fiel auriga Sanjaya,<br />
de oculta visión, así como nuestro noble primo hermano Yuyutsu se turnaban para atender a<br />
tío Dhritarashtra. Respondiendo a sus preguntas trataban de apaciguar las dudas que<br />
abrigaba acerca de su futuro en el cielo cuando dejara su ‘viejo e inútil cuerpo’, tal como él<br />
decía.<br />
“¿Sabes, Sanjaya?”, le oíamos comentar a veces, “no hay duda de que mi hijo<br />
mayor y Duhsasana fueron culpables de muchas cosas, pero murieron con el rostro hacia el<br />
enemigo. Ninguno de ellos recibió nunca una flecha por la espalda. Así que se han ganado<br />
su cielo de guerreros. Yo, cuyo pecado es inmenso, porque permití los suyos, no puedo<br />
esperar más que el Patala. No me importa el sufrimiento. Nunca podrá ser tan intenso<br />
como la culpa que siento y que es un millar de fuegos en la cabeza y las entrañas. Patala<br />
debe de ser frío al lado de esto. Pero no volver a ver a mis hijos nunca más...” Y frotaba con<br />
sus brazos en tormento las cabezas de león labradas en su trono. “Porque ellos estarán<br />
donde merecen estar. A ningún guerrero que muera bravamente se le puede negar el cielo<br />
kshatriya.”<br />
Sanjaya lloraba con él, mordiéndose el bigote, intentando que no se oyera su dolor.<br />
Él, que diera mil veces solaz a tío Dhritarashtra en la intimidad de un servicio que había<br />
durado toda la vida, no podía hallar ahora consuelo para su rey ni para sí mismo. Ni<br />
siquiera tío Vidura, sabio entre los sabios, podía encontrar sabiduría para reconfortar a su<br />
ciego y quebrantado hermano.<br />
“¿Sabes, Vidura?”, proseguía nuestro tío, “cuando los chacales aullaron al<br />
nacimiento de Duryodhana tú previste toda esta destrucción; pero en toda la historia de<br />
Bharatavarsha, en todas las historias de nuestros rishis y nuestros grandes sabios, ¿tuvo<br />
nunca alguno de ellos corazón para matar a un hijo recién nacido? ¿Incluso para salvar a la<br />
nación? ¿Incluso para salvar al mundo? ¿Qué padre, cuando su primogénito extiende los<br />
bracitos hacia él, puede pensar en su destrucción?”<br />
Tío Vidura no lloraba, pero cerraba los párpados para no ver las contorsiones de la<br />
boca y de los ojos de su hermano. En el silencio que seguía, la mano de tío Dhritarashtra<br />
buscaba a tientas la de Vidura.<br />
“Habla, hermano.”<br />
Tío Vidura le apretaba la mano y se la llevaba a la frente, y Yuyutsu masajeaba a su<br />
padre los pies y las piernas tratando de que la paz fluyera a su cuerpo atormentado y a su<br />
mente en agonía.<br />
El hilo del discurso de tío Dhritarashtra era siempre el mismo. El pasado había<br />
cerrado sus fauces sobre él. El consejo que me dio un día fue: “Hijo mío Arjuna, sé que no<br />
te tomarás a mal lo que he de decirte. Tú eres noble, yo lo sé. Incluso mis hijos decían que<br />
tú eres el más noble. Tú no querías dispararle a Karna mientras la rueda de su carro estaba<br />
atascada. Tú habrías golpeado a Duryodhana sólo por encima de la cintura. Sí, tú eres el<br />
más noble de los hijos de mi hermano. Eres impulsivo, eso sí, debido a un corazón<br />
56
demasiado grande quizás. Así que esto te digo...”, y ponía en blanco sus ojos ciegos,<br />
“Cuídate de amar demasiado a Parikshita. Aprende de mis errores. El niño, no cabe<br />
dudarlo, es puro y gentil y no tiene a nadie que le provoque celos, de modo que la situación<br />
no puede compararse. Pero las fuerzas malignas son siempre capaces de hallar muchas<br />
maneras de arruinar la vida de un príncipe. Me inquietan los juegos que hace con Bhima.<br />
Le he pedido a nuestro fiel Kripacharya que no lo malcríe. Sé cuánto lo quieres, Arjuna,<br />
hijo mío. También yo lo amo. Y es también el amor del corazón de Yuyutsu. Tiene tu<br />
sangre y la de Krishna. Demasiado bien sé que el amor de un padre no tiene freno.” Hizo<br />
aquel gesto desesperado de frotar los brazos de su trono dorado con las palmas de sus<br />
manos. “Sé gentil con él, pero sé firme.” Y yo sabía que tío Dhritarashtra debía de haber<br />
ensayado todo aquello durante sus noches de insomnio. Le toqué los pies y murmuré<br />
asegurándole que haría como él decía, pero no pude hacer cesar el flujo de palabras.<br />
“...porque, si yo pensase que mi ejemplo puede causar más pecado, mi sufrimiento se<br />
multiplicaría.” Le apreté las manos. “Ahórrame más sufrimiento, Arjuna. Ahórrame más<br />
sufrimiento.” Después, tras una pausa, dijo: “Tú sabes que el rostro del pueblo está vuelto<br />
hacia el rey. Si él falla, su pecado es cien mil veces más grave que el de cualquier otro.<br />
Parikshita será rey. Yuyutsu no puede y no quiere serlo. No queda nadie excepto Parikshita,<br />
el biznieto de mi amado hermano Pandu.” Lágrimas le corrieron por las mejillas.<br />
Todas las viudas de sus hijos que no se habían arrojado al fuego lo atendían a él y a<br />
nuestra tía Gandhari, les masajeaban los miembros, les ungían el cabello o los abanicaban<br />
con plumas perfumadas de pavo real. Había siempre un par de mujeres mezclando hierbas<br />
con cuajadas o ghi para calmar el dolor de huesos de la anciana pareja. Pero sólo el<br />
patriarca Vyasa sacaba al padre de Duryodhana de la oscuridad con sus historias de<br />
antiguos rishis, ascetas celestiales, pitris y rakshasas. Empezaba sin más audiencia que tío<br />
Dhritarashtra, tía Gandhari y sus asistentes. Poco a poco las viudas se aproximaban, dos<br />
cada vez, y luego de tres en tres y de cuatro en cuatro. Los asistentes, embelesados, se<br />
olvidaban incluso de abanicar.<br />
“¡Avisad a mi hermano!”, ordenaba entonces nuestro tío. Vidura, que era su<br />
ministro de finanzas, se apresuraba a acudir. Sanjaya dejaba los caballos y subía a la<br />
cámara, seguido por el jefe de los establos. Gente de todos los departamentos de palacio<br />
llegaban a sumergirse en las historias que colmaban la sabha. Era como escuchar a<br />
Markandeya en el bosque, cuando contaba la historia de Savitri. Nada era imposible,<br />
cuando escuchábamos los cuentos del abuelo Vyasa. El pecado no existía, la muerte no<br />
existía, las tinieblas se retiraban a su matriz. Podía conjurar a Yama, avanzando sobre su<br />
búfalo con el lazo preparado para capturar el alma de Satyavan. Su dios Yama se convertía<br />
en un rey dhármico al que yo siempre veía como el Gran Patriarca Bhishma. A Savitri la<br />
veía como Draupadi, suplicando por sus maridos. Nosotros éramos, los cinco al completo,<br />
el difunto al que Savitri había de rescatar. Nuevos significados ecoaban en sus historias.<br />
Nos veíamos a nosotros mismos como desde la cima de una montaña. Luego, él reunía<br />
todas aquellas cosas como en una red y las depositaba antes nosotros como un pescador que<br />
ha tropezado con una inesperada carga de perlas. Después, nos devolvía a nosotros mismos<br />
con el gran mantra purificador.<br />
“Que haya para todos salud.<br />
Que haya paz en todos.<br />
Íntegros estén todos.<br />
Que el Todo-auspicioso sea.”<br />
57
Cuando tío Dhritarashtra emergía del hechizo en que el patriarca Vyasa nos tenía a<br />
todos, ordenaba libertar prisioneros y perdonar a los condenados a muerte. Se consultaba<br />
entonces a Yudhisthira, que decía simplemente: “Así sea, así sea. Que nunca se le haga<br />
sentir que no es rey.”<br />
No nos resultaba difícil a nosotros obedecer las órdenes de Yudhisthira. Incluso<br />
Bhima hacía lo que podía, a veces yendo a las cocinas y preparando platos especiales,<br />
vinos, zumos y mieles para nuestro tío. Pero, cuando éste empezaba a hablar de otra ronda<br />
de sacrificios para sus hijos, sabíamos que habría problemas. Yudhisthira, por su parte, lo<br />
veía como una piadosa distracción del anciano rey. Él nunca podía oponerse al sacrificio.<br />
“¿No podríamos enviarlo a un viaje de placer?”, gruñía Bhima. Se convertía en un<br />
niño otra vez al que le quitaban los juguetes.<br />
“Tío Vidura dice que nuestras arcas están llenas”, respondía Yudhisthira secamente.<br />
“Pero ¿por qué han de vaciarse en sacrificios por los culpables de la partida de<br />
dados? Están muertos y están justamente donde tienen que estar. ¿Cree él que por medio de<br />
sacrificios puede moverlos como piezas de ajedrez o hacerlos avanzar de posición hacia<br />
cielos más altos?”<br />
Todos habíamos acordado que la partida de dados famosa no debía mencionarse<br />
nunca... si no por otra razón, cuando menos en deferencia a nuestro hermano Yudhisthira.<br />
La palabra estaba desterrada. Incluso Bhima infringía sólo la norma cuando de esta cuestión<br />
de los sacrificios se trataba. No le importaba en absoluto que Yudhisthira derramase sobre<br />
tío Dhritarashtra las sedas y las joyas más costosas, pero aún no podía soportar la idea de<br />
gastar por nuestros primos y Jayadratha. “Piensa en toda la mantequilla aclarada que<br />
usaríamos en la cocina y que simplemente se derrocha. Los dioses nunca la aceptarán.” Y<br />
luego surgía lo peor de Bhima. Con la malicia de un niño imitaba a tío Dhritarashtra, ponía<br />
los ojos en blanco y renqueaba alrededor con una mano extendida como si la tuviese<br />
apoyada en el hombro de tía Gandhari. “Quiero que a mis hijos y a mi yerno Jayadratha los<br />
trasladen al cielo.”<br />
Entre tanto, tío Vidura esperaba nuestra respuesta a su hermano. Pero, mientras<br />
Yudhisthira le decía que podía desembolsar lo que quisiera, Bhima caminaba tras él y<br />
seguía protestando: “Dile que Bhima dice que todos sus hijos y especialmente su<br />
chacalesco yerno Jayadratha pueden quedarse en las profundidades del Patala, como les<br />
corresponde.”<br />
Tío Vidura se giraba hacia él y lo miraba. Luego le acariciaba sus mejillas de bebé y<br />
su afeitado labio superior. “Nunca llames a una maldición, Bhima”, le respondía.<br />
Todos los esfuerzos de Bhima para dominar su indignación daban malos frutos. Era<br />
difícil tenerlo apartado de las cocinas. Un día se dedicó a mezclar los ocho sabores que<br />
hacen una comida completa para tío Dhritarashtra. Untó con miel la amarga calabaza y<br />
adulteró la tarta con todo tipo de hierbas. Mezcló las cuajadas con lima dando lugar al más<br />
desagradable mejunje y, por supuesto, echó sal con generosidad al dulce favorito de nuestro<br />
tío. Pensamos que habría una protesta y que tía Gandhari haría llover otra vez maldiciones<br />
de las suyas, pero este acontecimiento nuestros tíos se lo tomaron mucho más serenamente<br />
de lo que nos habíamos atrevido a esperar.<br />
Tío Vidura me dijo por qué.<br />
“Están preparándose para el bosque y han comido muy poco. Ambos duermen en el<br />
suelo. No hay razón para decírselo a Yudhisthira antes de tiempo. Pensará que ha fracasado<br />
en su Dharma filial. Partiremos pronto.”<br />
58
Se me heló el corazón. No era que ellos se fuesen, aunque ya esto me apenaba más<br />
de lo que había imaginado... éramos tan pocos ya. Lo que me dolía es que tío Vidura<br />
partiese con ellos. Tan a menudo había sido él la balsa que nos había permitido cruzar las<br />
aguas... Y desde luego, nuestra madre iría con él. Era el final de la familia.<br />
“Todo se caerá a pedazos”, le dije.<br />
Él me tomó en sus brazos y me acarició el cabello.<br />
“Nuestra generación ha sido barrida con todos nuestros hijos. Si nuestros mayores<br />
se van también, los que quedemos no seremos más que una isla menguante entre el pasado<br />
y el futuro, o algo que flota trémulo en el espacio sin arraigo ninguno. Yudhisthira será<br />
quien más lo sufra.”<br />
“No mientras el abuelo Vyasa esté aquí. Es él quien mantiene unida la Casa.<br />
Mientras esté aquí los pilares no caerán.”<br />
“¿Es a causa de Bhima y los sacrificios del tío?”, inquirí.<br />
“Nunca hables contra un sacrificio, Arjuna. La ofrenda es el núcleo del mundo. Es<br />
lo único que da paz a mi hermano.” Jugó con un rizo de mi cabello. “Algunas cosas no<br />
puedes detenerlas con flechas. Ni siquiera Krishna. El Señor del Tiempo estaba<br />
esperándolo. Bhima sólo ha puesto fecha. Nosotros somos el sacrificio. Tú eres el<br />
sacrificio. Cuando la ofrenda se ofrece a sí misma, ése es el transporte fidedigno. La balsa<br />
de los dioses.” Asintió con la cabeza, jugueteando aún con mi pelo. “¿Sabías que tienes ya<br />
unas listas blancas aquí? ¿Listas blancas en el cabello de la cabeza más hermosa del más<br />
hermoso guerrero del reino?” Tío Vidura empezó a cantar.<br />
“Este sacrificio es el ombligo del mundo.<br />
Todo el poder a nuestra vida a través del sacrificio.<br />
Todo el poder a nuestros pulmones a través del sacrificio.<br />
Todo el poder a nuestros ojos a través del sacrificio.<br />
Todo el poder a nuestras espaldas a través del sacrificio.<br />
Todo el poder al Sacrificio a través del sacrificio.”<br />
59
CAPÍTULO XIV<br />
El día que recibió el consentimiento de Yudhisthira, tío Dhritarashtra se entregó a<br />
sus obras de mérito. Escogió proyectos de caridad con ayuda de tía Gandhari y de nuestra<br />
madre. Había que construir albercas, acto que, según confirmaron los brahmines, reporta<br />
gran punya. Pobres, lisiados y en especial los ciegos recibirían dones para aliviar sus cargas<br />
y se montaron grandes pabellones para la distribución de alimentos a los necesitados.<br />
Muchos bosques sagrados se plantarían y eligió el día de luna llena de Kartika para donar<br />
riquezas a los brahmines. Cómo recompensar a los mejores de ellos se convirtió en su gran<br />
preocupación pues, tal como le dijo al Primogénito, del correcto reparto de toda su riqueza<br />
dependía el progreso de sus hijos en el cielo. Yudhisthira intentó asistirlo en todos los<br />
asuntos y le pidió también que reconsiderase su partida.<br />
Nuestro tío le respondió en tonos de quebranto: “Yudhisthira, yo sé el mal que te he<br />
causado. Nadie era tan merecedor del reino como tú. El pecado es mío. Debo ir al bosque y<br />
expiarlo, si es posible la expiación para pecados de la magnitud del mío. Si yo hubiese<br />
frenado a Duryodhana y Duhsasana igual que uno arrienda un caballo salvaje, el mundo no<br />
habría sido destruido. Lo sé, Yudhisthira. No creas que no lo sé. Me dejé guiar por gente<br />
como Kanika. Lo sé ahora, malas estrellas en las pequeñas cosas. Amas a tus hijos y es<br />
natural, y luego amas más a tus hijos que a los de tu hermano y la gente dice que es natural,<br />
y tu corazón empieza a sufrir un poco si los demás aman a los hijos de tu hermano más que<br />
a los tuyos propios. Después se te inflama el corazón, si tu niño te viene llorando y, para<br />
consolarlo, le dices una pequeña mentira. Y la próxima vez le aseguras: ‘No te inquietes.<br />
Tú eres el rey. Un día nadie se atreverá a hacer broma de ti.’ Y así, de pequeña mentira en<br />
pequeña mentira y de pequeña trampa en pequeña trampa, uno llega a las grandes mentiras<br />
y a las grandes estafas. La vida es como un gran caldero. Cada mentira y cada mala acción<br />
que caen en él aumentan el nivel del líquido hasta que el pote está lleno y rebosa. La vida<br />
de mi hijo se convirtió en un caldero de maldad porque nunca le puse freno: su pecado es el<br />
mío. Él ofreció sacrificios, sí, pero no conocía el significado del sacrificio. Los ofrecía con<br />
orgullo y ambición, pero sin la intención correcta, sin Dharma. Ahora ya no puede ponerse<br />
remedio. Sólo puedo hacer algo de acuerdo con los shastras.” Volvió sus ojos ciegos hacia<br />
el techo, como en búsqueda desesperada de alguna cosa. “Esto es vivir en el infierno. No<br />
hay un infierno mayor.”<br />
Quedó en silencio unos momentos, con la barbilla contra el pecho. Luego continuó:<br />
“Nunca te he dicho las cosas que tu padre hizo por mí. Cuando de niños yo lloraba porque<br />
no podía aprender a montar o a nadar, era él quien me sacaba de palacio y me enseñaba en<br />
secreto. Cuando partió al bosque, fue él quien le hizo prometer a mi hermano menor que me<br />
sostendría. Tomó la mano de tío Vidura, se la puso en la cabeza y le hizo jurar ofrecerme su<br />
completa lealtad. El mismo juramento exigió a Sanjaya y ambos han observado ese voto.<br />
¡Ojalá no lo hubieran hecho!” Lágrimas le arrasaron las mejillas y, de pronto, golpeó con<br />
ambos puños los brazos de su asiento y levantó la cabeza como un perro a punto de aullar.<br />
“¡Ojalá que el rayo me hubiese golpeado y partido mi putrefacto corazón en dos antes de<br />
hacer las cosas que he hecho a los hijos de Pandu! ¿Cómo me encontraré con él? ¿Qué le<br />
diré entonces? ¿Cómo ocultaré mi rostro? ¡Oh, que cosa es el hombre cuando cae del<br />
camino del Dharma.”<br />
60
Durante todos los preparativos para la realización de sus últimas donaciones, tío<br />
Dhritarashtra fue incapaz de contener su dolor. Un día, en uno de los pocos momentos<br />
serenos que tuvo, dijo: “¿Sabes?, si mi primogénito hubiese vivido, habría mostrado su<br />
gratitud a Jayadratha. Para impedir que Jayadratha huyese de Arjuna, hizo voto de<br />
protegerlo y de salvarle la vida antes de que Arjuna acabase con él. Duryodhana no pudo<br />
cumplir su promesa y ello es un gran pecado.”<br />
Yudhisthira aceptó regalar, en nombre de Jayadratha, villas enteras a los brahmines.<br />
No le dijimos nada a Bhima al principio, pero el nombre de Jayadratha habría de ser<br />
públicamente declarado cuando llegase el momento de la donación, así que quizás daba lo<br />
mismo que se enterase antes del día señalado.<br />
No hubo forma de contener a Bhima. Irrumpió en la cámara del consejo privado y<br />
se golpeó la axilas en señal de desafío a Yudhisthira. En el extraño silencio que siguió, yo<br />
me levanté, lo agarré con el brazo y traté de llevármelo de allí, pero se me quitó de encima<br />
como a un pelele. Volví a intentarlo y le susurré el mantra de Dronacharya al oído. Dejó<br />
entonces de gritar en medio de la palabra, como un juguete cuyo mecanismo acaba de<br />
romperse. Yo había pronunciado el mantra para detener a un hombre desquiciado.<br />
Aturdido, se dejó sacar de allí y lo senté junto al estanque de los lotos. No supe si hablarle o<br />
qué decirle, hasta que vi una formación de gansos volar sobre nosotros, con sus cuellos y<br />
sus patas estirados al viento.<br />
“Mira esas aves allá arriba”, le dije. Se movían éstas hacia las nubes. “Mira qué<br />
rápidamente pasan. ¿No te das cuenta de que torturas a Yudhisthira por nada? Hoy parte tío<br />
Dhritarashtra para el bosque. Mañana, tan veloz como el vuelo de esos gansos, llegará<br />
nuestro tiempo. ¿De qué sirve inquietarse ahora? Hemos dado nuestras batallas, hemos<br />
ganado y perdido y ganado otra vez nuestros reinos. También nuestra madre se va. Déjala<br />
partir en paz.”<br />
Ya fuera a causa del mantra o de mis palabras, Bhima permaneció sentado en<br />
silencio. Tenía fruncido el ceño, pero no de ira sino en rictus de reflexión. Miraba el lugar<br />
que ocuparan los gansos en la altura.<br />
“Hoy el mundo es nuestro”, proseguí. “¿Qué importa si se dona oro y villas en<br />
nombre de Jayadratha? No tenemos enemigos que puedan dañarnos fuera de nosotros<br />
mismos.”<br />
Un hermano pequeño no da a los mayores consejo, así que no dije más.<br />
“No tenemos enemigos fuera de nosotros mismos”, ecoó lentamente. “Sé que esto<br />
es verdad. Acostumbraba a burlarme de Duryodhana. ¿Sabes, Arjuna, que dentro de mí yo<br />
veía que aquello conduciría a la matanza? Pero no podía refrenarme. ¿Qué es lo que nos<br />
hace actuar en contra de lo que sabemos? Incluso ahora, con todas las cosas que recuerdo<br />
de la guerra y nuestro exilio, mientras mi sirviente me quita de la cabeza cada cabello gris,<br />
pienso que, si fuese niño otra vez, volvería a hacer las mismas cosas. Somos lo que se nos<br />
hizo ser.” Su mirada se posó en mi rostro, totalmente perpleja. “Pero tienes razón, Arjuna, y<br />
no crearé más problemas. Voy a disculparme.”<br />
Caminamos en silencio de regreso a la cámara. Bhima tenía paso de león y nada<br />
podía hacer al respecto pero, cuando puso la cabeza a los pies de tío Dhritarashtra, era<br />
manso como un tigre domesticado. Tío Vidura susurró algo al oído de su hermano mayor y<br />
el anciano rey ciego se inclinó para levantar a Bhima, que puso la cabeza ahora en el regazo<br />
de nuestro tío para que se la acariciase. Fue después a tía Gandhari. Luego, sin una palabra,<br />
se dirigió a Yudhisthira y nuestra madre. Por último, se dejó abrazar por tío Vidura.<br />
61
Bhima mantuvo su promesa. No volvió a oírsele una palabra sobre el tema de los<br />
gastos. Incluso participó en la organización de las últimas donaciones.<br />
Nuestra madre partiría al bosque. ¿Qué tenían que expiar las personas como ella o<br />
tío Vidura? Desde la infancia había afrontado ella penalidades y había servido a un sabio<br />
temperamental, sólo para hallarse en el apuro que todas las doncellas temen. Sin embargo,<br />
lo que sentimos que debemos expiar es con frecuencia muy distinto de lo que otros<br />
consideran nuestro pecado. Ashwatthama pensaba que su culpa consistía en haber pedido<br />
leche y, en cuanto a mí, por más que me dijeran que Dronacharya habría exigido el pulgar<br />
de Ekalavya en cualquier caso, yo sabía qué había tenido entonces en el corazón. Ahora,<br />
justo cuando podríamos haber servido a nuestra madre con el debido honor, teníamos que<br />
resignarnos a perderla.<br />
Era la última aparición pública del anciano rey ciego; tanta gente se beneficiaría de<br />
la ocasión y tantos otros, simplemente, querían verlo que se sacaron los tronos a la plaza<br />
pública. De reyes que dejaban el palacio para irse al bosque, el pueblo había oído sólo<br />
hablar en las viejas historias. Durante muchas generaciones, aquello no había ocurrido en<br />
nuestra dinastía excepto por mi padre, que se escabulló cuando era muy joven, y nuestra<br />
abuela viuda.<br />
La muchedumbre estaba sobrecogida, así que el parloteo y los empujones eran<br />
menos que los habituales. La gente suspiró cuando dieron la mano a mi madre para que<br />
bajase del carro y cuando ésta se volvió para ayudar a tía Gandhari, que sabía exactamente<br />
dónde apoyarse; se cogió del hombro de mi madre con tanta firmeza que creí que le dejaría<br />
un agujero en él. Ambas aguardaron a que tío Vidura ayudase a Dhritarashtra a bajar del<br />
carro; su mano fue colocada luego en el hombro de su esposa. Fue así cómo subieron a la<br />
plataforma regia, que estaba orientada hacia el fuego sagrado. Yudhisthira los siguió, y<br />
después Draupadi, Bhima, yo mismo, Nakula y Sahadeva... por este orden. Un sacerdote<br />
llegó de palacio portando un largo cucharón con el fuego sagrado palacial. En el centro de<br />
la plaza había un montículo grande y fulgente de oro y gemas. A un lado había reses atadas,<br />
regalos para los brahmines a los que sirven de bien poco los caballos. Habría sido imposible<br />
dedicar cada presente de forma separada con mantras e hisopaduras de agua, así que el gran<br />
montículo fue rodeado y rociado mientras los mantras se elevaban al cielo. Los portadores<br />
de las ofrendas seguían llegando con sus cargas sobre las cabezas.<br />
La ceremonia consumió todo el día y, cuando el sol se puso, aún estábamos en ella.<br />
La comida se siguió donando durante diez días más. En cuanto éstos pasaron, tío<br />
Dhritarashtra anunció a Yudhisthira el día y la hora de su partida. Mi hermano cayó a sus<br />
pies y le imploró que considerase cuál sería nuestra desolación, privados de todos nuestros<br />
mayores. Algunos no estábamos completamente seguros de que no lograse disuadir al rey<br />
ciego pero, mientras crecía la luna durante el mes de Kartika, llegaron a palacio pieles de<br />
ciervo y ropas de corteza de árbol para Sanjaya y tío Vidura, así como para los tres regios<br />
personajes. Supe por fin que nada los retendría ya y, si bien nos lamentamos como si<br />
estuviesen a punto de dejar sus cuerpos, otra parte en nosotros exultó. Porque, en aquel<br />
desprenderse suyo de deberes y obligaciones, tuve un atisbo de mi propia libertad futura,<br />
algo que podía explicarle a Subhadra y a nadie más. Ahora bien, cuando le dije que también<br />
nosotros lo dejaríamos todo atrás algún día, no dijo nada, cerró los ojos y me ofreció la más<br />
gentil de sus sonrisas. En realidad, yo sólo creía a medias que acabaría mis días en el<br />
bosque. La idea de frecuentes visitas a Krishna, una vez que Parikshita estuviese<br />
62
firmemente sentado en el trono, era mucho más vívida para mí. Visitaríamos Indraprastha<br />
de nuevo, y esta vez con Subhadra, me dije a mí mismo... aunque sólo a medias lo creí.<br />
63
CAPÍTULO XV<br />
En las sombras de la antesala de palacio vimos figuras moverse en un ritual de<br />
partida. Delante de nosotros había un hoyo sacrificial en el que ardía ya fuego tomado del<br />
Homa de palacio. Contemplé sus llamas saltantes como desde otra orilla. Una figura vestida<br />
de pieles se acercó a la puerta. Era mi madre. Tras ella, la mano sobre su hombro, marchaba<br />
nuestra tía y, luego, entre Sanjaya y Vidura, caminaba tío Dhritarashtra. Era la primera vez<br />
que le veía la frente sin su diadema y su ausencia al mismo tiempo lo rebajaba y lo<br />
engrandecía. Noble era aquella frente, pero este hecho, por contraste, no servía sino para<br />
que el mentón pareciese más débil.<br />
Pausó en el umbral para ofrecer sus plegarias. Con la piel de ciervo sobre el<br />
hombro, podría haber sido un cazador ajado y debilitado por la edad. Lentamente, luego,<br />
todos descendieron los peldaños. Vi entonces que, en el bosque, tío Vidura sería el rey.<br />
Cuando a los hombres se les despoja de rango y riquezas, el mérito y la virtud ocupan su<br />
lugar y esto podía verse ya allí. Tía Gandhari le mostró deferencia. Le hizo una pregunta o<br />
una sugerencia y él meneó la cabeza.<br />
Yudhisthira estaba junto a mí, llorando quedamente. Perdía otra vez un padre en tío<br />
Vidura. Sahadeva, a mi izquierda, no podía ahogar sus sollozos. Hizo gesto de dirigirse a<br />
nuestra madre y tuve que ponerle la mano en el brazo. Bhima lloraba como un muchacho,<br />
con los nudillos en los ojos. Yo estaba determinado a permanecer sereno, pero sus<br />
emociones me anegaron y sentí lágrimas rezumar. Quizás no eran tanto ellos como la<br />
condición del hombre lo que me conmovía. Los amaba a todos pero, habiendo conocido el<br />
amor de Krishna, entendía como nunca la verdad de lo que él me dijera. Estos hombres y<br />
mujeres que habían sido reyes y reinas avanzaban ahora hacia sus últimos días, que no<br />
podían quedar muy lejos. Y sin embargo, no habría nunca un tiempo en el que ellos no<br />
existiesen. Aunque tenía lágrimas en los ojos, sentí como si Krishna estuviera a mi lado,<br />
sonriéndome.<br />
Habían llegado al escalón más bajo. Sanjaya y Vidura sostenían a tío Dhritarashtra,<br />
que se tambaleaba, ya fuera de debilidad -pues había estado ayunando- o de dolor. Ahora se<br />
detuvieron. Se volvieron atrás para mirar el palacio en el que habían vivido toda su vida sin<br />
verlo jamás. Incluso los sacerdotes lloraron cuando le pusieron en la mano al viejo rey el<br />
arroz con el que bendecir su morada. Guiado por Sanjaya, éste arrojó el arroz hacia la<br />
puerta de entrada. Mi madre ayudó a tía Gandhari a hacer lo mismo. Luego, todos tomamos<br />
puñados de arroz para bendecir su empresa. De pronto, el repicar del arroz terminó y tío<br />
Dhritarashtra se arrodilló solo ante el umbral. Se oyeron grandes lamentaciones de los<br />
sirvientes que los mantras trataron de sobrepujar, pero incluso las voces de los sacerdotes<br />
se quebraban. Oímos el murmullo de la multitud que se había congregado a las puertas de<br />
palacio. Cuando éstas se abrieron, la turba irrumpió en él y sirvientes y guardias reales<br />
tuvieron que formar una cadena de brazos para contenerla.<br />
Mi madre condujo a nuestros tíos. Yo caminé detrás de Yudhisthira, entre Dhaumya<br />
y Yuyutsu. Subhadra marchó dando apoyo a Uttara, con Draupadi a su otro lado. A lo largo<br />
del camino, las damas Kaurava dejaron sus palacios para unírsenos, gimiendo como las<br />
águilas. Mientras avanzábamos hacia las plazas públicas gente de todas las castas llegó<br />
precitada para aumentar el número de los que aguardaban en las calles desde el alba.<br />
64
Algunas damas de alcurnia que nunca caminaban al sol se fundieron con la turba olvidando<br />
a sus doncellas, que intentaban protegerlas con sus parasoles de flocaduras.<br />
Voces se elevaron pidiendo a la pareja real que no se fuese. La presión de la gente<br />
era tan intensa cuando nos acercamos a la plaza del mercado que Sanjaya y Vidura tuvieron<br />
que sostener de nuevo a tío Dhritarashtra, cuyas manos se alzaban juntas por encima de la<br />
cabeza en reconocimiento a los deseos de larga vida.<br />
Hasta las mismas puertas de la ciudad, Kripacharya imploró que le permitiesen ir<br />
con ellos al bosque, pero nuestros dos tíos le hicieron comprender que nadie más podía<br />
ocupar su lugar como tutor regio. De la misma forma, hubo que recordar una y otra vez a<br />
Yuyutsu que él, y nadie más, era el Regente en nuestra ausencia. Arrastrados por la marea<br />
de una inmensa añoranza, todo el mundo quería ahora seguir a nuestros mayores.<br />
Yudhisthira, olvidando cualquier decoro, no soltaba la mano de Dhritarashtra.<br />
Tras la partida de dados, yo había seguido este camino con mis hermanos y<br />
Draupadi, mientras la multitud se arremolinaba alrededor de nosotros. Habíamos perdido<br />
nuestro reino. Las gentes nos lloraron entonces y una vez más el hálito del tiempo soplaba<br />
en mi rostro. La nostalgia en los ojos de Yudhisthira mientras dirigía sus súplicas a nuestro<br />
tío revelaba que tampoco su tiempo tardaría mucho en llegar.<br />
Nunca habíamos visto a Yudhisthira dominado por semejante emoción. Había<br />
experimentado sin mostrar su corazón todos los aspectos del infierno, pero sólo ahora<br />
comprendía yo lo tirantes que sujetaba las riendas. Los reyes nacen para hacer justo esto,<br />
pero en aquel momento estábamos exentos de rango, desposeídos de parientes.<br />
Tío Dhritarashtra había dejado de responder al clamor de la multitud. Marchó ahora<br />
con paso entorpecido, sin mirar a nadie, concentrado sólo ya en su destino.<br />
Cuando alcanzamos el linde del bosque, gran parte de la muchedumbre se había<br />
dispersado. El viejo monarca se volvió y unió las manos suplicante: “Hasta aquí habéis<br />
llegado, pero no sigáis. Irse al bosque es el derecho de un rey. Y es, además, nuestro<br />
destino.” Era la última vez que usaría el ‘nos’ mayestático. “No debemos retrasarnos”, dijo.<br />
Dhaumya y los sacerdotes, tío Vidura y Sanjaya despidieron con amabilidad a la<br />
gente, urgiéndola a regresar y preparar la cena, porque el sol caminaba ya hacia el oeste.<br />
Nosotros los seguimos y, al llegar a un nudo de banianos, extendimos hierba kusa. Tío<br />
Vidura se alejó con Yudhisthira. Los contemplé desde la distancia, sentado uno junto al<br />
otro, y Yudhisthira lo escuchaba. Cuando regresó, madre le pidió una vez más que cuidase<br />
de Sahadeva. Yudhisthira unió ante ella las manos y, suplicante, le dijo: “¿Qué sabor tendrá<br />
nuestra soberanía, si tú no estás con nosotros?” Ella le sonrió y le puso un dedo en los<br />
labios, pero él siguió sin hacer caso: “Cuando estábamos en Virata antes de la guerra, nos<br />
enviaste a Krishna con el mensaje de que debíamos comportarnos como kshatriyas y luchar<br />
o no éramos tus hijos ni tú nuestra madre. Cumplimos con nuestro deber, pero ¿dónde está<br />
el tuyo, si nos abandonas ahora?”<br />
Nakula la tentó también: “Vuelve y ayúdanos con las oblaciones por Karna.”<br />
“Sí, madre, las ofreceremos de nuevo por él. Tú deberías estar con nosotros cuando<br />
lo hagamos. ¿Por qué has de vivir de raíces y agua? Tú, que te has abstenido de causar daño<br />
a toda alma viviente, no tienes necesidad de penitencia”, dijo Bhima.<br />
Ella se limitó a asentir con la cabeza. “Sí, haced ofrendas por vuestro hermano<br />
mayor, pero yo no estaré con vosotros. Yo quería ver a Draupadi vengada y eso ya está<br />
hecho. Ahora dejadme partir en paz, hijos míos.”<br />
65
Bajó al río con Subhadra y Yuyutsu y trajeron calabazas llenas de agua. Cuando el<br />
sol se puso, los sacerdotes cantaron la plegaria del atardecer, que nos infundió el consuelo<br />
de las cosas conocidas.<br />
Todos nos acostamos para dormir por fin. Durante largo rato contemplé las ramas<br />
que pendían sobre mí y escuché el ruido crujidero de los pasos de Bhima, nuestro centinela<br />
aquella noche... luego me precipité a los sueños. Al alba, todos bajamos al río y, después de<br />
las abluciones, adoramos juntos por última vez al Hacedor del Día y realizamos<br />
pradakshina en honor de aquellos que dejábamos atrás.<br />
Las últimas palabras que mi madre nos dirigió fueron: “Permaneced juntos. Ésa ha<br />
sido siempre vuestra fuerza. La mano necesita todos sus dedos.” Me miró y sonrió. Alzó<br />
después la mano derecha y, empujándose el dedo medio, formó un puño. Yo era el dedo<br />
medio.<br />
Para el tiempo en que llegamos a Hastina, los bardos habían empezado a cantar la<br />
devoción de madre Kunti al rey ciego y a la reina de grandes austeridades que los ojos se<br />
vendara para no ser más que su marido.<br />
El día siguiente nos trajo noticias: habían pasado la noche con ciertos ilustrados<br />
brahmines que aconsejaron a tío Dhritarashtra instalarse a orillas del Bhagirathi, que era lo<br />
bastante frío para satisfacer cualquier deseo ascético. Más tarde, oímos que habían vuelto al<br />
Kurukshetra, al retiro del sage real Satyayupa, antiguo rey de los Kekaya. Con él habían<br />
viajado al ashram del patriarca Vyasa y recibido formalmente la iniciación al modo de vida<br />
del bosque, tras lo cual todos regresaron al refugio de Satyayupa. Empezaron allí a practicar<br />
severas austeridades y, por las siguientes noticias que nos llegaron de ellos, supimos que<br />
tenían el cuerpo muy consumido, seca la carne y devastada.<br />
Yudhisthira escuchó todos estos informes con no disimulada añoranza. Después, las<br />
nuevas cesaron por un tiempo. Peregrinos ocasionales decían que se habían trasladado a<br />
mayores profundidades del bosque. Atormentaba a Yudhisthira, a Yuyutsu y a todos<br />
nosotros pensar que podían caer como avecillas o como las hojas de un árbol, sin nadie que<br />
incinerase sus cuerpos u observase los ritos debidos.<br />
66
CAPÍTULO XVI<br />
Kripacharya amaba a Parikshita con total devoción. Y a través de Parikshita fue<br />
cómo empecé a conocerlo yo. Kripa me había enseñado los Vedangas, excepto Jyotisha,<br />
que transmitió sólo a Sahadeva, pero en aquel tiempo yo sólo pensaba en Dronacharya.<br />
Apenas podía esperar que terminasen las lecciones de Kripacharya para correr a la clase de<br />
tiro con arco y llegar como una lanza arrojada con fuerza a los pies de Drona. Éste me<br />
frenaba, tratando de no mostrar su placer, recordándome el decoro.<br />
“Esa velocidad hay que reservarla para las flechas”, decía. Y, al cabo de un tiempo,<br />
aprendí a refrenarme yo mismo antes de que me viera y a llegar a él con la respiración<br />
serena.<br />
“Kripacharya es un guru para los años tiernos de uno y para pupilos como<br />
Parikshita”, dijo Subhadra una vez.<br />
“¿Tan diferente es él de Abhimanyu o de mí mismo?”, le pregunté sonriendo. Yo<br />
sabía que lo era, pero quería oírselo decir. “Él también es un guerrero. Mírale los brazos,<br />
mira el modo en que sumerge la mano en el carcaj.”<br />
“Parikshita es diferente”, era todo lo que estaba dispuesta a decir. “Es distinto de<br />
todos los que he conocido.”<br />
No dijo ‘de cualquier otro niño’. Lo veíamos como una persona desde su mismo día<br />
de nacimiento. Parikshita había amado a nuestra madre y pasado mucho tiempo con ella.<br />
Cuando partió, Uttara le dijo que su bisabuela volvería, pero él respondió sólo: “No lo hará.<br />
Quiere irse.” No lloró. Su sentido de la libertad era muy intenso.<br />
Tenía un cervatillo que encontró rígido y frío una mañana. Era la primera vez que<br />
veía un cuerpo muerto. Corrió llorando a mis brazos. Yo le dije que el alma del pequeño<br />
ciervo era libre ahora de recorrer todo el universo. Él escuchó y, con las lágrimas<br />
humedeciéndole aún la mejilla, dijo que debíamos realizar los ritos por él. Improvisé una<br />
ceremonia especial para el ciervo y encendimos fuego en un hoyo sacrificial con ascuas que<br />
trajimos del Homa de palacio. Era idea de Parikshita y muy inocente, por otra parte, y<br />
nosotros la aceptamos sin pensar, lo que provocó las protestas de los sacerdotes: nuestra<br />
frivolidad había profanado el ritual y el fuego sagrado. Hicieron todo un espectáculo de<br />
apagarlo e hisopar todas las cámaras vecinas con agua.<br />
“El viejo orden cambia”, gruñó Dhaumya.<br />
No había pecado en Parikshita porque aún no había cumplido cinco años, pero a<br />
todos los demás se nos impusieron penitencias menores para expiar nuestra travesura que<br />
cumplimos alegres. La muerte del cervatillo había supuesto en la vida de Parikshita el<br />
hálito de algo doloroso y finito, y nos alegramos de que su otros amores, los loros, fueran<br />
criaturas longevas. Cada día los contemplábamos un rato y nunca nos cansábamos de sus<br />
tonterías. Uno de los loros sonaba igual que Sakuni cuando decía: “Te apuesto mi collar de<br />
rubíes y mis tres sartas de perlas.” Inmediatamente, entonces, una voz surgía del segundo<br />
loro en su percha, que se balanceaba con violencia adelante y atrás: “¿Quién gana, quién<br />
gana?”<br />
Pensé que, tanto como cualquier otra cosa, esto limpiaba la partida de dados de<br />
amargura. Así que, cuando un día hallamos la gran jaula vacía excepto por el tablero de<br />
juego de oro y marfil en miniatura y las doradas perchas, lo sentimos tanto por nosotros<br />
mismos como por Parikshita. Pero era él quien los había liberado. Explicó sus razones tan<br />
67
ien como pudo y me preguntó si no creía que tenía que ser difícil para ellos hacer lo<br />
mismo cada día sólo para que nosotros nos riéramos. Con hombros encorvados y los ojos<br />
fijos, croó sus frases.<br />
“Igual que los sacerdotes”, dijo.<br />
Poco había que uno pudiera responderle, excepto que un rey tampoco es nunca libre.<br />
Con uno como Parikshita, el viejo orden cambiaría realmente.<br />
68
CAPÍTULO XVII<br />
Un día que necesitaba ver a Yudhisthira, pasé toda una infructuosa hora enviando<br />
servidores a buscarlo. No estaba en ninguno de los lugares acostumbrados y lo encontraron<br />
por fin en el palacio de tío Vidura.<br />
Hallé a Yudhisthira arrodillado al pie del lecho de nuestro tío con la cabeza sobre la<br />
cama. Me sobrevino un sentimiento de protección hacia él en una inmensa oleada, como si<br />
fuera mi hermano menor. Arrodillándome junto a él, toqué con los dedos el lecho y luego<br />
me los llevé a los ojos.<br />
“Hermano”, le dije, “vamos a buscarlos. Yo los echo de menos también.”<br />
No respondió y vi que no podía hacerlo. Estaba llorando. Sentí un nudo en la<br />
garganta. El cuarto estaba lleno de tío Vidura. Yo amaba su palacio. Había en él<br />
simplicidad y gracia y cada cosa estaba en su lugar preciso. El incienso ardía en un turíbulo<br />
de oro y auspiciosas caléndula y hojas de mango colmaban el aire de su bendición. En<br />
silencio, recorrimos juntos las habitaciones. Nuestra madre había vivido aquí durante<br />
nuestro exilio en el bosque.<br />
Visitamos la cámara que Krishna ocupara durante su embajada para detener la<br />
guerra. Era en esta estanza donde Kunti había amartillado aquel duro mensaje: debíamos<br />
luchar o dejar de considerarnos hijos suyos.<br />
“Vamos a buscarlos”, insistí. Yudhisthira se volvió hacia mí. Sólo en una ocasión,<br />
en silencio, nos habíamos entendido uno a otro de este modo, cuando hablamos de Karna<br />
tras la guerra. “Sahadeva añora a su madre también. Kunti ha estado sin él tantos años.<br />
Otórgale este último don.”<br />
No sólo Draupadi y Uttara y la mujer de Yuyutsu, sino todas las viudas de los hijos<br />
de tío Dhritarashtra querían venir con nosotros y no podía negárseles. Acudieron también<br />
los viejos servidores, ahora retirados, pidiendo que se les permitiera tocar los pies de sus<br />
amos una vez más. Al final, Yudhisthira invitó a todos los nobles de Hastina que quisiesen<br />
participar de un último darshan de la familia regia. Muchas de las damas que habrían de<br />
acompañarnos habían llevado unas vidas tan protegidas que sus pequeños pies pintados<br />
habían dejado los palacios de sus padres sólo para entrar en los de sus maridos. No<br />
sabíamos siquiera dónde estaban exactamente nuestra madre y nuestros tíos pero, una vez<br />
tomó la decisión Yudhisthira, aventamos todas las objeciones.<br />
Los preparativos eran numerosos. Tras una larga discusión con Sahadeva, Bhima le<br />
dijo a Yudhisthira que el viaje resultaría demasiado duro para la mayor parte de las<br />
mujeres, pero la respuesta fue que todas las damas de todas las grandes Casas habían<br />
levantado un pie ya en anticipación de la travesía. Las esperanzas y preparativos habían<br />
llenado las vidas de las viudas otra vez. No había vuelta atrás. Yo había intentado sugerir<br />
que se me enviase con una avanzadilla, pero para bien o para mal partimos todos juntos.<br />
Nuestra visita al bosque se había convertido en una importante expedición. Por<br />
fortuna, habíamos aprendido mucho sobre aprovisionamiento y logística durante la guerra.<br />
Ahora nos resultó útil en extremo. Se montaron pabellones a lo largo del camino y las casas<br />
de reposo de tío Dhritarashtra se llenaron de provisiones. Creo que, en realidad, sólo me di<br />
cuenta de lo que habíamos emprendido cuando vi los varandakas que los carpinteros<br />
estaban preparando para los elefantes de Uttara y su grupo. Tenían grandes estantes y otros<br />
más pequeños forrados de seda, y junto a los asientos había pequeños lechos. Uttara no<br />
69
sabía de dónde había salido la idea pero, al parecer, todas las damas estaban haciéndose<br />
preparar estos ‘varandakas de bosque’ en los que uno podía llevar cualquier cosa, desde<br />
ropas, aceites, cosméticos, perfumes, joyeros, abanicos, hasta hierbas medicinales y<br />
talismanes.<br />
Damas reales de las varshas vecinas, y la viuda del rey Bhagadatta entre ellas, se<br />
unieron a nuestra expedición equipadas con graneros, guardarropas y erarios móviles,<br />
cocineros, superintendentes de cocina y auténticos establecimientos culinarios dispuestos<br />
para su transporte en camellos o elefantes. No podía ni imaginarme lo que nuestro tío,<br />
inmerso en prácticas ascéticas, diría de todo esto.<br />
Tenía, además, otra preocupación.<br />
No todo aquel que vaga por los bosques va en busca de su alma. Yudhisthira me<br />
aseguró que había pensado en ello: un ejército había de acompañar la expedición y yo tenía<br />
que estar al mando. Esto significaba otro granero más y otro tesoro en que pensar.<br />
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CAPÍTULO XVIII<br />
Exploraba el terreno por delante del grupo en busca de un lugar donde plantar las<br />
tiendas, cuando tropecé con tío Dhritarashtra, que estaba sentado con los ojos cerrados,<br />
vestido con un taparrabos y cubierto el cuerpo de cenizas. Ante él había un hoyo poco<br />
profundo en el que, agitado por la brisa, crepitaba un fuego, encendido probablemente de la<br />
llama tomada de su Homa en el palacio de Hastina. No había oscurecido el sol su piel; ésta<br />
se había vuelto más clara y de textura más áspera. Podían vérsele las venas. La barba era<br />
blanca ahora y rala. Uno no se retira al bosque para andar acicalado.<br />
Tenía los ojos cerrados y, al principio, no estuve del todo seguro de que se tratase de<br />
tío Dhritarashtra y no de otro asceta. Hice señal a mis hombres, que estaban justo a un tiro<br />
de arco, de que se fueran de allí y me quedé mirándolo. Había algo en su silencio que no<br />
quería yo romper y sentí erizárseme el vello de los brazos. Algo me prohibía acercarme más<br />
a él, un círculo invisible que me mantenía a distancia. Habría sido adhármico saludarlo<br />
desde lejos, así que esperé un signo. Tremores empezaron a recorrerme la espalda. Sentía la<br />
cabeza liviana y vacía. En su caverna interior, una voz dijo: “Bienvenido, hijo de Pandu.”<br />
Antes del Palacio del Deleite, tío Dhritarashtra nos había llamado siempre así, pero<br />
no después. Mis pies estaban como enraizados en el suelo. Los ojos se me pusieron en<br />
blanco. La brisa sopló más fuerte y levantó briznas de hierba seca que tocaron las llamas.<br />
Aquéllas se encendieron y portaron la chispa con ellas en su ascenso por el aire y su caída<br />
entre la hojarasca. Una lombriz de fuego serpenteó hacia la rodilla del asceta. Llameó y<br />
saltó hacia él, arrancándome de mi embelesamiento. Me quité el angavastra y sacudí el<br />
pequeño incendio hasta apagarlo, pensando que algún dios debía de haberme enviado aquí a<br />
tiempo.<br />
“Bien hecho, hijo de Indra. Esta vez estás del lado de tu padre.” Se refería a aquella<br />
ocasión en que Krishna y yo habíamos ayudado al dios del Fuego a devorar el bosque en<br />
contra de los deseos de Indra.<br />
Su voz resonó en mí.<br />
Hijo de Indra, había dicho. Fui a tocar sus pies y puse mi cabeza sobre ellos. Él me<br />
levantó. Tenía las manos secas y frías. Su toque era ligero, pero firme.<br />
“Tío, es peligroso sentarse tan cerca del fuego. La brisa porta la hierba y las hojas<br />
consigo. En tu trance, no te enterarás.”<br />
Él sonrió, luego dejó escapar una risilla. Se había alejado de sus antiguos miedos.<br />
“¿Qué sabes tú de lo que yo veo, hijo de Indra? Nunca he visto las cosas como<br />
ahora.” Habló despacio, dando peso a cada palabra. Su voz había perdido aquella vieja<br />
ansiedad y no me había recibido con frases rituales, como era su tendencia habitual. Ahora<br />
empezó a cantar un himno a Agni con voz anciana y ronca.<br />
“Pienso en Agni como padre, como hermano, como familiar para siempre.<br />
Infinito es él entre los Devas.<br />
Él es el huésped entre los hombres.”<br />
Su voz intentó tonos muy agudos; luego se quebró, voz de viejo. Pero había una<br />
dulzura en ella.<br />
“¿Tienes miedo del fuego, hijo de Indra?”<br />
71
“Una vez lo tuve”, dije, y me mordí la lengua... pero este asceta estaba más allá de<br />
la culpa.<br />
“Intentamos quemaros en el Palacio de Deleite. Teníamos que haber sabido que uno<br />
no puede quemar al hijo de Indra.” Dejó escapar otra risilla, como hojas secas, y después<br />
asumió un semblante grave. “Vuestro tío os salvó y ello fue mi salvación también. Pronto<br />
tendré que encontrarme con tu padre.”<br />
No había más lágrimas en él. Había viajado lejos, lejos del palacio en Hastina y de<br />
la persona que viviera allí.<br />
“Tendré que pedirle perdón a Agni por lo que casi le hice hacer.” Asintió con la<br />
cabeza como si consultase con el dios. “Tendré que pedirle perdón para poder marcharme<br />
amigablemente con él. Pronto tendrá que hacerse conmigo y tú no estarás aquí para<br />
arrebatarme a él.”<br />
“Tío, ¿por qué dices eso?”<br />
“Es algo entre el dios y mi alma. Agni me purificará. Me ha hecho una promesa. Me<br />
limpiará de mis culpas. En parte está hecho ya, pero todavía queda mucho. Al final, todos<br />
somos pasto para Agni. Todos nosotros. ¿Por qué retener el sacrificio? Hijo de Indra, tú has<br />
alejado al dios Agni, lo que sólo significa que no estoy listo para que me cocine.”<br />
Su boca se torció un poco hacia arriba y su mirada fija pasó a mis ojos. Con otros<br />
ojos me miraba. Poderes habían venido a él. Se había sometido.<br />
“Sí, Arjuna, todos estos años he estado sentado en un trono y nunca he conocido lo<br />
que significaba la realeza. No es en palacios, sino en el bosque, donde uno la conoce.”<br />
Miré alrededor y dije por fin: “Tío, ¿dónde está vuestra ermita?”<br />
Quedó en silencio por un rato, luego alzó las palmas de las manos y giró la cabeza<br />
de un lado a otro.<br />
“Ésta es mi ermita.” No había nada sino el río y los árboles y este pequeño fuego<br />
sagrado. Lo había dicho sin orgullo y ello me dio que pensar. “Encontrarás a tu madre y a<br />
tu tía allí, al otro lado.” Juntó las palmas en cortés gesto de despedida y me incliné ante él.<br />
Dejando a mis oficiales a cargo de las tiendas y de todas las disposiciones, me uní al<br />
grupo. Poco después, con Draupadi y mis hermanos, cruzamos el pequeño río saltando de<br />
piedra en piedra.<br />
Nuestra madre estaba sentada delante de un rústico refugio, apretando a tía<br />
Gandhari los pies. Lo primero que vi fue la cofia de nieve en su cabellera; pero por debajo<br />
de las orejas, el pelo era oscuro aún, como el de tía Gandhari, y se había vuelto crespo y<br />
enmarañado. Esta percepción llegó como un impacto físico.<br />
Ni un solo día de sus regias vidas había pasado sin que sus doncellas les frotasen la<br />
piel con aceite de sándalo y les cuidasen el cabello y se lo tiñesen, cuando era necesario.<br />
Apenas empezaban a cerrárseme los ojos de vergüenza al verlas así, cuando oí un sollozo<br />
sofocado y alguien pasó corriendo hacia las ancianas. Sahadeva se arrojó de cuerpo entero<br />
ante nuestra madre. Con los brazos extendidos, le aferró los pies. Todos avanzamos<br />
entonces despacio para darle tiempo a ponerse a su hijo favorito en las rodillas. Kunti lo<br />
abrazó. No enderezó la espalda al levantar la cabeza. Las penurias de esta vida se la habían<br />
encorvado. Lenta ira comenzó a arder en mí pero, cuando vi la serenidad de su rostro, mi<br />
rabia se apagó enseguida. Suyo era el mirar de una deidad que se sienta solitaria en las<br />
cumbres de los montes. Fue Yudhisthira quien recordó el decoro y se dirigió primero a tía<br />
Gandhari para tocarle los pies.<br />
72
“Eres tú, Yudhisthira”, dijo ella palpándole la cabeza y los hombros. “Así que nos<br />
has encontrado.” Su voz sonaba aún con la autoridad que recordábamos. Una membranza<br />
de maldiciones se cernía en ella.<br />
Una bandada de cuervos volitó sobre nuestras cabezas y cruzó el río con su kau...<br />
kau... kau..., como invocando la acción de sus hechizos.<br />
“¿Está Yuyutsu aquí?”, preguntó.<br />
“Madre, está en la ciudad guardándola.”<br />
La boca de tía Gandhari se movió al oír esto, suprimiendo palabras. Tras unos<br />
instantes éstas se abrieron camino de todos modos.<br />
“¿Lo has nombrado públicamente Regente, entonces?”<br />
“Madre, todavía no.”<br />
“Así pues, ¿cómo no lo has traído contigo? Oh, no para mí. Este cuerpo no lo trajo<br />
al mundo. Pero ¿no podíais haber pensado en el pobre rey ciego?”<br />
No había renunciado a su tormento. En el bosque, lo había duplicado y era mi madre<br />
quien lo soportaba. La miré de soslayo. Era como la montaña por la que se pasea y que no<br />
necesita sacudirse su carga. Era como la Tierra misma, que soporta el peso de la montaña.<br />
Yudhisthira no respondió; tocó los pies de tía Gandhari otra vez y apretó las manos<br />
de la mujer contra su propia frente. Luego se volvió hacia nuestra madre. Sahadeva se hizo<br />
a un lado, pero con una mano nuestra madre lo mantuvo junto a sí mientras Yudhisthira<br />
realizaba su postración. Cuando se levantó, le acarició la cabeza y le pasó introvertida los<br />
dedos por el rostro, por las cejas y el mentón y luego por su nariz dominadora, como si se<br />
asombrase de haber hecho a este hombre. A Bhima lo abrazó y le acarició el afeitado labio.<br />
Después me tocó a mí; me pasó la palma de su mano por los pómulos como para<br />
despolvarme del deseo de errar. Les sonrió a mis ojos desde muy lejos. Pero era una mirada<br />
tan íntima y próxima que no recordaba otra igual. Debió de ser así, pensé, cuando me<br />
pusieron en sus brazos por primera vez y ella me contempló, exhausta tras el parto, pero<br />
tierna en su necesidad de dormir.<br />
Ahora bien, nuestros rasgos eran hitos en un país que había dejado atrás. Señaló<br />
con el mentón a una arboleda junto al río. “Tío”, dijo. Pudimos ver una voluta de humo.<br />
Antes de que Nakula se hubiese levantado para dejar a Draupadi arrodillarse en su lugar,<br />
Yudhisthira rompió el decoro y se alejó de allí.<br />
Caminando tan ligero como pude, lo seguí.<br />
Cuando llegué a la altura de Yudhisthira lo vi mirar fijamente hacia adelante. Miré<br />
yo también, sin entender al principio, lo que parecía estar creciendo contra el árbol. La cosa<br />
ante nosotros tomó despacio la forma de un hombre, un hombre desnudo, flaco y cubierto<br />
de polvo. Una barba densa y una cabellera que le caía por delante, enmarañada y sucia de<br />
hojarasca, le oscurecían las facciones. El resto era esqueleto. Un siseo escapó a mis labios.<br />
Era tío Vidura. Ambos nos quedamos inmóviles, las manos juntas, en salutación. Mientras<br />
lo observábamos, la luz empezó a jugar sobre su cabeza, primero sobre su vértice, donde<br />
flotó incierta. Luego, lentamente, la luz se concentró, se intensificó, tomó su figura,<br />
resplandeciendo poderosa sobre él en tonos oro y blanco. Se movió hacia nosotros. Sentí<br />
una gran benevolencia. La emanación de tío Vidura se acumuló sobre Yudhisthira.<br />
Después, como una luz líquida que se vierte en una vasija, penetró en mi hermano mayor<br />
colmándolo miembro a miembro, pedazo a pedazo. Cuando la hubo absorbido toda, su<br />
cuerpo irradió energía. Nos quedamos transfijos, en un eterno mediodía.<br />
Un perfume como de flores de primavera nos envolvía, inundándome con toda la<br />
dulzura que nuestro tío había derramado sobre nosotros en nuestra infancia. No tenía<br />
73
necesidad ahora de cremación. Arder no es para los inmaculados. La penitencia de tío<br />
Vidura lo había purificado de ese mínimo adharma en el que todo mortal debe incurrir. Su<br />
consciencia se había agarrado a aquel hilo de cuerpo en espera de Yudhisthira. Esta partida<br />
final era el acto de un alma grande y el más humilde y más noble que yo hubiese visto<br />
jamás.<br />
74
CAPÍTULO XIX<br />
Mi madre no lloró. Nos sentamos en silencio mientras emergía la luna. Pasado un<br />
rato, llevó a tía Gandhari al río y realizaron sus abluciones por el difunto. Al ver que mi<br />
madre no había vertido una sola lágrima, pensé que nada podía tocarla ya. Quizás la muerte<br />
de Karna había abrasado la mayor parte de su dolor y lo que quedaba sus austeridades lo<br />
habían consumido.<br />
Verla transportar el agua en la cadera para tía Gandhari, mientras ésta se apoyaba<br />
con todo su peso en el hombro de nuestra madre, hizo a Sahadeva y a Bhima rabiar. Pero,<br />
aunque no me gustaba verla reducida a esto, ella, que tan cuidadosamente había sido criada<br />
en el palacio de Kuntibhoja, no mostraba insatisfacción alguna en el rostro. Era tía<br />
Gandhari la que gemía con las noticias de que el hermano de su marido no existía ya.<br />
“¿Qué hará mi señor sin su hermano y consejero? Estamos solos.”<br />
En efecto, ella nunca había dejado Hastina. Debía de haber gastado todo el punya de<br />
sus austeridades en la maldición que arrojó contra Krishna y Dwaraka porque aún hablaba<br />
de sus hijos con tormento y, cuando trajimos a sus viudas para que se postrasen ante la<br />
anciana reina, se dolió de forma apasionada con cada una de ellas.<br />
Pasamos parte de la noche en silencio bajo un cielo de auspiciosas constelaciones y<br />
por fin nos acostamos para dormir en el suelo desnudo, próximos a nuestra madre... todos<br />
menos Yudhisthira, que pasó la noche en meditación. Recordé una noche semejante en<br />
Panchala, cuando llevamos a Draupadi a nuestra madre, después de ganarla yo en el<br />
swayamvara. Los hijos nacidos de aquel matrimonio no estaban ya con nosotros. Aquellos<br />
que fueran para nosotros padres -Drupada, Virata y tío Vidura- habían dejado sus cuerpos.<br />
La vida que llevaba nuestra madre no podía durar mucho tiempo. El mundo reposaba en<br />
nosotros. No había llegado la hora todavía de unirse a ellos, pero nunca había estado yo tan<br />
cerca de quererlo. Sólo el recuerdo de Parikshita, y de Subhadra por supuesto, me llamaba<br />
de regreso a Hastina. Y siempre estaba Krishna. Él era la vida que invitaba a seguir.<br />
Mientras él estuviese en el mundo, yo sentiría el tirón hacia él. La vida de Krishna no<br />
estaba en las ermitas; él me había dado una ley de Vida y de acción.<br />
Por la mañana, después de las abluciones, Yudhisthira fue conducido por los sabios<br />
a honrar sus moradas forestales con su darshan. Incluso en el bosque un rey ungido es Rey.<br />
Así, seguido por sus sirvientes y nuestros sacerdotes y todas las damas y el séquito,<br />
aspiramos el humo de muchos altares sacrificiales donde fuegos llameaban y libaciones<br />
eran vertidas en honor de todas las deidades. Amé los altares provistos de frutos y raíces y<br />
