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Documento PDF - Bel Atreides

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LA HORA DE LOS DIOSES<br />

1


A Madre India<br />

y a la encarnación del espíritu<br />

Sri Aurobindo<br />

que me trajo a ella<br />

y a aquella de quien Sri Aurobindo dijo<br />

“La consciencia de la Madre y la mía son la misma”<br />

y al futuro que ellos vislumbraron para la India y la humanidad<br />

y que ya está amaneciendo.<br />

2


PRÓLOGO<br />

Es difícil conocer bien la India sin saber algo del Mahabharata. El turismo<br />

espiritual no es el mejor medio para conocer el alma de un pueblo.<br />

Es difícil conocer bien al hombre sin saber algo de los recovecos del alma humana<br />

tal como son descritos por ejemplo en este gran poema épico de todos los tiempos. La<br />

superficialidad espiritual, esta epidemia contemporánea, no es el mejor clima para<br />

vislumbrar el misterio de la vida humana ni en sus cimas más sublimes ni en sus abismos<br />

oscuros.<br />

Es difícil también encontrar a personas tan preparadas como Maggi Lidchi-Grassi<br />

para abordar la ingente tarea de los bardos tradicionales de antaño para cantar y contar en<br />

lenguaje contemporáneo esta historia tanto más humana cuanto más el factor divino forma<br />

parte de ella, puesto que el hombre es algo más que un “super-computer” sofisticado o un<br />

“super-mamífero” desarrollado.<br />

La preparación de la autora se extiende a toda una vida que ha esperado su madurez<br />

para llevar a cabo tamaña empresa. Maggi conoce la India desde dentro y desde fuera.<br />

Desde dentro, no sólo por haber vivido casi 40 años (cifra de la plenitud) en esta<br />

tierra, sino también por haber penetrado en su alma guiada por un gran maestro espiritual<br />

de nuestro tiempo y de su shakti: Sri Aurobindo y la Mère, quienes ya por ellos mismos<br />

representan un caso vivido de fecundación entre oriente y occidente.<br />

La cultura índica, como todas las culturas, posee una faceta interior, esotérica,<br />

invisible a las miradas sin amor y refractaria a los análisis racionales. El Mahabharata nos<br />

ofrece un ejemplo.<br />

Pero Maggi conoce también la India desde fuera y no es insensible a sus muchas<br />

lacras ni se deja fácilmente deslumbrar por entusiasmos ingenuos.<br />

La civilización de la India, y no sólo la contemporánea sino también la tradicional,<br />

posee aspectos oscuros innegables. También aquí el Mahabharata nos ofrece un<br />

paradigma.<br />

El Mahabharata, no sólo por su extensión sino también por sus muchos meandros,<br />

ofrece un cuadro poco menos que completo de la existencia humana. Es evidente, por tanto,<br />

que tenga muchas claves de lectura. La autora ha escogido una llave maestra. Su obra no es<br />

una hermenéutica filosófica del poema, una interpretación histórica o una exégesis<br />

simbólica. Ha escogido volver a narrar la historia. Sólo un nuevo Mahabharata puede<br />

darnos una llave que abra las muchas puertas y compuertas del poema. Las grandes obras ni<br />

explican ni se justifican; simplemente narran. La autora nos invita a que escuchemos su<br />

narrativa. Si sabemos escucharla acaso encontremos más de una clave sobre el sentido de<br />

nuestra propia existencia.<br />

3<br />

R. Panikkar<br />

Pondicherry -Sri Aurobindo Ashram<br />

6 de agosto de 1998


PRIMERA PARTE<br />

EL GRAN SACRIFICIO ÁUREO<br />

DEL MAHABHARATA<br />

4


CAPÍTULO I<br />

Muchos miedos hay en la vida, pero para un kshatriya entrenado en la escuela de<br />

Dronacharya existe sólo el miedo al miedo. Yo había atravesado una y otra vez las regiones<br />

más salvajes del mundo y oído al tigre arañar la lona de mi tienda. Había sentido el cálido<br />

aliento del oso olisquear alrededor de mí y, en una ocasión, un elefante de guerra hizo<br />

balancearse mi hamaca como si fuera una cuna. Tras el Kurukshetra y el Narayanastra creí<br />

que nada ya podría volver a intimidarme.<br />

Mucho antes de alcanzar Hastinapura, la Ciudad de los Elefantes, percibí al pueblo<br />

esperarme; cruzaba el bosque aún y me sentía reluctante. Éste era el bosque por el que<br />

habíamos llegado a la capital con mi madre y los sabios, tras la muerte de mi padre. A pesar<br />

de nuestra pérdida, marchábamos serenos, llenos de confianza. Pero al igual que la pequeña<br />

reserva de oro que el rústico trae a la urbe pensando que le durará para siempre, nuestra<br />

serenidad no había tardado en agotarse.<br />

Uno de los que nos había contemplado desde su ventana entonces, atraído a ella por<br />

el repicar de los bordones de los ascetas, nunca nos había fallado: tío Vidura esperaba aún.<br />

Me animaba pensar en él. Pero ¿necesitaba yo estos ánimos cuando Subhadra y Parikshita<br />

estarían aguardándome en nuestro jardín? Parecía que sí los necesitaba. Abrigaba el vago<br />

presentimiento de que, así como había vislumbrado y luego perdido a Krishna, Hastina<br />

disiparía como un espejismo la sabiduría que me había dado el desierto.<br />

Me aparté del camino principal por un bosque pequeño, un atajo al extrarradio de la<br />

ciudad. El corazón empezó a retumbar entonces. Era el fin de algo, el fin de la libertad... y<br />

yo descubría que el errante que había en mí no estaba muerto. Pero Subhadra y el hijo de<br />

Abhimanyu me llamaban y mi corazón se sometió como un ave salvaje que a la mano<br />

extendida vuela. Y Krishna no tardaría en llegar. Todas las errancias del mundo, todas las<br />

aventuras estaban en él; todos los mundos eran Krishna y en ellos mi alma retozaba como<br />

un millar de delfines.<br />

Estábamos todavía en la penumbra del bosque. Vi la luz del sol esperarnos donde<br />

los árboles llegaban a su fin y le dije a Kalidasa: “Nos movemos hacia un nuevo<br />

comienzo.” Él alzó la cabeza y alargó el paso. Mi propia montura se puso a su lado y por<br />

unos instantes marchamos más próximos que los caballos de un carro por un camino<br />

angosto. Prajapati y su protector... aunque yo sabía que, en realidad, el protector era él. No<br />

habría más cabalgadas como ésta. Kalidasa sería pronto prisionero en los establos del<br />

rey-corcel. No guiaría ya, sino que sería conducido a la regia plataforma sacrificial.<br />

Esta idea me acuchillaba el corazón. Hice restallar el látigo sobre nuestras cabezas y<br />

clamé: “Prajapati, guíame una vez más.” Su cola trenzada se elevó, tornó la cabeza y agitó<br />

la crin, que le caía por el cuello y la cruz como la melena de un guerrero. Infundiendo poder<br />

a sus miembros, partió a todo galope, fluyendo entre los árboles, intentando perderme. Yo<br />

lo seguí mientras reía entre dientes. El viento sopló a través de mi cabello e inflamó la crin<br />

de mi corcel. Retorné al camino, que ahora se bifurcaba. Una tenue nube de polvo me<br />

indicó que debía seguir recto, pero cuando el sendero terminó no hallé rastro de Kalidasa...<br />

sólo un ritmo de cascos que se perdía en la distancia. Yo podía hallar un blanco por el<br />

sonido solamente y volví la cabeza de mi caballo. El sonido de cascos cesó como si una<br />

puerta se hubiese cerrado entre nosotros. Estábamos solos y mi bridón lo sabía. Percibió<br />

incertidumbre y aflojó, aguardando mis órdenes. Era la primera vez que perdía a mi caballo<br />

5


sacrificial. Durante más de un año, él había sido el signo en movimiento que yo siguiera.<br />

Giré alrededor, con mi montura al paso ahora, que estaba cubierta de espuma.<br />

La honda quietud del bosque vino a recibir los ecos del silencio. Me aturdía el oído.<br />

El clamor tetrasílabo de un ave hirió la quietud con un interrogante: “¿Dónde está pues?”<br />

Repetida y repetida la pregunta devino: “¿Quién es él pues?”<br />

El silencio alertó algo en mí. Ahora todo estaba quedo. Detuve mi montura. Era<br />

como si alguien hubiese arrojado un lazo al caballo sagrado. Pero estábamos en casa ya.<br />

El lazo se tensó en mi corazón. Y entonces se partió y yo me sentí dichoso,<br />

exultante, como si un trueno me revelase de qué protestaba mi corazón: no quería entrar en<br />

Hastina, no quería entregar a Kalidasa para el sacrificio.<br />

Esta idea era tan grave, tan tremenda, que contuve el aliento. El caballo sagrado<br />

pertenecía al Dios. Era Prajapati. Desear su huida era un pecado más allá de toda posible<br />

expiación.<br />

Mi corazón no se dejó conmover por estos pensamientos. Sólo sabía que no quería<br />

aquella muerte. Ofrecer sus propias criaturas a los dioses... ¿qué clase de sacrificio era éste?<br />

Kalidasa era un corcel celestial, una energía del cielo. Que los dioses lo llamaran, si<br />

querían... no me interpondría yo, pero tampoco prestaría mi mano para apagar esta vida<br />

radiante. Lancé mi desafío a las alturas y le hice voto a Kalidasa de que cambiaríamos la<br />

costumbre. Después desmonté y me senté entre las hojas caídas para ponderar mi<br />

resolución y meditar sobre el Ashwamedha.<br />

El caballo sacrificial me remitía al tiempo aquel en que bajo los cimientos de los<br />

edificios se enterraban humanas víctimas rituales o al antiguo Sarvamedha, en que tanto un<br />

hombre como un caballo eran despedazados y ofrecidos. Tuvo que haber un tiempo en el<br />

que estas cosas pareciesen tan naturales como el Ashwamedha ahora. ¿Quién -me<br />

preguntaba yo- había cambiado la costumbre? ¿Era un dios quien me sugería ahora<br />

cambiarla otra vez o era mi propia voz la que oía?<br />

Desafiar en esto la tradición sería frustrar el deseo más querido del Primogénito, que<br />

no vivía ya más que para limpiarnos de la culpa de haber matado a nuestros parientes. ¿Qué<br />

otro motivo me había hecho seguir, si no, al caballo del Ashwamedha de país a país? Si yo<br />

intentara y lograse salvar a Kalidasa de su destino, ¿no haría caer el Imperio que nos había<br />

costado las vidas de todos nuestros hijos? Y sin embargo, el veneno kalakuta no me habría<br />

ardido más en el vientre que la imagen de Kalidasa atado al poste y el hacha del sacerdote<br />

dispuesta sobre su cuello.<br />

¿Por qué? ¿Por qué me acosaba ahora este dilema? En el desierto había<br />

comprendido que hasta una mota de polvo puede atarte, si te apegas a ella... Y yo había<br />

sido libre. En estos momentos, el apego crecía en mí otra vez. El hombre no se desprende<br />

de sus cadenas fácilmente. El desierto puede hacerte libre... pero dejas el desierto y la<br />

libertad con él.<br />

En el Kurukshetra, Krishna había dicho: “Todos estos hombres están muertos ya.”<br />

Pero había dicho también que bastaba con ofrecer a Dios la hoja de un árbol o mera agua. Y<br />

había acabado con el sacrificio de las vacas.<br />

Una vez más, era como en el Kurukshetra, donde tuve que elegir entre matar a mi<br />

guru y al único padre que había conocido o abandonar a Krishna y a mis hermanos. Ese día,<br />

según Krishna, el mundo pendió en la balanza. Y yo sentí que lo mismo ocurría hoy. Mi<br />

mundo aguardaba mi decisión.<br />

¿Era esto otra vez una debilidad del corazón, una falta de heroísmo? Sufría la misma<br />

confusión que aquel primer día. Entonces, sin embargo, yo había sido la esperanza principal<br />

6


de una gran causa contra la injusticia. Aquí, mi tarea había acabado. Todo lo que tenía que<br />

hacer era entrar en la ciudad. Los sacerdotes se encargarían de lo demás. Pero ante esta<br />

mera idea la oscuridad anegaba mi alma. Seca sentía la boca y no estaba Krishna a mi lado<br />

para aconsejarme.<br />

Mi razón me decía que aquél había sido un momento en la gran batalla del mundo.<br />

Éste no era sino un mero sacrificio... pero con mayor fuerza aun me insistía el corazón en<br />

que éste era también un momento en una gran batalla, una confrontación de mundos<br />

invisibles.<br />

Viveka. Discriminación. Podía oír la risa de Krishna: “Jishnu, todavía no lo has<br />

aprendido.” Yací entre las hojas, con las manos detrás de la cabeza, y miré el jirón de cielo<br />

entre los árboles, esperando un signo. Una nube pasó, que tomó la forma de Kalidasa, la<br />

crin al vuelo y las piernas al máximo estiradas. Otra tomó su lugar: Kalidasa con la cabeza<br />

colgando junto al poste sacrificial.<br />

Los dioses no enviarían ningún signo. La decisión era mía. Su libertad y su muerte,<br />

ambas pendían sobre mí como aquellas nubes y yo tenía que aferrar una de ellas. Pasado un<br />

rato, una nube redonda se deslizó a mi campo de visión y, al girar sobre sí misma, me hizo<br />

pensar: de esta forma se había movido el Narayanastra por el cielo. Así que, después de<br />

todo, el signo había llegado... una imagen que decía: sumisión.<br />

Emergí del camino entre sudras y vaishyas, como si no fuera más que cualquier<br />

kshatriya extenuado y roto.<br />

Nadie enderezó la espalda o volvió la cabeza para mirar. Un poco después, tropecé<br />

con una partida de vanguardia enviada desde el palacio, pero ni siquiera éstos me<br />

reconocieron al principio.<br />

Fue uno de los viejos consejeros suta de tío Dhritarashtra el que remiró, tiró de las<br />

riendas de su carro y gritó: “Arjuna, mi señor.” Marchó hacia mí y saltó del vehículo,<br />

mirándome al rostro. Lágrimas le colmaron los ojos. Se postró y sus lágrimas mojaron el<br />

suelo. Yo lo alcé y lo abracé. Por encima de su hombro vi el cielo y los árboles y los<br />

hombres con arcos y escudos y espadas... hombres que no me desafiarían. Algunos de ellos<br />

me sonreían tremulosamente, otros miraban boquiabiertos, otros aun con curiosidad. Unos<br />

instantes después, el suta de mi tío se apartó: “Sri Arjuna, Sri Arjuna”, no dejaba de repetir<br />

con una voz que se le quebraba. “Lo que has hecho, mi señor, nadie lo ha logrado nunca ni<br />

con un ejército a sus espaldas y nadie volverá a hacerlo.” Miró alrededor en busca del<br />

corcel del Ashwamedha, pero era un consejero demasiado experimentado para hacer la<br />

pregunta.<br />

Saludos rituales y mensajes del Primogénito y de mi tío me transmitió entonces.<br />

Después llegaron sus alabanzas y felicitaciones y su agradecimiento a los dioses que me<br />

habían protegido. Por fin, incapaz de seguir conteniéndome, sonreí y le puse la mano en el<br />

hombro.<br />

“¿Cómo está mi nieto?”, inquirí.<br />

“El príncipe Parikshita, el príncipe Parikshita... Crece como el trigo en su estación.<br />

¿Cómo podría ser de otro modo bajo el cuidado de Dama Subhadra, que también está<br />

perfectamente?” Sonrió con discreción. “Y mucho más desde que tiene noticias.” Entonces,<br />

haciendo a un lado el protocolo, estalló: “La princesa Uttara ha realizado unos pasos de<br />

danza que le enseñaste, en cuanto ha oído de la proximidad de mi señor.”<br />

Comprendí que de lo único que se hablaba en Hastina era de mi llegada y mientras<br />

aquél balbucía contándome la fiesta que Bhima proponía para mí y de los caballos que los<br />

7


mellizos me estaban preparando y de cómo el Primogénito y Draupadi habían llorado de<br />

alivio con las noticias de mi retorno, la inmensa reluctancia en mi corazón empezó a<br />

fundirse. Miré a Hastina en la distancia.<br />

El anciano se golpeó la frente y se volvió hacia sus hombres: “¿En qué estáis<br />

pensando? ¿Es que hemos traído tiendas y lechos para acumular polvo?” Una actividad<br />

repentina estalló, como si una colonia de hormigas hubiese sido perturbada. Me hicieron<br />

sentar en un carro mientras la seda blanca eclosionaba como las flores, con mi estandarte<br />

ondeando sobre mi pabellón. Cuando lo vi desafiar a los cielos, supe que todas las batallas<br />

habían terminado y que yo estaba en casa al fin y el agotamiento me conquistó. Reprimí un<br />

bostezo... pero aún tenía los nudillos apretados contra los labios cuando otro me descerró la<br />

boca.<br />

Dentro del pabellón, me aguardaba el lecho de sábanas nivosas. Entre los que<br />

vinieron a atenderme había físicos, barberos y masajistas. Me bañaron con agua perfumada<br />

sobre la que se habían recitado mantras. Me frotaron la piel agostada con ungüentos de<br />

muchas plantas. Me dormí soñando con Kalidasa y sólo me inquieté cuando unos dedos me<br />

pinzaron la carne para cerrarme una herida. Me dejaron dormir y, cuando al fin desperté sin<br />

saber dónde estaba, sus rostros graves y expectantes me devolvieron la confianza. Me<br />

ayudaron a levantarme, me arreglaron el cabello y me lo ungieron de aceites. Subhadra<br />

había enviado su gran collar de diamantes y dos sartas triples de perlas. Los angadas que<br />

portaron resplandecían de gemas. Ahora, con mi diadema y este séquito no podía ser<br />

tomado por nadie más que por Arjuna el Conquistador. Por fin, me dieron de comer.<br />

Pero ¿dónde estaba Kalidasa? Nadie se atrevía a preguntármelo. Subí al carro áureo<br />

del héroe conquistador, con elefantes y leones repujados por todas partes, y cuando el<br />

auriga hizo restallar el látigo y los caballos desviaron su peso en dirección opuesta al<br />

vehículo, Kalidasa emergió al paso del bosque con sencilla dignidad. Pasó junto a mí<br />

lanzándome una mirada de soslayo, como diciéndome que había esperado a verme<br />

presentable, y con un resuello se puso a la cabeza de la comitiva.<br />

Grande fue el regocijo. Las buenas gentes de la ciudad y sus alrededores nunca<br />

habían pensado ver a su príncipe Arjuna otra vez. El único clamor que se alzaba a mi paso<br />

era: “¡Victoria al príncipe Arjuna! ¡Quién sino Arjuna...!”<br />

Yo había oído muchos de los nombres que la gente me daba: Invicto e Invencible,<br />

Destemido, Partha. Hoy escuché muchos otros y entre ellos: Dhananjaya, Conquistador de<br />

Riqueza. Las bendiciones de todos llovían sobre mí y, cuando me alcanzó la partida del<br />

palacio, llegó con ella la mayor bendición de todas. Detrás del carro de tío Dhritarashtra,<br />

junto al Primogénito, estaba Krishna y su mirada, tierna y divertida, decía: ¿Pensabas que<br />

no vendría a recibirte? Dulzura me precipitaba aquella sonrisa por las venas.<br />

Casi me lancé a él olvidándome de mi tío Dhritarashtra. Me reprimí, me obligué a<br />

tocarle los pies al tío y dejé que me pusiera los dedos en el cabello mientras yo no cesaba<br />

de mirar a Krishna. Caí a los pies del Primogénito y nos abrazamos uno a otro. Después del<br />

pranam a Bhima, y de que éste casi me rompiese todas las costillas con su abrazo, me<br />

encontré, como tantas veces en mis sueños, cara a cara con Krishna. Nunca habíamos<br />

acabado de saber quién era el mayor de los dos y siempre nos peleábamos para postrarnos<br />

el primero. Esta vez sólo nos miramos, nos miramos... Traté de decirle con mis ojos que<br />

nunca me había dejado. Mis labios dijeron: “Krishna”. Como siempre cuando lo veía,<br />

árboles, hombres, cielos y tierra cobraron de pronto vida y color. Le toqué los pies y él me<br />

tocó los míos.<br />

8


Todo iría bien.<br />

9


CAPÍTULO II<br />

Al principio, la ciudad estaba colmada de alegría, la usual procesión de elefantes,<br />

sólo que multiplicada por diez. “¿Dónde habéis encontrado todos estos animales?”,<br />

preguntaba y preguntaba yo. Yudhisthira decía que, aunque todos los cofres se vaciasen,<br />

nada debía ahorrarse para celebrar mi retorno. Yo me ahogaba en flores y perfumes. Las<br />

danzas callejeras, los mimos, marionetas, el jolgorio... duraron días. Incluso yo, cuya mente<br />

estaba en otra parte, me daba cuenta de que las bailarinas tenían un resplandor especial y<br />

que los mimos eran insuperables.<br />

Krishna no me dejó hablarle de Kalidasa hasta que hubieron acabado los festejos.<br />

“Arjuna, estás demasiado tenso. Si hubieras disparado tus flechas en este estado en<br />

el Kurukshetra, Duryodhana estaría sentado en el trono hoy. Dices que un augurio te sugirió<br />

sumisión. ¿Cómo nos sometimos al Narayanastra?”<br />

“Si esta vez nos tiramos al suelo, los sacerdotes caminarán por encima de nosotros<br />

sin percibirnos siquiera.”<br />

“No sirve de nada que me contemples de esta forma implorante, Arjuna. Yo no<br />

puedo hacer descender un Vishwarupa a tu conveniencia. Eso viene cuando el destino del<br />

mundo está en la balanza. Tu dilema es un don que se te ha dado. Él te formará. Si quieres<br />

cambiar el mundo, y eso es lo que quieres...”<br />

“No, Krishna.”<br />

“Sí, Krishna. Y es lo que yo quiero también, Arjuna.” Krishna alzó las cejas. “Pero<br />

el mundo está regido por costumbres. La costumbre es un astra; si quieres desafiarla, mejor<br />

que aprendas a apartarte de su camino como del de un elefante a la carga.”<br />

“Sé cómo eludir a un elefante.”<br />

“No es tan diferente o tan difícil como la tensión de tu rostro sugiere. En realidad, es<br />

la única cosa sencilla.”<br />

“Hemos matado a la mitad del mundo para que el Primogénito pudiera sentarse en<br />

el trono. Sin embargo, no estará firmemente sentado hasta que se haya realizado el<br />

sacrificio y nos hayamos purificado. Paso horas en consejo con mis hermanos tratando de<br />

pensar en modos de hallar las riquezas necesarias para el sacrificio. Porque sé que ha de<br />

haber sacrificio.” Me golpeé la palma con el puño. “Éste es el camino más corto a la locura.<br />

Mi mente es como un tiro de caballos que arrastra en direcciones diversas.”<br />

“No hay necesidad de encolerizarse con la palma de tu mano.” Krishna no pudo<br />

hacerme sonreír.<br />

“Me enfado conmigo mismo. Con mi presunción. Hace sólo días, Krishna, días<br />

solamente, que era libre, libre de todo, de cada deseo y de cada falta. Y ahora no es más que<br />

recuerdo.”<br />

“¿Esperabas que durase para siempre?”<br />

“Sí. Bhishma siempre decía que las expectativas hacen de uno un idiota.”<br />

Krishna dejó caer la cabeza hacia atrás y rió, y yo reí con él. Luego, dijo: “El Gran<br />

Patriarca esperaba que todo el mundo fuese feliz tras renunciar él a sus deseos. Así que él<br />

debía de saberlo.”<br />

Era imposible seguir aferrado a la desesperación en el reverbero de aquella risa y, a<br />

su irreverencia, añadí: “¿De qué sirve el conocimiento cuando lo pierdes de este modo?<br />

Quizás era demasiado poco y yo creí que era todo.”<br />

10


“Incluso un poco de conocimiento libera. Cuando estás en las montañas es<br />

maravilloso. Luego tienes que volver al valle y lo mismo ocurre con el desierto. Es en el<br />

valle y las ciudades donde pones tu conocimiento a prueba. Si no, ¿de qué te sirve?”<br />

Krishna me consolaba como sólo él sabía hacerlo. Por fin, quedé en silencio y sus<br />

palabras empezaron a alcanzarme. Tras un lapso largo, levanté la mirada de las cicatrices de<br />

mis brazos y murmuré: “Era más fácil en el carro de guerra.” Después volví a preguntar:<br />

“¿Hay algo que pueda hacerse?”<br />

“Nada, por el momento.” La discusión creció y declinó luego. Sí, ¿qué podía<br />

hacerse? “Apártate del camino. Permanece dentro, dentro de tu propio desierto. No vayas<br />

aireando tus pensamientos. Perturbarán a los demás. Consumirán la energía. Crearán<br />

confusión. Haz lo que toque hacer y deja que las cosas maduren.”<br />

“¿Y mientras tanto buscamos riquezas?”<br />

“Eso no te concierne a ti. Deja que las haya. Las riquezas son necesarias para<br />

cualquier sacrificio.”<br />

“Te he oído decir tantas veces que los sacrificios de sangre no tienen ningún lugar<br />

en nuestros tiempos Arios, que pertenecen a un pasado oscuro y que unas pocas gotas de<br />

agua ofrecidas con un corazón puro resultan infinitamente más aceptables y beneficiosas...”<br />

“Sí, primo. E incluso puedes prescindir de esas pocas gotas de agua. Así que<br />

observa, aguarda. Si es posible que la costumbre cambie esta vez, el universo hallará el<br />

camino. Ama tu deseo de un sacrificio no cruento con corazón puro. Pero eso es para ti,<br />

Arjuna, pues tú has visto. Los sacerdotes y el pueblo necesitan algo tangible. Algo ha de ser<br />

ofrecido que pueda verse y tocarse mientras se repiten los mantras. No puedes quitar todos<br />

los pilares al mismo tiempo. Cuando yo acabé con el sacrificio de las vacas en mi parte del<br />

país, di a la gente algo a cambio. Los hombres son como niños, Arjuna. Si le quitas un<br />

juguete a un niño, tienes que darle alguna otra cosa para que no llore. Has de hallar el modo<br />

de hacerle sonreír. Sea como sea, tú ya has cumplido con la parte más importante.”<br />

Meneé la cabeza en burla amistosa ante la impenetrabilidad de Krishna.<br />

“Sí, Jishnu. La idea tenía que entrar en la mente de alguien como una espada en su<br />

vaina. Así es como las cosas empiezan a cambiar. Por la penetración de las ideas. Las<br />

antiguas costumbres mismas empezaron así. Es verdad que ha llegado el fin para el<br />

sacrificio animal, al igual que una vez llegó para las ofrendas humanas. Y es a ti a quien<br />

acude la idea por la naturaleza de tu visión.”<br />

Quedamos en silencio. Preguntas se alzaban y luego remitían en mí. Yo hubiese<br />

querido que Krishna siguiera hablando, pero él esperó a que asimilara sus palabras. Por fin,<br />

dijo: “Sométete. Balarama te enseñó a caer en un combate de lucha libre. Tienes que<br />

aprender a caer a través de la vida como una piedra. Pon tu confianza en las cosas que no se<br />

ven y que esperan tomar forma cuando llega el momento. No puedes verlas, son como el<br />

pez en la profundidad de las aguas o como el niño en el vientre de su madre. Sométete al<br />

Tiempo. Él es el Señor de todas las cosas.”<br />

Pero aún me debatía yo, porque no perdía de vista la enormidad de lo que había<br />

planeado en secreto. Por una vez, callaba algo que no le confesaría ni a Subhadra.<br />

Un día, mientras Krishna y yo paseábamos junto al río, desafié su consejo de<br />

sumisión. Krishna escuchó en silencio, mirándome de tal modo que sus ojos líquidos se<br />

hicieron más grandes aun. Dejó de caminar y examinó mi rostro.<br />

“Sólo los dioses están libres de Kala, el Señor del Tiempo y del Cambio. Pero<br />

cambia la costumbre, Jishnu. ¡Cámbiala! Cámbiala por Yudhisthira. Recuerda sólo que no<br />

hay norma sin sacrificio. Hay una ley más alta que te absuelve de la sangre, pero has de<br />

11


sentir su hálito soplar sobre ti y hacérselo sentir a los sacerdotes y al pueblo. Tú lo has<br />

sentido, pero eso no basta. Tienes que hacerles llegar el hálito de ese Dios superior,<br />

Jishnu.” En mi corazón había un silencio hondo. “Y tienes que hacérselo sentir a<br />

Yudhisthira. Su necesidad de expiación es muy grande, mucho más grande de lo que la<br />

costumbre exige. Si el aliento del Dios sopla a través de ti con fuerza bastante, nadie podrá<br />

tocar al caballo sagrado. Sin embargo, no te equivoques: el arraigo del sacrificio es<br />

poderoso. Los poderes menores lo exigen. Es lo que ellos conocen. No puedes arrebatárselo<br />

a menos que los conquistes.”<br />

Y yo sabía que me estaba diciendo que debía conquistarlos en mí mismo.<br />

“Estamos al final del sacrificio tal como lo hemos conocido y al comienzo de la<br />

comprensión, y tu alma protesta como un caballo encabritado que quisiera librarse del arnés<br />

de lo viejo. Porque tú eres un alma libre y lo sabes. Estás tentando el futuro, Arjuna. Eso es<br />

lo que estás haciendo y puedes provocar una avalancha, a menos que, a menos...<br />

“¿A menos que qué?”<br />

“Ya te lo he dicho, a menos que ofrezcas algo a cambio.”<br />

Suspiré hondo. ¿Qué podía ofrecerse?<br />

“Sólo puedes ofrecerte a ti mismo”, dijo Krishna. “Eso es todo lo que uno puede<br />

dar. Si es adoración, acción, silencio en la acción y culto de Prajapati y sus creaciones, y si<br />

tú sabes esto, entonces tú eres la ofrenda. Escucha, mi guru Ghora Angirasa me enseñó a<br />

decirlo del siguiente modo:<br />

Tú eres imperecedero.<br />

Tú eres inamovible.<br />

Tú eres firme en el hálito de la vida.<br />

Ofrecer sin conocimiento de nada sirve.<br />

“Si sabes lo que estás haciendo, y si lo haces por el mundo y no por el deseo de tu<br />

corazón, el futuro y tú prevaleceréis. ¡Que el bien te acontezca!”<br />

Y Krishna partió, llamado repentinamente desde sus dominios. Había conflictos<br />

entre los clanes de Dwaraka, esas interminables rivalidades que la guerra sirviera sólo para<br />

crispar. Habíamos retenido a Satyaki con nosotros, pero sus amigos y oficiales ocupaban su<br />

lugar cuando de insultos se trataba. Parecía que cualquier palabra azarosa bastaba para<br />

inflamar a las facciones y que éstas estaban decididas a lavar la mínima ofensa con sangre.<br />

Satyaki dijo una vez que, de no ser por la mediación de Krishna, no habría quedado ningún<br />

hombre vivo en Dwaraka. Sólo Krishna podía embelesarlos, hacerles olvidar la ira y<br />

devolverles el sentido de las cosas. Pero yo me quedé solo con mi dilema.<br />

Ahora que había retornado con Kalidasa, debían proseguir los preparativos para la<br />

ceremonia final. Hasta mi vuelta, todas las cuestiones relativas al Ashwamedha se hallaron<br />

suspendidas. Quizás los sacerdotes consideraban poco auspiciosos los planes en mi<br />

ausencia, o quizás las posibilidades de que fracasase en mi empresa eran demasiado<br />

grandes para hacerlos moverse hacia el futuro antes de que nos vieran cabalgar de regreso.<br />

En cualquier caso, yo tenía que actuar. Parecía que el Ashwamedha requería una<br />

distribución de riquezas que no podíamos afrontar, con las arcas vacías tras la guerra. Los<br />

reyes invitados al ritual traerían sus tributos, sí, pero no contábamos con nada antes de eso.<br />

Sobre la dicha de mi retorno, gravitaba este problema.<br />

12


Una vez Krishna hubo partido, una especie de lobreguez y apatía descendió sobre la<br />

ciudad y los palacios. El mundo esperaba y esperar no es en absoluto ocupación de<br />

kshatriyas, que han vivido al filo de la muerte y sentido el lazo de Yama tensarse en torno a<br />

ellos tantas veces en un mismo día. Ahora parecía que la principal preocupación de<br />

Yudhisthira fuese que tío Dhritarashtra, que había perdido sus cien hijos, no fuese<br />

desairado en lo más mínimo y que se le rindiese una deferencia a la que no había estado<br />

habituado ni en tiempos de Duryodhana.<br />

Si bien Bhima trataba de complacer a nuestros tíos mediante postraciones absolutas<br />

y deferentes, no podía refrenar la lengua cuando el tío recibía oro para realizar sacrificios<br />

en nombre del Gran Patriarca Bhishma, Dronacharya y de todo el resto que había luchado<br />

contra nosotros, así como de sus hijos muertos. Un día, delante de Bhima y Satyaki, tío<br />

Dhritarashtra añadió Jayadratha a la lista de almas por las que distribuiría riqueza. Ambos<br />

primos corrieron al palacio del Primogénito como si un astra los siguiese e irrumpieron en<br />

la cámara abriendo las puertas de par en par. En aquel momento, yo estaba contando lo<br />

ocurrido en el encuentro con nuestra prima Dusala, durante la campaña, esperando que el<br />

relato me condujese al tema del corcel sagrado. De hecho, había escaso motivo para que mi<br />

encuentro con Dusala y el nieto de Jayadratha llevase a hablar del caballo sacrificial pero,<br />

al tener siempre este tema en la cabeza, creí que acabaría por deslizarse hasta mi lengua.<br />

Dusala era otro de los nombres que Bhima no quería ni oír desde que se casara con<br />

Jayadratha. Satyaki había bebido y empezó a reír tan pronto como Bhima gruñó:<br />

“Jayadratha.”<br />

Yudhisthira, que escuchaba mi historia totalmente introvertido, volvió ahora la<br />

cabeza como si el muerto se hubiese levantado.<br />

“Ese chacal que fue la muerte de Abhimanyu”, gritó Bhima, “y que se escondió tras<br />

un seto de lanzas para hacer que Arjuna tuviese que arrojarse al fuego. Esa escoria, ese<br />

eunuco, ese campo de cremación... ¡Ofrecer sacrificios por él! No, Primogénito.”<br />

Yudhisthira alzó la mano y la extendió hacia él. Este gesto era una súplica y<br />

también una orden que Bhima nunca dejaba de acatar. Hoy la apartó con el brazo y se dio la<br />

vuelta. Tal cosa me puso en pie. Satyaki cogió a Bhima y lo giró hacia Yudhisthira para que<br />

se disculpase.<br />

“Ésta es una ofensa que no puedo tolerar”, chilló Bhima. “Satyaki, tú puedes irte a<br />

Dwaraka en cualquier momento, pero yo tengo que cuidarme de lo que ocurre aquí. Y estoy<br />

de acuerdo en que al tío se le muestre deferencia, pero ¿he de verle vaciar nuestras arcas<br />

exhaustas para apaciguar el alma de Jayadratha, el canalla más miserable después de Sakuni<br />

que haya tomado cuerpo humano alguna vez? Fue concebido en pecado y criado en<br />

tinieblas para insultar a Draupadi. Me revuelve las tripas.” Hizo poderosos sonidos de<br />

náusea para resaltar este punto. “Debes de estar borracho, Satyaki, para empujarme a<br />

apoyar semejante locura. ¿Gastarías tú tu tesoro en sacrificios por Bhurisravas? Y sin<br />

embargo, Bhurisravas era un alma noble.”<br />

Satyaki arrojó a Bhima una mirada que me turbó. Estaba colmada de ira. Que el<br />

nombre de Bhurisravas pudiese provocar tal mirada me llenaba de sombríos<br />

presentimientos. Quise tener la esperanza de que era el vino pero, desde que Bhurisravas<br />

matara a sus diez hijos, era raro no verlo bebido. Krishna era el único que lo apartaba del<br />

licor y Krishna no estaba.<br />

El decimoquinto día de la guerra, cuando Dhrishtadyumna, el gemelo de nuestra<br />

reina, cortó la cabeza a Dronacharya y la remolinó por el moño delante de mis narices, yo<br />

permanecí en silencio; pero más tarde, en el pabellón real, descargué sobre él mi ira.<br />

13


Dhrishtadyumna y el otro hermano de Draupadi y los cinco hijos de nuestra reina habían<br />

sido abrasados vivos por Ashwatthama y mi rabia se había consumido con ello, si no antes.<br />

Que tales fuegos estuviesen vivos todavía en Bhima y Satyaki tantas lunas después de la<br />

guerra, con tanta leña alrededor, sólo podía pronosticar el mal. Oí la risa callada de<br />

Ashwatthama antes de arrojar su maldición. Krishna había salvado a Parikshita, pero ¿se<br />

había agotado el astra? La guerra no había acabado... y no terminaría mientras ardiesen iras<br />

letales en estos corazones.<br />

Conociendo el efecto de la contradicción en Bhima, volví a sentarme y permanecí<br />

callado tal como había aprendido a hacer en mi campaña de paz. Aguardamos unos<br />

instantes. Satyaki se sentó entonces, airado y ceñudo. Yudhisthira se sentó, doblada la<br />

cabeza. Eran como mimos que dan a su audiencia tiempo para entender. Luego, Satyaki se<br />

levantó y se marchó sin el permiso ritual del Primogénito. Ni siquiera en el bosque, cuando<br />

no éramos más que nosotros cinco, habíamos descuidado la pleitesía debida a nuestro rey.<br />

El lapsus de Satyaki devolvió a Bhima sus sentidos. Como un lobo o tigre domesticado, se<br />

arrodilló ante Yudhisthira y puso la cabeza en su regazo. La mano de nuestro hermano<br />

mayor se la acarició, pero sus ojos estaban colmados de pensamiento y miraban la puerta<br />

por la que Satyaki había desaparecido. Bhima lo percibió y siguió a su primo diciendo: “No<br />

es nada, hermano. Me disculparé ante él.”<br />

En última instancia, en lo que a las arcas se refería, había poca diferencia en que tío<br />

Dhritarashtra ofreciese oro por Jayadratha o no. Nuestra riqueza se había agotado en la<br />

guerra. No habría habido oro bastante para celebrar el Ashwamedha, ni siquiera de un modo<br />

humilde, aunque el tío no hubiese ofrecido ningún sacrificio y hubiera vivido de arroz<br />

tostado y agua. Era esto lo que atormentaba a Bhima: que Yudhisthira, que había celebrado<br />

el Rajasuya en plenitud de esplendor y dignidad, se viese reducido a preocupaciones<br />

materiales para restablecer el Dharma y purificarnos de la sangre derramada. Para el<br />

Rajasuya, Bhima había traído riquezas del este, cestos de rubíes y zafiros. Había vertido las<br />

piedras a los pies del Primogénito entonces, pero ahora se sentía tan desvalido como una<br />

madre incapaz de proporcionar alimento. En cuanto a mí mismo, una parte de mí quería<br />

ayudar a conseguir oro para Yudhisthira, mientras que otra sabía que nada llevaría más<br />

rápido a Kalidasa al poste del sacrificio.<br />

Nuestro ingenio debía de estar embotado por la guerra, pues hizo falta otro incidente<br />

para mostrarnos lo obvio. Mientras tanto, la vida me resultaba no sólo soportable, sino<br />

incluso dichosa, gracias a mi nieto, el hijo de Abhimanyu. Mis mañanas transcurrían en la<br />

cámara del consejo, donde se discutían los impuestos y la irrigación y los muertos de tío<br />

Dhritarashtra, mientras Bhima se dormía y roncaba gentilmente o se levantaba de pronto,<br />

rendía pleitesía y partía porque el aburrimiento le agudizaba el hambre. Satyaki resistía a<br />

nuestro lado bien provisto de vino. Si no hubiera sido por el porte de Yudhisthira y la<br />

dignidad de nuestro tío Vidura y de Sanjaya, la sala del consejo habría resultado<br />

insoportable. Cuando el Primogénito se ponía en pie y nos daba la venia para partir, nunca<br />

nos parecía demasiado pronto. Mi corazón se aligeraba entonces en proporción inversa a la<br />

distancia que me separaba del palacio de Subhadra. Me detenía en el umbral fingiendo<br />

desmayo y murmujeaba las frases rituales del que busca refugio. Ella nunca dejaba<br />

entonces de responderme con aquella risa suya que era como la del agua al besar las rocas o<br />

el canto de un ave y que me revivía como ninguna poción lo habría hecho. Si Uttara y el<br />

crío estaban en alguna otra parte, íbamos a buscarlos o hacíamos que la nodriza nos trajese<br />

a la criatura. El pequeño era como Krishna, y era como Abhimanyu cuando lo dejamos en<br />

Indraprastha para acudir a la partida de dados. Tenía los ojos alegres pero, a veces, sus<br />

14


largas pestañas se entrecerraban y parecía entonces pensativo, mucho más allá de sus años.<br />

Pasase lo que pasase en el palacio de Yudhisthira o en su sabha, siempre había un anillo de<br />

calma alrededor de Parikshita. Yo sabía que los augurios y mis sueños eran verdad. El niño<br />

reinaría en paz.<br />

“La falta de oro no significa nada”, decía Subhadra siempre. “La pobreza es un<br />

estado mental. Mira cómo guió Krishna una nación a Dwaraka y piensa en cómo ayudó a<br />

construir Indraprastha en medio de la desolación.” Yo no respondía que todos éramos<br />

jóvenes entonces y que ahora nos aproximábamos a la sexta división de nuestras vidas. No<br />

lo decía, no, y cuando estaba con ella y Parikshita, no era verdad... o por lo menos no<br />

importaba nada.<br />

Visitábamos a Kalidasa cada día y le llevábamos terrones de azúcar y guirnaldas. Su<br />

belfo era húmedo y gentil, y áspera su lengua cuando tomaba nuestras ofrendas. Una vez<br />

ronchados los terrones con su fuerte dentadura, el corcel ponía su mejilla contra las nuestras<br />

y dilataba las narinas para aspirar el perfume de nuestro cabello. Los momentos con estos<br />

seres amados eran como lagunas fuera del tiempo y yo sentía compasión por cualquiera que<br />

no tuviera a Subhadra en su vida. Creo que eran estos instantes los que me daban paciencia<br />

para con los demás y me permitían alcanzar la sumisión que Krishna me aconsejara. Fue<br />

ahora cuando empecé a conseguir renombre en el campo de la sabiduría, aunque a la gente<br />

le costó algún tiempo pensar en Arjuna, supremo arquero, como Arjuna el consejero y<br />

árbitro. Cada vez más, Sanjaya y tío Vidura me usaban como embajador de Satyaki o<br />

Bhima o me pedían que hablase con el Primogénito acerca de moderar los gastos de tío<br />

Dhritarashtra. En esto último fallé, porque nuestro hermano mayor sufría una auténtica<br />

necesidad de servir a nuestro tío. Se había impuesto la tarea de hacerle olvidar que había<br />

perdido un centenar de hijos. Se convirtió ésta, tal como he dicho, en su preocupación<br />

principal, incluso cuando los preparativos del Ashwamedha requerían toda su atención.<br />

Nakula me hizo recordarle que habíamos invitado a todos los gobernantes para la luna llena<br />

del mes de Chaitra del año siguiente. Reluctante, fui y traté de sacarle punta al<br />

acontecimiento diciendo que a todos nos resultaría embarazoso tener que recibir a nuestros<br />

invitados con raíces secas y un puñado de grano. Pero, mientras las arcas siguieran vacías,<br />

¿qué podía hacerse, en realidad?<br />

“Hermano”, me dijo Yudhisthira, “espero que no tornes tus pensamientos hacia la<br />

comida, como Bhima.” Prosiguió con un largo discurso sobre cómo la mente podía<br />

volverse estómago y el estómago mente. La idea no carecía de verdad ni de interés, pero<br />

durante nuestro exilio la había oído mejor expuesta y con mucho más humor por los sabios<br />

del bosque. Como muchos de los argumentos de Yudhisthira, fallaba en su falta de<br />

oportunidad. Yo no podía encontrar nada que responder. Al final, él dijo: “Es verdad, tu<br />

honor está tan en juego como el mío, ya que eres tú quien los ha invitado. ¿Qué querrías<br />

que hiciera, Arjuna? Sabes bien que lo que nuestro tío gasta no serían más que gotas en el<br />

lago de ghi, para así decirlo, que se necesita.”<br />

Tenía tristes los ojos. Las cejas se le hundían hacia la nariz. Era verdad, desde<br />

luego. Yudhisthira había hecho llamar a los brahmines y maestros albañiles pidiéndoles una<br />

estimación de lo que se requeriría para las construcciones y los presentes a los sacerdotes y<br />

todo lo necesario para las ofrendas y vasijas rituales, y todos habíamos comprendido de<br />

inmediato por qué el Ashwamedha se ofrecía tan raramente. Sólo los utensilios para verter<br />

el ghi costarían la centésima parte de todo el oro que poseíamos ahora. El ritual exigía una<br />

serie completa de utensilios del precioso metal. Las estacas tenían que ser todas de oro. La<br />

15


mitad de la construcción del hoyo sacrificial y todos los arcos tenían que ser de oro. Ningún<br />

metal inferior podía usarse. ¿Por qué pensábamos que se llamaba ‘el Sacrificio de los<br />

sacrificios’, el ‘Rey de los Sacrificios’? El jubiloso verter todo lo que uno poseía era lo que<br />

evocaba la Gracia que limpiaba nuestros pecados. Nada inferior a esto nos purificaría. Lo<br />

desesperado de nuestra situación era un peso que aplastaba a Yudhisthira. Dos veces lo<br />

había visto yo así en el pasado: una, durante la partida de dados, cuando apostó a Draupadi;<br />

y la otra, el penúltimo día de guerra, cuando se enteró en su pabellón de que Karna vivía<br />

aún.<br />

“Primogénito”, le dije cogiéndole los tobillos mientras me sentaba a sus pies y<br />

agitándolo ligeramente, “escúchame. Dalo todo, todo el mundo, a nosotros incluso. Pero no<br />

tomes sobre ti la carga de las muertes de los hijos de tío Dhritarashtra. Hay cosas que es<br />

adhármico arrogarse. No insultes a nuestro tío quitándole la responsabilidad que le<br />

corresponde. Él no tiene hijos. No lo prives de su penitencia porque es lo único que tiene.<br />

Déjalo que la sufra. Da todo el mundo, si quieres, pero no le robes su culpa. La penitencia<br />

es su único punya.” Tras un largo silencio, me incliné y partí. Como hermano menor, no me<br />

era permitido decir más. Viéndolo tan lleno de preocupación, me pregunté cómo llegaría a<br />

abordar nunca el tema de Kalidasa con él.<br />

Estaba colmado de pensamientos todavía cuando Subhadra se me acercó junto al<br />

estanque de los lotos. La insistencia de sus ojos al tomarle las manos me reveló que mi<br />

mirada tenía un aire descorazonado. No le había hablado a ella del sagrado corcel. Quitar a<br />

los dioses lo que se les debe es cosa grave que yo no quería hacer pesar sobre ella.<br />

Caminamos en silencio por el borde del lago incrustado de lapislázuli hasta que<br />

alcanzamos el césped donde Parikshita retozaba sobre sus pieles de tigre. Lo cogí en brazos<br />

y por primera vez me olvidé del Ashwamedha... aunque sólo por aquel momento. Aquella<br />

cuestión me tenía prisionero, así que hablé con Subhadra de la preocupación menor.<br />

También nuestra tía Gandhari, al realizar los intrincados ritos de la sraddha por<br />

cada uno de sus cien hijos, se veía en la imposición de hacer a los brahmines regalos<br />

proporcionales a la pérdida. Y ¿quién tenía el corazón de impedirle librarse a sí misma de la<br />

deuda por la que se sentía obligada hacia sus hijos muertos?<br />

Era la primera vez que hablaba a Subhadra de un modo que cubría mi preocupación<br />

real.<br />

Nadie en Hastina podía hallar oro suficiente para la única cosa en que todos estaban<br />

de acuerdo que debía realizarse. Quizás habíamos discutido aquello tan a menudo que toda<br />

la simplicidad del asunto se ocultaba tras los argumentos. Nunca molestábamos a Uttara<br />

con la cuestión pero, por supuesto, ella se enteró. Se había convertido en el tema de<br />

conversación de todo el mundo y un día mi nuera comentó: “El patriarca Vyasa dijo que<br />

debíamos ofrecer el sacrificio, así que es al patriarca Vyasa a quien hay que preguntarle<br />

cómo conseguir el oro.”<br />

La miramos con estupefacta sorpresa. Yo tenía al niño en los brazos y se lo pasé a<br />

Subhadra. Sabía que aquellas palabras que sonaban pueriles portaban la solución en la que<br />

ninguno de nosotros había llegado a pensar. El abuelo Vyasa vivía con simpleza en su<br />

ashram; el oro y él se ubicaban en rincones distintos de nuestra mente pero, ahora que<br />

Uttara había pronunciado su nombre y la palabra ‘oro’ juntos, se deslizaron el uno hacia el<br />

otro como imanes y la sabiduría de sus palabras resplandeció en nuestro entendimiento.<br />

“Habla con Yudhisthira”, dijo Subhadra. “Tú compartes con él la carga de la<br />

invitación.” Toda esta cuestión se había convertido, en efecto, en una carga para mí. En<br />

sueños, veía a los gobernantes que había invitado sentados a mi alrededor en una cámara<br />

16


del consejo apenumbrada, esperando a que hablase... y yo estaba mudo. Otras veces, me<br />

desafiaban apuntándome con la mano izquierda. Yudhisthira no estaba presente en estos<br />

sueños. Parecía que la falta era mía.<br />

El mundo se convertía en un caos y Krishna no enviaba revelación ninguna.<br />

Ashwatthama se me apareció una noche. Era joven de nuevo y brillaba bajo la gema de su<br />

cabeza.<br />

“Arjuna, también yo sentí el peso del mundo. Llegué a creer que era porque había<br />

llorado pidiendo leche, pero era la adversidad del momento.” No dijo nada más pero,<br />

cuando desperté, sentía menos agobiada la mente. Al final, fue Nakula el que me hizo<br />

hablar.<br />

“Escuchar a un sabio es aún la única cosa que trae alivio a Yudhisthira”, me<br />

recordó. Y tenía razón.<br />

Yudhisthira y yo nos pusimos en camino hacia el ashram del abuelo Vyasa, como si<br />

la expedición fuese una excursión placentera. Yo viajaba con el Primogénito en su carro.<br />

De vez en cuando, él se volvía para sonreír. Por primera vez en muchas lunas, lo vi más<br />

ligero de corazón. Habíamos tratado de conseguir oro ahorrando, pero toda la esencia del<br />

Ashwamedha es dar, dar todo lo que se posee, el verdadero esplendor de un rey.<br />

Yudhisthira, que a menudo parecía tan poco kshatriya que se había ganado el sobrenombre<br />

de Brahmín, lo sabía como rey.<br />

El patriarca nos aguardaba con una pregunta propia: ¿por qué habíamos esperado<br />

tanto tiempo para venir a él?<br />

“El fruto no estaba maduro todavía”, dijo el Primogénito y se puso a hacer lo que<br />

más le gustaba: obedecer a un sabio.<br />

El oro que se necesitaba estaba en el norte, aseveró el abuelo Vyasa. Había allí un<br />

tesoro enterrado y oro de mina. Yudhisthira debía conducir la expedición.<br />

“Primogénito, nadie más que tú puede hallar ese tesoro. No se entregará a nadie<br />

más. Eres tú quien ha de ofrecer este gran sacrificio.”<br />

Las palabras del patriarca, aunque dichas a Yudhisthira, cayeron en mi sangre como<br />

flechas. Tú eres mi chakra, me había dicho Krishna en el Kurukshetra. Ahora, yo era el<br />

brazo de la espada otra vez. Nadie podía llegar al oro más que Yudhisthira y yo era su<br />

protector. Esto era algo que yo conocía y a lo que podía prestar mi mano. En cuanto a qué<br />

saldría de ello, por ahora no podía hacer otra cosa que someterme.<br />

El patriarca Vyasa habló otra vez: “No creas que lo que ofrecemos no es consciente.<br />

Todo es consciente.” Y sus palabras lo llevaron a un himno: “‘El Dios mora en todo lo que<br />

es. El elefante, la hormiga, las piedras.’ Sólo tú puedes llamar a ese tesoro, Yudhisthira,<br />

pero recuerda: tu concentración ha de ser perfecta. El oro que distribuyes y usas para los<br />

preparativos es ofrecido a los dioses. Así que purifícate. Abstente de carne y de vino, y<br />

observa silencio los diez días antes de partir.”<br />

Instrucciones tales eran carne y vino para Yudhisthira. Por fin se le daba una tarea<br />

que estaba en sintonía con el anhelo de su corazón y que hacía el sacrificio real para él. El<br />

Primogénito, de rodillas, alzó las manos en salutación al patriarca y posó la cabeza a sus<br />

pies. Era como si acabase de recibir el baño de coronación otra vez. Sentí una presencia<br />

venir al patriarca Vyasa. Elevó sus palmas al cielo, las colmó de sus bendiciones y las puso<br />

en la cabeza de mi hermano mayor. Lo dejamos en el ashram para sus diez días de ayuno y<br />

retornamos a Hastina en busca de soldados.<br />

17


CAPÍTULO III<br />

Nuestras fuerzas habían de marchar bajo la constelación Dhruva y en el día de<br />

Dhruva. Si no hubiera dejado atrás a Subhadra, al niño y a Kalidasa, me habría sentido<br />

enteramente feliz de dejar atrás Hastina. Tras rendir culto al gran dios Maheshwara,<br />

ofrecimos tortas de arroz y recibimos la bendición de los brahmines. Parikshita y yo<br />

adoramos a Kalidasa moviendo las velas ante él; después, le acariciamos la crin y lo<br />

enguirnaldamos. Le alcé el mechón que le caía sobre la cabeza y le puse kumkum y granos<br />

de arroz sobre la constelación de su frente; encima de ella, tracé un creciente porque el<br />

corcel pertenecía a la raza lunar. Posé junto a la suya mi mejilla.<br />

“Eres Prajapati”, le dije, “y nos conducirás a todos nosotros. Pero ahora es tiempo<br />

de espera y sumisión. Tenemos que encontrar un tesoro.”<br />

Krishna había dicho que el hombre de más baja calaña era el que mataba a su perro<br />

fiel. ¿Qué sería yo, entonces, si no conseguía salvar a Kalidasa? Kalidasa no era un perro<br />

fiel, sino mi guru, que me había guiado a través de los reinos. Mi corazón se mantuvo firme<br />

en su resolución.<br />

Kalidasa resolló gentilmente y frotó su cabeza contra la mía. Sentí su confianza. Me<br />

dio fuerzas. Él me había protegido, me había guiado a través de todos los peligros. Y me<br />

llegó la idea de que, de algún modo, él nos conduciría a través de este peligro también.<br />

Cerré los ojos y oré pidiendo sabiduría y buena fortuna, y luego, allí mismo, en<br />

aquel establo que olía a estiércol y guirnaldas, recé a Madre Durga, protectora de todos los<br />

guerreros. Por último, silencioso el corazón, le recé a Krishna.<br />

El patriarca Vyasa vino con nosotros. Era la primera vez que montaba un elefante y<br />

se le veía pletórico de júbilo y travieso como nunca. Saludaba con himnos a todos los<br />

árboles y animales, y tenía un cántico especial para cada uno de ellos: para las nubes y la<br />

lluvia, para el cielo y la tierra, para la aurora y el ocaso, para cada hora del día y de la<br />

noche, el amanecer, el resplandor del fuego, la luna y la noche prendida de luna, las llamas,<br />

la alegría de la tarde, el viento silbante, las estaciones, la ley que cambiaba las estaciones y<br />

el milagro de la creación, para cada paso y cada contratiempo. Era la nuestra una<br />

peregrinación y no permitía que lo olvidáramos un solo instante.<br />

Entre marcha y marcha, nos hacía sentar sobre hierba kusa y cantar con él como sus<br />

discípulos en el ashram. Su voz era sincera y potente, y podía elevar un Om desde debajo<br />

del suelo y mantenerlo de forma que reverberase en todos nosotros. Incluso al soltarlo,<br />

aquél ascendía y ascendía y quedaba suspendido en el aire... y, cuando el silencio caía por<br />

fin, sabíamos que su plegaria había alcanzado a los dioses. Con todo ello, esperábamos<br />

tener una expedición sin percances pero, a pesar del patriarca, parecía que un viento<br />

inauspicioso nos siguiera.<br />

Cuando nos aproximábamos al segundo grupo de aldeas, una delegación de jefes y<br />

ancianos vino a recibirnos. Un tigre herido, incapaz ya de cazar su presa natural, se había<br />

llevado a mujeres y niños de los campos. Las aldeas habían perdido a un abuelo, cuatro<br />

mujeres, un adolescente y dos pequeños. Ahora, y en respuesta a sus plegarias, el rey, su<br />

padre, su salvador, llegaba montado como un dios sobre un gran elefante. Permanecieron<br />

con las manos unidas y la mirada implorante alzada hacia nosotros. Yo nunca llegué a<br />

dudar cuál sería la respuesta de Yudhisthira, pero algunos de nuestros consejeros y<br />

18


sacerdotes se miraron inquietos unos a otros. Se entregaron a susurros y gesticulaciones,<br />

tratando de urgir al más anciano de los brahmines para que aconsejase precaución. De<br />

nosotros dependía todo: el Ashwamedha, las lluvias, las cosechas del país entero. A través<br />

del Primogénito debía purificarse toda la dinastía. El brahmín se adelantó, contraído el<br />

rostro por su misión.<br />

“Mi señor, si algo le ocurre a Sri Arjuna, ¿quién guardará al emperador?”<br />

Yudhisthira contempló más allá de los sacerdotes los rostros implorantes de los<br />

hombres, que se mantenían a respetuosa distancia. Aquéllos eran sus hijos.<br />

“Éstas gentes son nuestros súbditos, oh inmaculado. Sri Arjuna protegió al caballo<br />

sacrificial. ¿Quién protegerá a estos hombres, si no lo hago yo?”<br />

Ahora, varias voces murmuraron:<br />

“Pero el Ashwamedha...”<br />

“Si algo pasara...”<br />

“Todo depende del sacrificio. La vamsha de vuestra Alteza debe ser purificada.”<br />

“Señores, os lo agradezco. Lo que decís es verdad, pero el destino del mundo no<br />

depende de la seguridad del rey, sino de la observancia del Dharma.” Dicho esto,<br />

Yudhisthira indicó a su gajaroha con un gesto su deseo de desmontar. Todos miramos<br />

entonces al patriarca, que observaba a su nieto.<br />

“Hay cosas que sólo el rey decide y que incluso los sabios deben aceptar...”, les dijo<br />

el abuelo Vyasa a los brahmines contemplando sus largas uñas, “a menos que el rey les<br />

consulte.”<br />

“El rey Vrishadarbha se arrancó la carne a pedazos para proteger a un pichón.” El<br />

Primogénito le sonrió al abuelo Vyasa. “¿Voy yo a quedarme en mi tienda acobardado,<br />

cuando mis súbditos me piden que los proteja?”<br />

“Mi señor, ésa no es sino una leyenda”, protestó uno de los brahmines.<br />

Yudhisthira lo observó un instante y luego se tornó hacia el brahmín principal.<br />

“¿Qué hace este brahmín sin fe en nuestra expedición? Envíalo de vuelta, no sea que traiga<br />

el desastre sobre nosotros.”<br />

Después de esto cesaron las murmuraciones. El patriarca cerró los ojos y sonrió.<br />

“Hermano, ¿para qué he venido yo entonces? El rey no debe ser puesto en peligro<br />

en un momento como éste”, protesté. “Déjame ir en busca del tigre. Yo soy tu brazo de la<br />

espada.”<br />

“Ciertamente lo eres, Arjuna”, le respondió Yudhisthira a mi inquietud, “y ningún<br />

rey tuvo nunca uno mejor. Pero, si el rey se queda sentado a salvo mientras sus súbditos<br />

están en peligro, ¿qué rey es ése?” Empezó a caminar hacia un pabellón. “Quién sabe qué<br />

dios ha enviado ese tigre... Quién sabe qué dios ha tomado su forma atigrada.” Paseó<br />

entonces una mirada por todos nosotros que decía: ¿Alguien más tiene prisa por volver a<br />

ver Hastina otra vez?<br />

“¿No te das cuenta de que eres la esperanza del pueblo?”, estallé yo. “¿Por qué<br />

hicimos la guerra? ¿Alguno de nosotros quería en particular ser rey? ¿Es que no sabíamos<br />

la desolación que seguiría a la batalla, aunque venciésemos? Luchamos para que un rey<br />

dhármico se sentase en el trono. Sólo para este fin condujo Krishna mi carro de guerra, para<br />

que el Dharma, y no Duryodhana, se sentase en el trono y ofreciese por el pueblo. Krishna<br />

nunca dijo ni pensó que Arjuna fuese rey. Cuando los Trigartas me desafiaron te hizo<br />

prometer que volverías al campamento, si Satyajit caía, y tú volviste. ¿Qué crees que diría<br />

hoy?” A diferencia de mí mismo, Yudhisthira carecía de estúpida vanidad.<br />

19


“Yo permaneceré detrás pero, esté yo ahí o no, tu flecha será disparada por Kala,<br />

que es Señor del Tiempo. Si permanecemos anclados en la fe, no podemos fallar.” Una vez<br />

más, Krishna nos había salvado.<br />

“No creas que te desharás de mí tan fácilmente, Arjuna”, le oí decir entonces al<br />

abuelo Vyasa. “Además, yo tengo mudras que pueden paralizar a un tigre.”<br />

Antes de mi experiencia del desierto, me habría puesto frenético que alguien<br />

hubiese pensado siquiera en quitarme el tigre, y con mantras por si fuera poco, cuando yo<br />

había organizado la cacería. Ahora me hacía sonreír. Incluso los dioses, pensé para mis<br />

adentros, favorecen a un gran arquero.<br />

Cuando tratas con un devorador de hombres herido necesitas tanto la protección de<br />

los dioses como tener a los mejores cazadores contigo. Así que dispuse tres elefantes y seis<br />

de mis mejores arqueros: dos en direcciones opuestas para cada varandaka. Otro arquero lo<br />

tenía conmigo en mi propio varandaka. Éramos ocho en total, escogidísimos. Preparé cinco<br />

elefantes más con lanceros, de modo que pudiésemos avanzar en una flexible línea<br />

horizontal. Los gajarohas susurraron al oído de sus animales que íbamos a la caza de un<br />

tigre, que no tenían que hacer ruido, y las grandes bestias caminaron quedas como gatos.<br />

Hice marchar a mi formación lentamente con señales de mis brazos. Yo tenía el arco<br />

en las manos y la flecha armada en él. Oí un ruido de hojas a mi derecha e hice detenerse a<br />

los elefantes. Todos respirábamos precavidos, en tenso silencio. Un tigre herido ataca a<br />

cualquier cosa que se le acerque y ni siquiera los elefantes mejor entrenados resisten<br />

cuando sienten las garras de la bestia. Mi oído era agudo, pero fue mi montura la que<br />

percibió el olor. Las aves habían dejado de trinar y yo vi los pies de mi gajaroha<br />

flexionarse contra los costados del elefante. Mi animal barritó y yo di orden al resto de<br />

situarse frente al tigre. A un gruñido airado siguió un rugido. La maleza empezó a moverse<br />

como agitada por la violencia del viento. Olí al gran gato antes de que aquel relámpago<br />

amarillo y negro se arrojase sobre el elefante a mi izquierda, que giró en redondo tan<br />

velozmente que arrojó su gajaroha al suelo; después, trompeteando, berreando y con un<br />

brutal abaniqueo de sus orejas se arrojó a la jungla detrás de nosotros. Mi flecha se hundió<br />

en el anca de la fiera junto a la cola antes de que la selva se cerrase sobre ella, pero no era<br />

una herida mortal.<br />

No sin dificultades, los gajarohas calmaron a sus monturas y nosotros esperamos a<br />

que la bestia cargase otra vez. Ahora, los rugidos ferales llegaban mezclados con aullidos<br />

de dolor y, cuando el tigre volvió a atacar, dos elefantes rompieron la formación y dejaron<br />

un agujero en nuestra defensa. Por unos instantes, no hubo nada entre la fiera enloquecida y<br />

el campamento en el que esperaba el rey. Fue entonces cuando el cántico inflamó el aire.<br />

Ignorando mis órdenes de mantener silencio, el patriarca Vyasa elevó la voz en alabanza a<br />

la creación, sus tigres y todas las cosas franjadas. Lejos de aplacarse, el felino saltó sobre el<br />

elefante del patriarca. Mi flecha lo alcanzó en mitad del salto. El patriarca se volvió hacia<br />

mí atónito.<br />

“¿Por qué lo has hecho, Arjuna?”<br />

Mi aturdimiento fue incluso mayor que el suyo. Miré el tigre abajo, yaciendo sobre<br />

un costado y con la sangre manchándole el carrillo. Tenía abiertas las fauces en un rugido,<br />

pero estaba bien muerto.<br />

“¿Qué tenía que haber hecho, abuelo?”<br />

Él extendió la mano y sus dedos configuraron el mudra que ahuyenta el temor. “Mi<br />

mantra lo habría detenido.<br />

“¿Y si no le hubiera hecho caso?”, protesté. Él giró la cabeza.<br />

20


“Eres un niño, Arjuna.” Sin más comentario, ordenó a su gajaroha volver al<br />

campamento, dejándome que lo siguiera como un estudiante reprendido.<br />

Cuando alcanzamos las tiendas, hallamos a los elefantes huidos en una alberca,<br />

confortados por sus cornacas. “Os ha asustado ese horrendo tigre”, les canturreaban al oído.<br />

“Pero Sri Arjuna lo ha castigado. Nunca volverá a asustaros. Él es el mejor arquero del<br />

mundo. Puede disparar con las dos manos.” Tuve que contentarme con estos elogios porque<br />

el abuelo Vyasa seguía en inapelable silencio. Por un rato, observé a los gajarohas frotar<br />

los costados de los elefantes y hacerles cosquillas tras las orejas con sus largos cepillos.<br />

Chapoteaban y jugaban en el agua como chiquillos. Los elefantes se llenaban las trompas<br />

de agua y la espurreaban. Por fin, el hosco silencio del patriarca se rompió y su voz se elevó<br />

sobre los sonidos del júbilo de los mastodontes y sus guardas.<br />

“La verdad es lo supremo, lo supremo es la verdad.<br />

Por medio de la verdad, los hombres no caen nunca del mundo celestial,<br />

Porque la verdad pertenece a los espíritus bañados en Gracia.”<br />

Y mientras cantaba se volvió hacia mí y me sonrió perdonándome. Era en verdad<br />

una sonrisa de gracia que reflejaba los cielos, por los que ahora se movían nubes rosadas,<br />

como velas infladas por el viento, contra una expansión de azur. Pero en una de ellas, yo vi<br />

algo que anuló el éxito del día y me hizo cerrar los ojos con repentino dolor: la forma de<br />

Kalidasa. Esta nube flotó separada de las demás, en cuatro pedazos.<br />

En el primer río que cruzamos, una balsa volcó y se perdió gran parte del bagaje.<br />

Apenas habíamos acabado de recuperar lo que pudimos y seleccionado lo todavía salvable,<br />

cuando los camellos se amotinaron y uno de ellos logró tirar y pisotear su carga de<br />

provisiones. Al llegar al segundo río, todos ellos se negaron a meterse en el agua.<br />

Finalmente, atamos a ocho camellos juntos y los sujetamos a la cola de un gran elefante que<br />

los arrastró al río y los hizo nadar a través de él. Esto los tornó dóciles y les vimos lanzar<br />

tímidas miradas de soslayo que nos convencieron de que así era como había que tratar a los<br />

camellos. El resto de los elefantes fue enviado luego a través de las aguas, con cuerdas de<br />

hombres colgadas de sus colas. En medio de todo el barullo, empecé a preguntarme, como<br />

siempre lo hacía llegado cierto punto de las expediciones, por qué había tenido tanta<br />

ansiedad de partir. Justo entonces algunos bueyes se hundieron y perdimos varios cofres en<br />

los que el tesoro había de ser transportado de vuelta a Hastina. Los responsables de los<br />

bueyes los habían sobrecargado. Hubo mucha agitación mientras buceábamos para cortar<br />

las cuerdas y descargar a las pobres bestias. ¿Por qué estos percances? Cuando escatimas el<br />

sacrificio, quizás no puedas esperar la protección de los dioses. No, protestó mi corazón.<br />

Ésta era voz de sacerdote.<br />

Logramos salvar a los animales y los cofres, y yo me las arreglé para nadar lo<br />

bastante y refrescarme. Luego, me sumergí en el agua de nuevo, esta vez por puro placer.<br />

Hallé calma y frescura bajo la superficie. Arriba, la confusión era otro mundo. Agité<br />

las piernas hacia mayores profundidades, dispersando un banco de peces. Uno de ellos,<br />

confiado, vino a mí y me miró con ojos como platos, redondos, como preguntándome qué<br />

quería yo allí. Extendí la mano hacia la plata de su piel y partió como un relámpago. Me<br />

sentía libre y alegre allí abajo, solo. Lamentaba que mi necesidad de aire hubiera de<br />

arrastrarme pronto de vuelta a la superficie. Entre tanto, contemplé las sombras en el lecho<br />

21


del río. Una de ellas se convirtió en el corcel sagrado. Emergí abruptamente, el corazón<br />

enloquecido, ansiando aire.<br />

Después de todo esto, dispusimos un puente de barcazas para los bueyes y los<br />

caballos.<br />

Haciendo marchas cortas de un goyuta cada jornada, alcanzamos unas tierras<br />

prístinas en la que grandes bandadas de aves migratorias blancas con largas colas farpadas<br />

descendían hacia el patriarca Vyasa y volitaban alrededor de él con agudo griterío. Unas<br />

pocas se posaban en sus manos y en sus hombros. Una lo hizo en su moño. Luego, las<br />

vimos aterrar a orillas de un lago de cristal. Llegaron grullas de más allá del Himavat<br />

volando en formación de punta de flecha y las observamos cambiar líderes. Gansos de alas<br />

grises navegaron sobre las aguas de una laguna, sin turbar apenas la superficie, sin<br />

mezclarse con los patos salvajes o con sus hermanos de color arcilla. El martín pescador<br />

destelló antes de hundirse en el lago y emergió después triunfante con su presa. Hacían que<br />

el cielo brillante pareciese pálido. Al acercarnos, las perdices moteadas se fundieron tras las<br />

piedras y se burlaron de nosotros invitándonos a saber cuál era cuál. Los cormoranes se<br />

miraron en el agua sus grandes picos ganchudos y yo contemplaba incansable las ardillas de<br />

montaña, negras, atigradas, anaranjadas, doradas, contra la oscura corteza de los árboles,<br />

realizar sus acrobacias en las ramas más menudas.<br />

Todo el universo era en verdad el juego del Creador. En días como éstos, yo me<br />

sentía en paz profunda y me colmaba la fe de que la visión de Krishna prevalecería.<br />

Me encantaba sentarme junto al abuelo Vyasa. Un día observábamos a las<br />

mariposas revolotear entre púrpuras trepadoras. Su espíritu interior fluyó a través del<br />

patriarca hasta mí y de vuelta a ellas. De pronto, el mundo entero empezó a moverse como<br />

si alas batiesen el aire hacia abajo y un millar de pájaros tirase hacia el cielo con atronador<br />

aleteo. Miramos y miramos y, cuando pude hablar otra vez, le dije al sabio: “Éste es el lila.<br />

¿Qué necesidad tenemos de oro?”<br />

Por fin se volvió para observarme. El aire era dulce y diáfano. Yo siempre había<br />

sentido cuando estaba en las montañas que no envejecería en las ciudades, que un día los<br />

dioses de los montes me llamarían y me guardarían hasta el final. Le conté al abuelo mi<br />

fantasía.<br />

“Nadie puede retenerte prisionero, Arjuna. Algún día volverás a las cumbres para<br />

siempre. Yo te lo diré cuando llegue la hora. Te lo prometo. Pero no es ésta. Nadie puede<br />

ser exonerado antes de tiempo, ni tú ni yo, sin desequilibrar la creación. Ya sabes eso.” Yo<br />

asentí.<br />

Marchamos bajo la mirada de los montes. Adoramos a Rudra, adoramos al Señor de<br />

los Tesoros con pureza de propósito en nuestros corazones. Y un día el patriarca Vyasa me<br />

dijo que habíamos llegado al lugar donde yacía oculto el tesoro.<br />

“Oh Tierra, eso que estoy excavando para extraer de ti,<br />

que crezca de inmediato;<br />

Oh Purificadora, no dejes que perturbe tu alma ni tu corazón.”<br />

Los brahmines que nos acompañaban cantaron sus mantras y fortalecidos por sus<br />

bendiciones empezamos a cavar. Lo que surgió primero fueron raras y preciosas vasijas de<br />

todo tipo: bhringaras, katahas, kalasas, bardhamanakas y bhajanas. Estaban incrustadas<br />

de gemas y resplandecían al sol y la nieve como sueños hechos vida. La riqueza emanó en<br />

22


tal profusión que comprendí que el abuelo Vyasa no había exagerado. Nuestros miles de<br />

cofres no eran demasiados y lamentamos los perdidos en el lecho del río.<br />

Dieciséis mil monedas fueron colocadas sobre cada camello, veinticuatro mil serían<br />

llevadas por los elefantes que esperaban en un campamento base, ocho mil en cada uno de<br />

los carros. Tendríamos que cargar a mulas y caballos, y aún quedaban riquezas que tuvimos<br />

que repartir entre las cabezas y los lomos de los hombres. Uno perdía el sentido del valor<br />

con aquel tesoro. Brotaba como el agua que borbolla en un manantial. Al fin, Yudhisthira<br />

dio orden de detener la extracción.<br />

“No tomemos más. Dejemos el resto para que los hijos de Parikshita ofrezcan<br />

sacrificios.” Yo había empezado a pensar que los guardianes de estas riquezas podían<br />

retenernos aquí para siempre.<br />

Una vez terminado aquello, el sentido de lo que teníamos retornó. La tierra que<br />

pisoteáramos durante la guerra nos rendía su tesoro. Era ella la Madre y contenía todas las<br />

cosas. El abuelo cantó:<br />

“Contiene Ella todas las cosas.<br />

Toda substancia posee.<br />

Ella es el fundamento.<br />

Con pecho de oro, amansiona el mundo.<br />

Ella alberga a todo el mundo.”<br />

Lo que ella nos había dado no era sólo oro, sino riquezas del espíritu. Como siempre<br />

que partía de estas regiones, mi corazón ansió retornar.<br />

“Que las montañas, las cumbres nivosas,<br />

los bosques te traigan dicha en la Tierra.”<br />

Di gracias de que el tesoro fuese cargado y asegurado sin mayor percance. Los<br />

dioses del sacrificio no podían estar muy airados conmigo, después de todo.<br />

Durante el retorno, tuvimos que permanecer concentrados en el camino, pues las<br />

lluvias habían hecho resbaladizos los senderos. Los camellos tienen un paso seguro en los<br />

sitios altos y, más abajo, los elefantes nos aguardaban. Las voces de los gajarohas ecoaban<br />

por los montes.<br />

“Camina tranquilo... oh mi tesoro.” “... tesoro... soro... soro...” Llegaba el eco. El<br />

mundo estaba lleno de nombres de amor.<br />

Los gajarohas casi nunca callaban, advertían a nuestras monturas de que tuviesen<br />

cuidado, les prometían que pronto estarían en casa y les decían que se habían portado muy<br />

bien, que gracias a ellos el rey celebraría un estupendo Ashwamedha. Yo me había sentido<br />

en paz hasta entonces, pero aquella sola palabra hizo retornar todo el tumulto.<br />

En casa... En un platillo de mi balanza estaba la dicha de ver a Parikshita y<br />

Subhadra otra vez; en el otro, mis pensamientos sobre Kalidasa... y la balanza se inclinaba<br />

del lado de mis pensamientos. El camino por el que el abuelo Vyasa nos conducía al valle<br />

era peligroso, el lugar menos adecuado para contrariar a los dioses. Tenía que poner rienda<br />

a mis pensamientos. Los ríos crecidos rugían abajo, muy abajo, en un mundo que venía<br />

demasiado rápido hacia nosotros. Pronto el aire perdería ese punto de vigorosa y prístina<br />

frescura.<br />

23


Era un mundo de Dioses el que dejábamos atrás. Había sabios en las cuevas de los<br />

montes que no habían salido a saludarnos, pero cuyas bendiciones -estábamos seguros-<br />

sostenían el mundo y lo ayudarían a superar la Kaliyuga. A ellos les envié mi plegaria.<br />

Mi oído de arquero oyó el primer guijarro. Después, toda la compañía percibió el<br />

golpeteo cuando las piedras cayeron alrededor de nosotros. Trescientos gajarohas<br />

suplicaron a sus asustados elefantes que no hicieran caso, pero éstos tenían más sentido<br />

común. Las piedras dejaron de caer. Una señal del patriarca detuvo nuestro avance. Los<br />

elefantes barritaban, pegadas las orejas a sus costados. Alzaron las trompas y berrearon y,<br />

cuando Vyasa nos ordenó marchar otra vez, no quisieron moverse. Un tamborileo... una<br />

lluvia de piedras delante del patriarca, al que podíamos ver más abajo que nosotros, y luego<br />

el primer gran peñasco. Después, con un fragor como el de un centenar de truenos, otras<br />

rocas, incontables, se desprendieron de la cornisa de la montaña y cayeron justo por encima<br />

de nosotros al valle.<br />

Un pedrusco no puedes abatirlo con un dardo y yo no conocía ningún astra para un<br />

desprendimiento de tierras. Entonces, en medio del farfullar y griterío y el meneo letal de la<br />

montaña, se elevaron los breves compases de un cántico de paz. El abuelo Vyasa estaba de<br />

pie en su asiento del varandaka, con los brazos alzados. Tenía el rostro vuelto hacia la<br />

montaña, de forma que yo veía el perfil halconado de su nariz. Sus facciones conservaban<br />

tan perfecta compostura que podría haber sido parte de aquel mundo rocoso, erecto de<br />

aquel modo desde el principio de la creación, ignorante de la arena o de las piedras o<br />

peñascos o montañas que cayesen sobre él. El repicar cesó y se retiró como para escuchar:<br />

un último traqueteo de piedras -una me golpeó el tobillo- y después todo cesó. Un silencio<br />

total... y nuestros hombres y animales lo observaron. Podía oírse su respiración. El patriarca<br />

no se movió. Luego, sus párpados arrugados y entrecerrados pestañearon y se cerraron.<br />

Yudhisthira tenía razón. Uno no debe portar incredulidad. No puede hacerlo. Así<br />

como en el Indraloka yo había constatado que toda nuestra gracia y encanto heredados<br />

provenían de Urvasi, comprendía ahora que toda nuestra fuerza y sabiduría nos llegaba a<br />

través de este sabio que había engendrado a nuestro padre.<br />

El patriarca había terminado su cántico, pero tenía aún los brazos alzados contra los<br />

cielos y el moño de su cabeza los desafiaba. Se giró en redondo. Había un reto en sus ojos<br />

para mí también.<br />

“Él sigue la senda de todos los espíritus,<br />

De las ninfas y del ciervo en el bosque.<br />

Comprendiendo sus pensamientos, borbollando con sus éxtasis,<br />

Su amigo tentador es él,<br />

El asceta del largo cabello.”<br />

En el campamento base descargamos los elefantes y subimos a las montañas en<br />

busca de más. Esta vez, el espíritu de los montes no se opuso a nuestro paso.<br />

Om Tat Sat<br />

24


CAPÍTULO IV<br />

Todavía recuerdo el momento en el patio del palacio de Hastina cuando los<br />

primeros camellos se arrodillaron y fueron descargados: ni siquiera lo que Maya nos trajera<br />

para nuestra sabha de Indraprastha podía igualar estas riquezas.<br />

Planear y levantar un edificio es decir sí a la vida. Erigirlo para los dioses es<br />

elevarse uno mismo por encima de las dichas y miserias de la vida. No puedes dudar del<br />

sentido de tu obra o su valor. La forma que le das es tu participación en la creación y te<br />

aproxima al Creador de todas las cosas.<br />

Yudhisthira, a quien nunca le había interesado el lujo y que siempre había querido la<br />

riqueza para repartirla, tornó su mente ahora al esplendor, hacia la construcción de palacios<br />

para todos los reyes tributarios así como hacia la sabha del Ashwamedha. El Palacio de<br />

Cristal edificado por Duryodhana para emular nuestra Maya-sabha de Indraprastha estaba<br />

lleno de recuerdos amargos. Una nueva sabha fue lo primero que nos vino a la mente<br />

mientras dejábamos correr las gemas entre nuestros dedos y nuestros ojos bendecían el oro.<br />

La Maya-sabha de Indraprastha había sido, en parte al menos, un regalo que el<br />

demonio-arquitecto me hiciera por salvarlo; además de la inmensa luz que te aturdía al<br />

entrar en ella, el palacio rebosaba de traviesos elementos. Había habido reflejos allí de<br />

tiempos inocentes y esperanzados, cuando vivíamos aún sin pensamientos de guerra. La<br />

sabha de Yudhisthira sería algo de otro mundo venido a encontrar la Tierra. Mientras el<br />

Primogénito y los sacerdotes decían los mantras sobre la piedra angular del edificio, yo<br />

supe que en sus muros estarían la sangre y los huesos, los corazones y mentes de todos los<br />

kshatriyas muertos en la gran batalla. Pensé entonces que el mundo había quedado limpio y<br />

que nunca más habría necesidad de guerra. No había razón por la que los hijos de Parikshita<br />

no pudieran gobernar en paz otros sesenta años, y luego otros y otros y así hasta el final de<br />

los tiempos terrenales. Porque ¿quién, habiendo oído hablar del Kurukshetra, querría volver<br />

a levantar los ejércitos de Bhárata contra sus enemigos? La historia había de ser transmitida<br />

de generación en generación con todo su detalle brutal. Ya el patriarca Vyasa cantaba<br />

partes de la guerra que Sanjaya le había narrado.<br />

Me hacía sonreír con dulce dolor oír la muerte de Uttarakumara aquel primer día de<br />

batalla.<br />

25


CAPÍTULO V<br />

La construcción de la nueva sabha y de las arcadas de oro era una tarea compleja.<br />

Las medidas tenían que ser exactas, si queríamos tener la esperanza de tiempos auspiciosos<br />

por venir una vez más. Se decía que los cálculos empleados para la erección del Palacio de<br />

Cristal no habían sido realizados con exactitud: la rabia de Duryodhana y su prisa por<br />

invitarnos a la partida de dados había obligado a obviar ciertos preparativos; de otro modo,<br />

nunca podría haber tenido lugar bajo su techo aquella mayúscula estafa y, mucho menos, lo<br />

que se le infligió a la emperatriz de Bharatavarsha.<br />

Mientras se aproximaba la luna llena del mes de Magha, Yudhisthira le pidió a<br />

Bhima que buscase, con los sacerdotes instruidos en el Ashwamedha, el lugar apropiado<br />

para el sacrificio. Fue seleccionada y medida una zona junto al río. Una pequeña y<br />

auspiciosa arteria tributaria serpeaba a través de ella, alimentada por una fuente que<br />

borbollaba clara como el cristal entre las rocas. Mantras cantaron los sacerdotes mientras<br />

recorrían el perímetro del área. Sonaron las caracolas mientras se batían tablas y<br />

mridangams en un controlado frenesí de celebración.<br />

Pronto estuvo el lugar abarrotado de hombres que talaron los árboles y nivelaron el<br />

terreno. Todos eran conscientes de que laboraban para la gran ofrenda. Su canto y<br />

movimientos rítmicos se hicieron uno solo. El sonido mismo era mántrico. El suelo fue<br />

sembrado de gemas y joyones. Las columnas se alzaron desde las puertas hasta la<br />

plataforma del Ashwamedha; una serie de arcos triunfales que los reyes cruzarían para ir a<br />

sus aposentos empezó a elevarse como pares de árboles de oro. Toda una cuarta parte del<br />

tesoro se iría en esto. Luego vendrían las mansiones de los reyes que yo había amistado o<br />

sometido, con apartamentos para sus damas y sus cortesanos. Yudhisthira se preocupó de<br />

que no se talase ninguno de los árboles sagrados, el nim, el pipal, el ashok y el baniano que<br />

crecían junto al río. Había tenido siempre gran respeto por animales y plantas, pero después<br />

del Kurukshetra exigía su protección como si se tratase de miembros de su propio linaje. En<br />

esto ponía yo mi esperanza de salvar a Kalidasa. Los pisos superiores de los palacios verían<br />

el panorama sobre las arcadas, el agua como un flujo de plata al alba y tocada por el rosa al<br />

ocaso.<br />

El día en que empezamos la sabha, Yudhisthira condujo a tío Dhritarashtra y a tía<br />

Gandhari al lugar de construcción. Se habían traído tronos para todos. Tío Vidura y Sanjaya<br />

se sentaban uno a cada lado del tío y sonreían gentiles. Había una dulzura en el aire.<br />

Yuyutsu se sentaba a los pies de Dhritarashtra para recordarle que todavía tenía un<br />

hijo. De vez en cuando, el tío bajaba la mano para acariciarle la cabeza. Para muchos de<br />

nosotros un nuevo ciclo empezaba aquel día. Más adelante, la gente dividiría las épocas<br />

diciendo ‘antes de la construcción de la sabha’ o ‘en el año de la nueva sabha’.<br />

En esta primera ocasión pública, la gente notó algo nuevo en Yudhisthira. Dijo que<br />

lo que el corazón sentía apropiado era tan bueno como lo que decretaba la costumbre<br />

honrada por el tiempo. Ordenó a los sacerdotes empezar a cantar los himnos que él mismo<br />

había escogido. No miró a tío Vidura en busca de apoyo. Tenía la voz colmada de vigor.<br />

