Documento PDF - Bel Atreides
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CAPÍTULO III<br />
Nuestras fuerzas habían de marchar bajo la constelación Dhruva y en el día de<br />
Dhruva. Si no hubiera dejado atrás a Subhadra, al niño y a Kalidasa, me habría sentido<br />
enteramente feliz de dejar atrás Hastina. Tras rendir culto al gran dios Maheshwara,<br />
ofrecimos tortas de arroz y recibimos la bendición de los brahmines. Parikshita y yo<br />
adoramos a Kalidasa moviendo las velas ante él; después, le acariciamos la crin y lo<br />
enguirnaldamos. Le alcé el mechón que le caía sobre la cabeza y le puse kumkum y granos<br />
de arroz sobre la constelación de su frente; encima de ella, tracé un creciente porque el<br />
corcel pertenecía a la raza lunar. Posé junto a la suya mi mejilla.<br />
“Eres Prajapati”, le dije, “y nos conducirás a todos nosotros. Pero ahora es tiempo<br />
de espera y sumisión. Tenemos que encontrar un tesoro.”<br />
Krishna había dicho que el hombre de más baja calaña era el que mataba a su perro<br />
fiel. ¿Qué sería yo, entonces, si no conseguía salvar a Kalidasa? Kalidasa no era un perro<br />
fiel, sino mi guru, que me había guiado a través de los reinos. Mi corazón se mantuvo firme<br />
en su resolución.<br />
Kalidasa resolló gentilmente y frotó su cabeza contra la mía. Sentí su confianza. Me<br />
dio fuerzas. Él me había protegido, me había guiado a través de todos los peligros. Y me<br />
llegó la idea de que, de algún modo, él nos conduciría a través de este peligro también.<br />
Cerré los ojos y oré pidiendo sabiduría y buena fortuna, y luego, allí mismo, en<br />
aquel establo que olía a estiércol y guirnaldas, recé a Madre Durga, protectora de todos los<br />
guerreros. Por último, silencioso el corazón, le recé a Krishna.<br />
El patriarca Vyasa vino con nosotros. Era la primera vez que montaba un elefante y<br />
se le veía pletórico de júbilo y travieso como nunca. Saludaba con himnos a todos los<br />
árboles y animales, y tenía un cántico especial para cada uno de ellos: para las nubes y la<br />
lluvia, para el cielo y la tierra, para la aurora y el ocaso, para cada hora del día y de la<br />
noche, el amanecer, el resplandor del fuego, la luna y la noche prendida de luna, las llamas,<br />
la alegría de la tarde, el viento silbante, las estaciones, la ley que cambiaba las estaciones y<br />
el milagro de la creación, para cada paso y cada contratiempo. Era la nuestra una<br />
peregrinación y no permitía que lo olvidáramos un solo instante.<br />
Entre marcha y marcha, nos hacía sentar sobre hierba kusa y cantar con él como sus<br />
discípulos en el ashram. Su voz era sincera y potente, y podía elevar un Om desde debajo<br />
del suelo y mantenerlo de forma que reverberase en todos nosotros. Incluso al soltarlo,<br />
aquél ascendía y ascendía y quedaba suspendido en el aire... y, cuando el silencio caía por<br />
fin, sabíamos que su plegaria había alcanzado a los dioses. Con todo ello, esperábamos<br />
tener una expedición sin percances pero, a pesar del patriarca, parecía que un viento<br />
inauspicioso nos siguiera.<br />
Cuando nos aproximábamos al segundo grupo de aldeas, una delegación de jefes y<br />
ancianos vino a recibirnos. Un tigre herido, incapaz ya de cazar su presa natural, se había<br />
llevado a mujeres y niños de los campos. Las aldeas habían perdido a un abuelo, cuatro<br />
mujeres, un adolescente y dos pequeños. Ahora, y en respuesta a sus plegarias, el rey, su<br />
padre, su salvador, llegaba montado como un dios sobre un gran elefante. Permanecieron<br />
con las manos unidas y la mirada implorante alzada hacia nosotros. Yo nunca llegué a<br />
dudar cuál sería la respuesta de Yudhisthira, pero algunos de nuestros consejeros y<br />
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