montones de flores. Muchos de aquellos sages tenían una piel que brillaba desde dentro con<br />
una luz que todos nuestros aceites y ungüentos no podían producir. Los ciervos visitaban<br />
sus refugios sin miedo. El bosque resonaba con los gritos de los pavos reales y los trinos y<br />
los cantos de las aves.<br />
También aquí habían de entregarse los presentes del rey. Habíamos traído miles de<br />
platos de madera, de potes y cazos, de cucharas sacrificiales de cobre, de copas y vasijas de<br />
todos los tamaños, de pieles y mantas. Cada uno de los sabios del bosque se llevó tanto<br />
como necesitaba. Todo el mundo se había enterado de nuestra llegada y nosotros, que<br />
tuvimos dificultades para hallar a los que buscábamos, fuimos encontrados como si los<br />
pájaros hubiesen proclamado nuestra presencia.<br />
75
Arribó también el patriarca Vyasa. En honor suyo permitió tío Dhritarashtra que lo<br />
portasen adonde habíamos acampado, junto al refugio de nuestra tía y nuestra madre.<br />
Cuando el abuelo le comunicó gentilmente la muerte de Vidura, las lágrimas que yo creyera<br />
consumidas para siempre empezaron a manar. El patriarca, que era su padre, le acarició la<br />
cabeza.<br />
“Vidura es eterno. Por orden divina y por medio de la energía de mis austeridades<br />
fue llamado a la Tierra, una deidad entre deidades. Vidura es Dharma, como Yudhisthira.<br />
El Dharma es como fuego o como viento o agua o espacio o tierra. El Dharma satura el<br />
universo... pero puedes encender un fuego y dejar que te caliente.”<br />
Los ojos del patriarca Vyasa hallaron los míos. Su mirada decía: ¿Ves, Arjuna,<br />
como los apegos que forjamos nos atan al dolor? O así lo entendí yo. Era algo que Krishna<br />
había tratado de enseñarme en el Kurukshetra, algo que nunca llegué a entender tan bien<br />
como en aquel momento, cuando vi la calma anímica de mi tío, que con tanto esfuerzo<br />
había conquistado, destrozada de aquel modo. Nuestros amores mortales son como<br />
pegajosas trepadoras que emiten un millón de zarcillos. Las cortas por la raíz y las ves<br />
seguir creciendo todavía.<br />
Al comprender que el alma de su hermano había penetrado en Yudhisthira, tío<br />
Dhritarashtra tomó a nuestro hermano mayor en sus brazos y se aferró a él, acariciándole<br />
las mejillas, la cabeza, las manos.<br />
Una vez con nosotros el abuelo Vyasa, todo el bosque se congregó alrededor de él.<br />
Aquí él era el Rey. Se sentó sobre una piel negra de ciervo con hierba kusa encima,<br />
cubierto de finísima seda. Cada uno le trajo sus dudas y problemas. Los sabios se<br />
confesaron con él y buscaron su ayuda. ¿No había tomado todos los Vedas bajo el cuidado<br />
de su dedicación? En efecto, él radiaba con su luz y, al igual que Krishna, aseveraba: “No<br />
olvidéis que los Vedas moran ya en todos vuestros corazones.”<br />
Mientras uno tras otro los grandes sages del bosque portaban sus cuestiones al<br />
patriarca, yo me decía a mí mismo: Qué poco sabe en realidad cualquier ser terrenal.<br />
Al observar a mi madre día a día, creía que ella era ahora de las que ya no tenían<br />
preguntas que hacer, pero al final también ella acudió al patriarca y posó la cabeza a sus<br />
pies. Él sabía lo que Kunti quería decirle sin necesidad de palabras y le ahorró la confesión<br />
de sus dudas y dolor. Le tomó la mano y le dijo: “Kunti, mi niña, tres veces bendita por mí<br />
estás tú, pues tú has servido a tres hijos engendrados por mi energía. Queda en paz en lo<br />
que al nacimiento y la muerte de Karna se refiere. No hubo falta en ti. Tú tenías un destino.<br />
La energía de los dioses obra a través de la humanidad. Las grandes almas que deciden<br />
venir a la Tierra a petición de aquéllos aceptan asumir una porción del dolor humano antes<br />
de nacer. Tú eras virgen en el alma. No hubo falta en ti.”<br />
Mi madre levantó los ojos hacia él y yo vi, dentro de aquella mujer de blanca<br />
cabellera, a la muchacha que había dado a luz un hijo en secreto y lo había dejado flotar<br />
sobre las aguas del río.<br />
“Tú perteneces a la humanidad y tú eres grande”, prosiguió el abuelo Vyasa.<br />
“Porque para el grande todo es válido, para el grande no hay nada impuro. Al grande cada<br />
acción le trae mérito.”<br />
Mi madre lo miraba implorante aún. ¿Qué más podía decirle él?<br />
“Kunti, hija mía”, murmuró, “el grande lo siente todo como propio y no mira a<br />
derecha ni a izquierda para ver lo que hacen los demás, ni mide sus acciones por lo que los<br />
hombres piensan. Y tiene los Vedas dentro de sí. A través de tu propia vida, tu propia<br />
76
verdad se te revela. Tú, que tienes a Krishna por sobrino, deberías saber esto. Es esta<br />
verdad la que él ha venido a enseñarnos.”<br />
Delante de todos nosotros, estalló mi madre en violentos sollozos y las palabras que<br />
trataba de decir se le ahogaban en la garganta. Su voz surgía sincopada, como si alguien<br />
desde dentro le golpease el pecho. Por fin, sus palabras se hicieron audibles. “Cuando se<br />
hizo un hombre, me reconoció por madre suya.” De nuevo los sollozos tensaron su voz,<br />
pero no había terminado. “Yo no lo quería a mi lado. Eso lo quise sólo para que ayudase al<br />
resto de mis hijos.” Dicho esto se hundió tan totalmente que su cuerpo se retorcía hacia un<br />
lado y a otro, y se cubría con las manos el rostro. A través de los dedos, exclamó su pesar<br />
último: “Ahora no podré decírselo nunca. Nunca sabrá que lo quise más que a nadie.”<br />
Vyasa miró más allá de ella, sonriendo. Más tarde me vino la idea de que le había<br />
sonreído a Karna.<br />
El consuelo que mi madre necesitaba estaba más allá de las palabras. Quizás fue<br />
entonces cuando el patriarca decidió cómo dárselo. Pero ahora fue tía Gandhari la que se<br />
adelantó y habló por sí misma y por todas las viudas que había hecho el Kurukshetra.<br />
Mientras mi madre lloraba incapaz de contenerse, tía Gandhari se arrodilló junto a ella y le<br />
dijo al patriarca: “Sé que tienes el poder. Yo, que he hecho mal uso de mi poder oculto, sé<br />
sin embargo que puede hacerse gracias al mérito conseguido.” Su voz se hizo áspera. “¿Y<br />
quién tiene mayor mérito que tú, oh Inmaculado?”<br />
“Hija mía”, dijo él, “vosotros estáis todos en paz ya. ¿Por qué sois incapaces de<br />
verlo?”<br />
“¡En paz! Que el bien recaiga sobre ti, padre. ¿En paz?” Sus ojos debieron de<br />
mirarlo desafiantes detrás de la venda. En vano trató de ocultar la indignación de su voz.<br />
“¿Qué estás diciendo, padre? Tú acabas de decirle a tu hija Kunti que pertenecemos a la<br />
humanidad, que nada que sea humano es inapropiado. Padre, entonces mis sentimientos son<br />
mis Vedas. He practicado austeridades, pero aún me duelo por mis hijos. Y más que eso,<br />
me abrasa la idea de que fue mi hijo quien causó la guerra. Un cuchillo en mi corazón es<br />
pensar que di a luz un hijo que ha hecho viudas de todas estas mujeres. ¿Qué penitencias<br />
sirven para esto? No hay ninguna. No hay mente humana que haya medido jamás la<br />
profundidad y la anchura de mi error y sus consecuencias. La tierra está arrasada porque no<br />
pude impedir a mi hermano corromper a mi hijo mayor. Padre, tú dices que estamos en paz<br />
ya y que las almas de nuestros hijos están en paz... bien, muéstranoslo, padre. Si gracias a<br />
tu mérito puedes mostrarnos a nuestros hijos, mi alma quedará entonces verdaderamente en<br />
paz.”<br />
Otra vez, el patriarca Vyasa miró más allá de ella. Un largo rato pasó sin que<br />
respondiese. Por fin, mirando todavía más allá del río, murmuró: “Gandhari, hija mía,<br />
bendita eres tú. Esta misma noche contemplarás a tus hijos y hermanos y amigos y<br />
parientes. A algunos no los has visto nunca con tus ojos mortales. Tu rey también los verá y<br />
Kunti podrá abrazar a Karna. Draupadi volverá a ver a sus cinco hijos, a su padre y a sus<br />
hermanos. Tú, Arjuna”, y sus ojos me buscaron envueltos en una sonrisa, “tú abrazarás a<br />
aquel que está siempre en tus pensamientos. Él surgirá como de un sueño y tú irás directo<br />
hacia él. Y te recibirá el abrazo de Dronacharya. A Yudhisthira lo abrazarán Karna y<br />
Dronacharya. Dhritarashtra verá a sus hijos y hermanos. Veréis el alma radiante de Sakuni<br />
abrazada por todos. El gran Bhishma retornará con todos los Vasus. Madri se alzará<br />
también y verá a sus hijos una vez más.”<br />
“¿Qué de mi señor?”, surgió del semicírculo la voz angustiada de una mujer.<br />
“Verás a Bhurisravas. Verás a tu señor.”<br />
77
“¿Y el mío, oh Inmaculado?”<br />
“El valiente Bhagadatta te tomará en sus brazos esta noche.”<br />
Hubo sonido de sollozos.<br />
“¿Y mi padre?”, preguntó la voz infantil de una muchacha.<br />
“Tu padre te bendecirá.”<br />
“¿Y mi hermano?”<br />
“¿Y mi padre?”<br />
“¿Y mi señor?”<br />
El patriarca Vyasa alzó las manos en bendición para todos nosotros.<br />
“Os lo prometo. Se alzarán como de un sueño. Todos estarán allí, todos, todos, ni<br />
uno solo faltará.”<br />
Pasamos aquella mañana como niños escindidos entre la esperanza y la duda.<br />
¿Cómo podíamos abrazar a los muertos? El abuelo Vyasa me había prometido que<br />
Abhimanyu se arrojaría a mis brazos. Me habían dicho que el cráneo le había quedado<br />
destrozado... Podía imaginarme a sombras alzarse, pero no a nuestros hijos en carne y<br />
sangre. Contemplé el sol al mediodía con esperanza, pero a medida que marchaba hacia el<br />
oeste mi expectación vaciló. ¿Cómo podía ser semejante cosa? ¿Cómo podía ser? Muchas<br />
veces había abrazado yo a Abhimanyu en sueños, pero ¿era el mérito que Vyasa había<br />
conseguido con sus austeridades tan grande como para que el alma tomase carne? Había<br />
detenido el deslizamiento de tierras, sí, pero una vez que el lazo de Yama había cazado un<br />
alma aquél no la devolvía jamás. Muchas de nuestras damas pasaron el día en silencio y<br />
plegaria; las que hablaban lo hacían sólo de reunión.<br />
Mucho antes de la hora habitual, nos bañamos para las oraciones de la tarde. Oí<br />
voces, apagadas por el sobrecogimiento o la ansiedad.<br />
“Este día pasa como un año.”<br />
“Como un siglo, dirás.”<br />
“El corazón me late más rápido a cada instante.”<br />
Me senté aparte y acaricié con las manos las piedras todavía calientes, mientras<br />
recordaba momentos con Abhimanyu. Vi el pie de Krishna alzado sobre el cuerpo diminuto<br />
de Parikshita que la maldición de Ashwatthama había asesinado. Recordé a Abhimanyu en<br />
Indraprastha un radiante día de invierno, cuando le regalé su primer arco y, en el<br />
Kurukshetra, su bandera tragada por el enemigo cuando galopaba contra sus akshauhinis...<br />
retazos de memoria que estiraban el tiempo hasta hacerlo eterno e invadían esta extraña e<br />
hinchada hora. Lo vi, aquel pequeño mozalbete, tocándome los pies la última vez que fui a<br />
las dependencias de los niños, tras la partida de dados.<br />
Esta espera era algo entre los momentos que preceden a la batalla y a la cita con la<br />
mujer que amas, pero un centenar de veces más grande, y en ninguno de aquéllos se<br />
percibía la esencia de este sentimiento. Penetraríamos en otro mundo, un mundo que sólo se<br />
encuentra cuando uno mismo emprende el viaje desconocido. Era como oír los pasos<br />
silenciosos de Yama. Las mujeres lo percibían. Algunas sentían peligro cernirse sobre ellas,<br />
pero ninguna se marchaba. Tras las abluciones siguió el ritual del atardecer. El sol se<br />
demoraba en el cielo como si quisiera montar guardia toda la noche. Pequeñas luces eran<br />
mecidas y plegarias cantadas, pero aún Surya pendía fiero, custodiando los horizontes. Por<br />
fin se sumergió en fuego como aquel decimocuarto día de batalla.<br />
El patriarca Vyasa nos ordenó situarnos a lo largo de la orilla del río. Pero había<br />
tiempo, dijo, antes de que cayera la noche. Yo creo que fue su inmensa shakti la que hizo<br />
78
que la hora siguiente se extendiese hasta la eternidad. Nos dio tiempo para mirar dentro de<br />
nosotros mismos. Mientras el cielo drenaba el día, las aves se reunieron y su trinar y<br />
chirriar se elevó a un tono que no había escuchado jamás. Me pregunté si podían ver las<br />
presencias espectrales que yo empezaba a sentir. Sabios de ermitas distantes, con la ropa<br />
aún mojada de su baño en el río, llegaron en silencio. El cielo se volvió una intensidad de<br />
rojos y púrpuras y, de pronto, la estridencia del gorjeo y cantar de los pájaros se elevó al<br />
frenesí. Un instante más y hubo silencio. Una rana, entonces, una simple rana entonó el<br />
clamor de su croar... croar... croar... Momentos después otras ranas se le unieron y el ruido<br />
se hizo atronador. Luego, todas callaron de golpe, como obedeciendo una orden del<br />
patriarca Vyasa.<br />
Fue quizás la primera vez desde que dejáramos Hastina que nadie en toda la<br />
asamblea habló. Toda nuestra energía estaba concentrada en la expectación. Mi mente<br />
empezó a recitar plegarias que eran al mismo tiempo miedo y esperanza. ¿Dónde estaba el<br />
abuelo Vyasa? Me sentí como un niño que busca la mano de su padre mientras cruza el<br />
umbral de las tinieblas.<br />
El único sonido era el del fluir del agua. El cielo se tornó de un rojo vaporoso y<br />
poco a poco se oscureció para dejar aparecer las primeras estrellas. Los árboles se<br />
atenebraron, las estrellas albearon. Forzando la vista escudriñé el aire sobre mí, de donde<br />
podía descender la forma de Abhimanyu. Un pequeño chapoteo y mi mirada voló al lugar<br />
por donde una figura había penetrado en el agua. Era el patriarca Vyasa. Posó las palmas de<br />
sus manos sobre la superficie. Los grillos empezaron a corear otra vez como soltados uno<br />
por uno; las ranas se les unieron. Instantes después, se dejó oír un abejoneo. La tierra<br />
empezó a suspirar y desde sus honduras brotó un gruñido, como si le hubiesen arrancado<br />
algo. Sin volver la cabeza, miré a derecha e izquierda. Todo estaba quieto. Al otro lado del<br />
río no había más que sólida tiniebla. Sentí reverberaciones. ¿Venían de mí o de la tierra en<br />
la que estada sentado? Si de mí, provenían de muy adentro; si de la tierra, de su núcleo más<br />
profundo. Posé mi palma en el suelo para calmarlo. El tiempo, que se había refrenado todo<br />
el día, nos lanzó ahora, más allá de la medianoche, a una negra eternidad y luego se<br />
invirtió. El flujo del río cambió de dirección. La amenaza de los dioses pendía en el aire.<br />
No pude seguir rezando. La figura en el agua suplicaba por nosotros: aun en medio del<br />
caos, sentí la fuerza de su compasión. Luchaba por nosotros con fuerzas afianzadas desde el<br />
principio de los tiempos. Alzó las manos juntas e inclinó la cabeza. Los ecos de sus<br />
mantras silenciosos podían sentirse a lo largo de todo el río. Hubo una tensión como<br />
cuando dos mazas se traban en la batalla. Luego algo cedió y se retiró. Y ahora llegó un<br />
murmullo, extraño en el aire, débil al principio, familiar después, reconocible al fin como el<br />
de las ruedas de los carros.<br />
Ruedas de carros y caballería, pero amortiguadas como si llantas y cascos<br />
estuviesen forrados de ropa, y luego la tierra quedó envuelta en bandas de sonido del crujir<br />
de los carros y, uno tras otro, del clamor de las caracolas y los gritos de guerra.<br />
Cuando el primer estandarte se elevó sobre las aguas, sonaron suspiros y gritos<br />
ahogados en toda nuestra orilla. Después no pudo oírse nada contra el tumulto de un millar<br />
de ruedas de carros retumbando contra las piedras del lecho del río. El primer carro, tirado<br />
por caballos de plata, corrió sobre el agua y fue seguido por otro y por otro. Kurukshetra<br />
estaba ante nosotros y yo sentí que me ponía en pie y que el movimiento me llevaba a aquel<br />
que me buscaba, al que debía buscar yo. Mi corazón empezó a cantar. Me hallé ante una<br />
forma oscura y bruñida. Los ojos le brillaban con la luz de uno que reza, introvertido.<br />
Alguien nos observaba mientras estábamos allí, frente a frente. El que nos miraba era<br />
79
Dronacharya. El que tenía delante era Ekalavya. Éste unió sus palmas en gesto de<br />
salutación y vi que tenía las manos enteras. Caímos uno en los brazos del otro entonces y en<br />
el largo abrazo que siguió supe que yo nunca había cometido injusticia con él y que estaba<br />
limpio de pecado. Su destino no era ser el mejor arquero porque era algo más grande aun...<br />
el verdadero discípulo. Nos separamos y caí a los pies de Dronacharya, que me alzó a su<br />
corazón antes de que cayese otra vez a los pies de Ekalavya.<br />
Cuando miré alrededor, el río se había transformado en una corriente de luz. Luz<br />
suave, poderosa pero no deslumbrante. Familias enteras se reunieron bajo aquellos árboles<br />
como llamas que orillaban el río. Draupadi estaba con su gemelo. Ofrecían la misma<br />
imagen que cuando los vi por primera vez en su swayamvara y él anunció la prueba que<br />
deberían afrontar los pretendientes. Pero ahora estaban sobre un altar en que las llamas<br />
jugaban, llamas que no los quemaban porque los gemelos habían nacido del altar, de la<br />
aspiración de su padre. Éste se hallaba tras ellos y los hermanos se volvieron y se<br />
arrodillaron ante él, que los levantó para abrazarlos. Los hijos de Draupadi -uno de ellos,<br />
mío- esperaban para postrarse a sus pies. Eran todos ellos formas de luz y, cuando<br />
Shrutakirti vino hacia mí, me pareció más real que el hijo que había conocido. Era su Sí<br />
mismo, su mismidad, el alma en él.<br />
¿Cómo puedo hablar de lo que éramos, de lo que realmente somos? Éramos todos<br />
almas radiantes. Cuando intento recordarlos, sólo puedo hacerlo con una mente que los<br />
deforma y un corazón que los añora. No puedo conjurar palabras que los recreen. ¿Cómo<br />
podría? Yo no soy más que un guerrero.<br />
Aún miraba a Shrutakirti cuando sentí que el corazón se me expandía con una dicha<br />
que sólo llega a conocerse en otros mundos; en alguna parte, una puerta se había abierto de<br />
par en par. Aguardé. Karna se aproximó, fulgurando con la luz que era su generosidad, su<br />
lealtad, la luz que proviene de esa gran fuente que nos alimenta a todos, el Sol, Sri Surya.<br />
Nos contemplamos uno a otro hasta que sentí que me fundía totalmente con él. No era<br />
consciente de nada más que de esta bienaventuranza de inmortal unión. Por fin, me tomó<br />
por los hombros con sus fuertes manos y me giró hasta que me tuvo cara a cara con<br />
Abhimanyu. A mi hijo lo vestía el resplandor y portaba una guirnalda fúlgida alrededor del<br />
cuello. ¡Mi hijo! El hijo de Subhadra. El patriarca Vyasa nos había llevado adonde todos<br />
éramos hijos y hermanos, padres e hijos. Todos éramos parte unos de otros y fragmentos<br />
todos del Creador. Somos de ese otro mundo, pero no lo sabemos. Privados de<br />
conocimiento, un frío viento de ignorancia nos ata al modo de ver de la mente. Y la mente<br />
no ve la verdad. Ni siquiera los rishis pueden cantar la gloria de ese mundo. Aunque se<br />
vean impelidos a cantar, sus himnos no son siquiera voces de cuervo al lado de las más<br />
dulces notas de la flauta y la vina. Los mismos rishis lo dicen así en lo que se convirtió en<br />
uno de mis cánticos favoritos, Yata Vacho Nivartante... Donde las palabras retornan a la<br />
mente sin ser tocadas por ESO.<br />
Los que habían dejado sus cuerpos estaban en la otra orilla. Nos encontramos en el<br />
medio, en gran concurso... Pero, cuando digo ‘en medio’ o ‘la otra orilla’, esto son sólo<br />
palabras. Había un solo sitio. Todositio. Todo el mundo estaba en todas partes. Bhurisravas<br />
y Bhagadatta, Jayadratha y Sakuni, los diez hijos de Satyaki y Duryodhana y sus hermanos.<br />
Nadie faltaba. El aire estaba colmado de silencio, de música, de perfume, de un movimiento<br />
que era quietud. Tuve un atisbo del cielo de los guerreros.<br />
Tiempo después, era como un vaso vaciado del licor del Soma pero que conserva su<br />
fragancia y lo ansía para siempre jamás. Sabía, sin embargo, que el dominio al que el<br />
patriarca Vyasa nos había conducido no era el cielo más alto. Krishna me había llevado más<br />
80
lejos... tan lejos como mi forma mortal había podido soportarlo sin romperse a pedazos. He<br />
conocido kshatriyas que creían que el cielo de los guerreros era un lugar donde ganabas<br />
batallas y te cubrían de guirnaldas cada día. Quizás alguien fuese a parar a un lugar<br />
semejante, pero me gustaba pensar que para la mayoría el cielo guardaba sorpresas que era<br />
imposible soñar.<br />
¿Cuánto tiempo pasamos con nuestros seres amados? ¿Cuánto dura la eternidad? En<br />
cuanto el patriarca Vyasa despidió el concurso, éste se hundió en el agua en un instante y<br />
desapareció, dejándonos a la orilla del río mientras intentábamos adaptar los ojos al primer<br />
destello del alba y al chirriar de las aves nuestros oídos. Ambos nos resultaban ásperos.<br />
No dejamos el bosque durante unos días. Las damas, nuestras damas viudas, habían<br />
descubierto que el amor que rendían a sus señores estaba tintado por algo mucho más<br />
sagrado de lo que soñaran nunca. Porque toda la revelación de Vyasa se centraba en el<br />
misterio de la vida y en el poder salutífero del amor. Luto y lamento se habían convertido<br />
entre nosotros en un dulce añorar.<br />
Apenas hablábamos. Nuestra conversación discurría con lo ahora invisible pero<br />
siempre presente. Poco a poco, la presión se desvaneció. La orilla del río, en la que<br />
pasábamos horas contemplando el agua y recordando, perdió gradualmente sus ecos y los<br />
murmurios se hicieron suspiro y se debilitaron, se hicieron suspiro y murieron.<br />
Sólo las palabras del abuelo Vyasa permanecieron. “¿No lo habéis entendido,<br />
queridísimos míos, inmaculados míos, mis almas gentiles? El que, llegada la hora de la<br />
separación, se entrega al dolor es vano e insensato. El que es incapaz de ver que no hay<br />
separación no debería tratar de formar unión nunca, porque ello significa sufrimiento. En<br />
verdad la separación no existe. Eso es lo que se os ha mostrado.”<br />
Palabras como éstas pueden hacerte reverberar el alma, pueden arrojar una piedra en<br />
la alberca de tu ser, pero con el tiempo las ondas desfallecen. Llega un clímax, un momento<br />
en que la vida se hace escuchar. Aunque por un tiempo creí que no querría nunca<br />
abandonar el bosque que me había mostrado a Ekalavya y Abhimanyu, a mi Gurudeva y al<br />
Gran Patriarca Bhishma, algo tiró de mí hacia Parikshita y Subhadra.<br />
El karma de la vida de mi madre se había agotado y su gran dolor, quedado en<br />
reposo. Karna la había dejado tomarlo en sus brazos y la había llamado ‘madre’. Ella había<br />
comprendido por fin que no tenía nada su primogénito que perdonarle. También tía<br />
Gandhari callaba. Sus hermanos y sus hijos estaban íntegros en ella otra vez y no eran ya<br />
cuerpos destrozados cuya sangre Bhima bebiera. Había visto a todos sus hijos abrazar a<br />
Bhima y, cuando éste se acercó a ella, tía Gandhari lo abrazó también. Y lo mismo había<br />
hecho tío Dhritarashtra con los ojos rebosantes de lágrimas, ojos que veían a sus hijos por<br />
primera vez. Otra extraña cosa aconteció: Sanjaya, que había visto toda la guerra con su ojo<br />
interior, perdió ahora su don especial de visión oculta.<br />
Yudhisthira no quería dejar a nuestra madre, tampoco Sahadeva.<br />
Así fue que el patriarca Vyasa se lanzó a uno de aquellos deliciosos relatos suyos,<br />
que serpeaban de fábula en fábula hasta llegar al punto que él quería transmitir. Se dirigió a<br />
tío Dhritarashtra y comentó: “Aunque tú no luchaste en el campo de batalla, has visto los<br />
cielos santificados por las armas. Eres uno de los pocos. Esos planos rara vez se muestran a<br />
los hombres mientras éstos ocupan todavía sus cuerpos terrestres, o dejarían de cumplir su<br />
deber en el mundo. Tu deber está cumplido, pero no el de Yudhisthira. Yudhisthira te ha<br />
pedido que le dejes quedarse aquí, sirviendo a los pies de su madre.”<br />
81
Tío Dhritarashtra dejó pasar unos instantes sin responder. Luego inclinó la cabeza.<br />
“Yudhisthira dice que, ahora que mi hermano menor ya no está y que Sanjaya ha perdido su<br />
visión oculta, le resultaría demasiado difícil a su madre ocuparse de Gandhari y de mí.”<br />
Amor y añoranza portaba su voz.<br />
Pero repuso Vyasa: “Has de ordenarle que se vaya, hijo mío. Será duro para Kunti,<br />
es verdad, pero ella ha tomado su decisión y no quiere que su hijo desatienda su deber. Tú<br />
que te has sentado en un trono sabes que la soberanía ha de ser siempre guardada y<br />
mantenida. Sin su gobernante, oh hijo de la raza Kuru, el reino que fue tuyo engendrará<br />
envidiosos y enemigos. A ti te corresponde llamar a Yudhisthira y enviarlo de regreso. Dile<br />
que su deber es volver al reino y gobernar.”<br />
Fui yo el enviado a llamarlo. Yudhisthira estaba sentado en círculo con un grupo de<br />
sabios del bosque. Desde la distancia, resultaba indistinguible ya del resto. Había en él la<br />
misma quietud y serenidad. Se había adaptado a sus maneras, vestía y comía como ellos, e<br />
incesantemente se pasaba las cuentas de mala entre los dedos. Sus labios se movían en un<br />
mantra, mientras escuchaba un discurso sobre la virtud de la renunciación. Vino conmigo<br />
tan presto como un chiquillo obediente, pero escuchó a nuestro tío en silencio tenaz.<br />
“El dolor ya no me afecta, Yudhisthira. Gracias a ti y a la bondad de nuestro noble<br />
padre, vivo aquí más dichosamente que nunca en Hastina”, dijo tío Dhritarashtra. “Pero hay<br />
una cosa que podría empañar mi paz: sentir que una vez más estoy faltando a mi deber a<br />
causa de un amor excesivo.” Esto era algo que Yudhisthira entendía. “Hemos recibido de ti,<br />
Yudhisthira, todo lo que unos padres amorosos pueden soñar de un hijo. Tu nombre, oh<br />
intachable, sobrevivirá las eras como leyenda de filial devoción; pero, si te quedas con<br />
nosotros ahora, antes de que tu propio tiempo haya llegado, te convertirás en un obstáculo a<br />
nuestros deseos y despertarás nuestros remordimientos. Además, en ti recae ahora la<br />
responsabilidad de nuestras exequias. Los logros de nuestra raza y de nuestros ancestros<br />
reposan sobre tus hombros. Es una carga, conocemos tu corazón; pero no te demores aquí,<br />
Señor de la Raza Bhárata. No necesito recordarte otra vez los deberes de un rey porque tú<br />
los has conocido siempre mejor que cualquier hombre.”<br />
Sin alzar la vista, Yudhisthira protestó: “Deja que se vayan mis hermanos y<br />
ordéname quedarme. Tengo dos madres y las serviré a ellas y a ti.” Yudhisthira, tras<br />
degustar los gozos y visiones, los frutos de la vida contemplativa que había soñado<br />
siempre, por primera vez en su vida pedía por sí mismo. “Quiero servir a mi madre”,<br />
repitió.<br />
Nosotros, los cinco Pandavas, estábamos sentados alrededor de nuestros tíos y<br />
nuestra madre, escuchando. Ahora, Sahadeva estalló: “Yudhisthira, te suplico que permitas<br />
que me quede yo. Yo no soy necesario en Hastina, pero tú sí.”<br />
Había tal pasión en su voz que Nakula vino y se sentó a junto a él en silenciosa<br />
solidaridad. Nakula no se iría sin su mellizo. Observé a Bhima. Aquí estábamos, habiendo<br />
ganado un imperio, deseosos sólo de la vida del bosque. Ni siquiera Bhima protestaba.<br />
Miraba el suelo, fruncido el ceño. Yudhisthira y Sahadeva contemplaban a nuestra madre,<br />
colmados sus rostros de dolor, esperando que algún decreto del cielo los librase de sus<br />
deberes reales. Al pasar la vista de ellos a mi madre, comprendí que de todos nosotros ella<br />
era la única libre, con su densa cabellera blanca sin arreglar y su arrugado rostro en calma.<br />
Quizás leyó ella mis pensamientos porque levantó la mano para apartarse el pelo<br />
enmarañado de la cara. Lo que vi me hirió el corazón. Tenía hinchados y arañados la<br />
quijada y el pómulo. Debía de haberse caído. No había nadie más que pudiese llevar<br />
nuestros tíos a bañarse, porque el viejo Sanjaya no podía asumir ya estas tareas. Eran tan<br />
82
frágiles, ellos tres. ¿Cómo podíamos abandonarla a su decisión... pues de su decisión se<br />
trataba? ¿Cómo osar contradecirla en ella? Las palabras de Krishna retornaron: Arjuna no<br />
ha matado su humana compasión. Ninguno de nosotros lo había hecho.<br />
Tras nuestro almuerzo de raíces y frutos del bosque decidimos acudir todos juntos a<br />
mi madre otra vez antes de su descanso del mediodía. Nos sentamos bajo un árbol junto al<br />
río. Yudhisthira era nuestro portavoz. De nuevo manifestó su súplica. Si no podía romper<br />
su voto de servir a sus mayores, había de quedarse con dos de nosotros.<br />
“Hijos míos”, repuso justo con esa voz, firme y tierna, que usara cuando regresamos<br />
con Draupadi de su swayamvara, “os amo a todos vosotros. Aunque Sahadeva es el más<br />
joven y mi cariño, tengo otras razones para el amor que siento por cada uno de vosotros. A<br />
través del primer hijo, una aprende de los gozos y peligros de la vida de una madre. Una<br />
aprende también que los niños son mucho más fuertes de lo que parecen. Así que con el<br />
segundo hijo y los que vienen después una sabe no tener miedo y puede disfrutarlos con<br />
menos ansiedad, a pesar de cada caída y de cada fiebre. Tras mi tercer hijo, Arjuna, pensé<br />
que era la última vez que tendría un hijo. Así fue en realidad, y lo saboreé como uno lo<br />
hace en las últimas ocasiones. Si bien sabía que Bhima sería siempre un niño, lo que<br />
constituye el deseo secreto de toda madre que no quiere perder a sus hijos, Arjuna no fue<br />
nunca realmente un niño... o, más bien, fue el niño de todo el mundo por su candor y<br />
nobleza. Pensar que era yo quien lo había traído al mundo me llenaba de un orgullo y una<br />
dicha incesantes.” Pausó y me dirigió una sonrisa, recordando. “La vida está repleta de<br />
enigmas. Cuando crees que nunca podrás amar de ningún otro modo, porque yo pensé que<br />
nunca se me darían más hijos, llegó Nakula con Sahadeva. De todos vosotros, Nakula fue<br />
siempre el que encontró la forma de hacerme las cosas fáciles. Ahora os hablo a todos del<br />
modo que le he hablado siempre a Nakula.”<br />
Se había obligado a sí misma a asumir de nuevo el papel de madre y a dirigirse a<br />
nosotros como tal.<br />
“Pero ahora he de hablaros de Karna. Toda mi vida, las madres me envidiaron por<br />
tener cinco hijos como vosotros. Tenía los mejores hijos del mundo. Nunca lo dudé. Ahora<br />
bien, la madre nacida en mí cuando era todavía una muchacha no podía calmar el hambre<br />
por el hijo que abandonara. Hice voto de que, si algún día llegaba a llamarme madre,<br />
sacrificaría en gratitud mi vida ayunando. Es el Señor quien nos alimenta. Ésta es la última<br />
cosa que podemos ofrendarle. Mi hambre es mi ofrenda.”<br />
Así que ayunaría hasta la muerte. No podíamos decir nada: era su voto y no admitía<br />
injerencia. Le suplicamos que nos permitiese quedarnos con ella para realizar los últimos<br />
ritos. ¿Qué madre puede rechazar la presencia del hijo que le encienda la pira? Pero ella<br />
sacudió la cabeza.<br />
“No haríais más que crearme sufrimiento y un sacrificio ha de ser gozoso y exento<br />
de dolor. ¿Qué hijo puede soportar ver a su madre consumirse sin urgirla a comer, aunque<br />
lo haga sólo en silencio? Es lo mismo que esperar que una madre no le insista a su hijo en<br />
que coma cuando se le quedan sin carne los huesos. No me arrastréis a eso de nuevo. Mi<br />
alimento viene ahora de otros mundos. Eso es lo que me sostiene. Dejarme seguir así es la<br />
única manera que tenéis ahora de nutrirme o sostenerme.”<br />
Sahadeva había dejado de llorar y Bhima, casi del todo. No había nada que<br />
pudiésemos decir. Ella había ido mucho más allá de lo que ordenaban los shastras y no<br />
tenía necesidad de ritos. Era la tía de Krishna. Era ella quien había dicho ‘luchad’ y quien<br />
había comprendido, mucho antes que nosotros, por qué teníamos que hacerlo así. Ella era<br />
quien había entendido la atrocidad de la partida de dados tanto como Draupadi, aunque<br />
83
sería sacrilegio ahora traer aquel episodio a la memoria. Kunti volvía a ser lo que había sido<br />
siempre para nosotros: lo que nos mantenía juntos. Sentimos tensarse el lazo que había<br />
tejido en torno a nosotros mientras ella misma se retiraba. Ella era el lazo mismo.<br />
“Seguid siempre con Draupadi”, dijo. “Siempre todos juntos.”<br />
Ésta fue su última conminación. Después no volvió a hablar. Draupadi, mi madre,<br />
Subhadra... tuve atisbos de cómo me habían modelado. Los kshatriyas olvidan a veces que<br />
no los forja sólo su maestro de armas<br />
84
CAPÍTULO XX<br />
Ocasionalmente, recibimos noticias de nuestros familiares por medio de peregrinos<br />
que pausaban en Hastina. Oímos que tío Dhritarashtra se había puesto piedras en la boca<br />
para poder mantener su voto de silencio. Se había lanzado a practicar las austeridades de los<br />
cinco fuegos en un calvijar, con una hoguera prendida en cada punto cardinal mientras el<br />
sol le ardía en la cabeza desnuda, que siempre había portado la diadema protegida por la<br />
sombra del blanco parasol real. Tenía los ojos inyectados en sangre y lacrimosos del calor y<br />
del humo. Nuestras madres estaban consumidas más allá de toda posibilidad de<br />
reconocerlas. Tía Gandhari ya no llevaba la venda en los ojos; no necesitaba aquel retazo de<br />
seda ahora que sus ojos, después de vivir tanto tiempo en la oscuridad, se negaban a ver<br />
incluso sin él.<br />
Mientras, habíamos recaído de nuevo en la rutina de palacio, una vida de sedajes,<br />
perfumes y decoro... y cámara del consejo. El modo en que pensábamos en ellos ahora no<br />
era muy diferente de la forma en que lo hacíamos de tío Vidura. Sin embargo, cuando<br />
meses más tarde Sanjaya nos trajo la noticia de que habían perecido en una conflagración<br />
del bosque, los lloramos como si hubiesen partido de palacio sólo ayer.<br />
Mucho preocupaba a la gente, en especial a las viudas de sus hijos, que el fuego que<br />
los había abrasado no hubiese sido santificado. Algunos de los brahmines dijeron que, en<br />
aquellas circunstancias, les resultaría difícil llevar a cabo en Hastina los ritos en su<br />
integridad. Yudhisthira, cuyo respeto por los brahmines era el tema de incontables cantares<br />
bárdicos, les contradijo aseverando que cualquier fuego que los hubiese tocado habría<br />
quedado por ese mismo contacto santificado. Los sacerdotes parecieron recelosos al oírlo,<br />
pues cualquier fuego que toca un cadáver se vuelve impuro y debe ser apagado.<br />
Por Sanjaya nos enteramos de que tío Dhritarashtra había estado vagando por el<br />
bosque mientras él mismo y las dos reinas lo seguían. El último día, al alejarse de la orilla<br />
del río tras sus abluciones matutinas, se levantó un fuerte viento y llegó un murmullo y un<br />
recrujir de ramas como el sonido de algo que mascase huesos.<br />
“Los elefantes fueron los primeros en berrear y trompetear su agonía. Pasaron<br />
atronadores, intentando llegar al río, pero el fuego les cortaba el paso. Vimos a dos leones<br />
saltar sobre el muro de llamas para alcanzar el Bhagirathi. Toda una manada de antílopes<br />
consiguió saltarlo y se salvó. Pero las criaturas reptantes, las serpientes, también los jabalíes<br />
salvajes y las liebres podían huir sólo en dirección opuesta. Traté de arrastrar a mi señor y a<br />
mi reina a la salvación, pero estaban débiles y caminaban lentos por la falta de alimentos.<br />
Mi señora reina sólo era capaz de arrastrar poco a poco los pies, con pasos diminutos. Ya<br />
sabéis, sus pequeños pies, acostumbrados tantos años a los suelos pulidos, nunca habían<br />
llegado a endurecerse en el bosque. Todos ellos tenían los pies arañados y sucios de polvo,<br />
pero eran pies regios hasta el fin. Intenté salvarlos a todos. Era la primera vez que los<br />
desobedecía. Traté de levantarlos uno por uno, pero se resistieron con cuerpos de pronto<br />
pesados. Tenían decidido que la conflagración había sido enviada para ellos. El rey sujetaba<br />
aún el cucharón ritual con su fuego. ‘¿No te das cuenta de que esto es la Gracia de Agni?’,<br />
me dijo vuestra regia madre. ‘Ha venido a aceptarnos. Nosotros somos la ofrenda, Sanjaya.’<br />
Aquel rey intachable me despidió con un gesto. Había tal majestad en él... Más que en<br />
cualquier otra ocasión de su vida, fue monarca esta última. ¿Cómo podía yo, yo que había<br />
85
sido sus ojos incluso en la gran batalla, yo, con quien había llorado a Duryodhana cuando<br />
murió, yo que lo había compartido todo con él, incluso en el bosque... cómo podía yo<br />
dejarlo ahora? ¿Cómo podía no acompañarlo en el viaje desconocido? ¿Cómo había de<br />
partir él sin su auriga? Imploré a las damas reales. ‘El carro de Indra vendrá a buscarlo’,<br />
dijo la reina Gandhari. Vuestra regia madre añadió: ‘¿Quién le dirá a nuestros hijos que<br />
marchamos contentos y que Agni nos purificó para el viaje? Recuérdales que el agua, el<br />
fuego, el viento y el ayuno confieren el mérito más grande como medios de la muerte. Que<br />
no haya duelo.’ Aún me negué a partir. Entonces, una vez más el rey me hizo el gesto que<br />
decía ‘¡ve!’ y vuestra reina madre dijo: ‘Sanjaya, has de irte porque, si te quedas, ¿cómo<br />
concentraremos nuestras mentes?’ Aquel gesto y estas palabras pusieron orden en el caos<br />
que era mi alma. El rey se sentó mirando al oriente. Las reinas tras él. Eran como postes de<br />
madera. Les dediqué una pradakshina y los honré con una completa postración. Después,<br />
apelando a todas mis energías, forcé mis débiles miembros a salvar este cuerpo en aras de<br />
la encomendada misión. Alcancé el río Bhagirathi donde unos ascetas me asistieron y me<br />
pusieron hierbas en las quemaduras. Fue allí donde decidí que, cuando mi tarea en Hastina<br />
terminase, partiría hacia la Morada de las Nieves. Si el viento, el fuego y el agua son<br />
medios meritorios de dejar el cuerpo, el fuego del hielo habrá de servir también”<br />
Habíamos abrigado la esperanza de que se quedase con nosotros, noble recuerdo de<br />
una era que había pasado; pero no hubo modo de convencerlo. En algún lugar del Himalaya<br />
se sentaría mirando al oriente y retornaría a sus señores.<br />
Yudhisthira dijo, reflexivo: “¿Quién puede prever el final de un hombre antes de<br />
que tenga lugar? Cuando éramos muchachos recién llegados del bosque, vimos a tío<br />
Dhritarashtra como un dios, abanicado por flabelos de pluma de pavo real que movían<br />
deliciosas muchachas y oímos los cantos de los sutas despertarlo cada día. Pensar que ahora<br />
sus huesos los abanican las alas de los buitres...” Tras una pausa, añadió: “¿Por qué pedí<br />
aquellas cinco ciudades? ¿Por qué combatimos?” Miró alrededor, meditativo. “¿De qué<br />
trataba todo esto? ¿Por qué no seguimos tras sus pasos?”<br />
Los sonidos de las lamentaciones empezaron a llegarnos desde el departamento de<br />
las mujeres.<br />
86
CAPÍTULO XXI<br />
Aún había muchas cosas por las que sentir gratitud y la principal de ellas era<br />
Parikshita. Éste crecía en rectitud y fuerza, fiel a su promesa. El abuelo Vyasa, que pasaba<br />
ahora a menudo por Hastina, observó un día que mi nieto tenía el don de curar. Al oír sus<br />
palabras, vi a Kalidasa y recordé cómo acostumbraba Parikshita a aliviarlo y de qué forma<br />
la fiebre del caballo remitió en cuanto lo tocó la mano del niño.<br />
Parikshita aprendía de todos. Yuyutsu y Kripacharya eran sus amigos, y yo podía<br />
ver en él la promesa de un arquero no menor que su padre. Pero el muchacho aprendía<br />
sobre todo de Shuka. Cuando Shuka no estaba, soñaba con él. Cuando Shuka estaba, pasaba<br />
los días vagando por los campos o trepando a los montes y hablándoles a las águilas y a los<br />
osos o jugando en las nubes y curando a los animales heridos.<br />
Una vez les vi llamar a una bandada de grullas migradoras que volaban hacia la<br />
Morada de las Nieves y éstas se dejaron caer del cielo para posarse alrededor de ellos. Era<br />
como ver un astra desviada de su destino. Parikshita me observaba con ojos divertidos que<br />
me decían que ellos no tenían mantras, simplemente mandaban mensajes de amor. Si el<br />
amor podía hacer esto, pensé yo, librémonos entonces de todos los astras. Contemplé los<br />
ojos de Shuka. Aquello que cautivaba aves podía cautivar corazones humanos. El mío se<br />
conmovió. Ni siquiera el gran desapego de Vyasa había resistido esta emanación de un dios<br />
anónimo. Shuka era el más querido de su corazón. Una día que Shuka estaba lejos, me dijo<br />
Parikshita: “Shuka no se ha ido. Está conmigo todo el tiempo. Estaremos juntos siempre.<br />
Así me lo ha prometido.”<br />
“El príncipe tiene razón”, dijo el abuelo Vyasa. “Algunas veces Shuka se irá a la<br />
Morada de las Nieves por muchos meses.”<br />
“¿No sientes tú nunca su ausencia, abuelo?”, le pregunté.<br />
El patriarca me dirigió aquella sonrisa suya que me hacía sentirme como un niño<br />
pequeño otra vez.<br />
“A veces sí. Y entonces lo llamo tal como lo llamé en una ocasión. Escucha: Shuka,<br />
Shuka, Shuka...”<br />
Las ardillas bajaron precipitadas de los árboles y se sentaron alrededor de Vyasa y<br />
los ciervos llegaron a saltos de las corrientes, aún húmedos los hocicos. Las nubes pausaron<br />
en lo alto como atrapadas en el cabello de Shuka. Fue entonces cuando lo vi y supe que<br />
tenían razón. Shuka estaba en todas las cosas, en todas partes. En los sacrificios, en los<br />
debates, había oído yo discutir a los sacerdotes sobre el Brahman indiferenciado. Nunca<br />
habían tenido mucho sentido para mí, aquellas controversias. Las palabras nunca atraparían<br />
el milagro que era Shuka.<br />
Sin embargo, con Shuka en la caverna de las cumbres y Krishna al otro lado del<br />
desierto, me colmaba un presentimiento que no había tenido nunca.<br />
87
SEGUNDA PARTE<br />
DWARAKA<br />
88
CAPÍTULO XXII<br />
Vientos soplaron del desierto, fuertes y secos, portadores de polvo. Apenas habían<br />
rociado los sirvientes de agua perfumada los abanicos de hierbas, se habían secado éstos<br />
otra vez. El aire era caliente. El polvo se nos pegaba a la garganta. La inquietud nos<br />
saturaba.<br />
Al amanecer, al mismo disco del sol lo velaba el polvo. Más tarde en el día, tanto el<br />
sol como la luna mostraban sorna: borrosos los bordes, negro y rojo ceniciento el color. El<br />
horizonte había sido devorado por la niebla y, cuando los pájaros volaron en círculos, con<br />
grita estridente, de derecha a izquierda, nuestros corazones no pudieron seguir ignorando<br />
los presagios. Empecé a soñar con Krishna, que siempre sonreía. Una y otra vez me decía:<br />
“Arjuna, nunca olvides que estamos juntos. Nara y Narayana. Nada puede separarnos.”<br />
Despertaba por la mañana con el corazón rebosante de dulzura. Una vez soñé con Samba<br />
disfrazado de mujer embarazada. Cuando le pregunté a Subhadra qué podía significar<br />
aquello, se puso una mano en la boca y posó otra en mi corazón. Antes de que pudiese<br />
disimular su desmayo, recordé la historia. Samba había hecho recaer sobre sí mismo una<br />
maldición del sabio Vishwamitra cuando, fingiendo ser una mujer embarazada, pidió al<br />
rishi que profetizase el sexo de la criatura. Se contaba que Vishwamitra había invocado una<br />
temible barra de hierro que con el tiempo destruiría a los Vrishnis y a los Andhakas. El<br />
Señor de Dwaraka, Ugrasena, había ordenado que se redujese a polvo y fuese arrojada al<br />
mar.<br />
“Amado mío”, me dijo Subhadra, “no sabemos si ha llegado el tiempo. Krishna<br />
aseguró que te llamaría cuando tuviese necesidad de ti. Incluso si ha llegado el tiempo, sólo<br />
hay una cosa que tener en mente: sumisión. Inmaculado, el destino de mi hermano está más<br />
allá de nuestro entendimiento. Fue salvado al nacer de la maldad de Kamsa; nadie puede<br />
alterar lo que le haya de ocurrir. ¿No dices que viene a ti sonriendo cada noche?”<br />
Pero, cuando le conté a Satyaki mi sueño, partió hacia Dwaraka al día siguiente. Tía<br />
Gandhari había maldecido a Krishna también, tras el Kurukshetra, por no haber evitado la<br />
masacre. Él y sus parientes, dijo la reina, se matarían uno a otro en una reyerta alcohólica.<br />
Oímos que, por orden de Krishna, se había prohibido a todo el mundo hacer vinos.<br />
Cualquiera hallado con alcohol sería ejecutado a la primera ofensa. Esto me dio cierta<br />
confianza. Enviamos mensajeros a través del desierto y llegó noticia de que todo estaba en<br />
paz y en orden, y que las tabernas estaban cerradas aún. Incluso Balarama había dejado los<br />
licores. Hubo mensajes de amor para Subhadra y para mí, y a Parikshita se le recordó<br />
tiernamente que un día sería rey y que debía comportarse siempre como tal. No hubo<br />
nuevos portentos y nuestros recelos se desvanecieron. No puedes vivir siempre con miedo<br />
de lo que ocurrirá y los mensajes de Krishna no portaban ni un indicio de perturbación.<br />
Lunas más tarde, noticias oficiosas cruzaron el desierto para hacer correr su historia en<br />
nuestras propias tabernas, que no estaban cerradas. No puede uno fiarse siempre de tales<br />
historias, pero por este conducto nos enteramos en su tiempo de los propósitos asesinos de<br />
Kanika hacia nosotros.<br />
¿Qué eran aquellas historias? ¿La exageración de una familia asustada que había<br />
perdido a un pariente? Pensé en la ciudad deliciosa que Krishna construyera a la orilla del<br />
mar, los árboles en flor, los altos aleros de las casas llenos siempre de aves canoras, los<br />
palacios fulgurantes de sus reinas, mi primera imagen de Subhadra... Habría querido tomar<br />
89
a Subhadra y a Parikshita, que nunca había estado en Dwaraka, y cruzar el desierto otra<br />
vez, pero teníamos ritos fúnebres que realizar por nuestros parientes. Tuve que<br />
conformarme, así, con las visitas de Krishna en sueños. Krishna sonreía aún, sonreía<br />
siempre. A veces estábamos de vuelta en Indraprastha contemplando a los caballos salvajes<br />
venir del bosque, como si conociesen su destino. A veces nos sentábamos otra vez en la<br />
gran sabha, o caminábamos junto al río donde Agni se nos apareciera como un hambriento<br />
brahmín; pero lo más hermoso era cuando retornábamos al primer día del Kurukshetra y<br />
Krishna me elevaba a los mundos más allá de este mundo. Yo sabía que él me preparaba y<br />
fortalecía con estas vislumbres como diciéndome: Aférrate a esto en los tiempos por venir.<br />
Según una de las habladurías de nuestras tabernas, Kala, dios del Tiempo, había<br />
empezado a recorrer las calles de Dwaraka. A algunos se les aparecía calvo y negro de piel.<br />
Para otros, era un espíritu terrible y fiero, pero incorpóreo. Se asomaba a las casas y<br />
atemorizaba a las mujeres. Los niños nacían antes de tiempo. Críos caían al suelo presas de<br />
convulsiones. Los guerreros Vrishni le disparaban flechas que no servían de nada. Y decían<br />
así que, puesto que nada podía destruirlo, debía de ser el Destructor de las Criaturas.<br />
Los vientos habían cambiado y soplaban ahora hacia Dwaraka. Como nosotros<br />
habíamos sufrido el viento en Hastina y ningún gran desastre lo había seguido, concluimos<br />
que no había motivo de alarma. Sin embargo, yo recelaba. Las historias se volvieron de<br />
pronto más terribles y se propagaron más allá de las tabernas. Por las calles de Dwaraka,<br />
decían, pululaban ratas y otros roedores. Las vasijas de arcilla se resquebrajaban y rompían<br />
sin causa material. Los pájaros sarika, de mal agüero, cantaban desde las cimas de las casas<br />
de los Vrishnis. Las cabras aullaban como chacales. La gente vivía en pánico, olvidada de<br />
toda moralidad. Las esposas eran ignoradas por los maridos y éstos engañados por sus<br />
esposas. Los fuegos sacrificiales ardían con humosas llamaradas púrpuras, azules y rojas. A<br />
las horas sagradas de las plegarias matutinas y vespertinas, troncos humanos sin cabeza<br />
rodeaban el sol. Innumerables gusanos aparecían en la comida recién cocinada. Aunque los<br />
sacerdotes intentaban expulsar el mal, al cantar sus mantras o recitar sus slokas, el patullar<br />
de invisibles ejércitos ecoaba por las calles.<br />
Creí que no podían contarse ya más horrores, pero otro informe me heló el corazón:<br />
cuando los Vrishnis soplaban sus caracolas para dispersar el mal, las notas auspiciosas eran<br />
respondidas por el terrible orneo de los asnos. Krishna, entonces, convocó a su pueblo y les<br />
explicó que, coincidiendo con la decimocuarta lunación, había vuelto a aparecer la luna<br />
nueva y que ello era el portento de Rahu para su destrucción. Yo había visto estos presagios<br />
sólo una vez, cuando los ejércitos formaron en el Kurukshetra, y decidí viajar a Dwaraka,<br />
aunque quedaban importantes ritos por nuestra madre que celebrar. Entonces, llegó aun otra<br />
historia a través del desierto: bajo las mismas narices de Daruka, el auriga de Krishna, sus<br />
cuatro nobles corceles habían partido desbocados tirando del carro sobre la superficie del<br />
océano. El carro había cruzado varias yojanas de agua. El emblema del Garuda fue<br />
arrebatado por los aires y mucha gente vio a apsaras llevárselo. Un auriga que había estado<br />
al servicio de tío Dhritarashtra y que yo había enviado a Dwaraka confirmó este relato.<br />
Aunque nos hallábamos ahora en medio de los ritos por nuestra familia, decidí ir a Krishna<br />
y le pedí permiso a Yudhisthira, que dijo que mi viaje tendría que esperar: era impensable<br />
que me fuese en semejante momento. Todos me recordaron las últimas palabras de mi<br />
madre de que debíamos permanecer juntos. Pero mi mente no dejó por ello de titubear.<br />
Krishna había prometido que me llamaría y la imagen de su carro fuera de control se me<br />
antojaba como un aviso. Aunque sin entusiasmo, sólo Subhadra me dio permiso para partir.<br />
“Inmaculado, haz lo que tengas que hacer.”<br />
90
Me despedí de Yudhisthira. Al llevarme a los ojos el polvo de sus pies, me abrazó y<br />
aspiró repetidamente el perfume de mi cabeza. Estaba lleno de oscuros presagios y quizás<br />
pensó que no me vería vivo nunca más. Yo tenía que partir al amanecer del día siguiente.<br />
Aquella noche vi a Krishna en sueños. Me dijo que no me había llamado todavía. El tiempo<br />
no había llegado. Estábamos sentados en su carro y él me mostraba que tenía los corceles<br />
bajo control. Todos ellos se giraban para mirarme. Daruka no estaba. Krishna sujetaba las<br />
riendas y yo estaba sentado detrás de él, como durante toda la guerra. Entonces, sin hablar,<br />
ordenó avanzar a los caballos. Dedicamos una pradakshina a la ciudad. Era la Dwaraka que<br />
yo recordaba. Había guirnaldas en las calles y pequeñas lámparas brillaban por todas partes.<br />
No había signo de espíritus malignos. Los tenderetes vendían dulces y festivos pasteles.<br />
Los caballos iniciaron una amplia curva y atravesamos las mismas puertas de la<br />
fortaleza por las que yo escapara con Subhadra. Sabía que Krishna lo recordaba, aunque no<br />
cruzamos ninguna palabra al respecto. Rodeamos la montaña y lanzamos los caballos a un<br />
suave galope por la orilla del mar, levantando un fino roción que nos dejaba sabor a sal en<br />
los labios. Las crines de los corceles volaban. Su galope se hizo más rápido y los cascos<br />
dejaron de tocar la arena. Era como el carro de Indra una vez más. Las olas, las<br />
ondulaciones de los músculos de los caballos y los latidos de nuestros propios corazones<br />
eran un ritmo único.<br />
Krishna se giró otra vez y me dijo: “Ahora desciende, Arjuna.”<br />
Yo no quería hacerlo, al recordar que la primera vez que pronunció estas palabras<br />
mi carro quedó reducido a cenizas. Protesté, aún sin palabras; luego dije que lo haría, si él<br />
bajaba del carro también. Krishna sonrió y repuso que había prometido llamarme en su<br />
momento. ¿Había roto su promesa alguna vez? Yo debía obedecer, dijo, la orden de mi<br />
madre de que todos sus hijos permanecieran juntos hasta que él me llamara.<br />
Y no partí hacia Dwaraka. No había llegado el tiempo.<br />
Recibimos más tarde buenas noticias. Los Vrishnis y los Andhakas habían salido de<br />
la ciudad en una gran procesión hacia las aguas sagradas de Prabhasa, donde los malos<br />
espíritus serían rechazados. Todo el mundo, hombres, mujeres y niños, dejaron la ciudad en<br />
carros, a caballo o elefante. También los Yadavas marcharon hacia Prabhasa con<br />
provisiones suficientes para acampar allí durante algún tiempo. Uddhava, especial devoto<br />
de Krishna, le había pedido a este último permiso para dejar su cuerpo yóguicamente. El<br />
deseo le fue concedido. No supimos muy bien qué sentido atribuir a esta noticia. Krishna<br />
nos había dicho siempre que el nuestro era un yoga guerrero. Pero ésta fue la última noticia<br />
que tuvimos de Prabhasa antes de que Krishna me llamase en sueños.<br />
“Primo, tengo trabajo para ti”, dijo. “Prometí llamarte. Ha llegado la hora. Trae un<br />
ejército contigo para escoltar a nuestras mujeres.” Luego me abrazó. Desperté con el<br />
corazón rebosante del recuerdo de su contacto.<br />
91
CAPÍTULO XXIII<br />
La mañana siguiente, después de mis abluciones y de adorar al Hacedor del Día, me<br />
puse en marcha con mis hombres. Llena de interrogantes tenía la cabeza. ¿A dónde tendría<br />
que escoltar las damas? ¿Vendrían éstas a Hastina a visitar a Subhadra y a Draupadi? No<br />
importaba. Quisiera lo que quisiera Krishna así se haría. Siempre que me había dejado guiar<br />
por él, las cosas habían tomado la forma idónea. El tiempo en que podría haberlo<br />
cuestionado quedaba muy atrás, era otra vida. Y sin embargo, tenía la mente tan colmada<br />
del pasado como del futuro. Esta vez no sería Samba quien me recibiera a las puertas de<br />
Dwaraka. Sonreí al recordar mis expectativas de bienvenida durante mi campaña del<br />
Ashwamedha y que sólo mi tío Vasudeva, el padre de Krishna, me salvó de cierta<br />
ignominia. Esta vez, Krishna estaría allí para abrazarme, y también Satyaki. Los más<br />
jóvenes me pondrían las guirnaldas y me hisoparían con agua aromatizada de rosas.<br />
Dwaraka sería una vez más la Dwaraka de Krishna.<br />
Los espíritus malignos habrían volado a estas alturas, lavados por las aguas de<br />
Prabhasa.<br />
Pero al pensar en Satyaki, me pregunté si Kritavarman, que fuera amigo de<br />
Bhurisravas, y él habrían acabado por enterrar su enemistad. Bien, allí estaba Krishna para<br />
preocuparse de que así fuera. ¿Eran los espectros del Kurukshetra lo que de aquel modo<br />
habían perturbado la ciudad? ¿Quedaba todavía algún espíritu que propiciarse? ¿Había sido<br />
olvidado, pues, alguno de los ritos? ¿Era ésta la razón de que Krishna me llamase? Krishna<br />
no tenía necesidad de ritos. Yo había esperado su invitación una eternidad, pero siempre se<br />
cruzaba algo en el camino, siempre surgía alguna razón para que Krishna me recordase<br />
todo lo que habíamos hecho para sentar a Yudhisthira en el trono y hasta qué punto<br />
necesitaba mi hermano mayor mi apoyo.<br />
“Tú eres el principal de sus cuatro pilares”, decía Krishna. “Eres un dedo de la<br />
mano”... aunque ambos sabíamos que él era a quien yo me sentía atado.<br />
92
CAPÍTULO XXIV<br />
Tanto como el gozo ante la perspectiva de ver a Krishna, sentía la característica<br />
elevación de espíritu kshatriya. Nos contaríamos historias del Kurukshetra, recordaríamos<br />
riendo cómo bailamos con Bhima sobre los tambores en las afueras de la ciudad de<br />
Jarasandha tantos años atrás o, mejor incluso, hablaríamos de un futuro en el que no<br />
hubiese necesidad de la guerra y una nueva luz brillase en las mentes de los hombres.<br />
“¿Qué harás con tu compasión entonces, Jishnu?”, se burlaba Krishna de mí en estas<br />
ocasiones. Arjuna, yo no tengo el poder para cambiar ciertas cosas que están<br />
predestinadas. ¿Era un recuerdo esto? Parecía decir estas palabras en mi cabeza en aquel<br />
mismo momento, cuando mi carro tomó la carretera que bordeaba el mar.<br />
Los carros que venían hacia nosotros aminoraron la marcha y yo le ordené a mi<br />
auriga detener el nuestro. Momentos después reconocí a Daruka, en pie ante mí. Movía la<br />
boca pero no podía formar palabras. Las lágrimas le llenaban los ojos y estalló en sollozos<br />
cuando trató de hablar. La premonición era fría en mi vientre y gusanos treparon de él para<br />
instalarse en mi corazón. Pero mi mente era lenta en comprender. Yo sabía únicamente que<br />
ahora estaba solo. Me volví hacia el hombre que estaba junto a Daruka, un consejero del<br />
padre de Krishna.<br />
“Nuestro señor se ha ido”, dijo éste.<br />
Fue la compasión por mí en sus ojos lo que me hizo entender. Giré la cabeza a un<br />