Tío Vidura me dirigió una mirada traviesa, luego volvió a contemplar al Primogénito con<br />

ojos llenos de orgullo. Todo esto constituía un buen augurio para Kalidasa, si sólo<br />

conseguía yo dejar soplar el viento de la verdad a través de mí.<br />

26


Cuando llegó el momento de enterrar los rubíes, diamantes y esmeraldas bajo la<br />

piedra angular, Yudhisthira no llamó al tío Dhritarashtra sino que se adelantó él mismo,<br />

decidido. Realizando los gestos rituales avanzó hacia el lugar y lo rodeó siguiendo a los<br />

sacerdotes, de izquierda a derecha. El himno que había seleccionado para acompañar la<br />

ceremonia era uno de sus favoritos, y desde aquel día se convirtió en uno de los míos<br />

también.<br />

Más tarde, el patriarca Vyasa lo incluiría en el grupo del Atharva Veda.<br />

Ofrezco un canto a este Dios, Inspirador<br />

Del Cielo y la Tierra, insuperablemente sabio,<br />

Poseído de la real energía, dador de tesoros,<br />

Amado por todos los corazones.<br />

Vasto es su esplendor, su luz<br />

Resplandece poderosa en la creación. Él cruza las alturas,<br />

Con manos de oro, midiendo el cielo con su aparición,<br />

Lleno de sabiduría.<br />

Fuiste tú, Dios, quien inspiraste a nuestro Ancestro,<br />

Asegurándole el espacio en lo alto y por todas partes.<br />

Que gocemos nosotros también día a día de tus bendiciones<br />

Y de vida abundante.<br />

El Dios Inspirador, el Amigo que adoramos,<br />

Ha otorgado a la vida de nuestro Padre poder y riquezas.<br />

Que beba del Soma, exultando en nuestras ofrendas.<br />

Según su Ley camina el peregrino.<br />

Años más tarde, Parikshita, que estaba entonces sentado en mi regazo, recordaría<br />

que los pájaros dejaron de trinar cuando el himno estalló y comenzaron de nuevo cuando<br />

cesó el cántico. En las pausas entre himno e himno, llovió un poco: gracia de los cielos.<br />

Montado en un elefante, el Primogénito realizó pradakshina y con ello la ceremonia<br />

hubo terminado. Siguió una gran fiesta en palacio y Yudhisthira distribuyó aldeas y ganado<br />

y oro a los brahmines. A cada uno de nosotros, sus hermanos, nos dio una espada hecha por<br />

su maestro armero en conmemoración del acontecimiento. Después nos habló. Habíamos<br />

ganado el reino para él y nuestros espíritus compartían con él el trono, aunque en el<br />

solemne asiento hubiera espacio sólo para unas regias posaderas. Tras este chiste, raro en<br />

él, se puso profundamente serio y dijo que no creía que otros hermanos lo hubieran seguido<br />

y hubieran luchado por él después de la partida de dados tal como nosotros lo habíamos<br />

hecho y que, junto con Draupadi, nos habíamos conducido con tanto amor y lealtad que<br />

habíamos convertido el gran infortunio de su vida en la más grande de las bendiciones.<br />

Porque, si bien no es difícil inclinarse ante un rey cuyas fortunas permanecen incólumes,<br />

apoyar a un hermano o a un marido que te ha arruinado y te ha expuesto a los peores<br />

insultos de los demás es la acción más sublime que un ser humano puede ofrecer a otro.<br />

27


CAPÍTULO VI<br />

Yo había añorado Indraprastha y su sabha, y había abrigado el convencimiento de<br />

que ninguna otra sabha me robaría el corazón como aquélla. Pero apenas empezaron a<br />

alzarse los muros de la nueva, descubrí que me costaba estar lejos del monumento. Ésta era<br />

una Dharma-sabha, llena de la gravedad del Primogénito. En ningún lugar había sentido yo<br />

tal poder bajo mis pies. Una sabha puede ser hermosa y noble, puede tener majestad y<br />

poder y carecer, sin embargo, de esencia sagrada. Pero aquí, el lugar escogido estaba<br />

situado al mismo tiempo en Hastina y en otros planos. Era un lugar desde el que irradiaría<br />

la llama sagrada y aquellos que vinieran a él, incluso en eras futuras cuando el edificio no<br />

existiera ya, conocerían el espíritu que había descendido aquí.<br />

Día tras día crecieron los pilares. Parikshita crecía también. El niño tenía los<br />

grandes ojos dulces de Uttara, mi pelo rizado y los brazos fuertes de todos nosotros. La<br />

nuestra era una Casa kshatriya en la que, al mirar a nuestro chiquillo, no le decíamos que<br />

creciese para matar a sus enemigos y vengar a su padre. Fue Subhadra la primera que,<br />

observándolo, anunció: “Crecerá para no tener enemigos.”<br />

Al oírlo, Uttara empezó a llorar y se arrojó en brazos de Subhadra. Las palabras de<br />

esta última la habían liberado de los miedos que la inundaban. Después de aquello, cuando<br />

lo mirábamos dormir o retozar en sus juegos, siempre decíamos: “Crecerá para no tener<br />

enemigos.” Sin embargo, tan pronto como pudo agarrar el arco, yo le sostuve el codo y tiré<br />

de su mano hacia la oreja en un gesto que el kshatriya reconoce de vidas pasadas. Él era un<br />

kshatriya y también lo era yo. ¿Qué otra cosa tenía yo que enseñarle? Él era un príncipe y,<br />

si no había otra opción, tendría que defender el reino. Poseía los brazos largos de un<br />

arquero -cosa que habíamos visto desde el principio-, hombros aptos para soportar el peso y<br />

las largas piernas de los Vrishnis, que siempre me ganaban las carreras. No podía seguir<br />

sintiendo que había perdido a Abhimanyu. Yo era padre otra vez.<br />

Habíamos retrasado mucho su ceremonia de tonsura auspiciosa, con la idea de que<br />

una celebración de tan pura felicidad debía aguardar el fin de los ecos del Kurukshetra.<br />

Pero Uttara y Subhadra consideraron que era de mal augurio retrasarla más. Fuera como<br />

fuera, los sentimientos de continuidad y los de un nuevo comienzo engendrados en la<br />

ceremonia estaban llenos de buenos presagios. Incluso más que Abhimanyu y Ghatotkacha,<br />

Parikshita era la esperanza de todo el mundo y el hijo de cada cual. Ahora que las arcas<br />

estaban repletas, toda Hastina fue invitada a unirse a la celebración. Guirnaldas y linternas<br />

colgaban de los árboles que orillaban las calles y las tabernas recibieron orden de servir dos<br />

jarras de vino al que la pidiera. Se distribuyó oro a los habitantes de la ciudad y todos<br />

nuestros servidores recibieron ropas de seda nuevas y joyas.<br />

Salió una procesión. Sonaron las caracolas y los tambores mientras elefantes<br />

pintados viboreaban por las calles de la ciudad detrás de bailarinas y cuadrillas de mimos.<br />

El sacerdote que afeitó la cabeza a Parikshita resplandecía de aprobación y Parikshita se<br />

volvió para ver caer cada bucle en la pátera de oro. Se rascó la cabeza, abriendo mucho los<br />

ojos de asombro. Su cráneo bien formado mostró al hombre que habría de ser. La nariz, las<br />

mejillas, la boca y la ancha frente brillaron por sí mismas. Lo que los rizos habían ocultado<br />

se veía ahora debidamente. La frente era la de Yudhisthira; la nariz, un punto larga, como la<br />

del Primogénito. Subhadra se dio cuenta y nuestros ojos se encontraron y sonrieron.<br />

28


Draupadi había preguntado a Krishna una vez si había algún rasgo en mi rostro que<br />

denotase mi incesante deseo de vagabundear. Él respondió que, ciertamente, yo poseía cada<br />

una de las marcas auspiciosas con las que un hombre podía nacer, pero que mis pómulos<br />

eran un poco altos y que eso significaba que yo había de errar. Fue la única vez que vi a<br />

Draupadi molesta con Krishna. Observé los pómulos de Parikshita, cubiertos aún por sus<br />

blandas mejillas redondas. Había en ellos estabilidad. Para nosotros, él era Bharatavarsha.<br />

Sin él, ni siquiera el Ashwamedha tenía significado. Ni siquiera el ser purificados de todos<br />

los pecados habría compensado dejar nuestra vamsha sin un hijo.<br />

Metimos los rizos de Parikshita en un cofre de oro y los llevamos al Yamuna. Hundí<br />

la mano en el cofre para pasar el cabello al paño dorado y sentí su sedosidad. Pensé en<br />

todos los ritos que se celebrarían por él. Exiliado en el bosque, me había perdido las<br />

iniciaciones de mis hijos. Ofrecimos el cabello de la criatura a la diosa del río y lo pusimos<br />

bajo su protección. Yo estaba a punto de hacer mi propio ruego por él, pero recordé el<br />

consejo de Krishna y me contuve. La diosa sabría qué hacer por él.<br />

¿No me pedirás que no me lo lleve en la flor de la juventud, como a Abhimanyu?, le<br />

oí a la diosa decir.<br />

Permanecí inmóvil a la orilla del río, situado entre un modo de ofrecer y otro, un<br />

modo de entender y su contrario. Escuché a mis pensamientos replicar: Lo he puesto en tus<br />

manos, y a Kalidasa también. Me torné del río sabiendo que mejor era aquello para<br />

Parikshita que si le hubiese conseguido una manada entera de dones.<br />

De nuevo, al alejarnos del río, sentí el paso acelerado del tiempo mortal. Pronto<br />

llegarían las demás iniciaciones de Parikshita. Lo vi con la luz de mi ojo mental, de pie<br />

hacia el oeste, de cara a su acharya. La sombra de su maestro estaba ante él afrontando el<br />

este, atándole su cordón de brahmacharya de derecha a izquierda tres veces, fijando la cinta<br />

sagrada y aspergiendo agua tres veces con las manos unidas. Oí las palabras que<br />

pronunciarían: om, bhur, bhuva, svar. Aquél tomaría las manos del muchacho con su mano<br />

derecha y diría: Parikshita, yo te inicio. El umbroso acharya empezó a tomar forma. Sentí<br />

el dedo de Dronacharya en mi corazón. Drona me había dicho: “Que tu corazón puro me<br />

ame siempre.” Mi maestro se tornó de derecha a izquierda en silencio; luego, con su palma<br />

en mi pecho, oí su voz baja y grave decir:<br />

“Bajo mi dirección pongo tu corazón.<br />

Tu mente seguirá a mi mente.<br />

En mi mundo exultarás con todo tu espíritu.<br />

Que el Señor del mundo santo te una a mí.”<br />

Mi corazón henchido estaba a punto de estallar, aunque no sabía si por mí o por<br />

Parikshita. Todos somos uno ante el divino preceptor. Veía estas cosas todavía cuando la<br />

mano en mi corazón se transformó en la de Krishna. No existe sino un Acharya y todas las<br />

manos de todos los sacerdotes y maestros son Su mano.<br />

Cuando llegué a casa, Parikshita corrió a mí y se sentó en mi regazo.<br />

“Padre, mira mi cabeza afeitada.” Le acaricié las tiernas puntas del vello incipiente<br />

y estaba a punto de decir las palabras que el Gran Patriarca Bhishma me dijera a mí: “Padre<br />

no...” Pero desistí. Éste sería el único hijo que yo vería hacerse adulto. Yo era el único<br />

padre que se le había dado. Yo, que era su padre... yo, le puse la mano en el corazón y dije<br />

las palabras que me convertían en su preceptor también.<br />

29


CAPÍTULO VII<br />

No podía desprenderme de ello ni aflojar el nudo con que me oprimía. Cuando nos<br />

sentábamos en consejo -y todos nuestros consejos trataban del sacrificio- me quitaba el<br />

aliento, me estrujaba el corazón... y no sabía cómo empezar, por dónde empezar. Siempre<br />

había otras cuestiones importantes que tener en cuenta.<br />

¿A quién debíamos honrar? ¿Con quién había que tener cuidado de no ofender? No<br />

nos habíamos preocupado de semejantes cuestiones desde antes del Rajasuya en<br />

Indraprastha. En esta ocasión, estábamos decididos a no dejar nada sin meditar. Y cuanto<br />

más calculábamos y más sopesábamos cada paso, más inquieto me sentía yo. Nunca me<br />

había gustado demasiado la cámara del consejo, pero ahora me sofocaba. Sólo con el niño y<br />

Subhadra y Uttara, o cuando iba a ver a Kalidasa con terrones de azúcar, lograba respirar<br />

libremente.<br />

Tenía el sueño perturbado y me habitué a pasear de noche por el jardín. Al<br />

principio, la fragancia de las noches primaverales calmaba mi fiebre interior; después, la<br />

agravó. Algo decía en mí: ¿De qué sirve todo esto? Todo era estéril. Kalidasa era un rey.<br />

Era un héroe. Era Prajapati. Era mi hermano del alma. Su muerte sería una equivocación<br />

monstruosa y volvería a arrojar el mundo a las tinieblas. Pero ¿cómo quitar a Yudhisthira o<br />

al sacerdote la idea de que la muerte del corcel sagrado salvaría el mundo, unificaría el<br />

mundo y nos redimiría a todos nosotros? ¿Cómo podía yo desafiar la férrea tradición, la<br />

creencia de los sacerdotes, el Primogénito y la totalidad de Hastina? ¿No había mandado mi<br />

hermano a aquel brahmín a casa por su incredulidad? Yudhisthira se limitaría a volver<br />

aquella mirada suya hacia mí y hablar del pecado de matar a los propios parientes y de<br />

nuestro deber con el pueblo. Y, sin embargo, yo veía de modo cada vez más claro que la<br />

costumbre debía cambiarse, no sólo porque la idea de la muerte de Kalidasa se había vuelto<br />

tan dolorosa para mí, sino porque había comprendido que la humanidad necesitaba aquel<br />

cambio. Porque con este cambiar las costumbres el hombre se mueve. Esto era lo que los<br />

dioses pedían de mí. Esto era lo que Krishna quería.<br />

Dronacharya decía siempre que lo más importante que debía aprenderse de un astra<br />

no era tanto cómo arrojarla, sino cuándo no hacerlo. Implicarse en cuestiones sacrificiales<br />

sería como escupir al fuego sagrado. ¿Cuántos reyes asistirían a un Ashwamedha en que el<br />

caballo no fuese ofrecido en sacrificio?<br />

Habíamos matado ya a todos los hombres y bestias que el gran sacrificio podía<br />

exigir. Habíamos cremado a todos nuestros guerreros junto a sus arcos partidos. Abracé el<br />

cuello de Kalidasa. Él frotó mi pecho contra el suyo. Le repetí mi promesa. Aquella noche<br />

dormí junto a él. La paja olía dulce y fresca, y dormí mejor de lo que lo había hecho en<br />

muchas lunas.<br />

Pero cuando rompió el alba, yo todavía no tenía un plan. Ningún sueño había venido<br />

a guiarme. Los monarcas ven desaires en todas partes. Les basta una copa de más para jurar<br />

que alguien les ha levantado la planta del pie o que sus aposentos son inferiores a los<br />

asignados a un rey vecino. Ahora bien, si no se hacía sitio al futuro, el cenagoso pasado<br />

frenaría para siempre nuestros pies... lo que, al fin y al cabo, resultaba tan espantoso como<br />

disturbios en un sacrificio.<br />

30


Más tarde, mis pasos me llevaron al Homa, donde el brahmín principal instruía a<br />

Yudhisthira y a Draupadi. Rey y reina estaban sentados ante el sacerdote con las cabezas<br />

inclinadas, mientras éste los adoctrinaba. Estaba en medio de su discurso cuando yo entré y<br />

apenas pausó para advertir mis manos unidas en respetuoso saludo. Me indicó con un gesto<br />

que me sentase algo más atrás que Yudhisthira y prosiguió sin dejarse interrumpir.<br />

“Los pandits no pueden decir claramente, lo intenten como lo intenten, quién es<br />

Agni. Agni no es como el resto de los dioses. Es la calidez que da vida a la tierra; en las<br />

regiones medias y en la región superior, es un líder de dioses y el sacerdote de los hombres<br />

que lleva nuestro mensaje a los dioses y también la lengua de los dioses que nos transmite<br />

sus órdenes. Es, al mismo tiempo, el padre y el hijo de los dioses. ¿Quién puede expresar la<br />

gloria del dios Agni?” El brahmín se tocó la frente con gesto deferente. “Agni porta el<br />

sacrificio, transforma la ofrenda, consume no sólo el don ofrecido sino también los<br />

pecados. Nada debe serle retenido. Éste es un pecado contra dioses y hombres. Para<br />

aquellos que roban a los dioses no hay penitencia regulada. Agni, devorándolo todo, todo lo<br />

transmuta en Luz. Todos somos alimento de dioses al ser abrasados y transmutados en Luz,<br />

y no debemos dejar de entregarnos absolutamente. Y no podemos, de hecho, hacerlo al<br />

final, cuando el fuego kravyada, el incinerador, consume nuestros cadáveres aniquilando<br />

todo mal y toda mácula. Por lo que se refiere al sacrificio fijado, beneficia al mundo y a los<br />

hombres de todas las castas.”<br />

El brahmín era un hombre poderoso en lo mejor de la edad y me tenía tan cautivado<br />

a mí como a Yudhisthira y Draupadi. Era una fortaleza que sería difícil someter.<br />

“Nada debe ser retenido. Para aquellos que roban a los dioses sólo hay perdición.”<br />

Era un desafío y yo actuaría ahora, antes de que se me enfriase la sangre.<br />

Cuando el sacerdote hubo acabado con nosotros, me llevé a Yudhisthira aparte.<br />

“Hermano, ven conmigo al establo de Kalidasa.”<br />

Él debió de ver algo en mi rostro, porque se tragó sus palabras y despachó a sus<br />

servidores. Era mediodía, tiempo para la recreación del rey, cuando a menudo nadaba o se<br />

sentaba ante el tablero de ajedrez; ahora, cruzamos los patios junto a nuestras sombras<br />

enanas y yo me sentía trémulo de aprensión. Sabía que, si les dejaba descuartizar a<br />

Kalidasa, no volvería a tener nunca un día de paz. Años y años había portado impresa en mi<br />

mente la imagen del pulgar de Ekalavya, bañado en sangre todavía, yaciendo entre las<br />

piedras. Ashwatthama me había consolado diciendo que su padre lo habría hecho de todos<br />

modos, pero yo sabía muy bien cuál había sido mi omisión. Aún volvía a mí en sueños.<br />

A mi lado, el Primogénito hablaba de lo complacido que estaba tío Dhritarashtra<br />

con nuestros preparativos. Sentí tensarse de rabia mi plexo solar con su cháchara. No sabía<br />

qué le diría. Habíamos cruzado ya la última parte de los jardines con el decorativo estanque<br />

de lotos y girábamos hacia los establos. Kalidasa estaba en el más grande y aireado, aparte<br />

de todos los demás, y varias hileras de guirnaldas de plantas auspiciosas -caléndula naranja<br />

y crisantemo blanco- pendían allí.<br />

“Qué hermoso está el establo del caballo, Arjuna.” Contuve mis palabras.<br />

Yudhisthira quería siempre una contestación. “He dicho qué hermoso está el establo del<br />

caballo, Arjuna.” Entonces estallé.<br />

“¿Qué caballo?” Por fin tornó su sorpresa hacia mí. Me miró y miró. “Éste es el<br />

Rey-caballo, hermano, no cualquier caballo. ¿Sugieres que debe ser sacrificado?”<br />

Estábamos fuera, observándonos fijamente uno a otro, y yo olí la fragancia del heno<br />

mezclada con el agua aromatizada de hierbas con que lo rociábamos cada día. Abrí el<br />

31


establo de par en par. Kalidasa vino a mí y le ofrecí el terrón de azúcar en la palma de mi<br />

mano. Él no lo tomó; puso la cabeza contra mi pecho y se frotó la mejilla con él. Luego<br />

agitó la crin y elevó la cabeza mirando a Yudhisthira. Lo observó serenamente, como en<br />

espera de un juicio. El Primogénito permaneció en silencio, contemplándolo. Le peiné la<br />

crin y se la alisé con los dedos. Sin apartar la vista del animal, dije: “Hermano, ¿desde<br />

cuándo hacemos como Jarasandha y sacrificamos a nuestros reyes? Tú me diste tus<br />

bendiciones cuando partí con Krishna a matar a aquella bestia. ¿Qué estamos planeando<br />

aquí? ¿Cuál fue el propósito de todo el Govardhana de Krishna?”<br />

Sentí, más que vi, el largo discurso prepararse para manar de él. El sermón sobre el<br />

Dharma de un rey, el parlamento sobre la unidad de Bharatavarsha, palabras sobre los<br />

sacerdotes, los reyes y las calamidades que tendrían lugar, si reteníamos en nuestras manos<br />

lo que debía ser ofrecido a los dioses. Oí aquellas palabras como si Yudhisthira las<br />

pronunciase, pero eran como una gran ola a punto de golpearte que de pronto se colapsa, se<br />

deshace y no queda nada allí donde estaba la imponente masa de agua. Él sabía que el<br />

asunto me afectaba profundamente. Abrió la boca para hablar y la cerró otra vez. Miró a<br />

Kalidasa, allí, sereno... y se fue. Su espalda tenía un algo solitario. Poseían sus hombros los<br />

músculos que todos los guerreros han de tener, pero él parecía vulnerable. Yo, como<br />

siempre que lo veía insatisfecho, quise correr tras él y tocarle los pies... pero ésa era sólo<br />

una parte de mi ser, la otra estaba con Kalidasa. Había disparado un astra y no sabía cuál<br />

sería su efecto pero, aunque nos abrasase a todos nosotros y convirtiese el mundo entero en<br />

un montón de cenizas, no retiraría mis palabras. ¿De qué servían los universos, si habías de<br />

traicionar a un amigo y a un guru, un mensajero de los dioses? Este mensajero me había<br />

llevado por el mundo y, más que eso, por todo mi ser una noche fría y estrellada en el<br />

desierto. Dicen los shastras que matar a tu guru es comer alimentos manchados de sangre<br />

todo el resto de tu vida... y yo podía percibir ya su sabor. ¿Qué Dharma era éste que exigía<br />

la muerte? No era ni el mío ni el de Krishna. Mi cabeza, mi corazón, mis entrañas me<br />

decían que no era el mío. Si no lo es, sigue tu propio Dharma. Desde Dwaraka, el consejo<br />

cruzaba el desierto y fortalecía mi resolución. Se convirtió en un voto. Si les dejo matarte,<br />

caminaré al fuego, Kalidasa. Le alcé el mechón sobre la frente y lo sellé con mis labios<br />

sobre sus blancos luceros. “No les dejaré”, le prometí a Kalidasa.<br />

Del establo fui directo a ver a Dhaumya, que se hallaba estudiando ciertos yantras<br />

propicios para la plataforma sacrificial.<br />

“Gurudeva”, lo saludé y no pude decir más porque, al intentarlo, lágrimas me<br />

corrieron ardientes por las mejillas.<br />

“Príncipe Arjuna, el corcel no nos pertenece a nosotros, sino al Altísimo.” Perdido<br />

en mi propio tumulto interior, no me pregunté cómo lo sabía Dhaumya. Éste era el amigo<br />

que siempre lo sabía todo. Me puse la cabeza en las manos, sofocando mi dolor. Hablé a<br />

través de ellas.<br />

“¿Qué quieren los sacerdotes de él? ¿Qué creen que pueden conseguir mediante su<br />

muerte?” Sentí su mano en mi hombro.<br />

“Están practicando los himnos en este instante ya. Escúchalos, oh inmaculado. Yo<br />

no soy especialista en los himnos del Ashwamedha. El adhvaryu te ilustrará al respecto.”<br />

Estaban sentados en la Yajna Shala, abierta por sus cuatro lados, y vertían ghi en el<br />

fuego, que intensificaba el crepitar de las llamas y las hacía unirse en su movimiento de<br />

ascenso. Cuando me vieron, comenzaron.<br />

“Om.”<br />

32


Aquella primera sílaba atravesó mi ser y reverberó en mi cabeza.<br />

“La aurora es la cabeza del caballo sacrificial. El sol es su ojo, su aliento es el<br />

viento, su boca abierta es el fuego, la energía universal. El Tiempo es el Ser último del<br />

corcel del sacrificio. El empíreo es su lomo y la región media, su vientre; la tierra es sus<br />

pies. Los puntos del globo son sus flancos y sus regiones intermedias, las costillas; las<br />

estaciones son sus miembros, los meses y medios meses son eso sobre lo que se sostiene,<br />

las estrellas son sus huesos y el cielo es la carne de su cuerpo. Las corrientes son el<br />

alimento en su vientre, los ríos son sus venas, las montañas son su hígado y sus pulmones,<br />

las hierbas y las plantas son el vello de su cuerpo; el día que se levanta es su parte frontal,<br />

el día que se pone es su parte trasera. Cuando se estira, relampaguea; cuando se agita,<br />

truena; cuando orina, llueve. El habla es en verdad su voz. El Día fue la grandeza que nació<br />

ante el caballo cuando éste galopaba; el océano oriental lo dio a luz. La Noche fue la<br />

grandeza que surgió tras él y su nacimiento tuvo lugar en las aguas occidentales. Tales<br />

fueron las grandezas que aparecieron a cada lado del caballo. Él devino Haya y portó a los<br />

dioses, como Vajin portó a los Gandharvas, como Arvan portó a los titanes, como Ashwa<br />

portó a la humanidad...”<br />

Retumbó en mi cabeza un trueno como si se me hubiese abierto una segunda<br />

fontanela y yo naciese otra vez a la luz y la comprensión. Vi a Prajapati que no portaba a<br />

ningún hombre en sus lomos, sino a toda la humanidad. Era el universo lo que debíamos<br />

ofrecer, nuestros universos. Nosotros éramos Prajapati. La luz crecía en nosotros a la<br />

medida de su galope. Él nos llevaba hacia adelante. Su velocidad y su fuerza eran energía<br />

de los cielos y colmaban los tres mundos. Una dolorosa claridad había en mi cabeza. No<br />

podía soportar más luz. Se filtraba hasta mi corazón como dicha y certeza, y yo me sentía<br />

bañado en conocimiento, como cuando uno ha bebido del vino del Soma, sin saber aún qué<br />

hacer con él. Eso vendría quizás más tarde, por ahora el conocimiento, en sí mismo,<br />

bastaba.<br />

Cuando los hotris me vieron casi sin respirar, con los ojos entrecerrados, nutrieron<br />

el fuego y empezaron otro canto, que no habría de traerme nada nuevo. No se puede añadir<br />

vino a un vaso rebosante. Pero los cánticos me mantuvieron elevado el espíritu y los<br />

agradecí. Me hallaba libre de obligaciones. No pensaba ya en mi Kalidasa en sus establos.<br />

Éste se había convertido en el océano de su nacimiento y yo nadaba con él, y el mar era su<br />

hermano. Dudas y vacilaciones se habían desvanecido.<br />

Me costó horas, incluso días, descender a la turbación que me había impulsado a las<br />

alturas, pero bajé peldaño a peldaño la escalera hasta que alcancé aquél en que fui<br />

consciente de que portaba un conocimiento del que debía hablar a los sacerdotes. Cuando<br />

me senté ante ellos por fin, descubrí que era una vez más Arjuna y no un hombre de<br />

palabras. No era yo un sage para impartir sabiduría. No era un sacerdote para discutir los<br />

shastras. Era un kshatriya cuya pasión estallaba en imágenes balbuceantes.<br />

“¿No os dais cuenta de que vuestro cántico significa que debemos rendir todo el<br />

mundo y que hemos de entregarlo todo entero? ¿No se dice que en el Ashwamedha el rey<br />

debe ofrecer todo el mundo y no guardar ni una parte de él?” Farfullé aludiendo a la fuerza<br />

y velocidad que exigía esa entrega, a nuestras auroras interiores que eran la cabeza del<br />

corcel, a nuestros días y noches internos. Vi a algunos de los sacerdotes escuchar, pero eran<br />

acólitos en su mayoría. Los mayores me observaban con compasión o con rostros<br />

impenetrables.<br />

33


Pronto se dijo que el agotamiento de mi campaña me había afectado, que tenía que<br />

reposar, tomar alimentos más nutritivos y quedarme en mi palacio, que Krishna me había<br />

trastornado la cabeza. Me dieron pociones pero, cuando constaté que éstas me aturdían la<br />

mente, despaché a los físicos sacerdotales e incluso aparté con impaciencia alguna mano<br />

-no sé de quién-, de forma que el líquido se derramó y llenó mi cámara de sus aromas.<br />

Había sido un error hablar al hotri principal delante del resto de sacerdotes. Era la<br />

primera autoridad en cuanto a la costumbre se refería y no podía aceptar que se le<br />

desprestigiase delante de los demás. Estaba encadenado por la tradición de sus ancestros,<br />

que tenían que haber perdido en algún momento de la historia, después de que la visión de<br />

los rishis irrumpiera en este mundo, el sentido de estos versos monumentales. Y así, había<br />

una única esperanza, que era Yudhisthira. Él era el sacrificador. Él era quien hacía la<br />

ofrenda y escogía lo que debía ofrecerse. Si yo podía hacerle ver lo que yo mismo veía,<br />

tendría la fuerza para defender su Dharma. Si no, no era rey. Así que fui a él y le toqué los<br />

pies. No sé las palabras que le dije. No tengo recuerdo de la estanza en que nos hallábamos.<br />

Sus ojos, que son los ojos de nuestra madre, son todo lo que recuerdo... y éstos me<br />

escuchaban desde el principio y veían. Y nos levantamos juntos, él y yo, la humanidad que<br />

Ashwa portaba, el caballo que ni un solo hombre egoísta puede montar. Con él recorrimos<br />

el universo una vez más y yo canté las partes del himno que recordaba. En la tienda junto al<br />

río tras la guerra, con Krishna y el abuelo Vyasa, había sido así.<br />

No guardo memoria de las palabras con las que mi hermano mayor me prometió que<br />

Kalidasa no sería sacrificado.<br />

34


CAPÍTULO VIII<br />

Y ahora los sacerdotes empezaron a murmurar porque nos veían caminando por el<br />

jardín con las cabezas juntas. Veían que nuestras mentes eran una y al atardecer, cuando<br />

platicábamos, despachábamos a nuestros servidores.<br />

No pasaron semanas siquiera antes de que llegaran emisarios de las varshas vecinas<br />

para preguntar educadamente si el Ashwamedha se celebraría realmente en el mes de<br />

Chaitra o, menos diplomáticamente, si había sido cancelado. Yo sabía que Yudhisthira se<br />

mantendría firme del mismo modo que había sido fiel a su palabra durante los trece años de<br />

exilio.<br />

Como por un mal azar, las lluvias llegaron con violencia inusitada y luego se<br />

detuvieron, como si alguien las hubiese reabsorbido con mantras. Este evento llenó de<br />

dardos las aljabas del hotri. Es el rey quien ofrece sacrificios por las lluvias, las cosechas, la<br />

prosperidad del pueblo. Ahora todo el mundo recordaba que yo era el hijo de Indra. Se<br />

decía que el dios estaba encolerizado conmigo por interferir en el sacrificio. Me había<br />

perdonado gracias a Krishna, se decía, que lo atacase cuando Agni devoró el bosque<br />

Khandava; pero, seguían diciendo las voces, impiedad semejante como la de quedarse el<br />

caballo del sacrificio era algo que Indra no soportaría. Nada que no fuera el sacrificio<br />

mismo especificado por los shastras podía expiar los ríos de la sangre de nuestros<br />

familiares que habíamos hecho correr.<br />

Kalidasa mismo cayó enfermo. Los rumores pueden ser ignorados, pero no el<br />

desastre. Él y yo habíamos recorrido el mundo sin que sufriera un solo rasguño. Incluso sin<br />

almohazar, su capa había brillado como si acabase de ser ungida. Yo traté de<br />

tranquilizarlo... a él y a mí mismo. “Los guerreros están acostumbrados a estas cosas,<br />

Kalidasa. La herida de mi pierna, que no me molestó en el desierto con toda la arena que se<br />

le venía encima, se enconó al llegar aquí.” Pero con el monzón misereando las lluvias y<br />

Kalidasa enfermo, mi corazón desfalleció. Los mellizos y yo íbamos a verlo cada día, y<br />

Parikshita venía con nosotros. Éste ponía su pequeña manita ante la constelación auspiciosa<br />

entre los ojos del corcel, sin tocarla apenas. La inquietud y las contracciones de Kalidasa<br />

cesaban siempre cuando el niño hacía esto. Yo no le di mayor importancia en aquel tiempo.<br />

Después, Kalidasa mismo se recuperó, pero ello no impidió a los supersticiosos<br />

hotris seguir tejiendo sus redes para atraparnos. Enviamos a buscar al patriarca Vyasa. “Si<br />

puede detener un deslizamiento de tierras, conseguirá persuadir a los hotris”, fue el<br />

comentario de Yudhisthira.<br />

El patriarca derramó sobre nosotros todo su encanto en una gran libación,<br />

relatándonos historias como si fuésemos niños pequeños. Yo sólo había conocido otro<br />

narrador comparable a él, el rishi Markandeya, que nos reconfortó en el bosque con sus<br />

cuentos de Rama y Sita y de la gloriosa Savitri. El abuelo Vyasa, ahora, hizo reír a todos<br />

los hotris a mis expensas con historias de la expedición: cómo me había sumergido yo en el<br />

río simulando querer salvar a los bueyes y cómo le había impedido detener al tigre. Me<br />

presentó como un tonto y ello los apaciguó. Era lo más parecido posible a reírse de<br />

Yudhisthira, lo que era impensable. Aún se golpeaban los muslos de risa cuando el sabio<br />

empezó a urdir su camino hacia la idea de que era preferible no matar criaturas vivientes, si<br />

había una forma mejor de hacer las cosas. Esto robó al sacerdote principal su hilaridad;<br />

35


chisporroteando de risa un poco todavía tornó su ario perfil para escuchar qué vendría a<br />

continuación.<br />

El abuelo Vyasa nos contó entonces historias de sacrificios y del exceso de ghi que<br />

sufría Agni. El hierofante sonrió, pero la mirada de sus ojos, tan alegre instantes atrás, era<br />

ahora cauta. Su mente brahmín era más aguda que una flecha con punta de creciente lunar.<br />

Empezó a toquetear el diamante guarnecido de oro en su oreja de un modo que decía: Hasta<br />

aquí pero no más. Pero el patriarca continuó.<br />

“Mientras los miembros del sacrificio eran extendidos, los ritwiks se ocuparon en<br />

todos los ritos que los shastras ordenaban. El responsable de la libación empezó a verter<br />

ghi con sus gestos más elegantes mientras todos los rishis lo contemplaban. Todas las<br />

deidades fueron invocadas por los ilustrados brahmines cantando con sus voces más dulces<br />

los mantras del Yajurveda.” En este punto, Vyasa cantó dulcemente como un vanaganaka,<br />

midiendo el ritmo con la mano. Hubo sonrisas y risillas, pero el resto de los mahartwijas<br />

principales adoptaron la actitud del brahmín principal y el júbilo remitió como el herventar<br />

del agua cuando se apaga el fuego. Sin amilanarse en lo más mínimo, el abuelo Vyasa<br />

empezó a contar la historia del sacrificio del dios Indra.<br />

“Cuando los animales seleccionados para el sacrificio fueron tomados, los rishis<br />

sintieron compasión, sintieron el desespero de las bestias y se aproximaron a Indra. ‘El<br />

sacrificio no es auspicioso, gran Indra. Puesto que mérito deseas, seguramente ignoras que<br />

los animales no han sido destinados a la matanza sacrificial. Las almas animales alcanzarán<br />

los cielos, pero tú te quedarás donde estás. En realidad, estos preparativos destruyen todo<br />

mérito. Sólo hay una cosa que uno puede ofrecer y es su propio deseo. Ésta es la ofrenda<br />

que reporta mérito abundante. Si mérito es lo que quieres, que tus buenos sacerdotes<br />

celebren de acuerdo con el agama. Celebra el sacrificio con grano que haya permanecido<br />

guardado no menos de tres años. Haz esto con pureza de propósito y mente clara, y grande<br />

será el mérito, oh Señor del Cielo.’ Pero como muy bien sabemos, el gran dios Indra se ve a<br />

veces afectado por el orgullo. Se negó a escuchar las palabras de los rishis y se produjo una<br />

inmensa disputa acerca de si ofrecer criaturas móviles o grano inmóvil que perturbó la<br />

armonía cósmica. El dios Indra, al ver lo que ocurría, llegó con los rishis al acuerdo de<br />

dejar que el rey Vasu juzgara el asunto.”<br />

El sacerdote principal empezó una vez más a juguetear con el lóbulo de su oreja<br />

derecha.<br />

“Sin meditar demasiado la cuestión, el rey Vasu dijo: ‘El sacrificio puede realizarse<br />

con lo que se tenga a mano.’ Y por ello tuvo que descender a las regiones infernales,<br />

porque ninguna persona, por más sabia que sea, puede decidir sobre tales cuestiones sin ser<br />

el Señor de las Criaturas. Ahora, propongo que evitemos un destino semejante<br />

reflexionando todos en profundidad lo que significa el sacrificio.”<br />

Esto provocó algunas risas, que fueron rápidamente sofocadas por la solemnidad<br />

que esculpía el semblante del brahmín jefe. Era un hombre masivo y estaba aposentado en<br />

su rectitud como en una fortaleza. Con la mano extendida, el patriarca Vyasa lo invitó a<br />

hablar.<br />

Dijo que, puesto que no quería seguir al rey Vasu a las regiones infernales, deseaba<br />

retirarse algunos días antes de pronunciarse y urgía a todos los sacerdotes a hacer lo mismo.<br />

Teníamos que contentarnos con aquello. No era hombre al que se pudiera apresurar en sus<br />

deliberaciones.<br />

Una cosa es detener a un tigre y otra muy distinta evitar el mordisco de un hotri. De<br />

inmediato, los jardines públicos y las tabernas se llenaron de historias. La primera que nos<br />

36


llegó fue la de la viuda de un brahmín que se negó a ofrecer un gallo a los dioses antes de<br />

empezar a cavar un pozo, alegando retadora que éstos se habían servido ya la vida de su<br />

esposo. Ignoró las advertencias de los sacerdotes del pueblo, que le auguraron todo tipo de<br />

terribles consecuencias. Entonces, al séptimo y auspicioso día -cosa que probaba la<br />

intervención de los dioses-, un perro cayó al pozo y se ahogó. Por si esto fuera poco, un<br />

mes más tarde el agua empezó a manar hedionda y llena de barro. La historia hacía las<br />

rondas de las tabernas y se servía con cada jarra de vino. Apenas había pasado de boca en<br />

boca cuando otra se le unió. Alguien llegó con el cuento de un rico comerciante de grano<br />

que se había negado a dejar sacrificar carneros a sus albañiles, pensando que podía<br />

engatusarse a los dioses con grano molido. Al mes siguiente, su hija tuvo un aborto, su hijo<br />

se escapó con la hija de una concubina y su propia esposa, al recibir las noticias, cayó al<br />

suelo y pronunció plegarias con la boca torcida. El hombre, además, resbaló con unas<br />

semillas de mostaza desparramadas y se dañó la columna vertebral de forma que tuvo que<br />

gastarse una fortuna en hierbas y claras de huevo para compresas medicinales que no le<br />

sirvieron de nada. Hasta este día, tenía que ser transportado en un cesto. Nuestra situación<br />

le había dado fama.<br />

Un rey que no sacrifica no es un rey. Los shastras dicen que el hombre es sacrificio.<br />

Sacrificio es el mundo. Prajapati mismo dispuso las piras sacrificiales cuando hizo los tres<br />

mundos, la tierra, el espacio y los cielos. Si quieres gobernar ciudades o aldeas, o incluso<br />

vivir en ellas, no puedes prescindir del sacrificio. ¿No lo decían las historias en las tabernas<br />

con una sola voz, ya fuera ésta sudra, vaishya o brahmana? En cuanto al rey, su obligación<br />

es la más grande y debe ofrecer lo más grande. Sólo en el desierto o en el bosque basta con<br />

el sacrificio interior.<br />

Mientras aguardábamos, la indisposición de Kalidasa retornó y de nuevo sufrió<br />

fiebres. No hubo manera de impedir que las noticias de la recaída del corcel circulasen.<br />

El caballo sacrificial ha nacido en el océano. También él es un hijo de Indra, que es<br />

el Señor de la Lluvia y que puede colmar o secar el océano. Si nos negábamos a ofrecer a<br />

Kalidasa, decía la gente, Indra podía golpearlo con el rayo tomando lo que era suyo por<br />

derecho. Si Kalidasa moría antes del sacrificio, tendría que haber otra campaña, otro<br />

caballo, y pocas serían mis posibilidades de fortuna esta vez con Indra en contra mía.<br />

“Lo hemos decidido.” Era el ‘nos’ mayestático que Yudhisthira usaba. “Tío Vidura,<br />

aunque tengamos que ir a las regiones más bajas del Patala, realizaremos el sacrificio con<br />

pureza de propósito y con grano de doce años. El corcel sagrado ha conquistado el mundo<br />

para nosotros y nosotros lo protegeremos con nuestras vidas.”<br />

Tío Vidura lo abrazó.<br />

Esto fue lo que Yudhisthira dijo a los sacerdotes: “El sacrificio de sangre ha sido<br />

hecho en el Kurukshetra. La Tierra no pide más. Estas criaturas que no hablan no son, sin<br />

embargo, mudas. Respetados brahmines, voy a contaros la última historia, la última<br />

enseñanza que el Gran Patriarca Bhishma me transmitió cuando yacía en su lecho de<br />

flechas. Es la historia del rey Vrishadarbha y la paloma. Su enseñanza no tiene que ver con<br />

el ritual. Cuando una paloma perseguida por un halcón grande y hambriento pidió la<br />

protección del rey, el ave rapaz protestó diciendo que también él era súbdito del monarca y<br />

que su hambre había de ser satisfecha. Antes que rendir la paloma, el rey Vrishadarbha tajó<br />

carne de su propio cuerpo y la puso en la balanza para compensar el peso del pichón. Dio<br />

su vida, pero mantuvo su palabra.” La voz de Yudhisthira creció en fuerza mientras<br />

hablaba. “¿Es que vamos a olvidar el sacrificio de doce años del mayor de los rishis de<br />

37


mente pura, Agastya, que con otros ascetas vivió de raíces y de frutas, un poco de grano y<br />

los rayos del sol y la luna? Ningún animal perdió la vida. Cuando Indra contuvo su lluvia,<br />

los brahmines fueron a Agastya y le dijeron: ‘Sin el Ashwamedha, ¿cómo sobrevivirán<br />

animales y hombres?’ Agastya los tranquilizó. Él se transformaría por la energía de sus<br />

ascesis y toda criatura sería nutrida como antes. Santos brahmines, un orden nuevo de cosas<br />

puede crearse, como nadie sabe mejor que vosotros. Los dioses están probándonos siempre.<br />

Sólo el Dharma nos traerá la lluvia, nunca nuestra propia conveniencia.”<br />

Y así quedó establecido. La cámara estaba en silencio. Muchas cabezas se<br />

meneaban en callada aprobación.<br />

Una vez decidido que Kalidasa no sería sacrificado, la cuestión era cómo presentar<br />

al corcel. Yo dije que podía permanecer junto al poste sacrificial. Quería que fuese llevado<br />

al altar y se alzase allí libre. Merecía verse que él estaba allí, sin cuerda que lo atase, sin<br />

droga que lo aturdiese, sino por su propia voluntad. Sabía que, si era yo quien lo llevaba<br />

allí, no se movería. Había confianza entre nosotros y yo era capaz de apostar mi vida a que<br />

Kalidasa haría lo que tenía que hacer. Aunque el ritual ordenaba que los sacerdotes se<br />

hicieran cargo de él, este sacrificio había de ser diferente. Los argumentos se cruzaron en<br />

uno y otro sentido. Finalmente se llegó a esta conclusión: los brahmines querían estar<br />

seguros de que no se les haría parecer idiotas. ¿Qué, si de repente el corcel se encabritaba y<br />

partía al galope?<br />

“No lo hará”, dije, “el caballo es Prajapati.”<br />

El adhvaryu fruncía el ceño y se tiraba del lóbulo de la oreja una vez más.<br />

“Oh inmaculado”, me respondió uno de los hotris con unción, “el prestigio de<br />

nuestra casta está en juego.” Miró al udgatri buscando un apoyo que llegó de inmediato.<br />

Éste sonrió y añadió: “¿Qué imagen daríamos, si tuviéramos que correr en persecución del<br />

caballo?”<br />

Sus palabras provocaron sonrisas a todos los sacerdotes menos al adhvaryu, que le<br />

dirigió una adusta mirada. Volviéndose hacia mí dijo con la más razonable y respetuosa de<br />

las voces: “Príncipe, tú no puedes decir qué hará el animal, si percibe peligro del poste o<br />

incluso la expectación de la gente.”<br />

“Pero lo sé.”<br />

“¿Cómo puedes saberlo?”, preguntó el adhvaryu ásperamente, dejando de lado el<br />

protocolo. Su rudeza me resultó útil. Realicé el discurso más apasionado de toda mi vida.<br />

“Lo sé. Os digo que lo sé. Soy capaz de apostar mi vida. Juro por mi alma que él lo<br />

entenderá. Si no hemos de seguirlo en esto, todo se convierte en una farsa y no es él quien<br />

gana los territorios para nosotros, sino nosotros quienes los hemos robado alegando que<br />

Prajapati así lo ordena. Y eso hace del sacrificio una comedia, ya sea de sangre o de grano.<br />

Somos deudores de los dioses porque han ganado para nosotros este reino pero, si el caballo<br />

sagrado no es Prajapati, entonces no hay deuda que valga con ningún dios. Y festejemos<br />

como no arios, sin ofrendas.” Hablé después de la campaña otra vez, relaté cómo me había<br />

protegido Kalidasa, cómo me había salvado de los hombres de Gandhara. Los hice cabalgar<br />

conmigo por la polvorienta llanura tras el corcel sagrado, directo hacia la línea temblorosa<br />

del horizonte en el país de Gandhara. Los hice girar conmigo cuando Kalidasa giró y<br />

atronar con él el llano, galopando tan próximos como los caballos de un carro, con el trofeo<br />

entre los dos.<br />

“Confié en él”, les dije, “todo el camino confié en él y lo seguí. Si no lo hubiera<br />

hecho, no estaría aquí hoy. Me habrían aniquilado. Gandiva no habría podido salvarme.<br />

38


Nada habría podido salvarme. Sólo Prajapati podía hacerlo. Y lo hizo. Si retorné como un<br />

héroe, fue gracias a él. Si vosotros se lo permitís, hará héroes de vosotros también.”<br />

El adhvaryu fruncía el ceño todavía, aunque ya no jugaba con su oreja. Hubo un<br />

silencio como el de la noche del desierto, cuando puedes oír tu propia respiración. El<br />

adhvaryu bajó la vista hacia sus manos y, cuando levantó la cabeza para responder, vi que<br />

sus ojos resplandecían. Por fin dijo: “Así sea, oh mejor de los príncipes. Confiaremos en el<br />

corcel sagrado.”<br />

39


CAPÍTULO IX<br />

Habíamos esperado que Yudhisthira se serenase a medida que el tiempo del<br />

sacrificio se aproximara, pero no fue así. Tenía angustiados los ojos y no podíamos<br />

presionarlo. Se volvió más distante, mientras todas las prerrogativas reales eran observadas<br />

con una nueva energía. Una vez en la cámara del consejo, cuando Bhima, al que se le<br />

permitían ciertas libertades, dio un codazo al Primogénito con fraternal familiaridad,<br />

Yudhisthira le recordó que ya no estábamos en el bosque y que habíamos recibido el baño<br />

de coronación por segunda vez. No estaba exenta de candor la reprimenda, como siempre<br />

ocurría cuando de Bhima se trataba, pero llegó como una advertencia para todos nosotros.<br />

Aún no vimos nada de qué sorprendernos. Era un tiempo solemne. La deuda de sangre iba a<br />

ser conculcada. Yudhisthira siempre había observado el protocolo y evitado lo prohibido,<br />

tanto más concienzudamente cuanto más inconveniente le resultaba a él.<br />

“Es nuestro respeto a los dioses”, insistía, “y si el rey falla en esto, falla también en<br />

lo que concierne al pueblo.”<br />

Se tocaba los labios y la nariz, las orejas y los ojos con agua antes de realizar<br />

cualquier rito de importancia y, en realidad, aunque no la tuviera en absoluto. No eran<br />

necesarias discusiones para concluir que, en su deseo todavía insatisfecho de purificarnos<br />

del mahapapa, el pecado de matar parientes, se esforzaba por lograr una extrema pureza.<br />

Toda su persona resplandecía con el fuego que surge de tapas. Pero su alma estaba<br />

desapaciguada. Draupadi, que ofrecería junto a él en este sacrificio, empezó a verse<br />

introvertida. Se sentaba junto a él cada día mientras los sacerdotes cantaban. Tanto ella<br />

como Yudhisthira comían menos que lo prescrito. Tenían los párpados hinchados de la<br />

continua exposición al fuego sagrado.<br />

Un día, el carro de Draupadi la trajo a nuestro palacio tras los ritos diarios. La<br />

bañaba la misma intensidad que al Primogénito. Los años y disciplinas y durezas habían<br />

limado aquella parte suya que era orgullo. Había ahora humildad en su dignidad. Tenía la<br />

voz cansada, cuando realizó las preguntas rituales sobre nuestra salud y prosperidad, y ello<br />

respecto de cada miembro de nuestra casa hasta el mismo Parikshita. Luego la presa se<br />

quebró. Lágrimas fluyeron de sus ojos. Yudhisthira no podía dormir. Se agitaba y revolvía<br />

y hablaba en el dialecto mleccha que a veces usaba con tío Vidura, pero esta vez ni siquiera<br />

el tío había podido acercarse a él. Entonces llegaron las noticias que nos hirieron en lo más<br />

vivo: Yudhisthira quería posponer el sacrificio. Anhelé comunicarle mis pensamientos a<br />

Krishna: Las apariencias que la vida toma son tan diversas que se diría que el Creador se<br />

divierte abrumándonos de sorpresas.<br />

Le dije lo que pensaba a Subhadra, que repuso: “Si fuera de otro modo, serían<br />

nuestras expectativas las que guiarían al Señor.”<br />

Así que nos tornamos hacia el refugio que había resistido la prueba de cada crisis.<br />

Tan pronto como pensamos en él, el abuelo Vyasa vino a nosotros.<br />

“Yudhisthira no halla placer en su soberanía”, le dijimos, “ni en el sacrificio que<br />

hemos de ofrecer.”<br />

“Casi parece”, estallé yo, “que su fe en los sacrificios se haya consumido.” Una vez<br />

dichas, estas palabras me hirieron el corazón. ¿Por qué habíamos acabado con Duryodhana,<br />

sino porque ofrecía sacrificio sin fe y con propósito impuro? Tal ofrenda era vana y no<br />

había de traer consigo ni cosechas ni lluvia, sino sólo desastre. El Primogénito había<br />

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ecibido el baño lustral y se alzaba ante los dioses por todos nosotros. Era como si el rey<br />

hubiera muerto y con él todas nuestras esperanzas.<br />

Estábamos en la cámara del consejo sentados como niños perdidos. Vyasa se dirigió<br />

a nosotros: “Yudhisthira, tú sabes que la destrucción que devoró a tus parientes no fue<br />

producida por ti, hijo mío, ni por tus primos hermanos. Carnaje semejante fue consecuencia<br />

del inevitable destino.”<br />

La sala permaneció en silencio mientras a Yudhisthira lo bañaba la compasión que<br />

fluía de los ojos del patriarca. Pero, aunque mi propio ser se sintió cálidamente<br />

reconfortado, no vi respuesta en mi hermano mayor.<br />

“¿Crees que trato de consolarte con palabras? Después del Rajasuya, cuando<br />

Krishna mató a Sisupala, ¿no te dije yo que la gran destrucción no podía evitarse, aunque<br />

cuando vi tus ojos transfijos de dolor pensé que debería haberme callado aquellas palabras?<br />

Ahora me alegro de haberlas dicho entonces, porque así puedo recordarte que aquel mismo<br />

día vi muertos a tus parientes antes de que un solo arco fuese flechado o de que sonase la<br />

primera caracola de guerra. La masacre, te lo repito, fue provocada por las mentes de los<br />

hombres y la inmadurez de la Tierra.” Vyasa acarició la garra de león del asiento que<br />

ocupaba Yudhisthira. “Estás absuelto de la culpa antes incluso del sacrificio. Pero eres el<br />

Señor del mundo y has de ofrecer por el pueblo. Tú y tu reina al lado.” Tras una pausa,<br />

continuó: “¿Quién puede hablar de nuestro destino? Quizás no tenemos ningún derecho.<br />

Incluso tú, Yudhisthira, incluso tú, el Señor del mundo, has de inclinar la cabeza ante él.”<br />

El torso del patriarca se meció un poco ganando energía. Su mirada se posaba en cosas más<br />

allá de nuestro entendimiento. Siguió una pequeña vibración, como si el aire hubiese sido<br />

perturbado, y luego un zumbido como de un millar de abejas que creció y creció en un<br />

poderoso Ommmmm... Abrió las palmas al cielo y cantó con ojos cerrados:<br />

“Meditamos en el glorioso esplendor del divino Dador de Vida.<br />

Que derrame Él luz en nuestras mentes.<br />

Ommmm.”<br />

El último Om se fundió en un profundo silencio que era todas las auroras y ocasos<br />

de nuestras vidas. Era el gran Gayatri Mantra transmitido de generación en generación<br />

desde el gran sabio Vishwamitra. Nadie se movió. Nadie quería que aquel silencio<br />

terminase. Fue Yudhisthira quien habló por fin. Yo no había percibido que el patriarca<br />

Vyasa había apuntado su mantra a él. Yudhisthira sonrió.<br />

“Suena muy diferente cuando tú lo cantas, abuelo. ¿Por qué?” Habló como un niño<br />

nostálgico. “¿No podrías enseñarme, para que pueda invocar esta paz? ¿Qué falla cuando<br />

yo lo recito?”<br />

“Ya ves, Yudhisthira, todo depende de la autoridad.” El patriarca se ajustó el moño<br />

y nos sonrió, benigno, a todos nosotros. “Si llamas al mantra con autoridad, ha de venir.”<br />

Sin embargo, cuando el abuelo Vyasa partió de vuelta a su ashram, Yudhisthira no<br />

había prometido aún que ofrecería el sacrificio el día fijado.<br />

Una aurora y dos ocasos más tarde nos enteramos de qué preocupaba tanto a nuestro<br />

hermano mayor. En un sueño, una mangosta azul y oro había venido a él. El animal era azul<br />

por un lado y dorado por el otro. Decía cosas que Yudhisthira no podía entender, pero<br />

sentía que eran palabras de reproche y que concernían al Ashwamedha. Si el sacrificio era<br />

defectuoso, no nos purificaría. Si la ofrenda era impura, traería infortunio al país.<br />

41


No podíamos razonar con Yudhisthira. La mangosta azul y dorada había tomado<br />

posesión de su mente y ninguno de nosotros podía decir si la visitación era de un dios o de<br />

un espíritu maligno. Yo sabía, y lo sabíamos todos, que ningún príncipe o rey que<br />

hubiéramos conocido jamás se acercaba ni siquiera un tiro de arco a Yudhisthira en cuanto<br />

a rectitud se refería. Nadie más que nuestro hermano mayor podía ofrecer por nosotros. Fue<br />

tío Vidura quien dijo: “Yudhisthira, cuando la mangosta azul y dorada vuelva a ti otra vez,<br />

pídele que cante el Gayatri Mantra contigo. Ningún espíritu maligno puede resistir eso.”<br />

La mangosta apareció aquella misma noche, no sólo a Yudhisthira, sino a Sahadeva<br />

también. Aunque el Primogénito no fue capaz de cantar el mantra, parecía más sereno<br />

ahora que Sahadeva compartía la carga con él. La noche siguiente, la mangosta habló.<br />

“Yudhisthira”, dijo, “un gran sacrificio es el que planeas. Alimentarás a reyes y a<br />

brahmines, a parientes y amigos, al pobre, al ciego y al desvalido.” La voz de la mangosta<br />

era tan fuerte y profunda que, a sus palabras, las aves evolaban y los animales huían a sus<br />

cubiles. “Todos los reyes vendrán y tú les darás tesoros, joyas y gemas, caballos y<br />

elefantes, oro y sirvientas. A los brahmines les darás villas enteras y rebaños. Habrá ríos de<br />

jugos de las seis clases y montañas de dulces. La tierra resonará con el eco de los tambores<br />

y los cielos temblarán con el estallido de las caracolas. Los hombres se emborracharán de<br />

vino y de nuevas posesiones. Tus sacerdotes versados en los Vedas celebrarán las<br />

ceremonias sin apartarse de lo prescrito. Harán los gestos rituales y se moverán en los<br />

espacios yántricos. Pero, cuando te hayas desprendido de todas las cosas, ¿quedarás libre de<br />

pecado?” Entonces la mangosta desapareció. Los animales emergieron de sus escondites.<br />

Los pájaros descendieron de las alturas y anidaron en los árboles. Y Yudhisthira siguió con<br />

el interrogante que tanto lo angustiaba.<br />

Temimos que detuviese los preparativos.<br />

Entonces la mangosta penetró en todos nuestros sueños, pero le habló sólo al<br />

Primogénito: “¿Crees que por ofrecer grano cambiarás algo? Ofrécelo, si no te queda más<br />

remedio, pero entiende esto: la ofrenda eres tú mismo. Entra en el grano. Hazte el grano<br />

que se ofrece en actitud de absoluta sumisión. Nada más puede ocupar tu lugar, ni grano, ni<br />

caballos, ni todas las vacas de Bharatavarsha. Esto es ser rey.”<br />

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CAPÍTULO X<br />

LOS REYES LLEGAN<br />

La ciudad estaba decorada por todas partes con sartas de perlas y coronas de flores.<br />

Los arcos ornamentales se hallaban cubiertos de seda roja y púrpura, bordada de un oro y<br />

una plata que reflejaban el sol. Fragante incienso ardía en turíbulos de oro. Nuevos<br />

perfumes se habían mixturado para la ocasión. Las calles de Hastina, sus plazas y avenidas<br />

estaban rociadas de agua aromada con sándalo y áloe. Linternas, flores, arroz y frutas, hojas<br />

frescas de cebada y granos de arroz tostado había por todas partes. Dulces muchachas de<br />

esbeltas cinturas, adornadas de ajorcas y pendientes bruñidos en los que destellaba el sol<br />

danzaban con luces y presentes para saludar a los huéspedes y les ofrecían auspiciosa<br />

cuajada y miel. En las esquinas de las calles, bardos y juglares ensalzaban a los héroes<br />

Pandavas y la gente de camino a sus asuntos se detenía a sonreír y escuchar. Reían y<br />

lloraban y se abrazaban; luego recordaban de pronto adónde iban y partían a toda prisa.<br />

Pero por la noche, volvían para escuchar más. La urbe estaba colmada de júbilo y<br />

expectación. Había una consciencia general de lo que estábamos viviendo. Había una<br />

sensación de novedad en el aire. La gente decía que las cosas serían mejores ahora que<br />

nunca antes y los mismos que habían hecho correr las historias de los sacrificios<br />

desatendidos y sus terribles consecuencias empezaban ahora a sugerir con aire confidencial<br />

que Krishna tenía su propio modo de hacer las cosas. Aunque era Señor de Dwaraka, ¿no<br />

había asumido la función de un sutaputra en la guerra y conducido al Dharmaraj a la<br />

victoria?<br />

La fe en él como mahatma se filtraba al corazón de las gentes. Los bardos<br />

empezaban a cantar sus gestas. De hecho, éstas eran su tema favorito y nuestras hazañas<br />

juntos resultaban muy exageradas... lo que no era sorprendente, si se tenía en cuenta el<br />

negocio que las tabernas estaban haciendo.<br />

Una de mis favoritas era la de la caballerosidad de Abhimanyu y de cómo había<br />

atacado él solo el chakra de Drona. Los siete hombres que le habían producido la muerte se<br />

convirtieron en setenta primero y en setecientos poco después. De mí cantaban que me<br />

negaba a disparar a Karna mientras el terreno fangoso mantenía su carro preso. Eran gestas<br />

nobles las que les gustaba cantar y una vez les oímos la historia de Karna, que teniendo a<br />

Nakula a su merced, no lo mató. Pero Karna los confundía. Había luchado contra nosotros y<br />

sus canciones no prosperaron. Cantaron de Ghatotkacha y de cómo atrajo el arma que<br />

Karna guardaba para mí, salvando mi vida y a todo nuestro ejército aquella noche suya de<br />

magia. Cantaron de lo que Bhima desayunó antes de beberse la sangre de Duhsasana... y<br />

Yudhisthira, presa de agitación, prohibió aquel cantar. Narraron la historia de mi flecha,<br />

que abrió una fuente de agua en el suelo para el Gran Patriarca Bhishma. También aquí<br />

algunas cosas resultaban confusas. Yo había hecho caer del cielo almohadones de seda para<br />

que el Gran Patriarca apoyase la cabeza... Pero, en general, evocaron el espíritu que nos<br />

animaba y oyéndolos supimos que Krishna tenía razón: nuestra historia reverberaría a<br />

través de los años.<br />

También el coraje de Draupadi fue celebrado. Había una canción que empezaba con<br />

¿Habéis oído como una gran reina, más sabia que cien pandits, salvó de la esclavitud a<br />

cinco personajes reales? La canción nos hacía rememorar el gran valor de Draupadi y todo<br />

43


lo que le debíamos. Más tarde, Subhadra y nosotros cinco la cantamos en palacio para ella.<br />

La hizo llorar como a una cría.<br />

El primer invitado en llegar fue Krishna. Con él a nuestro lado, podíamos afrontar<br />

cualquier cosa. Arribaron después dos que estarían cerca de Parikshita e influirían en su<br />

futuro. Uno de ellos era Shuka, al que nunca había visto y del que sólo había oído hablar.<br />

Era el vástago amado del patriarca Vyasa, que le había nacido en su deseo de un hijo<br />

perfecto. Cada vez que visitara el ashram, Shuka estaba lejos, vagando por las montañas<br />

del norte y buscando a los ascetas de las cavernas. Nunca había venido a las celebraciones.<br />

Yo había dado por hecho que él mismo tendría la apariencia de un asceta, pero la suya era<br />

casi la constitución de un kshatriya, aunque más fina y serena, y sus ojos parecían contener<br />

todos los lagos y océanos del mundo. De alguna forma, Shuka parecía pertenecer a una<br />

especie diferente, ni hombre ni dios. No portaba brazaletes ni pendientes. Su cabello, sin<br />

aceites, brillaba con interno resplandor. No hacía en absoluto gala de su ascetismo. Por su<br />

piel, uno habría dicho que dormía en níveos lechos palaciales. Yo lo miraba y miraba, y no<br />

podía devolverle el saludo.<br />

¿Dónde instalar semejante huésped? ¿En nuestra cámara más lujosa, bajo árboles de<br />

fragante floración, o bajo los vastos cielos? No podía ser del todo yo mismo con él. Me<br />

empujaba hacia mis adentros y las preguntas rituales que uno ha de hacer a sus parientes no<br />

brotaban de mí. Aunque más joven que yo, era mi tío. Era cortés y mostraba un elevado<br />

refinamiento, que provenía de su Dharma interior.<br />

Al ver mi turbación, el abuelo Vyasa se rió y dijo: “Ya te acostumbrarás a él.”<br />

Parikshita no tuvo tanta dificultad. Enseguida lo vi sentado en los hombros de<br />

Shuka para conseguir una mejor vista del nido de cierto pájaro tejedor. Al verlos moverse<br />

juntos los dos, me parecían un solo ser, como si sus destinos estuviesen entreverados. A<br />

veces uno se descubre al filo del futuro, escuchando sus ecos. Me volví hacia el abuelo<br />

Vyasa, que los contemplaba también.<br />

“Abuelo, ¿se realizará el Sacrificio en paz esta vez y conducirá a la paz en<br />

Bharatavarsha?”<br />

Hice la pregunta que ninguno de nosotros se había atrevido a hacer. Si él preveía<br />

más desastres, nadie tendría corazón para desempeñar su papel. Su respuesta tardó tanto en<br />

llegar que deseé no haber hablado. Aún mirábamos a Shuka y el niño.<br />

“Preguntas por Parikshita”, dijo.<br />

Yo permanecí callado. Por supuesto que lo hacía, sólo por él tenía sentido nuestra<br />

vida. Yudhisthira esperaba únicamente que creciera para volver al bosque.<br />

“Reinará en paz”, dijo Vyasa.<br />

No era más que la mitad de la promesa, pero era la parte que me importaba. Si había<br />

más, no quería saberlo.<br />

“Este Ashwamedha no tendrá complicaciones. Los kshatriyas son una ralea<br />

turbulenta y les gusta golpearse las axilas en señal de desafío, pero creo que lo peor que<br />

podemos esperar es que los brahmines se calienten con sus discusiones sobre el árbol y la<br />

semilla y qué fue lo primero de los dos, o en sus debates sobre el Dios diferenciado y el<br />

Dios indiferenciado.”<br />

El primero de los reyes en llegar fue mi propio hijo con Chitrangada, Babhruvahana.<br />

Cuando hubo tocado mis pies y posado su cabeza sobre ellos, nuestro encuentro se<br />

convirtió en una broma. Di un paso atrás y le pregunté si tenía su espada. Él señaló su<br />

costado y parpadeó diciendo: “Pero no es más que un adorno.” Le di una palmada en el<br />

44


hombro y nos abrazamos riendo. Había crecido aun más y tuvo que inclinarse hacia mí<br />

como un día tendría que hacerlo Parikshita. Tuve la sensación de nuevos reyes que llegaban<br />

a un mundo en el que yo no estaría.<br />

Rápidos fueron los bardos en tejer su nombre a los cantares. Saludaron a<br />

Babhruvahana como el héroe que había abatido al inconquistable Arjuna. Algunos cantaron<br />

incluso que había matado al príncipe Arjuna, pero que la princesa naga Ulupi lo había<br />

devuelto a la vida con hierbas y magia naga. Y ello se acercaba bastante a la realidad<br />

porque, como más tarde supe, Chitrangada había mezclado sus pociones de montaña con<br />

las de Ulupi y, en aquella ocasión, no pude haberme aproximado más al reino de Yama sin<br />

quedarme allí para siempre.<br />

Parikshita estaba encantado con su tío Babhruvahana y pasaba tanto tiempo<br />

cabalgando con él, sentado delante del jinete en su misma montura, que ambos se perdieron<br />

la entrada de Vajradatta, el hijo de Bhagadatta. Babhruvahana pensó que lo reprendería por<br />

este lapsus, pero le dije que no tenía la costumbre de reñir a hijos más grandes que yo<br />

mismo. Empecé a disfrutar este encuentro.<br />

Vajradatta había sido bien anunciado por canciones sobre el valor de su padre y el<br />

de su elefante. Los bardos tenían estrictas instrucciones de no mencionar la muerte de su<br />

padre a mis manos en tanto estuviese él en Hastina. Nos hallábamos en guardia permanente<br />

contra cualquier equivocación que pudiera resultar irreparable. De Samba y Sarana, cuyos<br />

embrollos yo temía, no oímos nada hasta que consiguieron persuadir a Bhima de que le<br />

dijese a tío Dhritarashtra que la hermana menor de ambos no podía pensar en nada más que<br />

en casarse con él. Hizo falta toda la diplomacia de Krishna para convencer a nuestro tío de<br />

que era aún una figura fina y digna de inspirar el encaprichamiento de la criatura.<br />

Esperábamos que las maldiciones de tía Gandhari recayesen sobre Samba y Sarana, pero<br />

ella comentó que ya estaban incluidos en la que había dirigido a Dwaraka y que nada podía<br />

ser peor que aquello. Bhima sugirió que debía de haber agotado su punya.<br />

Babhruvahana y Vajradatta se hicieron amigos, siendo el primero unos pocos años<br />

mayor. Ambos amaban a los elefantes y ambos amaban a Parikshita, y hablaron de las<br />

cosas que los reyes jóvenes usualmente tratan. El matrimonio era una de ellas y Vajradatta<br />

tenía una hermana. Ésta poseía ojos de cierva, un dulce rostro redondo, un mentón como el<br />

de Subhadra y una mirada directa que te hacía confiar en ella. No me habría desagradado<br />

que escogiera a Babhruvahana, porque Bhagadatta había sido amigo de mi padre. Su raza<br />

era noble de espíritu y aquella alianza tejería una red de amistades por todo el país.<br />

Pero los reyes empezaron a fluir de pronto y hubo poco tiempo para hablar de bodas<br />

o swayamvaras. Habiendo tomado parte en más campañas que ninguno de mis hermanos<br />

así como en una gran peregrinación por el mundo, mi tarea peculiar consistía en vigilar que<br />

las costumbres de nuestros invitados fuesen respetadas. Los habitantes de Manipur y<br />

Keraladesh, por ejemplo, comen pescado, cosa que en otros reinos resulta tan repugnante<br />

como la costumbre nishada de comer ratas. Los de Kamarupa comen sólo pescado de agua<br />

dulce; en una ocasión les habíamos servido pescado seco de mar y sus narinas temblaron<br />

por la ofensa. De tiempo en tiempo, yo le pasaba a Bhima retazos de información tal como<br />

éstos acudían a mi mente y le recordaba que en ninguna parte del mundo pone la gente sal a<br />

sus dulces.<br />

A Bhima no le quitábamos ojo de encima. Nadie olvidaba que Draupadi y él se<br />

habían reído de Duryodhana cuando éste se cayó al agua tras el Rajasuya y de las<br />

consecuencias que aquello había tenido. Antes de que llegasen los reyes lo visité en su<br />

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propio palacio. Bhima se hallaba dando órdenes a sus cocineros y tenía ante él una bandeja<br />

de mangos que parecían verdes. Le molestaba que no estuvieran en su punto, porque los<br />

quería para ciertos jugos especiales que ofrecería a nuestros invitados. Era un momento<br />

poco propicio para mi misión, pero le toqué los pies, pasé un rato estudiando su humor y<br />

toqué y olí y discutí con él el estado de las frutas antes de declararle lo que tenía en mente.<br />

“Hermano”, le dije, “hemos de tener cuidado de que esta vez nada rompa la<br />

armonía. Si alguno de los reyes se sintiera ofendido, sería el final de Yudhisthira.”<br />

Bhima dejó caer un mango y volvió hacia mí toda su atención.<br />

“Te aseguro, Arjuna, que me cortaría la mano antes que herir a Draupadi o<br />

Yudhisthira. Vivo para ver el día en que sea Señor de la Tierra y reciba el abhisheka del<br />

Chakravarti.”<br />

“Por mi parte”, le dije, “me contentaré con que todo el mundo retorne a casa<br />

contento con sus regalos.” Dudé, tomé un mango y lo giré en la mano, haciendo ver que lo<br />

examinaba, sin saber cómo proseguir.<br />

“Sé para que has venido”, comenzó él entonces. “A decirme que no me ría de<br />

Duryodhana. Pero nuestro primo ya no existe, Arjuna, y no tenemos más enemigos. No me<br />

reiré de nadie. Siento demasiada gratitud. Estoy aquí para dar la bienvenida a todos los que<br />

arriben y, de corazón y por orden de Yudhisthira, para cuidarme de que la armonía<br />

prevalezca. Tú y yo juntos le ayudaremos a conservar el mundo. No olvido, Arjuna, que<br />

estamos ahora llevando a su culminación algo que empezamos cuando fuimos con Krishna<br />

a acabar con Jarasandha y su espantoso proyecto. Nosotros no podíamos ver entonces todas<br />

las consecuencias de aquello, pero Krishna sí. Yudhisthira es quien ha de sentarse en el<br />

trono del emperador y Draupadi ha de estar a su lado. El mundo está libre de tiranos y tú y<br />

yo haremos que siga así. No te angusties, hermanito.”<br />

Lo dejé reconfortado y no con poca vergüenza por haber dudado de Bhima. Luego,<br />

me dispuse a recibir al rey actual de aquellos Trigartas que habían jurado matarme en la<br />

guerra. Animado por la confianza reencontrada en Bhima, fui con el corazón pletórico,<br />

dispuesto a rendirles a él y a su comitiva los mayores honores. Los adornos de seda se<br />

renovaban a menudo. Había hojas de mango y caléndulas. Series tras series de grandes<br />

arcos se prolongaban por el camino hasta mucho más allá de las puertas de la ciudad. Los<br />

bardos llenaban las calles en grandes números y yo les envié órdenes de ensalzar el valor de<br />

los Trigartas.<br />

Apenas los había instalado cuando se me informó de que la partida de Kerala estaba<br />

a menos de una yojana de nuestra capital y salté al carro una vez más. El Maharaja era un<br />

hombre sencillo, con una faz redonda y una gran sonrisa. Él no era un problema porque<br />

había dejado correr al corcel sagrado por sus dominios y a mí me había recibido satisfecho.<br />

Los dioses debían de haber sonreído ante mis expectativas.<br />

Igual que un pequeño elefante él mismo, descendió pesadamente de su paquidermo<br />

y me abrazó cálidamente. Había traído a sus damas, que se sentían enteramente a sus<br />

anchas y nos gritaban impacientes que nos apresurásemos porque querían ver a Krishna.<br />

Kerala era un matriarcado. Su falta de protocolo me divertía y le dije: “Parece que tus<br />

mujeres tienen prisa por encontrarse con Krishna.”<br />

“Oh, no son mis mujeres, sino mis hermanas. Mis esposas vienen detrás con sus<br />

hermanos. Mis hermanas querían llegar primero.”<br />

Demasiado tarde recordé que el rey keralita vive con sus hermanas y visita a sus<br />

mujeres sólo por la noche. Era el hijo de su hermana quien heredaba el trono y él mismo era<br />

el hijo de la hermana del último Maharaja. De sudor se rezumó mi frente. Las<br />

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disposiciones realizadas en sus palacios podían ser inadecuadas. Felizmente, éste no era un<br />

hombre pronto a ofenderse, pero no estaba tan seguro de sus hermanas. Una y otra vez me<br />

abrazaba y nos aspirábamos uno a otro el perfume del cabello. Mi ungüento de semilla de<br />

mostaza debió de resultarle inusual, como me lo pareció a mí su aceite de coco. Por fin, nos<br />

estrechamos los hombros manteniéndonos a un brazo de distancia y reímos. Mi ojo barrió<br />

la línea de elefantes que viajaba tras él. Por lo que pude calcular llegaban al auspicioso<br />

número de ciento uno. El rey era un hombre generoso y hallaba placer en dar.<br />

“Ya verás lo que traemos aquí para vosotros. Desde que partiste hemos estado<br />

seleccionando los mejores árboles de nuestros bosques de sándalo y teca para los pilares y<br />

vigas de vuestros palacios. Así duren mil años como toda vuestra dinastía.” No era afectado<br />

ni presuntuoso, sino de buen corazón. Había traído, en efecto, bosques enteros para<br />

nosotros y el perfume del sándalo flotaba en el aire. “Y os hemos traído montones y<br />

montones de marfil. Es tan fino que parece madreperla. Aceites también os portamos. Os<br />

hemos traído todo lo mejor, noble príncipe.”<br />

“Sí”, clamó una de las hermanas, cubierta de los zafiros azules de la región, “y<br />

jarras y jarras de miel.”<br />

“¿En qué estás pensando? ¿Por qué hablar de miel? ¿Qué de las joyas?”, la codeó<br />

otra hermana.<br />

Todos nos reímos porque, después de aquella intervención, no había ceremonia que<br />

valiese y lo dije así.<br />

“¡Oh, ceremonia!” El joven rey se golpeó la frente con la palma de la mano. “¡Me<br />

he olvidado por completo de los parasoles! Siéntate en tu carro, príncipe Arjuna.”<br />

Dio un chasquido con los dedos llamando la atención de sus gajarohas. De<br />

inmediato, un centenar de parasoles carmesíes se abrieron sobre los elefantes. En un<br />

instante se habían vuelto de un púrpura que se cambiaba en los colores del arco iris y<br />

acababa en un blanco fulgurante otra vez.<br />

“¡Sadhu!”, grité. “Sadhu, sadhu.” Todo el mundo resplandecía.<br />

Las hermanas no eran tímidas y lanzaron sus preguntas. ¿Llevará Krishna su famosa<br />

joya? ¿Era verdad que Bhima se comía un búfalo para cenar? ¿Era cierto que Draupadi no<br />

volvió a ensortijarse el cabello tras la partida de dados? Y, si bien estaban seguras de que el<br />

caballo del Ashwamedha no podía ser substituido, ¿quién había iniciado aquel rumor? ¿Se<br />

ofrecería el omento?<br />

Respondí a las preguntas lo mejor que pude, contento al fin cuando alcanzamos<br />

Hastina. Me pregunté si alguna vez habría tratado algún marido de frenar aquellas lenguas.<br />

Había oído yo que a las mujeres de Kerala les bastaba con dejar los zapatos de sus esposos<br />

en el umbral de la casa, con las puntas hacia el ancho mundo, para que éstos comprendiesen<br />

que ya no eran bienvenidos.<br />

Parte de la diversión en estas ocasiones regias era observar la extrañeza de las<br />

costumbres de los demás. Dejé al Kera-Raja en manos de Bhima; cuando retorné a ellos,<br />

mi hermano estaba preguntándole al rey cómo cocinaban en Kerala sin ghi y apuntándose<br />

recetas.<br />

Primero llegaron los monarcas del sur en toda su dignidad y esplendor. Los<br />

diamantes siempre resaltan más sobre piel oscura. Y de aquéllos, los primeros fueron los<br />

Andhras, una oscura y excitable cepa que, junto con los Yavanas y algunos otros, forman la<br />

clase de los que no ofrecen sacrificios. Tenían a sus hermosas mujeres bajo un control tan<br />

estricto que apenas les veíamos sus ojos siempre bajos. Trajeron más elefantes, enjaezados<br />

con unas sedas tan lujosas como los saris de sus reinas, de fulgurante rosa y púrpura y color<br />

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anaranjado con anchos ribetes de oro. Traían fardos y fardos de sedas para Yudhisthira, así<br />

como diamantes y rubíes y sartas y sartas y sartas de las perlas más grandes que yo hubiera<br />

visto jamás. Las enormes jarras que portaban los carros de bueyes estaban llenas de polvo<br />

de oro y de azafrán. Traían vasos de plata y de oro y frutos secos bastantes para tenernos<br />

mascando un siglo entero. Sus vecinos drávidas llegaron enseguida después con más<br />

ofrendas de la misma suerte, aunque sus sedas tornasoladas, sus lámparas de plata y sus<br />

flabelos de plumas de pavo real eran sin duda los mejores que habíamos visto.<br />

Desde nuestra lejana costa oriental llegó la partida regia de los Vangas. Amantes del<br />

debate y alegres, nunca dejaban de discutir y a menudo se reían al mismo tiempo de chistes<br />

que nosotros nunca lográbamos entender. Y su alegría era contagiosa. Sólo sus vestimentas<br />

eran austeras: ropa blanca finamente tejida que hacía resaltar sus pieles lustrosas y pesados<br />

adornos de oro incrustados de nácar. Traían la más asombrosa variedad de caracolas y<br />

pieles que hubiese visto jamás. Resultaba difícil resistirse a probar las caracolas antes de<br />

que tío Vidura las hubiese registrado y guardado. Había también un par de cachorros de<br />

tigre para Parikshita.<br />

Del desierto llegaron jefes de altos turbantes conduciendo cuerdas de pulcros<br />

camellos dorados cargados de finos tapices, pieles y tiendas. Todos menos los Nagas y<br />

Nishadas nos trajeron gemas. Recibimos caballos de Sindhu y rebaños enteros. De<br />

Kamboja llegaron tantos corceles que, en pocos años, nuestra diezmada caballería habría<br />

sido reconstruida otra vez. Con todas aquellas diferentes costumbres, los monjes raktapaka,<br />

los Nagas desnudos y los Nishada de salvaje cabellera, parecía que el Creador hubiese<br />

congregado todas sus criaturas en Hastina del mismo modo que en el recinto sacrificial se<br />

reunían todos los animales para inspección y deleite de los dioses.<br />

Las reses tenían los cuernos pintados de oro y rojo, y les caían colgantes de las<br />

frentes. Pequeños discos y cascabeles en torno al cuello tintineaban sin cesar. Estaban<br />

enguirnaldadas con todo tipo de flor, y hierbas auspiciosas entretejidas con las flores<br />

aromaban el aire. Había cabras y borregos plateados traídos de las montañas del norte, y<br />

aves de cada clase revoloteaban en sus argénteos alcahaces. Loros y cacatúas, currucas de<br />

todo género, incluso modestas gallinas y cuervos con tilaks en las frentes se pavoneaban<br />

como reyes.<br />

Después de las invocaciones y plegarias nos aseguramos de que todos nuestros<br />

invitados escucharan los cantares sobre los sacrificios pacíficos de Agastya. Unas pocas<br />

frentes se alzaron y algunos ojos se dilataron al comprender que los animales no serían<br />

sacrificados y que los dioses eran, sin embargo, candorosos con nosotros; pronto, unos<br />

compitieron con otros en citar el legendario gran sacrificio de grano. Yudhisthira me miró<br />

discretamente: todos nuestros miedos, parecía, habían carecido de fundamento. El único<br />

problema llegaba del lado más inesperado, nuestro buen rey de Keraladesh. Estaba de<br />

acuerdo él en que los animales no fuesen sacrificados. Era costumbre en Kerala, desde<br />

hacía mucho, extraer una pequeña cantidad del omento de los animales, lo que constituía un<br />

procedimiento indoloro, nos aseguró, cuando se hacía adecuadamente. El omento era muy<br />

apreciado por el dios Agni cuando se arrojaba al fuego sacrificial. Hacía que las llamas<br />

saltaran con más intensidad que cuando se vertía mantequilla aclarada en ellas. Se puso en<br />

pie de un salto e imitó el movimiento de las llamas con las manos. Era un orador hábil y sus<br />

argumentos no podían ser fácilmente ignorados. Íbamos a ofrecer no sólo por nuestro reino,<br />

dijo, sino por toda Bharatavarsha, por sus lluvias y sus cosechas.<br />

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Percibí que el resto de nuestros invitados se inclinaba hacia su consejo, pues ¿de qué<br />

sirve, al fin y al cabo, un sacrificio en el fuego, si no es para complacer a Agni? Empecé a<br />

preguntarme, si habría algo que pudiera hacer desistir a nuestro amigo de Kerala.<br />

Al final, su mismo entusiasmo lo derrotó. Al enterarse de que nuestros sacerdotes, a<br />

pesar de todos sus conocimientos especializados, no sabían nada de la extracción del<br />

omento, el Keralaraj afirmó que, de haberlo sabido, habría traído a sus propios brahmines.<br />

Tal declaración constituía una notable ruptura de la etiqueta, nuestros huéspedes empezaron<br />

a menear las cabezas y aquello le costó sus simpatías. Los que se habían inclinado hacia su<br />

punto de vista retornaron al nuestro. Él trató de ganarse individualmente para su causa a los<br />

nuevos invitados, pero el momento había pasado.<br />

Durante todo este tiempo tenían lugar los preparativos para el sacrificio, en los que<br />

participaban setenta sacerdotes y trece ayudantes. Por fin llegó el momento en que<br />

hundieron las manos en ghi e hicieron voto de llevar a cabo los procedimientos en armonía.<br />

La ceremonia empezó.<br />

El momento de encender el fuego sagrado está siempre lleno de tirante expectación.<br />

Frotar los palillos del fuego es el primer intento de llamar a Agni. Hubo una especial<br />

tensión cuando la madera comenzó a oscurecerse y se formó un ojo del que el humo se alzó<br />

para llamar la atención del dios.<br />

Aun antes de que la madera se oscureciese, sentí erizárseme el vello del cuerpo.<br />

Cuando el ojo empezó a formarse, me incliné ante Agni y le ofrecí la plegaria que siempre<br />

llega a mi mente de forma espontánea: Que haya paz para Parikshita y Bharatavarsha.<br />

Saltó entonces una pequeña lengua de fuego. La congregación soltó el aliento contenido en<br />

un gran suspiro y todos juntamos las manos en salutación al dios.<br />

Yudhisthira y Draupadi emergieron de su reclusión. El patriarca Vyasa los ayudó a<br />

subir al pedestal cubierto de seda dorada. Bhima y yo los flanqueábamos. Satyaki era el<br />

elegido para sostener la sombrilla regia sobre sus cabezas, Nakula portaba el flabelo ritual<br />

tras ellos y Sahadeva, el protector del sacrificio, permanecía de pie con una espada<br />

desenvainada.<br />

Grandes bandejas colmadas de grano y frutas de nuestra madre Bhárata fueron<br />

colocadas a los pies de la pareja imperial mientras el fuego del yajna era alimentado con<br />

mantequilla aclarada. Las llamas se elevaban derechas y auténticas, sin humo. En un<br />

profundo silencio injerido por una única sarta de mantras, el patriarca tomó de Yuyutsu un<br />

cubo de oro. Agua de los ríos sagrados de nuestro mundo se derramaron sobre la cabeza<br />

inclinada de Yudhisthira y luego sobre el cabello suelto de Draupadi. En ese instante se<br />

convirtieron en Emperador y Emperatriz de Bharatavarsha.<br />

La ceremonia fue larga. Había muchos cubos de oro que vaciar y muchos himnos y<br />

mantras que cantar, pero al fin condujimos a la regia pareja al trono.<br />

Llegó entonces el momento de honrar a nuestro invitado más digno. Observé los<br />

rostros de los reyes. El patriarca Vyasa anunció que Krishna era el Purushottama... el mejor<br />

de los hombres. Krishna dejó su asiento de honor y caminó hacia el pedestal. Hasta<br />

entonces, yo había escudriñado los rostros de nuestros huéspedes sin volver la cabeza.<br />

Cuando Krishna se alzó ante nosotros, olvidé el mundo. Yudhisthira y Draupadi<br />

descendieron hasta Krishna, que aguardaba con las manos juntas, los ojos cerrados,<br />

hondamente introvertido. Éste era el instante por el que él había luchado, por el que había<br />

arrostrado un millar de amenazas e insultos. Su rechazo de la matanza sacrificial de<br />

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animales, su defensa de Draupadi, su insistencia en la santidad de las mujeres, su prontitud<br />

a la batalla por la justicia, su sumisión a Dios únicamente y tantas otras cosas estaban<br />

contenidas en este instante.<br />

Draupadi le puso el tilak de bermellón en la frente. Una lágrima le tembló a nuestra<br />

reina en la mejilla al añadir granos de arroz al tilak. Krishna tenía los ojos abiertos ahora,<br />

aquellos ojos líquidos de la forma de los pétalos de loto. Estaban colmados de comprensión<br />

y compasión, y decían: Lo ves, hemos cumplido nuestras promesas. Con aquella mirada<br />

disolvía toda amargura en Draupadi. Un largo rato permanecieron mirándose uno a otro.<br />

Luego Krishna se volvió hacia Yudhisthira y permitió que le pusiese la guirnalda.<br />

