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Documento PDF - Bel Atreides

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CAPÍTULO XXIX<br />

De pronto, fue nuestra última noche en Dwaraka. Estaríamos en pie al amanecer y<br />

yo dormí de forma intermitente. Confusas escenas de batalla que creyera borradas tiempo<br />

atrás se representaron en mi mente otra vez. Vi a Bhurisravas, que había matado a los diez<br />

hijos de Satyaki, sentado en meditación. Vi a Satyaki saltar con hoja fulgurante para<br />

cortarle la cabeza. Vi a Satyaki desafiar a Kritavarman en medio del polvo arremolinado<br />

del Kurukshetra. Krishna fue arrebatado de nuestro carro por un torbellino y una vez más<br />

nuestro estandarte con el emblema del mono quedó reducido a cenizas. Después, Daruka<br />

me llevaba por un camino de tierra resquebrajada y el carro se inclinaba de lado a lado.<br />

Me incorporé de golpe agarrándome al asiento del carro, que se convirtió en mi<br />

lecho pero seguía balanceándose. Una pequeña lámpara había caído al suelo y la llama<br />

parpadeaba. Cuando logré recordar dónde estaba, la cámara ya no se movía, pero la<br />

advertencia de lo que nos amenazaba era clara. Sonaron dos gritos penetrantes y luego<br />

sollozos y silencio, salvo por el ruido sordo de pies corriendo. Era la Hora de los Dioses,<br />

cuando las energías se concentran. Sentí a la ciudad y al mar impacientes por librarse de<br />

nosotros antes de su encuentro. Me deslicé del lecho de Krishna y puse el incienso ardiente<br />

en la cabecera. No había tiempo para más ritual. Toqué con las puntas de mis dedos los pies<br />

de su cama antes de recoger mis armas. Corrí escaleras abajo, que retemblaron mientras las<br />

descendía. El Shankara Shiva de la gran destrucción saludaba con un golpe del pie en el<br />

suelo antes de danzar. Las escaleras se movieron a un lado y a otro, y mi práctica en el<br />

carro y en mantenerme de pie sobre caballos al galope me sirvió bien hasta el último<br />

peldaño, que me hizo resbalar. Bien hondo en el centro de la Tierra, el dios Varuna se<br />

agitaba, resquebrajando el suelo incrustado de gemas en el que yo me había desmoronado.<br />

Me forcé a levantarme. Una luz centelleó junto a mí y cayó. Una amatista de violeta<br />

profundo que quedara suelta había saltado al aire. Pronto quedó todo quieto otra vez, pero<br />

Shiva había dado su advertencia. Siguió un repentino silencio. La gente de palacio debía de<br />

haber contenido el aliento creyendo que el fin había llegado. Ahora desgarraron el aire con<br />

gritos y lamentaciones. Mi preocupación era Vajra y su madre y el resto de los niños, y<br />

corrí hacia los aposentos de las mujeres. Tropecé con ellos a medio camino, donde los hallé<br />

marchando aprisa de la mano, con los sirvientes detrás.<br />

“¡Todos fuera!”, grité.<br />

La tierra podía empezar a moverse en cualquier instante otra vez. Pasamos por<br />

delante de los brahmines en el Homa, que recitaban los primeros mantras del día. No había<br />

tiempo para ceremonias, pero solté la mano de Vajra y saludé conminándolos a apagar los<br />

fuegos y salir con nosotros. Seguimos corriendo hacia las grandes puertas centrales. Vi a<br />

dos sirvientes cavando el suelo en busca de las gemas sueltas. Les grité que harían pisar<br />

fuerte a Shiva otra vez. Quizás no me oyeron, porque un momento después la tierra volvió a<br />

temblar y una columna con forma de león cayó sobre uno de ellos. Nos precipitamos hacia<br />

el portal por un patio de árboles floridos que aún desprendían un fuerte perfume y pasamos<br />

junto al estanque de los lotos, en el que peces brillantes relampagueaban aquí y allá presas<br />

de agitación. Algunos saltaron a la superficie y yacieron boqueando en el borde de<br />

lapislázuli. Vajra quería detenerse para devolverlos al agua. Tiré con fuerza de él.<br />

Los caballerizos sacaban de los establos a los animales, que se detenían para piafar,<br />

agitar las cabezas, sacudirse o encabritarse. Desde todos los rincones se oían los gritos de<br />

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