lado y a otro. Halle el Gandiva en mis manos y traté de romperlo en la rodilla, como cuando<br />
partes el arco de un guerrero que ha muerto... pero no tenía fuerzas y una voz en la cabeza<br />
me dijo: ¿Qué haces? Éste es Gandiva.<br />
Al mismo tiempo, habló Daruka: “Hemos partido el arco de Sri Krishna y lo hemos<br />
puesto a su lado, príncipe Arjuna. Tendrás necesidad del Gandiva. Sri Krishna te ha<br />
ordenado proteger a las mujeres y los niños.”<br />
Sus palabras rebotaron en mi mente y luego retornaron. Mis manos habían tratado<br />
de quebrar el Gandiva, no por Krishna, sino por Arjuna, que estaba muerto. Mi cuerpo y<br />
mis manos lo supieron antes de que la idea me alcanzase la cabeza. Bajé la vista hacia el<br />
océano. Conocía bien este lugar de los días en que paseaba por la playa con Krishna. Había<br />
un afloramiento rocoso en el que yo había estado con él, pero que se veía casi sumergido<br />
ahora. El mar se agitaba de un modo que trataba de decirme algo. Había mucha menos<br />
playa de la que yo recordaba.<br />
Un rato después, ecoé: “...las mujeres y los niños.”<br />
Daruka cerró los ojos y se mordió el bigote para forzarse a sí mismo a hablar.<br />
“Príncipe Arjuna, todos los demás están muertos. Todos los guerreros.”<br />
Observé a las olas rizarse. Había algo protervo en aquellos rizos. En el fondo de mi<br />
desolación y entumecimiento, algo despertó. Comprendí lo que iba a suceder y no lo<br />
lamenté: sin Krishna, Dwaraka era algo que debía ser barrido de la faz de la Tierra. Y no<br />
había lugar para la tristeza en mí. Cuando estás muerto, no puedes llorar.<br />
“¿Satyaki?”<br />
“Está muerto.”<br />
“¿Kritavarman?”<br />
“Fue asesinado por Sri Satyaki. Hubo...” Daruka dudó. “...una batalla. Todos están<br />
muertos.”<br />
93
Si no había lágrimas en mí por la muerte de Krishna, también yo estaba muerto. Mis<br />
manos lo habían sabido cuando se tensaron sobre el arco. Pero ahora sentía una rabia<br />
atónita. Krishna lo había sabido y no me había dejado venir. Lo había sabido mucho antes<br />
de llamarme y no me había permitido morir junto a él como un guerrero con el rostro hacia<br />
el enemigo. Todo el mundo estaba muerto, excepto las mujeres y los Pandavas. Éramos la<br />
ofrenda naivaidya que el Señor ha rechazado. El sacrificio del que el fuego se aparta.<br />
Sacudí la cabeza para alejar estos pensamientos. Krishna no me habría hecho esto a mí, no<br />
me habría olvidado, no después de aquellos dieciocho días juntos en un carro compartiendo<br />
cada idea, cada movimiento, fundidos en un solo astra lanzado contra la falsedad que era<br />
Duryodhana. No podía ser. Nara y Narayana tenían que morir juntos.<br />
“Daruka”, grité de pronto, “¡dime la verdad! ¿Cuándo te envió Sri Krishna? ¿Por<br />
qué no has venido antes?” Noté unas manos en mis hombros desde detrás. De repente, algo<br />
me apartaba y supe que había estado zarandeando a Daruka.<br />
“Atended al príncipe”, decía éste con voz de quebranto, mientras manos ajenas<br />
empezaban a acariciarme la espalda y los hombros.<br />
Daruka se inclinó para recoger el Gandiva. No había notado yo que tenía el pie<br />
encima del arco. Podría haber sido una rama muerta lo que quitasen de debajo de mí. No<br />
me servía ya de nada. Cuando la cabeza comenzó a aclarárseme un poco, vi que aún le<br />
quedaba una tarea al Gandiva. Así que lo tomé y lo limpié con mi angavastra. Fuera cual<br />
fuese la omisión de Krishna, tenía que ofrecerle lo que un guerrero muerto exige. La vida<br />
de aquel que se la había quitado.<br />
“¿Por mano de quién cayó Sri Krishna?”, inquirí.<br />
“Fue un accidente”, respondió Daruka mientras me conducía a un carro.<br />
Me volví hacia él. “No hubo nunca accidentes en la vida de Sri Krishna.”<br />
“Siéntate, príncipe, por favor. Sri Krishna había visto morir a todos sus hijos y<br />
parientes. Fue a sentarse en meditación. La flecha de un cazador le alcanzó el pie.”<br />
La flecha de un cazador. No había entonces nadie en quien descargar mi ira. Esta<br />
idea me abrasaba la mente. Yo me había quedado a salvo en Hastina, tranquilizado por<br />
sueños en los que un Krishna risueño me aseguraba que todo iba bien.<br />
“¿Dónde está el cuerpo de Sri Krishna?”<br />
“En el palacio de su padre. El Señor Vasudeva me ordenó llevarte a él.”<br />
Mi tío estaba vivo, aunque demasiado viejo y frágil para haber asistido a los ritos<br />
fúnebres por nuestra madre, su única hermana. ¿Sobreviviría a la muerte de su hijo más<br />
querido? Yo estaba sentado en el carro, detrás de Daruka. El auriga se volvió para darme<br />
más instrucciones.<br />
“Puede que Sri Vasudeva no recuerde todo lo que su hijo quería que hicieras. Con tu<br />
permiso, príncipe, yo te informaré. El príncipe Vajra ha de ser llevado a Indraprastha con su<br />
madre.”<br />
Habíamos discutido esto ya. Se había decidido durante el Ashwamedha, tras la<br />
muerte de Puru, que el nieto de Krishna reinaría en Indraprastha. Tenía, pues, cosas que<br />
hacer aún, aunque éstas no me proporcionasen la dulzura de vengar la muerte de Krishna.<br />
Así sea, me dije. Haría lo que se me pedía.<br />
“Hardikyatanayam, el hijo de Sri Kritavarman, ha de ocupar el trono de<br />
Martikavarta y el hijo de Sri Satyaki debe regresar contigo a Hastina hasta que sea lo<br />
bastante mayor para gobernar. Las damas y los niños han de ser llevados a Hastina también,<br />
príncipe Arjuna.”<br />
94
Sabía que ni siquiera después de cumplir con estos deberes sería libre de unirme a<br />
Krishna. Estaba Parikshita para impedírmelo. Me hallaba tan firmemente encadenado como<br />
un rey cautivo en las mazmorras de Jarasandha. No podía ir a Krishna. Ni tan sólo lo sentía<br />
cerca de mí. Krishna había sido real sólo en mis sueños.<br />
El mar silbaba, arrojándose contra las rocas y mis sueños como para arrasarlos. El<br />
rostro sonriente de Krishna quedaba ahogado por las olas invasoras. Este cielo cada vez<br />
más bajo tenía una substancia más espesa que mi memoria de Krishna. El agua parecía<br />
plomo fundido en agitación. Tampoco les gustaba el mar a los caballos de nuestro carro.<br />
Arqueaban el cuello y barrían el suelo.<br />
Daruka me decía aún las cosas que quedaban por hacer. Estaban los cuerpos. Había<br />
que disponer de ellos, si las aguas del mar permitían al fuego fúnebre realizar su función.<br />
No me importaba a mí si Dwaraka era destruida por Indra o por Agni. Sin embargo, un<br />
mínimo propósito y un entumecido silencio empezaron a infiltrarse en mi rabia y mi dolor.<br />
Una vez le pregunté a Krishna acerca de la maldición que pendía sobre Dwaraka y él me<br />
respondió que, de una forma u otra, Dwaraka se acabaría cuando él se fuera. Terminó con<br />
una broma: “Así podremos dar salida también al punya de tía Gandhari.” Nadie quedaba<br />
que pudiera volver a decirme cosas como aquélla y me puse a llorar.<br />
Sin que se lo dijera, Daruka había chasqueado el látigo sobre los caballos, que<br />
habían alargado el paso. Su espuma volaba hacia nosotros. No traía la sensación de la<br />
batalla. Ahora nos aproximábamos a las puertas de Dwaraka, pero faltaba la dulzura y la<br />
bienvenida. Sólo amargura me llenaba el corazón. Llegamos a un recodo del camino y, al<br />
distanciarnos del agua, le dije que nos volveríamos a encontrar. Luego el sonido del océano<br />
se perdió bajo el tambor de los cascos galopantes de los caballos.<br />
95
CAPÍTULO XXV<br />
Al llegar a una corriente, nos detuvimos para abrevar los brutos. Aproveché la<br />
oportunidad para seguir indagando lo ocurrido. “Daruka, dime lo que pasó. ¿De quién fue<br />
la culpa?”, preguntó el guerrero en mí. Sin duda había algo aún que pudiera hacer. Daruka<br />
movió la cabeza. Debió de ver mis pensamientos.<br />
“Fue el mismo Kala”, dijo. “Incluso de día se le veía recorrer las calles. Era el<br />
Tiempo y la Muerte misma. Uno no puede matar a Kala, príncipe Arjuna. Era terrible su<br />
aspecto, fiero y tremendo. La piel la tenía negra. Se asomaba a las casas. Algunos de los<br />
arqueros Vrishni le arrojaron flechas. Todo en vano. Los vientos soplaban con fuerza,<br />
trayendo polvo y cosas malignas con ellos. Noche y día observaban los ritos los<br />
brahmines.”<br />
Daruka se deslizaba a su vena de bardo y no se le podía detener o apurar con<br />
preguntas. Me sumergí otra vez en el horror de lo que oyera ya en Hastina.<br />
“Los fuegos sacrificiales se inclinaban hacia la izquierda y brillaban con luz<br />
cenicienta. Los sacerdotes perdieron el ánimo. Por las noches, ratas y ratones<br />
mordisqueaban las uñas de los hombres dormidos. Los pájaros sarika entonaban sus<br />
misteriosos sonidos posados sobre las casas Vrishni. De día y de noche clamaban: Ven,<br />
vámonos, es hora ya.”<br />
Escalofríos me recorrieron.<br />
“Los chacales aullaban día y noche y las cabras se dieron a imitarlos. Ningún pájaro<br />
de mal agüero se quedaba fuera de las casas. Una vaca parió un asno en lugar de un ternero<br />
y de las elefantas nacían terneros con dos cabezas y ocho miembros. Luego, tres lunaciones<br />
producidas por Rahu fueron vistas en un único día solar. Tras este signo fatídico, Sri<br />
Arjuna, los corazones de las gentes quedaron emponzoñados. Las tabernas habían sido<br />
cerradas por orden de Sri Krishna, pero el vino se vendía en secreto. Los sacerdotes no eran<br />
respetados. Samba y Sarana, borrachos y beligerantes, arrastraron a dos ancianos brahmines<br />
a la calle y llamaron a la gente a gritos para que vieran qué inútiles eran sus incesantes<br />
cantos. Creo que, si Sri Krishna y Sri Balarama no llegan a detenerlos, habrían arrojado los<br />
sacerdotes a los hoyos sacrificiales. Tal era la vesania del momento. Esposas y maridos<br />
buscaban otras parejas y en toda la ciudad se había perdido la vergüenza. No había<br />
esperanza en los ojos de las gentes y las constelaciones eran tremendas. Sri Krishna supo<br />
que el tiempo había llegado. Envió mensajeros a fin de reunir a todos los Vrishnis para una<br />
peregrinación a las aguas sagradas de Prabhasa. Allí fue donde empezó...”<br />
Al ver que el dolor no lo dejaba seguir hablando, le pedí que me llevase al padre de<br />
Krishna.<br />
La fortaleza se erguía sobre nosotros. Había resistido todo intento de violar sus<br />
muros. Pocos lo habían intentado.<br />
Ahora las puertas estaban desguardadas y ello me dijo todo lo que necesitaba saber<br />
sobre la ciudad. Las mujeres erraban por aquí y por allá como espectros, a menudo sin<br />
apartarse siquiera del camino de los carros. Parecían haber perdido los sentidos; muchas de<br />
ellas no vestían más que harapos, después de desgarrarse las ropas en su dolor. Algunas<br />
portaban niños o conducían a ancianos de la mano. Eran mujeres de todas las castas. Me<br />
96
incliné hacia Daruka, gritando para hacerme oír contra el sonido de sus lamentos y de los<br />
cascos de los caballos. “¿Dónde están sus hombres?”<br />
“Los kshatriyas, todos muertos. Todos, todos en verdad. Sólo quedan unos pocos de<br />
los niños para prolongar el linaje. Vajra, el nieto de Sri Krishna, los hijos de Satyaki y<br />
Kritavarman...”<br />
“¿Y los sudras?”<br />
“Muchos se unieron a la reyerta y murieron también defendiendo a sus señores.<br />
Príncipe Arjuna, hemos de hacer que las mujeres recojan sus pertenencias. Hay que<br />
llevarlas a Hastina por orden de Sri Krishna, después de haber instalado al Señor Vajra en<br />
Indraprastha.”<br />
Al acercarnos a palacio por barrios más pudientes, la misma escena nos recibió,<br />
aparte de que las vestiduras desgarradas de las mujeres eran de tejidos más finos. Ricas<br />
mujeres kshatriyas y vaishyas vagaban por las calles vestidas como mendigos. Ni una había<br />
realizado las abluciones rituales y cambiado sus ropas por las de viuda. Sólo las altas y<br />
hermosas mansiones resplandecían, recién pintadas del blanco de luto, como si se supieran<br />
desposeídas de sus amos.<br />
El palacio del padre de Krishna se alzó ante nosotros, con sus puertas en arco<br />
abiertas y guardadas por un muchacho que debía de ser el hijo del alfarero. Tenía arcilla en<br />
el pelo aún. Aposté a dos hombres en las puertas y mandé otros al interior del palacio.<br />
“Enviadme a cualquiera que pretenda entrar”, les dije. Nuestros carros repicaron en las<br />
piedras del patio, entre el estanque de los lotos y los parterres de lirios. Los árboles en flor<br />
llameaban todavía de amarillo, rojo y púrpura, pero había poco trinar de pájaros. Algunos<br />
kokilas escondían bajo el ala la cabeza como hacen las aves durante los eclipses.<br />
97
CAPÍTULO XXVI<br />
El cuerpo de Krishna había sido depositado en una gran cámara, mirando al oriente.<br />
Tras los gritos agudos, las estridencias enloquecidas de dolor de las mujeres en las calles y<br />
en los patios exteriores, llegó el repentino silencio del duelo regio. Una gran luz, también.<br />
Penetré en ella como en un país distinto, donde Krishna debía de estar esperándome. Era<br />
como cruzar el umbral hacia un mundo en el que respirar otro aire.<br />
Las damas reales sentadas alrededor de él me hicieron sitio. A través del humo<br />
arremolinado del incienso, su rostro, su radiante oscuridad apagada sólo un poco, sonreía<br />
como en la calma y la dicha de un sueño.<br />
Me acerqué al lecho y puse la cabeza sobre su mano. Toqué sus pies y luego mis<br />
ojos. Tenía una herida minúscula en la planta del pie derecho, pero casi se había cerrado.<br />
Una vez había llegado yo a él mientras dormía de este modo: cuando Duryodhana y yo<br />
competimos por alcanzarlo primero y pedirle su ayuda para la batalla. También entonces<br />
me detuve así ante él, pero ahora sus ojos se negaban a abrirse. Puse mi cabeza a sus pies.<br />
Fríos estaban ya contra mi mejilla.<br />
Vestía, como siempre, de oro. Su cabello, lleno aún de vida y brillo, le caía sobre el<br />
hombro y el angavastra. Le tomé la mano con las mías. También estaba fría ya.<br />
Mi rabia había pasado. Sólo sentía ahora pérdida y dolor grandes porque se había<br />
ido sin mí. Era como si hubiese partido en nuestro carro y me hubiera dejado de pie sobre el<br />
polvo tras la batalla.<br />
A través de una arcada podía divisar a sus hijos yacentes como él mismo. Incluso<br />
desde donde me halla sentado veía que estaban desfigurados, con grandes contusiones rojas<br />
y púrpuras en los brazos y los rostros. Sus esposas y algunos de sus hijos pequeños estaban<br />
sentados junto a los cadáveres. Tres mujeres yacían junto a los hombres. ¿Qué batalla había<br />
sido aquella? Miré alrededor, a las mujeres de Krishna. Rukmini y Satyabhama estaban<br />
sentadas contra la pared, las manos sobre el rostro. Mientras la observaba, Rukmini se<br />
levantó y cruzó la arcada para sentarse junto al cuerpo de Pradyumna, su primogénito. Una<br />
mujer tenía un emplasto de hojas en la frente.<br />
Daruka me condujo a mi tío Vasudeva, que yacía en su lecho de muerte.<br />
Apenas pude reconocerlo. Su dolencia era mucho más profunda que las heridas<br />
mortales de sus hijos. ¿Era este anciano de boca temblorosa mi tío Vasudeva, el padre de<br />
Krishna? Trató de incorporarse sobre el codo, pero cayó hacia atrás. Le toqué la frente y me<br />
senté junto a él. Él trató de incorporarse otra vez para aspirar el perfume de mi cabello y yo<br />
lo ayudé.<br />
“Arjuna”, gimió. Me incliné para dejarle tomar mi cabeza entre sus manos. Él se la<br />
acercó al cuerpo y lloró suavemente. “Este universo está vacío. Arjuna, hijo, he perdido a<br />
mis hijos y a los hijos de mis hijos y de mis hijas, a hermanos y amigos, incluso a esposas<br />
de mis hijos. Este universo está vacío y yo aún sigo vivo en él. ¿Es que estoy maldito?” Su<br />
mano se tensó en mi muñeca. “Arjuna, tengo que exonerar a esta Tierra de mí mismo.”<br />
Traté de hacerle hablar de lo ocurrido. Sus ojos, que eran como los de Krishna, se<br />
dilataron. Su voz surgía áspera de dolor.<br />
“Un residuo había de maldad, Kritavarman y Satyaki. ¡Satyaki! Tú eras su guru. Él<br />
era tu orgullo, igual que tú el de Dronacharya. Satyaki vivió una vida de valor. Pero perdió<br />
diez hijos y, tras esto, olvidó la moderación con el vino.”<br />
98
Su voz se hizo más fuerte. Tenía necesidad de hablar y alzó los brazos como un niño<br />
para que le levantase el cuerpo un poco más.<br />
“¿Sabes, Arjuna?, la gran batalla nunca llegó a terminar. Quedaba una semilla<br />
maligna, un astra enterrado profundamente en el tiempo, que acabó por dar su pérfido<br />
fruto.”<br />
Así que era Satyaki quien lo había empezado todo. Bien conocía yo su implacable<br />
ingenio cuando había bebido de más. Nunca tuvo su lengua la mesura de su ojo de arquero.<br />
¡Satyaki, mi hijo Satyaki! Decía la gente que se parecía a Abhimanyu. Incliné la cabeza y<br />
dejé caer las lágrimas... pero el viejo Señor atesoraba tristeza de sobras sin que yo le<br />
añadiera la mía. Lo único que podía hacer era dejarle saber que todo se conduciría con los<br />
ritos debidos. Aun cuando tus hijos yacen muertos y no queda ningún guerrero vivo en<br />
palacio, necesitas saber que las cosas se harán como se han hecho siempre, como decreta el<br />
Dharma.<br />
“A Satyaki nunca le gustó Kritavarman”, continuó aquél. “Tú sabes mejor que yo<br />
cuántos desafíos se arrojaron uno a otro durante la guerra. Después, se mantuvieron lejos<br />
uno de otro y sus amigos ayudaron a que así fuera. Pero cuando el vino los juntó. Pero<br />
cuando...” Cerró los ojos. “Había perfidia en ello. Krishna lo había comprendido y<br />
ordenado cerrar las tabernas.”<br />
Quería decir más, pero no pudo seguir hablando. Miró detrás de mí y yo me giré<br />
para ver a Daruka con los brazos decorosamente cruzados. Mi tío le hizo señal de que se<br />
sentase y continuara. Como muchos sutas, Daruka había sido enseñado a cantar y hablar de<br />
las grandes gestas de los ancestros de su Señor. Ahora, retomó la historia donde Vasudeva<br />
la había dejado y yo pude ver todo lo sucedido. Se había celebrado una fiesta en Prabhasa,<br />
en la franja de tierra junto al mar. Daruka se limpió los ojos y el bigote mientras hablaba.<br />
“Ved, mi señor, este acontecimiento se había proyectado como una peregrinación a<br />
las aguas sagradas de Prabhasa.”<br />
Damas de palacio entraban y salían de la cámara para ver si el Señor Vasudeva<br />
necesitaba algo y para alzarle en ocasiones un vaso de agua a los labios. Cuando nos veían<br />
escuchando a Daruka retornaban a sus muertos.<br />
“Pero muy pronto, delante del mismo Sri Krishna, Satyaki empezó a beber y otros<br />
lo imitaron. Aquella franja de arena estaba recorrida por las actuaciones de mimos y<br />
bailarines. Yo creo que fue sobre todo el fragor de las trompetas lo que calentó la sangre a<br />
todo el mundo. Esta vez, nadie pensó en separar a Sri Satyaki y al Señor Kritavarman. Yo<br />
tenía una sensación de pesantez, un oscuro presentimiento mientras servía a Sri Krishna.<br />
Éste estaba muy quieto. Contemplamos a algunos de los guerreros mezclar el vino con la<br />
comida preparada para los brahmines y dársela a los monos que siempre juegan en la playa<br />
aguardando cualquier bocado. Apenas pude contenerme. ‘Mi señor...’, dije, pero él ni<br />
siquiera me miró. Lo atisbaba todo con ojos entrecerrados. Dijo sólo: ‘Daruka, no hemos<br />
dejado atrás el mal del Kurukshetra. Quizás en la perversidad de esta hora no hay<br />
peregrinaje que pueda purificarnos.’<br />
“Sri Krishna llamó al Señor Satyaki, que era la persona en la que siempre podía<br />
confiar que cumpliera sus mandatos. Pero en la oscuridad y vesania de la hora, Sri Satyaki<br />
lo ignoró.” Daruka prosiguió con más presteza. “Pudimos ver lo que ocurría. Estaban<br />
moviéndose hacia el borde del abismo. Cada uno reprochó a otro antiguas ofensas y viejas<br />
acciones adhármicas. Yo no oí lo que dijo Sri Kritavarman porque me distrajo el vuelo de<br />
unos cuervos inauspiciosos atraídos por la comida abandonada. Lo siguiente en que pude<br />
fijarme fue Sri Satyaki apuntando al Señor Kritavarman con su mano izquierda. Sri<br />
99
Kritavarman, entonces, levantó el pie izquierdo y le mostró la planta a Sri Satyaki con<br />
sorna. ‘Sí, Kritavarman’, dijo Sri Satyaki riendo como un kshatriya debe hacerlo cuando<br />
arroja un desafío. ‘Escucha estas palabras y responde’, lo provocó. ‘¿Qué clase de kshatriya<br />
asesina a sus parientes mientras duermen? Sólo los que son como tú y ese enfermo de<br />
Ashwatthama, el cementerio andante... Asesinar a un hombre dormido es como matar a una<br />
mujer. ¿No conoces los shastras o tenías tan espesa la calamorra que tu maestro de armas<br />
no pudo meterte el código en ella ni a golpes de tambor?’ Sri Kritavarman era lento y no<br />
podía compararse con la lengua de su rival. Los demás tuvieron que contenerlo. ‘Sólo los<br />
chacales se acercan furtivamente a los hombres dormidos. Venga, muéstranos cómo<br />
camináis tú y Ashwatthama a cuatro patas.’ Sri Pradyumna estalló en carcajadas. Siempre<br />
había admirado la lengua de Sri Satyaki. El Señor Pradyumna sujetaba con fuerza a Sri<br />
Kritavarman por los brazos y los hombros, pero éste volvió a mostrar la planta del pie.<br />
Cuando vi este insulto, príncipe Arjuna, supe lo que ocurriría. Un gran temor me sobrevino.<br />
Sri Kritavarman habló entonces. Su voz tajó como las garras de un águila. ‘Así que ahora<br />
nos instruirá Satyaki, ¡acharya de los shastras! ¿Y dónde en los shastras aprendiste a<br />
asesinar a un guerrero desarmado mientras intenta dejar el cuerpo yóguicamente?<br />
Bhurisravas, aquella alma noble, había dejado la batalla ya cuando caíste sobre él.’”<br />
Bhurisravas era, en efecto, un alma noble, pero había matado a los hijos de Satyaki.<br />
Mientras permanecía allí sentado, junto a mi tío moribundo, era incapaz de pensar en el<br />
Dharma; podía revivir sólo esos momentos en los que el honor de un kshatriya cae por los<br />
suelos y algo hondo y primario, mucho más antiguo que los códigos de la guerra, se hace<br />
inapelable. Tristeza, inmensa revulsión y desespero penetraron en mí. Vi a los hombres<br />
arrojándose insultos uno a otro, mientras los monos borrachos se atiborraban y los cuervos<br />
volitaban alrededor. ¿Para qué habíamos hecho aquella guerra? ¿Cómo debió de sentirse<br />
Krishna? Y sin embargo, aquella angustia no era nada comparada con la pica hincada en mi<br />
corazón. Krishna estaba muerto. Daruka prosiguió.<br />
“Entonces Sri Satyaki apeló a Sri Krishna volviendo a contar la historia de<br />
Kritavarman y las peleas sobre la gema Samantraka de Krishna. Satyabhama, ahora, había<br />
empezado a llorar y pidió a Sri Krishna que hiciera algo. Pero con gran cólera ya, el Señor<br />
Satyaki juraba que Sri Kritavarman seguiría a los cinco hijos de Draupadi, privados del<br />
cielo de los guerreros por haber sido asesinados mientras dormían. De pronto, hubo que<br />
soltar al Señor Kritavarman porque Sri Satyaki había desenvainado la espada. Aquél sacó<br />
asimismo el acero. Antes de que pudiera comprender qué ocurría, la cabeza de Sri<br />
Kritavarman rodaba entre las jarras de licor. Sri Krishna corrió a detener al Señor Satyaki,<br />
que en su rabia golpeaba a izquierda y derecha a los Bhojas y Andhakas. Era demasiado<br />
tarde. Éstos, impelidos por el Tiempo y la venganza kshatriya, rodeaban a su enemigo. Lo<br />
golpearon con cualquier cosa que les vino a las manos. Sri Pradyumna se precipitó también<br />
a ayudar, pero el Señor Satyaki había sido descerebrado por los Bhojas con sus potes de<br />
metal aún llenos de comida.<br />
“Hay cosas que están más allá de las lágrimas, pero a mí me enfermó ver el fin del<br />
Señor Satyaki. La presión de los cuerpos a su alrededor era tan densa, que los brazos le<br />
quedaron atrapados contra los costados y su espada cayó al suelo.”<br />
Había muerto, no como un guerrero entrenado por un maestro de armas, sino como<br />
un sudra a manos de una turba armada de porras. El relato de Daruka reservaba aún más<br />
horrores: el cerebro de Satyaki había corrido como el de Abhimanyu cuando Jayadratha y<br />
Kritavarman, Karna y el resto lo patearon hasta que yació en tierra. ¡Satyaki! Oculté entre<br />
las manos el rostro. ¡Abhimanyu, hijo de mi simiente! ¡Satyaki, hijo de mi espíritu!<br />
100
Daruka me puso la mano en el hombro y continuó. “Sri Krishna cogió una barra de<br />
hierro e hizo retroceder a los que habían rodeado a su hijo y al Señor Satyaki, pero no pudo<br />
detener el tumulto, así que se retiró y observó.”<br />
Miré a Daruka. “¿Y entonces?” Pero no podía apurarlo.<br />
“A excepción de Sri Balarama, todos los demás, enloquecidos por la bebida e<br />
impelidos por aquella hora de destrucción, cayeron uno sobre otro como insectos que se<br />
precipitan a la luz. Sri Krishna me mantuvo junto a él, o también habría corrido yo a la<br />
refriega. Allí estaba Shiva en su aspecto de Rudra, sembrando violencia y muerte. Los que<br />
habían servido la comida y el vino se unieron a la lucha, bramando insultos. Reviviendo<br />
penas olvidadas desde hacía mucho, hijos mataron a sus padres y padres a sus hijos. En<br />
llamas tenían mente y corazón, y en su sed de sangre no les importaba quién era quién.”<br />
Por fin había rodado como una centella la maldición de tía Gandhari, soltando<br />
chispas aquí y allá hasta reventar en una llama letal. Los parientes de Krishna, había dicho<br />
ella, se matarían unos a otros en una refriega de borrachos. Oí el siseo de su maldición otra<br />
vez: Krissshna... Krissshna.<br />
“No hubo ni honor ni gloria en la pelea y Sri Krishna se apartó de allí.”<br />
Daruka no pudo seguir y nos quedamos en silencio.<br />
Un crujido repentino me hizo mirar por la ventana. Enormes olas galopaban contra<br />
la orilla para estrellarse contra el muro que protegía el camino de los carros. Más allá de la<br />
muralla, las barcas se encabritaban y parecían suspendidas en el aire. Las olas coleteaban<br />
aquí y allá como serpientes. Esto era algo que no había visto nunca. Yo había vivido<br />
siempre tierra adentro y sabía bien poco de los hábitos del mar, pero percibía la cólera de<br />
Varuna. De pronto, las aguas retrocedieron con sonidos de succión, como si se apartasen de<br />
esta ciudad maldita. Una nueva franja de playa quedó expuesta con barcas varadas<br />
esparcidas por todas partes. Alcé las cejas mirando a Daruka.<br />
“Tampoco yo he visto nunca una cosa así”, dijo él.<br />
Con una plegaria silente al dios Varuna para que me permitiese dar término a mi<br />
misión, invité a Daruka con un gesto a continuar. Él suspiró y se limpió el rostro con el<br />
angavastra, tratando de hablar y suspirando profundamente otra vez. Luego, cerró los ojos<br />
y dijo con voz lenta y pesada: “Fuimos en busca del Señor Balarama, que estaba solo,<br />
sentado con la espalda contra un árbol. Se hallaba en yóguica meditación. Debía de llevar<br />
allí algún tiempo, porque su silencio era como una barrera física que nuestros pies no<br />
pudieron superar. Justo entonces, le salió de la boca una poderosa sierpe de luz blanquecina<br />
y flotó despacio hacia el océano, donde el dios Varuna lo esperaba. Tras ver a su hermano<br />
dejar el cuerpo, Sri Krishna penetró en el bosque. Sabía que le había llegado la hora. Me<br />
abrazó una y otra vez y me dio las gracias por mi servicio. Largo rato permanecí postrado<br />
ante él con los brazos extendidos, mojando la tierra mis lágrimas. Él me acarició la cabeza<br />
y me ordenó levantarme y escuchar. Fue entonces cuando me dijo que fuese a recibirte hoy.<br />
Dijo que tú vendrías para llevarte de la ciudad a los refugiados antes de su fin. Me ordenó<br />
irme con premura. Yo nunca he desobedecido a mi señor, pero entonces me demoré. Él<br />
tenía los ojos cerrados. Príncipe Arjuna, he estado con él mucho, mucho tiempo y he visto a<br />
veces su gloria, pero sólo en aquel momento se desprendió él de su manto de humanidad.<br />
Pues entonces, un cazador confundió las vestiduras doradas de Sri Krishna con la piel de un<br />
ciervo. En aquel instante, yo, el más afortunado de los mortales por haber vivido junto a mi<br />
Señor, fui desposeído del mundo entero.”<br />
101
Yo había olvidado a mi tío, que yaciera hasta entonces tan quedamente como el<br />
resto de los muertos. Ahora, incorporándose sobre un codo, susurró: “Fue debido al amor<br />
que te tenía Satyaki, Arjuna.”<br />
Observé a Daruka y vi que no me lo había contado todo.<br />
“Sri Satyaki recordó al Señor Kritavarman que lo había vencido, no una, sino<br />
muchas veces durante la gran batalla, a lo que el último no respondió pues era verdad, pero<br />
su rabia la descargó contra ti, príncipe. Dijo que si él no hubiese formado sus tropas para<br />
proteger a Sri Krishna, que la tan aventada maestría de Arjuna le habría valido de bien poco<br />
al mismo Arjuna. Fue entonces cuando Satyaki sacó la espada, gritando: ‘¡Tu lengua<br />
mendaz no volverá a pronunciar nunca el nombre de mi guru’. Y la cabeza de Sri<br />
Kritavarman cayó de sus hombros.”<br />
Mi tío suspiró. “Te amaba, Arjuna.” Me acarició la mejilla y una lágrima le corrió<br />
por la suya. Me miró como si quisiese encontrar a Krishna. “Te amaba más que a nadie en<br />
el mundo. Satyaki también. Satyaki te amaba. ¿Sabes, Arjuna?, la flecha del cazador le<br />
alcanzó el pie y su vida emanó por la coronilla.” Tío Vasudeva limpió la sábana débilmente<br />
como si una pesadilla acechase en ella. “Las cosas de Krishna no las hemos entendido<br />
nunca, ni su nacimiento ni las acciones de su juventud, ni tampoco esto. Fue Jara, uno de<br />
los cazadores más fieros, el que dejó volar esa flecha, pero al ver lo que había causado, se<br />
arrojó a los pies de Krishna lleno de miedo y remordimiento. Krishna lo bendijo,<br />
asegurándole que pocos le habían rendido un servicio tan noble y prometiéndole liberarlo<br />
de su karma de cazador.” Mi tío cayó hacia atrás sobre los almohadones.<br />
Pasados unos instantes, dormitaba. Toqué sus pies por última vez. Sus párpados se<br />
abrieron y clavó la vista en mí a través de un velo de soledades. Dejó su cuerpo aquel<br />
mismo día.<br />
102
CAPÍTULO XXVII<br />
Había sido la primera tarea de Yudhisthira tras el Kurukshetra ordenar que todos los<br />
carros rotos se apilasen juntos para los fuegos fúnebres y que se recogiesen las maderas<br />
sagradas que los ritos exigen. Ahora me dispuse a dar órdenes y a delegar responsabilidades<br />
para las mismas tareas.<br />
Oh, Fuego, sacerdote evocador del rito peregrino, elévate bien alto<br />
para nosotros, fuerte para el sacrificio que da forma a los dioses: tú<br />
gobiernas cada pensamiento y tú impeles la mente de tu adorador.<br />
Viaja él, conocedor de las embajadas del sacrificio peregrino entre<br />
ambos firmamentos, enteramente despierto al conocimiento. Mensajero,<br />
dando siempre amplitud al anciano de días, mayor cada vez en<br />
conocimiento, viajas tú por las cuestas en ascenso al cielo.<br />
Si en nuestra humanidad, por nuestros movimientos de ignorancia,<br />
hemos cometido alguna falta contra ti, oh Fuego, haznos totalmente<br />
inmaculados ante la Madre indivisible. Oh Fuego, que puedas deshacer<br />
tú los lazos de nuestros pecados a cada lado.<br />
No los contamos, pero en el campo crematorio había kshatriyas dispuestos en largas<br />
hileras, y más hileras luego. Yacían como si estuviesen durmiendo, junto a arcos que yo<br />
había ayudado a romper, con brazos y rostros untados de pasta de sándalo y el cabello, ya<br />
no más atado para la guerra, cayéndoles sobre los hombros. Era aún un milagro para mí<br />
después de todas mis batallas que hombres que se habían precipitado contra ti con odio en<br />
sus ojos y ansia de matar pudieran, una vez muertos, retornar a aquella paz. Las sedas<br />
dispuestas alrededor de sus cinturas se movían ligeras con la brisa. Mientras caminaba entre<br />
dos hileras, ayudando a hijos y nietos que porfiaban con arcos demasiado grandes para<br />
poder doblarlos y romperlos, vi que todo era orden. La Paz de un inmenso sacrificio flotaba<br />
aquí. Debían de haber alcanzado su cielo de guerreros.<br />
No había hijos crecidos que encendiesen las piras y tendríamos que guiar las manos<br />
de los pequeños. Muchos de los muertos yacían con la cabeza en el regazo de esposas que<br />
habían tomado la decisión de dejar la Tierra con ellos. Éstas se hallaban calladas y serenas.<br />
Para ellas, el duelo había terminado. Vestían sus brocados nupciales y chales que portaron,<br />
atados a los angavastras de sus maridos, cuando caminaron alrededor del fuego del<br />
himeneo, intercambiando votos:<br />
Tú serás mi mayor amigo...<br />
Tú serás mi mejor amiga.<br />
Bajo la cúpula clara del cielo sus joyas nupciales cintilaban...<br />
Ahora, los hombres de la casta que se cuida de tales menesteres, cubrieron los<br />
cuerpos con tortas de boñiga de vaca, madera de sándalo y paja. Aunque uno no espera<br />
dolor en los que realizan estas tareas, muchos tenían los ojos brillantes por Krishna. Me<br />
103
detuve a los pies de alguien. Me resultaba familiar, pero no lo reconocí. Después vi a la<br />
mujer en cuyo regazo reposaba la cabeza del cadáver: la esposa de Samba. Volví a mirar al<br />
difunto. Era Samba, pero no era el hombre que yo conociera. El surco de malicia había<br />
abandonado la comisura de su boca. Su rostro tenía paz, una paz semejante a la de todos los<br />
rostros, la del que reposa después de cumplida su misión. Si no hubiera sido por algunos<br />
morados y el arco roto junto a ellos, uno podría haber pensado que éste era un ejército<br />
dormido tras la batalla.<br />
El cuerpo descabezado de Kritavarman estaba cubierto por una sábana de seda<br />
blanca. Sus mujeres estaban sentadas junto a él. La cabeza, que Satyaki le había arrancado,<br />
no había sido hallada por más que la habíamos buscado. Debió de desaparecer bajo la<br />
arena, con los pisotones. Quizás era lo mejor, porque una cabeza cortada repentinamente en<br />
batalla a menudo conserva su ira belicosa. Traté de reconfortar a sus damas diciéndoles que<br />
éste era sólo el cuerpo de Kritavarman y que el alma, íntegra, habría ido a la morada de los<br />
guerreros. Yo había dispuesto las cosas de modo que las damas de la familia de Satyaki no<br />
estuviesen demasiado cerca de Kritavarman, pero vi ahora que una de las nueras de Satyaki<br />
venía a tocar los pies de una esposa de Kritavarman. Sentí lágrimas asomarme a los ojos.<br />
No pude verterlas, pero me hicieron bien. Era la primera vez que mi corazón trataba de<br />
abrirse.<br />
Había llegado al final de una hilera de cuerpos y, al volverme, vi el mar. Las olas<br />
eran más altas que la última vez que me fijara en ellas, pero no eran ya malignas, sino<br />
poderosas y lustrales, y galopaban como caballos de guerra cuando la espuma les vuela de<br />
las bocas. La marea subía. Varuna completaría el trabajo que estábamos realizando,<br />
llevándose los huesos y las cenizas que dejáramos atrás a las profundidades, el lugar de<br />
reposo último para todas las cosas.<br />
En los palacios, los brahmines que no podían contaminarse con los cadáveres,<br />
atendían los fuegos sagrados que ardían desde que Krishna erigiera Dwaraka. Podíamos oír<br />
el murmullo de sus cantos y a veces llegaba un fragmento de mantra, portado por el viento.<br />
De pronto, el canto de un pájaro rompió el aire: una alondra que trinaba al vuelo. Desde que<br />
yo llegara, no había habido más que cuervos y buitres inauspiciosos. Me volví hacia<br />
Daruka, que caminaba junto a mí. Nuestros ojos se encontraron. Sabíamos que era un signo<br />
de que los espíritus violentos habían partido. Su trabajo estaba hecho, cumplida su función.<br />
Nosotros encenderíamos la pira de algo cuyo tiempo había pasado. Algo nuevo tenía que<br />
llegar al mundo. Krishna lo había dicho muchas veces. Y el gorjeo del pájaro me lo<br />
recordaba. El jefe de la casta que atendía las piras se acercó a mí con las manos juntas y<br />
tocó el suelo ante mis pies.<br />
“Príncipe Arjuna”, dijo con la cabeza inclinada, “todos estos Señores de los<br />
Hombres están preparados para el fuego.”<br />
Los ojos de las damas sati lo habían seguido y ahora nos miraban a los que pronto<br />
les llevaríamos la liberación. Rukmini estaba sentada con la cabeza de Krishna en su<br />
regazo, los ojos cerrados. Satyabhama estaba junto a ellos; ésta iría al bosque como asceta.<br />
Cuando me detuve a su lado, tiró de mi angavastra y me hizo una señal con la cabeza. Me<br />
incliné hacia ella.<br />
“No es que tenga miedo”, murmuró. “No soy digna de partir con él. Toda mi vida he<br />
sido orgullosa y egoísta. Cuando me haya purificado lo seguiré.”<br />
Asentí con la cabeza y le toqué los pies.<br />
“Arjuna”, dijo, “tú fuiste el más próximo a él. Yo sentía celos de ti, ¿sabes? Pero él<br />
ha de estar contigo ahora. Dame tu bendición.”<br />
104
Se llevó mi mano a su cabeza y se puso mi palma sobre los ojos. Me arrodillé a su<br />
lado y contemplé la forma de Krishna. Las palabras eran inútiles hoy. Agni devoraría<br />
pronto los cuerpos de los que habíamos amado. Una vez más recorrieron las filas mis ojos.<br />
Desde detrás de mí llegó el sonido como de un sollozo de niño. Mi mirada se detuvo en una<br />
mujer en la flor de la edad, cubierta de sus galas nupciales. Era la nuera de Krishna, la<br />
esposa de Aniruddha. Vajra, llorando, aferraba la mano de su madre, que tenía la cabeza de<br />
su marido en el regazo y el rostro inmutable como piedra.<br />
“¡Madre!”, repetía el niño suavemente. “No vayas al fuego.” Ella no volvía la faz ni<br />
a un lado ni a otro. Sólo sus párpados pestañeaban. Me acerqué a ella y me incliné para<br />
acariciarle la cabeza.<br />
“Hija”, murmuré, “él no te necesita ya; es tu hijo quien tiene necesidad de ti.” No<br />
dio signo de haberme oído. “Es tu Señor quien te lo dice. Vajra ha de gobernar en<br />
Indraprastha. Tu hijo será rey y debe soportar una carga que será demasiado pesada sin ti.<br />
Él es quien ha de perdurar por todos nosotros y quien debe preparar un mundo en el que<br />
errores como éste no tengan lugar. No le prives de tu amor. Si yo pudiera, os mantendría a<br />
los dos en Hastina o iría con vosotros a Indraprastha, que es la ciudad de mi corazón. Fue<br />
Krishna quien nos ayudó a construirla y su Maya-sabha está llena de luz. Tu hijo se sentará<br />
pronto en ella y sacrificará por el pueblo. No hay nadie más para hacerlo. Él y Parikshita<br />
serán amigos y habrá paz mientras ellos vivan. Te necesita. ¿Has visto la Maya-sabha?”<br />
La muchacha volvió la cabeza hacia mí y asintió, y el gesto dio curso a las lágrimas<br />
que ella contuviera. Momentos después, y sin que mediaran palabras, me hizo sostener la<br />
cabeza de su marido mientras retiraba las piernas de debajo de ella. Vajra se precipitó a su<br />
madre y ambos se abrazaron.<br />
Mientras muchos los mirábamos, oímos ruido de corceles. Era el triple compás de<br />
los caballos de un tiro galopando por la playa. Aún portaban pedazos de jaeces en las crines<br />
y trenzadas las colas, cintas azules y desgarradas plumas escarlata. Eran magníficos<br />
corceles de Sindhu, de color castaño los tres con frentes fúlgidas y pies albos: los últimos<br />
que veríamos entrenados al impecable estilo Vrishni. La arena se levantó a su paso, los<br />
brutos giraron hacia nosotros y ascendieron la orilla hasta nuestro campo.<br />
Daruka los contempló con la boca abierta. “Son los caballos de Sri Kritavarman.”<br />
También otros los reconocieron y hubo exhalaciones y gritos. Los animales pasaron<br />
a un galope corto y luego trotaron unos pocos pasos antes de detenerse. Uno de ellos se<br />
acercó a nosotros mostrando sus grandes dientes blancos, que sujetaban algo: el cabello de<br />
la cabeza de Kritavarman. Fija la mirada, la testa se balanceaba delante del pecho del<br />
corcel. Con la cabeza en alto, el caballo pasó junto a nosotros y marchó hacia la sábana de<br />
seda bajo la que yacía Kritavarman. Su mujer no pudo reprimir un grito. Yo le agarré los<br />
hombros mientras Daruka acariciaba al bruto el cuello y le susurraba al oído: “Sadhu,<br />
sadhu, sadhu.” Luego tomó gentilmente la cabeza del difunto chasqueando con la lengua<br />
para tranquilizar al animal. El jefe de los encargados de las piras se hizo cargo de ella y,<br />
tras hundirla apresuradamente en agua, la untó de mantequilla aclarada y le roció las<br />
mejillas, la frente y la nariz con auspicioso polvo de sándalo. Después, la acopló al cuerpo<br />
de Kritavarman bajo la sábana.<br />
Este episodio señaló el fin de los preparativos.<br />
El jefe de la casta mortuoria vino a mí con un bol de leche. Guié la mano de Vajra y<br />
ambos hundimos las yemas de los dedos en él. Me dieron entonces el cucharón del fuego<br />
sacrificial. Lo tomé y observé una y otra vez el nido de paja que había sobre el pecho de<br />
Krishna. No miré el rostro de Krishna, que era ahora una máscara de pasta de sándalo<br />
105
embadurnada de bermellón. No era Krishna. Nada de esto era Krishna. Él había dicho<br />
siempre que el cuerpo no era más que un ropaje. Dentro de él moraba lo que ningún fuego<br />
terrestre podía abrasar. Así, cubrí con mis manos los dedos de Vajra, que sujetaban el<br />
mango de madera del instrumento ritual, y en silencio acercamos la llama a la paja. Amor y<br />
gratitud profundos brotaron de las profundidades de mi corazón. Una llama poderosa saltó<br />
como si el corazón de Krishna hubiese vuelto a la vida.<br />
Un rato lo contemplamos y después fuimos a Aniruddha, el hijo de Satyabhama,<br />
cuya pira estaba junto a la de Pradyumna, el primogénito de Krishna y Rukmini.<br />
Tras encender la pira de su padre, Vajra retornó a su madre. Yo me dirigí a tío<br />
Vasudeva, cuya cabeza reposaba en el regazo de mi tía Devaki, sentada junto a su correina,<br />
Rohini. Ambas serían cremadas con su señor. Vestían las ancianas reinas esplendorosos<br />
ropajes nupciales sobre la arrugada piel y los largos lóbulos de sus orejas cedían con el peso<br />
del oro deslumbrante. Consumida estaba en ellas la tristeza ya. En los ojos entrecerrados de<br />
tía Devaki vi que no habría para ella más que liberación en el toque de Agni. Kamsa había<br />
matado a siete de sus hijos al nacer. Krishna niño le había sido arrebatado en la noche para<br />
librarlo de un destino similar. Tras años de asedio habían llegado a Dwaraka como<br />
refugiados. Toda la historia estaba impresa en su rostro y los ojos los bañaba una serena<br />
expectación. Realicé una completa postración ante todo lo que aquella mujer había sufrido.<br />
Al levantarme y juntar las palmas de mis manos, ella miró más allá de mí. Quise pensar que<br />
lo que veía era Krishna.<br />
Suavemente, comencé un himno de muerte, alargando la mano que portaba el fuego<br />
del palacio Homa.<br />
“En la muerte hay inmortalidad.<br />
En la muerte se basa la inmortalidad.<br />
La Muerte se viste de luz.<br />
El Ser de la Muerte está en la luz.<br />
“Yo soy la Muerte, devorador de todas las cosas,<br />
Pero origen de las cosas que han de ser.<br />
“Ven de nuevo al hogar, dejando tus máculas;<br />
Un cuerpo toma brillante de gloria.<br />
Vistiendo nueva vida, que se aproxime él a los que quedan atrás.<br />
Deja que se reúna con un cuerpo, oh Omnisciente.”<br />
La paja ardió en un instante y una tenue brisa sopló las llamas contra las ropas de<br />
seda de tía Devaki. La espalda erecta, valiente, ella ignoró el fuego que trepaba hacia su<br />
mentón. Pronto el calor fue tan intenso que el cabello le voló recto hacia un lado del rostro.<br />
Cierto, pensé, todas estas mujeres de la familia han descendido de un mundo superior. El<br />
fuego jugó arriba y abajo de su cuerpo, estallando aquí y allá. Con un murmullo, cayó de<br />
lado. Yació junto al cuerpo de mi tío en un lecho de llamas. Contemplé a estos dos seres<br />
que Krishna había elegido para llegar al mundo. Por un momento, incluso los brahmines<br />
pausaron en sus cantos.<br />
El fuego alcanzó ahora a tía Rohini, que exhaló un débil grito y se desmayó.<br />
Quedaban tantas todavía. Daruka me trajo al hijo de Satyaki con la más joven de sus reinas,<br />
un niño engendrado justo antes de la guerra, no mayor de siete años. Lo alcé a mis brazos y<br />
106
lo apreté contra mi corazón. Oí la risa de Satyaki y lo sentí tocarme los pies. ¿Teníamos que<br />
haberlo retenido en Hastina? Los Dioses habían necesitado su espíritu implacable para<br />
culminar Su obra. Encendimos la pira de Satyaki, con mis manos sobre las del muchacho.<br />
Pasé todo el día encendiendo piras, consolando a viudas, hablando a las criaturas.<br />
Por fin, a la puesta del sol, todo había acabado. Cubierto por una fina capa de ceniza y<br />
oliendo fuertemente a humo y a sándalo, retorné a palacio.<br />
se elevó una voz en serena imploración,<br />
“Eso que no está en el sonido...”<br />
“ni en el contacto, ni en la forma, ni en la disminución...”<br />
se le unió el resto de los sacerdotes, infundiéndose fuerza unos a otros,<br />
“...ni en el sabor, ni en el olor; Eso que es eterno,<br />
que carece de principio o de fin, superior al Gran Ser, lo estable;<br />
habiendo visto Eso, de las fauces de la muerte<br />
hay liberación.”<br />
Suspiros y gemidos y ahogados sollozos seguían al himno. Los sacerdotes apenas<br />
tomaron aliento.<br />
“Om es el arco<br />
Y el alma es la flecha<br />
Y a Eso, el mismo Brahman,<br />
Se le llama el blanco.”<br />
Los himnos prosiguieron, descargas de flechas apuntadas a la compasión del<br />
Altísimo. Súplica, fe contra toda evidencia, la fuerza de los hombres enfrentada a la<br />
oscuridad, la Luz invocada contra la desesperación... tales eran nuestros himnos para<br />
elevarnos sobre la desolación. Los sacerdotes lo sabían. Sus voces se hacían más y más<br />
poderosas, como hinchadas por una invisible multitud. Poco a poco la tenebrura escampó.<br />
Por esto honramos a los brahmines. Entonces lo comprendí.<br />
107
CAPÍTULO XXVIII<br />
Los fuegos ardieron toda la noche. Los contemplé desde el palacio de Krishna. La<br />
estancia estaba colmada de él. Krishna estaba junto a mí en la ventana, observando las<br />
profecías cumplidas. Me decía: No es la maldición de tía Gandhari la que ha provocado<br />
todo esto. Es mucho más grande. Es lo que el Gran Patriarca Bhishma y el abuelo Vyasa<br />
previeron, el desmantelamiento de algo que ha servido a su Yuga. Es como debe ser.<br />
Los gritos de las satis aún resonaban en mi mente. Algunas de ellas se habían<br />
aferrado a sus señores, clamando sus nombres y chillando como si éstos pudieran alzarse<br />
una vez más para guardarlas del mal y del dolor. Los caballos en sus establos y los<br />
elefantes, al oír los alaridos, habían empezado a relinchar y barritar. Pero ahora todo estaba<br />
en silencio, excepto una llama aquí y allá que crujía y crepitaba, y los golpes de las olas,<br />
que cada vez avanzaban más. Penumbrosas figuras podían verse moviéndose entre los<br />
montículos: la casta mortuoria, que protegía los fuegos de las alimañas salvajes.<br />
Al alba, todo Dwaraka salió a llevar las cenizas al mar, donde Varuna,<br />
Omnicompasivo Señor de las Aguas, esperaba para aceptarlas. Al inclinarme sobre la pira<br />
consumida de Krishna, un abismo de desolación me tragó. Lo había sentido ya cuando<br />
Daruka empezó a contar la historia de lo ocurrido. Ahora su irrevocabilidad me abrumó.<br />
¿Era la ausencia de su forma y su peso en la Tierra? Tuve la poderosa sensación de que su<br />
figura y substancia se habían llevado consigo toda gloria y toda promesa. ¿Quién quedaba<br />
aquí para desafiar la tiranía? ¿Quién había para impedir que algún nuevo Jarasandha<br />
preparase sus mazmorras para recibir a sus humanos sacrificios? Aquellos que habían sido<br />
contenidos y avergonzados por la fuerza y la luz de Krishna retornarían ahora a la<br />
oscuridad apaciguando su culpa con ofrendas de vacas y caballos.<br />
Los rescoldos sisearon cuando se derramó agua sobre ellos.<br />
Nuevas Draupadis sufrirían mofa y serían desnudadas en las sabhas del mundo,<br />
mientras hombres sabios citaban los shastras y contemplaban la escena. Entre tanto, algún<br />
otro Kamsa mancharía muros de prisión con sangre de niños para que no creciesen con su<br />
promesa de traer al mundo luz. Más Duryodhanas surgirían, apoyados por otros<br />
Duhsasanas. ¿Quién se cuidaría, entonces, de que el Dharma ocupase el trono? En verdad,<br />
el esplendor de la vida se había desvanecido del mundo dejando sólo grisura en su lugar.<br />
¡Que no se canten ya más himnos!, proclamaba mi corazón. Arjuna estaba<br />
condenado a vivir en un mundo aletargado y baldío, un pedazo de humanidad atormentado<br />
por el dolor, torturado por una vida a la que Krishna me tenía sujeto por un voto de honor.<br />
¡Oh, Krishna! Tú dijiste siempre que habíamos venido a realizar juntos la tarea. ¿Cómo es,<br />
pues, que aquí estoy todavía?<br />
¡Oh Krishna!<br />
Como un párpado enfermo, la miseria se cerró sobre el sol emergente y la oscuridad<br />
descendió, anegando el día.<br />
“Cuando amanece el día,<br />
Todas las cosas manifiestas surgen de lo inmanifestado;<br />
Cuando cae la noche, de nuevo vuelven allí.<br />
Emergen de nuevo al Señor de las Aguas,<br />
108
De quien proviene toda vida”,<br />
cantaron los sacerdotes. ¿Qué nuevas auroras podía esperar yo?<br />
Entramos en las aguas con las cenizas. Por todas partes alrededor se oían los<br />
murmullos de las plegarias y los nombres de los difuntos mientras elevábamos el agua en<br />
las manos acopadas y ofrecíamos nuestras oblaciones. Observamos las vasijas selladas,<br />
adornadas de flores, mecerse sobre las aguas hacia el mar abierto con el reflujo de la marea.<br />
Yo nadé con las cenizas de Krishna para asegurarme de que se las llevaría el océano.<br />
La corriente era fuerte. Oí un cántico que brotaba de las profundidades, siseando:<br />
Krissshna, Krissshna, Krisssshhh-na. Las olas dieron la bienvenida a mi Amado. Venían<br />
para llevárselo a casa como muchachas bailando ante los elefantes cuando un héroe retorna<br />
de su campaña.<br />
“Padre Varuna, acéptame a mí también”, pedí. Estaba ahora más allá de las olas<br />
rompientes y una demente esperanza de que el dios me aceptara tomó posesión de mí,<br />
infundiendo una fuerza demoniaca a mis miembros. Me sentí propulsado. Así es como<br />
nadan los delfines, pensé justo antes de que una ola me tomara de costado. Sentí las cenizas<br />
arrancadas de mis manos y la cólera de Varuna cuando un golpe casi me arrancó la cabeza<br />
del cuerpo. Me volví, oyendo a mi corazón protestar, perdida ahora toda fuerza, toda<br />
esperanza, toda vida. Varuna, airado ante mi presunción, me castigó con otra ola. Una<br />
negrura cayó sobre mí y el mar se hizo frío de pronto. Las cenizas habían sido aceptadas,<br />
devuelto yo, escupido. Mi cuerpo flotó a la deriva, se hundió. Otro mensaje surgió de las<br />
profundidades. Enfermo de rabia y mortificación, no quise escucharlo hasta que alcancé el<br />
oleaje rompiente... pero aquél insistía: Sssumisión, ssssumisión, sssssumisiónnn. El siseo<br />
cesó y su estela muriente trajo el susurro de una risa. La de Krishna.<br />
Me arrastré fuera del agua, jadeando, y me arrodillé en la playa, con el pelo lleno de<br />
arena y los ojos irritados por la sal. Murmuré el mantra del Narayanastra, sin sentir mis<br />
lágrimas, sólo la agitación de mi pecho. “Padre Varuna”, dije al fin, “vinimos a realizar<br />
juntos la tarea. Somos Nara y Narayana y tú nos has separado. Así sea.”<br />
Le pedí entonces a Daruka que reuniese a toda la gente de la playa. Les dije que<br />
tenían sólo siete días para recoger todo lo que quisieran llevarse, pues Dwaraka<br />
desaparecería pronto. Krishna debió de infundirme su poder porque hablé sin tener que<br />
pensar. Lo que les conté fue la historia de cómo se salvó Krishna de la muerte y de los años<br />
de prisión de sus padres. Los de la generación de Aniruddha conocían la historia, pero no<br />
los más jóvenes. No había tiempo para los doce días de duelo ni para bárdicas recitaciones:<br />
lo que les dijese habría de servir a ambos propósitos. Les recordé cómo había acabado<br />
Krishna con los tiranos de este mundo, que era lo que él había venido a hacer. Les recordé a<br />
Jarasandha de Magadha y les hablé de la embajada de Krishna a Hastina antes de la batalla<br />
del Kurukshetra. Para los niños y niñas de la edad de Vajra, aquella guerra era sólo leyenda.<br />
Les dije que Krishna había venido para traer unidad y paz, pero que los hombres no estaban<br />
preparados para ellas y que por esta razón era grande el precio que todos habíamos tenido<br />
que pagar. El precio estaba pagado ya y ahora debíamos honrarlo viviendo de acuerdo con<br />
las esperanzas de Krishna para nosotros. Les dije que me llevaría a las mujeres y a los niños<br />
y a cualquiera que decidiese venir conmigo, primero a Indraprastha, donde Sri Vajra sería<br />
coronado; después a Martikavarta, donde Hardikyatanayam, el hijo de Kritavarman,<br />
reinaría; y por fin a Hastina, con el hijo de Satyaki. Cada uno podía elegir libremente la<br />
ciudad en la que volver a empezar... pero vi en los ojos de algunos de los viejos habitantes<br />
109
de la ciudad, de los llegados desde Mathura con Krishna, que no abandonarían Dwaraka.<br />
Intenté animarlos.<br />
“Así como este fin había sido previsto, se ha prometido un siglo de paz y<br />
prosperidad. A Krishna le debemos no dejar nunca que nuestro corazón desfallezca, porque<br />
lo que nos ha sobrevenido es obra de Prajapati, en cuya compasión debemos confiar.”<br />
Los ojos de algunos de los que escuchaban parecieron iluminarse y mirar hacia el<br />
futuro; otros habían acabado ya con esta vida y apartaron la vista de mí.<br />
110
CAPÍTULO XXIX<br />
De pronto, fue nuestra última noche en Dwaraka. Estaríamos en pie al amanecer y<br />
yo dormí de forma intermitente. Confusas escenas de batalla que creyera borradas tiempo<br />
atrás se representaron en mi mente otra vez. Vi a Bhurisravas, que había matado a los diez<br />
hijos de Satyaki, sentado en meditación. Vi a Satyaki saltar con hoja fulgurante para<br />
cortarle la cabeza. Vi a Satyaki desafiar a Kritavarman en medio del polvo arremolinado<br />
del Kurukshetra. Krishna fue arrebatado de nuestro carro por un torbellino y una vez más<br />
nuestro estandarte con el emblema del mono quedó reducido a cenizas. Después, Daruka<br />
me llevaba por un camino de tierra resquebrajada y el carro se inclinaba de lado a lado.<br />
Me incorporé de golpe agarrándome al asiento del carro, que se convirtió en mi<br />
lecho pero seguía balanceándose. Una pequeña lámpara había caído al suelo y la llama<br />
parpadeaba. Cuando logré recordar dónde estaba, la cámara ya no se movía, pero la<br />
advertencia de lo que nos amenazaba era clara. Sonaron dos gritos penetrantes y luego<br />
sollozos y silencio, salvo por el ruido sordo de pies corriendo. Era la Hora de los Dioses,<br />
cuando las energías se concentran. Sentí a la ciudad y al mar impacientes por librarse de<br />
nosotros antes de su encuentro. Me deslicé del lecho de Krishna y puse el incienso ardiente<br />
en la cabecera. No había tiempo para más ritual. Toqué con las puntas de mis dedos los pies<br />
de su cama antes de recoger mis armas. Corrí escaleras abajo, que retemblaron mientras las<br />
descendía. El Shankara Shiva de la gran destrucción saludaba con un golpe del pie en el<br />
suelo antes de danzar. Las escaleras se movieron a un lado y a otro, y mi práctica en el<br />
carro y en mantenerme de pie sobre caballos al galope me sirvió bien hasta el último<br />
peldaño, que me hizo resbalar. Bien hondo en el centro de la Tierra, el dios Varuna se<br />
agitaba, resquebrajando el suelo incrustado de gemas en el que yo me había desmoronado.<br />
Me forcé a levantarme. Una luz centelleó junto a mí y cayó. Una amatista de violeta<br />
profundo que quedara suelta había saltado al aire. Pronto quedó todo quieto otra vez, pero<br />
Shiva había dado su advertencia. Siguió un repentino silencio. La gente de palacio debía de<br />
haber contenido el aliento creyendo que el fin había llegado. Ahora desgarraron el aire con<br />
gritos y lamentaciones. Mi preocupación era Vajra y su madre y el resto de los niños, y<br />
corrí hacia los aposentos de las mujeres. Tropecé con ellos a medio camino, donde los hallé<br />
marchando aprisa de la mano, con los sirvientes detrás.<br />
“¡Todos fuera!”, grité.<br />
La tierra podía empezar a moverse en cualquier instante otra vez. Pasamos por<br />
delante de los brahmines en el Homa, que recitaban los primeros mantras del día. No había<br />
tiempo para ceremonias, pero solté la mano de Vajra y saludé conminándolos a apagar los<br />
fuegos y salir con nosotros. Seguimos corriendo hacia las grandes puertas centrales. Vi a<br />