En esta ocasión, ninguna voz se alzó en protesta, sino sólo el clamor de “¡Sadhu,<br />

sadhu, sadhu!”, como promesas de paz.<br />

Krishna retornó a su asiento. Nakula tomó de Yuyutsu la vasija y la pátera<br />

incrustadas de gemas y, levantando los pies de Krishna para colocarlos sobre el plato con la<br />

ternura de una madre, empezó a derramar sobre ellos gotas de agua aromatizada con<br />

sándalo. La promesa del abuelo Vyasa se había cumplido también. El sacrificio había<br />

terminado sin contratiempos.<br />

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CAPÍTULO XI<br />

El Ashwamedha quedaba atrás. Aquí estaba yo con Krishna caminando junto al río,<br />

con flores que eclosionaban alrededor como bendiciones, despierto al esplendor del día.<br />

Respiré profundamente. Toda palabra había huido de mí. En silencio brotaban<br />

profusas las flores de los mangos machos y, en los árboles hembras, diminutas yemas de<br />

frutos que prometían un estival esplendor se ocultaban entre un tumulto de hojas oscuras.<br />

El canto de cuclillo, desoído todo el invierno, flotaba dulce sobre el río. Los sauces llorones<br />

frotaban las orillas y en sus ramas más altas pájaros tejedores trabajaban en sus nuevos<br />

nidos. La gente de las aldeas celebraría el fin del invierno con danzas alrededor de fuegos<br />

bajos a los que se arrojaba sésamo. Nadie recordaba que las lluvias habían cesado pronto.<br />

Había habido suficientes para que los brotes verdes rompieran la tierra y, tras la llegada de<br />

Krishna, habían caído chaparrones ligeros. El mundo, que se había tambaleado al borde del<br />

abismo, se había asentado otra vez. Los gorriones brincaban a sus anchas y las ardillas<br />

jugueteaban alrededor de nuestros pies o corrían precipitadas por las ramas de los mangos,<br />

agitándolas y haciendo caer los brotes.<br />

Krishna se puso un tallo de hierba entre los dientes. La primera vez que le vi hacer<br />

esto en el Khandava creí que produciría un astra o algún milagro, pues justo de estas cosas<br />

estábamos hablando. El milagro era ahora que no sólo había prevalecido el orden, sino un<br />

orden de tipo superior. El océano había sido batido y ahora extraíamos néctar de él.<br />

“Por esto hicimos la guerra, primo”, dijo Krishna. “Lo que ha ocurrido ahora con los<br />

brahmines no habría pasado en tiempos de Duryodhana. A los hombres no se les permitía<br />

hablar entonces. Incluso las almas de gente como el Gran Patriarca Bhishma y Dronacharya<br />

debían estar tan silenciosas como el cuclillo en invierno. Se habían convertido en títeres del<br />

ego de Duryodhana y en sombras de Sakuni. Ahora empezamos a verlo. Pero esto es sólo el<br />

principio.”<br />

Cuando avanzas en tu carro de guerra a toda velocidad contra una horda de hombres<br />

que quieren acabar contigo, no piensas de este modo. La lucha lo es todo y olvidas por qué<br />

combates. Nos sentamos bajo un sauce, tirando de las ramas más bajas, que colgaban junto<br />

a nuestras mejillas.<br />

“Dentro de siglos, la humanidad comprenderá lo que ocurrió en nuestro carro el<br />

primer día de la guerra. Todo dependía de ti, Arjuna. Si por fin te hubieses negado a luchar,<br />

no podríamos haber seguido sin ti. ¿Y entonces? Los hombres de todas partes se habrían<br />

convertido en esclavos de la pasión de Duryodhana. Los Jarasandhas correrían libres otra<br />

vez. Una marea refluyó aquel día en la vida de Bharatavarsha.” La sensación de ser Nara y<br />

Narayana volvió a surgir en mí junto con el significado de la guerra y el papel<br />

desempeñado en ella por Krishna. “El mundo se mece con el movimiento de esa marea y lo<br />

sentirá hasta el fin de los tiempos. La gente lo verá, no como ahora, la victoria de unos<br />

hombres justos contra un ejército que doblaba el suyo, sino como el triunfo del alma del<br />

hombre, proscrita del mundo durante trece años: una victoria sobre los engaños de Sakuni,<br />

una victoria de la libertad donde ni una voz podía alzarse contra el mal que intentaba<br />

arraigar en este mundo.” Presionó con la mano la tierra junto a él. “Hemos salvado a<br />

nuestra Madre del tirano. Nunca lo dudes, Arjuna, pase lo que pase. Porque cosas horribles<br />

habrán de ocurrir aún. La luz puede parpadear, pero no será apagada. En la Kaliyuga,<br />

cuando todos los dominios de alrededor sucumban ante Maya, Bharatavarsha, que realizará<br />

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un severo tapasya por el mundo, podrá flaquear, pero resurgirá otra vez.” La vastedad del<br />

mundo y los tiempos de los que hablaba inundaron mi entendimiento. “El mundo parecerá<br />

envuelto en tinieblas, pero la luz encendida por nuestra sumisión y ofrenda no será<br />

extinguida. Gente de todas partes visitará este país y será tocada por ella. Y no podrán<br />

permanecer inmutables.” Al cabo de unos instantes, añadió: “Cada momento es un<br />

momento de decisión. A cada instante, cada hombre tiene el destino del mundo en sus<br />

manos.”<br />

Sus palabras evocaron aquel momento tras la guerra, en el ashram del sabio Vyasa,<br />

cuando Ashwatthama disparó el Brahmastra destructor del mundo, antes de desviarlo hacia<br />

los vientres de las mujeres Pandava.<br />

“Krishna, ¿qué le sucede a alguien que trata de destruir el mundo cuando tiene ese<br />

poder?”<br />

Yo siempre había evitado preguntarle por el terrible destino de Ashwatthama. Éste<br />

era aún más amigo que enemigo mío... mucho más. Nada, ni siquiera la muerte de los hijos<br />

de Draupadi, había borrado el recuerdo de nuestra hermosa amistad en el ashram de<br />

Dronacharya. En sueños, competía aún con él en nuestras carreras al río, que era plata en la<br />

aurora. Quizás sólo la muerte del hijo de Abhimanyu podría haber aniquilado el recuerdo<br />

de su faz radiante y el amor que yo le tenía en mi corazón. No sólo había evitado preguntar<br />

por él, sino que sabía que Krishna no quería hablar de lo que ocurrió aquel día. Incluso<br />

ahora trató de desviarme chistosamente de aquella cuestión.<br />

“No estarás pensando en destruir el mundo, ¿no, Arjuna?”<br />

En cualquier otro, estas palabras me habrían sorprendido. El Brahmastra es un<br />

asunto de peso... pero aquí bajo los árboles había una paz inmensa, la clase de calma que<br />

pedimos en nuestros himnos, y había una quietud en mi corazón como cuando una gran<br />

tarea ha sido culminada. Así, mientras Krishna me miraba a los ojos y yo a los suyos, le<br />

dije: “Háblame de Ashwatthama. Necesito saberlo. Hay algo que nunca he entendido. Tú<br />

sabes cuánto me amaba su padre y yo juraría por el dios Indra que nunca tuvo celos. Allí<br />

estaba él, radiante, cuando Dronacharya me abrazaba. Tan colmado de luz estaba... Yo<br />

acostumbraba a pensar que sólo un brahmín podía contener toda aquella cantidad de luz.<br />

Aún me asombra. La única luz mayor era la tuya, Krishna, y ésta es algo diferente. Se le<br />

ensortija a uno en el corazón. Sólo a Shuka le he visto un resplandor más grande que el de<br />

Ashwatthama antes de que intentase destruirnos.” Aguardé que Krishna hablase, pero él<br />

movía la cabeza en gesto de asentimiento.<br />

Tras un rato dijo: “Pero también esa luz es diferente.”<br />

Parecía que, una vez más, me quedaría sin explicación pero, ahora que el sacrificio<br />

había pasado, Ashwatthama acudía a mis sueños de nuevo.<br />

“¿Puede la oscuridad tragarse la luz?”, pregunté.<br />

“Nunca”, respondió Krishna con lentitud. “Nunca. Sólo lo parece; al final es<br />

siempre la luz la que devora a las tinieblas.” Después, tras una pausa: “La Oscuridad es<br />

tremenda, pero la luz es infinita.”<br />

“¿Ashwatthama?”<br />

“Cuando rebosas de una luz tan grande como la que Ashwatthama tiene...”<br />

“¡Tenía!”<br />

“¡Tiene! ...Entonces posees su sombra correspondiente, su oscuridad. Pero la<br />

oscuridad es la matriz de la Luz.” Tras un lapso en el que Krishna frunció los ojos como si<br />

buscase un modo de explicar lo que tenía en mente, prosiguió: “Ashwatthama es un alma<br />

inmensa. Y su alma ha asumido una carga, una tarea universal que aceptó antes de<br />

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encarnarse. Para ella se ha preparado durante muchas vidas. Almas como la suya portan el<br />

destino del mundo.” El significado de lo que Krishna decía me llegó a través de la<br />

compasión de su voz. “Con el tiempo, una gran luz brillará a través de él, mucho más<br />

grande que la anterior.”<br />

De pronto lo añoré, quise volver a ver a Ashwatthama.<br />

“Me pregunto si volveremos a encontrarnos otra vez.”<br />

“No en esta vida. Pero os encontraréis. Tenéis algo que hacer juntos.”<br />

Después de oír a Krishna mis pensamientos estaban más en lo que representábamos,<br />

en lo que uno debía a los dioses, al pueblo que gobernábamos, a nuestra familia.<br />

“Ofréceselo todo a los dioses”, dijo Krishna, “el resto se arreglará por sí solo.”<br />

Cuando Shuka y Parikshita vinieron hacia nosotros, mi corazón cantaba. A ellos, los<br />

rodeaban las aves.<br />

El niño tenía ahora, en cierto modo, el aspecto de Shuka, un aspecto de sabiduría y a<br />

la vez de asombro. No portaba alhajas regias. Tenía el pecho y los brazos desnudos y el<br />

cabello, sin ungüentos como el de Shuka, lo llevaba atado en un moño. Yo miré a Shuka.<br />

En realidad uno nunca miraba a Shuka; lo observabas como con miedo de que fuese a<br />

fundirse con la hierba y con los árboles, si apartabas la vista. Eran como criaturas que<br />

perteneciesen a la naturaleza y, sin embargo, proviniesen de un mundo distinto del nuestro.<br />

Tras tocarnos los pies, Parikshita empezó excitadamente a contarnos que uno podía<br />

hablar con las aves. Entonó el trino de un pájaro, tres notas gorjeantes, dos arriba, una<br />

abajo, y se puso un dedo en los labios. Con un abejoneo de alas, dos pájaros, grises con<br />

rojos vientres y crestas negras, revolotearon hasta su brazo extendido y luego partieron<br />

volando otra vez.<br />

Krishna me miró. Sus ojos decían: Por esto hemos luchado. ¿Valía la pena? Sonreí.<br />

Parikshita cantó un cucú y una hembra de cuclillo, esas independientes criaturas, se le posó<br />

en el moño y se inclinó para picotearle un poco la frente antes de partir al vuelo.<br />

“Shukadeva va a enseñarme dónde tiene su casa el rey de las serpientes”, dijo<br />

Parikshita. “¿Puedo ir con él?” Tomó el polvo de nuestros pies y se escabulló de allí. Yo los<br />

contemplé. Las pintas del bosque jugaron sobre sus hombros, cuando avanzaron hacia las<br />

sombras.<br />

“Krishna, el destino juega con nosotros de una manera algunas veces... ¿Qué, si<br />

después de todo, Parikshita no quiere reinar? Dice que quiere vivir como Shuka, que Shuka<br />

sabe cómo curar y librarte del dolor y la tristeza. Lo copia en todo. Dice que no necesitará<br />

una reina. Y Yuyutsu es un alma noble, pero tampoco él tiene amor por la corona.”<br />

“Parikshita reinará. Puede que sea un rey diferente de los que han cabalgado bajo la<br />

bandera Kuru durante muchas generaciones, pero reinará. Parikshita es algo nuevo. Ha de<br />

haber cierta compensación en la Kaliyuga. Hay un sanador en él también.”<br />

“Quizás no tengamos que temblar ante esta Kaliyuga, después de todo.”<br />

Krishna me miró con ojos muy abiertos. “Jishnu”, dijo, “se supone que tú no has de<br />

temblar. Destruirías tu reputación y la de todos los kshatriyas.”<br />

“Ésa no es una respuesta, Krishna.”<br />

“¿Esperas de mí otro discurso?” Luego, más reflexivo: “Puede que tú no tengas que<br />

preocuparte de ella, ni tampoco Parikshita. La Kaliyuga no es más que una criatura que no<br />

ha acabado aún de dejar la matriz. Pero las cosas no se quedarán quietas. El mundo tendrá<br />

que moverse y nuestra tierra habrá de sacudirse hasta que se le caiga la corteza y se revele<br />

su alma. El mundo no puede ser gobernado por kshatriyas para siempre, ni tampoco por<br />

brahmines.”<br />

53


Alcanzamos un lugar donde la orilla estaba casi al mismo nivel del río. Nos<br />

sentamos y dejamos que la corriente jugase contra nuestras piernas.<br />

“Jishnu, quiero que recuerdes esto. Pase lo que pase, cualquier cosa, sea lo que sea,<br />

incluso el fracaso de tu mayor deseo, la pérdida de un ser amado, una gran destrucción...<br />

acéptalo. Une tus manos e inclina la cabeza porque eso era lo necesario. Recuerda siempre<br />

el Narayanastra en el Kurukshetra.”<br />

Era como una bofetada en una mejilla y una caricia gentil en la otra. Sentí, sin<br />

embargo, todo el vello del cuerpo erizado y un profundo manantial de paz. Había percibido<br />

todo esto, en la misma médula de mis huesos, durante la travesía del desierto; había<br />

comprendido que uno no puede apegarse a nada, ni a sus mujeres, ni a las armas, ni al<br />

polvo del desierto, a menos que quiera permanecer encadenado a una vida crepuscular que<br />

es la gemela de la muerte. Cualquier cosa puede atarte y el Dharma, más que nada. ¿No<br />

había aprendido yo mi lección entre los ejércitos en el Kurukshetra? Dos veces había<br />

tocado esa lejana orilla y ahora estaba a la vista otra vez. ¿Por qué nos vemos obligados<br />

siempre a retroceder? Pronto, Krishna regresaría a Dwaraka.<br />

“Es la vida la que tira de uno hacia atrás, la que nos hace retroceder”, dijo Krishna.<br />

“Hemos entrado en la vida, ¡dejemos de gemir y gruñir! Tú crees que, si vivieses conmigo<br />

en Dwaraka, sería como el cielo de Indra o el Brahmaloka. No, Jishnu. Cuando hago subir a<br />

Uddhava, el más afable de los hombres, a mi carro, me creo un centenar de enemigos.<br />

Cuando hago regalos a Satyaki, Kritavarman pone rostro doliente. Nadie es verdaderamente<br />

feliz en las Casas reales. Mi tía Kunti nunca se cansa de decirlo y tiene razón. Pero no es<br />

sólo en los palacios; el hombre no está maduro para la felicidad.”<br />

“¿Lo estará alguna vez?”<br />

“Sí. Eso te lo prometo. Un día. El hombre está madurando incluso ahora.<br />

Dolorosamente. Esta yuga precipitará las cosas. Habrá grandes destrucciones. Dales la<br />

bienvenida.”<br />

La promesa me elevó a una callada invocación: Tathastu, así sea. Pero tras un lapso,<br />

pregunté: “Krishna, ¿dónde estaremos nosotros?”<br />

“Nosotros seremos siempre tú y yo.”<br />

“¿Nos acordaremos?”<br />

“Yo siempre me acuerdo. La próxima vez también lo recordarás tú.”<br />

“¿La próxima vez?”<br />

“En la Eternidad, lo que hemos hecho, lo que estamos haciendo, este mismo instante<br />

con el agua fluyendo alrededor de nuestras piernas y las flores derramándose, nunca muere.<br />

Saboréalo. Deja que el futuro se preocupe de sí mismo. Saborea este momento nuestro<br />

como si fuese el último.”<br />

54


CAPÍTULO XII<br />

Krishna había partido. Shuka había partido. Por Parikshita, sobre todo, tratamos de<br />

ocultar nuestro desconsuelo. El niño amaba a Yuyutsu y tenía especial cariño por nuestro<br />

viejo preceptor Kripacharya, ahora el suyo. Con Bhima siempre había disfrutado poniendo<br />

sapos y serpientes descolmilladas bajo los asientos de solemnes consejeros, que nunca<br />

dejaban de hacer honor a la broma con adecuadas expresiones de alarma. Pero ahora le<br />

importaban poco tales travesuras. Luego, le empezó la fiebre. Pasado el tercer día, algunos<br />

de los brahmines cayeron en murmuraciones y, cuando alcanzó al pueblo, el rumor regresó<br />

a nosotros: el caballo regio no había sido propiamente ofrecido. El abuelo Vyasa dijo que la<br />

causa de la enfermedad de Parikshita era que añoraba a Shuka, pero que la superstición de<br />

la gente daba fuerza a la fiebre. El patriarca y sus discípulos cantaron himnos salutíferos<br />

todos los días, ordenando a la fiebre, que se había iniciado en la mente, partir a través de un<br />

orificio del cuerpo en forma de flema o viento, o a través de la piel. Pero sus esfuerzos<br />

parecían sin efecto: Parikshita se deslizó al coma.<br />

Algo ocurrió entonces. Kalidasa tiró la puerta de su establo a patadas, saltó la valla<br />

del corral y galopó hacia la llanura del Kurukshetra. El caballerizo que lo siguió dijo que el<br />

corcel alcanzó el campo sin dificultad, luego yació sobre un costado y su hálito vital lo<br />

dejó.<br />

Mientras tanto, Shuka, llamado por su padre, había vuelto. Parikshita abrió los ojos.<br />

Había dado comienzo una densa sudación y pronto se incorporó en el lecho y pidió su dulce<br />

preferido. La fe del hombre titubea fácilmente. Habíamos empezado a pensar que las<br />

promesas del reinado de Parikshita se quedarían en nada.<br />

El abuelo Vyasa rió. “¿Cómo había de ocurrir eso?”<br />

“¿Tenía, entonces, que morir Kalidasa?”<br />

“Cuando el sacrificio se ofrece a sí mismo es auspicioso. No sufras por Kalidasa.<br />

Esa alma noble está con los Ashwins ya.”<br />

55


CAPÍTULO XIII<br />

Después del sacrificio, tío Dhritarashtra empezó a decir que le había llegado el<br />

tiempo de dejar el palacio y retirarse al bosque con tía Gandhari. Yudhisthira protestó con<br />

vehemencia. Por un tiempo pareció que lograba persuadirlo. Tío Dhritarashtra tenía ansia<br />

todavía de ulteriores sacrificios por sus hijos y por todos los que se habían visto arrastrados<br />

al bando Kuru a causa de la pasión por su primogénito. Tío Vidura y su fiel auriga Sanjaya,<br />

de oculta visión, así como nuestro noble primo hermano Yuyutsu se turnaban para atender a<br />

tío Dhritarashtra. Respondiendo a sus preguntas trataban de apaciguar las dudas que<br />

abrigaba acerca de su futuro en el cielo cuando dejara su ‘viejo e inútil cuerpo’, tal como él<br />

decía.<br />

“¿Sabes, Sanjaya?”, le oíamos comentar a veces, “no hay duda de que mi hijo<br />

mayor y Duhsasana fueron culpables de muchas cosas, pero murieron con el rostro hacia el<br />

enemigo. Ninguno de ellos recibió nunca una flecha por la espalda. Así que se han ganado<br />

su cielo de guerreros. Yo, cuyo pecado es inmenso, porque permití los suyos, no puedo<br />

esperar más que el Patala. No me importa el sufrimiento. Nunca podrá ser tan intenso<br />

como la culpa que siento y que es un millar de fuegos en la cabeza y las entrañas. Patala<br />

debe de ser frío al lado de esto. Pero no volver a ver a mis hijos nunca más...” Y frotaba con<br />

sus brazos en tormento las cabezas de león labradas en su trono. “Porque ellos estarán<br />

donde merecen estar. A ningún guerrero que muera bravamente se le puede negar el cielo<br />

kshatriya.”<br />

Sanjaya lloraba con él, mordiéndose el bigote, intentando que no se oyera su dolor.<br />

Él, que diera mil veces solaz a tío Dhritarashtra en la intimidad de un servicio que había<br />

durado toda la vida, no podía hallar ahora consuelo para su rey ni para sí mismo. Ni<br />

siquiera tío Vidura, sabio entre los sabios, podía encontrar sabiduría para reconfortar a su<br />

ciego y quebrantado hermano.<br />

“¿Sabes, Vidura?”, proseguía nuestro tío, “cuando los chacales aullaron al<br />

nacimiento de Duryodhana tú previste toda esta destrucción; pero en toda la historia de<br />

Bharatavarsha, en todas las historias de nuestros rishis y nuestros grandes sabios, ¿tuvo<br />

nunca alguno de ellos corazón para matar a un hijo recién nacido? ¿Incluso para salvar a la<br />

nación? ¿Incluso para salvar al mundo? ¿Qué padre, cuando su primogénito extiende los<br />

bracitos hacia él, puede pensar en su destrucción?”<br />

Tío Vidura no lloraba, pero cerraba los párpados para no ver las contorsiones de la<br />

boca y de los ojos de su hermano. En el silencio que seguía, la mano de tío Dhritarashtra<br />

buscaba a tientas la de Vidura.<br />

“Habla, hermano.”<br />

Tío Vidura le apretaba la mano y se la llevaba a la frente, y Yuyutsu masajeaba a su<br />

padre los pies y las piernas tratando de que la paz fluyera a su cuerpo atormentado y a su<br />

mente en agonía.<br />

El hilo del discurso de tío Dhritarashtra era siempre el mismo. El pasado había<br />

cerrado sus fauces sobre él. El consejo que me dio un día fue: “Hijo mío Arjuna, sé que no<br />

te tomarás a mal lo que he de decirte. Tú eres noble, yo lo sé. Incluso mis hijos decían que<br />

tú eres el más noble. Tú no querías dispararle a Karna mientras la rueda de su carro estaba<br />

atascada. Tú habrías golpeado a Duryodhana sólo por encima de la cintura. Sí, tú eres el<br />

más noble de los hijos de mi hermano. Eres impulsivo, eso sí, debido a un corazón<br />

56


demasiado grande quizás. Así que esto te digo...”, y ponía en blanco sus ojos ciegos,<br />

“Cuídate de amar demasiado a Parikshita. Aprende de mis errores. El niño, no cabe<br />

dudarlo, es puro y gentil y no tiene a nadie que le provoque celos, de modo que la situación<br />

no puede compararse. Pero las fuerzas malignas son siempre capaces de hallar muchas<br />

maneras de arruinar la vida de un príncipe. Me inquietan los juegos que hace con Bhima.<br />

Le he pedido a nuestro fiel Kripacharya que no lo malcríe. Sé cuánto lo quieres, Arjuna,<br />

hijo mío. También yo lo amo. Y es también el amor del corazón de Yuyutsu. Tiene tu<br />

sangre y la de Krishna. Demasiado bien sé que el amor de un padre no tiene freno.” Hizo<br />

aquel gesto desesperado de frotar los brazos de su trono dorado con las palmas de sus<br />

manos. “Sé gentil con él, pero sé firme.” Y yo sabía que tío Dhritarashtra debía de haber<br />

ensayado todo aquello durante sus noches de insomnio. Le toqué los pies y murmuré<br />

asegurándole que haría como él decía, pero no pude hacer cesar el flujo de palabras.<br />

“...porque, si yo pensase que mi ejemplo puede causar más pecado, mi sufrimiento se<br />

multiplicaría.” Le apreté las manos. “Ahórrame más sufrimiento, Arjuna. Ahórrame más<br />

sufrimiento.” Después, tras una pausa, dijo: “Tú sabes que el rostro del pueblo está vuelto<br />

hacia el rey. Si él falla, su pecado es cien mil veces más grave que el de cualquier otro.<br />

Parikshita será rey. Yuyutsu no puede y no quiere serlo. No queda nadie excepto Parikshita,<br />

el biznieto de mi amado hermano Pandu.” Lágrimas le corrieron por las mejillas.<br />

Todas las viudas de sus hijos que no se habían arrojado al fuego lo atendían a él y a<br />

nuestra tía Gandhari, les masajeaban los miembros, les ungían el cabello o los abanicaban<br />

con plumas perfumadas de pavo real. Había siempre un par de mujeres mezclando hierbas<br />

con cuajadas o ghi para calmar el dolor de huesos de la anciana pareja. Pero sólo el<br />

patriarca Vyasa sacaba al padre de Duryodhana de la oscuridad con sus historias de<br />

antiguos rishis, ascetas celestiales, pitris y rakshasas. Empezaba sin más audiencia que tío<br />

Dhritarashtra, tía Gandhari y sus asistentes. Poco a poco las viudas se aproximaban, dos<br />

cada vez, y luego de tres en tres y de cuatro en cuatro. Los asistentes, embelesados, se<br />

olvidaban incluso de abanicar.<br />

“¡Avisad a mi hermano!”, ordenaba entonces nuestro tío. Vidura, que era su<br />

ministro de finanzas, se apresuraba a acudir. Sanjaya dejaba los caballos y subía a la<br />

cámara, seguido por el jefe de los establos. Gente de todos los departamentos de palacio<br />

llegaban a sumergirse en las historias que colmaban la sabha. Era como escuchar a<br />

Markandeya en el bosque, cuando contaba la historia de Savitri. Nada era imposible,<br />

cuando escuchábamos los cuentos del abuelo Vyasa. El pecado no existía, la muerte no<br />

existía, las tinieblas se retiraban a su matriz. Podía conjurar a Yama, avanzando sobre su<br />

búfalo con el lazo preparado para capturar el alma de Satyavan. Su dios Yama se convertía<br />

en un rey dhármico al que yo siempre veía como el Gran Patriarca Bhishma. A Savitri la<br />

veía como Draupadi, suplicando por sus maridos. Nosotros éramos, los cinco al completo,<br />

el difunto al que Savitri había de rescatar. Nuevos significados ecoaban en sus historias.<br />

Nos veíamos a nosotros mismos como desde la cima de una montaña. Luego, él reunía<br />

todas aquellas cosas como en una red y las depositaba antes nosotros como un pescador que<br />

ha tropezado con una inesperada carga de perlas. Después, nos devolvía a nosotros mismos<br />

con el gran mantra purificador.<br />

“Que haya para todos salud.<br />

Que haya paz en todos.<br />

Íntegros estén todos.<br />

Que el Todo-auspicioso sea.”<br />

57


Cuando tío Dhritarashtra emergía del hechizo en que el patriarca Vyasa nos tenía a<br />

todos, ordenaba libertar prisioneros y perdonar a los condenados a muerte. Se consultaba<br />

entonces a Yudhisthira, que decía simplemente: “Así sea, así sea. Que nunca se le haga<br />

sentir que no es rey.”<br />

No nos resultaba difícil a nosotros obedecer las órdenes de Yudhisthira. Incluso<br />

Bhima hacía lo que podía, a veces yendo a las cocinas y preparando platos especiales,<br />

vinos, zumos y mieles para nuestro tío. Pero, cuando éste empezaba a hablar de otra ronda<br />

de sacrificios para sus hijos, sabíamos que habría problemas. Yudhisthira, por su parte, lo<br />

veía como una piadosa distracción del anciano rey. Él nunca podía oponerse al sacrificio.<br />

“¿No podríamos enviarlo a un viaje de placer?”, gruñía Bhima. Se convertía en un<br />

niño otra vez al que le quitaban los juguetes.<br />

“Tío Vidura dice que nuestras arcas están llenas”, respondía Yudhisthira secamente.<br />

“Pero ¿por qué han de vaciarse en sacrificios por los culpables de la partida de<br />

dados? Están muertos y están justamente donde tienen que estar. ¿Cree él que por medio de<br />

sacrificios puede moverlos como piezas de ajedrez o hacerlos avanzar de posición hacia<br />

cielos más altos?”<br />

Todos habíamos acordado que la partida de dados famosa no debía mencionarse<br />

nunca... si no por otra razón, cuando menos en deferencia a nuestro hermano Yudhisthira.<br />

La palabra estaba desterrada. Incluso Bhima infringía sólo la norma cuando de esta cuestión<br />

de los sacrificios se trataba. No le importaba en absoluto que Yudhisthira derramase sobre<br />

tío Dhritarashtra las sedas y las joyas más costosas, pero aún no podía soportar la idea de<br />

gastar por nuestros primos y Jayadratha. “Piensa en toda la mantequilla aclarada que<br />

usaríamos en la cocina y que simplemente se derrocha. Los dioses nunca la aceptarán.” Y<br />

luego surgía lo peor de Bhima. Con la malicia de un niño imitaba a tío Dhritarashtra, ponía<br />

los ojos en blanco y renqueaba alrededor con una mano extendida como si la tuviese<br />

apoyada en el hombro de tía Gandhari. “Quiero que a mis hijos y a mi yerno Jayadratha los<br />

trasladen al cielo.”<br />

Entre tanto, tío Vidura esperaba nuestra respuesta a su hermano. Pero, mientras<br />

Yudhisthira le decía que podía desembolsar lo que quisiera, Bhima caminaba tras él y<br />

seguía protestando: “Dile que Bhima dice que todos sus hijos y especialmente su<br />

chacalesco yerno Jayadratha pueden quedarse en las profundidades del Patala, como les<br />

corresponde.”<br />

Tío Vidura se giraba hacia él y lo miraba. Luego le acariciaba sus mejillas de bebé y<br />

su afeitado labio superior. “Nunca llames a una maldición, Bhima”, le respondía.<br />

Todos los esfuerzos de Bhima para dominar su indignación daban malos frutos. Era<br />

difícil tenerlo apartado de las cocinas. Un día se dedicó a mezclar los ocho sabores que<br />

hacen una comida completa para tío Dhritarashtra. Untó con miel la amarga calabaza y<br />

adulteró la tarta con todo tipo de hierbas. Mezcló las cuajadas con lima dando lugar al más<br />

desagradable mejunje y, por supuesto, echó sal con generosidad al dulce favorito de nuestro<br />

tío. Pensamos que habría una protesta y que tía Gandhari haría llover otra vez maldiciones<br />

de las suyas, pero este acontecimiento nuestros tíos se lo tomaron mucho más serenamente<br />

de lo que nos habíamos atrevido a esperar.<br />

Tío Vidura me dijo por qué.<br />

“Están preparándose para el bosque y han comido muy poco. Ambos duermen en el<br />

suelo. No hay razón para decírselo a Yudhisthira antes de tiempo. Pensará que ha fracasado<br />

en su Dharma filial. Partiremos pronto.”<br />

58


Se me heló el corazón. No era que ellos se fuesen, aunque ya esto me apenaba más<br />

de lo que había imaginado... éramos tan pocos ya. Lo que me dolía es que tío Vidura<br />

partiese con ellos. Tan a menudo había sido él la balsa que nos había permitido cruzar las<br />

aguas... Y desde luego, nuestra madre iría con él. Era el final de la familia.<br />

“Todo se caerá a pedazos”, le dije.<br />

Él me tomó en sus brazos y me acarició el cabello.<br />

“Nuestra generación ha sido barrida con todos nuestros hijos. Si nuestros mayores<br />

se van también, los que quedemos no seremos más que una isla menguante entre el pasado<br />

y el futuro, o algo que flota trémulo en el espacio sin arraigo ninguno. Yudhisthira será<br />

quien más lo sufra.”<br />

“No mientras el abuelo Vyasa esté aquí. Es él quien mantiene unida la Casa.<br />

Mientras esté aquí los pilares no caerán.”<br />

“¿Es a causa de Bhima y los sacrificios del tío?”, inquirí.<br />

“Nunca hables contra un sacrificio, Arjuna. La ofrenda es el núcleo del mundo. Es<br />

lo único que da paz a mi hermano.” Jugó con un rizo de mi cabello. “Algunas cosas no<br />

puedes detenerlas con flechas. Ni siquiera Krishna. El Señor del Tiempo estaba<br />

esperándolo. Bhima sólo ha puesto fecha. Nosotros somos el sacrificio. Tú eres el<br />

sacrificio. Cuando la ofrenda se ofrece a sí misma, ése es el transporte fidedigno. La balsa<br />

de los dioses.” Asintió con la cabeza, jugueteando aún con mi pelo. “¿Sabías que tienes ya<br />

unas listas blancas aquí? ¿Listas blancas en el cabello de la cabeza más hermosa del más<br />

hermoso guerrero del reino?” Tío Vidura empezó a cantar.<br />

“Este sacrificio es el ombligo del mundo.<br />

Todo el poder a nuestra vida a través del sacrificio.<br />

Todo el poder a nuestros pulmones a través del sacrificio.<br />

Todo el poder a nuestros ojos a través del sacrificio.<br />

Todo el poder a nuestras espaldas a través del sacrificio.<br />

Todo el poder al Sacrificio a través del sacrificio.”<br />

59


CAPÍTULO XIV<br />

El día que recibió el consentimiento de Yudhisthira, tío Dhritarashtra se entregó a<br />

sus obras de mérito. Escogió proyectos de caridad con ayuda de tía Gandhari y de nuestra<br />

madre. Había que construir albercas, acto que, según confirmaron los brahmines, reporta<br />

gran punya. Pobres, lisiados y en especial los ciegos recibirían dones para aliviar sus cargas<br />

y se montaron grandes pabellones para la distribución de alimentos a los necesitados.<br />

Muchos bosques sagrados se plantarían y eligió el día de luna llena de Kartika para donar<br />

riquezas a los brahmines. Cómo recompensar a los mejores de ellos se convirtió en su gran<br />

preocupación pues, tal como le dijo al Primogénito, del correcto reparto de toda su riqueza<br />

dependía el progreso de sus hijos en el cielo. Yudhisthira intentó asistirlo en todos los<br />

asuntos y le pidió también que reconsiderase su partida.<br />

Nuestro tío le respondió en tonos de quebranto: “Yudhisthira, yo sé el mal que te he<br />

causado. Nadie era tan merecedor del reino como tú. El pecado es mío. Debo ir al bosque y<br />

expiarlo, si es posible la expiación para pecados de la magnitud del mío. Si yo hubiese<br />

frenado a Duryodhana y Duhsasana igual que uno arrienda un caballo salvaje, el mundo no<br />

habría sido destruido. Lo sé, Yudhisthira. No creas que no lo sé. Me dejé guiar por gente<br />

como Kanika. Lo sé ahora, malas estrellas en las pequeñas cosas. Amas a tus hijos y es<br />

natural, y luego amas más a tus hijos que a los de tu hermano y la gente dice que es natural,<br />

y tu corazón empieza a sufrir un poco si los demás aman a los hijos de tu hermano más que<br />

a los tuyos propios. Después se te inflama el corazón, si tu niño te viene llorando y, para<br />

consolarlo, le dices una pequeña mentira. Y la próxima vez le aseguras: ‘No te inquietes.<br />

Tú eres el rey. Un día nadie se atreverá a hacer broma de ti.’ Y así, de pequeña mentira en<br />

pequeña mentira y de pequeña trampa en pequeña trampa, uno llega a las grandes mentiras<br />

y a las grandes estafas. La vida es como un gran caldero. Cada mentira y cada mala acción<br />

que caen en él aumentan el nivel del líquido hasta que el pote está lleno y rebosa. La vida<br />

de mi hijo se convirtió en un caldero de maldad porque nunca le puse freno: su pecado es el<br />

mío. Él ofreció sacrificios, sí, pero no conocía el significado del sacrificio. Los ofrecía con<br />

orgullo y ambición, pero sin la intención correcta, sin Dharma. Ahora ya no puede ponerse<br />

remedio. Sólo puedo hacer algo de acuerdo con los shastras.” Volvió sus ojos ciegos hacia<br />

el techo, como en búsqueda desesperada de alguna cosa. “Esto es vivir en el infierno. No<br />

hay un infierno mayor.”<br />

Quedó en silencio unos momentos, con la barbilla contra el pecho. Luego continuó:<br />

“Nunca te he dicho las cosas que tu padre hizo por mí. Cuando de niños yo lloraba porque<br />

no podía aprender a montar o a nadar, era él quien me sacaba de palacio y me enseñaba en<br />

secreto. Cuando partió al bosque, fue él quien le hizo prometer a mi hermano menor que me<br />

sostendría. Tomó la mano de tío Vidura, se la puso en la cabeza y le hizo jurar ofrecerme su<br />

completa lealtad. El mismo juramento exigió a Sanjaya y ambos han observado ese voto.<br />

¡Ojalá no lo hubieran hecho!” Lágrimas le arrasaron las mejillas y, de pronto, golpeó con<br />

ambos puños los brazos de su asiento y levantó la cabeza como un perro a punto de aullar.<br />

“¡Ojalá que el rayo me hubiese golpeado y partido mi putrefacto corazón en dos antes de<br />

hacer las cosas que he hecho a los hijos de Pandu! ¿Cómo me encontraré con él? ¿Qué le<br />

diré entonces? ¿Cómo ocultaré mi rostro? ¡Oh, que cosa es el hombre cuando cae del<br />

camino del Dharma.”<br />

60


Durante todos los preparativos para la realización de sus últimas donaciones, tío<br />

Dhritarashtra fue incapaz de contener su dolor. Un día, en uno de los pocos momentos<br />

serenos que tuvo, dijo: “¿Sabes?, si mi primogénito hubiese vivido, habría mostrado su<br />

gratitud a Jayadratha. Para impedir que Jayadratha huyese de Arjuna, hizo voto de<br />

protegerlo y de salvarle la vida antes de que Arjuna acabase con él. Duryodhana no pudo<br />

cumplir su promesa y ello es un gran pecado.”<br />

Yudhisthira aceptó regalar, en nombre de Jayadratha, villas enteras a los brahmines.<br />

No le dijimos nada a Bhima al principio, pero el nombre de Jayadratha habría de ser<br />

públicamente declarado cuando llegase el momento de la donación, así que quizás daba lo<br />

mismo que se enterase antes del día señalado.<br />

No hubo forma de contener a Bhima. Irrumpió en la cámara del consejo privado y<br />

se golpeó la axilas en señal de desafío a Yudhisthira. En el extraño silencio que siguió, yo<br />

me levanté, lo agarré con el brazo y traté de llevármelo de allí, pero se me quitó de encima<br />

como a un pelele. Volví a intentarlo y le susurré el mantra de Dronacharya al oído. Dejó<br />

entonces de gritar en medio de la palabra, como un juguete cuyo mecanismo acaba de<br />

romperse. Yo había pronunciado el mantra para detener a un hombre desquiciado.<br />

Aturdido, se dejó sacar de allí y lo senté junto al estanque de los lotos. No supe si hablarle o<br />

qué decirle, hasta que vi una formación de gansos volar sobre nosotros, con sus cuellos y<br />

sus patas estirados al viento.<br />

“Mira esas aves allá arriba”, le dije. Se movían éstas hacia las nubes. “Mira qué<br />

rápidamente pasan. ¿No te das cuenta de que torturas a Yudhisthira por nada? Hoy parte tío<br />

Dhritarashtra para el bosque. Mañana, tan veloz como el vuelo de esos gansos, llegará<br />

nuestro tiempo. ¿De qué sirve inquietarse ahora? Hemos dado nuestras batallas, hemos<br />

ganado y perdido y ganado otra vez nuestros reinos. También nuestra madre se va. Déjala<br />

partir en paz.”<br />

Ya fuera a causa del mantra o de mis palabras, Bhima permaneció sentado en<br />

silencio. Tenía fruncido el ceño, pero no de ira sino en rictus de reflexión. Miraba el lugar<br />

que ocuparan los gansos en la altura.<br />

“Hoy el mundo es nuestro”, proseguí. “¿Qué importa si se dona oro y villas en<br />

nombre de Jayadratha? No tenemos enemigos que puedan dañarnos fuera de nosotros<br />

mismos.”<br />

Un hermano pequeño no da a los mayores consejo, así que no dije más.<br />

“No tenemos enemigos fuera de nosotros mismos”, ecoó lentamente. “Sé que esto<br />

es verdad. Acostumbraba a burlarme de Duryodhana. ¿Sabes, Arjuna, que dentro de mí yo<br />

veía que aquello conduciría a la matanza? Pero no podía refrenarme. ¿Qué es lo que nos<br />

hace actuar en contra de lo que sabemos? Incluso ahora, con todas las cosas que recuerdo<br />

de la guerra y nuestro exilio, mientras mi sirviente me quita de la cabeza cada cabello gris,<br />

pienso que, si fuese niño otra vez, volvería a hacer las mismas cosas. Somos lo que se nos<br />

hizo ser.” Su mirada se posó en mi rostro, totalmente perpleja. “Pero tienes razón, Arjuna, y<br />

no crearé más problemas. Voy a disculparme.”<br />

Caminamos en silencio de regreso a la cámara. Bhima tenía paso de león y nada<br />

podía hacer al respecto pero, cuando puso la cabeza a los pies de tío Dhritarashtra, era<br />

manso como un tigre domesticado. Tío Vidura susurró algo al oído de su hermano mayor y<br />

el anciano rey ciego se inclinó para levantar a Bhima, que puso la cabeza ahora en el regazo<br />

de nuestro tío para que se la acariciase. Fue después a tía Gandhari. Luego, sin una palabra,<br />

se dirigió a Yudhisthira y nuestra madre. Por último, se dejó abrazar por tío Vidura.<br />

61


Bhima mantuvo su promesa. No volvió a oírsele una palabra sobre el tema de los<br />

gastos. Incluso participó en la organización de las últimas donaciones.<br />

Nuestra madre partiría al bosque. ¿Qué tenían que expiar las personas como ella o<br />

tío Vidura? Desde la infancia había afrontado ella penalidades y había servido a un sabio<br />

temperamental, sólo para hallarse en el apuro que todas las doncellas temen. Sin embargo,<br />

lo que sentimos que debemos expiar es con frecuencia muy distinto de lo que otros<br />

consideran nuestro pecado. Ashwatthama pensaba que su culpa consistía en haber pedido<br />

leche y, en cuanto a mí, por más que me dijeran que Dronacharya habría exigido el pulgar<br />

de Ekalavya en cualquier caso, yo sabía qué había tenido entonces en el corazón. Ahora,<br />

justo cuando podríamos haber servido a nuestra madre con el debido honor, teníamos que<br />

resignarnos a perderla.<br />

Era la última aparición pública del anciano rey ciego; tanta gente se beneficiaría de<br />

la ocasión y tantos otros, simplemente, querían verlo que se sacaron los tronos a la plaza<br />

pública. De reyes que dejaban el palacio para irse al bosque, el pueblo había oído sólo<br />

hablar en las viejas historias. Durante muchas generaciones, aquello no había ocurrido en<br />

nuestra dinastía excepto por mi padre, que se escabulló cuando era muy joven, y nuestra<br />

abuela viuda.<br />

La muchedumbre estaba sobrecogida, así que el parloteo y los empujones eran<br />

menos que los habituales. La gente suspiró cuando dieron la mano a mi madre para que<br />

bajase del carro y cuando ésta se volvió para ayudar a tía Gandhari, que sabía exactamente<br />

dónde apoyarse; se cogió del hombro de mi madre con tanta firmeza que creí que le dejaría<br />

un agujero en él. Ambas aguardaron a que tío Vidura ayudase a Dhritarashtra a bajar del<br />

carro; su mano fue colocada luego en el hombro de su esposa. Fue así cómo subieron a la<br />

plataforma regia, que estaba orientada hacia el fuego sagrado. Yudhisthira los siguió, y<br />

después Draupadi, Bhima, yo mismo, Nakula y Sahadeva... por este orden. Un sacerdote<br />

llegó de palacio portando un largo cucharón con el fuego sagrado palacial. En el centro de<br />

la plaza había un montículo grande y fulgente de oro y gemas. A un lado había reses atadas,<br />

regalos para los brahmines a los que sirven de bien poco los caballos. Habría sido imposible<br />

dedicar cada presente de forma separada con mantras e hisopaduras de agua, así que el gran<br />

montículo fue rodeado y rociado mientras los mantras se elevaban al cielo. Los portadores<br />

de las ofrendas seguían llegando con sus cargas sobre las cabezas.<br />

La ceremonia consumió todo el día y, cuando el sol se puso, aún estábamos en ella.<br />

La comida se siguió donando durante diez días más. En cuanto éstos pasaron, tío<br />

Dhritarashtra anunció a Yudhisthira el día y la hora de su partida. Mi hermano cayó a sus<br />

pies y le imploró que considerase cuál sería nuestra desolación, privados de todos nuestros<br />

mayores. Algunos no estábamos completamente seguros de que no lograse disuadir al rey<br />

ciego pero, mientras crecía la luna durante el mes de Kartika, llegaron a palacio pieles de<br />

ciervo y ropas de corteza de árbol para Sanjaya y tío Vidura, así como para los tres regios<br />

personajes. Supe por fin que nada los retendría ya y, si bien nos lamentamos como si<br />

estuviesen a punto de dejar sus cuerpos, otra parte en nosotros exultó. Porque, en aquel<br />

desprenderse suyo de deberes y obligaciones, tuve un atisbo de mi propia libertad futura,<br />

algo que podía explicarle a Subhadra y a nadie más. Ahora bien, cuando le dije que también<br />

nosotros lo dejaríamos todo atrás algún día, no dijo nada, cerró los ojos y me ofreció la más<br />

gentil de sus sonrisas. En realidad, yo sólo creía a medias que acabaría mis días en el<br />

bosque. La idea de frecuentes visitas a Krishna, una vez que Parikshita estuviese<br />

62


firmemente sentado en el trono, era mucho más vívida para mí. Visitaríamos Indraprastha<br />

de nuevo, y esta vez con Subhadra, me dije a mí mismo... aunque sólo a medias lo creí.<br />

63


CAPÍTULO XV<br />

En las sombras de la antesala de palacio vimos figuras moverse en un ritual de<br />

partida. Delante de nosotros había un hoyo sacrificial en el que ardía ya fuego tomado del<br />

Homa de palacio. Contemplé sus llamas saltantes como desde otra orilla. Una figura vestida<br />

de pieles se acercó a la puerta. Era mi madre. Tras ella, la mano sobre su hombro, marchaba<br />

nuestra tía y, luego, entre Sanjaya y Vidura, caminaba tío Dhritarashtra. Era la primera vez<br />

que le veía la frente sin su diadema y su ausencia al mismo tiempo lo rebajaba y lo<br />

engrandecía. Noble era aquella frente, pero este hecho, por contraste, no servía sino para<br />

que el mentón pareciese más débil.<br />

Pausó en el umbral para ofrecer sus plegarias. Con la piel de ciervo sobre el<br />

hombro, podría haber sido un cazador ajado y debilitado por la edad. Lentamente, luego,<br />

todos descendieron los peldaños. Vi entonces que, en el bosque, tío Vidura sería el rey.<br />

Cuando a los hombres se les despoja de rango y riquezas, el mérito y la virtud ocupan su<br />

lugar y esto podía verse ya allí. Tía Gandhari le mostró deferencia. Le hizo una pregunta o<br />

una sugerencia y él meneó la cabeza.<br />

Yudhisthira estaba junto a mí, llorando quedamente. Perdía otra vez un padre en tío<br />

Vidura. Sahadeva, a mi izquierda, no podía ahogar sus sollozos. Hizo gesto de dirigirse a<br />

nuestra madre y tuve que ponerle la mano en el brazo. Bhima lloraba como un muchacho,<br />

con los nudillos en los ojos. Yo estaba determinado a permanecer sereno, pero sus<br />

emociones me anegaron y sentí lágrimas rezumar. Quizás no eran tanto ellos como la<br />

condición del hombre lo que me conmovía. Los amaba a todos pero, habiendo conocido el<br />

amor de Krishna, entendía como nunca la verdad de lo que él me dijera. Estos hombres y<br />

mujeres que habían sido reyes y reinas avanzaban ahora hacia sus últimos días, que no<br />

podían quedar muy lejos. Y sin embargo, no habría nunca un tiempo en el que ellos no<br />

existiesen. Aunque tenía lágrimas en los ojos, sentí como si Krishna estuviera a mi lado,<br />

sonriéndome.<br />

Habían llegado al escalón más bajo. Sanjaya y Vidura sostenían a tío Dhritarashtra,<br />

que se tambaleaba, ya fuera de debilidad -pues había estado ayunando- o de dolor. Ahora se<br />

detuvieron. Se volvieron atrás para mirar el palacio en el que habían vivido toda su vida sin<br />

verlo jamás. Incluso los sacerdotes lloraron cuando le pusieron en la mano al viejo rey el<br />

arroz con el que bendecir su morada. Guiado por Sanjaya, éste arrojó el arroz hacia la<br />

puerta de entrada. Mi madre ayudó a tía Gandhari a hacer lo mismo. Luego, todos tomamos<br />

puñados de arroz para bendecir su empresa. De pronto, el repicar del arroz terminó y tío<br />

Dhritarashtra se arrodilló solo ante el umbral. Se oyeron grandes lamentaciones de los<br />

sirvientes que los mantras trataron de sobrepujar, pero incluso las voces de los sacerdotes<br />

se quebraban. Oímos el murmullo de la multitud que se había congregado a las puertas de<br />

palacio. Cuando éstas se abrieron, la turba irrumpió en él y sirvientes y guardias reales<br />

tuvieron que formar una cadena de brazos para contenerla.<br />

Mi madre condujo a nuestros tíos. Yo caminé detrás de Yudhisthira, entre Dhaumya<br />

y Yuyutsu. Subhadra marchó dando apoyo a Uttara, con Draupadi a su otro lado. A lo largo<br />

del camino, las damas Kaurava dejaron sus palacios para unírsenos, gimiendo como las<br />

águilas. Mientras avanzábamos hacia las plazas públicas gente de todas las castas llegó<br />

precitada para aumentar el número de los que aguardaban en las calles desde el alba.<br />

64


Algunas damas de alcurnia que nunca caminaban al sol se fundieron con la turba olvidando<br />

a sus doncellas, que intentaban protegerlas con sus parasoles de flocaduras.<br />

Voces se elevaron pidiendo a la pareja real que no se fuese. La presión de la gente<br />

era tan intensa cuando nos acercamos a la plaza del mercado que Sanjaya y Vidura tuvieron<br />

que sostener de nuevo a tío Dhritarashtra, cuyas manos se alzaban juntas por encima de la<br />

cabeza en reconocimiento a los deseos de larga vida.<br />

Hasta las mismas puertas de la ciudad, Kripacharya imploró que le permitiesen ir<br />

con ellos al bosque, pero nuestros dos tíos le hicieron comprender que nadie más podía<br />

ocupar su lugar como tutor regio. De la misma forma, hubo que recordar una y otra vez a<br />

Yuyutsu que él, y nadie más, era el Regente en nuestra ausencia. Arrastrados por la marea<br />

de una inmensa añoranza, todo el mundo quería ahora seguir a nuestros mayores.<br />

Yudhisthira, olvidando cualquier decoro, no soltaba la mano de Dhritarashtra.<br />

Tras la partida de dados, yo había seguido este camino con mis hermanos y<br />

Draupadi, mientras la multitud se arremolinaba alrededor de nosotros. Habíamos perdido<br />

nuestro reino. Las gentes nos lloraron entonces y una vez más el hálito del tiempo soplaba<br />

en mi rostro. La nostalgia en los ojos de Yudhisthira mientras dirigía sus súplicas a nuestro<br />

tío revelaba que tampoco su tiempo tardaría mucho en llegar.<br />

Nunca habíamos visto a Yudhisthira dominado por semejante emoción. Había<br />

experimentado sin mostrar su corazón todos los aspectos del infierno, pero sólo ahora<br />

comprendía yo lo tirantes que sujetaba las riendas. Los reyes nacen para hacer justo esto,<br />

pero en aquel momento estábamos exentos de rango, desposeídos de parientes.<br />

Tío Dhritarashtra había dejado de responder al clamor de la multitud. Marchó ahora<br />

con paso entorpecido, sin mirar a nadie, concentrado sólo ya en su destino.<br />

Cuando alcanzamos el linde del bosque, gran parte de la muchedumbre se había<br />

dispersado. El viejo monarca se volvió y unió las manos suplicante: “Hasta aquí habéis<br />

llegado, pero no sigáis. Irse al bosque es el derecho de un rey. Y es, además, nuestro<br />

destino.” Era la última vez que usaría el ‘nos’ mayestático. “No debemos retrasarnos”, dijo.<br />

Dhaumya y los sacerdotes, tío Vidura y Sanjaya despidieron con amabilidad a la<br />

gente, urgiéndola a regresar y preparar la cena, porque el sol caminaba ya hacia el oeste.<br />

Nosotros los seguimos y, al llegar a un nudo de banianos, extendimos hierba kusa. Tío<br />

Vidura se alejó con Yudhisthira. Los contemplé desde la distancia, sentado uno junto al<br />

otro, y Yudhisthira lo escuchaba. Cuando regresó, madre le pidió una vez más que cuidase<br />

de Sahadeva. Yudhisthira unió ante ella las manos y, suplicante, le dijo: “¿Qué sabor tendrá<br />

nuestra soberanía, si tú no estás con nosotros?” Ella le sonrió y le puso un dedo en los<br />

labios, pero él siguió sin hacer caso: “Cuando estábamos en Virata antes de la guerra, nos<br />

enviaste a Krishna con el mensaje de que debíamos comportarnos como kshatriyas y luchar<br />

o no éramos tus hijos ni tú nuestra madre. Cumplimos con nuestro deber, pero ¿dónde está<br />

el tuyo, si nos abandonas ahora?”<br />

Nakula la tentó también: “Vuelve y ayúdanos con las oblaciones por Karna.”<br />

“Sí, madre, las ofreceremos de nuevo por él. Tú deberías estar con nosotros cuando<br />

lo hagamos. ¿Por qué has de vivir de raíces y agua? Tú, que te has abstenido de causar daño<br />

a toda alma viviente, no tienes necesidad de penitencia”, dijo Bhima.<br />

Ella se limitó a asentir con la cabeza. “Sí, haced ofrendas por vuestro hermano<br />

mayor, pero yo no estaré con vosotros. Yo quería ver a Draupadi vengada y eso ya está<br />

hecho. Ahora dejadme partir en paz, hijos míos.”<br />

65


Bajó al río con Subhadra y Yuyutsu y trajeron calabazas llenas de agua. Cuando el<br />

sol se puso, los sacerdotes cantaron la plegaria del atardecer, que nos infundió el consuelo<br />

de las cosas conocidas.<br />

Todos nos acostamos para dormir por fin. Durante largo rato contemplé las ramas<br />

que pendían sobre mí y escuché el ruido crujidero de los pasos de Bhima, nuestro centinela<br />

aquella noche... luego me precipité a los sueños. Al alba, todos bajamos al río y, después de<br />

las abluciones, adoramos juntos por última vez al Hacedor del Día y realizamos<br />

pradakshina en honor de aquellos que dejábamos atrás.<br />

Las últimas palabras que mi madre nos dirigió fueron: “Permaneced juntos. Ésa ha<br />

sido siempre vuestra fuerza. La mano necesita todos sus dedos.” Me miró y sonrió. Alzó<br />

después la mano derecha y, empujándose el dedo medio, formó un puño. Yo era el dedo<br />

medio.<br />

Para el tiempo en que llegamos a Hastina, los bardos habían empezado a cantar la<br />

devoción de madre Kunti al rey ciego y a la reina de grandes austeridades que los ojos se<br />

vendara para no ser más que su marido.<br />

El día siguiente nos trajo noticias: habían pasado la noche con ciertos ilustrados<br />

brahmines que aconsejaron a tío Dhritarashtra instalarse a orillas del Bhagirathi, que era lo<br />

bastante frío para satisfacer cualquier deseo ascético. Más tarde, oímos que habían vuelto al<br />

Kurukshetra, al retiro del sage real Satyayupa, antiguo rey de los Kekaya. Con él habían<br />

viajado al ashram del patriarca Vyasa y recibido formalmente la iniciación al modo de vida<br />

del bosque, tras lo cual todos regresaron al refugio de Satyayupa. Empezaron allí a practicar<br />

severas austeridades y, por las siguientes noticias que nos llegaron de ellos, supimos que<br />

tenían el cuerpo muy consumido, seca la carne y devastada.<br />

Yudhisthira escuchó todos estos informes con no disimulada añoranza. Después, las<br />

nuevas cesaron por un tiempo. Peregrinos ocasionales decían que se habían trasladado a<br />

mayores profundidades del bosque. Atormentaba a Yudhisthira, a Yuyutsu y a todos<br />

nosotros pensar que podían caer como avecillas o como las hojas de un árbol, sin nadie que<br />

incinerase sus cuerpos u observase los ritos debidos.<br />

66


CAPÍTULO XVI<br />

Kripacharya amaba a Parikshita con total devoción. Y a través de Parikshita fue<br />

cómo empecé a conocerlo yo. Kripa me había enseñado los Vedangas, excepto Jyotisha,<br />

que transmitió sólo a Sahadeva, pero en aquel tiempo yo sólo pensaba en Dronacharya.<br />

Apenas podía esperar que terminasen las lecciones de Kripacharya para correr a la clase de<br />

tiro con arco y llegar como una lanza arrojada con fuerza a los pies de Drona. Éste me<br />

frenaba, tratando de no mostrar su placer, recordándome el decoro.<br />

“Esa velocidad hay que reservarla para las flechas”, decía. Y, al cabo de un tiempo,<br />

aprendí a refrenarme yo mismo antes de que me viera y a llegar a él con la respiración<br />

serena.<br />

“Kripacharya es un guru para los años tiernos de uno y para pupilos como<br />

Parikshita”, dijo Subhadra una vez.<br />

“¿Tan diferente es él de Abhimanyu o de mí mismo?”, le pregunté sonriendo. Yo<br />

sabía que lo era, pero quería oírselo decir. “Él también es un guerrero. Mírale los brazos,<br />

mira el modo en que sumerge la mano en el carcaj.”<br />

“Parikshita es diferente”, era todo lo que estaba dispuesta a decir. “Es distinto de<br />

todos los que he conocido.”<br />

No dijo ‘de cualquier otro niño’. Lo veíamos como una persona desde su mismo día<br />

de nacimiento. Parikshita había amado a nuestra madre y pasado mucho tiempo con ella.<br />

Cuando partió, Uttara le dijo que su bisabuela volvería, pero él respondió sólo: “No lo hará.<br />

Quiere irse.” No lloró. Su sentido de la libertad era muy intenso.<br />

Tenía un cervatillo que encontró rígido y frío una mañana. Era la primera vez que<br />

veía un cuerpo muerto. Corrió llorando a mis brazos. Yo le dije que el alma del pequeño<br />

ciervo era libre ahora de recorrer todo el universo. Él escuchó y, con las lágrimas<br />

humedeciéndole aún la mejilla, dijo que debíamos realizar los ritos por él. Improvisé una<br />

ceremonia especial para el ciervo y encendimos fuego en un hoyo sacrificial con ascuas que<br />

trajimos del Homa de palacio. Era idea de Parikshita y muy inocente, por otra parte, y<br />

nosotros la aceptamos sin pensar, lo que provocó las protestas de los sacerdotes: nuestra<br />

frivolidad había profanado el ritual y el fuego sagrado. Hicieron todo un espectáculo de<br />

apagarlo e hisopar todas las cámaras vecinas con agua.<br />

“El viejo orden cambia”, gruñó Dhaumya.<br />

No había pecado en Parikshita porque aún no había cumplido cinco años, pero a<br />

todos los demás se nos impusieron penitencias menores para expiar nuestra travesura que<br />

cumplimos alegres. La muerte del cervatillo había supuesto en la vida de Parikshita el<br />

hálito de algo doloroso y finito, y nos alegramos de que su otros amores, los loros, fueran<br />

criaturas longevas. Cada día los contemplábamos un rato y nunca nos cansábamos de sus<br />

tonterías. Uno de los loros sonaba igual que Sakuni cuando decía: “Te apuesto mi collar de<br />

rubíes y mis tres sartas de perlas.” Inmediatamente, entonces, una voz surgía del segundo<br />

loro en su percha, que se balanceaba con violencia adelante y atrás: “¿Quién gana, quién<br />

gana?”<br />

Pensé que, tanto como cualquier otra cosa, esto limpiaba la partida de dados de<br />

amargura. Así que, cuando un día hallamos la gran jaula vacía excepto por el tablero de<br />

juego de oro y marfil en miniatura y las doradas perchas, lo sentimos tanto por nosotros<br />

mismos como por Parikshita. Pero era él quien los había liberado. Explicó sus razones tan<br />

67


ien como pudo y me preguntó si no creía que tenía que ser difícil para ellos hacer lo<br />

mismo cada día sólo para que nosotros nos riéramos. Con hombros encorvados y los ojos<br />

fijos, croó sus frases.<br />

“Igual que los sacerdotes”, dijo.<br />

Poco había que uno pudiera responderle, excepto que un rey tampoco es nunca libre.<br />

Con uno como Parikshita, el viejo orden cambiaría realmente.<br />

68


CAPÍTULO XVII<br />

Un día que necesitaba ver a Yudhisthira, pasé toda una infructuosa hora enviando<br />

servidores a buscarlo. No estaba en ninguno de los lugares acostumbrados y lo encontraron<br />

por fin en el palacio de tío Vidura.<br />

Hallé a Yudhisthira arrodillado al pie del lecho de nuestro tío con la cabeza sobre la<br />

cama. Me sobrevino un sentimiento de protección hacia él en una inmensa oleada, como si<br />

fuera mi hermano menor. Arrodillándome junto a él, toqué con los dedos el lecho y luego<br />

me los llevé a los ojos.<br />

“Hermano”, le dije, “vamos a buscarlos. Yo los echo de menos también.”<br />

No respondió y vi que no podía hacerlo. Estaba llorando. Sentí un nudo en la<br />

garganta. El cuarto estaba lleno de tío Vidura. Yo amaba su palacio. Había en él<br />

simplicidad y gracia y cada cosa estaba en su lugar preciso. El incienso ardía en un turíbulo<br />

de oro y auspiciosas caléndula y hojas de mango colmaban el aire de su bendición. En<br />

silencio, recorrimos juntos las habitaciones. Nuestra madre había vivido aquí durante<br />

nuestro exilio en el bosque.<br />

Visitamos la cámara que Krishna ocupara durante su embajada para detener la<br />

guerra. Era en esta estanza donde Kunti había amartillado aquel duro mensaje: debíamos<br />

luchar o dejar de considerarnos hijos suyos.<br />

“Vamos a buscarlos”, insistí. Yudhisthira se volvió hacia mí. Sólo en una ocasión,<br />

en silencio, nos habíamos entendido uno a otro de este modo, cuando hablamos de Karna<br />

tras la guerra. “Sahadeva añora a su madre también. Kunti ha estado sin él tantos años.<br />

Otórgale este último don.”<br />

No sólo Draupadi y Uttara y la mujer de Yuyutsu, sino todas las viudas de los hijos<br />

de tío Dhritarashtra querían venir con nosotros y no podía negárseles. Acudieron también<br />

los viejos servidores, ahora retirados, pidiendo que se les permitiera tocar los pies de sus<br />

amos una vez más. Al final, Yudhisthira invitó a todos los nobles de Hastina que quisiesen<br />

participar de un último darshan de la familia regia. Muchas de las damas que habrían de<br />

acompañarnos habían llevado unas vidas tan protegidas que sus pequeños pies pintados<br />

habían dejado los palacios de sus padres sólo para entrar en los de sus maridos. No<br />

sabíamos siquiera dónde estaban exactamente nuestra madre y nuestros tíos pero, una vez<br />

tomó la decisión Yudhisthira, aventamos todas las objeciones.<br />

Los preparativos eran numerosos. Tras una larga discusión con Sahadeva, Bhima le<br />

dijo a Yudhisthira que el viaje resultaría demasiado duro para la mayor parte de las<br />

mujeres, pero la respuesta fue que todas las damas de todas las grandes Casas habían<br />

levantado un pie ya en anticipación de la travesía. Las esperanzas y preparativos habían<br />

llenado las vidas de las viudas otra vez. No había vuelta atrás. Yo había intentado sugerir<br />

que se me enviase con una avanzadilla, pero para bien o para mal partimos todos juntos.<br />

Nuestra visita al bosque se había convertido en una importante expedición. Por<br />

fortuna, habíamos aprendido mucho sobre aprovisionamiento y logística durante la guerra.<br />

Ahora nos resultó útil en extremo. Se montaron pabellones a lo largo del camino y las casas<br />

de reposo de tío Dhritarashtra se llenaron de provisiones. Creo que, en realidad, sólo me di<br />

cuenta de lo que habíamos emprendido cuando vi los varandakas que los carpinteros<br />

estaban preparando para los elefantes de Uttara y su grupo. Tenían grandes estantes y otros<br />

más pequeños forrados de seda, y junto a los asientos había pequeños lechos. Uttara no<br />

69


sabía de dónde había salido la idea pero, al parecer, todas las damas estaban haciéndose<br />

preparar estos ‘varandakas de bosque’ en los que uno podía llevar cualquier cosa, desde<br />

ropas, aceites, cosméticos, perfumes, joyeros, abanicos, hasta hierbas medicinales y<br />

talismanes.<br />

Damas reales de las varshas vecinas, y la viuda del rey Bhagadatta entre ellas, se<br />

unieron a nuestra expedición equipadas con graneros, guardarropas y erarios móviles,<br />

cocineros, superintendentes de cocina y auténticos establecimientos culinarios dispuestos<br />

para su transporte en camellos o elefantes. No podía ni imaginarme lo que nuestro tío,<br />

inmerso en prácticas ascéticas, diría de todo esto.<br />

Tenía, además, otra preocupación.<br />

No todo aquel que vaga por los bosques va en busca de su alma. Yudhisthira me<br />

aseguró que había pensado en ello: un ejército había de acompañar la expedición y yo tenía<br />

que estar al mando. Esto significaba otro granero más y otro tesoro en que pensar.<br />

70


CAPÍTULO XVIII<br />

Exploraba el terreno por delante del grupo en busca de un lugar donde plantar las<br />

tiendas, cuando tropecé con tío Dhritarashtra, que estaba sentado con los ojos cerrados,<br />

vestido con un taparrabos y cubierto el cuerpo de cenizas. Ante él había un hoyo poco<br />

profundo en el que, agitado por la brisa, crepitaba un fuego, encendido probablemente de la<br />

llama tomada de su Homa en el palacio de Hastina. No había oscurecido el sol su piel; ésta<br />

se había vuelto más clara y de textura más áspera. Podían vérsele las venas. La barba era<br />

blanca ahora y rala. Uno no se retira al bosque para andar acicalado.<br />

Tenía los ojos cerrados y, al principio, no estuve del todo seguro de que se tratase de<br />

tío Dhritarashtra y no de otro asceta. Hice señal a mis hombres, que estaban justo a un tiro<br />

de arco, de que se fueran de allí y me quedé mirándolo. Había algo en su silencio que no<br />

quería yo romper y sentí erizárseme el vello de los brazos. Algo me prohibía acercarme más<br />

a él, un círculo invisible que me mantenía a distancia. Habría sido adhármico saludarlo<br />

desde lejos, así que esperé un signo. Tremores empezaron a recorrerme la espalda. Sentía la<br />

cabeza liviana y vacía. En su caverna interior, una voz dijo: “Bienvenido, hijo de Pandu.”<br />

Antes del Palacio del Deleite, tío Dhritarashtra nos había llamado siempre así, pero<br />

no después. Mis pies estaban como enraizados en el suelo. Los ojos se me pusieron en<br />

blanco. La brisa sopló más fuerte y levantó briznas de hierba seca que tocaron las llamas.<br />

Aquéllas se encendieron y portaron la chispa con ellas en su ascenso por el aire y su caída<br />

entre la hojarasca. Una lombriz de fuego serpenteó hacia la rodilla del asceta. Llameó y<br />

saltó hacia él, arrancándome de mi embelesamiento. Me quité el angavastra y sacudí el<br />

pequeño incendio hasta apagarlo, pensando que algún dios debía de haberme enviado aquí a<br />

tiempo.<br />

“Bien hecho, hijo de Indra. Esta vez estás del lado de tu padre.” Se refería a aquella<br />

ocasión en que Krishna y yo habíamos ayudado al dios del Fuego a devorar el bosque en<br />

contra de los deseos de Indra.<br />

Su voz resonó en mí.<br />

Hijo de Indra, había dicho. Fui a tocar sus pies y puse mi cabeza sobre ellos. Él me<br />

levantó. Tenía las manos secas y frías. Su toque era ligero, pero firme.<br />

“Tío, es peligroso sentarse tan cerca del fuego. La brisa porta la hierba y las hojas<br />

consigo. En tu trance, no te enterarás.”<br />

Él sonrió, luego dejó escapar una risilla. Se había alejado de sus antiguos miedos.<br />

“¿Qué sabes tú de lo que yo veo, hijo de Indra? Nunca he visto las cosas como<br />

ahora.” Habló despacio, dando peso a cada palabra. Su voz había perdido aquella vieja<br />

ansiedad y no me había recibido con frases rituales, como era su tendencia habitual. Ahora<br />

empezó a cantar un himno a Agni con voz anciana y ronca.<br />

“Pienso en Agni como padre, como hermano, como familiar para siempre.<br />

Infinito es él entre los Devas.<br />

Él es el huésped entre los hombres.”<br />

Su voz intentó tonos muy agudos; luego se quebró, voz de viejo. Pero había una<br />

dulzura en ella.<br />

“¿Tienes miedo del fuego, hijo de Indra?”<br />

71


“Una vez lo tuve”, dije, y me mordí la lengua... pero este asceta estaba más allá de<br />

la culpa.<br />

“Intentamos quemaros en el Palacio de Deleite. Teníamos que haber sabido que uno<br />

no puede quemar al hijo de Indra.” Dejó escapar otra risilla, como hojas secas, y después<br />

asumió un semblante grave. “Vuestro tío os salvó y ello fue mi salvación también. Pronto<br />

tendré que encontrarme con tu padre.”<br />

No había más lágrimas en él. Había viajado lejos, lejos del palacio en Hastina y de<br />

la persona que viviera allí.<br />

“Tendré que pedirle perdón a Agni por lo que casi le hice hacer.” Asintió con la<br />

cabeza como si consultase con el dios. “Tendré que pedirle perdón para poder marcharme<br />

amigablemente con él. Pronto tendrá que hacerse conmigo y tú no estarás aquí para<br />

arrebatarme a él.”<br />

“Tío, ¿por qué dices eso?”<br />

“Es algo entre el dios y mi alma. Agni me purificará. Me ha hecho una promesa. Me<br />

limpiará de mis culpas. En parte está hecho ya, pero todavía queda mucho. Al final, todos<br />

somos pasto para Agni. Todos nosotros. ¿Por qué retener el sacrificio? Hijo de Indra, tú has<br />

alejado al dios Agni, lo que sólo significa que no estoy listo para que me cocine.”<br />

Su boca se torció un poco hacia arriba y su mirada fija pasó a mis ojos. Con otros<br />

ojos me miraba. Poderes habían venido a él. Se había sometido.<br />

“Sí, Arjuna, todos estos años he estado sentado en un trono y nunca he conocido lo<br />

que significaba la realeza. No es en palacios, sino en el bosque, donde uno la conoce.”<br />

Miré alrededor y dije por fin: “Tío, ¿dónde está vuestra ermita?”<br />

Quedó en silencio por un rato, luego alzó las palmas de las manos y giró la cabeza<br />

de un lado a otro.<br />

“Ésta es mi ermita.” No había nada sino el río y los árboles y este pequeño fuego<br />

sagrado. Lo había dicho sin orgullo y ello me dio que pensar. “Encontrarás a tu madre y a<br />

tu tía allí, al otro lado.” Juntó las palmas en cortés gesto de despedida y me incliné ante él.<br />

Dejando a mis oficiales a cargo de las tiendas y de todas las disposiciones, me uní al<br />

grupo. Poco después, con Draupadi y mis hermanos, cruzamos el pequeño río saltando de<br />

piedra en piedra.<br />

Nuestra madre estaba sentada delante de un rústico refugio, apretando a tía<br />

Gandhari los pies. Lo primero que vi fue la cofia de nieve en su cabellera; pero por debajo<br />

de las orejas, el pelo era oscuro aún, como el de tía Gandhari, y se había vuelto crespo y<br />

enmarañado. Esta percepción llegó como un impacto físico.<br />

Ni un solo día de sus regias vidas había pasado sin que sus doncellas les frotasen la<br />

piel con aceite de sándalo y les cuidasen el cabello y se lo tiñesen, cuando era necesario.<br />

Apenas empezaban a cerrárseme los ojos de vergüenza al verlas así, cuando oí un sollozo<br />

sofocado y alguien pasó corriendo hacia las ancianas. Sahadeva se arrojó de cuerpo entero<br />

ante nuestra madre. Con los brazos extendidos, le aferró los pies. Todos avanzamos<br />

entonces despacio para darle tiempo a ponerse a su hijo favorito en las rodillas. Kunti lo<br />

abrazó. No enderezó la espalda al levantar la cabeza. Las penurias de esta vida se la habían<br />

encorvado. Lenta ira comenzó a arder en mí pero, cuando vi la serenidad de su rostro, mi<br />

rabia se apagó enseguida. Suyo era el mirar de una deidad que se sienta solitaria en las<br />

cumbres de los montes. Fue Yudhisthira quien recordó el decoro y se dirigió primero a tía<br />

Gandhari para tocarle los pies.<br />

72


“Eres tú, Yudhisthira”, dijo ella palpándole la cabeza y los hombros. “Así que nos<br />

has encontrado.” Su voz sonaba aún con la autoridad que recordábamos. Una membranza<br />

de maldiciones se cernía en ella.<br />

Una bandada de cuervos volitó sobre nuestras cabezas y cruzó el río con su kau...<br />

kau... kau..., como invocando la acción de sus hechizos.<br />

“¿Está Yuyutsu aquí?”, preguntó.<br />

“Madre, está en la ciudad guardándola.”<br />

La boca de tía Gandhari se movió al oír esto, suprimiendo palabras. Tras unos<br />

instantes éstas se abrieron camino de todos modos.<br />

“¿Lo has nombrado públicamente Regente, entonces?”<br />

“Madre, todavía no.”<br />

“Así pues, ¿cómo no lo has traído contigo? Oh, no para mí. Este cuerpo no lo trajo<br />

al mundo. Pero ¿no podíais haber pensado en el pobre rey ciego?”<br />

No había renunciado a su tormento. En el bosque, lo había duplicado y era mi madre<br />

quien lo soportaba. La miré de soslayo. Era como la montaña por la que se pasea y que no<br />

necesita sacudirse su carga. Era como la Tierra misma, que soporta el peso de la montaña.<br />

Yudhisthira no respondió; tocó los pies de tía Gandhari otra vez y apretó las manos<br />

de la mujer contra su propia frente. Luego se volvió hacia nuestra madre. Sahadeva se hizo<br />

a un lado, pero con una mano nuestra madre lo mantuvo junto a sí mientras Yudhisthira<br />

realizaba su postración. Cuando se levantó, le acarició la cabeza y le pasó introvertida los<br />

dedos por el rostro, por las cejas y el mentón y luego por su nariz dominadora, como si se<br />

asombrase de haber hecho a este hombre. A Bhima lo abrazó y le acarició el afeitado labio.<br />

Después me tocó a mí; me pasó la palma de su mano por los pómulos como para<br />

despolvarme del deseo de errar. Les sonrió a mis ojos desde muy lejos. Pero era una mirada<br />

tan íntima y próxima que no recordaba otra igual. Debió de ser así, pensé, cuando me<br />

pusieron en sus brazos por primera vez y ella me contempló, exhausta tras el parto, pero<br />

tierna en su necesidad de dormir.<br />

Ahora bien, nuestros rasgos eran hitos en un país que había dejado atrás. Señaló<br />

con el mentón a una arboleda junto al río. “Tío”, dijo. Pudimos ver una voluta de humo.<br />

Antes de que Nakula se hubiese levantado para dejar a Draupadi arrodillarse en su lugar,<br />

Yudhisthira rompió el decoro y se alejó de allí.<br />

Caminando tan ligero como pude, lo seguí.<br />

Cuando llegué a la altura de Yudhisthira lo vi mirar fijamente hacia adelante. Miré<br />

yo también, sin entender al principio, lo que parecía estar creciendo contra el árbol. La cosa<br />

ante nosotros tomó despacio la forma de un hombre, un hombre desnudo, flaco y cubierto<br />

de polvo. Una barba densa y una cabellera que le caía por delante, enmarañada y sucia de<br />

hojarasca, le oscurecían las facciones. El resto era esqueleto. Un siseo escapó a mis labios.<br />

Era tío Vidura. Ambos nos quedamos inmóviles, las manos juntas, en salutación. Mientras<br />

lo observábamos, la luz empezó a jugar sobre su cabeza, primero sobre su vértice, donde<br />

flotó incierta. Luego, lentamente, la luz se concentró, se intensificó, tomó su figura,<br />

resplandeciendo poderosa sobre él en tonos oro y blanco. Se movió hacia nosotros. Sentí<br />

una gran benevolencia. La emanación de tío Vidura se acumuló sobre Yudhisthira.<br />

Después, como una luz líquida que se vierte en una vasija, penetró en mi hermano mayor<br />

colmándolo miembro a miembro, pedazo a pedazo. Cuando la hubo absorbido toda, su<br />

cuerpo irradió energía. Nos quedamos transfijos, en un eterno mediodía.<br />

Un perfume como de flores de primavera nos envolvía, inundándome con toda la<br />

dulzura que nuestro tío había derramado sobre nosotros en nuestra infancia. No tenía<br />

73


necesidad ahora de cremación. Arder no es para los inmaculados. La penitencia de tío<br />

Vidura lo había purificado de ese mínimo adharma en el que todo mortal debe incurrir. Su<br />

consciencia se había agarrado a aquel hilo de cuerpo en espera de Yudhisthira. Esta partida<br />

final era el acto de un alma grande y el más humilde y más noble que yo hubiese visto<br />

jamás.<br />

74


CAPÍTULO XIX<br />

Mi madre no lloró. Nos sentamos en silencio mientras emergía la luna. Pasado un<br />

rato, llevó a tía Gandhari al río y realizaron sus abluciones por el difunto. Al ver que mi<br />

madre no había vertido una sola lágrima, pensé que nada podía tocarla ya. Quizás la muerte<br />

de Karna había abrasado la mayor parte de su dolor y lo que quedaba sus austeridades lo<br />

habían consumido.<br />

Verla transportar el agua en la cadera para tía Gandhari, mientras ésta se apoyaba<br />

con todo su peso en el hombro de nuestra madre, hizo a Sahadeva y a Bhima rabiar. Pero,<br />

aunque no me gustaba verla reducida a esto, ella, que tan cuidadosamente había sido criada<br />

en el palacio de Kuntibhoja, no mostraba insatisfacción alguna en el rostro. Era tía<br />

Gandhari la que gemía con las noticias de que el hermano de su marido no existía ya.<br />

“¿Qué hará mi señor sin su hermano y consejero? Estamos solos.”<br />

En efecto, ella nunca había dejado Hastina. Debía de haber gastado todo el punya de<br />

sus austeridades en la maldición que arrojó contra Krishna y Dwaraka porque aún hablaba<br />

de sus hijos con tormento y, cuando trajimos a sus viudas para que se postrasen ante la<br />

anciana reina, se dolió de forma apasionada con cada una de ellas.<br />

Pasamos parte de la noche en silencio bajo un cielo de auspiciosas constelaciones y<br />

por fin nos acostamos para dormir en el suelo desnudo, próximos a nuestra madre... todos<br />

menos Yudhisthira, que pasó la noche en meditación. Recordé una noche semejante en<br />

Panchala, cuando llevamos a Draupadi a nuestra madre, después de ganarla yo en el<br />

swayamvara. Los hijos nacidos de aquel matrimonio no estaban ya con nosotros. Aquellos<br />

que fueran para nosotros padres -Drupada, Virata y tío Vidura- habían dejado sus cuerpos.<br />

La vida que llevaba nuestra madre no podía durar mucho tiempo. El mundo reposaba en<br />

nosotros. No había llegado la hora todavía de unirse a ellos, pero nunca había estado yo tan<br />

cerca de quererlo. Sólo el recuerdo de Parikshita, y de Subhadra por supuesto, me llamaba<br />

de regreso a Hastina. Y siempre estaba Krishna. Él era la vida que invitaba a seguir.<br />

Mientras él estuviese en el mundo, yo sentiría el tirón hacia él. La vida de Krishna no<br />

estaba en las ermitas; él me había dado una ley de Vida y de acción.<br />

Por la mañana, después de las abluciones, Yudhisthira fue conducido por los sabios<br />

a honrar sus moradas forestales con su darshan. Incluso en el bosque un rey ungido es Rey.<br />

Así, seguido por sus sirvientes y nuestros sacerdotes y todas las damas y el séquito,<br />

aspiramos el humo de muchos altares sacrificiales donde fuegos llameaban y libaciones<br />

eran vertidas en honor de todas las deidades. Amé los altares provistos de frutos y raíces y<br />

montones de flores. Muchos de aquellos sages tenían una piel que brillaba desde dentro con<br />

una luz que todos nuestros aceites y ungüentos no podían producir. Los ciervos visitaban<br />

sus refugios sin miedo. El bosque resonaba con los gritos de los pavos reales y los trinos y<br />

los cantos de las aves.<br />

También aquí habían de entregarse los presentes del rey. Habíamos traído miles de<br />

platos de madera, de potes y cazos, de cucharas sacrificiales de cobre, de copas y vasijas de<br />

todos los tamaños, de pieles y mantas. Cada uno de los sabios del bosque se llevó tanto<br />

como necesitaba. Todo el mundo se había enterado de nuestra llegada y nosotros, que<br />

tuvimos dificultades para hallar a los que buscábamos, fuimos encontrados como si los<br />

pájaros hubiesen proclamado nuestra presencia.<br />

75


Arribó también el patriarca Vyasa. En honor suyo permitió tío Dhritarashtra que lo<br />

portasen adonde habíamos acampado, junto al refugio de nuestra tía y nuestra madre.<br />

Cuando el abuelo le comunicó gentilmente la muerte de Vidura, las lágrimas que yo creyera<br />

consumidas para siempre empezaron a manar. El patriarca, que era su padre, le acarició la<br />

cabeza.<br />

“Vidura es eterno. Por orden divina y por medio de la energía de mis austeridades<br />

fue llamado a la Tierra, una deidad entre deidades. Vidura es Dharma, como Yudhisthira.<br />

El Dharma es como fuego o como viento o agua o espacio o tierra. El Dharma satura el<br />

universo... pero puedes encender un fuego y dejar que te caliente.”<br />

Los ojos del patriarca Vyasa hallaron los míos. Su mirada decía: ¿Ves, Arjuna,<br />

como los apegos que forjamos nos atan al dolor? O así lo entendí yo. Era algo que Krishna<br />

había tratado de enseñarme en el Kurukshetra, algo que nunca llegué a entender tan bien<br />

como en aquel momento, cuando vi la calma anímica de mi tío, que con tanto esfuerzo<br />

había conquistado, destrozada de aquel modo. Nuestros amores mortales son como<br />

pegajosas trepadoras que emiten un millón de zarcillos. Las cortas por la raíz y las ves<br />

seguir creciendo todavía.<br />

Al comprender que el alma de su hermano había penetrado en Yudhisthira, tío<br />

Dhritarashtra tomó a nuestro hermano mayor en sus brazos y se aferró a él, acariciándole<br />

las mejillas, la cabeza, las manos.<br />

Una vez con nosotros el abuelo Vyasa, todo el bosque se congregó alrededor de él.<br />

Aquí él era el Rey. Se sentó sobre una piel negra de ciervo con hierba kusa encima,<br />

cubierto de finísima seda. Cada uno le trajo sus dudas y problemas. Los sabios se<br />

confesaron con él y buscaron su ayuda. ¿No había tomado todos los Vedas bajo el cuidado<br />

de su dedicación? En efecto, él radiaba con su luz y, al igual que Krishna, aseveraba: “No<br />

olvidéis que los Vedas moran ya en todos vuestros corazones.”<br />

Mientras uno tras otro los grandes sages del bosque portaban sus cuestiones al<br />

patriarca, yo me decía a mí mismo: Qué poco sabe en realidad cualquier ser terrenal.<br />

Al observar a mi madre día a día, creía que ella era ahora de las que ya no tenían<br />

preguntas que hacer, pero al final también ella acudió al patriarca y posó la cabeza a sus<br />

pies. Él sabía lo que Kunti quería decirle sin necesidad de palabras y le ahorró la confesión<br />

de sus dudas y dolor. Le tomó la mano y le dijo: “Kunti, mi niña, tres veces bendita por mí<br />

estás tú, pues tú has servido a tres hijos engendrados por mi energía. Queda en paz en lo<br />

que al nacimiento y la muerte de Karna se refiere. No hubo falta en ti. Tú tenías un destino.<br />

La energía de los dioses obra a través de la humanidad. Las grandes almas que deciden<br />

venir a la Tierra a petición de aquéllos aceptan asumir una porción del dolor humano antes<br />

de nacer. Tú eras virgen en el alma. No hubo falta en ti.”<br />

Mi madre levantó los ojos hacia él y yo vi, dentro de aquella mujer de blanca<br />

cabellera, a la muchacha que había dado a luz un hijo en secreto y lo había dejado flotar<br />

sobre las aguas del río.<br />

“Tú perteneces a la humanidad y tú eres grande”, prosiguió el abuelo Vyasa.<br />

“Porque para el grande todo es válido, para el grande no hay nada impuro. Al grande cada<br />

acción le trae mérito.”<br />

Mi madre lo miraba implorante aún. ¿Qué más podía decirle él?<br />

“Kunti, hija mía”, murmuró, “el grande lo siente todo como propio y no mira a<br />

derecha ni a izquierda para ver lo que hacen los demás, ni mide sus acciones por lo que los<br />

hombres piensan. Y tiene los Vedas dentro de sí. A través de tu propia vida, tu propia<br />

76


verdad se te revela. Tú, que tienes a Krishna por sobrino, deberías saber esto. Es esta<br />

verdad la que él ha venido a enseñarnos.”<br />

Delante de todos nosotros, estalló mi madre en violentos sollozos y las palabras que<br />

trataba de decir se le ahogaban en la garganta. Su voz surgía sincopada, como si alguien<br />

desde dentro le golpease el pecho. Por fin, sus palabras se hicieron audibles. “Cuando se<br />

hizo un hombre, me reconoció por madre suya.” De nuevo los sollozos tensaron su voz,<br />

pero no había terminado. “Yo no lo quería a mi lado. Eso lo quise sólo para que ayudase al<br />

resto de mis hijos.” Dicho esto se hundió tan totalmente que su cuerpo se retorcía hacia un<br />

lado y a otro, y se cubría con las manos el rostro. A través de los dedos, exclamó su pesar<br />

