La paloma, la Sirenita y la operadora - Reportero Jesús Martínez

La sala de descanso del Cottolengo del Padre Alegre, en Barcelona,
después de ser colocadas las nuevas ventanas que impiden el paso
del frío, la humedad y el ruido. Las internas disfrutan de una nueva
y cómoda situación para leer, ver la televisión y charlar entre ellas.
Barcelona, 8 de mayo de 2010
Ro t a R y Cl u b
C o t t o l e n g o d e l Pa d R e al e g R e
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«El 23 de octubre de 1939, festividad de Cristo Rey, nace, en Barcelona, la
congregación religiosa de Hermanas Servidoras de Jesús. El fin específico
es entregar la vida al servicio de Jesucristo en el hermano pobre y
enfermo más necesitado, formando con él una familia que quiere vivir
total y filialmente confiada en el amor de Dios, Padre Providente, y en
adoración constante a Cristo, el Señor, en el Misterio de la Eucaristía.
Las Servidoras de Jesús del Cottolengo del Padre Alegre y sus acogidos
forman una sola Familia: el Cottolengo del Padre Alegre.»
Ro t a R y Cl u b
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Rotary patrocina
la restauración de la sala
de sobremesas del
Cottolengo del Padre Alegre,
en Horta-Guinardó
Reforma patrocinada por:
Rotary Club de Barcelona Pedralbes
Rotary Club de Barcelona Mar
Rotary Club de Barcelona Europa
Co t t o l e n g o de l Pa d r e al e g r e

La paloma, la Sirenita y la operadora
Buscaban solaz y tres amigas lo hallaron
en una salita proyectada como
un refugio de duendes. En la primera
planta del edificio del Cottolengo, gestionado
por 25 Hermanas Servidoras de
Jesús y por el que se extienden como una
hiedra las concavidades azulinas del Park
Güell, la “sala de recreativos”, en forma
de ele, se ha convertido en la casa de la
pradera de Pili, Maite y Pepita. Aquí coinciden
los sábados, a las tres de la tarde.
En invierno, cierran los doce ventanales,
por los que pasan las listas de luz, cada
uno de ellos con dos ventanucos, y se
recogen y se acurrucan al calor de sus
La paloma
Desde que entró con tres añitos, María Pilar
García (Barcelona, 1966) se levanta a las siete
y cuarto de la mañana con un resorte en los pies,
sin el atolondramiento de los crápulas nocturnos
que cuelgan del techo en el cercano Delicias, en
la carretera del Carmelo, el local de tutes y carajillos
de María Brizard con hielo de Últimas tardes
con Teresa, de Juan Marsé. Pilar salta de la cama
con ruedas, de una habitación como una crujía
con 30 camas con ruedas (“el salón de camas”), en
la primera planta, y se pone las gafas de patillas
metálicas y finos cristales de unas formas que recuerdan a las
lunetas de la catedral de Worms. Baja a la capilla, en la planta
baja, alumbrada por el lema del Padre Alegre (1874-1930), el
fundador del centro en Barcelona: “Buscad primero el reino de
Dios y su justicia, que todo lo demás se os dará por añadidura”
(originalmente, un lema escrito sin la coma, pues se lee de
corrido y se asume como un apósito). “La iglesia es lo primero
que enseñamos a los visitantes porque aquí está el dueño de
la casa”, guía la Madre Milagros, tocada con el velo de tafetal y
dotada de la paciencia de Gordon Brown, quien maldice a los
tories mientras escucha el servicio religioso en North Queensferry.
Pili se coloca cerca de la imagen de la Virgen del Socorro,
en el penúltimo banco, cabe la puerta. Reza el Ángelus: “Dios te
salve, María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú
mantas de franela, y se cuentan naderías.
En verano, abren las doce ventanas, cada
una de ellas de un blanquecino azahar
que llega al cielo, y se refrescan con el
romero despreocupado y las saludables
buganvillas y los cordeles de geranios del
jardín, y con el trino del único canario
amarillo sin nombre que come alpiste
con su pico desbravado.
El Rotary Club de Barcelona Pedralbes,
el Rotary Club de Barcelona Mar y el
Rotary Club de Barcelona Europa, en su
campaña de donaciones, han realizado
la reforma de la sala, que ha cambiado
los marcos de madera de cedro de las
antiguas ventanas por listones de aluminio.
«Que Dios os lo pague, que Dios
os lo pague, que Dios os lo pague», repite
tres veces, como tres credos, la madre
superiora, la hermana María Milagros,
enfermera, esperanzada y planificadora
como el entrenador del Real Valladolid,
Javier Clemente. La Madre Milagros lleva
siete años en el puesto. Su busca («he
de estar localizada, estas galerías son
muy largas») maúlla y vibra a las horas
en punto, con la intemperancia del jefe
de la unidad de riesgos de Price Waterhouse.
«Que Dios os lo pague.»
eres entre todas las mujeres y bendito sea el fruto
de tu vientre, Jesús” (originalmente, sin puntos).