dos sirvientes cavando el suelo en busca de las gemas sueltas. Les grité que harían pisar<br />
fuerte a Shiva otra vez. Quizás no me oyeron, porque un momento después la tierra volvió a<br />
temblar y una columna con forma de león cayó sobre uno de ellos. Nos precipitamos hacia<br />
el portal por un patio de árboles floridos que aún desprendían un fuerte perfume y pasamos<br />
junto al estanque de los lotos, en el que peces brillantes relampagueaban aquí y allá presas<br />
de agitación. Algunos saltaron a la superficie y yacieron boqueando en el borde de<br />
lapislázuli. Vajra quería detenerse para devolverlos al agua. Tiré con fuerza de él.<br />
Los caballerizos sacaban de los establos a los animales, que se detenían para piafar,<br />
agitar las cabezas, sacudirse o encabritarse. Desde todos los rincones se oían los gritos de<br />
111
los hombres y de los animales. Mis soldados habían alcanzado las puertas y algunos corrían<br />
hacia mí para conocer mis órdenes. Les dije que me trajeran a los hijos de Satyaki y de<br />
Kritavarman. Crucé las puertas de palacio, que estaban abiertas de par en par, y dejé al<br />
grupo con una guardia a cierta distancia. No me fiaba de que aquellos muros aguantaran.<br />
Entonces, alguien gritó mi nombre.<br />
“¡Príncipe Arjuna!”<br />
Alcé la mirada para ver un brazo haciéndome señas desde una ventana. Me abrí<br />
camino a través de la marea de fugitivos y crucé el gran salón de entrada que se inclinaba<br />
hacia arriba y luego hacia abajo como el balancín con que juegan los niños. Las escaleras<br />
estaban ladeadas; la barandilla, hundida. Había un enorme agujero en una pared. Seguí los<br />
gritos que llegaban del departamento de las mujeres: una columna pintada se había<br />
desplomado de través en uno de los cuartos, atrapando debajo a una mujer y aplastándole el<br />
pecho. Dos de sus sirvientas intentaban desesperadamente moverla. Era esposa de<br />
Kritavarman. Su hijo yacía a su lado, sollozando. Su chal de seda estaba rojo de sangre.<br />
“Arjuna”, exhaló, “tráeme fuego del Homa de palacio y luego llévate a este niño y a<br />
las doncellas. Rápido, mi señor me está esperando.”<br />
Pasó las manos sobre la columna y después su aliento cesó. Cogí al niño, que pateó<br />
resistiéndose a abandonar a su madre y corrí escaleras abajo con las muchachas detrás de<br />
mí. Los fuegos del Homa habían sido apagados y, cuando me volví, las escaleras se<br />
hundieron en un montón de madera astillada y fragmentos de albañilería. La puerta se abrió<br />
de golpe y se cerró otra vez y cayó después de sus goznes a través del arco. Más allá de<br />
éste, otro arco daba forma a llamas que saltaban hacia nosotros. Un mantra les arrojé y<br />
atravesé veloz la puerta llevando al niño, que lloraba, con su cabeza contra mi cuello,<br />
dejándole hincar sus pequeñas uñas en mis hombros. Obviamente, los dioses tenían aún<br />
trabajo para mí, porque alcanzamos la salida ilesos. Un poco más allá esperaba el carro y<br />
Daruka había traído al hijo menor de Satyaki y su nodriza. La madre había muerto cuando<br />
el suelo cedió bajo ella. Di el niño a la madre de Vajra.<br />
“Mira, aquí están tu primo y tu tía”, le dije.<br />
Subí a la mujer y al niño y tomé las riendas otra vez. Desde alguna parte llegó el<br />
olor del jazmín y recuerdo haberme preguntado cómo, en medio de aquel caos, sabían las<br />
flores emitir su perfume.<br />
Mis hombres habían reunido a la gente que, aturdida y desesperada, se quedara atrás<br />
y vagara sin rumbo por los palacios. Éstos, a pie, se mezclaron ahora con una multitud de<br />
carros, carretas de bueyes y elefantes que fluía apretujada hacia las puertas de la ciudad.<br />
Detrás, el dios Agni, atareado, se infiltraba por cada rincón, trepaba los muros, se asomaba<br />
a las ventanas y lamía sus molduras.<br />
Ahora, llegó un sonido distinto del recrujir de los carros y el constante barullo y<br />
gritar de las gentes. Era la voz del mar, un sonido de ingurgitación, de succión. Bajé la<br />
mirada hacia el océano. El Hacedor del Día acababa de encender el mar, del color del<br />
elefante, que corría hacia atrás, al horizonte, como la cuerda de arco tensada inmensamente<br />
antes del disparo, revelando barcos hundidos y otros despojos que se pudrían en el lecho del<br />
océano. Contemplé las aguas reptar a la distancia... y luego grité a Daruka que fustigase los<br />
caballos. Pasamos a otros carros gritándoles que el mar pronto retornaría con toda la fuerza<br />
de su oleaje. Dejé el carro, monté un caballo y cabalgué hacia la cola de la columna para<br />
recuperar a los rezagados.<br />
Y aún retrocedieron las aguas hasta convertir la playa en desierto.<br />
112
Suplicando a Varuna misericordioso que nos diese tiempo, recorrí la procesión,<br />
animando a la gente y al mismo tiempo apremiándola. Los gajarohas tenían las cabezas<br />
inclinadas sobre las orejas de los elefantes, les gritaban sus nombres, les hablaban<br />
cariciosos, estimulándolos y ofreciendo plegarias. Los aurigas y jinetes luchaban por<br />
impedir que sus caballos se apartasen del camino. El tiro de uno de los carros conducido<br />
por una mujer Vrishni se desbocó y partió a toda velocidad por un bosque de camuesos. Yo<br />
estaba en medio de la columna cuando la última mitad de la muchedumbre empezó a pisar<br />
las puertas de la ciudad. Para entonces, los animales percibían lo que se avecinaba y<br />
estaban locos de pavor. Muchas de las damas Vrishni que pasé gobernaban los tiros de sus<br />
carros, que llevaban llenos de niños y de gente mayor, tan bien como Subhadra. Conseguí<br />
alcanzar mi propio carro y me uní a la procesión. Oímos el bramar del ganado. De pronto,<br />
dos ciervos domésticos llegaron saltando de algún inesperado lugar e hicieron que el<br />
nervioso tiro justo detrás de nosotros saliese disparado hacia un campo, trastornando a uno<br />
de los carros de las damas. Las cornadas criaturas saltaban hacia arriba frenéticas.<br />
Pronto el camino empezó a descender. Nos movíamos tierra adentro.<br />
Una vez más el mantra que habíamos dicho el decimoquinto día de la guerra brotó<br />
en mí. Era un mantra de sumisión. En esta ocasión, lo pronuncié en voz alta, una y otra vez:<br />
“Om namo Bhagavate Narayana.” Otras voces, muchas voces se unieron enseguida a la<br />
mía en un poderoso clamor de sometimiento.<br />
En mi corazón, me postré totalmente tal como lo habíamos hecho en el Kurukshetra.<br />
De nuevo sentí una brisa fría, como el Narayanastra, pasar sobre nosotros. El mantra<br />
siguió y siguió dentro de mí mientras yo gritaba órdenes y la columna continuaba<br />
avanzando.<br />
La franja de playa que apareció ante nuestra vista estaba llena de peces; algunos se<br />
retorcían aún. Un sol mórbido se había elevado justo por encima de la línea del horizonte.<br />
Aún no había olas que retornasen. El mundo estaba quieto, salvo por los fuegos de<br />
Dwaraka, que teñían el cielo. No aminoré el paso.<br />
Lo oímos antes de verlo, un ruido precipitado al tiempo que el suelo bajo nosotros<br />
empezaba a moverse. Hubo un estruendo en la distancia: el dios Indra arrojaba el trueno.<br />
Grité a los aurigas que marchasen más rápido y mi grito soltó el terremoto. Shiva pateó el<br />
lecho marino y el agua corrió hacia la costa. Como un gran monstruo, el mar suspiró y se<br />
alzó y colmó el firmamento de olas. Sus crestas se unieron para elevarse en forma de<br />
inmensos montes y luego avanzaron arrasadoras como si la caracola de una akshauhini<br />
hubiera lanzado la orden de cargar. Volví la vista hacia Dwaraka. Las líneas de los palacios<br />
esplendorosos eran como dentadas rocas pintadas señalando al cielo. El fuego estaba por<br />
todas partes: tanto Agni como Varuna reclamaban la Dwaraka de Krishna. Aún miraba,<br />
cuando la gran vyuha cayó sobre ella. Saltó el alto talud de la orilla y cubrió las mansiones<br />
antes de refluir estrepitosamente.<br />
Nosotros subíamos por la carretera ahora, que estaba atravesada de árboles caídos y<br />
nos obligaba a frecuentes interrupciones mientras los elefantes apartaban los obstáculos. El<br />
trueno nos aturdía los oídos y reverberaba en nuestros huesos, como si todo el ganado de<br />
Bharatavarsha corriera en estampida. Al mirar atrás, vimos el agua avanzar de nuevo,<br />
elevándose esta vez hasta las copas de los árboles. Más tarde, supimos que Dwaraka se<br />
había perdido bajo el mar con todos sus árboles y edificios. Ni siquiera las ramas más altas<br />
o las torres más grandes llegaron a asomar.<br />
Sin embargo, el espíritu de Dwaraka y el coraje que la había hecho nacer, que en mi<br />
corazón era Krishna, sólo Krishna, ni el fuego ni el agua lo podían borrar.<br />
113
CAPÍTULO XXX<br />
Realizamos el camino a base de pequeñas marchas y, ciertamente, no podría haber<br />
sido de otro modo. Las damas de alcurnia portaban consigo la riqueza de sus casas en<br />
carromatos tirados por bueyes, mulas y camellos: arcas llenas de joyas y ropas de seda,<br />
otras repletas de vasijas de oro y plata. Muchos de sus servidores marchaban a pie, llevando<br />
en la cabeza o las espaldas aquellas de sus posesiones que habían considerado más dignas<br />
de ser salvadas. Y además estaban los niños. En carros de burros, o de bueyes, o a lomos de<br />
ponis, iban los niños, nuestra esperanza de futuro, las semillas de una gran floración.<br />
Aunque algunos no hacían más que pedir dulces, tenían todavía los ojos llenos de imágenes<br />
de destrucción.<br />
No era ésta una brigada con la que intentar marchas forzadas.<br />
Había con nosotros brahmines y vaishyas y sudras. Dwaraka había conocido la<br />
prosperidad e incluso los refugiados más pobres constituían un gran y rico concurso. Los<br />
elefantes lucían aún sus pinturas de peregrinaje y sus caparazones. Muchos de los carros<br />
gozaban de la sombra de sus parasoles de seda. Cuando Krishna trajo a su pueblo desde<br />
Mathura, después de matar al tirano Kamsa, su columna debió de parecerse un poco a ésta.<br />
Entonces, era una orgullosa asamblea, alto el espíritu, marchando hacia un brillante futuro;<br />
ahora, desde luego, viajábamos con pompas del pasado.<br />
Cada día levantábamos el campo al amanecer, bajo un cielo zafiro, con algún río<br />
que centelleaba como plata en la distancia. A menudo pasábamos junto a lagunas que<br />
llenaban los lotos. Cada día rezaba la gente a Pusan, Señor de los Viajeros y los Caminos,<br />
para que nos condujese a nuestros destinos. Yo oraba a Krishna.<br />
Cuando alcanzamos el país de los cinco ríos, casi creí que mis plegarias serían<br />
respondidas. Al ver la ciudad de blancos pabellones de seda, al oír el sonido de las<br />
corrientes borbollantes y al mirar las primeras, titubeantes sonrisas de los niños, supe que<br />
algo de Krishna perduraba en ellos... y esta idea daba algún sentido a la vida.<br />
Los niños no saben sino vivir. Vajra extendía su pequeño puño hacia sus primos y<br />
éstos susurraban sus conjeturas. Jugaban al panchasanmaya.<br />
“¿Cuál es mi meñique?”<br />
El hijo de Satyaki, con rápidos ojos fúlgidos, alargó los brazos, enterrando los dedos<br />
en sendos puños. Cuando Vajra señaló el que no era, ahogaron sus primeras risillas detrás<br />
de las manos. Al comprobar que no se les reprendía por su frivolidad, empezaron pronto a<br />
dibujar sus diagramas para el juego del tejo. Algunos adultos les dirigieron miradas<br />
recelosas, pero yo impedí sus reproches ayudando a trazar sus recuadros con la punta de mi<br />
flecha, así que los niños me tomaron de la mano y me hicieron saltar con ellos. Lo hice<br />
hasta que aterricé en una línea y los críos rieron, me señalaron, y Vajra, encantado, giró<br />
sobre sus talones. El resto aplaudió y, antes de que pudiera darme cuenta, yo reía con ellos.<br />
Luego, al verme allí de pie, mirando al cielo, me apartaron del camino para seguir con el<br />
juego que estaba obstaculizándoles. Allí, en medio del cuadrado dibujado en la tierra, era<br />
un obstáculo para la vida, el juego que nunca se detiene. Llenos de aquella traviesa malicia<br />
Vrishni, empezaron a reírse de mí, imitando mi forma de mirar a las alturas.<br />
Más tardaron las princesas en unírseles. Éstas se sentaban junto a sus madres para<br />
tejer guirnaldas o hacer dibujos en la arena; pero eran hijas de reinas que conducían carros<br />
de combate y que podían partir con sus flechas frutos arrojados al aire, así que cuando creí<br />
114
que había pasado tiempo suficiente les dije a sus madres que necesitaban ejercicio. Pronto<br />
las vi lanzar pelotas y jugar con sus hermanos.<br />
En pocos años, deberíamos organizar sus swayamvaras. Yo había escogido ya a la<br />
preciosa hermana de Vajra para Parikshita. Tenía la risa alegre de Subhadra y los más<br />
burlones de los chavales no conseguían hacerle perder el control. Esto, como bien sabía yo,<br />
es lo que anhela conseguir cualquier hombre e inculcar a sus vástagos. Pero cuando la vi<br />
tejiendo flores de jazmín con Hardikya, tal como ahora llamábamos al hijo de Kritavarman,<br />
me pareció que tendría que empezar a buscar otra vez. Hacer planes para la nueva<br />
generación se había convertido en mi preocupación principal. Dwaraka había desaparecido,<br />
pero los Vrishnis y los Bhojas, los mejores de entre nosotros, tenían que sobrevivir. No se<br />
podía permitir que la semilla de Krishna y de Satyaki pereciese.<br />
Marchábamos en dirección noroeste, hacia Indraprastha. Una vez hubiese instalado<br />
a Vajra allí y le hubiese asignado un regente respiraría con más tranquilidad. Desde allí no<br />
nos quedaría mucho hasta Martikavarta, justo al norte de aquella capital y donde debería<br />
dejar al hijo de Kritavarman. Después me llevaría al hijo de Satyaki a Hastina, en la que<br />
viviría un tiempo con Parikshita antes de ir a su reino a orillas del Saraswati.<br />
Cuando emigramos de Hastina a Indraprastha antes de la partida de dados, cruzamos<br />
Panchala, el reino de Draupadi, donde yo la había ganado no mucho tiempo atrás. Era un<br />
país de bosques y cultivos. Esta vez, sin embargo, tendríamos que atravesar una franja de<br />
desierto. No había otro camino a Hastina, a menos que viajásemos muy lejos hacia el<br />
sudeste y luego nos volviésemos al norte a través de los dominios Chedi y de Mathura. Yo<br />
había escogido el camino más corto: no podía esperar más tiempo para volver a ver a<br />
Subhadra y Parikshita. Empezaríamos, no obstante, por seguir el río Narmada y luego un<br />
tributario del Yamuna. Esta ruta nos ahorraría parte del desierto a costa de dos semanas de<br />
travesía, lo que parecía establecer un adecuado equilibrio entre prisa y precaución. Por mí<br />
mismo, habría partido de inmediato, pero vi que las mujeres necesitaban más tiempo para<br />
recuperarse. Sus heridas eran todavía demasiado recientes para soportar más penalidades.<br />
Contemplamos, pues, a los flamencos pintar la distancia con sus colores hacia<br />
horizontes de verdeantes tamariscos. Había grandes lagunas con flores acuáticas rosas,<br />
blancas, magentas y malvas, que palpitaban de luz y ofrecían su fragancia al dios Surya.<br />
Martines pescadores volaban sobre nosotros y quedaban unos instantes suspendidos sobre<br />
las aguas antes de alejarse veloces, como huyendo de perfumes demasiado empalagosos. A<br />
veces buceaban en busca de pequeños peces; una sacudida del pico y ya los tenían. Había<br />
belleza allí, una belleza curativa y, aunque era consciente de ella, estaba más allá de mi<br />
alcance. Mi alma rondaba mi cuerpo, pero no estaba dispuesta a penetrar en el mundo.<br />
Desde el momento en que intentara partir el Gandiva, mi alma había morado en una tierra<br />
de nadie.<br />
Las mujeres tenían terror al desierto y muchas habrían preferido quedarse atrás.<br />
Gran parte de los que acudieran a nuestros sacrificios estaban muertos ya y, tras el<br />
Kurukshetra, tantos de nosotros, kshatriyas, habían desaparecido, que corrían no pocas<br />
historias de anarquía. Daruka advirtió que el mero esplendor de nuestra columna podía<br />
atraer saqueadores. Ordené una reunión. Los brahmines la empezaron con un himno a<br />
Pusan, Señor de los Caminos, para que nos condujese a salvo al destino de nuestro viaje. Al<br />
mirar alrededor y ver la expectación de los rostros, pedí a Krishna que diese forma a mis<br />
palabras. La gente me observaba; si les fallaba, habría enseguida problemas. La falta de fe<br />
es tan contagiosa como las fiebres de verano. Cuando diriges ejércitos, aprendes que tu<br />
115
propia valentía refuerza la voluntad de tus soldados. Ocurre lo mismo con mujeres y civiles,<br />
así que invoqué mi coraje, que era Krishna. Y debió de ser él quien hablase a través de mí.<br />
Una vez los hube ganado para mi causa, me incliné hacia la opción contraria.<br />
“Y sin embargo, a nadie se le reprochará que quiera quedarse aquí. A éstos les<br />
daremos todo nuestro apoyo y los ayudaremos a establecerse antes de seguir nuestro<br />
camino.” Continué todavía un rato por esta vía hasta que me interrumpieron.<br />
“¡No, no, príncipe Arjuna!”<br />
“No, Señor. Iremos contigo. Te seguiremos a ti.”<br />
Un murmullo de aprobación recibió estas palabras y los gritos de: “¡Sadhu, sadhu!”<br />
Después, todo el mundo rompió en fuertes hurras y vítores.<br />
Habían pasado casi tres meses desde que escapáramos de Dwaraka y algunas de<br />
nuestras muchachas kshatriya habían sido cortejadas por los oficiales de la guarnición: tres<br />
viudas decidieron quedarse atrás con sus hijas. Otras dos pidieron piras fúnebres para<br />
entregarse al sati. El resto vino conmigo. Daruka había apoyado hábilmente todo lo que yo<br />
dijera y, tras decirlo, me sentía en cierto modo restablecido ante mis propios ojos, porque la<br />
naturaleza kshatriya reside en sostener el Dharma Ario y, aunque nuestro mundo yaciera<br />
bajo el polvo o hundido bajo el mar, no podíamos cambiar o suprimir cosas tales como la<br />
protección de las mujeres, que tan profundamente se nos habían inculcado.<br />
Así, durante la mitad luminosa de la lunación, hice ofrendas con un fuego que<br />
habíamos portado del Homa de Krishna. Algunos de los brahmines, que eran demasiado<br />
viejos para la travesía, se quedarían atrás con aquellas mujeres. Más tarde, el día de nuestra<br />
partida, aquellos mismos sacerdotes, con los ojos brillantes de lágrimas, nos despidieron<br />
con el himno a la Aurora.<br />
“Para nosotros se ha levantado la Aurora.<br />
Asegurado está nuestro bien.<br />
Avanzan las Auroras<br />
Como clanes formados para la batalla,<br />
Tiñendo sus rayos fulgurantes<br />
Los distantes horizontes del cielo.<br />
“Extiende el sol sus brazos;<br />
Las nubes rosáceas del alba<br />
Brillan con lustre.<br />
“Convence a cada dios de que nos dé su presente;<br />
Ahora que apareces, otórganos<br />
El encanto de gratas voces<br />
Y de pensamientos que nos eleven.<br />
“Presérvanos eternamente, oh Diosa,<br />
Con tu bendición.”<br />
Nos abrimos camino entre una muchedumbre que elevaba sus lamentos al vernos<br />
partir. Los brahmines nos arrojaron arroz, flores y bermellón al pasar y cantaron un último<br />
himno a Pusan por nosotros.<br />
116
“Él conoce y atraviesa todo reino celestial.<br />
Que os guíe por caminos totalmente seguros.<br />
Cuidando de vuestro bienestar, protegiéndoos de todo daño,<br />
Que él, que conoce, dirija la marcha vigilante.”<br />
Fue en la estación Vasanta, el tiempo de los cuclillos y de la floración de los<br />
mangos, cuando partimos. Campos de flores púrpura y magenta, junto a franjas de color<br />
zafiro, amarillo y amatista, se mecían en la brisa de la primavera. Las alas irisadas de las<br />
libélulas eran tan finas como los más exquisitos ropajes de nuestras damas y los<br />
saltamontes parecían esmeraldas vivas. Ciervos dorados surgieron como por encanto para<br />
beber del río. Si algo podía proporcionarme un mínimo de serenidad, era esta renovación de<br />
la tierra.<br />
Marchamos y descansamos al son de los himnos. Eran nuestra fuerza en un mundo<br />
en permanente mutación, el ritmo de nuestra esperanza.<br />
“Que el viento sople dulzura,<br />
Que por los ríos fluya la dulzura,<br />
Que la hierba crezca con dulzura,<br />
Para el Hombre de la Verdad.<br />
“Dulce sea la noche.<br />
Dulce sea la aurora,<br />
Dulce la fragancia de la tierra,<br />
Dulce Padre de los Cielos.”<br />
Sentí la savia elevarse lentamente por mi cuerpo, pero mi alma permanecía todavía<br />
detrás. Por el camino había varias aldeas, todas ellas amistosas y hospitalarias. En una se<br />
nos unieron dos artesanos, un ebanista y un orífice. No podían llevar ya lo mejor de sus<br />
trabajos a Dwaraka y habían oído hablar de Indraprastha y la Maya-sabha. Éstos arrastraron<br />
a otros diestros artífices consigo. Desaparecida Dwaraka, esta región resultaba un páramo<br />
para ellos. Me preocupé de conocer a estos hombres y me cuidé de que ellos conocieran a<br />
su príncipe Vajra. Los ligué a él con historias de Krishna y del Kurukshetra. Cuando estás<br />
de viaje, las convenciones de la ciudad se olvidan. A medida que los atardeceres se hicieron<br />
más largos, otros de castas inferiores vinieron a escuchar mis historias y a oír algunos de<br />
los himnos de los brahmines por primera vez.<br />
“Aquel que es llamado Amigo Divino<br />
Une a los Hombres.<br />
El amigo Divino sostiene<br />
El cielo y la tierra,<br />
Cuidando de las gentes,<br />
Sin cerrar nunca el ojo.<br />
Al Amigo Divino ofreced<br />
Una oblación de grasa.”<br />
117
También para mí eran nuevos algunos de los himnos. Incluso los antiguos los<br />
escuchaba ahora con un oído más agudo. El anhelo de prosperidad, paz y dicha con el que<br />
nacemos había remitido en mí y me preguntaba si esto era la ecuanimidad de la que siempre<br />
hablaban Yudhisthira y los sabios. Me maravillaba poder cumplir con mis deberes, y<br />
parecía que eficazmente, en tal estado; aunque, cuando miraba a Vajra o pensaba en<br />
Subhadra y Parikshita sabía que ni el amor ni el apego se habían consumido en mí. Sin<br />
embargo, algo se resistía a renacer a la vida. El viejo Arjuna había sido como un águila en<br />
las alturas. Este Arjuna era como una sombra arrojada por el ave mientras volaba sobre<br />
montes y llanuras. Todo lo que en realidad sabía era que yo ya no era el que había partido<br />
hacia Dwaraka. Quizás el cambio sobreviene cuando todas las certezas han sido barridas y<br />
sabes que tu única esperanza es la renuncia, la sumisión, no sólo al ver aproximarse el<br />
Narayanastra, sino en toda tu vida, de día en día. Mis plegarias se dirigían ahora a Pusan<br />
también.<br />
Somos siempre peregrinos en una senda desconocida.<br />
Daruka, que lo percibía todo, vio el cambio en mí. Cuando el tiempo se hizo más<br />
cálido, los niños empezaron a nadar. Sentado en una roca, yo los miraba chapotear y reír en<br />
el agua bajo la mirada vigilante de Girika, uno de mis capitanes. Vajra y el hijo de Satyaki<br />
eran temerarios y a veces parecía que fueran a lanzarse hacia la otra orilla. Y Girika sabía lo<br />
que hacía, pero fue Daruka quien vino a mí.<br />
“Príncipe Arjuna, los jóvenes príncipes son demasiado atrevidos. No les gusta la<br />
orilla y no faltan cocodrilos en la corriente.”<br />
“Encárgate de que haya arqueros apostados mientras nadan.” No pude reprimirme<br />
añadir: “Pero no son los arqueros los que los protegen, ni ninguno de nosotros.”<br />
Daruka me observó mientras un cuclillo elevaba una y otra vez sus notas crecientes.<br />
“¿Qué ocurre, Daruka?”, pregunté por fin.<br />
Siguió mirándome y dijo después: “El príncipe Arjuna no habría dicho esto antes<br />
de...”<br />
“¿Antes de Dwaraka?”<br />
Asintió. Yo asentí también.<br />
“Quizás he llegado a mi vanaprastha, Daruka.”<br />
“La estación no está aún madura para ti, príncipe Arjuna.”<br />
“Quizás dos estaciones se solapan. Es la Kaliyuga y los tiempos se tuercen. ¿No te<br />
dijo nunca Sri Krishna estas cosas?<br />
“Oh, muchas veces. Muchas, muchas veces. Dijo que el bien surgiría del mal.”<br />
“Y yo lo creo. Pero creer es una cosa y sentarse aquí, en esta roca, esperando lo que<br />
no llegamos a entender, es otra muy distinta.”<br />
Nos quedamos en silencio mientras yo rascaba un parche de musgo con una punta<br />
de flecha. Los cuclillos llamaron otra vez y un pájaro carpintero les cantó en contrapunto,<br />
coreado enseguida por un trinar de gorriones. Las flores radiaban. Daruka, al igual que<br />
todos los aurigas, sabía cómo hacer emerger tus pensamientos. Ashwatthama me había<br />
dicho una vez que Bhishma se enteró de la pasión de su padre por Satyavati gracias a su<br />
auriga. Conocen estos hombres tus pensamientos y necesidades como los de los caballos<br />
del tiro que gobiernan.<br />
Los niños salían ahora del agua que lamía la orilla. Tenían azules los labios y<br />
arrugadas las puntas de los dedos. Permanecimos en cordial silencio. Un muchacho<br />
estornudaba y oímos a una mujer reprenderlo y a una sirvienta decir que el tiempo era<br />
demasiado fresco todavía para baños. El sol se había deslizado hacia el oeste. El fuego<br />
118
Homa, portado en un brasero de metal, nuestro vínculo entre esta tierra y los cielos, ganó<br />
fuerza. Era hora de quietud. Pronto se elevarían los himnos.<br />
Muchas de las personas mayores que dejaron Dwaraka con nosotros habían muerto<br />
por el camino. Aquella noche otras dos mujeres sucumbieron de debilidad y dolor. Eran<br />
antiguos miembros de la familia de mi tío. Yo no las había llegado a conocer bien, pero lo<br />
sentí como si hubiera perdido gente cercana a mí. Varios parientes a los que yo no había<br />
tratado en absoluto anteriormente estaban con nosotros y yo cuidaba de sus necesidades<br />
como si fueran madres y padres míos. Cada día hacía la ronda de las tiendas para mostrar<br />
mi apoyo y dar coraje a los que estaban demasiado débiles o enfermos o tristes para acudir<br />
al culto.<br />
Una vez más realizábamos los ritos, ofrecíamos libaciones y escuchábamos los<br />
himnos de los brahmines a la muerte.<br />
Daruka me dijo que recordaba a una de estas damas de sus tiempos de juventud, de<br />
los días anteriores incluso a la migración de los Yadavas desde Mathura hasta Dwaraka que<br />
dirigió Krishna. Había sido una de las grandes bellezas en el palacio de Kamsa, cortejada<br />
por muchos de los principales guerreros, pero al final escogió a uno de sus primos en contra<br />
de los deseos del tirano. Kamsa, que la quería para sí mismo, hizo matar al hombre y a ella<br />
la convirtió en criada de su esposa. Krishna y Balarama entraron en palacio disfrazados de<br />
dhobis y la rescataron.<br />
“Has de recordar, príncipe Arjuna, que aunque Sri Krishna había crecido como un<br />
rústico, su coraje y su amor por la justicia eran tan intensos que nunca tenía en cuenta el<br />
peligro.”<br />
“Y su sentido de la libertad...”, añadí. “¿Qué le ocurrió a la mujer?”<br />
“Tiempo después se casó con un príncipe Bhoja de su elección. Le dio muchos<br />
hijos, pero secretamente estaba enamorada de Krishna.”<br />
“Todas las mujeres estaban enamoradas de Krishna, Daruka.”<br />
“Era porque él las trataba con cariño y respeto. Sri Krishna las amaba también. Has<br />
de haber oído que tiempo después, cuando hubo llegado al poder, cruzó el país para libertar<br />
a muchas damas Arias que habían caído en poder de Narakasura. Cuando Sri Krishna les<br />
dijo que no tenían nada ya que temer y que serían escoltadas a casa, aquéllas se negaron a<br />
seguirlo alegando que ya nadie las aceptaría. Sri Krishna las trajo todas a Dwaraka. ¿Quién,<br />
aparte de él, habría dado refugio a tantas mujeres que valían lo que las viudas, o menos, y<br />
que tan poco útiles eran para la comunidad?”<br />
Dejamos pasar unos instantes en silencio.<br />
“Habían sido tratadas cruelmente y muchas sucumbieron por el camino. Yo estaba<br />
allí. Sri Krishna acostumbraba a asistir a las enfermas y moribundas con sus propias manos,<br />
levantándoles la cabeza para ayudarlas a beber, reconfortándolas con sus palabras y su<br />
encanto. Aprendí tanto de él...”<br />
“Y yo, Daruka, y yo.”<br />
Después de esta conversación, nos buscamos uno a otro mucho más a menudo que<br />
antes. Día tras día, cuando él había terminado su trabajo y el mío yo, lo llamaba a mi tienda<br />
y lo invitaba a sentarse conmigo y a compartir mi vino. Krishna nunca se había preocupado<br />
por la estricta observancia de casta. Como un niño, le pedía a Daruka que me relatase<br />
acontecimientos de los que yo sólo había oído hablar. Me hacía darme cuenta de que las<br />
cosas que yo sabía de Krishna y había compartido con él no lo agotaban. Krishna había<br />
hecho tantas cosas en una sola vida, corregido tantas injusticias, castigado a tantos tiranos,<br />
119
protegido a tantos animales del sacrificio, rescatado y amado a tantas mujeres, soportado<br />
los insultos y las mofas de tantos hombres de mucha menos valía...<br />
Una tarde, Daruka empezó a contar que tras la muerte de Kamsa, Jarasandha, el de<br />
los sacrificios humanos, a cuyas hijas había desposado Kamsa, puso sitio a Mathura. “Sri<br />
Krishna era noble, príncipe Arjuna. Cuando hubo matado a Kamsa, la gente quería<br />
desgarrar el cuerpo del tirano miembro a miembro, pero Sri Krishna protegió el cuerpo y<br />
presidió el funeral. El rey Kamsa era en verdad muy odiado. No sólo había matado a los<br />
hermanos de Krishna, sino a toda criatura que pudiera acabar convirtiéndose en una<br />
amenaza para él. Y no sólo era odiado Kamsa, sino que los jefes Yadava se odiaban a sí<br />
mismos por haberle dejado llevar a cabo todas aquellas atrocidades. Se negaron a asistir al<br />
funeral, pero ¿sabes, príncipe, lo que Krishna les dijo?”<br />
Meneé la cabeza.<br />
“Que tras la muerte no hay enemistad.”<br />
Ninguno de los dos pudimos hablar. Luego le conté a Daruka que después de matar<br />
a Jarasandha, Krishna, con gran gentileza, sentó a su hijo en el trono.<br />
El momento era intenso y portaba consigo la voz del joven Krishna, un muchacho<br />
recién llegado de la campiña, con la flauta a la cintura.<br />
“Podía haberse hecho con la corona”, prosiguió Daruka. “El mismo padre de<br />
Kamsa, el Señor Ugrasena, a quien Kamsa le había arrebatado el trono, lo propuso. Pero Sri<br />
Krishna tomó la corona y se la colocó al Señor Ugrasena en la cabeza. Éstos son los<br />
momentos que han hecho mi vida. Él nunca quiso el poder para sí mismo. La gente se<br />
olvidó de esto y no lo comprendió. Él quería la libertad de los pueblos y el fin de la tiranía,<br />
para que Bharatavarsha se uniese bajo una única Ley Dhármica. Ya entonces me dijo que el<br />
primogénito de su tía Kunti, el príncipe Yudhisthira, era el rey dhármico que debía sentarse<br />
en el trono.”<br />
“Sí, Daruka. Sí, lo sé. Incluso antes de conocerlo, cuando Sri Balarama vino a<br />
Hastina para enseñarnos lucha libre, nos habló de la visión de Krishna.”<br />
Pero Daruka estaba reviviendo todavía la muerte de Kamsa y empezó a hablar de<br />
sus viudas, las reinas Asti y Prapti, y de cómo Krishna las honró y consoló.<br />
El Hacedor del Día se retiraba y pronto llegaría el momento de su reposo. Era<br />
costumbre mía unirme a la gente para las plegarias del atardecer, pero ahora envié a buscar<br />
a los niños. Quería que Vajra oyera las historias del más grande de los miembros de su<br />
linaje. Los bardos de Indraprastha no tardarían en despertarlo cada mañana con los cantares<br />
de las gestas de sus ancestros, pero nadie podía encender la llama del espíritu de Krishna<br />
como Daruka.<br />
“El hermano de Kamsa descendió sobre Mathura con un ejército. Yo llevé a Sri<br />
Krishna a enfrentarlo. Todo el mundo quiso unirse a nosotros. Bajo Sri Krishna nuestro<br />
espíritu era como un viento poderoso.”<br />
Los niños, con el cabello mojado aún de nadar y pegado a sus mejillas, entraron en<br />
el pabellón.<br />
“¿Por qué no se puso la corona en la cabeza, después de matar a Kamsa y a su<br />
hermano?”, preguntó Vajra.<br />
Daruka le sonrió, le acarició el pelo y le habló del coraje y de la ausencia de<br />
ambición. Los muchachos escucharon con ojos como platos el relato que Daruka les hizo<br />
de los asedios a Mathura.<br />
Cada año después del monzón, Jarasandha enviaba su ejército a atacar Mathura a<br />
pesar de la resistencia de aquel pueblo que se había librado de la tiranía por fin. Los<br />
120
Yadavas que huyeran de Kamsa habían retornado y la ley se había restablecido. Las tierras<br />
y riquezas robadas por Kamsa retornaron a sus legítimos dueños. Para impedir luchas<br />
intestinas entre los clanes reales, se organizó la boda del jefe Vrishni Akrura con la hija de<br />
Ugrasena. Algunas de estas cosas yo las había conocido y otras no. Viniendo de Daruka<br />
resultaban frescas, novedosas. Pregunté a Daruka algo que siempre me había inquietado:<br />
¿habrían sido distintas las cosas, si Krishna hubiera aceptado la corona? Nadie se la habría<br />
disputado, eso al menos lo sabía. ¿Hubiese frenado la rivalidad entre los clanes,<br />
soldándolos de una vez? Ugrasena, el padre de Kamsa, había sido débil; de otro modo,<br />
Kamsa, para empezar, no le habría arrebatado nunca el poder.<br />
“Príncipe Arjuna, todos nosotros descendimos de aldeas Gokula cuando muchachos.<br />
Krishna era nuestro líder y estaba lleno de ardor y coraje, y todo el mundo podía ver que<br />
era noble pero, extrañamente, nada ambicioso. Siempre decía que su trabajo era de otra<br />
naturaleza. Esto era antes, desde luego, de que él y Sri Balarama fuesen a estudiar con el<br />
guru Sandiyani y Ghora Angirasa. Cuando regresaron, Sri Krishna comenzó a organizar a<br />
la gente y a inspirarlos. Cuando hablaba, a todos nos llenaba la energía de los dioses. Fue<br />
entonces cuando Jarasandha empezó a atacar. ‘Ese vaquerizo’, decía, como siempre al<br />
referirse a Sri Krishna simulando ignorar su origen noble, ‘ha de recibir una lección’. Lo<br />
que lo encolerizaba era que ningún Yadava hubiera pensado en castigar al ‘advenedizo’.<br />
Además, el ejército estaba con Krishna y Kamsa, yerno de Jarasandha, no había muerto<br />
siquiera en batalla, sino en una palestra.”<br />
Recordé entonces y vi el sentido de las palabras de Jarasandha a su hijo, tan a<br />
menudo citadas, que quería saber por qué su padre necesitaba a Sisupala de los Chedis y a<br />
Rukmin de Vidharbha y a Dantavaktra de Karusha y al rey de Paundra para derrotar a<br />
Mathura, cuyas huestes estaban llenas de boyeros. Jarasandha le respondía que cada<br />
Yadava luchaba por su libertad y no por la paga del soldado.<br />
Y de libertad hablábamos aquí a los niños que nos escuchaban.<br />
Así fue que los ataques llegaron cada año hasta que el consejo Yadava pidió a<br />
Krishna y a Balarama dejar Mathura, para poder vivir sin el miedo de aquella agresión<br />
anual.<br />
“Y así ocurrió, príncipe Arjuna, que unos años después toda una población de<br />
dieciocho clanes emigró del norte al sudoeste. Ahora, como la marea, retornamos. Cuando<br />
dejamos Mathura quemamos la ciudad. Esta vez Agni y Varuna han hecho el trabajo por<br />
nosotros. Dwaraka era inexpugnable desde el exterior. Sólo la locura de los hombres y de<br />
los elementos podía haber destruido la ciudad de Sri Krishna, la de las hermosas puertas y<br />
majestuosas mansiones. Nada queda ahora, pero cuando llegamos nada había tampoco,<br />
aparte de la ciudad en ruinas de Kushasthali. Mathura quedaba arrasada detrás de nosotros<br />
y, aunque no lo hubiera estado, ¿quién hubiera cruzado este inmenso desierto para volver<br />
allí? Nos sentíamos triunfantes. Había una fuerza imponente con nosotros. Y era Sri<br />
Krishna.” Daruka se volvió hacia los niños y dijo: “Ya veis, mis pequeños señores, la<br />
fuerza y el coraje son superiores a cualquier arma.” Y prosiguió: “No habría ya asedios que<br />
perturbasen nuestras vidas. Guru Parashurama había escogido bien cuando, muchos años<br />
atrás, convirtió en su fortaleza este lugar. Al gran fuerte de roca, a medias erigido por la<br />
naturaleza, nosotros le añadimos nuestras construcciones y defensas hasta que nos ofreció<br />
tanta protección que las mujeres solas habrían podido guardarlo contra cualquier ataque.<br />
Edificamos tantas puertas con arcos hermosos que un día la dama Subhadra, una niña<br />
pequeña aún, dijo que el lugar tenía que ser llamado Dwaraka, La Ciudad de las Puertas.<br />
121
“Gran parte de nuestro ganado había muerto durante el viaje, pero quedaba<br />
suficiente para que los gopas empezaran las cabañas otra vez y a cada uno se le dieron<br />
pastos generosos. Otros se dedicaron a la construcción de barcos y al comercio. La ciudad<br />
floreció. Tú mismo, príncipe, viste las anchas carreteras y sus panoramas, los árboles en<br />
flor y los jardines siempre en aumento. Donde Sri Krishna estaba, la vida y la belleza<br />
prosperaban. Los mejores de los artesanos y artistas acudían a él.”<br />
Y así había ocurrido, en efecto, en Indraprastha.<br />
“Nuestras puertas se abrían a los caminos del mar y los campesinos se hicieron<br />
mercadantes cubiertos de oro y de joyas. Yo mismo poseía riquezas.”<br />
Extendió las manos para hacer centellear sus anillos bajo la llama de la lámpara de<br />
manteca y dilató los ojos con rictus de dolor al cantar con su dulce voz de bardo:<br />
“...Pero Krishna era nuestra única riqueza.<br />
Él nos la ha robado<br />
Y se la lleva<br />
Por el camino desconocido.”<br />
Suspiró y reinició su relato. “Fue entonces cuando se eligió a tu tío Vasudeva como<br />
Señor de Dwaraka.”<br />
“Krishna aún evitaba la corona.”<br />
“Eso lo haría toda su vida.”<br />
Los niños se habían dormido. El hijo de Satyaki apoyaba la cabeza en mi hombro.<br />
Me inundó un fiero sentido protector y le presioné gentilmente la cabeza contra mi corazón.<br />
Cuando por fin alcanzamos las puertas de Indraprastha, nuestras sombrillas de seda<br />
estaban cubiertas de polvo y desgarradas. Éramos una andrajosa caravana. Aunque<br />
acampamos a algunas yojanas de la ciudad para darnos tiempo de ofrecer una imagen brava<br />
y acicalada, portábamos las huellas del desierto, en el que habíamos dejado parte de la<br />
substancia de nuestra propia carne. No tenía ni idea de si encontraríamos oposición en<br />
Indraprastha, pero había enviado con antelación mensajes de nuestro arribo. Llegado el<br />
momento, se nos dio la bienvenida. Los consejeros dejaron las puertas de la ciudad para<br />
recibirnos. El bosque Khandava, que quemáramos en otro tiempo, una vez más invadía el<br />
territorio con nuevos peligros de animales salvajes y tribus forajidas. Ladrones de ganado,<br />
sobre todo, descendían del noroeste. Estos peligros nos pusieron las cosas fáciles. El<br />
Regente, un primo lejano del joven Puru, que había muerto en una carrera de carros, era un<br />
hombre débil aunque cordial, a todas luces falto de madera de gobernante, y se alegró de<br />
poder desprenderse de aquella carga ingrata.<br />
Tras las primeras escaramuzas llegamos a un acuerdo con las tribus y establecimos<br />
una línea fronteriza. Conocían el arco y la flecha, pero no eran rivales para hombres<br />
entrenados por Satyaki y por mí mismo. El ganado de la región se había reducido mucho<br />
por los ataques de los lobos, los tigres y los incursores. Cuando hice entrada en<br />
Indraprastha después de limpiar parte del bosque al otro lado del Yamuna, fui saludado no<br />
sólo con mis nombres de Dhananjaya y Jishnu, sino también con el apelativo de Krishna,<br />
Govinda. Junto a mí en el carro, Krishna sonrió.<br />
La bienvenida que nos ofreció Indraprastha no era muy distinta de la que nos recibió<br />
cuando Krishna y yo vinimos a la ciudad tras el Kurukshetra: ansiaban un príncipe y<br />
alguien querido por Krishna respondía de modo especial a sus anhelos. La capital estaba<br />
122
vieja y ruinosa y desértica cuando llegamos a ella por primera vez, después de que nuestro<br />
tío Dhritarashtra nos la endosase. Vinimos justo a tiempo para salvarla del bosque, que la<br />
invadía por todos lados. Una ciudad no puede estar más tiempo sin gobernante; luego,<br />
muere. Ahora que bullía de preparativos para las festividades, era como si los gandharvas<br />
hubiesen descendido de nuevo para limpiarla y restaurarla. El espíritu de Maya inspiraba a<br />
albañiles y pintores y jardineros. Daruka se había convertido en mi confidente y sostén<br />
pero, si la obra había de continuar, debería dejarlo aquí como regente oficioso hasta que<br />
Vajra se hiciese mayor. Daruka era el oro que nada puede corromper y yo lo echaría de<br />
menos.<br />
Una vez más, Indraprastha vibraba de vida dichosa. Hojas de mango y caléndula<br />
adornaban las puertas. Auspiciosos motivos se trazaban con polvo de arroz y bermellón en<br />
las calles ante cada umbral. Los sacerdotes atendían el Homa e instruían a Vajra. Calor<br />
efundían las cocinas de palacio, donde había grandes cantidades de comida en constante<br />
preparación. E incienso ardía junto al lecho en la que fuera la habitación de mi madre y que<br />
una anciana dama había cuidado como un santuario.<br />
Al principio me resistí a visitar la Maya-sabha. Sin Krishna, ¿no me traería más<br />
dolor que dicha? Más tarde, un día sagrado de la mitad luminosa de la lunación, ordené a<br />
los sacerdotes observar todas las ceremonias que apaciguan el hado e hice que Daruka me<br />
llevase a la sabha. Una vez más dejé, en el umbral, que obrase su magia sobre mí. Una luz<br />
blanca purísima que avergonzaba al sol brillaba a través del edificio. “Construidla”, había<br />
dicho Krishna, “para que se desvanezcan la tristeza y el desánimo de todo el que entre<br />
aquí.” Era imposible decir si era la luz o la perfecta simetría de su forma lo que daba<br />
aquella paz, pues el corazón se elevaba para encontrar la luz y la mente se serenaba. Antes<br />
de cruzar el umbral, observé la ceremonia de entrada. Fui a sentarme donde siempre lo<br />
hiciera, a la derecha de Bhima, e intenté traer a la memoria aquellos días de gloria.<br />
Al menos la sabha había sido conservada a la perfección. El estanque de lotos<br />
resplandecía como el día de la inauguración, con flores blancas y magenta en tallos de<br />
esmeralda. Tortugas doradas se movían entre ellos y peces atigrados, de color naranja y oro<br />
y plata, relampagueaban... descendientes de los que Sahadeva trajera muchos años atrás,<br />
junto con perlas y corales, de sus conquistas en el sur y de la isla de la forma de las<br />
lágrimas.<br />
La brisa ondulaba el agua sobre el mármol, lavándonos de amargura. Alrededor de<br />
nosotros había árboles floridos y maderas de dulce fragancia, lagos en los que cisnes<br />
blancos se deslizaban con cuellos doblados como tallos de loto y patos que revolotearon al<br />
vernos llegar. Una brisa libre de corrupción me oreó una vez más, trayéndome recuerdos de<br />
Krishna. Reviví el día del fuego en el Khandava y vi de nuevo a Maya implorando por su<br />
vida cuando esta sabha no era más que un sueño de otro plano. “Construye algo para mi<br />
amigo”, le dijo Krishna. Amigo, primo, hermano... También éste fue un regalo suyo.<br />
¿Había algo de valor en mi vida que no lo fuese? Desde aquí partió para Dwaraka. Aquí nos<br />
abrazamos una vez hubo tomado el polvo de los pies de Yudhisthira y Draupadi, y recogido<br />
los mensajes de Subhadra para sus padres. Sí, a mí me guardó para el último instante.<br />
Daruka debió de seguir el curso de mis pensamientos, porque dijo: “Después de<br />
dejaros aquel día, camino de Dwaraka, me hizo girar el carro y pidió: ‘Daruka, llévame otra<br />
vez al príncipe Arjuna.’ Quería volver a despedirse de ti, a abrazarte. Sólo a ti.”<br />
Lo recordaba. No pude ni siquiera asentir con la cabeza. Tan próximas estaban las<br />
lágrimas que eran mitad desespero, mitad dulzura. Cuando vi su Vishwarupa, dentro de mí,<br />
en todas partes, me incliné ante él. Me incliné ahora ante él. Ante él me incliné...<br />
123
Recorrí con Daruka jardines y salones. En cada uno había un episodio de Krishna:<br />
lo que le dijera a Maya, un chiste que me contó sobre las tortugas, su reverencia por su tía,<br />
nuestra madre Kunti, a la que siempre hizo sentirse joven y hermosa...<br />
Visitamos la cámara de Draupadi. Nuestra reina había sido arrancada del sereno<br />
esplendor de estas habitaciones para ser apostada, enviada al exilio y a la servidumbre<br />
después; y más tarde, en el curso de diecinueve días, había sufrido la pérdida de toda su<br />
familia. Nuestras membranzas se hicieron silencio aquí.<br />
Su vieja sirviente nos enseñó el rodillo con el que molía y mezclaba las hierbas para<br />
los baños de Draupadi. Jarras de perfumes y espejos, con gemas incrustadas, brillaban bien<br />
bruñidos. La anciana captó la mirada dolorosa que cruzamos Daruka y yo, y con la audacia<br />
de alguien que ha sobrevivido a los desastres saltó: “Ay, bien podéis miraros. Nadie la<br />
entendió, más que Krishna. Si no hubiera sido por él, la habríais dejado morir de<br />
vergüenza.”<br />
Había esperado todos estos años para decir lo que pensaba, guardando los aposentos<br />
de su señora tan fieramente como una tigresa sus cachorros.<br />
“Tenía la lengua afilada, quizás”, murmuró la mujer, “y acaso razones para que así<br />
fuera, pero en su interior era gentil. Los que la servíamos lo sabíamos, igual que Krishna, y<br />
su tía, vuestra madre, también.” Y siguió con más dulzura: “Que todos sus sufrimientos<br />
consuman los pecados de otra vidas y prevengan los percances de las futuras. Ninguna<br />
señora ha sufrido como la mía. Que el mal de este mundo mengüe por sus ordalías.”<br />
Tales pensamientos de compensación la serenaron, tocó mis pies, invocó una<br />
bendición sobre nosotros y se retiró.<br />
124
CAPÍTULO XXXI<br />
Invitaciones se mandaron para el abhisheka real. Al haber sido en tiempos la capital<br />
imperial de Yudhisthira, Indraprastha era aún un enclave de poder y gozaba de un aire de la<br />
gracia de Krishna. ¿Cómo decirlo? Había una ligereza en la atmósfera y el corazón, una<br />
desenfadada sensación de la risa de Krishna que Hastina, a pesar de toda su opulencia, no<br />
podía igualar.<br />
A la espera de coronar a aquel rey niño, los caminos de Indraprastha estaban llenos<br />
de guirnaldas y las calles, rociadas de agua aromada, lucían la evidencia permanente de las<br />
joyas y finas vestiduras de sus habitantes. Cada día nos llevaba Daruka a Vajra y a mí,<br />
protegidos bajo la sombrilla real, por la ciudad. Vajra, con sus sedas doradas, a todos nos<br />
recordaba a Krishna. Tenía la sonrisa y el encanto Vrishni, y se comportaba en público con<br />
natural dignidad. Cuando la gente nos saludaba y él alzaba sus manos juntas en respuesta,<br />
todo el mundo clamaba: “¡Victoria a la simiente de Krishna! ¡Victoria a Dhananjaya!” Al<br />
llegar a palacio, veíamos el suelo del carruaje cubierto de flores y de grano auspicioso. En<br />
las calles más estrechas, la gente se asomaba a los balcones y descolgaban sartas de flores<br />
que nos rozaban las mejillas. La madre de Vajra y su tía, con los hijos de Kritavarman y<br />
Satyaki, sentadas detrás de nosotros en esas ocasiones, recibían su porción de flores<br />
también. Por fin volvían a gozar aquellas viudas de algunas de las dichas de la maternidad.<br />
Daruka y yo, recordando a Jhillin, que había tratado de envenenarnos a Krishna y a<br />
mí, hubiésemos preferido no apartarnos de las calles más abiertas. Pero un día Vajra,<br />
diciendo que necesitaba ver a todo su pueblo, insistió en pasar por los barrios más modestos<br />
también. Estaba a punto de reprenderlo cuando capté la mirada de Daruka; observé a Vajra<br />
y pensé: Su camino pertenece a los dioses. No hay escudos contra el hado ni se puede<br />
escapar a una flecha predestinada.<br />
Al girar por un recodo de la vía nos encontramos en un callejón sin salida entre<br />
árboles kadamba y muros ruinosos. Vajra y yo vimos aquella cosa al mismo tiempo: un<br />
montón de harapos yaciendo en la cuneta. Un hombre viejo, muy viejo, con el pelo<br />
enmarañado y extraños ojos claros, emergió de ellos. Oí a Daruka contener el aliento. Yo<br />
tenía una mano en el Gandiva y la otra lista para hundirse en el carcaj. Daruka giraba ya las<br />
cabezas de los caballos. El lugar era perfecto para una emboscada y, sin embargo, nadie<br />
había podido saber que vendríamos por este camino. Daruka levantó el brazo del látigo. La<br />
faz del anciano resplandeció con una sonrisa que lo señalaba como sabio o como lunático.<br />
“¿Qué haces aquí?”, le pregunté ásperamente. Vajra me dirigió de inmediato una<br />
mirada de reproche.<br />
“Lo mismo que tú, mi señor”, repuso con voz fuerte y resonante. Tenía que estar<br />
loco.<br />
“Palabras de esas les han costado la cabeza a hombres mejores que tú...” El<br />
kshatriya en mí no podía hablarle de otro modo, pero algo me hizo añadir: “... abuelo.”<br />
“Mi señor, que pequeño precio, pues...”, y sonrió a Vajra, “...por ver otra vez a mi<br />
Señor Krishna.”<br />
Daruka bajó el brazo. Otro callejón sin salida era éste y yo no sabía cómo retirarme.<br />
A los kshatriyas no se nos enseña a ceder ni a disculparnos. Quizás no fuera insolencia,<br />
pero al atardecer la historia estaría en todas partes.<br />
“Krishna no existe ya, ¿sabes?”, dijo Vajra con gentileza.<br />
125
“No. Él vive.”<br />
Se me erizó el vello de la nuca. ¿Qué dios había puesto este mensajero ante<br />
nosotros? Tras una pausa, dije: “¿Es eso farfullar o sabes lo que estás diciendo, padre?”<br />
“Lo sé”, dijo el hombre, “y tú lo sabes también.” Había ignorado ahora el ‘mi<br />
señor’, pero yo estaba más allá de darle importancia. “Sri Krishna vive... y no sólo en la<br />
memoria de un anciano que os vio a él y a ti construir esta ciudad y honrar el Rajasuya.<br />
Mientras los hombres pisen esta Madre Tierra, él vivirá.”<br />
Ecos de la profecía del Gran Patriarca Bhishma antes de la muerte de Sisupala<br />
pulsaban en sus palabras. ¿Y de quién eran tales palabras? En este momento, yo era el rey<br />
aquí y poner en orden el reino, mi misión. Pero, por la Gracia de los dioses, este anciano<br />
había puesto orden en mi mente y corazón.<br />
Inclinándose ante nosotros y elevando sus manos juntas, sonrió a Vajra otra vez y se<br />
dio la vuelta, se apoyó en su bastón y partió trastabillando. Algunos de nuestros escoltas<br />
habían tomado el recodo. Le hice señal a Daruka de que los despidiese. Sabía quién había<br />
hablado por aquella boca desdentada y ahora lo veía en todas partes. No sólo en los ojos de<br />
Vajra sino en Daruka y su mano del látigo, en los caballos y en los árboles kadamba.<br />
Estaba vivo.<br />
LA CORONACIÓN<br />
Esperamos el día en que los astros fuesen favorables para el baño de coronación de<br />
Vajra. Los sacerdotes habían pospuesto dos veces ya la ceremonia y yo tuve que<br />
recordarles que un trono vacío engendra ambición. Daruka dijo que sus vacilaciones<br />
radicaban sobre todo en su deseo de que me quedase en Indraprastha el mayor tiempo<br />
posible. Creí que acaso era él quien daba voz a su propio afán; pero, en efecto, una<br />
delegación de consejeros y preeminentes ciudadanos vino a preguntarme si me quedaría<br />
como Regente. Que alguien llegase a sugerir que pudiese separarme de mis hermanos era<br />
para mí una novedad. Cuando así lo dije, un anciano brahmín, alzando las manos juntas y<br />
sonriendo, replicó con picardía: “Pero a ti te gusta más esto, príncipe Arjuna.”<br />
Toda la asamblea estalló en carcajadas. Una vez tomado y bien saboreado el primer<br />
bocado de esta verdad, otros metieron los dedos en el plato.<br />
“¿Qué fue lo primero que hiciste después del Kurukshetra, príncipe Arjuna?”<br />
“No fuiste a una peregrinación sagrada, príncipe. Viniste aquí.”<br />
“Y eso fue la peregrinación del príncipe.”<br />
Y mientras se lo oía decir, yo sabía que tenían razón.<br />
El trato había sido siempre menos formal aquí que en Hastina. Ello era obra de<br />
Krishna, de los tiempos en que construyó la ciudad con nosotros; ahora, con Yudhisthira en<br />
la capital, la gente de este lugar no podía seguir reprimiendo su afecto por mí. Sentí<br />
lágrimas acudirme a los ojos y vi ojos brillantes por todas partes alrededor. Sin palabras me<br />
decían que, aunque Krishna ya no estaba con nosotros, ellos me daban todo el amor que<br />
aquél habría querido para mí. Era estar en casa, y en familia. Si hubiera podido traerme a<br />
Subhadra y a Parikshita, quizás mi corazón hubiera clamado por aceptar su proposición...<br />
pero a pesar de ello, y por mucho que quisiera negarlo, yo era todavía un dedo de la mano<br />
Pandava, el hijo medio, el tercero de madre Kunti, y les había dado a ella y a Krishna mi<br />
palabra de kshatriya que de los cinco seríamos siempre uno.<br />
126
Daruka trabajaba sin descanso en los preparativos con los sacerdotes y en la<br />
ornamentación de la sabha. Empezaron a llegar los reyes de la región circundante con finos<br />
presentes para el joven rey: corceles y ponis, ganado, gemas, pieles y carros de juguete<br />
tirados por entrenadas tortugas. Pero lo que más le gustaba a Vajra eran las cacatúas y loros<br />
parlantes. Había una cacatúa que decía: “¡Larga vida al príncipe Vajra!” Y otras replicaban:<br />
“¡Él es el príncipe Vajra!” Otra repetía: “¡Victoria a la simiente de Krishna!” Y aun otra:<br />
“¿Has adorado al Hacedor del Día?” Cuando los nobles entraban en la cámara de los loros,<br />
las aves decían: “Por favor, tomad asiento.” Y cuando lo hacían los sirvientes: “Traed<br />
refrescos.” El tiempo de duelo había pasado.<br />
Había sabido que Vajra se vería esplendoroso con las sedas doradas que siempre<br />
vestía, pero no estaba preparado para el fulgor de su rostro. Desde la alta y alhajada<br />
plataforma que se usó para el Rajasuya de Yudhisthira, escuchó los cánticos con los ojos<br />
cerrados, introvertido durante toda la ceremonia. Yo me hallaba a su derecha, mientras que<br />
Daruka sostenía la sombrilla regia desde detrás. Habíamos nombrado a los hijos de<br />
Kritavarman y Satyaki protectores de la ceremonia y allí estaban, orgullosos, de pie y con<br />
las espadas desenvainadas, henchido el pecho desnudo y mozo, enjoyado. Pronto nos<br />
marcharíamos y llegaría su turno entonces. Después, el de Parikshita. Una vez sentado este<br />
último en el trono, mi tarea quedaría, por fin, terminada.<br />
Lágrimas cayeron lentas por el rostro sereno de Vajra. Había un auténtico rey aquí<br />
en cierne que todo el mundo podía ver. Los cubos de oro del Rajasuya de Yudhisthira<br />
derramaron sobre su cabeza y sus hombros el agua de los ríos sagrados. Aquel cabello<br />
mojado lo hizo parecer otra vez el niño que había trepado por la orilla del río bajo la<br />
reprimenda de su nodriza. Pero éste no era un niño ya. Cuando abrió los párpados un<br />
monarca miró desde aquellos ojos al mundo.<br />
Los consejeros y todos los principales de la ciudad realizaron pradakshina y se<br />
inclinaron ante él, mientras Vajra permanecía sentado con una pierna doblada en el trono y<br />
la otra estirada hacia el escabel de oro, en la postura ritual de la realeza. Para terminar, le<br />
ceñí a la cintura una espada que nuestro maestro armero había forjado para él con el<br />
Garuda, el emblema de Krishna, en la hoja y otro de gemas en la empuñadura. Yo había<br />
encargado la fabricación de un carro de madera de acacia, de los árboles que taláramos a<br />
nuestra llegada. tenía leones en los cubos de las ruedas y cisnes de ojos que eran joyas<br />
corrían por los postes que sostenían la cubierta dorada. Elefantes labrados lo miraban desde<br />
el techo del vehículo.<br />
Al día siguiente de la coronación, le pregunté a Vajra si había pensado en escoger su<br />
propio emblema. Dijo que sí lo había hecho: un sol con muchos rayos. Dijo que quería ser<br />
una ayuda para todo el mundo y brillar sobre su pueblo como el sol. Hicimos, pues, un<br />
estandarte para su carro y otro para el palacio. Ahora, empezó a soñar con Krishna y con su<br />
padre. En sus sueños, éstos prometían guiarlo; los mantras estaban otorgándole su gracia<br />
ya. El patriarca Vyasa había dicho siempre que los mantras del abhisheka, en los reyes<br />
como Duryodhana y Jarasandha, resbalaban como agua por el dorso de un cisne, pero que<br />
en un alma elegida obraban una transformación.<br />
Cuando estaba con Daruka y conmigo, Vajra podía ser travieso aún, pero también<br />
hablar con acertada gravedad. Gravedad era lo que había en sus ojos al realizar los ritos<br />
previos a mi partida. Habría querido llorar, pero nos condujo a las puertas de la ciudad con<br />
la sonrisa de un guerrero, bien alta la cabeza, los hombros erguidos y su bandera del sol<br />
radiante tremolando ligera en la brisa.<br />