último: “Ahora no podré decírselo nunca. Nunca sabrá que lo quise más que a nadie.”<br />

Vyasa miró más allá de ella, sonriendo. Más tarde me vino la idea de que le había<br />

sonreído a Karna.<br />

El consuelo que mi madre necesitaba estaba más allá de las palabras. Quizás fue<br />

entonces cuando el patriarca decidió cómo dárselo. Pero ahora fue tía Gandhari la que se<br />

adelantó y habló por sí misma y por todas las viudas que había hecho el Kurukshetra.<br />

Mientras mi madre lloraba incapaz de contenerse, tía Gandhari se arrodilló junto a ella y le<br />

dijo al patriarca: “Sé que tienes el poder. Yo, que he hecho mal uso de mi poder oculto, sé<br />

sin embargo que puede hacerse gracias al mérito conseguido.” Su voz se hizo áspera. “¿Y<br />

quién tiene mayor mérito que tú, oh Inmaculado?”<br />

“Hija mía”, dijo él, “vosotros estáis todos en paz ya. ¿Por qué sois incapaces de<br />

verlo?”<br />

“¡En paz! Que el bien recaiga sobre ti, padre. ¿En paz?” Sus ojos debieron de<br />

mirarlo desafiantes detrás de la venda. En vano trató de ocultar la indignación de su voz.<br />

“¿Qué estás diciendo, padre? Tú acabas de decirle a tu hija Kunti que pertenecemos a la<br />

humanidad, que nada que sea humano es inapropiado. Padre, entonces mis sentimientos son<br />

mis Vedas. He practicado austeridades, pero aún me duelo por mis hijos. Y más que eso,<br />

me abrasa la idea de que fue mi hijo quien causó la guerra. Un cuchillo en mi corazón es<br />

pensar que di a luz un hijo que ha hecho viudas de todas estas mujeres. ¿Qué penitencias<br />

sirven para esto? No hay ninguna. No hay mente humana que haya medido jamás la<br />

profundidad y la anchura de mi error y sus consecuencias. La tierra está arrasada porque no<br />

pude impedir a mi hermano corromper a mi hijo mayor. Padre, tú dices que estamos en paz<br />

ya y que las almas de nuestros hijos están en paz... bien, muéstranoslo, padre. Si gracias a<br />

tu mérito puedes mostrarnos a nuestros hijos, mi alma quedará entonces verdaderamente en<br />

paz.”<br />

Otra vez, el patriarca Vyasa miró más allá de ella. Un largo rato pasó sin que<br />

respondiese. Por fin, mirando todavía más allá del río, murmuró: “Gandhari, hija mía,<br />

bendita eres tú. Esta misma noche contemplarás a tus hijos y hermanos y amigos y<br />

parientes. A algunos no los has visto nunca con tus ojos mortales. Tu rey también los verá y<br />

Kunti podrá abrazar a Karna. Draupadi volverá a ver a sus cinco hijos, a su padre y a sus<br />

hermanos. Tú, Arjuna”, y sus ojos me buscaron envueltos en una sonrisa, “tú abrazarás a<br />

aquel que está siempre en tus pensamientos. Él surgirá como de un sueño y tú irás directo<br />

hacia él. Y te recibirá el abrazo de Dronacharya. A Yudhisthira lo abrazarán Karna y<br />

Dronacharya. Dhritarashtra verá a sus hijos y hermanos. Veréis el alma radiante de Sakuni<br />

abrazada por todos. El gran Bhishma retornará con todos los Vasus. Madri se alzará<br />

también y verá a sus hijos una vez más.”<br />

“¿Qué de mi señor?”, surgió del semicírculo la voz angustiada de una mujer.<br />

“Verás a Bhurisravas. Verás a tu señor.”<br />

77


“¿Y el mío, oh Inmaculado?”<br />

“El valiente Bhagadatta te tomará en sus brazos esta noche.”<br />

Hubo sonido de sollozos.<br />

“¿Y mi padre?”, preguntó la voz infantil de una muchacha.<br />

“Tu padre te bendecirá.”<br />

“¿Y mi hermano?”<br />

“¿Y mi padre?”<br />

“¿Y mi señor?”<br />

El patriarca Vyasa alzó las manos en bendición para todos nosotros.<br />

“Os lo prometo. Se alzarán como de un sueño. Todos estarán allí, todos, todos, ni<br />

uno solo faltará.”<br />

Pasamos aquella mañana como niños escindidos entre la esperanza y la duda.<br />

¿Cómo podíamos abrazar a los muertos? El abuelo Vyasa me había prometido que<br />

Abhimanyu se arrojaría a mis brazos. Me habían dicho que el cráneo le había quedado<br />

destrozado... Podía imaginarme a sombras alzarse, pero no a nuestros hijos en carne y<br />

sangre. Contemplé el sol al mediodía con esperanza, pero a medida que marchaba hacia el<br />

oeste mi expectación vaciló. ¿Cómo podía ser semejante cosa? ¿Cómo podía ser? Muchas<br />

veces había abrazado yo a Abhimanyu en sueños, pero ¿era el mérito que Vyasa había<br />

conseguido con sus austeridades tan grande como para que el alma tomase carne? Había<br />

detenido el deslizamiento de tierras, sí, pero una vez que el lazo de Yama había cazado un<br />

alma aquél no la devolvía jamás. Muchas de nuestras damas pasaron el día en silencio y<br />

plegaria; las que hablaban lo hacían sólo de reunión.<br />

Mucho antes de la hora habitual, nos bañamos para las oraciones de la tarde. Oí<br />

voces, apagadas por el sobrecogimiento o la ansiedad.<br />

“Este día pasa como un año.”<br />

“Como un siglo, dirás.”<br />

“El corazón me late más rápido a cada instante.”<br />

Me senté aparte y acaricié con las manos las piedras todavía calientes, mientras<br />

recordaba momentos con Abhimanyu. Vi el pie de Krishna alzado sobre el cuerpo diminuto<br />

de Parikshita que la maldición de Ashwatthama había asesinado. Recordé a Abhimanyu en<br />

Indraprastha un radiante día de invierno, cuando le regalé su primer arco y, en el<br />

Kurukshetra, su bandera tragada por el enemigo cuando galopaba contra sus akshauhinis...<br />

retazos de memoria que estiraban el tiempo hasta hacerlo eterno e invadían esta extraña e<br />

hinchada hora. Lo vi, aquel pequeño mozalbete, tocándome los pies la última vez que fui a<br />

las dependencias de los niños, tras la partida de dados.<br />

Esta espera era algo entre los momentos que preceden a la batalla y a la cita con la<br />

mujer que amas, pero un centenar de veces más grande, y en ninguno de aquéllos se<br />

percibía la esencia de este sentimiento. Penetraríamos en otro mundo, un mundo que sólo se<br />

encuentra cuando uno mismo emprende el viaje desconocido. Era como oír los pasos<br />

silenciosos de Yama. Las mujeres lo percibían. Algunas sentían peligro cernirse sobre ellas,<br />

pero ninguna se marchaba. Tras las abluciones siguió el ritual del atardecer. El sol se<br />

demoraba en el cielo como si quisiera montar guardia toda la noche. Pequeñas luces eran<br />

mecidas y plegarias cantadas, pero aún Surya pendía fiero, custodiando los horizontes. Por<br />

fin se sumergió en fuego como aquel decimocuarto día de batalla.<br />

El patriarca Vyasa nos ordenó situarnos a lo largo de la orilla del río. Pero había<br />

tiempo, dijo, antes de que cayera la noche. Yo creo que fue su inmensa shakti la que hizo<br />

78


que la hora siguiente se extendiese hasta la eternidad. Nos dio tiempo para mirar dentro de<br />

nosotros mismos. Mientras el cielo drenaba el día, las aves se reunieron y su trinar y<br />

chirriar se elevó a un tono que no había escuchado jamás. Me pregunté si podían ver las<br />

presencias espectrales que yo empezaba a sentir. Sabios de ermitas distantes, con la ropa<br />

aún mojada de su baño en el río, llegaron en silencio. El cielo se volvió una intensidad de<br />

rojos y púrpuras y, de pronto, la estridencia del gorjeo y cantar de los pájaros se elevó al<br />

frenesí. Un instante más y hubo silencio. Una rana, entonces, una simple rana entonó el<br />

clamor de su croar... croar... croar... Momentos después otras ranas se le unieron y el ruido<br />

se hizo atronador. Luego, todas callaron de golpe, como obedeciendo una orden del<br />

patriarca Vyasa.<br />

Fue quizás la primera vez desde que dejáramos Hastina que nadie en toda la<br />

asamblea habló. Toda nuestra energía estaba concentrada en la expectación. Mi mente<br />

empezó a recitar plegarias que eran al mismo tiempo miedo y esperanza. ¿Dónde estaba el<br />

abuelo Vyasa? Me sentí como un niño que busca la mano de su padre mientras cruza el<br />

umbral de las tinieblas.<br />

El único sonido era el del fluir del agua. El cielo se tornó de un rojo vaporoso y<br />

poco a poco se oscureció para dejar aparecer las primeras estrellas. Los árboles se<br />

atenebraron, las estrellas albearon. Forzando la vista escudriñé el aire sobre mí, de donde<br />

podía descender la forma de Abhimanyu. Un pequeño chapoteo y mi mirada voló al lugar<br />

por donde una figura había penetrado en el agua. Era el patriarca Vyasa. Posó las palmas de<br />

sus manos sobre la superficie. Los grillos empezaron a corear otra vez como soltados uno<br />

por uno; las ranas se les unieron. Instantes después, se dejó oír un abejoneo. La tierra<br />

empezó a suspirar y desde sus honduras brotó un gruñido, como si le hubiesen arrancado<br />

algo. Sin volver la cabeza, miré a derecha e izquierda. Todo estaba quieto. Al otro lado del<br />

río no había más que sólida tiniebla. Sentí reverberaciones. ¿Venían de mí o de la tierra en<br />

la que estada sentado? Si de mí, provenían de muy adentro; si de la tierra, de su núcleo más<br />

profundo. Posé mi palma en el suelo para calmarlo. El tiempo, que se había refrenado todo<br />

el día, nos lanzó ahora, más allá de la medianoche, a una negra eternidad y luego se<br />

invirtió. El flujo del río cambió de dirección. La amenaza de los dioses pendía en el aire.<br />

No pude seguir rezando. La figura en el agua suplicaba por nosotros: aun en medio del<br />

caos, sentí la fuerza de su compasión. Luchaba por nosotros con fuerzas afianzadas desde el<br />

principio de los tiempos. Alzó las manos juntas e inclinó la cabeza. Los ecos de sus<br />

mantras silenciosos podían sentirse a lo largo de todo el río. Hubo una tensión como<br />

cuando dos mazas se traban en la batalla. Luego algo cedió y se retiró. Y ahora llegó un<br />

murmullo, extraño en el aire, débil al principio, familiar después, reconocible al fin como el<br />

de las ruedas de los carros.<br />

Ruedas de carros y caballería, pero amortiguadas como si llantas y cascos<br />

estuviesen forrados de ropa, y luego la tierra quedó envuelta en bandas de sonido del crujir<br />

de los carros y, uno tras otro, del clamor de las caracolas y los gritos de guerra.<br />

Cuando el primer estandarte se elevó sobre las aguas, sonaron suspiros y gritos<br />

ahogados en toda nuestra orilla. Después no pudo oírse nada contra el tumulto de un millar<br />

de ruedas de carros retumbando contra las piedras del lecho del río. El primer carro, tirado<br />

por caballos de plata, corrió sobre el agua y fue seguido por otro y por otro. Kurukshetra<br />

estaba ante nosotros y yo sentí que me ponía en pie y que el movimiento me llevaba a aquel<br />

que me buscaba, al que debía buscar yo. Mi corazón empezó a cantar. Me hallé ante una<br />

forma oscura y bruñida. Los ojos le brillaban con la luz de uno que reza, introvertido.<br />

Alguien nos observaba mientras estábamos allí, frente a frente. El que nos miraba era<br />

79


Dronacharya. El que tenía delante era Ekalavya. Éste unió sus palmas en gesto de<br />

salutación y vi que tenía las manos enteras. Caímos uno en los brazos del otro entonces y en<br />

el largo abrazo que siguió supe que yo nunca había cometido injusticia con él y que estaba<br />

limpio de pecado. Su destino no era ser el mejor arquero porque era algo más grande aun...<br />

el verdadero discípulo. Nos separamos y caí a los pies de Dronacharya, que me alzó a su<br />

corazón antes de que cayese otra vez a los pies de Ekalavya.<br />

Cuando miré alrededor, el río se había transformado en una corriente de luz. Luz<br />

suave, poderosa pero no deslumbrante. Familias enteras se reunieron bajo aquellos árboles<br />

como llamas que orillaban el río. Draupadi estaba con su gemelo. Ofrecían la misma<br />

imagen que cuando los vi por primera vez en su swayamvara y él anunció la prueba que<br />

deberían afrontar los pretendientes. Pero ahora estaban sobre un altar en que las llamas<br />

jugaban, llamas que no los quemaban porque los gemelos habían nacido del altar, de la<br />

aspiración de su padre. Éste se hallaba tras ellos y los hermanos se volvieron y se<br />

arrodillaron ante él, que los levantó para abrazarlos. Los hijos de Draupadi -uno de ellos,<br />

mío- esperaban para postrarse a sus pies. Eran todos ellos formas de luz y, cuando<br />

Shrutakirti vino hacia mí, me pareció más real que el hijo que había conocido. Era su Sí<br />

mismo, su mismidad, el alma en él.<br />

¿Cómo puedo hablar de lo que éramos, de lo que realmente somos? Éramos todos<br />

almas radiantes. Cuando intento recordarlos, sólo puedo hacerlo con una mente que los<br />

deforma y un corazón que los añora. No puedo conjurar palabras que los recreen. ¿Cómo<br />

podría? Yo no soy más que un guerrero.<br />

Aún miraba a Shrutakirti cuando sentí que el corazón se me expandía con una dicha<br />

que sólo llega a conocerse en otros mundos; en alguna parte, una puerta se había abierto de<br />

par en par. Aguardé. Karna se aproximó, fulgurando con la luz que era su generosidad, su<br />

lealtad, la luz que proviene de esa gran fuente que nos alimenta a todos, el Sol, Sri Surya.<br />

Nos contemplamos uno a otro hasta que sentí que me fundía totalmente con él. No era<br />

consciente de nada más que de esta bienaventuranza de inmortal unión. Por fin, me tomó<br />

por los hombros con sus fuertes manos y me giró hasta que me tuvo cara a cara con<br />

Abhimanyu. A mi hijo lo vestía el resplandor y portaba una guirnalda fúlgida alrededor del<br />

cuello. ¡Mi hijo! El hijo de Subhadra. El patriarca Vyasa nos había llevado adonde todos<br />

éramos hijos y hermanos, padres e hijos. Todos éramos parte unos de otros y fragmentos<br />

todos del Creador. Somos de ese otro mundo, pero no lo sabemos. Privados de<br />

conocimiento, un frío viento de ignorancia nos ata al modo de ver de la mente. Y la mente<br />

no ve la verdad. Ni siquiera los rishis pueden cantar la gloria de ese mundo. Aunque se<br />

vean impelidos a cantar, sus himnos no son siquiera voces de cuervo al lado de las más<br />

dulces notas de la flauta y la vina. Los mismos rishis lo dicen así en lo que se convirtió en<br />

uno de mis cánticos favoritos, Yata Vacho Nivartante... Donde las palabras retornan a la<br />

mente sin ser tocadas por ESO.<br />

Los que habían dejado sus cuerpos estaban en la otra orilla. Nos encontramos en el<br />

medio, en gran concurso... Pero, cuando digo ‘en medio’ o ‘la otra orilla’, esto son sólo<br />

palabras. Había un solo sitio. Todositio. Todo el mundo estaba en todas partes. Bhurisravas<br />

y Bhagadatta, Jayadratha y Sakuni, los diez hijos de Satyaki y Duryodhana y sus hermanos.<br />

Nadie faltaba. El aire estaba colmado de silencio, de música, de perfume, de un movimiento<br />

que era quietud. Tuve un atisbo del cielo de los guerreros.<br />

Tiempo después, era como un vaso vaciado del licor del Soma pero que conserva su<br />

fragancia y lo ansía para siempre jamás. Sabía, sin embargo, que el dominio al que el<br />

patriarca Vyasa nos había conducido no era el cielo más alto. Krishna me había llevado más<br />

80


lejos... tan lejos como mi forma mortal había podido soportarlo sin romperse a pedazos. He<br />

conocido kshatriyas que creían que el cielo de los guerreros era un lugar donde ganabas<br />

batallas y te cubrían de guirnaldas cada día. Quizás alguien fuese a parar a un lugar<br />

semejante, pero me gustaba pensar que para la mayoría el cielo guardaba sorpresas que era<br />

imposible soñar.<br />

¿Cuánto tiempo pasamos con nuestros seres amados? ¿Cuánto dura la eternidad? En<br />

cuanto el patriarca Vyasa despidió el concurso, éste se hundió en el agua en un instante y<br />

desapareció, dejándonos a la orilla del río mientras intentábamos adaptar los ojos al primer<br />

destello del alba y al chirriar de las aves nuestros oídos. Ambos nos resultaban ásperos.<br />

No dejamos el bosque durante unos días. Las damas, nuestras damas viudas, habían<br />

descubierto que el amor que rendían a sus señores estaba tintado por algo mucho más<br />

sagrado de lo que soñaran nunca. Porque toda la revelación de Vyasa se centraba en el<br />

misterio de la vida y en el poder salutífero del amor. Luto y lamento se habían convertido<br />

entre nosotros en un dulce añorar.<br />

Apenas hablábamos. Nuestra conversación discurría con lo ahora invisible pero<br />

siempre presente. Poco a poco, la presión se desvaneció. La orilla del río, en la que<br />

pasábamos horas contemplando el agua y recordando, perdió gradualmente sus ecos y los<br />

murmurios se hicieron suspiro y se debilitaron, se hicieron suspiro y murieron.<br />

Sólo las palabras del abuelo Vyasa permanecieron. “¿No lo habéis entendido,<br />

queridísimos míos, inmaculados míos, mis almas gentiles? El que, llegada la hora de la<br />

separación, se entrega al dolor es vano e insensato. El que es incapaz de ver que no hay<br />

separación no debería tratar de formar unión nunca, porque ello significa sufrimiento. En<br />

verdad la separación no existe. Eso es lo que se os ha mostrado.”<br />

Palabras como éstas pueden hacerte reverberar el alma, pueden arrojar una piedra en<br />

la alberca de tu ser, pero con el tiempo las ondas desfallecen. Llega un clímax, un momento<br />

en que la vida se hace escuchar. Aunque por un tiempo creí que no querría nunca<br />

abandonar el bosque que me había mostrado a Ekalavya y Abhimanyu, a mi Gurudeva y al<br />

Gran Patriarca Bhishma, algo tiró de mí hacia Parikshita y Subhadra.<br />

El karma de la vida de mi madre se había agotado y su gran dolor, quedado en<br />

reposo. Karna la había dejado tomarlo en sus brazos y la había llamado ‘madre’. Ella había<br />

comprendido por fin que no tenía nada su primogénito que perdonarle. También tía<br />

Gandhari callaba. Sus hermanos y sus hijos estaban íntegros en ella otra vez y no eran ya<br />

cuerpos destrozados cuya sangre Bhima bebiera. Había visto a todos sus hijos abrazar a<br />

Bhima y, cuando éste se acercó a ella, tía Gandhari lo abrazó también. Y lo mismo había<br />

hecho tío Dhritarashtra con los ojos rebosantes de lágrimas, ojos que veían a sus hijos por<br />

primera vez. Otra extraña cosa aconteció: Sanjaya, que había visto toda la guerra con su ojo<br />

interior, perdió ahora su don especial de visión oculta.<br />

Yudhisthira no quería dejar a nuestra madre, tampoco Sahadeva.<br />

Así fue que el patriarca Vyasa se lanzó a uno de aquellos deliciosos relatos suyos,<br />

que serpeaban de fábula en fábula hasta llegar al punto que él quería transmitir. Se dirigió a<br />

tío Dhritarashtra y comentó: “Aunque tú no luchaste en el campo de batalla, has visto los<br />

cielos santificados por las armas. Eres uno de los pocos. Esos planos rara vez se muestran a<br />

los hombres mientras éstos ocupan todavía sus cuerpos terrestres, o dejarían de cumplir su<br />

deber en el mundo. Tu deber está cumplido, pero no el de Yudhisthira. Yudhisthira te ha<br />

pedido que le dejes quedarse aquí, sirviendo a los pies de su madre.”<br />

81


Tío Dhritarashtra dejó pasar unos instantes sin responder. Luego inclinó la cabeza.<br />

“Yudhisthira dice que, ahora que mi hermano menor ya no está y que Sanjaya ha perdido su<br />

visión oculta, le resultaría demasiado difícil a su madre ocuparse de Gandhari y de mí.”<br />

Amor y añoranza portaba su voz.<br />

Pero repuso Vyasa: “Has de ordenarle que se vaya, hijo mío. Será duro para Kunti,<br />

es verdad, pero ella ha tomado su decisión y no quiere que su hijo desatienda su deber. Tú<br />

que te has sentado en un trono sabes que la soberanía ha de ser siempre guardada y<br />

mantenida. Sin su gobernante, oh hijo de la raza Kuru, el reino que fue tuyo engendrará<br />

envidiosos y enemigos. A ti te corresponde llamar a Yudhisthira y enviarlo de regreso. Dile<br />

que su deber es volver al reino y gobernar.”<br />

Fui yo el enviado a llamarlo. Yudhisthira estaba sentado en círculo con un grupo de<br />

sabios del bosque. Desde la distancia, resultaba indistinguible ya del resto. Había en él la<br />

misma quietud y serenidad. Se había adaptado a sus maneras, vestía y comía como ellos, e<br />

incesantemente se pasaba las cuentas de mala entre los dedos. Sus labios se movían en un<br />

mantra, mientras escuchaba un discurso sobre la virtud de la renunciación. Vino conmigo<br />

tan presto como un chiquillo obediente, pero escuchó a nuestro tío en silencio tenaz.<br />

“El dolor ya no me afecta, Yudhisthira. Gracias a ti y a la bondad de nuestro noble<br />

padre, vivo aquí más dichosamente que nunca en Hastina”, dijo tío Dhritarashtra. “Pero hay<br />

una cosa que podría empañar mi paz: sentir que una vez más estoy faltando a mi deber a<br />

causa de un amor excesivo.” Esto era algo que Yudhisthira entendía. “Hemos recibido de ti,<br />

Yudhisthira, todo lo que unos padres amorosos pueden soñar de un hijo. Tu nombre, oh<br />

intachable, sobrevivirá las eras como leyenda de filial devoción; pero, si te quedas con<br />

nosotros ahora, antes de que tu propio tiempo haya llegado, te convertirás en un obstáculo a<br />

nuestros deseos y despertarás nuestros remordimientos. Además, en ti recae ahora la<br />

responsabilidad de nuestras exequias. Los logros de nuestra raza y de nuestros ancestros<br />

reposan sobre tus hombros. Es una carga, conocemos tu corazón; pero no te demores aquí,<br />

Señor de la Raza Bhárata. No necesito recordarte otra vez los deberes de un rey porque tú<br />

los has conocido siempre mejor que cualquier hombre.”<br />

Sin alzar la vista, Yudhisthira protestó: “Deja que se vayan mis hermanos y<br />

ordéname quedarme. Tengo dos madres y las serviré a ellas y a ti.” Yudhisthira, tras<br />

degustar los gozos y visiones, los frutos de la vida contemplativa que había soñado<br />

siempre, por primera vez en su vida pedía por sí mismo. “Quiero servir a mi madre”,<br />

repitió.<br />

Nosotros, los cinco Pandavas, estábamos sentados alrededor de nuestros tíos y<br />

nuestra madre, escuchando. Ahora, Sahadeva estalló: “Yudhisthira, te suplico que permitas<br />

que me quede yo. Yo no soy necesario en Hastina, pero tú sí.”<br />

Había tal pasión en su voz que Nakula vino y se sentó a junto a él en silenciosa<br />

solidaridad. Nakula no se iría sin su mellizo. Observé a Bhima. Aquí estábamos, habiendo<br />

ganado un imperio, deseosos sólo de la vida del bosque. Ni siquiera Bhima protestaba.<br />

Miraba el suelo, fruncido el ceño. Yudhisthira y Sahadeva contemplaban a nuestra madre,<br />

colmados sus rostros de dolor, esperando que algún decreto del cielo los librase de sus<br />

deberes reales. Al pasar la vista de ellos a mi madre, comprendí que de todos nosotros ella<br />

era la única libre, con su densa cabellera blanca sin arreglar y su arrugado rostro en calma.<br />

Quizás leyó ella mis pensamientos porque levantó la mano para apartarse el pelo<br />

enmarañado de la cara. Lo que vi me hirió el corazón. Tenía hinchados y arañados la<br />

quijada y el pómulo. Debía de haberse caído. No había nadie más que pudiese llevar<br />

nuestros tíos a bañarse, porque el viejo Sanjaya no podía asumir ya estas tareas. Eran tan<br />

82


frágiles, ellos tres. ¿Cómo podíamos abandonarla a su decisión... pues de su decisión se<br />

trataba? ¿Cómo osar contradecirla en ella? Las palabras de Krishna retornaron: Arjuna no<br />

ha matado su humana compasión. Ninguno de nosotros lo había hecho.<br />

Tras nuestro almuerzo de raíces y frutos del bosque decidimos acudir todos juntos a<br />

mi madre otra vez antes de su descanso del mediodía. Nos sentamos bajo un árbol junto al<br />

río. Yudhisthira era nuestro portavoz. De nuevo manifestó su súplica. Si no podía romper<br />

su voto de servir a sus mayores, había de quedarse con dos de nosotros.<br />

“Hijos míos”, repuso justo con esa voz, firme y tierna, que usara cuando regresamos<br />

con Draupadi de su swayamvara, “os amo a todos vosotros. Aunque Sahadeva es el más<br />

joven y mi cariño, tengo otras razones para el amor que siento por cada uno de vosotros. A<br />

través del primer hijo, una aprende de los gozos y peligros de la vida de una madre. Una<br />

aprende también que los niños son mucho más fuertes de lo que parecen. Así que con el<br />

segundo hijo y los que vienen después una sabe no tener miedo y puede disfrutarlos con<br />

menos ansiedad, a pesar de cada caída y de cada fiebre. Tras mi tercer hijo, Arjuna, pensé<br />

que era la última vez que tendría un hijo. Así fue en realidad, y lo saboreé como uno lo<br />

hace en las últimas ocasiones. Si bien sabía que Bhima sería siempre un niño, lo que<br />

constituye el deseo secreto de toda madre que no quiere perder a sus hijos, Arjuna no fue<br />

nunca realmente un niño... o, más bien, fue el niño de todo el mundo por su candor y<br />

nobleza. Pensar que era yo quien lo había traído al mundo me llenaba de un orgullo y una<br />

dicha incesantes.” Pausó y me dirigió una sonrisa, recordando. “La vida está repleta de<br />

enigmas. Cuando crees que nunca podrás amar de ningún otro modo, porque yo pensé que<br />

nunca se me darían más hijos, llegó Nakula con Sahadeva. De todos vosotros, Nakula fue<br />

siempre el que encontró la forma de hacerme las cosas fáciles. Ahora os hablo a todos del<br />

modo que le he hablado siempre a Nakula.”<br />

Se había obligado a sí misma a asumir de nuevo el papel de madre y a dirigirse a<br />

nosotros como tal.<br />

“Pero ahora he de hablaros de Karna. Toda mi vida, las madres me envidiaron por<br />

tener cinco hijos como vosotros. Tenía los mejores hijos del mundo. Nunca lo dudé. Ahora<br />

bien, la madre nacida en mí cuando era todavía una muchacha no podía calmar el hambre<br />

por el hijo que abandonara. Hice voto de que, si algún día llegaba a llamarme madre,<br />

sacrificaría en gratitud mi vida ayunando. Es el Señor quien nos alimenta. Ésta es la última<br />

cosa que podemos ofrendarle. Mi hambre es mi ofrenda.”<br />

Así que ayunaría hasta la muerte. No podíamos decir nada: era su voto y no admitía<br />

injerencia. Le suplicamos que nos permitiese quedarnos con ella para realizar los últimos<br />

ritos. ¿Qué madre puede rechazar la presencia del hijo que le encienda la pira? Pero ella<br />

sacudió la cabeza.<br />

“No haríais más que crearme sufrimiento y un sacrificio ha de ser gozoso y exento<br />

de dolor. ¿Qué hijo puede soportar ver a su madre consumirse sin urgirla a comer, aunque<br />

lo haga sólo en silencio? Es lo mismo que esperar que una madre no le insista a su hijo en<br />

que coma cuando se le quedan sin carne los huesos. No me arrastréis a eso de nuevo. Mi<br />

alimento viene ahora de otros mundos. Eso es lo que me sostiene. Dejarme seguir así es la<br />

única manera que tenéis ahora de nutrirme o sostenerme.”<br />

Sahadeva había dejado de llorar y Bhima, casi del todo. No había nada que<br />

pudiésemos decir. Ella había ido mucho más allá de lo que ordenaban los shastras y no<br />

tenía necesidad de ritos. Era la tía de Krishna. Era ella quien había dicho ‘luchad’ y quien<br />

había comprendido, mucho antes que nosotros, por qué teníamos que hacerlo así. Ella era<br />

quien había entendido la atrocidad de la partida de dados tanto como Draupadi, aunque<br />

83


sería sacrilegio ahora traer aquel episodio a la memoria. Kunti volvía a ser lo que había sido<br />

siempre para nosotros: lo que nos mantenía juntos. Sentimos tensarse el lazo que había<br />

tejido en torno a nosotros mientras ella misma se retiraba. Ella era el lazo mismo.<br />

“Seguid siempre con Draupadi”, dijo. “Siempre todos juntos.”<br />

Ésta fue su última conminación. Después no volvió a hablar. Draupadi, mi madre,<br />

Subhadra... tuve atisbos de cómo me habían modelado. Los kshatriyas olvidan a veces que<br />

no los forja sólo su maestro de armas<br />

84


CAPÍTULO XX<br />

Ocasionalmente, recibimos noticias de nuestros familiares por medio de peregrinos<br />

que pausaban en Hastina. Oímos que tío Dhritarashtra se había puesto piedras en la boca<br />

para poder mantener su voto de silencio. Se había lanzado a practicar las austeridades de los<br />

cinco fuegos en un calvijar, con una hoguera prendida en cada punto cardinal mientras el<br />

sol le ardía en la cabeza desnuda, que siempre había portado la diadema protegida por la<br />

sombra del blanco parasol real. Tenía los ojos inyectados en sangre y lacrimosos del calor y<br />

del humo. Nuestras madres estaban consumidas más allá de toda posibilidad de<br />

reconocerlas. Tía Gandhari ya no llevaba la venda en los ojos; no necesitaba aquel retazo de<br />

seda ahora que sus ojos, después de vivir tanto tiempo en la oscuridad, se negaban a ver<br />

incluso sin él.<br />

Mientras, habíamos recaído de nuevo en la rutina de palacio, una vida de sedajes,<br />

perfumes y decoro... y cámara del consejo. El modo en que pensábamos en ellos ahora no<br />

era muy diferente de la forma en que lo hacíamos de tío Vidura. Sin embargo, cuando<br />

meses más tarde Sanjaya nos trajo la noticia de que habían perecido en una conflagración<br />

del bosque, los lloramos como si hubiesen partido de palacio sólo ayer.<br />

Mucho preocupaba a la gente, en especial a las viudas de sus hijos, que el fuego que<br />

los había abrasado no hubiese sido santificado. Algunos de los brahmines dijeron que, en<br />

aquellas circunstancias, les resultaría difícil llevar a cabo en Hastina los ritos en su<br />

integridad. Yudhisthira, cuyo respeto por los brahmines era el tema de incontables cantares<br />

bárdicos, les contradijo aseverando que cualquier fuego que los hubiese tocado habría<br />

quedado por ese mismo contacto santificado. Los sacerdotes parecieron recelosos al oírlo,<br />

pues cualquier fuego que toca un cadáver se vuelve impuro y debe ser apagado.<br />

Por Sanjaya nos enteramos de que tío Dhritarashtra había estado vagando por el<br />

bosque mientras él mismo y las dos reinas lo seguían. El último día, al alejarse de la orilla<br />

del río tras sus abluciones matutinas, se levantó un fuerte viento y llegó un murmullo y un<br />

recrujir de ramas como el sonido de algo que mascase huesos.<br />

“Los elefantes fueron los primeros en berrear y trompetear su agonía. Pasaron<br />

atronadores, intentando llegar al río, pero el fuego les cortaba el paso. Vimos a dos leones<br />

saltar sobre el muro de llamas para alcanzar el Bhagirathi. Toda una manada de antílopes<br />

consiguió saltarlo y se salvó. Pero las criaturas reptantes, las serpientes, también los jabalíes<br />

salvajes y las liebres podían huir sólo en dirección opuesta. Traté de arrastrar a mi señor y a<br />

mi reina a la salvación, pero estaban débiles y caminaban lentos por la falta de alimentos.<br />

Mi señora reina sólo era capaz de arrastrar poco a poco los pies, con pasos diminutos. Ya<br />

sabéis, sus pequeños pies, acostumbrados tantos años a los suelos pulidos, nunca habían<br />

llegado a endurecerse en el bosque. Todos ellos tenían los pies arañados y sucios de polvo,<br />

pero eran pies regios hasta el fin. Intenté salvarlos a todos. Era la primera vez que los<br />

desobedecía. Traté de levantarlos uno por uno, pero se resistieron con cuerpos de pronto<br />

pesados. Tenían decidido que la conflagración había sido enviada para ellos. El rey sujetaba<br />

aún el cucharón ritual con su fuego. ‘¿No te das cuenta de que esto es la Gracia de Agni?’,<br />

me dijo vuestra regia madre. ‘Ha venido a aceptarnos. Nosotros somos la ofrenda, Sanjaya.’<br />

Aquel rey intachable me despidió con un gesto. Había tal majestad en él... Más que en<br />

cualquier otra ocasión de su vida, fue monarca esta última. ¿Cómo podía yo, yo que había<br />

85


sido sus ojos incluso en la gran batalla, yo, con quien había llorado a Duryodhana cuando<br />

murió, yo que lo había compartido todo con él, incluso en el bosque... cómo podía yo<br />

dejarlo ahora? ¿Cómo podía no acompañarlo en el viaje desconocido? ¿Cómo había de<br />

partir él sin su auriga? Imploré a las damas reales. ‘El carro de Indra vendrá a buscarlo’,<br />

dijo la reina Gandhari. Vuestra regia madre añadió: ‘¿Quién le dirá a nuestros hijos que<br />

marchamos contentos y que Agni nos purificó para el viaje? Recuérdales que el agua, el<br />

fuego, el viento y el ayuno confieren el mérito más grande como medios de la muerte. Que<br />

no haya duelo.’ Aún me negué a partir. Entonces, una vez más el rey me hizo el gesto que<br />

decía ‘¡ve!’ y vuestra reina madre dijo: ‘Sanjaya, has de irte porque, si te quedas, ¿cómo<br />

concentraremos nuestras mentes?’ Aquel gesto y estas palabras pusieron orden en el caos<br />

que era mi alma. El rey se sentó mirando al oriente. Las reinas tras él. Eran como postes de<br />

madera. Les dediqué una pradakshina y los honré con una completa postración. Después,<br />

apelando a todas mis energías, forcé mis débiles miembros a salvar este cuerpo en aras de<br />

la encomendada misión. Alcancé el río Bhagirathi donde unos ascetas me asistieron y me<br />

pusieron hierbas en las quemaduras. Fue allí donde decidí que, cuando mi tarea en Hastina<br />

terminase, partiría hacia la Morada de las Nieves. Si el viento, el fuego y el agua son<br />

medios meritorios de dejar el cuerpo, el fuego del hielo habrá de servir también”<br />

Habíamos abrigado la esperanza de que se quedase con nosotros, noble recuerdo de<br />

una era que había pasado; pero no hubo modo de convencerlo. En algún lugar del Himalaya<br />

se sentaría mirando al oriente y retornaría a sus señores.<br />

Yudhisthira dijo, reflexivo: “¿Quién puede prever el final de un hombre antes de<br />

que tenga lugar? Cuando éramos muchachos recién llegados del bosque, vimos a tío<br />

Dhritarashtra como un dios, abanicado por flabelos de pluma de pavo real que movían<br />

deliciosas muchachas y oímos los cantos de los sutas despertarlo cada día. Pensar que ahora<br />

sus huesos los abanican las alas de los buitres...” Tras una pausa, añadió: “¿Por qué pedí<br />

aquellas cinco ciudades? ¿Por qué combatimos?” Miró alrededor, meditativo. “¿De qué<br />

trataba todo esto? ¿Por qué no seguimos tras sus pasos?”<br />

Los sonidos de las lamentaciones empezaron a llegarnos desde el departamento de<br />

las mujeres.<br />

86


CAPÍTULO XXI<br />

Aún había muchas cosas por las que sentir gratitud y la principal de ellas era<br />

Parikshita. Éste crecía en rectitud y fuerza, fiel a su promesa. El abuelo Vyasa, que pasaba<br />

ahora a menudo por Hastina, observó un día que mi nieto tenía el don de curar. Al oír sus<br />

palabras, vi a Kalidasa y recordé cómo acostumbraba Parikshita a aliviarlo y de qué forma<br />

la fiebre del caballo remitió en cuanto lo tocó la mano del niño.<br />

Parikshita aprendía de todos. Yuyutsu y Kripacharya eran sus amigos, y yo podía<br />

ver en él la promesa de un arquero no menor que su padre. Pero el muchacho aprendía<br />

sobre todo de Shuka. Cuando Shuka no estaba, soñaba con él. Cuando Shuka estaba, pasaba<br />

los días vagando por los campos o trepando a los montes y hablándoles a las águilas y a los<br />

osos o jugando en las nubes y curando a los animales heridos.<br />

Una vez les vi llamar a una bandada de grullas migradoras que volaban hacia la<br />

Morada de las Nieves y éstas se dejaron caer del cielo para posarse alrededor de ellos. Era<br />

como ver un astra desviada de su destino. Parikshita me observaba con ojos divertidos que<br />

me decían que ellos no tenían mantras, simplemente mandaban mensajes de amor. Si el<br />

amor podía hacer esto, pensé yo, librémonos entonces de todos los astras. Contemplé los<br />

ojos de Shuka. Aquello que cautivaba aves podía cautivar corazones humanos. El mío se<br />

conmovió. Ni siquiera el gran desapego de Vyasa había resistido esta emanación de un dios<br />

anónimo. Shuka era el más querido de su corazón. Una día que Shuka estaba lejos, me dijo<br />

Parikshita: “Shuka no se ha ido. Está conmigo todo el tiempo. Estaremos juntos siempre.<br />

Así me lo ha prometido.”<br />

“El príncipe tiene razón”, dijo el abuelo Vyasa. “Algunas veces Shuka se irá a la<br />

Morada de las Nieves por muchos meses.”<br />

“¿No sientes tú nunca su ausencia, abuelo?”, le pregunté.<br />

El patriarca me dirigió aquella sonrisa suya que me hacía sentirme como un niño<br />

pequeño otra vez.<br />

“A veces sí. Y entonces lo llamo tal como lo llamé en una ocasión. Escucha: Shuka,<br />

Shuka, Shuka...”<br />

Las ardillas bajaron precipitadas de los árboles y se sentaron alrededor de Vyasa y<br />

los ciervos llegaron a saltos de las corrientes, aún húmedos los hocicos. Las nubes pausaron<br />

en lo alto como atrapadas en el cabello de Shuka. Fue entonces cuando lo vi y supe que<br />

tenían razón. Shuka estaba en todas las cosas, en todas partes. En los sacrificios, en los<br />

debates, había oído yo discutir a los sacerdotes sobre el Brahman indiferenciado. Nunca<br />

habían tenido mucho sentido para mí, aquellas controversias. Las palabras nunca atraparían<br />

el milagro que era Shuka.<br />

Sin embargo, con Shuka en la caverna de las cumbres y Krishna al otro lado del<br />

desierto, me colmaba un presentimiento que no había tenido nunca.<br />

87


SEGUNDA PARTE<br />

DWARAKA<br />

88


CAPÍTULO XXII<br />

Vientos soplaron del desierto, fuertes y secos, portadores de polvo. Apenas habían<br />

rociado los sirvientes de agua perfumada los abanicos de hierbas, se habían secado éstos<br />

otra vez. El aire era caliente. El polvo se nos pegaba a la garganta. La inquietud nos<br />

saturaba.<br />

Al amanecer, al mismo disco del sol lo velaba el polvo. Más tarde en el día, tanto el<br />

sol como la luna mostraban sorna: borrosos los bordes, negro y rojo ceniciento el color. El<br />

horizonte había sido devorado por la niebla y, cuando los pájaros volaron en círculos, con<br />

grita estridente, de derecha a izquierda, nuestros corazones no pudieron seguir ignorando<br />

los presagios. Empecé a soñar con Krishna, que siempre sonreía. Una y otra vez me decía:<br />

“Arjuna, nunca olvides que estamos juntos. Nara y Narayana. Nada puede separarnos.”<br />

Despertaba por la mañana con el corazón rebosante de dulzura. Una vez soñé con Samba<br />

disfrazado de mujer embarazada. Cuando le pregunté a Subhadra qué podía significar<br />

aquello, se puso una mano en la boca y posó otra en mi corazón. Antes de que pudiese<br />

disimular su desmayo, recordé la historia. Samba había hecho recaer sobre sí mismo una<br />

maldición del sabio Vishwamitra cuando, fingiendo ser una mujer embarazada, pidió al<br />

rishi que profetizase el sexo de la criatura. Se contaba que Vishwamitra había invocado una<br />

temible barra de hierro que con el tiempo destruiría a los Vrishnis y a los Andhakas. El<br />

Señor de Dwaraka, Ugrasena, había ordenado que se redujese a polvo y fuese arrojada al<br />

mar.<br />

“Amado mío”, me dijo Subhadra, “no sabemos si ha llegado el tiempo. Krishna<br />

aseguró que te llamaría cuando tuviese necesidad de ti. Incluso si ha llegado el tiempo, sólo<br />

hay una cosa que tener en mente: sumisión. Inmaculado, el destino de mi hermano está más<br />

allá de nuestro entendimiento. Fue salvado al nacer de la maldad de Kamsa; nadie puede<br />

alterar lo que le haya de ocurrir. ¿No dices que viene a ti sonriendo cada noche?”<br />

Pero, cuando le conté a Satyaki mi sueño, partió hacia Dwaraka al día siguiente. Tía<br />

Gandhari había maldecido a Krishna también, tras el Kurukshetra, por no haber evitado la<br />

masacre. Él y sus parientes, dijo la reina, se matarían uno a otro en una reyerta alcohólica.<br />

Oímos que, por orden de Krishna, se había prohibido a todo el mundo hacer vinos.<br />

Cualquiera hallado con alcohol sería ejecutado a la primera ofensa. Esto me dio cierta<br />

confianza. Enviamos mensajeros a través del desierto y llegó noticia de que todo estaba en<br />

paz y en orden, y que las tabernas estaban cerradas aún. Incluso Balarama había dejado los<br />

licores. Hubo mensajes de amor para Subhadra y para mí, y a Parikshita se le recordó<br />

tiernamente que un día sería rey y que debía comportarse siempre como tal. No hubo<br />

nuevos portentos y nuestros recelos se desvanecieron. No puedes vivir siempre con miedo<br />

de lo que ocurrirá y los mensajes de Krishna no portaban ni un indicio de perturbación.<br />

Lunas más tarde, noticias oficiosas cruzaron el desierto para hacer correr su historia en<br />

nuestras propias tabernas, que no estaban cerradas. No puede uno fiarse siempre de tales<br />

historias, pero por este conducto nos enteramos en su tiempo de los propósitos asesinos de<br />

Kanika hacia nosotros.<br />

¿Qué eran aquellas historias? ¿La exageración de una familia asustada que había<br />

perdido a un pariente? Pensé en la ciudad deliciosa que Krishna construyera a la orilla del<br />

mar, los árboles en flor, los altos aleros de las casas llenos siempre de aves canoras, los<br />

palacios fulgurantes de sus reinas, mi primera imagen de Subhadra... Habría querido tomar<br />

89


a Subhadra y a Parikshita, que nunca había estado en Dwaraka, y cruzar el desierto otra<br />

vez, pero teníamos ritos fúnebres que realizar por nuestros parientes. Tuve que<br />

conformarme, así, con las visitas de Krishna en sueños. Krishna sonreía aún, sonreía<br />

siempre. A veces estábamos de vuelta en Indraprastha contemplando a los caballos salvajes<br />

venir del bosque, como si conociesen su destino. A veces nos sentábamos otra vez en la<br />

gran sabha, o caminábamos junto al río donde Agni se nos apareciera como un hambriento<br />

brahmín; pero lo más hermoso era cuando retornábamos al primer día del Kurukshetra y<br />

Krishna me elevaba a los mundos más allá de este mundo. Yo sabía que él me preparaba y<br />

fortalecía con estas vislumbres como diciéndome: Aférrate a esto en los tiempos por venir.<br />

Según una de las habladurías de nuestras tabernas, Kala, dios del Tiempo, había<br />

empezado a recorrer las calles de Dwaraka. A algunos se les aparecía calvo y negro de piel.<br />

Para otros, era un espíritu terrible y fiero, pero incorpóreo. Se asomaba a las casas y<br />

atemorizaba a las mujeres. Los niños nacían antes de tiempo. Críos caían al suelo presas de<br />

convulsiones. Los guerreros Vrishni le disparaban flechas que no servían de nada. Y decían<br />

así que, puesto que nada podía destruirlo, debía de ser el Destructor de las Criaturas.<br />

Los vientos habían cambiado y soplaban ahora hacia Dwaraka. Como nosotros<br />

habíamos sufrido el viento en Hastina y ningún gran desastre lo había seguido, concluimos<br />

que no había motivo de alarma. Sin embargo, yo recelaba. Las historias se volvieron de<br />

pronto más terribles y se propagaron más allá de las tabernas. Por las calles de Dwaraka,<br />

decían, pululaban ratas y otros roedores. Las vasijas de arcilla se resquebrajaban y rompían<br />

sin causa material. Los pájaros sarika, de mal agüero, cantaban desde las cimas de las casas<br />

de los Vrishnis. Las cabras aullaban como chacales. La gente vivía en pánico, olvidada de<br />

toda moralidad. Las esposas eran ignoradas por los maridos y éstos engañados por sus<br />

esposas. Los fuegos sacrificiales ardían con humosas llamaradas púrpuras, azules y rojas. A<br />

las horas sagradas de las plegarias matutinas y vespertinas, troncos humanos sin cabeza<br />

rodeaban el sol. Innumerables gusanos aparecían en la comida recién cocinada. Aunque los<br />

sacerdotes intentaban expulsar el mal, al cantar sus mantras o recitar sus slokas, el patullar<br />

de invisibles ejércitos ecoaba por las calles.<br />

Creí que no podían contarse ya más horrores, pero otro informe me heló el corazón:<br />

cuando los Vrishnis soplaban sus caracolas para dispersar el mal, las notas auspiciosas eran<br />

respondidas por el terrible orneo de los asnos. Krishna, entonces, convocó a su pueblo y les<br />

explicó que, coincidiendo con la decimocuarta lunación, había vuelto a aparecer la luna<br />

nueva y que ello era el portento de Rahu para su destrucción. Yo había visto estos presagios<br />

sólo una vez, cuando los ejércitos formaron en el Kurukshetra, y decidí viajar a Dwaraka,<br />

aunque quedaban importantes ritos por nuestra madre que celebrar. Entonces, llegó aun otra<br />

historia a través del desierto: bajo las mismas narices de Daruka, el auriga de Krishna, sus<br />

cuatro nobles corceles habían partido desbocados tirando del carro sobre la superficie del<br />

océano. El carro había cruzado varias yojanas de agua. El emblema del Garuda fue<br />

arrebatado por los aires y mucha gente vio a apsaras llevárselo. Un auriga que había estado<br />

al servicio de tío Dhritarashtra y que yo había enviado a Dwaraka confirmó este relato.<br />

Aunque nos hallábamos ahora en medio de los ritos por nuestra familia, decidí ir a Krishna<br />

y le pedí permiso a Yudhisthira, que dijo que mi viaje tendría que esperar: era impensable<br />

que me fuese en semejante momento. Todos me recordaron las últimas palabras de mi<br />

madre de que debíamos permanecer juntos. Pero mi mente no dejó por ello de titubear.<br />

Krishna había prometido que me llamaría y la imagen de su carro fuera de control se me<br />

antojaba como un aviso. Aunque sin entusiasmo, sólo Subhadra me dio permiso para partir.<br />

“Inmaculado, haz lo que tengas que hacer.”<br />

90


Me despedí de Yudhisthira. Al llevarme a los ojos el polvo de sus pies, me abrazó y<br />

aspiró repetidamente el perfume de mi cabeza. Estaba lleno de oscuros presagios y quizás<br />

pensó que no me vería vivo nunca más. Yo tenía que partir al amanecer del día siguiente.<br />

Aquella noche vi a Krishna en sueños. Me dijo que no me había llamado todavía. El tiempo<br />

no había llegado. Estábamos sentados en su carro y él me mostraba que tenía los corceles<br />

bajo control. Todos ellos se giraban para mirarme. Daruka no estaba. Krishna sujetaba las<br />

riendas y yo estaba sentado detrás de él, como durante toda la guerra. Entonces, sin hablar,<br />

ordenó avanzar a los caballos. Dedicamos una pradakshina a la ciudad. Era la Dwaraka que<br />

yo recordaba. Había guirnaldas en las calles y pequeñas lámparas brillaban por todas partes.<br />

No había signo de espíritus malignos. Los tenderetes vendían dulces y festivos pasteles.<br />

Los caballos iniciaron una amplia curva y atravesamos las mismas puertas de la<br />

fortaleza por las que yo escapara con Subhadra. Sabía que Krishna lo recordaba, aunque no<br />

cruzamos ninguna palabra al respecto. Rodeamos la montaña y lanzamos los caballos a un<br />

suave galope por la orilla del mar, levantando un fino roción que nos dejaba sabor a sal en<br />

los labios. Las crines de los corceles volaban. Su galope se hizo más rápido y los cascos<br />

dejaron de tocar la arena. Era como el carro de Indra una vez más. Las olas, las<br />

ondulaciones de los músculos de los caballos y los latidos de nuestros propios corazones<br />

eran un ritmo único.<br />

Krishna se giró otra vez y me dijo: “Ahora desciende, Arjuna.”<br />

Yo no quería hacerlo, al recordar que la primera vez que pronunció estas palabras<br />

mi carro quedó reducido a cenizas. Protesté, aún sin palabras; luego dije que lo haría, si él<br />

bajaba del carro también. Krishna sonrió y repuso que había prometido llamarme en su<br />

momento. ¿Había roto su promesa alguna vez? Yo debía obedecer, dijo, la orden de mi<br />

madre de que todos sus hijos permanecieran juntos hasta que él me llamara.<br />

Y no partí hacia Dwaraka. No había llegado el tiempo.<br />

Recibimos más tarde buenas noticias. Los Vrishnis y los Andhakas habían salido de<br />

la ciudad en una gran procesión hacia las aguas sagradas de Prabhasa, donde los malos<br />

espíritus serían rechazados. Todo el mundo, hombres, mujeres y niños, dejaron la ciudad en<br />

carros, a caballo o elefante. También los Yadavas marcharon hacia Prabhasa con<br />

provisiones suficientes para acampar allí durante algún tiempo. Uddhava, especial devoto<br />

de Krishna, le había pedido a este último permiso para dejar su cuerpo yóguicamente. El<br />

deseo le fue concedido. No supimos muy bien qué sentido atribuir a esta noticia. Krishna<br />

nos había dicho siempre que el nuestro era un yoga guerrero. Pero ésta fue la última noticia<br />

que tuvimos de Prabhasa antes de que Krishna me llamase en sueños.<br />

“Primo, tengo trabajo para ti”, dijo. “Prometí llamarte. Ha llegado la hora. Trae un<br />

ejército contigo para escoltar a nuestras mujeres.” Luego me abrazó. Desperté con el<br />

corazón rebosante del recuerdo de su contacto.<br />

91


CAPÍTULO XXIII<br />

La mañana siguiente, después de mis abluciones y de adorar al Hacedor del Día, me<br />

puse en marcha con mis hombres. Llena de interrogantes tenía la cabeza. ¿A dónde tendría<br />

que escoltar las damas? ¿Vendrían éstas a Hastina a visitar a Subhadra y a Draupadi? No<br />

importaba. Quisiera lo que quisiera Krishna así se haría. Siempre que me había dejado guiar<br />

por él, las cosas habían tomado la forma idónea. El tiempo en que podría haberlo<br />

cuestionado quedaba muy atrás, era otra vida. Y sin embargo, tenía la mente tan colmada<br />

del pasado como del futuro. Esta vez no sería Samba quien me recibiera a las puertas de<br />

Dwaraka. Sonreí al recordar mis expectativas de bienvenida durante mi campaña del<br />

Ashwamedha y que sólo mi tío Vasudeva, el padre de Krishna, me salvó de cierta<br />

ignominia. Esta vez, Krishna estaría allí para abrazarme, y también Satyaki. Los más<br />

jóvenes me pondrían las guirnaldas y me hisoparían con agua aromatizada de rosas.<br />

Dwaraka sería una vez más la Dwaraka de Krishna.<br />

Los espíritus malignos habrían volado a estas alturas, lavados por las aguas de<br />

Prabhasa.<br />

Pero al pensar en Satyaki, me pregunté si Kritavarman, que fuera amigo de<br />

Bhurisravas, y él habrían acabado por enterrar su enemistad. Bien, allí estaba Krishna para<br />

preocuparse de que así fuera. ¿Eran los espectros del Kurukshetra lo que de aquel modo<br />

habían perturbado la ciudad? ¿Quedaba todavía algún espíritu que propiciarse? ¿Había sido<br />

olvidado, pues, alguno de los ritos? ¿Era ésta la razón de que Krishna me llamase? Krishna<br />

no tenía necesidad de ritos. Yo había esperado su invitación una eternidad, pero siempre se<br />

cruzaba algo en el camino, siempre surgía alguna razón para que Krishna me recordase<br />

todo lo que habíamos hecho para sentar a Yudhisthira en el trono y hasta qué punto<br />

necesitaba mi hermano mayor mi apoyo.<br />

“Tú eres el principal de sus cuatro pilares”, decía Krishna. “Eres un dedo de la<br />

mano”... aunque ambos sabíamos que él era a quien yo me sentía atado.<br />

92


CAPÍTULO XXIV<br />

Tanto como el gozo ante la perspectiva de ver a Krishna, sentía la característica<br />

elevación de espíritu kshatriya. Nos contaríamos historias del Kurukshetra, recordaríamos<br />

riendo cómo bailamos con Bhima sobre los tambores en las afueras de la ciudad de<br />

Jarasandha tantos años atrás o, mejor incluso, hablaríamos de un futuro en el que no<br />

hubiese necesidad de la guerra y una nueva luz brillase en las mentes de los hombres.<br />

“¿Qué harás con tu compasión entonces, Jishnu?”, se burlaba Krishna de mí en estas<br />

ocasiones. Arjuna, yo no tengo el poder para cambiar ciertas cosas que están<br />

predestinadas. ¿Era un recuerdo esto? Parecía decir estas palabras en mi cabeza en aquel<br />

mismo momento, cuando mi carro tomó la carretera que bordeaba el mar.<br />

Los carros que venían hacia nosotros aminoraron la marcha y yo le ordené a mi<br />

auriga detener el nuestro. Momentos después reconocí a Daruka, en pie ante mí. Movía la<br />

boca pero no podía formar palabras. Las lágrimas le llenaban los ojos y estalló en sollozos<br />

cuando trató de hablar. La premonición era fría en mi vientre y gusanos treparon de él para<br />

instalarse en mi corazón. Pero mi mente era lenta en comprender. Yo sabía únicamente que<br />

ahora estaba solo. Me volví hacia el hombre que estaba junto a Daruka, un consejero del<br />

padre de Krishna.<br />

“Nuestro señor se ha ido”, dijo éste.<br />

Fue la compasión por mí en sus ojos lo que me hizo entender. Giré la cabeza a un<br />

lado y a otro. Halle el Gandiva en mis manos y traté de romperlo en la rodilla, como cuando<br />

partes el arco de un guerrero que ha muerto... pero no tenía fuerzas y una voz en la cabeza<br />

me dijo: ¿Qué haces? Éste es Gandiva.<br />

Al mismo tiempo, habló Daruka: “Hemos partido el arco de Sri Krishna y lo hemos<br />

puesto a su lado, príncipe Arjuna. Tendrás necesidad del Gandiva. Sri Krishna te ha<br />

ordenado proteger a las mujeres y los niños.”<br />

Sus palabras rebotaron en mi mente y luego retornaron. Mis manos habían tratado<br />

de quebrar el Gandiva, no por Krishna, sino por Arjuna, que estaba muerto. Mi cuerpo y<br />

mis manos lo supieron antes de que la idea me alcanzase la cabeza. Bajé la vista hacia el<br />

océano. Conocía bien este lugar de los días en que paseaba por la playa con Krishna. Había<br />

un afloramiento rocoso en el que yo había estado con él, pero que se veía casi sumergido<br />

ahora. El mar se agitaba de un modo que trataba de decirme algo. Había mucha menos<br />

playa de la que yo recordaba.<br />

Un rato después, ecoé: “...las mujeres y los niños.”<br />

Daruka cerró los ojos y se mordió el bigote para forzarse a sí mismo a hablar.<br />

“Príncipe Arjuna, todos los demás están muertos. Todos los guerreros.”<br />

Observé a las olas rizarse. Había algo protervo en aquellos rizos. En el fondo de mi<br />

desolación y entumecimiento, algo despertó. Comprendí lo que iba a suceder y no lo<br />

lamenté: sin Krishna, Dwaraka era algo que debía ser barrido de la faz de la Tierra. Y no<br />

había lugar para la tristeza en mí. Cuando estás muerto, no puedes llorar.<br />

“¿Satyaki?”<br />

“Está muerto.”<br />

“¿Kritavarman?”<br />

“Fue asesinado por Sri Satyaki. Hubo...” Daruka dudó. “...una batalla. Todos están<br />

muertos.”<br />

93


Si no había lágrimas en mí por la muerte de Krishna, también yo estaba muerto. Mis<br />

manos lo habían sabido cuando se tensaron sobre el arco. Pero ahora sentía una rabia<br />

atónita. Krishna lo había sabido y no me había dejado venir. Lo había sabido mucho antes<br />

de llamarme y no me había permitido morir junto a él como un guerrero con el rostro hacia<br />

el enemigo. Todo el mundo estaba muerto, excepto las mujeres y los Pandavas. Éramos la<br />

ofrenda naivaidya que el Señor ha rechazado. El sacrificio del que el fuego se aparta.<br />

Sacudí la cabeza para alejar estos pensamientos. Krishna no me habría hecho esto a mí, no<br />

me habría olvidado, no después de aquellos dieciocho días juntos en un carro compartiendo<br />

cada idea, cada movimiento, fundidos en un solo astra lanzado contra la falsedad que era<br />

Duryodhana. No podía ser. Nara y Narayana tenían que morir juntos.<br />

“Daruka”, grité de pronto, “¡dime la verdad! ¿Cuándo te envió Sri Krishna? ¿Por<br />

qué no has venido antes?” Noté unas manos en mis hombros desde detrás. De repente, algo<br />

me apartaba y supe que había estado zarandeando a Daruka.<br />

“Atended al príncipe”, decía éste con voz de quebranto, mientras manos ajenas<br />

empezaban a acariciarme la espalda y los hombros.<br />

Daruka se inclinó para recoger el Gandiva. No había notado yo que tenía el pie<br />

encima del arco. Podría haber sido una rama muerta lo que quitasen de debajo de mí. No<br />

me servía ya de nada. Cuando la cabeza comenzó a aclarárseme un poco, vi que aún le<br />

quedaba una tarea al Gandiva. Así que lo tomé y lo limpié con mi angavastra. Fuera cual<br />

fuese la omisión de Krishna, tenía que ofrecerle lo que un guerrero muerto exige. La vida<br />

de aquel que se la había quitado.<br />

“¿Por mano de quién cayó Sri Krishna?”, inquirí.<br />

“Fue un accidente”, respondió Daruka mientras me conducía a un carro.<br />

Me volví hacia él. “No hubo nunca accidentes en la vida de Sri Krishna.”<br />

“Siéntate, príncipe, por favor. Sri Krishna había visto morir a todos sus hijos y<br />

parientes. Fue a sentarse en meditación. La flecha de un cazador le alcanzó el pie.”<br />

La flecha de un cazador. No había entonces nadie en quien descargar mi ira. Esta<br />

idea me abrasaba la mente. Yo me había quedado a salvo en Hastina, tranquilizado por<br />

sueños en los que un Krishna risueño me aseguraba que todo iba bien.<br />

“¿Dónde está el cuerpo de Sri Krishna?”<br />

“En el palacio de su padre. El Señor Vasudeva me ordenó llevarte a él.”<br />

Mi tío estaba vivo, aunque demasiado viejo y frágil para haber asistido a los ritos<br />

fúnebres por nuestra madre, su única hermana. ¿Sobreviviría a la muerte de su hijo más<br />

querido? Yo estaba sentado en el carro, detrás de Daruka. El auriga se volvió para darme<br />

más instrucciones.<br />

“Puede que Sri Vasudeva no recuerde todo lo que su hijo quería que hicieras. Con tu<br />

permiso, príncipe, yo te informaré. El príncipe Vajra ha de ser llevado a Indraprastha con su<br />

madre.”<br />

Habíamos discutido esto ya. Se había decidido durante el Ashwamedha, tras la<br />

muerte de Puru, que el nieto de Krishna reinaría en Indraprastha. Tenía, pues, cosas que<br />

hacer aún, aunque éstas no me proporcionasen la dulzura de vengar la muerte de Krishna.<br />

Así sea, me dije. Haría lo que se me pedía.<br />

“Hardikyatanayam, el hijo de Sri Kritavarman, ha de ocupar el trono de<br />

Martikavarta y el hijo de Sri Satyaki debe regresar contigo a Hastina hasta que sea lo<br />

bastante mayor para gobernar. Las damas y los niños han de ser llevados a Hastina también,<br />

príncipe Arjuna.”<br />

94


Sabía que ni siquiera después de cumplir con estos deberes sería libre de unirme a<br />

Krishna. Estaba Parikshita para impedírmelo. Me hallaba tan firmemente encadenado como<br />

un rey cautivo en las mazmorras de Jarasandha. No podía ir a Krishna. Ni tan sólo lo sentía<br />

cerca de mí. Krishna había sido real sólo en mis sueños.<br />

El mar silbaba, arrojándose contra las rocas y mis sueños como para arrasarlos. El<br />

rostro sonriente de Krishna quedaba ahogado por las olas invasoras. Este cielo cada vez<br />

más bajo tenía una substancia más espesa que mi memoria de Krishna. El agua parecía<br />

plomo fundido en agitación. Tampoco les gustaba el mar a los caballos de nuestro carro.<br />

Arqueaban el cuello y barrían el suelo.<br />

Daruka me decía aún las cosas que quedaban por hacer. Estaban los cuerpos. Había<br />

que disponer de ellos, si las aguas del mar permitían al fuego fúnebre realizar su función.<br />

No me importaba a mí si Dwaraka era destruida por Indra o por Agni. Sin embargo, un<br />

mínimo propósito y un entumecido silencio empezaron a infiltrarse en mi rabia y mi dolor.<br />

Una vez le pregunté a Krishna acerca de la maldición que pendía sobre Dwaraka y él me<br />

respondió que, de una forma u otra, Dwaraka se acabaría cuando él se fuera. Terminó con<br />

una broma: “Así podremos dar salida también al punya de tía Gandhari.” Nadie quedaba<br />

que pudiera volver a decirme cosas como aquélla y me puse a llorar.<br />

Sin que se lo dijera, Daruka había chasqueado el látigo sobre los caballos, que<br />

habían alargado el paso. Su espuma volaba hacia nosotros. No traía la sensación de la<br />

batalla. Ahora nos aproximábamos a las puertas de Dwaraka, pero faltaba la dulzura y la<br />

bienvenida. Sólo amargura me llenaba el corazón. Llegamos a un recodo del camino y, al<br />

distanciarnos del agua, le dije que nos volveríamos a encontrar. Luego el sonido del océano<br />

se perdió bajo el tambor de los cascos galopantes de los caballos.<br />

95


CAPÍTULO XXV<br />

Al llegar a una corriente, nos detuvimos para abrevar los brutos. Aproveché la<br />

oportunidad para seguir indagando lo ocurrido. “Daruka, dime lo que pasó. ¿De quién fue<br />

la culpa?”, preguntó el guerrero en mí. Sin duda había algo aún que pudiera hacer. Daruka<br />

movió la cabeza. Debió de ver mis pensamientos.<br />

“Fue el mismo Kala”, dijo. “Incluso de día se le veía recorrer las calles. Era el<br />

Tiempo y la Muerte misma. Uno no puede matar a Kala, príncipe Arjuna. Era terrible su<br />

aspecto, fiero y tremendo. La piel la tenía negra. Se asomaba a las casas. Algunos de los<br />

arqueros Vrishni le arrojaron flechas. Todo en vano. Los vientos soplaban con fuerza,<br />

trayendo polvo y cosas malignas con ellos. Noche y día observaban los ritos los<br />

brahmines.”<br />

Daruka se deslizaba a su vena de bardo y no se le podía detener o apurar con<br />

preguntas. Me sumergí otra vez en el horror de lo que oyera ya en Hastina.<br />

“Los fuegos sacrificiales se inclinaban hacia la izquierda y brillaban con luz<br />

cenicienta. Los sacerdotes perdieron el ánimo. Por las noches, ratas y ratones<br />

mordisqueaban las uñas de los hombres dormidos. Los pájaros sarika entonaban sus<br />

misteriosos sonidos posados sobre las casas Vrishni. De día y de noche clamaban: Ven,<br />

vámonos, es hora ya.”<br />

Escalofríos me recorrieron.<br />

“Los chacales aullaban día y noche y las cabras se dieron a imitarlos. Ningún pájaro<br />

de mal agüero se quedaba fuera de las casas. Una vaca parió un asno en lugar de un ternero<br />

y de las elefantas nacían terneros con dos cabezas y ocho miembros. Luego, tres lunaciones<br />

producidas por Rahu fueron vistas en un único día solar. Tras este signo fatídico, Sri<br />

Arjuna, los corazones de las gentes quedaron emponzoñados. Las tabernas habían sido<br />

cerradas por orden de Sri Krishna, pero el vino se vendía en secreto. Los sacerdotes no eran<br />

respetados. Samba y Sarana, borrachos y beligerantes, arrastraron a dos ancianos brahmines<br />

a la calle y llamaron a la gente a gritos para que vieran qué inútiles eran sus incesantes<br />

cantos. Creo que, si Sri Krishna y Sri Balarama no llegan a detenerlos, habrían arrojado los<br />

sacerdotes a los hoyos sacrificiales. Tal era la vesania del momento. Esposas y maridos<br />

buscaban otras parejas y en toda la ciudad se había perdido la vergüenza. No había<br />

esperanza en los ojos de las gentes y las constelaciones eran tremendas. Sri Krishna supo<br />

que el tiempo había llegado. Envió mensajeros a fin de reunir a todos los Vrishnis para una<br />

peregrinación a las aguas sagradas de Prabhasa. Allí fue donde empezó...”<br />

Al ver que el dolor no lo dejaba seguir hablando, le pedí que me llevase al padre de<br />

Krishna.<br />

La fortaleza se erguía sobre nosotros. Había resistido todo intento de violar sus<br />

muros. Pocos lo habían intentado.<br />

Ahora las puertas estaban desguardadas y ello me dijo todo lo que necesitaba saber<br />

sobre la ciudad. Las mujeres erraban por aquí y por allá como espectros, a menudo sin<br />

apartarse siquiera del camino de los carros. Parecían haber perdido los sentidos; muchas de<br />

ellas no vestían más que harapos, después de desgarrarse las ropas en su dolor. Algunas<br />

portaban niños o conducían a ancianos de la mano. Eran mujeres de todas las castas. Me<br />

96


incliné hacia Daruka, gritando para hacerme oír contra el sonido de sus lamentos y de los<br />

cascos de los caballos. “¿Dónde están sus hombres?”<br />

“Los kshatriyas, todos muertos. Todos, todos en verdad. Sólo quedan unos pocos de<br />

los niños para prolongar el linaje. Vajra, el nieto de Sri Krishna, los hijos de Satyaki y<br />

Kritavarman...”<br />

“¿Y los sudras?”<br />

“Muchos se unieron a la reyerta y murieron también defendiendo a sus señores.<br />

Príncipe Arjuna, hemos de hacer que las mujeres recojan sus pertenencias. Hay que<br />

llevarlas a Hastina por orden de Sri Krishna, después de haber instalado al Señor Vajra en<br />

Indraprastha.”<br />

Al acercarnos a palacio por barrios más pudientes, la misma escena nos recibió,<br />

aparte de que las vestiduras desgarradas de las mujeres eran de tejidos más finos. Ricas<br />

mujeres kshatriyas y vaishyas vagaban por las calles vestidas como mendigos. Ni una había<br />

realizado las abluciones rituales y cambiado sus ropas por las de viuda. Sólo las altas y<br />

hermosas mansiones resplandecían, recién pintadas del blanco de luto, como si se supieran<br />

desposeídas de sus amos.<br />

El palacio del padre de Krishna se alzó ante nosotros, con sus puertas en arco<br />

abiertas y guardadas por un muchacho que debía de ser el hijo del alfarero. Tenía arcilla en<br />

el pelo aún. Aposté a dos hombres en las puertas y mandé otros al interior del palacio.<br />

“Enviadme a cualquiera que pretenda entrar”, les dije. Nuestros carros repicaron en las<br />

piedras del patio, entre el estanque de los lotos y los parterres de lirios. Los árboles en flor<br />

llameaban todavía de amarillo, rojo y púrpura, pero había poco trinar de pájaros. Algunos<br />

kokilas escondían bajo el ala la cabeza como hacen las aves durante los eclipses.<br />

97


CAPÍTULO XXVI<br />

El cuerpo de Krishna había sido depositado en una gran cámara, mirando al oriente.<br />

Tras los gritos agudos, las estridencias enloquecidas de dolor de las mujeres en las calles y<br />

en los patios exteriores, llegó el repentino silencio del duelo regio. Una gran luz, también.<br />

Penetré en ella como en un país distinto, donde Krishna debía de estar esperándome. Era<br />

como cruzar el umbral hacia un mundo en el que respirar otro aire.<br />

Las damas reales sentadas alrededor de él me hicieron sitio. A través del humo<br />

arremolinado del incienso, su rostro, su radiante oscuridad apagada sólo un poco, sonreía<br />

como en la calma y la dicha de un sueño.<br />

Me acerqué al lecho y puse la cabeza sobre su mano. Toqué sus pies y luego mis<br />

ojos. Tenía una herida minúscula en la planta del pie derecho, pero casi se había cerrado.<br />

Una vez había llegado yo a él mientras dormía de este modo: cuando Duryodhana y yo<br />

competimos por alcanzarlo primero y pedirle su ayuda para la batalla. También entonces<br />

me detuve así ante él, pero ahora sus ojos se negaban a abrirse. Puse mi cabeza a sus pies.<br />

Fríos estaban ya contra mi mejilla.<br />

Vestía, como siempre, de oro. Su cabello, lleno aún de vida y brillo, le caía sobre el<br />

hombro y el angavastra. Le tomé la mano con las mías. También estaba fría ya.<br />

Mi rabia había pasado. Sólo sentía ahora pérdida y dolor grandes porque se había<br />

ido sin mí. Era como si hubiese partido en nuestro carro y me hubiera dejado de pie sobre el<br />

polvo tras la batalla.<br />

A través de una arcada podía divisar a sus hijos yacentes como él mismo. Incluso<br />

desde donde me halla sentado veía que estaban desfigurados, con grandes contusiones rojas<br />

y púrpuras en los brazos y los rostros. Sus esposas y algunos de sus hijos pequeños estaban<br />

sentados junto a los cadáveres. Tres mujeres yacían junto a los hombres. ¿Qué batalla había<br />

sido aquella? Miré alrededor, a las mujeres de Krishna. Rukmini y Satyabhama estaban<br />

sentadas contra la pared, las manos sobre el rostro. Mientras la observaba, Rukmini se<br />

levantó y cruzó la arcada para sentarse junto al cuerpo de Pradyumna, su primogénito. Una<br />

mujer tenía un emplasto de hojas en la frente.<br />

Daruka me condujo a mi tío Vasudeva, que yacía en su lecho de muerte.<br />

Apenas pude reconocerlo. Su dolencia era mucho más profunda que las heridas<br />

mortales de sus hijos. ¿Era este anciano de boca temblorosa mi tío Vasudeva, el padre de<br />

Krishna? Trató de incorporarse sobre el codo, pero cayó hacia atrás. Le toqué la frente y me<br />

senté junto a él. Él trató de incorporarse otra vez para aspirar el perfume de mi cabello y yo<br />

lo ayudé.<br />

“Arjuna”, gimió. Me incliné para dejarle tomar mi cabeza entre sus manos. Él se la<br />

acercó al cuerpo y lloró suavemente. “Este universo está vacío. Arjuna, hijo, he perdido a<br />

mis hijos y a los hijos de mis hijos y de mis hijas, a hermanos y amigos, incluso a esposas<br />

de mis hijos. Este universo está vacío y yo aún sigo vivo en él. ¿Es que estoy maldito?” Su<br />

mano se tensó en mi muñeca. “Arjuna, tengo que exonerar a esta Tierra de mí mismo.”<br />

Traté de hacerle hablar de lo ocurrido. Sus ojos, que eran como los de Krishna, se<br />

dilataron. Su voz surgía áspera de dolor.<br />

“Un residuo había de maldad, Kritavarman y Satyaki. ¡Satyaki! Tú eras su guru. Él<br />

era tu orgullo, igual que tú el de Dronacharya. Satyaki vivió una vida de valor. Pero perdió<br />

diez hijos y, tras esto, olvidó la moderación con el vino.”<br />

98


Su voz se hizo más fuerte. Tenía necesidad de hablar y alzó los brazos como un niño<br />

para que le levantase el cuerpo un poco más.<br />

“¿Sabes, Arjuna?, la gran batalla nunca llegó a terminar. Quedaba una semilla<br />

maligna, un astra enterrado profundamente en el tiempo, que acabó por dar su pérfido<br />

fruto.”<br />

Así que era Satyaki quien lo había empezado todo. Bien conocía yo su implacable<br />

ingenio cuando había bebido de más. Nunca tuvo su lengua la mesura de su ojo de arquero.<br />

¡Satyaki, mi hijo Satyaki! Decía la gente que se parecía a Abhimanyu. Incliné la cabeza y<br />

dejé caer las lágrimas... pero el viejo Señor atesoraba tristeza de sobras sin que yo le<br />

añadiera la mía. Lo único que podía hacer era dejarle saber que todo se conduciría con los<br />

ritos debidos. Aun cuando tus hijos yacen muertos y no queda ningún guerrero vivo en<br />

palacio, necesitas saber que las cosas se harán como se han hecho siempre, como decreta el<br />

Dharma.<br />

“A Satyaki nunca le gustó Kritavarman”, continuó aquél. “Tú sabes mejor que yo<br />

cuántos desafíos se arrojaron uno a otro durante la guerra. Después, se mantuvieron lejos<br />

uno de otro y sus amigos ayudaron a que así fuera. Pero cuando el vino los juntó. Pero<br />

cuando...” Cerró los ojos. “Había perfidia en ello. Krishna lo había comprendido y<br />

ordenado cerrar las tabernas.”<br />

Quería decir más, pero no pudo seguir hablando. Miró detrás de mí y yo me giré<br />

para ver a Daruka con los brazos decorosamente cruzados. Mi tío le hizo señal de que se<br />

sentase y continuara. Como muchos sutas, Daruka había sido enseñado a cantar y hablar de<br />

las grandes gestas de los ancestros de su Señor. Ahora, retomó la historia donde Vasudeva<br />

la había dejado y yo pude ver todo lo sucedido. Se había celebrado una fiesta en Prabhasa,<br />

en la franja de tierra junto al mar. Daruka se limpió los ojos y el bigote mientras hablaba.<br />

“Ved, mi señor, este acontecimiento se había proyectado como una peregrinación a<br />

las aguas sagradas de Prabhasa.”<br />

Damas de palacio entraban y salían de la cámara para ver si el Señor Vasudeva<br />

necesitaba algo y para alzarle en ocasiones un vaso de agua a los labios. Cuando nos veían<br />

escuchando a Daruka retornaban a sus muertos.<br />

“Pero muy pronto, delante del mismo Sri Krishna, Satyaki empezó a beber y otros<br />

lo imitaron. Aquella franja de arena estaba recorrida por las actuaciones de mimos y<br />

bailarines. Yo creo que fue sobre todo el fragor de las trompetas lo que calentó la sangre a<br />

todo el mundo. Esta vez, nadie pensó en separar a Sri Satyaki y al Señor Kritavarman. Yo<br />

tenía una sensación de pesantez, un oscuro presentimiento mientras servía a Sri Krishna.<br />

Éste estaba muy quieto. Contemplamos a algunos de los guerreros mezclar el vino con la<br />

comida preparada para los brahmines y dársela a los monos que siempre juegan en la playa<br />

aguardando cualquier bocado. Apenas pude contenerme. ‘Mi señor...’, dije, pero él ni<br />

siquiera me miró. Lo atisbaba todo con ojos entrecerrados. Dijo sólo: ‘Daruka, no hemos<br />

dejado atrás el mal del Kurukshetra. Quizás en la perversidad de esta hora no hay<br />

peregrinaje que pueda purificarnos.’<br />

“Sri Krishna llamó al Señor Satyaki, que era la persona en la que siempre podía<br />

confiar que cumpliera sus mandatos. Pero en la oscuridad y vesania de la hora, Sri Satyaki<br />

lo ignoró.” Daruka prosiguió con más presteza. “Pudimos ver lo que ocurría. Estaban<br />

moviéndose hacia el borde del abismo. Cada uno reprochó a otro antiguas ofensas y viejas<br />

acciones adhármicas. Yo no oí lo que dijo Sri Kritavarman porque me distrajo el vuelo de<br />

unos cuervos inauspiciosos atraídos por la comida abandonada. Lo siguiente en que pude<br />

fijarme fue Sri Satyaki apuntando al Señor Kritavarman con su mano izquierda. Sri<br />

99


Kritavarman, entonces, levantó el pie izquierdo y le mostró la planta a Sri Satyaki con<br />

sorna. ‘Sí, Kritavarman’, dijo Sri Satyaki riendo como un kshatriya debe hacerlo cuando<br />

arroja un desafío. ‘Escucha estas palabras y responde’, lo provocó. ‘¿Qué clase de kshatriya<br />

asesina a sus parientes mientras duermen? Sólo los que son como tú y ese enfermo de<br />

Ashwatthama, el cementerio andante... Asesinar a un hombre dormido es como matar a una<br />

mujer. ¿No conoces los shastras o tenías tan espesa la calamorra que tu maestro de armas<br />

no pudo meterte el código en ella ni a golpes de tambor?’ Sri Kritavarman era lento y no<br />

podía compararse con la lengua de su rival. Los demás tuvieron que contenerlo. ‘Sólo los<br />

chacales se acercan furtivamente a los hombres dormidos. Venga, muéstranos cómo<br />

camináis tú y Ashwatthama a cuatro patas.’ Sri Pradyumna estalló en carcajadas. Siempre<br />

había admirado la lengua de Sri Satyaki. El Señor Pradyumna sujetaba con fuerza a Sri<br />

Kritavarman por los brazos y los hombros, pero éste volvió a mostrar la planta del pie.<br />

Cuando vi este insulto, príncipe Arjuna, supe lo que ocurriría. Un gran temor me sobrevino.<br />

Sri Kritavarman habló entonces. Su voz tajó como las garras de un águila. ‘Así que ahora<br />

nos instruirá Satyaki, ¡acharya de los shastras! ¿Y dónde en los shastras aprendiste a<br />

asesinar a un guerrero desarmado mientras intenta dejar el cuerpo yóguicamente?<br />

Bhurisravas, aquella alma noble, había dejado la batalla ya cuando caíste sobre él.’”<br />

Bhurisravas era, en efecto, un alma noble, pero había matado a los hijos de Satyaki.<br />

Mientras permanecía allí sentado, junto a mi tío moribundo, era incapaz de pensar en el<br />

Dharma; podía revivir sólo esos momentos en los que el honor de un kshatriya cae por los<br />

suelos y algo hondo y primario, mucho más antiguo que los códigos de la guerra, se hace<br />

inapelable. Tristeza, inmensa revulsión y desespero penetraron en mí. Vi a los hombres<br />

arrojándose insultos uno a otro, mientras los monos borrachos se atiborraban y los cuervos<br />

volitaban alrededor. ¿Para qué habíamos hecho aquella guerra? ¿Cómo debió de sentirse<br />

Krishna? Y sin embargo, aquella angustia no era nada comparada con la pica hincada en mi<br />

corazón. Krishna estaba muerto. Daruka prosiguió.<br />

“Entonces Sri Satyaki apeló a Sri Krishna volviendo a contar la historia de<br />

Kritavarman y las peleas sobre la gema Samantraka de Krishna. Satyabhama, ahora, había<br />

empezado a llorar y pidió a Sri Krishna que hiciera algo. Pero con gran cólera ya, el Señor<br />

Satyaki juraba que Sri Kritavarman seguiría a los cinco hijos de Draupadi, privados del<br />

cielo de los guerreros por haber sido asesinados mientras dormían. De pronto, hubo que<br />

soltar al Señor Kritavarman porque Sri Satyaki había desenvainado la espada. Aquél sacó<br />

asimismo el acero. Antes de que pudiera comprender qué ocurría, la cabeza de Sri<br />

Kritavarman rodaba entre las jarras de licor. Sri Krishna corrió a detener al Señor Satyaki,<br />

que en su rabia golpeaba a izquierda y derecha a los Bhojas y Andhakas. Era demasiado<br />

tarde. Éstos, impelidos por el Tiempo y la venganza kshatriya, rodeaban a su enemigo. Lo<br />

golpearon con cualquier cosa que les vino a las manos. Sri Pradyumna se precipitó también<br />

a ayudar, pero el Señor Satyaki había sido descerebrado por los Bhojas con sus potes de<br />

metal aún llenos de comida.<br />

“Hay cosas que están más allá de las lágrimas, pero a mí me enfermó ver el fin del<br />

Señor Satyaki. La presión de los cuerpos a su alrededor era tan densa, que los brazos le<br />

quedaron atrapados contra los costados y su espada cayó al suelo.”<br />

Había muerto, no como un guerrero entrenado por un maestro de armas, sino como<br />

un sudra a manos de una turba armada de porras. El relato de Daruka reservaba aún más<br />

horrores: el cerebro de Satyaki había corrido como el de Abhimanyu cuando Jayadratha y<br />

Kritavarman, Karna y el resto lo patearon hasta que yació en tierra. ¡Satyaki! Oculté entre<br />

las manos el rostro. ¡Abhimanyu, hijo de mi simiente! ¡Satyaki, hijo de mi espíritu!<br />

100


Daruka me puso la mano en el hombro y continuó. “Sri Krishna cogió una barra de<br />

hierro e hizo retroceder a los que habían rodeado a su hijo y al Señor Satyaki, pero no pudo<br />

detener el tumulto, así que se retiró y observó.”<br />

Miré a Daruka. “¿Y entonces?” Pero no podía apurarlo.<br />

“A excepción de Sri Balarama, todos los demás, enloquecidos por la bebida e<br />

impelidos por aquella hora de destrucción, cayeron uno sobre otro como insectos que se<br />

precipitan a la luz. Sri Krishna me mantuvo junto a él, o también habría corrido yo a la<br />

refriega. Allí estaba Shiva en su aspecto de Rudra, sembrando violencia y muerte. Los que<br />

habían servido la comida y el vino se unieron a la lucha, bramando insultos. Reviviendo<br />

penas olvidadas desde hacía mucho, hijos mataron a sus padres y padres a sus hijos. En<br />

llamas tenían mente y corazón, y en su sed de sangre no les importaba quién era quién.”<br />

Por fin había rodado como una centella la maldición de tía Gandhari, soltando<br />

chispas aquí y allá hasta reventar en una llama letal. Los parientes de Krishna, había dicho<br />

ella, se matarían unos a otros en una refriega de borrachos. Oí el siseo de su maldición otra<br />

vez: Krissshna... Krissshna.<br />

“No hubo ni honor ni gloria en la pelea y Sri Krishna se apartó de allí.”<br />

Daruka no pudo seguir y nos quedamos en silencio.<br />

Un crujido repentino me hizo mirar por la ventana. Enormes olas galopaban contra<br />

la orilla para estrellarse contra el muro que protegía el camino de los carros. Más allá de la<br />

muralla, las barcas se encabritaban y parecían suspendidas en el aire. Las olas coleteaban<br />

aquí y allá como serpientes. Esto era algo que no había visto nunca. Yo había vivido<br />

siempre tierra adentro y sabía bien poco de los hábitos del mar, pero percibía la cólera de<br />

Varuna. De pronto, las aguas retrocedieron con sonidos de succión, como si se apartasen de<br />

esta ciudad maldita. Una nueva franja de playa quedó expuesta con barcas varadas<br />

esparcidas por todas partes. Alcé las cejas mirando a Daruka.<br />

“Tampoco yo he visto nunca una cosa así”, dijo él.<br />

Con una plegaria silente al dios Varuna para que me permitiese dar término a mi<br />

misión, invité a Daruka con un gesto a continuar. Él suspiró y se limpió el rostro con el<br />

angavastra, tratando de hablar y suspirando profundamente otra vez. Luego, cerró los ojos<br />

y dijo con voz lenta y pesada: “Fuimos en busca del Señor Balarama, que estaba solo,<br />

sentado con la espalda contra un árbol. Se hallaba en yóguica meditación. Debía de llevar<br />

allí algún tiempo, porque su silencio era como una barrera física que nuestros pies no<br />

pudieron superar. Justo entonces, le salió de la boca una poderosa sierpe de luz blanquecina<br />

y flotó despacio hacia el océano, donde el dios Varuna lo esperaba. Tras ver a su hermano<br />

dejar el cuerpo, Sri Krishna penetró en el bosque. Sabía que le había llegado la hora. Me<br />

abrazó una y otra vez y me dio las gracias por mi servicio. Largo rato permanecí postrado<br />

ante él con los brazos extendidos, mojando la tierra mis lágrimas. Él me acarició la cabeza<br />

y me ordenó levantarme y escuchar. Fue entonces cuando me dijo que fuese a recibirte hoy.<br />