Posteriormente, a las ocho menos cuarto, Pili
coge el ascensor con indolencia y salta a la
cuarta planta, la de los niños, que se dividen en
grupos según su minusvalía (la mayoría, parálisis
cerebrales como consecuencia de partos
complicados). Les da de comer papillas y purés
con una cuchara que posteriormente lavará en
el office, una palabra que suena a panel de control,
pero que hace referencia al lavavajillas automático de acero
inoxidable.
Luego, desayuna, y se pone hasta el quico de bollería y mantequilla
(no le está permitido el chocolate).
Baja al lavadero con los calcetines más sucios. Cuando sube, dobla
la colcha y la guarda en el armario, junto a la ropa personal.
La fisioterapeuta le espera.
Como es sábado, se libra de las clases. La Madre Milagros se
adelanta: “Estudia lenguaje, matemáticas, pintura y música”,
pero ella lo completa con sus particulares observaciones, con
una cara de luna arrebolada: “Estudio lenguaje, que se me da
bien; matemáticas, que me sale un chuchurrío; pintura, que se
me peor, y música; toco la guitarra”.
Jesús, impedido en una silla de ruedas y de una locuacidad tan
proverbial como problemática, le enseña informática en el aula,
instalada por “unos señores del Canadá” expertos en la adaptabilidad
de los teclados multifuncionales.
Después de comer (alimentos donados, entre otros, por Mercabarna),
a las tres, en la sala recreativa, en forma de ele y con
doce ventanas con cortinas de brocatel y sol, Pili se sienta en
La Sirenita
María Teresa Blázquez (Barcelona, 1968) se llama
Maite. “¿Que cómo me llamo? Me llamo
Maite, pero me llamo María Teresa.” Maite se podría
llamar como la princesa Leia, de Star Wars, aunque
se llame Maite. Le encanta navegar por Internet, del
que se baja series de ficción con la ayuda de su hermana.
“Como no puedo viajar por mí misma [padece
una enfermedad degenerativa], viajo por Internet.
Ahora estoy en Venecia, que es el país que prefiero,
con sus góndolas y su festival de Venecia. También
me gusta otro país: Atenas…, digo Grecia”, enumera,
mientras apunta con los dedos, para que no se le
olviden, los dos últimos Estados que ha visitado virtualmente.
Cuando Maite se levanta, a las siete y cuarto de la mañana, bosteza
entre cinco y diez veces, con un mohín de desdeño, y no
se espabila del todo hasta que no acude a la iglesia, en la que
reza el Ángelus con los ojos cerrados: “Dios te salve, María, llena
eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las
mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús”. Morena, con el
pelo corto, y tan suave como las plumas, y vivaz, posee una memoria
en la que se asientan, sin sofocos, los números restantes de
las raíces cuadradas y las soluciones a unas cuantas definiciones
de sopa de letras: “En el escaño de Rosa Díez. Gritos vehementes
de las masas” (7. horizontal); “Amperio. No lo es el cobardica. El
padre de Benazir Bhutto” (9. horizontal), y “El ornitorrinco lo es.
Aceite inglés” (10. vertical). “Soy muy buena con los crucigramas,
¿eh, Madre Milagros? Soy muy buena. Por eso acierto muchas de
las respuestas de La ruleta de la fortuna [por La ruleta de la suerte,
presentado por Jorge Fernández, en Antena 3 Televisión]”, tartajea,
y se enorgullece, y se le llenan los carrillos de satisfacción y
baja los párpados con donaire y esbeltez.
una de la docena de sillas con respaldo guanteado, frente al
televisor, o en alguno de los dos sillones orejeros al lado del
piano. A veces, juega al parchís, en el que se ha destacado y
en el que se ha proclamado campeona (“hicimos un concurso
y arrasé; gané una merienda”). Este sábado ha consensuado
con sus compañeras (un grupito “muy majo” de entre los 168
residentes del Cottolengo) la película que verán: Historia de
una monja (Fred Zinnemann, 1959), que se ha impuesto a La
paloma de la Paloma (quiere decir La verbena de la Paloma) y
a Cómo ruge la marabúnda (quiere decir Cuando ruge la marabúnta).
Cuando Maite se levanta deja la cama sin hacer,
por dos razones: 1. Ella no es muy diestra con los
dobladillos y el embozo le sale tan torcido como
la Torre de Pisa, y 2. Sabe que su amiga María Pilar
García, Pili, se encargará de dejarla impecable, con
las sábanas oreadas, la habitación aireada y la funda
de la almohada sin una arruga ni una cana.
Luego, con la ayuda de la “fisio”, se ducha con
agua caliente (donación de Gas Natural).
Los sábados, Maite lee. La Biblia ya la tiene muy
sobada (“Aquí está mi siervo, a quien he escogido, mi amado en
quien me deleito”) así que aprecia otras lecturas sacrosantas y
férvidas, sin caer en la mistificación o en la ramplonería, y tampoco
en obras de fenomenología o en la metempsícosis. Ahora
está leyendo Secuestrado, de Robert Louis Stevenson, las aventuras
del huérfano David Balfour.