127
Tal como yo lo hiciera por Krishna, Vajra condujo mi carro hasta las afueras de la<br />
ciudad. Tenía un tacto seguro y ligero con los caballos y sujetaba con confianza las riendas.<br />
No hallé palabras cuando las puso en mis manos y bajó del carruaje. Para no lastrar<br />
nuestros últimos momentos juntos con innecesarios consejos, me limité a asentir con la<br />
cabeza mientras señalaba el estandarte. El se mordió el labio, respondió con un gesto de<br />
cabeza similar y, alzando hacia mí sus ojos brillantes de lágrimas, logró dibujar una sonrisa<br />
ancha y trémula.<br />
Vajra se me había vuelto muy querido y prescindir de Daruka y de él me traía<br />
soledad. Sin embargo, nuestra caravana se había reducido mucho y ello me tranquilizaba.<br />
Aún seguían conmigo algunos miles de ancianos, mujeres y niños, así como gran número<br />
de animales de carga que portaban sus posesiones. Pronto me perdí a mí mismo<br />
organizando largas sartas de animales y carros entre el gruñido de los camellos y relinchos<br />
de caballos. Una vez más, nuestros días se colmaron de los gritos de los gajarohas a sus<br />
elefantes y de los aurigas a los corceles de sus carruajes. Los varandakas de las damas<br />
tenían cortinas de seda nuevas que corrían contra el sol y otras de cuero para las noches<br />
frías. También las sombrillas de seda habían sido restauradas y alegres se mecían mientras<br />
marchábamos al norte, a Martikavarta, donde el hijo de Kritavarman había de ser coronado.<br />
No tenía éste la calidad de Parikshita o de Vajra, pues era manso y hasta cierto<br />
punto timorato. Después de todo, había presenciado cosas terribles, pero no había en él<br />
maldad y sí muchas cosas buenas. Quizás los mantras del abhisheka le dieran la fuerza que<br />
necesitaba, porque su reino junto al Saraswati tenía bosques a cada lado: el Kamyaka hacia<br />
el noreste y, al oeste, la parte septentrional del Khandava. Al norte tenía a los Vahlikas, los<br />
Madras y los Kekayas, y necesitaría buen consejo y hábil diplomacia para conservar su<br />
reino. Vajra, esto lo sabía yo, sería su más poderoso aliado; pero aun así, mucho dependería<br />
de él. Era también deber de un rey extender sus fronteras: sin un gobernante fuerte,<br />
Martikavarta resultaría un exquisito bocado para cualquiera con el ojo puesto en la<br />
conquista. Vajra y Parikshita podrían ser fácilmente arrastrados a un ciclo interminable de<br />
guerras por su deber social de vengar a los parientes. Si Krishna no hubiese prometido un<br />
reinado pacífico para estos jóvenes monarcas, tales circunstancias me habrían causado gran<br />
preocupación, o desespero. Fuese como fuese, tenía una sensación de misión cumplida.<br />
Daruka y Vajra estaban a salvo en Indraprastha y pronto el resto se hallaría instalado<br />
también.<br />
No hacía dos días que partiéramos de Indraprastha cuando, a primeras horas de la<br />
tarde, uno de mis capitanes cabalgó hasta mí. Detrás de nosotros, la caravana se había<br />
detenido. Una de las damas de la Casa de Kritavarman estaba dando a luz. Las sombrillas<br />
blancas se balancearon y los estandartes desfallecieron al detenernos con aquel recrujir de<br />
carromatos y gritar de cocheros. Di orden de levantar el campo para la noche.<br />
Conocía a la mujer. Era la prima de Satyaki, una joven viuda. Estuvo de parto toda<br />
la noche y, cuando el niño nació por fin al amanecer, mandó pedirme que fuese a darle un<br />
nombre. Cabalgué a su pabellón con una bolsa de oro envuelta en seda. Pusieron el niño en<br />
mis brazos. Contempló mi rostro con los ojos inteligentes de su clan, que tan familiares me<br />
eran, y en mi corazón brotó la esperanza.<br />
“Todo lo que estamos haciendo es por ti, ¿sabes?”, le dije al pequeño.<br />
Cerró los dedos alrededor de mi pulgar. Por primera vez desde Dwaraka, sentí a mi<br />
alma descender para bendecir mi cuerpo y ligarlo de nuevo a la humanidad. Sentí el<br />
movimiento recreador de la Naturaleza. Sentí el dolor de la madre a través del que había<br />
llegado aquella criatura, el miedo que el alma debe sufrir al emerger a la oscuridad de esta<br />
128
vida nuestra que es caos. Permanecí sobrecogido ante aquel pequeño bulto. Sobrecogido<br />
por el coraje del alma... y tan profundo gozo y esperanza brotaron en mí que pensé que<br />
debían de estar penetrando en la pequeña criatura que tenía en los brazos.<br />
“Tú eres el futuro. Has venido para abrirnos camino al nuevo mundo de Krishna, así<br />
que no nos defraudes. Te llamaremos Vijaya.”<br />
Los hombres alrededor murmuraron: “¡Sadhu!”<br />
El sol salía ya.<br />
“Tú has hecho ya tus abluciones”, le dije a Vijaya. “Ahora debo ir a las mías yo.”<br />
Se lo entregué a su tía radiante, que se deslizó de nuevo al interior de la tienda con<br />
el niño abrazado contra su corazón. Yo me volví y caminé hacia el río.<br />
He amado siempre el agua y los juegos acuáticos, y el pequeño me había levantado<br />
el espíritu. El agua es la gran purificadora. Cura de todo mal. El mismo Hacedor del Día es<br />
hijo de las aguas. El patriarca Vyasa decía siempre que ambos eran inseparables. Cuando el<br />
río empezó a resplandecer con el Hacedor del Día, una plegaria surgió de mí, algo que le<br />
oyera al patriarca.<br />
“Oh Aguas colmadas de bálsamo reparador<br />
De las que mi cuerpo a salvo estará,<br />
Venid, que por mucho tiempo pueda ver el sol.”<br />
Agua vertí sobre mi cabeza con manos acopadas.<br />
“Cualquiera que sea el pecado hallado en mí,<br />
Cualquiera mi falta cometida,<br />
Ya haya mentido o jurado en falso,<br />
Agua, aléjalo de mí.”<br />
Elevé agua en mis palmas y di gracias al Hacedor del Día por toda la vida, y por<br />
Vijaya en particular. De nuevo tomé un poco más para verter una bendición sobre mi propia<br />
cabeza. Ya me había tornado para salir del río, cuando algo me hizo girarme otra vez hacia<br />
el este. Era un himno que manaba de mí en gratitud a este dador de la vida, a este dador de<br />
Vijaya:<br />
“Todo radiante del seno del Alba,<br />
Surya, dicha de los cantores, asciende ahora<br />
Brillante, presciente, a los cielos.<br />
Lejos está su meta, se apresura él, luz derramando.<br />
Inspirados por él, los hombres acuden a sus tareas,<br />
Cumpliendo sus funciones, sean las que sean.”<br />
Las últimas palabras surgieron en un chorro de esperanza que la mirada de Vijaya<br />
había despertado en mí.<br />
El campo bullía de actividad con los preparativos para reemprender la marcha.<br />
Arriba y abajo corrían sirvientes con bandejas de pan y miel y grandes jarras de leche en la<br />
cabeza, mientras los mozos ponían el arnés a los caballos y se subían los varandakas a los<br />
elefantes arrodillados. Cabalgué hacia uno y otro extremo de nuestra columna para<br />
mantener alertas a los hombres pero, en realidad, mi estímulo era innecesario: una energía<br />
129
especial parecía inflamar el aire. Noticias del nacimiento de Vijaya habían recorrido toda<br />
nuestra caravana y su efecto era el de los buenos presagios: un nuevo comienzo, una<br />
esperanza que se nos daba, la promesa de que la vida continuaría. Vijaya era el futuro en el<br />
que la vida conquistaría a la muerte. Vijaya era todas las promesas de Krishna.<br />
Pronto fueron los camellos los que absorbieron casi toda mi atención. No hay nada<br />
más seguro que una recua de camellos para cruzar el desierto o un terreno rocoso. Mientras<br />
mordisqueen las plantas jugosas que necesitan para sobrevivir, pueden prescindir del agua<br />
durante nueve o diez lunas, el tiempo que había tardado Vijaya en convertirse de semilla en<br />
criatura. Cabalgué a lo largo de la línea impartiendo consejo a los mozos. Un inmenso<br />
camello dilataba inquieto sus anchas fosas nasales cuando intentaban ponerle las riendas.<br />
Tenía allí una pequeña herida e hice que le aplicaran un poco de bálsamo. Estiró su largo<br />
cuello hacia mí y me acarició la mano con el hocico. Sus hermanos entonaron su protesta<br />
peculiar cuando sus lomos masivos fueron cargados de alforjas y de nuestras calabazas de<br />
agua. Éstas serían nuestra vida en los próximos días. Satisfecho de cómo iban las cosas, me<br />
fui a almorzar.<br />
Entonces lo percibí.<br />
Salté de mi montura, que tenía tiesas las orejas y vueltas hacia adelante. Ahora,<br />
podía sentirlo bajo mis pies. Me arrojé a tierra para poner el oído en el suelo y vi a dos de<br />
mis capitanes hacer lo mismo. No había posibilidad de error: el tambor de un millar de<br />
cascos de caballo y el estrépito de las ruedas de los carros cayendo veloces sobre nosotros<br />
desde el noroeste.<br />
Soplé mi Devadatta, un desesperado gemido.<br />
Dos de mis capitanes respondieron con sus caracolas. Los hombres corrían por todas<br />
partes. Algunos de los animales empezaron a corcovear y encabritarse. Un camello coceó<br />
un fardo que había tras él y lo rompió, esparciendo sedas y collares. Un rollo de ropa<br />
multicolor rodó delante de mí. Salté sobre él gritando órdenes a mis hombres. Sabía lo que<br />
nos amenazaba. Había tropezado ya con tribus de saqueadores del desierto, cuando el<br />
caballo sacrificial me guió hasta ellas. En aquella ocasión compartieron conmigo su comida<br />
y me ofrecieron una mujer, pero esta vez venían a por nosotros. Si su hospitalidad era bien<br />
conocida, no lo era menos su ferocidad.<br />
Ordené a parte de mis hombres proteger a las mujeres y a los niños. A algunas de<br />
las mujeres Vrishni y Bhoja entrenadas al arco las puse de guardia alrededor del recién<br />
nacido. Después, invoqué a Pusan, Señor de los Caminos.<br />
“Viajeros somos y en tus manos estamos,<br />
Que del desvalido cuidan y del cansado<br />
Y los guían al fuego de sus hogares.<br />
Tú eres el amigo de todo necesitado.”<br />
No hubo tiempo para más invocaciones antes de ver tremolar el horizonte.<br />
Rápido, exhorté a mis hombres: “Cuando les veamos el blanco de los ojos y sople a<br />
Devadatta, disparad vuestras flechas con el rostro hacia el enemigo. Que ninguna espalda se<br />
convierta en blanco. El Patala aguarda al cobarde. Que nadie se deshonre. Que Madre<br />
Durga, protectora de los ejércitos de causa justa, ponga sus pechos no arios bajo nuestros<br />
pies y haga que nuestras flechas les colmen la carne.”<br />
Los hombres lanzaron sus vítores y gritaron: “¡Madre Durga!”<br />
130
Desafíos inflamaron el aire antes de que el enemigo estuviera a la vista. Estos son<br />
los sonidos que te remueven la sangre para la batalla. Las cuerdas fueron tañidas, luego<br />
tensadas, después tañidas otra vez, dando lugar a la música que yo amo. Las espadas<br />
vibraron y el suelo retumbó con las carreras de los hombres. El cielo estaba azul, despejado.<br />
Una jubilosa furia de combate ascendió por el suelo hasta mi cuerpo, pero no me alcanzó la<br />
cabeza... Me sacudí un momentáneo recelo... Estaba en una misión de Krishna. Soplé<br />
Devadatta y cargamos.<br />
El horizonte se oscureció y se movió despacio para recibirnos. Mi furia de batalla<br />
creció e hice sonar a Devadatta otra vez. Nos acercamos a todo galope y el tronar de los<br />
cascos conmovía la tierra bajo nosotros. Vi sus capacetes hechos de piel animal. Nos<br />
superaban, al menos, a razón de diez contra uno; pero yo sabía que, aunque eran los jinetes<br />
más veloces, estos guerreros del desierto tenían escasa destreza con el arco. Eran tribus<br />
salvajes, no tropas instruidas, y no tenían nada comparable al código Ario de protección de<br />
los débiles, las mujeres y los niños.<br />
Estábamos al alcance de los arcos ya. De pronto, las manchas borrosas partidas por<br />
crecientes de blancas dentaduras tomaron forma de rostros con sus muecas de odio,<br />
insolencia, maldad... Grité a mi auriga y penetramos en la marea hostil, que fluyó por cada<br />
uno de nuestros lados. Había escogido mi blanco, un hombre enorme de barba salvaje, uno<br />
de los líderes que urgía a sus jinetes a avanzar. Mi mano se hundió en la aljaba y puso la<br />
flecha en la cuerda del arco, pero mis dedos eran torpes. Me faltaba la fuerza o la destreza.<br />
Busqué en mí mismo el miedo. A los hombres los hace torpes el miedo, pero yo no podía<br />
encontrarlo en mí; sólo hallaba esa impotencia como cuando sueñas que quieres correr y las<br />
piernas no te obedecen. Quizá soñaba esto también; soñaba que esta tribu nomádica de<br />
malos augurios se precipitaba contra nosotros. Quizá había soñado a Krishna muerto y a<br />
Dwaraka bajo el mar. Seguro que ahora despertaría para descubrir mi mano entumecida de<br />
dormir sobre ella. Pero no despertaba. Pasé el arco a mi otra mano. Aún titubeaban mis<br />
dedos intentado flechar el arco. Pero lo hice al fin.<br />
Creció en mí la sensación de extrañeza. El enemigo estaba por todas partes,<br />
distorsionados los rostros por el ansia de saqueo y de sangre. Yo era un blanco fácil. El<br />
hombre ante mí tenía la boca abierta, preparada para rugir su insulto. Yo le arrojé mi<br />
desafío kshatriya, aunque él no lo era. Mi brazo no lograba hacer retroceder la cuerda del<br />
arco más allá de mi pecho. Tuve que dejar volar aquella flecha débil que, aunque el rufián<br />
estaba casi sobre mí, cayó al suelo, delante de los cascos de su caballo. Justo entonces, el<br />
proyectil de uno de mis capitanes le halló la garganta y me salvó. Pero todo lo que sabía yo<br />
era que allí en el polvo, con mi floja saeta, pisoteado por los caballos yacía mi orgullo.<br />
Escogí a otro forajido, ancho y tremebundo, que azuzaba a los que cabalgaban detrás con el<br />
arco en alto sobre la cabeza. Capté su mirada y le grité mi desafío. Sus ojos saltones,<br />
desafiantes, permanecieron clavados en los míos mientras se precipitaba sobre mí,<br />
bramando. Cambié vacilante el arco a mi mano derecha; él, mofándose, pasó a todo galope<br />
junto a mí y me gritó: “¡Fuera de mi camino, eunuco!” Traté de pronunciar el mantra de un<br />
astra... pero no acudía a mi mente.<br />
Alrededor, todos mis soldados disparaban al enemigo en incesantes descargas, pero<br />
ninguna flecha era mía.<br />
La vergüenza ahogó mi furia de batalla. Rostros de matanza y violación pasaron<br />
junto a mí burlándose, riendo, arrojando sus insultos. Me había hecho indigno de sus<br />
flechas, de sus espadas. Habían roto nuestras líneas y galopaban hacia la caravana, dejando<br />
tras ellos su hedor tribal. Todo lo que pudimos hacer fue dar la vuelta y seguirlos.<br />
131
Cuando vi que no podía hacer nada mejor que dispararle una flecha a la grupa de un<br />
caballo, mi mente se convirtió en un caos y mis últimas fuerzas se desjugaron como la<br />
sangre que escapa de una herida mortal. Tan torpemente manipulé mi nueva saeta que cayó<br />
a mis pies y, aunque pude armar la siguiente en el arco, mi brazo se negó a obedecerme. El<br />
enemigo podía haberme matado, pero en lugar de ello pasaba por delante de mí,<br />
abucheándome. No era yo para ellos peligro. No era Arjuna.<br />
Nuestras mujeres gritaban ahora de terror, con los forajidos sobre ellas. Vi a una<br />
muchacha tomada al galope y puesta de través sobre el caballo. El jinete tenía entre los<br />
dientes el cuchillo y sus ojos centellearon burlescos cuando pasó frente a mí y partió<br />
cabalgando. A estas alturas, estaban por todas partes, acuchillando las cortinas de cuero de<br />
las tiendas y literas, y fustigando a los sirvientes que intentaban proteger a sus señoras.<br />
Viéndome incapaz y desvalido, también mis hombres perdieron el ánimo. Aunque muchos<br />
de los atacantes habían caído, una vez dentro del campamento, apenas se atrevieron mis<br />
soldados a disparar por miedo de herir a las mujeres. Yo solté a uno de los brutos de mi<br />
carro, lo monté y cargué golpeando con los cuernos del Gandiva, mientras gritaba a las<br />
mujeres que se dispersaran; pero el pánico las tenía apiñadas, gimiendo como aves<br />
desvalidas.<br />
Los saqueadores habían traído carros tirados por sus rápidos caballos de Sindh. A<br />
ellos arrojaron las mujeres junto con los fardos de sedas y los sacos de grano y oro. Vi un<br />
cubo del precioso metal destinado a la coronación del hijo de Kritavarman usado para<br />
aporrear a una mujer que gritaba al ser arrastrada por el pelo.<br />
Cuando hubieron cogido todo lo que querían, lentos y torpes bajo el peso del botín,<br />
se convirtieron en fáciles blancos. Envié a la mitad de mis hombres tras ellos. Muchas<br />
mujeres fueron rescatadas, una de las cuales se suicidó tirándose al río nada más regresar.<br />
Ni el recién nacido Vijaya ni su madre sobrevivieron y su valiente hermana, que los<br />
había protegido con el arco, yacía ahora moribunda con una flecha hincada en el pecho. Sus<br />
manos se movían inquietas alrededor del dardo. Al arrodillarme junto a ella, sus ojos<br />
suplicaron por la liberación de su alma. Si le extraía la flecha, su vida surgiría con ella.<br />
Busqué una última palabra que decir, pero no encontré ninguna y, meneando la cabeza,<br />
murmuré una plegaria a Pusan, que conoce los estrechos y los anchos caminos entre la<br />
tierra y el cielo. Aún sus ojos me imploraban y comprendí que quería que le dijese que<br />
Vijaya estaba vivo aún. Me esforcé en pergeñar una mentira, que los shastras permiten<br />
decir a una mujer; pero nunca me ha resultado más fácil mentir a una mujer que a un<br />
hombre y ahora, aunque deseaba hacerlo, las palabras se me hincaban en la garganta tan<br />
enconadamente como la flecha en el pecho de la muchacha. Ella comprendió. La boca se le<br />
torció en un rictus de amargura y sus manos se tensaron con fuerza y rabia repentinas en el<br />
asta del proyectil. Sus ojos se clavaron desesperados en los míos.<br />
“Pusan está aquí”, le dije. “Él nunca deja a nadie en los espacios desconocidos. Él<br />
os protegerá a Vijaya y a ti.”<br />
Apartó los ojos y luego los fijó de nuevo en mí.<br />
“¿Quieres que sea ahora?”<br />
Sus ojos me miraron salvajes. Le acaricié la frente y sus párpados se cerraron.<br />
Cuando volvió a mirarme, vi que estaba preparada. Rápidamente le arranqué la flecha y su<br />
vida, con un suspiro grande, escapó con ella. Por fin la paz le compuso el rostro.<br />
No pudimos proseguir la marcha porque había ceremonias por los muertos que<br />
observar. No creí que los atacantes volviesen, pero tampoco en movimiento nuestra<br />
seguridad habría sido mayor. Llevando a niños y ancianos, no puedes abrigar la esperanza<br />
132
de escapar de una fuerza de combate. En cualquier caso, habría sido impensable dejar el<br />
lugar sin realizar los últimos ritos por nuestros muertos. Y así, una vez más, me hallé<br />
disponiendo piras fúnebres. Una vez más acostamos en hileras a guerreros junto a sus arcos<br />
partidos, a mujeres segadas en la flor de su vida y su belleza, a sirvientes asesinados. Los<br />
brahmines acortaron algo los rituales y los himnos, aunque las lamentaciones de las mujeres<br />
continuaron todo el día. A los enemigos muertos hice que se los llevaran de allí. No eran<br />
Arios: las aves de rapiña y los chacales darían cuenta de ellos.<br />
Aquella noche hice que las mujeres se armaran con arcos, flechas y cuchillos porque<br />
podían oírse los animales rondando el campamento. Nadie durmió, aunque por la mañana<br />
necesitaríamos la fuerza para ponernos en marcha otra vez hacia la ciudad en la que el hijo<br />
de Kritavarman debía reinar.<br />
133
CAPÍTULO XXXII<br />
Enfermo estaba yo en el cuerpo y la mente y, tras la coronación de Hardikya en<br />
Martikavarta, dejé allí al resto de los Vrishnis, los Bhojas y los Andhakas, en aquella<br />
ciudad hermosa a orillas del Saraswati. Estaban terriblemente asustados aún y necesitaban<br />
reposo y yo no tenía corazón para arrancarlos a su dolor y lanzarlos a la aventura de un<br />
nuevo viaje. Pedí, así, a los que querían acompañarme a Hastina que aguardasen mi retorno.<br />
Había únicamente un sitio al que necesitaba ir yo ahora y tenía que hacerlo solo, aunque no<br />
tuviera allí tampoco esperanza de solaz. Como un animal herido, busqué mi único refugio.<br />
¿Quién era yo? ¿Cuál mi sentido? Yo había sido el arquero de Krishna. Había hecho<br />
siempre lo que él me pidiera. Pero si el poder de Krishna había dejado este mundo con su<br />
cuerpo, no había lugar en la Tierra para el mío. Tenía que librarla de mi peso. Arjuna sin su<br />
brazo para el arco no era nada más que una carga en la Tierra. ¿Cómo pasaría mis días y<br />
mis noches? ¿Comiendo y durmiendo? Incluso los sudras tienen su vocación. Tienen amos<br />
a los que servir. Desaparecido Krishna, yo no tenía ninguno. Todo lo que yo había hecho<br />
desde que me encontré con Krishna por primera vez era por él. Krishna quería a las<br />
naciones unidas bajo Yudhisthira: luché por ello, porque él así lo quería. Después de<br />
conocerlo, nunca disparé una flecha, goberné el tiro de un carro, escuché o interpreté<br />
música, o dancé sin que él estuviera en todo ello. Su visión era la mía. El mundo, el<br />
universo que yo veía era el universo que él me mostrara diciendo: “Tú eres mi chakra.”<br />
¿Dónde estaba aquel universo?<br />
El cielo era una pátera invertida que me pesaba sobre la cabeza. Gandiva era un<br />
arma sin vida. Yo portaba un cadáver cruzado sobre el hombro. Apenas podía pensar en<br />
Parikshita y Subhadra. Me causaba demasiado dolor. ¿Quién los protegería ahora, si los<br />
incursores caían sobre ellos? El mundo estaba lleno de saqueadores, catástrofes,<br />
calamidades y muerte. Perdóname, Krishna, si puedes oírme. Incluso después de que<br />
partieras, luché por tener esperanza y seguir adelante. Llamé Vijaya al recién nacido porque<br />
dijiste tú que un día el mundo cambiaría, que dejaría de ser un mundo de guerras y que<br />
Vajra y Parikshita reinarían en paz. Pero el mundo sabrá ahora que el brazo y el ojo de<br />
Arjuna han perdido su astucia y destreza. ¿Qué sentido tiene que recibiera armas del cielo?<br />
¿Fue una burla cruel de los dioses?<br />
Antes de alcanzar el ashram del abuelo Vyasa, me detuve para dejar a los caballos<br />
pacer. Me senté bajo un árbol junto al camino y escuché el tambor de mi corazón... me<br />
sentía como un niño culpable, avergonzado de tener que enfrentarse a sus mayores. Había<br />
fallado a Krishna. Había perdido mi única habilidad. No tenía nada más que dar. Me asusté<br />
de pronto, al empezar a oscurecerse el cielo. Una bandada de grullas gritaba en las alturas y<br />
a Jishnu, el destemido, lo espantaba una sombra. Observé la formación de las aves. El líder<br />
parecía gritar órdenes a la disciplinada tropa que lo seguía en perfecta vyuha, con patas y<br />
cuellos estirados. Como movidas por una sola voluntad, las aves sobrevolaron bajas una<br />
laguna, inclinando las cabezas hacia sus propios reflejos. El líder, ahora, se deslizó hacia<br />
atrás, a la vyuha, y otro ocupó su lugar. Era como si Krishna me dijese que me pasase al<br />
frente, que siguiera adelante. Y lloré como un niño pequeño... ¿Por qué tenía yo que<br />
llevarle esta carga de dolor al abuelo Vyasa? ¿Qué podía hacer él, o cualquier otro, por mí?<br />
El mundo era un quebranto... El mundo estaba perdido. Con Krishna había perecido. Vyasa<br />
134
decía que Krishna gozaba de un poder y un conocimiento que eran suyos solamente. Yo<br />
siempre lo había sabido, pero ahora experimentaba el sentido de su pérdida.<br />
Las grullas son auspiciosas, pero buenos presagios no podía haber ya para mí.<br />
Incluso en aquel último año de nuestro exilio, en la capital de Virata, cuando salí corriendo<br />
de palacio vestido de mujer y salté al carro con Uttarakumara... incluso entonces fui Arjuna.<br />
En cuanto toqué el Gandiva, el arma palpitó reconociéndome y, cuando tañí la cuerda, me<br />
vibraron todos los nervios y Uttarakumara se encogió de temor. Gandiva no había sido sólo<br />
una parte de mí mismo. Había sido la totalidad de mi ser.<br />
Con este recuerdo fresco en mi mente, me golpeé las axilas en desafío a los cielos.<br />
La respuesta fue una burlona agitación de alas. ¡Si sólo una calamidad removiese la laguna<br />
hasta que cubriera todo el país, al Gandiva y Arjuna y toda su vergüenza! Exhausto me<br />
recosté de nuevo contra el árbol.<br />
Era el ocaso y alguien murmuraba una plegaria del atardecer junto a mi oído.<br />
“En el glorioso esplendor meditamos<br />
del Vivificador divino.<br />
Que ilumine él nuestras mentes.”<br />
Me incorporé sobre el codo y giré la cabeza. Un joven con el pelo recogido en un<br />
moño, un brahmachari del ashram, estaba arrodillado junto a mí. Vyasa me lo había<br />
enviado con fruta y leche. Yo había creído que nunca volvería a comer, pero la plegaria y la<br />
mano en mi hombro me despertaron a mi hambre. Me lavé el rostro y las manos y rompí mi<br />
ayuno con las dulces bayas que me ofreció. Sorbí un poco de leche en silencio, pensando<br />
que en efecto el guerrero en mí estaba muerto. Este muchacho se me había acercado como<br />
nadie lo hiciera desde que Dronacharya nos enseñó el sueño del guerrero.<br />
“¿No te gusta la comida, príncipe Arjuna?”<br />
Me sobresalté. Sin darme cuenta, había estado meneando la cabeza. ¿Cómo podía<br />
explicarle que era Arjuna el que no me gustaba, y no la leche? Acabé el vaso y se lo devolví<br />
vacío. Habría de bastarle como respuesta. Yo estaba más allá de cortesías.<br />
La noche se cerró sobre nosotros. Otro brahmachari llegó con una lámpara y un<br />
tercero dijo suavemente: “Príncipe Arjuna, yo me ocuparé de los caballos.” Me hablaban<br />
como a un hombre enfermo. Cantaban himnos para expulsar a los malos humores, cuando<br />
alcanzamos el ashram.<br />
El abuelo Vyasa estaba sentado en su cabaña entre tres lámparas parpadeantes.<br />
Entré y aguardé, y sus ojos se abrieron. Entonces me llamó. Me acerqué, me estiré en el<br />
suelo en completa postración y sentí sus manos acunarme la cabeza. No quería moverme.<br />
Yací largo rato con la frente sobre la tierra batida. Vyasa no me ordenó levantarme. Por fin,<br />
oí su voz llena de dulzura.<br />
“Ven, hijo mío, déjame verte el rostro.”<br />
Puse la frente a sus pies, me levanté y me senté delante de él. Busqué entonces su<br />
faz. “Abuelo, dime qué hacer.” Tenía los ojos llenos de compasión, pero una tenue sonrisa<br />
trataba de poseerle las comisuras de los párpados. “Krishna estaba siempre ahí para<br />
decírmelo”, farfullé. Y de nuevo fluyeron densas mis lágrimas.<br />
“Hijo, tú mismo te has dado la respuesta”, respondió él cuando me entregué a un<br />
hondo suspiro. “Krishna estaba siempre ahí para decírtelo. Si él no recorre la Tierra ya,<br />
quizás no tengas nada más que hacer en ella tú tampoco.”<br />
135
Necesitaba aire.<br />
Vyasa prosiguió: “Tú me dirás que Krishna afirmaba que la acción es siempre mejor<br />
que la inacción. Pero, Arjuna, tu viniste para culminar su acción y lo has hecho bien.”<br />
“Abuelo... abuelo...”<br />
Alzó la mano para contener mis palabras tartamudeantes. “Dirás que no pudiste<br />
salvar a aquellas mujeres. Dirás que bajo tus órdenes cayeron más kshatriyas asesinados.<br />
Muchas cosas son las que dirás. Eso es lo que hacen los hombres. Pero, Arjuna, ¿olvidas lo<br />
que Krishna te mostró? Cuando los saqueadores cayeron sobre vosotros, cada hombre y<br />
cada mujer estaba exactamente donde debía estar. Puede que tú seas el más grande de los<br />
guerreros, pero eres un hombre también. Una energía más grande que la nuestra existe. Los<br />
vientos, el fuego y el agua se mueven bajo su dirección. Krishna vino para barrer la<br />
arrogancia y la violencia. Pero la gente simple que él se llevara de Mathura a Dwaraka se<br />
había vuelto soberbia y violenta. Ni siquiera a su propio pueblo pudo salvar. Kala había<br />
venido a por ellos.”<br />
Supe lo que Vyasa diría a continuación. Suponía un gran dolor... y una gran<br />
liberación.<br />
“No se salvó a sí mismo tampoco. Su trabajo estaba hecho. Kala había venido a<br />
buscarlo y disparó una flecha al pie de Krishna. Tu tarea ha terminado, Arjuna. Ha<br />
terminado. Tiempo atrás, cuando fuimos en busca de las riquezas para el sacrificio y<br />
deseaste poder quedarte en las montañas, te prometí que te avisaría cuando llegase el<br />
momento de dejar Hastina y partir hacia ellas. ¿Te acuerdas? El tiempo ha llegado. Vete a<br />
las montañas. Vete a las altas cumbres que amas. Allí estarás entero otra vez. Íntegro,<br />
porque vivirás cada día como si fuese el último. Y no habrá fingimiento. Cada día será el<br />
último. En las cimas, uno vive en el ahora.” Me dedicó una risa alegre que vagó como<br />
brisa sobre los altos prados de flores de sus amados montes del norte. “La vida fluirá otra<br />
vez para ti. La vida fluirá. Kala vendrá a buscarte. Tu tarea está hecha y la has hecho bien.”<br />
Sus palabras eran un perdón que me lavó de mis pecados. Había errado desposeído,<br />
despojado de todo. Esto me conduciría de nuevo a Krishna.<br />
“Krishna”, decía aún el abuelo Vyasa, “tras aliviar la carga de la Tierra y deshacerse<br />
de su propio cuerpo, ha alcanzado su alto trono. Su obra ha sido realizada por ti, oh<br />
exterminador de enemigos, con la ayuda de Bhima y los mellizos. La gran obra de los<br />
dioses está culminada. No hables de fracaso. Ni siquiera pienses en ello. A los ojos de los<br />
dioses, tú y tus hermanos portáis las coronas de la victoria. Olvidas el himno: ‘Om es el<br />
arco y el alma es la flecha, y a Eso’”, señaló hacia arriba, “‘el mismo Brahman, se le llama<br />
el blanco.’” Y continuó: “Arjuna, lo estás olvidando. Has olvidado que el blanco nunca fue<br />
el enemigo. El único blanco ha sido siempre y es todavía Eso. ‘Quien conoce la dicha de lo<br />
Eterno no temerá nada ahora ni más adelante.’”<br />
¿Dicha? ¿Había lugar aún en el universo para esta palabra?<br />
“¿Has olvidado lo que Krishna te mostró el primer día de la guerra? ¿No estaba<br />
inalcanzablemente por encima de todo honor y toda gloria y toda fama y toda hazaña, tal<br />
como las conocemos aquí? No me mires, Arjuna: respóndeme. ¿No experimentaste<br />
entonces que el Universo es dicha?” Al cabo de un instante, siguió: “Los Pandavas habéis<br />
cumplido el gran propósito de vuestras vidas. Ha llegado la hora de que partáis. También<br />
vosotros habéis de librar a la Tierra de vuestra carga.”<br />
Yo no sonreía, pero sentí menos contraídos los músculos del rostro. No tenía ya las<br />
mandíbulas apretadas. Vi nuestras sombras proyectadas contra la pared por las llamas<br />
parpadeantes de las lámparas de manteca. La mía era todavía la figura de un guerrero. No<br />
136
puedes cambiar la forma en que Dronacharya te enseñó a sentarte ni la postura de tu cabeza<br />
aun en el dolor, el desespero. Pero sentado allí, delante del anciano sabio, padre de mi<br />
padre, recibía iniciación. No para la vanaprastha, sino para algo más inmediato. Sin saber<br />
qué era, empecé a desearlo. En la pared, la imagen del patriarca se inclinó hacia adelante.<br />
“¿Cómo hay que hacerlo, abuelo?”<br />
La sombra de su mano se movió por la pared, la sombra de su índice cruzó el techo.<br />
Torné la vista hacia la substancia de la sombra. Tenía la mano en alto sobre la cabeza y<br />
apuntaba al noreste. Alzó las cejas con la expresión del adulto que sabe que ha dado a un<br />
niño exactamente lo que éste quería.<br />
Me atreví a exhalar: “La Morada de las Nieves.”<br />
Asintió. Yo no había conocido mi deseo hasta que él me reveló su naturaleza.<br />
“Todos vosotros”, dijo el patriarca abriendo los brazos. Su sombra en la pared era<br />
como la de un gran pájaro con alas protectoras.<br />
Toda su vida nuestro hermano mayor había estado enyugado al Dharma y nosotros<br />
habíamos tirado del carro con él. ¿Qué, si ahora volvía yo a Hastina y Yudhisthira decía<br />
que quedaba trabajo por hacer?<br />
“No lo hará, Arjuna. Hay un tiempo para la acción. Hay un tiempo para la inacción.<br />
Cuando los guerreros vertieron su sangre como una gran libación en la batalla, era tiempo<br />
de acción. Hay tiempos en que el Dharma consiste en administrar y juzgar, defender tus<br />
fronteras e incluso extenderlas, aniquilar al enemigo y vengar la muerte de tus parientes.<br />
Pero hay un tiempo también para dejar esto.” Y su voz empezó a cantar. “De nuevo te lo<br />
digo, como Krishna te lo dijera, hay acción en la inacción y también inacción en tu acto.<br />
Cuando reposas, todo en ti labora todavía y, cuando trabajas, hay en ti un lugar que reposa<br />
y que está en calma perfecta. Ahí está ahora y nunca ha sido de otro modo, ni siquiera en<br />
los momentos de tu más profunda miseria. Hay un tiempo para nacer y hay un tiempo para<br />
morir, y un tiempo hay para volver a nacer.” Pausó y cerró los ojos. “Hay un tiempo para<br />
tomar, un tiempo para devolver.”<br />
Percibí un pequeño temblor en su voz y... ¿podía ser rocío eso en las pestañas del<br />
patriarca, el mejor de los munis?<br />
Empezó a hablar de Shuka, pero en esta iniciación para la gran despedida mi<br />
corazón se tornó hacia Abhimanyu. Habíamos dejado de ser el patriarca sabio y el guerrero<br />
niño. Las dos sombras en la pared eran padres en igual medida. Nada podría haberme hecho<br />
comprender con mayor claridad que el tiempo era en verdad la semilla del universo y que la<br />
sumisión era el astra supremo.<br />
“El labriego”, continuó Vyasa, “te dirá que hay una estación para sembrar el grano<br />
que no es la misma que la de la cosecha... ¿Y quiénes somos nosotros para escoger?<br />
Podemos verter un centenar de cubos de agua en aquel árbol, pero sólo si le ha llegado el<br />
tiempo dará flores y frutos.” Abrió los ojos mucho. Había en ellos un mero indicio del<br />
antiguo destello. “Es tu hora de sabiduría y comprensión. Llega cuando los días de triunfo<br />
han sido superados. Te lo aseguro, Arjuna, así como hay acción en la inacción y quietud en<br />
la acción, hay fracaso en el éxito y éxito en el fracaso. ¿Crees que existió alguna vez un<br />
hombre que no fracasase nunca? Ten cuidado, ésos son los Sakunis de este mundo. Krishna<br />
mismo fue vencido nada más nacer y no pudo continuar bajo el amor de su madre.”<br />
Nunca había visto yo así las cosas.<br />
“Se le obligó a huir de Mathura y ése fue el principio del triunfo que supuso<br />
Dwaraka. Y tú, Arjuna... oh, veo la luz acudir a tus ojos. ¿Es porque hablo de Krishna? Uno<br />
debería estar lleno de vida cuando parte por el camino desconocido porque, de este modo,<br />
137
tiene algo que ofrecer. Tu espíritu seguirá vivo y lo cantarán los bardos por miles de<br />
millares de años.”<br />
Sonreí atribulado. “No quedan kshatriyas, abuelo.” Y pensé: Y no habrá bardos que<br />
canten sus hazañas o mi vergüenza.<br />
“Estoy yo”, dijo Vyasa, que entendía mis pensamientos. Fingió indignación,<br />
cruzando los brazos delante del pecho y arrugando los párpados. Al contemplarlo, percibí el<br />
núcleo de algo que nos sobreviviría a todos. El asombro me inundó.<br />
“Abuelo, ¿de verdad dejarías de lado la clasificación de los Vedas para cantar las<br />
gestas de tus nietos?”<br />
“Puedo conquistar fama y gloria agarrándome a vuestros angavastras.”<br />
“Al angavastra de Yudhisthira. Él es el Dharmaraj. Los bardos han de cantar de los<br />
reyes, las grandes gestas de los reyes.”<br />
“Arjuna, no me des lecciones en lo que a mi profesión respecta; ni siquiera antes de<br />
haber sido llamado.”<br />
Me habría gustado preguntarle qué diría. Siempre había querido que la gloria del<br />
amor de Krishna por mí y del mío por él fuese conocida antes que mis hazañas como<br />
guerrero.<br />
Inspirado, el patriarca inclinó hacia atrás la cabeza. “Hablaré de los Pandavas y de<br />
Krishna. Los cinco hijos de mi segundo hijo, que murió en el bosque a causa de la<br />
maldición de un rishi. Hablaré de Yudhisthira y de su amor por el Dharma, y de Bhima y<br />
su apetito, tan grande casi como su fuerza y su corazón infantil, y de aquellos hermosos<br />
mellizos, dotados y rápidos como los Ashwins. Hablaré de todos, abuelos y abuelas, padres<br />
y madres, hasta la generación de los biznietos pero, sobre todo...”, pausó, “...será la historia<br />
de Krishna y Arjuna. Esto es lo que la gente recordará. Esto, lo que conmoverá sus<br />
corazones. ¿Qué diré de Arjuna? Que era quien empuñaba el Gandiva. El protector de<br />
débiles y desvalidos. Arjuna era el noble. Krishna lo llamaba el destemido, el invicto, el<br />
exterminador de enemigos, el noble y misericordioso.” Me dirigió una mirada traviesa. “Y<br />
era el favorito de todas las damas y el más querido de Draupadi, la nacida del fuego.”<br />
“¿Y no tenía defectos?”<br />
“A eso iba, a eso iba... haces bien en preguntarlo. Cierto, nadie debería aliviar de su<br />
peso a la Tierra sin probar esa amargura. En una comida completa, en la que degustas todos<br />
los sabores, el último, el amargor de la calabaza, es el más importante para la digestión.<br />
Arjuna, Arjuna, ¿de verdad no lo comprendes? Arjuna era un arquero de talla tal que era su<br />
propia habilidad con el arco la que al final tenía que fallarle. Invicto hasta entonces, era<br />
preciso que degustase la derrota... pero todo esto carece en realidad de importancia. La<br />
historia de Arjuna es algo más. Trata de lo que significa ser amigo de Krishna, Arjuna el<br />
Noble, el compasivo. Su fracaso no merece ser tenido en cuenta. Quizás sólo se puede<br />
confiar de verdad en aquellos que han fallado alguna vez. Después de todo, fueron los<br />
Pandavas los que ganaron la guerra. Tú la ganaste. Tú y Krishna.”<br />
Comprendí que las palabras de Vyasa eran un consejo para mi nueva vida. Ya podía<br />
verme a mí mismo en mi última peregrinación. Cuando escalé las montañas en busca de<br />
mis armas celestiales, vi a las sabhas brillar muy abajo en la distancia como juguetes, vi las<br />
contiendas de los reyes como en un tablero de ajedrez y como sueños el amor de las<br />
mujeres. Ahora veía de nuevo los pinos y olía el aire fresco de las cumbres. Estaba ya en<br />
camino, dejando atrás muertes, cadáveres y cremaciones, tanto como ceremonias de<br />
coronación; despojándome de recuerdos de derrota mientras -así me imaginaba yo-<br />
contemplaba muy abajo un valle con un río entre peñas; despojándome de recuerdos de<br />
138
victoria y escuchando la queda respiración de los árboles, de las piedras. Que el patriarca<br />
cantase la historia a nuestros biznietos. Tal como había dicho, era todo de escasa<br />
consecuencia. Habíamos venido a hacer algo y lo habíamos hecho. Mi brazo había fallado<br />
al final, pero yo seguía siendo el amigo más amado de Krishna.<br />
El patriarca Vyasa me trajo de vuelta. Había estado observándome y sabía sin lugar<br />
a dudas de que yo trepaba ya a nuestras cumbres queridas.<br />
“Arjuna, hay pocos que puedan entender lo que Krishna hizo. Antes de que te<br />
despida con mis últimas bendiciones...” Pausó. “He de decírtelo.” También él miraba ahora<br />
nuestras sombras en la pared. “Sin ti no habría podido hacer nada de ello. Aquel primer día<br />
de batalla, la Tierra y la misión de Krishna pendieron en la balanza. Él había matado a dos<br />
tiranos y a su aliado Sisupala, pero el demonio que había en ellos aún se cernía sobre el<br />
mundo en la figura de Duryodhana. El demonio se había disfrazado ahora y adoptado una<br />
forma más sutil. Duryodhana no ofrecía sacrificios humanos. No encarceló a su padre ni<br />
asesinó sobrinos recién nacidos que pudiesen amenazarlo algún día, aunque intentó<br />
envenenar a Bhima y quemaros en el Palacio del Deleite. Duryodhana tenía tras él a aquel<br />
hijo de las tinieblas, Sakuni. Era el espíritu de Sakuni el que gobernaba el país disfrazado<br />
de Dharma. Y este Dharma podrido fue lo que combatisteis. Su sutil maldad arrastraba la<br />
Tierra hacia un abismo oscuro. Si un Dharma huero te hubiese convencido de que no<br />
debías disparar contra tus parientes y matarlos, la misión de Krishna habría fallado. El otro<br />
bando tenía las akshauhinis. Krishna te tenía a ti. Yo vi entonces cómo se tambaleaba el<br />
mundo. No puedes figurarte el horror que eso supone. Ni siquiera todos los mantras de los<br />
sabios lo habrían impedido sin tu arco, guerrero. Sólo Krishna sabía eso. Lo que es más, tú<br />
luchaste caballerosamente. Los poderes de las tinieblas necesitaban sus armas humanas en<br />
esta Tierra, los Sakunis y Duryodhanas, pero también los poderes de la Luz las requerían.<br />
Krishna y tú, durante dieciocho días, abristeis paso a la Luz. ¿No te dijo nunca Krishna<br />
estas cosas?”<br />
Lo que Krishna me dijera retornó a mí. Sí me las había dicho. Los oídos de mi<br />
comprensión habían estado sellados entonces. Ahora lo veía. Podía ver incluso por qué<br />
Dwaraka tenía que desaparecer bajo el mar.<br />
Ésta era la bendición del patriarca para mí. Cerré los ojos. Él hablaba otra vez. Lo oí<br />
desde muy lejos, como si estuviese en las cumbres ya. Mis oídos fallaban, mis miembros<br />
estaban entumecidos, pero aun así lograba oírlo.<br />
“Me preguntas qué diré, Arjuna. Hablaré de todo lo que condujo a la guerra, a la<br />
partida de dados, incluso a cosas más lejanas; hablaré del servicio de Kunti a Durvasa y del<br />
nacimiento de Karna. Contaré cada uno de los dieciocho días de guerra, cantaré el heroísmo<br />
de los guerreros, y de cómo, por amor a ti, Uttarakumara dio su vida el primer día. Porque<br />
tú inspiras amor, Arjuna. Es tu don especial.”<br />
El abuelo quedó en silencio. Creí que no diría más. Abrí los ojos y lo vi<br />
contemplando mi rostro fijamente, con un enorme amor que penetraba mi tristeza y que<br />
despacio, muy despacio, fundió algo que había endurecido mi corazón.<br />
“Es el don que los dioses te han dado, Arjuna, hijo mío. Y ahora te revelaré qué<br />
ganó la guerra. Tú creíste que era tu arco y los astras que, por su amor y su confianza en ti,<br />
Dronacharya te diera. Tuvieron su importancia, sí. Pero ¿de dónde surgió todo ello,<br />
Arjuna?”<br />
Alzó las cejas, provocándose profundas arrugas en la frente y esperando mi<br />
respuesta. Movió la cabeza un poco, estimulándome a inquirir, como un tutor que aguarda<br />
que la luz de la comprensión aparezca en los ojos de su pupilo.<br />
139
“Tú no lo sabes, Arjuna. Y eso es Gracia también. Pero yo voy a decírtelo ahora: tú<br />
enciendes la lámpara del amor en los que te conocen.” Asintió con la cabeza. “Sí, a causa<br />
de quién eres, a causa de lo que eres.” Su voz potente se suavizó y vi cuánto me amaba él<br />
también. “¿A quién le pidió el Gran Patriarca Bhishma que le diese agua cuando yacía en<br />
su lecho de dardos? Venga, respóndeme a esto, Arjuna. Hay cinco Pandavas, pero todo el<br />
mundo sabe de quién es el corazón de Draupadi. Ni siquiera Duryodhana pudo odiarte.”<br />
Mi pensamiento voló ahora a Karna, como preparándose para lo que diría Vyasa a<br />
continuación.<br />
“Entre Karna y tú había el amor más grande de todos. Cada uno de vosotros dos<br />
quería ser el otro.”<br />
Sí, eso era algo que yo había sabido en mi corazón sin dejar que llegara a mi mente.<br />
El patriarca Vyasa retiraba ahora los velos uno por uno. Mío había sido el amor de<br />
Dronacharya, de Bhishma, de Draupadi y de este anciano sage que me mostraba por dónde<br />
discurría mi vida.<br />
“Y de Ashwatthama”, añadió. “Eras el favorito de su padre, pero él sólo podía<br />
quererte y sentirse honrado por tu amistad.” Y continuó: “Hablaré de todas las cosas, de<br />
vuestro exilio en el bosque y de aquella vez que Duryodhana y Karna fueron a burlarse de<br />
vosotros, de las historias que los sabios contaron para reconfortaros, del año que pasasteis<br />
disfrazados en la corte de Matsya y del modo en que te ganaste el corazón del rey Virata,<br />
que te ofreció a su hija favorita. Cinco erais los Pandavas, pero él no se la ofreció a<br />
Yudhisthira, que pronto habría de gobernar el país.”<br />
Yo nunca había pensado en ello.<br />
“Ya ves, Arjuna, tú creíste que el más grande de tus dones era la destreza con el<br />
arco, cuando en realidad era el amor. No hay don más grande que ser capaz de encender el<br />
amor, en especial si lo haces involuntariamente. Sé que la mayor parte de las cosas que<br />
estoy diciéndote las olvidarás. En los días por venir, la gente no hablará de tus grandes<br />
batallas, de tus victorias en el Kurukshetra, de cómo mataste a Supratika. Sólo este halo<br />
único que te envuelve sobrevivirá y se expandirá como un gran sol sobre las naciones de la<br />
humanidad, calentando los corazones de los hombres, elevando sus espíritus,<br />
conduciéndolos hacia una vida superior y más noble. El futuro apenas recordará a<br />
Yudhisthira, ese monarca justo y virtuoso, ni a Bhima el de buen corazón, capaz de blandir<br />
troncos de árboles, ni mucho menos la gracia, belleza y conocimiento de los mellizos.<br />
Recordarán lo que es más grande que la virtud y más poderoso que la fuerza, lo que anega<br />
la gracia y la belleza y es la misma médula de todo conocimiento: el amor. Y el amor que tú<br />
prendiste en tu primo Krishna ha acercado todos los mundos superiores a la Tierra. Aquel<br />
primer día de batalla, algo tocó el corazón y la mente del hombre que cambió su destino.<br />
No hay vuelta atrás desde entonces. Así que no lamentes el sacrificio. La vida de Satyaki e<br />
incluso de Krishna, las de Abhimanyu y Uttarakumara, y Dwaraka, la ciudad de muchas<br />
puertas, eran todas parte de él. El hombre no ha acabado con las guerras, pero lo que se le<br />
dio a la Tierra aquel día no se le quitará ya más. Su luz crecerá y crecerá hasta que el<br />
hombre vaya más allá de sí mismo. Todo lo demás podrá ser olvidado y pasar, pero no lo<br />
que ocurrió entre Krishna y tú aquella primera mañana antes de que el polvo de batalla se<br />
alzara.”<br />
Lágrimas me corrieron por el rostro, llevándose mi vergüenza, llevándoselo todo<br />
excepto aquellos dos ojos del color del humo que me tenían en su mirar.<br />
“Duerme en paz, Arjuna, y vete en paz mañana con los sobrevivientes a Hastina.<br />
Estáte siempre en paz y descubrirás que la paz está en todas partes.”<br />
140
CAPÍTULO XXXIII<br />
De camino a Hastina, yo ascendía ya en mi mente las primeras estribaciones de la<br />
Morada de las Nieves, donde deidades menores juegan en los húmedos prados de<br />
ranúnculos, gencianas y brillantes amapolas. Recordaba el gélido mordisco del aire que te<br />
aclara la cabeza y te da sueño apacible, aquellos cielos grises de lluvias repentinas que<br />
luego escampan para ofrecer ocasos como un millar de floraciones y noches cristalinas.<br />
Podía oler los pinares y ver las pequeñas corrientes orilladas de helechales, y caléndula a<br />
veces, cuyas hojas estrujas para curar una rodilla rasguñada. Y luego, ocultos tras vapores,<br />
aquellos picos que aparecen de pronto robándote el aliento. Era como estar en alguna parte<br />
con Krishna aguardándote justo un poco más allá. Después, por encima de la línea de los<br />
árboles, te sometes a la montaña tan colmada de su propia vida y de esos himnos suyos<br />
silenciosos que te vacían la mente y te liberan incluso de su ansia de humana felicidad. Allí,<br />
la mente se escabulle de su propia prisión y escucha el eterno adagio de que este mundo<br />
está hecho por Él, que está tan a salvo en Sus manos como lo estoy yo.<br />
Un día todos los hombres lo sabrán.<br />
Con cosas tales en la cabeza y el corazón, marché hacia Hastina, este fin de viaje.<br />
Los caballos debieron de percibirlo, tal como estos animales lo hacen, porque avanzaron<br />
fluidamente, bien altas las cabezas. No había necesidad de espolearlos con chasquidos del<br />
látigo ni de la lengua. Esta vez portaba conmigo a mis seres amados el presente de nuestra<br />
liberación. Tras una vida de lucha, de victorias y derrotas, de injusticia y compensación, de<br />
gozo y dolor, quedábamos libres al fin de esta ilusión y se abría la puerta para nosotros de<br />
la gran realidad, la verdad que Krishna me mostrara y que mi mente no supiera cómo<br />
retener. Vería a Krishna. Viviría en su Unidad. Los grandes sufrimientos de nuestra reina<br />
Draupadi habían acabado. Subhadra no tendría que vivir en duelo por su hermano y<br />
poderosa era mi certeza de que Parikshita viviría en paz en el mundo que le dejábamos,<br />
bajo la protección de Shuka y el patriarca Vyasa, que podría explicarle el universo.<br />
Así, la promesa de Vyasa y la llamada de la Morada de las Nieves me llevaron por<br />
última vez hasta las puertas de Hastina, sin querer en esta sola ocasión que fuesen las de<br />
Indraprastha o las de Dwaraka. Era tal como lo había dicho el patriarca: cada uno estaba<br />
donde tenía que estar.<br />
Y la paz que él me infundiera me acompañó hasta que hablé con Subhadra.<br />
“Yo he de quedarme”, dijo. Estábamos sentados en su habitación, apoyados en los<br />
almohadones de seda de su cama. Lentamente, me incorporé. Miré el cuarto alrededor,<br />
despejado, tal como los shastras dicen que debe ser. Había una mesa y una silla, la lámpara<br />
sobre la mesa y la varilla de incienso, y su arco y aljaba colgados de la pared junto a su<br />
fusta de montar. Los muros arrojaban una luz tenue. La miré como si aquellas palabras<br />
hubieran llegado de cualquier otro lugar y no de boca de mi Subhadra.<br />
“Amada mía, ¿qué estás diciendo?”<br />
Habíamos hecho proyecto a veces de envejecer juntos, de dejar este mundo al<br />
mismo tiempo, de morir en batalla si era necesario, hombro con hombro, mirando al<br />
enemigo. Ella sería mi auriga. En efecto, desde que Subhadra llegara a mi vida, las<br />
inquietudes, el deseo de errancias, aquellos indomables corceles míos, se habían calmado.<br />
Era ella quien me había permitido hacer las paces con Hastina.<br />
141
Me sentía demasiado aturdido incluso para decir aquellas dos únicas palabra: “¿Por<br />
qué?”<br />
Ella me contempló con sus ojos firmes llenos de compasión. Fue esto lo que me<br />
hizo comprender que estaba decidida.<br />
“Mi amada, ¿cómo será tu vida, si te quedas sola?”<br />
Aún no dijo nada. Vi que no podía hablar. Su dolor no era más pequeño que el mío.<br />
La magia de la nieve y las montañas se disolvió. Sin Subhadra, no encontraría nada más<br />
que vacío allí. Me enderecé, mirándola, y ella me tomó las manos. Tenía calientes y secas<br />
las palmas. Éstas eran las manos que sujetaron las riendas cuando huimos de Dwaraka. Al<br />
acariciarlas con mis pulgares, sentí el leve callo del arquero y volví a desear que<br />
hubiésemos podido morir juntos en batalla con el rostro vuelto hacia el enemigo. Pero su<br />
fuerza fluyó hasta mí a través de sus manos.<br />
“Si es por Parikshita”, le dije, “tiene a su madre. Yuyutsu es un padre para él, y lo<br />
será aun más cuando partamos. Está Kripacharya y nuestro viejo Dhaumya, en buenas<br />
condiciones para un centenar de años. Pero sobre todo, está Shuka, que ha prometido<br />
quedarse aquí hasta que Parikshita crezca.”<br />
Mis palabras golpearon una roca. En mi desesperación, intenté conmoverla por<br />
medios adhármicos.<br />
“Nos encontraremos con Abhimanyu”, le aseguré.<br />
Me dirigió entonces una mirada distinta. Bajó la vista a su falda, donde sus dedos<br />
tironearon de la ropa, y una sola lágrima le recorrió la mejilla. Nunca fue persona dada al<br />
llanto y aquella lágrima única me impresionó más que un diluvio entero en cualquier otra<br />
mujer.<br />
“Si no es por Parikshita, ¿de qué se trata, auriga mío?”, inquirí.<br />
Alzó los ojos y meneó la cabeza como si yo no fuese a entenderlo nunca. “¿No<br />
puedes fiarte de que comprenda estas cosas?”<br />
Trató de hablar entonces, pero las palabras no surgían.<br />
Me llevé su lágrima con una caricia. “Crees que no lo entenderé. Quizás no, pero tú<br />
me has hecho siempre ver las cosas. ¿Qué auriga es el que se niega a dar un consejo?”<br />
Empezó a hablar entonces, en voz baja. “No son sólo Uttara y Parikshita, aunque<br />
ellos me necesitan también. Todos estos años...”<br />
Pausó y de su silencio brotó un silencio mayor. ¿Qué era lo que yo no había<br />
percibido en todos estos años?<br />
De pronto, continuó: “Todos estos años, Draupadi, la nacida del fuego, ha sido el<br />
sacrificio.”<br />
“¡Draupadi! ¿Qué estás diciendo? Draupadi es nuestra reina... la yajnapatni de<br />
Yudhisthira. Por supuesto que vendrá con nosotros. ¿Imaginas que pudiéramos dejarla<br />
atrás? Es nuestra reina y emperatriz. Ha sufrido bastante ya.” Su silencio me dijo que yo no<br />
había entendido nada. “¿Es, pues, que quiere quedarse aquí?”, persistí. “¿Vosotras dos<br />
juntas?”<br />
Empezó a tener un poco de sentido. De todos los que habían sufrido, nadie había<br />
soportado la vergüenza y el tormento de Draupadi. Si cansada de cuerpo y espíritu prefería<br />
quedarse en la capital con mi compasiva Subhadra antes que afrontar los crueles riscos,<br />
¿por qué había de asombrarme? ¿Qué había recibido de nosotros en aquella sabha aparte de<br />
huero Dharma?, ¿o en el palacio de Virata, cuando Kichaka la pateó y nosotros protegimos<br />
nuestro anonimato? ¿Qué habíamos hecho por ella, a qué nos habíamos atrevido? Todos sus<br />
hijos habían sido exterminados. A Parikshita lo amaba ahora con amor de madre. A<br />
142
Subhadra la tenía por una hermana. ¿Por qué habría de querer venir con nosotros? Busqué<br />
razones, pero no hallé ninguna. Y sin embargo, no podía imaginarme partir sin Subhadra.<br />
No quería que tomase mi silencio por aceptación. Mis ojos le suplicaron. Ella cerró<br />
los suyos y trató de hablar de nuevo, pero aún se lo impedía algo que yo no había<br />
comprendido, algo que se interponía entre los dos. Aunque nos agarrábamos las manos<br />
intentando permanecer juntos, un abismo se abría entre nosotros.<br />
“Draupadi irá contigo.” La voz de Subhadra era queda y desesperada. “Concédele<br />
esto, Arjuna. El amor de Draupadi por ti es más profundo que cualquier cosa.”<br />
Por fin comprendí sus razones y dejamos de cogernos las manos como si nuestra<br />
vida estuviera en ellas. Nos miramos sin cesar. Mis argumentos silenciosos importaban<br />
poco. Nos habría degradado que les hubiese dado voz. Así que ella habló por mí.<br />
“Sé que no habrías podido darle a ella lo que a mí me has dado. No hay adharma en<br />
eso. Tampoco ella habría podido darle a nadie lo que ha sentido por ti. Las cosas son como<br />
son.”<br />
“Así es, amada mía. Vida o karma... llámalo como quieras... es así. ¿Quiénes somos<br />
nosotros para poner en cuestión lo que el Señor otorga? Tú y yo hemos sido los afortunados<br />
en esto. Nadie sale de la batalla sin heridas. Nosotros somos kshatriyas. ¡Cuántas veces he<br />
vertido libaciones en gratitud por lo que tú y yo tenemos...! Draupadi ha sufrido<br />
amargamente. Nadie lo sabe mejor que yo. Pero ella ha aceptado su destino como nosotros<br />
hemos de aceptar el nuestro.” Era todo cierto, pero resonó como una espada rota.<br />
Subhadra arrugó la frente. “¿Sabes...?” Su voz era lenta y reflexiva.<br />
Un gorrión entró en la estanza volando, se posó en la lámpara primero, en la mesa<br />
después, miró alrededor y gorjeando voló de allí. Ella lo tomó como un presagio.<br />
“Eso significa que lo que digo es verdad. Dices que nadie sabe mejor que tú cómo<br />
ha sufrido Draupadi y es verdad, quizás, por lo que respecta a vosotros cinco. Siempre he<br />
pensado que Arjuna es el único que comprende el corazón de una mujer; tal es la razón de<br />
que ocupe el mío. Quizás ningún otro hombre pueda entenderlo como él. Creo que tu madre<br />
comprendió esto también, aunque siempre decía que era un infortunio haber nacido una<br />
reina kshatriya. Antes de la guerra, cuando envió a través de Krishna mensaje de que os<br />
repudiaría si no luchabais, no pensaba en su reino ni en el vuestro. Pensaba en cómo<br />
arrastraron a Draupadi a la sabha. Draupadi ha sido el sacrificio. Sin ella, vosotros nunca<br />
habríais luchado. Krishna siempre lo dijo así. Draupadi ha sido todo el tiempo el sacrificio,<br />
nacida del fuego y arrojada a las llamas... Y hay además otra herida. Abhimanyu y<br />
Ghatotkacha eran el cariño de todo el mundo, pero no sus propios hijos. Ni siquiera fueron<br />
llorados como el nuestro...”<br />
“Sus hijos se convirtieron en los de Dhrishtadyumna durante los años de exilio.<br />
Apenas los conocíamos”, murmuré.<br />
“Lo sé, lo sé...” cerró los ojos y repitió, “...lo sé”, como alzando un muro contra<br />
cualquier razón en contra que yo pudiera aducir.<br />
“Subhadra, el sacrificio es el centro de nuestras vidas. Todos somos ofrecidos.<br />
Krishna mismo se convirtió en sacrificio cuando Dwaraka tuvo que desaparecer. Siempre<br />
dijo que asumir un cuerpo humano era en sí mismo sacrificio. En este sentido, hay un héroe<br />
kshatriya en cada ser humano. Saber esto es lo que nos hace Arios. Hacemos lo que<br />
debemos y se lo ofrecemos a los dioses.”<br />
Algo empezó a ceder en mí. Tenía el sabor del consentimiento, pero era amargo.<br />