Dijo que tú vendrías para llevarte de la ciudad a los refugiados antes de su fin. Me ordenó<br />

irme con premura. Yo nunca he desobedecido a mi señor, pero entonces me demoré. Él<br />

tenía los ojos cerrados. Príncipe Arjuna, he estado con él mucho, mucho tiempo y he visto a<br />

veces su gloria, pero sólo en aquel momento se desprendió él de su manto de humanidad.<br />

Pues entonces, un cazador confundió las vestiduras doradas de Sri Krishna con la piel de un<br />

ciervo. En aquel instante, yo, el más afortunado de los mortales por haber vivido junto a mi<br />

Señor, fui desposeído del mundo entero.”<br />

101


Yo había olvidado a mi tío, que yaciera hasta entonces tan quedamente como el<br />

resto de los muertos. Ahora, incorporándose sobre un codo, susurró: “Fue debido al amor<br />

que te tenía Satyaki, Arjuna.”<br />

Observé a Daruka y vi que no me lo había contado todo.<br />

“Sri Satyaki recordó al Señor Kritavarman que lo había vencido, no una, sino<br />

muchas veces durante la gran batalla, a lo que el último no respondió pues era verdad, pero<br />

su rabia la descargó contra ti, príncipe. Dijo que si él no hubiese formado sus tropas para<br />

proteger a Sri Krishna, que la tan aventada maestría de Arjuna le habría valido de bien poco<br />

al mismo Arjuna. Fue entonces cuando Satyaki sacó la espada, gritando: ‘¡Tu lengua<br />

mendaz no volverá a pronunciar nunca el nombre de mi guru’. Y la cabeza de Sri<br />

Kritavarman cayó de sus hombros.”<br />

Mi tío suspiró. “Te amaba, Arjuna.” Me acarició la mejilla y una lágrima le corrió<br />

por la suya. Me miró como si quisiese encontrar a Krishna. “Te amaba más que a nadie en<br />

el mundo. Satyaki también. Satyaki te amaba. ¿Sabes, Arjuna?, la flecha del cazador le<br />

alcanzó el pie y su vida emanó por la coronilla.” Tío Vasudeva limpió la sábana débilmente<br />

como si una pesadilla acechase en ella. “Las cosas de Krishna no las hemos entendido<br />

nunca, ni su nacimiento ni las acciones de su juventud, ni tampoco esto. Fue Jara, uno de<br />

los cazadores más fieros, el que dejó volar esa flecha, pero al ver lo que había causado, se<br />

arrojó a los pies de Krishna lleno de miedo y remordimiento. Krishna lo bendijo,<br />

asegurándole que pocos le habían rendido un servicio tan noble y prometiéndole liberarlo<br />

de su karma de cazador.” Mi tío cayó hacia atrás sobre los almohadones.<br />

Pasados unos instantes, dormitaba. Toqué sus pies por última vez. Sus párpados se<br />

abrieron y clavó la vista en mí a través de un velo de soledades. Dejó su cuerpo aquel<br />

mismo día.<br />

102


CAPÍTULO XXVII<br />

Había sido la primera tarea de Yudhisthira tras el Kurukshetra ordenar que todos los<br />

carros rotos se apilasen juntos para los fuegos fúnebres y que se recogiesen las maderas<br />

sagradas que los ritos exigen. Ahora me dispuse a dar órdenes y a delegar responsabilidades<br />

para las mismas tareas.<br />

Oh, Fuego, sacerdote evocador del rito peregrino, elévate bien alto<br />

para nosotros, fuerte para el sacrificio que da forma a los dioses: tú<br />

gobiernas cada pensamiento y tú impeles la mente de tu adorador.<br />

Viaja él, conocedor de las embajadas del sacrificio peregrino entre<br />

ambos firmamentos, enteramente despierto al conocimiento. Mensajero,<br />

dando siempre amplitud al anciano de días, mayor cada vez en<br />

conocimiento, viajas tú por las cuestas en ascenso al cielo.<br />

Si en nuestra humanidad, por nuestros movimientos de ignorancia,<br />

hemos cometido alguna falta contra ti, oh Fuego, haznos totalmente<br />

inmaculados ante la Madre indivisible. Oh Fuego, que puedas deshacer<br />

tú los lazos de nuestros pecados a cada lado.<br />

No los contamos, pero en el campo crematorio había kshatriyas dispuestos en largas<br />

hileras, y más hileras luego. Yacían como si estuviesen durmiendo, junto a arcos que yo<br />

había ayudado a romper, con brazos y rostros untados de pasta de sándalo y el cabello, ya<br />

no más atado para la guerra, cayéndoles sobre los hombros. Era aún un milagro para mí<br />

después de todas mis batallas que hombres que se habían precipitado contra ti con odio en<br />

sus ojos y ansia de matar pudieran, una vez muertos, retornar a aquella paz. Las sedas<br />

dispuestas alrededor de sus cinturas se movían ligeras con la brisa. Mientras caminaba entre<br />

dos hileras, ayudando a hijos y nietos que porfiaban con arcos demasiado grandes para<br />

poder doblarlos y romperlos, vi que todo era orden. La Paz de un inmenso sacrificio flotaba<br />

aquí. Debían de haber alcanzado su cielo de guerreros.<br />

No había hijos crecidos que encendiesen las piras y tendríamos que guiar las manos<br />

de los pequeños. Muchos de los muertos yacían con la cabeza en el regazo de esposas que<br />

habían tomado la decisión de dejar la Tierra con ellos. Éstas se hallaban calladas y serenas.<br />

Para ellas, el duelo había terminado. Vestían sus brocados nupciales y chales que portaron,<br />

atados a los angavastras de sus maridos, cuando caminaron alrededor del fuego del<br />

himeneo, intercambiando votos:<br />

Tú serás mi mayor amigo...<br />

Tú serás mi mejor amiga.<br />

Bajo la cúpula clara del cielo sus joyas nupciales cintilaban...<br />

Ahora, los hombres de la casta que se cuida de tales menesteres, cubrieron los<br />

cuerpos con tortas de boñiga de vaca, madera de sándalo y paja. Aunque uno no espera<br />

dolor en los que realizan estas tareas, muchos tenían los ojos brillantes por Krishna. Me<br />

103


detuve a los pies de alguien. Me resultaba familiar, pero no lo reconocí. Después vi a la<br />

mujer en cuyo regazo reposaba la cabeza del cadáver: la esposa de Samba. Volví a mirar al<br />

difunto. Era Samba, pero no era el hombre que yo conociera. El surco de malicia había<br />

abandonado la comisura de su boca. Su rostro tenía paz, una paz semejante a la de todos los<br />

rostros, la del que reposa después de cumplida su misión. Si no hubiera sido por algunos<br />

morados y el arco roto junto a ellos, uno podría haber pensado que éste era un ejército<br />

dormido tras la batalla.<br />

El cuerpo descabezado de Kritavarman estaba cubierto por una sábana de seda<br />

blanca. Sus mujeres estaban sentadas junto a él. La cabeza, que Satyaki le había arrancado,<br />

no había sido hallada por más que la habíamos buscado. Debió de desaparecer bajo la<br />

arena, con los pisotones. Quizás era lo mejor, porque una cabeza cortada repentinamente en<br />

batalla a menudo conserva su ira belicosa. Traté de reconfortar a sus damas diciéndoles que<br />

éste era sólo el cuerpo de Kritavarman y que el alma, íntegra, habría ido a la morada de los<br />

guerreros. Yo había dispuesto las cosas de modo que las damas de la familia de Satyaki no<br />

estuviesen demasiado cerca de Kritavarman, pero vi ahora que una de las nueras de Satyaki<br />

venía a tocar los pies de una esposa de Kritavarman. Sentí lágrimas asomarme a los ojos.<br />

No pude verterlas, pero me hicieron bien. Era la primera vez que mi corazón trataba de<br />

abrirse.<br />

Había llegado al final de una hilera de cuerpos y, al volverme, vi el mar. Las olas<br />

eran más altas que la última vez que me fijara en ellas, pero no eran ya malignas, sino<br />

poderosas y lustrales, y galopaban como caballos de guerra cuando la espuma les vuela de<br />

las bocas. La marea subía. Varuna completaría el trabajo que estábamos realizando,<br />

llevándose los huesos y las cenizas que dejáramos atrás a las profundidades, el lugar de<br />

reposo último para todas las cosas.<br />

En los palacios, los brahmines que no podían contaminarse con los cadáveres,<br />

atendían los fuegos sagrados que ardían desde que Krishna erigiera Dwaraka. Podíamos oír<br />

el murmullo de sus cantos y a veces llegaba un fragmento de mantra, portado por el viento.<br />

De pronto, el canto de un pájaro rompió el aire: una alondra que trinaba al vuelo. Desde que<br />

yo llegara, no había habido más que cuervos y buitres inauspiciosos. Me volví hacia<br />

Daruka, que caminaba junto a mí. Nuestros ojos se encontraron. Sabíamos que era un signo<br />

de que los espíritus violentos habían partido. Su trabajo estaba hecho, cumplida su función.<br />

Nosotros encenderíamos la pira de algo cuyo tiempo había pasado. Algo nuevo tenía que<br />

llegar al mundo. Krishna lo había dicho muchas veces. Y el gorjeo del pájaro me lo<br />

recordaba. El jefe de la casta que atendía las piras se acercó a mí con las manos juntas y<br />

tocó el suelo ante mis pies.<br />

“Príncipe Arjuna”, dijo con la cabeza inclinada, “todos estos Señores de los<br />

Hombres están preparados para el fuego.”<br />

Los ojos de las damas sati lo habían seguido y ahora nos miraban a los que pronto<br />

les llevaríamos la liberación. Rukmini estaba sentada con la cabeza de Krishna en su<br />

regazo, los ojos cerrados. Satyabhama estaba junto a ellos; ésta iría al bosque como asceta.<br />

Cuando me detuve a su lado, tiró de mi angavastra y me hizo una señal con la cabeza. Me<br />

incliné hacia ella.<br />

“No es que tenga miedo”, murmuró. “No soy digna de partir con él. Toda mi vida he<br />

sido orgullosa y egoísta. Cuando me haya purificado lo seguiré.”<br />

Asentí con la cabeza y le toqué los pies.<br />

“Arjuna”, dijo, “tú fuiste el más próximo a él. Yo sentía celos de ti, ¿sabes? Pero él<br />

ha de estar contigo ahora. Dame tu bendición.”<br />

104


Se llevó mi mano a su cabeza y se puso mi palma sobre los ojos. Me arrodillé a su<br />

lado y contemplé la forma de Krishna. Las palabras eran inútiles hoy. Agni devoraría<br />

pronto los cuerpos de los que habíamos amado. Una vez más recorrieron las filas mis ojos.<br />

Desde detrás de mí llegó el sonido como de un sollozo de niño. Mi mirada se detuvo en una<br />

mujer en la flor de la edad, cubierta de sus galas nupciales. Era la nuera de Krishna, la<br />

esposa de Aniruddha. Vajra, llorando, aferraba la mano de su madre, que tenía la cabeza de<br />

su marido en el regazo y el rostro inmutable como piedra.<br />

“¡Madre!”, repetía el niño suavemente. “No vayas al fuego.” Ella no volvía la faz ni<br />

a un lado ni a otro. Sólo sus párpados pestañeaban. Me acerqué a ella y me incliné para<br />

acariciarle la cabeza.<br />

“Hija”, murmuré, “él no te necesita ya; es tu hijo quien tiene necesidad de ti.” No<br />

dio signo de haberme oído. “Es tu Señor quien te lo dice. Vajra ha de gobernar en<br />

Indraprastha. Tu hijo será rey y debe soportar una carga que será demasiado pesada sin ti.<br />

Él es quien ha de perdurar por todos nosotros y quien debe preparar un mundo en el que<br />

errores como éste no tengan lugar. No le prives de tu amor. Si yo pudiera, os mantendría a<br />

los dos en Hastina o iría con vosotros a Indraprastha, que es la ciudad de mi corazón. Fue<br />

Krishna quien nos ayudó a construirla y su Maya-sabha está llena de luz. Tu hijo se sentará<br />

pronto en ella y sacrificará por el pueblo. No hay nadie más para hacerlo. Él y Parikshita<br />

serán amigos y habrá paz mientras ellos vivan. Te necesita. ¿Has visto la Maya-sabha?”<br />

La muchacha volvió la cabeza hacia mí y asintió, y el gesto dio curso a las lágrimas<br />

que ella contuviera. Momentos después, y sin que mediaran palabras, me hizo sostener la<br />

cabeza de su marido mientras retiraba las piernas de debajo de ella. Vajra se precipitó a su<br />

madre y ambos se abrazaron.<br />

Mientras muchos los mirábamos, oímos ruido de corceles. Era el triple compás de<br />

los caballos de un tiro galopando por la playa. Aún portaban pedazos de jaeces en las crines<br />

y trenzadas las colas, cintas azules y desgarradas plumas escarlata. Eran magníficos<br />

corceles de Sindhu, de color castaño los tres con frentes fúlgidas y pies albos: los últimos<br />

que veríamos entrenados al impecable estilo Vrishni. La arena se levantó a su paso, los<br />

brutos giraron hacia nosotros y ascendieron la orilla hasta nuestro campo.<br />

Daruka los contempló con la boca abierta. “Son los caballos de Sri Kritavarman.”<br />

También otros los reconocieron y hubo exhalaciones y gritos. Los animales pasaron<br />

a un galope corto y luego trotaron unos pocos pasos antes de detenerse. Uno de ellos se<br />

acercó a nosotros mostrando sus grandes dientes blancos, que sujetaban algo: el cabello de<br />

la cabeza de Kritavarman. Fija la mirada, la testa se balanceaba delante del pecho del<br />

corcel. Con la cabeza en alto, el caballo pasó junto a nosotros y marchó hacia la sábana de<br />

seda bajo la que yacía Kritavarman. Su mujer no pudo reprimir un grito. Yo le agarré los<br />

hombros mientras Daruka acariciaba al bruto el cuello y le susurraba al oído: “Sadhu,<br />

sadhu, sadhu.” Luego tomó gentilmente la cabeza del difunto chasqueando con la lengua<br />

para tranquilizar al animal. El jefe de los encargados de las piras se hizo cargo de ella y,<br />

tras hundirla apresuradamente en agua, la untó de mantequilla aclarada y le roció las<br />

mejillas, la frente y la nariz con auspicioso polvo de sándalo. Después, la acopló al cuerpo<br />

de Kritavarman bajo la sábana.<br />

Este episodio señaló el fin de los preparativos.<br />

El jefe de la casta mortuoria vino a mí con un bol de leche. Guié la mano de Vajra y<br />

ambos hundimos las yemas de los dedos en él. Me dieron entonces el cucharón del fuego<br />

sacrificial. Lo tomé y observé una y otra vez el nido de paja que había sobre el pecho de<br />

Krishna. No miré el rostro de Krishna, que era ahora una máscara de pasta de sándalo<br />

105


embadurnada de bermellón. No era Krishna. Nada de esto era Krishna. Él había dicho<br />

siempre que el cuerpo no era más que un ropaje. Dentro de él moraba lo que ningún fuego<br />

terrestre podía abrasar. Así, cubrí con mis manos los dedos de Vajra, que sujetaban el<br />

mango de madera del instrumento ritual, y en silencio acercamos la llama a la paja. Amor y<br />

gratitud profundos brotaron de las profundidades de mi corazón. Una llama poderosa saltó<br />

como si el corazón de Krishna hubiese vuelto a la vida.<br />

Un rato lo contemplamos y después fuimos a Aniruddha, el hijo de Satyabhama,<br />

cuya pira estaba junto a la de Pradyumna, el primogénito de Krishna y Rukmini.<br />

Tras encender la pira de su padre, Vajra retornó a su madre. Yo me dirigí a tío<br />

Vasudeva, cuya cabeza reposaba en el regazo de mi tía Devaki, sentada junto a su correina,<br />

Rohini. Ambas serían cremadas con su señor. Vestían las ancianas reinas esplendorosos<br />

ropajes nupciales sobre la arrugada piel y los largos lóbulos de sus orejas cedían con el peso<br />

del oro deslumbrante. Consumida estaba en ellas la tristeza ya. En los ojos entrecerrados de<br />

tía Devaki vi que no habría para ella más que liberación en el toque de Agni. Kamsa había<br />

matado a siete de sus hijos al nacer. Krishna niño le había sido arrebatado en la noche para<br />

librarlo de un destino similar. Tras años de asedio habían llegado a Dwaraka como<br />

refugiados. Toda la historia estaba impresa en su rostro y los ojos los bañaba una serena<br />

expectación. Realicé una completa postración ante todo lo que aquella mujer había sufrido.<br />

Al levantarme y juntar las palmas de mis manos, ella miró más allá de mí. Quise pensar que<br />

lo que veía era Krishna.<br />

Suavemente, comencé un himno de muerte, alargando la mano que portaba el fuego<br />

del palacio Homa.<br />

“En la muerte hay inmortalidad.<br />

En la muerte se basa la inmortalidad.<br />

La Muerte se viste de luz.<br />

El Ser de la Muerte está en la luz.<br />

“Yo soy la Muerte, devorador de todas las cosas,<br />

Pero origen de las cosas que han de ser.<br />

“Ven de nuevo al hogar, dejando tus máculas;<br />

Un cuerpo toma brillante de gloria.<br />

Vistiendo nueva vida, que se aproxime él a los que quedan atrás.<br />

Deja que se reúna con un cuerpo, oh Omnisciente.”<br />

La paja ardió en un instante y una tenue brisa sopló las llamas contra las ropas de<br />

seda de tía Devaki. La espalda erecta, valiente, ella ignoró el fuego que trepaba hacia su<br />

mentón. Pronto el calor fue tan intenso que el cabello le voló recto hacia un lado del rostro.<br />

Cierto, pensé, todas estas mujeres de la familia han descendido de un mundo superior. El<br />

fuego jugó arriba y abajo de su cuerpo, estallando aquí y allá. Con un murmullo, cayó de<br />

lado. Yació junto al cuerpo de mi tío en un lecho de llamas. Contemplé a estos dos seres<br />

que Krishna había elegido para llegar al mundo. Por un momento, incluso los brahmines<br />

pausaron en sus cantos.<br />

El fuego alcanzó ahora a tía Rohini, que exhaló un débil grito y se desmayó.<br />

Quedaban tantas todavía. Daruka me trajo al hijo de Satyaki con la más joven de sus reinas,<br />

un niño engendrado justo antes de la guerra, no mayor de siete años. Lo alcé a mis brazos y<br />

106


lo apreté contra mi corazón. Oí la risa de Satyaki y lo sentí tocarme los pies. ¿Teníamos que<br />

haberlo retenido en Hastina? Los Dioses habían necesitado su espíritu implacable para<br />

culminar Su obra. Encendimos la pira de Satyaki, con mis manos sobre las del muchacho.<br />

Pasé todo el día encendiendo piras, consolando a viudas, hablando a las criaturas.<br />

Por fin, a la puesta del sol, todo había acabado. Cubierto por una fina capa de ceniza y<br />

oliendo fuertemente a humo y a sándalo, retorné a palacio.<br />

se elevó una voz en serena imploración,<br />

“Eso que no está en el sonido...”<br />

“ni en el contacto, ni en la forma, ni en la disminución...”<br />

se le unió el resto de los sacerdotes, infundiéndose fuerza unos a otros,<br />

“...ni en el sabor, ni en el olor; Eso que es eterno,<br />

que carece de principio o de fin, superior al Gran Ser, lo estable;<br />

habiendo visto Eso, de las fauces de la muerte<br />

hay liberación.”<br />

Suspiros y gemidos y ahogados sollozos seguían al himno. Los sacerdotes apenas<br />

tomaron aliento.<br />

“Om es el arco<br />

Y el alma es la flecha<br />

Y a Eso, el mismo Brahman,<br />

Se le llama el blanco.”<br />

Los himnos prosiguieron, descargas de flechas apuntadas a la compasión del<br />

Altísimo. Súplica, fe contra toda evidencia, la fuerza de los hombres enfrentada a la<br />

oscuridad, la Luz invocada contra la desesperación... tales eran nuestros himnos para<br />

elevarnos sobre la desolación. Los sacerdotes lo sabían. Sus voces se hacían más y más<br />

poderosas, como hinchadas por una invisible multitud. Poco a poco la tenebrura escampó.<br />

Por esto honramos a los brahmines. Entonces lo comprendí.<br />

107


CAPÍTULO XXVIII<br />

Los fuegos ardieron toda la noche. Los contemplé desde el palacio de Krishna. La<br />

estancia estaba colmada de él. Krishna estaba junto a mí en la ventana, observando las<br />

profecías cumplidas. Me decía: No es la maldición de tía Gandhari la que ha provocado<br />

todo esto. Es mucho más grande. Es lo que el Gran Patriarca Bhishma y el abuelo Vyasa<br />

previeron, el desmantelamiento de algo que ha servido a su Yuga. Es como debe ser.<br />

Los gritos de las satis aún resonaban en mi mente. Algunas de ellas se habían<br />

aferrado a sus señores, clamando sus nombres y chillando como si éstos pudieran alzarse<br />

una vez más para guardarlas del mal y del dolor. Los caballos en sus establos y los<br />

elefantes, al oír los alaridos, habían empezado a relinchar y barritar. Pero ahora todo estaba<br />

en silencio, excepto una llama aquí y allá que crujía y crepitaba, y los golpes de las olas,<br />

que cada vez avanzaban más. Penumbrosas figuras podían verse moviéndose entre los<br />

montículos: la casta mortuoria, que protegía los fuegos de las alimañas salvajes.<br />

Al alba, todo Dwaraka salió a llevar las cenizas al mar, donde Varuna,<br />

Omnicompasivo Señor de las Aguas, esperaba para aceptarlas. Al inclinarme sobre la pira<br />

consumida de Krishna, un abismo de desolación me tragó. Lo había sentido ya cuando<br />

Daruka empezó a contar la historia de lo ocurrido. Ahora su irrevocabilidad me abrumó.<br />

¿Era la ausencia de su forma y su peso en la Tierra? Tuve la poderosa sensación de que su<br />

figura y substancia se habían llevado consigo toda gloria y toda promesa. ¿Quién quedaba<br />

aquí para desafiar la tiranía? ¿Quién había para impedir que algún nuevo Jarasandha<br />

preparase sus mazmorras para recibir a sus humanos sacrificios? Aquellos que habían sido<br />

contenidos y avergonzados por la fuerza y la luz de Krishna retornarían ahora a la<br />

oscuridad apaciguando su culpa con ofrendas de vacas y caballos.<br />

Los rescoldos sisearon cuando se derramó agua sobre ellos.<br />

Nuevas Draupadis sufrirían mofa y serían desnudadas en las sabhas del mundo,<br />

mientras hombres sabios citaban los shastras y contemplaban la escena. Entre tanto, algún<br />

otro Kamsa mancharía muros de prisión con sangre de niños para que no creciesen con su<br />

promesa de traer al mundo luz. Más Duryodhanas surgirían, apoyados por otros<br />

Duhsasanas. ¿Quién se cuidaría, entonces, de que el Dharma ocupase el trono? En verdad,<br />

el esplendor de la vida se había desvanecido del mundo dejando sólo grisura en su lugar.<br />

¡Que no se canten ya más himnos!, proclamaba mi corazón. Arjuna estaba<br />

condenado a vivir en un mundo aletargado y baldío, un pedazo de humanidad atormentado<br />

por el dolor, torturado por una vida a la que Krishna me tenía sujeto por un voto de honor.<br />

¡Oh, Krishna! Tú dijiste siempre que habíamos venido a realizar juntos la tarea. ¿Cómo es,<br />

pues, que aquí estoy todavía?<br />

¡Oh Krishna!<br />

Como un párpado enfermo, la miseria se cerró sobre el sol emergente y la oscuridad<br />

descendió, anegando el día.<br />

“Cuando amanece el día,<br />

Todas las cosas manifiestas surgen de lo inmanifestado;<br />

Cuando cae la noche, de nuevo vuelven allí.<br />

Emergen de nuevo al Señor de las Aguas,<br />

108


De quien proviene toda vida”,<br />

cantaron los sacerdotes. ¿Qué nuevas auroras podía esperar yo?<br />

Entramos en las aguas con las cenizas. Por todas partes alrededor se oían los<br />

murmullos de las plegarias y los nombres de los difuntos mientras elevábamos el agua en<br />

las manos acopadas y ofrecíamos nuestras oblaciones. Observamos las vasijas selladas,<br />

adornadas de flores, mecerse sobre las aguas hacia el mar abierto con el reflujo de la marea.<br />

Yo nadé con las cenizas de Krishna para asegurarme de que se las llevaría el océano.<br />

La corriente era fuerte. Oí un cántico que brotaba de las profundidades, siseando:<br />

Krissshna, Krissshna, Krisssshhh-na. Las olas dieron la bienvenida a mi Amado. Venían<br />

para llevárselo a casa como muchachas bailando ante los elefantes cuando un héroe retorna<br />

de su campaña.<br />

“Padre Varuna, acéptame a mí también”, pedí. Estaba ahora más allá de las olas<br />

rompientes y una demente esperanza de que el dios me aceptara tomó posesión de mí,<br />

infundiendo una fuerza demoniaca a mis miembros. Me sentí propulsado. Así es como<br />

nadan los delfines, pensé justo antes de que una ola me tomara de costado. Sentí las cenizas<br />

arrancadas de mis manos y la cólera de Varuna cuando un golpe casi me arrancó la cabeza<br />

del cuerpo. Me volví, oyendo a mi corazón protestar, perdida ahora toda fuerza, toda<br />

esperanza, toda vida. Varuna, airado ante mi presunción, me castigó con otra ola. Una<br />

negrura cayó sobre mí y el mar se hizo frío de pronto. Las cenizas habían sido aceptadas,<br />

devuelto yo, escupido. Mi cuerpo flotó a la deriva, se hundió. Otro mensaje surgió de las<br />

profundidades. Enfermo de rabia y mortificación, no quise escucharlo hasta que alcancé el<br />

oleaje rompiente... pero aquél insistía: Sssumisión, ssssumisión, sssssumisiónnn. El siseo<br />

cesó y su estela muriente trajo el susurro de una risa. La de Krishna.<br />

Me arrastré fuera del agua, jadeando, y me arrodillé en la playa, con el pelo lleno de<br />

arena y los ojos irritados por la sal. Murmuré el mantra del Narayanastra, sin sentir mis<br />

lágrimas, sólo la agitación de mi pecho. “Padre Varuna”, dije al fin, “vinimos a realizar<br />

juntos la tarea. Somos Nara y Narayana y tú nos has separado. Así sea.”<br />

Le pedí entonces a Daruka que reuniese a toda la gente de la playa. Les dije que<br />

tenían sólo siete días para recoger todo lo que quisieran llevarse, pues Dwaraka<br />

desaparecería pronto. Krishna debió de infundirme su poder porque hablé sin tener que<br />

pensar. Lo que les conté fue la historia de cómo se salvó Krishna de la muerte y de los años<br />

de prisión de sus padres. Los de la generación de Aniruddha conocían la historia, pero no<br />

los más jóvenes. No había tiempo para los doce días de duelo ni para bárdicas recitaciones:<br />

lo que les dijese habría de servir a ambos propósitos. Les recordé cómo había acabado<br />

Krishna con los tiranos de este mundo, que era lo que él había venido a hacer. Les recordé a<br />

Jarasandha de Magadha y les hablé de la embajada de Krishna a Hastina antes de la batalla<br />

del Kurukshetra. Para los niños y niñas de la edad de Vajra, aquella guerra era sólo leyenda.<br />

Les dije que Krishna había venido para traer unidad y paz, pero que los hombres no estaban<br />

preparados para ellas y que por esta razón era grande el precio que todos habíamos tenido<br />

que pagar. El precio estaba pagado ya y ahora debíamos honrarlo viviendo de acuerdo con<br />

las esperanzas de Krishna para nosotros. Les dije que me llevaría a las mujeres y a los niños<br />

y a cualquiera que decidiese venir conmigo, primero a Indraprastha, donde Sri Vajra sería<br />

coronado; después a Martikavarta, donde Hardikyatanayam, el hijo de Kritavarman,<br />

reinaría; y por fin a Hastina, con el hijo de Satyaki. Cada uno podía elegir libremente la<br />

ciudad en la que volver a empezar... pero vi en los ojos de algunos de los viejos habitantes<br />

109


de la ciudad, de los llegados desde Mathura con Krishna, que no abandonarían Dwaraka.<br />

Intenté animarlos.<br />

“Así como este fin había sido previsto, se ha prometido un siglo de paz y<br />

prosperidad. A Krishna le debemos no dejar nunca que nuestro corazón desfallezca, porque<br />

lo que nos ha sobrevenido es obra de Prajapati, en cuya compasión debemos confiar.”<br />

Los ojos de algunos de los que escuchaban parecieron iluminarse y mirar hacia el<br />

futuro; otros habían acabado ya con esta vida y apartaron la vista de mí.<br />

110


CAPÍTULO XXIX<br />

De pronto, fue nuestra última noche en Dwaraka. Estaríamos en pie al amanecer y<br />

yo dormí de forma intermitente. Confusas escenas de batalla que creyera borradas tiempo<br />

atrás se representaron en mi mente otra vez. Vi a Bhurisravas, que había matado a los diez<br />

hijos de Satyaki, sentado en meditación. Vi a Satyaki saltar con hoja fulgurante para<br />

cortarle la cabeza. Vi a Satyaki desafiar a Kritavarman en medio del polvo arremolinado<br />

del Kurukshetra. Krishna fue arrebatado de nuestro carro por un torbellino y una vez más<br />

nuestro estandarte con el emblema del mono quedó reducido a cenizas. Después, Daruka<br />

me llevaba por un camino de tierra resquebrajada y el carro se inclinaba de lado a lado.<br />

Me incorporé de golpe agarrándome al asiento del carro, que se convirtió en mi<br />

lecho pero seguía balanceándose. Una pequeña lámpara había caído al suelo y la llama<br />

parpadeaba. Cuando logré recordar dónde estaba, la cámara ya no se movía, pero la<br />

advertencia de lo que nos amenazaba era clara. Sonaron dos gritos penetrantes y luego<br />

sollozos y silencio, salvo por el ruido sordo de pies corriendo. Era la Hora de los Dioses,<br />

cuando las energías se concentran. Sentí a la ciudad y al mar impacientes por librarse de<br />

nosotros antes de su encuentro. Me deslicé del lecho de Krishna y puse el incienso ardiente<br />

en la cabecera. No había tiempo para más ritual. Toqué con las puntas de mis dedos los pies<br />

de su cama antes de recoger mis armas. Corrí escaleras abajo, que retemblaron mientras las<br />

descendía. El Shankara Shiva de la gran destrucción saludaba con un golpe del pie en el<br />

suelo antes de danzar. Las escaleras se movieron a un lado y a otro, y mi práctica en el<br />

carro y en mantenerme de pie sobre caballos al galope me sirvió bien hasta el último<br />

peldaño, que me hizo resbalar. Bien hondo en el centro de la Tierra, el dios Varuna se<br />

agitaba, resquebrajando el suelo incrustado de gemas en el que yo me había desmoronado.<br />

Me forcé a levantarme. Una luz centelleó junto a mí y cayó. Una amatista de violeta<br />

profundo que quedara suelta había saltado al aire. Pronto quedó todo quieto otra vez, pero<br />

Shiva había dado su advertencia. Siguió un repentino silencio. La gente de palacio debía de<br />

haber contenido el aliento creyendo que el fin había llegado. Ahora desgarraron el aire con<br />

gritos y lamentaciones. Mi preocupación era Vajra y su madre y el resto de los niños, y<br />

corrí hacia los aposentos de las mujeres. Tropecé con ellos a medio camino, donde los hallé<br />

marchando aprisa de la mano, con los sirvientes detrás.<br />

“¡Todos fuera!”, grité.<br />

La tierra podía empezar a moverse en cualquier instante otra vez. Pasamos por<br />

delante de los brahmines en el Homa, que recitaban los primeros mantras del día. No había<br />

tiempo para ceremonias, pero solté la mano de Vajra y saludé conminándolos a apagar los<br />

fuegos y salir con nosotros. Seguimos corriendo hacia las grandes puertas centrales. Vi a<br />

dos sirvientes cavando el suelo en busca de las gemas sueltas. Les grité que harían pisar<br />

fuerte a Shiva otra vez. Quizás no me oyeron, porque un momento después la tierra volvió a<br />

temblar y una columna con forma de león cayó sobre uno de ellos. Nos precipitamos hacia<br />

el portal por un patio de árboles floridos que aún desprendían un fuerte perfume y pasamos<br />

junto al estanque de los lotos, en el que peces brillantes relampagueaban aquí y allá presas<br />

de agitación. Algunos saltaron a la superficie y yacieron boqueando en el borde de<br />

lapislázuli. Vajra quería detenerse para devolverlos al agua. Tiré con fuerza de él.<br />

Los caballerizos sacaban de los establos a los animales, que se detenían para piafar,<br />

agitar las cabezas, sacudirse o encabritarse. Desde todos los rincones se oían los gritos de<br />

111


los hombres y de los animales. Mis soldados habían alcanzado las puertas y algunos corrían<br />

hacia mí para conocer mis órdenes. Les dije que me trajeran a los hijos de Satyaki y de<br />

Kritavarman. Crucé las puertas de palacio, que estaban abiertas de par en par, y dejé al<br />

grupo con una guardia a cierta distancia. No me fiaba de que aquellos muros aguantaran.<br />

Entonces, alguien gritó mi nombre.<br />

“¡Príncipe Arjuna!”<br />

Alcé la mirada para ver un brazo haciéndome señas desde una ventana. Me abrí<br />

camino a través de la marea de fugitivos y crucé el gran salón de entrada que se inclinaba<br />

hacia arriba y luego hacia abajo como el balancín con que juegan los niños. Las escaleras<br />

estaban ladeadas; la barandilla, hundida. Había un enorme agujero en una pared. Seguí los<br />

gritos que llegaban del departamento de las mujeres: una columna pintada se había<br />

desplomado de través en uno de los cuartos, atrapando debajo a una mujer y aplastándole el<br />

pecho. Dos de sus sirvientas intentaban desesperadamente moverla. Era esposa de<br />

Kritavarman. Su hijo yacía a su lado, sollozando. Su chal de seda estaba rojo de sangre.<br />

“Arjuna”, exhaló, “tráeme fuego del Homa de palacio y luego llévate a este niño y a<br />

las doncellas. Rápido, mi señor me está esperando.”<br />

Pasó las manos sobre la columna y después su aliento cesó. Cogí al niño, que pateó<br />

resistiéndose a abandonar a su madre y corrí escaleras abajo con las muchachas detrás de<br />

mí. Los fuegos del Homa habían sido apagados y, cuando me volví, las escaleras se<br />

hundieron en un montón de madera astillada y fragmentos de albañilería. La puerta se abrió<br />

de golpe y se cerró otra vez y cayó después de sus goznes a través del arco. Más allá de<br />

éste, otro arco daba forma a llamas que saltaban hacia nosotros. Un mantra les arrojé y<br />

atravesé veloz la puerta llevando al niño, que lloraba, con su cabeza contra mi cuello,<br />

dejándole hincar sus pequeñas uñas en mis hombros. Obviamente, los dioses tenían aún<br />

trabajo para mí, porque alcanzamos la salida ilesos. Un poco más allá esperaba el carro y<br />

Daruka había traído al hijo menor de Satyaki y su nodriza. La madre había muerto cuando<br />

el suelo cedió bajo ella. Di el niño a la madre de Vajra.<br />

“Mira, aquí están tu primo y tu tía”, le dije.<br />

Subí a la mujer y al niño y tomé las riendas otra vez. Desde alguna parte llegó el<br />

olor del jazmín y recuerdo haberme preguntado cómo, en medio de aquel caos, sabían las<br />

flores emitir su perfume.<br />

Mis hombres habían reunido a la gente que, aturdida y desesperada, se quedara atrás<br />

y vagara sin rumbo por los palacios. Éstos, a pie, se mezclaron ahora con una multitud de<br />

carros, carretas de bueyes y elefantes que fluía apretujada hacia las puertas de la ciudad.<br />

Detrás, el dios Agni, atareado, se infiltraba por cada rincón, trepaba los muros, se asomaba<br />

a las ventanas y lamía sus molduras.<br />

Ahora, llegó un sonido distinto del recrujir de los carros y el constante barullo y<br />

gritar de las gentes. Era la voz del mar, un sonido de ingurgitación, de succión. Bajé la<br />

mirada hacia el océano. El Hacedor del Día acababa de encender el mar, del color del<br />

elefante, que corría hacia atrás, al horizonte, como la cuerda de arco tensada inmensamente<br />

antes del disparo, revelando barcos hundidos y otros despojos que se pudrían en el lecho del<br />

océano. Contemplé las aguas reptar a la distancia... y luego grité a Daruka que fustigase los<br />

caballos. Pasamos a otros carros gritándoles que el mar pronto retornaría con toda la fuerza<br />

de su oleaje. Dejé el carro, monté un caballo y cabalgué hacia la cola de la columna para<br />

recuperar a los rezagados.<br />

Y aún retrocedieron las aguas hasta convertir la playa en desierto.<br />

112


Suplicando a Varuna misericordioso que nos diese tiempo, recorrí la procesión,<br />

animando a la gente y al mismo tiempo apremiándola. Los gajarohas tenían las cabezas<br />

inclinadas sobre las orejas de los elefantes, les gritaban sus nombres, les hablaban<br />

cariciosos, estimulándolos y ofreciendo plegarias. Los aurigas y jinetes luchaban por<br />

impedir que sus caballos se apartasen del camino. El tiro de uno de los carros conducido<br />

por una mujer Vrishni se desbocó y partió a toda velocidad por un bosque de camuesos. Yo<br />

estaba en medio de la columna cuando la última mitad de la muchedumbre empezó a pisar<br />

las puertas de la ciudad. Para entonces, los animales percibían lo que se avecinaba y<br />

estaban locos de pavor. Muchas de las damas Vrishni que pasé gobernaban los tiros de sus<br />

carros, que llevaban llenos de niños y de gente mayor, tan bien como Subhadra. Conseguí<br />

alcanzar mi propio carro y me uní a la procesión. Oímos el bramar del ganado. De pronto,<br />

dos ciervos domésticos llegaron saltando de algún inesperado lugar e hicieron que el<br />

nervioso tiro justo detrás de nosotros saliese disparado hacia un campo, trastornando a uno<br />

de los carros de las damas. Las cornadas criaturas saltaban hacia arriba frenéticas.<br />

Pronto el camino empezó a descender. Nos movíamos tierra adentro.<br />

Una vez más el mantra que habíamos dicho el decimoquinto día de la guerra brotó<br />

en mí. Era un mantra de sumisión. En esta ocasión, lo pronuncié en voz alta, una y otra vez:<br />

“Om namo Bhagavate Narayana.” Otras voces, muchas voces se unieron enseguida a la<br />

mía en un poderoso clamor de sometimiento.<br />

En mi corazón, me postré totalmente tal como lo habíamos hecho en el Kurukshetra.<br />

De nuevo sentí una brisa fría, como el Narayanastra, pasar sobre nosotros. El mantra<br />

siguió y siguió dentro de mí mientras yo gritaba órdenes y la columna continuaba<br />

avanzando.<br />

La franja de playa que apareció ante nuestra vista estaba llena de peces; algunos se<br />

retorcían aún. Un sol mórbido se había elevado justo por encima de la línea del horizonte.<br />

Aún no había olas que retornasen. El mundo estaba quieto, salvo por los fuegos de<br />

Dwaraka, que teñían el cielo. No aminoré el paso.<br />

Lo oímos antes de verlo, un ruido precipitado al tiempo que el suelo bajo nosotros<br />

empezaba a moverse. Hubo un estruendo en la distancia: el dios Indra arrojaba el trueno.<br />

Grité a los aurigas que marchasen más rápido y mi grito soltó el terremoto. Shiva pateó el<br />

lecho marino y el agua corrió hacia la costa. Como un gran monstruo, el mar suspiró y se<br />

alzó y colmó el firmamento de olas. Sus crestas se unieron para elevarse en forma de<br />

inmensos montes y luego avanzaron arrasadoras como si la caracola de una akshauhini<br />

hubiera lanzado la orden de cargar. Volví la vista hacia Dwaraka. Las líneas de los palacios<br />

esplendorosos eran como dentadas rocas pintadas señalando al cielo. El fuego estaba por<br />

todas partes: tanto Agni como Varuna reclamaban la Dwaraka de Krishna. Aún miraba,<br />

cuando la gran vyuha cayó sobre ella. Saltó el alto talud de la orilla y cubrió las mansiones<br />

antes de refluir estrepitosamente.<br />

Nosotros subíamos por la carretera ahora, que estaba atravesada de árboles caídos y<br />

nos obligaba a frecuentes interrupciones mientras los elefantes apartaban los obstáculos. El<br />

trueno nos aturdía los oídos y reverberaba en nuestros huesos, como si todo el ganado de<br />

Bharatavarsha corriera en estampida. Al mirar atrás, vimos el agua avanzar de nuevo,<br />

elevándose esta vez hasta las copas de los árboles. Más tarde, supimos que Dwaraka se<br />

había perdido bajo el mar con todos sus árboles y edificios. Ni siquiera las ramas más altas<br />

o las torres más grandes llegaron a asomar.<br />

Sin embargo, el espíritu de Dwaraka y el coraje que la había hecho nacer, que en mi<br />

corazón era Krishna, sólo Krishna, ni el fuego ni el agua lo podían borrar.<br />

113


CAPÍTULO XXX<br />

Realizamos el camino a base de pequeñas marchas y, ciertamente, no podría haber<br />

sido de otro modo. Las damas de alcurnia portaban consigo la riqueza de sus casas en<br />

carromatos tirados por bueyes, mulas y camellos: arcas llenas de joyas y ropas de seda,<br />

otras repletas de vasijas de oro y plata. Muchos de sus servidores marchaban a pie, llevando<br />

en la cabeza o las espaldas aquellas de sus posesiones que habían considerado más dignas<br />

de ser salvadas. Y además estaban los niños. En carros de burros, o de bueyes, o a lomos de<br />

ponis, iban los niños, nuestra esperanza de futuro, las semillas de una gran floración.<br />

Aunque algunos no hacían más que pedir dulces, tenían todavía los ojos llenos de imágenes<br />

de destrucción.<br />

No era ésta una brigada con la que intentar marchas forzadas.<br />

Había con nosotros brahmines y vaishyas y sudras. Dwaraka había conocido la<br />

prosperidad e incluso los refugiados más pobres constituían un gran y rico concurso. Los<br />

elefantes lucían aún sus pinturas de peregrinaje y sus caparazones. Muchos de los carros<br />

gozaban de la sombra de sus parasoles de seda. Cuando Krishna trajo a su pueblo desde<br />

Mathura, después de matar al tirano Kamsa, su columna debió de parecerse un poco a ésta.<br />

Entonces, era una orgullosa asamblea, alto el espíritu, marchando hacia un brillante futuro;<br />

ahora, desde luego, viajábamos con pompas del pasado.<br />

Cada día levantábamos el campo al amanecer, bajo un cielo zafiro, con algún río<br />

que centelleaba como plata en la distancia. A menudo pasábamos junto a lagunas que<br />

llenaban los lotos. Cada día rezaba la gente a Pusan, Señor de los Viajeros y los Caminos,<br />

para que nos condujese a nuestros destinos. Yo oraba a Krishna.<br />

Cuando alcanzamos el país de los cinco ríos, casi creí que mis plegarias serían<br />

respondidas. Al ver la ciudad de blancos pabellones de seda, al oír el sonido de las<br />

corrientes borbollantes y al mirar las primeras, titubeantes sonrisas de los niños, supe que<br />

algo de Krishna perduraba en ellos... y esta idea daba algún sentido a la vida.<br />

Los niños no saben sino vivir. Vajra extendía su pequeño puño hacia sus primos y<br />

éstos susurraban sus conjeturas. Jugaban al panchasanmaya.<br />

“¿Cuál es mi meñique?”<br />

El hijo de Satyaki, con rápidos ojos fúlgidos, alargó los brazos, enterrando los dedos<br />

en sendos puños. Cuando Vajra señaló el que no era, ahogaron sus primeras risillas detrás<br />

de las manos. Al comprobar que no se les reprendía por su frivolidad, empezaron pronto a<br />

dibujar sus diagramas para el juego del tejo. Algunos adultos les dirigieron miradas<br />

recelosas, pero yo impedí sus reproches ayudando a trazar sus recuadros con la punta de mi<br />

flecha, así que los niños me tomaron de la mano y me hicieron saltar con ellos. Lo hice<br />

hasta que aterricé en una línea y los críos rieron, me señalaron, y Vajra, encantado, giró<br />

sobre sus talones. El resto aplaudió y, antes de que pudiera darme cuenta, yo reía con ellos.<br />

Luego, al verme allí de pie, mirando al cielo, me apartaron del camino para seguir con el<br />

juego que estaba obstaculizándoles. Allí, en medio del cuadrado dibujado en la tierra, era<br />

un obstáculo para la vida, el juego que nunca se detiene. Llenos de aquella traviesa malicia<br />

Vrishni, empezaron a reírse de mí, imitando mi forma de mirar a las alturas.<br />

Más tardaron las princesas en unírseles. Éstas se sentaban junto a sus madres para<br />

tejer guirnaldas o hacer dibujos en la arena; pero eran hijas de reinas que conducían carros<br />

de combate y que podían partir con sus flechas frutos arrojados al aire, así que cuando creí<br />

114


que había pasado tiempo suficiente les dije a sus madres que necesitaban ejercicio. Pronto<br />

las vi lanzar pelotas y jugar con sus hermanos.<br />

En pocos años, deberíamos organizar sus swayamvaras. Yo había escogido ya a la<br />

preciosa hermana de Vajra para Parikshita. Tenía la risa alegre de Subhadra y los más<br />

burlones de los chavales no conseguían hacerle perder el control. Esto, como bien sabía yo,<br />

es lo que anhela conseguir cualquier hombre e inculcar a sus vástagos. Pero cuando la vi<br />

tejiendo flores de jazmín con Hardikya, tal como ahora llamábamos al hijo de Kritavarman,<br />

me pareció que tendría que empezar a buscar otra vez. Hacer planes para la nueva<br />

generación se había convertido en mi preocupación principal. Dwaraka había desaparecido,<br />

pero los Vrishnis y los Bhojas, los mejores de entre nosotros, tenían que sobrevivir. No se<br />

podía permitir que la semilla de Krishna y de Satyaki pereciese.<br />

Marchábamos en dirección noroeste, hacia Indraprastha. Una vez hubiese instalado<br />

a Vajra allí y le hubiese asignado un regente respiraría con más tranquilidad. Desde allí no<br />

nos quedaría mucho hasta Martikavarta, justo al norte de aquella capital y donde debería<br />

dejar al hijo de Kritavarman. Después me llevaría al hijo de Satyaki a Hastina, en la que<br />

viviría un tiempo con Parikshita antes de ir a su reino a orillas del Saraswati.<br />

Cuando emigramos de Hastina a Indraprastha antes de la partida de dados, cruzamos<br />

Panchala, el reino de Draupadi, donde yo la había ganado no mucho tiempo atrás. Era un<br />

país de bosques y cultivos. Esta vez, sin embargo, tendríamos que atravesar una franja de<br />

desierto. No había otro camino a Hastina, a menos que viajásemos muy lejos hacia el<br />

sudeste y luego nos volviésemos al norte a través de los dominios Chedi y de Mathura. Yo<br />

había escogido el camino más corto: no podía esperar más tiempo para volver a ver a<br />

Subhadra y Parikshita. Empezaríamos, no obstante, por seguir el río Narmada y luego un<br />

tributario del Yamuna. Esta ruta nos ahorraría parte del desierto a costa de dos semanas de<br />

travesía, lo que parecía establecer un adecuado equilibrio entre prisa y precaución. Por mí<br />

mismo, habría partido de inmediato, pero vi que las mujeres necesitaban más tiempo para<br />

recuperarse. Sus heridas eran todavía demasiado recientes para soportar más penalidades.<br />

Contemplamos, pues, a los flamencos pintar la distancia con sus colores hacia<br />

horizontes de verdeantes tamariscos. Había grandes lagunas con flores acuáticas rosas,<br />

blancas, magentas y malvas, que palpitaban de luz y ofrecían su fragancia al dios Surya.<br />

Martines pescadores volaban sobre nosotros y quedaban unos instantes suspendidos sobre<br />

las aguas antes de alejarse veloces, como huyendo de perfumes demasiado empalagosos. A<br />

veces buceaban en busca de pequeños peces; una sacudida del pico y ya los tenían. Había<br />

belleza allí, una belleza curativa y, aunque era consciente de ella, estaba más allá de mi<br />

alcance. Mi alma rondaba mi cuerpo, pero no estaba dispuesta a penetrar en el mundo.<br />

Desde el momento en que intentara partir el Gandiva, mi alma había morado en una tierra<br />

de nadie.<br />

Las mujeres tenían terror al desierto y muchas habrían preferido quedarse atrás.<br />

Gran parte de los que acudieran a nuestros sacrificios estaban muertos ya y, tras el<br />

Kurukshetra, tantos de nosotros, kshatriyas, habían desaparecido, que corrían no pocas<br />

historias de anarquía. Daruka advirtió que el mero esplendor de nuestra columna podía<br />

atraer saqueadores. Ordené una reunión. Los brahmines la empezaron con un himno a<br />

Pusan, Señor de los Caminos, para que nos condujese a salvo al destino de nuestro viaje. Al<br />

mirar alrededor y ver la expectación de los rostros, pedí a Krishna que diese forma a mis<br />

palabras. La gente me observaba; si les fallaba, habría enseguida problemas. La falta de fe<br />

es tan contagiosa como las fiebres de verano. Cuando diriges ejércitos, aprendes que tu<br />

115


propia valentía refuerza la voluntad de tus soldados. Ocurre lo mismo con mujeres y civiles,<br />

así que invoqué mi coraje, que era Krishna. Y debió de ser él quien hablase a través de mí.<br />

Una vez los hube ganado para mi causa, me incliné hacia la opción contraria.<br />

“Y sin embargo, a nadie se le reprochará que quiera quedarse aquí. A éstos les<br />

daremos todo nuestro apoyo y los ayudaremos a establecerse antes de seguir nuestro<br />

camino.” Continué todavía un rato por esta vía hasta que me interrumpieron.<br />

“¡No, no, príncipe Arjuna!”<br />

“No, Señor. Iremos contigo. Te seguiremos a ti.”<br />

Un murmullo de aprobación recibió estas palabras y los gritos de: “¡Sadhu, sadhu!”<br />

Después, todo el mundo rompió en fuertes hurras y vítores.<br />

Habían pasado casi tres meses desde que escapáramos de Dwaraka y algunas de<br />

nuestras muchachas kshatriya habían sido cortejadas por los oficiales de la guarnición: tres<br />

viudas decidieron quedarse atrás con sus hijas. Otras dos pidieron piras fúnebres para<br />

entregarse al sati. El resto vino conmigo. Daruka había apoyado hábilmente todo lo que yo<br />

dijera y, tras decirlo, me sentía en cierto modo restablecido ante mis propios ojos, porque la<br />

naturaleza kshatriya reside en sostener el Dharma Ario y, aunque nuestro mundo yaciera<br />

bajo el polvo o hundido bajo el mar, no podíamos cambiar o suprimir cosas tales como la<br />

protección de las mujeres, que tan profundamente se nos habían inculcado.<br />

Así, durante la mitad luminosa de la lunación, hice ofrendas con un fuego que<br />

habíamos portado del Homa de Krishna. Algunos de los brahmines, que eran demasiado<br />

viejos para la travesía, se quedarían atrás con aquellas mujeres. Más tarde, el día de nuestra<br />

partida, aquellos mismos sacerdotes, con los ojos brillantes de lágrimas, nos despidieron<br />

con el himno a la Aurora.<br />

“Para nosotros se ha levantado la Aurora.<br />

Asegurado está nuestro bien.<br />

Avanzan las Auroras<br />

Como clanes formados para la batalla,<br />

Tiñendo sus rayos fulgurantes<br />

Los distantes horizontes del cielo.<br />

“Extiende el sol sus brazos;<br />

Las nubes rosáceas del alba<br />

Brillan con lustre.<br />

“Convence a cada dios de que nos dé su presente;<br />

Ahora que apareces, otórganos<br />

El encanto de gratas voces<br />

Y de pensamientos que nos eleven.<br />

“Presérvanos eternamente, oh Diosa,<br />

Con tu bendición.”<br />

Nos abrimos camino entre una muchedumbre que elevaba sus lamentos al vernos<br />

partir. Los brahmines nos arrojaron arroz, flores y bermellón al pasar y cantaron un último<br />

himno a Pusan por nosotros.<br />

116


“Él conoce y atraviesa todo reino celestial.<br />

Que os guíe por caminos totalmente seguros.<br />

Cuidando de vuestro bienestar, protegiéndoos de todo daño,<br />

Que él, que conoce, dirija la marcha vigilante.”<br />

Fue en la estación Vasanta, el tiempo de los cuclillos y de la floración de los<br />

mangos, cuando partimos. Campos de flores púrpura y magenta, junto a franjas de color<br />

zafiro, amarillo y amatista, se mecían en la brisa de la primavera. Las alas irisadas de las<br />

libélulas eran tan finas como los más exquisitos ropajes de nuestras damas y los<br />

saltamontes parecían esmeraldas vivas. Ciervos dorados surgieron como por encanto para<br />

beber del río. Si algo podía proporcionarme un mínimo de serenidad, era esta renovación de<br />

la tierra.<br />

Marchamos y descansamos al son de los himnos. Eran nuestra fuerza en un mundo<br />

en permanente mutación, el ritmo de nuestra esperanza.<br />

“Que el viento sople dulzura,<br />

Que por los ríos fluya la dulzura,<br />

Que la hierba crezca con dulzura,<br />

Para el Hombre de la Verdad.<br />

“Dulce sea la noche.<br />

Dulce sea la aurora,<br />

Dulce la fragancia de la tierra,<br />

Dulce Padre de los Cielos.”<br />

Sentí la savia elevarse lentamente por mi cuerpo, pero mi alma permanecía todavía<br />

detrás. Por el camino había varias aldeas, todas ellas amistosas y hospitalarias. En una se<br />

nos unieron dos artesanos, un ebanista y un orífice. No podían llevar ya lo mejor de sus<br />

trabajos a Dwaraka y habían oído hablar de Indraprastha y la Maya-sabha. Éstos arrastraron<br />

a otros diestros artífices consigo. Desaparecida Dwaraka, esta región resultaba un páramo<br />

para ellos. Me preocupé de conocer a estos hombres y me cuidé de que ellos conocieran a<br />

su príncipe Vajra. Los ligué a él con historias de Krishna y del Kurukshetra. Cuando estás<br />

de viaje, las convenciones de la ciudad se olvidan. A medida que los atardeceres se hicieron<br />

más largos, otros de castas inferiores vinieron a escuchar mis historias y a oír algunos de<br />

los himnos de los brahmines por primera vez.<br />

“Aquel que es llamado Amigo Divino<br />

Une a los Hombres.<br />

El amigo Divino sostiene<br />

El cielo y la tierra,<br />

Cuidando de las gentes,<br />

Sin cerrar nunca el ojo.<br />

Al Amigo Divino ofreced<br />

Una oblación de grasa.”<br />

117


También para mí eran nuevos algunos de los himnos. Incluso los antiguos los<br />

escuchaba ahora con un oído más agudo. El anhelo de prosperidad, paz y dicha con el que<br />

nacemos había remitido en mí y me preguntaba si esto era la ecuanimidad de la que siempre<br />

hablaban Yudhisthira y los sabios. Me maravillaba poder cumplir con mis deberes, y<br />

parecía que eficazmente, en tal estado; aunque, cuando miraba a Vajra o pensaba en<br />

Subhadra y Parikshita sabía que ni el amor ni el apego se habían consumido en mí. Sin<br />

embargo, algo se resistía a renacer a la vida. El viejo Arjuna había sido como un águila en<br />

las alturas. Este Arjuna era como una sombra arrojada por el ave mientras volaba sobre<br />

montes y llanuras. Todo lo que en realidad sabía era que yo ya no era el que había partido<br />

hacia Dwaraka. Quizás el cambio sobreviene cuando todas las certezas han sido barridas y<br />

sabes que tu única esperanza es la renuncia, la sumisión, no sólo al ver aproximarse el<br />

Narayanastra, sino en toda tu vida, de día en día. Mis plegarias se dirigían ahora a Pusan<br />

también.<br />

Somos siempre peregrinos en una senda desconocida.<br />

Daruka, que lo percibía todo, vio el cambio en mí. Cuando el tiempo se hizo más<br />

cálido, los niños empezaron a nadar. Sentado en una roca, yo los miraba chapotear y reír en<br />

el agua bajo la mirada vigilante de Girika, uno de mis capitanes. Vajra y el hijo de Satyaki<br />

eran temerarios y a veces parecía que fueran a lanzarse hacia la otra orilla. Y Girika sabía lo<br />

que hacía, pero fue Daruka quien vino a mí.<br />

“Príncipe Arjuna, los jóvenes príncipes son demasiado atrevidos. No les gusta la<br />

orilla y no faltan cocodrilos en la corriente.”<br />

“Encárgate de que haya arqueros apostados mientras nadan.” No pude reprimirme<br />

añadir: “Pero no son los arqueros los que los protegen, ni ninguno de nosotros.”<br />

Daruka me observó mientras un cuclillo elevaba una y otra vez sus notas crecientes.<br />

“¿Qué ocurre, Daruka?”, pregunté por fin.<br />

Siguió mirándome y dijo después: “El príncipe Arjuna no habría dicho esto antes<br />

de...”<br />

“¿Antes de Dwaraka?”<br />

Asintió. Yo asentí también.<br />

“Quizás he llegado a mi vanaprastha, Daruka.”<br />

“La estación no está aún madura para ti, príncipe Arjuna.”<br />

“Quizás dos estaciones se solapan. Es la Kaliyuga y los tiempos se tuercen. ¿No te<br />

dijo nunca Sri Krishna estas cosas?<br />

“Oh, muchas veces. Muchas, muchas veces. Dijo que el bien surgiría del mal.”<br />

“Y yo lo creo. Pero creer es una cosa y sentarse aquí, en esta roca, esperando lo que<br />

no llegamos a entender, es otra muy distinta.”<br />

Nos quedamos en silencio mientras yo rascaba un parche de musgo con una punta<br />

de flecha. Los cuclillos llamaron otra vez y un pájaro carpintero les cantó en contrapunto,<br />

coreado enseguida por un trinar de gorriones. Las flores radiaban. Daruka, al igual que<br />

todos los aurigas, sabía cómo hacer emerger tus pensamientos. Ashwatthama me había<br />

dicho una vez que Bhishma se enteró de la pasión de su padre por Satyavati gracias a su<br />

auriga. Conocen estos hombres tus pensamientos y necesidades como los de los caballos<br />

del tiro que gobiernan.<br />

Los niños salían ahora del agua que lamía la orilla. Tenían azules los labios y<br />

arrugadas las puntas de los dedos. Permanecimos en cordial silencio. Un muchacho<br />

estornudaba y oímos a una mujer reprenderlo y a una sirvienta decir que el tiempo era<br />

demasiado fresco todavía para baños. El sol se había deslizado hacia el oeste. El fuego<br />

118


Homa, portado en un brasero de metal, nuestro vínculo entre esta tierra y los cielos, ganó<br />

fuerza. Era hora de quietud. Pronto se elevarían los himnos.<br />

Muchas de las personas mayores que dejaron Dwaraka con nosotros habían muerto<br />

por el camino. Aquella noche otras dos mujeres sucumbieron de debilidad y dolor. Eran<br />

antiguos miembros de la familia de mi tío. Yo no las había llegado a conocer bien, pero lo<br />

sentí como si hubiera perdido gente cercana a mí. Varios parientes a los que yo no había<br />

tratado en absoluto anteriormente estaban con nosotros y yo cuidaba de sus necesidades<br />

como si fueran madres y padres míos. Cada día hacía la ronda de las tiendas para mostrar<br />

mi apoyo y dar coraje a los que estaban demasiado débiles o enfermos o tristes para acudir<br />

al culto.<br />

Una vez más realizábamos los ritos, ofrecíamos libaciones y escuchábamos los<br />

himnos de los brahmines a la muerte.<br />

Daruka me dijo que recordaba a una de estas damas de sus tiempos de juventud, de<br />

los días anteriores incluso a la migración de los Yadavas desde Mathura hasta Dwaraka que<br />

dirigió Krishna. Había sido una de las grandes bellezas en el palacio de Kamsa, cortejada<br />

por muchos de los principales guerreros, pero al final escogió a uno de sus primos en contra<br />

de los deseos del tirano. Kamsa, que la quería para sí mismo, hizo matar al hombre y a ella<br />

la convirtió en criada de su esposa. Krishna y Balarama entraron en palacio disfrazados de<br />

dhobis y la rescataron.<br />

“Has de recordar, príncipe Arjuna, que aunque Sri Krishna había crecido como un<br />

rústico, su coraje y su amor por la justicia eran tan intensos que nunca tenía en cuenta el<br />

peligro.”<br />

“Y su sentido de la libertad...”, añadí. “¿Qué le ocurrió a la mujer?”<br />

“Tiempo después se casó con un príncipe Bhoja de su elección. Le dio muchos<br />

hijos, pero secretamente estaba enamorada de Krishna.”<br />

“Todas las mujeres estaban enamoradas de Krishna, Daruka.”<br />

“Era porque él las trataba con cariño y respeto. Sri Krishna las amaba también. Has<br />

de haber oído que tiempo después, cuando hubo llegado al poder, cruzó el país para libertar<br />

a muchas damas Arias que habían caído en poder de Narakasura. Cuando Sri Krishna les<br />

dijo que no tenían nada ya que temer y que serían escoltadas a casa, aquéllas se negaron a<br />

seguirlo alegando que ya nadie las aceptaría. Sri Krishna las trajo todas a Dwaraka. ¿Quién,<br />

aparte de él, habría dado refugio a tantas mujeres que valían lo que las viudas, o menos, y<br />

que tan poco útiles eran para la comunidad?”<br />

Dejamos pasar unos instantes en silencio.<br />

“Habían sido tratadas cruelmente y muchas sucumbieron por el camino. Yo estaba<br />

allí. Sri Krishna acostumbraba a asistir a las enfermas y moribundas con sus propias manos,<br />

levantándoles la cabeza para ayudarlas a beber, reconfortándolas con sus palabras y su<br />

encanto. Aprendí tanto de él...”<br />

“Y yo, Daruka, y yo.”<br />

Después de esta conversación, nos buscamos uno a otro mucho más a menudo que<br />

antes. Día tras día, cuando él había terminado su trabajo y el mío yo, lo llamaba a mi tienda<br />

y lo invitaba a sentarse conmigo y a compartir mi vino. Krishna nunca se había preocupado<br />

por la estricta observancia de casta. Como un niño, le pedía a Daruka que me relatase<br />

acontecimientos de los que yo sólo había oído hablar. Me hacía darme cuenta de que las<br />

cosas que yo sabía de Krishna y había compartido con él no lo agotaban. Krishna había<br />

hecho tantas cosas en una sola vida, corregido tantas injusticias, castigado a tantos tiranos,<br />

119


protegido a tantos animales del sacrificio, rescatado y amado a tantas mujeres, soportado<br />

los insultos y las mofas de tantos hombres de mucha menos valía...<br />

Una tarde, Daruka empezó a contar que tras la muerte de Kamsa, Jarasandha, el de<br />

los sacrificios humanos, a cuyas hijas había desposado Kamsa, puso sitio a Mathura. “Sri<br />

Krishna era noble, príncipe Arjuna. Cuando hubo matado a Kamsa, la gente quería<br />

desgarrar el cuerpo del tirano miembro a miembro, pero Sri Krishna protegió el cuerpo y<br />

presidió el funeral. El rey Kamsa era en verdad muy odiado. No sólo había matado a los<br />

hermanos de Krishna, sino a toda criatura que pudiera acabar convirtiéndose en una<br />

amenaza para él. Y no sólo era odiado Kamsa, sino que los jefes Yadava se odiaban a sí<br />

mismos por haberle dejado llevar a cabo todas aquellas atrocidades. Se negaron a asistir al<br />

funeral, pero ¿sabes, príncipe, lo que Krishna les dijo?”<br />

Meneé la cabeza.<br />

“Que tras la muerte no hay enemistad.”<br />

Ninguno de los dos pudimos hablar. Luego le conté a Daruka que después de matar<br />

a Jarasandha, Krishna, con gran gentileza, sentó a su hijo en el trono.<br />

El momento era intenso y portaba consigo la voz del joven Krishna, un muchacho<br />

recién llegado de la campiña, con la flauta a la cintura.<br />

“Podía haberse hecho con la corona”, prosiguió Daruka. “El mismo padre de<br />

Kamsa, el Señor Ugrasena, a quien Kamsa le había arrebatado el trono, lo propuso. Pero Sri<br />

Krishna tomó la corona y se la colocó al Señor Ugrasena en la cabeza. Éstos son los<br />

momentos que han hecho mi vida. Él nunca quiso el poder para sí mismo. La gente se<br />

olvidó de esto y no lo comprendió. Él quería la libertad de los pueblos y el fin de la tiranía,<br />

para que Bharatavarsha se uniese bajo una única Ley Dhármica. Ya entonces me dijo que el<br />

primogénito de su tía Kunti, el príncipe Yudhisthira, era el rey dhármico que debía sentarse<br />

en el trono.”<br />

“Sí, Daruka. Sí, lo sé. Incluso antes de conocerlo, cuando Sri Balarama vino a<br />

Hastina para enseñarnos lucha libre, nos habló de la visión de Krishna.”<br />

Pero Daruka estaba reviviendo todavía la muerte de Kamsa y empezó a hablar de<br />

sus viudas, las reinas Asti y Prapti, y de cómo Krishna las honró y consoló.<br />

El Hacedor del Día se retiraba y pronto llegaría el momento de su reposo. Era<br />

costumbre mía unirme a la gente para las plegarias del atardecer, pero ahora envié a buscar<br />

a los niños. Quería que Vajra oyera las historias del más grande de los miembros de su<br />

linaje. Los bardos de Indraprastha no tardarían en despertarlo cada mañana con los cantares<br />

de las gestas de sus ancestros, pero nadie podía encender la llama del espíritu de Krishna<br />

como Daruka.<br />

“El hermano de Kamsa descendió sobre Mathura con un ejército. Yo llevé a Sri<br />

Krishna a enfrentarlo. Todo el mundo quiso unirse a nosotros. Bajo Sri Krishna nuestro<br />

espíritu era como un viento poderoso.”<br />

Los niños, con el cabello mojado aún de nadar y pegado a sus mejillas, entraron en<br />

el pabellón.<br />

“¿Por qué no se puso la corona en la cabeza, después de matar a Kamsa y a su<br />

hermano?”, preguntó Vajra.<br />

Daruka le sonrió, le acarició el pelo y le habló del coraje y de la ausencia de<br />

ambición. Los muchachos escucharon con ojos como platos el relato que Daruka les hizo<br />

de los asedios a Mathura.<br />

Cada año después del monzón, Jarasandha enviaba su ejército a atacar Mathura a<br />

pesar de la resistencia de aquel pueblo que se había librado de la tiranía por fin. Los<br />

120


Yadavas que huyeran de Kamsa habían retornado y la ley se había restablecido. Las tierras<br />

y riquezas robadas por Kamsa retornaron a sus legítimos dueños. Para impedir luchas<br />

intestinas entre los clanes reales, se organizó la boda del jefe Vrishni Akrura con la hija de<br />

Ugrasena. Algunas de estas cosas yo las había conocido y otras no. Viniendo de Daruka<br />

resultaban frescas, novedosas. Pregunté a Daruka algo que siempre me había inquietado:<br />

¿habrían sido distintas las cosas, si Krishna hubiera aceptado la corona? Nadie se la habría<br />

disputado, eso al menos lo sabía. ¿Hubiese frenado la rivalidad entre los clanes,<br />

soldándolos de una vez? Ugrasena, el padre de Kamsa, había sido débil; de otro modo,<br />

Kamsa, para empezar, no le habría arrebatado nunca el poder.<br />

“Príncipe Arjuna, todos nosotros descendimos de aldeas Gokula cuando muchachos.<br />

Krishna era nuestro líder y estaba lleno de ardor y coraje, y todo el mundo podía ver que<br />

era noble pero, extrañamente, nada ambicioso. Siempre decía que su trabajo era de otra<br />

naturaleza. Esto era antes, desde luego, de que él y Sri Balarama fuesen a estudiar con el<br />

guru Sandiyani y Ghora Angirasa. Cuando regresaron, Sri Krishna comenzó a organizar a<br />

la gente y a inspirarlos. Cuando hablaba, a todos nos llenaba la energía de los dioses. Fue<br />

entonces cuando Jarasandha empezó a atacar. ‘Ese vaquerizo’, decía, como siempre al<br />

referirse a Sri Krishna simulando ignorar su origen noble, ‘ha de recibir una lección’. Lo<br />

que lo encolerizaba era que ningún Yadava hubiera pensado en castigar al ‘advenedizo’.<br />

Además, el ejército estaba con Krishna y Kamsa, yerno de Jarasandha, no había muerto<br />

siquiera en batalla, sino en una palestra.”<br />

Recordé entonces y vi el sentido de las palabras de Jarasandha a su hijo, tan a<br />

menudo citadas, que quería saber por qué su padre necesitaba a Sisupala de los Chedis y a<br />

Rukmin de Vidharbha y a Dantavaktra de Karusha y al rey de Paundra para derrotar a<br />

Mathura, cuyas huestes estaban llenas de boyeros. Jarasandha le respondía que cada<br />

Yadava luchaba por su libertad y no por la paga del soldado.<br />

Y de libertad hablábamos aquí a los niños que nos escuchaban.<br />

Así fue que los ataques llegaron cada año hasta que el consejo Yadava pidió a<br />

Krishna y a Balarama dejar Mathura, para poder vivir sin el miedo de aquella agresión<br />

anual.<br />

“Y así ocurrió, príncipe Arjuna, que unos años después toda una población de<br />

dieciocho clanes emigró del norte al sudoeste. Ahora, como la marea, retornamos. Cuando<br />

dejamos Mathura quemamos la ciudad. Esta vez Agni y Varuna han hecho el trabajo por<br />

nosotros. Dwaraka era inexpugnable desde el exterior. Sólo la locura de los hombres y de<br />

los elementos podía haber destruido la ciudad de Sri Krishna, la de las hermosas puertas y<br />

majestuosas mansiones. Nada queda ahora, pero cuando llegamos nada había tampoco,<br />

aparte de la ciudad en ruinas de Kushasthali. Mathura quedaba arrasada detrás de nosotros<br />

y, aunque no lo hubiera estado, ¿quién hubiera cruzado este inmenso desierto para volver<br />

allí? Nos sentíamos triunfantes. Había una fuerza imponente con nosotros. Y era Sri<br />

Krishna.” Daruka se volvió hacia los niños y dijo: “Ya veis, mis pequeños señores, la<br />

fuerza y el coraje son superiores a cualquier arma.” Y prosiguió: “No habría ya asedios que<br />

perturbasen nuestras vidas. Guru Parashurama había escogido bien cuando, muchos años<br />

atrás, convirtió en su fortaleza este lugar. Al gran fuerte de roca, a medias erigido por la<br />

naturaleza, nosotros le añadimos nuestras construcciones y defensas hasta que nos ofreció<br />

tanta protección que las mujeres solas habrían podido guardarlo contra cualquier ataque.<br />

Edificamos tantas puertas con arcos hermosos que un día la dama Subhadra, una niña<br />

pequeña aún, dijo que el lugar tenía que ser llamado Dwaraka, La Ciudad de las Puertas.<br />

121


“Gran parte de nuestro ganado había muerto durante el viaje, pero quedaba<br />

suficiente para que los gopas empezaran las cabañas otra vez y a cada uno se le dieron<br />

pastos generosos. Otros se dedicaron a la construcción de barcos y al comercio. La ciudad<br />

floreció. Tú mismo, príncipe, viste las anchas carreteras y sus panoramas, los árboles en<br />

flor y los jardines siempre en aumento. Donde Sri Krishna estaba, la vida y la belleza<br />

prosperaban. Los mejores de los artesanos y artistas acudían a él.”<br />

Y así había ocurrido, en efecto, en Indraprastha.<br />

“Nuestras puertas se abrían a los caminos del mar y los campesinos se hicieron<br />

mercadantes cubiertos de oro y de joyas. Yo mismo poseía riquezas.”<br />

Extendió las manos para hacer centellear sus anillos bajo la llama de la lámpara de<br />

manteca y dilató los ojos con rictus de dolor al cantar con su dulce voz de bardo:<br />

“...Pero Krishna era nuestra única riqueza.<br />

Él nos la ha robado<br />

Y se la lleva<br />

Por el camino desconocido.”<br />

Suspiró y reinició su relato. “Fue entonces cuando se eligió a tu tío Vasudeva como<br />

Señor de Dwaraka.”<br />

“Krishna aún evitaba la corona.”<br />

“Eso lo haría toda su vida.”<br />

Los niños se habían dormido. El hijo de Satyaki apoyaba la cabeza en mi hombro.<br />

Me inundó un fiero sentido protector y le presioné gentilmente la cabeza contra mi corazón.<br />

Cuando por fin alcanzamos las puertas de Indraprastha, nuestras sombrillas de seda<br />

estaban cubiertas de polvo y desgarradas. Éramos una andrajosa caravana. Aunque<br />

acampamos a algunas yojanas de la ciudad para darnos tiempo de ofrecer una imagen brava<br />

y acicalada, portábamos las huellas del desierto, en el que habíamos dejado parte de la<br />

substancia de nuestra propia carne. No tenía ni idea de si encontraríamos oposición en<br />

Indraprastha, pero había enviado con antelación mensajes de nuestro arribo. Llegado el<br />

momento, se nos dio la bienvenida. Los consejeros dejaron las puertas de la ciudad para<br />

recibirnos. El bosque Khandava, que quemáramos en otro tiempo, una vez más invadía el<br />

territorio con nuevos peligros de animales salvajes y tribus forajidas. Ladrones de ganado,<br />

sobre todo, descendían del noroeste. Estos peligros nos pusieron las cosas fáciles. El<br />

Regente, un primo lejano del joven Puru, que había muerto en una carrera de carros, era un<br />

hombre débil aunque cordial, a todas luces falto de madera de gobernante, y se alegró de<br />

poder desprenderse de aquella carga ingrata.<br />

Tras las primeras escaramuzas llegamos a un acuerdo con las tribus y establecimos<br />

una línea fronteriza. Conocían el arco y la flecha, pero no eran rivales para hombres<br />

entrenados por Satyaki y por mí mismo. El ganado de la región se había reducido mucho<br />

por los ataques de los lobos, los tigres y los incursores. Cuando hice entrada en<br />

Indraprastha después de limpiar parte del bosque al otro lado del Yamuna, fui saludado no<br />

sólo con mis nombres de Dhananjaya y Jishnu, sino también con el apelativo de Krishna,<br />

Govinda. Junto a mí en el carro, Krishna sonrió.<br />

La bienvenida que nos ofreció Indraprastha no era muy distinta de la que nos recibió<br />

cuando Krishna y yo vinimos a la ciudad tras el Kurukshetra: ansiaban un príncipe y<br />

alguien querido por Krishna respondía de modo especial a sus anhelos. La capital estaba<br />

122


vieja y ruinosa y desértica cuando llegamos a ella por primera vez, después de que nuestro<br />

tío Dhritarashtra nos la endosase. Vinimos justo a tiempo para salvarla del bosque, que la<br />

invadía por todos lados. Una ciudad no puede estar más tiempo sin gobernante; luego,<br />

muere. Ahora que bullía de preparativos para las festividades, era como si los gandharvas<br />

hubiesen descendido de nuevo para limpiarla y restaurarla. El espíritu de Maya inspiraba a<br />

albañiles y pintores y jardineros. Daruka se había convertido en mi confidente y sostén<br />

pero, si la obra había de continuar, debería dejarlo aquí como regente oficioso hasta que<br />

Vajra se hiciese mayor. Daruka era el oro que nada puede corromper y yo lo echaría de<br />

menos.<br />

Una vez más, Indraprastha vibraba de vida dichosa. Hojas de mango y caléndula<br />

adornaban las puertas. Auspiciosos motivos se trazaban con polvo de arroz y bermellón en<br />

las calles ante cada umbral. Los sacerdotes atendían el Homa e instruían a Vajra. Calor<br />

efundían las cocinas de palacio, donde había grandes cantidades de comida en constante<br />

preparación. E incienso ardía junto al lecho en la que fuera la habitación de mi madre y que<br />

una anciana dama había cuidado como un santuario.<br />

Al principio me resistí a visitar la Maya-sabha. Sin Krishna, ¿no me traería más<br />

dolor que dicha? Más tarde, un día sagrado de la mitad luminosa de la lunación, ordené a<br />

los sacerdotes observar todas las ceremonias que apaciguan el hado e hice que Daruka me<br />

llevase a la sabha. Una vez más dejé, en el umbral, que obrase su magia sobre mí. Una luz<br />

blanca purísima que avergonzaba al sol brillaba a través del edificio. “Construidla”, había<br />

dicho Krishna, “para que se desvanezcan la tristeza y el desánimo de todo el que entre<br />

aquí.” Era imposible decir si era la luz o la perfecta simetría de su forma lo que daba<br />

aquella paz, pues el corazón se elevaba para encontrar la luz y la mente se serenaba. Antes<br />

de cruzar el umbral, observé la ceremonia de entrada. Fui a sentarme donde siempre lo<br />

hiciera, a la derecha de Bhima, e intenté traer a la memoria aquellos días de gloria.<br />

Al menos la sabha había sido conservada a la perfección. El estanque de lotos<br />

resplandecía como el día de la inauguración, con flores blancas y magenta en tallos de<br />

esmeralda. Tortugas doradas se movían entre ellos y peces atigrados, de color naranja y oro<br />

y plata, relampagueaban... descendientes de los que Sahadeva trajera muchos años atrás,<br />

junto con perlas y corales, de sus conquistas en el sur y de la isla de la forma de las<br />

lágrimas.<br />

La brisa ondulaba el agua sobre el mármol, lavándonos de amargura. Alrededor de<br />

nosotros había árboles floridos y maderas de dulce fragancia, lagos en los que cisnes<br />

blancos se deslizaban con cuellos doblados como tallos de loto y patos que revolotearon al<br />

vernos llegar. Una brisa libre de corrupción me oreó una vez más, trayéndome recuerdos de<br />

Krishna. Reviví el día del fuego en el Khandava y vi de nuevo a Maya implorando por su<br />

vida cuando esta sabha no era más que un sueño de otro plano. “Construye algo para mi<br />

amigo”, le dijo Krishna. Amigo, primo, hermano... También éste fue un regalo suyo.<br />

¿Había algo de valor en mi vida que no lo fuese? Desde aquí partió para Dwaraka. Aquí nos<br />

abrazamos una vez hubo tomado el polvo de los pies de Yudhisthira y Draupadi, y recogido<br />

los mensajes de Subhadra para sus padres. Sí, a mí me guardó para el último instante.<br />

Daruka debió de seguir el curso de mis pensamientos, porque dijo: “Después de<br />

dejaros aquel día, camino de Dwaraka, me hizo girar el carro y pidió: ‘Daruka, llévame otra<br />

vez al príncipe Arjuna.’ Quería volver a despedirse de ti, a abrazarte. Sólo a ti.”<br />

Lo recordaba. No pude ni siquiera asentir con la cabeza. Tan próximas estaban las<br />

lágrimas que eran mitad desespero, mitad dulzura. Cuando vi su Vishwarupa, dentro de mí,<br />

en todas partes, me incliné ante él. Me incliné ahora ante él. Ante él me incliné...<br />

123


Recorrí con Daruka jardines y salones. En cada uno había un episodio de Krishna:<br />

lo que le dijera a Maya, un chiste que me contó sobre las tortugas, su reverencia por su tía,<br />

nuestra madre Kunti, a la que siempre hizo sentirse joven y hermosa...<br />

Visitamos la cámara de Draupadi. Nuestra reina había sido arrancada del sereno<br />

esplendor de estas habitaciones para ser apostada, enviada al exilio y a la servidumbre<br />

después; y más tarde, en el curso de diecinueve días, había sufrido la pérdida de toda su<br />

familia. Nuestras membranzas se hicieron silencio aquí.<br />

Su vieja sirviente nos enseñó el rodillo con el que molía y mezclaba las hierbas para<br />

los baños de Draupadi. Jarras de perfumes y espejos, con gemas incrustadas, brillaban bien<br />

bruñidos. La anciana captó la mirada dolorosa que cruzamos Daruka y yo, y con la audacia<br />

de alguien que ha sobrevivido a los desastres saltó: “Ay, bien podéis miraros. Nadie la<br />

entendió, más que Krishna. Si no hubiera sido por él, la habríais dejado morir de<br />

vergüenza.”<br />

Había esperado todos estos años para decir lo que pensaba, guardando los aposentos<br />

de su señora tan fieramente como una tigresa sus cachorros.<br />

“Tenía la lengua afilada, quizás”, murmuró la mujer, “y acaso razones para que así<br />

fuera, pero en su interior era gentil. Los que la servíamos lo sabíamos, igual que Krishna, y<br />

su tía, vuestra madre, también.” Y siguió con más dulzura: “Que todos sus sufrimientos<br />

consuman los pecados de otra vidas y prevengan los percances de las futuras. Ninguna<br />

señora ha sufrido como la mía. Que el mal de este mundo mengüe por sus ordalías.”<br />

Tales pensamientos de compensación la serenaron, tocó mis pies, invocó una<br />

bendición sobre nosotros y se retiró.<br />

124


CAPÍTULO XXXI<br />

Invitaciones se mandaron para el abhisheka real. Al haber sido en tiempos la capital<br />

imperial de Yudhisthira, Indraprastha era aún un enclave de poder y gozaba de un aire de la<br />

gracia de Krishna. ¿Cómo decirlo? Había una ligereza en la atmósfera y el corazón, una<br />

desenfadada sensación de la risa de Krishna que Hastina, a pesar de toda su opulencia, no<br />

podía igualar.<br />

A la espera de coronar a aquel rey niño, los caminos de Indraprastha estaban llenos<br />

de guirnaldas y las calles, rociadas de agua aromada, lucían la evidencia permanente de las<br />

joyas y finas vestiduras de sus habitantes. Cada día nos llevaba Daruka a Vajra y a mí,<br />

protegidos bajo la sombrilla real, por la ciudad. Vajra, con sus sedas doradas, a todos nos<br />

recordaba a Krishna. Tenía la sonrisa y el encanto Vrishni, y se comportaba en público con<br />

natural dignidad. Cuando la gente nos saludaba y él alzaba sus manos juntas en respuesta,<br />

todo el mundo clamaba: “¡Victoria a la simiente de Krishna! ¡Victoria a Dhananjaya!” Al<br />

llegar a palacio, veíamos el suelo del carruaje cubierto de flores y de grano auspicioso. En<br />

las calles más estrechas, la gente se asomaba a los balcones y descolgaban sartas de flores<br />

que nos rozaban las mejillas. La madre de Vajra y su tía, con los hijos de Kritavarman y<br />

Satyaki, sentadas detrás de nosotros en esas ocasiones, recibían su porción de flores<br />

también. Por fin volvían a gozar aquellas viudas de algunas de las dichas de la maternidad.<br />

Daruka y yo, recordando a Jhillin, que había tratado de envenenarnos a Krishna y a<br />

mí, hubiésemos preferido no apartarnos de las calles más abiertas. Pero un día Vajra,<br />

diciendo que necesitaba ver a todo su pueblo, insistió en pasar por los barrios más modestos<br />

también. Estaba a punto de reprenderlo cuando capté la mirada de Daruka; observé a Vajra<br />

y pensé: Su camino pertenece a los dioses. No hay escudos contra el hado ni se puede<br />

escapar a una flecha predestinada.<br />

Al girar por un recodo de la vía nos encontramos en un callejón sin salida entre<br />

árboles kadamba y muros ruinosos. Vajra y yo vimos aquella cosa al mismo tiempo: un<br />

montón de harapos yaciendo en la cuneta. Un hombre viejo, muy viejo, con el pelo<br />

enmarañado y extraños ojos claros, emergió de ellos. Oí a Daruka contener el aliento. Yo<br />

tenía una mano en el Gandiva y la otra lista para hundirse en el carcaj. Daruka giraba ya las<br />

cabezas de los caballos. El lugar era perfecto para una emboscada y, sin embargo, nadie<br />

había podido saber que vendríamos por este camino. Daruka levantó el brazo del látigo. La<br />

faz del anciano resplandeció con una sonrisa que lo señalaba como sabio o como lunático.<br />

“¿Qué haces aquí?”, le pregunté ásperamente. Vajra me dirigió de inmediato una<br />

mirada de reproche.<br />

“Lo mismo que tú, mi señor”, repuso con voz fuerte y resonante. Tenía que estar<br />

loco.<br />

“Palabras de esas les han costado la cabeza a hombres mejores que tú...” El<br />

kshatriya en mí no podía hablarle de otro modo, pero algo me hizo añadir: “... abuelo.”<br />

“Mi señor, que pequeño precio, pues...”, y sonrió a Vajra, “...por ver otra vez a mi<br />

Señor Krishna.”<br />

Daruka bajó el brazo. Otro callejón sin salida era éste y yo no sabía cómo retirarme.<br />

A los kshatriyas no se nos enseña a ceder ni a disculparnos. Quizás no fuera insolencia,<br />

pero al atardecer la historia estaría en todas partes.<br />

“Krishna no existe ya, ¿sabes?”, dijo Vajra con gentileza.<br />

125


“No. Él vive.”<br />

Se me erizó el vello de la nuca. ¿Qué dios había puesto este mensajero ante<br />

nosotros? Tras una pausa, dije: “¿Es eso farfullar o sabes lo que estás diciendo, padre?”<br />