Lee desde que ingresó en el Cottolengo, a los 13 años, del que se
fue cuando tenía 25 (“brincando y con mucha tristeza”), y al que
volvió hace tres años por un empeoramiento de su estado: “Aquí
ya me quedo para siempre”. “Me gusta mucho leer. También me
gusta cocinar: sé hacer un bizcocho, panellets y una pizza.”
Los sábados, después de comer, a las tres, Maite se sienta en el
sofá de la sala de estar. Como es sábado, y aunque son las tres, en
La 2 de TVE echan deportes (tenis; le aburre, “muy plasta”) y no
Saber y ganar, el concurso que presenta Jordi Hurtado desde el
Pleistoceno. Por ello, ha accedido a la propuesta conjunta de ver
un deuvedé: Historia de una monja, que ha triunfado sobre sus
dos directas competidoras: Abuelo made in Spain y La Sirenita.
La operadora
Treinta años tenía Pepita Pericay (1932, Pals,
Girona) cuando entró, ayudada por muletas,
en el Cottolengo. Cojitranca, nostálgica, bondadosa,
Pepita se mueve merced a una silla automática
accionada por una palanca de mandos,
que ha aprendido a usar con tanta destreza como
Mark Webber su Red Bull.
Cuando Pepita echa la vista atrás, vestida con
colores de llamativos machetazos (trajes de segunda
mano; en la entrada, este cartel: “Domingos
y festivos agradecemos no traigan ropa”),
repasa con su milagrosa capacidad retentiva el
desarrollo urbanístico de los barrios del contorno, que ella ya ni
reconoce: “Esto estaba plagado de barracas, desde la montaña
Pelada. Y era un erial. Más abajo de la carretera había una casa
de muñecas, y junto a la casa de muñecas, la casa de Juan Guerrero”,
rememora, y a la pregunta de este redactor de quién era
ese tal Juan Guerrero, responde con una evasiva de autoreflejo:
“Nada, uno de por aquí”.
Con su silla asiste al oficio religioso, todas las mañanas. En el
presbiterio, a la izquierda del ambón, un ascensor con agarraderas
permite superar los tres escalones que conducen al altar.
Desde allí siente más cerca “la palabra de Dios”: “Dios te salve,
María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres
entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús”.
Los velones rojos despabilados se consumen con la misma lentitud
que la cacahazuda Pepita, que sigue recomponiendo a escala
el complejo asistencial: “Primero se construyó el pabellón,
en los años cuarenta, y luego la zona sanitaria de Santa Ana,
en los alrededores, y más tarde este edificio en el que estamos.
Claro, eran otros tiempos, había monjas de planta y el doble de
novicias”.
Pepita Pericay echa una mano en la centralita, en recepción,
Buscaban solaz, y Pili, Maite y Pepita,
las tres amigas, lo hallaron en esta
salita proyectada como un refugio de
duendes. Pili le hace la cama a Maite;
Pepita deja nota a Maite, y Pili pasea a
Pepita por el jardín de buganvillas.
La Hermana Madre María Milagros pliega
las manos sobre el pecho, mostrando
en la que una de las monjas de mayor edad
atiende las llamadas al tiempo que borda un
tapete. Pepita, la operadora, se conoce a la perfección
el manejo del cacharro con teclas que
sustituyó al teléfono de rosca. Cuando algún
familiar llama a María Teresa Blázquez, Maite, es
Pepita quien le coge el recado, que apunta con el
mismo tino con el que los interventores del SPD
cuentan los votos en los comicios de Renania del
Norte-Westfalia. Le hace gracia tanta pulcritud:
“Cuando me vaya al otro mundo, San Pedro me
recibirá encantado: ‘Sube, sube, hija, sube’”, se
mofa de sí misma, y su carcajada pasaría desapercibida
entre las risa enlatadas del programa de chistes No
te rías, que es peor.
Sólo le entristece el vudú de una incomparecencia. Hace unos
meses, varios grupos de residentes visitaron la catedral de Santiago
con motivo del Jubileo: “Servidora no pudo ir”.
Los sábados por la tarde, a las tres, Pepita busca el sol, después
de una fugaz escapada al jardín, en el que se volatiliza,
embriagada por el olor untuoso de las margaritas y por los
mensajes que como guirnaldas penden del dintel: “Este es mi
mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he
amado” y “Alabado sea Jesucristo”. Apenas desentonaría, dicha
de corazón, esta frase del presidente ruso Dmitri Medvédev, que
ese sábado aparecía en un despiece de diario: «La paz es frágil,
como lo ha sido siempre, y estamos obligados a recordar que la
guerra no empieza de repente».
Finalmente, se coloca en una esquina de la sala recreativa, más
soleada que la Plaza de las Tres Culturas de la ciudad de México.
No le importa que la tele esté encendida y que pongan Historia
de una monja. Ella se arrima a las ventanas nuevas, doce ventanas
catedralicias como doce apóstoles. Pili le empuja la silla
cuando prefiere la compañía.
su gratitud: «La Providencia nos ha dado
los medios para seguir adelante. Díganles
a los rotarios que les damos gracias a
Dios por las ventanas, díganselo».
Texto: Jesús Martínez • Fotos: Marc Javierre • Diseño: Enric Font