Y entonces, ella dijo: “Krishna quería que me quedase.”<br />
“¿Krishna? ¿Krishna sabía esto?”<br />
143
“Sí.” Quedó en silencio. Me ofreció una sonrisa trémula. “Esta vez somos nosotros<br />
la oblación. A nosotros nos toca ser vertidos en el fuego. No lo lamentes. Hemos tenido<br />
tanto...”<br />
“¿Krishna lo sabía?”<br />
“Me pidió que me quedase.”<br />
Sus ojos decían: ¿Cómo podía Krishna no saberlo?<br />
Un sol pálido empezó a brillar en un paisaje helado. Era como si hubiese estado<br />
sujetando un cuchillo con la punta hacia mí y ahora lo tuviese clavado.<br />
“Nosotros somos la libación.”<br />
Su voz se elevó y cantó, casi. Recordé una vez más la Narayanastra. El arma<br />
última... la sumisión.<br />
144
CAPÍTULO XXXIV<br />
Una coronación más. Sería nuestra última. Parikshita viviría en amistad con otros<br />
reyes. Vajra era de la sangre y de la línea regia de Krishna y ello lo hacía sagrado para<br />
Shuka y Parikshita. No había tampoco razón para dudar que la confederación de estados<br />
que Krishna quería se realizaría bajo Parikshita. Si enviaba el caballo del Ashwamedha,<br />
pocos, quizás ninguno, lo desafiarían. Y por otra parte, más fuerte que todo esto era el<br />
sentido de lo que todos habíamos experimentado, la gran purificación, cuyo acto final sería<br />
nuestra peregrinación a la Morada de las Nieves.<br />
Esplendoroso, y un poco vencido bajo todas aquellas joyas, Parikshita fue ayudado<br />
por Yudhisthira a subir a aquella misma plataforma en la que nuestro hermano mayor<br />
mismo recibiera su primer abhisheka real, tantos años atrás. Ignorábamos, entonces, los<br />
vientos ciclónicos que rodean a un rey. Pero ahora, al contemplar la ceremonia, sentíamos<br />
la calma profunda que llega tras la batalla.<br />
Parikshita me lanzó una mirada traviesa. Había pasado el tiempo haciendo bromas<br />
sobre los mil y un cubos de agua que deberían verter sobre él los sacerdotes con cada sarta<br />
de mantras. No era excesivamente piadoso y se reía de nosotros preguntándonos si<br />
quinientos cubos no servirían igual. Quizás esto era la penetración de la Kaliyuga. Con su<br />
humor natural, halló motivo de chiste en todos los preparativos, pero no era sino una dicha<br />
que pudiera conservar aquel desenfado que lo caracterizaba y seguir siendo respetuoso con<br />
los brahmines. Era un don de todos los dioses el que, siendo capaz de profunda seriedad, no<br />
llegase a abatirlo el dolor. Uno no podía sino sonreír cuando caricaturizaba los gestos<br />
rituales de los brahmines, farfullando, murmujeando y terminando con un ¡swaha!.<br />
Parikshita protestaba diciendo que se hundiría bajo el peso de las perlas y que cogería<br />
fiebres y un resfriado con tanta agua sagrada. Esto era en parte nerviosismo y en parte una<br />
reacción contra las permanentes explicaciones y admoniciones de Kripacharya, que se hacía<br />
viejo y no recordaba cuántas veces se repetía al instruir a Parikshita.<br />
El primer Om se elevó a los cielos. Mientras crecía el ritmo de los mantras, el<br />
semblante de Parikshita se compuso. Sus ojos no revoloteaban ya ni buscaban nuestra<br />
mirada. Parecía madurar bajo las bendiciones como bajo igual número de soles. Hoy pasaba<br />
de nuestra custodia y de la suya propia a la de los dioses, que cuidan del destino de los<br />
reyes. Un peso caía de mis hombros: justo entonces podría haber partido yo sin más<br />
preocupación que Subhadra. Contemplé a las damas de la tribuna y allí la vi, mirando a<br />
Parikshita con una media sonrisa en los labios. Uttara lloraba y, más abajo, el patriarca<br />
Vyasa estaba sentado en su postura habitual, firme como sus montes amados.<br />
Una pausa en los mantras me hizo regresar a la ceremonia. Ahora vertían sobre la<br />
cabeza de Parikshita los cubos de agua traída de los ríos sagrados. Los Om brotaron como<br />
una descarga de flechas. Parikshita era Rey.<br />
Siguió entonces la entrega de presentes, la parte jubilosa de los festejos. Los<br />
mantras habían otorgado el poder de la realeza a Parikshita. El nuevo rey bendijo con sus<br />
manos las bandejas de regalos antes de su distribución. Los ministros recogieron monedas<br />
con una gran pala áurea de medir y las metieron en bolsas. Sahadeva y Nakula, entonces,<br />
pusieron las bolsas de seda en manos de Parikshita para su reparto. El oro fluyó en corriente<br />
centelleante. Los brahmines estaban contentos no sólo con sus presentes, sino también con<br />
su rey. Podías verlo en sus sonrisas. Parikshita era alguien a quien no escatimarían sus<br />
145
endiciones. Para ellos, Dwaraka era un país distante. Aquí todo era celebración. Parikshita<br />
les dio pendientes de diamante y ajorcas incrustadas de gemas. Dar de este modo es el gozo<br />
de los reyes y Yudhisthira había conocido su verdadero valor. Hoy, miraba. Su tarea había<br />
terminado y se había librado de su carga. Era como un héroe conquistador después de una<br />
dura campaña, cuando la procesión y las aclamaciones han pasado. La ecuanimidad que<br />
tanto anhelara era su derecho ahora.<br />
Bhima, apagado pero con total dedicación, supervisó el banquete, casi sin comer él<br />
mismo. Su estómago apenas le hacía exigencias en los últimos tiempos y ello le resultaría<br />
útil allá donde íbamos.<br />
Una luna después de la coronación, los brahmines y los ascetas del bosque<br />
circundante, los kshatriyas sobrevivientes, los vaishyas y sudras, se apiñaron en el patio<br />
principal de palacio en una multitud que rebosaba más allá de las puertas. Esperaron con<br />
manos unidas que Yudhisthira se dirigiera a ellos una última vez, tal como lo hicieran para<br />
escuchar las últimas palabras de tío Dhritarashtra. Desde un balcón en el primer piso,<br />
contemplamos abajo la asamblea.<br />
Éste era el pueblo para el que Yudhisthira había hecho leyes, emitido sentencias,<br />
resuelto disputas, construido albercas y casas de reposo, distribuido grano y ganado. Eran<br />
sus hijos, todos ellos. Había sido generoso y virtuoso. Sobre todo, los había representado<br />
ante los dioses y ofrecido sacrificio por ellos, asegurando las lluvias y la prosperidad, y<br />
haciéndoles sentirse orgullosos de ser los súbditos de un Emperador. ‘El silencioso’, lo<br />
llamaban a veces. Ahora esperaban sus palabras.<br />
“Pueblo mío, mis hijos, vuestros padres y mis padres han pasado juntos mucho<br />
tiempo, partes de una misma familia.”<br />
Un sollozo ahogado se escuchó abajo. Algunos de los congregados se arrojaron ya<br />
con dolor los chales por la cabeza.<br />
“Conocéis el destino que ha determinado el final de Dwaraka y de nuestro Señor y<br />
consejero Sri Krishna, hijo de nuestro tío Vasudeva. Sri Krishna, hijo de Devaki, no era<br />
como los demás reyes de los hombres. Vino para hacer con nosotros un trabajo. Si su tarea<br />
ha terminado, así la nuestra. Vino para arrancar el adharma y cambiar la costumbre, para<br />
abrir un camino a la Luz de los Dioses Superiores. Nosotros no éramos más que sus<br />
instrumentos. Y ésa es, al fin y al cabo, la razón de ser del hombre Ario: guiar a la Tierra la<br />
Luz y todo lo que de ella depende. Digo que Sri Krishna era nuestro consejero pero, como<br />
era el corazón viviente de nuestra existencia tanto como nuestro guía, ahora que él ha<br />
partido nos corresponde a nosotros librar de nuestro peso a esta Tierra.”<br />
Un sonido gemicoso se alzó.<br />
“Rezamos por vuestra lealtad a nuestro nieto el rey Parikshita de alma virtuosa. Ha<br />
sido predicho un reinado de paz. Que el bien recaiga sobre todos vosotros.”<br />
Los congregados se silenciaron unos a otros para no perderse lo que su rey decía.<br />
“Nuestro abuelo Vyasa, hijo de Satyavati, ese asceta de alma justa que ha sido<br />
siempre una fuente de Veda y de Dharma, nos ha dado su permiso para emprender una<br />
última peregrinación a la Morada de las Nieves.”<br />
Poco a poco, los ¡hai, hai! se elevaron como un lamento. Yudhisthira levantó la<br />
mano.<br />
“Así que pido vuestra bendición para este viaje. ¿Qué necesidad hay de dolor? Hoy,<br />
al igual que mi tío Dhritarashtra, estoy aquí ante vosotros con las manos unidas y pido<br />
vuestro perdón por el gran carnaje que tuvo lugar en el Kurukshetra.”<br />
146
El silencio se hizo más profundo.<br />
“Todos nuestros parientes cayeron allí y eso ha sido causa de tormento para<br />
nosotros.”<br />
“¡Dharmaraj, tú eres el Dharmaraj!”<br />
“¡Fue en defensa del Dharma! ¡Tú cumpliste con tu deber, Dharmaraj!”<br />
“¡El Ashwamedha lava de todo pecado!”<br />
La multitud insistió en el grito de ¡Dharmaraj! y de nuevo Yudhisthira levantó la<br />
mano. Esta vez, no la tuvieron en cuenta.<br />
“¡El Dharmaraj luchó por la justicia!”<br />
“¡Te habían quitado el reino, Dharmaraj!”<br />
“¡Te habían estafado!”<br />
Todos nosotros alzamos las palmas pidiendo silencio.<br />
“Benditos seáis todos vosotros”, dijo Yudhisthira. “Pedimos vuestra lealtad a<br />
vuestro nuevo rey Parikshita. Mirad, al final el monarca se convierte en suplicante. En<br />
verdad un rey es enviado a servir. Cuando el tiempo de servir termina, es llamado otra vez,<br />
como ahora se nos llama a nosotros. La gloria de la muerte kshatriya, con el rostro hacia el<br />
enemigo, no había de ser la nuestra. El enemigo que debemos confrontar está en nuestro<br />
interior. Éste es el enemigo que todos debemos buscar en nuestra última peregrinación.<br />
“Como Regente os dejamos al intachable Yuyutsu, un hijo de la realeza y un bravo<br />
luchador contra el adharma. Como guru de vuestro rey, os damos al hijo de nuestro abuelo<br />
Vyasa, Shukadeva.”<br />
El silencio se adensó. Muchos habían estado mirándolo. Ahora, todos los ojos se<br />
volvieron hacia él.<br />
“Ahora, con nuestra reina Draupadi y nuestros cuatro heroicos hermanos, os<br />
pedimos perdón por todas nuestras omisiones.”<br />
“¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!”, estallaron los lamentos y sollozos.<br />
“No, no, hijos míos, exultad con nosotros. Uno no debe sobrevivir a su propósito.<br />
Hay un tiempo para el discipulado, hay un tiempo para la soberanía, hay un tiempo para<br />
seguir adelante, hay un tiempo de preparación para el último viaje. El hombre en su<br />
arrogancia olvida las estaciones que le corresponden. Dadnos vuestra bendición.”<br />
La gente lloraba. Samva, el noble brahmín que hablara cuando tío Dhritarashtra dijo<br />
adiós a su pueblo, fue el encargado de responder. Estaba en pie sobre la alta plataforma<br />
especial.<br />
“Oh rey Yudhisthira, oh héroe del trono Kuru, que vivas cien otoños y que tu<br />
simiente no muera nunca. Que nunca sufras necesidad, ni tú ni tu vamsha de meritorias<br />
gestas, esa línea magnifica que cuenta con Kuru y Bhárata y Shantanu de la gran<br />
inteligencia.” Tras el comienzo convencional, Samva se llevó la mano al rostro y se limpió<br />
las lágrimas. “Oh monarca, con justicia se te ha dado el nombre de Dharmaraj. Nos hemos<br />
apoyado en ti tan confiadamente como si fuéramos tus propios hijos y tú has cuidado de<br />
nosotros como un padre. Todos los reyes celebran sacrificios según el Dharma prescribe,<br />
pero tus sacrificios, rey Yudhisthira, no han sido como los de los demás. No sólo han traído<br />
lluvia y cosechas, han contrarrestado el pecado. En dieciocho días, dieciocho akshauhinis<br />
completas de guerreros armados se arrojaron unas contra otras. El príncipe Arjuna tuvo la<br />
oportunidad de elegir entre una akshauhini de más, tan tremendamente necesitada, o Sri<br />
Krishna como auriga. Tras la partida de dados...”<br />
El murmullo era apenas audible. La partida de dados nunca se mencionaba en<br />
nuestra presencia, pero este día no era como los demás. El brahmín prosiguió.<br />
147
“Tú, rey Yudhisthira, hubieras podido conservar tu reino por la fuerza de las armas,<br />
pero observaste el Dharma hasta el último día de los años de exilio. Oh monarca, pagaste<br />
una deuda al príncipe Sakuni, hijo de Subala, que ningún otro rey habría pagado.” La<br />
convención prohibía epítetos despectivos, pero su voz tenía el filo de una punta de flecha<br />
con forma de hoz. “Eso es algo que podemos contar a nuestros hijos. Tu espíritu queda con<br />
nosotros. Siempre que se narren historias de virtud, resplandecerán tus hechos sobre todos<br />
los demás. La voz que habla hoy a través de mí predice que el espíritu de Sri Krishna y de<br />
los Pandavas perfumará a la Madre Tierra para siempre. ¡Aunque retiréis de ella vuestro<br />
peso! Nuestros corazones pueden sufrir, pero para seres como los Pandavas no existe la<br />
muerte.” Y entonces, derramó bálsamo sobre la herida más profunda de Yudhisthira. “No<br />
hubo pecado en la guerra. También la batalla fue Dharma, surgida de una hora de honda<br />
adversidad y por un destino tan inescapable que el único pecado hubiera sido no afrontarla.<br />
De nada sirve el esfuerzo humano cuando una Yuga lucha por nacer. Acepta la gratitud de<br />
los hijos de esta Yuga y déjanos las bendiciones del noble y grande Dharmaraj.”<br />
Samva se inclinó profundamente. Yudhisthira y Draupadi elevaron sus manos juntas<br />
y un océano de sonido entonces rodó sobre nosotros.<br />
“¡Om Shanti!<br />
En paz lo hecho y deshecho.<br />
En paz para nosotros los signos del futuro.<br />
En paz lo que es y lo que será.<br />
Misericordiosos sean todos con nosotros.<br />
Misericordioso sea Mitra, misericordioso Varuna.<br />
Misericordiosos sean Vivaswat y la Muerte.<br />
Misericordiosas las calamidades de la tierra y atmósfera,<br />
Misericordioso el errar de los planetas.<br />
Misericordiosa sea la Tierra temblorosa<br />
Cuando el bólido la golpea.<br />
Misericordiosas sean las vacas de leche roja.<br />
Misericordiosa la Tierra que se hunde.”<br />
Los cánticos derramaron paz sobre el recuerdo de Dwaraka. Habría otras Dwarakas.<br />
La Tierra las requería. Los rishis habían previsto todo esto cuando los himnos brotaron de<br />
sus labios. Así sea. Así sea. Mientras nos retirábamos caminando hacia atrás a las cámaras<br />
interiores, llegaron hasta nosotros las salutaciones y los versos postreros.<br />
“¡Paz a la tierra y los espacios del aire!<br />
¡Paz a los cielos, paz a las aguas!<br />
¡Paz a las plantas y paz a los árboles!<br />
¡Que todos los dioses me concedan la paz!<br />
¡Por esta invocación de paz que la paz se difunda!<br />
¡Por esta invocación de paz que la paz traiga paz!<br />
Con esta paz lo tremendo ahora apaciguo,<br />
Con esta paz lo cruel ahora apaciguo,<br />
Con esta paz todo mal ahora apaciguo,<br />
148
¡Para que prevalezca la paz, la dicha prevalezca!<br />
¡Que todo nos traiga paz!”<br />
Paz también para mí...<br />
Pudimos oír el cántico mucho después de haber accedido al interior. Siguió uno a<br />
Pusan pidiéndole que hiciese fácil nuestro viaje y nos iluminase el camino. La<br />
muchedumbre no se dispersó. Aún estaba en el patio cuando el sol se puso.<br />
Más de la mitad del gentío se quedó hasta la mañana siguiente y fue con nosotros a<br />
adorar al dios Surya en el Saraswati. Cuando volvimos a palacio, nos siguieron todavía. No<br />
podían detenernos, pero no soportaban dejarnos marchar.<br />
149
CAPÍTULO XXXV<br />
El mismo patriarca Vyasa dirigió los ritos menores de la partida. Se sacó de<br />
nuestros palacios a los fuegos que adorábamos diariamente, excepto el del mío, que<br />
Parikshita seguiría adorando. Parte de él la llevé al río en un brasero de arcilla mecido en un<br />
contenedor de madera y la tiré a las aguas. Se balanceó un poco y luego la corriente se lo<br />
llevó veloz.<br />
De vuelta en mi palacio, me cambié de ropas. El fino angavastra de seda, que me<br />
pidió Subhadra, dio lugar a pieles de ciervo que ella misma me ayudó a sujetarme a la<br />
cintura. Yo sabía que en el resto de los palacios las mujeres gemían en su dolor, pero<br />
Subhadra permanecía introvertida, con los ojos secos, aunque un temblor le recorría los<br />
dedos. Cuando acabó de vestirme, me acarició el rostro y trazó mis facciones. Por último,<br />
me quitó los brazaletes y pendientes. Éstos serían para Parikshita.<br />
Antes de dejar nuestra cámara unimos las manos en mutua salutación. Una última<br />
mirada. Mientras, alguien aguardaba en la puerta con flores y arroz para que adorase el<br />
palacio en el que habíamos vivido juntos.<br />
“Así como al sol, el ojo del universo, no lo afectan<br />
Las imperfecciones externas que ve el ojo mortal,<br />
Al Uno, el Atman dentro de todos los seres, no lo afectan<br />
Los sufrimientos del mundo. Aparte está.”<br />
Desparramé los granos de arroz y el bermellón por los peldaños y el contorno de la<br />
puerta frontal. Marqué los pilares y los muros con signos auspiciosos. Al saludar el umbral<br />
con una entera postración, se oyó una erupción de dolor y de sollozos ahogados. Me levanté<br />
y vi que era Uttara. Tenía el mismo aspecto que cuando era mi pupila de danza en el<br />
palacio de Virata. La tomé en mis brazos y le acaricié el cabello.<br />
“Tienes que ser fuerte o Brihannala no lo podrá ser”, le dije usando mi nombre de<br />
los tiempos de Virata. “Hazlo por Parikshita...”<br />
Los sirvientes que habían contenido hasta ahora sus lamentos no pudieron seguir<br />
dominándose. Uttara apoyó la cabeza en el hombro de Subhadra y Parikshita, llorando, se<br />
detuvo ante ellas. Cogí al niño en brazos y le dije: “Dame la sonrisa de un guerrero. Tú eres<br />
nuestro rey.”<br />
“Lo sé. El rey ha de quedarse atrás”, repuso y trató de sonreír a través del velo de las<br />
lágrimas mientras se pellizcaba la mejilla para infundirse coraje.<br />
Ahora dedicamos una pradakshina a toda la casa, teniéndola a nuestra derecha y<br />
esparciendo granos de arroz al caminar. Fuimos después al palacio de Yudhisthira, donde<br />
nos unimos a los miembros de su Casa. También ellos rodearon la mansión. Bhima estaba<br />
allí ya y, cuando empezamos a circunvalar el patio exterior, llegó Nakula con sus reinas y<br />
toda su Casa; y Sahadeva después, seguido de un pequeño perro blanco y negro.<br />
Era hora de marchar hacia las puertas de la ciudad. A cada paso, más gente se nos<br />
unía. Cuando llegamos a los portales decorados de hojas auspiciosas, Yudhisthira se volvió<br />
hacia mí.<br />
“¿Dejarás aquí el Gandiva?”<br />
“No, hermano, lo llevaré conmigo. Gandiva es un arma sagrada.”<br />
150
Yudhisthira pausó, luego se tornó, dejando que Bhima se colocase tras él. Nada<br />
podría haber expresado más claramente su abdicación que esta aquiescencia. Marché detrás<br />
de Bhima. Todos acabamos formando una línea de la que Draupadi era la última, aparte del<br />
pequeño can. Era un tipo diferente de dolor el que las multitudes nos manifestaban hoy. No<br />
había indignación en él, sólo pérdida y súplica.<br />
Hombres y mujeres se arrodillaban al vernos pasar y clamaban: “¡Desposeídos<br />
quedamos!” “¡No nos dejéis!” “¡Hoy somos huérfanos!” Otros rostros nos contemplaban<br />
callados, con miradas absortas o con ojos rebosantes de orgullo. Algunos trataban de<br />
sonreírnos con labios temblorosos. Flores esparcieron a nuestros pies. Ninguno de nosotros<br />
miró atrás. No es bueno hacerlo una vez has realizado los ritos. Yo mantuve los ojos fijos<br />
en la espalda de Bhima. Aún tenía aquel paso de león. Sus músculos se movían como olas.<br />
Tanta vida había aún en él... No era un fuego fácil de extinguir. Le haría falta la cumbre<br />
más alta. Esperé que su fuerza no le hiciera sobrevivirnos a todos. No era alguien para<br />
quedarse solo. Refrené mis pensamientos. En una peregrinación como la que<br />
emprendíamos debes dejar toda preferencia atrás o te hará tropezar a cada paso. Sumisión,<br />
sumisión, sumisión. La Muerte es un astra que no puede producirte daño ni pena... si te<br />
sometes.<br />
Era el ocaso cuando nos adentramos en el bosque. Yudhisthira permitió a la<br />
muchedumbre decir las plegarias del atardecer con nosotros; después, se volvió hacia ellos.<br />
“Ya no soy rey. No tengo el poder de ordenar. Pero esto es lo último que os pido:<br />
volved a vuestras casas y a vuestros hijos. Hay viajes que deben hacerse en soledad, como<br />
este nuestro. Vuestro deber es ahora la serenidad y la dicha. Sed dichosos. Quedad en paz.<br />
Todos estamos en las manos del Divino.”<br />
La multitud empezó a alejarse lanzando miradas sobre el hombro. Cuando el sonido<br />
de los pasos y los murmullos de la gente cesaron por fin, oímos el canto de los grillos y los<br />
gritos de los chotacabras después.<br />
Al acostarme en mi lecho de hojas secas, me poseyó la sensación de mi propia<br />
solitud. Un sentimiento entumecedor, una escalofriante comprensión. En nuestro palacio,<br />
aquellas pequeñas, fuertes manos que sujetaran las riendas de mi carro estarían consolando<br />
a Uttara y Parikshita. La sombra de su figura empezó a desvanecerse.<br />
Dormí y soñé con Subhadra. Caminábamos por el monte Raivataka, contemplando<br />
Dwaraka abajo, donde un millar de lámparas diminutas pendían de los árboles. Era la noche<br />
del festival y buscábamos a Krishna. Queríamos que se uniera a nosotros para compartir<br />
una jarra de vino, pero Daruka nos trajo su mensaje: el vino estaba prohibido. Todas las<br />
tabernas habían sido cerradas bajo pena de muerte. Entonces, de pronto, desde un alto risco<br />
observamos abajo una masacre. Satyaki apuntaba su palma izquierda a Kritavarman. Por<br />
todas partes alrededor, los Vrishnis y los Bhojas saltaron arrojándose jarras de vino unos a<br />
otros. Salieron las espadas. Las bocas se abrieron de un modo grotesco, lanzando insultos<br />
que no podíamos oír. Al cabo de un rato, dejó de haber movimiento en la playa, aparte de<br />
las olas que lamían algunos de los cuerpos caídos mientras las aves carroñeras se cernían<br />
aún sobre ellos. Krishna estaba a nuestro lado, sonriendo.<br />
No llores, Arjuna. Acuérdate... antes de encarnarnos, asumimos esto. En la<br />
adversidad de los tiempos, sólo los héroes renacen. Muchas almas no retornarán antes de<br />
la renovación del mundo. No te apene este sufrimiento.<br />
Desperté llorando. Pero ya incluso mientras mis lágrimas fluían y el resplandor de<br />
Krishna remitía, mi dolor se tornó dulzura y consuelo. No volvería a llorar por Dwaraka<br />
nunca más.<br />
151
Por la mañana, fue deseo de Yudhisthira rezar por el mundo que dejábamos atrás.<br />
“Que a tiempo lleguen las lluvias.<br />
Que reverdezca la tierra de vegetación.<br />
Que esté libre el país del toda pena y dolor.<br />
Que la paz esté en todo y en todas partes.”<br />
Con ello empezó nuestro viaje a través de una jungla que se haría más y más densa<br />
cada día. Allí, en aquellos alrededores, el sol jugaba todavía veteando nuestra piel.<br />
Estábamos dispuestos a ofrecer una pradakshina a nuestro sagrado país. En mi campaña del<br />
Ashwamedha, el corcel me había guiado. Ahora, un perro desconocido nos seguía pegado a<br />
nuestros talones. Sólo un perro fiel. Me pregunté qué dios nos lo había enviado.<br />
Esta vez, nuestra travesía sería una marcha de victoria sobre nosotros mismos. Ni<br />
siquiera durante nuestro exilio en el bosque habían quedado nuestras vidas tan despojadas<br />
de todo. En aquel entonces, habitamos agradables refugios junto a los ríos y tuvimos la<br />
amistad de los sabios y animales, cazamos y cocinamos nuestros alimentos. Ahora éramos<br />
peregrinos con poco más que un arco sobre mi hombro. Su tarea estaba terminada también.<br />
Yo aún lo adoraba con flores cada día, esperando que se me dijese qué fin darle, pues en él<br />
moraba un dios y el arma no podía quedar desprotegida cuando Arjuna no existiese.<br />
Emergimos de la región de bosques a la costa de Kamarupa y nos tornamos algo<br />
hacia el sur, a las tierras de eternas lluvias y de extrañas plantas trepadoras con raíces<br />
aéreas que se ensortijaban alrededor de los árboles y colgaban entre ellos encortinando las<br />
sendas. Bhima tuvo que abrirnos camino con su puñal. Nos asediaron aquí las sanguijuelas,<br />
que hubimos de arrancarnos con emplastos de hojas astringentes. Esto drenó nuestra<br />
energía y nos costó mucho tiempo. Pero tiempo era algo que teníamos de sobras, aunque<br />
pronto empecé a sentir, y sé que los demás lo pensaron también, que no saldríamos vivos<br />
del bosque de Kamarupa. Más de una vez nos salvó el perro de las serpientes avisándonos<br />
con sus ladridos y, en una ocasión, justo cuando un ofidio venenoso estaba a punto de<br />
morder a Draupadi, el can saltó, lo agarró por el cuello y lo zarandeó hasta que consiguió<br />
matarlo. ¿Quién era esta criatura que tan fielmente nos seguía? Le miré los ojos. Eran lagos<br />
de amor y de lealtad. Lo llamé Dharma.<br />
Draupadi sufrió unas fiebres y nos detuvimos durante dos días; después<br />
reemprendimos nuestro viaje y Bhima la portó. Fue Bhima quien cogió la fiebre entonces.<br />
Era evidente que, si no alcanzábamos pronto el mar, dejaríamos nuestros cuerpos antes de<br />
culminar nuestra sagrada pradakshina, antes incluso de alcanzar las montañas. Así que tan<br />
pronto como pudieron volver a caminar, giramos de nuevo hacia el sur, hacia Angadesh, el<br />
reino que Duryodhana diera a Karna.<br />
Un día un leñador vino por nuestro camino. Nadie lo vio aparte de mí mismo, pero<br />
Dharma le ladró y supe que el hombre estaba realmente allí, moviendo el hacha.<br />
“Llama a tu perro, Arjuna”, me dijo con gran autoridad.<br />
Por un instante me pregunté cómo podía saber quiénes éramos. Estábamos<br />
reducidos más allá de toda posibilidad de reconocimiento. Teníamos endurecidos y<br />
agrietados los pies, y sucias y callosas las manos de desenterrar raíces. Mi mano se<br />
sumergió en la aljaba, pero la detuve con un pensamiento: Para esto hemos partido. No era<br />
aquél un hombre mortal. Debía de ser Yama sin su lazo, sin su búfalo. El Señor del Tiempo<br />
puede mostrarse con cualquier disfraz. Los perros lo sienten acercarse. Dharma empezó a<br />
152
gañir. Le acaricié la cabeza y, aunque me batía el pecho el corazón, estaba dispuesto. Me<br />
puse en pie de un salto, incliné la cabeza, uní las palmas y le dije con silentes palabras:<br />
“Señor del Tiempo, te doy la bienvenida, pero perdona a esta criatura, que protegerá a los<br />
demás hasta que tú llegues a por ellos.”<br />
“Arjuna, ¿no me reconoces?”<br />
“Sí, mi Señor”, respondí respetuosamente alzando hacia él las palmas juntas. “Eres<br />
el Señor del Tiempo y yo estoy preparado ya.”<br />
El leñador rió. “¿Qué haría yo contigo, Arjuna?”<br />
Rió aun más y con cada estallido de su risa silenciosa su piel se hizo más brillante<br />
hasta que resplandeció como el cobre. Ante mis ojos se hallaba el brahmín que nos pidiera<br />
comida a Krishna y a mí en el bosque Khandava. Di un paso atrás y volví a inclinarme.<br />
“Arjuna, sí, quiero tu vida.”<br />
¿Incendiaría el bosque y nos iríamos con el fuego como mi madre y mis tíos?<br />
Aguardé. Agni es un dios grande y me honraba que hubiera venido a por mí, aunque sentía<br />
que Krishna no estuviera conmigo como cuando nos lo encontramos en el Khandava.<br />
“¡Despójate de tu vida!”, dijo el dios Agni.<br />
Observé a mis cuatro hermanos sentados en círculo. Draupadi dormía. ¿Tenía que<br />
irme sin una palabra? Sea. Uno no regatea con los dioses. Torné mi mente al Yoga.<br />
“Abre los ojos, Arjuna. Hay algo que vale más que tu piel y tus huesos.” Vi, no al<br />
brahmín sino a Agni, la deidad de las siete llamas, una única columna con cuernos de fuego<br />
hacia lo alto. “Ya no tienes necesidad del Gandiva, destructor de enemigos. Esa arma<br />
excelsa ha servido ya a la obra de Krishna. Debe retornar a Varuna, Señor de las Aguas.”<br />
Incliné el torso, pero mi corazón se encogió. Lo único que me quedaba de la vida<br />
con Krishna era el arco. Vi de nuevo a Uttarakumara bajando nuestras armas ocultas en la<br />
copa del árbol sami. Contemplar el Gandiva le hizo temblar. Pude oír mi voz diciéndole:<br />
‘Éste es el Gandiva, el arma de Arjuna, el arco de Indra durante cinco mil años, después de<br />
Varuna.’<br />
Me arrojé al suelo en completa postración. Con Krishna había viajado a las regiones<br />
superiores y visto las serpientes danzar sobre las aguas... las sierpes que se transformaron<br />
en Gandiva. Todo el significado de mi existencia estaba entre los cuernos de este arco, su<br />
música aguardaba ser tañida. El Gandiva era la Realidad y la Verdad, el sostén del Dharma,<br />
la razón de mi vida. Comprendí que en alguna parte de mi ser había esperado el día, en esta<br />
peregrinación, en que Gandiva volviera a la vida una vez más, como cuando lo bajé del<br />
sami. El rostro de Agni brilló mirándome bajo un ramaje de llamas.<br />
“Haz sitio, Arjuna. Haz sitio, quema el Dharma dentro de ti, ve luego al mar<br />
oriental y devuelve el Gandiva a Varuna. Cuando llegue el tiempo, cuando haya necesidad,<br />
Gandiva volverá otra vez a tus manos, aunque con otra figura. Gandiva no es sino una<br />
energía de los Cielos y toma forma según la necesidad del momento.”<br />
Sentí mi corazón latir contra el suelo. Me alcé sobre las rodillas. Cualquier<br />
resistencia me reduciría a cenizas y a mis hermanos también. Haría lo que había que hacer.<br />
El rostro del brahmín me miró una vez más. Las siete llamas empezaron a devorar sus<br />
rasgos y reabsorbieron luego el cuello y los hombros. La gran columna de fuego flotó unos<br />
instantes antes de partir como el rayo a las alturas. Con las manos unidas, me senté sobre<br />
los talones para contemplarlo. A mi lado se sentó Dharma también, con la cabeza ladeada,<br />
observando la estela fogosa.<br />
153
CAPÍTULO XXXVI<br />
Marchamos a través de Angadesh, encontramos un tributario del Ganga y lo<br />
seguimos hasta donde éste se vaciaba en el río. Era éste un lugar en extremo auspicioso al<br />
oriente de Magadha, otro de los hitos en la vida de Bhima y en la mía propia, pues a estos<br />
dominios vinimos con Krishna para matar a Jarasandha en lo que ahora nos parecía una<br />
vida atrás. Ofrecimos oblaciones de agua por nuestro hermano Karna y nuestra madre.<br />
Después, cada uno de nosotros ofreció por todos los seres queridos para él que estaban en la<br />
otra orilla. Estos ritos harían nuestro ánimo más ligero para el viaje que teníamos por<br />
delante.<br />
Tejimos guirnaldas de las flores trepadoras que crecen por los árboles, con las raíces<br />
en el aire, y las arrojamos al agua.<br />
“Krishna, Abhimanyu, madre Kunti, Satyaki, Karna, Uttarakumara, Dronacharya,<br />
Gran Bhishma...”<br />
El viento y las olas elevaron y dispersaron las flores; las seguimos, con el rostro al<br />
este, hacia el mar.<br />
Madre Ganga baja rugiendo de la Morada de las Nieves pero, llegada a Angadesh,<br />
es dócil y amigable y avanza sin prisas hacia la vasta morada del dios Varuna. Aunque<br />
estaba ansioso por acabar con aquello -nunca he sido persona para largas despedidas- no<br />
estaba dispuesto a confiar el Gandiva al río. Y por otra parte, Agni había dicho ‘el mar’.<br />
Los llanos estaban secos y, si bien habíamos llegado a aborrecer las sanguijuelas y<br />
el goteo constante del bosque de Kamarupa, ahora teníamos que tomar refugio bajo los<br />
pipal de hojas circulares antes del mediodía. El cielo, que apenas vislumbráramos de un día<br />
para otro en la jungla, no mostraba ahora ni una nube y era de un azul intenso, como si ya<br />
rivalizase con el mar.<br />
“Gandiva, te llevo a casa por fin”, le dije al arco.<br />
Por primera vez desde que los saqueadores cayeran sobre nosotros, sentí en la<br />
madera un temblor. Gandiva no estaba muerto. La vibración resonó en mí. Agni había<br />
dicho la verdad: Gandiva retornaría a mis manos cuando la necesidad surgiese. Ahora,<br />
había un constante abejoneo entre él y yo. Mis pasos se hicieron ligeros, más libre mi<br />
respiración. Draupadi levantó la cabeza una vez más y Yudhisthira halló su voz entonando<br />
un himno a Durga, el que había cantado cuando dejamos nuestras armas en la copa del sami<br />
y marchamos caminando hacia la capital de Virata.<br />
“Te saludamos.<br />
Derrama sobre nosotros tus dones,<br />
oh diosa doncella.<br />
Tú rescatas a los afligidos<br />
y eres el único refugio de los caídos en la desgracia.<br />
Tú eres el Destino, el Éxito y la Prosperidad.<br />
La esposa eres,<br />
y los hijos que desean los hombres,<br />
154
y tú eres conocimiento;<br />
el sueño de la noche<br />
y los dos crepúsculos eres;<br />
Compasión, Perdón y Amor.<br />
No hay nada que tú no seas.<br />
Oh, diosa, busco tu protección.”<br />
Ahora como entonces, nadie nos habría tomado por los Pandavas, aunque esta vez<br />
no había necesidad de disfraces. El cielo y el mar nos reconocerían por lo que éramos. El<br />
Hacedor del Día brillaría sobre nosotros, fuese cual fuese nuestro aspecto.<br />
Olimos la sal antes de llegar a ella y, desde la distancia, oímos la voz del dios<br />
Varuna. Aguardaba para recuperar a su vástago y me llamaba con el romper de sus olas.<br />
Arjuna, Arjuna. Me detuve a escuchar. A Gandiva guardaré para ti, pero tuyo es<br />
por razón de tu nobleza. No habrá separación. Así como una espada duerme en su vaina,<br />
Gandiva reposará en su lecho, recibiendo culto permanente, esperando su hora junto a sus<br />
aljabas. Ponlos bajo mi custodia. Los dioses sabrán que están aquí y liberarán tus<br />
hombros de la carga de su protección. No te protejas a ti mismo, Arjuna, no hay necesidad.<br />
Con sonido vaneciente, las olas distantes hablaron otra vez como un eco<br />
subacuático: No te protejasss a ti misssmo.<br />
La única arma superior al Gandiva: sumisión.<br />
Una pequeña mancha azul. Nuestra primera vista del mar. Cantando ahora el himno<br />
con voz más fuerte, Yudhisthira nos guió directamente a él.<br />
“Tú eres conocimiento;<br />
el sueño de la noche y los dos crepúsculos eres;<br />
Compasión, Perdón y Amor.<br />
No hay nada que tú no seas.<br />
Oh, diosa, busco tu protección.”<br />
Habíamos hablado poco durante todo el camino, ahorrando el aliento para marchar.<br />
Cuando nuestros pies se hundieron en la arena, incluso nuestro cántico cesó. Alcanzamos la<br />
orilla y permanecimos allí, desplegados frente a la vastedad. Dejamos que los rizos del agua<br />
jugasen con nuestros pies y les limpiasen la arena. El agua era aquí clara y brillante, y se<br />
oscurecía poco a poco hacia el interior del mar hasta que una línea fina de azul profundo<br />
nos decía dónde añadía el cielo a las aguas color.<br />
Era la primera vez que Draupadi veía el océano. Debido a nuestras campañas,<br />
Sahadeva y yo éramos quienes lo conocíamos mejor. Dharma se lanzó al agua, nadó un<br />
poco y luego volvió para trepar por la arena delante de mí. Se sacudió y esperó a mis pies.<br />
Era la primera vez que se apartaba del lado de Draupadi. Acababa de mostrarme justo lo<br />
que debía hacer. ¿Quién era este cuzco? Caminé hacia adelante y él movió la cola.<br />
Con Gandiva cruzado sobre el pecho, penetré en el agua y nadé a la distancia. Sentí<br />
al principio el frío impacto de las aguas del océano. Después, una corriente cálida me<br />
envolvió como un brazo amistoso y nadé más y más lejos, hacia el mar abierto, atraído por<br />
155
aquella fina línea azul en el filo del mundo. No sabía, sin embargo, cómo hacer mi ofrenda.<br />
El sacrificio se entrega siempre por medio de Agni, que porta todas las oblaciones salvo las<br />
cenizas de los muertos.<br />
Me dirigí a las aguas:<br />
“Salve, divinas, insondables, purificantes aguas.<br />
Aguas que sois las madres purificándome.<br />
Vosotras, que sois el fundamento del mundo.<br />
Vosotras, que surgisteis primero y que sois la inmortalidad.<br />
Vosotras, que sois la simiente y la matriz.”<br />
Una ola me lamió el rostro: la sal sabía como el vino. Seguí nadando hasta que<br />
estuve mucho más allá de las olas rompientes. Aquí había sólo el aroma que hacía mis<br />
movimientos fluidos. Me giré sobre la espalda. Disfrutar del cielo y el mar era como<br />
perecear sobre un elefante de paso espacioso. Olvidé por unos momentos a qué había<br />
venido. De pronto, recibí un golpe y me revolví bajo el agua. Aquí, más allá de los<br />
cachones, una ola había roto sobre mí y supe por qué antes de que Varuna hablara.<br />
Aquí, dijo.<br />
Me descolgué el Gandiva y punteé el arco, que emitió un húmedo clic submarino.<br />
Me puse el arma en la frente y la ofrecí; sentí entonces que me la arrebataban.<br />
La ofrenda había sido aceptada.<br />
Me desprendí de las aljabas y me las llevé al corazón y a los labios. También éstas<br />
me fueron retiradas por manos que no podía ver. Luego, un remolino se formó en torno a<br />
mí y me sentí succionado. Justo cuando pensé que había sido llamado con mis armas, fui<br />
impulsado al exterior. Mi cabeza rompió la superficie. Tenía los ojos llenos de sal y había<br />
perdido la idea de dónde me esperaban los demás. Al mirar alrededor, parpadeando contra<br />
la luz repentina, otra ola poderosa me tomó y, como un gran monstruo marino, me portó<br />
veloz a la orilla.<br />
A través de un velo de sal, vi a Draupadi y a mis hermanos allí de pie, con las<br />
palmas unidas a la altura de la frente. No pude decir al principio si eran ellos quienes<br />
cantaban o era en mis oídos el sonido del mar.<br />
“Cualquiera que sea el pecado hallado en mí,<br />
Cualquiera mi falta cometida,<br />
Ya haya mentido o jurado en falso,<br />
Agua, aléjalo de mí.”<br />
Luché por salir del agua y, jadeando todavía, me uní a ellos en el cántico.<br />
“Ahora he venido a buscar las aguas,<br />
Ahora confluimos, mezclándonos con la savia,<br />
Ven a mí, Agni, rico en leche...<br />
Ven y otórgame tu esplendor.”<br />
156
CAPÍTULO XXXVII<br />
No era la Magadha que Bhima y yo recordábamos. Esta vez no éramos príncipes<br />
que venían con Krishna disfrazados para acabar con el tirano Jarasandha. No había reyes<br />
cautivos que esperaran ser sacrificados a Shankara Shiva. Parecíamos exactamente lo que<br />
éramos: renunciantes en peregrinación.<br />
“Hermano”, dijo Bhima gruñendo y riendo, “este disfraz es mejor que cuando<br />
vinimos como brahmines. Que pena que no traigamos una misión.”<br />
Nuestra única misión ahora era cantar himnos y repartir nuestras bendiciones por las<br />
tierras que atravesásemos. En cada una, nos manteníamos tan apartados como fuera posible<br />
de las ciudades y pausábamos sólo en minúsculas aldeas para comer lo que se nos ofreciera.<br />
Cruzamos el Mahanadi en una balsa de juncos que nosotros mismos fabricamos y en la que<br />
Bhima singó. Aquel día fue júbilo. Todos habíamos trabajado juntos con nuestras manos,<br />
trenzando las cañas después de romper el ayuno con bayas del bosque y agua de manantial,<br />
y nuestra era una paz que en los palacios es difícil conocer.<br />
Al tirar de nuestra balsa hacia la orilla agarrándonos a ramas de sauces que pendían<br />
sobre nosotros, una nidada de pájaros crestados de rojo voló chirriando. Trepamos por la<br />
orilla riendo y nos volvimos para contemplar a los martines pescadores suspendidos sobre<br />
la superficie o arrojándose al agua como relámpagos.<br />
“En la próxima vida”, dijo Nakula, “quiero dedicarme a fabricar barcos.” Era tan<br />
raro oírle expresar un deseo que todos nos tornamos para mirarlo. “Hacer algo en lugar de<br />
romperlo”, añadió encogiéndose de hombros con su sonrisa encantadora.<br />
Sus palabras contenían una verdad mayor para nosotros que los discursos de los<br />
pandits. Nuestra primera edad había transcurrido en bosques donde la serenidad nos<br />
resultaba algo espontáneo. Durante los doce años de exilio en la jungla, la impaciencia de<br />
Bhima y el fuego de Draupadi habían consumido aquella paz. Sólo ahora lográbamos<br />
recuperar ese tranquilo hálito de la vida. Defender fronteras, expandir territorios, satisfacer<br />
las necesidades de los brahmines, juzgar disputas territoriales... todo esto quedaba atrás.<br />
Los Rajasuyas y los Ashwamedhas, las coronaciones, las caracolas y los tambores de guerra<br />
y los vistosos atavíos... Todo atrás. Y ahora, incluso Gandiva había vuelto a su morada. Nos<br />
sentamos a la orilla del río, mascando juncos, y supimos que habíamos representado<br />
nuestro papel. Las diminutas flores amarillas y malvas, aquellas blancas acampanuladas,<br />
tímidas entre las piedras y la hierba... éstas eran ahora nuestras riquezas. El movimiento<br />
repentino de un ala fúlgida, la canción borbollante de una alondra suspendida en el aire, la<br />
danza flotante de un ciervo...<br />
“¿Qué haremos con esto?”, dijo Bhima señalando la balsa con un gesto de cabeza.<br />
“¿Nos lo llevamos?”<br />
“No hay que llevar nada”, repuso Draupadi atándose en un moño el cabello. “Éste<br />
es el lugar que le corresponde.”<br />
Numerosos refugios de ascetas hallamos tras cruzar el río, de modo que no<br />
carecimos de refugio o alimento. En cuanto a caminar, hacía nuestros cuerpos fuertes y<br />
duros ahora que no recorríamos tierras empapadas por las lluvias.<br />
Un día, cuando el sol estaba en lo alto y nuestros estómagos nos dijeron que era la<br />
hora de nuestra primera comida, volutas de humo en ascenso nos guiaron a un pequeño<br />
ashram. No conocíamos la lengua de la región, pero el sabio, que había hecho pradakshina<br />
157
a todas las provincias, sabía algo de nuestro idioma norteño. Con sus propias manos nos<br />
sirvió frutas y nueces y cuajadas y leche de su vaca rojiza, a la que nos presentó como su<br />
única compañía.<br />
“¿Cuál fue el propósito de tu peregrinaje?”, preguntó Yudhisthira.<br />
El sage puso los ojos en blanco y elevó las palmas al cielo. Sonriendo, respondió:<br />
“El propósito era que no había propósito.” Al cabo de un instante, añadió: “Era mi gratitud<br />
a nuestra generosa madre Bharatavarsha y aprendí a tomar de ella con parquedad. Eso es la<br />
riqueza, tomar lo imprescindible. De esta forma, no te lastran ni la pobreza, ni las riquezas.”<br />
Pausó y, con ojos que nos sonreían: “Ni siquiera el punya. Lo que estáis haciendo ahora es<br />
mejor que todos vuestros Ashwamedhas.”<br />
Nos miramos unos a otros en busca de indicios que hubieran podido revelarle<br />
quiénes éramos. Ninguno de nosotros estaba sentado en la postura regia. El cabello de<br />
nuestra reina estaba descuidado de nuevo, sin aceites ni adornos. Había en ella dignidad,<br />
pero no los signos de una reina. El sabio rió quedamente ante nuestro asombro. Nos<br />
habíamos enorgullecido de haber perdido incluso las maneras de los reyes; si aún<br />
acarreábamos restos que tan obvios resultaban para él, yo estaba contento de no saberlo.<br />
Aunque lejos aún de la Morada de las Nieves, algo de su atmósfera había penetrado<br />
en nosotros.<br />
Nuestros pasos terrenales nos llevaron al país de Kishkinda, donde la gente es<br />
oscura y hermosa y el suelo te mancha los pies de rojo. Había allí árboles cargados de<br />
mangos, y camuesos con manzanas silvestres a las que Rama y Sita dieron nombre, y la<br />
sombra fresca y serena de los tamarindos bajo la que reposar. No nos faltó en estas tierras<br />
abrigo ni refresco, ni tampoco prestas sonrisas.<br />
Seguimos caminos a través de vastos arrozales que nos calmaban los ojos. Al<br />
atardecer, después de haber caminado todo el día, el agua de los cocos tiernos que Bhima<br />
hacía caer de los árboles sacudiéndolos era mejor que cualquier vino melado. Fue allí, creo,<br />
donde empezamos a vivir fuera del tiempo. Cierto, habríamos podido seguir vagando por<br />
aquel generoso país sin volver a pensar en nuestro destino, si no hubiéramos alcanzado las<br />
fuentes del Godavari, que nos condujo a la frontera de los dominios de Vidharbha.<br />
Sahadeva estaba por seguir más al sur, pues tenía recuerdos felices de su campaña del<br />
Rajasuya, pero había que pensar en Draupadi. Su cuerpo no estaba entrenado como el<br />
nuestro. Nos tornamos al norte y, ahora, con una mezcla de aprensión y anhelo, nuestras<br />
mentes se volvieron hacia las aguas que cubrían Dwaraka.<br />
Recordé la última vez que miré las altas mansiones vacías antes de que las aguas las<br />
reclamasen. Mi corazón reposó sólo cuando Nakula dijo que, por supuesto, debíamos hacer<br />
allí una última oblación por nuestros tíos, por Krishna y Satyaki y los suyos.<br />
Encontramos al capitán de un pequeño barco que estaba lleno de historias de<br />
Dwaraka y decía que, después de la inundación, uno podía hacer una auténtica fortuna de lo<br />
que el mar arrojaba al interior: partes de columnas con gemas incrustadas, joyas, mobiliario<br />
de mármol y el oro de las lámparas y las cucharas y las bridas de caballo, ruedas de carro<br />
repujadas, cuchillos y espadas y otras riquezas de las grandes casas. Era una miseria<br />
escucharlo. El único consuelo con él fue que no llegó a reconocernos.<br />
“Si vais allí en busca de fortuna, es tarde para eso. El mar arroja aún pequeños<br />
chismes para los tardones, pero por cada pedazo de mármol hay un centenar de personas<br />
aguardando.”<br />
158
Su habla robusta y llana lo evidenciaba como un Yadu que debió de haber sido en<br />
tiempos boyero; de hecho, aún usaba términos propios de los vaquerizos de tanto en tanto.<br />
Demasiado bien nos ofreció su historia la pintura de una turba de raqueros buscando a la<br />
orilla del mar los restos perdidos de Dwaraka. Al menos, nos impidió pensar en los peligros<br />
del océano. Con un mero cruce de miradas, supimos que nos mantendríamos alejados de la<br />
nueva línea del mar y ofreceríamos nuestras oblaciones al llegar al Narmada. El agua es<br />
sagrada en todas partes: es la aspiración del corazón y de la mente la que hace la ofrenda<br />
digna de los dioses.<br />
Fue así que miramos desde la distancia el mar que cubría Dwaraka. Parecía<br />
cualquier otro mar. Quizás en los tiempos por venir nadie conozca la belleza y esplendor<br />
que Krishna obró aquí hasta que la demencia salvaje de los hombres los destruyó. Quizás<br />
Varuna se revuelva encolerizado algún día otra vez y se alejase de aquí para caer sobre otra<br />
ciudad, dejando que el mundo se maravillase ante la grandeza submarina revelada entonces.<br />
Pero, lo supiesen los hombres o no, la luz de Krishna había tocado aquí la Tierra. Esto yo lo<br />
sabía con certeza y era algo que ningún mar podía llevarse.<br />
Tuvimos luego que cruzar una franja de desierto, perspectiva que a ninguno de<br />
nosotros entusiasmaba a pesar de que era la estación de las flores de las arenas. Una<br />
caravana de mercaderes de aspecto feroz, pero amigables, se ofreció a llevarnos consigo.<br />
Iban de camino a cierto centro del río Lavana, con los camellos cargados sólo ligeramente.<br />
Bhima portaba a Draupadi aún y aquella gente sintió compasión por nuestra mujer. En otros<br />
tiempos hubiéramos podido tomarlos por saqueadores, pero tales temores ya no tenían lugar<br />
en nosotros.<br />
Aquellos hombres no eran Arios. Hacía mucho ya que habíamos tenido que<br />
desprendernos de las sutilezas de nuestra casta, pero vi a Draupadi encogerse la primera vez<br />
que nuestros anfitriones nos invitaron a comer con ellos de un solo plato compartido de<br />
grasiento arroz. Aunque tan hambrienta como todo el resto de nosotros, alegó no tener<br />
apetito. Yudhisthira le acarició la frente y la alimentó con su propia mano.<br />
El desierto te cambia. Draupadi acabó cogiendo a Dharma en brazos. Para el tiempo<br />
en que alcanzásemos los pies de los grandes Dioses, el sol nos habría amollentado y<br />
estaríamos listos para el prasad como fruta madura. Antes de ello, sin embargo, mi hombro<br />
tendría que olvidar que había portado el Gandiva. Gandiva había quedado reducido a un<br />
surco en la carne más que en el alma. Pero una noche que dormía en la tienda de los<br />
mercadantes y una brisa levantó la cortina, me incorporé antes de poder darme cuenta<br />
siquiera de que lo hacía y mi mano buscó el Gandiva. Supe entonces que todavía quedaba<br />
algo que hacer. La voz dentro de mí dijo: El tiempo para eso ha acabado, Arjuna. Si tú te<br />
proteges a ti mismo, ¿cómo puedo protegerte yo? Mi Dharma había cambiado. Ahora, yo<br />
tenía que ser el protegido, no el protector. Escuché la respiración de las formas durmientes<br />
que me rodeaban y me pregunté quién era yo y, por un instante, al igual que cuando una<br />
estrella fugaz absorbe toda tu atención, no fui nadie. Me quedé sentado allí, absorto en el<br />
milagro, rebosante el corazón de amor y gratitud. Un momento después, salí reptando de la<br />
tienda a la noche del desierto. Era clara y fría y el cielo estaba colmado de estrellas. El débil<br />
tintineo de los cascabeles de los camellos, el murmullo de la arena, el chasquido sordo de la<br />
cortina de la tienda, me transportaron a un lugar que conocía. Era el desierto donde me<br />
había encontrado conmigo mismo tras la campaña del Ashwamedha. Había comprendido<br />
entonces que sea lo que sea lo que nos cause apego, mujeres, armas o el mero polvo del<br />
desierto, nos encadena a una vida crepuscular que es la gemela de la muerte. Y había<br />
aprendido entonces lo que es estar libre, a salvo, carecer de necesidad y de armas, no tener<br />
159
a nadie con quién luchar o por quién hacerlo. El mismo pulso despertó en mí ahora, la<br />
música de las estrellas y las arenas, el núcleo de mi palpitar. Esta vez no tenía que regresar<br />
a Hastina y no podía retornar al Gandiva. ¿Era posible dejar ahora todo apego atrás? El<br />
rostro de Parikshita surgió ante mí, radiante tras la coronación... y el de Subhadra, quedo y<br />
sereno. El amor que sentía por las personas de la tienda creció y creció, pero yo no era ya el<br />
protector de nadie. Una noche, Parikshita se sentaría así en su lecho, comprendiendo por<br />
vez primera que de esto precisamente hablaban las palabras de Kripacharya y los himnos de<br />
los brahmines. Subhadra lo sabía. Creo que ella lo supo siempre.<br />
Esta noche, yo comprendía por qué me había dejado partir y en esta comprensión mi<br />
corazón halló paz.<br />
160
CAPÍTULO XXXVIII<br />
Penetramos en el país de Matsya y empezamos a llamarnos uno a otro por los<br />
nombres que usáramos durante nuestro año de incógnitos aquí. Esto siempre nos elevaba<br />
los ánimos y disipaba el silencio. Resulta difícil resignarse a un tono de gravedad cuando te<br />
llaman Kanka el jugador o Brihannala el bailarín. Nunca dejaba de provocar una lenta<br />
sonrisa en los ojos de Yudhisthira que a veces le alcanzaba los labios. La idea de<br />
disfrazarse era ahora un chiste en sí misma. El sol había realizado su obra en nosotros:<br />
Bhima, Yudhisthira y Nakula no tenían ya la tez del brillo y color del oro y, por lo que al<br />
resto se refería, lo mismo podríamos haber sido Nishadas. Estábamos todos flacos, tirantes<br />
teníamos las carnes como cuerdas de arco y a Dharma se le había puesto un abdomen<br />
lobuno. Nuestros pies se veían agrietados y encallecidos, y las uñas de Draupadi, en otro<br />
tiempo de la forma de las tortugas, estaban partidas.<br />
Era un alivio dejar el desierto atrás y recorrer de nuevo tierras bordeadas de altos<br />
árboles, que se volvían más y más densos a medida que nos acercábamos al bosque<br />
Khandava. Gozábamos ahora de ocasionales vislumbres de los blancos turbantes de las<br />
cumbres. Nuestros silencios se prolongaron, nuestras palabras se hicieron parcas.<br />
Lentamente, marchamos hacia el norte hasta tocar el Khandava. Aquí, apoyados en<br />
nuestros bordones de peregrinos, reposamos. Habíamos pasado Indraprastha sin visitar a<br />
Vajra ni la Maya-sabha.<br />
Cuando alcanzamos el Khandava no nos separaban tampoco muchas yojanas de<br />
Hastina... pero nadie lo mencionó. Este silencio sellaba nuestro futuro escindiéndolo del<br />
pasado... este silencio y los picos de las montañas que nos aguardaban. Una nueva<br />
intensidad tomó posesión de nosotros. Ésta era la última parte de nuestro viaje. El viaje de<br />
la vida. Todo preparativo para futuros nacimientos debía hacerse ahora. El abuelo Vyasa<br />
había dicho que puedes cambiar todas las acciones de tu vida en un instante del presente, en<br />
el último momento... que puedes barrerlo todo como la arena que porta el trazado de un<br />
yantra.<br />
Seguimos avanzando y avanzando, viviendo de nueces y frutas, hasta que llegamos<br />
al Saraswati. Había sido en el Khandava, durante nuestro exilio en el bosque, donde un<br />
ciervo se le apareció a Yudhisthira en sueños para pedirle que no cazásemos más, que la<br />
manada estaba en peligro de extinción. Nos trasladamos en aquella ocasión al Kamyaka, al<br />
norte, y luego seguimos el curso del Saraswati. Éste era el camino que recorreríamos otra<br />
vez. Me hacía pensar que pronto estaríamos en casa, lo que provocaba en mí sonrisas de<br />
repentino contento. Porque era a ‘casa’ adonde íbamos. No a palacios, ni a bosques, ni<br />
siquiera a montañas. Regresábamos a nuestro comienzo, al lugar del que habíamos venido.<br />
Esta idea estalló tan jubilosamente en mí que exclamé: “Volvemos a casa.”<br />
Yudhisthira y Bhima se detuvieron y tornaron la vista hacia mí, sonriendo.<br />
“Bhima, Jishnu, volvemos a casa”, gritó Yudhisthira.<br />
Todos los demás entonaron aquel clamor. Me giré para mirar a los mellizos y a<br />
Draupadi. Ésta sonreía. Sus dientes destellaban, blancos en su enjuto rostro oscuro, y era<br />
hermosa. Sahadeva y Nakula reían. Por la noche nos sentamos en círculo y hablamos de lo<br />
que haríamos en nuestras próximas vidas.<br />
De camino a la capital de Virata, cuando cada uno de nosotros escogió casta y<br />
disfraz para el año de incógnito en la corte, ninguno quiso pasar por guerrero. Les comenté<br />
161
este hecho, mientras nos sentábamos alrededor del fuego que Bhima había encendido. Las<br />
noches eran tranquilas y frescas, y había lobos y leones alrededor. Todos mirábamos las<br />
llamas. Aquello podría haber sido un yajna. Draupadi, con el gesto ritual de los brahmines,<br />
arrojaba hojas a las llamas, con la palma abierta hacia el cielo. El único himno era el canto<br />
de las aves nocturnas y las voces de los insectos... y nuestro silencio, que nos ataba uno a<br />
otro como una soga poderosa. Aquí, nuestro destino era estar juntos. En la próxima vida,<br />
¿seríamos dispersados por los tres mundos y las diez direcciones? Fuera cual fuera mi<br />
misión, tendría que ver con Krishna. Krishna había elegido a Yudhisthira para el trono.<br />
Draupadi era la sakhi de Krishna. Nuestro destino era estar juntos. Agni había dicho que,<br />
cuando llegara el tiempo, Gandiva retornaría a mí. Krishna y Subhadra, nuestro hijo y el<br />
hijo de nuestro hijo... éramos como una cadena. Mi mente se arrastraba hacia algo y de<br />
pronto lo vi, como cuando das la vuelta a un recodo y algo nuevo se te ofrece a la vista.<br />
Fue Draupadi la que lo expresó en voz alta.<br />
“Ha habido tanto sufrimiento, tanto, tanto, tanto... pero ya ha acabado y así tenía<br />
que ser. Ha sido útil para el mundo...” Arrojó más hojas al fuego. “Krishna dice que lo ha<br />
sido y yo quisiera que siguiéramos juntos de nuevo sea lo que sea lo que la vida nos<br />
depare.”<br />
Lloraba quedamente. Ninguno de nosotros podía hablar. Draupadi estaba a mi lado<br />
y me volví hacia ella. Las llamas jugaron en sus facciones surcadas por el dolor de su vida.<br />
De la amargura, sin embargo, se había desprendido. Su boca se hallaba en reposo. No<br />
hubiera podido reprimirme ni siquiera aunque los dioses me lo hubieran pedido. Le limpié<br />
las lágrimas. Nuestros ojos se encontraron y yo asentí con la cabeza. A su otro lado,<br />
Yudhisthira le tomó la mano entre las suyas. De pronto, todos estábamos cogidos de las<br />
manos. Los seis, sin faltar uno. Hubo murmullos de sadhu y frases incompletas. Todos<br />
decíamos lo mismo de una forma o de otra. Dharma se acercó a Draupadi y, con la cabeza<br />
sobre su regazo, miró las llamas.<br />
Draupadi estaba exhausta, pero tenía los ojos serenos. Sería su espíritu el que la<br />
sostendría hasta que alcanzásemos las cumbres. Ella, nuestra emperatriz, la nacida del altar,<br />
la que nos había salvado de la servidumbre, sería la primera en partir. Yo no quería un<br />
mundo sin ella. Bhima sollozaba y nos decía algo a los demás, pero no conseguía que lo<br />
entendiéramos. Nadie podía hablar. Ella lo hizo otra vez...<br />
“Hace falta vivir mucho para comprender. Tenía que ser así.” Fue el modo en que lo<br />
dijo, como un rishi que ve mucho más allá... Tras una pausa larga, suspiró. “Cuando<br />
Draupadi, la nacida del altar, tenía diecisiete y dieciocho años, era el orgullo de su padre.<br />
Era su arma de venganza.” Sentí el vello del cuerpo erizárseme. “Tenía que casarse con un<br />
kshatriya que nunca fuera derrotado y que habría de reducir el orgullo de Dronacharya a<br />