“Lo sé”, dijo el hombre, “y tú lo sabes también.” Había ignorado ahora el ‘mi<br />

señor’, pero yo estaba más allá de darle importancia. “Sri Krishna vive... y no sólo en la<br />

memoria de un anciano que os vio a él y a ti construir esta ciudad y honrar el Rajasuya.<br />

Mientras los hombres pisen esta Madre Tierra, él vivirá.”<br />

Ecos de la profecía del Gran Patriarca Bhishma antes de la muerte de Sisupala<br />

pulsaban en sus palabras. ¿Y de quién eran tales palabras? En este momento, yo era el rey<br />

aquí y poner en orden el reino, mi misión. Pero, por la Gracia de los dioses, este anciano<br />

había puesto orden en mi mente y corazón.<br />

Inclinándose ante nosotros y elevando sus manos juntas, sonrió a Vajra otra vez y se<br />

dio la vuelta, se apoyó en su bastón y partió trastabillando. Algunos de nuestros escoltas<br />

habían tomado el recodo. Le hice señal a Daruka de que los despidiese. Sabía quién había<br />

hablado por aquella boca desdentada y ahora lo veía en todas partes. No sólo en los ojos de<br />

Vajra sino en Daruka y su mano del látigo, en los caballos y en los árboles kadamba.<br />

Estaba vivo.<br />

LA CORONACIÓN<br />

Esperamos el día en que los astros fuesen favorables para el baño de coronación de<br />

Vajra. Los sacerdotes habían pospuesto dos veces ya la ceremonia y yo tuve que<br />

recordarles que un trono vacío engendra ambición. Daruka dijo que sus vacilaciones<br />

radicaban sobre todo en su deseo de que me quedase en Indraprastha el mayor tiempo<br />

posible. Creí que acaso era él quien daba voz a su propio afán; pero, en efecto, una<br />

delegación de consejeros y preeminentes ciudadanos vino a preguntarme si me quedaría<br />

como Regente. Que alguien llegase a sugerir que pudiese separarme de mis hermanos era<br />

para mí una novedad. Cuando así lo dije, un anciano brahmín, alzando las manos juntas y<br />

sonriendo, replicó con picardía: “Pero a ti te gusta más esto, príncipe Arjuna.”<br />

Toda la asamblea estalló en carcajadas. Una vez tomado y bien saboreado el primer<br />

bocado de esta verdad, otros metieron los dedos en el plato.<br />

“¿Qué fue lo primero que hiciste después del Kurukshetra, príncipe Arjuna?”<br />

“No fuiste a una peregrinación sagrada, príncipe. Viniste aquí.”<br />

“Y eso fue la peregrinación del príncipe.”<br />

Y mientras se lo oía decir, yo sabía que tenían razón.<br />

El trato había sido siempre menos formal aquí que en Hastina. Ello era obra de<br />

Krishna, de los tiempos en que construyó la ciudad con nosotros; ahora, con Yudhisthira en<br />

la capital, la gente de este lugar no podía seguir reprimiendo su afecto por mí. Sentí<br />

lágrimas acudirme a los ojos y vi ojos brillantes por todas partes alrededor. Sin palabras me<br />

decían que, aunque Krishna ya no estaba con nosotros, ellos me daban todo el amor que<br />

aquél habría querido para mí. Era estar en casa, y en familia. Si hubiera podido traerme a<br />

Subhadra y a Parikshita, quizás mi corazón hubiera clamado por aceptar su proposición...<br />

pero a pesar de ello, y por mucho que quisiera negarlo, yo era todavía un dedo de la mano<br />

Pandava, el hijo medio, el tercero de madre Kunti, y les había dado a ella y a Krishna mi<br />

palabra de kshatriya que de los cinco seríamos siempre uno.<br />

126


Daruka trabajaba sin descanso en los preparativos con los sacerdotes y en la<br />

ornamentación de la sabha. Empezaron a llegar los reyes de la región circundante con finos<br />

presentes para el joven rey: corceles y ponis, ganado, gemas, pieles y carros de juguete<br />

tirados por entrenadas tortugas. Pero lo que más le gustaba a Vajra eran las cacatúas y loros<br />

parlantes. Había una cacatúa que decía: “¡Larga vida al príncipe Vajra!” Y otras replicaban:<br />

“¡Él es el príncipe Vajra!” Otra repetía: “¡Victoria a la simiente de Krishna!” Y aun otra:<br />

“¿Has adorado al Hacedor del Día?” Cuando los nobles entraban en la cámara de los loros,<br />

las aves decían: “Por favor, tomad asiento.” Y cuando lo hacían los sirvientes: “Traed<br />

refrescos.” El tiempo de duelo había pasado.<br />

Había sabido que Vajra se vería esplendoroso con las sedas doradas que siempre<br />

vestía, pero no estaba preparado para el fulgor de su rostro. Desde la alta y alhajada<br />

plataforma que se usó para el Rajasuya de Yudhisthira, escuchó los cánticos con los ojos<br />

cerrados, introvertido durante toda la ceremonia. Yo me hallaba a su derecha, mientras que<br />

Daruka sostenía la sombrilla regia desde detrás. Habíamos nombrado a los hijos de<br />

Kritavarman y Satyaki protectores de la ceremonia y allí estaban, orgullosos, de pie y con<br />

las espadas desenvainadas, henchido el pecho desnudo y mozo, enjoyado. Pronto nos<br />

marcharíamos y llegaría su turno entonces. Después, el de Parikshita. Una vez sentado este<br />

último en el trono, mi tarea quedaría, por fin, terminada.<br />

Lágrimas cayeron lentas por el rostro sereno de Vajra. Había un auténtico rey aquí<br />

en cierne que todo el mundo podía ver. Los cubos de oro del Rajasuya de Yudhisthira<br />

derramaron sobre su cabeza y sus hombros el agua de los ríos sagrados. Aquel cabello<br />

mojado lo hizo parecer otra vez el niño que había trepado por la orilla del río bajo la<br />

reprimenda de su nodriza. Pero éste no era un niño ya. Cuando abrió los párpados un<br />

monarca miró desde aquellos ojos al mundo.<br />

Los consejeros y todos los principales de la ciudad realizaron pradakshina y se<br />

inclinaron ante él, mientras Vajra permanecía sentado con una pierna doblada en el trono y<br />

la otra estirada hacia el escabel de oro, en la postura ritual de la realeza. Para terminar, le<br />

ceñí a la cintura una espada que nuestro maestro armero había forjado para él con el<br />

Garuda, el emblema de Krishna, en la hoja y otro de gemas en la empuñadura. Yo había<br />

encargado la fabricación de un carro de madera de acacia, de los árboles que taláramos a<br />

nuestra llegada. tenía leones en los cubos de las ruedas y cisnes de ojos que eran joyas<br />

corrían por los postes que sostenían la cubierta dorada. Elefantes labrados lo miraban desde<br />

el techo del vehículo.<br />

Al día siguiente de la coronación, le pregunté a Vajra si había pensado en escoger su<br />

propio emblema. Dijo que sí lo había hecho: un sol con muchos rayos. Dijo que quería ser<br />

una ayuda para todo el mundo y brillar sobre su pueblo como el sol. Hicimos, pues, un<br />

estandarte para su carro y otro para el palacio. Ahora, empezó a soñar con Krishna y con su<br />

padre. En sus sueños, éstos prometían guiarlo; los mantras estaban otorgándole su gracia<br />

ya. El patriarca Vyasa había dicho siempre que los mantras del abhisheka, en los reyes<br />

como Duryodhana y Jarasandha, resbalaban como agua por el dorso de un cisne, pero que<br />

en un alma elegida obraban una transformación.<br />

Cuando estaba con Daruka y conmigo, Vajra podía ser travieso aún, pero también<br />

hablar con acertada gravedad. Gravedad era lo que había en sus ojos al realizar los ritos<br />

previos a mi partida. Habría querido llorar, pero nos condujo a las puertas de la ciudad con<br />

la sonrisa de un guerrero, bien alta la cabeza, los hombros erguidos y su bandera del sol<br />

radiante tremolando ligera en la brisa.<br />

127


Tal como yo lo hiciera por Krishna, Vajra condujo mi carro hasta las afueras de la<br />

ciudad. Tenía un tacto seguro y ligero con los caballos y sujetaba con confianza las riendas.<br />

No hallé palabras cuando las puso en mis manos y bajó del carruaje. Para no lastrar<br />

nuestros últimos momentos juntos con innecesarios consejos, me limité a asentir con la<br />

cabeza mientras señalaba el estandarte. El se mordió el labio, respondió con un gesto de<br />

cabeza similar y, alzando hacia mí sus ojos brillantes de lágrimas, logró dibujar una sonrisa<br />

ancha y trémula.<br />

Vajra se me había vuelto muy querido y prescindir de Daruka y de él me traía<br />

soledad. Sin embargo, nuestra caravana se había reducido mucho y ello me tranquilizaba.<br />

Aún seguían conmigo algunos miles de ancianos, mujeres y niños, así como gran número<br />

de animales de carga que portaban sus posesiones. Pronto me perdí a mí mismo<br />

organizando largas sartas de animales y carros entre el gruñido de los camellos y relinchos<br />

de caballos. Una vez más, nuestros días se colmaron de los gritos de los gajarohas a sus<br />

elefantes y de los aurigas a los corceles de sus carruajes. Los varandakas de las damas<br />

tenían cortinas de seda nuevas que corrían contra el sol y otras de cuero para las noches<br />

frías. También las sombrillas de seda habían sido restauradas y alegres se mecían mientras<br />

marchábamos al norte, a Martikavarta, donde el hijo de Kritavarman había de ser coronado.<br />

No tenía éste la calidad de Parikshita o de Vajra, pues era manso y hasta cierto<br />

punto timorato. Después de todo, había presenciado cosas terribles, pero no había en él<br />

maldad y sí muchas cosas buenas. Quizás los mantras del abhisheka le dieran la fuerza que<br />

necesitaba, porque su reino junto al Saraswati tenía bosques a cada lado: el Kamyaka hacia<br />

el noreste y, al oeste, la parte septentrional del Khandava. Al norte tenía a los Vahlikas, los<br />

Madras y los Kekayas, y necesitaría buen consejo y hábil diplomacia para conservar su<br />

reino. Vajra, esto lo sabía yo, sería su más poderoso aliado; pero aun así, mucho dependería<br />

de él. Era también deber de un rey extender sus fronteras: sin un gobernante fuerte,<br />

Martikavarta resultaría un exquisito bocado para cualquiera con el ojo puesto en la<br />

conquista. Vajra y Parikshita podrían ser fácilmente arrastrados a un ciclo interminable de<br />

guerras por su deber social de vengar a los parientes. Si Krishna no hubiese prometido un<br />

reinado pacífico para estos jóvenes monarcas, tales circunstancias me habrían causado gran<br />

preocupación, o desespero. Fuese como fuese, tenía una sensación de misión cumplida.<br />

Daruka y Vajra estaban a salvo en Indraprastha y pronto el resto se hallaría instalado<br />

también.<br />

No hacía dos días que partiéramos de Indraprastha cuando, a primeras horas de la<br />

tarde, uno de mis capitanes cabalgó hasta mí. Detrás de nosotros, la caravana se había<br />

detenido. Una de las damas de la Casa de Kritavarman estaba dando a luz. Las sombrillas<br />

blancas se balancearon y los estandartes desfallecieron al detenernos con aquel recrujir de<br />

carromatos y gritar de cocheros. Di orden de levantar el campo para la noche.<br />

Conocía a la mujer. Era la prima de Satyaki, una joven viuda. Estuvo de parto toda<br />

la noche y, cuando el niño nació por fin al amanecer, mandó pedirme que fuese a darle un<br />

nombre. Cabalgué a su pabellón con una bolsa de oro envuelta en seda. Pusieron el niño en<br />

mis brazos. Contempló mi rostro con los ojos inteligentes de su clan, que tan familiares me<br />

eran, y en mi corazón brotó la esperanza.<br />

“Todo lo que estamos haciendo es por ti, ¿sabes?”, le dije al pequeño.<br />

Cerró los dedos alrededor de mi pulgar. Por primera vez desde Dwaraka, sentí a mi<br />

alma descender para bendecir mi cuerpo y ligarlo de nuevo a la humanidad. Sentí el<br />

movimiento recreador de la Naturaleza. Sentí el dolor de la madre a través del que había<br />

llegado aquella criatura, el miedo que el alma debe sufrir al emerger a la oscuridad de esta<br />

128


vida nuestra que es caos. Permanecí sobrecogido ante aquel pequeño bulto. Sobrecogido<br />

por el coraje del alma... y tan profundo gozo y esperanza brotaron en mí que pensé que<br />

debían de estar penetrando en la pequeña criatura que tenía en los brazos.<br />

“Tú eres el futuro. Has venido para abrirnos camino al nuevo mundo de Krishna, así<br />

que no nos defraudes. Te llamaremos Vijaya.”<br />

Los hombres alrededor murmuraron: “¡Sadhu!”<br />

El sol salía ya.<br />

“Tú has hecho ya tus abluciones”, le dije a Vijaya. “Ahora debo ir a las mías yo.”<br />

Se lo entregué a su tía radiante, que se deslizó de nuevo al interior de la tienda con<br />

el niño abrazado contra su corazón. Yo me volví y caminé hacia el río.<br />

He amado siempre el agua y los juegos acuáticos, y el pequeño me había levantado<br />

el espíritu. El agua es la gran purificadora. Cura de todo mal. El mismo Hacedor del Día es<br />

hijo de las aguas. El patriarca Vyasa decía siempre que ambos eran inseparables. Cuando el<br />

río empezó a resplandecer con el Hacedor del Día, una plegaria surgió de mí, algo que le<br />

oyera al patriarca.<br />

“Oh Aguas colmadas de bálsamo reparador<br />

De las que mi cuerpo a salvo estará,<br />

Venid, que por mucho tiempo pueda ver el sol.”<br />

Agua vertí sobre mi cabeza con manos acopadas.<br />

“Cualquiera que sea el pecado hallado en mí,<br />

Cualquiera mi falta cometida,<br />

Ya haya mentido o jurado en falso,<br />

Agua, aléjalo de mí.”<br />

Elevé agua en mis palmas y di gracias al Hacedor del Día por toda la vida, y por<br />

Vijaya en particular. De nuevo tomé un poco más para verter una bendición sobre mi propia<br />

cabeza. Ya me había tornado para salir del río, cuando algo me hizo girarme otra vez hacia<br />

el este. Era un himno que manaba de mí en gratitud a este dador de la vida, a este dador de<br />

Vijaya:<br />

“Todo radiante del seno del Alba,<br />

Surya, dicha de los cantores, asciende ahora<br />

Brillante, presciente, a los cielos.<br />

Lejos está su meta, se apresura él, luz derramando.<br />

Inspirados por él, los hombres acuden a sus tareas,<br />

Cumpliendo sus funciones, sean las que sean.”<br />

Las últimas palabras surgieron en un chorro de esperanza que la mirada de Vijaya<br />

había despertado en mí.<br />

El campo bullía de actividad con los preparativos para reemprender la marcha.<br />

Arriba y abajo corrían sirvientes con bandejas de pan y miel y grandes jarras de leche en la<br />

cabeza, mientras los mozos ponían el arnés a los caballos y se subían los varandakas a los<br />

elefantes arrodillados. Cabalgué hacia uno y otro extremo de nuestra columna para<br />

mantener alertas a los hombres pero, en realidad, mi estímulo era innecesario: una energía<br />

129


especial parecía inflamar el aire. Noticias del nacimiento de Vijaya habían recorrido toda<br />

nuestra caravana y su efecto era el de los buenos presagios: un nuevo comienzo, una<br />

esperanza que se nos daba, la promesa de que la vida continuaría. Vijaya era el futuro en el<br />

que la vida conquistaría a la muerte. Vijaya era todas las promesas de Krishna.<br />

Pronto fueron los camellos los que absorbieron casi toda mi atención. No hay nada<br />

más seguro que una recua de camellos para cruzar el desierto o un terreno rocoso. Mientras<br />

mordisqueen las plantas jugosas que necesitan para sobrevivir, pueden prescindir del agua<br />

durante nueve o diez lunas, el tiempo que había tardado Vijaya en convertirse de semilla en<br />

criatura. Cabalgué a lo largo de la línea impartiendo consejo a los mozos. Un inmenso<br />

camello dilataba inquieto sus anchas fosas nasales cuando intentaban ponerle las riendas.<br />

Tenía allí una pequeña herida e hice que le aplicaran un poco de bálsamo. Estiró su largo<br />

cuello hacia mí y me acarició la mano con el hocico. Sus hermanos entonaron su protesta<br />

peculiar cuando sus lomos masivos fueron cargados de alforjas y de nuestras calabazas de<br />

agua. Éstas serían nuestra vida en los próximos días. Satisfecho de cómo iban las cosas, me<br />

fui a almorzar.<br />

Entonces lo percibí.<br />

Salté de mi montura, que tenía tiesas las orejas y vueltas hacia adelante. Ahora,<br />

podía sentirlo bajo mis pies. Me arrojé a tierra para poner el oído en el suelo y vi a dos de<br />

mis capitanes hacer lo mismo. No había posibilidad de error: el tambor de un millar de<br />

cascos de caballo y el estrépito de las ruedas de los carros cayendo veloces sobre nosotros<br />

desde el noroeste.<br />

Soplé mi Devadatta, un desesperado gemido.<br />

Dos de mis capitanes respondieron con sus caracolas. Los hombres corrían por todas<br />

partes. Algunos de los animales empezaron a corcovear y encabritarse. Un camello coceó<br />

un fardo que había tras él y lo rompió, esparciendo sedas y collares. Un rollo de ropa<br />

multicolor rodó delante de mí. Salté sobre él gritando órdenes a mis hombres. Sabía lo que<br />

nos amenazaba. Había tropezado ya con tribus de saqueadores del desierto, cuando el<br />

caballo sacrificial me guió hasta ellas. En aquella ocasión compartieron conmigo su comida<br />

y me ofrecieron una mujer, pero esta vez venían a por nosotros. Si su hospitalidad era bien<br />

conocida, no lo era menos su ferocidad.<br />

Ordené a parte de mis hombres proteger a las mujeres y a los niños. A algunas de<br />

las mujeres Vrishni y Bhoja entrenadas al arco las puse de guardia alrededor del recién<br />

nacido. Después, invoqué a Pusan, Señor de los Caminos.<br />

“Viajeros somos y en tus manos estamos,<br />

Que del desvalido cuidan y del cansado<br />

Y los guían al fuego de sus hogares.<br />

Tú eres el amigo de todo necesitado.”<br />

No hubo tiempo para más invocaciones antes de ver tremolar el horizonte.<br />

Rápido, exhorté a mis hombres: “Cuando les veamos el blanco de los ojos y sople a<br />

Devadatta, disparad vuestras flechas con el rostro hacia el enemigo. Que ninguna espalda se<br />

convierta en blanco. El Patala aguarda al cobarde. Que nadie se deshonre. Que Madre<br />

Durga, protectora de los ejércitos de causa justa, ponga sus pechos no arios bajo nuestros<br />

pies y haga que nuestras flechas les colmen la carne.”<br />

Los hombres lanzaron sus vítores y gritaron: “¡Madre Durga!”<br />

130


Desafíos inflamaron el aire antes de que el enemigo estuviera a la vista. Estos son<br />

los sonidos que te remueven la sangre para la batalla. Las cuerdas fueron tañidas, luego<br />

tensadas, después tañidas otra vez, dando lugar a la música que yo amo. Las espadas<br />

vibraron y el suelo retumbó con las carreras de los hombres. El cielo estaba azul, despejado.<br />

Una jubilosa furia de combate ascendió por el suelo hasta mi cuerpo, pero no me alcanzó la<br />

cabeza... Me sacudí un momentáneo recelo... Estaba en una misión de Krishna. Soplé<br />

Devadatta y cargamos.<br />

El horizonte se oscureció y se movió despacio para recibirnos. Mi furia de batalla<br />

creció e hice sonar a Devadatta otra vez. Nos acercamos a todo galope y el tronar de los<br />

cascos conmovía la tierra bajo nosotros. Vi sus capacetes hechos de piel animal. Nos<br />

superaban, al menos, a razón de diez contra uno; pero yo sabía que, aunque eran los jinetes<br />

más veloces, estos guerreros del desierto tenían escasa destreza con el arco. Eran tribus<br />

salvajes, no tropas instruidas, y no tenían nada comparable al código Ario de protección de<br />

los débiles, las mujeres y los niños.<br />

Estábamos al alcance de los arcos ya. De pronto, las manchas borrosas partidas por<br />

crecientes de blancas dentaduras tomaron forma de rostros con sus muecas de odio,<br />

insolencia, maldad... Grité a mi auriga y penetramos en la marea hostil, que fluyó por cada<br />

uno de nuestros lados. Había escogido mi blanco, un hombre enorme de barba salvaje, uno<br />

de los líderes que urgía a sus jinetes a avanzar. Mi mano se hundió en la aljaba y puso la<br />

flecha en la cuerda del arco, pero mis dedos eran torpes. Me faltaba la fuerza o la destreza.<br />

Busqué en mí mismo el miedo. A los hombres los hace torpes el miedo, pero yo no podía<br />

encontrarlo en mí; sólo hallaba esa impotencia como cuando sueñas que quieres correr y las<br />

piernas no te obedecen. Quizá soñaba esto también; soñaba que esta tribu nomádica de<br />

malos augurios se precipitaba contra nosotros. Quizá había soñado a Krishna muerto y a<br />

Dwaraka bajo el mar. Seguro que ahora despertaría para descubrir mi mano entumecida de<br />

dormir sobre ella. Pero no despertaba. Pasé el arco a mi otra mano. Aún titubeaban mis<br />

dedos intentado flechar el arco. Pero lo hice al fin.<br />

Creció en mí la sensación de extrañeza. El enemigo estaba por todas partes,<br />

distorsionados los rostros por el ansia de saqueo y de sangre. Yo era un blanco fácil. El<br />

hombre ante mí tenía la boca abierta, preparada para rugir su insulto. Yo le arrojé mi<br />

desafío kshatriya, aunque él no lo era. Mi brazo no lograba hacer retroceder la cuerda del<br />

arco más allá de mi pecho. Tuve que dejar volar aquella flecha débil que, aunque el rufián<br />

estaba casi sobre mí, cayó al suelo, delante de los cascos de su caballo. Justo entonces, el<br />

proyectil de uno de mis capitanes le halló la garganta y me salvó. Pero todo lo que sabía yo<br />

era que allí en el polvo, con mi floja saeta, pisoteado por los caballos yacía mi orgullo.<br />

Escogí a otro forajido, ancho y tremebundo, que azuzaba a los que cabalgaban detrás con el<br />

arco en alto sobre la cabeza. Capté su mirada y le grité mi desafío. Sus ojos saltones,<br />

desafiantes, permanecieron clavados en los míos mientras se precipitaba sobre mí,<br />

bramando. Cambié vacilante el arco a mi mano derecha; él, mofándose, pasó a todo galope<br />

junto a mí y me gritó: “¡Fuera de mi camino, eunuco!” Traté de pronunciar el mantra de un<br />

astra... pero no acudía a mi mente.<br />

Alrededor, todos mis soldados disparaban al enemigo en incesantes descargas, pero<br />

ninguna flecha era mía.<br />

La vergüenza ahogó mi furia de batalla. Rostros de matanza y violación pasaron<br />

junto a mí burlándose, riendo, arrojando sus insultos. Me había hecho indigno de sus<br />

flechas, de sus espadas. Habían roto nuestras líneas y galopaban hacia la caravana, dejando<br />

tras ellos su hedor tribal. Todo lo que pudimos hacer fue dar la vuelta y seguirlos.<br />

131


Cuando vi que no podía hacer nada mejor que dispararle una flecha a la grupa de un<br />

caballo, mi mente se convirtió en un caos y mis últimas fuerzas se desjugaron como la<br />

sangre que escapa de una herida mortal. Tan torpemente manipulé mi nueva saeta que cayó<br />

a mis pies y, aunque pude armar la siguiente en el arco, mi brazo se negó a obedecerme. El<br />

enemigo podía haberme matado, pero en lugar de ello pasaba por delante de mí,<br />

abucheándome. No era yo para ellos peligro. No era Arjuna.<br />

Nuestras mujeres gritaban ahora de terror, con los forajidos sobre ellas. Vi a una<br />

muchacha tomada al galope y puesta de través sobre el caballo. El jinete tenía entre los<br />

dientes el cuchillo y sus ojos centellearon burlescos cuando pasó frente a mí y partió<br />

cabalgando. A estas alturas, estaban por todas partes, acuchillando las cortinas de cuero de<br />

las tiendas y literas, y fustigando a los sirvientes que intentaban proteger a sus señoras.<br />

Viéndome incapaz y desvalido, también mis hombres perdieron el ánimo. Aunque muchos<br />

de los atacantes habían caído, una vez dentro del campamento, apenas se atrevieron mis<br />

soldados a disparar por miedo de herir a las mujeres. Yo solté a uno de los brutos de mi<br />

carro, lo monté y cargué golpeando con los cuernos del Gandiva, mientras gritaba a las<br />

mujeres que se dispersaran; pero el pánico las tenía apiñadas, gimiendo como aves<br />

desvalidas.<br />

Los saqueadores habían traído carros tirados por sus rápidos caballos de Sindh. A<br />

ellos arrojaron las mujeres junto con los fardos de sedas y los sacos de grano y oro. Vi un<br />

cubo del precioso metal destinado a la coronación del hijo de Kritavarman usado para<br />

aporrear a una mujer que gritaba al ser arrastrada por el pelo.<br />

Cuando hubieron cogido todo lo que querían, lentos y torpes bajo el peso del botín,<br />

se convirtieron en fáciles blancos. Envié a la mitad de mis hombres tras ellos. Muchas<br />

mujeres fueron rescatadas, una de las cuales se suicidó tirándose al río nada más regresar.<br />

Ni el recién nacido Vijaya ni su madre sobrevivieron y su valiente hermana, que los<br />

había protegido con el arco, yacía ahora moribunda con una flecha hincada en el pecho. Sus<br />

manos se movían inquietas alrededor del dardo. Al arrodillarme junto a ella, sus ojos<br />

suplicaron por la liberación de su alma. Si le extraía la flecha, su vida surgiría con ella.<br />

Busqué una última palabra que decir, pero no encontré ninguna y, meneando la cabeza,<br />

murmuré una plegaria a Pusan, que conoce los estrechos y los anchos caminos entre la<br />

tierra y el cielo. Aún sus ojos me imploraban y comprendí que quería que le dijese que<br />

Vijaya estaba vivo aún. Me esforcé en pergeñar una mentira, que los shastras permiten<br />

decir a una mujer; pero nunca me ha resultado más fácil mentir a una mujer que a un<br />

hombre y ahora, aunque deseaba hacerlo, las palabras se me hincaban en la garganta tan<br />

enconadamente como la flecha en el pecho de la muchacha. Ella comprendió. La boca se le<br />

torció en un rictus de amargura y sus manos se tensaron con fuerza y rabia repentinas en el<br />

asta del proyectil. Sus ojos se clavaron desesperados en los míos.<br />

“Pusan está aquí”, le dije. “Él nunca deja a nadie en los espacios desconocidos. Él<br />

os protegerá a Vijaya y a ti.”<br />

Apartó los ojos y luego los fijó de nuevo en mí.<br />

“¿Quieres que sea ahora?”<br />

Sus ojos me miraron salvajes. Le acaricié la frente y sus párpados se cerraron.<br />

Cuando volvió a mirarme, vi que estaba preparada. Rápidamente le arranqué la flecha y su<br />

vida, con un suspiro grande, escapó con ella. Por fin la paz le compuso el rostro.<br />

No pudimos proseguir la marcha porque había ceremonias por los muertos que<br />

observar. No creí que los atacantes volviesen, pero tampoco en movimiento nuestra<br />

seguridad habría sido mayor. Llevando a niños y ancianos, no puedes abrigar la esperanza<br />

132


de escapar de una fuerza de combate. En cualquier caso, habría sido impensable dejar el<br />

lugar sin realizar los últimos ritos por nuestros muertos. Y así, una vez más, me hallé<br />

disponiendo piras fúnebres. Una vez más acostamos en hileras a guerreros junto a sus arcos<br />

partidos, a mujeres segadas en la flor de su vida y su belleza, a sirvientes asesinados. Los<br />

brahmines acortaron algo los rituales y los himnos, aunque las lamentaciones de las mujeres<br />

continuaron todo el día. A los enemigos muertos hice que se los llevaran de allí. No eran<br />

Arios: las aves de rapiña y los chacales darían cuenta de ellos.<br />

Aquella noche hice que las mujeres se armaran con arcos, flechas y cuchillos porque<br />

podían oírse los animales rondando el campamento. Nadie durmió, aunque por la mañana<br />

necesitaríamos la fuerza para ponernos en marcha otra vez hacia la ciudad en la que el hijo<br />

de Kritavarman debía reinar.<br />

133


CAPÍTULO XXXII<br />

Enfermo estaba yo en el cuerpo y la mente y, tras la coronación de Hardikya en<br />

Martikavarta, dejé allí al resto de los Vrishnis, los Bhojas y los Andhakas, en aquella<br />

ciudad hermosa a orillas del Saraswati. Estaban terriblemente asustados aún y necesitaban<br />

reposo y yo no tenía corazón para arrancarlos a su dolor y lanzarlos a la aventura de un<br />

nuevo viaje. Pedí, así, a los que querían acompañarme a Hastina que aguardasen mi retorno.<br />

Había únicamente un sitio al que necesitaba ir yo ahora y tenía que hacerlo solo, aunque no<br />

tuviera allí tampoco esperanza de solaz. Como un animal herido, busqué mi único refugio.<br />

¿Quién era yo? ¿Cuál mi sentido? Yo había sido el arquero de Krishna. Había hecho<br />

siempre lo que él me pidiera. Pero si el poder de Krishna había dejado este mundo con su<br />

cuerpo, no había lugar en la Tierra para el mío. Tenía que librarla de mi peso. Arjuna sin su<br />

brazo para el arco no era nada más que una carga en la Tierra. ¿Cómo pasaría mis días y<br />

mis noches? ¿Comiendo y durmiendo? Incluso los sudras tienen su vocación. Tienen amos<br />

a los que servir. Desaparecido Krishna, yo no tenía ninguno. Todo lo que yo había hecho<br />

desde que me encontré con Krishna por primera vez era por él. Krishna quería a las<br />

naciones unidas bajo Yudhisthira: luché por ello, porque él así lo quería. Después de<br />

conocerlo, nunca disparé una flecha, goberné el tiro de un carro, escuché o interpreté<br />

música, o dancé sin que él estuviera en todo ello. Su visión era la mía. El mundo, el<br />

universo que yo veía era el universo que él me mostrara diciendo: “Tú eres mi chakra.”<br />

¿Dónde estaba aquel universo?<br />

El cielo era una pátera invertida que me pesaba sobre la cabeza. Gandiva era un<br />

arma sin vida. Yo portaba un cadáver cruzado sobre el hombro. Apenas podía pensar en<br />

Parikshita y Subhadra. Me causaba demasiado dolor. ¿Quién los protegería ahora, si los<br />

incursores caían sobre ellos? El mundo estaba lleno de saqueadores, catástrofes,<br />

calamidades y muerte. Perdóname, Krishna, si puedes oírme. Incluso después de que<br />

partieras, luché por tener esperanza y seguir adelante. Llamé Vijaya al recién nacido porque<br />

dijiste tú que un día el mundo cambiaría, que dejaría de ser un mundo de guerras y que<br />

Vajra y Parikshita reinarían en paz. Pero el mundo sabrá ahora que el brazo y el ojo de<br />

Arjuna han perdido su astucia y destreza. ¿Qué sentido tiene que recibiera armas del cielo?<br />

¿Fue una burla cruel de los dioses?<br />

Antes de alcanzar el ashram del abuelo Vyasa, me detuve para dejar a los caballos<br />

pacer. Me senté bajo un árbol junto al camino y escuché el tambor de mi corazón... me<br />

sentía como un niño culpable, avergonzado de tener que enfrentarse a sus mayores. Había<br />

fallado a Krishna. Había perdido mi única habilidad. No tenía nada más que dar. Me asusté<br />

de pronto, al empezar a oscurecerse el cielo. Una bandada de grullas gritaba en las alturas y<br />

a Jishnu, el destemido, lo espantaba una sombra. Observé la formación de las aves. El líder<br />

parecía gritar órdenes a la disciplinada tropa que lo seguía en perfecta vyuha, con patas y<br />

cuellos estirados. Como movidas por una sola voluntad, las aves sobrevolaron bajas una<br />

laguna, inclinando las cabezas hacia sus propios reflejos. El líder, ahora, se deslizó hacia<br />

atrás, a la vyuha, y otro ocupó su lugar. Era como si Krishna me dijese que me pasase al<br />

frente, que siguiera adelante. Y lloré como un niño pequeño... ¿Por qué tenía yo que<br />

llevarle esta carga de dolor al abuelo Vyasa? ¿Qué podía hacer él, o cualquier otro, por mí?<br />

El mundo era un quebranto... El mundo estaba perdido. Con Krishna había perecido. Vyasa<br />

134


decía que Krishna gozaba de un poder y un conocimiento que eran suyos solamente. Yo<br />

siempre lo había sabido, pero ahora experimentaba el sentido de su pérdida.<br />

Las grullas son auspiciosas, pero buenos presagios no podía haber ya para mí.<br />

Incluso en aquel último año de nuestro exilio, en la capital de Virata, cuando salí corriendo<br />

de palacio vestido de mujer y salté al carro con Uttarakumara... incluso entonces fui Arjuna.<br />

En cuanto toqué el Gandiva, el arma palpitó reconociéndome y, cuando tañí la cuerda, me<br />

vibraron todos los nervios y Uttarakumara se encogió de temor. Gandiva no había sido sólo<br />

una parte de mí mismo. Había sido la totalidad de mi ser.<br />

Con este recuerdo fresco en mi mente, me golpeé las axilas en desafío a los cielos.<br />

La respuesta fue una burlona agitación de alas. ¡Si sólo una calamidad removiese la laguna<br />

hasta que cubriera todo el país, al Gandiva y Arjuna y toda su vergüenza! Exhausto me<br />

recosté de nuevo contra el árbol.<br />

Era el ocaso y alguien murmuraba una plegaria del atardecer junto a mi oído.<br />

“En el glorioso esplendor meditamos<br />

del Vivificador divino.<br />

Que ilumine él nuestras mentes.”<br />

Me incorporé sobre el codo y giré la cabeza. Un joven con el pelo recogido en un<br />

moño, un brahmachari del ashram, estaba arrodillado junto a mí. Vyasa me lo había<br />

enviado con fruta y leche. Yo había creído que nunca volvería a comer, pero la plegaria y la<br />

mano en mi hombro me despertaron a mi hambre. Me lavé el rostro y las manos y rompí mi<br />

ayuno con las dulces bayas que me ofreció. Sorbí un poco de leche en silencio, pensando<br />

que en efecto el guerrero en mí estaba muerto. Este muchacho se me había acercado como<br />

nadie lo hiciera desde que Dronacharya nos enseñó el sueño del guerrero.<br />

“¿No te gusta la comida, príncipe Arjuna?”<br />

Me sobresalté. Sin darme cuenta, había estado meneando la cabeza. ¿Cómo podía<br />

explicarle que era Arjuna el que no me gustaba, y no la leche? Acabé el vaso y se lo devolví<br />

vacío. Habría de bastarle como respuesta. Yo estaba más allá de cortesías.<br />

La noche se cerró sobre nosotros. Otro brahmachari llegó con una lámpara y un<br />

tercero dijo suavemente: “Príncipe Arjuna, yo me ocuparé de los caballos.” Me hablaban<br />

como a un hombre enfermo. Cantaban himnos para expulsar a los malos humores, cuando<br />

alcanzamos el ashram.<br />

El abuelo Vyasa estaba sentado en su cabaña entre tres lámparas parpadeantes.<br />

Entré y aguardé, y sus ojos se abrieron. Entonces me llamó. Me acerqué, me estiré en el<br />

suelo en completa postración y sentí sus manos acunarme la cabeza. No quería moverme.<br />

Yací largo rato con la frente sobre la tierra batida. Vyasa no me ordenó levantarme. Por fin,<br />

oí su voz llena de dulzura.<br />

“Ven, hijo mío, déjame verte el rostro.”<br />

Puse la frente a sus pies, me levanté y me senté delante de él. Busqué entonces su<br />

faz. “Abuelo, dime qué hacer.” Tenía los ojos llenos de compasión, pero una tenue sonrisa<br />

trataba de poseerle las comisuras de los párpados. “Krishna estaba siempre ahí para<br />

decírmelo”, farfullé. Y de nuevo fluyeron densas mis lágrimas.<br />

“Hijo, tú mismo te has dado la respuesta”, respondió él cuando me entregué a un<br />

hondo suspiro. “Krishna estaba siempre ahí para decírtelo. Si él no recorre la Tierra ya,<br />

quizás no tengas nada más que hacer en ella tú tampoco.”<br />

135


Necesitaba aire.<br />

Vyasa prosiguió: “Tú me dirás que Krishna afirmaba que la acción es siempre mejor<br />

que la inacción. Pero, Arjuna, tu viniste para culminar su acción y lo has hecho bien.”<br />

“Abuelo... abuelo...”<br />

Alzó la mano para contener mis palabras tartamudeantes. “Dirás que no pudiste<br />

salvar a aquellas mujeres. Dirás que bajo tus órdenes cayeron más kshatriyas asesinados.<br />

Muchas cosas son las que dirás. Eso es lo que hacen los hombres. Pero, Arjuna, ¿olvidas lo<br />

que Krishna te mostró? Cuando los saqueadores cayeron sobre vosotros, cada hombre y<br />

cada mujer estaba exactamente donde debía estar. Puede que tú seas el más grande de los<br />

guerreros, pero eres un hombre también. Una energía más grande que la nuestra existe. Los<br />

vientos, el fuego y el agua se mueven bajo su dirección. Krishna vino para barrer la<br />

arrogancia y la violencia. Pero la gente simple que él se llevara de Mathura a Dwaraka se<br />

había vuelto soberbia y violenta. Ni siquiera a su propio pueblo pudo salvar. Kala había<br />

venido a por ellos.”<br />

Supe lo que Vyasa diría a continuación. Suponía un gran dolor... y una gran<br />

liberación.<br />

“No se salvó a sí mismo tampoco. Su trabajo estaba hecho. Kala había venido a<br />

buscarlo y disparó una flecha al pie de Krishna. Tu tarea ha terminado, Arjuna. Ha<br />

terminado. Tiempo atrás, cuando fuimos en busca de las riquezas para el sacrificio y<br />

deseaste poder quedarte en las montañas, te prometí que te avisaría cuando llegase el<br />

momento de dejar Hastina y partir hacia ellas. ¿Te acuerdas? El tiempo ha llegado. Vete a<br />

las montañas. Vete a las altas cumbres que amas. Allí estarás entero otra vez. Íntegro,<br />

porque vivirás cada día como si fuese el último. Y no habrá fingimiento. Cada día será el<br />

último. En las cimas, uno vive en el ahora.” Me dedicó una risa alegre que vagó como<br />

brisa sobre los altos prados de flores de sus amados montes del norte. “La vida fluirá otra<br />

vez para ti. La vida fluirá. Kala vendrá a buscarte. Tu tarea está hecha y la has hecho bien.”<br />

Sus palabras eran un perdón que me lavó de mis pecados. Había errado desposeído,<br />

despojado de todo. Esto me conduciría de nuevo a Krishna.<br />

“Krishna”, decía aún el abuelo Vyasa, “tras aliviar la carga de la Tierra y deshacerse<br />

de su propio cuerpo, ha alcanzado su alto trono. Su obra ha sido realizada por ti, oh<br />

exterminador de enemigos, con la ayuda de Bhima y los mellizos. La gran obra de los<br />

dioses está culminada. No hables de fracaso. Ni siquiera pienses en ello. A los ojos de los<br />

dioses, tú y tus hermanos portáis las coronas de la victoria. Olvidas el himno: ‘Om es el<br />

arco y el alma es la flecha, y a Eso’”, señaló hacia arriba, “‘el mismo Brahman, se le llama<br />

el blanco.’” Y continuó: “Arjuna, lo estás olvidando. Has olvidado que el blanco nunca fue<br />

el enemigo. El único blanco ha sido siempre y es todavía Eso. ‘Quien conoce la dicha de lo<br />

Eterno no temerá nada ahora ni más adelante.’”<br />

¿Dicha? ¿Había lugar aún en el universo para esta palabra?<br />

“¿Has olvidado lo que Krishna te mostró el primer día de la guerra? ¿No estaba<br />

inalcanzablemente por encima de todo honor y toda gloria y toda fama y toda hazaña, tal<br />

como las conocemos aquí? No me mires, Arjuna: respóndeme. ¿No experimentaste<br />

entonces que el Universo es dicha?” Al cabo de un instante, siguió: “Los Pandavas habéis<br />

cumplido el gran propósito de vuestras vidas. Ha llegado la hora de que partáis. También<br />

vosotros habéis de librar a la Tierra de vuestra carga.”<br />

Yo no sonreía, pero sentí menos contraídos los músculos del rostro. No tenía ya las<br />

mandíbulas apretadas. Vi nuestras sombras proyectadas contra la pared por las llamas<br />

parpadeantes de las lámparas de manteca. La mía era todavía la figura de un guerrero. No<br />

136


puedes cambiar la forma en que Dronacharya te enseñó a sentarte ni la postura de tu cabeza<br />

aun en el dolor, el desespero. Pero sentado allí, delante del anciano sabio, padre de mi<br />

padre, recibía iniciación. No para la vanaprastha, sino para algo más inmediato. Sin saber<br />

qué era, empecé a desearlo. En la pared, la imagen del patriarca se inclinó hacia adelante.<br />

“¿Cómo hay que hacerlo, abuelo?”<br />

La sombra de su mano se movió por la pared, la sombra de su índice cruzó el techo.<br />

Torné la vista hacia la substancia de la sombra. Tenía la mano en alto sobre la cabeza y<br />

apuntaba al noreste. Alzó las cejas con la expresión del adulto que sabe que ha dado a un<br />

niño exactamente lo que éste quería.<br />

Me atreví a exhalar: “La Morada de las Nieves.”<br />

Asintió. Yo no había conocido mi deseo hasta que él me reveló su naturaleza.<br />

“Todos vosotros”, dijo el patriarca abriendo los brazos. Su sombra en la pared era<br />

como la de un gran pájaro con alas protectoras.<br />

Toda su vida nuestro hermano mayor había estado enyugado al Dharma y nosotros<br />

habíamos tirado del carro con él. ¿Qué, si ahora volvía yo a Hastina y Yudhisthira decía<br />

que quedaba trabajo por hacer?<br />

“No lo hará, Arjuna. Hay un tiempo para la acción. Hay un tiempo para la inacción.<br />

Cuando los guerreros vertieron su sangre como una gran libación en la batalla, era tiempo<br />

de acción. Hay tiempos en que el Dharma consiste en administrar y juzgar, defender tus<br />

fronteras e incluso extenderlas, aniquilar al enemigo y vengar la muerte de tus parientes.<br />

Pero hay un tiempo también para dejar esto.” Y su voz empezó a cantar. “De nuevo te lo<br />

digo, como Krishna te lo dijera, hay acción en la inacción y también inacción en tu acto.<br />

Cuando reposas, todo en ti labora todavía y, cuando trabajas, hay en ti un lugar que reposa<br />

y que está en calma perfecta. Ahí está ahora y nunca ha sido de otro modo, ni siquiera en<br />

los momentos de tu más profunda miseria. Hay un tiempo para nacer y hay un tiempo para<br />

morir, y un tiempo hay para volver a nacer.” Pausó y cerró los ojos. “Hay un tiempo para<br />

tomar, un tiempo para devolver.”<br />

Percibí un pequeño temblor en su voz y... ¿podía ser rocío eso en las pestañas del<br />

patriarca, el mejor de los munis?<br />

Empezó a hablar de Shuka, pero en esta iniciación para la gran despedida mi<br />

corazón se tornó hacia Abhimanyu. Habíamos dejado de ser el patriarca sabio y el guerrero<br />

niño. Las dos sombras en la pared eran padres en igual medida. Nada podría haberme hecho<br />

comprender con mayor claridad que el tiempo era en verdad la semilla del universo y que la<br />

sumisión era el astra supremo.<br />

“El labriego”, continuó Vyasa, “te dirá que hay una estación para sembrar el grano<br />

que no es la misma que la de la cosecha... ¿Y quiénes somos nosotros para escoger?<br />

Podemos verter un centenar de cubos de agua en aquel árbol, pero sólo si le ha llegado el<br />

tiempo dará flores y frutos.” Abrió los ojos mucho. Había en ellos un mero indicio del<br />

antiguo destello. “Es tu hora de sabiduría y comprensión. Llega cuando los días de triunfo<br />

han sido superados. Te lo aseguro, Arjuna, así como hay acción en la inacción y quietud en<br />

la acción, hay fracaso en el éxito y éxito en el fracaso. ¿Crees que existió alguna vez un<br />

hombre que no fracasase nunca? Ten cuidado, ésos son los Sakunis de este mundo. Krishna<br />

mismo fue vencido nada más nacer y no pudo continuar bajo el amor de su madre.”<br />

Nunca había visto yo así las cosas.<br />

“Se le obligó a huir de Mathura y ése fue el principio del triunfo que supuso<br />

Dwaraka. Y tú, Arjuna... oh, veo la luz acudir a tus ojos. ¿Es porque hablo de Krishna? Uno<br />

debería estar lleno de vida cuando parte por el camino desconocido porque, de este modo,<br />

137


tiene algo que ofrecer. Tu espíritu seguirá vivo y lo cantarán los bardos por miles de<br />

millares de años.”<br />

Sonreí atribulado. “No quedan kshatriyas, abuelo.” Y pensé: Y no habrá bardos que<br />

canten sus hazañas o mi vergüenza.<br />

“Estoy yo”, dijo Vyasa, que entendía mis pensamientos. Fingió indignación,<br />

cruzando los brazos delante del pecho y arrugando los párpados. Al contemplarlo, percibí el<br />

núcleo de algo que nos sobreviviría a todos. El asombro me inundó.<br />

“Abuelo, ¿de verdad dejarías de lado la clasificación de los Vedas para cantar las<br />

gestas de tus nietos?”<br />

“Puedo conquistar fama y gloria agarrándome a vuestros angavastras.”<br />

“Al angavastra de Yudhisthira. Él es el Dharmaraj. Los bardos han de cantar de los<br />

reyes, las grandes gestas de los reyes.”<br />

“Arjuna, no me des lecciones en lo que a mi profesión respecta; ni siquiera antes de<br />

haber sido llamado.”<br />

Me habría gustado preguntarle qué diría. Siempre había querido que la gloria del<br />

amor de Krishna por mí y del mío por él fuese conocida antes que mis hazañas como<br />

guerrero.<br />

Inspirado, el patriarca inclinó hacia atrás la cabeza. “Hablaré de los Pandavas y de<br />

Krishna. Los cinco hijos de mi segundo hijo, que murió en el bosque a causa de la<br />

maldición de un rishi. Hablaré de Yudhisthira y de su amor por el Dharma, y de Bhima y<br />

su apetito, tan grande casi como su fuerza y su corazón infantil, y de aquellos hermosos<br />

mellizos, dotados y rápidos como los Ashwins. Hablaré de todos, abuelos y abuelas, padres<br />

y madres, hasta la generación de los biznietos pero, sobre todo...”, pausó, “...será la historia<br />

de Krishna y Arjuna. Esto es lo que la gente recordará. Esto, lo que conmoverá sus<br />

corazones. ¿Qué diré de Arjuna? Que era quien empuñaba el Gandiva. El protector de<br />

débiles y desvalidos. Arjuna era el noble. Krishna lo llamaba el destemido, el invicto, el<br />

exterminador de enemigos, el noble y misericordioso.” Me dirigió una mirada traviesa. “Y<br />

era el favorito de todas las damas y el más querido de Draupadi, la nacida del fuego.”<br />

“¿Y no tenía defectos?”<br />

“A eso iba, a eso iba... haces bien en preguntarlo. Cierto, nadie debería aliviar de su<br />

peso a la Tierra sin probar esa amargura. En una comida completa, en la que degustas todos<br />

los sabores, el último, el amargor de la calabaza, es el más importante para la digestión.<br />

Arjuna, Arjuna, ¿de verdad no lo comprendes? Arjuna era un arquero de talla tal que era su<br />

propia habilidad con el arco la que al final tenía que fallarle. Invicto hasta entonces, era<br />

preciso que degustase la derrota... pero todo esto carece en realidad de importancia. La<br />

historia de Arjuna es algo más. Trata de lo que significa ser amigo de Krishna, Arjuna el<br />

Noble, el compasivo. Su fracaso no merece ser tenido en cuenta. Quizás sólo se puede<br />

confiar de verdad en aquellos que han fallado alguna vez. Después de todo, fueron los<br />

Pandavas los que ganaron la guerra. Tú la ganaste. Tú y Krishna.”<br />

Comprendí que las palabras de Vyasa eran un consejo para mi nueva vida. Ya podía<br />

verme a mí mismo en mi última peregrinación. Cuando escalé las montañas en busca de<br />

mis armas celestiales, vi a las sabhas brillar muy abajo en la distancia como juguetes, vi las<br />

contiendas de los reyes como en un tablero de ajedrez y como sueños el amor de las<br />

mujeres. Ahora veía de nuevo los pinos y olía el aire fresco de las cumbres. Estaba ya en<br />

camino, dejando atrás muertes, cadáveres y cremaciones, tanto como ceremonias de<br />

coronación; despojándome de recuerdos de derrota mientras -así me imaginaba yo-<br />

contemplaba muy abajo un valle con un río entre peñas; despojándome de recuerdos de<br />

138


victoria y escuchando la queda respiración de los árboles, de las piedras. Que el patriarca<br />

cantase la historia a nuestros biznietos. Tal como había dicho, era todo de escasa<br />

consecuencia. Habíamos venido a hacer algo y lo habíamos hecho. Mi brazo había fallado<br />

al final, pero yo seguía siendo el amigo más amado de Krishna.<br />

El patriarca Vyasa me trajo de vuelta. Había estado observándome y sabía sin lugar<br />

a dudas de que yo trepaba ya a nuestras cumbres queridas.<br />

“Arjuna, hay pocos que puedan entender lo que Krishna hizo. Antes de que te<br />

despida con mis últimas bendiciones...” Pausó. “He de decírtelo.” También él miraba ahora<br />

nuestras sombras en la pared. “Sin ti no habría podido hacer nada de ello. Aquel primer día<br />

de batalla, la Tierra y la misión de Krishna pendieron en la balanza. Él había matado a dos<br />

tiranos y a su aliado Sisupala, pero el demonio que había en ellos aún se cernía sobre el<br />

mundo en la figura de Duryodhana. El demonio se había disfrazado ahora y adoptado una<br />

forma más sutil. Duryodhana no ofrecía sacrificios humanos. No encarceló a su padre ni<br />

asesinó sobrinos recién nacidos que pudiesen amenazarlo algún día, aunque intentó<br />

envenenar a Bhima y quemaros en el Palacio del Deleite. Duryodhana tenía tras él a aquel<br />

hijo de las tinieblas, Sakuni. Era el espíritu de Sakuni el que gobernaba el país disfrazado<br />

de Dharma. Y este Dharma podrido fue lo que combatisteis. Su sutil maldad arrastraba la<br />

Tierra hacia un abismo oscuro. Si un Dharma huero te hubiese convencido de que no<br />

debías disparar contra tus parientes y matarlos, la misión de Krishna habría fallado. El otro<br />

bando tenía las akshauhinis. Krishna te tenía a ti. Yo vi entonces cómo se tambaleaba el<br />

mundo. No puedes figurarte el horror que eso supone. Ni siquiera todos los mantras de los<br />

sabios lo habrían impedido sin tu arco, guerrero. Sólo Krishna sabía eso. Lo que es más, tú<br />

luchaste caballerosamente. Los poderes de las tinieblas necesitaban sus armas humanas en<br />

esta Tierra, los Sakunis y Duryodhanas, pero también los poderes de la Luz las requerían.<br />

Krishna y tú, durante dieciocho días, abristeis paso a la Luz. ¿No te dijo nunca Krishna<br />

estas cosas?”<br />

Lo que Krishna me dijera retornó a mí. Sí me las había dicho. Los oídos de mi<br />

comprensión habían estado sellados entonces. Ahora lo veía. Podía ver incluso por qué<br />

Dwaraka tenía que desaparecer bajo el mar.<br />

Ésta era la bendición del patriarca para mí. Cerré los ojos. Él hablaba otra vez. Lo oí<br />

desde muy lejos, como si estuviese en las cumbres ya. Mis oídos fallaban, mis miembros<br />

estaban entumecidos, pero aun así lograba oírlo.<br />

“Me preguntas qué diré, Arjuna. Hablaré de todo lo que condujo a la guerra, a la<br />

partida de dados, incluso a cosas más lejanas; hablaré del servicio de Kunti a Durvasa y del<br />

nacimiento de Karna. Contaré cada uno de los dieciocho días de guerra, cantaré el heroísmo<br />

de los guerreros, y de cómo, por amor a ti, Uttarakumara dio su vida el primer día. Porque<br />

tú inspiras amor, Arjuna. Es tu don especial.”<br />

El abuelo quedó en silencio. Creí que no diría más. Abrí los ojos y lo vi<br />

contemplando mi rostro fijamente, con un enorme amor que penetraba mi tristeza y que<br />

despacio, muy despacio, fundió algo que había endurecido mi corazón.<br />

“Es el don que los dioses te han dado, Arjuna, hijo mío. Y ahora te revelaré qué<br />

ganó la guerra. Tú creíste que era tu arco y los astras que, por su amor y su confianza en ti,<br />

Dronacharya te diera. Tuvieron su importancia, sí. Pero ¿de dónde surgió todo ello,<br />

Arjuna?”<br />

Alzó las cejas, provocándose profundas arrugas en la frente y esperando mi<br />

respuesta. Movió la cabeza un poco, estimulándome a inquirir, como un tutor que aguarda<br />

que la luz de la comprensión aparezca en los ojos de su pupilo.<br />

139


“Tú no lo sabes, Arjuna. Y eso es Gracia también. Pero yo voy a decírtelo ahora: tú<br />

enciendes la lámpara del amor en los que te conocen.” Asintió con la cabeza. “Sí, a causa<br />

de quién eres, a causa de lo que eres.” Su voz potente se suavizó y vi cuánto me amaba él<br />

también. “¿A quién le pidió el Gran Patriarca Bhishma que le diese agua cuando yacía en<br />

su lecho de dardos? Venga, respóndeme a esto, Arjuna. Hay cinco Pandavas, pero todo el<br />

mundo sabe de quién es el corazón de Draupadi. Ni siquiera Duryodhana pudo odiarte.”<br />

Mi pensamiento voló ahora a Karna, como preparándose para lo que diría Vyasa a<br />

continuación.<br />

“Entre Karna y tú había el amor más grande de todos. Cada uno de vosotros dos<br />

quería ser el otro.”<br />

Sí, eso era algo que yo había sabido en mi corazón sin dejar que llegara a mi mente.<br />

El patriarca Vyasa retiraba ahora los velos uno por uno. Mío había sido el amor de<br />

Dronacharya, de Bhishma, de Draupadi y de este anciano sage que me mostraba por dónde<br />

discurría mi vida.<br />

“Y de Ashwatthama”, añadió. “Eras el favorito de su padre, pero él sólo podía<br />

quererte y sentirse honrado por tu amistad.” Y continuó: “Hablaré de todas las cosas, de<br />

vuestro exilio en el bosque y de aquella vez que Duryodhana y Karna fueron a burlarse de<br />

vosotros, de las historias que los sabios contaron para reconfortaros, del año que pasasteis<br />

disfrazados en la corte de Matsya y del modo en que te ganaste el corazón del rey Virata,<br />

que te ofreció a su hija favorita. Cinco erais los Pandavas, pero él no se la ofreció a<br />

Yudhisthira, que pronto habría de gobernar el país.”<br />

Yo nunca había pensado en ello.<br />

“Ya ves, Arjuna, tú creíste que el más grande de tus dones era la destreza con el<br />

arco, cuando en realidad era el amor. No hay don más grande que ser capaz de encender el<br />

amor, en especial si lo haces involuntariamente. Sé que la mayor parte de las cosas que<br />

estoy diciéndote las olvidarás. En los días por venir, la gente no hablará de tus grandes<br />

batallas, de tus victorias en el Kurukshetra, de cómo mataste a Supratika. Sólo este halo<br />

único que te envuelve sobrevivirá y se expandirá como un gran sol sobre las naciones de la<br />

humanidad, calentando los corazones de los hombres, elevando sus espíritus,<br />

conduciéndolos hacia una vida superior y más noble. El futuro apenas recordará a<br />

Yudhisthira, ese monarca justo y virtuoso, ni a Bhima el de buen corazón, capaz de blandir<br />

troncos de árboles, ni mucho menos la gracia, belleza y conocimiento de los mellizos.<br />

Recordarán lo que es más grande que la virtud y más poderoso que la fuerza, lo que anega<br />

la gracia y la belleza y es la misma médula de todo conocimiento: el amor. Y el amor que tú<br />

prendiste en tu primo Krishna ha acercado todos los mundos superiores a la Tierra. Aquel<br />

primer día de batalla, algo tocó el corazón y la mente del hombre que cambió su destino.<br />

No hay vuelta atrás desde entonces. Así que no lamentes el sacrificio. La vida de Satyaki e<br />

incluso de Krishna, las de Abhimanyu y Uttarakumara, y Dwaraka, la ciudad de muchas<br />

puertas, eran todas parte de él. El hombre no ha acabado con las guerras, pero lo que se le<br />

dio a la Tierra aquel día no se le quitará ya más. Su luz crecerá y crecerá hasta que el<br />

hombre vaya más allá de sí mismo. Todo lo demás podrá ser olvidado y pasar, pero no lo<br />

que ocurrió entre Krishna y tú aquella primera mañana antes de que el polvo de batalla se<br />

alzara.”<br />

Lágrimas me corrieron por el rostro, llevándose mi vergüenza, llevándoselo todo<br />

excepto aquellos dos ojos del color del humo que me tenían en su mirar.<br />

“Duerme en paz, Arjuna, y vete en paz mañana con los sobrevivientes a Hastina.<br />

Estáte siempre en paz y descubrirás que la paz está en todas partes.”<br />

140


CAPÍTULO XXXIII<br />

De camino a Hastina, yo ascendía ya en mi mente las primeras estribaciones de la<br />

Morada de las Nieves, donde deidades menores juegan en los húmedos prados de<br />

ranúnculos, gencianas y brillantes amapolas. Recordaba el gélido mordisco del aire que te<br />

aclara la cabeza y te da sueño apacible, aquellos cielos grises de lluvias repentinas que<br />

luego escampan para ofrecer ocasos como un millar de floraciones y noches cristalinas.<br />

Podía oler los pinares y ver las pequeñas corrientes orilladas de helechales, y caléndula a<br />

veces, cuyas hojas estrujas para curar una rodilla rasguñada. Y luego, ocultos tras vapores,<br />

aquellos picos que aparecen de pronto robándote el aliento. Era como estar en alguna parte<br />

con Krishna aguardándote justo un poco más allá. Después, por encima de la línea de los<br />

árboles, te sometes a la montaña tan colmada de su propia vida y de esos himnos suyos<br />

silenciosos que te vacían la mente y te liberan incluso de su ansia de humana felicidad. Allí,<br />

la mente se escabulle de su propia prisión y escucha el eterno adagio de que este mundo<br />

está hecho por Él, que está tan a salvo en Sus manos como lo estoy yo.<br />

Un día todos los hombres lo sabrán.<br />

Con cosas tales en la cabeza y el corazón, marché hacia Hastina, este fin de viaje.<br />

Los caballos debieron de percibirlo, tal como estos animales lo hacen, porque avanzaron<br />

fluidamente, bien altas las cabezas. No había necesidad de espolearlos con chasquidos del<br />

látigo ni de la lengua. Esta vez portaba conmigo a mis seres amados el presente de nuestra<br />

liberación. Tras una vida de lucha, de victorias y derrotas, de injusticia y compensación, de<br />

gozo y dolor, quedábamos libres al fin de esta ilusión y se abría la puerta para nosotros de<br />

la gran realidad, la verdad que Krishna me mostrara y que mi mente no supiera cómo<br />

retener. Vería a Krishna. Viviría en su Unidad. Los grandes sufrimientos de nuestra reina<br />

Draupadi habían acabado. Subhadra no tendría que vivir en duelo por su hermano y<br />

poderosa era mi certeza de que Parikshita viviría en paz en el mundo que le dejábamos,<br />

bajo la protección de Shuka y el patriarca Vyasa, que podría explicarle el universo.<br />

Así, la promesa de Vyasa y la llamada de la Morada de las Nieves me llevaron por<br />

última vez hasta las puertas de Hastina, sin querer en esta sola ocasión que fuesen las de<br />

Indraprastha o las de Dwaraka. Era tal como lo había dicho el patriarca: cada uno estaba<br />

donde tenía que estar.<br />

Y la paz que él me infundiera me acompañó hasta que hablé con Subhadra.<br />

“Yo he de quedarme”, dijo. Estábamos sentados en su habitación, apoyados en los<br />

almohadones de seda de su cama. Lentamente, me incorporé. Miré el cuarto alrededor,<br />

despejado, tal como los shastras dicen que debe ser. Había una mesa y una silla, la lámpara<br />

sobre la mesa y la varilla de incienso, y su arco y aljaba colgados de la pared junto a su<br />

fusta de montar. Los muros arrojaban una luz tenue. La miré como si aquellas palabras<br />

hubieran llegado de cualquier otro lugar y no de boca de mi Subhadra.<br />

“Amada mía, ¿qué estás diciendo?”<br />

Habíamos hecho proyecto a veces de envejecer juntos, de dejar este mundo al<br />

mismo tiempo, de morir en batalla si era necesario, hombro con hombro, mirando al<br />

enemigo. Ella sería mi auriga. En efecto, desde que Subhadra llegara a mi vida, las<br />

inquietudes, el deseo de errancias, aquellos indomables corceles míos, se habían calmado.<br />

Era ella quien me había permitido hacer las paces con Hastina.<br />

141


Me sentía demasiado aturdido incluso para decir aquellas dos únicas palabra: “¿Por<br />

qué?”<br />

Ella me contempló con sus ojos firmes llenos de compasión. Fue esto lo que me<br />

hizo comprender que estaba decidida.<br />

“Mi amada, ¿cómo será tu vida, si te quedas sola?”<br />

Aún no dijo nada. Vi que no podía hablar. Su dolor no era más pequeño que el mío.<br />

La magia de la nieve y las montañas se disolvió. Sin Subhadra, no encontraría nada más<br />

que vacío allí. Me enderecé, mirándola, y ella me tomó las manos. Tenía calientes y secas<br />

las palmas. Éstas eran las manos que sujetaron las riendas cuando huimos de Dwaraka. Al<br />

acariciarlas con mis pulgares, sentí el leve callo del arquero y volví a desear que<br />

hubiésemos podido morir juntos en batalla con el rostro vuelto hacia el enemigo. Pero su<br />

fuerza fluyó hasta mí a través de sus manos.<br />

“Si es por Parikshita”, le dije, “tiene a su madre. Yuyutsu es un padre para él, y lo<br />

será aun más cuando partamos. Está Kripacharya y nuestro viejo Dhaumya, en buenas<br />

condiciones para un centenar de años. Pero sobre todo, está Shuka, que ha prometido<br />

quedarse aquí hasta que Parikshita crezca.”<br />

Mis palabras golpearon una roca. En mi desesperación, intenté conmoverla por<br />

medios adhármicos.<br />

“Nos encontraremos con Abhimanyu”, le aseguré.<br />

Me dirigió entonces una mirada distinta. Bajó la vista a su falda, donde sus dedos<br />

tironearon de la ropa, y una sola lágrima le recorrió la mejilla. Nunca fue persona dada al<br />

llanto y aquella lágrima única me impresionó más que un diluvio entero en cualquier otra<br />

mujer.<br />

“Si no es por Parikshita, ¿de qué se trata, auriga mío?”, inquirí.<br />

Alzó los ojos y meneó la cabeza como si yo no fuese a entenderlo nunca. “¿No<br />

puedes fiarte de que comprenda estas cosas?”<br />

Trató de hablar entonces, pero las palabras no surgían.<br />

Me llevé su lágrima con una caricia. “Crees que no lo entenderé. Quizás no, pero tú<br />

me has hecho siempre ver las cosas. ¿Qué auriga es el que se niega a dar un consejo?”<br />

Empezó a hablar entonces, en voz baja. “No son sólo Uttara y Parikshita, aunque<br />

ellos me necesitan también. Todos estos años...”<br />

Pausó y de su silencio brotó un silencio mayor. ¿Qué era lo que yo no había<br />

percibido en todos estos años?<br />

De pronto, continuó: “Todos estos años, Draupadi, la nacida del fuego, ha sido el<br />

sacrificio.”<br />

“¡Draupadi! ¿Qué estás diciendo? Draupadi es nuestra reina... la yajnapatni de<br />

Yudhisthira. Por supuesto que vendrá con nosotros. ¿Imaginas que pudiéramos dejarla<br />

atrás? Es nuestra reina y emperatriz. Ha sufrido bastante ya.” Su silencio me dijo que yo no<br />

había entendido nada. “¿Es, pues, que quiere quedarse aquí?”, persistí. “¿Vosotras dos<br />

juntas?”<br />

Empezó a tener un poco de sentido. De todos los que habían sufrido, nadie había<br />

soportado la vergüenza y el tormento de Draupadi. Si cansada de cuerpo y espíritu prefería<br />

quedarse en la capital con mi compasiva Subhadra antes que afrontar los crueles riscos,<br />

¿por qué había de asombrarme? ¿Qué había recibido de nosotros en aquella sabha aparte de<br />

huero Dharma?, ¿o en el palacio de Virata, cuando Kichaka la pateó y nosotros protegimos<br />

nuestro anonimato? ¿Qué habíamos hecho por ella, a qué nos habíamos atrevido? Todos sus<br />

hijos habían sido exterminados. A Parikshita lo amaba ahora con amor de madre. A<br />

142


Subhadra la tenía por una hermana. ¿Por qué habría de querer venir con nosotros? Busqué<br />

razones, pero no hallé ninguna. Y sin embargo, no podía imaginarme partir sin Subhadra.<br />

No quería que tomase mi silencio por aceptación. Mis ojos le suplicaron. Ella cerró<br />

los suyos y trató de hablar de nuevo, pero aún se lo impedía algo que yo no había<br />

comprendido, algo que se interponía entre los dos. Aunque nos agarrábamos las manos<br />

intentando permanecer juntos, un abismo se abría entre nosotros.<br />

“Draupadi irá contigo.” La voz de Subhadra era queda y desesperada. “Concédele<br />

esto, Arjuna. El amor de Draupadi por ti es más profundo que cualquier cosa.”<br />

Por fin comprendí sus razones y dejamos de cogernos las manos como si nuestra<br />

vida estuviera en ellas. Nos miramos sin cesar. Mis argumentos silenciosos importaban<br />

poco. Nos habría degradado que les hubiese dado voz. Así que ella habló por mí.<br />

“Sé que no habrías podido darle a ella lo que a mí me has dado. No hay adharma en<br />

eso. Tampoco ella habría podido darle a nadie lo que ha sentido por ti. Las cosas son como<br />

son.”<br />

“Así es, amada mía. Vida o karma... llámalo como quieras... es así. ¿Quiénes somos<br />

nosotros para poner en cuestión lo que el Señor otorga? Tú y yo hemos sido los afortunados<br />

en esto. Nadie sale de la batalla sin heridas. Nosotros somos kshatriyas. ¡Cuántas veces he<br />

vertido libaciones en gratitud por lo que tú y yo tenemos...! Draupadi ha sufrido<br />

amargamente. Nadie lo sabe mejor que yo. Pero ella ha aceptado su destino como nosotros<br />

hemos de aceptar el nuestro.” Era todo cierto, pero resonó como una espada rota.<br />

Subhadra arrugó la frente. “¿Sabes...?” Su voz era lenta y reflexiva.<br />

Un gorrión entró en la estanza volando, se posó en la lámpara primero, en la mesa<br />

después, miró alrededor y gorjeando voló de allí. Ella lo tomó como un presagio.<br />

“Eso significa que lo que digo es verdad. Dices que nadie sabe mejor que tú cómo<br />

ha sufrido Draupadi y es verdad, quizás, por lo que respecta a vosotros cinco. Siempre he<br />

pensado que Arjuna es el único que comprende el corazón de una mujer; tal es la razón de<br />

que ocupe el mío. Quizás ningún otro hombre pueda entenderlo como él. Creo que tu madre<br />

comprendió esto también, aunque siempre decía que era un infortunio haber nacido una<br />

reina kshatriya. Antes de la guerra, cuando envió a través de Krishna mensaje de que os<br />

repudiaría si no luchabais, no pensaba en su reino ni en el vuestro. Pensaba en cómo<br />

arrastraron a Draupadi a la sabha. Draupadi ha sido el sacrificio. Sin ella, vosotros nunca<br />

habríais luchado. Krishna siempre lo dijo así. Draupadi ha sido todo el tiempo el sacrificio,<br />

nacida del fuego y arrojada a las llamas... Y hay además otra herida. Abhimanyu y<br />

Ghatotkacha eran el cariño de todo el mundo, pero no sus propios hijos. Ni siquiera fueron<br />

llorados como el nuestro...”<br />

“Sus hijos se convirtieron en los de Dhrishtadyumna durante los años de exilio.<br />

Apenas los conocíamos”, murmuré.<br />

“Lo sé, lo sé...” cerró los ojos y repitió, “...lo sé”, como alzando un muro contra<br />

cualquier razón en contra que yo pudiera aducir.<br />

“Subhadra, el sacrificio es el centro de nuestras vidas. Todos somos ofrecidos.<br />

Krishna mismo se convirtió en sacrificio cuando Dwaraka tuvo que desaparecer. Siempre<br />

dijo que asumir un cuerpo humano era en sí mismo sacrificio. En este sentido, hay un héroe<br />

kshatriya en cada ser humano. Saber esto es lo que nos hace Arios. Hacemos lo que<br />

debemos y se lo ofrecemos a los dioses.”<br />

Algo empezó a ceder en mí. Tenía el sabor del consentimiento, pero era amargo.<br />

Y entonces, ella dijo: “Krishna quería que me quedase.”<br />

“¿Krishna? ¿Krishna sabía esto?”<br />

143


“Sí.” Quedó en silencio. Me ofreció una sonrisa trémula. “Esta vez somos nosotros<br />

la oblación. A nosotros nos toca ser vertidos en el fuego. No lo lamentes. Hemos tenido<br />

tanto...”<br />

“¿Krishna lo sabía?”<br />

“Me pidió que me quedase.”<br />

Sus ojos decían: ¿Cómo podía Krishna no saberlo?<br />

Un sol pálido empezó a brillar en un paisaje helado. Era como si hubiese estado<br />

sujetando un cuchillo con la punta hacia mí y ahora lo tuviese clavado.<br />

“Nosotros somos la libación.”<br />

Su voz se elevó y cantó, casi. Recordé una vez más la Narayanastra. El arma<br />

última... la sumisión.<br />

144


CAPÍTULO XXXIV<br />

Una coronación más. Sería nuestra última. Parikshita viviría en amistad con otros<br />

reyes. Vajra era de la sangre y de la línea regia de Krishna y ello lo hacía sagrado para<br />

Shuka y Parikshita. No había tampoco razón para dudar que la confederación de estados<br />

que Krishna quería se realizaría bajo Parikshita. Si enviaba el caballo del Ashwamedha,<br />

pocos, quizás ninguno, lo desafiarían. Y por otra parte, más fuerte que todo esto era el<br />

sentido de lo que todos habíamos experimentado, la gran purificación, cuyo acto final sería<br />

nuestra peregrinación a la Morada de las Nieves.<br />

Esplendoroso, y un poco vencido bajo todas aquellas joyas, Parikshita fue ayudado<br />

por Yudhisthira a subir a aquella misma plataforma en la que nuestro hermano mayor<br />

mismo recibiera su primer abhisheka real, tantos años atrás. Ignorábamos, entonces, los<br />

vientos ciclónicos que rodean a un rey. Pero ahora, al contemplar la ceremonia, sentíamos<br />

la calma profunda que llega tras la batalla.<br />

Parikshita me lanzó una mirada traviesa. Había pasado el tiempo haciendo bromas<br />

sobre los mil y un cubos de agua que deberían verter sobre él los sacerdotes con cada sarta<br />

de mantras. No era excesivamente piadoso y se reía de nosotros preguntándonos si<br />

quinientos cubos no servirían igual. Quizás esto era la penetración de la Kaliyuga. Con su<br />

humor natural, halló motivo de chiste en todos los preparativos, pero no era sino una dicha<br />

que pudiera conservar aquel desenfado que lo caracterizaba y seguir siendo respetuoso con<br />

los brahmines. Era un don de todos los dioses el que, siendo capaz de profunda seriedad, no<br />

llegase a abatirlo el dolor. Uno no podía sino sonreír cuando caricaturizaba los gestos<br />

rituales de los brahmines, farfullando, murmujeando y terminando con un ¡swaha!.<br />

Parikshita protestaba diciendo que se hundiría bajo el peso de las perlas y que cogería<br />

fiebres y un resfriado con tanta agua sagrada. Esto era en parte nerviosismo y en parte una<br />

reacción contra las permanentes explicaciones y admoniciones de Kripacharya, que se hacía<br />

viejo y no recordaba cuántas veces se repetía al instruir a Parikshita.<br />

El primer Om se elevó a los cielos. Mientras crecía el ritmo de los mantras, el<br />

semblante de Parikshita se compuso. Sus ojos no revoloteaban ya ni buscaban nuestra<br />

mirada. Parecía madurar bajo las bendiciones como bajo igual número de soles. Hoy pasaba<br />

de nuestra custodia y de la suya propia a la de los dioses, que cuidan del destino de los<br />

reyes. Un peso caía de mis hombros: justo entonces podría haber partido yo sin más<br />

preocupación que Subhadra. Contemplé a las damas de la tribuna y allí la vi, mirando a<br />

Parikshita con una media sonrisa en los labios. Uttara lloraba y, más abajo, el patriarca<br />

Vyasa estaba sentado en su postura habitual, firme como sus montes amados.<br />

Una pausa en los mantras me hizo regresar a la ceremonia. Ahora vertían sobre la<br />

cabeza de Parikshita los cubos de agua traída de los ríos sagrados. Los Om brotaron como<br />

una descarga de flechas. Parikshita era Rey.<br />

Siguió entonces la entrega de presentes, la parte jubilosa de los festejos. Los<br />

mantras habían otorgado el poder de la realeza a Parikshita. El nuevo rey bendijo con sus<br />

manos las bandejas de regalos antes de su distribución. Los ministros recogieron monedas<br />

con una gran pala áurea de medir y las metieron en bolsas. Sahadeva y Nakula, entonces,<br />

pusieron las bolsas de seda en manos de Parikshita para su reparto. El oro fluyó en corriente<br />

centelleante. Los brahmines estaban contentos no sólo con sus presentes, sino también con<br />

su rey. Podías verlo en sus sonrisas. Parikshita era alguien a quien no escatimarían sus<br />

145


endiciones. Para ellos, Dwaraka era un país distante. Aquí todo era celebración. Parikshita<br />

les dio pendientes de diamante y ajorcas incrustadas de gemas. Dar de este modo es el gozo<br />

de los reyes y Yudhisthira había conocido su verdadero valor. Hoy, miraba. Su tarea había<br />

terminado y se había librado de su carga. Era como un héroe conquistador después de una<br />

dura campaña, cuando la procesión y las aclamaciones han pasado. La ecuanimidad que<br />

tanto anhelara era su derecho ahora.<br />

Bhima, apagado pero con total dedicación, supervisó el banquete, casi sin comer él<br />

mismo. Su estómago apenas le hacía exigencias en los últimos tiempos y ello le resultaría<br />

útil allá donde íbamos.<br />

Una luna después de la coronación, los brahmines y los ascetas del bosque<br />

circundante, los kshatriyas sobrevivientes, los vaishyas y sudras, se apiñaron en el patio<br />

principal de palacio en una multitud que rebosaba más allá de las puertas. Esperaron con<br />

manos unidas que Yudhisthira se dirigiera a ellos una última vez, tal como lo hicieran para<br />

escuchar las últimas palabras de tío Dhritarashtra. Desde un balcón en el primer piso,<br />

contemplamos abajo la asamblea.<br />

Éste era el pueblo para el que Yudhisthira había hecho leyes, emitido sentencias,<br />

resuelto disputas, construido albercas y casas de reposo, distribuido grano y ganado. Eran<br />

sus hijos, todos ellos. Había sido generoso y virtuoso. Sobre todo, los había representado<br />

ante los dioses y ofrecido sacrificio por ellos, asegurando las lluvias y la prosperidad, y<br />

haciéndoles sentirse orgullosos de ser los súbditos de un Emperador. ‘El silencioso’, lo<br />

llamaban a veces. Ahora esperaban sus palabras.<br />

“Pueblo mío, mis hijos, vuestros padres y mis padres han pasado juntos mucho<br />

tiempo, partes de una misma familia.”<br />

Un sollozo ahogado se escuchó abajo. Algunos de los congregados se arrojaron ya<br />

con dolor los chales por la cabeza.<br />

“Conocéis el destino que ha determinado el final de Dwaraka y de nuestro Señor y<br />

consejero Sri Krishna, hijo de nuestro tío Vasudeva. Sri Krishna, hijo de Devaki, no era<br />

como los demás reyes de los hombres. Vino para hacer con nosotros un trabajo. Si su tarea<br />

ha terminado, así la nuestra. Vino para arrancar el adharma y cambiar la costumbre, para<br />

abrir un camino a la Luz de los Dioses Superiores. Nosotros no éramos más que sus<br />

instrumentos. Y ésa es, al fin y al cabo, la razón de ser del hombre Ario: guiar a la Tierra la<br />

Luz y todo lo que de ella depende. Digo que Sri Krishna era nuestro consejero pero, como<br />

era el corazón viviente de nuestra existencia tanto como nuestro guía, ahora que él ha<br />

partido nos corresponde a nosotros librar de nuestro peso a esta Tierra.”<br />

Un sonido gemicoso se alzó.<br />

“Rezamos por vuestra lealtad a nuestro nieto el rey Parikshita de alma virtuosa. Ha<br />

sido predicho un reinado de paz. Que el bien recaiga sobre todos vosotros.”<br />

Los congregados se silenciaron unos a otros para no perderse lo que su rey decía.<br />

“Nuestro abuelo Vyasa, hijo de Satyavati, ese asceta de alma justa que ha sido<br />

siempre una fuente de Veda y de Dharma, nos ha dado su permiso para emprender una<br />

última peregrinación a la Morada de las Nieves.”<br />

Poco a poco, los ¡hai, hai! se elevaron como un lamento. Yudhisthira levantó la<br />

mano.<br />

“Así que pido vuestra bendición para este viaje. ¿Qué necesidad hay de dolor? Hoy,<br />

al igual que mi tío Dhritarashtra, estoy aquí ante vosotros con las manos unidas y pido<br />

vuestro perdón por el gran carnaje que tuvo lugar en el Kurukshetra.”<br />

146


El silencio se hizo más profundo.<br />

“Todos nuestros parientes cayeron allí y eso ha sido causa de tormento para<br />

nosotros.”<br />

“¡Dharmaraj, tú eres el Dharmaraj!”<br />

“¡Fue en defensa del Dharma! ¡Tú cumpliste con tu deber, Dharmaraj!”<br />

“¡El Ashwamedha lava de todo pecado!”<br />

La multitud insistió en el grito de ¡Dharmaraj! y de nuevo Yudhisthira levantó la<br />

mano. Esta vez, no la tuvieron en cuenta.<br />

“¡El Dharmaraj luchó por la justicia!”<br />

“¡Te habían quitado el reino, Dharmaraj!”<br />

“¡Te habían estafado!”<br />

Todos nosotros alzamos las palmas pidiendo silencio.<br />

“Benditos seáis todos vosotros”, dijo Yudhisthira. “Pedimos vuestra lealtad a<br />

vuestro nuevo rey Parikshita. Mirad, al final el monarca se convierte en suplicante. En<br />

verdad un rey es enviado a servir. Cuando el tiempo de servir termina, es llamado otra vez,<br />

como ahora se nos llama a nosotros. La gloria de la muerte kshatriya, con el rostro hacia el<br />

enemigo, no había de ser la nuestra. El enemigo que debemos confrontar está en nuestro<br />

interior. Éste es el enemigo que todos debemos buscar en nuestra última peregrinación.<br />

“Como Regente os dejamos al intachable Yuyutsu, un hijo de la realeza y un bravo<br />

luchador contra el adharma. Como guru de vuestro rey, os damos al hijo de nuestro abuelo<br />

Vyasa, Shukadeva.”<br />

El silencio se adensó. Muchos habían estado mirándolo. Ahora, todos los ojos se<br />

volvieron hacia él.<br />

“Ahora, con nuestra reina Draupadi y nuestros cuatro heroicos hermanos, os<br />

pedimos perdón por todas nuestras omisiones.”<br />

“¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!”, estallaron los lamentos y sollozos.<br />

“No, no, hijos míos, exultad con nosotros. Uno no debe sobrevivir a su propósito.<br />

Hay un tiempo para el discipulado, hay un tiempo para la soberanía, hay un tiempo para<br />

seguir adelante, hay un tiempo de preparación para el último viaje. El hombre en su<br />

arrogancia olvida las estaciones que le corresponden. Dadnos vuestra bendición.”<br />

La gente lloraba. Samva, el noble brahmín que hablara cuando tío Dhritarashtra dijo<br />

adiós a su pueblo, fue el encargado de responder. Estaba en pie sobre la alta plataforma<br />

especial.<br />

“Oh rey Yudhisthira, oh héroe del trono Kuru, que vivas cien otoños y que tu<br />

simiente no muera nunca. Que nunca sufras necesidad, ni tú ni tu vamsha de meritorias<br />

gestas, esa línea magnifica que cuenta con Kuru y Bhárata y Shantanu de la gran<br />

inteligencia.” Tras el comienzo convencional, Samva se llevó la mano al rostro y se limpió<br />

las lágrimas. “Oh monarca, con justicia se te ha dado el nombre de Dharmaraj. Nos hemos<br />

apoyado en ti tan confiadamente como si fuéramos tus propios hijos y tú has cuidado de<br />

nosotros como un padre. Todos los reyes celebran sacrificios según el Dharma prescribe,<br />

pero tus sacrificios, rey Yudhisthira, no han sido como los de los demás. No sólo han traído<br />

lluvia y cosechas, han contrarrestado el pecado. En dieciocho días, dieciocho akshauhinis<br />

completas de guerreros armados se arrojaron unas contra otras. El príncipe Arjuna tuvo la<br />

oportunidad de elegir entre una akshauhini de más, tan tremendamente necesitada, o Sri<br />

Krishna como auriga. Tras la partida de dados...”<br />

El murmullo era apenas audible. La partida de dados nunca se mencionaba en<br />

nuestra presencia, pero este día no era como los demás. El brahmín prosiguió.<br />

147


“Tú, rey Yudhisthira, hubieras podido conservar tu reino por la fuerza de las armas,<br />

pero observaste el Dharma hasta el último día de los años de exilio. Oh monarca, pagaste<br />

una deuda al príncipe Sakuni, hijo de Subala, que ningún otro rey habría pagado.” La<br />

convención prohibía epítetos despectivos, pero su voz tenía el filo de una punta de flecha<br />

con forma de hoz. “Eso es algo que podemos contar a nuestros hijos. Tu espíritu queda con<br />

nosotros. Siempre que se narren historias de virtud, resplandecerán tus hechos sobre todos<br />

los demás. La voz que habla hoy a través de mí predice que el espíritu de Sri Krishna y de<br />

los Pandavas perfumará a la Madre Tierra para siempre. ¡Aunque retiréis de ella vuestro<br />

peso! Nuestros corazones pueden sufrir, pero para seres como los Pandavas no existe la<br />

muerte.” Y entonces, derramó bálsamo sobre la herida más profunda de Yudhisthira. “No<br />

hubo pecado en la guerra. También la batalla fue Dharma, surgida de una hora de honda<br />

adversidad y por un destino tan inescapable que el único pecado hubiera sido no afrontarla.<br />

De nada sirve el esfuerzo humano cuando una Yuga lucha por nacer. Acepta la gratitud de<br />

los hijos de esta Yuga y déjanos las bendiciones del noble y grande Dharmaraj.”<br />

Samva se inclinó profundamente. Yudhisthira y Draupadi elevaron sus manos juntas<br />

y un océano de sonido entonces rodó sobre nosotros.<br />

“¡Om Shanti!<br />

En paz lo hecho y deshecho.<br />

En paz para nosotros los signos del futuro.<br />

En paz lo que es y lo que será.<br />

Misericordiosos sean todos con nosotros.<br />

Misericordioso sea Mitra, misericordioso Varuna.<br />

Misericordiosos sean Vivaswat y la Muerte.<br />

Misericordiosas las calamidades de la tierra y atmósfera,<br />

Misericordioso el errar de los planetas.<br />

Misericordiosa sea la Tierra temblorosa<br />

Cuando el bólido la golpea.<br />

Misericordiosas sean las vacas de leche roja.<br />

Misericordiosa la Tierra que se hunde.”<br />

Los cánticos derramaron paz sobre el recuerdo de Dwaraka. Habría otras Dwarakas.<br />

La Tierra las requería. Los rishis habían previsto todo esto cuando los himnos brotaron de<br />

sus labios. Así sea. Así sea. Mientras nos retirábamos caminando hacia atrás a las cámaras<br />

interiores, llegaron hasta nosotros las salutaciones y los versos postreros.<br />

“¡Paz a la tierra y los espacios del aire!<br />

¡Paz a los cielos, paz a las aguas!<br />

¡Paz a las plantas y paz a los árboles!<br />

¡Que todos los dioses me concedan la paz!<br />

¡Por esta invocación de paz que la paz se difunda!<br />

¡Por esta invocación de paz que la paz traiga paz!<br />

Con esta paz lo tremendo ahora apaciguo,<br />

Con esta paz lo cruel ahora apaciguo,<br />

Con esta paz todo mal ahora apaciguo,<br />

148


¡Para que prevalezca la paz, la dicha prevalezca!<br />

¡Que todo nos traiga paz!”<br />

Paz también para mí...<br />

Pudimos oír el cántico mucho después de haber accedido al interior. Siguió uno a<br />