polvo. Y entonces, toda Bharatavarsha la reconocería a ella y a su padre. Les rendiría<br />
homenaje... Pobre padre mío. Pobre rey Drupada. Tantas austeridades había realizado para<br />
esto, día y noche delante del altar...” Otro suspiro brotó de sus profundidades. “Entonces,<br />
todos los reyes de Bharatavarsha acudieron a su swayamvara para ganar el excelso trofeo.<br />
Oh maridos míos...” Nunca se había dirigido a nosotros de este modo. La noche estaba<br />
colmada de revelación. “La vida es una ironía. Jishnu, el príncipe Arjuna, el que fuera el<br />
instrumento de Dronacharya en la humillación de mi padre, se convirtió en mi esposo. Oh...<br />
las semillas de la arrogancia y la venganza estaban en mi nacimiento y el de mis hermanos.<br />
De ellas brotó la codicia y la envidia y engendraron la partida de dados. Los kshatriyas<br />
tenían que ser aniquilados. Sakuni no era sino un falso astra y la partida de dados fue la<br />
victoria de Draupadi. Sólo Krishna lo comprendió. Sólo él sabía que, si no se trataba de<br />
162
aquel modo tan repugnante a una princesa de Panchala en la sabha, la autodestrucción de<br />
los kshatriyas nunca se encendería. Así que Draupadi, la nacida del fuego, fue ofrecida al<br />
fuego otra vez.” Abrió las palmas hacia arriba en gesto de aceptación. “Me han hecho falta<br />
todos estos años para entenderlo.”<br />
Había llegado a la sumisión, se había convertido realmente en el sacrificio<br />
voluntario. La ofrenda de sí que realizaba nos liberaba a todos, pero sobre todo a<br />
Yudhisthira, de remordimientos.<br />
El bosque Kamyaka se halla en la ladera de una montaña y ahora ascendíamos por<br />
ella. Apoyada en su bastón, Draupadi insistía en caminar y aseguraba que no era necesario<br />
que Bhima la portase. De vez en cuando, se arrodillaba para oler y tocar las flores o<br />
contemplar maravillada unos huevos verdiazules o moteados bajo la prominencia de una<br />
roca. A lo largo de las corrientes o de las cornisas rocosas crecían prímulas de color malva<br />
y magenta y rosa, como fragmentos de un gran arco iris esparcidos por la flecha de un<br />
gandharva. Había extensos lechos de pequeños capullos púrpura y de amacigados<br />
ranúnculos. Bhima ardía por conseguirle las flores de las cumbres Gandhamadana que tan<br />
apasionadamente ansiara ella durante nuestro exilio, pero Draupadi no estaba dispuesta a<br />
dejarlo ir.<br />
“No Bhima, ¿para qué arrancarlas? Déjalas donde están. Déjalas a su destino. Si es<br />
el mío, a ellas llegaré. Ahora hemos de estar juntos.”<br />
Escalar montañas se parece mucho a la vida. Ves el alto lugar que anhelas pero no<br />
puedes alcanzarlo en un solo ascenso. Has de subir y bajar tanto a veces que apenas puedes<br />
saber si estás haciendo algún progreso.<br />
Hallamos un camino usado por los peregrinos. Las estribaciones de los montes se<br />
erguían como centinelas o como los guerreros de una vyuha. En batalla, cuando has abatido<br />
al hombre que tienes delante, otro ocupa su lugar y luego otro y a veces dos, y así ocurre<br />
con las montañas. Un día, muy abajo, junto a un pequeño río atorrentado sobre un lecho de<br />
piedras con sus cien voces que apagaban las nuestras, reposamos y bañamos nuestras<br />
muchas ampollas. Draupadi no tenía fuerzas ni siquiera para esto. Yacía con Dharma<br />
tumbado dentro del círculo de su brazo. Sus labios se movían. Bhima y yo nos acercamos a<br />
ella, pero sus ojos estaban lejos y sólo decía que la dejáramos allí.<br />
Un poco más lejos había un puente y, muy por encima de él, unos toscos refugios se<br />
encaramaban a las rocas. Más allá, el sendero se escindía de pronto en escarpados caminos<br />
en cualquier dirección. Bhima y yo hicimos turnos para portarla. Podría haberlo hecho él<br />
solo, pero compartirla constituía un tácito reconocimiento de mi privilegio y el de ella.<br />
Draupadi abrió los ojos y me sonrió con ellos de una forma que, más amorosamente que<br />
cualquier palabra, me decía: Éste es el mejor de los amores. Estamos libres de pasión.<br />
Dharma se mantuvo pegado a nuestros talones mientras la portábamos. En<br />
ocasiones, ella señalaba el terreno en que las prímulas anidaban entre las rocas y yo me<br />
arrodillaba para permitir que las tocase. Trinos de pájaros, obligados a cantar por la luz<br />
límpida, le hacían levantar la mano en deleite quedo. Entonces, cuando me parecía sentir<br />
que se le escapaba el alma, habló.<br />
“Quiero alcanzar esa altura con todos vosotros.”<br />
Incliné la cabeza para escucharla pero esto fue todo lo que dijo.<br />
El sendero se había estrechado otra vez y bordeaba un precipicio. Un árbol joven<br />
surgía cruzado del costado de la montaña y Bhima lo arrancó para que pudiéramos pasar.<br />
Más arriba, oí las esquilas de los rebaños. Tres o cuatro borregos vinieron hacia nosotros,<br />
163
mientras su pastor los llamaba con gruñidos y rites. Dharma los condujo de vuelta, como si<br />
hubiese sido entrenado para ello. El pastor nos señaló su refugio, haciendo señas de que allí<br />
recibiríamos comida y abrigo; después nos hizo sitio para pasar antes de continuar con su<br />
rebaño hacia abajo, hacia los precarios pastos.<br />
La cabaña en la que nos encontramos metidos era humosa y oscura. Dos criaturas,<br />
envueltas en harapos, yacían junto a una hermana mayor. Ésta y su madre contemplaron a<br />
Draupadi temerosas. Con manos ajadas, la madre la asistió e hizo una pasta de hojas<br />
molidas con la que untó la piel de nuestra mujer. No creíamos que esta anciana arrugada de<br />
los montes pudiese devolvérnosla y me resistí a apartarme del lado de Draupadi cuando la<br />
mujer insistió en que la siguiese al exterior, pero ella tiró de mi mano. Draupadi dormía, así<br />
que la seguí, aunque mi mente quedó sujeta a la cabaña.<br />
Habríamos caminado una yojana y yo estaba decidido a retornar, cuando la mujer se<br />
inclinó sobre una profusión de flores anaranjadas: árnica. Estaban por todas partes<br />
alrededor. Cavando en el suelo con un palo y con sus propias manos desnudas, consiguió<br />
una planta entera, provista de sus raíces y todo. La sacudió por el velludo tallo y libró las<br />
raíces de tierra. Su aroma me llamó la atención. Tiempo atrás, cuando caí exhausto durante<br />
mi ascenso en busca de las armas, un peregrino logró que me repusiera con esta flor. Su<br />
efecto era como el toque de un dios. Sin pensar, tomé una de las flores de pequeño tallo y la<br />
masqué. Al instante, mi respiración se hizo más ligera. La presión en la cabeza, a la que<br />
apenas estaba acostumbrándome, se aclaró. Las cumbres alrededor brillaron con más<br />
intensidad y las flores me parecieron más resplandecientes. No podía esperar a llevarle este<br />
don a Draupadi.<br />
Pero la mujer sabía lo que hacía y, tomándose su tiempo, la molió con su piedra,<br />
raíces y todo. Yo no podía apresurarla, aunque las mejillas de Draupadi se habían vuelto<br />
grises como ceniza. Por fin terminó la anciana y puso una pequeña montañita de miel sobre<br />
la pasta. Casi se la arrebaté, pero ella se dedicó todavía a meter el mejunje en una diminuta<br />
taza de niño con un poco de leche. El olor era tan nauseabundo que temí que, si aún<br />
quedaba algo de vida en Draupadi, escupiese la medicina.<br />
Con ternura, la mujer meció la cabeza de Draupadi apoyada en la sangradura de su<br />
brazo y le introdujo unas pocas gotas en la boca que regurgitaron de inmediato. Draupadi<br />
tenía apretados los dientes. La mujer me indicó que se los abriera. Aunque estaba seguro de<br />
que su alma había iniciado el viaje, le separé las mandíbulas. Las gotas le humedecieron la<br />
lengua. Pareció pasar mucho rato antes de que llegase a tragárselas pero, al hacerlo, casi<br />
enseguida se levantó el velo ceniciento de la muerte y sus ojos pestañearon. Bhima y<br />
Sahadeva lloraban, y Yudhisthira, allí sentado, estaba inmóvil como una montaña. Nakula<br />
se acercó y tocó los pies de la mujer. Draupadi abrió los ojos. Elevó la vista a la mujer y le<br />
acarició la mejilla. Draupadi era como una llama de amor. Sonrió asombrada y se<br />
incorporó. Su voz era lenta, pero firme. Sus ojos miraban a todas partes alrededor.<br />
“Pusan de los Caminos ha venido. No es como dicen, ni monta una cabra. Es el sol,<br />
pero mucho más grande que el astro, con una luz pura y blanca.”<br />
Su propio rostro estaba iluminado. Tratamos de que callase. Había estado tan cerca<br />
de la otra orilla... Pausó y le dimos unas pocas gotas más.<br />
“Me preguntó si quería ir con él o a la montaña.” Al cabo de un momento, con los<br />
ojos cerrados, empezó a cantar suavemente.<br />
“Eso que no está en el sonido, ni en el contacto, ni en la forma,<br />
Ni en la disminución, ni en el sabor, ni en el olor;<br />
164
Eso que es eterno, que carece de principio o de fin,<br />
Superior al Gran Ser, lo estable;<br />
Habiendo visto Eso, de las fauces de la muerte<br />
Hay liberación.<br />
“Pusan es muy grande”, dijo. “Debía de saber que teníamos que alcanzar esa<br />
montaña y me mandó de vuelta.”<br />
Pronto pudimos sentarnos a una comida de pan, cuajadas de leche de cabra y<br />
vegetales. Draupadi se veía vibrante e hicimos broma sobre la flor anaranjada. ¿Cómo nos<br />
desprenderíamos de nuestros cuerpos? Aquella peregrinación duraría para siempre. Nuestra<br />
anfitriona había ido a recoger para nosotros unas cuantas flores de árnica que yacían<br />
secándose bajo el sol radiante. Entonces, sin previo aviso, empezó a orvallar, como ocurre<br />
en las montañas, y la anciana esparció las plantas junto al fuego. La choza estaba colmada<br />
de simple amor; los niños se colgaban de ella y la hija mayor, sonriendo tímidamente,<br />
peinaba el cabello de Draupadi, aunque el suyo era una imponente maraña. Nos dimos<br />
cuenta otra vez de lo dura que era la vida de palacio. El desasosiego estaba en las joyas y<br />
los lechos níveos.<br />
Con los bolsillos llenos de pan, requesón y árnica, nos pusimos en marcha otra vez,<br />
inclinándonos ante la mujer. Ante el sol nos inclinamos, ante las montañas, y dedicamos<br />
una pradakshina a la choza.<br />
De inmediato, penetramos en algo nuevo. El espíritu de la cumbre empezó a<br />
hablarnos. Era la voz de lo Inmutable. Era Prajapati. Las montañas no eran ya centinelas<br />
que sobrepujar, sino amigas que nos ofrecían flores curativas. No eran ya cúmulos de roca<br />
y hielo. Eran vida y canto. Nuestras mentes se remontaron como cometas.<br />
Aquel atardecer contemplamos al sol barnizar los montes. Había uno que ardía<br />
contra el cielo oscureciente como una espada recién forjada. Luego nos sentamos alrededor<br />
del fuego que Bhima encendió con la leña que había recogido.<br />
Aunque el árnica resultaba de gran ayuda, escalar no era cosa fácil. Cada día<br />
medíamos nuestras fuerzas contra la altura de los picos y el reposo nocturno era dulce como<br />
después de fuertes entrenos en la Yuddhashala, sólo que ahora no preparábamos los<br />
músculos y los ojos para la batalla. Noches pacíficas y pacíficos amaneceres eran nuestros.<br />
Al dejar la choza, habíamos descendido para cruzar el puente en el fondo del valle y<br />
tomar el camino otra vez. Descansábamos ahora junto al río, escuchando la música de la<br />
cascada que nutría su corriente. Por la postura de cada cabeza, me daba cuenta de que el<br />
agua nos hablaba a cada uno de nosotros. Dharma tenía muy tiesas las orejas y, aunque<br />
dicen que los perros no pueden sonreír, de vez en cuando se giraba para mirar a uno u otro<br />
de nosotros con inconfundible deleite.<br />
Después del siguiente ascenso, bajamos a un valle que yacía entre grandes muros de<br />
roca; uno de ellos se elevaba justo sobre nosotros, mientras que el otro era tan alto y<br />
vertical que ningún sol podía penetrar la penumbra del valle. Nos alegramos de retornar al<br />
espacio abierto cuando la garganta se abrió. Luz. ¿Qué sabemos realmente de ella?<br />
Draupadi había hablado de la luz de Pusan. He oído a soldados heridos decir que, al dejar<br />
sus cuerpos, fueron absorbidos por una gran luz radiante sólo para ser devueltos a la vida<br />
como pequeños peces arrojados al agua en espera de que crezcan más. Aquí no faltaba la<br />
luz, la suave luz de la mañana que cintilaba en la nieve de los altos picos y se hacía más y<br />
más intensa a medida que el sol se elevaba y resplandecía en las laderas de doradas<br />
165
namacharis, que mecía la suave brisa trayéndonos el perfume de los pinares y las flores<br />
salvajes.<br />
La idea de que nuestro destino era aquella alta montaña blanca empezó a<br />
desvanecerse. Simplemente, poníamos un pie delante del otro. Cuando miraba a Draupadi<br />
me parecía que de niña en Panchala, antes de comprender lo que el rey Drupada le decía<br />
sobre el propósito de su encarnación con insistencia machacadora, debía de haber tenido<br />
aquella misma expresión. Y cada vez más, ahora que el mundo de locura y de venganzas no<br />
parecía sino una ficción, otro cuento inventado por alguien para que mimos y titiriteros lo<br />
llevasen de pueblo en pueblo, creía que, si hubiese traído a estas montañas a Satyaki y a<br />
todos los jóvenes que vinieron a mi academia militar de Indraprastha, habrían medido sus<br />
energías contra estos riscos en lugar de uno contra otro. Eran los hijos de Prajapati; ellos y<br />
sus vástagos podrían haber vivido en armonía con él. Un día, un día... Ésta era la promesa<br />
que oía en el desierto cuando regresaba con el corcel sacrificial. Era la promesa que<br />
Krishna me hiciera. Ahora la oía con claridad.<br />
En una ocasión, tras ascender una cuesta y detenernos, doloridos pero triunfantes, en<br />
una cornisa de roca, mirando al valle y gloriándonos en el fragante céfiro, vi un fragmento<br />
de nieve y hielo del tamaño de un lecho deslizarse suavemente hacia abajo. El sol derretía<br />
la escarpada ladera por la que acabábamos de trepar. Siguió un estrépito, un sonido<br />
desgarrador y una porción del risco más grande que un palacio se movió, se soltó y crujió<br />
para caer rebotando a las honduras. El trueno nos colmó los oídos. La reverberación<br />
ascendió a través de nuestros cuerpos. Por fin, al morir el sonido, Bhima empezó a reírse.<br />
Todo reímos. Por primera vez, estábamos más allá de toda precaución. Aquel pedazo de<br />
monte podía haberse desprendido mientras aún escalábamos por él: estábamos dispuestos.<br />
Quizás aquello era una advertencia, o una promesa de que ya no nos quedaba mucho que<br />
andar.<br />
A veces, sin previo aviso, el cielo se oscurecía de pronto y la brisa se convertía en<br />
vendaval. A veces lloviznaba, a veces una lluvia torrencial nos obligaba a buscar una grieta<br />
en la roca. A veces era el sol el que nos ponía de rodillas y teníamos que descansar y<br />
lavarnos la cara en la nieve fresca. Más y más ascendimos, sin una meta. Justo cuando<br />
creíamos que el agotamiento no nos dejaría seguir, el dios Surya nos sonreía amable,<br />
mascábamos algo de árnica y veíamos a las nubes fulgurar sobre el sol poniente con una<br />
belleza que debía de ser un anticipo de lo que el alma experimenta en sus dominios.<br />
Al beber agua un día de una corriente alpina, Nakula, con el rostro en éxtasis vuelto<br />
hacia arriba, exclamó: “Espero que el agua en el otro lado sepa la mitad de buena que ésta.”<br />
“Si no”, repuso Bhima, “siempre puedes quejarte.”<br />
“Lo que echaré de menos serán las nubes”, dijo Nakula.<br />
“Espero que haya montañas. Tiene que haber algo que podamos escalar”, caviló<br />
Bhima. No entendió por qué nos reímos todos. “¿Y tú, Yudhisthira?”, preguntó a<br />
continuación.<br />
Yudhisthira respondió muy quedo: “Yo añoraré a Dharma.”<br />
Su mano reposaba en el lomo de Dharma, pero ¿se refería realmente al perro o a una<br />
vida arraigada en los shastras?<br />
“¿Qué dicen los shastras y las estrellas, Sahadeva?”, inquirió Nakula.<br />
“Los shastras son para los pandits allá abajo”, dijo Yudhisthira. Todos lo miramos.<br />
Bhima pasó la vista de uno a otro. Nuestro hermano mayor sonreía. “El Dharma está por<br />
encima de los shastras.”<br />
166
Arqueamos las cejas cruzando miradas.<br />
“Ahora lo entiendo”, intervino Bhima. “Los shastras se han ido abajo con la<br />
avalancha.”<br />
No habíamos reído con tanta inocencia desde los días de la academia de<br />
Dronacharya.<br />
“Creo que aquella anciana”, dijo Draupadi cuando pausamos, “mezcló vino de Soma<br />
con el árnica”.<br />
Y ello nos hizo estallar otra vez.<br />
Algo ocurrió después de la risa. Retornaron recuerdos de nuestra infancia en el<br />
bosque antes de Hastina. Jugamos otra vez al tejo que Vajra jugara, a las adivinanzas, al<br />
tirar y coger, al panchasanmaya. Yudhisthira, después de observarnos hacerlo algunas<br />
veces, se nos unió.<br />
“No hay ritos que puedan llevarte a la meta de la ecuanimidad”, dijo. Sus palabras<br />
cayeron en un silencio y lo aprofundaron. Contuvimos el aliento, temerosos de que pudiera<br />
decir más.<br />
Pero calló.<br />
Habíamos deseado alcanzar nuestra inmensa montaña blanca antes de que la nieve<br />
cayese y borrase el sendero, que ya era poco perceptible de por sí, pero ahora incluso este<br />
anhelo se desvaneció. Nuestro mundo carecía de propósitos. Dormíamos y nos<br />
despertábamos y nos lavábamos en las corrientes y adorábamos al Hacedor del Día<br />
mientras él brillaba aún en los picos. Comíamos. Escalábamos. Descendíamos otra vez. Era<br />
el ritmo de la eternidad. Yo me preguntaba a veces si no habíamos pasado ya al otro lado.<br />
Todos teníamos heridas y arañazos de las rocas y los arbustos... y estaba el frío... el frío y<br />
lapsos de hambre. Pero habíamos encontrado una pequeña flor azul que usualmente podía<br />
engañar el estómago hasta que encontrábamos un peregrino que nos daba algo, o el<br />
siguiente matorral de bayas, o la choza de un cabrero. A veces, incluso las bayas nos<br />
pesaban como piedras en la barriga. A veces, nuestros oídos cantaban y entonces parecía,<br />
en efecto, que hubiésemos entrado en otro mundo, pero no en uno bienaventurado.<br />
Sólo Bhima y Dharma seguían como siempre, jugueteando como liebres de montaña<br />
y correteando por cuestas escarpadas. Dharma a menudo mascaba unas pocas hojas. Fue<br />
Sahadeva quien las probó primero; luego lo hicimos todos. Era como si de pronto<br />
hubiéramos descendido a un valle. El timbre en nuestros oídos cesó y también la presión de<br />
la cabeza. Con el árnica y esta pequeña hoja, la montaña ofrecía todo aquello de lo que<br />
teníamos necesidad.<br />
167
CAPÍTULO XXXIX<br />
Somos mendigos, somos vagabundos, somos parte de la montaña como las rocas o<br />
las hierbas o los árboles, aunque caminamos en lugar de estar enraizados. No estamos en<br />
parte alguna y no vamos a ninguna parte. Cuando siento esto con más intensidad, miro<br />
alrededor y veo que Draupadi o Sahadeva están conmigo. A veces, en silencio, todos lo<br />
sentimos juntos. En cierto modo, ya hemos alcanzado nuestra destinación. Pero entonces la<br />
montaña juega con nosotros y dice: Todavía no. Una piedra floja acecha emboscada<br />
nuestros pies... un tobillo torcido te recuerda que tienes un lugar adonde ir y un cuerpo del<br />
que ocuparte. Descubrimos que el árnica es buena para torceduras también. Esto nos hace<br />
reír como si hubiéramos hallado el espíritu de la montaña. Es un juego que juega con<br />
nosotros. Justo cuando llegamos demasiado alto y ni siquiera las hojas de Dharma pueden<br />
serenarnos el estómago, el sendero da la vuelta a la montaña, nos encontramos<br />
descendiendo y nuestros estómagos se recuperan.<br />
Bhima se pone de un salto a la cabeza del grupo y se gira para mirarnos.<br />
Nos muestra qué imagen damos cuando el mareo nos toma. Pone los ojos en blanco,<br />
deja flácida la boca y se lleva una mano a la barriga. Tenemos que reír. Peleo con él, pero<br />
no tengo fuerzas ni para hacerlo en broma. Sólo cuando aterrizamos en una mancha de<br />
flores amarillas y me descubro a horcajadas sobre su pecho recuerdo que Bhima es uno de<br />
mis hermanos mayores... protocolo de una previa vida. Él mira un pájaro que pasa junto a<br />
nosotros como un relámpago.<br />
“Así es como quiero moverme en mi próxima vida”, dice.<br />
En el valle, antes de que el sendero ascienda otra vez, hay campesinos que nos dan<br />
hogazas de pan, algo de guiso y bayas. Podemos oler los bosques una vez más... un aroma<br />
que nos hace cosquillas en la nariz después del aire sutil de las alturas. Hay muchos pájaros,<br />
esos pequeños del pecho rojo que tremolan incansables la cola mientras lanzan su aguda<br />
llamada y esos otros de cuello azul que llamamos aves de Shiva y que silban con suavidad.<br />
Las flores son un desenfreno. ¿Quién pudo inventarlas todas? Y los picos de los montes<br />
también... ¿quién?, ¿cómo?<br />
La respuesta es una sonrisa.<br />
En nuestro siguiente descenso, la senda nos lleva más abajo aun, a una aldea en un<br />
terreno escalonado. La gente cultiva el alimento y adquiere mérito ofreciéndonoslo a<br />
nosotros, peregrinos. Nuestro mérito está en comerlo como ofrenda a los dioses en<br />
nosotros. Hay calabazas y otras cosas que nos gustan, y que comemos en los cuartos<br />
oscuros de pequeñas casas. Donan a Draupadi un chal de lana. Está más feliz con él que<br />
con todo el oro y las ropas de seda que ha tenido nunca.<br />
Hemos perdido el sentido de lo que debería o no debería hacerse. Es cierto que los<br />
shastras se fueron abajo con la avalancha. Pero, a pesar de todo el gozo en las modestas<br />
comodidades del valle, somos como animales de trémulos hocicos que no se fían del todo<br />
de este mundo de hombres donde el aire es más denso.<br />
En cuanto a Dharma, los perros de la aldea lo rodean a distancia. Algunos son<br />
salvajes canes de guarda, otros son medio lobos que obedecen sólo a sus amos y tienen que<br />
estar sujetos. Tiran de las cadenas y dedican feroces gruñidos al que pasa por delante, pero<br />
Dharma los confunde y los silencia. Vemos como se le eriza el pelo a uno de ellos. Otro<br />
mete el rabo entre las patas. Los faisanes corretean por todas partes con su estirado porte,<br />
picoteando lo que encuentran. Estamos ansiosos por retomar el camino de ascenso.<br />
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“Ya no somos pasto de hombres. La montaña nos ha tomado”, dice Yudhisthira.<br />
“Nos ha poseído”, dice Sahadeva.<br />
“Nos ha cocinado”, dice Bhima.<br />
Al amanecer nos ponemos en marcha y empezamos a subir la ladera.<br />
“Caminar por superficies planas no tiene encanto”, exclama Bhima volviéndose<br />
para mirarme, iluminadas las facciones por un júbilo expansivo Reverbera su voz<br />
difundiéndose hacia los montes vecinos.<br />
Son grandes, pardos, esos monos en los bosques con rostros que parecen como<br />
pintados de nieve. Hay una corriente de plata que se precipita hacia abajo y, al cruzarla,<br />
hacemos el chiste de que corre a pagar tributo a un emperador. Una mariposa viene a<br />
reposar sobre el nuevo chal de Draupadi. Estamos riendo otra vez. Estamos de vuelta en el<br />
ahora.<br />
El ahora es escalar. No sabemos por qué reímos. No sabemos por qué escalamos.<br />
Somos otra vez como niños que juegan tras sus lecciones.<br />
Las montañas, que a veces parecen tan severas, son como madres ahora para<br />
nosotros. Cada ladera que viene a encontrarnos en el camino hacia la gran montaña es<br />
diferente. Esta vez nos ofrece matorrales espinosos y árboles.<br />
Las alturas se han convertido en nuestro elemento. Nuestros pasos son ligeros y<br />
elásticos. Es como montar un caballo o un elefante o un camello. Con el tiempo llegas a<br />
sentirlo con todo el cuerpo. Los pies recorren la montaña como al ritmo de un tambor. El<br />
bordón es parte de ti. Recuerdo que el abuelo Vyasa fue llamado de los montes por su<br />
madre Satyavati, para que engendrase a nuestro padre. Quizás hay en nosotros algo de<br />
aquella parte de su vida. Siento que nací para pisar estos senderos alpinos.<br />
Hemos estado cantando los himnos de Vyasa, himnos a las cumbres, pero a veces<br />
tarareamos también los aires que oímos entonar a los pastores. Las piedras son muy<br />
hermosas, de todas las formas y colores. Algunas son conglomerados de friables y<br />
argénteos estratos. Todos estamos de acuerdo en que es una maya de la falsa mente la que<br />
confiere especial valor al oro o la plata.<br />
Tropezamos con un pastor que viste una zamarra sucia. Su rebaño es parco. Nos<br />
apretujamos contra el muro de roca para dejarlo pasar. Nos sonríe. La voz de Yudhisthira<br />
entona un himno.<br />
“Uno solo es Dios, no puede haber segundo.<br />
Sólo Él gobierna estos mundos con sus poderes.<br />
Está de cara a todos los seres, Él, el pastor de todos los mundos.”<br />
La tarareamos con él y nos unimos al canto allí donde conocemos las palabras.<br />
“De cara está a todos los seres.<br />
Es el pastor de todos los mundos.”<br />
De pronto, Bhima deja de caminar. Yo, detrás de él, me veo forzado a parar. Los<br />
mellizos y Draupadi se detienen justo detrás de mí. Sólo Dharma viene a ver qué ocurre.<br />
Bhima ha estado cantando sonoramente y ahora mira arriba en silencio. Dos martines<br />
pescadores pasan veloces junto a un nogal. Oímos el murmullo del arroyo al que sin duda<br />
se proponen llegar. Hay otro destello, de verde y azul. La brisa es fresca, placentera y, más<br />
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allá, acuna a los picos un inmenso cielo. Bhima inclina hacia atrás la cabeza. Así desafió al<br />
Narayanastra en el Kurukshetra... pero hoy abre bien la boca y, usando sus propias<br />
palabras, canta:<br />
“Él es el Pastor de cara a sí mismo.<br />
Yo, Bhima, soy yo mismo el Pastor que lo mira.<br />
Todos los mundos son míos por medio de Él.”<br />
Ahora nos observa a los demás. Alguien hay detrás del Bhima que conocemos.<br />
“¿Quién más que yo para conocer a Dios,<br />
Incluso Aquel que es rapto y la trascendencia del rapto?”<br />
Sobrecogidos, callamos. Ahí está Bhima, un rishi que ve y canta lo que ha visto.<br />
Bhima, nuestro hermano Bhima. Me avergüenza y me provoca un temor reverente<br />
haberlo juzgado alguna vez. Yudhisthira lo ha sabido siempre.<br />
Sentimos el palpitar del corazón de Bhima cuando la irrupción de energía celeste<br />
amenaza destrozar incluso esta vasta estructura humana. Aquí en la montaña, queda claro<br />
para mí: si Yudhisthira es nuestra cabeza, Bhima es nuestro corazón. Estoy transfijo de<br />
amor y de orgullo al pensar que soy de su sangre.<br />
Es mucho más tarde y mucho más arriba cuando, desde la boca de una caverna,<br />
contemplo las estrellas prender los cielos hacia el sur. Sólo ahora se me ocurre, al recordar<br />
a Bhima allí de pie: Cabeza, Corazón... entonces, ¿qué soy yo, Arjuna? La respuesta es algo<br />
que las cumbres no han cambiado. Nara y Narayana, el compañero de Krishna y su brazo,<br />
el que empuña el arco. Con los astros arracimados a la entrada de nuestra cueva, me<br />
duermo.<br />
Me despierta un gruñido. Me incorporo con los ojos bien abiertos. Ni siquiera ahora<br />
está del todo perdido el entrenamiento de Dronacharya. Los otros no se han movido.<br />
Dharma está junto a mí, refunfuñando. Miro la abertura esperando ver un par de ojos<br />
animales. En lugar de ello, veo mil ojos que me observan desde el cielo. Me arrastro hacia<br />
la boca de la gruta, donde Bhima reposa, agudizando el oído, pero los sonidos apagados que<br />
me llegan no son más que el murmullo del río. Dharma se estira para dormir, lo que me<br />
dice que, si había algún peligro, ya se ha ido. Intento dormirme de nuevo, pero todos esos<br />
astros desde la entrada me contemplan y el mundo, lentamente, se hace inmenso. Podría<br />
salir y desafiarlo. El peligro está en nosotros, afirman los shastras, y lo dice el abuelo<br />
Vyasa también. Lo dijo Dronacharya. Hay verdades que la mente no puede disputar. No es<br />
el animal en la boca de la cueva lo que tememos, a la larga. Es un viento que no puedes<br />
atrapar. Pronuncio unos mantras que al mal no le gustan pues, como un oso, se escabulle de<br />
aquí. Me sonrío a mí mismo, irónicamente. Puede que hayamos tirado abajo los shastras<br />
con el alud, pero hay veces en que ese viento te asola sin ellos y, a menos que te hayas<br />
convertido en un rishi como Bhima, con ellos caes.<br />
Ahora que la inmensidad se ha vuelto amigable, me siento con las piernas recogidas<br />
contra el pecho y el mentón en las rodillas para engañar al frío. Quizás no falte tanto para la<br />
hora de los dioses, al fin y al cabo. Después, cuando lleguen las primeras luces, reiré y les<br />
hablaré a los demás de mis miedos nocturnos para que, si les ocurre a ellos, si de repente se<br />
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hallan una noche angustiados y solos en el país del miedo, se acuerden de decir un mantra y<br />
de que el Hacedor del Día pronto dorará los riscos.<br />
A veces, cuando estamos en los valles, parece empezar a oscurecer poco después del<br />
mediodía y nos apresuramos por las laderas, tratando de mantenernos a la vista del sol y de<br />
encontrar un abrigo en la roca, si no una cueva, para pasar la noche. Raramente es un<br />
pequeño grupo de casas de piedra, un rudo villorrio. En uno de ellos, un anciano intemporal<br />
cuyo rostro parece estar siempre riendo nos pregunta por qué no queremos volver. Nos<br />
asombra que lo sepa. Cuando la gente nos urge a descender antes de que las tormentas de<br />
nieve borren los caminos, sonreímos. En tales ocasiones, abrazamos celosos nuestro<br />
secreto.<br />
El camino sube y baja aún. Encontramos un oso en un árbol, atiborrándose de bayas.<br />
Nos quedamos atrás para no perturbarlo; después de mirarnos a cada uno detenidamente, no<br />
halla peligro y tira de las ramas para seguir comiendo. No somos más peligrosos que la<br />
nieve de la montaña. A veces vemos el antílope alpino en algún risco elevado y, si estamos<br />
en dirección al viento o lo bastante lejos de ellos, permanecen erguidos contra el cielo y la<br />
mirada fija en el horizonte. ¿Qué ven? Están colmados de majestad y silenciosa belleza.<br />
¿Era el ciervo que mi padre mató, ganándose su maldición, tan hermoso? Si yo fuera un<br />
rishi, ésta sería la forma que elegiría como disfraz. Bhima sería un león. Los mellizos,<br />
corceles celestiales. Yudhisthira sería sólo Yudhisthira.<br />
El antílope parte de un salto; sus cuernos desgarran el cielo.<br />
Draupadi está sola con Dharma. Estamos recogiendo leña y bayas y Sahadeva, que<br />
la está mirando, ha bajado a la pequeña corriente de montaña para lavar unos frutos que<br />
quiere darle. Draupadi oye los furiosos ladridos de Dharma y se gira para ver a un viejo<br />
lobo que se desliza furtivo hacia ella con los colmillos desnudos. Algo se arroja sobre él, un<br />
relámpago de enfangado blanco. Dharma y el lobo se encuentran en el aire. El pequeño can<br />
ha hundido sus dientes en el cuello de la fiera y cuelga de él mientras el gran animal gris<br />
sacude la cabeza de lado a lado. Sahadeva los alcanza, pero el lobo ha tenido ya bastante y<br />
se da la vuelta con Dharma hincado aún en la garganta, dejando un rastro de sangre.<br />
Frotamos a Draupadi los pies y las manos. Todo lo que dice es: “Traedme a<br />
Dharma.”<br />
Bhima sigue el rastro de sangre y encuentra a Dharma, que vuelve cojeando.<br />
Cuando alcanza a Draupadi, salta a sus brazos.<br />
“Dharma”, le dice ella acariciándolo y abrazándolo, “has retrasado mi destino.” Y<br />
ahora se vuelve hacia nosotros, no enfadada, pero sí reprobadora: “De Dharma se<br />
comprende, pero ¿a qué viene en los demás semejante alboroto? A esto hemos venido. Sean<br />
lobos o el invierno, osos o ventiscas, Yama ha de encontrar un medio para llegar hasta<br />
nosotros. ¿Por qué nos comportamos como si estuviéramos en peligro? Pusan, el guardián<br />
de las sendas, nos espera.”<br />
Bhima ha vuelto. Tiene sangre en la mano. Se la muestra a Draupadi haciendo el<br />
gesto de agarrar al lobo y tirarlo por el precipicio.<br />
“No quedaba mucho por hacer”, dice. “Dharma lo había condenado ya.”<br />
Nos sentamos ahora alrededor de Draupadi; por un momento hemos vislumbrado la<br />
vida sin ella. Cinco mortales sin su shakti. ¿Qué había pensado yo? Debimos de creer que<br />
nos iríamos todos juntos. Los rostros de mis hermanos están apagados. Llevamos a<br />
Draupadi a un lugar densamente rodeado de pequeñas flores. Hay una corriente no lejos de<br />
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aquí que desciende en cascada por declives de los que más flores brotan. Sobre nosotros<br />
hay un gran saliente de roca que nos da cobijo. Draupadi sonríe encantada con este refugio.<br />
“Éste es el sitio”, dice. “Lo vi en mi sueño.” Se torna hacia mí. “¿No hay flores<br />
doradas?”<br />
Miramos alrededor. Las señalo y le alzo la cabeza para que pueda ver la catarata de<br />
brillantes caléndulas más arriba. El sol se mueve hacia un pico occidental, pero estamos a<br />
suficiente altura para gozar de los rayos del ocaso un poco más. Más abajo, sombras<br />
profundas sumergen las laderas. Draupadi ve mi ansiedad. Cuando esas sombras nos<br />
alcancen hará frío, aunque el saliente de roca a un lado nos ofrece una suerte de protección.<br />
Ella está dentro de mis pensamientos y me asegura: “Hay Luz más allá de nuestra<br />
luz y yo la he visto.”<br />
No hay nada sombrío en su voz o su mirada. Bhima llora quedamente, pero sin<br />
dolor.<br />
“Arjuna.” La sonrisa está en su voz. “Fue de ti de quien el Gran Patriarca Bhishma<br />
quiso agua cuando estaba en su lecho de dardos.”<br />
Le traigo agua en el bol que improviso con una hoja. Después de sorberla, dice:<br />
“Ésta es la mejor agua que he probado nunca.”<br />
Sé que lo dice en su compasión. Me ha dado la oportunidad de servirla al fin, para<br />
que no tenga remordimientos. A Bhima, que es quien la ha servido mejor, lo saluda con las<br />
palmas unidas. A Yudhisthira lo hace sentar detrás de su cabeza; a cada uno de los mellizos<br />
le da una mano.<br />
“Esta noche”, dice, “llevaré vuestros mensajes a nuestros hijos.”<br />
Al principio, no nos deja ponerle el árnica en la boca; después, para complacernos,<br />
masca una pequeña hoja. El atardecer es dorado y sereno. Un águila vuela en círculo muy<br />
por encima de nosotros. La corriente hace un dulce sonido sobre las piedras. No hay nada<br />
más que hacer, aparte de esperar. De pronto, nubes grises se deslizan rápidas sobre nosotros<br />
sumiendo al mundo en sombras y la lluvia lapida el saliente de roca. Nos movemos más al<br />
interior. Al modo de las lluvias de montaña, tan pronto como ha empezado termina.<br />
“Esto ha sido Gracia”, dice Draupadi. “Todo es Gracia. Todas nuestras vidas han<br />
sido Gracia. Uno lo ve sólo al final. No sólo la lluvia es Gracia; la nieve es Gracia, los<br />
vientos son Gracia.” Mientras habla, el sol se funde, dejando su memoria en el cielo de<br />
muchos colores. “Las mejores puestas son las de después de la lluvia.”<br />
La contemplamos en silencio hasta que sale la primera estrella. A medida que el<br />
ocaso se hace más hondo, un pico arde en la distancia como una llama sacrificial, firme y<br />
apuntando directo hacia lo alto, tal como es auspicioso. Más estrellas aparecen y la montaña<br />
se convierte en un rescoldo brillante.<br />
“Deberíais dormir. No me iré antes del alba.” Un sollozo quedo se le escapa a<br />
Bhima. Ella abre mucho los ojos y exclama: “Bhima, ¿has olvidado cómo invocó Vyasa a<br />
las almas en el río Bhagirathi? ¡Qué festival cuando nos rencontremos así!” Se vuelve hacia<br />
mí y dice una sola palabra: “Krishna.” Tira de mi alma.<br />
Ahora emerge la luna, un primer destello pálido en el filo del mundo.<br />
“No arranquéis flores por mí. Ni tratéis de ofrecer con fuego este cuerpo que<br />
albergó a Draupadi. Ella nació del altar. Hizo lo que tenía que hacer. Dejad que el viento, el<br />
agua y el cielo se ocupen de esta envoltura exterior. Yo encontraré el camino con mi Señor<br />
Pusan Ekarishi, el único y gran Vidente.”<br />
Cierra los ojos. Entre hondos jadeos, su voz, ahora un susurro, murmura fragmentos<br />
de un himno que dice:<br />
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Oh tú que alimentas, Vidente único, Ordenador,<br />
Oh Sol que iluminas, oh poder del Padre de las criaturas,<br />
Reúne tus rayos, concentra tu luz;<br />
El Lustre que es la más bendita de tus formas,<br />
Eso en Ti contemplo yo.<br />
El Purusha allí y allá,<br />
Él soy yo.<br />
Draupadi está de camino ya. El hilo que la sujetaba a su mortalidad se rompe poco a<br />
poco. Cuando salte la llama que hay en ella, se habrá ido.<br />
La noche avanza y el espíritu de la montaña se cierra sobre nosotros. Todavía está<br />
serena como bajo la luz dorada del atardecer y abre sus ojos de cuando en cuando para<br />
sonreírnos. Me siento poco predispuesto a dejarla marchar. No tengo miedo. Ella no tiene<br />
miedo. Para esto hemos venido, pero bajo esta fría luz de luna algo en mí se apega.<br />
“¿Está mi bordón ahí?”, pregunta.<br />
“Sí, está aquí.” Pongo su mano sobre él. Ella sonríe. “Rómpelo cuando me haya<br />
ido.”<br />
Draupadi ha sido un guerrero. Su batalla ha terminado. Hay silencio una vez más.<br />
Con nuestras mentes realizamos un yajna por ella. Un lagarto solitario cloquea. Un guijarro<br />
rebota en el saliente y cae, chacharero, por la ladera.<br />
Llega ahora la Hora de los Dioses. Las energías que empiezan a bullir en las<br />
montañas y los ríos y toda la tierra despiertan en nosotros también. El cielo está lleno aún<br />
de los astros de la noche profunda, pero hay un destello y un alzar de velos. Las sombras se<br />
vierten a sí mismas en sus hureras, como las serpientes. Nuestras almas responden.<br />
Yudhisthira, muy suavemente, entona un himno.<br />
Nos unimos a él:<br />
“Despertando todo lo que vive de su letargo,<br />
Poniendo en movimiento al hombre, la bestia y el pájaro,”<br />
“Usha llega cuidadosa, nutriendo a todos los seres,<br />
Despertando a la vida toda criatura alada o reptante.<br />
Ahora, Aurora, Amada del Cielo,<br />
Resplandece más y más vasta,<br />
Superando a toda aurora pasada.”<br />
Draupadi abre los ojos. Sonríen su gratitud. Aunque quería alcanzar la alta montaña<br />
con nosotros y no lo hará, todo está bien: dentro de sí, ella ha llegado ya a su pico. Sabemos<br />
que espera al sol y yo pido que no haya nubes, aunque en realidad ahora nada puede arrojar<br />
sobre ella sombras. Su paz cae sobre todos nosotros. Aves que no vemos anuncian el<br />
amanecer y una luz púrpura responde a nuestros himnos.<br />
Hemos llamado a la aurora. Ahora es tiempo de silencio. Es demasiado pronto para<br />
el sol. El universo no puede ser dirigido por nuestros himnos. Es el universo el que nos<br />
impone sus órdenes.<br />
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“Sostén del Firmamento, Señor del Cosmos,<br />
Este sabio se viste su áurea cota de malla,<br />
Lúcido de visión, extendiéndose lejos, colmando los cielos,<br />
Savitri nos trae una bendición<br />
Que nuestros labios han de alabar.”<br />
Un resplandor abrasa las cimas de los montes y luego la frente del Hacedor del Día<br />
aparece presionando contra el cielo. Fantaseo que Karna ha llegado con la luz. Mi mirada<br />
retorna a Draupadi. Está muy quieta, respirando apenas. Contempla fijamente el sol. Su<br />
cuerpo lo sacude un único estremecimiento. Sigue una irradiación repentina, como cuando<br />
el día se instala.<br />
Yama, Señor del Tiempo, ha venido como luz, ha venido como Sol.<br />
“¡Homenaje a la Muerte, final de la vida!<br />
¡Descanse aquí tu aliento, interno y externo!<br />
Que la vida de este ser se prolongue<br />
En el reino del Sol, el mundo de la inmortalidad.”<br />
Meditamos y la acompañamos tan lejos como podemos en su viaje con Pusan. Sólo<br />
cuando la siento más allá de mi alcance y el sol está alto, le ofrecemos la hisopadura ritual.<br />
Al portarla al frescor de la cueva, su largo cabello nudoso, listado de plata, que le rozaba<br />
los tobillos, cae en cascada por encima de nuestras manos y barre el suelo. La dejamos en<br />
un rincón de la oquedad y la cubrimos con su chal de lana bastamente tejida.<br />
Dharma se sienta junto a ella. La nacida del fuego, la Emperatriz de Bharatavarsha<br />
al final está sola con un perro fiel y sus cinco maridos. Éstos son los únicos que se postran a<br />
sus pies. TATHASTU, TATHASTU, TATHASTU. ASÍ SEA.<br />
Hemos perdido el sentido de intemporalidad. Estamos ansiosos de alcanzar nuestra<br />
montaña nevada. Sin embargo, avanzamos más pesadamente, más lentamente que antes,<br />
entonando nuestro mantra de paz.<br />
“En paz estén los cielos, la tierra en paz,<br />
En paz el amplio espacio entre los dos.<br />
Paz nos traigan las aguas corrientes,<br />
Paz las plantas y las hierbas.”<br />
¿Qué es lo que hemos dejado atrás con Draupadi? Como nuestra madre, Draupadi<br />
ha sido el nexo de nuestra unión y con todo lo que representábamos. En los momentos<br />
fatídicos de nuestras vidas, ella ha sido nuestro Dharma. No hay Dharmaraj sin ella. Pero<br />
una vez pensado todo esto, percibo que hay algo aún que se me escapa. A pesar de todos los<br />
himnos, a pesar de todos los Vedas, a pesar de todo el conocimiento, ya no me siento a mí<br />
mismo. Trato de encarnar al peregrino que espera a Yama, pero soy como una espada que<br />
repiquetea en una vaina demasiado grande. No hay más propósito, no hay más batallas que<br />
ganar, no hay nada por lo que luchar. Quizás sea eso. Ella era el emblema de nuestras<br />
batallas. Ella me ha amado de una forma a la que no he podido responder y a la que ya<br />
nunca podré. Eso es todo pasado, sin embargo.<br />
174
Marchamos por el camino abajo con piernas afirmadas contra el declive, pero mi<br />
mente se ha quedado atrás, como Dharma, que no dejará a Draupadi. Ésta no es la manera.<br />
Arrepentirse del pasado te hace denso en la próxima vida. Todo lo que no dejas atrás, te<br />
lastra. Hemos aprendido que cualquier pequeño peso de más en el bolsillo se vuelve diez<br />
veces más pesado en las cumbres que en el valle. Esto y todo lo que te dicen las montañas<br />
está ahí para enseñarte algo. Ni siquiera ahora he aprendido a dejar las cosas ir, a<br />
desprenderme de ellas. Y así me esfuerzo por entender.<br />
Hay más humedad en el aire. Hay un olor de hojas que han empezado a<br />
enmohecerse. Estamos cerca de los bosques y hay nueces bajo nuestros pies. Algunas las<br />
han cascado las ardillas. Algunas las cogemos y las cascamos con los dientes. Hay un cierto<br />
absurdo en el otoño que no abre paso al invierno, pues el invierno es la culminación de un<br />
ciclo antes de que la vida empiece otra vez. Nosotros no empezaremos otra vez y eso me<br />
alegra; sin embargo, aquello que nos ligaba se ha derretido. Lucho por seguir. Y ello tensa<br />
los músculos de mi cuello y de mis piernas. Mis pies son pesados y los arrastra sólo mi<br />
voluntad. Aunque estamos en un valle, el terreno parece al borde de un precipicio. Un<br />
águila grita. Los árboles empiezan a girar alrededor de mí. Tengo seca la garganta como el<br />
primer día de la guerra. Una voz brota del pasado y me habla. Pero no es Krishna diciendo<br />
Levántate y lucha. Dice: Déjalo ir, Arjuna. Estás muy tenso. Me tambaleo. ¿Qué ves,<br />
Arjuna? Los árboles dejan de girar. Mi mente, poco a poco, se concentra. Estoy alerta en<br />
cada partícula de mi ser y, aun así, distendido. Me oigo a mí mismo responder: El ojo. Veo<br />
‘el ojo’. La voz de Dronacharya, como hendiendo madera:<br />
Dispara entonces.<br />
El ojo se hace más grande. Me veo a mí mismo navegar hacia él. Ahora lo atravieso<br />
hacia la vacuidad. Libertad. De vuelta en el ahora. Un paso tras otro. Un paso y luego otro y<br />
eso es todo. Me muevo en la plenitud y el gozo.<br />
Estamos a medio camino de la ladera cuando Dharma, jadeando, nos alcanza y<br />
ocupa su sitio detrás del grupo.<br />
“¿Qué ves Arjuna?”<br />
“Veo sólo la montaña.”<br />
175
CAPÍTULO XL<br />
Queremos llegar a un paso antes de que caiga la noche y las rocas bajo el campo de<br />
nieve están esparcidas por nuestro camino como peldaños que quisieran facilitarnos el<br />
tránsito.<br />
“Bhima querrá medir sus fuerzas con la montaña”, dice Sahadeva, “pero yo desearía<br />
que todo el camino al cielo fuese así.”<br />
“Nos presentaríamos ante el dios Indra con los músculos flácidos por falta de uso y<br />
nos negarían el cielo del guerrero”, dice Nakula.<br />
“Confía en la ternura del corazón y no en la dureza de los músculos para que te<br />
abran esa puerta”, dice Yudhisthira.<br />
“Eso es verdad. Llegaremos sin músculos, duros o blandos”, añado.<br />
“¡Qué kshatriyas!”, dice Sahadeva.<br />
Nuestra risa rebota en las rocas y ecoa por todo el valle. Vuelve como una sorpresa.<br />
Es la primera vez que hemos reído desde que Draupadi nos dejó.<br />
Nos sentamos para descansar y para clamar al otro lado: “¡OM, OM!”<br />
Desde las grutas entre las peñas y desde la roca misma, la respuesta retorna a<br />
nosotros. Seguimos gritando. Los Oms se multiplican y decrecen, luego se desvanecen. Nos<br />
situamos en distintos lugares. ¡OOOMMMM! ¡OOOMMMM! ¡OOOMMMM! resuenan y<br />
desplazan a un grupo de pájaros que sale revoloteando de una fisura. Esto hace retumbar la<br />
risa de Bhima. Hay un misterio y un algo temible en la forma que su risa retorna<br />
percutiendo a nosotros.<br />
“¡Bhima!”<br />
Bhima grita su nombre. Sahadeva grita el suyo. Bhima abocina las manos y brama a<br />
través de ellas.<br />
“¡Bhima... Bhima... ma... ma... ma...!”<br />
“¡Sahadeva... Sahadeva... deva... deva... va... va... va...!”<br />
“¡Bhima... Bhima... ma... ma... ma...!”, responde la roca.<br />
Él se gira hacia nosotros y grita: “¡Si sólo tuviese mi caracola aquí!”<br />
“Caracolaquí... colaquí... quí... quí...”<br />
“¡Bhima... ma... ma... ma...!”<br />
Bhima y Sahadeva han descendido a una cornisa que sobresale hacia el vacío.<br />
Bhima agita el puño contra su propio eco burlón. Es mediodía y el sol cae sobre él. Tiene<br />
colorado el rostro del calor y de gritar, como cuando desafió el Narayanastra golpeándose<br />
las axilas. Así es como entrará en el cielo, agitando el puño y danzando.<br />
“¡Paundra!”, grita.<br />
“¡Paundra... aundra... dra... dra... dra...!”<br />
Suena como un repiqueteo de pequeñas piedras.<br />
“Wou, wou, wou.” Dharma corre arriba y abajo de la cornisa en visible agitación.<br />
“Wou, wou, wou”, retorna su voz, pero suavemente, y él ladea la cabeza<br />
sorprendido.<br />
“¡Manipushpaka!”, grita Sahadeva.<br />
“¡Manipushpaka... pushpaka... pushpaka... pakaaa... pakaaa... aa... aa...!”<br />
Los ecos de los nombres de las caracolas se cruzan entre sí y se hacen más fuertes<br />
antes de desvanecerse. El traqueteo de pequeñas piedras aumenta. Guijarros rebotan en el<br />
176
saliente. Mayores, los pedruscos descienden ahora. El espíritu de la montaña ha despertado.<br />
Dharma atiesa las orejas y aúlla. Bhima abocina las manos, frunce la boca y sopla un<br />
clamor de caracola que rompe los tímpanos.<br />
Sonido de victoria desgarra el aire.<br />
“¡Cesad!”, grito, “¡el Dios está despertando!”<br />
Mi voz sólo aumenta los ecos y el clamor estalla y rebota otra vez perdiendo su<br />
significado. Sahadeva ahora frunce los labios y, con las manos acopadas, lanza el grito de<br />
Manipushpaka. Yudhisthira salta hacia la cornisa para cogerlo. Mi brazo se mueve para<br />
detenerlo, cuando las piedras más grandes empiezan a desprenderse. Intentamos no gritar y,<br />
sin embargo, llamar a los otros de vuelta. No pueden oírnos pero han percibido el peligro y<br />
se apartan ya del pétreo diluvio. Sahadeva se tambalea. Un pedrusco lo ha derribado. El<br />
retumbo y los ecos mueren mientras contemplamos a Sahadeva, que yace con brazos y<br />
piernas extendidos. Sangre le mana de la cabeza. Tiene los labios fruncidos aún. Un águila<br />
grita en las alturas; su sombra pasa sobre Sahadeva. Llevamos a nuestro hermano pequeño<br />
a la umbría sin una palabra. Siento como si una espada me hubiese tajado las piernas. Sin<br />
embargo es Nakula, desde luego, quien se sienta junto a él en trance. Bhima lo abraza.<br />
“Ha tenido la muerte de un guerrero, hijo de Madri, desafiando a los montes”, le<br />
dice.<br />
Nakula asiente. “Sí, es una buena muerte”, dice.<br />
Pasamos sentados la tarde. A la luz púrpura del crepúsculo, Nakula vuelve a hablar:<br />
“Es una muerte de héroe. Pero ¿qué hago yo aquí, Yudhisthira? Yo quiero estar con él. No<br />
queda altura que yo haya de escalar.”<br />
Ninguno de nosotros puede responderle. Ellos son energías divinas, estos Ashwins,<br />
corceles parejos que vinieron para tirar de un mismo carro de guerra. La prestancia, la<br />
rapidez que era Sahadeva ha abandonado igualmente a Nakula. Me pregunto si la roca que<br />
ha golpeado a su mellizo no le habrá acertado a la vida de Nakula también.<br />
Cuando la primera estrella emerge, Yudhisthira dice: “Nakula, somos guerreros.<br />
Cuando un héroe cae en batalla, sea un hijo o un padre, seguimos luchando. No te rindas.<br />
Ven con nosotros. Pasaremos aquí la noche y partiremos al alba.”<br />
Con suave gruñido, muestra Bhima su acuerdo. Nakula me mira y asiento. Pasamos<br />
otra noche, cantando himnos a los hermanos celestiales.<br />
“Como cisnes, los corceles celestes forman una línea<br />
Cuando ellos, los potros, alcanzan la arena celestial...<br />
Tu cuerpo, oh Potro, vuela como con alas,<br />
Veloz se mueve tu espíritu como el viento...<br />
El corcel de pies veloces, concentrada la mente<br />
Y su pensar puesto en Dios, avanza...”<br />
En este punto de nuestro viaje, uno no debería quizás mirar al pasado. Sin embargo,<br />
cuando Nakula comienza el himno a los Ashwins,<br />
“El corcel ha alcanzado la morada suprema.<br />
Al palacio ha ido de su padre y de su madre.<br />
Que halle una cálida bienvenida hoy entre los dioses...”<br />
177
me inundan los recuerdos. Veo a Sahadeva saltar al carro de Krishna, cuando éste y Satyaki<br />
emprendieron el viaje desde Kampila a Hastina como embajadores nuestros de paz.<br />
Sahadeva grita que queremos guerra. Bhima al final quiere paz, pero Sahadeva se ha<br />
convertido en un león y no titubea.<br />
Nos quedamos dos días con Nakula y Sahadeva. En las tierras bajas, el cuerpo de<br />
Sahadeva habría empezado ya a mostrar la corrupción de Kala. Pero aquí, con el frío de las<br />
noches y la brevedad del sol, que nunca alcanza este refugio, los rasgos de Sahadeva no<br />
revelan sombra de descomposición. Su nariz es más afilada, sus pómulos se elevan y la<br />
sangre declina.<br />
Cuando vemos las primeras pequeñas máculas en la piel, Yudhisthira dice a Nakula<br />
con gran cariño: “Hijo de Madri, tú y tu mellizo sois los más perfectos en miembro y<br />
facción de los Pandavas. Tenéis la gracia de vuestra madre y una armonía de forma que es<br />
una leyenda en toda Bharatavarsha. Así es como él quiere que se le recuerde. ¿Quién<br />
querría que su forma corrupta fuese vista por los seres que ama? Su sabiduría era su mayor<br />
adorno y sin embargo...”<br />
“Iré con vosotros”, dice Nakula. “Que el dios de la montaña busque mi vida. Moriré<br />
con el rostro hacia el enemigo.”<br />
Nakula está airado con la montaña, ahora su enemigo. El que era entre nosotros el<br />
pacificador tiene ahora líneas en la frente que rara vez le hemos visto. Está herido. Está<br />
acumulando su rabia para arrojar sus insultos de guerrero a las cumbres. Sabemos que el<br />
monte no lo sufrirá mucho tiempo.<br />
Cuando cruzamos el siguiente helero, oigo los golpes rabiosos de su bordón detrás<br />
de mí y luego un crujido seco. Una línea negra corre junto a mi pie. Me giro para ver el<br />
hielo alrededor de Nakula abrirse. Al caer en la sima, su pelo se eleva como una crin al<br />
vuelo. El corcel celestial. Mucho antes de que podamos acercarnos al borde de la grieta,<br />
Nakula ha desaparecido en el charco oscuro del fondo. Quizás el cuerpo de Nakula quede<br />
preservado en el hielo. Quizás éste sea el reconocimiento que la montaña tributa a su<br />
belleza.<br />
Ahora que él se ha ido, tengo la cabeza ligera y clara como en un día de batalla<br />
victoriosa y seguimos el ascenso. Le rezo a Durga, Madre de las Batallas, como Krishna me<br />
ordenó una vez que hiciera.<br />
Luego le rezo a Krishna y, entre unas oraciones y otras, pienso que pronto habrá dos<br />
Pandavas en lugar de tres. Con la clarividencia de aquellos que Yama ha llamado ya, sé que<br />
Bhima se irá después de mí; Yudhisthira, el último. Asciendo en trance, sabiendo que no<br />
puedo fallar ni caer hasta que llegue el momento de mi partida. Estamos cerca del último<br />
puerto y sé que ninguno de nosotros alcanzará la cima de esta noble montaña. No importa.<br />
La última lección de la vida es que el punya reside en escalar, no en llegar.<br />
Esta noche, al acostarnos para dormir vigilados por la gélida luna, me pregunto si<br />
mi cuerpo, como el de Nakula, estará helado antes del amanecer. Dicen que cuando cae la<br />
nieve, has de luchar contra el deseo de dormir o no volverás a despertarte nunca. Trato de<br />
entregarme a elevados pensamientos, pero me posee la dulzura con la que el Dios del Sueño<br />
rocía mi cuerpo y que vierte en mis venas.<br />
Estoy frente al dios Shiva, sentado sobre pieles en su alta morada. No viste su<br />
disfraz de cazador o mendigo con el pelo enmarañado. Está inmerso en su trance excelso.<br />
El universo está en él. No es Rudra Shankara. Es algo que los hombres no pueden ver hasta<br />
que no les llega la hora. Así que la mía ha llegado.<br />
178
Arjuna, hijo de Pandu, y vuelve su mirada hacia abajo, tú no has venido a por<br />
armas esta vez.<br />
Me inclino y respondo: Mi Señor, no tengo necesidad de ellas.<br />
¿De qué la tienes, hijo mío?<br />
Lo miro en silencio, aturdido. Krishna no está aquí para alentarme. ¿Qué he de<br />
decir? ¿Qué quiere el gran Dios? Tiene que haber una respuesta correcta. Yo siempre he<br />
querido armas. ¿Qué otro don hay que pueda pedirse? Ahora ignoro mi necesidad.<br />
Yudhisthira, en el bosque, pidió la vida de Sahadeva en lugar de la de aquellos nacidos de<br />
su misma madre. Panchali pidió la libertad de sus maridos en lugar de la propia. Éstas son<br />
las plegarias altruistas que obtienen respuesta. Lo que quiero es algo que está más allá de<br />
mí mismo y de mis seres amados, pero yo no he sido un hombre desprendido y éste es<br />
ahora mi dolor. Busco una respuesta. No se puede hacer esperar al Dios. Estoy de pie y solo<br />
en un gran globo de hielo. ¿Debería decir el cielo del guerrero? Pero a mí no me importa<br />
eso. Ya no soy un guerrero y vivir como lo hago ahora es mejor que todas las batallas en<br />
que he luchado. Estoy en armonía con los árboles y las flores y los pájaros que cantan en<br />
las altas regiones. Pero eso no es cosa que pedir.<br />
Algo viene a turbarme y es esto: en nuestro ascenso a la montaña hemos hallado la<br />
unidad con nosotros mismos y el mundo... pero yo sé y siempre he sabido que, si<br />
regresamos a través de aquel primer valle a Hastina y al mundo de los hombres y los<br />
estados y sacrificios, caeremos al suelo como águilas con las alas rotas. Y sin embargo, ese<br />
mundo está ahí. Nosotros éramos parte de él, quizá aún lo somos y, desde luego, puede que<br />
nazcamos a su caos en vidas futuras. Somos kshatriyas para siempre y no debemos volver<br />
la espalda, sino luchar con el rostro hacia el enemigo.<br />
Veo las sabhas esplendorosas, el palacio de las mil columnas de cristal, nuestra<br />
Yuddhashala en Indraprastha y mi corazón se enfría y aparta la vista. Estoy en un lugar en<br />
el que los rostros más amados no pueden ofrecer solaz ninguno. Entonces, ¿qué debería<br />
pedir?, ¿una dicha que nunca decline, ni en el valle ni en las cumbres? De nuevo, mi<br />
corazón me niega su consentimiento. ¿Qué, entonces? Recorro los espacios de mi infancia,<br />
recorro mis batallas, mis recuerdos de la corte. Examino sacrificios y campañas. Me veo a<br />
mí mismo junto a Krishna. Sostengo a Abhimanyu, que acaba de nacer. Veo el pájaro de<br />
madera y el blanco en forma de pez, oigo en el suelo su estridor al deseo de mi flecha. Me<br />
veo como héroe entrando en la ciudad tras mis victorias y mi corazón enferma en mis<br />
adentros porque no hay ningún don que pedir.<br />
Shiva me ha llamado ‘hijo’, una broma cruel.<br />
Uno ha oído que el corazón de Shiva se ha consumido por su largo tapasya... y mi<br />
propio mundo es desolación, ahora que Draupadi y dos de mis hermanos han muerto y<br />
otros dos están a punto de morir.<br />
¿Quién soy yo, entonces? ¿Qué soy yo? Alguna cumbre fría que ningún peregrino<br />