Pusan pidiéndole que hiciese fácil nuestro viaje y nos iluminase el camino. La<br />

muchedumbre no se dispersó. Aún estaba en el patio cuando el sol se puso.<br />

Más de la mitad del gentío se quedó hasta la mañana siguiente y fue con nosotros a<br />

adorar al dios Surya en el Saraswati. Cuando volvimos a palacio, nos siguieron todavía. No<br />

podían detenernos, pero no soportaban dejarnos marchar.<br />

149


CAPÍTULO XXXV<br />

El mismo patriarca Vyasa dirigió los ritos menores de la partida. Se sacó de<br />

nuestros palacios a los fuegos que adorábamos diariamente, excepto el del mío, que<br />

Parikshita seguiría adorando. Parte de él la llevé al río en un brasero de arcilla mecido en un<br />

contenedor de madera y la tiré a las aguas. Se balanceó un poco y luego la corriente se lo<br />

llevó veloz.<br />

De vuelta en mi palacio, me cambié de ropas. El fino angavastra de seda, que me<br />

pidió Subhadra, dio lugar a pieles de ciervo que ella misma me ayudó a sujetarme a la<br />

cintura. Yo sabía que en el resto de los palacios las mujeres gemían en su dolor, pero<br />

Subhadra permanecía introvertida, con los ojos secos, aunque un temblor le recorría los<br />

dedos. Cuando acabó de vestirme, me acarició el rostro y trazó mis facciones. Por último,<br />

me quitó los brazaletes y pendientes. Éstos serían para Parikshita.<br />

Antes de dejar nuestra cámara unimos las manos en mutua salutación. Una última<br />

mirada. Mientras, alguien aguardaba en la puerta con flores y arroz para que adorase el<br />

palacio en el que habíamos vivido juntos.<br />

“Así como al sol, el ojo del universo, no lo afectan<br />

Las imperfecciones externas que ve el ojo mortal,<br />

Al Uno, el Atman dentro de todos los seres, no lo afectan<br />

Los sufrimientos del mundo. Aparte está.”<br />

Desparramé los granos de arroz y el bermellón por los peldaños y el contorno de la<br />

puerta frontal. Marqué los pilares y los muros con signos auspiciosos. Al saludar el umbral<br />

con una entera postración, se oyó una erupción de dolor y de sollozos ahogados. Me levanté<br />

y vi que era Uttara. Tenía el mismo aspecto que cuando era mi pupila de danza en el<br />

palacio de Virata. La tomé en mis brazos y le acaricié el cabello.<br />

“Tienes que ser fuerte o Brihannala no lo podrá ser”, le dije usando mi nombre de<br />

los tiempos de Virata. “Hazlo por Parikshita...”<br />

Los sirvientes que habían contenido hasta ahora sus lamentos no pudieron seguir<br />

dominándose. Uttara apoyó la cabeza en el hombro de Subhadra y Parikshita, llorando, se<br />

detuvo ante ellas. Cogí al niño en brazos y le dije: “Dame la sonrisa de un guerrero. Tú eres<br />

nuestro rey.”<br />

“Lo sé. El rey ha de quedarse atrás”, repuso y trató de sonreír a través del velo de las<br />

lágrimas mientras se pellizcaba la mejilla para infundirse coraje.<br />

Ahora dedicamos una pradakshina a toda la casa, teniéndola a nuestra derecha y<br />

esparciendo granos de arroz al caminar. Fuimos después al palacio de Yudhisthira, donde<br />

nos unimos a los miembros de su Casa. También ellos rodearon la mansión. Bhima estaba<br />

allí ya y, cuando empezamos a circunvalar el patio exterior, llegó Nakula con sus reinas y<br />

toda su Casa; y Sahadeva después, seguido de un pequeño perro blanco y negro.<br />

Era hora de marchar hacia las puertas de la ciudad. A cada paso, más gente se nos<br />

unía. Cuando llegamos a los portales decorados de hojas auspiciosas, Yudhisthira se volvió<br />

hacia mí.<br />

“¿Dejarás aquí el Gandiva?”<br />

“No, hermano, lo llevaré conmigo. Gandiva es un arma sagrada.”<br />

150


Yudhisthira pausó, luego se tornó, dejando que Bhima se colocase tras él. Nada<br />

podría haber expresado más claramente su abdicación que esta aquiescencia. Marché detrás<br />

de Bhima. Todos acabamos formando una línea de la que Draupadi era la última, aparte del<br />

pequeño can. Era un tipo diferente de dolor el que las multitudes nos manifestaban hoy. No<br />

había indignación en él, sólo pérdida y súplica.<br />

Hombres y mujeres se arrodillaban al vernos pasar y clamaban: “¡Desposeídos<br />

quedamos!” “¡No nos dejéis!” “¡Hoy somos huérfanos!” Otros rostros nos contemplaban<br />

callados, con miradas absortas o con ojos rebosantes de orgullo. Algunos trataban de<br />

sonreírnos con labios temblorosos. Flores esparcieron a nuestros pies. Ninguno de nosotros<br />

miró atrás. No es bueno hacerlo una vez has realizado los ritos. Yo mantuve los ojos fijos<br />

en la espalda de Bhima. Aún tenía aquel paso de león. Sus músculos se movían como olas.<br />

Tanta vida había aún en él... No era un fuego fácil de extinguir. Le haría falta la cumbre<br />

más alta. Esperé que su fuerza no le hiciera sobrevivirnos a todos. No era alguien para<br />

quedarse solo. Refrené mis pensamientos. En una peregrinación como la que<br />

emprendíamos debes dejar toda preferencia atrás o te hará tropezar a cada paso. Sumisión,<br />

sumisión, sumisión. La Muerte es un astra que no puede producirte daño ni pena... si te<br />

sometes.<br />

Era el ocaso cuando nos adentramos en el bosque. Yudhisthira permitió a la<br />

muchedumbre decir las plegarias del atardecer con nosotros; después, se volvió hacia ellos.<br />

“Ya no soy rey. No tengo el poder de ordenar. Pero esto es lo último que os pido:<br />

volved a vuestras casas y a vuestros hijos. Hay viajes que deben hacerse en soledad, como<br />

este nuestro. Vuestro deber es ahora la serenidad y la dicha. Sed dichosos. Quedad en paz.<br />

Todos estamos en las manos del Divino.”<br />

La multitud empezó a alejarse lanzando miradas sobre el hombro. Cuando el sonido<br />

de los pasos y los murmullos de la gente cesaron por fin, oímos el canto de los grillos y los<br />

gritos de los chotacabras después.<br />

Al acostarme en mi lecho de hojas secas, me poseyó la sensación de mi propia<br />

solitud. Un sentimiento entumecedor, una escalofriante comprensión. En nuestro palacio,<br />

aquellas pequeñas, fuertes manos que sujetaran las riendas de mi carro estarían consolando<br />

a Uttara y Parikshita. La sombra de su figura empezó a desvanecerse.<br />

Dormí y soñé con Subhadra. Caminábamos por el monte Raivataka, contemplando<br />

Dwaraka abajo, donde un millar de lámparas diminutas pendían de los árboles. Era la noche<br />

del festival y buscábamos a Krishna. Queríamos que se uniera a nosotros para compartir<br />

una jarra de vino, pero Daruka nos trajo su mensaje: el vino estaba prohibido. Todas las<br />

tabernas habían sido cerradas bajo pena de muerte. Entonces, de pronto, desde un alto risco<br />

observamos abajo una masacre. Satyaki apuntaba su palma izquierda a Kritavarman. Por<br />

todas partes alrededor, los Vrishnis y los Bhojas saltaron arrojándose jarras de vino unos a<br />

otros. Salieron las espadas. Las bocas se abrieron de un modo grotesco, lanzando insultos<br />

que no podíamos oír. Al cabo de un rato, dejó de haber movimiento en la playa, aparte de<br />

las olas que lamían algunos de los cuerpos caídos mientras las aves carroñeras se cernían<br />

aún sobre ellos. Krishna estaba a nuestro lado, sonriendo.<br />

No llores, Arjuna. Acuérdate... antes de encarnarnos, asumimos esto. En la<br />

adversidad de los tiempos, sólo los héroes renacen. Muchas almas no retornarán antes de<br />

la renovación del mundo. No te apene este sufrimiento.<br />

Desperté llorando. Pero ya incluso mientras mis lágrimas fluían y el resplandor de<br />

Krishna remitía, mi dolor se tornó dulzura y consuelo. No volvería a llorar por Dwaraka<br />

nunca más.<br />

151


Por la mañana, fue deseo de Yudhisthira rezar por el mundo que dejábamos atrás.<br />

“Que a tiempo lleguen las lluvias.<br />

Que reverdezca la tierra de vegetación.<br />

Que esté libre el país del toda pena y dolor.<br />

Que la paz esté en todo y en todas partes.”<br />

Con ello empezó nuestro viaje a través de una jungla que se haría más y más densa<br />

cada día. Allí, en aquellos alrededores, el sol jugaba todavía veteando nuestra piel.<br />

Estábamos dispuestos a ofrecer una pradakshina a nuestro sagrado país. En mi campaña del<br />

Ashwamedha, el corcel me había guiado. Ahora, un perro desconocido nos seguía pegado a<br />

nuestros talones. Sólo un perro fiel. Me pregunté qué dios nos lo había enviado.<br />

Esta vez, nuestra travesía sería una marcha de victoria sobre nosotros mismos. Ni<br />

siquiera durante nuestro exilio en el bosque habían quedado nuestras vidas tan despojadas<br />

de todo. En aquel entonces, habitamos agradables refugios junto a los ríos y tuvimos la<br />

amistad de los sabios y animales, cazamos y cocinamos nuestros alimentos. Ahora éramos<br />

peregrinos con poco más que un arco sobre mi hombro. Su tarea estaba terminada también.<br />

Yo aún lo adoraba con flores cada día, esperando que se me dijese qué fin darle, pues en él<br />

moraba un dios y el arma no podía quedar desprotegida cuando Arjuna no existiese.<br />

Emergimos de la región de bosques a la costa de Kamarupa y nos tornamos algo<br />

hacia el sur, a las tierras de eternas lluvias y de extrañas plantas trepadoras con raíces<br />

aéreas que se ensortijaban alrededor de los árboles y colgaban entre ellos encortinando las<br />

sendas. Bhima tuvo que abrirnos camino con su puñal. Nos asediaron aquí las sanguijuelas,<br />

que hubimos de arrancarnos con emplastos de hojas astringentes. Esto drenó nuestra<br />

energía y nos costó mucho tiempo. Pero tiempo era algo que teníamos de sobras, aunque<br />

pronto empecé a sentir, y sé que los demás lo pensaron también, que no saldríamos vivos<br />

del bosque de Kamarupa. Más de una vez nos salvó el perro de las serpientes avisándonos<br />

con sus ladridos y, en una ocasión, justo cuando un ofidio venenoso estaba a punto de<br />

morder a Draupadi, el can saltó, lo agarró por el cuello y lo zarandeó hasta que consiguió<br />

matarlo. ¿Quién era esta criatura que tan fielmente nos seguía? Le miré los ojos. Eran lagos<br />

de amor y de lealtad. Lo llamé Dharma.<br />

Draupadi sufrió unas fiebres y nos detuvimos durante dos días; después<br />

reemprendimos nuestro viaje y Bhima la portó. Fue Bhima quien cogió la fiebre entonces.<br />

Era evidente que, si no alcanzábamos pronto el mar, dejaríamos nuestros cuerpos antes de<br />

culminar nuestra sagrada pradakshina, antes incluso de alcanzar las montañas. Así que tan<br />

pronto como pudieron volver a caminar, giramos de nuevo hacia el sur, hacia Angadesh, el<br />

reino que Duryodhana diera a Karna.<br />

Un día un leñador vino por nuestro camino. Nadie lo vio aparte de mí mismo, pero<br />

Dharma le ladró y supe que el hombre estaba realmente allí, moviendo el hacha.<br />

“Llama a tu perro, Arjuna”, me dijo con gran autoridad.<br />

Por un instante me pregunté cómo podía saber quiénes éramos. Estábamos<br />

reducidos más allá de toda posibilidad de reconocimiento. Teníamos endurecidos y<br />

agrietados los pies, y sucias y callosas las manos de desenterrar raíces. Mi mano se<br />

sumergió en la aljaba, pero la detuve con un pensamiento: Para esto hemos partido. No era<br />

aquél un hombre mortal. Debía de ser Yama sin su lazo, sin su búfalo. El Señor del Tiempo<br />

puede mostrarse con cualquier disfraz. Los perros lo sienten acercarse. Dharma empezó a<br />

152


gañir. Le acaricié la cabeza y, aunque me batía el pecho el corazón, estaba dispuesto. Me<br />

puse en pie de un salto, incliné la cabeza, uní las palmas y le dije con silentes palabras:<br />

“Señor del Tiempo, te doy la bienvenida, pero perdona a esta criatura, que protegerá a los<br />

demás hasta que tú llegues a por ellos.”<br />

“Arjuna, ¿no me reconoces?”<br />

“Sí, mi Señor”, respondí respetuosamente alzando hacia él las palmas juntas. “Eres<br />

el Señor del Tiempo y yo estoy preparado ya.”<br />

El leñador rió. “¿Qué haría yo contigo, Arjuna?”<br />

Rió aun más y con cada estallido de su risa silenciosa su piel se hizo más brillante<br />

hasta que resplandeció como el cobre. Ante mis ojos se hallaba el brahmín que nos pidiera<br />

comida a Krishna y a mí en el bosque Khandava. Di un paso atrás y volví a inclinarme.<br />

“Arjuna, sí, quiero tu vida.”<br />

¿Incendiaría el bosque y nos iríamos con el fuego como mi madre y mis tíos?<br />

Aguardé. Agni es un dios grande y me honraba que hubiera venido a por mí, aunque sentía<br />

que Krishna no estuviera conmigo como cuando nos lo encontramos en el Khandava.<br />

“¡Despójate de tu vida!”, dijo el dios Agni.<br />

Observé a mis cuatro hermanos sentados en círculo. Draupadi dormía. ¿Tenía que<br />

irme sin una palabra? Sea. Uno no regatea con los dioses. Torné mi mente al Yoga.<br />

“Abre los ojos, Arjuna. Hay algo que vale más que tu piel y tus huesos.” Vi, no al<br />

brahmín sino a Agni, la deidad de las siete llamas, una única columna con cuernos de fuego<br />

hacia lo alto. “Ya no tienes necesidad del Gandiva, destructor de enemigos. Esa arma<br />

excelsa ha servido ya a la obra de Krishna. Debe retornar a Varuna, Señor de las Aguas.”<br />

Incliné el torso, pero mi corazón se encogió. Lo único que me quedaba de la vida<br />

con Krishna era el arco. Vi de nuevo a Uttarakumara bajando nuestras armas ocultas en la<br />

copa del árbol sami. Contemplar el Gandiva le hizo temblar. Pude oír mi voz diciéndole:<br />

‘Éste es el Gandiva, el arma de Arjuna, el arco de Indra durante cinco mil años, después de<br />

Varuna.’<br />

Me arrojé al suelo en completa postración. Con Krishna había viajado a las regiones<br />

superiores y visto las serpientes danzar sobre las aguas... las sierpes que se transformaron<br />

en Gandiva. Todo el significado de mi existencia estaba entre los cuernos de este arco, su<br />

música aguardaba ser tañida. El Gandiva era la Realidad y la Verdad, el sostén del Dharma,<br />

la razón de mi vida. Comprendí que en alguna parte de mi ser había esperado el día, en esta<br />

peregrinación, en que Gandiva volviera a la vida una vez más, como cuando lo bajé del<br />

sami. El rostro de Agni brilló mirándome bajo un ramaje de llamas.<br />

“Haz sitio, Arjuna. Haz sitio, quema el Dharma dentro de ti, ve luego al mar<br />

oriental y devuelve el Gandiva a Varuna. Cuando llegue el tiempo, cuando haya necesidad,<br />

Gandiva volverá otra vez a tus manos, aunque con otra figura. Gandiva no es sino una<br />

energía de los Cielos y toma forma según la necesidad del momento.”<br />

Sentí mi corazón latir contra el suelo. Me alcé sobre las rodillas. Cualquier<br />

resistencia me reduciría a cenizas y a mis hermanos también. Haría lo que había que hacer.<br />

El rostro del brahmín me miró una vez más. Las siete llamas empezaron a devorar sus<br />

rasgos y reabsorbieron luego el cuello y los hombros. La gran columna de fuego flotó unos<br />

instantes antes de partir como el rayo a las alturas. Con las manos unidas, me senté sobre<br />

los talones para contemplarlo. A mi lado se sentó Dharma también, con la cabeza ladeada,<br />

observando la estela fogosa.<br />

153


CAPÍTULO XXXVI<br />

Marchamos a través de Angadesh, encontramos un tributario del Ganga y lo<br />

seguimos hasta donde éste se vaciaba en el río. Era éste un lugar en extremo auspicioso al<br />

oriente de Magadha, otro de los hitos en la vida de Bhima y en la mía propia, pues a estos<br />

dominios vinimos con Krishna para matar a Jarasandha en lo que ahora nos parecía una<br />

vida atrás. Ofrecimos oblaciones de agua por nuestro hermano Karna y nuestra madre.<br />

Después, cada uno de nosotros ofreció por todos los seres queridos para él que estaban en la<br />

otra orilla. Estos ritos harían nuestro ánimo más ligero para el viaje que teníamos por<br />

delante.<br />

Tejimos guirnaldas de las flores trepadoras que crecen por los árboles, con las raíces<br />

en el aire, y las arrojamos al agua.<br />

“Krishna, Abhimanyu, madre Kunti, Satyaki, Karna, Uttarakumara, Dronacharya,<br />

Gran Bhishma...”<br />

El viento y las olas elevaron y dispersaron las flores; las seguimos, con el rostro al<br />

este, hacia el mar.<br />

Madre Ganga baja rugiendo de la Morada de las Nieves pero, llegada a Angadesh,<br />

es dócil y amigable y avanza sin prisas hacia la vasta morada del dios Varuna. Aunque<br />

estaba ansioso por acabar con aquello -nunca he sido persona para largas despedidas- no<br />

estaba dispuesto a confiar el Gandiva al río. Y por otra parte, Agni había dicho ‘el mar’.<br />

Los llanos estaban secos y, si bien habíamos llegado a aborrecer las sanguijuelas y<br />

el goteo constante del bosque de Kamarupa, ahora teníamos que tomar refugio bajo los<br />

pipal de hojas circulares antes del mediodía. El cielo, que apenas vislumbráramos de un día<br />

para otro en la jungla, no mostraba ahora ni una nube y era de un azul intenso, como si ya<br />

rivalizase con el mar.<br />

“Gandiva, te llevo a casa por fin”, le dije al arco.<br />

Por primera vez desde que los saqueadores cayeran sobre nosotros, sentí en la<br />

madera un temblor. Gandiva no estaba muerto. La vibración resonó en mí. Agni había<br />

dicho la verdad: Gandiva retornaría a mis manos cuando la necesidad surgiese. Ahora,<br />

había un constante abejoneo entre él y yo. Mis pasos se hicieron ligeros, más libre mi<br />

respiración. Draupadi levantó la cabeza una vez más y Yudhisthira halló su voz entonando<br />

un himno a Durga, el que había cantado cuando dejamos nuestras armas en la copa del sami<br />

y marchamos caminando hacia la capital de Virata.<br />

“Te saludamos.<br />

Derrama sobre nosotros tus dones,<br />

oh diosa doncella.<br />

Tú rescatas a los afligidos<br />

y eres el único refugio de los caídos en la desgracia.<br />

Tú eres el Destino, el Éxito y la Prosperidad.<br />

La esposa eres,<br />

y los hijos que desean los hombres,<br />

154


y tú eres conocimiento;<br />

el sueño de la noche<br />

y los dos crepúsculos eres;<br />

Compasión, Perdón y Amor.<br />

No hay nada que tú no seas.<br />

Oh, diosa, busco tu protección.”<br />

Ahora como entonces, nadie nos habría tomado por los Pandavas, aunque esta vez<br />

no había necesidad de disfraces. El cielo y el mar nos reconocerían por lo que éramos. El<br />

Hacedor del Día brillaría sobre nosotros, fuese cual fuese nuestro aspecto.<br />

Olimos la sal antes de llegar a ella y, desde la distancia, oímos la voz del dios<br />

Varuna. Aguardaba para recuperar a su vástago y me llamaba con el romper de sus olas.<br />

Arjuna, Arjuna. Me detuve a escuchar. A Gandiva guardaré para ti, pero tuyo es<br />

por razón de tu nobleza. No habrá separación. Así como una espada duerme en su vaina,<br />

Gandiva reposará en su lecho, recibiendo culto permanente, esperando su hora junto a sus<br />

aljabas. Ponlos bajo mi custodia. Los dioses sabrán que están aquí y liberarán tus<br />

hombros de la carga de su protección. No te protejas a ti mismo, Arjuna, no hay necesidad.<br />

Con sonido vaneciente, las olas distantes hablaron otra vez como un eco<br />

subacuático: No te protejasss a ti misssmo.<br />

La única arma superior al Gandiva: sumisión.<br />

Una pequeña mancha azul. Nuestra primera vista del mar. Cantando ahora el himno<br />

con voz más fuerte, Yudhisthira nos guió directamente a él.<br />

“Tú eres conocimiento;<br />

el sueño de la noche y los dos crepúsculos eres;<br />

Compasión, Perdón y Amor.<br />

No hay nada que tú no seas.<br />

Oh, diosa, busco tu protección.”<br />

Habíamos hablado poco durante todo el camino, ahorrando el aliento para marchar.<br />

Cuando nuestros pies se hundieron en la arena, incluso nuestro cántico cesó. Alcanzamos la<br />

orilla y permanecimos allí, desplegados frente a la vastedad. Dejamos que los rizos del agua<br />

jugasen con nuestros pies y les limpiasen la arena. El agua era aquí clara y brillante, y se<br />

oscurecía poco a poco hacia el interior del mar hasta que una línea fina de azul profundo<br />

nos decía dónde añadía el cielo a las aguas color.<br />

Era la primera vez que Draupadi veía el océano. Debido a nuestras campañas,<br />

Sahadeva y yo éramos quienes lo conocíamos mejor. Dharma se lanzó al agua, nadó un<br />

poco y luego volvió para trepar por la arena delante de mí. Se sacudió y esperó a mis pies.<br />

Era la primera vez que se apartaba del lado de Draupadi. Acababa de mostrarme justo lo<br />

que debía hacer. ¿Quién era este cuzco? Caminé hacia adelante y él movió la cola.<br />

Con Gandiva cruzado sobre el pecho, penetré en el agua y nadé a la distancia. Sentí<br />

al principio el frío impacto de las aguas del océano. Después, una corriente cálida me<br />

envolvió como un brazo amistoso y nadé más y más lejos, hacia el mar abierto, atraído por<br />

155


aquella fina línea azul en el filo del mundo. No sabía, sin embargo, cómo hacer mi ofrenda.<br />

El sacrificio se entrega siempre por medio de Agni, que porta todas las oblaciones salvo las<br />

cenizas de los muertos.<br />

Me dirigí a las aguas:<br />

“Salve, divinas, insondables, purificantes aguas.<br />

Aguas que sois las madres purificándome.<br />

Vosotras, que sois el fundamento del mundo.<br />

Vosotras, que surgisteis primero y que sois la inmortalidad.<br />

Vosotras, que sois la simiente y la matriz.”<br />

Una ola me lamió el rostro: la sal sabía como el vino. Seguí nadando hasta que<br />

estuve mucho más allá de las olas rompientes. Aquí había sólo el aroma que hacía mis<br />

movimientos fluidos. Me giré sobre la espalda. Disfrutar del cielo y el mar era como<br />

perecear sobre un elefante de paso espacioso. Olvidé por unos momentos a qué había<br />

venido. De pronto, recibí un golpe y me revolví bajo el agua. Aquí, más allá de los<br />

cachones, una ola había roto sobre mí y supe por qué antes de que Varuna hablara.<br />

Aquí, dijo.<br />

Me descolgué el Gandiva y punteé el arco, que emitió un húmedo clic submarino.<br />

Me puse el arma en la frente y la ofrecí; sentí entonces que me la arrebataban.<br />

La ofrenda había sido aceptada.<br />

Me desprendí de las aljabas y me las llevé al corazón y a los labios. También éstas<br />

me fueron retiradas por manos que no podía ver. Luego, un remolino se formó en torno a<br />

mí y me sentí succionado. Justo cuando pensé que había sido llamado con mis armas, fui<br />

impulsado al exterior. Mi cabeza rompió la superficie. Tenía los ojos llenos de sal y había<br />

perdido la idea de dónde me esperaban los demás. Al mirar alrededor, parpadeando contra<br />

la luz repentina, otra ola poderosa me tomó y, como un gran monstruo marino, me portó<br />

veloz a la orilla.<br />

A través de un velo de sal, vi a Draupadi y a mis hermanos allí de pie, con las<br />

palmas unidas a la altura de la frente. No pude decir al principio si eran ellos quienes<br />

cantaban o era en mis oídos el sonido del mar.<br />

“Cualquiera que sea el pecado hallado en mí,<br />

Cualquiera mi falta cometida,<br />

Ya haya mentido o jurado en falso,<br />

Agua, aléjalo de mí.”<br />

Luché por salir del agua y, jadeando todavía, me uní a ellos en el cántico.<br />

“Ahora he venido a buscar las aguas,<br />

Ahora confluimos, mezclándonos con la savia,<br />

Ven a mí, Agni, rico en leche...<br />

Ven y otórgame tu esplendor.”<br />

156


CAPÍTULO XXXVII<br />

No era la Magadha que Bhima y yo recordábamos. Esta vez no éramos príncipes<br />

que venían con Krishna disfrazados para acabar con el tirano Jarasandha. No había reyes<br />

cautivos que esperaran ser sacrificados a Shankara Shiva. Parecíamos exactamente lo que<br />

éramos: renunciantes en peregrinación.<br />

“Hermano”, dijo Bhima gruñendo y riendo, “este disfraz es mejor que cuando<br />

vinimos como brahmines. Que pena que no traigamos una misión.”<br />

Nuestra única misión ahora era cantar himnos y repartir nuestras bendiciones por las<br />

tierras que atravesásemos. En cada una, nos manteníamos tan apartados como fuera posible<br />

de las ciudades y pausábamos sólo en minúsculas aldeas para comer lo que se nos ofreciera.<br />

Cruzamos el Mahanadi en una balsa de juncos que nosotros mismos fabricamos y en la que<br />

Bhima singó. Aquel día fue júbilo. Todos habíamos trabajado juntos con nuestras manos,<br />

trenzando las cañas después de romper el ayuno con bayas del bosque y agua de manantial,<br />

y nuestra era una paz que en los palacios es difícil conocer.<br />

Al tirar de nuestra balsa hacia la orilla agarrándonos a ramas de sauces que pendían<br />

sobre nosotros, una nidada de pájaros crestados de rojo voló chirriando. Trepamos por la<br />

orilla riendo y nos volvimos para contemplar a los martines pescadores suspendidos sobre<br />

la superficie o arrojándose al agua como relámpagos.<br />

“En la próxima vida”, dijo Nakula, “quiero dedicarme a fabricar barcos.” Era tan<br />

raro oírle expresar un deseo que todos nos tornamos para mirarlo. “Hacer algo en lugar de<br />

romperlo”, añadió encogiéndose de hombros con su sonrisa encantadora.<br />

Sus palabras contenían una verdad mayor para nosotros que los discursos de los<br />

pandits. Nuestra primera edad había transcurrido en bosques donde la serenidad nos<br />

resultaba algo espontáneo. Durante los doce años de exilio en la jungla, la impaciencia de<br />

Bhima y el fuego de Draupadi habían consumido aquella paz. Sólo ahora lográbamos<br />

recuperar ese tranquilo hálito de la vida. Defender fronteras, expandir territorios, satisfacer<br />

las necesidades de los brahmines, juzgar disputas territoriales... todo esto quedaba atrás.<br />

Los Rajasuyas y los Ashwamedhas, las coronaciones, las caracolas y los tambores de guerra<br />

y los vistosos atavíos... Todo atrás. Y ahora, incluso Gandiva había vuelto a su morada. Nos<br />

sentamos a la orilla del río, mascando juncos, y supimos que habíamos representado<br />

nuestro papel. Las diminutas flores amarillas y malvas, aquellas blancas acampanuladas,<br />

tímidas entre las piedras y la hierba... éstas eran ahora nuestras riquezas. El movimiento<br />

repentino de un ala fúlgida, la canción borbollante de una alondra suspendida en el aire, la<br />

danza flotante de un ciervo...<br />

“¿Qué haremos con esto?”, dijo Bhima señalando la balsa con un gesto de cabeza.<br />

“¿Nos lo llevamos?”<br />

“No hay que llevar nada”, repuso Draupadi atándose en un moño el cabello. “Éste<br />

es el lugar que le corresponde.”<br />

Numerosos refugios de ascetas hallamos tras cruzar el río, de modo que no<br />

carecimos de refugio o alimento. En cuanto a caminar, hacía nuestros cuerpos fuertes y<br />

duros ahora que no recorríamos tierras empapadas por las lluvias.<br />

Un día, cuando el sol estaba en lo alto y nuestros estómagos nos dijeron que era la<br />

hora de nuestra primera comida, volutas de humo en ascenso nos guiaron a un pequeño<br />

ashram. No conocíamos la lengua de la región, pero el sabio, que había hecho pradakshina<br />

157


a todas las provincias, sabía algo de nuestro idioma norteño. Con sus propias manos nos<br />

sirvió frutas y nueces y cuajadas y leche de su vaca rojiza, a la que nos presentó como su<br />

única compañía.<br />

“¿Cuál fue el propósito de tu peregrinaje?”, preguntó Yudhisthira.<br />

El sage puso los ojos en blanco y elevó las palmas al cielo. Sonriendo, respondió:<br />

“El propósito era que no había propósito.” Al cabo de un instante, añadió: “Era mi gratitud<br />

a nuestra generosa madre Bharatavarsha y aprendí a tomar de ella con parquedad. Eso es la<br />

riqueza, tomar lo imprescindible. De esta forma, no te lastran ni la pobreza, ni las riquezas.”<br />

Pausó y, con ojos que nos sonreían: “Ni siquiera el punya. Lo que estáis haciendo ahora es<br />

mejor que todos vuestros Ashwamedhas.”<br />

Nos miramos unos a otros en busca de indicios que hubieran podido revelarle<br />

quiénes éramos. Ninguno de nosotros estaba sentado en la postura regia. El cabello de<br />

nuestra reina estaba descuidado de nuevo, sin aceites ni adornos. Había en ella dignidad,<br />

pero no los signos de una reina. El sabio rió quedamente ante nuestro asombro. Nos<br />

habíamos enorgullecido de haber perdido incluso las maneras de los reyes; si aún<br />

acarreábamos restos que tan obvios resultaban para él, yo estaba contento de no saberlo.<br />

Aunque lejos aún de la Morada de las Nieves, algo de su atmósfera había penetrado<br />

en nosotros.<br />

Nuestros pasos terrenales nos llevaron al país de Kishkinda, donde la gente es<br />

oscura y hermosa y el suelo te mancha los pies de rojo. Había allí árboles cargados de<br />

mangos, y camuesos con manzanas silvestres a las que Rama y Sita dieron nombre, y la<br />

sombra fresca y serena de los tamarindos bajo la que reposar. No nos faltó en estas tierras<br />

abrigo ni refresco, ni tampoco prestas sonrisas.<br />

Seguimos caminos a través de vastos arrozales que nos calmaban los ojos. Al<br />

atardecer, después de haber caminado todo el día, el agua de los cocos tiernos que Bhima<br />

hacía caer de los árboles sacudiéndolos era mejor que cualquier vino melado. Fue allí, creo,<br />

donde empezamos a vivir fuera del tiempo. Cierto, habríamos podido seguir vagando por<br />

aquel generoso país sin volver a pensar en nuestro destino, si no hubiéramos alcanzado las<br />

fuentes del Godavari, que nos condujo a la frontera de los dominios de Vidharbha.<br />

Sahadeva estaba por seguir más al sur, pues tenía recuerdos felices de su campaña del<br />

Rajasuya, pero había que pensar en Draupadi. Su cuerpo no estaba entrenado como el<br />

nuestro. Nos tornamos al norte y, ahora, con una mezcla de aprensión y anhelo, nuestras<br />

mentes se volvieron hacia las aguas que cubrían Dwaraka.<br />

Recordé la última vez que miré las altas mansiones vacías antes de que las aguas las<br />

reclamasen. Mi corazón reposó sólo cuando Nakula dijo que, por supuesto, debíamos hacer<br />

allí una última oblación por nuestros tíos, por Krishna y Satyaki y los suyos.<br />

Encontramos al capitán de un pequeño barco que estaba lleno de historias de<br />

Dwaraka y decía que, después de la inundación, uno podía hacer una auténtica fortuna de lo<br />

que el mar arrojaba al interior: partes de columnas con gemas incrustadas, joyas, mobiliario<br />

de mármol y el oro de las lámparas y las cucharas y las bridas de caballo, ruedas de carro<br />

repujadas, cuchillos y espadas y otras riquezas de las grandes casas. Era una miseria<br />

escucharlo. El único consuelo con él fue que no llegó a reconocernos.<br />

“Si vais allí en busca de fortuna, es tarde para eso. El mar arroja aún pequeños<br />

chismes para los tardones, pero por cada pedazo de mármol hay un centenar de personas<br />

aguardando.”<br />

158


Su habla robusta y llana lo evidenciaba como un Yadu que debió de haber sido en<br />

tiempos boyero; de hecho, aún usaba términos propios de los vaquerizos de tanto en tanto.<br />

Demasiado bien nos ofreció su historia la pintura de una turba de raqueros buscando a la<br />

orilla del mar los restos perdidos de Dwaraka. Al menos, nos impidió pensar en los peligros<br />

del océano. Con un mero cruce de miradas, supimos que nos mantendríamos alejados de la<br />

nueva línea del mar y ofreceríamos nuestras oblaciones al llegar al Narmada. El agua es<br />

sagrada en todas partes: es la aspiración del corazón y de la mente la que hace la ofrenda<br />

digna de los dioses.<br />

Fue así que miramos desde la distancia el mar que cubría Dwaraka. Parecía<br />

cualquier otro mar. Quizás en los tiempos por venir nadie conozca la belleza y esplendor<br />

que Krishna obró aquí hasta que la demencia salvaje de los hombres los destruyó. Quizás<br />

Varuna se revuelva encolerizado algún día otra vez y se alejase de aquí para caer sobre otra<br />

ciudad, dejando que el mundo se maravillase ante la grandeza submarina revelada entonces.<br />

Pero, lo supiesen los hombres o no, la luz de Krishna había tocado aquí la Tierra. Esto yo lo<br />

sabía con certeza y era algo que ningún mar podía llevarse.<br />

Tuvimos luego que cruzar una franja de desierto, perspectiva que a ninguno de<br />

nosotros entusiasmaba a pesar de que era la estación de las flores de las arenas. Una<br />

caravana de mercaderes de aspecto feroz, pero amigables, se ofreció a llevarnos consigo.<br />

Iban de camino a cierto centro del río Lavana, con los camellos cargados sólo ligeramente.<br />

Bhima portaba a Draupadi aún y aquella gente sintió compasión por nuestra mujer. En otros<br />

tiempos hubiéramos podido tomarlos por saqueadores, pero tales temores ya no tenían lugar<br />

en nosotros.<br />

Aquellos hombres no eran Arios. Hacía mucho ya que habíamos tenido que<br />

desprendernos de las sutilezas de nuestra casta, pero vi a Draupadi encogerse la primera vez<br />

que nuestros anfitriones nos invitaron a comer con ellos de un solo plato compartido de<br />

grasiento arroz. Aunque tan hambrienta como todo el resto de nosotros, alegó no tener<br />

apetito. Yudhisthira le acarició la frente y la alimentó con su propia mano.<br />

El desierto te cambia. Draupadi acabó cogiendo a Dharma en brazos. Para el tiempo<br />

en que alcanzásemos los pies de los grandes Dioses, el sol nos habría amollentado y<br />

estaríamos listos para el prasad como fruta madura. Antes de ello, sin embargo, mi hombro<br />

tendría que olvidar que había portado el Gandiva. Gandiva había quedado reducido a un<br />

surco en la carne más que en el alma. Pero una noche que dormía en la tienda de los<br />

mercadantes y una brisa levantó la cortina, me incorporé antes de poder darme cuenta<br />

siquiera de que lo hacía y mi mano buscó el Gandiva. Supe entonces que todavía quedaba<br />

algo que hacer. La voz dentro de mí dijo: El tiempo para eso ha acabado, Arjuna. Si tú te<br />

proteges a ti mismo, ¿cómo puedo protegerte yo? Mi Dharma había cambiado. Ahora, yo<br />

tenía que ser el protegido, no el protector. Escuché la respiración de las formas durmientes<br />

que me rodeaban y me pregunté quién era yo y, por un instante, al igual que cuando una<br />

estrella fugaz absorbe toda tu atención, no fui nadie. Me quedé sentado allí, absorto en el<br />

milagro, rebosante el corazón de amor y gratitud. Un momento después, salí reptando de la<br />

tienda a la noche del desierto. Era clara y fría y el cielo estaba colmado de estrellas. El débil<br />

tintineo de los cascabeles de los camellos, el murmullo de la arena, el chasquido sordo de la<br />

cortina de la tienda, me transportaron a un lugar que conocía. Era el desierto donde me<br />

había encontrado conmigo mismo tras la campaña del Ashwamedha. Había comprendido<br />

entonces que sea lo que sea lo que nos cause apego, mujeres, armas o el mero polvo del<br />

desierto, nos encadena a una vida crepuscular que es la gemela de la muerte. Y había<br />

aprendido entonces lo que es estar libre, a salvo, carecer de necesidad y de armas, no tener<br />

159


a nadie con quién luchar o por quién hacerlo. El mismo pulso despertó en mí ahora, la<br />

música de las estrellas y las arenas, el núcleo de mi palpitar. Esta vez no tenía que regresar<br />

a Hastina y no podía retornar al Gandiva. ¿Era posible dejar ahora todo apego atrás? El<br />

rostro de Parikshita surgió ante mí, radiante tras la coronación... y el de Subhadra, quedo y<br />

sereno. El amor que sentía por las personas de la tienda creció y creció, pero yo no era ya el<br />

protector de nadie. Una noche, Parikshita se sentaría así en su lecho, comprendiendo por<br />

vez primera que de esto precisamente hablaban las palabras de Kripacharya y los himnos de<br />

los brahmines. Subhadra lo sabía. Creo que ella lo supo siempre.<br />

Esta noche, yo comprendía por qué me había dejado partir y en esta comprensión mi<br />

corazón halló paz.<br />

160


CAPÍTULO XXXVIII<br />

Penetramos en el país de Matsya y empezamos a llamarnos uno a otro por los<br />

nombres que usáramos durante nuestro año de incógnitos aquí. Esto siempre nos elevaba<br />

los ánimos y disipaba el silencio. Resulta difícil resignarse a un tono de gravedad cuando te<br />

llaman Kanka el jugador o Brihannala el bailarín. Nunca dejaba de provocar una lenta<br />

sonrisa en los ojos de Yudhisthira que a veces le alcanzaba los labios. La idea de<br />

disfrazarse era ahora un chiste en sí misma. El sol había realizado su obra en nosotros:<br />

Bhima, Yudhisthira y Nakula no tenían ya la tez del brillo y color del oro y, por lo que al<br />

resto se refería, lo mismo podríamos haber sido Nishadas. Estábamos todos flacos, tirantes<br />

teníamos las carnes como cuerdas de arco y a Dharma se le había puesto un abdomen<br />

lobuno. Nuestros pies se veían agrietados y encallecidos, y las uñas de Draupadi, en otro<br />

tiempo de la forma de las tortugas, estaban partidas.<br />

Era un alivio dejar el desierto atrás y recorrer de nuevo tierras bordeadas de altos<br />

árboles, que se volvían más y más densos a medida que nos acercábamos al bosque<br />

Khandava. Gozábamos ahora de ocasionales vislumbres de los blancos turbantes de las<br />

cumbres. Nuestros silencios se prolongaron, nuestras palabras se hicieron parcas.<br />

Lentamente, marchamos hacia el norte hasta tocar el Khandava. Aquí, apoyados en<br />

nuestros bordones de peregrinos, reposamos. Habíamos pasado Indraprastha sin visitar a<br />

Vajra ni la Maya-sabha.<br />

Cuando alcanzamos el Khandava no nos separaban tampoco muchas yojanas de<br />

Hastina... pero nadie lo mencionó. Este silencio sellaba nuestro futuro escindiéndolo del<br />

pasado... este silencio y los picos de las montañas que nos aguardaban. Una nueva<br />

intensidad tomó posesión de nosotros. Ésta era la última parte de nuestro viaje. El viaje de<br />

la vida. Todo preparativo para futuros nacimientos debía hacerse ahora. El abuelo Vyasa<br />

había dicho que puedes cambiar todas las acciones de tu vida en un instante del presente, en<br />

el último momento... que puedes barrerlo todo como la arena que porta el trazado de un<br />

yantra.<br />

Seguimos avanzando y avanzando, viviendo de nueces y frutas, hasta que llegamos<br />

al Saraswati. Había sido en el Khandava, durante nuestro exilio en el bosque, donde un<br />

ciervo se le apareció a Yudhisthira en sueños para pedirle que no cazásemos más, que la<br />

manada estaba en peligro de extinción. Nos trasladamos en aquella ocasión al Kamyaka, al<br />

norte, y luego seguimos el curso del Saraswati. Éste era el camino que recorreríamos otra<br />

vez. Me hacía pensar que pronto estaríamos en casa, lo que provocaba en mí sonrisas de<br />

repentino contento. Porque era a ‘casa’ adonde íbamos. No a palacios, ni a bosques, ni<br />

siquiera a montañas. Regresábamos a nuestro comienzo, al lugar del que habíamos venido.<br />

Esta idea estalló tan jubilosamente en mí que exclamé: “Volvemos a casa.”<br />

Yudhisthira y Bhima se detuvieron y tornaron la vista hacia mí, sonriendo.<br />

“Bhima, Jishnu, volvemos a casa”, gritó Yudhisthira.<br />

Todos los demás entonaron aquel clamor. Me giré para mirar a los mellizos y a<br />

Draupadi. Ésta sonreía. Sus dientes destellaban, blancos en su enjuto rostro oscuro, y era<br />

hermosa. Sahadeva y Nakula reían. Por la noche nos sentamos en círculo y hablamos de lo<br />

que haríamos en nuestras próximas vidas.<br />

De camino a la capital de Virata, cuando cada uno de nosotros escogió casta y<br />

disfraz para el año de incógnito en la corte, ninguno quiso pasar por guerrero. Les comenté<br />

161


este hecho, mientras nos sentábamos alrededor del fuego que Bhima había encendido. Las<br />

noches eran tranquilas y frescas, y había lobos y leones alrededor. Todos mirábamos las<br />

llamas. Aquello podría haber sido un yajna. Draupadi, con el gesto ritual de los brahmines,<br />

arrojaba hojas a las llamas, con la palma abierta hacia el cielo. El único himno era el canto<br />

de las aves nocturnas y las voces de los insectos... y nuestro silencio, que nos ataba uno a<br />

otro como una soga poderosa. Aquí, nuestro destino era estar juntos. En la próxima vida,<br />

¿seríamos dispersados por los tres mundos y las diez direcciones? Fuera cual fuera mi<br />

misión, tendría que ver con Krishna. Krishna había elegido a Yudhisthira para el trono.<br />

Draupadi era la sakhi de Krishna. Nuestro destino era estar juntos. Agni había dicho que,<br />

cuando llegara el tiempo, Gandiva retornaría a mí. Krishna y Subhadra, nuestro hijo y el<br />

hijo de nuestro hijo... éramos como una cadena. Mi mente se arrastraba hacia algo y de<br />

pronto lo vi, como cuando das la vuelta a un recodo y algo nuevo se te ofrece a la vista.<br />

Fue Draupadi la que lo expresó en voz alta.<br />

“Ha habido tanto sufrimiento, tanto, tanto, tanto... pero ya ha acabado y así tenía<br />

que ser. Ha sido útil para el mundo...” Arrojó más hojas al fuego. “Krishna dice que lo ha<br />

sido y yo quisiera que siguiéramos juntos de nuevo sea lo que sea lo que la vida nos<br />

depare.”<br />

Lloraba quedamente. Ninguno de nosotros podía hablar. Draupadi estaba a mi lado<br />

y me volví hacia ella. Las llamas jugaron en sus facciones surcadas por el dolor de su vida.<br />

De la amargura, sin embargo, se había desprendido. Su boca se hallaba en reposo. No<br />

hubiera podido reprimirme ni siquiera aunque los dioses me lo hubieran pedido. Le limpié<br />

las lágrimas. Nuestros ojos se encontraron y yo asentí con la cabeza. A su otro lado,<br />

Yudhisthira le tomó la mano entre las suyas. De pronto, todos estábamos cogidos de las<br />

manos. Los seis, sin faltar uno. Hubo murmullos de sadhu y frases incompletas. Todos<br />

decíamos lo mismo de una forma o de otra. Dharma se acercó a Draupadi y, con la cabeza<br />

sobre su regazo, miró las llamas.<br />

Draupadi estaba exhausta, pero tenía los ojos serenos. Sería su espíritu el que la<br />

sostendría hasta que alcanzásemos las cumbres. Ella, nuestra emperatriz, la nacida del altar,<br />

la que nos había salvado de la servidumbre, sería la primera en partir. Yo no quería un<br />

mundo sin ella. Bhima sollozaba y nos decía algo a los demás, pero no conseguía que lo<br />

entendiéramos. Nadie podía hablar. Ella lo hizo otra vez...<br />

“Hace falta vivir mucho para comprender. Tenía que ser así.” Fue el modo en que lo<br />

dijo, como un rishi que ve mucho más allá... Tras una pausa larga, suspiró. “Cuando<br />

Draupadi, la nacida del altar, tenía diecisiete y dieciocho años, era el orgullo de su padre.<br />

Era su arma de venganza.” Sentí el vello del cuerpo erizárseme. “Tenía que casarse con un<br />

kshatriya que nunca fuera derrotado y que habría de reducir el orgullo de Dronacharya a<br />

polvo. Y entonces, toda Bharatavarsha la reconocería a ella y a su padre. Les rendiría<br />

homenaje... Pobre padre mío. Pobre rey Drupada. Tantas austeridades había realizado para<br />

esto, día y noche delante del altar...” Otro suspiro brotó de sus profundidades. “Entonces,<br />

todos los reyes de Bharatavarsha acudieron a su swayamvara para ganar el excelso trofeo.<br />

Oh maridos míos...” Nunca se había dirigido a nosotros de este modo. La noche estaba<br />

colmada de revelación. “La vida es una ironía. Jishnu, el príncipe Arjuna, el que fuera el<br />

instrumento de Dronacharya en la humillación de mi padre, se convirtió en mi esposo. Oh...<br />

las semillas de la arrogancia y la venganza estaban en mi nacimiento y el de mis hermanos.<br />

De ellas brotó la codicia y la envidia y engendraron la partida de dados. Los kshatriyas<br />

tenían que ser aniquilados. Sakuni no era sino un falso astra y la partida de dados fue la<br />

victoria de Draupadi. Sólo Krishna lo comprendió. Sólo él sabía que, si no se trataba de<br />

162


aquel modo tan repugnante a una princesa de Panchala en la sabha, la autodestrucción de<br />

los kshatriyas nunca se encendería. Así que Draupadi, la nacida del fuego, fue ofrecida al<br />

fuego otra vez.” Abrió las palmas hacia arriba en gesto de aceptación. “Me han hecho falta<br />

todos estos años para entenderlo.”<br />

Había llegado a la sumisión, se había convertido realmente en el sacrificio<br />

voluntario. La ofrenda de sí que realizaba nos liberaba a todos, pero sobre todo a<br />

Yudhisthira, de remordimientos.<br />

El bosque Kamyaka se halla en la ladera de una montaña y ahora ascendíamos por<br />

ella. Apoyada en su bastón, Draupadi insistía en caminar y aseguraba que no era necesario<br />

que Bhima la portase. De vez en cuando, se arrodillaba para oler y tocar las flores o<br />

contemplar maravillada unos huevos verdiazules o moteados bajo la prominencia de una<br />

roca. A lo largo de las corrientes o de las cornisas rocosas crecían prímulas de color malva<br />

y magenta y rosa, como fragmentos de un gran arco iris esparcidos por la flecha de un<br />

gandharva. Había extensos lechos de pequeños capullos púrpura y de amacigados<br />

ranúnculos. Bhima ardía por conseguirle las flores de las cumbres Gandhamadana que tan<br />

apasionadamente ansiara ella durante nuestro exilio, pero Draupadi no estaba dispuesta a<br />

dejarlo ir.<br />

“No Bhima, ¿para qué arrancarlas? Déjalas donde están. Déjalas a su destino. Si es<br />

el mío, a ellas llegaré. Ahora hemos de estar juntos.”<br />

Escalar montañas se parece mucho a la vida. Ves el alto lugar que anhelas pero no<br />

puedes alcanzarlo en un solo ascenso. Has de subir y bajar tanto a veces que apenas puedes<br />

saber si estás haciendo algún progreso.<br />

Hallamos un camino usado por los peregrinos. Las estribaciones de los montes se<br />

erguían como centinelas o como los guerreros de una vyuha. En batalla, cuando has abatido<br />

al hombre que tienes delante, otro ocupa su lugar y luego otro y a veces dos, y así ocurre<br />

con las montañas. Un día, muy abajo, junto a un pequeño río atorrentado sobre un lecho de<br />

piedras con sus cien voces que apagaban las nuestras, reposamos y bañamos nuestras<br />

muchas ampollas. Draupadi no tenía fuerzas ni siquiera para esto. Yacía con Dharma<br />

tumbado dentro del círculo de su brazo. Sus labios se movían. Bhima y yo nos acercamos a<br />

ella, pero sus ojos estaban lejos y sólo decía que la dejáramos allí.<br />

Un poco más lejos había un puente y, muy por encima de él, unos toscos refugios se<br />

encaramaban a las rocas. Más allá, el sendero se escindía de pronto en escarpados caminos<br />

en cualquier dirección. Bhima y yo hicimos turnos para portarla. Podría haberlo hecho él<br />

solo, pero compartirla constituía un tácito reconocimiento de mi privilegio y el de ella.<br />

Draupadi abrió los ojos y me sonrió con ellos de una forma que, más amorosamente que<br />

cualquier palabra, me decía: Éste es el mejor de los amores. Estamos libres de pasión.<br />

Dharma se mantuvo pegado a nuestros talones mientras la portábamos. En<br />

ocasiones, ella señalaba el terreno en que las prímulas anidaban entre las rocas y yo me<br />

arrodillaba para permitir que las tocase. Trinos de pájaros, obligados a cantar por la luz<br />

límpida, le hacían levantar la mano en deleite quedo. Entonces, cuando me parecía sentir<br />

que se le escapaba el alma, habló.<br />

“Quiero alcanzar esa altura con todos vosotros.”<br />

Incliné la cabeza para escucharla pero esto fue todo lo que dijo.<br />

El sendero se había estrechado otra vez y bordeaba un precipicio. Un árbol joven<br />

surgía cruzado del costado de la montaña y Bhima lo arrancó para que pudiéramos pasar.<br />

Más arriba, oí las esquilas de los rebaños. Tres o cuatro borregos vinieron hacia nosotros,<br />

163


mientras su pastor los llamaba con gruñidos y rites. Dharma los condujo de vuelta, como si<br />

hubiese sido entrenado para ello. El pastor nos señaló su refugio, haciendo señas de que allí<br />

recibiríamos comida y abrigo; después nos hizo sitio para pasar antes de continuar con su<br />

rebaño hacia abajo, hacia los precarios pastos.<br />

La cabaña en la que nos encontramos metidos era humosa y oscura. Dos criaturas,<br />

envueltas en harapos, yacían junto a una hermana mayor. Ésta y su madre contemplaron a<br />

Draupadi temerosas. Con manos ajadas, la madre la asistió e hizo una pasta de hojas<br />

molidas con la que untó la piel de nuestra mujer. No creíamos que esta anciana arrugada de<br />

los montes pudiese devolvérnosla y me resistí a apartarme del lado de Draupadi cuando la<br />

mujer insistió en que la siguiese al exterior, pero ella tiró de mi mano. Draupadi dormía, así<br />

que la seguí, aunque mi mente quedó sujeta a la cabaña.<br />

Habríamos caminado una yojana y yo estaba decidido a retornar, cuando la mujer se<br />

inclinó sobre una profusión de flores anaranjadas: árnica. Estaban por todas partes<br />

alrededor. Cavando en el suelo con un palo y con sus propias manos desnudas, consiguió<br />

una planta entera, provista de sus raíces y todo. La sacudió por el velludo tallo y libró las<br />

raíces de tierra. Su aroma me llamó la atención. Tiempo atrás, cuando caí exhausto durante<br />

mi ascenso en busca de las armas, un peregrino logró que me repusiera con esta flor. Su<br />

efecto era como el toque de un dios. Sin pensar, tomé una de las flores de pequeño tallo y la<br />

masqué. Al instante, mi respiración se hizo más ligera. La presión en la cabeza, a la que<br />

apenas estaba acostumbrándome, se aclaró. Las cumbres alrededor brillaron con más<br />

intensidad y las flores me parecieron más resplandecientes. No podía esperar a llevarle este<br />

don a Draupadi.<br />

Pero la mujer sabía lo que hacía y, tomándose su tiempo, la molió con su piedra,<br />

raíces y todo. Yo no podía apresurarla, aunque las mejillas de Draupadi se habían vuelto<br />

grises como ceniza. Por fin terminó la anciana y puso una pequeña montañita de miel sobre<br />

la pasta. Casi se la arrebaté, pero ella se dedicó todavía a meter el mejunje en una diminuta<br />

taza de niño con un poco de leche. El olor era tan nauseabundo que temí que, si aún<br />

quedaba algo de vida en Draupadi, escupiese la medicina.<br />

Con ternura, la mujer meció la cabeza de Draupadi apoyada en la sangradura de su<br />

brazo y le introdujo unas pocas gotas en la boca que regurgitaron de inmediato. Draupadi<br />

tenía apretados los dientes. La mujer me indicó que se los abriera. Aunque estaba seguro de<br />

que su alma había iniciado el viaje, le separé las mandíbulas. Las gotas le humedecieron la<br />

lengua. Pareció pasar mucho rato antes de que llegase a tragárselas pero, al hacerlo, casi<br />

enseguida se levantó el velo ceniciento de la muerte y sus ojos pestañearon. Bhima y<br />

Sahadeva lloraban, y Yudhisthira, allí sentado, estaba inmóvil como una montaña. Nakula<br />

se acercó y tocó los pies de la mujer. Draupadi abrió los ojos. Elevó la vista a la mujer y le<br />

acarició la mejilla. Draupadi era como una llama de amor. Sonrió asombrada y se<br />

incorporó. Su voz era lenta, pero firme. Sus ojos miraban a todas partes alrededor.<br />

“Pusan de los Caminos ha venido. No es como dicen, ni monta una cabra. Es el sol,<br />

pero mucho más grande que el astro, con una luz pura y blanca.”<br />

Su propio rostro estaba iluminado. Tratamos de que callase. Había estado tan cerca<br />

de la otra orilla... Pausó y le dimos unas pocas gotas más.<br />

“Me preguntó si quería ir con él o a la montaña.” Al cabo de un momento, con los<br />

ojos cerrados, empezó a cantar suavemente.<br />

“Eso que no está en el sonido, ni en el contacto, ni en la forma,<br />

Ni en la disminución, ni en el sabor, ni en el olor;<br />

164


Eso que es eterno, que carece de principio o de fin,<br />

Superior al Gran Ser, lo estable;<br />

Habiendo visto Eso, de las fauces de la muerte<br />

Hay liberación.<br />

“Pusan es muy grande”, dijo. “Debía de saber que teníamos que alcanzar esa<br />

montaña y me mandó de vuelta.”<br />

Pronto pudimos sentarnos a una comida de pan, cuajadas de leche de cabra y<br />

vegetales. Draupadi se veía vibrante e hicimos broma sobre la flor anaranjada. ¿Cómo nos<br />

desprenderíamos de nuestros cuerpos? Aquella peregrinación duraría para siempre. Nuestra<br />

anfitriona había ido a recoger para nosotros unas cuantas flores de árnica que yacían<br />

secándose bajo el sol radiante. Entonces, sin previo aviso, empezó a orvallar, como ocurre<br />

en las montañas, y la anciana esparció las plantas junto al fuego. La choza estaba colmada<br />

de simple amor; los niños se colgaban de ella y la hija mayor, sonriendo tímidamente,<br />

peinaba el cabello de Draupadi, aunque el suyo era una imponente maraña. Nos dimos<br />

cuenta otra vez de lo dura que era la vida de palacio. El desasosiego estaba en las joyas y<br />

los lechos níveos.<br />

Con los bolsillos llenos de pan, requesón y árnica, nos pusimos en marcha otra vez,<br />

inclinándonos ante la mujer. Ante el sol nos inclinamos, ante las montañas, y dedicamos<br />

una pradakshina a la choza.<br />

De inmediato, penetramos en algo nuevo. El espíritu de la cumbre empezó a<br />

hablarnos. Era la voz de lo Inmutable. Era Prajapati. Las montañas no eran ya centinelas<br />

que sobrepujar, sino amigas que nos ofrecían flores curativas. No eran ya cúmulos de roca<br />

y hielo. Eran vida y canto. Nuestras mentes se remontaron como cometas.<br />

Aquel atardecer contemplamos al sol barnizar los montes. Había uno que ardía<br />

contra el cielo oscureciente como una espada recién forjada. Luego nos sentamos alrededor<br />

del fuego que Bhima encendió con la leña que había recogido.<br />

Aunque el árnica resultaba de gran ayuda, escalar no era cosa fácil. Cada día<br />

medíamos nuestras fuerzas contra la altura de los picos y el reposo nocturno era dulce como<br />

después de fuertes entrenos en la Yuddhashala, sólo que ahora no preparábamos los<br />

músculos y los ojos para la batalla. Noches pacíficas y pacíficos amaneceres eran nuestros.<br />

Al dejar la choza, habíamos descendido para cruzar el puente en el fondo del valle y<br />

tomar el camino otra vez. Descansábamos ahora junto al río, escuchando la música de la<br />

cascada que nutría su corriente. Por la postura de cada cabeza, me daba cuenta de que el<br />

agua nos hablaba a cada uno de nosotros. Dharma tenía muy tiesas las orejas y, aunque<br />

dicen que los perros no pueden sonreír, de vez en cuando se giraba para mirar a uno u otro<br />

de nosotros con inconfundible deleite.<br />

Después del siguiente ascenso, bajamos a un valle que yacía entre grandes muros de<br />

roca; uno de ellos se elevaba justo sobre nosotros, mientras que el otro era tan alto y<br />

vertical que ningún sol podía penetrar la penumbra del valle. Nos alegramos de retornar al<br />

espacio abierto cuando la garganta se abrió. Luz. ¿Qué sabemos realmente de ella?<br />

Draupadi había hablado de la luz de Pusan. He oído a soldados heridos decir que, al dejar<br />

sus cuerpos, fueron absorbidos por una gran luz radiante sólo para ser devueltos a la vida<br />

como pequeños peces arrojados al agua en espera de que crezcan más. Aquí no faltaba la<br />

luz, la suave luz de la mañana que cintilaba en la nieve de los altos picos y se hacía más y<br />

más intensa a medida que el sol se elevaba y resplandecía en las laderas de doradas<br />

165


namacharis, que mecía la suave brisa trayéndonos el perfume de los pinares y las flores<br />

salvajes.<br />

La idea de que nuestro destino era aquella alta montaña blanca empezó a<br />

desvanecerse. Simplemente, poníamos un pie delante del otro. Cuando miraba a Draupadi<br />

me parecía que de niña en Panchala, antes de comprender lo que el rey Drupada le decía<br />

sobre el propósito de su encarnación con insistencia machacadora, debía de haber tenido<br />

aquella misma expresión. Y cada vez más, ahora que el mundo de locura y de venganzas no<br />

parecía sino una ficción, otro cuento inventado por alguien para que mimos y titiriteros lo<br />

llevasen de pueblo en pueblo, creía que, si hubiese traído a estas montañas a Satyaki y a<br />

todos los jóvenes que vinieron a mi academia militar de Indraprastha, habrían medido sus<br />

energías contra estos riscos en lugar de uno contra otro. Eran los hijos de Prajapati; ellos y<br />

sus vástagos podrían haber vivido en armonía con él. Un día, un día... Ésta era la promesa<br />

que oía en el desierto cuando regresaba con el corcel sacrificial. Era la promesa que<br />

Krishna me hiciera. Ahora la oía con claridad.<br />

En una ocasión, tras ascender una cuesta y detenernos, doloridos pero triunfantes, en<br />

una cornisa de roca, mirando al valle y gloriándonos en el fragante céfiro, vi un fragmento<br />

de nieve y hielo del tamaño de un lecho deslizarse suavemente hacia abajo. El sol derretía<br />

la escarpada ladera por la que acabábamos de trepar. Siguió un estrépito, un sonido<br />

desgarrador y una porción del risco más grande que un palacio se movió, se soltó y crujió<br />

para caer rebotando a las honduras. El trueno nos colmó los oídos. La reverberación<br />

ascendió a través de nuestros cuerpos. Por fin, al morir el sonido, Bhima empezó a reírse.<br />

Todo reímos. Por primera vez, estábamos más allá de toda precaución. Aquel pedazo de<br />

monte podía haberse desprendido mientras aún escalábamos por él: estábamos dispuestos.<br />

Quizás aquello era una advertencia, o una promesa de que ya no nos quedaba mucho que<br />

andar.<br />

A veces, sin previo aviso, el cielo se oscurecía de pronto y la brisa se convertía en<br />

vendaval. A veces lloviznaba, a veces una lluvia torrencial nos obligaba a buscar una grieta<br />

en la roca. A veces era el sol el que nos ponía de rodillas y teníamos que descansar y<br />

lavarnos la cara en la nieve fresca. Más y más ascendimos, sin una meta. Justo cuando<br />

creíamos que el agotamiento no nos dejaría seguir, el dios Surya nos sonreía amable,<br />

mascábamos algo de árnica y veíamos a las nubes fulgurar sobre el sol poniente con una<br />

belleza que debía de ser un anticipo de lo que el alma experimenta en sus dominios.<br />

Al beber agua un día de una corriente alpina, Nakula, con el rostro en éxtasis vuelto<br />

hacia arriba, exclamó: “Espero que el agua en el otro lado sepa la mitad de buena que ésta.”<br />

“Si no”, repuso Bhima, “siempre puedes quejarte.”<br />

“Lo que echaré de menos serán las nubes”, dijo Nakula.<br />

“Espero que haya montañas. Tiene que haber algo que podamos escalar”, caviló<br />

Bhima. No entendió por qué nos reímos todos. “¿Y tú, Yudhisthira?”, preguntó a<br />

continuación.<br />

Yudhisthira respondió muy quedo: “Yo añoraré a Dharma.”<br />

Su mano reposaba en el lomo de Dharma, pero ¿se refería realmente al perro o a una<br />

vida arraigada en los shastras?<br />

“¿Qué dicen los shastras y las estrellas, Sahadeva?”, inquirió Nakula.<br />

“Los shastras son para los pandits allá abajo”, dijo Yudhisthira. Todos lo miramos.<br />

Bhima pasó la vista de uno a otro. Nuestro hermano mayor sonreía. “El Dharma está por<br />

encima de los shastras.”<br />

166


Arqueamos las cejas cruzando miradas.<br />

“Ahora lo entiendo”, intervino Bhima. “Los shastras se han ido abajo con la<br />

avalancha.”<br />

No habíamos reído con tanta inocencia desde los días de la academia de<br />

Dronacharya.<br />

“Creo que aquella anciana”, dijo Draupadi cuando pausamos, “mezcló vino de Soma<br />

con el árnica”.<br />

Y ello nos hizo estallar otra vez.<br />

Algo ocurrió después de la risa. Retornaron recuerdos de nuestra infancia en el<br />

bosque antes de Hastina. Jugamos otra vez al tejo que Vajra jugara, a las adivinanzas, al<br />

tirar y coger, al panchasanmaya. Yudhisthira, después de observarnos hacerlo algunas<br />

veces, se nos unió.<br />

“No hay ritos que puedan llevarte a la meta de la ecuanimidad”, dijo. Sus palabras<br />

cayeron en un silencio y lo aprofundaron. Contuvimos el aliento, temerosos de que pudiera<br />

decir más.<br />

Pero calló.<br />

Habíamos deseado alcanzar nuestra inmensa montaña blanca antes de que la nieve<br />

cayese y borrase el sendero, que ya era poco perceptible de por sí, pero ahora incluso este<br />

anhelo se desvaneció. Nuestro mundo carecía de propósitos. Dormíamos y nos<br />

despertábamos y nos lavábamos en las corrientes y adorábamos al Hacedor del Día<br />

mientras él brillaba aún en los picos. Comíamos. Escalábamos. Descendíamos otra vez. Era<br />

el ritmo de la eternidad. Yo me preguntaba a veces si no habíamos pasado ya al otro lado.<br />

Todos teníamos heridas y arañazos de las rocas y los arbustos... y estaba el frío... el frío y<br />

lapsos de hambre. Pero habíamos encontrado una pequeña flor azul que usualmente podía<br />

engañar el estómago hasta que encontrábamos un peregrino que nos daba algo, o el<br />

siguiente matorral de bayas, o la choza de un cabrero. A veces, incluso las bayas nos<br />

pesaban como piedras en la barriga. A veces, nuestros oídos cantaban y entonces parecía,<br />

en efecto, que hubiésemos entrado en otro mundo, pero no en uno bienaventurado.<br />

Sólo Bhima y Dharma seguían como siempre, jugueteando como liebres de montaña<br />

y correteando por cuestas escarpadas. Dharma a menudo mascaba unas pocas hojas. Fue<br />

Sahadeva quien las probó primero; luego lo hicimos todos. Era como si de pronto<br />

hubiéramos descendido a un valle. El timbre en nuestros oídos cesó y también la presión de<br />

la cabeza. Con el árnica y esta pequeña hoja, la montaña ofrecía todo aquello de lo que<br />

teníamos necesidad.<br />

167


CAPÍTULO XXXIX<br />

Somos mendigos, somos vagabundos, somos parte de la montaña como las rocas o<br />

las hierbas o los árboles, aunque caminamos en lugar de estar enraizados. No estamos en<br />

parte alguna y no vamos a ninguna parte. Cuando siento esto con más intensidad, miro<br />

alrededor y veo que Draupadi o Sahadeva están conmigo. A veces, en silencio, todos lo<br />

sentimos juntos. En cierto modo, ya hemos alcanzado nuestra destinación. Pero entonces la<br />

montaña juega con nosotros y dice: Todavía no. Una piedra floja acecha emboscada<br />

nuestros pies... un tobillo torcido te recuerda que tienes un lugar adonde ir y un cuerpo del<br />

que ocuparte. Descubrimos que el árnica es buena para torceduras también. Esto nos hace<br />

reír como si hubiéramos hallado el espíritu de la montaña. Es un juego que juega con<br />

nosotros. Justo cuando llegamos demasiado alto y ni siquiera las hojas de Dharma pueden<br />

serenarnos el estómago, el sendero da la vuelta a la montaña, nos encontramos<br />

descendiendo y nuestros estómagos se recuperan.<br />

Bhima se pone de un salto a la cabeza del grupo y se gira para mirarnos.<br />

Nos muestra qué imagen damos cuando el mareo nos toma. Pone los ojos en blanco,<br />

deja flácida la boca y se lleva una mano a la barriga. Tenemos que reír. Peleo con él, pero<br />

no tengo fuerzas ni para hacerlo en broma. Sólo cuando aterrizamos en una mancha de<br />

flores amarillas y me descubro a horcajadas sobre su pecho recuerdo que Bhima es uno de<br />

mis hermanos mayores... protocolo de una previa vida. Él mira un pájaro que pasa junto a<br />

nosotros como un relámpago.<br />

“Así es como quiero moverme en mi próxima vida”, dice.<br />

En el valle, antes de que el sendero ascienda otra vez, hay campesinos que nos dan<br />

hogazas de pan, algo de guiso y bayas. Podemos oler los bosques una vez más... un aroma<br />

que nos hace cosquillas en la nariz después del aire sutil de las alturas. Hay muchos pájaros,<br />

esos pequeños del pecho rojo que tremolan incansables la cola mientras lanzan su aguda<br />

llamada y esos otros de cuello azul que llamamos aves de Shiva y que silban con suavidad.<br />

Las flores son un desenfreno. ¿Quién pudo inventarlas todas? Y los picos de los montes<br />

también... ¿quién?, ¿cómo?<br />

La respuesta es una sonrisa.<br />

En nuestro siguiente descenso, la senda nos lleva más abajo aun, a una aldea en un<br />

terreno escalonado. La gente cultiva el alimento y adquiere mérito ofreciéndonoslo a<br />

nosotros, peregrinos. Nuestro mérito está en comerlo como ofrenda a los dioses en<br />

nosotros. Hay calabazas y otras cosas que nos gustan, y que comemos en los cuartos<br />

oscuros de pequeñas casas. Donan a Draupadi un chal de lana. Está más feliz con él que<br />

con todo el oro y las ropas de seda que ha tenido nunca.<br />

Hemos perdido el sentido de lo que debería o no debería hacerse. Es cierto que los<br />

shastras se fueron abajo con la avalancha. Pero, a pesar de todo el gozo en las modestas<br />

comodidades del valle, somos como animales de trémulos hocicos que no se fían del todo<br />

de este mundo de hombres donde el aire es más denso.<br />

En cuanto a Dharma, los perros de la aldea lo rodean a distancia. Algunos son<br />

salvajes canes de guarda, otros son medio lobos que obedecen sólo a sus amos y tienen que<br />

estar sujetos. Tiran de las cadenas y dedican feroces gruñidos al que pasa por delante, pero<br />

Dharma los confunde y los silencia. Vemos como se le eriza el pelo a uno de ellos. Otro<br />

mete el rabo entre las patas. Los faisanes corretean por todas partes con su estirado porte,<br />

picoteando lo que encuentran. Estamos ansiosos por retomar el camino de ascenso.<br />

168


“Ya no somos pasto de hombres. La montaña nos ha tomado”, dice Yudhisthira.<br />

“Nos ha poseído”, dice Sahadeva.<br />

“Nos ha cocinado”, dice Bhima.<br />

Al amanecer nos ponemos en marcha y empezamos a subir la ladera.<br />

“Caminar por superficies planas no tiene encanto”, exclama Bhima volviéndose<br />

para mirarme, iluminadas las facciones por un júbilo expansivo Reverbera su voz<br />

difundiéndose hacia los montes vecinos.<br />

Son grandes, pardos, esos monos en los bosques con rostros que parecen como<br />

pintados de nieve. Hay una corriente de plata que se precipita hacia abajo y, al cruzarla,<br />

hacemos el chiste de que corre a pagar tributo a un emperador. Una mariposa viene a<br />

reposar sobre el nuevo chal de Draupadi. Estamos riendo otra vez. Estamos de vuelta en el<br />

ahora.<br />

El ahora es escalar. No sabemos por qué reímos. No sabemos por qué escalamos.<br />

Somos otra vez como niños que juegan tras sus lecciones.<br />

Las montañas, que a veces parecen tan severas, son como madres ahora para<br />

nosotros. Cada ladera que viene a encontrarnos en el camino hacia la gran montaña es<br />

diferente. Esta vez nos ofrece matorrales espinosos y árboles.<br />

Las alturas se han convertido en nuestro elemento. Nuestros pasos son ligeros y<br />

elásticos. Es como montar un caballo o un elefante o un camello. Con el tiempo llegas a<br />

sentirlo con todo el cuerpo. Los pies recorren la montaña como al ritmo de un tambor. El<br />

bordón es parte de ti. Recuerdo que el abuelo Vyasa fue llamado de los montes por su<br />

madre Satyavati, para que engendrase a nuestro padre. Quizás hay en nosotros algo de<br />

aquella parte de su vida. Siento que nací para pisar estos senderos alpinos.<br />

Hemos estado cantando los himnos de Vyasa, himnos a las cumbres, pero a veces<br />

tarareamos también los aires que oímos entonar a los pastores. Las piedras son muy<br />

hermosas, de todas las formas y colores. Algunas son conglomerados de friables y<br />

argénteos estratos. Todos estamos de acuerdo en que es una maya de la falsa mente la que<br />

confiere especial valor al oro o la plata.<br />

Tropezamos con un pastor que viste una zamarra sucia. Su rebaño es parco. Nos<br />

apretujamos contra el muro de roca para dejarlo pasar. Nos sonríe. La voz de Yudhisthira<br />

entona un himno.<br />

“Uno solo es Dios, no puede haber segundo.<br />

Sólo Él gobierna estos mundos con sus poderes.<br />

Está de cara a todos los seres, Él, el pastor de todos los mundos.”<br />

La tarareamos con él y nos unimos al canto allí donde conocemos las palabras.<br />

“De cara está a todos los seres.<br />

Es el pastor de todos los mundos.”<br />

De pronto, Bhima deja de caminar. Yo, detrás de él, me veo forzado a parar. Los<br />

mellizos y Draupadi se detienen justo detrás de mí. Sólo Dharma viene a ver qué ocurre.<br />

Bhima ha estado cantando sonoramente y ahora mira arriba en silencio. Dos martines<br />

pescadores pasan veloces junto a un nogal. Oímos el murmullo del arroyo al que sin duda<br />

se proponen llegar. Hay otro destello, de verde y azul. La brisa es fresca, placentera y, más<br />

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allá, acuna a los picos un inmenso cielo. Bhima inclina hacia atrás la cabeza. Así desafió al<br />

Narayanastra en el Kurukshetra... pero hoy abre bien la boca y, usando sus propias<br />

palabras, canta:<br />

“Él es el Pastor de cara a sí mismo.<br />

Yo, Bhima, soy yo mismo el Pastor que lo mira.<br />

Todos los mundos son míos por medio de Él.”<br />

Ahora nos observa a los demás. Alguien hay detrás del Bhima que conocemos.<br />

“¿Quién más que yo para conocer a Dios,<br />

Incluso Aquel que es rapto y la trascendencia del rapto?”<br />

Sobrecogidos, callamos. Ahí está Bhima, un rishi que ve y canta lo que ha visto.<br />

Bhima, nuestro hermano Bhima. Me avergüenza y me provoca un temor reverente<br />

haberlo juzgado alguna vez. Yudhisthira lo ha sabido siempre.<br />

Sentimos el palpitar del corazón de Bhima cuando la irrupción de energía celeste<br />

amenaza destrozar incluso esta vasta estructura humana. Aquí en la montaña, queda claro<br />

para mí: si Yudhisthira es nuestra cabeza, Bhima es nuestro corazón. Estoy transfijo de<br />

amor y de orgullo al pensar que soy de su sangre.<br />

Es mucho más tarde y mucho más arriba cuando, desde la boca de una caverna,<br />

contemplo las estrellas prender los cielos hacia el sur. Sólo ahora se me ocurre, al recordar<br />

a Bhima allí de pie: Cabeza, Corazón... entonces, ¿qué soy yo, Arjuna? La respuesta es algo<br />

que las cumbres no han cambiado. Nara y Narayana, el compañero de Krishna y su brazo,<br />

el que empuña el arco. Con los astros arracimados a la entrada de nuestra cueva, me<br />

duermo.<br />

Me despierta un gruñido. Me incorporo con los ojos bien abiertos. Ni siquiera ahora<br />

está del todo perdido el entrenamiento de Dronacharya. Los otros no se han movido.<br />

Dharma está junto a mí, refunfuñando. Miro la abertura esperando ver un par de ojos<br />

animales. En lugar de ello, veo mil ojos que me observan desde el cielo. Me arrastro hacia<br />

la boca de la gruta, donde Bhima reposa, agudizando el oído, pero los sonidos apagados que<br />

me llegan no son más que el murmullo del río. Dharma se estira para dormir, lo que me<br />

dice que, si había algún peligro, ya se ha ido. Intento dormirme de nuevo, pero todos esos<br />

astros desde la entrada me contemplan y el mundo, lentamente, se hace inmenso. Podría<br />

salir y desafiarlo. El peligro está en nosotros, afirman los shastras, y lo dice el abuelo<br />

Vyasa también. Lo dijo Dronacharya. Hay verdades que la mente no puede disputar. No es<br />

el animal en la boca de la cueva lo que tememos, a la larga. Es un viento que no puedes<br />

atrapar. Pronuncio unos mantras que al mal no le gustan pues, como un oso, se escabulle de<br />

aquí. Me sonrío a mí mismo, irónicamente. Puede que hayamos tirado abajo los shastras<br />

con el alud, pero hay veces en que ese viento te asola sin ellos y, a menos que te hayas<br />

convertido en un rishi como Bhima, con ellos caes.<br />

Ahora que la inmensidad se ha vuelto amigable, me siento con las piernas recogidas<br />

contra el pecho y el mentón en las rodillas para engañar al frío. Quizás no falte tanto para la<br />

hora de los dioses, al fin y al cabo. Después, cuando lleguen las primeras luces, reiré y les<br />

hablaré a los demás de mis miedos nocturnos para que, si les ocurre a ellos, si de repente se<br />

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hallan una noche angustiados y solos en el país del miedo, se acuerden de decir un mantra y<br />

de que el Hacedor del Día pronto dorará los riscos.<br />

A veces, cuando estamos en los valles, parece empezar a oscurecer poco después del<br />

mediodía y nos apresuramos por las laderas, tratando de mantenernos a la vista del sol y de<br />

encontrar un abrigo en la roca, si no una cueva, para pasar la noche. Raramente es un<br />

pequeño grupo de casas de piedra, un rudo villorrio. En uno de ellos, un anciano intemporal<br />

cuyo rostro parece estar siempre riendo nos pregunta por qué no queremos volver. Nos<br />

asombra que lo sepa. Cuando la gente nos urge a descender antes de que las tormentas de<br />

nieve borren los caminos, sonreímos. En tales ocasiones, abrazamos celosos nuestro<br />

secreto.<br />

El camino sube y baja aún. Encontramos un oso en un árbol, atiborrándose de bayas.<br />

Nos quedamos atrás para no perturbarlo; después de mirarnos a cada uno detenidamente, no<br />

halla peligro y tira de las ramas para seguir comiendo. No somos más peligrosos que la<br />

nieve de la montaña. A veces vemos el antílope alpino en algún risco elevado y, si estamos<br />

en dirección al viento o lo bastante lejos de ellos, permanecen erguidos contra el cielo y la<br />

mirada fija en el horizonte. ¿Qué ven? Están colmados de majestad y silenciosa belleza.<br />

¿Era el ciervo que mi padre mató, ganándose su maldición, tan hermoso? Si yo fuera un<br />

rishi, ésta sería la forma que elegiría como disfraz. Bhima sería un león. Los mellizos,<br />

corceles celestiales. Yudhisthira sería sólo Yudhisthira.<br />

El antílope parte de un salto; sus cuernos desgarran el cielo.<br />

Draupadi está sola con Dharma. Estamos recogiendo leña y bayas y Sahadeva, que<br />

la está mirando, ha bajado a la pequeña corriente de montaña para lavar unos frutos que<br />

quiere darle. Draupadi oye los furiosos ladridos de Dharma y se gira para ver a un viejo<br />

lobo que se desliza furtivo hacia ella con los colmillos desnudos. Algo se arroja sobre él, un<br />

relámpago de enfangado blanco. Dharma y el lobo se encuentran en el aire. El pequeño can<br />

ha hundido sus dientes en el cuello de la fiera y cuelga de él mientras el gran animal gris<br />

sacude la cabeza de lado a lado. Sahadeva los alcanza, pero el lobo ha tenido ya bastante y<br />

se da la vuelta con Dharma hincado aún en la garganta, dejando un rastro de sangre.<br />

Frotamos a Draupadi los pies y las manos. Todo lo que dice es: “Traedme a<br />

Dharma.”<br />

Bhima sigue el rastro de sangre y encuentra a Dharma, que vuelve cojeando.<br />

Cuando alcanza a Draupadi, salta a sus brazos.<br />

“Dharma”, le dice ella acariciándolo y abrazándolo, “has retrasado mi destino.” Y<br />

ahora se vuelve hacia nosotros, no enfadada, pero sí reprobadora: “De Dharma se<br />

comprende, pero ¿a qué viene en los demás semejante alboroto? A esto hemos venido. Sean<br />

lobos o el invierno, osos o ventiscas, Yama ha de encontrar un medio para llegar hasta<br />

nosotros. ¿Por qué nos comportamos como si estuviéramos en peligro? Pusan, el guardián<br />

de las sendas, nos espera.”<br />

Bhima ha vuelto. Tiene sangre en la mano. Se la muestra a Draupadi haciendo el<br />

gesto de agarrar al lobo y tirarlo por el precipicio.<br />

“No quedaba mucho por hacer”, dice. “Dharma lo había condenado ya.”<br />

Nos sentamos ahora alrededor de Draupadi; por un momento hemos vislumbrado la<br />

vida sin ella. Cinco mortales sin su shakti. ¿Qué había pensado yo? Debimos de creer que<br />

nos iríamos todos juntos. Los rostros de mis hermanos están apagados. Llevamos a<br />

Draupadi a un lugar densamente rodeado de pequeñas flores. Hay una corriente no lejos de<br />

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aquí que desciende en cascada por declives de los que más flores brotan. Sobre nosotros<br />

hay un gran saliente de roca que nos da cobijo. Draupadi sonríe encantada con este refugio.<br />

“Éste es el sitio”, dice. “Lo vi en mi sueño.” Se torna hacia mí. “¿No hay flores<br />

doradas?”<br />

Miramos alrededor. Las señalo y le alzo la cabeza para que pueda ver la catarata de<br />

brillantes caléndulas más arriba. El sol se mueve hacia un pico occidental, pero estamos a<br />

suficiente altura para gozar de los rayos del ocaso un poco más. Más abajo, sombras<br />

profundas sumergen las laderas. Draupadi ve mi ansiedad. Cuando esas sombras nos<br />

alcancen hará frío, aunque el saliente de roca a un lado nos ofrece una suerte de protección.<br />

Ella está dentro de mis pensamientos y me asegura: “Hay Luz más allá de nuestra<br />

luz y yo la he visto.”<br />

No hay nada sombrío en su voz o su mirada. Bhima llora quedamente, pero sin<br />

dolor.<br />

“Arjuna.” La sonrisa está en su voz. “Fue de ti de quien el Gran Patriarca Bhishma<br />

quiso agua cuando estaba en su lecho de dardos.”<br />

Le traigo agua en el bol que improviso con una hoja. Después de sorberla, dice:<br />

“Ésta es la mejor agua que he probado nunca.”<br />

Sé que lo dice en su compasión. Me ha dado la oportunidad de servirla al fin, para<br />

que no tenga remordimientos. A Bhima, que es quien la ha servido mejor, lo saluda con las<br />

palmas unidas. A Yudhisthira lo hace sentar detrás de su cabeza; a cada uno de los mellizos<br />

le da una mano.<br />

“Esta noche”, dice, “llevaré vuestros mensajes a nuestros hijos.”<br />

Al principio, no nos deja ponerle el árnica en la boca; después, para complacernos,<br />

masca una pequeña hoja. El atardecer es dorado y sereno. Un águila vuela en círculo muy<br />

por encima de nosotros. La corriente hace un dulce sonido sobre las piedras. No hay nada<br />

más que hacer, aparte de esperar. De pronto, nubes grises se deslizan rápidas sobre nosotros<br />

sumiendo al mundo en sombras y la lluvia lapida el saliente de roca. Nos movemos más al<br />

interior. Al modo de las lluvias de montaña, tan pronto como ha empezado termina.<br />

“Esto ha sido Gracia”, dice Draupadi. “Todo es Gracia. Todas nuestras vidas han<br />

sido Gracia. Uno lo ve sólo al final. No sólo la lluvia es Gracia; la nieve es Gracia, los<br />

vientos son Gracia.” Mientras habla, el sol se funde, dejando su memoria en el cielo de<br />

muchos colores. “Las mejores puestas son las de después de la lluvia.”<br />

La contemplamos en silencio hasta que sale la primera estrella. A medida que el<br />

ocaso se hace más hondo, un pico arde en la distancia como una llama sacrificial, firme y<br />

apuntando directo hacia lo alto, tal como es auspicioso. Más estrellas aparecen y la montaña<br />

se convierte en un rescoldo brillante.<br />

“Deberíais dormir. No me iré antes del alba.” Un sollozo quedo se le escapa a<br />

Bhima. Ella abre mucho los ojos y exclama: “Bhima, ¿has olvidado cómo invocó Vyasa a<br />

las almas en el río Bhagirathi? ¡Qué festival cuando nos rencontremos así!” Se vuelve hacia<br />

mí y dice una sola palabra: “Krishna.” Tira de mi alma.<br />

Ahora emerge la luna, un primer destello pálido en el filo del mundo.<br />

“No arranquéis flores por mí. Ni tratéis de ofrecer con fuego este cuerpo que<br />

albergó a Draupadi. Ella nació del altar. Hizo lo que tenía que hacer. Dejad que el viento, el<br />

agua y el cielo se ocupen de esta envoltura exterior. Yo encontraré el camino con mi Señor<br />

Pusan Ekarishi, el único y gran Vidente.”<br />

Cierra los ojos. Entre hondos jadeos, su voz, ahora un susurro, murmura fragmentos<br />

de un himno que dice:<br />

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Oh tú que alimentas, Vidente único, Ordenador,<br />

Oh Sol que iluminas, oh poder del Padre de las criaturas,<br />

Reúne tus rayos, concentra tu luz;<br />

El Lustre que es la más bendita de tus formas,<br />

Eso en Ti contemplo yo.<br />

El Purusha allí y allá,<br />

Él soy yo.<br />

Draupadi está de camino ya. El hilo que la sujetaba a su mortalidad se rompe poco a<br />

poco. Cuando salte la llama que hay en ella, se habrá ido.<br />

La noche avanza y el espíritu de la montaña se cierra sobre nosotros. Todavía está<br />

serena como bajo la luz dorada del atardecer y abre sus ojos de cuando en cuando para<br />

sonreírnos. Me siento poco predispuesto a dejarla marchar. No tengo miedo. Ella no tiene<br />

miedo. Para esto hemos venido, pero bajo esta fría luz de luna algo en mí se apega.<br />