alcanza jamás. Algún desierto que se extiende más allá del infinito. El desierto. Un pequeño<br />
dardo penetra en mi corazón. Creo que los párpados de Shiva pestañean como si me dijese<br />
¿Sí?... y empiezo a ver. Es el desierto el que me ha enseñado que, mientras te apegues a un<br />
grano de arena, eres un prisionero. Ahora lo veo: un prisionero de la desolación. Antes o<br />
después, el golpe caerá.<br />
El astra más letal del arsenal de la vida.<br />
Al fin digo: Señor, no quiero nada. No necesito nada.<br />
Mientras las palabras se desprenden de mi boca y las lágrimas llueven por mi rostro,<br />
los ojos del dios Shiva se enfocan en mí y los mundos explotan en serpientes de llama.<br />
179
Bailan y se entrelazan y forman un círculo. Dentro de él, Shiva comienza su danza.<br />
Despacio se mece y su cabello se expande. Una brisa sopla a través de él que no viene de<br />
dirección ninguna. Su mano se alza en un gesto que llama mi atención. Los dedos apenas se<br />
mueven, pero me hablan en una lengua sutil. Sus hombros se balancean. Su otra mano entra<br />
en movimiento, mientras sus ojos miran los míos. Se eleva y gira sobre sí mismo. De sus<br />
dedos vibrantes emana un poder que toca mi piel con pequeños chicotazos de energía y me<br />
balanceo también. Sin esfuerzo, fluimos por los universos. Cada gesto nos lleva a una<br />
nueva creación y, sin embargo, sólo giramos alrededor de nosotros mismos mientras Shiva<br />
sigue sentado en meditación. Ahora veo que yo soy tanto el Shiva meditante como el<br />
danzante. No nos mueve nuestra creación y aguardamos que todos esos seres que sufren y<br />
laboran y luchan por la felicidad se vuelvan y nos encuentren. Sentados estamos en<br />
bienaventuranza. Es un juego del escondite y los que nos hallan se desvanecen en nosotros.<br />
Todas las carencias y necesidades están esparcidas como flores marchitas que devolver a la<br />
vida terrestre otra vez. No conozco mi nombre ni tengo género; con Shiva estoy sentado en<br />
la alta cumbre que he alcanzado por fin.<br />
Yudhisthira me dice que he pasado en trance toda la noche.<br />
Sujeta mi mano izquierda y Bhima la otra. Deben de haberme traído de vuelta.<br />
Siento las manos como si ardieran. Bhima fricciona mis pies, Yudhisthira las mejillas.<br />
Por fin me dan el bordón y me ponen en pie. Escalamos una cuesta escarpada una<br />
vez más. De pronto, se cubre el sol. No hay aliento para hablar. Empieza a caer la nieve. Un<br />
viento se levanta que me arroja la nieve al rostro. Hace mucho frío otra vez, está muy<br />
oscuro. Nos hallamos en una cornisa estrecha y mis ojos se niegan a abrirse contra la nieve.<br />
Sigo marchando. El hombro derecho roza el lado de la montaña, la mano izquierda me<br />
guarda del viento y el vacío. Abro la boca. Antes de que pueda llamar a Bhima, mi boca se<br />
llena de nieve helada. Tengo los pies entumecidos y pesados. La nieve reposa como una<br />
carga sobre mis hombros. El frío, amargo, me ha alcanzado la médula de los huesos y la<br />
blancura gira alrededor de mí en la oscuridad. Esta vez mi voz muere antes de que pueda<br />
separar los labios. Estoy solo, caminando como por un filo, el borde del precipicio, el borde<br />
de las tinieblas, y el viento me estremece. Estoy cayendo, cayendo. Es el momento para el<br />
que se preparan los kshatriyas. ¡Krishna! El vendaval sopla aún a través de mi cerebro, pero<br />
se lleva mi dolor. Y donde estoy no hay límites. La Luz me ha atrapado en su red de Luz.<br />
Formas se mueven en una suave niebla y siento una repentina ligereza, como con el primer<br />
tirón de una cometa. La montaña se aleja de mí. Una espada ha partido algo en dos. Mi<br />
corazón gira arremolinado como un copo de nieve y cambia de dentro afuera. Hay una<br />
fisura donde dos mundos se encuentran y me está abriendo camino para dejarme salir, para<br />
dejarme entrar. Éste es el filo del tiempo y, suavemente, cariciosamente, me deslizo a través<br />
del velo hacia una Luz dorada que no tiene oscuridad que la preceda, oscuridad que la siga.<br />
Una exhalación es arrancada a un lugar profundo y floto hacia el exterior, inspirando ahora<br />
fácilmente, soltando el aliento una vez más, la última, sin regreso. Consiento en irme a la<br />
luz de Amor y miro abajo la forma en la que durante toda una vida he morado.<br />
Mi corazón guarda silencio en la dulzura de la música de grandes cadenas de Oms<br />
que me llevan hacia las formas que vienen en mi busca. Los Oms dicen todo lo que hay que<br />
conocer y eso no puede ser expresado.<br />
Emergiendo de las formas brumosas, Uno viene hacia mí derramando luz y<br />
extendiendo una mano de luz. Mi propia mano, hecha también de luz, se funde con la mano<br />
de Krishna. Él me guía a una Luz Mayor, que es Pusan aguardando a Nara y Narayana.<br />
180
De la Dicha han nacido estos seres.<br />
En dicha son sostenidos<br />
Y a la Dicha van otra vez a fundirse<br />
¡Om Shanti, Shanti Shanti!<br />
181
BIBLIOGRAFÍA<br />
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*Bose, Buddhadeva -The Book of Yudhisthir (a story of the Mahabharata of Vyasa)<br />
*Davenport, David W. & Vicenti, Ettore -2000 A.C. Distruzione Atomica<br />
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*Dutt, Romesh Chunder -The Ramayana and Mahabharata (condensed into English<br />
Verse), Dent’s Everyman’s Library 1910<br />
*Ganguli, Kisari Mohan (traductor) -The Mahabharata, Bharata Karalaya Press, Calcuta<br />
1883-1996<br />
*Karve, Irawati -Yuganta, Deshmuk Prakashan, Puna 1969; Sangam Paperback, Orient<br />
Longman 1974<br />
*Lal, P. -The Mahabharata of Vyasa (condensed edition), Vikas, Delhi 1981<br />
*Lal, P. (transcreador, 144 volúmenes) -The Mahabharata of Vyasa, Writers Workshop,<br />
Calcuta 1968-<br />
*Müller, F. Max (editor) -The Sacred Books of the East<br />
*Noel, Sheth S. J. -The Divinity of Krishna, Munshiram Manoharlal Publishers, New Delhi<br />
1914<br />
*Panikkar, Raimundo -The Vedic Experience, All India Press, Pondicherry 1977<br />
*Rajagopalachari, C. -Mahabharata, Bharatiya Vidya Bhavan, Bombay 1951<br />
*Rapson, E. J. -Ancient India, from the Earliest Times to the First Century a. D.,<br />
Cambridge University Press 1916<br />
*Sensarma, P. -Kurukshetra War: a Military Study, Munshiram Manoharlal Publishers,<br />
New Delhi 1975<br />
*Sorensen, S. -Index to the Names in the Mahabharata, Motilal Banarsidass, Delhi<br />
**Sri Aurobindo -S.A.B.C.L. volúmenes 8, 10, 11, 12 & 14, Sri Aurobindo Ashram Trust,<br />
Pondicherry 1972.<br />
*Subramaniam, Kamala -Mahabharata, Bharatiya Vidya Bhavan, Bombay 1965<br />
182
GLOSARIO<br />
Abhimanyu: Hijo de Arjuna con Subhadra.<br />
Abhisheka: Hisopar con agua sagrada en adoración de un rey o ídolo. Baño sagrado o ritual.<br />
Acharya: Literalmente, ‘maestro’. Título de Drona y de Kripa, preceptores de los príncipes<br />
Kurus.<br />
Adharma: Contra la ley moral. Como el hinduismo carece de una palabra para pecado o mal<br />
(pãpa sugiere crimen, daño, mal comportamiento), adharma sirve de término común a<br />
cualquier forma de injusticia o violación de la ley moral.<br />
Adhármico: Perteneciente o relativo al adharma.<br />
Adhvaryu: Sacerdote védico encargado de las operaciones manuales del sacrificio y que<br />
debía recitar las fórmulas sagradas durante el mismo.<br />
Aditi: La Madre de los dioses.<br />
Aditya: Un tipo de dioses, los hijos de Aditi. Manifestaciones del Sol.<br />
Agama: ‘Tradición’, término general dado a numerosos textos religiosos.<br />
Agastya: Literalmente, ‘aquel que hace moverse las montañas’, sabio de la India védica a<br />
quien la tradición atribuye numerosos cantos del Rig Veda.<br />
Agni: Fuego. El dios del fuego en los Vedas, una de las tres deidades védicas mayores.<br />
Airavata: Lit. ‘el nacido de las aguas’. Nombre de un elefante de tres cabezas y seis<br />
colmillos del que Indra se apropió para hacer su montura.<br />
Ajatshatru: Lit. ‘el que carece de enemigos’. Un nombre de Yudhisthira.<br />
Akrura: Jefe Vrishni casado con una hija de Ugrasena. Era un tío de Krishna de la misma<br />
línea lunar de los Yadavas.<br />
Akshauhini: Ejército, división.<br />
Alambusha: Un rakshasa gigante aliado de los Kauravas y que mató a Iravat, hijo de<br />
Arjuna y Ulupi.<br />
Amaravati: Morada de la Inmortalidad. Capital celestial de Indra emplazada, según la<br />
leyenda, cerca del monte Meru, el pico del Cielo. Se conoce también por Devapura, la<br />
ciudad de los dioses.<br />
Amba: Hija mayor del Rey de Kasi, es decir, de Varanasi o Benarés.<br />
Ambalika: Hija menor del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Pandu a través<br />
de Vyasa.<br />
Ambika: Segunda hija del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Dhritarashtra a<br />
través de Vyasa.<br />
Andhakas: Los reyes pertenecientes a la dinastía Yadu y el clan sobre el que gobernaban.<br />
Andhra: El territorio de Andhra Pradesh en la India moderna. A los guerreros de Andhra se<br />
les llamaba Andhras.<br />
Anga: Probablemente los territorios de Bhagalpur en Bengala. Su capital era Champa.<br />
Angada: Adorno portado en el brazo a modo de brazalete.<br />
Angavastra: Parte superior de las vestimentas, normalmente un largo pañuelo o chal sobre<br />
el pecho desnudo.<br />
Aniruddha: Hijo de Krishna y Satyabhama, padre de Vajra.<br />
Anjali: La cavidad formada al doblar y unir las manos, el hueco de las manos; de aquí el<br />
saludo de respeto o namaskara.<br />
Anjalikavedha: Golpear a un elefante desde debajo de él.<br />
Anuvinda: Un príncipe de Avanti, hermano de Vinda.<br />
183
Apsara: Ninfa del cielo de Indra. Las más celebradas son Urvasi, Menaka y Rambha.<br />
Ario: Leal, noble, señor. Nombre de la raza invasora que se instaló en el norte de la India,<br />
según la teoría más generalizada.<br />
Arjuna: El tercero de los hermanos Pandavas.<br />
Arvan: ‘Caballo de guerra’; uno de los nombres del caballo cósmico.<br />
Aryaman: Divinidad védica que representa la nobleza de los Arios y las leyes superiores<br />
que rigen la sociedad.<br />
Aryavarta: Una parte del norte de la India dominada por los arios en el segundo milenio<br />
antes de la Era Común. Posteriormente se extendió, de acuerdo con Manu, del océano<br />
occidental al oriental.<br />
Ashok: Nombre de un árbol (saraca indica o jonesia ashoka) que da bellas flores rojas. Las<br />
mujeres rezan a este árbol para obtener descendencia.<br />
Ashram: Refugio. Término popular para denotar la ermita de un Rishi u hombre santo.<br />
Ashvasena: Serpiente que vivía en el bosque de Khandava. Era hija de Takshaka.<br />
Ashwa: ‘Caballo’; un símbolo del prana, la fuerza dinámica de la Vida. Uno de los nombres<br />
del caballo cósmico<br />
Ashwamedha: Sacrificio del caballo. El máximo sacrificio imperial en la India antigua.<br />
Ashwatthama: Literalmente, ‘de voz de caballo’. Nombre del hijo de Drona y Kripi,<br />
llamado así porque su primer grito al nacer se pareció al relincho del corcel celestial<br />
Uchchaihshravas.<br />
Ashwins: Los dioses gemelos con forma de caballo de la mitología hindú. Son protectores<br />
de los trabajos agrícolas y médicos de los dioses.<br />
Asti: Una de las esposas de Kamsa, tía de Krishna.<br />
Astra: Cualquier arma o proyectil.<br />
Asura: Antidiós. Es la forma por excelencia del enemigo de los dioses. Los asuras incluyen<br />
a los daityas y los danavas; son descendientes de Kashyapa.<br />
Atharva Veda: Una de las cuatro colecciones de himnos védicos junto con el Rig Veda,<br />
Sama Veda y Yayur Veda.<br />
Atman: El sí mismo, el ser esencial, el núcleo más íntimo del hombre.<br />
Avanti: Una ciudad, Ujjayini.<br />
Babhruvahana: Hijo de Arjuna y Chitrangada.<br />
Bahlika: Abuelo de Bhurisravas, el guerrero de más edad en el campo del Kurukshetra. Es<br />
también el nombre de uno de los caballos del carro de Krishna.<br />
Balarama. Rama el Fuerte. Hermano mayor de Krishna, llamado también Madhupriya, es<br />
decir, Amante del Vino.<br />
Bhagadatta: Rey de Pragjyotishapura, nacido del miembro de un asura.<br />
Bhagirathi: Antiguo nombre del Ganges y nombre actual que este río toma en uno de sus<br />
tramos cerca de su fuente y otro en su curso inferior cerca de su confluencia con el<br />
Brahmaputra.<br />
Bharadwaja: Un gran yogui del clan Angiras a quien se atribuyen muchos himnos védicos.<br />
Era hijo ilegítimo del sabio Brihaspati y de Mamata, esposa del sabio Utathya.<br />
Bhárata: Hijo de Dushyanta y de Shakuntala. Es el ancestro de los héroes del Mahabharata<br />
y rey de la tribu védica de los Kurus. Conquistó el país y dio su nombre a la India (Bhárata<br />
y Bharatavarsha), confinada entonces a la zona norte ocupada por los pueblos<br />
indoeuropeos.<br />
184
Bhargava: Descendiente de Bhrigu y gran maestro de artes marciales que despreciaba a los<br />
kshatriyas. Bhishma, Drona y Karna fueron discípulos suyos.<br />
Bhima: El Temible. El segundogénito de los Pandavas.<br />
Bhishma: Hijo del Emperador Shantanu y de la diosa Ganga, es decir, de la personalidad<br />
divina del río Ganges. Gran Patriarca de la Casa Kuru, llamado originalmente Devavrata y<br />
luego Bhishma a causa de su voto de castidad.<br />
Bhojas: Un clan de Dwaraka.<br />
Bhurisravas: Un rey de la dinastía Kuru, hijo de Somadatta.<br />
Brahmacharya: Autocontrol, a menudo en el sentido del celibato. Un brahmachari es<br />
alguien que ha renunciado a los placeres de los sentidos.<br />
Brahmaloka: El paraíso de Brahma.<br />
Brahmasira-astra: Un nombre del arma favorita de Shiva, la lanza Pasupata, con la que<br />
mató a los daityas y con la que destruirá el universo al final del ciclo cósmico.<br />
Brahmastra: Un arma celestial adquirida por Drona y empleada por Arjuna.<br />
Brihannala: Nombre de Arjuna durante su último año de exilio, cuando se disfrazó de<br />
maestro de danza hermafrodita en la corte del rey Virata de Matsya.<br />
Brihaspati: Señor de la palabra sagrada. Íntimamente relacionado con Indra como su<br />
sacerdote doméstico.<br />
Chaitra: El último mes del año hindú (marzo-abril), de acuerdo con el calendario lunar.<br />
Chaityaka: Una montaña situada cerca de Girivraja, la capital de Magadha.<br />
Chakora: La perdiz india de patas rojas que, según la leyenda, se enamoró de la luz de la<br />
luna y bebe gotas de esencia lunar.<br />
Chakra: Círculo, disco, centro de consciencia en el cuerpo sutil.<br />
Chakravarti: Emperador.<br />
Chamara: Espantamoscas hecho de crin de caballo o de yak y símbolo regio por<br />
excelencia.<br />
Champak: Flor perfumada de pétalos color crema.<br />
Charvaka: Rakshasa afecto a Duryodhana.<br />
Chedi: Nombre de Sisupala, hijo de Damaghosha y Rey de los Chedis. Nombre, también,<br />
de un país y de sus gentes. Ocupaban las orillas del Narmada.<br />
Chekitana: Un Vrishni, primo hermano y aliado de los Pandavas. Fue muerto por<br />
Duryodhana.<br />
Chitrangada: Hija del Rey Chitravahana, esposa de Arjuna y madre de Babhruvahana.<br />
Chitrasena: Un jefe de los yaksas.<br />
Chitravahana: Rey de Manipura durante los tiempos puránicos.<br />
Dakshina: Recompensa a un brahmín que dirige un sacrificio o yajna; tributo a un maestro<br />
por sus enseñanzas.<br />
Dantavaktra: Rey de Karusha. Renació como el asura Krodhavasa.<br />
Darshan: Demostración, punto de vista; visión; acto, ritual o no, de ver a alguien.<br />
Daruka: Nombre del auriga de Krishna.<br />
Deva: Dios, poder celestial, deificación o personificación de fuerzas y fenómenos naturales.<br />
Literalmente, ‘luminoso’.<br />
Devadatta: Nombre de la caracola de Arjuna, que provenía de un lago al norte del Kailasa.<br />
Devadatta había pertenecido originalmente a Varuna, dios de las aguas.<br />
Devaki: Mujer de Vasudeva y madre de Krishna.<br />
185
Devavrata: Nombre original de Bhishma.<br />
Dhananjaya: Uno de los títulos de Arjuna.<br />
Dharma: De la raíz dhri, ‘ser estable, firme’. Código de buena conducta, patrón de la vida<br />
noble, reglas y observancias religiosas. Es también el nombre del perro que acompaña a los<br />
Pandavas en su último viaje.<br />
Dharmaraj: Rey dhármico, rey de justicia. Uno de los sobrenombres de Yudhisthira.<br />
Dhármico: Perteneciente o relativo al Dharma.<br />
Dhaumya: Sacerdote familiar de los Pandavas.<br />
Dhobi: Lavandero<br />
Dhrishtadyumna: Hermano de Draupadi. Como líder de las huestes Pandavas y en<br />
cumplimiento de su destino, mató a Drona, el maestro de los príncipes Kurus en las artes<br />
marciales.<br />
Dhristaketu: Nombre de un hijo de Dhrishtadyumna. Nombre también del hijo de Sisupala<br />
y aliado de los Pandavas a la muerte de su padre. Nombre, por último, de un Rey de los<br />
Kekayas y aliado de los Pandavas.<br />
Dhritarashtra: Literalmente, el que gobierna con estabilidad. Hermano de Pandu y<br />
gobernante ciego de Hastinapura.<br />
Dhruva: En la mitología hindú, un devoto de Vishnu que llega a simbolizar la fuerza de la<br />
voluntad y se convierte en la estrella polar.<br />
Draupadi: La morena hija del Rey Drupada de Panchala y esposa de los cinco hermanos<br />
Pandavas.<br />
Drona: Literalmente, ‘cubo’. El maestro brahmín de los príncipes Kurus en las artes<br />
marciales, llamado así porque según la leyenda nació en un cubo; referido a veces como<br />
Dronacharya.<br />
Drupada: Padre de Draupadi y Rey de Panchala. Tras la derrota a manos de los Kurus, se<br />
vio forzado a compartir su reino con Drona.<br />
Duhsasana: Literalmente, ‘difícil de dominar’. El segundo de los cien hijos de<br />
Dhritarashtra.<br />
Durga: La diosa del universo. Durga posee diferentes formas y aspectos. Parvati, esposa de<br />
Shiva, es un aspecto de Durga.<br />
Durvasa: Literalmente, ‘mal vestido’. Un sabio fácilmente irritable, hijo de Atri y de<br />
Anasuya.<br />
Duryodhana: Literalmente, ‘difícil de conquistar’. Primogénito de Dhritarashtra a través de<br />
Gandhari.<br />
Dusala: Única hija de Dhritarashtra; esposa de Jayadratha.<br />
Dwaitavana: Bosque en que los Pandavas pasaron parte de su exilio.<br />
Dwaraka: Literalmente, ‘la de las muchas puertas’. Nombre de la capital del reino de<br />
Krishna.<br />
Dwarpanya: Lago junto al cual murió Duryodhana.<br />
Ekalavya: Hermano de Shatrughna. Fue abandonado en la infancia pero hallado y educado<br />
por los miembros de una tribu Nishada. Se cortó el pulgar de la mano derecha cuando<br />
Drona se lo exigió como dakshina. Posteriormente fue rey.<br />
Gada: Nombre de un demonio matado por Hari. Nombre de la maza hecha por<br />
Vishvakarman de los huesos del demonio y ofrecida a Vishnu. Nombre de un arma de<br />
Bhima.<br />
186
Gajaroha: El naire o cornaca.<br />
Gandhamadana: Literalmente, ‘fragancia embriagadora’. Nombre de una de las cuatro<br />
montañas que cercaban la región central del mundo.<br />
Gandhara: Una franja de tierra de la antigua Bhárata. Se cree que se extendía desde las<br />
orillas del río Sindhu hasta Kabul. La Gandharistis de Herodoto, un reino al oeste de los<br />
Indus.<br />
Gandhari: La princesa de Gandhara, esposa del rey ciego Dhritarashtra, hermana de Sakuni<br />
y madre de Duryodhana.<br />
Gandiva: Nombre del arco de Arjuna. Según la leyenda, el dios Soma se lo había entregado<br />
a Varuna, éste a Agni, y Agni se lo regaló a Arjuna.<br />
Ganga: El río más sagrado del hinduismo, el Ganges, personificado a menudo como una<br />
diosa, hija mayor de Himavat (los Himalayas) y Menaka. En el Mahabharata, Ganga es la<br />
madre de Bhishma y esposa del Emperador Shantanu.<br />
Garuda: El ave divina y vehículo de Vishnu.<br />
Gayatri Mantra: La estrofa más sagrada de los Vedas.<br />
Ghat: Campo crematorio o cementerio.<br />
Ghatotkacha: Hijo de Bhima y la rakshasa Hidimbi.<br />
Ghi: Mantequilla purificada, hecha de la nata de la leche de búfalo o de otro tipo de leche.<br />
Ghora Angirasa: El guru de Krishna.<br />
Girika: Uno de los capitanes de Arjuna.<br />
Gokula: El distrito pastoral sobre el río Yamuna donde Krishna pasó su infancia.<br />
Gopa: Vaquerizo.<br />
Govardhana: Montaña de Gokula, la tierra en la que se crió Krishna. Éste cambió allí las<br />
costumbres sacrificiales.<br />
Gurudeva: Lit. ‘maestro-dios’. Fórmula de respeto para dirigirse al Guru.<br />
Hanuman: El dios simio del Ramayana. Es hijo de Vayu, dios del viento; por ello es capaz<br />
de volar. En el Mahabharata es hermano de Bhima, que es míticamente hijo de Vayu.<br />
Hardikya o Hardikyatanayam: El hijo de Kritavarman.<br />
Hastinapura: Literalmente, ‘ciudad de elefantes’. Capital del reino Kuru. Sus ruinas han<br />
sido identificadas sesenta millas al nordeste de Delhi.<br />
Haya: ‘Caballo’; uno de los nombres del caballo cósmico.<br />
Hidimba: Un rakshasa con el que los Pandavas se enfrentaron tras huir del palacio de cera.<br />
Hidimbi: Hermana de Hidimba y madre de Ghatotkacha a través de Bhima.<br />
Hiranyadhanusha: Rey de una tribu forestal y padre de Ekalavya.<br />
Hiranyagarbha: El feto de oro, esto es, Brahman. La semilla dorada, el huevo o semilla<br />
primordial nacido de las aguas de las que se originó Brahma, el creador. Un concepto<br />
importante en la cosmogonía védica.<br />
Homa: Antiguo sacrificio védico en el que se hacía uso del Soma. Se realizaba sobre todo<br />
en las ceremonias de matrimonio y es la forma más antigua de puja hindú. Es también la<br />
ofrenda consumida y la cámara donde se guardaba el fuego sacrificial.<br />
Hotravahana: Un rey piadoso, abuelo de Amba.<br />
Hotri: Un tipo de brahmín real encargado de los ritos y ceremonias oficiales, especializado<br />
en la recitación de los himnos del Rig Veda.<br />
Indra: El dios de los Cielos, Señor del panteón hindú.<br />
Indragopa: Un insecto.<br />
187
Indraloka: El mundo o la esfera de Indra, adonde van los kshatriyas heroicos después de la<br />
muerte.<br />
Indraprastha: La capital de los Pandavas. Este nombre se usa todavía para una sección de<br />
Delhi.<br />
Iravat: Hijo de Arjuna y la ninfa Ulupi.<br />
Jala-samadhi: Trance yóguico en el agua que permite pasar mucho tiempo bajo la<br />
superficie sin respirar.<br />
Jambhavati: Hija de Jambavat, Rey de los Osos; probablemente, una tribu aborigen.<br />
Janaka: Antiguo rey de Mithila, famoso por poseerlo todo sin estar apegado a nada.<br />
Jara: Cazador que disparó la flecha que causó la muerte de Krishna.<br />
Jarasandha: Literalmente, ‘unido por Jara’. Un rey de Magadha, llamado así porque nació<br />
en dos mitades de las dos esposas de Brihadratha.<br />
Jatasurya: Un rakshasa muerto por Bhima.<br />
Jaya: Nombre de uno de los porteros del palacio de Vishnu. Nombre también de uno de los<br />
cien hijos de Dhritarashtra.<br />
Jayadratha: Rey de Sindhu y esposo de Dusala, la única hermana de Duryodhana.<br />
Jayatsena: Rey de Magadha e hijo de Jarasandha. Nombre también de un hijo de<br />
Dhritarashtra.<br />
Jhillin: Consejero del joven príncipe Puru en Indraprastha que pretendió asesinar a Krishna<br />
y Arjuna cuando éstos visitaron la capital después del Kurukshetra.<br />
Jimuta: Nombre de un luchador famoso matado por Bhima.<br />
Jishnu: Victorioso, triunfante. Un epíteto de Indra, del hijo de Indra, Arjuna, y de Vishnu.<br />
Jyotisha: Astrología. El Jyotishashastra, ‘enseñanza de las estrellas’, es el nombre general<br />
atribuido a los tratados de astronomía y astrología.<br />
Kadamba: Un arbusto (convolvulus repens, nauclea cadamba) de flores anaranjadas y olor<br />
muy dulce.<br />
Kailasa: Una montaña sagrada de los Himalayas, morada de Shiva y, en algunos mitos,<br />
también de Kubera, dios de las riquezas.<br />
Kala: El Señor del Tiempo.<br />
Kalakuta: Un violento veneno que, según el mito, emergió mientras dioses y asuras<br />
cuajaban el Océano de Leche primordial.<br />
Kalasa: Vaso sagrado utilizado en el culto hindú que contiene el amrita.<br />
Kalidasa: Lit. ‘servidor de Kali’. Nombre que Arjuna da al caballo sacrificial del<br />
Ashwamedha. No aparece en Vyasa.<br />
Kalinga: País al sur de Odra u Orissa que se extiende hasta las bocas del Godavari.<br />
Kaliyuga: Era de Kali. En el juego de dados, Kali es el uno, un signo de mala suerte.<br />
Kaliyuga es la cuarta, y presente, era del mundo. Empezó en el 3102 a.E.C. y durará<br />
432.000 años. Después de ella, el ciclo universal recomenzará.<br />
Kamandalu: Vasija de agua. Los eremitas y peregrinos no portan nada más que un bordón y<br />
el kamandalu.<br />
Kamarupa: Antiguo nombre de Assam, actual estado nororiental de la India.<br />
Kamboja: La región próxima a las montañas del Hindu-Kush, famosa por sus caballos y sus<br />
mantas.<br />
Kampila: Una antigua ciudad en el sur de Panchala y capital del Rey Drupada.<br />
188
Kamsa: Un rey tirano de Mathura, hijo de Ugrasena y tío de Krishna. Según una profecía,<br />
moriría a manos de un sobrino suyo y trató de acabar con todos ellos. La profecía, sin<br />
embargo, se cumplió y Krishna mató a su tío Kamsa.<br />
Kamyaka: Uno de los bosques en que habitaron los Pandavas durante su exilio en el<br />
bosque.<br />
Kanika: Un brahmín ministro de Dhritarashtra.<br />
Kanka: Nombre usado por Yudhisthira durante el año de incógnito en la corte del rey<br />
Virata.<br />
Karma: Concepción hindú de la retribución moral. Filosóficamente, el Karma crea la<br />
urdimbre fundamental del destino y las reencarnaciones manteniendo el equilibrio de la<br />
justicia universal.<br />
Karna: Hijo de Kunti y el Sol antes del matrimonio de aquélla con Pandu. Fue abandonado<br />
por Kunti y criado por Adhiratha, el auriga, y su mujer Radha. Fue coronado rey de Anga<br />
por Duryodhana y luchó al lado de éste contra sus hermanos en el Kurukshetra.<br />
Kartavirya: Rey de los Haihaya, en el valle de Narmada; gran guerrero de mil brazos que<br />
fue hecho prisionero por el demonio Rávana.<br />
Kartika: Mes lunar del calendario indio correspondiente a octubre-noviembre.<br />
Kashyapa: Literalmente, ‘tortuga’. Un sabio védico del Mahabharata, que desposó a Aditi<br />
y a otras doce hijas de Daksha.<br />
Kasi: Una de las siete ciudades sagradas de la India, actualmente Varanasi o Benarés.<br />
Kaustubha: Una joya mágica surgida al batir el Océano Primordial.<br />
Keraladesh: Una región en la mitad occidental del cono sur indio, el actual estado de<br />
Kerala.<br />
Ketuvarman: Uno de los príncipes Trigarta.<br />
Khandava: Bosque de Indra en el Kurukshetra quemado por Agni con ayuda de Krishna y<br />
Arjuna.<br />
Khandavaprastha: Un bosque en el que vivieron los Pandavas durante su exilio.<br />
Kichaka: Cuñado del Rey de Virata; fue violentamente destruido por Bhima a causa de sus<br />
insinuaciones lascivas a Draupadi.<br />
Kishkinda: Una región montañosa en el sur de la India.<br />
Kokila: El cuco indio.<br />
Kosala: Uno de los reinos no arios del este de la India.<br />
Krauncha: Lit. ‘garza’. Formación militar que la imita.<br />
Kravyada: ‘El que come carne’, uno de los nombres de Agni en tanto que consumidor de<br />
las ofrendas sacrificiales.<br />
Kripa: Hijo del Rishi Saradvat y la ninfa Urvasi; hermano de Kripi y, por tanto, tío de<br />
Ashwatthama. Kripa fue uno de los dos grandes instructores militares de los príncipes<br />
Kurus. Referido a veces como Kripacharya.<br />
Kripi: Esposa de Drona, el maestro de los príncipes Kurus, y madre de Ashwatthama.<br />
Krishna: Literalmente, ‘negro’. Según el Mahabharata, el dios Vishnu se arrancó un pelo<br />
blanco y otro negro de la cabeza; el blanco entró en el seno de Rohini como Balarama, el<br />
negro fue destinado a Devaki para ser Krishna; de ahí que a Krishna se le llame también<br />
Keshava, es decir, de cabello negro. Su padre Vasudeva era hermano de Kunti, esposa de<br />
Pandu; Krishna era, por tanto, primo hermano de los Pandavas.<br />
Kritavarman: Uno de los tres guerreros Kauravas que masacraron a los Pandavas mientras<br />
estos dormían en una razia nocturna. Fue asesinado más tarde en Dwaraka, en una reyerta<br />
ebria.<br />
189
Kshatriya: La segunda casta del hinduismo después de los brahmines; es la casta guerrera y<br />
gobernante. El Diccionario de la Real Academia da la forma chatria, que fonéticamente es<br />
muy deficiente con respecto a la original.<br />
Kuki: Grupo de pueblos de origen tibeto-birmano.<br />
Kumkum: Punto rojo en el entrecejo que forma parte del maquillaje femenino indio.<br />
Kunti: Madre de los Pandavas y de Karna, esposa de Pandu.<br />
Kuntibhoja: Rey de Kuntiraja y padre adoptivo de Kunti.<br />
Kuru: Príncipe de la raza lunar; ancestro de Dhritarashtra y Pandu de quien surge la raza de<br />
los Kurus o Kauravas. En esta narración, se usa preferentemente la palabra Kuru para<br />
designar la línea general a la que pertenecen los hijos de los dos reyes y Kauravas para<br />
nombrar a los hijos de Dhritarashtra por oposición a los Pandavas.<br />
Kurujangala: Reino de la India antigua cuya capital era Hastinapura; recibió su nombre de<br />
Kuru, el príncipe fundador.<br />
Kurukshetra: Literalmente, ‘campo de los Kurus’. Área al sur del río Saraswati y al norte<br />
del Drisadwati donde tuvo lugar la batalla entre Kauravas y Pandavas.<br />
Kusa: Una clase especial de hierba, la poa cynosuroides, usada en los rituales hindúes.<br />
Kushasthali: El antiguo nombre de Dwarakapuri, una isla. El primero en construir una<br />
ciudad en Kushasthali fue el emperador Revata.<br />
Kuta: El tipo de guerra adhármico que incumple los códigos de batalla.<br />
Lakshmana: Un hijo de Duryodhana.<br />
Lalitthas: Un pueblo de la India antigua.<br />
Latavesta: Montaña al sur de Dwaraka.<br />
Lila: Juego cósmico. El proceso cósmico entendido como juego divino.<br />
Limgam: Lit. ‘falo’, ‘símbolo’.<br />
Madra: Antigua área de Bhárata situada cerca del río Jhelum. Madri, esposa de Pandu, era<br />
princesa de Madra.<br />
Madrakas: El pueblo de Madra.<br />
Madri: Mujer de Pandu y coesposa de Kunti, madre de los Pandavas mellizos Sahadeva y<br />
Nakula.<br />
Magadha: Una ciudad famosa en la antigua India llamada hoy Rajagriha.<br />
Magha: Mes luni-solar del calendario hindú correspondiente a enero-febrero.<br />
Mahanadi: Un río celebrado en los Puranas y localizado en la región de Utkala (Orissa).<br />
Mahapapa: Literalmente, ‘gran pecado’.<br />
Maharatha: Maestro en el arte del auriga.<br />
Mahartwija: ‘Gran ritwik’.<br />
Mahatma: Literalmente, ‘alma grande’. Epíteto atribuido a las grandes personalidades<br />
espirituales y sabios.<br />
Maheshwara: Literalmente, ‘gran Ishwara, gran Divinidad’, uno de los epítetos de Shiva.<br />
Maitreya: Sabio de gran esplendor y cortesano de Yudhisthira.<br />
Makara: Cocodrilo.<br />
Mala: Guirnalda, rosario. Los hindúes utilizan un rosario para sus plegarias o mantras de<br />
108 cuentas de maderas sagradas.<br />
Malavas: Pueblo de un territorio en la India central, probablemente la moderna región de<br />
Malwa.<br />
190
Manasarovara: El lago más sagrado de los hindúes. Se halla ahora en el Tíbet, cerca del<br />
monte Kailasha.<br />
Mandala: Círculo. Libro. Formación militar circular.<br />
Manipur: Reino de la princesa Chitrangada en las montañas.<br />
Manipushpaka: La caracola de Sahadeva.<br />
Manmatha: Nombre de Kama, dios del amor.<br />
Mantra: Una fórmula verbal cargada de poder mágico o místico. El mantra puede consistir<br />
en una sola sílaba o bija, o una palabra o grupo de palabras extraídas de los tres Samhitas o<br />
Escrituras: el Rig, el Yajur y el Sama Veda, que son las partes originales de los Vedas.<br />
Manu: Literalmente, ‘ser pensante’. Nombre genérico atribuido a los catorce progenitores<br />
de la humanidad.<br />
Markandeya: Un sabio brahmín que asistió a los Pandavas en el bosque, en tiempos de su<br />
exilio.<br />
Martikavarta: Antiguo país de la India. Durante el tiempo de los Pandavas, fue regido por<br />
el rey Salya. Parashurama mató a todos sus kshatriyas. Arjuna dio a estas tierras el hijo de<br />
Kritavarman como rey.<br />
Matali: El auriga de Indra.<br />
Mathura: Lugar de nacimiento de Krishna.<br />
Mavellakas: Pueblo de un territorio cerca de la cabecera del río Narmada.<br />
Maya: Un arquitecto asura de gran destreza. Maya es, también, la ilusión cósmica, el<br />
engaño por el que el Supremo aparece como la multiplicidad fenomenológica y el mundo<br />
físico parece real.<br />
Maya-sabha: El Salón de la Asamblea construido para Yudhisthira en Indraprastha por el<br />
demonio Maya.<br />
Meghapushpa: Uno de los caballos del carro de Krishna.<br />
Mitra: Lit. ‘amigo’. Divinidad védica, una de las formas del sol, preside el día.<br />
Mleccha: Literalmente, ‘extranjero, bárbaro’. Alguien no perteneciente a la nación aria y<br />
epíteto aplicado también a los indoarios que hablaban sólo un dialecto regional.<br />
Mridangam: Tambor de dos caras utilizado en el sur de la India.<br />
Mudra: Gesto místico y ritual que expresa o evoca una actitud mental o un poder divino.<br />
Muni: Sabio.<br />
Naga: Pueblos de origen tibeto-birmanos de Assam, instalados en las colinas de la frontera<br />
birmana. Nagas son también una categoría de divinidades ctónicas representadas con<br />
cuerpo de serpiente y espíritus de las aguas en todo el folclore asiático.<br />
Nagaloka: El submundo o esfera de las serpientes, es decir, nagas, llamado Patala también.<br />
Nagara: Un tipo de tambor.<br />
Nakula: Uno de los mellizos Pandavas, hijo de Pandu y Madri. Se casó con Karenumati,<br />
princesa de Chedi, y su hijo fue Niramitra.<br />
Nanda: El vaquerizo que, con Yashoda, se convirtió en el padre adoptivo de Krishna.<br />
Nombre también de una dinastía que sucedió a Ajatsatru y su linaje en el trono de<br />
Magadha.<br />
Nara: Literalmente, ‘hombre’. Apodo de Arjuna, que se le aplica en conjunción con el de<br />
Krishna: Narayana.<br />
Narada: Uno de los siete grandes Rishis. De acuerdo con una leyenda, nació de la frente de<br />
Brahma y, de acuerdo con otra, era hijo de Kashyapa.<br />
191
Narakasura: Se habla de esta figura en el Mahabharata y los Puranas. Cautivó a dieciséis<br />
mil princesas que habían sido sus hijas en una vida previa y a las que había maldecido.<br />
Asedió el mundo de los dioses y robó insignias reales a Indra y Aditi, su madre. A petición<br />
de Indra, Krishna lo mató en una batalla asistido por su esposa Satyabhama y su ave<br />
Garuda.<br />
Narayana: Literalmente, ‘el que se mueve sobre las aguas’; también, ‘morada de hombres’.<br />
Brahma fue llamado así porque reposó primero en las aguas cósmicas. Es, además, el<br />
nombre que Krishna recibe en conjunción con el equivalente de Arjuna: Nara.<br />
Narayanastra: El astra de Vishnu.<br />
Nim: Un árbol indio, el azadirachta indica (melia azadirachta).<br />
Nishada: Una tribu de las montañas de Vindhya.<br />
Nitishastra: Una clase de escritos éticos y didácticos de todo género, que incluye<br />
colecciones de fábulas y preceptos morales.<br />
Niyoga: Concepción de un hijo por un hombre distinto del marido, cuando éste no puede<br />
fecundar a su esposa. En este caso, a una esposa hindú se le permite pedir al hermano del<br />
marido o a un santo que la fecunde. Hay siete previsiones diferentes en el Dharma para el<br />
niyoga.<br />
Om: Sílaba sagrada de la tradición hindú y mantra por excelencia.<br />
Om, bhur, bhuva, svar: Fórmulas iniciáticas: bhur evoca el plano terrestre o material;<br />
bhuva, el plano intermedio o sutil; svar, la región suprema de la luz y el conocimiento.<br />
Om Namo Bhagavate Narayanaya: Fórmula religiosa de salutación a Vishnu.<br />
Om Tat Sat: ‘Así sea’<br />
Panchajanya: Caracola de Krishna, formada por la concha del demonio marino<br />
Panchajanya.<br />
Panchala: Probablemente territorio septentrional en el moderno Punjab; nombre del reino<br />
del padre de Draupadi.<br />
Panchali: Otro de los nombres de Draupadi, esposa de los Pandavas e hija de Drupada.<br />
Pandavas: Nombre genérico de los hijos de Pandu.<br />
Pandit: ‘Experto, entendido’.<br />
Pandu: Literalmente, ‘pálido’. Hermano de Dhritarashtra y Vidura, Rey de Hastinapura y<br />
padre terrenal de los cinco héroes Pandavas.<br />
Pandya: Rey de Vidharbha; un gran devoto de Shiva.<br />
Parashara: Nieto de Vasishtha. De su relación con Satyavati nació Vyasa, autor y<br />
compilador del Mahabharata.<br />
Parashurama: Una de las encarnaciones de Vishnu, hijo de Jamadagni y Renuka.<br />
Parikshita: Hijo de Uttara y Abhimanyu. Nieto, por tanto, del rey Virata y de Arjuna.<br />
Pasupata: El arma llamada también Brahmasira. Se tenía por arma favorita de Shiva, con la<br />
que destruye a los Daityas.<br />
Patala: Una región infernal bajo la tierra, morada de los Asuras en el mundo de los Nagas.<br />
Una zona de tinieblas. El subconsciente bajo la tierra.<br />
Paundra: Una de las tribus bárbaras de la India antigua. Paundra es el nombre también de<br />
la caracola de Bhima.<br />
Phalguna: El undécimo mes del calendario hindú, es decir, febrero-marzo.<br />
Pinaka: El arco de Shiva.<br />
192
Pipal: Árbol sagrado (ficus religiosa), consagrado a la divinidad hindú. Su madera se<br />
utiliza para encender el fuego sagrado.<br />
Pitamaha: Lit. ‘gran padre’, ‘gran patriarca’. Título otorgado a Bhishma. Usado también<br />
para denotar a Dios.<br />
Pitambara: Tela amarilla portada por Vishnu alrededor de las caderas como vestido<br />
principal. Simboliza los Vedas y es también un nombre de Krishna por las ropas ocre que<br />
éste llevaba.<br />
Pitri: Los ancestros de la raza humana, en las mitologías brahmánicas.<br />
Prabhasa o Prabhasatirtha: Un lugar sagrado situado en Saurashtra.<br />
Pradakshina: Circunvalación. El prefijo pra- indica un proceso natural; dakshina es,<br />
literalmente, ‘el sur’; en este contexto denota un movimiento circunvalatorio en relación al<br />
sol. El objeto rodeado queda siempre a la derecha.<br />
Pradyumna: Un hijo de Krishna con su esposa Rukmini que casó con Prabhavati.<br />
Pragjyotisha: El palacio de Narakasura y fortaleza invencible de los asuras.<br />
Prajapati: Señor de las criaturas, identificado usualmente con Brahman.<br />
Pranam: Fórmula respetuosa de salutación.<br />
Pranayama: Control o suspensión de la respiración; de prana, ‘hálito vital’ y ayama,<br />
‘contención’.<br />
Prapti: Una de las esposas del tirano Kamsa, tía de Krishna.<br />
Prasad: Presente, don. Alimento que se dona muchas veces al final de una ceremonia<br />
religiosa.<br />
Prativindhya: Hijo de Draupadi con Yudhisthira.<br />
Pritha: Nombre original de Kunti, madre de los Pandavas.<br />
Puja: Adoración, culto, homenaje.<br />
Punya: Mérito religioso. El punya acumulado puede usarse como energía espiritual o poder<br />
mágico.<br />
Purochana: Espía de Duryodhana que debía quemar a los Pandavas en la Morada de<br />
Deleite.<br />
Purohita: Un tipo de sacerdote védico.<br />
Puru: Lit. ‘múltiple’. El hijo menor de Yayati y Sharmistha. Ancestro de los Pandavas<br />
perteneciente a la línea lunar. Nombre de un príncipe de Indraprastha (no aparece en<br />
Vyasa) hijo de Duhsasana.<br />
Purumitra: Uno de los hijos de Dhritarashtra.<br />
Purusha: Espíritu, alma.<br />
Purushottama: Espíritu superior, que representa al alma suprema y al espíritu global del<br />
universo.<br />
Pusan: Otro de los nombres del Sol.<br />
Putana: Una diablesa del orden vampírico que trató de envenenar a Krishna de pequeño<br />
dándole a beber de sus pechos ponzoñosos, pero que éste mató.<br />
Putra: Hijo.<br />
Raga: El término deriva de la raíz ranj, ‘dar color’, pero figurativamente significa ‘teñir de<br />
emoción’. Es una composición musical, nota o melodía.<br />
Rahu: Literalmente, ‘el que atrapa’. Es el nombre postvédico del demonio responsable de<br />
los eclipses de Sol y Luna.<br />
Raivataka: Una montaña de Gujarat. Un festival de Dwaraka.<br />
Raja: Rey, soberano, príncipe o jefe. Nombre también del perro de Yudhisthira.<br />
193
Rajanya: Designación védica de la clase kshatriya.<br />
Rajasuya: Literalmente, ‘sacrificio real’. Un gran sacrificio realizado al coronar un rey, de<br />
naturaleza religiosa pero consecuencias políticas porque el que lo instituía era un Señor del<br />
sacrificio, un rey de reyes, y sus príncipes vasallos tenían que acudir al rito.<br />
Rakshasa: Probablemente, gente no aria tratada por la clase gobernante de los arios como<br />
demonios capaces de cambiar de forma a voluntad.<br />
Rama: El héroe regio de la épica de Valmiki conocida como Ramayana.<br />
Rávana: Un rakshasa de diez cabezas y veinte brazos que gobernaba Lanka o Ceilán, el<br />
actual Sri Lanka.<br />
Rik: Canto, himno.<br />
Rishabha: Una nota de la escala musical india.<br />
Rishi: Hombre santo, vidente.<br />
Ritwik: El que sacrifica en el orden y la estación adecuados.<br />
Rohini: La parte femenina de Rohita, el Sol naciente personificado. Es también una<br />
divinidad estelar concebida como hija de Daksha y esposa de Soma, la Luna. Rohini, una<br />
de las estrellas rojas de la constelación de Tauro, sería así una de las veintisiete esposas de<br />
Soma que representan los veintisiete asterismos lunares. Finalmente, Rohini es el nombre<br />
de una de las esposas de Vasudeva y madre de Balarama.<br />
Rohitaka: Montaña famosa en los Puranas y nombre de los lugares que la rodean. El<br />
nombre actual del área es Rohtak (Haryana).<br />
Rudra: Dios védico de la tempestad, asimilado posteriormente a Shiva.<br />
Rukmin: Nombre del hijo mayor de Bhishmaka, Rey de Vidharbha.<br />
Rukmini: Hija de Bhishmaka, Rey de Vidharbha, y esposa de Krishna.<br />
Sabha: Asamblea o Salón de la Asamblea.<br />
Sadhu: ‘Excelente’, exclamación de aprobación.<br />
Sahadeva: El más joven de los hermanos Pandavas, segundo de los mellizos e hijo de<br />
Madri.<br />
Saibya: Uno de los caballos del carro de Krishna.<br />
Sairandhri: Una casta de mujeres que se empleaban como hábiles trabajadoras<br />
independientes.<br />
Sakata: Formación militar de la aguja.<br />
Sakhi: Amiga.<br />
Sakuni: Hermano de Gandhari y tío de los Pandavas.<br />
Sala: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Nombre, también, de uno de los tres<br />
luchadores enviados por Kamsa para atacar a Krishna en Mathura.<br />
Salwa: Un rey kshatriya enamorado de Amba, la hija del Rey de Kasi.<br />
Salya: Rey de Madra y hermano de Madri, segunda esposa de Pandu; tío, por tanto, de los<br />
Pandavas por el lado materno.<br />
Samadhi: Trance yóguico en el que cesan los procesos mentales y emocionales, se<br />
mantienen en suspenso los vitales y se experimenta el estado de unidad con el Ser Esencial.<br />
Samba: Un hijo cínico y disoluto de Krishna y Jambhavati. Llevó en Dwaraka una vida<br />
disoluta con Balarama. Contrajo la lepra y fue curado por el Sol, al que rendía culto. Fue la<br />
causa indirecta de la destrucción de los Yadavas y la muerte de Krishna.<br />
Sami: Árbol en el que los Pandavas ocultaron sus armas antes de presentarse a la corte del<br />
rey Virata como suplicantes.<br />
194
Samkhya: Una de las seis vías filosóficas ortodoxas del hinduismo o darshanas. Se trata de<br />
una doctrina dualista atribuida al sabio Kapila.<br />
Samrat: Emperador.<br />
Samsaptakas: Guerreros de las fuerzas Trigarta y aliados de Duryodhana.<br />
Samva: Un brahmín de Hastina.<br />
Sandiyani: Preceptor de Krishna y Balarama, de quien éstos estudiaron los Vedas, dibujo,<br />
astronomía, Gandharva Veda, medicina, doma de caballos y elefantes, y tiro con arco.<br />
Sanjaya: Auriga y consejero de Dhritarashtra.<br />
Sankha: Uno de los hijos del Rey Virata.<br />
Sarana: Un kshatriya del clan Yadu, hijo de Vasudeva y Devaki, y hermano de Krishna,<br />
Subhadra y Balarama.<br />
Sarasa: Un hijo de Yadu. Fundó la ciudad de Kraunchapura a las orillas del río Vena, en el<br />
sur de la India.<br />
Saraswati. Literalmente, ‘fluyente, melifluo’. Un río importante de la India, pero también<br />
personificación del mismo como diosa, consorte de Brahma y deidad del habla y del<br />
conocimiento.<br />
Sarvamedha: Otra de las formas de referirse al Ashwamedha, el sacrificio del caballo.<br />
Sarvatobhadra: Una formación militar que está protegida por todas partes.<br />
Sarvatomukha: Una formación militar que permitía la visibilidad por todas partes.<br />
Satanika: Un hermano de Virata.<br />
Satasringa: Una montaña donde Pandu pasó su tiempo de austeridad.<br />
Sati: Esposa pura y fiel; en sentido derivado, la costumbre y rito de arder la esposa en la<br />
pira del marido muerto.<br />
Satyabhama: Literalmente, ‘que posee verdadero esplendor’. Nombre de una hija del<br />
príncipe Yadava Satragita y esposa de Krishna.<br />
Satyajit: Uno de los hijos de Drupada, hermano de Draupadi y cuñado, por tanto, de los<br />
Pandavas. Tomó parte en la batalla cuando Drona y otros asaltaron a su padre.<br />
Satyaki: Un primo de Krishna. Era el auriga de Krishna y fue asesinado por Kritavarman en<br />
una reyerta de borrachos en Dwaraka.<br />
Satyavan: Esposo de Savitri y rescatado de la muerte por ella. El relato de este<br />
acontecimiento está incluido en la presente versión del Mahabharata.<br />
Satyavati: Hija de un pescador de la que se enamoró el Emperador Shantanu. Madre de<br />
Vyasa por su relación con el sabio Parashara, y madre de Vichitravirya y Chitrangada por<br />
su matrimonio con el emperador.<br />
Satyayupa: Asceta regio con quien moraron Dhritarashtra, Gandhari, Vidura y Kunti tras<br />
dejar Hastina.<br />
Savitra: Uno de los nombres del sol. También, el hijo del sol, esto es, Karna.<br />
Savitri: La hermosa y virtuosa hija de Ashwapati, Rey de Madra, y esposa de Satyavan, al<br />
que rescató de la muerte. Es también, uno de los nombres del Sol.<br />
Shakti: Lit. ‘poder’; también arma mística de poder.<br />
Shanka: Hijo mayor de Virata y príncipe de Matsya.<br />
Shankara: ‘Dador de felicidad’, uno de los epítetos de Shiva.<br />
Shantanu: Uno de los hijos del rey Pratipa, de la línea lunar; marido de Ganga y padre de<br />
Bhishma.<br />
Shanti: Paz, tranquilidad, ausencia de pasión.<br />
Shastra: Designación de los textos sagrados del hinduismo, principio o precepto escrito.<br />
Shiva: El aspecto destructivo de la trinidad divina del hinduismo.<br />
195
Shuka: Hijo de Vyasa y amigo íntimo de Parikshita.<br />
Shrutakirti: Hijo de Arjuna y Draupadi.<br />
Shweta: Un príncipe de Matsya, hijo de Virata y hermano de Uttara y Uttarakumara.<br />
Sikhandin: Hijo de Drupada y encarnación posterior de Amba, la princesa raptada por<br />
Bhishma que hizo voto de vengarse de él en otra vida.<br />
Sindhu: Reino famoso en los Puranas. Jayadratha, el Rey de Sindhu, acudió al swayamvara<br />
de Draupadi.<br />
Sini: Abuelo de Satyaki. Primo de Sura, el padre de Vasudeva.<br />
Sisupala: Un hijo de la hermana de Vasudeva, el padre de Krishna. Sisupala es, por tanto,<br />
primo hermano de Krishna.<br />
Sita: Literalmente, ‘surco’. Heroína del Ramayana, llamada así porque apareció en un surco<br />
arado por su padre Janaka durante un rito sacrificial para obtener progenie.<br />
Sloka: Estrofa. Principal forma métrica épica sánscrita.<br />
Soma: El jugo de una planta lechosa, trepadora, la asclepias acidu, cuya fermentación se<br />
bebía durante los oficios rituales. Soma significa también la Luna.<br />
Somadatta: Literalmente, ‘dado por el dios Soma’. Nombre de un rey de la dinastía<br />
Iksvaku. Nombre también de un monarca de Panchala, biznieto de Sanjaya y nieto de<br />
Sahadeva.<br />
Somakas: Un pueblo de la India antigua.<br />
Sraddha: Lit. ‘fe’.<br />
Sri: Lit. ‘Señor’. Fórmula respetuosa al dirigirse a alguien.<br />
Subala: Señor de Gandhara, padre de Gandhari y Sakuni.<br />
Subhadra: Hija de Vasudeva, hermana de Krishna, esposa de Arjuna y madre de<br />
Abhimanyu.<br />
Sudarshana: El disco de Krishna.<br />
Sudeshna: Esposa de Virata, el Rey de Matsya durante el exilio de los Pandavas.<br />
Sudhakshina: Un príncipe de Kamboja presente en el swayamvara de Draupadi y aliado<br />
después de los Kauravas.<br />
Sudharman: Sumo sacerdote de los Kauravas<br />
Sudra: La cuarta casta del sistema social hindú o casta servil.<br />
Sughosha: La caracola de Nakula.<br />
Sugriva: Uno de los caballos del carro de Krishna.<br />
Sumitra: El auriga de Abhimanyu desde los días de Dwaraka.<br />
Sunama: Un hijo del Rey Suketu. Nombre, también, de un hijo del Rey Ugrasena, hermano<br />
de Kamsa; este Sunama murió a manos de Krishna y Balarama.<br />
Sundara: Un gandharva hijo de Virabahu. Debido a la maldición de Vasishtha, renació<br />
como rakshasa; Vishnu lo salvó más tarde de su caída condición.<br />
Supratika: Nombre del elefante de Bhagadatta.<br />
Suratha: Un rey Trigarta, seguidor de Jayadratha. Nombre, también, del hijo de Jayadratha.<br />
Surya: el dios Sol.<br />
Suryavarman: Uno de los príncipes Trigarta.<br />
Susaman: Brahmín que participó en el Rajasuya de Yudhisthira.<br />
Susarma: Uno de los Trigartas.<br />
Suta: Cochero, auriga.<br />
Sutaputra: Mote de Karna; literalmente, ‘hijo de cochero o auriga’.<br />
Sutasoma: Hijo de Bhima y Draupadi.<br />
Swaha: Una exclamación de salutación usada en las oblaciones.<br />
196
Swayamvara: De swayam, ‘uno mismo, propio’, y vara, ‘elección’. El derecho ejercido en<br />
tiempos antiguos por las muchachas nobles para escoger marido.<br />
Tabla: Tambor.<br />
Takshaka: Una feroz serpiente del bosque de Khandava.<br />
Tapas: Literalmente, ‘calor’; cualquier forma de energía, ascesis, austeridad de la fuerza<br />
consciente, principio esencial de energía.<br />
Tapasya: Austeridad espiritual, esfuerzo o ascesis.<br />
Tathastu: ‘Así sea’.<br />
Tilak: ‘Sésamo’; marca que se pone en la frente a los devotos y que simboliza el tercer ojo.<br />
Trigarta: Literalmente, ‘triplemente guardado’. Un territorio en el norte de la India<br />
identificado con una parte del moderno Punjab.<br />
Truti: Una medida de tiempo más corta que el parpadeo de un ojo.<br />
Tundikeras: Un pueblo de la India antigua.<br />
Uchchaihshravas: El corcel celestial de Indra.<br />
Udana Kridana: Literalmente, ‘jardín de placer’.<br />
Uddhava: Un Yadava, amigo y ministro de Krishna.<br />
Udgatri: Sacerdote védico especializado en los cánticos.<br />
Ugrasena: Padre del tirano Kamsa y rey de Mathura desposeído y encarcelado por su hijo.<br />
Krishna, tras matar al tirano, le devolvió la corona.<br />
Uluka: Un hijo de Sakuni.<br />
Ulupi: Una hija de Kauravya, Rey de los Nagas. Arjuna tuvo con ella relación marital y<br />
Ulupi actuó de nodriza para su hijastro Babhruvahana.<br />
Uma: Esposa de Shiva, hija de Himavat y la apsara Menaka.<br />
Upapandavas: Los hijos de los Pandavas por Draupadi, que son Panchalas también, al ser<br />
Draupadi una princesa Panchala.<br />
Upasunda: Nombre de un asura hijo de Nikumbha y hermano menor de Sunda.<br />
Urmi: Formación militar del Océano.<br />
Urmila: Hija del Rey Janaka, hermana de Sita y esposa de Lakshmana.<br />
Urvasi: Ninfa celestial que fue condenada a vivir en la Tierra como esposa de Pururavas.<br />
Usha: Personificación divina de la aurora.<br />
Uttamaujas: Un príncipe Panchala, que protegía una de las ruedas del carro de Arjuna.<br />
Uttara: Hija del Rey Virata dada en matrimonio a Abhimanyu, el hijo de Arjuna y<br />
Subhadra.<br />
Uttarakumara: Hijo menor del Rey Virata que actuó como auriga de Arjuna cuando éste se<br />
enfrentó a los Kauravas en el norte de Matsya.<br />
Uttarayan: Solsticio septentrional.<br />
Vahlika: Uno de los reyes participantes en la guerra entre Pandavas y Kauravas. Una región<br />
del noroeste indio.<br />
Vaishnava: El culto a Vishnu y designación de los seguidores de este culto.<br />
Vaishya: Tercera casta del sistema social hindú; es la formada por mercaderes,<br />
comerciantes y artesanos.<br />
Vajin: ‘Caballo’; uno de los nombres del caballo cósmico.<br />
197
Vajra: Lit. ‘rayo’. Arma mágica de Indra semejante al rayo. Formación militar que emula el<br />
rayo. Nombre, también, del nieto de Krishna, hijo de Aniruddha, que fuera coronado rey de<br />
Indraprastha.<br />
Vajradatta: Lit. ‘don del rayo’. Hijo de Bhagadatta.<br />
Vamsha: Genealogía, dinastía.<br />
Vanaprastha: La tercera de las cuatro ashramas o periodos vitales, el periodo de reclusión<br />
en el bosque.<br />
Vanga: Un estado importante de la India antigua; actualmente, Bengala.<br />
Varanasi: Nombre moderno de la antigua ciudad de Kasi, Benarés, uno de los grandes<br />
centros religiosos de peregrinaje.<br />
Varanavata: Pequeña ciudad cerca de Hastinapura con un lago al borde del cual los<br />
Pandavas fueron atacados por sus enemigos.<br />
Varandaka: Castillo del elefante. El cornaca.<br />
Varsha: ‘Región’.<br />
Varuna: La más antigua divinidad védica, creador del cielo y de la tierra. En la mitología<br />
posterior hindú es concebido como Señor de las Aguas.<br />
Vasanta: Estación de primavera, correspondiente a los meses luni-solares de Chaitra y<br />
Vaishaka.<br />
Vasishtha: Literalmente, ‘el más rico’. Uno de los siete grandes sabios o saptarishis a los<br />
que se atribuyen algunos de los himnos védicos.<br />
Vasu: Un tipo de dios. En la leyenda brahmánica, nombre de un rishi que, habiendo<br />
sostenido a los brahmines en su guerra contra los kshatriyas, fue tragado por la tierra.<br />
Vasudeva: Hermano de Kunti y padre de Krishna a través de Devaki, la más joven de sus<br />
siete esposas. La misma palabra acentuada en la primera sílaba es uno de los nombres de<br />
Krishna, que significa ‘hijo de Vasudeva’.<br />
Vasuki: La serpiente mítica engendrada por Kadru. Como Sesa y Takshaka, era uno de los<br />
reyes Nagas.<br />
Veda: ‘Sabiduría’. Nombre aplicado a las cuatro colecciones de himnos religiosos<br />
canónicos del hinduismo.<br />
Vedangas: Miembros -angas- de los Vedas, que incluyen seis tratados. Su propósito<br />
original era asegurar que cada parte de las ceremonias sacrificiales se oficiase<br />
correctamente.<br />
Vibhishana: Hermano de Rávana, el Rey de Lanka.<br />
Vibhuti: Encarnación de una fuerza divina.<br />
Vichitravirya: Literalmente, ‘muy bravo’. El hijo menor del Emperador Shantanu con<br />
Satyavati.<br />
Vidharbha: Antiguo nombre de la provincia de Berar, al norte de Ajanta en el Maharashtra.<br />
Vidura: Hijo de Vyasa con una criada de Satyavati. De los tres hermanos Kurus, es quien<br />
posee la sabiduría imparcial.<br />
Vijaya: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Es también el nombre de un niño nacido en<br />
el desierto a una prima de Satyaki, durante el éxodo de Dwaraka.<br />
Vikarna: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra.<br />
Vina: El laúd indio.<br />
Vinaganaga: Un tipo de sacerdotes.<br />
Vinda: Un príncipe de Avanti, hermano de Anuvinda y vencido por Arjuna.<br />
Virata: Rey de Matsya, cerca de la moderna Jaipur. Capital de Matsya.<br />
Vishoka: El auriga de Bhima.<br />
198
Vishvakarman: Literalmente, ‘el que todo lo consigue’. En el Rig Veda, personificación del<br />
poder omnicreador y arquitecto del universo.<br />
Vishwamitra: Uno de los siete rishis a los que se atribuyen numerosos himnos védicos.<br />
Vishwarupa: Forma cósmica en la que Krishna se revela a Arjuna el primer día de batalla.<br />
El Vishwarupa darshan es el acto de verla o hacerla ver.<br />
Vivaswat: Lit. ‘el resplandeciente’. En los Vedas, uno de los nombres del Sol.<br />
Viveka: Discriminación.<br />
Vrishadarbha: Rey legendario que salvó un pichón de un halcón y dio al ave rapaz, a<br />
cambio de su presa, la carne de su propio cuerpo.<br />
Vrishasena: Uno de los hijos de Karna.<br />
Vrishni: Un famoso rey de la dinastía Yadu. Fue el hijo menor de Bhimasatvata, gobernante<br />
del reino Yadava en el noroeste de la India.<br />
Vyasa: Compositor legendario del Mahabharata.<br />
Vyuha: Formación militar.<br />
Yadava: Nombre de la tribu de Krishna. Eran nómadas, pero posteriormente gobernaron<br />
Dwaraka, en Gujarat, en la India occidental.<br />
Yajna: Sacrificio ritual en el culto védico.<br />
Yajna Shala: Recinto sacrificial.<br />
Yaksa: Un orden de seres divinos, seguidores del dios de las riquezas, Kubera.<br />
Yama: Dios de la Muerte; de acuerdo con la leyenda, es hijo del Sol.<br />
Yamuna: Un río tributario del Ganges, personificado como hija del Sol.<br />
Yantra: Un diagrama místico, geométrico, que representa simbólicamente el universo<br />
divino con sus deidades y mantras; se supone dotado de poderes ocultos.<br />
Yántrico: Perteneciente o relativo al yantra.<br />
Yashoda: Madre adoptiva de Krishna y esposa del vaquerizo Nanda.<br />
Yati: Nombre de un rey que era el hijo mayor de Nahusa y hermano de Yayati. Nombre<br />
también de una comunidad mítica de ascetas asociados a los Bhrigus en la adoración de<br />
Indra.<br />
Yavanas: Extranjeros, bárbaros, griegos.<br />
Yoga: ‘Unión’. Conjunto de prácticas psicofísicas que sirven a la unión con la Consciencia<br />
Suprema.<br />
Yojana: Medida métrica india equivalente a una jornada de marcha, entre 14,7 y 16 km.<br />
según épocas y lugares.<br />
Yuddhashala: Academia militar.<br />
Yudhamanyu: Un príncipe Panchala, que protegía una de las ruedas del carro de Arjuna.<br />
Yudhisthira: El mayor de los hermanos Pandavas.<br />
Yuga: Era cósmica.<br />
Yuvaraj: Príncipe heredero.<br />
Yuyutsu: Hijo de Dhritarashtra con una esposa vaishya.<br />
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