“¿Está mi bordón ahí?”, pregunta.<br />

“Sí, está aquí.” Pongo su mano sobre él. Ella sonríe. “Rómpelo cuando me haya<br />

ido.”<br />

Draupadi ha sido un guerrero. Su batalla ha terminado. Hay silencio una vez más.<br />

Con nuestras mentes realizamos un yajna por ella. Un lagarto solitario cloquea. Un guijarro<br />

rebota en el saliente y cae, chacharero, por la ladera.<br />

Llega ahora la Hora de los Dioses. Las energías que empiezan a bullir en las<br />

montañas y los ríos y toda la tierra despiertan en nosotros también. El cielo está lleno aún<br />

de los astros de la noche profunda, pero hay un destello y un alzar de velos. Las sombras se<br />

vierten a sí mismas en sus hureras, como las serpientes. Nuestras almas responden.<br />

Yudhisthira, muy suavemente, entona un himno.<br />

Nos unimos a él:<br />

“Despertando todo lo que vive de su letargo,<br />

Poniendo en movimiento al hombre, la bestia y el pájaro,”<br />

“Usha llega cuidadosa, nutriendo a todos los seres,<br />

Despertando a la vida toda criatura alada o reptante.<br />

Ahora, Aurora, Amada del Cielo,<br />

Resplandece más y más vasta,<br />

Superando a toda aurora pasada.”<br />

Draupadi abre los ojos. Sonríen su gratitud. Aunque quería alcanzar la alta montaña<br />

con nosotros y no lo hará, todo está bien: dentro de sí, ella ha llegado ya a su pico. Sabemos<br />

que espera al sol y yo pido que no haya nubes, aunque en realidad ahora nada puede arrojar<br />

sobre ella sombras. Su paz cae sobre todos nosotros. Aves que no vemos anuncian el<br />

amanecer y una luz púrpura responde a nuestros himnos.<br />

Hemos llamado a la aurora. Ahora es tiempo de silencio. Es demasiado pronto para<br />

el sol. El universo no puede ser dirigido por nuestros himnos. Es el universo el que nos<br />

impone sus órdenes.<br />

173


“Sostén del Firmamento, Señor del Cosmos,<br />

Este sabio se viste su áurea cota de malla,<br />

Lúcido de visión, extendiéndose lejos, colmando los cielos,<br />

Savitri nos trae una bendición<br />

Que nuestros labios han de alabar.”<br />

Un resplandor abrasa las cimas de los montes y luego la frente del Hacedor del Día<br />

aparece presionando contra el cielo. Fantaseo que Karna ha llegado con la luz. Mi mirada<br />

retorna a Draupadi. Está muy quieta, respirando apenas. Contempla fijamente el sol. Su<br />

cuerpo lo sacude un único estremecimiento. Sigue una irradiación repentina, como cuando<br />

el día se instala.<br />

Yama, Señor del Tiempo, ha venido como luz, ha venido como Sol.<br />

“¡Homenaje a la Muerte, final de la vida!<br />

¡Descanse aquí tu aliento, interno y externo!<br />

Que la vida de este ser se prolongue<br />

En el reino del Sol, el mundo de la inmortalidad.”<br />

Meditamos y la acompañamos tan lejos como podemos en su viaje con Pusan. Sólo<br />

cuando la siento más allá de mi alcance y el sol está alto, le ofrecemos la hisopadura ritual.<br />

Al portarla al frescor de la cueva, su largo cabello nudoso, listado de plata, que le rozaba<br />

los tobillos, cae en cascada por encima de nuestras manos y barre el suelo. La dejamos en<br />

un rincón de la oquedad y la cubrimos con su chal de lana bastamente tejida.<br />

Dharma se sienta junto a ella. La nacida del fuego, la Emperatriz de Bharatavarsha<br />

al final está sola con un perro fiel y sus cinco maridos. Éstos son los únicos que se postran a<br />

sus pies. TATHASTU, TATHASTU, TATHASTU. ASÍ SEA.<br />

Hemos perdido el sentido de intemporalidad. Estamos ansiosos de alcanzar nuestra<br />

montaña nevada. Sin embargo, avanzamos más pesadamente, más lentamente que antes,<br />

entonando nuestro mantra de paz.<br />

“En paz estén los cielos, la tierra en paz,<br />

En paz el amplio espacio entre los dos.<br />

Paz nos traigan las aguas corrientes,<br />

Paz las plantas y las hierbas.”<br />

¿Qué es lo que hemos dejado atrás con Draupadi? Como nuestra madre, Draupadi<br />

ha sido el nexo de nuestra unión y con todo lo que representábamos. En los momentos<br />

fatídicos de nuestras vidas, ella ha sido nuestro Dharma. No hay Dharmaraj sin ella. Pero<br />

una vez pensado todo esto, percibo que hay algo aún que se me escapa. A pesar de todos los<br />

himnos, a pesar de todos los Vedas, a pesar de todo el conocimiento, ya no me siento a mí<br />

mismo. Trato de encarnar al peregrino que espera a Yama, pero soy como una espada que<br />

repiquetea en una vaina demasiado grande. No hay más propósito, no hay más batallas que<br />

ganar, no hay nada por lo que luchar. Quizás sea eso. Ella era el emblema de nuestras<br />

batallas. Ella me ha amado de una forma a la que no he podido responder y a la que ya<br />

nunca podré. Eso es todo pasado, sin embargo.<br />

174


Marchamos por el camino abajo con piernas afirmadas contra el declive, pero mi<br />

mente se ha quedado atrás, como Dharma, que no dejará a Draupadi. Ésta no es la manera.<br />

Arrepentirse del pasado te hace denso en la próxima vida. Todo lo que no dejas atrás, te<br />

lastra. Hemos aprendido que cualquier pequeño peso de más en el bolsillo se vuelve diez<br />

veces más pesado en las cumbres que en el valle. Esto y todo lo que te dicen las montañas<br />

está ahí para enseñarte algo. Ni siquiera ahora he aprendido a dejar las cosas ir, a<br />

desprenderme de ellas. Y así me esfuerzo por entender.<br />

Hay más humedad en el aire. Hay un olor de hojas que han empezado a<br />

enmohecerse. Estamos cerca de los bosques y hay nueces bajo nuestros pies. Algunas las<br />

han cascado las ardillas. Algunas las cogemos y las cascamos con los dientes. Hay un cierto<br />

absurdo en el otoño que no abre paso al invierno, pues el invierno es la culminación de un<br />

ciclo antes de que la vida empiece otra vez. Nosotros no empezaremos otra vez y eso me<br />

alegra; sin embargo, aquello que nos ligaba se ha derretido. Lucho por seguir. Y ello tensa<br />

los músculos de mi cuello y de mis piernas. Mis pies son pesados y los arrastra sólo mi<br />

voluntad. Aunque estamos en un valle, el terreno parece al borde de un precipicio. Un<br />

águila grita. Los árboles empiezan a girar alrededor de mí. Tengo seca la garganta como el<br />

primer día de la guerra. Una voz brota del pasado y me habla. Pero no es Krishna diciendo<br />

Levántate y lucha. Dice: Déjalo ir, Arjuna. Estás muy tenso. Me tambaleo. ¿Qué ves,<br />

Arjuna? Los árboles dejan de girar. Mi mente, poco a poco, se concentra. Estoy alerta en<br />

cada partícula de mi ser y, aun así, distendido. Me oigo a mí mismo responder: El ojo. Veo<br />

‘el ojo’. La voz de Dronacharya, como hendiendo madera:<br />

Dispara entonces.<br />

El ojo se hace más grande. Me veo a mí mismo navegar hacia él. Ahora lo atravieso<br />

hacia la vacuidad. Libertad. De vuelta en el ahora. Un paso tras otro. Un paso y luego otro y<br />

eso es todo. Me muevo en la plenitud y el gozo.<br />

Estamos a medio camino de la ladera cuando Dharma, jadeando, nos alcanza y<br />

ocupa su sitio detrás del grupo.<br />

“¿Qué ves Arjuna?”<br />

“Veo sólo la montaña.”<br />

175


CAPÍTULO XL<br />

Queremos llegar a un paso antes de que caiga la noche y las rocas bajo el campo de<br />

nieve están esparcidas por nuestro camino como peldaños que quisieran facilitarnos el<br />

tránsito.<br />

“Bhima querrá medir sus fuerzas con la montaña”, dice Sahadeva, “pero yo desearía<br />

que todo el camino al cielo fuese así.”<br />

“Nos presentaríamos ante el dios Indra con los músculos flácidos por falta de uso y<br />

nos negarían el cielo del guerrero”, dice Nakula.<br />

“Confía en la ternura del corazón y no en la dureza de los músculos para que te<br />

abran esa puerta”, dice Yudhisthira.<br />

“Eso es verdad. Llegaremos sin músculos, duros o blandos”, añado.<br />

“¡Qué kshatriyas!”, dice Sahadeva.<br />

Nuestra risa rebota en las rocas y ecoa por todo el valle. Vuelve como una sorpresa.<br />

Es la primera vez que hemos reído desde que Draupadi nos dejó.<br />

Nos sentamos para descansar y para clamar al otro lado: “¡OM, OM!”<br />

Desde las grutas entre las peñas y desde la roca misma, la respuesta retorna a<br />

nosotros. Seguimos gritando. Los Oms se multiplican y decrecen, luego se desvanecen. Nos<br />

situamos en distintos lugares. ¡OOOMMMM! ¡OOOMMMM! ¡OOOMMMM! resuenan y<br />

desplazan a un grupo de pájaros que sale revoloteando de una fisura. Esto hace retumbar la<br />

risa de Bhima. Hay un misterio y un algo temible en la forma que su risa retorna<br />

percutiendo a nosotros.<br />

“¡Bhima!”<br />

Bhima grita su nombre. Sahadeva grita el suyo. Bhima abocina las manos y brama a<br />

través de ellas.<br />

“¡Bhima... Bhima... ma... ma... ma...!”<br />

“¡Sahadeva... Sahadeva... deva... deva... va... va... va...!”<br />

“¡Bhima... Bhima... ma... ma... ma...!”, responde la roca.<br />

Él se gira hacia nosotros y grita: “¡Si sólo tuviese mi caracola aquí!”<br />

“Caracolaquí... colaquí... quí... quí...”<br />

“¡Bhima... ma... ma... ma...!”<br />

Bhima y Sahadeva han descendido a una cornisa que sobresale hacia el vacío.<br />

Bhima agita el puño contra su propio eco burlón. Es mediodía y el sol cae sobre él. Tiene<br />

colorado el rostro del calor y de gritar, como cuando desafió el Narayanastra golpeándose<br />

las axilas. Así es como entrará en el cielo, agitando el puño y danzando.<br />

“¡Paundra!”, grita.<br />

“¡Paundra... aundra... dra... dra... dra...!”<br />

Suena como un repiqueteo de pequeñas piedras.<br />

“Wou, wou, wou.” Dharma corre arriba y abajo de la cornisa en visible agitación.<br />

“Wou, wou, wou”, retorna su voz, pero suavemente, y él ladea la cabeza<br />

sorprendido.<br />

“¡Manipushpaka!”, grita Sahadeva.<br />

“¡Manipushpaka... pushpaka... pushpaka... pakaaa... pakaaa... aa... aa...!”<br />

Los ecos de los nombres de las caracolas se cruzan entre sí y se hacen más fuertes<br />

antes de desvanecerse. El traqueteo de pequeñas piedras aumenta. Guijarros rebotan en el<br />

176


saliente. Mayores, los pedruscos descienden ahora. El espíritu de la montaña ha despertado.<br />

Dharma atiesa las orejas y aúlla. Bhima abocina las manos, frunce la boca y sopla un<br />

clamor de caracola que rompe los tímpanos.<br />

Sonido de victoria desgarra el aire.<br />

“¡Cesad!”, grito, “¡el Dios está despertando!”<br />

Mi voz sólo aumenta los ecos y el clamor estalla y rebota otra vez perdiendo su<br />

significado. Sahadeva ahora frunce los labios y, con las manos acopadas, lanza el grito de<br />

Manipushpaka. Yudhisthira salta hacia la cornisa para cogerlo. Mi brazo se mueve para<br />

detenerlo, cuando las piedras más grandes empiezan a desprenderse. Intentamos no gritar y,<br />

sin embargo, llamar a los otros de vuelta. No pueden oírnos pero han percibido el peligro y<br />

se apartan ya del pétreo diluvio. Sahadeva se tambalea. Un pedrusco lo ha derribado. El<br />

retumbo y los ecos mueren mientras contemplamos a Sahadeva, que yace con brazos y<br />

piernas extendidos. Sangre le mana de la cabeza. Tiene los labios fruncidos aún. Un águila<br />

grita en las alturas; su sombra pasa sobre Sahadeva. Llevamos a nuestro hermano pequeño<br />

a la umbría sin una palabra. Siento como si una espada me hubiese tajado las piernas. Sin<br />

embargo es Nakula, desde luego, quien se sienta junto a él en trance. Bhima lo abraza.<br />

“Ha tenido la muerte de un guerrero, hijo de Madri, desafiando a los montes”, le<br />

dice.<br />

Nakula asiente. “Sí, es una buena muerte”, dice.<br />

Pasamos sentados la tarde. A la luz púrpura del crepúsculo, Nakula vuelve a hablar:<br />

“Es una muerte de héroe. Pero ¿qué hago yo aquí, Yudhisthira? Yo quiero estar con él. No<br />

queda altura que yo haya de escalar.”<br />

Ninguno de nosotros puede responderle. Ellos son energías divinas, estos Ashwins,<br />

corceles parejos que vinieron para tirar de un mismo carro de guerra. La prestancia, la<br />

rapidez que era Sahadeva ha abandonado igualmente a Nakula. Me pregunto si la roca que<br />

ha golpeado a su mellizo no le habrá acertado a la vida de Nakula también.<br />

Cuando la primera estrella emerge, Yudhisthira dice: “Nakula, somos guerreros.<br />

Cuando un héroe cae en batalla, sea un hijo o un padre, seguimos luchando. No te rindas.<br />

Ven con nosotros. Pasaremos aquí la noche y partiremos al alba.”<br />

Con suave gruñido, muestra Bhima su acuerdo. Nakula me mira y asiento. Pasamos<br />

otra noche, cantando himnos a los hermanos celestiales.<br />

“Como cisnes, los corceles celestes forman una línea<br />

Cuando ellos, los potros, alcanzan la arena celestial...<br />

Tu cuerpo, oh Potro, vuela como con alas,<br />

Veloz se mueve tu espíritu como el viento...<br />

El corcel de pies veloces, concentrada la mente<br />

Y su pensar puesto en Dios, avanza...”<br />

En este punto de nuestro viaje, uno no debería quizás mirar al pasado. Sin embargo,<br />

cuando Nakula comienza el himno a los Ashwins,<br />

“El corcel ha alcanzado la morada suprema.<br />

Al palacio ha ido de su padre y de su madre.<br />

Que halle una cálida bienvenida hoy entre los dioses...”<br />

177


me inundan los recuerdos. Veo a Sahadeva saltar al carro de Krishna, cuando éste y Satyaki<br />

emprendieron el viaje desde Kampila a Hastina como embajadores nuestros de paz.<br />

Sahadeva grita que queremos guerra. Bhima al final quiere paz, pero Sahadeva se ha<br />

convertido en un león y no titubea.<br />

Nos quedamos dos días con Nakula y Sahadeva. En las tierras bajas, el cuerpo de<br />

Sahadeva habría empezado ya a mostrar la corrupción de Kala. Pero aquí, con el frío de las<br />

noches y la brevedad del sol, que nunca alcanza este refugio, los rasgos de Sahadeva no<br />

revelan sombra de descomposición. Su nariz es más afilada, sus pómulos se elevan y la<br />

sangre declina.<br />

Cuando vemos las primeras pequeñas máculas en la piel, Yudhisthira dice a Nakula<br />

con gran cariño: “Hijo de Madri, tú y tu mellizo sois los más perfectos en miembro y<br />

facción de los Pandavas. Tenéis la gracia de vuestra madre y una armonía de forma que es<br />

una leyenda en toda Bharatavarsha. Así es como él quiere que se le recuerde. ¿Quién<br />

querría que su forma corrupta fuese vista por los seres que ama? Su sabiduría era su mayor<br />

adorno y sin embargo...”<br />

“Iré con vosotros”, dice Nakula. “Que el dios de la montaña busque mi vida. Moriré<br />

con el rostro hacia el enemigo.”<br />

Nakula está airado con la montaña, ahora su enemigo. El que era entre nosotros el<br />

pacificador tiene ahora líneas en la frente que rara vez le hemos visto. Está herido. Está<br />

acumulando su rabia para arrojar sus insultos de guerrero a las cumbres. Sabemos que el<br />

monte no lo sufrirá mucho tiempo.<br />

Cuando cruzamos el siguiente helero, oigo los golpes rabiosos de su bordón detrás<br />

de mí y luego un crujido seco. Una línea negra corre junto a mi pie. Me giro para ver el<br />

hielo alrededor de Nakula abrirse. Al caer en la sima, su pelo se eleva como una crin al<br />

vuelo. El corcel celestial. Mucho antes de que podamos acercarnos al borde de la grieta,<br />

Nakula ha desaparecido en el charco oscuro del fondo. Quizás el cuerpo de Nakula quede<br />

preservado en el hielo. Quizás éste sea el reconocimiento que la montaña tributa a su<br />

belleza.<br />

Ahora que él se ha ido, tengo la cabeza ligera y clara como en un día de batalla<br />

victoriosa y seguimos el ascenso. Le rezo a Durga, Madre de las Batallas, como Krishna me<br />

ordenó una vez que hiciera.<br />

Luego le rezo a Krishna y, entre unas oraciones y otras, pienso que pronto habrá dos<br />

Pandavas en lugar de tres. Con la clarividencia de aquellos que Yama ha llamado ya, sé que<br />

Bhima se irá después de mí; Yudhisthira, el último. Asciendo en trance, sabiendo que no<br />

puedo fallar ni caer hasta que llegue el momento de mi partida. Estamos cerca del último<br />

puerto y sé que ninguno de nosotros alcanzará la cima de esta noble montaña. No importa.<br />

La última lección de la vida es que el punya reside en escalar, no en llegar.<br />

Esta noche, al acostarnos para dormir vigilados por la gélida luna, me pregunto si<br />

mi cuerpo, como el de Nakula, estará helado antes del amanecer. Dicen que cuando cae la<br />

nieve, has de luchar contra el deseo de dormir o no volverás a despertarte nunca. Trato de<br />

entregarme a elevados pensamientos, pero me posee la dulzura con la que el Dios del Sueño<br />

rocía mi cuerpo y que vierte en mis venas.<br />

Estoy frente al dios Shiva, sentado sobre pieles en su alta morada. No viste su<br />

disfraz de cazador o mendigo con el pelo enmarañado. Está inmerso en su trance excelso.<br />

El universo está en él. No es Rudra Shankara. Es algo que los hombres no pueden ver hasta<br />

que no les llega la hora. Así que la mía ha llegado.<br />

178


Arjuna, hijo de Pandu, y vuelve su mirada hacia abajo, tú no has venido a por<br />

armas esta vez.<br />

Me inclino y respondo: Mi Señor, no tengo necesidad de ellas.<br />

¿De qué la tienes, hijo mío?<br />

Lo miro en silencio, aturdido. Krishna no está aquí para alentarme. ¿Qué he de<br />

decir? ¿Qué quiere el gran Dios? Tiene que haber una respuesta correcta. Yo siempre he<br />

querido armas. ¿Qué otro don hay que pueda pedirse? Ahora ignoro mi necesidad.<br />

Yudhisthira, en el bosque, pidió la vida de Sahadeva en lugar de la de aquellos nacidos de<br />

su misma madre. Panchali pidió la libertad de sus maridos en lugar de la propia. Éstas son<br />

las plegarias altruistas que obtienen respuesta. Lo que quiero es algo que está más allá de<br />

mí mismo y de mis seres amados, pero yo no he sido un hombre desprendido y éste es<br />

ahora mi dolor. Busco una respuesta. No se puede hacer esperar al Dios. Estoy de pie y solo<br />

en un gran globo de hielo. ¿Debería decir el cielo del guerrero? Pero a mí no me importa<br />

eso. Ya no soy un guerrero y vivir como lo hago ahora es mejor que todas las batallas en<br />

que he luchado. Estoy en armonía con los árboles y las flores y los pájaros que cantan en<br />

las altas regiones. Pero eso no es cosa que pedir.<br />

Algo viene a turbarme y es esto: en nuestro ascenso a la montaña hemos hallado la<br />

unidad con nosotros mismos y el mundo... pero yo sé y siempre he sabido que, si<br />

regresamos a través de aquel primer valle a Hastina y al mundo de los hombres y los<br />

estados y sacrificios, caeremos al suelo como águilas con las alas rotas. Y sin embargo, ese<br />

mundo está ahí. Nosotros éramos parte de él, quizá aún lo somos y, desde luego, puede que<br />

nazcamos a su caos en vidas futuras. Somos kshatriyas para siempre y no debemos volver<br />

la espalda, sino luchar con el rostro hacia el enemigo.<br />

Veo las sabhas esplendorosas, el palacio de las mil columnas de cristal, nuestra<br />

Yuddhashala en Indraprastha y mi corazón se enfría y aparta la vista. Estoy en un lugar en<br />

el que los rostros más amados no pueden ofrecer solaz ninguno. Entonces, ¿qué debería<br />

pedir?, ¿una dicha que nunca decline, ni en el valle ni en las cumbres? De nuevo, mi<br />

corazón me niega su consentimiento. ¿Qué, entonces? Recorro los espacios de mi infancia,<br />

recorro mis batallas, mis recuerdos de la corte. Examino sacrificios y campañas. Me veo a<br />

mí mismo junto a Krishna. Sostengo a Abhimanyu, que acaba de nacer. Veo el pájaro de<br />

madera y el blanco en forma de pez, oigo en el suelo su estridor al deseo de mi flecha. Me<br />

veo como héroe entrando en la ciudad tras mis victorias y mi corazón enferma en mis<br />

adentros porque no hay ningún don que pedir.<br />

Shiva me ha llamado ‘hijo’, una broma cruel.<br />

Uno ha oído que el corazón de Shiva se ha consumido por su largo tapasya... y mi<br />

propio mundo es desolación, ahora que Draupadi y dos de mis hermanos han muerto y<br />

otros dos están a punto de morir.<br />

¿Quién soy yo, entonces? ¿Qué soy yo? Alguna cumbre fría que ningún peregrino<br />

alcanza jamás. Algún desierto que se extiende más allá del infinito. El desierto. Un pequeño<br />

dardo penetra en mi corazón. Creo que los párpados de Shiva pestañean como si me dijese<br />

¿Sí?... y empiezo a ver. Es el desierto el que me ha enseñado que, mientras te apegues a un<br />

grano de arena, eres un prisionero. Ahora lo veo: un prisionero de la desolación. Antes o<br />

después, el golpe caerá.<br />

El astra más letal del arsenal de la vida.<br />

Al fin digo: Señor, no quiero nada. No necesito nada.<br />

Mientras las palabras se desprenden de mi boca y las lágrimas llueven por mi rostro,<br />

los ojos del dios Shiva se enfocan en mí y los mundos explotan en serpientes de llama.<br />

179


Bailan y se entrelazan y forman un círculo. Dentro de él, Shiva comienza su danza.<br />

Despacio se mece y su cabello se expande. Una brisa sopla a través de él que no viene de<br />

dirección ninguna. Su mano se alza en un gesto que llama mi atención. Los dedos apenas se<br />

mueven, pero me hablan en una lengua sutil. Sus hombros se balancean. Su otra mano entra<br />

en movimiento, mientras sus ojos miran los míos. Se eleva y gira sobre sí mismo. De sus<br />

dedos vibrantes emana un poder que toca mi piel con pequeños chicotazos de energía y me<br />

balanceo también. Sin esfuerzo, fluimos por los universos. Cada gesto nos lleva a una<br />

nueva creación y, sin embargo, sólo giramos alrededor de nosotros mismos mientras Shiva<br />

sigue sentado en meditación. Ahora veo que yo soy tanto el Shiva meditante como el<br />

danzante. No nos mueve nuestra creación y aguardamos que todos esos seres que sufren y<br />

laboran y luchan por la felicidad se vuelvan y nos encuentren. Sentados estamos en<br />

bienaventuranza. Es un juego del escondite y los que nos hallan se desvanecen en nosotros.<br />

Todas las carencias y necesidades están esparcidas como flores marchitas que devolver a la<br />

vida terrestre otra vez. No conozco mi nombre ni tengo género; con Shiva estoy sentado en<br />

la alta cumbre que he alcanzado por fin.<br />

Yudhisthira me dice que he pasado en trance toda la noche.<br />

Sujeta mi mano izquierda y Bhima la otra. Deben de haberme traído de vuelta.<br />

Siento las manos como si ardieran. Bhima fricciona mis pies, Yudhisthira las mejillas.<br />

Por fin me dan el bordón y me ponen en pie. Escalamos una cuesta escarpada una<br />

vez más. De pronto, se cubre el sol. No hay aliento para hablar. Empieza a caer la nieve. Un<br />

viento se levanta que me arroja la nieve al rostro. Hace mucho frío otra vez, está muy<br />

oscuro. Nos hallamos en una cornisa estrecha y mis ojos se niegan a abrirse contra la nieve.<br />

Sigo marchando. El hombro derecho roza el lado de la montaña, la mano izquierda me<br />

guarda del viento y el vacío. Abro la boca. Antes de que pueda llamar a Bhima, mi boca se<br />

llena de nieve helada. Tengo los pies entumecidos y pesados. La nieve reposa como una<br />

carga sobre mis hombros. El frío, amargo, me ha alcanzado la médula de los huesos y la<br />

blancura gira alrededor de mí en la oscuridad. Esta vez mi voz muere antes de que pueda<br />

separar los labios. Estoy solo, caminando como por un filo, el borde del precipicio, el borde<br />

de las tinieblas, y el viento me estremece. Estoy cayendo, cayendo. Es el momento para el<br />

que se preparan los kshatriyas. ¡Krishna! El vendaval sopla aún a través de mi cerebro, pero<br />

se lleva mi dolor. Y donde estoy no hay límites. La Luz me ha atrapado en su red de Luz.<br />

Formas se mueven en una suave niebla y siento una repentina ligereza, como con el primer<br />

tirón de una cometa. La montaña se aleja de mí. Una espada ha partido algo en dos. Mi<br />

corazón gira arremolinado como un copo de nieve y cambia de dentro afuera. Hay una<br />

fisura donde dos mundos se encuentran y me está abriendo camino para dejarme salir, para<br />

dejarme entrar. Éste es el filo del tiempo y, suavemente, cariciosamente, me deslizo a través<br />

del velo hacia una Luz dorada que no tiene oscuridad que la preceda, oscuridad que la siga.<br />

Una exhalación es arrancada a un lugar profundo y floto hacia el exterior, inspirando ahora<br />

fácilmente, soltando el aliento una vez más, la última, sin regreso. Consiento en irme a la<br />

luz de Amor y miro abajo la forma en la que durante toda una vida he morado.<br />

Mi corazón guarda silencio en la dulzura de la música de grandes cadenas de Oms<br />

que me llevan hacia las formas que vienen en mi busca. Los Oms dicen todo lo que hay que<br />

conocer y eso no puede ser expresado.<br />

Emergiendo de las formas brumosas, Uno viene hacia mí derramando luz y<br />

extendiendo una mano de luz. Mi propia mano, hecha también de luz, se funde con la mano<br />

de Krishna. Él me guía a una Luz Mayor, que es Pusan aguardando a Nara y Narayana.<br />

180


De la Dicha han nacido estos seres.<br />

En dicha son sostenidos<br />

Y a la Dicha van otra vez a fundirse<br />

¡Om Shanti, Shanti Shanti!<br />

181


BIBLIOGRAFÍA<br />

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*Bose, Buddhadeva -The Book of Yudhisthir (a story of the Mahabharata of Vyasa)<br />

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Verse), Dent’s Everyman’s Library 1910<br />

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Pondicherry 1972.<br />

*Subramaniam, Kamala -Mahabharata, Bharatiya Vidya Bhavan, Bombay 1965<br />

182


GLOSARIO<br />

Abhimanyu: Hijo de Arjuna con Subhadra.<br />

Abhisheka: Hisopar con agua sagrada en adoración de un rey o ídolo. Baño sagrado o ritual.<br />

Acharya: Literalmente, ‘maestro’. Título de Drona y de Kripa, preceptores de los príncipes<br />

Kurus.<br />

Adharma: Contra la ley moral. Como el hinduismo carece de una palabra para pecado o mal<br />

(pãpa sugiere crimen, daño, mal comportamiento), adharma sirve de término común a<br />

cualquier forma de injusticia o violación de la ley moral.<br />

Adhármico: Perteneciente o relativo al adharma.<br />

Adhvaryu: Sacerdote védico encargado de las operaciones manuales del sacrificio y que<br />

debía recitar las fórmulas sagradas durante el mismo.<br />

Aditi: La Madre de los dioses.<br />

Aditya: Un tipo de dioses, los hijos de Aditi. Manifestaciones del Sol.<br />

Agama: ‘Tradición’, término general dado a numerosos textos religiosos.<br />

Agastya: Literalmente, ‘aquel que hace moverse las montañas’, sabio de la India védica a<br />

quien la tradición atribuye numerosos cantos del Rig Veda.<br />

Agni: Fuego. El dios del fuego en los Vedas, una de las tres deidades védicas mayores.<br />

Airavata: Lit. ‘el nacido de las aguas’. Nombre de un elefante de tres cabezas y seis<br />

colmillos del que Indra se apropió para hacer su montura.<br />

Ajatshatru: Lit. ‘el que carece de enemigos’. Un nombre de Yudhisthira.<br />

Akrura: Jefe Vrishni casado con una hija de Ugrasena. Era un tío de Krishna de la misma<br />

línea lunar de los Yadavas.<br />

Akshauhini: Ejército, división.<br />

Alambusha: Un rakshasa gigante aliado de los Kauravas y que mató a Iravat, hijo de<br />

Arjuna y Ulupi.<br />

Amaravati: Morada de la Inmortalidad. Capital celestial de Indra emplazada, según la<br />

leyenda, cerca del monte Meru, el pico del Cielo. Se conoce también por Devapura, la<br />

ciudad de los dioses.<br />

Amba: Hija mayor del Rey de Kasi, es decir, de Varanasi o Benarés.<br />

Ambalika: Hija menor del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Pandu a través<br />

de Vyasa.<br />

Ambika: Segunda hija del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Dhritarashtra a<br />

través de Vyasa.<br />

Andhakas: Los reyes pertenecientes a la dinastía Yadu y el clan sobre el que gobernaban.<br />

Andhra: El territorio de Andhra Pradesh en la India moderna. A los guerreros de Andhra se<br />

les llamaba Andhras.<br />

Anga: Probablemente los territorios de Bhagalpur en Bengala. Su capital era Champa.<br />

Angada: Adorno portado en el brazo a modo de brazalete.<br />

Angavastra: Parte superior de las vestimentas, normalmente un largo pañuelo o chal sobre<br />

el pecho desnudo.<br />

Aniruddha: Hijo de Krishna y Satyabhama, padre de Vajra.<br />

Anjali: La cavidad formada al doblar y unir las manos, el hueco de las manos; de aquí el<br />

saludo de respeto o namaskara.<br />

Anjalikavedha: Golpear a un elefante desde debajo de él.<br />

Anuvinda: Un príncipe de Avanti, hermano de Vinda.<br />

183


Apsara: Ninfa del cielo de Indra. Las más celebradas son Urvasi, Menaka y Rambha.<br />

Ario: Leal, noble, señor. Nombre de la raza invasora que se instaló en el norte de la India,<br />

según la teoría más generalizada.<br />

Arjuna: El tercero de los hermanos Pandavas.<br />

Arvan: ‘Caballo de guerra’; uno de los nombres del caballo cósmico.<br />

Aryaman: Divinidad védica que representa la nobleza de los Arios y las leyes superiores<br />

que rigen la sociedad.<br />

Aryavarta: Una parte del norte de la India dominada por los arios en el segundo milenio<br />

antes de la Era Común. Posteriormente se extendió, de acuerdo con Manu, del océano<br />

occidental al oriental.<br />

Ashok: Nombre de un árbol (saraca indica o jonesia ashoka) que da bellas flores rojas. Las<br />

mujeres rezan a este árbol para obtener descendencia.<br />

Ashram: Refugio. Término popular para denotar la ermita de un Rishi u hombre santo.<br />

Ashvasena: Serpiente que vivía en el bosque de Khandava. Era hija de Takshaka.<br />

Ashwa: ‘Caballo’; un símbolo del prana, la fuerza dinámica de la Vida. Uno de los nombres<br />

del caballo cósmico<br />

Ashwamedha: Sacrificio del caballo. El máximo sacrificio imperial en la India antigua.<br />

Ashwatthama: Literalmente, ‘de voz de caballo’. Nombre del hijo de Drona y Kripi,<br />

llamado así porque su primer grito al nacer se pareció al relincho del corcel celestial<br />

Uchchaihshravas.<br />

Ashwins: Los dioses gemelos con forma de caballo de la mitología hindú. Son protectores<br />

de los trabajos agrícolas y médicos de los dioses.<br />

Asti: Una de las esposas de Kamsa, tía de Krishna.<br />

Astra: Cualquier arma o proyectil.<br />

Asura: Antidiós. Es la forma por excelencia del enemigo de los dioses. Los asuras incluyen<br />

a los daityas y los danavas; son descendientes de Kashyapa.<br />

Atharva Veda: Una de las cuatro colecciones de himnos védicos junto con el Rig Veda,<br />

Sama Veda y Yayur Veda.<br />

Atman: El sí mismo, el ser esencial, el núcleo más íntimo del hombre.<br />

Avanti: Una ciudad, Ujjayini.<br />

Babhruvahana: Hijo de Arjuna y Chitrangada.<br />

Bahlika: Abuelo de Bhurisravas, el guerrero de más edad en el campo del Kurukshetra. Es<br />

también el nombre de uno de los caballos del carro de Krishna.<br />

Balarama. Rama el Fuerte. Hermano mayor de Krishna, llamado también Madhupriya, es<br />

decir, Amante del Vino.<br />

Bhagadatta: Rey de Pragjyotishapura, nacido del miembro de un asura.<br />

Bhagirathi: Antiguo nombre del Ganges y nombre actual que este río toma en uno de sus<br />

tramos cerca de su fuente y otro en su curso inferior cerca de su confluencia con el<br />

Brahmaputra.<br />

Bharadwaja: Un gran yogui del clan Angiras a quien se atribuyen muchos himnos védicos.<br />

Era hijo ilegítimo del sabio Brihaspati y de Mamata, esposa del sabio Utathya.<br />

Bhárata: Hijo de Dushyanta y de Shakuntala. Es el ancestro de los héroes del Mahabharata<br />

y rey de la tribu védica de los Kurus. Conquistó el país y dio su nombre a la India (Bhárata<br />

y Bharatavarsha), confinada entonces a la zona norte ocupada por los pueblos<br />

indoeuropeos.<br />

184


Bhargava: Descendiente de Bhrigu y gran maestro de artes marciales que despreciaba a los<br />

kshatriyas. Bhishma, Drona y Karna fueron discípulos suyos.<br />

Bhima: El Temible. El segundogénito de los Pandavas.<br />

Bhishma: Hijo del Emperador Shantanu y de la diosa Ganga, es decir, de la personalidad<br />

divina del río Ganges. Gran Patriarca de la Casa Kuru, llamado originalmente Devavrata y<br />

luego Bhishma a causa de su voto de castidad.<br />

Bhojas: Un clan de Dwaraka.<br />

Bhurisravas: Un rey de la dinastía Kuru, hijo de Somadatta.<br />

Brahmacharya: Autocontrol, a menudo en el sentido del celibato. Un brahmachari es<br />

alguien que ha renunciado a los placeres de los sentidos.<br />

Brahmaloka: El paraíso de Brahma.<br />

Brahmasira-astra: Un nombre del arma favorita de Shiva, la lanza Pasupata, con la que<br />

mató a los daityas y con la que destruirá el universo al final del ciclo cósmico.<br />

Brahmastra: Un arma celestial adquirida por Drona y empleada por Arjuna.<br />

Brihannala: Nombre de Arjuna durante su último año de exilio, cuando se disfrazó de<br />

maestro de danza hermafrodita en la corte del rey Virata de Matsya.<br />

Brihaspati: Señor de la palabra sagrada. Íntimamente relacionado con Indra como su<br />

sacerdote doméstico.<br />

Chaitra: El último mes del año hindú (marzo-abril), de acuerdo con el calendario lunar.<br />

Chaityaka: Una montaña situada cerca de Girivraja, la capital de Magadha.<br />

Chakora: La perdiz india de patas rojas que, según la leyenda, se enamoró de la luz de la<br />

luna y bebe gotas de esencia lunar.<br />

Chakra: Círculo, disco, centro de consciencia en el cuerpo sutil.<br />

Chakravarti: Emperador.<br />

Chamara: Espantamoscas hecho de crin de caballo o de yak y símbolo regio por<br />

excelencia.<br />

Champak: Flor perfumada de pétalos color crema.<br />

Charvaka: Rakshasa afecto a Duryodhana.<br />

Chedi: Nombre de Sisupala, hijo de Damaghosha y Rey de los Chedis. Nombre, también,<br />

de un país y de sus gentes. Ocupaban las orillas del Narmada.<br />

Chekitana: Un Vrishni, primo hermano y aliado de los Pandavas. Fue muerto por<br />

Duryodhana.<br />

Chitrangada: Hija del Rey Chitravahana, esposa de Arjuna y madre de Babhruvahana.<br />

Chitrasena: Un jefe de los yaksas.<br />

Chitravahana: Rey de Manipura durante los tiempos puránicos.<br />

Dakshina: Recompensa a un brahmín que dirige un sacrificio o yajna; tributo a un maestro<br />

por sus enseñanzas.<br />

Dantavaktra: Rey de Karusha. Renació como el asura Krodhavasa.<br />

Darshan: Demostración, punto de vista; visión; acto, ritual o no, de ver a alguien.<br />

Daruka: Nombre del auriga de Krishna.<br />

Deva: Dios, poder celestial, deificación o personificación de fuerzas y fenómenos naturales.<br />

Literalmente, ‘luminoso’.<br />

Devadatta: Nombre de la caracola de Arjuna, que provenía de un lago al norte del Kailasa.<br />

Devadatta había pertenecido originalmente a Varuna, dios de las aguas.<br />

Devaki: Mujer de Vasudeva y madre de Krishna.<br />

185


Devavrata: Nombre original de Bhishma.<br />

Dhananjaya: Uno de los títulos de Arjuna.<br />

Dharma: De la raíz dhri, ‘ser estable, firme’. Código de buena conducta, patrón de la vida<br />

noble, reglas y observancias religiosas. Es también el nombre del perro que acompaña a los<br />

Pandavas en su último viaje.<br />

Dharmaraj: Rey dhármico, rey de justicia. Uno de los sobrenombres de Yudhisthira.<br />

Dhármico: Perteneciente o relativo al Dharma.<br />

Dhaumya: Sacerdote familiar de los Pandavas.<br />

Dhobi: Lavandero<br />

Dhrishtadyumna: Hermano de Draupadi. Como líder de las huestes Pandavas y en<br />

cumplimiento de su destino, mató a Drona, el maestro de los príncipes Kurus en las artes<br />

marciales.<br />

Dhristaketu: Nombre de un hijo de Dhrishtadyumna. Nombre también del hijo de Sisupala<br />

y aliado de los Pandavas a la muerte de su padre. Nombre, por último, de un Rey de los<br />

Kekayas y aliado de los Pandavas.<br />

Dhritarashtra: Literalmente, el que gobierna con estabilidad. Hermano de Pandu y<br />

gobernante ciego de Hastinapura.<br />

Dhruva: En la mitología hindú, un devoto de Vishnu que llega a simbolizar la fuerza de la<br />

voluntad y se convierte en la estrella polar.<br />

Draupadi: La morena hija del Rey Drupada de Panchala y esposa de los cinco hermanos<br />

Pandavas.<br />

Drona: Literalmente, ‘cubo’. El maestro brahmín de los príncipes Kurus en las artes<br />

marciales, llamado así porque según la leyenda nació en un cubo; referido a veces como<br />

Dronacharya.<br />

Drupada: Padre de Draupadi y Rey de Panchala. Tras la derrota a manos de los Kurus, se<br />

vio forzado a compartir su reino con Drona.<br />

Duhsasana: Literalmente, ‘difícil de dominar’. El segundo de los cien hijos de<br />

Dhritarashtra.<br />

Durga: La diosa del universo. Durga posee diferentes formas y aspectos. Parvati, esposa de<br />

Shiva, es un aspecto de Durga.<br />

Durvasa: Literalmente, ‘mal vestido’. Un sabio fácilmente irritable, hijo de Atri y de<br />

Anasuya.<br />

Duryodhana: Literalmente, ‘difícil de conquistar’. Primogénito de Dhritarashtra a través de<br />

Gandhari.<br />

Dusala: Única hija de Dhritarashtra; esposa de Jayadratha.<br />

Dwaitavana: Bosque en que los Pandavas pasaron parte de su exilio.<br />

Dwaraka: Literalmente, ‘la de las muchas puertas’. Nombre de la capital del reino de<br />

Krishna.<br />

Dwarpanya: Lago junto al cual murió Duryodhana.<br />

Ekalavya: Hermano de Shatrughna. Fue abandonado en la infancia pero hallado y educado<br />

por los miembros de una tribu Nishada. Se cortó el pulgar de la mano derecha cuando<br />

Drona se lo exigió como dakshina. Posteriormente fue rey.<br />

Gada: Nombre de un demonio matado por Hari. Nombre de la maza hecha por<br />

Vishvakarman de los huesos del demonio y ofrecida a Vishnu. Nombre de un arma de<br />

Bhima.<br />

186


Gajaroha: El naire o cornaca.<br />

Gandhamadana: Literalmente, ‘fragancia embriagadora’. Nombre de una de las cuatro<br />

montañas que cercaban la región central del mundo.<br />

Gandhara: Una franja de tierra de la antigua Bhárata. Se cree que se extendía desde las<br />

orillas del río Sindhu hasta Kabul. La Gandharistis de Herodoto, un reino al oeste de los<br />

Indus.<br />

Gandhari: La princesa de Gandhara, esposa del rey ciego Dhritarashtra, hermana de Sakuni<br />

y madre de Duryodhana.<br />

Gandiva: Nombre del arco de Arjuna. Según la leyenda, el dios Soma se lo había entregado<br />

a Varuna, éste a Agni, y Agni se lo regaló a Arjuna.<br />

Ganga: El río más sagrado del hinduismo, el Ganges, personificado a menudo como una<br />

diosa, hija mayor de Himavat (los Himalayas) y Menaka. En el Mahabharata, Ganga es la<br />

madre de Bhishma y esposa del Emperador Shantanu.<br />

Garuda: El ave divina y vehículo de Vishnu.<br />

Gayatri Mantra: La estrofa más sagrada de los Vedas.<br />

Ghat: Campo crematorio o cementerio.<br />

Ghatotkacha: Hijo de Bhima y la rakshasa Hidimbi.<br />

Ghi: Mantequilla purificada, hecha de la nata de la leche de búfalo o de otro tipo de leche.<br />

Ghora Angirasa: El guru de Krishna.<br />

Girika: Uno de los capitanes de Arjuna.<br />

Gokula: El distrito pastoral sobre el río Yamuna donde Krishna pasó su infancia.<br />

Gopa: Vaquerizo.<br />

Govardhana: Montaña de Gokula, la tierra en la que se crió Krishna. Éste cambió allí las<br />

costumbres sacrificiales.<br />

Gurudeva: Lit. ‘maestro-dios’. Fórmula de respeto para dirigirse al Guru.<br />

Hanuman: El dios simio del Ramayana. Es hijo de Vayu, dios del viento; por ello es capaz<br />

de volar. En el Mahabharata es hermano de Bhima, que es míticamente hijo de Vayu.<br />

Hardikya o Hardikyatanayam: El hijo de Kritavarman.<br />

Hastinapura: Literalmente, ‘ciudad de elefantes’. Capital del reino Kuru. Sus ruinas han<br />

sido identificadas sesenta millas al nordeste de Delhi.<br />

Haya: ‘Caballo’; uno de los nombres del caballo cósmico.<br />

Hidimba: Un rakshasa con el que los Pandavas se enfrentaron tras huir del palacio de cera.<br />

Hidimbi: Hermana de Hidimba y madre de Ghatotkacha a través de Bhima.<br />

Hiranyadhanusha: Rey de una tribu forestal y padre de Ekalavya.<br />

Hiranyagarbha: El feto de oro, esto es, Brahman. La semilla dorada, el huevo o semilla<br />

primordial nacido de las aguas de las que se originó Brahma, el creador. Un concepto<br />

importante en la cosmogonía védica.<br />

Homa: Antiguo sacrificio védico en el que se hacía uso del Soma. Se realizaba sobre todo<br />

en las ceremonias de matrimonio y es la forma más antigua de puja hindú. Es también la<br />

ofrenda consumida y la cámara donde se guardaba el fuego sacrificial.<br />

Hotravahana: Un rey piadoso, abuelo de Amba.<br />

Hotri: Un tipo de brahmín real encargado de los ritos y ceremonias oficiales, especializado<br />

en la recitación de los himnos del Rig Veda.<br />

Indra: El dios de los Cielos, Señor del panteón hindú.<br />

Indragopa: Un insecto.<br />

187


Indraloka: El mundo o la esfera de Indra, adonde van los kshatriyas heroicos después de la<br />

muerte.<br />

Indraprastha: La capital de los Pandavas. Este nombre se usa todavía para una sección de<br />

Delhi.<br />

Iravat: Hijo de Arjuna y la ninfa Ulupi.<br />

Jala-samadhi: Trance yóguico en el agua que permite pasar mucho tiempo bajo la<br />

superficie sin respirar.<br />

Jambhavati: Hija de Jambavat, Rey de los Osos; probablemente, una tribu aborigen.<br />

Janaka: Antiguo rey de Mithila, famoso por poseerlo todo sin estar apegado a nada.<br />

Jara: Cazador que disparó la flecha que causó la muerte de Krishna.<br />

Jarasandha: Literalmente, ‘unido por Jara’. Un rey de Magadha, llamado así porque nació<br />

en dos mitades de las dos esposas de Brihadratha.<br />

Jatasurya: Un rakshasa muerto por Bhima.<br />

Jaya: Nombre de uno de los porteros del palacio de Vishnu. Nombre también de uno de los<br />

cien hijos de Dhritarashtra.<br />

Jayadratha: Rey de Sindhu y esposo de Dusala, la única hermana de Duryodhana.<br />

Jayatsena: Rey de Magadha e hijo de Jarasandha. Nombre también de un hijo de<br />

Dhritarashtra.<br />

Jhillin: Consejero del joven príncipe Puru en Indraprastha que pretendió asesinar a Krishna<br />

y Arjuna cuando éstos visitaron la capital después del Kurukshetra.<br />

Jimuta: Nombre de un luchador famoso matado por Bhima.<br />

Jishnu: Victorioso, triunfante. Un epíteto de Indra, del hijo de Indra, Arjuna, y de Vishnu.<br />

Jyotisha: Astrología. El Jyotishashastra, ‘enseñanza de las estrellas’, es el nombre general<br />

atribuido a los tratados de astronomía y astrología.<br />

Kadamba: Un arbusto (convolvulus repens, nauclea cadamba) de flores anaranjadas y olor<br />

muy dulce.<br />

Kailasa: Una montaña sagrada de los Himalayas, morada de Shiva y, en algunos mitos,<br />

también de Kubera, dios de las riquezas.<br />

Kala: El Señor del Tiempo.<br />

Kalakuta: Un violento veneno que, según el mito, emergió mientras dioses y asuras<br />

cuajaban el Océano de Leche primordial.<br />

Kalasa: Vaso sagrado utilizado en el culto hindú que contiene el amrita.<br />

Kalidasa: Lit. ‘servidor de Kali’. Nombre que Arjuna da al caballo sacrificial del<br />

Ashwamedha. No aparece en Vyasa.<br />

Kalinga: País al sur de Odra u Orissa que se extiende hasta las bocas del Godavari.<br />

Kaliyuga: Era de Kali. En el juego de dados, Kali es el uno, un signo de mala suerte.<br />

Kaliyuga es la cuarta, y presente, era del mundo. Empezó en el 3102 a.E.C. y durará<br />

432.000 años. Después de ella, el ciclo universal recomenzará.<br />

Kamandalu: Vasija de agua. Los eremitas y peregrinos no portan nada más que un bordón y<br />

el kamandalu.<br />

Kamarupa: Antiguo nombre de Assam, actual estado nororiental de la India.<br />

Kamboja: La región próxima a las montañas del Hindu-Kush, famosa por sus caballos y sus<br />

mantas.<br />

Kampila: Una antigua ciudad en el sur de Panchala y capital del Rey Drupada.<br />

188


Kamsa: Un rey tirano de Mathura, hijo de Ugrasena y tío de Krishna. Según una profecía,<br />

moriría a manos de un sobrino suyo y trató de acabar con todos ellos. La profecía, sin<br />

embargo, se cumplió y Krishna mató a su tío Kamsa.<br />

Kamyaka: Uno de los bosques en que habitaron los Pandavas durante su exilio en el<br />

bosque.<br />

Kanika: Un brahmín ministro de Dhritarashtra.<br />

Kanka: Nombre usado por Yudhisthira durante el año de incógnito en la corte del rey<br />

Virata.<br />

Karma: Concepción hindú de la retribución moral. Filosóficamente, el Karma crea la<br />

urdimbre fundamental del destino y las reencarnaciones manteniendo el equilibrio de la<br />

justicia universal.<br />

Karna: Hijo de Kunti y el Sol antes del matrimonio de aquélla con Pandu. Fue abandonado<br />

por Kunti y criado por Adhiratha, el auriga, y su mujer Radha. Fue coronado rey de Anga<br />

por Duryodhana y luchó al lado de éste contra sus hermanos en el Kurukshetra.<br />

Kartavirya: Rey de los Haihaya, en el valle de Narmada; gran guerrero de mil brazos que<br />

fue hecho prisionero por el demonio Rávana.<br />

Kartika: Mes lunar del calendario indio correspondiente a octubre-noviembre.<br />

Kashyapa: Literalmente, ‘tortuga’. Un sabio védico del Mahabharata, que desposó a Aditi<br />

y a otras doce hijas de Daksha.<br />

Kasi: Una de las siete ciudades sagradas de la India, actualmente Varanasi o Benarés.<br />

Kaustubha: Una joya mágica surgida al batir el Océano Primordial.<br />

Keraladesh: Una región en la mitad occidental del cono sur indio, el actual estado de<br />

Kerala.<br />

Ketuvarman: Uno de los príncipes Trigarta.<br />

Khandava: Bosque de Indra en el Kurukshetra quemado por Agni con ayuda de Krishna y<br />

Arjuna.<br />

Khandavaprastha: Un bosque en el que vivieron los Pandavas durante su exilio.<br />

Kichaka: Cuñado del Rey de Virata; fue violentamente destruido por Bhima a causa de sus<br />

insinuaciones lascivas a Draupadi.<br />

Kishkinda: Una región montañosa en el sur de la India.<br />

Kokila: El cuco indio.<br />

Kosala: Uno de los reinos no arios del este de la India.<br />

Krauncha: Lit. ‘garza’. Formación militar que la imita.<br />

Kravyada: ‘El que come carne’, uno de los nombres de Agni en tanto que consumidor de<br />

las ofrendas sacrificiales.<br />

Kripa: Hijo del Rishi Saradvat y la ninfa Urvasi; hermano de Kripi y, por tanto, tío de<br />

Ashwatthama. Kripa fue uno de los dos grandes instructores militares de los príncipes<br />

Kurus. Referido a veces como Kripacharya.<br />

Kripi: Esposa de Drona, el maestro de los príncipes Kurus, y madre de Ashwatthama.<br />

Krishna: Literalmente, ‘negro’. Según el Mahabharata, el dios Vishnu se arrancó un pelo<br />

blanco y otro negro de la cabeza; el blanco entró en el seno de Rohini como Balarama, el<br />

negro fue destinado a Devaki para ser Krishna; de ahí que a Krishna se le llame también<br />

Keshava, es decir, de cabello negro. Su padre Vasudeva era hermano de Kunti, esposa de<br />

Pandu; Krishna era, por tanto, primo hermano de los Pandavas.<br />

Kritavarman: Uno de los tres guerreros Kauravas que masacraron a los Pandavas mientras<br />

estos dormían en una razia nocturna. Fue asesinado más tarde en Dwaraka, en una reyerta<br />

ebria.<br />

189


Kshatriya: La segunda casta del hinduismo después de los brahmines; es la casta guerrera y<br />

gobernante. El Diccionario de la Real Academia da la forma chatria, que fonéticamente es<br />

muy deficiente con respecto a la original.<br />

Kuki: Grupo de pueblos de origen tibeto-birmano.<br />

Kumkum: Punto rojo en el entrecejo que forma parte del maquillaje femenino indio.<br />

Kunti: Madre de los Pandavas y de Karna, esposa de Pandu.<br />

Kuntibhoja: Rey de Kuntiraja y padre adoptivo de Kunti.<br />

Kuru: Príncipe de la raza lunar; ancestro de Dhritarashtra y Pandu de quien surge la raza de<br />

los Kurus o Kauravas. En esta narración, se usa preferentemente la palabra Kuru para<br />

designar la línea general a la que pertenecen los hijos de los dos reyes y Kauravas para<br />

nombrar a los hijos de Dhritarashtra por oposición a los Pandavas.<br />

Kurujangala: Reino de la India antigua cuya capital era Hastinapura; recibió su nombre de<br />

Kuru, el príncipe fundador.<br />

Kurukshetra: Literalmente, ‘campo de los Kurus’. Área al sur del río Saraswati y al norte<br />

del Drisadwati donde tuvo lugar la batalla entre Kauravas y Pandavas.<br />

Kusa: Una clase especial de hierba, la poa cynosuroides, usada en los rituales hindúes.<br />

Kushasthali: El antiguo nombre de Dwarakapuri, una isla. El primero en construir una<br />

ciudad en Kushasthali fue el emperador Revata.<br />

Kuta: El tipo de guerra adhármico que incumple los códigos de batalla.<br />

Lakshmana: Un hijo de Duryodhana.<br />

Lalitthas: Un pueblo de la India antigua.<br />

Latavesta: Montaña al sur de Dwaraka.<br />

Lila: Juego cósmico. El proceso cósmico entendido como juego divino.<br />

Limgam: Lit. ‘falo’, ‘símbolo’.<br />

Madra: Antigua área de Bhárata situada cerca del río Jhelum. Madri, esposa de Pandu, era<br />

princesa de Madra.<br />

Madrakas: El pueblo de Madra.<br />

Madri: Mujer de Pandu y coesposa de Kunti, madre de los Pandavas mellizos Sahadeva y<br />

Nakula.<br />

Magadha: Una ciudad famosa en la antigua India llamada hoy Rajagriha.<br />

Magha: Mes luni-solar del calendario hindú correspondiente a enero-febrero.<br />

Mahanadi: Un río celebrado en los Puranas y localizado en la región de Utkala (Orissa).<br />

Mahapapa: Literalmente, ‘gran pecado’.<br />

Maharatha: Maestro en el arte del auriga.<br />

Mahartwija: ‘Gran ritwik’.<br />

Mahatma: Literalmente, ‘alma grande’. Epíteto atribuido a las grandes personalidades<br />

espirituales y sabios.<br />

Maheshwara: Literalmente, ‘gran Ishwara, gran Divinidad’, uno de los epítetos de Shiva.<br />

Maitreya: Sabio de gran esplendor y cortesano de Yudhisthira.<br />

Makara: Cocodrilo.<br />

Mala: Guirnalda, rosario. Los hindúes utilizan un rosario para sus plegarias o mantras de<br />

108 cuentas de maderas sagradas.<br />

Malavas: Pueblo de un territorio en la India central, probablemente la moderna región de<br />

Malwa.<br />

190


Manasarovara: El lago más sagrado de los hindúes. Se halla ahora en el Tíbet, cerca del<br />

monte Kailasha.<br />

Mandala: Círculo. Libro. Formación militar circular.<br />

Manipur: Reino de la princesa Chitrangada en las montañas.<br />

Manipushpaka: La caracola de Sahadeva.<br />

Manmatha: Nombre de Kama, dios del amor.<br />

Mantra: Una fórmula verbal cargada de poder mágico o místico. El mantra puede consistir<br />

en una sola sílaba o bija, o una palabra o grupo de palabras extraídas de los tres Samhitas o<br />

Escrituras: el Rig, el Yajur y el Sama Veda, que son las partes originales de los Vedas.<br />

Manu: Literalmente, ‘ser pensante’. Nombre genérico atribuido a los catorce progenitores<br />

de la humanidad.<br />

Markandeya: Un sabio brahmín que asistió a los Pandavas en el bosque, en tiempos de su<br />

exilio.<br />

Martikavarta: Antiguo país de la India. Durante el tiempo de los Pandavas, fue regido por<br />

el rey Salya. Parashurama mató a todos sus kshatriyas. Arjuna dio a estas tierras el hijo de<br />

Kritavarman como rey.<br />

Matali: El auriga de Indra.<br />

Mathura: Lugar de nacimiento de Krishna.<br />

Mavellakas: Pueblo de un territorio cerca de la cabecera del río Narmada.<br />

Maya: Un arquitecto asura de gran destreza. Maya es, también, la ilusión cósmica, el<br />

engaño por el que el Supremo aparece como la multiplicidad fenomenológica y el mundo<br />

físico parece real.<br />

Maya-sabha: El Salón de la Asamblea construido para Yudhisthira en Indraprastha por el<br />

demonio Maya.<br />

Meghapushpa: Uno de los caballos del carro de Krishna.<br />

Mitra: Lit. ‘amigo’. Divinidad védica, una de las formas del sol, preside el día.<br />

Mleccha: Literalmente, ‘extranjero, bárbaro’. Alguien no perteneciente a la nación aria y<br />

epíteto aplicado también a los indoarios que hablaban sólo un dialecto regional.<br />

Mridangam: Tambor de dos caras utilizado en el sur de la India.<br />

Mudra: Gesto místico y ritual que expresa o evoca una actitud mental o un poder divino.<br />

Muni: Sabio.<br />

Naga: Pueblos de origen tibeto-birmanos de Assam, instalados en las colinas de la frontera<br />

birmana. Nagas son también una categoría de divinidades ctónicas representadas con<br />

cuerpo de serpiente y espíritus de las aguas en todo el folclore asiático.<br />

Nagaloka: El submundo o esfera de las serpientes, es decir, nagas, llamado Patala también.<br />

Nagara: Un tipo de tambor.<br />

Nakula: Uno de los mellizos Pandavas, hijo de Pandu y Madri. Se casó con Karenumati,<br />

princesa de Chedi, y su hijo fue Niramitra.<br />

Nanda: El vaquerizo que, con Yashoda, se convirtió en el padre adoptivo de Krishna.<br />

Nombre también de una dinastía que sucedió a Ajatsatru y su linaje en el trono de<br />

Magadha.<br />

Nara: Literalmente, ‘hombre’. Apodo de Arjuna, que se le aplica en conjunción con el de<br />

Krishna: Narayana.<br />

Narada: Uno de los siete grandes Rishis. De acuerdo con una leyenda, nació de la frente de<br />

Brahma y, de acuerdo con otra, era hijo de Kashyapa.<br />

191


Narakasura: Se habla de esta figura en el Mahabharata y los Puranas. Cautivó a dieciséis<br />

mil princesas que habían sido sus hijas en una vida previa y a las que había maldecido.<br />

Asedió el mundo de los dioses y robó insignias reales a Indra y Aditi, su madre. A petición<br />

de Indra, Krishna lo mató en una batalla asistido por su esposa Satyabhama y su ave<br />

Garuda.<br />

Narayana: Literalmente, ‘el que se mueve sobre las aguas’; también, ‘morada de hombres’.<br />

Brahma fue llamado así porque reposó primero en las aguas cósmicas. Es, además, el<br />

nombre que Krishna recibe en conjunción con el equivalente de Arjuna: Nara.<br />

Narayanastra: El astra de Vishnu.<br />

Nim: Un árbol indio, el azadirachta indica (melia azadirachta).<br />

Nishada: Una tribu de las montañas de Vindhya.<br />

Nitishastra: Una clase de escritos éticos y didácticos de todo género, que incluye<br />

colecciones de fábulas y preceptos morales.<br />

Niyoga: Concepción de un hijo por un hombre distinto del marido, cuando éste no puede<br />

fecundar a su esposa. En este caso, a una esposa hindú se le permite pedir al hermano del<br />

marido o a un santo que la fecunde. Hay siete previsiones diferentes en el Dharma para el<br />

niyoga.<br />

Om: Sílaba sagrada de la tradición hindú y mantra por excelencia.<br />

Om, bhur, bhuva, svar: Fórmulas iniciáticas: bhur evoca el plano terrestre o material;<br />

bhuva, el plano intermedio o sutil; svar, la región suprema de la luz y el conocimiento.<br />

Om Namo Bhagavate Narayanaya: Fórmula religiosa de salutación a Vishnu.<br />

Om Tat Sat: ‘Así sea’<br />

Panchajanya: Caracola de Krishna, formada por la concha del demonio marino<br />

Panchajanya.<br />

Panchala: Probablemente territorio septentrional en el moderno Punjab; nombre del reino<br />

del padre de Draupadi.<br />

Panchali: Otro de los nombres de Draupadi, esposa de los Pandavas e hija de Drupada.<br />

Pandavas: Nombre genérico de los hijos de Pandu.<br />

Pandit: ‘Experto, entendido’.<br />

Pandu: Literalmente, ‘pálido’. Hermano de Dhritarashtra y Vidura, Rey de Hastinapura y<br />

padre terrenal de los cinco héroes Pandavas.<br />

Pandya: Rey de Vidharbha; un gran devoto de Shiva.<br />

Parashara: Nieto de Vasishtha. De su relación con Satyavati nació Vyasa, autor y<br />

compilador del Mahabharata.<br />

Parashurama: Una de las encarnaciones de Vishnu, hijo de Jamadagni y Renuka.<br />

Parikshita: Hijo de Uttara y Abhimanyu. Nieto, por tanto, del rey Virata y de Arjuna.<br />

Pasupata: El arma llamada también Brahmasira. Se tenía por arma favorita de Shiva, con la<br />

que destruye a los Daityas.<br />

Patala: Una región infernal bajo la tierra, morada de los Asuras en el mundo de los Nagas.<br />

Una zona de tinieblas. El subconsciente bajo la tierra.<br />

Paundra: Una de las tribus bárbaras de la India antigua. Paundra es el nombre también de<br />

la caracola de Bhima.<br />

Phalguna: El undécimo mes del calendario hindú, es decir, febrero-marzo.<br />

Pinaka: El arco de Shiva.<br />

192


Pipal: Árbol sagrado (ficus religiosa), consagrado a la divinidad hindú. Su madera se<br />

utiliza para encender el fuego sagrado.<br />

Pitamaha: Lit. ‘gran padre’, ‘gran patriarca’. Título otorgado a Bhishma. Usado también<br />

para denotar a Dios.<br />

Pitambara: Tela amarilla portada por Vishnu alrededor de las caderas como vestido<br />

principal. Simboliza los Vedas y es también un nombre de Krishna por las ropas ocre que<br />

éste llevaba.<br />

Pitri: Los ancestros de la raza humana, en las mitologías brahmánicas.<br />

Prabhasa o Prabhasatirtha: Un lugar sagrado situado en Saurashtra.<br />

Pradakshina: Circunvalación. El prefijo pra- indica un proceso natural; dakshina es,<br />

literalmente, ‘el sur’; en este contexto denota un movimiento circunvalatorio en relación al<br />

sol. El objeto rodeado queda siempre a la derecha.<br />

Pradyumna: Un hijo de Krishna con su esposa Rukmini que casó con Prabhavati.<br />

Pragjyotisha: El palacio de Narakasura y fortaleza invencible de los asuras.<br />

Prajapati: Señor de las criaturas, identificado usualmente con Brahman.<br />

Pranam: Fórmula respetuosa de salutación.<br />

Pranayama: Control o suspensión de la respiración; de prana, ‘hálito vital’ y ayama,<br />

‘contención’.<br />

Prapti: Una de las esposas del tirano Kamsa, tía de Krishna.<br />

Prasad: Presente, don. Alimento que se dona muchas veces al final de una ceremonia<br />

religiosa.<br />

Prativindhya: Hijo de Draupadi con Yudhisthira.<br />

Pritha: Nombre original de Kunti, madre de los Pandavas.<br />

Puja: Adoración, culto, homenaje.<br />

Punya: Mérito religioso. El punya acumulado puede usarse como energía espiritual o poder<br />

mágico.<br />

Purochana: Espía de Duryodhana que debía quemar a los Pandavas en la Morada de<br />

Deleite.<br />

Purohita: Un tipo de sacerdote védico.<br />

Puru: Lit. ‘múltiple’. El hijo menor de Yayati y Sharmistha. Ancestro de los Pandavas<br />

perteneciente a la línea lunar. Nombre de un príncipe de Indraprastha (no aparece en<br />

Vyasa) hijo de Duhsasana.<br />

Purumitra: Uno de los hijos de Dhritarashtra.<br />

Purusha: Espíritu, alma.<br />

Purushottama: Espíritu superior, que representa al alma suprema y al espíritu global del<br />

universo.<br />

Pusan: Otro de los nombres del Sol.<br />

Putana: Una diablesa del orden vampírico que trató de envenenar a Krishna de pequeño<br />

dándole a beber de sus pechos ponzoñosos, pero que éste mató.<br />

Putra: Hijo.<br />

Raga: El término deriva de la raíz ranj, ‘dar color’, pero figurativamente significa ‘teñir de<br />

emoción’. Es una composición musical, nota o melodía.<br />

Rahu: Literalmente, ‘el que atrapa’. Es el nombre postvédico del demonio responsable de<br />

los eclipses de Sol y Luna.<br />

Raivataka: Una montaña de Gujarat. Un festival de Dwaraka.<br />

Raja: Rey, soberano, príncipe o jefe. Nombre también del perro de Yudhisthira.<br />

193


Rajanya: Designación védica de la clase kshatriya.<br />

Rajasuya: Literalmente, ‘sacrificio real’. Un gran sacrificio realizado al coronar un rey, de<br />

naturaleza religiosa pero consecuencias políticas porque el que lo instituía era un Señor del<br />

sacrificio, un rey de reyes, y sus príncipes vasallos tenían que acudir al rito.<br />

Rakshasa: Probablemente, gente no aria tratada por la clase gobernante de los arios como<br />

demonios capaces de cambiar de forma a voluntad.<br />

Rama: El héroe regio de la épica de Valmiki conocida como Ramayana.<br />

Rávana: Un rakshasa de diez cabezas y veinte brazos que gobernaba Lanka o Ceilán, el<br />

actual Sri Lanka.<br />

Rik: Canto, himno.<br />

Rishabha: Una nota de la escala musical india.<br />

Rishi: Hombre santo, vidente.<br />

Ritwik: El que sacrifica en el orden y la estación adecuados.<br />

Rohini: La parte femenina de Rohita, el Sol naciente personificado. Es también una<br />

divinidad estelar concebida como hija de Daksha y esposa de Soma, la Luna. Rohini, una<br />

de las estrellas rojas de la constelación de Tauro, sería así una de las veintisiete esposas de<br />

Soma que representan los veintisiete asterismos lunares. Finalmente, Rohini es el nombre<br />

de una de las esposas de Vasudeva y madre de Balarama.<br />

Rohitaka: Montaña famosa en los Puranas y nombre de los lugares que la rodean. El<br />

nombre actual del área es Rohtak (Haryana).<br />

Rudra: Dios védico de la tempestad, asimilado posteriormente a Shiva.<br />

Rukmin: Nombre del hijo mayor de Bhishmaka, Rey de Vidharbha.<br />

Rukmini: Hija de Bhishmaka, Rey de Vidharbha, y esposa de Krishna.<br />

Sabha: Asamblea o Salón de la Asamblea.<br />

Sadhu: ‘Excelente’, exclamación de aprobación.<br />

Sahadeva: El más joven de los hermanos Pandavas, segundo de los mellizos e hijo de<br />

Madri.<br />

Saibya: Uno de los caballos del carro de Krishna.<br />

Sairandhri: Una casta de mujeres que se empleaban como hábiles trabajadoras<br />

independientes.<br />

Sakata: Formación militar de la aguja.<br />

Sakhi: Amiga.<br />

Sakuni: Hermano de Gandhari y tío de los Pandavas.<br />

Sala: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Nombre, también, de uno de los tres<br />

luchadores enviados por Kamsa para atacar a Krishna en Mathura.<br />

Salwa: Un rey kshatriya enamorado de Amba, la hija del Rey de Kasi.<br />

Salya: Rey de Madra y hermano de Madri, segunda esposa de Pandu; tío, por tanto, de los<br />

Pandavas por el lado materno.<br />

Samadhi: Trance yóguico en el que cesan los procesos mentales y emocionales, se<br />

mantienen en suspenso los vitales y se experimenta el estado de unidad con el Ser Esencial.<br />

Samba: Un hijo cínico y disoluto de Krishna y Jambhavati. Llevó en Dwaraka una vida<br />

disoluta con Balarama. Contrajo la lepra y fue curado por el Sol, al que rendía culto. Fue la<br />

causa indirecta de la destrucción de los Yadavas y la muerte de Krishna.<br />

Sami: Árbol en el que los Pandavas ocultaron sus armas antes de presentarse a la corte del<br />

rey Virata como suplicantes.<br />

194


Samkhya: Una de las seis vías filosóficas ortodoxas del hinduismo o darshanas. Se trata de<br />

una doctrina dualista atribuida al sabio Kapila.<br />

Samrat: Emperador.<br />

Samsaptakas: Guerreros de las fuerzas Trigarta y aliados de Duryodhana.<br />

Samva: Un brahmín de Hastina.<br />

Sandiyani: Preceptor de Krishna y Balarama, de quien éstos estudiaron los Vedas, dibujo,<br />

astronomía, Gandharva Veda, medicina, doma de caballos y elefantes, y tiro con arco.<br />

Sanjaya: Auriga y consejero de Dhritarashtra.<br />

Sankha: Uno de los hijos del Rey Virata.<br />

Sarana: Un kshatriya del clan Yadu, hijo de Vasudeva y Devaki, y hermano de Krishna,<br />

Subhadra y Balarama.<br />

Sarasa: Un hijo de Yadu. Fundó la ciudad de Kraunchapura a las orillas del río Vena, en el<br />

sur de la India.<br />

Saraswati. Literalmente, ‘fluyente, melifluo’. Un río importante de la India, pero también<br />

personificación del mismo como diosa, consorte de Brahma y deidad del habla y del<br />

conocimiento.<br />

Sarvamedha: Otra de las formas de referirse al Ashwamedha, el sacrificio del caballo.<br />

Sarvatobhadra: Una formación militar que está protegida por todas partes.<br />

Sarvatomukha: Una formación militar que permitía la visibilidad por todas partes.<br />

Satanika: Un hermano de Virata.<br />

Satasringa: Una montaña donde Pandu pasó su tiempo de austeridad.<br />

Sati: Esposa pura y fiel; en sentido derivado, la costumbre y rito de arder la esposa en la<br />

pira del marido muerto.<br />

Satyabhama: Literalmente, ‘que posee verdadero esplendor’. Nombre de una hija del<br />

príncipe Yadava Satragita y esposa de Krishna.<br />

Satyajit: Uno de los hijos de Drupada, hermano de Draupadi y cuñado, por tanto, de los<br />

Pandavas. Tomó parte en la batalla cuando Drona y otros asaltaron a su padre.<br />

Satyaki: Un primo de Krishna. Era el auriga de Krishna y fue asesinado por Kritavarman en<br />

una reyerta de borrachos en Dwaraka.<br />

Satyavan: Esposo de Savitri y rescatado de la muerte por ella. El relato de este<br />

acontecimiento está incluido en la presente versión del Mahabharata.<br />

Satyavati: Hija de un pescador de la que se enamoró el Emperador Shantanu. Madre de<br />

Vyasa por su relación con el sabio Parashara, y madre de Vichitravirya y Chitrangada por<br />

su matrimonio con el emperador.<br />

Satyayupa: Asceta regio con quien moraron Dhritarashtra, Gandhari, Vidura y Kunti tras<br />

dejar Hastina.<br />

Savitra: Uno de los nombres del sol. También, el hijo del sol, esto es, Karna.<br />

Savitri: La hermosa y virtuosa hija de Ashwapati, Rey de Madra, y esposa de Satyavan, al<br />

que rescató de la muerte. Es también, uno de los nombres del Sol.<br />

Shakti: Lit. ‘poder’; también arma mística de poder.<br />

Shanka: Hijo mayor de Virata y príncipe de Matsya.<br />

Shankara: ‘Dador de felicidad’, uno de los epítetos de Shiva.<br />

Shantanu: Uno de los hijos del rey Pratipa, de la línea lunar; marido de Ganga y padre de<br />

Bhishma.<br />

Shanti: Paz, tranquilidad, ausencia de pasión.<br />

Shastra: Designación de los textos sagrados del hinduismo, principio o precepto escrito.<br />

Shiva: El aspecto destructivo de la trinidad divina del hinduismo.<br />

195


Shuka: Hijo de Vyasa y amigo íntimo de Parikshita.<br />

Shrutakirti: Hijo de Arjuna y Draupadi.<br />

Shweta: Un príncipe de Matsya, hijo de Virata y hermano de Uttara y Uttarakumara.<br />

Sikhandin: Hijo de Drupada y encarnación posterior de Amba, la princesa raptada por<br />

Bhishma que hizo voto de vengarse de él en otra vida.<br />

Sindhu: Reino famoso en los Puranas. Jayadratha, el Rey de Sindhu, acudió al swayamvara<br />

de Draupadi.<br />

Sini: Abuelo de Satyaki. Primo de Sura, el padre de Vasudeva.<br />

Sisupala: Un hijo de la hermana de Vasudeva, el padre de Krishna. Sisupala es, por tanto,<br />

primo hermano de Krishna.<br />

Sita: Literalmente, ‘surco’. Heroína del Ramayana, llamada así porque apareció en un surco<br />

arado por su padre Janaka durante un rito sacrificial para obtener progenie.<br />

Sloka: Estrofa. Principal forma métrica épica sánscrita.<br />

Soma: El jugo de una planta lechosa, trepadora, la asclepias acidu, cuya fermentación se<br />

bebía durante los oficios rituales. Soma significa también la Luna.<br />

Somadatta: Literalmente, ‘dado por el dios Soma’. Nombre de un rey de la dinastía<br />

Iksvaku. Nombre también de un monarca de Panchala, biznieto de Sanjaya y nieto de<br />

Sahadeva.<br />

Somakas: Un pueblo de la India antigua.<br />

Sraddha: Lit. ‘fe’.<br />

Sri: Lit. ‘Señor’. Fórmula respetuosa al dirigirse a alguien.<br />

Subala: Señor de Gandhara, padre de Gandhari y Sakuni.<br />

Subhadra: Hija de Vasudeva, hermana de Krishna, esposa de Arjuna y madre de<br />

Abhimanyu.<br />

Sudarshana: El disco de Krishna.<br />

Sudeshna: Esposa de Virata, el Rey de Matsya durante el exilio de los Pandavas.<br />

Sudhakshina: Un príncipe de Kamboja presente en el swayamvara de Draupadi y aliado<br />

después de los Kauravas.<br />

Sudharman: Sumo sacerdote de los Kauravas<br />

Sudra: La cuarta casta del sistema social hindú o casta servil.<br />

Sughosha: La caracola de Nakula.<br />

Sugriva: Uno de los caballos del carro de Krishna.<br />

Sumitra: El auriga de Abhimanyu desde los días de Dwaraka.<br />

Sunama: Un hijo del Rey Suketu. Nombre, también, de un hijo del Rey Ugrasena, hermano<br />

de Kamsa; este Sunama murió a manos de Krishna y Balarama.<br />

Sundara: Un gandharva hijo de Virabahu. Debido a la maldición de Vasishtha, renació<br />

como rakshasa; Vishnu lo salvó más tarde de su caída condición.<br />

Supratika: Nombre del elefante de Bhagadatta.<br />

Suratha: Un rey Trigarta, seguidor de Jayadratha. Nombre, también, del hijo de Jayadratha.<br />

Surya: el dios Sol.<br />

Suryavarman: Uno de los príncipes Trigarta.<br />

Susaman: Brahmín que participó en el Rajasuya de Yudhisthira.<br />

Susarma: Uno de los Trigartas.<br />

Suta: Cochero, auriga.<br />

Sutaputra: Mote de Karna; literalmente, ‘hijo de cochero o auriga’.<br />

Sutasoma: Hijo de Bhima y Draupadi.<br />

Swaha: Una exclamación de salutación usada en las oblaciones.<br />

196


Swayamvara: De swayam, ‘uno mismo, propio’, y vara, ‘elección’. El derecho ejercido en<br />

tiempos antiguos por las muchachas nobles para escoger marido.<br />

Tabla: Tambor.<br />

Takshaka: Una feroz serpiente del bosque de Khandava.<br />

Tapas: Literalmente, ‘calor’; cualquier forma de energía, ascesis, austeridad de la fuerza<br />

consciente, principio esencial de energía.<br />

Tapasya: Austeridad espiritual, esfuerzo o ascesis.<br />

Tathastu: ‘Así sea’.<br />

Tilak: ‘Sésamo’; marca que se pone en la frente a los devotos y que simboliza el tercer ojo.<br />

Trigarta: Literalmente, ‘triplemente guardado’. Un territorio en el norte de la India<br />

identificado con una parte del moderno Punjab.<br />

Truti: Una medida de tiempo más corta que el parpadeo de un ojo.<br />

Tundikeras: Un pueblo de la India antigua.<br />

Uchchaihshravas: El corcel celestial de Indra.<br />

Udana Kridana: Literalmente, ‘jardín de placer’.<br />

Uddhava: Un Yadava, amigo y ministro de Krishna.<br />

Udgatri: Sacerdote védico especializado en los cánticos.<br />

Ugrasena: Padre del tirano Kamsa y rey de Mathura desposeído y encarcelado por su hijo.<br />

Krishna, tras matar al tirano, le devolvió la corona.<br />

Uluka: Un hijo de Sakuni.<br />

Ulupi: Una hija de Kauravya, Rey de los Nagas. Arjuna tuvo con ella relación marital y<br />

Ulupi actuó de nodriza para su hijastro Babhruvahana.<br />

Uma: Esposa de Shiva, hija de Himavat y la apsara Menaka.<br />

Upapandavas: Los hijos de los Pandavas por Draupadi, que son Panchalas también, al ser<br />

Draupadi una princesa Panchala.<br />

Upasunda: Nombre de un asura hijo de Nikumbha y hermano menor de Sunda.<br />

Urmi: Formación militar del Océano.<br />

Urmila: Hija del Rey Janaka, hermana de Sita y esposa de Lakshmana.<br />

Urvasi: Ninfa celestial que fue condenada a vivir en la Tierra como esposa de Pururavas.<br />

Usha: Personificación divina de la aurora.<br />

Uttamaujas: Un príncipe Panchala, que protegía una de las ruedas del carro de Arjuna.<br />

Uttara: Hija del Rey Virata dada en matrimonio a Abhimanyu, el hijo de Arjuna y<br />

Subhadra.<br />

Uttarakumara: Hijo menor del Rey Virata que actuó como auriga de Arjuna cuando éste se<br />

enfrentó a los Kauravas en el norte de Matsya.<br />

Uttarayan: Solsticio septentrional.<br />

Vahlika: Uno de los reyes participantes en la guerra entre Pandavas y Kauravas. Una región<br />

del noroeste indio.<br />

Vaishnava: El culto a Vishnu y designación de los seguidores de este culto.<br />

Vaishya: Tercera casta del sistema social hindú; es la formada por mercaderes,<br />

comerciantes y artesanos.<br />

Vajin: ‘Caballo’; uno de los nombres del caballo cósmico.<br />

197


Vajra: Lit. ‘rayo’. Arma mágica de Indra semejante al rayo. Formación militar que emula el<br />

rayo. Nombre, también, del nieto de Krishna, hijo de Aniruddha, que fuera coronado rey de<br />

Indraprastha.<br />

Vajradatta: Lit. ‘don del rayo’. Hijo de Bhagadatta.<br />

Vamsha: Genealogía, dinastía.<br />

Vanaprastha: La tercera de las cuatro ashramas o periodos vitales, el periodo de reclusión<br />

en el bosque.<br />

Vanga: Un estado importante de la India antigua; actualmente, Bengala.<br />

Varanasi: Nombre moderno de la antigua ciudad de Kasi, Benarés, uno de los grandes<br />

centros religiosos de peregrinaje.<br />

Varanavata: Pequeña ciudad cerca de Hastinapura con un lago al borde del cual los<br />

Pandavas fueron atacados por sus enemigos.<br />

Varandaka: Castillo del elefante. El cornaca.<br />

Varsha: ‘Región’.<br />

Varuna: La más antigua divinidad védica, creador del cielo y de la tierra. En la mitología<br />

posterior hindú es concebido como Señor de las Aguas.<br />

Vasanta: Estación de primavera, correspondiente a los meses luni-solares de Chaitra y<br />

Vaishaka.<br />

Vasishtha: Literalmente, ‘el más rico’. Uno de los siete grandes sabios o saptarishis a los<br />

que se atribuyen algunos de los himnos védicos.<br />

Vasu: Un tipo de dios. En la leyenda brahmánica, nombre de un rishi que, habiendo<br />

sostenido a los brahmines en su guerra contra los kshatriyas, fue tragado por la tierra.<br />

Vasudeva: Hermano de Kunti y padre de Krishna a través de Devaki, la más joven de sus<br />

siete esposas. La misma palabra acentuada en la primera sílaba es uno de los nombres de<br />

Krishna, que significa ‘hijo de Vasudeva’.<br />

Vasuki: La serpiente mítica engendrada por Kadru. Como Sesa y Takshaka, era uno de los<br />

reyes Nagas.<br />

Veda: ‘Sabiduría’. Nombre aplicado a las cuatro colecciones de himnos religiosos<br />

canónicos del hinduismo.<br />

Vedangas: Miembros -angas- de los Vedas, que incluyen seis tratados. Su propósito<br />

original era asegurar que cada parte de las ceremonias sacrificiales se oficiase<br />

correctamente.<br />

Vibhishana: Hermano de Rávana, el Rey de Lanka.<br />

Vibhuti: Encarnación de una fuerza divina.<br />

Vichitravirya: Literalmente, ‘muy bravo’. El hijo menor del Emperador Shantanu con<br />

Satyavati.<br />

Vidharbha: Antiguo nombre de la provincia de Berar, al norte de Ajanta en el Maharashtra.<br />

Vidura: Hijo de Vyasa con una criada de Satyavati. De los tres hermanos Kurus, es quien<br />

posee la sabiduría imparcial.<br />

Vijaya: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Es también el nombre de un niño nacido en<br />

el desierto a una prima de Satyaki, durante el éxodo de Dwaraka.<br />

Vikarna: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra.<br />

Vina: El laúd indio.<br />

Vinaganaga: Un tipo de sacerdotes.<br />

Vinda: Un príncipe de Avanti, hermano de Anuvinda y vencido por Arjuna.<br />

Virata: Rey de Matsya, cerca de la moderna Jaipur. Capital de Matsya.<br />

Vishoka: El auriga de Bhima.<br />

198


Vishvakarman: Literalmente, ‘el que todo lo consigue’. En el Rig Veda, personificación del<br />

poder omnicreador y arquitecto del universo.<br />

Vishwamitra: Uno de los siete rishis a los que se atribuyen numerosos himnos védicos.<br />

Vishwarupa: Forma cósmica en la que Krishna se revela a Arjuna el primer día de batalla.<br />

El Vishwarupa darshan es el acto de verla o hacerla ver.<br />

Vivaswat: Lit. ‘el resplandeciente’. En los Vedas, uno de los nombres del Sol.<br />

Viveka: Discriminación.<br />

Vrishadarbha: Rey legendario que salvó un pichón de un halcón y dio al ave rapaz, a<br />

cambio de su presa, la carne de su propio cuerpo.<br />

Vrishasena: Uno de los hijos de Karna.<br />

Vrishni: Un famoso rey de la dinastía Yadu. Fue el hijo menor de Bhimasatvata, gobernante<br />

del reino Yadava en el noroeste de la India.<br />

Vyasa: Compositor legendario del Mahabharata.<br />

Vyuha: Formación militar.<br />

Yadava: Nombre de la tribu de Krishna. Eran nómadas, pero posteriormente gobernaron<br />

Dwaraka, en Gujarat, en la India occidental.<br />

Yajna: Sacrificio ritual en el culto védico.<br />

Yajna Shala: Recinto sacrificial.<br />

Yaksa: Un orden de seres divinos, seguidores del dios de las riquezas, Kubera.<br />

Yama: Dios de la Muerte; de acuerdo con la leyenda, es hijo del Sol.<br />

Yamuna: Un río tributario del Ganges, personificado como hija del Sol.<br />

Yantra: Un diagrama místico, geométrico, que representa simbólicamente el universo<br />

divino con sus deidades y mantras; se supone dotado de poderes ocultos.<br />

Yántrico: Perteneciente o relativo al yantra.<br />

Yashoda: Madre adoptiva de Krishna y esposa del vaquerizo Nanda.<br />

Yati: Nombre de un rey que era el hijo mayor de Nahusa y hermano de Yayati. Nombre<br />

también de una comunidad mítica de ascetas asociados a los Bhrigus en la adoración de<br />

Indra.<br />

Yavanas: Extranjeros, bárbaros, griegos.<br />

Yoga: ‘Unión’. Conjunto de prácticas psicofísicas que sirven a la unión con la Consciencia<br />

Suprema.<br />

Yojana: Medida métrica india equivalente a una jornada de marcha, entre 14,7 y 16 km.<br />

según épocas y lugares.<br />

Yuddhashala: Academia militar.<br />

Yudhamanyu: Un príncipe Panchala, que protegía una de las ruedas del carro de Arjuna.<br />

Yudhisthira: El mayor de los hermanos Pandavas.<br />

Yuga: Era cósmica.<br />

Yuvaraj: Príncipe heredero.<br />

Yuyutsu: Hijo de Dhritarashtra con una esposa vaishya.<br />

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